Marx
Marx
Marx
Puesto que no hay lecturas inocentes,
empecemos por confesar de qué lecturas
somos culpables
Louis Althusser
La frase de Althusser que preside esta clase es –para decirlo con una expresión cara a ese
filósofo francés- sintomática: revela un problema consustancial a algo que pudiera llamarse una
teoría del conocimiento (o una “gnoseología”, o una “epistemología”) que también pudiéramos
llamar “marxista” (una denominación a su vez problemática, puesto que son ya incontables los
“marxismos” que han visto la luz –y muchas sombras- desde el propio Marx hasta aquí). Ese
problema es de muy difícil, si no imposible, solución, pero su enunciado es relativamente
simple: No hay lectura inocente, es decir, toda interpretación del mundo, toda forma de
conocimiento de lo real está indefectiblemente situada -para introducir un concepto sartreano
sobre el que tendremos que volver- por el posicionamiento de clase, la perspectiva político-
ideológica, los intereses materiales, los condicionamientos culturales o la subjetividad
(conciente o inconciente) del “intérprete”. Esta constatación es ya la de Marx, y hasta cierto
punto –aunque desde perspectivas bien diferentes entre sí y a la del propio Marx- había sido
también la de los philosophes materialistas del siglo XVIII, y lo será en las primeras
“sociologías del saber” del siglo XX, a partir de Max Scheler o Karl Mannheim. En Marx es una
constatación inseparable de su concepción (habría que decir, mejor, concepciones , ya que son
múltiples y cambiantes) de la ideología , ya sea que se la entienda, un tanto
esquemáticamente, como “falsa conciencia” de la realidad, ya como (en la sofisticada versión
althusseriana, atravesada por la lectura lacaniana de Freud) conciencia “verdadera” de una
realidad “falsa”, una aparentemente escandalosa paradoja sobre la que también tendremos que
volver
Pero, sea como sea, si es verdad que toda “lectura” del complejo universo de lo real es
“culpable” de ser una lectura en situación, ¿no significa eso que no puede haber una lectura
“objetiva”, “científica”, “universal” de los fenómenos de la realidad (y muy en particular de la
realidad social e histórica, tan constitutivamente atravesada por aquéllos intereses y
posicionamientos), y que nuestro conocimiento, n consecuencia, está necesariamente
condenado al relativismo, al particularismo, al subjetivismo más radical? Para colmo, a partir de
los llamados “giro lingüístico”, “giro hermenéutico”, “giro estético-cultural”, etcétera, del siglo XX
(si bien es un debate casi tan antiguo como la cultura occidental misma: pueden ya encontrarse
sus premisas en el Cratilo de Platón, por ejemplo, y su continuación en las polémicas entre
“realistas” y “nominalistas” en la Edad Media; pero por supuesto, es en el siglo XX cuando se
vuelve dominante en tanto debate sobre los fundamentos de una filosofía de la cultura), nos
hemos tenido que acostumbrar –aunque a algunos todavía les cueste ceder a ella- a la idea de
que los sujetos llamados “humanos” se distinguen de cualquier otra especie, aún las más
“avanzadas” del reino animal, por el hecho de que no tienen un conocimiento directo e
inmediato de la realidad, sino que su relación con el mundo está “mediatizada” por un
complejísimo aparato de competencia lingüística (el concepto es de Noam Chomsky) y
“simbólica” en general; de tal modo que, incluso si desde un punto de vista irreductiblemente
materialista creemos en la existencia autónoma de lo real respecto de nuestro conocimiento,
nuestra “realidad” humana no puede menos que ser una construcción de nuestra (mayor o
menor) competencia lingüístico-simbólica. Se sea “constructivista” o “de-constructivista”, la
premisa es inapelable: la “realidad” es la producción de un aparato simbólico que, desde ya, no
es en modo alguno “individual” o plenamente singular (no se trata de ningún “subjetivismo” a
ultranza), sino el resultado de un complejo proceso cultural e histórico. Y esta nueva
constatación, sin ninguna duda, es un enorme avance sobre las ingenuidades empiristas,
positivistas o materialistas vulgares. Pero que nos vuelve a colocar en el centro de nuestra
cuestión: ¿el conocimiento objetivo de la realidad es imposible? ¿Marx mismo, en su oposición
al idealismo, cayó en la trampa del positivismo, de un “objetivismo” tan ingenuo como el de los
materialistas vulgares?
Y bien, no: aunque los problemas que se presentan aquí son innumerablemente más
complejos de lo que podremos abarcar en esta clase, sostendremos, aunque fuera algo
esquemáticamente (para una mayor profundización no quedará más remedio que remitir a la
bibliografía), que sí hay en Marx –y desde luego en muchos de los “marxistas occidentales”
posteriores, aunque no rompamos lanzas por esa etiqueta- elementos suficientes a partir de los
cuales desplegar un abanico de hipótesis de trabajo, nuevamente, no para resolver
definitivamente, pero sí para plantear en sus justos términos, esa problemática. Eso sí, con dos
condiciones: 1) “A partir de los cuales”, acabamos de subrayar: es inútil, además de dañino,
pretender encontrar ya acabados de una vez para siempre esos elementos en el propio Marx;
semejante pretensión solo puede conducir, en el mejor de los casos, a la pereza intelectual, y
en el peor, a la más crasa rigidez dogmática; 2) para comprender la verdadera importancia –y
la lógica de funcionamiento- de esos elementos, es necesario desplazar lo que podríamos
llamar un discurso “binario” (y profundamente “ideológico” en el mal sentido del término), que
piensa la cuestión del conocimiento sobre el eje de los “pares de oposición” mutuamente
excluyentes (ejemplo: sujeto/objeto, material/simbólico, pensamiento/acción,
individuo/sociedad, estructura/historia, etcétera): más bien se trataría de pensar en cada caso
la tensión dialéctica , el conflicto entre esos “polos”, que sólo pueden ser percibidos como tales
polos precisamente porque la relación entre ellos es la que los constituye, la que les asigna su
lugar. Teniendo en cuenta estas dos premisas básicas, podemos empezar a abordar la
cuestión.
“Hasta ahora los filósofos se han limitado a interpretar el mundo; de lo que se trata ahora es de
transformarlo”. La famosísima Tesis XI sobre Feuerbach puede tomarse, entre otras cosas,
como un enunciado de epistemología radical, o como un ultracondensado “discurso del
método” de Marx. Demasiado a menudo, por desgracia, ha sido leído unilateralmente, en el
espíritu de un materialismo vulgar o un hiperactivismo más o menos espontaneista que
desecha todo trabajo “filosófico” de interpretación (vale decir, al menos en un cierto sentido del
que ya hablaremos, de producción de conocimiento) a favor de la pura “transformación” social y
política. No hace falta enfatizar cuán alejada de las intenciones de Marx –uno de los hombres
más cultos y más teóricamente sofisticados de la modernidad occidental- puede estar esta
suerte de antiintelectualismo estrecho. Pero lo que aquí nos importa es otra cosa. En verdad,
Marx está diciendo en su Tesis algo infinitamente más radical, más profundo, incluso más
“escandaloso” que la tontería de abandonar la “interpretación del mundo”: está diciendo que, a)
la transformación del mundo es la condición de una interpretación correcta y “objetiva”, y b)
viceversa, dada esta condición, la interpretación es ya , en cierta forma, una transformación de
la realidad, que implica, en un sentido amplio pero estricto, un acto político , y no meramente
“teórico”. No otra cosa es lo que encierra el concepto de praxis (que Marx toma, por supuesto,
de los antiguos griegos). La praxis no es simplemente, como suele decirse, la “unidad” de la
teoría y la práctica: dicho así, esto supondría que “teoría” y “práctica” son dos entidades
originarias y autónomas, preexistentes, que luego la praxis (inspirada por el genio de Marx, por
ejemplo) vendría a “juntar” de alguna manera y con ciertos propósitos. Pero su lógica es
exactamente la inversa: es porque ya siempre hay praxis -porque la acción es la condición del
conocimiento y viceversa, porque ambos polos están constitutivamente co-implicados- que
podemos diferenciar diferentes “momentos” (lógicos, y no cronológicos), con su propia
especificidad y “autonomía relativa”, pero ambos al interior de un mismo movimiento. Y este
movimiento es el movimiento (la más de las veces “inconsciente”) de la realidad (social e
histórica) misma, no el movimiento, ni del puro pensamiento “teórico” (aunque fuera en la
cabeza de un Marx) ni de la pura acción práctica” (aunque fuera la de los más radicales
“transformadores del mundo”).
Lo que Marx viene a hacer –esa es su “genialidad”- es sencillamente a mostrar que ese es
el movimiento de la realidad, y a denunciar que cierto pensamiento hegemónico (la “ideología
dominante”, si se quiere simplificar) tiende a ocultar esa unidad profunda, a mantener
separados los “momentos”, promoviendo una “división del trabajo social” (“manual” versus
“intelectual”, para decirlo rápido), con el objetivo de legitimar el universo teórico de la pura
“interpretación” como patrimonio del Amo, y el universo práctico de la pura “acción” como
patrimonio del Esclavo, ya que la clase dominante sabe perfectamente -aunque quizá no
siempre lo sepa conscientemente- que ni la pura abstracción de la teoría, ni el puro “activismo”
de la práctica, tienen realmente consecuencias materiales sobre el estado de cosas del
mundo. O, en otras palabras, que no producen verdadero conocimiento de la realidad, en el
sentido de Marx. Nunca mejor ilustrada esta tesis que en la famosa alegoría que construyen
Adorno y Horkheimer, en su Dialéctica de la Ilustración, a propósito del episodio de las Sirenas
en la Odisea de Homero: el astuto y racionalizador capitán Ulises –el Burgués-, atado al mástil
de su barco, puede escuchar (“interpretar”) el canto de las sirenas, pero no puede actuar; los
afanosos marineros –el Proletariado-, con sus oídos tapados por la cera que Ulises les ha
administrado, pueden actuar, remar el barco, pero no pueden escuchar. Ninguno de los dos
puede realmente conocer esa fascinante música: Ulises no quiere hacerlo –quiere
simplemente recibirla, gozar pasivamente de ella-, los marineros no pueden hacerlo –
ocupados, “alienados” en su tarea práctica, ni siquiera se enteran de su existencia-.
Ahora bien: esta tesis de Marx es, desde ya, y como dijimos, un enunciado político-
ideológico revolucionario. Pero es al mismo tiempo (obedeciendo a la propia lógica de la praxis)
un enunciado filosófico-epistemológico de la máxima trascendencia. Lo es en el sentido en el
que Marx habla de una realización de la filosofía, es decir en un triple sentido: 1) es su
culminación ; 2) es su fusión con la realidad material; 3) es su (paradójica) desaparición, al
menos en su forma tradicional, “clásica”, que en su época –y en la propia biografía intelectual
del primer Marx- no es otra que la de la (riquísima y complejísima) tradición idealista alemana
que va –para sólo mencionar los nombres más paradigmáticos- de Kant a Hegel, pasando por
Fichte y Schelling. Se trata por supuesto de autores profundísimos y muy diferentes entre sí,
que en modo alguno pueden ponerse “en la misma bolsa”, como se dice vulgarmente.
Tampoco tienen todos el mismo significado en aquélla biografía intelectual de Marx: sin duda el
pensador (¿deberíamos decir: el “pensador-actor”?) de Treveris “aprendió” de Hegel mucho
más que de los otros, pero ese “aprendizaje” se realizó plenamente –en el sentido antes
definido- sólo cuando Marx, por así decir, fusionó a Hegel con la realidad material (social-
histórica) que a la parte de “activista” que había en él le importaba transformar. Pero, en todo
caso, lo que todos esos gigantes de la filosofía tienen en común, más allá de (pero vinculado
con) su “idealismo”, es su imposibilidad de superar (también en el sentido de la Aufhebung
hegeliana) esa escisión entre “teoría” y “práctica”, o, dicho más “filosóficamente”, la separación
radical entre Sujeto y Objeto . Y si decimos “más allá de” (aunque en el caso particular de los
alemanes, vinculado con) su idealismo, es porque en verdad esa “impotencia” no hace más que
recoger, condensar y llevar a sus últimas consecuencias toda la tradición dominante –con muy
pocas excepciones, como serían los casos de un Maquiavelo y, en otro sentido, de un Spinoza-
de la filosofía y la teoría del conocimiento occidental y moderna, al menos a partir del
Renacimiento. Y ello incluye no solamente al “idealismo”, sino también (y tal vez
especialmente) al empirismo, al materialismo unilateral, y luego al positivismo.
En efecto, la “división del trabajo” propia del modo de producción capitalista (la
“fragmentación de las esferas de la experiencia” a la que se refería Max Weber, que estaba
lejos de ser marxista o “anti-burgués” pero muy cerca de ser uno de los intelectuales más
lúcidos de la modernidad) impone necesariamente esa separación. Y no es por supuesto que
antes del capitalismo ella no existiera: sólo que ahora resulta mucho más evidente, y más
dramáticamente percibida, ya que ningún ecumenismo teológico resulta por sí mismo suficiente
para ocultarla bajo el manto piadoso de la voluntad de Dios. La paradoja es que esa separación
se profundiza y se hace, como decíamos, más evidente y dramática precisamente porque la
nueva era “burguesa” necesita promover un conocimiento más acabado, preciso y “objetivo”de
la realidad. Al contrario de lo que sucedía en el modo de producción feudal, por ejemplo, la
ciencia y su aplicación a la técnica es ahora una fuerza productiva decisiva para el ciclo
productivo (y re-productivo) del sistema. Para lograr ese mejor conocimiento de la “maquinaria”
del Universo –ya a partir del siglo XVII, con Descartes, Leibniz, y muchos otros, se impone esta
sugestiva metáfora- es que se torna imprescindible la distinción entre el sujeto cognoscente y
el objeto conocido (o, en todo caso, el objeto a conocer ). El impulso –otra vez, necesario para
la lógica del funcionamiento productivo de la “maquinaria” capitalista- de una dominación de la
Naturaleza, ese impulso hacia lo que Weber llamará la racionalidad formal, o la Escuela de
Frankfurt la racionalidad instrumental, requerirá que el sujeto dominante se separe del objeto
dominado.
Que el individuo, por lo tanto, se separe de la Naturaleza, dé un paso atrás para observarla,
para estudiarla. Y no solamente de la Naturaleza: una vez instaurada y transformada en
dominante esta lógica, toda la nueva “realidad”-no importa cuán fragmentada aparezca en la
experiencia de los sujetos particulares- quedará sujeta a la escisión. También la social, la
política, la cultural: es en esta época que puede aparecer la idea liberal de un “individuo”
separado de (cuando no enfrentado a) la comunidad social o el Estado, cuando en las épocas
pre-modernas los sujetos eran un componente indisoluble de la comunidad política, de la
ecclesia, del socius, llámese polis, o Ciudad de Dios, o lo que corresponda a cada momento.
Es también en esta época que puede aparecer en el arte, por citar un ejemplo ilustrativo, la
perspectiva, ese “descubrimiento técnico” de la pintura renacentista que permite retratar al
Individuo en primer plano, separado de/dominando a su entorno. Es en esta época que, en la
literatura, puede aparecer –y ser un tema central de ese nuevo género literario de la
modernidad que se llama “novela”- la subjetividad individual, con todos los desgarramientos y
conflictos que le produce, precisamente, su separación, su aislamiento, su “enajenación” de la
naturaleza y de la comunidad humana. (Y a propósito de estos ejemplos vale la pena recordar
que para Marx –al igual que para todo el idealismo alemán a partir de Kant y de los románticos-
el Arte es también una forma de conocimiento, como lo demuestran sus permanentes
referencias, que no son meramente decorativas o ejemplificadoras, a Homero y los trágicos
griegos, a Dante, Shakespeare, Cervantes, Goethe, Schiller, Heine, etcétera). Es en esta
época, para decirlo todo, que puede (y debe) inventarse la noción misma de “Individuo”, como
una entidad distinta del resto del universo, y cuya misión es conocer y dominar ese universo.
Por supuesto que, repitamos, esta separación epistemológica (no “real”) entre el Sujeto y el
Objeto es necesaria para una concepción del conocimiento que pasa por la dominación de la
Naturaleza –y, a fortiori , de los miembros de las clases subalternas-. Y no es cuestión de negar
que, aún teniendo en cuenta los límites que la división del trabajo en el capitalismo impone a la
expansión del conocimiento, el movimiento del saber en la modernidad tiene un gran valor: no
sólo por lo que ha significado, en la historia de la cultura, como frente de combate contra el
oscurantismo y la superstición, sino porque ese movimiento (insistamos: aún descontando la
ficticia escisión sujeto / objeto) es lo que ha hecho posible la ciencia moderna, tal como la
conocemos. Pero no es cuestión de negar, tampoco, que esa posibilidad misma de la ciencia
moderna es la contrapartida (“dialéctica”, por así decir) de la lógica –más aún: de la concreta
praxis - de la dominación: las dos cosas son verdaderas, y bajo las estructuras de una
sociedad de clases desigualitaria, están necesariamente en conflicto. Cuando ese conflicto no
se resuelve (y mientras las estructuras de dominación permanezcan en su lugar, el conflicto no
puede resolverse), aquél “oscurantismo” no puede nunca ser definitivamente eliminado, y
retorna indefectiblemente, incluso encastrado en las nuevas formas del conocimiento científico.
De allí la lúcida advertencia de Adorno y Horkheimer, en el mismo texto que ya hemos citado, a
propósito de que la misma Razón cuyo objetivo era disipar las nieblas de los mitos
oscurantistas, corre el peligro de transformarse en un mito igualmente tenebroso (y, en cierto
sentido, en el más peligroso de todos, puesto que aparenta ser otra cosa).
Hacía falta, pues, que viniera un Marx a introducir el ya discutido criterio de la praxis
material (social e histórica) para extraer de ese núcleo potencial todas sus posibilidades no
realizadas. Ello significaba rescatar al “método” dialéctico hegeliano tanto como al
materialismo vulgar del doble impasse en el que estaban encerrados: pura Idea sin auténtica
materialidad socio-histórica de un lado, pura Materia inerte sin movimiento de la subjetividad
crítica del otro. La praxis era el “tercero excluido” entre estos dos polos, que ahora viene a
totalizar (ya tendremos ocasión de discutir esta noción que le debemos a Sartre) esas
perspectivas truncas.
La operación realizada por Marx ha pasado a la historia bajo la famosa rúbrica de la
inversión de Hegel –rúbrica sin duda autorizada por la no menos famosa expresión de Marx
acerca de la necesidad de “poner la dialéctica sobre sus pies”-. Pero aquí hay que ser
extremadamente cuidadosos. El enunciado de Marx es, ante todo, una metáfora , solidaria de
aquélla otra según la cual los “retrasados” alemanes, incapaces de llevar a cabo en la realidad
la revolución burguesa que los franceses habían hecho en su propia materialidad histórica de
1789, la habían “realizado” en la cabeza de sus filósofos, y muy especialmente en la de Hegel.
Pero si esta metáfora es tomada con excesiva literalidad, corremos el riesgo de no percibir la
enorme profundidad y radicalidad de la operación, que no consiste en una mera “síntesis” (en
el sentido vulgarizado del término), en una “tercera vía” o una componenda ecléctica entre la
dialéctica idealista y el materialismo vulgar, sino en otra cosa , radicalmente diferente: introducir
la praxis en la dialéctica no es “dar vuelta” a Hegel en una relación de simetría invertida, sino
desplazar completamente la cuestión, “patear el tablero”, como se suele decir, para cambiar
directamente las reglas del juego.
Es cierto que Althusser sin duda exagera al hablar de su célebre “ruptura epistemológica” (de
Marx con Hegel) como de un corte tajante y absoluto a partir del cual tenemos otro (el
“maduro”) Marx, que ya nada tendría que ver con su antiguo maestro; después de todo –y se
podría mostrar que la propia teoría althusseriana avala esta consideración-, la “ruptura” sería
por definición imposible sin la previa existencia del sistema hegeliano: en cierto sentido, se
puede decir que el mentado “corte” es interior a la dialéctica, como un pliegue de la misma
sobre sí misma. Pero por otro lado –y allí tiene razón Althusser, con las prevenciones
expuestas- también es verdad que ese “pliegue” desarticula todo el sistema y lo “rearma” en un
sentido muy distinto. Por una sencilla razón: cambiar el objeto de la dialéctica –poner la praxis
material en lugar de la Idea, para simplificar- es cambiar toda la estructura del sistema, ya que
sería, precisamente, anti-dialéctico pretender que el “método” dialéctico fuera una suerte de
pura forma o de cáscara vacía que pudiera aplicarse a cualquier objeto (y en este sentido, un
poco provocativamente, se podría decir que Marx, estrictamente hablando, es más hegeliano
que Hegel, ya que su operación “descongela” a la propia dialéctica hegeliana, retirando el
obstáculo idealista tanto como el del materialismo vulgar). No se trata, pues, de una simple
“inversión” del objeto o de la relación causa/efecto –donde ahora la Idea fuera una
consecuencia de la Materia, como quisieran los materialistas vulgares- sino también del
“método” en su conjunto, para pasar a otro sistema de “causalidad”, cuyo fundamento,
reiteremos, es la praxis.
En una palabra, y para resumir este nudo de cuestiones: Marx intenta resolver, mediante la
introducción de la praxis de la historia material como criterio básico del “complejo”
conocimiento transformador/transformación conocedora, el falso (o, mejor: “ideológico”) dilema
entre la Idea sin materia y la Materia sin idea. Pero por supuesto, esta constatación está
todavía lejos de resolver –o siquiera de plantear adecuadamente- todos nuestros problemas
para determinar la posibilidad de llegar a una verdad “objetiva” que tiene esta nueva teoría del
conocimiento. Tendremos a continuación que desplegar al menos algunas de estas cuestiones.
Más arriba hemos insistido sobre el modo en que Marx rescata del idealismo alemán (y muy
especialmente de Hegel) el rol de una subjetividad activa y crítica en la praxis de la
transformación/conocimiento. Pero, ¿de qué clase de sujeto se trata cuando hablamos de esta
“subjetividad”? ¿Quién ocupa, en esta “revolución teórica”, el lugar del Espíritu
“autocognoscente” hegeliano? Un marxista respondería, inmediatamente y sin vacilar: el
proletariado, esa clase universal de la que habla Marx. No es una mala respuesta, en la
medida en que al menos arroja una primera pista sobre el carácter general de este Sujeto: no
se trata de una subjetividad individual sino colectiva. Marx se desmarca aquí de la perspectiva
estrictamente “individualista” que ve al sujeto como una mónada encerrada en sí misma de la
que hablábamos antes. Bien, pero ¿por qué precisamente el proletariado -y no, por ejemplo, la
fracción intelectual más teóricamente avanzada o ilustrada de la burguesía o pequeña
burguesía (a la que por otra parte pertenecía el propio Marx, y la inmensa mayoría de los
filósofos y pensadores modernos, incluyendo a los más “revolucionarios”)-?¿Acaso no
sabemos, por el mismo Marx, que en virtud de su propia explotación el proletariado es una
clase “alienada”, “enajenada”, y en consecuencia incapacitada para acceder por sí misma al
Saber universal? Y, para ponernos un poco más “filosóficos”: ¿por qué, en virtud de qué
privilegio especial tendría una parte de la sociedad la capacidad “innata” de acceder al todo
del conocimiento? ¿Cómo es que, siendo una categoría particular, puede el proletariado ser la
clase universal?
Estas preguntas son lo suficientemente complejas y provocativas como para que avancemos
con cuidado en un terreno harto resbaladizo. Primera cuestión: es necesario diferenciar,
analíticamente, al proletariado como categoría teórica del proletariado como realidad
sociológica , como colectivo humano “realmente existente”. En el primer caso, se define (lo
define Marx, clásicamente) como aquélla “clase” de hombres y mujeres desposeídos de todo
medio de producción, y tan solo propietarios de su fuerza de trabajo, que están obligados a
vender al capitalista, y en consecuencia producir una cuota de plusvalía para dicho capitalista,
etcétera, etcétera. En el segundo, se trata de una realidad empírica extraordinariamente
compleja y cambiante, con un alto grado de determinaciones concretas que varían de sociedad
en sociedad, articulándose con igualmente variables condiciones socioeconómicas, políticas,
culturales y aún psicológicas. La diferencia entre ambos registros es homóloga a la que hace el
mismo Marx entre un modo de producción y una formación económico-social. El modo de
producción, así como el proletariado en tanto categoría, son abstracciones del pensamiento; la
formación económico-social, así como cada proletariado particular, son realidades histórico-
concretas. No es, por supuesto, que no haya una relación entre la abstracción intelectual y el
objeto histórico: son, por así decir, mutuamente incluyentes, “coextensivas”, pero en diferentes
registros de lo real. La confusión entre ambas formas no podría menos que conducir a los más
aberrantes equívocos. (Como se comprenderá, no vamos a meternos aquí en la bizantina
discusión sobre si el proletariado sigue existiendo, en nuestro “capitalismo tardío” y
“globalizado”, tal como lo pensó Marx, o si hay que redefinirlo totalmente o incluso decirle
“adiós” como han hecho algunos; ya se verá que, a los efectos de lo que nos interesa ahora,
ese debate es ocioso).
Ahora bien: referirse al proletariado como clase universal es referirse a la primera de estas
dos formas, como debería resultar obvio: mal podría hablarse de una universalidad, digamos,
existencial o empírica, mucho menos de una “equivalencia”, entre el proletariado de Londres o
Copenhagen y el de Addis Abebba o Bogotá. Se trata de determinar el lugar estructural que el
proletariado ocupa en la configuración lógica del modo de producción capitalista. Ese lugar,
para decirlo rápidamente, es el de la producción del mundo de las mercancías, que es el
mundo de la “realidad” capitalista. O, mejor dicho (y aquí seguiremos de cerca el célebre
análisis de Marx en el Capítulo I de El Capital): el mundo de las mercancías –el de su
existencia acabada como objetos de circulación y consumo- es el mundo inmediatamente
visible del capitalismo, pero él no es todo lo que hay: él es solamente el resultado de un
proceso previo que, en su forma esencial, permanece “invisible a los ojos” (si se nos permite
esa fácil paráfrasis del Principito). A saber: el proceso de producción propiamente dicho que
hizo posible la existencia del mundo visible. Para hacer otra comparación simple: lo que se ve
es la obra que se representa sobre el escenario, pero esa pieza teatral no existiría si no hubiera
habido todo un complejo proceso previo (la escritura del texto, el diseño de la escenografía y el
vestuario, la “puesta en escena”, la dirección y marcación de los actores, los ensayos, etc.), esa
esfera de las relaciones de producción de la que habla Marx, que es donde verdaderamente se
han producido las condiciones de existencia del capitalismo “visible” (empezando por la
plusvalía, que sólo será realizada en la esfera de la circulación: pero no es allí donde ha sido
generada).
Vale decir: la totalidad de lo real visible sólo puede aparecer como tal totalidad
precisamente porque está incompleta, porque deja “fuera de la escena” aquél “trabajo” que le
da su existencia. El conocimiento de la totalidad implicaría, pues, la restitución al “Todo” de
esa “Parte” que es, como decíamos, inmediatamente no-visible. Pero, precisamente, como esa
parte no es perceptible por los sentidos, sólo puede ser repuesta por mediación de la Razón
(de la misma manera, digamos, en que Copérnico o Galileo tuvieron que acudir a la Razón, al
cálculo matemático, para demostrar la verdad cosmológica contra la falsa evidencia empírica
de que el sol “sale” por el este y se “pone” por el oeste). Esto es precisamente lo que significa
la enigmática frase de Althusser que citábamos al comienzo: es la realidad la que es “falsa”, no
en el sentido de que sea falso lo que vemos (el sol efectivamente “sale” por el este, el
capitalismo efectivamente contiene las esferas de circulación y consumo), sino en el sentido de
que eso que vemos es solo una parte de la realidad –es un efecto , pero no la causa en si
misma, del proceso completo en que consiste la realidad-. Nuestros sentidos no nos “engañan”,
pero no son suficientes.
Pero, si nos quedáramos simplemente con esto, estaríamos de vuelta en el lugar en que
habíamos dejado a Hegel: el de una “Razón” autosuficiente y plenamente autónoma, capaz por
sí misma de “despejar”, en el puro plano de las ideas, los enigmas del mundo. Nuevamente,
para entender la especificidad del conocimiento razonante en la teoría de Marx hay que
reintroducir el criterio de la praxis. Sólo la actividad transformadora, en un sentido muy amplio
del término, puede generar el tipo de razonamiento que sea capaz de captar la relación de
tensión o de conflicto no resuelto entre la (falsa) totalidad aparente presentada por el
capitalismo y el (invisible a los ojos) proceso de producción de lo real. Sólo esa actividad
transformadora, que incluye a la “subjetividad crítica”, puede realizar el proceso de totalización
de lo real (para volver a utilizar esa noción, sobre la que aún tendremos que volver).
Ahora bien, ¿quién, qué colectivo social de los existentes en el capitalismo, realiza, por
definición, esa actividad transformadora, ese trabajo productor de lo “nuevo”, que puede
postularse como modelo “universal” de un conocimiento basado en la praxis ? El proletariado,
obviamente. El es quien está directamente vinculado, de manera protagónica, al proceso de
producción de lo real, y quien, por lo tanto, está en condiciones de acceder a un potencial
conocimiento del Todo. Pero, atención: otra vez, estamos hablando aquí del proletariado en
tanto categoría teórica. El proletariado “realmente existente”, ya lo sabemos, está alienado,
enajenado, preso de la escisión Sujeto / Objeto, etcétera. Es –para retomar una terminología
que Marx hereda también de Hegel- una clase en sí, pero no aún para sí . De manera que
cuando hablamos del “proletariado” como sujeto de la praxis transformadora / conocedora,
estamos hablando no de un colectivo empírico, sino de una clase , que es (como su nombre lo
indica), una construcción teórica. El “proletariado” real transforma el mundo, hace, sin “saber”
que lo hace. Por su parte, el “intelectual crítico” –incluso uno como Marx- “sabe” lo que el
proletariado hace , pero no puede ocupar su lugar como sujeto de la transformación: a lo sumo
puede, metafóricamente dicho, imitar en su cabeza el trabajo de transformación que el
proletariado realiza sobre la materia (“imitar”, en el sentido aristotélico de la mimesis :
reproducir la lógica del trabajo de la “naturaleza”, que según Aristóteles es lo que hace el
artista; pero, por supuesto, la obra de arte no es , no puede confundirse con, la naturaleza).
Esto es de gran importancia que quede claro, en primer lugar por razones políticas, ya que la
supresión de la diferencia entre la praxis del proletariado y el “saber” intelectual ha producido
las deformaciones de un vanguardismo “sustituista” que en su momento dio a parar en el
stalinismo y similares. En una palabra: el “intelectual crítico” tiene, sin duda, el rol importante de
anticipar en el plano de las ideas el pasaje del en sí al para sí , ubicándose en el punto de
vista del “proletariado” (que es, justamente, el de la praxis ), y esa es su diferencia radical con
el intelectual “burgués”, donde “burgués” se refiere asimismo no necesariamente a una
pertenencia empírica a dicha clase social –aunque sea la más probable- sino a la posición
“burguesa” frente al conocimiento, de la que enseguida hablaremos. Pero antes es necesario
aclarar una cosa fundamental, so riesgo de caer en excesivo reduccionismo o incluso
“sectarismo”: el “intelectual crítico” no necesita indispensablemente ser consciente de que está
realizando ese trabajo mimético que reproduce la lógica de la praxis; por supuesto, es
preferible que lo sea, pero lo que realmente importa es lo que hace desde el punto de vista
intelectual. Como solía decir Marx, los hombres deben ser juzgados por lo que hacen antes que
por lo que piensan de sí mismos: ello vale tanto para los autoproclamados “intelectuales
críticos” que inconscientemente asumen, en su propia práctica intelectual, el “punto de vista” de
la “burguesía”, como viceversa. Asimismo, nada de esto significa por supuesto que el
intelectual “burgués” no pueda producir conocimientos auténticos: solo –aunque no es poco-
significa que esos conocimientos serán un momento, y no la “totalidad”, de un conocimiento
“totalizador” de lo real.
De esta manera hemos procurado establecer, aunque fuera esquemáticamente, la diferencia
específica (asentada siempre sobre el criterio de la praxis) del método de Marx respecto del de
Hegel y de la teoría del conocimiento “burguesa” en general. Debe quedar claro, una vez más,
que esta última no es “burguesa” por su origen empírico de clase (en ese sentido, también lo
era Marx), sino por su posición “objetiva” frente al conocimiento. Esperamos haber aclarado
también que lo que el “intelectual crítico” puede hacer es tan solo (aunque es muy importante)
anticipar el pasaje del en sí al para sí (el pasaje de la existencia a la “conciencia” de clase),
pasaje que no puede “sustituir”, sino que el proletariado deberá realizar por medio de su propia
praxis colectiva y autónoma. Y, finalmente, que es el proletariado quien, por medio de esa
praxis y gracias a ella, está potencialmente en condiciones de acceder a ese conocimiento
“universal”, aunque no pueda actualmente hacerlo; pero ello, por supuesto, no es una condena
in aeternum, sino que es una situación histórico-concreta. A lo sumo, en la más pesimista de
las hipótesis, se podrá pensar que ese conocimiento “totalizador” no es posible; pero, si fuera
posible, sólo lo sería de esta manera, al menos en la hipótesis (bastante menos pesimista, por
cierto) de Marx. Y, en todo caso, la hipótesis pesimista –como puede ser, por ejemplo, el caso
de la Escuela de Frankfurt y particularmente de Adorno, quien con plena conciencia de su
formulación paradójica habla de un “marxismo sin proletariado”- parte de la base de que esta
es la única posibilidad: de allí su enérgica polémica con toda forma de positivismo , para el cual
(aún en sus variantes más sofisticadas) la “realidad” sólo es lo que es , y no lo que puede ser
cuando es sometida al “juicio” de la praxis , mediatizada y anticipada por la Razón crítica. Y
finalmente, antes de proseguir, aclaremos también (aunque luego tendremos que abundar
sobre el tema) que el hecho de que el “intelectual crítico” no pueda sustituir la praxis del
“proletario” no significa que su trabajo de interpretación de lo real –ese momento relativamente
autónomo del conocimiento crítico- no pueda producir conocimiento por sí mismo.
Un autor marxista que ha visto agudamente la cuestión es el Georgy Lukács de Historia y
Conciencia de Clase. ¿Por qué –se pregunta Lukács esencialmente- no es capaz el “burgués”
de acceder a este plano “totalizador” de conocimiento? Nótese que la pregunta es por qué no
puede, y no por qué no quiere. Aquí es donde hay que reintroducir el problema, nada sencillo,
de la ideología que obstaculiza ese acceso a lo “universal”. Ideología que, por definición, es
“inconsciente”. No se trata de ninguna conspiración, ni de ningún planificado engaño. Se trata,
nuevamente, de la posición de clase, del “punto de vista” condicionado no tanto por una
pertenencia a la clase “burguesa” y sus concepciones del mundo, sino por una identificación
no necesariamente “interesada”) con ellas. Dicho “punto de vista” es, por así decir, impersonal:
está determinado “en última instancia” por la propia estructura lógica del funcionamiento de la
sociedad capitalista y el tipo de conocimiento que ella implica, y que como hemos visto es
necesariamente fragmentado: el “burgués” no necesita saber nada sobre la praxis , en el
sentido amplio que aquí venimos tratando. Más aún: necesita no saber sobre ella, puesto que
tomar plena “conciencia” del proceso de producción en sentido genérico (es decir, en definitiva,
de la Historia , que, como dijimos, es ante todo el movimiento, “informado” por el pasado, de la
transformación hacia el futuro ) lo obligaría a admitir, en rigor de honestidad intelectual, que esa
transformación indetenible y el conocimiento basado en ella puede eventualmente barrer con
su propio lugar de “clase dominante”, lo cual resulta subjetivamente intolerable y objetivamente
disfuncional al sistema, de allí que no pueda saber nada con ello (como dice irónicamente
Marx, la burguesía siempre supo perfectamente que había habido Historia... hasta que llegó
ella).
Por lo tanto, en el razonamiento de Lukács la “cultura burguesa” se sitúa frente al mundo en
una posición estática y contemplativa (lo que más tarde Marcuse llamará una cultura
afirmativa de lo real): en posición, como si dijéramos, consumidora y no productora de lo real.
En el fondo, lo que la “burguesía”, para poder sostener con convicción su lugar de clase
dominante, no puede saber, es cómo es que lo “real” ha llegado a ser lo que es (dicho más
“técnicamente” desde el Capítulo I de El Capital , lo que la “burguesía” no puede saber es qué
cosa es... la plusvalía; pero aquí, entonces, podemos apreciar toda la dimensión filosófica que
tiene el descubrimiento por Marx de ese síntoma -como lo llama Lacan- del capitalismo). De
allí extrae Lukács su crítica al núcleo de la teoría del conocimiento de Kant, el “padre fundador”
de la gran tradición idealista alemana. Como se recordará –sin duda tendremos que simplificar
en exceso en aras de la brevedad- en esa teoría los a priori del entendimiento (categorías
“innatas” como las de tiempo y espacio, por ejemplo) hacen que el Sujeto Trascendental
kantiano (el “Hombre” abstracto como tal, sin determinación histórico-concreta alguna) sea
perfectamente capaz de conocer todos los fenómenos del Universo, pero no de conocer por
qué hay fenómenos, cuál es su origen último, cuál es el noumeno o “cosa en sí” que ha
producido la existencia de lo real, y que en sí mismo permanece estrictamente “incognoscible”,
es un límite absoluto para el entendimiento. Y bien, Lukács, sin duda de manera
provocativamente reductora pero no por ello menos gráfica, responde sencillamente: la “cosa
en sí” es... el capitalismo. Por supuesto que el “burgués” –que no es ningún Sujeto
“Trascendental” sino un sujeto histórico, condicionado por la situación igualmente histórica de la
posición que ocupa en la estructura de dominación- no puede conocer acabadamente esa
“cosa en sí” porque, como ya hemos visto, eso significaría, al menos como posibilidad, el
cuestionamiento de su propia “particularidad” histórica, que él prefiere creer que es “universal”,
y por lo tanto eterna.
Ahora bien: lo que vale para el “burgués”, ¿no vale también para el “proletario”, al menos
mientras dure su alienación? Por supuesto que sí. Pero con esta diferencia decisiva, que ya
hemos mencionado: al estar directamente (aunque también “inconscientemente”, por así decir)
vinculado a la praxis, el “proletario” no puede no percibir (aunque puede momentáneamente
“ignorar”) que el mundo de lo real es el resultado de un proceso de producción, y no de una
enigmática “cosa en sí”. Es su posición de sujeto (histórico-concreto, y no “trascendental”) lo
que –potencial y tendencialmente- le permitirá –al contrario de lo que ocurre con el “burgués”-
salir de esa alienación, ¿cómo? Haciéndose, a sí mismo, “proletario”. Aquí es donde hay que
reintroducir la dialéctica del en sí / para sí con el objeto de explicar una aparente paradoja. El
proletario, dice Lukács, en tanto su situación histórico-concreta lo reduce a pura fuerza de
trabajo -es decir, a “mercancía”- empieza por vivirse a sí mismo como objeto (como un puro
“en-sí”), y tiene que transformarse en sujeto (en “para-sí”). Vale decir que, en la misma medida
y por el mismo movimiento de la praxis por la que el “proletario” conoce la materia que está
transformando, se conoce a sí mismo , aplicando el criterio de que sólo la transformación (de
la materia / de sí mismo) permite acceder al verdadero conocimiento; mientras que el
“burgués”, que se ha vivido siempre ya como Sujeto “diferenciado” del mundo de lo real (como
“individuo”), no puede transformarse en ninguna otra cosa que lo que ya es. Irónicamente –si
aceptamos lo que hemos dicho a propósito de que la historia es fundamentalmente impulso
hacia el futuro- se podría decir que el “burgués” tiene razón cuando dice que la historia “se
terminó”. Sólo que habría que especificar: es su historia la que se terminó, puesto que ya no
puede ir hacia ningún futuro. Además –dicho sea de paso- este razonamiento demuestra que
Marx (al menos en esta lectura lukácsiana) es un pensador mucho más radical que los así
llamados “postestructuralistas” contemporáneos. En efecto, estos le critican al marxismo un
“reduccionismo de clase” según el cual el sujeto “proletario” sería una suerte de esencia
ontológica preconstituida, definida por su lugar estructural en las relaciones de producción. Y
sin duda, tienen razón respecto de muchos de los marxismos economicistas que han
proliferado. Pero se equivocan de medio a medio respecto del propio Marx. Si el “proletario”
empieza por estar constituido como objeto (en-sí), y luego tiene que constituirse a sí mismo
como sujeto (para-sí) en un proceso de (auto)producción que sólo puede estar “completo” en
el momento del “comunismo” –vale decir de la “sociedad sin clases”, donde por lo tanto la
“subjetividad diferencial” del “proletario” se disuelve como tal-, ¿no está claro entonces que el
“proletario” nunca es un sujeto “pleno”, sino un sujeto que está siempre en proceso inacabado
(“in-finito”) de constitución, satisfaciendo así las más rigurosas normas del anti-esencialismo
postestructuralista? No es que este debate importe mucho, pero valía la pena una referencia
marginal para despejar ciertos (a veces interesados) equívocos.
Ello supone, por otra parte, una cierta teoría de lo simbólico. Ya hemos dicho que el ser
humano se relaciona con (y organiza a) su realidad a través de la mediación simbólica
(empezando por el propio lenguaje). Pero se pueden tener –simplificando mucho- dos grandes
teorías de lo simbólico (y por lo tanto, de la interpretación de la realidad):
a) yo puedo pensar que el símbolo –en el sentido más amplio posible del término- es un
“velo”, una “máscara”, un “disfraz” que oculta u obstaculiza la visión prístina de una Verdad
“esencial”, “originaria”, “natural”, eterna e inconmovible, llámese la Palabra de Dios, la “cosa en
sí” kantiana, o lo que se quiera. En este caso, la interpretación consistirá simplemente –y no es
que sea un proceso simple, por cierto- en retirar el velo ocultador para develar (valga la
expresión) ese “objeto” originario que se me ocultaba. La Verdad se impondrá entonces con
toda su “fuerza de Ley”, y nada podré hacer para cuestionarla. A este estilo de interpretación
(característico, por ejemplo, de la hermenéutica bíblica tradicional) lo llamaremos interpretación
pasiva , ya que a lo que ella conduce no es a la producción de un nuevo conocimiento, sino a
la restauración de una “realidad” que en verdad siempre “estuvo allí”, sólo que deformada por
la máscara simbólica.
b) Yo puedo pensar (como lo hacen Marx, Freud o Nietzsche, por sólo citar esos paradigmas
modernos) que no hay tal Verdad eterna y originaria, sino que lo que aparece como un “objeto
natural” es el producto de un proceso de producción , o, para nuestro caso, de una
construcción simbólica e histórico-concreta. Detrás del “símbolo”, por lo tanto, no encontraré el
Objeto puro y duro sino otro “símbolo”, y luego otro y otro indefinidamente. No es que no haya
“objetos” (se trata de una perspectiva materialista), sino que esos objetos han sido utilizados
como “contingencias” para la construcción de configuraciones simbólicas que sirven para
explicar de una cierta manera el mundo de lo real. Son, en una palabra, el resultado de una
praxis, y no esencias eternas. La “interpretación”, en este caso, consiste en interrogar
críticamente esas construcciones simbólicas para mostrar sus vacíos, sus “agujeros de
sentido” (puesto que no son Verdades eternas, nunca están plenamente completas, no pueden,
al revés de la “teología”, explicarlo todo), y entonces, construir, producir un sentido nuevo sobre
esos “blancos” o ausencias. Por supuesto que ese nuevo sentido podrá a su vez ser sometido
a interrogación, precisamente porque el conocimiento así construido es una “verdad” histórica,
y no “natural” (y eso vale también para el marxismo, que no es una verdad eterna, sino la que
corresponde a determinadas condiciones históricas: principalmente, la existencia del modo de
producción capitalista, del cual el marxismo es su conocimiento crítico). A este estilo de
interpretación, entonces, lo llamaremos interpretación activa, ya que en ella no se trata de
restaurar un Objeto que preexistía a la interpretación, sino de producirlo como objeto de la
praxis del conocimiento/transformación (como ya hemos dicho, el marxismo produce el
“objeto” modo de producción capitalista por el mismo movimiento por el cual pugna por
transformarlo: otra vez, estamos en el núcleo de la Tesis XI sobre Feuerbach).
Como dice Foucault gráficamente, si este “método” es como lo hemos descripto, toda
interpretación (crítica y activa) es no una interpretación de la “realidad” (en el sentido vulgar, no
dialéctico, del término) sino una interpretación de una interpretación: los “objetos” de la
realidad que se presentan a nuestra conciencia son ya producto de “interpretaciones”
históricas. Por ejemplo: Freíd (o cualquier psicoanalista) no interpreta el sueño del paciente
(¿cómo podría el psicoanalista tener acceso a un sueño ajeno? ¿dónde podría “verlo”?): lo que
interpreta es el relato que el paciente hace de su sueño, relato que ya constituye una cierta
“interpretación” previa. De la misma manera, Marx no interpreta a la “sociedad burguesa”: lo
que Marx interpreta es la interpretación “burguesa” de la sociedad (por eso el subtítulo de El
Capital es “Crítica de la Economía Política”), es decir, la construcción simbólica (y por
supuesto, ideológica) que la “burguesía” ha producido sobre su propia praxis. ¿Y cuál es el
resorte, la palanca última de esta interpretación crítica? Ya lo hemos adelantado: la
interrogación de la supuesta “Verdad eterna” en tanto ella es “sospechada” de ser a su vez una
construcción histórico-ideológica. Lo cual significa que Marx no viene, digamos, de Marte, con
una teoría completamente distinta y ajena a la de (en este caso) la economía “burguesa”, y se
limita a patear fuera del tablero una interpretación y reemplazarla por otra. Eso sería un mero
acto de fuerza, y no una praxis crítico-hermenéutica. Lo que hace Marx es empezar por
aceptar el “texto” de la economía burguesa como verdad parcial y luego interrogar sus
“silencios” o sus inconsistencias. Por ejemplo: Marx no dice que la teoría del valor (esa teoría
que no inventa Marx, sino que ya está en Smith o Ricardo) sea falsa: al contrario, justamente
porque es “verdadera” –en el sentido ya dicho de que corresponde a una cierta condición
histórica- la interroga hasta las últimas consecuencias (le pregunta, por ejemplo, de dónde sale
la ganancia del capitalista, cómo es posible el proceso de acumulación / reproducción del
capital) y descubre que no puede responder satisfactoriamente a todas las preguntas que las
propias premisas de la teoría despiertan. Construyendo sobre esos “vacíos” de la economía
clásica es que Marx produce su propia teoría, su propia interpretación crítica del capitalismo,
basada en el descubrimiento de, entre otras cosas, la plusvalía . Lo que Marx hace es pues lo
que Althusser llama una lectura sintomática del “texto” de la economía burguesa clásica: con
una lógica de lectura semejante a la del psicoanálisis (que es, por supuesto, de donde
Althusser extrae la expresión “sintomática”), Marx interpreta, por así decir, los lapsus , los
“actos fallidos”, las inconsistencias de la economía clásica, y es esa propia praxis
hermenéutica la que arroja como resultado una nueva teoría más acabadamente explicativa del
funcionamiento del capitalismo
.
Pero, atención: cuando decimos que Marx interpreta el “texto” (en un sentido metafórico muy
amplio del término) de la economía clásica, no estamos en modo alguno cayendo en esas
concepciones “textualistas” más o menos postmodernas que pretenden que toda la realidad es
una suerte de textualidad sin “lado de afuera”, e infinitamente “deconstruíble”. En el límite, esta
concepción conduce a una nueva y sofisticada forma de idealismo que pone todo el peso de la
interpretación en una subjetividad crítica trabajando sobre un mundo puramente “ficcional”, sin
referentes materiales. Esta posición, que ya sería discutible aunque tolerable en el campo de,
por ejemplo, la teoría literaria y estética, es a nuestro juicio indefendible en el de las estructuras
y procesos sociales e históricos. Por supuesto, la interpretación crítica es también, y ante todo,
una operación intelectual y teórica, con un importante grado de autonomía (“relativa”), pero los
objetos de su lectura sintomática –sobre los que en seguida diremos algo más- no pueden ser
considerados, ni siquiera de manera metafórica, como exclusivamente “ficcionales”. No se nos
oculta que en el pasaje a la escritura (incluída la más compleja “teorización”) del análisis de
esos objetos hay siempre una cuota, de peso variable según los casos, de “ficcionalidad”: las
hipótesis mismas de las cuales se parte son, en un sentido lato, “ficciones” teóricas, y además
las estructuras retóricas, estilísticas e incluso sintácticas de la exposición de una teoría
comparten muchos de sus rasgos más básicos con las obras de ficción. Pero la diferencia
fundamental es que una obra de ficción, aún la más “realista” de las novelas, parte de la
construcción de un “escenario” de enunciación imaginario , mientras que el tratado teórico debe
empezar por suponer , al menos, una materialidad “independiente” sobre la cual ha operado lo
simbólico en general, y las “interpretaciones”que se están sometiendo a lectura crítica en
particular, más allá de que –como decíamos más arriba- ningún Objeto último y originario sea
realmente alcanzable (justamente porque ha sido sometido a las transformaciones de la
interpretación).
Todo esto tiene consecuencias de la máxima importancia. Para empezar, la lectura
sintomática -tal como Althusser la identifica en Marx- constituye en sí misma un método de
producción de conocimiento, en la medida en que descubre una particular lógica de la praxis
interpretativa. Llevado a su extremo, esto significa que aún cuando se descubriera (como
algunos vienen intentando hacerlo desde hace mucho) que no hay tal cosa como la “ley del
valor” o la “plusvalía” –cuyo análisis por parte de Marx es, como vimos, el paradigma de lectura
sintomática- dicha lógica seguiría siendo la más eficaz para interpretar críticamente la realidad
y sus “textos” según el modelo de la praxis . Pero, aquí podría interponerse una objeción: ¿no
habíamos dicho, en nuestra discusión de la diferencia de Marx con Hegel, que un cambio de
objeto conducía indefectiblemente a una transformación en el “método”? Sin duda, pero lo que
sucede es que hay diferentes niveles de definición del “objeto”: el análisis de un objeto
“particular” (pongamos: la plusvalía) permite, por así decir, el descubrimiento de un “objeto”
conceptual más abarcador (pongamos, la noción de que es restituyendo la contradicción entre
el particular-concreto “plusvalía” y el universal-abstracto “equivalencia general” que se
descubrirá el “secreto” escamoteado de la lógica del capitalismo) que conduce a la formulación
de una hipótesis universal-concreta (pongamos, que aquello que aparece como una “Totalidad”
ideológica extrae su eficacia de la operación que escamotea el “particular” que le permite
funcionar pero que es irreductible a la “Totalidad”, de tal manera que es denunciando esa
operación como la interpretación crítica puede producir nuevo conocimiento sobre la realidad).
Pero entonces, al final de este recorrido insoslayable, es este último universal-concreto el que
se ha transformado en el verdadero objeto de la interpretación, en el sentido de que a partir de
él puede construirse una posición crítico-hermenéutica para leer “sintomáticamente” la
realidad. Y el hecho (sobre el que se nos permitirá insistir) de que el modelo de esta
metodología sea la praxis social-histórica del “proletariado” tiene una segunda consecuencia
decisiva –que excede, como estricta lógica del conocimiento, a la existencia o no de un
proletariado “empírico”-: se trata de un método que, más allá de que sea “aplicado” por el
intelectual crítico individual, tiene un sustrato social-histórico, “colectivo”, mediatizado por
aquélla praxis. Y aún así, la interpretación crítica “individual” es sólo un momento del proceso
de conocimiento / transformación del mundo. Pocas veces se ha puesto el acento, que
nosotros sepamos, en que una semejanza lógica fundamental entre el marxismo y el
psicoanálisis es el hecho evidente de que ambos son modos de producción de conocimiento en
los que la acción transformadora se realiza siempre en la interacción con un “Otro” (el
proletariado para Marx, el paciente para el psicoanalista).
Todo lo que acabamos de decir debería entonces permitir una lectura más ajustada de ese
ensayo “metodológico” del marxismo por excelencia que es la famosa Introducción de 1857. En
efecto, en el apartado titulado “El Método de la Economía Política” dice claramente Marx: “(...)
Si comenzara, pues, por la población, tendría una representación caótica del conjunto y,
precisando cada vez más, llegaría analíticamente a conceptos cada vez más simples; de lo
concreto representado llegaría a abstracciones cada vez más sutiles hasta alcanzar las
determinaciones más simples. Llegado a este punto, habría que reemprender el viaje de
retorno, hasta dar de nuevo con la población, pero esta vez no tendría una representación
caótica de un conjunto sino una rica totalidad con múltiples determinaciones y relaciones (...)
Este último es, manifiestamente, el método científico correcto. Lo concreto es concreto porque
es la síntesis de múltiples determinaciones, por lo tanto, unidad de lo diverso. Aparece en el
pensamiento como proceso de síntesis, como resultado, no como punto de partida, aunque sea
el efectivo punto de partida, y, en consecuencia, el punto de partida también de la intuición y la
representación. En el primer camino, la representación plena es volatilizada en una
determinación abstracta; en el segundo, las determinaciones abstractas conducen a la
reproducción de lo concreto por el camino del pensamiento”. Bien: obsérvese, en primer lugar,
que Marx termina el párrafo anterior hablando de una re-producción de lo concreto en el
proceso del pensamiento: sin ninguna duda, está aludiendo a la manera por la cual la
interpretación crítica re-produce (vuelve a producir, en otro plano) la praxis social-histórica,
que es su modelo. El resultado de ese proceso es una “síntesis de múltiples determinaciones”,
una “unidad de lo diverso”: pero no se trata de una síntesis puramente “abstracta”, en el
sentido de que esté vacía de “particulares-concretos”; es una abstracción (puesto que no es el
“objeto” mismo en tanto único y singular) pero que conserva las determinaciones particulares
del objeto, que entran en tensión con la “universalidad” del concepto. Además, ha superado el
“caos” de las representaciones/intuiciones iniciales (pura acumulación de “particulares
concretos” sin organización ni sentido) tanto como el mero “universal-abstracto” (puro
pensamiento genérico sin determinaciones concretas).
Finalmente, debemos llamar la atención sobre el hecho de que Marx no se priva de utilizar el
concepto de totalidad. Esto es de capital importancia hoy, en la discusión con los
“postestructuralistas” y/o “postmodernos” (pero también, en el mismo lado de la barricada por
así decir, con ciertas formas de los estudios culturales, postcoloniales, multiculturalismos y aún
del feminismo) que recusan de lleno y sin matices esa noción, confundiéndola con el
“esencialismo” e incluso con el “totalitarismo” o el “fundamentalismo” de un pensamiento de lo
Absoluto. Desgraciadamente, en esta recusación suele caerse en un relativismo extremo o en
un “particularismo” que es, en el fondo, una forma más elaborada de ese “caos” de
representaciones puramente singulares y yuxtapuestas sin jerarquías, lo cual suele ser tanto
teórica como políticamente ineficaz (cuando no directamente dañino para la propia causa que
se pretende defender). Pero la “totalidad” marxista no puede en modo alguno confundirse con
aquélla caricatura, que más bien corresponde a la falsa totalidad adorniana, vale decir una
abstracción vacía, un “equivalente general” que esconde la determinación particular-concreta
que mostraría la contradicción, el conflicto interno a la supuesta “totalidad”. De lo que habla
Marx es precisamente de esta “totalidad” abierta, y por lo tanto siempre provisoria, que es una
totalidad pensada (más aún: inevitable para pensar) que re-produce ese conflicto entre su
“abstracción” y sus determinaciones concretas. El proceso de conocimiento que arroja como
resultado esa “totalidad” es el que varias veces hemos apuntado bajo el concepto de
totalización. Es ahora oportuno, pues, abordarlo de lleno.
Su método ha pasado a la historia con el nombre de progresivo / regresivo -lo que ya da una
pauta, desde la propia denominación, de una postura que rechaza el evolucionismo vulgar
aplicado al proceso de conocimiento-. La base filosófica de su teoría del conocimiento es
inequívoca: lo que hace una filosofía es “dar expresión al movimiento general de la sociedad”.
Es decir: el modelo de la producción de conocimiento es la praxis social-histórica. Y esta es,
entre otras cosas, una cierta forma en que “la clase en ascenso adquiere conciencia de sí”. En
la primera fase del capitalismo, la burguesía de comerciantes, juristas y banqueros alcanzó
cierta percepción de sí misma en el cartesianismo; un siglo después, en la fase de
protoindustrialización, la burguesía de fabricantes, técnicos y hombres de ciencia se descubre
“oscuramente” en el sujeto trascendental kantiano. Ahora bien: este “dar expresión al
movimiento de la sociedad”, esta “conciencia de sí” de las nuevas clases no es un mero reflejo
“especular”. Por un lado, para ser verdaderamente “filosófico”, el proceso de conocimiento debe
presentarse como totalización de todo el saber contemporáneo. Por el otro, esa acumulación
de saber no es un objeto inerte , pasivo: nacida del movimiento de la praxis , “es movimiento en
sí mismo, y muerde en el futuro” (...) “toda filosofía es práctica, inclusive la que parece ser más
puramente contemplativa”(...) “una filosofía mantiene su eficacia sólo mientras tiene vida la
praxis que la produjo”. Cuando el movimiento filosófico se interrumpe, es porque su “crisis
filosófica” está expresando (de manera compleja y mediatizada, claro está) una crisis de la
praxis social-histórica: como dice, entre nosotros, León Rozitchner, “cuando la sociedad no
sabe qué hacer, la filosofía no sabe qué pensar”. En este sentido preciso, el pensamiento
marxista se encuentra “en estado de crisis” ; como decíamos, esto, fechado en 1957, vuelve a
cobrar actualidad hoy: sólo que Sartre no extrae de esa evidencia la conclusión de que el
marxismo debe ser abandonado; fiel a su propia premisa, mientras la praxis social-histórica
que le ha dado lugar continúe actuando (es decir, mientras exista el capitalismo y sus
contradicciones, y por lo tanto la necesidad de su crítica ) el marxismo seguirá siendo “el
horizonte insuperable de nuestra época”.
Hasta aquí, Sartre parece mantenerse (con su estilo particular, desde luego) en la línea de la
“superación” (la Aufhebung ) de Hegel por Marx, incorporando –generalmente de manera
implícita- las contribuciones del Lukács de Historia y Conciencia de Clase (con quien, de todos
modos, sostiene una dura polémica a propósito del existencialismo) . Pero la diferencia
específica sartreana está en la incorporación, dentro del marxismo, del “momento”
existencialista que proviene de la etapa de El Ser y la Nada . Allí donde Lukács había
producido un debate inclusivo con Hegel, Sartre hace lo propio con Kierkegaard: “Para Hegel
el Significante (...) es el movimiento del Espíritu, el Significado es el hombre vivo y su
objetivación; para Kierkegaard, el hombre vivo es el Significante: él mismo produce las
significaciones, y ninguna significación le alcanza desde afuera...”. El “humanismo” sartreano –
en nítida oposición al universalismo abstracto hegeliano tanto como al objetivismo elemental
del positivismo, pero también del marxismo vulgar, y quizá al estructuralismo que ya empieza a
asomar- significa sencillamente que “el dolor, la necesidad y el sufrimiento son realidades
humanas brutales que no pueden ser superadas o cambiadas solamente por el conocer ”. Las
ideas, por sí solas, no pueden transformar la realidad. Sartre no niega aquel carácter de
anticipación que las ideas pueden tener –y del cual hablábamos más arriba-, siempre que se
inscriban en el modelo de una praxis transformadora, y en la perspectiva de la lucha contra la
alienación, vale decir, en términos filosóficos generales, la separación entre Sujeto y Objeto.
Pero, al igual que Marx, subraya la prioridad de la praxis con respecto al pensamiento “puro”. Y
a semejanza de Kierkegaard, sostiene que la praxis no puede ser reducida a un conocimiento
abstracto: debe ser vivida y producida. No se trata de desechar completamente a Hegel, sino
de “dialectizarlo” también a él: como a Hegel, le preocupa la objetividad de lo “real” y de la
historia, pero afirmando al mismo tiempo la singularidad concreta de la experiencia humana.
Esta dialéctica es la que cree poder encontrar en el marxismo (el de Marx). Pero entonces,
¿por qué la necesidad del existencialismo (el de Sartre)? Ya lo hemos adelantado,
indirectamente. El marxismo está atravesando una crisis: está, como si dijéramos, detenido,
congelado : “Luego de haber liquidado todas nuestras categorías burguesas de pensamiento y
transformado todas nuestras ideas, el marxismo nos deja bruscamente en la estacada, incapaz
de satisfacer nuestra necesidad de entender el mundo desde la situación particular en que nos
encontramos ubicados” (como decíamos, la crítica apunta al marxismo “stalinista” de su época;
pero es lo suficientemente general y profunda como para que hoy, nuevamente, nos sintamos
concernidos por ella, sobre todo después de la caída de los socialismos “realmente
existentes”). El marxismo “dominante” ya no encara totalidades vivas (“síntesis de múltiples
determinaciones concretas”), como lo hacía Marx, sino “entidades fijas” –singularidades
generales, las llama Sartre-. Las “unidades formales” de estas nociones abstractas parecen
entonces quedar dotadas de poderes reales (el marxismo “congelado”es, en este sentido, una
expresión objetivamente cómplice de la alienación, en la cual lo “real” aparece no como
producto de la praxis, sino como teniendo un peso propio, autónomo y exterior a la acción
humana: más tarde, en La Crítica..., Sartre llamará a esto lo práctico-inerte). Así, el marxismo
deviene una “totalidad” cerrada, un conocimiento muerto; el marxismo vivo , en cambio, es,
repitamos, abierto: su “modo de producción de conocimiento” es un movimiento regulador , con
sus “objetos” en permanente cambio y redefinición.
¿Cuál es la estructura y la lógica de ese movimiento? Para explicarlo, debemos retomar lo
que empezamos a decir sobre el método progresivo / regresivo (Sartre se inspira aquí,
parcialmente, en Henri Lefebvre , quien ya desde principios de la década del 50 venía
intentando, en los Cahiers de Sociologie , una articulación entre sociología e historia en una
perspectiva marxista). Al estudiar, por ejemplo, la realidad compleja de un grupo (o una clase)
social –Lefebvre se refiere concretamente al campesinado francés- hay, en primer lugar, una
complejidad horizontal que remite al grupo humano, con sus técnicas productivas específicas,
su relación con esas técnicas, y la estructura social correspondiente, que a su vez condiciona el
comportamiento del grupo, que a su vez también depende de los otros grupos nacionales e
internacionales, etcétera; por otro lado, hay una complejidad vertical que es histórica: la
coexistencia “desigual y combinada”, en el “mundo” específico en estudio (el rural, en este
caso), de formaciones provenientes de distintas épocas y duraciones, de sus transformaciones
actuales aunque manteniendo inercias del pasado, etcétera. Ambas “complejidades” conforman
una “totalidad” compleja y abierta, con acciones y reacciones entre ellas. El método para
estudiar esa “totalidad” –según lo delinea Sartre, reelaborando a Lefebvre- es un proceso en
tres “momentos” (lógicos): 1) una fase de descripción “fenomenológica”, de observación sobre
la base de la experiencia y de una teoría (o una serie articulada de hipótesis) general. 2) un
momento “analítico-regresivo”, que retorna sobre la historia del grupo en cuestión para definir,
fechar y periodizar las etapas y transformaciones de esa historia. 3) un momento “progresivo-
sintético”, que sigue siendo histórico-genético, pero que vuelve del pasado al presente en un
intento por re-definir este último de manera más determinada y compleja que en la fase inicial,
formulando además hipótesis tendenciales para el desarrollo futuro. Queda así completado el
movimiento progresivo / regresivo . Pero, por supuesto, se trata de una “completad” provisoria,
ya que la historia del grupo continúa (salvo, se dirá, completa extinción del mismo; pero, en
verdad, ni siquiera así: tomemos, por ejemplo, una sociedad “extinguida” culturalmente por
conquista o colonización; su historia, aunque radicalmente transformada, continuará en
subterráneo conflicto con la historia de los conquistadores, y por lo tanto el método
progresivo/regresivo deberá reconstruirla desde su “originalidad” previa, para dar cuenta de
toda la concreta complejidad de su presente)
.
Los tres “momentos” que acabamos de describir conforman la secuencia que Sartre,
célebremente, llama totalización/destotalización/retotalización . Su movimiento lógico, como
habrá observado el lector, es notoriamente semejante al defendido por Marx en la Introducción
de 1857 (si bien ahora se le incorpora el componente “existencialista”, sobre el que todavía
tendremos algo para decir). Lo que sucede es que, como hemos visto, ese movimiento ha
quedado congelado por el triunfo de un “marxismo” vulgar, antidialéctico, a la vez idealista y
positivista. En este marxismo, “el análisis se encuentra reducido a una simple ceremonia (...)
consiste en eliminar detalles, en introducir forzadamente significación en ciertos
acontecimientos y en desnaturalizar los hechos a fin de extraer, como sustancia de ellos,
nociones falseadamente sintéticas, inmutables y fetichizadas. Los conceptos abiertos del
marxismo se encuentran ahora cerrados, ya no son claves, esquemas interpretativos, sino que
aparecen como un conocimiento ya totalizado . En lugar de buscar el todo por medio de las
partes, y enriquecer de ese modo la especificidad de las partes mediante el examen de sus
significaciones polivalentes, que es el principio heurístico, encontramos la liquidación de la
particularidad ”. Aquí es donde el “existencialismo”, otra vez, puede ser útil para una
imprescindible renovación de ese marxismo anquilosado, y para retomar (aplicando al propio
marxismo el método progresivo/ regresivo) la riquísima complejidad de su historia, que incluye
el permanente diálogo (no importa cuán conflictivo) con la totalidad del saber de una época. La
“síntesis” (la Aufhebung ) del conocimiento no puede ser concebida como una “totalidad
acabada”: sólo puede ser pensada en el interior de una totalización siempre en curso, en
movimiento, que se homologa al modelo de la praxis social-histórica: que, en cierto modo, es
esa praxis social-histórica construyendo sus “verdades” en su propio movimiento. La verdad
deviene, dice Sartre: es una totalización que incesantemente se (re)totaliza a sí misma. Los
hechos particulares deben ser rescatados en toda su singularidad compleja, pero ello no
significa que tengan en sí mismos un sentido completo: no son verdaderos ni falsos, salvo “en
la medida en que se encuentran relacionados, por la mediación de diferentes totalidades
parciales, con la totalización-en-progreso”.
La renuncia a este movimiento complejo (que en buena medida se explica por el propio
anquilosamiento de la praxis social-histórica de los “socialismos reales”) constituye para Sartre
el talón de Aquiles de la teoría del conocimiento del marxismo vulgar. Pero no es que no
puedan encontrarse algunos gérmenes –que luego se desarrollaron hasta hacerse dominantes,
por razones históricas- en los propios clásicos. Sartre tiene el inusitado coraje (que es el de
todo “heterodoxo” que verdaderamente quiere rescatar lo mejor de la tradición de la cual
proviene) de no callar sobre lo que ve como los puntos débiles, aún dentro del propio
pensamiento originario. Cuando, por ejemplo, Marx escribe que “la concepción materialista del
mundo significa simplemente la concepción de la naturaleza tal como es , sin ningún
aditamento externo”, está equivocado, puesto que ello supone un punto de vista “exterior”,
tributario de la alienación del Sujeto respecto del Objeto, y nada tiene este enunciado que ver
con la lógica que podemos identificar en la Introducción de 1857 o en el primer capítulo de El
Capital . Por su parte, cuando Lenin escribe que “la conciencia es sólo el reflejo del ser, y en el
mejor de los casos, un reflejo sólo aproximadamente exacto”, también parecería –como el Marx
de la cita anterior- eliminar toda praxis de la subjetividad crítica en aras de lo “práctico-inerte”.
Esto constituye una “desviación” positivista del espíritu profundo del marxismo (que, por
supuesto, tanto Marx como Lenin siguen fielmente en su propia acción histórica). Positivista e
idealista, lo cual no es en absoluto contradictorio. Como dice Sartre: “Se puede caer en el
idealismo, no sólo por la disolución de la realidad en la subjetividad, sino por la negación de la
subjetividad real en nombre de la objetividad. La verdad es que la subjetividad no es todo ni
nada: es un momento del proceso objetivo (el de la interiorización de la exterioridad), y este
momento se elimina perpetuamente a sí mismo, y renace perpetuamente”.
Esta última afirmación es extraordinariamente importante: la Aufhebung dialéctica de la
oposición Sujeto/Objeto en la praxis del conocimiento/transformación de lo real no es una
“disolución” de la subjetividad en la objetividad, ni viceversa. Es una tensión creadora que
participa plenamente del proceso de producción de conocimiento en la secuencia
totalización/destotalización/retotalización. De la misma manera, en ese proceso, el momento
“destotalizador” de recuperación de la particularidad concreta y compleja del “objeto” no se
“disuelve” completamente en el concepto de la “retotalización”, sino que arroja, como si
dijéramos, un resto inasimilable por el concepto que, precisamente, servirá de punto de apoyo
para reiniciar el movimiento. Vale la pena apuntar, aquí, la similitud de este razonamiento con
el de Adorno en su Dialéctica Negativa, cuando combate lo que él llama pensamiento
“identitario”, vale decir esa forma de pensamiento que subsume totalmente la particularidad en
la generalidad, lo concreto en lo abstracto, en definitiva el objeto en el concepto “totalizado”. Y,
ya que estamos, vale la pena indicar también que ese momento “destotalizador” sartreano,
pese a las similitudes superficiales, nada tiene que ver con la “deconstrucción”
postestructuralista (al menos en su versión más vulgarizada), que en todo caso se queda en
ese momento, y termina, como ya lo hemos sugerido antes, reduciendo la “totalidad compleja”
a un conjunto caótico de particularidades que pierden en el camino su diálogo conflictivo,
pensionado, con la fase de (re)totalización. Es decir, finalmente, pierde el movimiento de la
Historia.