1.-Qué Entend Por Ciencia

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QUÉ ENTENDEMOS POR CIENCIA

la ciencia hace: experimenta; descubre; mide y observa; inventa teorías que explican el cómo
y el porqué de las cosas; inventa técnicas y herramientas; propone y dispone, hace hipótesis y
ensaya; hace preguntas a la naturaleza y obtiene respuestas; hace conjeturas, refuta,
confirma o no confirma; separa lo verdadero de lo falso, donde queremos llegar, cómo hacer
lo que queremos hacer.

El científico es un hombre como cualquier otro, también distinto de los demás, sabe hacer
todas estas cosas. Se le ha entrenado con rigor en una escuela seria de la que ha salido
tenaz, seguro de sí mismo y capaz.

En él se han combinado el conocimiento de la teoría y un método mediante el cual ésta se


lleva a la práctica de modo eficaz. El científico, además, disfruta del raro privilegio de utilizar
su propia mente al practicar el excelso y solitario arte de pensar por sí mismo. Sin embargo,
pertenece a una comunidad universal que habla un lenguaje universal; se encuentra como en
su casa en Boston, Tokio, Moscú, Estocolmo, Pekín, Buenos Aires, Nueva Delhi o Dakar.

Pese a toda su individualidad, sus hallazgos, comunicaciones y descubrimientos se ven


sometidos a escrutinio universal por sus colegas, quienes se encuentran por encima de toda
barrera de interés personal, de toda actitud particularista en cuanto a gusto, orgullo y punto de
vista nacional y, crítica y objetivamente, valoran lo nuevo y reconstruyendo lo viejo.

En resumen, la ciencia constituye un gran éxito y el científico es un hombre marcado por el


éxito. Es un hombre que sabe, y que sabe que sabe.

La hazaña del científico merece nuestro más profundo respeto; pero el que admita que hay
cosas que no puede explicar, el que admita una incertidumbre radical en los fundamentos de
su conocimiento o el que no acierte a explicar “científicamente” algunas de las cosas que nos
son familiares y todos comprendemos, nos proporciona cierto sentido de mortalidad común,
de condescendencia resignada, un sentimiento de propia reafirmación en la vieja sabiduría
que ve en el científico, a fin de cuentas, un hombre imperfecto como el resto de nosotros.

En la raíz de nuestra ambivalencia se encuentra la sensación de que, de algún modo, la


ciencia ha pagado el precio por su éxito al imponer una profunda división entre los intereses
humanos y el comercio ordinario de los hombres, por una parte, y por otra, la confrontación
desnuda con una verdad ante la cual estos intereses palidecen y se hacen triviales. En los
mitos más antiguos, la adquisición de un conocimiento de tan elevado orden como el que
ahora representa la ciencia, llevaba aparejado el castigo de privación de las comodidades de
un cierto estado original de ignorancia feliz: fue una serpiente la que tentó a Eva y, a través de
ella, a Adán; fue Mefistófeles quien compró el alma de Fausto. El científico ha sido
presentado, en nuestra cultura popular, como un chiflado, un amoral o un ingenuo confiado.
Parece como si percibiésemos, en nuestra imagen del científico, cierto impulso radical y
peligroso por inquirir, por descubrir, por abrir la caja de Pandora; y somos tímidos.
(Fue la curiosidad, después de todo, la que mató al gato). Además, esta revelación sin freno
amenaza las reservas de todo lo que está oculto en nosotros mismos; nos encontramos
internamente desgarrados entre el deseo de saber y el temor de llegar a saber, entre el deseo
del poder que tales conocimientos llevan consigo y la repugnancia ante las aterradoras
responsabilidades que tal poder impone sobre todos nosotros.

Todo, nuestras instituciones sociales y culturales, nuestro sistema de enseñanza, nuestra


economía, todo ello revela la división; que se expresa como la existente entre “dos culturas”,
la “científica” y la “humanística”, y nos encontramos atrapados entre lo que sabemos que la
ciencia es –la más elevada realización de la cultura racional y humana- y lo que, al mismo
tiempo, tememos que la ciencia haya llegado a ser –un instrumento amoral e inhumano que
se ha desarrollado hasta más allá del dominio humano, una máquina bestial y sin alma que
devora todo cuanto encuentra a su paso.

Hay dos modos fundamentales de plantear la comprensión de la ciencia. Uno es el estudio de


la ciencia misma, y constituye el objetivo declarado de nuestra educación liberal el facilitar
dicho estudio a lo largo del “currículo”, desde la escuela primaria hasta la universidad, se
introduce al niño, en sus estudios, al conocimiento del mundo que le rodea, y estudia lo que se
sabe acerca de “la naturaleza”, “el mundo físico”, “la vida”, “la sociedad”. Tiende a representar
lo que aprende en forma dramática; universos discretos, unos poblados de dinosaurios, otros
de estrellas en constelaciones que pueden dibujarse, otros de “moléculas” en forma de pelotas
de ping-pong, otros de maravillas visibles de la microestructura tales como las de los tejidos
vegetales y animales.

. Al mismo tiempo, las operaciones ordinarias de adición y sustracción se hacen más


abstractas y teóricas conforme los “hechos numéricos” sustituyen al contar intuitivo y las
reglas sustituyen a la costumbre: entidades y operaciones abstractas tales como “elevar al
cuadrado un número”. “despejar x” y “demostrar un teorema”, se unen a las imágenes
anteriores y a las verdades palpables de observación. Las matemáticas se unen a la
descripción física y a las deducciones referentes a los hechos.

Idealmente se requiere un espectro así de amplio de estudios científicos como condición


mínima para ser considerado culto en la sociedad contemporánea. Para cuando el estudiante
ha terminado la enseñanza media, ha adquirido un conocimiento básico de la ciencia tan
grande que tiende a ser pasado por alto sólo porque se le considera elemental; y ha adquirido,
además, para bien o para mal, un esquema de conceptos medianamente completo dentro del
cual los hechos, operaciones e ideas que ha aprendido se encuentran ordenados y
comprendidos.

En la propia base de la ciencia se encuentra la huella de su continuidad histórica con la


experiencia común, con los modos comunes de comprensión y con los modos comunes de
hablar y pensar, pues la ciencia no surgió a la existencia previamente desarrollada; se
desarrolló por crecimiento, por modificación y por replanteamiento radical, codo con codo con
la tradición y con conceptos atrofiados. La ciencia ha creado lenguajes artificiales de gran rigor
y elegancia, pero ha tenido que hacerlo hablando nuestros lenguajes naturales comunes y
relacionando, mientras tanto, el mundo tal como está representado en nuestro lenguaje y
percepción corrientes con ese mundo de lenguaje y percepción extraordinarios que el discurso
pone de relieve.

El científico posee ojos, oídos y manos como el resto de nosotros, pero lo que ve, oye y
manipula viene dado por una visión más íntima de las cosas, a menudo completamente
diferente de la nuestra. Mientras que en el transcurso ordinario de las cosas nosotros
percibimos y nos enfrentamos con el moblaje ordinario de la tierra –mesas, sillas, estrellas,
animales, lluvia y otros lenguajes como nosotros-, el científico los estudia en función de
estructuras, de leyes, de relaciones (entre parte y parte y entre la parte y el todo), de origen y
desarrollo, del cambio y sus secuencias ordenadas; lucha por reducir los toscos objetos y
proceso de nuestro ambiente cotidiano a sus elementos y a las combinaciones de estos
elementos.

Su búsqueda conduce a la formulación de conceptos por medio de los cuales queda


expresada su diferente y cada vez mayor comprensión de las cosas, lo cual le permitirá
ordenar y comunicar los rasgos más complejos de su análisis. Conceptos tales como los de
mesa, movimiento, posición, tiempo, elemento químico y estructura atómica, especie y
adaptación y sociedad y cultura, no son trozos y fragmentos de entendimiento aislado; antes
bien, están relacionados unos con otros, y con toda una red de conceptos, por medio de los
cuales pueden a su vez comprenderse, para formar lo que podemos llamar un esquema o
estructura conceptual.

El trabajo del científico –tanto su actividad teórica como su investigación y experimentación


práctica. Se ve guiado por dichos conceptos y se sistematiza mediante dichas estructuras
conceptuales, de tal modo que lo que descubre aquí está relacionado con su entendimiento de
lo que haya descubierto allí, y se encuentra ligado a ello por la red de pensamientos e
inferencias que proporciona el esquema conceptual.

Podemos pues decir que los conceptos de la ciencia son las herramientas de trabajo del
pensamiento científico; son los modos en que el científico ha aprendido a comprender los
fenómenos complejos, a darse cuenta de sus relaciones mutuas y a representarlos en forma
comunicable. Entre las cosas más maravillosas que consideramos inventadas por la ciencia se
encuentran sus conceptos, pues constituyen, de hecho, la elaborada instrumentación y la alta
tecnología del pensamiento y del discurso científico.

Comprender la ciencia en su relación con el sentido común y encontrar así las raíces comunes
de las ciencias y las humanidades, es llegar a una comprensión de la ciencia distinta de la que
se alcanza estudiando las propias ciencias.

Consideraremos tal comprensión como el objeto de la filosofía de la ciencia, y definiremos la


tarea de esta última como el estudio sistemático de los conceptos y esquemas conceptuales
de las ciencias.
Puesto que lo que aquí sostenemos es que tales esquemas conceptuales son los
instrumentos del entendimiento científico, los modos según los cuales el científico llega a
comprender el mundo que investiga, podemos caracterizar la filosofía de la ciencia como tarea
que tiene por objeto entender el entendimiento científico; y en la medida en que dichos
esquemas conceptuales proporcionan la forma fundamental del pensamiento científico o su
estructura básica, el estudio de la filosofía de la ciencia puede caracterizarse como estudio de
los fundamentos conceptuales del pensamiento científico. Tal caracterización es, por
supuesto, incompleta, y los límites de la filosofía de la ciencia quedan así establecidos, en el
mejor de los casos, con vaguedad, como ocurre con los límites entre la filosofía de la ciencia y
las propias ciencias por una parte y, por otra, las disciplinas filosóficas más generales.

Pero la sustancia y el contenido palpable de esta región vagamente definida se irán


exponiendo con detalles concretos conforme avancemos. Las zonas fronterizas nos
interesarán no como divisiones a trazar, sino como ejemplos de la filosofía de la ciencia en
cuanto –según la caracterización de Philipp Frank- puente entre las ciencias y las
humanidades.
La relación entre ciencia y filosofía se refiere, por tanto, no sólo a lo que la ciencia es o a
cómo se produce el pensamiento científico, sino también a la relación entre el pensamiento
científico y otras clases de pensamiento –el sentido común, los estudios humanísticos sobre la
literatura y el arte y los extraordinarios modos de pensar del artista creador. Así pues, la
filosofía de la ciencia proporciona un enlace entre las dos culturas mediante el cual intenta
relacionarlas de modo coherente: la filosofía no es otra cosa que una búsqueda consagrada a
la coherencia, a la síntesis de lo que sabemos en un campo con lo que sabemos en otros. A
veces. Este entusiasmo por la síntesis conduce a excesos; a sistemas fantásticos y unidades
ilusorias de “todo a la vez” que se evaporan al ser sometidas a examen crítico y no son con
frecuencia más que expresiones de buena voluntad científicamente iletrada o de esperanzas
devotas de coherencia.
No obstante, de la roca del análisis filosófico riguroso y del cincel de los filósofos científicos
han salido grandes obras de síntesis. Una de dichas realizaciones fue la de Aristóteles en el
mundo antiguo; y, de un modo que ha dejado su huella en las ciencias contemporáneas más
avanzadas, Platón y Demócrito construyeron sistemas de pensamiento que han producido un
efecto profundo en los más diversos campos de la investigación humana. En nuestra propia
época han sido los filósofos naturales Einstein y Whitehead los que han intentado síntesis de
la misma amplitud.
Nuestra tarea, más modesta, es la de intentar comprender, e incluso tratar de formular, las
preguntas a las que tales síntesis tendrían que responder.

CONCEPTOS Y ESQUEMAS CONCEPTUALES

Para exponerlo de un modo groseramente sencillo: el concepto de silla es lo que entendemos


por silla. Así, la silla que está frente a nosotros no es en sí misma el concepto de silla, ni la
inscripción silla que aparece en esta página es tal concepto: la primera es un objeto físico que,
en general, tiene cuatro patas y se usa para sentarse, y la última es una inscripción (en este
caso de tinta en papel) que posee cuatro letras y pertenece al idioma español. El concepto
“silla” es lo que entendemos que esta palabra quiere decir, en virtud de lo cual la empleamos
para referirnos a objetos físicos, como la silla que está frente a nosotros. Este sentido del
significado de una palabra, de una expresión es, por tanto, distinto del objeto real al que la
expresión denomina o describe.

De este modo, tan pronto como empezamos y a emplear el lenguaje para comunicarnos,
nuestra actividad se refiere a dichos significado y comprensión. El desarrollo y evolución de
nuestro pensamiento es, por tanto, un proceso de formación de conceptos y de elaboración de
estructuras más o menos sistemáticas dentro de las cuales estos conceptos se relacionan
entre sí. Pero una vez que articulamos dichos conceptos podemos estudiar estos significados
y su relaciones por sí mismos; es decir, podemos reflexionar críticamente acerca de nuestra
comprensión y estudiar no sólo aquello a lo que nuestros conceptos se refieren, sino los
propios conceptos.

Entre nuestros conceptos más profundamente enraizados se encuentran los de mayor


generalidad, de los que cabe decir que constituyen el esquema básico de nuestro
pensamiento. Así, por ejemplo, tenemos los conceptos de dureza, de solidez, de dentro y
fuera, de forma y de lugar y estar en un lugar, que son de gran generalidad y se aplican a
muchas cosas de nuestra experiencia. Pero hay un concepto aún más general con el que
éstos están relacionados más o menos sistemáticamente (tanto si nos damos cuenta
consciente de ello como si no): el concepto de cosa. También tenemos un concepto general
acerca de cómo distintas cosas se relacionan unas con otras; por ejemplo, dos cosas distintas
no pueden estar en el mismo lugar al mismo tiempo. Sin embargo, unas cosas pueden
sustituir a otras, pueden entrar en contacto con otras, pueden estar próximas a o entre cosas;
las cosas pueden cambiar y ser cambiadas.

Al examinar cualquier concepto tan general como el de cosa se ve que está relacionado con
otros igualmente generales a base de los cuales llegamos a explicar o a tomar conciencia de
lo que queremos decir o lo que exactamente entendemos que una cosa sea. Así, al concebir
una cosa como situada en un lugar o en determinada relación con otras cosas en “sus”
lugares, acudimos al concepto general de espacio; es más, al concebir cómo las cosas
actúan, se mueven y cambian en relación con otras cosas, recurrimos al concepto general de
tiempo. Y en nuestra concepción básica de las relaciones de las cosas entre sí tomamos
ciertas cosas como causa de otras, acudiendo al concepto general de causa y efecto o
causalidad. Estos conceptos no son esotéricos ni rebuscados, sino conceptos ordinarios de
nuestro pensamiento corriente: representan el modo en que estructuramos en pensamiento el
mundo de nuestra experiencia, y quieras que no, tanto si intentamos conscientemente ordenar
estos conceptos como si no lo hacemos, se relacionan de un modo más o menos sistemático
y dicho sistema de conceptos constituye el esquema común dentro del cual nos entendemos
unos con otros y a nosotros mismos.
Tal esquema conceptual es, por consiguiente, el modo en que ordenamos racionalmente
nuestro conocimiento; y en tanto en cuanto nuestro pensamiento y nuestro conocimiento se
encuentran íntimamente ligados a nuestras creencias y acciones, sirve también para ordenar
nuestras acciones y esperanzas.
La ciencia ha alcanzado un rigor notable en su construcción de dicho esquema conceptual
que va más allá de las necesidades ordinarias del sentido común, del lenguaje común y de la
actividad común; ha desarrollado el análisis de sus conceptos de trabajo en un grado muy
elevado, adoptando lenguajes especiales adecuados a sus temas de trabajo especiales,
alcanzando la precisión adecuada a dichos temas y sometiendo dichos conceptos a constante
crítica y contrastación con los hechos de la experiencia. Pero los conceptos del trabajo
científico son, con frecuencia, muy especializados y se desarrollan en dominios limitados: el
científico ha sido capaz de aislar o abstraer ciertos rasgos del mundo para investigación
intensiva y ha adaptado sus conceptos a su uso especial. Pero cuando hace todo esto es un
ser pensante como el resto de nosotros, y el esquema general de conceptos del sentido
común que ha adquirido sirve de soporte a su esquema conceptual especial; y a veces, lo que
es suficientemente bueno para el sentido común no lo es para el trabajo científico: los
conceptos que el físico tiene de lugar, cosa, duro y causa y efecto pueden haberse
desarrollado, bajo el rigor de la crítica y experimentación científicas, hasta ser muy diferentes
de nuestros conceptos de la vida diaria e incluso incompatibles con ellos. Sin embargo, el
científico, y no en menor medida que nosotros, arrastra consigo la herencia del sentido
común, de la educación común y del lenguaje común.
En ocasiones, sus nuevos conceptos sustituyen a los viejos que teníamos nosotros o los
modifican radicalmente, de tal modo que el sentido común se ve transformado por la ciencia.
Por ejemplo, nuestro concepto de localización espacial, de estar en un lugar, es a
cualesquiera efectos prácticos, claro y adecuado: no podemos concebir por ejemplo, que haya
algo que no esté en algún lugar en un cierto instante, ni podríamos concebir que algo esté
más o menos en un lugar o que esté en dos lugares al mismo tiempo. Sin embargo,
examinando la cuestión podemos sacar a la luz aspectos problemáticos acerca de lo que
queremos decir, simplemente, que “algo” está “en un lugar” presupone una noción clara
acerca de las fronteras o límites de una cosa y una idea clara en cuanto a que un lugar sea
“éste” en vez de “aquél”. Nuestras concepciones ordinarias se ajustan bastante bien a la física
clásica, que hizo explícitas estas nociones de posición tomadas del sentido común; sin
embargo, tanto la física más antigua de los griegos como la física cuántica contemporánea
ponen de manifiesto otros posibles conceptos de estar en un lugar, y la propia historia de la
física clásica revela las dificultades que se encuentran para llegar a un concepto riguroso y sin
problemas de la posición o la localización. Por ejemplo, si uno concibe el mundo físico como
formado en último extremo por diminutas partículas puntuales que se mueven en un espacio
continuo y homogéneo, ¿poseen dichas partículas un “dentro” y un “fuera”?; si se hallan en
movimiento constante, ¿cabe hablar de tiempo o sólo de un lugar a través del cual se mueven,
de tal modo que nunca se encuentran realmente “ahí”, sino sólo llegando a o marchándose
de?, y ¿puede concebirse que una de dichas partículas elementales “llegue” de un lugar a otro
sin pasar
“a través de” los lugares intermedios? ¿No puede, sencillamente, surgir en diferentes lugares
den diferentes instantes sin realizar un recorrido? Tan extrañas posibilidades conceptuales
presionan seriamente sobre nuestro esquema de sentido común, pero se encuentra entre las
posibilidades conceptuales que la ciencia teórica se ha visto obligada a considerar. Surge
entonces el problema de si dicha explicación del reino de lo muy pequeño es incompatible con
nuestra experiencia ordinaria acerca de los objetos y entornos de tamaño intermedio o de si
puede demostrarse que ambos se relacionan de modo plausible. Análogamente, el esquema
conceptual que representaba la tierra como un gran cuerpo girando en el espacio, en una
órbita alrededor del sol, ha parecido incompatible con la noción, tomado en sentido común,
según la cual la tierra estaba en reposo y todo lo demás se movía a su alrededor; y que el sol
no “salía” realmente, como asemeja hacer, sino que girábamos dentro de su iluminación,
también parecía herir el sentido común. Cuando tiene lugar una revolución conceptual de este
tipo, las tensiones entre nuestro punto de vista de las cosas, corriente hasta entonces, y el
que la ciencia presenta llegan a ser muy graves, y se hace necesario replantear el sistema de
conceptos.
Lo mismo ocurre no sólo entre ciencia y sentido común, sino aún dentro de la propia ciencia.
Modernamente se produjo una de las más agudas de dichas tensiones conceptuales cuando
pareció que eran necesarias dos explicaciones posibles y aparentemente incompatibles del
fenómeno de la luz (y de la radiación electromagnética en general) para poder dar una
descripción completa de tales fenómenos: un punto de vista mantenía que dicha radiación es
una onda o rayo continuo, y esta concepción explica ciertos fenómenos experimentales; pero
hay otros fenómenos que sólo pueden explicarse si se concibe la luz como formada por
partículas y posee, por tanto, estructura discontinua. El intento de formular una imagen física
coherente que incorpore ambos puntos de vista ha ocupado muy seriamente a los físicos
teóricos en los últimos años, e incluso ha persuadido a algunos de ellos a abandonar el intento
de formular tal imagen coherente, considerándolo como un intento mal orientado.
Pero existe una fuerte tendencia por obtener el conocimiento en forma de un todo, por integrar
lo que sabemos aquí con lo que sabemos allí; los cabos sueltos son desagradables tanto
estética como intelectualmente; el hombre desea no sólo hacer, sino también comprender. El
impulso hacia el análisis filosófico en interés de la claridad conceptual y de la coherencia
sistemática está demasiado profundamente arraigado, en especial en el científico reflexivo,
como para permitir que perduren las incoherencias conceptuales y el confucionismo. Hay un
sentido sistemático y una exigencia de claridad y unidad por parte de nuestro pensamiento
que llegan hasta las raíces de nuestra actividad reflexiva y que pudieran muy bien llegar aún
más dentro debido a la clase de organismo que somos y a la clase de mundo en que tenemos
que sobrevivir; el entrenamiento y la práctica científica agudizan este sentido y esta exigencia.
En cierto modo, pues el científico, cuando hace frente a los problemas filosóficos que surgen
en el esquema conceptual de la ciencia, promueve un tipo de actividad humana que va más
allá de la actividad científica, hasta las propias raíces de nuestro ser: nuestro impulso por
saber y comprender.
LAS DISCIPLINAS FILOSÓFICAS:
METAFÍSICA, EPISTEMOLOGÍA, LÓGICA

Entre las preguntas fundamentales que pueden hacerse se encuentran las siguientes: 1. ¿Qué
existe y cuál es la naturaleza o estructura de lo que existe?,

2). ¿Cómo podemos conocer las cosas que existen y cómo justificamos nuestras
pretensiones de conocimiento?,

3) ¿Cómo se relacionan los conceptos entre sí? ¿Qué es una inferencia válida y
razonamiento correcto? ¿Qué es la verdad? La filosofía se ha ocupado de estas preguntas de
diversas maneras bajo los epígrafes generales de 1) metafísica, 2) epistemología y 3) Lógica.
Lo que viene a continuación no puede servir más que de caracterización de lo más escueto,
pues los rasgos que dan cuerpo y vida a estos “esqueletos” filosóficos sólo aparecerán
cuando se vean en el contexto de la estructura conceptual de la propia ciencia.

LA METAFÍSICA
La fuerza motriz del pensamiento metafísico en sus formas tanto clásica como moderna, ha
sido el intento de mirar las cosas como un todo, de presentar un cuadro o esquema unificado
dentro del cual la amplia diversidad de cosas de nuestra experiencia pudiera explicarse sobre
la base de algunos principios universales o como manifestaciones de alguna sustancia o
proceso universal. Así, los mismísimos orígenes de la filosofía y de la ciencia en las colonias
griegas de Jonia en el siglo sexto antes de J.C., surgieron de la especulación física acerca de
cómo había llegado a existir la multiplicidad de cosas y tipos de la naturaleza a partir de
alguna sustancia primaria o a partir de alguna actividad o movimiento primario. Estas
explicaciones a base de algún principio unitario se referían a la aparición del mundo natural y,
como tales, representaban una forma precientífica y especulativa de cosmogonía que
derivaba en gran parte de relatos míticos y religiosos de creación, pero difería netamente de
ellos en su intento de dar una explicación basándose en fuerzas naturales e impersonales en
lugar de hacerlo en personificaciones sobrenaturales de dioses y espíritus.
El corolario de esta cosmogonía especulativa es la especulación cosmológica acerca de la
estructura del mundo, que se hace preguntas tales como: “¿De qué están hechas todas las
cosas?”, “¿cómo puede explicarse la diversidad de cosas a base de transformaciones de una
sustancia inicial y elemental o a base de unos pocos de dichos elementos –ejemplos típicos el
aire, la tierra, el fuego y el agua-, o considerándolas constituidas por combinaciones de
fragmentos de sustancia elemental?”. Debiera quedar claro con esto que la metafísica más
antigua ya bosqueja el tipo de problemas que posteriormente pasan a ser típicos de la física y
de la química –es decir, problemas referentes a la estructura de la materia-.
Con Platón y Aristóteles la especulación física primitiva o filosofía natural se convierte en un
análisis explícito de los propios principios de explicación –es decir, en un estado acerca de
qué es lo que uno pide cuando tales
explicaciones unitarias y universales: el problema acerca de lo existente se transforma en
problema acerca de los principios racionales por medio de los cuales la múltiple complejidad
de las cosas conocidas y experimentadas puede ser comprendida. Por principios racionales
entendía los metafísicos griegos algo como lo que hemos caracterizado diciendo que son los
conceptos más generales, en función de los cuales podría comprenderse cualquier cosa.
“Cualquier cosa” deja posiblemente abierto el problema en cuanto a qué cosas particulares
pueden escogerse como objetos de entendimiento; pero he aquí la peculiaridad y la fuerza de
la metafísica; la suposición implícita de que cualquier cosa del universo posee rasgos que
comparte con todas las demás cosas. Hay pues rasgos universales de todo cuanto existe, o
principios universales paRa comprender la existencia, que constituyen el tema fundamental
del pensamiento crítico, reflexivo, que podría por tanto denominarse filosofía “primera” o
“primaria”.
Y así, Aristóteles concibió este tema como ciencia de los primeros principios y se refirió a él
como a la ciencia del Ser en sí –es decir, no como ciencias particulares de esta o aquella
forma, aspecto o división del Ser, tal como la biología, la física, la psicología o la política
(acerca de las cuales escribió tratados distintos), sino acerca de los supuestos o principios
últimos, en función de los cuales cualquiera de las otras ciencias podría estudiarse y ser
comprendida racionalmente.
La historia de la metafísica es la historia de la crítica de conceptos de dicha índole universal o
general, y de los intentos para formular sistemas de tales conceptos, en los que las relaciones
entre ellos serían explícitas y obedecerían a cánones de consistencia y coherencia lógicas.
Podríamos resumir esto definiendo la metafísica como “aquella tarea en el campo de la
formulación y análisis de conceptos que se compromete a un examen crítico y sistemático de
los principios del Ser y del origen y estructura de lo existente”.
Ahora bien, salvo por su extrema generalidad y vaguedad cuando se expresa de esta forma,
tal podría muy bien ser una definición amplia de la tarea de la ciencia. Una crítica clásica a la
metafísica es que expresa sus preguntas de tal forma que sólo pueden contestarse mediante
la más pura especulación, sin prueba o justificación alguna derivada de una investigación
científica concreta y empírica.
Una versión más generosa de esta crítica es aquella según la cual los problemas de la
metafísica se mantienen dentro de un plano meramente especulativo, hasta que puede
replantearse en forma de problemas científicos, que cabe contestar por medio de una
investigación palpable, experimental y, por tanto, contrastable por medios científicos. Pero hay
otro punto de vista que considera dicho pensamiento sistemático, crítico y especulativo como
parte de la ciencia: concretamente, como la parte que desempeña el papel de esquema
conceptual más general dentro del cual se formulan las hipótesis y teorías científicas. La
metafísica sirve, pues, de fuente de ideas, de guía para la sistematización de las diferentes
partes del pensamiento científico. Las características omnipresentes en la actitud del
científico, tales como la noción de que la naturaleza es uniforme, de que las leyes científicas
no son locales o de que se cumplen igualmente en todas partes del universo, que nada surge
de la nada (la formulación más antigua de los llamados principios de conservación), o que
nada ocurre sin una causa –todas estas nociones,
aunque no constituyen por sí mismas el tipo de cosa cuya verdad pueda comprobarse
experimentalmente son, no obstante, ideas subyacentes reguladoras o heurísticas de la
ciencia; es decir, constituyen para el científico la visión básica del mundo, la estructura
profunda de su modo de pensar, y constituyen sus (quizá no expresas) creencias acerca de la
naturaleza de las cosas. Como tales, estas ideas metafísicas regulan o guían al científico con
respecto a las clases de cosas que él considerará como importantes o plausibles. El que
critique este punto de vista tan poco prevenido con respecto a la metafísica sostendrá que, en
lugar de guiar al científico, tales vestigios de imaginación mítica y poética le extravían y, aún
peor, que aprisionan su pensamiento dentro de esquemas rígidos y dogmáticos.
En resumen, los tipos de preguntas que importan a la metafísica pueden clasificarse y
denominarse como sigue: Si la pregunta se refiere a la estructura de lo existente, al modo en
que las cosas se encuentran dispuestas en el mundo, hablaremos de “cosmología” o
“metafísica estructural”. Si preguntamos acerca del origen de las cosas, de cómo o por qué
existen, hablaremos de “cosmogonía”.
Esta disciplina se ocupa de los problemas referentes al –o de las caracterizaciones del- origen
de las cosas en función, de algún principio, fundamento, causa o propósito originador desde
un punto de vista clásico. Si lo que preguntamos es qué tipo de sustancia o qué clase de
entidades constituyen esta estructura o tienen este origen, es decir, si preguntamos “qué
existe” con relación a ciertas caracterizaciones últimas de la existencia –por ejemplo,
podemos decir “todo es materia en movimiento”, “todo está formado por paquetes discretos de
energía” o “todo es un objeto físico o una idea no física en alguna mente”- entonces a este
estudio de lo existente le daremos el nombre de “ontología”. Podemos, por otra parte, hacer
un tipo muy distinto de pregunta no acerca de la estructura u origen de las cosas ni acerca de
lo existente, sino acerca de lo que este o aquel sistema de pensamiento o lenguaje afirma, u
opina que ocurre, con respecto a tales preguntas. Podemos por tanto dar una descripción de
las creencias o posturas metafísicas de algún grupo de personas o de alguna comunidad que
comparte creencias y significados y, de este modo, ocuparnos no de lo existente, sino de lo
que este grupo dice que existe; a esto puede llamársele “metafísica descriptiva”.
LA EPISTEMOLOGÍA
La ciencia es un modo de conocer el mundo y también un cuerpo de conocimiento. Cabe
caracterizarla en función de un proceso de investigación, de una búsqueda de la verdad, y es
posible caracterizarla también como la estructura o cuerpo formado por la acumulación de las
verdades fundadas, o presuntas verdades, que tal búsqueda haya originado. Surge ahora una
serie de preguntas básicas referentes al “status” de dichos conocimientos y presunciones de
conocimiento: ¿qué quiere decir que uno sabe o que tiene razones para creer esto o aquello?,
¿por qué medios se adquiere dicho conocimiento?, ¿qué relación guarda el pensamiento con
dicha percepción, ¿qué papel desempeña la deducción en la génesis de presuntos
conocimientos?; en una alternativa entre presuntos conocimientos que sean
incompatibles, ¿cómo se elige?, y ¿qué sirve para garantizar o justificar las creencias, por una
parte y, por otra, para desecharlas o combatirlas?.
El análisis de estas preguntas recibe el nombre de “epistemología” o “teoría del conocimiento”,
y su importancia con respecto al quehacer científico debiera estar clara en líneas generales,
porque la propia ciencia es tanto un medio de conocimiento como un cuerpo de presuntos
conocimientos. La importancia específica de la epistemología con respecto a la filosofía de la
ciencia se refiere a los instrumentos para la adquisición y convalidación del conocimiento
científico, a los aspectos especiales que presentan los medios de que el científico se vale para
llegar a conocer. Así, por ejemplo, el papel de la observación y el experimento, de la
descripción y la clasificación, el papel de la inferencia o razonamiento en la ciencia, la
naturaleza de las hipótesis y el papel de los modelos, leyes y teorías, las condiciones y la
caracterización del descubrimiento científico, todo esto se refiere a los medios por los que se
adquiere y establece el conocimiento científico y también a los medios por los cuales algunos
de los presuntos hallazgos de la ciencia pueden ensayarse, refutarse y descartarse de modo
crítico. La búsqueda de la verdad entraña también la eliminación de la falsedad. En este
sentido, la ciencia es un quehacer crítico, no dogmático, que somete todos sus supuestos a
ensayo y crítica. Concebidas de modo amplio, las condiciones para originar y poner a prueba
los presuntos conocimientos de la ciencia caen dentro del ámbito de la epistemología de la
ciencia. Y en este sentido nuestro principal interés en esta obra, que es la metodología de la
ciencia, puede calificarse de interés epistemológico.
LA LÓGICA
Parte de lo que sabemos o creemos saber parece directo, inmediato, cierto de modo intuitivo,
evidente por sí mismo e incontrovertible. Las sensaciones o impresiones de dolor o hambre,
las convicciones que se refieren a la propia identidad, la creencia de que la misma cosa no
puede estar en dos lugares diferentes al mismo tiempo o de que el todo es mayor que
cualquiera de sus partes, así como la creencia de que si una proposición es cierta no puede
ser falsa al mismo tiempo y en el mismo sentido, todo ello parece constituir materia cierta ya
sea de los sentidos, de la impresión, de la creencia o, como a veces se dice, certidumbres de
pensamiento o de razón.
Sin embargo, gran parte de nuestro conocimiento, o quizá la mayor parte de él, es
conocimiento indirecto o mediato o conocimiento por inferencia. En tanto en cuanto a esta
última “pasa” de una proposición que se toma como premisa a otra que, según decimos, “se
sigue” de ella como la conclusión de un argumento, el “paso2 que así damos constituye lo que
normalmente llamamos “razonamiento” (o lo que en terminología más antigua se llamaba
“raciocinio”). Puede decirse, en verdad, que hacemos nuestros propios razonamientos
“internos”, como cuando decimos que pensamos algo hasta llegar a una conclusión; pero gran
parte de nuestros razonamientos adoptan forma externa o pública, y nuestros procedimientos
de inferencia se manifiestan en cierto lenguaje: damos razones, discutimos, mostramos,
probamos y demostramos de tal modo que suponemos que cualquier otra persona razonable
(o “racional”) debiera llegar a las mismas conclusiones a las que nosotros hemos llegado
dadas las mismas premisas y las mismas reglas para pasar de las premisas a las
conclusiones. Esta deducción articulada y explícita se encarna, por consiguiente, en un
lenguaje, y este lenguaje es público y común en el sentido de que las idiosincrasias y
ambigüedades se encuentran delimitadas, de tal modo que una comunidad de personas que
hable dicho lenguaje comparte rasgos del lenguaje en común y puede comunicarse mediante
él. Podemos entonces hablar de un universo de discurso, del que dicho lenguaje constituye un
ejemplo, y, dentro de tal universo, de la universalidad de las reglas para la formación de
expresiones adecuadas, “gramaticales”, y para la inferencia correcta.
La esperanza en un lenguaje así de ideal y universal en el que todos los seres o miembros
racionales de la comunidad de discurso compartirían reglas comunes y compromisos
comunes, en cuanto a la validez de las deducciones hechas de acuerdo con estas reglas,
parece una esperanza por llegar a una comunidad racional ideal. Habría acuerdo universal,
probablemente, respecto a las conclusiones que cualquiera alcanzase mediante
procedimientos de deducción correctos o válidos; y a la aceptación común de la verdad de las
premisas de cualquiera de dichos argumentos seguiría la aceptación común de la verdad de
las conclusiones. La historia de la lógica está llena de visiones así de amplias de la
racionalidad ideal. Leibniz la concibió como mathesis universalis, una matemática universal
que resolvería todos los argumentos de modo inequívoco y por aceptación común de las
reglas del juego.
Una esperanza más modesta es la de que el análisis de la deducción adecuada o correcta
conduzca a una aclaración de nuestros conocimientos, a una articulación clara de las razones
y argumentos por medio de los cuales justificamos nuestras creencias. Esto corresponde, por
tanto, a una ciencia o teoría racional de la deducción, ciencia que se califica a veces de
ciencia formal porque se ocupa no del contenido de este o aquel argumento, sino de la forma
del argumento o de la forma de la inferencia.
Una parte de la lógica, es pues, el análisis de las formas de la inferencia correcta; otra,
relacionada con ella, se ocupa de la definición, o sea de precisar los significados y mostrar
cómo unos conceptos se relacionan con otros o de cómo un concepto se define en función de
otro. Esta última labora es la de establecer, de hecho, ese lenguaje común que la comunidad
ideal de discurso comparte, y eliminar o delimitar vaguedad y ambigüedad. Aparte de esto, el
empleo de sistemas formales en las ciencias introduce una importante cuestión filosófica:
¿qué relación hay entre la lógica y la realidad, entre la forma de la inferencia, de la prueba y la
demostración, y la verdad de las cosas? Dicho de otro modo, esto plantea el problema de cuál
es la relación que hay entre un sistema lingüístico, sistema de conceptos o modelo teórico de
las ciencias, y aquellas cosas externas al lenguaje a las que se refiere tal sistema o modelo.
Puede apreciarse la importancia de este problema cuando se suscita con respecto al llamado
lenguaje universal de la ciencia, las matemáticas. Las matemáticas pueden considerarse
como un sistema formal de inferencia (o un conjunto de tales sistemas) que trabajan con
entidades abstractas y operaciones abstractas entre las mismas. Ahora bien, se puede tomar
dicho sistema como representación abstracta de las operaciones concretas de
contar, reunir, disponer conjuntos de cosas en algún orden con respecto a propiedades tales
como tamaño o cantidad; el “sistema formal” puede entonces tomarse como la representación
más abstracta o general de dichas propiedades y relaciones en el mundo real, representación
que nos proporcionará el modo más económico y sistemático de referirnos a ellas. Las
matemáticas, sin embargo, pueden también considerarse como un sistema de deducción “no
interpretado”, en el sentido de que sus términos no se toman como representativos de nada
en absoluto fuera del propio sistema, y el propio sistema se considera como construcción
“puramente formal” o ideal. En la filosofía de las matemáticas hay muchos problemas difíciles
y distintos enfoques posibles referentes a tales sistemas formales de los que no podemos
empezar a ocuparnos aquí, pero se plantea la pregunta de cómo es que las deducciones de
un sistema formal, por ejemplo de la aritmética o de la geometría, encuentran aplicación en el
mundo real en las relaciones entre las propiedades físicas de las cosas: ¿cómo pueden
plasmarse las relaciones numéricas de un sistema deductivo formal en las operaciones físicas
de medida, es decir, cómo se asignan los números?, ¿qué correspondencia hay, si la hay,
entre el formalismo de las matemáticas o los procedimientos deductivos de la lógica, y los
hechos de la ciencia que se expresan o sistematizan de esta forma? Surgen multitud de
preguntas referentes al “status” del conocimiento que adquirimos por medio de la inferencia.
Cuando la descripción matemática del mundo físico se encontraba en el apogeo de su éxito,
en el siglo XVII, Spinoza pudo expresar la correspondencia entre pensamientos y cosas en
forma de identidad. “El orden y la relación entre los pensamientos es el orden y la relación
entre las cosas”; pues nuestra representación conceptual racional del mundo correspondería a
cómo el mundo es, porque la razón, que se manifiesta como caso particular en el
razonamiento matemático, sería a su vez una manifestación de la propia estructura del
mundo. Esta convicción de que el mundo se encuentra racional y matemáticamente ordenado
es del tipo que anteriormente hemos considerado como metafísico, y la filosofía de la lógica
roza con frecuencia tales conceptos metafísicos. Es más, en la medida en que el análisis
lógico de la inferencia y de la definición atañe al “status” y a la validez de presuntos
conocimientos formulados por medio de la inferencia, dicho análisis atañe también a las
cuestiones epistemológicas que hemos planteado y, en especial, al problema de la verdad.
Quizá la pregunta filosófica fundamental que pueda hacerse acerca de la lógica si se concibe
ésta como ciencia de la inferencia válida y de la definición precisa de los términos empleados
en la inferencia, sea la pregunta referente a qué quiere decir que alfo sea una inferencia
“correcta” o “válida” o una definición “adecuada”. Pues esto alude a las normas o criterios de
la propia lógica y al “status” de sus reglas. ¿Son convenciones adoptadas porque sí, simples
postulados que podamos modificar a voluntad?, ¿derivan del carácter y estructura de los
propios lenguajes naturales, de las propias condiciones de comunicación?; ¿se justifican las
reglas, sencillamente, como instrumentos que nos ayudan a llegar a donde queremos llegar y,
por consiguiente, como un “buen medio de transporte” o como “billetes de inferencia” entre las
estaciones de paso del pensamiento científico?; ¿o reflejan de hecho el orden de la realidad
misma y nos dan, por tanto, una representación veraz de su estructura básica?.
En este bosquejo preliminar no podemos sino plantear preguntas como éstas con objeto de
caracterizar los problemas típicos y las líneas divisorias generales entre la lógica, la metafísica
y la epistemología. Entre estas disciplinas no hay una solución de continuidad clara, sino que
son disciplinas filosóficas emparentadas que se solapan en muchos puntos. Por ejemplo, si
consideramos estas preguntas desde un punto de vista más amplio, queda claro que ciertos
conceptos fundamentales de la ciencia son conceptos lógicos, que algunos de estos
conceptos lógicos se refieren a problemas epistemológicos acerca de la naturaleza y
justificación de nuestro conocimiento y que incluso algunos de estos problemas lógico-
epistemológicos se refieren directamente a problemas metafísicos. Conceptos tales como los
de necesidad, posibilidad, probabilidad, existencia, identidad; otros como los de clase,
individuo, elemento, conjunto clase-miembro, orden, sustancia-atributo, cosa-propiedad,
género-especie, esencia-accidente y relaciones lógico-lingüísticas tales como nombrar,
referirse, abstraer, designar y significar, desempeñan un papel en la crítica y en la formación
de conceptos en las ciencias.
Estas tres disciplinas de la filosofía, relacionadas entre sí, poseen una rica historia de
investigación crítica rigurosa. Las tres han influido profundamente en la historia de la ciencia y,
a su vez, se han visto profundamente afectadas por ésta. La comprensión plena de la ciencia
que la filosofía científica pretende alcanzar, se apoya en y se guía por lo que se ha
conseguido en estas disciplinas; y esperamos que, por su parte, contribuya a ellas con su
investigación acerca de los fundamentos conceptuales del pensamiento científico.
¿HAY PROBLEMAS FILOSÓFICOS EN LA CIENCIA?
Tras lo anteriormente dicho puede resultar paradójico añadir que uno de los problemas
básicos de la filosofía de la ciencia es si existen problemas filosóficos en la ciencia. Se puede
argüir, por ejemplo, que aunque los problemas referentes a la ontología, la epistemología o la
lógica surgen del pensamiento científico, no son de por sí problemas científicos y no les
corresponde ser resueltos por los métodos de la ciencia. Por otra parte se puede mantener
que todos los problemas científicos o suposiciones filosóficos que, de este modo, constituyen
los fundamentos del propio pensamiento científico; o por lo menos, cabe mantener que la
ciencia ayuda a resolver lo que antes se consideraba eran problemas netamente filosóficos
traduciendo dichos problemas “perennes”, y perennemente irresolubles, en problemas
científicos buenos, claros y solventables.
Se insinúa aquí, por sí sola, una distinción entre los diferentes tipos de problemas de la
ciencia: hay unos de los que el científico se ocupa en cuanto científico que trabaja en su
campo particular, como, por ejemplo, los de cuál es el peso específico del molibdeno, cuáles
son los compuestos de mercurio o qué es lo que explica el extraño comportamiento del
mercurio o qué es lo que explica el extraño comportamiento de los superconductores. Ninguno
de estos problemas implica alguno de los normalmente llamados filosóficos: parece más bien
preguntas que exigen respuestas directas y concretas. Pero evidentemente hay problemas de
otro tipo, aunque relacionados con éstos, que parecen de un carácter teórico más amplio,
como, por ejemplo, los de cuál es
la estructura última de la materia, de si puede explicarse el origen de la vida estrictamente a
base de interacciones fisicoquímicas, o de cómo ha de describirse la luz, si como onda, como
partícula, como combinación de estas dos o de algún modo totalmente distinto. Tales
problemas parecen referirse al modo en que las cosas están dispuestas en último extremo, a
lo que cabe denominar existente y a cómo ha de concebirse la naturaleza. Hay también otros
que hacen referencia al juicio científico: “¿qué es lo que se considera como experimento
adecuado?”, “¿de qué manera permiten los datos experimentales confirmar o desechar una
hipótesis?”, “¿cómo actúan las leyes de la ciencia en la deducción y la predicción científicas?”.

En esta gama de problemas surgen cuestiones acerca de la naturaleza y la validez del


conocimiento científico. Hay todavía otra clase de problemas referentes a la sistematización
formal de un campo de investigación (por ejemplo, la tabla periódica de los elementos, la
forma matricial de la mecánica ondulatoria o los esquemas de clasificación en familias,
géneros y especies en botánica y zoología). Y hay la sistematización formal aún más compleja
cuando se relacionan dos o más campos de investigación mediante una explicación o modelo
formal unificado, como, por ejemplo, la teoría electromagnética o la relación entre óptica
geométrica y mecánica cuántica. Los problemas que aquí se plantean se refieren a la
estructura formal o lógica de las teorías científicas.
Ahora bien, si algo parece residir en la ciencia son estos aspectos del pensamiento científico.
Pues aunque el científico que trabaja en problemas abstractos, como teórico dentro de su
ciencia se enfrenta con ellos, como conjunto de problemas a resolver de modo concreto con
su investigación, y de este modo constituyen, en su encarnación práctica, la materia cotidiana
de la investigación científica.
Pero si uno examina este tipo de problemas en su forma general, como problemas referentes
a lo existente, a la adquisición y justificación del pensamiento científico y a la estructura lógica
de la ciencia e índole de la inferencia científica, pueden parecer análogos a los problemas
filosóficos característicos anteriormente discutidos. En la medida en que dichos problemas se
tratan no simplemente en los contextos concretos de la práctica científica real, sino que se
abstraen para reflexionar acerca de la naturaleza del conocimiento científico, ya no son en lo
sucesivo problemas que se encuentran en la ciencia, sino problemas acerca de la ciencia.
Dichos de otro modo, no son tanto cuestiones de teoría científica como referentes a una teoría
de la ciencia.
Una teoría de la ciencia que se ocupe de los problemas sustantivos y metodológicos que
surgen en la ciencia puede, en verdad, encontrarse fuera de la práctica cotidiana de la ciencia,
pero se encuentra entrelazada con la propia manera que el científico tiene de considerar su
trabajo y su universo. El científico, como el resto de nosotros, arrastra consigo a su trabajo, la
herencia de sentido coherencia incoada de formulaciones metafísicas, epistemológicas y
lógicas que se han ido embebiendo en su ciencia a lo largo de su desarrollo histórico. Puede
muy bien darse el caso de que esta herencia no crítica y no criticada le entorpezca con
dogmas ocultos y no reconocidos como tales, y puede muy bien ocurrir que las formas de
pensamiento así adquiridas desempeñen también una función heurística, guiando la
imaginación científica por los caminos no explorados y poco comprendidos del
descubrimiento. En momentos cruciales ocurre a veces que, para que avance una ciencia y
para
replantear sus ideas fundamentales, se hace necesaria la reflexión acerca de dichos
problemas de método y sustancia o la crítica reflexiva de los conceptos de la ciencia; en tales
ocasiones el trabajador científico puede muy bien convertirse en filósofo de la ciencia.
Puede ser muy malo si es filosóficamente ingenuo o no crítico, o puede alcanzar la distinción
filosófica de un Descartes, un Newton, un Leibniz, un Planck o un Einstein, todos los cuales
ayudaron a reestructurar no sólo los esquemas conceptuales de la ciencia, sino también los
conceptos fundamentales de la filosofía.
El problema acerca de si hay problemas filosóficos en la ciencia nos lleva así a caracterizar la
ciencia, a reflexionar acerca de la naturaleza de los problemas científicos –lo que equivale a
decir que se trata de un problema filosófico- No posee respuesta sencilla, pero nos conduce,
para empezar, a análisis, razones y argumentos, esa dialéctica crítica que es la savia de la
filosofía.
En el transcurso de este estudio clasificaremos los problemas característicos acerca de la
ciencia en dos grandes grupos:
1) Aquella investigación científica.
2) Aquellos que tienen que ver con visión del mundo científico, dentro de cuyo esquema él
pone en práctica dichos procedimientos.
A los primeros los denominaremos problemas metodológico, y a los segundos problemas
sustantivos. Los primeros se ocuparán de conceptos y prácticas de la ciencia, tales como la
observación, la medida, la hipótesis y el experimento, la confirmación y la no confirmación, la
inducción y la probabilidad, las formas de inferencia científica, la naturaleza general de los
sistemas formales y sus interpretaciones empíricas o descriptivas como representaciones de
los hechos y como instrumentos de investigación.
Después examinaremos estructuras y formas típicas de explicación científica y la naturaleza
de las leyes y teorías de la ciencia, pues la discusión acerca de la función de las leyes y la
teorías de la ciencia, pues la discusión acerca de la función de las leyes y las teorías plantea
problemas sustantivos referentes a los conceptos de legitimidad y causalidad y al “status” de
las entidades teóricas. Esto nos lleva a considerar aquellos conceptos fundamentales que
bosquejan los esquemas dentro de los cuales transcurre la investigación científica y que con
frecuencia afectan también a las consideraciones metodológicas; los conceptos de espacio,
tiempo y materia, de vida, de relación entre lo mental y lo físico, de mente y comportamiento y,
finalmente de sociedad e historia.
El objetivo de este estudio no es considerar simplemente, uno tras otro, los diversos
problemas y temas de la filosofía de la ciencia, sino llegar, en el curso de estas
consideraciones, a una comprensión humanística de las ciencias y del quehacer científico. De
lo que dicha comprensión humanística implique nos ocuparemos explícitamente en la sección
final de este libro, pero el contexto de dicha comprensión nos interesará desde el principio
antes de enfrentarnos con las cuestiones de método y sustancia que caracterizan a la ciencia
contemporánea, pues estas cuestiones no aparecen de pronto, del mismo modo que la ciencia
no apareció de pronto.
Las raíces que tiene en el entendimiento común, en los métodos ordinarios de conocer y en
las actividades humanas fundamentales son índices del humanismo de la ciencia y no en un
sentido vagamente ético, sino en el sentido práctico de la ciencia como quehacer netamente
humano. Así pues, en los capítulos siguientes nos ocuparemos de la génesis de la ciencia y
sus fundamentos en la actividad humana ordinaria, en la percepción, en el sentido común y en
los modos pre-científicos de conocer, de todos los cuales surgió la ciencia.|

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