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Un retazo de mí vida

Era el año 1981, tenía entonces 24 lustrosas primaveras. ¡Uff, ya han


pasado 42 de aquello, el tiempo vuela, parece mentira, quién lo diría!
……
Tenía quince días de vacaciones laborales programados por la
empresa. La última semana de agosto no coincidía con las de mi
marido. Sólo encajaban las tres primeras de septiembre para irnos a
la playa de Tarifa. Al no sobrarnos el dinero, no podía irme por ahí a
hacer turismo, y no quería quedarme en casa ni en Madrid, no me
cautivaba en esos momentos ningún plan de la ciudad.
Por aquel entonces estaba atravesando una de esas crisis
existenciales, y necesitaba por encima de todo ser la dueña de mí
tiempo y de mí soledad.
Me sobraba todo en esa semana, la pareja, la familia, los amigos, la
ciudad, los habituales entornos y mis conocidas obligaciones
domésticas. También los sermones de turno de familiares y los de mÍ
querida gente. Y en general me sobraba cualquiera que estuviese al
alcance de mi vista. Me sobraba hasta yo misma. Pero no sabía cómo
deshacerme de mí sin caer en los típicos vicios dañinos, de lo que
sabía me arrepentiría más tarde, por haber desperdiciado esos
preciados días, después de trabajar todo el año en aquella empresa
que no me gustaba. Sólo cabía soportarme como pudiera, pero sin
perder la dignidad, a ser posible. Empecé entonces a idear un plan,
tan novedoso como arriesgado. Por una parte, sonaba a aventura y a
reto, que me haría medir mi valor frente a los miedos y me obligaría a
cuidar de mi misma. Por otra parte, me enfrentaría a la soledad, y a
los peligros propios de mi género, que el destino quiso envolverme
en la piel que aún habito.
Ya estaba decidido y tuve que plantearlo. A mi pareja no le hizo
mucha gracia la propuesta, pero intentó disimularlo, no fuera a

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parecer que se atisbase la típica expresión heredada de la
sobreprotección y control parental, tan habitual en aquella época
machista, puritana y encorsetada en formalismos. Éramos una pareja
de iguales, en teoría, y poco convencional. Nos casamos por lo civil,
por convicción y para alejarnos de pantomimas. Fue todo un cisma
para nuestros católicos y conservadores padres y parte de nuestro
entorno cercano, pero un puro trámite para nosotros, como forma de
acallar los chismorreos y ademanes que nos obligaban a soportar en
las reuniones familiares, después de dos años de convivencia, una vez
emancipada.
Llegamos al juzgado en una scooter roja, algo vieja. Era junio y hacía
calor. Me encantaba ir de “paquete” en la moto con Ramón, por esa
sensación placentera que producía el aire a moderada velocidad, y a
la vez disfrutar abandonándome en su hombro con los ojos cerrados,
por la confianza ciega que tenía en él. Además, era una gozada no
tener que usar el incómodo casco, que entonces no era obligatorio,
pues proporcionaba una agradable sensación de libertad.
Me saqué el carnet de moto con 19 años, por placer y pundonor
feminista. Pero no tenía una propia. Entonces, las motos eran para
los hombres jóvenes como el caballo o el revólver del lejano oeste, y
no las prestaban.
Vestíamos para el evento de manera informal y para nada
ceremoniosos. Yo iba con un precioso conjunto de blusa y falda de
seda estampada en colores alegres, hecho en India. Muy playero y
poco apropiado para un enlace, según me dijeron. A mi pareja le
juzgaron aún más. Iba con vaqueros y camisa de algodón blanca, con
las mangas remangadas a mitad del antebrazo, sin llegar al codo.
Venían éstas en balas dentro de contenedores de procedencia
estadounidense, que llegaban finalmente a la base de Torrejón, y que
alguien las vendía al peso. Entonces, eran muy codiciadas en ciertos
círculos, pues aquí no se encontraban.

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Ambos nos presentamos con la cara lavada y el pelo desenredado.
Los dos teníamos el cabello ondulado, él de color castaño con
destellos en tonalidades cobre brillante y oro viejo, yo rubia,
básicamente uniforme. Él llevaba su habitual barba crecida y algo
abandonada. Típica de los años 80.
Por aquel entonces, daba clases como profesor en la Escuela de
Ingenieros Industriales. Y con esas pintas deambulaba por la vida,
haya donde fuera. Era una manera reivindicativa de libertad, de
querer dar otros aires distintos a esa España de tanta censura
franquista. Era querer estar en un mundo sin miedo y sin temor, sin
sopesar en ningún en ningún momento las opiniones ajenas, vinieran
de dónde vinieran.
A la salida del juzgado, como no íbamos sobrados de dinero,
decidimos invitar a un aperitivo a los asistentes, que no eran otros
que padres y hermanos, en un mesón de la zona de Fuencarral, el
cual reservamos previamente. Luego, resultó ser una comida pagada
por los padres. En total éramos quince. A mis padres no les vi en el
juzgado, y tuve dudas si aparecerían. Finalmente se personaron en el
mesón. Nos saludamos. En sus miradas sentí que me clavaban toda
clase de puñales, largos, cortos, anchos y estrechos, como respuesta
a la gran ofensa que estaban viviendo, al ser la primera ceremonia
civil a la que asistían. Por sus bocas cerradas, contenían todas clases
de sapos y culebras que no podían arrojarme. Decidí ignorarles por
un rato, para no amargarme. Más tarde, observé que se habían
relajado conversando con los padres de Ramón, más amorosos y
respetuosos con sus hijos.
Como decía, tenía la solución para esa semana. No generaría ningún
gasto a la unidad familiar. Era nada más y nada menos que acampar
a la orilla de un pantano, rodeada de naturaleza y acompañada por
mi moto de trial y mi tabla de windsurf. En aquel entonces, no
existían las restricciones actuales para hacer acampada libre.

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Me quedaría sin coche porque sólo teníamos uno, que necesitaba
mi pareja.
Hice un listado de lo necesario y comencé a preparar el equipaje;
tienda de campaña con su avance, colchoneta hinchable e inflador,
saco de dormir, mochila, camping gas, linterna y lámpara de gas,
útiles de cocina, comida enlatada, nevera de hielo, navaja multiusos,
elementos de higiene y mucha agua. También elegí un libro y un
cuaderno de notas, además del walkman a pilas con un montón de
cintas de casetes con mi música favorita, y por supuesto mi ropa y
mi calzado. Cuando acabé con los preparativos, sentí una cierta
emoción. Era la primera vez en mi vida que iba a estar sola durante
una semana, sin la compañía de otra sombra que la mía.
Al día siguiente cargamos todo en el coche. Cuando llegamos, elegí
el sitio de acampada, a kilómetro y medio del pueblo más cercano.
Montamos la tienda de campaña con el avance, acoplamos todo en
sus respectivos sitios y pasamos juntos el resto del día. Nos
despedimos hacia el crepúsculo.
Iba cayendo la noche y llegó un momento que en el cielo no cabían
más estrellas. Estuve horas contemplando ese espectáculo. Me sentí
entonces parte de aquella naturaleza y también parte de la vida.
Aquello me envolvió en una paz y una serenidad que sin darme
cuenta me quedé dormida.
Me despertó la claridad del alba y me quedé tumbada, contemplando
las tonalidades de la mañana según se imponía el sol. Volvía a
sentirme actora y espectadora de la vida mientras miraba el agua del
pantano, mecido por una ligera brisa, al tiempo que brillaban
destellos de luces con distinta intensidad. Me sentía descansada y
desayuné con la tranquilidad que me contagiaba el entorno. El sol
comenzaba a elevarse e iba templando el ambiente según ganaba
altura.

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Mi primer día fue tranquilo, alternaba baños con lectura y música
bajo el avance de la tienda y protegida del calor. Allí me preparé mi
primera comida, consistente en un delicioso arroz blanco con huevos
fritos y tomate. Más tarde, sucumbí a una siesta arrullada por música
de Alan Parson. El calor me despertó a las dos horas, y me zambullí
en el agua fresca pero caldeada. Más tarde, con el sol más bajo, me
di una vuelta con la moto inspeccionando la zona en la que me
encontraba. De vuelta, cené unos sándwiches fríos y fruta y me puse
a contemplar nuevamente la noche estrellada. Conseguí un estado
tan relajado y tranquilo, que detuve todo tipo de pensamientos,
entrando en un escenario mágico que me llenaba de una profunda
paz, en dónde me sentía protegida. Experimentaba tanta dicha que
noté unas lágrimas recorriendo mi rostro.
Los siguientes tres días trascurrieron de forma parecida. El viento no
hacía acto de presencia para sacar la tabla y navegar.
El quinto día decidí subir al pueblo a por provisiones, echaba de
menos pan reciente, fruta y hortalizas para hacerme ensaladas,
además de unas cervecitas y una bolsa de hielo.
Entré en el bar de Plácido y Maruja por bebidas y hielo, pero antes
deseaba tomar un café expreso. Estaba ella atendiendo, también me
puso unos churros que le quedaban. Maruja entabló conversación.
Hacía tiempo que no nos veíamos. No tenía mucho jaleo en esos
momentos. Se me hacía extraño hablar nuevamente con una
persona. En un momento dado, entró un hombre de unos 35 años y
pidió un carajillo. Se quedó en la barra, a mi izquierda. Tenía su mano
derecha apoyada en el mostrador, y para mi sorpresa, le conté seis
dedos. Mientras le servía Maruja, observé a los clientes del local,
había dos mesas ocupadas por dos hombres en cada una. Hablaban
tan alto que parecieran estar sordos, gesticulaban con las manos
como si eso les hiciera eso expresarse mejor. Entones, observé,
después de espiarles unos minutos, que uno de ellos, también tenía

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seis dedos. No daba crédito a lo que veía. El hombre de la barra, se
instaló con du copa en la mesa del que tenía seis dedos, y se
incorporó al griterío de los demás. Pedí otro café, ahora descafeinado
y con leche, sólo con la oculta intención de sonsacarle información a
Maruja, ante mi enorme curiosidad. Me contó la historia. Al parecer,
tiempo atrás, nacieron ocho niños en el pueblo con esa característica
en el trascurso de tres años. Fruto de las relaciones sexuales que
mantuvo el cura del pueblo, por aquel entonces, con varias mujeres.
Se daba la circunstancia que el susodicho cura tenía seis dedos en
ambas manos, cualidad que otorgó como herencia a los retoños que
engendró. Con los últimos nacimientos pidió traslado a otra
provincia, y ya yo se le volvió a ver por el pueblo. Hicimos unas risas
y me despedí llevándome la compra. Me acerqué a la única tienda de
comestibles que había a por el resto de provisiones, y me fui a mi
asentamiento.
Mientras disfrutaba de una cerveza fría a la sombra del avance,
recordaba la historia del cura, mientras sonreía socarronamente.
Esa tarde se levantó un moderado viento beaufort de fuerza 4,
equivalente a 30 kilómetros hora. Preparé la vela con la botavara y
un maravilloso accesorio diseñado y construido por mi pareja, al que
bautizó entonces como “Navegador”. Permitía navegar millas más
relajadamente con vientos fuertes y racheados. Sustituía al
tradicional arnés, a modo de chaleco, que tan solo contaba con un
punto de sustentación a la altura del esternón, mientras el otro se
apoyaba toda la espalda a la altura de las axilas. Se patentó este
invento, pero no salió adelante. Ramón era un ingeniero de ingeniar,
no de estar en los despachos. Su cabeza siempre andaba maquinando
un nuevo proyecto.
Disfruté mucho navegando con un viento a mi medida.
El viernes, hacia el ocaso, vi aparecer nuestro coche a lo lejos.
Mientras llegaba Ramón transportando consigo el remolque con su

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moto y su tabla de windsurf en la vaca, reflexionaba sobre la
experiencia vivida en esos días. Me sirvió para darme cuenta de esa
gran oportunidad que es la vida, y de mi valía como mujer y como
persona.
FIN
1983 palabras

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