Para Leer A Juan Rulfo

Descargar como docx, pdf o txt
Descargar como docx, pdf o txt
Está en la página 1de 6

Armenia, Febrero 4 de 2021

PARA LEER A JUAN RULFO

Juan Rulfo es un escritor atípico. Escribió una novela corta, Pedro Páramo; un libro
de cuentos, El Llano en Llamas; una novela que luego fue convertida en guión para
cine, El Gallo de Oro y poco más y, sin embargo, fue suficiente para ser estimado
por grandes escritores y por críticos literarios del mundo entero como uno de los
más influyentes autores del siglo XX. Se le atribuye la renovación de la narrativa
mexicana a mediados del siglo pasado y de ser en esa misma época uno de los
antecesores e inspiradores del boom de las letras en Latinoamérica.
En realidad fue uno de varios autores que pueden ser catalogados como
preparadores del campo en el que se dio la irrupción de escritores latinoamericanos
en la narrativa mundial. Además de él podemos citar a Jorge Luis Borges, a Onetti,
a Usar Pietri e incluso a Neruda. Una de las características de esta generación
literaria era la de romper las fronteras entre lo real y lo fantástico para construir
una “realidad mágica”.
Se discute a menudo si el propio Rulfo se puede encasillar en esta nueva corriente
literaria pero hay entre críticos y escritores divergencias al respecto. Unos opinan
que Pedro Páramo y cuentos como Luvina rompen con la realidad y otros creen
que solamente es mágico lo que no puede ser explicado razonablemente y que ese
no es el caso en la obra de Rulfo. Mágicos son el despertar de Gregorio Samsa, en
La Metamorfosis de Kafka, como un enorme insecto o la ascensión a los cielos de
Remedios la Bella en Cien Años de Soledad pero la superstición y la ignorancia, el
abandono, la desolación y la tristeza de pueblos y personas en los textos de Rulfo
como Luvina no son “cosa mágica” sino la expresión de un determinado arreglo de
la sociedad. Un arreglo injusto que, supongo, a Rulfo le dolía en el alma.
Pero, me vuelven a decir, es que en Pedro Páramo los muertos hablan. Bueno, los
muertos siempre han hablado y, como habitantes y usufructuarios que fueron del
mundo en que vivimos, tienen historias para contar. Y además no está claro si los
muertos conversaban o si era solamente el murmullo de sus viejas pláticas
adherido a los restos de su mundo lo que Juan Preciado parecía escuchar. Al fin
poco importa si hablaban los vivos o los muertos, todos eran fantasmas de la
imaginación de Rulfo, lo interesante era penetrar en la realidad que viven, en su
dolor, en sus menguadas esperanzas.
Cualquiera que sea el caso hay aportes importantes de Rulfo a la literatura del siglo
XX, más allá de sus incómodos fantasmas. Vamos a tratar de comprender algunos
revisando y examinando un poco su obra cumbre Pedro Páramo.
“Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo.
Mi madre me lo dijo.”
Estas son las primeras palabras de la novela y solo hasta la mitad de ella sabremos
que esta afirmación de Juan Preciado es parte de un diálogo con una vecina del
pueblo, Dorotea, indigente y algo trastornada. Pero esa corta frase da razón de la
novela y le fija su derrotero. El viejo mito de la búsqueda del padre hace su
aparición en la primera línea.
Desde las frases iniciales de la obra Rulfo está dosificando la información para
crear la ambigüedad de las situaciones, el ambiente enrarecido de ese pueblo
habitado más por el pasado que por el presente, del que Juan solo tenía noticia por
las nostalgias de su madre.
Las expectativas de Juan Preciado respecto del pueblo son las que ella le endosó:

“Llanuras verdes. Ver subir y bajar el horizonte con el viento que mueve las
espigas, el rizar de la tarde con una lluvia de triples rizos. El color de la tierra, el
olor de la alfalfa y del pan. Un pueblo que huele a miel derramada.”

Juan Preciado va de regreso a esa Comala que su madre le ha pintado como


radiante, serena, divertida y solo encuentra caminos solitarios y polvorientos, casas
derruidas, soledad y murmullos. Esos murmullos son como la voz bronca del
pasado, como suspiros quejumbrosos, como una losa que amenaza sepultarlo. Para
Juan el pueblo fue extraño desde un principio. Esta es su primera impresión:

“Miré las casas vacías, las puertas desportilladas, invadidas de la yerba.”

Y un poco adelante:

“ Y aunque no había niños jugando, ni palomas ni tejados azules, sentí que el


pueblo vivía. Y que si yo escuchaba solamente el silencio, era porque aún no
estaba acostumbrado al silencio; tal vez porque mi cabeza venía llena de ruidos y
de voces.”

Solo escuchaba los murmullos, palabras desvaídas, como si fuesen del más allá o
del más adentro de sí mismo, en las ruinas de lo que algún día pudo ser un pueblo
pero hoy no es más que un cúmulo de escombros y un mentís a los recuerdos de su
madre, habitado tan solo por susurros y fantasmas del pasado. Confuso se
preguntaba si este era el mismo pueblo del que ella hablaba. El recelo comenzaba a
socavarle la tranquilidad y las ilusiones.
Lo que hace especial la obra de Rulfo es que rompe de manera clara con la forma
tradicional de contar historias. El narrador convencional, omnisciente, juez y parte
de la conducta de los personajes es reemplazado por un conjunto de voces, casi
siempre de personajes de la narración, que cuentan desde su perspectiva los
sucesos desprevenidamente, sin tomar partido. Las voces son varias y varias las
interpretaciones o percepciones de un mismo hecho. Este enriquecimiento de la
mirada se puede dar por la concurrencia de varios narradores, cuando hay uno solo
es mucho más difícil aportar las diferentes perspectivas. Rulfo consideraba que la
realidad y la verdad deben ser parte de la historia pero que la literatura se hace de
ficción y de espejismos.
Daba Rulfo una especial relevancia en su técnica de escritura a la imaginación, a la
creación de los personajes, al respeto de sus expresiones y de su temperamento
particular, de manera que llegaban a tener autonomía, a ser dueños de sus destinos
dentro del relato. Este aspecto ha sido señalado por críticos que ven en esta
técnica una recuperación del papel que ha jugado la narración oral en la cultura
popular. Los dos narradores principales, ayudados por la intervención de testigos y
participantes, son Juan Preciado y su padre Pedro Páramo pero hay episodios
narrados por Dolores Preciado o por Suzana San Juan entre otros, porque fueron
parte de ellos. Hay un narrador básico, omnisciente, tan fantasmal como el resto de
los personajes, del que poco o nada sabemos.
Otra innovación aparejada a la multiplicidad de narradores es que el lenguaje del
narrador y el de los personajes es el mismo, respetando en cada hablante la
singularidad de sus expresiones y su carácter personal.
Como el relato está atado al flujo de conciencia de los narradores se da pretexto a
la superposición de los relatos y a la fractura de la estructura del texto. Por la
misma razón descarta también la presentación de una historia lineal y se
despreocupa del orden cronológico de la historia.
Rulfo hace uso extensivo de las palabras y giros del náhuatl como del léxico
heredado de la vieja España para reafirmar que la cultura popular es parcialmente
la de los nativos mexicanos y en parte también la de los colonizadores españoles.
La cultura ha de ser mestiza como lo es la propia nación.
El tiempo de la novela no es sucesivo sino, más bien, circular y repetitivo como
parece ser el destino del campesino mexicano.
Precisamente esta es otra característica de la obra rulfiana: toda hace referencia a la
tierra, al campesino, a la población rural nativa y mestiza del campo mexicano y a
su pesadumbre de girar eternamente esa noria del tiempo, años, siglos, sin
esperanzas de redención. Méjico tuvo una revolución a principios del siglo XX,
1910, que duró cerca de siete años, que costó entre uno y dos millones de muertos
y que, como casi todas las revoluciones latinoamericanas, dejó una estela de dolor
en el pueblo pero no resolvió nada. Pasada la Revolución Mexicana se les vino
encima una guerra religiosa, la llamada “guerra cristera”, y dando por descontados
las víctimas y los sufrimientos, las cosas siguieron más o menos igual que antes de
ella. Y en ese antes, que obstinadamente se niega a ser relevado, está uno de los
escollos que dificultan la convivencia en el país, la cuestión nunca solucionada de
la propiedad de la tierra. En 1910 menos del 1% de los propietarios del campo eran
dueños del 85% de las tierras aptas para el cultivo. Esa concentración de la
propiedad campesina se consiguió con el despojo de las comunidades indígenas,
con el robo de los ejidos ( tierras del estado), con el terror y las masacres de los
campesinos dueños de pequeñas parcelas, para producir lo que cierta derecha
recalcitrante, desde la revolución industrial en Inglaterra, ha denominado
“migración interna” y que no es otra cosa que el lanzamiento al precario mercado
del trabajo urbano y del rebusque, a masas ingentes de campesinos. El 80% de las
personas y familias que se resisten a abandonar su tierra depende del salario rural
y, como regresándonos en el tiempo, vuelven a la vida campesina las tiendas de
raya, los préstamos usurarios, los enganches por engaño, la esclavización y la trata
de seres humanos. De aquí probablemente es de donde Rulfo ha tomado el tiempo
circular de su novela, el perenne retorno de la sumisión y la servidumbre.

Toda esta historia de Méjico nos suena a cosa sabida en Colombia y así es. Los
campesinos despojados han sido lanzados, sin que al estado le importe poco ni
mucho, al vértigo de las ciudades, sin compasión, sin amparo, sin preparación para
sobrevivir con dignidad.
Ya en La Vorágine de Eustasio Rivera se narra la explotación criminal de los
indígenas por la casa cauchera de los Arana. Seguimos teniendo una Colombia
bárbara e insensible a las necesidades y carencias de los trabajadores en general y
de nuestra población rural en particular. Lo que en México hicieron los Cuerpos
Rurales aquí lo hacen paramilitares y bandas criminales con la anuencia del estado
y de políticos, cuando no con su complicidad.
Con este ejemplo de un paralelo evidente entre las políticas frente al campo de
México y Colombia que se basan en la violencia, que usan la fe religiosa como
instrumento de sometimiento y que estimulan la migración desordenada a los
grandes centros urbanos o a países de mayor desarrollo material, podemos ver que
el tema tratado por Rulfo rebasa las fronteras de su Jalisco natal, se extiende por
todo México y atañe al fin a todos los pueblos de América Latina. Una obra tan
centrada en su terruño, en su lenguaje, en sus tradiciones y en sus penurias, alcanza
audiencia mundial. Si la naturaleza de los hombres es una sola, la de sus ilusiones
y dificultades también, y esa es la razón por la que una narración muy particular
puede obtener significación universal.
Como no hemos superado en siglos esa situación de injusticia, la narrativa que a
ella se refiere se tiñe con los colores del escepticismo, de la desolación, de la
desesperanza de sus personajes. Los cuentos de Rulfo, en especial Luvina, están
penetrados también de esa tristeza y de esa aflicción que experimentan los
marginados. Luvina era la fuente del desconsuelo y la capitulación ante la muerte y
no se lee Pedro Páramo sin asociar a este personaje con la arbitrariedad, el
anacronismo, el abuso y la falta de escrúpulos de esa casta semi feudal y codiciosa
de los latifundistas y grandes ganaderos que sufrimos en todos nuestros pueblos.
Pedro Páramo era el padre despótico que ha extendido su poder por toda la
comarca y el que con su codicia y su mezquindad destruye a su pueblo, a su propia
familia y a su última esposa, Suzana San Juan, por quien había suspirado desde
joven. Amor que paradójicamente, por venir de quien viene, es una de las pocas
luces que alumbra el desolado paisaje de la narración.

En una entrevista de las muy pocas que dio, Rulfo decía que se necesitaban tres
lecturas para entender la novela y que si al lector le da algún trabajo entenderla que
no se preocupe que también a él le dio trabajo escribirla.

Como hemos visto una breve explicación de los recursos de Rulfo para componer
su obra, ahora tratemos de contestar, también en pocas palabras: ¿Quién era Rulfo?
¿Cuál ha sido la suerte de su obra?
Juan Rulfo nació en Apulco, un pequeño pueblo en el sur de Jalisco en 1917. Su
vida se inició cuando aún el país estaba inmerso en la Revolución Mexicana,
guerra que primero confiscó los bienes de la familia y que luego fue causa de la
muerte de su padre cuando Juan solo contaba seis años de vida. Esta época fue un
período de movimientos revolucionarios y contrarrevolucionarios, de
levantamientos militares y de violencia generalizada bajo el estímulo y la dirección
de caudillos populistas. Cuatro años después, cuando murió su madre, Juan fue
encomendado a los cuidados de su abuela y tuvo como tutor a un tío. Estudió en un
colegio en Guadalajara y luego fue internado en un orfanato, que era una especie
de correccional de jóvenes según sus recuerdos, y donde adquirió el estado
depresivo que le acompañó toda la vida. Apenas terminada la Revolución empezó
la “guerra cristera” una guerra de religión con todos los excesos de fanatismo y de
impiedad que estas implican. Así que México no escapó al sino trágico del siglo
XX, calificado, por el historiador inglés Eric Hobsbawn, como el siglo más
violento de la historia humana.
En cuanto a su estilo Rulfo escribe con un sentido vivo de la economía de las
palabras, es tan reacio al uso de adjetivos y a las expresiones grandilocuentes o
rebuscadas que cuenta que destruyó la primera novela que escribió, El Hijo del
Desaliento, porque le pareció muy retórica y alambicada. Si dos o tres páginas de
su borrador se pueden condensar en dos o tres líneas sin perder su esencia, no lo
duda, hace el cambio. La Cordillera, otra novela post Pedro Páramo, que sus
seguidores esperaban con ansia, fue enviada a la trituradora de papel por razones
no conocidas. Pedro Páramo se publicó en 1955 y no obtuvo acogida por el
público, cuenta en la entrevista que se hacían ediciones de mil o dos mil copias y
que más de la mitad las regalaba. Esa primera generación no entendió la novela,
dice, que años después comenzó a ser vendida aunque no supo si a ser entendida
también.
La novela mereció elogios de Susan Sontag y de Jorge Luis Borges, el mismo que
en la ocasión en que le pidieron opinión sobre Cien Años de Soledad se limitó a
contestar cáusticamente que “con cincuenta hubiera sido suficiente”. Ha sido
traducida a muchos idiomas y, luego de sus primeros pasos vacilantes en la
apreciación del público, ha obtenido reconocimiento popular y académico como
una de las obras cumbres en la literatura del siglo XX.
Preguntado en una entrevista quiénes habían sido sus autores favoritos dio una lista
de supuestos escritores del norte de Europa que nadie conocía. Es de presumir que
estaba tomando del pelo al entrevistador pues quien haya leído su obra ve de
manera clara que su conocimiento, su pasión y su inspiración están arraigados en
sus patrias, México, la grande y Jalisco, la chica, en sus gentes, en sus tradiciones y
costumbres. Esta familiaridad con las etnias marginadas u olvidadas de su país le
viene de su trabajo, primero con la Secretaría de Gobernación de México y luego
con su participación y dirección de importantes tareas en el Instituto de
Antropología, donde se hizo un censo de las muchas tribus o clanes indígenas del
país que superan las 150. A pesar del despojo y el abandono, a pesar de Hernán
Cortés y sucesores, los nativos mexicanos se resisten a su desaparición.
Rulfo en literatura es autodidacta y en ninguna escuela se enseña el genio para el
arte, sin embargo, un par de obras geniales le abrieron las puertas de la gloria
literaria.
Algunas destrezas le podían venir del medio, de la cultura, pero el talento para
escribir solo podía venir de su interior, de su compasión, de su amor por la justicia
y de su sobrio y delicado sentido de la estética.

Mientras exista nuestro idioma, existirá y será admirada su obra.

Gustavo Gómez L.
Armenia, febrero de 2021

También podría gustarte