Naturaleza y Técnica Word

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NATURALEZA Y TÉCNICA

Dos preocupaciones
Desde hace muchos años los naturalistas nos han prevenido sobre los efectos
nocivos a largo plazo de muchas de las actividades y comportamientos
humanos respecto del medio ambiente y de los recursos de vida en los
continentes y mares del planeta: la tala de bosques, la extracción y el uso de
combustibles fósiles, la minería en páramos y ríos, la pesca de arrastre que
libera millones de toneladas de bióxido de carbono a la atmósfera. La
situación se agrava con cada nuevo día. (La segunda preocupación ha de ser el
desarrollo de la ciencia, y a remolque la tecnología, en computación y genética
sin unas normas que salvaguarden la naturaleza, la vida y la sociedad humana
a más largo plazo.)
Esto en el ámbito del medio ambiente, pero en el de las técnicas de
comunicación un sector de la población cada vez más amplio asume una
posición recelosa sobre el uso de tecnologías invasivas de la privacidad
individual y temen que puedan ser usadas para coartar nuestra libertad o para
instaurar sistemas de gobierno totalitario. El deterioro del medio ambiente y el
avance y monopolio en las comunicaciones son dos de las áreas en las que la
tecnología se percibe como arma de doble filo, buena en unos sentidos,
amenazante y destructiva en otros. Si la primera amenaza la vida corporal de
la humanidad, el abuso de la segunda destruye la libertad y la dignidad
humanas.
En América hemos tenido dos de esos naturalistas viajeros que fueron muy
especiales por sus conocimientos de varias disciplinas, por su capacidad de
observación, por su deseo de desvelar los secretos de los delicados equilibrios
entre la vida y el medio ambiente, ellos fueron Alexander von Humboldt en
1801 y Charles Darwin en 1830. Humboldt creía que toda la naturaleza es un
solo organismo y que no se afecta una parte de ella sin que las consecuencias
afecten a las demás. Sus recomendaciones para que la tala de bosques y la
explotación de los páramos no terminaran en aridez de la tierra y en una aguda
falta de agua siguen sin atenderse más de dos siglos después. Darwin, por su
parte, nos aleccionó sobre el poderoso efecto del entorno sobre la evolución de
las especies; la evolución no es un fenómeno aislado es, por el contrario,
precisamente un proceso de adaptación del conjunto de seres vivos a

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circunstancias ambientales determinadas, es decir, en ella están implicadas las
relaciones de unas especies con otras y con el medio ambiente y sus recursos.
La naturaleza se comporta como un sistema de interdependencias y un
detrimento en cualquiera de sus factores terminará por perjudicar el equilibrio
global. Tampoco lo hemos escuchado; parece que nos reputamos una especie
al margen de la naturaleza o presuntamente por encima de ella.
Hay dos mundos que en muchas ocasiones han colaborado, pero que,
orientados exclusivamente a la ganancia monetaria, están cada vez más
enfrentados como incompatibles: la tecnosfera, el mundo del desarrollo
tecnológico, y la biosfera, el de la naturaleza y la vida.
Hace cincuenta años en entrevistas realizadas en Radio Europa Libre varios
personajes de la ciencia, de la historia, de la sociología, expresaron la enorme
inquietud que les generaba el rumbo que estaba tomando la tecnología. Con su
sabiduría y su prudencia avizoraban los peligros inherentes a un desarrollo
técnico sin restricciones éticas y sin objetivos claros. Hoy esa amenaza se ha
materializado en el menoscabo evidente de los recursos más importantes para
la vida: la tierra, el aire, el agua, la imprevisibilidad del régimen de las lluvias
o el de los tornados y huracanes. La población comienza a tener conciencia de
la magnitud del problema, ojalá no sea demasiado tarde.
Recientemente, y no hablo en la escala temporal de los geólogos, las señales
de alarma se han disparado. El agua es un bien escaso, se constata un
calentamiento global, se menguan las materias primas, nos ahogan los
desechos de nuestra propia actividad. Las nuevas generaciones van a encontrar
un mundo trastornado por los enormes desequilibrios que nuestra actividad ha
introducido en la naturaleza.
En el caso de las comunicaciones estamos también ante un desafío mayúsculo
porque se percibe en el rumbo que toma su desarrollo una voluntad de
imponer el control y el sometimiento a la masa de usuarios de sus servicios.
Un solo y significativo ejemplo: entre dos o tres directores de empresas de las
redes sociales pudieron callar y desaparecer de la vitrina mediática a nadie
menos que a Donald Trump, presidente en ese momento de USA, político de
extremos y sin escrúpulos para atacar a sus adversarios. ¿Qué no podrán hacer
con los demás simples ciudadanos?

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En las próximas páginas pretendo hacer un breve recuento de los pasos que
nos han llevado a tan inconfortable situación y juzgo que para una buena
comprensión es necesario hacerlo desde el principio.

El origen de la técnica
Cuando a mediados del siglo XIX Charles Darwin dio al público su Origen de
las Especies quedó claro que la humana es una especie más, ligada de manera
necesaria a su entorno natural y en un proceso de transformación recíproca
hombre-naturaleza. Ese parentesco nuestro con los grandes primates, recibido
de muy mala gana por la soberbia de los hombres, es prácticamente
irrebatible. A despecho de todos sus enemigos la teoría de la evolución ha
sacudido como un terremoto la filosofía, la política y las religiones. Como los
reyes medievales con sus pueblos, nos hemos creído especialmente
autorizados por la palabra divina para hacer y deshacer con la naturaleza. No
hay tal, como a ellos nos está llegando la inevitable cuenta de cobro.
Quienes estudian el tema del origen del hombre no se ponen de acuerdo sobre
el tiempo en el que se dio la separación de las especies de grandes primates y
la humana, el rango que consideran empieza en tres o cuatro millones de años
y se puede prolongar por otros tantos.
En la primera etapa de evolución de los homínidos, una rama de los primates,
se adoptó la posición erecta y se conformaron de diferente manera las manos,
que se hicieron más versátiles; los pies, mejor adaptados a la marcha por la
pradera; el cerebro, más grande y con mejor conexión entre los hemisferios;
esta evolución biológica vino acompañada de una decisiva innovación: el uso
de materiales u objetos naturales para diferentes fines como agredir,
defenderse, buscar alimentos o recrearse. Estos cambios tanto en el cuerpo
como en el comportamiento fueron determinando una separación del
homínido del resto de primates hasta concretarse al cabo de miles de
generaciones en una nueva especie, la humana.
El bipedismo, uno de esos cambios, dejó las manos libres y generación tras
generación aumentó la capacidad manual de manejar materiales y la
maravillosa sensibilidad de los dedos. No es fácil exagerar la importancia de
las manos en el desarrollo de la especie humana. Se atribuye a Anaxágoras,

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filósofo de la escuela jónica, el haber afirmado que el hombre se hizo
inteligente porque tenía manos.
Las manos heredadas de nuestros parientes primates estaban especializadas
para la vida en los árboles, prenderse, alcanzar la rama, columpiarse, tomar un
pequeño retoño, agarrarse las crías al cuello de su madre, pero cuando ellos
fueron expulsados de su paraíso arbóreo por circunstancias naturales y
debieron competir en tierra con animales ya adaptados completamente a la
vida terrestre como los herbívoros y los carnívoros, se encontraron en un nivel
de inferioridad. Ahora sus manos debían escarbar la tierra, rascar cortezas,
blandir garrotes, lanzar piedras, tomar objetos, transportarlos; debían vivir en
un permanente estado de alerta por posibles predadores y en una diversidad de
actividades totalmente nuevas que ponían a prueba su habilidad y su
inteligencia. La supervivencia del frágil primate dependía de su cerebro y de
sus manos.
El camino desde el mono débil e inerme hasta el eficiente cazador, el astuto
trampero, el juicioso miembro de una comunidad, duró millones de años. El
brusco cambio de pacíficos y ruidosos comedores de frutas y retoños a
silenciosos y rapaces carnívoros dejó huellas genéticas en todos los sucesores.
Del egoísmo del mono arbóreo hubo que pasar a la cooperación para la
obtención de alimentos, para la defensa y para la caza, en las comunidades de
los nuevos inquilinos del entorno terrestre. Un cambio no menos drástico que
el de las costumbres fue este cambio sicológico. Hoy, muchos milenios
después del suceso, el homo sapiens sigue debatiéndose en la compleja
contradicción entre los instintos moderados pero egoístas del frugívoro y los
impulsos fogosos, aunque colaborativos, del animal carnicero.
En este proceso largo y penoso de la adaptación a la vida a ras de tierra fueron
decisivos no solo la versatilidad de las manos y el crecimiento del cerebro sino
el inestimable don de la curiosidad permanente y del ánimo exploratorio; sin
ellos hoy no estaríamos echando el cuento.
Con el tiempo la inclinación de la nueva especie a usar instrumentos se
concretó en la factura de las primeras herramientas, de utensilios de hogar, de
lugares más funcionales de habitación, de armas para la caza y la defensa. Esta
ha sido una de las características definitorias de nuestra especie: la invención
de dispositivos y mecanismos para potenciar sus capacidades.

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La artesanía de piedra acompaña fielmente los fósiles de humanos primitivos
en las excavaciones de las eras paleolítica o neolítica. Los investigadores en el
sur de África pronto descubrieron huesos con aplastamientos o roturas
debidos, presumiblemente, a golpes con instrumentos contundentes. Lo que
parece seguro para los antropólogos es que los humanos ya usaban algunos
tipos de herramientas hace más de dos millones de años y que algunos de esos
instrumentos se usaron para la defensa y para la agresión.
Los geólogos y paleoantropólogos tienen una escala del tiempo tan grande que
pueden decir “tiempo reciente” cuando hablan de estos dos millones de años.
Así que cuando en nuestro próximo aparte hablemos de una revolución de
hace unos ocho mil años será para ellos una revolución de hace solo un rato.

Revolución neolítica y cultura


Hasta aquí podríamos hablar en la estirpe humana de un ciclo natural y de aquí
en adelante vamos a estar muy condicionados por procesos de socialización,
de aprendizaje, de memoria y de experiencias que permitieron sobrevivir en
un período de aprendizaje sobre cambios en el clima, la topografía, la flora y
la fauna de los lugares en los que hacían su vida nomada, cambios que
presentaban permanentes desafíos a la capacidad de adaptación de la especie.
Entrábamos con fuerza en nuestra era de “especie cultural”. Precisando un
poco no era una especie, hubo varias especies humanas de las cuales somos
los únicos sobrevivientes. Los investigadores de nuestro pasado remoto
parecen inclinarse no por un exterminio de otras especies humanas, como los
neandertales o los denisovanos, sino por una absorción de ellas en la corriente
más numerosa del “homo sapiens”.
Del primate homínido al humano transcurrieron aproximadamente tres
millones ochocientos mil años y la especie humana tiene entre ciento
cincuenta mil y dos cientos mil años. Hablamos, como los paleólogos, de
períodos muy grandes, pero luego del establecimiento del sedentarismo los
cambios comienzan a acelerarse. Hace tan solo unos ocho mil años tuvo lugar
una de las más grandes revoluciones que ha conocido la humanidad, la
revolución neolítica, con efectos que cambiaron para siempre el previsible
destino no solo de los hombres sino el mismo de la naturaleza. Hasta esa
época los hombres recogían frutos del bosque, armaban trampas y seguían a
los rebaños salvajes en los que encontraban sus presas. Ahora en varias

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regiones de la tierra, de forma independiente pero aproximadamente
simultánea, las comunidades humanas dieron fin al nomadismo y asentaron
sus viviendas, establecieron el pastoreo y el cultivo de los vegetales que
consumían. Aquí en nuestro continente, en uno de esos lugares, en los Andes
peruanos, los indígenas cultivaban hace ocho mil años, alubias o fríjoles. La
invención de utensilios de cerámica, de madera, de sílex o de basalto y de
nuevas herramientas facilitó la vida a los ahora pobladores sedentarios.
Si el nomadismo y la competencia por los recursos impedían con frecuencia la
formación de comunidades que cooperaran, el sedentarismo vinculó por fuerza
a los habitantes de cada región. Como se necesitaba una mayor cooperación
entre personas y grupos familiares tanto para la producción como para la
defensa, reúnen sus lugares de habitación y forman los primeros poblados.
Se advierte que las técnicas artesanas de cultivo, de manejo de los animales
recién domesticados, de relación con los miembros de la comunidad, deben
ser traspasadas de una generación a otra y, con esta nueva tarea, facilitada por
el lenguaje, el hombre hace su ingreso en una nueva etapa de su cultura. El
lenguaje, enriquecido con cada nuevo hallazgo o invención, no solo se
constituyó en criterio de supervivencia al estimular la cooperación dentro de la
especie, sino que se enlazó de tal manera con el conocimiento que en adelante
hicieron el camino juntos. El mundo de cada ser humano, de cada comunidad,
es tan amplio como lo sea su lenguaje. La actividad exploratoria continúa en
todos los frentes que ha ido abriendo el hombre y esta característica de no
jugar todas sus cartas a una sola especialidad de recursos de vida sino estar,
como animales oportunistas, abiertos a todas las posibilidades se convierte en
la mayor garantía de la supervivencia de la especie humana.
Se hace un reparto de las funciones y se da una primera división del trabajo
tanto al interior de las familias como dentro de la comunidad. Por la manera
en que resolvieron los desafíos de la nueva vida podemos colegir un alto grado
de inteligencia, por ejemplo, en la selección de las plantas a cultivar, en las
labores de domesticación de los animales o en la escogencia de los sitios de
habitación.
Aquí empezó también un modo de mirar la naturaleza ya no como
suministradora de los recursos para vivir sino como una potencia a la que se
debía arrebatar la existencia, a la que había que dominar. “Ganarás el pan con
el sudor de tu frente”, dice el viejo texto de la religión judía. Un progreso

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lento pero constante durante unos pocos milenios nos lleva a un nuevo estadio
en la vida de la humanidad.

El descubrimiento de la técnica
En muchos lugares de la tierra paso a paso el hombre fue avanzando en la
comprensión de los fenómenos naturales y en la aplicación de tales
conocimientos para hacer más productiva o más cómoda o más poderosa la
comunidad en que vivía. Hubo civilizaciones desarrolladas en Europa, en
China, en el Oriente Próximo, en África, en América. Cuando había contactos
entre diferentes pueblos las técnicas se difundían: los fenicios enseñaron el
alfabeto y el arte de la navegación a los griegos; los caldeos iniciaron a otros
pueblos en los secretos de la astronomía; todavía en el siglo XVI los españoles
encontraron con asombro que los mayas tenían un calendario astronómico
bastante más preciso que el europeo.
La civilización griega tuvo muchos hombres dedicados al estudio de la
filosofía, de la astronomía, de la naturaleza, de las matemáticas y, de modo
manifiesto o encubierto, los avances teóricos impulsaban fines prácticos. La
astronomía, por ejemplo, traía como efecto la determinación del año civil y el
religioso, los usos en navegación o en labores agrícolas.
La escuela jónica, cuyos principales filósofos fueron Tales de Mileto,
Anaximandro y Anaxímenes, postulaba la cooperación entre la razón y los
sentidos y esta reflexión los sitúa como predecesores de la ciencia moderna.
Buscaban en las técnicas y oficios que conocían una analogía para tratar de
entender los procesos naturales. Hace bastante más de veinticinco siglos que
los griegos se ufanaban de su dominio de la naturaleza. En Samos, por
ejemplo, habían perforado túneles a través de la montaña para llevar agua a la
ciudad, habían levantado diques para controlar el mar, habían construido
grandes y hermosos templos para sus ritos religiosos. Siglos más tarde Cicerón
en Roma daría voz a ese orgullo afirmando: “Con el uso de nuestras propias
manos podemos extraer de la naturaleza una segunda naturaleza para
nosotros mismos”.
Esa segunda naturaleza es lo que llamamos la tecnosfera, un mundo hecho por
el hombre a la medida de sus necesidades, de sus esperanzas o temores. Los
primeros desarrollos de la técnica no fueron hechos por científicos que, en la

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significación que hoy les damos, ni siquiera existían. Las técnicas nacieron en
los talleres, en las fábricas, en el trabajo cotidiano de artesanos, obreros y
campesinos. Así continuó siendo durante muchos siglos tarea de hombres
curiosos, perseverantes y generalmente autodidactas. Pero fueron estos
pioneros empíricos los que fijaron al suelo los procesos de invención,
fabricación y puesta a punto de dispositivos útiles a la vida de la población.
Algunos hombres de ciencia aplicaron sus conocimientos a la construcción de
obras útiles a la sociedad o a la fabricación de aparatos o dispositivos que
potenciaran la capacidad humana. Uno de estos hombres tan especiales fue
Arquimedes, siglo III antes de nuestra era, en Siracusa, que además de experto
físico y matemático era un hábil constructor de artilugios que fueron usados en
la agricultura y en la guerra. Entre la caída del imperio romano y el
Renacimiento, aproximadamente un milenio, no hubo ni adelantos científicos
significativos ni invenciones tecnológicas de mucho calado. Estos mil años
fueron el reinado de los teólogos, pero a partir del siglo XV con la invención
de la imprenta, con el auge de la navegación y la consiguiente ampliación del
comercio, hay nuevos estímulos a la investigación de la naturaleza y a la
creatividad de los artesanos. En esta época tenemos como máximo ejemplar
de la curiosidad científica a Leonardo da Vinci, siglo XVI, un genio de la
pintura y del diseño, que imaginó algunos de los aparatos y mecanismos que,
con el tiempo, la civilización de Occidente logró construir.
Es de tener en cuenta que los primeros esfuerzos de la técnica se enfocaron en
las artes de la guerra porque eran hombres de poder los que podían tener a su
servicio a talentos de esta naturaleza. Este hado aciago parece acompañar a
muchos de los grandes descubrimientos científicos: pocos años después del
primer vuelo con un aparato aéreo ya era usado el avión con fines bélicos y
algo aún más aterrador sucedió con el descubrimiento de la fisión nuclear
cuando tan solo seis años después de su hallazgo por Otto Hans y Lisa Meitner
fue usada en bombas atómicas que se lanzaron sobre ciudades japonesas.
¿No hay, pues, límite alguno al uso de la técnica? ¿A dónde llegarán cuando
controlen en absoluto, como está cerca de suceder, la edición genética en toda
especie de seres vivos, por supuesto, incluidos los humanos?

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La revolución industrial
A finales del siglo XVIII, más o menos 1.780, se dio en Inglaterra la llamada
“revolución industrial”. Es coetánea de la Revolución Francesa y las dos
conforman el dúo de las revoluciones burguesas del siglo XVIII. Empezó
como una extraordinaria expansión del procesamiento del algodón debido a
que era más barato que la lana y uno de los productos de más oferta de los
países colonizados, donde se producía a bajos precios por el uso de mano de
obra esclava. El crecimiento exponencial del consumo de algodón en
Inglaterra elevó, primero, la demanda de hierro para la construcción de telares
y luego para la de carrileras, trenes y buques de carga. Y estas dos industrias a
su vez demandaron volúmenes crecientes de carbón. En poco más de un siglo,
ya no hablamos en la escala temporal de los geólogos, el carbón pasó de
impulsor del progreso a ser la bestia negra de la polución ambiental.
Las técnicas artesanas de producción de tejidos fueron barridas sin
misericordia, lo mismo que la pequeña propiedad campesina. Para abaratar
costos ocuparon en las fábricas a mujeres y a niños a quienes impusieron doce
o más horas de trabajo diario. En las ciudades aparecieron masas de hombres
sin recurso diferente a sus manos para vivir, pero sin garantía alguna de
ocupación laboral.
La industrialización fue un proceso basado en la inventiva de artesanos,
mecánicos, cerrajeros o carpinteros, no en los refinamientos de una ciencia
especialmente desarrollada. Un observador alemán del desarrollo industrial
inglés comentaba que: “…era asombroso lo mucho que se ha realizado por
hombres carentes de una educación formal para su profesión”.
En las viñetas de la época es típico ver las enormes chimeneas soltando al aire
sus negras nubes de humos o los miserables tugurios en que vivían, mezclados
con animales, los obreros de las factorías. Pronto las grandes ciudades
industriales, como Manchester y Liverpool e incluso Londres se ahogaban
bajo el smog. En nuestro país los campesinos despojados de su tierra se van
unos a las fronteras agrícolas a talar bosques o a sembrar coca, otros a la
minería artesanal que contamina tierras y fuentes de agua, y en las ciudades,
como hace dos siglos, se radican en los cinturones de pobreza extrema, sin
empleos y sin atención del estado.
Después de la revolución neolítica esta revolución industrial puede ser un
segundo hito en la conformación actual tanto del destino humano como el de

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la naturaleza. Esta revolución inglesa obligó a los demás países a integrarse a
ella so pena de sucumbir económica y socialmente y se convirtió muy pronto
en revolución universal. Todos sabían que las poblaciones indígenas de
América habían sucumbido por la penuria de sus técnicas.

Los naturalistas

¿Será una mera coincidencia o un azar del destino que naturalistas de la más
eminente calidad como Alexander Humboldt y Aimé Bonpland, Charles
Darwin o La Condamine, hayan buscado a Suramérica para realizar sus
investigaciones y para alcanzar el reconocimiento científico universal que
obtuvieron? Con toda probabilidad no. La razón de sus visitas estriba en la
espléndida biodiversidad de fauna y flora en nuestro continente, en la infinita
variedad de nichos ecológicos, en la importancia para el mantenimiento del
equilibrio global del clima de regiones como nuestra selva amazónica o, más
al sur, la zona antártica, factores de mucho peso en su decisión. Colombia,
por ejemplo, ocupa el 0.7 % de la superficie terrestre y puede ser uno de los
dos o tres países más biodiversos del planeta. Esa inapreciable riqueza está
amenazada por la deforestación de nuestras selvas y bosques, por la
construcción de vías en las reservas naturales que terminarán por servir de
estímulo para la expansión de la frontera agrícola y pecuaria. Estamos
enfrascados en la imparable contaminación de nuestras fuentes de agua, de la
tierra y de la atmósfera por las industrias urbanas, por la minería, por la
producción de estupefacientes, por la extracción petrolera y, la mayor de las
razones, por la indiferencia o la incapacidad del estado para preservar los
recursos vitales para las generaciones venideras.
Hay una resistencia sistemática y agresiva al reconocimiento de que en el
equilibrio de la naturaleza y en el respeto de sus fueros, juega un papel
determinante la estructura política y social de los pueblos pertinentes, como lo
predicaba Humboldt.
Esta última era tal vez la mayor de sus preocupaciones respecto del cuidado
del medio ambiente: la codiciosa, ciega y perversa interferencia del hombre en
la armonía y en los ritmos de la naturaleza.

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El pesimismo de Humboldt sobre el comportamiento humano era tan grande
como para comentar que el día que pudiese viajar a otros planetas los dejaría
tan estériles y devastados como tenía a la tierra. Estaba convencido de que el
hombre era pieza fundamental en el mantenimiento del medio ambiente y por
esta razón las ciencias naturales no podían ser ajenas a la consideración de sus
condiciones de vida.
Muy joven se había identificado con los representantes de la Ilustración y
desde entonces militó en una corriente liberal que estaba definida por el lema
de la revolución francesa de “libertad, igualdad y fraternidad”. Recién
llegado a América fue alojado en Cumaná al frente de un mercado de esclavos
y allí le vino la profunda animadversión contra tal práctica. Cuando visitaba
una mina, un cultivo industrial o una instalación pecuaria se interesaba no solo
por aspectos científicos o técnicos sino también por las condiciones en que
laboraban los obreros. Consideraba que una agricultura de pequeños granjeros
aportaría mayor bienestar y sostenibilidad a un país que grandes monocultivos
o ganaderías extensivas que dejan a la población sin autosuficiencia
alimentaria y sin trabajo, que destruyen bosques nativos y biotopos y que
ponían en manos de proveedores y mercaderes codiciosos la economía de un
país y la vida de la población más vulnerable de su sociedad. Como naturalista
sabía que asegurar los medios de supervivencia a una especie clave era
garantizar el equilibrio natural. Y si frente a la naturaleza el hombre constituía
la mayor amenaza, era imprescindible permitirle tener los recursos necesarios
para una supervivencia amigable con su entorno natural. ¿Cómo pueden
pensar en la próxima generación una madre o un padre que no tienen manera
de alimentar a su familia en el presente?
Fueron quizá las preocupaciones sociales y políticas de Humboldt las que
hicieron que los estados y los interesados en la rentabilidad inmediata de los
recursos naturales marginaran sus lecciones y su influencia durante mucho
tiempo.
Tenemos una deuda con el naturalista prusiano que debemos pagar al menos
atendiendo sus advertencias.

La egoísta mano del hombre


Muchas son las maneras en las que el hombre ha alterado el equilibrio natural
y todas las veces lo ha hecho buscando satisfacer un exclusivo interés

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particular. El impacto de la revolución neolítica fue relativamente pequeño
para los entornos naturales por la escasa población humana, por la poca
técnica y por los grandes espacios a su disposición. A medida que creció la
población y la técnica se hizo poderosa se fueron haciendo evidentes los
efectos de la agricultura de monocultivo, la manipulación genética de los
animales domésticos y las secuelas en la vida y estructura de la propia
sociedad humana.
Hemos moldeado la naturaleza para el servicio exclusivo de una sola especie.
Una vaca, por ejemplo, necesita en su vida natural producir solamente la leche
que consume su cría, pero hemos creado, a costa del balance corporal del
animal, vacas que producen cuarenta o más litros de leche por día. Ese animal,
tal vez la especie completa, no podrá vivir sino bajo dependencia humana.
Una gallina está diseñada por el hombre para producir un huevo diario cuando
en su vida fuera de la domesticidad solo pondría unos pocos huevos
debidamente fertilizados que luego incubaría. Así se ha distorsionado durante
milenios el equilibrio biológico de animales y plantas para servicio del
hombre. Ahora, por la manipulación genética, se intentará rediseñar al ser
humano mismo.
Con seguridad se podrán construir robots humanos para el trabajo constante y
esclavizado y, si algo enseña la historia es que no tendrán escrúpulos en
hacerlo y los beneficiarios, estados e iglesias, bendecirán la operación.
Ortega y Gassett definía la técnica como “un esfuerzo por ahorrar esfuerzos”
y la definición parece incorporar la contradicción íntima de las actividades
técnicas. Como todo en la vida el progreso técnico tiene un costo y cuando
pagamos el precio nos parece a veces excesivo. Muy bueno tener transporte
rápido y masivo, pero muy amenazante que contamine de tal manera el
ambiente. Es muy gratificante comunicarse con una familia regada por el
mundo entero como se puede hacer por las redes sociales, pero muy
atemorizante que esa misma facilidad de acceso a las personas se convierta en
un mecanismo de perfilamiento, de acoso y persecución a los usuarios de las
redes por parte de particulares, de comerciantes y aun del mismo estado.
La técnica ha hecho posibles espléndidos progresos que son al mismo tiempo
grandes amenazas a la vida en el planeta: con la capacidad de explotar al
máximo los recursos naturales hemos obtenido un crecimiento absurdo de la
población mundial; con el uso de las energías fósiles hemos envenenado la

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tierra, el agua y el aire; con la invención del muy eficiente sistema económico
que rige el mundo, el capitalismo en diversas presentaciones, hemos hallado la
manera de repartir el producto del trabajo social del modo más injusto, más
indecente y más perpetuador de la violencia dentro y fuera de los ámbitos
nacionales. Las responsabilidades humanas y sociales de las clases dirigentes
brillan por su ausencia. Los proyectos para la investigación y el desarrollo
atienden con más premura criterios de estatus y de poder que necesidades
vitales de la humanidad. Sería más razonable asistir a la media humanidad que
sufre penurias que ir a la luna o a marte; alejaríamos la amenaza que significa
la acumulación de desechos industriales si se encontrase un método para su
reutilización. Pero eso no importa.
Los procesos limpios son más costosos que los sucios y, como el criterio para
escogerlos es la rentabilidad, son más usados los que destruyen la naturaleza.
A científicos y empresarios, si no encuentran por sí mismos un camino de
respeto a la naturaleza y a las generaciones por venir, se les debe imponer sin
contemplaciones normas de responsabilidad social y objetivos humanamente
aceptables. El egoísmo individual, largamente incubado por la evolución
humana, y la codicia exacerbada por el sistema económico vigente pueden
llevar a la humanidad a su última catástrofe.
(Hace falta una reseña del segundo tema anunciado: la tecnología de
comunicaciones. Pienso que se puede tratar como la caída en una trampa: todo
lo que se puede hacer se hace. )

Corolario
No podemos sobrevivir sin los adelantos técnicos. Sin ellos no habría
posibilidad de alimentar, de vestir, de educar y mantener a siete u ocho mil
millones de seres humanos, pero tampoco alcanzaríamos una vida digna y en
libertad si la técnica no se fija objetivos éticamente plausibles.
El hombre corriente tiene a su disposición soluciones que hace apenas 50 o
100 años no tuvieron los potentados del mundo, esa es la cara amable del
avance técnico. Un ciudadano promedio cuenta con la aspirina y la penicilina,
con el teléfono celular, con el carro o la moto y los viajes en avión, con la
radio, la televisión y las redes sociales y, sin embargo, bajo el elegante

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esmoquin vive, respira, sufre y goza, esa vieja alma de nuestros ancestros
primates y carnívoros. Paso a paso, de la revolución neolítica a la revolución
industrial, de la magia a la ciencia, el hombre preparó el escenario para esta
época asombrosa, bárbara y espléndida a la vez, de tanta riqueza y de tanta
miseria, sabia pero codiciosa, poderosa pero inhumana, que han sido el siglo
XX y estas primeras décadas de siglo XXI.
Todas las especies, incluida la humana, están en peligro inminente de
extinción debido al incontrolable poder que ha conquistado el hombre.
Ninguna especie en el agua, en el aire o en la tierra, está al abrigo de la codicia
y la amenaza de los hombres. Las aves, las ballenas, los tigres, los
rinocerontes se han adaptado perfectamente a su medio y han vivido y
evolucionado en él por millones de años. No deberían sucumbir si los entornos
cambiasen muy gradualmente, pero, como a los dinosaurios, les ha
sobrevenido un cataclismo implacable: el homo faber, el constructor de
artificios para someter a todo lo vivo a su mezquino interés. Un éxito tan
aplastante que el depredador universal ha terminado por cazarse a sí mismo en
su propia trampa.
Dejamos a nuestros hijos y nietos en herencia literalmente un mundo en la
Unidad de Cuidados Intensivos y son las generaciones nuevas las que han de
tomar las decisiones que restablezcan el rumbo de la naturaleza y el de la
humanidad. La naturaleza está enferma del hombre.
En ese vertiginoso recorrido desde el afilamiento tosco de una piedra para
hacer un cuchillo hasta los viajes interplanetarios y la edición genética el ser
humano ha mostrado el potente instrumento que es su cerebro, y la esperanza
de sobrevivir como especie está, por extraña paradoja, en el uso razonable y
adecuado de la técnica. La victoria incondicional de la técnica sobre la
naturaleza será también nuestra propia derrota.

Gustavo Gómez L. Armenia, marzo 20 de


2021

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APUNTES SOBRE LA EVOLUCIÓN

Uno de los mayores descubrimientos que ha hecho la ciencia ha sido el de la


evolución de las especies. En el siglo XIX muchos científicos creían que el
desarrollo de la vida en las especies animales debía tener algún tipo de
explicación razonable más allá de los diversos mitos literarios o religiosos, y
los datos relevantes parecían estar sobre la mesa, pero no se encontraba la
manera de organizarlos y de dar una explicación coherente de los fenómenos
observados. Muchos estudiosos trabajaban en la solución del problema desde
diferentes disciplinas científicas. Uno de ellos era Charles Darwin,
descendiente de una familia entregada desde generaciones atrás al estudio de
la naturaleza. El suceso más significativo de la experiencia científica de
Darwin fue un viaje alrededor del mundo en un buque de la Marina Real de
Inglaterra de nombre Beagle, uno de cuyos destinos fue Suramérica. Estuvo en
las islas Galápagos, pertenecientes a la Gran Colombia, que eran un museo
vivo de extrañas especies sobrevivientes de eras muy antiguas.
Los elementos para establecer la hipótesis de la evolución estaban
diseminados en muchas otras ciencias: filosofía, geología, geografía, zoología,
botánica, fisiología, y un largo etcétera de disciplinas académicas y de campo.
Había entonces muchos investigadores tratando de hallar una teoría que
englobara los datos y experiencias de la época y que resolviera el inquietante
acertijo de la variedad de las especies.
Los investigadores y estudiosos de la naturaleza tenían el presentimiento de
que unas especies provienen de otras y de que la formación de tales especies
es un proceso largo de adaptación al medio en que viven, pero no hallaban una

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interpretación satisfactoria del cúmulo de evidencias y de indicios hasta que
vio la luz la teoría de la evolución. Fueron Charles Darwin y Alfred Wallace
los dos científicos que de manera independiente pero simultánea desarrollaron
esta hipótesis que, con los aportes de muchos naturalistas y con los hallazgos
de fósiles y de nuevos recursos como la investigación genética, cobró entera
credibilidad y se incorporó al ámbito de la ciencia.
¿En qué consiste la evolución? La evolución es el cambio aleatorio de la
herencia genética de un ser vivo bajo el control NO aleatorio de las
condiciones del entorno. Ese NO merece las mayúsculas porque los
adversarios de la teoría, no solo religiosos sino también notables científicos,
pretenden que los increíbles logros de la evolución se atribuyen en la teoría
exclusivamente al azar de las mutaciones. Por el contrario, es el azar el que
determina que la evolución natural sea tan lenta, que se tome miles de años
para completarse. Cuando es el hombre quien selecciona determinadas
características de animales o de plantas para reproducirlas se provocan
cambios espectaculares en tiempos relativamente cortos, a pesar del profundo
desconocimiento de los procesos moleculares implicados en la operación. Es
decir, el criterio definitivo para la conservación de un cambio aleatorio en el
ADN es la mayor aptitud para sobrevivir en un entorno determinado del sujeto
de dicho cambio. Una mutación que aminore dicha adaptación es rápidamente
sepultada por el propio entorno. Aquí pongo un ejemplo local. Hace pocos
años, cuatro o cinco, en una finca en Salento, apareció una mata de mora sin
espinas. Estas son una de las mayores molestias a la hora de recoger la
cosecha o de podar las matas. La mutación se conoció y en poco tiempo estaba
enviando acodos (el gajo que se siembra y echa raíces) para muchas partes del
país. Es muy posible que si la mata no presenta otras características
perjudiciales en algún tiempo haya dado fin a la planta de espinas.
Si un animal carnívoro tuvo una mutación genética que lo hizo más veloz o
más resistente en la carrera esa mutación termina por incorporarse al caudal
genético del animal porque los individuos que la tienen adquieren ventaja para
la vida y para la reproducción sobre todos los demás de su especie. A su vez la
especie que es presa de este carnívoro favorecerá cualquier mutación que la
favorezca en los intentos por eludir a su predador. En este caso un camuflaje,
o unos cuernos o también la velocidad o la capacidad de hacer fintas que
desequilibren en su persecución al predador. La competencia entre las dos
especies se transforma en una verdadera carrera armamentista en la cual

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ninguna se puede imponer totalmente sin amenazar su propia supervivencia.
Si los guepardos tuvieran asegurado el éxito en cada persecución de las
gacelas terminarían por quedarse sin gacelas para alimentarse y si fueran las
gacelas las que nunca pudieran ser alcanzadas por el guepardo, estas se
multiplicarían de tal manera que consumirían todos los recursos de su entorno
hasta producir, con la extinción por hambre de los guepardos, su propia
extinción por desertificación del entorno. Ese delicado balance entre el
predador y su presa es necesario a la conservación de la propia naturaleza.
En la lucha por la sobrevivencia la naturaleza ha privilegiado en cada especie
los mecanismos que permiten sortear los obstáculos y dificultades que se
oponen a la sobrevivencia de la propia especie. Son dispositivos adecuados: el
camuflaje, el acecho, el engaño, las trampas, el robo, el envenenamiento y
muchos otros tan crueles que, desde una perspectiva humana, juzgaríamos
como malvados. Pero no, la naturaleza es amoral y su ley suprema es “que
sobreviva el más apto”.
Examinemos brevemente algún ejemplo esclarecedor. Hay una especie de
araña a la que se llama “viuda negra”. El nombre le viene de su hábito de
decapitar y comerse al macho que la acaba de inseminar. El proceso evolutivo,
con el tiempo y con los muchos descabezados, premió en los machos el hábito
de traer un regalo a la peligrosa dama. Al principio una mosca que la hembra
desaparecía en un instante y luego trataba de completar su almuerzo con el
macho. En un segundo paso, el macho envolvía la mosca en hilos de seda (de
telaraña) y, mientras la hembra destapaba su regalo de bodas, el macho,
completaba presuroso su tarea reproductiva y se desaparecía. Ya eran menos
los machos muertos y mayor la carga genética masculina con instrucciones
para su defensa. Luego algún macho decidió comerse él mismo la mosca y
envolver un palito o algo parecido y como la hembra se demoraba lo
suficiente desenvolviendo el regalo completaba su propósito sexual y, como
ciertos novios, se largaba sin despedirse siquiera. Poco a poco en, talvez,
decenas de miles de años la evolución completó un ritual que es menos
amenazante para la sobrevivencia de la especie. A estas horas, me imagino, la
araña hembra se sorprendería si encontrara algo en el envoltorio. El recibir
algo se ha convertido en un ritual, en un símbolo de sumisión del macho que
la apacigua.
En otro ejemplo podemos citar que hay flores que se disfrazan de abeja o de
avispa hembra, copian hasta su olor, para atraer machos y lograr el traspaso de

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polen a otra flor y, caso contrario, hay pequeños animales que pretenden ser
una flor para capturar a los desprevenidos visitantes en busca de néctar.
¿Cómo pueden, se pregunta uno perplejo, existir plantas carnívoras? ¿Cómo
una planta que está sujeta a su estrato puede ingeniarse el modo de cazar
insectos tan ágiles como las moscas? En miles de generaciones se producen
pequeñas mutaciones que se van acumulando hasta construir mecanismos de
asombrosa complejidad. Las mutaciones son aleatorias pero la planta que más
copias de sí misma alcanza es la que ha tenido una mutación que la beneficia.
Con demasiada frecuencia el factor que altera definitivamente los equilibrios
naturales es el máximo depredador, la especie humana. Es conocida la historia
ocurrida en el parque natural de Yellowstone, en Estados Unidos, donde los
rancheros que vivían cerca del parque lograron acabar con la población de
lobos que habitaba en la zona por sus ataques a los rebaños. Dentro del parque
los grandes ciervos, que eran la presa apetecida de los lobos, se multiplicaron
excesivamente y acabaron con la vegetación. Esto significó a su vez la
aniquilación de otras especies animales o su expulsión del área y también el
cambio de las condiciones del clima, de la humedad, de la fertilidad de la
tierra y, en ocasiones, hasta del curso de los ríos que sin la resistencia que le
daban las raíces de las plantas fueron más propensos a la erosión de sus
orillas. El parque comenzó un acelerado proceso de degradación y
marchitamiento. Después de muchos estudios se resolvió reintroducir el lobo
en el parque y en pocos años Yellowstone fue adquiriendo de nuevo su
antiguo esplendor biológico. Las especies expulsadas regresaron, la
exuberancia del bosque se recuperó y hasta los ríos restablecieron su curso. El
estado se hace responsable de los posibles daños de los lobos a sus vecinos
que, en todo caso, serán menores que dejar acabar ese refugio de la naturaleza.
Menos la especie humana, todas las demás tienen algún tipo de control
forzoso a su propagación desmedida. Esto porque el único depredador a la
altura del hombre es el hombre mismo y porque muchas de las instituciones
que el hombre creó para controlar a otros hombres aún sacan provecho de la
explosión demográfica: el mercado de mano de obra, las iglesias, la falsa
democracia.
Los poetas, los viajeros, los aficionados a los campos abiertos, consideran a la
naturaleza como un espacio de paz, de tranquilidad, de inmaculada belleza.
Los grandes naturalistas como Darwin o como Alexander von Humboldt, que
estuvieron ambos en la Gran Colombia, hacían relatos llenos de magia y de

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poesía porque amaban de verdad al mundo natural. También los simples
profanos nos extasiamos ante un paisaje de montaña o de mar, ante un
atardecer arrebolado, ante el espectáculo de color y de música de los pájaros
en libertad, ante la ternura con que una fiera madre cuida de sus hijos. Pero
esa mirada solo aprecia una cara de la vida natural, hay otra faz un poco oculta
que es menos romántica y más dura de mirar y que los naturalistas, por
supuesto, conocen en detalle.
La naturaleza en su máximo esplendor, desde un pequeño jardín hasta una
pradera sin límites, desde un arbusto solitario hasta la más exuberante selva, es
un campo de batalla en el que todos los seres vivos que lo pueblan viven en
una permanente tensión entre la necesidad y el peligro, entre la vida y la
muerte. Para una indefensa lombriz del jardín el más temido predador no es un
león o un tigre sino la gallina o el pájaro que ansioso escarba su territorio.
También las plantas tienen sus predadores y, como las especies animales, ellas
encuentran en la evolución sus defensas. Algunas se han armado de espinas.
Otras de sabores amargos o de venenos. Solo sobreviven las que han
encontrado, en la lotería genética, una manera de controlar a sus predadores
externos o a sus rivales dentro de la misma especie. Entre las plantas mismas
hay una lucha permanente por el agua, por el espacio, por la luz, que son sus
principales recursos de vida. La gran altura de algunas plantas es solo el
mecanismo para obtener mayor exposición a la luz solar que las que tienen
cerca. Libran entre ellas una competencia feroz por la vida.
Esos procesos de adaptación de los seres vivos a los entornos en que viven son
lentos, pueden durar milenios, y son por lo tanto difíciles de apreciar en una
sola vida humana. A ello se debe que muchos de los soportes de la teoría de la
evolución se hayan encontrado en fósiles, algunos con millones de años de
reposo entre las rocas. En nuestra época el estudio del ADN constitutivo de un
ser orgánico se usa como un registro de su historia vital.
Pero regresemos a nuestra especie, la humana. No somos un caso excepcional.
Como en toda especie animal hay detrás de nosotros un historial evolutivo que
nos emparenta con otras especies, en nuestro caso con los simios. Los estudios
del ADN nos muestran un 98,5 % de similitud entre el nuestro y el de los
chimpancés. Es increíble que todavía algunos hombres se crean copias de
algún dios. No somos dioses venidos a menos, somos simios venidos a más, o
al menos eso es lo que creemos. Entre los fósiles de ellos encontraremos,
bastante más allá de los abuelos y tatarabuelos, a nuestros primeros padres.

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Compartimos con nuestros parientes simios algunas características que siguen
marcando la ruta del animal humano: las jerarquías sociales, la territorialidad
y el impulso exploratorio. De la herencia de nuestros ancestros primates
hemos hecho artefactos nuevos: de la jerarquización social hemos construido
los diferentes tipos de gobierno, desde las tiranías hasta las democracias; de la
curiosidad exploratoria hemos llegado a la investigación, la ciencia y la
tecnología; del impulso territorial hemos pasado al establecimiento de
naciones y de patriotismos. Hay otra parte de la herencia que preferimos que
pase en silencio: la lucha intra específica (dentro de la misma especie) por los
recursos. La investigadora Jane Goodall se mostró muy impresionada cuando
descubrió que los chimpancés libran batallas a muerte entre ellos, por el
territorio, por los recursos o, cuando los grupos alcanzan un número
demasiado grande de individuos, por el estrés que esto genera, hasta lograr la
secesión en grupos más pequeños. Los ataques son letales y dirigidos
especialmente contra los machos y su aparato genital. Aquí vemos un ejemplo
nuevo de cómo trabaja la evolución. Los que ganan la batalla cooptan las
hembras del clan vencido y difunden el gen de su osadía y su agresividad. Los
investigadores están en shock, es que están viendo una película de nuestra
propia niñez humana, esa barbarie natural constituye parte de nuestros
violentos antecedentes. Se consuelan viendo en unas condiciones similares a
los pacíficos bonobos que, bajo un matriarcado benévolo, dirimen sus
conflictos con encuentros sexuales.
Por encima de la herencia de nuestra especie madre tenemos una característica
común a todos los seres vivos: un egoísmo a prueba de bala. Los animales y
plantas que no se pusieron a sí mismos en primer término perecieron. Somos
el fruto de innumerables generaciones de egoístas. En los animales el solo
egoísmo no ha llevado al exterminio de las especies porque la naturaleza los
proveyó de controles instintivos a la agresividad hacia miembros de la misma
especie, pero en el hombre este egoísmo está reforzado por la capacidad de
razonar puesta a su servicio.
Precisamente la característica que nos diferencia a los humanos de los demás
animales es la hipertrofia del cerebro. Un aumento exagerado de este órgano
que, para completar el desastre, se ha producido demasiado rápido. ¿Por qué
lo llamo desastre? Porque, al paso que vamos, seremos las principales
víctimas de nuestra propia acción depredadora, de haber llevado el egoísmo, el
individual y el de grupo, a cotas que amenazan la supervivencia de la especie.

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La vida y la naturaleza han sido afectadas, pero seguramente no van a ser
aniquiladas, en cambio, la especie humana muy probablemente sí. Hemos
contaminado la tierra, el agua y el aire; hemos despilfarrado los recursos
naturales y sobre calentado el planeta, tenemos almacenadas armas para
acabar el mundo entero. Ni siquiera en un siglo de comunicaciones
instantáneas y de conocimientos especializados hemos dado crédito al
inmenso daño que causamos al equilibrio frágil del sistema medioambiental
que nos garantiza la vida, pero la vida proseguirá como lo ha hecho tantas
veces. Los dinosaurios llegaron y luego se fueron. La naturaleza continuó con
su tarea. La humanidad ha llegado y, talvez, la humanidad se vaya para que el
sistema pueda por sí solo regenerarse de nuevo. No podemos engañar al
mundo físico como podemos engañarnos a nosotros mismos.
¿Qué fue lo que pasó con la hipertrofia del cerebro? Algo muy sencillo: no le
dimos tiempo a la naturaleza para prepararnos para el poder que estábamos
alcanzando. Un ejemplo sencillo nos viene bien. Cuando en una lucha por
parejas o por territorio dos grandes y armados carnívoros se atacan, hay un
momento en que el vencido reconoce su inferioridad y ofrece su cuello al
vencedor y este está instintivamente inhibido para despedazar a su opositor. Es
muy raro que en un enfrentamiento animal uno de los contendientes llegue a
matar al otro. La naturaleza ha tenido el tiempo suficiente para implantar
maneras de manejar su agresividad sin que el individuo extermine a su propia
especie. En las fieras mismas cuanto más letales son sus armas tanto más
fuertes son las inhibiciones para usarlas contra la propia especie. En algún
punto de su historia las especies han guardado esta característica que impide
su destrucción por los individuos más fuertes o más agresivos y que crea el
clima necesario para la solidaridad y la colaboración entre los miembros de las
manadas y la coexistencia tolerada con las demás. En cambio, el desarrollo de
las capacidades agresivas del hombre ha sido tan rápido que no ha permitido a
la lotería de las mutaciones presentar una que nos impida usar armas
demasiado poderosas contra nuestra propia especie. Ninguna fiera salvaje
mata por el solo propósito de ser cruel, el hombre sí. Y cuando de preservar su
poder o su riqueza se trata el hombre alcanza límites que difícilmente se
presentan en el mundo animal. Ante la inexistencia de controles naturales
suficientemente fuertes los humanos dependemos en altísimo grado de
mecanismos ideados por el propio hombre: la moral, la cultura, la diplomacia,
la cortesía, mecanismos que, como la historia lo muestra, son absolutamente
precarios para tan crítica tarea. El siglo XX dio pruebas de la incapacidad del

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hombre y de las naciones para reprimir sus impulsos agresivos y, más
preocupante, de la ausencia de límites a su inhumanidad: dos guerras
mundiales con decenas de millones de víctimas, el holocausto judío, el
lanzamiento en dos ciudades japonesas de bombas atómicas. En nuestro país
una violencia desde el primer año del siglo hasta el último y que aún continúa
con asesinatos selectivos de líderes sociales, de defensores de derechos
humanos y del medio ambiente. Las élites no tienen inhibiciones naturales a
su codicia y por eso nunca están hartas de la sangre y del dolor de los pueblos.
Los avances de la tecnología y de la ciencia han dado al hombre la percepción
de que está por encima de la naturaleza. En los últimos 500 años, un suspiro
en la historia de la vida, el ser humano ha pasado de la perplejidad y el terror
ante los fenómenos naturales a la arrogancia y al desprecio de su entorno de
vida. La ciencia ha remplazado la magia, la investigación descifra los
misterios que le atormentaban. El hombre es el ostentoso y derrochador nuevo
rico de la tierra, aunque su sociedad siga siendo inexplicablemente injusta.
Los individuos despilfarran fortunas en diversiones y caprichos y los estados
en armas de destrucción masiva y en viajes a los astros mientras junto a ellos
millones de personas no alcanzan los umbrales de una vida digna y carecen de
toda oportunidad de salir de su miseria. Los costos de la injusticia son el
deterioro del medio natural de la vida, las fracturas de la sociedad, el
resentimiento de los marginados. La razón y la prudencia aconsejarían otro
modo de proceder.
Hace cerca de diez años vino a Bogotá el doctor Martin Allen Samuels,
director del Departamento de Neurología de la Universidad de Harvard, y fue
entrevistado por El Espectador. El titular de la corta entrevista rezaba así: “La
razón nos ha traído más daños que beneficios”, una afirmación paradójica en
labios de una persona que ha dedicado su vida al estudio del cerebro y que ha
alcanzado las máximas distinciones del mundo científico en tal tarea. Pocas
personas, si alguna, podrían estar mejor cualificadas para decirlo. “Los
insectos – completaba el profesor- han sobrevivido más tiempo que nosotros y
no tienen esa parte del cerebro”. De haber podido opinar yo habría dicho que
a pesar de todos los riesgos es preferible entender el mundo que simplemente
durar más que los insectos y que el buen uso de la razón es el único remedio a
su uso perverso. Porque entiendo que el profesor no renegaría de la razón sino
del mal uso que de ella hacemos. No deja, por supuesto, de ser preocupante y

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escandaloso que una persona de sus credenciales pueda decir que la razón nos
está haciendo más daño que beneficio.
El filósofo escocés Hume decía que “la razón es la esclava de las pasiones” y
es evidente que hemos puesto la razón al servicio de la codicia, del ansia de
dominación y de muchas otras pasiones no muy santas. Visto el problema en
que nos metimos hemos improvisado en los últimos tres o cuatro milenios una
endeble estructura de jerarquías, de estados, de leyes, de morales, para tratar
de contener y paliar los estragos del egoísmo en nuestra propia especie,
aunque seguimos estando realmente en peligro.
Varias son las amenazas principales a la supervivencia de la especie entre las
que destacan: la explosión demográfica, el deterioro del medio ambiente y la
acumulación aberrante de armas de destrucción masiva. El control de la
natalidad se ha visto frenado por los intereses de las iglesias, del mercado
consumista y de reaccionarios incapaces de reconocer el peligro inminente que
afrontamos. Al afán del capitalismo salvaje, por su parte, poco le importa el
mañana de la humanidad, trabaja para las ganancias de hoy, nada más le
importa. En cuanto a las armas de exterminio masivo terminaremos por
ponerlas en manos de un desquiciado que las use. Ya ha habido algunos lo
suficientemente miopes para desafiar a una segunda carrera armamentista.
Hay una luz de esperanza: la nueva generación parece tener más conciencia de
la encrucijada en que nos hallamos. Ese relevo generacional puede estar
resumido en una pancarta de una manifestación para exigir políticas de control
al calentamiento global donde se leía: When leaders act like KIDS, the KIDS
become leaders. Está ilustrado por la actividad de Greta Thundberg y otros
adolescentes que han tomado a pecho concientizar a la gente sobre la
amenazante situación que vivimos.
Este es el mundo que heredan nuestros hijos y nietos y es su tarea encajar el
“progreso” en límites que hagan posible la existencia sostenible del mundo
natural y, por tanto, la de su propia vida.

Gustavo Gómez L. Armenia, enero de 2021.

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HELENÍSTICAS

En el siglo VI (a.n.e.) lo que conocemos hoy como Grecia estaba conformado


como un conjunto de pequeñas aldeas o villas en la periferia de unas pocas
ciudades mayores. Sus lazos de unión eran el idioma, la cultura, actividades
deportivas como los Juegos Olímpicos y ciertas historias y leyendas sobre su
pasado, en especial sobre guerras para adquirir o defender territorios. La
guerra contra Troya, por ejemplo, se había dado 600 años antes por el dominio
del Peloponeso, pero la épica de Homero la vistió como una guerra por el
amor de Helena en su poema de la Ilíada.
En este mismo siglo VI dio comienzo un proceso que llamaron sinoecismo, al
que nosotros llamaríamos “de concentración urbana”, por el cual se
conjuntaban muchas aldeas cercanas en una sola ciudad para facilitar la
prestación de servicios públicos, el comercio y la producción artesanal, pero
sobre todo para el reclutamiento de ejércitos y la defensa de la población. La
ciudad así crecida constituía una ciudad-estado que ellos llamaban “polis”. La
geografía griega de entonces se extendía por el Asia Menor donde doce
ciudades se agrupaban en la Liga Jónica, por las costas de la bota italiana y
por Sicilia. Las ciudades se unían frecuentemente en alianzas o se enzarzaban
en guerras, pero, por lo general, respondían en conjunto a una amenaza
exterior. La rivalidad entre dos de ellas, Esparta y Atenas, causó muchas

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guerras entre las cuales las más conocidas fueron las Guerras del Peloponeso.
Esparta había dominado toda Lacedemonia y Atenas, su región, el Ática, y
eran por eso las rivales de mayor poder político.
El sinoecismo impuesto muchas veces por la violencia y por el despojo de los
campesinos tuvo como secuela la fracturación de la sociedad en castas: unos
acapararon las tierras, otros se adueñaron de las magistraturas, y los más
ambiciosos del manejo de la religión y de los templos; era un poder enorme
porque en ese tiempo la religión y el Estado se fundían el uno con el otro: los
mismos funcionarios que imponían las leyes eran los que oficiaban las
plegarias en el templo. Algunos más hicieron de los ejércitos y de las armas su
coto de poder. A los campesinos y comerciantes, a los trabajadores de la
minería, a los obreros de los astilleros y a los esclavos, se les impuso el trabajo
para mantener la sociedad. Poco a poco las prácticas de solidaridad, de
colaboración y de participación en las decisiones que eran comunes en la vida
de las pequeñas aldeas se fueron sustituyendo por la autoridad de la “polis” y
por el predominio total de los estratos privilegiados sobre la masa de la
población. En algunas regiones florecieron la filosofía y la investigación de la
naturaleza, como en Atenas o en Jonia, y en otras, como en Esparta o en
Tebas, se privilegió la preparación militar.
Por las calles de Atenas, que era el centro político de la Ática, en el siglo V
a.n.e., vagaba un viejo descalzo, con el manto raído y la barba descuidada.
Había sido un soldado austero y valeroso en las batallas recientes y luego se
había dedicado al estudio de la filosofía. De familia muy modesta, su padre
era cantero, su madre partera, quería liberar a Grecia de la telaraña de trucos
retóricos y de desprecio de la moral en la que la habían envuelto los sofistas.
Se llamaba Sócrates. Deambulaba por las calles, por las plazas, por los baños
públicos, conversando con los transeúntes sobre todo tipo de asuntos y
haciendo, como quien quiere aprender de los demás, preguntas sobre sus
oficios, sus creencias, sus vidas. Aunque las preguntas pareciesen inocentes y
espontáneas no lo eran tanto, hacían parte de su método de investigación y de
enseñanza, la mayéutica, y terminaban por poner en aprietos a los contertulios
que se enredaban en su incoherencia, su falta de lógica o sus prejuicios. Lo
que estaba enseñando Sócrates era: el arte de pensar de modo crítico, la osadía
de hacer preguntas incómodas para el poder o la tradición, la dolorosa
operación de subordinar el comportamiento ciudadano y las creencias a la
razón.

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Los amantes del saber querían oírlo; era el invitado de honor a banquetes y
reuniones y los jóvenes de la aristocracia ateniense, como Platón o como
Alcibíades, admiraban su sabiduría y andaban tras él escuchando sus
lecciones. Aristóteles sostenía que Sócrates fue el fundador de la filosofía de
lo universal y el creador del método inductivo.
En su discurso de defensa, cuando fue acusado de soliviantar a la juventud
ateniense contra las costumbres y tradiciones de sus padres, Sócrates dijo que
siempre había eludido el participar en política porque, dada su tendencia a la
crítica, estaba seguro de no haber sobrevivido mucho tiempo a sus poderosos
contradictores. Sin embargo, lo que tal vez no consideró tan peligroso fue
hacer comentarios sobre las ceremonias, fiestas y costumbres religiosas. Da el
caso que hace dos mil quinientos años, como hoy, la religión era un campo
minado para quien osase poner en duda uno solo de sus dogmas, mitos o
afirmaciones, o disentir en lo mínimo con sus sacerdotes. El poder del aparato
estatal en el siglo V a.n.e., como aún en el siglo XXI en algunos países, entre
ellos el nuestro, descansaba en buena parte en la capacidad de la religión y de
las iglesias para controlar la masa levantisca y para predicar la espera de los
premios al trabajo agotador, a la pobreza y a la obediencia incondicional para
después de muertos. Sócrates fue sometido a juicio por “corrupción de la
juventud” y condenado a muerte. Su discípulo Platón dejaría constancia de la
dignidad y valor con que enfrentó su condena en el diálogo llamado Fedón,
una de las páginas más conmovedoras de la historia de la filosofía.
Sócrates marca un antes y un después de la filosofía, con su vida y con su
muerte, por el amor del conocimiento, por la rectitud de su conducta y por la
amplitud de su mirada sobre los asuntos que más han interesado a los
hombres: la justa conducción de la ciudad, la moral individual, el uso honrado
y valiente de la razón. Sus discípulos, cada uno a su manera, llevarían el
mensaje por el mundo.
Fue precisamente Platón quien dejó constancia de las enseñanzas de su
maestro en algunos de Los Diálogos Socráticos y quien recibió el testigo de su
maestro en esta carrera de la filosofía por enseñar a los hombres a pensar.
Platón fundó una escuela que, en honor de un dios de la mitología griega, se
llamó Academia y que se reputa como la primera escuela de filosofía abierta a
alumnos del exterior de la asociación filosófica. Platón, al contrario de
Sócrates, pertenecía a una familia con viejos vínculos con la aristocracia
ateniense. Reprochó a Homero el haber presentado a los dioses con tantas

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falencias morales como los hombres y fundó, para corregir tales defectos, una
religión: la de los dioses astrales. Podía resumir su intento en una frase: “Los
astros legislan y los hombres obedecen.” Por supuesto, tampoco en ese
tiempo los dioses se dignaban hablarles directamente a los hombres y los
intermediarios eran los sacerdotes que, como ya está dicho, eran funcionarios
estatales y pertenecían a las élites sociales.
Lo que Platón pretendía era fundar una religión que controlase de modo más
efectivo a las masas que reunidas, por efecto de la urbanización, se habían
hecho más grandes y más amenazantes. El proyecto era conjugar en un solo
dios el orden de los astros y el orden moral. En realidad, su religión tenía una
doble presentación: era cósmica, es decir, inflexible e implacable como la
trayectoria de los astros, para inspirar terror en el pueblo, pero era individual,
acomodaticia y benevolente para las élites. Platón no dudó en rehacer la tarea
que Herodoto había atribuido a Homero y Hesíodo: crear los dioses para los
griegos, darles nombres y asignarles prerrogativas.
La visión de la sociedad que tenía Platón era la de una comunidad rígida de
castas, sometida a un régimen autoritario y reacia a cualquier tipo de cambio;
tan inalterable como el orden de los astros la quería. Este modelo tenía sus
raíces en su admiración por el estado militar de Esparta, rigurosamente
gobernado por una aristocracia guerrera y donde todos, ilotas, periecos e
incluso los propios ciudadanos espartanos vivían bajo el terror de las milicias
y de los éforos. Fue también de la ley y de las costumbres espartanas de donde
Platón obtuvo la inspiración para proponer para los “guardianes”, la casta
suprema, la comunidad de las mujeres y de los hijos y la prohibición de tener
propiedad alguna. Las espartanas eran las mujeres más libres y más respetadas
en la Grecia helenística a pesar del autoritarismo y militarización de su
sociedad. El norte de la política de Platón, como el de Esparta, era siempre la
fortaleza y la hegemonía del estado.
Sir Karl Popper, en su obra La Sociedad Abierta y sus Enemigos, hace una
crítica demoledora de la doctrina platónica y considera a Platón como uno de
los precursores del totalitarismo político. El peor de los legados de Platón fue
el haber usado la filosofía para crear y expandir mitos, para engañar a la
población inculta, el haber hecho de la disciplina filosófica no un “amor de la
sabiduría” como su nombre lo indica, sino un “amor del poder y del
privilegio”. Con las doctrinas platónicas la filosofía y la ciencia tomaron
rumbos distintos.

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Los atenienses, al contrario de los espartanos, valoraron al individuo sobre el
estado y, en tiempos de Pericles, dieron al mundo la lección de la primera
democracia actuante con el primer pueblo políticamente activo.
Después de Platón tomó su relevo Aristóteles que era su más aventajado
discípulo. Discrepó en algunos puntos con su maestro, por ejemplo, afirmó
contra la tesis platónica que todo conocimiento viene de los sentidos. Fue
investigador de la naturaleza y creador de la Lógica y, como Platón, fundó una
escuela filosófica que llamó el Liceo. La filosofía aristotélica y la astronomía
de Ptolomeo, apropiadas por la iglesia católica, se convirtieron en el lastre que
impidió durante un milenio la investigación ulterior de los fenómenos
naturales y el desarrollo de las ciencias físicas. Solo hasta el Renacimiento
florentino con Leonardo da Vinci y luego Galileo Galilei, entre otros
personajes de espíritu científico, la curiosidad por entender el mundo retomó
el hilo perdido. El más conocido de los discípulos de Aristóteles fue
Alejandro, hijo de Filipo de Macedonia, que pronto sería el amo de Grecia.
Esta breve reseña de los filósofos socráticos es necesaria porque en los
filósofos helenistas están de cuerpo entero las doctrinas de Platón y de
Aristóteles, y a través de ellos las de Sócrates, de las que toman lo que estiman
valioso o rechazan aquellos enunciados que no son compatibles con la visión
de cada una de las escuelas.
Una de tantas guerras intestinas, la tercera guerra del Peloponeso, fue perdida
por Atenas, y los militares espartanos tomaron a Atenas. Lo primero que
hicieron fue establecer un Consejo de treinta tiranos, entre quienes había dos
tíos de Platón, Critias y Cármides, y lo segundo, eliminar toda independencia
y toda libertad a sus ciudadanos. Estas guerras entre griegos facilitaron a
Filipo de Macedonia y luego a su hijo Alejandro el dominio sobre Grecia. En
el año 323 a.n.e. muere inesperadamente Alejandro Magno y sus generales,
los diadocos, se lanzan a una lucha por el poder que marca el inicio del
período llamado helenístico. Perdida la autonomía y lastimada la dignidad, un
aire de incertidumbre sobre su futuro y de escepticismo sobre sus instituciones
se fue apoderando de los griegos. Filipo no odiaba la cultura griega, por el
contrario, la admiraba tanto que había confiado la educación de su hijo
Alejandro a un filósofo y naturalista griego, precisamente Aristóteles.
El comercio y la economía en general tomaban un nuevo aliento con las
conquistas de los reyes de Macedonia y éstos, sin vacilaciones, habían

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impuesto la paz a los belicosos hermanos. La inquietud y el descontento de los
griegos provenían del sometimiento a un poder extranjero, del orgullo herido
de una nación que había sido fuerte y poderosa y ahora estaba sometida a
monarcas extraños. Aunque es probable que los macedonios hablasen un
dialecto del griego, habían sido considerados por Grecia como bárbaros y eran
estos bárbaros los que abrían un camino de expansión por todo el Oriente a la
cultura griega. Ese proceso de influencias recíprocas entre Oriente y Grecia
conformó el llamado mundo helenístico. No fueron exclusivas de este período,
desde un milenio antes Creta y Micenas hacían de puente entre las culturas
orientales y la cultura patria de los griegos merced al tráfago comercial pero
nunca habían alcanzado estas altas cotas de intercambio. La influencia de
Oriente en Grecia parece que no excedió mucho de los temas de religión y de
astronomía, pero marcaba la nueva situación del país.
A los filósofos y patriotas griegos en esta hora de abatimiento si algo los
identifica es el reconocimiento de la debilidad y decaimiento de su
civilización. Con el sometimiento han perdido la confianza en sí mismos, en
sus líderes y hasta en sus dioses. Había más riqueza mas no había lo esencial a
un pueblo digno: su libertad. No hallando ni en el estado ni en el templo la
solución a sus dificultades, los pensadores griegos no encuentran alternativa
diferente a buscar en sí mismos los fundamentos de su dignidad y se aprestan
a vivir sin amo. Se disponen a despreciar la fortuna, a encontrar la serenidad
del espíritu, la ataraxia, y a buscar una felicidad que no dependa sino de sí
mismos. Su moral será la de la indiferencia. Este es precisamente uno de los
elementos comunes a las escuelas filosóficas más conocidas del período
helenístico: cínicos, epicúreos, estoicos y escépticos, a las cuales pretendemos
dar una rápida mirada en las siguientes páginas.

Los cínicos

De los cínicos no se puede propiamente decir que fundaron una escuela


porque nunca tuvieron un establecimiento en el cual impartir enseñanza. Se les
clasifica como escuela por sus doctrinas, por sus charlas y actividades públicas
y por los adherentes a su visión de la sociedad y del mundo. Se atribuye su
fundación a Antístenes, que fue discípulo de Sócrates, aunque el más conocido
de los filósofos cínicos fue Diógenes de Sinope, quien hizo de esa doctrina un

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fenómeno de contracultura y de cambio drástico de los valores de la sociedad.
Su demanda es la de una libertad total tanto en la vida personal como en la
vida social. No quieren adscribirse a una ciudad sino como hombres a la tierra
y son quienes acuñan la palabra cosmopolita, ciudadanos del mundo. Oponen
a los mandatos de la civilización los mandatos de la naturaleza y desdeñan la
riqueza y los halagos y comodidades de la civilización por su alto costo en
libertad, en autonomía, en dignidad. Es muy conocida la anécdota del
encuentro de Diógenes con Alejandro, el emperador, quien requiere a
Diógenes a pedir lo que quiera. La sumaria respuesta fue: Que te corras de ahí
y no me tapes el sol. Verdad o leyenda, lo que muestra el relato es la
percepción que se tenía de los valores cínicos, de su inclinación a la naturaleza
y su desprecio del poder.
Se dice, para ilustrar su desapego a los bienes, que Diógenes vivía en un tonel
y que tomaba como ejemplo de vida la pobreza y la serenidad del ratón.
Pensaba que se es tanto más virtuoso y tanto más rico cuantas menos
necesidades se tienen. Desconfiaba también de las doctrinas alambicadas y
sostenía que un paisano debe poder entender los temas de la filosofía.
Los maestros cínicos, con un morral, un bastón y un manto, eran, como el
clero mendicante de la Edad Media, predicadores errantes en busca de un
oyente para sus pláticas y de un mendrugo para sus hambres. Así como
desairaban los usos sociales, se enfrentaban también a las normas de la ciudad
y se negaban, por ejemplo, a prestar servicio militar. Ese anhelo del cínico de
regresar al estado de naturaleza marca a las otras escuelas helenísticas con su
desprecio de lo suntuario, con la práctica de la sobriedad y el culto de la razón
y de la autarquía. Siglos más tarde Epicteto, liberto y maestro del estoicismo
tardío en Roma, consideraría a Diógenes como uno de los grandes sabios de
Grecia.
No todos creían en la honestidad de sus posiciones, se cuenta que Platón
viendo la indumentaria miserable de Antístenes le comentó: “Amigo mío, la
vanidad se trasluce por los agujeros de tu manto”.
En nuestro tiempo tal vez los hippies y el movimiento punk puedan reclamar
un ascendiente cínico por su desobediencia a las convenciones sociales y su
rechazo de los valores de una sociedad que, como la helenística, es rica pero
mezquina, con abundancia de recursos para unos, pero con hambre y con

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penurias para otros, que prefiere soportar la guerra y la inseguridad a decidirse
por la solidaridad.

Escuela epicúrea o del jardín

Epicuro, ciudadano ateniense, nacido en el año 341 a.n.e. en Samos, fundó en


Atenas una escuela filosófica en el año 306 y para asegurar su independencia
del poder de los funcionarios de la ciudad, compró primero una casa y luego,
no muy lejos de ella un jardín, como sedes de la institución. En la casa
funcionaba la dirección del movimiento y de ella salían de forma permanente
mensajes, cartas y compendios de doctrina para los miembros de la comunidad
filosófica dentro y fuera de Ática. En el jardín vivían los discípulos en chozas
sencillas. Lo que se llamaba jardín allí es lo que nosotros hoy llamamos un
huerto, con cultivos de legumbres, hortalizas, yerbas y frutos comestibles,
muy probablemente cultivado por esclavos. El huerto garantizaba el alimento
de la comunidad incluso en tiempos en que la ciudad estaba sitiada. El dinero
para comprarlo fue aportado por amigos y discípulos pudientes que se habían
adherido a la doctrina en Lampsaco.
Nausífanes, de quien Epicuro fue discípulo durante tres años, le introdujo en el
conocimiento de la teoría de los átomos de Demócrito; por el estudio del
pequeño número de obras que se conserva de Epicuro se infiere que conoció
las doctrinas de Platón y también las de Aristóteles. De Platón tomó, entre
otras, la idea de la ciudad fastuosa y de la ciudad simple y la distinción entre
los bienes naturales necesarios y los naturales no necesarios, de los cuales dijo
que los primeros eran más fáciles de obtener y eran suficientes para garantizar
una vida feliz. No fue adherente incondicional de ninguno de sus maestros o
inspiradores y de todos aprendió, pero con todos tuvo algún tipo de diferencia.
El que más excitaba su rebeldía era Platón: no comulgaba con su sociedad de
castas, ni con la exaltación del estado, rechazaba su religión de los dioses
astrales y consideraba que no fue creada para ayudar a los hombres sino para
someterlos. Tomó de Demócrito la teoría de los átomos, pero la reformó con
la hipótesis del clinamen, el desvío de un átomo rebelde, para que sirviera a
sus propósitos de fundar en la física el libre albedrío y justificar así la lucha
por liberar al hombre de las cadenas de la ignorancia y del temor a los dioses o
al destino. La ciencia en la doctrina epicúrea tiene un propósito ético, ha de

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estar al servicio del hombre y de su felicidad. Su inspiración en el estudio de
la naturaleza estaba más en sintonía con la escuela jónica, atenerse a los
hechos, que con las vacías especulaciones de Platón sobre la sabiduría de las
estrellas. Uno de los aportes importantes de Epicuro en la creación de la
ciencia fue el de exigir un equilibrio entre la razón y la experiencia, es decir,
toda especulación está limitada por los hechos observados. Si no fue un
científico nato, como lo pudo ser Aristóteles, hizo suyo el genio de la ciencia y
proclamó tesis que aun hoy son respetables: la materia ni se destruye ni se
crea; nuestro mundo no es único como Platón y Aristóteles afirman, los
mundos son infinitos y hay signos de que el nuestro se disolverá pronto.
Rechazó con suma energía todo intento de establecer un determinismo rígido
aun en los elementos, y es curioso observar que unos veintitrés siglos después
los grandes físicos de inicios del siglo veinte se hubiesen enfrascado en una
ardua contienda intelectual entre quienes defendían un determinismo total, por
ejemplo, Einstein y los que se inclinaban por un indeterminismo inherente en
las partículas atómicas, como Heisenberg. La indeterminación a nivel atómico
fue gráficamente ilustrada por el experimento mental del gato de Schrödinger
que permanece en la caja vivo y muerto al mismo tiempo. Este experimento
mental nos muestra la indefinición de un sistema cuántico hasta cuando
interactúa con el mundo externo, pero, más allá de esto, nos indica que, en la
física elemental, como en los niveles profundos de la genética, el azar juega
un papel importante.
Más que una filosofía la doctrina de Epicuro era la propuesta de un modo de
vida. Consideraba como valores esenciales: la amistad, el juicio recto, la lucha
contra el temor y la angustia, la solidaridad y la justicia. De la vasta
producción doctrinaria de Epicuro se conservan relativamente muy pocos
textos: su testamento, las cartas a Pitocles, a Meneceo, a Heródoto y una
pequeña colección de sus máximas. Los testimonios de autores antiguos, de
sus amigos o de sus adversarios, y lo que trabajosamente se ha rescatado en
las ruinas de algunas bibliotecas han sido, no obstante, suficientes para
mantener su enseñanza y su legado en un lugar prominente de la cultura
occidental.
En carta a Pitocles decía: “La investigación sobre la naturaleza no debe
realizarse según axiomas y legislaciones vanas, sino de acuerdo con los
hechos”. Este dardo va dirigido directamente contra la teoría del mundo de

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las formas o ideas de Platón. Es aquí donde Epicuro previene de especular
sobre los fenómenos sin los filtros de la razón y de la experiencia.
Sin embargo, el fuerte de la doctrina epicúrea es la parte dedicada a la moral.
Nunca otro filósofo ha estado tan poseído por la preocupación por la vida
serena, sana y feliz de los hombres. Un resumen de su ética se puede apreciar
en la carta a Meneceo que comienza así: “Que nadie, mientras sea joven, se
muestre remiso en filosofar, ni, al llegar a viejo, de filosofar se canse.
Porque, para alcanzar la salud del alma, nunca se es ni demasiado viejo ni
demasiado joven”.
En esta carta vemos que Epicuro no rechaza la existencia de los dioses, ni la
celebración de su gloria y sus virtudes, pero niega que ellos interfieran con
nuestra autonomía y con nuestra libertad. Para quienes necesitan la religión
como aparato de poder esto era tanto como ser ateo y así efectivamente fue
considerado. En este mismo texto nos dice que el placer que busca su escuela
no es el de los disolutos y libertinos sino aquel que produce serenidad en el
alma y bienestar en el cuerpo y que, cuando de la búsqueda del placer se trata,
lo principal es tener un juicio certero que guíe nuestras acciones hacia la
prudencia, la belleza y la justicia, objetivo de toda la doctrina. De modo
contrario a cínicos y estoicos no rechazó los placeres y alegrías de la vida,
sino que en ellos encontró la justificación de la existencia.
En sus máximas se encierra en breves palabras todo un mundo de experiencia
y sabiduría, por ejemplo, en las siguientes:
■ La riqueza natural tiene límites precisos y es fácil de alcanzar; en
cambio, la que corresponde a vanas opiniones no tiene límite alguno.
■ De cuantos bienes proporciona la sabiduría para la felicidad de toda una
vida el más importante es la amistad.
■ Nacemos una vez pues no es posible nacer dos veces. Y no es posible
vivir eternamente. Tú, aun no siendo el dueño de tu mañana, intentas
demorar tu dicha. Pero la vida se consume en una espera inútil y a cada
uno de nosotros le sorprende la muerte sin haber disfrutado de la
tranquilidad.
■ A la naturaleza no hay que violentarla sino persuadirla. Y la
persuadimos satisfaciendo los deseos necesarios, los naturales que no
causan daño, y despreciando los que son claramente perjudiciales.

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■ La pobreza que se adecúa al fin de la naturaleza es una gran riqueza; la
riqueza sin límites es una gran pobreza.
■ La voz de la carne pide no tener hambre, ni sed, ni frío; pues quien
consigue esto o espere conseguirlo, puede competir en felicidad con
Zeus.
■ La amistad recorre la tierra entera anunciándonos a todos que nos
despertemos para la felicidad.
■ Resulta absurdo pedir a los dioses aquello que uno mismo es capaz de
procurarse.
■ Nada es suficiente para quien lo suficiente es poco.
■ En la discusión racional gana más, por lo que aprende, el que es
vencido.
■ Me siento henchido de orgullo por el placer de mi cuerpo cuando me
alimento de pan y agua, y escupo sobre los placeres de la suntuosidad,
no por ellos en sí mismos, sino por las inconveniencias que le
acompañan.
■ Nunca he pretendido agradar a las masas, pues lo que a ellas les gusta
yo no lo conozco, y lo que yo sé está muy lejos de su sensibilidad.

Un poeta latino, Lucrecio, en su De rerum natura, nos dejó el más amplio


recorrido por la vida y obra de Epicuro y contribuyó como el que más a
guardar para la posteridad las enseñanzas del filósofo, al que en ocasiones
compara con un dios. La sañuda persecución de su adversarios y enemigos
pretendió borrar del recuerdo humano que un rebelde de su genio y de su
humanidad alentó sobre la tierra.

Los estoicos o la escuela del Pórtico

Seis años después de que Epicuro abriera su Jardín, Zenón de Citio estableció
su escuela, a la que llamaron estoica, en el Pórtico Pintado, Stoa Poikilé, de
Atenas. La doctrina asume un materialismo que difiere del idealismo platónico
y que niega toda realidad trascendente. Como los discípulos del Jardín,
fundamenta en la sensación la fuente de conocimiento y se distancia de las
especulaciones sin vínculo con los sentidos.

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Los estoicos tomaron de las otras escuelas filosóficas, especialmente de
cínicos y epicúreos, partes de sus doctrinas y las incorporaron a su proyecto
destinado a liberar al hombre de sus pasiones y a confiarse a la razón para
alcanzar la ataraxia o, en este caso, la tranquilidad estoica. La moral del
estoicismo era una moral para dirigentes y tuvo influencia en Grecia, pero fue
en Roma donde alcanzó su máximo esplendor. En la capital del imperio
romano tuvo los más reconocidos representantes el estoicismo tardío:
Epicteto, Séneca y el emperador Marco Aurelio.
Hay mucho del estoicismo en las doctrinas cristianas y se especula que hubo
conexión epistolar entre Séneca y san Pablo, que era ciudadano romano. El
reconocimiento de la igualdad de los hombres y de su dignidad posiblemente
el cristianismo la haya tomado de los estoicos, aunque también el
sometimiento al destino y a la injusticia sin la mínima protesta.
El espíritu de la escuela se podría ilustrar con una de sus consignas:
“Permanece tranquilo ante lo inevitable: ante la enfermedad o el dolor, ante
la pobreza o la indigencia; todo esto son apariencias que no alteran al
hombre superior. Solo la vida interior tiene importancia. Es sabio quien
alcanza esta elevada meta, entonces posee todas las virtudes y es semejante a
los dioses”.
Se advierte como en las demás escuelas cierta tendencia a la evasión, a la
negación de la realidad cuando no es agradable, a pesar de que precisamente
los estoicos están preparados para la vida activa a la que no han renunciado.
En Séneca, maestro y consejero de Nerón, se advierten las fisuras entre lo que
se recomienda y lo que efectivamente se hace. Predica la indiferencia frente al
destino, el desprecio de la riqueza y del poder, mientras amasa una de las
mayores fortunas del imperio romano y se mezcla en un intento para derrocar
a Nerón. Es prácticamente imposible, decía Epicuro, tener serenidad y
tranquilidad de conciencia y ser al mismo tiempo un político activo. La
política desde siempre corrompe lo que toca.
Con el triunfo del cristianismo la doctrina estoica desaparece como entidad
independiente y sobreviven solo aquellos apartes que han sido cooptados por
la nueva doctrina.

La escuela de los escépticos

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La escéptica es la escuela helenística que probablemente menos se menciona y
la que, a mi parecer, influyó de manera más decisiva y durante más tiempo en
la formación de la cultura de Occidente. Se atribuye su fundación a Pirrón de
Elis, filósofo que viajaba con los ejércitos de Alejandro Magno y que, por el
conocimiento de diversas culturas, llegó a la conclusión de que todo
conocimiento es relativo, difícil de adquirir y difícil de transmitir.
El escepticismo es la escuela de la duda y de la negación de la posibilidad de
conocer. Afirma que no podemos conocer, que si conocemos no podemos
transmitir lo conocido y que si lo transmitimos no podemos ser entendidos
correctamente. Como nuestro conocimiento se basa solo en apariencias o en
tradiciones o en costumbres, a cada afirmación de algo podemos oponer una
afirmación contraria con la misma validez. El camino que preconizaban era el
de negar la percepción de la realidad, por consiguiente, predicaban la
abstención del juicio y, por esta elusión, la obtención de la tan anhelada
“ataraxia”. Es decir, una no participación en la vida real, una salida por la
tangente a cualquier toma de posición.
En lo que quizá no repararon era en que no se podía reclamar que todo
conocimiento era incierto sin minar esta misma tesis que exponían. Como no
se puede vivir sin aceptar la realidad que nos circunda lo que hicieron en la
práctica fue aceptar como relativos o probables los conocimientos que se
necesitaban para el desarrollo de la existencia y, más tarde, consideraron como
efectivamente verdaderos los conocimientos que acababan de clasificar como
probablemente verdaderos.
No obstante, su gran aporte fue la introducción de la duda en la filosofía y en
la ciencia, duda que abrió el camino a nuevas perspectivas, a ideas
heterodoxas, a la crítica de las especulaciones sin fundamento. Con la
poderosa ayuda del escepticismo los escritores, científicos y filósofos del
Renacimiento y de la Ilustración minaron las “verdades” metafísicas,
debilitaron las monarquías y autoritarismos de supuesto origen divino, y
despejaron de sus mayores obstáculos el asentamiento de la era moderna. El
escepticismo en las autoridades académicas y en los liderazgos de la sociedad
dio la confianza necesaria a Erasmo para escribir sus Coloquios y su Elogio de
la Locura, en los que se advierte influencia del escéptico Luciano de
Samosata; a Maquiavelo para publicar su Príncipe; a Galileo para enfrentar a
la poderosa iglesia romana con su Mensajero Celeste; a Montaigne para
darnos sus Ensayos; a Descartes para dar al público su Discurso del Método y,

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para terminar este breve recuento de obras inmortales, a Darwin para
enseñarnos la evolución en el Origen de las Especies. Copérnico y Galileo
desplazaron la tierra de su posición de centro del universo y Darwin destruyó
el origen divino del hombre y nos emparentó con los monos; se entiende a
posteriori por qué estaba vetada la duda sobre las supuestas verdades.
En el siglo XVIII David Hume retomó las banderas del escepticismo al negar
la inducción como método válido de conocimiento y poner en duda la propia
causalidad. Tan hondas podían ser las implicaciones de la aceptación de esta
hipótesis que la misma filosofía perdería su significado. Esto lo llevó a
aceptar, como lo había hecho Sexto Empírico dos milenios antes, que el juicio
de los fenómenos y de la realidad por sus apariencias era suficiente para
permitir la existencia de la sociedad y que el sentido común nos informa
adecuadamente sobre el mundo externo. Siempre que la especulación
científica pone en duda la trascendencia humana abrimos un piadoso
paréntesis. En cuanto a la negación de la inducción, Bertrand Russell, comentó
que “como afecta al conjunto de nuestro conocimiento, debemos prescindir de
ella, y dar por sentado pragmáticamente que el procedimiento inductivo, con
la adecuada cautela, es admisible”.

Epílogo
En esta breve reseña de la filosofía en el período helenista hemos visto desfilar
algunos de los nombres que más han influido en la conformación de nuestra
cultura occidental. La filosofía, la ciencia, la religión, usos, costumbres y hasta
prejuicios de nuestro mundo tienen sus raíces en este período tan especial de
la historia humana.
No hay que olvidar que los dioses y los mitos de las religiones del Oriente ya
habían estado presentes desde siglos anteriores en la formación de la mitología
judaica, como, por ejemplo, la leyenda del diluvio universal, y que muchos de
los relatos del Antiguo Testamento son copias más o menos fieles de textos de
las religiones del Oriente. Para no ir muy lejos la santificación del “domingo”,
el día del señor, se corresponde con la celebración del “día del sol” en el
calendario religioso pagano. El alfabeto lo tomaron los griegos de los fenicios,
en la biblia llamados cananeos, igual que el cultivo de la vid y la producción

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de vino; en sus viajes de negocios, y con el comercio de productos mezclaron
también sus dioses. No es Grecia sino Irak, antiguamente conocido como
Mesopotamia, la cuna de la civilización humana. Ahora, en el período
helenístico del que estamos tratando, esta cultura y estos dioses del Oriente
penetran en Grecia con la protección de los reyes macedónicos y por su
conducto, y luego en el imperio romano, extienden su influencia por toda
Europa y, a partir del siglo XVI, por América.
Una de las instituciones más modeladas por el helenismo fue la religión
cristiana porque los territorios del Oriente próximo y medio estaban bajo el
dominio de los herederos de los reyes macedónicos y constituían con las
posesiones europeas una sola unidad política y administrativa. En Palestina,
por ejemplo, se hablaba arameo y griego y los primeros líderes cristianos
como san Esteban o el mismo san Pablo pertenecían a la cultura helenista.
Esta expansión de la cultura griega permitió, a su vez, la propagación de la
nueva religión a poblaciones nuevas, a más países. La que era una pequeña
secta judía rebelde, la de los esenios, bajo la perspicaz dirección de Saulo de
Tarso, alcanzó en un tiempo relativamente corto una audiencia universal.
Aunque en un principio no querían segregarse del judaísmo pronto
comprendieron que su futuro estaba en la conversión de los gentiles y que el
inmenso imperio que habían conquistado los macedonios les ofrecía esa
oportunidad. El celo misionero de Saulo de Tarso, reflejado en los
destinatarios de sus epístolas, impregnó a la iglesia que estaba fundando y por
la brecha abierta por el helenismo se introdujo en Europa. En Alejandría, en
tiempo de los diadocos, los herederos de Alejandro Magno, se hizo la versión
al griego del Antiguo Testamento que llaman Septuaginta o “de los setenta
sabios”, y ese dios terrible e implacable de los desiertos del Oriente cercano,
se hizo nuestro Dios.
Justino, a quien apodaban “el filósofo”, que fue apologista y mártir cristiano,
llamaba a Sócrates y a Heráclito, “cristianos antes de Cristo”, y fue en su
juventud un pagano sirio de habla griega, es decir, un helenista, como muchos
otros pioneros del cristianismo.
Somos, en todos los territorios de Occidente, cristianos por gracia del
helenismo, y esta iglesia cristiana que se inspiró en su fundación simplemente
en una secta hereje de la pequeña iglesia judía, terminó por hacer cierto su
nombre de “católica”, es decir, de universal, y por modelar en sus términos la
civilización en la que hemos vivido.

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Armenia, 24 de febrero de 2021
Gustavo Gómez L.

PARA LEER A JUAN RULFO

Juan Rulfo es un escritor atípico. Escribió una novela corta, Pedro Páramo; un
libro de cuentos, El Llano en Llamas; una novela que luego fue convertida en
guion para cine, El Gallo de Oro y poco más y, sin embargo, fue suficiente
para ser estimado por grandes escritores y por críticos literarios del mundo
entero como uno de los más influyentes autores del siglo XX. Se le atribuye la
renovación de la narrativa mexicana a mediados del siglo pasado y de ser en
esa misma época uno de los antecesores e inspiradores del boom de las letras
en Latinoamérica.
En realidad, fue uno de varios autores que pueden ser catalogados como
preparadores del campo en el que se dio la irrupción de escritores
latinoamericanos en la narrativa mundial. Además de él podemos citar a Jorge
Luis Borges, a Onetti, a Usar Pietri e incluso a Neruda. Una de las
características de esta generación literaria era la de romper las fronteras entre
lo real y lo fantástico para construir una “realidad mágica”.
Se discute a menudo si el propio Rulfo se puede encasillar en esta nueva
corriente literaria, pero hay entre críticos y escritores divergencias al respecto.
Unos opinan que Pedro Páramo y cuentos como Luvina rompen con la

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realidad y otros creen que solamente es mágico lo que no puede ser explicado
razonablemente y que ese no es el caso en la obra de Rulfo. Mágicos son el
despertar de Gregorio Samsa, en La Metamorfosis de Kafka, como un enorme
insecto o la ascensión a los cielos de Remedios la Bella en Cien Años de
Soledad, pero la superstición y la ignorancia, el abandono, la desolación y la
tristeza de pueblos y personas en los textos de Rulfo como Luvina no son
“cosa mágica” sino la expresión de un determinado arreglo de la sociedad. Un
arreglo injusto que, supongo, a Rulfo le dolía en el alma.
Pero, me vuelven a decir, es que en Pedro Páramo los muertos hablan. Bueno,
los muertos siempre han hablado y, como habitantes y usufructuarios que
fueron del mundo en que vivimos, tienen historias para contar. Y además no
está claro si los muertos conversaban o si era solamente el murmullo de sus
viejas pláticas adherido a los restos de su mundo lo que Juan Preciado parecía
escuchar. Al fin poco importa si hablaban los vivos o los muertos, todos eran
fantasmas de la imaginación de Rulfo, lo interesante era penetrar en la
realidad que viven, en su dolor, en sus menguadas esperanzas.
Cualquiera que sea el caso hay aportes importantes de Rulfo a la literatura del
siglo XX, más allá de sus incómodos fantasmas. Vamos a tratar de
comprender algunos revisando y examinando un poco su obra cumbre Pedro
Páramo.
“Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro
Páramo. Mi madre me lo dijo.”
Estas son las primeras palabras de la novela y solo hasta la mitad de ella
sabremos que esta afirmación de Juan Preciado es parte de un diálogo con una
vecina del pueblo, Dorotea, indigente y algo trastornada. Pero esa corta frase
da razón de la novela y le fija su derrotero. El viejo mito de la búsqueda del
padre hace su aparición en la primera línea.
Desde las frases iniciales de la obra Rulfo está dosificando la información para
crear la ambigüedad de las situaciones, el ambiente enrarecido de ese pueblo
habitado más por el pasado que por el presente, del que Juan solo tenía noticia
por las nostalgias de su madre.
Las expectativas de Juan Preciado respecto del pueblo son las que ella le
endosó:

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“Llanuras verdes. Ver subir y bajar el horizonte con el viento que mueve las
espigas, el rizar de la tarde con una lluvia de triples rizos. El color de la
tierra, el olor de la alfalfa y del pan. Un pueblo que huele a miel derramada.”

Juan Preciado va de regreso a esa Comala que su madre le ha pintado como


radiante, serena, divertida y solo encuentra caminos solitarios y polvorientos,
casas derruidas, soledad y murmullos. Esos murmullos son como la voz
bronca del pasado, como suspiros quejumbrosos, como una losa que amenaza
sepultarlo. Para Juan el pueblo fue extraño desde un principio. Esta es su
primera impresión:

“Miré las casas vacías, las puertas desportilladas, invadidas de la yerba.”

Y un poco adelante:
“ Y aunque no había niños jugando, ni palomas ni tejados azules, sentí que el
pueblo vivía. Y que si yo escuchaba solamente el silencio, era porque aún no
estaba acostumbrado al silencio; tal vez porque mi cabeza venía llena de
ruidos y de voces.”

Solo escuchaba los murmullos, palabras desvaídas, como si fuesen del más
allá o del más adentro de sí mismo, en las ruinas de lo que algún día pudo ser
un pueblo, pero hoy no es más que un cúmulo de escombros y un mentís a los
recuerdos de su madre, habitado tan solo por susurros y fantasmas del pasado.
Confuso se preguntaba si este era el mismo pueblo del que ella hablaba. El
recelo comenzaba a socavarle la tranquilidad y las ilusiones.

Lo que hace especial la obra de Rulfo es que rompe de manera clara con la
forma tradicional de contar historias. El narrador convencional, omnisciente,
juez y parte de la conducta de los personajes es reemplazado por un conjunto
de voces, casi siempre de personajes de la narración, que cuentan desde su
perspectiva los sucesos desprevenidamente, sin tomar partido. Las voces son
varias y varias las interpretaciones o percepciones de un mismo hecho. Este

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enriquecimiento de la mirada se puede dar por la concurrencia de varios
narradores, cuando hay uno solo es mucho más difícil aportar las diferentes
perspectivas. Rulfo consideraba que la realidad y la verdad deben ser parte de
la historia pero que la literatura se hace de ficción y de espejismos.
Daba Rulfo una especial relevancia en su técnica de escritura a la
imaginación, a la creación de los personajes, al respeto de sus expresiones y
de su temperamento particular, de manera que llegaban a tener autonomía, a
ser dueños de sus destinos dentro del relato. Este aspecto ha sido señalado
por críticos que ven en esta técnica una recuperación del papel que ha jugado
la narración oral en la cultura popular. Los dos narradores principales,
ayudados por la intervención de testigos y participantes, son Juan Preciado y
su padre Pedro Páramo, pero hay episodios narrados por Dolores Preciado o
por Suzana San Juan entre otros, porque fueron parte de ellos. Hay un
narrador básico, omnisciente, tan fantasmal como el resto de los personajes,
del que poco o nada sabemos.
Otra innovación aparejada a la multiplicidad de narradores es que el lenguaje
del narrador y el de los personajes es el mismo, respetando en cada hablante la
singularidad de sus expresiones y su carácter personal.
Como el relato está atado al flujo de conciencia de los narradores se da
pretexto a la superposición de los relatos y a la fractura de la estructura del
texto. Por la misma razón descarta también la presentación de una historia
lineal y se despreocupa del orden cronológico de la historia.
Rulfo hace uso extensivo de las palabras y giros del náhuatl como del léxico
heredado de la vieja España para reafirmar que la cultura popular es
parcialmente la de los nativos mexicanos y en parte también la de los
colonizadores españoles. La cultura ha de ser mestiza como lo es la propia
nación.
El tiempo de la novela no es sucesivo sino, más bien, circular y repetitivo
como parece ser el destino del campesino mexicano.
Precisamente esta es otra característica de la obra rulfiana: toda hace
referencia a la tierra, al campesino, a la población rural nativa y mestiza del
campo mexicano y a su pesadumbre de girar eternamente esa noria del tiempo,
años, siglos, sin esperanzas de redención. Méjico tuvo una revolución a
principios del siglo XX, 1910, que duró cerca de siete años, que costó entre

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uno y dos millones de muertos y que, como casi todas las revoluciones
latinoamericanas, dejó una estela de dolor en el pueblo, pero no resolvió nada.
Pasada la Revolución Mexicana se les vino encima una guerra religiosa, la
llamada “guerra cristera”, y dando por descontados las víctimas y los
sufrimientos, las cosas siguieron más o menos igual que antes de ella. Y en ese
antes, que obstinadamente se niega a ser relevado, está uno de los escollos que
dificultan la convivencia en el país, la cuestión nunca solucionada de la
propiedad de la tierra. En 1910 menos del 1% de los propietarios del campo
eran dueños del 85% de las tierras aptas para el cultivo. Esa concentración de
la propiedad campesina se consiguió con el despojo de las comunidades
indígenas, con el robo de los ejidos (tierras del estado), con el terror y las
masacres de los campesinos dueños de pequeñas parcelas, para producir lo que
cierta derecha recalcitrante, desde la revolución industrial en Inglaterra, ha
denominado “migración interna” y que no es otra cosa que el lanzamiento al
precario mercado del trabajo urbano y del rebusque, a masas ingentes de
campesinos. El 80% de las personas y familias que se resisten a abandonar su
tierra depende del salario rural y, como regresándonos en el tiempo, vuelven a
la vida campesina las tiendas de raya, los préstamos usurarios, los enganches
por engaño, la esclavización y la trata de seres humanos. De aquí
probablemente es de donde Rulfo ha tomado el tiempo circular de su novela,
el perenne retorno de la sumisión y la servidumbre.

Toda esta historia de Méjico nos suena a cosa sabida en Colombia y así es.
Los campesinos despojados han sido lanzados, sin que al estado le importe
poco ni mucho, al vértigo de las ciudades, sin compasión, sin amparo, sin
preparación para sobrevivir con dignidad.
Ya en La Vorágine de Eustasio Rivera se narra la explotación criminal de los
indígenas por la casa cauchera de los Arana. Seguimos teniendo una Colombia
bárbara e insensible a las necesidades y carencias de los trabajadores en
general y de nuestra población rural en particular. Lo que en México hicieron
los Cuerpos Rurales aquí lo hacen paramilitares y bandas criminales con la
anuencia del estado y de políticos, cuando no con su complicidad. Primero se
implementa la violencia, luego el despojo y, para terminar, la legalización de
las propiedades robadas y de los crímenes cometidos.

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Con este ejemplo de un paralelo evidente entre las políticas frente al campo de
México y Colombia que se basan en la violencia, que usan la fe religiosa
como instrumento de sometimiento y que estimulan la migración desordenada
a los grandes centros urbanos o a países de mayor desarrollo material,
podemos ver que el tema tratado por Rulfo rebasa las fronteras de su Jalisco
natal, se extiende por todo México y atañe al fin a todos los pueblos de
América Latina. Una obra tan centrada en su terruño, en su lenguaje, en sus
tradiciones y en sus penurias, alcanza audiencia mundial. Si la naturaleza de
los hombres es una sola, la de sus ilusiones y dificultades también, y esa es la
razón por la que una narración muy particular pueda obtener significación
universal.
Como no hemos superado en siglos esa situación de injusticia, la narrativa que
a ella se refiere se tiñe con los colores del escepticismo, de la desolación, de la
desesperanza de sus personajes. Los cuentos de Rulfo, en especial Luvina,
están penetrados también de esa tristeza y de esa aflicción que experimentan
los marginados. Luvina era la fuente del desconsuelo y la capitulación ante la
muerte; y no se lee Pedro Páramo sin asociar a este personaje, su
protagonista, con la arbitrariedad, el anacronismo, el abuso y la falta de
escrúpulos de esa casta semi feudal y codiciosa de los latifundistas y grandes
ganaderos que sufrimos en todos nuestros pueblos. Pedro Páramo era el padre
despótico que ha extendido su poder por toda la comarca y el que con su
codicia y su mezquindad destruye a su pueblo, a su propia familia y a su
última esposa, Suzana San Juan, por quien había suspirado desde joven. Amor
que paradójicamente, por venir de quien viene, es una de las pocas luces que
alumbra el desolado paisaje de la narración.
En una entrevista de las muy pocas que dio, Rulfo decía que se necesitaban
tres lecturas para entender la novela y que si al lector le da algún trabajo
entenderla que no se preocupe que también a él le dio trabajo escribirla.

Como hemos visto una breve explicación de los recursos de Rulfo para
componer su obra, ahora tratemos de contestar, también en pocas palabras:
¿Quién era Rulfo? ¿Cuál ha sido la suerte de su obra?
Juan Rulfo nació en Apulco, un pequeño pueblo en el sur de Jalisco en 1917.
Su vida se inició cuando aún el país estaba inmerso en la Revolución
Mexicana, guerra que primero confiscó los bienes de la familia y que luego

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fue causa de la muerte de su padre cuando Juan solo contaba seis años de vida.
Esta época fue un período de movimientos revolucionarios y
contrarrevolucionarios, de levantamientos militares y de violencia
generalizada bajo el estímulo y la dirección de caudillos populistas. Cuatro
años después, cuando murió su madre, Juan fue encomendado a los cuidados
de su abuela y tuvo como tutor a un tío. Estudió en un colegio en Guadalajara
y luego fue internado en un orfanato, que era una especie de correccional de
jóvenes según sus recuerdos, y donde adquirió el estado depresivo que le
acompañó toda la vida. Apenas terminada la Revolución empezó la “guerra
cristera” una guerra de religión con todos los excesos de fanatismo y de
impiedad que estas implican. Así que México no escapó al sino trágico del
siglo XX, calificado, por el historiador inglés Eric Hobsbawn, como el siglo
más violento de la historia humana.
En cuanto a su estilo Rulfo escribe con un sentido vivo de la economía de las
palabras, es tan reacio al uso de adjetivos y a las expresiones grandilocuentes
o rebuscadas que cuenta que destruyó la primera novela que escribió, El Hijo
del Desaliento, porque le pareció muy retórica y alambicada. Si dos o tres
páginas de su borrador se pueden condensar en dos o tres líneas sin perder su
esencia, no lo duda, hace el cambio. La Cordillera, otra novela post Pedro
Páramo, que sus seguidores esperaban con ansia, fue enviada a la trituradora
de papel por razones no conocidas. Pedro Páramo se publicó en 1955 y no
obtuvo acogida por el público, cuenta en la entrevista que se hacían ediciones
de mil o dos mil copias y que más de la mitad las regalaba. Esa primera
generación no entendió la novela, dice, que años después comenzó a ser
vendida aunque no supo si a ser entendida también.
La novela mereció elogios de Susan Sontag y de Jorge Luis Borges, el mismo
que en la ocasión en que le pidieron opinión sobre Cien Años de Soledad se
limitó a contestar cáusticamente que “con cincuenta hubiera sido suficiente”.
Ha sido traducida a muchos idiomas y, luego de sus primeros pasos vacilantes
en la apreciación del público, ha obtenido reconocimiento popular y
académico como una de las obras cumbres en la literatura del siglo XX.
Preguntado en una entrevista quiénes habían sido sus autores favoritos dio una
lista de supuestos escritores del norte de Europa que nadie conocía. Es de
presumir que estaba tomando del pelo al entrevistador pues quien haya leído
su obra ve de manera clara que su conocimiento, su pasión y su inspiración
están arraigados en sus patrias, México la grande y Jalisco la chica, en sus

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gentes, en sus tradiciones y costumbres. Esta familiaridad con las etnias
marginadas u olvidadas de su país le viene de su trabajo, primero con la
Secretaría de Gobernación de México y luego con su participación y dirección
de importantes tareas en el Instituto de Antropología, donde se hizo un censo
de las muchas tribus o clanes indígenas del país que superan las 150. A pesar
del despojo y el abandono, a pesar de Hernán Cortés y sucesores, los nativos
mexicanos se resisten a su desaparición.
Rulfo en literatura es autodidacta y en ninguna escuela se enseña el genio para
el arte, sin embargo, un par de obras geniales le abrieron las puertas de la
gloria literaria.
Algunas destrezas le podían venir del medio, de la cultura, pero el talento para
escribir solo podía venir de su interior, de su compasión, de su amor por la
justicia y de su sobrio y delicado sentido de la estética.
Mientras exista nuestro idioma, existirá y será admirada su obra.

Gustavo Gómez L.
Armenia, febrero 4 de 2021

LA REVOLUCION FRANCESA

Conocer la historia de hechos significativos en la evolución de la sociedad


humana nos ayuda a comprender nuestro presente. Tal vez también a conocer
caminos que nos han llevado a la convivencia y al bienestar o aquellos que
han deparado sufrimiento, odio e intolerancia en las comunidades humanas.
Con ese ánimo vamos a repasar la Revolución Francesa. Es un tema que ha
generado durante más de dos siglos apologías y polémicas, adhesiones y
rechazos viscerales y cuyas influencias han modelado el mundo moderno.
Doscientos treinta años parecen un período suficiente para que se decanten los

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sectarismos y para que con un ánimo sereno tratemos de mirar ese episodio
tan glorioso o tan perverso, tan heroico o tan criminal, según la perspectiva,
las creencias o los prejuicios de quien lo considere. Tuvo espléndidos frutos,
también inexcusables crueldades. Admiro la revolución francesa, pero no
busco disculpar sus errores o sus crímenes, por el contrario, al exhibirlos en
toda su crudeza espero que podamos asimilar la dura lección que nos enseña.
Obviamente ninguna historia está totalmente libre de la subjetividad de quien
la cuenta, bien sea en la elección de los hechos relevantes, en el ambiente en
que se sitúa el relato o en la interpretación de los sucesos. Pero, siempre hay
un pero, es necesaria cierta empatía con los actores, que no justificación de los
yerros de unos y otros, para penetrar el secreto de sus motivaciones.
Es, pues, un buen recurso de higiene intelectual mirar diferentes enfoques de
un mismo tema para tener una mirada tan aproximada a la realidad objetiva
que, de buena fe, podamos llamarla historia.
Después de esta prevención sanitaria y sin más que decir, empecemos.

VERSALLES

En las tres últimas décadas del siglo XVIII en Francia, un palacio real,
Versalles, y una mujer, María Antonieta, simbolizaban para el Tercer Estado,
(burgueses, artesanos y pequeños comerciantes, los llamados plebeyos) los
privilegios de la Corte y el derroche del erario en fiestas, francachelas y lujos
desmedidos. No andaban descaminados.
Por voluntad del Rey Sol, Luis XIV, el palacio alza su imponente planta en un
despoblado, se dice que para proclamar que no necesitaba de la ciudad, de los
burgueses, ni de las masas como soporte de su poder. Aquel predio de recreo
con esculturas, jardines, fuentes, canales y cascadas, ha sido concebido para
fiestas, diversiones y placeres y ha costado al erario trescientos millones de
francos oro.
Allí están los palacetes en que Luis XIV o Luis XV reciben a sus amantes, allí
el teatro donde se representan obras de Racine o de Moliere, o en otras
ocasiones, se hacen bailes o mascaradas. Las caballerizas están llenas con
centenares de caballos. Los salones de baile y las salas de juego se suceden
interminables unos a otros. Hay alojamientos para los cortesanos y para la
infinita nómina de los sirvientes. Un palacete, el pequeño Trianón, será la
ofrenda de Luis XVI a su insatisfecha mujer.
Aquí alcanzó su apogeo la sociedad cortesana.

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El 21 de abril de 1770, después de un matrimonio por poder María Antonieta,
de tan solo quince años, se despide de su madre, la emperatriz austríaca María
Teresa, y de su país para entrar en la historia de Francia y quizás en la
universal. En este palacio de Versalles será la celebración del matrimonio
concertado entre ella, la archiduquesa de Austria y Luis, hijo de Luis XV,
delfín de Francia. Las dos Cortes han dado el visto bueno al enlace entre la
dinastía de los Habsburgos y la de los Borbones que, después de muchos años
de hacerse la guerra, se enfrascan, con ocasión del matrimonio, en una
competencia por mostrar la riqueza, el poderío y el honor de sus respectivos
países.
Con máxima premura trabajan en Versalles los fabricantes de carrozas de lujo,
las modistas, los bordadores, los orfebres y los peluqueros en las estancias
reales mientras centenares de sirvientes alistan y embellecen los salones, los
jardines, las fachadas, para tan magna celebración. Se nos cuenta que las solas
vestiduras de los guardianes han costado ciento siete mil ducados y las del
séquito trescientos cincuenta mil.
La gran Corte de arzobispos, ministros, militares del más alto rango, poetas y
músicos no ha de encontrar cosa que desmerezca del rango de los huéspedes
ni de la opulencia del reino.
El día de la recepción, 16 de mayo, se llenan las salas con caballeros de gala y
con damas vestidas con brocados y con sedas. Cierto sí que a los antiguos
invitados: un Richelieu, un Colbert, un Racine, los ha remplazado una casta de
aduladores, de intrigantes y de parásitos. Pero lo mejor es no menearlo. El
propio rey Luis XV tiene por maitresse (amante) a Madame Du Barry que
procedente de una familia muy modesta, ella misma fue criada, ha llegado a la
alcoba real. A la enaltecida señora reyes y príncipes de Europa le envían
presentes, los embajadores hacen antesala para presentarle su saludo y,
ataviada con joyas y con sedas, recibe el beso genuflexo de los prelados de la
iglesia.
La nobleza se ha reservado todos los grandes puestos de la burocracia estatal,
en la administración pública, en el ejército, hasta la gran jerarquía de la iglesia
pertenecía a la nobleza. Era tal su ansia por acaparar el poder que exigía que la
amante del rey fuera escogida únicamente de sus filas. En las familias nobles
el padre, la madre e incluso los maridos se sentían halagados de que el rey se
llevara a la cama a sus hijas o a sus esposas.

Después de la ceremonia se le ha permitido al pueblo que entre a Versalles.


Atónito mira los extensos jardines florecidos, las mansiones de pórfido y de
mármol, las cuidadas sendas, los establos llenos de finos ejemplares equinos,

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las carrozas con cristales, el muelle vagar de los cisnes en sus lagos, el
trasegar del infinito número de criados con las viandas del banquete.
En palacio María Antonieta no cabe en sí de la dicha. Para esto ha sido
educada, para las artes del placer: la danza, el teatro, el juego, la galantería.
Tiene quince años y nadie ni en Schönbrunn, la residencia veraniega de los
Habsburgos, ni en Versalles se ha preocupado por amoblar esa rizada cabeza
con los conocimientos necesarios para que asuma las graves responsabilidades
con el país en que reina.
Además de esto, se ha escapado un secreto rumor de la alcoba real que hace
levantar las cejas de nobles y plebeyos, de cortesanos y criados, en las
expectantes cortes de Francia y de Austria, en las demás cortes europeas y en
los corrillos parisinos.

LA VIDA DEL PUEBLO.

A finales del siglo XVIII los países europeos eran esencialmente naciones de
campesinos. Entre el ochenta y el noventa por ciento de la población era
campesina y las condiciones de la vida rural habían adelantado muy poco de
las imperantes en la Edad Media. El sistema feudal en el campo había
desaparecido parcialmente, también la servidumbre, pero los señores feudales
seguían ostentando un gran poder en el campo a pesar de los intentos de los
reyes por disminuir sus privilegios. Los trabajadores rurales a duras penas
sobrevivían.
El clero y la nobleza eran propietarios de cerca del cuarenta por ciento de la
tierra fértil y del otro sesenta por ciento las dos terceras partes pertenecían a
campesinos acomodados. De manera que solo quedaba un veinte por ciento
para un noventa por ciento del campesinado, que se reparte en minifundios de
una o dos hectáreas, que no alcanzan a dar el sustento a esta población.
Trabajan por salarios bajos en tiempo de siembra o de cosecha, pero en los
paros estacionales sufren hambre y miseria. Hay malestar y protestas
campesinas a lo largo y ancho de Francia.
Los trabajadores urbanos creían estar en mejores condiciones que los
campesinos y, sin embargo, sufrían penurias similares. En los últimos años de
la década de 1780 los precios de los víveres habían subido tres veces más que
los salarios de obreros y empleados y en cada crisis, bien fuera por malas
cosechas o por intromisión en guerras ajenas como la de independencia
americana, las condiciones se hacían aún más difíciles. Esas circunstancias
venían repitiéndose desde muchos años atrás: en 1630 se calculaba que la

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cuarta parte de la población parisina era de mendigos y poco o nada habían
progresado las condiciones de los trabajadores desde entonces.
Los burgueses, esta clase emergente, llamada Tercer Estado, se había
apoderado poco a poco de los resortes económicos del país. Eran propietarios
del cuarenta por ciento de la tierra del país, manejaban el comercio interno y
el exterior, la banca y la industria, pero no tenían acceso a los cargos
superiores de la administración, ni a los altos mandos militares, tampoco a la
jerarquía elevada de la iglesia, que estaban reservados para la nobleza.
Carecían de las excepciones fiscales, de las prebendas y privilegios de los que
disfrutaban los dos primeros estados: clérigos y nobleza. Se sentían
maniatados por las normas de las corporaciones, de los gremios, impuestos,
aduanas y contribuciones, establecidas, según su perspectiva, para mantener el
tren de lujos de las cortes y el enriquecimiento de una casta de parásitos que
en nada contribuía al engrandecimiento del país.
El Estado vivía al filo de la bancarrota todo el tiempo, la cuenta de la deuda
consumía la mitad del presupuesto del reino y gastos que llevaban al Estado a
la quiebra, como la intromisión en la guerra americana, se hacían sin tenerlos
en cuenta para nada distinto a pagar la factura. Como los burgueses tenían
mayores recursos y conocimientos que campesinos y obreros, que eran en la
práctica un Cuarto Estado, se perfilaban como el más formidable adversario
del Antiguo Régimen.
Había, para completar el cuadro de opositores a la administración, querellas y
fracturas dentro de los dos órdenes superiores. Los pequeños funcionarios,
abogados, escribanos y notarios, lo mismo que el clero bajo, estaban
inclinados hacia un drástico cambio en la estructura del Estado. Ellos, que
estaban en constante contacto con las clases desfavorecidas, y que sufrían
similares penalidades, consideraban que no se podía admitir una isla de
ostentación en un mar de miserias.
Las malas cosechas de estos años complicaban el panorama económico tanto
del Estado como el de las clases inferiores.

Cuando la situación fiscal del país se hizo insostenible, el rey y sus ministros
no tuvieron otra alternativa que convocar los Estados Generales, cuya última
reunión se había efectuado 175 años antes.
¿Qué eran los Estados Generales? Los Estados Generales eran la
representación de los tres estamentos que componían la nación. El Primer
Estado era el clero, el Segundo Estado era la nobleza y el Tercero era el
pueblo llano que incluía a los burgueses. Es de notar que los campesinos, que
eran el mayor grupo de la población, no tenían representación específica y
tanto ellos como los obreros eran cooptados en el Tercer Estado.

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Como la monarquía era absoluta los reyes estaban poco inclinados a establecer
compromisos o a consultar, al menos, las necesidades y anhelos de su pueblo.
El rey, Luis XVI, al contrario de su abuelo Luis XIV, era vacilante y temeroso
y difícilmente tomaba decisiones de calado, si lo hacía estaba más pronto a
derogarlas que a sostenerlas. Para colmo de males habitaba en su propia casa
la mujer que lo empujaba a mantener un absolutismo radical. Todo se
conjuraba para mostrar que era ella quien tomaba las decisiones difíciles que
su marido era incapaz de enfrentar. Había entorpecido los esfuerzo del
ministro Necker para sanear la situación fiscal porque no quería renunciar a
las grandes partidas para sus proyectos personales de embellecimiento de sus
seis residencias palaciegas, al presupuesto para la diversión y para el juego. En
solo refacciones al Pequeño Trianón, su palacete cerca de Versalles, pudo
gastar más de dos millones de francos mientras en el propio París pululaba la
miseria y la opinión pública maldecía sus despilfarros.
El rey estaba sometido a sus caprichos por su secreto de alcoba: casado a los
dieciséis años con una jovencita de quince había sido incapaz de consumar su
matrimonio. Una fimosis y el temor a la sencilla operación han hecho que
durante años, siete en total, se haya esforzado en vano por tener una relación
sexual con su esposa. La humillación que durante tanto tiempo ha sentido por
su incapacidad lo ha conducido a someterse a ella sin condiciones. Hasta los
camareros pueden hacer bromas con la inhabilidad del rey para algo tan
fundamental en una dinastía, y tan fácil para todos, como es embarazar a su
mujer. Esa incapacidad real trastorna por completo el sano equilibrio entre la
pareja real y lleva a consecuencias no solo familiares sino de índole política y
administrativa que afectan al reino.
El problema no es que ella participe, el problema es que no está en lo absoluto
calificada para dirigir la administración del estado ni para tomar decisiones en
asuntos políticos o económicos.
Cuando se habla de María Antonieta, hija de la emperatriz reinante de Austria,
María Teresa, y esposa de Luis XVl, rey de Francia, la palabra más recurrente
para pintarla es ¨ frivolidad ¨. Ni el rey ni la reina tuvieron el tipo de
disciplina, de educación y de formación que se requerían para los papeles que,
por el albur de su nacimiento, estaban destinados a representar. Solo querían
disfrutar las mieles de la riqueza, del poder, de las adulaciones, sin pagar el
precio de sus privilegios. Vivían en un burbuja de ensueño, indiferentes a la
precariedad, a la miseria y a la ira acumulada de sus súbditos. Se dedica el rey
a la caza y a la cerrajería, ella a sus fiestas galantes, a la presunción de sus
palacios, de su ropa y de sus alhajas mientras el Estado se estaba
desmoronando en sus manos.

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Estados Generales

Los Estados Generales era una asamblea que muy pocas veces se había
convocado y en la que tenían asiento los tres estamentos reconocidos por la
corona. Fueron convocados el 5 de mayo de 1789. Los diputados estaban
repartidos así: 291 representantes del clero; 270 de la nobleza y 578 del Tercer
Estado, que en realidad representaban a la burguesía emergente, pero que se
tomaron la representación de todos los franceses. Es curioso observar que el
campesinado, que era el mayor grupo poblacional del país, no tenía una
representación específica, como tampoco la tenían obreros o artesanos.
Pronto estamos en la asamblea de los tres Estados: clero, nobleza y burguesía,
que deciden el destino del reino. La fragmentación de los dos primeros estados
se pone de relieve en algunos incidentes que, al menos, podemos tildar de
extraños de la Revolución Francesa. El primero se da en esta ocasión: la
reunión conjunta de los estados y no un voto por estado, fue promovida por un
noble, Gabriel Honoré de Riquetti, conde de Mirabeau, cosa que favoreció al
Tercer Estado al que representaba y que era el que tenía mayor número de
votos.

Presidió la Asamblea Luis XVI; se sentaron a la derecha el clero, a la


izquierda los nobles y al centro los representantes del Tercer Estado. En el
discurso de Necker, el ministro de hacienda del reino, los diputados se
enteraron de que la convocatoria era causada por el enorme déficit
presupuestario.
El clero y los nobles reclamaban el voto por estamentos, que les aseguraba el
dominio de la asamblea, pero los diputados del Tercer Estado exigían el voto
por cabeza que los beneficiaba. Fue, entonces, cuando Sieyés, sacerdote
diputado por el Tercer Estado, invitó al clero y los nobles a que se les unieran.
Su invitación se fundamentaba en que eran conocidas las divergencias dentro
de los dos primeros órdenes. En la nobleza había pequeños nobles campesinos
que poco o nada compartían con la nobleza cortesana; en el clero, los curas y
algunas órdenes religiosas comulgaban más con sus feligreses del Tercer
Estado que con las jerarquía eclesiásticas. Y, efectivamente, aunque solo dos
nobles cambiaron de bando, 149 clérigos aceptaron la invitación. Ahora los
diputados han quedado 142 del clero, 268 nobles y 729 representantes del
Tercer Estado. Con esta apabullante mayoría cambiaron el nombre y el
objetivo de los Estados Generales y la convirtieron en Asamblea Nacional.

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Como respuesta el rey selló la sala y prohibió el ingreso de representantes del
Tercer Estado, que ni cortos ni perezosos se reunieron en la sala del Juego de
Pelota, adonde también llegó la orden real de disolver la reunión.
Pero esta asamblea la presidía el citado noble que se había hecho elegir por el
Tercer Estado en Aix, el conde de Mirabeau. ¨ Estamos aquí - dijo al enviado
real - por voluntad del pueblo y solo saldremos por la fuerza de las bayonetas
¨.
Allí juraron no disolverse hasta no dejar una constitución para el reino. Este
fue el golpe de mano que el Tercer Estado dio a los dos Estados dominantes.
El rey, pusilánime y temeroso como siempre, pidió a estos dos órdenes unirse
a la asamblea.
Luis XVI que en sus ratos de ocio, eran muchos ahora que no podía salir de
caza, había leído la historia de la revolución inglesa de David Hume, se
asombraba de cómo habían podido decapitar a su rey pero no daba indicios
que le pasara por la imaginación que también en Francia se podría llegar a
esos extremos. No era un mal hombre, simplemente que los sucesos
desbordaban su natural comodón, vacilante y complaciente.
Ahora con una representación nacional y vista la debilidad del rey por el sagaz
Mirabeau, la Asamblea se arrogó el papel de Asamblea Constituyente.
Cuando los ánimos de toda una nación están caldeados es asombrosa la
rapidez con que los acontecimientos se salen de las manos de quienes hasta
entonces los han moldeado y cómo de esa masa informe de los rebeldes van
surgiendo líderes cada vez más escorados hacia un cambio drástico. Las
peticiones populares al principio de los Estados Generales eran modestas y
respetuosas: igualdad ante la justicia y ante los gravámenes, esto era en la
práctica una exigencia de control a los privilegios de la nobleza y el clero,
menos derroche de los dineros públicos y menos arbitrariedad del aparato
estatal. Esas eran las quejas más repetidas en los Cuadernos de peticiones de
las parroquias. El rey hojeaba esos volúmenes del descontento y barruntaba
modos de mitigar los sufrimientos y necesidades de los súbditos, pero desde
las mismas instancias de la monarquía, incluso desde la misma alcoba real, se
ponían obstáculos a cualquier medida que significase un control a las
inequidades. Cuando esos lamentos básicos del pueblo daban lugar a los
Cuadernos de bailía en los que se expresaban los notarios y escribanos de los
pueblos, los abogados y la gente que había alcanzado alguna educación, las
quejas puntuales tomaban un cariz más general y se deslizaban llamados
contra el despotismo, contra los abusos del clero y por una representación
nacional más igualitaria.
Era bastante lógico, estos abogados y escribientes, los curas y algunos
miembros de órdenes religiosas, lo que llamaban el bajo clero, habían

53
escuchado o leído a los panfletistas, a los ¨ ilustrados ¨, y muchos tenían como
su verdadero evangelio el Contrato Social de Rousseau o la misma
Enciclopedia. De los ahora 729 representantes del Tercer Estado, unos 400
eran hombres de ley: abogados, escribientes, notarios, incluso algunos
magistrados; ellos eran los líderes. Esa puede ser la explicación de por qué de
una revuelta de desarrapados y de multitudes con poca o ninguna formación
intelectual puedan surgir declaraciones, leyes y constituciones de tanta
envergadura política y social como la Declaración de los Derechos del
Hombre y los mecanismos para controlar al poder ejecutivo o las decisiones
que acabaron con lo que quedaba del feudalismo.

Mirabeau

Es preciso decir unas palabras sobre este hombre, tal vez el más capacitado de
los rebeldes. Su nombre era Gabriel Honoré de Riquetti, representaba en la
Asamblea a Aix en Provence. Como los nobles de su ciudad no lo quisieron
enviar a los Estados Generales se presentó por el Tercer Estado donde fue
acogido. Inspiraba desconfianza en la clase noble por ser un renegado de ella,
entre sus compañeros del Tercer Estado por pertenecer a la nobleza, y en unos
y otros por su turbulenta vida que lo había llevado de prisión en prisión por
toda Francia. Jugador y derrochador había comprometido su patrimonio desde
joven a prestamistas y alcahuetas. Su padre, que bien lo debía conocer, lo
llamaba el ¨ señor de la borrasca ¨ . Mujeriego empedernido ni en las cárceles
olvidó su maña. Era, sin embargo, un hombre de brillante inteligencia, con un
genio innato para la política y estudioso infatigable de los asuntos públicos.
En su campaña a los Estados Generales pronto envió una saeta a su clase: ¨ En
todos los tiempos, en todas las edades, los aristócratas han perseguido
implacablemente a los amigos del pueblo ¨.
Leal a su sangre tumultuosa estaba listo para el combate contra su propia
clase. En Aix empieza así un discurso: ¨ ¡Perro rabioso!, sea. ¡Elegidme
entonces! ¡El despotismo y el privilegio morirán por mis mordeduras! ¨
Partidario de una monarquía limitada en sus poderes, lo seguirá siendo hasta el
final. Fue el primero, si no el único, que avizoró de inmediato los alcances de
la rebelión. Con desconsuelo vio que el monarca, temeroso y mal asesorado,
sería incapaz de capear el temporal. Cuando la Asamblea, empujada o
amenazada por los sans-culottes, radicalizaba las medidas políticas, como
cuando proclamó Los Derechos del Hombre y del Ciudadano, se consternaba,
pero poco podía hacer ante un vendaval que él mismo había ayudado a
desatar. ¨ Cuando un país entra en anarquía - dijo a sus compañeros - lo que

54
hace falta no es una declaración de los derechos sino una declaración de los
deberes ¨ .
Mirabeau, como la burguesía francesa, aprendería que es más fácil despertar
ilusiones en la masa que controlar sus excesos.
Murió apenado por la convicción de solo haber contribuido a una gran
demolición.
A su muerte en 1791 fue llevado al Panteón, la sepultura de los más grandes
hombres de Francia, tres años después fue trasladado a un cementerio
corriente cuando se descubrió que traicionaba a la revolución y que
colaboraba desde 1789 con la monarquía.

El Gran Miedo

Hacia finales del siglo XVIII los países europeos eran esencialmente naciones
de campesinos. Entre el 80 y el 90 por ciento de la población pertenecía a esta
clase y las condiciones de vida en salud, en educación, en comunicaciones, en
la propiedad y el trabajo de la tierra, seguían estando muy cerca de las
medievales. Los campesinos estaban protestando y se sentían amenazados por
los nobles. El rumor de que la nobleza había contratado bandidos y sicarios
para detener las protestas se extendió por el país entero en pocos días.
Los campesinos han sido más propensos al miedo porque su aislamiento los
hace más vulnerables a grupos pequeños de bandidos mientras que los
habitantes de la ciudad están juntos en gran número y tienen además
guarniciones en la ciudad o muy cerca. Así que en julio del 89 se extendió por
toda la Francia rural un ¨ Gran Miedo ¨, (la grande peur) como lo llamaron,
que empujó a los campesinos a unirse con los rebeldes de las ciudades:
atacaron los castillos, quemaron las cédulas que los sometían a la nobleza y se
convirtieron en el motor de la revuelta en las provincias. Fue el temor el que
unió a los campesinos y los convirtió en actores del drama histórico que
empezaba.
El despido de Necker, el ministro de hacienda que el pueblo apreciaba,
agravaba las tensiones creadas por el Gran Miedo. Era este un estado de
pánico, de rebeldía y desconfianza del campesinado en el comportamiento de
la nobleza. Esta había mostrado su rechazo a cualquier cambio que significara
menoscabo de su poder y sus privilegios y cuanto más mala fuera la situación
económica del país tanto más acosaba a los campesinos en sus tierras. Pero los
campesinos tenían malas cosechas, pasaban hambre y sus condiciones de
trabajo y de vida empeoraban cada día. De forma espontánea aunque bastante

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decidida optaron por dar la pelea por su sobrevivencia. Hicieron alborotos y
protestas en todo el país y su agitación llevó las enseñas de la revolución a
toda Francia y precipitó decisiones de la Asamblea Nacional que en la noche
del 4 de agosto abolió todos los privilegios de la nobleza.

La toma de la Bastilla

Sin embargo, no nos adelantemos, estamos ahora, 12 de julio de 1789, en el


Palacio Real, antigua residencia del duque de Orleans y, desde hace unos
años, centro comercial y de diversiones de los parisinos, en la orilla derecha
del Sena. El ministro Necker, tal vez el único con respaldo popular, ha sido
despedido de su cargo el día anterior y enviado al exilio. En uno de estos
negocios, un joven, Camilo Desmoulins, arenga a la multitud contra la Corte
que, dice el orador, se propone someter por la fuerza a quienes protestan y
apuntalar ese régimen derrochador y arbitrario. Propone ir a la Bastilla por las
armas que allí se guardan. Dos días después, el 14 de julio, una multitud
armada con palos, piedras y con armas saqueadas al ejército se encaminaba al
asalto de la fortaleza. No eran las armas las que decidirían el combate sino la
exaltación de la masa por el anhelo de liberarse de la servidumbre a esas
clases ociosas y derrochadoras que imponían su interés sobre el de la nación.
No hay regimientos dispuestos a masacrar el tumulto frente a la Bastilla, las
tropas se retiran. Esa fue una advertencia de la poca confianza que podría
poner el Antiguo Régimen en los cuerpos armados. Un carretero, Louis
Tournay, que conocía bien el baluarte escala el muro de una de las defensas y
con un pico rompe las amarras y baja el puente levadizo. La multitud, tal vez
unos veinte mil hombres, penetra al fuerte y va arrasando con todo lo que
encuentra.
Pese a los esfuerzos y a las amenazas del marqués de Launay, la fortaleza es
tomada por los asaltantes, el marqués mismo degollado y su cabeza paseada
en una pica por las calles de París. Este es el punto de no retorno de la
revuelta, esta es la apuesta de libertad o muerte que pone sobre la mesa el
pueblo organizado en secciones, en clubes, en grupos armados, en grupos de
agitadores y saqueadores.
La Bastilla era un símbolo del Antiguo Régimen, el símbolo de su represión,
de su arbitrariedad, y ese día 14 de julio de 1789 ha caído el baluarte, la
prisión centenaria. Visto el terremoto político que esto significa la nobleza y
sus allegados comienzan la emigración. Solo la casa real parece ignorar el
para ellos fatídico destino que augura la caída de la Bastilla. En su diario del

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14 de julio de 1789, el rey ha consignado solo una palabra: ¨ Nada ¨. El
embajador de USA en Francia , en cambio, ofició a Washington esta nota: ¨
Puede usted considerar que la Revolución ha concluido ya, desde que la
autoridad del rey y de los nobles ha quedado totalmente destruida ¨.
Era este, sin embargo, solo el principio de la épica revolución que se les venía
encima, ¨ la mayor rebelión de todos los tiempos ¨. En las próximas tres o
cuatro semanas el movimiento de rebeldía destrozará las estructuras sociales y
políticas que han dominado al país durante mil años, será faro contra la
opresión para Europa y América y entrará a la historia universal con su mítico
nombre de la Revolución Francesa.

A raíz de los tumultos, desórdenes y ejecuciones del 14 de julio se organizó un


brazo armado de la rebelión al que se llamó Guardia Nacional. Al frente de
esta nueva institución se puso al marqués de La Fayette, amigo de las
reformas, convencido de la necesidad de una monarquía constitucional y que
contaba entre sus atractivos con el aura de su participación en la guerra de
independencia americana y con la amistad de los fundadores de la primera
democracia moderna de Occidente. El objetivo de la Guardia era el de
mantener el orden en el caos de las múltiples y simultáneas revueltas en el país
y el de defender a la asamblea de los ataques y saboteos de la corte.

La admirable Asamblea y Los Derechos del Hombre

En las zonas rurales, como ya he dicho, los campesinos atacaron los castillos y
destruyeron todo el entramado, físico y documental, de obligaciones con los
terratenientes. Un arreglo social que tenía mil años se vino al suelo como un
castillo de naipes cuando la oposición de los que vivían y trabajaban en la
zonas rurales se hizo iracunda. Jamás ni las peticiones respetuosas, ni sus
evidentes sufrimientos y penurias, habían sido dignas de la mínima
compasión; ahora, con las más elementales armas, garrotes, mosquetes,
hachones, exigían por la fuerza lo que durante tantas generaciones habían
implorado en vano. Todas estas manifestaciones ambientaron las medidas que
el 4 de agosto en la noche tomó la Asamblea: se abolieron todos los
privilegios de la nobleza, se extinguieron la servidumbre y las prestaciones
personales, se decretó la igualdad de los ciudadanos ante la ley. Fue la
revolución francesa la que cerró definitivamente la Edad Media en Europa, y
esa hazaña no fue la gracia de algún personaje de postín sino fruto de la

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sublevación arrolladora y potente de las masas populares en el campo y la
ciudad.
Tres semanas más tarde, el 26 de agosto del 89, fueron proclamados los
Derechos del Hombre y del Ciudadano, documento redactado sobre la base
varios proyectos presentados a la asamblea, entre ellos un texto del abate
Sieyés y otro de Mirabeau. Esta declaración es, en realidad, un manifiesto
contra la sociedad estamental y contra los privilegios del clero, la nobleza y la
corte. El sentido primario de ella era liberar las mentes de su servidumbre y
darles conciencia de su valor y de su dignidad. Documento que consagraría las
principales libertades de la democracia moderna como la libertad de
conciencia, de expresión y de vida para todos los ciudadanos, incluidos
heterodoxos, disidentes y herejes. En ella se asienta la legitimidad de la
democracia y la diversidad y el pluralismo de las sociedades posteriores. El
papa Pío VI amparándose en la revelación divina rechazó: ¨ la abominable
filosofía de los derechos del Hombre ¨. Pero no todos los eclesiásticos han
opinado de la misma manera: Hans Kung, insigne teólogo, asesor del papa
Juan XXIII, consideraba la Declaración de los Derechos del Hombre y el
Ciudadano como la carta magna de la democracia y uno de los más grandes
documentos en la historia universal.
Y lo que antes de esta declaración era una sublevación o una revuelta, ahora
que los rebeldes han empezado a construir un orden nuevo, merece llamarse
una Revolución.
¿Cómo una masa popular puede empujar reformas políticas y sociales de tal
envergadura como la proclamación de los derechos humanos o el derrumbe de
la opresión señorial en los campos? ¿De dónde ha sacado esa emotiva y
encrespada plebe soluciones tan poderosas a problemas tan viejos? Para hallar
la respuesta tendríamos que irnos atrás muchas décadas, tal vez siglos. Desde
el Renacimiento se venía expandiendo el espíritu del individualismo burgués y
mentes preclaras, Michel de Montaigne y Etienne de la Boetie dos de ellos,
habían predicado la dignidad del hombre. En este mismo siglo XVIII la
Ilustración en su incansable lucha contra poderes arbitrarios había preparado
el camino para el rechazo del Antiguo Régimen y sus normas y tradiciones
obsoletas. Rousseau, Diderot, D´Alambert, Condorcet, Voltaire, propagando
el culto de la razón y de la justicia, en una tarea no exenta de peligros,
alistaron las mentes y los corazones para la contienda contra el abuso. Los
ejemplos épicos de Inglaterra en sus revoluciones del siglo anterior, donde
rodó por el suelo una cabeza real, y la lección casi contemporánea de la
independencia americana, en la que Francia estuvo con el bando rebelde,
sirvieron de acicate a sus anhelos de libertad. Además es preciso recordar que
la Francesa no fue una revolución proletaria sino una revolución burguesa en

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la que estaban involucrados personajes de amplia capacidad política y de
vastos conocimientos históricos como Mirabeau, Talleyrand, Sieyés, Carnot,
Dantón y otros muchos que dieron, hasta donde alcanzaron, luz y dirección a
las desatadas emociones populares.

Estamos en París, es 5 de octubre de 1789, y una masa tumultuosa de mujeres


se apresta para marchar hasta Versalles. Hay mujeres de todos los oficios y de
todas las condiciones que en un día lluvioso y frío harán los treinta kilómetros
entre la ciudad y su destino. Son mujeres del pueblo: obreras, amas de casa,
campesinas, horteras, tal vez, hasta meretrices haya. Algunas llevan garrotes,
otras cargan pistolas y picas que han saqueado del Ayuntamiento. Cuando
hambrientas y empapadas llegan a Versalles fuerzan el viaje de la pareja real
hacia París. Luis XVI y su mujer, María Antonieta, están ahora en una
ratonera. Es este un segundo incidente extraño en la revolución: es el
Marquez de La Fayette, el más monárquico de los revolucionarios el
encargado de llevar, prácticamente presa, a la familia real a París.

La revolución no detiene su vertiginoso paso. El 2 de noviembre del 89 la


Asamblea pone a disposición de la nación los bienes eclesiásticos,
indispensables para que el estado no caiga en la bancarrota. El altar había
medrado con la monarquía y a ella ofrendó su devoción y sus fuerzas, lógico y
justo es que acompañe en sus dolores al trono. Un tercer y paradójico acto en
la revolución: es un obispo, el de Autum, Maurice Talleyrand, quien presenta
el proyecto a la Asamblea.
En septiembre de 1791 la Constituyente terminó la elaboración de la
constitución precisamente sobre los lineamientos de la Declaración de
Derechos y, terminada su función, se disolvió y dio paso a la Asamblea
Legislativa. Durante varios meses el movimiento aminoró su ritmo mientras
acomodaba su estructura administrativa a las nuevas realidades políticas y
sociales.
Para la monarquía la situación es tan incierta y penosa que María Antonieta,
tan frívola hasta hace unos meses, ve con más claridad que el mismo rey las
últimas y riesgosas alternativas de salvación que se les presentan. Se
determinan por la huida y tratan de prepararla con los menguados recursos de
que disponen. Disfrazados huyen el 21 de junio y en Varennes son detenidos
por orden de la Asamblea. Los regresan a París. Con esta fuga la casa real y la
revolución misma entran en un período de profunda turbulencia. Antes de ella
todos eran monárquicos, el pueblo, los líderes y la asamblea, pero ahora ya se
oyen vivas a la república.

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El hermano del rey, el conde de Artois se proclama regente desde Bruselas.
Luis XVI y María Antonieta se sienten forzados a aceptar una constitución
que íntimamente detestan, pero no tienen opción diferente, solo la de ganar un
poco de tiempo para encontrar otro desenlace diferente al ahora bastante
previsible de una muerte indigna. Los girondinos también han dado la espalda
a la monarquía y se inclinan por la república. Luis XVI y María Antonieta
saben que solo una intervención armada de las otras monarquías podría
salvarlos. Y el pueblo, aunque esa correspondencia del rey sea muy secreta,
intuye que ese es el pensamiento y el norte de su casa real.

La Asamblea Nacional seguía debatiendo sobre la constitución. Se redactó y


se integró a ella un punto que decía: ¨ La nación francesa renuncia a
emprender toda guerra con miras a conquistas ¨.
Era un propósito ideal pero manifiestamente ingenuo; fue considerado en las
cortes europeas como una confesión de la desorganización y la incapacidad
militar de Francia. La situación del país era realmente muy complicada: al
interior, rebeldías y sublevaciones, de las cuales las más amenazantes eran la
de la Vandea y la de Lyon. Los girondinos habían deseado la guerra y ahora
tenían a toda Europa frente a ellos. Pero pocos confiaban en que el carácter
tibio y la mano vacilante de estos fuera la adecuada para enfrentar una guerra
a muerte con los ejércitos y las cortes más poderosas de Europa. Los más
exaltados de los jacobinos, en este momento Dantón, Marat y Robespierre,
lograron expulsar a los girondinos de la vanguardia de la revolución y los
llamaron ¨ traidores ¨. El descontento crecía, sesenta departamentos de los
ochenta y tres de Francia estaban sublevados y el país sitiado por invasores
que se aprestaban a descuartizarlo. Entonces la Convención, a instancia de
Dantón y Robespierre, instauró el Comité de Salvación Pública.

Llega la guerra

Dantón era republicano, pensaba, sin embargo, que un gobierno centralizado y


fuerte era indispensable para salvar al país y a la revolución. La anarquía del
ejército ya había permitido la primera derrota a manos de los austríacos.
También Prusia y Rusia convocaban a la guerra. Inglaterra había tomado a
Toulon y España invadía desde el sur, mientras la nobleza estimulaba y
ayudaba a los insurrectos de la Vendée. Los alimentos escaseaban y la
inflación hacía cada día más dura la sobrevivencia de las clases pobres.
Estaban en juego no solo la revolución sino la existencia misma de Francia,

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ahora que los ejércitos de Europa se preparaban para descuartizar el país que,
dada su anarquía, parecía una presa fácil.
El remedio para tan compleja realidad tenía que ser radical. En julio la
asamblea declara a ¨ la patria en peligro ¨. Sans - cullotes, cordeleros y
jacobinos se hacen al control del ala izquierda de la revolución y estalla una
guerra entre revolucionarios y contras.
Dantón, con sus cordeleros dio un golpe de estado, cambió la Comuna
Constituyente por la Comuna Revolucionaria y se hizo al poder. Pronto
comenzó la preparación para la guerra. Robespierre cambia el orden
constitucional por el orden revolucionario que implica la protección a sus
seguidores y la muerte a los que tilda de enemigos. Se instituyen los Comités
de Seguridad y el de Salud Pública.
El 25 de julio de 1792, cuando más exaltados están los ánimos, llega el
Manifiesto del duque de Brunswick que amenaza con restaurar el Antiguo
Régimen, con ejecutar a cualquiera que opusiera resistencia a esta medida y
con la destrucción de París. El manifiesto fue tomado como un desafío a la
revolución y aceleró los preparativos para enfrentar la inminente guerra. En
respuesta al Manifiesto de Brunswick los rebeldes se insurreccionan en París,
invaden las Tullerías y deponen la monarquía. En este episodio, como en la
toma de la Bastilla y en la manifestación de la mujeres en Versalles, está entre
los activistas, Teroigne de Mericourt, pionera del feminismo en Europa.
Ahora todos los recursos del país, humanos y materiales, se disponen para su
defensa.
Los revolucionarios en un alarde de creatividad inventan el estado de
excepción, la guerra total, la leva en masa para el ejército. El comisionado por
el comité de Salud Pública para la guerra, Lazare Carnot, se mostró como un
organizador de altísima eficiencia. Dantón, Robespierre y Carnot trabajando
en perfecta coordinación convirtieron al ejército vergonzosamente derrotado
en la frontera belga en la terrible máquina de guerra que en los siguientes
veintitrés años sometió a Europa.

La era del terror

Pero antes de esa notable hazaña habían tenido que vencer la resistencia
interna y esa parte de la historia no solo es polémica sino también
profundamente perturbadora. El símbolo de ese período es la guillotina y su
nombre histórico: el reinado del terror.
La amenaza une a los revolucionarios, tan propensos a dividirse, de clubes,
secciones y comités contra la monarquía a la que perciben como apoyada por

61
los enemigos de Francia. Fundan una Comuna insurreccional que se opondrá a
la contrarrevolución y que pide la sustitución de la asamblea por una
Convención Nacional. La ferocidad de la violencia desatada no tiene límites;
Mandar, comandante de la Guardia nacional, es destituido por la Comuna y, a
la salida del salón del juicio, es linchado, decapitado y desmembrado. La
Guarda suiza del rey ha sido diezmada en el ataque a las Tullerías y los
revolucionarios del 89 han sido apartados, un La Fayette por ejemplo, y
reemplazados por líderes más radicales. Se da paso a un período épico y
trágico a la vez de la revolución en el que la violencia extrema tiene la
palabra.
Los conductores de la revolución están en la Comuna: Danton, Robespierre,
Petion, Tallien, Chaumette y han decretado que todos los hombres vivan bajo
un solo y mismo título: ciudadanos. Llevan a la familia real al Temple y el 13
de agosto crean el primer Tribunal Revolucionario. Ha dado la revolución
unos pasos más allá que en 1789. El Tribunal en manos de seguidores de
Robespierre se desboca a llevar gente a la guillotina. Hay roces y hasta una
lucha larvada entre la asamblea, ahora en manos de los girondinos, y la
Comuna. Entre el 3 y el 6 de septiembre, grupos no bien identificados,
ingresan a las cárceles y asesinan centenares de presos, en su mayoría
sacerdotes refractarios y nobles. El horror llega a tales niveles que los grupos
de asesinos, muy probablemente de sans culottes, pierden el apoyo de la
Comuna. Robespierre, el incorruptible, el amo del extremismo, justifica los
asesinatos con una pregunta retórica: ¿acaso queríais la revolución sin la
revolución? Muchísimos años después, en septiembre de 1917, unos días
antes de la revolución de octubre en Rusia, exaltaba Lenin en su texto de El
Estado y la Revolución: ¨ La necesidad de educar sistemáticamente a las
masas en esta, precisamente en esta idea de la revolución violenta, constituye
la base de toda la doctrina de Marx y Engels.¨
El odio al adversario alimentado día tras día se ha llevado a tales niveles que
se renuncia a verlo como humano. Los mismos hombres que han declarado
Los Derechos del Hombre han decretado un estado de excepción que hace
caso omiso de ellos.
La asamblea se disuelve y la sucede la Convención. Esta procesa al rey y le
condena a muerte. El 21 de enero del 93 es ejecutado. Aunque muchos lo
justifican como un acto político aplicado a un hombre de estado por otros
hombres de estado también hay muchos que ven allí un exceso que alimenta la
violencia. Dos siglos después Camus dirá que fue: ¨ el asesinato público de un
hombre débil y bueno¨ . Esta ejecución acelera la guerra con las monarquías
vecinas. Se declara fuera de la ley a quien quiera que esté con la

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contrarrevolución. Los que estén fuera de la ley, dicen, se pueden ejecutar sin
proceso judicial alguno.
El 6 de abril del 93 se crea el Comité de Salvación Pública. Como el país se
prepara para enfrentar a prácticamente toda Europa se proponen dominar
primero, al costo que sea necesario, la insurrección interna. Sesenta de los
ochenta y tres departamentos del país están en rebeldía, con la Vendée, Lyon,
Nimes y Marsella a la cabeza. El miedo a ser aniquilados apareció en la
Asamblea y se contagió a las masas populares. Pero esas mismas masas
fungían como una amenaza permanente y temida por diputados y
constituyentes. La izquierda se apoyó en la violencia de las masas que los
elevó al poder aunque ellas los podrían llevar también a la más humillante
derrota. Para controlar las pasiones desbocadas se habían creado, con amplias
atribuciones, el Comité de Salvación Pública y el Tribunal Revolucionario
donde los primeros ajusticiados eran miembros del mismo movimiento que
pretendían llevar a extremos los desacuerdos internos poniendo en peligro la
subsistencia de las clases populares y el avituallamiento del ejército. Los
instintos vigorosamente igualitarios de los sans culottes arrastraban la
revolución por un camino de canibalismo y de fracturas incompatible con la
urgencia de consolidar una unión de izquierda lo más amplia posible, por lo
que fueron llamados al orden. El 23 de agosto se ordena la leva en masa para
formar el ejército que defendería el país y la revolución.
Se dictó la ¨ ley de sospechosos ¨ y llegó el frenesí sanguinario de los
extremistas: las prisiones se llenaron, la guillotina no daba abasto. Una
economía de guerra garantizaba el abasto de las ciudades y la intendencia
militar. La justicia era tan expedita que había desechado todo tipo de recursos
para los imputados; una acusación y un ajusticiamiento eran en la práctica
sinónimos. Muchos acusados, incluso algunos de tal valía como Condorcet,
optaron por el suicidio antes de la parodia de juicio. En Lyon, bajo la
autoridad de Fouché, eran tantos los condenados que se recurrió al
ametrallamiento que era más rápido que la guillotina. En Nantes se cargaba a
los acusados en una barcaza y se les hundía en el centro del Loira.
A finales del 93 se había derrotado la insurrección girondina, se recuperó
Toulon de los ingleses y los vadeanos, con un saldo de unos cuarenta mil
muertos, habían sido aniquilados.
La particularidad del terror en la revolución francesa fue su legalización: ¨
Hay que salvar al Estado, sea como sea, y lo único inconstitucional es
aquello que pueda arruinarlo ¨ decía el 29 de julio del 92 Robespierre. Otro
de los inspiradores del terrorismo del Estado había sido Marat: ¨ Se ha de
establecer la libertad por la violencia, y ha llegado el momento de organizar
momentáneamente el despotismo de la libertad para aplastar el despotismo

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de los reyes ¨. No hay que escarbar demasiado para encontrar la raíz de estas
expresiones en El Príncipe de Maquiavelo cuando habla de la libertad y la
conformación de Italia.
Robespierre, el incorruptible, por su parte, juzgaba indispensable el terror para
salvar la república y la revolución.
El Club de los Cordeleros, que fundó Dantón y al que había llevado a ser la
vanguardia de los descontentos, terminó siendo más radical que el de los
jacobinos. Allí estaban Desmoulins, el instigador de la toma de la Bastilla, y
Marat, el amigo del pueblo, como se llamaba a sí mismo, de fogoneros del
descontento social. Dantón fue el artífice del asalto al palacio de las Tullerías
y la caída de la monarquía, el 10 de agosto del 92. Apenas caída la monarquía
la Asamblea nombró un Consejo Directivo que quedó en manos de Danton.
Ahora, casi repentinamente, de agitador revolucionario se transmuta en
hombre de estado. Lima asperezas entre las instituciones revolucionarias,
galvaniza a la juventud y al ejército en defensa de la patria, se preocupa por la
logística de los soldados. A mediados de septiembre se dicta la ley de
sospechosos, consideran, ellos que son abogados, que no hay tiempo
suficiente para derrochar en legalismos, en apelaciones, en los enredos que
saben promover los picapleitos.
En diciembre del 93 un decreto dio amplios poderes a los comités de
Salvación Pública que se convirtieron en el centro del poder autoritario de la
revolución.
En estos días del terror se introdujo el sistema métrico, se suprimió la
esclavitud en las colonias, pero el terror espontáneo y anárquico del principio
se comienza a institucionalizar con leyes y decretos que negaban todas las
normas y conquistas de la propia revolución. Hacia finales de este mes se
había sofocado la insurrección girondina, se había recuperado Toulon de los
ingleses y los vadeaos habían sido derrotados definitivamente en la batalla de
Mans.
Dirimidas las contiendas nacionales con la contrarrevolución ahora se
desarrollaría la lucha por el predominio dentro del movimiento. Dantón, recién
casado después de la muerte de su primera esposa, se ausentó durante meses
de París y le abrió así campo a Robespierre para que intrigase contra él y diera
el primer golpe: desalojó a Dantón y a sus amigos del Comité de Salvación
Pública y ocupó los puestos claves con sus propios amigos. El intento de
Dantón de controlar las condenas a muerte y la ya excesiva violencia de la
revolución le había valido el mote de ¨moderador ¨, que implicaba para sus
adversarios cierta connotación de convivencia con el Antiguo Régimen. Se
reafirmaron en sus sospechas cuando Danton lamentó la muerte de la reina y

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la de los girondinos. Empujaba a sus amigos en favor de la clemencia para
facilitar la unión del país contra los ejércitos invasores.
Robespierre estaba decidido a continuar alimentando con
contrarrevolucionarios y, si lo consideraba necesario, con sus propios
compañeros la guillotina. Quería el poder supremo y tenía en la mira a
Dantón.
El 2 de abril del 94 Danton, Desmoulins y otros de sus seguidores fueron
arrestados. Se les acusó de indulgentes, se les negó el derecho a la defensa y
fueron llevados el 9 de abril, en la funesta carreta a su cita con Madame
Louisette, como llamaban a la guillotina.

¿Quién era Robespierre? Para no desentonar era, como muchos de los líderes
del movimiento, un abogado mas bien fracasado en juzgados y tribunales, y
como tantos otros, también de un pueblo de la provincia, de Arrás. Se había
creado la fama de ¨ incorruptible ¨, y detestaba los compromisos, la tolerancia
y la moderación. Daba sus golpes por sorpresa y su ardid favorito era el
disimulo. Así cazó a Dantón y así, sin darse cuenta, preparó su propio camino
al cadalso.
Las primeras arbitrariedades de la época de terror las justificó Robespierre
diciendo: ¨ Si los enemigos de la revolución impiden la actuación del orden
constitucional, la protección del país debe ser tomada por el orden
revolucionario ¨.
Los encargados de ejecutar ese orden eran los delegados de la Convención en
las provincias y en la capital. Collot de Herbois y Fouché en Lyon entre
octubre del 93 y abril del 94 decretan cerca de dos mil ejecuciones. En Angers
un tribunal militar condena a muerte a dos mil mujeres que, además, sufren
violencia sexual. En general todos los representantes en misión de la
Convención fueron proveedores de prisiones y de la guillotina. Barras en
Marsella, Tallien en Burdeos, el nombrado Fouché en Lyon. El 26 de abril del
94, treinta y cinco personas, entre ellas diez y siete mujeres jóvenes son
asesinadas por el Comité de Salvación Pública por haber ofrecido alguna
bebida a los invasores austríacos.
Hombres con crédito de moderados, como Barere, se ven llevados a su pesar a
una violencia extrema para escapar ellos mismos a la amenazante guillotina.
Varios generales del ejército que no dieron el rendimiento esperado fueron
condenados a muerte. Uno de los delitos que se imputó a Dantón y a sus
amigos, quizás el que más pesó en su condena, fue el citado de ¨ indulgencia ¨
que en el argot impuesto por Robespierre era un crimen contra la patria. Se les
negó el derecho a la defensa, por orden del incorruptible estaban condenados
antes de ser juzgados.

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Y, sin embargo, ¡que dolorosa paradoja!!,fueron estos hombres del terror los
que protegieron a Francia y a la revolución de la liga de enfurecidos monarcas
que la asediaban.
Este es el cuadro de luz y de sombras de la revolución que, en manos de los
sans culottes, se ha vuelto contra sí misma para dejar sin rivales a los Comités,
representantes de la democracia directa.

Los Sans Culottes

A diferencia de la imagen que se ha trazado en muchos relatos de la


revolución francesa, los sans culottes no eran ni indigentes ni anarquistas y
revoltosos analfabetos de la plebe. La imprecisión tal vez tenga que ver con su
nombre: sans culottes (sin calzones) que asociamos con nuestro
¨descamisados¨ . Pero no. Los aristócratas vestían un calzón corto bombacho y
los sans culottes vestían pantalón largo. Entonces, su vestimenta era el primer
signo de oposición a las clases privilegiadas. Usaban el gorro rojo y la
escarapela tricolor, símbolos de libertad. La sansculotería comenzó a formarse
en 1792 y fue oposición total a la aristocracia y, en muchas ocasiones, a la
burguesía o a las mismas instituciones de la revolución cuando consideraban
que eran débiles o cobardes. Eran artesanos, oficiales, pequeños empresarios
y un buen número de modestos letrados de pueblos de provincia y de los
barrios o secciones de París. Como muchos hombres y mujeres del pueblo
raso estaban profundamente imbuidos de las doctrinas de la Ilustración, que
les llegaba por periódicos, panfletos y por activistas que pululaban en la
ciudad.
El sans culotte es un mínimo pequeño burgués sin mayor capacidad
económica pero armado ideológicamente como ilustrado y moralmente como
un estoico romano que cree firmemente que la austeridad es la libertad y la
autonomía y que la asociación con otros de su condición, es decir, la
fraternidad, les dará la fuerza para librarse de despotismos. Sus
preocupaciones materiales son el alquiler de su habitación, pan, carne y vino,
y la tarea política empujar la revolución a imponer una sociedad igualitaria.
Lo que parece asombroso es que en una época en la que poca gente sabe leer y
escribir, en la que la imprenta es un privilegio para estudiosos, puedan estar
tan embebidos en doctrinas de libertad, de igualdad y de dignidad, que hasta
entonces eran exclusividad de las clases altas de la burguesía. Rousseau era
una de sus deidades,
D ´Alambert y Voltaire no les eran desconocidos. ¿Cómo lo hacían? En las
secciones de París, en las calles, en los bulevares, en los cafés, algunos

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agitadores leían para el público periódicos y panfletos, se escuchaban
discursos y se participaba en debates que introducían a este ¨ menú peuple¨ en
la política. Poco a poco se hacen a la idea de que es la clase popular la que
debe ejercer soberanía y de que las leyes solo son legítimas cuando son hechas
por el pueblo o cuentan con su consentimiento. Amparados en estas ideas
defenderán, incluso contra la Asamblea Constituyente, sus asambleas
comunales. Es precisamente la adhesión de la masa a las ideas, doctrinas,
amores y odios de la Ilustración, la que dio coherencia al movimiento de
rebeldía, que no tuvo una dirección planificada, ni líderes intocables durante
todo el proceso.
Predicaban la democracia directa y, por tanto, su competencia para dictar
leyes y para hacerlas cumplir, como antes habían hecho aristócratas y clérigos.
Basados en la inapelable ¨ voluntad popular ¨ pretendían ejercer el poder
total; no conocían o no hacían caso de Montesquieu. Entendían por soberanía
popular el control y revocabilidad de los cargos públicos y reclamaron el
sufragio universal. Por eso presionaron en el Consejo General de la Comuna
de París, que los electores en la asamblea debían votar en voz alta, en
presencia del pueblo y que sus miembros debían ser fieles al mandato
recibido.
Ninguno de los políticos oportunistas de la revolución, como Talleyrand,
Fouché, Vergniaud, jefe de los girondinos, pudo en el juicio del rey Luis XVI
eludir esas dos cruciales y comprometedoras palabras: la mort (la muerte), que
los marcarían para siempre como regicidas. En la afueras los sans culottes, los
jacobinos, los cordeleros, los batallones callejeros de la rebelión, cercan con
miles de soldados el tribunal, listos a castigar cualquier voto de clemencia.
Esta es una circunstancia específica de la revolución francesa, no son siempre
los líderes quienes imponen la política a seguir sino con mucha frecuencia las
masas soliviantadas, las que dictan el itinerario del movimiento.
Cuando la reacción del Antiguo Régimen era muy fuerte, como cuando el rey
convocó al ejército, destituyó la Asamblea y sitió a París, las protestas
campesinas se unían a las urbanas y restablecían el apabullante predominio
revolucionario. Con ocasión del Manifiesto del duque de Brunswick las masas
marcharon sobre las Tullerías, masacraron la guardia real, descuartizaron las
víctimas y pasearon por la ciudad en picas sus cabezas. Fueron ellos quienes
pasaron de la demanda de una monarquía constitucional a la exigencia de una
república democrática.
Son también ellos los que en primera línea, con la acertada dirección de
Dantón y la impecable logística de Lazare Carnot, hacen frente a la
insurrección interna y a la invasión extranjera, aun después de una derrota en

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Longwy y el sitio de Verdún. Son los que durante un tiempo tan largo, tres o
cuatro años, han atizado el fuego de la revolución.
Los sans culottes eran hombres de convicción y tenían una moral a la medida
de su carácter. Amaban la igualdad por encima de cualquier otro valor y
despreciaban la ostentación y el boato de los potentados. Eran hombres de
lucha, no amargados. Cuando enfrentaron a los acaparadores de alimentos
mostraron su amor por el vino: ¨ Si no se controla a los especuladores con el
vino, - decían - tomaremos agua como los patos, lo que es un suplicio solo
merecido por los aristócratas¨.
Eran audaces y persistentes, valientes e implacables con el enemigo. Podían
perpetrar los más terribles crímenes con la serena conciencia del creyente
religioso. Con su pica en la mano, su pantalón largo y su gorra roja,
levantémosle una escultura de a pie, al menos literaria, a este luchador, bizarro
y obstinado, por la libertad y por la igualdad entre los hombres.
Cometieron errores, asesinatos y despojos; pero es a ellos a quienes debemos
logros de tipo social y político que hoy son parte inalienable del sistema
democrático.

El papel de la violencia en la lucha política

Es oportuno hacer una oportuna y corta reflexión sobre la violencia como


herramienta política.
¿De dónde salieron los métodos de coacción, de sometimiento y terror, crueles
e inhumanos, de los comités de seguridad? No fueron un invento original de la
revolución, fueron copias, reproducciones y reformas de los procedimientos
que durante siglos usaron los hombres y las clases poderosas para someter al
pueblo. Hay que recordar que solo hasta 1787 fueron abolidas en Francia las
prácticas oficiales de tortura. Muchos de los actuales insurrectos habían
sufrido en carne propia los vejámenes y las arbitrariedades del Antiguo
Régimen y habían entrado a las cárceles, a las salas de tortura y a las
mazmorras por un ucase de la monarquía.
Se han hecho avances decisivos en contra del Antiguo Régimen que favorecen
a la mayoría del pueblo y, lo entienden, solo podrán ser preservados por la
violencia, pero la alternativa era regresar a las condiciones de injusticia, de
miseria y de indignidad anteriores a 1789 y eso era inaceptable para los
revolucionarios, cualquiera fuera el costo de la victoria. Con la experiencia
cercana de todos los países vecinos afilando sus puñales para descuartizar a
Francia porque quería renunciar a anexiones por la violencia, era
relativamente lógico deducir para la lucha interna que el débil no debe

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retroceder ante el uso de medios extremos si quiere impedir que el más fuerte
lo considere incapaz de defenderse.
Puestos entre las traiciones de la casa real, proclive a unir esfuerzos con las
monarquías vecinas para aniquilar la revolución, y la parálisis de la Asamblea,
fragmentada en diversos sectores imposibles de poner de acuerdo, los
revolucionarios hicieron de lado la constitución y forjaron las herramientas
para una lucha sin cuartel por la supervivencia de las conquistas logradas hasta
el momento. Danton, a sabiendas de que solo representaba a una minoría
republicana, se propuso combatir sin cuartel y sin escrúpulos a los partidarios
de la monarquía y del Antiguo Régimen. Esta era su opinión: ¨ En el duelo
entre la libertad y la esclavitud y entre la cruel alternativa entre una derrota
mil veces más sangrienta que nuestra victoria, llevar la revolución más allá
de lo que es debido encierra menos peligro que retroceder; ante todo, es
preciso asegurar a la república el campo de batalla ¨
He considerado, desde hace tiempo, que la conocida afirmación de que ¨ la
guerra es la continuación de la política por otros medios¨,
estaría más de acuerdo con la historia y con la realidad si se enunciase del
revés: ¨ la política es la continuación de la guerra por otros medios¨. El
predominio de la razón, el salto del instinto a la cultura es, y debe ser, el
método humano de tratar los desacuerdos.
¿Por qué? Por la sencilla razón de que con seguridad lo primero fue la
agresión como medio de dirimir conflictos entre humanos y solo la
experiencia y la prudencia idearon métodos más pacíficos de encontrar
solución a los problemas que presentaba la convivencia con propios o con
extraños. Sin embargo, hay ocasiones en que solo la violencia es capaz de
detener la violencia y esta era una de ellas.
Tengo la profunda convicción de que todo derecho o privilegio tiene su
asiento en la fuerza y que esta fuerza en muchos casos, por eludir la expresión
¨en todos los casos¨, se ha manifestado como engaño o como violencia.
No se sometieron mil años los campesinos europeos a la servidumbre, al
hambre, a la fatiga y la miseria por gusto. Sobre ellos pesaba un aparato de
represión, leyes, ejércitos, bandidos, que se ocupaban de que nunca pudieran
liberarse de las terribles cadenas.
No vinieron por su voluntad del África hasta América los negros a ser
esclavizados, ni los nativos americanos entregaron su tierra a los invasores
como gracioso obsequio. No son ellos quienes, en una apología del crimen,
levantaron estatuas a Cortés y a Pizarro.
¿Fue, acaso, sin despojo, sin asesinatos, sin terror, como se instauraron tales
prácticas en América?

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Ese mismo aparato pretendió someter a la burguesía emergente con el viejo
sistema de los gremios, las corporaciones, los estamentos sociales rígidamente
compartimentados. Pero esta clase había tenido acceso, en sus actividades
comerciales, al conocimiento del mundo, a la educación, a la riqueza, a las
armas y no estaba dispuesta a ser la esclava de los parásitos de la monarquía y
de las Cortes. Quería libertad para sus empresas, quería control al poder
arbitrario de los reyes, quería seguridad para sus propiedades.
¿Se podía conseguir la aceptación por los beneficiarios del sistema de tales
demandas por la vía de las respetuosas solicitudes?
La violencia, el terror y el crimen, son siempre un fracaso de la humanidad,
pero son muchísimo menos justificables cuando se usan para someter y para
esclavizar a los hombres que cuando su función es liberarlos de la injusticia.
Las matanzas, expropiaciones y asaltos eran una advertencia de que la
revolución no se detendría ante nada para salvar sus conquistas. ¿Podrían la
revolución y Francia haber hallado salvación de su exterminio en la crítica
situación de 1793 por otro medio diferente al de esa radical violencia del
reinado del terror?
Desde los tiempos mismos de la Revolución Francesa se la ha tachado de
haber sido un fracaso por políticos e intelectuales, como Edmund Burke, De
Maistre o el mismo Ortega y Gasset. En gracia de discusión aceptémoslo. Fue,
sin embargo, un fracaso tan glorioso y de tanto valor para la humanidad como
ese otro soberbio fracaso, el de Espartaco en la Roma republicana.
¿No es terrible y vergonzoso que solo con las armas y el terror se pueda
arrancar de potentados y clases ociosas un poco de dignidad?

La reacción de Termidor

Ya vimos que Dantón, del mismo modo que Mirabeau, pretendió controlar la
exaltación, el frenesí sanguinario de la revolución y que esa indulgente
pretensión le costó la vida. Robespierre se cree lo suficientemente fuerte para
seguir empujando por ese derrotero, pero como ha hecho enemigos se le
complica la situación. Fouché, el genio tenebroso como lo llamó Sweig, es
uno de ellos y en las noches sale de su escondite a organizar el golpe que les
librará de la mortal amenaza. Sirve de mediador entre los disgustados,
exacerba los temores de los asustados, ofrece apetitoso cebo a los codiciosos,
intriga, coordina a todos los que saben que Robespierre no tendrá compasión
con nadie y que la carreta del verdugo está lista para el último viaje. ¨ Si él no

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muere, moriréis vosotros ¨, les decía; y se afanaba en visitar a un nuevo
diputado.
Tallien, enamorado de Therese Cabarrús, ya condenada a muerte, recibe de
ella la demanda de una acción por su vida, pero todos temían a Robespierre, el
inspirador del terror, el inflexible ideólogo, el despiadado amo del Comité de
Salvación Pública que había llevado al cadalso a Dantón y a sus amigos. Era
el dictador de la virtud. Para halagarle el Comité de Seguridad General cerraba
las casas de lenocinio y guillotinaba las cortesanas. Casi toda la Convención
temblaba ante su sola presencia.
Se obró el milagro: Tallien, por amor, sacó fuerzas de su debilidad y en la
tribuna de la Convención grita que Robespierre es un nuevo Cromwell y que
él, Tallien, viene armado de puñal para el caso de que la Convención sea
incapaz de condenarlo. Todos se abatieron sobre el, hasta ayer, intocable amo,
se decretó el arresto de Robespierre y de sus ayudantes y amigos Saint Just y
Couthon.
A las cuatro de la tarde del mismo día, 27 de julio del 94, fueron llevados en la
carreta, que habían preparado para sus adversarios, a la terrible cita con la
cuchilla.
Apenas degollado Robespierre y exterminados 80 o más miembros de la
Comuna, los burgueses que habían luchado contra los privilegios de la
nobleza, se apropiaron de los mismos privilegios como suyos. Anularon el
sufragio universal de la Constitución del 93, eludieron toda representación
popular en la administración y monopolizaron todos los resortes del poder. Se
restableció el culto católico, se clausuraron clubes y secciones, y un político
chaquetero, Barras, que había sido conde y jacobino, que envió a Luis XVI y
también a Robespierre al cadalso, era el dueño del poder ejecutivo.
Talleyrand, que había sido condenado a muerte por la Convención en el 92,
fue nombrado ministro de relaciones exteriores; Fouché, señor de las
penumbras y de las intrigas, fue ministro de policía; Tallien, el enamorado de
Nuestra Señora de Termidor, hizo dupla política con Barras. Era tal su
cercanía, dicen, que compartían su devoción por la misma santa.
Ahora la reacción termidoriana, que necesita calmar las aguas revolucionarias,
rechaza no solo el izquierdismo revolucionario sino también las pretensiones
de nobles y aristócratas de regresar la rueda del poder hasta el Antiguo
Régimen. No pueden arriesgar que un nuevo rey, un Luis XVIII, los llame a
cuentas por regicidas.
Termidor derogó la ley de sospechosos, solo se podía encarcelar por delitos
específicos, y el Tribunal Revolucionario solo podía condenar con pruebas
fehacientes.

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Pero cuando las victorias sucedieron a los fracasos, dentro y fuera del país,
¿cuál era la excusa para seguir asesinando sin fórmula de juicio a quien quiera
que opinase diferente al Comité de Salvación Pública? Si, en un principio, los
visitantes de prisiones y de la guillotina eran los potentados del Antiguo
Régimen, ahora, después de la ejecución de Robespierre, eran los campesinos,
tenderos, artesanos y gentes humildes del pueblo quienes tomaban la lúgubre
carreta acusados, en delaciones pagas, de ser enemigos de la revolución.
Robespierre fue para todos sus contemporáneos el justificador y el responsable
máximo del terror, y cuando su cabeza cayó en el cesto, miles de hombres y
mujeres de todas las clases sociales respiraron con alivio. La Convención que
conformada por terroristas y sectarios pretendía continuar con su tarea de
depuración supo con sorpresa que con la muerte de Robespierre miles de
franceses daban por terminada la época del terror. Algunos, los más sectarios,
se resisten a abandonar la ciénaga de sangre en la que estaban hundidos, otros
más perspicaces y acomodaticios, como Fouché, Tallien, Freron, desechan
sus ropajes tintos de sangre y visten la nueva casaca de la moderación, del
derecho, de la seguridad de la vida. Condenan, y es alucinante oírlos, los
excesos de los terroristas y asesinos del pueblo. No eran otros, eran ellos
mismos, que en todo ese doloroso y angustiante periplo, solo ansiaban una
cosa: sobrevivir.
Adquirían un valor especial en la Convención los diputados del Centro, esas ¨
ranas del pantano ¨, que miméticas y empequeñecidas se habían hecho
invisibles a sus adversarios. Demasiado tiempo silenciosos y cobardes habían
permitido sin un murmullo siquiera la condena de miles de compatriotas de
todas las clases sociales, incluso de compañeros, pero ahora, con trescientos
diputados y el poder al alcance de sus manos se dispusieron a cobrar con
sangre y con terror los temores de antaño. El miedo ha cambiado de bando y
los verdugos también.

En solo París hubo siete mil prisioneros que libres del temor a la guillotina
volvieron a las calles y miles de otros que, escondidos durante el terror,
regresaban a sus ocupaciones. Todos, como escapados de una catástrofe, se
miraban y se asombraban de estar vivos. No encontraban un modo
suficientemente digno de agradecer a sus salvadores.
Los termidorianos eran los mismos que habían seguido a Robespierre y que a
sus órdenes habían bañado en sangre las ciudades del país. Cuando se
sintieron amenazados por él, también le asesinaron para evitarse para sí
mismos el viaje en la temible carreta. Un ajuste de cuentas familiar.
Dos nobles renegados, Freron y Barras, libertinos, venales, asesinos, y un
plebeyo de las mismas condiciones, Tallien, son los nuevos amos de la

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Convención y del terror blanco que se ceba en sus antiguos camaradas como
forma de ganar la confianza de una Convención profundamente reaccionaria.
El programa de esta, bastante ambicioso para el tipo de hombres que la
manejan, era desandar el camino que la revolución había hecho desde 1792.
Negociaban con los Borbones su regreso al trono. El conde de Lille, hermano
de Luis XVI, apenas ejecutado este se declaró regente desde la cómoda
seguridad del exilio, y muerto el joven hijo del rey y María Antonieta en
prisión, se declaró monarca bajo el nombre de Luis XVIII. Todos esperaban
con ansia el pronunciamiento del nuevo rey. Efectivamente poco después
llegó su manifiesto: prometía restaurar del todo el Antiguo Régimen, retomar
toda la riqueza y privilegios de los que se les había desposeído y castigar
ejemplarmente a los regicidas y a quienes hubiesen ofendido a los monarcas.
Los trescientos convencionistas que amenazados por Robespierre resolvieron
el problema llevándolo a la guillotina, ahora amenazados por el auto
proclamado Luis XVIII, se retractarán de apoyar la monarquía y se
resguardarán otra vez en la república. No soportan el extremismo jacobino,
pero tampoco desean regresar al Antiguo Régimen. ¿Responder por los
crímenes? Menos. ¿Cuáles crímenes? Eran exigencias de la lucha política,
contestaban.
Para mayor seguridad imponen con más vigor su despotismo sobre el país.
Anularon el sufragio universal, eludieron toda representación popular en la
administración y montaron un sistema en el que todos los resortes del poder
estaban en sus manos.
Lo último que hicieron fue poner a un paso del poder al general Bonaparte y
este, hijo de la revolución, no destejió el laborioso gobelino que habían
trabajado los insurrectos sino que, adueñado de Europa, lo expandió por toda
su geografía en sus códigos y en sus leyes.
En resumen, la revolución francesa fue el drama político, social y humano que
dio vida al Estado moderno. Hecho por hombres lleva la impronta de sus
anhelos, de sus prejuicios, de su coraje y, muy evidente, el de sus pasiones.

La independencia americana y la revolución francesa

El 4 de julio de 1776 los norteamericanos declararon la independencia del país


de la corona británica y se dio comienzo a una guerra entre las dos naciones
que duró seis años. Como Francia también era adversaria de Inglaterra ayudó
a los rebeldes americanos. Algunos franceses, el más prominente La Fayette,

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se alistaron con los insurrectos y el tesoro francés colaboró con grandes sumas
de dinero. Al término de la guerra Inglaterra estaba sin la mayor de sus
colonias, Francia quebrada y en vísperas de la revolución y Estados Unidos,
fuerte y luminoso, como faro de la democracia universal.
Hubo personajes, como el citado marqués de La Fayette, Tom Paine,
Benjamín Franklin y el mismo Jefferson que conocieron de cerca ambas
revoluciones. Había entre ellas, sin embargo, amplias diferencias. Para
empezar Estados Unidos era un país enorme con relativamente pocos
habitantes, todo el que quería trabajar tenía un mundo a su disposición. No
existían estructuras feudales de la tierra, ni había hambre, ni nobleza. El
espíritu de igualdad era parte del carácter de la nueva nación que, por motivos
religiosos, políticos o económicos, se había formado a miles de millas de la
madre patria. Benjamin Franklin, que fue embajador de Estados Unidos en
Francia decía que: ¨ De los veinte millones de franceses opino que diecinueve
viven en peores condiciones que los más miserables entre nosotros¨.
No había en América , pues, espacio político para sans culottes, para
cordeleros o jacobinos. En esta insurrección las masas se limitaron a cumplir
el papel que una dirigencia aristocrática les asignaba.
En segundo término, el movimiento fue liderado con rigor desde un principio
por las élites económicas del país que hicieron de la Declaración de
Independencia el marco ideal de anhelos de una nación que, desligada de la
monarquía inglesa, proclamaba por primera vez en la historia la soberanía del
pueblo, principio fundamental del Estado moderno. Era un texto
revolucionario para legitimar el proceso de insurrección.
La Constitución fue otra cosa. Redactada por cincuenta y cinco hombres,
comerciantes, hacendados esclavistas y abogados, se limitó a proteger sus
intereses de clase, pero la iniciaron con las palabras engañosas: ¨ Nosotros, el
pueblo¨ , aunque en realidad habían excluido a la mitad de la población. Los
negros, continuaron en su esclavitud, los nativos inmersos en el proceso de
aniquilamiento anterior, las mujeres, en acuerdo con todas las iglesias, en la
exclusión de su ciudadanía y de su dignidad, y los blancos pobres en sus
penurias. Esa Constitución garantizaba el dominio de la clase burguesa sobre
la nación. Es curioso constatar que en ninguno de los dos documentos, la
Declaración de Independencia y la Constitución, aparece la palabra
democracia en ninguna de sus acepciones. Al contrario de la democracia
jacobina, la americana no rinde cuentas, no es revocable y se desvincula de
sujeción a los mandantes. Habían inventado la democracia representativa que
desecha la participación popular activa y se resume en el derecho a depositar
un voto cada cierto tiempo.

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La democracia americana, y por extensión las demás, se asientan sobre el mito
de que el pueblo es la fuente de la ley.
La independencia americana fue una sublevación por autonomía, es decir, una
contienda política, la revolución francesa fue política, social y económica, por
cuanto el actor principal fueron las masas populares.

Consecuencias de la revolución

No es extraño preguntarse, ¿qué dejó la revolución para ocupar ese alto sitial
que ocupa en la historia? En alguna ocasión, cerca del segundo centenario del
suceso, le preguntaron a Zhou Enlai, primer ministro chino, cuál era el legado
de la Revolución Francesa y su escueta respuesta fue: Es demasiado pronto
para saberlo.
Eso no obsta para que tratemos de ver en la maraña de las versiones e
interpretaciones algunos corolarios de la épica contienda.

A mí se me ocurre que la primera y más visible inferencia es la constatación


de la arrolladora e imparable fuerza de las masas cuando han sido
soliviantadas. ¿A qué horas esos parroquianos de las picas y los garrotes se
convierten en ese temible batallón que se toma la Bastilla? No menos
asombrosa es la transformación de los asustadizos y siempre resignados
campesinos en guerreros que asaltan fortalezas, que incendian documentos
que los esclavizan, que se toman las propiedades y que fuerzan a la Asamblea
a legitimar ese feroz golpe contra un sistema que los había oprimido durante
diez siglos. Las mujeres armadas y en masa vociferante se traen a la familia
real de Versalles a París a que den la cara por sus responsabilidades. De
campesinos, de sans culottes y cordeleros, de jacobinos y vagamundos se hizo
un ejército que, en harapos, defendió a Francia de la invasión y que humilló la
arrogancia de reyes y generales de Europa entera. Esto no es poco para pasarlo
por alto.
Otra circunstancia que llama la atención es que ninguna de las clases está libre
de fragmentarse. Los nobles y el clero aportaron líderes intelectuales y
experimentados a los rebeldes y del seno del pueblo salieron soldados y
defensores del privilegio. La Fayette era marqués, Mirabeau, conde; Barras,
vizconde; Talleyrand, obispo, Sieyés, abad; Fouché era diácono y había sido
durante años estudiante y profesor en un seminario; Mauris, por el contrario,
obispo defensor del Antiguo Régimen y duro contendor de jacobinos y
girondinos, era hijo de un zapatero remendón.

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La revolución francesa no inventó al hombre masa pero fue la que puso en
evidencia sus aspiraciones y su fuerza. Al enfrentar el poder la revolución
amplió el espacio vital de los pueblos al mostrarles un horizonte de libertad,
de igualdad y de dignidad humanas como un sueño al alcance de sus manos.
Una valiosa conquista que se desprende de ese poder de la masa fue la de Los
Derechos del Hombre y del Ciudadano. Esta declaración tanto como la
constitución de 1791, eran la demarcación del ámbito de deberes y derechos
del individuo. Fue obra de la revolución esa soberanía del pueblo para crear y
para proscribir derechos y para defenderlos de quienes intentaran aniquilarlos.
Esta declaración se ha convertido en la espina dorsal del Estado de derecho
posterior. De la proclamada igualdad de los hombres ante la ley se desgajó
como lógica consecuencia el sufragio universal.
La revolución francesa fue pionera tanto en la aplicación de contenidos
ideológicos como en la invención de instituciones de guerra y de control
político. Que, además, como lo expuso Eric Hosbawm, exportó patrones de
acción para todo tipo de revoltosos. Para Lenin, por ejemplo, Robespierre y la
Comuna de París fueron referentes muy estimados en la Revolución rusa de
1917.
No estoy seguro de si es lícito o no deducir que no se consiguen derechos sino
por la fuerza y por la violencia, pero los hechos parecen atestiguarlo. Donde la
codicia impera en vano se invoca la razón.
Quedaron, además, iniciadas o bosquejadas las luchas para grandes sectores de
la población: para las mujeres, por ejemplo, que a pesar de su lucha y de su
sangre derramada fueron preteridas por la revolución. Olympia de Gouges
hizo su Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana que se
quedó en letra muerta. Theroigne de Mericourt lideró la multitud de mujeres
que trajeron de Versalles a París a la familia real. Si la mujer puede ir al
cadalso también debe poder ir a la tribuna, decían , pero con su muerte en la
guillotina la desmintieron. A pesar de su participación en la agitación y en las
protestas callejeras, en la toma de la Bastilla y de las Tullerías, fue maltratada
por los jacobinos y llevada a la demencia. La mujer no recibió el trato
igualitario que la izquierda pregonaba.

El asedio

Hablemos para terminar estos renglones de Colombia. La gran burguesía,


como Versalles en 1789, es un palacio asediado. Hay en unos pocos una
riqueza escandalosa y unas no menos escandalosas pobreza y miseria en

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millones de compatriotas. La opulencia de esos pocos se ha disparado a
niveles estrafalarios. Hay en este país no uno sino muchos Versalles, donde el
derroche y el jolgorio siguen día y noche sin que los invitados presientan el
mínimo peligro. Amparados por ejércitos, por iglesias, por leyes, por aparatos
de represión, por bandoleros de la peor laya, se sienten inmunes a la ira del
pueblo por sus privilegios, sus imposiciones y sus lujos.
Afuera una multitud infinita de hombres y mujeres sin techo, sin pan, sin
alegría y sin esperanza miran por la rendija de la televisión, de la radio, de las
revistas, de las redes sociales, la rapiña al pueblo por un lado y por el otro la
ostentosa fiesta que los parásitos se dan. Mañana o pasado esconderán un
puñal o una bomba entre sus ropas y vendrán a tales Versalles a llevar a esos
fiesteros y a esos gobernantes a un juicio sumario o a una horca previamente
preparada. Algunos se irán fuera del país, pero no podrán empacar en sus
maletas ni las mansiones, ni las haciendas, ni las fábricas, ni sus distinguidos
clubes, y como turbia casta de emigrados morirán en países extraños rumiando
odios y rencores impotentes.
Miremos al más poderoso de los países democráticos de nuestro tiempo. Si en
Estados Unidos extinguir a los nativos americanos fue una tarea imposible
cuando eran pocos los que quedaban, cuando a nadie en el mundo le
importaba tal carnicería, cuando la tarea era estimulada por los mismos
emancipadores del país, ¿Cómo van a hacerlo hoy que entre nativos, negros,
mestizos, latinos y asiáticos pueden ser una mayoría de la población?
Tampoco es fácil, como lo han pensado hacer los mandatarios blancos con los
negros desde la fundación de la república, enviarlos a un enclave lejano.
Además está de por medio la lección francesa.
Allá, como aquí, hay una sola solución aceptable: integrarlos con plenitud de
derechos, oportunidades y deberes a la sociedad nacional.

La revolución francesa fue el cataclismo que llevó la muerte a la Vandea, a


Lyon y a Marsella, insurrectas. La revolución fue la que asaltó las cárceles y
sin fórmula de juicio asesinó a miles de hombres detenidos. La revolución
empujó a Condorcet al suicidio y a Teroigne de Mericour, la amazona que
trajo de vuelta la familia real de Versalles a París, a la demencia; la que llevó a
Lavoisier, el insigne químico, y a Chenier, el poeta romántico que había
cantado El juramento del Juego de Pelota, a la guillotina; la revolución subió
a la carreta que hacía ruta hacia la fatídica cuchilla a Dantón, que había
derribado la monarquía, y a Robespierre, que enfrentó y venció al tiempo a
Prusia, Austria, Inglaterra y España para defender a Francia y a su revolución;
la que ametralló o guillotinó por una leve sospecha o por delaciones sin

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fundamento a sacerdotes, mujeres, campesinos y revolucionarios en todo el
país.
La revolución fue esa tenebrosa noche.
Fue también el poderoso brazo que ayudó y legitimó el esfuerzo de los
campesinos de Francia por librarse del odioso y cruel yugo de los señores de
la tierra; la revolución que decretó, en medio de la guerra, la educación
primaria obligatoria y gratuita en todo el país y la que, con Carnot, fundó la
Escuela Politécnica; la que instauró el sistema métrico decimal; la que con su
Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano y con el sufragio
universal llevó consciencia de su dignidad y de su igualdad a las masas
empobrecidas de la ciudad y les alcanzó no una victoria efímera sino el campo
para sus próximas batallas.
La revolución fue también esa radiante aurora que muchos hombres en
muchos países llevamos, agradecidos, en el corazón.

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