Música para Escena
Música para Escena
Música para Escena
Mario Colasessano
Dentro del mundo sonoro del teatro, la música ocupa un lugar privilegiado. ¿Se
podría hablar de una especificidad dentro del arte musical que tenga como misión
sintetizarse en la imagen teatral?, es decir, ¿podría hablarse de una música para
teatro?
Es difícil fijar con claridad el campo de la música para teatro tanto en lo que hace a sus
límites, en relación con las posibles zonas de intersección con otros hechos
espectaculares que integran a lo musical, cuanto a sus alcances expresivos, que
involucran simultáneamente al discurso sonoro como objeto en sí mismo, es decir, dentro
de su propio universo textual, y al mismo tiempo, respecto de sus relaciones funcionales
dentro de la síntesis teatral, siempre que ésta supone una lectura integral de signos de
diferentes sistemas.
De manera que estas preguntas bien podrían dar lugar a un repertorio de subtemas para
su reflexión con el fin de perfilar mejor el campo de esta especialidad, como por ejemplo,
indagando en el terreno de los géneros (en ambas disciplinas) donde el concepto música
para teatro aparentemente preanunciaría la especificidad en cuestión, abriendo así la
discusión acerca de qué es lo que distinguiría a esas músicas entre otras y, sobre todo,
quiénes y según cuáles parámetros ordenarían tal clasificación; o buscando rasgos de
singularidad que permitan establecer distinciones en relación con la funcionalidad músico-
escénica que opera aquí y la que opera en otros espacios espectaculares; o también,
reflexionando sobre la doble realidad textual en tanto que música en sí, o música para
escena al mismo tiempo; etc.
Sin embargo, al abordar cualesquiera de estos itinerarios, no habría que perder de vista
que la lectura verdadera del texto sonoro es aquélla que hace el espectador durante la
ejecución del espectáculo, de manera que los eventuales análisis que surgieren sólo
podrían ser verificados allí. A partir de aquí podría decirse que el centro de interés del
análisis se traslada desde la problemática de las convenciones compositivas, es decir, de
la búsqueda de una particularidad a priori en las configuraciones sonoras, hacia la de la
competencia discursiva de éstas dentro de la imagen teatral, es decir, de su accionar y su
gravitación en una operación interdisciplinaria.
En primer lugar, habría que aclarar o, más bien, desmitificar dos aspectos que son
complementarios entre sí:
1
Fragmento de “El mundo sonoro en el teatro”, en Cuadernos del Teatro Municipal “1º de
Mayo”, Nº 3, Santa Fe, 1999, pp. 57-60.
2
1º) Hay una tendencia generalizada a presuponer que la subordinación a los factores
extra-musicales que normalmente dan origen a las llamadas músicas aplicadas (es decir,
músicas ‘para’, o ‘en función de’ otras disciplinas), les impondría invariablemente, en tanto
obras, una dependencia morfológica ligada a un concepto ilustrativo (cuando no
didáctico), quedando sus apariencias sujetas a estereotipos cuya previsibilidad, finalmente
desacreditaría toda posible singularidad discursiva.
Esto remitiría a la gastada dicotomía entre lo puro y lo programático en música, que parte
del supuesto de que la gravitación o no de un programa en una composición determina en
ésta la presencia o ausencia de gestos con algún contenido referencial, lo cual como
juicio de valor es ingenuo: ni en la llamada música pura, o sea, sin un factor programático
o de funcionalidad extra-disciplinaria que la anteceda, es posible un control aséptico tal
que garantice una limpieza absoluta de marcas retóricas, ni en la música programática se
puede esperar que el oyente, no advertido previamente del procedimiento, reconozca más
itinerario que el que ofrece el propio devenir del enunciado musical.
Por esta razón, la presencia efectiva de piezas para escena dentro de la producción de un
músico no implica necesariamente que se trate de un repertorio que reúna ciertos
requisitos especiales donde se encuentren jerarquizados elementos o procedimientos
discursivos supuestamente más apropiados a lo teatral que si se tratase de otras
composiciones. Esto no invalida, desde luego, que en algunas obras para escena a
menudo se opte expresivamente por lugares deliberadamente comunes, tomando como
modelo los ya encodificados a través de otros medios audiovisuales o de prácticas
teatrales más fuertemente (o unívocamente) convencionalizadas, como el ballet clásico, la
comedia musical o el circo. Sin embargo, el hecho de revestir tales características,
tampoco otorgaría rasgos distintivos a estas obras, teniendo en cuenta que, por otro lado,
en la música occidental de todas las épocas no faltan los ejemplos donde el lenguaje
sonoro apela a una función descriptiva o emblemática sin que se trate de música
incidental. En estos casos hasta podría hablarse de situaciones discursivas por analogía,
donde los artificios sonoros están al servicio de reconstruir eventos extra-musicales o,
incluso, de tramar intratextualmente citas propiamente musicales apelando, en este caso
a través del discurso sonoro mismo, a efectos constructivos de inspiración lingüística y por
lo tanto no menos retóricos que en el caso anterior. Inversamente, la música para teatro
no siempre recurre a lo meramente descriptivo sino que, muchas veces, según las
necesidades de la puesta, busca reducir al máximo su grado de evocatividad, tratando
solamente de ‘estar’, permaneciendo así en un plano poco protagónico y evitando
recargar semánticamente el enunciado escénico.
Ahora bien, exponer o no, resultar o no evocativo, son planteos que pueden surgir a partir
de cualquier composición, no necesariamente para escena. Tal vez la mejor muestra al
respecto se encuentre, precisamente, en el programatismo musical del S. XIX, que
buscaba en el soporte literario o pictórico la manera de desentenderse del mandato de las
formas puras o a priori, mediante una estructuración sintáctica más atenta a un desarrollo
3
En otras palabras, en una época donde la teatralidad no provenía sólo del arte sino de la
vida misma, la música no necesitaba forzar especialmente sus configuraciones para
acceder a la escena, de manera que su probable gestualidad dramática incidental, y
dejando de lado el eventual contenido literario, no se diferenciaría necesariamente de la
de una composición sacra e, incluso, de la de una pieza instrumental cualquiera. Más aún,
existía una plataforma de sentido como regla natural y general para el ámbito sonoro,
capaz de ordenarlo todo a través de un verbo que se cristaliza precisamente a partir de
esa época: la lógica tonal, verdadero sistema de convenciones discursivas, cuya vigencia
comunicativa en occidente, si bien no ha decaído luego de cuatro siglos, tampoco tuvo
rival alguno como repertorio de posibilidades, hasta comienzos del S. XX, cuando
empiezan a gravitar otras maneras de especular con los campos sonoros.
Aquí, el tener presente esa situación particularísima que revistió la organización tonal (y la
impronta dramática que su sistema otorgara al discurso musical) no quiere decir que en el
teatro sólo sean pertinentes aquellos lenguajes sonoros que se adecuen a los modelos
receptivos con los que está más familiarizado el espectador, como en el caso de los
inscriptos en la tonalidad. El eventual ingreso a los espacios espectaculares de ciertas
propuestas compositivas exclusivamente ‘de vanguardia’ producidas en el S. XX (aquéllas
que han puesto voluntariamente en crisis la decodificabilidad de sus apariencias) no sólo
posibilitaron (al igual que en otros soportes espectaculares) inéditos elementos de fruición
al plasmar paisajes sonoros desconocidos, sino que, inversamente, luego de
entronizadas, en tanto que estéticas ya reconocibles, dejaron filtrar suficientes marcas ‘de
época’ a través de la insistencia y sedimentación de las propias características
discursivas. Luego, si se tiene en cuenta la amplia gama de resoluciones estético-
estilísticas con las que hoy podría operar el compositor conforme al tipo de funcionalidad
músico-escénica proyectada desde la planificación de tal o cual espectáculo, se deduce
que cabría todo un abanico de tendencias y estrategias procedimentales entre las de
mayor nivel de redundancia (según se trate del abordaje de situaciones sonoras más
tradicionales) y aquéllas que requieren de especulaciones formales más singulares.
Esto quiere decir que en este espacio disciplinar, la competencia significativa de los
eventos musicales dependería de dos cuestiones que no hay que confundir: por un lado,
4
Es decir, que la eficacia de una producción musical para teatro no depende tanto de la
inteligibilidad de su discurso como instancia aislada sino, más bien, de una coherencia
expositiva del proyecto escénico que, en su diseño total, anteceda dicha producción
musical no sólo en cuanto a objetivos funcionales concretos sino también a estrategias
enunciativas apropiadas.