Retiro Matrimonios Segunda Parte

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RETIRO MATRIMONIOS.

Segunda parte

La idea central del retiro es presentar una imagen elevada del Amor, un amor
“ideal”, “Divino”, “inefable, partiendo del Himno del Amor de San Pablo (I
Cor 13, 4-7) siguiendo (aunque sea someramente) los comentarios del Papa
Francisco en la Amoris Laetitia (90 - 119)
Luego presentar la necesidad de pedir perdón, y no sólo de pedir, sino de
perdonar, de corazón en tanto que es la condición para que Dios nos perdone
(Padre Nuestro), partiendo de la idea del perdón como “volver a donarse”.
Finalmente, recorrer los votos conyugales (Yo, N, te recibo a tí N). para ver en
qué es especial cada matrimonio, y poner los talentos de la pareja al servicio
de la alianza, de los esposos, de los hijos y de la comunidad.

Dice atinadamente Chesterton:


“He conocido muchos matrimonios felices, pero ni uno solo compatible”.
Creer que la base del éxito de un matrimonio es la compatibilidad de
caracteres es un gran error. Cada persona es distinta pero el amor y la
convivencia deben atenuar esas diferencias hasta hacerlas complementarias.
Las personas que aman lo hacen a pesar de los defectos y limitaciones
propias y del otro. Las diferencias nos hacen crecer.
Repitamos la idea del amor jubiloso o de “encanto”…
“La terminología con la que la iglesia primitiva se refería a los salmos
reflejaba el efecto que éstos tenían. El término griego de salmos es psalmoi o
canto. En latín también eran comúnmente llamados “cantos” (carmina), “los
cantos de David”. (Ópera Carmina Burana: canto a la fortuna) Pero el
termino canto posee otra connotación adicional: encantamiento o hechizo;
el canto de las sirenas. San Ambrosio combina ambos sentidos cuando hace
referencia al encantamiento del amor: “Es un asombroso encantamiento,
más potente que cualquier otro”. Es un en-cantamiento por el Espíritu -o,
en otras palabras, su forma, armonía, medida, orden y unidad- resuenan
con la del alma.
Es cuando al amor esponsal se ha configurado con el Amor Personal del
Espíritu Santo.
“Entraré en mi habitación y te cantaré canciones de amor, gimiendo con
gemidos inexpresables sobre el sendero de mis pasos, recordando Jerusalén
con mi corazón elevado hacia Ti”. San Agustín. Jerusalén es la Iglesia-Esposa
como figura, cuyo cuidado provoca júbilo al Esposo.
Un enamorado puede ver a su amado en cada detalle del universo… y puede
cantar:
“—Y el arrullo de las tórtolas entonará de nuevo sus cantos; y los zorros
aportarán su agudo contrapunto; gorjearán salmos los ruiseñores y cánticos
de alabanza balarán los corderos; habrá plegaria en el zumbido de cada abeja
y en el mecerse de cada abedul, en el aroma de cada tilo. Volverá a colmarse
de plegaria esta Comarca en el croar de sus ranas, el relinchar de sus
potrancos y el cantar de los gallos. El polen de la divinidad floreciente volverá
a dorar la Comarca y las coyunturas de la Luz destilarán sus hilos de plata
líquida engordando cada gota de rocío. Los grillos volverán a rezar y los
pájaros todos trinarán sus Laudes a las claustras del santuario. No faltará un
solo pez, ni liebre ni búho, ni grillo ni langosta al canto de las Vísperas. Para
que, cuando vuelva mi Hijo, encuentre este yermo ungido de Oración;
encuentre el Monte Alabanza envuelto en su Plegaria, rezumando la alabanza
jamás alcanzable”.
ES ASÍ COMO EL AMOR CONYUYGAL ES ESPEJO DEL AMOR MÁS GRANDE.
En el orden divino, lo grande tiene más que ver con la integridad, la
intensidad y plenitud que Su infinita grandeza puede darse en una semilla de
mostaza o en el vientre virginal de una doncella.
El salmista insiste en que “nuestro Dios es Grande”. Y la Escritura
entera refiere a “la grandeza” de sus obras y auxilios, a lo grande de su Amor
y de su Luz. Incluso la Virgen María, al recibir el Anuncio de la mayor proeza
divina, expresó su AMOR MAGNO; se apresuró en cantar justamente esta
nota crucial: la grandeza del Señor, el Magnificat.
Tiene como punto de partida ese profundo y elocuente escrito de San
Pablo, comúnmente llamado el “Himno de la Caridad ….Amoris laetitia n°
90. En el así llamado himno de la caridad escrito por san Pablo, vemos
algunas características del amor verdadero:
«El amor es paciente, es servicial;
el amor no tiene envidia,
no hace alarde, no es arrogante,
no obra con dureza, no busca su propio interés,
no se irrita, no lleva cuentas del mal,
no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad.
Todo lo disculpa, todo lo cree,
todo lo espera, todo lo soporta» (1 Co 13,4-7).
Esto se vive y se cultiva en medio de la vida que comparten todos los días los
esposos, entre sí y con sus hijos.
En el Evangelio del amor más grande vuelve al ruedo el asunto de lo
magno, de lo grande. Lo hace recordando la indisolubilidad nupcial de ambos
amores; la fidelidad de uno está garantizado por la práctica del otro, de
modo que “nadie separe lo que Dios ha unido”.
El divorcio rompe en mil pedazos al amor divino y humano contenido
en el himno de la caridad. Quiere arrebatar y extirpar el perfume de la rosa.
¿Qué estará significando, concretamente, que este primer
mandamiento divino sea “el más grande”? Es esta plenitud, inmensidad, es
un Rostro y una Patria, un Precepto Viviente en Quien vivimos, nos movemos
y existimos. Es Cristo mismo en mi cónyuge.
Dios no reclama que lo amemos mucho, ni muchísimo, ni siete veces
muchísimo: nos demanda, nos exige que lo amemos del todo, intensamente,
integralmente, en plenitud, sin quedarnos absolutamente nada (pues amar
es entregar y amar del todo es entregarlo todo). Dios no se contenta con
menos que todo. El esposo que quiera amar mucho sin plenitud ya es infiel
al mandato esponsal. No se trata de ser la “media naranja” del otro: es ser
naranja plena en el otro. Jamás en el matrimonio algo es 50% y 50%. Siempre
es el 100% de ambos.
No me interesa la mitad de tu reino —nos dice la Sagrada Escritura—;
ni tres cuartas partes, ni siete octavos. Quédatelo. O me lo entregas entero o
nada. Tus fragmentos, tus limosnas y propinas me agravian. Quiero todo tu
corazón, toda tu mente, todas tus fuerzas, toda tu alma, todo tu espíritu… o
nada.
Digamos también que esta sea la Ley primera, el Primer Mandamiento
en el que se nutre el amor esponsal. Es el Principio y Fundamento ignaciano
en la vocación matrimonial. Toda norma, todo precepto, toda virtud pende
de este Mandato Fundante como las piedras de un arco de la piedra angular.
Lo “grandioso” es la revelación acerca del mandato que secunda al
primero: el amor al prójimo. El Señor va a decir algo muy preciso, muy
exacto, que hoy suele entenderse con bastante distorsión: dirá que “el
segundo mandamiento es semejante al primero”.
Es una proporción, una analogía, una similitud, un parecido, que tiene
su razón de ser en tratarse del amor al que es imagen y semejanza de Dios.
Por eso no es forzado decir que el segundo mandamiento es una metáfora
del primero. No es forzado admitir que en el matrimonio el amor al esposo
es divinizante y santificador. Que amar al esposo es una parábola viva del
amor a Dios sobre todas las cosas, con todo el corazón, con todas las fuerzas,
con toda el alma. Y que, como toda parábola, como toda analogía, esta
sombra y figura del Amor no puede existir más que como proyección de su
arquetipo y matriz, que es el amor a Dios.
Parecido no es lo mismo
“Parecido no es lo mismo” nos dice el aforismo popular cuando se
confunde aserrín con pan rallado. Y el Hombre sabe desde la primera hora
quién es el experto en confundir parecido con lo mismo: Satán, el
Distorsionador. “Prueba del fruto y serás igual a Dios”; ya no semejante sino
igual. Hoy susurra, con parecido acento: prueba del fruto e igualarás ambos
mandamientos; prueba del fruto y tu acción social será igual a la adoración.
Sin Dios, todo el matrimonio y el amor de vacía y caricaturiza. Ya no se aman;
se aguantan, se resisten y contentan cada tanto.
En tiempos donde la dimensión horizontal de la caridad cristiana ha
usurpado un protagonismo y, sobre todo, una autonomía desopilante
respecto a su fuente, es importante volver sobre este texto evangélico para
entender la caridad cristiana esponsal. Y denunciar con profética
vehemencia: parecido no es lo mismo; el segundo “es semejante” al primero;
no igual. El cónyuge no es Dios; debe ser su ministro e instrumento de gracia
para el otro. Sin la gracia, se idolatra al otro y cae en superstición e
idealismos que carcomen, corroen y corrompen el verdadero amor conyugal.

Quien diga que ama a su esposo/a, pero aborrece a Dios Uno y Trino y
a su Iglesia, es un mentiroso. No se puede amar al hombre que no se ve si no
se ama al Dios que se ve.

… Sanando la envidia

95. Luego se rechaza como contraria al amor una actitud expresada


como zeloi (celos, envidia). Significa que en el amor no hay lugar para
sentir malestar por el bien de otro (cf. Hch 7,9; 17,5). La envidia es
una tristeza por el bien ajeno, que muestra que no nos interesa la
felicidad de los demás, ya que estamos exclusivamente concentrados
en el propio bienestar.
Sin hacer alarde ni agrandarse
97. Sigue el término perpereuotai,  que indica la vanagloria, el ansia
de mostrarse como superior para impresionar a otros con una actitud
pedante y algo agresiva. Quien ama, no sólo evita hablar demasiado
de sí mismo, sino que además, porque está centrado en los demás,
sabe ubicarse en su lugar sin pretender ser el centro. La palabra
siguiente —physioutai— es muy semejante, porque indica que el amor
no es arrogante. Literalmente expresa que no se «agranda» ante los
demás, e indica algo más sutil. No es sólo una obsesión por mostrar
las propias cualidades,…

98. La actitud de humildad aparece aquí como algo que es parte del
amor, porque para poder comprender, disculpar o servir a los demás
de corazón, es indispensable sanar el orgullo y cultivar la humildad.
«el que quiera ser el primero entre vosotros, que sea vuestro servidor»
(Mt 20,27). En la vida familiar no puede reinar la lógica del dominio de
unos sobre otros, o la competición para ver quién es más inteligente o
poderoso, porque esa lógica acaba con el amor. También para la
familia es este consejo: «Tened sentimientos de humildad unos con
otros, porque Dios resiste a los soberbios, pero da su gracia a los
humildes» (1 P 5,5).

Amabilidad

99. Amar también es volverse amable, y allí toma sentido la


palabra asjemonéi.  Quiere indicar que el amor  no obra con rudeza, no
actúa de modo descortés, no es duro en el trato. Sus modos, sus
palabras, sus gestos, son agradables y no ásperos ni rígidos. Detesta
hacer sufrir a los demás. La cortesía «es una escuela de sensibilidad y
desinterés», que exige a la persona «cultivar su mente y sus sentidos,
aprender a sentir, hablar y, en ciertos momentos, a callar»…

Cada día, «entrar en la vida del otro, incluso cuando forma parte de
nuestra vida, pide la delicadeza de una actitud no invasora, que
renueve la confianza y el respeto [...] El amor, cuando es más íntimo y
profundo, tanto más exige el respeto de la libertad y la capacidad de
esperar que el otro abra la puerta de su corazón».

Desprendimiento: no es ambicioso

101. Hemos dicho muchas veces que para amar a los demás primero
hay que amarse a sí mismo. Sin embargo, este himno al amor afirma
que el amor «no busca su propio interés»,  o  «no busca lo que es
de él». También se usa esta expresión en otro texto: «No os encerréis
en vuestros intereses, sino buscad todos el interés de los demás»
(Flp 2,4). «El que es tacaño consigo mismo, ¿con quién será generoso?
[...] Nadie peor que el avaro consigo mismo» (Si 14,5-6).

Sin violencia interior: no se irrita

103. Si la primera expresión del himno nos invitaba a la paciencia que


evita reaccionar bruscamente ante las debilidades o errores de los
demás, ahora aparece otra palabra —paroxýnetai—, que se refiere a
una reacción interior de indignación provocada por algo externo. Se
trata de una violencia interna, de una irritación no manifiesta que nos
coloca a la defensiva ante los otros, como si fueran enemigos molestos
que hay que evitar. Alimentar esa agresividad íntima no sirve para
nada. Sólo nos enferma y termina aislándonos. La indignación es sana
cuando nos lleva a reaccionar ante una grave injusticia, pero es dañina
cuando tiende a impregnar todas nuestras actitudes ante los otros.

No dejar que se convierta en una actitud permanente: «Si os indignáis,


no llegareis a pecar; que la puesta del sol no os sorprenda en vuestro
enojo» (Ef 4,26). Por ello, nunca hay que terminar el día sin hacer las
paces en la familia. Y, «¿cómo debo hacer las paces? ¿Ponerme de
rodillas? ¡No! Sólo un pequeño gesto, algo pequeño, y vuelve la
armonía familiar. Basta una caricia, sin palabras.
Por tanto, el ministerio de la “conyugalidad” cristiana, esa que está
llamada a ser signo y sacramento del misterio nupcial de Cristo, debe ser
“oficio de amor”, como pedía san Agustín que fuese el ministerio sacerdotal
de los presbíteros. Y esa unidad en el amor es, por tanto, la unidad que fluye
y nace de los dinamismos del Espíritu, actuando en los esposos a través de la
gracia recibida en los sacramentos y, en especial, en el sacramento del
matrimonio y de la Eucaristía.
Cada Eucaristía tonifica, anima, vivifica, madura, el dinamismo
esponsal del Espíritu operante en nosotros, como aquel soplo de vida animó
y vivificó la carne inerte de aquel barro de Adán y Eva, creado en el Principio.
La profunda unión que hay entre la muerte de Cristo, celebrada en la
Eucaristía, y su caridad esponsal hacia la Iglesia, nos da idea de cuánto tiene
el amor y la sexualidad humana de muerte de uno mismo por el otro. Por
eso, la Eucaristía ha de ser principio y fuerza del don mutuo de los esposos a
través de la sexualidad, de esa “muerte por el otro”, que requiere y exige la
“esponsalidad” del matrimonio. A través de la Eucaristía, el Espíritu Santo se
va haciendo columna vertebral, eje de oro de la “esponsalidad” cristiana,
para que en ella se prolongue, en el sacramento del cuerpo entregado de los
esposos, el misterio de la entrega mutua entre Cristo y la Iglesia.
En el Ordo Amoris, el orden del amor o un amor ordenado
Ambos, esposo y esposa se ayudan mutuamente a ingresar en otra
dimensión, en otro orden. En la jerarquía de amores según lo que se ama, se
presenta al amor útil, el deleitable, el honesto y el espiritual. Lo útil está bien,
lo útil es necesario en el orden de los medios, pero hay algo que supera
infinitamente lo útil: lo inútil. Lo útil no debe encerrarse en sí mismo y tomar
al cónyuge como “algo que me sirve a mi para…”. Aparece la dimensión
positiva de lo inútil, lo que ya no me sirve para algo, sino que es el reposo en
lo conquistado. Amor inútil como amor en plenitud que ha trascendido todos
los medios.
Porque lo inútil, es algo que no es ordenable hacia otra cosa, que no
puede ser subordinado a un fin exterior, trascendente, (extasís: que sale de
sí); lo inútil es un fin en sí mismo, algo que es un valor absoluto, sin límites.
Algo sobre lo cual ya podemos descansar. Ahí es donde aparece nuestra
alegría, ahí encontramos la paz, ahí se siente la admiración y el encanto.
Maurice Zundel afirma: “Yo no sé si la belleza es la madre o la hija de estas
otras tres palabras: gratuidad, santidad, esperanza. En cualquier caso, las
debe preceder o seguir. Las tres son misteriosas, llegan con la gracia y la
holgura de lo no previsible ni previsto; son sin porqué y no exigen nada. Sólo
llama a ser amado con todo el ser, con todo el corazón, con todo el espíritu,
con todas las fuerzas.
Amor gratis y juguetón
Uno de los rostros de la caridad esponsal es la gratitud. Gratuidad es
gracia y agradecimiento, sin razón ni necesidad, sin azar y con sentido, sin
violencia y con plenitud. En castellano gracia dice sal y salero, hermosura y
donaire. La gratuidad es la hija natural y personal del amor que previene y
guía, que se da sin exigir y espera sin reclamar. Compañero de la gratuidad es
el juego, la recreación en el hogar que constituye la primeriza expresión del
hombre y la creación es el inicial juego de Dios. Y a su imagen el hombre es
creador al mismo tiempo que es “homo ludens”… hombre que juega, se
recrea, en el amor Creador y gratuito. DIOS SE RECREA VIENDO ESPOSOS
AMÁNDOSE.
La belleza se corresponde con el impulso del juego que hallamos en la
vida, afirmaba Schiller en sus Cartas sobre la educación estética del hombre.
De la Sabiduría dice la Biblia que estaba jugando siempre delante de Dios y
jugando por todo el orbe de la tierra, mientras que Platón comprende al
hombre como el juguete que juega con Dios y con quien Dios juega.
El amor conyugal como misterio.
El hombre es el ser con un misterio en su corazón, que es mayor que él
mismo. Mucho más el corazón de la mujer. Todo el corazón de ella y el
corazón de él, están construidos como tabernáculo, ceñido de un misterio
sagrado. Su ser más íntimo es disponibilidad, donación, escucha, percepción,
voluntad oblativa, de hacer valer la verdad más profunda, el bien más
exquisito, de rendir las armas ante el amor de largo alcance. Por eso, la
inefable relación del hombre con la mujer -con la dicha y admiración
inagotables de todos los orantes que se aman- comporta siempre dos cosas:
la vuelta al yo más íntimo y, mediante el corazón de la esposa/o, la salida del
yo al Tú altísimo. Dios está en el yo del cónyuge, pero también sobre el yo;
por estar sobre el yo como Yo absoluto, está en el yo humano como su más
honda raíz y fundamento, “más íntimo a mí que yo mismo”. Mi intimidad con
mi esposa/o es la antesala de la intimidad trinitaria, fecunda, creadora,
recreadora, gratificante y santificante.
Por eso, la caridad conyugal que se nutre de Dios no es algo acotado,
intermitente, que puede contemplarse a la manera de un paisaje definido; es
más bien una novedad constante, como agua de un manantial que baja del
Tabor o como esplendor de un amanecer en el mar de Galilea, siempre
dinámico y sorprendente, cristificante. Un amor que se toma y se bebe
constantemente de las fuentes de la luz eterna.
El rostro y la voz, la belleza y el corazón del amado le son en cada momento
tan novedosos como si nunca antes los hubiera visto y oído. El amado es
siempre el lugar de encuentro con el ser de Dios, que se nos revela en su
donación exclusiva y fidelísima. Y esto no es sólo para los ojos enamorados,
sino en sí, en suma objetividad, lo siempre y cada vez nuevo, la maravilla a la
que ni los serafines ni los santos pueden “habituarse” en toda la eternidad y,
por el contrario, cuanto más se contemplan uno al otro, más tiempo desean
contemplarse. Es como una eternidad encarnada, que llama a la eternidad
divina.
Claro, mientras estemos bajo la ley del pecado, esta plenitud llevará siempre
un rasgo doloroso. Tenemos que renunciar a lo propio, porque lo propio
ataja el espacio que la la caridad extasiada requiere en nosotros. Y la caridad
tiene un carácter combativo: como “espada” y “fuego”-sus propiedades más
peculiares- tiene que conquistar en nosotros el lugar sin el que no puede
estar.”
Conclusión
Dice Chesterton: “Un corazón enamorado cultiva la esperanza de que lo
mejor está por llegar mientras intenta mejorar cada día”.
No nos casamos para vivir felices para siempre, para tener hijos, para
tener un hogar. No, el punto principal es entrar juntos al Reino de Dios, lo
que significa que debo estar listo en cualquier momento para pagar cualquier
precio, hacer cualquier sacrificio y soportar cualquier dificultad en el
matrimonio. Por lo tanto, no puedes romper tu matrimonio a la primera
dificultad que aparece, o incluso si la dificultad continúa, debe preservarse…
El matrimonio debe descansar y construirse sobre esta base, y que el vínculo
mutuo se construya y se fortalezca en la marcha conjunta de los esposos al
Reino de Dios. Esto significa que uno debe apoyar al otro, y ambos avanzarán
juntos hacia el Reino de Dios.
Como dijo un matrimonio de muchos años:
Los primeros 53 años de matrimonio fueron apasionantes,… pero en el amor
lo mejor siempre está por llegar.

Los dos elementos del vestido en el banquete nupcial

Mateo 22, 1-14Jesús les habló otra vez en parábolas, diciendo: «El Reino de los Cielos se
parece a un rey que celebraba las bodas de su hijo. Envió entonces a sus servidores para
avisar a los invitados, pero estos se negaron a ir. De nuevo envió a otros servidores con el
encargo de decir a los invitados: "Mi banquete está preparado; ya han sido matados mis
terneros y mis mejores animales, y todo está a punto: Vengan a las bodas". Pero ellos no
tuvieron en cuenta la invitación, y se fueron, uno a su campo, otro a su negocio;  y los
demás se apoderaron de los servidores, los maltrataron y los mataron. Al enterarse, el rey
se indignó y envió a sus tropas para que acabaran con aquellos homicidas e incendiaran su
ciudad. Luego dijo a sus servidores: "El banquete nupcial está preparado, pero los
invitados no eran dignos de él. Salgan a los cruces de los caminos e inviten a todos los que
encuentren". Los servidores salieron a los caminos y reunieron a todos los que
encontraron, buenos y malos, y la sala nupcial se llenó de convidados. Cuando el rey entró
para ver a los comensales, encontró a un hombre que no tenía el traje de fiesta. "Amigo, le
dijo, ¿cómo has entrado aquí sin el traje de fiesta?". El otro permaneció en
silencio. Entonces el rey dijo a los guardias: "Atenlo de pies y manos, y arrójenlo afuera, a
las tinieblas. Allí habrá llanto y rechinar de dientes". Porque muchos son llamados, pero
pocos son elegidos».

La imagen del banquete aparece a menudo en las Escrituras para


indicar la alegría en la comunión y en la abundancia de los dones del Señor, y
deja intuir algo de la fiesta de Dios con la humanidad, como describe Isaías:
«Preparará el Señor del universo para todos los pueblos, en este monte, un
festín de manjares suculentos..., de vinos de solera; manjares exquisitos,
vinos refinados» (Is 25, 6). El profeta añade que la intención de Dios es poner
fin a la tristeza y a la vergüenza; quiere que todos los hombres vivan felices
en el amor hacia él y en la comunión recíproca.
La bondad de Dios no tiene fronteras y no discrimina a nadie: por eso
el banquete de los dones del Señor es universal, para todos. A todos se les da
la posibilidad de responder a su invitación, a su llamada; nadie tiene el
derecho de sentirse privilegiado o exigir una exclusiva. Todo esto nos induce
a vencer la costumbre de situarnos cómodamente en el centro, como hacían
los jefes de los sacerdotes y los fariseos. Esto no se debe hacer; debemos
abrirnos a las periferias, reconociendo que también quien está al margen,
incluso ese que es rechazado y despreciado por la sociedad es objeto de la
generosidad de Dios. Todos estamos llamados a no reducir el Reino de Dios a
las fronteras de la «iglesita» —nuestra «pequeña iglesita»— sino a dilatar la
Iglesia a las dimensiones del Reino de Dios. Solamente hay una condición:
vestir el traje de bodas, es decir, testimoniar la caridad hacia Dios y el
prójimo.
La bondad del rey no tiene límites, y a todos se les da la posibilidad de
responder a su llamada. Pero hay una condición para quedarse en este
banquete de bodas: llevar el vestido nupcial. Y al entrar en la sala, el rey
advierte que uno no ha querido ponérselo y, por esta razón, es excluido de la
fiesta. Quiero detenerme un momento en este punto con una pregunta:
¿cómo es posible que este comensal haya aceptado la invitación del rey y, al
entrar en la sala del banquete, se le haya abierto la puerta, pero no se haya
puesto el vestido nupcial? ¿Qué es este vestido nupcial? En la misa in Coena
Domini de este año hice referencia a un bello comentario de san Gregorio
Magno a esta parábola. Explica que ese comensal responde a la invitación de
Dios a participar en su banquete; tiene, en cierto modo, la fe que le ha
abierto la puerta de la sala, pero le falta algo esencial: el vestido nupcial, que
es la caridad, el amor. Y san Gregorio añade: «Cada uno de vosotros, por
tanto, que en la Iglesia tiene fe en Dios ya ha tomado parte en el banquete
de bodas, pero no puede decir que lleva el vestido nupcial si no custodia la
gracia de la caridad» (Homilía 38, 9: pl 76,1287). Y este vestido está tejido
simbólicamente con dos elementos, uno arriba y otro abajo: el amor a Dios y
el amor al prójimo (cf. ib., 10: pl 76, 1288). Todos estamos invitados a ser
comensales del Señor, a entrar con la fe en su banquete, pero debemos
llevar y custodiar el vestido nupcial, la caridad, vivir un profundo amor a Dios
y al prójimo.

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