Lectura El Amor Personal. Eros y Ágape
Lectura El Amor Personal. Eros y Ágape
Lectura El Amor Personal. Eros y Ágape
Al hablar de la apertura del hombre a los demás acudimos al hecho del lenguaje como ejemplo paradigmático donde
se descubre la estructura dialógica de la persona. No obstante, la comunicación interpersonal no se agota en la mera
comunicación verbal; el intercambio de ideas y sentimientos no basta para comprender la necesidad de la alteridad
para el perfeccionamiento propio de la persona humana. No sólo se comparten ideas sino también, y principalmente,
se comparten afectos y voluntades. Esta participación de voluntades nos remite al amor como la forma más intensa
de compartir y de relacionarse entre las personas. Pero ¿qué es el amor? Quizás pocas palabras hayan sido tan
utilizadas por los hombres como ésta y haya llegado a ser por ello tan ambigua y equívoca.
b) Ágape o amor de benevolencia: es la inclinación a querer el bien del otro, es decir, que el amado crezca y se
desarrolle. Se afirma al amado en sí mismo, en su alteridad y de modo desinteresado. El ágape se convirtió en la
expresión característica de la concepción bíblica del amor. En oposición al amor deseante y egoísta, ágape expresa
la experiencia del amor que ha llegado a ser descubrimiento del otro como persona. Ahora el amor es ocuparse
del otro y preocuparse por el otro. Ya no se busca el bien propio, sumirse en la «locura» de la felicidad propia,
sino que ansía el bien del amado: el amor se convierte en renuncia de sí mismo.
En primera instancia podría parecer que se trata de dos amores contrapuestos: el eros sería un amor egoísta e
imperfecto, mientras que el ágape (o caritas) sería el modelo de amor perfecto y desinteresado. Si así fuera, se
trataría de dos formas de amor antagónicas. En el debate filosófico y teológico se ha llegado a afirmar que lo
típicamente cristiano sería el ágape y no el eros3. Pero en realidad uno y otro van unidos; o más precisamente el eros
conduce al ágape. La salida de sí mismo que es la culminación del eros lleva al descubrimiento del otro. El
1
Un desarrollo de estas dimensiones puede encontrarse en PIEPER, J., «Amor», en Las virtudes fundamentales, 9ª edición, Rialp,
Madrid 2007, pp. 417-551, y en LEWIS, C.S., Los cuatro amores, Rialp, Madrid 1991, pp. 103-155. Este último autor habla de
«amor-necesidad» y de «amor-donación» que se correspondería con la dualidad eros-ágape.
2
Un desarrollo de esta dimensión del amor puede encontrarse en P IEPER, J., Entusiasmo y delirio divino: sobre el diálogo platónico
Fedro, Rialp, Madrid 1965.
3
Cfr. PIEPER, J., «Amor», pp. 477-488.
descubrimiento del otro lleva al enamorado a plantearse cada vez menos cuestiones sobre sí mismo, para buscar
cada vez más la felicidad del otro: se preocupará de él, se entregará y deseará «ser para» el otro. Llamar «amor» al
deseo de la propia plenitud puede hacerse siempre y cuando este deseo no se separe del ágape que es la forma
genuina y propia de amar que tiene la persona humana. No es verdadero amor aquel que quiere sólo la propia
plenitud independientemente de la plenitud ajena. De este modo, el momento del ágape se inserta en el eros inicial;
de otro modo, se desvirtúa y pierde también su propia naturaleza. Sin esa dinámica amorosa, el amor mismo
degenera porque cuando se separan completamente esas dos dimensiones una y otra acaban por perecer. En efecto,
un eros que no lleva al ágape acaba siendo una búsqueda egoísta de la propia felicidad: el fin del amor consistirá en
el hecho de estar enamorado, y no se dirige ya a la persona del otro4. Por el contrario, una pura donación de sí mismo
con la renuncia a la propia felicidad, conduce a una visión desencarnada del amor, poco humana. En última instancia
el hombre no puede elegir no ser feliz: «el amor, cuando es verdadero, no busca su propio bien. Pero asimismo (...)
el amante, supuesto ese desprendimiento que no sabe calcular, recibe en todo caso su propio bien, recibe realmente
el pago del amor»5. La felicidad en el amor se obtiene precisamente a condición de no buscarla en sí misma, sino
sólo aceptarla como regalo por el amor desinteresado: el que en el amor busca otra cosa distinta al amor mismo,
pierde el amor y también la alegría de su posesión6.
4
«[El eros] Por sí mismo, siempre tiende a convertir el hecho de estar enamorado en una especie de religión». LEWIS, C.S., Los
cuatro amores, p. 123. «Necesita ser dirigido; si no se convierte en odio enamorado, ávido de recibir y negándose a dar, celoso,
desconfiado, decidido a ser libre y a no dar libertad». Ibid., p. 128.
5
PIEPER, J., «Amor», cap. cit., p. 515.
6
Pieper señala un ejemplo ilustrativo: «una de las más importantes experiencias hechas por la psicoterapia moderna nos dice que
para la consecución de la salud del alma nada hay tan contrario como la intención expresa o exclusivamente dirigida a ponerse
bueno o a no perder la salud. Basta con desear ser una persona normal moral y espiritualmente, y la salud viene por sí sola».
PIEPER, J., «Amor», cap. cit., p. 514.
7
ARISTÓTELES, Retórica, 2. 4, 1380b 35.
8
Cfr. TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, I-II, q. 26, a. 4.
9
GARCÍA LÓPEZ, J., «El amor humano», en Estudios de metafísica tomista, EUNSA, Pamplona 1976, p. 258.
10
Esta doctrina clásica armoniza bien con la sensibilidad moderna al tratar de la relación sujeto-objeto como despersonalizado; la
auténtica relación personal comienza al tratar al otro como un Tú, estableciéndose así una relación sujeto-sujeto. «El otro se
convierte para mí en Tú, sólo cuando cesa la simple relación sujeto-objeto». GUARDINI, R., Mundo y persona, op. cit., p. 115. Por
lo demás esta idea ya se encuentra en San Agustín: «No es lícito amar a las personas como el buen comedor, que suele decir:
adoro las ostras». Epístola de Juan a los partos, 8, 5, PL, 35, 2058.
un mero medio, atenta contra la dignidad personal (porque la persona debe ser considerada siempre como un
fin en sí misma). Por ejemplo, utilizar a la persona como un objeto o medio de producción (esclavitud), o utilizar
a la persona como objeto de placer atenta directamente contra la dignidad personal.
3) También se puede deformar el amor si amamos a las personas sin amar ninguna cosa para ellas, porque estamos
separando los medios de los fines, o lo que es peor, «estamos separando el fin objetivo (aquello que se ama) del
fin subjetivo (el acto por el que nos unimos con aquello que se ama)»11. Un amor «platónico» o abstracto, que no
se concreta en «cosas» o acciones, no es verdadero amor, porque falta algo esencial del mismo. La culminación
del amor será la donación del mayor bien que poseemos: nuestra propia existencia. Para poder llevar a su plenitud
el amor hemos de ser capaces de hacer entrega de nuestro propio «yo»; pero para eso nosotros mismos nos
tenemos que concebir como un bien valioso (en esto consiste el recto amor propio) 12.
11
GARCÍA LÓPEZ, J., «El amor humano», op. cit., p. 259.
12
«Si no sabes amarte a ti mismo, tampoco sabrás amar a los demás en la verdad». SAN AGUSTÍN, Sermón 368, PL, 39, 1655.
13
ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, 9, 4, 1166b.
14
TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, II-II, q. 7, a. 2.
15
«La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la comunión con Dios. El hombre es invitado
al diálogo con Dios desde su nacimiento; pues no existe sino porque, creado por Dios por amor, es conservado siempre por amor;
y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador». Gaudium et spes, 19, 1.
16
CICERÓN, M.T., De amicitia, VI, 20
La reciprocidad. No podemos amar a cosas o animales porque no pueden corresponder a ese amor. Así se
entiende que el mero afecto no constituye todavía la amistad (aunque podemos querer a un gato o un perro
como animales de compañía o como mascotas): si no hay reciprocidad de la voluntad no hay amistad. Las
cosas las queremos por lo que tienen de útil; a las personas las queremos por lo que son en sí mismas y no por
un aspecto de ellas (su utilidad para mí). La amistad va despertando en los ciudadanos un sentimiento de
reciprocidad que va constituyendo la estructura de la sociedad con unas relaciones justas. En última instancia
la reciprocidad en el amor es una forma de justicia conmutativa 18.
Conocimiento mutuo de la amistad. Para que la amistad sea verdadera, la benevolencia mutua tiene que ser
conocida por ambos. «Un hombre llega a ser amigo cuando, siendo amado, ama a su vez, y esta
correspondencia no escapa a ninguno de ellos» 19. Para que exista este conocimiento es preciso que haya una
comunicación de la intimidad, lo cual, en palabras de Aristóteles, es muy difícil y por eso no es posible tener
muchos amigos 20.
Convivencia. Entre los amigos debe haber una cierta vida con algo en común. Esta cierta convivencia entre los
amigos puede basarse en el bien útil, en el bien deleitable o en la virtud. Pero la amistad más perfecta es la
última, porque la amistad basada en lo útil y en lo deleitable son pasajeras y desaparece cuando desaparece
la utilidad común o ya dejan de ser agradables el uno al otro.
Así pues, la amistad perfecta es aquélla en la que se da una intercomunicación íntima, gratuita (no basada en el
interés) y abierta (porque no es excluyente de otras personas). Se desea el bien del amigo porque el amigo es
considerado como «otro yo».
c) El amor conyugal. Se trata de un amor de amistad transformado porque se incorpora la sexualidad, como veremos
en el siguiente capítulo. Del amor conyugal nace la comunidad familiar. Se trata de un amor excluyente porque
implica una elección. Dentro de este marco de las relaciones interpersonales, necesarias para el desarrollo
verdaderamente personal del hombre, pasaremos a estudiar el matrimonio como el primer ámbito natural donde
se desarrollan esas relaciones.
García, J. (2014). Antropología Filosófica: Una Introducción a la Filosofía del Hombre. Pamplona: EUNSA. Pp. 173-
179.
17
. ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, VIII, 2, 1156a, 3-6.
18
. «La amistad es benevolencia recíproca, de tal manera que el que ama sea amado. Pues hay
cierta conmutación del amor según la forma de la justicia conmutativa». TOMÁS DE AQUINO, Comentario a la Ética
a Nicómaco de Aristóteles, EUNSA, Pamplona 2000, n. 1096.
19
. ARISTÓTELES, Ética Eudémica, 1236a, Gredos, Madrid 1993.
20
. Cfr. ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, 8, 6, 1158a 15-17