Texto Felix Novales

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Sociología de la educación

Prof. Herminia Cid

EL DESTINO DEL MONSTRUO. Las memorias de Félix Novales, asesino de cinco personas, ex
‘grapo’ arrepentido,
por Rosa Montero. Entrevista en El País, 28 de mayo de 1989

Tiene 31 años, pero aparenta un buen puñado menos. El pelo corto y rubio, los ojos inocentemente azules, la
expresión tímida, nerviosa y frágil de un cervato. Viste unos vaqueros muy limpios y un modoso jersey gris,
evidentemente tejido por una tía o una madre amante. Sería el yerno ideal para un padre tradicional y receloso, ese
tipo de muchacho que siempre cae maravillosamente bien a las abuelas. Es Félix Novales y ha asesinado a cinco
personas. Fue hace tiempo, mucho tiempo. Cuando Félix pertenecía a los GRAPO. En el penal de Burgos, adonde
acaba de ser trasladado, los funcionarios se admiran de su exquisita corrección: “Un lord sería grosero a su lado".
Novales ha llegado a Burgos cargado con ese montón de menudas pertenencias que se van acumulando tras 10 años
de cárcel; con el manuscrito de El tazón de hierro, un libro que acaba de escribir sobre su propia y desorbitada vida y
que sale en estos días a la venta, editado por Crítica; y con el peso irrevocable de su pasado en la memoria.

Félix Novales es lo que técnicamente se llama un arrepentido. Lleva años intentando comprender el porqué
del horror. Preguntándose qué puede llevar a un adolescente, quizá más idealista y sensible que la media, a convertirse
en un asesino. Félix, como la ex etarra Yoyes, vivió de pequeño una fuerte y poco usual, por lo temprana, vocación
religiosa: “Sí, yo de chico quería ser misionero. A los nueve años le pedí a mi madre integrarme en una congregación
religiosa. Era un colegio de Miranda de Ebro, de hermanos holandeses que preparaban chavales para llevarnos
después a Suramérica. Luego, el mismo colegio me quitó la vocación, cuando conocí a los hermanos por dentro y vi
una serie de miserias que ahí había. Pero probablemente la opción política que tomé después de modo tan extremo
tenga mucho que ver con esa vocación misionera. Era simplemente otra forma de sacar a la luz una serie de
sentimientos. Lo tremendo es que una acción que, en principio, es fundamentalmente un darse a los demás, se pueda
convertir en algo tan tremendo. Que se convierte en todo lo contrario. Probablemente esa sea la paradoja más grande.
Yo quisiera creer que había algo bueno a la hora de asumir la opción. Pero luego los resultados han sido trágicos".

El tazón de hierro, con ser un relato esclarecedor y terrible, no llega a desvelar completamente el fondo del
pozo, ese agujero negro en el que el bien y el mal se confunden. Pero quizá sea una aspiración imposible: “Yo estoy
pensando todavía sobre el porqué y el cómo se llega a algo así; sería mucho pedir que en el libro estuviese claro algo
que aún estoy madurando”. No es de extrañar que los temas que ahora absorben la atención de Félix Novales sean
los relacionados con la ética. Hizo desde la cárcel el ingreso a la universidad, y está acabando ahora el tercer curso
de Filosofía, con un interés especial por la filosofía moral.

Nació en Burgos, en este Burgos que ahora vuelve a contemplar a través de las rejas, pero su madre, viuda
desde que Félix contaba tres años, se trasladó a Basauri en 1973. Novales tenía entonces 15 años y estudiaba, con
grandes esfuerzos económicos, en un instituto nacional, en donde cursó hasta COU. Basauri le recibió con toda la
efervescencia ciudadana del País Vasco en los años previos e inmediatamente posteriores a la muerte de Franco.
Eran los convulsivos momentos de la transición y las calles ardían. Violentos enfrentamientos con la policía, huelgas,
muertes, represión, los sucesos de Vitoria. Un marco altamente emocional y lo suficientemente épico como para
encender el ánimo de un confuso adolescente.

“El tazón de hierro arranca precisamente de aquí, de Basauri, porque al llegar a Basauri empecé a tomar
conciencia social. Sin embargo, creo que lo más importante no fue el ambiente político. Creo que todo el proceso
arranca de una situación personal, existencial. Supongo que todos los jóvenes atraviesan un periodo así, y a mí me
pilló en esa época. El caso es que yo, por entonces, no veía mi sitio en el mundo. No sabía qué hacer de mi vida, todo
lo que me rodeaba me resultaba ajeno y, además, bastante terrible. Me decía: 'Pero, bueno, ¿para qué he venido yo
aquí, si nada tiene sentido?'. Porque alrededor no veía más que sufrimiento. No comprendía el mundo, no me veía a
mí en el mundo. Ahora soy capaz de verme en el mundo, pero entonces no. Y, por tanto, necesitaba escapar de ese
mundo, huir. O más bien necesitaba escapar de mí mismo. Y justo en e1 momento preciso en que estaba pensando
hacia dónde escapar, surgió la opción política. Era lo normal en aquella época. Las vocaciones religiosas se
encauzaban así, por la vía política”. A fin de cuentas, la palabra religión viene de religare, unir, y expresa la doliente
ambición del ser humano de integrarse con los demás y con el mundo, de encontrar una armonía común frente a la
solitaria inmensidad de la vida. Exactamente lo que buscaba Novales.

Cuando dejó el instituto empezó a trabajar en la central de Lemóniz, que era a la sazón un hervidero de
reivindicaciones laborales y políticas. A poco de llegar se celebró una asamblea en la que Félix participó con
entusiasmo. A partir de entonces, cuenta en su libro, “descubrí que ya no era un desconocido entre los miles de
trabajadores”. Le saludaban, le palmeaban las espaldas con afabilidad bronca de colegas. Le reconocían y, por tanto,
le otorgaban un lugar en el mundo. Un lugar que se conquistaba a través de la actividad política. Poco después entró

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en el Partido Comunista de España (Reconstituido) (PCEr). Tenía 18 años. Distribuía panfletos, iba a manifestaciones,
se entusiasmaba con los secuestros de Oriol y Villaescusa. Era la guerra, una especie de guerra santa, una guerra de
buenos y de malos. En su libro cuenta el primer cóctel Molotov que arrojó. Un adolescente de 15 años había muerto
de infarto, en Sesteo, durante una carga policial. Al día siguiente hubo manifestaciones en Baracaldo, el pueblo del
muchacho. Novales se encontró en la calle con los compañeros de instituto del chico: “En mitad del recorrido, a los
chavales les empezó a entrar como una especie de miedo de su propia osadía (... ) Me adelanté unos 300 metros y
preparé los cócteles. Justo en el momento en que el jeep apareció por la esquina y aceleró, se oyó el ruido seco sobre
el capó. El jeep frenó, los chavales ya corrían despavoridos. De pronto, empezó a arder. Los policías salieron y se
quedaron allí, mirando, como si no entendieran; eran ocho. Algunos de los chavales, al darse la vuelta, lo vieron y, a
gritos, llamaban a los demás: '¡Está ardiendo!', decían. Mi compañero hacía llover octavillas, y entonces, en medio de
aquellos rostros tristes, se dibujó una levísima sonrisa”.

Es un relato enternecido y mítico, la carga del Quinto de Caballería contra los pérfidos comanches. Sólo que
luego la historia ha demostrado que los comanches no sólo cortaban cabelleras, sino que también podían ser
desdichadas víctimas. Le he leído el fragmento a Novales. “Sí, era así. Era como si fuese una película”, dice. Y juraría
que se le han humedecido los ojos. Esos ojos tan azules que mantiene secos durante toda la entrevista. Secos y
desencajados hasta cuando aborda los temas más dolorosos, más terribles. Hasta cuando cuenta: “Participé en nueve
muertes y yo personalmente asesiné a cinco personas”. Dice “asesiné”; escoge meticulosamente la palabra. No hurta
la mirada al expresar esta frase atroz. Sus manos, crispadas y estremecidas, retratan neuróticamente, una y otra vez,
el pico de la mesa. Pero te contempla de frente, con esos ojos secos y angustiados, secos y aterridos. Secos siempre,
menos cuando le leí el fragmento de su libro. Posiblemente entonces, en ese momento, Novales lloraba por su propia
y perdida inocencia.

A partir de su entrada en el partido, su vida cambió. Dejó Lemóniz; trabajó en la construcción como peón, fue
aprendiz de mecánico, soldador, vendió enciclopedias. A esas alturas ya no tenía más contactos sociales que los que
le proporcionaba la militancia.

Así conoció a Eva, que tenía 16 años y era también del PCEr; se enamoraron y comenzaron a vivir juntos. Por
entonces su labor seguía siendo la de siempre: panfletos, agitación clandestina. No se habían planteado entrar en los
GRAPO, brazo armado del partido. “Por entonces yo no me planteaba casi nada. Vivía el instante, y nada más. Yo
creo que una de las principales justificaciones de este tipo de vida es que vives tan sólo el presente. Es decir, que no
te tienes que preguntar sobre qué será mañana. Si te cuestionas el mañana surgen siempre muchísimas preguntas, y
son preguntas excesivamente difíciles de contestar, preguntas que te dan miedo. Antes de integrarme en la lucha
política, lo que me daba verdadero pavor era el futuro, el hecho de no saber qué podía ser de mí. Y el mayor justificante
del fanatismo es que ese pavor desaparece, ese vacío existencial desaparece, porque ya no existe el futuro. O, mejor
dicho, queda suplantado por ese futuro socialista ideal que pintan los libros”

Pero la emoción y la aventura de ser un militante clandestino del PCEr también se iba desgastando. Pasaban
los años, Novales ya llevaba tres en el partido y la sombra de la náusea volvió a rondar su ánimo. "Al principio todo era
gozo, porque yo estaba muy integrado socialmente, tenía mi puesto de trabajo, mis amigos...Pero luego, aislado ya de
la vida real, empezó a plantearse de nuevo en mí el vacío interior. Porque uno se mecaniza. Cuando pasa un año, y
otro, y día tras día la función de uno es ir a la cita de éste, a la cita del otro. Y siempre igual, pues la cosa empieza a
perder sentido incluso dentro de la clandestinidad y del aparente peligro, la vida vuelve a ser una rutina. De modo que,
para paliar ese nuevo vacío, probablemente necesitaba dar otro paso más”. Un día, el mismo que Félix cumplía 21
años, Eva y él recibieron la orden de presentarse a una cita en Barcelona. Con una muda de ropa, les dijeron, porque
era para quedarse. Allí, un hombre al que no conocían les comunicó que se les necesitaba en los comandos de choque.
Durmieron en una pensión y por la mañana se encontraron con sus nuevos compañeros, Raúl y Mari Carmen, ella
embarazada de tres meses. Y al día siguiente, sin haber tenido previamente contacto alguno con armas de fuego,
hicieron su primer atraco a un banco, con el trágico saldo de un policía muerto y otro malherido. El tránsito al horror
fue así de atolondrado, así de trivial, estremecedor en su estupidez y su insustancialidad. “Sí, es alucinante. Yo creo
que la única forma de vivir algo así es no vivirlo conscientemente, ser un poco objeto, no pensar en ti mismo, ser
incapaz de reflexionar. Durante años, día tras día, había estado autoconvenciéndome de que la lucha armada y la
violencia eran necesarias. Y en el momento en que se me planteó pasar a los comandos de choque no había otra
salida. Las únicas posibilidades eran, o bien falsearme a mí mismo y decirme que todos esos años habían sido mentira,
o bien seguir adelante. Y no lo pensé mucho. No tenía tiempo para pensarlo. Tenía que decir que sí por principio”.

Durante dos meses y medio estuvieron inmersos en un vértigo mortífero. Cuenta Novales en el libro que, pese
al encorchamiento de la conciencia las vísceras se le rebelaban. Que la carne proclamaba su miedo a morir, y todos
los miembros del comando tenían la lengua gruesa, pegada al paladar, que se les estrangulaban las palabras. Miedo
a morir, sí ¿Y quizá también a matar? “Creo que lo fundamental entonces era el miedo a morir, no el miedo a matar.
Eso es lo más trágico: yo creo que no llegué jamás a plantearas la duda de matar. Matar era necesario. Los otros eran

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el enemigo, y había palabras escritas muy bonitas que justificaban todo eso. Tremendo. Y luego estaba la guerra,
estaba la lucha, estaba el ejército popular. Y lo verdaderamente terrible es que matar no tenía importancia”.

En esos meses tenían objetivos marcados. Había que ejecutar a García Valdés, por ejemplo, por entonces
director de Prisiones. Pero los personajes importantes estaban muy bien guardados, eran difíciles. De modo que se
dedicaban a asesinar a otros, a los más accesibles, a los más cómodos. “Era el vértigo de matar por matar. Lo necesario
era la venganza. Habían matado a un compañero, por ejemplo, y entonces había que matar todos los días, había que
demostrar al enemigo que cada vez que nos golpearan podía desatarse la venganza. Lo importante era matar, luego
se podía justificar de cualquier manera. Y casi daba igual la víctima”. Su primera muerte, su primer asesinato directo,
fue un concejal de Fuerza Nacional del Trabajo: “Para que te des cuenta de hasta dónde puede llegar la racionalización
de lo irrazonable, a esa acción fuimos tres personas. Y las vísceras se nos rebelaban a todos. Nos buscábamos
excusas para postergar la acción: que no encontrábamos un coche, cosas de ésas. Nos hacíamos de rogar. Y, al final,
yo, que era el más joven del comando, paro un taxi y, más o menos, llevo la acción. Quiero decir que estaba tan
convencido de que eso era necesario que incluso tomo la iniciativa frente a mis compañeros. Las cosas llegaban hasta
ese extremo. Y, para que sigas viendo, te diré que, después de la acción, lo que sentí fue la alegría de haber hecho lo
que era necesario. En aquel entonces lo trágico hubiera sido para mí no haber sido capaz de dar el paso, después de
haber estado años defendiendo convencidamente la necesidad de la acción armada. O sea, que... Ya ves que... Y
después compré pasteles. Había que estar contento por haber matado al enemigo”. Y lo dice machacándose los dedos
contra el pico de la mesa, apurando dolorosamente el recuerdo, tenso como la cuerda de un arco.

Era tal la fuerza del torbellino, vivían tan fuera de la realidad, que ni siquiera pensaban que pudieran ser
detenidos: "Eso es lo más tremendo, que uno llega a creer que eso pueda ser infinito, hasta la victoria final o lo que
sea. Por no pensar en e futuro ni siquiera piensas en el mañana más
previsible, porque lo lógico era que cayéramos. Pero no lo pensabas. Se pueden vivir meses y meses sin pensar.
Incluso puedes ver caer a tu lado a un compañero y quedarte tan tranquilo, decirte que eso no puede sucederte a ti".
Pero cayeron. A los dos meses y medio. Era a finales de mayo de 1979, y Raúl, Mari Carmen, Eva y él iban en un
coche cuando les dio el alto la policía. Mari Carmen, embarazada de cinco meses, comenzó a disparar. Les frieron.
Raúl y Mari Carmen murieron casi en acto. Eva y Félix se rindieron, milagrosamente sin heridas. Y comenzó entonces
la otra parte del horror. Félix, verdugo hasta entonces, empezó a aprender lo que era ser víctima.

Fue torturado despiadadamente durante días. Suplicios sistemáticos que, como cuenta en el libro, no estaban
dictados por el afán de obtener una confesión, sino por “el odio y la venganza”. Y en el mismo párrafo, unas líneas más
abajo, añade que también él había matado "por odio y venganza". Es la imagen especular, un núcleo de espanto en el
que víctimas y verdugos son lo mismo. Aunque por entonces Félix no era aún capaz de comprender todo esto. Cuando
pasó a la cárcel se integró en la comuna que los presos de los GRAPO habían organizado. Aún era un creyente. Pero
era el comienzo de un largo proceso. La degradación carcelaria y la mezquindad de la comuna encendieron las
primeras dudas. “Yo estaba tan convencido del mundo que me había construido que en mí no había ningún cinismo.
Y entonces, cuando empiezan a pasar los meses en la cárcel y empiezo a ver mi entorno, ese entorno me empieza a
repeler. Hasta entonces no me había planteado lo que éramos nosotros. Yo vivía en relación con una utopía, pero lo
que éramos nosotros como grupo ni siquiera me lo había planteado. Pero cuando entras en la cárcel tienes que convivir
todos los días con las personas que encarnan esas utopías, esas ideas, y entonces te entran muchas dudas. Porque
al encontrarte con personas que... Bueno, valores humanos no teníamos ninguno. Y yo menos que menos, pero... aún
dentro de esa miseria también hay grados, por ejemplo en el trato humano. Y, así, tú primero te empiezas a separar.
Si antes habías sido un bloque, ahora empiezas a marcar distancias. Porque hay cosas que no te gustan. Y no te
gustan desde tus emociones, desde tus sentimientos. Son los sentimientos los que primero actúan; luego viene la
reflexión política”.

Lo explica muy bien en El tazón de hierro. Esa miserable vida de la cárcel en la que la disputa sobre un plátano
del postre puede llegar a convertirse en un mundo. Y las huelgas de hambre: la actitud de los dirigentes de los GRAPO,
Sánchez Casas y el camarada Arenas, gobernando con despiadado egoísmo sobre la vida y el sufrimiento de los otros.
“Primero es la ruptura entre la creencia y la realidad. Es decir, yo sigo creyendo, pero la realidad es cada vez más
testaruda. Esa etapa es tremenda, te rompes. Y luego viene ya la inmersión en la realidad y la crítica al entorno, a los
tuyos, a tu propia utopía”. Reconciliarse con la realidad, ésa es la clave. Sentirse parte integrante del mundo, cosa que
Félix nunca consiguió antes, y que ha logrado ahora, penosa y trabajosamente, a lo largo de sus 10 años de encierro:
“Si ves el mundo como enemigo, que es lo que a mi me pasaba antes, no hay posibilidad de evolución, de
humanización, de dignificación. Ése es para mí el gran dilema del fanatismo”. Reconciliarse con la realidad no significa
asumirla sin críticas. Félix sigue manteniendo una postura intelectual de izquierdas, pero ahora la lucha “no es global
sino concreta”. No es él contra todo, sino un montón de personas que intentan cambiar cosas precisas. De otra manera.

El tazón de hierro explica muy bien esa evolución. El fanatismo patológico de los militantes, ese pensamiento
bárbaramente enajenado que les convierte, como Novales dice, en una secta. En 1984, Félix y otros 12 militantes
rompieron con los GRAPO: “Me he enterado hace poco que cuando nos fuimos, los de la comuna hicieron una

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asamblea para ver qué pasa con nosotros, y llegaron a plantear lo de secuestrar a los funcionarios y pasarnos a
cuchillo. Pero el jefe dijo que no. Y dijo eso no porque nuestras vidas le importaran un bledo, sino porque temía que
les metieran un parte y les mandases 14 días a la celda de castigo”. Cuando Félix y los demás se marcharon, sus
mujeres, entro ellas Eva, la compañera de Novales, escribieron desde la cárcel una carta colectiva repudiándoles,
alucinante documento que se incluye en el libro y que es un patético ejemplo de la alienación humana.

Habla Novales con lentitud y lacerante esfuerzo. No evade temas, no elude respuestas, pero sus palabras están
llenas de puntos suspensivos, de titubeos, de suspiros no dichos. “En fin”, repite a cada minuto. “En fin”, musita
agobiadamente mientras refrota el pico de la mesa o agita la cabeza en un tic que parece un espasmo. “Aceptar el
error es nada menos que la aceptación de la ausencia de justificación que descargaba la conciencia. Porque ahora,
cuando uno comprende, aunque haya tenido que ser en la derrota, que era falsa la hipotética valoración instrumental
de sus actos, se queda frente a ellos solo, aplastado ante la enormidad de la tragedia causada. Quizá por eso sea tan
difícil para nosotros el arrepentimiento. Ha sido tan enorme nuestro pecado...", dice Novales en una carta de 1987 al
Defensor del Pueblo.

Sin embargo, Novales se mantiene entero, controlado. En ningún momento de la entrevista ha intentado inducir
compasión: su discurso no se dirige a los sentimientos, sino a la razón. Dice estar contento, esperanzado. más alegre
ahora que antes. "El camino es muy difícil pero también es muy gratificante. Lo difícil, claro, es reconstruirse. Pero si
logras reconstruir una parte de ti y, no digo yo llegar a quererte enteramente, pero al menos sí luchar contra una parte
de ti y a querer la otra, la mejor, la más sensible, pues merece la pena".

Hay algo profundamente humano en este hombre. Quizá sea su inmersión en la sustancia misma del
sufrimiento, el poso imborrable del dolor causado, del dolor vivido. O quizá ese desgarrado campo de batalla entre
luces y tinieblas que es su conciencia: “Supongo que difícilmente una persona como yo -que está en la cárcel
cumpliendo la máxima pena prescrita por la ley (30 años), que ha pertenecido a una organización terrorista y que ha
causado los actos más dolorosos que imaginarse puedan- puede inducir a un mínimo de piedad. Sin embargo, ésa es
la esperanza de esta carta: creer que la falta de piedad que a mí me condujo a la cárcel no se ha hecho todavía
universal”, decía en su escrito al Defensor del Pueblo. Y, con una emoción que no ha exhibido ante mí, añadía: “Además
de victimarios, también somos víctimas; los monstruos también cargan con su sino. Y quisiera que mis palabras fueran
lo suficientemente patéticas como para que compartiese conmigo lo trágicamente doloroso que puede ser el destino
de un monstruo”.

1. Describe las ideas que más te llamen la atención y ponlas en relación con la asignatura.
2. ¿Cuál es una de las principales justificaciones de esta vida fanática?
3. Explica: “Pese al encorchamiento de la conciencia las vísceras se les rebelaban”
4. ¿Crees que “se pueden vivir meses y meses sin pensar”? Argumenta la respuesta. Con el tiempo la emoción y
la aventura de la clandestinidad se convirtió en vacío interior…
5. “La realidad es cada vez más testaruda”. Esto permitió que se provocaran “rupturas entre creencia y realidad”.
Explica el significado de esta experiencia.
6. “Reconciliarse con la realidad, esa es la clave”. “Si ves al mundo como enemigo.... Ese es para mí el gran dilema
del fanatismo” ¿Cómo se encarnó esta afirmación en su experiencia?
7. ¿Por qué dice que es para ellos difícil el arrepentimiento, aceptar el error, comprender la falsedad de su postura?
¿Nos pasa lo mismo a nosotros?
8. ¿Cuál es el destino de un monstruo? ¿Te parece actualmente un “monstruo”?
9. ¿Cuál es el engaño que encierra “vivir solo el presente”?

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