Ibarruri, Dolores - Memorias de Pasionaria 1939 - 1977
Ibarruri, Dolores - Memorias de Pasionaria 1939 - 1977
Ibarruri, Dolores - Memorias de Pasionaria 1939 - 1977
Memorias De Pasionaria
1939-1977
Me faltaba España
Prólogo de Manuel Vázquez Montalbán
Indice:
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presencia histórica de esta mujer el respeto ante la excepción que no confirma ninguna
regla.
Porque Dolores Ibárruri, que ha aportado sentido de coexistencia y reconciliación crítica
al movimiento obrero, a la expansión del comunismo hacia los cuatro puntos cardinales
del mundo, es ante todo lenguaje. La Dolores de sus comienzos combativos era una mujer
del pueblo que convertía la realidad de su condición obrera en conciencia de clase y
estaba dotada para decirlo con palabras y acciones acciones que fueran entendidas por el
pueblo. Así de simple y así de difícil. Dolores siempre ha estado dotada de algo que nos
preocupa y fascina especialmente a los escritores y cineastas: la verosimilitud palabra
emparentada con veracidad. A Dolores te la crees por su simple estar y por eso es ante
todo una creencia popular de los que presenciaron su arrojo en las luchas sociales de la
preguerra, su papel de símbolo moral durante la guerra civil y su posterior gravitación
sobre la dramática historia del Partido Comunista de España. Incluso ahora, en tiempos
de división y crisis, Dolores Ibárruri sigue siendo un punto de referencia que no se atreve
a atacar ninguna de las partes de lo que fue aquel partido comunista comunista capaz de
plantarle cara a la dictadura y de contribuir a la reorganización de la conciencia
democrática española, de contribuir a la reconstrucción de la razón. Todavía Dolores
podría ser sustancia de amalgama para una cada vez más necesaria reunificación de los
comunistas de España.
En ocasiones he empleado palabras como mito o símbolo aplicadas a la persona histórica
de Dolores y he encontrado en las filas comunistas cierta resistencia a aceptarlas, porque
les parece que son son palabras que implican irrealidad. Y no es eso. El mito es una
suprarrealidad que siempre se basa en una apoyatura real y el símbolo es una cúpula
lingüística que alberga múltiples significados. Sería inexplicable Dolores sin comprender
que viene de una clase social condenada a priori a la mudez. El pueblo acepta a sus
líderes naturales cuando tienen una visión de conjunto de lo que les pasa y de lo que hay
que hacer para que la realidad se transforme, y éste es el caso de aquella hija de minero,
esposa de minero, católica y carlista en sus orígenes y que de pronto un buen día
descubrió que podía convertirse en la voz natural de esa clase muda y explotada. Le bastó
sufrir la realidad para saber verla y poder explicarla en un ejercicio modélico de
formación de una conciencia de clase. Éste es el misterio original del nacimiento de
Dolores como símbolo, al que hay que añadir la magia de su voz, una presencia de mujer
del pueblo fuerte y alta para su tiempo y una gran capacidad de sentir como los demás,
por encima del en ocasiones inevitable grado de cinismo político.
Estas memorias que veréis ahora tienen el valor de la historia vivida necesario para que
tengan interés científico hoy y mañana. Tal vez los historiadores le recriminen su
voluntario tacto a la hora de abordar situaciones críticas del partido. Quien esperara ese
tipo de libro, sin duda necesario, se equivoca de autor. Dolores plantea este libro como un
espejo en el que pueden mirarse casi todos los comunistas desgajados o no de la historia
del partido concebida como algo que viene de lejos y va más lejos. Hay en él, pues, una
implícita llamada al partido comunión para que vuelva a serlo o, mejor dicho, se plantee
serlo en tiempos objetivamente más propicios en los que la democracia nos permite el
acceso a la plena realidad y a la consiguiente acionalidad. Aunque quizá para pasar de la
penumbra a la plena luz sea necesario un lastimoso período de readaptación.
M. VÁZQUEZ MONTALBÁN
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2. AL LECTOR
Cuando hace algo más de un año Dolores Ibárruri me habló de su propósito de escribir algo
que recordara algunos episodios vividos en el transcurso de los cuatro decenios
increíblemente complejos que van de 1939 a nuestro retorno a España, me comentó que
deseaba dar respuesta a ese «y después de 1939 ¿qué?» tantas veces escuchado. Se trataba,
de algún modo, de continuar la narración de El único camino, editado en 1960.
Insistía Dolores en que no pensaba escribir su autobiografía, ni tampoco profundizar en
análisis históricos o teóricos. Prefería que en su nuevo libro el lector descubriera los rasgos
esenciales de las diversas etapas de su vida posteriores a la guerra civil; un haz de
vivencias, de anécdotas, expuestas con sencillez y amenidad.
Y me propuso colaborar con ella. Quizá porque a lo largo de los cincuenta años que nos
conocemos y en los que hemos compartido alegrías y penas, colaborado, viajado, vivido
situaciones complicadas; yo he sido testigo, en cierta medida, de la andadura, de la vida tan
rica, tan brillante y, al propio tiempo, tan difícil y tan dolorosa de Pasionaria. «La española
más insigne de nuestro siglo.» Y esto no es hipérbole.
Yo he oído pronunciar palabras como éstas, o parecidas, en los más diversos idiomas, en
los más lejanos países, por personas de diversas ideologías.
Su «No pasarán» ha dado varias vueltas al mundo y todavía hoy es grito de combate de
los pueblos que
luchan por la libertad.
Algunos veteranos recordarán que cuando la joven Dolores Ibárruri pronunció su primer
discurso en el Parlamento de la República produjo sensación en los círculos políticos.
Indalecio Prieto escribió: «En las Cortes ha entrado una mujer.»
A Pasionaria la llaman «leyenda», «mito». Su figura ha alcanzado los contornos de la
genuina representante de esta España que nunca se puso de rodillas, de la España de los
trabajadores. Su personalidad, en la que se funde la madre ataviada de negro, con la
brillante oradora, la líder, de notoria inteligencia política, con la revolucionaria, hija y
esposa de mineros; la mujer legendaria por su verbo y su heroísmo, como dijera de ella
Rafael Alberti, que, «por salvar la vida, dio su hijo a la muerte». Esta mujer ha inspirado a
los mejores poetas progresistas del mundo, a hombres de letras, escultores e intelectuales
insignes.
A través de las páginas del presente libro vemos a Dolores Ibárruri ocupando altas
responsabilidades políticas: vicepresidente de las Cortes republicanas, miembro del
Secretariado de la Internacional Comunista, secretaria general y después presidenta del
PCE, vicepresidenta por edad de las nuevas Cortes democráticas de 1977 y directiva de no
sé cuántas organizaciones demasas. Como delegada del PCE ha asistido, sistemáticamente,
a los congresos internacionales más importantes.
La vemos dialogando o bien trabajando al lado de los líderes —algunos ya legendarios—
del movimiento comunista: con Stalin, Dimítrov, Mao Tse-tung, Togliatti, con dirigentes
del movimiento revolucionario como Ho Chi Minh, Tito, Fidel Castro, con hombres de
Estado como J. Nehru, Henry Wallace, Branting, o con líderes españoles como Azaña,
Companys, Largo Caballero, Prieto, Aguirre, García Quejido, Lamoneda, José Díaz,
Tarradellas.
Dolores Ibárruri ha sido recibida en algunos países como jefe de Estado, como
representante de España, con todos los honores; alojada en lujosas mansiones en las que
nunca se sentía cómoda. Grande fue su perplejidad cuando, al llegar a Polonia, el
presidente Bierut la invitó a residir en el Palacio Belverede de Varsovia. Respiró con alivio
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3. EXPATRIACIÓN
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Les abracé a todos. Para mí eran algo entrañable. Eran camaradas, amigos, hijos, de los que
había que separarse. De muchos, para siempre. De otros, ¿hasta cuándo?
Y añadía:
Se cerraba una página gloriosa y trágica de nuestra historia. Un nuevo período de lucha
comenzaba.
Los caídos eran invencibles.
El Dragón en que nos alejábamos de la costa levantina rumbo a Orán hubo de vencer los
riesgos de la actividad de la artillería naval franquista que intentaba impedir nuestra salida.
Me acompañaban en este penoso viaje el diputado comunista francés Jean Cattelas, llegado
a España con la misión humana y solidaria de prestar ayuda en la evacuación de
combatientes antifascistas. Este inolvidable cama-rada luchó después en las primeras filas
de la resistencia francesa y cayó bajo las balas del invasor hitleriano. Me acompañaba
también el camarada búlgaro Stoyans Muniev Ivanov, o Stepánov, hombre de gran cultura,
delegado de la Internacional Comunista, a quien cariñosamente llamábamos Moreno;
también venía Jesús Monzón, un joven dirigente vasco.
Mi llegada a Oran dio origen a grandes manifestaciones de simpatía hacia la República
española. La gente nos rodeaba y hasta los soldados me pasaban discretamente fotografías
de la madre, de la novia, para que se las firmara.
Las autoridades francesas, alarmadas, se apresuraron a trasladarnos a un barco fondeado en
el puerto de Orán que había de conducirnos a Marsella.
Hacía el mediodía de la jornada siguiente —era precisamente el 8 de marzo de 1939— se
unió a nosotros Irene Falcón, que aterrizó en Oran en la madrugada, también pasajera de
un Dragón vetusto, con los camaradas Francisco Romero Marín, Ramón Soliva y Angelín
Álvarez. Los dos primeros, por ser oficiales del Ejército Popular, fueron internados en un
castillo militar.
Pregunté a Irene cómo había descubierto mi paradero. Cuando salí de Monóvar ella estaba
en Albacete cumpliendo una misión urgente. De regreso a Elda recibió el encargo de
trasladarse a Oran y hacer lo posible por encontrarme para acompañarme en el viaje.
Misión que inició en la madrugada siguiente, ya que el Dragón en que había de viajar con
sus tres compañeros no podía volar de noche.
Alrededor de una hoguera entre los guerrilleros, charlando con aquellos valientes,
esperaron la llegada del alba. Un mapa de Michelín, que yo había entregado a los
guerrilleros al subir al aparato, lo enseñaban ellos como talismán de la suerte.
En Orán, la policía francesa trasladó a Irene a una inmensa nave. El espectáculo que
presenció era sobrecogedor. Centenares de hombres, mujeres y niños llenaban la estancia.
Habló con ellos. Eran de Cartagena. Habían huido aterrados cuando en aquella plaza se
produjo un intento de golpe fascista. En embarcaciones de toda suerte, llegaron, Dios sabe
cómo, a las costas argelinas. Y allí estaban, sentados en bancos de madera, sin saber el
destino que les esperaba.
A través de las ventanas enrejadas los obreros del puerto les ofrecían dátiles y sardinas
arenques, en fraternal demostración de solidaridad.
Un argelino saludó disimuladamente a Irene: «Yo te conozco», le dijo. Irene se apresuró a
preguntar:
« ¿Dónde está Dolores?»
— ¿La Pasionaria? Tú no sabes la que aquí se armó ayer cuando llegó a Oran. Todo el
pueblo la saludaba. Hubo una gran manifestación. Ahora está en un barco francés que
zarpará en las próximas horas. ¡Qué miedo le tienen!
Desde ese momento Irene reclamó ser llevada al puerto con la esperanza de encontrarme,
cosa que logró momentos antes de abandonar Orán la embarcación francesa.
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4. OPERACIÓN ENTREGA
Tales pensamientos dominaban nuestro ánimo, cuando tocaron a la puerta del camarote.
Entraron varios marineros franceses. Hombres fuertes, curtidos por los aires y los mares,
curtidos también por las dificultades de una vida dura. Nos sonreían.
—Somos una delegación de la célula comunista del barco —se presentaron.
Nos abrazamos. Un rayo de luz empezaba a rasgar las tinieblas.
—Venimos a traeros la solidaridad de la tripulación y a ponernos a vuestra disposición para
todo lo que haga falta...
Pronto supimos cuan necesaria nos sería la ayuda de nuestros amigos.
—El capitán del barco —nos informaron— es un reaccionario, con no muy buenas
intenciones respecto a Pasionaria...
Existía el temor de que el capitán quisiera entregarme a los franquistas, acercándose a la
capital catalana.
—Felizmente —añadieron—, el radista es del partido y está advertido para avisarnos en
cuanto se curse algún mensaje sospechoso.
—En ese caso —nos aseguraron nuestros visitantes con gesto decidido— la tripulación se
hará cargo del barco.
Fácil es comprender nuestro agradecimiento a aquellos nobles camaradas. La solidaridad
activa del pueblo francés con los antifascistas españoles continuaba viva.
Repetidamente nos visitaron los marineros, nos traían noticias, nos ofrecían comida,
preguntaban qué necesitábamos.
Por fin entraron radiantes: estábamos fuera de peligro. El capitán, al parecer, no se atrevió
a realizar la «operación entrega».
Dos meses antes, en enero de 1939, viví una «operación» similar, aunque también
frustrada.
Despegamos del aeropuerto de Barcelona, en una avioneta, rumbo a Madrid. Conmigo
viajaba Irene.
Yo llevaba la misión de empezar a preparar una conferencia del partido en la capital.
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Poco antes de iniciar el vuelo, el piloto se alejó, no sé para qué. Un camarada se acercó a
nosotras y nos comentó alarmado: « ¡Pero si ese piloto no es de confianza!»
El piloto regresó, ocupó su puesto e inició el vuelo.
Nos miramos, queriendo adivinar los sentimientos que en aquel momento nos embargaban.
Cada una de nosotras poseía una pequeña pistola que nos habían regalado. La palpamos en
el bolsillo y nos sentimos un poco más seguras. Teníamos con qué defendernos.
En voz baja cambiábamos impresiones.
—Si nos lleva a la zona franquista... ¿qué hacer?
Claro que a nosotras, de una o de otra manera, nos iba en ello la vida. El viaje se hacía
interminable...
Por fin... Albacete.
Me recibió el jefe de aviación de la zona Centro-Sur, creo que se llamaba Camacho.
Después de saludarnos, se mostró sorprendido.
— ¿Cómo habéis venido en ese avión? El piloto no es un tipo de confianza.
Se confirmaba la sospecha.
Pero el tipo que «no era de confianza», por lo visto no se había atrevido a realizar la
«operación».
Me viene a la memoria otro incidente ocurrido después de la sublevación de Casado. Éste
había cursado la orden de detener a los dirigentes comunistas. Y a mí, por supuesto. Yo salí
en coche de Los Dolores, localidad lindante con Cartagena, acompañada de Manuel
Delicado. Nos dirigíamos a Elda para reunimos con nuestros camaradas.
Una patrulla nos dio el alto:
— ¡Documentación!
En el interior del coche apareció la cabeza de un guardia. Al verme, su gesto adusto se
transformó en una sonrisa, y exclamó:
—¡Ah, si es Pasionaria! Con usted no va esto. ¡Dejad paso! ¡Buen viaje!
Aquellos guardias ignoraban que era precisamente a mí a quien buscaban.
Y así puede decirse que volvíamos a nacer a cada paso.
5. MARSELLA-PARÍS
En el puerto de Marsella nos esperaba una nutrida multitud. Las radios, la prensa habían
dado a conocer nuestra salida de España. Camaradas y amigos nos acogieron cordialmente,
disputándose el atendernos y ayudarnos.
Frangois Billoux, diputado comunista por Marsella, nos llevó a su casa, donde su familia
nos recibió
fraternalmente.
Aquel mismo día continuamos en tren el viaje a París. En la estación, nuevamente nos
esperaban numerosos camaradas y amigos.
Pronto se destacó, avanzando hacia mí, con su ancha sonrisa y bondadosos ojos azules,
nuestro gran amigo, Maurice Thorez, secretario general del Partido Comunista francés. Le
rodeaban muchos otros camaradas conocidos, y nuestro general Juan Modesto, llegado
poco antes a la capital francesa.
Abundaban también los curiosos y, como era de rigor, la policía, que se ofreció a
«protegerme», interesándose por mis planes y lugar de residencia.
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Discretamente salimos de la estación. Los camaradas franceses nos alojaron en casa del
consejero municipal de París, Léon Mauvais, que con su esposa nos brindaron
hospitalidad.
Habíamos salido de España sin equipaje de ninguna clase, ya que nuestras dos maletas se
habían extraviado durante los continuos traslados de las últimas semanas.
El 31 de marzo asistí en París, como vicepresidenta de las Cortes, con Antonio Mije, a la
reunión de la Diputación Permanente, ya en la emigración, ante la cual el doctor Negrín
hizo un extenso y detallado informe sobre el desenlace de los trágicos acontecimientos
desde la caída de Cataluña hasta el final de la guerra.
«El general Casado —decía Negrín—, cuando llegué a Madrid, trató de convencerme de
que se tramaba un complot; que él estaba decidido a acabar con tales maquinaciones y que
había metido en la cárcel a los que habían publicado unos manifiestos censurados...
«...Cuál no sería mi asombro cuando supe que de los dos manifiestos que había censurado
el señor Casado, uno contenía el texto de mi discurso del día 23 de febrero en Figueras...
Es decir, que censuraba un acto oficial del gobierno. Por otra parte, en la prensa publicada
días antes de mi llegada a Madrid, se podía observar cómo bajo la dirección de Casado,
que se ocupaba muy poco del frente de Madrid, se estaba caldeando el ambiente para otra
rebelión urdida por los nuevos elementos facciosos en combinación con los fascistas y
algunos eternos descontentos...
»...Y es que el hombre se iba preparando el terreno. Estaba directamente ligado con otro
jefe de Estado Mayor faccioso... A través de esos agentes se "trabajó" a Casado para
convencerle de que podía obtener la paz mediante un trato directo entre militares de uno y
otro bando...»
Aquella reunión fue turbulenta. Abundaron los reproches, las quejas, las acusaciones
mutuas.
Evidentemente, después de la derrota era imposible enjuiciar con serenidad la situación
creada y restablecer la concordia.
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En esa reunión dimitió el presidente de las Cortes, Martínez Barrio, que fue sustituido en
sus funciones por Fernández Clérigo.
Entre las tareas urgentes que acometimos destacaba la de salvar el mayor número posible
de combatientes que habían quedado en el país y a los que se encontraban en los campos
de refugiados
franceses en condiciones infrahumanas. Apremiaba sacarlos de los campos y ayudarles a
trasladarse a los
países que les habían ofrecido asilo, especialmente México, Chile, Venezuela, otras
repúblicas latinoamericanas y, por supuesto, la Unión Soviética, aunque la mayoría
preferían quedarse en Francia.
Claro que... no en un campo de concentración.
8. CITA EN MOSCÚ
En aquellas fechas se iba a celebrar en Moscú una reunión con José Díaz, "secretario
general de nuestro partido.
Mi intención era hacer un viaje rápido y regresar a Francia una vez celebrada la reunión.
Con tal propósito viajé medio disfrazada al puerto del Havre. Llevaba un sombrero, como
entonces usaban todas las mujeres francesas, gafas oscuras y me acompañaba un camarada
de aspecto muy respetable. En el puerto se hallaba fondeado un barco soviético en el que
ya se habían instalado no pocos ex combatientes españoles que eligieron trasladarse a la
URSS hasta que hubiera posibilidad de retornar a España.
No sospechábamos que un acontecimiento tan grave como el estallido de la segunda guerra
mundial nos iba a sorprender tan pronto. Pero así sucedió.
Tuve que permanecer en Moscú, integrándome al trabajo de la Internacional Comunista
como miembro suplente de su comité ejecutivo. Tanto José Díaz como yo nos consagramos
fundamentalmente a los problemas de España.
A Moscú habían llegado militares y dirigentes comunistas españoles, entre ellos, Enrique
Líster, Juan Modesto, Del Barrio, Jesús Hernández, Vicente Uribe y otros que ahora no
recuerdo, a fin de participar con José Díaz, conmigo y con representantes de la
Internacional Comunista en un debate en torno a las causas de la derrota republicana. La
reunión fue sumamente difícil, larga y tensa. Cada cual exponía sus experiencia y sus
observaciones críticas, forzosamente subjetivas, que con frecuencia se contradecían con las
de otros compañeros. Lo cierto es que no se llegó a conclusiones claras y concretas. Todos
comprendíamos que era preciso un período más largo de reflexión, amén de completar
nuestros conocimientos sobre el desenlace de los sucesos en las diferentes zonas del país,
para poder abordar el exámen en profundidad del tema y llegar a juicios objetivos.
En aquella reunión también aportaron sus experiencias y reflexiones el camarada Codovilla
y el camarada búlgaro Stepánov. De ellos hablaremos más adelante.
Se eligió una comisión que redactó, por acuerdo general, un documento-síntesis de la
discusión.
Dadas las diferencias de opinión, no lo aprobaron los participantes, y, por consiguiente,
tampoco fue hecho público. Palmiro Togliatti, al leer posteriormente dicho proyecto,
también disintió de diversos aspectos del mismo.
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Renacida de las cenizas tras el incendio que la arrasó durante la guerra del pueblo ruso
contra la invasión
napoleónica, Moscú presenta hoy, al lado de su arquitectura multisecular, edificios
modernos de diversos estilos y gustos.
Admirábamos las fascinantes cúpulas multicolores de la catedral de San Basilio cada vez
que pasábamos por la plaza Roja, uno de los lugares que nos atraía por su tradición
revolucionaria y por su belleza (para ser precisos, la traducción de Krásnaia Ploshad es
«Plaza Hermosa»).
Y, en ella, el mausoleo de Lenin, de granito rojo y sobrias líneas, visitad diariamente por
millares de soviéticos llegados de todos los confines del inmenso país.
Entre las cúpulas doradas del Kremlin nos saludaban las luminosas estrellas de cinco
puntas, de cristal rubí, que en la cima de las cuatro torres más altas del Kremlin
sustituyeron a las águilas bicéfalas, símbolos de la autocracia zarista.
Despertaba nuestra curiosidad el tnanége (picadero) —hoy sala de exposiciones—,
frontero a las murallas del Kremlin, cuando nos explicaron que fue construido en el siglo
pasado según el proyecto de un compatriota nuestro, el arquitecto A. Betancourt.
Ante nosotros se abría un espléndido mundo de arte, de cultura. El famoso Bolshói con sus
maravillosos ballets y óperas. Nos entusiasmaba ver en el lujoso patio de butacas a
campesinas con el pañuelo anudado a la cabeza, obreros, intelectuales, soviéticos
modestamente vestidos, y a su lado, turistas y melómanos de todo el mundo, vestidos de
gala.
Mi vida de trabajo y de lucha no me había permitido frecuentar teatros y meno aún óperas.
Conocía la ópera de París, a la que me habían llevado mis camaradas en algún viaje de
propaganda política durante la guerra.
En mi Gallarta natal me gustaba asistir a las representaciones de zarzuelas de un grupo de
aficionados del centro llamado La Unión.
Los espectáculos del teatro Bolshói fueron para mí, como creo que para la mayoría de los
españoles exiliados, una sensación nueva, maravillosa, a la que nos aficionamos
rápidamente. Pudimos admirar a artistas de fama mundial, como las estelares bailarinas
Galina Ulánova, Maya Plisétskaya, Lepeshínskaya, Semiónova, A. Meserer, a los cantantes
Mijáilov, Koslóvsky, Lémeshev, Lisitsián, cuyo arte pudimos admirar en El príncipe Igor,
La fuente de Bajchisaray, Iván Susánin, Madame Butterfly, Carmen...
Claro que a los españoles no sólo nos atraía el Bolshói.
En una estrecha calle que desemboca en la céntrica Gorki, los gitanos poseen su teatro. El
Romen, que si no me equivoco es el único teatro gitano que existe en el mundo, con
artistas excelentes.
Otro español, Ángel Gutiérrez, uno de los niños salvados por las URSS en 1937, fue algún
tiempo director artístico del Teatro Romen. Claro, cuando ya no era un niño, sino un joven
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educado profesionalmente en Moscú. Muy hondo calaron en la trágica pasión de las Bodas
de sangre lorquianas estos gitanos, identificados desde las oscuras raíces de la sangre con
el poeta granadino vilmente asesinado. Los telones y decorados impresionantes eran de
Alberto Sánchez. Otro espectáculo del Teatro Romen predilecto de españoles y soviéticos
era La gitanilla, de Cervantes, en versión escénica de César M. Arconada, otro exiliado
(éste en Moscú) de la luminosa generación del 27.
El famoso teatro Stanislavski presentó, ya por los años setenta, la versión rusa del drama
de Federico La casa de Bernarda Alba, también con la genial escenografía de Alberto.
Pablo Neruda era un entusiasta del teatro gitano y de Alberto, de quien escribió:
... de par en par se abrieron las entrañas
y de una vez parieron las Españas
a su hijo: Alberto Sánchez, de Toledo.
Lope de Vega, Calderón, Tirso eran —y son— nombres frecuentes en las carteleras de
Moscú y de otros escenarios de la multinacional geografía soviética. El teatro de Arte, de
renombre universal, estrenó, vertida al ruso, la obra de Antonio Buero Vallejo El sueño de
la razón.
Qué gran alegría fue para mí al llegar a Moscú, poder estrechar en mis brazos de nuevo a
mis hijos Rubén y Amaya.
Rubén había combatido como voluntario, con el grado de sargento, en una compañía de
montaña del Ejército del Ebro, a las órdenes del general Modesto. Después de atravesar los
Pirineos fue recluido en Francia, como tantos otros combatientes españoles, en el campo de
Argelés-sur-Mer, sufriendo en aquella inhóspita playa, sin las más elementales condiciones
de existencia, todas las inclemencias del tiempo y la falta de alimentos. Pudo evadirse con
otros compañeros y partió a la URSS a reunirse con su hermana.
Con mis hijos reanudé, tras larga separación, la vida familiar. Residíamos en un
apartamento, en Kislovski Pereúlok, en el centro de la ciudad. En el mismo edificio
habitaba José Díaz con su familia.
Amaya iba al colegio. Rubén cursaba estudios en una escuela militar. En cierto modo
también eran familia mía los españoles exiliados, a quienes hube de ayudar a normalizar su
vida: instalación, trabajo profesional, reparación técnica, estudio. No era nada fácil dar
solución a los múltiples problemas que iban surgiendo, debido a la diversidad de la
emigración: obreros, campesinos, intelectuales, profesionales, jóvenes, mujeres, veteranos.
Cada uno con sus aspiraciones y deseos.
Los exiliados españoles fueron generosa y humanamente acogidos en la Unión Soviética.
No podía decirse lo mismo de lo que ocurría en otros países de Europa, donde nuestros
compatriotas sufrieron toda clase de penalidades. Los sindicatos soviéticos organizaron
para los españoles un descanso de varios meses en una casa de reposo de Ucrania,
atendidos por personal médico. Allí pudieron reponer fuerzas, curarse y comenzar a
familiarizarse con el rico y difícil idioma ruso y con las costumbres del país de acogida.
Yo solía visitar con frecuencia las residencias de nuestros niños y jóvenes, procurando
suplir con mi cariño y mis consejos los cuidados de las madres y familiares de que
carecían. Me preocupaba de que no les faltara nada, que se criaran sanos y estudiaran con
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provecho. Como se comprenderá, los problemas con que tropezábamos a cada paso eran
diversos: afectivos, de carácter, humanos, temperamentales. Junto con los camaradas
soviéticos tratábamos de encontrar la mejor solución en cada caso.
Los niños españoles evacuados a la Unión Soviética durante la guerra estaban instalados en
residencias, asistidos por educadores y profesores españoles y rusos, lo cual hizo posible el
«milagro» de que todos ellos conservaran su idioma materno, además de cursar estudios en
institutos y universidades soviéticos. Para ellos se editaron libros de texto y de literatura en
castellano.
Nuestros pequeños se veían rodeados del afecto permanente de los soviéticos, que les
agasajaban con la proverbial hospitalidad de aquellos pueblos. Cuando paseaban por las
calles, como iban tocados con boinas vascas, allí desconocidas, eran rodeados por la gente,
que les regalaba dulces y les mimaba. Hubo que renunciar
a las boinas, sustituyéndolas por gorras del país, para evitar que los españolitos se creyeran
superniños.
En todo ese trabajo sentíamos constantemente la ayuda inapreciable de los camaradas
Dimítrov, secretario general de la Internacional Comunista, y Manuilski, representante del
PCUS en la IC.
11. LA KOMINTERN
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Era evidente que el desarrollo de las luchas antifascistas y las tendencias unitarias surgidas
en España y en Francia en los años treinta habían ocupado la atención de Dimítrov. Aquella
dinámica confirmaba en muchos aspectos sus pronósticos.
En España, ya en el invierno de 1933 se produjo un hecho nuevo, unitario, aunque a escala
local: durante las elecciones generales —en las que nacionalmente triunfaron las derechas
— se configuró en Málaga un frente único antifascista, o bloque electoral, con comunistas,
socialistas y republicanos, que permitió a la izquierda malagueña llevar al Parlamento
varios diputados, entre ellos a nuestro camarada el doctor Cayetano Bolívar.
Aquella experiencia marcaba una trayectoria unitaria ascendente, que poco más tarde se
vió materializada en el ingreso en bloque de la Confederación General de Trabajadores
(CGTU) en la Unión General de Trabajadores (UGT), en el pacto de frente popular, en la
fusión de las Juventudes Socialistas y Comunistas, la JSU, y en la formación del Partido
Socialista Unificado de Cataluña. Todos estos logros unitarios tuvieron una trascendencia
histórica en el desarrollo democrático de nuestro país en los años treinta.
Dimítrov había seguido la evolución en el ámbito obrero y democrático de España con
enorme interés. Le interesaban nuestras opiniones y nos invitaba a participar en
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discusiones del secretariado de la IC. En sus artículos ejemplarizaba con las experiencias
españolas, que confirmaban en la práctica sus pensamientos, sus reflexiones teóricas,
acerca del Frente Único y Frente Popular. En cierto modo se enriquecía y contrastaba
recíprocamente la teoría y la praxis en torno a estos vitales temas surgidos con el ascenso
del fascismo.
Dimítrov sostuvo una interesante correspondencia con los líderes del PSOE y relaciones
con las Juventudes Socialistas de España, dirigidas por Santiago Carrillo.
Durante nuestra guerra nacional-revolucionaria, Jorge Dimítrov, a la cabeza de la IC,
desplegó una constante actividad en apoyo del pueblo español en armas. Su consejo
permanente era ampliar la alianza antifascista, incluyendo a las fuerzas progresistas de la
burguesía, a todos los sectores democráticos de España. Y esto en polémica, a veces, con
tendencias sectarias aún vivas en ciertos sectores de la dirección de la IC, que veían en la
situación española una antesala del socialismo. Dimítrov, deslindando a la democracia
burguesa del fascismo, sostenía, con razón, que en España se gestaba una revolución
democrática antifascista y que en el caso de que el pueblo alcanzara la victoria, nuestro
país sería un Estado específico con verdadero apoyo popular. O sea —un viraje en
organización estratégica—, algo nuevo que se abría paso y que no podía encorsetarse en
viejos moldes.
Y creo interesante destacar que en una reunión del Presidium de la IC consagrada al
problema español —en los años de nuestra guerra—, con participación, como es natural, de
una delegación española, se recomendaba a los comunistas españoles «no forzar la fusión
con el PSOE, siendo lo esencial la acción común de ambos partidos para robustecer y
ampliar el Frente Popular». Pero se añadía que, en caso de lograrse la fusión, la IC estaba
de acuerdo en que el nuevo partido unificado mantuviera relaciones tanto con la
Internacional Socialista como con la Internacional Comunista, propugnando la unión de las
dos Internacionales, tal como lo indicaba el programa común adoptado por ambos partidos
obreros.
Nuestro partido trató este importante tema en un pleno del comité central, en el que yo
presenté el informe. También se reunió el comité nacional del PSOE. No se llegó a la
fusión —no se pudo—, pero se acordó ampliar el número de representantes en el comité de
enlace PSOE-PCE y, poco después, se aprobó el programa de acción conjunta de los
partidos Comunista y Socialista.
Dimítrov era consciente de que la correlación de fuerzas internacional era adversa a la
causa democrática que defendía el pueblo español. El fascismo estaba en franco ascenso y
amenazaba con invadir Europa. Y, al mismo tiempo, los gobiernos democráticos que, de
haberse guiado por la lógica, estaban obligados a apoyarnos, lejos de hacerlo crearon el
Comité de No-Intervención de infausta memoria, que en la práctica favorecía a los
agresores.
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“Hay que decir sin ambages que durante estos dos años el pueblo español ha hecho
más por defender la causa de la paz y del progreso mundiales que lo que hasta hoy
han hecho los trabajadores de los países capitalistas en apoyo del pueblo español.”
Han pasado muchos años, han cambiado tantas cosas... Pero de mi memoria no se han
borrado las imágenes de aquella época tan importante de mi vida.
Y vuelvo a ver a Dimítrov, su impresionante cabeza, su amplia frente, sus inolvidables ojos
que rebosaban bondad e inteligencia, charlando con nosotros, discutiendo con José Díaz y
conmigo y también con el entonces joven Santiago Carrillo, que a finales de 1939 participó
varios meses en los trabajos del secretariado de la Internacional Juvenil Comunista.
Algunas veces Dimítrov y su esposa Rosa nos invitaban a su dacha a comer. Allí se
hablaba animadamente de todo, de España y de Bulgaria, de literatura y de arte, del pueblo
búlgaro, de su historia, de su cultura, y del pueblo español, por el cual Dimítrov sentía gran
admiración y simpatía. Se hablaba de la Unión Soviética, a la que Dimítrov quería
entrañablemente.
Y no es posible recordar sin emoción la actitud humana de Dimítrov hacia los camaradas
que trabajaban con él. Quería a los compañeros con el afecto de un verdadero
revolucionario. Enemigo acérrimo del burocratismo, de los modelos preestablecidos, de
todo lo esquemático, apoyaba las iniciativas de sus colaboradores, aun de los más sencillos,
estimulándoles en su trabajo y dándoles personalidad. Más de una vez he sido testigo de su
interés y su atención hacia hombres y mujeres desplazados de sus países por las dicta duras
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No pude sospechar que llovía sobre mojado. Y que aquella opinión que yo exponía había
ya madurado en la dirección de la Internacional Comunista, aunque públicamente nada se
hubiera dicho acerca de ello.
Y cuando el camarada Manuilski me dijo, después de oír mi opinión, que yo no podía
marchar al día siguiente, me asusté un poco, pero después, reflexionando, dije, como se
dice en mi tierra: «Que sea lo que Dios quiera.» Se celebró una reunión en la que
participaron dirigentes de la Internacional Sindical Roja y representantes de la Komintern
con algunos delegados sindicales extranjeros y conmigo para discutir la cuestión.
Allí estaban Piatnitsky, secretario general de la IC, Bela Kun, Radek, Losovski, secretario
de la Internacional Sindical Roja, Manuilski, dos camaradas que yo no conocía, el
camarada francés Monmusseau, Barneto y yo.
Inició la discusión Piatnitsky, que presidía, cuya opinión discrepaba de la que yo mantenía.
La mayoría de los camaradas que asistían estuvieron de acuerdo conmigo en sus
intervenciones. Se acordó que la ISR y la IC decidieran el asunto de acuerdo con las
secciones nacionales.
Marché de Moscú con el alma ligera, aunque no sin preocupación pensando en la reacción
de mis camaradas de la dirección del partido, que nada me habían encargado en ese
sentido.
Al llegar a Madrid, mi primer cuidado fue informar a José Díaz, nuestro secretario general,
que con la sencillez habitual en él me dijo: «Has hecho bien en plantear esa cuestión. Era
un problema que nos preocupaba...»
Al trabajar en 1939 en el Comité Ejecutivo de la IC, yo consideraba a Manuilski como un
viejo amigo. Le consultaba problemas nuevos para mí y siempre era acogida con gran
camaradería. Porque conocía bien la problemática española, especializado como estaba en
los países «romanos» o latinos.
Como ya he señalado, Manuilski, que era miembro del comité central del PCUS, además
de secretario del CE de la IC, nos ayudó activamente en la instalación, estudio y trabajo de
los españoles emigrados en la URSS.
Era un veterano bolchevique. Fue uno de los organizadores del levantamiento de Cronstadt
en 1906 y participó en las primeras filas de la revolución de Octubre.
De corte meridional y de carácter alegre, este revolucionario ucraniano poseía una gran
sensibilidad, erudición y experiencia, y comprendía muy bien nuestras dificultades.
Dominaba el francés, por haber sufrido exilios en Francia, lo cual facilitaba nuestra mutua
comprensión. Gustaba de charlar con nosotros, tratando de aliviar nuestra vida de
emigrados. Era maestro en el relato de anécdotas divertidas y nos cantaba aires ucranianos
que conocía abundantemente.
Su esposa, Varia, revolucionaria inteligente, nos acompañaba con frecuencia en los ratos
que tenía libres. Algunas vez nos invitaba a comer oeufs pochés en su modesta casita de
campo.
Durante la segunda guerra mundial, Manuilski desempeñó importantes cargos
politicomilitares. Y en 1943, al ser disuelta la Internacional Comunista, pasó a desempeñar
el cargo de vicepresidente y ministro de Asuntos Exteriores del gobierno ucraniano, y
como tal representó a su país en la ONU.
Entre nosotros le llamábamos Manu, con afecto. El afecto que los españoles que
trabajamos con él conservamos a través de los años y de las vicisitudes, el afecto a un gran
amigo internacionalista, comunista sincero de gran sensibilidad revolucionaria.
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acuerdo con sus concepciones, coincidentes con las de Dimítrov, se mantuvo siempre
discretamente en su papel de consejero.
Y digo que me impresionaba porque esa conducta contrastaba con la del anterior delegado
de la Internacional, «Luis», el camarada argentino Victorio Codovila, que en los primeros
años de la República nos ayudó con gran eficacia a romper con el sectarismo; y al que
profesábamos gran cariño. Por tratarse de un período distinto, y también por su condición
de latinoamericano, actuaba, de hecho, como un miembro del buró político.
«Ercoli» era uno de los más esclarecidos dirigentes del movimiento comunista
internacional. En la Internacional Comunista destacaba por su inteligencia y clarividencia
política, por la universalidad de sus concepciones, su rechazo de lo sectario, de lo caduco y
su sentido de lo nuevo, que defendía con audacia.
Durante los años de prueba de la segunda guerra mundial vivimos y trabajamos juntos en
la Unión Soviética, en la lejana ciudad de Ufa. Juntos íbamos cada noche a hablar a
nuestros pueblos gracias al milagro de la radio que introducía nuestras voces en los hogares
de lejanas ciudades. Su capacidad de trabajo, su lucidez, su cultura universal brillaban a
diario cuando se veía en el trance de resolver los complicados problemas internacionales
que suscitaban las emisiones radiadas en qué sé yo cuántos idiomas, y que él coordinaba.
Y nos impresionaba también su modestia en los duros días de guerra. Le recuerdo haciendo
cola con una tetera en la mano, ante el depósito de agua hirviendo en los pasillos del hotel
Bashkiria, habilitado para nosotros. Y cuando alguien se le acercaba ofreciéndose a
relevarle en aquel menester, él solía replicar sonriendo: «No, no, gracias. Si es muy
interesante estar aquí y escuchar lo que dice la gente...»
Recuerdo también que Togliatti vestía en aquellos días una americana harto raída, con las
bocamangas deshilachadas, que él gustaba de igualar tranquilamente con las tijeras...
Algún funcionario le propuso hacerle un traje, a lo que él opuso un rotundo «no».
«Estamos en guerra —decía—. Ya nos vestiremos mejor después...»
Trabajaba «Ercoli» en Ufa asistido de sus más próximos camaradas italianos y de los que
recuerdo a Edo (d'Onofrio), a Zeretti, a Grieco, a Bertoni...
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Al margen del congreso del PCI, se me brindó la oportunidad, con la eficaz ayuda de
Marisa Ródano, de entrevistarme con destacadas personalidades políticas italianas de
diverso signo. El líder socialista, Pietro Nenni, muy estimado por mí como compañero de
armas, ya que luchó en las lilas garibaldinas de las Brigadas Internacionales, me recibió en
el Parlamento. Sostuvimos una conversación muy abierta y cordial. Nenni estaba bastante
al corriente de las cosas de España. Yo planteé con fuerza la necesidad de que los
socialistas, de que todos los demócratas italianos nos ayudaran a salvar la vida de Julián
Grimau, a lo que Nenni estaba sinceramente dispuesto. Comentamos la necesidad de la
unidad de socialistas y comunistas. Nenni se mostró partidario de ello en España. Italia...
era otra cosa. Se interesó por nuestras relaciones con los socialistas del interior. Pidió
detalles sobre las corrientes católicas de izquierda que surgían en España. Nos brindó su
ayuda y su amistad.
Nos acompañaba en aquella entrevista el dirigente comunista y querido camarada Luigi
Longo, que fue comisario general de las Brigadas Internacionales, y en la época de mi
visita era vicesecretario general del PCI.
Rememoramos episodios de los años treinta, del V Regimiento, comentamos la unidad del
pueblo español en la lucha contra el fascismo.
Mención especial, por su novedad y significación, merecen mis conversaciones con
personalidades de la Democracia Cristiana italiana y con sacerdotes vinculados al
Vaticano.
Recuerdo al señor Franco Maria Malfatti, directivo de la DC, muy interesado en la
problemática política de España. Recuerdo también al señor Glisenti, democristiano de
izquierda. Al periodista del Mcsaggero Paolo Glorioso. Recuerdo especialmente al padre
Riches, párroco de Forte Boccea (Roma), sacerdote inteligente y abierto.
Estos señores deseaban conocer «de primera mano» lo que pensaban los comunistas
españoles.
Querían saber si era sincera nuestra política de reconciliación nacional y también nuestras
relaciones con el nuevo movimiento católico en España. Si era auténtica nuestra oposición
al anticlericalismo.
Les informé puntualmente sobre la política aperturista de nuestro partido y contesté con
franqueza a sus preguntas.
En el curso de la conversación les dije que no éramos «ni tan malos como ellos nos
consideraban, ni tan buenos como posiblemente nosotros nos creíamos», observación que
todos celebraron.
El padre Riches comentó, riendo, que lo mismo se podría decir de ellos.
Se habló del Opus Dei, de su falta de ligazón con las masas. Se comento que en la Iglesia
las cosas iban cambiando, que había ideas nuevas. Era la época del papa bueno, Juan
XXIII. Se insinuó que en el Vaticano se preocupaban de preparar nuevas jerarquías. Y
alguien dijo que los sacerdotes jóvenes y progresistas de entonces podrían mañana llegar a
ser obispos.
Aquellos señores prometieron, a instancias mías, colaboración en la campaña contra el
terror franquista y ayudar a salvar la vida de Julián Grimau. Informarían al papa, crearían
comités.
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Al despedirnos, el señor Malfatti me pidió le dedicara mi libro El único camino, que con el
título de Memorias de una revolucionaria acababa de editarse en Italia.
Según me comentaron amigos posteriormente, mis interlocutores demo-cristianos
quedaron satisfechos de aquellas conversaciones, ya que a mí me consideraban una
«bolchevique» llegada de Moscú. Los comunistas italianos eran, según ellos, otra cosa. De
ahí que nuestra actitud abierta, antidogmática, de colaboración con los católicos
progresistas y con todas las fuerzas antifranquistas para reconquistar la democracia en
España, les hubiera impresionado.
Margarita Bernabei, dirigente del Partido Socialdemócrata de Saragat, me invitó a almorzar
en su casa, manifestándome su admiración y solidaridad con la España antifascista.
Cenamos muy a gusto con los camaradas y famosos artistas Cario Levi y Renato Guttuso,
acompañados de nuestro gran amigo y combatiente en España, Vitorio Vidali, «el
comandante Carlos».
Conservo con cariño los dibujos que en aquella ocasión me hicieron mis anfitriones.
Guttuso me regaló un cuadro inspirado en la Asturias combatiente.
Un domingo por la mañana me invitaron a un coloquio muchachas y muchachos de la
organización Nueva Resistencia, en la que militaban estudiantes de 16 a 23 años. Uno de
los jóvenes, al abrir el acto, nos explicó el interés y la pasión con que la juventud italiana
seguía los acontecimientos de España, afirmando que para los jóvenes era intolerable que
en Europa subsistieran regímenes fascistas como el de Franco o el de Salazar.
Expliqué al joven e interesante auditorio las condiciones en que luchaba nuestro pueblo, el
bárbaro terror franquista, nuestras perspectivas. Nos hicieron muchas preguntas. Los
estudiantes nos premiaron con flores y un precioso y exquisito pannetone de Pascua.
Se estaba vendiendo en Roma mi libro Memorias de una revolucionaria, lo que contribuía
a que me buscara y persiguiera implacable una nube de periodistas: Recuerdo que uno de
ellos, nombre ya maduro, parecía mi sombra, no me abandonaba durante ninguna de mis
visitas a las maravillas romanas: el Foro, el Coliseo, la Basílica, la Capilla Sixtina... y para
qué seguir. Me preguntaba sobre todo lo divino y lo humano, empeñado en escribir no sé
qué sobre mi vida privada. Yo le contestaba poco, sin interés. En un momento, sentándose
a mi lado, me espetó:
—Sinceramente, Pasionaria, no debe resultar fácil ser su marido.
Palmiro Togliatti nos invitó a su casa a comer una espléndida paella que en honor nuestro
había preparado su esposa Nilde Jotti. «Alfredo» estaba visiblemente contento de
recibirnos, rodeado de su familia, y de hablar de «su» España, de nuestra lucha común, de
tantas cosas. Y para nosotros fue un verdadero placer encontrarnos de nuevo, así, tan cerca
de nuestro amigo y camarada, maestro y compañero en tantos combates.
Togliatti me propuso entonces volver a Italia, trabajar allí cerca de España.
Y volví a Italia. Pero no como hubiera sido mi deseo. Lo hice llena de dolor, a darle a
Palmiro el último adiós en nombre de todos los comunistas, de todos los antifascistas que
continuaban la lucha en la que él participó con tanto entusiasmo.
En aquel inolvidable acto de duelo, en la plaza romana de St. Giovani, dije:
“Yo he visto a Palmiro Togliatti en 1935, en el VII Congreso de la Internacional
Comunista, de la que él era uno de los pilares fundamentales, apoyar, con la fuerza
dialéctica y polémica de argumentos aleccionadores extraídos de la vida y de la lucha,
las tesis del camarada Dimítrov, tendentes a poner fin a la estrechez dogmática y al
sectarismo del movimiento comunista.
En los días duros, difíciles, de nuestra guerra nacional-revolucionaria contra la
sublevación fascista en España, Palmiro Togliatti estuvo junto a nosotros, junto a
nuestro pueblo, junto a nuestros combatientes, aconsejándonos, frenando a veces
nuestra impulsividad, ligando para siempre su vida a nuestra causa, a la causa de la
libertad de España.
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¿Cómo no recordar la cabellera blanca, los ojos grandes, azules, de Wilhelm Pieck?
Cuando llegué a Moscú en 1939, me abrazó emocionado. Para él yo representaba España.
Y a España la llevaba Pieck en el corazón. Sus mejores camaradas y amigos habían
acudido a nuestra tierra a luchar a nuestro lado contra el nazismo, bárbaro agresor de
pueblos.
Cantaban los voluntarios de la Brigada Thaelmann:
La patria está lejos,
pero hemos venido
a luchar y vencer
por ti, LIBERTAD.
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Cuando le encontré en Moscú estaba abrumado por la implantación del nazismo en su país.
Recuerdo una escena, ocurrida más tarde, después de la agresión hitleriana a la Unión
Soviética. En una amplia reunión de colaboradores de la Komintern, un camarada alemán
informaba sobre los crímenes y desmanes cometidos por las hordas nazis en tierras
soviéticas.
La exposición era en cierto modo fría, burocrática, como si aquello no tuviera ninguna
relación con él.
Pieck no pudo soportar aquel tono de su compatriota. Se puso en pie, tambaleándose,
profundamente conmovido. Expresó su angustia por los sufrimientos del pueblo soviético,
martirizado por los invasores nazis. Afirmó que él, sí, era comunista, víctima del fascismo,
pero que era alemán y no podía de ninguna manera considerarse al margen de la
responsabilidad del drama que estábamos viviendo.
Aparecía ante nosotros como un auténtico representante de los trabajadores alemanes.
En 1945 —derrotados los nazis por el ejército soviético y los ejércitos aliados—, Wilhelm
Pieck fue proclamado primer presidente obrero de la República Democrática Alemana.
Siempre mantuvo con nuestro partido una actitud de amistad fraternal, de simpatía hacia
los españoles antifascistas, de hospitalidad —en la nueva Alemania pudimos celebrar
numerosas reuniones— que no cambió hasta su muerte. Asistí a sus funerales en Berlín en
1960.
Walter Ulbricht, a quien también conocí en Moscú, le sucedió en la dirección del partido y
del Estado de la RDA. Su actitud hacia nuestro partido y nuestro pueblo continuó
invariablemente solidaria.
Entre los dirigentes de la Komintern recuerdo también al camarada Florin, líder sindical
alemán, acogido como sus compañeros en Moscú. Su hijo, Peter Florin, amigo de mis
hijos, fue después uno de los responsables de la política exterior de la RDA.
Honda impresión nos causó a todos la noticia de que Friedrich Heckert, otro dirigente
comunista alemán, al conocer la agresión nazi a la Unión Soviética, sufrió un ataque de
parálisis que resultó mortal.
Pero la lucha, la vida continuaba...
Recuerdo también con cariño a Franz Dahlem, miembro suplente del Comité Ejecutivo de
la Komintern, fundador con Thaelmann del Partido Comunista alemán. Voluntario en
nuestra guerra nacional revolucionaria, fue uno de los dirigentes de las Brigadas
Internacionales. Como tantos combatientes por la libertad sufrió posteriormente
persecuciones en la Francia de Pétain y, después, fue víctima de brutales torturas en el
Berlín de la cruz gamada y en el campo de concentración hitleriano de Mauthausen.
En una reunión celebrada en Berlín, creo que en 1951, me dirigí a los trabajadores, al
pueblo alemán:
“Hace cerca de quince años —recordé— la reacción española apoyada por Hitler y
Mussolini, se sublevó contra la República española.
España fue el primer país que conoció el horror de los bombardeos de las ciudades
abiertas.
Aviones nazis, enviados por Hitler, destruyeron Guernica y Nules, bombardearon
Durango y Gerona, Barcelona y Madrid, Valencia y Bilbao. Pero nosotros, españoles
demócratas, españoles antifascistas, nunca confundimos al pueblo alemán con la
banda de forajidos hitlerianos que destruyeron nuestras ciudades, que asesinaban a
nuestros niños y a nuestras mujeres. Y no podíamos confundir al pueblo alemán, al
pueblo que dió al mundo a Marx y Engels, Heine y Goethe, Karl Liebknecht y Clara
Zetkin, Ernest Thaelmann y Wilhelm
Pieck, con los criminales hitlerianos, porque con nosotros, luchando a nuestro lado,
teníamos a los heroicos combatientes del batallón Thaelmann y del batallón Edgar
Andrée, que en las trincheras del Jarama morían en pie sin retroceder un paso,
defendiendo la democracia, defendiendo la libertad de España, que era defender la
libertad de Alemania, la libertad de la clase obrera alemana.”
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La voz fraternal de este tribuno nos acompañó en muchos de nuestros mítines durante los
largos años de exilio, llamando a la solidaridad con el pueblo español.
En un triste día do abril de 1975, con el corazón dolorido, dimos en París el último adiós a
nuestro entrañable camarada Jacques.
“Camarada Jacques —dije aquella tarde en el acto fúnebre, con mi voz quebrada por la
pena—, tú ya no puedes oírnos. Pero tu recuerdo, tu presencia, tu ejemplo vivirán
permanentemente en nuestra vida revolucionaria y en nuestra lucha.”
Entre los hombres y mujeres que consagraron su vida a la lucha por el triunfo del
comunismo, ¿hay hombres de leyenda?
Parece que estoy viéndolo frente a mí, sonriéndome como sólo él sabía sonreír, con sus
expresivos ojillos oblicuos y su barbita rala y puntiaguda: Ho Chi Minh, el tío Ho, como le
llamaba su pueblo, el revolucionario vietnamita, en efecto, pertenece ya a la leyenda.
Le conocí en alguna reunión de la Internacional.
Pero el encuentro más emocionante con el dirigente de la resistencia popular y nacional
vietnamita contra el colonialismo y sus lacayos nacionales ocurrió en París, en 1946,
cuando, al frente de una delegación nacional de su país, llegaba a la capital francesa a
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gran influencia en los sindicatos. Gottwald fue secretario general, después presidente del
PCCh y miembro del secretariado de la Internacional Comunista.
Era un hombre fornido, de marcados rasgos eslavos. Gustaba de pasear solo, con gesto
preocupado, o acompañado de sus camaradas más íntimos: Kopetski, Slanski, Gueminder.
La barrera del idioma me impedía conversar con él. Pero nos saludábamos amistosamente.
Su esposa Marta y su hija, Martita, estudiante universitaria, eran muy comunicativas y
simpáticas.
Después de la guerra Gottwald fue jefe del gobierno de su país, y más tarde presidente de
la República Popular checoslovaca.
Repetidamente fuimos sus huéspedes los comunistas españoles, que celebramos reuniones
y congresos en su bello país, rodeados de solidaridad y de ayuda.
Gottwald murió de un fallo cardiaco en 1953. Hacía tiempo que su salud estaba muy
quebrantada.
Es probable que aquel hombre de aspecto bondadoso nunca habría podido soportar
humanamente el Proceso de Praga y la trágica y cruel muerte de quienes habían sido sus
más íntimos colaboradores y amigos.
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Velko Vlahovic fue para nosotros no sólo un estimado camarada por su heroísmo,
capacidad y espíritu de sacrificio, sino también un hermano entrañablemente nuestro, que
representaba la fraternal solidaridad entre el pueblo yugoslavo y el pueblo español, entre
nuestros dos partidos.
Durante nuestros paseos me refirió un hecho conmovedor que reafirmaba la amistad a que
acabo de referirme.
Cuando convalecía de sus heridas en un pueblo de la provincia de Alicante —había
recibido un balazo en una pierna que hubo de serle amputada— se vio rodeado del cariño
de todos los vecinos. Los pescadores le sacaban en sus barcas a la mar empeñados en que
aquellos aires incomparables curaban todas las enfermedades. Gracias a las atenciones de
que se vio rodeado pudo en efecto recuperar fuerzas y retornar a una vida activa.
Maternalmente le cuidaba una mujer que acogió al joven yugoslavo como si fuera su hijo.
Y al morir años más tarde aquella bondadosa señora dejó a su «ahijado» interbrigadista en
herencia la pequeña casita que poseía.
Vlahovic lo refería emocionado.
—Cuando se acabe con el franquismo —decía— me daré una vuelta por España y visitaré
«mi propiedad» alicantina.
Otto Kuusinen era un revolucionario finlandés con una rica e interesante historia de lucha.
Participó en la
revolución finlandesa de 1918, fue fundador del Partido Comunista finlandés después de
haber sido líder desde 1904 del ala izquierda del Partido Socialdemócrata de su país.
Ocupó una cartera en el gobierno revolucionario del 18, de pocos meses de duración,
aplastado por la feroz contrarrevolución.
Era de estatura más bien baja, tranquilo, parco en palabras. Sus largos años de lucha
clandestina le habían marcado. Miraba atentamente, con una sonrisa apenas perceptible.
Era un hombre de gran erudición.
En las reuniones de la dirección de la IC no le gustaba hablar mucho. Pero cuando lo hacía
sabíamos que íbamos a escuchar un análisis serio del tema en discusión.
Su obra Fundamentos del marxismo-leninismo despertó interés al ser publicada en 1962.
Herta Kuusinen, su hija, era alta y atractiva. La conocía del movimiento internacional de
mujeres. En 1947 asistió en Francia a nuestro pleno ampliado del CC como delegada de su
partido.
Más tarde fue elegida vicepresidenta del Partido Comunista finlandés y ocupó importantes
cargos en la Unión Democrática del Pueblo Finlandés y en el gobierno Pékkala.
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André Marty fue una figura muy controvertida. Por su fuerte y atrabiliario carácter,
generaba simpatías y todo lo contrario.
En su juventud había sido «el marinero del Mar Negro» que durante la Intervención
francesa contra la joven República soviética se pasó a los bolcheviques. Después fue
procesado y condenado a muerte.
La campaña internacional de solidaridad le salvó la vida y le hizo famoso.
Yo conocía al Marty, dirigente del PCF y de la Internacional Comunista, por su simpatía
por España, y su interés por los problemas de nuestro país.
Fue uno de los primeros voluntarios en acudir a nuestros frentes y pronto se le promovió al
puesto de Comisario de las Brigadas Internacionales. Él se consideraba catalán y, aunque
con acusado acento francés, hablaba nuestro idioma.
Para Marty, por su temperamento y también por su afición militar, la guerra de España se
convirtió en algo apasionadamente suyo. Luchó en nuestros frentes y ayudó a organizar las
Brigadas como él entendía que había que hacerlo, lo cual no correspondía con frecuencia al
criterio de otros camaradas militares y políticos voluntarios de diversos países.
Durante nuestra emigración en Francia, Marty desplegó gran actividad solidaria con
nuestro pueblo.
Se ha escrito mucho con trazos negativos y difamatorios sobre la actuación de Marty en
Albacete.
Después tuvo serios problemas en su partido y fue excluido del mismo. Murió anciano,
enfermo, abandonado, tras una vida obsesionante de combate, aunque a veces cometiendo
graves errores.
Pero yo recuerdo a aquel André Marty, revolucionario, entusiasta, un tanto infantil,
criticándolo todo y a todos, lo mismo en Francia que en España, que en Moscú, o en Ufa...
Pero siempre amigo.
Así nos acogió Matías Rákosi cuando visitamos Budapest, recién liberada Hungría.
Su nombre era conocido por los comunistas españoles desde los años treinta. Entonces no
se disponía de fondos para editar carteles. Los suplían manos trabajadoras que estampaban
en las paredes los nombres de valientes revolucionarios cautivos de la reacción: Rákosi,
Luis Carlos Prestes, Ana Pauker, Dimítrov, Thaelmann... Exigíamos su puesta en libertad.
De Rákosi sabíamos que había participado con Bela Kun, ya en 1918-1919, en la
revolución de su país y en el establecimiento de la República soviética húngara, siendo
ministro del efímero gobierno revolucionario, aplastado brutalmente por la
contrarrevolución. Y después... cárceles, torturas, expulsión, acción clandestina. El
gobierno Horthy le condenó en 1925 a cadena perpetua... En el VII Congreso de la
Internacional Comunista se le eligió miembro del Comité Ejecutivo.
Le conocí en 1940, cuando fue canjeado por el gobierno soviético y acogido en la URSS.
Era bajo de estatura, pero de complexión fuerte. Su rostro nos recordaba que hasta Hungría
llegaron las hordas tártaro-mongolas en siglos pasados. Matías Rákosi participó en la
guerra de 1914-1918, y como muchos otros revolucionarios cayó prisionero de los rusos,
pasándose a los bolcheviques en la Revolución del diecisiete. Fundó con otros
combatientes el Partido Comunista húngaro y no cesó en su combate hasta que en 1945
pudo regresar legal-mente a su patria, siendo elegido secretario general del PCH (después
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Entre los búlgaros que trabajaban en la Komintern destacaba una mujer pequeñita,
incansable fumadora, muy activa y, a veces, severa.
Se llamaba Stella Blagoeva y era hija de Dimitri Blagoev, fundador y líder del primer
partido revolucionario marxista búlgaro.
En su juventud, Stella había sido oradora, propagandista de las ideas marxistas. Vivió
posteriormente las durezas del exilio, emigrando de un país a otro.
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¿Pero cómo se podía vivir y trabajar en Moscú sin conocer más que algunas palabras
rusas? Una profesora, la camarada Flik, se ofreció a enseñarme el idioma de Pushkin. Y al
decir de Pushkin me refiero al empeño que ponía en que estudiara su bello idioma leyendo
a los clásicos, y no los textos de los diarios moscovitas, de cuyo estilo ella tenía una
opinión no muy alta. Pero yo era una alumna poco disciplinada, y me interesaba leer la
Pravda para enterarme de lo que pasaba en el mundo, aunque en ratos libres leía a Pushkin,
a Lérmontov, a Tolstoi, a Gorki... pero en traducciones españolas o francesas.
Ante mi insistencia, la profesora me marcaba como tarea el estudio de un párrafo no
demasiado largo del periódico. Y al día siguiente yo le leía de corrido todo el artículo. Ella
me miraba estupefacta:
“¿pero cómo lo ha entendido usted si todavía no hemos estudiado todas esas palabras? Yo
le explicaba que los términos políticos se parecían bastante en todos los idiomas, hasta en
el dificilísimo ruso. Y que una vez aprendido el alfabeto cirílico, y con un poco de
intuición y experiencia, las cosas se iban entendiendo.
Aunque, a decir verdad, a veces había comprendido exactamente lo contrario de lo que
ponía en el diario.”
Pero con paciencia y perseverancia fui aprendiendo a leer y a hablar el ruso. Eso sí, con mi
propio método.
Con amargura me decía la camarada Flik que conmigo había fracasado como profesional.
Lo cierto es que la recuerdo como excelente y cariñosa pedagoga.
En cambio, ella disfrutaba dando clases al camarada Ercoli, que ya conocía muy bien el
ruso y hacía estudios filológicos en profundidad.
Cuenta Lafargue que «a la edad de 50 años Marx emprendió el estudio del ruso, y aunque
esta lengua no tuviese ninguna relación etimológica con las otras que conocía, sabía lo
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suficiente al cabo de seis meses para poder leer en el original a los poetas y escritores que
más le gustaban: Puskhin, Gógol, Saltikov-Schedrín. Lo que le impulsó a estudiar el ruso
fue el deseo de leer los documentos redactados por las comisiones oficiales de encuesta,
documentos cuya divulgación impedía el gobierno del zar a causa de sus tremendas
revelaciones. Amigos devotos se los enviaron a Marx, que fue el único economista de la
Europa occidental que los conoció».
Los domingos íbamos a las librerías de viejo en busca de literatura francesa y española. Y
era una verdadera alegría descubrir ejemplares de buenos autores y llevarlos a la biblioteca
casera, que de nuevo íbamos completando, después de haber abandonado por esos mundos,
con dolor de corazón, tantos libros valiosos.
Mi conductor en Moscú se llamaba Anatoli Nicolaevich Isákov. Era un ruso alto, delgado,
un don Quijote norteño, que se sentía muy complacido de trabajar con nosotros. Porque no
era sólo chófer, era un camarada muy digno y cariñoso que cuidaba de que no nos faltara
nada. Me contaba con orgullo que él había conducido a la veterana revolucionaria alemana
Clara Zetkin cuando ésta frecuentaba la Internacional Comunista. Y no en coche,
enfatizaba, sino en moto con sidecar, transporte habitual en los primeros años de la
revolución.
Yo no tuve la suerte de conocer personalmente a la admirable luchadora alemana, una de
las primeras dirigentes políticas revolucionarias. En su juventud había sido militante del
ala izquierda del Partido Socialdemócrata alemán y participó en la creación de la II
Internacional, a cuyos congresos asistió con regularidad. Conoció a Federico Engels, a
Lafargue, a Guesde. De su capacidad política y dinamismo hablan los siguientes datos:
asistió como delegada a la Primera Conferencia Internacional de Mujeres, en 1907, en
Stuttgart, en la cual se constituyó el Secretariado Femenino Socialista internacional, cuya
dirección se le encomendó. Tres años después, en el Congreso Internacional de Mujeres
celebrado en Copenhague, propuso, y se aprobó, la celebración del 8 de marzo como
Jornada Internacional de la Mujer. En Basilea, en el Congreso Internacional Socialista,
celebrado en 1912, Clara Zetkin dijo:
«Solamente cuando la gran mayoría de las mujeres se unan con profunda convicción
bajo el lema de
"guerra a la guerra", la paz podrá ser asegurada a los pueblos.»
Recordaba: «Estos dos gigantes (Marx y Engels) han descubierto la inmensa trascendencia
revolucionaria de las mujeres en la producción social moderna.»
Fue muy activa en la lucha contra la guerra imperialista, al lado de Lenin, Rosa
Luxemburgo, Karl Liebnecht y Franz Mehring.
La Primera Conferencia Femenina de la Internacional Socialista contra la guerra
imperialista se reunió, dirigida por Clara Zetkin, en 1915, en Berna.
Participó en la fundación, en 1919, del Partido Comunista alemán, siendo elegida para su
comité central. En 1920 ocupó un escaño en el Reichstag (Parlamento) alemán. Y un año
más tarde pasa a ser miembro del presidium de la Internacional Comunista, en cuyo
congreso fundacional también estuvo presente, al lado de Lenin.
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Clara Zetkin aparecía como figura de tragedia griega cuando, anciana y enferma, sostenida
por dos mujeres, se presentó en 1932 en la apertura de un Reichstag mayoritariamente
ocupado por camisas pardas y cruces gama-das. Por ser la diputada más veterana le
correspondió en la mesa de edad abrir la nueva legislatura. Había recibido amenazas de
muerte de los hitlerianos, que quisieron impedir su presencia en el Parlamento. Clara
Zetkin se hallaba a la sazón internada en un hospital cerca de Moscú. Pero no vaciló, se
trasladó a Berlín pese a todos los riesgos.
Aquella mujer, pequeña de estatura y de aspecto sencillo, penetró con gran entereza en el
hemiciclo del Reichstag y pronunció su discurso de apertura.
Falleció un año después, en 1933. Está enterrada en las murallas del Kremlin.
Rosa Luxemburgo, excepcional dirigente y pensadora marxista revolucionaria polaca,
asesinada con Karl Liebknecht por los esbirros de Noske, en la Alemania de 1918. Nuestra
Virginia González, dirigente de la UGT, del PSOE, y después del PCE; Inés Armand,
destacada marxista francesa; Nadeznda Krúpskaia", compañera de Lenin y dirigente
revolucionaria rusa; Alejandra Kollontai, ministra en el primer gobierno soviético y
brillante diplomática, y tantas otras, fueron las adelantadas de la lucha política
revolucionaria y de la defensa de los derechos de la mujer.
Era un domingo de junio de 1941 cuando en el éter restalló la voz demencial de Hitler
anunciando que los
ejércitos alemanes atravesaban las fronteras soviéticas, violando todos los pactos
establecidos.
Yo me encontraba con mi familia en Púshkino, en las afueras de Moscú, donde también se
hallaban José Díaz con Teresa, su mujer, y Teresita, su hija.
Nos trajo la tremenda nueva Irene, que por ser domingo también descansaba en los
alrededores de Moscú y había escuchado, en alemán, los alaridos bélicos del Fuhrer.
Rápidamente se trasladó a nuestra casa a comunicárnoslo. Radio Moscú transmitía más
tarde la conocida alocución de Molotov.
La agresión a la URSS era un hecho... íbamos a vivir otra guerra. ¡Y qué guerra!
Mi hijo Rubén, estudiante de una escuela militar, que se encontraba de permiso en casa,
partió inmediatamente a presentarse como voluntario. Nos abrazamos. «Madre, me
portaré como hijo
tuyo...»
A la mañana siguiente, Jorge Dimítrov reunió al comité ejecutivo y colaboradores políticos
de la Internacional. Se discutió la gravedad de la situación y las nuevas tareas que ésta
imponía.
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Poco después nacía, entre otras emisoras, Radio España Independiente, Estación Pirenaica,
cuya dirección asumí yo con la colaboración de un grupo de camaradas españoles.
Recuerdo a Rafael Vidiella, Francisco Antón, Irene Falcón, Antonio Pretel, Segis Álvarez,
Pedro Felipe, Esperanza González, Baudelio Sánchez, Julio Mateu, Julita Pericacho.
El trabajo no era fácil. A veces emitíamos desde estudios instalados en sótanos,
protegiéndonos de los bombardeos a que la capital soviética era sometida. Las emisiones
las escribíamos a la luz de candiles y aún de lamparillas de aceite, ya que el fluido eléctrico
se cortaba automáticamente durante los ataques aéreos enemigos, que en aquellos días se
sucedían constantemente, la dificultad más sensible estaba en la falta de información
directa de nuestro país en el comienzo de la guerra.
Pero trabajábamos con gran ilusión y confianza en que nuestra voz sería escuchada en
nuestro país.
Más tarde, en efecto, pudimos enterarnos de que la Pirenaica se escuchaba en España.
Llegaron a nosotros periódicos manuscritos por los guerrilleros de diversas regiones de
España, en los que se reproducían textualmente trabajos de nuestras emisiones. Se nos oía
y se repartían nuestros artículos entre camaradas y amigos.
Y estoy refiriéndome a los primeros tiempos de nuestro trabajo. Su desarrollo y amplitud
posteriores son bien conocidos. Al correr de los años, la Pirenaica se convirtió en la mejor
fuente de información antifascista de los españoles.
A comienzos de los años cincuenta se incorporó, en calidad de director de REÍ, al
trasladarse ésta a Rumania, Ramón Mendezona, que jugó, como es sabido, un importante
papel en esta actividad informativa y orientadora de nuestro partido.
Simultáneamente, yo di comienzo a una emisión dirigida a los católicos, bajo el nombre de
«La Virgen del Pilar», que por cierto tuvo un gran impacto, hasta el punto de que Radio
Vaticano anunció que no se hacía responsable de dicha emisora.
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En los alrededores de Moscú se escuchaba el ronroneo de los motores de los Heinkel que
trataban de romper la barrera que les oponía la aviación soviética.
Yo revivía los días ardientes de la defensa de nuestro Madrid invicto, las páginas
admirables escritas por mi pueblo en nuestra guerra.
Y como yo, todos los españoles emigrados, acogidos en la Unión Soviética.
En aquellos primeros días de guerra muchas españolas nos inscribimos en cursillos de
enfermeras, donde adquirimos conocimientos sanitarios para ser útiles en cualquier
circunstancia.
“Son tiempos de lucha y nosotros sabemos que no la teméis. Y la lucha junto al pueblo
soviético, que defiende su libertad y su independencia, la lucha contra los hitlerianos,
es a la vez batirse por nuestro pueblo, por la independencia de España.”
Algunos españoles llegaron, en las filas del Ejército Rojo, hasta Berlín. Entre ellos
Santiago de Paul Nelken, hijo de Margarita Nelken,
Alberto Rejas Ibárruri —sobrino mío—, Manolo Alberdi. Este último, tuvo la ocurrencia
de cubrir la placa de una calle berlinesa, la Stephanstrasse, con el nombre de José Díaz.
Otros grupos combatieron en las guerrillas. El relato de las hazañas de cada uno de ellos
causaría asombro y admiración por la audacia y valentía de nuestros compatriotas en la
retaguardia enemiga de un país desconocido, sin entender el idioma, a veces con
temperaturas polares. Algún caso vamos a contar.
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Los españoles eran muchas veces elegidos por el alto mando soviético para misiones
especiales de la más alta responsabilidad, el más riguroso secreto y, por consiguiente, del
máximo riesgo en la tierra soviética usurpada y martirizada por el ocupante nazi.
En vano en las listas del estado mayor de la División Azul hubieran buscado entre la
oficialidad el nombre de Luis Mendoza Peña. Sin embargo, con esta identidad, completada
con datos tan concretos como 24 años de edad, natural de Cuenca, soltero, con estudios
militares en África, circulaba con su uniforme alemán y el distintivo rojo y gualda de la
División Azul, por las repúblicas del Báltico en poder del invasor, un muchacho español
que no había nacido en Cuenca, que jamás había estado en África, aunque sí había peleado
contra los moros en las trincheras de los aledaños de Madrid en 1936. Tampoco, claro está,
se llamaba Luis Mendoza Peña, sino José Parra Moya, «Parrita», como familiarmente le
llamaban sus camaradas de combate comunistas y no comunistas. El teniente Mendoza
estaba agregado a una unidad alemana. Más de una vez hubo de enseñar su fantástica
documentación a las patrullas de control alemanas y hasta a algún comandante de la
Gestapo.
¿Y qué hacía este teniente rojo camuflado de azul en la retaguardia alemana? Había sido
elegido para participar, con los integrantes de un comando especial, sigilosa y
cuidadosamente organizado por el alto mando, nada menos que para intentar liberar del
campo de concentración en que se encontraba prisionero el hijo de Stalin. La operación,
por las razones que fuesen, y que Parrita nunca ha sabido, jamás se llevó a cabo. Pero sí
otras, quizá no tan espectaculares, pero sí muy eficaces para averiguar y desarticular planes
del enemigo. Hasta que, terminada su peligrosa aventura, José Parra volvió a su puesto de
combate, ya con la cara descubierta, contra el enemigo.
Más de dos centenares de camaradas nuestros, veteranos de nuestra guerra, y jóvenes, hijos
de combatientes, dieron su vida en los frentes soviéticos. Una gota de agua en el mar de
sangre de los veinte millones de soviéticos caídos en la segunda guerra mundial, pero un
porcentaje importante, dada la modesta cifra de los exiliados españoles en la URSS.
José Gros ha sabido plasmar en su interesante libro Abriendo camino ese vivir luchando
con la muerte al lado, desde el 18 de julio en España, hasta la victoria sobre los hitlerianos
en la Unión Soviética, y de nuevo, guerrillero en Aragón y Cataluña...
Años después recordaba yo: «La lucha contra los agresores hitlerianos se desarrollaba a
todo lo ancho de la tierra soviética, desgarrada por mil heridas, empapada de sangre,
cubierta de ruinas y de cenizas, de ciudades y aldeas destruidas por los malhechores nazis.»
No se resignaron —como ya he destacado— nuestros camaradas españoles residentes en la
URSS a ser simples testigos de un combate en el que se decidía la libertad o la esclavitud
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“En septiembre del año pasado, el CC del Partido Comunista de España publicó un
documento sobre la Unión Nacional, documento que ha causado una gran impresión
en el país y ha servido para reforzar el movimiento de oposición a Falange y a su
política de guerra.
La posición actual del Partido Comunista de España en relación con la Unión Nacional
no es una cosa nueva ni desconocida, y por tanto, no puede producir ninguna
sorpresa. Es la continuación de la posición que el partido ocupaba anteriormente.
Ya durante nuestra guerra de liberación, frente a incomprensiones y sectarismos e
incluso frente a los afanes de algunas gentes de desvirtuar el carácter de nuestra
guerra, el Partido Comunista defendió la política de Unión Nacional, sin ninguna
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vacilación y sin temor a los juicios que a demagogos irresponsables les merecía esta
patriótica y consecuente actitud.
No luchábamos entonces por el comunismo, sino en defensa de la República
democrática; luchábamos por la Constitución republicana y las leyes democráticas de
nuestro país. Y, fieles a nuestros compromisos y a nuestros aliados, y con el
convencimiento de que así defendíamos los verdaderos intereses de nuestro pueblo,
nos opusimos con firmeza a extemporáneos e inoportunos ensayos socializantes. Y
luchamos con entusiasmo y decisión en todos los frentes, defendiendo la bandera de
la España popular y republicana, que era entonces lo revolucionario, en el verdadero
sentido de la palabra.
En todos los momentos, el Partido Comunista realizó toda clase de sacrificios para que
la unidad se mantuviese y se ampliase.
Cuando las necesidades de la guerra hicieron imprescindible la ampliación del
programa que había unido a las fuerzas democráticas, con el articulado del programa
de los trece puntos del gobierno nacional, nadie puede disputarle al Partido Comunista
la lealtad con que defendió y propagó este programa.
Hoy, hemos planteado de nuevo ante todos los españoles el problema de la Unión
Nacional, porque nuestro país vive momentos de gran peligro, que nacen de la misma
fuente de donde brotó la sublevación militar del 18 de julio de 1936.”
Resaltaba yo en ese artículo los peligros de destrucción que amenazaban a España si era
arrastrada a la guerra por los vasallos franquistas de Hitler y llamaba a todos los
verdaderos españoles, sin distinción de «derechas» o «izquierdas», para impedirlo.
Preveníamos, con vistas a ese entendimiento patriótico, sobre todo a las fuerzas de
izquierda, contra el gravísimo error de considerar a todos los núcleos políticos y sociales
existentes en España del mismo modo que a Falange. Precisamente lo que exigía el interés
supremo de España era frenar a la Falange en su camino de guerra para que «España,
liberada del falangismo, marche decididamente hacia la reconciliación de todos los
españoles».
39. BASHKIRIA
Ante el peligro que representaba el avance de las tropas hitlerianas (se encontraban ya a
pocos kilómetros de Moscú), la dirección de la Internacional decidió trasladarse a Ufa,
capital de la República de Bashkiria. La evacuación fue difícil y penosa.
Me preocupé de que todos los niños y jóvenes españoles fueran evacuados. En efecto, las
casas y residencias de españoles ya habían salido de la capital amenazada. Quedaba una
residencia de jóvenes españoles que por algún motivo aún no había salido. Conociendo la
situación de extraordinaria gravedad en que se encontraba Moscú, insistí ante el camarada
correspondiente en que la evacuación se llevara a cabo antes de salir yo. Fue una
conversación algo tensa, pero afirmé que mientras quedara un solo chico español en Moscú
yo no salía de la capital.
La urgencia del traslado suscitaba mil problemas, algunos de orden personal.
Mi hija Amaya se hallaba en la escuela. Rubén convalecía de las heridas recibidas en el
frente, en Borísovo. Se encontraba aquella mañana en mi casa, en Púshkino.
Recogí a Amaya y juntas empaquetamos lo más indispensable para el viaje. No olvidamos
la tortilla de patatas, fieles a la tradición española, aunque no la pudimos comer, pues la
perdimos en una estación.
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Horas más tarde,- en una estación cuyo nombre no recuerdo, me dieron una gran alegría:
Rubén y Amaya, con otros muchos camaradas, viajaban en otro tren, que nos seguía, y
todos nos encontraríamos en Ufa.
En mi vagón, por pura casualidad, descubrí en un rincón a Irene, que así me acompañó en
el largo rodar rumbo a Oriente. También viajaba conmigo Stepánov (Stoian Minev), el
camarada búlgaro experto en trances parecidos, que no sé de dónde ni cómo sacó café, un
molinillo, agua hirviendo y nos invitó a una tacita de lo que nos pareció exquisito néctar.
En el mismo tren viajaban diplomáticos extranjeros, algún dirigente laborista como Walter
Citrine a quien el avance hitleriano sorprendió en Moscú. También nos hicieron compañía
más tarde Iliá Ehrenburg, Borís Ponomariov y otros amigos.
Nueve días interminables de viaje, dejando pasar a los trenes militares que avanzaban en
dirección opuesta, hacia los frentes, y a las plataformas portadoras de maquinaria de
fábricas de guerra camino de lugares más seguros. Al lado de las máquinas, acompañando
aquel material vital para la guerra, veíamos a los obreros. Las temperaturas eran bajísimas
en aquel memorable otoño de 1941, pero nadie parecía sentirlas. Los obreros soviéticos,
soldados de la producción, sabían que en la profunda retaguardia montarían sus máquinas y
sin pérdida de tiempo continuaría la fabricación de todo lo que de ellos esperaban en los
frentes de batalla.
¿Qué conocíamos nosotros de Ufa? Ciudad remota, fundada, nos decían, en el siglo xvi,
capital de Bashkiria, república autónoma soviética que se extiende al pie de los Urales,
cadena montañosa en cuyas vertientes izquierda y derecha se saludan dos continentes:
Europa y Asia. ¡Qué lejos de mi Gallarta, de nuestro Madrid!
Las guerras lo transmutan todo, lo dispersan todo. No sólo sucumben millones de seres
humanos.
Otros millones se ven arrancados de sus hogares, de su tierra, de sus seres queridos, de sus
familias, y son proyectados a la lejanía, a lo desconocido.
Si en lugar de evacuados hubiéramos viajado en tiempos de paz, como turistas, nos habría
apasionado la idea de visitar Bashkiria, fronteriza de la República Autónoma Tártara,
atravesada por el río Biélaya (Blanco), con sus bellos paisajes montañosos que cruzara en
el siglo XIII la «horda de oro» tártaromongola de Gengis Kan.
Íbamos a ser vecinos y a trabajar un par de años entre bashkirios, tártaros, rusos, amén de
un sinfín de grupos étnicos como chubashos, ugmuros y tantos más.
Los trabajadores de Bashkiria se enorgullecen de sus tradiciones revolucionarias:
participaron en el octubre de 1917 y en los combates contra los intervencionistas blancos.
En Ufa al despuntar el siglo surgió un comité revolucionario de obreros y campesinos
encabezado por el dirigente bolchevique Ziurupa. Lenin celebró reuniones con los
socialdemócratas locales de Bashkiria. Legendarios combatientes revolucionarios
participaron en las luchas emancipadoras de aquellos lejanos pueblos: Chapáiev y Frunze
entre ellos.
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Con frecuencia, los camaradas de Bashkiria me invitaban a hablar en sus actos y reuniones,
tanto civiles como militares.
Una mañana salí de Ufa, acompañada de Borís Ponomariov, a la sazón colaborador político
de Dimítrov y actualmente responsable de la sección internacional del CC del PCUS, a
hablar en un mítin que se celebraba en Kuibishev. Volábamos en un bimotor abierto y por
tanto abundantemente ventilado.
Pero lo que marcó aquel viaje fue que el piloto perdió el rumbo y despues de dar muchas
vueltas nos depositó en una pequeña aldea tártara, cuyos habitantes nos recibieron con el
susto y el asombro comprensibles en aquellos tiempos de guerra.
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Aclaradas las cosas, nos instalaron en una habitación circundada por amplios bancos
cubiertos de pieles y calentada por una chimenea que echaba chispas. Aquella buena gente
se esforzada para protegernos del frío. Afán excesivo, porque yo amanecí intoxicada por
las emanaciones y tuvieron que traer a un médico que rápidamente me puso en condiciones
de continuar el viaje. A la dueña de la hospitalaria casa le dejé como recuerdo un pañuelo
español. Cuando aterrizamos en Kuibishev supimos que los camaradas, inquietos ante
nuestra desaparición, habían enviado aviones a buscarnos.
41. MI RUBÉN
1942 fue un año de combates épicos. Los soldados soviéticos luchaban y morían,
asombrando al mundo,
levantando murallas humanas para detener al invasor nazi.
Leningrado, cercado por el enemigo, sitiado por el hambre y por los hielos, resistía de pie.
Hombres, mujeres y niños morían todos los días ante la máquina, en las calles heladas, en
los hogares convertidos en tumbas.
En Stalingrado, ciudad que como una cinta dilatada se extiende a lo largo del Volga, se
libraban batallas cruentísimas que habrían de ser decisivas en aquella guerra sin cuartel.
Y a defender Stalingrado marchó la 35 División de la Guardia, en cuyas filas, con el grado
de teniente mayor, formaba mi hijo Rubén. Sin cicatrizar sus heridas se había presentado
en Moscú para pedir un puesto de combate en el frente. El 13 de agosto recibí unas líneas
suyas:
“Querida madre. No te he escrito antes hasta no saber a qué frente me destinarían.
Hoy te lo puedo decir. Me encuentro en un lugar conocido, muy entrañable para mí. Es
la ciudad donde estudié para aviador... Mi deseo es entrar cuanto antes en fuego.
Puedes estar segura de que cumpliré con mi deber de joven comunista y de soldado.”
Y yo escribía a Amaya:
“Querida: Rubén ya está en el frente. Marchó a Moscú y desde allí al frente, en la 35
División de la Guardia. Te abraza
DOLORES”
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desde Stalingrado hasta Berlín, empuñando la bandera bajo la cual luchó y murió mi
Rubén.
Esta bandera se conserva hoy en el Museo Central del Ejército soviético, acompañada de
documentos, fotografías y objetos personales de mi hijo.
El 23 de septiembre de 1942 recibí la siguiente carta de Dimitrov, fechada en Moscú:
“Querida Dolores:
El golpe personal más trágico que la suerte pudiera asestarle es sin duda la muerte de
su magnífico hijo.
La muerte de Rubén, admirable joven revolucionario español, criado y educado por
usted, es una gran pérdida para todos nosotros, para el Partido Comunista de España y
para la Internacional Comunista.
Créame, estamos con el corazón y con el alma a su lado, acompañándola en su dolor.
Pero el mejor consuelo para usted y para nosotros está en la conciencia y el orgullo de
que Rubén cayó valientemente luchando contra los agresores fascistas alemanes y
precisamente en la heroica defensa de la gloriosa ciudad de Stalingrado.
Su hijo-héroe ha sellado con su sangre los lazos de combate entre los pueblos
soviético y español anudados durante la guerra antifascista española, cuyo mejor
representante es usted, heroica madre de Rubén.
La muerte de Rubén, al igual que la de muchos miles de otros valientes defensores del
país del socialismo, nos llama a todos nosotros a una lucha más intensa y sin cuartel
contra los bandidos fascistas para su plena derrota.
No dudamos ni un instante que usted, querida Dolores, sabrá transformar su gran
dolor en fuente de nuevas fuerzas, energías e implacabilidad hacia el odiado fascismo,
para temor del fascismo y para bien del pueblo español y de toda la humanidad
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En marzo de 1942, cuando las durísimas batallas de la segunda guerra mundial tensaban al
máximo el esfuerzo del pueblo soviético, artífice principal de la gran coalición democrática
antihitlerina, perdimos a nuestro secretario general, José Díaz.
Sufría desde hacía años de una dolencia intestinal, probablemente incurable, contraída en
cárceles y
presidios de España. Había sido trasladado con su familia lejos de los campos de batalla, a
la capital de
Georgia, Tbilisi (antes Tiílis), ciudad favorecida por un clima benigno y dulce. Le atendían
eminentes
doctores soviéticos. Su mujer, la abnegada e inteligente Teresa Márquez, hacía milagros
por aliviar su
enfermedad. Pero su situación era dramática. Tanto la física como la moral. Hallarse tan
alejado del
partido, de la vida política, de la guerra, de su pueblo, no podía dejar de imprimir sus
huellas negativas en
el ánimo de un dirigente revolucionario de 47 años, del temple de nuestro Pepe Díaz.
José Díaz nos abandonó, puso fin a su breve y heroica vida, dejando un vacío que se nos
antojaba
insalvable en momentos tan sumamente sombríos. Los principales dirigentes de nuestro
partido se
hallaban dispersos por varios continentes. En España se torturaba, se fusilaba a nuestros
militantes.
Todos éramos conscientes —cierto es— de que José Díaz se hallaba enfermo, incapacitado
para el
trabajo. Pero le habíamos sentido hasta el último instante entre nosotros, con su ejemplar
historia
revolucionaria, con su talento natural, su lucidez y su valentía.
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Me dejó una carta, unas líneas trazadas a mano sobre una hoja de papel. Decía:
“Querida camarada Dolores: El fin de mi vida se acerca y no quiero que pase sin que
recibas unas líneas mías. Dolores, saluda en mi nombre al pueblo español, al partido y
a toda su dirección.
Nuestro partido ha crecido y se ha desarrollado en la guerra, en la cual hemos sido
derrotados. Pero a pesar de eso nuestro partido ha mantenido su unidad. La unidad de
nuestro partido es para nosotros como el agua para vivir.
Añadía José Díaz la necesidad de que los comunistas estudiaran, conocieran la teoría
marxistaleninista. Y terminaba:
Abrazos para todos, Dolores, tú recibe un profundo abrazo de PEPE”
Éste era su mandato: El mandato del admirable revolucionario, dirigente comunista José
Díaz. Ante su tumba, así lo dije:
“El partido que tú forjaste y educaste y que lucha sin desmayo en el interior del país,
manteniendo viva la llama de la resistencia, cumplirá tu último mandato, conservando
su unidad y creando la unidad nacional como base para la conquista de nuestra
España, de la España a la que tú dedicaste íntegramente tu vida.”
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anarcosindicalismo. Y no vino solo, sino que trajo consigo a un grupo de luchadores, entre
ellos a Manuel Delicado, Antonio Mije y Saturnino Barneto. Y Sevilla irradiaba en
aquellos años un influjo revolucionario sobre todo el país.
Pepe Díaz era panadero, lo mismo que su padre. Su madre trabajaba en la Fábrica de
Tabacos.
Como militante confederal, se destacó por su combatividad y decisión. Sufrió frecuentes
detenciones y torturas; fue sometido incluso a un simulacro de ley de fugas (me refiero a
los años de la dictadura primorriverista).
Su afición a la lectura, supliendo con su esfuerzo las lagunas de una educación elemental, y
la necesidad de ayudar a sus camaradas encarcelados, aproximaron al joven confederal al
Socorro Rojo Internacional, dirigido por comunistas. Allí empezó a familiarizarse con
temas de solidaridad y con la problemática política. Rápida fue su promoción gracias a la
dimensión humana y al talento revolucionario del joven sevillano. Pasó a ser secretario del
partido en Sevilla. Y en 1932, tras el IV Congreso del PCE, fue elegido secretario general
de nuestro partido. Precisamente en aquel congreso histórico se rompía —y no sin
resistencias— con el sectarismo, con la «enfermedad infantil», y ¿aprendiendo de Lenin, se
abría el camino a la transformación del PCE en un partido de implantación nacional,
marxista, revolucionario, enraizado en las masas y apoyado por éstas, y profundamente
internacionalista.
Bajo la dirección de José Díaz y de un equipo de dirigentes capaces elegidos para el comité
central y el buró político (Vicente Uribe, Antonio Mije, Manuel Delicado, Pedro Checa,
Trifón Medrano, Jesús Larrañaga y yo misma), el PCE se convirtió en el alma de la lucha
por la unidad obrera y democrática en el tormentoso período de la anteguerra, de las
alianzas obreras y campesinas, del Frente Popular.
Rota la estrechez dogmática, al Partido Comunista acudían nuevas promociones de
obreros, de campesinos, de intelectuales.
Por entonces ingresó en el PCE un grupo de socialrevolucionarios encabezado por el
diputado José Antonio Balbontín, que fue así el primer representante comunista en las
Cortes, antes de ser elegido por Málaga nuestro camarada, el doctor Cayetano Bolívar.
Ingresó también el grueso de la Izquierda Revolucionaria y Antifascista (IRYA)
encabezada por César e Irene Faleón.
Yo recuerdo, no sin emoción, el estilo de trabajo del camarada Pepe, siempre cordial, sin
pedanterías ni escolasticismos. Nos enseñaba a ser modestos, a ser sencillos, sinceros con
nosotros mismos y con los demás; a saber escuchar, interpretar y defender, sin regatear
esfuerzos ni sacrificios, la voz y las aspiraciones de las masas oprimidas y explotadas, a ser
patriotas de nuestra España en el más amplio y noble sentido de la palabra.
Su personalidad política como líder, como diputado comunista, conquistó el respeto y la
consideración de los políticos españoles en los años treinta. Más de una vez hemos
escuchado de labios de personalidades ideológicamente alejadas de nosotros que José Díaz
era «uno de los cerebros mejor organizados de nuestro país». En el libro Tres años de
lucha, impregnado de su pensamiento, ha quedado grabada su talla política.
En la formación del Frente Popular, José Díaz protagonizó un papel muy importante y fue
incansable en el mantenimiento de la unidad republicana, en el frente y en la retaguardia.
Fue consecuente partidario de la política de alianzas, corrigiendo posturas estrechas y
sectarias y explicando el carácter de la guerra de liberación nacional. En carta dirigida a la
redacción de Mundo Obrero el 30 de marzo de 1938, José Díaz escribía:
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Queridos camaradas:
En el número del 23 de marzo de Mundo Obrero aparece un artículo sobre el cual es
necesario llamar vivamente vuestra atención y la de todo el partido. Empieza el
artículo diciendo que «todo lo que pueda desorientar a las masas debe ser aclarado
con el mayor cuidado». La justeza de esta afirmación nadie puede ponerla en duda, y
por esto precisamente creo que es necesario os dirija esta carta ya que a continuación
se encuentra en vuestro artículo la afirmación siguiente:
«... No se puede, como hace un periódico, decir que la única solución para nuestra
guerra es que España no sea fascista ni comunista, porque Francia lo quiere así.»
No conozco el periódico contra el cual está dirigida vuestra polémica. Es posible que
ese periódico esté escrito por gentes que no quieren a nuestro partido, ni comprenden
bien los problemas de nuestra guerra. Pero la afirmación de que «la única solución
para nuestra guerra es que España no sea fascista ni comunista» es plenamente
correcta y corresponde exactamente a la posición de nuestro partido.
Es necesario repetirlo una vez más, para que sobre ello no quede la menor duda. El
pueblo de España combate, en esta guerra, por su independencia nacional y por la
defensa de la República democrática. Combate para echar del suelo de nuestra patria
a los bárbaros invasores alemanes e italianos, combate porque no quiere que España
sea transformada en una colonia del fascismo, combate para que España no sea
fascista. Combate por la libertad, en defensa del régimen democrático y republicano,
que es el régimen legal en nuestro país y que permite los progresos sociales más
amplios.
El Partido Comunista, que es, junto con el Socialista, el partido de la clase obrera de
España, no tiene ni puede tener intereses u objetivos diferentes de los del pueblo
entero. Nuestro partido no ha pensado nunca que la solución de esta guerra pueda ser
la instauración de un régimen comunista. Si las masas obreras, los campesinos y la
pequeña burguesía urbana nos siguen y nos quieren, es porque saben que nosotros
somos los defensores más firmes de la independencia nacional, de la libertad y de la
Constitución republicana. Esta defensa es la base, es el contenido mismo de toda
nuestra política de unidad y de Frente Popular. Y sería muy grave, sería inadmisible,
que en las filas de nuestro partido pudiera producirse, no digo una vacilación, sino una
simple falta de claridad sobre esta cuestión, precisamente en el momento actual, en
que es necesario el máximo
de unidad del pueblo para hacer frente a los ataques furibundos de los invasores
extranjeros. En nuestro país existen hoy condiciones objetivas que hacen
imprescindible, en interés de todo el pueblo, la existencia y el fortalecimiento de un
régimen democrático, no existen condiciones que permitan pensar en la instauración
de un régimen comunista. Plantear la cuestión de la instauración de un régimen
comunista significaría dividir al pueblo porque un régimen comunista no podría ser
aceptado por todos los españoles, ni mucho menos, y nuestro partido nunca hará nada
que pueda dividir al pueblo, sino que lucha con todas sus fuerzas, desde el principio de
la guerra, para unir a todos los españoles en el combate por la libertad y la
independencia nacional.
Incluso habría que hacer todo lo posible para ampliar esta unidad, hasta extenderla a
capas de la población sometidas al yugo y la influencia de la propaganda franquista, a
«todos los españoles que no quieran ser esclavos de una bárbara dictadura
extranjera».
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carácter internacional de nuestra lucha, que es una lucha contra el fascismo, es decir,
contra la parte más reaccionaria del capitalismo, contra los provocadores de una
terrible nueva guerra mundial, contra los enemigos de la paz, contra los enemigos de
la libertad de los pueblos.
Sabemos muy bien que los agresores fascistas encuentran en cada país grupos de
burguesía que los apoyan, como hacen los conservadores ingleses y los derechistas en
Francia; pero la agresión del fascismo se desarrolla de tal manera que el interés
nacional mismo, en un país como Francia, por ejemplo, debe convencer a todos los
hombres que quieren la libertad y la independencia de su país de la necesidad de
oponerse a esta agresión, y no existe hoy otra manera más eficaz de oponerse a ella
que ayudar concretamente al pueblo de España.
... La manera en que vosotros planteáis el problema nos llevaría inevitablemente, una
vez más, a restringir el frente de nuestra lucha, en el momento en que es preciso
ampliarlo. La tarea de organizar la ayuda internacional a España en este instante
trágico de su historia incumbe principalmente a la clase obrera internacional y a sus
organizaciones, pero las medidas que se pueden tomar para convencer de la
necesidad de esta ayuda a otras fuerzas, no obreras, sino de la pequeña burguesía y
de la burguesía democrática y liberal, no pueden tener más que nuestra aprobación.
Todo lo que nosotros pedimos es en interés del pueblo y de la guerra. Por esto pueden
y deben estar de acuerdo con nosotros todos los antifascistas; más aún, todos los
españoles que quieren que esta guerra se termine con la victoria de nuestra patria y
con la derrota de los invasores fascistas. La tarea del partido consiste, basándose en
esta condición, en estrechar los lazos de unidad entre todos los sectores antifascistas.
Hoy más que nunca, nada contra la unidad, todo para lograr la unidad del pueblo, la
más amplia y firme que sea posible.”
Preocupación permanente de José Díaz fue la continuidad del partido; de ahí su empeño en
renovar y vitalizar con la presencia de jóvenes dirigentes que destacaban en la lucha, como
Santiago Carrillo, Trifón Medrano, José Cazorla, Federico Melchor, Ignacio Gallego,
Santiago Álvarez, José Laín, Fernando Claudín, Segis Álvarez y tantos otros, fundiendo la
experiencia de los veteranos con las aportaciones teóricas y prácticas de las jóvenes
promociones en las nuevas condiciones de lucha y de trabajo. Federico Melchor me
contaba:
“Era en Madrid, en noviembre de 1936. Todos recordamos aquellos días como «el ser o
no ser» de la resistencia popular. En la calle General Oraa vivíamos algunos dirigentes
de la JSU, entre ellos Santiago Carrillo, José Laín, Cazorla y yo mismo, todos
veinteañeros.
Una noche, llegó Santiago con gesto resuelto:
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A Dolores Ibárruri
Desde nieves con sangre
y cosechas ardidas,
desde esqueletos pálidos de fábricas
y casas en ruinas,
nos llegan las palabras:
ha muerto José Díaz.
Allí donde la muerte tenazmente labora
la piedra y la sonrisa
y clava a hachazo limpio en el paisaje
el duro ceño de la nieve iría,
José Díaz ha muerto rodeado
de claras formas rígidas,
de voces con espanto y duras manos
fraternas, conmovidas,
hombres, titanes, dioses
vieron correr su vida,
romperse, despeñarse
por la fijeza atroz de sus pupilas,
vieron morir su cuerpo
ardiendo sus cenizas.
La muerte trabajaba infatigable,
aquí una pobre aldea en carne viva,
aquí una presa levantada, a pulso
y a pulso sostenida,
toda una historia y una aurora a punto
echada atrás, hacia la noche lívida.
Y José Díaz muerto, muerto y vivo,
porque la guerra dura todavía.
También allí donde el olivo crece
y donde el trigo su melena agita,
su nombre irá sonando por las calles,
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En ese mismo 1942 moría en la cárcel, a los 31 años de edad, nuestro entrañable poeta
Miguel Hernández.
Yo sentía un profundo afecto por aquel joven campesino de Orihuela, rostro de niño y ojos
que resplandecían bondad e inteligencia.
Miguel Hernández, uno de los mejores poetas de España, surgido de la tierra.
“Me llamo barro, aunque Miguel me llame.
Barro es mi profesión y mi destino...”
Le conocí en los frentes, entre los soldados, luchando —era miliciano de la cultura— y
recitándoles sus versos de sabor a surcos, a trigales, a flores. Y los soldados, en su mayoría
también campesinos, le entendían, le querían, como se quiere al hermano que es como tú y
que con excepcional talento te habla de un futuro mejor, de justicia, de amor. Cantaba a la
juventud:
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Me consagré con toda mi alma a trabajar, a cumplir lo mejor posible la tarea que se me
encomendaba. Estaba acostumbrada a las dificultades y a vencerlas, con firme voluntad,
con afán y con lucha.
Los camaradas de la dirección del partido aprobaron, como ya he señalado, mi
designación.
Aunque no faltaron maniobras y resistencias encabezadas por Jesús Hernández, quien, por
lo visto, aspiraba a sustituir a José Díaz. Por cierto que Jesús Hernández siempre había
mostrado gran amistad y adhesión hacia mi persona. Sin embargo, al trasladarse a México,
trató de dar un pequeño golpe de estado y de conquistar el apoyo de los camaradas
emigrados en América latina para proclamarse secretario general. Su fracaso, al chocar con
un repudio unánime a sus planes, se tradujo en una enemistad violenta al partido que
perduró hasta su muerte.
Santiago Carrillo cuenta que en un mitin celebrado en La Habana en la primavera de 1942,
en el que intervino al lado de Blas Roca y de Juan Marinello, dijo :
«José Díaz ha muerto. Se pregunta ¿quién va a reemplazarle? La única capaz de
hacerlo es Dolores Ibárruri.» Y añade que «los camaradas que estaban en México
pensaban igual. Hubo un consenso indiscutible».
En el V Congreso del PCE, celebrado en Checoslovaquia en 1954, fui elegida ya
democráticamente secretaria general del Partido Comunista de España.
Lo más importante para mí era mantener la unidad del partido en aquellas excepcionales
condiciones de guerra, de dispersión, de terror desencadenado por la dictadura franquista
contra todos los demócratas, y fundamentalmente contra el Partido Comunista.
No era tarea fácil relacionarme con los diferentes camaradas esparcidos por Europa y
América. Pero sobre todo eran complicados los contactos con nuestras organizaciones de
España.
Nuestro mejor instrumento de comunicación era la Pirenaica, Radio España Independiente.
A través de sus ondas nos fue posible dirigirnos permanentemente a nuestro pueblo,
informándole, orientándole, explicándole la situación.
Radio Moscú puso igualmente sus antenas a mi disposición. Bajo el seudónimo de Antonio
de Guevara, me dirigía con frecuencia a los antifranquistas y demócratas para mantener la
confianza y la firmeza en la lucha contra la dictadura.
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Corría el año 1944. Me habían invitado a hablar en la Sala de las Columnas. Tema: «La
España franquista, satélite de Hitler.»
Hablar desde la tribuna de aquella espléndida sala, donde habían resonado discursos de
Lenin, de Dimítrov y de tantas personalidades históricas, ya era motivo para sentirme
intimidada. Pero es que, además, me pidieron que hablara en ruso, ni más ni menos.
Como oradora, era la primera vez que me encontraba en un trance tan difícil.
Escribí mi conferencia en español y me la tradujeron. Los caracteres cirílicos, tan distintos
de nuestra escritura latina, me miraban desafiantes. Yo veía una sala llena hasta los topes,
iluminada por impresionantes arañas de luz. Veía las relucientes columnas que dan nombre
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al edificio y sentía las mi radas del pueblo clavadas en mi persona. ¿Cómo iba yo a poder
conectar con él, con ese auditorio amigo, hablando en mi deficiente ruso?
Con audacia me lancé al ruedo. Saludé a los presentes en su idioma y la respuesta fue un
cálido aplauso. Empecé a hablar. Mi voz resonaba como algo extraño, no era ni mi voz, ni
mi acento, ni mi estilo. Un silencio absoluto acogía mis palabras. ¿Qué hacer?
Rápidamente tomé una decisión. Aparté las cuartillas y me puse a hablar en español, que
era lo mío, aunque no me entendieran.
Y ¡oh, sorpresa! El público rompió a aplaudir frenéticamente; rostros sonrientes me
saludaban diciéndome: Eso, sí, eso es lo que queríamos escuchar.
Claro que una amable traductora fue vertiendo al ruso lo que yo decía. Pero me convencí,
una vez más, de que sólo se puede ser orador en la lengua que aprendimos de labios de la
madre.
52. Y EN ESTOCOLMO
Por cierto que, poco tiempo después, me ocurrió algo parecido en Estocolmo.
Aprovechando mi presencia en Suecia, con motivo de una reunión internacional, los
amigos suecos me invitaron a hablar de España y de nuestro pueblo. Una sala repleta de
gente rubia, tranquila, amable.-
En el escenario me acompañaba el senador socialista Branting, sincero amigo de la España
democrática, uno de los organizadores más activos de la ayuda a nuestro pueblo en su
lucha contra el fascismo. Yo hablé, esforzándome por transmitir a quienes me escuchaban
toda la grandeza y heroísmo de mi pueblo, que nunca viviría de rodillas.
Mis palabras —en castellano, claro está— fueron premiadas por un largo aplauso.
El senador Branting, buen conocedor de nuestro idioma, anunció que iba a traducir mi
conferencia.
Y de la sala llegó un clamor general, que yo no entendía. Branting, sonriente, me lo
explicó:
Una tarde, era en 1944, año rico en importantes acontecimientos, recibí un mensaje que me
sobresaltó.
Estaba fechado en Oran y lo firmaba Santiago Carrillo. Decía escuetamente: «Hemos
entrenado a sesenta
camaradas y estamos dispuestos a desembarcar en Málaga.»
Yo comprendía la ilusión, los vehementes deseos de Carrillo y de otros camaradas de
penetrar en España e integrarse directamente en la lucha contra la dictadura. Su intención
era crear una base guerrillera en Málaga y establecer nuevos puentes con la lucha interior.
Dos meses estuvieron entrenándose. Ya se mascaba la derrota de Hitler. Había que acelerar
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las cosas, lograr que el problema de los republicanos españoles entrase en el paquete de
cuestiones de la victoria.
El plan de Santiago reflejaba el valor, la audacia juvenil de nuestros camaradas.
Mas no por eso era menos temerario. No existía en el interior ninguna preparación seria
para recibir a tan numeroso grupo. Y eso, en el caso de que lograran desembarcar. Era
imposible arriesgar la vida de un dirigente que hacía mucha falta al partido, ni la de
decenas de valientes camaradas.
Contesté a Carrillo con un NO rotundo.
Santiago insistió en un segundo mensaje, aclarando que se trataba de gente segura.
Yo respondí encomendándole otra misión:
«Vete a Francia a trabajar en la dirección del Partido.»
Carrillo aceptó —creo que no de muy buena gana— y se incorporó al grupo de dirección
de Toulouse, venciendo las durísimas condiciones —cinco días escondido en un barco de
guerra— de un viaje clandestino desde el norte de África.
Muy pronto comprendió la razón que me asistía al haber frustrado su romántica operación
de desembarco. Él mismo lo ha reconocido:
«De haberlo llevado a la práctica, hoy no estaría aquí.»
Componían el grupo de dirección de Toulouse Manuel Azcárate, Carmen de Pedro, Jimeno
y Torres
(Sánchez Biedma).
Con la incorporación de Carrillo a la dirección del partido en Francia, ésta se reforzó y
siguió funcionando hasta el retorno de América latina y de la URSS de los restantes
miembros del comité central y del buró político.
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Muy importante en la realidad práctica fue el fluir de jóvenes voluntarios de todos los
continentes a ocupar un puesto de combate en los frentes de la libertad en España.
Con su excepcional sensibilidad, Antonio Machado escribió en 1937:
«Yo os saludo, pues, jóvenes socialistas unificados, con un respeto que no siempre
puedo sentir
por los ancianos de mi tiempo, porque muchos de ellos estaban deshaciendo España y
vosotros pretendéis hacerla.»
La JSU quedará en la historia del movimiento juvenil revolucionario de España como una
de, las más grandes realizaciones.
Algún día, así es de desear, se escribirá la historia apasionante de la JSU, más aún, de toda
la juventud progresista española en los años treinta.
Me cuentan que al llegar en 1939 Federico Melchor a Francia, don Pablo de Azcárate,
hasta entonces embajador de la República en Londres, le acompañó a la prefectura de
Policía de París. Uno de los jefes de policía preguntó a Melchor:
—¿Y usted qué hizo durante la guerra?
—Últimamente fui director general de Propaganda en la Subsecretaría de Asuntos
Exteriores.
El policía francés contempló irónicamente a Federico —con su aire de adolescente,
pequeño de estatura— y exclamó, dirigiéndose a don Pablo:
—Ya me explico por qué han perdido ustedes la guerra.
Parecido fue el comentario que los policías franceses hicieron a Francisco Romero Marín y
a Ramón Soliva —ambos tenientes coroneles a los 24 años— al aterrizar éstos en Oran en
marzo de 1939. Su delito, por lo visto, era ser jóvenes y heroicos.
Marín recuerda lo siguiente:
“A Soliva y a mí nos pidieron la documentación; sólo llevábamos documentación
militar en la que figuraba el grado y el mando que ejercíamos. Ambos habíamos sido
jefes de división y acabábamos de cumplir 24-25 años. Los militares del servicio de
información que nos interrogaron hicieron, a la vista de esos datos, comentarios
despreciativos. En ese preciso momento se veían evolucionar aviones Pothez; al ver
aquellos aparatos militares les dijimos que, si el armamento de que disponían era de
las mismas características, en el primer encuentro con el ejército alemán, el ejército
francés sería barrido. La contestación les sentó muy mal y, sin más requisitos, nos
enviaron al fuerte de Mers-El-Kebir y no al puerto, para pasar a Francia, como
habíamos pedido.”
Aquellos policías franceses querían ignorar la realidad de los casi tres años de resistencia
del pueblo español a la agresión fascista internacional. No conocían al parecer que los
mandos y comisarios veinteañeros de tantas y tantas unidades hicieron posible contener el
alud de moros y «nacionales» en el movimiento de 1936; la resistencia en tantas batallas,
que muchos militares profesionales consideraban inviables.
Entre los jóvenes jefes militares destacaron Cazorla, Etelvino Vega, Francisco Romero
Marín, Ramón Soliva, Pedro Mateo Merino, Artemio Precioso, Francisco Mesón, Tagüeña,
Nilamón Toral, Domiciano Leal, Fernando de la Rosa, Carrión, Eduardo García, Pedro
Valverde, Andrés Martín. Y entre los comisarios políticos, José Laín Entralgo, Santiago
Álvarez, Tomás Huete, Luis Suárez y tantos otros jóvenes jefes y comisarios que con su
capacidad y heroísmo fueron el orgullo de nuestro Ejército Popular.
En un saludo que en 1946 dirigí a una conferencia de la JSU, yo decía:
“No eran mentira las estrofas del Himno de las Compañías de Acero, que un poeta
popular compuso como homenaje a nuestros héroes:”
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Hacía semanas que preparaba mi salida de la Unión Soviética. Mi deseo era reunirme en
Francia con los camaradas de la dirección del partido que allí se encontraban o que
llegarían de países latinoamericanos.
Antes de abandonar la URSS quise despedirme de Stalin.
Me recibió, acompañado de Malenkov y de Beria. Conmigo asistía al encuentro Ignacio
Gallego.
La entrevista fue sumamente cordial. Agradecí a Stalin la solidaridad del partido y de los
pueblos de la URSS con la causa del pueblo español en su lucha antifranquista. La fraternal
hospitalidad de los soviéticos hacia los emigrados de mi país.
Durante la conversación surgieron temas de diversa índole. La guerra avanzaba por la recta
final hacia la victoria sobre el agresor nazi. Nuevas perspectivas todavía imprecisas se
abrían ante los pueblos.
A Stalin le interesaba conocer cómo se desarrollaba la lucha de los trabajadores y de las
diversas fuerzas políticas en España, la política de nuestro partido.
Fuimos informándole puntualmente y él nos escuchaba con gran atención. Al hablarle de
las guerrillas, de que había españoles combatiendo en España y en Francia, de la
resistencia de nuestro pueblo, nos preguntó si habíamos pensado capitalizar de algún modo
nuestra larga y heroica lucha, en aquellas horas postreras de la guerra.
—Sí —le aseguramos—; a nuestro juicio, los españoles antifascistas merecen, por su lucha
y su resistencia, ocupar un lugar en la mesa de la victoria.
Pensábamos que la derrota de Hitler debía provocar la caída de Franco. Pero eso no se
produciría automáticamente. Nos serían precisas ayudas internacionales, políticas y de todo
orden.
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A nuestro juicio habría que dotar de armas ligeras a nuestras guerrillas en Francia y en el
interior del país.
Stalin nos escuchaba atentamente. Se levantaba, paseaba con la inevitable pipa en la mano.
Se volvió a sentar frente a nosotros.
—Camarada Dolores —dijo—, sepa usted que, como siempre, estamos dispuestos a
facilitarles la ayuda que necesiten. Pueden contar con nosotros. Los combatientes
antifascistas españoles son nuestros aliados.
Yo ardía en deseos de comunicar tan importantes noticias a nuestros camaradas de
dirección y, por supuesto, al doctor Negrín. En cable urgente rogué a éste me esperara en
París.
Negrín contestó afirmativamente. Me esperaría.
Solicité del general De Gaulle los visados correspondientes, que éste me concedió sin
demora.
Pero aquí surgieron los imponderables. ¿Cómo trasladarme de Moscú a París en plena
guerra mundial? No funcionaba la aviación civil. La militar dependía de las autoridades
inglesas. Y éstas preferían, a todas luces, verme lejos de las fronteras de mi país, en otras
latitudes, cuanto más apartadas mejor.
En esas cosas pensaba yo viendo caer la nieve tras los dobles cristales de mi ventana
moscovita.
Los camaradas soviéticos nos sugirieron emprender una ruta larga, pero más o menos
viable: Irán, Egipto y la esperanza de encontrar en El Cairo algún medio de transporte a
Francia.
Aceptamos. Lo importante era salir lo antes posible.
Conmigo harían el viaje mi hija Amaya y el joven camarada de Jaén Ignacio Gallego, cuya
compañía fue para mí una eficaz ayuda.
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Pero esos medios de transporte eran por el momento inexistentes. No había aviación civil.
Ni barcos de pasajeros. La guerra no había terminado. Submarinos alemanes surcaban los
mares...
Visitábamos a diario la agencia de viajes Cook. Todo inútil. Esperar, esperar. .. Pasaban los
días, pasaban las semanas. Nuestra impotencia nos desesperaba.
El Cairo es una ciudad bella y espaciosa. Cuando la visitamos como involuntarios turistas
ofrecía un tremendo
contraste: la miseria de los barrios populares y los lujosos cafés y restaurantes frecuentados
por militares ingleses, americanos y franceses acompañados de elegantes señoras.
Tuve interés en visitar el famoso Museo de El Cairo, cosa que logré gracias a la amabilidad
de su director; por razones de guerra no estaba abierto al público.
Visitamos —cómo no hacerlo— las pirámides, la tumba de Tutankamon.
Gallego se empeñó en escalar una de aquellas maravillas del mundo, descubriendo en su
cúspide, con grata sorpresa, que alguien había dibujado en grandes proporciones la hoz y el
martillo. ¿Qué pensaría el faraón?
En mi memoria se confunden imágenes encontradas de aquellos días: la riqueza histórica
de aquel pueblo milenario —aunque las reliquias más valiosas se encuentran en el Museo
Británico de Londres, en el Louvre y en otras capitales europeas—. Y en rudo contraste, el
Egipto convertido en base de operaciones de los aliados. Dos años antes se habían reunido
en El Cairo Roosevelt, Churchill y Chiang Kai-chek para tratar de la guerra contra el
Japón...
Un buen día, al cumplir con nuestra habitual visita a la agencia Cook, nos ofrecieron
billetes para un carguero algodonero francés, el Esperanza, con convoy británico.
Excepcionalmente, atendiendo a nuestros ruegos, se prestaba a admitirnos.
No vacilamos en aceptar la ocasión que se nos brindaba, pese a los evidentes riesgos: era el
primer viaje marítimo que se autorizaba de Egipto a Francia.
Esperanza, el nombre del carguero, nos estimuló a lanzarnos a la nueva aventura. Y más
que nada, nuestra urgente necesidad de poner fin a tan dilatada empresa.
Zarpamos de Alejandría en los primeros días de abril con la ilusión de llegar pronto a
Marsella. Así nos lo habían asegurado.
Transcurrieron varias jornadas y al inquirir cuándo llegaríamos a nuestro destino, nos
informaron, para gran asombro nuestro, que el Esperanza llevaba rumbo, no a Marsella,
sino a Boulogne-sur-Mer.
El viaje no era precisamente de placer.
En el Mediterráneo asomaban minas flotantes que el barco evitaba gracias al cable
antimagnético o haciéndolas explosionar con un pequeño cañón.
Al atravesar el estrecho de Gibraltar nos invadió la natural emoción de sentirnos cerca —y
sin embargo tan lejos— de nuestra tierra. La visita de unos contrabandistas que ofrecían
diversas mercancías fue el único contacto que logramos establecer.
En alta mar hacíamos todas las mañanas ejercicios obligatorios consistentes en aprender el
uso de los chalecos salvavidas. A cada uno nos indicaron la barca que nos correspondería
ocupar en caso de naufragio. Lo cual no era —como se verá— pura teoría.
Una noche de espesa niebla, hallándonos cerca de la isla de Wight, se produjo un choque
brutal con una embarcación de bandera polaca. Se apagaron las luces y se oyeron gritos: «
¡Evacuación, evacuación; el barco se hunde!»
Rápidamente nos vestimos y subimos a cubierta; en plena oscuridad nos repartieron los
salvavidas.
Empezaron a preparar los botes en medio del natural pánico...
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Si aún podemos relatar esos pormenores se debe a que momentos después apareció el
capitán y nos anunció que el Esperanza no se hundiría gracias a que el boquete estaba más
arriba de la línea de flotación.
Entre la marinería hubo varios heridos. Y las averías del barco necesitaban reparación.
Ocho días estuvieron arreglando el cable antimagnético... Por fin, volvimos a navegar...
A poco más de una milla de Boulogne nos informaron de que el puerto estaba totalmente
destruido.
El barco no podía atracar.
Los cinco o seis pasajeros que nos habíamos aventurado a viajar en el Esperanza fuimos
conducidos en motoras a lo que una vez fuera puerto y había quedado reducido a una pared
de unos veinte metros de altura. Unos marineros ingleses nos ayudaron a trepar por
escalerillas de cuerda.
Así llegamos a Francia. ¿Fecha? Primeros días de mayo. Tres largos meses de viaje.
Nos tocó avanzar como tortugas en aquel dilatado y obsesionante viaje, cuando en el
mundo se producían acontecimientos de trascendencia histórica.
En abril comenzaba el asalto del Ejército Rojo a Berlín. Una semana después ondeaba la
bandera roja sobre el Reichstag. Hitler se suicidaba en su bunker.
Polonia y Hungría ya habían sido liberadas de la ocupación fascista a comienzos de año.
Y en febrero, cuando nosotros partíamos de Moscú, se celebraba la Conferencia de Yalta.
La guerra terminaba.
Negrín no había podido esperar tanto tiempo. Se encontraba ya en México.
Los planes que tanto nos habían ilusionado después de la conversación con Stalin eran
irrealizables.
El día de la victoria lo celebramos en París, rodeados de camaradas y amigos: Santiago
Carrillo, Ramón Ormazábal, José Antonio Aguirre y todo un pueblo que cantaba y bailaba
jubiloso.
Veía bailar de alegría al pueblo parisino; esa alegría dominaba el ambiente, desbordando
sufrimientos pasados.
Pero yo no podía escapar a la dramática realidad vivida. No podía olvidar —y los pueblos
tampoco olvidaban— los veinte millones de jóvenes soviéticos caídos en los campos de
batalla, ni a los miles de hombres y mujeres que ofrendaron sus vidas en la resistencia
francesa al invasor hitleriano. Y entre ellos, tantos españoles y españolas.
No olvidaba los bombardeos de Leningrado y Moscú, de Londres, de Lídice y Oradour,
precedidos del martirio de nuestra Guernica. No olvidaba tampoco a los jóvenes soldados
ingleses y americanos muertos en los campos de batalla.
Y presente, en permanencia, ante mis ojos, estaba España, mi patria uncida todavía al yugo
franquista; mi pueblo que fue el primero en decir ¡No! y defenderse con las armas de la
agresión fascista, y que seguía encadenado... Hasta mi España no había llegado la
Victoria...
En aquel verano de 1945 —y en años sucesivos— se produjeron acontecimientos de un
valor trascendental, que, si bien percibíamos y comentábamos, no llegamos —quizá era
imposible— a profundizar en ellos con todo el rigor preciso.
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Un mes después, en agosto, los norteamericanos lanzaron sus bombas atómicas sobre
Hiroshima y Nagasaki, sembrando la muerte en el Japón y el terror sobre todos los seres
humanos.
No había de durar mucho la superioridad atómica en el mundo occidental.
Los soviéticos ensayaron su primera bomba atómica años después, en 1949.
¿Dónde había quedado esa paz tan vehementemente deseada y cantada por los pueblos en
los días de julio de 1945?
¿Acaso era de extrañar que en aquel trasfondo político los gobernantes de la derecha
occidental decidieran apoyar a Franco, mantenerle en el poder en España, país
estratégicamente importante, que podría servir de baluarte contra la lucha de los pueblos
por el socialismo y la libertad?
Pero siguiendo el hilo de mis recuerdos, quiero insistir en que en aquellos primeros meses
de posguerra yo me consagré, con mi partido y con las fuerzas de izquierda, a la lucha por
rescatar al pueblo español de la servidumbre franquista.
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nuevos laureles a la gloriosa historia de nuestro partido, del partido de José Díaz, del
partido de la resistencia, del partido de la unidad antifascista.
Faltan hoy a la cita muchos de nuestros mejores; faltan los hombres que formaron y
educaron nuestro partido, que lo cimentaron indestructiblemente con su ejemplo y su
sacrificio.
Hay en nuestras filas huecos difíciles de llenar. Falta José Díaz, el jefe inolvidable y
forjador de nuestro partido.
Faltan Pedro Checa, Jesús Larrañaga, Isidoro Diéguez, Manuel Asarta, Domingo Girón,
Eugenio Mesón, Ascanio, Cayetano Bolívar, José Suárez Cabrales, Enrique Sánchez,
José Cazorla, Bautista Garcés, Cristóbal Valenzuela, Luis González, Saturnino Barneto,
Luis Arrarás, Jacinto Alemany... Muertos unos prematuramente, minada su salud por los
sufrimientos que la lucha comporta; caídos otros como héroes ante el pelotón de
ejecución o en los frentes de la libertad.
Junto a los nombres esclarecidos de nuestros dirigentes, hay en el frontispicio de la
gloria del Partido Comunista de España millares de nombres de camaradas abnegados,
entrañables, caídos por la libertad de España.
Manuel Recatero, Matilde Landa, Talens, José Ochoa Alcázar, Aquilino Fernández, Vitini,
Carreras, Eladio Rodríguez, Barreiro, Jaime Girabau, José Ros, Alcántara, Justo
Rodríguez, José Fusimaña, Francisco Gullón, Feijoo, Alfonso, Antonio García y
centenares y centenares de otros camaradas.
¡Difícil será que nadie pueda superar el número de bajas de nuestro partido en la
resistencia de los treinta y dos meses de guerra y en la lucha clandestina en estos seis
años trágicos y sombríos de la dominación falangista!
Nosotros queremos —decía más adelante— una España grande por el progreso de las
ciencias, de las artes, de la cultura y del bienestar de las masas populares. Una España
donde los obreros estén protegidos por una legislación social práctica, viva, traducida
en hechos y no sobre el papel, que dignifique al trabajador y le proporcione una vida
culta y humana.
Deseamos una España donde los campesinos vivan con el gozo de poseer la tierra, de
saberla suya; de saber suyo el trigo de las eras y el aceite de los olivares que ellos
trabajan, sintiéndose solidarios de los hombres del taller, de la mina y de la fábrica, y
construyendo entre ellos los pilares fundamentales de la República.
Queremos una España donde la intelectualidad sea protegida y estimulada y tenga
posibilidad de desarrollar su iniciativa y capacidad creadora al servicio del pueblo, sin
tener que envilecerse en la adulación a los poderosos, siguiendo el capricho del que
paga o del que manda.
Queremos una España donde el artesano, el comerciante modesto, el pequeño
propietario miren al porvenir sin miedo y al presente con alegría de saberse en una
patria digna, libre, progresiva.
Queremos una España donde la mujer sea respetada; donde la infamante consigna del
falangismo:
«servir», sea sustituida por la de: «trabajar con dignidad».
Queremos una España enaltecida, sin niños descalzos y hambrientos; una España sin
miseria y sin odio; sin los terribles contrastes de la España falangista; una España con
hogares calientes y con escuelas acogedoras.
Queremos una España de alto nivel industrial y agrícola, a fin de poder atender
holgadamente a las necesidades de todos los españoles y permitir el desarrollo de un
intercambio comercial equitativo con los demás países, intercambio que no esté
sujeto, como lo está ahora, a las desventajas de nuestro atrasado desarrollo industrial.
Añadía que los comunistas no nos opondríamos a soluciones dignas, a soluciones
patrióticas.
Si las fuerzas antifranquistas de izquierda y de derecha, en el interior y en el exterior,
nos ponemos de acuerdo para que, previa la eliminación del franquismo, y bajo la
dirección de un auténtico gobierno de coalición nacional, se organice una consulta al
pueblo verdaderamente democrática a fin de que éste pueda expresar con toda
libertad cómo quiere que sea regida la vida política del país, los comunistas no nos
opondremos.
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Como secretaria general del PCE dirigí una carta a los líderes de partidos y organizaciones
antifascistas y personalidades republicanas españolas. En dicho mensaje nosotros les
proponíamos la celebración de una reunión en París, a fin de poder llegar a un acuerdo y
establecer un programa de acción común. Sobre la base de tal acuerdo proponíamos
después dirigirnos colectivamente a las fuerzas monárquicas y militares antifranquistas
dispuestas a colaborar en una acción para acabar con el régimen franquista y organizar una
consulta al pueblo.
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Era en Toulouse, en diciembre de 1945. El partido había organizado una pequeña fiesta de
camaradas y amigos para celebrar mi 50 cumpleaños... Mi primer aniversario en Francia,
después de la victoria sobre el hitlerismo. Pero allí, a pocos kilómetros, sobrevivían Franco
y su régimen fascista, sufría nuestro pueblo martirizado y sin libertad. Esa realidad
ensombrecía nuestra pequeña fiesta.
Alguien me dijo: «Dolores, aquí está Picasso.»
¡Picasso, qué alegría! Le vi sentado, en un lugar apartado, con su zamarra y su gorra, como
cualquier trabajador, pero con sus ojos inconfundibles. Los ojos de Picasso.
Rápidamente me acerqué a él. Era la primera vez que sentía la emoción de estrechar sus
mágicas manos. Le conocía de siempre, como amigo y camarada entrañable, como artista
único, como hombre, con mayúscula.
Como vasca, me había estremecido su Guernica —tremenda acusación a Franco, al
hitlerismo—, que
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62. «MAQUIS»
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Maquis, al que todos queríamos por su inteligencia, vivió con nosotros durante todos los
años que pasé en Francia. Allí tuve que dejarle con gran sentimiento, porque en realidad
era un amigo fiel y un protector ejemplar.
El grupo dirigente del partido decidió trasladarse a París, facilitando así las relaciones con
otras fuerzas políticas.
Yo me instalé con mi hija Amaya en Champigny, en una casita que me cedieron los
camaradas franceses.
Trabajábamos en la céntrica avenida Kléber, en un local más cómodo y adecuado que el de
Toulouse.
La Francia de posguerra nos permitía desarrollar una actividad política con bastante
libertad.
Amaya alternaba su trabajo en la JSU y en su periódico central con el estudio.
En abril de 1946 celebramos el segundo Pleno del Comité Central. Y en marzo de 1947, la
tercera reunión de los Comités Centrales del PCE y del PSUC.
Esta última tuvo en cierto modo carácter de minicongreso. Asistieron a la misma en calidad
de invitados los camaradas Jacques Duelos, André Marty y Madeleine Braun, por el PCF.
Harry Pollit (entonces secretario general del Partido Comunista de Gran Bretaña) y Peter
Karrigan, ex combatiente de las Brigadas Internacionales; Veli Spano, por el PCI;
Valigrand, por el Partido Comunista belga; por los comunistas húngaros, Nogradi; Herta
Kuusinen, por el comité central del Partido Comunista de Finlandia; Jack Henry, por el
Partido Comunista de Australia; Rodney Dalland, por el Partido Comunista de Noruega;
Tronk, por los comunistas suecos y una delegada del Partido Comunista chino.
Nuestro gran amigo Duelos, al saludarnos, asoció los términos de socialismo y democracia,
porque —dijo— en el siglo xx estas dos ideas no pueden separarse.
“Vuestra lucha —subrayó— es la nuestra. No os deseo valor porque lo habéis
demostrado; os deseo éxito en vuestros esfuerzos, en vuestra lucha por la liberación
de vuestra patria.”
En el informe que, en nombre del comité central, presenté en aquella reunión hacía la
reflexión de que mucha gente se preguntaba cómo era posible que después de la derrota de
Hitler, Franco pudiera mantenerse en el poder.
La cuestión española —decía— no era un asunto puramente español, sino un problema de
volumen internacional. Bastaba para comprenderlo el empeño de los círculos reaccionarios
en impedir la solución democrática en la cuestión española.
España, como en 1936, era un punto crucial de la política mundial.
El imperialismo internacional necesitaba una España reaccionaria, presta a servir sus
propósitos agresivos, antipopulares y antidemocráticos.
Este juicio de nuestro partido era correcto. Sin embargo, todavía abrigábamos alguna
esperanza de que la derrota de Hitler aceleraría, pese a todo, la caída de Franco. A ello
contribuían algunos hechos: el gobierno francés había cerrado la frontera con España; otros
gobiernos habían roto con el franquismo o no habían establecido todavía relaciones
diplomáticas con Franco. En una reunión de la Asamblea General de la ONU se
caracterizaba al régimen de España como un régimen fascista de origen hitleriano. Hasta
nosotros llegaba la solidaridad de los trabajadores, de los pueblos.
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Esta frase, como otras pronunciadas por nosotros en aquellos tiempos, reflejaban nuestro
voluntarismo: querer cambiar la correlación de fuerzas hostiles a los antifascistas
españoles.
La realidad era terriblemente adversa al cambio democrático en España.
En cierto modo, como he recordado, nosotros seguíamos sustentando la idea de que era
posible un levantamiento nacional. La lucha guerrillera era aún importante en nuestro país.
De ello hablé en la reunión plenaria a que me estoy refiriendo.
“Demandaron al partido autorización para volver del exilio a España, para impulsar la
lucha de las masas, para darle cohesión y amplitud, camaradas de acero como
Larrañaga, Diéguez, Asaría, Girabau, Castro García Rozas, Eduardo Sánchez-Biedma
(Torres), Cristino García, Ramón Vía, Santiago Álvarez, Zapirain, Isasa, Llerandi y
centenares de otros camaradas.
La lucha del PCE se extendía en las llanuras esteparias de Castilla, de Extremadura, en
las montañas y en las sierras de Andalucía, de Aragón, de Levante, de Asturias, de
Galicia, de León, de Gredos.
En Madrid, Barcelona, Valencia, Euskadi, Alicante, León, Zamora, Ciudad Real,
Guadalajara, Zaragoza, Baleares, Canarias.
Surgieron capitanes heroicos como Cristino García, Ramón Vía, Ara-sanz, Isasa,
Llerandi, Jesús Bayón, Manuel Tabernero...
De ellos podría decirse, con Romain Rolland, que «son hombres con alma de fuego;
hombres como himnos de vida
ardiente y de heroísmo que llenan el aire con sus gritos de fe, cuyos ecos
sobreviven al tiempo y a la distancia...»
Con su entereza —añadía yo— en las torturas y ante la muerte, los comunistas han
dicho a los verdugos de España, que a los comunistas se les puede romper, pero no se
les puede doblar.
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En abril de aquel año, 1947, fui invitada a una recepción en honor del vicepresidente de los
Estados Unidos, Henry Wallace, organizada por Amigos de la Paz en el hotel Lutetia, de
París.
Con visible simpatía por los antifascistas españoles, Henry Wallace se adelantó para
estrecharme calurosamente la mano. Yo le expresé la esperanza de que el pueblo de los
Estados Unidos ayudaría al pueblo español en la lucha por la reconquista de sus libertades
y de su independencia. En castellano, el señor Wallace contestó que, por su parte, no
cesaría de reclamar de sus compatriotas el apoyo a una causa que la inmensa mayoría de
los norteamericanos consideraban noble y justa. Y tomando la copa que se le ofrecía, se
volvió hacia nosotros para brindar, también en castellano, con estas palabras: «¡Porque
España sea democrática!»
Y en marzo de ese mismo año, respondiendo a unas preguntas que me hizo el corresponsal
del diario Times, de Londres, sobre la unidad de las fuerzas democráticas españolas, yo
había dicho:
El 1 de mayo de 1947 hice un viaje a Varsovia, invitada por el presidente del Parlamento
polaco.
La proximidad de aquella ciudad mártir avivaba en mi espíritu el sentimiento de horror
ante los crímenes cometidos por el hitlerismo. Nos acercábamos al aeropuerto y me
sorprendió la multitud allí concentrada.
Quizá —supuse— viaja con nosotros algún alto personaje. Busqué con la mirada, tratando
de adivinar quién sería la persona tan importante.
—Debe de ser aquel de la barba negra —le dije a Irene, que venía a mi lado.
Mi sorpresa fue grande cuando al aterrizar el aparato vi que me recibían banderas
españolas y polacas y una gran pancarta en la que se leía: «Bien venida a Varsovia,
Pasionaria.»
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A decir verdad, lo que más me inquietó fue la noticia de que debía pasar revista a las
fuerzas militares allí formadas, acompañada del general Spyjalsky y del vicepresidente del
Parlamento, Zambrovsky.
Tal ceremonia era nueva para mí.
—No te apures —me dijo, acercándose, nuestro camarada Manuel Sánchez Arcas, que
ocupaba en Polonia el cargo de algo así como embajador oficioso de la España republicana
en el exilio—. Yo estaré cerca de ti.
El caso es que todo salió bien.
Aquí me permito hacer un paréntesis para referirme a Manuel Sánchez Arcas, que con Luis
Lacasa fue uno de los mejores arquitectos españoles de los años de la preguerra. Autor,
entre otras obras, del Instituto Rockefeller (hoy Instituto Rocasolano) y de los edificios de
la Ciudad Universitaria de Madrid.
Durante la guerra civil participó con Alberti, María Teresa León y otras personalidades en
la salvación del tesoro artístico de nuestro país. Desempeñó el cargo de subsecretario de
propaganda.
Cuando en 1939 se encontraba en París, recibió invitaciones de gobiernos de América
latina para ejercer su profesión.
En una entrevista que tuvo con nosotros, Sánchez Arcas fue rotundo: «No quiero construir
nada más para el capitalismo.» Y pidió trasladarse a la Unión Soviética.
Algo parecido hizo Luis Lacasa.
Ambos arquitectos españoles trabajaron en la Academia de Arquitectura de Moscú.
La guerra —feroz destructora— fue barrera dramática en la creación de nuestros
camaradas.
Posteriormente, Sánchez Arcas vivió y trabajó en la República Democrática Alemana. Allí
falleció. Luis Lacasa, que fue miembro de nuestro comité central, trabajó en la China
Popular; permaneció un breve período en España, viéndose obligado a regresar a Moscú.
Allí está enterrado, al lado de Alberto Sánchez, de César Arconada, de Juan Panelles, de
Benigno Rodríguez, de Acevedo, de Morato, de tantos españoles de inmarcesible memoria.
Volviendo a Varsovia y a 1947: el primero de mayo se celebró un mitin en el cine Roma, en
el que hablamos el camarada Gomulka, secretario general del Partido Obrero Polaco, el
jefe del gobierno, Cyriankevich, y yo.
En sus discursos, los líderes polacos destacaron el heroísmo del pueblo español y la
obligación de todos los pueblos de reforzar la lucha para acabar con el franquismo.
Yo transmití un saludo de combate a los trabajadores polacos en nombre de nuestro pueblo:
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sido recuperados todos los cadáveres de los miles de judíos asesinados por las hordas
«arias».
Un sacerdote francés repetía estremecido ante aquel espectáculo pavoroso: «¡No tienen
perdón! ¡No tienen perdón!»
En una de las amplias avenidas contemplamos las ruinas de una iglesia. Sólo había
quedado intacto el altar, al aire libre, como resurgido de entre cascotes y hierros. Se estaba
celebrando la misa; en la calle, arrodillados, miles de hombres y mujeres rezaban
fervorosamente.
Nos contaron los camaradas polacos que al llevar a la práctica la reforma agraria,
repartiendo entre los campesinos pobres y obreros agrícolas las tierras de los latifundios,
tropezaron con grandes dificultades,
ya que los que debían ser nuevos propietarios no se atrevían a tomar posesión de la tierra
«porque era
pecado». Los soldados hubieron de marcar con estacas las parcelas repartidas y entregar en
mano los títulos de propiedad.
Pedí que me llevaran a la tumba de nuestro gran amigo y camarada Walter, como le
llamábamos en España.
Fue uno de los más destacados jefes de las Brigadas Internacionales. Su verdadero nombre
era Farol
Swierszevsky, general y viceministro de Defensa Nacional en su Polonia natal desde 1945.
Meses antes de mi visita había caído asesinado por un grupo de bandidos fascistas. Con
profunda pena ofrendé un ramo de flores en la sepultura de aquel noble y fiel amigo del
pueblo español y defensor de su Polonia socialista.
Muy cordial fue la acogida que me tributaron los mineros de Katowice, con los que
rápidamente encontré un lenguaje común.
Antes de abandonar Polonia conversé con Cyriankevich y con el camarada Gomulka.
Wladislaw Gomulka era un hombre de aspecto sencillo, modesto, secretario general del
Partido Obrero Polaco y vicepresidente del Consejo de Ministros del gobierno provisional
de Polonia. Cuando visité su país me habló con toda franqueza de lo complejo y difícil de
la situación en la nueva Polonia, dadas las características históricas y religiosas de su
pueblo.
Compleja y difícil fue igualmente la trayectoria política y humana de Gomulka. Un año
después de mi conversación con él fue destituido de sus cargos y luego encarcelado,
injustamente acusado de desviaciones nacionalistas-derechistas. Después del XX Congreso
del PCUS, nuevamente se le eligió primer secretario de su partido. Dimitió de todas sus
funciones en 1970 y hasta su fallecimiento vivió retirado, como cualquier simple
ciudadano de su país.
Los pueblos salían de la guerra dispuestos a conquistar un mundo nuevo, más justo, con
derechos humanos, igualdad, libertades, entendimiento y sobre todas las cosas: un mundo
en paz.
Y las mujeres irrumpieron con ímpetu e ilusión en ese nuevo campo de combate.
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Ellas habían demostrado su capacidad de trabajo y de lucha en todas las esferas de la vida
durante los años de guerra. Fui testigo —y ya lo he contado aquí— de cómo en las
fábricas, los campos, los frentes, los servicios, la administración, el trabajo recayó sobre
los hombros de las mujeres y cómo éstas cumplieron con honor y capacidad las más duras
pruebas.
Las mujeres soportaron estoicamente las durezas del trabajo, las privaciones y, sobre todo,
el dolor, a nada comparable, de ver morir a sus hijos, a sus maridos, a sus nietos en la flor
de la vida.
Estaban decididas a evitar por todos los medios la repetición de los horrores padecidos, a
evitar también que los derechos conquistados con su trabajo y su lucha fueran arrinconados
en el desván del olvido. Así había acaecido en el transcurso de la historia. Y creo que nadie
ha escrito seriamente sobre ese capítulo tan importante de nuestra vida.
En 1945 se celebró en París el congreso fundacional de la Federación Democrática
Internacional de Mujeres (FDIM).
Las españolas, veteranas en el combate antifascista —y con un largo camino por recorrer
aún para alcanzar la libertad—, trabajamos activamente en aquel evento en el que se daban
la mano mujeres de todos los continentes y razas, de las más diversas profesiones y
creencias.
En México se había constituido un comité español de colaboración con el Congreso
Mundial de Mujeres, en el que figuraban la doctora Arroyo, Veneranda Manzano, Matilde
Cantos, Emilia Elias, entre otras.
Este congreso abría perspectivas y ayudaba a la formación de movimientos femeninos
progresistas en muchos países. Se aprobó un programa amplio, susceptible de ser aceptado
por todas las mujeres demócratas. Y se eligió presidenta a la científica francesa Eugenie
Cotón, secretaria general a Marie- Claude Vaillant Couturier, heroína de la resistencia
francesa. Yo fui elegida para una de las vicepresidencias. Otras españolas, Teresa Andrés,
Elisa Uriz, formarían parte de los órganos directivos de la FDIM.
Entre los muchos episodios vividos en aquellos años, recuerdo uno que me produjo honda
impresión.
Nos habíamos reunido en Estocolmo —esto ya en 1947— con el fin, entre otros, de
discutir si se aceptaba o no el ingreso de las mujeres alemanas en la FDIM. Las opiniones
estaban divididas. Muchas de nosotras vestíamos luto por nuestros hijos, maridos, padres o
hermanos caídos bajo la metralla alemana. Recuerdo aquella sala, amplia, severa. Asientos
para el comité directivo de la FDIM. Había mujeres italianas, polacas, soviéticas, checas,
españolas... Las heridas de la guerra no habían dejado de sangrar. Y frente a nosotras una
mesita con varias sillas que ocuparon unas mujeres pálidas, demacradas, también vestidas
de negro. Eran alemanas. Con voz apagada por la emoción se dirigieron a nosotras. Nos
pedían perdón por los crímenes del nazismo. Nos decían que ellas eran igualmente
víctimas de la peste parda; acababan de salir de la cárcel, sus familias habían
desaparecido... Se produjo un profundo silencio. Los rostros estaban tensos, las manos
crispadas... Yo no pude soportar aquel drama; me levanté, me acerqué a las alemanas, les
tendí las manos, me siguieron otras compañeras. Recuerdo a Marie-Claude Vaillant-
Couturier; recuerdo a las soviéticas Nina Popova y Nadeshda Parfionova, que repetía: «hay
que admitirlas, son mujeres como nosotras». Y hablaba en nombre de un pueblo que
acababa de perder 20 millones de vidas en la guerra contra la agresión hitleriana.
Se impuso el sentimiento humano. Lo urgente '"era luchar juntas, todas, erradicar para
siempre las guerras de exterminio...
El Ayuntamiento de Estocolmo cedió a la FDIM su famosa Sala Dorada para los trabajos,
que adquirieron especial solemnidad enmarcados en el bellísimo edificio que realza la
ciudad de Estocolmo.
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Suecia, país que no había conocido la guerra desde hacía más de un siglo y medio, tuvo un
gran protagonismo solidario con la España antifascista.
Mi visita a Estocolmo fue saludada calurosamente por la prensa de aquel país, como
representante del pueblo español.
El presidente de la Asociación pro Colaboración Internacional por la Paz, al saludarnos en
una recepción, dijo que había que rendir homenaje a las mujeres que han luchado y luchan
por la libertad:
«Ellas son como Juana de Arco o como Pasionaria, símbolos de la lucha por la luz
contra la
oscuridad.»
Nuestro gran amigo el conocido senador socialdemócrata Jorge Branting, al que me he
referido en páginas anteriores, acompañado de una delegación de ex combatientes suecos
de las Brigadas Internacionales, me saludó cordialmente en un mitin celebrado en la Sala
Eriksdale, llamada «pequeño Velódromo de Invierno de Estocolmo, subrayando el
propósito de la solidaridad con el pueblo español.
Al subir yo a la tribuna, la sala se llenó de voces amigas:
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Participé en un mitin, en el Parque de los Robles, de Oslo, con asistencia de unas cinco mil
personas.
“Yo sé cuántos héroes cayeron en los combates por la liberación de Noruega —dije— y
cuánta sangre, y cuántas lágrimas ha costado al pueblo noruego, a las madres
noruegas, la reconquista de la patria invadida. Por eso estoy segura de que no
desoiréis la demanda de solidaridad de la España pisoteada por el fascismo.”
añadía:
“... Quisiera que cómo mensajera de un pueblo que no se ha puesto de rodillas ante
sus verdugos fascistas, mis palabras llegaran a vuestro corazón y ganaran nuevas
voluntades para la causa de la libertad en España...”
Desde aquella concentración popular se envió un cable al noruego Trygve Lie, entonces
secretario general de la ONU:
“Nosotros, ciudadanos y ciudadanas de Oslo, representados por varios millares de
personas, creemos necesario dirigir a usted un urgente llamamiento después de haber
escuchado el discurso de Pasionaria sobre la lucha del pueblo español.
Apelamos a usted, y nuestra petición nos sale del corazón, para que influya en el
sentido de que la Asamblea de la ONU preste al pueblo español todo el apoyo a que
tiene derecho y se merece.”
Un mensaje similar se había cursado al señor Trygve Lie desde Estocolmo, en nombre de
miles de afiliadas a la FDIM.
Atravesamos Dinamarca, sin hacer alto por falta de tiempo. En la estación de Copenhague
nos esperaban amigos, con flores, con banderas, que vitoreaban al pueblo español,
gritando: ¡NO PASARÁN!
Breve, pero intenso, rico en solidaridades fue mi viaje al norte de Europa.
Al correr de los años hemos asistido, siempre llamando a apoyar la lucha de las mujeres de
España, la paz y los derechos de las mujeres y los niños, a congresos y reuniones de
organizaciones femeninas, en muchas capitales: Praga, Moscú, Berlín, Budapest, Sofía,
Varsovia, Bucarest, Helsinki, París. En todas elevamos la voz de la España democrática,
del pueblo español y de sus heroicas mujeres.
Atravesar el Pirineo, sufrir las penalidades de los campos de refugiados, con separaciones
desgarradoras; cruzar océanos, buscar a los hijos, a los maridos, que nadie sabía dónde
estaban; vivir y trabajar en ciudades Desconocidas y tantas y tantas calamidades, no
pudieron, pese a todo, romper la dinámica de la lucha antifascista en miles de mujeres
españolas exiliadas.
Allá donde arribaban, en Europa, en el norte de África, en América, fundaban sus
agrupaciones de Mujeres Antifascistas y seguían trabajando, manteniendo vivo el espíritu
militante y. sobre todo, ayudando a los compañeros que proseguían la batalla en el interior
de España.
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atronadores del congreso, que prosiguió sus labores, y la renovada actividad de los
fotógrafos.
Estoy escribiendo estas líneas sobre la lucha de las mujeres, y en mis manos acaricio un
pequeño talismán: una diminuta labor, de un valor emocional inapreciable por su origen.
Lo confeccionó en su celda de muerte la joven Dionisia Manzanares Salas, una de las trece
adolescentes, militantes de la Juventud Socialista Unificada, fusiladas por los franquistas el
15 de agosto de 1939 en la cárcel de Ventas. El pueblo las ha llamado las «trece rosas».
La labor está rubricada con las iniciales bordadas D. M. seguida de: Ventas, 11 de mayo
1939.
Dionisia entregó esta labor a Juanita Corzo, mi fiel colaboradora y amiga, presa igualmente
en Ventas, con el ruego de que si salía con vida me lo entregara a mí. Treinta y ocho años
después, al regresar yo a España, mi camarada Juanita me entregó el entrañable recuerdo
que ella amorosamente había guardado.
Entre las muchas cartas que recibí a mi retorno a España, he separado una cuya lectura
estremece: el trágico relato del fusilamiento de ese grupo de jóvenes militantes de las
Juventudes Socialistas Unificadas, en 1939.
“Hace muchos años —me escribe Agripina Moreno—, llevo guardando en el corazón un mensaje
para ti. Un mensaje muy triste.
Creí muchas veces que no llegaría a cumplir esta misión que me encomendaron catorce
muchachas. Se trata de las «trece rosas» y de otra camarada, llamada Anita...
Un triste día del mes de julio de 1939 llegaba a la cárcel de Ventas un grupo de muchachas, casi
niñas.
Una de ellas, Pilar Bueno, me contó que venían destrozadas de las palizas y torturas que
sufrieron...
... Un doloroso e inolvidable cuatro de julio llegó la noticia de que entrarían en capilla. Y así fue.
Tocaron a silencio.
Las muchachas se colocaron los mejores vestidos que tenían. Al verlas tan serenas, tan firmes y
hermosas, ante nosotras se agigantaban y cada minuto que transcurría sentíamos deseos de
acompañarlas hasta el fin de sus vidas.
Se las llevaron finalmente el cinco de agosto. Todas estábamos muy nerviosas por no poder
volver a verlas. Pero ese día nos llamaron a Aurora Rodríguez y a mí: nos autorizaban a
despedirnos de ellas.
Cuando entramos en capilla estaban esperándonos de pie y en fila. Me acerqué a la primera,
Pilar Bueno, nos besamos sin decir palabra. Después me tomó las manos y me dijo: «Camarada
Agripina, si tienes la suerte de salvarte, cuídate y vive para que nos hagáis justicia. Somos
inocentes. Y si algún día ves a nuestra Dolores, le dices que moriremos como dignas discípulas
suyas...»
Carmen Bueno me decía: «Me van a fusilar con mi hermano; lo siento por mi querida madre.
Somos inocentes. Nos matan porque somos comunistas...»
Juanita Lafite, de 18 años, huérfana de un militar de alta graduación, nos encargó dijéramos al
partido y a la JSU que morían dejando bien alta la bandera roja.
Una jovencita apellidada Conesa exclamaba: «Moriremos como comunistas, no permitiremos
que nos venden los ojos, nos matarán de cara a nuestros asesinos. Somos inocentes.»
Mary era hija de un guardia civil. Se dio la coincidencia de que cuando llegó el pelotón de
ejecución a la cárcel, el jefe de éste se dio cuenta de que entre el grupo que iba a ser fusilado
estaba la hija de un guardia que componía el pelotón.
Rápidamente fue sustituido.
«Decid a la Juventud y al partido que sigan luchando fuertemente unidos. Y que no nos olviden»,
nos encargó la pequeña Mary.
De Dionisia, dirigente de la JSU, no pudimos despedirnos.
Anita era profesora, lo mismo que su marido, ambos muy jóvenes.
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Antes de ser fusilados dejaron este mensaje: «Nos matan, pero nunca podrán destruir
nuestras ideas, que transformarán el mundo.»
... Cuando nos retiramos de tan desgarradora despedida, se unieron a nosotros dos
buenas amigas: Matilde Barraqué y Pura de la Aldea. Esta última te conocía mucho de
los tiempos en que tú estuviste detenida en las Ventas, durante la República. Me dijo
que se hizo comunista por tu ejemplo y conducta en la cárcel...
Al fusilamiento de nuestras jóvenes camaradas asistió una oficiala de prisiones, que
era monja teresiana. Cuando regresó de presenciar aquel crimen parecía otra persona.
Pasó a la galería y empezó a contar a las presas todo lo que había visto: las
muchachas no se dejaron vendar los ojos, murieron a cara descubierta, mirando al
pelotón. Pilar Bueno, con el puño en alto, murió gritando: «¡Viva la Juventud Socialista
Unificada!»
Anita no murió de los primeros disparos y exclamó: «MatadMe, criminales, no me
enterréis viva.»
La monja entregó a María Lafite, hermana de Joaquinita, que también se hallaba presa,
la cinta que adornaba el cabello de la fusilada.
Pronto se vio en la cárcel una reacción por tanta crueldad. Para todas las mujeres de la
prisión fue un duro golpe.
Muy temprano al día siguiente llegó a mi celda una compañera de las Juventudes
Libertarias, que era poetisa y traía una cuartilla de papel en la mano. Llorando me leyó
la primera poesía que se ha escrito sobre nuestras inolvidables «trece rosas». Así las
llamó ella...
... Querida camarada Dolores, después de realizado este trabajo me siento muy
tranquila. Puedo decir a nuestro Partido Comunista y Juventudes: MISIÓN CUMPLIDA.
Un fraternal saludo
AGRIPINA MORENO (74 años) 1 de julio de 1977.
Una amiga quiere recordar que las «trece rosas» se llamaban: Joaquina López, Virtudes
González, Carmen Barrero, Dionisia Manzanares, Pilar Bueno, Julia Conesa, Blanquita,
Victoria, Adela, Martina, Palmira, Anita, Anita López. Faltan algunos apellidos... El
tiempo, los años borran muchas cosas. Pero en los anales de la lucha de nuestro pueblo
siempre resplandecerá el valor de las trece muchachas fusiladas en la cárcel de Ventas.
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españoles que allí habían internado —cuenta Caballero— sólo quedaban 500. A los rusos y
ucranianos —añade— los recibían a tiros de ametralladora.»
“Tengo una excelente impresión de los ejércitos polaco y ruso —escribía—. Los he visto
desfilar por carreteras en dirección a los frentes y su aspecto no podía ser mejor. Todos
los soldados eran jóvenes, fuertes, con color que revelaba buena salud y buena
alimentación. Estaban bien vestidos. Su disciplina era magnífica.
Su trato con alemanes y alemanas no era de vencedores y vencidos, sino de
camaradas. Les daban comida y tabaco, y a los niños les trataban cariñosamente.
Cuando veía cómo trataban los rusos y los polacos a los familiares de aquellos que
habían asesinado a millares de compatriotas, le daba a uno vergüenza del odio que
conservaba nuestro corazón contra los que nos habían hecho sufrir. No sabíamos
perdonar...
Después de lo visto, la campaña de prensa contra rusos y polacos me parece
despreciable.... Si yo no hubiera estado en la emigración y perseguido por Pétain y
Hitler, no hubiera aprendido cosas que considero interesantes para conducirme en la
vida en lo sucesivo. Pero esa experiencia llega tarde para mí y para poner en práctica
sus enseñanzas.”
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“El Partido Comunista español en Francia ha enarbolado la bandera del plebiscito con
garantías. El PSOE y la UGT de España en Francia no han dicho todavía «esta boca es
mía». Siempre vamos a remolque de los demás. Nos ocupa el tiempo y la inteligencia
nuestras disputas y dejamos que, entre tanto, nos arrollen los acontecimientos .”
En la misma carta, contestando a la invitación que le hacía Jiménez de Asúa, «a definir los
auténticos principios socialistas y aguardar a que se aproximen a ellos», escribía Caballero:
“Sin embargo, no olvide que entre los «auténticos principios socialistas» que usted me
encarga definir está la frase de Marx: «Proletarios de todos los países, unios.»”
Y añadía:
“... En relación con el Partido Comunista, hago las siguientes diferencias: como
socialista marxista no puedo ni debo condenar el comunismo, teoría filosófica digna de
respetar por todos los que aspiran a una transformación del régimen capitalista en otro
de socialización de la riqueza social.”
Francisco Largo Caballero fallecía en París en marzo de 1946, después de una difícil
intervención quirúrgica. Breve y atormentada fue su vida en el exilio.
Con sincero dolor asistí con Santiago Carrillo a sus funerales. Y también, años después, le
acompañamos, al ser trasladado su cadáver a Madrid.
Grandes y conocidas fueron nuestras diferencias políticas con Francisco Largo Caballero.
Pero yo sentía por él gran respeto por su limpio historial, por su vida, la vida de un obrero
estuquista que se consagró honrada y plenamente a la organización y defensa de la clase
obrera.
Su hijo, Francisco Largo, residente en México, es un camarada nuestro, al que todos
apreciamos por su sinceridad y su honestidad política.
En la Segunda Conferencia Nacional del PCE, celebrada en Francia en 1975, saludé al
camarada Francisco Largo:
“Y yo quiero aquí, en esta reunión, a la que asiste un hijo del gran dirigente del
movimiento obrero y socialista Francisco Largo Caballero, recordar con hondísima
emoción y agradecimiento a este dirigente socialista, del que nos separaban muchas
concepciones pero al que estimábamos igual que a otros dirigentes socialistas que por
su honestidad revolucionaria merecen nuestro recuerdo, sin que ello signifique olvidar
sus errores políticos, inevitables a veces aun en los hombres más inteligentes.
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“No es posible continuar por más tiempo divididos, separados, luchando cada uno con
nuestros propios medios”
Como justificación a una política de abandono y de falta de ayuda al pueblo español en
su lucha contra el despotismo franquista, se especula por ciertos gobernantes
democráticos con la desunión de las fuerzas republicanas españolas.
Y aunque el argumento de la desunión es un pretexto falaz para esos demócratas de
anchas tragaderas, la realidad es que la división existente impide el desarrollo de la
lucha, contribuyendo así, a pesar de nuestros deseos, a prolongar la vida del
franquismo.
No es posible continuar por más tiempo divididos, separados, luchando cada uno con
nuestros propios medios.
El Partido Comunista, partido popular, partido hondamente enraizado en las masas
trabajadoras de nuestro país y al servicio de los intereses de estas masas y del pueblo
en general, anteponiendo a toda clase de consideraciones el interés supremo de
nuestro pueblo y de la democracia, se dirige desde esta tribuna a los socialistas, a los
anarquistas, a los republicanos, a todos los antifranquistas para decirles:
«Nuestro pueblo sufre, nuestro país se arruina. España es vendida por el franquismo al
mejor postor.
Unamos nuestras fuerzas para impedirlo, salvemos España, liberemos nuestro pueblo
destruyendo la tiranía franquista.»
Y yo estoy segura que llegaremos a entendernos porque no es posible que se resistan
siempre, obcecados por un odio sectario a los comunistas, por ese anticomunismo con
el que juega y especula la reacción internacional...
... Es verdad que el exilio pesa y que la emigración quebranta los ánimos. Pero
¡volveremos a España, camaradas y amigos, y volveremos a una España liberada!
¡Volveremos!... Como han vuelto a sus países las emigraciones revolucionarias. Como
volvieron a España todos los políticos liberales y republicanos del siglo pasado, como
volvieron los emigrados de la dictadura de Primo de Rivera, los emigrados de 1934.
¡Volveremos! Y con la experiencia adquirida en la lucha y en el dolor, levantaremos
España de la ruina.
Reconstruiremos nuestro país, democratizaremos nuestra patria y haremos con
nuestro trabajo y nuestro esfuerzo aquella España en la que soñaron y por la que
cayeron nuestros hombres y nuestros hijos en las jornadas de heroísmo y de sangre de
nuestra guerra liberadora.
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Stalin —que como es obvio tenía una información mucho más completa que nosotros
sobre la determinación de los gobiernos occidentales de «democratizar» al régimen
franquista y mantenerlo en España como base de apoyo suyo— se extendió en ilustrarnos
sobre las experiencias del PCUS, de los bolcheviques, en su larga lucha bajo el zarismo.
Aun en los momentos de mayor represión «stolipiana», éstos nunca dejaron de actuar en
las organizaciones de masas dirigidas por la reacción. Con tales ejemplos nos hacía ver que
nuestro combate sería largo y que había que estar preparados para ello.
Nosotros no estábamos completamente de acuerdo; hablamos de nuevo de las guerrillas.
Expusimos que en España las cosas eran diferentes, que los obreros no nos comprenderían
si el partido emprendiera el trabajo en los sindicatos verticales.
Stalin, muy tranquilo —tenía delante un bloc y nos escuchaba haciendo dibujos—, afirmó
que nuestra postura era izquierdista. Nos aconsejaba que utilizáramos las guerrillas como
apoyo a la dirección política, para la seguridad de los camaradas.
Al no vernos muy convencidos, pasó a preguntarnos por Vicente Uribe, por Antonio Mije y
por otros dirigentes. La conversación se generalizó. Nos invitaron a té, pastas y bombones.
Y al despedirnos, Stalin nos estrechó las manos y nos recomendó terpenie, es decir,
«paciencia».
—¡Ah! —añadió—, si necesitáis ayuda para las guerrillas, os la daremos. Porque, todo hay
que decirlo, los españoles sois muy orgullosos.
De regreso a nuestra residencia, proseguimos entre nosotros la discusión. Fuimos
analizando, desarrollando las ideas expuestas por Stalin —ya que él no había insistido—.
Le dimos muchas vueltas al asunto hasta entrada la noche, y llegamos a una conclusión:
Stalin tenía razón. Era archisabido que los comunistas debían actuar allí donde estuvieran
los trabajadores, las masas, aunque los dirigentes de las organizaciones fueran fascistas,
reaccionarios. Lo habíamos aprobado en el VII Congreso de la Internacional Comunista.
Conocíamos bien el trabajo de Lenin sobre el «izquierdismo». Estuvimos
autoconvenciéndonos de que se imponía cambiar de táctica.
Que el tema no era fácil lo comprobamos al regresar a París. Reunimos al buró político.
Los camaradas, una vez escuchado nuestro informe, manifestaron sus dudas. Se produjo un
debate largo, tenso. No era sencillo el cambio de táctica. ¿Y las guerrillas? Si la lucha se
presentaba larga, si había que proseguirla con «paciencia», forzoso era plantearse el
problema de ir disminuyendo las guerrillas y de retirar del monte a los camaradas más
amenazados.
Se logró finalmente un acuerdo y se decidió discutir el problema en el partido.
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El informe —elaborado por el buró político— corrió a cargo de Vicente Uribe, el cual, por
cierto, no estuvo al comienzo de acuerdo con la nueva táctica. Pero en el curso del debate
la aceptó como la más correcta. Se abordaba un tema de suma importancia: qué tiene que
hacer un partido comunista en las condiciones de una dictadura fascista, cuál debe ser su
política con las masas.
Habló Uribe de la penetración yanqui en España, de su influencia en la actividad del
Estado franquista, tanto en lo económico y militar como en lo político. El imperialismo
norteamericano se esforzaba por convertir nuestro país en una plaza de armas al servicio de
su política expansionista.
El partido no había tenido suficientemente en cuenta los cambios operados en España a
raíz y con motivo de nuestra derrota. Como si no hubiera habido por medio una guerra
civil, que perdimos, con todas las consecuencias que ello comportaba.
Y aunque el tema del trabajo en el seno de las organizaciones creadas por Falange había
sido examinado por la dirección del partido hacía meses, no se había profundizado en la
realidad de que la clase obrera ya no era la misma de 1936 en cuanto a su composición.
Los cuadros obreros conscientes y combativos habían desaparecido en la guerra, en la
represión; o se encontraban en el exilio. La nueva generación no había conocido la vida
política de la República, ni se había forjado ideológicamente como las generaciones
anteriores; no tenía experiencia sindical de clase y carecía de perspectivas.
No era posible crear en la clandestinidad un movimiento sindical de masas, independiente.
De insistir en ello nos alejaríamos de las masas obreras, movilizando únicamente a grupos
de vanguardia.
El mejor camino consistía en trabajar allí donde estaban las masas, sabiendo combinar el
trabajo clandestino con la actividad en las organizaciones legales creadas por el
franquismo. Para ello urgía reagrupar y consolidar nuestras organizaciones de partido,
fortalecer ideológica y políticamente a nuestros militantes, promover la discusión teórica.
Tras un vivo debate se aprobó trabajar en los sindicatos verticales. Los obreros, al ser
obligatoria su afiliación, se encontraban en ellos a la fuerza, en su mayoría. De ello éramos
conscientes. Pero con la participación de los comunistas lograríamos elevar su acción
efectiva, defendiendo sus intereses.
Daríamos la batalla a los falangistas en sus propias organizaciones. Y conoceríamos mejor
el verdadero estado de ánimo de los trabajadores.
Se decidió destinar para esta tarea a camaradas firmes, pero poco conocidos como
comunistas.
Se acordó trabajar igualmente en otras organizaciones de masas: en las hermandades
campesinas, en las organizaciones de la juventud: deportivas, estudiantiles; en las
organizaciones femeninas y católicas.
A finales de 1948 se me reprodujo una dolencia hepática que yo sufría desde hacía años.
Un excelente médico francés, muy amigo nuestro, el doctor Rouqués, me aconsejó
someterme a una operación de extirpación de la vesícula biliar. No era complicado, me
aseguró.
¿Pero cómo iba a vivir yo sin vesícula?, pregunté, ¿como las palomas?
Me afirmaron que con vesícula o sin vesícula yo seguiría siendo la misma. Mi carácter no
sufriría ninguna mutación.
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Percibí aquella noticia como algo muy importante, poderoso, que irrumpía en la historia,
en la vida.
—¡Hay que vivir! —exclamé con mi débil voz—. ¡Hay que vivir!
Se acercó el médico.
—¿Qué dice?
—Que hay que vivir.
El rostro de Román Isáevich se iluminó.
—Y vivirá. Ya lo creo que vivirá.
Años después, en mi primer viaje a la China Popular, recordaba aquel episodio vivido en el
hospital, y que de algún modo, aparte de las motivaciones políticas, me vinculaba a los
centenares de millones de chinos que se habían sacudido el yugo imperialista.
A decir verdad, mi intención al escribir ese libro era que mis nietos, que los jóvenes,
conocieran el nacimiento y desarrollo del movimiento obrero en mi país, el cruce de
caminos de luchas y sacrificios de los trabajadores, del pueblo español en los años de la
República y de la guerra civil. Que sus páginas les ayudasen a sintonizar con la vida y el
combate, las alegrías y los dolores de sus mayores.
Sin duda, por razones coyunturales, gracias al enorme interés que la epopeya del pueblo
español había despertado en el mundo, El único camino fue traducido a no sé cuantos
idiomas y editado en Estados Unidos, Francia e Italia, Argentina, México, Cuba, Finlandia
y Noruega, el Japón y Turquía, en las dos Alemanias, Rumania, Hungría, Polonia,
Checoslovaquia... pero sólo cuatro lustros después fue posible que viera la luz en España.
Por aquellas fechas —me refiero a los años sesenta—, la dirección del partido nos
encomendó a mí y a un grupo de camaradas que a la sazón se encontraban fuera de España
—Antonio Cordón, Manuel Azcárate, José Sandoval, Irene Falcón, Luis Balaguer—,
escribir un compendio de la historia del Partido Comunista de España. La tarea era
complicada. Nos hallábamos lejos de los archivos de nuestro país, aunque contábamos con
los documentos españoles de los archivos del Instituto de Marxismo-Leninismo de Moscú.
Esta «famosa» breve historia del PCE tiene su «historia» anecdótica. Cuando el colectivo
de autores aún no había dado cima a la labor de recoger y elaborar parte de los documentos
de que disponía, recibió un segundo encargo: escribir a toda velocidad un resumen breve y
sencillo destinado a las jóvenes generaciones obreras, para que éstas conocieran la
trayectoria del partido de los comunistas a lo largo de sus cuarenta años de existencia, que
entonces estaban a punto de cumplirse. Corrían los primeros meses del año 1960.
Y así lo hicimos: preparamos un resumen con objeto de discutirlo con los camaradas de la
dirección del partido durante una reunión que íbamos a celebrar en Francia. Y la dirección
decidió precipitadamente publicarlo tal y como estaba, en vista de la evidente necesidad de
disponer con urgencia de algún material de ese tipo. Y así ocurrió, para mayor asombro de
todos nosotros, que el libro imaginado como un escueto recordatorio de 40 años de lucha,
con todos los defectos de la improvisación, apareciera con el presuntuoso título con el que
tal vez algunos lectores lo conozcan: Breve historia del Partido Comunista de España. Yo
hubiera querido que me tragase la tierra.
Y ya metidos a escribir la historia y mientras llegaba la hora de abandonar el exilio,
iniciamos con buena dosis de audacia la elaboración de un extenso trabajo: cuatro tomos
que llevan por título Guerra y revolución en España — 1936-1939.
Al ya mencionado grupo de autores se sumaron en calidad de asesores Juan Modesto,
Manuel Márquez, Pedro Mateo Merino, Vicente Carrión y Luis Galán.
Los historiadores Eloína Rapp y Alberto González participaron en la elaboración de los dos
últimos tomos.
Pero bien pronto habríamos de comprobar que «escribir historia» estaba en cierto modo en
contradicción con nuestra permanente actividad política. Con frecuencia, abandonábamos
libros y archivos para preparar discursos, asistir a congresos y reuniones en diversos
países. Se nos encomendaban nuevas funciones muy alejadas de «la historia». Antonio
Cordón hubo de trasladarse a trabajar a Italia, Manuel Azcárate a Francia. Otros camaradas
iban y venían, en cumplimiento de importantes misiones.
Merece destacarse el brusco cambio de ocupación de José Sandoval, que dejó de escribir
historia para integrarse en la lucha clandestina del partido en el interior de España. Fue
detenido después y sufrió diez largos años de cárcel. En su celda dejó la pluma por el
pincel, pintó a los suyos, a la gente obrera y campesina y esto le sirvió para mitigar los
pesados años de muros y rejas.
Sirva todo esto para explicar la razón de los largos plazos de gestación de Guerra y
revolución en España. Ricardo de la Cierva, que leyó los primeros tomos, escribió que el
Con esa ironía corrosiva que le caracterizaba, Indalecio Prieto escribió, a principios de los
años cincuenta, que si Dolores Ibárruri lo deseara, podrá convocar en Moscú a todos los
miembros de la Diputación Permanente de las Cortes republicanas.
Me concedía esos poderes Prieto, ya que yo, como vicepresidenta de las Cortes
republicanas, al haber fallecido o dimitido los titulares que me antecedían, podría asumir el
cargo de presidenta del Parlamento español en el exilio.
Aquella herencia mía, biológica, llenó de cierto pánico a proceres republicanos que se
apresuraron a convencer a Luis Jiménez de Asúa para que retirase su reciente dimisión.
Era evidente que al propio Prieto no le entusiasmaba la perduración de las instituciones
republicanas en el exilio, fuente de permanentes conflictos.
En cuanto a nosotros, comunistas, aquella situación creada —un tanto original— carecía de
interés.
Veíamos ya por entonces el futuro, no en los altibajos políticos de los ex gobernantes de la
República; el futuro estaba en el interior de España, en la evolución de las nuevas
generaciones que irrumpían en la arena política con una dinámica y una visión nuevas.
Rechazaban la dictadura franquista, buscaban otras soluciones para nuestro país. Nosotros
estábamos integrados de lleno, sin reservas de ninguna clase, en ese rumbo nuevo que
había de llevar a nuestro pueblo a la democracia.
Valorando a Indalecio Prieto, y al margen del hecho anecdótico que acabo de recordar, yo
conocí al líder socialista en los años de mi juventud. Ello no es de extrañar puesto que
Prieto inició y desarrolló su actividad política en el País Vasco, donde yo nací y vivía.
Más tarde, en las Cortes, siendo yo novata en mi condición de diputada, Prieto solía darme
consejos amistosos.
Conocí a Indalecio Prieto, el lider socialista en los años de mi juventud —Dolores —me
decía—, ¿ha corregido usted su discurso antes de entregarlo al Boletín Oficial?
Yo le contestaba que no, que no se me había ocurrido hacerlo.
—Al hablar —-me insistía— suele uno repetirse, o formular alguna frase incorrecta, que
puede usted modificar.
O bien me aconsejaba, como veterano y experto polemista:
—Si la interrumpen cuando esté usted hablando, manténgase tranquila y prosiga su
discurso con serenidad.
Transcurrieron los años, vivimos momentos cruciales, el dramatismo de la guerra, las
luchas políticas, la derrota, la emigración.
En una reunión plenaria de nuestro comité central, celebrada en 1956, yo hice referencia a
manifestaciones de Indalecio Prieto contra la «guerra fría», contra el arma atómica, contra
las bases americanas en España, manifestaciones coincidentes con lo que nosotros
defendíamos.
La unidad de socialistas y comunistas, la unidad de la clase obrera, eran ayer, como hoy,
una necesidad histórica.
Descansar... Dormir... Hacía años que no conocía semejante placer. Las dramáticas
vivencias, los frentes, las batallas de diverso signo, las dolorosas separaciones y los
sufrimientos de mis camaradas torturados en España habían ahuyentado mi sueño.
Los médicos me recomendaban muchas recetas para que pudiera dormir: pasear antes de
acostarme, contar hasta cien y luego volver a empezar; pensar en ¡cosas agradables!...
Nada... nada me ayudaba. Mi sistema nervioso estremecido no se doblegaba a esos
métodos tradicionales.
Un simpático neuropsiquiatra soviético intentó otro procedimiento: a la hora de dormir, se
sentó al lado de mi cama, y en voz baja y suave, empezó a decir cosas... palabras... Yo,
Día tras día, noche tras noche, llevábamos desde hacía catorce años hablando a España a
través de las ondas —entrañables ondas— de la Pirenaica. La redacción se había
enriquecido con plumas excelentes:
Ramón Mendezona, José Sandoval y otros camaradas.
Con el correr de los años, se crearon nuevas situaciones políticas —recordemos que si en
1941 nacieron decenas de emisoras clandestinas con el fin de mantener informados a los
pueblos de los países ocupados por el fascismo, en 1955 ya sólo seguía funcionando la
Pirenaica—. En España proseguía la dictadura franquista: los demás países europeos
habían sido liberados. Convinimos con los camaradas soviéticos trasladar Radio España
Independiente a otro país socialista, concretamente a Rumania. Los soviéticos, que nos
habían ayudado tan eficazmente en este capítulo, nos prometían continuar la ayuda y
colaborar en la creación de las condiciones técnicas que hicieran posible seguir con nuestro
trabajo.
Y en enero de 1955 nos trasladamos con todo el bagaje pirenaico a un país de población
parecida en muchos aspectos a la nuestra.
Desde el primer día fuimos cordialmente acogidos por los camaradas rumanos que, con
activa solidaridad, crearon las condiciones para nuestra labor y nuestra vida en su país.
Recuerdo las atenciones del camarada, entonces secretario general del PCR, Gheorghi
Gheorghiu Dej y de otros dirigentes rumanos. El entusiasmo con que resolvían los
problemas que surgían, que no eran pocos. Y su amistad personal, de ellos y sus familias,
hacia nosotros, procurando que nos sintiésemos a gusto en su país.
Ramón Mendezona había asumido la dirección de Radio España Independiente, con la
aportación de nuevos colaboradores. La profesionalidad de la nueva dirección y la relación
directa que se fue estableciendo desde España con corresponsales de la Pirenaica, se hizo
notar rápidamente. La Pirenaica se había convertido en la mejor fuente de información de
los españoles; la escuchaban en ciudades y aldeas, en hogares y en tabernas, en las cárceles
y en el monte. La escuchaban en los ministerios y en órganos de gobierno.
El camarada Nicolae Ceaucescu, secretario general del PCR y jefe del Estado de Rumania,
al fallecer Gheorghiu Dej acometió con nuevas energías la ayuda a REÍ, resolviendo
rápidamente las cuantiosas dificultades técnicas y de todo género que surgían para
mantener una emisora clandestina de tal calibre.
Ceaucescu se alegraba con nosotros de los éxitos de la Pirenaica en su diaria labor, hacía
verdaderamente causa común con nosotros. Cuántas veces he manifestado en nombre de
nuestro partido y de nuestro pueblo el agradecimiento a los camaradas rumanos por tan
eficaz ayuda, que hizo posible la importantísima presencia, no sólo diaria, sino al minuto,
de nuestra orientación e información entre nuestro pueblo, hasta la legalización del Partido
Comunista de España en 1977. ¡Treinta y seis años de REÍ, entre Moscú, Ufa y Bucarest!
Ramón Mendezona ha publicado un excelente libro, La Pirenaica, que refleja en detalle la
ingente labor de REÍ. Me pidió que escribiera la presentación, que reproduzco aquí:
“Para informar con la verdad surgió en el éter la Pirenaica, como la llamaba
cariñosamente el pueblo. Y la verdad acompañó inseparablemente sus emisiones,
desde la primera que iniciamos un grupo de camaradas el 22 de julio de 1941, hasta la
última el 14 de julio de 1977.
REÍ era un mensaje de esperanza en los interminables y duros años de la represión.
Era un orientador incansable que penetraba hasta los lugares más recónditos de la
patria, llamando a la unidad de todos los españoles, por encima de sus diferencias,
para conquistar la libertad.
Portavoz del Partido Comunista de España, cedió sus antenas a todas las voces que
confluían en los anhelos democráticos. La política de reconciliación nacional que
lanzamos en 1956 tuvo en REÍ un defensor consecuente. Hoy es grato comprobar el
triunfo de esa política, presente en todos los ámbitos del acontecer nacional.
La Pirenaica era la única emisora española sin censura de Franco, resultado del
esfuerzo colectivo de millares de colaboradores, en la más amplia red clandestina que
jamás se ha conocido, y que llegó a realizar programas, durante años, en la propia
Prisión Central de Burgos.
La lucha de los pueblos por su liberación nacional y contra el imperialismo encontró
siempre la calurosa solidaridad internacionalista de nuestra emisora. Y así saludamos
sucesivamente la victoria de la Unión Soviética y de la coalición antihitleriana, la
revolución china, la lucha del pueblo coreano, la epopeya vietnamita, la revolución
cubana, la revolución portuguesa, la liberación de Angola, Mozambique, Guinea-Bissau,
etcétera.
En esa marcha no faltaron dolorosos episodios como el golpe pinochetista en Chile o la
dictadura militar uruguaya, desangrando pueblos hermanos. Y en la denuncia de la
represión pusimos nuestros acentos más vehementes.
Volviendo al libro, tiene un valor testimonial. En él están reflejados tal como vivimos,
momentos importantes de la política del Partido Comunista de España, y aparecen
algunos de los hombres que con su esfuerzo ayudaron a abrir el proceso democrático
que hoy atravesamos.
Radio España Independiente, dirigida durante largos años por Ramón Mendezona,
cumplida su misión, ha enmudecido. Pero nuestro pueblo cada vez hace oír más su
voz. “
Como todos los niños, yo había soñado de pequeña en ir algún día a la China, país
misterioso, país de pagodas y de templos, de jade, de porcelana y mandarines. Navegar por
el río Amarillo y el río Azul.
Conocer sus leyendas milenarias...
Posteriormente, me explicaron que los chinos utilizan el término «diez mil años» como
Broche fraternal a la cálida hospitalidad que se nos brindó en la República Popular China.
Diez años después volvimos a ser invitados por los camaradas chinos a los actos
conmemorativos del décimo aniversario de su República Popular. De nuevo emprendimos
con ilusión el viaje. Recuerdo que nos acompañaban los camaradas José Moix, Sebastián
Zapirain, Ambrosio San Sebastián, Manolo Azcárate y el poeta Juan Rejano.
Yo deseaba visitar Yenan, en la norteña provincia de Shensi. Me atraían aquellos parajes
por constituir una pieza importante de la revolución china y de sus dirigentes. Me llevaron
a Yenan y pude penetrar en la cueva donde Mao Tse-tung vivió con su mujer hasta 1947.
Cueva sobriamente amueblada:
mesa de trabajo, cama de tablas —como todas las chinas—, un ventanuco por el que se
veía el pequeño huerto que el propio Mao cultivaba.
Mao se estableció con sus generales en Yenan, después de un recorrido épico de miles de
kilómetros.
Él mismo lo ha descrito así:
LA GRAN MARCHA
El Ejército Rojo no teme la prueba de una larga marcha,
mil montañas y diez mil ríos para él no significan nada.
JUAN REJANO
Cada día, casi cada día sobresaltaba nuestro exilio la noticia de alguna nueva «caída», la
noticia de que al interminable fichero de nuestras víctimas había que añadir un nuevo
nombre.
Entonces surgían ante mí sus rostros, su noble mirada: Simón Sánchez Montero, Horacio
Fernández Inguanzo, Lucio Lobato, Miguel Núñez, López Raimundo, Ramón Ormazábal,
Marcos Ana, Fabriciano
Roger, Gerardo Iglesias, Carlos Elvira, Melquesídez Rodríguez, José Sandoval, Santiago
Álvarez, Sebastián Zapirain, Francisco Romero Marín, Matilde Landa, Manuela Sánchez,
Petra Cuevas, Juanita Corzo, Mercedes Gómez, Enriqueta Otero, Isabel Sanz Toledano,
Constantina Pérez, las «trece rosas», y tantos y tantos más...
Sentíamos a la vez dolor y orgullo. Orgullo por la firmeza de nuestros camaradas
encarcelados que en ningún momento se dejaron abatir ni doblar.
Hasta dónde llegaba su heroísmo y su capacidad de resistencia lo demuestra la declaración
de Simón Sánchez Montero ante los hombres de la Brigada Político Social. Después de
explicar la política del partido y asumir la responsabilidad, en nombre del comité central
del PCE, por la actividad de la organización de Madrid, terminó diciendo:
—Me llamo Simón Sánchez Montero, soy miembro del comité central del PCE y de su
comité ejecutivo. Esto es todo cuanto tengo que decir. No diré más porque me lo prohíben
los estatutos de mi partido.
Los comunistas, al ser detenidos, pronunciaban, con raras excepciones, palabras similares,
afirmando su voluntad de no hablar ante la policía franquista.
—La vida me podéis quitar, pero no la dignidad —lanzaba al rostro de sus verdugos el
guerrillero Segundo Villaboy.
Doroteo Ibáñez fue enlace entre la dirección del partido y la Agrupación Guerrillera de
Levante. En 1951, cuando fue disuelta ésta, pasó a Francia y comenzó a regularizar su
situación con el apoyo de amigos españoles y franceses. Un día, cuando estaba en esos
trámites, la policía francesa lo detuvo y lo envió a la frontera española, poniéndolo en
manos de las autoridades franquistas en el plazo de 24 horas.
En la Dirección General de Seguridad fue torturado hasta la muerte. Era ministro del
Interior en Francia en aquel momento Jules Moch, socialista.
El minero asturiano Cristino García, voluntario desde los 16 años en el Ejército popular,
alcanzó en sus filas el grado de comandante. Después de la derrota, corrió la suerte de
miles de combatientes republicanos: campos de concentración, trabajo en las minas en
Francia. Al ser ocupado este país por los hitlerianos, Cristino García organizó el
movimiento guerrillero en el departamento de Gard. Fue comandante de la 3.a División de
Guerrilleros. Participó en la liberación de varias ciudades, por lo que fue condecorado por
el gobierno francés después de la liberación.
Él quería continuar el combate para libertar a su Asturias, a su España. Cristino retornó a
nuestro país, mandó una unidad guerrillera. Fue detenido con un grupo de camaradas,
condenados todos ellos a muerte.
Antes de ser fusilado, Cristino me escribió las siguientes emocionantes líneas:
“A la camarada Dolores... Sólo dos palabras: un grupo de comunistas están casi en
capilla y cuando recibas ésta, seguramente ya no existiremos. Sin embargo, queremos
decirte que nadie ha podido arrancar una queja de nuestros labios, ni nadie pudo
impunemente echar basura sobre el nombre del glorioso partido que diriges.
Nuestra mayor preocupación, desde que caímos en las garras de esta gestapo
española, fue poner bien alto el nombre del partido, y de nada valieron todas sus
martingalas, porque cuando alguien intentó insultar al partido, hubieras visto a tus
discípulos, los comunistas, saltar como fieras en su defensa.
Hemos caído, mala suerte; pero sabemos que quedan muchos miles de españoles,
comunistas y no comunistas, que la terminarán. Tu nombre, que es admirado y querido
por millones de españoles, es nuestra bandera. Y todo lo damos por bien empleado,
porque el orgullo de haber vivido honradamente y de haber sido dignos del título de
comunistas vale más que la propia vida.
No me importa lo que me digan los fascistas, pues lo que me importa es lo que diga mi
pueblo, al cual me debo y nos debemos todos. Por él, por su libertad, he luchado,
lucharé. Estad seguros, camaradas, que un modesto militante del glorioso Partido
Comunista sabrá morir como mueren los comunistas.”
Manuel Ponte, guerrillero gallego, fusilado en mayo de 1947, dirigió unos meses antes al
embajador
inglés en España una carta, de la que extraigo el siguiente párrafo:
“Somos como esos robles centenarios de Galicia que descuartizados por el rayo,
desgajados y sin ramas, más tarde o más temprano retoñan pujantes y frondosos,
porque tienen las raíces clavadas en esta tierra viril. Y así es el roble de nuestra
resistencia.”
86. EL XX CONGRESO
“La verdad adelgaza pero no quiebra. CERVANTES”
Habían sucedido muchas cosas que conmovieron al mundo. Murió Stalin en 1953. No sé
por qué, pero no lo esperábamos; de algún modo —irracional, claro—, se nos antojaba que
Stalin no desaparecería nunca...
Su muerte produjo desconcierto entre personalidades democráticas y socialistas de muchos
países, que admiraban y respetaban al jefe de Estado de la URSS, país vencedor sobre el
hitlerismo.
Y ante todo se produjo un vacío para los comunistas de toda la tierra.
Yo hablé en varios actos recordando al líder soviético con el respeto que entonces
sentíamos los comunistas españoles hacia Stalin.
Tres años después se celebró el XX Congreso del PCUS. Asistimos como delegados al
mismo: Antonio Mije, Vicente Uribe, Enrique Líster, Fernando Claudín y yo.
En el discurso pronunciado por el secretario general del PCUS, Nikita Sergueievich
Jruschov, en la sesión inaugural, se hicieron nuevas aportaciones teóricas: la viabilidad del
paso pacífico al socialismo y la no inevitabilidad de la guerra mundial.
Estas tesis vertían nueva luz y abrían amplias perspectivas a los comunistas, socialistas,
demócratas,
particularmente de Occidente.
Aquel congreso memorable puso fin a sus sesiones de forma atípica.
Cuando los invitados nos hubimos alejado del Palacio' de los Congresos de Moscú —y
algunos ya volaban a sus países—, las sesiones continuaron a puerta cerrada. Y entonces se
produjo el terremoto.
Nikita Jruschov presentó un informe —hasta hoy siguen llamándole informe secreto y no
existe una edición oficial del mismo— en el que se abría una página desconocida y
estremecedora sobre el período estalinista.
Al analizar la personalidad de Stalin en los últimos años de su vida, los dirigentes
soviéticos nos mostraron una amarga y triste realidad que difería de la que nosotros
conocíamos. Pero al margen de la angustia que tal realidad nos produjo, era preferible
conocerla a vivir en el error.
Si los comunistas luchábamos .por la justicia, ¿cómo no íbamos a rectificar cuando
comprendimos que nos habíamos equivocado, aunque la rectificación del error fuera de tal
dimensión como la revisión de nuestros juicios sobre la personalidad de Stalin?
De entonces hasta hoy ha corrido mucha agua bajo los puentes, nos ha tocado vivir
acontecimientos difíciles. Sobre el tema de Stalin se ha escrito mucho, y se ha investigado
—en mi opinión— poco, o casi
nada de valor científico. Algún día se hará, así lo esperamos. En el transcurrir de la historia
no es posible
ocultar nada, todo sale antes o después a la superficie. La personalidad de José Stalin, en
todas sus facetas, positivas y negativas, se nos revelará en su día por quienes puedan y
sepan hacerlo.
Pero, ¿cómo reaccionaba en 1956 un comunista, un combatiente de toda la vida?
El comunista continúa el combate, revisando y corrigiendo errores, por graves que éstos
sean; asumiendo las nuevas situaciones y marchando hacia adelante, avanzando... por ese
áspero camino que el caminante hace al andar...
El insigne sabio Santiago Ramón y Cajal decía que «sólo la acción tenaz en pro de la
verdad justifica el vivir y consuela del dolor y de la injusticia».
Nosotros somos fieles a las ideas que hemos hecho nuestras. Los hombres, los personajes,
los líderes de nuestro movimiento juegan un extraordinario papel, impulsando el desarrollo
social. Pero los hombres, los líderes, pueden equivocarse, ello es humano. Lo que nos da
seguridad y firmeza son nuestras ideas, la ideología marxista.
Alguien ha dicho que los débiles se apasionan por los hombres, los fuertes por las ideas.
Sabíamos, lo habíamos repetido en mil ocasiones, que el papel decisivo en la historia
pertenece a las masas populares.
Conocíamos que Marx, Engels, Lenin, rechazaban enérgicamente la penetración del culto a
la personalidad en el movimiento revolucionario. Calificaban ese culto como uno de los
más abominables vestigios del pasado.
Marx y Engels combatían todo aquello que pudiera conducir a cualquier tipo de veneración
supersticiosa ante las autoridades.
Lenin insistía en que «la inteligencia de decenas de millones de creadores produce algo
infinitamente más elevado que las más altas y geniales previsiones».
Y pese a todo esto, el llamado culto a la personalidad penetró, desde los tiempos de Stalin,
en nuestras filas y se convirtió con frecuencia en vehículo de expresión de nuestras ideas.
Se exageraban los valores de las figuras dirigentes, evitándose las críticas a los errores y
fallos de éstas. Y se dificultaba así la participación activa de los militantes de base en la
elaboración de la política del partido.
Después del XX Congreso del PCUS, el comité central de nuestro partido sometió a un
análisis crítico, severo, nuestros métodos de trabajo, esforzándonos en corregir todo
aquello que no correspondiera a un partido comunista inspirado en el socialismo científico.
Se rectificaron vicios, métodos de trabajo que imprimían al PCE un sesgo sectario y
estrecho al restringir la participación de sus militantes en la elaboración de la línea política
y que daban lugar al caciquismo de ciertos camaradas que asumían toda clase de tareas
que, en verdad, sólo pueden resolverse con la participación activa de todas las
organizaciones del partido.
Ante mí aparecía una realidad clara: la política de nuestro partido la teníamos que elaborar
y aplicar
nosotros mismos, los comunistas españoles, estudiando las experiencias, avances y
retrocesos de otros
partidos comunistas y movimientos revolucionarios, basándonos en la teoría marxista y,
fundamentalmente, aplicándola a las condiciones de nuestro país. En otras palabras:
«estudio concreto de la situación concreta» de que nos hablara Lenin.
En adelante procuraríamos que los errores en los que incurriéramos fueran errores propios,
que habríamos de asumir y de corregir nosotros mismos.
La idea de la reconciliación de todos los españoles apuntaba ya, como hemos señalado, en
nuestras proposiciones políticas de los años cuarenta.
Esta idea fue madurando, adquiriendo forma y contornos rigurosos en los análisis de la
dirección del partido, en la medida en que iban produciéndose y desarrollándose cambios
políticos en España.
“El gran revolucionario ruso del siglo xix, Herzen, decía que «los conservadores, más
escépticos que Santo Tomás, tocan las llagas con los dedos y todavía no creen en
ellas».
Ayer éramos los comunistas los únicos en la afirmación del cambio inevitable. Hoy
estamos respaldados por el asenso de millones.
Pero, ¿qué hacer para facilitar el tránsito pacífico hacia un nuevo régimen sin aguardar
a que se produzca el derrumbamiento catastrófico o la explosión violenta?
Con su política de reconciliación nacional, el Partido Comunista de España ha hecho un
servicio inestimable al pueblo y a la patria, ha abierto nuevas perspectivas al
desarrollo político y social de España. Y torpes serán quienes no quieran entenderlo.
La política de reconciliación nacional propugnada por el PCE ha permitido la iniciación
del diálogo, ha derribado la barrera que el franquismo levantaba entre unos y otros
españoles manteniendo el espíritu de guerra civil, agitando el fantasma amenazador
de la revancha de los vencidos; ha salvado lo más dificultoso: Acercar unos españoles
a otros con una bandera de paz, con una política que responde a los sentimientos de la
mayoría de los españoles.
La obra del franquismo, esculpida en la carne viva de España, es miseria física y moral;
estancamiento político, crecimiento elefantíaco de una minoría parasitaria a costa de
la vitalidad del país y del pueblo.
Continuar así es perecer. No luchar contra esta situación es una responsabilidad
histórica que ningún español honrado puede aceptar.
Y luchar contra lo actual no quiere decir retorno a lo pasado reciente ni a lo pasado
anterior.
Ningún problema político o social se plantea hoy como en 1936, ni como en 1931.
Ha cambiado la situación de España, han cambiado los sentimientos de los hombres,
deben cambiar las formas políticas a tono con estos cambios.
Se ha desarrollado, como era lógico esperar, un proceso natural incesante e inevitable,
en el que actúan leyes objetivas independientemente de la voluntad de los hombres.
No querer verlo es cerrar los ojos ante la misma evidencia. Tratar de oponerse al
desarrollo de este proceso es crear las condiciones para una explosión violenta, es
forzar al torrente a saltar por encima de los diques o romperlos.
El Partido Comunista, al propugnar la política de reconciliación nacional, no inventaba
nada. Tenía en cuenta este proceso y plasmaba en una expresión política lo que había
madurado en la conciencia de las gentes.”
y en que sufre. Y si en ella surgen brotes viciosos, no es de ella la culpa, sino del
terreno, del medio, del ambiente en que crece. «Que el que buen trigo siembra, buen
trigo tiene.»
Se acusa a la juventud de escepticismo. Se dice que no cree en nada, que no cree en
nadie. Aparte de que ésto no es verdad, y nosotros tenemos la prueba en la actividad
de la juventud estudiantil, de la juventud obrera, de la juventud campesina y en su
adhesión al Partido Comunista, ¿qué han hecho los que tal afirman para impedir que
esa juventud a la que ellos tratan sea escéptica, como gentes que están de vuelta de
la vida? Engañarla, mentirla. La han tratado siempre como tutores, como dómines
diciendo una cosa y haciendo otra. Han pisoteado con su corrupción, con su cinismo,
con sus ambiciones, con su crueldad, con su indiferencia ante los sufrimientos del
pueblo, todos los nobles sentimientos juveniles; han pateado como piaras de cerdos la
belleza espiritual de la juventud; han condenado a la juventud trabajadora a una vida
de privaciones, de carencias, de falta de cultura, arrancándole a la vida familiar por la
fuerza de la necesidad.
La juventud es por su naturaleza sincera y franca, generosa y abierta, y soñadora. Lo
fue ayer y lo es hoy.
... Para que la actividad de esa juventud sea más útil, para que su fuerza, su energía,
su capacidad combativa tenga cauce y meta, exige de nuestra parte un esfuerzo
permanente, continuado, para llevar a su conciencia además de conocimientos de la
cultura española, nuestra ideología, la ideología comunista que es la única que da al
hombre sentido de la vida, conciencia de su fuerza, esperanza y confianza en el futuro.
... Un comunista no es un comunista completo si no se preocupa, en afán permanente
de superación, al mismo tiempo que de su trabajo y de su formación política, de la
literatura, de la historia, de la mecánica, del deporte, de todo lo que hace agradable y
embellece y dignifica la vida.
Un comunista no es comunista completo si no se preocupa de los problemas que
afectan a los pueblos, a los hombres...
El compañerismo, la solidaridad en la lucha entre la juventud obrera, entre la juventud
campesina, entre la juventud intelectual, es una de las cualidades, uno de los rasgos
morales más destacados de los comunistas...
... Y dado que entre los comunistas el criterio para juzgar de la madurez política no es
la edad, sino la comprensión de la necesidad de luchar y la disposición a participar en
la lucha, la fidelidad a los principios y a la firmeza en la defensa de éstos, no es
extraño que la juventud predomine en el partido, que la juventud se sienta atraída por
el partido. Esto es natural, aunque se escandalicen aquellos que durante 20 años se
empeñaron en mantener a ras de tierra el pensamiento y la acción juveniles...
... « ¿Acaso no es natural —decía Lenin— que entre nosotros, en el Partido de la
Revolución, predomine la juventud? Somos el partido del futuro y el futuro pertenece a
la juventud, somos el partido de los innovadores y la juventud siempre ha preferido
seguir a los innovadores. Somos el partido de la lucha abnegada contra la vieja
podredumbre y sabemos que la juventud será siempre la primera en ir a una lucha
abnegada...»
... En el siglo xix se encuentran ya en la literatura política española, en la actividad de
una intelectualidad impresionada por la gran revolución francesa, los primeros brotes
de la moral revolucionaria, los primeros brotes del socialismo utópico.
Y son Fernando Garrido y Sixto Cámara, y Abreu y Pi y Margall, sin hablar del
colectivista agrario Flórez Estrada y de tantos otros, quienes con un abnegado trabajo
de propaganda prepararon el terreno para recibir más tarde la semilla del marxismo,
con la organización de las secciones de la Primera Internacional fundada por Marx y
Engels.
La reacción española zafia y grosera, ignorante y atrasada, sin más ciencia que su
egoísmo, sin más punto de mira que el de conservar invariable su posición
privilegiada, es refractaria a toda idea nueva, a toda modificación progresiva. Cerrando
los ojos ante la historia y ante la realidad circundante, sostiene con tozudez asnal que
España es el país del mundo más refractario al socialismo y al comunismo.
La leyenda continúa, pero la vida se ríe de las leyendas.
De las negras y de las blancas. En 1871, un político burgués nada sospechoso en su
tiempo de simpatizar con el marxismo, don Francisco Silvela, se levantó en el
Parlamento español para responder a los diputados reaccionarios que pedían la puesta
De nuevo en París.
En el mundo hay millones de seres que sueñan en llegar algún día a París, vivir, estudiar en
la capital de la cultura, del arte, de la Comuna.
Y yo me encontraba de nuevo en París. Pero... ¿cómo?
Ni soñar con visitar museos, teatros, admirar serenamente sus joyas arquitectónicas...
Vivía... de reunión en reunión. Viajando de punta a punta de Europa. Mis ojos se llenaban
de paisajes. De paisajes borrosos. Porque siempre iba medio oculta, disfrazada, con papeles
que no eran los míos.
Y así año tras año...
Hablaba Ortega y Gasset de la difícil realidad que es vivir. Y eso que Ortega no conoció las
vivencias de un revolucionario. No conoció sus dramas, sus amarguras, ni sus ilusiones y
sus alegrías.
Esta vez, era en 1965, me disponía a viajar a Yugoslavia. Un viaje a la vez grato y
preocupante.
Íbamos a hablar con Tito, con una de las personalidades más sobresalientes de nuestra
época, con el legendario jefe de los partisanos, libertador de su patria agredida por ejércitos
italianos y nazis. La fama de Tito había traspasado todas las fronteras.
Íbamos a hablar con el camarada José Broz Tito, secretario general de la Liga de los
Comunistas y presidente de la República Popular Federativa de Yugoslavia.
Se ha dicho que Tito estuvo en España luchando en las Brigadas Internacionales. Esto no
corresponde a la realidad. En cambio, sí es cierto que el camarada Tito fue uno de los
organizadores y animadores de los voluntarios yugoslavos que acudieron a nuestro país a
luchar junto a nosotros por la libertad.
A Tito le había conocido en el VII Congreso de la Internacional Comunista. Pero entonces
no tuvimos oportunidad de hablar...
Ahora... viajaba a Yugoslavia con el corazón angustiado.
Habían ocurrido muchas cosas que estremecieron nuestra conciencia revolucionaria.
En 1948, el Kominform expulsó a la Yugoslavia de Tito de la comunidad de países
socialistas, acusando a sus dirigentes de infidelidades y pecados que más tarde, en el XX
Congreso del PCUS, se revelaron injustificados, falsos.
Una de las últimas veces que visité Yugoslavia, José Broz Tito nos invitó a mí con mi hija
Amaya, mi nieta Loly y con Irene Falcón a su residencia de Brioni. Almorzamos con su
familia sin ninguna clase de protocolo. Él mismo nos acompañó por aquellos parajes
maravillosos que la naturaleza ha regalado a la patria del pueblo yugoslavo. Tito ha entrado
en la historia como una figura de leyenda.
Uno de los momentos de más lacerante dolor que vivimos en la lejanía de la emigración
fue la noche del 20 de abril de 1963. Pegadas al aparato de radio, manteníamos un hilo de
esperanza.
¿Sería posible salvar a nuestro entrañable Julián Grimau? Pero, ¿cómo? Durante días y
noches estuvimos empeñados en movilizar a la opinión nacional e internacional, a través
de la Pirenaica, de la prensa, dirigiéndonos a personalidades influyentes de distintos países
para detener la ejecución de nuestro gran camarada.
Todos los comunistas, todos nuestros amigos, los demócratas de España, los del mundo,
elevaron su voz para salvar la vida del patriota español.
En Madrid, en Barcelona, en la cuenca minera asturiana, en Galicia, en Sevilla y otras
tantas ciudades se distribuyeron millares de octavillas explicando quién era Julián Grimau
y llamando a la acción en su defensa.
Desde París, Santiago Carrillo, con todo el partido, apoyados activamente por los
camaradas franceses, combinando sus esfuerzos con los de los demócratas de España,
luchaban desesperadamente para impedir que se cometiera el crimen. La Pirenaica tenía
montado un perfecto mecanismo que penetraba incluso en la cárcel de Carabanchel, y hasta
en la celda de nuestro Julián. Informaba Radio España Independiente al minuto de los
acontecimientos en torno a la vida de Grimau. Habían pedido la conmutación de la pena de
muerte desde Juan XXIII hasta John Kennedy. Nikita Jruschov se dirigió directamente a
Franco. Participaban en la acción por salvar la vida de Grimau, Ramón Menéndez Pidal,
Teófilo Hernández, Xavier Zubiri, García Moreno, Bergamín, Laín Entralgo, Aranguren.
Joaquín Ruiz Jiménez visitó a Muñoz Grandes, a Fraga, a Castiella...
Con la natural angustia yo me había dirigido, pidiendo solidaridad para salvar la vida de
Grimau a muchas personalidades y amigos.
“... A usted también, Pilar Primo de Rivera, hermana de José Antonio; a ustedes
también, señores del Consejo Nacional del Movimiento, que han expresado
abiertamente su descontento por la situación en España:
¿Van a callar ante el crimen que se prepara? ¿Que es extraño que una comunista se
dirija a una falangista? Sí, no es corriente... pero en el tablero está la vida de un
hombre que es necesario salvar. Usted, Pilar, y permítame la familiaridad de un
adversario, dirá que los republicanos fusilaron a su hermano. Es verdad, es una
dolorosa verdad. Pero era la guerra y, hasta ese momento, ¡cuánta sangre, cuánta
ruina, cuánto duelo, cuánto estrago tenían en su haber quienes se sublevaron contra
la República!”
Recordaba a continuación que el PCE defendía una política de reconciliación nacional, una
política que abriera el camino a la convivencia civil y a la democracia, que hiciera
imposible la vuelta a nuevas guerras y nuevas cruzadas...
En otra alocución yo llamaba a todos, “ a los amigos de siempre y a los que lucharon
contra nosotros en la guerra. La vida de Julián Grimau es sagrada para nosotros, por
bueno, por noble, por sencillo, por abnegado.
Salvar a Julián Grimau de una condena dictada por el odio es hacer recuperar a los
hombres la fe en la justicia, en la posibilidad de la convivencia.
Es dar un paso, quizá decisivo, en el establecimiento o en la liquidación de esas bases
de convivencia.”
Parece ser que Julián nos escuchaba; tenía en su poder un pequeño aparato de radio...
93. EL CRIMEN
La noticia fue terrible: nuestro Julián Grimau había sido fusilado. A través de Radio
España Independiente dije:
“Camaradas y amigos, la iniquidad se ha consumado. Nuestro amigo, nuestro
hermano, nuestro camarada, el comunista abnegado y heroico Julián Grimau, ha sido
asesinado por orden de Franco y de sus ministros, sobre los que personalmente recae
la total responsabilidad de este crimen que el pueblo español no perdonará.
El Caudillo ha querido desafiar al mundo desoyendo las voces humanitarias que,
haciéndole un gran honor, se han dirigido a él de todos los países para impedir lo
inevitable...
... Señores del gobierno franquista: queremos haceros justicia. Sois como suponíamos:
ruines, cobardes, abominables. Pensamos ingenuamente que en vosotros quedaría,
después de vuestro trágico pasado, un resto de dignidad, de humanismo. Pero no. Sois
consecuentes con vosotros mismos. Sois los sepulcros blanqueados de que habla el
Evangelio. Pero no sois más que eso: sepulcros que hieden.
Julián Grimau muerto es una bandera de lucha. Está entre nosotros, vive y vivirá con
las nuevas generaciones que avanzan por el camino del comunismo, por el camino de
la victoria. La vida continúa, y continúa la lucha. Julián Grimau ha sido asesinado en
nombre de la ley fascista. En nombre de la causa del pueblo, lo mejor de la juventud
española vendrá con nosotros, viene y vendrá al PCE a luchar como luchó Julián
Grimau, como lucharon tantos millares de héroes, ejemplo de combatientes
revolucionarios, que al caer en la lucha, cayeron invencibles.
... Vengaremos este crimen estableciendo en España un régimen más humano, un
régimen democrático que termine con el espíritu de guerra civil, con la represión
sangrienta y en el que todos los españoles, cuales quiera que sean sus ideas y sus
creencias, tengan asegurada la vida y la libertad.”
Y añadía:
“Franco negocia en estos momentos con los americanos la concesión de bases navales
para los submarinos de proyectiles Polaris y en esas negociaciones, donde se juega la
seguridad y la independencia de España para exigir un precio remunerador, Franco
necesita demostrar a los norteamericanos que él es un hombre consecuente con su
reaccionarismo fascista, con el que pueden contar para todo, incluso para el crimen.”
Nuestras entrañables Angelita Grimau, esposa de Julián, y sus hijas Carmen y Lolita, se
comportaron con entereza en la campaña por salvar a Julián. Ante los medios de
comunicación internacionales, Angelita manifestó:
“Frente a lo irreparable, quiero declarar ante la conciencia universal que mi deseo más
profundo y, también el de mis dos hijas y el de mi madre, es que la sangre derramada
por Julián Grimau sea la última. ¡Que el general Franco sea proscrito para la
Humanidad!...
No quiero que otras madres, otras esposas y otros niños tengan que sufrir lo que
estamos sufriendo nosotros en estos momentos...”
Hubo manifestaciones ante las embajadas españolas en París, en Roma, en Bonn, en tantas
otras capitales. Protestas ante las autoridades españolas en los países de América latina. En
EE. UU. Piquetes de demócratas habían reclamado respeto a la vida de Julián Grimau.
Algunas calles de diversas ciudades del mundo llevan el nombre de Julián Grimau: en
París, una plaza fue bautizada con el nombre del héroe español.
En la barriada de San Andrés —y Dios sabe en cuántas barriadas de ciudades españolas—,
una calle amaneció con la inscripción: «Calle de Julián Grimau.»
Yo asistí, con la natural emoción, al descubrimiento de una lápida —oro y azabache sobre
mármol gris— que lleva el nombre de Julián Grimau colocada en una calle nueva y blanca,
de un distrito joven, recién estrenado, el Novie Cheriomushki, de la capital soviética.
Uno de los vecinos prometió: «Seremos dignos del nombre de Julián Grimau.»
«Mi muerte —había dicho Julián Grimau— será la última del franquismo.»
Dos años después, el 22 de febrero de 1965, otro comunista, nuestro camarada Justo López
de la Fuente se vio amenazado de ser fusilado por «actividades clandestinas».
Justo López había combatido en el Ejército popular, prosiguió el combate contra el
fascismo en la Unión Soviética, y lo continuó en la España franquista.
Yo me hallaba a la sazón en Moscú. ¿Qué hacer? ¿Volver a cursar cables, peticiones a
personalidades influyentes? Sí, eso había que hacerlo. Pero no era suficiente.
Decidí trasladarme yo misma a Madrid, a defender en calidad de testigo a Justo López. No
se podían tolerar más fusilamientos, demasiada sangre había corrido ya en España.
Con tal propósito, dirigí sendos telegramas a los ministros del Ejército y de Asuntos
Exteriores del gobierno de Franco con el siguiente texto:
Al excelentísimo señor ministro del Ejército
Teniente general Menéndez Tolosa
Madrid
“Como activa participante y, por tanto, como testigo de mayor excepción en la
resistencia popular republicana a la sublevación fascista que ensangrentó a España de
1936 a 1939, demando ser admitida como testigo en el proceso que se incoa
actualmente contra el comunista Justo López de la Fuente, por su actividad militar
como uno de los jefes del Ejército popular que luchó en defensa de la República.
Respetuosamente,
DOLORES IBÁRRURI
Presidente del Partido Comunista de España
Al excelentísimo señor ministro de Asuntos Exteriores
Fernando María Castiella
Madrid
“Habiendo solicitado del ministro del Ejército ser admitida como testigo en el proceso
que se incoa al comunista Justo López de la Fuente, como uno de los jefes del Ejército
popular republicano, le ruego me conceda autorización para entrar en España.
Respetuosamente,
DOLORES IBÁRRURI
Presidente del Partido Comunista de España
Telefoneé igualmente al abogado defensor de Justo López, don Mariano Robles Romero
Robledo, rogándole demandar que yo fuese oída como testigo en el proceso que se incoaba
a su defendido.
Convoqué una rueda de prensa a la que asistieron numerosos periodistas extranjeros y
soviéticos, ante los que leí el texto de los telegramas citados.
Y añadí lo siguiente:
“¿Por qué he hecho ésto? Ustedes saben que a principios del pasado diciembre fue
juzgado en Madrid un grupo de comunistas por actividad ilegal y propaganda
clandestina, los cuales fueron condenados a penas que van de 8 a 28 años de prisión.
Entre esos comunistas juzgados se encuentra Justo López. A éste, después de haber
sido condenado a 23 años de presidio, se le abre ahora un nuevo proceso por sus
actividades en defensa de la República.
Y si contra derecho y con un claro espíritu de venganza, que no de justicia, se lleva
adelante ese proceso cuyo desenlace puede ser el pelotón de ejecución (basta
recordar el doloroso caso de Julián Grimau), yo quiero estar presente en ese proceso
como testigo de descargo a favor de Justo López de la Fuente, a favor de todos los que
lucharon por la República.
Y en este orden, y sin ninguna vacilación, estoy dispuesta a asumir todas las
responsabilidades por la resistencia popular en defensa del régimen legal republicano,
en el cual participé activamente y estimulé como dirigente del Partido Comunista de
España, segura de que la historia nos hará justicia frente a los que hoy pueden
todavía, en uso de un poder cada día más precario, servirse de éste para cubrir con
una apariencia de legalidad sus más odiosos atentados contra la vida, el derecho y la
dignidad de los hombres.
Yo ruego a todos ustedes informen a la opinión pública de sus países del nuevo y
monstruoso proceso que se prepara contra Justo López y nos ayuden a salvarle y a
cerrar ese capítulo de sangre y de muerte que la justicia franquista trata de hacer
permanente, creyendo con ello contener o impedir por el terror los cambios inevitables
que empiezan ya a producirse en España.”
La respuesta del gobierno franquista fue increíblemente rápida. Ante la perspectiva de que
la Pasionaria se presentara en Madrid a defender a los comunistas amenazados de muerte,
el capitán general de la Primera Región Militar, Mariano Alonso Alonso, decidió el 26 de
febrero sobreseer definitivamente la causa que se seguía contra el camarada Justo López.
“Nos era difícil creerlo después de tantos días de angustia —declaré a la prensa—.
Llamábamos a todas partes. Todos nos confirmaban la noticia. Queríamos llorar y reír a
un tiempo. Nuestro camarada, ya condenado a 23 años de prisión, no será juzgado por
un tribunal militar; no será condenado a muerte. Ha triunfado la justicia. Ha triunfado
el sentido humano contra el odio, frente al espíritu de revancha.
En estos momentos de emoción, cuando hemos salvado la vida de un camarada
honesto, de un camarada sencillo, de un combatiente abnegado y heroico, yo quiero
expresar mi hondísimo agradecimiento a todos los que han mostrado su solidaridad e
intervenido en favor de nuestro camarada amenazado de muerte. A los abogados que
tan activamente han actuado defendiendo la vida de Justo López; a la prensa
internacional, que a diario ha denunciado la tremenda injusticia que representaba el
nuevo proceso; a las personalidades políticas y religiosas de todos los países; a las
organizaciones obreras, democráticas e instituciones de distinto carácter. Y con
especial respeto, al capitán general de la Primera Región que, con su justa y humana
decisión, que corresponde al derecho y al noble deseo del pueblo español de que no se
vierta más sangre en nuestro país, ha hecho nacer una esperanza en un futuro de
justicia y convivencia entre*los españoles.
A todos, a todos reitero mi agradecimiento, las más sentidas gracias.”
“El llamamiento de Dolores Ibárruri tuvo gran eco. De las numerosas expresiones de
solidaridad en aquella ocasión, destacaba, por ser de particular significación, la del
primer hombre que subió al cosmos, el astronauta Yuri Gagarin.”
El 10 de noviembre de 1961, yo, sencilla mujer del pueblo, cuyas universidades fueron las
luchas mineras en el País Vasco y en la Asturias «de las revoluciones», los combates en los
frentes de batalla para cerrar el paso al fascismo, el heroico comportamiento de los
comunistas durante decenios de clandestinidad, me encontré en el paraninfo de la
Universidad de Moscú, leyendo una lección. Me habían investido doctora honoris causa de
aquel famoso centro cultural.
Me precedió en la tribuna el académico Iván Petrovski, rector de la Universidad
Lomonósov, quien con cálidas palabras glosó datos históricos de mi vida y enumeró mis
principales trabajos publicados.
“Teniendo en cuenta el destacado papel de la camarada Dolores Ibárruri en el
desarrollo de la teoría marxista revolucionaria —decía el rector—, el claustro de la
Universidad de Moscú, a propuesta del profesorado de la Facultad de Historia, ha
elegido por unanimidad a la camarada Dolores Ibárruri doctora honoris causa en
Ciencias Históricas de la Universidad de Moscú.
Me saludaron el decano de la Facultad de Historia, profesor Iván Fedosov, y otros
profesores y alumnos.
Aquella tarde, el auditorio del paraninfo era heterogéneo. Junto a las autoridades
universitarias, centenares de estudiantes —obligado en tales actos solemnes—, había
amigos y admiradores soviéticos del pueblo español y, como es natural, muchos españoles
emigrados en la URSS. Mis primeras palabras fueron:
“Al expresar mi profundo agradecimiento por la distinción que se me dispensa
nombrándome doctora honoris causa de la Universidad de Moscú, que lleva el nombre
glorioso del gran sabio ruso Lomonósov, y en cuyos anales destacan figuras de
renombre universal, permítanme que al aceptar este honor lo haga considerándolo
como una fraternal expresión de solidaridad para con el pueblo español que fue el
primero en la resistencia armada al fascismo, enemigo de la cultura, dando a esa
lucha, que duró cerca de tres años, más de un millón de vidas.
Yo acepto este título honorífico como un homenaje a la clase obrera de mi país en
cuyas filas crecí y me formé como comunista.
Lo acepto como homenaje a nuestros campesinos, a nuestras mujeres, a nuestra
juventud trabajadora, quienes, si apenas conocían las primeras letras, y no por su
culpa, supieron, sin embargo, escribir con su sangre y con su vida páginas inmortales
de gloria y de heroísmo en las distintas etapas de nuestra accidentada historia patria.
Terminaba afirmando:
“Queremos vivir para ayudar a nuestro pueblo en la gran lucha que ponga fin a la
dictadura fascista del general Franco y asiente sobre la férrea base de la voluntad
popular y nacional los cimientos de una España democrática, de una España socialista.
Una vez más, camaradas y amigos, muchas gracias.
El presidium del Soviet Supremo de la URSS me otorgó la Orden de Lenin, que para mí,
comunista, era el galardón más preciado.
El nombre de Lenin lleva también el Premio Internacional de la Paz, que recibí en Moscú,
en una de las más hermosas salas del Kremlin, ante destacadas personalidades soviéticas y
camaradas míos emigrados, que se habían reunido para felicitarme.
Con la medalla de oro del Premio, discernido por el país que más sacrificios había hecho
por la victoria de la paz sobre las fuerzas de la agresión fascista, se condecoraba a los
hombres y mujeres que en los diferentes países, en los campos de la política, de la ciencia,
de la creación, se distinguían en la defensa de la causa de la paz. Era, por supuesto, un alto
honor figurar entre ellas como, por ejemplo, que yo recuerde ahora, mis grandes
compatriotas Pablo Picasso y Rafael Alberti; sabios, estadistas, líderes políticos, poetas,
artistas como Federico Joliot-Curie, Pietro Nenni, Paul Robson, Pablo Neruda, Bertolt
Brecht, Nicolás Guillen, Louis Aragón, Fidel Castro, Lázaro Cárdenas y un largo etcétera
de nombres ilustres continuamente enriquecido.
Son muchas las cosas, los episodios que del arcón de los recuerdos van surgiendo, quizá un
poco deslavazadamente. Pero a la memoria no se le puede exigir un rigor cronológico.
Me habían invitado a una conmemoración —no recuerdo bien la fecha— que se celebraba
en Moscú en la Sala de San Jorge del Kremlin.
Estábamos impresionadas —conmigo venía invitada Irene— por el crecido número de
personalidades de todos los continentes allí reunidas y también por la belleza de la famosa
sala.
A mí siempre me han intimidado tales celebraciones, y aunque por mi actividad tuve que
asistir a muchas, nunca he logrado sentirme cómoda entre los uniformes militares, los
trajes de etiqueta y toda la parafernalia del protocolo.
Buscando caras conocidas nos acercamos a una vieja amiga, que en tiempos fue
colaboradora nuestra en la Komintern y que con la mudanza de los tiempos y de las cosas,
era entonces esposa del embajador de la República Democrática Alemana en Moscú.
Charlábamos animadamente con nuestra compañera, evocando los tiempos pasados, sin
prestar mucha atención al curso de la ceremonia.
Inesperadamente vimos avanzar en nuestra dirección al jefe del gobierno soviético y
secretario general del PCUS, Nikita Jruschov, rodeado de personalidades. Nos miramos
sorprendidas y observamos entonces que nos encontrábamos en el espacio ocupado por el
cuerpo diplomático. No nos quedaba más recurso que, lo más discretamente posible,
permanecer donde estábamos, acompañadas de nuestra amiga de la embajada alemana.
Nikita Jruschov se adelantó saludando a los diplomáticos representantes de tantos países.
Súbitamente se fijó en mí, y con esa encantadora espontaneidad popular que le
caracterizaba, se acercó y exclamó en voz alta: «Aquí está la verdadera representante de
España.» Frase que produjo la natural sorpresa y animación entre los embajadores allí
presentes.
La URSS todavía no había establecido relaciones diplomáticas con España.
Sin proponérmelo, había roto las reglas protocolarias.
Sería conveniente para todos —opinábamos nosotros y otras delegaciones— romper con
tal inútil tradición y abrir la información de nuestras conferencias internacionales a la
prensa, la radio y la televisión.
Al no alcanzar éxito nuestras razones, Carrillo y yo nos acercamos durante un descanso a
Breznev y le propusimos que los países socialistas dieran inmediatamente a conocer por
radio el documento en cuestión, salvando así la famosa «primacía» hasta entonces
practicada.
Recuerdo que Breznev nos escuchó atentamente, haciendo signos afirmativos con la
cabeza, y después de consultar con Gomulka y algún otro jefe de Estado, se dio luz verde a
la entrega del texto aquella misma tarde a los periodistas.
En mi intervención en la mencionada conferencia yo subrayé:
“Nadie concibe ni admite hoy en nuestro movimiento la posibilidad de métodos y
prácticas que puedan interferir la independencia de cada partido en la elaboración de
su política...
...la independencia real se manifiesta ahora en la lucha dentro de cada partido contra
la estrechez sectaria, contra la reducción del marxismo-leninismo a una serie de
fórmulas muertas al margen y sin ninguna relación con la realidad; en el esfuerzo
permanente por ahondar en esta realidad y aplicar nuestra teoría de una forma
constructiva y movilizadora.”
Por cierto que en aquella conferencia de Karlovy Vary —como en otras del mismo carácter
— desempeñó un papel importante el camarada Yuri Andropov, posteriormente secretario
general del PCUS, el cual, con Boris Ponomariov, dirigía en aquellas fechas la sección
exterior del comité central del Partido Comunista de la Unión Soviética.
Tuve ocasión de participar en conversaciones con Leónidas Breznev en varias reuniones,
bien en conmemoraciones soviéticas, encuentros internacionales o bilaterales.
En agosto de 1968 se produjo un momento amargo en nuestras relaciones con los
dirigentes soviéticos. El motivo fue la entrada de algunas fuerzas del Pacto de Varsovia en
Checoslovaquia. Los hechos son conocidos. Y el pronunciamiento de la dirección de
nuestro partido, también.
Santiago Carrillo, Simón Sánchez Montero, Ignacio Gallego, Francisco Romero Marín y
yo discutimos en aquella ocasión con los camaradas Suslov y Ponomariov, manifestándoles
nuestra profunda preocupación y desacuerdo.
Era la primera vez que nosotros expresábamos una divergencia grave a los camaradas del
PCUS.
Con el camarada Suslov, por quien yo sentía gran respeto, había colaborado muchos años,
lo mismo que con Boris Ponomariov. La amistad fraternal entre nuestros dos partidos era
proverbial, era histórica.
Consideramos, pese a todo, que lo más leal, lo más auténtico, era decir la verdad, exponer
sinceramente lo que pensábamos. Aunque fuera penoso.
Pues bien, fue uno de esos días luminosos de nieve cuando aterrizaron en Moscú cerca de
tres decenas de españoles. No de emigrados, no. Venían de España. Y venían en calidad de
delegados para asistir a un Congreso Mundial de la Paz que se celebraría en Moscú.
Mi alegría fue inmensa. ¡Cuántos amigos! Cercanos y entrañables porque llegaban de mi
tierra a luchar por la paz.
Nos abrazamos todos. Conocí personalmente a las princesas carlistas María Teresa y
Cecilia Borbón Parma, al jurista Tomás Lacalle y a dos muchachos también carlistas; a los
pintores Genovés y Arenillas, al escritor Arrabal; a los abogados Jaime Sartorius y Emilia
Grana; a Teodulfo Lagunero; a Miguel Jordá.
Abracé a mis camaradas Juan Antonio Bardem y Armando López Salinas... Y a muchos
cuyos nombres se
me escapan ahora.
Tan numerosa delegación española atrajo la atención de aquel importante congreso.
Cuando se puso la cinta con la voz de Salvador Allende grabada en la Casa de la Moneda,
la delegación española en pie, lanzó un: «Se siente, se siente, Allende está presente», que
pronto corearon centenares de delegados.
Varias veces almorcé con mis amigos en el hotel Rossia, donde se hospedaban. También
les invité a mi casa donde charlamos amigablemente. Arrabal me regaló su Carta a
Francisco Franco. María Teresa y Cecilia se revelaron como entusiastas defensoras de la
paz y del progreso, conquistándose la simpatía de todos por su inteligencia y sencillez.
Algún tiempo más tarde, María Teresa, de paso por Moscú, me visitó con Bardem una
tarde y juntas preparamos en la cocina una tortilla a la española para cenar.
Cada vez que me visitaban amigos llegados de España, yo sentía gran satisfacción, me
parecía que se tendía un puente entre mi país y nosotros, los exiliados, puente que yo ardía
en deseos de cruzar muy pronto.
Recuerdo la visita de Antonio Menchaca Careaga, paisano mío, marino y escritor, sobrino
de José María de Areilza. Me fue muy grato recibir al arquitecto Fisac y a su simpática
esposa. Ésta tuvo la valentía de escribir y publicar artículos en España sobre mi persona y
mi nieta Lolita. Tuve el placer de ver en mi casa a Carlos Bustelo, ex rector de la
Complutense, y a su esposa, que deseaba conocerme, a Carlos Castilla del Pino y Encarna,
a Vicente Rojo, a Muñoz Suay... Tuve una entrevista con el director de la Editorial Planeta,
José Manuel Lara Hernández, que me propuso escribir este libro... En aquellas fechas, con
Franco en el Pardo, me pareció una empresa irrealizable editar un libro mío en España.
Los artistas españoles que hacían giras en la Unión Soviética me saludaban con frecuencia:
Antonio, el célebre bailarín, María Rosa, estrella de la danza; el cantante Michel... Yo
procuraba no perderme las
actuaciones de Antonio Gades, de Sara Montiel, de Massiel; lo mismo hacían los cientos de
españoles residentes en Moscú. El éxito de los artistas de nuestro país entre el público
soviético siempre era fabuloso.
Para mí era una fiesta cuando Rafael Alberti y Pablo Neruda venían a mi casa. Asistí a la
ceremonia de imposición del Premio Lenin de la Paz a Rafael, acto que constituyó un
momento clave en las relaciones de amistad hispanosoviéticas y de valorización de nuestro
gran poeta.
Los nombres de nuestros héroes y nuestros mártires, unos conocidos, otros, la mayoría,
innominados, ofrecen un inmenso cuadro de valores. ¡Cuántas tumbas de seres queridos
íbamos dejando en el largo camino del combate por la libertad!
El general Ignacio Hidalgo de Cisneros, jefe de la Aviación republicana, noble caballero
que supo abrazar la causa de los trabajadores. El general Antonio Cordón, militar
profesional, subsecretario de Defensa, abnegado camarada...
Amargos pensamientos me embargaban cuando volaba a despedirme de un compañero de
lucha muy querido para mí: Juan Modesto, obrero y general, título éste ganado a fuerza de
valor, de estudio y de entrega a la lucha por la libertad de su pueblo.
“Hoy, con dolor en el alma —dije ante su tumba—, nos hemos reunido aquí a rendir el
homenaje último a nuestro camarada y amigo Juan Modesto Guilloto, uno de los
grandes héroes de nuestra guerra nacional revolucionaria, miembro del comité central
del Partido Comunista de España y primer general del Ejército popular republicano
español.
Y si grandes fueron los méritos del camarada Modesto, como combatiente heroico y
abnegado, inteligente y capaz, no fueron menores estos méritos suyos como
comunista. Toda su vida ha estado impregnada del sentido del deber ante el partido y
ante el pueblo. Con él podía contar siempre el Partido Comunista, del que fue uno de
sus más seguros puntales, así en la paz como en la guerra.
El nombre de Modesto va unido a todas las más importantes batallas de nuestra
guerra: Navacerrada, Somosierra, Alto del León, Peguerinos, Talavera, defensa de
Madrid, Jarama, Guadalajara, Brúñete, Belchite, Teruel, Aragón, paso del Ebro,
Cataluña.
La vida y la actividad política y militar de nuestro camarada Juan Modesto, como
comunista y como combatiente del Ejército popular, forman ya parte inseparable de la
historia de nuestra patria.”
todos nosotros; las manos no obedecían a la prudencia, y movidos por la emoción, nos
aplaudimos mutuamente, sin casi hacer ruido, en señal de alegría por aquel fraternal
encuentro.
Pronto se restableció el orden y la reunión transcurrió con normalidad, sin ningún
contratiempo.
El informe que Carrillo pronunció en aquel congreso está recogido en su interesante libro
Después de
Franco, ¿qué?
Yo hice una glosa en torno al 45 aniversario de nuestro partido.
Así lo hicieron, solidarios con nuestro pueblo, el húngaro Mate Zalka, los ingleses Ralph
Fox y Felicia Browne, el francés Luis Delaprée, el cubano Pablo de la Torriente, nuestro
Emiliano Barral, caídos en nuestra tierra.
Junto a nosotros lucharon Malraux y Hemingway, Ludwig Renn y Gustav Regler, Erich
Weinert, Willi Bredel, Ernst Busch, Mijail Koltsov, Karmen, O. Savich, Steve Nelson,
Alvah Bessie; con nosotros
estuvieron Louis Aragón, Iliá Ehrenburg, Paul Robson y centenares de intelectuales del
mundo entero,
como los doctores Barski y Norman Bethune. Algún día brillarán todos sus nombres en los
anales de la
más alta expresión de amistad y solidaridad contra la injusticia, por la libertad. Lo mejor de
la intelectualidad mundial se colocó a nuestro lado.
Un escritor antifascista alemán, Ernst Toller, autor de La tragedia de Hinkemann, se
encontraba en Nueva York organizando una suscripción en favor de los republicanos
españoles. Al conocer la victoria de Franco, se ahorcó en la habitación de su hotel. Su
amigo Erwin Piscator escribió que Toller no pudo soportar que la sinrazón, la «contra-toda-
la razón», se hubiese apoderado de Europa.
Pronto llegaron camaradas mejor enterados. No se trataba de fascismo. Pero sí, en efecto,
de un golpe de Estado. El general De Gaulle abría un nuevo período político imponiendo
su «poder personal»...
Montreuil es uno de los distritos parisinos inolvidables para los españoles. Su nombre está
vinculado a mítines y reuniones de nuestro partido, siempre acompañados del calor
humano de los comunistas franceses.
En junio de 1971 preparábamos una gran concentración popular para exponer la política de
nuestro partido.
Yo me encontraba en Bucarest, siempre cerca de la Pirenaica, cuyas ondas me enlazaban a
diario con España. Las autoridades francesas seguían obstinándose en negarme la entrada
legal en su país, lo que me obligaba a recurrir a infinidad de combinaciones para atravesar
la frontera gala. Y lo lograba gracias al ingenio y la inteligencia de nuestros camaradas
especialistas. Y aquí me quiero referir especialmente a la maestría artística y técnica del
camarada Domingo Malagón, a cuyo esmerado trabajo debemos muchos comunistas
españoles el feliz cruce de tantas fronteras. En primer lugar, las de España.
Pues bien, el propio Domingo se encargó esta vez de hacer posible mi presencia en París.
Yo me encontré con él en Liubliana, Yugoslavia, cerca de la frontera italiana. Pero no venía
solo; traía nada más y nada menos que un «marido» francés, de alta estatura, como
convenía a mi talla. En calidad de «esposa» de ese señor, convenientemente documentada,
mi entrada en Francia sería fácil.
Eso pensábamos...
Nos acompañaron otros amigos más, repartidos en cuatro coches.
El primer tropezón se debió a una tremenda tromba de agua que nos sorprendió en medio
de la autopista Trieste-Milán y que nos averió uno de los coches.
Curiosamente, el chaparrón cayó fatal a mi «marido». O posiblemente le había caído mal
mi persona.
Lo cierto es que «monsieur» mostraba un humor insoportable.
En Genova hicimos un alto para comer algo. Yo, como de costumbre, me quedé en el
coche. Mi «marido» saltó a la calle y por arte de magia desapareció. Nada, que no quería ni
vernos. Domingo y sus compañeros le buscaron por todos los rincones inimaginables de
aquella complicada ciudad, dando al fin con el fugitivo. El cual manifestó que non,
monsieur, que no quiero seguir. El talante excepcional de Domingo redujo al «marido»
sublevado y me lo trajeron de nuevo al coche. Hube de soportarlo hasta cruzar la frontera
francesa. ¡Qué alivio sentimos al separarnos de él! Merci, monsieur. Au revoir,
madame.madame. Y punto. La aventura «marido» terminó, de todas formas, felizmente.
Llegamos a Niza a las cuatro de la mañana, en lugar de las diez de la noche como estaba
programado.
Por culpa del caprichoso monsieur. Pero allí nos esperaban pacientemente nuestros
camaradas españoles que nos condujeron a un lugar tranquilo, a reposar del viaje.
“Al saludaros con el alma en esta impresionante reunión de solidaridad para con
nuestro pueblo, en su lucha por el restablecimiento de la democracia en España, me
es difícil sustraerme a la emoción del recuerdo.
Hace 35 años, ¡toda una vida!, en el verano de 1936, yo vine aquí a París, a este París
de la Gran Revolución, al París de la Comuna, de las grandes luchas obreras y de la
democracia, en demanda de ayuda y de solidaridad para con la República española,
desgarrada por una criminal sublevación fascista.
El pueblo francés, los intelectuales progresivos, y muy especialmente la clase obrera
francesa, respondieron con generosidad inolvidable al apremiante llamamiento de
nuestros combatientes, decididos hasta la muerte a defender la pervivencia de la
República.
De un extremo a otro de Francia se organizó la ayuda a la España republicana,
mientras en grandes manifestaciones populares se exigía de los gobernantes
franceses de la época, cañones y aviones para España.
Y fue aquí, en esta Francia que tradicionalmente ha apoyado las luchas de todos los
pueblos por la libertad, donde se organizaron las primeras brigadas de voluntarios que
fueron a luchar a España en las trincheras de la República, comportándose como
verdaderos héroes.
El impulsor de aquel emocionante movimiento de solidaridad para con el pueblo
español en 1936, fue el Partido Comunista francés, bajo la dirección de nuestro grande
e inolvidable camarada y amigo Mauricio Thorez.
Y más tarde, cuando para Francia llegaron los días sombríos de la agresión hitleriana,
en la resistencia francesa participaron heroicamente los españoles que apenas habían
dejado las armas y que sabían ya lo que el fascismo representaba para los pueblos.
Tumbas fraternas de combatientes franceses y españoles, en villas y ciudades
francesas, se levantan como emocionante testimonio de la hermandad, hasta la
muerte, de nuestros dos pueblos, en la lucha por la libertad frente al enemigo común.
Hoy son de nuevo nuestros camaradas franceses quienes encabezan la solidaridad con
nuestro pueblo, que en una prolongada y desigual lucha contra los vencedores de
ayer, va descomponiendo irreversiblemente la odiosa y sangrienta dictadura del
general Franco.
Y nos reunimos, no a llorar como las hijas de Jerusalén sobre nuestro largo exilio, ni a
remover cenizas de odios fratricidas, ni a levantar como bandera de lucha la mortaja
de nuestros muertos.
Nos reunimos, como siempre los comunistas, para hablar de la vida y de la lucha; de
nuestras esperanzas e ilusiones, de nuestra confianza en el futuro luminoso de nuestra
patria...
Y al invitar a los jóvenes, que integran llenos de combatividad la nueva generación, a
luchar con nosotros por la democracia y el socialismo, no les ofrecemos prebendas ni
sinecuras.
Repitiendo las palabras de Séneca, nuestro filósofo cordobés, que también sufrió
largos años de exilio, decimos sencillamente: «No te dejes vencer por nada extraño a
tu conciencia. Y cualesquiera que fuesen los sucesos que sobre ti caigan, mantente de
tal modo firme y erguido que, al menos se pueda decir siempre de ti que eres un
hombre...»
Y con orgullo de comunistas podemos decir que como hombres —en la más humana
acepción de la palabra unamunesca, de aquel Unamuno que en la universidad de
Salamanca gritó a los sublevados franquistas: «Venceréis, pero no convenceréis»—, y
como héroes de leyenda, se han comportado los comunistas españoles en la lucha
diaria contra la dictadura franquista; en las cárceles; ante las torturas y ante los
pelotones de ejecución.
Los nombres de nuestros camaradas torturados y ejecutados, en cuya lista culmina
nuestro inolvidable Julián Grimau, forman legión.
Y cada uno es un ejemplo, en el que se aprende a vivir y morir con dignidad.”
Cerró aquel inolvidable acto el camarada Jacques Duelos, que terminó su alocución con las
siguientes palabras:
“Nosotros los comunistas franceses estamos con la España de Federico García Lorca,
con la España de Julián Grimau, con la España de Pasionaria, con la España del pueblo
que queremos ayudar a salir de las tinieblas de la servidumbre para acceder al sol de
la libertad.
Estamos con la España admirable que sufre, pero que lucha, y que lucha no solamente
por ella, sino por nosotros.
Estamos con vosotros, trabajadores y demócratas de España, pues sabemos que la
victoria de la democracia, al otro lado de los Pirineos, será también una victoria de los
trabajadores y demócratas franceses.”
Y pensando en esta noble y valerosa España que lucha, que sufre y espera, Jacques Dulos
evocó así los bellos versos de Paul Éluard:
Un día Fidel Castro me invitó a visitar Cuba, invitación que acepté con agrado. Era el
invierno de 1963. Hicimos el viaje con escala en Murmansk, donde la cálida acogida de los
marinos soviéticos suavizó un poco las bajas temperaturas de aquel puerto nórdico.
Yo hubiera deseado llegar a Cuba como cualquier visitante, sin ruidos, sin protocolos, sin
ruedas de prensa. Ver y estudiar la experiencia de una revolución socialista en un país
donde se habla nuestro idioma.
Pero ello no era posible. En el aeropuerto José Martí estaba esperándome Fidel Castro, que
me recibía como a la representante de la España combatiente, de la España antifascista.
Durante nuestra visita a Cuba, en todas partes encontramos el cariño, la solidaridad del
pueblo cubano hacia nuestro pueblo. Iba a celebrarse el quinto aniversario de la victoria de
la revolución cubana, encabezada por Fidel. Y sentí la emoción y la alegría de vivir
aquellas jornadas junto al pueblo cubano tan fraternalmente nuestro.
Recorrí, acompañada de camaradas cubanos, de Irene y de Azcárate, que conmigo hacían
el viaje, las llanuras de Camagüey, las estribaciones de Sierra Maestra, visité a los mineros
y metalúrgicos de Nícaro,
a los trabajadores de centrales azucareras, los centros docentes de La Habana, de Santiago,
impresionándome el despertar de los valores humanos e intelectuales de un pueblo liberado
de tantos yugos.
Durante todo nuestro recorrido los cubanos me recibían como a persona muy cercana a
ellos, como algo suyo. Recuerdo que en Santiago, al salir de una casa, se me acercó un
negro de gran estatura, que me abrazó cariñosamente y me decía: «Dolores, yo también soy
descendiente de vascos.»
Conocí a muchos hombres y mujeres extraordinarios forjadores de la nueva sociedad
cubana. Pero la mayor impresión recibida en aquel viaje fue el trato personal con Fidel
Castro. El hombre que frente a la tiranía que ensangrentaba su patria, supo comprender que
la hora de Cuba había sonado en el reloj de la historia y se lanzó al difícil combate que
abrió para Cuba el camino de la libertad y del socialismo.
En mi estancia en Cuba pude escuchar directamente algunos discursos de Fidel. Y nadie,
en esos discursos, que eran un diálogo con su propia conciencia y con su pueblo, sabría
decir qué parte de emoción era la suya y cuál otra la transmitida a él mismo por el pueblo
que confía en su dirigente revolucionario.
Cuba aporta al acervo revolucionario de los pueblos una experiencia original, que viene a
confirmar la necesidad de romper con viejos moldes y concepciones dogmáticas. La
revolución cubana es una parte inseparable de nuestra vida y de nuestra lucha, sobre todo
de la lucha de los pueblos de América latina por su libertad e independencia nacionales.
Yo leí en el diario cubano El Mundo la siguiente frase dirigida a mi persona: «Estamos
seguros de que al pisar esta tierra cubana ha comenzado a sentirse un poco en la suya
distante, porque encontrará en
el corazón de cada cubano la devoción que todos sentimos hacia su pueblo.»
La hermandad, la solidaridad del pueblo cubano para con el pueblo español, la habían
rubricado ya con su sangre y su sacrificio los cubanos que participaron en nuestra guerra
de liberación, como Pablo de la Torriente Brau, como Candon, Alberto Sánchez y tantos
otros, cuyo recuerdo vivirá eternamente en nuestra memoria.
Qué bien lo ha dicho Nicolás Guillen, poeta cubano y universal:
Viéndote estoy las venas
vaciarse, España, y siempre
volver a quedar llenas...
... Yo, hijo de América,
corro hacia ti, muero por ti,
yo que amo la libertad con sencillez…
Celebramos la entrada en el año nuevo en una granja cercana a la capital, al aire libre,
comiendo lechón y muchas cosas buenas, con Raúl Castro, Ramiro Valdés, Vilma Espín,
Haydée Santamaría y con camaradas cubanos y españoles, con Jerez, Ciutat, Soliva, Pedro
Atienza y sus familiares, con decenas de compatriotas que trabajaban en Cuba. Cantamos y
charlamos hasta muy tarde, rodeados de amistad y alegría.
Ya amanecía cuando llegó Fidel a saludar el naciente año al lado de sus amigos españoles.
En el centro español Julián Grimau, invitada por José María González Jerez, responsable
entonces de la emigración española en Cuba, pude visitar a mis compatriotas que con
entusiasmo colaboraban y ayudaban a la Isla de la Libertad.
Los amigos cubanos que habían encabezado la solidaridad con la España antifascista
durante nuestra guerra civil, me regalaron una estatuilla de bronce, reproducción de un
busto que en Madrid me hiciera el escultor norteamericano Jo Davidson. Me chocó que el
busto estuviera agujereado por disparos de pistola.
Y la explicación fue la siguiente: en los años de Batista se perseguía sañudamente a los
simpatizantes de la España republicana. Un día penetraron en el local de aquellos amigos
nuestros varios policías y, al no en contrar a nadie, la emprendieron a tiros con mi efigie de
bronce. Los amigos cubanos habían guardado el busto herido como un talismán, que yo
conservo agradecida.Después de cinco semanas de apretada actividad, decidimos
emprender el viaje de retorno a la Unión Soviética. Fidel Castro me invitaba a quedarme en
Cuba. «Aquí —me decía— puedes trabajar para España y sentirte un poco en tu tierra...»
Yo recordaba que en nuestros viajes por la isla del Caribe habíamos atravesado aldeas que
llevaban nombres vascos, de mi tierra natal... Le agradecí con el alma su generosa
invitación.
—Pero tengo a mi hija y a mis nietos allá, en Moscú.
—Eso se arregla en seguida —repuso Fidel—. Los traemos a todos aquí, a vivir contigo.
Al no poder convencerme añadió con esa mirada traviesa, típica en él:
—Pues le quitamos un tornillito al avión, y ¡nada, que no te vas!
En el aeropuerto José Martí nos despidieron los dirigentes cubanos. Fidel me abrazó
cariñosamente con esa expresión tan cubana: «Nos estamos viendo.» El entonces
presidente del Soviet Supremo de la
URSS, Nicolai Podgorni, regresaba también a su país en el mismo aparato que nosotros. El
avión despegó.
Y para asombro nuestro, momentos después apareció Fidel acompañado de dos
compañeros trajeados de verde oliva. Fidel se acercó a mí y me preguntó sonriente:
«Dolores, ¿voy bien abrigado para los fríos rusos?» Le aseguré que iba bien y Fidel se
sentó en nuestra cabina, acompañándonos durante gran parte del vuelo. Fuimos charlando
toda la noche sobre Cuba, sobre España, sobre Galicia, donde, según nos dijo, vivían
familiares suyos, sobre los guajiros cubanos, sobre tantas otras cosas... Por cierto que en
nuestra cabina, dentro de una bolsa negra, llevábamos dos jaulas que alojaban a una
cotorrita y un canario, regalo de unos jóvenes cubanos que las habían depositado en el
avión, sin cumplir, creo yo, requisitos Reglamentarios.
Y realmente íbamos con cierta preocupación de que la cotorra comenzase a discursear;
cosa que felizmente no ocurrió, gracias a que el animalito seguramente «se hizo cargo de la
situación».
En el aeropuerto de Moscú se tributó a Fidel un gran recibimiento. Nikita Jruschov y otros
dirigentes, así como numerosos trabajadores daban la bienvenida al popular líder cubano.
Días después, encontrándome en mi casa de Moscú, sonó el teléfono. Cuál no sería mi
sorpresa cuando escuché la voz inconfundible de Fidel que me preguntaba, muy a lo
cubano, «si tenía viandas».
Comprendí que deseaba almorzar en mi casa, cosa que me alegró grandemente.
Empezamos toda la familia a preparar la comida. Y, en efecto, poco después Fidel se
presentó con cinco o seis acompañantes cubanos. Lo primero que hizo fue entrar en la
cocina, destapar las cazuelas, diciendo: «Esto sí que huele a comida española.» En verdad
que fue un día sumamente agradable para nosotros.
Mi nieto Fiodor, que entonces tendría unos ocho años, adornó con una cinta una pata de la
silla que
ocupara Fidel.
Meses después, el camarada José María González Jerez me recordó e informó de algunos
datos anecdóticos sobre la repercusión «diplomática» de mi visita a Cuba.
Con motivo del quinto aniversario del triunfo de la revolución cubana se celebró una
recepción en el palacio presidencial. Como era habitual, asistieron a ella el cuerpo
diplomático acreditado en Cuba, personalidades de la cultura y el arte, dirigentes de la
revolución e invitados extranjeros. Yo asistí
también. Llegué puntualmente. Unos minutos después llegó el Encargado de Negocios de
España. En aquella fecha no había embajador. Sin salir del coche, preguntó al responsable
del protocolo que lo recibió:
—La señora Ibárruri, ¿ha llegado ya?
Sorprendido por la inesperada pregunta, pero con sonrisa cortés, le respondió:
—Sí, señor, ha llegado hace unos minutos.
Y el diplomático español, con gesto de disgusto, dio las gracias, cerró la puerta del coche y
ordenó al chófer el regreso a la Embajada. Por lo que sucedió unas semanas después, todo
indica que tenía órdenes estrictas, llegadas de Madrid, de no coincidir conmigo en una
recepción.
hecha hace varios meses. Voy a llevar a Madrid un ejemplar de Granma con la noticia de
esa invitación. Ya ve —añadió—, me ha dado usted argumentos bastante convincentes que
pueden aclarar la situación. Le estoy muy agradecido.»
La despedida fue muy cordial. El encargado de Negocios de España —añadía Jerez— no
dijo en esta ocasión lo que seguramente pensaba: que para representar bien a España en la
nueva Cuba, un buen diplomático tendría que enriquecer su acervo cultural con algunos
conocimientos de mecánica, avicultura, ganadería, genética, porque de lo contrario era
difícil participar en una conversación con Fidel Castro que, inesperadamente, puede
discurrir por los caminos más insospechados.
Nos conocíamos desde la España en armas. Éramos amigos. Cuando visitaba Moscú
siempre venía a mi casa, que se llenaba de sus admirables acentos chilenos, se llenaba de
su rostro impresionante, indio, hermano.
Cuando nació mi nieta Loli, Neruda le hizo un regalo: una preciosa sillita de mimbre,
tejida por manos artesanas rusas, que él encontró en sus viajes por las estepas del país
soviético. Se la dedicó así:
«Salud, nueva camarada.»
Y hablaba de lo nuestro, de España, de Chile, de nuestras luchas y nuestras esperanzas.
Después nos vimos en París. Nos invitó a comer a su Embajada. Porque Neruda era
entonces el representante del Chile de Allende en Francia. Antes había sido cónsul en
España.
Me contaba sus dificultades, las provocaciones que elementos reaccionarios le organizaban
a cada paso. Él sufría, porque él era poeta y revolucionario y amaba a su pueblo sobre
todas las cosas...
Y llegó la noticia estremecedora... Pablo Neruda no pudo sobrevivir a la muerte de aquella
ilusión suya y de su pueblo, la muerte de Allende, la muerte de la libertad.
Yo escribí entonces:
tú, camarada y amigo, poeta admirado de España y de Chile, poeta de todos los
pueblos de habla española, de todos los pueblos que luchan por la libertad y la
dignidad humanas, amigo inseparable de nuestro gran Alberti y de María Teresa.
Tú escribiste un día, como sólo tú sabías hacerlo:
somos partidarios
somos precursores de un mundo mejor
a engrosar nuestras filas venid
a prestarnos ayuda llegad
que es preciso emprender ruda lid
por la causa de la humanidad.
Es del socialismo la roja bandera
la que tremolamos sin nunca ceder
ella constituye nuestra vida entera
y bajo sus pliegues hemos de vencer
¡Y venceremos!”
Lo inesperado —no programado— de aquella canción levantó al público, que renovó sus
gritos de «libertad», «libertad».
Entretanto habían llegado los autocares esperados y el estadio vibró con nuevos
entusiasmos.
Y empezó el mitin. Resuena firme y vigorosa la voz de Santiago Carrillo en banda
magnetofónica.
Comenzó refiriéndose al vivo interés político despertado en España y fuera de España por
aquel mitin y señaló que ya antes de que se pronunciara una sola palabra desde la tribuna,
quedaba de manifiesto lo fundamental: esa presencia multitudinaria, «voz muy poderosa
que clama, no contra España —como nos acusan los portavoces del fascismo—, sino ¡por
España, por nuestra patria y por nuestro gran pueblo, digno como el que más de obtener la
libertad y la democracia!»
No sabíamos entonces que sólo un año nos separaba de la muerte del Caudillo. Pero sí
sentíamos muy cerca el aliento de la libertad. La banda continuó funcionando con mi voz,
que decía:
“Voces y acentos que nos conmueven hasta lo más hondo del alma nos recuerdan a la
España combatiente, a la España indomable, a la España inmortal.
A la España de la historia y de la leyenda, de Cervantes y de Goya, de Unamuno, de
García Lorca, de Miguel Hernández y de Picasso. A la España de la República y de la
democracia, a la España del presidente Companys, de Aguirre y de Negrín.
A la España que sigue inmortalizando con sus versos maravillosos nuestro Rafael
Alberti, cuyas canciones «aleteaban en los frentes de la resistencia popular, entre el
tronar de los cañones, para volar después sobre toda la tierra», como decía otro
gigante de la poesía, el inolvidable Pablo Neruda, víctima del odio del Franco chileno,
el innoble general Pinochet.
A la España de Grimau y de todos los asesinados por los franquistas. A la España de
Puig Antich, ejecutado en garrote vil en su Cataluña natal, a la España de Sánchez
Montero y de Camacho, de los dirigentes obreros condenados a largas penas de
presidio por el delito de defender los derechos de los trabajadores.
A la España de nuestros héroes y de nuestros mártires, de los guerrilleros y de los
combatientes innominados; de los campesinos de Extremadura, de Andalucía y
Castilla; de los trabajadores de Vigo y de El Ferrol, de Madrid, de Asturias, de Cataluña,
del País Vasco y de Navarra.
Pero aun doliéndonos el largo exilio, que a veces ha hecho decir, como a un amigo
portugués emigrante como nosotros: esto da volontade de morir, no nos arrepentimos
del camino emprendido, porque tenemos el legítimo orgullo, el orgullo revolucionario,
de haber luchado por una causa justa y la seguridad de que el mañana democrático ha
comenzado a amanecer ya hoy sobre nuestra patria.
Celebramos esta fraternal reunión de españoles fuera de España, bajo el signo
alentador y emocionante del Portugal hermano, donde una dictadura fascista de casi
medio siglo se ha hundido en unas horas, prácticamente sin ninguna violencia. Gracias
a la unidad y la lucha de las fuerzas populares y del movimiento de las fuerzas
armadas, gracias a la inteligencia política y al patriotismo de audaces capitanes y altos
mandos militares, Portugal se ha transformado en un país democrático, en un Portugal
que avanza —no sin dificultades, porque los alumbramientos nunca son sin dolor—
pero confiando en su fuerza y en su derecho, por el camino de la democracia,
levantándose más entrañable que nunca en las fronteras occidentales de nuestra
patria, como un faro de esperanza, de justicia y de libertad para nuestro pueblo y
nuestro país.
Y al saludar con hondísima emoción al pueblo portugués y a sus dirigentes, segura de
interpretar vuestros sentimientos y vuestras esperanzas, permitidme decirles con el
alma: ¡HASTA PRONTO, camaradas, amigos y hermanos portugueses, EN UNA ESPAÑA
LIBRE Y DEMOCRÁTICA, en la que sea posible la convivencia política de todos los
españoles!
... Nosotros, comunistas, no pensamos en la traslación mecánica de la experiencia
revolucionaria de un país a otro, porque las condiciones políticas, sociales y
económicas no son nunca idénticas. Cada país sigue su propio camino democrático y
revolucionario. Nuestro partido, dando pruebas de su gran sentido político,
democrático y nacional, lucha infatigablemente por un pacto para la libertad, por una
convergencia de opiniones y de propósitos que permita la transición del franquismo a
la democracia sin choques sangrientos ni mayores violencias...
Larga y dolorosa ha sido nuestra lucha y heroica la resistencia de nuestro pueblo. Pero
al curso de la historia, como al de los grandes ríos, no es posible ponerle diques de
arcilla. Y el franquismo aparece ya hoy como un montón de barro endurecido pero
quebradizo, amasado con la sangre y con las vidas de más de un millón de españoles,
y erosionado por la permanente resistencia popular, y especialmente por las luchas de
las nuevas generaciones, por vosotros, camaradas y amigos, que sois la expresión
emocionante de la voluntad de todo nuestro pueblo, de vivir en una patria libre y
democrática.
En este movimiento laboral, nuevo, combativo, juegan un papel relevante las
Comisiones Obreras que, aquí mismo, en Ginebra, han sido reconocidas oficialmente,
Estas afectuosas y amables palabras del Nehru no eran coyunturales. Durante los largos
años de nuestra lucha hemos sentido la amistad y la solidaridad de nuestros amigos de la
India.
Todos los que me conocen saben que yo soy enemiga de los homenajes. Lo soy por
naturaleza —me intimidan las hipérboles—. Lo soy también por experiencia: he vivido
tantos homenajes rendidos a personajes cumbres, he escuchado tantas flores que más tarde
se transformaban en abrojos...
Bien. Pero yo cumplía ochenta años... Una vida, una larga vida... Y mis camaradas y
amigos me nacían la siguiente reflexión: tu vida, tu combate, porque tú lo has querido,
pertenece al partido, al pueblo, a los pueblos. Porque a ellos te has consagrado durante más
de sesenta años. Un homenaje a Pasionaria es un homenaje a los comunistas, a la
democracia, a la libertad...
Había más. Se preparaba en Roma una importante concentración de solidaridad con
nuestro partido motivada por mi dilatadísimo aniversario. Y en Moscú, los camaradas
soviéticos y los españoles allí residentes reclamaban su derecho a celebrar mi cumpleaños.
Por algo había sido «moscovita» durante tanto tiempo. ¿Qué hacer?
Resolví aceptar lo que decidieran mi partido y mis amigos.
Y la decisión fue sencilla: celebrar dos actos, uno en Roma y otro en Moscú.
Para ser sincera, mis ochenta años no me pesaban demasiado. El calendario los marcaba
puntualmente. Pero yo no me sentía vieja, vieja. Recordaba a Jorge Dimítrov cuando
afirmaba que la vejez no la determinan los años, sino el ánimo, el espíritu combativo, el
corazón rebelde...
Y nuestro Alberti lo dijo estupendamente un día que se discutían «problemas de la edad»:
Que como la libertad
el hombre cuando está vivo
en la luz no tiene edad.
Y mientras arda la luz
negros o albos los cabellos
arderá la juventud.
Pues bien. Ya estaba yo de nuevo en Roma. Y no como una reliquia, sino como una
combatiente.
Llegué con mi hija, con mi nieta, con Irene, y me recibieron muchos amigos.
Fui recibida en Roma como invitada de la ciudad —no sólo del PCI—. En Fiumicino me
pasaron a una sala destinada a las personalidades. En un local contiguo —me comentaron
los camaradas italianos— se encontraba el embajador de España esperando a no sé qué
jerarquía.
El alcalde de Roma —democristiano— nos recibió en Campodoglio a Santiago Carrillo y a
mí. En presencia de políticos de diversos partidos, entre ellos Pietro Nenni y Saragat, nos
saludó en correctísimo español y nos entregó la medalla de Roma.
Respondí a nuestro anfitrión agradeciéndole su gesto cordial y la expresión de su amistad
solidaria hacia nuestro pueblo.
Mi emoción, mi sorpresa, fueron inenarrables cuando al entrar en el inmenso Palacio de los
Deportes de Roma me saludaron veinte mil voces, veinte mil amigos...
Y me saludaron en italiano, en español, en qué sé yo cuántos idiomas. Con banderas, con
sloganes solidarios para la España que lucha por la libertad...
Y en seguida me sentí fundida, arropada, comprendida por aquella masa humana. Había
huido mi timidez. Allí estaba entre los míos, entre lo mío...
Era el 14 de diciembre de 1975. Franco ya había muerto. Toda España estaba en
movimiento; la libertad se mascaba, se sentía... Sin embargo, quedaban aún batallas que
librar, que ganar...
Un diario francés había escrito que en España todo dependía de quién falleciera antes:
Franco o la Pasionaria. Al leerlo, yo había sonreído. Las cosas eran mucho más
complicadas, no tan periodísticamente pintorescas.
Franco había muerto. Y la Pasionaria seguía exiliada, con ochenta años a cuestas, habiendo
atravesado largos, interminables caminos de lucha y esperanza. Y sin poder conmemorar su
cumpleaños en su patria, con su pueblo. Los camaradas y amigos italianos, mis camaradas
Y añadía:
“Mientras que Dolores no pueda hablar en Madrid, el franquismo no habrá
desaparecido.
Si nuestro partido ha logrado mantenerse unido, a pesar de la erosión de 36 años de
persecuciones fascistas, de deserciones, intrigas y ataques de que hemos sido objeto,
el mérito mayor corresponde a la camarada Dolores Ibárruri, a su inteligencia y a su
coraje moral y político.
Dolores, España te espera. España sabe que sólo habrá democracia verdadera cuando
tú y el Partido Comunista, junto a las demás fuerzas políticas, democráticas y
nacionales, puedan actuar libremente.”
Con emoción escuché las palabras afectuosas del presidente del PCI, mi compañero de
tantos combates Luigi Longo, comisario jefe de las Brigadas Internacionales, que nos traía
el saludo de los garibaldinos y de aquellos que en Italia participaron en la expulsión del
ocupante alemán.
“La amistad y la solidaridad entre nuestros dos partidos —dijo—, entre nuestros dos
pueblos, tiene raíces profundas y lejanas. Nació en aquellos años de duros combates.
Saludo a Pasionaria, «toda espíritu de sacrificio, toda modestia, toda fuerza
revolucionaria que fue la bandera, la voz más alta y noble de aquella batalla».
Y terminaba diciendo:
“Camaradas, amigos: Yo no os digo adiós, sino hasta pronto, en Madrid .”
Pocos días después nos reuníamos en Moscú también bajo el signo de mi 80 aniversario.
Fue un acto muy cordial, celebrado en la sala de actos de la Casa de la Ciencia. Allí
estaban mis compatriotas, que conmigo habían compartido la emigración en la URSS. Allí
estaban centenares de amigos soviéticos siempre solidarios con nosotros. Ignacio Gallego
había llegado a Moscú para acompañarme. Se hallaba presente el veterano dirigente
soviético camarada Pelshe. Boris Ponomariov leyó un mensaje en nombre del comité
central del PCUS y me impuso la Orden de la Revolución de Octubre:
“Le deseamos, querida Dolores Ibárruri, buena salud, largos años de vida y éxitos en la
lucha por el establecimiento de un régimen verdaderamente democrático, por la paz y
la amistad entre los pueblos, por el socialismo.
La lucha del pueblo español contra el fascismo, por la libertad y la democracia, entra
en su fase decisiva.
Surge la posibilidad real de liquidar el último régimen fascista en Europa.”
Ocurrió en el verano de 1976. Y nuevamente en Roma. Por última vez se reunía el pleno
ampliado de nuestro comité central en el exilio. Pero no como estábamos habituados en la
clandestinidad, usando nombres de guerra, disfrazados. No, fuimos todos con rostro
descubierto, con nombres y apellidos auténticos. A plena luz, con la presencia de prensa
española y extranjera, con muchos amigos.
Era una reunión abierta, pública. Lo que aún se nos negaba era poder reunimos en nuestra
patria. Pero el exilio no había de durar mucho...
Recuerdo el gesto de asombro de periodistas y amigos al descubrir que destacadas
personalidades de la política, del movimiento obrero, de la intelectualidad, del arte, se
presentaban allí como miembros del comité central del PCE.
A nadie se le concedía ya la palabra con nombres casuales: Pedro, Elias, José, Carmen.
Pedían la palabra personas conocidas que hasta entonces nadie sabía que eran comunistas.
Fue un golpe de audacia que tuvo en el país un importante eco y que sin duda ayudó a
acelerar la legalización de nuestro partido.
Nos acompañaban en aquella memorable reunión, en calidad de invitados, dirigentes de los
partidos de izquierda y personalidades progresistas españolas que saludaban cordialmente a
la reunión comunista.
No he olvidado —quizá por tratarse de un paisano mío— las palabras de José María
Benegas, de la ejecutiva del PSOE:
“Al Partido Comunista de España y al Partido Socialista Obrero Español, a pesar de sus
diferencias, que las hay, nos une hoy la lucha por la libertad del pueblo, y mañana nos
unirá, y habremos de cerrar nuestras filas, en la lucha por el socialismo y la liberación
de la clase trabajadora.”
Y en verdad que fue un gran acontecimiento político. En todos nosotros allí presentes
renacía una gran esperanza y alegría que se leía en nuestros semblantes.
Santiago Carrillo pronunció el discurso político cuyo contenido correspondía al momento
que vivíamos, momento de cambio histórico al que debía adaptarse la política,
organización y acción del partido.
Se acordó editar el carnet del PCE y entregarlo a todos sus miembros.
En el discurso de apertura que yo pronuncié en el Teatro delle Arte, reafirmé «nuestro
irrenunciable derecho a actuar legal y libremente en nuestro país».
“Es conocido que en España se han celebrado congresos de otros partidos y
organizaciones de la oposición, hecho que saludamos, porque ello demuestra cierto
progreso; y nosotros, comunistas, no renunciamos al derecho de reunimos legalmente
y de actuar en nuestra patria, como partido nacional, democrático, de honda
raigambre popular, con el que hay que contar para la solución de los grandes
problemas políticos y sociales del Estado español.
Nosotros somos internacionalistas, solidarios con todos los pueblos que luchan por su
libertad nacional y social. Pero somos un partido español, que no obedece a ninguna
disciplina internacional, y en ello, es obvio insistir.
Son bien conocidos los sacrificios de los comunistas españoles en la lucha por la
democracia y la libertad, y nuestra constante aportación a esa lucha, así como el
esfuerzo por desarrollar la teoría marxista adaptándola a las condiciones concretas de
nuestro país.
Hablando de sacrificios, yo quiero recordar que ahora mismo están imposibilitados de
asistir a nuestro pleno, por hallarse encarcelados en Carabanchel, los miembros de
nuestro comité ejecutivo: Simón Sánchez Montero, Francisco Romero Marín y Santiago
Álvarez, cuya libertad, así como la de todos los presos políticos y sociales, exigen las
masas populares con sus protestas y manifestaciones a través de todo el país.
Y desde esta tribuna de amplitud internacional saludamos a nuestro querido camarada
Luis Lucio Lobato, miembro del comité ejecutivo de nuestro partido que acaba de ser
arrancado de la prisión, como resultado de la movilización de masas, en favor de su
libertad.
Asisten a nuestro pleno, honrándonos con su presencia, representantes de diversos
partidos, grupos y sectores de la oposición española a los que en nombre de la
dirección de nuestro partido y de todos los camaradas aquí presentes, saludo
cordialmente, deseando que este hecho se convierta en costumbre, que nos ayudará a
conocernos mejor y a establecer relaciones cordiales entre todas las fuerzas
democráticas.
Los combatientes veteranos nos sentimos orgullosos al ver esta juventud nuestra, que
es nuestro relevo, y que continúa el combate. Y en ella está la fuerza que ha de
cambiar la fisonomía política de nuestro país, abriendo las compuertas de la
democracia, que el franquismo creyó haber cerrado para siempre y que hoy se
desprenden de sus férreos marcos bajo el impulso de la lucha que se desarrolla en
todas las nacionalidades y regiones de nuestra patria multinacional y multirregional.
No es un secreto para nadie que los comunistas hemos sido los más brutal y
sangrientamente perseguidos por la dictadura, persecución que alcanzó cotas
estremecedoras. Pero esa represión no pudo romper en la conciencia de nuestro
pueblo su voluntad de lucha contra el franquismo y su decisión de mantener viva su
confianza en un futuro democrático que ya comienza a alborear en nuestra patria. Y no
es ninguna exageración decir que el alma mater de esa confianza ha sido, en gran
medida, el Partido Comunista, que ha mantenido una gran resistencia heroica durante
cuarenta años y ahora emerge con una fuerza, con la que hay que contar, aunque no
se esté de acuerdo con todos nuestros postulados. Una fuerza sin la cual no es posible
construir la democracia en España.
Conscientes de nuestra responsabilidad ante España y ante la Historia, los comunistas
fuimos los primeros en plantear ante nuestro pueblo la necesidad de la reconciliación
nacional, que no era una reconciliación imposible de clases, sino el camino hacia la
convivencia nacional de los diferentes grupos en presencia.
En España se está creando un nuevo clima de convivencia que facilitará la actividad de
unas y de otras fuerzas, en el afán común de hacer de nuestro país, la patria de todos
los españoles, abierta a la democracia y al progreso social.
En los últimos años se ha producido en España un fenómeno de extraordinaria
importancia, y no seríamos marxistas si no fuéramos capaces de estudiarlo,
comprenderlo y asumirlo. Me refiero a las nuevas corrientes en el movimiento católico,
que tienden hacia el socialismo; que hacen suyos los principios fundamentales del
marxismo, situándose en una neta posición de clase.
En un país de honda tradición católica como el nuestro, esta corriente, ya
considerable, añade una nueva dimensión al partido, refuerza la lucha por el
socialismo.
Afrontamos esta realidad sin dogmatismos y convencidos —la práctica lo está
demostrando— de que en ella encontraremos muchos militantes capaces de laborar
por la realización de los ideales y las soluciones contenidos en el programa de nuestro
partido.
Todo indica que éste será el último pleno del comité central que celebramos fuera de
nuestro país. Los millones de manifestantes que han recorrido las calles de tantas
ciudades españolas exigiendo amnistía y libertad demuestran que hay un pueblo en
Los micrófonos de la Pirenaica hicieron posible nuevamente que mis palabras de protesta
contra el terror del franquismo agonizante pero permanentemente brutal y mi solidaridad
fraternal con los camaradas de CC.OO. del Proceso 1001, llegaran a Carabanchel:
“Mañana, día 20 de diciembre, vísperas del 40 aniversario del famoso proceso incoado
por los hitlerianos contra el heroico comunista búlgaro Jorge Dimítrov, van a ser
juzgados en España un grupo de dirigentes de Comisiones Obreras acusados de luchar
por las libertades sindicales, por el restablecimiento de la democracia y la libertad en
nuestro país.
Son diez hombres, en la más alta acepción de la palabra, que con dignidad y firmeza
revolucionarias representan a la España del trabajo y de la cultura frente a la
sangrienta dictadura franquista.
Por ironía de la historia van a ser juzgados no los victimarios que ahogaron en sangre a
la República española, sino un grupo de hombres cuyo delito es luchar en defensa de
los derechos de los trabajadores contra los desafueros de los detentadores del poder.
De la justicia y de la nobleza de la causa por la que fueron encarcelados los «diez de
Carabanchel», como cariñosamente nombra nuestro pueblo a los hombres que
mañana van a comparecer ante los tribunales, habla la simpatía y la solidaridad hacia
ellos, no sólo de la clase obrera, sino de todas las fuerzas políticas democráticas y
progresivas de nuestro país.
Las más destacadas figuras del foro español, entre ellas conocidas personalidades
católicas, van a ser los defensores de los «diez» ante los tribunales.
Las grandes centrales sindicales, los partidos comunistas, socialistas, radicales, las
organizaciones de masas de los países de Europa, de América y de todo el mundo,
levantan su voz exigiendo la libertad de los dirigentes obreros españoles.
Expresión de esta amplia y humana solidaridad, son las delegaciones de observadores
y de juristas que, según se anuncia, irán de Inglaterra, Italia, Francia y otros países
para asistir al proceso y llevar su apoyo y simpatía a sus hermanos de clase.
Pero esto, siendo mucho, no es suficiente. Todos debemos participar en esta campaña
de defensa, que es una obligación sagrada para todos los trabajadores, para los
intelectuales, para quienes aspiran a vivir en una patria libre, democrática y soberana.
El enfrentamiento con el régimen de las fuerzas progresivas de nuestro país a escala
nacional en los campos políticos y religiosos a todos los niveles alcanza ya límites sin
precedentes.
No es solamente la clase obrera, acostumbrada a duras luchas por sus reivindicaciones
económicas o políticas. Son los universitarios, alumnos y profesores, son los
profesionales, son las mujeres, son los más destacados intelectuales de nuestro país.
Son sacerdotes y jerarquías eclesiásticas. Es, y ello constituye un signo de los tiempos,
la clase media. Son las fuerzas nacionales de Cataluña, Euskadi y Galicia. Es Navarra,
la vieja Navarra de tradición combativa que hoy marcha junto a todas las fuerzas que
luchan por la libertad y la justicia.
“Es la juventud obrera y estudiantil, que no vivió la guerra, pero que se rebela contra
la dictadura, porque toda la mentira del franquismo va desmoronándose ante la
descarnada realidad.
Entre el régimen franquista y el pueblo en su más amplia acepción existe un abismo
insalvable.
Para mí fue una larga marcha —pese a la relativa brevedad del tiempo— erizada de
emociones, dificultades, angustias, que a veces parecían insuperables, y también de lo que
yo peor soporto, de una dilatada espera.
Esta larga marcha fue para Carrillo incomparablemente más movida, peligrosa, y, por
tanto, apasionante y menos larga...
Ya en febrero de 1976, Santiago se colocó la peluca y las lentillas, y con la ayuda de
nuestro amigo Teodulfo Lagunero se introdujo en España.
Gracias a la audacia y a la colaboración eficacísima de inteligentes camaradas, Santiago
salía y entraba en España, asistiendo a entrevistas importantes, a reuniones políticas, a
plenos de la dirección del partido... No pudo Santiago —es una suposición mía— resistir la
tentación de penetrar alguna vez en España por Málaga, como lo soñara en 1944. Y así lo
hizo en septiembre de 1976. Claro que sin los sesenta guerrilleros que tenía preparados
treinta años atrás, pero sí afrontando serios riesgos, que con sangre fría y buenos amigos
pudo sortear.
El plan de los dirigentes comunistas para forzar la legalización del PCE avanzaba audaz y
sistemáticamente: Entrevistas con altas personalidades políticas, intervius concedidas en
Madrid a la televisión francesa y sueca. Y una espectacular rueda de prensa de Carrillo ante
los medios de comunicación, en un apartamento madrileño, rodeado de dirigentes del
partido; todo esto, se entiende, dentro de la clandestinidad.
Días después, en vísperas de Nochebuena, Carrillo y la mayoría del comité ejecutivo son
detenidos y encerrados en Carabanchel, al salir de una reunión.
Yo cursé inmediatamente un telegrama de afecto y solidaridad a mis camaradas detenidos.
Por la Pirenaica hice la siguiente declaración:
“En momentos en que el pueblo español, todos los demócratas españoles, esperan y
demandan la legalización del Partido Comunista, una de las fuerzas políticas
esenciales de nuestro país, cuando exigen que el secretario general de nuestro partido
pueda actuar libre y normalmente en España, el gobierno Suárez decide detener a
nuestro camarada Carrillo y a varios dirigentes comunistas.
Como era de esperar, inmediatamente se ha hecho sentir la protesta nacional e
internacional por tan antidemocrático acto y la solidaridad con los dirigentes
comunistas de todas las fuerzas de la oposición que exigen su libertad y legalización.
Y ahora, cuando comienza la etapa electoral y contradiciendo las declaraciones del
gobierno de respetar las opciones políticas de los españoles, se comete este acto de
violencia y arbitrariedad, con lo cual se viene a obstaculizar la reconciliación de todos
los españoles, la normalización democrática de nuestro país.
Nuestro partido, con las demás fuerzas democráticas, se pronunció netamente por
elecciones libres, de carácter constituyente, que devuelvan al pueblo español la
soberanía que durante cuarenta años le ha sido usurpada. Para ello son
imprescindibles las libertades políticas para todos los partidos políticos sin exclusión, la
libertad inmediata de Santiago Carrillo y la garantía de actuación política en España.
Y como mensaje de Año Nuevo pronuncié las siguientes palabras, movida por la gran
nostalgia que oprimía mi espíritu, al verme aún condenada a permanecer en el exilio. Mi
saludo, transmitido por la Pirenaica, fue grabado, y después leído en una sala de fiestas del
barrio de Carabanchel donde estaban congregados muchos comunistas y amigos:
“¡Amigos y camaradas!
Estamos con el pie en el umbral del Año Nuevo.
El canto del gallo en esta última noche de 1976 anuncia el amanecer de una España
de libertad y de justicia, donde los hombres y mujeres puedan expresar sus ideas sin
temor a las persecuciones y a las cárceles.
Y avanzamos con la cabeza erguida sin inclinarnos ni ante la represión ni ante los
actos autoritarios, arbitrarios e injustos vetos del gobierno Suárez.
Yo me había ilusionado con la idea de poder celebrar la fiesta de Año Nuevo en mi
patria, con mi pueblo, con los camaradas de mi partido, con nuestro secretario
general, Santiago Carrillo. Y creo que ello es un deseo humano y legítimo, después de
cuarenta años de dictadura franquista, de exilio y de duras pruebas.
Pero la decepcionante realidad es que Carrillo y siete miembros del ejecutivo del
Partido Comunista de España están en la cárcel de Carabanchel.
Y yo me encuentro aún a varios miles de kilómetros de España, porque el gobierno
español sigue negándome el pasaporte al que tengo derecho como ciudadana
española.
Espero que la poderosa movilización de nuestro partido, de nuestro pueblo, de todas
las fuerzas de oposición democrática, apoyadas por la solidaridad internacional,
impondrán la libertad de todos los camaradas detenidos, así como la legalización de
nuestro partido, y de todas las organizaciones democráticas.
Ninguna medida represiva ni autoritaria podrá interrumpir el curso de la historia.
La oposición unida, la movilización combativa de la clase obrera y de las masas
populares, impondrán la democracia en España.
Todos los esfuerzos por paralizar la acción popular, por dividir la oposición, fracasarán.
Entramos en el Año Nuevo resueltos a continuar la lucha hasta que en España se
establezca un régimen de amplia democracia en la que sea posible la convivencia de
todos los españoles en su multiplicidad nacional y regional.
Desde la lejanía va mi emocionado saludo a todos mis camaradas encarcelados.
Mi saludo fraternal a los comunistas y a todos los demócratas de mi entrañable
Euzkalerria, de Cataluña, de Galicia, de todo el Estado español.
Y con el alma les deseo, camaradas y amigos, un feliz Año Nuevo con la esperanza de
encontrarnos muy pronto en nuestra tierra”
Meses después, al ser elegida diputada por Asturias, el señor Hernández Gil, presidente de
las Cortes, con excesiva amabilidad me dijo que yo era parte de la historia de España.
Estoy de acuerdo en haber participado en la lucha, junto a mi pueblo, con la clase obrera,
en el desarrollo de un período de la historia de España.
Pero ¿tanto pánico sentían las autoridades en dejar cruzar la frontera a una mujer española
por haber participado en la lucha por el desarrollo de la historia de España? ¿Es que se
podía poner puertas a la historia?
Finalmente, la dirección de mi partido, de acuerdo conmigo, decidimos poner término a tan
incongruente situación.
Yo aterrizaría en Madrid, Barajas, sin pasaporte; ¿se atrevería alguien a cerrarme el paso?
La cosa estaba ya decidida. Irene y mi hija Amaya vendrían conmigo, en las mismas
condiciones.
Carmen Menéndez se trasladó a Moscú desde Madrid, para acompañarnos. Estábamos a
primeros de mayo de 1977.
Súbitamente nos avisaron de la Embajada española. Había pasaportes para Dolores Ibárruri
y para Irene Falcón.
¿Había llegado a oídos del gobierno Suárez nuestro propósito «guerrillero»? No lo sé; pero
las cosas ocurrieron así.
El 12 de mayo recibimos los pasaportes.
Y el 13 éramos pasajeras de un aparato de Aeroflot vía Moscú-Madrid.
Intuyo que tal deseo mío coincidía con el de las autoridades españolas, que tanto temían la
llegada de Pasionaria...
Al fin, Barajas, España. Mi España. Era imposible contener la emoción. ¡Por fin! ¡Por fin
iba a pisar mi suelo patrio, fundirme nuevamente con mi pueblo, con los trabajadores de mi
tierra!
Al pie de la escalerilla nos esperaban rostros conocidos: Ignacio Gallego y Juan Antonio
Bardem.
Allá lejos, en una terraza, acertamos a ver banderas y a escuchar voces de bienvenida. Pero
con discreción. Nos invitaron a subir a una furgoneta de Iberia, acompañados de nuestros
camaradas y de la policía —me acordé de Fraga— con el fin de trasladarnos sin ser
descubiertas a nuestra nueva residencia en el Barrio del Pilar.
—Nadie conoce tu nuevo domicilio —me aseguraron.
Pero no contaron con la profesionalidad de los medios de información. Nuestra vivienda —
un primer piso en la calle de Sanjenjo— se vio rápidamente cercada de fotógrafos,
periodistas, equipos de cine.
Federico Melchor logró lo que parecía imposible: convencer a sus colegas de prensa de que
no me cansaran demasiado. Entraron en la casa, me fotografiaron, me saludaron. Y
surgieron las preguntas:
—¿Qué puedo decirles? Que los saludo a todos. Que me alegra enormemente estar de
nuevo en mi país. Que vengo a vivir en paz y a trabajar en el partido como se trabaja en un
país normal. No a resucitar historias. Vengo a defender nuestras ideas, a propagarlas. Pero
es el pueblo quien tiene que decir cómo se van a resolver los problemas que se presenten...
Me preguntan qué siento en mi primera hora en España.
—Emoción, alegría... y también nostalgia. Estoy muy contenta y, al tiempo, triste. Porque
allí he dejado a mis nietos... y una parte de mi vida. Es humano, ¿no? Nosotros somos
comunistas, porque somos humanos, porque queremos que la gente viva feliz, sin
angustias.
Fueron llegando mis camaradas: Santiago, que estaba de viaje cuando yo aterrizaba;
Sánchez Montero y Carmen; Romero Marín y Antonia y muchos más, jóvenes y veteranos,
a quienes abracé con cariño. ¡Ya estaba en España!
Mi primer deseo era viajar a mi País Vasco. Y después a Asturias, a iniciar la campaña
electoral.
Porque los camaradas asturianos deseaban, por segunda vez, que yo fuera diputada suya.
Esa tarde recorrimos Madrid. Visitamos algunas calles que tantos recuerdos nos traían:
Francos Rodríguez, donde nació el V Regimiento; Galileo, donde yo residí y trabajaba en
la redacción de Mundo Obrero; Blasco de Garay, mi antigua calle, allí habité con mis hijos
en un piso interior... Y luego, la Puerta del Sol, la Plaza de España, el Retiro... ¡Qué
maravilla pisar las calles de Madrid, estar en España...!
Porque, durante cuarenta años de mi vida, ¡me faltaba España!
invadía una emoción en la que se desbordaban todos mis sentimientos acumulados durante
tantos lustros.
Me rodeaban en la Feria de Muestras de Bilbao miles de paisanos míos —dicen que 50.000
—, cuyos rostros se me antojaban todos familiares. Pañuelos rojos, flores, pancartas: Ongi
etorri (bien venida); jóvenes txistularis entonaban el Eusko Gudariak.Blas de Otero,
inolvidable amigo y extraordinario poeta, recitaba unos versos:
“Vasca desde la raíz
luchó como el viento del Cantábrico,
amó a los mineros, a los obreros y campesinos;
es resistente como el hierro de Gallaría y
venerable como un roble de mi valle natal, Orozco.
120. EN ASTURIAS
De mi tierra vasca, en veloz carrera —teníamos cita con Aviles—, admirando los caseríos,
los verdes valles, los montes y laderas que me hablaban de mi infancia, de mi juventud, y
también de las duras y oscuras siluetas de la geografía industrial, llegamos a Asturias.
Los comunistas, los trabajadores asturianos, me habían elegido en 1936 diputada suya al
Parlamento de la República. Cuarenta y un años después volvían a presentarme para ser su
diputada en la España democrática.
Su decisión era conmovedora para mí y también audaz. Yo ya había cumplido 82 años.
Entre la multitud que me escuchaba en Aviles, alguien gritó:
—Está claro, Dolores diputado.
Y yo respondí:
—El partido me puede proponer, pero sois vosotros los que tenéis que decidir.
Durante aquella inolvidable y última campaña electoral recorrí Aviles, Gijón, Sama de
Langreo, Mieres...
La prensa hablaba de muchos miles de trabajadores que acudían a escucharnos, a
Fernández Inguanzo, «El Paisano», excepcional comunista que me acompañó en todos los
mítines y que me sucedió en el escaño parlamentario en 1979. Y muchos otros destacados
oradores de nuestro partido.
Lo que a mí más me impresionaba era que tras una ausencia física tan prolongada, saturada
de acontecimientos excepcionales, los asturianos no hubieran olvidado mi nombre. Y que
la juventud, que nunca me había visto, supiera que yo abrí la cárcel de Oviedo en 1936,
que bajé a la mina Cadavío en solidaridad con los mineros en huelga, que en 1934 fui a
Asturias a ayudar a mis camaradas presos y a llevarme, para ponerles a salvo, a centenares
de niños asturianos, huérfanos o hijos de presos... ¿Cómo lo sabían? En las familias de los
trabajadores se transmiten de abuelos y de padres a hijas las tradiciones revolucionarias.
Un camarada de Cavite me mandó este arreglo de la famosa canción asturiana:
Asturias me acogía como algo suyo, de antes y de ahora; los años no habían podido
destruir los lazos que nos unían. Lazos irrompibles. Dije a los asturianos que, a lo largo del
exilio, jamás Asturias estuvo alejada de mi corazón, porque pensar en Asturias era pensar
en España:
“Y cuando hoy os veo, pienso que ningún sacrificio ha sido suficiente para compensar
vuestro heroísmo y vuestra capacidad de sacrificio. Y podéis estar seguros de que
Dolores de 1977, aunque tenga hoy ochenta y dos años, trae las mismas energías que
entonces.”
Esa era, sinceramente, mi voluntad. Encontré a muchos viejos amigos de combate, nos
abrazamos, lloramos. También cantábamos viejos aires de la tierra. Y bebimos algún culín
de sidra, y me calcé unos zuecos que me regalaron. Y me retraté delante de un hórreo.
Abracé con emoción a jóvenes dirigentes como Gerardo Iglesias, minero y entonces
secretario de Comisiones Obreras, que me trajo a su hijo Rubén para que le conociera.
He dicho jóvenes. Pero yo sabía que Gerardo militaba en el Partido Comunista desde los
quince años, que había luchado y sufrido seis años de cárcel por ser comunista.
Lo que ni Gerardo Iglesias ni yo podíamos imaginar entonces —imposible adelantarse a
los acontecimientos— es que seis años más tarde Gerardo Iglesias sería elegido secretario
general de nuestro partido.
El hermano de Gerardo me acompañó durante toda la gira electoral.
«De vosotros, los trabajadores de Asturias, he aprendido a ser firme, a ser revolucionaria, a
ser comunista. Y nunca dejé de recordar vuestro ejemplo», respondía yo a los aplausos de
aquellas multitudes entusiastas.
Y llegó el 15 de junio de 1977. Con alegría y agradecimiento leí los resultados. La Asturias
trabajadora me elegía por segunda vez en el espacio de más de cuarenta años diputada en
las Cortes de Madrid.
El camarada Wenceslao Roces, catedrático de Derecho romano, que fue subsecretario de
Instrucción Pública en el gobierno de la República, muy conocido por ser el traductor de
El capital de Carlos Marx al español, fue elegido senador por Asturias.
Creo que fue durante mi primer viaje a Barcelona cuando solicité ser recibida por el abad
de Montserrat, dom Cassiá Just.
En la lejanía del exilio, hasta mí habían llegado noticias de la actitud solidaria de aquella
abadía para con los perseguidos antifranquistas.
Desde Moscú había enviado en cierta ocasión para el abad, con el camarada López
Raimundo, un icono ruso, como expresión de mi admiración y reconocimiento. Y tuve el
placer de recibir de la abadía una paloma de la paz, cerámica elaborada en los talleres de
Montserrat.
Iba, por ello, ahora a saludar y a presentar mis respetos al abad. Y, en efecto, la entrevista
fue de lo más afectuosa. Me acompañaba nuestro inolvidable Alfonso Carlos Comín,
ilustre escritor cristiano y comunista; el presidente del PSUC, López Raimundo, y otros
amigos. A mis palabras de agradecimiento respondió el abad sencillamente que había
cumplido con su deber. Recordamos con admiración y gratitud al antiguo abad de
Montserrat, Aureli Escarré, que por su noble conducta de protección a las víctimas del
franquismo fue desterrado a Roma en 1965, donde poco después falleció. Recordamos
también a amigos comunes, luchadores por la democracia y la justicia. El combate, largo y
doloroso, no había sido inútil.
Muestra de que vivíamos en un régimen de libertad era mi visita a la abadía de Montserrat.
Es conocido mi interés por el surgimiento y desarrollo del movimiento cristiano por la
democracia y el socialismo. Sobre este tema he escrito no pocos trabajos, dada su
incidencia e importancia estratégica en un país de tradición católica como es el nuestro.
En un informe que pronuncié en 1968, en Moscú, en el Instituto del Movimiento Obrero
Internacional, yo destacaba:
“Quiero referirme brevemente a una cuestión, hoy candente en la lucha por el
socialismo. Creo que cometeríamos un error, que se volvería contra nosotros, si no le
prestásemos la debida atención a uno de los fenómenos nuevos que como
consecuencia de las victorias del socialismo y del movimiento de liberación de los
pueblos, se produce en nuestra época.
Este hecho nuevo son los cambios que se observan en la actitud de la Iglesia católica
hacia el socialismo.
Y que me disculpen los camaradas, si yo insisto en esta cuestión a la que ya me he
referido en otras ocasiones, porque la considero muy importante para nosotros. En las
masas católicas y en una parte del clero hay un desplazamiento hacia la democracia
política, económica y social, hay un acercamiento hacia el socialismo.
Incluso ciertas altas jerarquías, en distintos países, no son indiferentes a los cambios
que se han producido en el mundo desde 1917, sobre todo desde que han
comprendido, con la victoria soviética sobre el hitlerismo, que la historia no marcha
hacia atrás.
Ya no se excomulga ni se condena a los marxistas. Se dialoga con ellos. Y a veces se
lucha junto a ellos.
En mis memorias que en 1960 publiqué con el título de El único camino describo cómo
durante la guerra civil, enterada de que en un piso de la madrileña calle de Velázquez se
encontraban ocultas, en peligro de ser asaltadas por grupos incontrolados, algunas
religiosas, fui a visitarlas y a prestarles protección y ayuda.
Pues bien, cuarenta y tres años después, he recibido en Madrid la siguiente carta:
Muy señora mía: Pax Christi!
Le extrañará a usted recibir esta carta de una religiosa a quien no conoce y que,
además, cuando usted lea estas líneas estará ya lejos de Madrid, por irse destinada al
extranjero. ¿Por qué le escribo?
Pues porque he estado haciendo ejercicios en el convento... y en la habitación que he
ocupado hay un cuadro muy bonito de la Virgen Dolorosa. Ya había oído yo hablar de
ese cuadro en Sevilla, a una de las hermanas que constituían, en octubre del 36, el
grupo de la calle Velázquez. Esa hermana me contaba lo buena que había sido usted
con ellas, protegiéndolas con un cartel que justificaba su estancia allí y las liberaba de
visitas temibles o inoportunas y que también les había dejado, para que lo
custodiaran, el dicho cuadro de la Dolorosa.
Ellas no olvidaron nunca su bondad y siempre pidieron por usted a la Santísima Virgen.
Me ha parecido le agradaría a usted saber no sólo que su memoria perdura en el
agradecido y orante recuerdo de las hermanas, sino que el cuadro de su patrona la
Virgen Dolorosa tiene aún una inscripción al dorso que justifica su procedencia y una
tarjeta de campaña con la efigie de usted también allí bajo la protección de Nuestra
Madre del Cielo.
Que ella la proteja, la guarde y la guíe, y le sea consuelo, esperanza y ayuda en los
momentos de angustia o sufrimiento.
Con afecto sincero en Cristo Jesús, señor y salvador nuestro
Firma
(Que omito, por no estar autorizada a revelarla)
Puedo añadir que entre aquellas hermanas que en 1936 nuestro Partido Comunista ayudó y
protegió en Madrid, y que más tarde se encontraron en la zona franquista, hubo algunas
que auxiliaron a camaradas nuestros en cárceles y presidios de Franco.
dirigía a nosotros, a los soldados españoles. Sabíamos que ella pertenecía a nuestros
enemigos. Pero de eso no decía nada. Nos hablaba de las Navidades, de la patria
lejana, de las bellezas de España y de que un día volvería a reinar la paz. Decía que
nuestras familias estarían reunidas en sus casas celebrando la Nochebuena.
Y esa voz de mujer que nos habló de una nochebuena en nuestro idioma, de nuestra
patria, fue el acontecimiento más hermoso que yo viví durante mi estancia en Rusia”.
El relato de este soldado azul divisionista fue publicado en España con motivo de algún
certamen.
Han transcurrido muchos años y ahora este mismo soldado reaviva sus recuerdos añadiedo
que «aquella voz fue capaz de derribar fronteras, las fronteras del odio que separan a unos
hombres de otros hombres». Y añade: «Derribar fronteras es lo más importante que pueden
hacer las gentes de buena voluntad.»
Tal es la narración que se publica en el libro que de Alemania me han enviado y está
firmada por un antifascista alemán, Heinz Kraschutzki, exiliado en España desde 1932 y
que sufrió nueve años de prisión bajo el dominio del «glorioso movimiento».
Alguien me ha contado que el tren que llevaba a los voluntarios de la División Azul al
frente del Este había sido “adornado», en una de sus ventanillas, con una horca de la que
pendía Pasionaria.
Pero eso es otra cosa. Corresponde a un pasado de odios y venganzas. Y lo que ha
permanecido hasta hoy es lo humano.
Coplero deliberado
que llegó, copla tras copla,
hasta salir diputado.
Rafael y yo participamos en la apertura de las nuevas Cortes españolas de 1977. El silencio
era impresionante. Y mi emoción difícil de expresar.
Yo contemplaba el hemiciclo. Sí, era el mismo de 1936. ¡Pero tan diferente! No sólo por su
modernización. Yo buscaba rostros conocidos... Pero allí no estaban ni Gil Robles, ni
Decía Víctor Hugo que el secreto de un estadista está en saber cuánto porvenir se puede
introducir en el presente.
Lo difícil es poseer ese secreto, por grande que sea nuestra voluntad de acertar en la
elección del verdadero futuro... Y acertar también en contribuir a abrirle los cauces, ayudar
a introducirle en el presente.
Largo y doloroso, pero apasionante, ha sido el camino por mí elegido, a caballo entre dos
siglos. Siempre en la lucha, siempre en la esperanza.
En las horas de tristeza, cuando nuestro horizonte aparece velado y gris, cuando el alma se
llena de dudas, volver un instante a lo que fue, recrear y revivir momentos de ese pasado
de lucha y de heroísmo de todo un pueblo, es como un refrescar el alma en un remanso de
paz y de optimismo, desnudándola de inquietudes angustiosas.
En el discurrir hacia el destino que nos hemos trazado y que cada día, cada hora
rubricamos con nuestro esfuerzo, también vamos dejando, en las encrucijadas de un largo
combatir, jirones de alguna ilusión que mantuvo nuestra fe, como en su ir y venir
trashumante dejan las ovejas sus vellones prendidos en las zarzas y espinos que bordean
los abruptos senderos de las montañas.
Y seguimos marchando, avanzando, a través de sangrientas derrotas y amargas
decepciones.
El pensamiento vuela hacia aquellos lugares donde transcurrieron los días de una infancia
que, si no feliz, era inocente y pura, y de una juventud en la que una rebeldía iconoclasta,
aun inconsciente, comenzaba a abrirse camino en mi conciencia, desmoronando viejas
creencias que un día iluminaron mi fe aldeana.
Pero en ese retornar al pasado no hay abandono ni olvido de lo presente. Es más, bien
como una reafirmación de la razón del ser y de la justicia de nuestro largo combatir con sus
éxitos y sus fracasos, sus victorias y penosas derrotas. Es releer con nuevo afán las páginas
ya borrosas del libro de la vida.
Rememorar tantas cosas, unas que fueron y otras que no llegaron a ser.
Pensé en ser religiosa y abandoné la fe. Quise ser maestra de niños y fui propagandista
revolucionaria; soñé en la felicidad y la vida me golpeó con dureza, en lo más íntimo, en lo
más entrañable...
Creí en la victoria y sufrí junto a mi pueblo terribles, derrotas, sin deja r de creer en la
justicia de nuestro combatir.
Y cuando con espíritu crítico queremos ahondar en las causas que llevaron a la derrota a un
pueblo capaz de todos los heroísmos, una realidad destaca por encima de todos los
paliativos, de todos los pretextos justificatorios del derrumbamiento de la República, no
obstante el heroísmo de los combatientes republicanos y la voluntad de lucha de los grupos
políticos democráticos dispuestos a mantener en España un régimen de democracia y de
libertad: y esa realidad era la carencia de sentido nacional de las fuerzas reaccionarias que
no vacilaron en recurrir a las armas de potencias extranjeras contra su propio pueblo,
contra las instituciones democráticamente establecidas en España.
Han transcurrido varios decenios. Un exilio interminable.
Mi partido, el Partido Comunista de España, se ha mantenido en pie a través de
generaciones, sufriendo increíbles torturas, cárceles, clandestinidad.
No creo que otra formación política haya resistido esa prolongada prueba del tiempo, la
dureza brutal de la represión, la dispersión geográfica y tantas cosas. Pero el PCE lo ha
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