Moby - Dick

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Moby Dick

Por

Herman

Melville

I
Espejismos

Llamadme Ismael. Hace unos años —no importa cuánto hace


exactamente —, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada en
particular que me interesara en tierra, pensé que me iría a nave gar un
poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo. Es un modo que
tengo de echar fuera la melancolía y arreglar la circulación. Cada vez que
me sorprendo poniendo una boca triste; cada vez que en mi alma hay un
noviembre húmedo y lloviznoso; cada vez que me encuentro parándome
sin querer ante las tiendas de ataúdes; y, especialmente, cada vez que la
hipocondría me domina de tal modo que hace falta un recio principio
moral para impedirme salir a la calle con toda deliberación a derribar
metódicamente el sombrero a los transeúntes, entonces, entiendo que es
más que hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda. Es mi
sustitutivo de la pistola y la bala. Con floreo filosófico, Catón se arroja
sobre su espada; yo, calladamente, me meto en el barco. No hay nada
sorprendente en esto. Aunque no lo sepan, casi todos los hombres, en
una o en otra ocasión, abrigan sentimientos muy parecidos a los míos
respecto al océano.
Ahí tenéis la ciudad insular de los Manhattos, ceñida en torno por los
muelles como las islas indias por los arrecifes de coral: el comercio la
rodea con su resaca. A derecha y a izquierda, las calles os llevan al
agua. Su extremo inferior es la Batería, donde esa noble mole es bañada
por olas y refrescada por brisas que pocas horas antes no habían llegado
a avistar tierra. Mirad allí las turbas de contempladores del agua.
Pasead en torno a la ciudad en las primeras horas de una soñadora
tarde de día sabático. Id desde Corlears Hook a Coenties Slip, y desde
allí, hacia el norte, por Whitehall. ¿Qué veis? Apostados como
silenciosos centinelas alrededor de toda la ciudad, hay millares y millares
de seres mortales absortos en ensueños oceánicos. Unos apoyados
contra las empalizadas; otros sentados en las cabezas de los
atracaderos; otros mirando por encima de las amuradas de barcos
arribados de la China; algunos, en lo alto de los aparejos, como
esforzándose por obtener una visión aún mejor hacia la mar. Pero ésos
son todos ellos hombres de tierra; los días de entre semana, encerrados
entre tablas y yeso, atados a los mostradores, clavados a los bancos,
sujetos a los escritorios. Entonces ¿cómo es eso? ¿Dónde están los
campos verdes? ¿Qué hacen éstos aquí?
Pero ¡mirad! Ahí vienen más multitudes, andando derechas al agua, y
al parecer dispuestas a zambullirse. ¡Qué extraño! Nada les satisface
sino el
límite más extremo de la tierra firme; no les basta vagabundear al
umbroso socaire de aquellos tinglados. No. Deben acercarse al agua
tanto como les sea posible sin caerse dentro. Y ahí se quedan: millas
seguidas de ellos, leguas. De tierra adentro todos, llegan de avenidas y
callejas, de calles y paseos; del norte, este, sur y oeste. Pero ahí se unen
todos. Decidme, ¿les atrae hacia aquí el poder magnético de las agujas
de las brújulas de todos estos barcos?
Una vez más. Digamos que estáis en el campo; en alguna alta tierra
con lagos. Tomad casi cualquier sendero que os plazca, y apuesto diez
contra uno a que os lleva por un valle abajo, y os deja junto a un remanso
de la corriente. Hay magia en ello. Que el más distraído de los hombres
esté sumergido en sus más profundos ensueños: poned de pie a ese
hombre, haced que mueva las piernas, e infaliblemente os llevará al
agua, si hay agua en toda la región. En caso de que alguna vez tengáis
sed en el gran desierto americano, probad este experimento, si vuestra
caravana está provista por casualidad de un cultivador de la metafísica.
Sí, como todos saben, la meditación y el agua están emparejadas para
siempre. Pero aquí hay un artista. Desea pin taros el trozo de paisaje
más soñador, más sombrío, más callado, más encantador de todo el valle
del Saco. ¿Cuál es el principal elemento que emplea?
Ahí están sus árboles cada cual con su tronco hueco, como si hubiera
dentro un ermitaño y un crucifijo; ahí duerme su pradera, y allí duermen
sus ganados; y de aquella casita se eleva un humo soñoliento.
Hundiéndose en lejanos bosques, serpentea un revuelto sendero, hasta
alcanzar estribaciones sobrepuestas de montañas que se bañan en el
azul que las envuelve. Pero aunque la imagen se presente en tal arrobo,
y aunque ese pino deje caer sus suspiros como hojas sobre esa cabeza
de pastor, todo sería vano, sin embargo, si los ojos del pastor no
estuvieran fijos en la mágica corriente que tiene delante. Id a visitar las
praderas en junio, cuando, a lo largo de veintenas y veintenas de millas,
andáis vadeando hasta la rodilla entre tigridias: ¿cuál es el único encanto
que falta? El agua, ¡no hay allí una gota de agua! Si el Niágara no fuera
más que una catarata de arena ¿recorreríais vuestras mil millas para
verlo? ¿Por qué el pobre poeta de Tennessee, al recibir
inesperadamente un par de puñados de plata, deliberó si comprarse un
abrigo, que le hacía mucha falta, o invertir el dinero en una excursión a
pie hasta la playa de Rockaway? ¿Por qué casi todos los muchachos
sanos y robustos, con alma sana y robusta, se vuelven locos un día u
otro por ir al mar? ¿Por qué, en vuestra primera travesía como pasajeros,
sentisteis también un estremecimiento místico cuando os dije ron que, en
unión de vuestro barco, ya no estabais a la vista de tierra? ¿Por qué los
antiguos persas consideraban sagrado el mar? ¿Por qué los griegos le
dieron una divinidad aparte, un hermano del propio Júpiter? Cierto que
todo esto no carece de significado. Y aún más profundo es el significado
de aquella historia de Narciso, que, por no poder aferrar la dulce imagen
atormentadora que veía en la fuente, se sumergió en ella y se ahogó.
Pero esa misma imagen
la vemos nosotros mismos en todos los ríos y océanos. Es la imagen del
inaferrable fantasma de la vida; y ésa es la clave de todo ello.
Ahora, cuando digo que tengo costumbre de hacerme a la mar cada
vez que empiezo a tener los ojos nebulosos y que empiezo a darme
demasiada cuenta de mis pulmones, no quiero que se infiera que me
hago jamás a la mar como pasajero. Pues para ir como pasajero, por
fuerza se ha de tener bolsa, y una bolsa no es más que un trapo si no se
lleva algo dentro. Además, los pasajeros se marean, se ponen
pendencieros, no duermen por las noches, y en general, no lo pasan muy
bien: no, nunca voy como pasajero; ni, aunque estoy bastante hecho al
agua salada, tampoco me hago jamás a la mar como comodoro, como
capitán ni como cocinero. Cedo la gloria y distinción de tales cargos a
aquellos a quienes les gusten. Por mi parte, abomino de todas las
honorables y respetables fatigas, pruebas y tribulaciones de cualquier
especie. Todo lo que sé hacer es cuidarme de mí mismo, sin cuidarme de
barcos, barcas, bergantines, goletas, y todo lo demás. Y en cuanto a ir de
cocinero — aunque confieso que hay en ello considerable gloria, porque
un cocine ro es a bordo una especie de oficial—, no sé por qué, sin
embargo, nunca se me ha antojado asar pollos, por más que, una vez
asados, juiciosamente untados de manteca, y legalmente salpimentados,
no haya nadie que hable de un pollo asado con más respeto, por no decir
con más reverencia, que yo. A causa de las manías idólatras de los
antiguos egipcios por el ibis a la parrilla y por el hipopótamo asado, se
pueden ver las momias de esas criaturas en sus grandes hornos, que
eran las pirámides.
No: cuando me hago a la mar, voy como simple marine ro, delante del
mástil, al fondo del castillo de proa, o allá arriba en el mastelero de
juanete. Cierto es que me dan muchas órdenes y me hacen saltar de
verga en verga como un saltamontes en un prado de mayo. Y al
principio, este tipo de cosas es bastante desagradable. Le toca a uno en
su sentido del honor, especial mente si uno procede de una familia
establecida desde antiguo en el país, los Van Rensselaer, los Randolph o
los Hardicanute. Y más aún si antes mismo de meter la mano en el cubo
del alquitrán, ha estado uno hecho un señor como maestro rural, dando
miedo a los muchachos más grandullones. La transición es dura, os lo
aseguro, de maestro de escuela a marinero, y se requiere una recia
infusión de Séneca y de los estoicos para hacerle a uno capaz de sonreír
y aguantarlo. Pero hasta eso se pasa con el tiempo.
¿Qué ocurre, si algún viejo tacaño de capitán me manda traer la
escoba y barrer la cubierta? ¿A cuánto asciende esta indignidad, quiero
decir, pesada en las balanzas del Nuevo Testamento? ¿Creéis que el
arcángel Gabriel me va a tener en me nos porque obedezca con prontitud
y respeto a aquel viejo tacaño en ese caso particular? ¿Quién no es
esclavo? Decídmelo.
Bueno, entonces, por más que el viejo capitán me dé órdenes; por más
que
me den porrazos y puñetazos, tengo la satisfacción de saber que todo
está muy bien; que todos los demás, de un modo o de otro, reciben algo
parecido, esto es, desde un punto de vista físico o metafísico; y así el
porrazo universal pasa de uno a otro, y todos los hombres deberían
restregarse la espalda unos a otros, y quedar contentos.
Además, yo siempre me hago a la mar como marinero porque se
empeñan en pagarme por la molestia, mientras, que yo sepa, jamás
pagan un solo penique a los pasajeros. Al contra rio, los propios
pasajeros tienen que pagar. Y entre pagar y que le paguen a uno, hay la
mayor diferencia de este mundo. El acto de pagar es quizá la aflicción
más incómoda que nos legaron aquellos dos ladrones del frutal. Pero que
le paguen a uno, ¿qué se puede comprar con esto? Es realmente
maravillosa la cortés premura con que un hombre recibe dinero, si se
considera que creemos en serio que el dinero es la raíz de todos los
males terrenales, y que de ningún modo puede entrar en el Cielo un
hombre adinerado. ¡Ah, qué alegremente nos entregamos a la perdición!
Finalmente, siempre me hago a la mar como marinero a causa del
sano ejercicio y del aire puro que hay en la cubierta del castillo de proa.
Pues como, en este mundo, los vientos de proa son mucho más
dominantes que los vientos de popa (es decir, si no se viola jamás la
máxima pitagórica), así, casi siempre el comodoro en el alcázar recibe su
atmósfera de segunda mano, procedente de los marineros del castillo de
proa. Él cree que es el primero que respiraría, pero no es así. De modo
muy parecido, la comunidad conduce a sus jefes en muchas otras cosas,
mientras que sus jefes lo sospechan muy poco. Pero por qué ocurrió que,
después de haber olido la mar muchas veces como marino mercante,
ahora se me metiera en la cabeza ir en una expedición ballenera, eso lo
puede contestar mejor que nadie el invisible oficial de policía de los
Hados que tiene constante vigilancia sobre mí, y me rastrea
secretamente, y me influye de algún modo inexplicable. Y no cabe duda
de que el mar charme en ese viaje ballenero formaba parte del programa
general de la Providencia que estaba trazado hacía mucho tiempo.
Llegaba como una especie de breve intermedio de solista entre
interpretaciones más amplias. Supongo que esa parte del cartel debía
estar hecha de un modo parecido a éste:
Reñidas Elecciones para la Presidencia de Estados Unidos
EXPEDICIÓN BALLENERA, POR UN TAL ISMAEL
SANGRIENTA BATALLA EN AFGANISTÁN
Aunque no sé decir por qué razón precisa esos directores de escena
que son los Hados me eligieron para tan mezquino papel en una
expedición ballenera, mientras que a. otros les reservaban para
esplendorosos papeles en elevadas tragedias, o para breves y fáciles
papeles en comedias elegantes, o para papeles divertidos en farsas;
aunque no sé decir por qué precisamente fue así,
sin embargo, ahora que evoco todas las circunstancias, creo que puedo
penetrar un poco en los resortes y motivos que, al presentárseme
astutamente bajo diversos disfraces, me indujeron a disponerme a
representar el papel que he hecho, además de lisonjearme con la ilusión
de que era una elección resultante de mi propio y recto libre albedrío y de
mi juicio discriminatorio
El principal de estos motivos fue la abrumadora idea del gran cetáceo
en sí mismo. Tan portentoso y misterioso monstruo despertaba toda mi
curiosidad. Además, los desiertos y lejanos mares por donde revolvía su
masa de isla; los indescriptibles peligros sin nombre de la ballena: todas
estas cosas, con las maravillas previstas de mil visiones y sonidos
patagónicos, contribuyeron a inclinarme a mí deseo. Quizá, para otros
hombres, tales cosas no hubieran sido atractivas, pero en cuanto a mí,
estoy atormentado por el perenne prurito de las cosas re motas. Sueño
con navegar por mares prohibidos y abordar costas bárbaras. Por no
ignorar lo que es bueno, me doy cuenta en seguida de los horrores, pero
puedo mantenerme en su compañía, si me dejan, ya que está bien
mantenerse en términos amistosos con todos los residentes del lugar en
que uno se aloja.
A causa de todo esto, entonces, el viaje ballenero fue muy bien
acogido; se abrieron de par en par las grandes compuertas del mundo de
las maravillas, y en las locas manías que me arrastraron hacia mi
designio, flotaban, de dos en dos, en lo más hondo de mi alma,
interminables procesiones de cetáceos, y en medio de todos, un gran
fantasma encapuchado, como un monte nevado en el aire.

II
El saco del marinero

Metí una camisa o dos en mi viejo saco de marinero, me lo encajé


bajo el brazo, y zarpé hacia el cabo de Hornos y el Pacífico.
Abandonando la buena ciudad de los antiguos Manhattos, arribé
debidamente a New Bedford. Era una noche de sábado, en diciembre.
Muy decepcionado quedé al saber que el pequeño paquebote para
Nantucket ya se había hecho a la vela y que hasta el lunes siguiente no
se ofrecía medio de alcanzar ese lugar.
Como la mayor parte de los jóvenes candidatos a las penas y castigos
de la pesca de la ballena se detienen en el mismo New Bedford, para
embarcarse desde allí para su viaje, no está de más contar que, por mi
parte, no tenía idea de hacerlo así. Pues mi ánimo estaba resuelto a no
navegar sino en un barco de Nantucket, porque había un no sé qué de
hermoso y turbulento en todo lo
relacionado con esa antigua y famosa isla, que me era
sorprendentemente grato. Además, aunque New Bedford, en los últimos
tiempos, ha ido monopolizando poco a poco el negocio de la pesca de
ballenas, y aunque en este asunto la pobre y vieja Nantucket ya se le ha
quedado muy atrás, con todo, Nantucket era su gran modelo, la Tiro de
esta Cartago, el sitio donde se varó la primera ballena muerta de
América. ¿De dónde, si no de Nantucket, partieron por primera vez
aquellos balleneros aborígenes, los pieles rojas, para perseguir con sus
canoas al leviatán? ¿Y de dónde también, si no de Nantucket, partió
aquella primera pequeña balandra aventurera, parcialmente cargada de
guijarros, transportados —así cuenta la historia— para tirárselos a las
ballenas y observar si estaban bastante cerca como para arriesgar un
arpón desde el bauprés?
Ahora, teniendo por delante una noche, un día y otra no che siguiente
en New Bedford antes de poder embarcar para mi puerto de destino, me
tuve que preocupar de dónde iba a comer y dormir mientras tanto. Hacía
una noche de aspecto muy dudoso, mejor dicho, muy oscura y lúgubre,
triste y con un frío que mordía. No conocía a nadie allí. Con ansiosos
rezones había sondeado mi bolsillo, y sólo había sacado unas pocas
monedas de plata.
«Así, donde quiera que vayas, Ismael —me dije a mí mismo, parado
en medio de una desolada calle con el saco al hombro, y comparando la
tiniebla al norte con la oscuridad al sur—, donde quiera que, en tu
sabiduría, decidas que vas a alojarte esta noche, mi querido Ismael, ten
cuidado de preguntar el precio, y no seas demasiado delicado.»
Con pasos vacilantes recorrí las calles, y pasé ante la muestra de Los
Arpones Cruzados, pero allí parecía muy caro y espléndido. Más allá, por
las luminosas ventanas rojas de la Posada del Pez Espada, salían tan
fervientes rayos que parecían haber fundido la nieve y el hielo
amontonados ante la casa, pues en todos los demás sitios la helada
endurecida formaba un pavimento duro como el asfalto, de diez pulgadas
de espesor; bastante fatigoso para mí, al dar con los pies contra sus
empedernidos salientes, porque, del duro e implacable servicio, las
suelas de mis botas estaban en situación lamentable. «Demasiado caro y
espléndido», volví a pensar, parándome un momento a observar el ancho
fulgor en la calle, y a escuchar el ruido de los vasos que tintineaban
dentro.
«Pero sigue allá, Ismael —me dije por fin—; ¿no oyes? Quítate de
delante de la puerta; estás estorbando la entrada con tus botas
remendadas.»
Así que continué adelante. Ahora, por instinto, seguía las calles que
me llevaban a la orilla, pues así sin duda estarían las posadas más
baratas, si no las más gratas.
¡Qué desoladas calles! Bloques de negrura, no casas, a un lado y a otro,
y
acá y allá, una vela, como una vela ante un se pulcro. A esa hora de la
noche, y en sábado, aquel barrio de la ciudad aparecía desierto. Pero por
fin llegué ante una luz que, con mucho humo, salía de un edificio bajo y
ancho, cuya puerta estaba invitadoramente abierta. Tenía un aspecto
descuidado, como si se destinara a uso del público; así que entré y lo
prime ro que hice fue tropezar con una caja de cenizas en el zaguán.
«¡Ah! —pensé, mientras las partículas volantes casi me sofocaban—,
¿son estas cenizas de aquella ciudad destruida, Gomorra? Pero ¿"Los
Arpones Cruzados" y "El Pez Espada"? Entonces es preciso que esto se
llame "La Nasa".»
Sin embargo, me incorporé, y, oyendo dentro una sonora voz, empujé
y abrí una segunda puerta interior.
Parecía el gran Parlamento Negro reunido en Tofet. Cien caras
negras se volvieron en sus filas para mirar; y más allá, un negro Ángel
del Juicio golpeaba un libro en un púlpito. Era una iglesia de negros, y el
texto que comentaba el predicador era sobre la negrura de las tinieblas, y
el llanto y el rechinar de dientes que habría allí.
«¡Ah, Ismael —murmuré, retrocediendo para salir—, mala diversión
en la muestra de "La Nasa'!»
Siguiendo adelante, al fin llegué ante una débil especie de luz, no
lejos de los muelles, y escuché un desesperado chirrido en el aire; y al
levantar los ojos, vi una muestra que se balanceaba sobre la puerta, con
una pintura blanca encima, representan do débilmente un chorro alto y
derecho de rociada nebulosa, con estas palabras debajo: «Posada del
Chorro. Peter Coffin».
«¿El chorro de la ballena? ¿Coffin, el ataúd? Bastante fatídico en esta
situación precisa —pensé—. Pero es un apellido corriente en Nantucket,
según dicen, y supongo que este Peter será uno que ha venido de allí.»
Como la luz estaba tan desmayada, y el lugar, a aquellas horas,
resultaba bastante tranquilo, y la propia casita de madera carcomida
parecía como si la hubieran traído en carro desde las ruinas de algún
distrito incendia do, y puesto que la muestra balanceante tenía un modo
de re chinar como herido por la miseria, pensé que allí era el sitio
adecuado para obtener alojamiento barato y el mejor café de guisantes.
Era un sitio extraño; una vieja casa, acabada en buhardillas en pico,
con un lado hemipléjico, por así decir, e inclinándose lamentablemente.
Quedaba en una esquina abrupta y de solada, donde el tempestuoso
viento Euroclydón aullaba peor que nunca lo hiciera en torno a la
zarandeada embarcación del pobre Pablo. «Juzgando ese tempestuoso
viento llamado Euroclydón —dice un antiguo escritor de cuyas obras
poseo el único ejemplar conservado—,
resulta haber una maravillosa diferencia si lo miras desde una ventana
con cristal, donde la helada queda toda en el lado de fuera, o si lo
observas por una ventana sin bastidor, donde la helada está en los dos
lados, y cuyo único cristalero es la inexorable Muerte.» «Muy cierto —
pensé, al venírseme a la cabeza ese pasaje—; muy bien que razonas,
viejo mamotreto. Sí, estos ojos son ventanas, y este cuerpo mío es una
casa. Pero ¡qué lástima que no hayan calafateado las grietas y agujeros,
metiendo acá y allá un poco de hilas!»
Sin embargo, ya es tarde para hacer mejoras ahora. El universo está
concluido; la clave está en su sitio, y se han llevado en carro los
escombros hace un millón de años. Aquí, el pobre Lázaro, castañeteando
los dientes, con el borde de la acera por almohada, y sacudiéndose de
encima los harapos al tiritar, podría taparse ambos oídos con trapos, y
meterse en la boca una panocha, y sin embargo eso no le pondría al
resguardo del tempestuoso Euroclydón. « ¡Euroclydón!», dice el viejo
Epulón, en su manto de seda roja —luego tuvo otro cobertor aún más
rojo—. «¡Bah, bah! ¡Qué hermosa noche de helada; cómo centellea
Orión; qué luces al norte! Ya pueden hablar de los climas estivales de
oriente, como perpetuos invernaderos; a mí que me den el privilegio de
hacerme mi propio verano con mis propios carbones.»
Pero ¿qué piensa Lázaro? ¿Puede calentarse las azuladas manos
levantándolas hacia las grandiosas luces del norte? ¿No preferiría Lázaro
estar en Sumatra que aquí? ¿No preferiría con mucho tenderse cuan
largo es siguiendo la línea ecuatorial?; ah, sí, ¡oh dioses!, ¿descender al
mismísimo abismo terrible, con tal de escapar de esta helada?
Ahora bien, que Lázaro esté tendido, varado en la acera ante la
puerta de Epulón, eso es más asombroso que si un iceberg se encallase
en una de las Molucas. Sin embargo, el propio Epulón vive también como
un zar en un palacio de hielo hecho de suspiros congelados, y, siendo
presidente de una sociedad antialcohólica, sólo bebe tibias lágrimas de
huérfanos.
Pero basta ya de estos gimoteos; nos vamos a la pesca de la ballena,
y todavía habremos de tenerlos de sobra. Rasquémonos el hielo de
nuestros congelados pies, y veamos qué clase de sitio puede ser esta
Posada del Chorro.

III
La Posada del Chorro

Al entrar en esta Posada del Chorro, coronada de buhardillas, uno se


encontraba en un ancho vestíbulo, bajo e irregular, lleno de
entablamentos pasados de moda, que recordaban las amuradas de
alguna vieja embarcación
desechada. A un lado colgaba un enorme cuadro al óleo tan enteramente
ahumado y tan borrado por todos los medios, que, con las desiguales
luces entrecruzadas con que uno lo miraba, sólo a fuerza de diligente
estudio y de una serie de visitas sistemáticas y de averiguaciones
cuidadosas entre los vecinos, se podía llegar de algún modo a entender
su significado. Había tan inexplicables masas de sombras y claroscuros,
que al principio casi se pensaba que algún joven artista ambicioso, en los
tiempos de las brujas de New England, había intentado delinear el caos
embrujado. Pero a fuerza de mucho contemplar con empeño, y de abrir
del todo la ventanita al fondo del vestíbulo, se llegaba por fin a la
conclusión de que tal idea, por descabellada que fuera, podría no carecer
completamente de fundamento.
Pero lo que más desconcertaba y confundía era una masa negra,
larga, blanda, prodigiosa, de algo que flotaba en el centro del cuadro,
sobre tres líneas azules, borrosas y verticales, en medio de una
fermentación innominada. Ciertamente, un cuadro aguanoso, empapado,
pútrido, capaz de sacar de quicio a un hombre nervioso. Pero había en él
una suerte de sublimidad indefinida, medio lograda e inimaginable, que le
pegaba a uno por completo al cuadro, hasta que involuntariamente se
jura mentaba uno consigo mismo para descubrir qué quería decir esa
maravillosa pintura. De vez en cuando, cruzaba como una flecha alguna
idea brillante, pero ¡ay!, engañosa: «Es el mar Negro en noche de
galerna», «Es el combate antinatural de los cuatro elementos primitivos»,
«Es un matorral maldito», «Es una es cena invernal hiperbórea», «Es la
irrupción de la corriente del Tiempo, rompiendo el hielo». Pero todas esas
fantasías cedían ante aquel portentoso no sé qué había en el centro del
cuadro. Una vez averiguado aquello, lo demás estaría claro. Pero, alto
ahí: ¿no muestra un leve parecido con un gigantesco pez? ¿Incluso, con
el propio gran Leviatán?
Efectivamente, la intención del artista parecía ésa: conclusiva opinión
mía, basada en parte sobre las opiniones reunidas de diversas personas
ancianas con quienes conversé sobre el tema. El cuadro representa un
navío del Pacífico, en un gran huracán; el barco, medio sumergido, se
revuelve allí en las aguas, con sus tres mástiles desmantelados
solamente visibles; y una ballena exasperada, al intentar dar un salto
limpiamente sobre la embarcación, se ha empalado en los tres
mastelerillos.
La pared de enfrente, en este zaguán, se había decorado toda ella
con una pagana ostentación de monstruosos dardos y rompecabezas.
Algunos estaban densamente incrustados de dientes brillantes,
pareciendo sierras de marfil; otros estaban coronados con mechones de
pelo humano; uno tenía forma de guadaña, con un amplio mango que
barría en torno como el sector que deja en la hierba recién segada un
segador de largos brazos. Uno se estremecía al mirar, preguntándose
qué monstruoso caníbal salvaje podría haber ido jamás a
cosechar muerte con tan horrible herramienta tajadora. Mezclados con
esto, había viejos y enmohecidos arpones balleneros, deformados y
rotos. Algunos eran armas con mucha historia. Con aquella vieja lanza,
ahora brutalmente torcida, cincuenta años antes, Nathan Swain mató
quince ballenas de sol a sol. Y ese arpón — ahora tan parecido a un
sacacorchos— se lanzó en mares de Java, y lo arrastró una ballena que
años después fue muerta a la altura del cabo del Blanco. El hierro
primitivo había entrado junto a la cola, y como una aguja móvil dentro del
cuerpo de un hombre, había viajado sus buenos cuarenta pies, hasta que
por fin se encontró incrustada en la joroba.
Cruzando este sombrío vestíbulo, y a lo largo de ese pasadizo de
arcos bajos abierto a través de lo que en tiempos antiguos debió ser una
gran chimenea central con hogares alrededor, se entra en la sala común.
Ésta es un lugar aún más sombrío, con tan pesadas vigas por encima, y
tan agrietadas tablas viejas por debajo, que uno casi se imaginaría que
pisa la enfermería de alguna vieja embarcación, sobre todo en tal noche
ululante, cuando esa vieja Arca, anclada en su esquina, se balanceaba
tan furiosamente. A un lado había una mesa, larga y baja, a modo de
estantería, cubierta de recipientes de cristal resquebrajado, llenos de
polvorientas rarezas reunidas desde los más remotos rincones del ancho
mundo. Asomando desde el ángulo más apartado de la sala, queda una
guarida de aspecto sombrío, el bar; tosco intento de semejanza de una
cabeza de ballena. Sea como sea, allí está el vasto hueso en arco de la
mandíbula de la ballena, tan amplio que casi podría pasar un coche por
debajo. Dentro hay sucios estantes, con filas, alrededor, de viejos
frascos, botellas y garrafas; y en esas mandíbulas de fulminante
aniquilación, como otro maldito Jonás (nombre por el que, efectivamente,
le llaman), se atarea un hombrecillo viejo y marchito, que vende a los
marineros, a cambio de sus dineros, delirios y muerte.
Abominables son los vasos en que escancia su ponzoña. Aunque por
fuera son cilindros verdes, por dentro esos villanos vidrios verdes, como
ojos pasmados, se van ahusando engañosamente hacia abajo, hasta un
fondo tramposo. Líneas geográficas de paralelos, groseramente
grabadas en el cristal, rodean esos cuencos de salteadores de caminos.
Llenando hasta esta señal, no hay que pagar más que un penique; hasta
aquí, un penique más; y así sucesivamente, hasta el vaso lleno, la
medida total, como pasando el cabo de Hornos, que se puede ingurgitar
por un chelín.
Al entrar en aquel sitio, encontré cierto número de marineros jóvenes
reunidos alrededor de una mesa, examinando, a una luz mortecina,
diversas muestras de skrimshander. Busqué al patrón, y al decirle que
deseaba que me hiciera el favor de un cuarto, recibí como respuesta que
su casa estaba llena: ni una cama sin ocupar.
—Pero espere —añadió, dándose un golpe en la frente—; ¿no tendrá
inconveniente en compartir la manta con un arpone ro, eh? Supongo que
va a ir a las ballenas, de modo que es mejor que se acostumbre a esas
cosas.
Le dije que no me había gustado nunca dormir de dos en dos; que si
lo hacía alguna vez, dependería de quién pudiera ser el arponero, y que
si él (el patrón) no tenía de veras otro sitio para mí, y el arponero no era
decididamente objetable, en fin, mejor que seguir vagabundeando por
una ciudad desconocida en una noche tan dura, me las arreglaría con la
mitad de la manta de cualquier hombre decente.
—Ya lo suponía. Muy bien: siéntese. ¿Va a cenar?, ¿quiere cenar? La
cena estará en seguida.
Me senté en un viejo banco de madera, todo tallado como un banco
de Battery. En un extremo, un meditativo lobo de mar seguía
adornándolo con su navaja de muelles, inclinado y despachando
diligentemente el trabajo en el espacio entre las piernas. Estaba
probando su habilidad en un barco a toda vela, pero me pareció que no
adelantaba gran cosa.
Por lo menos cuatro o cinco de nosotros fuimos convoca dos a comer
en el cuarto adyacente. Estaba tan frío como Islandia; no había fuego en
absoluto: el patrón decía que no se lo podía permitir. Nada más que dos
lúgubres candelas de sebo, cada cual envuelta en un papel. Nos
apresuramos a abotonarnos nuestros chaquetones, y a llevarnos a los
labios talas de té abrasador, con nuestros dedos medio helados. Pero la
comida fue del género más sustancioso; no sólo carne con patatas, sino
albóndigas: ¡Santo Cielo!, ¡albóndigas de cena! Un tipo joven de gabán
verde se dirigió a estas albóndigas del modo más amenazador.
—Muchacho —dijo el patrón—, como que me tengo que morir, que
vas a tener pesadillas.
—Patrón —susurré yo—, no es éste el arponero, ¿no?
—Oh, no —dijo, con cara diabólicamente divertida—, el arponero es
un mozo de color oscuro. Nunca come albóndigas, no; no come más que
filetes, y le gustan crudos.
—Demonio de gusto —dije—. ¿Dónde está ese arpone ro? ¿Está
aquí? —Estará antes de mucho —fue la respuesta.
No pude remediarlo; empezaba a sentir sospechas sobre ese
arponero «de color oscuro». En cualquier caso, decidí que si resultaba
que teníamos que dormir juntos, él debería desnudarse y meterse en la
cama antes que yo.
Terminada la cena, el grupo volvió a la sala del bar, donde, no
sabiendo qué hacer de mí mismo, decidí pasar el resto de la velada
como observador.
Pero después se oyó fuera un ruido de motín. Levantándose
sobresaltado, el patrón exclamó:
—Es la tripulación del Grampus. Lo he visto anunciado a lo largo de
esta mañana; un viaje de tres años, con el barco lleno. ¡Hurra,
muchachos; ahora tendremos las últimas noticias de las Fidji!
Se oyó en el vestíbulo un pisoteo de botas de mar; se abrió la puerta
de par en par, y entró en tropel un grupo salvaje de marineros. Envueltos
en sus ásperos capotes de guardia, y con las cabezas abrigadas con
pasamontañas de lana, remendados y harapientos, y con la barba rígida
de carámbanos, pare cían una erupción de osos del Labrador. Acababan
de desembarcar, y ésta era la primera casa en que entraban. No es
extraño, pues, que se lanzaran derechos a la boca de la ballena, el bar,
donde el pequeño, viejo y arrugado Jonás que allí oficiaba, pronto les
escanció vasos llenos a todos a la redonda. Uno se quejaba de un fuerte
resfriado de cabeza, para el cual Jonás le mezcló una poción de ginebra
y melaza que parecía pez, y juró que era una cura soberana para todos
los resfriados y catarros, cualesquiera que fueran, sin importar su
antigüedad, ni si se habían contraído a la altura de la costa del Labrador,
o al socaire de una isla de hielo.
La bebida pronto se les subió a la cabeza, como suele ocurrir con los
más curtidos bebedores recién desembarcados del mar, y empezaron a
hacer cabriolas alrededor, del modo más estrepitoso.
Observé, sin embargo, que uno de ellos se mantenía un tanto
apartado, y aunque parecía deseoso de no estropear el buen humor de
sus compañeros de tripulación con su cara sobria, no obstante, en
conjunto evitaba hacer tanto ruido como el resto. Este hombre me
interesó en seguida; y como los dioses marinos habían dispuesto que
pronto se convirtiera en compa ñero mío de tripulación (aunque sólo
compañero de dormir, por lo que se refiere a esta narración), me atreveré
aquí a una pequeña descripción de él. Tenía sus buenos seis pies de
alto, con nobles hombros, y un pecho como una ataguía. Rara vez he
visto tanto músculo en un hombre. Tenía la cara muy morena y tostada,
haciendo resplandecer por contraste sus blancos dientes, mientras que
en las profundas sombras de sus ojos flotaban algunas reminiscencias
que no parecían darle mucha alegría. Su voz anunciaba en seguida que
era un sueño y, por su buena esta tura, pensé que debía ser uno de esos
altos montañeses del Alleghenian Ridge, en Virginia. Cuando la
disipación de sus compañeros llegó a su cumbre, el hombre se deslizó
fuera, inadvertido, y no le volví a ver hasta que fue mi camarada en el
mar. Al cabo de pocos minutos, sin embargo, sus compañeros le echaron
de menos, y como al parecer, no se sabe por qué, era su gran predilecto,
empezaron a gritar:
—¡Bulkington! ¡Bulkington!, ¿dónde está Bulkington? — y salieron de la
casa como flechas en su seguimiento.
Eran entonces alrededor de las nueve, y como la sala parecía casi
sobrenaturalmente callada tras de esas orgías, empecé a felicitarme por
un pequeño plan que se me había ocurrido antes mismo de que entraran
los marineros.
A ningún hombre le gusta dormir con otro en una cama. En realidad,
uno preferiría con mucho no dormir ni con su propio hermano. No sé por
qué, pero a la gente le gusta el aislamiento para dormir. Y cuando se
trata de dormir con un des conocido extraño, en una posada extraña, y
ese desconocido es un arponero, entonces las objeciones se multiplican
indefinida mente. Y no es que haya razón en este mundo por la cual un
marinero tenga que dormir con otro en una cama, más que cualquier otra
persona; pues los marineros no duermen de dos en dos en los barcos
más que los reyes solteros en tierra firme. Por supuesto, duermen todos
juntos en un solo local, pero cada cual tiene su propia hamaca, y se
cubre con su propia manta, y duerme en su propia piel.
Cuanto más cavilaba sobre ese arponero, más aborrecía la idea de
dormir con él. Era lícito presumir que, siendo arponero, sus lanas o linos,
según fuera el caso, no serían de lo más limpio, ni, desde luego, de lo
más delicado. Empecé a sentir picores por todas partes. Además, se iba
haciendo tarde, y mi decente arponero debería estar en casa y yendo
rumbo a la cama. Supongamos ahora que cayera sobre mí a
medianoche, ¿cómo podría yo decir de qué vil agujero venía?
—¡Patrón! He cambiado de idea sobre ese arponero. No voy a dormir
con él. Probaré este banco.
—Como quiera; siento no poder dejarle un mantel como colchón, y
esta tabla de aquí es muy áspera y molesta... — tocando los nudos y
bultos—. Pero espere un poco, Skrimshander; tengo un cepillo de
carpintero ahí en el bar; espere, digo, y le pondré bastante a gusto.
Diciendo así, buscó el cepillo, y con su viejo pañuelo de seda
desempolvó primero el banco, y se puso vigorosamente a alisarme la
cama, haciendo muecas mientras tanto como un mono. Las virutas
volaban a derecha e izquierda, hasta que, por fin, el filo del cepillo chocó
contra un nudo indestructible. El patrón estuvo a punto de dislocarse la
muñeca, y yo le dije que lo dejara, por lo más sagrado; la cama ya estaba
bastante blanda para mí, y no sabía cómo ningún acepillado del mundo
podía convertir en edredón una tabla de pino. Así que, reuniendo las
virutas con otra mueca, y echándolas a la gran estufa de en me dio de la
sala, se marchó a sus asuntos, y me dejó en negras re flexiones.
Tomé entonces medidas al banco, y encontré que le faltaba un pie de
largo,
aunque eso se podía arreglar con una silla.
Pero también le faltaba un pie de ancho, y el otro banco del cuarto era
unas cuatro pulgadas más alto que el cepillado, de modo que no se
podían emparejar. Entonces puse el primer banco a lo largo del único
espacio libre contra la pared, dejando un pequeño intervalo en medio
para poder acomodar la espalda. Pero pronto encontré que venía hacia
mí tal corriente de aire frío, desde el hueco de la ventana, que ese plan
no iba a servir en absoluto, sobre todo, dado que otra corriente, desde la
desvencijada puerta, salía al encuentro de la de la ventana, y ambas
juntas formaban una serie de pequeños torbellinos en inmediata
proximidad al lugar donde había pensado pasar la noche.
«El demonio se lleve a ese arponero —pensé—, pero, un momento,
¿no podría sacarle una ventaja? ¿Cerrar su puerta por dentro, y meterme
en su cama sin dejarme despertar por los golpes más violentos?» No
parecía mala idea; pero, pensándolo mejor, lo deseché.
Pues ¿quién podría decir que a la mañana siguiente, tan pronto como
yo saliera del cuarto corriendo, el, arponero no iba a estar plantado en la
entrada, dispuesto a derribarme de un golpe?
Sin embargo, volviendo a mirar a mi alrededor, y no viendo ocasión
posible de pasar una noche tolerable a no ser en la cama de otra
persona, empecé a pensar que, después de todo, podía estar abrigando
prejuicios injustificados contra ese desconocido arponero. Pensé: «Voy a
esperar mientras tanto; no tardará en dejarse caer por aquí. Entonces le
miraré bien, y quizá lleguemos a ser alegres compañeros de cama; no
puede saberse».
Pero aunque los otros huéspedes iban viniendo, sueltos, o en grupos
de dos o de tres, para acostarse, no había todavía señales de mi
arponero.
—¡Patrón! —dije—: ¿qué clase de muchacho es éste? ¿Siempre
vuelve a tan altas horas?
—Ya eran casi las doce.
El patrón volvió a risotear con su mezquina risita, y pareció
enormemente divertido por algo que escapaba a mi comprensión.
—No —contestó—, generalmente es pájaro madrugador: se acuesta
pronto y se levanta pronto; sí, es un pájaro de los que cogen el gusano.
Pero esta noche ha ido a vender, ya ve, y no comprendo qué demonios
le hace retrasarse tanto, a no ser, quizá, que no pueda vender su
cabeza.
—¿Que no puede vender su cabeza? ¿Qué clase de embauco me
cuenta? —Y me entró una furia creciente—. ¿Intenta decirme, patrón,
que ese arponero se dedica realmente, esta bendita noche de sábado, o
mejor dicho, esta mañana de do mingo, a vender su cabeza por la
ciudad?
—Eso es, exactamente —dijo el patrón—, y ya le dije que no la podría
vender aquí; que hay demasiadas existencias en el mercado.
—¿De qué? —grité.
—De cabezas, claro; ¿no hay demasiadas cabezas en este mundo?
—Escuche lo que le digo, patrón —dije, con toda calma— sería mejor
que dejase de contarme esos cuentos; no estoy tan verde.
—Es posible —y sacó un palo y se puso a afilarlo en mondadientes—,
pero me imagino que ese arponero le dejaría negro si lo oyera hablar mal
de su cabeza.
—Yo se la romperé —dije, volviendo a encolerizarme ante esa
inexplicable cháchara del patrón.
—Ya está rota —dijo.
—Rota —dije yo—; ¿quiere decir que está rota?
—Claro, y ésa es la razón por la que no puede venderla, me parece.
—Patrón —dije, levantándome hacia él, tan frío como el monte Hecla
en una tormenta de nieve patrón— deje de afilar. Tenemos que
entendernos usted y yo, y sin perder un momento. Llego a su casa y
quiero una cama, y usted me dice que sólo puede darme media, y que la
otra media pertenece a cierto arponero. Y sobre ese arponero, a quien
todavía no he visto, se empeña en contarme las historias más
mixtificadoras y desesperantes, para dar lugar a que yo tenga una
sensación incómoda hacia el hombre que me señala como compañero de
cama; un tipo de relación, patrón, que es íntima y confidencial hasta el
mayor extremo. Ahora le pido que me explique y me diga quién y qué es
ese arponero, y si no hay ningún peligro en pasar la noche con él. Y, para
empezar, tendrá la bondad de retirar esa historia de que vende su
cabeza, que, si es verdad, entiendo que es suficiente evidencia de que el
arponero está loco de atar, y no pienso dormir con un loco; y usted,
patrón, a usted le digo, usted, señor, tratando de hacerlo así con todo
conocimiento, se haría merecedor de ser perseguido por lo criminal.
—Bueno —dijo el patrón, dando un amplio respiro—, es un sermón
bastante largo para un compadre que de vez en cuando gasta un poco
de broma. Pero esté tranquilo, esté tranquilo, este arponero que le digo
acaba de llegar de los mares del Sur, donde ha comprado un lote de
cabezas embalsamadas de Nueva Zelanda (estupendas curiosidades, ya
sabe) y las ha vendido todas menos una, que es la que trata de vender
esta noche, porque mañana es domingo, y no estaría bien vender
cabezas humanas por las calles cuando la gente va a las iglesias. Lo que
ría hacer el domingo pasado, pero yo se lo impedí en el momento en que
salía por la puerta con cuatro cabezas en
ristra, que parecían completamente una ristra de cebollas.
Esta explicación aclaró el misterio, inexplicable de otro modo, y
demostró que el patrón, después de todo, no había tenido intención de
burlarse de mí; pero, al mismo tiempo, ¿qué podía pensar yo de un
arponero que se quedaba fuera un sábado por la noche, hasta el
mismísimo santo día del Señor, ocupado en un asunto tan canibalesco
como vender las cabezas de unos idólatras muertos?
—Tenga la seguridad, patrón, de que ese arponero es hombre
peligroso.
—Paga con toda puntualidad —fue la réplica—. Pero vamos, se está
haciendo terriblemente tarde, y sería mejor que volviera la aleta de cola:
es una buena cama. Sally yo dormimos en esa cama la noche que nos
juntamos. Hay sitio de sobra para que dos den patadas por esa cama; es
una cama grande y todo poderosa. Bueno, antes de que la dejáramos,
Sally solía poner a nuestro Sam y al pequeño Johnny a los pies. Pero
una noche tuve una pesadilla y di patadas y golpes, y, no sé cómo, Sam
cayó al suelo y casi se rompió el brazo. Después de eso, Sally dijo que
no estaba bien. Venga por aquí, le daré luz en un periquete. —Y diciendo
así encendió una vela y me la alargó, disponiéndose a mostrarme el
camino. Pero yo me detuve indeciso, hasta que él exclamó, mirando el
reloj del rincón—: Ya veo que es domingo; esta noche no verá al
arponero: habrá echado el ancla en cualquier sitio; vamos allá, entonces,
vamos, ¿no quiere?
Consideré el asunto un momento, y luego subimos las es caleras, y
me hizo entrar en un cuartito, frío como una almeja, y amueblado, desde
luego, con una prodigiosa cama, casi lo bastante grande como para que
durmieran cuatro arponeros en fila.
—Ahí —dijo el patrón, poniendo la vela en un absurdo cofre de
marinero que hacía doble servicio como lavabo y mesa de centro—, ahí
tiene; póngase cómodo, y tenga buenas noches.
Aparté los ojos de la cama para mirarle, pero había desaparecido.
Echando atrás la colcha, me incliné sobre la cama. Aunque no de lo
más elegante, resistía bastante bien la inspección. Luego miré el cuarto
alrededor; y además de la cama y la mesa del centro, no pude ver más
mobiliario en aquel sitio si no una basta estantería, las cuatro paredes, y
una pantalla de chimenea forrada de papel, representando a un hombre
que arponeaba una ballena. De cosas que no pertenecieran propiamente
al lugar, había una hamaca amarrada y tirada en un rincón por el suelo; y
asimismo un gran saco de marinero, que contenía el guardarropa del
arponero, en lugar de baúl de los de tierra adentro. Igualmente, había un
paquete de anzuelos exóticos, de hueso de pez, en la estantería sobre la
chimenea, y un largo arpón erguido a la cabecera de la
cama.
Pero ¿qué es eso que hay sobre el cofre? Lo levanté, lo acerqué a la
luz, lo toqué, lo olí, y probé todos los modos posibles de llegar a alguna
conclusión satisfactoria referente a ello. No puedo compararlo más que
con un amplio felpudo de puerta, adornado en los bordes con pequeños
colgajos tintineantes, algo así como las púas teñidas de puerco espín
alrededor de un mocasín indio. En medio de esa estera había un agujero
o hendidura, como se ve en los ponchos sudamericanos. Pero ¿sería
posible que ningún arponero sobrio se metiese en una estera de puerta,
y desfilase con esa clase de disfraz por las calles de una ciudad
cristiana? Me lo puse para probármelo, y me pesó como un cuévano, por
ser extraordinariamente erizado y espeso, y me pareció que también un
poco mojado, como si el misterioso arponero lo hubiera llevado puesto un
día de lluvia. Me acerqué con él a un pedazo de espejo pegado a la
pared, y nunca vi tal espectáculo en mi vida. Me despojé de él con tanta
prisa que me disloqué el cuello.
Sentado en el borde de la cama, empecé a pensar en ese arponero
vendedor de cabezas y en su estera de puerta. Después de pensar un
rato en el borde de la cama, me incorporé, me quité el chaquetón, y me
quedé entonces parado en medio del cuarto, pensando. Luego me quité
la chaqueta, y volví a pensar un poco más en mangas de camisa. Pero
como ya empezaba a sentir mucho frío, medio desnudo como estaba, y
recordando lo que había dicho el patrón de que el arponero no volvería a
casa en toda la noche por ser tan tarde, no enredé más, sino que me salí
de un salto de los pantalones y las botas, y luego, soplando la vela, me
eché de un tumbo en la cama, encomendándome al cuidado del cielo.
No es posible saber si ese colchón estaba relleno de panochas de
maíz o de vajilla rota, pero di vueltas un buen rato sin poder dormir
durante mucho tiempo. Por fin, resbalé a un so por ligero, y ya había
navegado un buen trecho hacia la tierra de Duermes, cuando oí unos
pesados pasos en el corredor, y vi un destello de luz que entraba en el
cuarto por debajo de la puerta.
«¡Válgame Dios! —pensé—, ése debe ser el arponero, el infernal
vendedor de cabezas.» Pero me quedé completamente quieto, decidido
a no decir una palabra hasta que me dijeran algo. Con una luz en una
mano, y la mismísima cabeza de Nueva Zelanda en la otra, el recién
llegado entró en el cuarto y, sin mirar a la cama, puso la vela muy lejos
de mí en el suelo de un rincón, y luego empezó a desatar las cuerdas
anudadas del gran saco que antes dije que había en el cuarto. Yo estaba
ansioso de verle la cara, pero él la mantuvo apartada un rato mientras se
ocupaba de desatar la boca del saco. Logrado esto, sin embargo, se
volvió y... ¡Santo cielo!, ¡qué visión! ¡Qué cara! Era de color oscuro,
purpúreo y amarillo, incrustada acá y allá de amplios cuadrados de
aspecto negruzco. Sí; es como pensaba, es un temible compañero de
cama; ha
tenido una pelea, le han hecho unos cortes horribles, y aquí está, recién
salido del médico. Pe ro en ese momento dio la casualidad de que se
volvió hacia la luz, y vi claramente que no podían ser en absoluto parches
de heridas esos cuadrados negros de sus mejillas. Eran manchas de
alguna otra especie. Al principio, no supe cómo tomarlo, pero pronto se
me ocurrió un asomo de la verdad. Recordé un relato sobre un blanco —
también ballenero— que, al caer entre caníbales, había sido tatuado por
éstos. Deduje que este arponero, en el transcurso de sus largos viajes,
debía haber pasado por una aventura semejante. ¡Y qué es eso, pensé,
después de todo! Es sólo su exterior; un hombre puede ser honrado en
cualquier clase de piel. Pero entonces, ¿cómo entender ese color
extraterrenal, esa parte suya, quiero decir, que queda a su alrededor, y
que es completamente independiente de los cuadrados del tatuaje?
Desde luego, no puede ser sino una buena capa de curtido tropical, pero
nunca he oído decir que el curtido de un sol caliente convierta a un
hombre blanco en amarillento y purpúreo. Sin embargo, yo nunca había
estado en los mares del Sur, y quizá el sol de allá produjera esos
extraordinarios efectos en la piel. Ahora, mientras todas esas ideas
cruzaban por mí como un relámpago, el arponero no me observó en
absoluto. Pero, después de hallar alguna dificultad para abrir el saco,
empezó a hurgar a tientas en él, y por fin sacó una especie de hacha
india y una bolsa de piel de foca con pelo y todo. Colocándolas en el
viejo cofre de en medio del cuarto, tomó la cabeza de Nueva Zelanda —
cosa sobradamente horrenda— y la encajó en el fon do del saco. Luego
se quitó el sombrero —un sombrero nuevo de castor— y yo estuve a
punto de gritar de sorpresa. No había pelo en su cabeza; al menos, no se
podía hablar de él; nada sino un pequeño nudo retorcido en la frente. Su
purpúrea cabeza calva ahora parecía completamente una calavera
mohosa. Si el recién llegado no hubiera estado entre la puerta y yo, me
habría lanzado por ella con más prisa que nunca me he lanzado sobre
una comida.
Aun así, pensé un momento en escurrirme fuera por la ventana, pero
era un segundo piso. No soy cobarde, pero supe raba en absoluto mi
comprensión cómo entender a aquel granuja purpúreo que vendía
cabezas. La ignorancia engendra al mie do, y yo, completamente
abrumado y confundido sobre el recién llegado, confieso que le tenía
ahora tanto miedo como si fuera el propio diablo que se hubiera metido
así en mi cuarto en plena noche. Efectivamente, le tenía tanto miedo que
no fui capaz de dirigirle la palabra para pedirle una respuesta
satisfactoria respecto a lo que me parecía inexplicable en él.
Mientras tanto, él siguió el asunto de desnudarse, y por fin mostró el
pecho y los brazos. Como que me tengo que morir, esas partes cubiertas
suyas estaban salpicadas de los mismos cuadrados que su cara; la
espalda, también, estaba cubierta de los mismos cuadrados oscuros;
parecía haber estado en una Guerra de los Treinta Años, y acabarse de
escapar por ella con una camisa de parches de heridas. Aún más, hasta
sus piernas estaban marcadas, como si un
montón de oscuras ranas verdes subieran corriendo por unos troncos de
palmeras jóvenes. Ahora estaba bien claro que debía ser algún
abominable salvaje, o algo parecido, embarcado a bordo de un ballenero
en los mares del Sur, y desembarcado así en este país cristiano. Me
estremecí al pensarlo. ¡Un vendedor de cabezas, además; quizá las
cabezas de sus propios hermanos! Se le podría antojar la mía. ¡Cielos!,
¡mira aquella hacha india!
Pero no hubo tiempo de temblar, porque ahora el salvaje se dedicó a
algo que fascinó por completo mi atención, y me convenció de que debía
de ser, en efecto, un pagano. Acercándose a su pesado chaquetón con
capucha, el sobretodo o dreadnaught, que antes había colgado en una
silla, hurgó en los bolsillos, y sacó al cabo de un rato una pequeña
imagen, extraña y deformada, con una joroba en la espalda, y
exactamente del color de un niño congoleño de tres días. Recordando la
cabeza embalsamada, al principio creí que ese maniquí negro fuera un
niño de verdad, conservado de algún modo semejante. Pero al ver que
no era en absoluto blando, y que brillaba mucho, como ébano pulido,
deduje que no debía de ser sino un ídolo de madera, como efectivamente
resultó ser. Pues ahora el salvaje se acerca al vacío hogar y, apartando
la pantalla empapelada, pone esa pequeña imagen jorobada, de pie
como un bolo, entre los moribundos. Las jambas de la chimenea y todos
los ladrillos de dentro estaban llenos de hollín, de modo que pensé que
ese hogar resultaba un pequeño nicho o capilla muy apropiada para su
congoleño ídolo.
Fijé entonces atentamente los ojos en la imagen medio oculta,
sintiéndome a la vez muy incómodo, para ver qué pasaba después.
Primero saca un par de puñados de virutas del bolsillo del chaquetón, y
los coloca cuidadosamente ante el ídolo; luego, poniendo encima un
poco de galleta de barco, y aplicándole la llama de la lámpara, enciende
las virutas en una llamarada sacrificial. Al fin, después de varias metidas
apresuradas entre las llamas, retirando los dedos aún más
apresuradamente (con lo que parecía quemárselos de mala manera),
consiguió por fin retirar la galleta; y entonces, soplándola para enfriarla y
para quitarle las cenizas, se la ofreció cortésmente al negrito. Pero no
pareció que al pequeño demonio le apeteciera tan seco alimento: no
movió en absoluto los labios. Todas esas extrañas gesticulaciones iban
acompañadas de sonidos guturales, aún más extraños, por parte del
devoto, que parecía rezar en una cantinela, o cantar alguna salmodia
pagana, durante la cual con traía espasmódicamente la cara del modo
menos natural. Finalmente, apagando el fuego, recogió el ídolo con muy
poca ceremonia, y se lo volvió a embolsar en el bolsillo del chaquetón
como si fuera un cazador echando al zurrón una becada muerta.
Todas esas raras actividades aumentaron mi incomodidad, y, al ver
que ahora mostraba fuertes síntomas de que acababa las operaciones
de su asunto, y que se metería de un salto en la cama conmigo, pensé
que era más que hora,
ahora o nunca, antes que se apagara la luz, de romper la fascinación en
que yo había quedado tanto tiempo sujeto.
Pero el intervalo que empleé en deliberar qué decir fue fatal.
Tomando de la mesa el hacha india, examinó un momento la cabeza,
y luego, acercándola a la luz, sopló grandes nubes de humo de tabaco.
Un momento después, la luz estaba apaga da, y ese salvaje caníbal, con
el hacha entre los dientes, saltaba a la cama conmigo. Lancé un grito, sin
poderlo remediar; y él, con un súbito gruñido de asombro, empezó a
tocarme.
Tartamudeando no sé qué, me escapé de él hacia la pared, y luego le
conjuré, quienquiera o cualquier cosa que fuera, a estarse quieto y
dejarme levantar y encender la luz otra vez. Pero sus respuestas
guturales me convencieron en seguida de que comprendía muy poco lo
que yo quería decir.
—¿Quién demonio usté? —dijo por fin—; usté no hablar, maldito, yo
matarle.
Y diciendo así, el hacha brillante empezó a gritar a mi alrededor en la
sombra.
—¡Patrón, por Dios, Peter Coffin! —grité—. ¡Patrón, despierte! ¡Coffin!
¡Ángeles, salvadme!
—¡Hablar! ¡Decirme quién ser, o, maldito, matarte! — volvió a
rezongar el caníbal, mientras que, al blandir horrible mente su hacha
india, desparramaba calientes cenizas de tabaco sobre mí, hasta que
creí que se me iba a incendiar la ropa. Pero, gracias a Dios, en ese
momento entró el patrón en el cuarto, vela en mano, y yo, saliendo de un
brinco de la cama, corrí hacia él.
—No tenga miedo ahora —dijo, volviendo a sonreír—. Este Queequeg
no le va a tocar un pelo de la cabeza.
—Deje de sonreír —grité—: ¿por qué no me dijo que ese infernal
arponero era un caníbal?
—Pensé que lo sabía: ¿no le dije que iba vendiendo cabe zas por la
ciudad? Pero vuélvale la cola y échese a dormir. Queequeg, ea; tú
entender mí, yo entender tú; este hombre dormir tú; ¿entender tú?
—Yo entender mucho —gruñó Queequeg, soplando por la pipa y
sentado en la cama—. Usted meterse —añadió, haciéndome un ademán
con el hacha india, y abriendo las mantas a un lado. Realmente, lo hizo
de un modo no sólo cortés, sino benévolo y caritativo. Me quedé quieto
un momento mirándole. Con todos sus tatuajes, en conjunto era un
caníbal limpio y de aspecto decente. «¿A qué viene todo este estrépito
que he hecho? —pensé para mí mismo—. Este hombre es un ser
humano lo mismo que yo: tiene tantos motivos para tener miedo de mí,
como yo para tener miedo de él. Más vale dormir con un
caníbal despejado que con un cristiano borracho.»
—Patrón —dije—; dígale que deje el hacha india, o la pipa, o como lo
llame; en una palabra, dígale que deje de fumar, y yo me pondré con él.
Porque no me hace gracia tener conmigo en la cama a un hombre que
fuma. Es peligroso. Además, no estoy asegurado.
Al decir esto a Queequeg, inmediatamente se avino, y volvió a
hacerme un cortés ademán de que me metiera en la cama, enrollándome
hacia una orilla, como si dijera: No le voy a tocar ni una pierna.
—Buenas noches, patrón —dije—: se puede ir.
Me metí en la cama, y nunca en mi vida he dormido mejor.

IV
La colcha

Al despertarme a la mañana siguiente al alborear, encontré que


Queequeg me había echado el brazo por encima del modo más cariñoso
y afectuoso. Se habría pensado que yo había sido su mujer. La colcha
era de retazos, llena de cuadraditos y triangulitos sueltos y abigarrados; y
aquel brazo suyo, todo él tatuado con una figura interminable de laberinto
cretense, sin dos partes que fueran exactamente del mismo matiz
(debido, supongo yo, a que en el mar había expuesto el brazo de modo
variable al sol y a la sombra, con las mangas de la camisa irregularmente
subidas en variadas ocasiones), aquel brazo suyo, digo, parecía en todo
una tira de aquel mismo cobertor de retazos. Efectivamente, como el
brazo estaba puesto sobre la colcha cuando me desperté, difícilmente
pude distinguirlo de ella, y sólo por la sensación de peso y presión pude
comprender que Queequeg me estaba apretando.
Mis sensaciones fueron extrañas. Permítaseme tratar de explicarlas.
Cuando yo era niño, recuerdo muy bien una circunstancia un tanto
parecida que me ocurrió: jamás pude decidir completamente si era una
realidad o un sueño. La circunstancia fue ésta. Había estado yo haciendo
no sé qué travesura: creo que tratando de trepar por dentro de la
chimenea, como había visto hacer a un pequeño deshollinador unos días
antes, y mi madrastra que, por una razón o por otra, todo el tiempo
estaba dándome azotes o mandándome a la cama sin cenar, mi
madrastra, digo, me arrastró por las piernas sacándome de la chimenea y
me mandó derecho a la cama, aunque eran sólo las dos de la tarde del
21 de junio, el día más largo en nuestro hemisferio. Mis sentimientos
fueron terribles. Pero no había modo de remediarlo, de modo que subí
por las escaleras a mi cuartito en el tercer piso,
me desnudé todo lo despacio que pude, para matar el tiempo, y, con un
amargo suspiro, me metí entre las sábanas.
Me tendí allí calculando lúgubremente que debían transcurrir dieciséis
horas enteras antes que pudiera tener esperanza de resurrección.
¡Dieciséis horas en la cama! Me dolía la rabadilla de pensarlo. Y además,
había mucha luz: el sol brillaba en la ventana, y había un gran estrépito
de coches por las calles, y el sonido de voces alegres llenaba toda la
casa. Me sentía cada vez peor; por fin me levanté, me vestí, y bajando
quedamente, con los calcetines en los pies, busqué a mi madrastra y de
repente me eché ante ella, rogándole como un favor especial que me
diera una buena azotaina por mi mala conducta; cualquier cosa, menos
condenarme a estar en la cama durante tan insoportable lapso de tiempo.
Pero ella era la mejor y más concienzuda de las madrastras, y tuve que
volver a mi cuarto. Durante varias horas estuve allí completamente
despierto, sintiéndome mucho peor que nunca me he sentido después,
aun con las mayores desventuras posteriores. Por fin, debí caer en un
sopor turbado por pesadillas, y al despertar lentamente de él —medio
sumergido en sueños— abrí los ojos, y el cuarto antes iluminado por el
sol, ahora estaba envuelto en la tiniebla exterior. Al momento sentí un
golpe que me recorría todo el cuerpo: no se veía nada, ni se oía nada:
pero parecía haber una mano sobrenatural en la mía. Yo tenía el brazo
extendido sobre la colcha, y la innominable, inimaginable y silenciosa
forma fantasmal a que pertenecía la mano, parecía sentada muy cerca,
en el borde de mi cama. Durante lo que pareció siglos amontonados
sobre siglos, me quedé así, congelado con los temores más espantosos,
sin atreverme a retirar la mano, pero pensando que sólo con que pudiera
remo verla una pulgada, se rompería el horrendo hechizo. No supe cómo
esta impresión se apartó por fin de mí, pero, al despertar por la mañana,
lo recordé todo con un estremecimiento, y durante días y semanas
después me perdí en enloquecedores intentos de explicar el misterio.
Más aún, incluso en esta misma hora, muchas veces extravío en ello.
Bien, pues quitando el terrible miedo, mis sensaciones al sentir una
mano sobrenatural en la mía fueron muy semejantes, en su extrañeza, a
las que experimenté al despertar y ver el pagano brazo de Queequeg
echado a mi alrededor. Pero, por fin, todos los acontecimientos de la
noche pasada volvieron uno por uno, sin embriaguez, con realidad fijada,
y entonces sólo quedé despierto para el lado cómico. Pues aunque traté
de moverle el brazo, de desatar su apretón marital, sin embargo él,
dormido como estaba, seguía apretándome estrechamente, como si sola
mente la muerte pudiera separarnos. Intenté sacarle del sueño:
—¡Queequeg!
Pero su única respuesta fue un ronquido. Entonces me di la vuelta,
notando en el cuello como una collera de caballo, y de repente sentí un
ligero arañazo.
Echando a un lado la colcha, allí estaba el hacha india durmiendo al lado
del costado del salvaje, como si fuera un niño de cara afilada. «¡Bonito
lío, de veras! —pensé—, ¡en la cama, en una casa desconocida, en
pleno día, con un caníbal y un hacha india!»
—¡Queequeg, por todos los Cielos, Queequeg, despierta! Al fin, a
fuerza de mucho retorcimiento, y de sonoras e insistentes exhortaciones
sobre la inconveniencia de que abrazara a otro varón con aquel estilo tan
matrimonial, conseguí ex traerle un gruñido; y por fin, retiró el brazo, se
sacudió de arriba abajo, todo entero, como un perro de Terranova recién
salido del agua, y se incorporó en la cama, rígido como una pica,
mirándome y restregándose los ojos como si no recordara en absoluto de
qué modo había llegado yo a estar allí, aunque una vaga conciencia de
saber algo de mí parecía amanecer lenta mente en él. Mientras tanto, yo
estaba tendido, inmóvil y mirándole, ahora sin tener temores serios, y
afanoso de observar de cerca a tan curiosa criatura. Cuando, por fin, su
mente pareció en claro respecto al carácter de su compañero de cama, y,
por decirlo así, se reconcilió con el hecho, dio un salto hasta el suelo, y
por determinados signos y sonidos me dio a entender que, si me parecía
bien, él se vestiría primero y luego me dejaría para que me vistiera yo,
cediéndome todo el local para mí. Creo yo que en esas circunstancias,
Queequeg, esto es un modo de empezar muy civilizado; pero la verdad
es que estos salvajes tienen un sentido innato de delicadeza, dígase lo
que se quiera: es asombroso qué esencialmente corteses son. Ofrezco a
Queequeg este preciso cumplido, porque me trató con mucha etiqueta y
consideración, mientras que yo era culpable de notable grosería:
observándole fijamente desde la cama, y vigilando todos sus
movimientos al arreglarse, al prevalecer temporal mente mi curiosidad
sobre mi buena educación. No obstante, no se ve todos los días un
hombre como Queequeg, y tanto él como sus modales eran muy
merecedores de especial atención.
Empezó a vestirse por arriba, tocándose con su sombrero de castor,
que por cierto era muy alto, y luego—todavía sin pantalones— se lanzó a
rastrear sus botas. Para qué demonios lo haría, no sé decir, pero su
inmediato movimiento fue aplastarse —botas en mano, y con el sombrero
puesto— debajo de la cama, donde, por diversos jadeos y tensiones de
gran violencia, deduje que trabajaba duramente en calzarse, aunque no
he oído jamás por qué regla de decencia se requiere a nadie que se aísle
para ponerse las botas. Pero Queequeg, ya se ve, era una criatura en
fase de transición: ni oruga ni mariposa. Era lo estrictamente civilizado
como para exhibir su exotismo del modo más extraño posible. Su
educación no estaba todavía terminada. Era un estudiante a mitad de
carrera. Si no hubiera estado civilizado en un pequeño grado,
probablemente no se habría preocupado en absoluto de las botas; pero,
por otra parte, si no hubiera sido todavía un salvaje, nunca se le habría
ocurrido meter se bajo la cama para ponérselas. Por fin, emergió con el
sombrero muy aplastado y abollado, metido hasta los ojos, y empezó a
crujir y cojear por el cuarto, como si, no estando muy acostumbrado a las
botas, su par de becerro, húmedas y agrietadas —probablemente
tampoco hechas a su medida—, más bien le pellizcaran y atormentaran
en el primer arranque en una cruda mañana de frío.
Viendo yo, entonces, que no había cortinas en la ventana y que la
calle era muy estrecha, y la casa de enfrente dominaba una vista total de
nuestro cuarto, y observando cada vez más la indecorosa figura que
presentaba Queequeg al dar vueltas por ahí con poco más que el
sombrero y las botas, le rogué lo mejor que supe que acelerase su
arreglo como fuera, y, sobre todo, que se pusiera los pantalones en
cuanto pudiera. Obedeció, y luego empezó a lavarse. A esa hora de la
mañana, cualquier cristiano se habría lavado la cara, pero Queequeg,
con extrañeza mía, se contentó con limitar sus abluciones al pecho,
brazos y manos. Luego se puso el chaleco, y tomando un trozo de jabón
duro que había en la mesa de centro que hacía de lavabo, lo sumergió en
agua y empezó a enjabonarse la cara. Yo observaba a ver dónde
guardaba la navaja de afeitar, cuando he aquí que toma el arpón de la
cama, quita el largo mango de madera, des encaja el hierro, lo afila un
poco en la bota, y, acercándose al trozo de espejo de la pared, empieza
vigorosamente a rasurarse, o mejor arponearse las mejillas. Me parece,
Queequeg, que esto es usar como venganza la mejor cuchillería Rogers.
Luego llegó a sorprenderme menos esta operación cuando empecé a
saber de qué fino acero está hecha la cabeza de un arpón, y qué
terriblemente afilados se mantienen sus largos bordes rectos.
El resto de su tocado se acabó pronto, y salió orgullosa mente del
cuarto, envuelto en su gran chaquetón de piloto, y blandiendo su arpón
como un bastón de mariscal.

V
Desayuno

Yo le seguí rápidamente, y, bajando al bar, me acerqué muy contento


al sonriente patrón. No le guardaba rencor, aunque él se había burlado
de mí no poco en el asunto de mi compañero de cama.
Sin embargo, una buena risa es una cosa excelente, y una cosa
buena que anda más bien demasiado escasa: lo cual es una lástima. Así
que si cualquiera, en su propia persona, concede materia para una
buena broma a cualquiera, que no se eche atrás, sino empléese y déjese
emplear de ese modo. Y si un hombre lleva en sí algo abundantemente
risible, estad seguros de que hay más en ese
hombre de lo que quizá imagináis.
El bar estaba ahora lleno de los huéspedes que se habían dejado
caer por allí la noche anterior, y a quienes yo no había mirado todavía
bastante. Casi todos eran balleneros: primeros, segundos y terceros
oficiales, carpinteros, toneleros y herreros de marina, arponeros y
guardianes; una gente tostada y musculosa, de barbas boscosas; un
grupo hirsuto y rudo, todos con sus chaquetones a modo de batines
mañaneros.
Se podía decir claramente cuánto tiempo había estado a bordo cada
uno de ellos. Las saludables mejillas de aquel joven tienen un color como
de pera tostada por el sol, y parece que han de tener su mismo olor
almizclado; no puede hacer tres días que ha desembarcado de su viaje a
la India. Aquél de al lado, parece unos pocos tonos más claro; podríais
decir que hay en él un toque de áloe. En el color de un tercero dura
todavía un bronceado tropical, pero levemente blanqueado, pese a todo:
éste sin duda lleva ya varias semanas en tierra. Pero ¿quién podría
mostrar unas mejillas como Queequeg, que, listadas en diversas tintas,
parecían la vertiente occidental de los Andes, exhibiendo, en un solo
despliegue, climas en contraste, zona tras zona?
—¡A engullir, ea! —gritó entonces el patrón, abriendo del todo una
puerta, y entramos a desayunar.
Dicen que los hombres que han visto mundo adquieren así gran
facilidad de maneras, y tienen gran dominio de sí mismos en compañía.
No siempre, sin embargo: Ledyard, el gran viajero de New England, y
Mungo Park, el escocés, mostraban menor seguridad que nadie en el
salón. Pero quizá el cruzar meramente Siberia en un trineo arrastrado por
perros, como hizo Ledyard, o el darse un largo paseo solitario con el
estómago vacío, por el corazón negro de África, que es la suma de las
realizaciones del pobre Mungo, ese tipo de viaje, digo, quizá no sea el
mejor modo de alcanzar un alto refinamiento social. No obstante, en la
mayor parte de los casos, este tipo de cosas es lo que se suele observar
en todo lugar.
Las indicadas reflexiones están ocasionadas por el hecho de que
después que todos nos sentamos a la mesa, y cuando me preparaba a
escuchar algunos buenos relatos sobre la pesca de la ballena, con no
poca sorpresa mía, todos mantuvieron un pro fundo silencio. Y no sólo
eso, sino que tenían un aire cohibido. Sí, allí había un equipo de lobos de
mar, muchos de los cuales, sin la menor timidez, habían abordado
grandes ballenas en alta mar —absolutamente desconocidas para ellos
— y habían entablado duelo con ellas hasta matarlas sin parpadear; y,
sin embargo, ahí estaban sentados en la sociedad de una mesa de
desayuno —todos del mismo oficio, todos de gustos afines— y volvían
los ojos unos a otros tan ovejunamente como si nunca hubieran salido de
la vista de algún redil entre las Montañas Ver des. ¡Curioso espectáculo,
esos tímidos
osos, esos vergonzosos guerreros de las ballenas!
Pero en cuanto a Queequeg...; en fin, Queequeg se sentaba entre
ellos, y a la cabecera de la mesa, además, por casualidad, tan fresco
como un carámbano. Por supuesto, no puedo decir mucho a favor de su
buena educación. Su mayor admirador no podría haber justificado
cordialmente que se trajera con sigo el arpón al desayuno y lo usara sin
ceremonia, alcanzando con él por encima de la mesa, con inminente
riesgo para varias cabezas, y acercándose los filetes de vaca. Pero eso
es lo que hacía con gran frialdad, y todos saben que, en la estimativa de
la mayor parte de la gente, hacer algo con frialdad es hacerlo con
elegancia.
No hablaremos aquí de todas las peculiaridades de Queequeg; cómo
rehuía el café y los panecillos calientes, y aplicaba su atención fija a los
filetes, bien crudos. Basta decir que, cuando se terminó el desayuno, se
retiró como los demás a la sala común, encendió la pipa hacha, y allí
estaba sentado, digiriendo y fumando en paz, con su inseparable
sombrero puesto, cuando yo zarpé a dar una vuelta.

VI
La calle

Si al principio me había asombrado al captar un atisbo de un individuo


tan exótico como Queequeg circulando entre la refinada sociedad de una
ciudad civilizada, ese asombro se disipó en seguida al dar mi primer
paseo a la luz del día por las calles de New Bedford.
En vías públicas cercanas a los muelles, cualquier puerto importante
ofrecerá a la vista los ejemplares de más extraño aspecto procedentes de
tierras extranjeras. Incluso en Broadway y Chestnut Street, a veces hay
marineros mediterráneos que dan empellones a las asustadas señoritas.
Regent Street no es desconocida para los birmanos y malayos; y en
Bombay, en Apollo Green, yanquis de carne y hueso han asustado
muchas veces a los indígenas. Pero New Bedford supera a toda Water
Street Wapping. En esos susodichos lugares sólo se ven marine ros,
pero en New Bedford hay auténticos caníbales charlando en las esquinas
de las calles; salvajes de veras, muchos de los cuales llevan aún carne
pagana sobre los huesos. A un recién llegado, le deja pasmado.
Pero, además de los fidjianos, tongotaburianos, erromangoanos,
pannangianos y brighgianos, y además de los disparata dos ejemplares
de la ballenería que se bambolean inadvertidos por las calles, se ven
otros
espectáculos aún más curiosos, y ciertamente más cómicos. Todas las
semanas llegan a esta ciudad docenas de hombres de Vermont y New
Hampshire, aún muy verdes, y llenos de sed de ganancia y gloria en la
pesquería. Suelen ser jóvenes, de tipos macizos; mozos que han talado
bosques y ahora pretenden dejar el hacha y empuñar el arpón. Muchos
están verdes como las Montañas Verdes de que proceden. En algunas
cosas, se creería que acaban de nacer.
¡Mirad ahí, ese muchacho que presume en la esquina! Lleva un
sombrero de castor y una levita de cola de golondrina, ceñida con un
cinturón de marinero y un machete como vaina. Ahí viene otro con un
sueste y un capote de alepín.
Ningún elegante de ciudad se puede comparar con uno de campo,
quiero decir, con un elegante auténticamente paleto; un compadre que,
en los días de la canícula, siega sus dos hectáreas con guantes de
cabritilla por miedo a broncearse las manos. Ahora bien, cuando a un
elegante de campo como éste se le mete en la cabeza conseguir
reputación de distinguido, y se alista en las grandes pesquerías de
ballenas, habríais de ver qué cosas más cómicas hace al llegar al puerto.
Al encargar su indumentaria marina, pide botones de campana en los
chalecos, y trabillas en sus pantalones de lona. ¡Ah, pobre retoñito, qué
amargamente estallarán esas trabillas en la primera galerna ululante,
cuando seas empujado, con trabillas, botones y todo, por la garganta de
la tempestad abajo!
Pero no creáis que esta famosa ciudad tiene sólo arpone ros,
caníbales y paletos para enseñar a los visitantes. Nada de eso. Con todo,
New Bedford es un sitio extraño. Si no hubiera sido por nosotros los
balleneros, ese trecho de tierra quizá habría seguido hasta hoy en
condiciones tan salvajes como la costa de Labrador. Aun tal como está,
hay partes del campo de sus alrededores que son capaces de asustarle
a uno con su aspecto desolado. La propia ciudad es quizá el sitio más
caro para vivir en toda New England. Ciertamente, es tierra de aceite,
aunque no como Canaán; tierra, pues, de trigo y vino. Por sus calles no
mana la leche, ni en primavera las pavimentan con huevos frescos. Pero,
a pesar de todo, en ninguna parte de América se encontrarán más casas
de aspecto patricio, y parques y jardines más opulentos que en New
Bedford. ¿De dónde proceden? ¿Cómo se han plantado en esta
macilenta escoria de comarca?
Id a mirar los emblemáticos arpones de hierro que rodean aquella
altiva mansión, y vuestra pregunta quedará respondida. Sí, todas esas
valientes casas y floridos jardines proceden de los océanos Atlántico,
Pacífico e Índico. Todas y cada una, fueron arponeadas y arrastradas
hasta aquí desde el fondo del mar. ¿Puede Herr Alexander realizar una
hazaña como ésta?
Dicen que en New Bedford los padres dan ballenas a sus hijas como
dote,
y colocan a sus sobrinas con unas pocas tortugas por cabeza. Hay que ir
a New Bedford para ver una boda brillante, pues dicen que tienen
depósitos de aceite en todas las casas, y a lo largo de todas las noches
queman sin cesar velas de esperma de ballena.
En verano, es dulce de ver la ciudad, llena de hermosos arces, en
largas avenidas de verde y oro. Y en agosto, elevándose en el aire, los
bellos y abundantes castaños de Indias, como candelabros, ofrecen al
transeúnte sus puntiagudos conos verticales de floración congregada.
Tan omnipotente es el arte, que en muchos distritos de New Bedford ha
superpuesto claras terrazas de flores sobre los estériles residuos de roca
arrojados a un lado en el día final de la Creación.
Y las mujeres de New England florecen como sus propias rosas. Pero
las rosas sólo florecen en verano, mientras que la fina encarnadura de
sus mejillas es perenne, como la luz del sol en los séptimos cielos. Hallar
comparación en otro sitio a esa floración suya, os será imposible, si no es
en Salem, donde me dicen que las muchachas exhalan tal almizcle que
sus novios marineros las huelen a millas de la costa, como si se
acercaran a las aromáticas Molucas y no a las arenas puritanas.

VII
La capilla

En la misma New Bedford se yergue una capilla de los Balleneros, y


pocos son los malhumorados pescadores, con rumbo al océano Índico o
al Pacífico, que dejan de hacer una visita dominical a ese lugar. Al
regresar de mi primer paseo mañanero, volví a salir para ese especial
destino. El cielo había cambiado de un frío soleado y claro, a niebla y
aguanieve con viento. En volviéndome en mi áspero chaquetón, del tejido
llamado «piel de oso», luché por abrirme paso contra la terca tempestad.
Al entrar, encontré una pequeña y desparramada feligresía de marineros
y de mujeres y viudas de marineros. Reinaba un silencio ahogado, sólo
roto a veces por los aullidos de la tempestad. Ca da silencioso adorador
parecía haberse sentado a propósito aparte de los demás, como si cada
dolor silencioso fuera insular e incomunicable. El capellán no había
llegado todavía; y allí, aquellas calladas islas de hombres y mujeres se
habían sentado mirando fijamente varias lápidas de mármol, con bordes
negros, incrustadas en la pared a ambos lados del púlpito. Tres de ellas
rezaban algo así como lo que sigue, aunque no pretendo citar:
CONSAGRADA
A LA MEMORIADE
JOHN TALBOT
Que, a la edad de dieciocho años,
Se perdió en el mar,
Cerca de la Isla de la Desolación,
A la altura de Patagonia,
El 1 de noviembre de 1836
SU HERMANA
Dedica a su memoria
ESTA LÁPIDA
EN MEMORIADE
ROBERT LONG, WILLIS ELLERY,
NATHAN COLEMAN, WALTER CANNY,
SETH MACY Y SAMUEL GLEIG,
Que formaban la tripulación de una de las lanchas
DEL BARCO ELIZA
Arrastrados por una ballena hasta perderse de vista En las
pesquerías del Pacífico,
El 31 de diciembre de 1839 Ponen esta lápida
Sus compañeros supervivientes.
EN MEMORIA del difunto
CAPITÁN EZEKIEL HARDY, Que, en la proa de su lancha, Fue
muerto por un cachalote En la costa del Japón,
El 3 de agosto de 1833,
DEDICA ESTA LAPIDA a su recuerdo
SU VIUDA
Sacudiéndome el aguanieve de mi sombrero y mi chaquetón helados,
me senté junto a la puerta, y al volverme a un lado me sorprendió ver a
Queequeg cerca de mí. Afectado por la solemnidad de la escena, en su
rostro había una mirada interrogativa de curiosidad incrédula. El salvaje
fue la única persona
presente que pareció darse cuenta de mi entrada, porque era el único
que no sabía leer, y, por lo tanto, no leía esas frígidas inscripciones de la
pared. No sabía yo si entre los asistentes había ahora algún pariente de
los marineros cuyos nombres aparecían allí; pero son tantos los
accidentes de la pesca que no se anotan, y tan claramente llevaban
varias mujeres de las presentes el rostro, si no el hábito, de algún dolor
incesante, que sentí con seguridad que allí delante de mí estaban
reunidos aquellos en cuyos corazones incurables la vista de aquellas de
soladas lápidas hacía que sangraran por simpatía las viejas heridas.
¡Ah, vosotros, cuyos muertos yacen sepultados bajo la verde hierba;
que, en medio de las flores podéis decir: aquí, aquí yace mi ser amado;
vosotros no conocéis la desolación que se cobija en pechos como éstos!
¡Qué amargos vacíos en esos mármoles bordeados de negro que no
cubren cenizas! ¡Qué mortales huecos y qué infidelidades forzosas en las
líneas que parecen roer toda fe, rehusando resurrecciones a los seres
que han perecido sin sitio y sin tumba! Estas lápidas podrían estar lo
mismo en la cueva de Elephanta que aquí.
¿En qué censo de criaturas se incluyen los muertos de la humanidad?
¿Por qué dice de ellos un proverbio universal que no contarán historias,
aunque contengan más secretos que las Arenas de Goodwin? ¿Cómo es
que a ese nombre que ayer partió para el otro mundo le anteponemos
una palabra tan significativa y traidora, y sin embargo, no le damos ese
título, aunque se embarque para las remotas Indias de esta tierra de los
vivos? ¿Por qué las compañías de seguros de vida pagan
indemnizaciones de muerte a cuenta de inmortales? ¿En qué eterna e
inmóvil parálisis, en qué trance mortal y sin esperanza yace todavía el
antiguo Adán que murió hace sesenta siglos, en números redondos?
¿Cómo es que todavía rehusamos consolarnos por aquellos que, sin
embargo, afirmamos que residen en inefable bienaventuranza? ¿Por qué
los vivos se empeñan tanto en silenciar a los muertos, de tal modo que el
rumor de un golpe en una tumba aterroriza a una ciudad entera? Todas
estas cosas no carecen de sus significados.
Pero la fe, como un chacal, se alimenta entre las tumbas, e incluso de
esas dudas mortales extrae su esperanza más vital.
Apenas hace falta decir con qué sentimientos, en vísperas de mi viaje
a Nantucket, consideré esas lápidas de mármol, y, a la lóbrega luz de
aquel día oscurecido y lastimero, leí el destino de los balleneros que
habían partido por delante de mí. Sí, Ismael, ese mismo destino puede
ser el tuyo. Pero, no sé cómo, volví a sentirme alegre. Deliciosos
incentivos para embarcar, buenas probabilidades de ascender, al
parecer: sí, un bote des fondado me hará inmortal por diploma. Sí, hay
muerte en este asunto de las ballenas; el caótico y rápido embalar a un
hombre sin palabras hacia la Eternidad. Pero ¿y qué?
Me parece que hemos confundido mucho esta cuestión de la Vida y la
Muerte. Me parece que lo que llaman mi sombra aquí en la tierra es mi
sustancia auténtica. Me parece que, al mirar las cosas espirituales,
somos demasiado como ostras que observan el sol a través del agua y
piensan que la densa agua es la más fina de las atmósferas. Me parece
que mi cuerpo no es más que las heces de mi mejor ser. De hecho, que
se lleve mi cuerpo quien quiera, que se lo lleve, digo: no es yo. Y por
consiguiente, tres hurras por Nantucket, y que vengan cuando quieran el
bote desfondado y el cuerpo desfondado, porque ni el propio Júpiter es
capaz de desfondarme el alma.
VIII
El púlpito

No llevaba mucho tiempo sentado cuando entró un hombre de una


peculiar robustez venerable: inmediatamente, en cuanto la puerta
golpeada por la tempestad volvió a cerrarse tras su paso, el modo vivo y
respetuoso como le miró la feligresía atestiguó suficientemente que aquel
noble anciano era el capellán. Sí, era el famoso Padre Mapple, llama do
así por los balleneros, entre los cuales era muy popular. Había sido
marinero y arponero en su juventud, pero desde hacía ya muchos años
dedicaba su vida al ministerio religioso. En la época de que ahora
escribo, el Padre Mapple estaba en el duro invierno de una sana vejez;
esa clase de vejez que parece fundir se en una segunda juventud florida,
pues entre las hendiduras de sus arrugas, lucían ciertos suaves fulgores
de una floración de nuevo desarrollada; el verdor de primavera
asomando incluso bajo la nieve de febrero. Nadie que con anterioridad
hubiera conocido su historia podía observar por primera vez al Padre
Mapple sin el mayor interés, porque había en él ciertas peculiaridades
injertadas en lo clerical, atribuibles a la vida de aventuras marítimas que
había llevado. Cuando entró, observé que no llevaba paraguas, y
ciertamente, no había venido en coche, pues su sombrero de lona
alquitranada chorreaba aguanieve fundida, y su gran chaquetón de piloto
parecía casi arrastrarle al suelo con el peso del agua que había
absorbido. Sin embargo, sombrero, chaquetón y chanclos fueron
extraídos uno tras otro, y colgados en un pequeño espacio de un rincón
adyacente: entonces, revestido de modo decente, se acercó
silenciosamente al púlpito.
Como muchos púlpitos a la antigua usanza, era muy alto, y, puesto
que unas escaleras normales hasta tal altura mengua rían seriamente el
terreno ya pequeño de la capilla, por su amplio ángulo en el suelo,
parecía que el arquitecto había obrado bajo sugestión del Padre Mapple,
terminando el
púlpito sin escalera y sustituyéndolas por una escalera vertical a un lado,
como las escalas de gato que se usan en el mar para subir de un bote a
un barco. La esposa de un capitán ballenero había pro visto la capilla de
un bonito par de guardamancebos de estambre rojo para la escala de
gato, que, teniendo por sí una bonita cabecera, y teñida de color caoba,
hacía que todo el dispositivo no pareciera de ningún modo de mal gusto,
si se tiene en cuenta la clase de capilla que era. Deteniéndose un
instante al pie de la escala de gato y agarrando con ambas manos los
nudos orna mentales de los guardamancebos, el Padre Mapple lanzó una
mirada a lo alto, y luego, con una destreza verdaderamente marinera,
pero reverencial, sin embargo, subió, mano tras mano los flechastes
como si ascendiera a la cofa mayor de su navío.
Las partes perpendiculares de esta escala de gato lateral, como suele
ser el caso en las suspendidas, eran de jarcia cubierta de tela, sólo que
los flechastes eran de madera, así que en cada peldaño había una
articulación.
Al echar mi primera ojeada al púlpito no me había pasado por alto
que, por más que fueran convenientes para un barco, esas articulaciones
parecían superfluas en el caso presente. Pues no estaba preparado para
ver al Padre Mapple, después de ganar la altura, dar media vuelta
lentamente, e inclinándose sobre e1 púlpito, retirar hacia arriba
cuidadosamente la escalerilla, flechaste tras flechaste, hasta que toda
ella estuvo depositada dentro, dejándole inexpugnable en su pequeña
Quebec.
Cavilé un rato sin comprender del todo la razón de esto. El Padre
Mapple disfrutaba de tan amplia reputación de sinceridad y santidad, que
no podía sospechar que persiguiera la notoriedad por ningún simple truco
de escenografía. No, pensé; debe haber alguna razón sensata para esto;
además, debe simbolizar algo invisible. ¿Podrá ser entonces que por ese
acto de aislamiento físico simboliza su retirada espiritual desde el tiempo,
desde todas las ataduras y conexiones externas de este mundo? Sí,
pues reconfortado con la carne y el vino de la Palabra, para este fiel
hombre de Dios, el púlpito, como veo, es una fortaleza de
autocontención; una altanera Ehrenbreitstein, con una perenne fuente de
agua entre sus muros.
Pero la escala de gato no era en aquel lugar el único rasgo extraño
tomado de las anteriores navegaciones del capellán. Entre los cenotafios
de mármol a ambos lados del púlpito, la pared que le daba respaldo
estaba adornada con una amplia pintura representando un valiente navío
en lucha con una terrible tempestad a lo largo de una costa a sotavento,
toda rocas negras y níveas rompientes.
Pero arriba, por encima de la turbonada volante y las os curas nubes
fugitivas, flotaba una pequeña isla de luz del sol, desde la cual irradiaba
un rostro de ángel; y ese claro rostro lanzaba una visible mancha de
radiosidad
sobre la desarbolada cubierta del barco, algo así como aquella placa de
plata que ahora está inserta entre las tablas del Victory donde cayó
Nelson. «Ah, noble navío —parecía decir el ángel—: sigue luchan do,
sigue luchando, oh, tú, noble navío, y mantén firme el gobernalle; pues,
¡mira!, el sol irrumpe, y las nubes se disipan: está cerca el más sereno
azur.»
Tampoco el propio púlpito carecía de huellas de ese mismo gusto
marinero que había dado lugar a la escala de gato y la pintura. Su frontal
con paneles era a semejanza de un buque de proa muy llena, y la Santa
Biblia descansaba en una pieza prominente en voluta, configurada como
el pico de una proa, en forma de cabeza de violín.
¿Podía haber algo más lleno de significado? Pues el púlpito es
siempre la parte más a proa de la tierra, y todo lo demás queda atrás; el
púlpito precede al mundo. Desde allí, se da el primer grito de alarma ante
la tormenta de la rápida ira de Dios, y la proa debe aguantar el primer
envite. Desde allí se invoca por primera vez al Dios de las brisas buenas
o malas para que dé vientos favorables.
Sí, el mundo es un barco en su viaje de ida, y es un viaje sin vuelta, y
el púlpito es su proa.

IX
El Sermón

El Padre Mapple se irguió, y con suave voz de autoridad sin


arrogancia, ordenó a la gente dispersa que se apretara:
—¡Trozo de estribor, allí! ¡Fuera de babor! ¡Trozo de babor, a estribor!
¡A crujía, a crujía!
Hubo un sordo ruido de pesadas botas marinas entre los bancos, y un
roce más ligero de zapatos de mujer, y todo volvió a quedar en silencio, y
todas las miradas en el predicador.
Él se detuvo un momento; luego, arrodillándose en la proa del púlpito,
plegó sus grandes manos morenas sobre el pecho, levantó los ojos
cerrados, y ofreció una oración tan hondamente devota que parecía estar
arrodillado y rezando en el fondo del mar.
Acabado esto, con prolongados tonos solemnes, como el continuo
doblar de una campana en un barco que se hunde en alta mar en la
niebla, comenzó a leer así el siguiente himno, pero, hacia las estrofas
finales, cambió de acento e interrumpió en una repiqueteante exultación
gozosa:
Las costillas de horror de la ballena alzaban sobre mí su arco funesto;
la ola de Dios, con claro sol, pasaba y me llevaba a lo hondo, a ser
juzgado.
Vi abrirse las quijadas del infierno, con penas y dolores que no
acaban; sólo puede contarlo quien lo sufre:
oh, en desesperación me sumergía.
Entre el espanto negro, clamé a Dios, al que apenas podía
creer mío; él inclinó su oído a mis querellas, y la enorme
ballena me soltó. En mi auxilio voló deprisa, como cabalgando
en un fúlgido delfín;
claro y terrible igual que los relámpagos brilló el rostro de Dios mí
salvador.
Mi canto para siempre contará esa hora de miedo y de alegría; yo doy
toda la gloria a mi Señor; suya es toda la gracia y el poder.
Casi todos se unieron al himno, que creció y subió por encima del
aullar de la tormenta. Sucedió una breve pausa; el predicador pasó
lentamente las hojas de la Biblia, y por fin, plegando la mano sobre la
página buscada, dijo:
—Amados compañeros de tripulación, remachemos el último versículo
del capítulo primero de Jonás... «Y Dios había preparado un gran pez
para que se tragara a Jonás.»
»Compañeros, este libro, que contiene sólo cuatro capítulos —cuatro
filásticas—; es uno de los cordones más pequeños en el poderoso cable
de las Escrituras. Y sin embargo ¡qué profundidades del alma sondea el
profundo escandallo de Jonás! ¡Qué lección más fecunda es para
nosotros este profeta! ¡Qué cosa más noble es ese cántico en el vientre
del pez! ¡Qué grandiosidad y qué estruendo de ola! Sentimos el flujo que
nos cubre, lo sondeamos hasta el fondo algoso de las aguas; nos rodean
las algas y la broza marina. Pero ¿qué es esa lección que enseña el libro
de Jonás? Compañeros, esta lección es un cabo de dos cordones; una
lección para todos nosotros como hombres pecadores, y una lección para
mí como piloto del Dios vivo. Como hombres pecadores, es una lección
para todos, por que es un relato del pecado, de la dureza del corazón, de
los terrores repentinos, del rápido castigo, el arrepentimiento, las
oraciones y finalmente la liberación gozosa de Jonás. Como pasa con
todos los pecadores de este mundo, el pecado de este hijo de Amittai
estuvo en su deliberada desobediencia al mandato de Dios —no importa
ahora cuál fuera ese mandato, ni cómo se lo transmitiera—, que él
encontró duro mandato. Pero todas las cosas que Dios quiere que
hagamos nos resultan duras de hacer —recordadlo— y, por tanto, más a
menudo nos manda que intenta persuadirnos. Y si obedecemos a Dios,
debemos desobedecernos a nosotros mismos, y en este desobedecernos
a nosotros mismos consiste la dureza de
obedecer a Dios.
»Con este pecado de desobediencia en él, Jonás sigue ofendiendo
aún a Dios, al tratar de huir de Él. Cree que un barco hecho por hombres
le va a llevar a países donde no reine Dios, sino sólo los Capitanes de
este mundo. Merodea por los muelles de Joppe, y busca un barco rumbo
a Tarsis. Aquí nos acecha, quizás, un significado que hasta ahora no se
ha advertido. Según toda explicación, Tarsis no podía ser otra ciudad que
la moderna Cádiz. Ésa es la opinión de los doctos. ¿Y dónde está Cádiz,
compañeros? Cádiz está en España; a tanta distancia por mar, desde
Joppe, como podía haber navegado Jonás en aquellos días antiguos,
cuando el Atlántico era un mar casi des conocido. Porque Joppe, la
moderna Jaffa, compañeros, está en la costa más oriental del
Mediterráneo, en la costa siria; y Tarsis o Cádiz, a más de dos mil millas
de allí, en la misma salida del Estrecho de Gibraltar. ¿No veis, pues,
compañeros, que Jonás trataba de huir de Dios a todo lo ancho del
mundo? ¡Hombre miserable! ¡Oh, el más vergonzoso y digno de todo
desprecio; con sombrero gacho y mirada culpable, escapándose de su
Dios; rondando entre las embarcaciones como un vil ladrón que tiene
prisa de cruzar los mares! Tan desordenado e inquietante es su aspecto,
que si en aquellos días hubiera habido policía, Jonás, sólo por la
sospecha de algo malo, habría sido detenido antes de tocar cubierta.
¡Qué claramente es un fugitivo! Sin equipaje ni sombrerera ni maleta ni
saco de lona; sin amigos que le acompañen hasta el muelle para
despedirle. Al fin, después de mucho buscar vacilando, encuentra la nave
para Tarsis, que recibe lo último de su cargamento; y al subir a bordo
para ver al capitán de la cabina, todos los marineros dejan un momento
de izar las mercancías para observar las perversas miradas del
desconocido.
Jonás lo ve, y en vano trata de tener aspecto de tranquilidad y
confianza; en vano ensaya su miserable sonrisa. Fuertes intuiciones
sobre ese hombre aseguran a los marineros que no puede ser inocente.
A su manera, juguetona, pero seria, uno susurra al otro: "Jack, ha robado
a una viuda”, o: "Joe, fíjate en ése; es un bígamo", o: "Harry, muchacho,
me parece que es el adúltero que se escapó de la cárcel en la vieja
Gomorra, o uno de los asesinos desaparecidos de Sodoma. Otro corre a
leer el cartel pegado a la empalizada del muelle en que está amarrado el
barco, ofreciendo quinientas monedas de oro por la captura de un
parricida, y conteniendo la descripción de su persona. Lo lee, y mira a
Jonás después de leer el cartel, mientras que todos sus comprensivos
compañeros se agolpan ya en torno a Jonás, preparados a echarle una
mano. Jonás, asustado, tiembla, y, reuniendo en la cara toda su valentía,
no hace sino tener más aspecto de cobarde. No quiere confesar que se
sospecha de él; pero eso mismo ya es muy sospechoso. Así que se las
arregla como puede, y, cuando los marineros encuentran que no es el
hombre que se anuncia, le dejan pasar, y él baja a la cabina.
»"¿Quién va? —exclamó el capitán, en su mesa atareada, preparando
apresuradamente sus papeles para la Aduana—; ¿Quién va?" ¡Ah, cómo
destroza a Jonás esa inofensiva pregunta! Por un momento, casi se
vuelve para escapar otra vez. Pero se domina. "Quiero un pasaje para
Tarsis en este barco; ¿cuán do zarpa?" Hasta entonces, el afanado
capitán no había levanta do los ojos hacia Jonás, aunque lo tiene
delante; pero en cuanto oye su hueca voz, dispara una mirada de
escrutinio. "Zarparemos con la próxima marea", contesta por fin con
lentitud, sin dejar de mirarle atentamente. "¿Antes no?" "Ya es bastante
pronto para cualquier hombre honrado que vaya como pasaje ro." ¡Ah,
Jonás! Ahí tienes otra punzada. Pero rápidamente hace que el capitán se
aparte de esa pista. "Zarparé con usted — dice—. ¿Cuánto cuesta el
pasaje? Pagaré ahora." Pues estaba escrito precisamente, compañeros,
como si fuera una cosa para no pasarlo por alto en esta historia, "que
pagó su pasaje" antes que la nave se hiciera a la vela. Y tomándolo con
el contexto, esto está lleno de significado.
»Ahora bien, compañeros, el capitán de Jonás era uno de esos cuyo
discernimiento descubre el delito en cualquiera, pero cuya codicia lo
denuncia sólo en los pobres. En este mundo, compañeros, el Pecado, si
paga el viaje, puede ir libremente, y sin pasaporte, mientras que la Virtud,
si es pobre, es detenida en todas las fronteras. Así que el capitán de
Jonás se prepara a poner a prueba su bolsa, antes de juzgarle
abiertamente. Le cobra tres veces más de lo acostumbrado, y él lo
acepta también. Entonces el capitán sabe que Jonás es un fugitivo, pero
al mismo tiempo decide ayudar una huida que cubre de oro su
retaguardia. Sin embargo, cuando Jonás saca la bolsa tranquilamente,
prudentes sospechas molestan todavía al capitán. Hace sonar cada
moneda para encontrar si hay alguna falsa. No es un falsificador, en todo
caso, murmura; y Jonás queda acomodado para el viaje. "Señáleme mi
camarote, capitán —dice entonces Jonás—. Estoy cansado de viajar y
necesito dormir." "Tienes cara de ello —dice el capitán—: aquí está el
sitio." Jonás entra y querría encerrarse, pero la puerta no tiene llave. Al
oírle que palpa aturdido allí, el capitán se ríe en voz baja para sí, y
murmura algo de que las puertas de las celdas de los prisioneros no se
permite nunca que se cierren por dentro. Vestido y polvoriento como
está, Jonás se echa en la cama, y encuentra que el techo del pequeño
camarote casi descansa en su frente. El aire está denso, y Jonás jadea.
Luego, en ese oprimido agujero, hundido además por debajo de la línea
de flotación, Jonás siente como un heraldo el presentimiento de la hora
sofocante en que la ballena le encerrará en la más pequeña de las
divisiones de sus tripas.
»Atornillada en su eje contra la pared, una lámpara balanceante oscila
levemente en el camarote de Jonás, y el barco, escorándose hacia el
muelle por el peso de los últimos fardos recibidos, y la lámpara, con su
llama y todo, siguen manteniendo una oblicuidad permanente respecto al
camarote; aunque,
en verdad, infaliblemente derecha, la propia lámpara no hace sino
evidenciar los falsos niveles embusteros entre los que se encuentra. La
lámpara alarma y asusta a Jonás; tendido en su litera, sus ojos
atormentados dan vueltas al sitio, y este fugitivo hasta ahora con éxito,
no encuentra refugio para su mirada in quieta. Pero esa contradicción en
la lámpara cada vez le espanta más. El suelo, el techo y las paredes
están todos ladeados. "¡Ah, así pende en mí mi conciencia! —gruñe—;
vertical, ardiendo así; ¡pero los cuartos de mi alma están todos torcidos!"
»Como uno que después de una noche de borrachera se apresura a
la cama, pero con la conciencia aún remordiéndole, del mismo modo que
los saltos de los caballos de carreras ro manos no hacían sino clavarles
cada vez más los salientes de acero; como uno que en esa miserable
situación da vueltas y vueltas en aturdida angustia, rogando a Dios que le
aniquile, hasta que se le pasa el acceso, y por fin, en medio del torbellino
de dolor que siente, le envuelve un profundo estupor; como al hombre
que muere desangrado, pues la conciencia es la herida y no hay nada
que la restañe; así, tras dolorosos retorcimientos en la litera, el
prodigioso peso de miseria de Jonás le arrastra a ahogarse en sueño.
»Y ahora llega el momento de la marea; el barco suelta amarras; y
desde el abandonado muelle, el barco para Tarsis, sin gritos de
despedida, carenado todo él, se desliza hacia el mar. Ese barco, amigos
míos, fue el primer barco contrabandista que se registra: el contrabando
era Jonás. Pero el mar se rebela: no quiere sostener la carga maldita. Se
acerca una terrible tempestad, y el barco está a punto de deshacerse.
Pero entonces, cuan do el contramaestre llama a toda la tripulación a
descargar; cuando cajas, fardos y tinajas salen con estrépito por la borda;
cuando el viento aúlla, y los hombres gritan, y todas las tablas truenan de
pies que corren por encima de la cabeza de Jonás; entre todo ese
enfurecido tumulto, Jonás duerme su horrible sueño. No ve el cielo negro
y el mar encolerizado, no nota las tablas agitadas, y bien poco escucha ni
atiende al lejano rumor de la poderosa ballena, que ya, con la boca
abierta, surca el mar persiguiéndole. Sí, compañeros, Jonás había bajado
a lo hondo del barco, a una litera en su cabina, como digo, y estaba
completamente dormido. Pero se le acerca el dueño, espantado, y aúlla
en sus muertos oídos: "¿Qué haces durmiendo? ¡Despierta!". Saliendo
sobresaltado de su letargo con ese fatídico grito, Jonás se pone de pie
tambaleándose, y saliendo con tropezones a la cubierta, se agarra a un
obenque para ver al mar. Pero en ese momento salta sobre él como una
pantera una ola que salva la amurada. Olas tras olas entran así en el
barco, y al no encontrar rápido desagüe, rugen de proa a popa, hasta que
todos los marineros están a punto de ahogarse todavía a flote. Y
Siempre, mientras la blanca luna asoma su cara espantada por los
abruptos barrancos de la negrura de arriba, Jonás, horrorizado, ve el
bauprés alzándose a señalar a lo alto, pero luego volviendo a bajar hacia
la
atormentada profundidad.
»Terrores y terrores corren gritando por su alma. En todas sus
actitudes pavorosas, el fugitivo de Dios queda ahora demasiado en
evidencia. Los marineros le señalan; sus sospechas sobre él se hacen
cada vez más ciertas, y por fin, para dar plena prueba de la verdad
remitiendo todo el asunto a los altos Cielos, se ponen a echar a suertes,
para ver de quién es la culpa de que tengan encima la gran tempestad.
Le toca a Jonás; des cubierto esto, le abruman furiosamente con sus
preguntas. "¿Cuál es tu ocupación? ¿De dónde vienes? ¿De qué país?
¿De qué gente?" Pero observad ahora, compañeros, la conducta del
pobre Jonás. Los afanosos marineros únicamente le preguntan quién es
y de dónde viene, pero no sólo reciben respuesta a esas preguntas, sino
asimismo otra respuesta a una pregunta que no han hecho ellos; esa
respuesta no pedida se la saca a Jonás por fuerza la dura mano de Dios
que está encima de él.
»"Soy hebreo —exclama, y luego—: Temo al Señor, Dios del Cielo
que ha hecho el mar y la tierra firme." ¿Temerle, Jonás? Sí, ¡bien podías
entonces temer al señor Dios! Derecha mente, pasa entonces a hacer
una confesión completa, con lo cual los marineros quedan cada vez más
horrorizados, aunque todavía tienen compasión. Pues cuando Jonás —
no suplicando todavía la misericordia de Dios, porque conocía de sobra
la oscuridad de sus desiertos —, cuando el miserable Jonás le grita que
se le lleven y le tiren al agua; pues sabe que la gran tempestad estaba
encima de ellos por culpa suya, ellos, compasivamente, se apartan de él
y tratan de salvar el barco por otros medios. Pero todo en vano; la furiosa
galerna aúlla más fuerte; y entonces, con una mano elevada en
invocación a Dios, echan la otra mano a Jonás, no sin reluctancia, para
apoderarse de él.
»Y ahora ved a Jonás izado como un ancla y dejado caer en el mar;
entonces, al momento, una calma de aceite cubre la superficie desde el
este, y el mar queda tranquilo, mientras Jonás se lleva consigo la
tempestad, dejando atrás aguas plácidas. Desciende al corazón
arremolinado de una agitación tan incontenible que apenas se da cuenta
del momento en que cae bullendo en las mandíbulas bostezantes que le
aguardan; y la ballena dispara todos sus dientes marfileños, como otros
tantos cerrojos, sobre su prisión. Entonces Jonás rezó al Señor desde el
vientre del pez. Pero observad su oración y aprended una importante
lección. Pues, pecador como es, Jonás no llora y gime por la liberación
directa. Siente que ese terrible castigo es justo. Deja a Dios toda su
liberación, contentándose con esto, con que a pesar de todos sus dolores
y penas, todavía seguirá mirando hacia Su Sagrado Templo. Y aquí,
compañeros, está el arrepentimiento sincero y verdadero; sin clamar por
el perdón, sino agradeciendo el castigo. Y cuánto agradó al Señor esta
conducta de Jonás, se muestra en su liberación final, del mar y de la
ballena.
Compañeros, no pongo a Jonás ante vosotros para que le copiéis en su
pecado, sino que le pongo ante vosotros como modelo de
arrepentimiento. No pequéis, pero, si lo hacéis cuidad de arrepentiros de
ello como Jonás.»
Mientras él decía estas palabras, afuera, el aullido de la tempestad
rugiente en quiebros parecía añadir nueva fuerza al predicador, que, al
describir la tormenta marina de Jonás, se hubiera dicho agitado él mismo
por una tormenta. Su hondo pecho se hinchaba como con mar de fondo;
sus brazos agitados parecían los elementos en guerra actuando; y los
truenos que salían rodando a la altura de su atezada frente, y la luz que
se disparaba de sus ojos, hacían que todos sus sencillos oyentes le
miraran con un vivo espanto que les era desconocido.
Apareció entonces una calma en su aspecto, al volverse en silencio
una vez más sobre las hojas del Libro; y por fin, irguiéndose inmóvil, con
los ojos cerrados, pareció por el momento que comulgaba con Dios y
consigo mismo.
Pero de nuevo se inclinó hacia el pueblo, y agachando
profundamente la cabeza, con el aspecto de la humildad más profunda,
pero más viril, dijo así:
—Compañeros, Dios no ha puesto sobre vosotros más que una mano:
a mí me aprieta con las dos. Os he leído, con las pobres luces que puedo
tener, qué lección enseña Jonás a todos los pecadores; y por tanto, a
vosotros, y aún más a mí, pues soy mayor pecador que vosotros. Y ahora
¡con qué alegría bajaría de esta cofa y me sentaría en las escotillas
donde os sentáis, y escucharía como escucháis, mientras alguno de
vosotros me leyera esa otra más terrible lección que Jonás me enseña a
mí, como piloto del Dios vivo. Cómo, siendo un piloto profeta ungido, un
proclamador de verdades, y mandado por el Señor a que hiciera sonar
esas ingratas verdades en los oídos de la corrompida Nínive, Jonás,
aterrado ante la hostilidad que iba a provocar, huyó de su misión, ¡y trató
de escapar a su deber y a su Dios tomando una nave en Joppe! Pero
Dios está en todas partes; jamás alcanzó Tarsis. Como hemos visto, Dios
vino sobre él en la ballena, y se le tragó bajándole a abismos vivos de
conde nación, y con veloces quiebros le llevó «al centro de los mares»,
donde las profundidades arremolinadas le absorbieron hasta diez mil
brazas; de hondo, y «las algas estaban enredadas en torno a su
cabeza», y todo el mundo acuático de la aflicción rodó sobre él. Pero aun
entonces, más allá del alcance de ninguna sonda —«desde el vientre del
infierno»—, cuando la ballena se posó en los últimos huesos del océano,
aun entonces, Dios oyó al profeta sumergido y arrepentido cuando clamó.
Entonces Dios habló al pez; y desde el estremecido frío y la negrura del
mar, la ballena subió coleando hacia el sol caliente y grato, y hacia todos
los deleites del aire y la tierra; y «vomitó a Jonás en tierra firme»; y
entonces la palabra del Señor vino por segunda vez, y Jonás, herido y
magullado —con los oídos, como dos caracolas, todavía murmurándole
el tumulto del océano—, hizo lo que le mandaba el Todopoderoso. ¿Y
qué era
ello, compañeros? ¡Predicar la Verdad frente a la Falsedad! ¡Eso era!
»Ésta, compañeros, es la otra lección; y ¡ay de aquel piloto del Dios
vivo que la desprecie! ¡Ay de aquel a quien el mundo con sus encantos le
aparte del deber evangélico! ¡Ay de aquel que trate de echar aceite en
las aguas cuando Dios las ha hecho hervir en una galerna! ¡Ay de aquel
que trate más de agradar que de horrorizar! ¡Ay de aquel que, en este
mundo, no pretenda deshonor! ¡Ay de aquel que no sea sincero cuando
ser falso sea la salvación! ¡Sí, ay de aquel que, como dijo el gran Piloto
Pablo, mientras predica a los demás es él mismo un réprobo!
Se desplomó y se hundió en sí mismo por un momento; luego,
volviendo a alzar la cara hacia ellos, mostró en sus ojos un gozo
profundo, y exclamó con entusiasmo celeste:
— Pero ¡oh, compañeros!, a estribor de toda aflicción, hay un gozo
seguro; y la cofa de ese gozo es más alta de lo que es de profundo el
fondo de la aflicción. La altura de la perilla, ¿no es mayor que la
profundidad de la sobrequilla? El gozo — un gozo muy alto, muy alto y
muy entrañable— es para aquel que, frente a los orgullosos dioses y
comodoros de esta tierra, siempre mantiene su propia persona
inexorable. El gozo es para aquel cuyos recios brazos todavía le
sostienen cuando el navío de este vil y traidor mundo se ha hundido bajo
sus pies. El gozo es para aquel que no da cuartel en la verdad, y mata,
quema y destruye todo pecado, aunque tenga que sacarlo de debajo de
las togas de senadores y jueces. El gozo, gozo hasta el tope del mástil,
es para aquel que no reconoce ley ni señor sino al Señor su Dios, y que
sólo es patriota del Cielo. El gozo es para aquel a quien todas las olas de
los mares de la multitud estrepitosa jamás pueden arrancar de su segura
Quilla de las Edades. Y tendrá eterno gozo y delicia aquel que cuando
repose pueda decir con su último aliento: « ¡Oh, Padre! a quien
reconozco sobre todo, por tu vara; mortal o inmortal, aquí muero. Me he
esforzado por ser tuyo, más que por ser de este mundo, o por ser mío.
Pero eso no es nada, te dejo a ti la eternidad; pues ¿qué es el hombre
para que viva toda la edad de Dios?».
No dijo más, sino que, lanzando lentamente una bendición, se cubrió
la cara con las manos, y permaneció así arrodillado, hasta que todos se
hubieron marchado y él quedó solo en aquel sitio.

X
Un amigo entrañable

Volviendo de la capilla a la Posada del Chorro, encontré allí a Queequeg


completa mente solo, pues había dejado la capilla un rato antes de la
bendición. Estaba sentado en un banco junto al fuego, con los pies en el
hogar de la estufa, y con una mano se había acercado mucho a la cara
su idolillo negro, mirándole fijamente la cara, y afilándole la nariz
suavemente con una navaja de muelles, mientras canturreaba al mismo
tiempo a su manera pagana.
Pero al ser entonces interrumpido, dejó la imagen, y muy pronto,
acercándose a la mesa, tomó un gran libro que había allí, y colocándolo
en el regazo, empezó a contar las páginas con deliberada regularidad; a
cada cincuenta páginas —me pareció— se detenía un momento, mirando
con aire vacío a su alrededor y lanzando un silbido de asombro,
largamente sostenido y gorjeante. Luego volvía a empezar con las
cincuenta siguientes, pareciendo empezar por el número uno cada vez,
como si no supiera contar más de cincuenta, y como si el encontrar jun
tas tal número de cincuentenas le produjese su asombro por la
muchedumbre de páginas.
Yo me senté a mirarle con mucho interés. Aun siendo salvaje, y tan
horriblemente deformado en la cara —al menos para mi gusto—, su
rostro, sin embargo, tenía algo que no era en absoluto desagradable. No
se puede ocultar el alma. A través de todos sus fantasmagóricos tatuajes,
yo creía ver las huellas de un corazón sencillo y honrado; y en sus
grandes ojos profundos, ferozmente negros y valientes, parecía haber
muestras de un espíritu que se atrevería contra mil diablos. Y además de
todo eso, había en ese pagano cierto aire altanero que no malograba
siquiera su torpeza. Tenía aspecto de hombre que nunca se ha rebajado
y nunca ha tenido un acreedor. No me atreveré a decidir si también era
por el hecho de que, por tener afeitada la cabeza, la frente resaltaba con
relieve más libre y claro y parecía más amplia que de otro modo: lo cierto
es que su cabeza era excelente desde el punto de vista frenológico.
Quizá parecerá ridículo, pero me recordaba la cabeza del general
Washington, tal como se ve en esos bustos populares suyos. Tenía el
mismo largo declive, retirándose en grados regulares desde encima de
las cejas, que eran asimismo muy prominentes, como dos amplios
promontorios con espesa vegetación por encima. Queequeg era George
Washington desarrollado a lo caníbal.
Mientras yo le examinaba con tal atención, medio fingiendo mientras
tanto que miraba la tormenta por la ventana, él jamás hizo caso de mi
presencia, y jamás se molestó en lanzarme una sola mirada, sino que
pareció totalmente ocupado en contar las páginas del maravilloso libro.
Considerando de qué modo tan sociable habíamos dormido juntos la
noche anterior, y, sobre todo, considerando el afectuoso brazo que yo
había encontrado echado sobre mí al despertar por la mañana, me
pareció muy extraña esa indiferencia. Pero los salvajes son seres
extraños: a veces uno no sabe exactamente cómo tomarlos. Al principio,
imponen respeto: su tranquilo
dominio, concentrado y sencillo, parece una sabiduría socrática. Yo
había notado también que Queequeg no se trataba en absoluto, o muy
poco, con los otros marineros de la posada. No hacía ningún intento:
parecía no tener deseos de ampliar el círculo de sus conocimientos. Todo
esto me chocó como muy singular, pero, pensándolo mejor, había algo
casi sublime en ello. Allí estaba un hombre, a unas veinte mil millas de su
patria, esto es, por la ruta del cabo de Hornos —que era el único modo
de poder llegar allí—, lanzado entre gente tan extraña para él como si
estuviera en el planeta Júpiter; y sin embargo parecía enteramente a su
gusto, conservando la mayor serenidad, contento con su propia
compañía, y siempre a la altura de sí mismo. Seguramente esto era un
toque de buena filosofía, aunque sin duda él jamás había oído que
existiera semejante cosa. Pero quizá para ser verdaderos filósofos, los
mortales no habríamos de ser conscientes de vivir y esforzarnos de esta
manera. Tan pronto como oigo que este o aquel hombre se presenta
como filósofo, concluyo que, como a la vieja dispéptica, se le debe haber
«roto alguna tripa».
Al sentarme allí en aquel cuarto entonces solo, con el fuego ardiendo
lentamente, en esa fase suave en que, después que su primera
intensidad ha calentado el aire, sólo refulge para que se le mire; con las
sombras y fantasmas del atardecer congregándose en torno a los huecos
de las ventanas y observándonos fijamente a nosotros, la silenciosa
pareja solitaria, mientras la tormenta mugía fuera en solemnes crecidas,
yo empecé a percibir extrañas sensaciones. Sentía en mí algo que se
fundía. Mi corazón astillado y mi mano enloquecida ya no se volvían
contra este mundo de lobos. Este salvaje suavizador lo había redimido.
Allí estaba sentado, con su misma indiferencia pro clamando una
naturaleza en que no acechaban hipocresías civilizadas ni blandos
engaños. Sí que era salvaje: un auténtico espectáculo para verle, y sin
embargo empecé a sentirme misteriosamente atraído hacia él. Y las
mismas cosas que habrían repelido a casi todos los demás, eran los
imanes que así me atraían. «Probaré con un amigo pagano —pensé—,
puesto que la amabilidad cristiana se ha demostrado sólo hueca
cortesía.» Acerqué a él mi banco, e hice algunas señales e indicaciones
amistosas, esforzándome lo posible para hablar con él mientras tanto. Al
principio, notó muy poco esos intentos, pero al fin, al aludir yo a la
hospitalidad de la última noche, se decidió a preguntarme si íbamos a
volver a ser compañeros de cama. Le dije que sí, ante lo cual me pareció
que ponía cara de contento, quizá sintiéndose un poco halagado.
Luego volvimos juntos al libro, y yo intenté exponerle la utilidad de la
letra impresa y el significado de las pocas imágenes que había en él. Así
capté pronto su interés; y de ahí pasamos a charlar lo mejor que pudimos
sobre otras diversas vistas que se podían observar en esa famosa
ciudad. Pronto propuse fumar en compañía; y él, sacando la bolsa y el
hacha india, me ofreció silenciosamente una bocanada. Y entonces nos
pusimos a intercambiar bocanadas de aquella extraña pipa suya, sin
dejar de pasarla regularmente de
uno a otro.
Si todavía quedaba algún hielo de indiferencia hacia mí en el pecho
del pagano, con grata fumada pronto lo derretimos, y quedamos como
compadres.
Pareció aceptarme de modo tan natural y espontáneo como yo a él, y
cuando acabamos de fumar, apretó la frente contra la mía, me abrazó
por la cintura, y dijo que desde entonces estábamos casados, queriendo
decir, con esa frase de su país, que éramos amigos entrañables, y que
moriría alegremente por mí si hiciera falta. En un compatriota, esa súbita
llamarada de amistad hubiera resultado demasiado prematura, pero esas
viejas reglas no se pueden aplicar a tan simple salvaje.
Después de cenar, y de charlar y fumar otra vez en compañía, nos
fuimos juntos a nuestro cuarto. Me regaló su cabeza embalsamada; sacó
su enorme bolsa de tabaco, y, escarbando debajo de él, extrajo unos
treinta dólares en plata; luego, esparciéndolos por la mesa, y
dividiéndolos en dos porciones iguales, empujó una parte hacia mí, y dijo
que era mía. Yo iba a protestar, pero él me hizo callar vertiéndola en los
bolsillos de mis pantalones. Yo lo dejé estar. Luego empezó sus
oraciones, sacó el ídolo y quitó la pantalla de papel. Por ciertos signos,
creí que parecía empeñado en que yo me uniera a él pero sabiendo muy
bien lo que iba a venir luego, deliberé un momento si, en caso de que me
invitara, obedecería o no.
Yo era un buen cristiano, nacido y criado en el seno de la infalible
Iglesia presbiteriana. ¿Cómo, entonces, me podía unir a este salvaje
idólatra en la adoración de este trozo de madera? «Pero ¿qué es
adoración? —pensé—. ¿Vas ahora a suponer, Ismael, que el magnánimo
Dios del cielo y la tierra — incluidos todos los paganos— puede estar
celoso de un insignificante trozo de madera negra? ¡Imposible! Pero ¿qué
es adoración? ¿Hacer la voluntad de Dios? Eso es adoración. ¿Y cuál es
la voluntad de Dios? Hacer con mi prójimo lo que yo quisiera que mi
prójimo hiciera conmigo: ésa es la voluntad de Dios. Ahora, Queequeg es
mi prójimo. Y ¿qué deseo yo que Queequeg haga conmigo? Pues unirse
a mí en mi particular forma presbiteriana de adoración. En consecuencia,
debo unirme a él en la suya: ergo, debo volverme idólatra.» De modo que
encendí las virutas, ayudé a enderezar el inocente idolillo, le ofrecí galleta
quemada con Queequeg, hice dos o tres zalemas ante él, le besé la nariz,
y hecho esto, nos desnudamos y acostamos en paz con nuestras propias
conciencias y con todo el mundo. Pero no nos dormimos sin un poco de
conversación.
No sé cómo es eso, pero no hay sitio como una cama para las
comunicaciones confidenciales entre amigos. Marido y mujer, según
dicen, se abren allí mutuamente el fondo de las almas, y algunos
matrimonios viejos muchas veces se tienden a charlar sobre los tiempos
viejos hasta que casi
amanece. Así, pues, en nuestra luna de miel de corazones, yacíamos yo
y Queequeg — pareja a gusto y cariñosa.

XI
Camisón de dormir

Así habíamos estado tumbados en la cama, charlando y dormitando a


breves intervalos, y Queequeg, de vez en cuando, echándome
afectuosamente sus oscuras piernas tatuadas sobre las mías, y
retirándolas luego, de tan absolutamente sociables, libres y cómodos
como estábamos, cuando, por fin, a causa de nuestros conciliábulos, nos
abandonó por completo el escaso sopor que quedaba en nosotros y
tuvimos gana de levantarnos otra vez aunque el romper del día todavía
estaba a cierto trecho por el futuro adelante.
Sí, nos pusimos muy despejados, tanto que nuestra posición
reclinada empezó a hacerse fatigosa, y poco a poco nos encontramos
sentados en la cama, con las mantas bien remetidas alrededor, apoyados
contra la cabecera, con las cuatro rodillas encogidas y juntas, y las dos
narices inclinadas sobre ellas, como si nuestras rótulas fueran unos
calentadores. Nos encontrábamos muy cómodos y a gusto, sobre todo
porque fuera hacía tanto frío, incluso, fuera de las mantas, dado que no
había fuego en el cuarto. Mas por eso, digo, porque para disfrutar
verdaderamente del calor corporal, debe haber alguna pequeña parte
nuestra que esté fría, pues no hay cualidad en este mundo que no sea lo
que es por mero contraste. Nada existe en sí mismo. Si nos lisonjeamos
de que estamos a gusto por entero, y llevamos así mucho tiempo,
entonces no podemos decir que estemos ya a gusto. Pero si, como
Queequeg y yo en la cama, tenemos la punta de la nariz o la coronilla
ligeramente aterida, en fin, entonces claro está que en la sensación
general uno se siente caliente del modo más delicioso e inconfundible.
Por esta razón, un local para dormir nunca debería estar provisto de
fuego, que es una de las incomodidades lujosas de los ricos. Pues la
cima de esta suerte de delicia es no tener nada sino las mantas entre uno
mismo, con su comodidad, y el frío del aire exterior. Entonces uno yace
como la chispa caliente en el corazón de un cristal ártico.
Llevábamos algún tiempo sentados en esa postura acurrucada,
cuando de repente pensé que iba a abrir los ojos; pues entre sábanas,
sea de día o de noche, dormido o despierto, tengo costumbre de
mantener siempre cerrados los ojos, para con centrar más el deleite de
estar en la cama. Porque ningún hombre puede sentir bien su propia
identidad si no es con los ojos cerrados; como si la tiniebla fuera
efectivamente el elemento adecuado de nuestras esencias, aunque la luz
sea más afín a nuestra parte arcillosa. Al abrir los ojos
entonces, y salir de mi propia tiniebla, grata y adoptada, hacia la obligada
y ruda sombra de las doce de la noche sin iluminación, experimenté una
desagradable revulsión. No objeté a la sugerencia de Queequeg de que
quizá sería mejor encender una luz, en vista de que estábamos tan
completamente despiertos; y además, sentía un fuer te deseo de fumar
unas cuantas bocanadas en su hacha india. Hay que decir que, aunque
había sentido tan fuerte repugnancia a que él fumara en la cama la
noche antes, sin embargo, ya se ve qué elásticos se vuelven nuestros
rígidos prejuicios una vez que viene a plegarlos el amor, pues ahora nada
me gustaba tanto como tener a Queequeg fumando a mi lado, incluso en
la cama, porque entonces parecía tan lleno de sereno gozo doméstico.
Ya no me sentía indebidamente preocupado por la póliza de seguros del
posadero. Sólo vivía para la comodidad condensada y confidencial de
compartir una pipa y una manta con un ver dadero amigo. Con nuestros
ásperos chaquetones echados alrededor de los hombros, nos pasamos
entonces el hacha india de uno a otro, hasta que lentamente creció sobre
nosotros un dosel azul de humo, iluminado por la llama de la lámpara
recién encendida.
Si fue que ese dosel ondulante arrastró al salvaje hasta es cenas muy
remotas, no lo sé, pero ahora habló de su isla natal; y, ávido de oír su
historia, le rogué que siguiera adelante y me la contara. Él lo hizo así de
buena gana. Aunque por entonces yo comprendía mal no pocas de sus
palabras, sin embargo, posteriores revelaciones, cuando me hice más
familiar con su rota fraseología, me permiten ahora presentar la historia
entera tal como puede echarse de ver en el simple esqueleto que aquí
doy.

XII
Biográfico

Queequeg era nativo de Rokovoko, una isla muy lejana hacia el oeste
y el sur. No está marcada en ningún mapa: los sitios de verdad no lo
están nunca.
Cuando era un salvaje recién salido del cascarón, corriendo
locamente por sus bosques natales, con un andrajo de hierba, y seguido
por los machos cabríos mordisqueantes como si fuera un retoño verde,
ya entonces, en el alma ambiciosa de Queequeg se abrigaba un fuerte
deseo de ver algo más de la Cristiandad que un ballenero o dos de
muestra. Su padre era un alto jefe, un rey; su tío, un sumo sacerdote; y
por parte de madre se gloriaba de tías que eran esposas de invencibles
guerreros. Había en sus venas excelente sangre, materia real, aunque
me temo que tristemente viciada por la tendencia al canibalismo que
había tenido en su juventud sin educador.
Un barco de Sag Harbour visitó la bahía de su padre, y Queequeg
buscó un pasaje para países cristianos. Pero el barco, teniendo
completas sus necesidades de marineros, despreció su pretensión, y no
sirvió toda la influencia del rey su padre. Pero Queequeg hizo un voto.
Solo en su canoa, salió remando hasta un lejano estrecho, por donde
sabía que debía pasar el barco al abandonar la isla. A un lado había un
arrecife de coral; al otro, una baja lengua de tierra, cubierta de espesuras
de mangles que se extendían por encima del agua. Ocultando la canoa,
todavía a flote, entre esas espesuras, con la proa hacia el mar, se sentó
en la popa, con el remo bajo, entre las manos; y cuando el barco pasaba
deslizándose se disparó como una centella, alcanzó su costado, con una
patada hacia atrás volcó y hundió su canoa, trepó por las cadenas, y
echándose todo lo largo que era en cubierta, se agarró a un perno con
argolla y juró no soltarlo aun que lo hicieran pedazos.
En vano el capitán amenazó con tirarle por la borda y blandió un
machete sobre sus muñecas desnudas: Queequeg era hijo de rey, y
Queequeg no se arredró. Impresionado por su desesperada temeridad y
su loco deseo de visitar la Cristiandad, el capitán se ablandó por fin, y le
dijo que podía acomodarse. Pero este joven salvaje admirable, este
Príncipe de Gales de los mares, jamás vio la cabina del capitán. Le
pusieron entre los marineros, haciendo de él un ballenero. Pero, como el
zar Pedro, contento de trabajar en los astilleros de ciudades del
extranjero. Queequeg no desdeñó ninguna aparente ignominia, si con
ella conseguía felizmente la capacidad de iluminar a sus incultos
paisanos. Pues en el fondo —me dijo— estaba movido por un profundo
deseo de aprender entre los cristianos las artes con que pudiera hacer a
los suyos más felices de lo que eran; y, más aún, mejores de lo que eran.
Pero ¡ay! la conducta de los balleneros le convenció pronto de que hasta
los cristianos podían ser tan perversos como miserables; infinitamente
más que todos los paganos de su padre. Al llegar por fin al viejo Sag
Harbour, y ver lo que hacían allí los marineros, y luego al ir a Nantucket y
ver cómo gastaban también sus ganancias en aquel sitio, el pobre
Queequeg lo dio por perdido. Pensó: «El mundo es malo en cualquier
meridiano: moriré pagano».
Y así, viejo idólatra de corazón, vivía sin embargo entre esos
cristianos, vestía sus ropas, y trataba de hablar su jerga. De ahí sus
maneras extrañas, aunque ya llevaba algún tiempo lejos de su patria.
Por señas le pregunté si no se proponía volver para ser coronado; ya
que ahora podía considerar fallecido a su padre, que estaba muy viejo y
débil en sus últimas noticias. Contestó que no, todavía no; y añadió que
temía que la Cristiandad, o mejor dicho los cristianos, le hubieran
incapacitado para ascender al puro e impoluto trono de treinta reyes
paganos anteriores a él. Pero, un día u otro, dijo, volvería: en cuanto se
sintiese bautizado de nuevo. Por ahora, sin embargo, se proponía andar
navegando y desahogándose por los
cuatro océanos. Le habían hecho arponero, y ese hierro afilado ahora le
hacía las veces de cetro.
Le pregunté cuál podría ser su propósito inmediato, res pecto a sus
futuros movimientos. Contestó que hacerse otra vez a la mar, en su
antigua profesión. A esto le dije que mi propio designio era la pesca de la
ballena, y le informé de mi intención de embarcarme en Nantucket, como
el puerto más prometedor en que podía embarcarse un ballenero amigo
de aventuras. En seguida decidió acompañarme a esa isla, subir al
mismo barco, entrar en la misma guardia, en el mismo bote, en el mismo
rancho conmigo: en una palabra, compartir toda mi suerte, y con mis
manos en la suya, sondear atrevidamente en la Olla de la Suerte de
ambos mundos. A todo eso yo asentí gozosamente, pues, además del
afecto que ahora sentía por Queequeg, él era un arponero experto, y
como tal, no podía dejar de ser de gran utilidad para quien, como yo, era
totalmente ignorante de los misterios de la pesca de la ballena, aunque
familiar con el mar, tal como lo conoce un marino mercante.
Terminada su historia con la última bocanada moribunda de su pipa,
Queequeg me abrazó, apretó su frente contra la mía, y apagando la luz
de un soplo, rodamos uno sobre otro, de acá para allá, y muy pronto nos
quedamos dormidos.

XIII
Carretilla

A la mañana siguiente, lunes, después de des hacerme de la cabeza


embalsamada dándosela a un barbero como maniquí para pelucas,
arreglé mi cuenta y la de mi compañero, si bien usando el dinero de mi
compañero. El sonriente posadero, así como los huéspedes, parecían
sorprendentemente divertidos por la repentina amistad que había surgido
entre Queequeg y yo; sobre todo, dado que las historias exageradas de
Peter Coffin sobre él me habían alarmado tanto previamente sobre la
misma persona que ahora era mi compañero.
Pedimos prestada una carretilla, y embarcando nuestras cosas,
incluido mi pobre saco de viaje, y el saco de lona y la ha maca de
Queequeg, bajamos al Musgo, la pequeña goleta de línea amarrada en el
muelle. A nuestro paso, la gente se quedaba mirando; no tanto por
Queequeg —pues estaban acostumbrados a ver caníbales como él en
sus calles—, cuanto por ver nos a él y a mí en términos de tanta
confianza. Pero no les hicimos caso y seguimos adelante empujando la
carretilla por turno, mientras Queequeg se paraba de
vez en cuando a ajustar la vaina en la punta del arpón. Le pregunté por
qué bajaba a tierra consigo una cosa de tanto estorbo, y si todos los
barcos balleneros no se buscaban sus propios arpones. A eso contestó,
en sustancia, que aunque lo que yo sugería era bastante cierto, sin
embargo, él tenía un afecto particular a su propio arpón, porque era de
material seguro, bien probado en muchos combates a muerte, y en
profunda intimidad con los corazones de las ballenas. En resumen, como
muchos segadores y recolectores que entran en los prados del granjero
armados con sus propias guadañas, aunque no están en absoluto
obligados a proporcionarlas, también Queequeg, por sus motivos
particulares, prefería su propio arpón.
Cambiando la carretilla de mis manos a las suyas, me contó una
divertida historia sobre la primera carretilla que había visto. Fue en Sag
Harbour. Los propietarios de su barco, al parecer, le habían prestado una
para llevar su pesado baúl a la posada. Para no parecer ignorante sobre
la cosa, aunque en realidad lo era por completo en cuando al modo
exacto en que manejar la carretilla, Queequeg puso el baúl encima, lo ató
sólidamente, y luego se echó al hombro la carretilla y se fue por el muelle
arriba.
—Vaya —dije yo—, Queequeg, podrías haberlo entendido mejor,
cualquiera diría. ¿No se rió la gente?
Con esto, me contó otra historia. La gente de su isla de Rokovoko, al
parecer, en sus fiestas de boda exprimen la fragante agua de los cocos
tiernos en una gran calabaza pintada, como una ponchera; y esta
ponchera siempre forma el gran ornamento central en la estera trenzada
donde se tiene la fiesta. Ahora bien, cierto grandioso barco mercante tocó
una vez en Rokovoko, y su capitán —según todas las noticias, un
caballero muy solemne y puntilloso, al menos para ser capitán de marina
— fue invitado a la fiesta de boda de la hermana de Queequeg, una
bonita y joven princesa que acababa de cumplir los diez años. Bueno,
cuando todos los invitados estuvieron reunidos en la cabaña de bambú
de la novia, entra el capitán, y al serie asigna do el puesto de honor, se
coloca frente a la ponchera y entre el Sumo Sacerdote y su majestad el
Rey, el padre de Queequeg. Dichas las bendiciones —pues esa gente
tiene sus bendiciones, igual que nosotros, si bien Queequeg me dijo que,
al contrario que nosotros, que en tales momentos bajamos la vista a los
platos, ellos, imitando a los patos, levantan la mirada al Gran Dador de
todas las fiestas—, dichas las bendiciones, pues, el Sumo Sacerdote
comienza el banquete con la ceremonia inmemorial de la isla; esto es,
metiendo sus consagrados y consagradores dedos en la ponchera, antes
que circule el bendito brebaje. Al verse colocado junto al Sacerdote, y
notando la ceremonia, y considerándose —como capitán de barco— en
franca precedencia sobre un mero rey isleño, sobre todo en la propia
casa del rey, el capitán empezó fríamente a lavarse las manos en la
ponchera, tomándola, supongo, por un gran aguamanil.
—Entonces —dijo Queequeg—, ¿qué pensar ahora? ¿No se rió
nuestra gente?
Al fin, pagado el pasaje, y en seguridad el equipaje, estuvimos a
bordo de la goleta, que, izando vela, se deslizó por el río Acushnet abajo.
Por un lado, New Bedford se elevaba en calles escalonadas, con sus
árboles cubiertos de nieve destellan do todos en el aire claro y frío.
Grandes cerros y montañas de barriles sobre barriles se apilaban en los
muelles, y los barcos balleneros, que recorrían el mundo, estaban uno
junto a otro silenciosos por fin y amarrados con seguridad, mientras de
otros salía un ruido de forjas y carpinteros y toneleros, con mezcla de
ruido de forjas y fuegos para fundir la pez, todo ello anunciando que se
preparaban nuevos cruceros; terminado un peligrosísimo y largo viaje,
sólo empieza otro, y terminado éste, sólo empieza un tercero, y así
sucesivamente, para siempre amén. Eso es, en efecto, lo intolerable de
todo esfuerzo terrenal.
Alcanzando aguas más abiertas, la reconfortante brisa refrescó; el
pequeño Musgo rechazaba la viva espuma de la proa, como un joven
potro lanza sus resoplidos. ¡Cómo aspiraba yo aquel aire exótico! ¡Cómo
despreciaba la tierra con sus barreras, esa carretera común toda ella
mellada con las marcas de botas y pezuñas serviles! Y me volvía a
admirar la magnanimidad del mar, que no permite dejar nada inscrito.
En la misma fuente de espuma, Queequeg parecía beber y mecerse
conmigo. Sus sombrías narices se ensanchaban; mostraba sus dientes
afilados y puntiagudos. Adelante, adelante volábamos; y alcanzando
altamar, el Musgo rindió homenaje a las ráfagas, y se agachó y sumergió
la frente, como un esclavo ante el Sultán. Inclinándose a un lado, nos
disparamos a un lado; con todas las jarcias vibrando como alambres; los
dos palos mayores doblándose como cañas de bambú en un ciclón. Tan
llenos estábamos de esta escena estremecida, de pie junto al bauprés
que se sumergía, que durante algún tiempo no notamos las miradas
burlonas de los pasajeros, una reunión de bobos, que se maravillaban de
que dos seres humanos estuvieran en tan buena compañía, como si un
blanco fuera algo más digno que un negro enjalbegado. Pero había allí
algunos imbéciles e idiotas que, por su intenso verdor, debían haber
salido del corazón y centro de toda verdura. Queequeg sorprendió a uno
de esos tiernos retoños remedándole a sus espaldas. Creí que había
llegado la hora del juicio de aquel imbécil. Dejando caer el arpón, el
robusto salvaje le apretó entre los brazos, y con fuerza y destreza casi
milagrosas, le envió por los aires a gran altura; luego, golpeándole
ligeramente la popa a mitad de su cabriola, hizo llegar a aquel tipo al
suelo de pie, con los pulmones estallando, mientras Queequeg,
volviéndole la espalda, encendió su pipahacha y me la pasó para darle
una chupada.
—¡Capitán, capitán! —aulló el imbécil, corriendo hacia ese oficial—:
capitán, capitán, aquí está el demonio.
—¡Eh, usted, señor! —exclamó el capitán, enjuta costilla marina,
dando zancadas hacia Queequeg—: ¿qué rayos pretende con eso? ¿No
sabe que podía haber matado a este tipo?
—¿Qué decir él? —dijo Queequeg, volviéndose suave mente hacia
mí.
—Dice que casi mataste a ese hombre —dije yo, señalan do al novato
que todavía temblaba.
—¡Matar él! —gritó Queequeg, retorciendo su cara tatuada en una
sobreterrenal expresión de desprecio—: ¡ah, el banco peces pequeños!
Queequeg no matar peces pequeños tanto: ¡Queequeg matar ballena
grande!
—¡Mira! —rugió el capitán—: yo matar tú, caníbal, como vuelvas a
probar aquí a bordo otro de tus trucos: así que anda con ojo. Pero ocurrió
precisamente entonces que era hora de que el capitán anduviera con ojo.
La extraordinaria tensión en la cangreja había partido la escota a
barlovento, y la tremenda botavara ahora volaba de un lado para otro,
barriendo completamente toda la parte de popa de la cubierta. El pobre
hombre a quien Queequeg había tratado tan mal fue barrido por encima
de la borda; hubo pánico entre todos los marineros, y parecía locura
intentar agarrar la botavara para amarrarla. Volaba de derecha a
izquierda, y otra vez atrás, casi en lo que tarda un tictac del reloj, y a
cada momento parecía a punto de partirse en astillas. Nada se hacía, y
nada parecía poderse hacer; los de cubierta se precipitaron hacia la proa,
y se quedaron mirando la botavara como si fuera la mandíbula inferior de
una ballena exasperada. En medio de esta consternación, Queequeg se
dejó caer de rodillas, y gateando bajo el recorrido de la botavara, agarró
un cabo que restallaba, amarró un extremo a la amurada, y luego,
lanzando el otro como un lazo, lo prendió en torno a la botavara cuando
pasaba sobre su cabeza, y a la siguiente sacudida, la verga quedó
capturada de ese modo, y todo estuvo seguro. Se puso la goleta al
viento, y mientras todos los marineros desamarraban el bote de popa,
Queequeg se desnudó hasta la cintura y saltó disparado desde la borda
con un brinco en vivo arco largo. Durante tres minutos o más se le vio
nadar como un perro, lanzando los largos brazos por delante, y de vez en
cuan do mostrando sus robustos hombros a través de la espuma hela
dora. Miré buscando a aquel tipo presumido y grandioso, pero no vi nadie
que salvar. El novato se había hundido. Disparándose verticalmente
desde el agua, Queequeg lanzó una mirada instantánea a su alrededor, y
pareciendo ver cómo estaba el asunto, se zambulló y desapareció.
Pocos minutos después volvió a subir, con un brazo moviéndose, y
con el otro arrastrando una forma exánime. El bote los recogió pronto. El
pobre imbécil fue reanimado. Todos los marineros declararon que
Queequeg era un
héroe admirable: el capitán le pidió perdón. Desde aquel momento me
pegué a Queequeg como una lapa; sí, hasta que el pobre Queequeg se
dio su larga zambullida final.
¿Hubo jamás tal inconsciencia? No parecía pensar que mereciera en
absoluto una medalla de las Sociedades Humanitarias y Magnánimas.
Sólo pidió agua, agua dulce, algo con que quitarse la sal: hecho esto, se
puso ropa seca, encendió la pipa, e inclinándose contra la amurada y
mirando benignamente a los que le rodeaban, parecía decirse: «Este
mundo es algo mutuo y en comandita, en todos los meridianos. Los
caníbales tenemos que ayudar a estos cristianos».

XIV
Nantucket

Nada más ocurrió en la travesía digno de mencionarse, así que


después de un hermoso viaje, llegamos sanos y salvos a Nantucket.
¡Nantucket! Sacad el mapa y miradlo. Mirad qué auténtico rincón del
mundo ocupa: cómo está ahí, lejos, en altamar, más solitario que el faro
de Eddystone. Miradlo: una mera colina y un codo de arena; todo playa,
sin respaldo. Hay allí más arena de la que usaríais en veinte años como
sustitutivo del papel secante. Algunos bromistas os dirán que allí tienen
que plantar hasta los hierbajos, porque no crecen naturalmente; que
importan cardos del Canadá; que tienen que enviar al otro lado del mar
por un espiche para cegar una vía de agua en un barril de aceite; que en
Nantucket se llevan por ahí trozos de madera como en Roma los trozos
de la verdadera Cruz; que la gente allí planta setas delante de casa para
ponerse a su sombra en verano; que una brizna de hierba hace un oasis,
y tres briznas en un día de camino, una pradera; que llevan zapatos para
arenas movedizas, algo así como las raquetas para los pies de los
lapones; que están tan encerrados, encarcelados, rodeados por todas
partes y convertidos en una verdadera isla por el océano, que hasta en
sus mismas sillas y mesas se encuentran a veces adheridas pequeñas
almejas, como en las conchas de las tortugas marinas. Pero esas
extravagancias sólo indican que Nantucket no es ningún Illinois.
Mirad ahora la notable historia tradicional de cómo esta isla fue
colonizada por los pieles rojas. Así dice la leyenda: en tiempos antiguos,
un águila descendió sobre la costa de New England, llevándose entre las
garras un niñito indio. Con ruidosos lamentos, sus padres vieron que su
hijo se perdía de vista sobre las anchas aguas. Decidieron seguirle en la
misma dirección. Partiendo
en sus canoas, tras de una peligrosa travesía, descubrieron la isla, y allí
encontraron una vacía cajita de marfil: el esqueleto del pobre niño indio.
¿Cómo sorprenderse, entonces, de que los de Nantucket, nacidos en
una playa, se hagan a la mar para ganarse la vida? Primero buscaban
cangrejos y quahogs en la arena; volviéndose más atrevidos, se metieron
por el agua con redes a pescar caballa; más expertos, partieron en
barcos a capturar bacalaos; y por fin, lanzando una armada de grandes
barcos por el mar, exploraron este acuático mundo, pusieron un
incesante cinturón de circunnavegaciones en torno de él, se asomaron al
estrecho de Behring, y en todas las épocas y océanos, declararon guerra
perpetua a la más poderosa masa animada que ha sobrevivido el Diluvio,
la más monstruosa y la más montañosa; ese himalayano mastodonte de
agua salada, revestido de tal portento de poder inconsciente, que sus
mismos pánicos han de temerse más que sus más valientes y malignos
asaltos.
Y así esos desnudos hombres de Nantucket, esos ermitaños marinos,
saliendo de su hormiguero en el mar, han invadido y conquistado el
mundo acuático como otros tantos Alejandros, repartiéndose entre ellos
los océanos Atlántico, Pacífico e Índico, como las tres potencias piratas lo
hicieron con Polonia. Ya puede América añadir México a Texas, y apilar
Cuba sobre Panamá; ya pueden los ingleses irrumpir por toda la India, y
ondear su refulgente bandera desde el sol: dos tercios de este globo
terráqueo son de los de Nantucket. Pues el mar es suyo, ellos lo poseen,
como los emperadores sus imperios, y los de más navegantes sólo
tienen derecho de tránsito por él. Los barcos mercantes no son sino
puentes extensibles; los barcos arma dos, fuertes flotantes; incluso los
piratas y corsarios, aunque siguiendo el mar como los salteadores el
camino, no hacen más que saquear otros barcos, otros fragmentos de
tierra como ellos mismos, sin tratar de ganarse la vida extrayendo algo de
la propia profundidad sin fondo. Sólo el hombre de Nantucket reside y se
agita en el mar; sólo él, en lenguaje bíblico, sale al mar en barcos,
arándolo de un lado para otro como su propia plantación particular. Allí
está su hogar; allí están sus asuntos, que un diluvio de Noé no
interrumpiría, aunque abrumase a todos los millones de chinos. Vive en
el mar como los gallos silvestres en el prado; se esconde entre las olas y
trepa por ellas como los cazadores de gamuzas trepan por los Alpes.
Durante años no conoce la tierra: de modo que cuando llega a ella por
fin, le huele como otro mundo, más extrañamente que la luna a un
terráqueo. Como la gaviota sin tierra, que al ponerse el sol pliega las alas
y se duerme mecida entre las olas; así, al caer la no che, el hombre de
Nantucket, sin tierra a la vista, aferra las velas y se echa a dormir,
mientras bajo su misma almohada se agolpan rebaños de morsas y de
ballenas.
XV
Caldereta de pescado

La noche estaba muy entrada cuando el pequeño Musgo ancló a su


gusto, y Queequeg y yo desembarcamos, de modo que aquel día no
pudimos resolver ningún asunto, a no ser la cena y la cama. El posadero
de la Posada del Chorro nos había recomendado a su primo Hosea
Hussey de «Las Marmitas de Destilación», de quien afirmó que era
propietario de uno de los hoteles mejor instalados de todo Nantucket, y
además nos aseguró que el primo Hosca, como le llamaba, era famoso
por sus calderetas de pescado. En resumen, sugirió claramente que no
podríamos hacer cosa mejor que probar la suerte de la olla en las
«Marmitas». Pero las instrucciones que nos dio sobre dejar a estribor un
almacén amarillo hasta que avistáramos una iglesia blanca a babor, y
luego siguiéramos dejándola a babor hasta que pasáramos una esquina
tres cuartas a estribor, y, hecho esto, preguntáramos al primero que
viéramos dónde estaba el sitio, esas enrevesadas instrucciones suyas
nos desconcertaron mucho al principio, especialmente porque, al zarpar,
Queequeg se empeñó en que el almacén amarillo —nuestro primer punto
de referencia— debía quedar a babor, mientras que yo había en tendido
que Peter Coffin decía que era a estribor. Sin embargo, a fuerza de dar
muchas vueltas en la oscuridad, y de vez en cuando, de llamar y
despertar a algún pacífico habitante para preguntar el camino, llegamos
por fin a algo que no deja lugar a confusiones.
Dos enormes marmitas de madera, pintadas de negro y colgadas por
«orejas de burro», pendían de los canes de un viejo mastelero, plantado
frente a una vieja puerta. Las antenas de los canes estaban serradas por
el otro lado, de modo que el viejo mastelero parecía bastante una horca.
Quizá yo estaba entonces excesivamente sensible a tales impresiones,
pero no pude menos de quedarme mirando a la horca con una vaga
aprensión. Una especie de tortícolis me entró cuando levanté la vista
hacia las dos antenas que quedaban: así, eran dos, una para Queequeg
y una para mí. «Es fatídico —pensé—. Un Coffin como posadero al
desembarcar en mi primer puerto ballenero; lápidas mirándome en la
capilla de los balleneros; ¡y aquí una horca, y un par de marmitas
asombrosas, también! Estas últimas, ¿están lanzan do oblicuas
sugerencias sobre Tofet?»
Me apartó de esas reflexiones ver una mujer pecosa con pelo amarillo
y vestido amarillo, plantada en la puerta de la posada, bajo una turbia
lámpara roja balanceante, que parecía mucho un ojo golpeado, y
manteniendo una vivaz regañina con un hombre de camisa de lana
purpúrea.
—¡Anda allá —decía al hombre—, o si no, te doy un re paso!
—Vamos, Queequeg —dije—, está muy bien. Ahí está la señora Hussey.
Y así resultó ser; el señor Hosea Hussey estaba fuera de casa, pero
dejaba a la señora Hussey con plena competencia para ocuparse de sus
asuntos. Al dar a conocer nuestros deseos de cena y cama, la señora
Hussey, aplazando por el momento más regañina, nos introdujo a un
cuartito, y sentándonos ante una mesa cubierta de los restos de una
comida recientemente concluida, se volvió hacia nosotros y nos dijo:
—¿Almejas o bacalao?
—¿Cómo es el bacalao, señora? —dije, con mucha
cortesía. —¿Almeja o bacalao? —repitió.
—¿Almeja de cena? ¿Almeja fría, es lo que quiere decir, señora
Hussey? —dije—; pero en invierno es un recibimiento más bien frío, ¿no,
señora?
Pero como tenía mucha prisa de continuar su regañina al hombre de
la camisa purpúrea, que la esperaba en la entrada, y no parecía oír más
que la palabra «almeja», la señora Hussey se apresuró hacia una puerta
abierta que daba a la cocina, y aullando «Almeja para dos», desapareció.
—Queequeg —dije—, ¿crees que podemos hacer una cena para los
dos con una almeja?
Sin embargo, un cálido y sabroso vapor de la cocina vino a desmentir
la perspectiva, aparentemente desoladora, que teníamos por delante.
Pero cuando llegó la humeante caldereta, el misterio quedó
placenteramente explicado. ¡Oh, dulces amigos, prestadme oídos!
Estaba hecho de pequeñas almejas jugosas, apenas mayores que
avellanas, mezcladas con galleta de barco machacada y cerdo salado
cortado en pequeños copos, todo ello enriquecido con manteca y
abundantemente sazonado con pi mienta y sal. Aguados nuestros
apetitos por el helado viaje, y al ver Queequeg ante él su plato favorito de
pescado, y siendo la caldereta notablemente excelente, la despachamos
con gran rapidez: entonces, arrellanándome un momento y recordando el
anuncio de la señora Hussey sobre almeja y bacalao, decidí pro bar un
pequeño experimento. Me acerqué a la puerta de la cocina y pronuncié la
palabra «bacalao» con gran énfasis, volviendo a ocupar mi asiento. En
pocos momentos volvió a salir el sabroso vapor, pero con diferente
aroma, y oportunamente se puso ante nosotros una hermosa caldereta
de bacalao.
Reanudamos nuestra ocupación, y mientras metíamos las cucharas
en la cazuela, pensé para mí: «No sé si esto tendrá algún efecto sobre la
cabeza: ¿por qué se habla de este guiso en relación con las cabezas
estúpidas?».
—Pero mira, Queequeg, ¿no es una anguila viva lo que tienes en el
plato? ¿Dónde está el arpón?
El más piscícola de los lugares de pesca era «Las Marmitas», que
bien merecía su nombre, pues las marmitas siempre hervían calderetas.
Calderetas para desayunar, calderetas para comer, calderetas para
cenar, hasta que uno empezaba a mirar si le salían las espinas por la
ropa. El terreno delante de la casa estaba pavimentado de conchas de
almejas. La señora Hussey llevaba un pulido collar de vértebras de
bacalao, y Hosea Hussey tenía encuadernados sus libros de contabilidad
en vieja piel de tiburón extrafina. Incluso la leche tenía un olor a pescado
que no pude explicarme hasta que una mañana, en que por casualidad
me daba un paseo por la playa entre barcas de pescado res, vi a la vaca
atigrada de Hosea pastando restos de pescados, y caminando por la
arena, con cada pata en una cabeza decapitada de bacalao, con aspecto
muy de ir en chancletas, os lo aseguro.
Concluida la cena, recibimos una lámpara e instrucciones de la
señora Hussey sobre el camino más corto a la cama, pero, cuando
Queequeg iba a precederme por las escaleras, la señora extendió el
brazo y le pidió el arpón: no permitía arpones en sus habitaciones.
—¿Por qué no? —dije—: todo auténtico ballenero duerme con su
arpón, y ¿por qué no?
—Porque es peligroso —dijo ella—. Desde que el joven Stiggs, al
volver de aquel desgraciado viaje, cuando llevaba cuatro años y medio,
sólo con tres barriles de aceite, apareció muerto en el primer piso, con el
arpón en el costado, desde entonces, no permito a los huéspedes que se
lleven de noche a su cuarto armas tan peligrosas. Así que, señor
Queequeg — (porque había aprendido su nombre)—, le voy a quitar este
hierro, y se lo voy a guardar hasta mañana. Pero ¿y la caldereta,
muchachos? ¿Almejas o bacalao para desayunar mañana?
—Las dos cosas —dije—, y tomaremos un par de arenques
ahumados para variar.

XVI
El barco

En la cama preparamos nuestros planes para el día siguiente.


Pero, para mi sorpresa y no escasa preocupación, Queequeg me dio
a entender entonces que había consultado diligentemente a Yojo —
nombre de su diosecillo negro— y Yojo le había dicho dos o tres veces
seguidas, insistiendo en ello por todos los medios, que, en vez de ir
juntos entre la flota ballenera surta en el puerto y elegir de acuerdo
nuestra embarcación, en vez de eso,
digo, Yojo había indicado con empeño que la elección del barco debería
recaer enteramente en mí, dado que Yojo se proponía sernos propicio, y,
para hacerlo así, ya había puesto sus miras en una nave que yo, Ismael,
si me dejaban solo, infaliblemente elegiría, igual en todo como si hubiera
salido por casualidad; y que debía embarcarme inmediatamente en esa
nave, sin ocuparme por el momento de Queequeg.
He olvidado señalar que, en muchas cosas, Queequeg ponía gran
confianza en la excelencia del juicio de Yojo y en su sorprendente
previsión sobre las cosas, y que apreciaba a Yojo con estima
considerable, como un tipo de dios bastante bueno, que quizá tenía
intenciones suficientemente propicias en con junto, pero que no
conseguía en todos los casos sus designios benévolos.
Ahora, en cuanto al plan de Queequeg, o mejor dicho de Yojo,
respecto a la elección de nuestro barco, ese plan no me gustaba en
absoluto. Yo había confiado no poco en la sagacidad de Queequeg para
indicar el ballenero más adecuado para transportarnos con seguridad a
nosotros y nuestros destinos.
Pero como todas mis protestas no produjeron efecto en Queequeg,
me vi obligado a asentir, y en consecuencia, me dispuse a ocuparme de
este asunto con un vigor y una energía decidida y un tanto precipitada,
que rápidamente arreglaría ese insignificante asuntillo. Al día siguiente
por la mañana, dejando a Queequeg encerrado con Yojo en nuestra
pequeña alcoba (pues parecía que ese día era para Queequeg y Yojo
una especie de Cuaresma o Ramadán, o día de ayuno, humillación y
oración; de qué modo, jamás lo pude averiguar, pues, aunque me puse a
ello varias veces, nunca pude dominar su liturgia y sus Treinta y Nueve
Artículos); dejando, pues, a Queequeg en ayuno con su pipa hacha, y a
Yojo al calor de su fuego sacrificial de virutas, salí a dar una vuelta entre
los barcos. Tras de mucho y prolongado rondar y muchas preguntas al
azar, supe que había tres barcos que salían para viajes de tres años: La
Diablesa, El Bocadito y el Pequod. No sé el origen de lo de Diablesa; de
Bocadito, es evidente; Pequod sin duda se recordará que era el nombre
de una célebre tribu de indios de Massachusetts, ahora tan extinguidos
como los antiguos medas. Observé y aceché en torno al Diablesa; desde
éste pasé de un salto al Bocadito; y finalmente, entrando a bordo del
Pequod, miré un momento alrededor y decidí que éste era el barco que
nos hacía falta.
Por mi parte, podréis haber visto muchas embarcaciones extrañas;
lugares de pie cuadrados; montañosos juncos japoneses; galeotas como
cajas de manteca, y cualquier cosa; pero creedme bajo mi palabra que
nunca habréis visto una extraña vieja embarcación como esta misma
extraña y vieja Pequod Era un barco de antigua escuela, más bien
pequeño si acaso, todo él y con un anticuado aire de patas de garra.
Curtido y coloreado por los climas, en los ciclones y las calmas de los
cuatro océanos, la tez del viejo casco se había oscurecido como un
granadero francés que ha combatido tanto en Egipto
como en Siberia. Su venerable proa tenía aspecto barbudo. Sus palos —
cortados en algún punto de la costa del Japón, donde los palos originarios
habían salido por la borda en una galerna—, sus palos se erguían
rígidamente como los espinazos de los tres antiguos Reyes en Colonia.
Sus antiguas cubiertas estaban desgastadas y arrugadas como la losa
venerada por los peregrinos de la catedral de Canterbury donde se
desangró Beckett. Pero a todas esas sus viejas antigüedades, se añadían
nuevos rasgos maravillosos, correspondientes a la loca ocupación que
había seguido desde hacía más de medio siglo. El viejo capitán Peleg,
durante muchos años segundo de a bordo, antes de mandar otro barco
suyo, y ahora marino jubilado, y uno de los principales propietarios del
Pequod; ese viejo Peleg, durante el tiempo en que fue segundo, había
construido sobre su grotesco ser original, y esculpido en él, con rareza de
material y de invención sólo comparable a la del escudo esculpido o la
cabecera de Thorkill Hake. El barco estaba engalanado como cualquier
bárbaro emperador etiópico con el cuello cargado de colgajos de marfil
pulido. Era un ser hecho de trofeos; un barco caníbal, embellecido con los
vencidos huesos de sus enemigos. A su alrededor, sus amuradas
abiertas y sin paneles estaban guarnecidas como una quijada continua,
con largos dientes aguzados de cachalote insertos allí como toletes en
que sujetar sus viejos tendones y ligamentos de cáñamo. Esos tendones
no corrían a través de vulgares trozos de madera de tierra, sino que
cruzaban hábil mente por vainas de marfil de mar. Desdeñando tener una
rueda como de barrera de camino para su reverendo timón, ostentaba allí
una caña; y esa caña era de una sola pieza, curiosamente esculpida en la
larga y estrecha mandíbula inferior de su enemigo hereditario. El timonel
que gobernara con esa caña en la tempestad, se sentiría como el tártaro
que refrena su feroz corcel apretándole la mandíbula. ¡Noble
embarcación, pero muy melancólica! Todas las cosas nobles están
tocadas de eso mismo.
Entonces, al mirar a mi alrededor en el alcázar de popa, buscando
alguien con autoridad a quien proponerme como candidato para el viaje,
al principio no vi a nadie, pero no pude pasar por alto una extraña
especie de tienda, o más bien cabaña, erigida un poco detrás del palo
mayor. Parecía sólo una construcción temporal usada en el puerto. Era
de forma cónica, de unos diez pies de alto, construida con las largas y
anchas tiras de blando hueso negro sacado de la parte media y más alta
de las mandíbulas de la ballena de Groenlandia, plantadas con los
extremos más anchos en cubierta, con un círculo de esas tiras atadas
juntas, inclinadas mutuamente una contra otra, y la cima unida en una
punta con penacho, donde las sueltas fibras peludas oscilaban de un
lado a otro como el copete en la cabeza de un viejo sachem de los
Potawatomi. Una abertura triangular miraba hacia la proa del barco, de
modo que quien estuviera dentro dominaba una vista completa hacia
delante.
Y medio escondido en esta extraña construcción, encontré por fin a uno
que por su aspecto parecía tener autoridad; y que, siendo mediodía, y
estando suspendido el trabajo del barco, ahora disfrutaba su descanso
de la carga del mando. Estaba sentado en una silla de roble a la antigua
usanza, enroscada toda ella en curiosas tallas, y cuyo asiento estaba
formado por un recio entrelazado de la misma materia elástica de que
estaba construida la cabaña.
Quizá no había nada igualmente curioso en el aspecto del viejo que
vi: era robusto y tostado, como la mayoría de la gente de mar, y
reciamente envuelto en un azul capote de piloto, cortado al estilo
cuáquero; solamente tenía una red sutil y casi microscópica de los más
menudos pliegues entrelazados en torno a sus ojos, que debía proceder
de sus continuas travesías a través de muchas duras galernas, siempre
mirando a barlovento; por tales motivos llegan a apretarse los músculos
en torno a los ojos. Tales arrugas de los ojos son de gran efecto para
mirar ceñudo.
—¿Es el capitán del Pequod? —dije, avanzando hacia la puerta de la
tienda.
—Suponiendo que sea el capitán del Pequod, ¿qué le quiere? —
preguntó. —Pensaba embarcarme.
—Ah, ¿conque pensaba? Ya veo que no es de Nantucket: ¿ha estado
alguna vez en un bote desfondado?
—No, señor, nunca.
—¿Y no sabe nada en absoluto de la pesca de la ballena, supongo?
—Nada, señor, pero no tengo duda de que pronto aprenderé. He
hecho varios viajes en la marina mercante, y creo que...
—El diablo se lleve a la marina mercante. No me hable esa jerga. ¿Ve
esta pierna? Se la arranco de la popa si me vuelve a hablar de la marina
mercante. ¡Marina mercante, sí, sí! Su pongo que ahora se sentirá muy
orgulloso de haber servido en esos barcos mercantes. Pero ¡colas de
ballena!, hombre; ¿por qué se empeña en ir a pescar ballenas, eh?
Parece un poco sospechoso, ¿no? No habrá sido pirata, ¿eh? No ha
robado a su último capitán, ¿eh? ¿No piensa asesinar a los oficiales una
vez en el mar?
Protesté mi inocencia en esas cosas. Vi que bajo la máscara de esas
insinuaciones medio en broma, aquel viejo navegante, como aislado
natural de Nantucket y dado a lo cuáquero, estaba lleno de prejuicios
insulares, y más bien desconfiado de todos los forasteros, a no ser que
salieran de Cabo Cod o del Vineyard.
—Pero ¿por qué se mete a pescar ballenas? Quiero saber lo antes de
embarcarle.
—Bueno, señor, quiero ver qué es la pesca de la ballena. Quiero ver
el mundo.
—¿Conque quiere ver qué es la pesca de la ballena? ¿Ha echado el
ojo alguna vez al capitán Ahab?
—¿Quién es el capitán Ahab?
—Claro, claro, ya me lo suponía. El capitán Ahab es el capitán de este
barco.
—Entonces estoy equivocado. Creí que hablaba con el capitán en
persona.
—Habla con el capitán Peleg: con ése es con quien habla. A mí y al
capitán Bildad nos corresponde cuidar que el Pequod tenga de todo para
el viaje, y esté provisto de todo lo necesario, incluyendo la tripulación.
Somos copropietarios y agentes. Pe ro, como iba a decir, si quiere saber
qué es la pesca de la ballena, como decía que quería, puedo darle la
manera de averiguar lo antes de comprometerse sin poderse volver
atrás. Ponga los ojos en el capitán Ahab, y encontrará que no tiene más
que una pierna.
—¿Qué quiere decir? ¿Ha perdido la otra con una ballena?
—¡Que si la ha perdido con una ballena! Joven, acérquese más: la
devoró, la masticó, la aplastó el más monstruoso cacha lote que jamás
hizo astillas un bote, ¡ah, ah!
Me alarmé un poco ante su energía, y quizá también me conmoví un
poco ante el sincero dolor de su exclamación final, pero dije tan
tranquilamente como pude:
—Lo que dice sin duda es verdad, capitán; pero ¿cómo iba a saber yo
que había alguna ferocidad peculiar en esa determinada ballena?
Aunque, desde luego, podría haberlo inferido por el simple hecho del
accidente.
—Mire, joven, tiene unos pulmones un poco débiles, ya ve. No habla
como un buen tiburón. Pero vamos a entendernos. ¿Seguro que ha
estado alguna vez en el mar antes de ahora, seguro?
—Capitán —dije—: creía haberle dicho que he hecho cuatro viajes en
la marina mercante...
—¡Fuera con eso! ¡No olvide lo que le he dicho de la marina
mercante! No me irrite: no lo voy a consentir. Pero vamos a entendernos.
Le he hecho una sugerencia sobre lo que es la pesca de la ballena:
¿sigue sintiéndose inclinado a ella?
—Sí, señor.
—Muy bien. Bueno, ¿es usted hombre como para meter un arpón por la
garganta de una ballena viva, y saltar detrás de él? ¡Conteste, deprisa!
—Sí que soy, si es decididamente indispensable hacerlo: quiero decir,
si no se puede remediar, que supongo que no ocurrirá.
—Está bien también. Bueno, entonces, ¿no solamente quiere ir a
pescar ballenas, para saber por experiencia qué es eso, sino que
también quiere ir para ver mundo? ¿No es eso lo que ha dicho? Ya me lo
suponía. Bueno, entonces, vaya adelante, y eche una ojeada por la proa
a barlovento, y luego vuelva a contarme qué es lo que ve.
Por un momento, me quedé un poco desconcertado por su curiosa
petición, sin saber exactamente cómo tomarla, si en broma o en serio.
Pero concentrando todas sus patas de gallo en un solo gesto ceñudo, el
capitán Peleg me echó a andar con el encargo.
Adelantándome a mirar por la proa a barlovento, me di cuenta de que
el barco, balanceándose sobre el ancla con la marea alta, ahora
apuntaba oblicuamente hacia el mar abierto. La perspectiva era ilimitada,
pero enormemente monótona e impresionante; ni la menor variedad que
pudiera yo ver.
—Bueno, ¿cuál es el parte? —dijo Peleg cuando volví—; ¿qué ha visto?
—No mucho —contesté—, nada más que agua; aunque hay un
considerable horizonte, y se prepara un chubasco, me parece.
—Bueno, ¿qué piensa entonces de ver el mundo? Quiere doblar el
cabo de Hornos para ver algo más de él, ¿eh? ¿No puede ver el mundo
donde está ahora?
Me quedé un poco vacilante, pero debía y quería ir a pes car ballenas;
y el Pequod era tan buen barco como cualquiera — yo pensaba que el
mejor—, y todo eso se lo repetí entonces a Peleg. Al verme tan decidido,
expresó que estaba dispuesto a enrolarme.
—Y sería mejor que firmara los papeles ahora mismo — añadió—: le
acompaño. —Y así diciendo, me precedió a la cabina, bajo cubierta.
Sentado en el yugo estaba alguien que me pareció una fi gura muy
extraordinaria y sorprendente. Resultó ser el capitán Bildad, que, junto
con el capitán Peleg, era uno de los principales propietarios del barco,
mientras que las demás partes, como a veces ocurre en esos puestos,
las tenían multitudes de viejos rentistas, viudas, niños sin padre y tutores
judiciales, cada cual dueño de cerca del valor de una cabeza de
cuaderna, un pie de tabla, o un clavo o dos del barco. La gente de
Nantucket invierte el dinero en barcos balleneros, del mismo modo que
vosotros invertís el vuestro en títulos del Estado que producen buenos
intereses.
Ahora, Bildad, como Peleg, y, desde luego, muchos otros de
Nantucket, era cuáquero, por haber sido la isla colonizada
originariamente por esta secta; y hasta hoy día sus habitantes en general
conservan en grado insólito las peculiaridades de los cuáqueros sólo que
modificadas de modo variado y anómalo por cosas absolutamente
extrañas y heterogéneas. Pues algunos de esos mismos cuáqueros son
los más sanguinarios de todos los marineros y cazadores de ballenas.
Son cuáqueros belicosos, son cuáqueros con saña.
Así que hay entre ellos ejemplos de hombres que, teniendo nombres
bíblicos —costumbre muy común en la isla—, y habiendo absorbido en
su infancia el solemne modo de trata miento del habla cuáquera, sin
embargo, por las aventuras audaces, atrevidas y desenfrenadas de sus
posteriores vidas, mezclan extrañamente con esas particularidades
nunca abandonadas mil rasgos atrevidos de carácter, nada indignos de
un rey marino escandinavo, o de un poético romano pagano. Y cuando
esas cosas se unen, en un hombre de fuerza natural grandemente
superior, de cerebro bien desarrollado y corazón de mucho peso, y que
por la calma y soledad de muchas largas guardias nocturnas en las
aguas más remotas, y bajo constelaciones nunca vistas en el norte, se ha
visto llevado a pensar de modo independiente y poco tradicional,
recibiendo todas las impresiones de la naturaleza, dulces o salvajes,
recién salidas de su pecho virginal, voluntarioso y confidente, y que,
sobre todo con eso, pero también con alguna ayuda de ventajas
accidentales, ha aprendido un lenguaje altanero, atrevido y nervioso, ese
hombre, que cuenta por uno solo en el censo de una entera nación, es
una poderosa criatura de exhibición, formada para nobles tragedias. Y no
le disminuye en absoluto, considerado desde el punto de vista dramático,
que, por nacimiento o por otras circunstancias, tenga lo que parece una
morbosidad predominante y medio arbitraria en el fondo de su
naturaleza. Ten la seguridad de esto, oh, joven ambición: toda grandeza
mortal no es sino enfermedad. Pero por ahora no tenemos que
habérnoslas con uno así, sino con otro muy diferente; y sin embargo, un
hombre que, si bien peculiar, resulta a su vez de otra fase del cuáquero,
modificado por circunstancias individuales.
Como el capitán Peleg, el capitán Bildad era un ballenero retirado, de
buena posición. Pero a diferencia del capitán Peleg, que no se
preocupaba un rábano de lo que se llama cosas serias, y, de hecho,
consideraba esas mismísimas cosas serias como las mayores
trivialidades, el capitán Bildad no sólo hablase educado originariamente
conforme a las más estrictas reglas del cuaquerismo de Nantucket, sino
que ni toda su posterior vida oceánica, ni la contemplación de muchas
deliciosas criaturas isleñas sin vestir, al otro lado del cabo de Hornos,
habían movido ni jota su temple cuáquero de nacimiento, ni habían
alterado un solo pliegue de su chaleco. No obstante, a pesar de toda esa
inmutabilidad, había alguna vulgar falta de coherencia en el digno capitán
Bildad. Aunque rehusando, por escrúpulos de conciencia, ponerse en
armas
contra los invasores terrestres, él mismo, sin embargo, había invadido
inconteniblemente el Atlántico y el Pacífico; y aunque enemigo jurado de
derramar sangre humana, sin embargo, en su capote ajustado, había
vertido toneladas de sangre del leviatán. No sé cómo reconciliaría ahora
esas cosas el piadoso Bildad, en el contemplativo atardecer de sus días,
pero no parecía importarle mucho, y muy probablemente había llegado
hacía mucho tiempo a la sabia y sensata conclusión de que una cosa es
la religión de un hombre, y otra cosa este mundo práctico. Este mundo
paga dividendos. Ascendiendo desde pequeño mozo de cabina, en
pantalones cortos del pardo más pardo, hasta arponero con ancho
chaleco en forma de pez: pasando de ahí a jefe de ballenera, primer
oficial, capitán, y finalmente propietario de barco, Bildad, como he
sugerido antes, había concluido su carrera aventurera retirándose por
completo de la vida activa a la excelente edad de sesenta años, y
dedicando el resto de sus días a recibir sosegadamente su bien ganada
renta.
Ahora, lamento decir que Bildad tenía reputación de ser un
incorregible viejo tacaño, y, en sus tiempos de navegación, un patrón
duro y agrio. Me dijeron en Nantucket, aunque ciertamente parece una
historia curiosa, que cuando mandó el viejo ballenero Categut, la mayor
parte de la tripulación, al volver al puerto, desembarcó para ser llevada al
hospital, dolorosamente exhausta y agotada. Para ser un hombre
piadoso, especialmente para un cuáquero, era desde luego bastante
terco, para decirlo de un modo suave. Sin embargo, decían que no solía
echar juramentos a sus hombres, pero, de un modo o de otro, les sacaba
una desordenada cantidad de trabajo duro, cruel y sin mitigación. Cuando
Bildad era primer oficial, tener sus ojos de color grisáceo mirándole
atentamente a uno, hacía que uno se sintiera completamente nervioso,
hasta poder agarrar algo —martillo o pasador— e irse a trabajar como
loco, en cualquier cosa, no importaba qué. La indolencia y la ociosidad
perecían ante él. Su propia persona era la encarnación exacta de su
carácter utilita rio. En su largo cuerpo magro, no llevaba carne de sobra,
ni barba superflua, ya que su barbilla ostentaba una blanda y eco nómica
pelusa, como la pelusa gastada de su sombrero de ala ancha.
Tal, pues, era la persona que vi sentada en el yugo cuando seguí al
capitán Peleg bajando a la cabina. El espacio entre puentes era escaso;
y allí, erguido tiesamente, estaba sentado el viejo Bildad, que siempre se
sentaba así, sin inclinarse, y ello para ahorrar faldones de la casaca. El
sombrero de ala ancha estaba a su lado: tenía las piernas rígidamente
cruzadas, el traje grisáceo abotonado hasta la barbilla, y con los lentes
en la nariz, parecía absorto en la lectura de un pesado volumen.
—Bildad —gritó el capitán Peleg—, ¿otra vez con eso, eh, Bildad?
Llevas ya treinta años estudiando esas Escrituras, que yo sepa con
seguridad. ¿Hasta dónde has llegado, Bildad?
Como acostumbrado largamente a tan profanas palabras por parte de
su antiguo compañero de navegación, Bildad, sin advertir su actual
irreverencia, levantó tranquilamente los ojos, y al verme, volvió a lanzar
una ojeada inquisitiva hacia Peleg.
—Dice que es nuestro hombre, Bildad —dijo Peleg—: quiere
embarcarse.
—¿Eso quieres tú? —dijo Bildad, con acento hueco y volviéndose a
mirarme.
—Quiero yo —dije sin darme cuenta, de tan intensamente cuáquero
como era él.
—¿Qué piensas de él, Bildad? —dijo Peleg.
—Servirá —dijo Bildad, echándome una ojeada, y luego siguió
murmurando en su libro en un tono de murmullo muy audible.
Le consideré el más raro cuáquero viejo que había visto jamás,
especialmente dado que Peleg, su amigo y antiguo compañero de
navegación, parecía tan fanfarrón. Pero no dije nada, sino que sólo miré
a mi alrededor con toda atención. Peleg entonces abrió un cofre y,
sacando el contrato del barco, le puso pluma y tinta delante, y se sentó
ante una mesita. Yo empecé a pensar que era sobradamente hora de
decidir conmigo mismo en qué condiciones estaría dispuesto a
comprometerme para el viaje. Ya me daba cuenta de que en el negocio
de la pesca de la ballena no pagaban remuneración, sino que todos los
tripulantes, incluido el capitán, recibían ciertas porciones de los
beneficios llamadas «partes», y esas partes estaban en proporción al
grado de importancia correspondiente a los deberes respectivos en la
tripulación del barco. También me daba cuenta de que, siendo novato en
la pesca de la ballena, mi parte no sería muy grande, pero, considerando
que estaba acostumbrado al mar, y sabía gobernar un barco, empalmar
un cabo, y todo eso, no tuve dudas, por todo lo que había oído, de que
me ofrecerían al me nos la doscientos setenta y cincoava parte; esto es,
la doscientos setenta y cincoava parte del beneficio neto del viaje,
ascendiese a lo que ascendiese. Y aunque la doscientos setenta y
cincoava parte era más bien lo que llaman una «parte a la larga», sin
embargo, era mejor que nada; y si teníamos un viaje con suerte, podría
compensar muy bien la ropa que desgastaría en él, para no hablar del
sustento y alojamiento de tres años, por los que no tendría que pagar un
ardite.
Podría pensarse que ésa era una pobre manera de acumular una
fortuna principesca; y así era, una manera muy pobre. Pero soy de los
que nunca se ocupan de fortunas principescas, y estoy bien contento si
el mundo está dispuesto a alojarme y mantenerme, mientras me hospedo
bajo la fea muestra de «A la Nube Tronadora». En conjunto, pensé que la
doscientos setenta y cincoava parte vendría a ser lo decente, pero no me
habría sorprendido que me
ofrecieran la doscientosava, considerando que era tan ancho de
hombros.
Pero una cosa, sin embargo, que me hizo sentir un poco desconfiado
de recibir tan generosa porción de los beneficios fue ésta: en tierra había
oído algo, tanto sobre el capitán Peleg como sobre su inexplicable viejo
compadre Bildad, y de cómo, por ser ellos los principales propietarios del
Pequod los demás propietarios, menos considerables y más
desparramados, les dejaban a ellos dos casi todo el manejo de los
asuntos del barco. Y no podía menos de saber que el viejo avaro de
Bildad quizá tendría mucho que decir en cuanto a enrolar tripulantes,
sobre todo dado que yo le había encontrado a bordo del Pequod muy en
su casa en la cabina, y leyendo la Biblia como si estuviera junto a su
chimenea. Ahora, mientras Peleg intentaba vanamente cortar una pluma
con su navaja, el viejo Bildad, con no poca sorpresa mía, visto que era
parte tan interesada en estos asuntos, no nos prestaba la menor
atención, sino que seguía mascullando para sí mismo en su libro:
—«No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla...»
—Bueno, capitán Bildad —interrumpió Peleg—, ¿qué dices, qué parte
le damos a este joven?
—Tú lo sabes mejor —fue la sepulcral respuesta—: la setecientas
setenta y sieteava no sería demasiado, ¿no?..., «donde la polilla y el
gusano devoran...».
« ¡Qué parte, sí —pensé yo—, la setecientas setenta y sieteava!
Bueno, viejo Bildad, estás decidido a que yo, por mi par te, no tenga
mucha parte en esta parte donde la polilla y el gusano devoran.» Era una
parte demasiado «a la larga», y aunque por la magnitud de su cifra
podría a primera vista engañar a uno de tierra adentro, sin embargo, el
más ligero examen mostrará que, aunque setecientos setenta y siete sea
un número bastante grande, con todo, cuando se trata de dividir por él,
se verá entonces, digo yo, que la parte setecientas setenta y sieteava de
un penique es mucho menos que setecientos setenta y siete doblones; y
eso pensé entonces.
—¡Vaya, ya puedes reventar! —gritó Peleg—: no querrás estafar a
este joven: tiene que recibir más que eso.
—Setecientos setenta y siete —volvió a decir Bildad, sin levantar los
ojos, y luego siguió mascullando—: «pues donde está vuestro tesoro, allí
estará vuestro corazón».
—Le voy a poner por la trescientosava —dijo Peleg—: ¿me oyes,
Bildad? La parte trescientosava, digo.
Bildad dejó el libro, y volviéndose solemnemente hacia él, dijo:
—Capitán Peleg, tienes un corazón generoso; pero debes considerar
tus obligaciones respecto a los demás propietarios del barco, viudas y
huérfanos
muchos de ellos, y que si compensamos en exceso las fatigas de este
joven, quizá les quitaremos el pan a esas viudas y a esos huérfanos. La
parte setecientas setenta y sieteava, capitán Peleg.
—¡Tú, Bildad! —rugió Peleg, incorporándose de un salto y armando
ruido por la cabina—: ¡Maldita sea, capitán Bildad, si hubiera seguido tu
consejo en estos asuntos, ahora tendría que halar una conciencia tan
pesada como para hundir el mayor barco que jamás navegó doblando el
cabo de Hornos!
—Capitán Peleg —dijo Bildad, con firmeza—: tu conciencia quizá hará
diez pulgadas de agua, o diez brazas, no sé decir; pero como sigues
siendo un hombre impertinente, capitán Peleg, me temo mucho que tu
conciencia hace agua, y acabará por sumergirte a ti, hundiéndote en el
abismo de los horrores, capitán Peleg.
—¡El abismo de los horrores, el abismo de los horrores! Me insultas,
hombre, más de lo que se puede aguantar por naturaleza: me insultas.
Es un ultraje infernal decirle a ninguna criatura humana que está
destinada al infierno. ¡Colas de ballenas y llamas! Bildad, vuelve a decirlo
y me abres los pernos del alma, pero yo... yo... sí, yo me tragaré un
macho cabrío vivo, con cuernos y pelo. ¡Fuera de la cabina, hipócrita,
grisáceo hijo de un cañón de madera..., sal derecho!
Tronando así, se lanzó contra Bildad, pero Bildad, con maravillosa
celeridad oblicua y resbalosa, le eludió por esta vez.
Alarmado ante esa terrible explosión entre los dos principales
propietarios responsables del barco, y sintiéndome casi inclinado a
abandonar toda idea de navegar en un barco de tan discutible propiedad
y tan efímero mando, me aparté a un lado de la puerta para dar salida a
Bildad, quien, sin duda, estaba muy dispuesto a desaparecer ante la
despertada cólera de Peleg. Pero con asombro mío, volvió a sentarse en
el yugo con mucha tranquilidad, por lo visto sin tener la más leve
intención de retirarse. Parecía muy acostumbrado al impenitente Peleg y
sus maneras. En cuanto a Peleg, después de disparar la cólera como lo
había hecho, parecía que no quedaba más en él, y también se sentó
como un cordero, aunque convulsionándose un poco, como todavía con
agitación nerviosa.
—¡Uf—silbó por fin—: el chubasco ha pasado a sotavento, me parece.
Bildad, tú solías servir para afilar un arpón: córtame esa pluma. Mi navaja
necesita piedra de afilar: eso es, gracias, Bildad. Bueno, entonces, joven;
tu nombre es Ismael, ¿no decías? Bueno, entonces, aquí te pongo
Ismael, con la parte trescientosava.
—Capitán Peleg —dije—, tengo conmigo un amigo que también
quiere embarcarse: ¿le traigo mañana?
—Claro —dijo Peleg—. Tráele contigo, y le echaremos una mirada.
—¿Qué parte quiere? —gruñó Bildad, levantando la mi rada del libro
en que se había vuelto a sepultar.
—¡Ah, no te preocupes de eso, Bildad! —dijo Peleg—. ¿Ha ido alguna
vez a la pesca de la ballena? —y se volvió hacia mí.
—Ha matado más ballenas de las que puedo contar, capitán
Peleg. —Bueno, tráele entonces.
Y, después de firmar los papeles, me marché, sin dudar de que había
aprovechado muy bien la mañana, y de que el Pequod era el mismísimo
barco que Yojo había proporcionado para que nos llevara, a Queequeg y
a mí, más allá del Cabo.
Pero no había llegado muy lejos, cuando empecé a considerar que el
capitán con quien iba a navegar todavía había permanecido invisible para
mí, aunque, desde luego, en muchos casos, un ballenero queda
completamente acondicionado y recibe a bordo toda su tripulación antes
que el capitán se deje ver llegando a tomar el mando: pues a veces esos
viajes son tan prolongados, y los intervalos en tierra, en el puerto de
origen, son tan desmesuradamente cortos, que si el capitán tiene familia,
o algún interés absorbente de esta especie, no se preocupa demasiado
por su barco en el puerto, sino que se lo deja a los propietarios hasta que
está dispuesto para hacerse a la mar. Sin embargo, siempre está bien
echarle una mirada antes de entregarse irremediablemente en sus
manos. Volví atrás y me acerqué al capitán Peleg, para preguntarle
dónde se encontraría el capitán Ahab.
—¿Y qué quieres con el capitán Ahab? Ya está de sobra bien: ya
estás enrolado.
—Sí, pero me gustaría verle.
—Pues no creo que puedas verle por ahora. No sé exactamente qué
le pasa, pero está encerrado dentro de casa, como si estuviera enfermo,
aunque no tiene cara de ello. En realidad, no está enfermo, pero no,
tampoco está bien. De cualquier modo, joven, no siempre me quiere ver,
así que supongo que no te querrá ver. Es un hombre raro, el capitán
Ahab, eso dicen algunos, pero bueno. Ah, te gustará mucho: no tengas
miedo, no tengas miedo. Es un hombre grandioso, blasfemo, pero como
un dios, el capitán Ahab; no habla mucho, pero cuando habla, le puedes
escuchar muy bien. Fíjate, te lo aviso: Ahab está por encima de lo
común; Ahab ha estado en colegios lo mismo que entre los caníbales;
está acostumbrado a maravillas más profundas que las olas. ¡Su arpón!
¡Sí, el más agudo y seguro de toda nuestra isla! ¡Ah, no es el capitán
Bildad; no, tampoco es el capitán Peleg: es Ahab, muchacho; y el
antiguo Ahab, como sabes, era un rey coronado!
—Y muy vil. Cuando mataron a aquel perverso rey, ¿no lamieron su
sangre los perros?
—Ven acá: conmigo, acá, acá —dijo Peleg, con un aire significativo
en la mirada que casi me sobresaltó—. Mira bien, muchacho: nunca
digas eso a bordo del Pequod. Nunca lo digas en ningún sitio. El capitán
Ahab no se ha puesto el nombre a sí mismo. Fue una estúpida e
ignorante manía de su madre, loca y viuda, que murió cuando él tenía
sólo un año. Y sin embargo, la vieja india Tistig, en Gay Head, dijo que el
nombre resultaría profético de un modo u otro. Y quizá otros locos como
ella te dirán lo mismo. Quiero avisarte. Es mentira. Conozco muy bien al
capitán Ahab; he navegado de oficial con él hace años; sé lo que es, un
buen hombre, no un hombre piadoso y bueno como Bildad, sino un
hombre bueno que jura, algo así como yo, sólo que con mucho más. Sí,
sí, ya sé que nunca ha estado muy alegre; y sé que, en la travesía de
vuelta, estuvo algún tiempo fuera de quicio, pero eran los dolores agudos
y disparados de su muñón sangriento lo que le produjo eso, como
cualquiera puede ver. Yo sé también que desde que perdió la pierna en
el último viaje, por esa maldita ballena, está un poco raro, con humor
desesperado, y a veces como loco; pero todo eso se pasará. Y de una
vez para todas, permíteme decirte y asegurarte, joven, que vale más
navegar con un buen capitán de humor raro que con uno malo y risueño.
Así que adiós, y no ofendas al capitán Ahab porque da la casualidad de
que tiene un nombre maldito. Además, muchacho, tiene mujer; no hace
tres viajes que se ha casado; una muchacha dulce y resignada. Piensa
en eso: con esa dulce muchacha, ese viejo ha tenido un hijo: ¿piensas
entonces que puede haber en él algún mal decidido y sin esperanza? No,
no, muchacho; herido, fulminado o como sea, Ahab tiene su humanidad.
Al marcharme, iba lleno de vacilaciones; lo que inciden talmente se
me había revelado sobre el capitán Ahab me llenaba de un cierto loco y
vago dolor respecto a él. Y al mismo tiempo, no sé cómo, sentía simpatía
y pena por él, pero no sé por qué, a no ser por la cruel pérdida de su
pierna. Y sin embargo, también sentía un extraño temor de él, pero esa
clase de temor, que no puedo describir en absoluto, no era exactamente
temor; no sé lo que era. Pero lo sentía, y no me hacía tener desvío
respecto a él, aunque sentía impaciencia ante lo que parecía en él como
un misterio, a pesar de lo imperfectamente que entonces le conocía. Sin
embargo, mis pensamientos acabaron por ser llevados en otras
direcciones, de modo que por el momento Ahab resbaló de mi mente.

XVII
El ramadán

Como Queequeg iba a continuar todo el día su Ramadán, o Ayuno y


Humillación, preferí no interrumpirle hasta cerca de la caída de la noche,
pues tengo gran respeto hacia las obligaciones religiosas de cualquiera,
sin que importe qué cómicas sean, y no cabe en mi corazón
menospreciar siquiera a una feligresía de hormigas adorando una seta, o
esas otras criaturas de ciertas regiones de nuestra tierra, que, con un
grado de lacayismo sin precedentes en otros planetas, se inclinan ante el
torso de un fallecido propietario agrícola meramente a causa de las
desmesuradas posesiones que todavía se tienen y se arriendan en su
nombre.
Digo yo que los buenos cristianos presbiterianos deberíamos ser
caritativos en estas cosas, y no imaginarnos tan alta mente superiores a
otros mortales, paganos o lo que sean, a causa de sus ideas
semidementes en estos aspectos. Allí estaba ahora Queequeg,
indudablemente manteniendo las más absurdas nociones sobre Yojo y
su Ramadán, pero ¿y qué? Queequeg creía saber lo que hacía,
supongo; parecía estar contento, así que dejémosle en paz. De nada
serviría todo lo que discutiéramos con él; dejémosle en paz, digo; y el
Cielo tenga misericordia de todos nosotros, de un modo o de otro,
estamos terrible mente tocados de la cabeza, y necesitamos un buen
arreglo.
Hacia el anochecer, cuando me sentí seguro de que debían haber
terminado todas sus realizaciones y rituales, subí a su cuarto y llamé a la
puerta; pero no hubo respuesta. Traté de abrirla, pero estaba sujeta por
dentro.
—Queequeg —dije suavemente por el ojo de la cerradura: todo
callado—. Oye, Queequeg, ¿por qué no hablas? Soy yo... Ismael.
Pero todo seguía en silencio como antes. Empecé a sentirme
alarmado. Le había dejado tiempo de sobra: pensé que habría tenido un
ataque de apoplejía. Miré por el ojo de la cerradura, pero como la puerta
daba a un rincón desviado del cuarto, la perspectiva del ojo de la
cerradura era torcida y siniestra. Sólo podía ver parte de los pies de la
cama y una línea de la pared. Me sorprendió observar, apoyada contra la
pared, el asta de madera del arpón de Queequeg, que la patrona le había
quitado la noche anterior, antes de que subiéramos al cuarto. «Es
extraño —pensé—, pero, de todos modos, puesto que el arpón está ahí,
y Queequeg raramente o nunca sale fuera sin él, debe estar dentro, por
consiguiente, sin posible error.»
—¡Queequeg, Queequeg! Todo en silencio.
Algo debía haber ocurrido. ¡Apoplejía! Traté de abrir de un golpe la
puerta, pero resistía tercamente. Corriendo escale ras abajo,
rápidamente declaré mis temores a la primera persona que encontré: la
criada.
—¡Vaya, vaya! —exclamó—. Pensaba que debía pasar algo. Fui a
hacer la cama, después del desayuno, y la puerta estaba cerrada y no se
oía un ratón; y desde entonces ha seguido igual de silencioso. Pero creí
que quizá se habían ido ustedes dos juntos, echando la llave para dejar
seguro el equipaje. ¡Vaya, vaya! ¡Señora, ama, han matado a alguien!
¡Señora Hussey, apoplejía! —Y con esos gritos corrió hacia la cocina,
seguida por mí.
Pronto apareció la señora Hussey, con un tarro de mostaza en una
mano y una botellita de vinagre en la otra, habiendo acabado en ese
momento de ocuparse de las vinagreras, y riñendo mientras tanto a su
muchachito negro.
—¡La leñera! —grité—: ¿por dónde se va? Corran por Dios, y traigan
algo para forzar la puerta: ¡El hacha, el hacha! ¡Tiene un ataque, pueden
estar seguros!
Y así diciendo, de modo incoherente volvía yo a subir las escaleras
con las manos vacías, cuando la señora Hussey interpuso el tarro de
mostaza, la botellita del vinagre y todo el aceite de ricino de su cara.
—¿Qué le pasa a usted, joven?
—¡Traigan el hacha! ¡Por Dios, corran por el médico, alguien,
mientras yo fuerzo la puerta!
—Mire aquí —dijo la patrona, dejando en seguida la botellita del
vinagre como para tener una mano libre—: mire aquí; ¿habla de forzar
ninguna de mis puertas? —Y así diciendo, me agarró el brazo—. ¿Qué le
pasa a usted? ¿Qué le pasa, marine ro?
De modo tranquilo, pero lo más rápido posible, le di a entender todo el
asunto. Apretándose inconscientemente el vinagre contra un lado de la
nariz, rumió un momento, y luego exclamó:
—¡No! No lo he visto desde que lo dejé allí.
Corriendo a un pequeño hueco bajo el arranque de las es caleras,
echó una mirada, y al volver me dijo que faltaba el arpón de Queequeg.
—Se ha matado —gritó—. Es otra vez el desgraciado Stiggs; otra
colcha que se pierde: ¡Dios se compadezca de su pobre madre! Será la
ruina de mi casa. ¿Tiene alguna hermana el pobre muchacho? ¿Dónde
está esa muchacha? Ea, Betty, ve a ver a Snarles el pintor y dile que
pinte un letrero: «Se prohíbe suicidarse aquí y fumar en la sala»; así
podríamos matar los dos pájaros de una vez. ¿Matarse? ¡El Señor tenga
misericordia de su alma! ¿Qué es ese ruido de ahí? ¡Eh, joven, quieto
ahí!
Y corriendo detrás de mí, me sujetó cuando yo volvía a intentar abrir
la puerta por la fuerza.
—No lo permitiré: no quiero que me estropeen las habitaciones. Vaya
por el cerrajero; hay uno cerca de una milla de aquí. Pero ¡espere! —
metiéndose la mano en el bolsillo—: aquí hay una llave que sirve, me
parece; vamos a ver.
Y diciendo así, dio vuelta a la llave en la cerradura, pero ¡ay! el cerrojo
suplementario de Queequeg seguía echado por dentro.
—Voy a abrirla de un golpe —dije, y ya me echaba atrás por el pasillo
para tomar carrerilla, cuando la patrona me volvió a sujetar, jurando de
nuevo que yo no tenía que destrozarle sus habitaciones; pero me
desprendí de ella, y con un súbito empujón con todo el cuerpo, me lancé
de lleno contra el blanco.
Con tremendo ruido, la puerta se abrió de par en par, y el tirador,
golpeando con la pared, lanzó el encalado hasta el techo; y allí, ¡Cielo
santo!, allí estaba Queequeg, completamente indiferente y absorto en el
centro mismo de la habitación, acurrucado en cuclillas, y teniendo a Yojo
encima de la cabeza. Ni miró a un lado ni a otro, sino que siguió sentado
como una imagen tallada con escasos signos de vida activa.
—Queequeg —dije, acercándome a él—, Queequeg, ¿qué te
pasa? —¿No llevará todo el día sentado ahí, eh? —dijo la
patrona.
Pero por mucho que dijimos, no pudimos arrancarle una palabra; casi
me dieron ganas de derribarle de un empujón, para cambiarle de
postura, pues era casi intolerable y parecía tan penosa y
antinaturalmente forzada; sobre todo, dado que, con toda probabilidad,
llevaba sentado así unas ocho o diez horas, pasándose además sin las
comidas normales.
—Señora Hussey dije—, en todo caso, está vivo; de modo que
déjenos, por favor, y yo mismo me ocuparé de este extraño asunto.
Cerrando la puerta tras la patrona, intenté convencer a Queequeg
para que tomara un asiento, pero en vano. Allí seguía sentado, y eso era
todo lo que podía hacer: con todas mis habilidades y corteses halagos, no
quería mover una clavija, ni mirarme, ni advertir mi presencia del modo
más leve. «No sé — pensé— si es posible que esto forme parte de su
Ramadán; ¿ayunarán en cuclillas de este modo en su isla natal? Debe
ser así; sí, es parte de su credo, supongo; bueno, entonces, dejémosle en
paz; sin duda se levantará, antes o después. No puede durar para
siempre, gracias a Dios, y su Ramadán sólo toca una vez al año, y
tampoco creo que entonces sea muy puntual.»
Bajé a cenar. Después de pasar un largo rato oyendo los largos
relatos de unos marineros que acababan de volver de un viaje «al pastel
de ciruelas» como lo llamaban (esto es, una breve travesía a la caza de
ballenas en una goleta o bergantín, limitándose al norte del ecuador, y
sólo en el océano Atlántico), después de escuchar a esos pasteleros
hasta cerca de las once, subí
para acostarme, sintiéndome muy seguro de que a esas horas Queequeg
debería haber puesto fin a su Ramadán. Pero no: allí estaba donde le
había dejado: no se había movido una pulgada. Empecé a sentirme
molesto con él; tan absolutamente insensato y loco parecía al estarse allí
sentado todo el día y mitad de la noche, en cuclillas, en un cuarto frío,
sosteniendo un trozo de madera en la cabeza.
—Por amor de Dios, Queequeg, levántate y sacúdete; levántate y
cena. Te vas a morir de hambre, te vas a matar, Queequeg. —Pero él no
contestó ni palabra.
Desesperando de él, por consiguiente, decidí acostarme y dormir, sin
dudar de que no tardaría mucho tiempo en seguir me. Pero antes de
meterme, tomé mi pesado chaquetón de «piel de oso» y se lo eché por
encima, porque prometía ser una noche muy fría, y él no llevaba puesta
más que su chaqueta corriente. Durante algún tiempo, por más que
hiciera, no pude caer en el más ligero sopor. Había apagado la vela de
un soplo, y la mera idea de que Queequeg, a menos de cuatro pies de
distancia, estaba sentado en esa incómoda posición, completa mente
solo en el frío y la oscuridad, me hacía sentir realmente desgraciado.
Pensadlo: ¡dormir toda la noche en el mismo cuarto con un pagano
completamente despierto y en cuclillas, en este temible e inexplicable
Ramadán!
Pero, no sé cómo, me dormí por fin, y no supe más hasta que rompió
el día, cuando, mirando desde la cama, vi allí acurrucado a Queequeg
como si le hubieran atornillado al suelo. Pero tan pronto cómo el primer
destello de sol entró por la ventana, se incorporó, con las articulaciones
rígidas y crujientes, aunque con aire alegre; se acercó cojeando a donde
estaba yo, apretó la frente otra vez contra la mía, y dijo que había
terminado su Ramadán.
Ahora bien, como ya he indicado antes, no tengo objeciones contra la
religión de nadie, sea cual sea, mientras esa persona no mate ni insulte a
ninguna otra persona porque ésta no cree también lo mismo. Pero
cuando la religión de un hombre se pone realmente frenética, cuando es
un tormento decidido para él, y, dicho francamente, cuando convierte
esta tierra nuestra en una incómoda posada en que alojarnos, entonces,
creo que es hora de tomar aparte a ese individuo y discutir la cuestión
con él.
Eso es lo que hice entonces con Queequeg.
—Queequeg —dije—, métete en la cama, y óyeme bien quieto.
Seguí luego, comenzando con la aparición y progreso de las
religiones primitivas, para llegar hasta las diversas religiones de la época
presente, esforzándome en ese tiempo por mostrar a Queequeg que
todas esas Cuaresmas, Ramadanes y prolongados acurrucamientos en
cuartos fríos y
tristes eran pura insensatez; algo malo para la salud, inútil para el alma,
y, en resumen, opuesto a las leyes evidentes de la higiene y el sentido
común. Le dije también que aunque él en otras cosas era un salvaje tan
extremadamente sensato y sagaz, ahora me hacía daño, me hacía
mucho daño, al verle tan deplorablemente estúpido con ese ridículo
Ramadán. Además, argüí, el ayuno debilita el cuerpo; por consiguiente,
el espíritu se debilita, y todos los pensamientos nacidos de un ayuno
deben por fuerza estar medio muertos de hambre. Ésa es la razón por la
que la mayor parte de los beatos dispépticos cultivan tan melancólicas
ideas sobre su vida futura.
—En una palabra, Queequeg —dije, más bien en digresión—, el
infierno es una idea que nació por primera vez de un flan de manzana sin
digerir, y desde entonces se ha perpetuado a través de las dispepsias
hereditarias producidas por los Ramadanes.
Luego pregunté a Queequeg si él mismo sufría alguna vez de mala
digestión, expresándole la idea con mucha claridad para que pudiera
captarla. Dijo que no; sólo en una ocasión memorable. Fue después de
una gran fiesta dada por su padre el rey, por haber ganado una gran
batalla donde cincuenta de sus enemigos habían quedado muertos
alrededor de las dos de la tarde, y aquella misma noche fueron guisados
y comidos.
—Basta, Queequeg —dije, estremeciéndome—; ya está bien —pues
sabía lo que se deducía de ello sin que él me lo in dicara.
Yo había visto a un marinero que visitó esa misma isla, y me dijo que
era costumbre, cuando se ganaba una gran batalla, hacer una barbacoa
con todos los muertos en el jardín de la casa del vencedor; y luego, uno
por uno, los ponían en grandes trincheros de madera y los aderezaban
alrededor como un pilar, con frutos del árbol del pan y con cocos; y así,
con un poco de perejil en la boca, eran enviados por todas partes con los
saludos del vencedor a sus amigos, igual que si esos regalos fueran
pavos de Navidad.
Después de todo, no creo que mis observaciones sobre la religión
hicieran mucha impresión en Queequeg; en primer lugar, porque parecía
un poco duro de oído, no sé por qué, en ese importante tema, a no ser
que se considerara desde su pro pio punto de vista; en segundo lugar,
porque no me entendía más de la tercera parte, por muy sencillamente
que yo presentara mis ideas; y, finalmente, porque él creía sin duda que
sabía mucho más de religión que yo. Me miraba con una especie de
interés y compasión condescendientes, como si juzgara una gran lástima
que un joven tan sensato estuviera tan desesperanzadoramente perdido
en la pagana piedad evangélica.
Por fin nos levantamos y nos vestimos, y Queequeg tomó un
prodigioso y cordial desayuno de calderetas de pescado de todas clases,
de modo que la patrona no saliera ganando mucho a causa de su
Ramadán, tras de lo cual
salimos para subir a bordo del Pequod, paseando tranquilamente y
mondándonos los dientes con espinas de hipogloso.

XVIII
Su señal

Cuando llegábamos al extremo del muelle hacia el barco, llevando


Queequeg su arpón al hombro, el capitán Peleg, con su áspera voz, nos
saludó desde su cabaña india, diciendo que no había sospechado que mi
amigo fuera un caníbal, y anunciando además que no consentía
caníbales a bordo de aquella embarcación, a no ser que mostraran antes
sus papeles.
—¿Qué quiere decir con eso, capitán Peleg? —dije, saltando ya a las
amuradas y dejando a mi camarada de pie en el muelle.
—Quiero decir —contestó— que debe enseñar sus papeles.
—Sí —dijo el capitán Bildad, con su voz hueca, sacando la cabeza,
detrás de la de Peleg, desde la cabaña india—: Debe mostrar que está
convertido. Hijo de la tiniebla —añadió, volviéndose hacia Queequeg—:
¿estás actualmente en comunión con alguna iglesia cristiana?
—¡Cómo! ——dije yo—: es miembro de la Primera Iglesia
Congregacionalista.—Aquí ha de decirse que muchos salvajes tatuados
que navegan en barcos de Nantucket acaban por convertirse a alguna de
las iglesias.
—La Primera Iglesia Congregacionalista —gritó Bildad—, ¡qué!, ¿la
que reza en la casa de reunión del diácono Deuteronomy Coleman? —Y
así diciendo, se quitó los lentes, los frotó con un gran pañuelo de seda
amarilla con lunares, y, poniéndoselos con mucho cuidado, salió de la
cabaña india, y se inclinó rígidamente sobre las amuradas para mirar con
toda calma a Queequeg.
—¿Cuánto tiempo hace que es miembro? —dijo luego, volviéndose
hacia mí—: no será mucho, supongo, joven.
—No —dijo Peleg—, y tampoco le han bautizado como es debido, o si
no, se le habría lavado de la cara un poco de ese azul de diablo.
—Dime, entonces —gritó Bildad—: ¿este filisteo es miembro regular
de la reunión del diácono Deuteronomy? Nunca le he visto ir allí, y yo voy
todos los días del Señor.
—Yo no sé nada del diácono Deuteronomy ni de su reunión —dije—,
todo
lo que sé es que este Queequeg es miembro por nacimiento de la
Primera Iglesia Congregacionalista. Él también es diácono, el mismo
Queequeg.
—Joven —dijo Bildad severamente—, estás bromeando conmigo:
explícate, joven hetita. ¿A qué iglesia te refieres? Respóndeme.
Encontrándome tan apremiado, contesté:
—Quiero decir, capitán, la misma antigua Iglesia universal a que
pertenecemos usted y yo, y aquí, el capitán Peleg, y ahí Queequeg, y
todos nosotros, y todo hijo de madre y todo bicho viviente; la grande y
perenne Primera Congregación de este entero mundo en adoración:
todos pertenecemos a ella; sólo que algunos de nosotros cultivamos
algunas extravagancias que de ningún modo tocan a la gran creencia: en
ésa, todos unimos nuestras manos.
—Empalmamos las manos, querrás decir que las empalmamos —
gritó Peleg, acercándose—. Joven, mejor sería que te embarcaras como
misionero, en vez de ir como marinero ante el mástil: nunca he oído un
sermón mejor. El diácono Deuteronomy... bueno, ni el mismo padre
Mapple lo podría mejorar, y no es un cualquiera. Ven a bordo, ven a
bordo; no te preocupes por los papeles. Oye, dile a ese Quohog; ¿cómo
le llamas? Dile a Quohog que venga acá. ¡Por el ancla mayor, qué arpón
lleva ahí! Parece cosa buena, y lo maneja muy bien. Oye, Quohog, o
como te llames, ¿alguna vez has ido a la proa de una ballenera?,
¿alguna vez has cazado un pez?
Sin decir palabra, Queequeg, con sus maneras extraviadas, saltó
sobre las amuradas, y de allí a la proa de una de las lanchas balleneras
que colgaban sobre el costado; y entonces, doblando la rodilla izquierda
y blandiendo el arpón, gritó algo así como:
—Capitán, ¿ver gota pequeña de brea allí en agua?, ¿ver? Bueno,
piense ojo de ballena, y entonces, ¡zas!
Y apuntando bien, disparó el hierro por encima mismo del ancho
sombrero de Bildad, y a través de toda la cubierta del barco, hasta dar en
la brillante mancha de brea, haciéndola des aparecer de la vista.
—Bueno —dijo Queequeg, recogiendo tranquilamente la lanza—:
suponer ojo de ballena; entonces, ballena muerta.
—Deprisa, Bildad —dijo su socio Peleg, que, horrorizado ante la
proximidad inmediata del arpón volante, se había retira do hasta la
entrada de la cabina— deprisa, digo, Bildad, trae los papeles del barco.
Tenemos que tener aquí a ese Hedgehog, quiero decir Quohog, en una
de nuestras lanchas. Mira, Quohog, te daremos una parte de noventa, y
eso es más de lo que se ha dado nunca a un arponero salido de
Nantucket.
Así que entramos en la cabina, y con gran alegría mía, Queequeg
quedó pronto enrolado en la tripulación del mismo barco a que
pertenecía yo.
Terminamos los preliminares, cuando Peleg tenía todo dispuesto para
firmar, se volvió a mí y dijo:
—Supongo que este Quohog no sabe escribir, ¿no? Digo, Quohog,
maldito seas, ¿sabes firmar o poner tu señal?
Pero ante esta pregunta, Queequeg, que ya había tomado parte dos o
tres veces en ceremonias semejantes, no pareció de ningún modo
cohibido, sino que, tomando la pluma que le ofrecían, copió en el papel,
en el lugar adecuado, una exacta reproducción de una extraña figura en
redondo que llevaba tatuada en el brazo, de modo que, por la obstinada
equivocación del capitán Peleg respecto a su nombre, quedó algo así
como:
Quohog su señal.
Mientras tanto, el capitán Bildad seguía observando a Queequeg con
gravedad y fijeza, y por fin, levantándose solemnemente y hurgando en
los grandes bolsillos de su chaquetón grisáceo de anchos faldones, sacó
un manojo de folletos y, eligiendo uno titulado «Se Acerca el Día del
juicio; o, No Hay Tiempo que Perder», lo puso en las manos de
Queequeg, y luego, agarrándoselas con las suyas, junto con el libro, le
miró a los ojos y dijo:
—Hijo de la tiniebla, tengo que cumplir mi deber contigo; soy
copropietario de este barco, y me siento responsable de las almas de
toda su tripulación; si sigues aferrándote a tus maneras paganas, como
me temo tristemente, te exhorto a que no permanezcas para siempre
jamás como siervo de Belial. Desdeña al ídolo Bel y al horrendo dragón;
apártate de la cólera venidera; anda con ojo, quiero decir; ¡ay, por la
gracia divina! ¡Gobierna a lo largo del abismo de la condenación!
Algo de sal marina quedaba todavía en el lenguaje del viejo Bildad,
mezclado de modo heterogéneo con frases bíblicas y domésticas.
—Deja, déjate de eso, Bildad, deja de echar a perder a nuestro
arponero — gritó Peleg—. Los arponeros piadosos nunca son buenos
navegantes: eso les quita la fuerza, y no hay arponero que valga una paja
que no sea muy fiero. Ahí estaba el joven Nat Swaine, que en otro tiempo
fue el más valiente en la proa de todas las lanchas balleneras de
Nantucket y del Vineyard: empezó a ir a la capilla, y no llegó nunca a ser
nada bueno. Se puso tan asustado por su alma viciada que se echó atrás
y se apartó de las ballenas y por temor a las consecuencias en caso de
que le desfondaran y le mandaran con Davy Jones.
—¡Peleg, Peleg! —dijo Bildad, levantando los ojos y las manos—, tú
mismo, como yo, has pasado momentos de peligro; tú sabes, Peleg, lo
que es
tener miedo a la muerte: entonces, ¿cómo puedes charlar de ese modo
impío? Mientes contra tu propio corazón, Peleg. Dime, cuando este
mismo Pequod perdió los tres palos por la borda en aquel tifón en el
Japón, en ese mismo viaje en que fuiste de segundo de Ahab, ¿no
pensaste entonces en la Muerte y el juicio?
—¡Oídle ahora, oídle ahora! —exclamó Peleg, dando vueltas por la
cabina, y con las manos bien metidas en los bolsillos—, oídle todos.
¡Pensad en eso! ¡Cuando a cada momento pensábamos que se iba a
hundir el barco! ¿La Muerte y el juicio entonces? ¡No! No había tiempo
entonces de pensar en la Muerte. En la vida, es en lo que pensábamos el
capitán Ahab y yo, y en cómo salvar a toda la tripulación, cómo aparejar
bando las, y cómo llegar al puerto más cercano; en eso es en lo que
estaba pensando.
Bildad no dijo más, sino que, abotonándose hasta arriba su
chaquetón, salió a grandes zancadas hasta cubierta, adonde le
seguimos. Allí se quedó, vigilando calladamente a unos veleros que
remendaban una gavia en el combés.
De vez en cuando se agachaba a recoger un trozo de lona o a
aprovechar un cabo del hilo embreado, que de otro modo se hubieran
desperdiciado.

XIX
El profeta
Marineros, ¿os habéis enrolado en ese barco?
Queequeg y yo acabábamos de dejar el Pequod y nos alejábamos
tranquilamente del agua, cada cual ocupado por el momento en sus
propios pensamientos, cuando nos dirigió las anteriores palabras un
desconocido que, deteniéndose ante nosotros, apuntó con su macizo
índice al navío en cuestión. Iba desastradamente vestido con un
chaquetón descolorido y pantalones remendados, mientras que un jirón
de pañuelo negro revestía su cuello. Una densa viruela había fluido por
su cara en todas las direcciones, dejándola como el complicado lecho en
escalones de un torrente cuando se han secado las aguas precipitadas.
—¿Os habéis enrolado en él? —repitió.
—Supongo que se refiere al barco Pequod—dije, tratando de ganar
un poco más de tiempo para mirarle sin interrupción.
—Eso es, el Pequod ese barco —dijo, echando atrás el brazo entero,
y luego lanzándolo rápidamente por delante, derecho, con la bayoneta
calada de
su dedo disparada de lleno hacia su objetivo.
—Sí —dije—, acabamos de firmar el contrato.
—¿Y se hacía constar algo en él sobre vuestras almas?
—¿Sobre qué?
—Ah, quizá no tengáis almas —dijo rápidamente—. No importa, sin
embargo: conozco a más de un muchacho que no tiene alma: buena
suerte, con eso está mejor. Un alma es una especie de quita rueda para
un carro.
—¿De qué anda cotorreando, compañero? —dije.
—Quizá él sea suficiente, sin embargo, para compensar todas las
deficiencias de esta especie en otros muchachos —dijo bruscamente el
desconocido, poniendo nerviosos énfasis en la palabra él.
—Queequeg —dije—, vámonos; este tipo se ha escapado de algún
sitio; habla de algo y de alguien que no conocemos.
—¡Alto! —gritó el desconocido—. Decís la verdad: no habéis visto
todavía al Viejo Trueno, ¿eh?
—¿Quien es el Viejo Trueno? —dije, otra vez aprisiona do por la loca
gravedad de sus modales.
—El capitán Ahab.
—¿Cómo?, ¿el capitán de nuestro barco, el Pequod?
—Sí, entre algunos de nosotros, los viejos marinos, se le llama así.
No le habéis visto todavía, ¿eh?
—No, no le hemos visto. Dicen que está enfermo, pero que se está
poniendo mejor, y no tardará en estar bien del todo.
—¡No tardará en estar bien del todo! —se rió el desconocido, con una
risa solemne y despreciativa—. Mirad, cuando el capitán Ahab esté bien
del todo, entonces su brazo izquierdo vendrá derecho a ser mío, no
antes.
—¿Qué sabe de él?
—¿Qué sabéis vosotros de él? ¡Decid eso!
—No nos han dicho mucho de él; sólo he oído que es un buen
cazador de ballenas, y un buen capitán para la tripulación.
—Es verdad, es verdad; sí, las dos cosas son bastante ver dad. Pero
tenéis que saltar cuando él dé una orden. Moverse y gruñir, gruñir y
marchar; ésa es la consigna con el capitán Ahab. Pero ¿nada sobre
aquello que le pasó a la altura del cabo de Hornos, hace mucho, cuando
estuvo como muerto tres días
con sus noches; nada de aquella esgrima mortal con el español ante el
altar de Santa? ¿No habéis oído nada de eso? ¿Nada sobre la calabaza
de plata en que escupió? ¿Y nada de que perdió la pierna en su último
viaje, conforme a la profecía? ¿No habéis oído una palabra sobre esas
cosas y algo más, eh? No, no creo que lo hayáis oído; ¿cómo podríais?
¿Quién lo sabe? No toda Nantucket, supongo. Pero de todos modos,
quizá hayáis oído hablar por casualidad de la pierna, y de cómo la perdió;
sí, habéis oído hablar de eso, me atrevo a decir. Ah, sí, eso lo saben casi
todos: quiero decir, que ahora no tiene más que una pierna, y que un
cachalote se le llevó la otra.
—Amigo mío —dije—: no sé a qué viene toda esa cháchara, ni me
importa, porque me parece que debe estar un poco estropeado de la
cabeza. Pero si habla del capitán Ahab, de este barco, el Pequod,
entonces permítame decirle que lo sé todo sobre la pérdida de la pierna.
—Todo sobre ella... ¿De veras?, ¿todo?
—Por supuesto.
Con el dedo extendido y los ojos apuntando hacia el Pequod el
desconocido de aspecto de mendigo se quedó un momento como en un
ensueño turbado; luego, sobresaltándose un poco, se volvió y dijo:
—Os habéis enrolado, ¿eh? ¿Los nombres puestos en el papel?
Bueno, bueno, lo que está firmado, firmado está; y lo que ha de ser, será;
y luego, también, a lo mejor no será, después de todo. De cualquier
modo, todo está fijado ya y arregla do; y unos marineros u otros tendrán
que ir con él, supongo; lo mismo da éstos que cualquier otros hombres.
¡Dios tenga compasión de ellos! Buenos días, marineros, buenos días;
los inefables Cielos os bendigan: lamento haberos detenido.
—Mire acá, amigo —dije—: si tiene algo importante que decirnos,
fuera con ello; pero si sólo trata de enredarnos, se equivoca en el juego;
eso es todo lo que tengo que decirle.
—¡Y está muy bien dicho, y me gusta oír a un muchacho expresarse
de ese modo; eres el hombre que le hace falta a él..., gente como tú!
Buenos días, marineros, buenos días. ¡Ah, cuan do estéis allí, decidles
que he decidido no ser uno de ellos!
—Ah, mi querido amigo, no nos puede engañar de ese modo; no nos
puede engañar. La cosa más fácil del mundo es poner cara de que se
tiene dentro un gran secreto.
—Buenos días, marineros, tened muy buenos días.
—Sí que son buenos —dije—. Vamos allá, Queequeg, dejemos a
este loco. Pero, alto, dígame su nombre, ¿quiere?
—¡Elías!
«¡Elías!», pensé; y nos marchamos comentando, cada cual a su
modo, sobre ese viejo marinero andrajoso; y estuvimos de acuerdo en
que no era nada sino un impostor que quería hacer el coco. Pero no
habíamos recorrido quizá unas cien yardas, cuando, al volverme por
casualidad doblando una esquina, ¡a quién vi sino a Elías que nos
seguía, aunque a distancia! No sé por qué, el verle me impresionó de tal
modo que no dije nada a Queequeg de que venía detrás, sino que seguí
andando con mi compañero, afanoso de ver si el desconocido doblaría la
misma esquina que nosotros. Así lo hizo, y entonces me pareció que nos
espiaba, pero no podía imaginar por qué, ni por nada del mundo. Esta
circunstancia, unida a su manera de hablar, ambigua, embozada, medio
sugiriendo y medio revelando, produjo entonces en mí toda clase de
vagas sospechas y semiaprensiones, todo ello en relación con el Pequod
y el capitán Ahab, y la pierna que había perdido, y el ataque en el cabo
de Hornos, y la calabaza de plata, y lo que había dicho de él el capitán
Peleg, cuando yo salí del barco, el día anterior, y la predicción de la india
Tistig, y el viaje que nos habíamos comprometido a emprender, y otras
cien cosas sombrías.
Estaba decidido a cerciorarme de si ese andrajoso Elías realmente
nos espiaba o no, y con esa intención crucé la calle con Queequeg, y por
ese lado volví sobre nuestros pasos. Pero Elías pasó adelante, sin
parecer advertirnos. Esto me alivió, y una vez más, y a mi parecer de
modo definitivo, le sentencié en mi corazón por un impostor.

XX
En plena agitación
Pasaron un día o dos, y hubo gran actividad a bordo del Pequod. No
sólo se remendaban las velas viejas, sino que se subían a bordo velas
nuevas, y piezas de lona y rollos de jarcia; en resumen, todo indicaba
que los preparativos del barco se apresuraban a su conclusión. El capitán
Peleg rara vez o nunca bajaba a tierra, sino que estaba sentado en su
cabaña india manteniendo una estrecha vigilancia sobre los tripulantes.
Bildad hacía todas las compras y provisiones en los almacenes; y los
hombres empleados en la bodega y en los aparejos trabajaban hasta
mucho después de medianoche.
Al día siguiente de firmar Queequeg el contrato, se mandó aviso a
todas las posadas donde se alojaba la gente del barco de que sus cofres
debían estar a bordo antes de la noche, pues no cabía prever qué pronto
podría zarpar el barco. Así que Queequeg y yo llevamos nuestros
bártulos, aunque decididos a

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