Moby - Dick
Moby - Dick
Moby - Dick
Por
Herman
Melville
I
Espejismos
II
El saco del marinero
III
La Posada del Chorro
IV
La colcha
V
Desayuno
VI
La calle
VII
La capilla
IX
El Sermón
X
Un amigo entrañable
XI
Camisón de dormir
XII
Biográfico
Queequeg era nativo de Rokovoko, una isla muy lejana hacia el oeste
y el sur. No está marcada en ningún mapa: los sitios de verdad no lo
están nunca.
Cuando era un salvaje recién salido del cascarón, corriendo
locamente por sus bosques natales, con un andrajo de hierba, y seguido
por los machos cabríos mordisqueantes como si fuera un retoño verde,
ya entonces, en el alma ambiciosa de Queequeg se abrigaba un fuerte
deseo de ver algo más de la Cristiandad que un ballenero o dos de
muestra. Su padre era un alto jefe, un rey; su tío, un sumo sacerdote; y
por parte de madre se gloriaba de tías que eran esposas de invencibles
guerreros. Había en sus venas excelente sangre, materia real, aunque
me temo que tristemente viciada por la tendencia al canibalismo que
había tenido en su juventud sin educador.
Un barco de Sag Harbour visitó la bahía de su padre, y Queequeg
buscó un pasaje para países cristianos. Pero el barco, teniendo
completas sus necesidades de marineros, despreció su pretensión, y no
sirvió toda la influencia del rey su padre. Pero Queequeg hizo un voto.
Solo en su canoa, salió remando hasta un lejano estrecho, por donde
sabía que debía pasar el barco al abandonar la isla. A un lado había un
arrecife de coral; al otro, una baja lengua de tierra, cubierta de espesuras
de mangles que se extendían por encima del agua. Ocultando la canoa,
todavía a flote, entre esas espesuras, con la proa hacia el mar, se sentó
en la popa, con el remo bajo, entre las manos; y cuando el barco pasaba
deslizándose se disparó como una centella, alcanzó su costado, con una
patada hacia atrás volcó y hundió su canoa, trepó por las cadenas, y
echándose todo lo largo que era en cubierta, se agarró a un perno con
argolla y juró no soltarlo aun que lo hicieran pedazos.
En vano el capitán amenazó con tirarle por la borda y blandió un
machete sobre sus muñecas desnudas: Queequeg era hijo de rey, y
Queequeg no se arredró. Impresionado por su desesperada temeridad y
su loco deseo de visitar la Cristiandad, el capitán se ablandó por fin, y le
dijo que podía acomodarse. Pero este joven salvaje admirable, este
Príncipe de Gales de los mares, jamás vio la cabina del capitán. Le
pusieron entre los marineros, haciendo de él un ballenero. Pero, como el
zar Pedro, contento de trabajar en los astilleros de ciudades del
extranjero. Queequeg no desdeñó ninguna aparente ignominia, si con
ella conseguía felizmente la capacidad de iluminar a sus incultos
paisanos. Pues en el fondo —me dijo— estaba movido por un profundo
deseo de aprender entre los cristianos las artes con que pudiera hacer a
los suyos más felices de lo que eran; y, más aún, mejores de lo que eran.
Pero ¡ay! la conducta de los balleneros le convenció pronto de que hasta
los cristianos podían ser tan perversos como miserables; infinitamente
más que todos los paganos de su padre. Al llegar por fin al viejo Sag
Harbour, y ver lo que hacían allí los marineros, y luego al ir a Nantucket y
ver cómo gastaban también sus ganancias en aquel sitio, el pobre
Queequeg lo dio por perdido. Pensó: «El mundo es malo en cualquier
meridiano: moriré pagano».
Y así, viejo idólatra de corazón, vivía sin embargo entre esos
cristianos, vestía sus ropas, y trataba de hablar su jerga. De ahí sus
maneras extrañas, aunque ya llevaba algún tiempo lejos de su patria.
Por señas le pregunté si no se proponía volver para ser coronado; ya
que ahora podía considerar fallecido a su padre, que estaba muy viejo y
débil en sus últimas noticias. Contestó que no, todavía no; y añadió que
temía que la Cristiandad, o mejor dicho los cristianos, le hubieran
incapacitado para ascender al puro e impoluto trono de treinta reyes
paganos anteriores a él. Pero, un día u otro, dijo, volvería: en cuanto se
sintiese bautizado de nuevo. Por ahora, sin embargo, se proponía andar
navegando y desahogándose por los
cuatro océanos. Le habían hecho arponero, y ese hierro afilado ahora le
hacía las veces de cetro.
Le pregunté cuál podría ser su propósito inmediato, res pecto a sus
futuros movimientos. Contestó que hacerse otra vez a la mar, en su
antigua profesión. A esto le dije que mi propio designio era la pesca de la
ballena, y le informé de mi intención de embarcarme en Nantucket, como
el puerto más prometedor en que podía embarcarse un ballenero amigo
de aventuras. En seguida decidió acompañarme a esa isla, subir al
mismo barco, entrar en la misma guardia, en el mismo bote, en el mismo
rancho conmigo: en una palabra, compartir toda mi suerte, y con mis
manos en la suya, sondear atrevidamente en la Olla de la Suerte de
ambos mundos. A todo eso yo asentí gozosamente, pues, además del
afecto que ahora sentía por Queequeg, él era un arponero experto, y
como tal, no podía dejar de ser de gran utilidad para quien, como yo, era
totalmente ignorante de los misterios de la pesca de la ballena, aunque
familiar con el mar, tal como lo conoce un marino mercante.
Terminada su historia con la última bocanada moribunda de su pipa,
Queequeg me abrazó, apretó su frente contra la mía, y apagando la luz
de un soplo, rodamos uno sobre otro, de acá para allá, y muy pronto nos
quedamos dormidos.
XIII
Carretilla
XIV
Nantucket
XVI
El barco
XVII
El ramadán
XVIII
Su señal
XIX
El profeta
Marineros, ¿os habéis enrolado en ese barco?
Queequeg y yo acabábamos de dejar el Pequod y nos alejábamos
tranquilamente del agua, cada cual ocupado por el momento en sus
propios pensamientos, cuando nos dirigió las anteriores palabras un
desconocido que, deteniéndose ante nosotros, apuntó con su macizo
índice al navío en cuestión. Iba desastradamente vestido con un
chaquetón descolorido y pantalones remendados, mientras que un jirón
de pañuelo negro revestía su cuello. Una densa viruela había fluido por
su cara en todas las direcciones, dejándola como el complicado lecho en
escalones de un torrente cuando se han secado las aguas precipitadas.
—¿Os habéis enrolado en él? —repitió.
—Supongo que se refiere al barco Pequod—dije, tratando de ganar
un poco más de tiempo para mirarle sin interrupción.
—Eso es, el Pequod ese barco —dijo, echando atrás el brazo entero,
y luego lanzándolo rápidamente por delante, derecho, con la bayoneta
calada de
su dedo disparada de lleno hacia su objetivo.
—Sí —dije—, acabamos de firmar el contrato.
—¿Y se hacía constar algo en él sobre vuestras almas?
—¿Sobre qué?
—Ah, quizá no tengáis almas —dijo rápidamente—. No importa, sin
embargo: conozco a más de un muchacho que no tiene alma: buena
suerte, con eso está mejor. Un alma es una especie de quita rueda para
un carro.
—¿De qué anda cotorreando, compañero? —dije.
—Quizá él sea suficiente, sin embargo, para compensar todas las
deficiencias de esta especie en otros muchachos —dijo bruscamente el
desconocido, poniendo nerviosos énfasis en la palabra él.
—Queequeg —dije—, vámonos; este tipo se ha escapado de algún
sitio; habla de algo y de alguien que no conocemos.
—¡Alto! —gritó el desconocido—. Decís la verdad: no habéis visto
todavía al Viejo Trueno, ¿eh?
—¿Quien es el Viejo Trueno? —dije, otra vez aprisiona do por la loca
gravedad de sus modales.
—El capitán Ahab.
—¿Cómo?, ¿el capitán de nuestro barco, el Pequod?
—Sí, entre algunos de nosotros, los viejos marinos, se le llama así.
No le habéis visto todavía, ¿eh?
—No, no le hemos visto. Dicen que está enfermo, pero que se está
poniendo mejor, y no tardará en estar bien del todo.
—¡No tardará en estar bien del todo! —se rió el desconocido, con una
risa solemne y despreciativa—. Mirad, cuando el capitán Ahab esté bien
del todo, entonces su brazo izquierdo vendrá derecho a ser mío, no
antes.
—¿Qué sabe de él?
—¿Qué sabéis vosotros de él? ¡Decid eso!
—No nos han dicho mucho de él; sólo he oído que es un buen
cazador de ballenas, y un buen capitán para la tripulación.
—Es verdad, es verdad; sí, las dos cosas son bastante ver dad. Pero
tenéis que saltar cuando él dé una orden. Moverse y gruñir, gruñir y
marchar; ésa es la consigna con el capitán Ahab. Pero ¿nada sobre
aquello que le pasó a la altura del cabo de Hornos, hace mucho, cuando
estuvo como muerto tres días
con sus noches; nada de aquella esgrima mortal con el español ante el
altar de Santa? ¿No habéis oído nada de eso? ¿Nada sobre la calabaza
de plata en que escupió? ¿Y nada de que perdió la pierna en su último
viaje, conforme a la profecía? ¿No habéis oído una palabra sobre esas
cosas y algo más, eh? No, no creo que lo hayáis oído; ¿cómo podríais?
¿Quién lo sabe? No toda Nantucket, supongo. Pero de todos modos,
quizá hayáis oído hablar por casualidad de la pierna, y de cómo la perdió;
sí, habéis oído hablar de eso, me atrevo a decir. Ah, sí, eso lo saben casi
todos: quiero decir, que ahora no tiene más que una pierna, y que un
cachalote se le llevó la otra.
—Amigo mío —dije—: no sé a qué viene toda esa cháchara, ni me
importa, porque me parece que debe estar un poco estropeado de la
cabeza. Pero si habla del capitán Ahab, de este barco, el Pequod,
entonces permítame decirle que lo sé todo sobre la pérdida de la pierna.
—Todo sobre ella... ¿De veras?, ¿todo?
—Por supuesto.
Con el dedo extendido y los ojos apuntando hacia el Pequod el
desconocido de aspecto de mendigo se quedó un momento como en un
ensueño turbado; luego, sobresaltándose un poco, se volvió y dijo:
—Os habéis enrolado, ¿eh? ¿Los nombres puestos en el papel?
Bueno, bueno, lo que está firmado, firmado está; y lo que ha de ser, será;
y luego, también, a lo mejor no será, después de todo. De cualquier
modo, todo está fijado ya y arregla do; y unos marineros u otros tendrán
que ir con él, supongo; lo mismo da éstos que cualquier otros hombres.
¡Dios tenga compasión de ellos! Buenos días, marineros, buenos días;
los inefables Cielos os bendigan: lamento haberos detenido.
—Mire acá, amigo —dije—: si tiene algo importante que decirnos,
fuera con ello; pero si sólo trata de enredarnos, se equivoca en el juego;
eso es todo lo que tengo que decirle.
—¡Y está muy bien dicho, y me gusta oír a un muchacho expresarse
de ese modo; eres el hombre que le hace falta a él..., gente como tú!
Buenos días, marineros, buenos días. ¡Ah, cuan do estéis allí, decidles
que he decidido no ser uno de ellos!
—Ah, mi querido amigo, no nos puede engañar de ese modo; no nos
puede engañar. La cosa más fácil del mundo es poner cara de que se
tiene dentro un gran secreto.
—Buenos días, marineros, tened muy buenos días.
—Sí que son buenos —dije—. Vamos allá, Queequeg, dejemos a
este loco. Pero, alto, dígame su nombre, ¿quiere?
—¡Elías!
«¡Elías!», pensé; y nos marchamos comentando, cada cual a su
modo, sobre ese viejo marinero andrajoso; y estuvimos de acuerdo en
que no era nada sino un impostor que quería hacer el coco. Pero no
habíamos recorrido quizá unas cien yardas, cuando, al volverme por
casualidad doblando una esquina, ¡a quién vi sino a Elías que nos
seguía, aunque a distancia! No sé por qué, el verle me impresionó de tal
modo que no dije nada a Queequeg de que venía detrás, sino que seguí
andando con mi compañero, afanoso de ver si el desconocido doblaría la
misma esquina que nosotros. Así lo hizo, y entonces me pareció que nos
espiaba, pero no podía imaginar por qué, ni por nada del mundo. Esta
circunstancia, unida a su manera de hablar, ambigua, embozada, medio
sugiriendo y medio revelando, produjo entonces en mí toda clase de
vagas sospechas y semiaprensiones, todo ello en relación con el Pequod
y el capitán Ahab, y la pierna que había perdido, y el ataque en el cabo
de Hornos, y la calabaza de plata, y lo que había dicho de él el capitán
Peleg, cuando yo salí del barco, el día anterior, y la predicción de la india
Tistig, y el viaje que nos habíamos comprometido a emprender, y otras
cien cosas sombrías.
Estaba decidido a cerciorarme de si ese andrajoso Elías realmente
nos espiaba o no, y con esa intención crucé la calle con Queequeg, y por
ese lado volví sobre nuestros pasos. Pero Elías pasó adelante, sin
parecer advertirnos. Esto me alivió, y una vez más, y a mi parecer de
modo definitivo, le sentencié en mi corazón por un impostor.
XX
En plena agitación
Pasaron un día o dos, y hubo gran actividad a bordo del Pequod. No
sólo se remendaban las velas viejas, sino que se subían a bordo velas
nuevas, y piezas de lona y rollos de jarcia; en resumen, todo indicaba
que los preparativos del barco se apresuraban a su conclusión. El capitán
Peleg rara vez o nunca bajaba a tierra, sino que estaba sentado en su
cabaña india manteniendo una estrecha vigilancia sobre los tripulantes.
Bildad hacía todas las compras y provisiones en los almacenes; y los
hombres empleados en la bodega y en los aparejos trabajaban hasta
mucho después de medianoche.
Al día siguiente de firmar Queequeg el contrato, se mandó aviso a
todas las posadas donde se alojaba la gente del barco de que sus cofres
debían estar a bordo antes de la noche, pues no cabía prever qué pronto
podría zarpar el barco. Así que Queequeg y yo llevamos nuestros
bártulos, aunque decididos a