Vicente Blasco Ibanez - Hombre Al Agua

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¡Hombre al Agua!

Vicente Blasco Ibáñez

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Texto núm. 4908

Título: ¡Hombre al Agua!


Autor: Vicente Blasco Ibáñez
Etiquetas: Cuento

Editor: Edu Robsy


Fecha de creación: 22 de octubre de 2020
Fecha de modificación: 22 de octubre de 2020

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c/ Ramal, 48
07730 Alayor - Menorca
Islas Baleares
España

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¡Hombre al Agua!
Al cerrar la noche, salió de Torrevieja el laúd San Rafael, con cargamento
de sal para Gibraltar.

La cala iba atestada, y sobre cubierta amontonábanse los sacos, formando


una montaña en torno del palo mayor. Para pasar de proa a popa, los
tripulantes iban por las bordas, sosteniéndose con peligroso equilibrio.

La noche era buena; noche de verano, con estrellas a granel y un


vientecillo fresco algo irregular, que tan pronto hinchaba la gran vela latina,
hasta hacer gemir el mástil, como cesaba de soplar, cayendo desmayada
la inmensa lona con ruidoso aleteo.

La tripulación, cinco hombres y un muchacho, cenó después de la


maniobra de salida, y una vez rebañado el humeante caldero, en el que
hundían su mendrugo con marinera fraternidad desde el patrón al grumete,
desaparecieron por la escotilla todos los libres de servicio, para reposar
sobre la dura colchoneta, con los vientres hinchados de vino y zumo de
sandía.

Quedó en el timón el tío Chispas, un tiburón desdentado, que acogió con


gruñidos de impaciencia las últimas indicaciones del patrón, y junto a él su
protegido Juanillo, un novato que hacía en el San Rafael su primer viaje, y
le estaba muy agradecido al viejo, pues gracias a él había entrado en la
tripulación, matando así su hambre, que no era poca.

El mísero laúd antojábasele al muchacho un navío almirante, un buque


encantado, navegando por el mar de la abundancia. La cena de aquella
noche era la primera cena seria que había hecho en su vida.

Había llegado a los diez y nueve años, hambriento y casi desnudo como
un salvaje, durmiendo en la torcida barraca donde gemía y rezaba su
abuela, inmóvil por el reuma: de día ayudaba a botar las barcas,
descargaba cestas de pescado, o iba de parásito en las lanchas que
perseguían al atún y la sardina, para llevar a casa un puñado de pesca

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menuda. Pero ahora, gracias al tío Chispas, que le tenía ley por haber
conocido a su padre, era todo un marinero, estaba en camino de ser algo,
podía con todo derecho meter su brazo en el caldero, y hasta llevaba
zapatos, los primeros de su vida, unas soberbias piezas capaces de
navegar como una fragata, que le sumían en éxtasis de adoración. ¡Y aún
dicen que si el mar!... Vamos, hombre. El mejor oficio del mundo.

El tío Chispas, sin apartar la vista de la proa ni las manos del timón,
agachándose para sondear la oscuridad por entre la vela y el montón de
sacos, le escuchaba con sonrisa marrullera.

—Sí; no has escogido mal oficio. Pero tiene quiebras. Las verás... cuando
tengas mis años... Pero tu sitio no es aquí: anda a proa y avisa si ves por
delante alguna barca.

Juanillo corrió por la borda con la segura tranquilidad de un pillo de playa.

—Cuidado, muchacho, cuidado.

Pero él ya estaba en la proa, y se sentó junto al botalón, escudriñando la


negra superficie del mar, en cuyo fondo se reflejaban como serpeantes
hilos de luz las inquietas estrellas.

El laúd, panzudo y pesado, caía tras cada ola con un solemne ¡chap! que
hacía saltar las gotas hasta la cara de Juanillo: dos hojas de espuma
fosforescentes resbalaban por ambos lados de la gruesa proa, y la
hinchada vela, con el vértice perdido en la oscuridad, parecía arañar la
bóveda del cielo.

¿Qué rey ni qué almirante estaba mejor que el serviola del San Rafael?...
¡Brrru! Su estómago repleto le saludaba con eructos de satisfacción. ¡Vida
más hermosa!...

—¡Tío Chispas!... Un cigarro.

—Ven por él.

Juanillo corrió por la borda del lado contrario al viento. Era un momento de
calma, y la vela rizábase con fuertes palpitaciones, próxima a caer
desmayada a lo largo del mástil. Pero vino una ráfaga, y la barca se inclinó
con rápido movimiento; Juanillo, para guardar el equilibrio, agarrose al
borde de la vela, y en el mismo instante ésta se hinchó como si fuera a

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estallar, lanzando al laúd en una carrera veloz y empujando con fuerza tan
irresistible todo el cuerpo del muchacho, que lo disparó como una
catapulta.

En el ruido de las aguas al tragarse a Juanillo creyó oír éste un grito,


palabras algo confusas; tal vez el viejo timonel que gritaba: «¡Hombre al
agua!»

Bajó mucho, ¡mucho! atolondrado por el golpe, por lo inesperado de la


caída; pero antes de darse cuenta exacta de ello viose otra vez en la
superficie del mar braceando, absorbiendo con furia el fresco viento... ¿Y
la barca? No la vio ya. El mar estaba oscurísimo; más oscuro que visto
desde la cubierta del laúd.

Creyó distinguir una mancha blanca, un fantasma que flotaba a lo lejos


sobre las olas, y nadó hacia él. Pero de pronto ya no lo vio allí, sino en
lugar opuesto, y cambió de dirección, desorientado, nadando con fuerza,
pero sin saber dónde iba.

Los zapatos pesaban como si fuesen de plomo: ¡malditos! ¡la primera vez
que los usaba! La gorra le martirizaba las sienes; los pantalones tiraban de
él como si llegasen hasta el fondo del mar y fuesen barriendo las algas.

—Calma, Juanillo, calma.

Y arrojó la gorra, lamentando no poder hacer lo mismo con los zapatos.

Tenía confianza. Él nadaba mucho: se sentía con aguante para dos horas.
Los de la barca virarían para pescarle: un remojón y nada más... ¿pues
qué así como así mueren los hombres? En un temporal, como habían
muerto su padre y su abuelo, bueno, pero en noche tan hermosa y con
buena mar, morir empujado por una vela sería una muerte de tonto.

Y nadaba y nadaba, siempre creyendo ver aquel fantasma indeciso que


cambiaba de sitio, esperando que de la oscuridad surgiera el San Rafael
viniendo en su busca.

—¡Ah de la barca! ¡Tío Chispas!... ¡Patrón!

Pero el gritar le fatigaba y dos o tres veces las olas le taparon la boca.
¡Malditas!... Desde la barca parecían insignificantes, pero en medio del
mar, hundido hasta el cuello y obligado a un continuo manoteo para

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sostenerse, le asfixiaban, le golpeaban con su sorda ondulación, abrían
ante él hondas y movibles zanjas, cerrándolas en seguida como para
tragarle.

Seguía creyendo, pero con cierta inquietud, en sus dos horas de aguante.
Sí; contaba con ellas. Dos horas y más nadaba allá en su playa sin
cansancio. Pero era en las horas de sol, en aquel mar de cristal azul,
viendo allá bajo, a través de fantástica transparencia, las rocas amarillas
con sus hierbajos puntiagudos como ramos de coral verde, las conchas de
color rosa, las estrellas de nácar, las flores luminosas de pétalos carnosos
estremeciéndose al ser rozados por el vientre de plata de los peces; y
ahora estaba en un mar de tinta, perdido en la oscuridad, agobiado por sus
ropas, teniendo bajo sus pies ¡quién sabe cuántos barcos destrozados,
cuántos cadáveres descarnados por los peces feroces! Y estremecíase al
contacto de su mojado pantalón, creyendo sentir el rozamiento de agudos
dientes.

Cansado, desfallecido, se echó de espaldas, dejándose llevar por las olas.


El sabor de la cena le subía a la boca. ¡Maldita comida, y cuánto cuesta de
ganar! Acabaría por morir allí tontamente... Pero el instinto de
conservación le hizo incorporarse. Tal vez le buscaban, y estando tendido
pasarían cerca de él sin verle. Otra vez a nadar, con el ansia de la
desesperación, incorporándose en la cresta de las olas para ver más lejos,
yendo tan pronto a un lado como a otro, agitándose siempre en un mismo
círculo.

Le abandonaban como si fuese un trapo caído de la barca. ¡Dios mío! ¿Así


se olvida a un hombre?... Pero no; tal vez le buscaban en aquel momento.
Un barco corre mucho; por pronto que hubiesen subido a cubierta y arriado
vela, ya estarían a más de una milla.

Y acariciando esta ilusión, se hundía dulcemente como si tirasen de sus


pesados zapatos. Sintió en la boca la amargura salitrosa; cegaron sus
ojos, las aguas se cerraron sobre su rapada cabeza; pero entre dos olas
se formó un pequeño remolino, asomaron unas manos crispadas y volvió a
salir.

Los brazos se dormían; la cabeza se inclinaba sobre el pecho como


vencida por el sueño. A Juanillo le pareció cambiado el cielo: las estrellas
eran rojas, como salpicaduras de sangre. Ya no le infundía miedo el mar;
sentía el deseo de abandonarse sobre las aguas, de descansar.

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Se acordaba de la abuela, que a aquellas horas estaría pensando en él. Y
quiso rezar como mil veces había oído a su pobre vieja. «Padre nuestro
que estás...» Rezaba mentalmente, pero sin darse cuenta de ello, su
lengua se movió y dijo con una voz tan ronca que le pareció de otro:

—¡Cochinos! ¡ladrones! ¡Me abandonan!

Se hundía otra vez: desapareció pugnando en vano por sostenerse.


Alguien tiraba de sus zapatos... Buceó en la oscuridad, sorbiendo agua,
inerte, sin fuerzas, pero sin saber cómo, volvió otra vez a la superficie.

Ahora las estrellas eran negras, más negras que el cielo, destacándose
como gotas de tinta.

Se acabó. Esta vez se iba al fondo de veras: su cuerpo era de plomo. Y


bajó en línea recta, arrastrado por sus zapatos nuevos, y en su caída al
abismo de los barcos rotos y los esqueletos devorados, el cerebro, cada
vez más envuelto en densas neblinas, iba repitiendo:

—Padre nuestro... Padre nuestro... ¡ladrones! ¡granujas! ¡Me han


abandonado!

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Vicente Blasco Ibáñez

Vicente Blasco Ibáñez (Valencia, 29 de enero de 1867 – Menton, Francia,


28 de enero de 1928) fue un escritor, periodista y político español.

Dividió su vida entre la política, el periodismo, la literatura y el amor a las


mujeres, de las que era un admirador profundo, tanto de la belleza física
como de las características psicológicas de éstas. Se definía como un
hombre de acción, antes de como un literato. Escribía con inusitada
rapidez. Era entusiasta de Miguel de Cervantes y de la historia y la

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literatura españolas.

Amaba la música tanto o más que la literatura. Wagner le apasionaba, su


apoteósica música exaltaba su viva imaginación y soñaba con los dioses
nórdicos y los héroes mitológicos como Sigfrido, nombre que más tarde
pondría a uno de sus cuatro hijos. En su obra Entre naranjos, nos deleita
con el simbolismo de las óperas del célebre compositor. En una reunión
típica de la época, en que los jóvenes se reunían para hablar de música y
literatura y recitaban poesías, conoce a la que sería su esposa y madre de
sus hijos, María Blasco del Cacho.

Aunque hablaba valenciano, escribió casi por completo sus obras en


castellano con solo nimios toques de valenciano en ellas, aunque también
escribió algún relato corto en valenciano para el almanaque de la sociedad
Lo Rat Penat.

Aunque por algunos críticos se le ha incluido entre los escritores de la


Generación del 98, la verdad es que sus coetáneos no lo admitieron entre
ellos. Vicente Blasco Ibáñez fue un hombre afortunado en todos los
órdenes de la vida y además se enriqueció con la literatura, cosa que
ninguno de ellos había logrado. Además, su personalidad arrolladora,
impetuosa, vital, le atrajo la antipatía de algunos. Sin embargo, pese a ello,
el propio Azorín, uno de sus detractores, ha escrito páginas extraordinarias
en las que manifiesta su admiración por el escritor valenciano. Por sus
descripciones de la huerta de Valencia y de su esplendoroso mar,
destacables en sus obras ambientadas en la Comunidad Valenciana, su
tierra natal, semejantes en luminosidad y vigor a los trazos de los pinceles
de su gran amigo, el ilustre pintor valenciano Joaquín Sorolla.

Blasco cultivó varios géneros dentro de la narrativa. Así, obras como Arroz
y tartana (1894), Cañas y barro (1902) o La barraca (1898), entre otras, se
pueden considerar novelas regionales, de ambiente valenciano. Al mismo
tiempo, destacan sus libros de carácter histórico, entre los cuales se
encuentran: Mare Nostrum, El caballero de la Virgen, Los cuatro jinetes del
Apocalipsis (1916), El Papa del Mar, A los pies de Venus o de carácter
autobiográfico como La maja desnuda, La voluntad de vivir e incluso Los
Argonautas, en la que mezcla algo de su propia biografía con la historia de
la colonización española de América. Añádase La catedral, detallado
fresco de los entresijos eclesiásticos de la catedral de Toledo.

La obra de Vicente Blasco Ibáñez, en la mayoría de las historias de la

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literatura española hechas en España, se califica por sus características
generales como perteneciente al naturalismo literario. También se pueden
observar, en su primera fase, algunos elementos costumbristas y
regionalistas.

Sin embargo, se pueden agrupar sus obras literarias según su gran


variedad temática frecuentemente ignorada en su propio país, puesto que
además de las novelas denominadas de ambiente valenciano (Arroz y
tartana, Flor de Mayo, La barraca, Entre naranjos, Cañas y barro, Sónnica
la cortesana, Cuentos valencianos, La condenada), hay novelas sociales
(La catedral, El intruso, La bodega, La horda), psicológicas (La maja
desnuda, Sangre y arena, Los muertos mandan), novelas de temas
americanos (Los argonautas, La tierra de todos), novelas sobre la guerra,
la Primera Guerra Mundial (Los cuatro jinetes del Apocalipsis, Mare
nostrum, Los enemigos de la mujer), novelas de exaltación histórica
española (El Papa del mar, A los pies de Venus, En busca del Gran Kan,
El caballero de la Virgen), novelas de aventuras (El paraíso de las
mujeres, La reina Calafia, El fantasma de las alas de oro), libros de viajes
(La vuelta al mundo de un novelista, En el país del arte, Oriente, la
Argentina y sus grandezas) y novelas cortas (El préstamo de la difunta,
Novelas de la Costa Azul, Novelas de amor y de muerte, El adiós de
Schubert) entre sus muchas obras.

(Información extraída de la Wikipedia)

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