Relato LP El U Ltimo Tesoro Fernando
Relato LP El U Ltimo Tesoro Fernando
Relato LP El U Ltimo Tesoro Fernando
EL ÚLTIMO TESORO
por
Fernando Gamboa
Dentro de veinte años lamentarás más las cosas que no hiciste que
las que hiciste.
Así que suelta amarras y navega alejándote de puertos conocidos.
Hincha con los vientos alisios tus velas.
Explora.
Sueña.
Descubre.
Mark Twain
El hallazgo
Justo por encima de mi cabeza una lancha cruzó rauda con un molesto
rugido, dejando tras de sí una ancha estela de espuma blanca como la de un
reactor surcando el cielo.
Estaba claro que les traía sin cuidado la boya que había dejado
flotando en la superficie. Aunque de hecho, pensé meneando la cabeza, lo
más probable era que ni siquiera supieran qué significaba la bandera blanca
y azul advirtiendo la presencia de buceadores.
Era el problema de bucear en fin de semana: los alrededores de las
Islas del Rosario, al suroeste de Cartagena de Indias, estaban llenos de
domingueros borrachos en fueraborda. Si no me hubiera hallado a veinte
metros de profundidad y con el regulador metido en la boca, me habría
acordado de sus muertos más frescos, pero me limité a resoplar por la nariz,
empañando así el vidrio de la máscara de buceo.
Eché un breve vistazo al manómetro para comprobar cómo iba de aire
y volví a centrarme en lo que tenía entre manos: un viejo detector de
metales Excalibur con el que rastreaba un banco de arena blanca como la
nieve, salpicado de pequeños arrecifes. Los brazos de coral rojos, violetas y
amarillos se erguían como pequeños arbustos asediados por miríadas de
peces multicolores que iban del azul eléctrico al verde iridiscente o al negro
más profundo. Bucear en aquellas aguas del Caribe era como ir hasta arriba
de LSD.
Algo más allá, fundiéndose en el azul grisáceo de las profundidades,
distinguí la inconfundible silueta de varios tiburones de arrecife patrullando
sus dominios; apareciendo y desapareciendo como espectros,
aproximándose de vez en cuando para estudiarme con esos inquietantes
ojos, que nunca se sabe hacia dónde están mirando. Llevaba ya tiempo
buceando en aquellas aguas sin que ninguno hubiera tenido la curiosidad de
probar mi sabor, de modo que no estaba demasiado preocupado. Pero no
por ello dejaba de vigilarles de reojo, por si las moscas; cuando se trata de
tiburones, más valen cien porsiacasos que un yopenséque.
De pronto, la alarma del reloj de buceo me avisó de que ya era hora
de regresar a la superficie y, justo un segundo después, el Excalibur
comenzó a pitar con auténtica desesperación.
No me jodas, pensé, de nuevo ante la imposibilidad de hablar con el
regulador metido en la boca. Más de cuarenta minutos bajo el agua y
descubría algo justo cuando tenía que irme.
Lo sensato habría sido marcar el lugar con una de las banderitas que
llevaba en el chaleco de flotabilidad y regresar por la tarde, o al día
siguiente.
Pero claro… si fuera un tipo sensato tampoco estaría a mi edad
buceando solo y rodeado de escualos, a veintipico metros de profundidad y
rastreando el lecho marino del caribe colombiano con un neopreno viejo y
un magnetómetro alquilado.
Por cierto, creo que he olvidado presentarme:
Me llamo Ulises Vidal, nací en Barcelona hace cuarenta y tantos años,
y soy submarinista profesional. Ojos marrones y pelo castaño, un metro
ochenta de altura y setenta y pico kilos de peso –ochenta según la báscula,
que me tiene manía–, y me gustan la cerveza, el mar y las mujeres –no
necesariamente en ese orden–. A pesar de peinar canas, huyo de la rutina y
las responsabilidades como si fueran inspectores de Hacienda y tengo una
asombrosa facilidad para meterme en más problemas de los que soy capaz
de resolver.
Ah, y no me gustan los tiburones.
Y ahora, sabiendo esto, quizá te preguntes qué razón me había llevado
a estar ahí en ese preciso momento. Muy sencillo: soy tonto de narices.
Tonto y crédulo, para ser preciso.
Meses atrás, mientras trabajaba de instructor en un centro de buceo de
Aruba, durante una charla de bar con un montón de botellas de cerveza
vacías sobre la mesa, un capitán de fragata retirado mencionó un nombre en
voz baja que desde entonces se había convertido en una obsesión para mí:
Tomasito.
Sí, lo sé, no parece un nombre para obsesionarse, más bien el apodo
de un cantaor de flamenco. Pero la clave estaba en el nombre completo:
Galeón Tomasito. Una nave de cuarenta metros de eslora de bandera
española, mil toneladas de peso y cincuenta cañones, que el 4 de noviembre
de 1800 se fue a pique en mitad de una tempestad con cuatrocientas noventa
y tres almas a bordo, llevando en sus bodegas un gran cargamento de joyas,
piedras preciosas y cincuenta y dos mil piezas de oro.
En algún momento entre la quinta y la sexta cerveza, el marino
retirado balbuceó la existencia de aquel pecio en algún lugar al norte de las
Islas del Rosario, que aún nadie había localizado y que, en teoría, guardaba
en sus bodegas más riquezas de las que yo podría gastar en cien vidas.
El pequeño inconveniente, sin embargo, era que estaba
completamente prohibido explotar naufragios en aguas colombianas y que
la esperanza de vida de aquellos que trataban de hacerse ricos buscando
alguno de los innumerables tesoros hundidos en la costa de Colombia se
medía en meses, cuando no en semanas. Misteriosamente, todos y cada uno
de ellos aparecía más pronto que tarde flotando bocabajo en el puerto o con
un agujero en la frente entre la basura de algún callejón.
Pero claro, esos pequeños inconvenientes no iban a echarme atrás. Ya
se había encendido en mi pecho la llama de la aventura y la codicia,
convenciéndome de que si era lo bastante discreto e inteligente, podía
hacerme pasar por un turista cualquiera aficionado al submarinismo, sin que
nadie se diera cuenta de lo que estaba haciendo hasta que fuera demasiado
tarde.
He mencionado ya que soy tonto, ¿no?
Así que ahí estaba yo, a punto de quedarme sin el dinero que me
había llevado años ahorrar, tras cinco semanas de búsqueda infructuosa y
frustrante, con la alarma del reloj de buceo –pidiéndome ascender– y la del
magnetómetro –pidiéndome descender– sonando al mismo tiempo.
–A ga giegda… –balbucí a través del regulador, dejando escapar una
sarta de burbujas.
Incliné el cuerpo hacia abajo y, moviendo en círculos el receptor del
Excalibur, delimité el origen de la señal, un fondo arenoso como cualquier
otro a mi alrededor. Pero ahí había algo metálico.
Aunque convencido interiormente de que volvería a encontrarme con
la enésima ancla perdida o una plomada de pesca olvidada, dejé el
magnetómetro a un lado y comencé a apartar la arena con las manos. Una
nube de arena blanca se levantó del fondo, pero en cuanto se disipó,
distinguí un pequeño objeto sobresaliendo de la arena. Un objeto plano y
redondo que lanzó un breve destello dorado e hizo que mi corazón se
detuviera en seco.
1
Pocas horas después, tras atracar el Carpe Diem en el puerto
deportivo, darme una ducha en las instalaciones del puerto y regalarme un
homenaje de langosta a la parrilla en el club náutico, me puse las zapatillas
deportivas y mi última camisa limpia y me adentré en la ciudad vieja en
dirección a la tienda de José Jaramillo.
Aunque a esa hora de la tarde Cartagena de Indias aún era una caldera
hirviente en la que solo se aventuraban turistas y vendedores de esmeraldas
falsas, yo caminaba feliz con una sonrisa en los labios y tres doblones de
oro tintineando lujuriosamente en mi bolsillo, pensando que a sesenta y
pico kilómetros de allí, en una ubicación que solo yo conocía, aguardaban
otras cincuenta y una mil novecientas noventa y siete monedas como
aquellas. Quinientos ochenta y cuatro millones de dólares al precio actual
del oro, millón arriba millón abajo. Y eso, sin tener en cuenta su valor
numismático o arqueológico.
La verdad es que tenía que hacer un enorme esfuerzo para no ir dando
saltos de alegría por la calle.
El viejo anticuario, propietario de El cofre de don José, era a quien
había llevado con anterioridad las piezas que había encontrado hasta
entonces bajo el agua y de las que desconocía su valor real. Don José, tras
estudiarlas atentamente con sus arcaicos lentes de nariz, me las había tasado
siempre a un precio justo y con la máxima discreción, lo cual era decir
mucho en una ciudad donde los chismorreos sobre barcos hundidos iban
más rápido que la fibra óptica.
Mientras caminaba, imaginé que después caerían unas cervezas, una
cena ligera y finalmente terminaría la noche regresando al Carpe Diem,
donde practicaría con mi ukelele en la hamaca de cubierta, hasta caer
dormido mientras soñaba cómo iba a ser mi nueva vida de multimillonario.
No era un mal plan para pasar un martes por la tarde.
El problema es que cumplir los planes se me da tan mal como tocar el
ukelele.
Un campanilleo familiar me recibió al abrir la puerta del anticuario,
apresurándome a cerrarla tras de mí para evitar que escapara el precioso
aire acondicionado.
El local en sí era, ni más ni menos, como nos imaginamos todos que
debería ser una tienda de antigüedades: oscura, misteriosa, y con ese aire de
que los verdaderos tesoros se guardan en la trastienda.
Del techo de tablazón oscurecido por el tiempo pendía una lámpara de
araña con una etiqueta llena de ceros, suspendida sobre la casi infinita
colección de cofres, cuadros, armaduras, espadas y mosquetes españoles
que don José había acumulado cuidadosamente con el paso de los años.
Cada vez, un profundo olor a antiguo y a madera añeja me hacía pensar que
en realidad entraba en la bodega de un galeón de las Indias del siglo XVII.
–¡Buenas tardes! –saludé al no verlo tras el mostrador–. ¿Don José?
–Sí, ahora salgo –contestó con voz rasposa desde el sótano–. Un
momento, por favor.
Al cabo de un minuto, el anticuario apareció con aspecto de haber
discutido con alguien acaloradamente. Por su sien resbalaban un par de
gotas de sudor, y su siempre incólume guayabera blanca presentaba arrugas
en la pechera.
–Buenas tardes, señor Vidal –murmuró, mirando nerviosamente hacia
la calle por encima de sus anteojos–. ¿Qué le trae por aquí?
–Pues no se lo va a creer, pero… –le dije, apoyándome en el
mostrador y tratando de contener el entusiasmo–, ¡creo que lo he
encontrado!
–¿Encontrado? –preguntó, recolocándose las gafitas de montura
redonda sobre la nariz.
–¡El Tomasito! –exclamé–. ¡Al fin lo he encontrado!
El hombre me miró detenidamente por un instante y, tras volver a
girarse hacia el escaparate, respondió con forzada indiferencia:
–Ah, eso…
–¿Cómo que ah, eso? ¡Le estoy diciendo que he encontrado el galeón
Tomasito!
Desconcertado por su actitud, temí que le sucediera algo.
–¿Se encuentra usted bien, don José? Le veo un poco raro.
–¿Eh? Sí, perfectamente. Esto… enhorabuena por su hallazgo –repuso
con un tono que no concordaba con sus palabras.
Un incómodo silencio apareció entre los dos hasta que, encogiéndome
de hombros, eché mano al bolsillo y saqué lo que llevaba todo el día
deseando enseñarle.
–En fin… no sé lo que le pasa, pero estoy seguro de que esto le va a
cambiar la cara.
Desenvolví las tres monedas de oro del pañuelo y las coloqué una
detrás de otra encima del mostrador. Me quedé callado esperando ver el
asombro reflejado en sus huidizos ojos azules.
Pero a aquel hombre parecían haberle sacado la sangre de las venas.
Miró los doblones como si le hubiera puesto delante tres tomates. Se limitó
a apoyarse en la estantería a su espalda, presa de un repentino cansancio o
de una inexplicable alergia al oro de dieciocho quilates.
–¿Qué me dice? –le insté finalmente, viendo que no soltaba palabra.
El hombre echó una mirada furtiva a su alrededor y de nuevo hacia la
calle. Finalmente se acercó y me susurró al oído:
–Salga de aquí ahora mismo…
–¿Qué? ¿Pero...? –farfullé desconcertado.
–Vienen a por usted… –murmuró de nuevo, mirándome fijamente–.
Le están esperando en la parte de atrás, así que hágase el despistado, salga
tranquilamente por la puerta y eche a correr todo lo que pueda.
Desconcertado, no fui capaz de mover un músculo, decir nada y
mucho menos pensar con claridad.
–¿Pero… quién? ¿Cómo saben…? –tartamudeé, incrédulo ante las
palabras de aquel hombre que me merecía absoluta confianza.
–No pregunte y váyase de aquí enseguida… –insistió apremiante–. Y
no vuelva en mucho tiempo –advirtió, señalando hacia la calle–. Lo saben
todo.
Sin saber muy bien lo que hacía, di un paso atrás y luego otro, y con
un gesto estúpido de la mano, como si consultara la hora en el reloj,
atropellé una incongruente excusa mientras me giraba y abría la puerta.
Unos pasos apresurados resonaron en la escalera del sótano y oí cómo
don José alzaba la voz por última vez para gritarme:
–¡Corra, Ulises! ¡Corra!
2
Cerré la puerta a mi espalda tratando de mantener la calma, pero de
reojo vi a dos desconocidos que salían disparados de la trastienda. Mientras
uno me señalaba con el dedo, el otro se disponía a salir de la tienda
llevándose la mano derecha al interior de la chaqueta.
Sin saber aún hacia dónde dirigirme, simplemente seguí el consejo del
anticuario y eché a correr como si me fuera la vida en ello. Lo cual podría
ser perfectamente el caso. Con el corazón en la boca e impulsado por la
energía que da el miedo, me lancé a la carrera apartando a los transeúntes a
empujones y farfullando excusas a mi paso.
Recordé entonces el fin que habían tenido todos los buscadores de
tesoros que me habían precedido, y las muchas advertencias de aquel
capitán de fragata sobre lo pésimo que sería para mi salud buscar el
Tomasito. Me había creído más listo que ellos al dar por sentado que a mí
no lograrían descubrirme. Lamentablemente, los dos tipos que ahora corrían
tras de mí no hacían más que desmentir esa teoría.
Sintiéndome afortunado por llevar puestas las zapatillas deportivas en
lugar de las chanclas, me escabullí a toda prisa por la calle Inquisición hasta
llegar al concurrido parque Bolívar, tropezándome con una de las
palenqueras habituales de aquella plaza y tirándole por los suelos todas las
frutas del cesto que llevaba sobre la cabeza. Alzando el puño, la mujer me
gritó algo en esa jerga suya castellano-africana que aún suelen utilizar
cuando se enfadan y que en ese momento me alegré de no entender.
Aprovechándome del enorme pedestal de la estatua a Simón Bolívar
que hace honor a la plaza, me oculté un instante para recobrar el aliento y
comprobar si aún me seguían. Mi corazón latía descontrolado y aquel aire
caliente y húmedo parecía negarse a llenarme los pulmones, así que no tuve
más remedio que apoyar la espalda en el mármol y confiar en que no me
descubrieran mientras me recuperaba.
Entonces, un chirriar de neumáticos resonó en la plaza. Al asomar la
cabeza, vi aparecer un coche de policía por una esquina del parque,
mientras que por la otra asomaban los dos tipos de la tienda: un rubio
enorme con pinta de portero de discoteca y un mulato que le llegaba a la
altura del hombro y tenía pinta de ser el jefe. El mulato sacó una foto del
bolsillo del pantalón y comenzó a mostrársela a la gente.
Fue precisamente una inocente niña con trencitas de colores la que
asintió al fulano y señaló sonriente en mi dirección, sin duda creyendo que
jugábamos al escondite o algo así.
Estupendo.
La plaza solo tenía tres salidas: una estaba cubierta por el dúo
dinámico, otra por la policía y la tercera quedaba a mi espalda.
La cosa estaba clara.
Tomé aliento, apreté los dientes y eché a correr de nuevo sin mirar
atrás, ignorando los gritos de alto y la sirena de policía que empezó a aullar
como si acabara de fugarme de Alcatraz.
Para mi desgracia, las calles del casco antiguo de Cartagena son
largas y sin callejones ni recovecos en los que esconderse, flanqueadas por
coloridas casonas palaciegas con buganvilias en los balcones, que en ese
momento no me veía con ánimo de admirar. Solo entonces caí en la cuenta
de que la calle por la que corría no tenía salida y que terminaba frente a la
muralla que rodea la ciudad antigua.
La cosa no hacía más que mejorar.
Pero justo cuando una voz en mi cabeza empezaba a decirme que
hasta aquí habíamos llegado, ocurrió el milagro.
El portón de madera de una de aquellas casonas se abrió justo frente a
mí con un correr de cerrojos. Sin pensarlo un instante, me agarré del
picaporte y me metí dentro cerrando la puerta tras de mí.
La que debía de ser la dueña, una mujer regordeta con sombrerito a
juego con el vestido de lino rosa, se quedó blanca como el papel y
ahogando un grito de sorpresa en la garganta.
–Perdone, señora… –murmuré sin aliento–. Yo…
Antes de que pudiera decir nada más, una serie de porrazos
retumbaron en la casa.
–¡Abran a la policía! –gritaron al otro lado–. ¡Abran inmediatamente!
La mujer se llevó las manos a la cara y dio un paso atrás. Alargué la
mano hacia ella para tranquilizarla, pero tuvo exactamente el efecto
contrario y, ahora sí, se puso a gritar como poseída, y corrió hacia el patio
interior pidiendo ayuda.
Eso alertó más aún a los policías, que trataron de echar la puerta
abajo. Aunque parecía sólida, era cuestión de tiempo que la derribaran.
Corrí hacia el interior de la casa, de donde ya había desaparecido la
mujer detrás de alguna de las muchas puertas que rodeaban aquel típico
patio cartagenero abarrotado de flores y con una fuente de azulejos en su
centro. Muy bonito, sí, pero no había a dónde ir.
Las puertas de las habitaciones estaban cerradas y solo tenían salida a
ese mismo patio, así que solo me quedaba una escapatoria: hacia arriba.
Una escalera de piedra llevaba hasta el piso superior, así que sin
pensarlo dos veces la subí a toda prisa con la esperanza de encontrar un
acceso hacia el tejado.
En tres zancadas me planté en la primera planta, pero de acceso al
tejado nada de nada. Había media docena de puertas más, todas idénticas.
Todas ratoneras. La única diferencia era que una de ellas estaba abierta de
par en par, mostrando un enorme y tenebroso salón decorado con trofeos de
caza en las paredes y una alfombra de piel de oso, con su cabeza y todo, en
el centro del suelo.
Estupendo, pensé mientras entraba. Me he colado en la casa de un
jodido cazador.
Y justo en ese instante, con un estruendo de madera rota, el portón de
abajo terminó de ceder y los vociferantes policías irrumpieron en la casa.
Tenía menos de diez segundos y aquella sala solo tenía la puerta por
la que acababa de entrar. Miré a mi alrededor, buscando inútilmente la
armería del cazador, que debía de estar en una caja fuerte. También pensé
en esconderme tras uno de los sofás o bajo la alfombra del oso… pero eso
resultaba aún más estúpido que lo de la armería.
Resoplando, sin ideas ni escapatoria, me limité a alejarme de la
puerta, rendido a la evidencia de que las cartas ya estaban repartidas y esta
vez me habían tocado bastos. Me recosté en la pared cruzando los brazos
con resignación, mientras oía los pasos de mis perseguidores subiendo por
la escalera. Un inesperado chirriar de bisagras reveló que la pared en la que
me apoyaba no era tal, sino la puerta de un balcón que en la penumbra del
salón no había distinguido.
3
Me di la vuelta y encontré las manijas. Abrí los portillos de par en
par, me asomé al balcón, y allí estaba el todoterreno de la policía aparcado
frente a la puerta.
A mi espalda las voces llegaban ya del primer piso. Me encontrarían
en unos segundos y, además, ahora sí tenían una excusa irrefutable para
detenerme por allanamiento de morada, si es que la hubieran necesitado en
algún momento. Si no quería acabar en una celda o alimentando a los
tiburones de la bahía, no podía dejar que me atraparan.
El problema era que solo había solo una escapatoria.
De perdidos al río, me dije, encaramándome a la barandilla.
Lo siguiente que recuerdo es agitar los brazos en el aire como una
gallina, antes de estrellarme estrepitosamente sobre el techo del Land
Cruiser azul y rodar hasta el capó, llevándome por delante la sirena y la
antena de radio, hasta terminar dando con mis huesos sobre el duro
empedrado de la calle.
Al parecer todos los policías habían entrado en la casa, pues al
incorporarme adolorido sobre los adoquines no vi a ningún otro agente en la
calle.
Solo al mirar hacia arriba me encontré con cuatro cabezas asomadas
al balcón mirándome con una mezcla de incredulidad y cabreo, mientras yo
sostenía en la mano la sirena de policía que acababa de arrancar del techo.
–Perdón –alegué tontamente, dejando la sirena sobre el abollado capó
del vehículo.
En ese instante, doblando la esquina de la plaza, apareció otro
vehículo policial con la sirena aullando histéricamente.
Decidí no quedarme a comprobar si aceptaban mis disculpas y me
lancé de nuevo a la carrera en la única dirección posible: hacia la muralla.
Esta vez tenía una ligera ventaja sobre mis perseguidores que,
calculaba, me daría tiempo de llegar al final de la calle, donde una
escalerilla de hierro pegada al muro invitaba a subir al Café Tropical, un bar
de copas situado en lo alto de la muralla, en el que había estado alguna que
otra vez.
Con el corazón en la boca ascendí los estrechos escalones de hierro
forjado de dos en dos hasta alcanzar la entrada del local que a esas horas de
la tarde ya empezaba a ocuparse de gente dispuesta a contemplar la idílica
puesta de sol sobre el mar Caribe. Pero no estaba la cosa para atardeceres.
Con la respiración entrecortada y sudando a chorros en mi mejor
camisa, me apoyé un instante sobre la barra del bar para recuperar el
aliento. Lo justo para que se me acercara una guapa camarera ofreciéndome
una sonrisa cálida y una cerveza helada.
Me faltó poco para mandarlo todo al carajo y decirle que sí. Pero el
miedo fue más fuerte que la pereza y, excusándome con balbuceos, pasé por
su lado y continué adelante.
Aunque ese adelante se terminaba a solo unos pasos más allá, donde
terminaba la muralla. Diez o doce metros más abajo bullía el tráfico de la
avenida Santander y, más allá, las olas se estrellaban contra los grandes
bloques de hormigón que protegían la avenida de las embestidas del océano
en la época de huracanes.
La situación era incluso más desesperada que antes, pues ahora se me
había terminado la tierra firme. Sudamérica terminaba en esa escollera y yo
ya no tenía a donde seguir huyendo.
Me asomé entre las almenas, comprobando que el único camino que
me quedaba era lanzarme muralla abajo. Pero claro, eso supondría
romperme la crisma contra el asfalto de la avenida, lo cual no terminaba de
resultarme atractivo. Desolado, me dejé caer pesadamente sobre una de las
mullidas tumbonas dispuestas para los turistas.
Un segundo después, un coche frenó estrepitosamente al pie de la
escalinata, y los escalones de hierro retumbaron bajo el peso de media
docena de policías colombianos cabreados.
Mierda.
Incorporándome de un salto, miré a mi alrededor en busca de
esperanza o un escondrijo, pero allí no había ni lo uno ni lo otro. Para
colmo, a esas alturas la clientela del local ya me estaba observando con
creciente suspicacia, así que mezclarme entre ellos tampoco era una opción.
Solo había una única entrada que era a su vez la salida… y la muralla
que, aunque por su cara exterior estaba ligeramente inclinada, no tanto
como para que rodar por ella no fuera una idea terrible. Tampoco había
tuberías por las que descolgarse, ni presas en la pared a las que agarrarse,
solo una irregular y resbaladiza pendiente de piedra de cuatro pisos de
altura.
¿Por qué en las películas siempre hay una cañería o una enredadera a
la que engancharse? Si al menos hubiera algo que amortiguara el golpe…
pensé, estudiando la base de la muralla. Entonces me giré y me quedé
mirando el lugar donde me había tumbado un momento antes.
–A tomar por culo –rezongué.
Sin pensarlo, arranqué la colchoneta de la tumbona y me encaramé al
borde de la muralla. Cuando los primeros agentes alcanzaban la entrada del
bar al grito de ¡alto a la policía!, me senté en la colchoneta y me lancé muro
abajo como si fuera un jodido trineo.
4
Deslizándome sobre la irregular pared de la muralla de piedra como si
de un tobogán se tratara, alcancé una velocidad terrorífica y de pronto
aquello ya no me pareció tan buena idea.
El borde de la colchoneta se me escapaba de las manos y sentía que
estaba a punto de perder el poco control que tenía de todo aquello. Si
llegaba a caerme de aquel disparatado trineo, tenía todos los números de la
rifa para empezar a dar volteretas hasta estamparme contra la calzada con
todos los huesos rotos.
Alguien a mi espalda, desde lo alto de la muralla, gritó una orden que
no logré entender. Ja, para obedecer órdenes estaba yo.
La minúscula franja de césped que separaba el muro de piedra del gris
asfalto se acercaba cada vez más deprisa, y ya tensaba los músculos de los
brazos y las piernas para amortiguar el impacto, cuando un último saliente
de piedra me lanzó despedido antes de alcanzar el suelo.
Braceando di una incontrolada voltereta en el aire antes de estrellarme
contra la calle y rodar sobre mí mismo, tratando de protegerme la cabeza
con los brazos.
Finalmente, la inercia cesó y todo se detuvo, aunque dentro de mi
cabeza el mundo seguía dando vueltas. Aturdido, levanté la cabeza justo a
tiempo para descubrir que había terminado en mitad de la calzada y un
desvencijado autobús se me echaba encima dando bocinazos.
Incapaz de moverme, no hice otra cosa que extender la mano hacia
delante como para detenerlo, mientras los frenos del vehículo chirriaban
sobre el asfalto y el parachoques de acero pulido se hacía cada vez más
grande hasta ocultar el mundo entero. Cerré los ojos, apreté los dientes, y
me preparé para el terrible impacto con el agudo gemido de los neumáticos
taladrándome los oídos.
Pero tras un eterno segundo en que el tiempo se detuvo, nada sucedió.
El autobús había frenado.
Abrí un ojo y descubrí que había terminado con la cabeza a menos de
un palmo del parachoques. Por cuestión de centímetros no había terminado
mis días como una mancha roja sobre el asfalto.
De las desgastadas ruedas del autobús salía un humo negro y apestoso
de goma quemada. No bien había acabado de detenerse el vehículo, se abrió
la puerta de un golpe y apareció el conductor; gordo, bigotudo, y
santiguándose nerviosamente, más blanco que el papel de fumar.
–¡Ay, Dios mío! ¡Ay, Dios mío! –exclamaba llevándose las manos a la
cabeza.
–Tranquilo, amigo –mascullé con una mueca de dolor–. Estoy bien…
creo.
El hombre miró a izquierda y derecha, confundido.
–Pero… ¿de dónde sale usted? ¿Qué le ha pasado?
–Yo… esto… creo que me he tropezado –dije poniéndome en pie
trabajosamente.
Ignorando el gesto de desconcierto del buen hombre, me palpé el
cuerpo para cerciorarme de que todo seguía en su sitio. Tenía la camisa y el
pantalón destrozados, y una miríada de abrasiones y arañazos
ensangrentados por todo el cuerpo que, en cuanto se me pasara el chute de
adrenalina, me iban a escocer. Además, me dolían todos los huesos,
incluido alguno que no sospechaba que tenía, pero milagrosamente no
parecía tener nada roto.
Mientras tanto, varios pasajeros se habían bajado a curiosear y el
conductor seguía hablando y gesticulando frente a mí, pero yo ya había
dejado de prestarle atención. No podía perder tiempo dando explicaciones a
aquel hombre, porque en ese momento buena parte de la mafia cartagenera
y de la policía local estaría dirigiéndose exactamente hacia donde estaba yo.
–Mire, amigo –le dije, sosteniéndome en pie a duras penas–.
Precisamente tenía que subir a este autobús. Así que… ¿por qué no nos
ponemos en marcha y hablamos de todo esto por el camino?
–Eso no es posible, señor –alegó, negando con la cabeza–. Primero
hay que…
Pero entonces, interrumpido por una salva de bocinazos de los coches
que se habían ido acumulando tras el autobús, el hombre reaccionó y,
viendo el jaleo que se estaba formando en la carretera y los
desproporcionados improperios que le dedicaban, se encogió de hombros y
señaló la puerta del vehículo.
Me derrumbé sobre el primer asiento que vi libre, haciendo caso
omiso de las miradas intrigadas del pasaje. El dolor comenzaba a aparecer
en la lejanía como una nube negra amenazante, así que cerré los ojos
tratando de relajarme. Cosa nada fácil, dadas las circunstancias. En cuanto
nos alejáramos un poco, me bajaría para tomar otro autobús o un taxi en
dirección contraria y así despistar a los posibles perseguidores. Pero
mientras tanto necesitaba ordenar mis pensamientos y contestar a una
pregunta: ¿Qué cojones estaba pasando?
Llevaba semanas buceando en la misma zona. Así que ¿por qué
precisamente hoy habían venido a por mí, justo el día en que había
encontrado el pecio?
Quizá José Jaramillo me había traicionado. Pero entonces, ¿cómo
podían estar esperándome, y qué sentido tenía que me hubiera advertido
para que escapara? ¿Podría haber sido todo una simple casualidad?
No tenía respuesta y quizá nunca la tendría, pensé cerrando los ojos.
La vida no es una película de misterio en que todas las dudas se resuelven al
final.
Recostándome en el asiento del autobús, me llevé la mano al bolsillo
derecho del pantalón y eché a faltar el contundente peso de los tres
doblones de oro.
Se habían quedado sobre el mostrador de El cofre de don José.
5
Subí a tres taxis diferentes tomando direcciones distintas para estar
seguro de que nadie me seguía, hasta que decidí apearme del último frente a
la esquina de Martí y Figueroa. Allí, en una pequeña tienda de ropa con las
persianas a medio bajar, compré una gorra, unos pantalones nuevos y una
camiseta, no tanto para despistar a la policía como para no llamar la
atención de los transeúntes con una ropa hecha jirones y manchada de
sangre. También me hubiera ido bien vendarme las heridas y afeitarme la
barba de un mes que lucía, pero ya habría tiempo para eso más adelante.
Entré en un destartalado bar y me senté a la mesa más alejada de la
puerta, bajo un fluorescente parpadeante y el calendario de un taller
mecánico con una sonriente chica en bikini.
Con los dientes apretados para soportar el creciente dolor, así el
cuello de una cerveza fría como a un báculo donde apoyarme, tratando de
desentrañar la razón última que había desencadenado aquella locura.
Solo se me ocurrió la posibilidad de que de algún modo llevaran
tiempo vigilando mis movimientos a la espera de que finalmente diera con
el pecio del galeón, con la intención de meterme en un calabozo bajo
cualquier excusa, sacarme a golpes su ubicación y terminar dándome
matarile.
Esa posibilidad parecía ser la más probable. Aunque, de cualquier
modo –pensé resignado, apurando de un largo trago mi cerveza–, a esas
alturas ya no importaba demasiado. Solo esperaba que el pobre anticuario,
que se limitaba a tasar la quincalla que le iba trayendo de vez en cuando, no
sufriera las consecuencias de haberme advertido.
–Amigo –le dije al camarero tras la barra, señalando mi botella
vacía–. Otra de estas cuando pueda.
Mientras me la iba a buscar, aproveché para ir al lavabo y hacer sitio a
la siguiente ronda. Aún no estaba mareado, pero comenzaba a sentir el
suave sopor del alcohol calmando mis nervios y difuminando
preocupaciones.
Apenas había llevado la mano a la cremallera del pantalón cuando la
puerta del retrete se abrió de golpe.
–¡Ocupado! –exclamé, notando el golpe en la espalda.
Pero en lugar de oír una disculpa, recibí otro golpe de la puerta aún
con más fuerza.
–¡Joder! –rezongué molesto, dándome la vuelta y abriendo la puerta
de par en par–. ¿Es que no ve que está ocupa…?
Lo último que recuerdo antes de que se me apagara la luz, es el puño
del gigantón rubio dirigiéndose hacia mi rostro como un tren de mercancías.
6
Un baldazo de agua fría se estrelló en mi cara y una vez más, por un
instante, me faltó el aliento. Ya llevaban un buen rato alternando los golpes
con el agua, y aquello había dejado de tener gracia.
El grandullón ejercía de maestro de ceremonias, sacudiéndome de lo
lindo mientras yo permanecía atado a una silla de madera, en el oscuro
sótano de una vieja casa en algún lugar de Cartagena de Indias.
Estaba claro que no era el calabozo de una comisaría, a pesar de que,
apoyado en la pared del fondo junto al mulato compañero del gigantón, un
oficial de la Policía Nacional de Colombia con su uniforme verde oliva,
pelo canoso bajo la gorra de plato y cara de sapo amargado, me observaba
con los brazos cruzados y la simpatía que dedicaría a una cucaracha
correteando por su cocina.
–Podemos estar así toda la noche –dijo el mulato, estudiándose las
uñas con aire de tedio.
–Ya le he dicho… –resoplé– que no me acuerdo de las coordenadas.
–Y tampoco de la contraseña del GPS de su barco.
–Tengo una memoria espantosa.
Un puñetazo en el estómago me dejó sin aliento. Eso no podía ser
bueno para la digestión.
–Edwin no se va a cansar –señaló a su compañero–. Pero aquí el
comisario Ansuátegui y yo tenemos mejores cosas que hacer, así que, si no
quiere hablar ahora, les dejaremos toda la noche juntos para que se hagan
amigos… y mañana seguro que habrá hecho memoria.
La sonrisa siniestra de Edwin me dejó claro que teníamos una idea
bastante diferente de lo que significa hacerse amigos. Estaba claro que al
segundo siguiente de que les diera las coordenadas del pecio o la contraseña
del GPS en el que estaban marcadas, cualquiera de los tres sacaría su pistola
y me descerrajaría un tiro en la cabeza. Que el mulato mencionara el
nombre y graduación del policía, y que este no se hubiera ni inmutado,
dejaba bien a las claras que no iba a salir nunca de ese sótano. Lo único que
impedía que me hubieran matado ya era su interés por las coordenadas.
–Un trato… Les propongo un trato –ofrecí con la voz entrecortada.
–No está usted en posición de negociar ningún trato, señor Vidal.
Díganos lo que queremos saber y le prometo que saldrá caminando por esa
puerta. –Señaló a su espalda.
Mis cojones, pensé.
–Si me matan… –proseguí dirigiéndome al policía, que aún no había
dicho ni media palabra– se quedarán sin el tesoro y todos perderemos. Pero
si me dejan sacarlo… con discreción, nos podemos repartir el dinero y
todos ganamos. Decenas de millones de dólares para cada uno –añadí,
paseando la mirada por los tres–. Suficiente para que puedan retirarse en
Suiza el resto de sus días.
–Yo no quiero ir a Suiza –objetó el grandullón.
–Cállate, Edwin –ordenó el mulato–. Aquí nadie va a ir a ningún sitio.
–Callaos los dos –croó el comisario.
Vale, ahora estaba claro quién mandaba.
–De acuerdo –añadió seguidamente.
–¿Qué? –preguntó el mulato, aún más sorprendido que yo–. Pero…
–Así lo haremos –prosiguió Ansuátegui, ignorándolo–. Empezaremos
esta misma noche.
–¿Esta noche? –inquirí desconcertado–. No sé si…
El comisario dio unos pasos hasta situar su enorme cara a menos de
un palmo de la mía. Olía a sudor y colonia barata.
–¿Prefiere seguir aquí con Edwin?
Le eché un breve vistazo de reojo.
–No mucho, la verdad.
–Pues esta misma noche nos llevará en su barco hasta el naufragio, y
si nos muestra el lugar correcto le dejaremos vivir y podrá ganarse su
platita. ¿Correcto?
Estaba cantado que si los llevaba al pecio me matarían en el mismo
instante en que tuvieran la ubicación. Ellos lo sabían, yo lo sabía, y hasta
esa cucaracha que llevaba un rato correteando por las esquinas del sótano,
ocultándose entre las sombras, sabía que aquello era un paripé, una
tragicomedia en la que todos sabíamos que nada era verdad. Pero bueno,
puestos a palmarla, pensé, mejor en alta mar dando de comer a los peces
que no en un sucio sótano dando de comer a las ratas.
–Trato hecho –escupí la sangre de la boca resultado del último
puñetazo y asentí conforme–. Pero necesitaré un par de cosas.
Menos de una hora más tarde, nos dirigíamos en un pick-up de la
policía hacia el puerto deportivo de Cartagena de Indias. En total éramos
cinco ocupantes: el comisario en el asiento del copiloto, un submarinista de
la policía nacional que habíamos recogido de camino y, flanqueándome a
ambos lados en el asiento de atrás, el gordo y el flaco asegurándose de que
no se me ocurría hacer alguna estupidez.
Recordé todas las escenas de película en las que el protagonista se
encuentra en una situación parecida y sin embargo logra escapar con una
coreografía de tortas, caminando hacia la cámara, mientras el vehículo
explota detrás de él.
Aunque en mi caso y por la forma en que me miraban, estaba
convencido de que si me daba por rascarme la nariz de forma brusca, me
pegarían un tiro antes de decir esta boca es mía. Eso, en el caso de no haber
tenido las manos atadas con bridas a la espalda.
Finalmente, el pick-up se detuvo en el pantalán número siete del
puerto deportivo. Allí, apenas iluminado por la amarillenta luz de una farola
distante, aguardaba amarrado de popa el Carpe Diem, un yate Fairlane de
doce metros y el triple de años, con motor intraborda de ochenta caballos,
camarote de proa, cocina y espacio suficiente como para considerarlo mi
hogar de alquiler durante los meses que llevaba en Cartagena. En realidad,
mi piso de Barcelona no era mucho más grande, así que no me había
costado demasiado acostumbrarme.
Por suerte, el fulano que me lo alquiló dio por hecho que tenía la
licencia de navegación que no llegó a pedirme. Mi limitada experiencia con
lanchas a motor junto a un par de tutoriales en YouTube fue suficiente como
para desenvolverme razonablemente bien con el pequeño yate por las
tranquilas aguas costeras al suroeste de Cartagena.
Una ventaja de tener las manos atadas a la espalda es que resulta la
excusa perfecta para escaquearte a la hora de trabajar. Así que, mientras
Edwin y el submarinista –un joven con pinta de militar y corte de pelo a
juego– descargaban los equipos de buceo del pick-up y los colocaban en la
bañera de popa del Carpe Diem, yo me limitaba a mirarlos tranquilamente.
O al menos, todo lo tranquilo que se puede estar con el cañón de una
pistola presionándome la espalda.
Cuando estuvo todo listo y cargado, los cinco subimos al yate. Solo
entonces me cortaron la brida de las muñecas… para esposarme la mano
izquierda a la rueda del timón.
–Empiezo a sospechar que no os fiais de mí –resoplé al oír el
chasquido metálico.
–Llévenos al sitio –espetó el comisario, señalando la pantalla apagada
del GPS–. Allí le soltaremos.
–No me hace falta el GPS –mentí como un bellaco para evitar que
accedieran al listado de coordenadas del último lugar en el que había
buceado–. Conozco el camino de memoria y para orientarme me basta con
las estrellas –añadí, señalando a la Estrella Polar titilando sobre el
horizonte.
El comisario me miró fijamente con sus ojos de sapo y pareció contar
hasta diez mentalmente.
–Puede orientarse con la punta de la verga si así lo prefiere –increpó
con una calma simulada–. Pero como intente alguna estupidez o no nos
lleve hasta el oro… –se llevó la mano al revolver de su cinto– este va a ser
su último paseo en barco.
Por un segundo estuve tentado de replicar que lo iba a ser de
cualquier modo, pero decidí mantener un poco más la fantasía de que iba a
cumplir su palabra. Total, cada uno intenta ser feliz como puede, ¿no?
En cambio, encendí el motor y empujé la palanca de gases
suavemente, apuntando la proa de la nave en dirección a la bocana del
puerto.
De tantas veces que lo había hecho, podría haber seguido el rumbo
con los ojos cerrados: bordear la península de Barú hasta su extremo, dejar
a la derecha el islote de Isla Bendita y poner rumbo doscientos ocho grados
durante una hora a veinte nudos de velocidad. En total, dos horas de
navegación relajada en la que por lo general solo tenía que preocuparme de
esquivar las redes de pesca olvidadas a la deriva y a los piratas a tiempo
parcial que deambulan por la costa caribeña colombiana a la caza de
navegantes despistados. Ese día rezaba por tropezarme con cualquiera de
los dos.
El fresco de la noche en altamar y el aburrimiento llevaron a mi
indeseada tripulación a relajarse y buscar refugio en la cabina interior. Así
que durante un instante de descuido, me dejaron solo al timón sin nadie
escrutándome por encima del hombro.
No necesitaba nada más.
Como estaba esperando precisamente ese momento, tardé menos de
diez segundos en encender el GPS, introducir la clave y borrar todas las
coordenadas que había grabado en los últimos meses.
–¿Quién está con el españolito? –preguntó el comisario desde la
cabina.
Nadie respondió.
–Edwin estaba al cargo –apuntó el mulato–. ¿Edwin?
Un segundo después, al sonido del váter le siguió el de la puerta del
baño al abrirse.
–¿Sí, jefe?
El comisario Ansuátegui apareció como un rayo ante mí. Miró la
pantalla del GPS y apretó el botón de la pantalla bajo la palabra
«waypoints».
«0 resultados», apareció en la pantalla en blanco.
–La ha eliminado –afirmó amenazante, volviendo hacia mí su cara de
batracio.
–¿Quién, yo?
–Se cree muy listo, ¿no? –añadió sacando el arma de su funda y
apoyando la boca del cañón bajo mi mentón.
–Tengo las coordenadas del pecio aquí –dije, señalándome la sien con
la mano libre–. ¿Quiere que le lleve o no? Estamos a menos de cinco millas.
El comisario amartilló el revólver y presionó aún más con el arma,
obligándome a echar la cabeza hacia atrás. Ganas de usarla no le faltaban.
–Vuelva a hacer algo así –añadió entre dientes–, y le juro por mi
madre que le vuelo la puta cabeza… aunque pierda el tesoro. ¿Entendido?
–Entendido –contesté, tragando saliva.
El clic del percutor al desamartillarse el arma permitió que volviera a
latirme el corazón.
–¡Isaac! –gritó a continuación el comisario dirigiéndose al mulato, de
quien finalmente averiguaba el nombre–. Usted tenía que vigilar a este
marica –le acusó, blandiendo el revolver ante él–. Si vuelve a cagarla, usted
también va a tener un grave problema conmigo, ¿me oye?
–Sí, comisario. Me encargaré personalmente –aseguró, dirigiendo una
mirada asesina al rubio grandullón.
Pues sí que había buen rollito en el equipo de los malos, pensé. Con
un poco de suerte igual acababan matándose entre ellos antes que a mí.
–¡Sargento! –exclamó ahora el comisario, dirigiéndose al joven
militar–. Parece que ya estamos cerca, vaya preparándose.
–A la orden –contestó este, cuadrándose marcialmente.
7
Cuando el yate finalmente se detuvo, los cuatro se arremolinaron
alrededor de la pantalla del GPS. El comisario sacó su teléfono y tomó una
fotografía de las coordenadas.
–Nueve grados, cincuenta y un minutos, cincuenta y cinco segundos
norte –recitó, leyendo la pantalla–. Setenta y cinco grados, cincuenta y un
minutos, cincuenta y tres segundos oeste.
Luego me miró a mí, clavándome sus ojos saltones antes de
preguntar:
–¿Es aquí?
Este era el momento clave. Si me iba a matar, lo haría ahora.
Apreté los puños.
–Aquí es –confirmé–. A unos veinte metros de profundidad.
El comisario parpadeó un par de veces, como si estuviera decidiendo
qué hacer a continuación.
Se echó la mano al cinto, y para mi alivio sacó una pequeña llave y
abrió las esposas.
–Prepárese. Bajará con el sargento.
Mi equipo de buceo aún estaba donde lo había dejado el día anterior,
tirado de cualquier modo sobre la cama del camarote de proa. Me quité la
ropa que llevaba encima y empecé a enfundarme el neopreno.
Me detuve un momento al caer en la cuenta de que no hacía ni
veinticuatro horas que había dado con el pecio del galeón y había dado
saltitos de alegría por la calle. Qué jodidamente lento pasa el tiempo cuando
las cosas se tuercen.
Cuando salí del camarote, el sargento ya estaba en la bañera de popa
equipado con un neopreno de camuflaje como los que usan los pescadores
submarinos y estaba ajustándose el chaleco de flotabilidad y el cinturón de
plomos.
Iluminados por las luces de cubierta, completamos el ritual de
preparación bajo la atenta mirada del comisario y sus dos compinches, que
nos observaban con la impaciencia de quien cree que a pocos metros bajo
sus pies le espera una vida de lujo y riquezas.
Tras instalar el regulador y la botella de aire, me coloqué la máscara
en el cuello y agarré las aletas, listo para lanzarme al agua.
–¿Qué es eso? –preguntó el comisario, señalándome el tobillo
derecho.
Bajé la mirada y tardé un momento en comprender a qué se refería.
–Es mi cuchillo de buceo –aclaré–. Lo puedo necesitar.
–Nada de cuchillos.
Estiré la mano y lo desenfundé, mostrándole la hoja serrada de diez
centímetros y la punta roma.
–No es un arma –alegué, mostrándosela–. Es solo para poder cortar si
me engancho con una red o un cabo.
–Nada de cuchillos –repitió Ansuátegui.
–En fin… –Chasqueé la lengua, al tiempo que lo dejaba y agarraba el
detector de metales.
A mi lado, quien iba a ser mi compañero de inmersión no solo llevaba
un cuchillo –este sí con punta–, sino que además sacaba de su bolsa un fusil
submarino con varios arpones.
–Por los tiburones –explicó al ver mi gesto de asombro–. Por aquí hay
muchos y cazan de noche.
–Ya, pero si le clavas eso a uno y le haces sangrar vendrán por
docenas. Entonces sí que tendremos un problema.
Con una sonrisa torcida, tensó la goma del fusil y colocó uno de los
arpones en el cañón.
–Me arriesgaré –dijo esquivando la mirada, y comprendí que ese
arpón no era en realidad para los tiburones.
–Déjense ya de babosadas y láncense al agua –apremió el comisario
dando unas palmadas–. No tenemos toda la noche.
Miré a mi alrededor una última vez y levanté la vista hacia las
estrellas en aquella noche sin luna, preguntándome si tendría ocasión de
volver a verla otra vez. Respiré hondo, ceñí la correa del Excalibur a mi
muñeca, me coloqué la máscara en el rostro y el regulador en la boca y,
presionando ambos con la mano libre, di el paso de la oca por la borda,
dejándome caer hacia la oscuridad.
De inmediato y resiguiendo el cabo del ancla, inicié el descenso
seguido del sargento a menos de un metro. Estaba claro que no iba a
permitirme alejarme mucho más.
También estaba seguro de que en cuanto comprobase que realmente el
tesoro estaba allí, yo sufriría un desafortunado accidente de pesca con un
arpón atravesándome el pecho por la espalda.
No pintaba bien la cosa, para qué engañarnos.
En menos de un minuto alcanzamos el fondo y sin perder tiempo
conecté el magnetómetro y comencé a rastrear el lecho arenoso, mientras
que con la otra mano iba barriendo los alrededores con el foco de la
linterna.
De reojo podía ver al sargento flotando un poco por detrás y por
encima de mí, alternando su atención entre mi búsqueda y la oscuridad que
nos envolvía. En una noche de luna llena, a esa profundidad y en esas aguas
tan transparentes, habría habido suficiente luz como para bucear sin
necesidad de linternas, pero esa noche no era el caso.
Miríadas de pequeños puntitos blancos se arremolinaban frente al haz
de luz, como motas de polvo ante las rejillas de una persiana. Organismos
microscópicos que servían de comida a los peces del arrecife, que a su vez
eran alimento para los tiburones que patrullaban la zona sigilosamente. El
ciclo de la vida y la muerte, el pez grande que se come al pequeño y todo
eso. Me pregunté en qué punto de la cadena trófica me encontraba yo en ese
momento. La amarga realidad era que no muy arriba.
Noté un toque en el hombro y me volví para encontrarme al sargento
sin nombre indicando en su reloj que el tiempo iba pasando.
No se me ocurrió la manera de explicarle por gestos que, aunque
estábamos en las coordenadas correctas, la pequeña banderita señalando el
lugar podía estar en un radio de varios cientos de metros a la redonda. Así
que me limité a abrir las manos en el gesto internacional de «hago lo que
puedo» y seguí a lo mío. Llevábamos botellas de veinte litros llenadas a
doscientas atmósferas de presión, así que aire tendríamos para un buen rato.
En el límite de la visibilidad, una sombra gris cruzó rauda por mi
izquierda a menos de cinco metros. Fue menos de un segundo, pero
suficiente como para identificar la inconfundible forma aerodinámica y el
pozo negro de un ojo de tiburón estudiándonos con interés. Ya estaban allí.
A pesar de la innegable belleza y la alucinante vida que solo podía
observarse por la noche, nunca me había gustado demasiado bucear a
oscuras. Y menos aún con tiburones de varios metros nadando a mi
alrededor y un tipo armado con un arpón a mi espalda.
De pronto el detector de metales lanzó su penetrante pitido de
advertencia. Enfoqué hacia abajo la linterna, pero ni rastro de la banderita.
Rastreé en círculos sobre la arena con el detector de metales. Los pitidos se
multiplicaron y aumentaron en intensidad. Aquello debía ser más que un
puñado de monedas.
Dejando el Excalibur a un lado, me agaché sobre el fondo y aparté la
arena con la mano, pero poco lograba mientras con la otra tenía que sujetar
la linterna.
Me volví hacia el sargento, y con gestos le pedí que iluminara la zona
para tener ambas manos libres. Comprendió al instante y, situándose frente
a mí, apuntó su luz hacia mi pequeña prospección.
Al no contar con una manga de succión, la mayor parte de la arena
que iba retirando terminaba flotando en el agua, dificultando la visibilidad.
Pero no había otra manera de hacerlo, así que seguí apartando arena a dos
manos hasta que algo me detuvo.
Atravesando la nube de arena y sedimentos, la luz de la linterna se
reflejó en algo que había ahí abajo arrancando un destello metálico. Un
destello dorado.
Estiré el brazo y palpé el lugar hasta tropezar con un objeto hundido
en la arena. Tiré de él con ambas manos y sin esfuerzo extraje algo que
sostuve a menos de un palmo frente a mi rostro, para poder verlo bien.
Durante un par de segundos me quedé paralizado de la sorpresa, intentando
discernir si era real o sufría algún tipo de delirio.
En mis manos sostenía una gruesa cadena de oro que sería el sueño
húmedo de cualquier rapero de los noventa. Así a ojo, no menos de cuatro
kilos de relucientes eslabones de un centímetro cada uno. O dicho de otro
modo, unos doscientos mil euros de oro macizo, y eso sin tener en cuenta su
valor histórico, que haría que como poco doblase su precio en una subasta.
Cuando finalmente fui capaz de apartar la vista de la cadena, me
tropecé con los ojos del sargento contemplándola con el inconfundible
brillo de la codicia destellando en sus pupilas.
Alargué el collar hacia él, como haciendo una ofrenda a un dios
avaricioso.
Absorto por la simple y sólida belleza de aquella extraordinaria pieza
de oro, el sargento se aproximó para tomarlo y, cuando su mano estuvo
junto a la mía, le agarré con fuerza y tiré de él hacia mí.
Tomándolo con la guardia baja y antes de que tuviera ocasión de
reaccionar, le arranqué la máscara de buceo de un manotazo y me abalancé
sobre su otra mano, con la que sostenía el fusil submarino.
Por desgracia, en el agua los movimientos del cuerpo humano pueden
resultar desesperadamente lentos y, saliendo rápidamente de su sorpresa
inicial, al sargento le dio tiempo de girar sobre sí mismo y escamotear su
arma.
Sin la máscara no podía verme claramente, pero sí lo suficiente como
para dispararme a tan corta distancia, así que tras fallar en mi intento de
desarmarlo no me quedó más remedio que levantar una buena polvareda
aleteando sobre el fondo para salir de su rango de tiro.
Pero de nuevo no fui lo bastante rápido y, aun a ciegas, el sargento
disparó su fusil en mi dirección.
Una décima de segundo después de oír el flop de la goma del fusil al
destensarse, sentí cómo la punta del arpón desgarraba el neopreno y me
provocaba un lacerante dolor en el costado derecho.
8
El afilado arpón solo me había rozado, pero aun así había rasgado el
neopreno y abierto una herida de varios centímetros de largo, justo encima
de la cadera derecha, por la que comenzó a manar sangre.
El dolor era intenso, pero la adrenalina que circulaba por mis venas lo
relegó a la categoría de molestia, y mi parte consciente estaba demasiado
ocupada como para preocuparse. Ya lo haría más tarde, cuando doliese de
verdad. Si es que llegaba vivo a ese momento, claro.
No era una herida lo bastante grave como para desangrarme, pero ese
no era el problema. El problema eran los tiburones que intuía dando vueltas
a mi alrededor en la oscuridad. En cuanto olieran la sangre, vendrían a por
mí.
Aun así, el problema más inmediato llevaba neopreno de camuflaje y
un fusil submarino que a esas alturas quizá ya habría vuelto a cargar.
Si me quedaba cerca, me acabaría encontrando y rematando.
Si subía a la superficie, los del barco harían lo propio.
Si trataba de alejarme buceando o nadando los ocho kilómetros que
me separaban de la isla de Tintipán, los tiburones se encargarían de mí antes
de que ganara la costa.
Había tenido días mejores, eso estaba claro.
Presioné la herida con la mano para reducir el flujo de sangre y traté
de mantenerme fuera del alcance del sargento ascendiendo unos cuantos
metros.
Descubrí que se encontraba debajo de mí, de rodillas sobre el lecho
marino, rastreando la arena con su linterna y rodeado de una nube de arena
en suspensión. Tardé un instante en comprender qué hacía: buscaba su
máscara de buceo.
Si la encontraba, iba a estar jodido. Así que, sin pensarlo demasiado,
me lancé en picado hacia él como un halcón hacia un conejo. Tenía que
actuar rápido.
Estaba a menos de cuatro metros sobre él, pero como en el agua todo
va más lento que una película francesa, al fulano le dio tiempo de levantar
la mirada y alumbrarme con la linterna. Calculando que yo estaba
demasiado cerca y no le iba a dar tiempo de apuntarme con el fusil, alargó
la mano derecha hacia el tobillo y desenfundó su cuchillo de buceo, cuya
enorme hoja reflejó la luz de la linterna.
Ahora ya no tenía tan claro quién era el halcón y quién el conejo.
Colgando de la correa en mi mano izquierda, sin embargo, aún
llevaba la linterna apagada, y cuando estuve a menos de un metro de
distancia la encendí apuntándole directamente a los ojos.
El sargento se vio obligado a cerrarlos por un instante y eso fue todo
lo que necesité para dar un fuerte aletazo y colocarme a su espalda.
Antes de que pudiera reaccionar, agarré el grifo de su botella y
girándolo rápidamente le cerré el paso de aire.
El sargento se dio cuenta de lo que le había hecho en su siguiente
inspiración, cuando al respirar descubrió que de su regulador no salía nada.
Trató de zafarse de mí sacudiéndose, girando sobre sí mismo como un
toro en un rodeo, pero yo estaba bien sujeto a su grifería y esta vez la
lentitud de movimientos en el agua me favoreció.
Desesperado, el infeliz lanzaba cuchilladas al aire que apenas me
costó esquivar, mientras que con la mano izquierda trataba de abrir el
regulador detrás de su nuca, dando manotazos cada vez más torpes y fútiles.
Apartándole la mano del regulador como a un niño que quiere catar su
pastel antes de soplar las velas, me sentí despreciable como nunca me había
sentido en mi vida. Ver a un hombre ahogarse es horrible, pero ser uno
mismo quien lo está ahogando a conciencia mientras notas cómo sus
fuerzas y su vida se apagan es algo que sabes que te va a producir pesadillas
el resto de tus días. Ni tan solo que él hubiera intentado matarme primero
aligeraba el cargo de conciencia. Pero era él o yo, blanco o negro, sin grises
de por medio. La vida es una mierda, pero puestos a elegir prefiero ser yo el
que siga respirando.
Finalmente, el sargento dejó de debatirse. Al soltarlo, se hundió
lentamente con el haz de la linterna que llevaba sujeta a la muñeca bailando
al azar, hasta que terminó aterrizando justo al lado del collar de oro que le
había costado la vida. Definitivamente, hay alguien por ahí arriba con un
negro sentido del humor.
Poco a poco fui recuperando el aliento y las pulsaciones tras el
esfuerzo. La herida del costado irradiaba dolor a cada respiración, pero de
momento resultaba soportable. Encendí mi linterna y enfoqué la herida.
El arpón se había llevado por delante un buen pedazo del neopreno y
dejado a la vista un corte no demasiado profundo del tamaño de mi dedo
índice. No me iba a morir de eso, pero la sangre no dejaba de manar como
una tenue hilacha de humo rojo, como tocando la campana del almuerzo a
todos los escualos en una milla a la redonda. Bien pensado, igual sí que me
iba a morir de eso.
Tenía que hacer algo para taponar la herida, pero no se me ocurría
cómo… hasta que reparé en el cadáver que yacía a mis pies.
Gracias al cuchillo del sargento, pude cortar una manga de su
neopreno y usarlo como una venda compresiva sobre la herida. No
solucionaba el problema, pero al menos reducía el sangrado y, la verdad, no
se me ocurría qué otra cosa podía hacer.
Comprobé que la aguja del manómetro señalaba cien atmósferas aún.
De modo que al menos el aire, de momento, no era un problema. Y además
contaba también con la botella del difunto, que por lo menos debería tener
otro tanto.
Eso me daba algo de tiempo para pensar qué hacer a continuación.
Aunque mis opciones en realidad no eran muchas, así que de un modo
retorcido eso facilitaba bastante la toma de decisiones.
Podía alejarme buceando en dirección a la isla de Tintipán, con la
esperanza de que los tiburones me lo permitieran. Calculé que en
circunstancias normales me llevaría de dos a tres horas nadando. Pero, entre
el cansancio que llevaba acumulado y la herida, cuatro o cinco horas era
una estimación más realista.
Cuatro o cinco horas nadando con una herida abierta en unas aguas
infestadas de tiburones. Mala idea.
La otra posibilidad, sin embargo, era aún peor.
El Carpe Diem flotaba a veinte metros sobre mi cabeza pero, a menos
que se hubieran matado entre ellos en mi ausencia, ahí debían de seguir los
tres fulanos esperando tranquilamente, armados y con ganas de apretar el
gatillo.
Mi única ventaja era que no podían saber lo que acababa de pasar,
pero en el momento en que la cabeza que asomase del agua fuera la mía y
no la del sargento, les resultaría fácil imaginarlo y pegarme un tiro a modo
de agradecimiento. Daba igual lo que les dijera o alegara, en cuanto me
vieran sería hombre muerto.
Mis probabilidades de supervivencia si me enfrentaba a ellos eran
muy cercanas a cero, pero prefería eso a servir de cena a los tiburones.
Tomada la decisión, registré el chaleco del sargento e hice un repaso
del material que tenía a mi disposición: un cuchillo, un puñado de bridas,
dos botellas de aire a medias, un arpón de pesca, una pequeña boya de
buceo con treinta metros de cordel, dos cinturones de plomos, un detector
de metales y un collar de oro de veinticuatro quilates.
Ah, y un cadáver.
9
Veinte minutos después, con el chaleco de flotabilidad hinchado al
máximo, el cuerpo del sargento emergía junto a la popa del Carpe Diem.
–¡Comisario! –prorrumpió Edwin, enfocando su linterna hacia el
cuerpo inerte–. ¡Mire! ¡Ahí!
Dos haces de linternas alumbraron el cadáver, que flotando boca
abajo interpretaba estupendamente el papel de muerto.
–¡Maldito joeputa! –bramó Ansuátegui soltando un puñetazo contra la
regala, quién sabe si dirigiéndose a mí o al difunto, por dejarse matar.
–Tiene algo en el cuello –advirtió Isaac con extrañeza–. Parece…
¿Eso es un collar de oro?
–¡Traigan el bichero! –ordenó el comisario pero, al ver que sus dos
compinches intercambiaban una mirada de ignorancia, señaló la pértiga
extensible de aluminio con un gancho en el extremo que colgaba de la
pared–. ¡El palo ese, güevones!
Obediente, Edwin se hizo con ella y bajó a la plataforma de popa a ras
de agua. Alargó el bichero hasta engancharlo en el cuerpo, que atrajo hasta
tenerlo al alcance de la mano. Bajo la luz de las linternas del comisario e
Isaac, dio la vuelta al cuerpo , y se agachó para hacerse con el collar.
–Está enredado con algo –protestó Edwin, inclinándose hacia delante
en la plataforma, como para desengancharlo.
Seguro que no se esperaba que de debajo del ahogado aparecieran dos
manos que lo agarrasen con fuerza de las muñecas y tirasen de él,
haciéndole caer de cabeza al agua.
Vi la expresión de sorpresa y miedo en el rostro del gigantón un
instante antes de que se sumergiera y lo atara con bridas al cinturón de
plomos del sargento.
Antes de que saliera del shock y se diera cuenta de lo que acababa de
pasar, el desgraciado ya estaba hundiéndose hacia el fondo, incapacitado
para nadar y con diez kilos de plomo enganchados a la muñeca. Abriendo la
boca en un mudo grito de angustia, dejó escapar un reguero de burbujas de
aire mientras pataleaba desesperado, tratando inútilmente de regresar a la
superficie. En menos de cinco segundos, sus ojos desorbitados se perdieron
en las profundidades, dejando atrás una expresión de incomprensión y furia.
El remordimiento de conciencia por matar a otro ser humano me duró
los escasos instantes que tardaron las primeras balas en surcar el agua.
Sabía que a partir de un metro de profundidad estaba a salvo y las
balas eran tan peligrosas como gominolas, así que me situé bajo la quilla
del barco y esperé a que se cansaran o agotaran la munición.
Cuando comprendieron la inutilidad de sus disparos, rastrearon con
sus linternas la superficie del agua. Pero así tampoco me iban a encontrar.
Cuando también se cansaron de eso, me deslicé bajo la quilla hasta
alcanzar la proa, donde era casi casi imposible que me vieran, y saqué la
cabeza del agua.
Aunque no lograba distinguir las palabras los oí discutir entre ellos,
imagino que debatiendo qué hacer a continuación. Una discusión que duró
bastante poco, pues rápidamente llegaron a la única conclusión lógica.
El collar de oro alrededor del cuello del sargento les indicaba que el
tesoro estaba ahí mismo, bajo sus pies, así que solo tenían que largarse y
regresar otro día tranquilamente, con la esperanza de que se ocuparan de mí
los tiburones.
La otra opción era pedir ayuda por radio a la guardia costera, pero
estaba seguro de que no querrían tener que dar explicaciones de por qué
estaban allí, en mitad de la noche y en un barco que no era suyo.
Al cabo de un momento, recogieron el ancla y oí cómo ponían en
marcha el motor del Carpe Diem y empujaban a fondo la palanca de gases.
Pero el barco no se movió un milímetro.
–¡La gran puta! –oí proferir al comisario–. ¡Qué mierda pasa ahora!
–¡No nos movemos!
–¡Ya sé que no nos movemos, idiota!
–No se ponga berraco, comisario.
–¡Me pongo como me sale de los cojones! –rugió–. ¡Averigua qué
pasa!
–¿Y cómo quiere que lo averigüe? ¡No soy mecánico!
–Esto es cosa del español culicagao. ¡Seguro!
Oculto en el agua, sonreí satisfecho bajo la máscara de buceo.
Los treinta metros de cordel de la boya estaban enredados en la hélice
del yate. Mientras siguiera ahí, no iban a ir a ningún sitio.
–¡Españolito! –gritó el comisario a la oscuridad desde la popa–.
¡Arregla lo que has hecho o llamaré por radio a los guardacostas! ¡¿Me
oyes?! ¡Sé que me estás oyendo, marica! ¡No te vas a salir con la tuya!
Los dos hombres se encontraban junto a la escalerilla de popa,
custodiando el único acceso a la cubierta del barco. No tenían manera de
saber que unas semanas antes me había olvidado de colocar la escalerilla
antes de lanzarme al agua y me había costado dios y ayuda trepar por el
cabo del ancla. Desde ese día, dejaba un cabo con varios nudos colgando
desde la proa hasta el agua, lejos de la hélice, por si me volvía a pasar.
Así que, mientras ellos daban voces por la popa, rastreando el agua
con las linternas y asegurándose de que no subía a bordo, yo me deshacía
del equipo de buceo, lo ataba al cabo de proa y trepaba sigilosamente con el
arpón a la espalda.
El dolor en el costado me hizo apretar tanto los dientes que pensé que
me los iba a romper, pero finalmente logré alcanzar la barandilla de proa y
desde ahí encaramarme hasta cubierta. Moviéndome con parsimonia para
no hacer ningún ruido, alcancé la escotilla de mi camarote, que tenía la
costumbre de dejar siempre abierta.
La cabina del yate se interponía entre los dos colombianos y yo, así
que no me verían a menos que vinieran a la proa a propósito. Pero ellos
seguían a lo suyo, jurando por lo más sagrado que no iban a hacerme nada
si me rendía y subía al barco. Casi me dio la risa. Eran como los malos de
una película cutre de domingo por la tarde.
Mientras tanto, como un ninja de medio pelo, me descolgué por la
escotilla hasta alcanzar con los pies la cama que había dejado sin hacer esa
misma mañana.
El camarote estaba sumido en la más completa oscuridad y de forma
instintiva estiré la mano en busca del interruptor de la luz. Por suerte me
detuve a tiempo, con el dedo índice a pocos centímetros de su objetivo. La
neurona de guardia en mi cerebro me había salvado de cagarla de la forma
más estúpida posible.
El problema que no había anticipado era que el interior del camarote
estaba realmente oscuro y la puerta que daba al pequeño salón se
encontraba abierta, así que, si encendía la linterna o cerraba la puerta y a la
bisagra le daba por chirriar, me descubrirían.
No me quedaba más remedio que moverme a tientas.
Amparado en esa misma oscuridad, asomé la cabeza por la puerta
para comprobar cómo el comisario Ansuátegui e Issac seguían en la bañera
de popa de la nave, incapaces de imaginar que yo ya me hallaba a bordo,
apenas a diez metros de ellos.
El que mi camarote fuera un completo desorden de ropa, libros y
equipo no ayudaba a la hora de encontrar las cosas a oscuras. Haciendo
memoria, delimité la zona donde debía de encontrarse lo que había ido a
buscar y, con toda la calma que fui capaz de reunir, me puse a registrar la
estantería de babor. Deslicé los dedos sobre la estantería como un pianista
temeroso, identificando los objetos por su textura: libro, camiseta,
computadora de buceo, e-book, botella de cerveza vacía, caja de kleenex
(no preguntes), revista y… tachan: caja de plástico rígido.
Explorando su forma y dimensiones con la yema de los dedos,
comprobé satisfecho que era lo que estaba buscando. Una caja de plástico
hermética de unos treinta centímetros de lado de color naranja fosforito –
aunque no lo viera– con el logotipo ORION serigrafiado en la tapa.
Aguantando la respiración solté los cierres de seguridad con un leve clic, la
abrí e introduje la mano para encontrarme en su interior con la
inconfundible forma de una pistola. Una pistola de bengalas, eso sí. Pero no
estaba la noche como para ponerse exquisito con los detalles.
A tientas, agarré uno de los cartuchos de la caja, abrí el cargador de la
pistola e introduje el cartucho en la recámara. Solo podía cargar uno a la
vez en esa pistola de plástico, así que tendría que usarla con cui…
–¡Cling!
Sin darme cuenta, la culata del fusil submarino que llevaba a la
espalda había rasgado las cuerdas del ukelele que descansaba sobre la cama.
Y como no podía ser de otra manera, dejó escapar un acorde que en el
silencio de la nave sonó como un despertador.
10
Al instante, los haces de las linternas se volvieron en mi dirección,
iluminándome perfectamente a través de la puerta abierta del camarote.
Durante un par de segundos me quedé paralizado, como un ciervo
deslumbrado por los faros de un coche en mitad de la carretera. Y sospecho
que los dos colombianos se quedaron tan sorprendidos de verme allí dentro
que tampoco fueron capaces de reaccionar.
Por un momento, por mi cabeza pasó la alocada idea de que, al llevar
puesto el neopreno negro y haberme quedado completamente quieto, quizá
no me habían visto.
–¡El joeputa está dentro! –rugió finalmente el comisario,
desenfundando su arma.
Pues sí, me habían visto.
Apenas tuve tiempo de lanzarme al suelo cuando las balas
comenzaron a acribillar el camarote, atravesando los finos tabiques de
madera del yate como si fueran de papel, lanzando astillas en todas
direcciones y haciendo saltar por los aires la espuma del colchón.
Los dos tipos dispararon casi al unísono desde la popa, lo que me
permitió sobrevivir acurrucándome tras dos botellas de buceo vacías que
hicieron las veces de parapeto. En un par de ocasiones las balas impactaron
con estrépito en el acero de las botellas; dos balas que, de no haberse
interpuesto diez milímetros de acero inoxidable, me habrían dado de lleno.
Lo que a mí me pareció una eternidad en realidad fueron solo unos
segundos de tiroteo, hasta que vaciaron los cargadores de sus pistolas
semiautomáticas. Yo estaba hecho un ovillo en el suelo del camarote, con
los ojos cerrados y las manos tapándome los oídos, rezando para que no me
acertaran, cuando de pronto se hizo el silencio. A causa del estruendo me
había quedado temporalmente sordo.
Abrí los ojos y vi que los focos de las linternas se movían
nerviosamente. No oía sus pasos, pero supe que estaban viniendo a por mí
para rematar la faena.
Solo podía hacer una cosa.
Estirándome en el suelo me asomé por el vano de la puerta. Las dos
linternas me enfocaron al instante pero, antes de que tuvieran tiempo de
dispararme, apunté en su dirección con la pistola de bengalas y apreté el
gatillo. El proyectil atravesó el pequeño salón del barco como una estrella
fugaz y alcanzó al comisario, que emitió una exclamación de sorpresa. La
bengala estalló en una explosión de luz roja, como una pequeña supernova
en mitad del yate, deslumbrándolos a ambos, que de forma instintiva se
cubrieron los ojos con un antebrazo mientras que con la mano de la pistola
apuntaban en mi dirección. Pero durante unos segundos no podrían verme.
Esa iba a ser mi única oportunidad.
Me incorporé de un salto, saqué el fusil submarino, –apenas
entreabriendo los ojos para no quedar cegado yo también–, apunté a bulto a
los dos hombres, de los que apenas me separaban cuatro metros de
distancia, y disparé el arpón.
–¡Ay! –exclamó Isaac–. ¡El joputa me hirió!
Antes de que terminara la frase, yo ya me abalanzaba hacia ellos
como un miura irrumpiendo en la plaza de toros. Con la cabeza baja y los
brazos por delante, tomándolos de nuevo por sorpresa, impacté contra los
dos como un defensa de rugby, haciéndoles caer de espaldas sobre la bañera
de proa.
La bengala roja seguía ardiendo como un pequeño sol a mi espalda,
así que vi claramente al comisario a mi derecha con la pistola en alto y
gesto de sorpresa, y a mi izquierda a Isaac, agarrando con ambas manos el
arpón que le atravesaba el muslo.
La única arma a la vista era la del comisario, así que ese se convirtió
en mi objetivo. Aprovechando que se hallaba aún cegado por la bengala, me
coloqué a horcajadas sobre él y agarré su arma con las dos manos. Forcejeó
y giró sobre sí mismo, mascullando insultos entre dientes, intentando
librarse de mí. Tenía más fuerza de lo que había sospechado y yo estaba
demasiado débil, así que la cosa no iba bien. Además, había perdido de
vista a Isaac.
Al acordarme del mulato, miré a mi izquierda un instante y vi cómo
se había puesto a cuatro patas y parecía estar buscando algo por el suelo de
la bañera.
Su pistola.
Mierda.
Tenía que hacer algo rápidamente.
Por un segundo pensé en lanzarme de nuevo al agua y recuperar el
equipo que había dejado atado al cabo de proa. Pero, aunque lo lograse, ya
no podría repetir la misma jugada.
Había apostado todas las fichas al rojo y estaba a punto de salir negro,
pero la bolita ya estaba dando vueltas en la ruleta y el crupier había
anunciado el «no va más».
Aquel status quo iba a durar lo que tardara Isaac en encontrar su
arma, o golpearme por la espalda si no la hallaba. Si no lograba cambiarlo,
en cuestión de segundos estaría muerto.
Entonces recordé que llevaba el cuchillo de buceo del sargento en la
funda del tobillo derecho. Pero para hacerme con él debía soltar la mano
derecha de la pugna por la pistola y entonces Ansuátegui recuperaría el
control de su arma y ahí se acabaría todo.
Qué bien me habría venido tener una tercera mano en ese momento.
Aunque, por otro lado…
Adelanté la pierna derecha y, aunque al instante perdí el equilibrio y
caí de lado, conseguí golpear la pistola con la planta del pie. Agarré el
cuchillo de mi tobillo y, antes de que el comisario pudiera oponerse, le
coloqué el filo en la garganta.
–¡Suelte el arma! –le grité a un palmo del oído.
Vista mi precaria posición, el comisario siguió forcejeando.
–Suelte el arma o le rajo el cuello –insistí resollando, y para darle
fuerza a mis palabras apreté el cuchillo contra su garganta.
Supongo que captó la desesperación en mi voz o comprendió que no
iba a poder liberarse, apuntarme y disparar antes de que le seccionara la
yugular. El caso es que dejó de forcejear y su pistola cayó con un golpe
sordo al suelo.
Aunque el alivio me duró lo que tardé en descubrir que Isaac ya había
encontrado su arma debajo de la rueda del timón y desde allí, apoyándose
en la regala, me apuntaba a la cabeza con un rictus de dolor subrayado por
la luz roja de la bengala que agonizaba en cubierta.
–Dígale que suelte el arma –le ordené al comisario.
De nuevo dudó, evaluando la situación y calculando probabilidades.
Apreté el cuchillo sobre la nuez del comisario a modo de incentivo.
–Baje el arma… –tragó saliva con dificultad–. Isaac, baje el arma.
–Me chupa la verga lo que quiera ese marica.
–Suéltela –insistió el comisario.
–¡Lo mataré! ¡Juro que lo mataré! –le aseguré todo lo amenazante que
pude.
Para mi sorpresa, los labios de Issac se estiraron en una inesperada
sonrisa.
–Mátelo pues, españolito –rezongó–. ¿A qué espera?
Vale, esa no la vi venir.
–Isaac… –dijo el comisario, a medio camino entre la advertencia y la
súplica.
–Si me matas –argüí por mi parte–, no podrás liberar la hélice y
morirás desangrado antes de que lleguen a rescatarte.
–Me arriesgaré. –Sonrió de nuevo, cerrando el dedo sobre el gatillo.
Ese cabrón iba a dispararme hiciera lo que hiciese.
Y luego mataría también al comisario.
Comprendiendo que ya era hombre muerto, cerré los ojos y me
consolé pensando que, a pesar de todo, no había tenido una mala vida.
Y sonó el disparo.
11
Por un instante se produjo un silencio inapelable, aplastante. Como el
que sucede al inesperado impacto de un rayo a pocos metros.
Pero el dolor no llegó y pensé que aquello no tenía sentido, teniendo
Isaac un tiro tan fácil.
Sinceramente confuso por estar vivo, abrí los ojos. Mi extrañeza no
hizo sino aumentar al verlo derrumbado en el suelo, con los ojos abiertos
como platos en una última mirada de desconcierto. En el suelo, junto a su
mano inmóvil, descansaba el arma.
–Joeputa… –masculló el comisario.
Hasta ese momento no me di cuenta de que en la mano derecha
sostenía su pistola humeante, apuntando aún hacia el cuerpo inerte del
mulato, desde cuyo pecho se expandía una mancha densa y roja de sangre.
–Marica… –añadió.
El policía parecía ignorar mi presencia, aunque mi cuchillo estaba aún
a pocos centímetros de su cuello. Toda su atención y rabia estaban
concentradas en el cadáver de su excompinche.
–Gonorrea…
Al terminar con Isaac, el comisario había alterado nuestro precario
equilibrio de poder, y comprendí que aquella era mi oportunidad, mientras
estaba distraído, para seccionarle la garganta y terminar con todo.
Presioné de nuevo el cuchillo mientras con la mano izquierda le
aferraba la muñeca derecha, con la que sostenía el arma.
–Suelte la pistola, comisario –dije en voz baja, casi como si estuviera
pidiéndole un favor.
Se volvió hacia mí y por un momento pareció casi extrañado de mi
presencia. Como si esperara que ya me hubiera marchado.
–Me matará si lo hago –alegó tranquilamente.
–Le mataré si no lo hace –aclaré.
Me miró largamente con su cara de sapo, evaluándome una vez más,
tratando de decidir si yo tendría las agallas para degollarle a sangre fría.
–Ya ha muerto demasiada gente hoy –dije, negando lentamente con la
cabeza–. Por favor…
Cara de sapo pareció recordar entonces que ya había matado a dos de
sus secuaces y, con un suspiro exhausto, abrió la mano y dejó caer el arma.
Mentiría si dijese que en ese momento no se me pasó por la cabeza
acabar con la vida de ese malnacido, pero comprendí que hacer algo así, a
sangre fría, me cambiaría para siempre. Me convertiría en un asesino, en
alguien como él.
Mi lista de errores cometidos en la vida era muy larga, pero no quería
añadir a la misma el homicidio premeditado.
Incorporándome lentamente, sin bajar la guardia ni perderle de vista
un instante –que dios dijo hermanos, pero no primos–, agarré la pistola del
suelo y la lancé por la borda. Tiré también el arma de Isaac, viéndome
obligado a pisar la creciente mancha de sangre del desgraciado y dejando
pisadas rojas sobre el suelo blanco de fibra de vidrio.
–¿Y ahora qué? –preguntó Ansuátegui, apoyándose en los brazos para
alcanzar a sentarse en el banco de madera de la bañera.
Aquella era una muy buena pregunta, sí señor.
La primera respuesta que me vino a la mente fue un sincero «ni puta
idea». Pero me contuve.
En su lugar me fui a sentar en el lado opuesto, frente a él.
–Puede quedarse el tesoro –le dije.
El tipo se quedó tan desconcertado que su expresión adquirió un aire
casi de dibujo animado.
–¿Cómo dice?
–Solo quiero regresar a casa y estar con la gente a la que quiero –
confesé–. Buscar el tesoro del Tomasito tenía que ser una aventura, no…
esto –agregué, señalando el cadáver de Isaac–. Puede quedárselo –confirmé.
La expresión del comisario transitó de la sorpresa a la incredulidad, y
de ahí al convencimiento de que tenía enfrente a un completo idiota.
–Me parece una buena decisión –afirmó solemne.
Sí, claro, cómo no. Menudo hijoputa.
–Regresemos a puerto –añadió– y allí lo arreglaré todo para que…
–No –lo interrumpí–. No vamos a regresar a puerto.
De nuevo, la misma expresión de sapo estupefacto.
–Pero…
–Eso de ahí –señalé el cilindro blanco de un metro de largo y medio
de ancho, anclado sobre el techo de la cabina–, es la balsa salvavidas. Usted
subirá a ella con agua, comida y una baliza de señalización, y cuando yo
esté lo bastante lejos radiaré su posición para que vengan los guardacostas a
buscarle.
El policía frunció el ceño con desconfianza.
–¿Y cómo sé que va a llamarlos y no me va a dejar tirado en mitad del
mar para que muera de sed?
–Si quisiera matarle ya estaría muerto.
–No estoy seguro de que me guste su idea.
Ahí no pude evitar una mueca de desprecio.
–Me importa una mierda lo que le guste o deje de gustar, comisario.
Por mí –hice un gesto hacia la oscuridad que nos rodeaba–, puede saltar por
la borda ahora mismo y marcharse nadando. De hecho, lo preferiría.
Ansuátegui miró las tinieblas de reojo, luego al cuchillo que aún
sostenía entre mis manos y finalmente le dedicó un vistazo a la balsa
salvavidas.
–Como dicen en su tierra –resopló resignado, encogiéndose de
hombros–: a la fuerza ahorcan.
Apoyándome en la regala me puse en pie, y una fuerte punzada en la
herida del costado estuvo a punto de hacerme gritar de dolor.
–Mejor no me dé ideas –gruñí, apretando los dientes.
Menos de una hora más tarde, cuando la negra noche ya comenzaba a
teñirse de índigo por el este, puse en marcha el motor del Carpe Diem. La
hélice, ya libre de la cuerda que la aprisionaba, volvió a girar libremente
con un sordo ronroneo.
A unos cien metros por la amura de babor, la balsa de rescate de color
naranja flotaba al ritmo del suave oleaje, lanzando cada pocos segundos un
destello blanco de su baliza estroboscópica.
En su interior, imaginé que mirando en mi dirección, el comisario
Ansuátegui debía de estar aguardando a que yo diera el aviso por radio para
que vinieran a recogerle.
Más le valía esperar sentado.
En la balsa le había dejado una garrafa de agua de cinco litros y un
puñado de barritas de cereales. Racionando el agua, le podría durar un par o
tres de días. Si tenía suerte y la corriente le arrastraba hacia la costa, algún
pescador lo encontraría antes de que se le terminara el agua. Pero si no tenía
suerte y la corriente lo empujaba hacia el norte en dirección a Jamaica…
bueno, le quedarían unas quinientas millas náuticas por delante con un par
de remos de plástico, una linterna, un cubo y un silbato.
Que el destino decidiera su suerte. Seguro que a sus anteriores
víctimas no les había dado esa oportunidad, así que no me sentía culpable
por haberle mentido a la cara y dejarlo a la deriva. Más bien al contrario;
me sentía feliz, a pesar de la herida que seguía sangrando debajo del
vendaje.
Girando el timón puse proa al oeste, en dirección a la costa de
Panamá, de la que me separaban ciento noventa millas náuticas. Unas diez
u once horas de navegación a buen ritmo, calculé. Tiempo de sobra para
lanzar el cuerpo de Isaac por la borda y limpiar la cubierta de sangre y dar
una breve cabezadita mientras el piloto automático seguía el rumbo que le
había prefijado.
Si el tiempo o las autoridades aduaneras panameñas no lo impedían, a
eso de las tres de la tarde ya podría estar en una de las paradisíacas islas de
San Blas, tomándome una cerveza helada con un ceviche de camarón.
En un solo día había encontrado y perdido un fabuloso tesoro, había
matado a dos hombres y abandonado a otro a su suerte en el océano, me
había dado por muerto y, aunque herido, había sobrevivido contra todo
pronóstico. Un día bastante completito.
Pero ahora solo pensaba en esa cerveza con ceviche, y puede que
después subiera a un avión de regreso a Barcelona, donde descansar durante
un tiempo en la predecible rutina de la gente sensata. Al menos, hasta que la
necesidad de viajar y descubrir nuevos horizontes se hiciera tan acuciante
que me viera empujado a dejarlo de nuevo todo atrás y lanzarme a una
nueva aventura.
Aún no lo sabía, pero eso iba a suceder mucho antes de lo que podía
imaginarme. Una aventura que me llevaría a los lugares más remotos y
peligrosos del planeta, en la búsqueda de uno de los mayores secretos de la
humanidad.
Pero eso, claro, ya es otra historia.
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que este relato breve no es más que un pequeñísimo aperitivo de todo lo que
te espera más adelante.
¡Un fuerte abrazo, gracias por leerme y nos vemos en la próxima aventura!
Fernando Gamboa
www.gamboaescritor.com
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