Esto Ya Existio en La Antiguedad
Esto Ya Existio en La Antiguedad
Esto Ya Existio en La Antiguedad
JOAN FUSTER
Se trata en esta obra de naves gigantescas y faros colosales, de
telegrafía sin hilos y de la vida en poblaciones con millones de habitantes,
de la construcción de túneles, de baños de lujo y de una técnica de
precisión asombrosa; y, sin embargo, el autor no está aludiendo a nuestra
«Era de la Técnica», sino a las sorprendentes realizaciones de las
civilizaciones más remotas.
Con pericia y con la expresión de una cosa viva, Pieter Coll nos guía a
través del mundo de la antigua técnica, transformando nuestro asombro en
franca admiración hacia los «ingenieros de la Antigüedad». Numerosos
dibujos, cuidadosamente ejecutados según antiguos modelos, —
proporcionan al lector, a lo largo de la obra, una idea visual de las
construcciones y máquinas descritas en el texto—.
INTRODUCCIÓN
Con frecuencia se designa a nuestro siglo como la «Era de la Técnica». Y
esta expresión es correcta, ya que le ha cabido a nuestro tiempo el
desarrollo del sistema de fabricación en cadena, la fabricación de productos
en grandes series y la automatización, aplicada especialmente a los procesos
industriales, descubriendo, además, toda una serie de técnicas nuevas. Pero
es justamente esta progresiva especialización, la preponderancia que
adquieren los procedimientos técnicos en el ámbito de la vida y del espíritu
y la desmedida materialización de las relaciones humanas, lo que ha
señalado a nuestra época el peligro de un progreso técnico unilateral. Sobre
todo desde la irrupción de la energía atómica en la existencia de los
pueblos, los hombres han visto con más claridad la clase de fuerzas
demoníacas que la capacidad de inventiva técnica de la Humanidad puede
desatar.
Pero la «técnica» no es, en modo alguno, una invención de nuestros
tiempos. Ha existido ya desde los balbuceos de la historia humana y puede
seguirse su desarrollo y variaciones desde entonces hasta nosotros. La
cultura y la técnica mantenían entre sí un estrecho intercambio,
permaneciendo recíprocamente la una subordinada a la otra, ya que, en su
más estricto sentido, la técnica no es otra cosa que el dominio de la
Naturaleza al servicio de los propósitos del hombre y de sus condiciones de
vida.
Si examinamos las civilizaciones de la Antigüedad, veremos que todas
poseían su técnica, y este primitivo dominio de la Naturaleza se
diferenciaba fundamentalmente del actual, en que nosotros, obligados por
las nuevas necesidades de los hombres, hemos buscado y encontrado
nuevos caminos para el aprovechamiento de las energías naturales. Por esto,
en la mayoría de los casos, las precarias energías y los recursos técnicos de
los pueblos cultos de la Antigüedad eran distintos. A pesar de esta
diferencia, con ellos se alcanzaron hace miles de años unos resultados que,
en parte, no han podido ser superados todavía. Los limitados conocimientos
físicos de entonces fueron utilizados ampliamente hasta la última
posibilidad.
Estas conquistas técnicas de la Antigüedad, que influyeron en el mundo
y en la vida de los hombres que las alcanzaron, son las que han de cobrar
nueva vida en esta obra. Como es lógico, la imagen que de ellas se ofrece
no puede pretender ser completa. Las pocas materias que aquí se tratan y su
comparación con los logros técnicos de nuestro tiempo, representan
solamente una pequeña parte de los inventos y descubrimientos de que, en
el campo técnico, se componía la vida cotidiana de la Humanidad antigua.
Es seguro que todavía queda mucho que no ha llegado hasta nosotros y
permanece ignorado.
Pero incluso los pocos ejemplos que en este libro se pueden ofrecer nos
llenarán de asombro y admiración por los resultados conseguidos en épocas
tan distintas a la nuestra. Habremos de reconocer que los hombres de la
Antigüedad no eran del todo «atrasados» ni «anticuados». Aunque con otros
medios y, a menudo, siguiendo caminos diferentes, alcanzaron algunas
metas que no desdicen en absoluto de los resultados técnicos de nuestros
días. También aquellas civilizaciones poseían sus «prodigios» técnicos,
algunos de los cuales hoy todavía nos parecen increíbles.
EN EL PRINCIPIO FUE LA RUEDA
Uno de los máximos inventos de la historia humana es, sin duda, la rueda.
No se puede concebir nuestro mundo sin su existencia. La encontramos casi
en cada aparato o dispositivo auxiliar, en el más pequeño de los relojes de
pulsera y en la más pesada de las locomotoras Diesel. Hace posible la
conversión de un movimiento horizontal en un movimiento vertical, y, en
calidad de engranaje, constituye hoy el fundamento de la mayoría de los
mecanismos de disparo.
Una de las reproducciones más antiguas que se conservan de un carro corresponde a una escena
de deportación de cautivos asirios. Se trata de un carretón de dos ruedas, provistas ya con radios,
arrastrado por bueyes.
Cuando los hicsos invadieron el Asia Menor, allá por 1750 a. C., su
arma más temible eran los caballos. Enfrentados a los ejércitos de pueblos
andariegos, estas rápidas y móviles bandadas de jinetes disfrutaban de la
gran ventaja de una táctica basada en ataques fulminantes por su movilidad
maniobrera. En tales condiciones, los hicsos apenas encontraron resistencia.
Pronto se dieron cuenta también de las ventajas militares que ofrecía un
carro de guerra provisto de protección contra las flechas, y arrastrado por
veloces caballos. Explotando el principio de las carretas de bueyes
encontradas a los pueblos vencidos, construyeron sus carros de guerra y
uncieron a ellos sus monturas. Luego desplazaron hacia atrás los ejes de las
ruedas, para evitar en lo posible el riesgo de vuelco del carruaje que el
aumento de la velocidad llevaba consigo.
Este carro de guerra, adoptado más tarde también por los egipcios, fue
convirtiéndose en el transcurso del tiempo en la máquina de guerra más
temible de toda la Antigüedad. En el eje y en los rayos de las ruedas fueron
fijadas afiladas cuchillas, con las que, al girar, aniquilaban a cualquiera que
se aproximase por los lados; hasta en la lanza de tiro situaron una pica
monumental, afilada por los lados, que sobresalía formando un ángulo
obtuso, con el fin de proteger a los caballos. Este carro penetraba como una
flecha a través de las filas de los infantes enemigos. Con toda razón se ha
llamado a estos carros de guerra los «tanques blindados» de la Antigüedad.
Al igual que en las carretas de bueyes perfeccionadas, los yugos para
uncir los caballos estaban unidos en estos carros mediante una barra que, a
su vez, se sujetaba en la lanza de tiro. Las riendas usadas por los hicsos para
dirigir a sus caballos de silla fueron alargadas hasta hacerlas llegar hasta las
manos del auriga, que se mantenía erguido en el carro.
Los pesados y lentos armatostes que en un principio eran los carros de
guerra, con el tiempo fueron haciéndose cada vez más ligeros y manejables.
Pronto se consideraron aptos no solamente para fines bélicos, sino también
como elemento de transporte rápido, y así encontramos en unas antiguas
pinturas funerarias egipcias, del tiempo de la XVIII dinastía (1550-1330
a. C.), que el acarreo de la cosecha se reproduce con varios carros, que ya
por entonces servían para tan pacíficos menesteres.
Mapa de las carreteras romanas, único que ha llegado hasta nosotros. Consta de dos partes, y
presenta, visto desde Roma, el norte de Italia y los países que se extienden hasta el Danubio. La
parte inferior del mapa constituye un complemento para el sur de Italia y los Balcanes. Los mares
han sido reducidos a unas estrechas franjas.
Los coches de los romanos tenían ejes delanteros giratorios y un toldo. Con relevos regulares de
caballos, se cubrían recorridos hasta de 300 kilómetros en una sola jornada.
A pesar de ello, los marinos seguían exactamente sus rutas, lo cual era de
extraordinaria importancia para el Imperio Romano. Un tráfico como el
desarrollado entre todos los países ribereños del Mediterráneo, hubiera sido
imposible de no haber dispuesto de las correspondientes comunicaciones
marítimas y líneas de navegación regulares.
Embarcaciones de este tipo formaban una flota que la reina egipcia Hatschepsut envió hasta el
país de Punt, de donde regresó trayendo consigo, además de preciosas especias, plantas raras y
monos, según aparece pintado en la cámara sepulcral de la reina.
Para citar uno de los casos conocidos, Ptolomeo Filopátor, rey de Egipto
(221-205 a. C.), se hizo construir una nave de 128 metros de longitud, 17
metros de anchura y un promedio de 28 metros de altura, llevaba 4
espadillas o remos timoneros, de 18 metros de longitud cada uno, y su
dotación era de 6280 remeros y marineros y 400 sirvientes esclavos.
Estas cifras no son dadas caprichosamente, sino que, dentro de nuestras
posibilidades, han sido escrupulosamente comprobadas. La galera gigante
del rey Ptolomeo, concretamente, tenía en cada uno de sus lados 200 remos
de dimensiones muy superiores a lo habitual, o sea, un total de 400 remos.
Los esclavos remeros estaban colocados en 4 hileras superpuestas. Según
aumentaba la longitud de cada uno de los remos, era también mayor el
número de los que lo manejaban, que, normalmente, oscilaba entre 4 y 8
hombres.
Contando 80 remos entre las bandas de estribor y babor, en cada una de
las cinco hileras, se obtiene un total de 320 hombres para la hilera inferior,
400 para la siguiente, y así sucesivamente, hasta llegar a 640 hombres en la
hilera superior. Para un «turno de remeros» se precisaban, pues, 2400
esclavos. Calculando solamente sobre relevos de doce horas, se necesitaban
como mínimo 4800 remeros. Añadiendo los marineros, guardianes,
personal de cocina y resto de los servidores del buque, la fabulosa cifra
aparece plenamente justificada.
Esta nave gigante no era, en realidad, otra cosa que un palacio flotante.
Poseía varios salones, una biblioteca y un jardín con piscina para bañarse.
En este mastodonte de los mares había, incluso, arbustos en flor. Los
aposentos reales debieron de ser de una magnificencia inimaginable, que
debió de alcanzar esplendores fabulosos en el monumental salón de fiestas.
El mismo monarca tenía a su servicio otra nave algo «menor» llamada
thalamegos, o «nave de andar por casa». No estaba acondicionada para la
navegación de altura, sino para las tranquilas aguas del Nilo. Tenía 97,60 m
de longitud, y su altura, incluyendo la toldilla para defenderse del sol y el
baldaquino de honor, se calcula en 28 m. Los cronistas hablan de esta nave
como de una enorme casa flotante con un lujo indescriptible.
Una nave con surtidores y acondicionamiento de aire
Un «crucero ligero romano» a su salida de un puerto de Sicilia. Este «trirreme» fue construido
según las medidas exactas del original para figurar en la realización de una película italiana.
Reproducción en una moneda antigua del faro instalado en el puerto de Ostia. En su cúspide se
levantaban tres estatuas, cada una de las cuales servía de soporte a un «brasero».
Casi al mismo tiempo, en los años 299 a 280 a. C., apareció en la isla de
Faros, ante el puerto de Alejandría, otra torre monumental. Los datos que
han llegado hasta nosotros relativos a su altura no concuerdan entre sí;
según unos, llegaba a 130 metros de altura; según otros, no pasaba de 90
metros. En cualquier caso, sus dimensiones eran considerables, habiendo
costado su construcción 800 talentos (unos 180 millones de pesetas).
Asimismo tenía gran importancia desde el punto de vista militar. En el año
47 a. C., Julio César la describió así (De bell. civ. III, 112): «El faro es una
torre de grandes dimensiones, una construcción admirable. Ningún barco
podrá penetrar a través de la estrecha embocadura del puerto en contra de la
voluntad de los que ocupen el faro». La expresión pharus, empleada por
César, ha sido aceptada ya como corriente en muchos de los idiomas
latinos, habiéndose convertido en phare, en la lengua francesa, o en faro en
la italiana y la española, para designar las torres que con sus luces sirven de
orientación a los navegantes.
Hay bastantes razones para suponer que, en su principio, el faro
constituía solamente una «señal diurna», y que carecía de la instalación
adecuada para señales luminosas hasta el siglo I d. C. Así se desprende, por
lo menos, de una reproducción del mismo hecha por el poeta Lucano
(Pharsalia IX, 1004) y de una descripción de Estrabón (Geographica XVII,
1,6).
Por esta época, los romanos habían construido de nueva planta un gran
número de faros, o habían acondicionado las «señales indicadoras» ya
existentes, dotándolas de los medios necesarios para transmitir señales
luminosas. Puede decirse que, al finalizar el primer siglo de nuestra era,
ninguno de los puertos importantes carecía de las instalaciones necesarias
para indicar por la noche la situación de su embocadura.
Apenas se dispone de informes fidedignos sobre el sistema de
iluminación instalado en los elevados torreones. Es de suponer que se
trataba de simples fuegos que ardían a la intemperie, o sea, sin estar
resguardados con una especie de farol. Así lo indica también el escritor
judío Josefo (37-95 d. C.) en una descripción de la torre Faros de
Alejandría. Un equipo de guardianes tenía la misión de mantener encendida
durante toda la noche una hoguera de leña en lo alto de la torre
cuadrangular. De acuerdo con su descripción, el fuego se divisaba desde
una distancia de 300 estadios, o sea, unos 57 kilómetros.
El «Coloso de Rodas». De acuerdo con un antiguo grabado en cobre, este debía ser el aspecto que
ofrecía la monumental estatua de Helios, dios del sol, a la entrada del puerto de la isla de Rodas.
Uno de los faros erigidos por los romanos, «el faro de La Coruña», en la
costa noroeste española, se ha conservado hasta nuestros días, utilizándose
como «fuego de orientación». Por encargo del emperador Trajano, fue
construido por Servio Lupo, aproximadamente en el año 100 d. C.
El único faro de la Antigüedad conservado hasta nuestros días, se yergue en la costa noroeste
española, en las proximidades de La Coruña (Torre de Hércules). Fue construido en el año 100
d. C., por Servio Lupo, por encargo del emperador Trajano.
Reconstrucción del faro de Alejandría, una de las maravillas del mundo antiguo, construido en el
año 285 a. C.
Otro faro mandado erigir por el emperador Calígula por el año 40 d. C., en
las cercanías de Boulogne, siguió prestando servicios hasta la mitad del
siglo XVII, derrumbándose en 1644 bajo los efectos del oleaje. Otras dos
torres romanas, situadas en Constantinopla y otros puertos del Bósforo,
continuaron encendiendo sus fuegos durante un período de tiempo
aproximadamente igual.
EL TRÁFICO MUNDIAL HACE TRES MIL
AÑOS
¿Qué se conseguía con las gigantescas embarcaciones, con las grandes
instalaciones auxiliares y con los puertos?
Al ver hoy los grandes aviones atravesando mares y continentes, así
como los rápidos vapores que surcan los océanos al servicio de líneas
regulares, consideramos esta exhibición técnica de comunicaciones como
una de las mayores conquistas de nuestro tiempo. Sin embargo, hace 3000
años existían comunicaciones marítimas que, partiendo de la cuenca del
Mediterráneo, llegaban hasta la India, China y Escandinavia.
Los antiguos sumerios habían navegado ya, 4000 años antes de Cristo,
por el Golfo Pérsico y el mar Rojo. Sus panzudas naves, equipadas a la vez
con velas y remos, se limitaban al principio a navegar a lo largo de la costa,
atreviéndose más tarde a saltar de isla en isla. Según las noticias que
poseemos, se trataba de naves de alto bordo parcialmente cubiertas.
Dos mil años antes de que los portugueses, al mando de Bartolomé Díaz,
dieran la vuelta al cabo de Buena Esperanza, hacia el año 600 a. C., una
pequeña flota de naves exploradoras partió del mar Rojo, por mandato del
faraón Necao II, dirigiéndose hacia el sur por el litoral africano, costeando
este continente por completo para después regresar al Mediterráneo. Según
informa Heterodonto (490-425 a. C., aproximadamente), las naves
regresaron tres años más tarde a través de las «Columnas de Hércules» —el
estrecho de Gibraltar—, para alcanzar felizmente los puertos egipcios. La
empresa duró tanto tiempo porque las tripulaciones se vieron obligadas
varias veces a desembarcar en tierra firme, sembrar y cosechar trigo y
completar sus provisiones de carne, a la vez que aprovechaban estas
forzadas detenciones para explorar la costa. Sin duda alguna, constituyó una
de las empresas más audaces de aquella época, y pone claramente de relieve
el progreso ya por entonces alcanzado por la navegación.
Entre los fenicios, y asimismo entre los activos cartagineses, estos libros de
navegación eran secretos, especialmente si trataban de los espacios situados
fuera del Mediterráneo. Las rutas a Inglaterra y Escandinavia, así como las
que eran seguidas a lo largo de la costa de África para ir a las Indias, fueron
durante largo tiempo un secreto exclusivo de estos pueblos, del cual
dependía su prosperidad y riqueza. Con toda seguridad que en ellos se
darían instrucciones exactas para la navegación a vela. Sin duda alguna, ya
por entonces se conocían las cartas marinas que, pese a su primitivismo,
debían de registrar ya las corrientes más importantes y las épocas exactas en
que podía contarse con los vientos alisios y monzónicos y el curso
favorable de estos para cada travesía.
Durante la noche, la orientación se efectuaba por medio de las estrellas,
tomando por referencia la Estrella Polar o la Cruz del Sur, según el
hemisferio en que estuvieran situados los mares por los que se navegaba.
Durante el día se empleaba la «varilla de sombra» o «gnomon». Como nos
explica Plinio (VI, 33), con esta Varilla se medía la longitud de la sombra en
distintos puntos geográficos y en determinados días; los valores
establecidos en el curso del tiempo se recopilaban en forma de tablas.
Con frecuencia se ha planteado la cuestión acerca de qué otros medios
de orientación podían tener los antiguos pueblos marineros, que pudieran
servirles en forma semejante a las «piedras de navegar» que más tarde
poseyeron los normandos para marcar una dirección determinada.
LOS ANTIGUOS CHINOS CONOCIERON LA
BRÚJULA
Como quiera que sea, está comprobado que los chinos poseían, hace ya casi
5000 años, un eficaz sistema orientador. La antigua crónica china Poei-wen-
yun, escrita en el año 2600 a. C., citaba ya un aparato llamado Fse-nam, o
sea, «indicador del sur». Probablemente procedía de un «país oriental», y se
sabe que estaba instalado sobre un carruaje de dos ruedas. Se dice en la
crónica citada que únicamente con la ayuda de tal aparato les era posible a
los chinos penetrar en las extensas estepas donde no existía detalle alguno
que pudiera servir de orientación. Muchos años más tarde, en 1160 a. C., la
antigua enciclopedia china T’oung-Pao, incluía una detallada descripción
de este «indicador del sur»: «Durante el buen tiempo —señala— se coloca
una tabla entre las varas de tiro del carro, una vez puestas en posición
completamente horizontal, con el fin de que sirva de soporte a una caja de
cuyo centro sobresale una varilla, sobre la cual se monta una figura de
hombre que, con su brazo derecho extendido, señala siempre hacia el sur».
El chino Hiu-tsin, en el año 121 d. C., dio a conocer nuevos detalles
sobre el «hombrecillo indicador» en su famoso diccionario Shue-wen, en el
que, entre otras cosas, decía que la aguja sobre la cual giraba el Fse-nam
oscilaba libremente sobre una piedra de imán natural. Por todos estos datos,
se aprecia claramente que los chinos conocieron hace ya muchos siglos la
brújula formada mediante la combinación de una aguja de acero y un imán.
Y, según informa el mismo diccionario Shue-wen, no solamente les servía
para recorrer las estepas intransitables, sino que también lo empleaban para
realizar «largas travesías por el mar abierto». Desde luego, la traza exterior
del «indicador del sur» difería no poco de la brújula que hoy conocemos. La
estatuilla iba montada sobre una armazón que, perfectamente nivelada, se
instalaba en la proa de la nave. Por otras fuentes también sabemos que,
durante la dinastía Tsin, unos 250 años a. C., los chinos visitaban con
regularidad los puertos de las Indias Orientales y que, siempre con la ayuda
de esta brújula, llegaron a recorrer la costa oriental de África. A pesar de
tales antecedentes, es bastante discutible, ya que carecemos de toda
referencia acerca de si los pueblos navegantes de la cuenca del
Mediterráneo poseían alguna noticia sobre este «elemento auxiliar de la
navegación».
El precursor de nuestra brújula, en la forma en que lo utilizaban los chinos hace casi 5000 años.
Hace más de 1000 años, los árabes copiaron de los chinos el principio de su «indicador del sur».
Colocaban el imán en una cavidad de madera, que dejaban rotar en un recipiente con agua. El
dibujo reproducido es original de Leonardo da Vinci, y las anotaciones están hechas con el
sistema de escritura de espejo característica en él.
Los griegos utilizaron el primer alfabeto telegráfico con estos dos muros almenados de cinco
huecos cada uno. Así se comunicó a Micenas la conquista de Troya. Encendida en el monte Ida,
cerca de Troya, la señal luminosa convenida fue vista desde la isla de Lemnos, transmitiéndola a
continuación al monte Athos, y desde allí, después de atravesar el centro del Ática, llegó al
Peloponeso.
A B CDE
F GH I K
LMNOP
QR STU
VWXYZ
Para transmitir, por ejemplo, la letra «K», se hacía de la siguiente
manera: En el «indicador de líneas» de la izquierda era colocada una
antorcha en cada uno de los dos primeros huecos de las almenas, vistos de
izquierda a derecha. Esto significaba, pues: «Segunda línea». Como la «K»
ocupaba el quinto lugar en la segunda línea del esquema, se colocaban
cinco antorchas en los huecos del muro de la derecha. Esta operación
actualmente puede parecemos muy complicada, pero, con un número
adecuado de servidores podía ser ejecutada con cierta rapidez. A
continuación se transmitía la letra siguiente en la forma ya indicada. Una
vez terminada la transmisión de la palabra, entonces era agitada una
antorcha, moviéndola de derecha a izquierda.
Desde el punto de vista militar, este sistema telegráfico tenía también
otra ventaja, la cual consistía en poder variar el orden de colocación de las
letras, constituyendo así en tiempo de guerra un código secreto que no
podía ser descifrado por el enemigo.
La telegrafía nocturna demostró ser de tanta utilidad que fue adoptada por
las legiones romanas, si bien en forma más simplificada: a base de vallas.
Según se dice en unas «Ordenanzas» de Sexto Julio Africano, del año 220
d. C., que han llegado hasta nosotros, cada signo había de ser repetido por
la estación receptora, para así eliminar todo posible error. No nos consta el
que este sistema también fuese empleado durante el día, sustituyendo las
antorchas por banderas. La descripción de Sexto Africano no solo trata de la
telegrafía nocturna, aclarando que, durante el día, era mucho más práctico
el envío de un mensajero que el uso de las señales ópticas. Naturalmente, en
esto debió haber alguna excepción, sobre todo en los casos de fortalezas
sitiadas.
Con respecto a nuestra telegrafía actual, sin duda, el sistema descrito era
de gran lentitud y necesitaba disponer de buena visibilidad entre los
numerosos puntos intermedios, que, además, se veían obligados a repetir
todo el texto. A pesar de ello, es indudable que, no solo en caso de guerra,
sino también para salvar los obstáculos representados por los ríos, brazos de
mar y valles intransitables, constituía un valioso medio auxiliar,
especialmente por la noche.
Flavio Vegetio Renato, otro tratadista militar romano, en sus
«Instituciones» (De re militan III, 5), publicadas en el año 390 después de
Cristo, menciona otro sistema diurno de telegrafía óptica, basado en los
cambios de posición angular de un travesaño móvil, compuesto por tres
piezas fijas sobre un mástil, y colocado en lo alto de las torres de vigilancia.
Dado el estado de la técnica y los conocimientos de mecánica alcanzados
por aquella época, debemos aceptar como posible que este «emisor de
señales» también podía ser maniobrado desde la plataforma de la torre.
La invención del telescopio, y el aumento de las posibilidades visuales
que ello trajo consigo, hizo que este sistema de transmisión de noticias
fuese actualizado en tiempos más modernos. El telégrafo óptico presentado
a la Convención Nacional el 22 de marzo de 1792 por el ingeniero francés
Claude Chappe, se basaba en este sistema, desarrollado ya 1400 años antes.
La primera línea telegráfica de esta clase fue instalada en 1793, yendo
desde París hasta la ciudad fronteriza de Lila, a una distancia que hizo
necesaria la instalación de 20 estaciones intermedias; cada signo
transmitido requería seis minutos para cubrir la totalidad del trayecto.
EL CORREO AÉREO TIENE UNA
ANTIGÜEDAD DE CINCO MIL AÑOS
Junto a la necesidad de poder transmitir breves noticias con ayuda de una
instalación telegráfica que permita salvar con rapidez grandes distancias y
poder tomar con tiempo suficiente las correspondientes medidas de
seguridad, siempre había existido interés en hacer llegar al destinatario, por
el sistema más veloz posible, diferentes comunicaciones equivalentes a
nuestras cartas actuales.
Podemos considerar que la carta es casi tan antigua como el arte de la
escritura. Distintos hallazgos habidos en los restos de las colonias
comerciales asirias en el Asia Menor, así como en los archivos de las cortes
de Babilonia y de Mari, han dado a conocer la existencia de cartas
pertenecientes al segundo milenio a. C. Al primer milenio a. C. pertenece
una extensa correspondencia de los reyes asirios de Nínive.
De la misma época son las cartas encontradas en Egipto. Un
bajorrelieve hallado en el sepulcro de Ipuena-Ra (1474 a. C.) demuestra
que, en sus orígenes, las cartas se escribían grabando los caracteres sobre
arcilla húmeda. Más tarde, los jeroglíficos fueron dibujados sobre «papiro»,
un material elaborado con el cogollo de unos juncos de ese mismo nombre
cuyos signos eran trazados con un cálamo de caña y una especie de tinta
obtenida de madera carbonizada previamente molida.
Un escriba en el antiguo Egipto.
Entre los griegos y los romanos, las cartas consistían en unas tablillas de madera cubiertas de
cera en las que el mensaje se grababa con un punzón o estilete. Las tablillas estaban unidas entre
sí, formando una especie de libro.
Por esa época aumentó de tal manera la afición a las palomas mensajeras
que se construyeron torreones dedicados exclusivamente a la cría y
adiestramiento de estas aves, a la vez que era llevado un cuidadoso registro
genealógico de los ejemplares más notables.
Hubo palomas por las que se llegó a pagar hasta 400 denarios,
equivalente a unas 1500 pesetas-oro. Los gladiadores romanos solían
emplear palomas para informar a sus deudos de las victorias obtenidas en
los combates. De los escritos de Plinio también se desprende que, bajo el
mando de Julio César, los ejércitos romanos utilizaban palomas mensajeras
para enviar noticias desde distintos puntos de las Galias, especialmente
cuando se hallaban en campaña.
No hay duda de que es necesario proceder a un reajuste de nuestros
conceptos en lo que se refiere a algunas cosas de la Antigüedad. Por
ejemplo, el correo no era tan lento y primitivo como generalmente se cree.
Sabemos que las palomas mensajeras pueden recorrer hasta 90 kilómetros
por hora, o sea, que superan el rendimiento real de un tren expreso,
teniendo en cuenta, además, que vuelan siempre eligiendo la ruta más corta.
Pero este conjunto de palacios con sus numerosos jardines no llegaba a ser
la mayor construcción de Babilonia, ya que tal distinción estaba reservada a
la famosa torre de Babel, citada en la Biblia. Según el relato del primer
libro de Moisés (Génesis, 11,7), Dios confundió el lenguaje de sus
constructores, y, entonces, estos se dispersaron en todas direcciones.
Rigiéndonos por las noticias de origen babilónico y griego llegadas hasta
nosotros y por los resultados de las excavaciones realizadas por el
arqueólogo alemán Robert Koldewey, la altura de esta torre destinada a
templo era de 90 metros. La base formaba un cuadrilátero de 90 metros por
cada lado, sobre el que se erguía un zócalo inferior de 33 metros altura,
rematado por seis pisos superpuestos; a la plataforma primer zócalo se
llegaba desde la parte anterior por medio de tres grandes escalinatas, desde
las que partían, conduciendo a cada uno de los pisos, otras escaleras
abiertas por la parte exterior de los muros. Al final, culminando todos los
pisos, se alzaba una torre piramidal dedicada a templo para el culto de
Marduk, el dios de Babilonia. Esta torre estaba revestida con
resplandecientes ladrillos de cerámica azul y su tejado cubierto con láminas
de oro.
En este templo se dispuso un lecho gigantesco destinado al dios que, por
lo visto, y según creencias de aquellos tiempos, pernoctaba en él. También
formaba parte de las instalaciones del templo un trono colosal, con un gran
escabel de oro puro a sus pies, ante el cual había una mesa del mismo metal
y de parecidas proporciones, sobre la que los creyentes tenían la costumbre
de depositar sus ofrendas. Según los datos facilitados por Heterodonto, que
visitó el torreón del templo en el año 485 a. C., los objetos de oro para
ornamentación y culto tenían un peso total de 800 talentos. De acuerdo con
las medidas de la época, un talento pesaba aproximadamente 27
kilogramos, por cuanto los 800 de referencia equivalían a un peso total de
21 600 Kg.
Todo esto permite apreciar que la policía del antiguo Egipto estaba
capacitada para cumplir las funciones que se le habían encomendado,
realizándolas en una época que no se nos ocurriría asociar con un
satisfactorio orden público. Incluso, en un período de disturbios como el
que significó la transición del antiguo al nuevo imperio (2190-2140 a. C.),
durante el reinado de los llamados «Herakleopolitanos», se escribió como
epitafio en el sepulcro del jerarca Tefjeb, especie de jefe de policía en una
provincia egipcia: «Todo el que se veía obligado a pernoctar en una
carretera cantaba sus alabanzas, ya que se sentía tan seguro como un
hombre dentro de su casa, pues la vigilancia de los agentes de policía era su
mejor protección».
Una patrulla de policía egipcia del año 2600 a. C., sobre el rastro de un delincuente.
Hoy en día diríamos que bastaba con fotografiar las huellas digitales
dejadas en el mango de la hoz para identificar inmediatamente al autor del
delito, y ya no se concibe cualquier investigación de las brigadas criminales
en la que no se utilice este recurso. La mayor parte de los organismos
policíacos lo adoptaron al principio del presente siglo, a pesar de que, por
muy sorprendente que parezca, hace 4000 años, los asirios conocían ya las
peculiaridades de las huellas digitales, haciendo uso de ellas para
determinados fines. En los documentos redactados con escritura cuneiforme
sobre tablillas de arcilla, hacían imprimir en el barro aún húmedo la huella
del pulgar derecho de los firmantes a continuación de su nombre completo,
para de ese modo salir al paso de posibles falsificaciones.
La importancia adquirida por el uso de huellas se aprecia claramente en
algunas tablillas de arcilla depositadas hoy en el Museo Británico, en
Londres, procedentes de la «cancillería» del rey Shamshiadad I
(1748-1716 a. C.). Dichas tablillas contienen una detallada información
acerca de distintos hechos ocurridos en la corte egipcia; en la actualidad, tal
información se hubiera conocido por la denominación de «informe
confidencial», como delicado eufemismo para designar un acto de
espionaje.
Esas tablillas aparecen firmadas, pero también figura en ellas la huella
del pulgar de quien redactó el informe. Dado que entonces la escritura
estaba a cargo de esclavos, este signo de identificación revestía particular
importancia para certificar la autenticidad del comunicado, pero ello
presupone al mismo tiempo la existencia de una especie de archivo en el
que estuvieran registradas las huellas digitales de todos los empleados
asirios, con el fin de comprobar en un momento dado su legitimidad. De no
ser así, no cuesta trabajo imaginar con qué facilidad podían enviarse a
Babilonia informes falsos, ya que también existía entonces, y hay varias
fuentes que lo demuestran, una especie de contraespionaje.
Como es lógico, resulta sumamente dudoso el que tales huellas digitales
fuesen empleadas en aquella época para la identificación y captura de los
delincuentes, ya que no existe dato alguno que permita suponerlo. Lo que
resulta rigurosamente cierto es que ya conocían a grandes rasgos las
principales peculiaridades de las huellas digitales, de lo cual también se
encuentran indicios en la antigua China.
Al igual que entre los asirios, también los chinos de la Antigüedad, desde
mucho antes de nuestra era, acostumbraban firmar sus contratos
imprimiendo la huella de sus dedos al lado del nombre. Entre las ruinas de
un antiguo monasterio situado en las cercanías de Khotan, poco antes de la
Segunda Guerra Mundial, fueron encontrados numerosos contratos
firmados en esta forma.
En este sentido, es definitiva la cláusula que aparece al final de un
contrato de préstamo, redactado en el año 782 d. C., y que dice así: «Las
dos partes contratantes lo encuentran justo y equitativo, y, en prueba de ello,
añaden a la firma la huella de su dedo pulgar».
Esta huella digital no solo tenía carácter simbólico, sino que, sobre todo,
servía para efectos de identificación, a fin de que, incluso si el deudor se
había presentado bajo un nombre falso, pudieran establecerse
«características personales» preventivas. Pero esto también significa que ya
se tenían algunos conocimientos sobre las formas características de las
huellas digitales; que se sabían interpretar sus diferentes formas, y que
también se disponía de medios para demostrar la identidad de dos huellas
impresas por una misma persona.
Tales conocimientos, y, probablemente, esto será lo más sorprendente
para nuestros criminalistas, los aplicaron también los chinos para el
esclarecimiento de hechos delictivos. Durante el reinado del emperador
T’ai-Tsu (1368-1398 d. C.) se consiguió descubrir a un asesino por este
medio; el asesinato había sido cometido por envenenamiento, y fue posible
identificar al criminal por el reconocimiento de las huellas del pulgar y del
índice que habían quedado marcadas en una copa de plata. Probablemente
hubiera caído en el olvido este episodio de no haber sido elegido por el
poeta y pintor Chiu-Ying como tema de una de sus obras, reflejándolo
mediante la imagen y la palabra escrita, obra que posteriormente llegó a
manos de un coleccionista europeo.
La instrucción de una causa por procedimiento sumarísimo era corriente hace 3000 años. En las
dos escenas superiores del relieve esculpido sobre piedra caliza, aparecen los detenidos
maniatados y los agentes de policía con el atestado en la mano. En el centro se ve al juez que
pronuncia la sentencia. A la derecha, figuran dos reos a quienes se acaba de condenar y que son
conducidos para sufrir el castigo de apaleamiento. Ante ellos, en cuatro estanterías, aparecen los
rollos de la Ley, que representaban el código penal de los antiguos egipcios.
EL ABASTECIMIENTO DE AGUA DE LA
ROMA ANTIGUA ERA MEJOR QUE EL
ACTUAL
Volvamos a ocuparnos de nuevo de las grandes ciudades antiguas. Además
de Babilonia, en el Próximo Oriente y a lo largo de la costa mediterránea
había numerosas ciudades importantes, tales como los puertos fenicios de
Sidón, Biblos, Tiro y Sarepta, con sus grandes muelles e instalaciones y sus
edificios, algunos hasta de diez pisos. Estos centros comerciales y de
comunicaciones poseían casa de banca, lonjas de comercio y graneros de
asombrosa capacidad. Durante largo tiempo, fueron los puertos más
importantes de todo el mundo por entonces conocido.
Además de estas, había otras grandes ciudades que justificaban este
título por el número de personas que en ellas habitaban. En la época de su
mayor apogeo, Atenas tuvo 250 000 habitantes; Jerusalén se aproximaba al
medio millón; Cartago y Alejandría alcanzaron tres cuartos de millón; y
Roma, bajo el Imperio, un millón y medio.
Sin embargo, el número de habitantes no era lo más importante, ya que
también destacaba la magnificencia y riqueza de la población, las
notabilidades y monumentos que existían en estas grandes urbes.
Roma, por sí sola, albergaba dentro de sus muros más obras artísticas
que todas las grandes ciudades europeas de nuestro tiempo. Además del
Capitolio y del Coliseo, se alzaban en ella más de 400 templos con
numerosas imágenes de los dioses construidas en oro y marfil. Poseía 28
grandes bibliotecas, más de 2000 grandes palacios y enormes instalaciones
de baños públicos, con todo lo cual apenas podríamos competir si nos lo
propusiéramos.
La mayor parte de los acueductos romanos constaban de dos o tres canales conductores de agua
superpuestos. El dibujo representa la sección transversal del acueducto construido por el pretor
Maído en el año 145 a. C.
¡El Coliseo, gigantesca construcción cuyas ruinas conoce todo el que haya
visitado Roma, con capacidad para 48 000 espectadores sentados y 5000 de
pie! Ochenta grandes pórticos regulaban la entrada y salida de las masas de
público, con una distribución de pasillos que permitían alcanzar en pocos
minutos los asientos situados en numerosas filas superpuestas. El conjunto
tenía forma elíptica, siendo su eje mayor de 187,77 metros, con una altura
de 48,5 metros, y originalmente constaba de tres pisos soportados por
arcadas de columnas; en el año 80 d. C., el emperador Tito hizo elevar un
cuarto piso para proporcionar asiento a 8000 espectadores más. El conjunto
del graderío se alzaba sobre siete galerías de pilastras concéntricas; pero,
además, bajo el nivel de la arena, había otros tres pisos subterráneos
destinados a los vestuarios y salas de entrenamiento de los gladiadores,
mazmorras para los condenados a muerte, establos para los caballos y jaulas
para las fieras.
Algunas veces sucedía, como en este caso, que dos acueductos se cruzaban en su recorrido. El
dibujo es una reconstitución, pudiendo apreciarse en su parte derecha un punto en el que
aparecen superpuestos los tres canales de conducción de que constaba el acueducto «Marcia-
Julia», situado al sureste de Roma.
Unos siglos más tarde, el rey Hischia (715-686 a. C.) amplió la traída de
aguas a Jerusalén con una nueva tubería, para lo cual hubo de construirse un
segundo túnel de 535 metros de longitud que, a causa de las condiciones
geológicas y para poderlo mantener oculto en el caso de un asedio enemigo,
tenía la forma de una «S».
La construcción iniciada por ambas vertientes de la colina marca todo
un récord. Pese a todas las perfecciones alcanzadas en la técnica
topográfica, hoy representaría grandes dificultades emprender la
construcción de un túnel de tal longitud y con semejantes curvas en su
trazado, haciéndolo desde dos partes opuestas y realizando los trabajos de
tal forma que las dos perforaciones coincidiesen exactamente. No
conocemos de qué medios auxiliares pudieron valerse, si bien se aprecia
que hubo un momento en que llegaron a desviarse de la dirección prevista,
error que supieron corregir a tiempo, ya que alcanzaron el resultado
propuesto.
En 1880, bañándose unos niños en el túnel, encontraron una antigua
inscripción hebraica que, traducida libremente, decía así: «Cuando todavía
quedaban por perforar tres varas, se oyeron las voces de las dos cuadrillas
de trabajadores, llamándose unos a otros. Y el día de la perforación, los
mineros, con sus mazas y sus barrenos…». No se ha conseguido descifrar
todo el texto de la borrosa inscripción, pero es sorprendente el esfuerzo que
tras estas escuetas palabras se esconde, mucho más si pensamos que
corresponden a una época que se remonta a 2500 años.
Otros túneles semejantes, pero no de forma tan complicada, fueron
construidos en distintos lugares de Grecia para el abastecimiento de las
poblaciones. Uno de los motivos principales para que la conducción de
aguas fuese de carácter subterráneo obedecía a la precaución de impedir
que, en caso de asedio, el enemigo pudiera cortar el suministro de agua o
proceder a su envenenamiento para forzar a los habitantes a la rendición.
En este aspecto es extraordinariamente ejemplar la conducción de agua
construida en el siglo XIII a. C., en la ciudad y fortaleza de Micenas, al
noroeste del Peloponeso. Estaba profundamente sepultada bajo tierra, y,
para el caso de que el enemigo hubiera conseguido ocupar la ciudad, podía
ser alcanzada desde la fortaleza por un paso subterráneo.
Una bañera de 3000 años de antigüedad, procedente del antiguo palacio real de Cnossos, en
Creta.
Con anterioridad a esa época, los pueblos más civilizados del Asia Menor
tuvieron que disponer ya de establecimientos especialmente dedicados a los
baños públicos. En la antigua ciudad asiria de Assur, en las proximidades de
la actual Kal’at Shergat, en la orilla derecha del Tigris, han sido encontradas
grandes salas con pilas de arcilla y tuberías, que eran utilizadas como
cuartos de baño 2300 años a. C.
También existían por entonces auténticas bañeras, como las descubiertas
junto al Éufrates, en el palacio del rey sumerio Ilum-Ishar, en las cercanías
de Mari; las dos bañeras son de arcilla cocida y tienen una forma muy
parecida a la de nuestras bañeras actuales.
Termas de Caracalla
Sistema seguido por los romanos para la calefacción del pavimento y paredes en la gran sala
construida en Tréveris en el año 320 d. C. para recibir al emperador Constantino el Grande. El
edificio se utiliza actualmente como iglesia.
Nerón utilizaba un ascensor para trasladarse a las diferentes plantas de su «palacio de oro»
construido, en el año 64 d. C., después del incendio de Roma.
El taxi de los antiguos egipcios funcionaba con bolas de diferentes colores, las cuales iban
cayendo en un recipiente.
Mucho más exactos eran los contadores introducidos algún tiempo más
tarde por los egipcios. Funcionaban por medio de unas ruedas dentadas
provistas de unos agujeros en los que se alojaban bolas de diferentes
colores, las cuales iban cayendo dentro de una caja a cada vuelta completa
de la rueda. Al final de la carrera, se pagaba de acuerdo con el número de
bolas que hubiera caído.
El medio más antiguo para atravesar estas vías de agua lo constituyeron las
balsas. En los ríos de menor caudal había zonas de poca profundidad que
permitían el paso, y son numerosos los campamentos, aldeas y hasta
ciudades que no solamente en la Antigüedad, sino también en la Edad
Media, surgieron alrededor de estos puntos de paso llamados «vados»,
siendo abundante en todos los países la toponimia que hace referencia a esta
circunstancia[*]. Sin embargo, no era factible vadear de esta forma los ríos
profundos o muy caudalosos, por lo que, ya desde muy antiguo, se recurrió
al procedimiento de salvar las corrientes de agua mediante pasarelas o
puentes de madera.
Los orígenes de los puentes de piedra son muy remotos. En China se
construyeron puentes de piedra natural o de ladrillos hace más de 4000
años. Los primeros puentes eran muy planos, con estrechas aberturas para
dejar paso al agua, siendo más tarde cuando los chinos emprendieron la
construcción de amplias arcadas, con las que llegaron a formar puentes de
dimensiones sorprendentes. El puente de piedra, de 3000 años de
antigüedad, construido sobre el río Min, en Fu-Chou, tiene la considerable
longitud de 940 metros.
Puente de piedra construido por los chinos sobre el río Min, durante el reinado del emperador
Wu-Wong, en el año 1050 a. C. Es uno de los mayores y más antiguos puentes del mundo, con una
longitud superior a 900 m y una altura de 19 m sobre el nivel de las aguas.
Algunos siglos más tarde, aproximadamente por el año 700 antes de Cristo,
se construyeron también los primeros puentes de piedra en Babilonia. Se
trata de construcciones en forma de arco que, como han demostrado
recientes excavaciones, se adelantaron en varios siglos a las construcciones
abovedadas propias de los sumerios.
El primer puente construido por los romanos sobre el Tíber, el «Pons
Publicus», era de madera. Construido durante el reinado del legendario
Anco Marcio (686 a. C.), cada año era destruido en el curso de una
ceremonia religiosa, para a continuación ser restablecido de nuevo. Pese a
su escasa importancia, este puente ocupa un lugar en la historia gracias a su
heroico defensor, Horacio Cocles, quien, en el año 507 a. C., resistió en él
la arremetida de los etruscos, hasta que sus compañeros pudieron contener
la invasión, momento en que el héroe saltó a las turbulentas aguas del Tíber,
alcanzando felizmente la otra orilla.
El «Pons Salarius», sobre el Anio, terminado a principios del siglo VI
a. C., fue el primer puente romano de piedra, dotado ya con las bóvedas de
medio punto características de los puentes romanos, si bien dichas bóvedas
son de procedencia etrusca. Como en muchos otros puentes construidos
después por los romanos, en su centro, a modo de enorme portal, se
levantaba una torre cerrando el paso, disposición defensiva con la cual
fueron dotados la mayoría de los puentes tras el episodio de la famosa
defensa de Horacio Cocles.
Sometidos a múltiples modificaciones en el transcurso del tiempo, se
han hecho diversas tentativas para reconstruir el aspecto original de los
puentes romanos, basándose, en algunos casos, en las reproducciones que
figuran en las monedas puestas en circulación para conmemorar la apertura
de alguna de aquellas construcciones y honrar a su constructor. Gracias a
estas reproducciones, nos ha sido permitido conocer el aspecto original de
un puente mandado construir por el emperador Augusto (30 a. C.-14 d. C.).
La forma original de otro puente también muy antiguo, el actual «Ponte
di Sant’Angelo», ha llegado hasta nuestro conocimiento igualmente por
medio de las medallas conmemorativas. Con el nombre de «Pons Aelius»,
fue mandado construir por el emperador Adriano en el año 136 d. C.; estaba
enriquecido con columnas y estatuas, y atravesaba el Tíber en dirección al
monumental mausoleo del emperador, conocido hoy por «Castillo de
Sant’Angelo». Las columnas han desaparecido, y algunas figuras,
concretamente las del ángel, de donde se deriva su actual denominación,
fueron colocadas algunos siglos después en lugar de las antiguas esculturas
que lo adornaban.
El primer puente romano de piedra, el «Pons Salarius», sobre el Anio, presenta ya la bóveda de
medio punto tomada de los etruscos, y estaba guarnecido con una torre que lo cerraba por
completo a mitad de su recorrido.
Puente de barcas sobre el Danubio, correspondiente al reinado de Trajano, año 100 d. C. Dibujo
del relieve existente en la Columna de Trajano, en Roma.
Epitafio de un técnico
Los antiguos egipcios eran grandes gastrónomos y tenían predilección por el asado de ganso.
Llegaron a poseer incubadoras artificiales instaladas en las cercanías de Tebas. Dibujo según un
relieve en piedra hallado en el sepulcro de Ti (2650 a. C.).
Lo más sorprendente entre los objetos hallados son las antiguas cerraduras
romanas, notable exponente de una gran capacidad técnica, por los
ingeniosos sistemas y la gran variedad de los paletones y guardas de sus
llaves, no menos que por la multiplicidad de sus aplicaciones. Han sido
reconstruidas algunas cerraduras de picaporte y de corredera para arcas y
puertas, así como candados. Estos últimos son tanto más dignos de estudio
por la necesidad de colocar muelles en sus dientes para evitar el
desplazamiento a que estarían expuestos con los movimientos.
Entre las cerraduras, indistintamente, aparecen las de llaves con tija y
llaves huecas. Particularmente curiosas son las sortijas romanas con
pequeñas guardas a modo de llave, destinadas para abrir y cerrar joyeros o
pequeñas arcas de caudales. En esta época incluso conocían las cerraduras
de seguridad.
Está demostrado que la necesidad de cerrar una puerta es tan antigua
como las mismas puertas. Los antiguos egipcios ya disponían de cerrajeros;
en este sentido, es concluyente la existencia en el Museo de Berlín de una
cerradura perteneciente al reinado de Ramsés II (1250 a. C.), construida por
un sistema análogo al de las actuales cerraduras de pivotes móviles, cuya
patente fue solicitada por Yale, en los Estados Unidos, en el año 1849.
No son estas las únicas realizaciones de la época. En un altorrelieve
babilónico, en el que aparece el dios del Sol llevando en la mano las llaves
de las puertas celestes, el tipo de estas demuestra, sobre todo por la espiga
colocada en ángulo recto, que se trataba de una cerradura de picaporte tal
como las usadas en nuestras casas de campo hasta hace muy pocas
generaciones.
Algunos siglos más tarde, en el año 670 d. C., cuando los árabes,
acaudillados por el califa Muawijah, pusieron sitio a Constantinopla con un
ejército de 100 000 guerreros y una flota gigantesca, el «fuego bizantino» o
«fuego griego», como también se le denominaba, resultó decisivo para
poner fin a la guerra. El gran químico e inventor Callínicos había mejorado
considerablemente el material empleado con el lanzallamas, logrando,
mediante la adición de una parte de colofonia, otra de azufre y seis de
salitre, una materia inflamable de fuego inextinguible con agua. Los
incendios provocados por el invento de Callínicos entre las naves del
atacante, y los proyectiles impregnados con el nuevo material que fueron
lanzados sobre el campamento del enemigo, lo arrasaron todo: murieron
30 000 árabes y, durante 400 años, esta «arma secreta», cuya composición
no llegó a ser divulgada, preservó al Occidente contra nuevos ataques.
Aunque en una forma algo distinta, también fue conocido en la
Antigüedad el empleo de gases como arma mortífera. La dificultad de
expulsar al enemigo de una posición fortificada, obligó a usar métodos de
combate parecidos a los desarrollados en nuestros tiempos con los
procedimientos de la guerra química. Entre los más antiguos gases de
guerra citados en la historia, en primer lugar figura el azufre, empleado por
las propiedades sofocantes de su humo para arrojar al enemigo de sus
posiciones. Este medio de combate es citado ya por Tucídides
(460-395 a. C.) en su Historia de la guerra del Peloponeso. Además del
azufre, existieron también otras materias combustibles, fumígenas y
silenciosas.
La artesanía de la Antigüedad
Al igual que los antiguos egipcios, también los babilonios poseían una
sorprendente ciencia astronómica. Eran conocedores de la duración exacta
de la órbita de los planetas, y fueron los primeros en conseguir con relativa
exactitud la previsión de los eclipses lunares. Es presumible que también
supieran que estos eclipses se deben a la interposición de la Tierra entre el
Sol y la Luna. Observando el perfil de la sombra gradualmente proyectada
por la Tierra sobre la Luna, dedujeron la forma redonda de nuestro planeta.
Esto no es una simple suposición, sino algo que está específicamente
confirmado en algunas tablillas de arcilla actualmente depositadas en el
Museo Británico de Londres. Además de las explicaciones contenidas en el
texto, aparece un dibujo en el que se muestra a la Tierra con forma redonda
y circundada por el halo solar. ¿Sabían también los babilonios que la Tierra
es un cuerpo esférico? Hasta la fecha no estamos en condiciones de
responder a esta pregunta, si bien no deja de ser notable que, en una
representación de la Tierra existente en Londres, en la que aparece
burdamente trazado un mapa de Mesopotamia («el país entre ríos») con sus
ciudades, se aprecian claramente unas líneas semicirculares longitudinales y
transversales, formas que solo pueden aplicarse a una esfera.
Pítágoras (580-500 a. C.), nuestro conocido desde la edad escolar por su
célebre teorema, ya había reconocido en su época que la Tierra es una
esfera que se mueve en el espacio. Casi al mismo tiempo, aproximadamente
en el año 500 a. C., Heráclito, filósofo y astrónomo de Éfeso, afirmó que la
Tierra tiene un movimiento de rotación.
Siendo así, reflexionó, el Sol tenía que proyectarse al mismo tiempo sobre
todos los lugares del disco terrestre, incidiéndolos bajo el mismo ángulo.
Pero esta teoría no se veía confirmada en la práctica, ya que, a mediodía, o
sea, estando el Sol en su cenit, sus rayos se proyectaban sobre Alejandría
con una declinación de 7 1/5 grados, mientras que en Syene caían
completamente perpendiculares hasta penetrar en el fondo de un pozo, a la
vez que el disco solar quedaba reflejado en la superficie del agua. Como ya
era conocido desde mucho tiempo atrás el paralelismo de los rayos solares,
comprobado por el fenómeno que presentan al penetrar en una habitación
oscura, la diferencia del ángulo de proyección en dos puntos distintos solo
podía ser producida por una curvatura de la superficie terrestre, lo cual
significaba tanto como que la Tierra era una esfera y no un disco.
Dado que los 7 1/5 grados son la quincuagésima parte de una
circunferencia de 360 grados, la totalidad de la esfera debería tener un
perímetro igual a 50 veces la distancia que separa Alejandría de Syene.
Siendo esta distancia aproximadamente de 5000 estadios (800 kilómetros),
llegó a la conclusión de que el perímetro terráqueo debería medir 50 × 800
= 40 000 kilómetros, o 250 000 estadios. Más tarde calculó con mayor
aproximación la distancia entre Alejandría y Syene, obteniendo con los
nuevos datos un resultado de 246 000 estadios para el perímetro terráqueo,
a los que corresponden casi exactamente 39 459 kilómetros. Según los
últimos cálculos, el perímetro terráqueo, medido sobre los polos
(Eratóstenes lo calculó en dirección norte-sur), es de 39 710 kilómetros.
Vemos, pues, lo asombrosamente cerca que hace 2200 años estuvo el gran
matemático de acertar con sus cálculos el verdadero perímetro de la Tierra.
La diferencia de 251 kilómetros, atribuible en su mayor parte a la
imperfección de los instrumentos de medición entonces utilizados, no
disminuye en modo alguno el valor de su descubrimiento.
Otros descubrimientos y deducciones demuestran también la gran
semejanza que en muchos aspectos existía entre la idea que los antiguos
tenían del mundo y la que nosotros poseemos.
El filósofo griego Anaxágoras (500-428 a. C.) expresó la opinión de que
la Luna era semejante a la Tierra en su estructura superficial, existiendo en
ella montañas, abismos y llanuras parecidos a los de nuestro planeta.
Aristarco: «Del tamaño y distancia del Sol y de la Luna». —Otro
astrónomo griego, Aristarco, que vivió por el año 270 a. C. en la isla de
Samos, afirmó que la Tierra gira alrededor del Sol—. En la única de sus
obras llegadas hasta nosotros, Tratado sobre las magnitudes y las distancias
del Sol y de la Luna, intentó determinar la relación de las distancias del Sol
y de la Luna con respecto a la Tierra mediante un procedimiento correcto y
genialmente concebido.
El resultado a que llegó Aristarco fue confirmado dos siglos después por
el astrónomo griego Hiparco de Nikaria (190-120 a. C.), basándose en un
asombroso procedimiento de cálculo por medio del cual determinó la
distancia de la Luna. Partiendo de los informes recogidos sobre un eclipse
solar visto desde Alejandría, durante el cual el Sol había sido cubierto por la
sombra de la Luna en 4/5 de su superficie, en tanto que el eclipse había sido
completo en el Helesponto (los actuales Dardanelos), y calculando la
diferencia de latitud de los dos puntos de observación y los ángulos con los
que la Luna se había desplazado aparentemente con respecto al Sol,
Hiparco calculó la distancia media de la Luna con relación a la Tierra en 77
radios terráqueos. Tomando en consideración otros eclipses solares
observados más tarde, modificó este cálculo para dejarlo fijado en 59 radios
terráqueos. Según nuestros últimos cálculos, el valor exacto es de 60,4
radios terráqueos.
Hiparco comprobó también que la distancia entre nuestro planeta y su
satélite no es siempre la misma. Dejó asimismo establecido que la Luna no
se mueve siempre con la misma velocidad, sino que su movimiento se
acelera cuando se encuentra más cerca de la Tierra. El diámetro de la Luna
también lo calculó exactamente, llegando a la conclusión de que
corresponde a 3/11 del diámetro terráqueo.
No son estos los únicos descubrimientos notables realizados por
Hiparco. Mediante cuidadosas observaciones astronómicas, determinó
también, con mucha mayor exactitud que sus predecesores, la duración del
año solar, calculándolo en 365 días, 5 horas y 55 minutos, con solo un error
de 6½ minutos. Asimismo calculó la desigual duración del día y de la
noche, ya estudiada por el astrónomo babilónico Kidunnu (314 a. C.). La
aparición de una nueva estrella en la constelación de Escorpión le inspiró
para redactar un catálogo de estrellas fijas.
Al igual que su gran colega Eratóstenes, Hiparco enseñaba en la famosa
universidad y «emporio de ciencias» de Alejandría. Fue uno de los primeros
sabios de la Antigüedad, y acostumbraba utilizar sistemáticamente la
trigonometría. Compuso para los astrónomos una tabla de senos, pronto
aplicada también como instrumento perfecto para comprobaciones
topográficas.
No son estas las únicas razones que existen para suponer que los asirios
conocían algún instrumento equivalente al telescopio. Sus sacerdotes
representaban siempre a la diosa Mylitta, en la que simbolizaban a Venus,
con un creciente de estrellas, fenómeno que tampoco podían apreciar a
simple vista. En ningún sitio se ha descubierto indicio alguno de la
existencia de tal «telescopio», a pesar de que los antiguos templos estaban
saturados de numerosas reproducciones de todos los objetos usuales. ¿Se
trataba, quizá, de un secreto custodiado celosamente por los sacerdotes y los
astrónomos asirios?
El hallazgo por el arqueólogo inglés sir Austin Henry Layard, durante
sus excavaciones en la antigua Nimrod, la célebre ciudad en ruinas de
Mesopotamia, de una lente planoconvexa con foco de 105 mm, constituyó
una auténtica sensación. ¿Teníamos allí la clave del secreto?
Herón, sabio que también vivió en Alejandría allá por el año 100 d. C.,
realizó trabajos para aprovechar la reacción conseguida mediante la fuerza
del vapor para obtener un movimiento mecánico que le interesaba. Hoy
sabemos la importancia que en determinadas circunstancias llega a tener el
cálculo y aprovechamiento de dicha fuerza; también Herón la conocía, y
llegó a crear una especie de «bola de vapor» movida por este sistema: esa
fue la primera máquina de vapor de la Humanidad.
Su funcionamiento era el siguiente: en una caldera semiesférica, cerrada
en la parte superior por una placa, se hacía hervir el agua. El vapor ascendía
por unos tubos que atravesaban la tapa y llegaba hasta una bola hueca que
giraba en torno a un eje, provista de dos tubos de escape, cuyos extremos
estaban curvados en direcciones opuestas. La reacción provocada por el
vapor al escaparse por estos tubos, hacía que la bola adquiriera un
movimiento en dirección opuesta a la de salida del vapor, convirtiéndola así
en una auténtica turbina. Mil ochocientos años antes de que el ingeniero
sueco De Laval crease la primera turbina de acción uniforme, Herón, con su
«eolípila», había construido una instalación para el aprovechamiento de la
reacción del vapor. El principio de la turbina, tan utilizado hoy en las
modernas instalaciones industriales, lanchas rápidas, aviones, e incluso para
la producción de energía eléctrica, fue descubierto entonces.
Es lamentable que la posteridad no se decidiese a aplicar la capacidad
motriz así descubierta, a pesar de que la presión del vapor fue empleada
también para distintos tipos de ventiladores, como, por ejemplo, los
utilizados para atizar las hogueras encendidas en los faros. Con su invento,
Herón se anticipó considerablemente a su tiempo.
Los «sacerdotes automáticos» fueron construidos en el siglo II a. C., por Filón de Bizancio. La
instalación funcionaba por presión neumática.
Por otra parte, Herón también realizó inventos de los que todavía
continuamos aprovechándonos. Entre estos figura el «balón de Herón», con
el cual se expele con fuerza un líquido cualquiera mediante la acción del
aire comprimido. Todos los pulverizadores para perfume, elevadores de
líquido o sifones, las simples pipetas de laboratorio, trabajan según este
principio, una de cuyas aplicaciones fue dedicada por el mismo Herón a la
bomba contra incendios por él inventada. Se trataba de una bomba
neumática accionada por una larga palanca, tal como hemos venido
empleándola hasta hace poco. Semejante aparato figura representado en
muchos dibujos y fotografías, y su recuerdo va asociado en nuestra
memoria al de los sudorosos hombres que habían de manejar
constantemente la palanca impulsora.
Algunos de sus inventos los respaldaba Herón con máximas filosóficas.
Ajustado al concepto de la vida característico del mundo antiguo, el hombre
tenía que desprenderse de sus ocupaciones cotidianas y conseguir el
dominio del mundo por la aplicación de su inteligencia. En su obra De
automatis («Sobre los mecanismos automáticos»), expuso con toda claridad
la recomendación de que era preciso empezar por mecanizar los pequeños
trabajos que componen la rutina diaria.
Por este tiempo hubo también numerosos autómatas con figura de animales.
En Noctes atticae (X, 12), el escritor Aulo Gelio (170 d. C.), basándose en
una detallada descripción hecha por el filósofo Favorino, nos informa de
una paloma artificial capaz de volar. Según se desprende de sus palabras, se
trataba en este caso de «alcanzar una posición de equilibrio en el aire,
manteniéndose en movimiento por la circulación de aire a presión en su
interior». Por mucho que se ha especulado sobre la construcción de esta
paloma, atribuida al mecánico Arquitas de Tarento en el año 390 a. C., solo
se puede suponer con certeza que debió de tratarse de un mecanismo
automático capaz de imitar los movimientos de un pájaro.
Parece ser que llegaron a existir varios «pájaros mecánicos» en la
Antigüedad. En el año 180 a. C., Pausanias, en su obra Periegesis (VI, 20),
entre otros autómatas, habla de un «águila de bronce» que se elevaba por sí
sola en el aire.
Corte longitudinal del reloj de agua de Ctesibio, en el siglo II a. C. Las lágrimas marcan el paso
del tiempo. Gota a gota, iba saliendo el agua por los ojos de una llorosa figura que sustentaba el
reloj.
Años más tarde, Ctesibio mejoró todavía más este reloj de agua,
incorporándole un sistema elevador automático en sustitución de la
compuerta de salida de agua. Esto tenía la ventaja de que el agua salía
bruscamente, moviendo con mayor rapidez la turbina y eliminando el
retraso ocasionado anteriormente por el engranaje de transmisión. En otras
palabras: el reloj funcionaba con mayor precisión gracias a la rapidez con
que se producía el cambio de fecha al llegar la medianoche.
Es interesante observar que, 2000 años después, el mismo
procedimiento de aspirador-elevador fuera aplicado por el químico Franz
von Soxhlet al inventar el aparato que lleva su nombre, tan usado en
nuestros laboratorios.
Trescientos años después de Ctesibio, el ya tantas veces citado Vitrubio
introdujo una nueva mejora. Unió el flotador con una cremallera, engranada
en una rueda de doce dientes, de forma que a cada hora que pasaba
avanzaba un diente. En las ruedas se había colocado una saeta que giraba en
función del avance de la rueda dentada, deslizándose sobre un cuadrante en
el que se habían marcado las doce horas. El conjunto tenía una gran
semejanza con las esferas de nuestros relojes actuales, si bien ofrecían el
inconveniente de que la saeta horaria avanzaba a saltos al pasar de una hora
a otra. Mediante una reducción de 48 dientes, correspondiendo en grupos de
cuatro al tramo recorrido por la cremallera en cada hora, Vitrubio
perfeccionó su reloj de forma que también pudiera marcar los cuartos de
hora.
Relojes de agua públicos instalados por los asirios 640 años a. C.
Este reloj no solo señalaba el tiempo en horas o en cuartos de hora, sino que
también marcaba, según la estación, la diferente duración del día y de la
noche. El ciudadano o el labrador sabía cuántas horas de luz diurna tenía a
su disposición, y asimismo conocían las horas de salida del sol y de la luna;
en cuanto al campesino, tenía a su alcance una indicación precisa por medio
de los símbolos del Zodiaco que aparecían en el calendario respecto a las
épocas más favorables para la siembra u otros trabajos agrícolas.
Este reloj astronómico, del que sabemos estaba colocado sobre la puerta de
entrada de la ciudad para utilidad de todos los transeúntes, representaba,
pues, algo más que un «reloj público» corriente, tal como los que hoy
conocemos. Para los habitantes de la antigua Iuvavum era un instrumento
precioso, imprescindible para el comercio, así como para los artesanos y los
agricultores.
Es una demostración más del gran provecho obtenido de un reloj en la
Antigüedad, y, por lo tanto, no debe sorprendernos el que estos relojes
artísticos, con sus indicaciones astronómicas, fuesen obras maestras de la
mecánica de precisión, tan notables o más como las que hoy conocemos
bajo la forma de relojes de bolsillo o de pulsera. Por otros conductos hemos
sabido que Herófilo, uno de los grandes médicos griegos que vivió a
mediados del siglo III a. C., llevaba siempre en sus visitas a los enfermos un
reloj de agua de bolsillo, con el cual comprobaba las pulsaciones de sus
pacientes.
OPERACIONES QUIRÚRGICAS HACE
CINCO MIL AÑOS
Es corriente la creencia de que la medicina científica se ha desarrollado
durante los últimos 200 años de nuestra era. Nada más erróneo. Los
conocimientos de medicina práctica que poseyeron las antiguas
civilizaciones eran considerables, y sabemos, por ejemplo, que en la más
remota antigüedad se practicaban ya dificilísimas operaciones de cráneo.
El poder curativo de los baños de lodo ya era conocido por los griegos. Con ellos se intentaba
curar el reuma, y también se usaban para enfermedades propias de la mujer, según aparece en la
decoración de esta ánfora griega del siglo V a. C.
Un souvenir de la estancia en los baños, de hace 2500 años. La medalla conmemorativa procede
del balneario siciliano de Himera, renombrado por sus fuentes medicinales, que fue totalmente
destruido por los cartagineses en el año 409 a. C. Al fondo se ve a un anciano colocado bajo un
surtidor de la fuente para recibir el chorro caliente directamente sobre sus reumáticos hombros.