Descartes, René - El Discurso Del Método

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Aunque resultaría improcedente reducir la filosofía de René Descartes


(1596-1650) a uno solo de sus libros, el Discurso del método es la clave del
resto de su obra. Su extraordinaria influencia sobre el pensamiento moderno
lo convierte en una pieza fundamental para la comprensión del desarrollo de
la civilización occidental y de la historia del pensamiento. Actualizada en
su bibliografía a fin de conservar su espíritu pedagógico, la presente versión
de Risieri Frondizi, que incluye su amplio y ya clásico estudio preliminar en
el que expone las grandes líneas de la filosofía cartesiana, se acompaña de
un valioso aparato de notas que explican el significado de los términos
técnicos, destacan los aspectos más importantes de la filosofía cartesiana y
aclaran los pasajes oscuros de la obra. Del mismo autor en esta colección:
Meditaciones metafísicas y Reglas para la dirección del espíritu.

DISCURSO DEL MÉTODO


DISCURSO DEL MÉTODO

RENÉ DESCARTES

Prólogo
El Renacimiento
Vida de Descartes
El Método
La Metafísica
La Física
La Psicología
Discurso del Método
Primera parte
Segunda parte
Tercera parte
Cuarta parte
Quinta parte
Sexta parte
DISCURSO DEL MÉTODO

Aunque resultaría improcedente reducir la filosofía de


René Descartes (1596-1650) a uno solo de sus libros, el
Discurso del método es la clave del resto de su obra. Su
extraordinaria influencia sobre el pensamiento moderno lo
convierte en una pieza fundamental para la comprensión del
desarrollo de la civilización occidental y de la historia del
pensamiento. Actualizada en su bibliografía a fin de
conservar su espíritu pedagógico, la presente versión de
Risieri Frondizi, que incluye su amplio y ya clásico estudio
preliminar en el que expone las grandes líneas de la filosofía
cartesiana, se acompaña de un valioso aparato de notas que
explican el significado de los términos técnicos, destacan los
aspectos más importantes de la filosofía cartesiana y aclaran
los pasajes oscuros de la obra. Del mismo autor en esta
colección: Meditaciones metafísicas y Reglas para la
dirección del espíritu.

Título Original: Discours de la méthode


Traductor: Frondizi, Risieri
©1635, Descartes, René
©1637, Alianza Editorial, S.A.
Colección: El libro de bolsillo. Filosofía, 4003
ISBN: 9788420674421
Generado con: QualityEbook v0.35
DISCURSO DEL MÉTODO
RENÉ DESCARTES
Prólogo

El Discurso del Método es una obra de plenitud mental. Exceptuando


algunos diálogos de Platón, no hay libro alguno que lo supere en
profundidad y en variedad de intereses y sugestiones. Inaugura la filosofía
moderna; abre nuevos cauces a la ciencia; ilumina los rasgos esenciales de
la literatura y del carácter franceses; en suma, es la autobiografía espiritual
de un ingenio superior, que representa, en grado máximo, las más nobles
cualidades de una raza nobilísima. [i]
No podemos aspirar, en este breve prólogo, a presentar el pensamiento y la
obra de Descartes en la riquísima diversidad de sus matices filosóficos,
literarios, científicos, artísticos, políticos y aun técnicos. Nos limitaremos,
pues, a la filosofía; y aun dentro de este terreno, expondremos sólo los
temas generales de mayor virtualidad histórica. El pensamiento cartesiano
es como el pórtico de la filosofía moderna. Los rasgos característicos de su
arquitectura se encuentran reproducidos, en líneas generales, en la
estructura y economía ideológica de los sistemas posteriores. Descartes
propone un grupo de problemas a la reflexión filosófica, y ésta se emplea en
descifrarlos durante más de un siglo; hasta que una nueva transformación
del punto de vista trae a los primeros planos de la conciencia nuevos
intereses especulativos y prácticos, que inician nuevos métodos y
orientaciones del pensamiento. Kant es quien, por una parte, remata y cierra
el ciclo cartesiano y, por otra, inaugura un nuevo modus philosophandi. La
historia de la filosofía no es, como muchos creen, una confusa y
desconcertante sucesión de doctrinas u opiniones heterogéneas, sino una
razonable continuidad de ordenadas superaciones.
El Renacimiento

Sin embargo, la gran dificultad que se presenta al historiador del


cartesianismo es la de encontrar el entronque de Descartes con la filosofía
precedente. No es bastante, claro está, señalar literales consecuencias entre
Descartes y San Anselmo, ni hacer notar minuciosamente que ha habido en
el siglo XV y XVI tales o cuales filósofos que han dudado, y hasta elogiado
la duda, o que han hecho de la razón natural el criterio de la verdad, o que
han escrito sobre el método, o que han encomiado las matemáticas. Nada de
eso es antecedente histórico profundo, sino a lo sumo coincidencias de poca
monta, superficiales, externas, verbales. En realidad, Descartes, como dice
Hamelin, «parece venir inmediatamente después de los antiguos».
Pero entre Descartes y la escolástica hay un hecho cultural — no sólo
científico —, de importancia incalculable: el Renacimiento. Ahora bien, el
Renacimiento está en todas partes más y mejor representado que en la
filosofía. Está eminentemente expreso en los artistas, en los poetas, en los
científicos, en los teólogos, en Leonardo de Vinci, en Ronsard, en Galileo,
en Lutero, en el espíritu, en suma, que orea con un nuevo y reconfortante
aliento las fuerzas todas de la producción humana. A este espíritu
renacentista hay que referir inmediatamente la filosofía cartesiana.
Descartes es el primer filósofo del Renacimiento.
La Edad Media no ha sido seguramente una época bárbara y oscura. Hay,
sin duda, en el juicio corriente que hacemos de ese período, un error de
perspectiva, o, mejor dicho, un error de visión que proviene de que la
vivísima luz del Renacimiento nos ciega y deslumbra, impidiéndonos ver
bien lo que queda allende esta aurora. Pero es innegable que el pensamiento
científico y filosófico necesita, como condición para su desarrollo, un
medio apropiado que fomente la libre reflexión individual. Cuando la
conciencia del individuo queda reducida a reflejar la conciencia colectiva
del grupo social, el pensamiento se hace siervo de los dogmas colectivos; el
hombre se recluye en el organismo superior de la nación o clase, y el
concepto de lo humano se disuelve y desaparece bajo el montón de reales
jerarquías y de objetivas imposiciones sociales. Así, cuando en el siglo XVI
el espíritu comienza a desligarse de los estrechos lazos que lo tenían opreso,
esta liberación aparece como un descubrimiento del, hombre por el hombre.
Como un soldado que, después del combate, en medio de un montón de
cadáveres, vuelve poco a poco a la vida, se palpa, respira, alza la vista,
extiende los brazos y parece convencerse al fin de su propia existencia, así
también el Renacimiento posee la fragante ingenuidad alegre de quien por
primera vez se descubre a sí mismo y exclama: «Yo soy un ser que piensa,
siente, quiere, ama y odia; esta naturaleza que me rodea es bella y luminosa,
y la vida nos ha sido dada por un Dios justo y benévolo, para vivirla con
entereza y plenitud.»
La conciencia individual es el más grande invento del nuevo modo de
pensar. Y todo en la ciencia, en el arte, en la sensibilidad renacentista se
orienta hacia esa exaltación de la subjetividad del hombre. El criterio de
autoridad abandona su puesto a la convicción íntima basada en la evidencia.
Las oscuras entidades metafísicas se deshacen en la clara sucesión de
razones matemáticas. La desconfianza, el odio hacia la naturaleza, son
sustituidos por una optimista y alegre visión de las infinitas bondades que
moran en el impulso espontáneo, en el directo hacer de las cosas. El
universo es como un libro en donde está escrita la verdad suprema. Y para
entender la lengua en que está compuesto, no hace falta más que la razón
misma del hombre, la matemática aplicada a la experiencia. [ii]
Así, pues, por una parte, la exigencia máxima del espíritu científico es, en el
Renacimiento, la claridad evidente de la razón individual; por otra parte, la
solidez de la nuova scienza proviene ante todo de su carácter matemático y
experimental; en fin, la fuente purísima de todo valor, especulativo y
práctico, se encuentra ahora en el sujeto, en la interioridad de la reflexión
personal creadora. Todos estos nuevos anhelos, esa nueva sensibilidad
teórica y moral, imponen nuevos rumbos al pensamiento filosófico; danle
por de pronto libertad para manifestarse original y creador; pero también le
indican una orientación inédita, y, por decirlo así, un problema virgen:
hallar una definición del hombre que baste a explicar la objetividad de su
producción científica y artística. Descartes es el primero que
sistemáticamente edifica la filosofía de este nuevo mundo mental.
Vida de Descartes

Nació Renato Descartes en La Haya, aldea de la Touraine, el 31 de mayo de


1596. Era de familia de magistrados, nobleza de toga. Su padre fue
consejero en el Parlamento de Rennes, y el amor a las letras era tradicional
en la familia. «Desde niño — cuenta Descartes en el Discurso del Método
— fui criado en el cultivo de las letras.» Efectivamente, muy niño entró en
el colegio de la Flèche, que dirigían los jesuitas. Allí recibió una sólida
educación clásica y filosófica, cuyo valor y utilidad ha reconocido
Descartes en varias ocasiones. Habiéndole preguntado cierto amigo suyo si
no sería bueno elegir alguna universidad holandesa para los estudios
filosóficos de su hijo, contestóle Descartes: «Aun cuando no es mi opinión
que todo lo que en filosofía se enseña sea tan verdadero como el Evangelio,
sin embargo, siendo esa ciencia la clave y base de las demás, creo que es
muy útil haber estudiado el curso entero de filosofía como lo enseñan los
jesuitas, antes de disponerse a levantar el propio ingenio por encima de la
pedantería y hacerse sabio de la buena especie. Debo confesar, en honor de
mis maestros, que no hay lugar en el mundo en donde se enseñe mejor que
en la Flèche.»
El curso de filosofía duraba tres años. El primero se dedicaba al estudio de
la lógica de Aristóteles. Leíanse y comentábanse la Introducción de
Porfirio, las Categorías, el Tratado de la interpretación, los cinco primeros
capítulos de los Primeros analíticos, los ocho libros de los Tópicos, los
Últimos analíticos, que servían de base a un largo desarrollo de la teoría de
la demostración, y, por último, los diez libros de la Moral. En el segundo
año estudiábanse la Física y las Matemáticas; en el tercer año se daba la
Metafísica de Aristóteles. Las lecciones se dividían en dos partes: primero
el maestro dictaba y explicaba Aristóteles o Santo Tomás; luego el maestro
proponía ciertas quæstiones sacadas del autor y susceptibles de diferentes
interpretaciones. Aislaba la quæstio y la definía claramente, la dividía en
partes, y la desenvolvía en un magno silogismo, cuya mayor y menor iba
probando sucesivamente. Los ejercicios que hacían los alumnos consistían
en argumentaciones o disputas. Al final del año algunos de estos certámenes
eran públicos.
Sabemos el nombre del profesor de filosofía que tuvo Descartes en la
Flèche. Fue el padre Francisco Véron. Pero en realidad la enseñanza era
totalmente objetiva e impersonal. Las normas de estos estudios estaban
minuciosamente establecidas en órdenes y estatutos de la Compañía...
«Cuiden muy bien los maestros de no apartarse de Aristóteles, a no ser en lo
que haya de contrario a la fe o a las doctrinas universalmente recibidas...
Nada se defienda ni se enseñe que sea contrario, distinto o poco favorable a
la fe, tanto en filosofía como en teología. Nada se defienda que vaya contra
los axiomas recibidos por los filósofos, como son que sólo hay cuatro
géneros de causas, que sólo hay cuatro elementos, etc..., etcétera...[iii].
Semejante enseñanza filosófica no podía por menos de despertar el anhelo
de la libertad en un espíritu de suyo deseoso de regirse por propias
convicciones. Descartes, en el Discurso del Método, nos da claramente la
sensación de que ya en el colegio sus trabajos filosóficos no iban sin ciertas
íntimas reservas mentales. Su juicio sobre la filosofía escolástica, que
aprendió, como se ha visto, en toda su pureza y rigidez, es por una parte
benévolo y por otra radicalmente condenatorio. Concede a esta educación
filosófica el mérito de aguzar el ingenio y proporcionar agilidad al intelecto;
pero le niega, en cambio, toda eficacia científica: no nos enseña a descubrir
la verdad, sino sólo a defender verosímilmente todas las proposiciones.
Salió Descartes de la Flèche, terminados sus estudios, en 1612, con un
vago, pero firme, propósito de buscar en sí mismo lo que en el estudio no
había podido encontrar. Este es el rasgo renacentista que, desde el primer
momento, mantiene y sustenta toda la peculiaridad de su pensar. Hallar en
el propio entendimiento, en el yo, las razones últimas y únicas de sus
principios, tal es lo que Descartes se propone. Toda su psicología de
investigador está encerrada en estas frases del Discurso del Método: «Y no
me precio tampoco de ser el primer inventor de mis opiniones, sino
solamente de no haberlas admitido ni porque las dijeran otros ni porque no
las dijeran, sino sólo porque la razón me convenció de su verdad.»
Después de pasar ocioso unos años en París, deseó recorrer el mundo y ver
de cerca las comedias que en él se representan; pero «más como espectador
que como actor». Entró al servicio del príncipe Guillermo de Nassau y
comenzaron los que pudiéramos llamar sus años de peregrinación. Guerreó
en Alemania y Holanda; sirvió bajo el duque de Baviera; recorrió los Países
Bajos, Suecia, Dinamarca. Refiérenos en el Discurso del Método cómo en
uno de sus viajes comenzó a comprender los fundamentos del nuevo modo
de filosofar. Su naturaleza, poco propicia a la exaltación y al exceso
sentimental, debió, sin embargo, sufrir en estos meses un ataque agudo de
entusiasmo; tuvo visiones y oyó una voz celeste que le encomendaba la
reforma de la filosofía; hizo el voto, que cumplió más tarde, de ir en
romería a Nuestra Señora de Loreto.
Permaneció en París dos años; asistió, como voluntario del ejército real, al
sitio de la Rochela y, en 1629, dio fin a este segundo período de su vida de
soldado dilettante, viajero y observador.
Decidió consagrarse definitivamente a la meditación y al estudio. París no
podía convenirle; demasiados intereses, amigos, conversaciones, visitas,
perturbaban su soledad y su retiro. Sentía, además, con aguda penetración,
que no era Francia el más cómodo y libre lugar para especulaciones
filosóficas, y, con certero instinto, se recluyó en Holanda. Vivió veinte años
en este país, variando su residencia a menudo, oculto, incógnito, eludiendo
la ociosa curiosidad de amigos oficiosos e importunos. Durante estos veinte
años escribió y publicó sus principales obras: El Discurso del Método, con
la Dióptrica, los Meteoros y la Geometría, en 1637; las Meditaciones
metafísicas, en 1641 (en 1647 se publicó la traducción francesa del duque
de Luynes, revisada por Descartes); los Principios de la filosofía, en 1644
(en latín primero, y luego, en 1647, en francés); el Tratado de las pasiones
humanas, en 1650.
Su nombre fue pronto celebérrimo y su persona y su doctrina pronto fueron
combatidas. Uno de los adeptos del cartesianismo, Leroy, empezó a exponer
en la Universidad de Utrecht los principios de la filosofía nueva.
Protestaron violentos los peripatéticos, y emprendieron una cruzada contra
Descartes. El rector Voetius acusó a Descartes de ateísmo y de calumnia.
Los magistrados intervinieron, mandando quemar por el verdugo los libros
que contenían la nefasta doctrina. La intervención del embajador de Francia
logró detener el proceso. Pero Descartes hubo de escribir y solicitar en
defensa de sus opiniones, y aunque al fin y al cabo obtuvo reparación y
justicia, esta lucha cruel, tan contraria a su modo de ser pacífico y tranquilo,
acabó por hastiarle y disponerle a aceptar los ofrecimientos de la reina
Cristina de Suecia.
Llegó a Estocolmo en 1649. Fue recibido con los mayores honores. La corte
toda se reunía en la biblioteca para oírle disertar sobre temas filosóficos, de
física o de matemáticas. Poco tiempo gozó Descartes de esta brillante y
tranquila situación. En 1650, al año de su llegada a Suecia, murió, acaso por
no haber podido resistir su delicada constitución los rigores de un clima tan
rudo. Tenía cincuenta y tres años.
En 1667 sus restos fueron trasladados a París y enterrados en la iglesia de
Saint-Etienne du Mont. Comenzó entonces una fuerte persecución contra el
cartesianismo. El día del entierro disponíase el P. Lallemand, canciller de la
Universidad, a pronunciar el elogio fúnebre del filósofo, cuando llegó una
orden superior prohibiendo que se dijera una palabra. Los libros, de
Descartes, fueron incluidos en el índice, si bien con la reserva de donec
corrigantur. Los jesuitas excitaron la Sorbona contra Descartes, y pidieron
al Parlamento la proscripción de su filosofía. Algunos conocidos clérigos
hubieron de sufrir no poco por su adhesión a las ideas cartesianas. Durante
no poco tiempo fue crimen en Francia el declararse cartesiano.

Después de la muerte del filósofo, publicáronse: El mundo, o


tratado de la luz (París,

1677). Cartas de Renato Descartes sobre diferentes temas, por Clerselier


(París, 1667). En la edición de las obras póstumas de Amsterdam (1701), se
publicó por vez primera el tratado inacabado: Regulæ ad directionem
ingenii, importantísimo para el conocimiento del método.

La mejor edición de Descartes es la de Ch. Adam y P. Tannery,


París 1897 ? 1909. Sobre Descartes, además de las historias de la
filosofía, pueden leerse en francés: L. Liard. Descartes.
O. Hamelin. Le système de Descartes. París, 1911.
El Método

Los orígenes del método están, según nos cuenta Descartes (Discurso), en
la lógica, el análisis geométrico y el álgebra. Conviene ante todo insistir en
que el gravísimo defecto de la lógica de Aristóteles es, para Descartes, su
incapacidad de invención. El silogismo no puede ser método de
descubrimiento, puesto que las premisas — so pena de ser falsas— deben
ya contener la conclusión. Ahora bien, Descartes busca reglas fijas para
descubrir verdades, no para defender tesis o exponer teorías. Por eso el
procedimiento matemático es el que, desde un principio, llama
poderosamente su atención; este procedimiento se encuentra realizado con
máxima claridad y eficacia en el análisis de los antiguos. Según Euclides el
análisis consiste en admitir aquello mismo que se trata de demostrar y,
partiendo de ahí, reducir, por medio de consecuencias, la tesis a otras
proposiciones ya conocidas. Descartes explica también lo que es el análisis
en un pasaje de la Geometría: «... Si se quiere resolver un problema, hay
que considerarlo primero como ya resuelto y poner nombres a todas las
líneas que parecen necesarias para construirlo, tanto a las conocidas como a
las desconocidas. Luego, sin hacer ninguna diferencia entre las conocidas y
las desconocidas, se recorrerá la dificultad, según el orden que muestre, con
más naturalidad, la dependencia mutua de unas y otras...»
Como se ve, el análisis es esencialmente un método de invención, de
descubrimiento. Geminus lo llamaba descubrimiento de prueba (
[análysis éstin apodeíxeos heúresis]). Esto
principalmente buscaba Descartes. Y este es el punto de partida de su
método nuevo. El silogismo obliga a partir de una proposición establecida,
de la cual no sabemos nunca si podremos concluir la que queremos
demostrar, a menos de conocer de antemano la verdad que necesita
demostración. Pero, si ya de antemano sabemos la conclusión, entonces se
ve bien claro que el silogismo sirve más para exponer o defender verdades,
que para hallarlas.
El análisis es, pues, el primer momento del método. Dada una dificultad,
planteado un problema, es preciso ante todo considerarlo en bloque y
dividirlo en tantas partes como se pueda (segunda regla del método.
Discurso).
Pero ¿en cuantas partes dividirlo? ¿Hasta dónde ha de llegar el
fraccionamiento de la dificultad? ¿Dónde deberá detenerse la división? La
división deberá detenerse cuando nos hallemos en presencia de elementos
del problema, que puedan ser conocidos inmediatamente como verdaderos
y de cuya verdad no pueda caber duda alguna. Los tales elementos simples
son las ideas claras y distintas. (Final de la primera regla; véase Discurso
del Método).
Al llegar aquí es imposible seguir exponiendo el método de Descartes, sin
indicar algunos principios de su teoría del conocimiento y su metafísica. En
la primera regla del Discurso están resumidas, más aún, comprimidas
algunas de las más esenciales teorías de la filosofía cartesiana. Las
enumeraremos brevemente. En primer lugar, la regla propone la evidencia,
como criterio de la verdad. Lo verdadero es lo evidente y lo evidente es a su
vez definido por dos notas esenciales: la claridad y la distinción. Clara es
una idea cuando está separada y conocida separadamente de las demás
ideas. Distinta es una idea cuando sus partes o componentes son separados
unos de otros y conocidos con interior claridad. Nótese, pues, que la verdad
o falsedad de una idea no consiste, para Descartes, como para los
escolásticos, en la adecuación o conformidad con la cosa. En efecto, las
cosas existentes no nos son dadas en sí mismas, sino como ideas o
representaciones a las cuales suponemos que corresponden realidades fuera
del yo. Pero el material del conocimiento no es nunca otro que ideas — de
diferentes clases —, y, por tanto, el criterio de la verdad de las ideas no
puede ser extrínseco, sino que debe ser interior a las ideas mismas. La
filosofía moderna debuta, con Descartes, en idealismo. Incluye el mundo en
el sujeto; transforma las cosas en ideas, tanto que un problema fundamental
de la filosofía cartesiana será el de salir del yo y dar el paso de las ideas a
las cosas. (Véasela sexta meditación metafísica.)
En las Regulæ ad directionem ingenii, llama a las ideas claras y distintas,
naturalezas simples (nature simplices). El acto del espíritu que aprehende y
conoce las naturalezas simples es la intuición o conocimiento inmediato, o,
como dice también en las Meditaciones (meditación segunda), una
inspección del espíritu. Esta operación de conocer lo evidente o intuir la
naturaleza simple, es la primera y fundamental del conocimiento. Los
procedimientos del método comenzarán pues por proponerse llegar a esta
intuición de lo simple, de lo claro y distinto. Las dos primeras reglas están
destinadas a ello.
Las dos segundas se refieren en cambio a la concatenación o enlace de las
intuiciones, a lo que, en las Regulæ, llama Descartes deducción. Es la
deducción, para Descartes, una enumeración o sucesión de intuiciones, por
medio de la cual, vamos pasando de una a otra verdad evidente, hasta llegar
a la que queremos demostrar. Aquí tiene aplicación el complemento y como
definitiva forma del análisis. El análisis deshizo la compleja dificultad en
elementos o naturalezas simples. Ahora, recorriendo estos elementos y su
composición, volvemos, de evidencia en evidencia, a la dificultad primera
en toda su complejidad; pero ahora volvemos conociendo, es decir,
intuyendo una por una las ideas claras, garantía última de la verdad del
todo. «Conocer es aprehender por intuición infalible las naturalezas simples
y las relaciones entre ellas, que son, a su vez, naturalezas simples»[iv].
La Metafísica

La noción del método, la teoría del conocimiento y la metafísica se hallan


íntimamente enlazadas y como fundidas en la filosofía de Descartes. La
idea fundamental de la unidad del saber humano, que Descartes, además, se
representa bajo la forma seguida y concatenada de la geometría, es la que
funde todos esos elementos, reúne la metafísica con la lógica, y éstas a su
vez con la física y la psicología, en un magno sistema de verdades
enlazadas. El cartesiano Espinosa pudo conseguir exponer la filosofía de
Descartes en una serie geométrica de axiomas, definiciones y teoremas
(Renati Descartes Principiorum philosophiæ pars. I et II, more geometrico
demonstratæ.)
El punto de partida es la duda metódica. La duda cartesiana no es
escepticismo, sino un procedimiento dialéctico de investigación,
encaminado a desprender y aislar la primera verdad evidente, la primera
idea clara y distinta, la primera naturaleza simple. La duda, en suma, es la
aplicación al problema del conocimiento del método del análisis, que hemos
descrito. El residuo de ese análisis es la verdad fundamental que sirve de
base a todas las demás: «Yo soy una cosa o sustancia pensante.»
Entre las dificultades que plantea la duda metódica, nos detendremos en una
tan sólo, en la famosa hipótesis del genio o espíritu maligno (Meditaciones).
Después de haber examinado las diferentes razones para dudar de todo,
quedan todavía en pie las verdades matemáticas, tan simples, claras y
evidentes, que parece que la duda no puede hacer mella en ellas. Pero
Descartes también las rechaza fundándose en la consideración de que acaso
maneje el mundo un Dios omnipotente, pero lleno de tal malignidad y
astucia, que se complace en engañarme y burlarme a cada paso, aun en las
cosas que más evidentes me parecen. Esta hipótesis ha sido diversamente
interpretada; quién la tacha de fantástica y superflua, suponiendo que
Descartes lo dice por juego y sin creer en ella; otros, por el contrario, la
consideran muy seria y fuerte, hasta el punto de creer que encierra el
espíritu en tan definitiva duda, que no cabe salir de ella sin contradicción.
En realidad, la hipótesis del genio maligno ni es un juego ni un círculo de
hierro, sino un movimiento dialéctico, muy importante en el curso del
pensamiento cartesiano. Repárese en que la hipótesis del genio maligno,
necesita, para ser destruida, la demostración de la existencia de Dios. Sólo
cuando sabemos que Dios existe y que Dios es incapaz de engañarnos, sólo
entonces queda deshecha la última y poderosa razón que Descartes adelanta
para justificar la duda. ¿Qué significa esto? Significa el planteamiento y
solución de un grave problema lógico, que luego ocupará hondamente a
Kant: el problema de la racionalidad o cognoscibilidad de lo real. El genio
maligno y sus artes de engaño simbolizan la duda profunda de si en general
la ciencia es posible. ¿Es lo real cognoscible, racional? ¿No será acaso el
universo algo totalmente inaprensible por la razón humana, algo
esencialmente absurdo, irracional, incognoscible? Esta interrogación es la
que Descartes se hace bajo el ropaje dialéctico de la hipótesis del genio
maligno. Y las demostraciones de la existencia y veracidad de Dios no
hacen sino contestar, afirmando la racionalidad del conocimiento, la
posibilidad del conocimiento, la confianza postrera que hemos de tener en
nuestra razón y en la capacidad de los objetos para ser aprehendidos por
ella.
La base primera de la filosofía cartesiana es el cogito ergo sum: pienso,
luego soy. Dos observaciones sobre este primer eslabón de la cadena.
Primera: no es el cogito un razonamiento, sino una intuición, la intuición
del yo como primera realidad y como realidad pensante. El yo es la
naturaleza simple que, antes que ninguna, se presenta a mi conocimiento; y
el acto por el cual el espíritu conoce las naturalezas simples es, como ya
hemos dicho, una intuición. Se yerra, pues, cuando se considera el cogito
como un silogismo, v. gr., el siguiente: todo lo que piensa existe; yo pienso,
luego yo existo. Segunda: al poner Descartes el fundamento de su filosofía
en el yo, acude a dar satisfacción a la esencial tendencia del nuevo sentido
filosófico que se manifiesta con el Renacimiento. Trátase de explicar
racionalmente el universo, es decir, de explicarlo en función del hombre, en
función del yo. Era, pues, preciso empezar definiendo el hombre, el yo, y
definiéndolo de suerte que en él se hallaran los elementos bastantes para
edificar un sistema del mundo. La filosofía moderna, con Descartes, entra
en su fase idealista y racionalista. Los sucesores de nuestro filósofo se
ocuparán fundamentalmente en desenvolver estos gérmenes del idealismo;
es decir, de definir la razón como el conjunto de principios y axiomas
lógicos necesarios y suficientes para dar cuenta de la experiencia.
Habiendo hallado la primera verdad, Descartes se apresura a sacar de ella
todo el provecho posible. El cogito es, por una parte, la primera existencia o
sustancia conocida, la primera naturaleza simple; por otra parte, es también
la primera intuición, el primer acto del conocer verdadero. Del cogito
puede, pues, desprenderse el criterio de toda verdad, a saber: toda intuición
de naturaleza simple es verdadera, o, en otros términos, toda idea clara y
distinta es verdadera.
Con este escaso bagaje emprende enseguida Descartes el problema sumo de
la metafísica, la existencia de Dios. De las tres pruebas que da (dos en la
tercera y una en la quinta meditación) nos fijaremos sólo en la tercera, dada
en la quinta meditación. Es el famosísimo argumento ontológico. El
esquema de la demostración es el siguiente: la existencia es una perfección;
Dios tiene todas las perfecciones; luego Dios tiene la existencia. Como se
ve, Descartes considera la existencia de Dios tan segura y evidentemente
demostrada como la propiedad del triángulo de tener tres ángulos. Tras él
va toda la metafísica del siglo XVII y XVIII, la cual, hipnotizada por la
geometría, querrá construirse more geométrico, y se apoyará más o menos
encubiertamente en el argumento cartesiano. Así como la existencia del yo
ha sido, en el cogito, establecida por una intuición intelectual, también la
existencia de Dios queda establecida en el argumento ontológico por medio
de una deducción (que para Descartes es una serie de intuiciones
intelectuales). La metafísica del cartesianismo y filosofías subsiguientes
tienden, por modo inevitable, a demostrar las existencias, mediante actos
intelectuales subjetivos. En efecto, siendo el yo, es decir, la inteligencia
personal, su punto de partida, no podrán considerar las realidades fuera del
yo, como dadas, y necesitarán inferirlas, demostrarlas; pues la inteligencia
conoce inmediatamente esencias, definiciones, pero no existencias, cosas
exteriores; las existencias son siempre, en el racionalismo, inferidas
mediatamente de las esencias. Esta distinción bastará a Kant para arruinar
toda la metafísica cartesiana, y abrir un nuevo cauce a la filosofía; bastará,
digo, distinguir la esencia o definición, de la existencia; la esencia podrá ser
objeto de conocimiento intelectual; pero la existencia no podrá serlo sino de
conocimiento sensible. Para conocer una existencia precisará una intuición
no intelectual, sino sensible. El cogito y el argumento ontológico podrán
servir para instituir ideas, pero no cosas existentes.
La Física

De la existencia de Dios y sus propiedades, deriva ya Descartes fácilmente


la realidad de las naturalezas simples en general, y, por tanto, de los objetos
matemáticos, espacio, figura, número, duración, movimiento. La metafísica
le conduce sin tropiezo a la física. Esta debuta en realidad con la distinción
esencial del alma y del cuerpo. El alma se define por el pensamiento. El
cuerpo se define por la extensión. Y todo lo que en el cuerpo sucede, como
cuerpo, puede y debe explicarse con los únicos elementos simples de la
extensión, figura y movimiento. Hay, pues, que considerar dos partes en la
física cartesiana. Una, en donde se trata de los sucesos en los cuerpos
(mecánica), y otra, en donde se trata de definir la sustancia misma de los
cuerpos (teoría de la materia).
La física de Descartes es, como todo el mundo sabe, mecanicista; Descartes
no quiere más elementos, para explicar los fenómenos y sus relaciones, que
la materia y el movimiento. Todo en el mundo es mecanismo y, en la
mecánica misma, todo es geométrico. Así lo exigía el principio fundamental
de las ideas claras, que excluye naturalmente toda consideración más o
menos misteriosa de entidades o cualidades. La física de Descartes es una
mecánica de la cantidad pura. El movimiento queda despojado de cuanto
atenta a la claridad y pureza de la noción; es una simple variación de
posición, sin nada dinámico por dentro, sin ninguna idea de esfuerzo o de
acción, que Descartes rechaza por oscura e incomprensible. La causa del
movimiento es doble. Una causa primera que, en general, lo ha creado e
introducido en la materia, y esta causa es Dios. Una vez introducido el
movimiento en la materia, Dios no interviene más, si no es para continuar
manteniendo la materia en su ser; de aquí resulta que la cantidad de
movimiento que existe en el sistema del mundo es invariable y constante.
Pero de cada movimiento en particular hay una causa particular, que no es
sino un caso de las leyes del movimiento. Estas leyes son tres: la primera,
es la ley de inercia, hermoso descubrimiento de Descartes que, aunque no
hubiese hecho otros, bastaría para colocarlo entre los fundadores de la
ciencia moderna. La segunda, es la de la dirección del movimiento: un
cuerpo en movimiento tiende a continuarlo en línea recta, según la tangente
o la curva que descubra el móvil. La tercera ley, es la ley del choque, que
Descartes especifica en otras leyes especiales. Todas ellas son falsas. La
mecánica cartesiana, tan profunda y exacta en sus dos primeros principios,
se desvía y falsea en el último, precisamente por el exceso de geometrismo,
con que concibe la materia y el movimiento. Es bien conocida la corrección
fundamental que Leibnitz hace a la física de Descartes: no es la cantidad de
movimiento lo que se conserva constante en la naturaleza, sino la fuerza
viva, la energía. Pero Descartes, en su afán de no admitir nociones oscuras,
considera las nociones de energía o fuerza como incomprensibles, porque
no son geométricamente representables, y las desecha para limitarse a
concebir en la materia la pura extensión geométrica.
Llegamos, pues, a la segunda parte de la física, a la teoría de la materia.
Aquí domina el mismo espíritu que en la mecánica. La materia no es otra
cosa que el espacio, la extensión pura, el objeto mismo de la geometría. Las
cualidades secundarias que percibimos en los objetos sensibles son
intelectualmente inconcebibles, y, por tanto, no pertenecen a la realidad:
color, sabor, olor, etc. La materia se reduce a la extensión en longitud,
latitud y profundidad, con sus modos, que son las figuras o límites de una
extensión por otra.
La Psicología

El hombre está compuesto de un cuerpo al cual está íntimamente unida el


alma, sustancia pensante. Esta unión, a la par que distinción entre el cuerpo
y el alma, domina todas las tesis psicológicas. Tendremos por un lado que
considerar el alma en sí misma, y luego en cuanto que está unida al cuerpo.
En sí misma, el alma es inteligencia, facultad de pensar, de verificar
intuiciones intelectuales; en este punto, la psicología se confunde con la
metafísica o la lógica. Por otra parte, entre las ideas del alma están sus
voluntades. La voluntad o libertad la sitúa, empero, Descartes en el mismo
plano que las demás intuiciones intelectuales; la voluntad es la facultad,
totalmente formal, de afirmar o negar. Y tan grande es el carácter lógico y
metafísico que le da a la voluntad, que de ella deriva su teoría del error, el
cual, como es sabido (véase la cuarta Meditación) proviene de que, siendo
la voluntad infinita, puesto que carece de contenido, y el entendimiento
finito, aquélla a veces afirma la realidad de una idea confusa, por
precipitación, o niega la de una idea clara (por prevención), y en ambos
casos provoca el error. (Véase la primera regla del Método en la parte
segunda del Discurso.)
Réstanos considerar el alma como unida al cuerpo. En este sentido, el alma
es, ante todo, consciencia, es decir, que conoce lo que al cuerpo ocurre, y se
da cuenta de este conocimiento. Mas, siendo el cuerpo un mecanismo, si no
hay alma no habrá consciencia, ni voluntad, ni razón. Así los animales son
puros autómatas, máquinas maravillosamente ensambladas, pero carentes
en absoluto de todo lo que de cerca o de lejos pueda llamarse espíritu.
En el hombre, en cambio, porque hay un alma inteligente y razonable, hay
pasiones; es decir, los movimientos del cuerpo se reflejan en el alma; y a
este reflejo es precisamente lo que llamamos pasión, que no es sino un
estado especial del alma, consecuencia de movimientos del cuerpo. Pero lo
característico de estos estados especiales del alma es que, siendo causados,
en realidad, por movimientos del cuerpo, sin embargo el alma los refiere a
sí misma; ignorante de la causa de sus pasiones, el alma las cree nacidas y
alimentadas en su propio seno. Hay seis pasiones fundamentales. La
primera, la admiración, es apenas pasión, y señala el tránsito entre la pura
intuición intelectual y la pasión propiamente; es, en suma, la emoción
intelectual. De ella nacen el amor, el odio, el deseo, la alegría, la tristeza.
De estas seis pasiones fundamentales, derívanse otras muchas: el aprecio, el
desprecio, la conmiseración, etc.
El estudio de las pasiones, ya que éstas provienen de los movimientos del
cuerpo, conduce a Descartes a un gran número de interesantes y finas
observaciones psico-fisiológicas.
Discurso del Método

Para bien dirigir la razón y buscar la verdad en las ciencias

Si este discurso parece demasiado largo para leído de una vez, puede
dividirse en seis partes: en la primera se hallarán diferentes consideraciones
acerca de las ciencias; en la segunda, las reglas principales del método que
el autor ha buscado; en la tercera, algunas otras de moral que ha podido
sacar de aquel método; en la cuarta, las razones con que prueba la
existencia de Dios y del alma humana, que son los fundamentos de su
metafísica; en la quinta, el orden de las cuestiones de física, que ha
investigado y, en particular, la explicación del movimiento del corazón y de
algunas otras dificultades que atañen a la medicina, y también la diferencia
que hay entre nuestra alma y la de los animales; y en la última, las cosas
que cree necesarias para llegar, en la investigación de la naturaleza, más allá
de donde él ha llegado, y las razones que le han impulsado a escribir. [v]
Primera parte

El buen sentido es lo que mejor repartido está entre todo el mundo, pues
cada cual piensa que posee tan buena provisión de él, que aun los más
descontentadizos respecto a cualquier otra
cosa, no suelen apetecer más del que ya tienen. En lo cual no es verosímil
que todos se engañen, sino que más bien esto demuestra que la facultad de
juzgar y distinguir lo verdadero de lo falso, que es propiamente lo que
llamamos buen sentido o razón, es naturalmente igual en todos los hombres;
y, por lo tanto, que la diversidad de nuestras opiniones no proviene de que
unos sean más razonables que otros, sino tan sólo de que dirigimos nuestros
pensamientos por derroteros diferentes y no consideramos las mismas
cosas. No basta, en efecto, tener el ingenio bueno; lo principal es aplicarlo
bien. Las almas más grandes son capaces de los mayores vicios, como de
las mayores virtudes; y los que andan muy despacio pueden llegar mucho
más lejos, si van siempre por el camino recto, que los que corren, pero se
apartan de él.
Por mi parte, nunca he presumido de poseer un ingenio más perfecto que
los ingenios comunes; hasta he deseado muchas veces tener el pensamiento
tan rápido, o la imaginación tan clara y distinta, o la memoria tan amplia y
presente como algunos otros. Y no sé de otras cualidades sino ésas, que
contribuyan a la perfección del ingenio; pues en lo que toca a la razón o al
sentido, siendo, como es, la única cosa que nos hace hombres y nos
distingue de los animales, quiero creer que está entera en cada uno de
nosotros y seguir en esto la común opinión de los filósofos, que dicen que el
más o el menos es sólo de los accidentes, mas no de las formas o
naturalezas de los individuos de una misma especie.
Pero, sin temor, puedo decir, que creo que fue una gran ventura para mí el
haberme metido desde joven por ciertos caminos, que me han llevado a
ciertas consideraciones y máximas, con las que he formado un método, en
el cual paréceme que tengo un medio para aumentar gradualmente mi
conocimiento y elevarlo poco a poco hasta el punto más alto a que la
mediocridad de mi ingenio y la brevedad de mi vida puedan permitirle
llegar. Pues tales frutos he recogido ya de ese método, que, aun cuando, en
el juicio que sobre mí mismo hago, procuro siempre inclinarme del lado de
la desconfianza mejor que del de la presunción, y aunque, al mirar con
ánimo filosófico las distintas acciones y empresas de los hombres, no hallo
casi ninguna que no me parezca vana e inútil, sin embargo no deja de
producir en mí una extremada satisfacción el progreso que pienso haber
realizado ya en la investigación de la verdad, y concibo tales esperanzas
para el porvenir[vi], que si entre las ocupaciones que embargan a los
hombres, puramente hombres, hay alguna que sea sólidamente buena e
importante, me atrevo a creer que es la que yo he elegido por mía.
Puede ser, no obstante, que me engañe; y acaso lo que me parece oro puro y
diamante fino, no sea sino un poco de cobre y de vidrio. Sé cuán expuestos
estamos a equivocar nos, cuando de nosotros mismos se trata, y cuán
sospechosos deben sernos también los juicios de los amigos, que se
pronuncian en nuestro favor. Pero me gustaría dar a conocer, en el presente
discurso, el camino que he seguido y representar en él mi vida, como en un
cuadro, para que cada cual pueda formar su juicio, y así, tomando luego
conocimiento, por el rumor público, de las opiniones emitidas, sea este un
nuevo medio de instruirme, que añadiré a los que acostumbro emplear.
Mi propósito, pues, no es el de enseñar aquí el método que cada cual ha de
seguir para dirigir bien su razón, sino sólo exponer el modo como yo he
procurado conducir la mía[vii].
Los que se meten a dar preceptos deben de estimarse más hábiles que
aquellos a quienes los dan, y son muy censurables, si faltan en la cosa más
mínima. Pero como yo no propongo este escrito, sino a modo de historia o,
si preferís, de fábula, en la que, entre ejemplos que podrán imitarse, irán
acaso otros también que con razón no serán seguidos, espero que tendrá
utilidad para algunos, sin ser nocivo para nadie, y que todo el mundo
agradecerá mi franqueza.
Desde la niñez, fui criado en el estudio de las letras y, como me aseguraban
que por medio de ellas se podía adquirir un conocimiento claro y seguro de
todo cuanto es útil para la vida, sentía yo un vivísimo deseo de aprenderlas.
Pero tan pronto como hube terminado el curso de los estudios, cuyo remate
suele dar ingreso en el número de los hombres doctos, cambié por completo
de opinión, Pues me embargaban tantas dudas y errores, que me parecía
que, procurando instruirme, no había conseguido más provecho que el de
descubrir cada vez mejor mi ignorancia. Y, sin embargo, estaba en una de
las más famosas escuelas de Europa[viii], en donde pensaba yo que debía
haber hombres sabios, si los hay en algún lugar de la tierra. Allí había
aprendido todo lo que los demás aprendían; y no contento aún con las
ciencias que nos enseñaban, recorrí cuantos libros pudieron caer en mis
manos, referentes a las ciencias que se consideran como las más curiosas y
raras. Conocía, además, los juicios que se hacían de mi persona, y no veía
que se me estimase en menos que a mis condiscípulos, entre los cuales
algunos había ya destinados a ocupar los puestos que dejaran vacantes
nuestros maestros. Por último, parecíame nuestro siglo tan floreciente y
fértil en buenos ingenios, como haya sido cualquiera dé los precedentes. Por
todo lo cual, me tomaba la libertad de juzgar a los demás por mí mismo y
de pensar que no había en el mundo doctrina alguna como la que se me
había prometido anteriormente.
No dejaba por eso de estimar en mucho los ejercicios que se hacen en las
escuelas. Sabía que las lenguas que en ellas se aprenden son necesarias para
la inteligencia de los libros antiguos; que la gentileza de las fábulas
despierta el ingenio; que las acciones memorables, que cuentan las
historias, lo elevan y que, leídas con discreción, ayudan a formar el juicio;
que la lectura de todos los buenos libros es como una conversación con los
mejores ingenios de los pasados siglos, que los han compuesto, y hasta una
conversación estudiada, en la que no nos descubren sino lo más selecto de
sus pensamientos; que la elocuencia posee fuerzas y bellezas
incomparables; que la poesía tiene delicadezas y suavidades que arrebatan;
que en las matemáticas hay sutilísimas invenciones que pueden ser de
mucho servicio, tanto para satisfacer a los curiosos, como para facilitar las
artes todas y disminuir el trabajo de los hombres; que los escritos, que
tratan de las costumbres, encierran varias enseñanzas y exhortaciones a la
virtud, todas muy útiles; que la teología enseña a ganar el cielo; que la
filosofía proporciona medios para hablar con verosimilitud de todas las
cosas y recomendarse a la admiración de los menos sabios[ix]; que la
jurisprudencia, la medicina y demás ciencias honran y enriquecen a quienes
las cultivan; y, por último, que es bien haberlas recorrido todas, aun las más
supersticiosas y las más falsas, para conocer su justo valor y no dejarse
engañar por ellas.
Pero creía también que ya había dedicado bastante tiempo a las lenguas e
incluso a la lectura de los libros antiguos y a sus historias y a sus fábulas.
Pues es casi lo mismo conversar con gentes de otros siglos, que viajar por
extrañas tierras. Bueno es saber algo de las costumbres de otros pueblos,
para juzgar las del propio con mejor acierto, y no creer que todo lo que sea
contrario a nuestras modas es ridículo y opuesto a la razón, como suelen
hacer los que no han visto nada. Pero el que emplea demasiado tiempo en
viajar, acaba por tornarse extranjero en su propio país; y al que estudia con
demasiada curiosidad lo que se hacía en los siglos pretéritos, ocúrrele de
ordinario que permanece ignorante de lo que se practica en el presente.
Además, las fábulas son causa de que imaginemos como posibles
acontecimientos que no lo son; y aun las más fieles historias, supuesto que
no cambien ni aumenten el valor de las cosas, para hacerlas más dignas de
ser leídas, omiten por lo menos, casi siempre, las circunstancias más bajas y
menos ilustres, por lo cual sucede que lo restante no aparece tal como es y
que los que ajustan sus costumbres a los ejemplos que sacan de las
historias, se exponen a caer en las extravagancias de los paladines de
nuestras novelas y a concebir designios, a que no alcanzan sus fuerzas.
Estimaba en mucho la elocuencia y era un enamorado de la poesía; pero
pensaba que una y otra son dotes del ingenio más que frutos del estudio.
Los que tienen más robusto razonar y digieren mejor sus pensamientos,
para hacerlos claros e inteligibles, son los más capaces de llevar a los
ánimos la persuasión, sobre lo que proponen, aunque hablen una pésima
lengua y no hayan aprendido nunca retórica; y los que imaginan las más
agradables invenciones, sabiéndolas expresar con mayor ornato y suavidad,
serán siempre los mejores poetas, aun cuando desconozcan el arte poética.
Gustaba sobre todo de las matemáticas, por la certeza y evidencia que
poseen sus razones; pero aun no advertía cuál era su verdadero uso y,
pensando que sólo para las artes
mecánicas servían, extrañábame que, siendo sus cimientos tan firmes y
sólidos, no se hubiese construido sobre ellos nada más levantado[x]. Y en
cambio los escritos de los antiguos paganos, referentes a las costumbres,
comparábalos con palacios muy soberbios y magníficos, pero construidos
sobre arena y barro: levantan muy en alto las virtudes y las presentan como
las cosas más estimables que hay en el mundo; pero no nos enseñan
bastante a conocerlas y, muchas veces, dan ese hermoso nombre a lo que no
es sino insensibilidad, orgullo, desesperación o parricidio[xi].
Profesaba una gran reverencia por nuestra teología y, como cualquier otro,
pretendía yo ganar el cielo. Pero habiendo aprendido, como cosa muy
cierta, que el camino de la salvación está tan abierto para los ignorantes
como para los doctos y que las verdades reveladas, que allá conducen, están
muy por encima de nuestra inteligencia, nunca me hubiera atrevido a
someterlas a la flaqueza de mis razonamientos, pensando que, para
acometer la empresa de examinarlas y salir con bien de ella, era preciso
alguna extraordinaria ayuda del cielo, y ser, por tanto, algo más que
hombre.
Nada diré de la filosofía sino que, al ver que ha sido cultivada por los más
excelentes ingenios que han vivido desde hace siglos, y, sin embargo, nada
hay en ella que no sea objeto de disputa y, por consiguiente, dudoso, no
tenía yo la presunción de esperar acertar mejor que los demás; y
considerando cuán diversas pueden ser las opiniones tocante a una misma
materia, sostenidas todas por gentes doctas, aun cuando no puede ser
verdadera más que una sola, reputaba casi por falso todo lo que no fuera
más que verosímil.
Y en cuanto a las demás ciencias, ya que toman sus principios de la
filosofía, pensaba yo que sobre tan endebles cimientos no podía haberse
edificado nada sólido; y ni el honor ni el provecho, que prometen, eran
bastantes para invitarme a aprenderlas; pues no me veía, gracias a Dios, en
tal condición que hubiese de hacer de la ciencia un oficio con que mejorar
mi fortuna; y aunque no profesaba el desprecio de la gloria a lo cínico, sin
embargo, no estimaba en mucho aquella fama, cuya adquisición sólo
merced a falsos títulos puede lograrse. Y, por último, en lo que toca a las
malas doctrinas, pensaba que ya conocía bastante bien su valor, para no
dejarme burlar ni por las promesas de un alquimista, ni por las predicciones
de un astrólogo, ni por los engaños de un mago, ni por los artificios o la
presunción de los que profesan saber más de lo que saben.
Así, pues, tan pronto como estuve en edad de salir de la sujeción en que me
tenían mis preceptores, abandoné del todo el estudio de las letras; y,
resuelto a no buscar otra ciencia que la que pudiera hallar en mí mismo o en
el gran libro del mundo, empleé el resto de mi juventud en viajar, en ver
cortes y ejércitos[xii], en cultivar la sociedad de gentes de condiciones y
humores diversos, en recoger varias experiencias, en ponerme a mí mismo a
prueba en los casos que la fortuna me deparaba y en hacer siempre tales
reflexiones sobre las cosas que se me presentaban, que pudiera sacar algún
provecho de ellas. Pues parecíame que podía hallar mucha más verdad en
los razonamientos que cada uno hace acerca de los asuntos que le atañen,
expuesto a que el suceso venga luego a castigarle, si ha juzgado mal, que en
los que discurre un hombre de letras, encerrado en su despacho, acerca de
especulaciones que no producen efecto alguno y que no tienen para él otras
consecuencias, sino que acaso sean tanto mayor motivo para envanecerle
cuanto más se aparten del sentido común, puesto que habrá tenido que
gastar más ingenio y artificio en procurar hacerlas verosímiles. Y siempre
sentía un deseo extremado de aprender a distinguir lo verdadero de lo falso,
para ver claro en mis actos y andar seguro por esta vida.
Es cierto que, mientras me limitaba a considerar las costumbres de los otros
hombres, apenas hallaba cosa segura y firme, y advertía casi tanta
diversidad como antes en las opiniones de los filósofos. De suerte que el
mayor provecho que obtenía, era que, viendo varias cosas que, a pesar de
parecernos muy extravagantes y ridículas, no dejan de ser admitidas
comúnmente y aprobadas por otros grandes pueblos, aprendía a no creer
con demasiada firmeza en lo que sólo el ejemplo y la costumbre me habían
persuadido; y así me libraba poco a poco de muchos errores, que pueden
oscurecer nuestra luz natural y tornarnos menos aptos para escuchar la voz
de la razón. Mas cuando hube pasado varios años estudiando en el libro del
mundo y tratando de adquirir alguna experiencia, resolvíme un día a
estudiar también en mí mismo y a emplear todas las fuerzas de mi ingenio
en la elección de la senda que debía seguir; lo cual me salió mucho mejor,
según creo, que si no me hubiese nunca alejado de mi tierra y de mis libros.
Segunda parte

Hallábame, por entonces, en Alemania, adonde me llamara la ocasión de


unas guerras [xiii] que aun no han terminado; y volviendo de la coronación
del Emperador [xiv] hacia el ejército, cogióme el comienzo del invierno en
un lugar en donde, no encontrando conversación alguna que me divirtiera y
no teniendo tampoco, por fortuna, cuidados ni pasiones que perturbaran mi
ánimo, permanecía el día entero solo y encerrado, junto a una estufa, con
toda la tranquilidad necesaria para entregarme a mis pensamientos[xv].
Entre los cuales, fue uno de los primeros el ocurrírseme considerar que
muchas veces sucede que no hay tanta perfección en las obras compuestas
de varios trozos y hechas por las manos de muchos maestros, como en
aquellas en que uno solo ha trabajado. Así vemos que los edificios, que un
solo arquitecto ha comenzado y rematado, suelen ser más hermosos y mejor
ordenados que aquellos otros, que varios han tratado de componer y
arreglar, utilizando antiguos muros, construidos para otros fines. Esas viejas
ciudades, que no fueron al principio sino aldeas, y que, con el transcurso del
tiempo han llegado a ser grandes urbes, están, por lo común, muy mal
trazadas y acompasadas, si las comparamos con esas otras plazas regulares
que un ingeniero diseña, según su fantasía, en una llanura; y, aunque
considerando sus edificios uno por uno encontremos a menudo en ellos
tanto o más arte que en los de estas últimas ciudades nuevas, sin embargo,
viendo cómo están arreglados, aquí uno grande, allá otro pequeño, y cómo
hacen las calles curvas y desiguales, diríase que más bien es la fortuna que
la voluntad de unos hombres provistos de razón, la que los ha dispuesto de
esa suerte. Y si se considera que, sin embargo, siempre ha habido unos
oficiales encargados de cuidar de que los edificios de los particulares sirvan
al ornato público, bien se reconocerá cuán difícil es hacer cumplidamente
las cosas cuando se trabaja sobre lo hecho por otros. Así también,
imaginaba yo que esos pueblos que fueron antaño medio salvajes y han ido
civilizándose poco a poco, haciendo sus leyes conforme les iba obligando la
incomodidad de los crímenes y peleas, no pueden estar tan bien constituidos
como los que, desde que se juntaron, han venido observando las
constituciones de algún prudente legislador[xvi]. Como también es muy
cierto, que el estado de la verdadera religión, cuyas ordenanzas Dios solo ha
instituido, debe estar incomparablemente mejor arreglado que todos los
demás. Y para hablar de las cosas humanas, creo que si Esparta ha sido
antaño muy floreciente, no fue por causa de la bondad de cada una de sus
leyes en particular, que algunas eran muy extrañas y hasta contrarias a las
buenas costumbres, sino porque, habiendo sido inventadas por uno solo,
todas tendían al mismo fin. Y así pensé yo que las ciencias de los libros, por
lo menos aquellas cuyas razones son solo probables y carecen de
demostraciones, habiéndose compuesto y aumentado poco a poco con las
opiniones de varias personas diferentes, no son tan próximas a la verdad
como los simples razonamientos que un hombre de buen sentido puede
hacer, naturalmente, acerca de las cosas que se presentan. Y también
pensaba yo que, como hemos sido todos nosotros niños antes de ser
hombres y hemos tenido que dejarnos regir durante mucho tiempo por
nuestros apetitos y nuestros preceptores, que muchas veces eran contrarios
unos a otros, y ni unos ni otros nos aconsejaban acaso siempre lo mejor, es
casi imposible que sean nuestros juicios tan puros y tan sólidos como lo
fueran si, desde el momento de nacer, tuviéramos el uso pleno de nuestra
razón y no hubiéramos sido nunca dirigidos más que por ésta.
Verdad es que no vemos que se derriben todas las casas de una ciudad con
el único propósito de reconstruirlas en otra manera y de hacer más
hermosas las calles; pero vemos que muchos particulares mandan echar
abajo sus viviendas para reedificarlas y, muchas veces, son forzados a ello,
cuando los edificios están en peligro de caerse, por no ser ya muy firmes los
cimientos. Ante cuyo ejemplo, llegué a persuadirme de que no sería en
verdad sensato que un particular se propusiera reformar un Estado
cambiándolo todo, desde los cimientos, y derribándolo para enderezarlo; ni
aun siquiera reformar el cuerpo de las ciencias o el orden establecido en las
escuelas para su enseñanza; pero que, por lo que toca a las opiniones, a que
hasta entonces había dado mi crédito, no podía yo hacer nada mejor que
emprender de una vez la labor de suprimirlas, para sustituirlas luego por
otras mejores o por las mismas, cuando las hubiere ajustado al nivel de la
razón. Y tuve firmemente por cierto que, por este medio, conseguiría dirigir
mi vida mucho mejor que si me contentase con edificar sobre cimientos
viejos y me apoyase solamente en los principios que había aprendido siendo
joven, sin haber examinado nunca si eran o no verdaderos. Pues si bien en
esta empresa veía varias dificultades, no eran, empero, de las que no tienen
remedio; ni pueden compararse con las que hay en la reforma de las
menores cosas que atañen a lo público. Estos grandes cuerpos políticos, es
muy difícil levantarlos, una vez que han sido derribados, o aun sostenerlos
en pie cuando se tambalean, y sus caídas son necesariamente muy duras.
Además, en lo tocante a sus imperfecciones, si las tienen — y sólo la
diversidad que existe entre ellos basta para asegurar que varios las tienen
—, el uso las ha suavizado mucho sin duda, y hasta ha evitado o corregido
insensiblemente no pocas de entre ellas, que con la prudencia no hubieran
podido remediarse tan eficazmente; y por último, son casi siempre más
soportables que lo sería el cambiarlas, como los caminos reales, que
serpentean por las montañas, se hacen poco a poco tan llanos y cómodos,
por, el mucho tránsito, que es muy preferible seguirlos, que no meterse en
acortar, saltando por encima de las rocas y bajando hasta el fondo de las
simas.
Por todo esto, no puedo en modo alguno aplaudir a esos hombres de
carácter inquieto y atropellado que, sin ser llamados ni por su alcurnia ni
por su fortuna al manejo de los negocios públicos, no dejan de hacer
siempre, en idea, alguna reforma nueva; y si creyera que hay en este escrito
la menor cosa que pudiera hacerme sospechoso de semejante insensatez, no
hubiera consentido en su publicación[xvii]. Mis designios no han sido
nunca otros que tratar de reformar mis propios pensamientos y edificar
sobre un terreno que me pertenece a mí solo. Si, habiéndome gustado
bastante mi obra, os enseño aquí el modelo, no significa esto que quiera yo
aconsejar a nadie que me imite. Los que hayan recibido de Dios mejores y
más abundantes mercedes, tendrán, sin duda, más levantados propósitos;
pero mucho me temo que éste mío no sea ya demasiado audaz para algunas
personas. Ya la mera resolución de deshacerse de todas las opiniones
recibidas anteriormente no es un ejemplo que todos deban seguir. Y el
mundo se compone casi sólo de dos especies de ingenios, a quienes este
ejemplo no conviene, en modo alguno, y son, a saber: de los que,
creyéndose más hábiles de lo que son, no pueden contener la precipitación
de sus juicios ni conservar la bastante paciencia para conducir
ordenadamente todos sus pensamientos; por donde sucede que, si una vez
se hubiesen tomado la libertad de dudar de los principios que han recibido y
de apartarse del camino común, nunca podrán mantenerse en la senda que
hay que seguir para ir más en derechura, y permanecerán extraviados toda
su vida; y de otros que, poseyendo bastante razón o modestia para juzgar
que son menos capaces de distinguir lo verdadero de lo falso que otras
personas, de quienes pueden recibir instrucción, deben más bien contentarse
con seguir las opiniones de esas personas, que buscar por sí mismos otras
mejores.
Y yo hubiera sido, sin duda, de esta última especie de ingenios, si no
hubiese tenido en mi vida más que un solo maestro o no hubiese sabido
cuán diferentes han sido, en todo tiempo, las opiniones de los más doctos.
Mas, habiendo aprendido en el colegio que no se puede imaginar nada, por
extraño e increíble que sea, que no haya sido dicho por alguno de los
filósofos, y habiendo visto luego, en mis viajes, que no todos los que
piensan de modo contrario al nuestro son por ello bárbaros y salvajes, sino
que muchos hacen tanto o más uso que nosotros de la razón; y habiendo
considerado que un mismo hombre, con su mismo ingenio, si se ha criado
desde niño entre franceses o alemanes, llega a ser muy diferente de lo que
sería si hubiese vivido siempre entre chinos o caníbales; y que hasta en las
modas de nuestros trajes, lo que nos ha gustado hace diez años, y acaso
vuelva a gustarnos dentro de otros diez, nos parece hoy extravagante y
ridículo, de suerte que más son la costumbre y el ejemplo los que nos
persuaden, que un conocimiento cierto; y que, sin embargo, la multitud de
votos no es una prueba que valga para las verdades algo difíciles de
descubrir, porque más verosímil es que un hombre solo dé con ellas que no
todo un pueblo, no podía yo elegir a una persona, cuyas opiniones me
parecieran preferibles a las de las demás, y me vi como obligado a
emprender por mí mismo la tarea de conducirme.
Pero como hombre que tiene que andar solo y en la oscuridad, resolví ir tan
despacio y emplear tanta circunspección en todo, que, a trueque de
adelantar poco, me guardaría al menos muy bien de tropezar y caer. E
incluso no quise empezar a deshacerme por completo de ninguna de las
opiniones que pudieron antaño deslizarse en mi creencia, sin haber sido
introducidas por la razón, hasta después de pasar buen tiempo dedicado al
proyecto de la obra que iba a emprender, buscando el verdadero método
para llegar al conocimiento de todas las cosas de que mi espíritu fuera
capaz.
Había estudiado un poco, cuando era más joven, de las partes de la
filosofía, la lógica, y de las matemáticas, el análisis de los geómetras y el
álgebra, tres artes o ciencias que debían, al parecer, contribuir algo a mi
propósito. Pero cuando las examiné, hube de notar que, en lo tocante a la
lógica, sus silogismos y la mayor parte de las demás instrucciones que da,
más sirven para explicar a otros las cosas ya sabidas o incluso, como el arte
de Lulio[xviii], para hablar sin juicio de las ignoradas, que para aprenderlas.
Y si bien contiene, en verdad, muchos, muy buenos y verdaderos preceptos,
hay, sin embargo, mezclados con ellos, tantos otros nocivos o superfluos,
que separarlos es casi tan difícil como sacar una Diana o una Minerva de un
bloque de mármol sin desbastar. Luego, en lo tocante al análisis [xix] de los
antiguos y al álgebra de los modernos, aparte de que no se refieren sino a
muy abstractas materias, que no parecen ser de ningún uso, el primero está
siempre tan constreñido a considerar las figuras, que no puede ejercitar el
entendimiento sin cansar grandemente la imaginación; y en la segunda,
tanto se han sujetado sus cultivadores a ciertas reglas y a ciertas cifras, que
han hecho de ella un arte confuso y oscuro, bueno para enredar el ingenio,
en lugar de una ciencia que lo cultive. Por todo lo cual, pensé que había que
buscar algún otro método que juntase las ventajas de esos tres, excluyendo
sus defectos.
Y como la multitud de leyes sirve muy a menudo de disculpa a los vicios,
siendo un Estado mucho mejor regido cuando hay pocas, pero muy
estrictamente observadas, así también, en lugar del gran número de
preceptos que encierra la lógica, creí que me bastarían los cuatro siguientes,
supuesto que tomase una firme y constante resolución de no dejar de
observarlos una vez siquiera:
Fue el primero, no admitir como verdadera cosa alguna, como no supiese
con evidencia que lo es; es decir, evitar cuidadosamente la precipitación y la
prevención, y no comprender en mis juicios nada más que lo que se
presentase tan clara y distintamente a mí espíritu, que no hubiese ninguna
ocasión de ponerlo en duda.
El segundo, dividir cada una de las dificultades, que examinare, en cuantas
partes fuere posible y en cuantas requiriese su mejor solución.
El tercero, conducir ordenadamente mis pensamientos, empezando por los
objetos más simples y más fáciles de conocer, para ir ascendiendo poco a
poco, gradualmente, hasta el conocimiento de los más compuestos, e
incluso suponiendo un orden entre los que no se preceden naturalmente.
Y el último, hacer en todo unos recuentos tan integrales y unas revisiones
tan generales, que llegase a estar seguro de no omitir nada.
Esas largas series de trabadas razones muy simples y fáciles, que los
geómetras acostumbran emplear, para llegar a sus más difíciles
demostraciones, habíanme dado ocasión de imaginar que todas las cosas, de
que el hombre puede adquirir conocimiento, se siguen unas a otras en igual
manera, y que, con sólo abstenerse de admitir como verdadera una que no
lo sea y guardar siempre el orden necesario para deducirlas unas de otras,
no puede haber ninguna, por lejos que se halle situada o por oculta que esté,
que no se llegue a alcanzar y descubrir. Y no me cansé mucho en buscar por
cuáles era preciso comenzar, pues ya sabía que por las más simples y fáciles
de conocer; y considerando que, entre todos los que hasta ahora han
investigado la verdad en las ciencias, sólo los matemáticos han podido
encontrar algunas demostraciones, esto es, algunas razones ciertas y
evidentes, no dudaba de que había que empezar por las mismas que ellos
han examinado, aun cuando no esperaba sacar de aquí ninguna otra utilidad,
sino acostumbrar mi espíritu a saciarse de verdades y a no contentarse con
falsas razones. Mas no por eso concebí el propósito de procurar aprender
todas las ciencias particulares denominadas comúnmente matemáticas, y
viendo que, aunque sus objetos son diferentes, todas, sin embargo,
coinciden en que no consideran sino las varias relaciones o proporciones
que se encuentran en los tales objetos, pensé que más valía limitarse a
examinar esas proporciones en general, suponiéndolas solo en aquellos
asuntos que sirviesen para hacerme más fácil su conocimiento y hasta no
sujetándolas a ellos de ninguna manera, para poder después aplicarlas tanto
más libremente a todos los demás a que pudieran convenir[xx]. Luego
advertí que, para conocerlas, tendría a veces necesidad de considerar cada
una de ellas en particular, y otras veces, tan solo retener o comprender
varias juntas, y pensé que, para considerarlas mejor en particular, debía
suponerlas en líneas, porque no encontraba nada más simple y que más
distintamente pudiera yo representar a mi imaginación y mis sentidos; pero
que, para retener o comprender varias juntas, era necesario que las explicase
en algunas cifras, las más cortas que fuera posible; y que, por este medio,
tomaba lo mejor que hay en el análisis geométrico y en el álgebra, y
corregía así todos los defectos de una por el otro[xxi].
Y, efectivamente, me atrevo a decir que la exacta observación de los pocos
preceptos por mí elegidos, me dio tanta facilidad para desenmarañar todas
las cuestiones de que tratan esas dos ciencias, que en dos o tres meses que
empleé en examinarlas, habiendo comenzado por las más simples y
generales, y siendo cada verdad que encontraba una regla que me servía
luego para encontrar otras, no sólo conseguí resolver varias cuestiones, que
antes había considerado como muy difíciles, sino que hasta me pareció
también, hacia el final, que, incluso en las que ignoraba, podría determinar
por qué medios y hasta dónde era posible resolverlas. En lo cual, acaso no
me acusaréis de excesiva vanidad si consideráis que, supuesto que no hay
sino una verdad en cada cosa, el que la encuentra sabe todo lo que se puede
saber de ella; y que, por ejemplo, un niño que sabe aritmética y hace una
suma conforme a las reglas, puede estar seguro de haber hallado, acerca de
la suma que examinaba, todo cuanto el humano ingenio pueda hallar;
porque al fin y al cabo el método que enseña a seguir el orden verdadero y a
recontar exactamente las circunstancias todas de lo que se busca, contiene
todo lo que confiere certidumbre a las reglas de la aritmética.
Pero lo que más contento me daba en este método era que, con él, tenía la
seguridad de emplear mi razón en todo, si no perfectamente, por lo menos
lo mejor que fuera en mi poder. Sin contar con que, aplicándolo, sentía que
mi espíritu se iba acostumbrando poco a poco a concebir los objetos con
mayor claridad y distinción y que, no habiéndolo sujetado a ninguna
materia particular, prometíame aplicarlo con igual fruto a las dificultades de
las otras ciencias, como lo había hecho a las del álgebra. No por eso me
atreví a empezar luego a examinar todas las que se presentaban, pues eso
mismo fuera contrario al orden que el método prescribe; pero habiendo
advertido que los principios de las ciencias tenían que estar todos tomados
de la filosofía, en la que aun no hallaba ninguno que fuera cierto, pensé que
ante todo era preciso procurar establecer algunos de esta clase y, siendo esto
la cosa más importante del mundo y en la que son más de temer la
precipitación y la prevención, creí que no debía acometer la empresa antes
de haber llegado a más madura edad que la de veintitrés años, que entonces
tenía, y de haber dedicado buen espacio de tiempo a prepararme,
desarraigando de mi espíritu todas las malas opiniones a que había dado
entrada antes de aquel tiempo, haciendo también acopio de experiencias
varias, que fueran después la materia de mis razonamientos y, por último,
ejercitándome sin cesar en el método que me había prescrito, para
afianzarlo mejor en mi espíritu.
Tercera parte

Por último, como para empezar a reconstruir el alojamiento en donde uno


habita, no basta haberlo derribado y haber hecho acopio de materiales y de
arquitectos, o haberse ejercitado uno mismo en la arquitectura y haber
trazado además cuidadosamente el diseño del nuevo edificio, sino que
también hay que proveerse de alguna otra habitación, en donde pasar
cómodamente el tiempo que dure el trabajo, así, pues, con el fin de no
permanecer irresoluto en mis acciones, mientras la razón me obligaba a
serlo en mis juicios, y no dejar de vivir, desde luego, con la mejor ventura
que pudiese, hube de arreglarme una moral provisional[xxii], que no
consistía sino en tres o cuatro máximas, que con mucho gusto voy a
comunicaros.
La primera fue seguir las leyes y las costumbres de mi país, conservando
constantemente la religión en que la gracia de Dios hizo que me instruyeran
desde niño, rigiéndome en todo lo demás por las opiniones más moderadas
y más apartadas de todo exceso, que fuesen comúnmente admitidas en la
práctica por los más sensatos de aquellos con quienes tendría que vivir.
Porque habiendo comenzado ya a no contar para nada con las mías propias,
puesto que pensaba someterlas todas a un nuevo examen, estaba seguro de
que no podía hacer nada mejor que seguir las de los más sensatos. Y aun
cuando entre los persas y los chinos hay quizá hombres tan sensatos como
entre nosotros, parecíame que lo más útil era acomodarme a aquellos con
quienes tendría que vivir; y que para saber cuáles eran sus verdaderas
opiniones, debía fijarme más bien en lo que hacían que en lo que decían, no
sólo porque, dada la corrupción de nuestras costumbres, hay pocas personas
que consientan en decir lo que creen, sino también porque muchas lo
ignoran, pues el acto del pensamiento, por el cual uno cree una cosa, es
diferente de aquel otro por el cual uno conoce que la cree, y por lo tanto
muchas veces se encuentra aquél sin éste. Y entre varias opiniones,
igualmente admitidas, elegía las más moderadas, no sólo porque son
siempre las más cómodas para la práctica, y verosímilmente las mejores, ya
que todo exceso suele ser malo, sino también para alejarme menos del
verdadero camino, en caso de error, si, habiendo elegido uno de los
extremos, fuese el otro el que debiera seguirse. Y en particular consideraba
yo como un exceso toda promesa por la cual se enajena una parte de la
propia libertad; no que yo desaprobase las leyes que, para poner remedio a
la inconstancia de los espíritus débiles, permiten cuando se tiene algún
designio bueno, o incluso para la seguridad del comercio, en designios
indiferentes, hacer votos o contratos obligándose a perseverancia; pero
como no veía en el mundo cosa alguna que permaneciera siempre en
idéntico estado y como, en lo que a mí mismo se refiere, esperaba
perfeccionar más y más mis juicios, no empeorarlos, hubiera yo creído
cometer una grave falta contra el buen sentido, si, por sólo el hecho de
aprobar por entonces alguna cosa, me obligara a tenerla también por buena
más tarde, habiendo ella acaso dejado de serlo, o habiendo yo dejado de
estimarla como tal.
Mi segunda máxima fue la de ser en mis acciones lo más firme y resuelto
que pudiera y seguir tan constante en las más dudosas opiniones, una vez
determinado a ellas, como si fuesen segurísimas, imitando en esto a los
caminantes que, extraviados por algún bosque, no deben andar errantes
dando vueltas por una y otra parte, ni menos detenerse en un lugar, sino
caminar siempre lo más derecho que puedan hacia un sitio fijo, sin cambiar
de dirección por leves razones, aun cuando en un principio haya sido sólo el
azar el que les haya determinado a elegir ese rumbo; pues de este modo, si
no llegan precisamente adonde quieren ir, por lo menos acabarán por llegar
a alguna parte, en donde es de pensar que estarán mejor que no en medio
del bosque. Y así, puesto que muchas veces las acciones de la vida no
admiten demora, es verdad muy cierta que si no está en nuestro poder el
discernir las mejores opiniones, debemos seguir las más probables; y
aunque no encontremos más probabilidad en unas que en otras, debemos,
no obstante, decidirnos por algunas y considerarlas después, no ya como
dudosas, en cuanto que se refieren a la práctica, sino como muy verdaderas
y muy ciertas, porque la razón que nos ha determinado lo es. Y esto fue
bastante para librarme desde entonces de todos los arrepentimientos y
remordimientos que suelen agitar las consciencias de esos espíritus
endebles y vacilantes, que se dejan ir inconstantes a practicar como buenas
las cosas que luego juzgan malas[xxiii].
Mi tercera máxima fue procurar siempre vencerme a mí mismo antes que a
la fortuna, y alterar mis deseos antes que el orden del mundo, y
generalmente acostumbrarme a creer que nada hay que esté enteramente en
nuestro poder sino nuestros propios pensamientos[xxiv], de suerte que
después de haber obrado lo mejor que hemos podido, en lo tocante a las
cosas exteriores, todo lo que falla en el éxito es para nosotros absolutamente
imposible. Y esto sólo me parecía bastante para apartarme en lo porvenir de
desear algo sin conseguirlo y tenerme así contento; pues como nuestra
voluntad no se determina naturalmente a desear sino las cosas que nuestro
entendimiento le representa en cierto modo como posibles, es claro que si
todos los bienes que están fuera de nosotros los consideramos como
igualmente inasequibles a nuestro poder, no sentiremos pena alguna por
carecer de los que parecen debidos a nuestro nacimiento, cuando nos
veamos privados de ellos sin culpa nuestra, como no la sentimos por no ser
dueños de los reinos de la China o de Méjico; y haciendo, como suele
decirse, de necesidad virtud, no sentiremos mayores deseos de estar sanos,
estando enfermos, o de estar libres, estando encarcelados, que ahora
sentimos de poseer cuerpos compuestos de materia tan poco corruptible
como el diamante o alas para volar como los pájaros. Pero confieso que son
precisos largos ejercicios y reiteradas meditaciones para acostumbrarse a
mirar todas las cosas por ese ángulo; y creo que en esto consistía
principalmente el secreto de aquellos filósofos, que pudieron antaño
sustraerse al imperio de la fortuna, y a pesar de los sufrimientos y la
pobreza, entrar en competencia de ventura con los propios dioses[xxv].
Pues, ocupados sin descanso en considerar los límites prescritos por la
naturaleza, persuadíanse tan perfectamente de que nada tenían en su poder
sino sus propios pensamientos, que esto sólo era bastante a impedirles sentir
afecto hacia otras cosas; y disponían de esos pensamientos tan
absolutamente, que tenían en esto cierta razón de estimarse más ricos y
poderosos y más libres y bienaventurados que ningunos otros hombres, los
cuales, no teniendo esta filosofía, no pueden, por mucho que les hayan
favorecido la naturaleza y la fortuna, disponer nunca, como aquellos
filósofos, de todo cuanto quieren.
En fin, como conclusión de esta moral, ocurrióseme considerar, una por
una, las diferentes ocupaciones a que los hombres dedican su vida, para
procurar elegir la mejor; y sin querer decir nada de las de los demás, pensé
que no podía hacer nada mejor que seguir en la misma que tenía; es decir,
aplicar mi vida entera al cultivo de mi razón y adelantar cuanto pudiera en
el conocimiento de la verdad, según el método que me había prescrito. Tan
extremado contento había sentido ya desde que empecé a servirme de ese
método, que no creía que pudiera recibirse otro más suave e inocente en
esta vida; y descubriendo cada día, con su ayuda, algunas verdades que me
parecían bastante importantes y generalmente ignoradas de los otros
hombres, la satisfacción que experimentaba llenaba tan cumplidamente mi
espíritu, que todo lo restante me era indiferente. Además, las tres máximas
anteriores fundábanse sólo en el propósito, que yo abrigaba, de continuar
instruyéndome; pues habiendo dado Dios a cada hombre alguna luz con que
discernir lo verdadero de lo falso, no hubiera yo creído un solo momento
que debía contentarme con las opiniones ajenas, de no haberme propuesto
usar de mi propio juicio para examinarlas cuando fuera tiempo; y no
hubiera podido librarme de escrúpulos, al seguirlas, si no hubiese esperado
aprovechar todas las ocasiones para encontrar otras mejores, dado caso que
las hubiese; y, por último, no habría sabido limitar mis deseos y estar
contento, si no hubiese seguido un camino por donde, al mismo tiempo que
asegurarme la adquisición de todos los conocimientos que yo pudiera,
pensaba también por el mismo modo llegar a conocer todos los verdaderos
bienes que estuviesen en mi poder; pues no determinándose nuestra
voluntad a seguir o a evitar cosa alguna, sino porque nuestro entendimiento
se la representa como buena o mala, basta juzgar bien, para obrar
bien[xxvi], y juzgar lo mejor que se pueda, para obrar también lo mejor que
se pueda; es decir, para adquirir todas las virtudes y con ellas cuantos bienes
puedan lograrse; y cuando uno tiene la certidumbre de que ello es así, no
puede por menos de estar contento.
Habiéndome, pues, afirmado en estas máximas, las cuales puse aparte
juntamente con las verdades de la fe, que siempre han sido las primeras en
mi creencia, pensé que de todas mis otras opiniones podía libremente
empezar a deshacerme; y como esperaba conseguirlo mejor conversando
con los hombres que permaneciendo por más tiempo encerrado en el cuarto
en donde había meditado todos esos pensamientos, proseguí mi viaje antes
de que el invierno estuviera del todo terminado. Y en los nueve años
siguientes, no hice otra cosa sino andar de acá para allá, por el mundo,
procurando ser más bien espectador que actor en las comedias que en él se
representan, e instituyendo particulares reflexiones en toda materia sobre
aquello que pudiera hacerla sospechosa y dar ocasión a equivocarnos,
llegué a arrancar de mi espíritu, en todo ese tiempo, cuantos errores
pudieron deslizarse anteriormente. Y no es que imitara a los
escépticos[xxvii], que dudan por sólo dudar y se las dan siempre de
irresolutos; por el contrario, mi propósito no era otro que afianzarme en la
verdad, apartando la tierra movediza y la arena, para dar con la roca viva o
la arcilla. Lo cual, a mi parecer, conseguía bastante bien, tanto que, tratando
de descubrir la falsedad o la incertidumbre de las proposiciones que
examinaba, no mediante endebles conjeturas, sino por razonamientos claros
y seguros, no encontraba ninguna tan dudosa, que no pudiera sacar de ella
alguna conclusión bastante cierta, aunque sólo fuese la de que no contenía
nada cierto. Y así como al derribar una casa vieja suelen guardarse los
materiales, que sirven para reconstruir la nueva, así también al destruir
todas aquellas mis opiniones que juzgaba infundadas, hacía yo varias
observaciones y adquiría experiencias que me han servido después para
establecer otras más ciertas. Y además seguía ejercitándome en el método
que me había prescrito; pues sin contar con que cuidaba muy bien de
conducir generalmente mis pensamientos, según las citadas reglas, dedicaba
de cuando en cuando algunas horas a practicarlas particularmente en
dificultades de matemáticas, o también en algunas otras que podía hacer
casi semejantes a las de las matemáticas, desligándolas de los principios de
las otras ciencias, que no me parecían bastante firmes; todo esto puede
verse en varias cuestiones que van explicadas en este mismo
volumen[xxviii]. Y así, viviendo en apariencia como los que no tienen otra
ocupación que la de pasar una vida suave e inocente y se ingenian en
separar los placeres de los vicios y, para gozar de su ocio sin hastío, hacen
uso de cuantas diversiones honestas están a su alcance, no dejaba yo de
perseverar en mi propósito y de sacar provecho para el conocimiento de la
verdad, más acaso que si me contentara con leer libros o frecuentar las
tertulias literarias.
Sin embargo, transcurrieron esos nueve años sin que tomara yo decisión
alguna tocante a las dificultades de que suelen disputar los doctos, y sin
haber comenzado a buscar los cimientos de una filosofía más cierta que la
vulgar. Y el ejemplo de varios excelentes ingenios que han intentado
hacerlo, sin, a mi parecer, conseguirlo, me llevaba a imaginar en ello tanta
dificultad, que no me hubiera atrevido quizá a emprenderlo tan presto, si no
hubiera visto que algunos propalaban el rumor de que lo había llevado a
cabo. No me es posible decir qué fundamentos tendrían para emitir tal
opinión, y si en algo he contribuido a ella, por mis dichos, debe de haber
sido por haber confesado mi ignorancia, con más candor que suelen hacerlo
los que han estudiado un poco, y acaso también por haber dado a conocer
las razones que tenía para dudar de muchas cosas, que los demás consideran
ciertas, mas no porque me haya preciado de poseer doctrina alguna. Pero
como tengo el corazón bastante bien puesto para no querer que me tomen
por otro distinto del que soy, pensé que era preciso procurar por todos los
medios hacerme digno de la reputación que me daban; y hace ocho años
precisamente, ese deseo me decidió a alejarme de todos los lugares en
donde podía tener algunos conocimientos y retirarme aquí[xxix], en un país
en donde la larga duración de la guerra ha sido causa de que se establezcan
tales órdenes, que los ejércitos que se mantienen parecen no servir sino para
que los hombres gocen de los frutos de la paz con tanta mayor seguridad, y
en donde, en medio de la multitud de un gran pueblo muy activo, más
atento a sus propios negocios que curioso de los ajenos, he podido, sin
carecer de ninguna de las comodidades que hay en otras más frecuentadas
ciudades, vivir tan solitario y retirado como en el más lejano desierto.
Cuarta parte

No sé si debo hablaros de las primeras meditaciones que hice allí, pues son
tan metafísicas y tan fuera de lo común, que quizá no gusten a todo el
mundo[xxx]. Sin embargo, para que se pueda apreciar si los fundamentos
que he tomado son bastante firmes, me veo en cierta manera obligado a
decir algo de esas reflexiones. Tiempo ha que había advertido que, en lo
tocante a las costumbres, es a veces necesario seguir opiniones que sabemos
muy inciertas, como si fueran indudables, y esto se ha dicho ya en la parte
anterior; pero, deseando yo en esta ocasión ocuparme tan sólo de indagar la
verdad, pensé que debía hacer lo contrario y rechazar como absolutamente
falso todo aquello en que pudiera imaginar la menor duda, con el fin de ver
si, después de hecho esto, no quedaría en mi creencia algo que fuera
enteramente indudable. Así, puesto que los sentidos nos engañan, a las
veces, quise suponer que no hay cosa alguna que sea tal y como ellos nos la
presentan en la imaginación; y puesto que hay hombres que yerran al
razonar, aun acerca de los más simples asuntos de geometría, y cometen
paralogismos, juzgué que yo estaba tan expuesto al error como otro
cualquiera, y rechacé como falsas todas las razones que anteriormente había
tenido por demostrativas; y, en fin, considerando que todos los
pensamientos que nos vienen estando despiertos pueden también
ocurrírsenos durante el sueño, sin que ninguno entonces sea verdadero,
resolví fingir que todas las cosas, que hasta entonces habían entrado en mi
espíritu, no eran más verdaderas que las ilusiones de mis sueños. Pero
advertí luego que, queriendo yo pensar, de esa suerte, que todo es falso, era
necesario que yo, que lo pensaba, fuese alguna cosa; y observando que esta
verdad: «yo pienso, luego soy», era tan firme y segura que las más
extravagantes suposiciones de los escépticos no son capaces de conmoverla,
juzgué que podía recibirla sin escrúpulo, como el primer principio de la
filosofía que andaba buscando.
Examiné después atentamente lo que yo era, y viendo que podía fingir que
no tenía cuerpo alguno y que no había mundo ni lugar alguno en el que yo
me encontrase, pero que no podía fingir por ello que yo no fuese, sino al
contrario, por lo mismo que pensaba en dudar de la verdad de las otras
cosas, se seguía muy cierta y evidentemente que yo era, mientras que, con
sólo dejar de pensar, aunque todo lo demás que había imaginado fuese
verdad, no tenía ya razón alguna para creer que yo era, conocí por ello que
yo era una sustancia cuya esencia y naturaleza toda es pensar, y que no
necesita, para ser, de lugar alguno, ni depende de cosa alguna material; de
suerte que este yo, es decir, el alma, por la cual yo soy lo que soy, es
enteramente distinta del cuerpo y hasta más fácil de conocer que éste y,
aunque el cuerpo no fuese, el alma no dejaría de ser cuanto es.
Después de esto, consideré, en general, lo que se requiere en una
proposición para que sea verdadera y cierta; pues ya que acababa de hallar
una que sabía que lo era, pensé que debía saber también en qué consiste esa
certeza. Y habiendo notado que en la proposición: «yo pienso, luego soy»,
no hay nada que me asegure que digo verdad, sino que veo muy claramente
que para pensar es preciso ser, juzgué que podía admitir esta regla general:
que las cosas que concebimos muy clara y distintamente son todas
verdaderas; pero que sólo hay alguna dificultad en notar cuáles son las que
concebimos distintamente.
Después de lo cual, hube de reflexionar que, puesto que yo dudaba, no era
mi ser enteramente perfecto, pues veía claramente que hay más perfección
en conocer que en dudar; y se me ocurrió entonces indagar por dónde había
yo aprendido a pensar en algo más perfecto que yo; y conocí evidentemente
que debía de ser por alguna naturaleza que fuese efectivamente más
perfecta. En lo que se refiere a los pensamientos, que en mí estaban, de
varias cosas exteriores a mí, como son el cielo, la tierra, la luz, el calor y
otros muchos, no me preocupaba mucho el saber de dónde procedían,
porque, no viendo en esas cosas nada que me pareciese hacerlas superiores
a mí, podía creer que, si eran verdaderas, eran unas dependencias de mi
naturaleza, en cuanto que ésta posee alguna perfección, y si no lo eran,
procedían de la nada, es decir, estaban en mí, porque hay en mí algún
defecto. Pero no podía suceder otro tanto con la idea de un ser más perfecto
que mi ser; pues era cosa manifiestamente imposible que la tal idea
procediese de la nada; y como no hay menor repugnancia en pensar que lo
más perfecto sea consecuencia y dependencia de lo menos perfecto, que en
pensar que de nada provenga algo, no podía tampoco proceder de mí
mismo; de suerte que sólo quedaba que hubiese sido puesta en mí por una
naturaleza verdaderamente más perfecta que yo soy, y poseedora inclusive
de todas las perfecciones de que yo pudiera tener idea; esto es, para
explicarlo en una palabra, por Dios. A esto añadí que, supuesto que yo
conocía algunas perfecciones que me faltaban, no era yo el único ser que
existiese (aquí, si lo permitís, haré uso libremente de los términos de la
escuela), sino que era absolutamente necesario que hubiese algún otro ser
más perfecto de quien yo dependiese y de quien hubiese adquirido todo
cuanto yo poseía; pues si yo fuera solo e independiente de cualquier otro
ser, de tal suerte que de mí mismo procediese lo poco en que participaba del
ser perfecto, hubiera podido tener por mí mismo también, por idéntica
razón, todo lo demás que yo sabía faltarme, y ser, por lo tanto, yo infinito,
eterno, inmutable, omnisciente, omnipotente, y, en fin, poseer todas las
perfecciones que podía advertir en Dios. Pues, en virtud de los
razonamientos que acabo de hacer, para conocer la naturaleza de Dios hasta
donde la mía es capaz de conocerla, bastábame considerar todas las cosas
de que hallara en mí mismo alguna idea y ver si era o no perfección el
poseerlas; y estaba seguro de que ninguna de las que indicaban alguna
imperfección está en Dios, pero todas las demás sí están en él; así veía que
la duda, la inconstancia, la tristeza y otras cosas semejantes no pueden estar
en Dios, puesto que mucho me holgara yo de verme libre de ellas. Además,
tenía yo ideas de varias cosas sensibles y corporales; pues aun suponiendo
que soñaba y que todo cuanto veía e imaginaba era falso, no podía negar,
sin embargo, que esas ideas estuvieran verdaderamente en mi pensamiento.
Mas habiendo ya conocido en mí muy claramente que la naturaleza
inteligente es distinta de la corporal, y considerando que toda composición
denota dependencia, y que la dependencia es manifiestamente un defecto,
juzgaba por ello que no podía ser una perfección en Dios el componerse de
esas dos naturalezas, y que, por consiguiente, Dios no era compuesto; en
cambio, si en el mundo había cuerpos, o bien algunas inteligencias u otras
naturalezas que no fuesen del todo perfectas, su ser debía depender del
poder divino, hasta el punto de no poder subsistir sin él un solo instante.
Quise indagar luego otras verdades; y habiéndome propuesto el objeto de
los geómetras, que concebía yo como un cuerpo continuo o un espacio
infinitamente extenso en longitud, anchura y altura o profundidad, divisible
en varias partes que pueden tener varias figuras y magnitudes y ser movidas
o trasladadas en todos los sentidos, pues los geómetras suponen todo eso en
su objeto, repasé algunas de sus más simples demostraciones, y habiendo
advertido que esa gran certeza que todo el mundo atribuye a estas
demostraciones, se funda tan sólo en que se conciben con evidencia, según
la regla antes dicha, advertí también que no había nada en ellas que me
asegurase de la existencia de su objeto; pues, por ejemplo, yo veía bien que,
si suponemos un triángulo, es necesario que los tres ángulos sean iguales a
dos rectos; pero nada veía que me asegurase que en el mundo hay triángulo
alguno; en cambio, si volvía a examinar la idea que yo tenía de un ser
perfecto, encontraba que la existencia está comprendida en ella del mismo
modo que en la idea de un triángulo está comprendido el que sus tres
ángulos sean iguales a dos rectos o, en la de una esfera, el que todas sus
partes sean igualmente distantes del centro, y hasta con más evidencia aún;
y que, por consiguiente, tan cierto es por lo menos, que Dios, que es ese ser
perfecto, es o existe, como lo pueda ser una demostración de geometría.
Pero si hay algunos que están persuadidos de que es difícil conocer lo que
sea Dios, y aun lo que sea el alma, es porque no levantan nunca su espíritu
por encima de las cosas sensibles y están tan acostumbrados a considerarlo
todo con la imaginación — que es un modo de pensar particular para las
cosas materiales —, que lo que no es imaginable les parece ininteligible. Lo
cual está bastante manifiesto en la máxima que los mismos filósofos
admiten como verdadera en las escuelas, y que dice que nada hay en el
entendimiento que no haya estado antes en el sentido[xxxi], en donde, sin
embargo, es cierto que nunca han estado las ideas de Dios y del alma; y me
parece que los que quieren hacer uso de su imaginación para comprender
esas ideas, son como los que para oír los sonidos u oler los olores quisieran
emplear los ojos; y aun hay esta diferencia entre aquéllos y éstos: que el
sentido de la vista no nos asegura menos de la verdad de sus objetos que el
olfato y el oído de los suyos, mientras que ni la imaginación ni los sentidos
pueden asegurarnos nunca cosa alguna, como no intervenga el
entendimiento.
En fin, si aun hay hombres a quienes las razones que he presentado no han
convencido bastante de la existencia de Dios y del alma, quiero que sepan
que todas las demás cosas que acaso crean más seguras, como son que
tienen un cuerpo, que hay astros, y una tierra, y otras semejantes, son, sin
embargo, menos ciertas; pues, si bien tenemos una seguridad moral de esas
cosas, tan grande que parece que, a menos de ser un extravagante, no puede
nadie ponerlas en duda, sin embargo, cuando se trata de una certidumbre
metafísica, no se puede negar, a no ser perdiendo la razón, que no sea
bastante motivo, para no estar totalmente seguro, el haber notado que
podemos de la misma manera imaginar en sueños que tenemos otro cuerpo
y que vemos otros astros y otra tierra, sin que ello sea así. Pues ¿cómo
sabremos que los pensamientos que se nos ocurren durante el sueño son
falsos, y que no lo son los que tenemos despiertos, si muchas veces sucede
que aquéllos no son menos vivos y expresos que éstos? Y por mucho que
estudien los mejores ingenios, no creo que puedan dar ninguna razón
bastante a levantar esa duda, como no presupongan la existencia de Dios.
Pues, en primer lugar, esa misma regla que antes he tomado, a saber: que las
cosas que concebimos muy clara y distintamente son todas verdaderas; esa
misma regla recibe su certeza sólo de que Dios es o existe, y de que es un
ser perfecto, y de que todo lo que está en nosotros proviene de él; de donde
se sigue que, siendo nuestras ideas o nociones, cuando son claras y
distintas, cosas reales y procedentes de Dios, no pueden por menos de ser
también, en ese respecto, verdaderas. De suerte que si tenemos con bastante
frecuencia ideas que encierran falsedad, es porque hay en ellas algo confuso
y oscuro, y en este respecto participan de la nada; es decir, que si están así
confusas en nosotros, es porque no somos totalmente perfectos. Y es
evidente que no hay menos repugnancia en admitir que la falsedad o
imperfección proceda como tal de Dios mismo, que en admitir que la
verdad o la perfección procede de la nada. Mas si no supiéramos que todo
cuanto en nosotros es real y verdadero proviene de un ser perfecto e
infinito, entonces, por claras y distintas que nuestras ideas fuesen, no habría
razón alguna que nos asegurase que tienen la perfección de ser verdaderas.
Así, pues, habiéndonos el conocimiento de Dios y del alma testimoniado la
certeza de esa regla, resulta bien fácil conocer que los ensueños, que
imaginamos dormidos, no deben, en manera alguna, hacernos dudar de la
verdad de los pensamientos que tenemos despiertos. Pues si ocurriese que
en sueño tuviera una persona una idea muy clara y distinta, como por
ejemplo, que inventase un geómetra una demostración nueva, no sería ello
motivo para impedirle ser verdadera; y en cuanto al error más corriente en
muchos sueños, que consiste en representarnos varios objetos del mismo
modo como nos los representan los sentidos exteriores, no debe importarnos
que nos dé ocasión de desconfiar de la verdad de esas tales ideas, porque
también pueden los sentidos engañarnos con frecuencia durante la vigilia,
como los que tienen ictericia lo ven todo amarillo, o como los astros y otros
cuerpos muy lejanos nos parecen mucho más pequeños de lo que son. Pues,
en último término, despiertos o dormidos, no debemos dejarnos persuadir
nunca sino por la evidencia de la razón. Y nótese bien que digo de la razón,
no de la imaginación ni de los sentidos; como asimismo, porque veamos el
sol muy claramente, no debemos por ello juzgar que sea del tamaño que le
vemos; y muy bien podemos imaginar distintamente una cabeza de león
pegada al cuerpo de una cabra, sin que por eso haya que concluir que en el
mundo existe la quimera, pues la razón no nos dice que lo que así vemos o
imaginamos sea verdadero; pero nos dice que todas nuestras ideas o
nociones deben tener algún fundamento de verdad; pues no fuera posible
que Dios, que es todo perfecto y verdadero, las pusiera sin eso en nosotros;
y puesto que nuestros razonamientos nunca son tan evidentes y tan enteros
cuando soñamos que cuando estamos despiertos, si bien a veces nuestras
imaginaciones son tan vivas y expresivas y hasta más en el sueño que en la
vigilia, por eso nos dice la razón, que, no pudiendo ser verdaderos todos
nuestros pensamientos, porque no somos totalmente perfectos, deberá
infaliblemente hallarse la verdad más bien en los que pensemos estando
despiertos, que en los que tengamos estando dormidos.
Quinta parte

Mucho me agradaría proseguir y exponer aquí el encadenamiento de las


otras verdades que deduje de esas primeras; pero, como para ello sería
necesario que hablase ahora de varias cuestiones que controvierten los
doctos[xxxii], con quienes no deseo indisponerme, creo que mejor será que
me abstenga y me limite a decir en general cuáles son, para dejar que otros
más sabios juzguen si sería útil o no que el público recibiese más amplia y
detenida información. Siempre he permanecido firme en la resolución que
tomé de no suponer ningún otro principio que el que me ha servido para
demostrar la existencia de Dios y del alma, y de no recibir cosa alguna por
verdadera, que no me pareciese más clara y más cierta que las
demostraciones de los geómetras; y, sin embargo, me atrevo a decir que no
sólo he encontrado la manera de satisfacerme en poco tiempo, en punto a
las principales dificultades que suelen tratarse en la filosofía, sino que
también he notado ciertas leyes que Dios ha establecido en la naturaleza y
cuyas nociones ha impreso en nuestras almas de tal suerte, que si
reflexionamos sobre ellas con bastante detenimiento, no podremos dudar de
que se cumplen exactamente en todo cuanto hay o se hace en el mundo.
Considerando luego la serie de esas leyes, me parece que he descubierto
varias verdades más útiles y más importantes que todo lo que anteriormente
había aprendido o incluso esperado aprender.
Mas habiendo procurado explicar las principales de entre ellas en un tratado
que, por algunas consideraciones, no puedo publicar, lo mejor será, para
darlas a conocer, que diga aquí sumariamente lo que ese tratado contiene.
Propúseme poner en él todo cuando yo creía saber, antes de escribirlo,
acerca de la naturaleza de las cosas materiales. Pero así como los pintores,
no pudiendo representar igualmente bien, en un cuadro liso, todas las
diferentes caras de un objeto sólido, eligen una de las principales, que
vuelven hacia la luz, y representan las demás en la sombra, es decir, tales
como pueden verse cuando se mira a la principal, así también, temiendo yo
no poder poner en mi discurso todo lo que había en mi pensamiento, hube
de limitarme a explicar muy ampliamente mi concepción de la luz; luego,
con esta ocasión, añadí algo acerca del sol y de las estrellas fijas, porque
casi toda la luz viene de esos cuerpos; de los cielos, que la transmiten; de
los planetas, de los cometas y de la tierra, que la reflejan; y en particular, de
todos los cuerpos que hay sobre la tierra, que son o coloreados, o
transparentes o luminosos; y, por último, del hombre, que es el espectador.
Y para dar un poco de sombra a todas esas cosas y poder declarar con más
libertad mis juicios, sin la obligación de seguir o de refutar las opiniones
recibidas entre los doctos, resolví abandonar este mundo nuestro a sus
disputas y hablar sólo de lo que ocurriría en otro mundo nuevo, si Dios
crease ahora en los espacios imaginarios bastante materia para componerlo
y, agitando diversamente y sin orden las varias partes de esa materia,
fórmase un caos tan confuso como puedan fingirlo los poetas, sin hacer
luego otra cosa que prestar su ordinario concurso a la naturaleza, dejándola
obrar, según las leyes por él establecidas. Así, primeramente describí esa
materia y traté de representarla, de tal suerte que no hay, a mi parecer, nada
más claro e inteligible[xxxiii], excepto lo que antes hemos dicho de Dios y
del alma; pues hasta supuse expresamente que no hay en ella ninguna de
esas formas o cualidades de que disputan las escuelas[xxxiv], ni en general
ninguna otra cosa cuyo conocimiento no sea tan natural a nuestras almas,
que no se pueda ni siquiera fingir que se ignora. Hice ver, además, cuales
eran las leyes de la naturaleza; y sin fundar mis razones en ningún otro
principio que las infinitas perfecciones de Dios, traté de demostrar todas
aquéllas sobre las que pudiera haber alguna duda, y procuré probar que son
tales que, aun cuando Dios hubiese creado varios mundos, no podría haber
uno en donde no se observaran cumplidamente. Después de esto, mostré
cómo la mayor parte de la materia de ese caos debía, a consecuencia de esas
leyes, disponerse y arreglarse de cierta manera que la hacía semejante a
nuestros cielos; cómo, entretanto, algunas de sus partes habían de componer
una tierra, y algunas otras, planetas y cometas, y algunas otras, un sol y
estrellas fijas. Y aquí, extendiéndome sobre el tema de la luz, expliqué por
lo menudo cuál era la que debía haber en el sol y en las estrellas y cómo
desde allí atravesaba en un instante los espacios inmensos de los cielos y
cómo se reflejaba desde los planetas y los cometas hacia la tierra. Añadí
también algunas cosas acerca de la sustancia, la situación, los movimientos
y todas las varias cualidades de esos cielos y esos astros, de suerte que
pensaba haber dicho lo bastante para que se conociera que nada se observa,
en los de este mundo, que no deba o, al menos, no pueda parecer en un todo
semejante a los de ese otro mundo que yo describía. De ahí pasé a hablar
particularmente de la tierra; expliqué cómo, aun habiendo supuesto
expresamente que el Creador no dio ningún peso a la materia, de que está
compuesta, no por eso dejaban todas sus partes de dirigirse exactamente
hacia su centro; cómo, habiendo agua y aire en su superficie, la disposición
de los cielos y de los astros, principalmente de la luna, debía causar un flujo
y reflujo semejante en todas sus circunstancias al que se observa en
nuestros mares, y además una cierta corriente, tanto del agua como del aire,
que va de Levante a Poniente, como la que se observa también entre los
trópicos; cómo las montañas, los mares, las fuentes y los ríos podían
formarse naturalmente, y los metales producirse en las minas, y las plantas
crecer en los campos, y, en general, engendrarse todos esos cuerpos
llamados mezclas o compuestos. Y entre otras cosas, no conociendo yo,
después de los astros, nada en el mundo que produzca luz, sino el fuego, me
esforcé por dar claramente a entender cuanto a la naturaleza de éste
pertenece, cómo se produce, cómo se alimenta, cómo a veces da calor sin
luz y otras luz sin calor; cómo puede prestar varios colores a varios cuerpos
y varias otras cualidades; cómo funde unos y endurece otros; cómo puede
consumirlos casi todos o convertirlos en cenizas y humo; y, por último,
cómo de esas cenizas, por sólo la violencia de su acción, forma vidrio; pues
esta transmutación de las cenizas en vidrio, pareciéndome tan admirable
como ninguna otra de las que ocurren en la naturaleza, tuve especial agrado
en describirla.
Sin embargo, de todas esas cosas no quería yo inferir que este mundo
nuestro haya sido creado de la manera que yo explicaba, porque es mucho
más verosímil que, desde el comienzo, Dios lo puso tal y como debía ser.
Pero es cierto — y esta opinión es comúnmente admitida entre los teólogos
— que la acción por la cual Dios lo conserva es la misma que la acción por
la cual lo ha creado[xxxv]; de suerte que, aun cuando no le hubiese dado en
un principio otra forma que la del caos, con haber establecido las leyes de la
naturaleza y haberle prestado su concurso para obrar como ella acostumbra,
puede creerse, sin menoscabo del milagro de la creación, que todas las
cosas, que son puramente materiales, habrían podido, con el tiempo, llegar a
ser como ahora las vemos; y su naturaleza es mucho más fácil de concebir
cuando se ven nacer poco a poco de esa manera, que cuando se consideran
ya hechas del todo.
De la descripción de los cuerpos inanimados y de las plantas, pasé a la de
los animales y particularmente a la de los hombres. Mas no teniendo aún
bastante conocimiento para hablar de ellos con el mismo estilo que de los
demás seres, es decir, demostrando los efectos por las causas y haciendo ver
de qué semillas y en qué manera debe producirlos la naturaleza, me limité a
suponer que Dios formó el cuerpo de un hombre enteramente igual a uno de
los nuestros, tanto en la figura exterior de sus miembros como en la interior
conformación de sus órganos, sin componerlo de otra materia que la que yo
había descrito anteriormente y sin darle al principio alma alguna razonable,
ni otra cosa que sirviera de alma vegetativa o sensitiva, sino excitando en su
corazón uno de esos fuegos sin luz, ya explicados por mí y que yo concebía
de igual naturaleza que el que calienta el heno encerrado antes de estar seco
o el que hace que los vinos nuevos hiervan cuando se dejan fermentar con
su hollejo; pues examinando las funciones que, a consecuencia de ello,
podía haber en ese cuerpo, hallaba que eran exactamente las mismas que
pueden realizarse en nosotros, sin que pensemos en ellas y, por
consiguiente, sin que contribuya en nada nuestra alma, es decir, esa parte
distinta del cuerpo, de la que se ha dicho anteriormente que su naturaleza es
sólo pensar[xxxvi]; y siendo esas funciones las mismas todas, puede decirse
que los animales desprovistos de razón son semejantes a nosotros; pero en
cambio no se puede encontrar en ese cuerpo ninguna de las que dependen
del pensamiento que son, por tanto, las únicas que nos pertenecen en cuanto
hombres; pero ésas las encontraba yo luego, suponiendo que Dios creó un
alma razonable y la añadió al cuerpo, de cierta manera que yo describía.
Pero para que pueda verse el modo como estaba tratada esta materia, voy a
poner aquí la explicación del movimiento del corazón y de las arterias que,
siendo el primero y más general que se observa en los animales, servirá
para que se juzgue luego fácilmente lo que deba pensarse de todos los
demás. Y para que sea más fácil de comprender lo que voy a decir, desearía
que los que no están versados en anatomía, se tomen el trabajo, antes de
leer esto, de mandar cortar en su presencia el corazón de algún animal
grande, que tenga pulmones, pues en un todo se parece bastante al del
hombre, y que vean las dos cámaras o concavidades que hay en él; primero,
la que está en el lado derecho, a la que van a parar dos tubos muy anchos, a
saber: la vena cava, que es el principal receptáculo de la sangre y como el
tronco del árbol, cuyas ramas son las demás venas del cuerpo, y la vena
arteriosa, cuyo nombre está mal puesto, porque es, en realidad, una arteria
que sale del corazón y se divide luego en varias ramas que van a repartirse
por los pulmones en todos los sentidos; segundo, la que está en el lado
izquierdo, a la que van a parar del mismo modo dos tubos tan anchos o más
que los anteriores, a saber: la arteria venosa, cuyo nombre está también mal
puesto, porque no es sino una vena que viene de los pulmones, en donde
está dividida en varias ramas entremezcladas con las de la vena arteriosa y
con las del conducto llamado caño del pulmón, por donde entra el aire de la
respiración; y la gran arteria, que sale del corazón y distribuye sus ramas
por todo el cuerpo. También quisiera yo que vieran con mucho cuidado los
once pellejillos que, como otras tantas puertecitas, abren y cierran los cuatro
orificios que hay en esas dos concavidades, a saber: tres a la entrada de la
vena cava, en donde están tan bien dispuestos que no pueden en manera
alguna impedir que la sangre entre en la concavidad derecha del corazón y,
sin embargo, impiden muy exactamente que pueda salir; tres a la entrada de
la vena arteriosa, los cuales están dispuestos en modo contrario y permiten
que la sangre que hay en esta concavidad pase a los pulmones, pero no que
la que está en los pulmones vuelva a entrar en esa concavidad; dos a la
entrada de la arteria venosa, los cuales dejan correr la sangre desde los
pulmones hasta la concavidad izquierda del corazón, pero se oponen a que
vaya en sentido contrario; y tres a la entrada de la gran arteria, que permiten
que la sangre salga del corazón, pero le impiden que vuelva a entrar. Y del
número de estos pellejos no hay que buscar otra razón sino que el orificio
de la arteria venosa, siendo ovalado, a causa del sitio en donde se halla,
puede cerrarse cómodamente con dos, mientras que los otros, siendo
circulares, pueden cerrarse mejor con tres. Quisiera yo, además, que
considerasen que la gran arteria y la vena arteriosa están hechas de una
composición mucho más dura y más firme que la arteria venosa y la vena
cava, y que estas dos últimas se ensanchan antes de entrar en el corazón,
formando como dos bolsas, llamadas orejas del corazón, compuestas de una
carne semejante a la de éste; y que siempre hay más calor en el corazón que
en ningún otro sitio del cuerpo; y, por último, que este calor es capaz de
hacer que si entran algunas gotas de sangre en sus concavidades, se inflen
muy luego y se dilaten, como ocurre generalmente a todos los líquidos,
cuando caen gota a gota en algún vaso muy caldeado.
Dicho esto, basta añadir, para explicar el movimiento del corazón, que
cuando las concavidades no están llenas de sangre, entra necesariamente
sangre de la vena cava en la de la derecha, y de la arteria venosa en la de la
izquierda, tanto más cuanto que estos dos vasos están siempre llenos, y sus
orificios, que miran hacia el corazón, no pueden por entonces estar tapados;
pero tan pronto como de ese modo han entrado dos gotas de sangre, una en
cada concavidad, estas gotas, que por fuerza son muy gruesas, porque los
orificios por donde entran son muy anchos y los vasos de donde vienen
están muy llenos de sangre, se expanden y dilatan a causa del calor en que
caen; por donde sucede que hinchan todo el corazón y empujan y cierran las
cinco puertecillas que están a la entrada de los dos vasos de donde vienen,
impidiendo que baje más sangre al corazón; y continúan dilatándose cada
vez más, con lo que empujan y abren las otras seis puertecillas, que están a
la entrada de los otros dos vasos, por los cuales salen entonces, produciendo
así una hinchazón en todas las ramas de la vena arteriosa y de la gran
arteria, casi al mismo tiempo que en el corazón; éste se desinfla muy luego,
como asimismo sus arterias, porque la sangre que ha entrado en ellas se
enfría; y las seis puertecillas vuelven a cerrarse, y las cinco de la vena cava
y de la arteria venosa vuelven a abrirse, dando paso a otras dos gotas de
sangre, que, a su vez, hinchan el corazón y las arterias como anteriormente.
Y porque la sangre, antes de entrar en el corazón, pasa por esas dos bolsas,
llamadas orejas, de ahí viene que el movimiento de éstas sea contrario al de
aquél, y que éstas se desinflen cuando aquél se infla. Por lo demás, para que
los que no conocen la fuerza de las demostraciones matemáticas y no tienen
costumbre de distinguir las razones verdaderas de las verosímiles, no se
aventuren a negar esto que digo, sin examinarlo, he de advertirles que el
movimiento que acabo de explicar se sigue necesariamente de la sola
disposición de los órganos que están a la vista en el corazón y del calor que,
con los dedos, puede sentirse en esta víscera y de la naturaleza de la sangre
que, por experiencia, puede conocerse, como el movimiento de un reloj se
sigue de la fuerza, de la situación y de la figura de sus contrapesos y de sus
ruedas.
Pero si se pregunta cómo la sangre de las venas no se acaba, al entrar así
continuamente en el corazón, y cómo las arterias no se llenan
demasiadamente, puesto que toda la que pasa por el corazón viene a ellas,
no necesito contestar otra cosa que lo que ya ha escrito un médico de
Inglaterra[xxxvii], a quien hay que reconocer el mérito de haber abierto
brecha en este punto y de ser el primero que ha enseñado que hay en las
extremidades de las arterias varios pequeños corredores, por donde la
sangre que llega del corazón pasa a las ramillas extremas de las venas y de
aquí vuelve luego al corazón; de suerte que el curso de la sangre es una
circulación perpetua. Y esto lo prueba muy bien por medio de la
experiencia ordinaria de los cirujanos, quienes, habiendo atado el brazo con
mediana fuerza por encima del sitio en donde abren la vena, hacen que la
sangre salga más abundante que si no hubiesen atado el brazo; y ocurriría
todo lo contrario si lo ataran más abajo, entre la mano y la herida, o si lo
ataran con mucha fuerza por encima. Porque es claro que la atadura hecha
con mediana fuerza puede impedir que la sangre que hay en el brazo vuelva
al corazón por las venas, pero no que acuda nueva sangre por las arterias,
porque éstas van por debajo de las venas, y siendo sus pellejos más duros,
son menos fáciles de oprimir; y también porque la sangre que viene del
corazón tiende con más fuerza a pasar por las arterias hacia la mano, que no
a volver de la mano hacia el corazón por las venas; y puesto que la sangre
sale del brazo, por el corte que se ha hecho en una de las venas, es necesario
que haya algunos pasos por la parte debajo de la atadura, es decir, hacia las
extremidades del brazo, por donde la sangre pueda venir de las arterias.
También prueba muy satisfactoriamente lo que dice del curso de la sangre,
por la existencia de ciertos pellejos que están de tal modo dispuestos en
diferentes lugares, a lo largo de las venas, que no permiten que la sangre
vaya desde el centro del cuerpo a las extremidades y sí sólo que vuelva de
las extremidades al centro; y además, la experiencia demuestra que toda la
sangre que hay en el cuerpo puede salir en poco tiempo por una sola arteria
que se haya cortado, aun cuando, habiéndose atado la arteria muy cerca del
corazón, se haya hecho el corte entre éste y la atadura, de tal suerte que no
haya ocasión de imaginar que la sangre vertida pueda venir de otra parte.
Pero hay otras muchas cosas que dan fe de que la verdadera causa de ese
movimiento de la sangre es la que he dicho, como son primeramente la
diferencia que se nota entre la que sale de las venas y la que sale de las
arterias, diferencia que no puede venir sino de que, habiéndose rarificado y
como destilado la sangre, al pasar por el corazón, es más sutil y más viva y
más caliente en saliendo de este, es decir, estando en las arterias, que no
poco antes de entrar, o sea estando en las venas. Y si bien se mira, se verá
que esa diferencia no aparece del todo sino cerca del corazón y no tanto en
los lugares más lejanos; además, la dureza del pellejo de que están hechas la
vena arteriosa y la gran arteria, es buena prueba de que la sangre las golpea
con más fuerza que a las venas. Y ¿cómo explicar que la concavidad
izquierda del corazón y la gran arteria sean más amplias y anchas que la
concavidad derecha y la vena arteriosa, sino porque la sangre de la arteria
venosa, que antes de pasar por el corazón no ha estado más que en los
pulmones, es más sutil y se expande mejor y más fácilmente que la que
viene inmediatamente de la vena cava? ¿Y qué es lo que los médicos
pueden averiguar, al tomar el pulso, si no es que, según que la sangre
cambie de naturaleza, puede el calor del corazón distenderla con más o
menos fuerza y más o menos velocidad? Y si inquirimos cómo este calor se
comunica a los demás miembros, habremos de convenir en que es por
medio de la sangre, que, al pasar por el corazón, se calienta y se reparte
luego por todo el cuerpo, de donde sucede que, si quitamos sangre de una
parte, quitámosle asimismo el calor; y aun cuando el corazón estuviese
ardiendo, como un hierro candente, no bastaría a calentar los pies y las
manos, como lo hace, si no les enviase de continuo sangre nueva. También
por esto se conoce que el uso verdadero de la respiración es introducir en el
pulmón aire fresco bastante a conseguir que la sangre, que viene de la
concavidad derecha del corazón, en donde ha sido dilatada y como
cambiada en vapores, se espese y se convierta de nuevo en sangre, antes de
volver a la concavidad izquierda, sin lo cual no pudiera ser apta a servir de
alimento al fuego que hay en la dicha concavidad; y una confirmación de
esto es que vemos que los animales que no tienen pulmones, poseen una
sola concavidad en el corazón, y que los niños que estando en el seno
materno no pueden usar de los pulmones, tienen un orificio por donde pasa
sangre de la vena cava a la concavidad izquierda del corazón, y un conducto
por donde va de la vena arteriosa a la gran arteria, sin pasar por el pulmón.
Además, ¿cómo podría hacerse la cocción de los alimentos en el estómago,
si el corazón no enviase calor a esta víscera por medio de las arterias,
añadiéndole algunas de las más suaves partes de la sangre, que ayudan a
disolver las viandas? Y la acción que convierte en sangre el jugo de esas
viandas, ¿no es fácil de conocer, si se considera que, al pasar una y otra vez
por el corazón, se destila quizá más de cien o doscientas veces cada día? Y
para explicar la nutrición y la producción de los varios humores que hay en
el cuerpo, ¿qué necesidad hay de otra cosa, sino decir que la fuerza con que
la sangre, al dilatarse, pasa del corazón a las extremidades de las arterias, es
causa de que algunas de sus partes se detienen entre las partes de los
miembros en donde se hallan, tomando el lugar de otras que expulsan, y
que, según la situación o la figura o la pequeñez de los poros que
encuentran, van unas a alojarse en ciertos lugares y otras en ciertos otros,
del mismo modo como hacen las cribas que, por estar agujereadas de
diferente modo, sirven para separar unos de otros los granos de varios
tamaños. Y, por último, lo que hay de más notable en todo esto, es la
generación de los espíritus animales, que son como un sutilísimo viento, o
más bien como una purísima y vivísima llama, la cual asciende de continuo
muy abundante desde el corazón al cerebro y se corre luego por los nervios
a los músculos y pone en movimiento todos los miembros; y para explicar
cómo las partes de la sangre más agitadas y penetrantes van hacia el
cerebro, más bien que a otro lugar cualquiera, no es necesario imaginar otra
causa sino que las arterias que las conducen son las que salen del corazón
en línea más recta, y, según las reglas mecánicas, que son las mismas que
las de la naturaleza, cuando varias cosas tienden juntas a moverse hacia un
mismo lado, sin que haya espacio bastante para recibirlas todas, como
ocurre a las partes de la sangre que salen de la concavidad izquierda del
corazón y tienden todas hacia el cerebro, las más fuertes deben dar de lado a
las más endebles y menos agitadas y, por lo tanto, ser las únicas que
lleguen[xxxviii].
Había yo explicado, con bastante detenimiento, todas estas cosas en el
tratado que tuve el propósito de publicar. Y después había mostrado cuál
debe ser la fábrica [xxxix] de los nervios y de los músculos del cuerpo
humano, para conseguir que los espíritus animales, estando dentro, tengan
fuerza bastante a mover los miembros, como vemos que las cabezas, poco
después de cortadas, aun se mueven y muerden la tierra, sin embargo de que
ya no están animadas; cuáles cambios deben verificarse en el cerebro para
causar la vigilia, el sueño y los ensueños; cómo la luz, los sonidos, los
olores, los sabores, el calor y demás cualidades de los objetos exteriores
pueden imprimir en el cerebro varias ideas, por medio de los sentidos; cómo
también pueden enviar allí las suyas el hambre, la sed y otras pasiones
interiores; qué deba entenderse por el sentido común, en el cual son
recibidas esas ideas; qué por la memoria, que las conserva y qué por la
fantasía, que puede cambiarlas diversamente y componer otras nuevas y
también puede, por idéntica manera, distribuir los espíritus animales en los
músculos y poner en movimiento los miembros del cuerpo, acomodándolos
a los objetos que se presentan a los sentidos y a las pasiones interiores, en
tantos varios modos cuantos movimientos puede hacer nuestro cuerpo sin
que la voluntad los guíe[xl]; lo cual no parecerá de ninguna manera extraño
a los que, sabiendo cuántos autómatas o máquinas semovientes puede
construir la industria humana, sin emplear sino poquísimas piezas, en
comparación de la gran muchedumbre de huesos, músculos, nervios,
arterias, venas y demás partes que hay en el cuerpo de un animal,
consideren este cuerpo como una máquina que, por ser hecha de manos de
Dios, está incomparablemente mejor ordenada y posee movimientos más
admirables que ninguna otra de las que puedan inventar los hombres. Y
aquí me extendí particularmente, haciendo ver que si hubiese máquinas
tales que tuviesen los órganos y figura exterior de un mono o de otro
cualquiera animal, desprovisto de razón, no habría medio alguno que nos
permitiera conocer que no son en todo de igual naturaleza que esos
animales; mientras que si las hubiera que semejasen a nuestros cuerpos e
imitasen nuestras acciones, cuanto fuere moralmente posible, siempre
tendríamos dos medios muy ciertos para reconocer que no por eso son
hombres verdaderos; y es el primero, que nunca podrían hacer uso de
palabras ni otros signos, componiéndolos, como hacemos nosotros, para
declarar nuestros pensamientos a los demás, pues si bien se puede concebir
que una máquina esté de tal modo hecha, que profiera palabras, y hasta que
las profiera a propósito de acciones corporales que causen alguna alteración
en sus órganos, como, verbi gratia, si se la toca en una parte, que pregunte
lo que se quiere decirle, y si en otra, que grite que se le hace daño, y otras
cosas por el mismo estilo, sin embargo, no se concibe que ordene en varios
modos las palabras para contestar al sentido de todo lo que en su presencia
se diga, como pueden hacerlo aun los más estúpidos de entre los hombres; y
es el segundo que, aun cuando hicieran varias cosas tan bien y acaso mejor
que ninguno de nosotros, no dejarían de fallar en otras, por donde se
descubriría que no obran por conocimiento, sino sólo por la disposición de
sus órganos, pues mientras que la razón es un instrumento universal, que
puede servir en todas las coyunturas, esos órganos, en cambio, necesitan
una particular disposición para cada acción particular; por donde sucede
que es moralmente imposible que haya tantas y tan varias disposiciones en
una máquina, que puedan hacerla obrar en todas las ocurrencias de la vida
de la manera como la razón nos hace obrar a nosotros. Ahora bien: por esos
dos medios puede conocerse también la diferencia que hay entre los
hombres y los brutos, pues es cosa muy de notar que no hay hombre, por
estúpido y embobado que esté, sin exceptuar los locos, que no sea capaz de
arreglar un conjunto de varias palabras y componer un discurso que dé a
entender sus pensamientos; y, por el contrario, no hay animal, por perfecto
y felizmente dotado que sea, que pueda hacer otro tanto. Lo cual no sucede
porque a los animales les falten órganos, pues vemos que las urracas y los
loros pueden proferir, como nosotros, palabras, y, sin embargo, no pueden,
como nosotros, hablar, es decir, dar fe de que piensan lo que dicen; en
cambio los hombres que, habiendo nacido sordos y mudos, están privados
de los órganos, que a los otros sirven para hablar, suelen inventar por sí
mismos unos signos, por donde se declaran a los que, viviendo con ellos,
han conseguido aprender su lengua. Y esto no sólo prueba que las bestias
tienen menos razón que los hombres, sino que no tienen ninguna; pues ya se
ve que basta muy poca para saber hablar; y supuesto que se advierten
desigualdades entre los animales de una misma especie, como entre los
hombres, siendo unos más fáciles de adiestrar que otros, no es de creer que
un mono o un loro, que fuese de los más perfectos en su especie, no
igualara a un niño de los más estúpidos, o, por lo menos, a un niño cuyo
cerebro estuviera turbado, si no fuera que su alma es de naturaleza
totalmente diferente de la nuestra. Y no deben confundirse las palabras con
los movimientos naturales que delatan las pasiones, los cuales pueden ser
imitados por las máquinas tan bien como por los animales, ni debe
pensarse, como pensaron algunos antiguos, que las bestias hablan, aunque
nosotros no comprendemos su lengua; pues si eso fuera verdad, puesto que
poseen varios órganos parecidos a los nuestros, podrían darse a entender de
nosotros como de sus semejantes. Es también muy notable cosa que, aun
cuando hay varios animales que demuestran más industria que nosotros en
algunas de sus acciones, sin embargo, vemos que esos mismos no
demuestran ninguna en muchas otras; de suerte que eso que hacen mejor
que nosotros no prueba que tengan ingenio, pues, en ese caso, tendrían más
que ninguno de nosotros y harían mejor que nosotros todas las demás cosas,
sino más bien prueba que no tienen ninguno y que es la naturaleza la que en
ellos obra, por la disposición de sus órganos, como vemos que un reloj,
compuesto sólo de ruedas y resortes, puede contar las horas y medir el
tiempo más exactamente que nosotros con toda nuestra prudencia.
Después de todo esto, había yo descrito el alma razonable y mostrado que
en manera alguna puede seguirse de la potencia de la materia, como las
otras cosas de que he hablado, sino que ha de ser expresamente creada; y no
basta que esté alojada en el cuerpo humano, como un piloto en su navío, a
no ser acaso para mover sus miembros, sino que es necesario que esté junta
y unida al cuerpo más estrechamente, para tener sentimientos y apetitos
semejantes a los nuestros y componer así un hombre verdadero. Por lo
demás, me he extendido aquí un tanto sobre el tema del alma, porque es de
los más importantes; que, después del error de los que niegan a Dios, error
que pienso haber refutado bastantemente en lo que precede, no hay nada
que más aparte a los espíritus endebles del recto camino de la virtud, que el
imaginar que el alma de los animales es de la misma naturaleza que la
nuestra, y que, por consiguiente, nada hemos de temer ni esperar tras esta
vida, como nada temen ni esperan las moscas y las hormigas; mientras que
si sabemos cuán diferentes somos de los animales, entenderemos mucho
mejor las razones que prueban que nuestra alma es de naturaleza
enteramente independiente del cuerpo, y, por consiguiente, que no está
sujeta a morir con él; y puesto que no vemos otras causas que la destruyan,
nos inclinaremos naturalmente a juzgar que es inmortal.
Sexta parte

Hace ya tres años que llegué al término del tratado en donde están todas
esas cosas, y empezaba a revisarlo para entregarlo a la imprenta, cuando
supe que unas personas a quienes profeso deferencia y cuya autoridad no es
menos poderosa sobre mis acciones que mi propia razón sobre mis
pensamientos, habían reprobado una opinión de física, publicada poco antes
por otro[xli]; no quiero decir que yo fuera de esa opinión, sino sólo que
nada había notado en ella, antes de verla así censurada, que me pareciese
perjudicial ni para la religión ni para el Estado, y, por tanto, nada que me
hubiese impedido escribirla, de habérmela persuadido la razón. Esto me
hizo temer no fuera a haber alguna también entre las mías, en la que me
hubiese engañado, no obstante el muy gran cuidado que siempre he tenido
de no admitir en mi creencia ninguna opinión nueva, que no esté fundada en
certísimas demostraciones, y de no escribir ninguna que pudiere venir en
menoscabo de alguien. Y esto fue bastante a mudar la resolución que había
tomado de publicar aquel tratado; pues aun cuando las razones que me
empujaron a tomar antes esa resolución fueron muy fuertes, sin embargo,
mi inclinación natural, que me ha llevado siempre a odiar el oficio de hacer
libros, me proporcionó enseguida otras para excusarme. Y tales son esas
razones, de una y de otra parte, que no sólo me interesa a mí decirlas aquí,
sino que acaso también interese al público conocerlas.
Nunca he atribuido gran valor a las cosas que provienen de mi espíritu; y
mientras no he recogido del método que uso otro fruto sino el hallar la
solución de algunas dificultades pertenecientes a las ciencias especulativas,
o el llevar adelante el arreglo de mis costumbres, en conformidad con las
razones que ese método me enseñaba, no me he creído obligado a escribir
nada. Pues en lo tocante a las costumbres, es tanto lo que cada uno abunda
en su propio sentido, que podrían contarse tantos reformadores como hay
hombres, si a todo el mundo, y no sólo a los que Dios ha establecido
soberanos de sus pueblos o a los que han recibido de él la gracia y el celo
suficientes para ser profetas, le fuera permitido dedicarse a modificarlas en
algo; y en cuanto a mis especulaciones, aunque eran muy de mi gusto, he
creído que los demás tendrían otras también, que acaso les gustaran más.
Pero tan pronto como hube adquirido algunas nociones generales de la
física y comenzado a ponerlas a prueba en varias dificultades particulares,
notando entonces cuán lejos pueden llevarnos y cuán diferentes son de los
principios que se han usado hasta ahora, creí que conservarlas ocultas era
grandísimo pecado, que infringía la ley que nos obliga a procurar el bien
general de todos los hombres, en cuanto ello esté en nuestro poder. Pues
esas nociones me han enseñado que es posible llegar a conocimientos muy
útiles para la vida, y que, en lugar de la filosofía especulativa, enseñada en
las escuelas, es posible encontrar una práctica, por medio de la cual,
conociendo la fuerza y las acciones del fuego, del agua, del aire, de los
astros, de los cielos y de todos los demás cuerpos, que nos rodean, tan
distintamente como conocemos los oficios varios de nuestros artesanos,
podríamos aprovecharlas del mismo modo, en todos los usos a que sean
propias, y de esa suerte hacernos como dueños y poseedores de la
naturaleza. Lo cual es muy de desear, no sólo por la invención de una
infinidad de artificios que nos permitirían gozar sin ningún trabajo de los
frutos de la tierra y de todas las comodidades que hay en ella, sino también
principalmente por la conservación de la salud, que es, sin duda, el primer
bien y el fundamento de los otros bienes de esta vida, porque el espíritu
mismo depende tanto del temperamento y de la disposición de los órganos
del cuerpo, que, si es posible encontrar algún medio para hacer que los
hombres sean comúnmente más sabios y más hábiles que han sido hasta
aquí, creo que es en la medicina en donde hay que buscarlo. Verdad es que
la que ahora se usa contiene pocas cosas de tan notable utilidad; pero, sin
que esto sea querer despreciarla, tengo por cierto que no hay nadie, ni aun
los que han hecho de ella su profesión, que no confiese que cuanto se sabe,
en esa ciencia, no es casi nada comparado con lo que queda por averiguar y
que podríamos librarnos de una infinidad de enfermedades, tanto del cuerpo
como del espíritu, y hasta quizá de la debilidad que la vejez nos trae, si
tuviéramos bastante conocimiento de sus causas y de todos los remedios, de
que la naturaleza nos ha provisto. Y como yo había concebido el designio
de emplear mi vida entera en la investigación de tan necesaria ciencia, y
como había encontrado un camino que me parecía que, siguiéndolo, se debe
infaliblemente dar con ella, a no ser que lo impida la brevedad de la vida o
la falta de experiencias, juzgaba que no hay mejor remedio contra esos dos
obstáculos, sino comunicar fielmente al público lo poco que hubiera
encontrado e invitar a los buenos ingenios a que traten de seguir adelante,
contribuyendo cada cual, según su inclinación y sus fuerzas, a las
experiencias que habría que hacer, y comunicando asimismo al público todo
cuanto averiguaran, con el fin de que, empezando los últimos por donde
hayan terminado sus predecesores, y juntando así las vidas y los trabajos de
varios, llegásemos todos juntos mucho más allá de donde puede llegar uno
en particular.
Y aun observé, en lo referente a las experiencias, que son tanto más
necesarias cuanto más se ha adelantado en el conocimiento, pues al
principio es preferible usar de las que se presentan por sí mismas a nuestros
sentidos y que no podemos ignorar por poca reflexión que hagamos, que
buscar otras más raras y estudiadas; y la razón de esto es que esas más raras
nos engañan muchas veces, si no sabemos ya las causas de las otras más
comunes y que las circunstancias de que dependen son casi siempre tan
particulares y tan pequeñas, que es muy difícil notarlas. Pero el orden que
he llevado en esto ha sido el siguiente: primero he procurado hallar, en
general, los principios o primeras causas de todo lo que en el mundo es o
puede ser, sin considerar para este efecto nada más que Dios solo, que lo ha
creado, ni sacarlas de otro origen, sino de ciertas semillas de verdades, que
están naturalmente en nuestras almas; después he examinado cuáles sean
los primeros y más ordinarios efectos que de esas causas pueden derivarse,
y me parece que por tales medios he encontrado unos cielos, unos astros,
una tierra, y hasta en la tierra, agua, aire, fuego, minerales y otras cosas que,
siendo las más comunes de todas y las más simples, son también las más
fáciles de conocer. Luego, cuando quise descender a las más particulares,
presentáronseme tantas y tan varias, que no he creído que fuese posible al
espíritu humano distinguir las formas o especies de cuerpos, que están en la
tierra, de muchísimas otras que pudieran estar en ella, si la voluntad de Dios
hubiere sido ponerlas, y, por consiguiente, que no es posible tampoco
referirlas a nuestro servicio, a no ser que salgamos al encuentro de las
causas por los efectos y hagamos uso de varias experiencias particulares. En
consecuencia, hube de repasar en mi espíritu todos los objetos que se habían
presentado ya a mis sentidos, y no vacilo en afirmar que nada vi en ellos
que no pueda explicarse, con bastante comodidad, por medio de los
principios hallados por mí. Pero debo asimismo confesar que es tan amplia
y tan vasta la potencia de la naturaleza y son tan simples y tan generales
esos principios, que no observo casi ningún efecto particular, sin enseguida
conocer que puede derivarse de ellos en varias diferentes maneras, y mi
mayor dificultad es, por lo común, encontrar por cuál de esas maneras
depende de aquellos principios; y no sé otro remedio a esa dificultad que el
buscar algunas experiencias, que sean tales que no se produzca del mismo
modo el efecto, si la explicación que hay que dar es esta o si es aquella otra.
Además, a tal punto he llegado ya, que veo bastante bien, a mi parecer, el
rodeo que hay que tomar, para hacer la mayor parte de las experiencias que
pueden servir para esos efectos; pero también veo que son tantas y tales,
que ni mis manos ni mis rentas, aunque tuviese mil veces más de lo que
tengo, bastarían a todas; de suerte que, según tenga en adelante comodidad
para hacer más o menos, así también adelantaré más o menos en el
conocimiento de la naturaleza; todo lo cual pensaba dar a conocer, en el
tratado que había escrito, mostrando tan claramente la utilidad que el
público puede obtener, que obligase a cuantos desean en general el bien de
los hombres, es decir, a cuantos son virtuosos efectivamente y no por
apariencia falsa y mera opinión, a comunicarme las experiencias que ellos
hubieran hecho y a ayudarme en la investigación de las que aun me quedan
por hacer.
Pero de entonces acá, hánseme ocurrido otras razones que me han hecho
cambiar de opinión y pensar que debía en verdad seguir escribiendo cuantas
cosas juzgara de alguna importancia, conforme fuera descubriendo su
verdad, poniendo en ello el mismo cuidado que si las tuviera que imprimir,
no sólo porque así disponía de mayor espacio para examinarlas bien, pues
sin duda, mira uno con más atención lo que piensa que otros han de
examinar, que lo que hace para sí solo (y muchas cosas que me han
parecido verdaderas cuando he comenzado a concebirlas, he conocido luego
que son falsas, cuando he ido a estamparlas en el papel), sino también para
no perder ocasión de servir al público, si soy en efecto capaz de ello, y
porque, si mis escritos valen algo, puedan usarlos como crean más
conveniente los que los posean después de mi muerte; pero pensé que no
debía en manera alguna consentir que fueran publicados, mientras yo
viviera, para que ni las oposiciones y controversias que acaso suscitaran, ni
aun la reputación, fuere cual fuere, que me pudieran proporcionar, me
dieran ocasión de perder el tiempo que me propongo emplear en instruirme.
Pues si bien es cierto que todo hombre está obligado a procurar el bien de
los demás, en cuanto puede, y que propiamente no vale nada quien a nadie
sirve, sin embargo, también es cierto que nuestros cuidados han de
sobrepasar el tiempo presente y que es bueno prescindir de ciertas cosas,
que quizá fueran de algún provecho para los que ahora viven, cuando es
para hacer otras que han de ser más útiles aun a nuestros nietos. Y, en
efecto, es bueno que se sepa que lo poco que hasta aquí he aprendido no es
casi nada, en comparación de lo que ignoro y no desconfío de poder
aprender; que a los que van descubriendo poco a poco la verdad, en las
ciencias, les acontece casi lo mismo que a los que empiezan a enriquecerse,
que les cuesta menos trabajo, siendo ya algo ricos, hacer grandes
adquisiciones, que antes, cuando eran pobres, recoger pequeñas ganancias.
También pueden compararse con los jefes de ejército, que crecen en fuerzas
conforme ganan batallas, y necesitan más atención y esfuerzo para
mantenerse después de una derrota, que para tomar ciudades y conquistar
provincias después de una victoria; que verdaderamente es como dar
batallas el tratar de vencer todas las dificultades y errores que nos impiden
llegar al conocimiento de la verdad y es como perder una el admitir
opiniones falsas acerca de alguna materia un tanto general e importante; y
hace falta después mucha más destreza para volver a ponerse en el mismo
estado en que se estaba, que para hacer grandes progresos, cuando se
poseen ya principios bien asegurados. En lo que a mí respecta, si he logrado
hallar algunas verdades en las ciencias (y confío que lo que va en este
volumen demostrará que algunas he encontrado), puedo decir que no son
sino consecuencias y dependencias de cinco o seis principales dificultades
que he resuelto y que considero como otras tantas batallas, en donde he
tenido la fortuna de mi lado; y hasta me atreveré a decir que pienso que no
necesito ganar sino otras dos o tres como esas, para llegar al término de mis
propósitos, y que no es tanta mi edad que no pueda, según el curso
ordinario de la naturaleza, disponer aún del tiempo necesario para ese
efecto. Pero por eso mismo, tanto más obligado me creo a ahorrar el tiempo
que me queda, cuantas mayores esperanzas tengo de poderlo emplear bien;
y sobrevendrían, sin duda, muchas ocasiones de perderlo si publicase los
fundamentos de mi física; pues aun cuando son tan evidentes todos, que
basta entenderlos para creerlos, y no hay uno solo del que no pueda dar
demostraciones, sin embargo, como es imposible que concuerden con todas
las varias opiniones de los demás hombres, preveo que suscitarían
oposiciones, que me distraerían no poco de mi labor.
Puede objetarse a esto diciendo que esas oposiciones serían útiles, no sólo
porque me darían a conocer mis propias faltas, sino también porque, de
haber en mí algo bueno, los demás hombres adquirirían por ese medio una
mejor inteligencia de mis opiniones; y como muchos ven más que uno solo,
si comenzaren desde luego a hacer uso de mis principios, me ayudarían
también con sus invenciones. Pero aun cuando me conozco como muy
expuesto a errar, hasta el punto de no fiarme casi nunca de los primeros
pensamientos que se me ocurren, sin embargo, la experiencia que tengo de
las objeciones que pueden hacerme, me quita la esperanza de obtener de
ellas algún provecho; pues ya muchas veces he podido examinar los juicios
ajenos, tanto los pronunciados por quienes he considerado como amigos
míos, como los emitidos por otros, a quienes yo pensaba ser indiferente, y
hasta los de algunos, cuya malignidad y envidia sabía yo que habían de
procurar descubrir lo que el afecto de mis amigos no hubiera conseguido
ver; pero rara vez ha sucedido que me hayan objetado algo enteramente
imprevisto por mí, a no ser alguna cosa muy alejada de mi asunto; de suerte
que casi nunca he encontrado un censor de mis opiniones que no me
pareciese o menos severo o menos equitativo que yo mismo. Y tampoco he
notado nunca que las disputas que suelen practicarse en las escuelas sirvan
para descubrir una verdad antes ignorada; pues esforzándose cada cual por
vencer a su adversario, más se ejercita en abonar la verosimilitud que en
pesar las razones de una y otra parte; y los que han sido durante largo
tiempo buenos abogados, no por eso son luego mejores jueces.
En cuanto a la utilidad que sacaran los demás de la comunicación de mis
pensamientos, tampoco podría ser muy grande, ya que aun no los he
desenvuelto hasta tal punto, que no sea preciso añadirles mucho, antes de
ponerlos en práctica. Y creo que, sin vanidad, puedo decir que si alguien
hay capaz de desarrollarlos, he de ser yo mejor que otro cualquiera, y no
porque no pueda haber en el mundo otros ingenios mejores que el mío, sin
comparación, sino porque el que aprende de otro una cosa, no es posible
que la conciba y la haga suya tan plenamente como el que la inventa. Y tan
cierto es ello en esta materia, que habiendo yo explicado muchas veces
algunas opiniones mías a personas de muy buen ingenio, parecían
entenderlas muy distintamente, mientras yo hablaba, y, sin embargo, cuando
luego las han repetido, he notado que casi siempre las han alterado de tal
suerte que ya no podía yo reconocerlas por mías[xlii]. Aprovecho esta
ocasión para rogar a nuestros descendientes que no crean nunca que
proceden de mí las cosas que les digan otros, si no es que yo mismo las
haya divulgado; y no me asombro en modo alguno de esas extravagancias
que se atribuyen a los antiguos filósofos, cuyos escritos no poseemos, ni
juzgo por ellas que hayan sido sus pensamientos tan desatinados, puesto
que aquellos hombres fueron los mejores ingenios de su tiempo; sólo pienso
que sus opiniones han sido mal referidas. Asimismo vemos que casi nunca
ha ocurrido que uno de los que siguieron las doctrinas de esos grandes
ingenios haya superado al maestro; y tengo por seguro que los que con
mayor ahínco siguen hoy a Aristóteles, se estimarían dichosos de poseer
tanto conocimiento de la naturaleza como tuvo él, aunque hubieran de
someterse a la condición de no adquirir nunca más amplio saber. Son como
la yedra, que no puede subir más alto que los árboles en que se enreda y
muchas veces desciende, después de haber llegado hasta la copa; pues me
parece que también los que siguen una doctrina ajena descienden, es decir,
se tornan en cierto modo menos sabios que si se abstuvieran de estudiar; los
tales, no contentos con saber todo lo que su autor explica inteligiblemente,
quieren además encontrar en él la solución de varias dificultades, de las
cuales no habla y en las cuales acaso no pensó nunca. Sin embargo, es
comodísima esa manera de filosofar, para quienes poseen ingenios muy
medianos, pues la oscuridad de las distinciones y principios de que usan, les
permite hablar de todo con tanta audacia como si lo supieran, y mantener
todo cuanto dicen contra los más hábiles y los más sutiles, sin que haya
medio de convencerles; en lo cual parécenme semejar a un ciego que, para
pelear sin desventaja contra uno que ve, le hubiera llevado a alguna
profunda y oscurísima cueva; y puedo decir que esos tales tienen interés en
que yo no publique los principios de mi filosofía, pues siendo, como son,
muy sencillos y evidentes, publicarlos sería como abrir ventanas y dar luz a
esa cueva adonde han ido a pelear. Mas tampoco los ingenios mejores han
de tener ocasión de desear conocerlos, pues si lo que quieren es saber hablar
de todo y cobrar fama de doctos, lo conseguirán más fácilmente
contentándose con lo verosímil, que sin gran trabajo puede hallarse en todos
los asuntos, que buscando la verdad, que no se descubre sino poco a poco
en algunas materias y que, cuando es llegada la ocasión de hablar de otros
temas, nos obliga a confesar francamente que los ignoramos. Pero si
estiman que una verdad pequeña es preferible a la vanidad de parecer
saberlo todo, como, sin duda, es efectivamente preferible, y si lo que
quieren es proseguir un intento semejante al mío, no necesitan para ello que
yo les diga más de lo que en este discurso llevo dicho; pues si son capaces
de continuar mi obra, tanto más lo serán de encontrar por sí mismos todo
cuanto pienso yo que he encontrado, sin contar con que, habiendo yo
seguido siempre mis investigaciones ordenadamente, es seguro que lo que
me queda por descubrir es de suyo más difícil y oculto que lo que he podido
anteriormente encontrar y, por tanto, mucho menos gusto hallarían en
saberlo por mí, que en indagarlo solos; y además, la costumbre que
adquirirán buscando primero cosas fáciles y pasando poco a poco a otras
más difíciles, les servirá mucho mejor que todas mis instrucciones. Yo
mismo estoy persuadido de que si, en mi mocedad, me hubiesen enseñado
todas las verdades cuyas demostraciones he buscado luego y no me hubiese
costado trabajo alguno el aprenderlas, quizá no supiera hoy ninguna otra
cosa, o por lo menos nunca hubiera adquirido la costumbre y facilidad que
creo tener de encontrar otras nuevas, conforme me aplico a buscarlas. Y, en
suma, si hay en el mundo una labor que no pueda nadie rematar tan bien
como el que la empezó, es ciertamente la que me ocupa.
Verdad es que en lo que se refiere a las experiencias que pueden servir para
ese trabajo, no basta un hombre solo a hacerlas todas; pero tampoco ese
hombre podrá emplear con utilidad ajenas manos, como no sean las de
artesanos u otras gentes, a quienes pueda pagar, pues la esperanza de una
buena paga, que es eficacísimo medio, hará que esos operarios cumplan
exactamente sus prescripciones. Los que voluntariamente, por curiosidad o
deseo de aprender, se ofrecieran a ayudarle, además de que suelen, por lo
común, ser más prontos en prometer que en cumplir y no hacen sino bellas
proposiciones, nunca realizadas, querrían infaliblemente recibir, en cambio,
algunas explicaciones de ciertas dificultades, o por lo menos obtener
halagos y conversaciones inútiles, las cuales, por corto que fuera el tiempo
empleado en ellas, representarían, al fin y al cabo, una positiva pérdida. Y
en cuanto a las experiencias que hayan hecho ya los demás, aun cuando se
las quisieren comunicar — cosa que no harán nunca quienes les dan el
nombre de secretos —, son las más de entre ellas compuestas de tantas
circunstancias o ingredientes superfluos, que le costaría no pequeño trabajo
descifrar lo que haya en ellas de verdadero; y, además, las hallaría casi
todas tan mal explicadas e incluso tan falsas, debido a que sus autores han
procurado que parezcan conformes con sus principios, que, de haber
algunas que pudieran servir, no valdrían desde luego el tiempo que tendría
que gastar en seleccionarlas. De suerte que si en el mundo hubiese un
hombre de quien se supiera con seguridad que es capaz de encontrar las
mayores cosas y las más útiles para el público y, por este motivo, los demás
hombres se esforzasen por todas las maneras en ayudarle a realizar sus
designios, no veo que pudiesen hacer por él nada más sino contribuir a
sufragar los gastos de las experiencias, que fueren precisas, y, por lo demás,
impedir que vinieran importunos a estorbar sus ocios laboriosos. Mas sin
contar con que no soy yo tan presumido que vaya a prometer cosas
extraordinarias, ni tan repleto de vanidosos pensamientos que vaya a
figurarme que el público ha de interesarse mucho por mis propósitos, no
tengo tampoco tan rebajada el alma, como para aceptar de nadie un favor
que pudiera creerse que no he merecido.
Todas estas consideraciones juntas fueron causa de que no quise, hace tres
años, divulgar el tratado que tenía entre manos, y aun resolví no publicar
durante mi vida ningún otro de índole tan general, que por él pudieran
entenderse los fundamentos de mi física. Pero de entonces acá han venido
otras dos razones a obligarme a poner en este libro algunos ensayos
particulares y a dar alguna cuenta al público de mis acciones y de mis
designios; y es la primera que, de no hacerlo, algunos que han sabido que
tuve la intención de imprimir ciertos escritos, podrían acaso figurarse que
los motivos, por los cuales me he abstenido, son de índole que menoscaba
mi persona; pues, aun cuando no siento un excesivo amor por la gloria y
hasta me atrevo a decir que la odio, en cuanto que la juzgo contraria a la
quietud, que es lo que más aprecio, sin embargo, tampoco he hecho nunca
nada por ocultar mis actos, como si fueran crímenes, ni he tomado muchas
precauciones para permanecer desconocido, no sólo porque creyera de ese
modo dañarme a mí mismo, sino también porque ello habría provocado en
mí cierta especie de inquietud, que hubiera venido a perturbar la perfecta
tranquilidad de espíritu que busco; y así, habiendo siempre permanecido
indiferente entre el cuidado de ser conocido y el de no serlo, no he podido
impedir cierta especie de reputación que he adquirido, por lo cual he
pensado que debía hacer por mi parte lo que pudiera, para evitar al menos
que esa fama sea mala. La segunda razón, que me ha obligado a escribir
esto, es que veo cada día cómo se retrasa más y más el propósito que he
concebido de instruirme, a causa de una infinidad de experiencias que me
son precisas y que no puedo hacer sin ayuda ajena, y aunque no me precio
de valer tanto como para esperar que el público tome mucha parte en mis
intereses, sin embargo, tampoco quiero faltar a lo que me debo a mí mismo,
dando ocasión a que los que me sobrevivan puedan algún día hacerme el
cargo de que hubiera podido dejar acabadas muchas mejores cosas, si no
hubiese prescindido demasiado de darles a entender cómo y en qué podían
ellos contribuir, a mis designios.
Y he pensado que era fácil elegir algunas materias que, sin provocar
grandes controversias, ni obligarme a declarar mis principios más
detenidamente de lo que deseo, no dejaran de mostrar con bastante claridad
lo que soy o no soy capaz de hacer en las ciencias. En lo cual no puedo
decir si he tenido buen éxito, pues no quiero salir al encuentro de los juicios
de nadie, hablando yo mismo de mis escritos; pero me agradaría mucho que
fuesen examinados y, para dar más amplia ocasión de hacerlo, ruego a
quienes tengan objeciones que formular, que se tomen la molestia de
enviarlas a mi librero, quien me las transmitirá, y procuraré dar respuesta
que pueda publicarse con las objeciones[xliii]; de este modo, los lectores,
viendo juntas unas y otras, juzgarán más cómodamente acerca de la verdad,
pues prometo que mis respuestas no serán largas y me limitaré a confesar
mis faltas francamente, si las conozco y, si no puedo apercibirlas, diré
sencillamente lo que crea necesario para la defensa de mis escritos, sin
añadir la explicación de ningún asunto nuevo, a fin de no involucrar
indefinidamente uno en otro.
Si alguna de las cosas de que hablo al principio de la Dióptrica y de los
Meteoros producen extrañeza, porque las llamo suposiciones y no parezco
dispuesto a probarlas, téngase la paciencia de leerlo todo atentamente, y
confío en que se hallará satisfacción; pues me parece que las razones se
enlazan unas con otras de tal suerte que, como las últimas están
demostradas por las primeras, que son sus causas, estas primeras a su vez lo
están por las últimas, que son sus efectos. Y no se imagine que en esto
cometo la falta que los lógicos llaman círculo, pues como la experiencia
muestra que son muy ciertos la mayor parte de esos efectos, las causas de
donde los deduzco sirven más que para probarlos, para explicarlos, y, en
cambio, esas causas quedan probadas por estos efectos. Y si las he llamado
suposiciones, es para que se sepa que pienso poder deducirlas de las
primeras verdades que he explicado en este discurso; pero he querido
expresamente no hacerlo, para impedir que ciertos ingenios, que con solo
oír dos o tres palabras se imaginan que saben en un día lo que otro ha
estado veinte años pensando, y que son tanto más propensos a errar e
incapaces de averiguar la verdad, cuanto más penetrantes y ágiles, no
aprovechen la ocasión para edificar alguna extravagante filosofía sobre los
que creyeren ser mis principios, y luego se me atribuya a mí la culpa; que
por lo que toca a las opiniones enteramente mías, no las excuso por nuevas,
pues si se consideran bien las razones que las abonan, estoy seguro de que
parecerán tan sencillas y tan conformes con el sentido común, que serán
tenidas por menos extraordinarias y extrañas que cualesquiera otras que
puedan sustentarse acerca de los mismos asuntos; y no me precio tampoco
de ser el primer inventor de ninguna de ellas, sino solamente de no haberlas
admitido, ni porque las dijeran otros, ni porque no las dijeran, sino sólo
porque la razón me convenció de su verdad.
Si los artesanos no pueden en buen tiempo ejecutar el invento que explico
en la Dióptrica, no creo que pueda decirse por eso que es malo; pues, como
se requiere mucha destreza y costumbre para hacer y encajar las máquinas
que he descrito, sin que les falte ninguna circunstancia, tan extraño sería
que diesen con ello a la primera vez, como si alguien consiguiese aprender
en un día a tocar el laúd, de modo excelente, con solo haber estudiado un
buen papel pautado. Y si escribo en francés[xliv], que es la lengua de mi
país, en lugar de hacerlo en latín, que es el idioma empleado por mis
preceptores, es porque espero que los que hagan uso de su pura razón
natural, juzgarán mejor mis opiniones que los que sólo creen en los libros
antiguos; y en cuanto a los que unen el buen sentido con el estudio, únicos
que deseo sean mis jueces, no serán seguramente tan parciales en favor del
latín, que se nieguen a oír mis razones, por ir explicadas en lengua vulgar.
Por lo demás, no quiero hablar aquí particularmente de los progresos que
espero realizar más adelante en las ciencias ni comprometerme con el
público, prometiéndole cosas que no esté seguro de cumplir; pero diré tan
sólo que he resuelto emplear el tiempo que me queda de vida en procurar
adquirir algún conocimiento de la naturaleza, que sea tal, que se puedan
derivar para la medicina reglas más seguras que las hasta hoy usadas, y que
mi inclinación me aparta con tanta fuerza de cualesquiera otros designios,
sobre todo de los que no pueden servir a unos, sin dañar a otros, que si
algunas circunstancias me constriñesen a entrar en ellos, creo que no sería
capaz de llevarlos a buen término. Esta declaración que aquí hago bien sé
que no ha de servir para hacerme importante en el mundo; mas no tengo
ninguna gana de serlo y siempre me consideraré más obligado con los que
me hagan la merced de ayudarme a gozar de mis ocios, sin tropiezo, que
con los que me ofrezcan los cargos más honorables de la tierra.
[i] La única traducción española que conozco del Discurso del Método, no
da una idea ni siquiera remota del original. Tantos y tales son sus errores,
omisiones y contrasentidos, que apenas si un perito puede reconocer en ella
algo del espíritu de Descartes.

[ii] Galilei, Opere, ed. Albieri. Firenze, 1842 ? 56, VII, 355.
[iii] Henri IV de la Flèche, por el Padre de Rochemonteix. Le
Mans, 1889; tomo IV.
[iv] Hamelin, op. cit., págs.87 ? 88.

[v]Este Discurso se imprimió en Leyda, por vez primera, en el año 1637.


Iba seguido de tres ensayos científicos: la Dióptrica, los Meteoros y la
Geometría.

[vi] Véase parte sexta de este Discurso.

[vii] En una carta ha explicado Descartes, que si a este trabajo le ha puesto


el título de Discurso y no de Tratado del método, es porque no se propone
enseñar el método, sino sólo hablar de él; pues más que en teoría consiste
éste en una práctica asidua. Creía, en efecto, que la labor científica no
requiere extraordinarias capacidades geniales; exige sólo un riguroso y
paciente ejercicio del intelecto común, ateniéndose a las reglas del método.
Dice en una ocasión: «Mis descubrimientos no tienen más mérito que el
hallazgo, que hiciere un aldeano, de un tesoro que ha estado buscando
mucho tiempo sin poderlo encontrar.» Sobre este punto pensaba como
Descartes nuestro filósofo español Sanz del Río.

[viii] En el colegio de la Flèche, dirigido por los jesuitas.


[ix] Trátase de la filosofía escolástica, que Descartes se propone
arruinar y sustituir.
[x] Idea capital de la física moderna, fundada en las matemáticas.
[xi] Alude a los estoicos. La desesperación se refiere probablemente a
Catón de Utica, y el parricidio a Bruto, matador de César.
[xii] Descartes salió del colegio en 1612; pasó cuatro años en París; viajó
por Holanda y Alemania; entró en 1619 al servicio del duque de Baviera.
En1629 se retiró a Holanda y comenzó sus grandes obras.

[xiii] La guerra de los treinta años.


[xiv] Fernando II, coronado emperador en Francfort, en 1619.

[xv] El descubrimiento del método puede fecharse con certeza en 10 de


noviembre de 1619. Al menos, un manuscrito de Descartes lleva de su puño
y letra el siguiente encabezamiento: X Novembris 1619, cum plenus forem
Enthousiasmo et mirabilis scientiæ fundamenta reperirem...
[xvi] Este intelectualismo, esta fe en la razón, a priori, es característica de
la política y sociología de los siglos XVII y XVIII.
[xvii] Adviértase: 1º, que Descartes se da cuenta, en todo lo que antecede,
de que el racionalismo y el libre pensamiento no tienen límites en su
aplicación. 2º, por eso mismo procura, con mejor o peor fortuna, poner
límites al espíritu de libre examen, y jura que no quiere hacer en el orden
político y social la misma subversión que en el especulativo.
[xviii] Raimundo Lulio había escrito una Ars magna donde exponía una
suerte de mecanismo intelectual, una especie de álgebra del pensamiento.
[xix] Método que consiste en referir una proposición dada a otra más
simple, ya conocida por verdadera, de suerte que luego, partiendo de ésta,
puede aquélla deducirse. Es el procedimiento empleado para resolver
problemas de geometría, suponiendo la solución y mostrando que las
consecuencias que de esta suposición se derivan son teoremas conocidos.
Pasa Platón por ser el inventor del análisis geométrico.

[xx]Descartes intentó establecer los principios de una matemática


universal.
[xxi] La geometría analítica, invento cartesiano.
[xxii]Nunca ha tratado Descartes, por modo definitivo, las cuestiones de
moral. En sus Cartas a la princesa Elizabeth, hay algunas indicaciones que
concuerdan bastante con lo que va a leerse. El fondo de la ética de
Descartes es principalmente estoico.

[xxiii] Zenón recomendaba la constancia como condición de la


virtud.

[xxiv]La moral estoica enseñaba principalmente a hacer uso de los


pensamientos, de las representaciones, [chrêsis phantasiôn].
[xxv] Los estoicos se decían superiores a los dioses. Estos, en efecto, son
sabios y venturosos por naturaleza; el filósofo, merced a duro esfuerzo
creador.

[xxvi] Otra máxima intelectualista, sostenida asimismo por


Sócrates.

[xxvii] Véase cuán equivocados están los que motejan de escéptico a


Descartes. Sobre este punto véase el prólogo del traductor.
[xxviii]Refiérese a los ensayos científicos: Dióptrica, Meteoros y
Geometría, que se publicaron en el mismo tomo que este discurso.

[xxix] En Holanda.
[xxx] La metafísica de Descartes está expuesta en las
Meditaciones metafísicas.
[xxxi] Nihil est in intellectu, quod non prius fuerit in sensu.
[xxxii] Alusión a la condena de Galileo.
[xxxiii] La materia es extensión únicamente.
[xxxiv] Entidades que se añaden a la materia para determinarla
cualitativamente.
[xxxv]Teoría de la creación continua.
[xxxvi]Todos los fenómenos vitales que no sean de pensamiento, pueden
explicarse mecánicamente, según Descartes. Véase más adelante su teoría
de los animales máquinas.

[xxxvii]Harvey había descubierto la circulación de la sangre en


1629.

[xxxviii] La segunda ley del movimiento, descubierta por Descartes, es que


cada parte de la materia tiende a proseguir su movimiento en línea recta,
por la tangente a la curva que recorría el móvil. Así pues, para explicar un
movimiento en línea curva, y, en general, para explicar toda desviación de
la línea recta, han de intervenir otras causas que alteren la primera
impulsión.

[xxxix] Fábrica vale tanto como organización mecánica.

[xl] Nótese cómo Descartes explica mecánicamente todas las operaciones


inferiores del alma, cuya esencia reduce sólo a pensar.
[xli] Galileo y su teoría del movimiento de la tierra. Descartes compartía la
opinión de Galileo. «Si el movimiento de la tierra no es verdad — escribe al
Padre Mersenne —, todos los fundamentos de mi filosofía son falsos
también.»
[xlii] Descartes ha tenido que desautorizar algunas interpretaciones de sus
doctrinas, expuestas por discípulos suyos.
[xliii] Dirigiéronse no pocas objeciones a Descartes, principalmente por
Catérus, Hobbes, Arnauld, Gassendi, etc. Poseemos las respuestas de
Descartes.
[xliv] El Discurso del Método es el primer libro de filosofía escrito en
francés.

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