Descartes, René - El Discurso Del Método
Descartes, René - El Discurso Del Método
Descartes, René - El Discurso Del Método
RENÉ DESCARTES
Prólogo
El Renacimiento
Vida de Descartes
El Método
La Metafísica
La Física
La Psicología
Discurso del Método
Primera parte
Segunda parte
Tercera parte
Cuarta parte
Quinta parte
Sexta parte
DISCURSO DEL MÉTODO
Los orígenes del método están, según nos cuenta Descartes (Discurso), en
la lógica, el análisis geométrico y el álgebra. Conviene ante todo insistir en
que el gravísimo defecto de la lógica de Aristóteles es, para Descartes, su
incapacidad de invención. El silogismo no puede ser método de
descubrimiento, puesto que las premisas — so pena de ser falsas— deben
ya contener la conclusión. Ahora bien, Descartes busca reglas fijas para
descubrir verdades, no para defender tesis o exponer teorías. Por eso el
procedimiento matemático es el que, desde un principio, llama
poderosamente su atención; este procedimiento se encuentra realizado con
máxima claridad y eficacia en el análisis de los antiguos. Según Euclides el
análisis consiste en admitir aquello mismo que se trata de demostrar y,
partiendo de ahí, reducir, por medio de consecuencias, la tesis a otras
proposiciones ya conocidas. Descartes explica también lo que es el análisis
en un pasaje de la Geometría: «... Si se quiere resolver un problema, hay
que considerarlo primero como ya resuelto y poner nombres a todas las
líneas que parecen necesarias para construirlo, tanto a las conocidas como a
las desconocidas. Luego, sin hacer ninguna diferencia entre las conocidas y
las desconocidas, se recorrerá la dificultad, según el orden que muestre, con
más naturalidad, la dependencia mutua de unas y otras...»
Como se ve, el análisis es esencialmente un método de invención, de
descubrimiento. Geminus lo llamaba descubrimiento de prueba (
[análysis éstin apodeíxeos heúresis]). Esto
principalmente buscaba Descartes. Y este es el punto de partida de su
método nuevo. El silogismo obliga a partir de una proposición establecida,
de la cual no sabemos nunca si podremos concluir la que queremos
demostrar, a menos de conocer de antemano la verdad que necesita
demostración. Pero, si ya de antemano sabemos la conclusión, entonces se
ve bien claro que el silogismo sirve más para exponer o defender verdades,
que para hallarlas.
El análisis es, pues, el primer momento del método. Dada una dificultad,
planteado un problema, es preciso ante todo considerarlo en bloque y
dividirlo en tantas partes como se pueda (segunda regla del método.
Discurso).
Pero ¿en cuantas partes dividirlo? ¿Hasta dónde ha de llegar el
fraccionamiento de la dificultad? ¿Dónde deberá detenerse la división? La
división deberá detenerse cuando nos hallemos en presencia de elementos
del problema, que puedan ser conocidos inmediatamente como verdaderos
y de cuya verdad no pueda caber duda alguna. Los tales elementos simples
son las ideas claras y distintas. (Final de la primera regla; véase Discurso
del Método).
Al llegar aquí es imposible seguir exponiendo el método de Descartes, sin
indicar algunos principios de su teoría del conocimiento y su metafísica. En
la primera regla del Discurso están resumidas, más aún, comprimidas
algunas de las más esenciales teorías de la filosofía cartesiana. Las
enumeraremos brevemente. En primer lugar, la regla propone la evidencia,
como criterio de la verdad. Lo verdadero es lo evidente y lo evidente es a su
vez definido por dos notas esenciales: la claridad y la distinción. Clara es
una idea cuando está separada y conocida separadamente de las demás
ideas. Distinta es una idea cuando sus partes o componentes son separados
unos de otros y conocidos con interior claridad. Nótese, pues, que la verdad
o falsedad de una idea no consiste, para Descartes, como para los
escolásticos, en la adecuación o conformidad con la cosa. En efecto, las
cosas existentes no nos son dadas en sí mismas, sino como ideas o
representaciones a las cuales suponemos que corresponden realidades fuera
del yo. Pero el material del conocimiento no es nunca otro que ideas — de
diferentes clases —, y, por tanto, el criterio de la verdad de las ideas no
puede ser extrínseco, sino que debe ser interior a las ideas mismas. La
filosofía moderna debuta, con Descartes, en idealismo. Incluye el mundo en
el sujeto; transforma las cosas en ideas, tanto que un problema fundamental
de la filosofía cartesiana será el de salir del yo y dar el paso de las ideas a
las cosas. (Véasela sexta meditación metafísica.)
En las Regulæ ad directionem ingenii, llama a las ideas claras y distintas,
naturalezas simples (nature simplices). El acto del espíritu que aprehende y
conoce las naturalezas simples es la intuición o conocimiento inmediato, o,
como dice también en las Meditaciones (meditación segunda), una
inspección del espíritu. Esta operación de conocer lo evidente o intuir la
naturaleza simple, es la primera y fundamental del conocimiento. Los
procedimientos del método comenzarán pues por proponerse llegar a esta
intuición de lo simple, de lo claro y distinto. Las dos primeras reglas están
destinadas a ello.
Las dos segundas se refieren en cambio a la concatenación o enlace de las
intuiciones, a lo que, en las Regulæ, llama Descartes deducción. Es la
deducción, para Descartes, una enumeración o sucesión de intuiciones, por
medio de la cual, vamos pasando de una a otra verdad evidente, hasta llegar
a la que queremos demostrar. Aquí tiene aplicación el complemento y como
definitiva forma del análisis. El análisis deshizo la compleja dificultad en
elementos o naturalezas simples. Ahora, recorriendo estos elementos y su
composición, volvemos, de evidencia en evidencia, a la dificultad primera
en toda su complejidad; pero ahora volvemos conociendo, es decir,
intuyendo una por una las ideas claras, garantía última de la verdad del
todo. «Conocer es aprehender por intuición infalible las naturalezas simples
y las relaciones entre ellas, que son, a su vez, naturalezas simples»[iv].
La Metafísica
Si este discurso parece demasiado largo para leído de una vez, puede
dividirse en seis partes: en la primera se hallarán diferentes consideraciones
acerca de las ciencias; en la segunda, las reglas principales del método que
el autor ha buscado; en la tercera, algunas otras de moral que ha podido
sacar de aquel método; en la cuarta, las razones con que prueba la
existencia de Dios y del alma humana, que son los fundamentos de su
metafísica; en la quinta, el orden de las cuestiones de física, que ha
investigado y, en particular, la explicación del movimiento del corazón y de
algunas otras dificultades que atañen a la medicina, y también la diferencia
que hay entre nuestra alma y la de los animales; y en la última, las cosas
que cree necesarias para llegar, en la investigación de la naturaleza, más allá
de donde él ha llegado, y las razones que le han impulsado a escribir. [v]
Primera parte
El buen sentido es lo que mejor repartido está entre todo el mundo, pues
cada cual piensa que posee tan buena provisión de él, que aun los más
descontentadizos respecto a cualquier otra
cosa, no suelen apetecer más del que ya tienen. En lo cual no es verosímil
que todos se engañen, sino que más bien esto demuestra que la facultad de
juzgar y distinguir lo verdadero de lo falso, que es propiamente lo que
llamamos buen sentido o razón, es naturalmente igual en todos los hombres;
y, por lo tanto, que la diversidad de nuestras opiniones no proviene de que
unos sean más razonables que otros, sino tan sólo de que dirigimos nuestros
pensamientos por derroteros diferentes y no consideramos las mismas
cosas. No basta, en efecto, tener el ingenio bueno; lo principal es aplicarlo
bien. Las almas más grandes son capaces de los mayores vicios, como de
las mayores virtudes; y los que andan muy despacio pueden llegar mucho
más lejos, si van siempre por el camino recto, que los que corren, pero se
apartan de él.
Por mi parte, nunca he presumido de poseer un ingenio más perfecto que
los ingenios comunes; hasta he deseado muchas veces tener el pensamiento
tan rápido, o la imaginación tan clara y distinta, o la memoria tan amplia y
presente como algunos otros. Y no sé de otras cualidades sino ésas, que
contribuyan a la perfección del ingenio; pues en lo que toca a la razón o al
sentido, siendo, como es, la única cosa que nos hace hombres y nos
distingue de los animales, quiero creer que está entera en cada uno de
nosotros y seguir en esto la común opinión de los filósofos, que dicen que el
más o el menos es sólo de los accidentes, mas no de las formas o
naturalezas de los individuos de una misma especie.
Pero, sin temor, puedo decir, que creo que fue una gran ventura para mí el
haberme metido desde joven por ciertos caminos, que me han llevado a
ciertas consideraciones y máximas, con las que he formado un método, en
el cual paréceme que tengo un medio para aumentar gradualmente mi
conocimiento y elevarlo poco a poco hasta el punto más alto a que la
mediocridad de mi ingenio y la brevedad de mi vida puedan permitirle
llegar. Pues tales frutos he recogido ya de ese método, que, aun cuando, en
el juicio que sobre mí mismo hago, procuro siempre inclinarme del lado de
la desconfianza mejor que del de la presunción, y aunque, al mirar con
ánimo filosófico las distintas acciones y empresas de los hombres, no hallo
casi ninguna que no me parezca vana e inútil, sin embargo no deja de
producir en mí una extremada satisfacción el progreso que pienso haber
realizado ya en la investigación de la verdad, y concibo tales esperanzas
para el porvenir[vi], que si entre las ocupaciones que embargan a los
hombres, puramente hombres, hay alguna que sea sólidamente buena e
importante, me atrevo a creer que es la que yo he elegido por mía.
Puede ser, no obstante, que me engañe; y acaso lo que me parece oro puro y
diamante fino, no sea sino un poco de cobre y de vidrio. Sé cuán expuestos
estamos a equivocar nos, cuando de nosotros mismos se trata, y cuán
sospechosos deben sernos también los juicios de los amigos, que se
pronuncian en nuestro favor. Pero me gustaría dar a conocer, en el presente
discurso, el camino que he seguido y representar en él mi vida, como en un
cuadro, para que cada cual pueda formar su juicio, y así, tomando luego
conocimiento, por el rumor público, de las opiniones emitidas, sea este un
nuevo medio de instruirme, que añadiré a los que acostumbro emplear.
Mi propósito, pues, no es el de enseñar aquí el método que cada cual ha de
seguir para dirigir bien su razón, sino sólo exponer el modo como yo he
procurado conducir la mía[vii].
Los que se meten a dar preceptos deben de estimarse más hábiles que
aquellos a quienes los dan, y son muy censurables, si faltan en la cosa más
mínima. Pero como yo no propongo este escrito, sino a modo de historia o,
si preferís, de fábula, en la que, entre ejemplos que podrán imitarse, irán
acaso otros también que con razón no serán seguidos, espero que tendrá
utilidad para algunos, sin ser nocivo para nadie, y que todo el mundo
agradecerá mi franqueza.
Desde la niñez, fui criado en el estudio de las letras y, como me aseguraban
que por medio de ellas se podía adquirir un conocimiento claro y seguro de
todo cuanto es útil para la vida, sentía yo un vivísimo deseo de aprenderlas.
Pero tan pronto como hube terminado el curso de los estudios, cuyo remate
suele dar ingreso en el número de los hombres doctos, cambié por completo
de opinión, Pues me embargaban tantas dudas y errores, que me parecía
que, procurando instruirme, no había conseguido más provecho que el de
descubrir cada vez mejor mi ignorancia. Y, sin embargo, estaba en una de
las más famosas escuelas de Europa[viii], en donde pensaba yo que debía
haber hombres sabios, si los hay en algún lugar de la tierra. Allí había
aprendido todo lo que los demás aprendían; y no contento aún con las
ciencias que nos enseñaban, recorrí cuantos libros pudieron caer en mis
manos, referentes a las ciencias que se consideran como las más curiosas y
raras. Conocía, además, los juicios que se hacían de mi persona, y no veía
que se me estimase en menos que a mis condiscípulos, entre los cuales
algunos había ya destinados a ocupar los puestos que dejaran vacantes
nuestros maestros. Por último, parecíame nuestro siglo tan floreciente y
fértil en buenos ingenios, como haya sido cualquiera dé los precedentes. Por
todo lo cual, me tomaba la libertad de juzgar a los demás por mí mismo y
de pensar que no había en el mundo doctrina alguna como la que se me
había prometido anteriormente.
No dejaba por eso de estimar en mucho los ejercicios que se hacen en las
escuelas. Sabía que las lenguas que en ellas se aprenden son necesarias para
la inteligencia de los libros antiguos; que la gentileza de las fábulas
despierta el ingenio; que las acciones memorables, que cuentan las
historias, lo elevan y que, leídas con discreción, ayudan a formar el juicio;
que la lectura de todos los buenos libros es como una conversación con los
mejores ingenios de los pasados siglos, que los han compuesto, y hasta una
conversación estudiada, en la que no nos descubren sino lo más selecto de
sus pensamientos; que la elocuencia posee fuerzas y bellezas
incomparables; que la poesía tiene delicadezas y suavidades que arrebatan;
que en las matemáticas hay sutilísimas invenciones que pueden ser de
mucho servicio, tanto para satisfacer a los curiosos, como para facilitar las
artes todas y disminuir el trabajo de los hombres; que los escritos, que
tratan de las costumbres, encierran varias enseñanzas y exhortaciones a la
virtud, todas muy útiles; que la teología enseña a ganar el cielo; que la
filosofía proporciona medios para hablar con verosimilitud de todas las
cosas y recomendarse a la admiración de los menos sabios[ix]; que la
jurisprudencia, la medicina y demás ciencias honran y enriquecen a quienes
las cultivan; y, por último, que es bien haberlas recorrido todas, aun las más
supersticiosas y las más falsas, para conocer su justo valor y no dejarse
engañar por ellas.
Pero creía también que ya había dedicado bastante tiempo a las lenguas e
incluso a la lectura de los libros antiguos y a sus historias y a sus fábulas.
Pues es casi lo mismo conversar con gentes de otros siglos, que viajar por
extrañas tierras. Bueno es saber algo de las costumbres de otros pueblos,
para juzgar las del propio con mejor acierto, y no creer que todo lo que sea
contrario a nuestras modas es ridículo y opuesto a la razón, como suelen
hacer los que no han visto nada. Pero el que emplea demasiado tiempo en
viajar, acaba por tornarse extranjero en su propio país; y al que estudia con
demasiada curiosidad lo que se hacía en los siglos pretéritos, ocúrrele de
ordinario que permanece ignorante de lo que se practica en el presente.
Además, las fábulas son causa de que imaginemos como posibles
acontecimientos que no lo son; y aun las más fieles historias, supuesto que
no cambien ni aumenten el valor de las cosas, para hacerlas más dignas de
ser leídas, omiten por lo menos, casi siempre, las circunstancias más bajas y
menos ilustres, por lo cual sucede que lo restante no aparece tal como es y
que los que ajustan sus costumbres a los ejemplos que sacan de las
historias, se exponen a caer en las extravagancias de los paladines de
nuestras novelas y a concebir designios, a que no alcanzan sus fuerzas.
Estimaba en mucho la elocuencia y era un enamorado de la poesía; pero
pensaba que una y otra son dotes del ingenio más que frutos del estudio.
Los que tienen más robusto razonar y digieren mejor sus pensamientos,
para hacerlos claros e inteligibles, son los más capaces de llevar a los
ánimos la persuasión, sobre lo que proponen, aunque hablen una pésima
lengua y no hayan aprendido nunca retórica; y los que imaginan las más
agradables invenciones, sabiéndolas expresar con mayor ornato y suavidad,
serán siempre los mejores poetas, aun cuando desconozcan el arte poética.
Gustaba sobre todo de las matemáticas, por la certeza y evidencia que
poseen sus razones; pero aun no advertía cuál era su verdadero uso y,
pensando que sólo para las artes
mecánicas servían, extrañábame que, siendo sus cimientos tan firmes y
sólidos, no se hubiese construido sobre ellos nada más levantado[x]. Y en
cambio los escritos de los antiguos paganos, referentes a las costumbres,
comparábalos con palacios muy soberbios y magníficos, pero construidos
sobre arena y barro: levantan muy en alto las virtudes y las presentan como
las cosas más estimables que hay en el mundo; pero no nos enseñan
bastante a conocerlas y, muchas veces, dan ese hermoso nombre a lo que no
es sino insensibilidad, orgullo, desesperación o parricidio[xi].
Profesaba una gran reverencia por nuestra teología y, como cualquier otro,
pretendía yo ganar el cielo. Pero habiendo aprendido, como cosa muy
cierta, que el camino de la salvación está tan abierto para los ignorantes
como para los doctos y que las verdades reveladas, que allá conducen, están
muy por encima de nuestra inteligencia, nunca me hubiera atrevido a
someterlas a la flaqueza de mis razonamientos, pensando que, para
acometer la empresa de examinarlas y salir con bien de ella, era preciso
alguna extraordinaria ayuda del cielo, y ser, por tanto, algo más que
hombre.
Nada diré de la filosofía sino que, al ver que ha sido cultivada por los más
excelentes ingenios que han vivido desde hace siglos, y, sin embargo, nada
hay en ella que no sea objeto de disputa y, por consiguiente, dudoso, no
tenía yo la presunción de esperar acertar mejor que los demás; y
considerando cuán diversas pueden ser las opiniones tocante a una misma
materia, sostenidas todas por gentes doctas, aun cuando no puede ser
verdadera más que una sola, reputaba casi por falso todo lo que no fuera
más que verosímil.
Y en cuanto a las demás ciencias, ya que toman sus principios de la
filosofía, pensaba yo que sobre tan endebles cimientos no podía haberse
edificado nada sólido; y ni el honor ni el provecho, que prometen, eran
bastantes para invitarme a aprenderlas; pues no me veía, gracias a Dios, en
tal condición que hubiese de hacer de la ciencia un oficio con que mejorar
mi fortuna; y aunque no profesaba el desprecio de la gloria a lo cínico, sin
embargo, no estimaba en mucho aquella fama, cuya adquisición sólo
merced a falsos títulos puede lograrse. Y, por último, en lo que toca a las
malas doctrinas, pensaba que ya conocía bastante bien su valor, para no
dejarme burlar ni por las promesas de un alquimista, ni por las predicciones
de un astrólogo, ni por los engaños de un mago, ni por los artificios o la
presunción de los que profesan saber más de lo que saben.
Así, pues, tan pronto como estuve en edad de salir de la sujeción en que me
tenían mis preceptores, abandoné del todo el estudio de las letras; y,
resuelto a no buscar otra ciencia que la que pudiera hallar en mí mismo o en
el gran libro del mundo, empleé el resto de mi juventud en viajar, en ver
cortes y ejércitos[xii], en cultivar la sociedad de gentes de condiciones y
humores diversos, en recoger varias experiencias, en ponerme a mí mismo a
prueba en los casos que la fortuna me deparaba y en hacer siempre tales
reflexiones sobre las cosas que se me presentaban, que pudiera sacar algún
provecho de ellas. Pues parecíame que podía hallar mucha más verdad en
los razonamientos que cada uno hace acerca de los asuntos que le atañen,
expuesto a que el suceso venga luego a castigarle, si ha juzgado mal, que en
los que discurre un hombre de letras, encerrado en su despacho, acerca de
especulaciones que no producen efecto alguno y que no tienen para él otras
consecuencias, sino que acaso sean tanto mayor motivo para envanecerle
cuanto más se aparten del sentido común, puesto que habrá tenido que
gastar más ingenio y artificio en procurar hacerlas verosímiles. Y siempre
sentía un deseo extremado de aprender a distinguir lo verdadero de lo falso,
para ver claro en mis actos y andar seguro por esta vida.
Es cierto que, mientras me limitaba a considerar las costumbres de los otros
hombres, apenas hallaba cosa segura y firme, y advertía casi tanta
diversidad como antes en las opiniones de los filósofos. De suerte que el
mayor provecho que obtenía, era que, viendo varias cosas que, a pesar de
parecernos muy extravagantes y ridículas, no dejan de ser admitidas
comúnmente y aprobadas por otros grandes pueblos, aprendía a no creer
con demasiada firmeza en lo que sólo el ejemplo y la costumbre me habían
persuadido; y así me libraba poco a poco de muchos errores, que pueden
oscurecer nuestra luz natural y tornarnos menos aptos para escuchar la voz
de la razón. Mas cuando hube pasado varios años estudiando en el libro del
mundo y tratando de adquirir alguna experiencia, resolvíme un día a
estudiar también en mí mismo y a emplear todas las fuerzas de mi ingenio
en la elección de la senda que debía seguir; lo cual me salió mucho mejor,
según creo, que si no me hubiese nunca alejado de mi tierra y de mis libros.
Segunda parte
No sé si debo hablaros de las primeras meditaciones que hice allí, pues son
tan metafísicas y tan fuera de lo común, que quizá no gusten a todo el
mundo[xxx]. Sin embargo, para que se pueda apreciar si los fundamentos
que he tomado son bastante firmes, me veo en cierta manera obligado a
decir algo de esas reflexiones. Tiempo ha que había advertido que, en lo
tocante a las costumbres, es a veces necesario seguir opiniones que sabemos
muy inciertas, como si fueran indudables, y esto se ha dicho ya en la parte
anterior; pero, deseando yo en esta ocasión ocuparme tan sólo de indagar la
verdad, pensé que debía hacer lo contrario y rechazar como absolutamente
falso todo aquello en que pudiera imaginar la menor duda, con el fin de ver
si, después de hecho esto, no quedaría en mi creencia algo que fuera
enteramente indudable. Así, puesto que los sentidos nos engañan, a las
veces, quise suponer que no hay cosa alguna que sea tal y como ellos nos la
presentan en la imaginación; y puesto que hay hombres que yerran al
razonar, aun acerca de los más simples asuntos de geometría, y cometen
paralogismos, juzgué que yo estaba tan expuesto al error como otro
cualquiera, y rechacé como falsas todas las razones que anteriormente había
tenido por demostrativas; y, en fin, considerando que todos los
pensamientos que nos vienen estando despiertos pueden también
ocurrírsenos durante el sueño, sin que ninguno entonces sea verdadero,
resolví fingir que todas las cosas, que hasta entonces habían entrado en mi
espíritu, no eran más verdaderas que las ilusiones de mis sueños. Pero
advertí luego que, queriendo yo pensar, de esa suerte, que todo es falso, era
necesario que yo, que lo pensaba, fuese alguna cosa; y observando que esta
verdad: «yo pienso, luego soy», era tan firme y segura que las más
extravagantes suposiciones de los escépticos no son capaces de conmoverla,
juzgué que podía recibirla sin escrúpulo, como el primer principio de la
filosofía que andaba buscando.
Examiné después atentamente lo que yo era, y viendo que podía fingir que
no tenía cuerpo alguno y que no había mundo ni lugar alguno en el que yo
me encontrase, pero que no podía fingir por ello que yo no fuese, sino al
contrario, por lo mismo que pensaba en dudar de la verdad de las otras
cosas, se seguía muy cierta y evidentemente que yo era, mientras que, con
sólo dejar de pensar, aunque todo lo demás que había imaginado fuese
verdad, no tenía ya razón alguna para creer que yo era, conocí por ello que
yo era una sustancia cuya esencia y naturaleza toda es pensar, y que no
necesita, para ser, de lugar alguno, ni depende de cosa alguna material; de
suerte que este yo, es decir, el alma, por la cual yo soy lo que soy, es
enteramente distinta del cuerpo y hasta más fácil de conocer que éste y,
aunque el cuerpo no fuese, el alma no dejaría de ser cuanto es.
Después de esto, consideré, en general, lo que se requiere en una
proposición para que sea verdadera y cierta; pues ya que acababa de hallar
una que sabía que lo era, pensé que debía saber también en qué consiste esa
certeza. Y habiendo notado que en la proposición: «yo pienso, luego soy»,
no hay nada que me asegure que digo verdad, sino que veo muy claramente
que para pensar es preciso ser, juzgué que podía admitir esta regla general:
que las cosas que concebimos muy clara y distintamente son todas
verdaderas; pero que sólo hay alguna dificultad en notar cuáles son las que
concebimos distintamente.
Después de lo cual, hube de reflexionar que, puesto que yo dudaba, no era
mi ser enteramente perfecto, pues veía claramente que hay más perfección
en conocer que en dudar; y se me ocurrió entonces indagar por dónde había
yo aprendido a pensar en algo más perfecto que yo; y conocí evidentemente
que debía de ser por alguna naturaleza que fuese efectivamente más
perfecta. En lo que se refiere a los pensamientos, que en mí estaban, de
varias cosas exteriores a mí, como son el cielo, la tierra, la luz, el calor y
otros muchos, no me preocupaba mucho el saber de dónde procedían,
porque, no viendo en esas cosas nada que me pareciese hacerlas superiores
a mí, podía creer que, si eran verdaderas, eran unas dependencias de mi
naturaleza, en cuanto que ésta posee alguna perfección, y si no lo eran,
procedían de la nada, es decir, estaban en mí, porque hay en mí algún
defecto. Pero no podía suceder otro tanto con la idea de un ser más perfecto
que mi ser; pues era cosa manifiestamente imposible que la tal idea
procediese de la nada; y como no hay menor repugnancia en pensar que lo
más perfecto sea consecuencia y dependencia de lo menos perfecto, que en
pensar que de nada provenga algo, no podía tampoco proceder de mí
mismo; de suerte que sólo quedaba que hubiese sido puesta en mí por una
naturaleza verdaderamente más perfecta que yo soy, y poseedora inclusive
de todas las perfecciones de que yo pudiera tener idea; esto es, para
explicarlo en una palabra, por Dios. A esto añadí que, supuesto que yo
conocía algunas perfecciones que me faltaban, no era yo el único ser que
existiese (aquí, si lo permitís, haré uso libremente de los términos de la
escuela), sino que era absolutamente necesario que hubiese algún otro ser
más perfecto de quien yo dependiese y de quien hubiese adquirido todo
cuanto yo poseía; pues si yo fuera solo e independiente de cualquier otro
ser, de tal suerte que de mí mismo procediese lo poco en que participaba del
ser perfecto, hubiera podido tener por mí mismo también, por idéntica
razón, todo lo demás que yo sabía faltarme, y ser, por lo tanto, yo infinito,
eterno, inmutable, omnisciente, omnipotente, y, en fin, poseer todas las
perfecciones que podía advertir en Dios. Pues, en virtud de los
razonamientos que acabo de hacer, para conocer la naturaleza de Dios hasta
donde la mía es capaz de conocerla, bastábame considerar todas las cosas
de que hallara en mí mismo alguna idea y ver si era o no perfección el
poseerlas; y estaba seguro de que ninguna de las que indicaban alguna
imperfección está en Dios, pero todas las demás sí están en él; así veía que
la duda, la inconstancia, la tristeza y otras cosas semejantes no pueden estar
en Dios, puesto que mucho me holgara yo de verme libre de ellas. Además,
tenía yo ideas de varias cosas sensibles y corporales; pues aun suponiendo
que soñaba y que todo cuanto veía e imaginaba era falso, no podía negar,
sin embargo, que esas ideas estuvieran verdaderamente en mi pensamiento.
Mas habiendo ya conocido en mí muy claramente que la naturaleza
inteligente es distinta de la corporal, y considerando que toda composición
denota dependencia, y que la dependencia es manifiestamente un defecto,
juzgaba por ello que no podía ser una perfección en Dios el componerse de
esas dos naturalezas, y que, por consiguiente, Dios no era compuesto; en
cambio, si en el mundo había cuerpos, o bien algunas inteligencias u otras
naturalezas que no fuesen del todo perfectas, su ser debía depender del
poder divino, hasta el punto de no poder subsistir sin él un solo instante.
Quise indagar luego otras verdades; y habiéndome propuesto el objeto de
los geómetras, que concebía yo como un cuerpo continuo o un espacio
infinitamente extenso en longitud, anchura y altura o profundidad, divisible
en varias partes que pueden tener varias figuras y magnitudes y ser movidas
o trasladadas en todos los sentidos, pues los geómetras suponen todo eso en
su objeto, repasé algunas de sus más simples demostraciones, y habiendo
advertido que esa gran certeza que todo el mundo atribuye a estas
demostraciones, se funda tan sólo en que se conciben con evidencia, según
la regla antes dicha, advertí también que no había nada en ellas que me
asegurase de la existencia de su objeto; pues, por ejemplo, yo veía bien que,
si suponemos un triángulo, es necesario que los tres ángulos sean iguales a
dos rectos; pero nada veía que me asegurase que en el mundo hay triángulo
alguno; en cambio, si volvía a examinar la idea que yo tenía de un ser
perfecto, encontraba que la existencia está comprendida en ella del mismo
modo que en la idea de un triángulo está comprendido el que sus tres
ángulos sean iguales a dos rectos o, en la de una esfera, el que todas sus
partes sean igualmente distantes del centro, y hasta con más evidencia aún;
y que, por consiguiente, tan cierto es por lo menos, que Dios, que es ese ser
perfecto, es o existe, como lo pueda ser una demostración de geometría.
Pero si hay algunos que están persuadidos de que es difícil conocer lo que
sea Dios, y aun lo que sea el alma, es porque no levantan nunca su espíritu
por encima de las cosas sensibles y están tan acostumbrados a considerarlo
todo con la imaginación — que es un modo de pensar particular para las
cosas materiales —, que lo que no es imaginable les parece ininteligible. Lo
cual está bastante manifiesto en la máxima que los mismos filósofos
admiten como verdadera en las escuelas, y que dice que nada hay en el
entendimiento que no haya estado antes en el sentido[xxxi], en donde, sin
embargo, es cierto que nunca han estado las ideas de Dios y del alma; y me
parece que los que quieren hacer uso de su imaginación para comprender
esas ideas, son como los que para oír los sonidos u oler los olores quisieran
emplear los ojos; y aun hay esta diferencia entre aquéllos y éstos: que el
sentido de la vista no nos asegura menos de la verdad de sus objetos que el
olfato y el oído de los suyos, mientras que ni la imaginación ni los sentidos
pueden asegurarnos nunca cosa alguna, como no intervenga el
entendimiento.
En fin, si aun hay hombres a quienes las razones que he presentado no han
convencido bastante de la existencia de Dios y del alma, quiero que sepan
que todas las demás cosas que acaso crean más seguras, como son que
tienen un cuerpo, que hay astros, y una tierra, y otras semejantes, son, sin
embargo, menos ciertas; pues, si bien tenemos una seguridad moral de esas
cosas, tan grande que parece que, a menos de ser un extravagante, no puede
nadie ponerlas en duda, sin embargo, cuando se trata de una certidumbre
metafísica, no se puede negar, a no ser perdiendo la razón, que no sea
bastante motivo, para no estar totalmente seguro, el haber notado que
podemos de la misma manera imaginar en sueños que tenemos otro cuerpo
y que vemos otros astros y otra tierra, sin que ello sea así. Pues ¿cómo
sabremos que los pensamientos que se nos ocurren durante el sueño son
falsos, y que no lo son los que tenemos despiertos, si muchas veces sucede
que aquéllos no son menos vivos y expresos que éstos? Y por mucho que
estudien los mejores ingenios, no creo que puedan dar ninguna razón
bastante a levantar esa duda, como no presupongan la existencia de Dios.
Pues, en primer lugar, esa misma regla que antes he tomado, a saber: que las
cosas que concebimos muy clara y distintamente son todas verdaderas; esa
misma regla recibe su certeza sólo de que Dios es o existe, y de que es un
ser perfecto, y de que todo lo que está en nosotros proviene de él; de donde
se sigue que, siendo nuestras ideas o nociones, cuando son claras y
distintas, cosas reales y procedentes de Dios, no pueden por menos de ser
también, en ese respecto, verdaderas. De suerte que si tenemos con bastante
frecuencia ideas que encierran falsedad, es porque hay en ellas algo confuso
y oscuro, y en este respecto participan de la nada; es decir, que si están así
confusas en nosotros, es porque no somos totalmente perfectos. Y es
evidente que no hay menos repugnancia en admitir que la falsedad o
imperfección proceda como tal de Dios mismo, que en admitir que la
verdad o la perfección procede de la nada. Mas si no supiéramos que todo
cuanto en nosotros es real y verdadero proviene de un ser perfecto e
infinito, entonces, por claras y distintas que nuestras ideas fuesen, no habría
razón alguna que nos asegurase que tienen la perfección de ser verdaderas.
Así, pues, habiéndonos el conocimiento de Dios y del alma testimoniado la
certeza de esa regla, resulta bien fácil conocer que los ensueños, que
imaginamos dormidos, no deben, en manera alguna, hacernos dudar de la
verdad de los pensamientos que tenemos despiertos. Pues si ocurriese que
en sueño tuviera una persona una idea muy clara y distinta, como por
ejemplo, que inventase un geómetra una demostración nueva, no sería ello
motivo para impedirle ser verdadera; y en cuanto al error más corriente en
muchos sueños, que consiste en representarnos varios objetos del mismo
modo como nos los representan los sentidos exteriores, no debe importarnos
que nos dé ocasión de desconfiar de la verdad de esas tales ideas, porque
también pueden los sentidos engañarnos con frecuencia durante la vigilia,
como los que tienen ictericia lo ven todo amarillo, o como los astros y otros
cuerpos muy lejanos nos parecen mucho más pequeños de lo que son. Pues,
en último término, despiertos o dormidos, no debemos dejarnos persuadir
nunca sino por la evidencia de la razón. Y nótese bien que digo de la razón,
no de la imaginación ni de los sentidos; como asimismo, porque veamos el
sol muy claramente, no debemos por ello juzgar que sea del tamaño que le
vemos; y muy bien podemos imaginar distintamente una cabeza de león
pegada al cuerpo de una cabra, sin que por eso haya que concluir que en el
mundo existe la quimera, pues la razón no nos dice que lo que así vemos o
imaginamos sea verdadero; pero nos dice que todas nuestras ideas o
nociones deben tener algún fundamento de verdad; pues no fuera posible
que Dios, que es todo perfecto y verdadero, las pusiera sin eso en nosotros;
y puesto que nuestros razonamientos nunca son tan evidentes y tan enteros
cuando soñamos que cuando estamos despiertos, si bien a veces nuestras
imaginaciones son tan vivas y expresivas y hasta más en el sueño que en la
vigilia, por eso nos dice la razón, que, no pudiendo ser verdaderos todos
nuestros pensamientos, porque no somos totalmente perfectos, deberá
infaliblemente hallarse la verdad más bien en los que pensemos estando
despiertos, que en los que tengamos estando dormidos.
Quinta parte
Hace ya tres años que llegué al término del tratado en donde están todas
esas cosas, y empezaba a revisarlo para entregarlo a la imprenta, cuando
supe que unas personas a quienes profeso deferencia y cuya autoridad no es
menos poderosa sobre mis acciones que mi propia razón sobre mis
pensamientos, habían reprobado una opinión de física, publicada poco antes
por otro[xli]; no quiero decir que yo fuera de esa opinión, sino sólo que
nada había notado en ella, antes de verla así censurada, que me pareciese
perjudicial ni para la religión ni para el Estado, y, por tanto, nada que me
hubiese impedido escribirla, de habérmela persuadido la razón. Esto me
hizo temer no fuera a haber alguna también entre las mías, en la que me
hubiese engañado, no obstante el muy gran cuidado que siempre he tenido
de no admitir en mi creencia ninguna opinión nueva, que no esté fundada en
certísimas demostraciones, y de no escribir ninguna que pudiere venir en
menoscabo de alguien. Y esto fue bastante a mudar la resolución que había
tomado de publicar aquel tratado; pues aun cuando las razones que me
empujaron a tomar antes esa resolución fueron muy fuertes, sin embargo,
mi inclinación natural, que me ha llevado siempre a odiar el oficio de hacer
libros, me proporcionó enseguida otras para excusarme. Y tales son esas
razones, de una y de otra parte, que no sólo me interesa a mí decirlas aquí,
sino que acaso también interese al público conocerlas.
Nunca he atribuido gran valor a las cosas que provienen de mi espíritu; y
mientras no he recogido del método que uso otro fruto sino el hallar la
solución de algunas dificultades pertenecientes a las ciencias especulativas,
o el llevar adelante el arreglo de mis costumbres, en conformidad con las
razones que ese método me enseñaba, no me he creído obligado a escribir
nada. Pues en lo tocante a las costumbres, es tanto lo que cada uno abunda
en su propio sentido, que podrían contarse tantos reformadores como hay
hombres, si a todo el mundo, y no sólo a los que Dios ha establecido
soberanos de sus pueblos o a los que han recibido de él la gracia y el celo
suficientes para ser profetas, le fuera permitido dedicarse a modificarlas en
algo; y en cuanto a mis especulaciones, aunque eran muy de mi gusto, he
creído que los demás tendrían otras también, que acaso les gustaran más.
Pero tan pronto como hube adquirido algunas nociones generales de la
física y comenzado a ponerlas a prueba en varias dificultades particulares,
notando entonces cuán lejos pueden llevarnos y cuán diferentes son de los
principios que se han usado hasta ahora, creí que conservarlas ocultas era
grandísimo pecado, que infringía la ley que nos obliga a procurar el bien
general de todos los hombres, en cuanto ello esté en nuestro poder. Pues
esas nociones me han enseñado que es posible llegar a conocimientos muy
útiles para la vida, y que, en lugar de la filosofía especulativa, enseñada en
las escuelas, es posible encontrar una práctica, por medio de la cual,
conociendo la fuerza y las acciones del fuego, del agua, del aire, de los
astros, de los cielos y de todos los demás cuerpos, que nos rodean, tan
distintamente como conocemos los oficios varios de nuestros artesanos,
podríamos aprovecharlas del mismo modo, en todos los usos a que sean
propias, y de esa suerte hacernos como dueños y poseedores de la
naturaleza. Lo cual es muy de desear, no sólo por la invención de una
infinidad de artificios que nos permitirían gozar sin ningún trabajo de los
frutos de la tierra y de todas las comodidades que hay en ella, sino también
principalmente por la conservación de la salud, que es, sin duda, el primer
bien y el fundamento de los otros bienes de esta vida, porque el espíritu
mismo depende tanto del temperamento y de la disposición de los órganos
del cuerpo, que, si es posible encontrar algún medio para hacer que los
hombres sean comúnmente más sabios y más hábiles que han sido hasta
aquí, creo que es en la medicina en donde hay que buscarlo. Verdad es que
la que ahora se usa contiene pocas cosas de tan notable utilidad; pero, sin
que esto sea querer despreciarla, tengo por cierto que no hay nadie, ni aun
los que han hecho de ella su profesión, que no confiese que cuanto se sabe,
en esa ciencia, no es casi nada comparado con lo que queda por averiguar y
que podríamos librarnos de una infinidad de enfermedades, tanto del cuerpo
como del espíritu, y hasta quizá de la debilidad que la vejez nos trae, si
tuviéramos bastante conocimiento de sus causas y de todos los remedios, de
que la naturaleza nos ha provisto. Y como yo había concebido el designio
de emplear mi vida entera en la investigación de tan necesaria ciencia, y
como había encontrado un camino que me parecía que, siguiéndolo, se debe
infaliblemente dar con ella, a no ser que lo impida la brevedad de la vida o
la falta de experiencias, juzgaba que no hay mejor remedio contra esos dos
obstáculos, sino comunicar fielmente al público lo poco que hubiera
encontrado e invitar a los buenos ingenios a que traten de seguir adelante,
contribuyendo cada cual, según su inclinación y sus fuerzas, a las
experiencias que habría que hacer, y comunicando asimismo al público todo
cuanto averiguaran, con el fin de que, empezando los últimos por donde
hayan terminado sus predecesores, y juntando así las vidas y los trabajos de
varios, llegásemos todos juntos mucho más allá de donde puede llegar uno
en particular.
Y aun observé, en lo referente a las experiencias, que son tanto más
necesarias cuanto más se ha adelantado en el conocimiento, pues al
principio es preferible usar de las que se presentan por sí mismas a nuestros
sentidos y que no podemos ignorar por poca reflexión que hagamos, que
buscar otras más raras y estudiadas; y la razón de esto es que esas más raras
nos engañan muchas veces, si no sabemos ya las causas de las otras más
comunes y que las circunstancias de que dependen son casi siempre tan
particulares y tan pequeñas, que es muy difícil notarlas. Pero el orden que
he llevado en esto ha sido el siguiente: primero he procurado hallar, en
general, los principios o primeras causas de todo lo que en el mundo es o
puede ser, sin considerar para este efecto nada más que Dios solo, que lo ha
creado, ni sacarlas de otro origen, sino de ciertas semillas de verdades, que
están naturalmente en nuestras almas; después he examinado cuáles sean
los primeros y más ordinarios efectos que de esas causas pueden derivarse,
y me parece que por tales medios he encontrado unos cielos, unos astros,
una tierra, y hasta en la tierra, agua, aire, fuego, minerales y otras cosas que,
siendo las más comunes de todas y las más simples, son también las más
fáciles de conocer. Luego, cuando quise descender a las más particulares,
presentáronseme tantas y tan varias, que no he creído que fuese posible al
espíritu humano distinguir las formas o especies de cuerpos, que están en la
tierra, de muchísimas otras que pudieran estar en ella, si la voluntad de Dios
hubiere sido ponerlas, y, por consiguiente, que no es posible tampoco
referirlas a nuestro servicio, a no ser que salgamos al encuentro de las
causas por los efectos y hagamos uso de varias experiencias particulares. En
consecuencia, hube de repasar en mi espíritu todos los objetos que se habían
presentado ya a mis sentidos, y no vacilo en afirmar que nada vi en ellos
que no pueda explicarse, con bastante comodidad, por medio de los
principios hallados por mí. Pero debo asimismo confesar que es tan amplia
y tan vasta la potencia de la naturaleza y son tan simples y tan generales
esos principios, que no observo casi ningún efecto particular, sin enseguida
conocer que puede derivarse de ellos en varias diferentes maneras, y mi
mayor dificultad es, por lo común, encontrar por cuál de esas maneras
depende de aquellos principios; y no sé otro remedio a esa dificultad que el
buscar algunas experiencias, que sean tales que no se produzca del mismo
modo el efecto, si la explicación que hay que dar es esta o si es aquella otra.
Además, a tal punto he llegado ya, que veo bastante bien, a mi parecer, el
rodeo que hay que tomar, para hacer la mayor parte de las experiencias que
pueden servir para esos efectos; pero también veo que son tantas y tales,
que ni mis manos ni mis rentas, aunque tuviese mil veces más de lo que
tengo, bastarían a todas; de suerte que, según tenga en adelante comodidad
para hacer más o menos, así también adelantaré más o menos en el
conocimiento de la naturaleza; todo lo cual pensaba dar a conocer, en el
tratado que había escrito, mostrando tan claramente la utilidad que el
público puede obtener, que obligase a cuantos desean en general el bien de
los hombres, es decir, a cuantos son virtuosos efectivamente y no por
apariencia falsa y mera opinión, a comunicarme las experiencias que ellos
hubieran hecho y a ayudarme en la investigación de las que aun me quedan
por hacer.
Pero de entonces acá, hánseme ocurrido otras razones que me han hecho
cambiar de opinión y pensar que debía en verdad seguir escribiendo cuantas
cosas juzgara de alguna importancia, conforme fuera descubriendo su
verdad, poniendo en ello el mismo cuidado que si las tuviera que imprimir,
no sólo porque así disponía de mayor espacio para examinarlas bien, pues
sin duda, mira uno con más atención lo que piensa que otros han de
examinar, que lo que hace para sí solo (y muchas cosas que me han
parecido verdaderas cuando he comenzado a concebirlas, he conocido luego
que son falsas, cuando he ido a estamparlas en el papel), sino también para
no perder ocasión de servir al público, si soy en efecto capaz de ello, y
porque, si mis escritos valen algo, puedan usarlos como crean más
conveniente los que los posean después de mi muerte; pero pensé que no
debía en manera alguna consentir que fueran publicados, mientras yo
viviera, para que ni las oposiciones y controversias que acaso suscitaran, ni
aun la reputación, fuere cual fuere, que me pudieran proporcionar, me
dieran ocasión de perder el tiempo que me propongo emplear en instruirme.
Pues si bien es cierto que todo hombre está obligado a procurar el bien de
los demás, en cuanto puede, y que propiamente no vale nada quien a nadie
sirve, sin embargo, también es cierto que nuestros cuidados han de
sobrepasar el tiempo presente y que es bueno prescindir de ciertas cosas,
que quizá fueran de algún provecho para los que ahora viven, cuando es
para hacer otras que han de ser más útiles aun a nuestros nietos. Y, en
efecto, es bueno que se sepa que lo poco que hasta aquí he aprendido no es
casi nada, en comparación de lo que ignoro y no desconfío de poder
aprender; que a los que van descubriendo poco a poco la verdad, en las
ciencias, les acontece casi lo mismo que a los que empiezan a enriquecerse,
que les cuesta menos trabajo, siendo ya algo ricos, hacer grandes
adquisiciones, que antes, cuando eran pobres, recoger pequeñas ganancias.
También pueden compararse con los jefes de ejército, que crecen en fuerzas
conforme ganan batallas, y necesitan más atención y esfuerzo para
mantenerse después de una derrota, que para tomar ciudades y conquistar
provincias después de una victoria; que verdaderamente es como dar
batallas el tratar de vencer todas las dificultades y errores que nos impiden
llegar al conocimiento de la verdad y es como perder una el admitir
opiniones falsas acerca de alguna materia un tanto general e importante; y
hace falta después mucha más destreza para volver a ponerse en el mismo
estado en que se estaba, que para hacer grandes progresos, cuando se
poseen ya principios bien asegurados. En lo que a mí respecta, si he logrado
hallar algunas verdades en las ciencias (y confío que lo que va en este
volumen demostrará que algunas he encontrado), puedo decir que no son
sino consecuencias y dependencias de cinco o seis principales dificultades
que he resuelto y que considero como otras tantas batallas, en donde he
tenido la fortuna de mi lado; y hasta me atreveré a decir que pienso que no
necesito ganar sino otras dos o tres como esas, para llegar al término de mis
propósitos, y que no es tanta mi edad que no pueda, según el curso
ordinario de la naturaleza, disponer aún del tiempo necesario para ese
efecto. Pero por eso mismo, tanto más obligado me creo a ahorrar el tiempo
que me queda, cuantas mayores esperanzas tengo de poderlo emplear bien;
y sobrevendrían, sin duda, muchas ocasiones de perderlo si publicase los
fundamentos de mi física; pues aun cuando son tan evidentes todos, que
basta entenderlos para creerlos, y no hay uno solo del que no pueda dar
demostraciones, sin embargo, como es imposible que concuerden con todas
las varias opiniones de los demás hombres, preveo que suscitarían
oposiciones, que me distraerían no poco de mi labor.
Puede objetarse a esto diciendo que esas oposiciones serían útiles, no sólo
porque me darían a conocer mis propias faltas, sino también porque, de
haber en mí algo bueno, los demás hombres adquirirían por ese medio una
mejor inteligencia de mis opiniones; y como muchos ven más que uno solo,
si comenzaren desde luego a hacer uso de mis principios, me ayudarían
también con sus invenciones. Pero aun cuando me conozco como muy
expuesto a errar, hasta el punto de no fiarme casi nunca de los primeros
pensamientos que se me ocurren, sin embargo, la experiencia que tengo de
las objeciones que pueden hacerme, me quita la esperanza de obtener de
ellas algún provecho; pues ya muchas veces he podido examinar los juicios
ajenos, tanto los pronunciados por quienes he considerado como amigos
míos, como los emitidos por otros, a quienes yo pensaba ser indiferente, y
hasta los de algunos, cuya malignidad y envidia sabía yo que habían de
procurar descubrir lo que el afecto de mis amigos no hubiera conseguido
ver; pero rara vez ha sucedido que me hayan objetado algo enteramente
imprevisto por mí, a no ser alguna cosa muy alejada de mi asunto; de suerte
que casi nunca he encontrado un censor de mis opiniones que no me
pareciese o menos severo o menos equitativo que yo mismo. Y tampoco he
notado nunca que las disputas que suelen practicarse en las escuelas sirvan
para descubrir una verdad antes ignorada; pues esforzándose cada cual por
vencer a su adversario, más se ejercita en abonar la verosimilitud que en
pesar las razones de una y otra parte; y los que han sido durante largo
tiempo buenos abogados, no por eso son luego mejores jueces.
En cuanto a la utilidad que sacaran los demás de la comunicación de mis
pensamientos, tampoco podría ser muy grande, ya que aun no los he
desenvuelto hasta tal punto, que no sea preciso añadirles mucho, antes de
ponerlos en práctica. Y creo que, sin vanidad, puedo decir que si alguien
hay capaz de desarrollarlos, he de ser yo mejor que otro cualquiera, y no
porque no pueda haber en el mundo otros ingenios mejores que el mío, sin
comparación, sino porque el que aprende de otro una cosa, no es posible
que la conciba y la haga suya tan plenamente como el que la inventa. Y tan
cierto es ello en esta materia, que habiendo yo explicado muchas veces
algunas opiniones mías a personas de muy buen ingenio, parecían
entenderlas muy distintamente, mientras yo hablaba, y, sin embargo, cuando
luego las han repetido, he notado que casi siempre las han alterado de tal
suerte que ya no podía yo reconocerlas por mías[xlii]. Aprovecho esta
ocasión para rogar a nuestros descendientes que no crean nunca que
proceden de mí las cosas que les digan otros, si no es que yo mismo las
haya divulgado; y no me asombro en modo alguno de esas extravagancias
que se atribuyen a los antiguos filósofos, cuyos escritos no poseemos, ni
juzgo por ellas que hayan sido sus pensamientos tan desatinados, puesto
que aquellos hombres fueron los mejores ingenios de su tiempo; sólo pienso
que sus opiniones han sido mal referidas. Asimismo vemos que casi nunca
ha ocurrido que uno de los que siguieron las doctrinas de esos grandes
ingenios haya superado al maestro; y tengo por seguro que los que con
mayor ahínco siguen hoy a Aristóteles, se estimarían dichosos de poseer
tanto conocimiento de la naturaleza como tuvo él, aunque hubieran de
someterse a la condición de no adquirir nunca más amplio saber. Son como
la yedra, que no puede subir más alto que los árboles en que se enreda y
muchas veces desciende, después de haber llegado hasta la copa; pues me
parece que también los que siguen una doctrina ajena descienden, es decir,
se tornan en cierto modo menos sabios que si se abstuvieran de estudiar; los
tales, no contentos con saber todo lo que su autor explica inteligiblemente,
quieren además encontrar en él la solución de varias dificultades, de las
cuales no habla y en las cuales acaso no pensó nunca. Sin embargo, es
comodísima esa manera de filosofar, para quienes poseen ingenios muy
medianos, pues la oscuridad de las distinciones y principios de que usan, les
permite hablar de todo con tanta audacia como si lo supieran, y mantener
todo cuanto dicen contra los más hábiles y los más sutiles, sin que haya
medio de convencerles; en lo cual parécenme semejar a un ciego que, para
pelear sin desventaja contra uno que ve, le hubiera llevado a alguna
profunda y oscurísima cueva; y puedo decir que esos tales tienen interés en
que yo no publique los principios de mi filosofía, pues siendo, como son,
muy sencillos y evidentes, publicarlos sería como abrir ventanas y dar luz a
esa cueva adonde han ido a pelear. Mas tampoco los ingenios mejores han
de tener ocasión de desear conocerlos, pues si lo que quieren es saber hablar
de todo y cobrar fama de doctos, lo conseguirán más fácilmente
contentándose con lo verosímil, que sin gran trabajo puede hallarse en todos
los asuntos, que buscando la verdad, que no se descubre sino poco a poco
en algunas materias y que, cuando es llegada la ocasión de hablar de otros
temas, nos obliga a confesar francamente que los ignoramos. Pero si
estiman que una verdad pequeña es preferible a la vanidad de parecer
saberlo todo, como, sin duda, es efectivamente preferible, y si lo que
quieren es proseguir un intento semejante al mío, no necesitan para ello que
yo les diga más de lo que en este discurso llevo dicho; pues si son capaces
de continuar mi obra, tanto más lo serán de encontrar por sí mismos todo
cuanto pienso yo que he encontrado, sin contar con que, habiendo yo
seguido siempre mis investigaciones ordenadamente, es seguro que lo que
me queda por descubrir es de suyo más difícil y oculto que lo que he podido
anteriormente encontrar y, por tanto, mucho menos gusto hallarían en
saberlo por mí, que en indagarlo solos; y además, la costumbre que
adquirirán buscando primero cosas fáciles y pasando poco a poco a otras
más difíciles, les servirá mucho mejor que todas mis instrucciones. Yo
mismo estoy persuadido de que si, en mi mocedad, me hubiesen enseñado
todas las verdades cuyas demostraciones he buscado luego y no me hubiese
costado trabajo alguno el aprenderlas, quizá no supiera hoy ninguna otra
cosa, o por lo menos nunca hubiera adquirido la costumbre y facilidad que
creo tener de encontrar otras nuevas, conforme me aplico a buscarlas. Y, en
suma, si hay en el mundo una labor que no pueda nadie rematar tan bien
como el que la empezó, es ciertamente la que me ocupa.
Verdad es que en lo que se refiere a las experiencias que pueden servir para
ese trabajo, no basta un hombre solo a hacerlas todas; pero tampoco ese
hombre podrá emplear con utilidad ajenas manos, como no sean las de
artesanos u otras gentes, a quienes pueda pagar, pues la esperanza de una
buena paga, que es eficacísimo medio, hará que esos operarios cumplan
exactamente sus prescripciones. Los que voluntariamente, por curiosidad o
deseo de aprender, se ofrecieran a ayudarle, además de que suelen, por lo
común, ser más prontos en prometer que en cumplir y no hacen sino bellas
proposiciones, nunca realizadas, querrían infaliblemente recibir, en cambio,
algunas explicaciones de ciertas dificultades, o por lo menos obtener
halagos y conversaciones inútiles, las cuales, por corto que fuera el tiempo
empleado en ellas, representarían, al fin y al cabo, una positiva pérdida. Y
en cuanto a las experiencias que hayan hecho ya los demás, aun cuando se
las quisieren comunicar — cosa que no harán nunca quienes les dan el
nombre de secretos —, son las más de entre ellas compuestas de tantas
circunstancias o ingredientes superfluos, que le costaría no pequeño trabajo
descifrar lo que haya en ellas de verdadero; y, además, las hallaría casi
todas tan mal explicadas e incluso tan falsas, debido a que sus autores han
procurado que parezcan conformes con sus principios, que, de haber
algunas que pudieran servir, no valdrían desde luego el tiempo que tendría
que gastar en seleccionarlas. De suerte que si en el mundo hubiese un
hombre de quien se supiera con seguridad que es capaz de encontrar las
mayores cosas y las más útiles para el público y, por este motivo, los demás
hombres se esforzasen por todas las maneras en ayudarle a realizar sus
designios, no veo que pudiesen hacer por él nada más sino contribuir a
sufragar los gastos de las experiencias, que fueren precisas, y, por lo demás,
impedir que vinieran importunos a estorbar sus ocios laboriosos. Mas sin
contar con que no soy yo tan presumido que vaya a prometer cosas
extraordinarias, ni tan repleto de vanidosos pensamientos que vaya a
figurarme que el público ha de interesarse mucho por mis propósitos, no
tengo tampoco tan rebajada el alma, como para aceptar de nadie un favor
que pudiera creerse que no he merecido.
Todas estas consideraciones juntas fueron causa de que no quise, hace tres
años, divulgar el tratado que tenía entre manos, y aun resolví no publicar
durante mi vida ningún otro de índole tan general, que por él pudieran
entenderse los fundamentos de mi física. Pero de entonces acá han venido
otras dos razones a obligarme a poner en este libro algunos ensayos
particulares y a dar alguna cuenta al público de mis acciones y de mis
designios; y es la primera que, de no hacerlo, algunos que han sabido que
tuve la intención de imprimir ciertos escritos, podrían acaso figurarse que
los motivos, por los cuales me he abstenido, son de índole que menoscaba
mi persona; pues, aun cuando no siento un excesivo amor por la gloria y
hasta me atrevo a decir que la odio, en cuanto que la juzgo contraria a la
quietud, que es lo que más aprecio, sin embargo, tampoco he hecho nunca
nada por ocultar mis actos, como si fueran crímenes, ni he tomado muchas
precauciones para permanecer desconocido, no sólo porque creyera de ese
modo dañarme a mí mismo, sino también porque ello habría provocado en
mí cierta especie de inquietud, que hubiera venido a perturbar la perfecta
tranquilidad de espíritu que busco; y así, habiendo siempre permanecido
indiferente entre el cuidado de ser conocido y el de no serlo, no he podido
impedir cierta especie de reputación que he adquirido, por lo cual he
pensado que debía hacer por mi parte lo que pudiera, para evitar al menos
que esa fama sea mala. La segunda razón, que me ha obligado a escribir
esto, es que veo cada día cómo se retrasa más y más el propósito que he
concebido de instruirme, a causa de una infinidad de experiencias que me
son precisas y que no puedo hacer sin ayuda ajena, y aunque no me precio
de valer tanto como para esperar que el público tome mucha parte en mis
intereses, sin embargo, tampoco quiero faltar a lo que me debo a mí mismo,
dando ocasión a que los que me sobrevivan puedan algún día hacerme el
cargo de que hubiera podido dejar acabadas muchas mejores cosas, si no
hubiese prescindido demasiado de darles a entender cómo y en qué podían
ellos contribuir, a mis designios.
Y he pensado que era fácil elegir algunas materias que, sin provocar
grandes controversias, ni obligarme a declarar mis principios más
detenidamente de lo que deseo, no dejaran de mostrar con bastante claridad
lo que soy o no soy capaz de hacer en las ciencias. En lo cual no puedo
decir si he tenido buen éxito, pues no quiero salir al encuentro de los juicios
de nadie, hablando yo mismo de mis escritos; pero me agradaría mucho que
fuesen examinados y, para dar más amplia ocasión de hacerlo, ruego a
quienes tengan objeciones que formular, que se tomen la molestia de
enviarlas a mi librero, quien me las transmitirá, y procuraré dar respuesta
que pueda publicarse con las objeciones[xliii]; de este modo, los lectores,
viendo juntas unas y otras, juzgarán más cómodamente acerca de la verdad,
pues prometo que mis respuestas no serán largas y me limitaré a confesar
mis faltas francamente, si las conozco y, si no puedo apercibirlas, diré
sencillamente lo que crea necesario para la defensa de mis escritos, sin
añadir la explicación de ningún asunto nuevo, a fin de no involucrar
indefinidamente uno en otro.
Si alguna de las cosas de que hablo al principio de la Dióptrica y de los
Meteoros producen extrañeza, porque las llamo suposiciones y no parezco
dispuesto a probarlas, téngase la paciencia de leerlo todo atentamente, y
confío en que se hallará satisfacción; pues me parece que las razones se
enlazan unas con otras de tal suerte que, como las últimas están
demostradas por las primeras, que son sus causas, estas primeras a su vez lo
están por las últimas, que son sus efectos. Y no se imagine que en esto
cometo la falta que los lógicos llaman círculo, pues como la experiencia
muestra que son muy ciertos la mayor parte de esos efectos, las causas de
donde los deduzco sirven más que para probarlos, para explicarlos, y, en
cambio, esas causas quedan probadas por estos efectos. Y si las he llamado
suposiciones, es para que se sepa que pienso poder deducirlas de las
primeras verdades que he explicado en este discurso; pero he querido
expresamente no hacerlo, para impedir que ciertos ingenios, que con solo
oír dos o tres palabras se imaginan que saben en un día lo que otro ha
estado veinte años pensando, y que son tanto más propensos a errar e
incapaces de averiguar la verdad, cuanto más penetrantes y ágiles, no
aprovechen la ocasión para edificar alguna extravagante filosofía sobre los
que creyeren ser mis principios, y luego se me atribuya a mí la culpa; que
por lo que toca a las opiniones enteramente mías, no las excuso por nuevas,
pues si se consideran bien las razones que las abonan, estoy seguro de que
parecerán tan sencillas y tan conformes con el sentido común, que serán
tenidas por menos extraordinarias y extrañas que cualesquiera otras que
puedan sustentarse acerca de los mismos asuntos; y no me precio tampoco
de ser el primer inventor de ninguna de ellas, sino solamente de no haberlas
admitido, ni porque las dijeran otros, ni porque no las dijeran, sino sólo
porque la razón me convenció de su verdad.
Si los artesanos no pueden en buen tiempo ejecutar el invento que explico
en la Dióptrica, no creo que pueda decirse por eso que es malo; pues, como
se requiere mucha destreza y costumbre para hacer y encajar las máquinas
que he descrito, sin que les falte ninguna circunstancia, tan extraño sería
que diesen con ello a la primera vez, como si alguien consiguiese aprender
en un día a tocar el laúd, de modo excelente, con solo haber estudiado un
buen papel pautado. Y si escribo en francés[xliv], que es la lengua de mi
país, en lugar de hacerlo en latín, que es el idioma empleado por mis
preceptores, es porque espero que los que hagan uso de su pura razón
natural, juzgarán mejor mis opiniones que los que sólo creen en los libros
antiguos; y en cuanto a los que unen el buen sentido con el estudio, únicos
que deseo sean mis jueces, no serán seguramente tan parciales en favor del
latín, que se nieguen a oír mis razones, por ir explicadas en lengua vulgar.
Por lo demás, no quiero hablar aquí particularmente de los progresos que
espero realizar más adelante en las ciencias ni comprometerme con el
público, prometiéndole cosas que no esté seguro de cumplir; pero diré tan
sólo que he resuelto emplear el tiempo que me queda de vida en procurar
adquirir algún conocimiento de la naturaleza, que sea tal, que se puedan
derivar para la medicina reglas más seguras que las hasta hoy usadas, y que
mi inclinación me aparta con tanta fuerza de cualesquiera otros designios,
sobre todo de los que no pueden servir a unos, sin dañar a otros, que si
algunas circunstancias me constriñesen a entrar en ellos, creo que no sería
capaz de llevarlos a buen término. Esta declaración que aquí hago bien sé
que no ha de servir para hacerme importante en el mundo; mas no tengo
ninguna gana de serlo y siempre me consideraré más obligado con los que
me hagan la merced de ayudarme a gozar de mis ocios, sin tropiezo, que
con los que me ofrezcan los cargos más honorables de la tierra.
[i] La única traducción española que conozco del Discurso del Método, no
da una idea ni siquiera remota del original. Tantos y tales son sus errores,
omisiones y contrasentidos, que apenas si un perito puede reconocer en ella
algo del espíritu de Descartes.
[ii] Galilei, Opere, ed. Albieri. Firenze, 1842 ? 56, VII, 355.
[iii] Henri IV de la Flèche, por el Padre de Rochemonteix. Le
Mans, 1889; tomo IV.
[iv] Hamelin, op. cit., págs.87 ? 88.
[xxix] En Holanda.
[xxx] La metafísica de Descartes está expuesta en las
Meditaciones metafísicas.
[xxxi] Nihil est in intellectu, quod non prius fuerit in sensu.
[xxxii] Alusión a la condena de Galileo.
[xxxiii] La materia es extensión únicamente.
[xxxiv] Entidades que se añaden a la materia para determinarla
cualitativamente.
[xxxv]Teoría de la creación continua.
[xxxvi]Todos los fenómenos vitales que no sean de pensamiento, pueden
explicarse mecánicamente, según Descartes. Véase más adelante su teoría
de los animales máquinas.