LOVELOCK - Gaia. Una Nueva Vision de La Vida Sobre La Tierra
LOVELOCK - Gaia. Una Nueva Vision de La Vida Sobre La Tierra
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James Lovelock
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Título original: Gaia: A New Look at Life on Earth
James Lovelock, 1979
Traducción: Alberto Jiménez Rioja
Asesor científico: Pedro Puigdomènech
Retoque de cubierta: wasona
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Prefacio
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la técnica de analítica química conocida como cromatografía de gases. Pues bien, el
mencionado aparato es de una exquisita sensibilidad en la detección de rastros de
determinadas substancias químicas, gracias a la cual pudo determinarse que los
pesticidas están presentes en los organismos de todas las criaturas de la Tierra, que
restos de estas substancias aparecen tanto en los pingüinos de la Antártida como en la
leche de las madres lactantes norteamericanas. Este descubrimiento propició la
escritura del libro de Rachel Carson Primavera silenciosa, obra enormemente
influyente, al poner a disposición de la autora las pruebas necesarias para justificar su
preocupación por el daño que estos ubicuos compuestos tóxicos infligen a la biosfera.
El detector de captura de electrones ha seguido demostrando la presencia de
minúsculas pero significativas cantidades de otras substancias venenosas en lugares
que deberían estar absolutamente libres de ellas. Entre estos intrusos se cuentan el
PAN (nitrato de peroxiacetil), uno de los componentes tóxicos del esmog[*] de Los
Ángeles, los PCB (bifenilos policlorados), hallados hasta en los más remotos
entornos naturales y, muy recientemente, los CFC (clorofluorocarburos) y el óxido
nitroso de la atmósfera, substancias que resultan perjudiciales para la integridad del
ozono estratosférico.
Los detectores de captura de electrones fueron indudablemente los objetos más
valiosos de entre el conjunto de bienes canjeables que me permitió realizar mi
búsqueda de Gaia a través de muy diversos territorios científicos y viajar, literalmente
ahora, alrededor del mundo. Con todo, aunque mi disposición al intercambio hizo
factible las excursiones interdisciplinares, su realización concreta no fue empresa
fácil porque, en el transcurso de los últimos quince años, las ciencias de la vida han
experimentado grandes convulsiones, particularmente en las áreas donde la ciencia se
ha visto inmersa en los procesos del poder.
Cuando Rachel Carson nos advierte de los peligros que conlleva la utilización
masiva de compuestos químicos venenosos, lo hace con argumentos que presentan al
modo de un abogado, es decir: seleccionando un conjunto de hechos con el que
justifica sus tesis. La industria química, viendo sus prerrogativas en entredicho, se
defiende respondiendo con otro grupo de argumentos seleccionados. Aunque esta
forma de denuncia es un modo excelente de lograr que se haga justicia en los
aspectos del problema que afectan globalmente a la comunidad (lo que en el caso
citado quizá la haga científicamente disculpable) parece haberse constituido en
modelo a seguir: gran parte de las discusiones o las argumentaciones científicas
actuales relativas al medio ambiente dejan un intenso regusto a sala de tribunal o a
encuesta pública. Nunca se repetirá demasiado que, si bien tal modo de hacer las
cosas puede ser de provecho para el proceso democrático de la participación pública
en los asuntos de interés general, no es la mejor forma de descubrir verdades
científicas. Se dice que, en las guerras, las primeras heridas las sufre la verdad: no es
menos cierto que su utilización selectiva para justificar la formulación de veredictos
la debilita considerablemente.
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Cuando de asuntos medioambientales se trata, la comunidad científica parece
estar dividida en grupos beligerantes colectivizados, en tribus enfrentadas cuyos
miembros sufren fuertes presiones por parte de los dogmas oficiales respectivos para
que se adecuen a ellos. Si bien los seis primeros capítulos del libro se ocupan de
materias no —todavía no, al menos— socialmente conflictivas, los seis últimos, cuyo
tema es la relación entre Gaia y la humanidad, se sitúan de lleno en la zona de
hostilidades.
Sir Alan Parker decía en su obra Sex, Science and Society que «la ciencia puede
ser seria sin ser sacrosanta», sabia afirmación que he procurado tener presente a lo
largo de todo el libro aunque, a veces, la tarea de escribir para el lector no
especializado sobre temas cuyo lenguaje es normalmente esotérico pero preciso ha
podido conmigo, por lo cual ciertos fragmentos pueden parecer infectados tanto de
antropomorfismo como de teleología.
Utilizo a menudo la palabra Gaia como abreviatura de la hipótesis misma, a
saber: la biosfera es una entidad autorregulada con capacidad para mantener la salud
de nuestro planeta mediante el control del entorno químico y físico. Ha sido
ocasionalmente difícil, sin acudir a circunlocuciones excesivas evitar hablar de Gaia
como si fuera un ser consciente: deseo subrayar que ello no va más allá del grado de
personalización que a un navío le confiere su nombre, reconocimiento a fin de
cuentas de la identidad que hasta una serie de piezas de madera y metal puede
ostentar cuando han sido específicamente diseñadas y ensambladas, del carácter que
trasciende a la simple suma de las partes.
Al poco de concluir este libro llegó a mis manos un artículo de Alfred Redfield
publicado en el American Scientist de 1958 donde se formulaba la hipótesis de que la
composición química de la atmósfera y de los océanos estaba controlada
biológicamente, hipótesis basada en la diferente distribución de ciertos elementos.
Me alegra haber tenido noticia de la contribución de Redfield a la hipótesis de Gaia a
tiempo de reconocerla aquí, aunque soy consciente de que muchos otros se habrán
hecho reflexiones semejantes y algunos las habrán publicado. La noción de Gaia, de
una Tierra viviente, no ha sido aceptable en el pasado para la corriente principal de la
ciencia, por lo que las semillas lanzadas en época anterior han permanecido
enterradas, sin germinar, en el profundo humus de las publicaciones científicas.
Un libro cuya materia tiene una base tan amplia como la de este requirió amplias
dosis de asesoramiento, generosamente prestado por gran número de colegas
científicos que pusieron a mi disposición su tiempo para ayudarme; de entre todos
ellos quiero hacer especial mención de la profesora Lynn Margulis de Boston, mi
constante ayuda y guía. Estoy también en deuda con el profesor C. E. Junge de Mainz
y el profesor Bolin de Estocolmo, los primeros en animarme a escribir sobre Gaia, así
como con el doctor James Lodge de Boulder, Colorado, Sidney Epton de la Shell
Research Ltd. y Peter Fellgett de Reading, que me instó a seguir investigando.
Deseo expresar mi especial gratitud a Evelyn Frazer, que transformó el borrador
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de este libro, abigarrado amasijo de párrafos y frases, en un texto legible, realizando
tan competentemente esta tarea que el resultado final es aquello que era mi intención
decir expresado del modo que yo hubiera elegido de haber sido capaz de ello.
Quiero, por último, dejar constancia de una deuda con Helen Lovelock que se
encargó no solo de realizar el borrador mecanografiado, sino también de crear el
entorno que hizo posible tanto la reflexión como la escritura. Al final del libro y
agrupados por capítulos, incluyo la relación de las fuentes de información utilizadas y
de lecturas adicionales, así como algunas definiciones y explicaciones sobre los
términos y los sistemas de unidades y medidas empleadas en el texto.
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[*] Del inglés smog, que deriva de las palabras smoke (‘humo’) y fog (‘niebla’). (N.
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1 Preliminares
Mientras esto escribo, dos naves espaciales Viking orbitan alrededor de Marte en
espera de las órdenes que, procedentes de la Tierra, las harán posarse sobre la
superficie del planeta. Su misión consiste en dilucidar la presencia de vida o, en su
defecto, buscar pruebas de su presencia en un pasado próximo o remoto. El propósito
de este libro es efectuar una indagación equivalente: La búsqueda de Gaia es el
intento de encontrar la mayor criatura viviente de la Tierra. Nuestro peregrinaje quizá
no revele otra cosa que la casi infinita variedad de formas de vida surgidas en el seno
de la transparente envoltura de aire que constituye la biosfera. Pero si Gaia existe,
sabremos entonces que los muy diferentes seres vivos que pueblan este planeta,
especie humana incluida, son las partes constitutivas de una vasta entidad que, en su
plenitud, goza del poder de mantener las condiciones gracias a las cuales la Tierra es
hábitat adecuado para la vida.
La búsqueda de Gaia comenzó hace más de quince años, coincidiendo con los
primeros planes de la NASA (National Aeronautics and Space Administraron[*])
estadounidense encaminados a resolver la incógnita de la existencia de vida en Marte.
Resulta por consiguiente obligado iniciar este libro rindiendo homenaje a la increíble
expedición marciana de esos dos vikingos mecánicos.
A principios de los sesenta solía hacer frecuentes visitas al Laboratorio de
Propulsión a chorro del Instituto Tecnológico de California en calidad de asesor de un
equipo —posteriormente dirigido por Norman Horowitz, biólogo espacial de la
máxima competencia— cuyo objetivo principal era la puesta a punto de métodos y
sistemas que permitieran la detección de eventuales formas de vida en Marte y otros
planetas. Aunque mi función específica era el asesoramiento en ciertos problemas
comparativamente simples de diseño de instrumentos, me sentí cautivado —y cómo
hubiera podido ser de otro modo en alguien que había crecido deslumbrado por Verne
y Stapledon— por la posibilidad de estar presente en unas reuniones donde el tema a
discusión eran los planes del estudio de Marte.
En aquella época, la planificación de experimentos se basaba sobre todo en el
supuesto de que la obtención de pruebas de vida en Marte tendría características muy
similares a ese mismo proceso desarrollado en la Tierra. Por ejemplo: una de las
series experimentales propuestas habría de ser realizada por un ingenio que era, a
todos los efectos, un laboratorio automatizado de microbiología, cuyo cometido
consistiría en tomar muestras del suelo marciano y estudiarlo, para dilucidar si su
naturaleza permitía la aparición de bacterias, hongos u otros microorganismos. Se
habían ideado experimentos edáficos adicionales para poner de manifiesto los
compuestos químicos indicativos de vida: las proteínas, los aminoácidos y, en
particular, las substancias ópticamente activas que desviaran los rayos de luz
polarizada en sentido antihorario, tal como hace la materia orgánica. Tras cosa de un
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año, y posiblemente a causa de no estar involucrado de manera directa, mi fervor
inicial por el problema empezó a remitir, comenzando al mismo tiempo a formularme
preguntas de índole sumamente práctica, como por ejemplo, «¿qué nos asegura que la
vida marciana, de existir, se nos revelará mediante unas pruebas diseñadas según la
vida terrestre?»; otras preguntas sobre la naturaleza de la vida y su reconocimiento
eran todavía más conturbadoras.
Algunos de mis colegas aún entusiastas del Laboratorio confundieron mi
creciente escepticismo con cínica desilusión y me interrogaron razonablemente sobre
mis alternativas. En aquellos años mi respuesta era indicar vagamente que yo, en su
lugar, me preocuparía en especial de la disminución de la entropía, puesto que es algo
común a todas las formas de vida. Esta sugerencia, comprensiblemente, era
considerada poco práctica en el mejor de los casos; otros opinaban que era producto
de la ofuscación pura y simple, ya que pocos conceptos físicos han originado tanta
confusión y tantos malentendidos como el concepto de entropía.
Es casi sinónimo de desorden y, sin embargo, en tanto que medida de la tasa de
disipación de la energía térmica de un sistema dado, puede expresarse pulcramente en
términos matemáticos. Ha sido la maldición de generaciones enteras de estudiantes y
para muchos está ominosamente asociada con la degradación y la decadencia, dado
que su expresión en la segunda ley de la termodinámica (indicando que toda la
energía se disipará más tarde o más temprano en forma de calor y dejará de estar
disponible para la realización de trabajo útil) implica la inevitable y predestinada
muerte térmica del Universo.
A pesar del rechazo a mi sugerencia, la idea de la disminución o la inversión de la
entropía como signo de vida se había implantado en mi mente. Fue madurando poco a
poco, hasta que, con la ayuda de muchos colegas (Dian Hitchcock, Sidney Epton,
Peter Simmonds y especialmente Lynn Margulis) se transformó en la hipótesis que
constituye el tema de este libro.
Cuando, después de la visita al Laboratorio, volvía a casa (situada en la apacible
campiña de Wiltshire), dedicaba muchos ratos a leer y a reflexionar sobre la auténtica
naturaleza de la vida y sobre cómo podría reconocérsela con independencia de
lugares y de formas. Confiaba en que, revisando la literatura científica, terminaría por
encontrar en alguna parte una definición de la vida como proceso físico que pudiera
servir de punto de partida para diseñar experimentos encaminados a detectarla; para
mi sorpresa pude comprobar que era muy poco lo escrito sobre la naturaleza misma
de la vida. El interés actual por la ecología y la aplicación del análisis de sistemas a la
biología estaban en mantillas; en aquellos días, sobre las ciencias de la vida pesaba un
academicismo inerte y polvoriento. Eran incontables los datos acumulados sobre
prácticamente cualquier aspecto de las distintas especies de seres vivos, pero el
aluvión de hechos ignoraba la cuestión central, la vida misma. En el mejor de los
casos, los artículos científicos de otro planeta llegados a la Tierra en viaje de estudios
consiguieran un televisor y dictaminaran sobre él. El químico señalaría que en su
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confección entraban la madera, el vidrio y el metal, mientras que para el físico sería
una fuente de radiación de luz y calor y el ingeniero haría notar que las ruedecillas
eran demasiado pequeñas y estaban mal colocadas para que pudiesen rodar
suavemente sobre una superficie plana. Pero nadie diría nada sobre lo que era en
realidad.
Lo que aparentemente es una conspiración de silencio puede deberse, en parte, a
la fragmentación de la ciencia en disciplinas aisladas, cuyos especialistas respectivos
suponen que los demás se habrán encargado de la tarea. Algunos biólogos pueden
pensar que el proceso de la vida queda adecuadamente descrito mediante la expresión
matemática de conceptos físicos o cibernéticos, al tiempo que ciertos físicos dan por
supuesta la descripción objetiva de dicho proceso en los recónditos vericuetos de las
publicaciones dedicadas a la biología molecular, material cuya lectura siempre queda
relegada ante tareas más urgentes. Pero la causa más probable de nuestra cerrazón
ante este problema es que entre nuestros instintos heredados hay ya un programa muy
rápido y eficiente destinado al reconocimiento de la vida, una memoria de solo
lectura[**], en la jerga de la informática. Reconocemos automática e instantáneamente
a los seres vivos, ya sean animales o vegetales, característica que compartimos con
los demás miembros del reino animal; este eficaz proceso de reconocimiento
inconsciente se desarrolló, con toda certeza, como factor de supervivencia. Un ser
vivo puede ser multitud de cosas para otro: comestible, mortífero, amistoso, agresivo
o pareja potencial, posibilidades todas de primordial importancia para el bienestar y
la supervivencia. Nuestro sistema de reconocimiento automático de lo vivo parece sin
embargo haber paralizado la capacidad de pensamiento consciente sobre qué define a
la vida. ¿Por qué habríamos de necesitar definir lo que, gracias a nuestro sistema de
reconocimiento innato, resulta obvio e inconfundible en todas y cada una de sus
manifestaciones? Quizá por esa misma razón es un proceso cuyo funcionamiento no
depende de la mente consciente, como el piloto automático de un avión.
Ni siquiera la reciente ciencia de la cibernética, con su interés por los modos de
funcionamiento de todo género de sistemas (desde el complejo proceso de control
visual que posibilita la lectura de esta página a la simplicidad de un depósito de agua
provisto de una válvula) ha prestado atención al problema; aunque mucho ha sido lo
dicho y lo escrito sobre los aspectos cibernéticos de la inteligencia artificial, continúa
sin respuesta la pregunta de cómo definir la vida en términos cibernéticos, cuestión,
además, raramente debatida.
En el transcurso del presente siglo, algunos físicos han intentado definir la vida.
Bernal, Schrödinger y Wigner llegaron los tres a idéntica conclusión general: la vida
pertenece a esa clase de fenómenos compuestos por sistemas abiertos o continuos
capaces de reducir su entropía interna a expensas, bien de substancias, o bien de
energía libre que toman de su entorno, devolviéndolas a este en forma degradada.
Esta definición es difícil de captar y excesivamente vaga para que resulte aplicable a
la detección específica de vida. Parafraseándola toscamente, podríamos decir que la
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vida es uno de esos fenómenos surgidos allí donde haya un elevado flujo de energía.
El fenómeno de la vida se caracteriza por su tendencia a la autoconfiguración como
resultado del consumo de substancias o de energía antedicho, excretando hacia el
entorno productos degradados.
Resulta evidente que esta definición es aplicable a los remolinos de un arroyo, a
los huracanes, a las llamas o incluso a ciertos artefactos humanos como podrían ser
los refrigeradores. Una llama asume una forma característica, necesita de un aporte
adecuado de combustible y de aire para mantenerse y no podemos dejar de advertir
que el precio a pagar por una bella y agradable fogata al aire libre es el derroche de
energía calorífica y la emisión de gases contaminantes. La formación de llamas
reduce localmente la entropía, pero el consumo de combustible significa un
incremento de la entropía global.
A despecho de su amplitud y vaguedad, esta clasificación de la vida indica al
menos la dirección acertada. Sugiere, por ejemplo, que existe una frontera o interfase
entre el área «fabril» que procesa el flujo de energía o las materias primas, con la
consiguiente disminución de la entropía, y el entorno que recibe los desechos
generados por este procesamiento. Sugiere también que los procesos de la vida —o
los que a ellos se asemejan— requieren un aporte energético por encima de un
determinado valor mínimo para iniciarse y para mantenerse. Un físico decimonónico,
Reynolds, observó que las turbulencias de líquidos y gases aparecían únicamente
cuando el flujo superaba un cierto nivel crítico en relación con las condiciones
locales. Para calcular la magnitud adimensional de Reynolds basta conocer las
propiedades del fluido en cuestión y sus condiciones locales de flujo. De modo
semejante: para que aparezca la vida, el flujo de energía ha de ser lo suficientemente
importante, no solo en cuantía sino también en calidad, en potencial. Si, por ejemplo,
la temperatura de la superficie del Sol fuera de 500° Celsius en lugar de serlo de
5000° y su distancia a la Tierra se redujera correspondientemente, de tal modo que
recibiéramos la misma cantidad de calor, las diferencias climáticas respecto a las
condiciones reales quizá fueran escasas, pero la vida nunca habría hecho acto de
presencia. La vida requiere una energía lo bastante potente como para romper las
uniones químicas: la mera tibieza no basta.
Si fuéramos capaces de establecer magnitudes adimensionales como la de
Reynolds para caracterizar las condiciones energéticas de un planeta estaríamos en
condiciones de construir una escala cuya aplicación nos permitiría predecir dónde
sería posible la vida y dónde no. Aquellos que, como la Tierra, reciben un flujo
continuo de energía solar superior a los mencionados valores críticos estarían en el
primer supuesto, mientras que los planetas exteriores, más fríos, caerían dentro del
segundo.
En la época citada, sin embargo, poner a punto un medio experimental de
detección de la vida con validez universal basado en la disminución de entropía
aparentaba ser una tarea poco prometedora. Asumiendo, a pesar de todo, que la vida
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habría de servirse siempre de los medios fluidos —la atmósfera, los océanos o ambos
— utilizándolos como cintas transportadoras de materias primas o de productos de
desecho, se me ocurrió que parte de la actividad asociada a las intensas reducciones
de entropía características de un sistema viviente pasaría al entorno empleado como
vehículo de transporte modificando su composición. La atmósfera de un planeta en el
que hubiera vida sería por lo tanto netamente distinguible de la atmósfera de otro
desprovisto de ella.
Marte carece de océanos. La vida, de haber aparecido, habría tenido que hacer
uso de la atmósfera o estancarse. Por tal motivo, Marte parecía un planeta apropiado
para emplear un sistema de detección de vida basado en el análisis químico de la
atmósfera. Tal enfoque ofrecía además la nada desdeñable ventaja de que su
realización no se vería influenciada por el lugar de descenso del vehículo espacial: la
mayoría de las técnicas experimentales de detección de vida son eficaces únicamente
en el marco de una zona concreta. Ni siquiera en nuestro planeta las técnicas locales
de identificación darían mucho fruto si el aterrizaje se produjera en el centro de un
lago salobre, en el desierto del Sahara o en el manto de hielo que cubre la Antártida.
Habían alcanzado este punto mis reflexiones cuando Dian Hitchcock visitó el
Laboratorio de Propulsión a chorro. Su tarea era comparar y evaluar la lógica y el
potencial informativo de las muchas sugerencias suscitadas por el problema de la
detección de vida en Marte. La noción del análisis atmosférico como medio de
detectar la presencia de vida le resultó atractiva y nos pusimos a desarrollar la idea
juntos. Utilizando nuestro propio planeta como modelo empezamos a examinar hasta
qué punto podíamos obtener indicaciones fiables de la presencia de vida conjugando
determinaciones tales como la composición química de la atmósfera, la cuantía de la
radiación solar y las masas oceánicas o continentales.
Los resultados obtenidos nos convencieron de que la única explicación factible de
la atmósfera de la Tierra, altamente improbable, era su manipulación diaria desde la
superficie, y que el agente manipulador era la vida misma. El significativo
decremento de la entropía —o, como un químico diría, el persistente estado de
desequilibrio entre los gases atmosféricos— era, por sí mismo, prueba evidente de
actividad biológica. Piénsese, por ejemplo, en la presencia simultánea de metano y
oxígeno en nuestra atmósfera. A la luz del sol estos dos gases reaccionan
químicamente para dar dióxido de carbono y vapor de agua. La tasa de reactividad es
tan grande que, para mantener constante el metano del aire, es necesario introducir en
la atmósfera 1000 millones de toneladas de este gas, cuando menos, cada año. Hay
que contar también con los medios requeridos para reemplazar el oxígeno gastado en
la oxidación del metano, teniendo en cuenta que ello exige al menos dos veces más
oxígeno que metano. Las cantidades de ambos gases necesarias para mantener
constante la extraordinaria mezcla atmosférica de la Tierra tendrían, en un entorno
inerte, un altísimo grado de improbabilidad.
Así pues, mediante una técnica comparativamente sencilla, era posible obtener
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pruebas convincentes de la existencia de vida en la Tierra, pruebas que además, eran
obtenibles utilizando un telescopio infrarrojo situado en un punto tan lejano como
podría ser Marte. La misma regla se aplica a los demás gases de la atmósfera,
especialmente al acoplamiento o conjunto de gases reactivos que constituyen el
grueso de su volumen. La presencia en ella de óxido nitroso y de amoníaco es tan
anómala como la de metano. Hasta el nitrógeno gaseoso está fuera de lugar, porque si
pensamos en los vastos océanos terrestres, parecería lógico el que este elemento se
presentara bajo la forma, químicamente estable, de ion nitrato disuelto en las aguas
oceánicas.
Nuestros hallazgos y conclusiones estaban, por supuesto, muy fuera de lugar de la
geoquímica convencional de mediados de la década de los sesenta. Con algunas
excepciones —especialmente Rubey, Hutchinson, Bates y Nicolet— los geoquímicos
consideraban la atmósfera como el producto final del desprendimiento planetario de
gases y mantenían que su estado presente era consecuencia de reacciones
subsiguientes acaecidas en el seno de procesos abiológicos. El oxígeno, por ejemplo,
procedería únicamente de la escisión del vapor de agua en sus componentes
originarios: al escapar el hidrógeno al espacio quedaba tras él un exceso de oxígeno.
La vida se limitaba a tomar prestados gases de la atmósfera y a devolverlos a ella
como los había recibido. Para nosotros, por el contrario, la atmósfera era una
extensión dinámica de la biosfera misma. No resultó sencillo encontrar una
publicación que quisiera acoger en sus páginas una noción tan radical, pero tras
diversos rechazos dimos con un editor, Carl Sagan, que accedió a darle cabida en su
revista, Icarus.
Considerándolo tan solo como un medio para detectar la presencia de vida, el
análisis atmosférico tuvo, no obstante, un gran éxito. Los datos con que se contaba en
aquellos años eran suficientes para afirmar que la atmósfera marciana era
básicamente dióxido de carbono; no había signos de que sus características químicas
fueran tan exóticas como las de la Tierra. Ello implicaba que Marte, probablemente,
fuera un planeta muerto, noticia no precisamente grata para quienes patrocinaban
nuestros proyectos de investigación espacial. Para empeorar todavía más las cosas, el
Congreso estadounidense decidió, en septiembre de 1965, abandonar el primer
programa de exploración de Marte, denominado entonces Voyager. Durante
aproximadamente un año después de esa fecha, las ideas relativas a la búsqueda de
vida en otros planetas no recibirían la mejor de las acogidas.
La exploración del espacio ha sido siempre un excelente blanco para quienes
buscan dinero para una causa u otra, aunque su coste es muy inferior al de muchos
fracasos tecnológicos pedestres y anticuados. Por desgracia, los apologistas de la
ciencia espacial parecen quedar siempre sumamente impresionados por cosas tales
como las sartenes no adherentes y los rodamientos perfectos. A mi modo de ver, el
mejor subproducto de la investigación espacial no es precisamente nueva tecnología
sino que, por primera vez en la historia de la humanidad, hemos tenido oportunidad
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de contemplar la Tierra desde el espacio: la información proporcionada por esta
visión exterior de nuestro planeta verde azulado, en todo el esplendor de su belleza,
ha dado origen a un nuevo conjunto de preguntas y respuestas. De forma semejante,
el reflexionar sobre la vida marciana supuso la adquisición de una nueva perspectiva
desde la que considerar la vida en la Tierra, lo que nos llevó a su vez a formular una
nueva explicación —o a revivir quizá una muy antigua— de la relación entre la
Tierra y su biosfera.
Por lo que a mí respecta, tuve la gran fortuna de recibir una invitación de la Shell
Research Limited a estudiar las posibles consecuencias globales que sobre la
contaminación atmosférica tendrían causas tales como la tasa de consumo, siempre
en aumento, de los combustibles fósiles, invitación que llegaba en el nadir de la
investigación espacial, en 1966, tres años antes de la formación de Amigos de la
Tierra; ese colectivo, y otros grupos de presión de parecidas características, se
encargarían de poner el problema de la contaminación en la vanguardia de las
preocupaciones de la opinión pública.
Los científicos independientes, como los artistas, necesitan de los mecenas,
aunque ello no tiene porqué implicar una relación de posesión: la libertad de
pensamiento suele ser la norma. No debería hacer falta decir esto, pero hoy día
muchas personas, por otro lado inteligentes, están condicionadas para creer que toda
labor de investigación realizada bajo los auspicios de una multinacional es
sospechosa por naturaleza. Otros están no menos persuadidos de que todo trabajo de
esta índole procedente de alguna institución localizada en un país socialista ha de
haber estado sometido al corsé teórico del marxismo, siendo, por tal motivo,
desdeñable. Las ideas y opiniones expresadas en este libro muestran cierto grado de
influencia inevitable de la sociedad en cuyo seno vivo y trabajo, debida sobre todo el
contacto estrecho con numerosos colegas científicos occidentales. Hasta donde se me
alcanza, estas suaves presiones son las únicas que se han ejercido sobre mí.
La conexión entre los problemas de la contaminación atmosférica y mi trabajo
anterior —utilización del análisis atmosférico como medio de detección de vida—
residía, naturalmente, en la idea de que la atmósfera podría ser una extensión de la
biosfera. Tenía la impresión que todo intento de entender la contaminación de la
atmósfera sería incompleto y probablemente ineficaz si se pasara por alto la
posibilidad de una respuesta o una adaptación de la biosfera. Los efectos del veneno
en un ser humano dependen grandemente de la capacidad que este tenga para
metabolizarlo o excretarlo; de igual modo, el efecto de lanzar grandes cantidades de
productos derivados de la combustión de combustibles fósiles a una atmósfera
controlada por la biosfera puede ser muy distinto del efecto que estos gases tendrían
sobre una atmósfera inorgánica y por tanto, pasiva. Podrían producirse cambios
adaptativos que disminuyeran, por ejemplo, las perturbaciones provocadas por la
acumulación de dióxido de carbono. Otra posibilidad sería que las perturbaciones
dispararan algún tipo de cambio compensatorio (quizás en el clima) que resultara
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conveniente para el conjunto de la biosfera pero perjudicial para la especie humana.
Al trabajar en un nuevo entorno intelectual pude olvidarme de Marte y
concentrarme en la Tierra y en la naturaleza de su atmósfera. El resultado de esta
aproximación menos dispersa fue el desarrollo de la hipótesis siguiente: el conjunto
de los seres vivos de la Tierra, de las ballenas a los virus, de los robles a las algas,
puede ser considerado como una entidad viviente capaz de transformar la atmósfera
del planeta para adecuarla a sus necesidades globales y dotada de facultades y
poderes que exceden con mucho a los que poseen sus partes constitutivas.
No es distancia pequeña la que separa el sistema plausible de detección de vida y
la hipótesis según la cual es la biosfera, el conjunto de los seres vivos que pueblan la
superficie de la Tierra, la encargada de mantener y regular la atmósfera de esta. A
presentar las pruebas más recientes en favor de tal hipótesis se consagra buena parte
de este libro. Volviendo a 1967, las razones que justificaban el salto del sistema a la
hipótesis podrían resumirse como sigue:
La vida aparece en la Tierra hace aproximadamente unos 3500 millones de años. Desde entonces hasta ahora, los
fósiles muestran que el clima de la Tierra ha cambiado muy poco a pesar de que, casi con toda seguridad, la
cantidad de calor solar que recibimos, las características de la superficie de la Tierra y la composición de su
atmósfera han experimentado grandes variaciones durante ese lapso de tiempo.
La composición química de la atmósfera no guarda relación con lo que cabría esperar de un equilibrio químico de
régimen permanente. La presencia de metano, óxido nitroso y de nitrógeno incluso en nuestra oxidante atmósfera
actual representa una violación tan estrepitosa de las reglas de la química que hace pensar que la atmósfera no es
un nuevo producto biológico sino, más probablemente, una construcción biológica: si no viva, algo que, como la
piel de un gato, las plumas de un pájaro o el papel de un nido de avispas es una extensión de un sistema viviente
diseñada para conservar las características de un determinado entorno. La concentración atmosférica, por ejemplo,
de gases tales como el oxígeno o el amoníaco es mantenida a unos niveles óptimos cuya alteración, por pequeña
que fuera, podría tener desastrosas repercusiones en los seres vivos.
Tanto ahora como a lo largo de la historia de la Tierra, su climatología y su química parecen haber sido en todo
momento las óptimas para el desarrollo de la vida. Que esto se deba a la casualidad es tan improbable como salir
ileso de un atasco de tráfico conduciendo con los ojos vendados.
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La di a conocer oficialmente en unas jornadas científicas sobre los orígenes de la
vida en la Tierra celebradas en Princeton, New Jersey, en 1969. Quizá la causa fuera
una pobre presentación por mi parte, pero lo cierto es que los únicos interesados por
ella fueron el malogrado químico sueco Lars Gunnar Sillen y Lynn Margulis, de la
Universidad de Boston, a cuyo cargo corría la tarea de editar nuestras diversas
contribuciones. Lynn y yo volveríamos a encontrarnos en Boston un año más tarde,
iniciando una muy fructífera colaboración aún felizmente prolongada que, gracias a
su talento y a sus conocimientos, iba a perfilar nítidamente los entonces todavía
vagos contornos de Gaia.
Hasta aquí hemos definido a Gaia como una entidad compleja que comprende el
suelo, los océanos, la atmósfera y la biosfera terrestre: el conjunto constituye un
sistema cibernético autorregulado por realimentación que se encarga de mantener en
el planeta un entorno física y químicamente óptimo para la vida. El mantenimiento de
unas condiciones hasta cierto punto constantes mediante control activo es
adecuadamente descrito con el término «homeostasis».
Gaia continúa siendo una hipótesis, bien que, como ha sucedido en otros casos,
útil: aunque todavía no ha demostrado su existencia, sí ha probado ya su valor teórico
al dar origen a interrogantes y respuestas experimentales de por sí provechosas. Si,
por ejemplo, la atmósfera es entre otras cosas una cinta transportadora de substancias
que la biosfera toma y expele, parecía razonable suponer la presencia en ella de
compuestos que vehicularan los elementos esenciales a todos los sistemas biológicos,
como lo son, entre otros, el yodo y el azufre. Fue muy gratificante encontrar pruebas
de que ambos son transportados por aire desde los océanos, donde abundan, a tierra
firme, donde escasean, y que los compuestos portadores son el yoduro de metilo y el
sulfato de dimetilo respectivamente, substancias directamente producidas por la vida
marina. Habida cuenta de la insaciable curiosidad que caracteriza al espíritu
científico, estas interesantes substancias habrían terminado por ser detectadas y su
importancia discutida aún sin el estímulo de la hipótesis Gaia, pero fue precisamente
ella la que provocó su búsqueda activa.
Si Gaia existe, su relación con la especie humana, esa especie animal que ejerce
una influencia dominante en el complejo sistema de lo vivo y el cambiante equilibrio
de poder entre ambas, son cuestiones de evidente importancia. Serán consideradas en
capítulos posteriores, pero quiero subrayar que este libro ha sido escrito
primordialmente para estimular y entretener. La hipótesis Gaia es para aquellos que
gustan de caminar, de contemplar, de interrogarse sobre la Tierra y sobre la vida que
en ella hay, de especular sobre las consecuencias de nuestra presencia en el planeta.
Es una alternativa al pesimista enfoque según el cual la naturaleza es una fuerza
primitiva a someter y conquistar. Es también una alternativa al no menos deprimente
cuadro que pinta a nuestro planeta como una nave espacial demente que, sin piloto ni
propósito, describe círculos eternos alrededor del Sol.
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[*] Administración Nacional de la Aeronáutica y del Espacio (N. del E.). <<
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[**] o ROM, acrónimo de read-only memory (N. del E.). <<
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2 En los comienzos
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combinaciones posibles, bien pudo haber resultado en el ensamblaje casual de una
substancia capaz de efectuar una tarea de tipo biológico, por ejemplo acumular luz
solar para utilizar la energía en la realización de algún cometido posterior que no
hubiera sido posible de otro modo o que las leyes físicas no hubieran permitido. El
antiguo mito griego de Prometeo, que intentó robar el fuego de los dioses, y la
historia bíblica de Adán y Eva, arrastrados por el deseo de saborear la fruta prohibida,
quizá se hundan mucho más profundamente en nuestra historia ancestral de lo que
sospechamos. Al aumentar posteriormente el número de estos compuestos, empezó a
ser posible que algunos de ellos se combinaran entre sí para formar nuevas
substancias de mayor complejidad dotadas de nuevas propiedades y poderes distintos,
agentes a su vez de idéntico proceso que se repetiría hasta la eventual llegada a una
entidad compleja cuyas propiedades eran, por fin, las de la vida: fue el primer
microorganismo capaz de utilizar la luz del Sol y las moléculas de su entorno para
producir su propio duplicado.
Esta secuencia de acontecimientos conducente a la formación del primer ser vivo
tenía casi todo en contra. Por otro lado, el número de encuentros fortuitos acaecidos
entre las moléculas de la substancia primigenia de la Tierra debe haber sido
verdaderamente incalculable. La vida era, pues, un acontecimiento casi
completamente improbable que tenía casi infinitas oportunidades de suceder y
sucedió. Supongamos al menos que las cosas ocurrieron de esta forma en lugar de
acudir a misteriosas siembras de semillas, esporas llegadas de no se sabe dónde o
cualquier otro tipo de intervención externa. Nuestro interés primordial, en cualquier
caso, se centra en la relación surgida entre la biosfera que se forma y el entorno
planetario de una Tierra todavía joven, no en el origen de la vida.
¿Cuál era el estado de la Tierra justamente antes de la aparición de la vida, hace,
digamos, unos tres eones y medio? ¿Por qué surgió la vida en nuestro planeta y no lo
hizo en Marte y Venus, sus parientes más cercanos? ¿Con qué riesgos se enfrentó la
joven biosfera, qué desastres estuvieron a punto de destruirla y cómo la presencia de
Gaia ayudó a superarlos? Antes de sugerir algunas respuestas a estas intrigantes
preguntas hemos de volver a las circunstancias que rodearon la formación de la
Tierra, hace aproximadamente cuatro eones y medio.
Parece casi seguro que la formación de una supernova —la explosión de una
estrella de gran tamaño— fue el antecedente próximo, tanto en el tiempo como en el
espacio, a la formación de nuestro sistema solar. Según creen los astrónomos, la
secuencia de acontecimientos que culminan en la supernova podría ser la siguiente: la
combustión de una estrella significa fundamentalmente la fusión de su hidrógeno y
luego de sus átomos de helio; pues bien, las cenizas de estos fuegos, en forma de
elementos más pesados —sílice y hierro, por ejemplo— van acumulándose en la zona
central del astro. Cuando la masa de este núcleo de elementos muertos que ha dejado
de generar calor y presión excede con mucho a la de nuestro sol, la inexorable fuerza
de su peso la colapsa, con lo que pasa a ser, en materia de segundos, un cuerpo cuyo
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volumen se cifra tan solo en millares de millas cúbicas. El nacimiento de este
extraordinario objeto, la estrella de neutrones, es una catástrofe de dimensiones
cósmicas. Aunque los detalles de este proceso y de otros semejantes son todavía
oscuros es obvio que se observan en él todos los ingredientes de una colosal
explosión nuclear. Las formidables cantidades de luz, calor y radiaciones duras que
produce una supernova en pleno apogeo igualan al total de los generados por todas
las demás estrellas de la galaxia. Las explosiones raramente son cien por cien
eficaces: cuando una estrella se convierte en supernova, el material explosivo nuclear,
que incluye uranio y plutonio junto a grandes cantidades de hierro y otros elementos
residuales, es esparcido por el espacio como si se tratara de la nube de polvo
provocada por la detonación de una bomba de hidrógeno. Lo más raro quizá sobre
nuestro planeta es que consiste sobre todo en fragmentos procedentes de la explosión
de una bomba de hidrógeno del tamaño de una estrella. Todavía hoy, eones después,
la corteza terrestre conserva el suficiente material explosivo inestable para que sea
posible la repetición, a muy pequeña escala, del acontecimiento original.
Las estrellas binarias —dobles— son muy corrientes en nuestra galaxia; pudiera
ser que en un determinado momento, el Sol, esa estrella tranquila y de buenas
maneras, haya tenido una compañera de gran tamaño que, al consumir su hidrógeno
rápidamente, se convirtió en una supernova o, tal vez, el Sol y sus planetas proceden
de la condensación de los restos de una supernova mezclados con el polvo y los gases
interestelares. Sí parece seguro que, ocurriera como ocurriera, nuestro sistema solar
se formó a resultas de la explosión de una supernova. No hay otra explicación
verosímil para la gran cantidad de átomos explosivos aún presentes en la Tierra. El
más primitivo y anticuado de los contadores Geiger nos indica que habitamos entre
los restos de una vasta detonación nuclear. No menos de tres millones de átomos
inestables procedentes de aquel cataclismo se fragmentan cada minuto dentro de
nuestros cuerpos, liberando una diminuta fracción de la energía proveniente de
aquellos remotos fuegos.
Las reservas actuales de uranio contienen únicamente el 0,72 por ciento del
peligroso isótopo U–235. Créase o no, los reactores nucleares han existido mucho
antes que el hombre: recientemente fue descubierto en Gabón (África), un reactor
natural fósil que funcionaba desde hace aproximadamente dos eones. Podemos, por
consiguiente, afirmar casi con toda seguridad que, hace cuatro eones, la
concentración geoquímica del uranio produjo espectaculares reacciones nucleares
naturales. Al estar hoy tan de moda denigrar la tecnología, es fácil olvidar que la
fusión nuclear es un proceso natural. Si algo tan intrincado como la vida puede surgir
por accidente, no debe maravillarnos que con un reactor de fusión, mecanismo
relativamente simple, ocurra algo parecido.
Así pues, la vida empezó probablemente bajo condiciones de radiactividad mucho
más intensas que las que tanto preocupan a ciertos medioambientalistas de hoy. Más
aún, el aire no contenía oxígeno libre ni ozono, lo que dejaba la superficie del planeta
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expuesta directamente a la intensa radiación ultravioleta del Sol. Preocupa mucho
actualmente el que los imponderables de la radiación nuclear y de la ultravioleta
puedan causar un día la destrucción de toda la vida sobre la Tierra y, sin embargo,
estas mismas energías inundaron la matriz misma de la vida.
No se trata aquí de paradojas; los peligros actuales son ciertos pero se tiende a
exagerarlos. La radiación ultravioleta y la nuclear son parte de nuestro entorno
natural y siempre lo han sido. Cuando la vida comenzaba, el poder destructor de la
radiación nuclear, su capacidad para romper enlaces, puede haber sido incluso
benéfica, acelerando el proceso de prueba y error al eliminar los errores y regenerar
los componentes químicos básicos, siendo causa sobre todo de una mayor producción
de combinaciones fortuitas de entre las que surgiría la óptima.
Como Urey[2] nos enseña, la atmósfera primigenia de la Tierra pudo haber
desaparecido durante la fase de estabilización del Sol, dejando nuestro planeta tan
desnudo como la Luna lo está ahora. Posteriormente, la presión de la masa terrestre y
la confinada energía de componentes altamente radiactivos caldearon su interior,
produciendo el escape de gases y de vapor de agua que daría lugar al aire y a los
océanos. Desconocemos cuanto tardó en producirse esta atmósfera secundaria y la
naturaleza de sus componentes originales, pero suponemos que en la época del inicio
de la vida los gases procedentes del interior eran más ricos en hidrógeno que los que
ahora expulsan los volcanes. Los compuestos orgánicos, las partes constituyentes de
la vida, necesitan tener en su medio una cierta cantidad de hidrógeno tanto para su
formación como para su supervivencia.
Cuando consideramos los elementos que entran en los compuestos orgánicos
pensamos habitualmente y en primer lugar en carbono, nitrógeno, oxígeno y fósforo,
luego en una miscelánea de los elementos presentes en pequeñas cantidades, como el
hierro, el zinc y el calcio. El hidrógeno, ese ubicuo material del que está hecha la
mayor parte del Universo suele darse por supuesto y, sin embargo, su importancia y
su versatilidad son máximas. Es parte esencial de todo compuesto formado por los
demás elementos claves de la vida. Es el combustible del que se sirve el Sol y,
consiguientemente, la fuente primitiva de ese generoso flujo de energía solar gratuita
que pone en marcha los procesos vitales y les permite un desarrollo normal.
Constituye las dos terceras partes del agua, esa otra substancia esencial para la vida y
que tendemos a olvidar de tan frecuente. La abundancia de hidrógeno libre de un
planeta configura el potencial de oxidación-reducción (redox), que mide la tendencia
de un determinado entorno a oxidar o a reducir. Los elementos de un entorno
oxidante incorporan oxígeno, razón de la herrumbre del hierro. En un ambiente
reductor —rico en hidrógeno— un compuesto que contenga oxígeno tiende a cederlo.
La abundancia de átomos de hidrógeno, cargados positivamente, determina también
la acidez o la alcalinidad —el pH, diría un químico— de un medio. El potencial
redox y el pH son dos factores ambientales claves para saber si un planeta puede
contener vida o no.
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El vehículo espacial Viking norteamericano, que descendió en Marte, y el Venera
soviético llegado a Venus han coincidido en informar negativamente respecto a la
presencia de vida. Venus ha perdido casi todo su hidrógeno y es, en consecuencia,
absolutamente estéril. En Marte hay aún algo de agua —e hidrógeno, por tanto—
pero la oxidación de su superficie es tal que la formación de moléculas orgánicas es
imposible. Los planetas están, además de muertos, incapacitados para la vida.
Aunque es poco lo que sabemos de la química terrestre cuando se inició la vida,
nos consta que estaba más cercana a la actual de los gigantes exteriores, Júpiter y
Saturno, que a la de Marte y Venus. Es probable que, hace eones, Marte, Venus y la
Tierra fueran planetas ricos en moléculas de metano, hidrógeno, amoníaco y agua a
partir de las que puede formarse la vida, pero del mismo modo que el hierro se cubre
de herrumbre y la goma se deshace, un planeta se marchita y termina por quedar
totalmente yermo (auxiliado del tiempo, ese gran oxidante) cuando el hidrógeno,
elemento esencial para la vida, escapa al espacio.
La atmósfera de la Tierra que fue testigo del comienzo de la vida hubo de ser, por
lo tanto, una atmósfera reductora, rica en hidrógeno. Esta atmósfera no necesitaba un
gran contenido de hidrógeno libre por cuanto el que se desprendía del interior ofrecía
un suministro constante; habría bastado, por otra parte, la presencia de hidrógeno en
compuestos tales como el amoníaco y el metano. En las lunas de los planetas
exteriores pueden encontrarse todavía atmósferas similares a la descrita; si sus débiles
campos gravitacionales las retienen es gracias a lo bajo de sus temperaturas. A
diferencia de estas lunas y de sus planetas, la Tierra, Marte y Venus carecen de las
temperaturas o de las fuerzas gravitatorias necesarias para retener indefinidamente su
hidrógeno sin auxilio biológico. El átomo de hidrógeno es el más pequeño y ligero de
todos, por lo que, sea cual sea la temperatura, siempre es el de movimiento más
veloz; pues bien, teniendo en cuenta que los rayos solares fragmentan las moléculas
de hidrógeno gaseoso situadas en el límite externo de nuestra atmósfera
convirtiéndolas en átomos libres, cuya movilidad les permite escapar de la atracción
gravitatoria y perderse en el espacio, está claro que la vida en la Tierra habría tenido
los días contados si el suministro de hidrógeno (incorporado a compuestos tales como
amoníaco y metano) hubiera dependido solo de los gases escapados del interior del
planeta, incapaces de reponer las pérdidas indefinidamente. Estos gases, además,
cumplían otra misión fundamental, la de «arropar» nuestro planeta manteniendo su
temperatura en una época en la que, probablemente, la radiación solar era inferior a la
actual.
La historia del clima terrestre es uno de los argumentos de más peso en favor de
la existencia de Gaia. Sabemos por las rocas sedimentarias que durante los tres
últimos eones y medio el clima no ha sido nunca, ni siquiera durante períodos cortos,
totalmente desfavorable para la vida. Esa continuidad del registro geológico de la
vida nos indica también la imposibilidad de que los océanos llegaran a hervir o a
congelarse en algún momento. Hay, por el contrario, pruebas sutiles derivadas de las
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proporciones entre las diferentes formas atómicas de oxígeno encontradas en los
estratos geológicos cuya interpretación indica que el clima ha sido siempre muy
parecido a como es ahora, con las salvedades de las glaciaciones y del período
próximo al comienzo de la vida, donde se hizo algo más cálido. Los períodos
glaciales —llamadas Edades de hielo, a menudo con exageración— afectaron tan
solo las zonas terrestres situadas por encima de los 45° Norte y por debajo de los 45°
Sur: el 70 por ciento de la superficie terrestre queda, sin embargo, entre estas dos
latitudes. Las así llamadas Edades de hielo afectaron únicamente a la flora y la fauna
que habían colonizado el 30 por ciento restante, que hasta en los períodos
interglaciares suele estar parcialmente helado. Como lo está hoy.
Parecería que en principio no hay nada particularmente extraño en este cuadro de
un clima estable a lo largo de los tres y medio últimos eones. Si la Tierra gira según
una órbita estable alrededor del Sol, ese radiador gigantesco y permanente, desde
época tan remota, ¿por qué habría de ser de otro modo? Es, sin embargo, extraño, y
precisamente por esta razón. Nuestro Sol, estrella típica, se ha desarrollado según un
patrón estándar bien establecido, por el cual sabemos que su radiación energética ha
aumentado al menos en un 30 por ciento durante los tres eones y medio mencionados.
Un 30 por ciento menos de calor solar implica una temperatura media para la Tierra
muy por debajo del punto de congelación del agua. Si el clima de la Tierra estuviera
exclusivamente en función de la radiación solar nuestro planeta habría permanecido
congelado durante el primer eón y medio del período caracterizado por la existencia
de vida, y sabemos por los registros paleontológicos y por la persistencia misma de la
vida que jamás las condiciones ambientales fueron tan adversas.
Si la Tierra fuera simplemente un objeto sólido inanimado, su temperatura de
superficie seguiría las variaciones de la radiación solar, y no hay ropaje aislado que
proteja indefinidamente a una estatua de piedra del calor veraniego y del frío
invernal; durante tres eones y medio la temperatura de superficie ha sido
permanentemente favorable para la vida, de modo semejante a como la temperatura
de nuestros cuerpos se mantiene constante en invierno y en verano, ya sea tropical o
polar el entorno en el que nos encontremos. Aunque podría pensarse que la intensa
radiactividad de los primeros días habría bastado para mantener unos ciertos niveles
de temperatura, un sencillo cálculo basado en la muy predecible naturaleza de la
desintegración radiactiva indica que, aunque estas energías mantenían incandescente
el interior del planeta, tuvieron escaso efecto sobre las temperaturas superficiales. Los
científicos dedicados a cuestiones planetarias han sugerido varias explicaciones para
lo constante de nuestro clima. Carl Sagan y su colaborador el doctor Mullen, por
ejemplo, han señalado recientemente que, en épocas remotas, cuando el Sol brillaba
con menos intensidad, la presencia en la atmósfera de gases como el amoníaco
ayudaba a conservar el calor recibido. Algunos gases, como el dióxido de carbono y
el amoníaco absorben la radiación térmica infrarroja que desprende la superficie de la
Tierra y retrasan su escape al espacio: son los equivalentes gaseosos de la ropa de
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abrigo, aunque tienen sobre esta la ventaja adicional de ser transparentes a las
radiaciones solares que hacen llegar a nuestro planeta casi todo el calor que recibe.
Por esta razón, aunque quizá no del todo correctamente, son a menudo denominados
gases «invernadero».
Otros científicos, especialmente el profesor Meadows y Henderson Sellers, de la
Universidad de Leicester, han sugerido que, en épocas anteriores, la superficie
terrestre era de color más obscuro, capaz por consiguiente de absorber en mayor
proporción que ahora el calor del Sol. La parte de luz solar reflejada al espacio se
conoce como el albedo o blancura de un planeta. Si su superficie es totalmente blanca
reflejará toda la luz solar que a ella llegue resultando, por lo tanto, un mundo muy
frío. Si, por el contrario, es completamente negra, absorbe dicha luz en su totalidad,
con el consiguiente aumento de la temperatura. Es evidente que un cambio del albedo
podría compensar el menor rendimiento térmico de un Sol más apagado. La
superficie terrestre ostenta en nuestra época una adecuada coloración intermedia y
está cubierta por masas de nubes en aproximadamente el 50 por ciento. Refleja más o
menos el 45 por ciento de la luz procedente del Sol.
Fig. 1. El curso de la temperatura de la Tierra desde los comienzos de la vida, hace 3,5 eones, se
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mantiene siempre dentro del estrecho margen que dejan las líneas horizontales de los 10° y los 20 °C. Si
nuestra temperatura planetaria hubiera dependido únicamente de la relación abiológica establecida entre
la radiación solar y el balance térmico atmósfera-superficie, podrían haberse alcanzado las condiciones
externas marcadas por las líneas A y C. De haber sucedido esto toda vida habría desaparecido del
planeta, lo que también habría sucedido si las temperaturas hubieran seguido el curso intermedio
marcado por la línea B, que muestra cómo habrían aumentado de haber seguido pasivamente el
incremento de radiación solar.
Cuando la vida empezaba, pues, el clima era suave a pesar de la menor radiación
solar. Las únicas explicaciones que se han dado a este fenómeno son a un «efecto
invernadero» protector del dióxido de carbono y del amoníaco o un menor albedo
originado por una distribución de las masas de tierra diferente a la actual. Ambas son
posibles, pero únicamente hasta cierto punto: allí donde no llegan es donde
vislumbramos por primera vez a Gaia o, al menos, la necesidad de postular su
existencia.
Parece probable que las primeras manifestaciones de la vida se instalaran en los
océanos, en las aguas someras, en los estuarios, en las riberas de los ríos y en las
zonas pantanosas, extendiéndose desde aquí a todas las demás áreas del globo. Al
cobrar forma la primera biosfera, el entorno químico de la Tierra comenzó
inevitablemente a cambiar. Del mismo modo que los nutrientes de un huevo de
gallina alimentan al embrión, los abundantes compuestos orgánicos de los cuales
surgió la vida suministraron a la joven criatura el alimento que su crecimiento
requería. A diferencia del pollito, sin embargo, la vida más allá del «huevo» contaba
únicamente con un suministro alimenticio limitado. Tan pronto como los compuestos
clave empezaron a escasear, la joven criatura se encontró frente a la disyuntiva de
perecer de hambre o de aprender a sintetizar sus propios elementos estructurales
utilizando las materias primas a su alcance y la luz solar como energía motriz.
La necesidad de enfrentarse a alternativas de esta índole debió ser frecuente en la
época que describimos y sirvió para incrementar la diversificación, la independencia
y la robustez de una biosfera en expansión. Quizá fuera este el momento de la
aparición de las primeras relaciones depredador-presa, del establecimiento de
primitivas cadenas alimentarias. La muerte y la natural descomposición de los
organismos individuales liberaban componentes claves para el conjunto de la
comunidad pero, para ciertas especies, pudo resultar más conveniente obtener estos
compuestos fundamentales alimentándose de otros seres vivos. La ciencia de la
ecología se ha desarrollado al punto de que actualmente puede demostrar, con la
ayuda de modelos numéricos y computadores, que un ecosistema compuesto por una
compleja red trófica, por muy diferentes relaciones depredador-presa, es mucho más
sólido y estable que una sola especie independiente o que un pequeño grupo de
interrelación escasa. Si tales aseveraciones son ciertas, parece probable que la
biosfera se diversificara con rapidez según iba desarrollándose.
Consecuencia importante de esta incesante actividad de la vida fue la circulación
cíclica del amoníaco, el dióxido de carbono y el metano, gases atmosféricos todos
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ellos, a través de la biosfera. Cuando el suministro de otras fuentes escaseaba, estos
gases aportaban carbono, nitrógeno e hidrógeno, elementos imprescindibles para la
vida; de ello resultaba un descenso en su tasa atmosférica. El carbono y el nitrógeno
fijados descendían a los lechos marinos en forma de detritos orgánicos o bien eran
incorporados a los organismos de los primitivos seres vivos como carbonato de calcio
o de magnesio. Parte del hidrógeno que la descomposición del amoníaco liberaba se
unía a otros elementos —principalmente al oxígeno para formar agua— y parte
escapaba al espacio en forma de hidrógeno gaseoso. El nitrógeno procedente del
amoníaco quedaba en la atmósfera como nitrógeno molecular, forma prácticamente
inerte que no ha cambiado desde entonces.
Aunque estos procesos pueden resultar lentos para nuestra escala temporal,
mucho antes de que un eón transcurriera completamente, la gradual utilización del
dióxido de carbono y del amoníaco de la atmósfera había introducido considerables
cambios en la composición de esta. El que estos gases fueran desapareciendo de la
atmósfera produjo además un descenso de la temperatura debido al debilitamiento del
«efecto invernadero». Sagan y Mullen han propuesto que quizá fuera la biosfera la
encargada de mantener el status quo climatológico aprendiendo a sintetizar y a
reemplazar el amoníaco que utilizaba como nutriente. Si están en lo cierto, tal síntesis
hubiera sido la primera tarea de Gaia. Los climas son intrínsecamente inestables;
tenemos ahora la casi total certeza gracias al meteorólogo yugoslavo Mihalanovich de
que los períodos de glaciación recientes fueron consecuencia de cambios muy leves
experimentados por la órbita de la Tierra. Para que se establezca una Edad de hielo
basta un decremento de tan solo el 2 por ciento en el aporte calórico que recibe un
hemisferio. Es ahora cuando empezamos a entrever las incalculables consecuencias
que, para la joven biosfera, tuvo su propia utilización de los gases atmosféricos que
arropaban al planeta, en una época donde el rendimiento calorífico del Sol era
inferior al actual no en un dos, sino en un 30 por ciento. Pensemos en lo que podría
haber ocurrido de producirse alguna perturbación añadida, leve incluso, tal como ese
2 por ciento de enfriamiento extra capaz de precipitar una glaciación: el descenso de
temperatura haría a su vez disminuir el grosor de la capa amoniacal debido a que, con
el enfriamiento, la superficie de los océanos absorberían mayores cantidades de este
gas, decreciendo consiguientemente la cantidad disponible para la biosfera; la menor
tasa de amoníaco del aire facilitaría el escape del calor al espacio, estableciéndose un
círculo vicioso, un sistema de realimentación positiva que provocaría
inexorablemente ulteriores descensos de la temperatura. Con la caída de esta cada vez
habría menos amoníaco en el aire y entonces, para colmo, llegando ya a temperaturas
de congelación, la capa de nieve y hielo, cada vez más extensa, incrementaría
vertiginosamente el albedo del planeta y por lo tanto la reflexión de la luz solar.
Siendo esta un 30 por ciento más débil se produciría de forma inevitable un descenso
mundial de las temperaturas muy por debajo del punto de congelación. La Tierra
habríase convertido en una helada esfera blanca, estable y muerta.
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Si, por el contrario, la biosfera se hubiera excedido en su compensación del
amoníaco tomado de la atmósfera sintetizando demasiado, habría tenido lugar una
escalada de temperaturas, instaurándose, a la inversa, el mismo círculo vicioso: a
mayor calor, más amoníaco en el aire y menos escape calorífico hacia el espacio. Con
la subida de temperatura, más vapor de agua y más gases aislantes llegarían a la
atmósfera, alcanzándose eventualmente unas condiciones planetarias parecidas a las
de Venus, aunque con menos calor. La temperatura de la Tierra sería finalmente de
unos 100 °C, muy por encima de lo que la vida puede tolerar: de nuevo tendríamos
un planeta estable pero muerto.
Puede que el proceso natural realimentado negativamente de formación de nubes
o algún otro fenómeno hasta hoy ignorado se encargaran quizá de mantener un
régimen al menos tolerable para la vida, pero de no ser así, la biosfera tuvo que
aprender mediante prueba y error el arte de controlar su entorno, fijando inicialmente
límites amplios y luego, con el refinamiento fruto de la práctica, manteniendo sus
condiciones lo más cerca posible de las óptimas para la vida. Tal proceso no consistía
solamente en fabricar la cantidad necesaria de amoníaco para restituir el consumido;
era también preciso poner a punto medios apropiados para apreciar la temperatura y
el contenido de amoníaco del aire a fin de mantener en todo momento una producción
adecuada. El desarrollo de este sistema de control activo —con todas sus limitaciones
—, por parte de la biosfera pudo ser quizá la primera indicación de que Gaia había
por fin surgido del conjunto de sus partes.
Si consideramos, pues, la biosfera una entidad capaz, como la mayor parte de los
seres vivientes, de adaptar el entorno a sus necesidades, estos problemas
climatológicos tempranos podrían haberse resuelto de muy diversas maneras. Gran
número de criaturas gozan de la capacidad de modificar su coloración según
convenga a diferentes propósitos de camuflaje, advertencia o exhibición: pues bien, al
disminuir el amoníaco o aumentar el albedo (como consecuencia de redistribuciones
de las masas de tierra) uno de los medios que pudo emplear la biosfera para mantener
su temperatura fue el oscurecimiento. Awramik y Golubic de la Universidad de
Boston han observado que, en los pantanos salobres donde el albedo es habitualmente
alto, los cambios estacionales provocan el ennegrecimiento de «alfombras»
compuestas por incontables microorganismos. ¿Podrían estos parches oscuros,
producidos por una forma de vida de antigua estirpe, ser recordatorios vivientes de un
arcaico método para conservar el calor? Y a la inversa: si el problema fuera el
sobrecalentamiento, la biosfera marina generaría una capa monomolecular aislante
que cubriría la superficie de las aguas para controlar la evaporación. El neutralizar la
evaporación en las zonas más calientes del océano tiene por propósito impedir una
excesiva acumulación de vapor de agua en la atmósfera que propicie una escalada de
la temperatura originada por la absorción de la radiación infrarroja.
Estos son ejemplos de hipotéticos mecanismos que la biosfera podría utilizar para
mantener unas condiciones ambientales adecuadas. El estudio de sistemas más
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sencillos —colmena, seres humanos— indica que el mantenimiento de la temperatura
es, probablemente, la resultante del funcionamiento de diferentes sistemas, más que
el producto de la acción de uno solo.
La auténtica historia de tan remotos períodos no se sabrá jamás; todo lo que
podemos hacer es especular basándonos en probabilidades y en la casi certidumbre de
que el clima no fue nunca obstáculo para la vida. La primera manifestación de los
cambios activos que la biosfera introducía en su entorno pudo haber estado
relacionada con el clima y con la menor temperatura del Sol, pero en ese entorno
había otras necesidades que atender, otros parámetros cuyo equilibrio era
fundamental para la continuidad de la vida. Ciertos elementos básicos resultaban
necesarios en grandes dosis mientras que, de otros, solo se requerían cantidades
vestigiales; en ocasiones era preciso un rápido reabastecimiento de todos ellos. Había
que ocuparse de las substancias de desecho, venenosas o no, aprovechándolas a ser
posible; controlar la acidez, procurando el mantenimiento de una media en conjunto
neutro o alcalino; la salinidad de los mares no debía aumentar en exceso, y así
sucesivamente. Aunque estos son los criterios básicos, hay otros muchos
involucrados.
Como hemos visto, cuando se estableció el primer sistema viviente tenía a su
alcance un abundante suministro de elementos clave, que posteriormente y al ir
creciendo, aprendería a sintetizar utilizando materias primas tomadas del aire, el agua
y el suelo. Otra tarea que la extensión y la diversificación de la vida exigía era
asegurar el suministro ininterrumpido de los elementos vestigiales requeridos por
diferentes mecanismos y funciones. Todas las criaturas vivientes celulares utilizan un
extenso abanico de procesadores químicos —agentes catalíticos— denominados
enzimas, muchas de las cuales requieren pequeñísimas cantidades de determinados
elementos para desempeñar normalmente sus funciones. La anhidrasa carbónica, por
ejemplo, enzima especializada en el transporte de dióxido de carbono desde y hacia el
medio celular, tiene una composición donde entra zinc; otras enzimas precisan hierro,
magnesio o vanadio. En nuestra biosfera actual se dan actividades que exigen la
presencia de muchos otros elementos vestigiales: cobalto, selenio, cobre, yodo y
potasio. Indudablemente, tales necesidades surgieron y fueron satisfechas en el
pasado. Al principio estos elementos se obtenían de la forma habitual, extrayéndolos
simplemente del entorno. Con la proliferación de la vida la competencia por ellos fue
aumentando, se redujo su disponibilidad y en algunos casos su falta fue el factor que
limitó ulteriores expansiones. Si, como parece probable, las aguas someras bullían de
formas de vida primitivas, algunos elementos claves fueron apartados de la
circulación porque, al morir, los organismos que los incorporaban se hundían,
descendiendo hasta el depósito de lodo del lecho marino y, atrapados por otros
sedimentos, no volvían a estar disponibles para la biosfera hasta que alguna
conmoción de la corteza terrestre removía estos «cementerios» con la suficiente
fuerza. En los grandes lechos de rocas sedimentarias hay sobradas pruebas de lo
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completo que podía llegar a ser este proceso de secuestro. La vida, sin duda, fue
resolviendo este problema mediante el proceso evolutivo de prueba y error, hasta que
apareció una especie de carroñeros especializada en extraer estos elementos
esenciales de los cadáveres de otros organismos, impidiendo su sedimentación. Otros
sistemas posiblemente utilizados quizá se sirvieran de complejas redes fisicoquímicas
usadas para llevar a cabo procesos de salvamento —siempre de dichas substancias
claves— que, si bien al principio eran individuales, poco a poco fueron
coordinándose en estructuras globales a fin de obtener un mayor rendimiento. La más
compleja ostentaba poderes y propiedades superiores a la suma de sus partes, lo que
la caracterizaba como uno de los rostros de Gaia.
Nuestra sociedad se ha enfrentado, desde la Revolución Industrial, con arduos
problemas químicos derivados de la escasez de determinadas materias primas o
relacionados con la contaminación local: la biosfera incipiente debió encarar
problemas similares. El primer sistema celular que se las ingenió para extraer zinc de
su entorno, inicialmente en su exclusivo beneficio y después en bien de la
comunidad, quizá acumulara al mismo tiempo mercurio, elemento que a pesar de su
semejanza con el zinc es venenoso. Los errores de esta naturaleza fueron
probablemente origen de los primeros incidentes provocados por la contaminación en
la historia del mundo. Como de costumbre, fue la selección natural la encargada de
solventar esta cuestión: existen actualmente sistemas de microorganismos capaces de
transformar el mercurio y otros elementos venenosos en derivados volátiles mediante
metilación; estas asociaciones de microorganismos quizá representen la forma más
antigua de tratar residuos tóxicos.
La contaminación no es, como tan a menudo se afirma, producto de la bajeza
moral, sino que constituye una consecuencia inevitable del desenvolvimiento de la
vida. La segunda ley de la termodinámica establece claramente que el bajo nivel de
entropía y la intrincada organización dinámica de un sistema viviente exigen
necesariamente la excreción al entorno de productos y energía degradados. La crítica
está justificada únicamente si somos incapaces de encontrar respuestas limpias y
satisfactorias a los problemas que, a más de solventarlos, los pongan de nuestra parte.
Para la hierba, los escarabajos y hasta los granjeros, el estiércol de vaca no es
contaminación, sino don valioso. En un mundo sensato, los desechos industriales no
serían proscritos, sino aprovechados. Responder negativa, destructivamente,
prohibiéndolos por ley, parece tan idiota como legislar contra la emisión de boñigas
por parte de las vacas.
Una de las amenazas más serias con que se enfrentaba la joven biosfera la
constituía el conjunto de crecientes alteraciones que afectaban a las propiedades del
entorno planetario. El consumo de amoníaco —gas primordial— realizado por la
biosfera repercutía no solo en las propiedades radiantes de la atmósfera, sino también
en el equilibrio de la neutralidad química: a menos amoníaco, mayor acidez. Como la
conversión de metano a dióxido de carbono y de sulfures a sulfatos significaba un
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incremento adicional de la acidez, esta podría haberse hecho tan intensa como para
impedir la vida. Desconocemos la solución concreta del problema, pero
remontándonos todo lo atrás que nuestros sistemas de medida permiten, hay pruebas
de que la Tierra ha estado siempre próxima a ese estado de neutralidad química.
Marte y Venus, por el contrario, muestran un alto grado de acidez en su composición,
a todas luces excesivo para permitir vida tal como se ha desarrollado en nuestro
planeta. En la actualidad, la biosfera produce hasta 1000 megatoneladas de amoníaco
cada año, cantidad cercana a la necesaria para neutralizar los fuertes ácidos sulfúrico
y nítrico derivados de la oxidación natural de compuestos sulfurosos y nitrogenados.
Quizá se trate de una coincidencia, pero posiblemente sea otro eslabón en la cadena
de pruebas circunstanciales en favor de la existencia de Gaia.
La regulación estricta de la salinidad de mares y océanos es tan esencial para la
vida como la necesidad de neutralidad química, si bien es asunto mucho más extraño
y complicado que esta, como veremos en el capítulo 6. La recién estrenada biosfera,
sin embargo, se hizo experta en esta muy crítica operación de control, como en tantas
otras. La conclusión parece inmediata: si Gaia existe, la necesidad de regulación era
tan urgente en el amanecer de la vida como en cualquier otra época posterior.
Un gastado lugar común afirma que las primeras manifestaciones de vida estaban
aherrojadas por el bajo nivel de la energía disponible y que la evolución no se puso
verdaderamente en marcha hasta la aparición del oxígeno en la atmósfera, origen, en
última instancia, del abigarrado muestrario de seres vivos hoy existente. Pues bien,
hay pruebas directas de una biota compleja y variada que ya contenía todos los ciclos
ecológicos principales establecida antes de la aparición de los animales esqueléticos
durante el primer período —el Cámbrico— de la Era Paleozoica. Cierto es que la
combustión celular de materia orgánica resulta una excelente fuente de energía para
las criaturas móviles de gran tamaño como nosotros mismos y otros animales, pero
no hay ya razón bioquímica por la cual la energía tenga que escasear en un entorno
reductor, rico en hidrógeno y en moléculas portadoras de hidrógeno: veamos, por
consiguiente, cómo el asunto de la energía pudo haber funcionado al revés.
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Fig. 2. Colonia de estromatolitos en una playa de Australia del Sur. Su estructura es muy semejante a la
que muestran los restos fósiles de colonias similares, cuya edad se cifra en 3000 millones de años. Foto
de P. F. Hoffman, proporcionada por M. R. Walter.
Ciertas formas de vida muy primitivas han dejado unas impresiones fósiles
denominadas estromatolitos; se trata de estructuras biosedimentarias, a menudo
laminadas, con forma de cono o de coliflor y habitualmente compuestas de carbonato
de calcio o sílice. Son considerados en la actualidad productos de actividad
microbiana. Algunos se han encontrado en rocas pétreas cuya edad supera los tres
eones; su forma sugiere que las producían fotosintetizadores como las algas verde-
azuladas[*] de hoy, que convierten la luz solar en energía química potencial. Es
prácticamente seguro que algunas de la primeras formas de vida realizaban
fotosíntesis, ya que no existe una fuente de energía cuya intensidad, constancia y
abundancia sean equiparables a las de la energía solar. La fuerte radiactividad
entonces reinante tenía el potencial necesario, pero su volumen era una simple
bagatela comparándolo con el flujo de energía solar.
Es probable que, como hemos visto, el entorno de los primeros fotosintetizadores
fuera reductor, rico en hidrógeno y en moléculas portadoras de hidrógeno. Para
atender a sus diferentes necesidades, las criaturas que en él vivían quizá generaran un
gradiente químico tan importante como el de las plantas actuales. La diferencia
estribaría en que hoy el oxígeno es extracelular y las substancias nutritivas, más los
compuestos ricos en hidrógeno, se hallan dentro de la célula, mientras en la época
que nos ocupa pudo ser a la inversa. Para ciertas especies primigenias, las substancias
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nutritivas podrían haber sido oxidantes, no necesariamente oxígeno libre, del mismo
modo que las células de hoy no se alimentan de hidrógeno, sino de substancias tales
como los ácidos grasos poliacetilenos, que liberan gran cantidad de energía cuando
reaccionan con el hidrógeno. Ciertos microorganismos del suelo producen aún
extraños compuestos de esta índole, que son los análogos de las grasas donde
almacenan energía las células de hoy. Esta hipotética bioquímica a la inversa quizá
nunca tuviera existencia real. Lo importante es que los organismos con capacidad
para convertir la energía solar en energía química almacenada contaban después con
potencia sobrada para, incluso en una atmósfera reductora, realizar la mayor parte de
los procesos bioquímicos.
El registro geológico muestra que, durante las etapas iniciales de la vida, fueron
oxidadas grandes cantidades de rocas superficiales en cuya composición entraba el
hierro. Esto podría ser prueba de que la biosfera original producía hidrógeno,
manteniendo una tasa atmosférica de este gas y sus compuestos —amoníaco por
ejemplo— suficiente para determinar el escape de hidrógeno al espacio. Ycas, en una
carta a Nature, ha comentado oportunamente la necesidad de recurrir a la
intervención biológica para explicar las grandes cantidades de hidrógeno escapadas
de la Tierra.
Eventualmente, hace quizá dos eones, los compuestos reductores de la corteza
empezaron a oxidarse con mayor rapidez de lo que eran expuestos geológicamente,
mientras la continua actividad de los fotosintetizadores aeróbicos iba acumulando
oxígeno en el aire. Este fue probablemente el período más crítico de toda la historia
de la vida sobre la Tierra: el abundante oxígeno gaseoso en el aire de un mundo
anaeróbico debe haber sido el peor episodio de contaminación atmosférica que este
planeta ha conocido jamás. Imaginemos el efecto que sobre nuestra biosfera
contemporánea produciría la colonización de los mares por un alga especializada en
producir cloro gaseoso a partir del abundante ion de las aguas marinas y la energía de
la luz solar. El devastador efecto que sobre toda la vida contemporánea tendría una
atmósfera saturada de cloro no sería peor que el impacto causado por el oxígeno
sobre la vida anaeróbica de hace unos dos eones.
Esta era trascendental marcó también el final de la capa de amoníaco que, como
anteriormente señalábamos, constituía un excelente medio para mantener la
temperatura del planeta. El oxígeno libre y el amoníaco reaccionan en la atmósfera,
limitando la máxima cantidad posible del segundo, cuya cantidad fue descendiendo
hasta llegar a la concentración actual, una parte por cada cien millones, porcentaje
demasiado pequeño para ejercer ninguna influencia útil sobre la absorción infrarroja,
aunque, como hemos visto, incluso en tales cantidades neutraliza eficazmente la
acidez, inevitable subproducto de la oxidación; cumple, pues, la función de impedir
que la acidez del entorno aumente hasta niveles incompatibles con la vida.
Cuando hace dos eones el aire empezó a albergar cantidades apreciables de
oxígeno, la biosfera se asemejaba a la tripulación de un submarino averiado, donde
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todas las manos son necesarias para reparar los daños, mientras la concentración de
gases venenosos crece segundo a segundo. Triunfó el ingenio y se conjuró el peligro,
aunque no al modo humano, restaurando el viejo orden, sino al flexible modo de
Gaia, adaptándose al cambio y convirtiendo al letal intruso en amigo inseparable.
La primera aparición de oxígeno en el aire significó una catástrofe casi fatal para
la vida primitiva. El haber evitado por mera casualidad una muerte que pudo llegar
como consecuencia de la ebullición, la congelación, el hambre, la acidez, las
alteraciones metabólicas graves y finalmente el envenenamiento parece demasiado;
pero si la joven biosfera era ya algo más que un simple catálogo de especies y
controlaba ya el entorno planetario, nuestra supervivencia a despecho de las
adversidades es menos difícil de comprender.
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[*] Anteriormente las cianobacterias se clasificaban como cianofíceas (‘algas azules’),
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3 El reconocimiento de Gaia
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vez sus castillos, toda huella de Gaia pronto desaparecería.
¿Cómo es posible entonces identificar las manifestaciones de Gaia
distinguiéndolas de las estructuras fortuitas producto de las fuerzas naturales? Y, en
cuanto a la presencia de la misma Gaia, ¿cómo la reconocemos? Por suerte no
estamos totalmente desprovistos, como los enloquecidos cazadores del Snark[*], de
mapas o de medios de identificación; contamos con algunas indicaciones. A finales
del siglo pasado, Boltzman redefinió elegantemente la entropía diciendo que era la
medida de la probabilidad de una distribución molecular. Esta definición, que quizá al
principio pueda parecer oscura, nos conduce directamente a lo que buscamos. Implica
que, allí donde aparezca un agrupamiento molecular altamente improbable, existirá
casi con certeza la vida o algunos de sus productos; si esa distribución es de índole
global, quizá estemos siendo testigos de alguna manifestación de Gaia, la criatura
viviente más grande de la Tierra.
Pero ¿qué es, podrías decir, una distribución improbable de moléculas? A esta
pregunta hay muchas respuestas posibles, entre ellas algunas no demasiado
aclaratorias, como por ejemplo que es una distribución de moléculas improbables
(como, tú, lector), o bien una distribución improbable de moléculas comunes (como,
por ejemplo, el aire). Más general y más útil (para nuestra búsqueda) es definirla
como una distribución cuyas diferencias con el estado de fondo tienen importancia
bastante para conferirle entidad propia. Otra definición general señala que una
distribución molecular improbable es aquella que, para su constitución, requiere un
dispendio de energía por parte del trasfondo de moléculas en equilibrio. (Del mismo
modo que nuestro castillo es reconociblemente diferente de su uniforme fondo; la
medida en la que es diferente o improbable expresa la disminución de entropía, la
deliberada actividad vital que representa).
Vemos, por lo tanto, cómo en Gaia se evidencian improbabilidades en la
distribución de moléculas a escala global de características nítidas e indudablemente
diferenciadas, tanto del estado de régimen permanente, como del equilibrio
conceptual.
Será de utilidad que, para empezar, establezcamos claramente los pormenores de
una Tierra, primero en estado de equilibrio y luego en el inerte estado de régimen
permanente. Necesitamos también establecer qué se entiende por equilibrio químico.
El estado de desequilibrio es aquel del cual, al menos en principio, es posible
extraer alguna energía, como cuando un grano de arena cae de un lugar más alto a
otro más bajo. En el equilibrio, por el contrario, no existen estas diferencias, no hay
energía disponible. En nuestro pequeño mundo de granos de arena las partículas
fundamentales eran, efectivamente, idénticas o muy parecidas, pero el mundo real
contiene más de un centenar de elementos químicos que pueden combinarse de
muchas formas diferentes. Unos pocos —el carbono, el hidrógeno, el oxígeno, el
nitrógeno, el fósforo y el azufre— se interrelacionan en número casi infinito de
combinaciones. Son más o menos conocidas, sin embargo, las proporciones de todos
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los elementos del aire, el mar y las rocas de la superficie terrestre. Conocemos
también la cantidad de energía liberada cuando cada uno de estos elementos se
combina con otro y cuando tales compuestos se combinan a su vez. Suponiendo, por
tanto, que existe una fuente de alteración aleatoria y continua —el viento de nuestra
playa— podemos calcular cuál será la distribución de los compuestos químicos
cuando se alcanza el estado de mínima energía, en otras palabras el estado a partir del
cual no hay reacción química que pueda producir energía alguna. Cuando realizamos
este cálculo (naturalmente, con la ayuda de un computador) obtenemos unos
resultados que son aproximadamente los que muestran la tabla 1.
Sillen, el distinguido químico sueco, fue el primero en calcular cuál sería el
resultado de llevar las substancias de la Tierra hasta el equilibrio termodinámico,
obteniendo unos resultados confirmados posteriormente por muchos otros.
Tabla 1. Comparación entre la composición de los océanos y el aire del mundo actual y la que tendrían
en un hipotético mundo en equilibrio químico.
Es uno de esos ejercicios en los que, contando con la ayuda de un computador para
realizar la tediosa parte de cálculo, la imaginación puede volar libremente. Para
alcanzar el estado de equilibrio a escala de la Tierra, es necesario aceptar ciertos
presupuestos formidablemente irreales: hemos de imaginar que el mundo ha sido de
algún modo confinado dentro de un envoltorio aislante que, a modo de termo
cósmico, lo mantiene a 15 °C. Los componentes del planeta son entonces
cuidadosamente mezclados hasta completar todas las reacciones químicas posibles,
extrayendo la energía por ellas liberada para mantener constante la temperatura. El
resultado final sería un mundo cubierto por una capa oceánica carente de todo oleaje,
sobre la cual habría una atmósfera rica en dióxido de carbono y desprovista de
oxígeno y nitrógeno. El mar, muy salado, tendría un lecho compuesto por sílice,
silicatos y minerales cretáceos.
La composición química exacta y la configuración de nuestro imaginario mundo
en equilibrio químico son menos importantes que la absoluta carencia de fuentes de
energía: ni lluvia, ni olas o mareas, ni posibilidad de reacción química que produzca
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energía alguna. Es muy importante para nosotros entender que un mundo así —tibio,
húmedo, con todo lo necesario a mano— nunca sería albergue de vida, imposible sin
un continuo aporte de energía solar que la sustente.
Este abstracto mundo en equilibrio difiere significativamente de lo que podría ser
una Tierra inerte: la Tierra, en primer lugar, continuaría girando sobre sí misma y
alrededor del Sol, estando por consiguiente sometida a un poderoso flujo de energía
radiante, capaz de descomponer moléculas en las capas más exteriores de la
atmósfera. Tendría, además, una alta temperatura interior mantenida por la
desintegración de elementos radiactivos procedentes de la cataclísmica explosión
nuclear de cuyos restos se formó la Tierra. Habría nubes, lluvia y posiblemente
pequeñas extensiones de tierra firme. Suponiendo el rendimiento solar actual, los
casquetes polares probablemente no existieran, porque este mundo sin vida de
régimen permanente contendría una gran cantidad de dióxido de carbono, perdiendo
por ello el calor más lentamente que nuestro mundo real.
Un mundo inerte contaría con algo de oxígeno, procedente de la descomposición
de moléculas de agua en las capas superiores de la atmósfera (los muy ligeros átomos
de hidrógeno escaparían al espacio); la cantidad exacta, motivo de discusión,
dependería del ritmo de aparición en superficie de materiales reductores desde la
corteza y de la cantidad de hidrógeno que regresara del espacio. Sabemos con
seguridad, sin embargo, que de haber oxígeno, sería tan solo en cantidad mínima,
algo así como el contenido actualmente en Marte. Este mundo dispondría de energía
eólica e hidráulica, pero la química sería sumamente escasa. No podría obtenerse
nada ni remotamente parecido a un fuego. Aun suponiendo vestigios de oxígeno en la
atmósfera, no habría nada que quemar en él, y si dispusiéramos de combustible, el
oxígeno atmosférico necesario para prender algo es de un 12 por ciento, cantidad
muy superior al pequeñísimo porcentaje de un mundo sin vida.
Aunque este mundo inerte es distinto al mundo en equilibrio, las diferencias entre
ambos son insignificantes en relación a las obtenidas comparando cualquiera de ellos
con nuestro mundo vivo de hoy. Las relativas a la composición química de aire, mar y
tierra son materia de posteriores capítulos. Aquí nos interesa señalar que la energía
química está disponible en cualquier punto de nuestro planeta actual, y que son pocos
los lugares en los cuales es imposible encender fuego; en realidad, bastaría tan solo
un aumento de aproximadamente el 4 por ciento en el nivel atmosférico de oxígeno
para poner al mundo en peligro de conflagración. Cuando el nivel de oxígeno alcanza
el 25 por ciento, hasta la vegetación húmeda sigue ardiendo una vez que la
combustión ha empezado, de tal modo que un bosque incendiado por un rayo seguiría
quemándose ferozmente hasta que todo el material combustible hubiese sido
consumido. Estos mundos de novela de ciencia ficción con estimulantes atmósferas
ricas en oxígeno son eso, mundos de ficción: bastaría el descenso de la nave del
protagonista para hacerlos arder como teas.
Mi interés por los fuegos y por la disponibilidad de energía química libre no se
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debe a ninguna extraña fijación o soterrada tendencia pirómana, sino a que, en
términos químicos, la intensidad de la energía libre (la energía que proporciona una
hoguera, por ejemplo) mide cuán diferente es lo que estudiamos. Solo ella hace ya
nuestro mundo (incluso sus áreas desprovistas de vida) perfectamente distinguible del
mundo en equilibrio y del mundo de régimen permanente. Los castillos de arena
desaparecerían en un día de la Tierra si no hubiera niños para construirlos. Si la vida
se extinguiera, la energía libre disponible para encender fuegos desaparecería tan
pronto, comparativamente, como el oxígeno del aire. Tal proceso se cumpliría en
aproximadamente un millón de años, lapso temporal insignificante para la vida de un
planeta.
Lo fundamental, pues, de mi argumentación, es esto: de igual modo que los
castillos de arena no son consecuencia accidental de fenómenos tales como el viento
o las olas, naturales pero abiológicos, tampoco lo son los cambios químicos
experimentados por la composición de la corteza terrestre que hacen posible la
combustión ígnea. Podrías pensar, lector, que todo esto está muy bien: la idea de que
muchas de las características abiológicas de nuestro mundo, como la posibilidad de
encender fuego, son consecuencia directa de la presencia de vida está respaldada por
un argumento convincente, pero ¿cómo nos ayuda esto a reconocer la existencia de
Gaia? Mi respuesta es que, allí donde las situaciones de profundo desequilibrio, como
la presencia de oxígeno y metano en el aire o de árboles en el suelo son de alcance
global, estamos vislumbrando algo de tamaño planetario capaz de mantener
inalterada una distribución molecular altamente improbable.
Los mundos inertes que he modelado para compararlos a nuestro mundo viviente
están, obviamente, poco definidos: los geólogos podrían cuestionar la distribución de
elementos y compuestos. Es, sin duda, tema abierto a discusión la cantidad de
nitrógeno que contendría un mundo inerte. Sería particularmente interesante tener
datos sobre el contenido de nitrógeno de Marte; saber si este gas ha escapado al
espacio, como el profesor McElroy de Harvard ha sugerido, o si se halla en la
superficie del planeta químicamente ligado a otros elementos (formando nitratos, por
ejemplo). Marte podría ser muy bien el prototipo de un mundo de régimen
permanente desprovisto de vida.
Consideremos ahora las otras formas de construir un mundo de esta índole y
comparémoslas luego con el modelo ya discutido. Supongamos una total falta de vida
en Marte y Venus e interpongamos entre ellos un hipotético planeta inerte que
ocupara el lugar de la Tierra. Una buena forma de imaginar sus características
fisicoquímicas respecto a sus vecinos sería hacerlo en términos de un país imaginario
situado a mitad de camino entre Finlandia y Libia. La composición atmosférica de
Marte, la Tierra, Venus y nuestro hipotético planeta abiológico está detallada en la
Tabla 2.
La segunda forma es suponer que, una de esas profecías cuyo mensaje es el fin
inminente de nuestro planeta, se hace realidad y que en la Tierra perece toda vida,
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hasta la última espora de la bacteria anaeróbica más profundamente enterrada (no hay
posibilidad alguna de que una devastación de tal grado se produzca, pero imaginemos
que así ha sido). Para completar con propiedad el cuadro y seguir paso a paso los
cambios del decorado químico durante la muerte de nuestro planeta, necesitamos
idear un proceso que acabe con la vida sin alterar el entorno físico; dar con algo tan
definitivo representa, a pesar de las profecías de muchos ecologistas, un problema
prácticamente insoluble. Se habla de la amenaza de los aerosoles para la capa de
ozono; al desaparecer, nada impedirá que una avalancha de letal radiación ultravioleta
procedente del sol «destruya completamente la vida sobre la Tierra». La eliminación
total o parcial de la capa de ozono que envuelve a la Tierra tendría muy
desagradables consecuencias para la vida tal como la conocemos. Muchas especies,
incluyendo al hombre, padecerían daños y otras serían destruidas. Las plantas verdes,
principales productoras de alimentos y oxígeno, sufrirían deterioro, pero se ha
demostrado recientemente que ciertas especies de algas verde-azuladas,
transformadoras primarias de energía en los tiempos antiguos y en las playas
modernas, son extremadamente resistentes a las cortas ondas de la radiación
ultravioleta. La vida de este planeta es una entidad recia, robusta y adaptable;
nosotros no somos sino una pequeña parte de ella. Su fracción más esencial está
constituida probablemente por el conjunto de criaturas que habitan los lechos de las
plataformas continentales y que pueblan el suelo inmediatamente bajo la superficie.
Los animales y las plantas de gran tamaño son relativamente irrelevantes; resultan
quizá comparables a ese grupo de elegantes vendedores y modelos glamurosas que se
encargan de presentar un producto. Pueden ser deseables pero no esenciales. Son los
esforzados trabajadores microbianos del suelo y los lechos marinos los que mantienen
las cosas en marcha, y la opacidad de sus respectivos medios los pone a salvo de la
más intensa radiación ultravioleta.
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Tabla 2.
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es su afirmación de que el principal efecto global sería la destrucción parcial de la
capa de ozono debido a los óxidos de nitrógeno generados en el calor de sus
explosiones nucleares. Sospechamos actualmente que esta aseveración es falsa, que
los óxidos de nitrógeno no representan una amenaza demasiado importante para el
ozono estratosférico. Cuando el informe se dio a conocer, Norteamérica experimentó
una extraña y desproporcionada preocupación por la capa de ozono, porque si bien la
extrapolación quizá termine resultando cierta, sigue siendo una especulación basada
en pruebas muy débiles. Hoy por hoy, parece todavía que una guerra nuclear
generalizada, aunque pavorosa para las naciones en conflicto y sus aliados, no
supondría la total devastación tan a menudo descrita. Ciertamente no significaría gran
cosa para Gaia. El informe fue criticado —lo es aún— moral y políticamente, y se
calificó de irresponsable, alegándose su carácter estimulante para los planificadores
militares más belicosos. Parece que eliminar la vida de nuestro planeta sin
modificarlo físicamente es poco menos que imposible. Solo nos quedan los supuestos
ficticios: construyamos pues un apocalíptico decorado en el que toda la vida de la
Tierra, hasta la última espora, haya sido eliminada.
El doctor Intensam Avari es un científico devoto que trabaja para una floreciente
organización dedicada a la investigación agrícola, al que afectan sobremanera las
pavorosas fotografías de niños hambrientos publicadas en los boletines Oxfam. El
doctor Avari está decidido a consagrar sus conocimientos y su talento a la tarea de
incrementar la producción mundial de alimentos, especialmente en esas zonas
subdesarrolladas donde se han tomado las mencionadas fotografías. Su plan de
trabajo se basa en la idea de que el retraso sufrido por la agricultura de estos países se
debe, entre otras cosas, a la falta de fertilizantes; sabe también que, para las naciones
industrializadas, no es fácil producir y exportar fertilizantes sencillos —nitratos,
fosfatos— en cantidades suficientes para que resulten de utilidad. Es consciente, por
otra parte, de que el empleo exclusivo de fertilizantes químicos tiene ciertos
inconvenientes. Teniendo en cuenta todo ello, sus intenciones son servirse de técnicas
de manipulación genética para desarrollar cepas bacterianas fijadoras de nitrógeno
muy mejoradas respecto a las existentes. Gracias a ellas el nitrógeno del aire podría
ser transferido directamente al suelo sin necesidad de recurrir para ello a una industria
química compleja ni de alterar el equilibrio edáfico natural.
El doctor Avari ha consumido gran número de años estudiando pacientemente por
qué cepas muy prometedoras que hacían maravillas en el laboratorio fracasaban al ser
transferidas a los campos de prueba tropicales, sin que ello desanimara al científico.
Un día, escuchando casualmente los comentarios de un técnico agrícola sobre un tipo
de maíz desarrollado en España de magníficos resultados en suelos pobres en fosfato,
tuvo la corazonada de que el maíz, sin ayuda, difícilmente podría darse bien en un
suelo de ese tipo: ¿Era posible que hubiera adquirido una bacteria de algún modo
captadora de fosfato —como la que vive en las raíces del trébol y fija el nitrógeno del
aire— en su beneficio? Avari, al que pronto correspondían unos días de vacaciones,
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decidió pasarlos en España, lo más cerca posible del centro agrícola donde se
realizaba el trabajo sobre el maíz, y notificó su llegada a los colegas españoles para
discutir juntos el problema. Así lo hizo y, de vuelta a su laboratorio tras el
intercambio de opiniones y muestras, inició inmediatamente el cultivo de estas,
obteniendo del maíz español un microorganismo móvil con una capacidad para captar
fosfato del suelo superior a todo lo que había visto hasta entonces. No fue difícil para
un científico de su competencia conseguir la adaptación de esta nueva bacteria a fin
de que pudiera vivir cómodamente en diferentes cultivos, en los arroceros
especialmente, la más importante fuente de alimento de las áreas tropicales. Las
primeras pruebas de cereales tratados con Phosphomonas avarii realizadas en el
centro experimental inglés tuvieron un éxito sorprendente, registrándose incrementos
substanciales en el rendimiento de todos sin que se observara la aparición de efecto
adverso alguno.
Llegó el momento de efectuar la prueba tropical en la estación experimental de
campo de Quensland del Norte: un pequeño arrozal fue regado sin más ceremonia
con la dilución de un cultivo de P. avarii. La bacteria, ignorando su anterior
matrimonio con el cereal, se unió aquí, adúltera pero fervorosamente, con una recia y
autosuficiente alga verde-azulada que crecía sobre la superficie acuática del arrozal.
En el cálido entorno tropical que ponía a su alcance todo cuanto requería un
crecimiento explosivo, sus cantidades se duplicaban cada veinte minutos, sin que los
pequeños organismos depredadores normalmente encargados de poner coto a un
desarrollo de esta índole pudieran hacer nada por impedirlo. Era tal la avidez por el
fósforo de la combinación alga-bacteria que el crecimiento de cualquier otra cosa era
completamente imposible.
A las pocas horas, todo el arrozal y los circundantes aparecían cubiertos de una
substancia iridiscente, verdosa, que los asemejaba a pútridos estanques de patos. Algo
había salido muy mal. Se dio la voz de alarma y los científicos pronto descubrieron la
asociación entre la P. avarii y el alga: viendo lo que podía suceder si no actuaban con
toda prontitud, tomaron las medidas necesarias para que el arrozal y las vías de agua
afluentes fueran tratadas con un biocida a fin de acabar con la invasora pareja.
Aquella noche, el doctor Avari y sus colegas se acostaron tarde, cansados y
preocupados. Cuando tras algunas horas de inquieto sueño saltaron de sus camas, la
luz del amanecer confirmó sus peores pesadillas: la superficie de una pequeña vía de
agua, separada de los arrozales por varios kilómetros y cercana al mar, estaba
cubierta de una esponjosa masa verdigrís. Despavoridos, aplicaron por doquier todos
los agentes de destrucción a su alcance y, al comprobar que no podían atajar el
avance de la plaga, el director de la estación intentó desesperadamente, pero en vano,
persuadir al gobierno de que evacuara el área en el acto y la esterilizara con una
bomba de hidrógeno antes de que fuera completamente imposible controlarla.
Dos días después, la infección había llegado a las aguas costeras y entonces fue
demasiado tarde. En menos de una semana, la mancha verde era claramente visible
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para los pasajeros de los aviones que volaban a ocho mil metros por encima del Golfo
de Carpenteria. Seis meses más tarde, gran parte de los océanos y casi todas las
tierras estaban cubiertas por una gruesa capa de légamo verdoso que se alimentaba
vorazmente de la vida animal y vegetal que se pudría bajo ella.
Gaia había sido herida de muerte. De igual modo que, con demasiada frecuencia,
los seres humanos perecen a causa del crecimiento incontrolado e invasor de una
versión anómala de sus propias células, la cancerosa asociación alga-bacteria
desplazaba más y más la intrincada variedad de especies características de un planeta
vivo y saludable. La casi infinita gama de criaturas que llevan a cabo
cooperativamente todas las tareas esenciales para la supervivencia común estaba
siendo aplastada por un manto uniforme de verdor, cerrado a todo lo que no fuera su
inextinguible ansia de alimentarse y crecer. Vista desde el espacio, la Tierra se había
transformado en una esfera de un desvaído verde azulado. Agonizante Gaia,
desaparecían los últimos restos del control cibernético a cuyo cargo está la
composición de la superficie y de la atmósfera, manteniéndolas en el óptimo para la
vida. La producción biológica de amoníaco se había interrumpido hacía tiempo y las
grandes masas de materia orgánica en putrefacción —incluyendo enormes cantidades
del alga misma— producían compuestos sulfurosos que en la atmósfera se oxidaban
transformándose en ácido sulfúrico. Las lluvias eran, por consiguiente,
progresivamente más ácidas; las caídas sobre las masas de tierra expulsaban de este
hábitat al intruso. La falta de otros elementos esenciales empezó a dejarse sentir y a
repercutir más y más en el crecimiento de la talofita, que fue extinguiéndose
gradualmente, sobreviviendo tan solo en escasos hábitats marginales de donde
también desaparecería así se hubieron acabado los nutrientes disponibles.
Examinemos en detalle los pasos que conducirían a la Tierra a transformarse en
un planeta yermo de régimen permanente, teniendo en cuenta que la escala temporal
sería del orden del millón de años o más. Las tormentas y las radiaciones procedentes
del Sol y del espacio exterior continuarían bombardeando nuestro indefenso mundo,
rompiendo los enlaces químicos más estables: los elementos alterados se
recompondrían en formas más próximas al equilibrio. En principio, la más importante
de estas reacciones tendría lugar entre el oxígeno y la materia orgánica muerta. La
mitad, aproximadamente, se oxidaría, quedando el resto enterrada en arenas o lodos.
Este proceso se cobraría solamente un pequeño porcentaje del oxígeno: la parte más
cuantiosa iría combinándose, poco a poco pero inexorablemente, con el nitrógeno del
aire y los gases reductores expulsados por los volcanes.
Hemos hablado ya de las lluvias ácidas, las precipitaciones cargadas de sulfúrico
y de nítrico. Pues bien, uno de sus efectos sería devolver a la atmósfera, en forma de
gas, el dióxido de carbono del suelo fijado por los agentes biológicos en cosas tales
como calizas o cretas. El dióxido de carbono, decíamos en anteriores capítulos, es un
gas «invernadero». En pequeñas cantidades, su efecto sobre la temperatura del aire es
proporcional a la cantidad añadida o, como diría un matemático, tiene efecto lineal.
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Pero cuando la concentración de CO2 atmosférico llega —o excede— al 1 por ciento,
entran en juego efectos no lineales que provocan una intensa subida de la
temperatura. Al faltar la biosfera que lo fija, la tasa atmosférica de dióxido de
carbono sobrepasaría probablemente esa cifra crítica del 1 por ciento, con lo que la
Tierra alcanzaría rápidamente una temperatura próxima a la del agua en ebullición.
Esto, a su vez, aceleraría las reacciones químicas acercándolas todavía más al punto
de equilibrio. Entretanto, los bullentes océanos se habrían encargado de hacer
desaparecer los últimos vestigios de la pareja destructora.
En nuestro presente mundo, ascendiendo unos 13 000 metros por encima de la
superficie, nos encontrarnos con un frío tan intenso que el vapor del agua se hiela casi
en su totalidad: su concentración a esa altura es únicamente de una parte por millón.
El escape de este pequeño resto hacia capas superiores donde puede disociarse
produciendo oxígeno, es tan lento como para no tener repercusión alguna. La violenta
climatología, empero, de un mundo de océanos hirvientes, generaría probablemente
nubes cargadas de agua que alcanzarían las capas atmosféricas altas, provocando en
ellas un incremento de la temperatura y de la humedad; ello tendría como
consecuencia una más rápida descomposición del agua, con mayor liberación de
hidrógeno (que escaparía al espacio) y de oxígeno. La mayor presencia de este
aseguraría, en última instancia, la desaparición de virtualmente todo el nitrógeno de
la atmósfera, finalmente compuesta de CO2 y vapor, algo de oxígeno (probablemente
menos del 1 por ciento) y argón, gas raro sin función química (es decir, inerte). La
Tierra quedaría, pues, permanentemente envuelta en un capullo blanco brillante de
nubes, convirtiéndose en un segundo Venus, aunque no tan cálido.
La progresión hacia el equilibrio podría seguir, sin embargo, un camino muy
diferente. Si, durante el período de crecimiento frenético, el alga hubiera consumido
una gran parte del CO2 atmosférico, la Tierra habría iniciado un proceso de
enfriamiento irreversible. De igual modo que un exceso de dióxido de carbono en la
atmósfera provoca sobrecalentamiento, su desaparición tiene como consecuencia el
desplome de las temperaturas. La mayor parte del planeta se cubriría de nieves y
hielos, muriendo de frío los últimos restos de esa asociación excesivamente
ambiciosa. La combinación química de nitrógeno y oxígeno también tendría lugar,
aunque mucho más lentamente. El resultado final sería un planeta más o menos
helado y provisto de una rarificada atmósfera compuesta por CO2 y argón, con trazas
únicamente de oxígeno y nitrógeno. Algo, con otras palabras, semejante a Marte,
aunque no tan frío.
No podemos saber con certeza cómo irían las cosas. Sí es seguro que una vez
destruida la red de la inteligencia y el intrincado sistema cibernético de Gaia no
habría forma de reconstruirlo. Nuestra Tierra habría dejado de ser el planeta que
rompe todas las reglas, el policromo inadaptado repleto de vida para, muerta ya y
emplazada entre Marte y Venus, sus hermanos estériles, ajustarse por siempre a la
yerma normalidad.
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Quiero recordarte, lector, que lo precedente es ficción. Como modelo puede
resultar científicamente plausible, si aceptamos la existencia de la asociación alga-
bacteria, su estabilidad y la imposibilidad de detener la agresión a tiempo. La
manipulación genética de microorganismos en beneficio de la humanidad ha sido una
actividad a la que muchos han dedicado su tiempo y su talento desde la época en que
se logró domesticarlos para realizar tareas del tipo de la fermentación del vino o del
queso. Cualquiera que se consagre a este campo —todo granjero en realidad—
confirmará que la domesticación no favorece la supervivencia en condiciones no
domésticas. Tan vehemente se ha mostrado, sin embargo, la preocupación pública por
los peligros de la manipulación del material genético —ADN—, que es bueno contar
con la confirmación de una autoridad como John Postgate respecto a que este
pequeño ensayo en clave de SF[**] es tan solo un vuelo de la fantasía. El código
genético de la vida real, ese lenguaje universal que todas las células vivas comparten,
lleva inscritos demasiados tabúes para que algo así pueda suceder, sin contar con el
complejo sistema de seguridad encargado de que ninguna exótica especie proscrita
crezca por su cuenta hasta convertirse en un floreciente sindicato del crimen. A lo
largo de la historia de la vida y a través de innúmeras generaciones de
microorganismos, han debido ser descartadas grandes cantidades de combinaciones
genéticas viables.
La continuidad de nuestra ordenada existencia durante un período tan dilatado
puede quizás atribuirse a otro proceso regulador de Gaia, desarrollado para mantener
la seguridad genética interna.
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[*] La caza del Snark, poema escrito por el escritor Lewis Carroll (N. del E.). <<
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[**] SF: del inglés science fiction, ‘ciencia ficción’ (N. del E.). <<
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4 Cibernética
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problemas de montar en bicicleta son todavía mayores, el mismo proceso de control
activo que nos permite la bipedestación pronto hace de ello una segunda naturaleza.
Merece la pena que nos detengamos un poco más en los sutiles mecanismos
gracias a los cuales podemos realizar algo tan sencillo como es permanecer de pie. Si,
volviendo al barco, cuando la cubierta se inclina aplicamos una fuerza correctora
demasiado grande, nos inclinaremos excesivamente en sentido opuesto y, si queremos
compensar esta nueva desviación de la posición de referencia con demasiada
brusquedad, nos veremos precipitados en el sentido de la oscilación original, lo que
dará con nuestros huesos en la cubierta y nos hará abandonar el deseo de seguir de
pie. Estos «bandazos» aparecen con gran frecuencia en los sistemas cibernéticos: el
«temblor intencional», signo importantísimo de ciertos estados patológicos
humanos[3], es una exacerbación de esta característica que conlleva grandes
trastornos de la motilidad voluntaria. Si uno de estos infortunados pacientes intenta,
por ejemplo, coger un lápiz, exagera a su pesar la intensidad del movimiento, lo que
va seguido de una corrección también forzada que frustra en última instancia el
propósito mencionado. No se trata por tanto, simplemente, de oponernos a una fuerza
que intenta apartarnos de nuestra meta, sino que hemos de hacerlo con suavidad,
precisión y firmeza.
Y todo esto, ¿qué relación tiene con Gaia? Posiblemente muy importante. Una de
las propiedades más típicas de los seres vivos, del más pequeño al mayor, es su
capacidad para desarrollar, utilizar y conservar sistemas que tienen a su cargo una
determinada función y la realizan mediante un proceso cibernético de tanteo. El
descubrimiento de un sistema de este género, que operase a escala planetaria y cuya
función fuera la instauración y el mantenimiento de las condiciones físicas y
químicas óptimas para la vida, sería una convincente prueba de la existencia de Gaia.
Los sistemas cibernéticos se sirven de una lógica circular que quizá resulte
extravagante en ocasiones a quienes están habituados a pensar en términos de la
lógica lineal tradicional, de la lógica de causa y efecto. Empecemos, pues, por
examinar algunos sistemas ingenieriles sencillos que utilizan la cibernética para
mantener un estado elegido; una temperatura determinada, por ejemplo. La mayoría
de los hogares poseen actualmente cocinas y planchas eléctricas, sistemas de
calefacción y otros ingenios para los que es fundamental mantener un nivel térmico
prefijado. El calor de la plancha ha de ser el suficiente para alisar sin quemar; el
horno ha de calentar lo necesario, sin socarrar los guisos o dejarlos crudos, y la
calefacción debe mantener una temperatura agradable en la casa, evitando tanto el
excesivo frío como el demasiado calor. Examinemos el horno más de cerca. Consiste
en un espacio más o menos paralelepípedo, diseñado para conservar el calor, un
cuadro de mandos y los elementos caloríferos encargados de transformar energía
eléctrica en calor. En su interior hay un termostato, que es una clase especial de
termómetro donde, a diferencia de los ordinarios, no se lee la temperatura en una
escala visual, sino que, al alcanzar esta un determinado nivel —fijado previamente
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desde un dial del cuadro de mandos conectado directamente con el termostato—
provoca el salto de un interruptor. Una característica esencial y quizá sorprendente de
un horno bien construido en su capacidad de alcanzar temperaturas muy superiores a
las necesarias para cocinar porque, de no ser así, el tiempo necesario para situarse en
el nivel térmico preciso sería excesivamente largo. Si, por ejemplo, el dial se lleva a
los 300° y se conecta el horno, los calefactores se ponen casi inmediatamente al rojo
vivo y la temperatura del interior sube a toda velocidad hasta que llega a los 300°
predeterminados: el termostato reconoce la cifra y corta el suministro de energía. La
temperatura, sin embargo, sube un poco más debido al calor que escapa de los
elementos aún al rojo. Al enfriarse estos, la temperatura desciende; cuando el
termostato detecta que ha caído por debajo de los 300°, el interruptor salta
nuevamente y la energía vuelve a fluir. Hay un breve período de ulterior enfriamiento
mientras las resistencias se calientan de nuevo y el ciclo recomienza. Vemos, por
consiguiente, que la temperatura del horno oscila algunos grados por encima y por
debajo de la temperatura deseada; este pequeño margen de error es un rasgo típico de
los sistemas cibernéticos. Como los seres vivientes, buscan la perfección y se acercan
a ella, pero nunca la alcanzan del todo.
¿Y qué tiene todo esto de especial? La abuela realizaba platos suculentos sin
necesidad de utilizar estos artilugios equipados con termostatos, ¿no? En la época de
nuestras abuelas, los hornos eran calentados mediante carbón o leña y con toda
seguridad que si la abuela no se hubiera encargado de realizar las funciones del
termostato, las tartas, en lugar de resultar esplendorosas obras de arte, habrían
quedado siempre o bien quemadas, o bien amazacotadas y tristonas. La abuela sabía
reconocer e interpretar los signos que indicaban una temperatura adecuada a cada
plato, sabía cuándo debía avivarse el fuego o cuándo era preciso amortiguarlo. El
oído, el gusto, el olfato y el tacto le indicaban cuándo todo iba saliendo según lo
previsto o si era necesario introducir algún cambio. Si los ingenieros quisieran
realizar hoy un horno tan eficiente como ella tendrían que diseñar un robot abuelita a
cuyo cargo quedara la vigilancia de los aspectos mencionados.
Para cualquiera que intente utilizar un horno sin la imprescindible supervisión
mecánica o humana se hacen pronto patentes unos resultados que distan mucho de ser
satisfactorios. Mantener la temperatura necesaria durante, digamos, una hora, exige
compensar exactamente toda pérdida de calor: una corriente de aire frío procedente
del exterior, un cambio en el voltaje eléctrico o en la presión del gas, el tamaño del
plato en preparación, el que estén o no encendidas otras partes de la cocina son
factores que pueden impedirnos obtener una determinada temperatura de cocción
durante un tiempo prefijado.
La realización correcta de cualquier actividad, ya sea cocinar, pintar, escribir,
andar o jugar al tenis es siempre un asunto de cibernética. En todas estas actividades
intentamos acercarnos lo más posible a la perfección, cometer el mínimo número de
errores: comparamos nuestros resultados con este ideal y aprendemos por
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experiencia, esforzándonos continuamente por mejorar hasta sentir la certidumbre de
estar tan cerca del óptimo como nuestras aptitudes permiten. A este proceso se le
denomina, apropiadamente, aprendizaje por tanteo.
Es interesante señalar que, en la década de los treinta, ya se utilizaban técnicas
cibernéticas, aunque los hombres y mujeres que las empleaban no fueran conscientes
de ello. Los ingenieros y los científicos las incorporaban al diseño de instrumentos y
mecanismos complejos, aunque en casi ningún caso existía entendimiento formal o
definición lógica del principio implicado. Se trataba de una situación muy parecida a
la de monsieur Jourdain, el aspirante a caballero de Moliere, que hablaba en prosa sin
él saberlo. El larguísimo retraso del entendimiento de la cibernética es probablemente
otra infeliz consecuencia de nuestro legado de procesos de pensamiento clásicos. En
cibernética, la causa y el efecto dejan de ser patrón universal; es imposible establecer
cuál se produce antes que el otro, y hasta la cuestión misma deja de tener
importancia. Los filósofos griegos abominaban de los argumentos circulares tan
firmemente como creían que la naturaleza abominaba del vacío. Su rechazo de los
razonamientos circulares, la clave para entender la cibernética era tan erróneo como
su suposición de que el Universo estaba lleno de aire respirable.
Volvamos a nuestro horno provisto de termostato. ¿Es el suministro de energía el
que lo mantiene a la temperatura adecuada? ¿Se trata, más bien, del termostato, o es
el interruptor controlado por este? ¿Es, quizá, el «programa» fijado por nosotros
cuando elegimos un determinado punto en la escala del dial exterior? Es evidente:
cuando queremos entender el modo de funcionamiento de un sistema cibernético —
hasta de un sistema tan primitivo como es el horno— el método analítico, el método
de dividir en partes y estudiar cada una por separado, la esencia del pensamiento
lógico en términos de causa y efecto, no nos lleva a ninguna parte. La clave para el
entendimiento de los sistemas cibernéticos es tener muy presente que, como en el
caso de la vida, son siempre superiores a la simple suma de sus partes constitutivas.
Solo son inteligibles en cuanto sistemas en funcionamiento. De las posibilidades
funcionales de un horno desconectado o desarmado obtenemos una información
equivalente a la que nos proporciona el cadáver de alguien sobre la persona que ese
alguien fue una vez.
La Tierra gira frente a una fuente de calor no controlada, el Sol, cuyo rendimiento
está muy lejos de ser constante. Sin embargo, la temperatura media de la superficie
terrestre ha variado bien poco desde el comienzo de la vida —hace aproximadamente
unos tres eones y medio— hasta ahora. Nunca ha tenido tan escasa o tan elevada
como para impedir la continuidad de los fenómenos vitales, a pesar de los drásticos
cambios experimentados por la composición de la atmósfera inicial y los altibajos en
el rendimiento energético del Sol.
En el capítulo 2 pasábamos revista a la posibilidad de que la temperatura de la
superficie terrestre fuera mantenida dentro de un margen óptimo por una entidad
compleja denominada Gaia, que habría realizado esta función durante gran parte de la
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existencia del planeta: es ahora el momento de preguntarnos qué partes de sí misma
emplea como termostatos. Parece en principio poco probable que un solo mecanismo
de control de la temperatura planetaria sea lo bastante preciso como para poder
encargarse de toda la función reguladora. Lo que es más: tres eones y medio han sido
sin duda período suficiente para desarrollar un sistema global de control altamente
sofisticado. El examen del sistema regulador de la temperatura corporal nos preparará
convenientemente para la clase de sutilezas que hemos de esperar, y debemos buscar,
cuando desentrañemos los mecanismos de regulación de temperatura utilizados por
Gaia.
El termómetro clínico es todavía un útil auxiliar del diagnóstico médico: la
información que proporciona puede ser decisiva a la hora de descartar o confirmar
una invasión microbiana. La gráfica de la temperatura de un paciente suministra una
reveladora aportación sobre la naturaleza de los invasores; determinados
padecimientos poseen una pauta de temperaturas tan característica que su examen
basta para formular el diagnóstico diferencial. Este es el caso, por ejemplo, de la
fiebre ondulante, enfermedad cuyo nombre resulte sumamente expresivo. Aún hoy,
sin embargo, los procesos mediante los cuales el cuerpo controla su temperatura son
tan misteriosos para casi todos los médicos como para sus pacientes. Tan solo en los
últimos años algunos fisiólogos, haciendo gala de gran valor y energía mental, han
abandonado su práctica médica profesional para reeducarse como ingenieros de
sistemas. De este nuevo enfoque deriva el parcial entendimiento que actualmente se
tiene de los procesos, maravillosamente coordinados, que regulan la temperatura
corporal.
Con buena salud, nuestra temperatura varía según las necesidades del momento,
no permanece fija en ese mítico nivel normal de 37 °C (98,4 °F). Si realizamos una
actividad física intensa y continuada subirá algunos grados, alcanzando valores de
fiebre. En las horas nocturnas o si ayunamos, puede descender considerablemente por
debajo del valor «normal» indicado. Más aún: estos 37 °C se aplican únicamente al
conjunto cabeza-tronco, en cuyo interior se hallan casi todos los sistemas importantes
de la economía. Nuestros pies, manos y piel han de soportar una amplia gama de
temperaturas; hasta cuando se hallan próximos a la congelación, están diseñados para
funcionar con poco más que algún estremecimiento de protesta.
T. H. Benzinger y sus colegas ampliaron la perspectiva con su descubrimiento de
que la temperatura corporal es mantenida en un margen óptimo continuo mediante
una decisión consensual tomada por el cerebro en consulta con las demás partes del
cuerpo. La referencia no es tanto una escala de temperaturas cuanto el nivel de
eficiencia de los diferentes órganos corporales en relación con las temperaturas. Se
pretende y se pacta el funcionamiento óptimo para esa ocasión, no la temperatura
óptima per se.
Se sospechaba desde hacía tiempo que el temblor indicaba algo más que el mero
sufrimiento causado por la exposición al frío. Es realmente un medio de generar
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calor, ya que incrementa la tasa de actividad muscular y con ella la combustión de
combustible celular. La sudoración, por contra, es útil para reducir la temperatura,
dado que la evaporación de agua —incluso en muy pequeñas cantidades— disipa una
gran cantidad de calor. El descubrimiento decisivo, escondido bajo una avalancha de
observaciones científicas rutinarias acerca de la sudoración, el temblor y de los
procesos relacionados con ellos resultó ser que la valoración cuantitativa de estas
actividades ofrecía una explicación completa y convincente de la regulación de la
temperatura corporal. Nuestra capacidad de sudar o de temblar, de quemar alimentos
o reservas grasas, de controlar la cantidad de sangre que afluye a nuestra dermis y a
nuestras extremidades son todas ellas parte de un sistema cooperativo de regulación
de nuestra temperatura torácico-cefálica frente a una gama de temperaturas
ambientales cuyos límites inferior y superior son 0° y 40,5 °C, respectivamente.
Fig. 3. Diagrama ingenieril que ilustra la potencia de funcionamiento de los cinco procesos reguladores
de la temperatura corporal humana cuando un hombre desnudo es expuesto a diferentes temperaturas
ambientales.
Cada animal se sirve de cada uno de estos procesos reguladores en medida diferente.
Para el perro, por ejemplo, es la lengua el área principal de enfriamiento por
evaporación, como cualquiera que haya visitado un canódromo puede confirmar. El
hombre y otros animales se trasladarán de entornos más cálidos a otros de menor
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temperatura, o al revés, según convenga, en su incesante búsqueda del máximo
bienestar. Si es necesario, se modifica el entorno local para reducir la exposición a
límites soportables. Nosotros construimos casas y nos cubrimos con ropas; otros
animales están cubiertos de pelo y buscan o confeccionan madrigueras. Estas
actividades constituyen un mecanismo adicional de control térmico, lo que es
imprescindible cuando las condiciones externas sobrepasan los límites de los sistemas
reguladores internos.
Consideremos por un momento la parte filosófica del asunto, centrándonos en el
problema del dolor y la incomodidad.
Algunos de nosotros estamos condicionados de tal modo a recibir el frío, el calor
o el sufrimiento de toda índole como una señal o castigo del cielo por eventuales
pecados de acción u omisión, que tendemos a olvidar que todas estas sensaciones son
componentes esenciales de nuestro instinto de supervivencia. Si el frío y los
temblores no fuesen desagradables no los estaríamos discutiendo, porque nuestros
antepasados remotos habrían muerto de hipotermia; y si recordar esto parece
demasiado obvio, merece la pena no olvidar que C. S. Lewis lo encontró lo
suficientemente importante como para ser el sujeto de una de sus obras, El problema
del dolor. Para mucha gente el dolor es un castigo en lugar de un fenómeno
fisiológico normal.
Dijo Walter B. Cannon, célebre fisiólogo norteamericano: «Los procesos
fisiológicos coordinados que mantienen gran parte de los estados de régimen
permanente en el organismo y en los que toman parte el sistema nervioso, el
cardiopulmonar, el hepatobiliar y otros (todos los cuales trabajan juntos,
cooperativamente) son de tal complejidad y tan característicos de los seres vivos que
he sugerido una especial designación para ellos: homeostasis». Haremos bien en tener
presentes estas palabras cuando pretendamos dilucidar si existe o no un proceso de
regulación de la temperatura planetaria, mientras intentamos poner de manifiesto ese
grupo, que no medio único, de mecanismos diseñados para controlar la temperatura
global.
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Fig. 4. Comparación entre la temperatura del tronco de una persona viva (línea continua) y la
temperatura calculada a partir de la información suministrada por la figura 3 (puntos). Comprobamos
que es factible predecir con exactitud las variaciones de la temperatura corporal estableciendo un
consenso entre las respuestas de los cinco sistemas separados.
Los sistemas biológicos son intrínsecamente complejos, pero hoy pueden ser
entendidos en términos de ingeniería cibernética, cuya teoría ha ido mucho más lejos
de los primitivos mecanismos que regulan la temperatura de los electrodomésticos.
Impulsados por nuestra acuciante necesidad de ahorrar energía quizá lleguemos algún
día a poner a punto sistemas mecánicos tan sutiles y flexibles como sus contrapartidas
biológicas. El sistema calefactor doméstico, por ejemplo, limitará su funcionamiento
a las habitaciones donde haya gente, apagando y encendiendo partes de sí mismo sin
intervención humana.
Volviendo a Gaia: ¿Cómo reconocemos un sistema automático de control?
¿Buscamos el suministro de energía, el panel regulador o quizá los complicados
amasijos de piezas? Como ya hemos dicho, para entender el funcionamiento de un
sistema cibernético el análisis de sus partes por separado no suele ser de gran ayuda:
a menos que sepamos qué buscar, los métodos analíticos están condenados al fracaso,
ya sea en sistemas cibernéticos domésticos o planetarios.
Incluso aunque demos con pruebas de un sistema planetario de regulación de
temperatura no será fácil desentrañar sus secretos si están tan profundamente
interconectados como en el caso de la temperatura corporal. La regulación de la
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composición química no es menos importante: el control de la salinidad, por ejemplo,
puede ser una de las funciones reguladoras claves de Gaia, y sus detalles son tan
intrincados como los del funcionamiento de ese asombroso órgano, el riñón, podría
costarnos mucho establecerlos. Sabemos actualmente que el riñón, de igual modo que
el encéfalo, es un órgano especializado en procesar información. Tiene a su cargo la
regulación de la salinidad de la sangre, entre otras tareas; para cumplir este cometido,
reconoce y acepta o rechaza incontables iones por segundo. Obtener este
conocimiento no ha sido fácil y todavía puede tener más dificultades desenredar el
enrevesado sistema que cuida de la regulación global de la salinidad y la
quimiostasis.
Hasta un sistema de control sencillo como el del horno puede realizar su función
de diferentes maneras. Un extraterrestre totalmente ajeno a los últimos doscientos
años de nuestro desarrollo tecnológico no tendría problemas para aprender el
principio y el funcionamiento de un horno de gas, pero ¿cómo se las arreglaría ante
uno de microondas?
Los especialistas en cibernética utilizan un enfoque general para reconocer los
sistemas de control. Se le conoce como el método de la caja negra, y procede de la
enseñanza de la ingeniería eléctrica, donde se pide a los estudiantes que describan la
función de una caja negra —sin abrirla— de la que salen unos cuantos cables. Para
ello conectan los cables a fuentes de energía, instrumentos de medida, circuitos
especiales, etc.; las conclusiones que obtengan han de servirles para averiguar las
características de la caja.
En cibernética se asume que la caja negra o su equivalente están funcionando con
toda normalidad. Si se trata de un horno, está conectado y cocinando algo. Si es una
criatura viva, vive y está consciente. El paso siguiente consiste en modificar alguna
propiedad ambiental que puede estar controlada por el sistema en cuestión. Si, por
ejemplo, estamos estudiando sistemas humanos, podemos hacer variar la inclinación
del suelo sobre el que se yergue el sujeto con diferentes velocidades a fin de descubrir
su capacidad para permanecer de pie cuando su base de sustentación está sometida a
cambios bruscos; de experimento tan sencillo podemos obtener gran cantidad de
datos sobre la capacidad que el sujeto tiene de mantener el equilibrio. En cuanto al
horno, podríamos modificar la temperatura ambiente conectándolo primero en una
cámara frigorífica y luego en una cámara caliente, ambientes donde tendríamos
oportunidad de determinar el punto en el que las condiciones externas empiezan a
repercutir en la temperatura interior, viendo también hasta donde afectaban al
suministro de energía estas modificaciones ambientales.
Este método de estudio de los sistemas cibernéticos —registrando las
perturbaciones que un determinado cambio ambiental introduce en aquellos
parámetros controlados por el sistema— es, obviamente, de carácter general. Puede y
debe ser también un método blando: si se aplica correctamente no tiene por qué dañar
al sistema investigado. El desarrollo de esta técnica es equiparable a la evolución
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experimentada por los sistemas de estudio de las criaturas vivas. Hasta hace bien
poco las matábamos y las disecábamos in situ; posteriormente, se llegó a la
conclusión que era más conveniente capturarlas con vida y estudiarlas en los zoos.
Hoy preferimos observarlas en sus hábitats naturales. Los métodos de esta índole, los
más civilizados, no son aún generales, desgraciadamente. Quizá se utilicen en
estudios de campo, pero la agricultura sigue perjudicando a los animales con
demasiada frecuencia, porque aunque no los daña directamente, destruye sus hábitats
para satisfacer nuestras necesidades reales o imaginarias. Muchos a quienes repugnan
los sangrientos resultados de la escopeta del cazador o de los dientes del sabueso,
gentes sensibles y compasivas, se muestran indiferentes, o casi, ante el desahucio y la
muerte que la excavadora, el lanzallamas y el arado acarrean a nuestros congéneres
de Gaia al destruir sus hábitats. Tan normal es entre nosotros aceptar el genocidio
mientras condenamos el asesinato, combatir contra los mosquitos y tragarnos los
camellos, que bien podríamos preguntarnos si esta conducta híbrida constituye una
característica paradójica que, como el altruismo, favorece la supervivencia de la
especie.
Nuestras consideraciones sobre cibernética y teoría del control han sido, hasta
aquí, muy generales. Queda fuera de alcance de este libro expresar los conceptos
cibernéticos en el verdadero idioma de la ciencia, el lenguaje de las matemáticas; de
su empleo se deriva inmediatamente un entendimiento completo. Podemos y
debemos, sin embargo, adentrarnos un poco más en esta rama de la ciencia que tan
eficazmente describe la compleja actividad de los seres vivientes.
Bien podría decirse que los ingenieros ejercen cibernética aplicada. Expresan sus
ideas mediante notación matemática sirviéndose además de unas pocas palabras y
expresiones claves que etiquetan los conceptos más importantes de la teoría de
control. Son estos términos descriptivos realistas y sucintos; habida cuenta de que no
existe aún mejor forma de poner en palabras lo que significan, intentaremos
definirlos. Reexaminemos, pues, nuestro horno eléctrico desde el punto de vista de un
ingeniero, dado que la descripción de su funcionamiento ofrece el contexto adecuado
para explicar el significado de términos cibernéticos tales como «realimentación
negativa». Nuestro horno es una caja hecha de acero y cristal, envuelta en fibra de
vidrio u otro material aislante similar para impedir que el calor escape demasiado
rápidamente, al tiempo que asegura una temperatura moderada en sus paredes
externas. Las internas están recubiertas de calefactores eléctricos; el interior también
alberga el correspondiente termostato. En el horno que describíamos antes, el
termostato era muy tosco, no iba más allá de un interruptor diseñado para desconectar
el aporte de corriente eléctrica cuando se alcanzaba la temperatura deseada. El que
examinamos ahora es un modelo mejor, con un diseño que lo hace más apropiado
para su utilización en un laboratorio que en una cocina. En lugar de un interruptor de
apagado-encendido para controlar el nivel térmico, tiene un sensor de temperatura,
mecanismo que genera una señal proporcional al calor alcanzado. La señal no es otra
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cosa que una corriente eléctrica lo bastante potente para activar un relé térmico, pero
ni por asomo lo suficiente para tener algún efecto sobre la temperatura del horno. Es
un circuito que no transmite energía, sino información.
La débil señal emitida por este sensor es conducida hasta un amplificador que, de
modo muy similar al de su homónimo de un receptor de radio o televisión, la
magnifica hasta dotarla de potencia bastante para calentar el horno. Este amplificador
no genera electricidad, sino que se limita a servirse del suministro de esta utilizando
una pequeña fracción para enjugar sus propias exigencias de funcionamiento. Como
la señal emitida por el sensor aumenta en proporción directa a la temperatura del
horno no puede ser conectado directamente al amplificador; de hacerlo así, no
habríamos obtenido un horno con control de temperatura, sino un horno candidato al
más completo desastre cibernético, un ejemplo práctico de lo que los ingenieros
denominan «realimentación positiva». Al subir la temperatura del horno, los
elementos calefactores generarían cada vez más calor, estableciéndose un círculo
vicioso, que terminaría por convertir el interior en un infierno en miniatura si no se ha
intercalado en el sistema algún tipo de fusible que cortara el suministro de
electricidad.
La forma correcta de conectar el sensor de temperatura al amplificador o, como
diría un ingeniero, de «cerrar el bucle», ha de realizarse de modo que, cuanto mayor
sea la señal emitida por el sensor, menor sea la potencia generada por el amplificador.
Esta forma de conexión se conoce como «realimentación negativa». En el horno que
estamos considerando, la realimentación negativa y la positiva vienen dadas,
sencillamente, por el orden de los dos cables que salen del sensor de temperatura.
La rápida progresión hacia el desastre de la realimentación positiva o el preciso
ajuste de la temperatura de la negativa dependen de una propiedad del amplificador
denominada «ganancia»: el número de veces que ha de multiplicar la débil señal
procedente del sensor para aumentar o disminuir el flujo de energía llegado a los
calefactores. Donde coexisten varios bucles, cada uno posee su propio amplificador, a
cuya capacidad se denomina «ganancia del bucle». En muchos sistemas complejos,
como nuestros cuerpos, coexisten bucles de realimentación positiva y negativa. Es
obvio lo conveniente de la realimentación positiva en ocasiones, cuando, por
ejemplo, se trata de restablecer una temperatura normal tras un enfriamiento
repentino. Cuando se ha logrado el propósito apetecido, la realimentación negativa
vuelve a tomar las riendas. El horno de la abuela, que perdía temperatura cada vez
que esta abandonaba la cocina, se denomina de «bucle abierto». No mentiríamos si
afirmáramos que la parte más importante de nuestra búsqueda de Gaia está ligada a la
elucidación de si una característica de la Tierra, tal como su temperatura de
superficie, viene determinada por el azar o si bien la mano de Gaia se deja sentir a
través de un control ejercido mediante realimentación positiva o negativa.
Es importante darse cuenta que lo que un sensor reenvía es información. Tal
información puede ser transmitida mediante una corriente eléctrica, como en el caso
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de nuestro horno, donde el mensaje se transmite gracias a los cambios de la
intensidad de la señal. Cualquier otro vehículo de información puede funcionar
igualmente bien, la palabra hablada, sin ir más lejos. Si alguien que viaja en coche
tiene la sensación de que el conductor circula excesivamente deprisa y exclama
«frena, vas demasiado rápido», utiliza realimentación negativa (suponiendo que quien
conduce preste oídos al requerimiento del pasajero; si las relaciones entre ambos no
son todo lo cordiales que debieran, a mayor insistencia del pasajero más acelerará el
conductor, produciéndose, consiguientemente, un caso más de realimentación
positiva).
La información es parte intrínseca y esencial de otros sistemas de control, los de
la memoria, encargados de almacenar, buscar y comparar información
constantemente, para que los errores puedan corregirse y se alcancen los propósitos
elegidos. Diremos, finalmente, que se trate de un sencillo horno eléctrico, una cadena
de comercios controlados por un ordenador, un gato dormido, un ecosistema o la
mismísima Gaia, si comprobamos su naturaleza de entidades adaptativas, capaces de
cosechar información y de almacenar experiencia y conocimiento, estamos
estudiando realidades que competen a la cibernética, que pueden ser denominadas
«sistemas» con toda propiedad.
El suave funcionamiento de un sistema de control en perfecto orden tiene un
atractivo muy especial. La magia del ballet debe mucho al grácil control muscular
que los bailarines ejercen sin esfuerzo visible. El exquisito porte, la casi ingravidez
que exhibe una «ballerina assoluta» derivan de la interacción precisa y sutil de fuerza
y contrafuerza, interacción perfectamente ajustada en el tiempo y en el espacio. Un
defecto corriente de los sistemas humanos es la aplicación retrasada o precoz del
esfuerzo corrector de la realimentación negativa. Pensemos, por ejemplo, en el
aprendiz de conductor que, a consecuencia de percibir con retraso la necesidad de
corregir su dirección, lleva el coche de lado a lado de la calzada a golpes de volante,
en la tambaleante marcha del ebrio hacia el farol hasta que este «salta y le golpea»: el
alcohol enlentece sus reacciones impidiéndole evitarlo a tiempo.
Cuando el cierre del bucle de un sistema de realimentación ostenta un retraso
considerable, la corrección puede oscilar de realimentación negativa a positiva,
especialmente cuando los acontecimientos tienen lugar en un lapso temporal breve.
El fracaso, así pues, puede producirse a consecuencia de la oscilación, violenta a
veces, del sistema dentro de sus límites. Tal posibilidad es aterradora cuando sus
resultados son los bandazos de un coche, pero es también el origen del sonido de los
instrumentos musicales de viento, cuerda y electrónicos, así como de una amplísima
gama —en constante expansión— de mecanismos electrónicos de toda índole.
Salta ahora a la vista que el sistema de control ingenieril es una de esas formas de
protovida mencionadas previamente que aparecen allí donde haya la suficiente
cantidad de energía libre. La única diferencia entre los sistemas vivos y los inertes
reside en su grado de complejidad; según aumenta la complicación y las posibilidades
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de los sistemas mecánicos, esta distinción se difumina progresivamente. Si hemos
logrado ya la inteligencia artificial o hemos de esperar todavía es materia de
discusión. Entretanto, no podemos olvidar que, como la misma vida, los sistemas
cibernéticos pueden constituirse a consecuencia de una cadena fortuita de
acontecimientos: todo lo que se necesita para ello es abundancia de materias primas a
partir de las cuales pueda construirse el sistema y de energía libre para hacerlo
funcionar. El nivel de agua de muchos lagos naturales es notablemente independiente
del caudal de los ríos que a ellos llegan; tales lagos no son otra cosa que sistemas de
control inorgánicos naturales. Existen porque el perfil del río que los drena es tal que
una pequeña modificación de la profundidad produce un cambio considerable en el
volumen de la corriente, lo que implica que la profundidad del lago está controlada
por un bucle de realimentación negativa de elevada ganancia. No debemos suponer
que, aunque los sistemas abiológicos de esta clase puedan funcionar a escala
planetaria, son productos deliberados de Gaia, ni descartar, por otra parte, que su
aparición y desarrollo cumpla alguna función gaiana.
Este capítulo ha querido ser el bosquejo de cómo podría funcionar Gaia
fisiológicamente. En este punto, donde Gaia aún no tiene una entidad muy definida,
es simplemente una especie de mapa o diagrama de circuitos que comparemos con
los hallazgos subsiguientes. Si damos con pruebas bastantes de que existen sistemas
de control planetarios cuyos componentes son los procesos activos de animales y
plantas y que poseen la capacidad de regular el clima, la composición química y la
topografía de la Tierra, estaremos en posición de substanciar nuestra hipótesis y
formular una teoría.
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5 La atmósfera contemporánea
Uno de los puntos ciegos de la percepción humana ha sido la obsesión con los
antecedentes. Hace tan solo cien años, Henry Mayhew, hombre en otros aspectos
sensible e inteligente, escribía sobre los pobres de Londres como si fueran miembros
de otra raza. Cómo, si no, podrían ser tan diferentes de él, pensaba. En la época
victoriana, el trasfondo familiar y social tenía una importancia equivalente a la que
hoy se da en ciertos lugares al CI. En la actualidad, si alguien habla de pedigrí, lo más
probable es que sea un granjero o un miembro de algún club de cría caballar o
perruna. Es esta la época, sin embargo, en la que a la hora de conseguir trabajo tanta
importancia tiene el nivel educacional, la titulación universitaria, el currículum
académico. Son estos los factores que suelen determinar la elección de un candidato
entre el conjunto de solicitantes; pocas veces se intenta averiguar la valía real, el
potencial auténtico de cada uno. Hasta hace pocos años, la mayoría de nosotros
manteníamos una actitud igualmente tendenciosa cuando reflexionábamos sobre el
planeta que habitamos, concentrando toda nuestra atención en su más remoto pasado.
Se escribían y publicaban montañas de monografías, de artículos y de libros de texto
sobre el registro geológico, sobre la vida en los océanos primigenios; estas miradas
atrás parecían poder explicarnos cuanto necesitábamos saber sobre las características
y el potencial de la Tierra. El resultado, tan bueno como seleccionar los aspirantes a
un trabajo mediante el estudio de los huesos de los abuelos respectivos.
Gracias a todo el conocimiento que sobre nuestro planeta ha aportado y aporta
aún la investigación espacial, gozamos, desde fecha bien reciente, de una perspectiva
completamente nueva. Hemos podido contemplar desde la Luna a nuestro hogar
planetario en su órbita alrededor del Sol y nos hemos dado cuenta repentinamente de
que no somos ciudadanos de un planeta desdeñable, por despreciable y mezquina
que, vista en primer plano, la contribución del hombre a este panorama pueda
parecer. Ocurriera lo que ocurriera en el pasado remoto, somos indudablemente una
parte viva incluida en una anomalía extraña y bella de nuestro sistema solar. Nuestra
atención se ha desplazado a la Tierra que ahora podemos estudiar desde el espacio, a
las propiedades de su atmósfera en particular. Nuestros conocimientos sobre la
composición y el comportamiento del tenue velo gaseoso que envuelve al planeta,
cuyas capas más próximas a la superficie exhiben una curiosa mezcla de gases
activos que, si bien en recombinación perpetua, nunca dejan de estar en equilibrio y
cuyos jirones externos penetran miles de kilómetros en el espacio unidos a su
anfitrión planetario por una atracción gravitatoria ya muy debilitada, nuestros
conocimientos sobre todo esto, repito, superan hoy ampliamente a los que pudiera
haber intuido el más lúcido de nuestros antepasados. Antes, empero, de que imitando
la acción de la bomba de hidrógeno nos proyectemos más allá de la atmósfera,
ampliemos nuestras afirmaciones y establezcamos unos cuantos hechos.
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En la atmósfera existen diversos estratos bien definidos. Un astronauta lanzado
desde la superficie de la Tierra deja atrás, en primer lugar, la troposfera, la capa más
densa y próxima al suelo, región de unos diez kilómetros de altura, donde se
producen casi todos los acontecimientos climatológicos y que constituye el «aire»
para casi todas las criaturas de respiración aérea, es en ella donde interactúan las
partes vivas y las gaseosas de Gaia. Supone más de las tres cuartas partes de la masa
total de la atmósfera. Ostenta una peculiaridad inesperada e interesante, de la que
carecen los demás estratos atmosféricos: está dividida en dos partes, estableciéndose
la línea divisoria entre ambas cerca del Ecuador. El aire de cada región no se mezcla
libremente con el aire de la otra, como cualquiera que haya viajado en barco por
regiones tropicales puede atestiguar; existe una nítida diferencia entre la claridad de
los cielos meridionales y la relativa turbiedad de los septentrionales.
Hasta hace muy poco era opinión general que los gases de la troposfera
reaccionaban muy levemente entre ellos, salvo quizás durante el intenso calor
generado por descargas eléctricas o fenómenos equivalentes. Hoy, gracias a las
investigaciones pioneras que en materia de química atmosférica han realizado sir
David Bates, Christian Junge y Marcel Nicolet, sabemos que los gases de la
troposfera reaccionan con la intensidad de una llama fría de tamaño planetario y
combustión lenta. Muchos de ellos se combinan con el oxígeno, desapareciendo
como gases libres; tales reacciones son posibles en virtud de la energía solar que,
mediante una compleja secuencia de acontecimientos, transforma las moléculas de
oxígeno en compuestos portadores de oxígeno más reactivos tales como ozono,
radicales hidroxilos y demás.
En alguna zona situada entre los diez y los dieciocho mil metros (según el punto
de la corteza terrestre desde el que fuera lanzado) nuestro astronauta penetraría en la
estratosfera, región cuyo nombre proviene de la dificultad que para mezclarse en
sentido vertical tiene el aire en ella contenido, si bien soplan vientos cuyas
velocidades alcanzan varios centenares de kilómetros por hora en sentido horizontal.
La temperatura es sumamente baja en su límite inferior, la denominada tropopausa,
pero asciende según nos desplazamos hacia arriba. La naturaleza de los dos estratos
hasta ahora atravesados por nuestro astronauta está íntimamente asociada con los
gradientes de temperatura detectables en el interior de cada uno. En la troposfera,
donde por cada centenar de metros de ascenso la temperatura desciende
aproximadamente 1 °C, hace fácil el movimiento vertical del aire y por tanto la
formación de nubes la norma.
En la estratosfera, donde la temperatura se incrementa con la altitud, el aire
caliente muestra resistencia a subir, siendo norma, por tanto, la estabilidad
estratificada. A la radiación solar ultravioleta más dura y poderosa corresponde la
fragmentación de las moléculas de oxígeno en sus átomos constituyentes, aunque
suelen tardar poco en recombinarse de nuevo, a menudo en forma de ozono. Este
sufre también la acción separadora de los rayos ultravioletas, estableciéndose el
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equilibrio con una densidad máxima de ozono de cinco partes por millón. El aire de
la estratosfera no es mucho más denso que el de Marte: no existe forma de vida de
respiración aérea que pueda sobrevivir en ella. Si se utilizara un entorno presurizado
para solventar el problema de la baja presión no habría forma de vida que pudiera
resistir el envenenamiento por ozono. Como las tripulaciones y pasajeros de ciertas
aeronaves que sirven trayectos largos y vuelan a gran altura han descubierto
recientemente con riesgo para su salud y sensaciones muy desagradables, al aire
estratosférico no puede respirarse aunque se le proporcione la temperatura y la
presión adecuadas antes de hacerlo pasar el interior de la cabina. El esmog, por
comparación, resulta bastante más saludable.
La química de la estratosfera es asunto del mayor interés para los científicos
académicos. Innumerables reacciones químicas tienen lugar bajo condiciones
puramente abstractas de fase gaseosa, sin que, como en el caso de los recipientes del
laboratorio, haya paredes que echen a perder la perfección del experimento. No es
sorprendente, por lo tanto, que casi toda la labor científica relacionada con la química
atmosférica se haya concentrado en la estratosfera y las zonas que quedan por encima
de ella. Esta especialidad tiene hasta una designación específica, aeronomía química,
acuñada por Sidney Chapman, uno de sus más cualificados representantes. Y sin
embargo, salvo por las repercusiones —aducidas, pero no probadas— de los cambios
en la concentración de ozono, la relación entre la biosfera y las capas superiores de la
atmósfera parece tener menos entidad que la establecida por los científicos que las
convierten en su objeto de estudio. Si hago esta puntualización no es por afán crítico,
sino para dejar constancia de que la ciencia tiende a concentrarse en lo que puede
medirse y discutirse. A consecuencia de esta actitud, la troposfera, que es la parte más
voluminosa de la atmósfera y ciertamente la de mayor relevancia para Gaia, se
conoce bastante menos. Por encima de la estratosfera está la ionosfera, donde la
rarificación del aire es muy intensa; el ritmo de las reacciones químicas es también
más vivo en razón de lo tenue del filtro que se interpone en el camino de los rayos
solares. En estas regiones, la mayoría de las moléculas, no solo el nitrógeno y el CO2,
son escindidas en los átomos que las constituyen. Algunos de estos sufren ulterior
fragmentación, convirtiéndose en iones positivos y electrones; ello da lugar a la
formación de estratos eléctricamente conductores que, en la época anterior a los
satélites de comunicaciones fabricados por el hombre, eran importantes por su
capacidad para reflejar las ondas de radio, permitiendo la comunicación entre puntos
alejados del planeta.
La capa más externa de todas, la exosfera, tan rarificada que contiene únicamente
algunos centenares de átomos por centímetro cúbico, puede pensarse como algo que
se prolonga sin solución de continuidad con la también tenue atmósfera externa del
Sol. Solía decirse que al escape de átomos de hidrógeno desde la exosfera debe la
Tierra su atmósfera oxigenada. Hoy, sin embargo, nos parece dudoso que este proceso
tenga lugar a escala suficiente para repercutir en la cantidad de oxígeno; parece,
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además, que el flujo de átomos de hidrógeno procedente del Sol compensa o supera
incluso los que escapan de la exosfera. La Tabla 3 recoge los principales gases
reactivos del aire, sus concentraciones, sus tiempos de permanencia y sus fuentes más
importantes.
Como ya expliqué anteriormente, empecé a pensar en la posibilidad de que la
atmósfera terrestre fuera un ensamblaje biológico y no solo una colección inerte de
gases mientras intentábamos validar empíricamente la teoría de que era posible
dilucidar la existencia o no de vida en un planeta estudiando la composición química
de su atmósfera. Los experimentos que la confirmaron nos convencieron al mismo
tiempo de que la atmósfera terrestre era una mezcla tan curiosa e improbable que su
producción y mantenimiento no podían deberse al mero azar. Aparecían por todas
partes transgresiones a las normas del equilibrio químico y, sin embargo, en el seno
de este desorden aparente se mantenían constantes, de alguna forma, unas
condiciones favorables para la vida. Cuando acaece lo inesperado y no puede
achacarse a la casualidad, lo procedente es buscar una explicación racional. Veamos,
pues, si la hipótesis de la existencia de Gaia nos sirve para explicar la extraña
composición de nuestra atmósfera, dado que según ella es la biosfera la que mantiene
y controla activamente el aire dentro del cual vivimos, suministrando de tal modo un
entorno óptimo para la vida del planeta. Para confirmar o negar este supuesto
examinaremos la atmósfera de modo muy parecido a cómo el fisiólogo estudia los
componentes de la sangre, cuando lo hace preguntándose de qué forma contribuye
cada uno de ellos a mantener viva la criatura de la que proceden.
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Tabla 3: Algunos gases químicamente reactivos del aire (Nota: en la columna 4, infinito significa más
allá de los límites del cálculo).
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jamás resultará, obviamente, en un aumento neto del oxígeno: ¿cómo se ha
acumulado entonces este gas en la atmósfera? Hasta fecha reciente se pensaba que la
fuente principal era la fotolisis del vapor de agua en las capas superiores: las
moléculas de agua escindidas liberan átomos de hidrógeno lo bastante ligeros para
escapar al campo gravitatorio terrestre y átomos de oxígeno que se unen de dos en
dos para formar moléculas de dicho gas o de tres en tres para dar moléculas de ozono.
Cierto es que este proceso produce un incremento neto del oxígeno pero, por muy
importante que pudiera ser este en el pasado, en la biosfera contemporánea es una
fuente desdeñable. Parece haber pocas dudas sobre la identidad de la fuente principal
del oxígeno atmosférico; a Rubey corresponde el honor de haber sido el primero en
establecerla (1951). Las rocas sedimentarias contienen una pequeña proporción del
carbono que los vegetales habían fijado en la materia orgánica de sus tejidos.
Aproximadamente el 0,1 por ciento del carbono fijado anualmente es enterrado con
los restos vegetales que, procedentes de las masas terrestres, terminan en los cursos
fluviales o en los mares. Cada átomo de carbono que de tal forma es extraído del
ciclo fotosíntesis-respiración significa una molécula más de oxígeno en el aire. Si no
fuera por este proceso, el oxígeno desaparecería gradualmente de la atmósfera al ir
reaccionando con las substancias reductoras que la climatología, los terremotos y los
volcanes hacen llegar a la superficie.
Se dice, un tanto cínicamente, que la eminencia de un científico viene dada por lo
prolongado del tiempo que es capaz de impedir el progreso de su especialidad.
Pasteur, por ejemplo, cuyo sitio está entre los más grandes, no ha sido la excepción de
tal regla. A él se debe la noción de que, con anterioridad a la aparición del oxígeno en
el aire, solo eran posibles formas de vida de baja categoría. Esta suposición ha sido
popular durante mucho tiempo pero, como indicábamos en el capítulo 2, se cree
actualmente que incluso los primeros organismos fotosintetizadores disponían de un
potencial químico tan alto como el utilizado por los microorganismos actuales. En los
primeros tiempos, el amplio gradiente de energía potencial actualmente suministrado
por el oxígeno estaba disponible tan solo en el espacio intracelular de los citados
microorganismos. Después, según se multiplicaban, se amplió a su microambiente y
continuó extendiéndose más y más, marchando al mismo paso que la vida, hasta que
se completó la oxidación de las substancias reductoras primigenias y el oxígeno pudo
por fin aparecer en el aire. Desde el principio, sin embargo, la diferencia de energía
potencial entre los oxidantes de las células de los fotosintetizadores y el ambiente
reductor externo era tan grande como la que hoy existe entre el oxígeno extracelular y
los nutrientes intracelulares.
Las fuentes de potenciales altos, ya sean eléctricos o químicos, son peligrosas, y
el oxígeno conlleva riesgos especiales. Nuestra atmósfera actual, cuyo nivel de
oxígeno es del 21 por ciento, se halla en el límite superior del intervalo seguro para la
vida. Por poco que aumentara esta cifra el peligro de incendio crecería
vertiginosamente. La probabilidad de incendio forestal a consecuencia de la caída de
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rayos subiría un 70 por ciento por cada 1 por ciento de aumento del presente nivel. Si
este sobrepasara el 25 por ciento, muy poca vegetación sobreviviría a los
devastadores incendios, que arrasarían tanto la pluvisilva tropical como la tundra
ártica. Andrew Watson, de la Universidad de Reading, ha confirmado
experimentalmente estos supuestos, estableciendo la probabilidad de incendio para
diferentes concentraciones de oxígeno en unas condiciones muy semejantes a las
existentes en las auténticas selvas. El diagrama adjunto (fig. 5) muestra los
resultados.
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por electrocución aumentaría de tal modo que las ventajas antedichas no serían
justificables. Los ingenieros de una central eléctrica no permitirían jamás que su
equipo funcionara al buen tuntún; está diseñado para un funcionamiento preciso, para
garantizar un suministro constante de energía eléctrica segura. ¿Cómo se controla
entonces el nivel de oxígeno del aire? Antes de pasar a discutir la naturaleza de este
sistema de regulación biológica es necesario examinar más detalladamente la
composición de la atmósfera. El estudio de un único gas a través de telescopios,
microscopios u otros instrumentos nos dice poco de su relación con los restantes
componentes atmosféricos; algo parecido a intentar comprender el significado de una
frase escrutando una sola de sus palabras. Para extraer información de la atmósfera
hay que considerarla en su conjunto; examinaremos, pues, el oxígeno, nuestro gas de
referencia energética, aproximándolo a otros gases de la atmósfera con los que puede
reaccionar y reacciona. Empecemos por el metano.
Hutchinson fue el primero en señalar, hace treinta años, que el metano, conocido
también como gas de los pantanos, era un producto biológico cuya fuente principal
estaba en las ventosidades de los rumiantes. Aunque no negaremos la importancia de
esta contribución, sabemos actualmente que el origen de la fracción capital de este
gas es la fermentación bacteriana de los fangos y sedimentos depositados en lechos
marinos, ciénagas, terrenos anegados y estuarios fluviales, lugares todos donde tiene
lugar enterramiento de carbono. La cantidad de metano producida de esta forma es
asombrosamente grande: por lo menos 1000 millones de toneladas anuales. (El gas
«natural» bombeado al interior de nuestros hogares es de estirpe bien distinta; se trata
de gas fósil, del equivalente gaseoso del carbón y el petróleo. Presente en cantidades
triviales a escala planetaria, sus pequeñas reservas se habrán agotado dentro de unos
diez años).
Dentro del contexto de una biosfera autorregulada y mantenedora activa del
entorno gaseoso en el óptimo para la vida, resulta legítimo que nos preguntemos cuál
es la función de un gas como el metano: no resulta más ilógico que interrogarnos
sobre la función de la glucosa o de la insulina en la sangre. Si suprimimos el contexto
Gaia la pregunta pierde todo su sentido, convirtiéndose en algo que podría ser
rechazado como incoherente o circular, razón por la cual, probablemente, no ha sido
formulada mucho antes.
¿Cuál es, pues, la función del metano y cómo se relaciona con el oxígeno?
Cometido obvio es mantener la integridad de las zonas anaeróbicas de las que
proviene. Las incesantes burbujas de metano que ascienden hacia la superficie de los
barros fétidos las limpian de substancias volátiles venenosas (los compuestos
metílicos de arsénico y plomo, por ejemplo), además de librarlas del oxígeno,
elemento venenoso para los microorganismos anaeróbicos. Cuando el metano alcanza
la atmósfera, se comporta como un regulador bidireccional de oxígeno, capaz de
retener a un nivel y de devolver a otro. Parte llega a la estratosfera antes de que la
oxidación lo convierta en dióxido de carbono y vapor de agua; es la fuente principal
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de este en las capas altas de la atmósfera. El agua termina por disociarse en oxígeno,
que desciende, e hidrógeno, que escapa al espacio. Este proceso asegura, a largo
plazo, un pequeño incremento del oxígeno (pequeño pero posiblemente significativo).
Si la situación está equilibrada, el escape de hidrógeno siempre significa una
ganancia neta de oxígeno.
Por el contrario, la oxidación del metano en las capas inferiores de la atmósfera
significa la utilización de enormes cantidades de oxígeno, del orden de las 2000
megatoneladas anuales. Este proceso se realiza pausada pero continuamente en el aire
que nos rodea mediante una serie de reacciones complejas e intrincadas, que el
trabajo de Michael McElroy y sus colaboradores ha desentrañado en gran parte. Un
sencillo cálculo aritmético nos indica que, en ausencia de metano, la concentración de
oxígeno crecería un 1 por ciento en 12 000 años, cantidad excesiva para tan pequeño
lapso de tiempo: un cambio peligroso y, en la escala temporal geológica, demasiado
rápido.
La teoría del equilibrio de oxígeno (Rubey), desarrollada por Holland, Broecker y
otros científicos eminentes, afirma que la cantidad de oxígeno se mantiene constante
gracias al equilibrio entre la ganancia consustancial al enterramiento del carbono, por
una parte, y la pérdida que supone la reoxidación de los materiales reducidos
procedentes de las profundidades de la Tierra, por otra. La biosfera es, sin embargo,
una máquina demasiado poderosa para dejar el control de su funcionamiento a cargo
únicamente de lo que los ingenieros llaman un sistema de control pasivo, como si en
la central eléctrica la presión de la caldera estuviera determinada por el equilibrio
entre la cantidad de combustible quemado y la cantidad de vapor necesaria para
mover las turbinas. Cuando la demanda descendiera —en los domingos soleados, por
ejemplo— la presión aumentaría hasta poner a la caldera en peligro de explosión y,
en los períodos de máxima demanda, la presión caería en picado, siendo imposible
suministrar la energía pedida. Por este motivo, los ingenieros utilizan sistemas de
control activo que, como explicábamos en el capítulo 4, incorporan sensores. En el
caso de la central, el sensor de presión o temperatura registraría cualquier desviación
respecto a las condiciones óptimas empleando una pequeña cantidad de la energía del
sistema para modificar el ritmo de quemado del combustible.
La permanencia del valor de la concentración de oxígeno señala, por lo tanto, la
presencia de un sistema de control activo, provisto presumiblemente de algún
mecanismo de detección y señalización de las desviaciones respecto a la
concentración óptima, ligado quizá a los procesos de producción de metano y de
enterramiento de carbono. Una vez que la materia orgánica alcanza las zonas
anaeróbicas profundas, o se convierten en metano o son enterrados. En la actualidad,
la cantidad de carbono utilizado para producir esa cifra anual de 1000 megatoneladas
es veinte veces superior al carbono enterrado. De ello se desprende que cualquier
mecanismo capaz de modificar esta proporción será un eficaz regulador del oxígeno.
Quizá, cuando la tasa de oxígeno atmosférico se hace excesiva, se genere algún tipo
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de señal que desencadene una mayor producción de metano; el paso de este gas
regulador a la atmósfera pronto restablecería el amenazado equilibrio.
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Fig. 6. Representación esquemática de la circulación de oxígeno y carbono entre los principales
depósitos de la atmósfera, los océanos y la corteza terrestre. Las cifras son de teramoles, que para el
carbono equivale a 12 megatoneladas y para el oxígeno a 32. Las cifras del interior de los círculos
indican flujos anuales. Las cifras de los depósitos, la atmósfera y las rocas sedimentarias son índice de
su tamaño. Observe cómo el carbono, que en sentido descendente marcha hacia los estratos
sedimentarios que se hallan bajo mares y pantanos, es devuelto a la atmósfera, sobre todo, en forma de
«gas de los pantanos», de metano.
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ozono por la acción de las aeronaves supersónicas y los productos contenidos en los
aerosoles. De hecho, si los óxidos de nitrógeno destruyen el ozono, la naturaleza
agrede a la antedicha capa desde hace mucho, pero que mucho tiempo. Un exceso de
ozono sería tan malo como carecer de él; el ozono, del mismo modo que los demás
componentes de la atmósfera, tiene también un óptimo deseable. Si se incrementara
en cuantía superior al 15 por ciento se producirían repercusiones negativas en el
clima. Sabemos además, con toda certeza, que la radiación ultravioleta tiene aspectos
útiles y beneficiosos, y una capa de ozono más densa podría impedir su llegada a la
Tierra en dosis suficientes. En los seres humanos, la vitamina D se forma en la piel a
resultas de la acción ejercida sobre ella por los rayos ultravioletas. Si una radiación
ultravioleta excesiva puede favorecer el cáncer de piel, su debilitamiento producirá
raquitismo con toda seguridad. Aunque la producción de óxido nitroso por parte de
los indicados microorganismos no nos beneficie directamente, la radiación
ultravioleta de bajo nivel podría ser de importancia para otras especies en procesos
aún por descubrir. Como regulador al menos —junto a otro gas atmosférico de origen
biológico recientemente descubierto, el cloruro de metileno— podría ser valioso. El
sistema de control de Gaia incluiría también un medio para detectar la cantidad de
ultravioleta filtrada a través de la capa de ozono, regulándose en consecuencia la
producción de óxido nitroso.
Otro gas nitrogenado que la atmósfera y los mares producen en abundancia es el
amoníaco. Aunque es un gas de difícil medida, se calcula que su producción no es
inferior a las 1000 megatoneladas anuales, tarea para la cual la biosfera (el amoníaco
es ahora exclusivamente de origen biológico) consume gran cantidad de energía. La
función de este gas es, casi con toda seguridad, controlar la acidez ambiental.
Teniendo en cuenta los ácidos que la oxidación del nitrógeno y el azufre producen, el
amoníaco generado por la biosfera es justamente el necesario para mantener
alrededor de 8 el pH de la lluvia, cifra óptima para la vida. De faltar el amoníaco, este
pH caería hasta un valor de 3, acidez comparable a la del vinagre; esto ya sucede en
ciertas partes de Escandinavia y de Norteamérica, con efectos desastrosos para el
desarrollo vegetal. La causa de este fenómeno serían los humos desprendidos por la
combustión de los combustibles industriales y domésticos en áreas densamente
pobladas: la mayoría de estos combustibles contienen azufre que, expelido a la
atmósfera, vuelve al suelo con la lluvia en forma de ácido sulfúrico.
La vida tolera una cierta acidez; de ello son prueba los jugos digestivos de
nuestros estómagos. Un entorno tan ácido como el vinagre, sin embargo, se halla muy
lejos de ser el ideal. Es verdaderamente una suerte que los ácidos y el amoníaco estén
equilibrados, que la lluvia no sea ni demasiado ácida ni demasiado alcalina. Si
aceptamos la hipótesis del mantenimiento activo de este equilibrio mediante el
sistema cibernético de control de Gaia, el costo energético de la producción
amoniacal habrá de cargarse a la cuenta total de la fotosíntesis.
El constituyente más abundante de la atmósfera es, con gran diferencia, el
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nitrógeno gaseoso; supone el 79 por ciento del aire respirable. Los dos átomos de su
molécula están unidos por un enlace químico de los más potentes, lo que le confiere
una notable falta de reactividad. Se ha acumulado en la atmósfera a causa de la
acción de las bacterias fijadoras de nitrógeno y de otros procesos biológicos. Ciertos
procesos inorgánicos, como las tormentas, lo devuelven lentamente al mar, su hábitat
natural.
Pocos se percatan de que no es el gas la forma estable del nitrógeno, sino el ion
nitrato disuelto en el mar. Como vimos en el capítulo 3, si la vida desapareciera, la
mayor parte del nitrógeno atmosférico terminaría por combinarse con el oxígeno
volviendo al mar en forma de nitrato. ¿Qué ventajas obtiene la biosfera de bombear
nitrógeno a la atmósfera además del mantenimiento del equilibrio químico? En
primer lugar, la estabilidad del clima quizá requiera la actual densidad atmosférica y
el nitrógeno resulta conveniente para incrementar la presión. En segundo, un gas de
reactividad escasa como el nitrógeno es lo más adecuado para diluir el oxígeno del
aire; como hemos visto en páginas anteriores, una atmósfera de oxígeno puro tendría
consecuencias desastrosas. En tercer lugar, si la totalidad del nitrógeno estuviera en
los mares como ion nitrato, el siempre delicado problema de mantener la salinidad lo
bastante baja para permitir la vida, empeoraría. Como veremos en el capítulo
siguiente, la membrana celular es extremadamente vulnerable a la salinidad de su
entorno; una salinidad total por encima de 0,8 molar la destruye, con independencia
de que se trate de cloruro, de nitrato o de una mezcla de ambos. Si todo el nitrato
estuviera en los mares como ion nitrato, la molaridad pasaría de 0,6 a 0,8: ello
significaría la incompatibilidad del agua marina con casi todas las formas conocidas
de vida. Señalemos finalmente que además de su efecto sobre la salinidad marina, las
concentraciones altas de nitrato son venenosas. La adaptación a un entorno con fuerte
contenido de nitratos habría sido más difícil y más onerosa enérgicamente para la
biosfera que el simple almacenamiento del nitrógeno en la atmósfera, donde además
resulta de cierta utilidad. Cualquiera de las posibilidades expuestas podría, pues,
constituir un motivo válido para justificar la existencia de los procesos biológicos que
transportan nitrógeno desde la superficie a la atmósfera.
La cuantía de un gas atmosférico no es, evidentemente, medida de importancia. El
amoníaco, por ejemplo, cien millones de veces menos abundante que el nitrógeno,
tiene una función reguladora tan importante como la de este. En realidad, la
producción anual de amoníaco es tan cuantiosa como la de nitrógeno, pero su
remoción es mucho más rápida. La abundancia de los gases de la atmósfera depende
mucho más de su tasa de reactividad que de su tasa de producción, como demuestra
el hecho de que los gases menos abundantes suelan ser actores principales en los
procesos de la vida.
El descubrimiento de las intrincadas reacciones químicas acaecidas entre los
gases de la atmósfera ha sido una de las aportaciones más valiosas de la química
moderna. Sabemos ahora, por ejemplo, que gases vestigiales como el hidrógeno y el
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monóxido de carbono son productos intermedios de la reacción entre el metano y el
oxígeno, pudiendo, por lo tanto, ser también considerados gases biológicos como sus
progenitores. Otros muchos gases activos —ozono, óxido nítrico, dióxido de
nitrógeno— caen dentro de esta categoría; en ella están también unas substancias
muy reactivas de vida efímera, denominadas por los químicos radicales libres. Uno es
el radical metilo, primer producto de la oxidación del metano. Unos 1000 millones de
toneladas pasan anualmente por la atmósfera, aunque en razón de su cortísima vida
—menos de un segundo— no suele haber más de uno por centímetro cúbico de aire.
No es este el lugar apropiado para describir detalladamente la compleja química de
tales substancias, pero resultan interesantes para quienes quieran saber algo más de
los gases atmosféricos.
Los así llamados gases nobles y raros del aire no son particularmente raros ni
enteramente nobles. Hubo una época en la que se les suponía resistentes al ataque de
cualquier agente químico; en otras palabras, pasaban el test del ácido como esos
metales también calificados de nobles (oro y platino). Hoy se sabe que el kriptón y el
xenón forman compuestos. El gas más abundante de este grupo es el argón que, con
el helio y el neón, supone casi el 1 por ciento de la atmósfera, lo que parece en
contradicción con el remoquete de raro. Estos gases inertes son de inequívoco origen
inorgánico y resultan de utilidad para establecer con mayor claridad el inerte telón de
fondo contra el que destaca la vida.
Los gases producidos por la actividad humana —los fluorocarburos, por ejemplo
— proceden fundamentalmente de la industria química; ni que decir tiene que no
aparecieron en el aire hasta la llegada de la era industrial. Son también buena prueba
de la presencia de vida activa. Tras descubrir propelentes de aerosol en nuestra
atmósfera, un visitante del espacio exterior tendría pocas dudas sobre la existencia de
vida inteligente en nuestro planeta. Nuestro persistente y autoimpuesto apartamiento
de la naturaleza suele hacernos pensar que los productos industriales están en las
antípodas mismas de lo «natural»: en realidad, habida cuenta de que son el resultado
de la actividad de un grupo de seres vivos, la especie humana, resultan a la postre tan
naturales como todos los demás compuestos químicos de la Tierra. Obviamente en
ocasiones son productos agresivos, peligrosos o incluso letales, como los gases
nerviosos, pero ninguno de ellos supera en toxicidad a la toxina fabricada por el
bacilo botulinum.
Llegamos por último a esos dos componentes esenciales de la atmósfera y de la
vida misma, el dióxido de carbono y el vapor de agua. Su importancia para la vida es
fundamental, pero es difícil determinar si están regulados biológicamente. Para la
mayoría de los geoquímicos, el contenido atmosférico de CO2 (0,03 por ciento) se
mantiene constante a corto plazo gracias a sencillas reacciones con el agua del mar.
O, para satisfacer a los de gustos más técnicos: el dióxido de carbono y el agua están
en equilibrio con el ácido carbónico y su anión disuelto.
La cantidad de CO2 que, libremente fijada de este modo, contienen los océanos,
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es casi cincuenta veces superior a la del aire. Si la tasa atmosférica disminuyera por
una u otra causa, bastaría liberar una pequeña parte de la enorme reserva oceánica
para restablecer la normalidad. En nuestra época, por contra, el CO2 de la atmósfera
está aumentando debido al quemado de combustibles fósiles. Suponiendo que
mañana interrumpiéramos el consumo de estos combustibles, no haría falta mucho
tiempo (quizá unos treinta años) para que este incremento desapareciera,
restableciéndose el equilibrio entre la cantidad de gas del aire y de bicarbonato en el
mar. A consecuencia del quemado de combustibles fósiles, el CO2 del aire ha
aumentado aproximadamente un 12 por ciento. En el capítulo 7 se examinan las
consecuencias de esta modificación causada por el hombre.
Si Gaia regula el CO2, es más probable que lo haga indirectamente, ayudando al
restablecimiento del equilibrio, que oponiéndose frontalmente al aumento del gas.
Volviendo a nuestra analogía de la playa, se trataría de alisar deliberadamente un área
irregular antes de empezar a construir el castillo. No resulta fácil, sin embargo,
distinguir entre estados de equilibrio naturales e inducidos; podríamos estar ante uno
de esos veredictos basados exclusivamente en pruebas circunstanciales.
A largo plazo (es decir, en la escala temporal geológica) creemos, con Urey, que
el equilibrio entre las rocas silíceas y carbonatadas del suelo marino y la corteza
terrestre proporcionará reservas de CO2 aún mayores, asegurando un nivel constante
de este gas. Siendo así las cosas, ¿se necesita la intervención de Gaia? La respuesta es
que podría ser muy necesaria si los ajustes no se realizan con la celeridad suficiente
para el conjunto de la biosfera. Es algo parecido a la situación de quien una mañana
invernal no puede salir de casa porque la nieve bloquea la puerta. Sabe, naturalmente,
que el obstáculo terminaría por desaparecer espontáneamente, pero ello no le impide
apresurarse a retirarlo.
Son muchos los signos de impaciencia que, en el caso del CO2, muestra Gaia ante
la lentitud del restablecimiento del equilibrio. En la mayoría de los seres vivos se
detecta la enzima anhidrasa carbónica, cuya función es acelerar la reacción entre el
dióxido de carbono y el agua; los lechos marinos reciben una constante lluvia de
conchas, ricas en carbonatos, que eventualmente forman conglomerados de roca creta
o caliza, impidiéndose así el estancamiento del CO2 en las capas superficiales del
mar; finalmente, el doctor A. E. Pringwood ha sugerido que la incesante
fragmentación del suelo y las rocas causada, en mayor o menor grado, por todas las
formas de vida acelera la reacción entre el dióxido de carbono, el agua y las rocas
carbonatadas.
No parece descabellado pensar que, sin la interferencia de la vida, el CO2 se
acumularía en el aire hasta alcanzar niveles peligrosos. En cuanto gas «invernadero»,
su presencia junto al vapor de agua en la atmósfera contemporánea eleva
notablemente la temperatura: si, a causa de la combustión de combustibles fósiles, el
nivel de CO2 creciera demasiado rápidamente para las fuerzas inorgánicas del
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equilibrio, la amenaza de sobrecalentamiento podría resultar seria, pero, por fortuna
este gas «invernadero» interactúa intensamente con la biosfera. El CO2 no es solo
fuente de carbono para la fotosíntesis; son muchos también los organismos
heterótrofos (es decir, no fotosintéticos) que lo captan de la biosfera y lo convierten
en materia orgánica. Hasta los animales —cuya respiración es, desde luego fuente de
CO2— incorporan a sus organismos pequeñas cantidades de este gas atmosférico. En
realidad, cuanto mayor parece ser la importancia de los procesos del equilibrio
inorgánico en la determinación de la cuantía atmosférica de un gas, mayor puede ser
su interacción con la biosfera, y ello no es de extrañar si se piensa que esta controla
activamente su entorno y utiliza las condiciones dadas en su propio beneficio.
La relación de la biosfera con el dióxido de hidrógeno, esa substancia versátil y
extraña, también conocida como agua, sigue un modelo parecido aunque es todavía
más fundamental. Aunque el ciclo del agua —de los océanos a la atmósfera y de esta
a las masas de tierra— extrae su energía básicamente de la radiación solar, la vida
participa a través del proceso de transpiración. La luz del Sol puede evaporar agua de
los mares, agua cuyo destino es precipitarse sobre la tierra, pero lo que la luz solar no
hace espontáneamente en la superficie de la Tierra es separar el oxígeno del agua ni
establecer las reacciones que determinan la síntesis de substancias y estructuras
complejas.
La Tierra es el planeta del agua. Sin ella no habría aparecido la vida, dependiente
aún por completo de su imparcial generosidad. Es el trasfondo último de referencia.
Todas las desviaciones del equilibrio podrían ser consideradas como desviaciones del
nivel de referencia-agua. Las propiedades de acidez, alcalinidad y potenciales redox
son estimadas en relación a la neutralidad del agua. La especie humana toma el nivel
medio del mar como base de referencia a partir de la cual se miden alturas y
profundidades. De igual modo que el CO2, el vapor de agua tiene las propiedades de
un gas invernadero e interactúa intensamente con la biosfera. Si aceptamos la
proposición de que la vida controla y adapta activamente el entorno atmosférico
según sus necesidades, su relación con el vapor de agua ilustra nuestra conclusión de
que las incompatibilidades de los ciclos biológicos y el equilibrio inorgánico son más
aparentes que reales.
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6 El mar
Como Arthur C. Clarke ha señalado: «Qué inapropiado llamar Tierra a este planeta,
cuando es evidente que debería llamarse Océano». Casi tres cuartas partes de la
superficie de nuestro mundo son mares; a ello se debe el que, cuando es fotografiado
desde el espacio, presente ese maravilloso aspecto de esfera azul zafiro moteada por
albos vellones de nubes y tocada del brillante blanco de los campos de hielo polares.
La belleza de nuestro hogar contrasta fuertemente con la apagada uniformidad de
nuestros inertes vecinos, Marte y Venus, carentes del abundante manto acuático de la
Tierra.
Los océanos, esas inmensas extensiones de profundas aguas azules, son mucho
más que algo deslumbrante para quien los contempla desde el espacio. Son piezas
maestras en la máquina de vapor planetaria que transforma la energía radiante del Sol
en movimientos del aire y el agua, los cuales, a su vez, distribuyen esta energía por
todos los rincones del mundo. Los océanos constituyen colectivamente un enorme
depósito de gases disueltos de gran importancia a la hora de regular la composición
del aire que respiramos; ofrecen, además, morada estable a la vida marina,
aproximadamente la mitad de toda la materia viva.
No estamos seguros de cómo se formaron los océanos. Fue hace tan largo tiempo
—mucho antes del inicio de la vida— que muy poca información geológica del
proceso ha llegado hasta nosotros. Se han formulado multitud de hipótesis sobre la
forma de los océanos primigenios; se ha mantenido incluso que, en épocas remotas,
los mares cubrían todo el planeta: no existían ni tierras ni aguas someras, aparecidas
con posterioridad. Si esta hipótesis se confirmara, habríamos de revisar las
concernientes al origen de la vida. Hay sin embargo, todavía, acuerdo general
respecto a que el primer paso en la formación de los océanos se dio cuando el
recientemente constituido planeta exhaló grandes masas de gases desde su interior; el
segundo y definitivo tuvo lugar cuando el planeta se hubo calentado lo suficiente para
destilar de ellos la atmósfera y los océanos primordiales.
La historia de la Tierra anterior a la vida no nos ayuda directamente en nuestra
búsqueda de Gaia; más interés y relevancia tiene la estabilidad fisicoquímica de los
océanos a partir de la aparición de la vida. Hay pruebas de que, durante los últimos
tres eones y medio, mientras los continentes se desgarraban y se recomponían, los
hielos polares se licuaban y volvían a helarse y el nivel del mar subía y bajaba, el
volumen total de agua, a pesar de todas las metamorfosis, permanecía inmutable. La
profundidad media actual de los océanos es de 3200 metros (2 millas
aproximadamente), aunque en ciertas fosas se alcanzan los 10 000 metros (unas 6
millas). El volumen total de agua se cifra en torno a los 1,2 miles de millones de
kilómetros cúbicos (300 millones de millas cúbicas), estando su peso próximo a los
1,3 millones de megatoneladas.
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Estas descomunales cifras han de ser vistas en perspectiva. Aunque el peso de los
océanos es 250 veces el de la atmósfera, representa solamente una parte por cuatro
mil del peso de la Tierra. En un globo terráqueo de 30 centímetros de diámetro, la
profundidad oceánica media sería poco más que el grosor del papel de este libro y la
más profunda de las fosas marinas se convertiría en una incisión de un tercio de
milímetro. Suele afirmarse que la oceanografía, el estudio científico del mar, la inició,
hace aproximadamente un siglo, el viaje del Challenger, navío dedicado a la
investigación y desde el cual se llevó a cabo la primera investigación sistemática de
todos los océanos del mundo. Su programa de trabajo incluía observaciones sobre
física, química y biología marinas. A pesar de este prometedor comienzo
multidisciplinar, la oceanografía se ha ido fragmentando progresivamente en
subespecialidades separadas (biología marina, oceanografía química, geofísica
oceánica y otros híbridos), cuyo número coincide exactamente con el de los
especialistas dispuestos a defenderlas como cotos exclusivos. Y, sin embargo, a
despecho de todo esto, la oceanografía ha sido una ciencia comparativamente menor.
Casi todas sus aportaciones de peso están fechadas después de la segunda guerra
mundial; el aguijón, casi siempre, la competencia internacional por las fuentes de
alimentos, energía y ventajas estratégicas. Solo en fecha muy próxima parece
reavivarse el espíritu de la expedición del Challenger con su concepto del mar como
entidad indivisible. La física, la química y la biología de los océanos vuelven a ser
consideradas partes interdependientes de un vasto proceso global.
Un punto de partida práctico para nuestra búsqueda de Gaia en los océanos es
preguntarnos porqué son saladas sus aguas. La respuesta hasta hace bien poco
considerada de rigor (sin duda continúa apareciendo en muchos textos y
enciclopedias), solía ser que debido a las pequeñas cantidades de sal que lluvias y ríos
arrastraban hasta ellos. Sus capas superficiales, evaporadas, volverían a las tierras en
forma de lluvia, pero la sal, una substancia no volátil, iría acumulándose poco a poco
en sus aguas, cuya salinidad aumentaría más y más con el tiempo. Esta respuesta es
perfectamente coherente con la explicación tradicional de por qué el contenido de sal
de los fluidos corporales de las criaturas vivas —incluyendo los de nuestra propia
especie— es inferior al de los océanos; expresado este en tanto por ciento (el número
de partes en peso de sal por cien partes de agua), es aproximadamente del 3,4,
mientras que el de nuestra sangre es tan solo del 0,8 por ciento: cuando empezó la
vida los fluidos internos de los organismos marinos estaban en equilibrio con el mar
o, dicho de otra forma, la salinidad de su medio interno y la salinidad de su entorno
eran idénticas. Pasaron millones de años y la vida, en uno de sus saltos evolutivos,
mandó emisarios desde el mar para colonizar la tierra. La salinidad interna de estos
organismos, afirma la teoría, quedó por así decir, fosilizada, detenida en el punto que
había alcanzado cuando salieron del mar, en tanto que la de este continuaba
aumentando. Aquí residiría, según dicha explicación, la diferencia entre la salinidad
de los líquidos orgánicos y la del mar.
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De ser acertada, la teoría de la acumulación de la sal nos permitiría calcular la
edad de los océanos. No hay dificultad en establecer la cuantía total de la sal que
contienen actualmente:
Suponiendo que la masa de esta substancia arrastrada por lluvias y ríos cada año
ha permanecido más o menos constante, una sencilla división nos daría la respuesta.
Al mar llegan unas 540 megatoneladas de sal anualmente; el volumen total de las
aguas marinas es de 1,2 miles de millones de kilómetros cúbicos; la salinidad media
es del 3,4 por ciento. Todo ello nos llevaría a cifrar la edad de los océanos en unos 80
millones de años, cifra en absoluta disconformidad con toda la paleontología. No
queda otro remedio, pues, que empezar de nuevo.
Ferren MacIntyre ha señalado recientemente que la sal de los mares no procede
exclusivamente de la arrastrada por las aguas continentales; cita un antiguo mito
nórdico según el cual el mar es salado porque en el fondo hay un molino de sal
girando eternamente. Este mito no andaba demasiado lejos de la verdad: ahora
sabemos que, de cuando en cuando, el pastoso magma del interior de la Tierra se abre
camino a través del fondo oceánico. Este proceso, parte del mecanismo responsable
del desplazamiento de los continentes, significa un aporte adicional de sal.
Sumándola a la que las aguas arrastran y repitiendo nuestro cálculo la edad de los
océanos pasa a ser de 60 millones de años. El arzobispo Usher, figura destacada de la
iglesia protestante irlandesa del siglo XVII, dedujo la edad de la Tierra basándose en la
cronología del Antiguo Testamento: según sus cálculos, la Creación había tenido
lugar el año 4004 antes de Cristo. Estaba equivocado, pero tomando como referencia
la verdadera escala temporal, sus conclusiones no son menos descabelladas que cifrar
la edad de los océanos en 60 millones de años.
Parece haber una razonable certeza de que la vida comenzó en el mar; por otra
parte, los geólogos han aportado pruebas sobre la existencia de organismos sencillos,
bacterias probablemente, hace casi tres eones y medio: esta sería, al menos, la edad
de los océanos. Tal supuesto es congruente con las estimaciones de la edad de la
Tierra obtenidas a partir de las medidas de los niveles de radiactividad, según los
cuales son unos cuatro eones y medio —4500 millones de años— el tiempo
transcurrido desde su formación. Los datos geológicos indican así mismo que la
salinidad de los mares no ha variado gran cosa desde su aparición y la eclosión de la
vida en ellos; no lo bastante, en cualquier caso, para explicar la diferencia entre su
nivel actual y el de nuestra sangre.
Son estas las discrepancias que nos obligan a repensar completamente la cuestión
de por qué los mares son salados. Estamos aceptablemente seguros de las cantidades
de sal aportadas por el «lavado» continental (lluvias y ríos) y por las erupciones a
través del suelo oceánico (el «molino de sal»): la salinidad de los mares, sin embargo,
no ha aumentado todo lo que cabría esperar de la teoría acumulativa. Parece
necesario concluir, por tanto, la existencia de un «filtro» para la sal que la hace
desaparecer de los océanos en la misma medida que llega a ellos. Antes de formular
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nuestras especulaciones sobre la naturaleza de este filtro y sobre el destino de la sal
que capta, hemos de considerar ciertos aspectos de la física, la química y la biología
marinas.
El agua del mar es una sopa ligera, aunque de muchos ingredientes, compuesta
por organismos vivos o muertos y por substancias inorgánicas disueltas o en
suspensión. De entre las disueltas, las más abundantes son sales inorgánicas (en el
lenguaje de la química, el término «sal» describe una clase de substancias de la que el
cloruro sódico, la sal común, es solo un ejemplo). La composición del agua del mar
es diferente según los lugares y, además, varía de una profundidad a otra; aunque en
términos de salinidad total las diferencias son pequeñas, tienen suma importancia en
la interpretación detallada de los procesos oceánicos. Habida cuenta, sin embargo, de
que nuestro propósito actual es discutir los mecanismos generales del control de la
sal, podemos considerarlas no significativas.
Una muestra promedio de agua marina contiene el 3,4 por ciento de sales
inorgánicas por kilogramo de peso. De esta cantidad, el 90 por ciento
aproximadamente es cloruro sódico, si bien tal afirmación no es rigurosamente exacta
en términos científicos: cuando las sales inorgánicas están disueltas en agua se hallan
escindidas en partículas de tamaño atómico y cargas eléctricas opuestas denominadas
iones. El cloruro sódico, por su parte, se fragmenta en un ion sodio, positivo y un ion
cloruro, negativo, que se mueven más o menos independientemente entre las
moléculas de agua circundantes. Aunque tal comportamiento pueda parecer
sorprendente —las cargas eléctricas de signo opuesto se atraen entre sí,
permaneciendo por lo general enlazadas en forma de pares iónicos— se debe a que el
agua tiene la propiedad de debilitar grandemente las fuerzas eléctricas de atracción
entre iones de carga opuesta. Si mezclamos las soluciones acuosas de dos sales
distintas (cloruro sódico y sulfato de magnesio por ejemplo), todo lo que podremos
decir respecto de la composición de la solución resultante es que se trata de una
mezcla de cuatro iones: sodio, magnesio, cloruro y sulfato. En condiciones adecuadas
es más sencillo extraer de la mezcla sulfato de sodio y cloruro de magnesio que
recuperar las sales iniciales.
Estrictamente hablando, es por lo tanto incorrecto decir que el agua del mar
«contiene» cloruro de sodio: contiene los iones constitutivos del cloruro de sodio.
Hay también en ella iones magnesio y sulfato, además de pequeñas cantidades de
iones calcio, bicarbonato y fosfato encargados de funciones indispensables en los
procesos biológicos marinos.
Uno de los requerimientos menos conocidos de la célula viva es que, salvo raras
excepciones, ni su salinidad interna ni la de su entorno pueden exceder por más de
algunos segundos un valor del 6 por ciento. Pocas son las criaturas que toleran una
tasa de sal superior a esta (son características de estanques y lagos salobres); tan
escasas y excepcionales son como los microorganismos capaces de sobrevivir al agua
hirviente. Sus especialísimas adaptaciones se han realizado con permiso del resto del
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mundo viviente, que les suministra oxígeno y alimento en la forma adecuada y
asegura la transferencia de estos artículos de primera necesidad al estanque salobre o
al arroyo caliente. Sin tales ayudas, tan extrañas criaturas no podrían sobrevivir a
pesar de haberse adaptado espectacularmente a sus casi letales hábitats.
Las artemias[*] de los estanques salobres, por ejemplo, poseen un caparazón
extraordinariamente recio, tan impermeable al agua como el casco de un submarino;
gracias a él pueden mantener una salinidad interna similar a la nuestra —alrededor
del 1 por ciento— viviendo en aguas muy saladas. De no ser por su resistente
recubrimiento, estas criaturas desaparecerían en cosa de pocos segundos, porque el
agua de sus fluidos orgánicos, poco salados, escaparía hacia el agua mucho más
salada del estanque para diluirla; esta tendencia del agua a desplazarse de la solución
salina más débil a la más fuerte es un ejemplo de lo que los químicos físicos llaman
osmosis. Este proceso tiene lugar siempre que una solución salina —o de cualquier
otro tipo— de baja concentración esté separada de otra solución más concentrada por
una membrana permeable al agua pero no a la sal. El agua fluye a su través desde la
solución débil a la fuerte para que la concentración de esta disminuya. Si no hay nada
que lo impida, el proceso continúa hasta que las dos soluciones quedan equilibradas.
Este flujo puede inhibirse aplicando una fuerza mecánica opuesta a él. La fuerza
oponente recibe el nombre de presión osmótica; depende de la naturaleza de la
substancia disuelta y de la diferencia entre las concentraciones de las dos soluciones.
La presión osmótica puede llegar a ser considerable. Si el caparazón de la artemia
mencionada permitiera el paso del agua, la presión que el animal tendría que ejercer
para evitar la deshidratación sería, aproximadamente, de 150 kilogramos por
centímetro cuadrado (2300 libras por pulgada cuadrada), presión equivalente a la
ejercida por una columna de agua de una milla de alto. Dicho de otra forma: si la
artemia hubiera de extraer el agua que su organismo necesita del salobre entorno,
forzando un flujo de líquido en contra del gradiente de concentración, habría de
disponer de un órgano de bombeo con capacidad para subir agua desde un pozo de
una milla de profundidad. La presión osmótica es, por consiguiente, consecuencia de
una salinidad interna diferente a la externa. Suponiendo que ambas concentraciones
están por debajo del nivel crítico del 6 por ciento, la mayoría de los organismos vivos
resuelven fácilmente el problema de ingeniería planteado. El nivel absoluto es lo que
importa, porque, frente a una salinidad —externa o interna— superior al 6 por ciento,
las células se hacen literalmente pedazos.
Los procesos de la vida consisten fundamentalmente en interacciones entre
macromoléculas. Habitualmente, la secuencia de acontecimientos está programada
hasta el menor detalle: dos macromoléculas empezarían quizá por aproximarse,
adoptarían las posiciones adecuadas, permanecerían juntas durante un rato (fase en la
que podrían realizarse intercambios de material) y se separarían. Para lograr una
colocación adecuada son de gran ayuda las cargas eléctricas situadas en diversos
puntos de cada macromolécula. Las zonas cargadas positivamente de una se
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amalgaman con las áreas cargadas negativamente de la otra. Cuando se trata de
sistemas vivientes, estas interacciones tienen invariablemente lugar en un medio
acuoso, donde la presencia de iones disueltos modifica la atracción eléctrica natural
entre las macromoléculas, haciendo posible que puedan aproximarse y colocarse con
la debida facilidad y un alto grado de precisión.
En efecto: las áreas negativas de la macromolécula quedan rodeadas de iones
positivos y las áreas positivas de iones negativos. Estos conglomerados iónicos
actúan como una suerte de pantalla que neutraliza parcialmente la carga a cuyo
alrededor se sitúan, reduciendo de este modo la atracción entre las dos
macromoléculas. A mayor concentración de sal, más intenso será el efecto pantalla de
los iones y más débiles resultarán las fuerzas de atracción. Una salinidad demasiado
alta perjudicará a las interacciones, y ello a su vez repercutirá sobre las
correspondientes funciones celulares. Si, por el contrario, la concentración de sal es
excesivamente baja, las fuerzas de atracción entre macromoléculas contiguas podrían
llegar a ser irresistibles, la separación no se produciría y las consecuencias serían tan
negativas como las del supuesto anterior.
Las fuerzas eléctricas encargadas de mantener la integridad de la capa externa de
la membrana celular viva son semejantes a las que acabamos de describir. La
membrana tiene, entre otras funciones, la de garantizar que la salinidad del medio
intracelular no sobrepase los límites permisibles. Muy poco menos sutil que una
pompa de jabón, ofrece una protección comparable a la del casco de un buque frente
al agua o a la del fuselaje de un avión respecto a la atmósfera, aunque la estanqueidad
celular se logra por medios bien distintos a la proporcionada por el casco de un barco:
este trabaja mecánica y estáticamente, mientras la membrana celular hace uso activo,
dinámico, de los procesos bioquímicos.
La delgada película que encapsula toda célula viviente incorpora bombas de
iones, capaces de impulsar hacia el exterior los que no convengan y de introducir en
la célula los precisos a sus necesidades. Los potenciales eléctricos aseguran a la
membrana la flexibilidad y la fortaleza necesarias para llevar a buen fin este
cometido. Si la concentración de sal a uno u otro lado de la membrana sobrepasa ese
nivel crítico del 6 por ciento, el efecto pantalla de los iones que rodean las cargas
eléctricas responsables de la integridad de la membrana se intensifica, el potencial
desciende, la debilitada membrana se desintegra y la célula se hace trizas. Salvo para
las membranas altamente especializadas de las bacterias halófilas[**] (amantes de la
sal) cuyo hábitat está en estanques o lagos salobres, las células de todas las demás
criaturas vivientes se hallan sometidas a este límite de salinidad.
Entendemos ahora porqué los organismos vivos, tan profundamente dependientes
del correcto funcionamiento de los fenómenos bioeléctricos, pueden sobrevivir tan
solo si la salinidad del medio se mantiene dentro de límites seguros, especialmente en
lo tocante al límite superior, al crítico 6 por ciento. A la luz de todo esto, la pregunta
¿por qué es salado el mar?, empieza a parecemos menos interesante. El lavado
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continental y las irrupciones de magma a través del suelo oceánico explican
fácilmente el actual nivel de salinidad de los mares. La pregunta ahora obligada es:
¿por qué no es el mar más salado? Entreviendo a Gaia, yo contestaría: porque desde
el comienzo de la vida, la salinidad de los océanos ha estado bajo control biológico.
La siguiente pregunta, obviamente, es: ¿cómo? Es este precisamente el quid de la
cuestión, porque necesitamos investigar y reflexionar no sobre cómo llega la sal a los
océanos, sino sobre cómo sale de ellos. Estamos nuevamente en nuestro filtro,
buscando un proceso de eliminación de sal que, si nuestra creencia en la intervención
de Gaia tiene fundamento, habrá de conectar de algún modo con la biología de los
mares.
Volvamos a plantear el problema. De que la salinidad del agua marina ha
cambiado muy poco en cientos de millones —si no son miles de millones— de años
hay pruebas comparativamente fiables, tanto directas como indirectas. De lo
conocido sobre el nivel de salinidad tolerado por los organismos vivientes que han
poblado los mares durante tan dilatados períodos, podemos inferir que, en ningún
caso, la salinidad ha podido estar por encima del 6 por ciento (el nivel actual es del
3,4 por ciento) y que, alcanzando simplemente el 4 por ciento, la vida marina se
hubiera desarrollado a través de criaturas bien distintas a las reveladas por el registro
geológico. Y, sin embargo, la cantidad de sal que lluvias y ríos arrastran hacia el mar
durante cada 80 millones de años es idéntica a toda la sal actualmente contenida en
los océanos. Si este proceso hubiera continuado sin trabas no habría hoy océano que
no fuera un Mar Muerto, una masa de agua saturada de sal absolutamente hostil a
cualquier forma de vida.
Ha de existir, por consiguiente, un medio para ir eliminando la sal a medida que
llega. Los oceanógrafos están seguros de ello desde hace mucho y han intentando
descubrirlo en varias ocasiones. Casi todas las teorías se basan esencialmente en
mecanismos inorgánicos inertes, aunque ninguna ha obtenido aceptación general.
Broecker ha señalado que la remoción de las sales de sodio y magnesio es uno de los
grandes misterios no resueltos de la oceanografía química. Son dos, en realidad los
problemas a resolver, porque, en un medio acuoso, los iones positivos —sodio y
magnesio— están separados de los negativos —cloro y sulfato— y ha de tratarse
cada grupo independientemente. Para complicar aún más las cosas, la cantidad de
iones sodio y magnesio que el lavado continental aporta a los mares es superior a la
de iones cloro y sulfato; el exceso de carga positiva debido a la mayor cantidad de
iones sodio y magnesio queda compensado mediante iones aluminio y silicio,
cargados negativamente.
Broecker ha sugerido provisionalmente que el sodio y el magnesio son arrastrados
a los fondos oceánicos con la lluvia de detritos que incesantemente se precipita sobre
ellos, pasando a formar parte del sedimento o combinándose con los minerales del
lecho oceánico. Hasta la fecha, por desgracia, se carece de pruebas confirmatorias de
cualquiera de las dos posibilidades.
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Por lo que respecta a la remoción y destino de los iones negativos cloro y sulfato,
se aduce un mecanismo completamente diferente. Según Broecker, en los brazos de
mar aislados —el Golfo Pérsico, por ejemplo—, se evapora mayor cantidad de agua
que la ingresada por la lluvia o por los ríos. Si la evaporación se prolonga lo
necesario, las sales cristalizan en grandes depósitos, que los procesos geológicos se
encargarán eventualmente de cubrir y enterrar. Estos grandes mantos de sal aparecen
bajo las plataformas continentales y en algunos casos también en la superficie. La
escala temporal de estos procesos —cientos de millones de años— es por tanto
congruente con la evolución de la salinidad, salvo en un aspecto vital. Si suponemos
que la formación de brazos de mar aislados y los desgarramientos de la corteza
terrestre responsables del enterramiento de masas de sal se deben enteramente a
procesos inorgánicos, también hemos de aceptar su completa aleatoriedad, tanto
espacial como temporal. Podrían explicar el que la salinidad oceánica media hubiera
permanecido dentro de límites tolerados, pero no impedir las fluctuaciones letales,
consecuencia de la propia naturaleza aleatoria de los procesos de control.
Parece haber llegado el momento de preguntarnos si la presencia de la materia
viviente, tan abundante en los mares, pudo haber modificado el curso de los
acontecimientos y colabora todavía en la resolución de tan espinoso problema.
Empecemos revisando los posibles componentes vivos del mecanismo capaz de
realizar tales gestas ingenieriles a escala planetaria. La mitad, aproximadamente, de
la biomasa mundial se encuentra en el mar. La vida terrestre es, en su mayor parte,
bidimensional, está anclada a la superficie sólida por la acción de la gravedad. Los
organismos marinos y el mar tienen aproximadamente la misma densidad, la vida está
libre de las limitaciones de la gravedad y los pastos son tridimensionales. Las
primitivas formas de vida que, mediante el proceso conocido como fotosíntesis,
producen nutrientes y oxígeno a partir de la luz solar —energizando por consiguiente
el océano entero— son organismos de flotación libre, en contraste con los
fotosintetizadores terrestres, vegetales anclados al suelo. En los mares no hay árboles
ni hacen falta, y no existen los herbívoros de pastoreo, sino únicamente grandes
carnívoros de pastoreo, las ballenas, que se alimentan deglutiendo miríadas de los
diminutos crustáceos semejantes a los camarones conocidos colectivamente como
krill.
La secuencia de la vida marina se abre con los productores primarios, esos
incontables millones de plantas unicelulares de flotación libre, esa microflora
denominada fitoplancton por los biólogos que constituye el forraje de los animales
microscópicos cuyo conjunto configura el zooplancton. Este, por su parte, es sustento
de animales mayores y así sucesivamente, hasta llegar a las criaturas de máximo
tamaño y rareza. El mar, a diferencia de la tierra, está por lo tanto dominando
numéricamente por las diminutas protistas unicelulares, incluyendo algas y
protozoos. Medran tan solo en la capa superficial —hasta una profundidad de 100
metros— iluminada por el sol. Son dignos de mención los cocolitóforos, provistos de
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conchas de carbonato cálcico que a menudo contienen una gota de aceite (flotador y
despensa a la vez) y las diatomeas, algas de esqueleto silíceo. De estos organismos y
otros muchos se compone la flora compleja y variada de la denominada zona
eufótica.
Merece la pena examinar con cierto detalle el papel de las diatomeas en los
océanos. Son, de igual modo que los radiolarios, parientes cercanos suyos, de notable
belleza. Sus esqueletos de ópalo configuran una gran variedad de intrincados y
siempre exquisitos diseños. El ópalo es una forma especial, semipreciosa, del dióxido
de silicio —conocido habitualmente como sílice—, el componente principal de la
arena y del cuarzo. El silicio es uno de los elementos más abundantes de la corteza
terrestre: la mayoría de las rocas, de la creta al basalto, lo contienen en forma
combinada. Generalmente el silicio no es considerado como substancia de
importancia biológica —poco contiene nuestro organismo o lo que comemos— pero
es un elemento clave en la vida marina.
Broecker descubrió que menos del 1 por ciento de los minerales con silicio
arrastrados al mar por las aguas continentales queda en la superficie de este. En lagos
salobres, por otra parte, la proporción silicio/sal es mucho más alta que en el mar, tal
como cabría esperar de un entorno inerte cuyas condiciones se acercan a las del
equilibrio químico. Las diatomeas que asimilan el sílice florecen en los mares pero
no, obviamente, en los lagos saturados de sal; sus cortas vidas transcurren en las
aguas superficiales. Al morir, se hunden hasta el lecho oceánico, donde se apilan sus
esqueletos opalinos, añadiendo a las rocas sedimentarias unos 300 millones de
toneladas de sílice al año. El ciclo vital de estos organismos microscópicos da por
tanto cuenta de la deficiencia de silicio evidenciada en las capas superficiales del mar,
y contribuye a su pronunciada separación del equilibrio químico.
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Fig. 7. Radiolarios de las profundidades marinas recogidos por la expedición del Challenger. De
Haeckel, History of Creatlon, vol. 2.
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este mecanismo son demasiado pequeñas para dar cuenta directamente del filtro o
sumidero que buscamos, esta conexión entre la tasa de sedimentación de los
caparazones y los niveles de sal podría ser parte de un método para regular la
salinidad del mar.
Otra posibilidad muy diferente surge de la explicación dada por Broecker a la
remoción de cloruro y sulfato: sugiere este que el exceso de sal se acumula en forma
de salinas en bahías de aguas someras, lagos interiores y brazos de mar aislados,
donde la tasa de evaporación es rápida y el aporte de agua salada unidireccional.
Formulemos la audaz hipótesis de que los lagos salobres son consecuencia de la vida
marina: la regulación homeostática podría resolver la incógnita principal de la
propuesta de Broecker, cómo resulta tan estable un sistema de remoción de sal
aparentemente basado en la formación de salinas a consecuencia de fuerzas
inorgánicas por completo aleatorias.
La construcción de barreras del tamaño necesario para cerrar miles de millas
cuadradas de mar en las regiones tropicales puede parecer una obra de ingeniería muy
por encima de las posibilidades humanas y sin embargo, los arrecifes coralinos son,
con gran diferencia, de dimensiones superiores a las de cualquier estructura humana
(todavía mayor era la escala, en épocas remotas, de los arrecifes de estromatolitos).
Construidos a escala de Gaia, son murallas cuya altura se cifra en millas, y cuya
longitud alcanza los miles de millas, obra de una cooperativa de organismos
vivientes. ¿Es posible que la Gran Barrera, frente a la costa nororiental australiana,
forme parte de un proyecto inacabado de laguna de evaporación?
Este ejemplo de los resultados de la cooperación durante eones de unas criaturas
sumamente sencillas —incluso si carece de significado para la hipótesis Gaia— nos
estimula a especular sobre otras posibilidades. Hemos visto ya como los seres vivos
han modificado la atmósfera a nivel planetario. ¿Qué pensar de la actividad
volcánica, del desplazamiento de los continentes? Ambos son consecuencia de
convulsiones interiores, pero ¿está Gaia tras ellos? De ser así, ¿no ofrecerían
mecanismos adicionales para la construcción de lagunas, dejando aparte su efecto
primario sobre las fracturas de los lechos oceánicos y las transferencias de
sedimentos?
Las especulaciones de esta clase no son, en absoluto, tan descabelladas como
pudiera parecer a primera vista. Los oceanógrafos sospechan ya que los volcanes
submarinos pueden, en ocasiones, ser el resultado final de actividades biológicas, y
de una forma bastante directa. Buena parte del sedimento que se precipita sobre el
lecho oceánico es sílice casi puro; con el paso del tiempo, su acumulación se hace lo
suficientemente importante como para alabear la delgada roca plástica del suelo
oceánico, depositándose una cantidad adicional de sedimento en la concavidad
resultante. Entretanto, la conducción de calor desde el interior de la Tierra queda
impedida por este manto —progresivamente más grueso— de sílice, cuya estructura
abierta hace de él un buen aislante térmico, a la manera de una prenda de lana. La
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temperatura, pues, de la zona situada debajo del depósito silíceo aumenta, la roca
subyacente se ablanda más aún, la deformación se acentúa, se deposita más
sedimento y la temperatura asciende más y más. Se han establecido, pues, las
condiciones de una realimentación positiva. El calor se hace por fin lo
suficientemente intenso para fundir la roca del lecho oceánico, lo que produce un
vertido de magma al exterior. Así pudieron formarse las islas volcánicas, y quizás,
ocasionalmente, también las lagunas. En las aguas de menor profundidad cercanas a
las costas sedimentan grandes depósitos de carbonato de calcio, que a veces emergen
nuevamente en forma de creta o de caliza.
En otras ocasiones entran en contacto con las rocas calientes de las regiones
inferiores, donde actúan como fundente para las rocas, favoreciendo por tanto la
aparición de volcanes.
En un mar inerte, el sedimento preciso para desencadenar esta secuencia de
acontecimientos nunca se hubiera depositado en el lugar adecuado. Los planetas
muertos también poseen volcanes pero, a juzgar por el gran ejemplo marciano —
bautizado como Nix Olympus—, no tienen demasiado que ver con sus contrapartidas
terrestres. Si Gaia ha modificado el suelo oceánico lo ha hecho explotando una
tendencia natural, aprovechándose de ella. No sugiero, evidentemente, que todos los
volcanes, ni siquiera la mayoría, sean consecuencia de la actividad biológica, sino la
conveniencia de considerar la posibilidad de que la tendencia a las erupciones sea
explotada por la biota en favor de sus necesidades colectivas.
Fig. 8. Plataformas continentales de los océanos. Estas regiones, que ocupan un área de dimensiones
similares a las del continente africano, podrían ser claves en la homeostasis de nuestro planeta. Aquí se
entierra carbono, lo que mantiene el nivel de oxígeno atmosférico; son, además, fuente de muchos otros
componentes gaseosos y volátiles esenciales para la vida.
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Si la idea de la manipulación de fenómenos geológicos de grandes proporciones en
interés de la biosfera sigue pareciendo ofensiva para el sentido común, merece la
pena recordar que ciertos terremotos han sido consecuencia de una alteración en la
distribución del peso en una zona determinada provocada por la construcción de una
presa. El potencial de perturbación ligado a la masa sedimentaria de un arrecife
coralino es infinitamente mayor.
Nuestra discusión de la salinidad y su control es incompleta y muy general. No he
dicho prácticamente nada sobre las variaciones en el contenido de sal de un lugar del
océano a otro, ni sobre componentes salinos tales como los iones fosfato y nitrato,
nutrientes primarios cuyas relaciones son aún un misterio para los oceanógrafos: nada
tampoco sobre los nódulos de manganeso hallados en amplias zonas del lecho
marino, cuyo origen es indudablemente biológico, ni sobre las complejidades de las
corrientes oceánicas y los sistemas de circulación. Todos son procesos, o partes de
procesos, que influyen directa o indirectamente en (o son influidos por) la presencia
de la materia viva. He dicho muy poco sobre la cuestión de las relaciones ecológicas
entre los organismos pertenecientes a los miles de especies que pueblan los mares, o
sobre si la injerencia del modo de vida humano, deliberada o accidental, repercute en
la química o la física oceánicas y, por lo tanto, en nuestro propio bienestar; si, por
ejemplo, la carnicería de las ballenas cuyo resultado final pudiera ser la total
extinción de estos maravillosos mamíferos podría tener otros efectos de largo alcance
además del de privarnos para siempre de su compañía única. Todas estas omisiones
se deben en parte a falta de espacio, pero sobre todo a carencia de información sólida
sobre la que construir.
Afortunadamente, se están dando al fin los pasos necesarios para llenar las
muchas lagunas que ostenta nuestro departamento de información, y no siempre a
costa de dispendios a escala de «Gran Ciencia»: hace poco tiempo, algunos de
nosotros participamos en un modesto proyecto cuyo propósito era el estudio de
ciertas actividades de Gaia, importantes también a pesar de ser de una categoría en
cierta forma inferior a la de las grandes obras ingenieriles sobre las que hemos
especulado en relación con el control de salinidad.
En 1971 realicé un viaje en el Shackleton —velero que desplazaba solamente
unos cientos de toneladas dedicado a tareas de investigación— desde Gales del Sur a
la Antártida. Iba acompañado por dos colegas, Robert Maggs y Roger Wade; la razón
principal de nuestra presencia a bordo era llevar a cabo ciertos estudios geológicos.
Los tres estábamos en el barco como figurantes, libres de utilizarlo como plataforma
de observación móvil mientras navegaba hacia el sur y en cumplimiento de su
misión. Queríamos estudiar en especial la posibilidad de equilibrar el balance
mundial del azufre incluyendo un componente ignorado hasta entonces aunque
potencialmente importante, el sulfato de dimetilo.
El misterio del desequilibrio del azufre empezó unos años antes, cuando los
científicos dedicados al estudio del ciclo del azufre descubrieron que el aporte
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azufrado de los ríos al mar era superior a lo que la totalidad de las fuentes terrestres
conocidas podían producir. Sumando las cantidades derivadas del arrastre
climatológico de minerales azufrados, el azufre extraído del suelo por las plantas, y el
introducido en la atmósfera como consecuencia del quemado de combustibles fósiles
se encontraron con una discrepancia cuya magnitud era de cientos de megatoneladas
anuales. E. J. Conway sostenía que el azufre restante era transportado del mar a la
tierra vía la atmósfera en forma de ácido sulfhídrico, ese maloliente gas responsable
del remoquete de «apestosa», con que uno se refería invariablemente a la antigua
química escolar. Nosotros, sin embargo, dudábamos de explicación tan simple. Por un
lado, nadie había detectado jamás en la atmósfera ácido sulfhídrico en cantidad
suficiente como para dar cuenta del mencionado desacuerdo y, por otro, esta
substancia reacciona tan rápidamente con el agua marina, rica en oxígeno —
formando productos no volátiles—, que en ningún caso dispondría del tiempo preciso
para alcanzar la superficie del agua y menos para escapar a la atmósfera. Mis dos
colegas y yo pensábamos que el agente a cuyo cargo estaba el transporte aéreo del
azufre restante era el sulfato de dimetilo, compuesto químicamente emparentado con
el ácido sulfhídrico. Si nos inclinábamos por esta hipótesis era, entre otras cosas,
porque el oxígeno destruye al sulfato de dimetilo mucho más lentamente que al ácido
sulfhídrico, el candidato rival.
Nos asistían razones sólidas para tomar partido por el sulfato de dimetilo. Tras
muchos años de experimentación, el profesor Frederick Challenger de la Universidad
de Leeds había demostrado que la adición de grupos metilo (proceso conocido como
metilación) a determinadas substancias para transformarlas en gases o vapores era un
expediente al que multitud de organismos recurrían con frecuencia a fin de librarse de
productos indeseables. Los compuestos metilados de azufre, mercurio, antimonio y
arsénico, por ejemplo, son mucho más volátiles que los elementos mismos.
Challenger había conseguido demostrar que muchas especies de algas marinas,
incluso las más corrientes, producen de este modo grandes cantidades de sulfato de
dimetilo.
Fuimos tomando muestras de agua marina a todo lo largo del viaje, encontrando
en ellas cantidades de sulfato de dimetilo en apariencia lo bastante elevadas como
para substanciar la hipótesis de su función portadora de azufre. Peter Liss nos
convencería posteriormente, mediante el cálculo, de que las tasas establecidas en
nuestras muestras indicaban que la cantidad de sulfato de dimetilo de los mares no
bastaba para dar cuenta de la totalidad del azufre echado en falta. Más tarde aún
advertimos que el curso seguido por el Schackleton no había discurrido por aguas
particularmente abundantes en sulfato de dimetilo. La principal fuente de esta
substancia no es el mar abierto, que hablando relativamente es un desierto, sino las
aguas costeras, ricas en materia viva. Es en ellas donde proliferan algas que, con
eficacia asombrosa, extraen el azufre de los iones sulfato presentes en el agua del mar
y lo convierten en sulfato de dimetilo. Una de estas algas es la Polysiphonia
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fastigiata, un pequeño organismo rojizo habitualmente adherido a las algas noruegas
tan corrientes en los niveles medios litorales. Produce tanto sulfato de dimetilo que, si
se dejan algunos frondes en una jarra tapada con algo de agua de mar durante una
media hora, el aire de su interior se hace casi inflamable. Por fortuna, el olor del
sulfato de dimetilo no tiene nada que ver con el del ácido sulfhídrico. En forma
diluida es un aroma agradable de reminiscencias marinas.
Aunque nuestras conclusiones requieren ulteriores estudios, parece razonable
proponer al sulfato de dimetilo producido en las zonas marinas adyacentes a las
plataformas continentales como el vehículo de azufre buscado. Muchas especies de
algas tienen variedad de agua dulce y de agua salada: pues bien, el científico japonés
Ishida ha demostrado recientemente que ambas formas de Polysiphonia fastigiata son
capaces de producir sulfato de dimetilo, pero que el eficaz sistema enzimático se
activa únicamente en el agua del mar, lo que sugeriría un instrumento biológico
destinado a asegurar la producción de sulfato de dimetilo en el lugar adecuado desde
la perspectiva del ciclo del azufre.
La metilación biológica tiene una parte menos atractiva. Las bacterias cuyo
hábitat es el fango de los lechos marinos han desarrollado enormemente esta técnica:
los elementos tóxicos como el mercurio, el plomo y el arsénico son convertidos a sus
formas metiladas volátiles, gases que ascienden a través del agua del mar
impregnándolo todo, incluyendo los peces. En circunstancias normales, las
cantidades son demasiado pequeñas para ser venenosas, pero hace algunos años, las
industrias japonesas situadas en el interior de la costa del Mar del Japón
contaminaron sus aguas con dimetil-mercurio incrementando su concentración hasta
el punto de hacer el pescado venenoso para el hombre. Quienes lo consumieron se
vieron afectados, quedando muchos de ellos con invalideces dolorosas. Hubo incluso
cierto número de personas que contrajeron Minamata, denominación local del
horroroso cuadro que caracteriza al envenenamiento por mercurio. Es una suerte que
el proceso natural de la metilación del mercurio no alcance tan dramáticos extremos,
aunque no es así con el arsénico. En el siglo pasado, ciertos papeles de pared incluían
un pigmento verdoso fabricado con arsénico. En casas húmedas y mohosas,
pobremente ventiladas, el moho convertía el arsénico del papel de pared en
trimetilarsina, un gas letal, y los durmientes de los dormitorios con él decorados
morían.
El objeto biológico de la metilación de elementos venenosos no se conoce con
seguridad, pero quizá sea un medio de eliminar substancias tóxicas del entorno local
acudiendo para ello a su transformación en gases. Al estar diluidos son normalmente
inocuos para otras criaturas, pero cuando el hombre altera el equilibrio natural, este
beneficioso proceso se maligniza, siendo causa finalmente de invalidez o muerte.
La metilación biológica del azufre sería el modo que tiene Gaia de asegurar un
equilibrio adecuado entre el azufre marino y el terrestre. De no ser por este proceso,
gran parte del azufre soluble de la superficie terrestre habría sido arrastrado por las
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aguas continentales hace mucho tiempo sin ser reemplazado, alterándose
ulteriormente las delicadas relaciones entre las substancias del medio imprescindibles
para el bienestar de los organismos vivos.
Los así llamados «halocarburos» fueron otro grupo de substancias con grupos
metilo en su estructura que nos llamó la atención durante el viaje del Shackleton.
Derivan estas substancias de hidrocarburos tales como el metano, en los que uno o
más de los átomos de hidrógeno han sido reemplazados por átomos de flúor, cloro,
bromo o yodo, elementos denominados genéricamente halógenos por los químicos.
Esta línea de trabajo iba a resultar la más científicamente fructífera de nuestro viaje,
ofreciendo además un típico ejemplo de lo inadecuada que resulta una planificación
excesivamente minuciosa en la tarea de investigación exploratoria básica: lo
importante es tener los ojos bien abiertos para no perderse lo que Gaia pueda
ofrecernos. Afortunadamente, llevábamos con nosotros un instrumento para medir
cantidades vestigiales de halocarburos gaseosos. Nuestra intención inicial era
comprobar si los gases empleados como propelentes de aerosol (de desodorantes,
insecticidas, etc.) dejaban un rastro detectable en el aire que permitiera, por ejemplo,
observar sus desplazamientos entre el hemisferio norte y el hemisferio sur. Este
estudio tuvo, en ciertos aspectos, hasta demasiado éxito: nos halláramos donde nos
halláramos, la detección y medida de los fluorocarburos no ofrecía ninguna
dificultad, descubrimiento que fue causa directa de la preocupación actual,
posiblemente exagerada, sobre la capacidad de estas substancias para deteriorar la
capa de ozono. Nuestros aparatos revelaron dos halocarburos gaseosos más: el
tetracloruro de carbono, cuya presencia en el aire es hasta hoy un enigma, y el yoduro
de metilo, producido por las algas marinas.
¿Recordáis esas algas con forma de láminas que servían para pronosticar el
tiempo? Son miembros, utilizando la terminología botánica, de la familia de las
laminariáceas. Medran en las aguas someras y tienen la facultad de extraer yodo del
mar. Mientras crecen, producen grandes cantidades de yoduro de metilo. Solían ser
recolectadas y quemadas, extrayéndose yodo de las cenizas. Es probable que tal como
el sulfato de dimetilo sirve para vehicular azufre, ese elemento esencial para la vida,
el yodo, haga el viaje de vuelta del mar a la tierra por aire en forma de yoduro de
metilo. Sin yodo, la glándula tiroides no puede producir las hormonas reguladoras del
metabolismo, y sin ellas la mayoría de los animales terminarían por enfermar y morir.
Cuando detectamos yoduro de metilo en el aire del mar desconocíamos aún que la
mayor parte de este gas reacciona con los iones cloruro del mar para dar cloruro de
metileno. A Oliver Zafiriou debemos las primeras indicaciones sobre esta extraña
reacción, lo que condujo al descubrimiento del cloruro de metileno como principal
vehículo gaseoso de cloro atmosférico. De ordinario habría sido poco más que una
curiosidad química pero, como se indicó en el capítulo anterior, el cloruro de
metileno es considerado actualmente como el equivalente natural de los propelentes
de aerosol en cuanto a capacidad para deteriorar la capa de ozono de la estratosfera.
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Podría tener una función reguladora de su densidad: ya hemos dicho que demasiado
ozono es algo tan peligroso como la falta de él. Otro elemento más por tanto, el cloro
de metileno marino, que podría desempeñar una función gaiana.
No sería raro, pues, que otros elementos de importancia para la vida, como el
selenio, pasaran del mar a la atmósfera en forma de derivados metilados, pero hasta
ahora no hemos sido capaces de descubrir la fuente marina de compuesto volátil que
vehicule el fósforo, ese elemento clave. Es posible que las necesidades de fósforo
sean lo bastante pequeñas como para que el desgaste climatológico de las rocas baste
para satisfacerlas, pero si esto no fuera así, valdría la pena interrogarse sobre la
posibilidad de que los desplazamientos migratorios de aves y peces cumplan además
una función propia de Gaia: el reciclado del fósforo. Contemplados a través de este
prisma, los esfuerzos de salmones y anguilas, agotadores y aparentemente perversos,
por alcanzar lugares del interior de las masas de tierra muy alejados del mar,
cobrarían un sentido nuevo.
La recogida de información sobre el mar, de datos relativos a su química, su
física, su biología y a las relaciones entre ellas, debería ocupar, por derecho propio, el
primer puesto en la lista de tareas prioritarias para la humanidad. Cuanto más
sepamos sobre ello, mejor entenderemos hasta dónde es seguro llegar en el
aprovechamiento de los recursos del mar y más completa será nuestra visión de las
consecuencias que tendría abusar de los poderes derivados del carácter dominante de
nuestra especie, entrando despiadadamente a saco en sus regiones más fértiles. Menos
de una tercera parte de nuestro planeta es tierra firme: ello quizá sea la explicación de
que la biosfera haya podido enfrentarse a los radicales cambios introducidos por la
agricultura y la ganadería y probablemente sea capaz de seguir haciéndolo a pesar del
crecimiento demográfico y la intensificación de los cultivos, pero no creamos que nos
está permitido explotar el mar, en especial las regiones cultivables de las plataformas
continentales, con impunidad semejante. Nadie sabe realmente los riesgos
concomitantes a la perturbación de esta área clave de la biosfera. Es esto lo que me
hace pensar que nuestro viaje mejor, más fructífero, habrá de realizarse poniendo la
vista en Gaia, recordando durante toda la travesía y en todas nuestras exploraciones
que el mar es una de sus partes vitales.
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[*] Crustáceos del orden branquiópodo de aproximadamente 1 cm de longitud (N. del
E.). <<
Casi todos nosotros hemos oído más de una vez de labios de nuestros ancianos
tribales que todo iba mejor en los buenos tiempos pasados. Tan profundamente se
hunden las raíces de este tópico —nosotros lo transmitiremos a su vez cuando
alcancemos la edad madura— que resulta casi automático suponer la existencia de
una total armonía entre la humanidad primitiva y el resto de Gaia. Quizá fuimos
realmente expulsados del Paraíso y el ritual es repetido de forma simbólica en la
mente de cada generación.
La doctrina bíblica sobre la caída, paradigma del paso de un estado de inocencia
beatífica al penoso mundo de la carne y el mal a causa de un pecado de
desobediencia, resulta difícil de aceptar en nuestra cultura contemporánea. Hoy está
más de moda atribuir nuestra pérdida de la gracia a la insaciable curiosidad del
hombre, a su irresistible deseo de experimentar alterando el orden natural de las
cosas. Resulta significativo que tanto la narración bíblica cuanto —en menor medida,
eso sí— su contrapartida moderna parezcan creadas para inculcar y mantener el
sentimiento de culpa, poderoso pero arbitrario sistema de realimentación negativa en
la sociedad humana.
Respecto al hombre moderno, lo primero en lo que quizá se piense cuando se trata
de substanciar la creencia de su condenación inexorable sea en la contaminación de la
atmósfera y de las aguas, cuyo aumento es constante desde la época de la Revolución
Industrial, iniciada en Gran Bretaña a finales del siglo XVIII, para extenderse después
con la rapidez de una mancha de aceite por casi todo el hemisferio norte. Suele haber
en nuestros días acuerdo general sobre que la actividad industrial está mancillando la
cuna de la humanidad y representa una amenaza para el conjunto de la biosfera cuyo
carácter es más ominoso cada año. En este punto, sin embargo, disiento del
pensamiento convencional. Es posible que, en última instancia, nuestro frenético
desarrollo tecnológico se pruebe doloso o destructivo para nuestra especie, pero las
pruebas aportadas para demostrar que la actividad industrial, ya sea en su nivel de
hoy o en el de un futuro inmediato, puede poner en peligro al conjunto de la vida de
Gaia, son verdaderamente muy endebles.
Suele olvidarse con demasiada facilidad que la Naturaleza, además de ser roja de
dientes y garras, no duda en acudir a la guerra química si fracasa el armamento
convencional. ¿Cuántos de nosotros sabemos que el insecticida pulverizado en casa
para librarnos de moscas y avispas es un producto del crisantemo? El pelitre es
todavía una de las substancias más eficaces para matar insectos.
Si de letalidad se trata, los venenos que la poseen en mayor grado son, con gran
diferencia, compuestos naturales. Entre ellos se cuentan la toxina botulínica,
producida por una bacteria, la mortífera secreción de los dinoflagelados causantes de
las mareas rojas o el polipéptido fabricado por la amanita, todos productos
Este conjunto de leyes, según Hardin, más que «peorista» es trágico, habida cuenta
que la esencia misma de la tragedia es la imposibilidad de escapar, y de las leyes de la
termodinámica lo es: ellas rigen todo nuestro universo, y no conocemos otro.
En un contexto así sería demasiado fácil aceptar como inevitable el uso del
armamento nuclear y de otros productos tecnológicos letales en el transcurso de
batallas —absurdas y, estas sí, verdaderamente trágicas— entre grupos tribales
justificadas pretensiosamente en aras de la justicia, la liberación de los pueblos o la
soberanía nacional, grandes conceptos tras de los cuales se esconden las auténticas
motivaciones: la codicia, el poder, la envidia. Habida cuenta de que este tipo de
actitud es, por desgracia, demasiado humana y está ampliamente extendida, es fácil
comprender la violencia del movimiento de protesta contra la propuesta expansión de
las centrales nucleares y la desconfianza de los ecologistas cuando se les dice que los
fines de las centrales son exclusivamente pacíficos.
Gran parte de este libro se escribió en Irlanda, donde la guerra tribal no ha cesado
nunca del todo. Y sin embargo, paradójicamente, las profecías de Hardin tienen
mucha mayor entidad en la atmósfera, relajada e informal, de la vida rural irlandesa
que en las muy estructuradas y organizadas sociedades urbanas. Ya afirma el dicho
que cuanto más lejos de la batalla, mayor es el fervor patriótico.
Volvamos a las leyes de la termodinámica. Verdad es que, a primera vista,
parecen la inscripción encontrada por Dante a las puertas del infierno; en realidad, sin
embargo, aunque duras e inexorables (como los impuestos: no puede escaparse a ellas
sin sufrir sanción) es posible, con la debida reflexión, suavizarlas. La segunda ley
establece inequívocamente que la entropía de un sistema cerrado aumentará. Como
todos nosotros somos sistemas cerrados, ello significa que todos nosotros estamos
condenados a morir. Se ignora, sin embargo, muy a menudo —o se olvida
deliberadamente—, que la incesante desaparición de los seres vivos, especie humana
No existen recetas, no hay códigos para vivir en el seno de Gaia. Solo las
consecuencias de nuestros actos, cada cual de los suyos.
Podría ser incluso que el ideal platónico de belleza absoluta significara algo, que la
naturaleza misma de la vida, ese inaccesible estado de certidumbre, pudiera medirse
contra él.
Mi padre nunca me dijo porqué creía que todo cuanto había en el mundo tenía una
razón de ser; imagino que sus pensamientos y sentimientos sobre la campiña estaban
basados en una mezcolanza de instinto, observación y sabiduría tribal, ingredientes
que aún permanecen diluidos en muchos de nosotros y que todavía son lo bastante
fuertes como para dar impulso a movimientos ecologistas llamados a convertirse en
fuerzas cuya existencia ha de ser tenida en cuenta por otros poderosos grupos de
presión de nuestra sociedad. Como consecuencia de ello, las iglesias de las religiones
monoteístas y las recientes herejías del humanismo y el marxismo se enfrentan a la
desagradable verdad de que su viejo enemigo, el pagano de Wordsworth «a los
pechos criado de gastada doctrina», está aún vivo, parcialmente al menos, en nuestro
interior.
En épocas pasadas, cuando las epidemias y las hambrunas regulaban el tamaño de
nuestra especie, parecía bueno y conveniente intentarlo todo para sanar al enfermo y
preservar la vida humana, actitud que posteriormente cristalizaría en la creencia de
que la Tierra había sido hecha para el hombre, para dar completa satisfacción a sus
necesidades y a sus deseos. En sociedades o instituciones autoritarias parecía absurdo
dudar de la prudencia o la sabiduría de talar un bosque, represar un río o construir un
complejo urbano. Todo cuanto significara aumento de los bienes materiales, y por eso
mismo, se consideraba correcto. La preocupación moral se limitaba estrictamente a
impedir el soborno y la corrupción, asegurando también un reparto justo de
beneficios.
La angustia que hoy sienten muchos a la vista de dunas, pantanos salobres,
bosques, pueblos incluso, brutalmente destruidos, borrados de la faz de la Tierra por
la maquinaria pesada, es un sentimiento muy real. No es ningún consuelo oír que
lamentarse es reaccionario, que el nuevo desarrollo urbano ofrecerá puestos de
trabajo y oportunidades a los jóvenes. El que esta afirmación sea parcialmente cierta
inhibe la expresión del dolor y la ira producidos por la contemplación del
Acidez y pH
El uso científico del término ácido describe substancias prontas a desprenderse de
átomos de hidrógeno cargados positivamente, o protones, como los químicos los
denominan. La fuerza de una solución acuosa de un ácido viene convenientemente
dada en términos de su concentración de protones, que habitualmente va del 0,1 por
ciento de los ácidos muy fuertes a una parte por mil millones de un ácido muy débil
como el ácido carbónico, el ácido del «agua de soda». Los químicos tienen una
extraña manera de expresar la acidez: lo hacen en unidades logarítmicas denominadas
pH. Un ácido fuerte tendrá un pH de 1 mientras que el de uso muy débil será de 7.
Aeróbico y anaeróbica
Literalmente con y sin aire. Son términos utilizados por los biólogos para
describir entornos respectivamente abundantes o deficitarios en oxígeno. Todas las
superficies en contacto con el aire son aeróbicas, como la mayoría de los océanos,
ríos y lagos, que llevan oxígeno en solución. Los lodos, el suelo y el intestino animal
son muy deficitarios en oxígeno, por lo que se los considera anaeróbicos. En ellos
habitan microorganismos semejantes a los que moraban en la superficie de la Tierra
antes de que el oxígeno apareciera en la atmósfera.
Hipótesis de Gaia
Postula que las condiciones físicas y químicas de la superficie de la Tierra, de la
atmósfera y de los océanos han sido y son adecuadas para la vida gracias a la
presencia misma de la vida, lo que contrasta con la sabiduría convencional según la
cual la vida y las condiciones planetarias siguieron caminos separados adaptándose la
primera a las segundas.
Homeostasis
Vida
Un estado de la materia que aparece frecuentemente en la superficie y los océanos
terrestres. Está compuesta de complejas combinaciones de hidrogeno, carbono,
oxígeno, nitrógeno, azufre y fósforo además de muchos otros elementos en
cantidades vestigiales. La mayor parte de las formas de vida pueden reconocerse
instantáneamente aún sin haberlas vistos antes y son con frecuencia comestibles. La
vida, sin embargo, ha resistido hasta ahora todos los intentos de encerrarla en una
definición física formal.
Molaridad/Solución molar
Los químicos prefieren expresar la concentración de las soluciones en lo que
denominan molaridad porque con ella disponen de término fijo de comparación. Un
mol, o molécula-gramo, es el peso molecular de una substancia expresado en gramos.
Una solución molar tiene la concentración de un mol de soluto por litro. Así pues,
una solución 0,8 molar de sal común (cloruro sódico) contiene el mismo número de
moléculas que una solución 0,8 molar de, pongamos por caso, perclorato de litio,
pero como el peso molecular del cloruro de sodio es inferior al del perclorato de litio,
la primera de las soluciones contiene el 4,7 por ciento de sólidos en peso mientras
que este porcentaje se eleva al 10,3 por ciento para la segunda, lo que no impide que
ambas tengan la misma salinidad y en ambas haya el mismo número de moléculas.
Oxidación y reducción
Para los químicos, son oxidantes aquellos elementos y substancias deficitarios en
electrones cargados negativamente. Oxidantes son el oxígeno, el cloro, los nitratos y
muchos otros. Las substancias ricas en electrones como el hidrógeno, la mayoría de
los combustibles y los metales, son denominadas reductoras. Oxidantes y reductores
acostumbran a reaccionar con producción de calor: el proceso se llama oxidación. De
las cenizas y gases del fuego pueden recuperarse, mediante síntesis química, los
elementos originales. Este proceso se llama reducción cuando se parte del dióxido de
carbono y se llega al carbono. Las plantas verdes y las algas lo realizan
continuamente en presencia de luz solar.
Ozono
Gas azulado, muy venenoso y explosivo. Es una forma rara del oxígeno,
caracterizada por tres átomos de oxígeno en lugar de dos. Está presente en el aire que
respiramos a concentraciones de 1/30 de parte por millón; en la estratosfera su
concentración asciende hasta cinco partes por millón.
Troposfera
La parte principal (90%) del aire, emplazada entre la superficie terrestre y el
límite inferior de la estratosfera, la tropopausa, que empieza entre las 7 y las 10 millas
de altura. Es la única región de la atmósfera ocupada por seres vivientes y el lugar
donde el tiempo meteorológico, tal como lo conocemos, se produce.
Capitulo 2
A. Lee McAlester, The History of Life. Prentice-Hall, N. J., 2.ª ed. 1977. J. C. G.
Walker, Earth History. Scientific American Books, N. Y., 1978.
Capitulo 3
A. J. Watson, «Consequences for the biosphere of grassland and forest fires». Tesis
de la Universidad de Reading, 1978.
Capitulo 4
Capitulo 5
W. Seiler (ed.), «The Influence of the Biosphere on the Atmosphere», Pageoph (Pure
and Applied Geophysics). Birkhauser Verlag, Basle, 1978.
Capitulo 6
Capitulo 7
Rachel Carson, Silent Spring. Houghton Mifflin, Boston, 1962; Hamish Hamilton,
Londres, 1963.
Capitulo 8
Capitulo 9
Lewis Thomas, Lives of a Cell: Notes of a Biology Watcher, Viking Press, N. Y.,
1974; Bantam Books, N. Y., 1975.
J. E. Lovelock y S. R. Epton, «The Quest for Gaia», New Scientist, 6 feb. 1975.
«Thermodynamics and the recognition of alien biospheres», Adas de la Royal Society
por su descubrimiento del deuterio. Sus puntos de vista sobre la formación del
sistema solar están contenidos en Los planetas: su origen y desarrollo (1952). (N. del
T.). <<