LOVELOCK - Gaia. Una Nueva Vision de La Vida Sobre La Tierra

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En

su clásica obra, que sigue inspirando a sus muchos lectores, James


Lovelock propone su idea de que la Tierra se comporta como si fuera un
organismo vivo. Escrito para no científicos, Gaia es un viaje a través del
tiempo y del espacio, en busca de pruebas en las que fundamentar un
modelo de nuestro planeta nuevo y radicalmente diferente. En contra de la
idea habitual de que la materia viva es pasiva frente a las amenazas a su
existencia, el libro explora la teoría de que la materia viva de la Tierra (el aire,
el mar, y la superficie de la tierra) forman un sistema complejo que tiene la
capacidad de mantener la Tierra como un lugar adecuado para la vida.
Desde la primera publicación de Gaia, muchas de las predicciones de James
Lovelock se han confirmado y su teoría se ha convertido en un tema de
palpitante actualidad en los círculos científicos.

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James Lovelock

Gaia: Una nueva visión de la vida


sobre la Tierra
ePub r1.2
wasona 16.07.15

ebookelo.com - Página 3
Título original: Gaia: A New Look at Life on Earth
James Lovelock, 1979
Traducción: Alberto Jiménez Rioja
Asesor científico: Pedro Puigdomènech
Retoque de cubierta: wasona

Editor digital: wasona


ePub base r1.2

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Prefacio

El concepto de Madre Tierra o, con el término de los antiguos griegos, Gaia[1] ha


tenido enorme importancia a lo largo de toda la historia de la humanidad, sirviendo
de base a una creencia que aún existe junto a las grandes religiones. A consecuencia
de la acumulación de datos sobre el entorno natural y de desarrollo de la ecología se
ha especulado recientemente sobre la posibilidad de que la biosfera sea algo más que
el conjunto de todos los seres vivos de la tierra, el mar y el aire. Cuando la especie
humana ha podido contemplar desde el espacio la refulgente belleza de su planeta lo
ha hecho con un asombro teñido de veneración que es el resultado de la fusión
emocional de conocimiento moderno y de creencias ancestrales. Este sentimiento, a
despecho de su intensidad, no es, sin embargo prueba de que la Madre Tierra sea algo
vivo. Tal supuesto, a semejanza de un dogma religioso, no es verificable
científicamente, por lo que, en su propio contexto, no puede ser objeto de ulterior
racionalización.
Los viajes espaciales, además de presentarnos la Tierra desde una nueva
perspectiva, han aportado una ingente masa de datos sobre su atmósfera y su
superficie, datos que están haciendo posible un mejor entendimiento de las
interacciones existentes entre las partes orgánicas y las inertes del planeta. Ello es el
origen de la hipótesis según la cual la materia viviente de la Tierra y su aire, océanos
y superficie forman un sistema complejo al que puede considerarse como un
organismo individual capaz de mantener las condiciones que hacen posible la vida en
nuestro planeta.
Este libro es la narración personal de un recorrido por el espacio y el tiempo en
busca de pruebas para substanciar tal modelo de la Tierra, una búsqueda que dio
comienzo hace aproximadamente quince años y cuyas exigencias me han hecho
penetrar en los dominios de muy diferentes disciplinas científicas, de la zoología a la
astronomía.
Tal género de excursiones no está exento de sobresaltos, porque la separación
entre las ciencias es empeño vehemente de sus respectivos profesores y porque cada
una de ellas se sirve de un lenguaje secreto al que es necesario acceder. Por si esto
fuera poco, un periplo de tal clase sería, en circunstancias ordinarias,
extravagantemente caro y muy poco productivo en resultados científicos; sin
embargo, del mismo modo que entre las naciones continúan los intercambios
comerciales aun en tiempo de guerra, resulta posible para un químico adentrarse en
terrenos tan lejanos de su propia disciplina como la meteorología o la fisiología si
tiene algo que ofrecer a cambio, habitualmente en forma de instrumental o de
técnicas. En lo que a mí respecta, fue el denominado detector de captura de
electrones, uno de los instrumentos que diseñé durante mi fructífera aunque breve
época de colaborador con A. J. P. Martin, creador, entre otros importantes avances, de

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la técnica de analítica química conocida como cromatografía de gases. Pues bien, el
mencionado aparato es de una exquisita sensibilidad en la detección de rastros de
determinadas substancias químicas, gracias a la cual pudo determinarse que los
pesticidas están presentes en los organismos de todas las criaturas de la Tierra, que
restos de estas substancias aparecen tanto en los pingüinos de la Antártida como en la
leche de las madres lactantes norteamericanas. Este descubrimiento propició la
escritura del libro de Rachel Carson Primavera silenciosa, obra enormemente
influyente, al poner a disposición de la autora las pruebas necesarias para justificar su
preocupación por el daño que estos ubicuos compuestos tóxicos infligen a la biosfera.
El detector de captura de electrones ha seguido demostrando la presencia de
minúsculas pero significativas cantidades de otras substancias venenosas en lugares
que deberían estar absolutamente libres de ellas. Entre estos intrusos se cuentan el
PAN (nitrato de peroxiacetil), uno de los componentes tóxicos del esmog[*] de Los
Ángeles, los PCB (bifenilos policlorados), hallados hasta en los más remotos
entornos naturales y, muy recientemente, los CFC (clorofluorocarburos) y el óxido
nitroso de la atmósfera, substancias que resultan perjudiciales para la integridad del
ozono estratosférico.
Los detectores de captura de electrones fueron indudablemente los objetos más
valiosos de entre el conjunto de bienes canjeables que me permitió realizar mi
búsqueda de Gaia a través de muy diversos territorios científicos y viajar, literalmente
ahora, alrededor del mundo. Con todo, aunque mi disposición al intercambio hizo
factible las excursiones interdisciplinares, su realización concreta no fue empresa
fácil porque, en el transcurso de los últimos quince años, las ciencias de la vida han
experimentado grandes convulsiones, particularmente en las áreas donde la ciencia se
ha visto inmersa en los procesos del poder.
Cuando Rachel Carson nos advierte de los peligros que conlleva la utilización
masiva de compuestos químicos venenosos, lo hace con argumentos que presentan al
modo de un abogado, es decir: seleccionando un conjunto de hechos con el que
justifica sus tesis. La industria química, viendo sus prerrogativas en entredicho, se
defiende respondiendo con otro grupo de argumentos seleccionados. Aunque esta
forma de denuncia es un modo excelente de lograr que se haga justicia en los
aspectos del problema que afectan globalmente a la comunidad (lo que en el caso
citado quizá la haga científicamente disculpable) parece haberse constituido en
modelo a seguir: gran parte de las discusiones o las argumentaciones científicas
actuales relativas al medio ambiente dejan un intenso regusto a sala de tribunal o a
encuesta pública. Nunca se repetirá demasiado que, si bien tal modo de hacer las
cosas puede ser de provecho para el proceso democrático de la participación pública
en los asuntos de interés general, no es la mejor forma de descubrir verdades
científicas. Se dice que, en las guerras, las primeras heridas las sufre la verdad: no es
menos cierto que su utilización selectiva para justificar la formulación de veredictos
la debilita considerablemente.

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Cuando de asuntos medioambientales se trata, la comunidad científica parece
estar dividida en grupos beligerantes colectivizados, en tribus enfrentadas cuyos
miembros sufren fuertes presiones por parte de los dogmas oficiales respectivos para
que se adecuen a ellos. Si bien los seis primeros capítulos del libro se ocupan de
materias no —todavía no, al menos— socialmente conflictivas, los seis últimos, cuyo
tema es la relación entre Gaia y la humanidad, se sitúan de lleno en la zona de
hostilidades.
Sir Alan Parker decía en su obra Sex, Science and Society que «la ciencia puede
ser seria sin ser sacrosanta», sabia afirmación que he procurado tener presente a lo
largo de todo el libro aunque, a veces, la tarea de escribir para el lector no
especializado sobre temas cuyo lenguaje es normalmente esotérico pero preciso ha
podido conmigo, por lo cual ciertos fragmentos pueden parecer infectados tanto de
antropomorfismo como de teleología.
Utilizo a menudo la palabra Gaia como abreviatura de la hipótesis misma, a
saber: la biosfera es una entidad autorregulada con capacidad para mantener la salud
de nuestro planeta mediante el control del entorno químico y físico. Ha sido
ocasionalmente difícil, sin acudir a circunlocuciones excesivas evitar hablar de Gaia
como si fuera un ser consciente: deseo subrayar que ello no va más allá del grado de
personalización que a un navío le confiere su nombre, reconocimiento a fin de
cuentas de la identidad que hasta una serie de piezas de madera y metal puede
ostentar cuando han sido específicamente diseñadas y ensambladas, del carácter que
trasciende a la simple suma de las partes.
Al poco de concluir este libro llegó a mis manos un artículo de Alfred Redfield
publicado en el American Scientist de 1958 donde se formulaba la hipótesis de que la
composición química de la atmósfera y de los océanos estaba controlada
biológicamente, hipótesis basada en la diferente distribución de ciertos elementos.
Me alegra haber tenido noticia de la contribución de Redfield a la hipótesis de Gaia a
tiempo de reconocerla aquí, aunque soy consciente de que muchos otros se habrán
hecho reflexiones semejantes y algunos las habrán publicado. La noción de Gaia, de
una Tierra viviente, no ha sido aceptable en el pasado para la corriente principal de la
ciencia, por lo que las semillas lanzadas en época anterior han permanecido
enterradas, sin germinar, en el profundo humus de las publicaciones científicas.
Un libro cuya materia tiene una base tan amplia como la de este requirió amplias
dosis de asesoramiento, generosamente prestado por gran número de colegas
científicos que pusieron a mi disposición su tiempo para ayudarme; de entre todos
ellos quiero hacer especial mención de la profesora Lynn Margulis de Boston, mi
constante ayuda y guía. Estoy también en deuda con el profesor C. E. Junge de Mainz
y el profesor Bolin de Estocolmo, los primeros en animarme a escribir sobre Gaia, así
como con el doctor James Lodge de Boulder, Colorado, Sidney Epton de la Shell
Research Ltd. y Peter Fellgett de Reading, que me instó a seguir investigando.
Deseo expresar mi especial gratitud a Evelyn Frazer, que transformó el borrador

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de este libro, abigarrado amasijo de párrafos y frases, en un texto legible, realizando
tan competentemente esta tarea que el resultado final es aquello que era mi intención
decir expresado del modo que yo hubiera elegido de haber sido capaz de ello.
Quiero, por último, dejar constancia de una deuda con Helen Lovelock que se
encargó no solo de realizar el borrador mecanografiado, sino también de crear el
entorno que hizo posible tanto la reflexión como la escritura. Al final del libro y
agrupados por capítulos, incluyo la relación de las fuentes de información utilizadas y
de lecturas adicionales, así como algunas definiciones y explicaciones sobre los
términos y los sistemas de unidades y medidas empleadas en el texto.

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[*] Del inglés smog, que deriva de las palabras smoke (‘humo’) y fog (‘niebla’). (N.

del E.). <<

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1 Preliminares

Mientras esto escribo, dos naves espaciales Viking orbitan alrededor de Marte en
espera de las órdenes que, procedentes de la Tierra, las harán posarse sobre la
superficie del planeta. Su misión consiste en dilucidar la presencia de vida o, en su
defecto, buscar pruebas de su presencia en un pasado próximo o remoto. El propósito
de este libro es efectuar una indagación equivalente: La búsqueda de Gaia es el
intento de encontrar la mayor criatura viviente de la Tierra. Nuestro peregrinaje quizá
no revele otra cosa que la casi infinita variedad de formas de vida surgidas en el seno
de la transparente envoltura de aire que constituye la biosfera. Pero si Gaia existe,
sabremos entonces que los muy diferentes seres vivos que pueblan este planeta,
especie humana incluida, son las partes constitutivas de una vasta entidad que, en su
plenitud, goza del poder de mantener las condiciones gracias a las cuales la Tierra es
hábitat adecuado para la vida.
La búsqueda de Gaia comenzó hace más de quince años, coincidiendo con los
primeros planes de la NASA (National Aeronautics and Space Administraron[*])
estadounidense encaminados a resolver la incógnita de la existencia de vida en Marte.
Resulta por consiguiente obligado iniciar este libro rindiendo homenaje a la increíble
expedición marciana de esos dos vikingos mecánicos.
A principios de los sesenta solía hacer frecuentes visitas al Laboratorio de
Propulsión a chorro del Instituto Tecnológico de California en calidad de asesor de un
equipo —posteriormente dirigido por Norman Horowitz, biólogo espacial de la
máxima competencia— cuyo objetivo principal era la puesta a punto de métodos y
sistemas que permitieran la detección de eventuales formas de vida en Marte y otros
planetas. Aunque mi función específica era el asesoramiento en ciertos problemas
comparativamente simples de diseño de instrumentos, me sentí cautivado —y cómo
hubiera podido ser de otro modo en alguien que había crecido deslumbrado por Verne
y Stapledon— por la posibilidad de estar presente en unas reuniones donde el tema a
discusión eran los planes del estudio de Marte.
En aquella época, la planificación de experimentos se basaba sobre todo en el
supuesto de que la obtención de pruebas de vida en Marte tendría características muy
similares a ese mismo proceso desarrollado en la Tierra. Por ejemplo: una de las
series experimentales propuestas habría de ser realizada por un ingenio que era, a
todos los efectos, un laboratorio automatizado de microbiología, cuyo cometido
consistiría en tomar muestras del suelo marciano y estudiarlo, para dilucidar si su
naturaleza permitía la aparición de bacterias, hongos u otros microorganismos. Se
habían ideado experimentos edáficos adicionales para poner de manifiesto los
compuestos químicos indicativos de vida: las proteínas, los aminoácidos y, en
particular, las substancias ópticamente activas que desviaran los rayos de luz
polarizada en sentido antihorario, tal como hace la materia orgánica. Tras cosa de un

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año, y posiblemente a causa de no estar involucrado de manera directa, mi fervor
inicial por el problema empezó a remitir, comenzando al mismo tiempo a formularme
preguntas de índole sumamente práctica, como por ejemplo, «¿qué nos asegura que la
vida marciana, de existir, se nos revelará mediante unas pruebas diseñadas según la
vida terrestre?»; otras preguntas sobre la naturaleza de la vida y su reconocimiento
eran todavía más conturbadoras.
Algunos de mis colegas aún entusiastas del Laboratorio confundieron mi
creciente escepticismo con cínica desilusión y me interrogaron razonablemente sobre
mis alternativas. En aquellos años mi respuesta era indicar vagamente que yo, en su
lugar, me preocuparía en especial de la disminución de la entropía, puesto que es algo
común a todas las formas de vida. Esta sugerencia, comprensiblemente, era
considerada poco práctica en el mejor de los casos; otros opinaban que era producto
de la ofuscación pura y simple, ya que pocos conceptos físicos han originado tanta
confusión y tantos malentendidos como el concepto de entropía.
Es casi sinónimo de desorden y, sin embargo, en tanto que medida de la tasa de
disipación de la energía térmica de un sistema dado, puede expresarse pulcramente en
términos matemáticos. Ha sido la maldición de generaciones enteras de estudiantes y
para muchos está ominosamente asociada con la degradación y la decadencia, dado
que su expresión en la segunda ley de la termodinámica (indicando que toda la
energía se disipará más tarde o más temprano en forma de calor y dejará de estar
disponible para la realización de trabajo útil) implica la inevitable y predestinada
muerte térmica del Universo.
A pesar del rechazo a mi sugerencia, la idea de la disminución o la inversión de la
entropía como signo de vida se había implantado en mi mente. Fue madurando poco a
poco, hasta que, con la ayuda de muchos colegas (Dian Hitchcock, Sidney Epton,
Peter Simmonds y especialmente Lynn Margulis) se transformó en la hipótesis que
constituye el tema de este libro.
Cuando, después de la visita al Laboratorio, volvía a casa (situada en la apacible
campiña de Wiltshire), dedicaba muchos ratos a leer y a reflexionar sobre la auténtica
naturaleza de la vida y sobre cómo podría reconocérsela con independencia de
lugares y de formas. Confiaba en que, revisando la literatura científica, terminaría por
encontrar en alguna parte una definición de la vida como proceso físico que pudiera
servir de punto de partida para diseñar experimentos encaminados a detectarla; para
mi sorpresa pude comprobar que era muy poco lo escrito sobre la naturaleza misma
de la vida. El interés actual por la ecología y la aplicación del análisis de sistemas a la
biología estaban en mantillas; en aquellos días, sobre las ciencias de la vida pesaba un
academicismo inerte y polvoriento. Eran incontables los datos acumulados sobre
prácticamente cualquier aspecto de las distintas especies de seres vivos, pero el
aluvión de hechos ignoraba la cuestión central, la vida misma. En el mejor de los
casos, los artículos científicos de otro planeta llegados a la Tierra en viaje de estudios
consiguieran un televisor y dictaminaran sobre él. El químico señalaría que en su

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confección entraban la madera, el vidrio y el metal, mientras que para el físico sería
una fuente de radiación de luz y calor y el ingeniero haría notar que las ruedecillas
eran demasiado pequeñas y estaban mal colocadas para que pudiesen rodar
suavemente sobre una superficie plana. Pero nadie diría nada sobre lo que era en
realidad.
Lo que aparentemente es una conspiración de silencio puede deberse, en parte, a
la fragmentación de la ciencia en disciplinas aisladas, cuyos especialistas respectivos
suponen que los demás se habrán encargado de la tarea. Algunos biólogos pueden
pensar que el proceso de la vida queda adecuadamente descrito mediante la expresión
matemática de conceptos físicos o cibernéticos, al tiempo que ciertos físicos dan por
supuesta la descripción objetiva de dicho proceso en los recónditos vericuetos de las
publicaciones dedicadas a la biología molecular, material cuya lectura siempre queda
relegada ante tareas más urgentes. Pero la causa más probable de nuestra cerrazón
ante este problema es que entre nuestros instintos heredados hay ya un programa muy
rápido y eficiente destinado al reconocimiento de la vida, una memoria de solo
lectura[**], en la jerga de la informática. Reconocemos automática e instantáneamente
a los seres vivos, ya sean animales o vegetales, característica que compartimos con
los demás miembros del reino animal; este eficaz proceso de reconocimiento
inconsciente se desarrolló, con toda certeza, como factor de supervivencia. Un ser
vivo puede ser multitud de cosas para otro: comestible, mortífero, amistoso, agresivo
o pareja potencial, posibilidades todas de primordial importancia para el bienestar y
la supervivencia. Nuestro sistema de reconocimiento automático de lo vivo parece sin
embargo haber paralizado la capacidad de pensamiento consciente sobre qué define a
la vida. ¿Por qué habríamos de necesitar definir lo que, gracias a nuestro sistema de
reconocimiento innato, resulta obvio e inconfundible en todas y cada una de sus
manifestaciones? Quizá por esa misma razón es un proceso cuyo funcionamiento no
depende de la mente consciente, como el piloto automático de un avión.
Ni siquiera la reciente ciencia de la cibernética, con su interés por los modos de
funcionamiento de todo género de sistemas (desde el complejo proceso de control
visual que posibilita la lectura de esta página a la simplicidad de un depósito de agua
provisto de una válvula) ha prestado atención al problema; aunque mucho ha sido lo
dicho y lo escrito sobre los aspectos cibernéticos de la inteligencia artificial, continúa
sin respuesta la pregunta de cómo definir la vida en términos cibernéticos, cuestión,
además, raramente debatida.
En el transcurso del presente siglo, algunos físicos han intentado definir la vida.
Bernal, Schrödinger y Wigner llegaron los tres a idéntica conclusión general: la vida
pertenece a esa clase de fenómenos compuestos por sistemas abiertos o continuos
capaces de reducir su entropía interna a expensas, bien de substancias, o bien de
energía libre que toman de su entorno, devolviéndolas a este en forma degradada.
Esta definición es difícil de captar y excesivamente vaga para que resulte aplicable a
la detección específica de vida. Parafraseándola toscamente, podríamos decir que la

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vida es uno de esos fenómenos surgidos allí donde haya un elevado flujo de energía.
El fenómeno de la vida se caracteriza por su tendencia a la autoconfiguración como
resultado del consumo de substancias o de energía antedicho, excretando hacia el
entorno productos degradados.
Resulta evidente que esta definición es aplicable a los remolinos de un arroyo, a
los huracanes, a las llamas o incluso a ciertos artefactos humanos como podrían ser
los refrigeradores. Una llama asume una forma característica, necesita de un aporte
adecuado de combustible y de aire para mantenerse y no podemos dejar de advertir
que el precio a pagar por una bella y agradable fogata al aire libre es el derroche de
energía calorífica y la emisión de gases contaminantes. La formación de llamas
reduce localmente la entropía, pero el consumo de combustible significa un
incremento de la entropía global.
A despecho de su amplitud y vaguedad, esta clasificación de la vida indica al
menos la dirección acertada. Sugiere, por ejemplo, que existe una frontera o interfase
entre el área «fabril» que procesa el flujo de energía o las materias primas, con la
consiguiente disminución de la entropía, y el entorno que recibe los desechos
generados por este procesamiento. Sugiere también que los procesos de la vida —o
los que a ellos se asemejan— requieren un aporte energético por encima de un
determinado valor mínimo para iniciarse y para mantenerse. Un físico decimonónico,
Reynolds, observó que las turbulencias de líquidos y gases aparecían únicamente
cuando el flujo superaba un cierto nivel crítico en relación con las condiciones
locales. Para calcular la magnitud adimensional de Reynolds basta conocer las
propiedades del fluido en cuestión y sus condiciones locales de flujo. De modo
semejante: para que aparezca la vida, el flujo de energía ha de ser lo suficientemente
importante, no solo en cuantía sino también en calidad, en potencial. Si, por ejemplo,
la temperatura de la superficie del Sol fuera de 500° Celsius en lugar de serlo de
5000° y su distancia a la Tierra se redujera correspondientemente, de tal modo que
recibiéramos la misma cantidad de calor, las diferencias climáticas respecto a las
condiciones reales quizá fueran escasas, pero la vida nunca habría hecho acto de
presencia. La vida requiere una energía lo bastante potente como para romper las
uniones químicas: la mera tibieza no basta.
Si fuéramos capaces de establecer magnitudes adimensionales como la de
Reynolds para caracterizar las condiciones energéticas de un planeta estaríamos en
condiciones de construir una escala cuya aplicación nos permitiría predecir dónde
sería posible la vida y dónde no. Aquellos que, como la Tierra, reciben un flujo
continuo de energía solar superior a los mencionados valores críticos estarían en el
primer supuesto, mientras que los planetas exteriores, más fríos, caerían dentro del
segundo.
En la época citada, sin embargo, poner a punto un medio experimental de
detección de la vida con validez universal basado en la disminución de entropía
aparentaba ser una tarea poco prometedora. Asumiendo, a pesar de todo, que la vida

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habría de servirse siempre de los medios fluidos —la atmósfera, los océanos o ambos
— utilizándolos como cintas transportadoras de materias primas o de productos de
desecho, se me ocurrió que parte de la actividad asociada a las intensas reducciones
de entropía características de un sistema viviente pasaría al entorno empleado como
vehículo de transporte modificando su composición. La atmósfera de un planeta en el
que hubiera vida sería por lo tanto netamente distinguible de la atmósfera de otro
desprovisto de ella.
Marte carece de océanos. La vida, de haber aparecido, habría tenido que hacer
uso de la atmósfera o estancarse. Por tal motivo, Marte parecía un planeta apropiado
para emplear un sistema de detección de vida basado en el análisis químico de la
atmósfera. Tal enfoque ofrecía además la nada desdeñable ventaja de que su
realización no se vería influenciada por el lugar de descenso del vehículo espacial: la
mayoría de las técnicas experimentales de detección de vida son eficaces únicamente
en el marco de una zona concreta. Ni siquiera en nuestro planeta las técnicas locales
de identificación darían mucho fruto si el aterrizaje se produjera en el centro de un
lago salobre, en el desierto del Sahara o en el manto de hielo que cubre la Antártida.
Habían alcanzado este punto mis reflexiones cuando Dian Hitchcock visitó el
Laboratorio de Propulsión a chorro. Su tarea era comparar y evaluar la lógica y el
potencial informativo de las muchas sugerencias suscitadas por el problema de la
detección de vida en Marte. La noción del análisis atmosférico como medio de
detectar la presencia de vida le resultó atractiva y nos pusimos a desarrollar la idea
juntos. Utilizando nuestro propio planeta como modelo empezamos a examinar hasta
qué punto podíamos obtener indicaciones fiables de la presencia de vida conjugando
determinaciones tales como la composición química de la atmósfera, la cuantía de la
radiación solar y las masas oceánicas o continentales.
Los resultados obtenidos nos convencieron de que la única explicación factible de
la atmósfera de la Tierra, altamente improbable, era su manipulación diaria desde la
superficie, y que el agente manipulador era la vida misma. El significativo
decremento de la entropía —o, como un químico diría, el persistente estado de
desequilibrio entre los gases atmosféricos— era, por sí mismo, prueba evidente de
actividad biológica. Piénsese, por ejemplo, en la presencia simultánea de metano y
oxígeno en nuestra atmósfera. A la luz del sol estos dos gases reaccionan
químicamente para dar dióxido de carbono y vapor de agua. La tasa de reactividad es
tan grande que, para mantener constante el metano del aire, es necesario introducir en
la atmósfera 1000 millones de toneladas de este gas, cuando menos, cada año. Hay
que contar también con los medios requeridos para reemplazar el oxígeno gastado en
la oxidación del metano, teniendo en cuenta que ello exige al menos dos veces más
oxígeno que metano. Las cantidades de ambos gases necesarias para mantener
constante la extraordinaria mezcla atmosférica de la Tierra tendrían, en un entorno
inerte, un altísimo grado de improbabilidad.
Así pues, mediante una técnica comparativamente sencilla, era posible obtener

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pruebas convincentes de la existencia de vida en la Tierra, pruebas que además, eran
obtenibles utilizando un telescopio infrarrojo situado en un punto tan lejano como
podría ser Marte. La misma regla se aplica a los demás gases de la atmósfera,
especialmente al acoplamiento o conjunto de gases reactivos que constituyen el
grueso de su volumen. La presencia en ella de óxido nitroso y de amoníaco es tan
anómala como la de metano. Hasta el nitrógeno gaseoso está fuera de lugar, porque si
pensamos en los vastos océanos terrestres, parecería lógico el que este elemento se
presentara bajo la forma, químicamente estable, de ion nitrato disuelto en las aguas
oceánicas.
Nuestros hallazgos y conclusiones estaban, por supuesto, muy fuera de lugar de la
geoquímica convencional de mediados de la década de los sesenta. Con algunas
excepciones —especialmente Rubey, Hutchinson, Bates y Nicolet— los geoquímicos
consideraban la atmósfera como el producto final del desprendimiento planetario de
gases y mantenían que su estado presente era consecuencia de reacciones
subsiguientes acaecidas en el seno de procesos abiológicos. El oxígeno, por ejemplo,
procedería únicamente de la escisión del vapor de agua en sus componentes
originarios: al escapar el hidrógeno al espacio quedaba tras él un exceso de oxígeno.
La vida se limitaba a tomar prestados gases de la atmósfera y a devolverlos a ella
como los había recibido. Para nosotros, por el contrario, la atmósfera era una
extensión dinámica de la biosfera misma. No resultó sencillo encontrar una
publicación que quisiera acoger en sus páginas una noción tan radical, pero tras
diversos rechazos dimos con un editor, Carl Sagan, que accedió a darle cabida en su
revista, Icarus.
Considerándolo tan solo como un medio para detectar la presencia de vida, el
análisis atmosférico tuvo, no obstante, un gran éxito. Los datos con que se contaba en
aquellos años eran suficientes para afirmar que la atmósfera marciana era
básicamente dióxido de carbono; no había signos de que sus características químicas
fueran tan exóticas como las de la Tierra. Ello implicaba que Marte, probablemente,
fuera un planeta muerto, noticia no precisamente grata para quienes patrocinaban
nuestros proyectos de investigación espacial. Para empeorar todavía más las cosas, el
Congreso estadounidense decidió, en septiembre de 1965, abandonar el primer
programa de exploración de Marte, denominado entonces Voyager. Durante
aproximadamente un año después de esa fecha, las ideas relativas a la búsqueda de
vida en otros planetas no recibirían la mejor de las acogidas.
La exploración del espacio ha sido siempre un excelente blanco para quienes
buscan dinero para una causa u otra, aunque su coste es muy inferior al de muchos
fracasos tecnológicos pedestres y anticuados. Por desgracia, los apologistas de la
ciencia espacial parecen quedar siempre sumamente impresionados por cosas tales
como las sartenes no adherentes y los rodamientos perfectos. A mi modo de ver, el
mejor subproducto de la investigación espacial no es precisamente nueva tecnología
sino que, por primera vez en la historia de la humanidad, hemos tenido oportunidad

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de contemplar la Tierra desde el espacio: la información proporcionada por esta
visión exterior de nuestro planeta verde azulado, en todo el esplendor de su belleza,
ha dado origen a un nuevo conjunto de preguntas y respuestas. De forma semejante,
el reflexionar sobre la vida marciana supuso la adquisición de una nueva perspectiva
desde la que considerar la vida en la Tierra, lo que nos llevó a su vez a formular una
nueva explicación —o a revivir quizá una muy antigua— de la relación entre la
Tierra y su biosfera.
Por lo que a mí respecta, tuve la gran fortuna de recibir una invitación de la Shell
Research Limited a estudiar las posibles consecuencias globales que sobre la
contaminación atmosférica tendrían causas tales como la tasa de consumo, siempre
en aumento, de los combustibles fósiles, invitación que llegaba en el nadir de la
investigación espacial, en 1966, tres años antes de la formación de Amigos de la
Tierra; ese colectivo, y otros grupos de presión de parecidas características, se
encargarían de poner el problema de la contaminación en la vanguardia de las
preocupaciones de la opinión pública.
Los científicos independientes, como los artistas, necesitan de los mecenas,
aunque ello no tiene porqué implicar una relación de posesión: la libertad de
pensamiento suele ser la norma. No debería hacer falta decir esto, pero hoy día
muchas personas, por otro lado inteligentes, están condicionadas para creer que toda
labor de investigación realizada bajo los auspicios de una multinacional es
sospechosa por naturaleza. Otros están no menos persuadidos de que todo trabajo de
esta índole procedente de alguna institución localizada en un país socialista ha de
haber estado sometido al corsé teórico del marxismo, siendo, por tal motivo,
desdeñable. Las ideas y opiniones expresadas en este libro muestran cierto grado de
influencia inevitable de la sociedad en cuyo seno vivo y trabajo, debida sobre todo el
contacto estrecho con numerosos colegas científicos occidentales. Hasta donde se me
alcanza, estas suaves presiones son las únicas que se han ejercido sobre mí.
La conexión entre los problemas de la contaminación atmosférica y mi trabajo
anterior —utilización del análisis atmosférico como medio de detección de vida—
residía, naturalmente, en la idea de que la atmósfera podría ser una extensión de la
biosfera. Tenía la impresión que todo intento de entender la contaminación de la
atmósfera sería incompleto y probablemente ineficaz si se pasara por alto la
posibilidad de una respuesta o una adaptación de la biosfera. Los efectos del veneno
en un ser humano dependen grandemente de la capacidad que este tenga para
metabolizarlo o excretarlo; de igual modo, el efecto de lanzar grandes cantidades de
productos derivados de la combustión de combustibles fósiles a una atmósfera
controlada por la biosfera puede ser muy distinto del efecto que estos gases tendrían
sobre una atmósfera inorgánica y por tanto, pasiva. Podrían producirse cambios
adaptativos que disminuyeran, por ejemplo, las perturbaciones provocadas por la
acumulación de dióxido de carbono. Otra posibilidad sería que las perturbaciones
dispararan algún tipo de cambio compensatorio (quizás en el clima) que resultara

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conveniente para el conjunto de la biosfera pero perjudicial para la especie humana.
Al trabajar en un nuevo entorno intelectual pude olvidarme de Marte y
concentrarme en la Tierra y en la naturaleza de su atmósfera. El resultado de esta
aproximación menos dispersa fue el desarrollo de la hipótesis siguiente: el conjunto
de los seres vivos de la Tierra, de las ballenas a los virus, de los robles a las algas,
puede ser considerado como una entidad viviente capaz de transformar la atmósfera
del planeta para adecuarla a sus necesidades globales y dotada de facultades y
poderes que exceden con mucho a los que poseen sus partes constitutivas.
No es distancia pequeña la que separa el sistema plausible de detección de vida y
la hipótesis según la cual es la biosfera, el conjunto de los seres vivos que pueblan la
superficie de la Tierra, la encargada de mantener y regular la atmósfera de esta. A
presentar las pruebas más recientes en favor de tal hipótesis se consagra buena parte
de este libro. Volviendo a 1967, las razones que justificaban el salto del sistema a la
hipótesis podrían resumirse como sigue:
La vida aparece en la Tierra hace aproximadamente unos 3500 millones de años. Desde entonces hasta ahora, los
fósiles muestran que el clima de la Tierra ha cambiado muy poco a pesar de que, casi con toda seguridad, la
cantidad de calor solar que recibimos, las características de la superficie de la Tierra y la composición de su
atmósfera han experimentado grandes variaciones durante ese lapso de tiempo.

La composición química de la atmósfera no guarda relación con lo que cabría esperar de un equilibrio químico de
régimen permanente. La presencia de metano, óxido nitroso y de nitrógeno incluso en nuestra oxidante atmósfera
actual representa una violación tan estrepitosa de las reglas de la química que hace pensar que la atmósfera no es
un nuevo producto biológico sino, más probablemente, una construcción biológica: si no viva, algo que, como la
piel de un gato, las plumas de un pájaro o el papel de un nido de avispas es una extensión de un sistema viviente
diseñada para conservar las características de un determinado entorno. La concentración atmosférica, por ejemplo,
de gases tales como el oxígeno o el amoníaco es mantenida a unos niveles óptimos cuya alteración, por pequeña
que fuera, podría tener desastrosas repercusiones en los seres vivos.

Tanto ahora como a lo largo de la historia de la Tierra, su climatología y su química parecen haber sido en todo
momento las óptimas para el desarrollo de la vida. Que esto se deba a la casualidad es tan improbable como salir
ileso de un atasco de tráfico conduciendo con los ojos vendados.

Pues bien, se concreta la hipótesis antedicha en una entidad de tamaño planetario y


propiedades insospechadas atendiendo a la simple suma de sus partes. Por fortuna fue
William Golding, el escritor, vecino a la sazón, quien solventó su carencia de nombre.
Recomendó sin vacilación que esta criatura fuera llamada Gaia en honor de la diosa
griega de la Tierra, también conocida como Gea, nombre de donde proceden los de
ciencias tales como la geografía y la geología. A pesar de mi ignorancia de los
clásicos, la oportunidad de la elección me pareció evidente. Era una palabra breve
que se anticipaba a alguna bárbara denominación del tipo de Sistema de Homeostasis
y Biocibernética Universal. Tenía, además, la impresión de que en la Antigua Grecia
el concepto era probablemente un aspecto familiar de la vida sin necesidad de
expresarlo formalmente. Los científicos suelen estar condenados a llevar vidas
urbanas, pero he tenido oportunidad de constatar el asombro que la gente de zonas
rurales, más próximas a la tierra, siente ante la necesidad de proposiciones formales
para enunciar algo tan evidente como la hipótesis de Gaia.

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La di a conocer oficialmente en unas jornadas científicas sobre los orígenes de la
vida en la Tierra celebradas en Princeton, New Jersey, en 1969. Quizá la causa fuera
una pobre presentación por mi parte, pero lo cierto es que los únicos interesados por
ella fueron el malogrado químico sueco Lars Gunnar Sillen y Lynn Margulis, de la
Universidad de Boston, a cuyo cargo corría la tarea de editar nuestras diversas
contribuciones. Lynn y yo volveríamos a encontrarnos en Boston un año más tarde,
iniciando una muy fructífera colaboración aún felizmente prolongada que, gracias a
su talento y a sus conocimientos, iba a perfilar nítidamente los entonces todavía
vagos contornos de Gaia.
Hasta aquí hemos definido a Gaia como una entidad compleja que comprende el
suelo, los océanos, la atmósfera y la biosfera terrestre: el conjunto constituye un
sistema cibernético autorregulado por realimentación que se encarga de mantener en
el planeta un entorno física y químicamente óptimo para la vida. El mantenimiento de
unas condiciones hasta cierto punto constantes mediante control activo es
adecuadamente descrito con el término «homeostasis».
Gaia continúa siendo una hipótesis, bien que, como ha sucedido en otros casos,
útil: aunque todavía no ha demostrado su existencia, sí ha probado ya su valor teórico
al dar origen a interrogantes y respuestas experimentales de por sí provechosas. Si,
por ejemplo, la atmósfera es entre otras cosas una cinta transportadora de substancias
que la biosfera toma y expele, parecía razonable suponer la presencia en ella de
compuestos que vehicularan los elementos esenciales a todos los sistemas biológicos,
como lo son, entre otros, el yodo y el azufre. Fue muy gratificante encontrar pruebas
de que ambos son transportados por aire desde los océanos, donde abundan, a tierra
firme, donde escasean, y que los compuestos portadores son el yoduro de metilo y el
sulfato de dimetilo respectivamente, substancias directamente producidas por la vida
marina. Habida cuenta de la insaciable curiosidad que caracteriza al espíritu
científico, estas interesantes substancias habrían terminado por ser detectadas y su
importancia discutida aún sin el estímulo de la hipótesis Gaia, pero fue precisamente
ella la que provocó su búsqueda activa.
Si Gaia existe, su relación con la especie humana, esa especie animal que ejerce
una influencia dominante en el complejo sistema de lo vivo y el cambiante equilibrio
de poder entre ambas, son cuestiones de evidente importancia. Serán consideradas en
capítulos posteriores, pero quiero subrayar que este libro ha sido escrito
primordialmente para estimular y entretener. La hipótesis Gaia es para aquellos que
gustan de caminar, de contemplar, de interrogarse sobre la Tierra y sobre la vida que
en ella hay, de especular sobre las consecuencias de nuestra presencia en el planeta.
Es una alternativa al pesimista enfoque según el cual la naturaleza es una fuerza
primitiva a someter y conquistar. Es también una alternativa al no menos deprimente
cuadro que pinta a nuestro planeta como una nave espacial demente que, sin piloto ni
propósito, describe círculos eternos alrededor del Sol.

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[*] Administración Nacional de la Aeronáutica y del Espacio (N. del E.). <<

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[**] o ROM, acrónimo de read-only memory (N. del E.). <<

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2 En los comienzos

Cuando se emplea en un contexto científico el término eón representa 1000 millones


de años. Por lo que nos indican los estratos geológicos y la medida de su
radiactividad, la Tierra comenzó a existir como cuerpo espacial independiente hace
unos 4500 millones de años o, lo que es lo mismo, hace cuatro eones y medio. Los
primeros rastros de vida hasta ahora identificados han aparecido en rocas
sedimentarias cuya edad se cifra en más de tres eones. Sin embargo, como decía
H. G. Wells, el registro geológico ofrece un tipo de información sobre la vida en
épocas remotas comparable al conocimiento que de los miembros de una vecindad
podría obtenerse examinando los libros de un banco. Probablemente se cuenten por
millones las formas de vida primitivas de cuerpo blando que, si bien florecieron en un
momento dado, se extinguieron después sin dejar huellas para el futuro ni, muchísimo
menos, obviamente, esqueleto alguno para el gabinete geológico.
No es ninguna sorpresa, por tanto, que se sepa poco sobre el origen de la vida en
nuestro planeta y menos todavía sobre las primeras etapas de su evolución. Pero por
lo que toca al entorno en el que se inició la vida —eventualmente Gaia— revisando
lo que sabemos respecto a los comienzos de la Tierra en el contexto del Universo del
que se formó, podemos por lo menos hacer suposiciones inteligentes.
Por observaciones realizadas en nuestra propia galaxia sabemos que un
conglomerado de estrellas se asemeja a una población humana en lo variado de las
edades de sus componentes, que van de los más viejos a los más jóvenes. Hay
estrellas viejas que, como antiguos soldados, simplemente se desvanecen, mientras la
muerte de otras, más espectacular, es un estallido inimaginablemente glorioso; cobran
forma, entretanto, esferas incandescentes orbitadas por satélites que giran a su
alrededor como polillas en torno a una vela. Cuando examinamos
espectroscópicamente el polvo interestelar y las nubes gaseosas de cuya
condensación surgen nuevos soles y nuevos planetas, hallamos gran abundancia de
las moléculas simples y compuestas a partir de las cuales es posible construir el
edificio de la vida. Estas moléculas, en realidad, parecen estar dispersas por todo el
Universo. Los astrónomos informan casi semanalmente del descubrimiento de alguna
nueva substancia orgánica compleja hallada en las profundidades del espacio. Se
tiene a veces la impresión de que nuestra galaxia es un almacén gigantesco donde se
guardan los componentes de la vida.
Si imaginamos un planeta hecho exclusivamente con piezas de relojes, no parece
disparatado suponer que, con tiempo por delante —pongamos, por ejemplo, unos
1000 millones de años—, las fuerzas gravitatorias y la incansable acción del viento
terminarán ensamblando un reloj en perfecto funcionamiento. Probablemente el
comienzo de la vida en la Tierra fue algo similar. El incontable número de encuentros
fortuitos entre moléculas, esenciales para la vida, la casi infinita variedad de

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combinaciones posibles, bien pudo haber resultado en el ensamblaje casual de una
substancia capaz de efectuar una tarea de tipo biológico, por ejemplo acumular luz
solar para utilizar la energía en la realización de algún cometido posterior que no
hubiera sido posible de otro modo o que las leyes físicas no hubieran permitido. El
antiguo mito griego de Prometeo, que intentó robar el fuego de los dioses, y la
historia bíblica de Adán y Eva, arrastrados por el deseo de saborear la fruta prohibida,
quizá se hundan mucho más profundamente en nuestra historia ancestral de lo que
sospechamos. Al aumentar posteriormente el número de estos compuestos, empezó a
ser posible que algunos de ellos se combinaran entre sí para formar nuevas
substancias de mayor complejidad dotadas de nuevas propiedades y poderes distintos,
agentes a su vez de idéntico proceso que se repetiría hasta la eventual llegada a una
entidad compleja cuyas propiedades eran, por fin, las de la vida: fue el primer
microorganismo capaz de utilizar la luz del Sol y las moléculas de su entorno para
producir su propio duplicado.
Esta secuencia de acontecimientos conducente a la formación del primer ser vivo
tenía casi todo en contra. Por otro lado, el número de encuentros fortuitos acaecidos
entre las moléculas de la substancia primigenia de la Tierra debe haber sido
verdaderamente incalculable. La vida era, pues, un acontecimiento casi
completamente improbable que tenía casi infinitas oportunidades de suceder y
sucedió. Supongamos al menos que las cosas ocurrieron de esta forma en lugar de
acudir a misteriosas siembras de semillas, esporas llegadas de no se sabe dónde o
cualquier otro tipo de intervención externa. Nuestro interés primordial, en cualquier
caso, se centra en la relación surgida entre la biosfera que se forma y el entorno
planetario de una Tierra todavía joven, no en el origen de la vida.
¿Cuál era el estado de la Tierra justamente antes de la aparición de la vida, hace,
digamos, unos tres eones y medio? ¿Por qué surgió la vida en nuestro planeta y no lo
hizo en Marte y Venus, sus parientes más cercanos? ¿Con qué riesgos se enfrentó la
joven biosfera, qué desastres estuvieron a punto de destruirla y cómo la presencia de
Gaia ayudó a superarlos? Antes de sugerir algunas respuestas a estas intrigantes
preguntas hemos de volver a las circunstancias que rodearon la formación de la
Tierra, hace aproximadamente cuatro eones y medio.
Parece casi seguro que la formación de una supernova —la explosión de una
estrella de gran tamaño— fue el antecedente próximo, tanto en el tiempo como en el
espacio, a la formación de nuestro sistema solar. Según creen los astrónomos, la
secuencia de acontecimientos que culminan en la supernova podría ser la siguiente: la
combustión de una estrella significa fundamentalmente la fusión de su hidrógeno y
luego de sus átomos de helio; pues bien, las cenizas de estos fuegos, en forma de
elementos más pesados —sílice y hierro, por ejemplo— van acumulándose en la zona
central del astro. Cuando la masa de este núcleo de elementos muertos que ha dejado
de generar calor y presión excede con mucho a la de nuestro sol, la inexorable fuerza
de su peso la colapsa, con lo que pasa a ser, en materia de segundos, un cuerpo cuyo

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volumen se cifra tan solo en millares de millas cúbicas. El nacimiento de este
extraordinario objeto, la estrella de neutrones, es una catástrofe de dimensiones
cósmicas. Aunque los detalles de este proceso y de otros semejantes son todavía
oscuros es obvio que se observan en él todos los ingredientes de una colosal
explosión nuclear. Las formidables cantidades de luz, calor y radiaciones duras que
produce una supernova en pleno apogeo igualan al total de los generados por todas
las demás estrellas de la galaxia. Las explosiones raramente son cien por cien
eficaces: cuando una estrella se convierte en supernova, el material explosivo nuclear,
que incluye uranio y plutonio junto a grandes cantidades de hierro y otros elementos
residuales, es esparcido por el espacio como si se tratara de la nube de polvo
provocada por la detonación de una bomba de hidrógeno. Lo más raro quizá sobre
nuestro planeta es que consiste sobre todo en fragmentos procedentes de la explosión
de una bomba de hidrógeno del tamaño de una estrella. Todavía hoy, eones después,
la corteza terrestre conserva el suficiente material explosivo inestable para que sea
posible la repetición, a muy pequeña escala, del acontecimiento original.
Las estrellas binarias —dobles— son muy corrientes en nuestra galaxia; pudiera
ser que en un determinado momento, el Sol, esa estrella tranquila y de buenas
maneras, haya tenido una compañera de gran tamaño que, al consumir su hidrógeno
rápidamente, se convirtió en una supernova o, tal vez, el Sol y sus planetas proceden
de la condensación de los restos de una supernova mezclados con el polvo y los gases
interestelares. Sí parece seguro que, ocurriera como ocurriera, nuestro sistema solar
se formó a resultas de la explosión de una supernova. No hay otra explicación
verosímil para la gran cantidad de átomos explosivos aún presentes en la Tierra. El
más primitivo y anticuado de los contadores Geiger nos indica que habitamos entre
los restos de una vasta detonación nuclear. No menos de tres millones de átomos
inestables procedentes de aquel cataclismo se fragmentan cada minuto dentro de
nuestros cuerpos, liberando una diminuta fracción de la energía proveniente de
aquellos remotos fuegos.
Las reservas actuales de uranio contienen únicamente el 0,72 por ciento del
peligroso isótopo U–235. Créase o no, los reactores nucleares han existido mucho
antes que el hombre: recientemente fue descubierto en Gabón (África), un reactor
natural fósil que funcionaba desde hace aproximadamente dos eones. Podemos, por
consiguiente, afirmar casi con toda seguridad que, hace cuatro eones, la
concentración geoquímica del uranio produjo espectaculares reacciones nucleares
naturales. Al estar hoy tan de moda denigrar la tecnología, es fácil olvidar que la
fusión nuclear es un proceso natural. Si algo tan intrincado como la vida puede surgir
por accidente, no debe maravillarnos que con un reactor de fusión, mecanismo
relativamente simple, ocurra algo parecido.
Así pues, la vida empezó probablemente bajo condiciones de radiactividad mucho
más intensas que las que tanto preocupan a ciertos medioambientalistas de hoy. Más
aún, el aire no contenía oxígeno libre ni ozono, lo que dejaba la superficie del planeta

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expuesta directamente a la intensa radiación ultravioleta del Sol. Preocupa mucho
actualmente el que los imponderables de la radiación nuclear y de la ultravioleta
puedan causar un día la destrucción de toda la vida sobre la Tierra y, sin embargo,
estas mismas energías inundaron la matriz misma de la vida.
No se trata aquí de paradojas; los peligros actuales son ciertos pero se tiende a
exagerarlos. La radiación ultravioleta y la nuclear son parte de nuestro entorno
natural y siempre lo han sido. Cuando la vida comenzaba, el poder destructor de la
radiación nuclear, su capacidad para romper enlaces, puede haber sido incluso
benéfica, acelerando el proceso de prueba y error al eliminar los errores y regenerar
los componentes químicos básicos, siendo causa sobre todo de una mayor producción
de combinaciones fortuitas de entre las que surgiría la óptima.
Como Urey[2] nos enseña, la atmósfera primigenia de la Tierra pudo haber
desaparecido durante la fase de estabilización del Sol, dejando nuestro planeta tan
desnudo como la Luna lo está ahora. Posteriormente, la presión de la masa terrestre y
la confinada energía de componentes altamente radiactivos caldearon su interior,
produciendo el escape de gases y de vapor de agua que daría lugar al aire y a los
océanos. Desconocemos cuanto tardó en producirse esta atmósfera secundaria y la
naturaleza de sus componentes originales, pero suponemos que en la época del inicio
de la vida los gases procedentes del interior eran más ricos en hidrógeno que los que
ahora expulsan los volcanes. Los compuestos orgánicos, las partes constituyentes de
la vida, necesitan tener en su medio una cierta cantidad de hidrógeno tanto para su
formación como para su supervivencia.
Cuando consideramos los elementos que entran en los compuestos orgánicos
pensamos habitualmente y en primer lugar en carbono, nitrógeno, oxígeno y fósforo,
luego en una miscelánea de los elementos presentes en pequeñas cantidades, como el
hierro, el zinc y el calcio. El hidrógeno, ese ubicuo material del que está hecha la
mayor parte del Universo suele darse por supuesto y, sin embargo, su importancia y
su versatilidad son máximas. Es parte esencial de todo compuesto formado por los
demás elementos claves de la vida. Es el combustible del que se sirve el Sol y,
consiguientemente, la fuente primitiva de ese generoso flujo de energía solar gratuita
que pone en marcha los procesos vitales y les permite un desarrollo normal.
Constituye las dos terceras partes del agua, esa otra substancia esencial para la vida y
que tendemos a olvidar de tan frecuente. La abundancia de hidrógeno libre de un
planeta configura el potencial de oxidación-reducción (redox), que mide la tendencia
de un determinado entorno a oxidar o a reducir. Los elementos de un entorno
oxidante incorporan oxígeno, razón de la herrumbre del hierro. En un ambiente
reductor —rico en hidrógeno— un compuesto que contenga oxígeno tiende a cederlo.
La abundancia de átomos de hidrógeno, cargados positivamente, determina también
la acidez o la alcalinidad —el pH, diría un químico— de un medio. El potencial
redox y el pH son dos factores ambientales claves para saber si un planeta puede
contener vida o no.

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El vehículo espacial Viking norteamericano, que descendió en Marte, y el Venera
soviético llegado a Venus han coincidido en informar negativamente respecto a la
presencia de vida. Venus ha perdido casi todo su hidrógeno y es, en consecuencia,
absolutamente estéril. En Marte hay aún algo de agua —e hidrógeno, por tanto—
pero la oxidación de su superficie es tal que la formación de moléculas orgánicas es
imposible. Los planetas están, además de muertos, incapacitados para la vida.
Aunque es poco lo que sabemos de la química terrestre cuando se inició la vida,
nos consta que estaba más cercana a la actual de los gigantes exteriores, Júpiter y
Saturno, que a la de Marte y Venus. Es probable que, hace eones, Marte, Venus y la
Tierra fueran planetas ricos en moléculas de metano, hidrógeno, amoníaco y agua a
partir de las que puede formarse la vida, pero del mismo modo que el hierro se cubre
de herrumbre y la goma se deshace, un planeta se marchita y termina por quedar
totalmente yermo (auxiliado del tiempo, ese gran oxidante) cuando el hidrógeno,
elemento esencial para la vida, escapa al espacio.
La atmósfera de la Tierra que fue testigo del comienzo de la vida hubo de ser, por
lo tanto, una atmósfera reductora, rica en hidrógeno. Esta atmósfera no necesitaba un
gran contenido de hidrógeno libre por cuanto el que se desprendía del interior ofrecía
un suministro constante; habría bastado, por otra parte, la presencia de hidrógeno en
compuestos tales como el amoníaco y el metano. En las lunas de los planetas
exteriores pueden encontrarse todavía atmósferas similares a la descrita; si sus débiles
campos gravitacionales las retienen es gracias a lo bajo de sus temperaturas. A
diferencia de estas lunas y de sus planetas, la Tierra, Marte y Venus carecen de las
temperaturas o de las fuerzas gravitatorias necesarias para retener indefinidamente su
hidrógeno sin auxilio biológico. El átomo de hidrógeno es el más pequeño y ligero de
todos, por lo que, sea cual sea la temperatura, siempre es el de movimiento más
veloz; pues bien, teniendo en cuenta que los rayos solares fragmentan las moléculas
de hidrógeno gaseoso situadas en el límite externo de nuestra atmósfera
convirtiéndolas en átomos libres, cuya movilidad les permite escapar de la atracción
gravitatoria y perderse en el espacio, está claro que la vida en la Tierra habría tenido
los días contados si el suministro de hidrógeno (incorporado a compuestos tales como
amoníaco y metano) hubiera dependido solo de los gases escapados del interior del
planeta, incapaces de reponer las pérdidas indefinidamente. Estos gases, además,
cumplían otra misión fundamental, la de «arropar» nuestro planeta manteniendo su
temperatura en una época en la que, probablemente, la radiación solar era inferior a la
actual.
La historia del clima terrestre es uno de los argumentos de más peso en favor de
la existencia de Gaia. Sabemos por las rocas sedimentarias que durante los tres
últimos eones y medio el clima no ha sido nunca, ni siquiera durante períodos cortos,
totalmente desfavorable para la vida. Esa continuidad del registro geológico de la
vida nos indica también la imposibilidad de que los océanos llegaran a hervir o a
congelarse en algún momento. Hay, por el contrario, pruebas sutiles derivadas de las

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proporciones entre las diferentes formas atómicas de oxígeno encontradas en los
estratos geológicos cuya interpretación indica que el clima ha sido siempre muy
parecido a como es ahora, con las salvedades de las glaciaciones y del período
próximo al comienzo de la vida, donde se hizo algo más cálido. Los períodos
glaciales —llamadas Edades de hielo, a menudo con exageración— afectaron tan
solo las zonas terrestres situadas por encima de los 45° Norte y por debajo de los 45°
Sur: el 70 por ciento de la superficie terrestre queda, sin embargo, entre estas dos
latitudes. Las así llamadas Edades de hielo afectaron únicamente a la flora y la fauna
que habían colonizado el 30 por ciento restante, que hasta en los períodos
interglaciares suele estar parcialmente helado. Como lo está hoy.
Parecería que en principio no hay nada particularmente extraño en este cuadro de
un clima estable a lo largo de los tres y medio últimos eones. Si la Tierra gira según
una órbita estable alrededor del Sol, ese radiador gigantesco y permanente, desde
época tan remota, ¿por qué habría de ser de otro modo? Es, sin embargo, extraño, y
precisamente por esta razón. Nuestro Sol, estrella típica, se ha desarrollado según un
patrón estándar bien establecido, por el cual sabemos que su radiación energética ha
aumentado al menos en un 30 por ciento durante los tres eones y medio mencionados.
Un 30 por ciento menos de calor solar implica una temperatura media para la Tierra
muy por debajo del punto de congelación del agua. Si el clima de la Tierra estuviera
exclusivamente en función de la radiación solar nuestro planeta habría permanecido
congelado durante el primer eón y medio del período caracterizado por la existencia
de vida, y sabemos por los registros paleontológicos y por la persistencia misma de la
vida que jamás las condiciones ambientales fueron tan adversas.
Si la Tierra fuera simplemente un objeto sólido inanimado, su temperatura de
superficie seguiría las variaciones de la radiación solar, y no hay ropaje aislado que
proteja indefinidamente a una estatua de piedra del calor veraniego y del frío
invernal; durante tres eones y medio la temperatura de superficie ha sido
permanentemente favorable para la vida, de modo semejante a como la temperatura
de nuestros cuerpos se mantiene constante en invierno y en verano, ya sea tropical o
polar el entorno en el que nos encontremos. Aunque podría pensarse que la intensa
radiactividad de los primeros días habría bastado para mantener unos ciertos niveles
de temperatura, un sencillo cálculo basado en la muy predecible naturaleza de la
desintegración radiactiva indica que, aunque estas energías mantenían incandescente
el interior del planeta, tuvieron escaso efecto sobre las temperaturas superficiales. Los
científicos dedicados a cuestiones planetarias han sugerido varias explicaciones para
lo constante de nuestro clima. Carl Sagan y su colaborador el doctor Mullen, por
ejemplo, han señalado recientemente que, en épocas remotas, cuando el Sol brillaba
con menos intensidad, la presencia en la atmósfera de gases como el amoníaco
ayudaba a conservar el calor recibido. Algunos gases, como el dióxido de carbono y
el amoníaco absorben la radiación térmica infrarroja que desprende la superficie de la
Tierra y retrasan su escape al espacio: son los equivalentes gaseosos de la ropa de

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abrigo, aunque tienen sobre esta la ventaja adicional de ser transparentes a las
radiaciones solares que hacen llegar a nuestro planeta casi todo el calor que recibe.
Por esta razón, aunque quizá no del todo correctamente, son a menudo denominados
gases «invernadero».
Otros científicos, especialmente el profesor Meadows y Henderson Sellers, de la
Universidad de Leicester, han sugerido que, en épocas anteriores, la superficie
terrestre era de color más obscuro, capaz por consiguiente de absorber en mayor
proporción que ahora el calor del Sol. La parte de luz solar reflejada al espacio se
conoce como el albedo o blancura de un planeta. Si su superficie es totalmente blanca
reflejará toda la luz solar que a ella llegue resultando, por lo tanto, un mundo muy
frío. Si, por el contrario, es completamente negra, absorbe dicha luz en su totalidad,
con el consiguiente aumento de la temperatura. Es evidente que un cambio del albedo
podría compensar el menor rendimiento térmico de un Sol más apagado. La
superficie terrestre ostenta en nuestra época una adecuada coloración intermedia y
está cubierta por masas de nubes en aproximadamente el 50 por ciento. Refleja más o
menos el 45 por ciento de la luz procedente del Sol.

Fig. 1. El curso de la temperatura de la Tierra desde los comienzos de la vida, hace 3,5 eones, se

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mantiene siempre dentro del estrecho margen que dejan las líneas horizontales de los 10° y los 20 °C. Si
nuestra temperatura planetaria hubiera dependido únicamente de la relación abiológica establecida entre
la radiación solar y el balance térmico atmósfera-superficie, podrían haberse alcanzado las condiciones
externas marcadas por las líneas A y C. De haber sucedido esto toda vida habría desaparecido del
planeta, lo que también habría sucedido si las temperaturas hubieran seguido el curso intermedio
marcado por la línea B, que muestra cómo habrían aumentado de haber seguido pasivamente el
incremento de radiación solar.

Cuando la vida empezaba, pues, el clima era suave a pesar de la menor radiación
solar. Las únicas explicaciones que se han dado a este fenómeno son a un «efecto
invernadero» protector del dióxido de carbono y del amoníaco o un menor albedo
originado por una distribución de las masas de tierra diferente a la actual. Ambas son
posibles, pero únicamente hasta cierto punto: allí donde no llegan es donde
vislumbramos por primera vez a Gaia o, al menos, la necesidad de postular su
existencia.
Parece probable que las primeras manifestaciones de la vida se instalaran en los
océanos, en las aguas someras, en los estuarios, en las riberas de los ríos y en las
zonas pantanosas, extendiéndose desde aquí a todas las demás áreas del globo. Al
cobrar forma la primera biosfera, el entorno químico de la Tierra comenzó
inevitablemente a cambiar. Del mismo modo que los nutrientes de un huevo de
gallina alimentan al embrión, los abundantes compuestos orgánicos de los cuales
surgió la vida suministraron a la joven criatura el alimento que su crecimiento
requería. A diferencia del pollito, sin embargo, la vida más allá del «huevo» contaba
únicamente con un suministro alimenticio limitado. Tan pronto como los compuestos
clave empezaron a escasear, la joven criatura se encontró frente a la disyuntiva de
perecer de hambre o de aprender a sintetizar sus propios elementos estructurales
utilizando las materias primas a su alcance y la luz solar como energía motriz.
La necesidad de enfrentarse a alternativas de esta índole debió ser frecuente en la
época que describimos y sirvió para incrementar la diversificación, la independencia
y la robustez de una biosfera en expansión. Quizá fuera este el momento de la
aparición de las primeras relaciones depredador-presa, del establecimiento de
primitivas cadenas alimentarias. La muerte y la natural descomposición de los
organismos individuales liberaban componentes claves para el conjunto de la
comunidad pero, para ciertas especies, pudo resultar más conveniente obtener estos
compuestos fundamentales alimentándose de otros seres vivos. La ciencia de la
ecología se ha desarrollado al punto de que actualmente puede demostrar, con la
ayuda de modelos numéricos y computadores, que un ecosistema compuesto por una
compleja red trófica, por muy diferentes relaciones depredador-presa, es mucho más
sólido y estable que una sola especie independiente o que un pequeño grupo de
interrelación escasa. Si tales aseveraciones son ciertas, parece probable que la
biosfera se diversificara con rapidez según iba desarrollándose.
Consecuencia importante de esta incesante actividad de la vida fue la circulación
cíclica del amoníaco, el dióxido de carbono y el metano, gases atmosféricos todos

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ellos, a través de la biosfera. Cuando el suministro de otras fuentes escaseaba, estos
gases aportaban carbono, nitrógeno e hidrógeno, elementos imprescindibles para la
vida; de ello resultaba un descenso en su tasa atmosférica. El carbono y el nitrógeno
fijados descendían a los lechos marinos en forma de detritos orgánicos o bien eran
incorporados a los organismos de los primitivos seres vivos como carbonato de calcio
o de magnesio. Parte del hidrógeno que la descomposición del amoníaco liberaba se
unía a otros elementos —principalmente al oxígeno para formar agua— y parte
escapaba al espacio en forma de hidrógeno gaseoso. El nitrógeno procedente del
amoníaco quedaba en la atmósfera como nitrógeno molecular, forma prácticamente
inerte que no ha cambiado desde entonces.
Aunque estos procesos pueden resultar lentos para nuestra escala temporal,
mucho antes de que un eón transcurriera completamente, la gradual utilización del
dióxido de carbono y del amoníaco de la atmósfera había introducido considerables
cambios en la composición de esta. El que estos gases fueran desapareciendo de la
atmósfera produjo además un descenso de la temperatura debido al debilitamiento del
«efecto invernadero». Sagan y Mullen han propuesto que quizá fuera la biosfera la
encargada de mantener el status quo climatológico aprendiendo a sintetizar y a
reemplazar el amoníaco que utilizaba como nutriente. Si están en lo cierto, tal síntesis
hubiera sido la primera tarea de Gaia. Los climas son intrínsecamente inestables;
tenemos ahora la casi total certeza gracias al meteorólogo yugoslavo Mihalanovich de
que los períodos de glaciación recientes fueron consecuencia de cambios muy leves
experimentados por la órbita de la Tierra. Para que se establezca una Edad de hielo
basta un decremento de tan solo el 2 por ciento en el aporte calórico que recibe un
hemisferio. Es ahora cuando empezamos a entrever las incalculables consecuencias
que, para la joven biosfera, tuvo su propia utilización de los gases atmosféricos que
arropaban al planeta, en una época donde el rendimiento calorífico del Sol era
inferior al actual no en un dos, sino en un 30 por ciento. Pensemos en lo que podría
haber ocurrido de producirse alguna perturbación añadida, leve incluso, tal como ese
2 por ciento de enfriamiento extra capaz de precipitar una glaciación: el descenso de
temperatura haría a su vez disminuir el grosor de la capa amoniacal debido a que, con
el enfriamiento, la superficie de los océanos absorberían mayores cantidades de este
gas, decreciendo consiguientemente la cantidad disponible para la biosfera; la menor
tasa de amoníaco del aire facilitaría el escape del calor al espacio, estableciéndose un
círculo vicioso, un sistema de realimentación positiva que provocaría
inexorablemente ulteriores descensos de la temperatura. Con la caída de esta cada vez
habría menos amoníaco en el aire y entonces, para colmo, llegando ya a temperaturas
de congelación, la capa de nieve y hielo, cada vez más extensa, incrementaría
vertiginosamente el albedo del planeta y por lo tanto la reflexión de la luz solar.
Siendo esta un 30 por ciento más débil se produciría de forma inevitable un descenso
mundial de las temperaturas muy por debajo del punto de congelación. La Tierra
habríase convertido en una helada esfera blanca, estable y muerta.

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Si, por el contrario, la biosfera se hubiera excedido en su compensación del
amoníaco tomado de la atmósfera sintetizando demasiado, habría tenido lugar una
escalada de temperaturas, instaurándose, a la inversa, el mismo círculo vicioso: a
mayor calor, más amoníaco en el aire y menos escape calorífico hacia el espacio. Con
la subida de temperatura, más vapor de agua y más gases aislantes llegarían a la
atmósfera, alcanzándose eventualmente unas condiciones planetarias parecidas a las
de Venus, aunque con menos calor. La temperatura de la Tierra sería finalmente de
unos 100 °C, muy por encima de lo que la vida puede tolerar: de nuevo tendríamos
un planeta estable pero muerto.
Puede que el proceso natural realimentado negativamente de formación de nubes
o algún otro fenómeno hasta hoy ignorado se encargaran quizá de mantener un
régimen al menos tolerable para la vida, pero de no ser así, la biosfera tuvo que
aprender mediante prueba y error el arte de controlar su entorno, fijando inicialmente
límites amplios y luego, con el refinamiento fruto de la práctica, manteniendo sus
condiciones lo más cerca posible de las óptimas para la vida. Tal proceso no consistía
solamente en fabricar la cantidad necesaria de amoníaco para restituir el consumido;
era también preciso poner a punto medios apropiados para apreciar la temperatura y
el contenido de amoníaco del aire a fin de mantener en todo momento una producción
adecuada. El desarrollo de este sistema de control activo —con todas sus limitaciones
—, por parte de la biosfera pudo ser quizá la primera indicación de que Gaia había
por fin surgido del conjunto de sus partes.
Si consideramos, pues, la biosfera una entidad capaz, como la mayor parte de los
seres vivientes, de adaptar el entorno a sus necesidades, estos problemas
climatológicos tempranos podrían haberse resuelto de muy diversas maneras. Gran
número de criaturas gozan de la capacidad de modificar su coloración según
convenga a diferentes propósitos de camuflaje, advertencia o exhibición: pues bien, al
disminuir el amoníaco o aumentar el albedo (como consecuencia de redistribuciones
de las masas de tierra) uno de los medios que pudo emplear la biosfera para mantener
su temperatura fue el oscurecimiento. Awramik y Golubic de la Universidad de
Boston han observado que, en los pantanos salobres donde el albedo es habitualmente
alto, los cambios estacionales provocan el ennegrecimiento de «alfombras»
compuestas por incontables microorganismos. ¿Podrían estos parches oscuros,
producidos por una forma de vida de antigua estirpe, ser recordatorios vivientes de un
arcaico método para conservar el calor? Y a la inversa: si el problema fuera el
sobrecalentamiento, la biosfera marina generaría una capa monomolecular aislante
que cubriría la superficie de las aguas para controlar la evaporación. El neutralizar la
evaporación en las zonas más calientes del océano tiene por propósito impedir una
excesiva acumulación de vapor de agua en la atmósfera que propicie una escalada de
la temperatura originada por la absorción de la radiación infrarroja.
Estos son ejemplos de hipotéticos mecanismos que la biosfera podría utilizar para
mantener unas condiciones ambientales adecuadas. El estudio de sistemas más

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sencillos —colmena, seres humanos— indica que el mantenimiento de la temperatura
es, probablemente, la resultante del funcionamiento de diferentes sistemas, más que
el producto de la acción de uno solo.
La auténtica historia de tan remotos períodos no se sabrá jamás; todo lo que
podemos hacer es especular basándonos en probabilidades y en la casi certidumbre de
que el clima no fue nunca obstáculo para la vida. La primera manifestación de los
cambios activos que la biosfera introducía en su entorno pudo haber estado
relacionada con el clima y con la menor temperatura del Sol, pero en ese entorno
había otras necesidades que atender, otros parámetros cuyo equilibrio era
fundamental para la continuidad de la vida. Ciertos elementos básicos resultaban
necesarios en grandes dosis mientras que, de otros, solo se requerían cantidades
vestigiales; en ocasiones era preciso un rápido reabastecimiento de todos ellos. Había
que ocuparse de las substancias de desecho, venenosas o no, aprovechándolas a ser
posible; controlar la acidez, procurando el mantenimiento de una media en conjunto
neutro o alcalino; la salinidad de los mares no debía aumentar en exceso, y así
sucesivamente. Aunque estos son los criterios básicos, hay otros muchos
involucrados.
Como hemos visto, cuando se estableció el primer sistema viviente tenía a su
alcance un abundante suministro de elementos clave, que posteriormente y al ir
creciendo, aprendería a sintetizar utilizando materias primas tomadas del aire, el agua
y el suelo. Otra tarea que la extensión y la diversificación de la vida exigía era
asegurar el suministro ininterrumpido de los elementos vestigiales requeridos por
diferentes mecanismos y funciones. Todas las criaturas vivientes celulares utilizan un
extenso abanico de procesadores químicos —agentes catalíticos— denominados
enzimas, muchas de las cuales requieren pequeñísimas cantidades de determinados
elementos para desempeñar normalmente sus funciones. La anhidrasa carbónica, por
ejemplo, enzima especializada en el transporte de dióxido de carbono desde y hacia el
medio celular, tiene una composición donde entra zinc; otras enzimas precisan hierro,
magnesio o vanadio. En nuestra biosfera actual se dan actividades que exigen la
presencia de muchos otros elementos vestigiales: cobalto, selenio, cobre, yodo y
potasio. Indudablemente, tales necesidades surgieron y fueron satisfechas en el
pasado. Al principio estos elementos se obtenían de la forma habitual, extrayéndolos
simplemente del entorno. Con la proliferación de la vida la competencia por ellos fue
aumentando, se redujo su disponibilidad y en algunos casos su falta fue el factor que
limitó ulteriores expansiones. Si, como parece probable, las aguas someras bullían de
formas de vida primitivas, algunos elementos claves fueron apartados de la
circulación porque, al morir, los organismos que los incorporaban se hundían,
descendiendo hasta el depósito de lodo del lecho marino y, atrapados por otros
sedimentos, no volvían a estar disponibles para la biosfera hasta que alguna
conmoción de la corteza terrestre removía estos «cementerios» con la suficiente
fuerza. En los grandes lechos de rocas sedimentarias hay sobradas pruebas de lo

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completo que podía llegar a ser este proceso de secuestro. La vida, sin duda, fue
resolviendo este problema mediante el proceso evolutivo de prueba y error, hasta que
apareció una especie de carroñeros especializada en extraer estos elementos
esenciales de los cadáveres de otros organismos, impidiendo su sedimentación. Otros
sistemas posiblemente utilizados quizá se sirvieran de complejas redes fisicoquímicas
usadas para llevar a cabo procesos de salvamento —siempre de dichas substancias
claves— que, si bien al principio eran individuales, poco a poco fueron
coordinándose en estructuras globales a fin de obtener un mayor rendimiento. La más
compleja ostentaba poderes y propiedades superiores a la suma de sus partes, lo que
la caracterizaba como uno de los rostros de Gaia.
Nuestra sociedad se ha enfrentado, desde la Revolución Industrial, con arduos
problemas químicos derivados de la escasez de determinadas materias primas o
relacionados con la contaminación local: la biosfera incipiente debió encarar
problemas similares. El primer sistema celular que se las ingenió para extraer zinc de
su entorno, inicialmente en su exclusivo beneficio y después en bien de la
comunidad, quizá acumulara al mismo tiempo mercurio, elemento que a pesar de su
semejanza con el zinc es venenoso. Los errores de esta naturaleza fueron
probablemente origen de los primeros incidentes provocados por la contaminación en
la historia del mundo. Como de costumbre, fue la selección natural la encargada de
solventar esta cuestión: existen actualmente sistemas de microorganismos capaces de
transformar el mercurio y otros elementos venenosos en derivados volátiles mediante
metilación; estas asociaciones de microorganismos quizá representen la forma más
antigua de tratar residuos tóxicos.
La contaminación no es, como tan a menudo se afirma, producto de la bajeza
moral, sino que constituye una consecuencia inevitable del desenvolvimiento de la
vida. La segunda ley de la termodinámica establece claramente que el bajo nivel de
entropía y la intrincada organización dinámica de un sistema viviente exigen
necesariamente la excreción al entorno de productos y energía degradados. La crítica
está justificada únicamente si somos incapaces de encontrar respuestas limpias y
satisfactorias a los problemas que, a más de solventarlos, los pongan de nuestra parte.
Para la hierba, los escarabajos y hasta los granjeros, el estiércol de vaca no es
contaminación, sino don valioso. En un mundo sensato, los desechos industriales no
serían proscritos, sino aprovechados. Responder negativa, destructivamente,
prohibiéndolos por ley, parece tan idiota como legislar contra la emisión de boñigas
por parte de las vacas.
Una de las amenazas más serias con que se enfrentaba la joven biosfera la
constituía el conjunto de crecientes alteraciones que afectaban a las propiedades del
entorno planetario. El consumo de amoníaco —gas primordial— realizado por la
biosfera repercutía no solo en las propiedades radiantes de la atmósfera, sino también
en el equilibrio de la neutralidad química: a menos amoníaco, mayor acidez. Como la
conversión de metano a dióxido de carbono y de sulfures a sulfatos significaba un

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incremento adicional de la acidez, esta podría haberse hecho tan intensa como para
impedir la vida. Desconocemos la solución concreta del problema, pero
remontándonos todo lo atrás que nuestros sistemas de medida permiten, hay pruebas
de que la Tierra ha estado siempre próxima a ese estado de neutralidad química.
Marte y Venus, por el contrario, muestran un alto grado de acidez en su composición,
a todas luces excesivo para permitir vida tal como se ha desarrollado en nuestro
planeta. En la actualidad, la biosfera produce hasta 1000 megatoneladas de amoníaco
cada año, cantidad cercana a la necesaria para neutralizar los fuertes ácidos sulfúrico
y nítrico derivados de la oxidación natural de compuestos sulfurosos y nitrogenados.
Quizá se trate de una coincidencia, pero posiblemente sea otro eslabón en la cadena
de pruebas circunstanciales en favor de la existencia de Gaia.
La regulación estricta de la salinidad de mares y océanos es tan esencial para la
vida como la necesidad de neutralidad química, si bien es asunto mucho más extraño
y complicado que esta, como veremos en el capítulo 6. La recién estrenada biosfera,
sin embargo, se hizo experta en esta muy crítica operación de control, como en tantas
otras. La conclusión parece inmediata: si Gaia existe, la necesidad de regulación era
tan urgente en el amanecer de la vida como en cualquier otra época posterior.
Un gastado lugar común afirma que las primeras manifestaciones de vida estaban
aherrojadas por el bajo nivel de la energía disponible y que la evolución no se puso
verdaderamente en marcha hasta la aparición del oxígeno en la atmósfera, origen, en
última instancia, del abigarrado muestrario de seres vivos hoy existente. Pues bien,
hay pruebas directas de una biota compleja y variada que ya contenía todos los ciclos
ecológicos principales establecida antes de la aparición de los animales esqueléticos
durante el primer período —el Cámbrico— de la Era Paleozoica. Cierto es que la
combustión celular de materia orgánica resulta una excelente fuente de energía para
las criaturas móviles de gran tamaño como nosotros mismos y otros animales, pero
no hay ya razón bioquímica por la cual la energía tenga que escasear en un entorno
reductor, rico en hidrógeno y en moléculas portadoras de hidrógeno: veamos, por
consiguiente, cómo el asunto de la energía pudo haber funcionado al revés.

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Fig. 2. Colonia de estromatolitos en una playa de Australia del Sur. Su estructura es muy semejante a la
que muestran los restos fósiles de colonias similares, cuya edad se cifra en 3000 millones de años. Foto
de P. F. Hoffman, proporcionada por M. R. Walter.

Ciertas formas de vida muy primitivas han dejado unas impresiones fósiles
denominadas estromatolitos; se trata de estructuras biosedimentarias, a menudo
laminadas, con forma de cono o de coliflor y habitualmente compuestas de carbonato
de calcio o sílice. Son considerados en la actualidad productos de actividad
microbiana. Algunos se han encontrado en rocas pétreas cuya edad supera los tres
eones; su forma sugiere que las producían fotosintetizadores como las algas verde-
azuladas[*] de hoy, que convierten la luz solar en energía química potencial. Es
prácticamente seguro que algunas de la primeras formas de vida realizaban
fotosíntesis, ya que no existe una fuente de energía cuya intensidad, constancia y
abundancia sean equiparables a las de la energía solar. La fuerte radiactividad
entonces reinante tenía el potencial necesario, pero su volumen era una simple
bagatela comparándolo con el flujo de energía solar.
Es probable que, como hemos visto, el entorno de los primeros fotosintetizadores
fuera reductor, rico en hidrógeno y en moléculas portadoras de hidrógeno. Para
atender a sus diferentes necesidades, las criaturas que en él vivían quizá generaran un
gradiente químico tan importante como el de las plantas actuales. La diferencia
estribaría en que hoy el oxígeno es extracelular y las substancias nutritivas, más los
compuestos ricos en hidrógeno, se hallan dentro de la célula, mientras en la época
que nos ocupa pudo ser a la inversa. Para ciertas especies primigenias, las substancias

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nutritivas podrían haber sido oxidantes, no necesariamente oxígeno libre, del mismo
modo que las células de hoy no se alimentan de hidrógeno, sino de substancias tales
como los ácidos grasos poliacetilenos, que liberan gran cantidad de energía cuando
reaccionan con el hidrógeno. Ciertos microorganismos del suelo producen aún
extraños compuestos de esta índole, que son los análogos de las grasas donde
almacenan energía las células de hoy. Esta hipotética bioquímica a la inversa quizá
nunca tuviera existencia real. Lo importante es que los organismos con capacidad
para convertir la energía solar en energía química almacenada contaban después con
potencia sobrada para, incluso en una atmósfera reductora, realizar la mayor parte de
los procesos bioquímicos.
El registro geológico muestra que, durante las etapas iniciales de la vida, fueron
oxidadas grandes cantidades de rocas superficiales en cuya composición entraba el
hierro. Esto podría ser prueba de que la biosfera original producía hidrógeno,
manteniendo una tasa atmosférica de este gas y sus compuestos —amoníaco por
ejemplo— suficiente para determinar el escape de hidrógeno al espacio. Ycas, en una
carta a Nature, ha comentado oportunamente la necesidad de recurrir a la
intervención biológica para explicar las grandes cantidades de hidrógeno escapadas
de la Tierra.
Eventualmente, hace quizá dos eones, los compuestos reductores de la corteza
empezaron a oxidarse con mayor rapidez de lo que eran expuestos geológicamente,
mientras la continua actividad de los fotosintetizadores aeróbicos iba acumulando
oxígeno en el aire. Este fue probablemente el período más crítico de toda la historia
de la vida sobre la Tierra: el abundante oxígeno gaseoso en el aire de un mundo
anaeróbico debe haber sido el peor episodio de contaminación atmosférica que este
planeta ha conocido jamás. Imaginemos el efecto que sobre nuestra biosfera
contemporánea produciría la colonización de los mares por un alga especializada en
producir cloro gaseoso a partir del abundante ion de las aguas marinas y la energía de
la luz solar. El devastador efecto que sobre toda la vida contemporánea tendría una
atmósfera saturada de cloro no sería peor que el impacto causado por el oxígeno
sobre la vida anaeróbica de hace unos dos eones.
Esta era trascendental marcó también el final de la capa de amoníaco que, como
anteriormente señalábamos, constituía un excelente medio para mantener la
temperatura del planeta. El oxígeno libre y el amoníaco reaccionan en la atmósfera,
limitando la máxima cantidad posible del segundo, cuya cantidad fue descendiendo
hasta llegar a la concentración actual, una parte por cada cien millones, porcentaje
demasiado pequeño para ejercer ninguna influencia útil sobre la absorción infrarroja,
aunque, como hemos visto, incluso en tales cantidades neutraliza eficazmente la
acidez, inevitable subproducto de la oxidación; cumple, pues, la función de impedir
que la acidez del entorno aumente hasta niveles incompatibles con la vida.
Cuando hace dos eones el aire empezó a albergar cantidades apreciables de
oxígeno, la biosfera se asemejaba a la tripulación de un submarino averiado, donde

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todas las manos son necesarias para reparar los daños, mientras la concentración de
gases venenosos crece segundo a segundo. Triunfó el ingenio y se conjuró el peligro,
aunque no al modo humano, restaurando el viejo orden, sino al flexible modo de
Gaia, adaptándose al cambio y convirtiendo al letal intruso en amigo inseparable.
La primera aparición de oxígeno en el aire significó una catástrofe casi fatal para
la vida primitiva. El haber evitado por mera casualidad una muerte que pudo llegar
como consecuencia de la ebullición, la congelación, el hambre, la acidez, las
alteraciones metabólicas graves y finalmente el envenenamiento parece demasiado;
pero si la joven biosfera era ya algo más que un simple catálogo de especies y
controlaba ya el entorno planetario, nuestra supervivencia a despecho de las
adversidades es menos difícil de comprender.

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[*] Anteriormente las cianobacterias se clasificaban como cianofíceas (‘algas azules’),

castellanizándose como algas verde-azuladas. Actualmente forman parte del dominio


Bacteria (N. del E.). <<

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3 El reconocimiento de Gaia

Imaginemos una playa: Probablemente pensaremos en doradas extensiones de arena


fina a las que llega un oleaje tranquilo, donde cada grano tiene su sitio y en las que
nada parece ocurrir. Raramente, sin embargo, son las playas esos lugares idílicos e
inmutables, al menos no durante mucho tiempo seguido. Las mareas y los vientos
agitan incansablemente sus arenas, si bien es cierto que hasta aquí podemos hallarnos
todavía en un mundo cuyos cambios se circunscriben a los perfiles de las dunas y a
las figuras cinceladas por los flujos y reflujos de las aguas. Supongamos que en el
horizonte, por otra parte inmaculado de nuestra playa, aparece una manchita.
Inspeccionándola más de cerca descubrimos que se trata de un apilamiento arenoso
obra, inequívocamente, de un ser vivo: vemos ahora, con total claridad, que se trata
de un castillo de arena. Su estructura de conos truncados superpuestos revela que la
técnica constructiva empleada ha sido la del cubo. El foso y el puente levadizo, con
su rastrillo grabado que, con el secado de la arena empieza ya a desvanecerse, son
también típicos. Estamos, por así decir, programados para reconocer
instantáneamente la mano humana en un castillo de arena, pero si hicieran falta
pruebas adicionales de que este apilamiento arenoso no es un fenómeno natural,
habríamos de señalar que no se ajusta a las condiciones de su entorno. Las olas han
hecho del resto del la playa una superficie perfectamente lisa, mientras que el castillo
se yergue aún, orgullosamente, sobre ella; además, hasta la fortaleza construida por
un niño tiene una complejidad de diseño y muestra una deliberación tales como para
descartar desde el primer momento la posibilidad de que sea una estructura debida a
fuerzas naturales.
Hasta en este sencillo mundo de playas y castillos de arena hay cuatro estados
nítidamente diferentes: el estado inerte de neutralidad amorfa y completo equilibrio,
(sin existencia real mientras el Sol brille proporcionando la energía precisa para
mantener el aire y el mar en movimiento, que se encargarán a su vez de desplazar los
granos de arena); el estado «de régimen permanente» estructurado, pero aún inerte,
de una playa de arena rizada y de dunas apiladas por el viento; la playa que, con el
castillo de arena, exhibe un signo de vida, y el estado, finalmente, en el cual la vida
hace acto de presencia bajo la forma del constructor del castillo.
El tercer orden de complejidad, el representado por el castillo de arena, situado en
un lugar intermedio con relación al estado abiológico de régimen permanente, por
una parte, y al estado que incorpora la vida por otra, es importante en nuestra
búsqueda de Gaia. Aunque en sí mismas inertes, las construcciones realizadas por un
ser vivo contienen un verdadero caudal de información sobre las necesidades e
intenciones de su constructor. Las señales de la existencia de Gaia son tan efímeras
como nuestro castillo de arena. Si sus asociados vitales no realizaran una continua
labor de reparación y recreación, del mismo modo que los niños levantan una y otra

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vez sus castillos, toda huella de Gaia pronto desaparecería.
¿Cómo es posible entonces identificar las manifestaciones de Gaia
distinguiéndolas de las estructuras fortuitas producto de las fuerzas naturales? Y, en
cuanto a la presencia de la misma Gaia, ¿cómo la reconocemos? Por suerte no
estamos totalmente desprovistos, como los enloquecidos cazadores del Snark[*], de
mapas o de medios de identificación; contamos con algunas indicaciones. A finales
del siglo pasado, Boltzman redefinió elegantemente la entropía diciendo que era la
medida de la probabilidad de una distribución molecular. Esta definición, que quizá al
principio pueda parecer oscura, nos conduce directamente a lo que buscamos. Implica
que, allí donde aparezca un agrupamiento molecular altamente improbable, existirá
casi con certeza la vida o algunos de sus productos; si esa distribución es de índole
global, quizá estemos siendo testigos de alguna manifestación de Gaia, la criatura
viviente más grande de la Tierra.
Pero ¿qué es, podrías decir, una distribución improbable de moléculas? A esta
pregunta hay muchas respuestas posibles, entre ellas algunas no demasiado
aclaratorias, como por ejemplo que es una distribución de moléculas improbables
(como, tú, lector), o bien una distribución improbable de moléculas comunes (como,
por ejemplo, el aire). Más general y más útil (para nuestra búsqueda) es definirla
como una distribución cuyas diferencias con el estado de fondo tienen importancia
bastante para conferirle entidad propia. Otra definición general señala que una
distribución molecular improbable es aquella que, para su constitución, requiere un
dispendio de energía por parte del trasfondo de moléculas en equilibrio. (Del mismo
modo que nuestro castillo es reconociblemente diferente de su uniforme fondo; la
medida en la que es diferente o improbable expresa la disminución de entropía, la
deliberada actividad vital que representa).
Vemos, por lo tanto, cómo en Gaia se evidencian improbabilidades en la
distribución de moléculas a escala global de características nítidas e indudablemente
diferenciadas, tanto del estado de régimen permanente, como del equilibrio
conceptual.
Será de utilidad que, para empezar, establezcamos claramente los pormenores de
una Tierra, primero en estado de equilibrio y luego en el inerte estado de régimen
permanente. Necesitamos también establecer qué se entiende por equilibrio químico.
El estado de desequilibrio es aquel del cual, al menos en principio, es posible
extraer alguna energía, como cuando un grano de arena cae de un lugar más alto a
otro más bajo. En el equilibrio, por el contrario, no existen estas diferencias, no hay
energía disponible. En nuestro pequeño mundo de granos de arena las partículas
fundamentales eran, efectivamente, idénticas o muy parecidas, pero el mundo real
contiene más de un centenar de elementos químicos que pueden combinarse de
muchas formas diferentes. Unos pocos —el carbono, el hidrógeno, el oxígeno, el
nitrógeno, el fósforo y el azufre— se interrelacionan en número casi infinito de
combinaciones. Son más o menos conocidas, sin embargo, las proporciones de todos

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los elementos del aire, el mar y las rocas de la superficie terrestre. Conocemos
también la cantidad de energía liberada cuando cada uno de estos elementos se
combina con otro y cuando tales compuestos se combinan a su vez. Suponiendo, por
tanto, que existe una fuente de alteración aleatoria y continua —el viento de nuestra
playa— podemos calcular cuál será la distribución de los compuestos químicos
cuando se alcanza el estado de mínima energía, en otras palabras el estado a partir del
cual no hay reacción química que pueda producir energía alguna. Cuando realizamos
este cálculo (naturalmente, con la ayuda de un computador) obtenemos unos
resultados que son aproximadamente los que muestran la tabla 1.
Sillen, el distinguido químico sueco, fue el primero en calcular cuál sería el
resultado de llevar las substancias de la Tierra hasta el equilibrio termodinámico,
obteniendo unos resultados confirmados posteriormente por muchos otros.

Tabla 1. Comparación entre la composición de los océanos y el aire del mundo actual y la que tendrían
en un hipotético mundo en equilibrio químico.

Es uno de esos ejercicios en los que, contando con la ayuda de un computador para
realizar la tediosa parte de cálculo, la imaginación puede volar libremente. Para
alcanzar el estado de equilibrio a escala de la Tierra, es necesario aceptar ciertos
presupuestos formidablemente irreales: hemos de imaginar que el mundo ha sido de
algún modo confinado dentro de un envoltorio aislante que, a modo de termo
cósmico, lo mantiene a 15 °C. Los componentes del planeta son entonces
cuidadosamente mezclados hasta completar todas las reacciones químicas posibles,
extrayendo la energía por ellas liberada para mantener constante la temperatura. El
resultado final sería un mundo cubierto por una capa oceánica carente de todo oleaje,
sobre la cual habría una atmósfera rica en dióxido de carbono y desprovista de
oxígeno y nitrógeno. El mar, muy salado, tendría un lecho compuesto por sílice,
silicatos y minerales cretáceos.
La composición química exacta y la configuración de nuestro imaginario mundo
en equilibrio químico son menos importantes que la absoluta carencia de fuentes de
energía: ni lluvia, ni olas o mareas, ni posibilidad de reacción química que produzca

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energía alguna. Es muy importante para nosotros entender que un mundo así —tibio,
húmedo, con todo lo necesario a mano— nunca sería albergue de vida, imposible sin
un continuo aporte de energía solar que la sustente.
Este abstracto mundo en equilibrio difiere significativamente de lo que podría ser
una Tierra inerte: la Tierra, en primer lugar, continuaría girando sobre sí misma y
alrededor del Sol, estando por consiguiente sometida a un poderoso flujo de energía
radiante, capaz de descomponer moléculas en las capas más exteriores de la
atmósfera. Tendría, además, una alta temperatura interior mantenida por la
desintegración de elementos radiactivos procedentes de la cataclísmica explosión
nuclear de cuyos restos se formó la Tierra. Habría nubes, lluvia y posiblemente
pequeñas extensiones de tierra firme. Suponiendo el rendimiento solar actual, los
casquetes polares probablemente no existieran, porque este mundo sin vida de
régimen permanente contendría una gran cantidad de dióxido de carbono, perdiendo
por ello el calor más lentamente que nuestro mundo real.
Un mundo inerte contaría con algo de oxígeno, procedente de la descomposición
de moléculas de agua en las capas superiores de la atmósfera (los muy ligeros átomos
de hidrógeno escaparían al espacio); la cantidad exacta, motivo de discusión,
dependería del ritmo de aparición en superficie de materiales reductores desde la
corteza y de la cantidad de hidrógeno que regresara del espacio. Sabemos con
seguridad, sin embargo, que de haber oxígeno, sería tan solo en cantidad mínima,
algo así como el contenido actualmente en Marte. Este mundo dispondría de energía
eólica e hidráulica, pero la química sería sumamente escasa. No podría obtenerse
nada ni remotamente parecido a un fuego. Aun suponiendo vestigios de oxígeno en la
atmósfera, no habría nada que quemar en él, y si dispusiéramos de combustible, el
oxígeno atmosférico necesario para prender algo es de un 12 por ciento, cantidad
muy superior al pequeñísimo porcentaje de un mundo sin vida.
Aunque este mundo inerte es distinto al mundo en equilibrio, las diferencias entre
ambos son insignificantes en relación a las obtenidas comparando cualquiera de ellos
con nuestro mundo vivo de hoy. Las relativas a la composición química de aire, mar y
tierra son materia de posteriores capítulos. Aquí nos interesa señalar que la energía
química está disponible en cualquier punto de nuestro planeta actual, y que son pocos
los lugares en los cuales es imposible encender fuego; en realidad, bastaría tan solo
un aumento de aproximadamente el 4 por ciento en el nivel atmosférico de oxígeno
para poner al mundo en peligro de conflagración. Cuando el nivel de oxígeno alcanza
el 25 por ciento, hasta la vegetación húmeda sigue ardiendo una vez que la
combustión ha empezado, de tal modo que un bosque incendiado por un rayo seguiría
quemándose ferozmente hasta que todo el material combustible hubiese sido
consumido. Estos mundos de novela de ciencia ficción con estimulantes atmósferas
ricas en oxígeno son eso, mundos de ficción: bastaría el descenso de la nave del
protagonista para hacerlos arder como teas.
Mi interés por los fuegos y por la disponibilidad de energía química libre no se

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debe a ninguna extraña fijación o soterrada tendencia pirómana, sino a que, en
términos químicos, la intensidad de la energía libre (la energía que proporciona una
hoguera, por ejemplo) mide cuán diferente es lo que estudiamos. Solo ella hace ya
nuestro mundo (incluso sus áreas desprovistas de vida) perfectamente distinguible del
mundo en equilibrio y del mundo de régimen permanente. Los castillos de arena
desaparecerían en un día de la Tierra si no hubiera niños para construirlos. Si la vida
se extinguiera, la energía libre disponible para encender fuegos desaparecería tan
pronto, comparativamente, como el oxígeno del aire. Tal proceso se cumpliría en
aproximadamente un millón de años, lapso temporal insignificante para la vida de un
planeta.
Lo fundamental, pues, de mi argumentación, es esto: de igual modo que los
castillos de arena no son consecuencia accidental de fenómenos tales como el viento
o las olas, naturales pero abiológicos, tampoco lo son los cambios químicos
experimentados por la composición de la corteza terrestre que hacen posible la
combustión ígnea. Podrías pensar, lector, que todo esto está muy bien: la idea de que
muchas de las características abiológicas de nuestro mundo, como la posibilidad de
encender fuego, son consecuencia directa de la presencia de vida está respaldada por
un argumento convincente, pero ¿cómo nos ayuda esto a reconocer la existencia de
Gaia? Mi respuesta es que, allí donde las situaciones de profundo desequilibrio, como
la presencia de oxígeno y metano en el aire o de árboles en el suelo son de alcance
global, estamos vislumbrando algo de tamaño planetario capaz de mantener
inalterada una distribución molecular altamente improbable.
Los mundos inertes que he modelado para compararlos a nuestro mundo viviente
están, obviamente, poco definidos: los geólogos podrían cuestionar la distribución de
elementos y compuestos. Es, sin duda, tema abierto a discusión la cantidad de
nitrógeno que contendría un mundo inerte. Sería particularmente interesante tener
datos sobre el contenido de nitrógeno de Marte; saber si este gas ha escapado al
espacio, como el profesor McElroy de Harvard ha sugerido, o si se halla en la
superficie del planeta químicamente ligado a otros elementos (formando nitratos, por
ejemplo). Marte podría ser muy bien el prototipo de un mundo de régimen
permanente desprovisto de vida.
Consideremos ahora las otras formas de construir un mundo de esta índole y
comparémoslas luego con el modelo ya discutido. Supongamos una total falta de vida
en Marte y Venus e interpongamos entre ellos un hipotético planeta inerte que
ocupara el lugar de la Tierra. Una buena forma de imaginar sus características
fisicoquímicas respecto a sus vecinos sería hacerlo en términos de un país imaginario
situado a mitad de camino entre Finlandia y Libia. La composición atmosférica de
Marte, la Tierra, Venus y nuestro hipotético planeta abiológico está detallada en la
Tabla 2.
La segunda forma es suponer que, una de esas profecías cuyo mensaje es el fin
inminente de nuestro planeta, se hace realidad y que en la Tierra perece toda vida,

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hasta la última espora de la bacteria anaeróbica más profundamente enterrada (no hay
posibilidad alguna de que una devastación de tal grado se produzca, pero imaginemos
que así ha sido). Para completar con propiedad el cuadro y seguir paso a paso los
cambios del decorado químico durante la muerte de nuestro planeta, necesitamos
idear un proceso que acabe con la vida sin alterar el entorno físico; dar con algo tan
definitivo representa, a pesar de las profecías de muchos ecologistas, un problema
prácticamente insoluble. Se habla de la amenaza de los aerosoles para la capa de
ozono; al desaparecer, nada impedirá que una avalancha de letal radiación ultravioleta
procedente del sol «destruya completamente la vida sobre la Tierra». La eliminación
total o parcial de la capa de ozono que envuelve a la Tierra tendría muy
desagradables consecuencias para la vida tal como la conocemos. Muchas especies,
incluyendo al hombre, padecerían daños y otras serían destruidas. Las plantas verdes,
principales productoras de alimentos y oxígeno, sufrirían deterioro, pero se ha
demostrado recientemente que ciertas especies de algas verde-azuladas,
transformadoras primarias de energía en los tiempos antiguos y en las playas
modernas, son extremadamente resistentes a las cortas ondas de la radiación
ultravioleta. La vida de este planeta es una entidad recia, robusta y adaptable;
nosotros no somos sino una pequeña parte de ella. Su fracción más esencial está
constituida probablemente por el conjunto de criaturas que habitan los lechos de las
plataformas continentales y que pueblan el suelo inmediatamente bajo la superficie.
Los animales y las plantas de gran tamaño son relativamente irrelevantes; resultan
quizá comparables a ese grupo de elegantes vendedores y modelos glamurosas que se
encargan de presentar un producto. Pueden ser deseables pero no esenciales. Son los
esforzados trabajadores microbianos del suelo y los lechos marinos los que mantienen
las cosas en marcha, y la opacidad de sus respectivos medios los pone a salvo de la
más intensa radiación ultravioleta.

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Tabla 2.

Las radiaciones nucleares tienen posibilidades letales: si una estrella próxima se


convierte en una supernova y explota ¿no esterilizará a la Tierra la intensa radiación
cósmica? ¿Y que sucedería si, en el transcurso de una guerra total, el armamento
nuclear es utilizado a discreción? Pues que, como en el caso anterior, la especie
humana y los animales grandes se verían seriamente afectados, pero para la mayor
parte de la vida unicelular tales acontecimientos ni siquiera se habrían producido. Se
ha investigado repetidamente la ecología del atolón Bikini para ver si el alto nivel de
radiactividad consecuencia de las pruebas nucleares allí realizadas ha perjudicado la
vida del arrecife coralino, comprobándose su escaso efecto, salvo donde la explosión
había volado el suelo fértil dejando al descubierto la roca.
A finales de 1975, un comité formado por ocho miembros distinguidos de la
Academia Nacional de Ciencias norteamericana, auxiliado por otros cuarenta y ocho
científicos de reconocida competencia en materia de explosiones nucleares, publicó
un informe donde se decía que si, con motivo de una guerra, se detonara la mitad de
los arsenales nucleares del mundo —unos 10 000 megatones— los efectos sobre gran
parte de los ecosistemas humanos del mundo sería pequeño al principio y
despreciable en menos de treinta años. Tanto agresores como agredidos quedarían
localmente devastados, pero las áreas alejadas de los blancos y los ecosistemas
marinos y costeros, de especial importancia para la biosfera, sufrirían alteraciones
mínimas.
Hasta la fecha, el informe solo parece contener un punto susceptible de crítica y

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es su afirmación de que el principal efecto global sería la destrucción parcial de la
capa de ozono debido a los óxidos de nitrógeno generados en el calor de sus
explosiones nucleares. Sospechamos actualmente que esta aseveración es falsa, que
los óxidos de nitrógeno no representan una amenaza demasiado importante para el
ozono estratosférico. Cuando el informe se dio a conocer, Norteamérica experimentó
una extraña y desproporcionada preocupación por la capa de ozono, porque si bien la
extrapolación quizá termine resultando cierta, sigue siendo una especulación basada
en pruebas muy débiles. Hoy por hoy, parece todavía que una guerra nuclear
generalizada, aunque pavorosa para las naciones en conflicto y sus aliados, no
supondría la total devastación tan a menudo descrita. Ciertamente no significaría gran
cosa para Gaia. El informe fue criticado —lo es aún— moral y políticamente, y se
calificó de irresponsable, alegándose su carácter estimulante para los planificadores
militares más belicosos. Parece que eliminar la vida de nuestro planeta sin
modificarlo físicamente es poco menos que imposible. Solo nos quedan los supuestos
ficticios: construyamos pues un apocalíptico decorado en el que toda la vida de la
Tierra, hasta la última espora, haya sido eliminada.
El doctor Intensam Avari es un científico devoto que trabaja para una floreciente
organización dedicada a la investigación agrícola, al que afectan sobremanera las
pavorosas fotografías de niños hambrientos publicadas en los boletines Oxfam. El
doctor Avari está decidido a consagrar sus conocimientos y su talento a la tarea de
incrementar la producción mundial de alimentos, especialmente en esas zonas
subdesarrolladas donde se han tomado las mencionadas fotografías. Su plan de
trabajo se basa en la idea de que el retraso sufrido por la agricultura de estos países se
debe, entre otras cosas, a la falta de fertilizantes; sabe también que, para las naciones
industrializadas, no es fácil producir y exportar fertilizantes sencillos —nitratos,
fosfatos— en cantidades suficientes para que resulten de utilidad. Es consciente, por
otra parte, de que el empleo exclusivo de fertilizantes químicos tiene ciertos
inconvenientes. Teniendo en cuenta todo ello, sus intenciones son servirse de técnicas
de manipulación genética para desarrollar cepas bacterianas fijadoras de nitrógeno
muy mejoradas respecto a las existentes. Gracias a ellas el nitrógeno del aire podría
ser transferido directamente al suelo sin necesidad de recurrir para ello a una industria
química compleja ni de alterar el equilibrio edáfico natural.
El doctor Avari ha consumido gran número de años estudiando pacientemente por
qué cepas muy prometedoras que hacían maravillas en el laboratorio fracasaban al ser
transferidas a los campos de prueba tropicales, sin que ello desanimara al científico.
Un día, escuchando casualmente los comentarios de un técnico agrícola sobre un tipo
de maíz desarrollado en España de magníficos resultados en suelos pobres en fosfato,
tuvo la corazonada de que el maíz, sin ayuda, difícilmente podría darse bien en un
suelo de ese tipo: ¿Era posible que hubiera adquirido una bacteria de algún modo
captadora de fosfato —como la que vive en las raíces del trébol y fija el nitrógeno del
aire— en su beneficio? Avari, al que pronto correspondían unos días de vacaciones,

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decidió pasarlos en España, lo más cerca posible del centro agrícola donde se
realizaba el trabajo sobre el maíz, y notificó su llegada a los colegas españoles para
discutir juntos el problema. Así lo hizo y, de vuelta a su laboratorio tras el
intercambio de opiniones y muestras, inició inmediatamente el cultivo de estas,
obteniendo del maíz español un microorganismo móvil con una capacidad para captar
fosfato del suelo superior a todo lo que había visto hasta entonces. No fue difícil para
un científico de su competencia conseguir la adaptación de esta nueva bacteria a fin
de que pudiera vivir cómodamente en diferentes cultivos, en los arroceros
especialmente, la más importante fuente de alimento de las áreas tropicales. Las
primeras pruebas de cereales tratados con Phosphomonas avarii realizadas en el
centro experimental inglés tuvieron un éxito sorprendente, registrándose incrementos
substanciales en el rendimiento de todos sin que se observara la aparición de efecto
adverso alguno.
Llegó el momento de efectuar la prueba tropical en la estación experimental de
campo de Quensland del Norte: un pequeño arrozal fue regado sin más ceremonia
con la dilución de un cultivo de P. avarii. La bacteria, ignorando su anterior
matrimonio con el cereal, se unió aquí, adúltera pero fervorosamente, con una recia y
autosuficiente alga verde-azulada que crecía sobre la superficie acuática del arrozal.
En el cálido entorno tropical que ponía a su alcance todo cuanto requería un
crecimiento explosivo, sus cantidades se duplicaban cada veinte minutos, sin que los
pequeños organismos depredadores normalmente encargados de poner coto a un
desarrollo de esta índole pudieran hacer nada por impedirlo. Era tal la avidez por el
fósforo de la combinación alga-bacteria que el crecimiento de cualquier otra cosa era
completamente imposible.
A las pocas horas, todo el arrozal y los circundantes aparecían cubiertos de una
substancia iridiscente, verdosa, que los asemejaba a pútridos estanques de patos. Algo
había salido muy mal. Se dio la voz de alarma y los científicos pronto descubrieron la
asociación entre la P. avarii y el alga: viendo lo que podía suceder si no actuaban con
toda prontitud, tomaron las medidas necesarias para que el arrozal y las vías de agua
afluentes fueran tratadas con un biocida a fin de acabar con la invasora pareja.
Aquella noche, el doctor Avari y sus colegas se acostaron tarde, cansados y
preocupados. Cuando tras algunas horas de inquieto sueño saltaron de sus camas, la
luz del amanecer confirmó sus peores pesadillas: la superficie de una pequeña vía de
agua, separada de los arrozales por varios kilómetros y cercana al mar, estaba
cubierta de una esponjosa masa verdigrís. Despavoridos, aplicaron por doquier todos
los agentes de destrucción a su alcance y, al comprobar que no podían atajar el
avance de la plaga, el director de la estación intentó desesperadamente, pero en vano,
persuadir al gobierno de que evacuara el área en el acto y la esterilizara con una
bomba de hidrógeno antes de que fuera completamente imposible controlarla.
Dos días después, la infección había llegado a las aguas costeras y entonces fue
demasiado tarde. En menos de una semana, la mancha verde era claramente visible

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para los pasajeros de los aviones que volaban a ocho mil metros por encima del Golfo
de Carpenteria. Seis meses más tarde, gran parte de los océanos y casi todas las
tierras estaban cubiertas por una gruesa capa de légamo verdoso que se alimentaba
vorazmente de la vida animal y vegetal que se pudría bajo ella.
Gaia había sido herida de muerte. De igual modo que, con demasiada frecuencia,
los seres humanos perecen a causa del crecimiento incontrolado e invasor de una
versión anómala de sus propias células, la cancerosa asociación alga-bacteria
desplazaba más y más la intrincada variedad de especies características de un planeta
vivo y saludable. La casi infinita gama de criaturas que llevan a cabo
cooperativamente todas las tareas esenciales para la supervivencia común estaba
siendo aplastada por un manto uniforme de verdor, cerrado a todo lo que no fuera su
inextinguible ansia de alimentarse y crecer. Vista desde el espacio, la Tierra se había
transformado en una esfera de un desvaído verde azulado. Agonizante Gaia,
desaparecían los últimos restos del control cibernético a cuyo cargo está la
composición de la superficie y de la atmósfera, manteniéndolas en el óptimo para la
vida. La producción biológica de amoníaco se había interrumpido hacía tiempo y las
grandes masas de materia orgánica en putrefacción —incluyendo enormes cantidades
del alga misma— producían compuestos sulfurosos que en la atmósfera se oxidaban
transformándose en ácido sulfúrico. Las lluvias eran, por consiguiente,
progresivamente más ácidas; las caídas sobre las masas de tierra expulsaban de este
hábitat al intruso. La falta de otros elementos esenciales empezó a dejarse sentir y a
repercutir más y más en el crecimiento de la talofita, que fue extinguiéndose
gradualmente, sobreviviendo tan solo en escasos hábitats marginales de donde
también desaparecería así se hubieron acabado los nutrientes disponibles.
Examinemos en detalle los pasos que conducirían a la Tierra a transformarse en
un planeta yermo de régimen permanente, teniendo en cuenta que la escala temporal
sería del orden del millón de años o más. Las tormentas y las radiaciones procedentes
del Sol y del espacio exterior continuarían bombardeando nuestro indefenso mundo,
rompiendo los enlaces químicos más estables: los elementos alterados se
recompondrían en formas más próximas al equilibrio. En principio, la más importante
de estas reacciones tendría lugar entre el oxígeno y la materia orgánica muerta. La
mitad, aproximadamente, se oxidaría, quedando el resto enterrada en arenas o lodos.
Este proceso se cobraría solamente un pequeño porcentaje del oxígeno: la parte más
cuantiosa iría combinándose, poco a poco pero inexorablemente, con el nitrógeno del
aire y los gases reductores expulsados por los volcanes.
Hemos hablado ya de las lluvias ácidas, las precipitaciones cargadas de sulfúrico
y de nítrico. Pues bien, uno de sus efectos sería devolver a la atmósfera, en forma de
gas, el dióxido de carbono del suelo fijado por los agentes biológicos en cosas tales
como calizas o cretas. El dióxido de carbono, decíamos en anteriores capítulos, es un
gas «invernadero». En pequeñas cantidades, su efecto sobre la temperatura del aire es
proporcional a la cantidad añadida o, como diría un matemático, tiene efecto lineal.

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Pero cuando la concentración de CO2 atmosférico llega —o excede— al 1 por ciento,
entran en juego efectos no lineales que provocan una intensa subida de la
temperatura. Al faltar la biosfera que lo fija, la tasa atmosférica de dióxido de
carbono sobrepasaría probablemente esa cifra crítica del 1 por ciento, con lo que la
Tierra alcanzaría rápidamente una temperatura próxima a la del agua en ebullición.
Esto, a su vez, aceleraría las reacciones químicas acercándolas todavía más al punto
de equilibrio. Entretanto, los bullentes océanos se habrían encargado de hacer
desaparecer los últimos vestigios de la pareja destructora.
En nuestro presente mundo, ascendiendo unos 13 000 metros por encima de la
superficie, nos encontrarnos con un frío tan intenso que el vapor del agua se hiela casi
en su totalidad: su concentración a esa altura es únicamente de una parte por millón.
El escape de este pequeño resto hacia capas superiores donde puede disociarse
produciendo oxígeno, es tan lento como para no tener repercusión alguna. La violenta
climatología, empero, de un mundo de océanos hirvientes, generaría probablemente
nubes cargadas de agua que alcanzarían las capas atmosféricas altas, provocando en
ellas un incremento de la temperatura y de la humedad; ello tendría como
consecuencia una más rápida descomposición del agua, con mayor liberación de
hidrógeno (que escaparía al espacio) y de oxígeno. La mayor presencia de este
aseguraría, en última instancia, la desaparición de virtualmente todo el nitrógeno de
la atmósfera, finalmente compuesta de CO2 y vapor, algo de oxígeno (probablemente
menos del 1 por ciento) y argón, gas raro sin función química (es decir, inerte). La
Tierra quedaría, pues, permanentemente envuelta en un capullo blanco brillante de
nubes, convirtiéndose en un segundo Venus, aunque no tan cálido.
La progresión hacia el equilibrio podría seguir, sin embargo, un camino muy
diferente. Si, durante el período de crecimiento frenético, el alga hubiera consumido
una gran parte del CO2 atmosférico, la Tierra habría iniciado un proceso de
enfriamiento irreversible. De igual modo que un exceso de dióxido de carbono en la
atmósfera provoca sobrecalentamiento, su desaparición tiene como consecuencia el
desplome de las temperaturas. La mayor parte del planeta se cubriría de nieves y
hielos, muriendo de frío los últimos restos de esa asociación excesivamente
ambiciosa. La combinación química de nitrógeno y oxígeno también tendría lugar,
aunque mucho más lentamente. El resultado final sería un planeta más o menos
helado y provisto de una rarificada atmósfera compuesta por CO2 y argón, con trazas
únicamente de oxígeno y nitrógeno. Algo, con otras palabras, semejante a Marte,
aunque no tan frío.
No podemos saber con certeza cómo irían las cosas. Sí es seguro que una vez
destruida la red de la inteligencia y el intrincado sistema cibernético de Gaia no
habría forma de reconstruirlo. Nuestra Tierra habría dejado de ser el planeta que
rompe todas las reglas, el policromo inadaptado repleto de vida para, muerta ya y
emplazada entre Marte y Venus, sus hermanos estériles, ajustarse por siempre a la
yerma normalidad.

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Quiero recordarte, lector, que lo precedente es ficción. Como modelo puede
resultar científicamente plausible, si aceptamos la existencia de la asociación alga-
bacteria, su estabilidad y la imposibilidad de detener la agresión a tiempo. La
manipulación genética de microorganismos en beneficio de la humanidad ha sido una
actividad a la que muchos han dedicado su tiempo y su talento desde la época en que
se logró domesticarlos para realizar tareas del tipo de la fermentación del vino o del
queso. Cualquiera que se consagre a este campo —todo granjero en realidad—
confirmará que la domesticación no favorece la supervivencia en condiciones no
domésticas. Tan vehemente se ha mostrado, sin embargo, la preocupación pública por
los peligros de la manipulación del material genético —ADN—, que es bueno contar
con la confirmación de una autoridad como John Postgate respecto a que este
pequeño ensayo en clave de SF[**] es tan solo un vuelo de la fantasía. El código
genético de la vida real, ese lenguaje universal que todas las células vivas comparten,
lleva inscritos demasiados tabúes para que algo así pueda suceder, sin contar con el
complejo sistema de seguridad encargado de que ninguna exótica especie proscrita
crezca por su cuenta hasta convertirse en un floreciente sindicato del crimen. A lo
largo de la historia de la vida y a través de innúmeras generaciones de
microorganismos, han debido ser descartadas grandes cantidades de combinaciones
genéticas viables.
La continuidad de nuestra ordenada existencia durante un período tan dilatado
puede quizás atribuirse a otro proceso regulador de Gaia, desarrollado para mantener
la seguridad genética interna.

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[*] La caza del Snark, poema escrito por el escritor Lewis Carroll (N. del E.). <<

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[**] SF: del inglés science fiction, ‘ciencia ficción’ (N. del E.). <<

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4 Cibernética

Fue Norbert Wiener, el matemático norteamericano, quien puso en circulación el


término «cibernética» (derivado del griego kubernites, ‘timonel’) para describir la
ciencia que estudia los sistemas de comunicación y control autorreguladores en los
seres vivos y en las máquinas. El vocablo parece apropiado, porque la función
primaria de muchos sistemas cibernéticos es mantener el rumbo óptimo a través de
condiciones cambiantes para arribar a un puerto predeterminado.
La experiencia nos indica que los objetos estables son los de base ancha y centro
de gravedad bajo, y sin embargo raramente sentimos asombro ante nuestra propia
postura erecta, sostenidos tan solo por unas piernas articuladas y unos pies estrechos.
El mantenernos derechos hasta cuando nos empujan o la superficie en la que nos
sustentamos se mueve, como sucede en un autobús o en un barco; la capacidad de
andar o correr sobre terreno irregular sin caer; el que nuestra temperatura corporal se
mantenga dentro de unos estrechos límites con independencia de la exterior, son
ejemplos todos ellos de procesos cibernéticos, procesos exclusivos de los seres vivos
o de las máquinas altamente automatizadas.
Si, con un poco de práctica, somos capaces de mantenernos de pie en la cubierta
de un barco, es gracias al conjunto de sensores nerviosos que, enterrados en el
espesor de nuestros músculos, piel o articulaciones, suministran al cerebro un
constante flujo de información concerniente a los movimientos y localización
espacial de las diferentes partes de nuestros cuerpos, así como de las fuerzas
exteriores que en cada momento actúan sobre ellos. Poseemos además una pareja de
órganos asociados al oído interno, cada uno de los cuales está provisto de una burbuja
que, como la de un nivel, se mueve en el seno de un fluido registrando cualquier
cambio en la posición de la cabeza. No olvidemos nuestros ojos, que nos informan de
nuestra postura con relación al horizonte. El cerebro procesa todo este caudal de
datos, normalmente a nivel inconsciente, y los compara con la postura que
conscientemente pretendemos. Si hemos decidido permanecer erguidos a pesar del
movimiento del barco, quizá para contemplar a través de unos prismáticos el puerto
que se aleja, esta postura es el punto de referencia utilizado por el cerebro para
determinar de qué forma y en qué grado el balanceo del navío afecta a nuestra
posición. Los órganos sensoriales envían al cerebro un continuo torrente de
información y este, a través de los nervios motores, manda señales a los grupos
musculares adecuados que, mediante contracción o relajación, corregirán nuestras
desviaciones de la vertical.
Si nos mantenemos erguidos es, pues, mediante un proceso que compara la
intención con la realidad, un proceso que detecta las divergencias entre una y otra y
las corrige mediante la aplicación de las fuerzas oportunas. Caminar o balancearse
sobre una pierna es más difícil de realizar y más largo de aprender y, aunque los

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problemas de montar en bicicleta son todavía mayores, el mismo proceso de control
activo que nos permite la bipedestación pronto hace de ello una segunda naturaleza.
Merece la pena que nos detengamos un poco más en los sutiles mecanismos
gracias a los cuales podemos realizar algo tan sencillo como es permanecer de pie. Si,
volviendo al barco, cuando la cubierta se inclina aplicamos una fuerza correctora
demasiado grande, nos inclinaremos excesivamente en sentido opuesto y, si queremos
compensar esta nueva desviación de la posición de referencia con demasiada
brusquedad, nos veremos precipitados en el sentido de la oscilación original, lo que
dará con nuestros huesos en la cubierta y nos hará abandonar el deseo de seguir de
pie. Estos «bandazos» aparecen con gran frecuencia en los sistemas cibernéticos: el
«temblor intencional», signo importantísimo de ciertos estados patológicos
humanos[3], es una exacerbación de esta característica que conlleva grandes
trastornos de la motilidad voluntaria. Si uno de estos infortunados pacientes intenta,
por ejemplo, coger un lápiz, exagera a su pesar la intensidad del movimiento, lo que
va seguido de una corrección también forzada que frustra en última instancia el
propósito mencionado. No se trata por tanto, simplemente, de oponernos a una fuerza
que intenta apartarnos de nuestra meta, sino que hemos de hacerlo con suavidad,
precisión y firmeza.
Y todo esto, ¿qué relación tiene con Gaia? Posiblemente muy importante. Una de
las propiedades más típicas de los seres vivos, del más pequeño al mayor, es su
capacidad para desarrollar, utilizar y conservar sistemas que tienen a su cargo una
determinada función y la realizan mediante un proceso cibernético de tanteo. El
descubrimiento de un sistema de este género, que operase a escala planetaria y cuya
función fuera la instauración y el mantenimiento de las condiciones físicas y
químicas óptimas para la vida, sería una convincente prueba de la existencia de Gaia.
Los sistemas cibernéticos se sirven de una lógica circular que quizá resulte
extravagante en ocasiones a quienes están habituados a pensar en términos de la
lógica lineal tradicional, de la lógica de causa y efecto. Empecemos, pues, por
examinar algunos sistemas ingenieriles sencillos que utilizan la cibernética para
mantener un estado elegido; una temperatura determinada, por ejemplo. La mayoría
de los hogares poseen actualmente cocinas y planchas eléctricas, sistemas de
calefacción y otros ingenios para los que es fundamental mantener un nivel térmico
prefijado. El calor de la plancha ha de ser el suficiente para alisar sin quemar; el
horno ha de calentar lo necesario, sin socarrar los guisos o dejarlos crudos, y la
calefacción debe mantener una temperatura agradable en la casa, evitando tanto el
excesivo frío como el demasiado calor. Examinemos el horno más de cerca. Consiste
en un espacio más o menos paralelepípedo, diseñado para conservar el calor, un
cuadro de mandos y los elementos caloríferos encargados de transformar energía
eléctrica en calor. En su interior hay un termostato, que es una clase especial de
termómetro donde, a diferencia de los ordinarios, no se lee la temperatura en una
escala visual, sino que, al alcanzar esta un determinado nivel —fijado previamente

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desde un dial del cuadro de mandos conectado directamente con el termostato—
provoca el salto de un interruptor. Una característica esencial y quizá sorprendente de
un horno bien construido en su capacidad de alcanzar temperaturas muy superiores a
las necesarias para cocinar porque, de no ser así, el tiempo necesario para situarse en
el nivel térmico preciso sería excesivamente largo. Si, por ejemplo, el dial se lleva a
los 300° y se conecta el horno, los calefactores se ponen casi inmediatamente al rojo
vivo y la temperatura del interior sube a toda velocidad hasta que llega a los 300°
predeterminados: el termostato reconoce la cifra y corta el suministro de energía. La
temperatura, sin embargo, sube un poco más debido al calor que escapa de los
elementos aún al rojo. Al enfriarse estos, la temperatura desciende; cuando el
termostato detecta que ha caído por debajo de los 300°, el interruptor salta
nuevamente y la energía vuelve a fluir. Hay un breve período de ulterior enfriamiento
mientras las resistencias se calientan de nuevo y el ciclo recomienza. Vemos, por
consiguiente, que la temperatura del horno oscila algunos grados por encima y por
debajo de la temperatura deseada; este pequeño margen de error es un rasgo típico de
los sistemas cibernéticos. Como los seres vivientes, buscan la perfección y se acercan
a ella, pero nunca la alcanzan del todo.
¿Y qué tiene todo esto de especial? La abuela realizaba platos suculentos sin
necesidad de utilizar estos artilugios equipados con termostatos, ¿no? En la época de
nuestras abuelas, los hornos eran calentados mediante carbón o leña y con toda
seguridad que si la abuela no se hubiera encargado de realizar las funciones del
termostato, las tartas, en lugar de resultar esplendorosas obras de arte, habrían
quedado siempre o bien quemadas, o bien amazacotadas y tristonas. La abuela sabía
reconocer e interpretar los signos que indicaban una temperatura adecuada a cada
plato, sabía cuándo debía avivarse el fuego o cuándo era preciso amortiguarlo. El
oído, el gusto, el olfato y el tacto le indicaban cuándo todo iba saliendo según lo
previsto o si era necesario introducir algún cambio. Si los ingenieros quisieran
realizar hoy un horno tan eficiente como ella tendrían que diseñar un robot abuelita a
cuyo cargo quedara la vigilancia de los aspectos mencionados.
Para cualquiera que intente utilizar un horno sin la imprescindible supervisión
mecánica o humana se hacen pronto patentes unos resultados que distan mucho de ser
satisfactorios. Mantener la temperatura necesaria durante, digamos, una hora, exige
compensar exactamente toda pérdida de calor: una corriente de aire frío procedente
del exterior, un cambio en el voltaje eléctrico o en la presión del gas, el tamaño del
plato en preparación, el que estén o no encendidas otras partes de la cocina son
factores que pueden impedirnos obtener una determinada temperatura de cocción
durante un tiempo prefijado.
La realización correcta de cualquier actividad, ya sea cocinar, pintar, escribir,
andar o jugar al tenis es siempre un asunto de cibernética. En todas estas actividades
intentamos acercarnos lo más posible a la perfección, cometer el mínimo número de
errores: comparamos nuestros resultados con este ideal y aprendemos por

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experiencia, esforzándonos continuamente por mejorar hasta sentir la certidumbre de
estar tan cerca del óptimo como nuestras aptitudes permiten. A este proceso se le
denomina, apropiadamente, aprendizaje por tanteo.
Es interesante señalar que, en la década de los treinta, ya se utilizaban técnicas
cibernéticas, aunque los hombres y mujeres que las empleaban no fueran conscientes
de ello. Los ingenieros y los científicos las incorporaban al diseño de instrumentos y
mecanismos complejos, aunque en casi ningún caso existía entendimiento formal o
definición lógica del principio implicado. Se trataba de una situación muy parecida a
la de monsieur Jourdain, el aspirante a caballero de Moliere, que hablaba en prosa sin
él saberlo. El larguísimo retraso del entendimiento de la cibernética es probablemente
otra infeliz consecuencia de nuestro legado de procesos de pensamiento clásicos. En
cibernética, la causa y el efecto dejan de ser patrón universal; es imposible establecer
cuál se produce antes que el otro, y hasta la cuestión misma deja de tener
importancia. Los filósofos griegos abominaban de los argumentos circulares tan
firmemente como creían que la naturaleza abominaba del vacío. Su rechazo de los
razonamientos circulares, la clave para entender la cibernética era tan erróneo como
su suposición de que el Universo estaba lleno de aire respirable.
Volvamos a nuestro horno provisto de termostato. ¿Es el suministro de energía el
que lo mantiene a la temperatura adecuada? ¿Se trata, más bien, del termostato, o es
el interruptor controlado por este? ¿Es, quizá, el «programa» fijado por nosotros
cuando elegimos un determinado punto en la escala del dial exterior? Es evidente:
cuando queremos entender el modo de funcionamiento de un sistema cibernético —
hasta de un sistema tan primitivo como es el horno— el método analítico, el método
de dividir en partes y estudiar cada una por separado, la esencia del pensamiento
lógico en términos de causa y efecto, no nos lleva a ninguna parte. La clave para el
entendimiento de los sistemas cibernéticos es tener muy presente que, como en el
caso de la vida, son siempre superiores a la simple suma de sus partes constitutivas.
Solo son inteligibles en cuanto sistemas en funcionamiento. De las posibilidades
funcionales de un horno desconectado o desarmado obtenemos una información
equivalente a la que nos proporciona el cadáver de alguien sobre la persona que ese
alguien fue una vez.
La Tierra gira frente a una fuente de calor no controlada, el Sol, cuyo rendimiento
está muy lejos de ser constante. Sin embargo, la temperatura media de la superficie
terrestre ha variado bien poco desde el comienzo de la vida —hace aproximadamente
unos tres eones y medio— hasta ahora. Nunca ha tenido tan escasa o tan elevada
como para impedir la continuidad de los fenómenos vitales, a pesar de los drásticos
cambios experimentados por la composición de la atmósfera inicial y los altibajos en
el rendimiento energético del Sol.
En el capítulo 2 pasábamos revista a la posibilidad de que la temperatura de la
superficie terrestre fuera mantenida dentro de un margen óptimo por una entidad
compleja denominada Gaia, que habría realizado esta función durante gran parte de la

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existencia del planeta: es ahora el momento de preguntarnos qué partes de sí misma
emplea como termostatos. Parece en principio poco probable que un solo mecanismo
de control de la temperatura planetaria sea lo bastante preciso como para poder
encargarse de toda la función reguladora. Lo que es más: tres eones y medio han sido
sin duda período suficiente para desarrollar un sistema global de control altamente
sofisticado. El examen del sistema regulador de la temperatura corporal nos preparará
convenientemente para la clase de sutilezas que hemos de esperar, y debemos buscar,
cuando desentrañemos los mecanismos de regulación de temperatura utilizados por
Gaia.
El termómetro clínico es todavía un útil auxiliar del diagnóstico médico: la
información que proporciona puede ser decisiva a la hora de descartar o confirmar
una invasión microbiana. La gráfica de la temperatura de un paciente suministra una
reveladora aportación sobre la naturaleza de los invasores; determinados
padecimientos poseen una pauta de temperaturas tan característica que su examen
basta para formular el diagnóstico diferencial. Este es el caso, por ejemplo, de la
fiebre ondulante, enfermedad cuyo nombre resulte sumamente expresivo. Aún hoy,
sin embargo, los procesos mediante los cuales el cuerpo controla su temperatura son
tan misteriosos para casi todos los médicos como para sus pacientes. Tan solo en los
últimos años algunos fisiólogos, haciendo gala de gran valor y energía mental, han
abandonado su práctica médica profesional para reeducarse como ingenieros de
sistemas. De este nuevo enfoque deriva el parcial entendimiento que actualmente se
tiene de los procesos, maravillosamente coordinados, que regulan la temperatura
corporal.
Con buena salud, nuestra temperatura varía según las necesidades del momento,
no permanece fija en ese mítico nivel normal de 37 °C (98,4 °F). Si realizamos una
actividad física intensa y continuada subirá algunos grados, alcanzando valores de
fiebre. En las horas nocturnas o si ayunamos, puede descender considerablemente por
debajo del valor «normal» indicado. Más aún: estos 37 °C se aplican únicamente al
conjunto cabeza-tronco, en cuyo interior se hallan casi todos los sistemas importantes
de la economía. Nuestros pies, manos y piel han de soportar una amplia gama de
temperaturas; hasta cuando se hallan próximos a la congelación, están diseñados para
funcionar con poco más que algún estremecimiento de protesta.
T. H. Benzinger y sus colegas ampliaron la perspectiva con su descubrimiento de
que la temperatura corporal es mantenida en un margen óptimo continuo mediante
una decisión consensual tomada por el cerebro en consulta con las demás partes del
cuerpo. La referencia no es tanto una escala de temperaturas cuanto el nivel de
eficiencia de los diferentes órganos corporales en relación con las temperaturas. Se
pretende y se pacta el funcionamiento óptimo para esa ocasión, no la temperatura
óptima per se.
Se sospechaba desde hacía tiempo que el temblor indicaba algo más que el mero
sufrimiento causado por la exposición al frío. Es realmente un medio de generar

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calor, ya que incrementa la tasa de actividad muscular y con ella la combustión de
combustible celular. La sudoración, por contra, es útil para reducir la temperatura,
dado que la evaporación de agua —incluso en muy pequeñas cantidades— disipa una
gran cantidad de calor. El descubrimiento decisivo, escondido bajo una avalancha de
observaciones científicas rutinarias acerca de la sudoración, el temblor y de los
procesos relacionados con ellos resultó ser que la valoración cuantitativa de estas
actividades ofrecía una explicación completa y convincente de la regulación de la
temperatura corporal. Nuestra capacidad de sudar o de temblar, de quemar alimentos
o reservas grasas, de controlar la cantidad de sangre que afluye a nuestra dermis y a
nuestras extremidades son todas ellas parte de un sistema cooperativo de regulación
de nuestra temperatura torácico-cefálica frente a una gama de temperaturas
ambientales cuyos límites inferior y superior son 0° y 40,5 °C, respectivamente.

Fig. 3. Diagrama ingenieril que ilustra la potencia de funcionamiento de los cinco procesos reguladores
de la temperatura corporal humana cuando un hombre desnudo es expuesto a diferentes temperaturas
ambientales.

Cada animal se sirve de cada uno de estos procesos reguladores en medida diferente.
Para el perro, por ejemplo, es la lengua el área principal de enfriamiento por
evaporación, como cualquiera que haya visitado un canódromo puede confirmar. El
hombre y otros animales se trasladarán de entornos más cálidos a otros de menor

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temperatura, o al revés, según convenga, en su incesante búsqueda del máximo
bienestar. Si es necesario, se modifica el entorno local para reducir la exposición a
límites soportables. Nosotros construimos casas y nos cubrimos con ropas; otros
animales están cubiertos de pelo y buscan o confeccionan madrigueras. Estas
actividades constituyen un mecanismo adicional de control térmico, lo que es
imprescindible cuando las condiciones externas sobrepasan los límites de los sistemas
reguladores internos.
Consideremos por un momento la parte filosófica del asunto, centrándonos en el
problema del dolor y la incomodidad.
Algunos de nosotros estamos condicionados de tal modo a recibir el frío, el calor
o el sufrimiento de toda índole como una señal o castigo del cielo por eventuales
pecados de acción u omisión, que tendemos a olvidar que todas estas sensaciones son
componentes esenciales de nuestro instinto de supervivencia. Si el frío y los
temblores no fuesen desagradables no los estaríamos discutiendo, porque nuestros
antepasados remotos habrían muerto de hipotermia; y si recordar esto parece
demasiado obvio, merece la pena no olvidar que C. S. Lewis lo encontró lo
suficientemente importante como para ser el sujeto de una de sus obras, El problema
del dolor. Para mucha gente el dolor es un castigo en lugar de un fenómeno
fisiológico normal.
Dijo Walter B. Cannon, célebre fisiólogo norteamericano: «Los procesos
fisiológicos coordinados que mantienen gran parte de los estados de régimen
permanente en el organismo y en los que toman parte el sistema nervioso, el
cardiopulmonar, el hepatobiliar y otros (todos los cuales trabajan juntos,
cooperativamente) son de tal complejidad y tan característicos de los seres vivos que
he sugerido una especial designación para ellos: homeostasis». Haremos bien en tener
presentes estas palabras cuando pretendamos dilucidar si existe o no un proceso de
regulación de la temperatura planetaria, mientras intentamos poner de manifiesto ese
grupo, que no medio único, de mecanismos diseñados para controlar la temperatura
global.

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Fig. 4. Comparación entre la temperatura del tronco de una persona viva (línea continua) y la
temperatura calculada a partir de la información suministrada por la figura 3 (puntos). Comprobamos
que es factible predecir con exactitud las variaciones de la temperatura corporal estableciendo un
consenso entre las respuestas de los cinco sistemas separados.

Los sistemas biológicos son intrínsecamente complejos, pero hoy pueden ser
entendidos en términos de ingeniería cibernética, cuya teoría ha ido mucho más lejos
de los primitivos mecanismos que regulan la temperatura de los electrodomésticos.
Impulsados por nuestra acuciante necesidad de ahorrar energía quizá lleguemos algún
día a poner a punto sistemas mecánicos tan sutiles y flexibles como sus contrapartidas
biológicas. El sistema calefactor doméstico, por ejemplo, limitará su funcionamiento
a las habitaciones donde haya gente, apagando y encendiendo partes de sí mismo sin
intervención humana.
Volviendo a Gaia: ¿Cómo reconocemos un sistema automático de control?
¿Buscamos el suministro de energía, el panel regulador o quizá los complicados
amasijos de piezas? Como ya hemos dicho, para entender el funcionamiento de un
sistema cibernético el análisis de sus partes por separado no suele ser de gran ayuda:
a menos que sepamos qué buscar, los métodos analíticos están condenados al fracaso,
ya sea en sistemas cibernéticos domésticos o planetarios.
Incluso aunque demos con pruebas de un sistema planetario de regulación de
temperatura no será fácil desentrañar sus secretos si están tan profundamente
interconectados como en el caso de la temperatura corporal. La regulación de la

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composición química no es menos importante: el control de la salinidad, por ejemplo,
puede ser una de las funciones reguladoras claves de Gaia, y sus detalles son tan
intrincados como los del funcionamiento de ese asombroso órgano, el riñón, podría
costarnos mucho establecerlos. Sabemos actualmente que el riñón, de igual modo que
el encéfalo, es un órgano especializado en procesar información. Tiene a su cargo la
regulación de la salinidad de la sangre, entre otras tareas; para cumplir este cometido,
reconoce y acepta o rechaza incontables iones por segundo. Obtener este
conocimiento no ha sido fácil y todavía puede tener más dificultades desenredar el
enrevesado sistema que cuida de la regulación global de la salinidad y la
quimiostasis.
Hasta un sistema de control sencillo como el del horno puede realizar su función
de diferentes maneras. Un extraterrestre totalmente ajeno a los últimos doscientos
años de nuestro desarrollo tecnológico no tendría problemas para aprender el
principio y el funcionamiento de un horno de gas, pero ¿cómo se las arreglaría ante
uno de microondas?
Los especialistas en cibernética utilizan un enfoque general para reconocer los
sistemas de control. Se le conoce como el método de la caja negra, y procede de la
enseñanza de la ingeniería eléctrica, donde se pide a los estudiantes que describan la
función de una caja negra —sin abrirla— de la que salen unos cuantos cables. Para
ello conectan los cables a fuentes de energía, instrumentos de medida, circuitos
especiales, etc.; las conclusiones que obtengan han de servirles para averiguar las
características de la caja.
En cibernética se asume que la caja negra o su equivalente están funcionando con
toda normalidad. Si se trata de un horno, está conectado y cocinando algo. Si es una
criatura viva, vive y está consciente. El paso siguiente consiste en modificar alguna
propiedad ambiental que puede estar controlada por el sistema en cuestión. Si, por
ejemplo, estamos estudiando sistemas humanos, podemos hacer variar la inclinación
del suelo sobre el que se yergue el sujeto con diferentes velocidades a fin de descubrir
su capacidad para permanecer de pie cuando su base de sustentación está sometida a
cambios bruscos; de experimento tan sencillo podemos obtener gran cantidad de
datos sobre la capacidad que el sujeto tiene de mantener el equilibrio. En cuanto al
horno, podríamos modificar la temperatura ambiente conectándolo primero en una
cámara frigorífica y luego en una cámara caliente, ambientes donde tendríamos
oportunidad de determinar el punto en el que las condiciones externas empiezan a
repercutir en la temperatura interior, viendo también hasta donde afectaban al
suministro de energía estas modificaciones ambientales.
Este método de estudio de los sistemas cibernéticos —registrando las
perturbaciones que un determinado cambio ambiental introduce en aquellos
parámetros controlados por el sistema— es, obviamente, de carácter general. Puede y
debe ser también un método blando: si se aplica correctamente no tiene por qué dañar
al sistema investigado. El desarrollo de esta técnica es equiparable a la evolución

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experimentada por los sistemas de estudio de las criaturas vivas. Hasta hace bien
poco las matábamos y las disecábamos in situ; posteriormente, se llegó a la
conclusión que era más conveniente capturarlas con vida y estudiarlas en los zoos.
Hoy preferimos observarlas en sus hábitats naturales. Los métodos de esta índole, los
más civilizados, no son aún generales, desgraciadamente. Quizá se utilicen en
estudios de campo, pero la agricultura sigue perjudicando a los animales con
demasiada frecuencia, porque aunque no los daña directamente, destruye sus hábitats
para satisfacer nuestras necesidades reales o imaginarias. Muchos a quienes repugnan
los sangrientos resultados de la escopeta del cazador o de los dientes del sabueso,
gentes sensibles y compasivas, se muestran indiferentes, o casi, ante el desahucio y la
muerte que la excavadora, el lanzallamas y el arado acarrean a nuestros congéneres
de Gaia al destruir sus hábitats. Tan normal es entre nosotros aceptar el genocidio
mientras condenamos el asesinato, combatir contra los mosquitos y tragarnos los
camellos, que bien podríamos preguntarnos si esta conducta híbrida constituye una
característica paradójica que, como el altruismo, favorece la supervivencia de la
especie.
Nuestras consideraciones sobre cibernética y teoría del control han sido, hasta
aquí, muy generales. Queda fuera de alcance de este libro expresar los conceptos
cibernéticos en el verdadero idioma de la ciencia, el lenguaje de las matemáticas; de
su empleo se deriva inmediatamente un entendimiento completo. Podemos y
debemos, sin embargo, adentrarnos un poco más en esta rama de la ciencia que tan
eficazmente describe la compleja actividad de los seres vivientes.
Bien podría decirse que los ingenieros ejercen cibernética aplicada. Expresan sus
ideas mediante notación matemática sirviéndose además de unas pocas palabras y
expresiones claves que etiquetan los conceptos más importantes de la teoría de
control. Son estos términos descriptivos realistas y sucintos; habida cuenta de que no
existe aún mejor forma de poner en palabras lo que significan, intentaremos
definirlos. Reexaminemos, pues, nuestro horno eléctrico desde el punto de vista de un
ingeniero, dado que la descripción de su funcionamiento ofrece el contexto adecuado
para explicar el significado de términos cibernéticos tales como «realimentación
negativa». Nuestro horno es una caja hecha de acero y cristal, envuelta en fibra de
vidrio u otro material aislante similar para impedir que el calor escape demasiado
rápidamente, al tiempo que asegura una temperatura moderada en sus paredes
externas. Las internas están recubiertas de calefactores eléctricos; el interior también
alberga el correspondiente termostato. En el horno que describíamos antes, el
termostato era muy tosco, no iba más allá de un interruptor diseñado para desconectar
el aporte de corriente eléctrica cuando se alcanzaba la temperatura deseada. El que
examinamos ahora es un modelo mejor, con un diseño que lo hace más apropiado
para su utilización en un laboratorio que en una cocina. En lugar de un interruptor de
apagado-encendido para controlar el nivel térmico, tiene un sensor de temperatura,
mecanismo que genera una señal proporcional al calor alcanzado. La señal no es otra

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cosa que una corriente eléctrica lo bastante potente para activar un relé térmico, pero
ni por asomo lo suficiente para tener algún efecto sobre la temperatura del horno. Es
un circuito que no transmite energía, sino información.
La débil señal emitida por este sensor es conducida hasta un amplificador que, de
modo muy similar al de su homónimo de un receptor de radio o televisión, la
magnifica hasta dotarla de potencia bastante para calentar el horno. Este amplificador
no genera electricidad, sino que se limita a servirse del suministro de esta utilizando
una pequeña fracción para enjugar sus propias exigencias de funcionamiento. Como
la señal emitida por el sensor aumenta en proporción directa a la temperatura del
horno no puede ser conectado directamente al amplificador; de hacerlo así, no
habríamos obtenido un horno con control de temperatura, sino un horno candidato al
más completo desastre cibernético, un ejemplo práctico de lo que los ingenieros
denominan «realimentación positiva». Al subir la temperatura del horno, los
elementos calefactores generarían cada vez más calor, estableciéndose un círculo
vicioso, que terminaría por convertir el interior en un infierno en miniatura si no se ha
intercalado en el sistema algún tipo de fusible que cortara el suministro de
electricidad.
La forma correcta de conectar el sensor de temperatura al amplificador o, como
diría un ingeniero, de «cerrar el bucle», ha de realizarse de modo que, cuanto mayor
sea la señal emitida por el sensor, menor sea la potencia generada por el amplificador.
Esta forma de conexión se conoce como «realimentación negativa». En el horno que
estamos considerando, la realimentación negativa y la positiva vienen dadas,
sencillamente, por el orden de los dos cables que salen del sensor de temperatura.
La rápida progresión hacia el desastre de la realimentación positiva o el preciso
ajuste de la temperatura de la negativa dependen de una propiedad del amplificador
denominada «ganancia»: el número de veces que ha de multiplicar la débil señal
procedente del sensor para aumentar o disminuir el flujo de energía llegado a los
calefactores. Donde coexisten varios bucles, cada uno posee su propio amplificador, a
cuya capacidad se denomina «ganancia del bucle». En muchos sistemas complejos,
como nuestros cuerpos, coexisten bucles de realimentación positiva y negativa. Es
obvio lo conveniente de la realimentación positiva en ocasiones, cuando, por
ejemplo, se trata de restablecer una temperatura normal tras un enfriamiento
repentino. Cuando se ha logrado el propósito apetecido, la realimentación negativa
vuelve a tomar las riendas. El horno de la abuela, que perdía temperatura cada vez
que esta abandonaba la cocina, se denomina de «bucle abierto». No mentiríamos si
afirmáramos que la parte más importante de nuestra búsqueda de Gaia está ligada a la
elucidación de si una característica de la Tierra, tal como su temperatura de
superficie, viene determinada por el azar o si bien la mano de Gaia se deja sentir a
través de un control ejercido mediante realimentación positiva o negativa.
Es importante darse cuenta que lo que un sensor reenvía es información. Tal
información puede ser transmitida mediante una corriente eléctrica, como en el caso

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de nuestro horno, donde el mensaje se transmite gracias a los cambios de la
intensidad de la señal. Cualquier otro vehículo de información puede funcionar
igualmente bien, la palabra hablada, sin ir más lejos. Si alguien que viaja en coche
tiene la sensación de que el conductor circula excesivamente deprisa y exclama
«frena, vas demasiado rápido», utiliza realimentación negativa (suponiendo que quien
conduce preste oídos al requerimiento del pasajero; si las relaciones entre ambos no
son todo lo cordiales que debieran, a mayor insistencia del pasajero más acelerará el
conductor, produciéndose, consiguientemente, un caso más de realimentación
positiva).
La información es parte intrínseca y esencial de otros sistemas de control, los de
la memoria, encargados de almacenar, buscar y comparar información
constantemente, para que los errores puedan corregirse y se alcancen los propósitos
elegidos. Diremos, finalmente, que se trate de un sencillo horno eléctrico, una cadena
de comercios controlados por un ordenador, un gato dormido, un ecosistema o la
mismísima Gaia, si comprobamos su naturaleza de entidades adaptativas, capaces de
cosechar información y de almacenar experiencia y conocimiento, estamos
estudiando realidades que competen a la cibernética, que pueden ser denominadas
«sistemas» con toda propiedad.
El suave funcionamiento de un sistema de control en perfecto orden tiene un
atractivo muy especial. La magia del ballet debe mucho al grácil control muscular
que los bailarines ejercen sin esfuerzo visible. El exquisito porte, la casi ingravidez
que exhibe una «ballerina assoluta» derivan de la interacción precisa y sutil de fuerza
y contrafuerza, interacción perfectamente ajustada en el tiempo y en el espacio. Un
defecto corriente de los sistemas humanos es la aplicación retrasada o precoz del
esfuerzo corrector de la realimentación negativa. Pensemos, por ejemplo, en el
aprendiz de conductor que, a consecuencia de percibir con retraso la necesidad de
corregir su dirección, lleva el coche de lado a lado de la calzada a golpes de volante,
en la tambaleante marcha del ebrio hacia el farol hasta que este «salta y le golpea»: el
alcohol enlentece sus reacciones impidiéndole evitarlo a tiempo.
Cuando el cierre del bucle de un sistema de realimentación ostenta un retraso
considerable, la corrección puede oscilar de realimentación negativa a positiva,
especialmente cuando los acontecimientos tienen lugar en un lapso temporal breve.
El fracaso, así pues, puede producirse a consecuencia de la oscilación, violenta a
veces, del sistema dentro de sus límites. Tal posibilidad es aterradora cuando sus
resultados son los bandazos de un coche, pero es también el origen del sonido de los
instrumentos musicales de viento, cuerda y electrónicos, así como de una amplísima
gama —en constante expansión— de mecanismos electrónicos de toda índole.
Salta ahora a la vista que el sistema de control ingenieril es una de esas formas de
protovida mencionadas previamente que aparecen allí donde haya la suficiente
cantidad de energía libre. La única diferencia entre los sistemas vivos y los inertes
reside en su grado de complejidad; según aumenta la complicación y las posibilidades

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de los sistemas mecánicos, esta distinción se difumina progresivamente. Si hemos
logrado ya la inteligencia artificial o hemos de esperar todavía es materia de
discusión. Entretanto, no podemos olvidar que, como la misma vida, los sistemas
cibernéticos pueden constituirse a consecuencia de una cadena fortuita de
acontecimientos: todo lo que se necesita para ello es abundancia de materias primas a
partir de las cuales pueda construirse el sistema y de energía libre para hacerlo
funcionar. El nivel de agua de muchos lagos naturales es notablemente independiente
del caudal de los ríos que a ellos llegan; tales lagos no son otra cosa que sistemas de
control inorgánicos naturales. Existen porque el perfil del río que los drena es tal que
una pequeña modificación de la profundidad produce un cambio considerable en el
volumen de la corriente, lo que implica que la profundidad del lago está controlada
por un bucle de realimentación negativa de elevada ganancia. No debemos suponer
que, aunque los sistemas abiológicos de esta clase puedan funcionar a escala
planetaria, son productos deliberados de Gaia, ni descartar, por otra parte, que su
aparición y desarrollo cumpla alguna función gaiana.
Este capítulo ha querido ser el bosquejo de cómo podría funcionar Gaia
fisiológicamente. En este punto, donde Gaia aún no tiene una entidad muy definida,
es simplemente una especie de mapa o diagrama de circuitos que comparemos con
los hallazgos subsiguientes. Si damos con pruebas bastantes de que existen sistemas
de control planetarios cuyos componentes son los procesos activos de animales y
plantas y que poseen la capacidad de regular el clima, la composición química y la
topografía de la Tierra, estaremos en posición de substanciar nuestra hipótesis y
formular una teoría.

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5 La atmósfera contemporánea

Uno de los puntos ciegos de la percepción humana ha sido la obsesión con los
antecedentes. Hace tan solo cien años, Henry Mayhew, hombre en otros aspectos
sensible e inteligente, escribía sobre los pobres de Londres como si fueran miembros
de otra raza. Cómo, si no, podrían ser tan diferentes de él, pensaba. En la época
victoriana, el trasfondo familiar y social tenía una importancia equivalente a la que
hoy se da en ciertos lugares al CI. En la actualidad, si alguien habla de pedigrí, lo más
probable es que sea un granjero o un miembro de algún club de cría caballar o
perruna. Es esta la época, sin embargo, en la que a la hora de conseguir trabajo tanta
importancia tiene el nivel educacional, la titulación universitaria, el currículum
académico. Son estos los factores que suelen determinar la elección de un candidato
entre el conjunto de solicitantes; pocas veces se intenta averiguar la valía real, el
potencial auténtico de cada uno. Hasta hace pocos años, la mayoría de nosotros
manteníamos una actitud igualmente tendenciosa cuando reflexionábamos sobre el
planeta que habitamos, concentrando toda nuestra atención en su más remoto pasado.
Se escribían y publicaban montañas de monografías, de artículos y de libros de texto
sobre el registro geológico, sobre la vida en los océanos primigenios; estas miradas
atrás parecían poder explicarnos cuanto necesitábamos saber sobre las características
y el potencial de la Tierra. El resultado, tan bueno como seleccionar los aspirantes a
un trabajo mediante el estudio de los huesos de los abuelos respectivos.
Gracias a todo el conocimiento que sobre nuestro planeta ha aportado y aporta
aún la investigación espacial, gozamos, desde fecha bien reciente, de una perspectiva
completamente nueva. Hemos podido contemplar desde la Luna a nuestro hogar
planetario en su órbita alrededor del Sol y nos hemos dado cuenta repentinamente de
que no somos ciudadanos de un planeta desdeñable, por despreciable y mezquina
que, vista en primer plano, la contribución del hombre a este panorama pueda
parecer. Ocurriera lo que ocurriera en el pasado remoto, somos indudablemente una
parte viva incluida en una anomalía extraña y bella de nuestro sistema solar. Nuestra
atención se ha desplazado a la Tierra que ahora podemos estudiar desde el espacio, a
las propiedades de su atmósfera en particular. Nuestros conocimientos sobre la
composición y el comportamiento del tenue velo gaseoso que envuelve al planeta,
cuyas capas más próximas a la superficie exhiben una curiosa mezcla de gases
activos que, si bien en recombinación perpetua, nunca dejan de estar en equilibrio y
cuyos jirones externos penetran miles de kilómetros en el espacio unidos a su
anfitrión planetario por una atracción gravitatoria ya muy debilitada, nuestros
conocimientos sobre todo esto, repito, superan hoy ampliamente a los que pudiera
haber intuido el más lúcido de nuestros antepasados. Antes, empero, de que imitando
la acción de la bomba de hidrógeno nos proyectemos más allá de la atmósfera,
ampliemos nuestras afirmaciones y establezcamos unos cuantos hechos.

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En la atmósfera existen diversos estratos bien definidos. Un astronauta lanzado
desde la superficie de la Tierra deja atrás, en primer lugar, la troposfera, la capa más
densa y próxima al suelo, región de unos diez kilómetros de altura, donde se
producen casi todos los acontecimientos climatológicos y que constituye el «aire»
para casi todas las criaturas de respiración aérea, es en ella donde interactúan las
partes vivas y las gaseosas de Gaia. Supone más de las tres cuartas partes de la masa
total de la atmósfera. Ostenta una peculiaridad inesperada e interesante, de la que
carecen los demás estratos atmosféricos: está dividida en dos partes, estableciéndose
la línea divisoria entre ambas cerca del Ecuador. El aire de cada región no se mezcla
libremente con el aire de la otra, como cualquiera que haya viajado en barco por
regiones tropicales puede atestiguar; existe una nítida diferencia entre la claridad de
los cielos meridionales y la relativa turbiedad de los septentrionales.
Hasta hace muy poco era opinión general que los gases de la troposfera
reaccionaban muy levemente entre ellos, salvo quizás durante el intenso calor
generado por descargas eléctricas o fenómenos equivalentes. Hoy, gracias a las
investigaciones pioneras que en materia de química atmosférica han realizado sir
David Bates, Christian Junge y Marcel Nicolet, sabemos que los gases de la
troposfera reaccionan con la intensidad de una llama fría de tamaño planetario y
combustión lenta. Muchos de ellos se combinan con el oxígeno, desapareciendo
como gases libres; tales reacciones son posibles en virtud de la energía solar que,
mediante una compleja secuencia de acontecimientos, transforma las moléculas de
oxígeno en compuestos portadores de oxígeno más reactivos tales como ozono,
radicales hidroxilos y demás.
En alguna zona situada entre los diez y los dieciocho mil metros (según el punto
de la corteza terrestre desde el que fuera lanzado) nuestro astronauta penetraría en la
estratosfera, región cuyo nombre proviene de la dificultad que para mezclarse en
sentido vertical tiene el aire en ella contenido, si bien soplan vientos cuyas
velocidades alcanzan varios centenares de kilómetros por hora en sentido horizontal.
La temperatura es sumamente baja en su límite inferior, la denominada tropopausa,
pero asciende según nos desplazamos hacia arriba. La naturaleza de los dos estratos
hasta ahora atravesados por nuestro astronauta está íntimamente asociada con los
gradientes de temperatura detectables en el interior de cada uno. En la troposfera,
donde por cada centenar de metros de ascenso la temperatura desciende
aproximadamente 1 °C, hace fácil el movimiento vertical del aire y por tanto la
formación de nubes la norma.
En la estratosfera, donde la temperatura se incrementa con la altitud, el aire
caliente muestra resistencia a subir, siendo norma, por tanto, la estabilidad
estratificada. A la radiación solar ultravioleta más dura y poderosa corresponde la
fragmentación de las moléculas de oxígeno en sus átomos constituyentes, aunque
suelen tardar poco en recombinarse de nuevo, a menudo en forma de ozono. Este
sufre también la acción separadora de los rayos ultravioletas, estableciéndose el

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equilibrio con una densidad máxima de ozono de cinco partes por millón. El aire de
la estratosfera no es mucho más denso que el de Marte: no existe forma de vida de
respiración aérea que pueda sobrevivir en ella. Si se utilizara un entorno presurizado
para solventar el problema de la baja presión no habría forma de vida que pudiera
resistir el envenenamiento por ozono. Como las tripulaciones y pasajeros de ciertas
aeronaves que sirven trayectos largos y vuelan a gran altura han descubierto
recientemente con riesgo para su salud y sensaciones muy desagradables, al aire
estratosférico no puede respirarse aunque se le proporcione la temperatura y la
presión adecuadas antes de hacerlo pasar el interior de la cabina. El esmog, por
comparación, resulta bastante más saludable.
La química de la estratosfera es asunto del mayor interés para los científicos
académicos. Innumerables reacciones químicas tienen lugar bajo condiciones
puramente abstractas de fase gaseosa, sin que, como en el caso de los recipientes del
laboratorio, haya paredes que echen a perder la perfección del experimento. No es
sorprendente, por lo tanto, que casi toda la labor científica relacionada con la química
atmosférica se haya concentrado en la estratosfera y las zonas que quedan por encima
de ella. Esta especialidad tiene hasta una designación específica, aeronomía química,
acuñada por Sidney Chapman, uno de sus más cualificados representantes. Y sin
embargo, salvo por las repercusiones —aducidas, pero no probadas— de los cambios
en la concentración de ozono, la relación entre la biosfera y las capas superiores de la
atmósfera parece tener menos entidad que la establecida por los científicos que las
convierten en su objeto de estudio. Si hago esta puntualización no es por afán crítico,
sino para dejar constancia de que la ciencia tiende a concentrarse en lo que puede
medirse y discutirse. A consecuencia de esta actitud, la troposfera, que es la parte más
voluminosa de la atmósfera y ciertamente la de mayor relevancia para Gaia, se
conoce bastante menos. Por encima de la estratosfera está la ionosfera, donde la
rarificación del aire es muy intensa; el ritmo de las reacciones químicas es también
más vivo en razón de lo tenue del filtro que se interpone en el camino de los rayos
solares. En estas regiones, la mayoría de las moléculas, no solo el nitrógeno y el CO2,
son escindidas en los átomos que las constituyen. Algunos de estos sufren ulterior
fragmentación, convirtiéndose en iones positivos y electrones; ello da lugar a la
formación de estratos eléctricamente conductores que, en la época anterior a los
satélites de comunicaciones fabricados por el hombre, eran importantes por su
capacidad para reflejar las ondas de radio, permitiendo la comunicación entre puntos
alejados del planeta.
La capa más externa de todas, la exosfera, tan rarificada que contiene únicamente
algunos centenares de átomos por centímetro cúbico, puede pensarse como algo que
se prolonga sin solución de continuidad con la también tenue atmósfera externa del
Sol. Solía decirse que al escape de átomos de hidrógeno desde la exosfera debe la
Tierra su atmósfera oxigenada. Hoy, sin embargo, nos parece dudoso que este proceso
tenga lugar a escala suficiente para repercutir en la cantidad de oxígeno; parece,

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además, que el flujo de átomos de hidrógeno procedente del Sol compensa o supera
incluso los que escapan de la exosfera. La Tabla 3 recoge los principales gases
reactivos del aire, sus concentraciones, sus tiempos de permanencia y sus fuentes más
importantes.
Como ya expliqué anteriormente, empecé a pensar en la posibilidad de que la
atmósfera terrestre fuera un ensamblaje biológico y no solo una colección inerte de
gases mientras intentábamos validar empíricamente la teoría de que era posible
dilucidar la existencia o no de vida en un planeta estudiando la composición química
de su atmósfera. Los experimentos que la confirmaron nos convencieron al mismo
tiempo de que la atmósfera terrestre era una mezcla tan curiosa e improbable que su
producción y mantenimiento no podían deberse al mero azar. Aparecían por todas
partes transgresiones a las normas del equilibrio químico y, sin embargo, en el seno
de este desorden aparente se mantenían constantes, de alguna forma, unas
condiciones favorables para la vida. Cuando acaece lo inesperado y no puede
achacarse a la casualidad, lo procedente es buscar una explicación racional. Veamos,
pues, si la hipótesis de la existencia de Gaia nos sirve para explicar la extraña
composición de nuestra atmósfera, dado que según ella es la biosfera la que mantiene
y controla activamente el aire dentro del cual vivimos, suministrando de tal modo un
entorno óptimo para la vida del planeta. Para confirmar o negar este supuesto
examinaremos la atmósfera de modo muy parecido a cómo el fisiólogo estudia los
componentes de la sangre, cuando lo hace preguntándose de qué forma contribuye
cada uno de ellos a mantener viva la criatura de la que proceden.

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Tabla 3: Algunos gases químicamente reactivos del aire (Nota: en la columna 4, infinito significa más
allá de los límites del cálculo).

Desde el punto de vista químico, aunque no en términos de abundancia, el gas


dominante en el aire es el oxígeno. Es este elemento el que establece el nivel
referencial de energía química a todo lo largo y ancho del planeta, nivel que hace
posible encender fuego —dada una substancia combustible— en cualquier punto de
la Tierra. Ofrece una diferencia de potencial químico lo bastante amplia para que los
pájaros puedan volar y nosotros podamos correr y mantener nuestra temperatura
cuando la exterior desciende; quizá, incluso, hasta pensar. El nivel actual de la
tensión de oxígeno representa para la biosfera contemporánea lo mismo que el
suministro de electricidad de alto voltaje para nuestra sociedad de hoy. Las cosas
pueden continuar sin electricidad, pero las potencialidades menguan
substancialmente. La comparación es bastante exacta, porque en química, el poder
oxidante de un entorno se expresa, por convenio, en términos de su potencial redox
(potencial de oxidación-reducción), medido eléctricamente y cuya unidad es el voltio.
El potencial redox mediría en realidad el voltaje de una hipotética pila que tiene uno
de sus polos conectado al oxígeno y el otro a las substancias nutritivas. Casi todo el
oxígeno que genera la fotosíntesis de las plantas verdes se introduce en la atmósfera
para ser utilizado en esa otra actividad fundamental de la vida, la respiración, en un
lapso de tiempo relativamente corto. Este proceso complementario, la respiración,

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jamás resultará, obviamente, en un aumento neto del oxígeno: ¿cómo se ha
acumulado entonces este gas en la atmósfera? Hasta fecha reciente se pensaba que la
fuente principal era la fotolisis del vapor de agua en las capas superiores: las
moléculas de agua escindidas liberan átomos de hidrógeno lo bastante ligeros para
escapar al campo gravitatorio terrestre y átomos de oxígeno que se unen de dos en
dos para formar moléculas de dicho gas o de tres en tres para dar moléculas de ozono.
Cierto es que este proceso produce un incremento neto del oxígeno pero, por muy
importante que pudiera ser este en el pasado, en la biosfera contemporánea es una
fuente desdeñable. Parece haber pocas dudas sobre la identidad de la fuente principal
del oxígeno atmosférico; a Rubey corresponde el honor de haber sido el primero en
establecerla (1951). Las rocas sedimentarias contienen una pequeña proporción del
carbono que los vegetales habían fijado en la materia orgánica de sus tejidos.
Aproximadamente el 0,1 por ciento del carbono fijado anualmente es enterrado con
los restos vegetales que, procedentes de las masas terrestres, terminan en los cursos
fluviales o en los mares. Cada átomo de carbono que de tal forma es extraído del
ciclo fotosíntesis-respiración significa una molécula más de oxígeno en el aire. Si no
fuera por este proceso, el oxígeno desaparecería gradualmente de la atmósfera al ir
reaccionando con las substancias reductoras que la climatología, los terremotos y los
volcanes hacen llegar a la superficie.
Se dice, un tanto cínicamente, que la eminencia de un científico viene dada por lo
prolongado del tiempo que es capaz de impedir el progreso de su especialidad.
Pasteur, por ejemplo, cuyo sitio está entre los más grandes, no ha sido la excepción de
tal regla. A él se debe la noción de que, con anterioridad a la aparición del oxígeno en
el aire, solo eran posibles formas de vida de baja categoría. Esta suposición ha sido
popular durante mucho tiempo pero, como indicábamos en el capítulo 2, se cree
actualmente que incluso los primeros organismos fotosintetizadores disponían de un
potencial químico tan alto como el utilizado por los microorganismos actuales. En los
primeros tiempos, el amplio gradiente de energía potencial actualmente suministrado
por el oxígeno estaba disponible tan solo en el espacio intracelular de los citados
microorganismos. Después, según se multiplicaban, se amplió a su microambiente y
continuó extendiéndose más y más, marchando al mismo paso que la vida, hasta que
se completó la oxidación de las substancias reductoras primigenias y el oxígeno pudo
por fin aparecer en el aire. Desde el principio, sin embargo, la diferencia de energía
potencial entre los oxidantes de las células de los fotosintetizadores y el ambiente
reductor externo era tan grande como la que hoy existe entre el oxígeno extracelular y
los nutrientes intracelulares.
Las fuentes de potenciales altos, ya sean eléctricos o químicos, son peligrosas, y
el oxígeno conlleva riesgos especiales. Nuestra atmósfera actual, cuyo nivel de
oxígeno es del 21 por ciento, se halla en el límite superior del intervalo seguro para la
vida. Por poco que aumentara esta cifra el peligro de incendio crecería
vertiginosamente. La probabilidad de incendio forestal a consecuencia de la caída de

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rayos subiría un 70 por ciento por cada 1 por ciento de aumento del presente nivel. Si
este sobrepasara el 25 por ciento, muy poca vegetación sobreviviría a los
devastadores incendios, que arrasarían tanto la pluvisilva tropical como la tundra
ártica. Andrew Watson, de la Universidad de Reading, ha confirmado
experimentalmente estos supuestos, estableciendo la probabilidad de incendio para
diferentes concentraciones de oxígeno en unas condiciones muy semejantes a las
existentes en las auténticas selvas. El diagrama adjunto (fig. 5) muestra los
resultados.

Fig. 5. El diagrama muestra la probabilidad de incendios forestales en atmósferas con diferente


contenido de oxígeno. Los fuegos naturales se inician por combustión espontánea o a consecuencia de la
caída de rayos. Su probabilidad depende en gran medida del contenido de humedad de los combustibles
naturales. En la figura, cada línea corresponde a una humedad diferente, de sequedad completa (0%), a
visiblemente mojado (45%). Con un porcentaje de oxígeno del 21% —el actual— los incendios no
prenden cuando el contenido de humedad es superior al 15%. Cuando el contenido de oxígeno asciende
al 25%, hasta los brotes empapados y la hierba de una pluvisilva se inflamarían.

El actual nivel de oxígeno está en un punto donde el riesgo y el beneficio se


equilibran confortablemente. Claro que estallan fuegos forestales, pero sin que su
frecuencia sea tan elevada como para estorbar la alta productividad que un nivel de
oxígeno del 21 por ciento permite, y de nuevo nos hallamos ante una situación
superponible a la del suministro eléctrico: si aumentamos el voltaje, la cantidad de
energía disipada en el transporte y el cobre necesario para los cables disminuyen
enormemente, pero por encima de los 250 voltios el peligro de incendio y de muerte

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por electrocución aumentaría de tal modo que las ventajas antedichas no serían
justificables. Los ingenieros de una central eléctrica no permitirían jamás que su
equipo funcionara al buen tuntún; está diseñado para un funcionamiento preciso, para
garantizar un suministro constante de energía eléctrica segura. ¿Cómo se controla
entonces el nivel de oxígeno del aire? Antes de pasar a discutir la naturaleza de este
sistema de regulación biológica es necesario examinar más detalladamente la
composición de la atmósfera. El estudio de un único gas a través de telescopios,
microscopios u otros instrumentos nos dice poco de su relación con los restantes
componentes atmosféricos; algo parecido a intentar comprender el significado de una
frase escrutando una sola de sus palabras. Para extraer información de la atmósfera
hay que considerarla en su conjunto; examinaremos, pues, el oxígeno, nuestro gas de
referencia energética, aproximándolo a otros gases de la atmósfera con los que puede
reaccionar y reacciona. Empecemos por el metano.
Hutchinson fue el primero en señalar, hace treinta años, que el metano, conocido
también como gas de los pantanos, era un producto biológico cuya fuente principal
estaba en las ventosidades de los rumiantes. Aunque no negaremos la importancia de
esta contribución, sabemos actualmente que el origen de la fracción capital de este
gas es la fermentación bacteriana de los fangos y sedimentos depositados en lechos
marinos, ciénagas, terrenos anegados y estuarios fluviales, lugares todos donde tiene
lugar enterramiento de carbono. La cantidad de metano producida de esta forma es
asombrosamente grande: por lo menos 1000 millones de toneladas anuales. (El gas
«natural» bombeado al interior de nuestros hogares es de estirpe bien distinta; se trata
de gas fósil, del equivalente gaseoso del carbón y el petróleo. Presente en cantidades
triviales a escala planetaria, sus pequeñas reservas se habrán agotado dentro de unos
diez años).
Dentro del contexto de una biosfera autorregulada y mantenedora activa del
entorno gaseoso en el óptimo para la vida, resulta legítimo que nos preguntemos cuál
es la función de un gas como el metano: no resulta más ilógico que interrogarnos
sobre la función de la glucosa o de la insulina en la sangre. Si suprimimos el contexto
Gaia la pregunta pierde todo su sentido, convirtiéndose en algo que podría ser
rechazado como incoherente o circular, razón por la cual, probablemente, no ha sido
formulada mucho antes.
¿Cuál es, pues, la función del metano y cómo se relaciona con el oxígeno?
Cometido obvio es mantener la integridad de las zonas anaeróbicas de las que
proviene. Las incesantes burbujas de metano que ascienden hacia la superficie de los
barros fétidos las limpian de substancias volátiles venenosas (los compuestos
metílicos de arsénico y plomo, por ejemplo), además de librarlas del oxígeno,
elemento venenoso para los microorganismos anaeróbicos. Cuando el metano alcanza
la atmósfera, se comporta como un regulador bidireccional de oxígeno, capaz de
retener a un nivel y de devolver a otro. Parte llega a la estratosfera antes de que la
oxidación lo convierta en dióxido de carbono y vapor de agua; es la fuente principal

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de este en las capas altas de la atmósfera. El agua termina por disociarse en oxígeno,
que desciende, e hidrógeno, que escapa al espacio. Este proceso asegura, a largo
plazo, un pequeño incremento del oxígeno (pequeño pero posiblemente significativo).
Si la situación está equilibrada, el escape de hidrógeno siempre significa una
ganancia neta de oxígeno.
Por el contrario, la oxidación del metano en las capas inferiores de la atmósfera
significa la utilización de enormes cantidades de oxígeno, del orden de las 2000
megatoneladas anuales. Este proceso se realiza pausada pero continuamente en el aire
que nos rodea mediante una serie de reacciones complejas e intrincadas, que el
trabajo de Michael McElroy y sus colaboradores ha desentrañado en gran parte. Un
sencillo cálculo aritmético nos indica que, en ausencia de metano, la concentración de
oxígeno crecería un 1 por ciento en 12 000 años, cantidad excesiva para tan pequeño
lapso de tiempo: un cambio peligroso y, en la escala temporal geológica, demasiado
rápido.
La teoría del equilibrio de oxígeno (Rubey), desarrollada por Holland, Broecker y
otros científicos eminentes, afirma que la cantidad de oxígeno se mantiene constante
gracias al equilibrio entre la ganancia consustancial al enterramiento del carbono, por
una parte, y la pérdida que supone la reoxidación de los materiales reducidos
procedentes de las profundidades de la Tierra, por otra. La biosfera es, sin embargo,
una máquina demasiado poderosa para dejar el control de su funcionamiento a cargo
únicamente de lo que los ingenieros llaman un sistema de control pasivo, como si en
la central eléctrica la presión de la caldera estuviera determinada por el equilibrio
entre la cantidad de combustible quemado y la cantidad de vapor necesaria para
mover las turbinas. Cuando la demanda descendiera —en los domingos soleados, por
ejemplo— la presión aumentaría hasta poner a la caldera en peligro de explosión y,
en los períodos de máxima demanda, la presión caería en picado, siendo imposible
suministrar la energía pedida. Por este motivo, los ingenieros utilizan sistemas de
control activo que, como explicábamos en el capítulo 4, incorporan sensores. En el
caso de la central, el sensor de presión o temperatura registraría cualquier desviación
respecto a las condiciones óptimas empleando una pequeña cantidad de la energía del
sistema para modificar el ritmo de quemado del combustible.
La permanencia del valor de la concentración de oxígeno señala, por lo tanto, la
presencia de un sistema de control activo, provisto presumiblemente de algún
mecanismo de detección y señalización de las desviaciones respecto a la
concentración óptima, ligado quizá a los procesos de producción de metano y de
enterramiento de carbono. Una vez que la materia orgánica alcanza las zonas
anaeróbicas profundas, o se convierten en metano o son enterrados. En la actualidad,
la cantidad de carbono utilizado para producir esa cifra anual de 1000 megatoneladas
es veinte veces superior al carbono enterrado. De ello se desprende que cualquier
mecanismo capaz de modificar esta proporción será un eficaz regulador del oxígeno.
Quizá, cuando la tasa de oxígeno atmosférico se hace excesiva, se genere algún tipo

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de señal que desencadene una mayor producción de metano; el paso de este gas
regulador a la atmósfera pronto restablecería el amenazado equilibrio.

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Fig. 6. Representación esquemática de la circulación de oxígeno y carbono entre los principales
depósitos de la atmósfera, los océanos y la corteza terrestre. Las cifras son de teramoles, que para el
carbono equivale a 12 megatoneladas y para el oxígeno a 32. Las cifras del interior de los círculos
indican flujos anuales. Las cifras de los depósitos, la atmósfera y las rocas sedimentarias son índice de
su tamaño. Observe cómo el carbono, que en sentido descendente marcha hacia los estratos
sedimentarios que se hallan bajo mares y pantanos, es devuelto a la atmósfera, sobre todo, en forma de
«gas de los pantanos», de metano.

Vemos, pues, cómo la energía aparentemente derrochada en la oxidación de metano


es el precio inevitable de un regulador activo, constante y de acción rápida. No deja
de ser curioso pensar que, sin el auxilio de la microflora anaeróbica cuya morada está
en los malolientes barros de lechos marinos, lagos y estanques, quizá no existieran ni
escritores, ni lectores, ni libros, porque sin el metano por ella generado la
concentración de oxígeno ascendería inexorablemente hasta un nivel en el que todo
incendio cobraría proporciones desmesuradas, haciendo imposible cualquier otra
forma de vida diferente a la microflora de los terrenos pantanosos.
El óxido nitroso es otro desconcertante gas atmosférico. Es hoy un gas cuya
concentración atmosférica es, como la del metano, baja; un tercio de parte por millón,
cantidad que también como en el caso del metano, no guarda ninguna proporción con
el volumen producido por los microorganismos terrestres y marinos, responsables de
entre 100 y 300 megatoneladas por año, aproximadamente la cantidad de nitrógeno
devuelto al aire. Si hay abundancia de nitrógeno y escasez de óxido nitroso se debe a
que el primero es un gas muy estable y se acumula, mientras el óxido nitroso es
destruido rápidamente por la radiación ultravioleta del Sol.
Podemos tener la seguridad de que los derroches energéticos por parte de la
biosfera son altamente improbables: si se destina una importante cantidad de energía
a producir este extraño gas es porque cumple alguna función útil. Se me ocurren dos
posibles usos, y de acuerdo con el tópico de que en biología una determinada
substancia siempre sirve para más de una cosa, ambos podrían ser importantes. En
primer lugar, podría estar implicado, como el metano, en la tarea de la regulación del
oxígeno. El volumen de oxígeno que desde el suelo y los lechos marinos transporta el
óxido nitroso es dos veces la cantidad necesaria para equilibrar las pérdidas
producidas por la oxidación de las materias reductoras llegadas constantemente a la
superficie de la Tierra desde su interior. Podría actuar, por lo tanto, como contrapeso
del metano. Es por lo menos verosímil que la producción de uno y otro sean
complementarias; ambas podrían ser reguladores rápidos de la concentración de
oxígeno.
La segunda función importante del óxido nitroso está relacionada con su
comportamiento en la estratosfera donde se descompone, entre otras cosas, en óxido
nítrico. Se ha señalado a este compuesto como responsable de una acción
catalíticamente destructiva sobre la capa de ozono, situación aparentemente
alarmante a la vista de las advertencias formuladas por muchos ecologistas respecto a
que la peor amenaza para nuestro mundo es la destrucción de la capa estratosférica de

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ozono por la acción de las aeronaves supersónicas y los productos contenidos en los
aerosoles. De hecho, si los óxidos de nitrógeno destruyen el ozono, la naturaleza
agrede a la antedicha capa desde hace mucho, pero que mucho tiempo. Un exceso de
ozono sería tan malo como carecer de él; el ozono, del mismo modo que los demás
componentes de la atmósfera, tiene también un óptimo deseable. Si se incrementara
en cuantía superior al 15 por ciento se producirían repercusiones negativas en el
clima. Sabemos además, con toda certeza, que la radiación ultravioleta tiene aspectos
útiles y beneficiosos, y una capa de ozono más densa podría impedir su llegada a la
Tierra en dosis suficientes. En los seres humanos, la vitamina D se forma en la piel a
resultas de la acción ejercida sobre ella por los rayos ultravioletas. Si una radiación
ultravioleta excesiva puede favorecer el cáncer de piel, su debilitamiento producirá
raquitismo con toda seguridad. Aunque la producción de óxido nitroso por parte de
los indicados microorganismos no nos beneficie directamente, la radiación
ultravioleta de bajo nivel podría ser de importancia para otras especies en procesos
aún por descubrir. Como regulador al menos —junto a otro gas atmosférico de origen
biológico recientemente descubierto, el cloruro de metileno— podría ser valioso. El
sistema de control de Gaia incluiría también un medio para detectar la cantidad de
ultravioleta filtrada a través de la capa de ozono, regulándose en consecuencia la
producción de óxido nitroso.
Otro gas nitrogenado que la atmósfera y los mares producen en abundancia es el
amoníaco. Aunque es un gas de difícil medida, se calcula que su producción no es
inferior a las 1000 megatoneladas anuales, tarea para la cual la biosfera (el amoníaco
es ahora exclusivamente de origen biológico) consume gran cantidad de energía. La
función de este gas es, casi con toda seguridad, controlar la acidez ambiental.
Teniendo en cuenta los ácidos que la oxidación del nitrógeno y el azufre producen, el
amoníaco generado por la biosfera es justamente el necesario para mantener
alrededor de 8 el pH de la lluvia, cifra óptima para la vida. De faltar el amoníaco, este
pH caería hasta un valor de 3, acidez comparable a la del vinagre; esto ya sucede en
ciertas partes de Escandinavia y de Norteamérica, con efectos desastrosos para el
desarrollo vegetal. La causa de este fenómeno serían los humos desprendidos por la
combustión de los combustibles industriales y domésticos en áreas densamente
pobladas: la mayoría de estos combustibles contienen azufre que, expelido a la
atmósfera, vuelve al suelo con la lluvia en forma de ácido sulfúrico.
La vida tolera una cierta acidez; de ello son prueba los jugos digestivos de
nuestros estómagos. Un entorno tan ácido como el vinagre, sin embargo, se halla muy
lejos de ser el ideal. Es verdaderamente una suerte que los ácidos y el amoníaco estén
equilibrados, que la lluvia no sea ni demasiado ácida ni demasiado alcalina. Si
aceptamos la hipótesis del mantenimiento activo de este equilibrio mediante el
sistema cibernético de control de Gaia, el costo energético de la producción
amoniacal habrá de cargarse a la cuenta total de la fotosíntesis.
El constituyente más abundante de la atmósfera es, con gran diferencia, el

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nitrógeno gaseoso; supone el 79 por ciento del aire respirable. Los dos átomos de su
molécula están unidos por un enlace químico de los más potentes, lo que le confiere
una notable falta de reactividad. Se ha acumulado en la atmósfera a causa de la
acción de las bacterias fijadoras de nitrógeno y de otros procesos biológicos. Ciertos
procesos inorgánicos, como las tormentas, lo devuelven lentamente al mar, su hábitat
natural.
Pocos se percatan de que no es el gas la forma estable del nitrógeno, sino el ion
nitrato disuelto en el mar. Como vimos en el capítulo 3, si la vida desapareciera, la
mayor parte del nitrógeno atmosférico terminaría por combinarse con el oxígeno
volviendo al mar en forma de nitrato. ¿Qué ventajas obtiene la biosfera de bombear
nitrógeno a la atmósfera además del mantenimiento del equilibrio químico? En
primer lugar, la estabilidad del clima quizá requiera la actual densidad atmosférica y
el nitrógeno resulta conveniente para incrementar la presión. En segundo, un gas de
reactividad escasa como el nitrógeno es lo más adecuado para diluir el oxígeno del
aire; como hemos visto en páginas anteriores, una atmósfera de oxígeno puro tendría
consecuencias desastrosas. En tercer lugar, si la totalidad del nitrógeno estuviera en
los mares como ion nitrato, el siempre delicado problema de mantener la salinidad lo
bastante baja para permitir la vida, empeoraría. Como veremos en el capítulo
siguiente, la membrana celular es extremadamente vulnerable a la salinidad de su
entorno; una salinidad total por encima de 0,8 molar la destruye, con independencia
de que se trate de cloruro, de nitrato o de una mezcla de ambos. Si todo el nitrato
estuviera en los mares como ion nitrato, la molaridad pasaría de 0,6 a 0,8: ello
significaría la incompatibilidad del agua marina con casi todas las formas conocidas
de vida. Señalemos finalmente que además de su efecto sobre la salinidad marina, las
concentraciones altas de nitrato son venenosas. La adaptación a un entorno con fuerte
contenido de nitratos habría sido más difícil y más onerosa enérgicamente para la
biosfera que el simple almacenamiento del nitrógeno en la atmósfera, donde además
resulta de cierta utilidad. Cualquiera de las posibilidades expuestas podría, pues,
constituir un motivo válido para justificar la existencia de los procesos biológicos que
transportan nitrógeno desde la superficie a la atmósfera.
La cuantía de un gas atmosférico no es, evidentemente, medida de importancia. El
amoníaco, por ejemplo, cien millones de veces menos abundante que el nitrógeno,
tiene una función reguladora tan importante como la de este. En realidad, la
producción anual de amoníaco es tan cuantiosa como la de nitrógeno, pero su
remoción es mucho más rápida. La abundancia de los gases de la atmósfera depende
mucho más de su tasa de reactividad que de su tasa de producción, como demuestra
el hecho de que los gases menos abundantes suelan ser actores principales en los
procesos de la vida.
El descubrimiento de las intrincadas reacciones químicas acaecidas entre los
gases de la atmósfera ha sido una de las aportaciones más valiosas de la química
moderna. Sabemos ahora, por ejemplo, que gases vestigiales como el hidrógeno y el

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monóxido de carbono son productos intermedios de la reacción entre el metano y el
oxígeno, pudiendo, por lo tanto, ser también considerados gases biológicos como sus
progenitores. Otros muchos gases activos —ozono, óxido nítrico, dióxido de
nitrógeno— caen dentro de esta categoría; en ella están también unas substancias
muy reactivas de vida efímera, denominadas por los químicos radicales libres. Uno es
el radical metilo, primer producto de la oxidación del metano. Unos 1000 millones de
toneladas pasan anualmente por la atmósfera, aunque en razón de su cortísima vida
—menos de un segundo— no suele haber más de uno por centímetro cúbico de aire.
No es este el lugar apropiado para describir detalladamente la compleja química de
tales substancias, pero resultan interesantes para quienes quieran saber algo más de
los gases atmosféricos.
Los así llamados gases nobles y raros del aire no son particularmente raros ni
enteramente nobles. Hubo una época en la que se les suponía resistentes al ataque de
cualquier agente químico; en otras palabras, pasaban el test del ácido como esos
metales también calificados de nobles (oro y platino). Hoy se sabe que el kriptón y el
xenón forman compuestos. El gas más abundante de este grupo es el argón que, con
el helio y el neón, supone casi el 1 por ciento de la atmósfera, lo que parece en
contradicción con el remoquete de raro. Estos gases inertes son de inequívoco origen
inorgánico y resultan de utilidad para establecer con mayor claridad el inerte telón de
fondo contra el que destaca la vida.
Los gases producidos por la actividad humana —los fluorocarburos, por ejemplo
— proceden fundamentalmente de la industria química; ni que decir tiene que no
aparecieron en el aire hasta la llegada de la era industrial. Son también buena prueba
de la presencia de vida activa. Tras descubrir propelentes de aerosol en nuestra
atmósfera, un visitante del espacio exterior tendría pocas dudas sobre la existencia de
vida inteligente en nuestro planeta. Nuestro persistente y autoimpuesto apartamiento
de la naturaleza suele hacernos pensar que los productos industriales están en las
antípodas mismas de lo «natural»: en realidad, habida cuenta de que son el resultado
de la actividad de un grupo de seres vivos, la especie humana, resultan a la postre tan
naturales como todos los demás compuestos químicos de la Tierra. Obviamente en
ocasiones son productos agresivos, peligrosos o incluso letales, como los gases
nerviosos, pero ninguno de ellos supera en toxicidad a la toxina fabricada por el
bacilo botulinum.
Llegamos por último a esos dos componentes esenciales de la atmósfera y de la
vida misma, el dióxido de carbono y el vapor de agua. Su importancia para la vida es
fundamental, pero es difícil determinar si están regulados biológicamente. Para la
mayoría de los geoquímicos, el contenido atmosférico de CO2 (0,03 por ciento) se
mantiene constante a corto plazo gracias a sencillas reacciones con el agua del mar.
O, para satisfacer a los de gustos más técnicos: el dióxido de carbono y el agua están
en equilibrio con el ácido carbónico y su anión disuelto.
La cantidad de CO2 que, libremente fijada de este modo, contienen los océanos,

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es casi cincuenta veces superior a la del aire. Si la tasa atmosférica disminuyera por
una u otra causa, bastaría liberar una pequeña parte de la enorme reserva oceánica
para restablecer la normalidad. En nuestra época, por contra, el CO2 de la atmósfera
está aumentando debido al quemado de combustibles fósiles. Suponiendo que
mañana interrumpiéramos el consumo de estos combustibles, no haría falta mucho
tiempo (quizá unos treinta años) para que este incremento desapareciera,
restableciéndose el equilibrio entre la cantidad de gas del aire y de bicarbonato en el
mar. A consecuencia del quemado de combustibles fósiles, el CO2 del aire ha
aumentado aproximadamente un 12 por ciento. En el capítulo 7 se examinan las
consecuencias de esta modificación causada por el hombre.
Si Gaia regula el CO2, es más probable que lo haga indirectamente, ayudando al
restablecimiento del equilibrio, que oponiéndose frontalmente al aumento del gas.
Volviendo a nuestra analogía de la playa, se trataría de alisar deliberadamente un área
irregular antes de empezar a construir el castillo. No resulta fácil, sin embargo,
distinguir entre estados de equilibrio naturales e inducidos; podríamos estar ante uno
de esos veredictos basados exclusivamente en pruebas circunstanciales.
A largo plazo (es decir, en la escala temporal geológica) creemos, con Urey, que
el equilibrio entre las rocas silíceas y carbonatadas del suelo marino y la corteza
terrestre proporcionará reservas de CO2 aún mayores, asegurando un nivel constante
de este gas. Siendo así las cosas, ¿se necesita la intervención de Gaia? La respuesta es
que podría ser muy necesaria si los ajustes no se realizan con la celeridad suficiente
para el conjunto de la biosfera. Es algo parecido a la situación de quien una mañana
invernal no puede salir de casa porque la nieve bloquea la puerta. Sabe, naturalmente,
que el obstáculo terminaría por desaparecer espontáneamente, pero ello no le impide
apresurarse a retirarlo.
Son muchos los signos de impaciencia que, en el caso del CO2, muestra Gaia ante
la lentitud del restablecimiento del equilibrio. En la mayoría de los seres vivos se
detecta la enzima anhidrasa carbónica, cuya función es acelerar la reacción entre el
dióxido de carbono y el agua; los lechos marinos reciben una constante lluvia de
conchas, ricas en carbonatos, que eventualmente forman conglomerados de roca creta
o caliza, impidiéndose así el estancamiento del CO2 en las capas superficiales del
mar; finalmente, el doctor A. E. Pringwood ha sugerido que la incesante
fragmentación del suelo y las rocas causada, en mayor o menor grado, por todas las
formas de vida acelera la reacción entre el dióxido de carbono, el agua y las rocas
carbonatadas.
No parece descabellado pensar que, sin la interferencia de la vida, el CO2 se
acumularía en el aire hasta alcanzar niveles peligrosos. En cuanto gas «invernadero»,
su presencia junto al vapor de agua en la atmósfera contemporánea eleva
notablemente la temperatura: si, a causa de la combustión de combustibles fósiles, el
nivel de CO2 creciera demasiado rápidamente para las fuerzas inorgánicas del

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equilibrio, la amenaza de sobrecalentamiento podría resultar seria, pero, por fortuna
este gas «invernadero» interactúa intensamente con la biosfera. El CO2 no es solo
fuente de carbono para la fotosíntesis; son muchos también los organismos
heterótrofos (es decir, no fotosintéticos) que lo captan de la biosfera y lo convierten
en materia orgánica. Hasta los animales —cuya respiración es, desde luego fuente de
CO2— incorporan a sus organismos pequeñas cantidades de este gas atmosférico. En
realidad, cuanto mayor parece ser la importancia de los procesos del equilibrio
inorgánico en la determinación de la cuantía atmosférica de un gas, mayor puede ser
su interacción con la biosfera, y ello no es de extrañar si se piensa que esta controla
activamente su entorno y utiliza las condiciones dadas en su propio beneficio.
La relación de la biosfera con el dióxido de hidrógeno, esa substancia versátil y
extraña, también conocida como agua, sigue un modelo parecido aunque es todavía
más fundamental. Aunque el ciclo del agua —de los océanos a la atmósfera y de esta
a las masas de tierra— extrae su energía básicamente de la radiación solar, la vida
participa a través del proceso de transpiración. La luz del Sol puede evaporar agua de
los mares, agua cuyo destino es precipitarse sobre la tierra, pero lo que la luz solar no
hace espontáneamente en la superficie de la Tierra es separar el oxígeno del agua ni
establecer las reacciones que determinan la síntesis de substancias y estructuras
complejas.
La Tierra es el planeta del agua. Sin ella no habría aparecido la vida, dependiente
aún por completo de su imparcial generosidad. Es el trasfondo último de referencia.
Todas las desviaciones del equilibrio podrían ser consideradas como desviaciones del
nivel de referencia-agua. Las propiedades de acidez, alcalinidad y potenciales redox
son estimadas en relación a la neutralidad del agua. La especie humana toma el nivel
medio del mar como base de referencia a partir de la cual se miden alturas y
profundidades. De igual modo que el CO2, el vapor de agua tiene las propiedades de
un gas invernadero e interactúa intensamente con la biosfera. Si aceptamos la
proposición de que la vida controla y adapta activamente el entorno atmosférico
según sus necesidades, su relación con el vapor de agua ilustra nuestra conclusión de
que las incompatibilidades de los ciclos biológicos y el equilibrio inorgánico son más
aparentes que reales.

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6 El mar

Como Arthur C. Clarke ha señalado: «Qué inapropiado llamar Tierra a este planeta,
cuando es evidente que debería llamarse Océano». Casi tres cuartas partes de la
superficie de nuestro mundo son mares; a ello se debe el que, cuando es fotografiado
desde el espacio, presente ese maravilloso aspecto de esfera azul zafiro moteada por
albos vellones de nubes y tocada del brillante blanco de los campos de hielo polares.
La belleza de nuestro hogar contrasta fuertemente con la apagada uniformidad de
nuestros inertes vecinos, Marte y Venus, carentes del abundante manto acuático de la
Tierra.
Los océanos, esas inmensas extensiones de profundas aguas azules, son mucho
más que algo deslumbrante para quien los contempla desde el espacio. Son piezas
maestras en la máquina de vapor planetaria que transforma la energía radiante del Sol
en movimientos del aire y el agua, los cuales, a su vez, distribuyen esta energía por
todos los rincones del mundo. Los océanos constituyen colectivamente un enorme
depósito de gases disueltos de gran importancia a la hora de regular la composición
del aire que respiramos; ofrecen, además, morada estable a la vida marina,
aproximadamente la mitad de toda la materia viva.
No estamos seguros de cómo se formaron los océanos. Fue hace tan largo tiempo
—mucho antes del inicio de la vida— que muy poca información geológica del
proceso ha llegado hasta nosotros. Se han formulado multitud de hipótesis sobre la
forma de los océanos primigenios; se ha mantenido incluso que, en épocas remotas,
los mares cubrían todo el planeta: no existían ni tierras ni aguas someras, aparecidas
con posterioridad. Si esta hipótesis se confirmara, habríamos de revisar las
concernientes al origen de la vida. Hay sin embargo, todavía, acuerdo general
respecto a que el primer paso en la formación de los océanos se dio cuando el
recientemente constituido planeta exhaló grandes masas de gases desde su interior; el
segundo y definitivo tuvo lugar cuando el planeta se hubo calentado lo suficiente para
destilar de ellos la atmósfera y los océanos primordiales.
La historia de la Tierra anterior a la vida no nos ayuda directamente en nuestra
búsqueda de Gaia; más interés y relevancia tiene la estabilidad fisicoquímica de los
océanos a partir de la aparición de la vida. Hay pruebas de que, durante los últimos
tres eones y medio, mientras los continentes se desgarraban y se recomponían, los
hielos polares se licuaban y volvían a helarse y el nivel del mar subía y bajaba, el
volumen total de agua, a pesar de todas las metamorfosis, permanecía inmutable. La
profundidad media actual de los océanos es de 3200 metros (2 millas
aproximadamente), aunque en ciertas fosas se alcanzan los 10 000 metros (unas 6
millas). El volumen total de agua se cifra en torno a los 1,2 miles de millones de
kilómetros cúbicos (300 millones de millas cúbicas), estando su peso próximo a los
1,3 millones de megatoneladas.

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Estas descomunales cifras han de ser vistas en perspectiva. Aunque el peso de los
océanos es 250 veces el de la atmósfera, representa solamente una parte por cuatro
mil del peso de la Tierra. En un globo terráqueo de 30 centímetros de diámetro, la
profundidad oceánica media sería poco más que el grosor del papel de este libro y la
más profunda de las fosas marinas se convertiría en una incisión de un tercio de
milímetro. Suele afirmarse que la oceanografía, el estudio científico del mar, la inició,
hace aproximadamente un siglo, el viaje del Challenger, navío dedicado a la
investigación y desde el cual se llevó a cabo la primera investigación sistemática de
todos los océanos del mundo. Su programa de trabajo incluía observaciones sobre
física, química y biología marinas. A pesar de este prometedor comienzo
multidisciplinar, la oceanografía se ha ido fragmentando progresivamente en
subespecialidades separadas (biología marina, oceanografía química, geofísica
oceánica y otros híbridos), cuyo número coincide exactamente con el de los
especialistas dispuestos a defenderlas como cotos exclusivos. Y, sin embargo, a
despecho de todo esto, la oceanografía ha sido una ciencia comparativamente menor.
Casi todas sus aportaciones de peso están fechadas después de la segunda guerra
mundial; el aguijón, casi siempre, la competencia internacional por las fuentes de
alimentos, energía y ventajas estratégicas. Solo en fecha muy próxima parece
reavivarse el espíritu de la expedición del Challenger con su concepto del mar como
entidad indivisible. La física, la química y la biología de los océanos vuelven a ser
consideradas partes interdependientes de un vasto proceso global.
Un punto de partida práctico para nuestra búsqueda de Gaia en los océanos es
preguntarnos porqué son saladas sus aguas. La respuesta hasta hace bien poco
considerada de rigor (sin duda continúa apareciendo en muchos textos y
enciclopedias), solía ser que debido a las pequeñas cantidades de sal que lluvias y ríos
arrastraban hasta ellos. Sus capas superficiales, evaporadas, volverían a las tierras en
forma de lluvia, pero la sal, una substancia no volátil, iría acumulándose poco a poco
en sus aguas, cuya salinidad aumentaría más y más con el tiempo. Esta respuesta es
perfectamente coherente con la explicación tradicional de por qué el contenido de sal
de los fluidos corporales de las criaturas vivas —incluyendo los de nuestra propia
especie— es inferior al de los océanos; expresado este en tanto por ciento (el número
de partes en peso de sal por cien partes de agua), es aproximadamente del 3,4,
mientras que el de nuestra sangre es tan solo del 0,8 por ciento: cuando empezó la
vida los fluidos internos de los organismos marinos estaban en equilibrio con el mar
o, dicho de otra forma, la salinidad de su medio interno y la salinidad de su entorno
eran idénticas. Pasaron millones de años y la vida, en uno de sus saltos evolutivos,
mandó emisarios desde el mar para colonizar la tierra. La salinidad interna de estos
organismos, afirma la teoría, quedó por así decir, fosilizada, detenida en el punto que
había alcanzado cuando salieron del mar, en tanto que la de este continuaba
aumentando. Aquí residiría, según dicha explicación, la diferencia entre la salinidad
de los líquidos orgánicos y la del mar.

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De ser acertada, la teoría de la acumulación de la sal nos permitiría calcular la
edad de los océanos. No hay dificultad en establecer la cuantía total de la sal que
contienen actualmente:
Suponiendo que la masa de esta substancia arrastrada por lluvias y ríos cada año
ha permanecido más o menos constante, una sencilla división nos daría la respuesta.
Al mar llegan unas 540 megatoneladas de sal anualmente; el volumen total de las
aguas marinas es de 1,2 miles de millones de kilómetros cúbicos; la salinidad media
es del 3,4 por ciento. Todo ello nos llevaría a cifrar la edad de los océanos en unos 80
millones de años, cifra en absoluta disconformidad con toda la paleontología. No
queda otro remedio, pues, que empezar de nuevo.
Ferren MacIntyre ha señalado recientemente que la sal de los mares no procede
exclusivamente de la arrastrada por las aguas continentales; cita un antiguo mito
nórdico según el cual el mar es salado porque en el fondo hay un molino de sal
girando eternamente. Este mito no andaba demasiado lejos de la verdad: ahora
sabemos que, de cuando en cuando, el pastoso magma del interior de la Tierra se abre
camino a través del fondo oceánico. Este proceso, parte del mecanismo responsable
del desplazamiento de los continentes, significa un aporte adicional de sal.
Sumándola a la que las aguas arrastran y repitiendo nuestro cálculo la edad de los
océanos pasa a ser de 60 millones de años. El arzobispo Usher, figura destacada de la
iglesia protestante irlandesa del siglo XVII, dedujo la edad de la Tierra basándose en la
cronología del Antiguo Testamento: según sus cálculos, la Creación había tenido
lugar el año 4004 antes de Cristo. Estaba equivocado, pero tomando como referencia
la verdadera escala temporal, sus conclusiones no son menos descabelladas que cifrar
la edad de los océanos en 60 millones de años.
Parece haber una razonable certeza de que la vida comenzó en el mar; por otra
parte, los geólogos han aportado pruebas sobre la existencia de organismos sencillos,
bacterias probablemente, hace casi tres eones y medio: esta sería, al menos, la edad
de los océanos. Tal supuesto es congruente con las estimaciones de la edad de la
Tierra obtenidas a partir de las medidas de los niveles de radiactividad, según los
cuales son unos cuatro eones y medio —4500 millones de años— el tiempo
transcurrido desde su formación. Los datos geológicos indican así mismo que la
salinidad de los mares no ha variado gran cosa desde su aparición y la eclosión de la
vida en ellos; no lo bastante, en cualquier caso, para explicar la diferencia entre su
nivel actual y el de nuestra sangre.
Son estas las discrepancias que nos obligan a repensar completamente la cuestión
de por qué los mares son salados. Estamos aceptablemente seguros de las cantidades
de sal aportadas por el «lavado» continental (lluvias y ríos) y por las erupciones a
través del suelo oceánico (el «molino de sal»): la salinidad de los mares, sin embargo,
no ha aumentado todo lo que cabría esperar de la teoría acumulativa. Parece
necesario concluir, por tanto, la existencia de un «filtro» para la sal que la hace
desaparecer de los océanos en la misma medida que llega a ellos. Antes de formular

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nuestras especulaciones sobre la naturaleza de este filtro y sobre el destino de la sal
que capta, hemos de considerar ciertos aspectos de la física, la química y la biología
marinas.
El agua del mar es una sopa ligera, aunque de muchos ingredientes, compuesta
por organismos vivos o muertos y por substancias inorgánicas disueltas o en
suspensión. De entre las disueltas, las más abundantes son sales inorgánicas (en el
lenguaje de la química, el término «sal» describe una clase de substancias de la que el
cloruro sódico, la sal común, es solo un ejemplo). La composición del agua del mar
es diferente según los lugares y, además, varía de una profundidad a otra; aunque en
términos de salinidad total las diferencias son pequeñas, tienen suma importancia en
la interpretación detallada de los procesos oceánicos. Habida cuenta, sin embargo, de
que nuestro propósito actual es discutir los mecanismos generales del control de la
sal, podemos considerarlas no significativas.
Una muestra promedio de agua marina contiene el 3,4 por ciento de sales
inorgánicas por kilogramo de peso. De esta cantidad, el 90 por ciento
aproximadamente es cloruro sódico, si bien tal afirmación no es rigurosamente exacta
en términos científicos: cuando las sales inorgánicas están disueltas en agua se hallan
escindidas en partículas de tamaño atómico y cargas eléctricas opuestas denominadas
iones. El cloruro sódico, por su parte, se fragmenta en un ion sodio, positivo y un ion
cloruro, negativo, que se mueven más o menos independientemente entre las
moléculas de agua circundantes. Aunque tal comportamiento pueda parecer
sorprendente —las cargas eléctricas de signo opuesto se atraen entre sí,
permaneciendo por lo general enlazadas en forma de pares iónicos— se debe a que el
agua tiene la propiedad de debilitar grandemente las fuerzas eléctricas de atracción
entre iones de carga opuesta. Si mezclamos las soluciones acuosas de dos sales
distintas (cloruro sódico y sulfato de magnesio por ejemplo), todo lo que podremos
decir respecto de la composición de la solución resultante es que se trata de una
mezcla de cuatro iones: sodio, magnesio, cloruro y sulfato. En condiciones adecuadas
es más sencillo extraer de la mezcla sulfato de sodio y cloruro de magnesio que
recuperar las sales iniciales.
Estrictamente hablando, es por lo tanto incorrecto decir que el agua del mar
«contiene» cloruro de sodio: contiene los iones constitutivos del cloruro de sodio.
Hay también en ella iones magnesio y sulfato, además de pequeñas cantidades de
iones calcio, bicarbonato y fosfato encargados de funciones indispensables en los
procesos biológicos marinos.
Uno de los requerimientos menos conocidos de la célula viva es que, salvo raras
excepciones, ni su salinidad interna ni la de su entorno pueden exceder por más de
algunos segundos un valor del 6 por ciento. Pocas son las criaturas que toleran una
tasa de sal superior a esta (son características de estanques y lagos salobres); tan
escasas y excepcionales son como los microorganismos capaces de sobrevivir al agua
hirviente. Sus especialísimas adaptaciones se han realizado con permiso del resto del

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mundo viviente, que les suministra oxígeno y alimento en la forma adecuada y
asegura la transferencia de estos artículos de primera necesidad al estanque salobre o
al arroyo caliente. Sin tales ayudas, tan extrañas criaturas no podrían sobrevivir a
pesar de haberse adaptado espectacularmente a sus casi letales hábitats.
Las artemias[*] de los estanques salobres, por ejemplo, poseen un caparazón
extraordinariamente recio, tan impermeable al agua como el casco de un submarino;
gracias a él pueden mantener una salinidad interna similar a la nuestra —alrededor
del 1 por ciento— viviendo en aguas muy saladas. De no ser por su resistente
recubrimiento, estas criaturas desaparecerían en cosa de pocos segundos, porque el
agua de sus fluidos orgánicos, poco salados, escaparía hacia el agua mucho más
salada del estanque para diluirla; esta tendencia del agua a desplazarse de la solución
salina más débil a la más fuerte es un ejemplo de lo que los químicos físicos llaman
osmosis. Este proceso tiene lugar siempre que una solución salina —o de cualquier
otro tipo— de baja concentración esté separada de otra solución más concentrada por
una membrana permeable al agua pero no a la sal. El agua fluye a su través desde la
solución débil a la fuerte para que la concentración de esta disminuya. Si no hay nada
que lo impida, el proceso continúa hasta que las dos soluciones quedan equilibradas.
Este flujo puede inhibirse aplicando una fuerza mecánica opuesta a él. La fuerza
oponente recibe el nombre de presión osmótica; depende de la naturaleza de la
substancia disuelta y de la diferencia entre las concentraciones de las dos soluciones.
La presión osmótica puede llegar a ser considerable. Si el caparazón de la artemia
mencionada permitiera el paso del agua, la presión que el animal tendría que ejercer
para evitar la deshidratación sería, aproximadamente, de 150 kilogramos por
centímetro cuadrado (2300 libras por pulgada cuadrada), presión equivalente a la
ejercida por una columna de agua de una milla de alto. Dicho de otra forma: si la
artemia hubiera de extraer el agua que su organismo necesita del salobre entorno,
forzando un flujo de líquido en contra del gradiente de concentración, habría de
disponer de un órgano de bombeo con capacidad para subir agua desde un pozo de
una milla de profundidad. La presión osmótica es, por consiguiente, consecuencia de
una salinidad interna diferente a la externa. Suponiendo que ambas concentraciones
están por debajo del nivel crítico del 6 por ciento, la mayoría de los organismos vivos
resuelven fácilmente el problema de ingeniería planteado. El nivel absoluto es lo que
importa, porque, frente a una salinidad —externa o interna— superior al 6 por ciento,
las células se hacen literalmente pedazos.
Los procesos de la vida consisten fundamentalmente en interacciones entre
macromoléculas. Habitualmente, la secuencia de acontecimientos está programada
hasta el menor detalle: dos macromoléculas empezarían quizá por aproximarse,
adoptarían las posiciones adecuadas, permanecerían juntas durante un rato (fase en la
que podrían realizarse intercambios de material) y se separarían. Para lograr una
colocación adecuada son de gran ayuda las cargas eléctricas situadas en diversos
puntos de cada macromolécula. Las zonas cargadas positivamente de una se

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amalgaman con las áreas cargadas negativamente de la otra. Cuando se trata de
sistemas vivientes, estas interacciones tienen invariablemente lugar en un medio
acuoso, donde la presencia de iones disueltos modifica la atracción eléctrica natural
entre las macromoléculas, haciendo posible que puedan aproximarse y colocarse con
la debida facilidad y un alto grado de precisión.
En efecto: las áreas negativas de la macromolécula quedan rodeadas de iones
positivos y las áreas positivas de iones negativos. Estos conglomerados iónicos
actúan como una suerte de pantalla que neutraliza parcialmente la carga a cuyo
alrededor se sitúan, reduciendo de este modo la atracción entre las dos
macromoléculas. A mayor concentración de sal, más intenso será el efecto pantalla de
los iones y más débiles resultarán las fuerzas de atracción. Una salinidad demasiado
alta perjudicará a las interacciones, y ello a su vez repercutirá sobre las
correspondientes funciones celulares. Si, por el contrario, la concentración de sal es
excesivamente baja, las fuerzas de atracción entre macromoléculas contiguas podrían
llegar a ser irresistibles, la separación no se produciría y las consecuencias serían tan
negativas como las del supuesto anterior.
Las fuerzas eléctricas encargadas de mantener la integridad de la capa externa de
la membrana celular viva son semejantes a las que acabamos de describir. La
membrana tiene, entre otras funciones, la de garantizar que la salinidad del medio
intracelular no sobrepase los límites permisibles. Muy poco menos sutil que una
pompa de jabón, ofrece una protección comparable a la del casco de un buque frente
al agua o a la del fuselaje de un avión respecto a la atmósfera, aunque la estanqueidad
celular se logra por medios bien distintos a la proporcionada por el casco de un barco:
este trabaja mecánica y estáticamente, mientras la membrana celular hace uso activo,
dinámico, de los procesos bioquímicos.
La delgada película que encapsula toda célula viviente incorpora bombas de
iones, capaces de impulsar hacia el exterior los que no convengan y de introducir en
la célula los precisos a sus necesidades. Los potenciales eléctricos aseguran a la
membrana la flexibilidad y la fortaleza necesarias para llevar a buen fin este
cometido. Si la concentración de sal a uno u otro lado de la membrana sobrepasa ese
nivel crítico del 6 por ciento, el efecto pantalla de los iones que rodean las cargas
eléctricas responsables de la integridad de la membrana se intensifica, el potencial
desciende, la debilitada membrana se desintegra y la célula se hace trizas. Salvo para
las membranas altamente especializadas de las bacterias halófilas[**] (amantes de la
sal) cuyo hábitat está en estanques o lagos salobres, las células de todas las demás
criaturas vivientes se hallan sometidas a este límite de salinidad.
Entendemos ahora porqué los organismos vivos, tan profundamente dependientes
del correcto funcionamiento de los fenómenos bioeléctricos, pueden sobrevivir tan
solo si la salinidad del medio se mantiene dentro de límites seguros, especialmente en
lo tocante al límite superior, al crítico 6 por ciento. A la luz de todo esto, la pregunta
¿por qué es salado el mar?, empieza a parecemos menos interesante. El lavado

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continental y las irrupciones de magma a través del suelo oceánico explican
fácilmente el actual nivel de salinidad de los mares. La pregunta ahora obligada es:
¿por qué no es el mar más salado? Entreviendo a Gaia, yo contestaría: porque desde
el comienzo de la vida, la salinidad de los océanos ha estado bajo control biológico.
La siguiente pregunta, obviamente, es: ¿cómo? Es este precisamente el quid de la
cuestión, porque necesitamos investigar y reflexionar no sobre cómo llega la sal a los
océanos, sino sobre cómo sale de ellos. Estamos nuevamente en nuestro filtro,
buscando un proceso de eliminación de sal que, si nuestra creencia en la intervención
de Gaia tiene fundamento, habrá de conectar de algún modo con la biología de los
mares.
Volvamos a plantear el problema. De que la salinidad del agua marina ha
cambiado muy poco en cientos de millones —si no son miles de millones— de años
hay pruebas comparativamente fiables, tanto directas como indirectas. De lo
conocido sobre el nivel de salinidad tolerado por los organismos vivientes que han
poblado los mares durante tan dilatados períodos, podemos inferir que, en ningún
caso, la salinidad ha podido estar por encima del 6 por ciento (el nivel actual es del
3,4 por ciento) y que, alcanzando simplemente el 4 por ciento, la vida marina se
hubiera desarrollado a través de criaturas bien distintas a las reveladas por el registro
geológico. Y, sin embargo, la cantidad de sal que lluvias y ríos arrastran hacia el mar
durante cada 80 millones de años es idéntica a toda la sal actualmente contenida en
los océanos. Si este proceso hubiera continuado sin trabas no habría hoy océano que
no fuera un Mar Muerto, una masa de agua saturada de sal absolutamente hostil a
cualquier forma de vida.
Ha de existir, por consiguiente, un medio para ir eliminando la sal a medida que
llega. Los oceanógrafos están seguros de ello desde hace mucho y han intentando
descubrirlo en varias ocasiones. Casi todas las teorías se basan esencialmente en
mecanismos inorgánicos inertes, aunque ninguna ha obtenido aceptación general.
Broecker ha señalado que la remoción de las sales de sodio y magnesio es uno de los
grandes misterios no resueltos de la oceanografía química. Son dos, en realidad los
problemas a resolver, porque, en un medio acuoso, los iones positivos —sodio y
magnesio— están separados de los negativos —cloro y sulfato— y ha de tratarse
cada grupo independientemente. Para complicar aún más las cosas, la cantidad de
iones sodio y magnesio que el lavado continental aporta a los mares es superior a la
de iones cloro y sulfato; el exceso de carga positiva debido a la mayor cantidad de
iones sodio y magnesio queda compensado mediante iones aluminio y silicio,
cargados negativamente.
Broecker ha sugerido provisionalmente que el sodio y el magnesio son arrastrados
a los fondos oceánicos con la lluvia de detritos que incesantemente se precipita sobre
ellos, pasando a formar parte del sedimento o combinándose con los minerales del
lecho oceánico. Hasta la fecha, por desgracia, se carece de pruebas confirmatorias de
cualquiera de las dos posibilidades.

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Por lo que respecta a la remoción y destino de los iones negativos cloro y sulfato,
se aduce un mecanismo completamente diferente. Según Broecker, en los brazos de
mar aislados —el Golfo Pérsico, por ejemplo—, se evapora mayor cantidad de agua
que la ingresada por la lluvia o por los ríos. Si la evaporación se prolonga lo
necesario, las sales cristalizan en grandes depósitos, que los procesos geológicos se
encargarán eventualmente de cubrir y enterrar. Estos grandes mantos de sal aparecen
bajo las plataformas continentales y en algunos casos también en la superficie. La
escala temporal de estos procesos —cientos de millones de años— es por tanto
congruente con la evolución de la salinidad, salvo en un aspecto vital. Si suponemos
que la formación de brazos de mar aislados y los desgarramientos de la corteza
terrestre responsables del enterramiento de masas de sal se deben enteramente a
procesos inorgánicos, también hemos de aceptar su completa aleatoriedad, tanto
espacial como temporal. Podrían explicar el que la salinidad oceánica media hubiera
permanecido dentro de límites tolerados, pero no impedir las fluctuaciones letales,
consecuencia de la propia naturaleza aleatoria de los procesos de control.
Parece haber llegado el momento de preguntarnos si la presencia de la materia
viviente, tan abundante en los mares, pudo haber modificado el curso de los
acontecimientos y colabora todavía en la resolución de tan espinoso problema.
Empecemos revisando los posibles componentes vivos del mecanismo capaz de
realizar tales gestas ingenieriles a escala planetaria. La mitad, aproximadamente, de
la biomasa mundial se encuentra en el mar. La vida terrestre es, en su mayor parte,
bidimensional, está anclada a la superficie sólida por la acción de la gravedad. Los
organismos marinos y el mar tienen aproximadamente la misma densidad, la vida está
libre de las limitaciones de la gravedad y los pastos son tridimensionales. Las
primitivas formas de vida que, mediante el proceso conocido como fotosíntesis,
producen nutrientes y oxígeno a partir de la luz solar —energizando por consiguiente
el océano entero— son organismos de flotación libre, en contraste con los
fotosintetizadores terrestres, vegetales anclados al suelo. En los mares no hay árboles
ni hacen falta, y no existen los herbívoros de pastoreo, sino únicamente grandes
carnívoros de pastoreo, las ballenas, que se alimentan deglutiendo miríadas de los
diminutos crustáceos semejantes a los camarones conocidos colectivamente como
krill.
La secuencia de la vida marina se abre con los productores primarios, esos
incontables millones de plantas unicelulares de flotación libre, esa microflora
denominada fitoplancton por los biólogos que constituye el forraje de los animales
microscópicos cuyo conjunto configura el zooplancton. Este, por su parte, es sustento
de animales mayores y así sucesivamente, hasta llegar a las criaturas de máximo
tamaño y rareza. El mar, a diferencia de la tierra, está por lo tanto dominando
numéricamente por las diminutas protistas unicelulares, incluyendo algas y
protozoos. Medran tan solo en la capa superficial —hasta una profundidad de 100
metros— iluminada por el sol. Son dignos de mención los cocolitóforos, provistos de

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conchas de carbonato cálcico que a menudo contienen una gota de aceite (flotador y
despensa a la vez) y las diatomeas, algas de esqueleto silíceo. De estos organismos y
otros muchos se compone la flora compleja y variada de la denominada zona
eufótica.
Merece la pena examinar con cierto detalle el papel de las diatomeas en los
océanos. Son, de igual modo que los radiolarios, parientes cercanos suyos, de notable
belleza. Sus esqueletos de ópalo configuran una gran variedad de intrincados y
siempre exquisitos diseños. El ópalo es una forma especial, semipreciosa, del dióxido
de silicio —conocido habitualmente como sílice—, el componente principal de la
arena y del cuarzo. El silicio es uno de los elementos más abundantes de la corteza
terrestre: la mayoría de las rocas, de la creta al basalto, lo contienen en forma
combinada. Generalmente el silicio no es considerado como substancia de
importancia biológica —poco contiene nuestro organismo o lo que comemos— pero
es un elemento clave en la vida marina.
Broecker descubrió que menos del 1 por ciento de los minerales con silicio
arrastrados al mar por las aguas continentales queda en la superficie de este. En lagos
salobres, por otra parte, la proporción silicio/sal es mucho más alta que en el mar, tal
como cabría esperar de un entorno inerte cuyas condiciones se acercan a las del
equilibrio químico. Las diatomeas que asimilan el sílice florecen en los mares pero
no, obviamente, en los lagos saturados de sal; sus cortas vidas transcurren en las
aguas superficiales. Al morir, se hunden hasta el lecho oceánico, donde se apilan sus
esqueletos opalinos, añadiendo a las rocas sedimentarias unos 300 millones de
toneladas de sílice al año. El ciclo vital de estos organismos microscópicos da por
tanto cuenta de la deficiencia de silicio evidenciada en las capas superficiales del mar,
y contribuye a su pronunciada separación del equilibrio químico.

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Fig. 7. Radiolarios de las profundidades marinas recogidos por la expedición del Challenger. De
Haeckel, History of Creatlon, vol. 2.

Estos procesos biológicos de utilización y remoción del silicio pueden considerarse


un eficaz mecanismo para controlar su nivel en el mar. Si, por ejemplo, los ríos
aportaran mayores cantidades de este mineral, la población de diatomeas se
incrementaría (suponiendo que abundaran también sulfates y nitratos), reduciéndose
en consecuencia el nivel de silicio disuelto. Cuando este parámetro descendiera por
debajo de lo normal, las diatomeas limitarían su expansión hasta la recuperación del
nivel de silicio, fenómeno repetidamente comprobado.
Es ahora el momento de preguntarse si este mecanismo de control del silicio sigue
el modelo general de Gaia en lo que respecta al control de los componentes. ¿Es así
como interviene la vida para resolver los problemas y dificultades inherentes a las
teorías de Broecker sobre un mecanismo de control de la sal puramente inorgánico?
Desde el punto de vista de la ingeniería planetaria, lo importante del ciclo vital de
cocolitóforos y diatomeas es que, cuando mueren, sus partes blandas se disuelven y
sus intrincados esqueletos o conchas se hunden hasta el fondo del mar. Los lechos
marinos reciben desde hace eones una constante lluvia de estas estructuras, casi tan
bellas en la muerte como en la vida, lluvia que ha producido grandes sedimentos de
creta y caliza (de los cocolitóforos) y de silicatos (de las diatomeas). Este diluvio de
organismos muertos no es tanto cortejo fúnebre cuanto cinta transportadora
construida por Gaia para trasladar substancias de la zona de producción, situada en
niveles superficiales, a las áreas de almacenamiento, emplazadas bajo los mares y los
continentes. Parte de la materia orgánica blanda desciende hasta el fondo con los
esqueletos inorgánicos, convirtiéndose eventualmente en combustibles fósiles
enterrados, minerales sulfurosos e incluso azufre libre. El proceso tiene la ventaja de
contar con sistemas de control flexibles basados en la capacidad de respuesta de los
organismos vivos a la modificación de su entorno y en su facultad de restaurar (o de
adaptarse) las condiciones favorables para su supervivencia. Examinemos, pues,
algunos posibles instrumentos utilizados por Gaia para controlar la salinidad. Aunque
conjeturas aún, estas ideas me parecen lo bastante sólidas para convertirlas en base de
estudios teóricos y experimentales detallados.
Empecemos con una posible forma de acelerar el sistema de cinta transportadora
oceánica. Es probable que, si las sales sedimentan, ello sea porque son arrastradas por
la lluvia de detritos animales y vegetales (tal como sugería Broecker) del mismo
modo que las partículas de polvo flotantes, en la atmósfera son arrastradas al suelo
por la lluvia ordinaria. Pudiera haber especies de protistas (u otros organismos
marinos de concha dura) particularmente sensibles al nivel de salinidad que murieran
tan pronto este sobrepasara tan siquiera ligeramente la normalidad. Al hundirse sus
caparazones, arrastrarían con ellos cierta cantidad de sales, devolviendo la
normalidad a las aguas superficiales. Aunque las cantidades de sal eliminadas por

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este mecanismo son demasiado pequeñas para dar cuenta directamente del filtro o
sumidero que buscamos, esta conexión entre la tasa de sedimentación de los
caparazones y los niveles de sal podría ser parte de un método para regular la
salinidad del mar.
Otra posibilidad muy diferente surge de la explicación dada por Broecker a la
remoción de cloruro y sulfato: sugiere este que el exceso de sal se acumula en forma
de salinas en bahías de aguas someras, lagos interiores y brazos de mar aislados,
donde la tasa de evaporación es rápida y el aporte de agua salada unidireccional.
Formulemos la audaz hipótesis de que los lagos salobres son consecuencia de la vida
marina: la regulación homeostática podría resolver la incógnita principal de la
propuesta de Broecker, cómo resulta tan estable un sistema de remoción de sal
aparentemente basado en la formación de salinas a consecuencia de fuerzas
inorgánicas por completo aleatorias.
La construcción de barreras del tamaño necesario para cerrar miles de millas
cuadradas de mar en las regiones tropicales puede parecer una obra de ingeniería muy
por encima de las posibilidades humanas y sin embargo, los arrecifes coralinos son,
con gran diferencia, de dimensiones superiores a las de cualquier estructura humana
(todavía mayor era la escala, en épocas remotas, de los arrecifes de estromatolitos).
Construidos a escala de Gaia, son murallas cuya altura se cifra en millas, y cuya
longitud alcanza los miles de millas, obra de una cooperativa de organismos
vivientes. ¿Es posible que la Gran Barrera, frente a la costa nororiental australiana,
forme parte de un proyecto inacabado de laguna de evaporación?
Este ejemplo de los resultados de la cooperación durante eones de unas criaturas
sumamente sencillas —incluso si carece de significado para la hipótesis Gaia— nos
estimula a especular sobre otras posibilidades. Hemos visto ya como los seres vivos
han modificado la atmósfera a nivel planetario. ¿Qué pensar de la actividad
volcánica, del desplazamiento de los continentes? Ambos son consecuencia de
convulsiones interiores, pero ¿está Gaia tras ellos? De ser así, ¿no ofrecerían
mecanismos adicionales para la construcción de lagunas, dejando aparte su efecto
primario sobre las fracturas de los lechos oceánicos y las transferencias de
sedimentos?
Las especulaciones de esta clase no son, en absoluto, tan descabelladas como
pudiera parecer a primera vista. Los oceanógrafos sospechan ya que los volcanes
submarinos pueden, en ocasiones, ser el resultado final de actividades biológicas, y
de una forma bastante directa. Buena parte del sedimento que se precipita sobre el
lecho oceánico es sílice casi puro; con el paso del tiempo, su acumulación se hace lo
suficientemente importante como para alabear la delgada roca plástica del suelo
oceánico, depositándose una cantidad adicional de sedimento en la concavidad
resultante. Entretanto, la conducción de calor desde el interior de la Tierra queda
impedida por este manto —progresivamente más grueso— de sílice, cuya estructura
abierta hace de él un buen aislante térmico, a la manera de una prenda de lana. La

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temperatura, pues, de la zona situada debajo del depósito silíceo aumenta, la roca
subyacente se ablanda más aún, la deformación se acentúa, se deposita más
sedimento y la temperatura asciende más y más. Se han establecido, pues, las
condiciones de una realimentación positiva. El calor se hace por fin lo
suficientemente intenso para fundir la roca del lecho oceánico, lo que produce un
vertido de magma al exterior. Así pudieron formarse las islas volcánicas, y quizás,
ocasionalmente, también las lagunas. En las aguas de menor profundidad cercanas a
las costas sedimentan grandes depósitos de carbonato de calcio, que a veces emergen
nuevamente en forma de creta o de caliza.
En otras ocasiones entran en contacto con las rocas calientes de las regiones
inferiores, donde actúan como fundente para las rocas, favoreciendo por tanto la
aparición de volcanes.
En un mar inerte, el sedimento preciso para desencadenar esta secuencia de
acontecimientos nunca se hubiera depositado en el lugar adecuado. Los planetas
muertos también poseen volcanes pero, a juzgar por el gran ejemplo marciano —
bautizado como Nix Olympus—, no tienen demasiado que ver con sus contrapartidas
terrestres. Si Gaia ha modificado el suelo oceánico lo ha hecho explotando una
tendencia natural, aprovechándose de ella. No sugiero, evidentemente, que todos los
volcanes, ni siquiera la mayoría, sean consecuencia de la actividad biológica, sino la
conveniencia de considerar la posibilidad de que la tendencia a las erupciones sea
explotada por la biota en favor de sus necesidades colectivas.

Fig. 8. Plataformas continentales de los océanos. Estas regiones, que ocupan un área de dimensiones
similares a las del continente africano, podrían ser claves en la homeostasis de nuestro planeta. Aquí se
entierra carbono, lo que mantiene el nivel de oxígeno atmosférico; son, además, fuente de muchos otros
componentes gaseosos y volátiles esenciales para la vida.

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Si la idea de la manipulación de fenómenos geológicos de grandes proporciones en
interés de la biosfera sigue pareciendo ofensiva para el sentido común, merece la
pena recordar que ciertos terremotos han sido consecuencia de una alteración en la
distribución del peso en una zona determinada provocada por la construcción de una
presa. El potencial de perturbación ligado a la masa sedimentaria de un arrecife
coralino es infinitamente mayor.
Nuestra discusión de la salinidad y su control es incompleta y muy general. No he
dicho prácticamente nada sobre las variaciones en el contenido de sal de un lugar del
océano a otro, ni sobre componentes salinos tales como los iones fosfato y nitrato,
nutrientes primarios cuyas relaciones son aún un misterio para los oceanógrafos: nada
tampoco sobre los nódulos de manganeso hallados en amplias zonas del lecho
marino, cuyo origen es indudablemente biológico, ni sobre las complejidades de las
corrientes oceánicas y los sistemas de circulación. Todos son procesos, o partes de
procesos, que influyen directa o indirectamente en (o son influidos por) la presencia
de la materia viva. He dicho muy poco sobre la cuestión de las relaciones ecológicas
entre los organismos pertenecientes a los miles de especies que pueblan los mares, o
sobre si la injerencia del modo de vida humano, deliberada o accidental, repercute en
la química o la física oceánicas y, por lo tanto, en nuestro propio bienestar; si, por
ejemplo, la carnicería de las ballenas cuyo resultado final pudiera ser la total
extinción de estos maravillosos mamíferos podría tener otros efectos de largo alcance
además del de privarnos para siempre de su compañía única. Todas estas omisiones
se deben en parte a falta de espacio, pero sobre todo a carencia de información sólida
sobre la que construir.
Afortunadamente, se están dando al fin los pasos necesarios para llenar las
muchas lagunas que ostenta nuestro departamento de información, y no siempre a
costa de dispendios a escala de «Gran Ciencia»: hace poco tiempo, algunos de
nosotros participamos en un modesto proyecto cuyo propósito era el estudio de
ciertas actividades de Gaia, importantes también a pesar de ser de una categoría en
cierta forma inferior a la de las grandes obras ingenieriles sobre las que hemos
especulado en relación con el control de salinidad.
En 1971 realicé un viaje en el Shackleton —velero que desplazaba solamente
unos cientos de toneladas dedicado a tareas de investigación— desde Gales del Sur a
la Antártida. Iba acompañado por dos colegas, Robert Maggs y Roger Wade; la razón
principal de nuestra presencia a bordo era llevar a cabo ciertos estudios geológicos.
Los tres estábamos en el barco como figurantes, libres de utilizarlo como plataforma
de observación móvil mientras navegaba hacia el sur y en cumplimiento de su
misión. Queríamos estudiar en especial la posibilidad de equilibrar el balance
mundial del azufre incluyendo un componente ignorado hasta entonces aunque
potencialmente importante, el sulfato de dimetilo.
El misterio del desequilibrio del azufre empezó unos años antes, cuando los
científicos dedicados al estudio del ciclo del azufre descubrieron que el aporte

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azufrado de los ríos al mar era superior a lo que la totalidad de las fuentes terrestres
conocidas podían producir. Sumando las cantidades derivadas del arrastre
climatológico de minerales azufrados, el azufre extraído del suelo por las plantas, y el
introducido en la atmósfera como consecuencia del quemado de combustibles fósiles
se encontraron con una discrepancia cuya magnitud era de cientos de megatoneladas
anuales. E. J. Conway sostenía que el azufre restante era transportado del mar a la
tierra vía la atmósfera en forma de ácido sulfhídrico, ese maloliente gas responsable
del remoquete de «apestosa», con que uno se refería invariablemente a la antigua
química escolar. Nosotros, sin embargo, dudábamos de explicación tan simple. Por un
lado, nadie había detectado jamás en la atmósfera ácido sulfhídrico en cantidad
suficiente como para dar cuenta del mencionado desacuerdo y, por otro, esta
substancia reacciona tan rápidamente con el agua marina, rica en oxígeno —
formando productos no volátiles—, que en ningún caso dispondría del tiempo preciso
para alcanzar la superficie del agua y menos para escapar a la atmósfera. Mis dos
colegas y yo pensábamos que el agente a cuyo cargo estaba el transporte aéreo del
azufre restante era el sulfato de dimetilo, compuesto químicamente emparentado con
el ácido sulfhídrico. Si nos inclinábamos por esta hipótesis era, entre otras cosas,
porque el oxígeno destruye al sulfato de dimetilo mucho más lentamente que al ácido
sulfhídrico, el candidato rival.
Nos asistían razones sólidas para tomar partido por el sulfato de dimetilo. Tras
muchos años de experimentación, el profesor Frederick Challenger de la Universidad
de Leeds había demostrado que la adición de grupos metilo (proceso conocido como
metilación) a determinadas substancias para transformarlas en gases o vapores era un
expediente al que multitud de organismos recurrían con frecuencia a fin de librarse de
productos indeseables. Los compuestos metilados de azufre, mercurio, antimonio y
arsénico, por ejemplo, son mucho más volátiles que los elementos mismos.
Challenger había conseguido demostrar que muchas especies de algas marinas,
incluso las más corrientes, producen de este modo grandes cantidades de sulfato de
dimetilo.
Fuimos tomando muestras de agua marina a todo lo largo del viaje, encontrando
en ellas cantidades de sulfato de dimetilo en apariencia lo bastante elevadas como
para substanciar la hipótesis de su función portadora de azufre. Peter Liss nos
convencería posteriormente, mediante el cálculo, de que las tasas establecidas en
nuestras muestras indicaban que la cantidad de sulfato de dimetilo de los mares no
bastaba para dar cuenta de la totalidad del azufre echado en falta. Más tarde aún
advertimos que el curso seguido por el Schackleton no había discurrido por aguas
particularmente abundantes en sulfato de dimetilo. La principal fuente de esta
substancia no es el mar abierto, que hablando relativamente es un desierto, sino las
aguas costeras, ricas en materia viva. Es en ellas donde proliferan algas que, con
eficacia asombrosa, extraen el azufre de los iones sulfato presentes en el agua del mar
y lo convierten en sulfato de dimetilo. Una de estas algas es la Polysiphonia

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fastigiata, un pequeño organismo rojizo habitualmente adherido a las algas noruegas
tan corrientes en los niveles medios litorales. Produce tanto sulfato de dimetilo que, si
se dejan algunos frondes en una jarra tapada con algo de agua de mar durante una
media hora, el aire de su interior se hace casi inflamable. Por fortuna, el olor del
sulfato de dimetilo no tiene nada que ver con el del ácido sulfhídrico. En forma
diluida es un aroma agradable de reminiscencias marinas.
Aunque nuestras conclusiones requieren ulteriores estudios, parece razonable
proponer al sulfato de dimetilo producido en las zonas marinas adyacentes a las
plataformas continentales como el vehículo de azufre buscado. Muchas especies de
algas tienen variedad de agua dulce y de agua salada: pues bien, el científico japonés
Ishida ha demostrado recientemente que ambas formas de Polysiphonia fastigiata son
capaces de producir sulfato de dimetilo, pero que el eficaz sistema enzimático se
activa únicamente en el agua del mar, lo que sugeriría un instrumento biológico
destinado a asegurar la producción de sulfato de dimetilo en el lugar adecuado desde
la perspectiva del ciclo del azufre.
La metilación biológica tiene una parte menos atractiva. Las bacterias cuyo
hábitat es el fango de los lechos marinos han desarrollado enormemente esta técnica:
los elementos tóxicos como el mercurio, el plomo y el arsénico son convertidos a sus
formas metiladas volátiles, gases que ascienden a través del agua del mar
impregnándolo todo, incluyendo los peces. En circunstancias normales, las
cantidades son demasiado pequeñas para ser venenosas, pero hace algunos años, las
industrias japonesas situadas en el interior de la costa del Mar del Japón
contaminaron sus aguas con dimetil-mercurio incrementando su concentración hasta
el punto de hacer el pescado venenoso para el hombre. Quienes lo consumieron se
vieron afectados, quedando muchos de ellos con invalideces dolorosas. Hubo incluso
cierto número de personas que contrajeron Minamata, denominación local del
horroroso cuadro que caracteriza al envenenamiento por mercurio. Es una suerte que
el proceso natural de la metilación del mercurio no alcance tan dramáticos extremos,
aunque no es así con el arsénico. En el siglo pasado, ciertos papeles de pared incluían
un pigmento verdoso fabricado con arsénico. En casas húmedas y mohosas,
pobremente ventiladas, el moho convertía el arsénico del papel de pared en
trimetilarsina, un gas letal, y los durmientes de los dormitorios con él decorados
morían.
El objeto biológico de la metilación de elementos venenosos no se conoce con
seguridad, pero quizá sea un medio de eliminar substancias tóxicas del entorno local
acudiendo para ello a su transformación en gases. Al estar diluidos son normalmente
inocuos para otras criaturas, pero cuando el hombre altera el equilibrio natural, este
beneficioso proceso se maligniza, siendo causa finalmente de invalidez o muerte.
La metilación biológica del azufre sería el modo que tiene Gaia de asegurar un
equilibrio adecuado entre el azufre marino y el terrestre. De no ser por este proceso,
gran parte del azufre soluble de la superficie terrestre habría sido arrastrado por las

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aguas continentales hace mucho tiempo sin ser reemplazado, alterándose
ulteriormente las delicadas relaciones entre las substancias del medio imprescindibles
para el bienestar de los organismos vivos.
Los así llamados «halocarburos» fueron otro grupo de substancias con grupos
metilo en su estructura que nos llamó la atención durante el viaje del Shackleton.
Derivan estas substancias de hidrocarburos tales como el metano, en los que uno o
más de los átomos de hidrógeno han sido reemplazados por átomos de flúor, cloro,
bromo o yodo, elementos denominados genéricamente halógenos por los químicos.
Esta línea de trabajo iba a resultar la más científicamente fructífera de nuestro viaje,
ofreciendo además un típico ejemplo de lo inadecuada que resulta una planificación
excesivamente minuciosa en la tarea de investigación exploratoria básica: lo
importante es tener los ojos bien abiertos para no perderse lo que Gaia pueda
ofrecernos. Afortunadamente, llevábamos con nosotros un instrumento para medir
cantidades vestigiales de halocarburos gaseosos. Nuestra intención inicial era
comprobar si los gases empleados como propelentes de aerosol (de desodorantes,
insecticidas, etc.) dejaban un rastro detectable en el aire que permitiera, por ejemplo,
observar sus desplazamientos entre el hemisferio norte y el hemisferio sur. Este
estudio tuvo, en ciertos aspectos, hasta demasiado éxito: nos halláramos donde nos
halláramos, la detección y medida de los fluorocarburos no ofrecía ninguna
dificultad, descubrimiento que fue causa directa de la preocupación actual,
posiblemente exagerada, sobre la capacidad de estas substancias para deteriorar la
capa de ozono. Nuestros aparatos revelaron dos halocarburos gaseosos más: el
tetracloruro de carbono, cuya presencia en el aire es hasta hoy un enigma, y el yoduro
de metilo, producido por las algas marinas.
¿Recordáis esas algas con forma de láminas que servían para pronosticar el
tiempo? Son miembros, utilizando la terminología botánica, de la familia de las
laminariáceas. Medran en las aguas someras y tienen la facultad de extraer yodo del
mar. Mientras crecen, producen grandes cantidades de yoduro de metilo. Solían ser
recolectadas y quemadas, extrayéndose yodo de las cenizas. Es probable que tal como
el sulfato de dimetilo sirve para vehicular azufre, ese elemento esencial para la vida,
el yodo, haga el viaje de vuelta del mar a la tierra por aire en forma de yoduro de
metilo. Sin yodo, la glándula tiroides no puede producir las hormonas reguladoras del
metabolismo, y sin ellas la mayoría de los animales terminarían por enfermar y morir.
Cuando detectamos yoduro de metilo en el aire del mar desconocíamos aún que la
mayor parte de este gas reacciona con los iones cloruro del mar para dar cloruro de
metileno. A Oliver Zafiriou debemos las primeras indicaciones sobre esta extraña
reacción, lo que condujo al descubrimiento del cloruro de metileno como principal
vehículo gaseoso de cloro atmosférico. De ordinario habría sido poco más que una
curiosidad química pero, como se indicó en el capítulo anterior, el cloruro de
metileno es considerado actualmente como el equivalente natural de los propelentes
de aerosol en cuanto a capacidad para deteriorar la capa de ozono de la estratosfera.

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Podría tener una función reguladora de su densidad: ya hemos dicho que demasiado
ozono es algo tan peligroso como la falta de él. Otro elemento más por tanto, el cloro
de metileno marino, que podría desempeñar una función gaiana.
No sería raro, pues, que otros elementos de importancia para la vida, como el
selenio, pasaran del mar a la atmósfera en forma de derivados metilados, pero hasta
ahora no hemos sido capaces de descubrir la fuente marina de compuesto volátil que
vehicule el fósforo, ese elemento clave. Es posible que las necesidades de fósforo
sean lo bastante pequeñas como para que el desgaste climatológico de las rocas baste
para satisfacerlas, pero si esto no fuera así, valdría la pena interrogarse sobre la
posibilidad de que los desplazamientos migratorios de aves y peces cumplan además
una función propia de Gaia: el reciclado del fósforo. Contemplados a través de este
prisma, los esfuerzos de salmones y anguilas, agotadores y aparentemente perversos,
por alcanzar lugares del interior de las masas de tierra muy alejados del mar,
cobrarían un sentido nuevo.
La recogida de información sobre el mar, de datos relativos a su química, su
física, su biología y a las relaciones entre ellas, debería ocupar, por derecho propio, el
primer puesto en la lista de tareas prioritarias para la humanidad. Cuanto más
sepamos sobre ello, mejor entenderemos hasta dónde es seguro llegar en el
aprovechamiento de los recursos del mar y más completa será nuestra visión de las
consecuencias que tendría abusar de los poderes derivados del carácter dominante de
nuestra especie, entrando despiadadamente a saco en sus regiones más fértiles. Menos
de una tercera parte de nuestro planeta es tierra firme: ello quizá sea la explicación de
que la biosfera haya podido enfrentarse a los radicales cambios introducidos por la
agricultura y la ganadería y probablemente sea capaz de seguir haciéndolo a pesar del
crecimiento demográfico y la intensificación de los cultivos, pero no creamos que nos
está permitido explotar el mar, en especial las regiones cultivables de las plataformas
continentales, con impunidad semejante. Nadie sabe realmente los riesgos
concomitantes a la perturbación de esta área clave de la biosfera. Es esto lo que me
hace pensar que nuestro viaje mejor, más fructífero, habrá de realizarse poniendo la
vista en Gaia, recordando durante toda la travesía y en todas nuestras exploraciones
que el mar es una de sus partes vitales.

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[*] Crustáceos del orden branquiópodo de aproximadamente 1 cm de longitud (N. del

E.). <<

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[**] Actualmente clasificadas dentro del dominio Arquea (N. del E.). <<

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7 Gaia y el hombre: El problema de la contaminación

Casi todos nosotros hemos oído más de una vez de labios de nuestros ancianos
tribales que todo iba mejor en los buenos tiempos pasados. Tan profundamente se
hunden las raíces de este tópico —nosotros lo transmitiremos a su vez cuando
alcancemos la edad madura— que resulta casi automático suponer la existencia de
una total armonía entre la humanidad primitiva y el resto de Gaia. Quizá fuimos
realmente expulsados del Paraíso y el ritual es repetido de forma simbólica en la
mente de cada generación.
La doctrina bíblica sobre la caída, paradigma del paso de un estado de inocencia
beatífica al penoso mundo de la carne y el mal a causa de un pecado de
desobediencia, resulta difícil de aceptar en nuestra cultura contemporánea. Hoy está
más de moda atribuir nuestra pérdida de la gracia a la insaciable curiosidad del
hombre, a su irresistible deseo de experimentar alterando el orden natural de las
cosas. Resulta significativo que tanto la narración bíblica cuanto —en menor medida,
eso sí— su contrapartida moderna parezcan creadas para inculcar y mantener el
sentimiento de culpa, poderoso pero arbitrario sistema de realimentación negativa en
la sociedad humana.
Respecto al hombre moderno, lo primero en lo que quizá se piense cuando se trata
de substanciar la creencia de su condenación inexorable sea en la contaminación de la
atmósfera y de las aguas, cuyo aumento es constante desde la época de la Revolución
Industrial, iniciada en Gran Bretaña a finales del siglo XVIII, para extenderse después
con la rapidez de una mancha de aceite por casi todo el hemisferio norte. Suele haber
en nuestros días acuerdo general sobre que la actividad industrial está mancillando la
cuna de la humanidad y representa una amenaza para el conjunto de la biosfera cuyo
carácter es más ominoso cada año. En este punto, sin embargo, disiento del
pensamiento convencional. Es posible que, en última instancia, nuestro frenético
desarrollo tecnológico se pruebe doloso o destructivo para nuestra especie, pero las
pruebas aportadas para demostrar que la actividad industrial, ya sea en su nivel de
hoy o en el de un futuro inmediato, puede poner en peligro al conjunto de la vida de
Gaia, son verdaderamente muy endebles.
Suele olvidarse con demasiada facilidad que la Naturaleza, además de ser roja de
dientes y garras, no duda en acudir a la guerra química si fracasa el armamento
convencional. ¿Cuántos de nosotros sabemos que el insecticida pulverizado en casa
para librarnos de moscas y avispas es un producto del crisantemo? El pelitre es
todavía una de las substancias más eficaces para matar insectos.
Si de letalidad se trata, los venenos que la poseen en mayor grado son, con gran
diferencia, compuestos naturales. Entre ellos se cuentan la toxina botulínica,
producida por una bacteria, la mortífera secreción de los dinoflagelados causantes de
las mareas rojas o el polipéptido fabricado por la amanita, todos productos

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enteramente biológicos, que de no ser por su toxicidad, podrían figurar con todos los
honores en las estanterías de un establecimiento especializado en salutíferos
alimentos «orgánicos». Hay plantas, como la Dichapetalum toxicarium africana y las
especies emparentadas con ella, que han aprendido un par de cosas sobre la química
del flúor: incorporan este potente elemento a substancias naturales tales como el
ácido acético y llenan sus hojas de la sal resultante. Ciertos bioquímicos se han
referido a este compuesto hablando de una llave inglesa metabólica, esclarecedora
alusión a los destrozos causados cuando penetra en los ciclos químicos,
delicadamente engranados, de casi cualquier otro organismo viviente. Si se tratara de
un compuesto de manufactura industrial, sería citado como un ejemplo más del uso
perverso y maligno que hace el hombre de la tecnología química para asestar golpes
bajos y reforzar su posición en la biosfera, pero es, sin embargo, un producto natural,
y solamente uno de entre los compuestos de alta toxicidad orgánicamente fabricados
que permiten jugar sucio a sus poseedores; no hay convención de Ginebra para
limitar los trucos poco limpios utilizados en la naturaleza. Uno de los mohos de la
familia Aspergillus ha descubierto cómo fabricar una substancia llamada aflatoxina
que es mutagénica, carcinogénica y teratogénica; dicho con otras palabras, es causa
de mutaciones, tumores y malformaciones fetales. Se la sabe origen de grandes
sufrimientos como causa de cánceres gástricos, provocados por la ingesta de
cacahuetes contaminados con este agresivo producto químico natural.
¿Podría ser natural la contaminación? Si por contaminación entendemos el
vertido masivo de substancias de desecho, hay verdaderamente pruebas sólidas de
que la contaminación es tan natural para Gaia como para nosotros y casi todos los
demás animales es respirar. Ya he mencionado el mayor desastre ecológico padecido
por nuestro planeta: la aparición en la atmósfera de oxígeno libre gaseoso hace
aproximadamente un eón y medio. La totalidad de la superficie terrestre expuesta al
aire o a las mareas devino entonces letal para un dilatado conjunto de
microorganismos anaeróbicos (es decir, cuyo crecimiento es únicamente posible en
ausencia de oxígeno) que, como consecuencia de ello, se vieron relegados a una
existencia subterránea en los fangos de los fondos fluviales, lacustres y oceánicos.
Muchos millones de años después las condiciones que los habían erradicado de la
superficie empezaron a transformarse poco a poco, y hoy han regresado de su
destierro ocupando el más seguro y cómodo de los ambientes: el tubo digestivo de los
animales, desde los mosquitos a los elefantes, donde llevan una existencia regalada,
rodeados de alimentos, y gozan de óptimo status. Mi colega Lynn Margulis opina que
representan uno de los aspectos más importantes de Gaia y bien podría ser que los
grandes mamíferos, especie humana incluida, sirvieran sobre todo para
proporcionarles un entorno anaeróbico. El que este asunto —la destrucción
generalizada de los anaeróbicos— tuviera un final feliz, no mengua las dimensiones
de la catástrofe provocada por la contaminación por oxígeno en el momento de
producirse. Para ilustrar el efecto del envenenamiento por oxígeno sobre la vida

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anaeróbica, ya he puesto el ejemplo de un alga marina capaz de generar cloro
mediante fotosíntesis que lograba apoderarse completamente de los océanos.
El desastre natural de la contaminación por oxígeno ocurrió con la lentitud
suficiente para permitir la adaptación de los ecosistemas de la época —si bien con el
sacrificio de numerosas especies— hasta que una nueva biosfera, compuesta por
organismos resistentes al oxígeno, heredó la superficie de la Tierra.
La conmoción ambiental, comparativamente menor, provocada por la Revolución
Industrial, ejemplifica cómo pueden producirse tales adaptaciones. Es típico el caso
de la mariposa de los abedules, polilla que tan solo en el transcurso de algunas
décadas modificó la pigmentación de sus alas, pasando de gris pálido a casi negro: el
producto de este oscurecimiento era mantener la eficacia de su camuflaje contra los
depredadores cuando se posaban sobre las cortezas cubiertas de hollín de los árboles
crecidos en las zonas industriales de Inglaterra. Hoy, cuando a consecuencia del
Decreto sobre la Limpieza del Aire, el hollín ha desaparecido de la atmósfera, el
camuflaje de estas criaturas está volviendo rápidamente al gris original. Las rosas, sin
embargo, aún se dan mejor en Londres que en remotas áreas rurales cuya atmósfera
carece de dióxido sulfuroso, contaminante del aire urbano y destructor de unos
hongos parásitos de las citadas flores.
El concepto mismo de contaminación es antropocéntrico; quizá sea incluso
irrelevante en el contexto de Gaia. Muchos de los así llamados «contaminantes» están
presentes en la naturaleza, lo que hace sumamente difícil determinar cuál es el nivel
necesario para justificar el apelativo de «contaminante». El monóxido de carbono,
por ejemplo, venenoso para la mayor parte de los mamíferos superiores (incluyendo
al hombre) es un producto de la combustión incompleta, un compuesto tóxico
exhalado por los motores de combustión interna, las estufas alimentadas con carbón y
los fumadores; podría pensarse, por tanto, que el monóxido de carbono contamina un
aire de otra forma impoluto a resultas de la presencia de nuestra especie y, sin
embargo, analizando el aire aparece monóxido de carbono en todas partes. Deriva de
la oxidación del metano atmosférico, fuente que produce cantidades del orden de los
1000 millones de toneladas cada año. Se trata, por consiguiente, de una substancia
natural, procedente de los vegetales indirectamente; llena también las vejigas
natatorias de muchas criaturas marinas. Los sifonóforos, por ejemplo, están repletos
de este gas a concentraciones tales que acabarían con nosotros en un dos por tres de
alcanzar niveles equivalentes en la atmósfera.
Prácticamente todos los contaminantes, ya pensemos en compuesto de azufre o de
mercurio, en halocarburos, en substancias mutagénicas y carcinogénicas o en
materiales radiactivos tienen, en mayor o en menor medida, un trasfondo natural,
cuando no son producidos tan abundantemente en la naturaleza como para ser
venenosos desde el principio. Vivir en cuevas excavadas en roca rica en mineral de
uranio sería insano para cualquier criatura viva, pero tales cuevas son lo bastante
escasas como para no amenazar la supervivencia de ninguna especie. Parece legítimo

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pensar que la humana es capaz de soportar sin perecer una exposición normal a los
numerosos riesgos de nuestro entorno: si, por cualquier causa, uno o más de estos
riesgos aumentara, aparecerían adaptaciones tanto individuales como de especie. La
respuesta defensiva normal de un individuo al incremento de la luz ultravioleta es el
bronceado de la piel, adaptación que con el transcurso de algunas generaciones se
hace permanente. Los pecosos, los de pieles delicadas, no lo pasan demasiado bien
cuando se exponen al rigor del sol tropical, pero la especie sufrirá, únicamente, si los
tabúes raciales impiden que las futuras generaciones tengan libre acceso a los genes
que otorgan una pigmentación oscura.
Una especie puede autoexterminarse cuando a consecuencia de un accidente de
química genética produce inadvertidamente alguna substancia venenosa. Cuando tal
veneno es, sin embargo, más letal para sus competidores que para ella misma, puede
arreglárselas para sobrevivir y, eventualmente, con el transcurso de la selección
darwiniana, intensificar, por un lado, la toxicidad del contaminante en cuestión para
sus competidores y adaptarse a él con pleno éxito, por otro.
Examinemos ahora la contaminación contemporánea desde el punto de vista de
Gaia, no del de la especie humana. En lo tocante a la contaminación industrial, las
zonas más intensamente afectadas son, con diferencia, las áreas urbanas muy
pobladas de las zonas templadas del hemisferio norte: prácticamente todo el Japón y
determinadas áreas de los Estados Unidos, la Europa Occidental y la Unión Soviética.
Muchos de nosotros hemos tenido la oportunidad de contemplarlas por la noche
desde un avión en vuelo. Suponiendo que haya viento suficiente para dispersar el
esmog y la superficie sea visible, la vista habitual es una alfombra verde ligeramente
salpicada de gris. En ella destacan claramente los complejos industriales, junto a los
que aparecen las apretadas viviendas de los obreros, pero sin embargo la impresión
general es que, por doquiera, la vegetación aguarda el momento propicio para volver
por sus fueros y apoderarse de todo nuevamente. Algunos de nosotros recordamos la
rápida invasión floral que cubría las áreas urbanas despejadas por las bombas en la
Segunda Guerra Mundial. Las regiones industriales, vistas desde lo alto, pocas veces
son los estériles desiertos que los catastrofistas profesionales nos han enseñado a
esperar. Si esto es así para las áreas más populosas y contaminadas de nuestro
planeta, no parece que las actividades humanas sean motivo de muy urgente
preocupación, aunque por desgracia esto no es necesariamente cierto: se trata tan solo
de buscar los trastornos en los lugares incorrectos.
Las personas influyentes, los moldeadores de opinión y los legisladores de todas
las sociedades suelen vivir en ciudades o al menos trabajar en ellas, por lo que sus
desplazamientos discurren a través de la red de carreteras y ferrocarriles que
interconectan los núcleos del desarrollo urbano e industrial. Sus viajes diarios los
hacen tristemente conscientes de la contaminación ciudadana, de entornos locales
escasamente agradables de atravesar o de contemplar desde un atasco de tráfico. Las
vacaciones en regiones menos desarrolladas junto al mar o entre montañas confirman,

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por contraste, la creencia de que el área donde viven o trabajan resulta inadecuada
para la vida, fortaleciendo además su determinación de hacer algo al respecto.
Este es pues el origen de la impresión, comprensible pero errónea, de que los
mayores atentados ecológicos se han cometido en las regiones urbanizadas de las
zonas templadas del hemisferio norte. La contemplación área del desierto Harappa
paquistaní, de muchas zonas de África o, no demasiado tiempo ha, de las áreas
centro–meridionales de los Estados Unidos —el escenario de Las uvas de la ira, la
novela de Steinbeck— habría aportado un cuadro más revelador y auténtico de lo que
significa la devastación de ecosistemas tanto naturales como humanos. Es en estas
regiones profundamente alteradas, en estas enormes extensiones de terreno pelado
por la erosión, donde el hombre y sus rebaños han disminuido más intensamente el
potencial de vida.
No fue el empleo demasiado entusiasta de tecnología avanzada la causa de estos
desastres sino, bien al contrario, como es hoy generalmente admitido, fueron el triste
fruto de una agricultura deficiente y una cría de ganado abusiva, apoyado todo ello en
una tecnología primitiva.
Resulta instructivo comparar estas vastas extensiones de terreno muerto con la
campiña contemporánea inglesa. Su productividad agrícola, grandemente impulsada
por los recursos industriales, ha crecido en tal medida que Gran Bretaña produce hoy
más alimentos de los necesarios para mantener vivos a sus habitantes, a pesar de una
densidad de población de las más altas del mundo, unas mil personas por milla
cuadrada[*]. Quedan incluso espacios libres para jardines, parques, bosques, páramos,
setos, bosquecillos, para no decir nada de núcleos urbanos, carreteras e industria.
Verdad es que, en su entusiasmo ante el aumento de la productividad y de los
beneficios, el granjero se ha mostrado proclive a utilizar su maquinaria industrial más
como un carnicero que como un cirujano, y que aún se muestra tendente a considerar
a los organismos distintos de su ganado y sus cultivos como plagas, hierbajos o
alimañas. Podríamos estar viviendo hoy una fase transitoria que desembocara en otro
período de maravillosa armonía entre el hombre y su entorno, un período con
reminiscencias de lo que fue la paradisíaca campiña del sur de Inglaterra no hace
tanto tiempo. A buen seguro que los sociólogos y los lectores de Hardy señalarán la
infeliz suerte de los braceros y de los animales, así como las crueldades a las que
despreocupadamente eran sometidos unos y otros, pero los temas primarios de este
libro no son la gente, los rebaños o los animales domésticos, sino la biosfera y la
magia de la Madre Tierra. Queda aún en Wessex lo bastante de este bucólico paisaje
para probar que todavía es posible algún tipo de armonía y para alimentar la
esperanza de que con el progreso de la tecnología pueda incluso extenderse. Y por lo
tocante al hombre del campo, señalar que ha sufrido las crueles tiranías del pasado
para alcanzar las dudosas satisfacciones de un mayor estatus y el aburrimiento
ruidoso y maloliente de la agricultura mecanizada.
¿Cuáles son, entonces, las actividades humanas que suponen una amenaza para la

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Tierra y para la vida que en ella mora? La especie humana, con la ayuda de las
industrias a su mando, ha causado perturbaciones importantes en algunos de los
ciclos químicos fundamentales de nuestro planeta. Somos causantes de un incremento
del 20 por ciento en el ciclo del carbono, del 50 por ciento en el del nitrógeno y de
más del 100 por cien en el del azufre. Según aumente la población mundial y nuestro
consumo de combustibles fósiles haga lo mismo, estas perturbaciones,
evidentemente, crecerán todavía más. ¿Cuáles son las consecuencias más probables?
Lo único que hasta ahora ha sucedido es un aumento del 10 por ciento en el dióxido
de carbono de la atmósfera, y un incremento —esto, sin embargo, es discutible— de
las brumas atribuibles a partículas de sulfates y polvo del suelo.
Se ha vaticinado que el aumento de dióxido de carbono significaría una subida de
la temperatura. Se ha afirmado también que el mayor oscurecimiento global podría
ser causa de una cierta pérdida de temperatura, llegando incluso a sugerirse la
anulación recíproca de ambos efectos; tal sería el motivo de que las perturbaciones
generadas por el quemado de combustibles fósiles no hubieran tenido a su vez
ninguna repercusión notable. Si las proyecciones formuladas sobre el crecimiento
demográfico se cumplen y si el consumo de los citados combustibles se dobla
aproximadamente cada diez años, habremos de estar alerta.
Las partes de la Tierra responsables del control planetario quizá sean las
portadoras de nutridas hordas de microorganismos. Las algas de los mares y del suelo
se sirven de la luz solar para llevar a cabo la tarea esencial de la química de la vida, la
fotosíntesis. Aún generan, en cooperación con las bacterias aeróbicas del suelo y de
los lechos marinos y junto a la microflora anaeróbica que puebla las grandes áreas
fangosas de las plataformas continentales, los fondos marinos, las ciénagas y los
terrenos anegados, aún generan, decimos, más de la mitad del suministro de carbono.
Los animales grandes, las plantas y las algas pueden tener importantes funciones
especializadas, pero el peso principal de la actividad autorreguladora de Gaia recae
sobre los microorganismos.
Como veremos en el próximo capítulo, quizá haya áreas mundiales más
importantes para Gaia que otras; por urgente que sea, pues, incrementar la producción
mundial de alimentos para satisfacer las necesidades de una población en crecimiento
incesante, deberemos tener especial cuidado en no alterar demasiado drásticamente
las regiones donde pudiera residir el control planetario. Las plataformas continentales
y las tierras pantanosas cuentan generalmente con características y propiedades que
las convierten en excelentes candidatas para este papel. Quizá podamos crear
desiertos y terrenos yermos con relativa impunidad, pero si devastamos las
plataformas continentales explotándolas irresponsablemente, estaremos corriendo un
grave riesgo.
Entre las pocas predicciones firmes formuladas sobre el futuro del hombre se
cuenta el que la especie duplicará el número de sus miembros en algunas décadas
más. El problema de alimentar una población mundial de 8000 millones de personas

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sin dañar seriamente a Gaia parece más urgente que el de la contaminación industrial.
Aunque se esté de acuerdo con la afirmación anterior podría decirse, sí, pero ¿qué
sucede con los venenos más sutiles? ¿No son los herbicidas y los pesticidas la mayor
amenaza, para no decir nada de los compuestos que deterioran la capa de ozono?
Debemos mucho a Rachel Carson por habernos advertido de modo tan
conmovedor sobre la amenaza que para la biosfera supone el empleo descuidado y
excesivo de pesticidas, aunque tiende por regla general, a olvidarse de que sí se
toman precauciones. La primavera silenciosa sin cantos de pájaro aún no ha llegado,
pero muchas aves, particularmente las rapaces más raras, se hallan cercanas a la
extinción. El cuidadoso estudio realizado por George Woodwell sobre la distribución
y el destino del DDT utilizado en todo el planeta es un modelo perfecto de cómo
deben manejarse la farmacología y la toxicología de Gaia. La acumulación de DDT
no era tan grande como se pensaba y la recuperación de sus efectos tóxicos más
rápido de lo supuesto. Parece haber procesos naturales encargados de su remoción no
previstos cuando la investigación comenzaba. El período de máxima concentración
de DDT en la biosfera ha quedado ahora bien atrás. Es indudable que, en el futuro,
seguirá siendo utilizado para combatir las enfermedades transmitidas por insectos,
pero se empleará más cuidadosa y más económicamente. Tales substancias son como
medicinas, beneficiosas en dosis apropiadas pero dañinas o incluso letales cuando se
administran en exceso. Del fuego, la primera de las armas tecnológicas, se decía que
era un buen criado pero un mal amo. Lo mismo sucede con las contribuciones más
recientes al arsenal de la tecnología.
Es muy posible que el intenso impulso emocional de los ecologistas radicales nos
haga falta para permanecer alerta ante los riesgos reales o potenciales de la
contaminación, pero hemos de tener cuidado de no sobrerreaccionar. En apoyo de la
campaña realizada en los Estados Unidos para lograr la prohibición de todos los
aerosoles se han visto titulares como estos: «El aerosol de la muerte amenaza a todos
los norteamericanos». Bajo el titular se afirmaba textualmente «Estos aerosoles
pueden destruir toda la vida sobre la Tierra». Tan descabelladas exageraciones
pueden ser buena política, pero son mala ciencia. Cuando vaciemos el balde debemos
procurar no tirar al niño con el agua sucia; en realidad, como los ecologistas se
apresurarían a indicarnos, ni siquiera es aceptable ya desprendernos del agua del
baño. Hemos de reciclarla.
¿Y qué ocurre con la catástrofe planetaria consecuencia de la contaminación
actualmente más de moda, el deterioro irreversible del débil escudo que nos protege
contra las mortíferas radiaciones ultravioletas solares? Somos deudores de Paul
Crutzen y Sherry Rowland por habernos advertido de la amenaza potencial que para
la capa de ozono representan los óxidos de nitrógeno y los clorofluorocarburos.
En el momento de escribir estas líneas, el ozono estratosférico continúa
incrementando su densidad, irregular pero obstinadamente, como si no supiera que
debería estar haciendo lo contrario. Y sin embargo, las razones aducidas para

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justificar su eventual destrucción por los contaminantes resultan tan razonables y
convincentes que tanto los legisladores como los científicos especializados en el
estudio de la atmósfera se sienten preocupados o inseguros sobre la actitud más
conveniente ante posibilidad tan tremenda. La experiencia de Gaia puede indicarnos
cuál es el camino a seguir. Si los cálculos de los científicos son correctos, muchos
sucesos del pasado habrían deteriorado sensiblemente la capa de ozono. Por ejemplo,
una erupción volcánica como la del Krakatoa en 1895 lanzó a la estratosfera
cantidades enormes de compuestos de cloro que pudieron haber supuesto la
destrucción de hasta el 30 por ciento de la capa de ozono, cifra doble al menos, del
daño que los fluorocarburos podrían haber causado en el año 2010 si siguen siendo
introducidos en la atmósfera al ritmo de hoy. Otras posibilidades son tormentas
solares gigantescas, choques con grandes meteoritos, inversiones de los campos
magnéticos terrestres, la conversión a supernova de alguna estrella cercana e incluso
la sobreproducción patológica de óxido nitroso en el suelo y en los mares. Alguno de
estos incidentes —o todos— han debido ocurrir en el pasado con relativa frecuencia,
introduciendo en la estratosfera grandes cantidades de los óxidos de nitrógeno a los
que se achaca la destrucción del ozono. La supervivencia de nuestra especie y la rica
variedad de la vida en Gaia parece prueba concluyente de que o el deterioro de la
capa de ozono no es tan letal como a menudo se pretende o que las teóricas
agresiones citadas nunca tuvieron efecto. Y más aún: durante los primeros 2000
millones de años transcurridos desde la aparición de la vida en la Tierra, todos los
seres vivos de la superficie, las bacterias y las algas verde-azuladas estuvieron
expuestas, sin protección alguna, a la totalidad de la radiación ultravioleta procedente
del Sol.
Así pues, aunque no debemos ignorar las advertencias de quienes derivan
terribles consecuencias del uso indiscriminado de ciertos productos (desde aerosoles
a refrigeradores, que contienen fluorocarburos), tampoco hay que dejarse llevar por el
pánico (como les sucedió a las agencias federales estadounidenses) y promulgar leyes
prematuras e injustificadas prohibiendo el uso de productos por otra parte valiosos e
inofensivos. Hasta para las predicciones más negras la desaparición del ozono es un
proceso lento. Se cuenta, por consiguiente, con tiempo sobrado y la mejor disposición
por parte de los científicos para investigar cuanto sea necesario a fin de descartar o
confirmar las alegaciones citadas, dejando luego a los legisladores la tarea de decidir
racionalmente lo que debe hacerse.
Debemos igualmente dejar de preocuparnos acerca de las grandes cantidades de
óxido nitroso y cloruro de metileno —compuestos frecuentemente acusados de tener
una acción destructora potente sobre el ozono— que llegan a la atmósfera desde
fuentes biológicas, porque hoy se piensa que esta acción destructora no pasa del 15
por ciento (dicho de otra forma, la capa sería un 15 por ciento más gruesa si
desaparecieran) y, como ya hemos dicho, demasiado ozono es tan perjudicial como
demasiado poco: la producción de óxido nitroso y cloruro de metileno podría formar

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parte de un sistema regulador gaiano.
Tenemos hoy bien presentes los posibles peligros de contaminación global que
amenazan a la atmósfera y los océanos. Las agencias nacionales e internacionales
están dando los pasos necesarios para establecer centros de monitorización equipados
con sensores encargados de mantenernos permanentemente informados sobre la salud
de nuestro planeta. Hay satélites en órbita alrededor de la Tierra provistos de
instrumentos para monitorizar la atmósfera, los océanos y las masas de tierra firme.
En tanto mantengamos un elevado nivel de tecnología este programa de observación
continuará, pudiendo incluso ampliarse. Si la tecnología fracasa, habrán fracasado
también otros sectores de la industria y por lo tanto los efectos potencialmente
dañinos de la contaminación industrial descenderán. Es posible, por último, el logro
de una tecnología sensata y económica que nos permita vivir más en armonía con el
resto de Gaia. Creo que si somos capaces de esto último, será conservando y
modificando la tecnología, no mediante una reaccionaria campaña de «vuelta a la
naturaleza». Un alto nivel tecnológico no tiene por qué ser siempre dependiente de la
energía. Piénsese en la bicicleta, el planeador, el velero moderno o en un
minicomputador, capaz, en algunos minutos, de realizar cálculos que llevarían años
de efectuarse sin su auxilio, y ello consumiendo menos electricidad que una bombilla.
Nuestra zozobra sobre el futuro del planeta y las consecuencias de la
contaminación proviene fundamentalmente de nuestra ignorancia sobre los sistemas
de control planetario. Si Gaia existe, existen entonces asociaciones de especies que
cooperan para llevar a cabo ciertas funciones reguladoras esenciales. Todos los
mamíferos y la mayoría de los vertebrados tienen glándula tiroides: ella es la
encargada de captar las escasísimas cantidades de yodo que circulan con la sangre,
utilizado como ingrediente esencial en la síntesis de unas hormonas que regulan
nuestro metabolismo y sin las cuales no podríamos vivir. Como se indicó en el
capítulo 6, ciertas algas marinas desempeñarían una función similar pero a escala
planetaria. Estas largas cintas vegetales, cuyo hábitat, en las aguas costeras, está
permanentemente cubierto por el mar, concentran el yodo disuelto en el agua y
sintetizan a partir de él un curioso grupo de substancias yodadas. Algunas de ellas,
volátiles, pasan del océano a la atmósfera. Destaca en este grupo el yoduro de metilo,
compuesto que en estado puro es un líquido volátil cuyo punto de ebullición se sitúa
en los 42 °C. Es muy venenoso y, casi con toda seguridad, mutagénico y cancerígeno.
Si fuera un producto de origen industrial, el estricto cumplimiento de la legislación
estadounidense podría hacer que los baños de mar fueran prohibidos. La
concentración de yoduro de metilo en agua y aire costeros pueden medirse fácilmente
con el equipo extremadamente sensible que ahora poseemos, y la ley estadounidense
establece la no exposición a substancias que contengan niveles detectables de un
elemento cancerígeno. ¡No temáis! Los niveles actuales de yoduro de metilo de mares
y sus alrededores son cierta y obviamente toleradas por las criaturas de ese entorno.
Las aves marinas, los peces o las focas pueden sufrir de muchas cosas, pero no de los

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efectos de la producción local de yoduro de metilo. Tampoco parece probable que de
nuestros ocasionales baños de mar se derive algún tipo de perjuicio.
El yoduro de metilo producido por las algas o termina por escapar a la atmósfera
o reacciona con el agua marina para formar una substancia más estable químicamente
y aun de mayor volatilidad, el cloruro de metileno. El yoduro de metilo escapado del
mar viaja por el aire, pero en cosa de horas —especialmente a la luz del sol—, se
descompone liberando yodo, ese elemento esencial para la vida. Afortunadamente, el
yodo es también una substancia volátil y permanece en el aire el tiempo suficiente
para ser empujado por las corrientes aéreas al interior de los continentes. Se cree que
otra parte reacciona en el aire para volver a dar yoduro de metilo, pero lo importante
es que, de una forma u otra, el yodo marino concentrado por las algas es arrastrado
por aire hacia las masas de tierra donde es absorbido por los mamíferos —como
nosotros mismos—, cuya salud sufre graves trastornos sin él. Las algas a cuyo cargo
queda esta función vital viven a lo largo de una estrecha franja que rodea a los
continentes y las islas del mundo. El mar abierto es comparativamente un desierto
donde escasea la vida. Poniendo la vista en Gaia, es importante pensar que el mar
abierto es una especie de Sahara marino, y tener bien presente que la abundante vida
de los océanos y mares se concentra en las aguas costeras y por encima de las
plataformas continentales.
Las propuestas de explotar estas algas a gran escala son para mí más
perturbadoras, encierran una amenaza mayor, que cualquiera de los posibles efectos
de los contaminantes industriales hasta aquí discutidos. El kelp (denominación común
de estas algas) es fuente de muchas substancias útiles además del yodo. El alginato,
por ejemplo, ese pegajoso polímero natural, es un aditivo valioso en diversos
productos de uso industrial y doméstico. El llevar a efecto la explotación costera a la
escala que hoy se cultivan las tierras podría tener desagradables consecuencias para
Gaia y para la especie humana.
Un gran aumento del número de algas incrementaría en consecuencia el flujo de
cloruro de metileno (el equivalente natural de los gases propelentes de los aerosoles)
creando un problema casi idéntico al que se afirma es consecuencia de la liberación
de fluorocarburos.
El desarrollo de tipos de alga con mayor contenido de los polímeros antedichos
sería uno de los primeros objetivos a cubrir y tales tipos quizá carecieran de la
capacidad de captar el yodo disuelto en el agua o, por el contrario, se incrementaría al
punto de alcanzar niveles tóxicos para otras formas de vida litoral.
Otro factor es la normal proclividad de los granjeros hacia los monocultivos. Los
cultivadores de kelp considerarían probablemente otras algas como hierbajos y los
herbívoros de la zona litoral como plagas amenazadoras para sus beneficios. Harían
todo lo posible —lo que a menudo es mucho— para destruirlos. Tal eliminación
quizá no importara mucho en las masas de tierra firme que reciben los beneficios de
la liberalidad marina, pero estos dones son producto de un conjunto de especies que

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habitan fundamentalmente en las aguas costeras y las plataformas continentales, a
cuyo cargo quedan servicios esenciales de tipo similar, pero claramente distintos, a
los cumplidos por las laminarias. El alga Polysiphonia fastigiata extrae azufre del
mar y lo convierte en sulfato de dimetilo que pasa a la atmósfera; probablemente sea
el vehículo natural del azufre en el aire. Una especie todavía por identificar realiza
una labor semejante con el selenio, otro elemento vestigial fundamental para los
mamíferos terrestres. La eliminación de estas «malas hierbas» del mar en interés de
un mejor resultado de los cultivos podría tener consecuencias incalculables.
Las plataformas continentales cubren una amplísima zona equivalente, al menos,
a la superficie de África continental. Hasta el momento, la explotación de estas
regiones se realiza a pequeñísima escala, pero no debemos olvidar cuán rápidamente
las prospecciones mineras han derivado en la construcción de plantas de extracción
de petróleo y de gas para explotar los bancos petrolíferos que se hallan bajo las
plataformas continentales. Cuando nuestra especie descubre una fuente de riqueza no
suele tardar demasiado en explotarla al máximo.
Como vimos en el capítulo 5, las plataformas continentales pueden ser básicas en
la regulación del ciclo oxígeno-carbono. Gracias al almacenamiento de carbono en
los fangos anaeróbicos de los lechos marinos se asegura un aumento neto del oxígeno
atmosférico. De no existir este proceso, que por cada átomo de carbono extraído del
ciclo de la fotosíntesis y la respiración deja una molécula adicional de oxígeno en el
aire, la concentración atmosférica de este último decaería inexorablemente hasta
desaparecer casi por completo. Este es un riesgo carente de significado a corto plazo:
harían falta decenas de miles de años, o incluso más, para que el oxígeno atmosférico
disminuyera de forma apreciable. La regulación del oxígeno es, no obstante, un
proceso gaiano clave y el que tenga lugar en las plataformas continentales sabiendo lo
que ahora sabemos sobre estas regiones, parece hacer poco prudente trastear con ellas
y, a la vista de lo aún por saber, hasta peligroso.
Las regiones «centrales» de Gaia, las situadas entre los 45° de latitud norte y los
45° de latitud sur, incluyen las selvas tropicales y las áreas de matorral. Si queremos
evitarnos sorpresas desagradables es también necesario vigilar estas zonas de cerca.
Como es bien sabido, la agricultura del cinturón tropical fracasa con frecuencia y
además hay ya grandes franjas de terreno agotado; otras están siendo devastadas por
los mismos métodos agrícolas primitivos que originaron las badianas
estadounidenses. Es, sin embargo, menos conocido, otro hecho: esta mala agricultura
está alterando la atmósfera a escala planetaria en medida, al menos comparable, a los
efectos de la actividad industrial urbana.
La deforestación mediante incendio es práctica habitual, así como la quema anual
de los pastos. Este tipo de fuegos introducen en la atmósfera, además de dióxido de
carbono, un amplio surtido de compuestos químicos orgánicos y una enorme masa de
partículas de aerosol. Probablemente el grueso del cloro atmosférico está hoy en
forma de cloruro de metileno gaseoso, un producto directo de la agricultura tropical.

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Los fuegos indicados generan al menos cinco millones de toneladas anuales, cantidad
mucho mayor que la liberada por la industria y probablemente también superior al
escapado del mar.
El cloruro de metileno no es sino una de las substancias que la agricultura
primitiva produce en cantidades desmesuradas. La brutal perturbación de los
ecosistemas naturales conlleva siempre el peligro de alterar el equilibrio normal de
los gases atmosféricos. Los cambios en la tasa de producción de gases tales como el
dióxido de carbono y el metano o en las partículas de aerosol pueden tener
repercusiones a escala planetaria. Más aún, aunque esté allí Gaia para regular y
modificar las consecuencias de nuestra perturbadora conducta debemos recordar que
la devastación de los ecosistemas tropicales podría menguar su capacidad para ello.
Parece, por lo tanto, que los principales peligros que acechan a nuestro planeta
como consecuencia de las actividades humanas no son precisamente los males,
especiales y singularizados, que derivan de sus núcleos urbanos e industriales.
Cuando el hombre industrial urbano hace algo ecológicamente incorrecto lo percibe e
intenta corregirlo: las áreas realmente críticas y necesitadas de vigilancia atenta son,
más probablemente, los trópicos y los mares y océanos próximos a los litorales de los
continentes. Es en estas regiones, hacia los que pocos vuelven la vista, donde las
prácticas dañinas pueden alcanzar el punto de no retorno antes de advertir las
consecuencias. Es de estas regiones de donde, con mayor probabilidad, pueden
llegarnos las sorpresas desagradables. En ellas, el hombre debilita la vitalidad de Gaia
reduciendo su productividad y suprimiendo especies esenciales para su sistema de
mantenimiento vital; puede además exacerbar la situación vertiendo al aire o al mar
cantidades enormes de compuestos potencialmente peligrosos a escala planetaria.
La experiencia europea, americana y china indica que, con técnicas agropecuarias
adecuadas, podría alimentarse a una población mundial doble de la de hoy sin
despojar a otras especies, asociadas a nosotros en Gaia, de sus habitáis naturales.
Sería un grave error, sin embargo, pensar que dicha meta pueda alcanzarse sin un alto
grado de tecnología, inteligentemente organizada y aplicada.
Hemos de tomar todas las precauciones necesarias para conjurar la horrible
posibilidad de que a largo plazo, Rachel Carson tenga razón, pero por otros motivos.
Bien podría llegar la primavera silenciosa, la primavera vacía de cantos de pájaros
porque hayan sido víctimas del DDT y de otros pesticidas: si esto ocurriera no sería,
sin embargo, consecuencia de un envenenamiento directo por estas substancias, sino
a causa de que las vidas humanas salvadas por estos agentes no habrán dejado sitio ni
hábitat sobre la Tierra para las aves. Como ha dicho Garrett Hardin, el número
óptimo de personas no coincide con el máximo que la Tierra pueda albergar,
afirmación expresada con el máximo de crudeza y rotundidad por la frase: «Hay un
solo contaminante: la gente».

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[*] 1 milla es igual a 1,6 km aproximadamente (N. del E.). <<

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8 Vivir en Gaia

Algunos de vosotros os habréis preguntado cómo es posible avanzar tanto en un libro


que trata de las relaciones entre los seres vivos haciendo tan solo una breve mención
de la ecología. El Concise Oxford Dictionary define ecología como sigue: ‘Rama de
la biología que se ocupa de las relaciones recíprocas entre los organismos y entre
estos y su entorno; (humana), estudio de la interacción de las personas con su
entorno’. Uno de los propósitos de este capítulo es considerar Gaia a la luz de la
ecología humana. Hagamos antes una breve recensión de los últimos avances en este
campo.
Entre los muchos especialistas en ecología humana distinguidos que ha dado
nuestra época, hay dos que representan con máxima nitidez las opciones por las que
podría inclinarse la humanidad en sus relaciones con el resto de la biosfera. René
Dubos ha expresado vigorosamente su visión del hombre como administrador de la
vida en la Tierra, en simbiosis con esta: algo así como el gran jardinero del mundo.
Es una visión esperanzada, optimista y liberal. A ella se opone frontalmente la de
Garrett Hardin, para quien el hombre protagoniza un esperpento trágico que puede
concluir no solo con su propia destrucción, sino también con la de todo el planeta.
Señala que nuestra única vía de escape es renunciar a la mayor parte de nuestra
tecnología, especialmente a la energía nuclear, pero parece dudar que tengamos
facultad de elección.
Estos dos puntos de vista engloban casi toda la discusión actual que los
ecologistas humanos mantienen sobre la condición de la humanidad. Existen,
ciertamente, los muchos grupúsculos marginales —en casi todos los casos de
tendencias anarcoides— que precipitarían gustosos el colapso desmantelando y
destruyendo toda la tecnología. No está claro si sus motivaciones son primariamente
misantrópicas o luditas[4], pero sean cuales sean, parecen más interesados en las
acciones destructivas que en el pensamiento constructivo.
Quizá ahora empiece a estar claro por qué no hemos discutido previamente a Gaia
dentro del contexto de cualquier rama de la ecología. Fuera lo que fuera esta ciencia
originalmente, hoy, en la mente pública, se confunde casi del todo con la ecología
humana. La hipótesis de Gaia, por otro lado, partió de observaciones realizadas en la
atmósfera, de datos sobre características inorgánicas. Allí donde de vida se trata, lo
verdaderamente fundamental son los microorganismos, comúnmente colocados en el
escalón más bajo. La especie humana es, desde luego, uno de los hitos claves de
Gaia, pero somos una aparición tan tardía que no parecía excesivamente apropiado
dar comienzo a nuestra exposición discutiendo nuestras relaciones en ella. La
ecología contemporánea podrá estar profundamente inserta en los asuntos humanos,
pero este libro trata del conjunto de la vida terrestre dentro del marco, más general y
antiguo, de la geología. Ha llegado el momento, sin embargo, de enfrentarnos al

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espinoso problema: ¿Cómo hemos de vivir en el seno de Gaia? ¿Qué diferencias
supone su presencia para nuestras relaciones recíprocas y con el mundo?
Sugiero empezar examinando más detalladamente la filosofía de Garrett Hardin.
En honor a él ha de subrayarse que su forma de pesimismo no implica
necesariamente fatalismos; se trata, utilizando su recién acuñado término, de un
«peorismo», que significa la aceptación estoica de la apócrifa ley de Murphy: «Si
algo puede fallar, fallará». Implica un programa de futuro basado en la asunción
crítica de esta ley y del hecho de vivir en un universo sumamente desconsiderado. La
clave para entender la visión hardiniana de la vida y una gran parte del pensamiento
ecológico actual podría ser su paráfrasis de las tres leyes de la termodinámica:

«No podemos ganar».

«Estamos seguros de perder».


«No podemos salirnos del juego».

Este conjunto de leyes, según Hardin, más que «peorista» es trágico, habida cuenta
que la esencia misma de la tragedia es la imposibilidad de escapar, y de las leyes de la
termodinámica lo es: ellas rigen todo nuestro universo, y no conocemos otro.
En un contexto así sería demasiado fácil aceptar como inevitable el uso del
armamento nuclear y de otros productos tecnológicos letales en el transcurso de
batallas —absurdas y, estas sí, verdaderamente trágicas— entre grupos tribales
justificadas pretensiosamente en aras de la justicia, la liberación de los pueblos o la
soberanía nacional, grandes conceptos tras de los cuales se esconden las auténticas
motivaciones: la codicia, el poder, la envidia. Habida cuenta de que este tipo de
actitud es, por desgracia, demasiado humana y está ampliamente extendida, es fácil
comprender la violencia del movimiento de protesta contra la propuesta expansión de
las centrales nucleares y la desconfianza de los ecologistas cuando se les dice que los
fines de las centrales son exclusivamente pacíficos.
Gran parte de este libro se escribió en Irlanda, donde la guerra tribal no ha cesado
nunca del todo. Y sin embargo, paradójicamente, las profecías de Hardin tienen
mucha mayor entidad en la atmósfera, relajada e informal, de la vida rural irlandesa
que en las muy estructuradas y organizadas sociedades urbanas. Ya afirma el dicho
que cuanto más lejos de la batalla, mayor es el fervor patriótico.
Volvamos a las leyes de la termodinámica. Verdad es que, a primera vista,
parecen la inscripción encontrada por Dante a las puertas del infierno; en realidad, sin
embargo, aunque duras e inexorables (como los impuestos: no puede escaparse a ellas
sin sufrir sanción) es posible, con la debida reflexión, suavizarlas. La segunda ley
establece inequívocamente que la entropía de un sistema cerrado aumentará. Como
todos nosotros somos sistemas cerrados, ello significa que todos nosotros estamos
condenados a morir. Se ignora, sin embargo, muy a menudo —o se olvida
deliberadamente—, que la incesante desaparición de los seres vivos, especie humana

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incluida, es el complemento esencial de la incesante renovación de la vida. La
sentencia de muerte contenida en la segunda ley se aplica únicamente a seres vivos, a
sistemas cerrados, y podría reformarse diciendo que la mortalidad es el precio de la
identidad. La familia vive más tiempo que sus miembros, la tribu más aún y el Homo
sapiens como especie ha existido durante varios millones de años. Gaia, la suma de la
biota y de las partes del entorno situadas bajo su influencia, tiene probablemente una
edad de unos tres eones y medio, lo que es una forma muy notable —aunque legítima
— de sortear la segunda ley. Al final, la temperatura del Sol aumentará al punto de
imposibilitar cualquier vestigio de vida en la Tierra, pero antes de que ello ocurra
habrán pasado varios eones más. En comparación con la vida de nuestra especie —
para no decir nada de un ser humano individual—, este lapso de tiempo no es ningún
trágico paréntesis, sino un período lo suficientemente prolongado como para ofrecer
casi infinitas oportunidades a la vida terrestre. Quienquiera que estableciera las reglas
de este universo no tuvo tiempo para los que gritan ¡trampa! Los premios son solo
para los fuertes y los resueltos, para quienes poseen el talento de aprovechar
cualquier oportunidad que se les presente.
Carece de sentido culpar al universo y a sus leyes de los defectos de la condición
humana. Si es ofensivo para el sentido moral haber nacido en una especie de casino
cósmico de reglas inflexibles y sin oportunidad de escapar, piénsese por el contrario
lo maravilloso de haber sobrevivido como especie y tener además la posibilidad de
planear la estrategia futura. Considera las posibilidades en contra, hace tres eones y
medio: habrían sembrado dudas hasta en la mente del doctor Pangloss, ese
superoptimista tan firmemente convencido de que habíamos nacido en el mejor de
todos los mundos posibles. Es cierto, la segunda ley dice que no puedes ganar, que
estás destinado a morir, pero la letra pequeña dice también que, mientras tu turno
transcurre, puede suceder prácticamente cualquier cosa. Aunque el pensamiento de
Hardin pueda conmover profundamente —como es mi caso— y uno quizá se sienta
atraído por sus palabras y por la arrobadora belleza de la imaginería frecuentemente
utilizada, no hemos de olvidar que su ámbito es el de la ecología humana, no el de
toda la biosfera.
En ciencia, especialmente en biología, es habitual la exploración macroscópica y
microscópica simultánea. La biología molecular, por ejemplo, derivada de aplicar el
análisis químico a problemas biológicos, gracias a lo cual se produjo el
descubrimiento del ADN y de su función como vehículo de información genética en
todas las formas de vida, se ha desarrollado independientemente de la fisiología, que
se ocupa del animal en conjunto, de cómo funciona en cuanto sistema viviente
integrado. De parecida manera, la diferencia entre el concepto gaiano y el concepto
ecológico de nuestro planeta deriva en parte de la historia de cada uno. El punto de
partida de la hipótesis Gaia fue la contemplación de la Tierra desde el espacio,
perspectiva que significó una visión del conjunto de la Tierra, no de sus detalles. La
ecología está enraizada en la historia natural, en el estudio detallado de habitáis y

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ecosistemas, ignorando el cuadro de conjunto. En una, el bosque no deja ver los
árboles y en la otra los árboles no dejan ver el bosque. Asumiendo la existencia de
Gaia podemos hacer otras suposiciones que arrojan nueva luz sobre nuestro lugar en
el mundo, por ejemplo: en un mundo donde Gaia existe, nuestra especie y su
tecnología son parte, simple e inevitablemente, del escenario natural. Nuestras
relaciones con la tecnología liberan, sin embargo, cantidades de energía siempre
crecientes y nos ofrecen una capacidad también siempre mayor de analizar y procesar
información. La cibernética nos enseña que quizá logremos salvar los escollos de esta
época turbulenta si nuestra pericia en el manejo de información se desarrolla más
deprisa que nuestra capacidad de producir energía. Si, dicho de otra forma, somos
siempre capaces de controlar el genio extraído de la lámpara. El aumento de la
energía llegada a un sistema puede mejorar el bucle de ganancia ayudando por tanto a
mantener la estabilidad, pero si la respuesta es demasiado lenta, el incremento
energético podría ser el origen de una serie de desastres cibernéticos. Imagínate un
mundo provisto del arsenal nuclear del nuestro pero carente de todo medio de
telecomunicación. Un factor esencial de nuestras relaciones —recíprocas y con el
resto del mundo— es nuestra capacidad de responder adecuadamente en el momento
oportuno.
Dando pues por supuesta su existencia, consideremos tres características
principales de Gaia que podrían modificar substancialmente nuestra relación con el
resto de la biosfera:

1. La propiedad más importante de Gaia es su tendencia a optimizar las


condiciones de la totalidad de la vida terrestre. Suponiendo que no hayamos
interferido seriamente en ella, tal capacidad optimizadora habría de tener
idéntica importancia a la que tuvo antes de la aparición del hombre en escena.
2. En Gaia hay órganos vitales, emplazados en su parte central y órganos
prescindibles o redundantes, situados principalmente en la periferia. Lo que
hagamos a nuestro planeta dependerá grandemente del lugar donde se lo
hagamos.
3. Las respuestas que en Gaia desencadenan los cambios a peor se producen según
las reglas de la cibernética, donde la constante temporal y el bucle de ganancia
son factores importantes. La constante temporal de la regulación de oxígeno, por
ejemplo, se mide en milenios y resulta evidente que cuando procesos tan lentos
cobran tintes indeseables, las indicaciones de que ello es así son sumamente
débiles. Cuando los síntomas de que algo falla aparecen y se pone remedio, la
inercia hará empeorar aún más las cosas antes de que se produzca la mejoría,
igualmente lenta.

En cuanto a la primera de estas características, hemos supuesto que el mundo gaiano


se desarrolla mediante selección natural darwiniana, siendo su meta el mantenimiento

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de unas condiciones óptimas para la vida en todas las circunstancias, incluyendo las
variaciones en la producción calorífica del Sol y en las del propio interior del planeta.
Hemos supuesto además que, desde su aparición, la especie humana ha formado,
como las demás especies, parte de Gaia, y que como ellas ha tomado parte
inconscientemente en el proceso de homeostasis planetaria.
Durante los últimos siglos, sin embargo, nuestra especie, junto con sus cosechas y
su ganado, ha crecido al punto de convertirse en parte substancial de la biomasa total,
mientras la proporción de energía, información y materias primas utilizada ha crecido
a ritmo incluso más rápido debido al efecto magnificador a la tecnología. Parece por
tanto importante preguntar, en el contexto de Gaia, cuál ha sido el efecto de todos
estos acontecimientos y si el hombre tecnológico es aún parte de Gaia o es ajeno a
ella en una o en varias formas.
Agradezco a mi colega Lynn Margulis haber esclarecido estas difíciles cuestiones
señalando: «Toda especie modifica su entorno en mayor o menor medida para
optimizar su tasa de producción. Gaia no es excepción a esta norma, al ser el
resultado de la suma de todas estas modificaciones individuales y porque en lo
tocante a producción de gases, nutrientes y remoción de desechos, todas las especies
están conectadas entre sí». En otras palabras, que nos guste o no y con independencia
de lo que podamos hacer al sistema total, continuaremos incluidos (aunque
ignorándolo) en el proceso regulador de Gaia. Como no somos todavía una especie
completamente social, nuestra participación se producirá tanto a nivel comunitario
como personal.
Si esperar que las acciones de los individuos o las comunidades puedan poner
coto al despojo de la Tierra o tener influencia sobre problemas tan serios como el
crecimiento demográfico parece descabellado, piénsese en lo sucedido durante los
últimos veinte años, en los que hemos empezado a ser conscientes de la existencia de
problemas ecológicos a escala global. En tan corto período la mayoría de los países
han aprobado nuevas leyes y normativas que limitan la libertad de los empresarios y
de la industria, en interés de la ecología y del entorno. La realimentación negativa ha
tenido la importancia suficiente como para afectar seriamente al crecimiento
económico. Muy pocos —de haber alguno— de los adivinos y lumbreras que dejaron
oír sus voces durante los primeros sesenta predijeron que pocos años más tarde el
movimiento ecológico sería uno de los factores limitativos de la expansión
económica y sin embargo lo es, bien directamente, exigiendo a la industria que
invierta parte de sus beneficios en la instalación de sistemas para depurar los
desechos producidos (por ejemplo), o bien indirectamente, al destinar recursos de
investigación y desarrollo (originalmente dedicados a la introducción de nuevos
productos) a los esfuerzos que la resolución de problemas ambientales exige. Las
causas ecológicas no son siempre tan válidas como, por ejemplo, la protesta contra el
abuso de pesticidas, práctica nefasta que convierte un instrumento útil y eficaz para
controlar las plagas en una agresión indiscriminada a la biosfera. Ciertos ecologistas

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denunciaron errores de diseño en el oleoducto de Alaska, destinado al transporte de
petróleo a los Estados Unidos. Sus objeciones eran sensatas, pero la campaña,
farisaica y desmedida, organizada por otros, retrasó tan eficazmente su construcción
que la escasez de energía de 1974 fue en gran parte provocada por ella y no, como
habitualmente se afirma, resultado del incremento de precio decretado por otras
naciones productoras de crudos. El costo de este retraso se ha estimado en unos
30 000 millones de dólares. La explotación de la ecología humana con fines políticos
puede terminar por convertirse en nihilismo, en lugar de ser un impulso reconciliador
entre la humanidad y la naturaleza.
Con respecto a la segunda característica, hemos de preguntarnos qué regiones de
la Tierra son vitales para el bienestar de Gaia y sin cuales podría pasarse, asunto
sobre el que ya disponemos de información útil. Sabemos que las regiones del globo
no comprendidas entre los 45° norte y los 45° sur están sujetas a glaciaciones,
durante las cuales grandes extensiones de nieve o de hielo esterilizan totalmente el
suelo haciéndolo confundirse en algunos sitios con el mismo lecho de roca. Aunque
la mayoría de nuestros centros industriales se hallan en las regiones septentrionales
templadas sometidas a glaciaciones, ninguno de los efectos de la actividad industrial
en estas regiones puede compararse con la devastación natural causada por el hielo.
Parece, por lo tanto, que Gaia puede tolerar la pérdida de estas partes de su territorio,
el 30 por ciento aproximadamente de la superficie terrestre (sus pérdidas actuales son
inferiores, dado que entre glaciación y glaciación quedan las zonas de hielo y
permafrost). En el pasado, sin embargo, las fértiles regiones tropicales no habían
sufrido la acción humana, pudiendo compensar, por tanto, las pérdidas sufridas
durante las glaciaciones. ¿Podemos estar seguros de que la Tierra resistirá otra Edad
de hielo habiendo sido despojada de las selvas de sus regiones centrales, lo que bien
puede haber sucedido dentro de algunos decenios más? Es demasiado fácil pensar
que los problemas ambientales (de contaminación, por ejemplo) se dan
exclusivamente en las naciones industriales. Muy oportuna fue la contribución de una
autoridad como Bert Bolin, que estableció en qué medida y con qué rapidez se está
llevando a cabo la destrucción de las selvas tropicales, y determinó algunas de las
posibles consecuencias de su pérdida. Incluso si la especie humana sobreviviera,
podemos estar bien seguros de que la destrucción de los intrincados ecosistemas de
las selvas tropicales supondría una gran pérdida de oportunidades para todas las
criaturas de la Tierra.
No cabe duda de que la selección natural se encargará de decidir oportunamente
lo que es más apto para sobrevivir: una población humana máxima viviendo en el
límite mismo de la subsistencia y enmarcada en un semidesierto planetario —última
etapa del estado–del–bienestar— o un sistema social menos costoso y de menor
número de personas. Podría argüirse que un mundo cuya población se cuente por
decenas de miles de millones no es solo posible sino tolerable, mediante el continuo
desarrollo de la tecnología: pues bien, el grado de regimentación, autodisciplina o

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sacrificio de la libertad personal que por necesidad habría que imponer a cada uno de
los miembros de un mundo tan atestado lo harían inaceptable según muchos de
nuestros criterios actuales. Hemos de tener presente, sin embargo, que tanto las
condiciones chinas como las británicas son indicativas de que las altas densidades de
población no hacen necesariamente imposible o desagradable la vida. El
conocimiento y la comprensión plenos de los límites territoriales de Gaia
desempeñarían un papel esencial en nuestro éxito como especie; sería imprescindible
mantener escrupulosamente la integridad de las regiones clave en la regulación de la
salud planetaria.
Con suerte, quizá descubramos que los órganos vitales del cuerpo de Gaia no
están en las superficies terrestres sino en los estuarios, los pantanos y en los fangos de
las plataformas continentales. Es aquí donde el ritmo de enterramiento de carbono se
ajusta automáticamente al oxígeno disponible y donde son devueltos a la atmósfera
elementos esenciales. Hasta saber bastante más sobre la Tierra y sobre el papel de
estas regiones, haríamos mucho mejor en considerarlas terrenos no explotables.
Son posibles, obviamente, otras áreas claves inesperadas. No sabemos, por
ejemplo, cuál es la cuantía del metano que los microorganismos anaeróbicos envían a
la atmósfera. Como se indicó en el capítulo 5, la producción de metano puede ser
relevante en el control del oxígeno, pero algunas de estas comunidades anaeróbicas
no viven en los lechos marinos sino en nuestro intestino y en el de otros animales.
Hutchinson, en su estudio sobre la bioquímica de la atmósfera, pionero de la
especialidad, sugería esta fuente como origen de casi todo el metano atmosférico. No
es imposible que en el metano y demás gases intestinales radique el factor decisivo.
El vuelo de los cuescos, podría uno pensar, pero es un buen ejemplo para ilustrar
cuán escasos son todavía nuestros conocimientos. Nos recuerda igualmente que,
independientemente de nuestras preferencias, las funciones realizadas en el sistema
vivo de Gaia son en ocasiones bien humildes.
El examen detallado de los ciclos reguladores de la concentración atmosférica de
oxígeno ilustrada en el capítulo 5 pone de manifiesto una red de intrincadas
conexiones, tan compleja que desafía el análisis completo. Esto nos trae al tercer
problema de Gaia, a saber: es un organismo cibernético. Las muchas posibilidades
por las que puede discurrir la regulación suelen ir asociadas a diferentes constantes de
tiempo y a distintas capacidades funcionales o, como diría el ingeniero, bucles de
ganancia variables. Cuanto mayor sea la parte de la biomasa terrestre ocupada por la
humanidad, las cosechas y los rebaños del hombre, más nos afecta la transferencia de
energía, solar y de otra clase, en el sistema. Con la realización de esta transferencia
energética crece nuestra responsabilidad en el mantenimiento de la homeostasis
planetaria, seamos conscientes del hecho o no. Cada vez que alteramos
significativamente alguna parte de un proceso regulador o introducimos en él una
nueva fuente de energía o información, acrecentamos la probabilidad de que una de
estas modificaciones debilite la estabilidad de todo el sistema al reducir el número de

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respuestas posibles.
En cualquier sistema operativo cuya meta sea la homeostasis, las desviaciones del
óptimo general causadas por cambios en los flujos energéticos en los tiempos de
respuesta tienden a corregirse buscando un nuevo óptimo que incorpore los cambios;
resulta imposible que un sistema tan experimentado como Gaia sea fácilmente
perturbable. Tendremos, no obstante, que andarnos con mucho cuidado para evitar
desastres cibernéticos tales como la realimentación positiva en cadena o la oscilación
sostenida. Si, por ejemplo, los métodos de control climatológico descritos fueran
gravemente alterados, la consecuencia podría ser el sofocón de una fiebre planetaria o
los estremecimientos de una glaciación; la tercera posibilidad, la oscilación sostenida,
incorpora a los dos desagradables estados acabados de mencionar: pasaríamos
sucesivamente de uno a otro.
Esto podría suceder si, llegados a una intolerable densidad de población, la
actividad humana hubiera deteriorado de forma incapacitante los poderes de Gaia. El
hombre se encontraría entonces ocupando el poco envidiable cargo (a desempeñar
además hasta el fin de sus días) de ingeniero de reparaciones planetario. Gaia habría
retrocedido a los fangos dejando para nosotros la tarea, complejísima e inacabable, de
mantener en buen funcionamiento todos los ciclos del planeta. Seríamos finalmente
los pasajeros de ese extraño artilugio, la «nave espacial Tierra»; lo que, domesticado
y atendido, quedara de la biosfera sería verdaderamente nuestro «equipo de
supervivencia». Nadie sabe todavía cual es el número óptimo en la especie humana:
el equipo analítico requerido para contestar a esta pregunta debe aún desarrollarse.
Suponiendo el actual consumo de energía per cápita, podría decirse que, por debajo
de los 10 000 millones, seguiríamos estando en el mundo de Gaia, pero más allá de
esa cifra, especialmente si el consumo de energía aumenta, nos aguarda o la
esclavitud permanente en el barco-prisión de la nave espacial Tierra o la
gigamuerte[*], de modo que quienes sobrevivan puedan intentar la resurrección de
Gaia.
Lo que de especial tiene el hombre no es el tamaño de su cerebro, equivalente al
de un delfín, ni su incompleto desarrollo como animal social, ni siquiera la facultad
del habla o la capacidad de utilizar herramientas. El hombre es especial porque de la
combinación de todas estas cosas ha surgido una entidad enteramente nueva. Cuando
estuvo organizado socialmente y logró proporcionarse una tecnología (aunque fuera
tan rudimentaria como la que poseía un grupo tribal de la Edad de Piedra) el hombre
empezó a utilizar un talento totalmente nuevo: el de obtener, conservar y elaborar
información, empleada después para manipular el entorno de modo deliberado y
previsor.
Cuando los primates, siguiendo las etapas evolutivas de las hormigas,
constituyeron por vez primera una colonia inteligente, su potencial para modificar la
faz misma de la Tierra fue algo tan revolucionario como la aparición, eones antes, de
los primeros organismos fotosintetizadores que producían oxígeno. Desde sus

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mismos comienzos, esta nueva organización tuvo la capacidad de modificar el
entorno a escala planetaria. Hay pruebas fehacientes, por ejemplo, de que cuando la
joven humanidad, cruzando el estrecho de Bering, llegó a Norteamérica, su presencia
significó el exterminio de diferentes especies animales, grandes mamíferos sobre
todo, a escala continental y en muy pocos años. Las artes cinegéticas de la época,
crueles y perezosas, no eran excesivamente refinadas: la tribu obtenía sus piezas
incendiando una línea de bosque y aguardando la aparición de los animales en un
lugar conveniente. Empujados por el fuego, iban a clavarse en los utensilios
punzantes de los cazadores. Se trataba simplemente de recurrir a una nueva
tecnología usándola de modo ecológicamente desastroso (y sin embargo, como
Eugene Odum nos recuerda, el empleo de este método produjo el desarrollo de los
ecosistemas de las grandes praderas).
Si hacemos un rápido examen de la historia de la humanidad en tanto que especie
colectiva, dirigiendo nuestra atención particularmente a sus relaciones con el entorno
planetario, aparecen ante nuestros ojos una serie de repeticiones. Hay períodos de
rápido desarrollo tecnológico que concluyen en lo que parece ser una catástrofe
medioambiental. Les siguen largos intervalos de estabilidad y coexistencia
transcurridos en ecosistemas nuevos, modificados. El método de caza mediante
incendio que acabamos de describir produjo la destrucción de los ecosistemas
selváticos, pero fue también causa de un período de coexistencia y de la aparición de
ecosistemas del tipo de la sabana. Hay un ejemplo más cercano —señala Dubos— en
las Actas de Cercamiento inglesas, leyes denegatorias del libre acceso a las tierras
comunales; a ellas, consideradas en la época de su promulgación como un desastre
ambiental, debe el paisaje británico su aspecto característico y su gran riqueza en un
hábitat determinado, el seto. Se lamenta hoy mucho la desaparición de los setos a
causa de la conversión de la agricultura en el «agronegocio», pero como pregunta
adecuadamente Dubos, ¿no volverá a llorarse la pérdida del nuevo ecosistema cuando
dé paso a su vez, a algún futuro avance tecnológico? Esta progresión podría ser
definida como la «ley del abuelo», que establece la superior bondad de las cosas de
los viejos tiempos.
Es inevitable que los acontecimientos de la evolución causen malestar en el orden
establecido, y ello sucede en todos los niveles de lo vivo. En el más bajo, el de los
virus, uno causante tan solo de molestias puede convertirse en letal por obra de una
mutación, como sucedió con una cepa de virus gripal en 1918, cuando una pandemia
de «gripe española» causó un número de muertes superior al de la totalidad de las
bajas acaecidas en la Primera Guerra Mundial. Otro ejemplo fue la nueva
organización de la hormiga roja, tan eficaz que gracias a ella pudo invadir y colonizar
el continente norteamericano. Cualquiera que haya tenido la desgracia de causar
algún tipo de molestias a las ocupantes de un nido sabe el doloroso tratamiento
reservado para los invasores.
Nuestro continuo desarrollo en tanto que animales sociales inteligentes ligados a

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la tecnología por unos lazos de dependencia cada vez más estrechos ha perturbado
inevitablemente el resto de la biosfera y seguirá haciéndolo así. El hombre podrá
tener una tasa de mutación muy baja, pero el ritmo al que cambia esa asociación
colectiva denominada humanidad se acelera continuamente. Richard Dawkins ha
señalado que, en este contexto, todos los avances tecnológicos grandes o pequeños
pueden considerarse análogos a mutaciones.
El notable éxito de nuestra especie deriva de su facultad de reunir, comparar y
determinar, las respuestas a las preguntas medioambientales, acumulando de este
modo lo que en ocasiones se denomina conocimiento tribal o convencional.
Originalmente transmitido boca a boca de una generación a la siguiente, se ha
convertido hoy en una asombrosa cantidad de información almacenada. Un pequeño
grupo tribal no separado todavía de su hábitat natural vive una interacción intensa con
el entorno y cuando se producen enfrentamientos entre la sabiduría convencional y la
optimización gaiana, la discrepancia se percibe rápidamente y se corrige al punto.
Quizá por esta razón las vidas de grupos como los esquimales o los bosquimanos
están, aparentemente, tan bien adaptadas, son las óptimas para los entornos de
extremo rigor en los que se enmarcan. Es ya un tópico que cuando han entrado en
contacto con los conocimientos de nuestras sociedades urbanas e industriales, más
amplios y difusos, han salido generalmente perjudicados. Muchos de nosotros hemos
contemplado esas patéticas imágenes de esquimales «civilizados»: sentados en
cabañas prefabricadas, fuman cigarrillo tras cigarrillo, doliéndose del destino de sus
hijos que, lejos de casa, aprenden a leer y escribir, en lugar de cómo vivir en el
Ártico.
Al intensificarse el carácter urbano de las sociedades, el flujo de información que
va de la biosfera al conglomerado de saberes denominado conocimiento urbano
disminuyó, comparado con el que siguió impregnando el acervo cultural de las
comunidades agrícolas o cazadoras. Al mismo tiempo, las complejas interacciones
humanas propias de la ciudad producían nuevos problemas que no podían ser
desatendidos; fueron resueltos y almacenadas las soluciones. No tardó mucho el saber
urbano en consagrarse casi por completo a los problemas de las relaciones humanas,
contrastando con los grupos tribales que aún reservan el lugar debido para las
relaciones con el resto del mundo, animado e inanimado.
Siempre me ha parecido asombrosa la forma en que Descartes asimilaba los
animales a las máquinas —dado que unos y otras carecían de alma—, mientras para
el hombre, provisto de alma inmortal, quedaba la conciencia y el pensamiento
racional. Siendo Descartes, como era, extremadamente inteligente, resulta increíble
que fuera tan poco observador como para alegar que solo el hombre sentía
conscientemente el dolor y que la crueldad con un caballo o un gato no tenía
importancia alguna, ya que su comprensión del dolor no superaba la que pudiera
tener cualquier objeto inanimado, una mesa por ejemplo. Creyera o no en ella, esta
detestable noción gozó de gran predicamento entre sus contemporáneos y sigue

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estando vigente desde la época del filósofo. Ilustra ejemplarmente hasta qué punto la
sabiduría convencional de una sociedad urbana cerrada deviene alienada del mundo
natural. Confiemos en que esta enajenación esté llegando a su fin y que los medios de
comunicación (especialmente las magníficas series televisivas sobre historia natural y
temas afines) ayuden a desterrarla del todo. Nos hallamos actualmente en el centro de
una explosión de las comunicaciones; en breve, cada pantalla de TV será una ventana
abierta al mundo, aunque ya ha expandido e incrementado enormemente la cuantía, el
ritmo y la variedad del flujo de información. Quizá estemos saliendo finalmente de
unas aguas estancadas que brotan de la vida medieval.
Nos hemos explayado hasta aquí sobre lo que podría ir mal en el futuro, pero hay
una forma más optimista de ver las cosas. La mayoría de los periódicos dan cabida en
sus páginas a la publicidad de seguros de vida cuyas promesas de substanciosas
cantidades entregadas en la ancianidad a cambio de una módica cuota mensual
resultan atrayentes para muchos lectores de edad inferior a los cuarenta años. La
actividad, aún pujante, de las compañías de seguros, es buena prueba de la fe que la
mayoría de la gente tiene en el futuro. Herman Kahn, ese gran profeta de lo por venir,
ve una América de 600 millones de habitantes en el próximo siglo, cuya densidad de
población será, mayoritariamente, del orden de unas 2000 personas por milla
cuadrada, equivalente a la densidad actual de Westchester County. Cree —y lo
justifica convincentemente— que esa población, además de vivir en un mundo
mucho más desarrollado que este tendrá a su disposición un suministro inagotable de
todo cuanto es esencial para la vida. Casi todos esos profesionales que reúnen
información sobre los recursos mundiales y la estudian con la ayuda de poderosas
herramientas, se muestran de acuerdo en que las tendencias expansivas de la
demografía y la tecnología continuarán durante, por lo menos, treinta años más.
La mayoría de los gobiernos y muchas importantes multinacionales, o bien se
aseguran los servicios de alguno de estos profetas o instalan sus propios gabinetes de
predicción que, compuestos por expertos brillantes y equipados con el hardware más
sofisticado, centralizan información de todo el mundo y la filtran utilizando los datos
resultantes para construir hipótesis —o modelos, empleando el término hoy más
usado— refinadas una y otra vez hasta que el futuro puede contemplarse con una
claridad parece ser que comparable a la ofrecida por las pantallas de los primeros
televisores. Paralelamente a estos avances de la «futurología», aumenta a diario el
número de científicos que realizan sus proyectos de investigación tomando como
referencias modelos semejantes, llevan a cabo las medidas experimentales e
introducen los resultados en un computador donde son comparados con las
predicciones de una hipótesis. Si discrepan, se intentan localizar posibles errores o se
descarta el modelo y se prueba con otro, intentando encontrar una concordancia más
estrecha. Cuando el científico que reúne los datos experimentales es también el
constructor del modelo o encomienda esta tarea a un colega cercano, todo sale a las
mil maravillas. La rapidez con la que el computador puede realizar la labor de cálculo

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de otro modo agotadora, potencia enormemente la combinación; pronto puede
seleccionarse la hipótesis más adecuada para promover una teoría. Desgraciadamente
la mayoría de los científicos viven en las ciudades y tienen poco o ningún contacto
con el mundo natural. Construyen sus modelos de la Tierra en universidades o en
instituciones que disponen de todo el talento y el equipo necesario, pero tiende a
faltar ese vital ingrediente, la información recogida de primera mano. En estas
circunstancias es una tentación natural suponer que la información contenida en los
libros y publicaciones científicas es adecuada, y que si no concuerda con el modelo
será en los hechos donde esté el error. A partir de ahí es sencillísimo dar el paso fatal:
seleccionar únicamente datos que se ajusten al modelo. Pronto habremos construido
una imagen no del mundo real, que podría ser Gaia, sino de esa obsesiva alucinación,
Calatea, la hermosa estatua de Pigmalión.
Hablo de algo personalmente vivido cuando digo que somos muy pocos los
científicos que elegimos el viaje o la expedición para llevar a cabo in situ la toma de
datos sobre la atmósfera, el océano y sus interacciones con la biosfera, comparados
con los que realizan sus trabajos de investigación sin moverse de universidades o
instituciones radicadas en ciudades. Es raro el contacto personal entre exploradores y
quienes construyen el modelo; para transmitir la información se utiliza la fraseología,
limitada y tersa, de los artículos científicos, donde no hay lugar para observaciones
sutiles, calificadoras, que acompañen a los datos. No resulta en absoluto sorprendente
que, con demasiada frecuencia, los modelos sean galateicos.
Si pretendemos vivir en armonía con el resto de Gaia, es preciso corregir cuanto
antes este desequilibrio; necesitamos un flujo continuo de información precisa
concerniente a cuantos más aspectos de nuestro mundo, mejor. La confección de
modelos con datos atrasados e imprecisos es tan absurda como predecir el tiempo de
mañana utilizando un computador gigante y los datos meteorológicos de treinta días
atrás. Adrian Tuck, que trabaja con la British Metereological Office, acostumbra a
señalarme cuán saludable es recordar que la más experimentada y profesional de
todas las ciencias predictivas es la meteorología. La predicción meteorológica actual
tiene a su servicio la red de recogida de datos más extensa y fiable, dispone de los
computadores más potentes del mundo y algunos de los miembros de nuestra
sociedad dotados de mayor talento y capacidad trabajan para ella y, sin embargo,
¿qué grado de certeza tienen las previsiones a un mes vista, para no decir nada de las
formuladas a plazos más largos?
Del mismo modo que quienes se someten a privación sensorial sufren
alucinaciones, podría ser que quienes confeccionan los modelos, habitantes de
ciudad, fueran propensos a construir pesadillas más que realidades. Nadie que haya
experimentado la absorbente actividad que es la construcción de modelos de
computador negará la tentación de utilizar los datos convenientes para continuar
jugando a lo que bien podría ser el solitario definitivo.
Tal como están las cosas, nuestra ignorancia sobre las posibles consecuencias de

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nuestras acciones es tan grande que las predicciones útiles del futuro quedan
prácticamente descartadas. La polarización política de nuestro mundo y la
fragmentación de la sociedad en pequeñas entidades tribales miopes dificulta cada día
más la exploración y la recogida científica de datos, lo que no contribuye
precisamente a mejorar la situación. Ninguno de los grandes viajes de exploración del
siglo pasado, como las expediciones del Beagle o del Challenger, podrían llevarse
hoy a término sin impedimentos o retrasos. Con razón o sin ella, las naciones en vías
de desarrollo tienden a considerar los navíos de investigación como agentes de la
explotación neocolonialista en busca de las riquezas minerales contenidas en sus
plataformas continentales. En 1976, los argentinos dieron un paso más en esta
dirección al abrir fuego sobre el Shackleton que, en viaje de investigación, navegaba
en las proximidades de las islas Falkland. De modo similar, resulta hoy difícil para un
científico independiente entrar con equipo de observación atmosférica en muchos
países tropicales. La investigación científica parece haber sido nacionalizada: o la
lleva a cabo un ciudadano del país o no lo hace nadie. Haya o no una justificación
histórica o real para tales temores a ser explotados, lo cierto es su amplia
generalización en la mitad tropical del mundo; en consecuencia, la investigación
científica a escala global se hace progresivamente más difícil.
Aunque dudemos de la adecuación de los modelos que del mundo por venir están
confeccionando los moradores de los «tanques de cerebros», hay algo que parece
cierto sobre el futuro próximo: no podemos renunciar voluntariamente a la
tecnología. Estamos tan inextricablemente ligados a la tecnosfera que intentar
abandonarla sería algo tan falto de realismo como si el pasajero de un transatlántico
saltara por la borda en medio del océano para, en gloriosa independencia, hacer a
nado el resto de la travesía. Muchos han sido los grupos que han tratado de escapar a
la sociedad moderna y volver a la naturaleza. Casi todos han fracasado, y cuando se
examinan los escasos éxitos parciales, siempre parece haber una fuerte dosis de
apoyo por parte del resto de nosotros, caso análogo a ciertas situaciones comentadas
en el capítulo 6, los entornos extremos —hablábamos de arroyos de agua hirviente o
lagos salobres— que eran exitosamente colonizados por microorganismos o, en
ocasiones, por formas de vida más complejas, decíamos que si estos colonizadores
sobrevivían era únicamente porque el resto de nosotros en Gaia les suministraba
continuamente oxígeno, substancias nutritivas y demás elementos necesarios. De
igual modo que la tolerancia hacia la excentricidad personal es rasgo distintivo de las
civilizaciones prósperas, las excentricidades biológicas se dan tan solo en un planeta
floreciente. (Esta es, a propósito, una razón más por la cual la búsqueda de las escasas
formas de vida que habrían podido adaptarse a las rigurosas condiciones de Marte
será probablemente en vano). Una solución más prometedora a los problemas que
nosotros mismos nos hemos creado es la ofrecida por el movimiento en pro de una
tecnología apropiada o alternativa. Hay en él un honesto reconocimiento de nuestra
dependencia de la tecnología, intentando simultáneamente seleccionar solo aquellas

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de sus manifestaciones cuyas exigencias en recursos naturales son razonables y
modestas.
Nuestros intentos de dar solución a las escasez de recursos naturales parecen
subestimar permanentemente las posibilidades de la prensa y de los sistemas de
telecomunicación, no solo por lo que respecta a su capacidad de influir en los
acontecimientos presionando sobre las instituciones y grupos oportunos (tal como
señalaba la muy usada expresión «el poder de la prensa»), sino también mediante su
capacidad de mantener informado de lo que ocurre a casi todo el mundo la mayor
parte del tiempo. Ya hemos señalado que la rápida diseminación de la información
sobre el medio ambiente ayuda a reducir la constante temporal de nuestra respuesta a
los cambios adversos.
No hace demasiado tiempo parecía que la humanidad fuera el cáncer del planeta.
Habíamos cortado, aparentemente, los bucles de realimentación de la peste y las
hambrunas que regulaban nuestro número. Crecíamos sin restricciones a expensas del
resto de la biosfera, mientras al mismo tiempo nuestra contaminación industrial y los
agentes antibióticos químicos como el DDT envenenaba a las pocas criaturas que no
habíamos arrancado de sus hábitats. Cierto es que el peligro está por conjurar en
algunos lugares, pero la población ha dejado de crecer indiscriminadamente en todos
lados, la industria es mucho más consciente de sus repercusiones sobre el medio
ambiente y sobre todo hay una toma de conciencia pública que se extiende por
doquiera. Podemos aducir que el esparcir información concerniente a nuestros
problemas está provocando el desarrollo de un nuevo proceso, si no de solución, si al
menos de control. Hemos de felicitarnos por no necesitar ya de los brutales
reguladores demográficos que son las epidemias y las hambrunas. En muchos países,
el control de la natalidad es una práctica espontánea cuyo origen es el deseo de una
mayor calidad de vida, raramente posible cuando los hijos son muy numerosos. No
debemos olvidar nunca, sin embargo, que esta fase puede ser provisional y que como
C. G. Darwin[**] nos advierte, la selección natural se oponga al control demográfico
voluntario y lleve al Homo philoprogenitus a la victoria: si así fuera, nuestro
crecimiento numérico tendría lugar a un ritmo incluso más veloz que el primero.
La revolución de la tecnología de la información está llamada a provocar en el
mundo del futuro cambios que actualmente nadie es capaz de concretar. En un
significativo trabajo publicado por el Scientific American en 1970, Tribus y McIrvine
desarrollaban el tema «conocimiento es poder» de un modo verdaderamente
exhaustivo. Señalaban, entre otras muchas cosas, que una forma de interpretar la
liberalidad del Sol era considerarla como el regalo continuo de 1037 unidades de
información por segundo, en lugar de expresarlo con los 5 × 107 megavatios/hora
habituales. Hemos visto en páginas anteriores que nos hallamos cerca de los límites
de lo que pueda hacerse con esta energía, pero si somos capaces de domesticar ese
flujo de información los límites serán casi inexistentes. Con la ayuda del hardware
desarrollado, nos embarcamos con placer creciente en las primeras explotaciones de

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ese rico mundo de información, el espacio idea. ¿Conduciría esto a otra perturbación
medioambiental? ¿Significa la creciente entropía del lenguaje, su deterioro, que ha
empezado ya la contaminación del espacio idea?
Hay un tiempo para cada cosa, hay un tiempo para cada intención bajo el cielo: Un tiempo de nacer y un
tiempo de morir, un tiempo de sembrar y un tiempo de cosechar lo sembrado.
Regreso para ver que, bajo el sol, no gana la carrera el veloz, ni la batalla el fuerte, ni hay pan para el discreto,
ni riquezas para los hombres de sabiduría, ni favor para los diestros, sino que el tiempo y el azar se cuidaban
de todos.
La belleza es verdad, la verdad belleza, eso es todo:
De la Tierra sabéis y nada os falta.

No existen recetas, no hay códigos para vivir en el seno de Gaia. Solo las
consecuencias de nuestros actos, cada cual de los suyos.

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[*] gigadeath en el original: equivalente a mil megamuertes, fue acuñada para
describir la muerte de miles de millones de personas a causa de una conjunción de
catástrofes relacionadas con la civilización industrial; la explosión demográfica, el
cambio climático y el agotamiento de recursos entre otros (N. del E.). <<

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[**] Charles Galton Darwin, nieto de Charles Darwin (N. del E.). <<

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9 Epílogo

Mi padre nació en 1872 y creció en Berkshire Downs, al sur de Wantage. Era un


excelente y entusiasta jardinero y tenía una personalidad encantadora. Le recuerdo
salvando unas avispas que habían caído en la pila y corrían peligro de ahogarse. Me
dijo que si estaban ahí era para algo y luego me explicó cómo mantenían a raya a los
áfidos de los ciruelos y que, teniendo en cuenta la perfección con que desempeñaban
su trabajo, bien se merecían algunas de las frutas en pago.
No tenía creencias religiosas formales y no pertenecía a iglesia alguna. Tengo la
impresión de que su sistema moral derivaba de esa mezcolanza de cristianismo y
magia tan común entre las gentes del campo: para ellas, tanto el primer día de mayo
como la Pascua son motivo de ceremonia y regocijo. Sentía instintivamente su
parentesco con todos los seres vivientes y aún recuerdo cuanto dolor le producía ver
un árbol cortado. Debo buena parte de mis sentimientos hacia las cosas naturales a los
paseos dados con él por antiguos caminos y senderos que serpenteaban entre la
campiña y que gozaban, o parecían gozar en aquellos días, de una tranquilidad
decorosa y dulce.
Si he comenzado el capítulo con estos apuntes autobiográficos ha sido para iniciar
con mayor facilidad el examen de los aspectos más especulativos e intangibles de la
hipótesis de Gaia: los que conciernen al pensamiento y a la emoción en la
interrelación del hombre y Gaia.
Empecemos por nuestro sentido de la belleza. Al decir sentido de la belleza, hablo
de esos complejos sentimientos de placer, reconocimiento, plenitud, asombro,
excitación y anhelo que nos invaden cuando vemos, palpamos, olemos o escuchamos
algo que acreciente nuestra autoconsciencia y al mismo tiempo profundice nuestra
percepción de la verdadera naturaleza de sus cosas. Se ha dicho frecuentemente —por
algunos ad nauseam— que estas placenteras sensaciones están inextricablemente
ligadas a esa extraña hiperestesia del amor romántico. Aunque así sea, no parece
necesario tener que atribuir el placer sentido paseando por el campo, mientras la
mirada se pierde sobre suaves colinas a que asimilamos instintivamente los contornos
redondeados de estas a los de un pecho femenino. En realidad, tal pensamiento podría
ocurrírsenos, pero nuestro placer es también explicable en términos de Gaia.
Parte de la recompensa implícita en el cumplimiento de nuestro rol biológico
mediante la creación de un hogar, de una familia es un sentimiento subyacente de
satisfacción. A pesar de lo dura y lo descorazonadora que esta tarea haya podido ser a
veces, a un nivel más profundo nos sentimos agradablemente conscientes de haber
hecho lo que debíamos, de habernos mantenido en la corriente de la vida. Cuando por
una u otra razón nos hemos desorientado o las cosas no van bien nos colma una
sensación tan perceptible como la anterior, pero dolorosa, de pérdida y fracaso. Quizá
estemos también programados para reconocer instintivamente nuestro rol óptimo en

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relación con las demás formas de vida a nuestro alrededor. Cuando, en nuestras
relaciones con las demás partes de Gaia, actuamos según nos dicta este instinto,
somos recompensados por la constatación de que lo que parece correcto es también
hermoso, apareciendo esas placenteras sensaciones cuyo conjunto es nuestro sentido
de la belleza. Cuando la relación con lo que nos rodea se pervierte o se deteriora, la
consecuencia es una sensación de vacío, de carencia. Muchos de nosotros hemos
experimentado el choque que supone encontrar el pacífico valle de nuestra niñez,
donde crecía el tomillo y los setos estaban coronados de rosas mosqueta, convertido
en una extensión uniforme de cebada (pura y sin malas hierbas) desprovista de la
menor característica propia.
El que nos asalten sensaciones placenteras —estímulo, además, para preservar—
cuando establecemos una relación equilibrada con las demás formas de vida es
congruente con las fuerzas darwinianas de la selección natural. El milenario New
Forest del sur de Inglaterra, en una época coto de caza privado de Guillermo el
Conquistador y sus barones normandos, es todavía un lugar de increíble belleza,
patrullado de noche por tejones y en el que los caballos tienen preferencia de paso
sobre peatones y vehículos de motor. Aunque estas históricas 130 millas cuadradas de
bosque y brezal están bajo la protección de Decretos Parlamentarios especiales,
sobreviven realmente gracias a nuestra incesante vigilancia, ya que en la actualidad
son campo de recreo para miles de excursionistas, campistas y turistas que vierten en
él 600 toneladas de basuras anuales y que, en ocasiones, dejan caer descuidadamente
una cerilla o un cigarrillo sin apagar, provocando incendios que en horas destruyen
muchos acres de algo cuya existencia ha requerido el ejercicio de una relación
equilibrada entre el bosque y sus moradores durante siglos.
Otro instinto nuestro que probablemente trabaje también en pro de la
supervivencia es el que asocia la adecuación física y las proporciones debidas a la
belleza individual. Nuestros cuerpos están formados por células cooperativas; cada
una de ellas, es decir, cada soma celular provisto de núcleo, es la asociación
simbiótica de entidades más pequeñas. Si un ser humano, producto de todo este
esfuerzo cooperativo, resulta hermoso cuando está correctamente ensamblado, ¿es
descabellado sugerir que, guiados por idéntico instinto, quizá reconozcamos la
belleza y la adecuación de determinado entorno, cuya génesis implica la reunión de
un grupo de animales —incluyendo al hombre— y otras formas de vida?
Sería espantosamente difícil verificar experimentalmente la noción de que el
instinto de asociar adecuación a belleza favorece la supervivencia, pero valdría la
pena intentarlo. Me pregunto si, una vez establecida tal noción, podríamos valorar la
belleza objetivamente en lugar de hacerlo con mirada de poseedor. Hemos visto cómo
la capacidad de reducir la entropía —o dicho con los términos de la teoría de la
información, para reducir la incertidumbre de mis respuestas a las cuestiones sobre la
vida— es, en sí misma, una medida de la vida. También la belleza, podría seguirse de
lo anterior, está asociada con mengua de la entropía, disminución de la incertidumbre

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y menor vaguedad. Quizás siempre hayamos sabido esto ya que, después de todo,
forma parte de nuestro programa interno de reconocimiento de la vida. Por ello, y
mirando con los ojos de Blake, hasta nuestro depredador nos parece hermoso:
¡Tigre! ¡Tigre! resplandor ardiente
de las florestas de la noche
¿Qué ojo inmortal, qué mano
tu simetría temible retuviera?

¿En qué abismos profundos, en qué cielos


destellaba la hoguera de tus ojos?
¿Qué altas alas audaces necesita?
¿Dónde la fuerte mano que retendrá la llama?

Podría ser incluso que el ideal platónico de belleza absoluta significara algo, que la
naturaleza misma de la vida, ese inaccesible estado de certidumbre, pudiera medirse
contra él.
Mi padre nunca me dijo porqué creía que todo cuanto había en el mundo tenía una
razón de ser; imagino que sus pensamientos y sentimientos sobre la campiña estaban
basados en una mezcolanza de instinto, observación y sabiduría tribal, ingredientes
que aún permanecen diluidos en muchos de nosotros y que todavía son lo bastante
fuertes como para dar impulso a movimientos ecologistas llamados a convertirse en
fuerzas cuya existencia ha de ser tenida en cuenta por otros poderosos grupos de
presión de nuestra sociedad. Como consecuencia de ello, las iglesias de las religiones
monoteístas y las recientes herejías del humanismo y el marxismo se enfrentan a la
desagradable verdad de que su viejo enemigo, el pagano de Wordsworth «a los
pechos criado de gastada doctrina», está aún vivo, parcialmente al menos, en nuestro
interior.
En épocas pasadas, cuando las epidemias y las hambrunas regulaban el tamaño de
nuestra especie, parecía bueno y conveniente intentarlo todo para sanar al enfermo y
preservar la vida humana, actitud que posteriormente cristalizaría en la creencia de
que la Tierra había sido hecha para el hombre, para dar completa satisfacción a sus
necesidades y a sus deseos. En sociedades o instituciones autoritarias parecía absurdo
dudar de la prudencia o la sabiduría de talar un bosque, represar un río o construir un
complejo urbano. Todo cuanto significara aumento de los bienes materiales, y por eso
mismo, se consideraba correcto. La preocupación moral se limitaba estrictamente a
impedir el soborno y la corrupción, asegurando también un reparto justo de
beneficios.
La angustia que hoy sienten muchos a la vista de dunas, pantanos salobres,
bosques, pueblos incluso, brutalmente destruidos, borrados de la faz de la Tierra por
la maquinaria pesada, es un sentimiento muy real. No es ningún consuelo oír que
lamentarse es reaccionario, que el nuevo desarrollo urbano ofrecerá puestos de
trabajo y oportunidades a los jóvenes. El que esta afirmación sea parcialmente cierta
inhibe la expresión del dolor y la ira producidos por la contemplación del

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desaguisado, lo que los hace aún más intensos. En circunstancias así no es ninguna
sorpresa que el movimiento ecologista, aunque poderoso, carezca de objetivos
definidos. Tiende a lanzar ataques contra blancos tan inapropiados como la industria
del fluorocarburo o la caza del zorro, mientras ignora los problemas, potencialmente
mucho más serios, planteados por la mayoría de los métodos agrícolas.
Las emociones, intensas pero confusas, provocadas por los peores excesos de
obras públicas o de la empresa privada, constituyen un rico filón para los
manipuladores sin escrúpulos; son fuente de ansiedad, por lo tanto, para gobiernos e
industrias responsables. Añadir el muy usado adjetivo «ambiental» a los nombres de
departamentos y organismos no parece tener mucho efecto sobre el reflujo, cada vez
mayor, de iras y protestas.
Las causas ecológicas se apoyan frecuentemente en argumentos biológicos que, si
bien en apariencia tienen una sólida base científica, son de muy poco peso para los
científicos. Los ecologistas saben que, hasta ahora, no hay prueba alguna de que las
actividades humanas, sean cuales fueran, hayan disminuido la productividad total de
la biosfera. Con independencia de los sentimientos de un ecologista como individuo
acerca de un problema inminente, está maniatado por la falta de pruebas científicas
serias. Todo ello configura un movimiento ecológico dividido, confundido y airado.
Las iglesias y los movimientos humanistas, percibiendo la poderosa carga
emocional del movimiento ecologista, han reexaminado creencias y dogmas para
asimilarlo en la medida de lo posible. El concepto cristiano de la administración a
través del hombre por ejemplo, ha cobrado nuevos bríos: si bien sigue aún ejerciendo
dominio sobre los peces, las aves y todo el resto de los seres vivientes, es responsable
ante Dios de la buena gestión de la Tierra.
Desde el punto de vista de Gaia, todos los intentos de racionalizar el hecho de una
biosfera sometida al hombre, sojuzgada por él, están tan condenados al fracaso como
el concepto de colonialismo benevolente. Todos ellos dan por sentado que el hombre
es el propietario del planeta o, al menos, su arrendatario. Rebelión en la granja, la
alegoría orwelliana, cobra un significado más profundo si tenemos en cuenta que, de
una forma u otra, todas las sociedades humanas consideran al mundo una granja de su
propiedad. La hipótesis de Gaia implica que el estado estable de nuestro planeta
incluye al hombre como parte de o socio en una entidad muy democrática.
Entre los diversos conceptos difíciles incorporados a la hipótesis de Gaia está el
concepto de inteligencia. Como en el caso de la vida no podemos definirla
completamente; hemos de contentarnos con categorizarla. La inteligencia es una
característica de los sistemas vivientes, y está muy relacionada con la facultad de
contestar preguntas correctamente. Podría añadirse que, en especial, las preguntas
sobre esas respuestas al medio que afectan la supervivencia del sistema, y la
supervivencia de la asociación de sistemas a las que pertenece.
A nivel celular, las decisiones concernientes, por ejemplo, a la comestibilidad de
una partícula, a si el entorno es favorable u ofrece riesgos y demás interrogantes de

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este tipo, son de vital importancia para sobrevivir. Se trata, sin embargo, de procesos
automáticos carentes por completo de pensamiento consciente. Gran parte de los
ajustes homeostáticos rutinarios, trátese de la célula, el animal, o la biosfera toda,
tienen lugar automáticamente, aunque hay que reconocer la necesidad de un cierto
grado de inteligencia hasta para un proceso automático: sin ella no podría
interpretarse correctamente la información ambiental enviada por los sensores
periféricos. El contestar adecuadamente preguntas sencillas como «¿está demasiado
caliente?» o «¿hay aire suficiente para respirar?» requiere inteligencia. Incluso al
nivel más rudimentario, el ocupado por el primitivo sistema cibernético discutido en
el capítulo 4 cuya función era responder correctamente al sencillo interrogante sobre
la temperatura interna del horno, requiere una forma de inteligencia. En realidad,
todos los sistemas cibernéticos son inteligentes teniendo en cuenta que todos han de
responder correctamente al menos una pregunta. Si Gaia, existe, no hay duda de que,
al menos en este limitado sentido, goza de inteligencia.
El espectro de la inteligencia iría de las manifestaciones más rudimentarias —las
del ejemplo anterior— a nuestros propios pensamientos, conscientes e inconscientes
durante la resolución de un problema difícil. Comentamos brevemente algunos
aspectos de la complejidad del sistema regulador de la temperatura corporal en el
capítulo 4, aunque nos ocupamos sobre todo de la parte completamente automática,
de la parte desprovista de toda acción consciente. Comparado con la termostasis de
un horno de cocina, el sistema automático regulador de la temperatura corporal tiene
la inteligencia de un genio, pero se halla aún por debajo del nivel consciente; es
comparable con el nivel de los mecanismos reguladores que esperaríamos encontrar
en Gaia.
En las criaturas que poseen la facultad del pensamiento consciente, del
conocimiento, y nadie sabe todavía en qué etapa del desarrollo cerebral se instaura
este estado, hay que contar con la posibilidad adicional de la anticipación
cognoscitiva. Un árbol se prepara para el invierno desprendiéndose de las hojas y
modificando su química interna para que las heladas no lo dañen, todo lo cual se
realiza automáticamente, utilizando para ello la información contenida en el código
genético del árbol. Por otra parte, si queremos viajar a Nueva Zelanda en julio una de
nuestras precauciones más inmediatas sería comprar ropa de abrigo; ello comporta el
uso de un tipo de información atesorado por el conjunto de nuestras especies, que está
a disposición de cualquiera de nosotros a nivel consciente. Por lo que se sabe, somos
las únicas criaturas del planeta con capacidad para reunir y almacenar información,
utilizándola después de este modo complejo. Si somos parte de Gaia resulta
interesante preguntarse hasta qué punto es también parte de ella nuestra inteligencia
colectiva: ¿Constituimos, en cuanto que especie, el sistema nervioso de Gaia, el
órgano capaz de anticipar conscientemente los cambios ambientales?
Nos guste o no, estamos empezando a funcionar de esta forma. Piénsese, por
ejemplo, en uno de esos mini-planetas, como Ícaro[*], con un diámetro de una milla

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aproximadamente y una órbita irregular que corta, a la terrestre. Cierto día, los
astrónomos nos advierten que uno de estos mini-planeta sigue una trayectoria de
choque con la Tierra; el impacto tendrá lugar en pocas semanas. El daño potencial
producido por una colisión de esta índole podría ser serio, incluso para Gaia. Es
probable que la Tierra haya sufrido en el pasado algún accidente semejante resultando
de ello una importante devastación. Nuestra tecnología actual quizá nos permitiera
salvarnos y salvar a nuestro planeta. No hay duda alguna de nuestra capacidad de
enviar objetos en vastos trayectos espaciales sirviéndonos del control remoto (de una
precisión cercana casi a lo milagroso) para obligarlos a moverse como queremos. Se
ha calculado que utilizando cierto número de nuestras bombas de hidrógeno
(transportadas en vehículos cohete de gran tamaño) podríamos apartarlo lo suficiente
de su trayectoria para transformar un impacto directo en un pasar rozando. Si esto
suena a disparate de ciencia ficción, convendría recordar que, casi a diario y desde
hace poco menos de cuarenta años, la ciencia ficción de ayer se ha convertido en la
historia de hoy.
Bien pudiera ser que en lugar del planeta, lo que se aproximara fuera una
glaciación particularmente rigurosa. Vimos en el capítulo 2 que aunque otra edad de
hielo pudiera resultarnos desastrosa, tendría una importancia relativa para Gaia. Sin
embargo, si aceptamos nuestro papel cómo parte integrante de Gaia, sus trastornos
son los nuestros; la amenaza de la glaciación se convierte en un riesgo compartido.
Una posible vía de acción al alcance de nuestra capacidad industrial sería la
manufactura de grandes cantidades de fluorocarburos, vertiéndolos luego en la
atmósfera. Cuando la concentración en el aire de estas polémicas substancias pasara
de la décima parte por mil millones, la cifra actual, a varias partes por cada mil
millones, se produciría un efecto invernadero similar al del dióxido de carbono que
impediría el escape de calor al espacio. Su presencia en la atmósfera podría, pues,
alterar completamente el curso normal de la glaciación o por lo menos disminuir en
gran medida su importancia. El que los fluorocarburos causaran algún tipo de
alteración temporal en la capa de ozono sería, comparativamente, un problema trivial.
Estos dos casos hipotéticos son sencillamente dos ejemplos de posibles
situaciones de emergencia para la Gaia del futuro donde podríamos ser de ayuda. Más
importante aún es la implicación del enorme incremento que habría experimentado la
percepción de Gaia debido a la evolución del Homo sapiens, con su inventiva
tecnológica y su red de comunicaciones cada día más refinada y compleja. Gaia, a
través de la especie humana, está ahora alerta, es consciente de sí misma. Ha
contemplado la imagen de su bello rostro a través de los ojos de los astronautas y las
cámaras de televisión de los ingenios en órbita. Participa de nuestras sensaciones de
placer y asombro, de nuestra capacidad de pensamiento consciente y especulación, de
nuestra incansable curiosidad y de nuestro impulso. Esta nueva relación recíproca
entre Gaia y el hombre no está, ni mucho menos, establecida del todo: todavía no
somos una especie verdaderamente colectiva, verdaderamente parte integral de la

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biosfera, como lo somos en cuanto que criaturas individuales. Bien pudiera ser que el
destino de la humanidad sea transformar la ferocidad, la destrucción y la avidez
contenidas en las fuerzas del tribalismo y el nacionalismo, fundiéndolas en una
urgencia compulsiva por unirnos a la comunidad de criaturas que constituye Gaia.
Puede parecer una rendición, pero tengo la sospecha de que las recompensas
(sensaciones de bienestar y plenitud, el sabernos parte dinámica de una entidad
mucho más vasta) compensaría con creces la pérdida de la libertad tribal.
Quizá no seamos la primera especie destinada a cumplir tal función, y
probablemente no seremos tampoco la última. Los grandes mamíferos marinos, cuyos
cerebros son de un tamaño muchas veces superior al de los nuestros, son otros
candidatos. Es un lugar común en biología que la masa de los tejidos no funcionales
se reduce durante el transcurso de la evolución: los sistemas que se optimizan a sí
mismos eliminan los órganos carentes de función. Parece probable, por consiguiente,
que el cachalote haga uso inteligente del enorme cerebro que posee, quizá a niveles
de pensamiento muy por encima de nuestra comprensión. Es posible, desde luego,
que este cerebro apareciera por alguna razón relativamente trivial, para servir, por
ejemplo, como mapa multidimensional viviente de los océanos, porque no hay forma
más potente de consumir espacio de memorización que el almacenaje de datos
ordenados de forma multidimensional. ¿Será quizá el cerebro de la ballena
comparable a la cola del pavo, un deslumbrante órgano de exhibición mental
utilizado para atraer a la pareja e incrementar los goces del cortejo? ¿Es la ballena
que ofrece juegos más estimulantes la que está en mejor posición para elegir pareja?
Sea cual sea la auténtica explicación y la verdadera razón de su existencia, lo que
conviene destacar sobre las ballenas y el tamaño de sus cerebros es que los de gran
porte son, casi con toda seguridad, versátiles. La causa original de su desarrollo pudo
ser todo lo específica que se quiera, pero una vez que aparecen se explotan
inevitablemente otras posibilidades. El cerebro humano, por ejemplo, no se desarrolló
como resultado de la ventaja selectiva natural de aprobar exámenes, ni tampoco para
que pudiéramos realizar ninguna de las gestas memorísticas u otros ejercicios
mentales, que la «educación» exige hoy explícitamente.
Como especie colectiva con capacidad para almacenar y procesar información, es
probable que hayamos sobrepasado con mucho a las ballenas. Solemos mostrarnos
proclives a olvidar, sin embargo, que muy pocos de nosotros seríamos capaces de
fabricar una barra de hierro a partir del mineral en bruto y aún menos seríamos los
capaces de construir una bicicleta partiendo del hierro. La ballena quizá posea, como
entidad individual, una capacidad de pensamiento cuya complejidad vaya mucho más
allá de nuestra comprensión, y puede que entre sus invenciones mentales se cuenten
hasta las especificaciones de una bicicleta; pero sin las herramientas, la técnica y el
almacén permanente de conocimiento, la ballena no puede convertir esos
pensamientos en objetos.
Aunque no conviene establecer analogías entre los cerebros animales y los

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computadores siempre es tentador hacerlo. Sucumbamos a la tentación y
permitámonos la reflexión de que los humanos diferimos de todas las demás especies
animales en la superabundancia de accesorios a cuyo través podemos comunicar y
expresar nuestra inteligencia, tanto individual como colectivamente, utilizándola para
fabricar máquinas y modificar el entorno. Nuestros cerebros pueden compararse con
computadores de tamaño mediano que están directamente conectados entre sí,
disponiendo de bancos de memoria y de un surtido casi ilimitado de sensores,
instrumentos periféricos y otros ingenios. Por el contrario, los cerebros de las
ballenas podrían compararse con un grupo de grandes computadores holgadamente
conectados entre sí pero casi por completo desprovistos de todo medio de
comunicación externa.
¿Qué habríamos pensado de una antigua raza de cazadores, aficionados sobre
todo a la carne de caballo y que, simplemente para satisfacer tal gusto hubiera
perseguido y dado muerte sistemáticamente a todos los caballos de la Tierra hasta la
completa extinción de la especie? Salvajes, perezosos, estúpidos, egoístas y crueles
son algunos de los epítetos que vienen a la mente. ¡Qué derroche cometido por no
saber detectar la posibilidad del trabajo asociado entre hombre y caballo! Ya es
bastante mala la cría, la explotación que de las ballenas hacen esas naciones cuya
industria, atrasada y primitiva, reclama un constante suministro de determinados
productos, pero si les damos caza despiadadamente hasta extinguirlas habremos
cometido un genocidio del que serán culpables esas burocracias nacionales,
indolentes y cerradas, capitalistas o marxistas, desprovistas de corazón o inteligencia
para sentir o comprender la magnitud del crimen. Quizá estén todavía a tiempo de
enmendar sus errores. Quizá, un día, los niños que compartiremos con Gaia
cooperarán pacíficamente con los grandes mamíferos oceánicos utilizando la ballena
para que los viajes de la mente adquieran mayor impulso, de igual modo que el
caballo nos transportó una vez sobre la superficie de la Tierra.

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[*] mini-planet, en el original, es un término obsoleto desde 2006. Actualmente Ícaro

está clasificado como asteroide (N. del E.). <<

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Definiciones y explicaciones de términos
Abiológico
Literalmente sin vida, aunque en la práctica es un adjetivo de especialistas que
describe situaciones en las que la vida no ha tenido parte en el resultado o producto
final. Una roca de la superficie lunar ha sido formada y configurada abiológicamente,
mientras que casi todas las rocas de la superficie de la Tierra han sido modificadas, en
mayor o menor grado, por la presencia de vida.

Acidez y pH
El uso científico del término ácido describe substancias prontas a desprenderse de
átomos de hidrógeno cargados positivamente, o protones, como los químicos los
denominan. La fuerza de una solución acuosa de un ácido viene convenientemente
dada en términos de su concentración de protones, que habitualmente va del 0,1 por
ciento de los ácidos muy fuertes a una parte por mil millones de un ácido muy débil
como el ácido carbónico, el ácido del «agua de soda». Los químicos tienen una
extraña manera de expresar la acidez: lo hacen en unidades logarítmicas denominadas
pH. Un ácido fuerte tendrá un pH de 1 mientras que el de uso muy débil será de 7.

Aeróbico y anaeróbica
Literalmente con y sin aire. Son términos utilizados por los biólogos para
describir entornos respectivamente abundantes o deficitarios en oxígeno. Todas las
superficies en contacto con el aire son aeróbicas, como la mayoría de los océanos,
ríos y lagos, que llevan oxígeno en solución. Los lodos, el suelo y el intestino animal
son muy deficitarios en oxígeno, por lo que se los considera anaeróbicos. En ellos
habitan microorganismos semejantes a los que moraban en la superficie de la Tierra
antes de que el oxígeno apareciera en la atmósfera.

Estado de equilibrio y de régimen permanente.


Denominaciones técnicas para dos condiciones de estabilidad frecuentes. Una
mesa bien apoyada sobre sus cuatro patas está en equilibrio. Un caballo detenido se
halla en estado de régimen permanente porque el mantenimiento de su postura se
debe a procesos activos, aunque inconscientes. Si el animal muere, se desploma.

Hipótesis de Gaia
Postula que las condiciones físicas y químicas de la superficie de la Tierra, de la
atmósfera y de los océanos han sido y son adecuadas para la vida gracias a la
presencia misma de la vida, lo que contrasta con la sabiduría convencional según la
cual la vida y las condiciones planetarias siguieron caminos separados adaptándose la
primera a las segundas.

Homeostasis

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Término inventado por un fisiólogo americano, Walter Cannon. Se refiere a esa
notable capacidad que poseen los seres vivos para mantener determinados parámetros
dentro de márgenes muy estrechos a despecho de los cambios que su entorno pueda
experimentar.

Vida
Un estado de la materia que aparece frecuentemente en la superficie y los océanos
terrestres. Está compuesta de complejas combinaciones de hidrogeno, carbono,
oxígeno, nitrógeno, azufre y fósforo además de muchos otros elementos en
cantidades vestigiales. La mayor parte de las formas de vida pueden reconocerse
instantáneamente aún sin haberlas vistos antes y son con frecuencia comestibles. La
vida, sin embargo, ha resistido hasta ahora todos los intentos de encerrarla en una
definición física formal.

Molaridad/Solución molar
Los químicos prefieren expresar la concentración de las soluciones en lo que
denominan molaridad porque con ella disponen de término fijo de comparación. Un
mol, o molécula-gramo, es el peso molecular de una substancia expresado en gramos.
Una solución molar tiene la concentración de un mol de soluto por litro. Así pues,
una solución 0,8 molar de sal común (cloruro sódico) contiene el mismo número de
moléculas que una solución 0,8 molar de, pongamos por caso, perclorato de litio,
pero como el peso molecular del cloruro de sodio es inferior al del perclorato de litio,
la primera de las soluciones contiene el 4,7 por ciento de sólidos en peso mientras
que este porcentaje se eleva al 10,3 por ciento para la segunda, lo que no impide que
ambas tengan la misma salinidad y en ambas haya el mismo número de moléculas.

Oxidación y reducción
Para los químicos, son oxidantes aquellos elementos y substancias deficitarios en
electrones cargados negativamente. Oxidantes son el oxígeno, el cloro, los nitratos y
muchos otros. Las substancias ricas en electrones como el hidrógeno, la mayoría de
los combustibles y los metales, son denominadas reductoras. Oxidantes y reductores
acostumbran a reaccionar con producción de calor: el proceso se llama oxidación. De
las cenizas y gases del fuego pueden recuperarse, mediante síntesis química, los
elementos originales. Este proceso se llama reducción cuando se parte del dióxido de
carbono y se llega al carbono. Las plantas verdes y las algas lo realizan
continuamente en presencia de luz solar.

Ozono
Gas azulado, muy venenoso y explosivo. Es una forma rara del oxígeno,
caracterizada por tres átomos de oxígeno en lugar de dos. Está presente en el aire que
respiramos a concentraciones de 1/30 de parte por millón; en la estratosfera su
concentración asciende hasta cinco partes por millón.

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Estratosfera
La parte del aire que queda directamente sobre la troposfera. Su límite inferior es
la tropopausa, situada a una altura de entre 7 y 10 millas*, y el superior la mesopausa,
que se localiza aproximadamente a 40 millas** de altura. Estos límites varían con el
lugar y la estación y marcan la franja en la cual la temperatura no desciende, sino
sube, con la altitud. Es también donde se halla la capa de ozono. (N. del E.: * 11,2 y
16 km. ** 64,3 km).

Troposfera
La parte principal (90%) del aire, emplazada entre la superficie terrestre y el
límite inferior de la estratosfera, la tropopausa, que empieza entre las 7 y las 10 millas
de altura. Es la única región de la atmósfera ocupada por seres vivientes y el lugar
donde el tiempo meteorológico, tal como lo conocemos, se produce.

Sistemas de unidades y medidas


Muchos de nosotros nos vemos obligados a vivir entre dos sistemas de
numeración: el viejo sistema natural basado en pies y dedos pulgares, ya moribundo,
y el decimal que viene a sustituirle. Las unidades científicas del sistema métrico
decimal parecen muy racionales y sensatas, pero sospecho que en muchos casos hay
todavía una preferencia más que ligera por la yarda (que puede transformarse en
pasos), frente al metro, carente de significado real. Se ha llegado a decir que el
sistema métrico decimal fue parte de la guerra psicológica de Napoleón, una especie
de terrorismo intelectual destinado a minar las defensas del enemigo. Aún después de
siglo y medio, la batalla entre ambos sistemas continúa; aquellos que piensan que el
antiguo sistema es simplemente un caprichoso anacronismo británico, harían bien en
considerar que en los Estados Unidos aún se mide con pies, libras y galones y que
probablemente más de la mitad de la ingeniería y la tecnología de gran calibre
mundial utiliza unidades no métricas. Teniendo esto en mente, he utilizado a lo largo
del texto el sistema que parecía más apropiado al contexto. Hablar de temperaturas
ambientales en grados Celsius es menos comprensible para la mayoría de
angloparlantes que hacerlo en grados Fahrenheit. Nadie, sin embargo, piensa en otra
cosa que no sean grados Celsius cuando se citan los 5500 de la temperatura de la
superficie solar o los −180 a los que hierve el nitrógeno líquido.
Los tan convenientes prefijos kilo, mega, giga (mil, un millón y mil millones
respectivamente) se utilizan para multiplicar unidades tales como toneladas, años y
otras. Para cantidades pequeñas se cuenta con los prefijos mili, micro y nano, que
indican milésima, millonésima y mil millonésima respectivamente. Se hace uso
normal de la notación científica, i. e.: 1500 millones se expresan como 1,5 × 109 y
tres cienmillonésimas como 3,3 × 10−9.

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Lecturas adicionales
Capitulo 1

Thomas D. Brock, Biology of Microorganisms. Prentice-Hall, New Jersey, 2.ª ed.


1974.

Fred Hoyle, Astronomy and Cosmology. W. H. Freeman, San Francisco, 1975.

Lynn Margulis, Evolution of Cells. Harvard University Press, 1978.1.G. Gass, P. J.


Smith y R. C. L. Wilson (eds.), Understanding the Earth. The Artemis Press, Sussex,
1971.

Capitulo 2

A. Lee McAlester, The History of Life. Prentice-Hall, N. J., 2.ª ed. 1977. J. C. G.
Walker, Earth History. Scientific American Books, N. Y., 1978.

Capitulo 3

B. H. Svensson y R. Soderlund, «Nitrogen, Phosphorus and Sulphur. Global Cycles»,


Scope Ecological Bulletin, N.º 22, 1977.

A. J. Watson, «Consequences for the biosphere of grassland and forest fires». Tesis
de la Universidad de Reading, 1978.

Capitulo 4

J. Klir y M. Valach, Cybernetic Modelling. Life Books, Londres, 1967.

Douglas S. Riggs, Control Theory and Phisiological Feedback Mechanisms.


Williams & Wilkins, Baltimore, Md; nueva ed. Krieger, N. Y., 1976.

Capitulo 5

Richard M. Goody y James C. Walker, Atmospheres. Prentice-Hall (Foundations of


Earth Science Series), N. J., 1972.

W. Seiler (ed.), «The Influence of the Biosphere on the Atmosphere», Pageoph (Pure
and Applied Geophysics). Birkhauser Verlag, Basle, 1978.

Capitulo 6

G. E. Hutchinson, A Treatise on Limnology, 2 vols. Wiley, N. Y. (vol. 1, 1957, nueva

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ed. 1975; vol. 2, 1967).

Robert M. Garrels and Fred T. Mackenzie, Evolution of Sedimentary Rocks. W. W.


Norton, N. Y., 1971.

Wallace S. Broecker, Chemical Oceanography. Harcourt Brace Jovanovich, N. Y.,


1974.

Capitulo 7

Rachel Carson, Silent Spring. Houghton Mifflin, Boston, 1962; Hamish Hamilton,
Londres, 1963.

K. Mellanby, Pesticides and Pollution. Collins (New Naturalist Series), Londres,


1970

National Academy of Sciences, Halocarbons: Effects on Stratospheric Ozone. NAS,


Washington, D. C., 1976.

Capitulo 8

R. H. Whittaker, Communities and Ecosystems. Collier-Macmillan, N. Y., 2.ª ed.


1975.

E. O. Wilson, Sociobiology: The New Synthesis. Harvard University Press, 1975.

Capitulo 9

Lewis Thomas, Lives of a Cell: Notes of a Biology Watcher, Viking Press, N. Y.,
1974; Bantam Books, N. Y., 1975.

Artículos científicos sobre la hipótesis de Gaia

J. E. Lovelock, «Gaia as seen through the atmosphere», Atmospheric Environment, 6,


579 (1972).

J. E. Lovelock y Lynn Margulis, «Atmospheric homeostasis by and for the biosphere:


the Gaia hypothesis», Tellus, 26, 2 (1973).

Lynn Margulis y J. E. Lovelock, «Biological modulation of the Earth atmosphere»,


Icarus, 21, 471 (1974).

J. E. Lovelock y S. R. Epton, «The Quest for Gaia», New Scientist, 6 feb. 1975.
«Thermodynamics and the recognition of alien biospheres», Adas de la Royal Society

ebookelo.com - Página 145


de Londres, B, 189, 30 (1975).

Otros artículos relevantes

I. Priogogine, «Irreversibility as a symmetry-breaking process», Nature, 246, 67


(1973).

L. G. Sillen, «Regulation of O2N2 and CO2 in the atmosphere: thoughts of a


laboratory chemist», Tellus, 18, 198 (1968).

E. J. Conway, «The geochemical evolution of the ocean», Adas de la Royal Irish


Academy, B48, 119 (1942).

C. E. Junge, M. Schidlowski, R. Eichmann, y H. Pietrek, «Model Calculations for the


terrestrial carbon cycle», Journal of Geophysical Research, 80, 4542 (1975).

Robert M. Garrels, Abraham Lerman, y Fred T. Mackenzie, «Controls of atmospheric


O2 and CO2 past, present and future», American Scientist, 64, 306 (1976).

Ann Sellers y A. J. Meadows, «Longterm variations in the albedo and surface


temperature of the Earth», Nature, 254, 44 (1975).

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JAMES LOVELOCK (Hertfordshire, 1919). Se graduó en 1941 por la Manchester
University y se doctoró en medicina en 1948 por la London School of Hygiene and
Tropical Medicine. Trabajó durante casi 20 años en el National Institute for Medical
Research de Londres. En 1961, después de enseñar en las universidades
norteamericanas de Yale y Harvard, fue invitado por la NASA para colaborar en el
proyecto Surveyor. Fue durante este período, mientras experimentaba una nueva
manera de detectar vida, cuando empezó a elaborar su teoría Gaia.
Tras abandonar Estados Unidos, se instaló como «científico independiente», según su
propia expresión, en el campo de Cornualles, en un laboratorio propio, donde sigue
investigando, patentando inventos y escribiendo libros y trabajos científicos para
revistas especializadas.

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Notas

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[1] Según Hesiodo, ante todo fue el Caos; luego Gaia, la del ancho seno, eterno e

inquebrantable sostén de todas las cosas (N. del T.). <<

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[2] Urey, Harold Clayton: Científico que en 1934 obtuvo el premio Nobel de Química

por su descubrimiento del deuterio. Sus puntos de vista sobre la formación del
sistema solar están contenidos en Los planetas: su origen y desarrollo (1952). (N. del
T.). <<

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[3] De las cerebelopatías y de la esclerosis diseminada, entre otros (N. del T.). <<

ebookelo.com - Página 151


[4] Nombre dado a las bandas organizadas de obreros ingleses que, a principios del

siglo XIX, se resistieron violentamente a la implantación de la maquinaria textil que


los desplazaba (N. del T.). <<

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