Después Apareció Una Nave: Guillermo Samperio

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Después apareció

una nave
Recetas para nuevos cuentistas
Guillermo Samperio

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Presentación

Con este libro sobre diversas maneras de escribir cuen­


tos quiero compartir con el lector una experiencia de
muchos años basada en mis lecturas, mi escritura y los
diversos talleres de cuento que he impartido. Se trata de
un libro donde combino un tanto lo histórico, un tanto
lo teórico y otro tanto lo práctico; sin embargo, lo histó­
rico y lo teórico no son más que un acercamiento a los re­
cursos literarios, artesanales, que han servido a diversos
escritores para elaborar sus cuentos. Este libro pone el
acento en ofrecer varias guías para la escritura. Los con­
ceptos que las acompañan son sencillos y prácticos.
La reflexión que me orientó en esta ardua tarea es mi
convicción de que cualquier persona de cualquier edad es
capaz de escribir cuentos, pues en su espíritu están gra­
badas historias de distintos tipos; lo que necesita es tener
a mano herramientas literarias que le permitan descu­
brirse escritor de esas historias —que a veces desconoce
y hace falta atraparlas— para convertirlas en cuentos. A
estas personas es a las que llamo “nuevos cuentistas”, las
que tienen la potencialidad de la escritura; no digo “jóve­

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nes cuentistas” porque he leído cuentos valiosos de per­
sonas que después de los sesenta años han decidido es­
cribirlos. En todo caso me atrevería a hablar de espíritus
jóvenes que proyectan en la escritura su breve o extensa
experiencia de la vida. Asimismo, los principiantes jóve­
nes, quienes han intentado ya algunos relatos, pueden
también apoyarse en este libro y buena parte de él está
dirigido a ellos.
Quien se aventure en su lectura y realice los provo­
cativos ejercicios que propongo estará en posibilidad de
8 estu­diar y profundizar en este antiguo y moderno géne­
ro, abriéndosele puertas hacia el futuro.
Guillermo Samperio

Quiero comentar que, para elaborarlo, recibí el apo­


yo invaluable de distintas personas, a las cuales les estoy
muy agradecido. Ellas son, en la investigación y la edi­
ción, Karla Cobb y Claudia Pinedo; en su sabiduría y suge­
rencias, Francisco Guzmán Burgos. En la talacha dura,
Arlett García Huerta. Debería darle las gracias a escritores
como Edgar Allan Poe, Julio Cortázar y Juan Bosch, pero
la lista sería en verdad demasiado extensa.

G. S.

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Breve cuento de la
historia del cuento

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La nave de los locos

La historia del cuento simplemente no puede fechar­


se, según H. E. Bates. Y no es posible por una sencilla
razón: aquello que entendemos como cuento (que es,
en los términos más llanos, el relato de una historia)
ha sido practicado desde la antigüedad hasta nuestros
días, primero de forma oral, luego escrita, ahora tam­
bién en forma visual gracias al auge del cine y el video.
Por supuesto, en cada época la forma de contar se ha
ido modificando de tal modo que hoy parecería prácti­
camente imposible hallar estructuras semejantes entre
un cuento antiguo de, pongamos por caso, Las mil y una
noches y uno contemporáneo de Raymond Carver. Y, sin
embargo, a pesar de la sagacidad del género para huir
de las definiciones absolutas, todo cuento comparte una
obviedad común: contar una historia o un hecho. En ese
sentido amplio, tan cuento resulta el relato bíblico del
arca de Noé como uno de los pasajes medievales del Pa-
trañuelo de Juan de Timoneda.

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Si bien lo anterior tiene sentido, también es cierto
que a partir de una fecha específica (el siglo xix), cuan­
do los cuentistas iniciaron un ejercicio de reflexión sobre
la creación de sus cuentos, empezó a delinearse qué era
lo que hacía cuento a un cuento; así nacieron las exigencias
que to­do aquel que se dijera cuentista había de cumplir.
Tales características, cuyos inicios fueron producto del
genio loco de un periodista y poeta que necesitaba per­
feccionar su técnica de escritura para vivir, quedaron
asentadas en las reflexiones de Edgar Allan Poe a propó­
12 sito de los Cuentos contados dos veces (Twice Told Tales) de
Nathaniel Hawthorne. Estas observaciones giran alrede­
Guillermo Samperio

dor de la composición narrativa necesaria para mantener


la atención del lector; el planteamiento sobre la unidad
de impresión modificó por completo la estructura de lo
que has­ta entonces se entendía como cuento. La influencia
de la obra y las ideas de Poe han sido imprescindibles aun
en nuestro siglo; por eso se le ha considerado el padre del
mal o bien llamado “cuento moderno”.
Hablar de cuentos “modernos” es establecer ya la fron­
tera entre éstos, nacidos, valga la redundancia, durante la
modernidad y las “historias” perdurables de la época anti­
gua, los fragmentos narrativos de la Edad Media y los del
periodo transitorio entre ésta y la modernidad, indudables
embriones de los del siglo xx. Con la obra de Poe, el cuen­
to empezó a tomar, por decirlo así, una conciencia teórica
sobre sí mismo que llevó a los cuentistas a buscar intencio­
nalmente una renovación constante del género, siguiendo,
resquebrajando o simplemente ignorando los lineamientos
marcados por el autor de la “Filosofía de la composición”

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(Philosophy of Composition). De ahí que entramar una teo­
ría universal del cuento resulte una misión casi ilusoria;
sin embargo, para todo cuentista vale la pena intentar un
acercamiento propio, pues, como decía Edmundo Valadés,
aun dentro de su fugacidad estructural, el cuento trasluce
una cantidad de reglas que si bien no logran apresarlo como
mariposa en alfiler, al menos permiten caracterizarlo.
El eje central de este libro se fundamenta en la obra y
las ideas de Poe, así como de varios cuentistas contempo­
ráneos y posteriores a él que lo han leído; pero este breve
cuento de la historia del cuento señala también algunos 13
relatos clásicos, medievales y renacentistas, que son un

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verdadero río de anécdotas de reactualización para los
cuentistas actuales. Todo esto para que —y finalmente lo
interesante— cada escritor elabore, según sus experien­
cias como lector, hacedor de cuentos y cuentista leído, su
manera de ver el cuento y, por lo mismo, abordarlo.

En el principio era el cuento...

El cuento aparece muy temprano en la vida de un ser hu­


mano. Entre los tres y cuatro años de edad, el niño empie­
za a adquirir en su discurso la estructura de un relato,
pues como aprendiendo a decir lo que le pasa, escucha
con curiosidad mimética, imitativa, lo que le cuenta el
resto de la gente. Empieza, digamos, a despertar en él una
sed natural por saber más, que obliga a su interlocutor
a desbordar su imaginación para responder a su infati­
gable pregunta por qué. Un pequeño no se conforma con

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la sinopsis de los hechos; quiere saberlo todo, anécdota,
más detalles suplementarios. Y cuando él es el interro­
gado y no halla respuestas factibles, también inventa sus
propias ficciones.
Como en el desarrollo del niño, en la historia de la hu­
manidad han existido cuentistas desde los más remotos
orígenes de la cultura oral. El hombre relata cuentos des­
de que tiene la facultad de organizar verbalmente sus ideas;
por eso, a pesar de su antigüedad, hoy se mantiene como
un género autónomo de cualidades tan específicas que,
14 como ha notado Azorín, no ha cambiado su entraña a
través de los tiempos. Otros géneros, dice también el no­
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velista español, sufrían cambios “según las modas del


momento”, en tanto que el cuento “permaneció firme
en su esencia integral. Y mientras la lengua humana sea
nuestro preferido vehículo de expresión, el hombre con­
tará siempre, por ser el cuento la forma natural, normal
e irremplazable de contar”.
El término cuento deriva de la etimología latina com-
putum (cálculo, cómputo, cuenta) y en un inicio se usó
para enumerar objetos, pero muy pronto abrió su signifi­
cado para referir relaciones entre hechos y acontecimien­
tos humanos. La primera etapa del cuento, al igual que la
de otros géneros, como la poesía, fue oral; el hombre de
las sociedades antiguas refería de boca a oído las histo­
rias de sus dioses y héroes, o los sucesos más relevantes
del momento. Pero sólo hasta la aparición de la escritu­
ra estas historias se recogerían en colecciones difíciles
de fechar con exactitud. Aunque a los mitos, fábulas y le­
ye­n­das no se les puede llamar cuentos en rigor, son los

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relatos breves de la antigüedad y algunos poseen ya un
esbozo de la forma característica del género: allí están los
mitos grecolatinos como el de Sísifo (recreado más tar­
de en forma teatral por Jean Paul Sartre en Las moscas o
Las palabras) o los de la cultura oriental, como “Simbad
el marino”, “Alí Babá y los cuarenta ladrones” o “Aladino
y la lámpara mágica”, por citar sólo algunos de los más
famosos de Las mil y una noches, ahora llevados al gran
público en cine y televisión. En el Antiguo Testamento
también hay episodios que por su fuerza narrativa pare­
cerían cuentos. Algunas de sus anécdotas y personajes 15
siguen siendo tema literario de autores contemporáneos:

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recordemos el cuento “Vicente” del portugués Miguel
Torga, cuyo protagonista es el cuervo del arca de Noé
que en la Biblia sale de la nave y no vuelve más. Lo mismo
su­cede con las parábolas del Nuevo Testamento, que po­
seen una estructura similar al cuento porque presentan
una historia cerrada a través de una acción sostenida. La
diferencia fundamental entre ellos consiste en que mien­
tras para el cuento la gran pregunta es: ¿qué sucedió?,
para la parábola es: ¿qué significa?
La profusión de mitos griegos es un material recu­
rrente de la cuentística universal. Personajes como Hér­
cules, Zeus, Teseo, Perseo o Prometeo fueron alimento
de las grandes epopeyas de Homero y las tragedias de
Es­quilo, Sófocles y Eurípides. Pero además del mito, en la
cultura griega antigua encontramos otra producción
parecida al cuento: las novelas cortas de Plutarco, como
las contenidas en Las vidas paralelas, en las que son de
particular interés las vidas de Teseo y Rómulo, Pericles

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y Fabio Máximo, Alejandro y Cayo Julio César y las de
Demóstenes y Cicerón. Sin embargo, Grecia no tiene mu­
chos ejemplos de cuentos genuinos. “La matrona de Éfe­
so”, cuento original del griego Petronio (a quien no hay
que confundir con el famoso escritor romano del mismo
nombre) es el relato de una mujer que estuvo a punto de
dejarse morir junto a la tumba de su marido. Por supues­
to, en él se exaltan valores morales como la castidad y
el cariño al marido fallecido. La mujer no muere porque
un soldado la convence de comer y le devuelve el gusto
16 por hacer el amor. El conflicto se desarrolla en torno del
enamoramiento del soldado, cuya tarea es vigilar cruci­
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ficados. Pero por la natural distracción que ocasiona el


amor, no se da cuenta del robo de uno de ellos. Al no sa­
ber qué hacer, la mujer le ofrece el cuerpo muerto del ma­
rido para suplir la pérdida. Las autoridades no castigan al
soldado, pero el pueblo entero queda sorprendido ante la
crucifixión del muerto equivocado.
En los pueblos mediterráneos también hubo narrativa
en prosa. Un ejemplo griego es Dafnis y Cloe, escrito por
Longo, quien recoge aquí algunos asuntos homosexuales.
Ro­ma se especializó en los géneros jurídicos y en muchos
otros siguió al pie de la letra la tradición griega. Entre sus
con­tribuciones a la narrativa se encuentra El asno de oro
de Apuleyo, en donde se narran las aventuras de un jo­
ven que se transformó en asno después de que le fuera
aplicado un ungüento mágico. En el fin de la narración, el
muchacho recobra su forma humana original.
Lo mismo que en las demás culturas antiguas, los
relatos americanos de esta época se hallan insertos en

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conjuntos narrativos más amplios. Vale la pena recordar
al menos algunos relatos breves que se pueden leer de
forma independiente: en el Popol Vuh sobresale la fábula
de “Los hombres de maíz” y el fragmento llamado “Por
qué el sapo no puede correr”. Otro caso es el que señala
Luis Leal: “La reina infiel” del cronista novohispano Fer­
nando de Al­va Ixtlilxóchitl, texto que, siguiendo a Leal,
puede leerse como un magnífico y macabro relato de ho­
rror. En cuanto a las literaturas guaraníes, “El señor del
cuerpo como el sol” es un buen ejemplo con un alto con­
tenido mitológico. 17

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Durante la Edad Media, las historias tradicionalmente


orales fueron recogidas por los cantares de gesta y los
poemas épicos, en los que se podían conocer leyendas
heroicas como la del Mio Cid o historias de amor como
la de Tristán e Isolda. Los relatos medievales de esta etapa
se caracterizan por su marcado énfasis en el aspecto di­
dáctico. Véase el caso de El Conde Lucanor, de don Juan
Manuel, en el que varias de las narraciones (a las que su
autor llamaba exemplos) están trabajadas a manera de
apólogos o fábulas con una carga eminentemente moral.
Varias de ellas son célebres, pero aquí interesa recordar
al menos una: la número 38, que narra “De lo que acon­
teció a un hombre que iba cargado de piedras preciosas
y se ahogó en el río”, porque es un claro antecedente del
cuento “Oro, caballo y hombre” de Rafael F. Muñoz.

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También aparecieron otras naves como las colecciones
de milagros, que significaron para el hombre del Medite­
rráneo lo que el mito para los antiguos griegos y roma­
nos, y otras recopilaciones de relatos moralizantes como
Los cuentos de Canterbury de Geoffrey Chaucer, cuya in­
tención didáctica se ve reflejada en el señalamiento iró­
nico de las fallas de los personajes en ellos descritos. Una
de las más importantes colecciones de milagros es Flore-
cidas, que recopila los milagros de san Francisco de Asís.
Giovanni Boccaccio, con su obra maestra El decame-
18 rón, es el primer escritor medieval que intenta liberar
los relatos de la sujeción moral y religiosa, pues busca
Guillermo Samperio

más el deleite estético que el adoctrinamiento ético. El


título de este libro, que significa “diez días”, toma como
eje, al igual que Las mil y una noches, una historia central
alrededor de la cual giran las demás, aunque de mane­
ra independiente. El cuento principal es en realidad un
pretexto, como en la obra árabe, y narra la historia de
Pampinea, una mujer que junto con nueve amigos se en­
cierra en una fortaleza para protegerse de la peste que
azotaba en aquel momento. Para pasar el tiempo de ma­
nera grata, cada uno de los diez amigos decide contar un
cuento distinto durante diez días; así se conforman los
cien relatos de El decamerón.
Los textos de Boccaccio están teñidos por una alta do­
sis de crítica. Es famosa la narración cuarta de la primera
jornada, que cuenta la historia de “Un monje, caído en
pecado, merecedor de gravísimo castigo; honradamen­
te y reprochando al abad su misma culpa se libra de la
pena”. Como sus relatos privilegian la diversión en detri­

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mento de la magia y el milagro, El decamerón anuncia ya
los cuentos del Renacimiento, época en la que florece la
imaginación individual como rasgo distintivo y nacen los
cuentos de autor. Como observa Catharina Vallejo: “Habrá
que esperar hasta el Renacimiento para que aparezcan
los recursos narrativos que analicen los personajes, am­
plifiquen la acción y hagan que el esqueleto se redondee
con las formas de la literatura”.

Y de locos se empezó a poblar 19

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El periodo de la “primera modernidad” o “de las monar­
quías” se extiende del siglo xvi al xviii y coincide con el
tiempo del imperio español. En él aparecen colecciones
de relatos como el Patrañuelo de Juan Timoneda (siglo xvi),
novelas “ejemplares” que hoy podríamos leer como cuen­
tos largos, como las de Miguel de Cervantes (principios
del xvii) y colecciones de fábulas como las recolectadas por
Charles Perrault.
Las Novelas ejemplares del autor español tienen espe­
cial importancia, entre otras cosas, por la presencia de
“El Licenciado Vidriera”, historia que, para algunos, con­
tribuyó a la creación del personaje más loco de entre los
locos, Don Quijote, y antecedió, por su tendencia a cerrar la
estructura, a la difusión de los relatos breves indepen­
dientes. Recordemos que hasta ese momento los narrado­
res en prosa optaban por insertar historias cortas dentro
de sus obras largas. Aunque en el Quijote es posible leer
este tipo de historias “cerradas” e “independientes” como

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si fueran cuentos largos (pensemos, por ejemplo, en la
historia de los pastores Marcela y Grisóstomo), es impor­
tante no perder la perspectiva de la unidad de la obra.
Las compilaciones de cuentos folclóricos, como las de
Marie Leprince de Beaumont (autora de la colección don­
de figura “La bella y la bestia”) o las de Charles Perrault
(en donde aparecen versiones personales de cuentos eu­
ropeos como “Caperucita Roja”, “Pulgarcito” o “Barba
Azul”, entre otros) han sido fuente inagotable de reelabo­
ración. El caso de “Caperucita Roja” es interesante por la
20 especial universalidad que ha alcanzado. Además de que
todo el mundo conoce su fábula, son innumerables las
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personas capaces de repetir de memoria el diálogo entre


el lobo y la niña. La versión medieval, sin embargo, era
otra cosa. No se trataba de un cuento para niños, sino de
una historia verdaderamente propia para clasificación C,
en la que la caracterización del lobo, sin ir más lejos, in­
cluía beber tarros de sangre.
Aunque es más amable porque está destinada a los ni­
ños, la versión de Perrault conserva esta fuerza sangui­
naria, diluida y de manera implícita: el lobo sí se come
a Caperucita. Lo que sucede con esta versión es que su
fin es didáctico (quiere enseñar o más bien imponer una
con­ducta a través del miedo) y por eso a la deglución de
Caperucita le sigue una moraleja que exhorta a los niños
a ser obedientes y a no platicar con extraños. El cuento
difundió un gran pánico entre los niños de su momen­
to: temían no sólo a los lobos, sino a los perros o a cual­
quier hombre que llevase un costal, cosa que contribuyó
a formar o a dar fuerza a la figura del robachicos, con el

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tiempo derivada en un simple pero temido “coco”. Las
amenazas de los robachicos se han hecho presentes en
la literatura de diversas maneras: ¿qué otra cosa es el
flautista de Hamelin sino un robachicos que en vez de
niños encanta ratas? Ahora ni la historia del flautista ni
las versiones actualizadas de la Caperucita tienen como
fin asustar a tal grado. Solamente intentan prevenir a los
niños del mal camino, que siempre es susceptible de co­
rregirse. Por eso ahora hay un leñador que rescata a la
Caperucita y a su abuela de las garras del lobo.
Hacia 1726, Jonathan Swift escribe su obra cumbre: 21
los Viajes de Gulliver, relato que por su larga extensión

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ha encajado dentro del género novelístico, pero que en
esencia es un gran cuento. Desde luego, esta opinión es
suscep­tible de controversia. El propio Swift pensaba en
una novela política que le permitiera criticar al Estado
inglés y a sus compatriotas (a quienes define como “la
más perniciosa casta de gusanos que la naturaleza per­
mite se arrastre sobre la faz de la Tierra”); pero con todo,
cada uno de los lugares recreados con este fin encierra una
his­toria susceptible de leerse como un cuento terminado.
Quizá por su dosis imaginativa, el recurso insuperable de
esta narración (y que le valió la posteridad) es la enaniza­
ción de los personajes. Curiosamente este recurso —que
Swift usó con ironía para elaborar su ácida censura al go­
bierno—, con el paso del tiempo y gracias a las peripe­
cias de la imaginación de los lectores, transformó su obra
en un gran cuento para niños, aunque se haya pensado
para adultos.

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