(Agencia Demonia 05) Odiame, Ha - Nisha Scail
(Agencia Demonia 05) Odiame, Ha - Nisha Scail
(Agencia Demonia 05) Odiame, Ha - Nisha Scail
Autor-Editor
Sinopsis
Nisha Scail
COPYRIGHT
© 1ª Edición 2014
© Nisha Scail
Maquetación: KD Editions
Quedan totalmente prohibido la preproducción total o parcial de esta obra
por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico,
alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la previa
autorización y por escrito del propietario y titular del Copyright.
DEDICATORIA
Gracias por vuestro apoyo incondicional, por darme ánimos cada día, por
vuestros mensajes en el Facebook, los comentarios, privados y tanto
cariño, pero sobre todo, gracias por creer en estos personajes que surgen
cada vez con más fuerza dentro del mundo de la Agencia Demonía.
MILLONES DE GRACIAS
Nisha Scail
ARGUMENTO
Marcado desde su nacimiento como el Alto Hechicero de su tribu y
portador del Gran Espíritu de Fuego, Radin sabía que antes o después le
tocaría enfrentarse al destino; uno que llegaría a él bajo la figura de la
portadora del Gran Espíritu de hielo. Una muchacha que le arrebataría
aquello que amaba y lo ataría a su propia maldición.
Obligado a cuidar y vigilar a una mujer a la que deseaba pero no
amaba, cuya existencia los había condenado a ambos al destierro y al
infierno sobre la tierra, solo le quedaba una salida... odiarla con todas sus
fuerzas.
Marcada como un paria entre los suyos, Ankara nació para ser la
portadora del Gran Espíritu de Hielo y compañera del Alto Hechicero de
Fuego, un hombre que deseaba con todas sus fuerzas la arrancase de
aquella tortuosa vida. Pero con el despertar de su espíritu, llegó también
la muerte, un aterrador y helado frío que solo la presencia de Radin podía
mantener a raya.
¿Pero qué hacer cuando el único hombre que podía conectarla a la
vida, se empeñaba en negarle el corazón y recordarle continuamente el
odio que su presencia representaba para él?
Con un pasado marcado por el odio y la traición, la soledad y el
abandono, dos hechiceros se verán obligados a presentar batalla para
dejar el odio a un lado y darle una nueva oportunidad al amor.
ÍNDICE
COPYRIGHT
DEDICATORIA
ARGUMENTO
ÍNDICE
PRÓLOGO
PRIMERA PARTE
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 2
CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 8
SEGUNDA PARTE
Piedras en el Camino.
CAPÍTULO 9
CAPÍTULO 10
CAPÍTULO 11
CAPÍTULO 12
TERCERA PARTE
CAPÍTULO 13
CAPÍTULO 14
CAPÍTULO 15
CAPÍTULO 16
CAPÍTULO 17
CAPÍTULO 18
CAPÍTULO 19
CAPÍTULO 20
CAPÍTULO 21
CAPÍTULO 22
CAPÍTULO 23
CAPÍTULO 24
CAPÍTULO 25
CAPÍTULO 26
CUARTA PARTE
CAPÍTULO 27
CAPÍTULO 28
CAPÍTULO 29
CAPÍTULO 30
CAPÍTULO 31
CAPÍTULO 32
EPÍLOGO
PRÓLOGO
Se estaba quemando. Ardía tanto por dentro como por fuera. La agonía
era tal que le sorprendía no haber muerto todavía. ¿Qué día era hoy?
¿Cuánto tiempo había pasado desde que sintió aquel ahogamiento en su
interior?
Radin tenía verdaderos problemas para encontrarse a sí mismo, a
duras penas era consciente de su nombre o del lugar en el que se
encontraba. Sus gritos, si es que eran realmente suyos, resonaban en su
cabeza y se mezclaban con los de otra voz; una femenina. En un momento
sentía como el fuego le consumía los huesos y al siguiente, ese fuego se
tornaba en un doloroso hielo, mucho más cruel y fiero que su propio calor.
Se agitó sobre la dura cama que no era otra que el suelo, raspó las
palmas de las manos con la alfombra sobre la que lo habían dejado y
apretó los dientes cuando una nueva ola de fuego le abrasó las entrañas.
La mano que de vez en cuando sentía sobre la frente era todo lo que
evitaba que su cuerpo se alzase del lecho y rodase por el duro suelo. Jadeó
e intentó respirar a través del agónico calor.
—Respira, muchacho, respira. —La ajada voz de mujer intentó
penetrar en su confundida mente—. El espíritu Keezheekoni es fuerte, pero
tú lo eres mucho más. Eres su Alto Hechicero. Déjale entrar y sométele a
tu voluntad. Permítele hablarte y recuerda lo que te dice. Él será tu guía,
tu tótem.
Sacudió la cabeza. No sabía si tenía los ojos abiertos o cerrados,
extendió una mano en una muda súplica de ayuda. Señor, tenía que estar
muriéndose, no había otra explicación.
—No luches, Radin —insistió la voz, sintió una huesuda mano
sosteniendo la suya—. Déjale entrar, únete a él y reclámalo.
Un nuevo grito resonó en su mente y el dolor y el terror que sintió en
esa voz lo hizo encogerse sobre sí mismo. Notó cómo le rechinaban los
dientes, miles de agujas clavándose en su estómago sin más descanso que
el frío ardor que lo acompañaba.
—Me está matando —gimió. Su propia voz sonaba extraña—. No
puedo soportarlo, duele... dioses, duele...
Empezó a temblar, inconscientemente todo su cuerpo vibraba en reflejo
a esa otra sensación que se sobreponía por momentos al fuego que lo
consumía. Escuchó por encima de su acelerada respiración una baja
letanía; una que reconoció. Cuando era niño, aquel cántico era la única
cosa que conseguía calmar sus pesadillas y alejar a los malos espíritus
permitiéndole descansar.
—Abuela —gimió cuando otra ola de abrasador calor lo recorrió de
pies a cabeza, calcinándole las entrañas—. No puedo más... me duele... el
calor... y ese helado frío... no lo resisto.
Volvió a sentir la huesuda mano esta vez posándose en su pecho,
manteniéndolo quieto a pesar del brusco temblor de su cuerpo.
—La oscuridad está luchando su propia batalla, el Pájaro de Nieve ha
despertado también. No hay luz sin oscuridad, ni oscuridad sin luz. No
puede despertar Keezheekoni sin traer consigo el alzamiento de Chilaili —
murmuró, pero sus palabras no tenían mucho sentido—. Concéntrate en
ganar tu propia contienda, no es el momento para pelear otras batallas. Ya
habrá tiempo para que luches por ‹‹ella›› más adelante, por ahora,
concéntrate en ti mismo.
‹‹Ella››. Los ojos color avellana de la mujer que amaba surgieron de lo
más profundo de su mente. Su dulce e inteligente Keira. Le había pedido
matrimonio el día anterior... ¿O fue el anterior a ese? No sabía el tiempo
que llevaba sumido en tal estado, las horas y los días no tenían cabida en
ese ardiente infierno. ‹‹Mi mujer››. Ella había aceptado convertirse en su
compañera, en su esposa.
Un nuevo y agónico grito irrumpió en su mente rompiendo toda clase
de pensamiento, el dolor se propagó por su sistema hasta el punto de que
dejó de sentir ese abrasador calor y empezó a ahogarse en un frío atroz.
No podía respirar, podía sentir cómo todo su cuerpo se congelaba poco a
poco, cómo los pulmones se cubrían de escarcha y el latido de su corazón
disminuía.
—¡No!
La aguda voz de su abuela traspasó el entumecimiento y se filtró en su
maltrecho cerebro.
—No es el momento, Radin. —Ella parecía molesta, su tono de voz no
auguraba nada bueno; era el mismo que utilizaba de niño, cuando hacía
alguna travesura—. Llama al fuego, abraza tu espíritu y envuélvete en él.
Tienes que mantenerla al margen, todavía no es el momento de que unas tu
destino al suyo. El reclamo no ha de ser presentado hasta que ambos
contengáis vuestros dones, hasta que los Grandes Espíritus se hayan
fusionado por completo con sus avatares.
Calor. Sí. La idea de tostarse al sol en la arena de alguna playa le
parecía de lo más apetecible, pero esa voz lejana seguía gritando de
agonía, llorando y rogando que llegase el fin. Sintió lástima, le dolía el
corazón ante la desesperanza que escuchaba en su voz.
—Quiere morir... —se encontró diciendo en voz alta—, duele... nos...
duele.
El cántico incrementó la intensidad, casi podía jurar que alguien lo
estaba cantando pegado a su oído.
—Llama al fuego —la voz de su abuela se superpuso a todo lo demás
—. Aléjate de ‹‹ella››, no es el momento... ya habrá tiempo para que sufras
por los dos. Ahora llama al fuego y déjala ir...
Cerró los ojos o creyó hacerlo. Ni siquiera estaba seguro de si los
tenía abiertos. Respiró profundamente y se obligó a alejarse de aquel ser
solitario y agónico que lo llamaba, que lo buscaba con desesperación. Se
obligó a darle la espalda y alejarse, el cansancio era demasiado para
pensar en nada más que dejarse ir, necesitaba calor, solo quería un poco
de calor y quizá después podría pensar en hacer algo por su agonía.
—Llama a tu espíritu, muchacho —le repetía en incansable letanía—.
Llama a Keezheekoni, dale la bienvenida y abrázale.
Claro, que alguien le diese un número de teléfono y lo haría.
Demonios, tenía que estar más allá del punto de no retorno si bromeaba en
momentos como ese de sí mismo.
—Déjale entrar, permite que te complete. —Las palabras se
confundían, perdiéndose en la lejanía—. Abraza quien eres, Radin, abraza
tu destino, Alto Hechicero.
Iba a morir, no le quedaba la menor duda que terminaría muriéndose
porque nada haría que aceptase la absurdez de aquello como algo real y a
pesar de ello, se estaba quemando.
Sí. Iba a morir y estúpidamente aquella idea le pareció bien.
RADIN cerró el viejo y ajado libro con un golpe seco y resopló, le dolían
los ojos del tiempo que llevaba leyendo a la luz de un par de malditas velas;
era absurdo cómo el Gremio se empeñaba en mantener esas estúpidas
tradiciones cuando cualquiera de ellos podía traer luz con un simple
chasqueo de los dedos. No era capaz de conciliar el sueño, cada vez que
cerraba los ojos, aunque fuese solo un instante, lo asaltaban los recuerdos y
el permanecer como un centinela al lado de esa mujer no hacía sino
enardecer su rabia, despertando una imperiosa necesidad de sacudirla y
obligarla a despertar.
Se moría, la estaba perdiendo y no estaba dispuesto a permitir tal cosa.
Ankara no podía dejarle de aquella manera, no podía liberarse y continuar
adelante sin él.
Empujó el libro a un lado como si de esa manera pudiese deshacerse
también de los problemas, de la impotencia que poco a poco lo consumía. La
gastada hoja de papel llena de tachones permanecía a un lado, un mudo
recordatorio de lo que accedió a hacer por ella; la estúpida lista de
requisitos que Ankara se las ingenió para conseguir junto con el contrato de
la Agencia Demonía. Un contrato que debía haber terminado con el amanecer
del tercer día, pero que permanecía en suspenso a falta de la resolución de la
tercera noche de Pacto, el último y el más ferviente de los anhelos que
habitaban en su corazón.
‹‹Llévame a casa››.
Durante los casi tres días que estuvo vinculado a ella por medio de ese
estúpido contrato le concedió cada una de sus peticiones, pero ni una sola
vez pensó que hablase en serio cuando le dijo que deseaba volver a casa.
Ambos estaban proscritos, condenados a vagar eternamente como nómadas
sin hogar, con una pena de muerte y destrucción si alguna vez se les ocurría
poner un pie de nuevo en las tierras de sus ancestros. Pero ella quería
regresar a sus orígenes, había estado decidida a hacerlo por sus propios
medios y cerrar así el círculo que había dado comienzo con su primer
encuentro, el mismo fin que pensaba le concedería el indulto a tan injusta
condena.
—Te has empeñado en concederme algo que no quiero —musitó
hundiendo la cabeza en las manos con gesto agónico—, ¿es este tu castigo
por quedarme a tu lado para recordarte el infierno en el que nos sumiste y
observar tu infelicidad por arrebatarme lo que más quería, hechicera?
Si era así, era un castigo que llegaba demasiado tarde.
SEIS años juntos, encadenados, sufriendo el uno por los pecados del otro
deberían haber sido suficientes como para que la odiase eternamente. Por
ella había sido despojado de sus raíces, de la única familia que le quedaba,
y por encima de todas las cosas, de la mujer que amaba. Y sin embargo, era
incapaz de alejarse de ella, dejarla a la deriva en aquel mar de oscuridad
que amenazaba con arrebatársela. Radin la sintió acurrucarse contra su
costado, después de volver a sumirse en el sueño en sus brazos no había
querido dejarla, como si el hecho de abandonarla sobre la cama pudiese
hacer que se le escurriese entre los dedos.
El sol de la mañana inundaba completamente la habitación a aquellas
horas, a través de los amplios ventanales —ahora con las cortinas corridas
—, podía contemplar la serenidad de aquel recoveco y escuchar una vez más
el melódico canto del ave que anunciaba el final de una vida.
‹‹Te dije que el destino no podía eludirse, muchacho. Puedes huir de
él, intentar engañarle, pero al final siempre te encuentra››.
Su abuela había tenido mucha razón al pronunciar aquellas palabras, de
algún modo era como si ella misma hubiese visto el futuro que les aguardaba
después de que él y su recién encontrada compañera volviesen al mundo.
—Aquel fue el comienzo de nuestro particular infierno, ¿no es así,
hechicera?
Su mirada cayó sobre ella, pero ya no la veía como era ahora, como la
mujer en la que se había convertido sino como la niña que una vez fue.
‹‹TRIBU KWAKIUTL, CLAN CHEZARK››.
TRES DÍAS DESPUÉS...
—ESTÁ descansando.
Se giró a tiempo de ver a Axel traspasar el umbral de la habitación, las
prístinas alas del ángel iban plegadas a la espalda, solo los arcos superiores
sobresalían por encima de sus hombros. El atuendo de cuero blanco era un
irónico contraste con el aura de patea culos del ser emplumado, sus ojos por
el contrario reflejaban a la perfección su carácter.
—Te dije que esto pasaría, pero parece que tienes predilección por
ignorar mis advertencias.
Echó un vistazo al interior del dormitorio para comprobar que
efectivamente la pequeña rubia dormía plácidamente arropada por las
mantas.
—Su corazón se ha cubierto de escarcha —murmuró—, se está apagando
poco a poco.
Le dio la espalda al umbral y volvió al pasillo seguido por el ángel.
—A menos que tengas una solución —murmuró en voz baja, dura,
carente de expresión—, ahórrate tus palabras.
Axel se limitó a negar con la cabeza en gesto resignado.
—Me pides una solución que ya te di en su debido momento, Alto
Hechicero —le recordó—, una que decidiste ignorar. Tienes una terrible
tendencia a ignorar aquello que no quieres escuchar, Radin y el resultado de
ello a menudo es... esto.
Se giró hacia él sin medir las consecuencias, en un instante lo separaban
unos pasos, al siguiente había estampado las alas del ángel contra el muro al
otro lado del pasillo.
—Una tendencia que al parecer ambos compartimos, Axel —escupió.
Su contrincante se limitó a arquear una delgada ceja y mirar las manos
que lo sujetaban.
—Soy responsable de cada uno de mis actos, hechicero —aceptó sin
titubeos—, de mis errores y lo que estos han hecho a la humanidad y a mis
custodios.
Ni siquiera le tocó físicamente. No era necesario, el aura de poder que
lo envolvía lo empujó con firmeza, obligándole a soltarle.
—Y el error que cometí con esa mujer es uno de los que siempre me
pesarán en el alma —le dijo con la misma fiereza—. ¿Puedes tú decir lo
mismo? ¿Estás dispuesto a admitir la culpa que te corresponde por el destino
que le obligaste a enfrentar? Yo le fallé, Alto Hechicero, pero tú... tú la
abandonaste e iniciaste su propio calvario.
Le hubiese gustado gritar que no era cierto, que estaba equivocado, que
el único culpable del destino de Ankara en aquellos días fue únicamente
culpa de ese maldito Vigilante, pero ambos sabían cuál era la verdad, él
mejor que nadie sabía que lo que ella había enfrentado, era únicamente culpa
suya y de nadie más.
Llevaba ese día grabado a fuego en el alma y en el corazón, el mismo en
el que sintió como la única superviviente de su familia, la última persona
que lo conectaba a sus raíces, había dejado este mundo sin que pudiese
decirle adiós.
No le importó desafiar a los dioses, a su pueblo y a quien se le pusiese
por delante. Después de vivir durante casi un año en el exilio, volvió a la
tierra que lo vio nacer para observar desde la lejanía la columna de humo y
escuchar los cánticos fúnebres que su tribu dedicaba a la ketaii de los
Chezark. El dolor de la pérdida y la agonía que trajo consigo la culpa opacó
todo lo demás.
Permaneció en un absoluto mutismo hasta mucho después de que el sol se
pusiera y las llamas hubieran consumido completamente la pira funeraria.
Los cánticos se fueron desvaneciendo hasta apagarse por completo,
sumiéndolo todo en una silenciosa mortaja. Dejó de ser consciente de
cualquier cosa a su alrededor, todo en lo que podía pensar era en que su
última conexión con sus raíces se había ido, la mujer que lo había criado
había muerto y no había podido decirle siquiera lo agradecido que estaba
porque hubiese cuidado de él cuando nadie más lo habría hecho.
—Radin...
—Aléjate de mí.
Se apartó de ella como si su contacto lo hubiese quemado. Encontró su
mirada y vio en ella la sorpresa y la falta de comprensión. Le hirvió la
sangre, deseaba desesperadamente que fuese ella la que ardiese en aquella
pira y no su abuela.
—Es culpa tuya —siseó con fiereza—. ¡Eres una mujer maldita! ¡Un
destino peor que la más violenta de las muertes!
La joven hechicera se encogió ante su brusquedad, pero en vez de
alejarse de él, cometió el error de intentar alcanzarlo.
—Radin...
Le golpeó la mano impidiéndole tocarle.
—¡No te acerques a mí! ¡No me toques! —Estaba furioso, dolido, todo
lo que le quedaba, su única familia se había ido—. Tú eres la única
emisaria de la muerte, la única que debería estar allí y no ella. Nunca debí
presentarme en esa maldita choza, debí dejar que te violasen, que te
mataran, ¡maldita seas!
Ella retrocedió golpeada por sus palabras y por la rabia que emanaba
de ellas.
—Soy... tuya... tu compañera...
Sus palabras lo enloquecieron, no midió sus acciones, extendió la
mano hacia ella para impedirle acercarse y acabó golpeándola con una
cruda ola de ardiente poder que la derribó sobre el suelo.
—¡No eres nada! ¡Nada! —gritó sin importarle quien les escuchase—.
Por tu maldita existencia fui proscrito y desterrado, por ti traicioné a la
mujer que amo... ¡Si eres algo, es mi ruina! ¡Mi desgracia! ¡MI MALDITO
INFIERNO!
Avanzó hacia ella sin piedad, el poder de su espíritu bailando a su
alrededor, quemando el suelo que pisaba, haciendo huir a las pequeñas
alimañas y animales que poblaban la planicie. Vio el dolor y el horror en
sus ojos pero no se detuvo, no podía, todo lo que quería era lastimarla,
hacerla sentir el mismo dolor que le abrasaba el pecho.
—Te odio —siseó con todo el veneno que habitaba en sus venas—.
Debería matarte, quemarte hasta que no fueses más que un vago recuerdo.
Debería violar tu maldito cuerpo hasta que llores y supliques un perdón
que no te será concedido. No eres más que la novia de la muerte,
hechicera.
Sus ojos azules se llenaron de lágrimas, el color se fue aclarando a
medida que el miedo se reflejaba en sus pupilas. Empezó a arrastrarse por
el suelo en un intento por eludir su avance, el crujido del hielo la
acompañó en cada paso, allí donde sus manos tocaban la tierra esta se
congelaba al instante solo para ser derretida por su propio calor dejando
tras ellos un sendero en el que nunca crecería nada. Los dos espíritus que
albergaban luchaban con la misma intensidad con la que ellos daban
rienda suelta a sus emociones.
—¿Crees que has vivido en el infierno, Ankara? No. No te has acercado
si quiera a él —continuó avanzando ahora con mayor decisión. Se
abalanzó sobre ella, inmovilizándola contra el suelo, haciendo oídos
sordos a los gritos desesperados que abandonaron su garganta y los
inútiles intentos por liberarse de su agarre—. Pero lo harás, me encargaré
de que conozcas el infierno de mi mano como yo lo he conocido de la tuya.
No razonaba, no escuchaba ni una sola palabra. Las lágrimas y
alaridos que surgían de los suaves labios no penetraron en la niebla de
rabia y dolor que lo consumía, el calor era cada vez mayor en su interior,
lo que deseaba era dar rienda suelta a la pena y acabar con todo; acabar
con ella.
—Llorarás lágrimas de sangre antes de que amanezca y cuando el sol
se atreva a asomarse en el horizonte, no encontrarás alivio alguno —siseó
ciñendo su cuerpo contra suelo, inmovilizándola con su peso mientras le
desgarraba la blusa que llevaba. Se removió bajo él, chillando y
pataleando para finalmente quedarse quieta y clavar los acuosos ojos en
los suyos.
—Mátame. —Las palabras fueron apenas un susurro, pero la angustia
y necesidad que escuchó en ellas se filtró a través de la rabia que lo
consumía—. ¿Quieres tu libertad? Pues entrégame la mía y mátame.
Libéranos a los dos y acaba con el dolor que te ennegrece el alma.
Mátame.
Cerró los ojos y permaneció totalmente inerte bajo él, las lágrimas
resbalaban silenciosas por el polvoriento rostro y caían al suelo ahogadas
por la maraña en la que se había convertido su rubio cabello.
—No... —musitó. Sus manos aflojaron la intensidad con la que la
apretaba, la recorrió con la mirada, el suave y pequeño cuerpo bajo el
suyo y se sintió roto por dentro—. La muerte no te llegará de mi mano,
Ankara. Padecerás, vivirás en el mismo infierno en el que yo vivo, te
consumirás de rabia y dolor hasta el fin de tus días... y lo harás sola.
La soltó como si le quemase su contacto. Se apartó de ella, gateó hacia
atrás hasta conseguir ponerse en pie y la contempló allí, desmadejada,
como una muñeca medio rota y por primera vez en los últimos minutos fue
consciente de lo que había estado a punto de hacerle.
—Márchate... —musitó sin dejar de mirarla, dando un nuevo paso
atrás con cada palabra que brotaba de su boca—. Tu alma para mí está
muerta, rechazo tu presencia, reniego de tu existencia y del maldito
destino que nos encadenó. Ve y vive el mismo infierno que has tejido para
mí.
Deslizó la mirada sobre ella una vez más, se encontró con los
angustiados ojos azules antes de ver la tierra quemada a su alrededor,
alrededor de los dos. Giró sobre los talones y poniendo un pie detrás del
otro emprendió el camino que la alejaría de ella por primera vez en los
últimos doce meses. Oyó el llanto, las súplicas y la desesperación en su
voz pero la hizo a un lado y no volvió a mirar atrás, en aquella yerma
tierra de sus antepasados ya no quedaba nada para él.
Radin sacudió la cabeza, se obligó a dejar atrás las emociones que
despertaban los recuerdos y clavó la mirada en su antiguo Vigilante.
—Mis actos quizá le ahorraron más sufrimiento del que podía haber
tenido si me hubiese quedado a su lado después de aquello.
—Y al mismo tiempo le procuraron un infierno mucho mayor —aseguró
Axel. Giró la cabeza de nuevo hacia el dormitorio al otro lado del pasillo y
suspiró—. Aunque poco importa el camino que hubieses elegido entonces, tu
corazón entonces latía por el pasado, por lo perdido y mientras esa fuera su
sintonía, para ella solo tendrías lástima y sufrimiento. Fue condenada incluso
antes de despertar, porque lo que le fue profetizado, también le fue
arrebatado.
Acusó sus palabras con la misma rabia que lo corroía desde aquella
aciaga noche en la que casi la pierde.
—Pudiste haberlo evitado —siseó—. Eras su Vigilante, su guía... en mi
ausencia.
Él negó con la cabeza, un brusco gesto que atrajo la atención de Radin.
—Era vuestro Vigilante —puntualizó—. Un trabajo a tiempo completo,
especialmente cuando te empeñabas en destruirte a ti mismo. Ella luchó por
la vida, por tener un futuro, pero tú... No, Radin, no me culpes a mí de tu
falta de compromiso, de tu cobardía para enfrentar el destino y agradece que
tus dioses son lo bastante misericordiosos como para haber evitado que
cayeses dónde nadie pudiese haberte traído de vuelta.
No eran sus dioses con los que tenía una deuda de vida, sino un maldito
chalado que regentaba un bar en una de las esquinas menos transitadas de
Nueva York. Si no hubiese sido por el Devorador de Pecados, era muy
posible que hoy no estuviese teniendo tal conversación con ese maldito ángel
cuya única virtud era sacarle de quicio.
Apretó con fuerza los ojos en un intento por alejar la oleada de culpabilidad
que habitaba en su alma a raíz de lo que ocurrió hace años, se obligó a hacer
a un lado el horror y la desesperación que sintió a través de ella e intentó
mantenerse en el presente. Cuando volvió a abrirlos se encontró con la
mirada de Axel fija en él.
—Lo siento, hechicero, pero una vez más tu arrepentimiento llega
demasiado tarde —declaró con un profundo suspiro.
Intentó hacer caso omiso al dardo envenenado que suponía las palabras
de su ex Vigilante. No necesitaba un recordatorio de aquella noche, lo
llevaba grabado a fuego en la memoria.
Durante demasiado tiempo estuvo tan centrado en sí mismo, en su dolor,
que ignoró todo lo demás, todo contacto que Ankara intentaba tener con él.
La rechazaba en sus sueños, la rechazaba en sus momentos de vigilia, hacía
todo lo posible por odiar a una mujer que sabía no tenía más culpa que él
mismo de todo lo acontecido hasta aquel momento. Se esforzaba por detestar
a una niña indefensa cuyo único pecado había sido nacer con el estigma del
espíritu del hielo y buscar en él la cura a una interminable soledad y
discriminación.
Le había hecho daño, con sus palabras y con sus actos. Conscientemente
la había empujado al borde buscando en ella el mismo rencor, el mismo odio
que haría que su culpabilidad se aligerase pero nunca la encontró. Ankara
nunca tuvo una palabra dura o un desplante para él hasta aquella noche algo
más de dos años atrás; la misma en la que pensó que la perdería para
siempre.
—La he traído de vuelta una vez y volveré a hacerlo las veces que sea
necesario —declaró con voz firme—. Ella no puede marcharse, no se lo
permitiré.
SEGUNDA PARTE
Piedras en el Camino.
CAPÍTULO 9
RADIN se despertó de golpe, el eco del grito que lo había arrancado del
sueño resonaba todavía en su interior. Se pasó una mano por el pelo y repasó
la habitación con la mirada; la cama estaba vacía.
La desazón interior pasó a convertirse en un inmediato pánico. Tuvo que
obligarse a mantener la calma mientras dejaba el asiento que había ocupado
horas atrás mientras ella dormía, el libro que estuvo ojeando permanecía
ahora en el suelo a sus pies.
—¿Ankara? —pronunció su nombre con calma. Una pregunta exenta del
nerviosismo que corría por sus venas.
No obtuvo respuesta. Levantó el libro, lo dejó sobre la silla y dudó entre
el jardín o la puerta principal.
‹‹Radin, ayúdame››.
La desesperada llamada impactó en su mente acompañada del más puro
hielo, giró sobre los talones y atravesó el umbral dejándose guiar por el
rastro dejado por su petición.
No necesitó de más pistas, el hielo que ahora cubría parte del pasillo y
se hacía más denso hacia el umbral del moderno cuarto de baño fue
suficiente para dirigirle a ella. Su espíritu respondió al mudo desafío
derritiendo aquella frialdad a su paso, el hielo pasó a convertirse en agua a
su estela mientras penetraba en lo que solo podía considerarse como una
cueva de hielo.
El sofisticado cuarto de baño estaba completamente enclaustrado en
hielo, agudas estalactitas decoraban el techo mientras la nieve cubría como
una delicada manta el suelo. En medio de aquel reino invernal, acurrucada
en el plato de la ducha, bajo el todavía humeante chorro de agua estaba ella.
—Kara.
Ella alzó el húmedo rostro en su dirección, una pálida tez y los ojos del
azul más pálido que había visto jamás en ella lo recibieron. El pelo rubio le
caía en mojadas ondas sobre los hombros, acariciándole los pechos de
inhiestos pezones. El agua caliente parecía capaz de mantener su piel libre
de hielo allí dónde la tocaba, pero sus manos, apretadas contra el pecho,
lucían envueltas en una delicada telaraña blanca.
—No soy capaz de alejarlo —musitó con voz apagada—, ya no me
obedece, no quiere hacerlo... y tengo frío, tanto frío... ni siquiera puedo
sentir el agua caliente.
Cruzó la helada estancia y se introdujo en la ducha, levantando su
menudo y liviano cuerpo del suelo sin importarle el agua que ahora también
caía sobre él.
—Déjalo ir, Kara —le susurró al tiempo que la ponía directamente bajo
el chorro de agua caliente—, no intentes retenerle, solo ábrete a mí y
abrígate en mi calor. Fúndete conmigo, todo irá bien, no permitiré que él
elija por ti... Tú respondes ante mí, no ante él.
Ella sacudió la cabeza, apretándose contra su cuerpo, buscando aquello
que no podía alcanzar por sí misma.
—No puedo, lo he intentado, pero no puedo hacerlo. —Ella no dejaba de
temblar. Sus emociones empezaban a hacerse eco de su poder, bajando aún
más la temperatura, haciendo crecer el hielo—. No puedo, Radin, ya no
puedo... déjame ir... por lo que más quieras, déjame ir. Termina con esto... te
lo ruego.
Se tensó, todo su cuerpo acusó una inmediata negativa.
—No —musitó y la apretó incluso más hasta escuchar un débil quejido
—. No huirás de mí de esa manera, Ankara, no lo permitiré.
Las pequeñas manos se aferraron con fuerza a su ropa, el cristal helado
que las entretejía se había disuelto con el calor que ahora la rodeaba.
—No podrás evitarlo, ¿por qué te empeñas en prolongar una agonía que
solo nos traerá más dolor a ambos? —gimió. Sus ojos se alzaron para
encontrarse con los suyos—. Déjame ir. Si sientes alguna pizca de
compasión por mí, déjame ir... Por favor...
—No.
Ella se desesperó.
—¡Radin, no quiero seguir así! ¡Déjame morir!
Su espíritu reaccionó violentamente al deseo de ella de abandonar este
mundo. El fuego surgió más allá del hielo, derritiéndolo todo a su paso y
enjaulándolos ahora en llamaradas.
—¡No! —alzó la voz. Las llamas respondieron a su excitación
aumentando de color e intensidad—. No vas a abandonarme en este maldito
infierno, esta es una condena para dos, Ankara, no te irás hasta que yo me
vaya.
No la dejaría. Ella era su vínculo, su maldición. Una mujer a la que
estaba irremediablemente atado y por la que solo podía sentir lástima y una
enorme carga de culpabilidad y desprecio que lo llevaba a negarse una y
otra vez a cualquiera que fuese su deseo. ¿Deseaba morir? Pues viviría, así
tuviese que bajar al mismo infierno y llegar a un acuerdo con el diablo, no le
concedería tal perdón.
No volvería a pasar por lo mismo, no la vería sucumbir al peso de la
vida, la obligaría a cargar con él hasta que sus espíritus bajasen a la
mismísima tierra y los indultasen por sus actos. Y lo haría las veces que
fuera necesario, aún si con ello se ganaba su odio.
—Radin, por favor...
Le apartó el pelo del rostro con una mano y la alejó del chorro de agua
que todavía sobrevivía al infierno que su espíritu había desatado a su
alrededor.
—Recuerda nuestro pacto, Ankara —le inclinó sobre ella, dejando que
su respiración le acariciase el rostro—. Solo estamos tú y yo... siempre
seremos tú y yo, aún si eso hace que nos odiemos eternamente.
Una solitaria lágrima resbaló por la húmeda mejilla.
—Yo no te odio, Radin —musitó. En sus ojos se reflejaba el dolor físico
y el que llevaba por dentro—, estúpidamente no puedo dejar de...
Le cubrió los labios con los suyos y reclamó su boca en un hambriento
beso. No quería escucharla, no deseaba que lo hiciera.
—No me ames, Kara, ódiame —murmuró rompiendo el beso—, porque
eso es todo lo que obtendrás de mí.
ERA incapaz de sacar los ojos del pergamino. La luz de la vela creaba
sombras sobre el papel, dotando a cada uno de los símbolos de un espectro
diferente, casi como si pudiesen cambiar. Daba igual las veces que lo
mirase, las vueltas que le diese o a quien preguntase, Radin no hallaba
respuesta que lo satisficiera.
Se inclinó contra el respaldo y resbaló ambas manos por el pelo ahora
suelto sobre sus hombros. Se le estaba agotando el tiempo y también la
paciencia, necesitaba respuestas y las necesitaba ya.
—¿Por qué? —No pudo evitar preguntar en voz alta mirando el papel
sobre la mesa—. ¿Por qué ahora? ¿Por qué solo a mí?
Dejó caer las manos de golpe sobre la mesa haciendo que se balanceara
la palmatoria con la vela, se levantó arrastrando la silla que cayó con
estrépito al suelo y comenzó a caminar de un lado a otro con la esperanza de
aplacar sus nervios y encontrar la respuesta que se le escapaba.
Ankara descansaba en el dormitorio, sumida de nuevo en un profundo
sueño en el que no se atrevía a pensar. Sabía que con cada hora que pasaba,
la vida se le escapaba de las manos, ahora más que nunca podía sentir el
hielo en su interior, la voz del Gran Espíritu reclamándola para sí mismo y
aquello lo aterraba. Nunca lo admitiría ante ella o ante cualquiera de sus
Vigilantes, pero la idea de perder a la hechicera se le hacía insoportable.
‹‹A mí nadie me ha querido jamás, ni siquiera quién debía hacerlo››.
Sus palabras seguían presentes en su mente, una silenciosa queja que ella
no dudó en dejar caer sobre él.
—No puedo, Kara —murmuró para sí mismo—, esa emoción murió hace
demasiado tiempo con mi corazón. No puedo.
La llama de la vela titiló, creciendo como eco de su propio poder,
incluso el Gran Espíritu del Fuego que albergaba en su interior reaccionaba
al próximo desenlace de todo aquello, tan molesto como él ante la
imposibilidad de retenerla a su lado.
—Si se te ocurre alguna idea para mantenerla a nuestro lado,
Keezheekoni, este sería un buen momento para hacérmela saber —murmuró
dejando que sus pensamientos se filtraran en su interior.
La llama volvió a danzar movida por su poder, aumentando la luz que
una vez más se vertió sobre el pergamino abierto sobre la mesa.
Cuando lo encontró pensó que se trataba de alguna clase de amenaza,
quizá un aviso de que su proscripción seguía vigente, por ello había
intentado ponerse en contacto con Naziel. Su Vigilante, sin embargo, no
había contestado a su llamado, ya que estaba sumergido en sus propios
problemas.
Naziel no aminoró el paso al traspasar la arcada del hall del Gremio, tal y
como esperaba Axel estaba ya allí mirando ensimismado la nada como si
pudiese hallar en ella las respuestas que buscaba.
—Ha empezado, ¿no es así? —preguntó sin detenerse hasta llegar a su
lado—. Ella... ha empezado a consumirse.
El hombre con el que compartía el mismo tono de ojos se giró hacia él y
asintió.
—El hielo la ha alcanzado —respondió con suavidad—. Ya no hay
vuelta atrás. La escarcha empieza a adueñarse de su corazón... y cuando lo
cubra por completo, la perderemos para siempre.
Y ella lo sabía, pensó con tristeza, Ankara sabía que el tiempo se
agotaba y había recurrido a lo único que podría concederle aquello que más
anhelaba.
—¿Se lo dirás al Alto Hechicero? —la voz de Axel atrajo su mirada de
nuevo hacia él.
—No —negó—. Al menos, no todavía.
—No les queda mucho tiempo, Naziel —le advirtió.
Asintió. Lo sabía, pero el que pudiera darles...
—Tendrá que ser suficiente —murmuró en voz alta.
CAPÍTULO 15
RADIN traspasó las puertas del Eternal con el mismo sentimiento de paz
que encontraba siempre entre aquellas paredes. Había llegado a aquel lugar
intentando escapar del pasado, dejado medio muerto en la parte de atrás por
una mala elección solo para encontrarse con que la muerte todavía no le
esperaba.
Había atravesado esas puertas en un momento en que su alma estaba
destruida por la pérdida y la desesperación, un tiempo en el que se habría
perdido a sí mismo si Boer, el extraño personaje que regía aquel lugar, no lo
hubiese arrastrado a la mesa de billar y le arrebatase, partida tras partida,
cada pedazo de oscuridad en su interior.
El Devorador de Pecados, como lo conocían en los íntimos círculos
sobrenaturales, le había ahorrado un destino peor que la muerte, había
salvado su cordura y en cierto modo su alma.
El local empezaba a prepararse para la jornada nocturna, las lámparas a
media luz, los empleados rellenando el bar y limpiando las mesas... Mirases
dónde mirases te encontrabas con un común bar de paso, con una mesa de
billar, un tocadiscos que había visto mejores días y unas mesas tan
peculiares como su dueño.
Se acercó a la barra y ocupó uno de los taburetes mientras esperaba a
que el hombre al que venía a ver hiciese acto de presencia.
—Radin, mi hechicero favorito.
La voz llegó desde algún punto del final de la barra. Al instante, un
hombre corpulento, con brazos anchos y abultados por el peso de un barril
de cerveza que descargaba ya del hombro, hizo acto de presencia. El pelo
negro y revuelto caía en desordenados mechones y enmarcaba un rostro de
planos angulosos y fuertes, pero sin duda eran sus ojos de un claro tono
ámbar los que hacían que se le congelase a uno el alma, pues parecían ser
capaces de atravesarla.
—Hola, Boer.
El hombre dejó el barril en su lugar y se acercó a él.
—Y ese precioso pecado tuyo, ¿dónde lo has dejado?
Hizo una mueca ante la forma en que se refirió a Ankara.
—Por ella es que estoy aquí.
—¿Otra vez? —lo miró con sorna.
No pudo menos que esbozar una irónica sonrisa en respuesta.
—No de la misma manera —aceptó—. De hecho, esta vez estoy aquí
para pedirte un favor.
El hombre no disimuló su sorpresa.
—Sabes cuál es el precio que impongo por mis servicios, chico —le
recordó—. No puedes pagarlo.
Él hizo una mueca.
—No esa clase de favor —negó—. Es algo mucho más mundano. Quiero
alquilarte la sala de billar... para algo privado... y sin público.
Aquello captó su interés.
—Soy todo oído.
Radin le pasó el taco de tiza azul, apoyó el mango del bastón en el suelo
y se apoyó en la mesa de billar. Sus ojos marrones no disimulaban la
diversión que albergaba. Debería estar contenta, después de todo había
conseguido que accediese a enseñarle los entresijos de un juego que él
parecía preferir.
Este local era uno de los pocos lugares a los que eran asiduos,
demasiadas veces lo había visto inclinado sobre la mesa, calibrando sus
posibilidades, midiendo las distancias antes de realizar un tiro perfecto. Y
durante esos momentos, él parecía desprenderse de la coraza con la que
siempre se vestía. Era en esas extrañas ocasiones en las que le veía relajado,
disfrutando de algo por el placer de hacerlo. Había intentado antes que le
enseñase a jugar, que compartiese con ella ese pequeño oasis de paz del que
parecía disfrutar, pero sus respuestas a menudo eran agresivas y disuasorias
hasta el punto de que ya ni se molestaba en preguntar. Se había acostumbrado
a mirarle desde un rincón, admirando su anatomía, sí, pero deseando también
y no por primera vez, que el lenguaje distendido, las bromas y el buen humor
que compartía en esos raros momentos con sus compañeros de mesa la
incluyesen también a ella. Estaba hambrienta de afecto, de su afecto.
Durante esas partidas, el hechicero era otra persona, su ceño se relajaba,
su tono de voz perdía el borde acerado e irónico con el que siempre se
vestía, era un hombre al que Ankara deseaba conocer.
—La tiza es para la punta del bastón, no una sombra de ojos.
El inesperado comentario la sacó de sus pensamientos.
—¿Qué?
Él indicó el taco de tiza que le había entregado y que todavía tenía en la
mano.
—Encera la punta del bastón e intenta hacer un tiro —le señaló al mismo
tiempo la mesa—. Así sabremos cuanto tengo que enseñarte.
Dejó su apoyo y se acercó a la estantería en la que guardaban los útiles
para el juego. Vestido con unos simples vaqueros y una camiseta, con el
largo pelo negro recogido en una coleta cayéndole por la espalda y ese aire
de arrebatadora sensualidad y poder que lo envolvía, era el espécimen
masculino perfecto. Se lamió los labios involuntariamente, se le hacía la
boca agua con solo mirarle, especialmente con ese magnífico trasero que
realzaba tan bien los pantalones.
Meneó la cabeza en un intento por volver a la realidad, si la pillaba
comiéndoselo con los ojos lo más probable es que fuese ella y no las bolas
la que terminase sobre la mesa, con las piernas abiertas y él clavándose
profundamente en su goteante sexo.
Demonios, estaba caliente... y era todo culpa suya, la había encendido en
casa y no se había molestado en hacer nada al respecto.
Se giró de nuevo hacia la mesa y depositó sobre ella un par de bolas de
colores y una blanca.
—De acuerdo, golpea cualquiera de las bolas de color con la blanca —
la instruyó.
Enceró la punta del bastón tal y como le había visto hacer a él con el
suyo, dejó la tiza a un lado y se colocó en posición tal y como le había visto
hacer a él y a sus compañeros de juego muchas veces. Sin embargo, en todo
aquello todavía existía un pequeño problema.
—¿Cómo demonios se colocan los dedos?
Se giró para mirarle por encima del hombro y lo pilló haciendo
exactamente lo que le hizo ella apenas unos segundos antes, pero él no se
molestaba en disimular. Caminó en su dirección, la rodeó con su cuerpo
hasta tenerla atrapada contra la mesa y le acarició la mano, colocándole los
dedos en la formación correcta.
—Así, si te sientes cómoda con ello —le susurró al oído—, mantén
siempre un dedo como apoyo y soporte para el bastón y deja que se deslice
sobre él.
Con cada movimiento, el duro cuerpo se rozaba contra el suyo
haciéndola más consciente de su presencia y de la obvia excitación de su
compañero.
—Relaja el brazo, sepárate un poco más de la mesa —le aferró la cadera
con la mano y tiró de ella hacia atrás de modo que su trasero quedó
íntimamente unido a la palpable erección—. Así.
Cada frotamiento, cada contacto, el calor de su aliento derramándose en
el oído la encendía y licuaba. Se humedecía cada vez más, su cuerpo
reaccionaba al masculino como solo lo hacía con él y la conducía al borde.
—Muy bien —la premió—. Ahora puedes controlar el bastón con una
mano y mantener el apoyo y la precisión con la otra... Apunta hacia la bola
blanca y elije la que quieres introducir y en que tronera...
Se lamió los labios, entrecerró levemente los ojos para afinar la puntería
y murmuró.
—La amarilla al agujero de la derecha.
Le acarició una vez más el oído con su aliento.
—Golpea.
La orden fue acompañada de una palmadita en el trasero que provocó
que se le escapara el bastón, se deslizara con un horrible sonido a través del
tapete de color verde de la mesa y terminase golpeando la bola blanca que
dio un salto y terminó fuera de la mesa.
—La finalidad es meter la bola en la tronera no lanzarla fuera de la mesa
y abrir un surco en el tapete, Ankara.
Ella se incorporó y se apartó inmediatamente de él. Entrecerró los ojos y
apuntó directamente a la erección que le abultaba el pantalón.
—Eres... eres... —resopló sin saber que insulto utilizar ahora con él—.
No creas ni por un solo segundo que vas a salirte con la tuya, Alto
Hechicero.
Él esbozó una irónica sonrisa al escucharla pronunciar su cargo como si
fuese un insulto.
—Si crees que podrás dejar de abrir surcos en el tapete de la mesa, te
explicaré las reglas del juego —le quitó el bastón de las manos y pasó la
mano por la superficie devolviéndole su estado inicial—. El objetivo del
billar es introducir todas las bolas en las troneras antes que tu rival.
Se agachó para recuperar la bola que ella había lanzado fuera y tras
dejarla sobre la mesa se dirigió a la estantería y trasladó a la mesa el
triángulo y el resto de las bolas con las que empezó a rellenarlo.
—Las bolas del uno al siete son lisas —le enseñó una de ellas a modo
de confirmación—, y las del 9 al 16 rayadas. Solo cuando hayas metido
todas las bolas que te corresponden, lisas o rayadas en las troneras, podrás
meter la bola negra —hizo girar dicha bola entre los dedos—, y cuando lo
hagas, habrás ganado.
Observó cómo introducía el conjunto de las bolas en el interior del
triángulo y lo situaba en uno de los lados de la mesa.
—Y recuerda que la punta del bastón tiene que golpear primero la bola
blanca de modo que esta empuje a las demás —le dijo con sorna—. No es
necesario que le abras un surco en el tapete para que se deslice, lo hace
solita.
—Gracias, señor condescendiente, no lo había notado —rezongó al
tiempo que estiraba la mano para pedir que le devolviese el bastón—.
¿Quién empieza y cuáles son mis bolas?
Él arqueó una oscura ceja en respuesta, en su rostro se apreciaba la risa.
—¿Tienes de eso, Kara?
Entrecerró los ojos.
—¿Las tienes tú?
Una ligera carcajada escapó de la garganta masculina.
—Touché —aceptó con una ligera inclinación de cabeza—. La elección
de las bolas se determina en función de la primera que se introduce. Si metes
una rayada, esas serán las tuyas, si metes una de cada, podrás elegir. Pero ten
cuidado, si metes la bola negra antes de colocar todas las demás, perderás
en ese mismo instante.
—¿Muerte súbita?
—Por decirlo de alguna manera, sí —aceptó e indicó el triángulo con un
gesto de la barbilla—. Una vez se determine que bolas nos quedamos,
procura no golpear ninguna contraria al primer toque, porque perderás el
turno y yo obtendré la bola en mano.
Frunció el ceño, no estaba familiarizada con todos aquellos tecnicismos,
pero lo había visto jugar demasiadas veces como para hacerse una idea de lo
que quería decir.
—Eso quiere decir que podrás poner la bola blanca en el lugar que
prefieras en tu tirada, ¿no?
Él asintió.
—Premio para la hechicera.
—He visto que cuando juegas, hay ocasiones en las que repites...
imagino que eso es a lo que le llamas pérdida de turno del contrario —
comentó—. ¿Qué influye exactamente en esa pérdida de turno?
Dejó la base del bastón en el suelo y apoyó la cadera contra la mesa.
—¿Así que haces algo más que mirarme el culo cuando juego?
La inesperada pregunta la dejó sin habla, podía sentir cómo se le
calentaban las mejillas y se obligó a apretar los dientes para no contestar
alguna estupidez.
—Cuando pierdes el turno se debe a que has hecho una tirada ilegal —le
dijo de buen humor, dejando a un lado su previa pregunta—. Esta se debe a
que metas la bola blanca en un agujero, a que la primera que golpees con la
blanca sea la bola ocho, esto siempre y cuando no hayas terminado con todas
las que tienes en el tablero, como ya te expliqué, que la primera bola que
golpees con la blanca sea una de las mías o no golpear ninguna de las bolas
o golpear una propia. Con cualquiera de esas opciones, pierdes el turno... Y
lo mismo pasa si lanzas la bola por encima de la mesa. ¿Te ha quedado lo
suficiente claro?
Se acercó a él y le quitó el bastón de las manos obligándole a coger otro.
—No golpear tus pelotas... perdón... las bolas que te toquen sobre la
mesa, no meter la bola blanca en ninguno de los agujeros...
—Troneras —la corrigió.
—Troneras —aceptó—. No abrir surcos en el tapete ni lanzarte la bola
blanca a la cabeza y no meter la bola negra en la... tronera... hasta que te
haya dado una paliza... perdón, hasta que haya metido todas mis bolas en los
agujeritos.
Él la miró de arriba abajo.
—Añade también a lo de la bola blanca, no lanzarme el bastón como una
jabalina... —sonrió de medio lado—. Hoy estás de humor sanguinario,
pequeña, si necesitas desfogarte, ya sabes lo que tienes que hacer...
Entrecerró los ojos.
—Sí, darte una paliza al billar —siseó.
Le sonrió, al parecer todo aquello le estaba resultando muy divertido.
—Yo votaría por follarte sobre la mesa de billar, pero soy paciente —le
soltó sin más—. Lo haré después de ganarte limpiamente.
Dios, había días en que le encantaría retorcerle el pescuezo a ese hombre
y este sin dudas, encabezaba la lista.
—¿Tienes que reducirlo siempre todo al terreno sexual?
—Parece que es el único lugar en el que nos entendemos realmente —se
encogió de hombros.
Aquello no podía refutárselo, era una triste verdad.
—¿Y bien, quién empieza?
Él le dedicó una elegante reverencia.
—Las damas primero —le cedió la vez.
Media hora después, no solo iba perdiendo sino que estaba más magreada
que el paté de pato. Ese malnacido encontraba la ocasión perfecta cuando
estaba a punto de hacer la tirada para meterle mano, sobarle el culo, rozarle
los pechos con el bastón... ¡Maldito tramposo!
Se enderezó una vez más y le dedicó una de las miradas más fulminantes
de su repertorio, las ganas de incrustarle el dorso del palo en las pelotas se
hacía cada vez más acuciante, pero eso lo encabronaría y posiblemente no
hiciese nada en absoluto por liberarla de la maldita frustración.
—A tres metros de distancia por lo menos —lo apuntó con el dedo—.
De hecho, ponte junto a la puerta y no te muevas de ahí.
Se rio, no había dejado de hacerlo en todo el tiempo que llevaban allí.
La música del local llegaba ahora mucho más alta hasta ellos junto con el
sonido de las bolas del billar al entrechocar entre ellas. La habitación podía
ser privada debido a su ubicación, pero no es que tuviese precisamente un
buen aislamiento acústico.
—Si lo prefieres salgo a tomarme algo, pequeña —se burló—. ¿Quieres
algo calentito, Kara?
‹‹Sí, a ti... vuelta y vuelta a la parrilla›› —pensó por ironía—. ‹‹Y si
estás desnudo mejor››. Entrecerró los ojos, apretó el palo y se giró de nuevo
hacia la mesa, quedaban cuatro bolas suyas frente a dos de Radin y era su
turno.
—¿Quieres tú que te congele las pelotas? —respondió en cambio,
mientras buscaba el ángulo adecuado—. Si me cabreas un poquito más, quizá
no tenga que hacer nada más que ponerte la mano encima para hacerlo.
Una suave risa recorrió la habitación.
—Si querías ponerme la mano encima, Kara, no tenías más que acercarte
a mí e introducirla por dentro del pantalón —le soltó con sorna—. Ya sabes
cómo.
Apretó los labios y se obligó a ignorarle, lo que realmente le apetecía
era darle con el dichoso palo en los huevos.
—Morada a esquina derecha —anunció su próxima tirada—. Y si te
acercas e intentas meterme mano, te romperé el maldito bastón en la cabeza.
Tras echarle un vistazo por encima del hombro y verle apoyado en la
puerta con los brazos cruzados, asintió satisfecha y se preparó para hacer
otro punto.
—Estás muy irascible, Ankara, necesitas una buena cabalgada —le soltó
con toda la intención del mundo.
Lo ignoró y se concentró en la jugada. Golpeó la bola blanca y esta
empujó la morada hacia el lugar que quería.
—Sí, sí, sí... —murmuró excitada al ver que la esfera de marfil seguía
avanzando—. Vamos, bolita, entra en el agujerito...
Un resoplido mitad risa llegó a su espalda.
—Lo siento —se disculpó conteniendo a duras penas la risa—, esa
imagen ha sido... muy gráfica.
Se giró con toda la intención de decirle un par de cosas y posiblemente
lo habría hecho de no ser porque al retroceder, el bastón se deslizó de sus
manos e impactó con fuerza en cierta parte de la anatomía masculina.
—¡Joder!
El gruñido de dolor que surgió de la boca masculina, unido a la pronta
reacción de cubrir las partes golpeadas con las manos mientras se doblaba
sobre sí mismo la hicieron palidecer. El sonido del bastón golpeando el
suelo cuando lo soltó se unió a la interminable sarta de insultos y
maldiciones que brotaban del hechicero.
—Maldita... hija de... la madre que te... ¡Joder!
Dio un paso atrás y se llevó las manos a la boca para ahogar un pequeño
quejido de sorpresa.
—Ay, dios. Lo siento, Radin —se disculpó de inmediato—. ¿Por qué te
pusiste detrás?
La furibunda mirada que le dedicó fue suficiente para que se defendiese.
—¡Te dije que te quedases junto la puerta! —se justificó—. ¡Es culpa
tuya!
Él jadeó medio incorporándose.
—¿Culpa mía? ¡¿Culpa mía?! —alzó la voz, pero se encogió una vez más
—. Ponte del otro lado de la mesa... si aprecias en algo tu pellejo ahora
mismo, no te acerques a mí...
Todo la compelía a obedecerle, su tono de voz, la seguridad de que era
lo más seguro para su propia salud, pero al mismo tiempo, el gesto de dolor
en su rostro la llevaba a ir en contra de su buen juicio y acercarse a él.
—Lo siento mucho, de verdad—murmuró dando un paso hacia delante—.
Te juro que no fue a propósito.
Estiró una mano obligándola a detenerse.
—No des un... jodido paso más —la previno.
Ella bufó.
—Oh, vamos, no es como si pudiese hacerte algo peor. —Se lamió los
labios y dio otro paso hacia él—. ¿Te duele mucho?
—En absoluto —siseó—, solo estoy doblado por la mitad por ser una de
las posiciones más cómodas que conozco. Se me han puesto las pelotas
azules porque es el tono de moda, ¡a ti que te parece!
Dio un respingo ante su bramido e hizo una mueca.
—¿Quieres que te traiga hielo? —sugirió indicando con el pulgar hacia
la puerta—. Quizá tenga alguno en la nevera... oh, bueno... —levantó la mano
—, siempre puedo aplicártelo yo directamente.
Si las miradas matasen, ahora mismo ella sería un cadáver calcinado a
sus pies.
—De verdad que lo siento, Rad —dio un paso más hacia él solo para
detenerse cuando le siseó como un gato—. No sabía que estabas ahí, se me
escapó el bastón.
Dejó escapar un cansado suspiro.
—Mira, abandono la partida —ofreció—. Tú ganas... de hecho, ya lo
estabas haciendo y...
—Basta —la interrumpió con brusquedad—. Deja ya de rezongar y sigue
jugando. Has encajado la última bola de forma legal, así que sigues con el
turno.
Ella miró hacia la mesa para ver que era verdad, había introducido la
bola morada en la tronera. Radin recogió el bastón del suelo con una mueca
y se incorporó aunque el hecho de caminar todavía parecía resistírsele. Le
entregó el bastón y no le quedó otra que aceptarlo.
—A tu lado todo resulta un deporte de riesgo, Kara —rezongó al tiempo
que se incorporaba con una mueca y le daba la espalda para empezar a
caminar de un lado a otro con una ligera cojera—, demonios, si no resultas
un jodido peligro.
—¿Estás bien?
—Sobreviviré —masculló antes de girarse de nuevo hacia ella e indicar
la mesa—. Ahora, sigue jugando.
—¿Estás seguro?
Entrecerró los ojos sobre ella.
—Si estoy seguro de qué, ¿de que sobreviva? —respondió con su usual
ironía—. Sí, Kara, completamente seguro, no es como si pudiese irme a
algún lado antes de devolverte... el favor.
Se indignó.
—¡Fue un accidente!
No respondió de inmediato, se limitó a acortar la distancia entre ellos y
rodeó el bastón con los dedos por encima de dónde ella lo sujetaba.
—Si esperas que cumpla con esa condenada lista en estos tres días en
los que me has atado a ti, Ankara —pronunció su nombre con suavidad—,
será mejor que pongas de tu parte. Querías que te enseñara a jugar al billar,
bien, es lo que estoy haciendo. Ahora, juega.
—Quizá debí especificar qué era exactamente lo que quería obtener con
tal petición —murmuró por lo bajo—, porque obviamente estoy
consiguiendo todo lo contrario.
Contra todo pronóstico, sus dedos se desprendieron del bastón y
subieron para acariciarle la cara, apartándole el pelo de la mejilla y
remetiéndoselo tras la oreja.
—¿Qué era lo que querías obtener con esto, Kara?
Ella se lamió los labios.
—Estar un poquito más cerca de ti —confesó—, del hombre que ocultas
bajo una coraza. Pero a la luz de los acontecimientos, solo he conseguido lo
contrario.
Él sacudió la cabeza.
—No pierdas el tiempo, no vas a encontrar nada más de lo que ya has
obtenido.
Se estremeció y él deslizó la mano hasta acunarle el rostro.
—Estás helada —murmuró en voz baja—, y yo que pensaba que te
estaba manteniendo debidamente... caliente.
—Lo hacías... hasta que te pegué sin querer con el bastón —hizo una
mueca.
Le acarició la mejilla con el pulgar y la obligó a levantar el rostro de
modo que los ojos de ambos se encontraran.
—Eso debía haberme enfriado a mí no a ti.
Ella hizo una mueca.
—Lo siento —murmuró al tiempo que intentaba dar un paso atrás. Él no
le dejó.
—No, Kara, todavía no —negó permitiendo que el fuego en su interior le
lamiese los dedos y se filtrase a través de su propia piel—. Pero lo sentirás.
Apretó los dientes, cerró los ojos con fuerza y luchó para no emitir ni un
gemido cuando su cuerpo intentó canalizar aquel alivio sin demasiado éxito.
Él no podía darse cuenta que su propio espíritu había empezado a
rechazarle, no podía saber que ella se estaba muriendo o se culparía a sí
mismo una vez más por algo que ya nadie podía evitar.
—Lo siento mucho —musitó a pesar del dolor—. Por todo.
—Ahórrate las palabras, Kara —le susurró sosteniéndole el rostro—.
Ambos sabemos que no significan nada para nosotros.
Los suaves y cálidos labios se cernieron sobre los de ella, una suave
caricia que pronto adquirió una mayor carnalidad. Suspiró y abrió la boca
para permitirle introducir la lengua y robarle el aliento en un tórrido beso
que la distraería del dolor que ahora su fuego creaba en su piel mientras
derretía una vez más el hielo de su cuerpo. Una lástima que hiciera falta
mucho más para deshacerse del que ya le acariciaba el corazón.
CAPÍTULO 17
SI había algo que era incapaz de rechazar en ella, era la manera en que su
cuerpo le respondía. Su deseo inflamaba el suyo de tal manera que cualquier
resistencia era inútil. La cama se convirtió con el tiempo en el único
remanso de paz que encontraban sus dos batalladores espíritus, entre las
sábanas no había lugar para odio, rencor o discusiones, a lo sumo encajaban
los gritos y jadeos de placer y necesidad.
Radin deslizó la boca de sus labios a la suave piel del cuello, le acarició
con la lengua el punto exacto en el que latía el pulso y le prodigó un pequeño
mordisco que la hizo saltar. Las manos recorrían ya el blando cuerpo,
moldeando su figura hasta ahuecarle los pechos por encima de la ropa.
—Para que luego digan que el billar no es un juego excitante —musitó
lamiéndole ahora la oreja. Los pulgares habían topado con las duras
cúspides formadas por sus pezones a través de la tela y se dedicó a
atormentarla—, ¿qué me dices, Kara? ¿Estás excitada? ¿Ya has mojado las
bragas?
Ella se estremeció, su cuerpo se apretó contra el suyo mientras ladeaba
la cabeza permitiéndole un mejor acceso. Se aferraba al borde de la mesa de
billar, apretándose contra la madera un instante y contra la pared que
formaba su cuerpo al siguiente como si no fuera capaz de discernir lo que
necesitaba en cada momento.
—Puedo notar tus pezones duros a través de la tela —le sopló al oído al
tiempo que los pellizcaba suavemente sobre la tela—, y me muero por poner
la boca sobre ellos y succionarlos con fuerza. Quiero oír como gimes
mientras lo hago, quiero tu miel derramándose entre tus piernas y
deslizándose por la cara interior de los muslos, ¿vas a dármelo, Kara?
Se estremeció, sintió como el frío abandonaba su cuerpo como si su
espíritu quisiera defenderla de una amenaza externa.
—Rad... —gimió encogiéndose contra él.
—Déjame entrar, hechicera —le acarició el oído una vez más con la
calidez de su aliento—, baja los brazos y ríndete una vez más a mí. Deja que
te caliente, déjame entrar pequeña.
Musitó en voz baja un par de palabras y la ropa que la envolvía
desapareció a excepción del sujetador y las braguitas dejándola expuesta a
su mirada y a sus caricias. La sintió temblar una vez más, un suave quejido
escapó de los labios entreabiertos mientras deslizaba las manos ahora sobre
la helada piel devolviéndole la tibieza.
—No luches, Kara —murmuró mientras le mordisqueaba ese punto
exacto detrás de la oreja que sabía la hacía temblar—. Acepta lo que te doy
y no lo rechaces. No hay necesidad de sufrir eternamente.
Ella gimió, un pequeño maullido huido de sus labios que decidió tomar
como aceptación a sus demandas.
—Respira, compañera, respira profundamente —la instó a ello. Las
codiciosas manos resbalaron sobre su cuerpo, acariciándole los pechos,
sopesándolos para finalmente encargarse del cierre frontal del sujetador y
deshacerse de la prenda.
Sus senos quedaron desnudos a sus atenciones, piel pálida coronada de
rosadas bayas que no dudó en llevarse a la boca y saborear como el más
jugoso de los caramelos. Le ciñó la cintura, marcando su carne con sus
huellas mientras la mano que le quedaba libre continuaba el descenso hasta
introducirse bajo el elástico de las braguitas y acariciar con las yemas de los
dedos la única parte de su cuerpo que siempre encontraba caliente. Resbaló
los dedos a lo largo de los mojados pliegues empapándose con sus jugos, le
acarició la tierna carne del hinchado sexo un segundo antes de hallar el
oculto clítoris y dedicarle una especial atención.
—Radin —jadeó su nombre y echó la cabeza hacia atrás, sin soltar en
ningún momento el borde de la mesa de billar.
Le dio un último lametón a uno de los pezones y pellizcó el otro con
fuerza al tiempo que se incorporaba y reclamaba de nuevo su boca con un
hambriento beso. La arrasó con la lengua, la instó a responderle y la sometió
con su cuerpo. Quería aquello de ella, quería que se entregase a él, que se
sometiera dulcemente, quería llenarla con calor, abrasarla y alejar el maldito
hielo que la separaba de él. Quería hundirse entre sus piernas, la dura
erección que todavía enjaulaba el pantalón pedía a gritos penetrarla, follarla
hasta dejarla sin sentido.
Resbaló un dedo en su interior, estaba tan mojada que la penetración fue
suave y perfecta, podía sentir el calor de las paredes vaginales rodeando la
falange, contrayéndose mientras la retiraba solo para volver a embestirla. Se
tragó sus jadeos, los pequeños ruiditos emergían de su garganta y eran
engullidos por la propia, le magulló los labios sin piedad, la buscó como
solo él podía hacerlo, arrancó cada respuesta de su cuerpo hasta que este
vibró de necesidad y se plegó a sus demandas.
—Suave —ronroneó rompiendo el contacto con su boca. Se lamió los
labios y lamió luego los suyos sin dejar de atormentar su sexo y senos al
mismo tiempo. Un segundo dedo se unió al primero ensanchándola,
preparándola para lo que realmente quería de ella, sus caderas salían al
encuentro de sus falanges buscando una penetración mucho mayor—, suave,
dulzura, no voy a irme a ningún lado, sabes que me gusta terminar con lo que
empiezo.
Ella se pellizcó el labio inferior con los dientes y siseó algo ininteligible
que lo hizo sonreír.
—No... sin antes... torturarme... como el demonio... —consiguió
balbucear—. Solo... solo hazlo... por favor...
Siguió masturbándola con los dedos, dejando que la tela absorbiera la
humedad que manaba de su sexo, la provocó con pequeños besos,
acercamientos que luego contenía impidiendo siquiera el roce de los labios.
—¿Qué es lo que quieres que haga, hechicera? —La atormentó con
nuevas caricias, aumentando su excitación—. Dime qué es lo que deseas
exactamente y consideraré el dártelo.
Ella gimió con frustración. Podía sentir sus emociones como si fueran
propias, el vínculo que unía sus espíritus se intensificaba durante el sexo
mostrándola como un libro abierto para él.
—Quiero... —jadeó y sacudió la cabeza—. Eres un... ¡Joder!
Se rio por lo bajo, le encantaba ver cómo perdía la coraza de hielo que a
menudo la envolvía.
—¿Quieres que te joda, hechicera? —le sugirió con crudeza, pero había
risa en sus palabras—. ¿Quieres que entierre mi polla en ese dulce y mojado
coñito?
La respuesta de la muchacha llegó acompañada de un bajo siseo del que
pudo comprender algunas palabras. Un hechizo que él mismo le había
enseñado tiempo atrás, un pequeño truco de magia que lo libró de la parte
superior de su ropa en un parpadeo.
Dejó escapar un bufido mitad risa y le acarició los labios con un breve
beso.
—Vamos mejorando, hechicera —aseguró al romper el beso—. Um,
estoy rompiendo las normas, no debo llamarte hechicera. Ese era uno de tus
requisitos, ¿no?
Ella se lamió los labios y lo miró.
—Soy lo que soy —gimoteó ella—, y ese título suena distinto cuando
estamos... piel con piel... que... todo el tiempo que no lo estamos.
No podía refutar esa declaración, ambos conocían el acuerdo.
—Entre las sábanas, piel con piel, no habrá heridas, mi hechicera —
corroboró poniendo voz a las palabras que habían sellado tiempo atrás—,
solo necesidad y paz.
Los ojos azules se clavaron en los suyos y pudo ver en ellos un viejo
dolor, pero fue el color del iris, de una palidez grisácea lo que lo estremeció
interiormente. Podía sentir su piel calentándose bajo las manos, el deseo
creciendo en su interior, pero no era suficiente.
—No te atrevas a alejarte, Kara —las palabras brotaron de su boca antes
de que pudiese contenerlas—. No oses desafiarme.
La delicada y pequeña mano deslizándose sobre la dura erección que
todavía contenían sus pantalones lo distrajo durante unos momentos, sus
dedos se detuvieron profundamente enterrados en el caliente sexo.
—Kara...
—Quiero esto —gimió deslizando una vez más la mano, frotándole el
inhiesto pene a través de la tela—, te quiero a ti. Ahora. Con fuerza. Sin
pensar en nada más.
Para dar énfasis a sus palabras, le desabrochó el pantalón e introdujo los
dedos por dentro del elástico del slip hasta arrancarle un gruñido al notar las
puntas recorriendo la erección.
—No quiero pensar —insistió al tiempo que se apretaba contra él,
ocultando el rostro en su pecho—, solo quiero tenerte, sentirte... haz que
todo se haga pedazos, que nada importe más que tú y yo y el ahora, Radin.
Déjame ser egoísta por una vez, solo una maldita vez.
Cerró los ojos durante una milésima de segundo disfrutando del tacto de
la suave mano sobre su sexo, entonces la apartó, retiró los dedos de su
interior y le magulló los labios con un ardiente beso al que ella respondió
sin vacilación.
—De acuerdo —declaró tras romper el beso—, no tengo inconveniente
en follarte hasta hacerte perder el sentido.
Sin añadir nada más, la sentó al borde de la mesa de billar haciendo que
las bolas que quedaban sobre el tapete se moviesen, le quitó las bragas y tras
liberar su erección se condujo profundamente en su interior arrancándole un
breve quejido.
—Las manos por encima de la cabeza —la instruyó y su voz no dejaba
lugar a réplicas—, rodéame con las piernas.
Ella obedeció al tiempo que cerraba los ojos con languidez.
—No, Kara, los ojos sobre mí. —Quería sus ojos sobre él, que supiese
quien la montaba y por qué—. Ninguno de los dos puede escapar del
infierno, así que hagámonos mutua compañía.
Se retiró casi por completo de su interior y volvió a embestirla con
fuerza, empujando su cuerpo sobre el tapete al hacerlo.
—¿Suficiente fuerte para ti?
Ella se mordió el labio inferior, sus ojos brillaban con lujuria y unas
lágrimas que se negaba a derramar. Se inclinó sobre ella, profundizando más
su unión al hacerlo.
—No iré más allá de lo que puedas tomar. —Era un aviso, una amenaza,
un borde que no pensaba volver a cruzar jamás—. Ni siquiera por ti, Kara.
Una solitaria lágrima se escurrió de su ojo y bajó por su mejilla.
—Nada de cuchillos en nuestra cama, ¿recuerdas? —musitó ella.
Suspiró, esa mujer podía ser exasperante incluso en los momentos más
insospechados.
—Si aceptamos mesa de billar como cama, por mí vale —declaró y
antes de que pudiese decir algo más al respecto, se retiró una vez más de
ella y comenzó a follarla sin más.
Todo pensamiento racional se volatilizó de su mente mientras la poseía,
la folló sin piedad, se hundió en su cuerpo con la intensidad que su alma y la
de ella pedían. No fue una unión suave, pero ninguno de los dos la quería, él
podía sentir los deseos de su alma, la creciente necesidad de entregarse al
olvido, la rabiosa hambre de calor y algo que no podía darle, que no sabía si
alguna vez podría llegar a dárselo. Sintió su dolor, la incansable búsqueda
de afecto, su necesidad de él y se obligó a hacer oídos sordos una vez más.
Se concentró en saciar el hambre de su cuerpo, la lujuria y la ausencia de
calor que la llenaba, se enterró en ella cada vez más profundo buscando él
mismo el olvido que ella ansiaba y mientras lo hacía se perdió en su mirada
y en lo que esta ocultaba, en lo que mostraba y en lo que tenía demasiado
miedo para encontrar.
—Radin... Radin... Radin...
Su nombre se convirtió en una desesperada letanía, la pasión y la lujuria
jugaban juntas y los catapultaban a una febril necesidad de la que ninguno de
los dos era capaz de liberarse. Le aferró las caderas y aumentó el ritmo,
descendió sobre su pecho y succionó con fuerza uno de los duros pezones
hasta que sintió como su sexo le ceñía y convulsionaba bajo él arrastrada
por la fuerza del orgasmo. Mantuvo el ritmo, apretó los dientes mientras la
sentía ceñirse cada vez más a su alrededor para por fin sucumbir a su propia
necesidad y correrse en su interior.
Tras recuperar el aliento, se apoyó sobre los antebrazos para liberarla de
su peso, bajó la mirada a la suya y le acarició la mejilla con los dedos
buscando en su rostro cualquier señal de daño provocado por la intensidad
de su unión. Kara le devolvió la mirada, los enrojecidos e hinchados labios
separados luchaban por llevar aire a sus pulmones.
—Y bien, ¿crees que podamos tachar el billar de tu lista? —le dijo con
cierta jocosidad.
Ella se lamió los labios, desvió la mirada al soporte que les había
servido de cama e hizo una mueca.
—Nunca volveré a mirar una mesa de pool de la misma manera —
suspiró.
Bufó, un vano intento de ocultar la satisfecha sonrisa que ya le cubría los
labios.
—Te queda mucho por aprender, Kara —aseguró con jocosidad—, pero
no me cabe la menor duda que serás una alumna de lo más aplicada.
Ella puso los ojos en blanco.
—Tonto.
Más tarde...
—Y entonces, allí estaba él, tirado en la puerta de atrás, intentando
ahogar su estupidez en un charco de...
—Demasiada información, Boer, demasiada información —lo
interrumpió Radin, llevándose la botella de cerveza a la boca.
—Chico, ni siquiera he empezado a dejarte en evidencia —se rio—.
Solo dame tiempo...
—Mejor ni lo intentes.
Ankara asistió en silencio al intercambio de aquellos dos, todavía estaba
un poco azorada por la inesperada interrupción del hombre que departía con
su hechicero detrás de la barra. Ni siquiera lo vio aparecer en la sala de
billar, todo lo que sabía es que cuando terminó de arreglarse la ropa, Boer
estaba allí y tenía una enorme sonrisa curvándole los labios. Su hechicero
intercambió un par de secas frases con él —algo que no pareció amilanarle
en lo más mínimo—, y al instante siguiente estaban sentados los tres
alrededor de la barra disfrutando de una cena de picoteo.
Miró el reloj que había en la pared y se estremeció interiormente ante el
rápido paso del tiempo, quedaban poco más de quince minutos para la
medianoche. Quince minutos para enfrentarse al primero de sus deseos y lo
que este trajese consigo.
—Bah, tú siempre quitándole la diversión a todo —protestó el barman
atrayendo de nuevo su atención. Su mirada cayó entonces sobre ella, se cruzó
de brazos sobre la lisa superficie y la miró—. Dime, princesa, ¿te has
divertido hasta ahora?
Parpadeó varias veces hasta que la frase se coló en su distraída mente y
trajo consigo el calor que le encendió el rostro; en ese momento debía
parecer una granada.
—Antes y después de probar tu mesa de billar —contestó Radin por ella.
Dejó la botella de cerveza de nuevo sobre la barra y la miró—. ¿No?
El sonrojo aumentó y adquirió un tono más intenso, la petulante sonrisa
que jugueteaba en sus labios la llevó a reaccionar instintivamente al
propinarle un puntapié por debajo de la superficie de la barra.
—Perdón, se me escapó.
Su sonrisa aumentó, curvándole los labios.
—¿Algo que añadir u objetar, Kara?
Ella se lamió los labios y compuso una expresión de inocencia total.
—No, es solo... —comentó en voz baja, casi como si fuese a hacer
alguna confesión—, no sabía que hubiésemos utilizado tu cerebro como una
de las bolas. Perdóname, no debí pegarle tan fuerte.
Las carcajadas de Boer resonaron en todo el local atrayendo la atención
de varios clientes. Radin se limitó a poner los ojos en blanco y girarse hacia
su amigo.
—Ahora lo entiendes, ¿no?
Él asintió sin dejar de reír.
—Oh, sí, chico, siempre lo entendí —se reía—, eres tú el que no lo tiene
del todo claro. Espero que sigas haciendo honor a tu palabra y le concedas a
la deliciosa hechicera cada uno de sus deseos. Ya falta poco para la hora
bruja.
Ankara echó un nuevo vistazo al reloj como si necesitara confirmar sus
palabras y frunció el ceño. ¿Cómo sabía él...?
—Hay muchas cosas que yo sé y que él desconoce, encanto —le dijo.
Parecía haberle leído la mente—. Lo cual hace que sea doblemente divertido
estar de este lado de la barra.
Le hubiese gustado decir alguna cosa, pero ignoraba qué contestación
sería adecuada en esos momentos.
—Ignórale, Kara —sugirió Radin—, tanta comida y a tantas horas
distintas no resulta una dieta equilibrada.
Él hombre lo apuntó con un dedo y entrecerró los ojos, pero en su rostro
todavía vibraba una sonrisa.
—Que sepas que llevo una dieta rigurosa —le soltó—, la estupidez de
los hechiceros hace tiempo que dejó de estar en mi menú.
Radin se limitó a arquear una negra ceja en respuesta.
—Sí, ya puedo ver lo bien que conservas la silueta.
—Hago lo que puedo, hago lo que puedo —aseguró el hombre
palmeándose el liso vientre.
El hechicero sacudió la cabeza y echó un vistazo por encima el hombre
al reloj.
—No pienses, solo actúa —sugirió Boer al tiempo que le palmeaba el
hombro—. Este es tan buen momento como otro para retirar el telón y le
muestres la obra completa. Los avances no son más que un preludio de lo
que está por llegar.
Él lo miró, negó con la cabeza y se giró hacia ella.
—¿Estás segura de que esto es lo que deseas?
Tragó el inesperado nudo que se le alojó en la garganta y asintió.
—Lo necesito —musitó—, por encima de muchas otras cosas, es lo que
más necesito ahora mismo.
Asintió y echó mano a la cartera para pagar sus respectivas
consumiciones.
—No, invita la casa —lo detuvo su amigo—. Ve con ella y haz lo que
siempre has debido hacer.
Su compañero hechicero no dijo nada, se limitó a cruzar la mirada con él
y dejó el asiento sin esperar a ver si ella le seguía o no.
—Disculpa su falta de modales —comentó ella con una breve sonrisa—.
Y muchas gracias por dejarnos la sala de billar y por la cena; estaba
deliciosa.
—Sigue insistiendo, Ankara —le dijo mirando hacia Radin—, su coraza
no es indestructible.
Ella siguió su mirada y negó con la cabeza.
—Solo espero tener el tiempo suficiente para ver cómo se resquebraja.
Con una suave sonrisa, se despidió de su anfitrión y se reunió con su
compañero sin llegar a escuchar el comentario final del hombre.
—Yo también lo espero, hechicera, por el bien de los dos, yo también lo
espero.
CAPÍTULO 18
LA hechicería tenía que tener sus ventajas, pensó Radin tras hacerlos
aparecer a ambos en casa con tan solo un pensamiento. No pudo evitar
pensar en aquellos días en los que su inestable poder lo había llevado a
cometer error tras error hasta que consiguió dominar lo más básico de las
artes mágicas; una etapa que revivió con Ankara y su propia enseñanza. Su
abuela lo había instruido desde niño, enseñándole cánticos y pequeños
hechizos más destinados al entretenimiento e ilusiones de mago que a lo que
después se convertiría, pero no por menos podía dejar de agradecérselo
pues sin ella quizá nunca hubiese estado preparado para enfrentarse a todo lo
que vino después.
Dio un paso atrás y se apartó de ella, necesitaba de esa breve separación
para poder pensar con claridad, algo que necesitaba desesperadamente. El
eco de la pasión compartida seguía todavía vivo en ambos, necesitaba
volver a poseerla, follarla hasta perder el sentido, perderse entre las sábanas
hasta que el silencio de las horas de madrugada los encontrase exhaustos y
sin ganas de hablar.
Pero antes de poder hacerlo, tendría que cederle el poder a ella, ceder su
voluntad por medio de un estúpido pacto de la Agencia.
—¿Estás segura de esto, Kara?
Los ojos claros contenían tanto dolor y esperanza que le resultaba difícil
sostenerle la mirada.
—Sí —declaró con decisión—. Ahora más que nunca necesito saberlo
todo, necesito conocer la verdad y la respuesta a aquellas preguntas a las
que nunca contestaste.
La alarma del reloj saltó anunciando la medianoche y trayendo consigo
el cumplimiento de uno de sus mayores anhelos.
—Dilo entonces, Alta Hechicera —murmuró extendiendo la mano hacia
ella—, dime que es lo que deseas.
—Sinceridad —respondió tras posar la mano sobre la de él—. Quiero
que seas totalmente sincero conmigo, que me muestres la respuesta a todas
esas preguntas que siempre me has negado. Necesito saber, necesito entender
el porqué de todo cuanto nos ha pasado hasta ahora... Necesito saber por qué
me dejaste y por qué volviste a mí.
Enlazó sus dedos con los de ella en un firme apretón, el mismo que ya
podía sentir cerniéndose alrededor de ellos como un invisible hechizo que
los ataba el uno al otro.
—Que así sea —declaró con firme seguridad—. Desde ahora y hasta que
el sol se alce trayendo consigo el amanecer, tienes mi voluntad para hacer
con ella lo que desees. Si son respuestas lo que buscas, respuestas te daré.
Ella se lamió los labios y se pegó a él, cuerpo contra cuerpo, alma con
alma, más cerca de lo que habían estado desde el principio de los tiempos.
—Dime, Radin, ¿qué es lo que deseas tú esta noche, en estos momentos?
Él no vaciló, lo que quiera que fuese ese Pacto y la forma en la que
funcionaba, lo obligó a ser totalmente sincero.
—A ti —confesó mirándola a los ojos, observando sus labios con
hambre—. Quiero tu cuerpo, tu deseo y todo lo que estés dispuesta a darme,
Kara.
—Soy tuya, Radin —suspiró a puertas de su boca—, siempre que me
necesites, seré tuya.
—En ese caso, las preguntas tendrán que esperar hasta después —
declaró antes de reclamarla con el hambre que solo ella era capaz de
despertar en él.
CAPÍTULO 19
—NO sabía cómo diablos se las arreglaba ese hombre, pero cada vez que
miraba en su dirección, Radin tenía compañía. Daba igual que fuesen niños,
ancianos o como en aquel caso en concreto, dos babosas dependientas, él
siempre atraía la atención de las féminas a pesar de su poca disposición
social. Las mujeres parecían haber iniciado una especie de competición por
ver quién de las dos llamaba antes su atención, poco importaba que él se
limitase a ignorarlas a no ser que necesitase de su ayuda para alguna cosa.
Bajó la mirada a la variedad de prendas íntimas que había estado
ojeando en el perchero y se aferró con fuerza al soporte cuando una ola de
frío polar le aguijoneó el pecho. Se obligó a apretar los dientes y respirar
lentamente, rogando que él no se girara en aquel preciso momento y viese su
malestar. De un día para el otro su condición parecía haber empeorado, el
mantenerle al margen y fingir que no era más que otro de sus conflictos
interiores empezaba a resultar cada vez más difícil. Respiró profundamente y
se enderezó lentamente, sus ojos se encontraron un segundo con los suyos,
pero fue suficiente para que Radin dejase a una de las dependientas con la
palabra en la boca.
—¿Va todo bien, Kara?
Asintió, no sabía si sería capaz de evitar que le temblase la voz.
—Sí, amor —arrastró la última palabra provocando un arqueo de cejas
en él. Entonces aprovechó el breve momento de confusión y sacó dos
conjuntos al azar del perchero—. ¿Qué opinas? ¿Coral o burdeos? ¿Cuál te
parece más sensual?
Los labios masculinos se curvaron ligeramente, él mejor que nadie
conocía sus trucos.
—¿Estás pensando en alguna ocasión en especial, hechicera? —optó por
seguirle el juego. Acortó la distancia entre ambos y se apoyó en el perchero
sin dejar de mirarla a la cara—. ¿Tenemos algo que celebrar?
Ella vio a las dos mujeres mirándoles ahora interesadas y se lamió los
labios.
—Si te olvidas de nuestro aniversario, tendría que empezar a
preocuparme, ¿no crees?
Él entrecerró los ojos ante tal respuesta.
—Juraría que nos desposamos en invierno, Kara —murmuró de modo
que solo ella lo escuchase—. Y nuestra luna de miel duró tres jodidos días,
tras los cuales fuimos proscritos.
Apretó los dientes y alzó ambos conjuntos para evitar que siguiera por
ese camino.
—Coral o borgoña, elige.
La sonrisa que curvó sus labios tenía que haberla hecho sospechar.
—Um, tengo algo mucho mejor —aseguró sacando de algún lugar un
nuevo conjunto.
Ankara parpadeó varias veces mientras observaba el movimiento de
vaivén que ejercía la percha del conjunto de lencería que él sostenía con un
dedo.
—Ni hablar.
Ni en mil años se pondría algo como eso, suponiendo que llegase a
comprender la manera en la que debían ir todos aquellos nudos e hilos que
contemplaba.
—Ni siquiera estoy segura de cómo se supone que cubre eso.
Su sonrisa se hizo más petulante.
—Está destinado a enseñar no a cubrir —aseguró bajando la mirada
hacia el conjunto—. Es... sexy.
Parpadeó ante tal absurda respuesta.
—Solo tú llamarías sexy a... esa cosa —resopló—. Lo estás haciendo a
propósito. No podrías, solo por una vez, hacer lo que hacen todas las
parejas...
—¿Quejarme de ser un perchero? —le soltó con ironía.
Resopló.
—Vamos, Radin, nunca tienes problemas para comportarte como un
salido, puesto que lo eres —le soltó—, ¿por qué no pones en práctica esa
ímpetu para algo productivo por una vez?
—Kara, vivo para atormentarte —le soltó—. No me prives de tal placer,
se me acabaría la diversión y nuestra vida sería del todo tediosa.
Sin otra palabra dejó el conjunto en el colgador más cercano y la miró de
arriba abajo.
—Además, no veo que importancia puede tener lo que lleves puesto
cuando no te dura demasiado —aseguró con segundas.
Ella puso los ojos en blanco.
—Sabes, tienes la complejidad de una almeja —le soltó ella—, y la
concha igual de dura.
Se limitó a sonreírle con petulancia.
—Tomaré eso como un cumplido.
Un ligero carraspeo los interrumpió. Una de las dependientas se había
acercado a ellos con un nuevo conjunto de lencería en las manos.
—Aquí tiene el conjunto que deseaba ver —su mirada cayó sobre ella,
calibrándola—. Hay una talla menos en este modelo y color, en caso de que
la necesitase.
Como siempre, su rostro se relajaba y el tono de su voz era sexy y
educado cuando se refería a cualquiera que no fuese ella.
—No, la talla es la adecuada, gracias —asintió cogiendo la percha que
sostenía la mujer para luego darle la espalda y dejarle ver lo que sostenía en
las manos—. Pruébatelo.
Tenía que admitir que estaba sin palabras. El color del conjunto de
lencería compuesto por sujetador, tanga y ligero era muy semejante al de sus
ojos; un claro azul plomizo. Era discreto pero elegante, con un toque sexy
que le proporcionaban unos pequeños bordados.
—¿Quiere que le saque también el otro conjunto que miró? —continuó la
dependienta echándole a ella pequeñas miradas de envidia.
Él asintió.
—Sí, pero el segundo modelo, el de satén —le dijo sin apartar la mirada
de la suya—. El probador está allí, Kara, ¿no es eso para lo que vinimos?
Ella tragó, todo su cuerpo se estremeció de anticipación ante el tono de
voz que escuchó en él. El mismo que usaba en lides más placenteras.
—Vamos... te echaré una mano —ronroneó empujándola suavemente en
dirección a la cortina que encerraba el cubículo de los probadores.
La tranquilidad del lugar unido al calorcillo del día y el trino de los pájaros
era uno de los mejores sedantes naturales que conocía. Radin ni siquiera se
movió, acomodó su postura de modo que pudiese alcanzar igualmente la
botella de vino y los sándwiches que quedaban y se limitó a servirle de
apoyo. Su temperatura corporal como siempre era elevada, el calor se
filtraba a través de su ropa hacia ella y la entibiaba, en circunstancias
normales, eso habría servido para mantener el frío helado que provocaba su
espíritu alejado de ella, pero ahora apenas podía derretir la capa superficial
en su piel.
Los largos y cálidos dedos rodearon los suyos y le frotaron las yemas, un
bajo gruñido escapó de la garganta de su acompañante cuando los alzó para
contemplarlos.
—Estás fría, tienes las uñas demasiado blancas y escarcha en las yemas
—enumeró y se revolvió a su espalda—. Deja salir al espíritu, drena un
poco tu poder, te contendré si hace falta.
Se volvió hacia él para mirarle a la cara.
—Hazlo, Kara.
Suspiró. Aquel era un ejercicio que había practicado a menudo después
de que él la obligase a regresar del infierno helado en el que había caído. Un
juego inofensivo y le permitía drenar parte de la frialdad que se apoderaba
de su cuerpo.
—Creemos castillos de hielo para princesas y dragones imaginarios —
murmuró.
Extendió las manos hacia delante, un resignado suspiro escapó de entre
sus labios cuando sus manos comenzaron una lenta danza en el aire. Con
cada movimiento creaba una helada corriente de aire, movía las partículas y
las unía hasta crear una película de nieve moviéndola cual gimnasta mueve
una cinta en el aire creando piruetas. Se levantó. Necesitaba distanciarse del
calor de Radin, el espíritu en su interior la urgía a extraer más de su poder, a
dejar salir el hielo y cubrir cada centímetro a su alrededor.
—Concéntrate, Kara. —La voz siempre presente de su compañero la
estabilizó. Se obligó a abrir los ojos y no sucumbir a la canción de Chilaili
—. Guíalo, sujeta sus riendas y oblígalo a cumplir con tus deseos.
Podía sentir cómo su cuerpo era envuelto por la ventisca que solo
habitaba en su interior, sus manos dibujaban formas en el aire, moviendo la
nieve a su antojo, creando siluetas y figuras bajo un cielo totalmente
despejado bajo los rayos directos de un sol que ni siquiera la calentaba.
—La Reina de las Nieves —murmuró. Empezó a caminar, cada paso
rompía la escarcha que se había formado en el suelo a sus pies—, sola y
abandonada, atada con cadenas invisibles, con un corazón convertido en
hielo y alimentado con soledad... Es curioso como Andersen la retrata como
una hechicera, como la mala del cuento, ¿no podría ser simplemente una
víctima más de las circunstancias?
Alzó las manos y dejó escapar el aire al tiempo que permitía que las
volutas de nieve que giraban ante ella se expandieran y estallaran creando
nuevos castillos en el aire.
—Aurora de hielo... —continuó con su monólogo. Era perfectamente
consciente de la mirada Vigilante de su otra mitad a pocos pasos de ella,
cual halcón dispuesto a bajar sobre su presa si esta se le escapa—, recuerdo
a las gentes de la tribu llamarme así entre susurros. ¿Sabías que nací con la
aurora? Ella siempre me decía que era un don, pero qué cosa puede
considerarse un don cuando no hace otra cosa que traer consigo muerte y
desgracia.
La hierba a su alrededor empezó a convertirse en agujas de hielo, la
pequeña ventisca que había creado se movía como un diminuto torbellino
congelando todo a su paso, cristalizando incluso el suelo por a sus pies.
—Soy la emisaria de la muerte y es la muerte lo que llevo en mi interior.
Notó el tirón del fuego a su espalda incluso antes de sentir los dedos de
Radin acariciándole el cuello.
—Concéntrate en mantener el círculo estable —la aleccionó como había
hecho desde el primer minuto en que se tomó en serio el papel de maestro—.
No dejes que el hielo se extienda más allá de tu control, repliégalo y
mantenlo dentro de la zona que ya has congelado.
Cerró los ojos degustando la sensación de su toque, ese punto de
doloroso calor sobre su piel. Dolía, su contacto dolía pero era una de las
pocas cosas que la hacían consciente de que todavía estaba viva, que no
había perdido la batalla.
—¿Puedo hacerte una pregunta?
Oyó el crujido de la escarcha bajo sus pies, así como el movimiento de
su mano hasta que sus miradas se encontraron.
—¿Estoy obligado a responder?
Extendió las manos en un acto final, haciendo explosionar su poder y
creando una última cortina de nieve confeti que cayó sobre el páramo
derritiéndose bajo la calidez del día.
—No.
—¿De veras? —La sorpresa era palpable en su voz.
—De veras.
Se giró por completo hacia él.
—Has conseguido intrigarme, continúa.
Sonrió a su pesar.
—Esa es una aceptación que no escucho muy a menudo viniendo de ti —
aceptó. Bajó la mirada a sus manos y respiró tranquila al ver que el hielo se
había ido; por el momento—. Lo consideraré un logro.
Correspondió a sus palabras con la ironía de siempre.
—¿Debería sentirme impresionado?
—Solo pongo en práctica lo que he aprendido de ti, Radin. —Se encogió
de hombros.
—Ya lo he visto —declaró indicando el inmediato círculo que se
extendía alrededor de ambos completamente congelado—. De acuerdo, me
tienes en el bolsillo, dispara.
—Necesito que me hagas una promesa.
Él frunció el ceño.
—Eso no es una pregunta, es una afirmación, irritante, pero afirmación a
fin de cuentas.
—La pregunta viene ahora.
Asintió en espera de sus palabras, sin embargo su atención pasó a la de
quebrar el hielo creado alrededor de ambos con su propio poder.
—Si llega a ocurrirme algo, si por el motivo que sea me pierdo para
siempre, ¿me llevarás a casa?
La inesperada pregunta recuperó su atención.
—¿Me llevarás al lugar en el que todo comenzó? —Le sostuvo la
mirada. Necesitaba ver la respuesta, la verdadera respuesta en sus ojos.
Lo notó vacilar, vio en sus ojos ese breve brillo que a menudo hablaba
de secretos.
—Estamos proscritos, fuimos desterrados... no hay una tierra que
reclamar como hogar, ya no Ankara.
Dio un paso adelante, invadió su espacio personal, percibió su calor, se
envolvió en su aroma buscando el valor que necesitaba.
—El destierro surgió por mi culpa, por la muerte y el caos que
provocaron mi despertar, la incertidumbre y el miedo que mi presencia
sembró —comentó—, pero toda amenaza deja de tener validez cuando
muere... cuando desaparece para siempre.
El frunció el ceño, casi podía ver cómo giraban los engranajes de su
cerebro.
—No volveré allí, Kara, ninguno de los dos lo hará —negó. Su voz un
lejano eco del pasado—. Los nombres con los que nacimos murieron en
aquellos días, el hombre y la mujer que éramos murieron en el instante en
que despertaron nuestros espíritus. Ahora somos nómadas, parias sin hogar,
linaje o raíces que reclamar.
—¿Y si pudieras volver a reclamarlas, Radin? —se acercó a él,
aferrando la tela de su camisa con intensidad. Él miró su mano, luego a ella y
la obligó a soltarle.
De nuevo ese brillo en sus ojos.
—Habla claro, hechicera —la fulminó con la mirada—. ¿Qué es lo que
no me estás diciendo? ¿Qué es lo que no te atreves a pronunciar?
Bajó la mirada, solo un momento, entonces sacudió la cabeza y volvió a
clavarla en él.
—Necesito volver a las tierras de mi tribu —aceptó sin dudar—, y
desafiaré a la misma muerte si es necesario para regresar allí una última vez.
Así que, respóndeme Radin. Si algo me pasara, si no pudiese llegar por mis
propios medios, ¿me llevarías allí?
—Me estás pidiendo que te sentencie a muerte —le recordó con rabia—,
y no evité que te marcharas la primera vez como para entregarte ahora tal
liberación. No Ankara, no obtendrás tal sentencia de mi mano.
Negó con la cabeza y se llevó la mano al corazón.
—Radin, la sentencia ya se está llevando a cabo —musitó reteniendo la
creciente angustia nacida en su pecho—. La muerte ya ha llamado a mi
puerta y ha reclamado lo que tú no has querido poseer; mi corazón.
—Kara...
—No —no le permitió interrumpirla o esgrimir cualquier otro argumento
—. Sabes que digo la verdad, acabas de verlo con tus propios ojos. Mírame,
contempla mis ojos, estoy perdiendo la batalla. Ya no hay vuelta atrás, el
espíritu ha reclamado mi corazón y no lo soltará hasta que sea un pedazo de
hielo y yo solo una cáscara vacía.
Negó con la cabeza.
—Prométemelo, Radin, si no puedo hacerlo por mí misma, prométeme
que me llevarás a casa —insistió.
Sus ojos se entrecerraron sobre los de ella.
—No hago promesas que no puedo cumplir.
Ella sonrió, la ironía que envolvía sus palabras era ajena para él.
—Pero la has hecho, cuando firmaste el contrato, accediste a hacer
realidad mis tres mayores anhelos —le recordó. Sus ojos marrones se
oscurecieron—. Quiero volver a casa, Radin, aunque sea lo último que haga,
quiero cerrar el círculo y...
Él sacudió la cabeza, no estaba dispuesto a aceptar aquello.
—¿Cuánto tiempo?
—Eso no es...
—¡Cuánto tiempo, maldita sea!
Le sostuvo la mirada, se limitó a sostenerle la maldita mirada.
—Radin, no puedes mandar sobre la vida y la muerte, este es mi
destino...
—No.
Ella suspiró.
—¿Por qué has esperado hasta ahora? ¡Maldita sea, Kara! Debiste
decírmelo enseguida —se quejó.
—¿Y de qué habría servido?
Sus ojos se entrecerraron sobre los de ella.
—No te dejaré ir.
—No podrás evitarlo, ya nadie puede hacerlo.
CAPÍTULO 23
Ankara
—¿Qué es lo que has hecho? —la recriminó Axel nada más tenerla
delante. Podía pertenecer a su gremio, quererla como a una hermana, pero
sus decisiones habían jodido la vida de dos inocentes conduciéndoles a un
destino que solo podía imaginar—. ¿Qué demonios has hecho, Keira?
La mujer alzó los claros ojos avellana hacia él, estos estaban teñidos
por las lágrimas que todavía no se atrevía a dejar caer.
—¡Eres su Vigilante, maldita sea! —siseó extendiendo la mano en
dirección al poblado—. Se te envió para guiarle hacia su destino, para
ayudarle a pasar por el duro trago del despertar, no para robarle un
corazón que pertenece a otra mujer. ¡A su Hechicera!
Ella le sostuvo la mirada, no se amilanó pero pudo ver en sus ojos
cómo sus palabras la herían profundamente. Vio el arrepentimiento y la
desesperación.
—Le quiero...
—Keira... oh, Keira, ¿qué has hecho? —sacudió la cabeza con
verdadero miedo—. No puedes enamorarte de él, no puedes quedarte con
su amor... la estarás condenando.
Una solitaria lágrima cayó por las tersas mejillas.
—¿Crees que no lo sé? —contestó con desesperación—. ¿Crees que no
sé la clase de infierno que he desatado sobre ella?
Frunció el ceño y la miró fijamente.
—Me pregunto si lo sabes realmente.
Ella lo miró dolida.
—Tienes que dejarlo ir —continuó sin perder el borde duro en su voz
—. Radin debe vivir por ella, vivir para ella... los estás condenando a los
dos a un infierno si él se ata a ti, a... vuestra relación...
Una segunda lágrima rodó tras la primera.
—Le amo, Axel —graznó ella, su entereza empezaba a venirse abajo—.
¿Tienes idea de lo que eso significa?
—El amor de un Angely está destinado al sacrificio —le recordó con
dureza—. Tu amor por él está maldito, condenas a una inocente por ello,
Keira. ¿Todavía no lo entiendes? Debes renunciar a él, ¡tienes que
hacerlo, maldita sea!
—¡No puedo! —exclamó con desesperación—. Maldita sea
eternamente, Axel, pero no puedo.
No se paró a pensar en lo que hacía, acortó la distancia entre ellos y
la cogió por los brazos, acercándola a él.
—No puedes hacer otra cosa —le recordó—. No eres su destino, nunca
lo has sido...
Ella se soltó.
—¿Cómo iba a saberlo? —se exaltó—. Ni siquiera estaba segura de
quién o qué era yo hasta que tú apareciste y... y me despertaste. El Gremio
me asignó a Radin como mi primer custodio, ¿pero no se os ocurrió pensar
en que a pesar de todo soy una mujer?
—Eres una Angely.
—¡Pero mujer! —estalló—. Crecí y fui educada como una mujer
humana, no puedes esperar que pueda cambiar eso de la noche a la
mañana. No lo planeé, Axel, ni siquiera pensé en ello, solo... solo surgió.
¿Por qué eso tiene que ser algo malo?
Se pasó una mano por el pelo, todo aquello se complicaba por
momentos y era culpa suya. Nunca debió despertarla, no debió sugerir que
fuese ella la que vigilase al hechicero. Pensó que su cercanía, el haberse
criado en la misma tribu y conocer sus costumbres ayudaría al joven
Radin a enfrentar con más facilidad lo que se le venía encima; se
equivocó.
Keira era una Angely, mitad ángel, mitad... algo más. Su deber era
cuidar de ella desde las sombras, verla crecer hasta que alcanzase la edad
humana adecuada para traerla al mundo al que realmente pertenecía. Con
dieciséis años despertó su poder, la arrancó de su bien construido mundo
para llevarla de la mano a otro que solo podía imaginar y en el que no
tardó en destacar. Se convirtió en una alumna aventajada, la serenidad
afín en su carácter, el equilibrio y la bondad hicieron de ella la candidata
perfecta para custodiar al Alto Hechicero de Fuego; y él la eligió para
ello. La convirtió en la Vigilante de Radin solo para darse cuenta después
del enorme error cometido.
—Vas a condenar a una niña inocente por tus propios pecados —
sentenció—. Te condenarás a ti misma. Recapacita, Keira. Todavía estás a
tiempo de evitar que el infierno se desate sobre ellos.
Se mordió el labio, la batalla que se libraba en su interior se reflejaba
en sus ojos.
—Si la condenas, te estarás condenando a ti misma —insistió.
Necesitaba hacerle comprender—. Déjale ir. Renuncia a él, renuncia a lo
que nunca fue tuyo.
La rosada lengua acarició el labio inferior, los ojos marrones brillaron
de forma sobrenatural durante unos instantes.
—Ojalá tú sufras lo que yo estoy sufriendo cuando encuentres a tu
alada, Axel —farfulló ella—. Quizá entonces entiendas lo que me estás
pidiendo ahora.
Desechó su declaración con un gesto de la mano.
—Si no le dejas ir, te estarás enfrentando con el Destino, Keira —
suspiró. Sabía que aquella conversación había terminado—. Y él no es un
buen compañero de juegos.
No, no lo era y lo demostró cuando la Alta Hechicera de Hielo
despertó trayendo consigo los primeros vestigios de destrucción. El
corazón que debía ser suyo, que la mantendría cálida y arropada, que la
cuidaría y haría crecer en seguridad le había sido arrebatado. La
penitencia no había hecho más que comenzar.
Le dio la espalda a los recuerdos y suspiró ante lo que estaba a punto de
hacer. Se arriesgaba demasiado, pero a veces había que romper algunas
reglas para alcanzar la meta que se deseaba; él era especialista en ello.
EL dolor podía presentarse bajo las formas más extrañas, no se trataba solo
de sangrar, de padecer, el dolor podía mostrarse también como una herida no
cicatrizada, una mala elección y las consecuencias que se derivaban de ella.
Radin lo sabía de primera mano, el dolor que con tanto empeño había
enterrado en su alma ahora encontraba grietas a través de las cuales rezumar
su veneno.
Se suponía que no debía estar allí, su alma estaba proscrita y la tierra
bajo sus pies era un terreno que había prometido abandonar años atrás.
Quizá fuese la desesperación, esa era otra de las emociones que
experimentaba demasiado a menudo últimamente. La imposibilidad de dar
con una solución, la impotencia ante lo que el destino quería arrebatarle lo
mantenía completamente al borde.
Ankara se había sumido de nuevo en un cómodo sueño del que no
parecía tener intención de despertar. Dos días completos llevaba sumida en
ese estado, su cuerpo frío, su piel blanca como el mármol, solo la ausencia
de hielo o escarcha le daba un poco de paz y lo aterraba al mismo tiempo.
Señor, estaba asustado. No había otra palabra para describir el pánico
que se revolvía en su interior, uno que se obligaba en apartar e ignorar con
cada nuevo paso que daba. Era la misma clase de irreverente oscuridad que
lo atenazó tiempo atrás, aquella que lo hubiese enviado directo al abismo si
Boer no estuviese allí para arrastrarlo de nuevo hacia la luz.
—Al final es imposible no volver al punto de partida, ¿huh?
Se giró sin sorprenderse por la presencia del recién llegado, hacía
tiempo que había aprendido que con ese hombre no funcionaban los
convencionalismos.
—¿Ahora haces visitas a domicilio, Nick?
El antiguo presidente de la Agencia Demonía sonrió de forma irónica.
—A veces es la única forma de encontrar lo que busco —aseguró—,
especialmente cuando dicho individuo insiste en tropezarse una y otra vez
con las mismas piedras en el camino. Quizá deberías atarte los cordones.
Bufó.
—¿Qué quieres?
Se encogió de hombros.
—Tocarte la moral un poco —declaró. Se detuvo a su lado y echó un
vistazo al río y a la llanura que se extendía en todas direcciones, el contraste
entre vida y muerte era uno que él conocía bien—. Aunque antes tendría que
encontrarla, ¿no?
Giró la cabeza en su dirección y arqueó una ceja en respuesta.
—¿Cómo está Ankara?
—¿Por qué no me lo dices tú? —le soltó—. Tienes asiento preferente
para ver este partido.
Al no obtener respuesta, resopló.
—Se muere —aceptó a regañadientes—. Vuelve a estar sumida en la
absoluta inconsciencia, solo que esta vez el hielo parece haberse
estabilizado de alguna manera o quizá es que ya no tiene ni deseos de
extenderse hacia fuera y la mata lentamente por dentro.
—Ya veo.
Se tensó y apretó con fuerza los puños, la pasividad en la voz masculina
lo encendía.
—No, no creo que lo hagas —masculló—. No creo que entiendas nada
de lo que pasa. Ella me está dejando. Esa mujer siempre ha sido un constante
desafío y ahora se está saliendo con la suya.
—¿No es tu libertad lo que siempre has buscado? —insistió Nick—. ¿No
es por ello que te marchaste en primer lugar? ¿Para alejarte de ella? Ankara
te está dando lo que siempre anhelaste; tu preciosa libertad.
De nuevo esa respuesta. En los últimos días no dejaba de oír siempre la
misma respuesta. Todos parecían más que listos para dársela y empezaba a
sacarle de quicio.
—¡No la quiero! —estalló—. ¡No quiero ninguna jodida libertad!
—Entonces, ¿qué es lo que quieres?
Enmudeció. Esa era una pregunta que llevaba haciéndose mucho tiempo,
más aún los últimos días y todavía no encontró una respuesta que fuese
satisfactoria.
—Vuelves a huir —suspiró Nick—. Sigues huyendo de ti mismo y de lo
que tus deseos te exigen hacer en vez de afrontar tus errores. No puedes
odiar eternamente, Radin.
Le dio la espalda y comenzó a desandar su camino.
—¿Cuándo vas a aceptar que la amas?
La voz del Angely sonó como un cañonazo en la soledad del lugar.
—Cuando el infierno se congele —siseó.
La carcajada a su espalda le puso la carne de gallina.
—Ay, hechicero, tu infierno lleva congelado mucho tiempo —le aseguró
con mortal certeza—, tanto que te empeñas en odiar a la mujer que amas
para no tener que enfrentarte con su muerte; la misma que tú mismo le diste
desde el principio.
No respondió, no podía, no quería siquiera considerar las palabras del
maldito ángel o lo que fuese ese hombre. El Vitriale, como era conocido por
los suyos, alguien que había sido tan jodido o más aún que él por el destino.
‹‹Odias a la mujer que amas, interesante››.
Su afirmación se convirtió en una acusación en su mente. La voz llana y
profunda se convirtió en otra más oscura y anegada de diversión, una que
remontaba el pasado trayendo consigo uno de los episodios de su vida que
se obligaba en mantener bajo llave.
La culpa era un cuchillo afilado al que estaba acostumbrado, pero esa clase
de dolor que acompañaba a la desesperación y a la impotencia no creía
poder dominarlo jamás. Quería odiarla por hacerle pasar por aquello,
culparla una vez más pero ya no tenía fuerzas para ello, todo en lo que podía
pensar era en que la estaba perdiendo y no había encontrado una maldita
cosa que pudiese evitarlo.
Su ausencia incluso teniéndola al lado era demasiado aterradora, su piel
había adquirido el prístino color de la nieve, casi podía ver el azul de sus
venas realzado por esta, los labios habían conservado un tono rosa palo que
realzaba su palidez y la respiración parecía hacerse cada vez más lenta.
Posó la mano sobre su pecho como llevaba haciéndolo intermitentemente
y sintió cómo este se expandía y volvía a contraerse en un movimiento tan
ínfimo que si no se prestaba atención, parecería que no existía.
—No puedes abandonarme, Kara —musitó mirando su rostro. La
congoja se aferraba cada vez con más fuerza a su pecho—. No puedes
hacerlo, no puedes...
¿Qué? ¿Dejarle? ¿Dejar que se hundiera solo en el infierno que los había
perseguido? No estaba acostumbrado a admitir tales cosas, ni siquiera para
sí mismo, pero le aterraba quedarse solo. Sin ella, estaría completamente
solo.
—No sé qué hacer, Kara —confesó en un susurró—. No sé qué hacer
para traerte de vuelta...
—Amarla, Radin, entregarle aquello que siempre debió ser suyo.
El corazón le dio un vuelco, temió incluso girarse en la dirección de la
voz femenina que no había vuelto a escuchar en mucho tiempo; una voz que
ya solo vivía en sus recuerdos.
—Es demasiado tarde para eso —se encontró respondiendo sin volverse
todavía—, demasiado tarde... para cualquier cosa.
—Nunca es tarde para amar, Alto Hechicero —oyó de nuevo su voz.
Esta vez más cerca—. Como tampoco lo es para perdonar y ser perdonado.
Perdóname, Radin, por lo que mi egoísmo te causó, os causó a ambos.
Perdóname.
Aspiró con fuerza al sentir el suave peso de una mano sobre su hombro.
—Keira.
Ella se movió hasta aparecer en su campo de visión, tan hermosa como
la recordaba. Sus ojos color avellana lo miraban con una mezcla de alegría y
dolor.
—Ha pasado mucho tiempo, Radin —lo saludó con una tímida sonrisa
—. Demasiado tiempo, lo siento.
No sabía qué decir, el verla, el tenerla frente a él. Se encontró buscando
la mano de su compañera, apretándola entre sus dedos como si necesitase
sentirse anclado al presente. Ella siguió el gesto con la mirada y sus labios
se curvaron en una triste sonrisa.
—No puedes dejar que se marche —murmuró. Sus ojos se encontraron
con los suyos—, no dejes que ella cometa mí mismo error. No la dejes darse
por vencida.
Negó con la cabeza, no sabía qué decir o qué hacer.
—¿Qué... qué haces aquí?
Se encogió cuando su mano le acunó la mejilla. Sentía su calor, su tacto y
comprendió que a pesar de todo no estaba soñando, ni sumido en los
recuerdos; aquello era real.
—He venido a verte, a veros a los dos —se corrigió. Dejó caer la mano
y se apartó—. Y a rogarte que no la dejes marchar, que te aferres a ella
como una vez estuviste dispuesto a aferrarte a mí.
Abrió la boca con intención de responder, pero ella lo silenció con un
solo dedo posado sobre sus labios.
—No, espera a que hayas escuchado lo que tengo que decirte —pidió sin
apartar la mirada de la suya—. Hay mucho que ignoras, Radin y que
necesitas saber. Pero por encima de todo, tienes que saber que esto —posó
la mano sobre su corazón—, todavía te pertenece. Siempre ha estado ahí,
dormido, esperando a ser entregado a su legítima propietaria.
Radin no podía dejar de mirarla, conocía bien el gesto en su rostro, la
forma en la que se curvaban sus labios y la forma en la que a menudo
acompañaba sus palabras con las manos, pero al mismo tiempo había algo en
ella que le era extraño y que acrecentaba el estado de irritación e
incredulidad por el que pasaba ahora mismo. El aura que la rodeaba distaba
mucho de la que recordaba a su alrededor años atrás, esta era más gris, más
vieja y tan agotada que le sorprendía que la mujer fuese capaz de mantenerse
en pie.
Sus ojos se cruzaron una vez más, ese precioso color avellana decorado
con motas doradas, nada había cambiado en ellos a excepción de la
percepción y el brillo de alguien que había vivido muchas vidas en un corto
periodo de tiempo. Estaba ante la mujer que se adueñó de su corazón y su
alma, esa a la que se vio obligado a renunciar a favor de su hechicera, su
primer amor... y a pesar de ello, no podía encontrar la emoción en su interior
que había sentido entonces, la dicha que le proporcionaba su presencia.
Demasiado a menudo se encontró buscando a Ankara, frotándole la mano que
seguía sosteniendo, necesitando de ella para anclarse a la realidad.
Sí, sabía que era ella, pero al mismo tiempo no lo era, no la criatura
bondadosa y tierna que recordaba, la mujer de la que se enamoró y a quien
entregó el corazón.
—¿Por qué has vuelto? ¿Por qué ahora?
¿Por qué no lo había hecho antes? ¿Por qué no estuvo a su lado cuando
todo se venía abajo? ¿Por qué no luchó por quedarse junto a él a pesar de
que fue él mismo quien la alejó? Él la amaba, habría dado hasta lo imposible
por ella, pero entonces, todo terminó y caminó solo por el mundo, con una
niña a su lado a la que solo podía odiar.
La cálida mirada femenina descendió sobre su compañera.
—Porque necesita que la ames y tú necesitas de su amor para emerger
del profundo abismo dónde tu propio odio y desesperación te hundieron —
aseguró. Dejó escapar un profundo suspiro y se giró de nuevo hacia él—.
Hice las cosas realmente mal, Radin. Permití algo que jamás debió ocurrir...
Él frunció el ceño.
—¿De qué puedes tú ser culpable? —negó con la cabeza—. Yo mismo
me metí en este lío dándole la espalda a aquella a quien debía pertenecer por
otra mujer... alguien a quien sí amaba.
La tristeza inundó de nuevo su mirada.
—Un amor que jamás debí permitir que surgiera y mucho menos
alimentar —confesó sin dejar de mirarle—. Ese no era mi cometido, no era
mi destino, Radin, yo era tu Vigilante...
Aquello debía sorprenderle, pero de nuevo, sus neuronas parecían no
estar del todo funcionales.
—¿Mi Vigilante?
Ella asintió, una sencilla afirmación con la cabeza que empezó a penetrar
poco a poco en su cansado cerebro dotando las palabras con un completo
sentido.
—Eres... un Angely —susurró.
De nuevo repitió ese quedo gesto y él se encontró negándolo con
vehemencia.
—No —negó al tiempo que soltaba la mano de Ankara y abandonaba la
cama en la que había permanecido sentado—. No sé qué clase de ridícula
representación es esta o quien te obligó a llevarla a cabo, pero este no es el
momento para... reencuentros. Mi... mi compañera está ahí, en esa cama,
muriéndose... —La rabia empezó a manar de su voz sin poder contenerla—,
y lo último que quiero o me interesa ahora mismo es escuchar absurdas
excusas que llegan demasiado tarde.
Ella se giró e intentó acercársele, pero se lo impidió. No soportaba su
cercanía, era extraño, inaudito en realidad, pero no quería que lo tocase, no
quería... ¿qué?
—Vete. —Le señaló la puerta.
—Radin...
—¡Solo vete! —estalló, su poder reaccionando en consonancia—. No...
no quiero verte... ahora... ahora no.
Pero ella no solo no se detuvo sino que siguió avanzando hasta detenerse
frente a él.
—No puedes seguir huyendo —lo enfrentó ella—. Ella no se merece que
sigas huyendo.
Siguió su mirada y se encogió interiormente al ver a Ankara, tan pálida y
moribunda.
—Deja de huir de lo que te pide el corazón...
Aquello lo hizo reaccionar como si lo hubiesen acuchillado.
—¡No tengo corazón! —declaró con fiereza—. ¡Ese órgano murió en el
mismo momento en que renuncié a todo! ¡En que renuncié a ti y a lo que
sentía! ¡Maldita sea, Keira! ¡Yo te amaba! ¡Te amaba más que a mi propia
vida! ¿Por qué lo permitiste? ¿Por qué me dejaste ir?
La vio apretar los labios conteniendo un gesto de dolor, sus ojos se
empañaron y juraría que incluso le tembló el labio inferior cuando volvió a
hablar.
—Porque no eras mío para retenerte —susurró con dolor—, porque tu
corazón eligió a su dueña por encima de mí en el mismo momento en que
abandonaste nuestra tribu para seguirla. ¿Qué derecho tenía yo para ir tras de
ti cuando tú la habías elegido ya a ella? Te has escudado tanto tiempo detrás
del odio que eres incapaz de ver que la quieres...
Negó con firmeza, apretó los dientes y negó una vez más.
—Te amaba a ti, te entregué mi corazón, lo dejé a tu cuidado y a ella... a
ella no le quedó nada más que mi odio, mi desprecio —siseó y se palmeó el
pecho, allí dónde latía el corazón—. Esto está muerto para alguien más, no
es más que un órgano yermo y desahuciado por ti, ¡por ti, maldita seas!
Avanzó de nuevo, impidiéndole retroceder. Le cubrió el rostro con las
manos y lo obligó a enfrentarla, a ver en sus ojos una verdad que no quería
admitir, que tenía miedo de admitir.
—Mi querido hechicero, ¿todavía no te has dado cuenta? —preguntó con
dulzura—. Un corazón puede elegir más de una vez, puede ser entregado más
de una vez, no morirá mientras haya quien lo alimente.
Quiso retirarse, alejarse de ella, pero no se lo permitió. Por el contrario
lo obligó a mirarla a los ojos.
—Me amaste una vez, Radin, tu corazón me eligió una vez, sí —aceptó
—, pero ha sido otra mujer la que lo ha mantenido latiendo, quién lo ha
alimentado con ternura, con amor y es a ella a quien pertenece ahora, a quien
lleva perteneciendo desde hace mucho tiempo. Afróntalo, te has enamorado
de una mujer a la que te has empeñado en odiar, en culpar de nuestros
errores. La amas, hechicero, amas a Ankara y es ese amor lo único que
puede traerla de vuelta.
Retrocedió, de repente se sentía demasiado expuesto, demasiado débil,
quería alejarse de ella, alejarse de cualquiera de esas dos mujeres que no
hacían más que complicarle la existencia.
—No la amo, no puedo amarla —se obcecó en ello.
Ella insistió, no lo dejó replegarse ni buscar solaz.
—La amas, tanto que no puedes soportar el pensamiento de que te
abandone, de no poder ir tras ella —lo acosó sin descanso—. La odias
porque te está castigando de la misma manera en que tú la castigaste a ella,
la odias porque no ha evitado que te enamoraras de ella. Pero, ¿quién es
realmente el culpable, Radin? Ella por amarte, o tú por corresponderla y
negarte a aceptarlo.
Empezaba a costarle respirar, aquella insoportable opresión en el pecho
volvió solo para atormentarle como lo había hecho mucho tiempo atrás,
cuando se dio cuenta de que no podría escapar de ella, de lo que ella había
despertado en él.
‹‹Has intentado huir del amor, tienes tanto miedo de él, que has hecho
todo lo posible por erradicar lo que sientes tras la culpabilidad y el
odio››.
Las palabras de Boer resurgieron del pasado.
‹‹ Puedes quedarte ahí y desangrarte hasta morir si crees que es la
solución, pero créeme, no hará que dejes de amar a la única mujer que
deseas odiar››.
No, no la amaba. No podía amarla... ¡No quería amarla!
—No lo haré —siseó, las llamas de las velas respondieron a su
explosión triplicando su intensidad—. No se lo merece, no merece que la
quiera, que me preocupe por ella... Está decidida a abandonarme, ella por
encima de todo el mundo está decidida a dejarme ir.
—Radin...
Se giró como un vendaval, su poder intensificó la temperatura del
dormitorio. No podía soportar su presencia, las palabras que se vertían sin
piedad de su boca, las paredes empezaban a hacerse demasiado opresivas.
—¡Márchate! —barbotó—. Déjame solo, eso es lo que mejor sabes
hacer. Solo vete y déjanos en paz.
La obstinación brilló en los ojos como eco de su respuesta.
—No puedes huir de tu propio corazón, hechicero —insistió caminando
hacia él—, puedes intentar esconderte de él, pero antes o después oirás su
latido, como lo estás haciendo ahora.
Por cada nuevo paso que ella daba, él retrocedía otro.
—La culpas porque quiere dejarte, pero, ¿acaso has hecho algo para
retenerla? ¿Le has dado el motivo necesario por el que deba aferrarse a ti y
luchar?
Sus palabras fueron como una nueva cuchillada.
—No he intentado otra cosa, desde que la vincularon a mí, no he dejado
de intentar detener el hielo que la consume —se justificó—, pero ahora... No
responde... nada de lo que hago sirve de nada.
Ella ladeó ligeramente la cabeza.
—Lo intentaste todo y al mismo tiempo no hiciste lo más sencillo,
alimentar su corazón —lo acusó. Su voz seguía siendo suave, cálida, pero
sus palabras eran como dardos mortíferos—. Una sola palabra tuya habría
bastado para que no se rindiera, para que luchara hasta la última de sus
fuerzas. Una simple palabra. Nacida de aquí.
Apretó los puños y dio un paso más hasta que la alta pared detuvo su
avance.
—No. La. Amo. —repitió con tal dureza que le sorprendía que no se le
fisurara algún diente por la fuerza que ejercía en la mandíbula.
Ella alzó la mano una vez más y le acunó la mejilla.
—Sí, la amas —aceptó. La tristeza se reflejó desnuda en sus pupilas—.
Egoístamente hubiese querido ver que no es así, que a pesar de todo,
quizás... —negó con la cabeza y sonrió—. No, está bien, es lo que tenía que
ser. Como debe ser. Tu corazón le pertenece.
—Mi corazón ya no existe.
—Sí existe, Radin y está justo aquí —le apuñaló el pecho con el dedo—,
latiendo a duras penas, pero vivo y necesitado del amor que te empeñas en
evitar sentir, que no deseas dar.
Quería empujarla, apartarla de él, pero su cuerpo parecía incapaz de
moverse, el ligero temblor que recorría ahora cada miembro parecía
contribuir a robarle las fuerzas.
—No voy a amarla —insistió con tozudez.
Keira ladeó el rostro.
—Entonces la perderás —declaró con firme suavidad—, y cuando cruce
el umbral al mundo de nuestros antepasados, en esta tierra ya no quedará
nada para ti por lo que luchar. Y entonces sí, Radin, entonces el órgano por
el que tanto sufres dejará de latir y se consumirá.
Las palabras se filtraron en su mente trayendo imágenes de un futuro
yermo, oscuro, sin emociones, una cáscara vacía que continuaría su camino
sin nadie al lado.
—No puedo amar a una mujer que está dispuesta a abandonarme, ¿es que
no lo entiendes? —desesperó. Se miró las manos, le temblaban, todo él
temblaba y no era capaz de evitarlo—. No puedo... no puedo... no puedo
hacerlo...
Las suaves y cálidas manos encerraron por segunda vez su rostro
obligándole a enfrentarse con esos ojos oscuros que parecían ver
directamente en su alma.
—¿Por qué no, Radin?
Sintió un ligero picor en los ojos y al momento las primeras lágrimas
hicieron acto de aparición. Las primeras lágrimas que se permitía derramar
realmente desde el momento en que se vio obligado a dejar su tierra natal.
—No puedo —musitó incapaz de dejar pasar el aire a través del fuerte
nudo que le oprimía el pecho—. No puedo amarla... porque si lo hago la
seguiré, iré tras ella hasta el mismísimo infierno. Si la amo, la perderé no
una vez, si no cada una de las veces que la alejo de mí y no se lo merece...
no merece que la siga, no merece que me preocupe por ella, que desee
entregarle mi vida... no se lo merece.
Resbaló por la pared, las piernas cedieron a su peso y cayó de rodillas
en el suelo. Su alma
—No puedo amarla... no puedo... dioses, por favor, no puedo... —Las
lágrimas seguían bañándole el rostro, vidriándole la mirada—. Duele
demasiado hacerlo, no puedo... no puedo perderla.
Sintió que se hacía pedazos, era incapaz de dejar de temblar y a sus
oídos solo llegaba el eco de unos desgarradores sollozos. No podía respirar,
apenas podía ver nada con la humedad que le nublaba los ojos y el pecho,
dioses, cómo le dolía el pecho. Se dobló sobre sí mismo, intentando huir de
aquel dolor, intentando escapar de los sonidos de algún desdichado que
estaría siendo torturado en algún lugar del Gremio.
—Está bien, Radin, está bien, déjalo ir —escuchó las palabras de Keira
en la lejanía, casi al mismo tiempo que sentía como unos brazos lo rodeaban
y lo apretaban contra un cuerpo cálido. Sintió su ternura, el amor que una vez
sintió por él y el consuelo que ahora le ofrecía a pesar de saber que al
hacerlo renunciaba a él para siempre, para entregarlo en manos de otra mujer
—. Tú eres el único que puede retenerla, eres el único que tiene el poder
para conservarla, para mantenerla a tu lado.
Ahora había también lágrimas en su voz.
—Todo lo que tienes que hacer es amarla. Entrégate por completo a ella,
muéstrale quien eres en realidad y deja que te ame a cambio.
Su voz seguía atravesando capas y capas de angustia, surfeando por
encima de la agonía y los incontenibles sollozos que hacían eco en la
solitaria habitación.
—Lo hará, Radin, sé que ella, por encima de todo, te amará eternamente
—musitó en su oído—, así que por favor, no cometas el error de renunciar a
ella. Si hay alguien que puede arrancarla de las garras del Gran Espíritu,
eres tú, siempre has sido tú.
Las palabras resonaron por última vez en la estancia y se mezclaron con
los ahora quedos sollozos, que, se dio cuenta, eran los suyos.
CAPÍTULO 30
—ESTE tiene que ser el comité de bienvenida más muerto que han
encontrado para recibirnos, Kara.
Radin reacomodó el liviano peso de su compañera en sus brazos y
contempló el muro —porque aquello era lo que parecía—, de espíritus que
formaban ante ellos. Nunca estuvo muy sintonizado con los fantasmas, si bien
era un hechicero y dominaba las artes mágicas, todo el asunto de
“ultratumba” no era uno de los apartados que más le habían llamado la
atención.
Repasó a cada uno de los hombres y mujeres que formaban ante ellos,
podía ver a través de ellos como si no fuesen más que formas de humo pero
a pesar de ello, sus facciones y ropas eran claras, lo suficiente para poder
diferencias varias generaciones y tribus entre ellos.
Acababan de llegar a los límites que marcaban el inicio de las tierras
indias al norte de Canadá cuando aquellos espectros se materializaron
cortándoles el paso. Las montañas nevadas se recortaban en el horizonte,
bañadas por la anaranjada luz del atardecer; la misma que creaba extrañas
sombras sobre aquel espeluznante comité de bienvenida. Ninguno hizo
ademán de moverse, pero tampoco era necesario, su postura era tan clara
como el aura de antiguo poder que habitaba en aquel pedazo de tierra.
‹‹Almas proscritas, marcadas por los Grandes Espíritus, que vagan sin
descansar, sin volver a tener solaz en la tierra de vuestros ancestros. Se te
prohíbe el paso, Alto Hechicero››.
Enarcó una ceja ante la profunda voz que sonó casi como un coro
procedente del muro.
—¿Solo a mí?
Todos parecieron concentrar su mirada en Ankara, lo cual hizo que le
recorriese un escalofrío y la apretase más contra él.
‹‹La Alta Hechicera ya no mora en la tierra, su espíritu ha iniciado el
largo viaje››.
Sus palabras le atravesaron el corazón. No podía haber llegado tarde, no
podía, tenía que traerla de vuelta y solo conocía un lugar en el que podría
hacerlo.
—He venido a cerrar el círculo —declaró y utilizó su poder para extraer
el pergamino y presentarlo ante ellos—. Es mi derecho y mi deber.
Los espíritus parecieron vacilar un poco ante la presencia del antiguo
símbolo de poder.
‹‹Compareces pidiendo Audiencia con los Antiguos Espíritus. Traes
contigo la marca del Amo del Destino››.
¿La marca del Amo del Destino?
—¿Qué...?
—Dejadles pasar —lo interrumpió una voz masculina—. Cumplís
vuestro cometido vigilando la frontera, pero ya no son proscritos ante los
que estáis, los Grandes Espíritus los han escogido, caminan con ellos a lo
largo del sendero. Han venido a presentarse en Audiencia ante ellos.
Radin miró al recién llegado cuando este se detuvo a su lado. La postura
erguida, el aplomo y más que nada, el aura de indisoluble poder que rodeaba
a Nickolas fue suficiente para que se guardase sus preguntas para más
adelante.
‹‹Que la Audiencia se lleve a cabo entonces y los Grandes Espíritus
decidan sobre ellos››.
Como una unidad, los espectros se giraron y empezaron a alejarse con
paso lento hasta desvanecerse en el aire.
—¿Audiencia? —No pudo evitar preguntar.
Nick se volvió ahora hacia él y observó también la preciada carga entre
sus brazos.
—Se ha alejado demasiado —murmuró al tiempo que posaba la mano
sobre la frente femenina—, Chilaili no puede seguir reteniéndola.
Bajó la mirada sobre ella.
—¿Retenerla?
Sus ojos se encontraron.
—Vuestros espíritus viven para protegeros, para cuidaros y guiaros en el
camino, Alto Hechicero —le explicó—, pero es vuestra la voluntad, vuestro
el libre albedrío que hace que toméis las decisiones. Y Ankara ha tomado ya
la suya.
Un escalofrío lo recorrió por entero, no deseaba interpretar sus palabras
de aquella manera.
—No puede hacerlo... no puede marcharse —negó. La sola idea lo
enloquecía—. No lo permitiré.
El hombre ladeó el rostro y entrecerró los ojos como si buscase algo más
allá de lo que se veía a simple vista.
—Te ha llevado tiempo aceptarlo, ¿huh? —Pareció divertirle aquel
hecho—. Quizá más del que podías permitirte tener...
—No voy a perderla, Nick... la... la quiero.
Una perezosa sonrisa curvó los labios del ex presidente de la Agencia
Demonía.
—No soy yo quien tiene que saberlo, Radin —aseguró resbalando la
mano desde la frente a la mejilla de Ankara—. Es ella... si quieres retenerla,
si eso es lo que realmente deseas, tienes que ir a buscarla y darle un motivo
para regresar. Pero te lo advierto, está mucho más lejos de lo que estuvo la
última vez. Si no tienes cuidado, podrías perderte tú mismo.
Así estuviese en el mismísimo infierno, no pararía hasta traerla de
vuelta.
—Iré a dónde sea necesario con tal de tenerla de nuevo conmigo —
aceptó.
Él asintió.
—Lo harás, sé que lo harás —aseguró sin dejar de mirarlo—, y el viaje
no será fácil, como tampoco parlamentar con los Altos Espíritus. ¿Estás
preparado para encontrarte cara a cara con el destino, Alto Hechicero?
Tendría que estarlo, porque no pensaba dar marcha atrás.
—Si esa es la única manera en que puedo recuperarla, sí, lo estoy.
—En ese caso, cumple con la palabra que has dado a los espíritus y
cierra el círculo que tú mismo abriste —lo invitó con un gesto de la mano a
penetrar la línea imaginaria que marcaba la frontera de las tierras de su
pueblo—, acepta lo que se te ha dado y esta vez, consérvalo, Alto
Hechicero, pues no tendrás otra oportunidad.
FIN