Libro. Marginalia. Edwid Vargas

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BIBLIOTECA DE AUTORES QUINDIANOS

Ensayo
La Biblioteca de Autores Quindianos

La Biblioteca de Autores Quindianos (BAQ) es el resul-


tado de la tradición literaria y cultural que consolida a nues-
tros autores y sus obras, y aviva la memoria de la identidad
quindiana como legado para las generaciones presentes y
futuras.
En lo transcurrido de la primera década de creación de la
BAQ, y fruto del trabajo mancomunado entre la Goberna-
ción del Quindío y la Universidad del Quindío, a través del
programa de Licenciatura en Literatura y Lengua Castella-
na, y con el apoyo de un comité editorial conformado por
expertos en literatura, historia y estudios de la cultura, se ha
venido brindando a la comunidad educativa y académica de
la región, un conjunto de obras, entre las cuales destaca el
ensayo, el cuento, la novela y la poesía, con nuevos sentires
creadores de la cultura y del territorio.
En este sentido, mantenemos las premisas que: la litera-
tura construye identidad, y los escritores son los guardianes
de la memoria cultural de nuestro departamento. Para ello,
asumimos el compromiso institucional de publicar y visibi-
lizar a los autores quindianos y a las obras que han marcado
nuestra tradición, así como las nuevas voces que surgen en
el ámbito de las letras del departamento y de la región.

Roberto Jairo Jaramillo Cárdenas


Gobernador del Quindío
Edwin Alonso Vargas
(compilador)

Conjeturas sobre
Literatura colombiana
Marginalia IV

BIBLIOTECA DE AUTORES QUINDIANOS


Conjeturas sobre Literatura colombiana. Marginalia IV
© Edwin Alonso Vargas (compilador)

Universidad del Quindío

Biblioteca de Autores Quindianos


Secretaría de Cultura, Gobernación del Quindío
Universidad del Quindío
Armenia

Primera edición
2021

ISBN 978-958-99022-9-5

Asesoría editorial:
Licenciatura en Literatura y Lengua Castellana
Universidad del Quindío

Editor: Edwin Alonso Vargas

Diagramación: Giovanny Santos C.

Diseño de la cubierta: © Lina María Cocuy

Todos los derechos reservados.


Impresión: Papeles Pa' Ya
Para el maestro Carlos Alberto Castrillón,
artífice de esta biblioteca y de esta serie.
In memoriam (1962–2021).
Índice
Noticia  7

Presentación9

Fernando Cruz Kronfly 15


Macondo: La Aldea Encantada

Cristian Cárdenas Berrío 35


El centauro en Colombia. Breve panorama del ensayo
en nuestra nación

Lorena Cardona Alarcón 57


Subversión de una leyenda. 1851: Folletín de cabo roto,
de Octavio Escobar Giraldo

Jorge Mario González Orozco 75


El perfil del bandolero en La hora de los traidores
de Pedro Claver Téllez

Elmer Hernández 99
El quinismo en el poema A satán de El Tuerto López

Gabriel Arturo Castro 113


El lenguaje y el mundo de Héctor Rojas Herazo

David Fernando Agudelo Miranda 129


La descomposición del personaje dramático
en la dramaturgia de Fabio Rubiano Orjuela

Carlos Alberto Castrillón 151


Edwin Alonso Vargas
Crítica y modernidad literaria
en la obra de Baldomero Sanín Cano
Diego Alberto Pineda P. 163
La ironía religiosa del “muntu americano”
en Changó, el gran putas

Arbey Atehortúa Atehortúa 177


La poesía del neogranadino Pedro de Solís y Valenzuela

Paola Andrea Castillo González 197


Idilio, costumbrismo y violencia
en Un campesino sin regreso de Euclides Jaramillo Arango

Vivian C. Rojas 217


En el Lejero, las miradas desaparecidas

Angélica María Sabogal Patiño 245


Mayra: La Viñeta Poética de Martha Elena Hoyos

Gleiber Sepúlveda 275


Germán Espinosa: La paradoja humana inmersa
en los mundos mágicos

Johan Ernesto Rangel Nieves 289


Apuntes sobre Juan Restrepo Fernández:
La imagen del cuerpo, el tiempo
y el sentido inefable de las cosas

Rigoberto Gil Montoya 307


La crisis de ciudad
en la narrativa reciente del Eje Cafetero
Noticia

El proceso de compilación, selección y edición de los en-


sayos de este libro cubre un arco de tiempo que va desde el
último trimestre de 2014 hasta finales de 2020. Bajo la tutela
del profesor Carlos Alberto Castrillón, se concibió un volu-
men que reflejara la multiplicidad estética y temática de la
literatura colombiana en una visión caleidoscópica pensada
y escrita por investigadores que han hecho de las inquietudes
literarias razones para la hermandad. Es así como estudian-
tes, egresados y profesores de la Licenciatura en Literatura
y Lengua Castellana de la Universidad del Quindío y de los
posgrados en Literatura de la Universidad Tecnológica de
Pereira, encuentran en este libro un lugar para la indagación
y el diálogo en torno a autores, obras y problemas de nuestra
literatura nacional y regional.
Desde el año pasado, en el que los proyectos de publi-
cación sufrieron el golpe de la “peste contemporánea” de
la Covid–19 y se vieron, por ella, en prietas calzas para su
ejecución a nivel administrativo, el libro que el amable lector
tiene en sus manos se encontraba completamente editado y
diagramado tanto en sus páginas internas como en su cará-
tula, que por supuesto pasaron por la creación y curaduría
editorial del maestro Castrillón. Sin embargo, no fue sino
hasta la participación en la convocatoria de la Biblioteca de
Autores Quindianos que este volumen pudo ver la luz.
Sin exigirle justicia ni lógica a la azarosa vida, resulta la-
mentable considerar que quien, desde su pasión, disciplina y
honestidad intelectual fomentó la existencia de los espacios
en los que este libro halla su nicho, no se encuentre hoy entre
nosotros. Este libro es otro más, entre tantos, de los frutos
de su trabajo intelectual. Quizá esa sea una de las condi-
ciones de aquellos que nos iluminaron con su genio: luego
de su partida, no hacemos otra cosa que caminar sobre sus
huellas.

7
Marginalia IV

Presentación

Dentro del marco de la línea de investigación en “Relec-


turas del canon literario” de la Licenciatura en Literatura y
Lengua Castellana de la Universidad del Quindío, se ha desa-
rrollado la serie de libros Marginalia, cuyo propósito consiste
en la divulgación de trabajos en torno a la literatura y sus
diversas expresiones. “Marginalia”, también, es el nombre
que ha asumido el grupo de investigación desde el cual se ha
generado dicha iniciativa. Como lo indica la palabra, acuñada
por Edgar Allan Poe para designar su trabajo crítico como una
escritura al margen, es decir, en los bordes de las páginas de
los libros leídos, los textos que encontraremos a continuación
se corresponden con las lecturas que, sobre la pluralidad de
temas, problemas y fenómenos realizan los autores aquí pu-
blicados.
La proveniencia de los investigadores y críticos que aquí
leeremos es tan plural como las posturas que cada uno de ellos
representa, lo cual favorece un diálogo entre académicos ads-
critos a diferentes universidades y con intereses intelectuales
distintos. Algunos de ellos adelantan estudios de Doctorado
en Literatura en la Universidad Tecnológica de Pereira, otros
son egresados de la Maestría en Literatura y otros son profe-
sores de la misma Alma máter; algunos tienen vínculos con
las Universidades del Valle y del Tolima. Los locales están
vinculados a la Licenciatura en Literatura y Lengua Caste-
llana de la Universidad del Quindío en calidad de docentes y
egresados.
Este volumen, el cuarto de la serie, se ha dedicado a com-
pilar una multiplicidad de miradas en torno a la literatura co-
lombiana, que permite observar en esta la riqueza de sus ma-
nifestaciones y, por tanto, de sus posibilidades investigativas.
El lector atento se acercará, así, a tópicos que van desde la
observación de la novela como constructo estético y temático
que sigue aportando una manera de pensar la sociedad pasada
9
Edwin Alonso Vargas (compilador)

y contemporánea, el ensayo como género con una tradición


y unas formas particularmente cultivadas por los escritores
del país, la poesía colonial y moderna que forman un arco
de tiempo de cuatro siglos de desarrollo, la dramaturgia que
aporta valores literarios importantes a nuestro panorama, has-
ta la valoración de la literatura regional en propuestas estéti-
cas novedosas como la caricatografía.
Siguiendo este orden de ideas y géneros, el maestro Fer-
nando Cruz Kronfly nos abre la puerta al libro con su cono-
cido y potente ensayo «Macondo: La Aldea Encantada», que
constituye una lectura original de Cien años de soledad en
clave de una visión de lo que el autor ha denominado hiper-
modernidad, que funciona en tanto coexistencia entre una
mentalidad mítico–mágica–agorera y el desencantamiento de
las imágenes del mundo, que aún no ha ocurrido en la aldea
garciamarquiana. La fascinación de este mundo encantado se
comprende, así, por el rompimiento con la causalidad racional
que sustenta el mundo prosaico de los lectores, para sumergir-
los en el sueño permanente de la chifladura arcadiana.
Otros autores, bajo la preocupación por indagar en los va-
lores y estéticas de la novela colombiana, proyectan sendas
perspectivas teórico–literarias. Así, Diego Alberto Pineda en
«La ironía religiosa del “muntu americano” en Changó, el
gran putas», explora una de las partes de la saga de Zapata
Olivella desde una estética de la ironía que subvierte los va-
lores del mundo cristiano occidental, para el cual la presencia
del negro y su cosmovisión representa una amenaza. De otro
lado, Vivian C. Rojas con su texto «En el Lejero, las miradas
desaparecidas», nos acerca a una aguda mirada al tópico del
secuestro en la novela de Evelio Rosero, lo que permite desa-
rrollar una reflexión sobre este flagelo en la sociedad colom-
biana de las últimas décadas.
Por su parte, Gleiber Sepúlveda en «Germán Espinosa: La
paradoja humana inmersa en los mundos mágicos», escribe
un bello texto que ahonda en la realidad sobrenatural de la
narrativa del maestro cartagenero, con énfasis en el erotismo
de los personajes. Finalmente, a partir del diálogo entre la
literatura y otras disciplinas humanísticas, Lorena Cardona
10
Marginalia IV

Alarcón en «Subversión de una leyenda. 1851: Folletín de


cabo roto, de Octavio Escobar Giraldo», recorre la relación
historia–literatura en la novela del escritor de Manizales, en
la que se ficciona la historia de la colonización antioqueña
sustentada en la verosimilitud literaria, desplegando una re-
flexión sobre el tratamiento literario de la historia; y Jorge
Mario González Orozco, quien en «El perfil del bandolero
en La hora de los traidores de Pedro Claver Téllez», integra
saberes psicológicos, sociológicos, históricos y literarios para
revisar la construcción de un personaje que anda en tránsito
entre la realidad y la ficción.
Otra puerta mediante la cual el lector podrá ingresar al li-
bro es mimética en relación con su todo: nos referimos al en-
sayo. Para ello, el investigador y profesor Cristian Cárdenas
Berrio en «El centauro en Colombia. Breve panorama del en-
sayo en nuestra nación», realiza una genealogía del género en
el país desde los tiempos de la conquista hasta la actualidad,
lo que nos permite observar una línea de desarrollo intelectual
y, además, señalar los grandes representantes del “centauro
de los géneros” en nuestro territorio. De igual manera, Car-
los Alberto Castrillón y Edwin Alonso Vargas, en «Crítica y
modernidad literaria en la obra de Baldomero Sanín Cano»,
ensayo resultante de un proyecto de investigación en el que se
sistematizó y analizó la producción bibliográfica del escritor
antioqueño, puntualizan que fue éste quien, a finales del siglo
XIX y comienzos del XX, se convirtió en la piedra fundacio-
nal de la modernidad literaria en Colombia por medio de una
obra extensa y diversa, que consideró aspectos como la cultu-
ra, el arte, la política, el periodismo, la filosofía, entre otros,
en tanto componentes para configurar una idea amplia de lo
que significa la crítica en sus distintas dimensiones.
La poesía también abre la puerta de este libro ante a la
mirada inquisitiva del lector, quien puede seguir en varios
trabajos el aporte de este género a la construcción de con-
jeturas alrededor de la literatura colombiana. Así lo hace El-
mer Hernández con «El quinismo en el poema A satán de El
Tuerto López», donde lleva a cabo un ejercicio hermenéuti-
co del poema luciferino que evidencia en el poeta una visión
11
Edwin Alonso Vargas (compilador)

desacralizadora de los elementos judeocristianos de la cultura


occidental; actitud esta que ha venido construyendo una tra-
dición en la literatura colombiana y regional (piénsese en los
nombres de Bernardo Pareja y Héctor Escobar Gutiérrez). Se
suma la voz de Gabriel Arturo Castro, quien en «El lenguaje y
el mundo de Héctor Rojas Herazo», despliega un amplio re-
corrido por la obra del poeta a partir de un diálogo intertex-
tual con importantes teóricos, lo cual fundamenta la visión
de un ars poética ligada a la exploración del ser a través
de la palabra. Y el profesor Arbey Atehortúa Atehortúa, en
«La poesía del neogranadino Pedro de Solís y Valenzuela»,
nos acerca a los hornos del género en el país a través de la
obra del poeta del siglo XVII, mediante una interpretación
abierta de algunos de sus poemas, haciéndonos ver cómo la
dimensión religiosa de éstos sobresale por encima de su esté-
tica, de acuerdo a la preceptiva de la época.
Entre los dieciséis textos del presente volumen, el del
profesor David Fernando Agudelo Miranda reviste gran sin-
gularidad por el género abordado: el teatro. En «La descom-
posición del personaje dramático en la dramaturgia de Fabio
Rubiano Orjuela», se halla un análisis crítico de la obra del
director, actor y escritor en mención para observar la cons-
trucción y deconstrucción del personaje, lo que aporta una
mirada crítica al teatro colombiano contemporáneo.
Desde la perspectiva regional, indispensable en una va-
loración crítica de la literatura colombiana desarrollada en
un libro publicado por la Biblioteca de Autores Quindianos,
tenemos varias puertas abiertas. En primera instancia, Paola
Andrea Castillo González nos presenta «Idilio, costumbris-
mo y violencia en Un campesino sin regreso de Euclides
Jaramillo Arango», ensayo que escudriña distintos aspectos
literarios en una de las novelas más representativas sobre el
tópico de la violencia en el Quindío. En segundo lugar, An-
gélica María Sabogal Patiño, también en un texto singular
por el formato abordado, pone a consideración de los lectores
«Mayra: La Viñeta Poética de Martha Elena Hoyos», un en-
sayo en el que explora las características de un personaje en
12
Marginalia IV

clave caricatográfica, que en el contexto regional ha permiti-


do reflexiones en torno al universo femenino, ligado a la con-
templación de la naturaleza. Posteriormente, Johan Ernesto
Rangel Nieves, en «Apuntes sobre Juan Restrepo Fernández:
La imagen del cuerpo, el tiempo y el sentido inefable de las
cosas», presenta la obra del poeta montenegrino como una
de las más originales y complejas de la región, a razón de su
carácter universal y de la manera como trata diversos tópicos
modernos desde una poética de lo hermético.
Por último, y funcionando perfectamente como portal de
ingreso a lo regional por su amplitud y generosidad concep-
tual, pero dándole también a este libro un umbral de salida por
la puerta grande, el maestro Rigoberto Gil Montoya en «La
crisis de ciudad en la narrativa reciente del Eje Cafetero», nos
ilumina con un ensayo esclarecedor que construye un pano-
rama de la literatura del Gran Caldas a la luz de la temática
urbana, que se desarrolla en una tensión entre la revisitación
del pasado y la comprensión de las complejidades urbanas y
humanas del presente.
A razón de lo anterior, este libro evidencia que, pese a las
tesis prejuiciosamente negativas o en extremo complacien-
tes frente a la literatura que se ha producido en Colombia a
lo largo de su historia, todavía se hace necesaria una visión
crítica que permita sopesar las obras del arte de la palabra,
para develar cuáles son los valores existentes en ellas y qué
le aportan a la construcción de una tradición literaria en el
país, que tanto se ha reclamado desde voces pretéritas como
las de Hernando Téllez y Baldomero Sanín Cano, hasta las
de estudiosos actuales como David Jiménez Panesso y Efrén
Giraldo. Encontraremos, pues, en estas páginas, razones de
peso para una lectura y relectura de nuestro panorama litera-
rio y estético.
Agradecimiento especial a los maestros Fernando Cruz
Kronfly y Rigoberto Gil Montoya, quienes honran esta publi-
cación con sendos ensayos, mencionados anteriormente, que
nos permiten crear umbrales de entrada y salida a estas re-
flexiones por los terrenos de la literatura nacional y regional.
13
Edwin Alonso Vargas (compilador)

Extendemos, entonces, la invitación a todos aquellos in-


teresados por la cuestión literaria en nuestra nación y de-
partamento a considerar los ensayos de este volumen como
puntos de contacto para el diálogo académico y el avance de
un pensamiento crítico que nos permita establecer, a partir
de la variedad de voces, una literatura colombiana en la mul-
tiplicidad de la mirada.

Edwin Alonso Vargas.

14
Marginalia IV

Macondo: La Aldea Encantada

Fernando Cruz Kronfly1

... la modernicón de una sociedad puede ser descrita


bajo el punto de vista de una ralizaión cultural y social.
Jürgen Habermas

Macondo, la aldea donde transcurren los hechos en Cien


Años de Soledad, de García Márquez, es una aldea todavía
encantada en un mundo moderno severamente desencantado.
Esta afirmación requiere una explicación preliminar. Cuando
me refiero a Macondo como aldea encantada, más allá de la
eventual belleza formal de la frase y del mundo de fascina-
ción que ella anuncia, lo que deseo significar es que en el
lugar donde ocurren los acontecimientos de la novela que nos
ocupa no se ha producido aún lo que Max Weber denomi-
na desencantamiento de las imágenes del mundo2, rasgo que
caracteriza de manera inequívoca la mentalidad y la cultura
modernas en Occidente.
La mayoría de los estudios sobre el ingreso de Occidente
en la modernidad coinciden en que la característica más nota-
ble de la mente moderna, es la secularización y laicización de
las operaciones del pensamiento y de la cultura, mediante un
agudo y extendido proceso de desencantamiento del mundo,
según reglas y normas de tipo racional. En este orden de ideas,

1
Novelista y ensayista. Profesor titular de la Universidad del Valle,
Facultad de Ciencias de la Administración. Director del grupo de inves-
tigación “Nuevo Pensamiento Administrativo”. Doctor Honoris Causa en
Literatura de la Universidad del Valle.
2
Weber, Max (1968). Economía y sociedad. México: Fondo de Cultura
Económica.
15
Edwin Alonso Vargas (compilador)

si la aldea donde suceden los hechos y las historias de Cien


Años de Soledad se encuentra aún encantada, esto significa
que allí no ha ocurrido la secularización de la cultura y que
sus personajes y los acontecimientos ligados a ellos se deben
entender inscritos en una etapa de la historia de la humanidad
anclada, en razón de sus mitos y premoniciones, en la pre-mo-
dernidad mental y cultural.
Este anclaje en la pre-modernidad no debe, sin embargo,
preocupar a la literatura, puesto que en muchas ocasiones se
convierte en clave de encanto de ciertas obras literarias que
han llegado hasta nosotros desde el siglo XX o que han hecho
parte significativa de él.
Jürgen Habermas, siguiendo de cerca los pasos de Max
Weber3, define la modernidad como la época histórica en que
ocurre un agudo proceso de racionalización de todas las esfe-
ras de la vida. Esta racionalización se expresa a través de un
eje de cálculo racional de medios y de fines que aglutina alre-
dedor suyo la práctica de las artes, la filosofía, la economía,
el derecho, la política y todas las demás actividades humanas,
entre ellas la ciencia y la técnica en cuanto nuevos escenarios
del ejercicio de la razón, según normas, rigores metodológi-
cos y principios predeterminados.
En la modernidad, las artes ya no se perciben como el
resultado espontáneo de la simple inspiración y posesión de
las musas sobre el creador, sino más bien como el producto
calculado de medios idóneos y de técnicas racionalmente
elegidas para producir un resultado intencional. Leonardo
Da Vinci estudia la anatomía humana con el detenimiento
de un relojero y la pintura, en general, ingresa en el mundo
de la perspectiva geométrica y en la consecuente matema-
tización del espacio pictórico. Descartes somete la filosofía
al imperio de la razón y desde entonces el “amor a la sabi-
duría” de los griegos debió pasar por la duda metódica y
la construcción racional y sistemática de sus presupuestos.

3
Habermas, Jürgen (1989). Teoría de la acción comunicativa. Madrid:
Taurus.
16
Marginalia IV

La economía, en manos de los mercaderes y de la burgue-


sía emergente, pasó a convertirse en una actividad some-
tida al cálculo económico del tiempo eficaz en el eje de la
racionalidad de los medios y los fines, tal como describe
con exactitud Alfred Von Martín en sus estudios sobre el
renacimiento en Florencia4. Las normas jurídicas ya no
fueron el resultado del capricho del gobernante de turno,
en cuanto debieron plegarse a las exigencias de la racio-
nalidad al quedar convertidas en normas-medio, eficaces
para generar y consolidar como un fin el orden social. Y
hasta la política, con Maquiavelo, fue concebida como una
práctica humana, demasiado humana, sometida a las leyes
del cálculo racional y de los métodos eficaces para produ-
cir resultados prácticos, quedando de este modo inscrita en
una lógica mundana según la cual el fin justifica los medios.
Finalmente, la astronomía, una de las aventuras científicas
más notables y apasionantes de la época, debió con Copér-
nico atreverse a matematizar el espacio, antes denominado
“Cielo”, para derivar conclusiones fuertes, capaces por sí
mismas de empezar a configurar lo que algunos pensadores,
como Thomas Kuhn, denominan con propiedad la Revolu-
ción Copernicana5. Copernizar la mirada pasó a significar,
desde entonces, el ingreso de la humanidad occidental en un
nuevo paradigma, mediante una profunda ruptura en la cos-
movisión tradicional del mundo, conducente a una obligada
resignificación en los términos de lo que ya estaba dicho de
otro modo, en fin, volver a barajar en condiciones racionales
todo el universo de la cultura.
Se trata, ahora, del ingreso de Occidente en la modernidad
mental y cultural, sometidas a exigencias y rigores de racio-
nalidad de fines y de medios que antes no existían. Una ra-
cionalidad que formula leyes, elabora teorías, exige pruebas,
diseña experimentos y demanda rigor de método y consensos

4
Von Martin, Alfred (1980). Sociología del Renacimiento. México:
Fondo de Cultura Económica.
5
Kuhn, Thomas (1981). La revolución copernicana. Barcelona: Ariel.
17
Edwin Alonso Vargas (compilador)

rigurosos en los procedimientos de la mente. No estoy sugi-


riendo que antes del advenimiento de la racionalidad moderna
de fines y de medios, en el mundo mítico, mágico y animista
ancestral, la vida diaria no estuviese sometida a los princi-
pios de causalidad y de efectividad. Nuestros predecesores
ancestrales pensaban la causalidad y obraban en consecuen-
cia. Pero esta causalidad instauraba “causas imaginarias” para
explicar los efectos reales. Desde este punto de vista, lo que
la modernidad hizo al imponer al mundo la racionalidad, fue
instaurar nuevas causas denominadas “reales”, donde antes
dominaban las “causas imaginarias” provenientes del animis-
mo, los augurios y las religiones. La ciencia y la técnica ocu-
paron su lugar. Y, tal como lo sugirió Pico de la Mirandola, la
dignidad humana significó la apertura de un capítulo especial
de confianza en la razón humana, en su capacidad de produ-
cir ella misma un mundo humano relativamente autónomo y
paralelo frente al carácter absoluto de la Razón Divina. Este
capítulo especial de confianza en la razón humana, significó,
en consecuencia, el progresivo desplazamiento de la Razón
Objetiva en cuanto intencionalidad e inteligencia extra-mun-
danas capaces de intervenir y decidir desde afuera del mundo,
por cuenta de la Razón Subjetiva, en cuanto fuerza intra-mun-
dana capaz de crear conocimiento humano, técnica humana,
mundo económico, político y estético humanos.
Sin embargo, al tiempo que en “el centro” moderno del
mundo Occidental estaba ocurriendo este proceso de seculari-
zación cada vez más agudo, conducente al desencantamiento
de las imágenes del mundo, algunas áreas geográficas y cul-
turales y mentales resistían oponiendo su religión y su mito-
logía, su magia y su hechicería frente a la oleada moderniza-
dora. El proceso de globalización económico y cultural que
actualmente se impone en el mundo no ha sido el único ni el
más importante en la historia pasada. La cristianización, debe
entenderse también como un proceso de globalización cultu-
ral y de los sentimientos humanos asociados a determinadas
creencias y valores religiosos, propuesta que conquistó desde
el medio oriente al Occidente europeo y a través suyo a sus
18
Marginalia IV

colonias de ultramar. De igual manera, la modernidad mental


y cultural fue una propuesta que Occidente le hizo al resto
de la humanidad, que terminó por seducirla y conquistarla, al
menos en el ámbito de las élites intelectuales librepensadoras
y escolarizadas, de mente secular. Surgen entonces nuevos
modos de pensar y de vivir denominados “civilizados”. La
propuesta racionalista terminó por imponerse en los procesos
de educación escolar, primaria y secundaria, así como en la
formación superior, arrancados ahora al dogma y al control
de la iglesia. La disputa que el pensamiento laico y secular
le planteó al pensamiento confesional religioso, respecto del
dominio y control del aparato escolar y universitario, forma
parte sustancial de la historia de Occidente y, de manera bas-
tante violenta y trágica, de nuestra historia nacional. Si algo
caracterizó etapas enteras de la historia política e ideológica
de este convulsionado país colombiano, fue el combate que
en su momento debieron librar los sectores liberales, laicos
y librepensadores durante el siglo XIX y parte avanzada del
XX, por controlar la educación en manos de las aristocracias
de papel fuertemente conservadoras ligadas al aparato de la
Iglesia. Y, todo, porque el proyecto de modernización técni-
ca y de modernidad mental y espiritual, en cuanto un nuevo
modo de pensar y de vivir la existencia, debían pasar, ante
todo, por el circuito educativo. Si no era a través de la edu-
cación formal, parecía imposible proponerse con seriedad un
proyecto político y social de modernidad mental y de moder-
nización técnica e instrumental de la sociedad y la cultura.
Pero, mientras este proceso de modernización se extendía
por las ciudades de mayor contacto con los epicentros moder-
nos, dinámicos y contagiosos por todo lo que esto significa-
ba en términos de “prueba” del anhelado progreso material
y moral de la humanidad, mito devenido en bancarrota en la
hiper-modernidad, en nuestras aldeas periféricas continuaban
vigentes y en actitud de resistencia el encantamiento del mun-
do, la mentalidad mágica y religiosa, los mitos y la hechicería,
el poder de los augurios y la causalidad primaria no sometida
a las normas y reglas que impone la racionalidad científica.
19
Edwin Alonso Vargas (compilador)

América Latina, se ha dicho ya de manera que pudiera


parecer suficiente, es un continente culturalmente híbrido y
plural. Para el caso colombiano, nuestra conformación etno-
-cultural se deriva de tres núcleos básicos. El núcleo hispá-
nico, cristiano católico, no sólo premoderno sino ante todo
anti-moderno. El núcleo aborigen, mítico-mágico-animista-
-hechicero. Y, finalmente, el núcleo africano, mítico-mágico-
-animista-hechicero, también.
¿Qué tantas cosas y de qué características podrían esperar-
se de este hibridaje por coexistencia de culturas tradicionales
y arcaicas, tan distantes de la modernidad prototípica raciona-
lista; qué tantas derivaciones en el terreno de la creatividad y
la cultura? Quizá demasiadas. Tal vez sea este el presupuesto
profundo del denominado “realismo mágico” latinoamerica-
no.
Pero, además, hacia los inicios del siglo XIX, con la revo-
lución de independencia, el comienzo de la vida republicana y
las influencias de la Ilustración y del pensamiento filosófico-
-político revolucionario francés e inglés, nuestro país tuvo un
cuarto núcleo cultural de influencia, en este caso moderno en
lo sustancial, que vino a sumarse al hibridaje anterior, tornán-
dolo más complejo y seductoramente más inédito. Este nuevo
componente de modernización y de modernidad comprende,
al menos, la economía capitalista, liderada por las nacientes
burguesías y dominada por el cálculo y la racionalidad pro-
ductiva instrumental adecuada a fines y medios eficaces; por
la racionalidad política democrática aunque fuese sólo en sus
formas y apariencias; por la agitación intelectual en los co-
legios y universidades; por el proceso de urbanización y el
impacto sobre la sociedad y la cultura del libre pensamiento,
todo lo cual impuso a la sociedad en su conjunto una nueva di-
námica en términos de modernización del aparato productivo
y de las instituciones, así como de modernidad desde el punto
de vista de una mentalidad secular y laica, desencantada.
Entre tanto, sin embargo, las aldeas que resistieron y se
fueron quedando por fuera de esta lógica social de moder-
nización instrumental y de modernidad mental, terminaron
20
Marginalia IV

ensimismadas en medio de su aislamiento mítico, mágico,


agorero, hechicero y una cierta cuota de religión. Hablo de
aldeas mucho más aisladas que solitarias, donde la soledad
se expresa fundamentalmente bajo la forma de alejamiento
del “epicentro” civilizador y de abandono a su suerte en con-
diciones culturalmente endogámicas; hablo de marginalidad
respecto de los procesos de modernidad y modernización,
así como de natural asombro cuando ocurre el contacto es-
porádico con la civilización y los avances de la técnica que
vienen de lejos, en medio de estruendos y conmociones que
parecen terremotos. En estas aldeas, la visión de la vida hu-
mana permanece anclada en el mito, la magia, los augurios y
las premoniciones, la predestinación y el asombro. Se trata,
en fin, de aldeas donde no ha ocurrido todavía y quizá no
ocurrirá jamás a plenitud el desencantamiento de las imáge-
nes del mundo según Weber.
Este es el universo encantado que gobierna la lógica men-
tal de los personajes que circulan por los corredores de esa
gran casa de medio-locos y de chiflados, que es Cien Años de
Soledad.
La chifladura es, en consecuencia, el tema que se impone
y que sigue.
La medio-locura humana, la chifladura y el despiste pue-
den derivarse en ciertos casos del anacronismo, ya sea por an-
ticipación visionaria del sujeto o por “atraso” de mentalidad o
simbólico en comparación con la época que le haya tocado en
suerte. En ambos casos nos encontramos delante de un suje-
to relativamente desajustado en relación con las coordenadas
mentales, materiales o simbólicas de su tiempo. Cada época
tiene su propio criterio de normalidad. Desde este punto de
vista, suele tener consecuencias imprevisibles vivir mental-
mente en épocas históricas pasadas que no corresponden a
las lógicas del presente, situarse por fuera de la actualidad
del mundo, existir un tanto al revés en el tiempo equivocado.
Don Quijote podría ser, desde el anterior punto de vista, uno
de estos buenos ejemplos de anacronismo mental y simbólico
que la literatura nos ofrece. Si el hijo imaginario de Cervantes
21
Edwin Alonso Vargas (compilador)

hubiera existido en el tiempo de la caballería y en medio de


su vigencia histórica, tal vez no habría sido medio-loco sino
por el contrario un auténtico caballero andante con todos sus
pergaminos en regla y a cabalidad. La chifladura de Quijote,
lo que equivale a decir sus “quijotadas”, derivarían princi-
palmente, según este punto de vista, del anacronismo de sus
andanzas y sistema de valores, de sus propósitos y proyectos
fuera de época, en cuanto nuestro personaje vive en un tiempo
mental y simbólico que no le corresponde en cuanto, simple-
mente, ya no existe. Ya para los días de nuestro personaje, el
universo mental y simbólico de la caballería había pasado de
moda.
Propongo que estos desajustes de época, por anticipación
o por rezago, constituyen una de las señales más significativas
a tener en cuenta en el momento de identificar los rasgos men-
tales y visiones de mundo decisivos de ciertos personajes en
la historia de la literatura universal. Los personajes anacróni-
cos, que cabalgan con un pie puesto en una época y con el otro
en un tiempo diferente, resultan encantadores porque nos per-
miten situarnos en las coordenadas del tiempo y del espacio.
¿Debo recordar ahora, acaso, a Charles Chaplin? Deseo hacer
énfasis, efectivamente, en los sentimientos que despierta el
personaje que este genio encarna, su actitud desajustada de-
lante del mundo que le estaba tocando vivir. Pienso, además,
que de alguna manera este es parte del secreto profundo de
Franz Kafka y de Federico Nietzsche, cada uno en lo suyo, en
momentos en que la modernidad en su carrera faústica6 estaba
dejando atrás el tejido de valores del siglo XIX e imponiendo
los rigores y rasgos del inicio del siglo XX, en cada caso.
Pero, sobre todo, pienso, es la situación de Shakespeare en el
momento en que el Renacimiento está dando vida a un nuevo
tipo de hombre que se busca a sí mismo en la contradicción
de su espíritu, que se descubre a sí mismo como consecuencia
del emergente principio de individuación y de autonomía del

6
Berman, Marshall (1991). Todo lo sólido se desvanece en el aire, La
experiencia de la modernidad. Bogotá: Siglo XXI.
22
Marginalia IV

sujeto que la modernidad ha puesto en marcha, tal como lo su-


giere Harold Bloom en sus estudios sobre el autor de Hamlet,
Edmundo y Yago7 Igualmente, es el nuevo mundo que da ori-
gen al género del ensayo, con Montaigne.
En la aldea encantada, es decir aún no desencantada que es
Cien Años de Soledad, todo resulta anacrónico y por lo tanto
bastante medio-loco. Decir que un universo real y mental es
anacrónico, significa que casi todo lo que allí sucede pertene-
ce a un tiempo que no se corresponde con el tiempo presente.
Ni en cuanto al mundo de los objetos cotidianos en uso ni,
sobre todo, en cuanto al universo de los procesos mentales
y simbólicos, en este caso en desuso por cuenta de la mo-
dernización instrumental y de la modernidad racionalista del
pensamiento. Para juzgar un mundo como anacrónico, sin que
esto signifique de ninguna manera un juicio negativo de valor,
faltaba más, hay que situarse en un universo real y mental que
esté “actualizado” en el tiempo y en el espacio respecto del
mundo que está siendo juzgado y poder de esta manera llevar
a cabo la comparación de época. Esta especie de traslape del
tiempo bajo la forma de anacronismo, crea un cierto delirio.
La locura de los personajes que deambulan por los corredores
de las casas, las callecitas polvorientas y los patios de atrás en
esta portentosa novela que es Cien Años de Soledad, puede ser
calificada como tal a partir de la manera como desde la cultu-
ra desencantada que hoy domina, juzgamos como extraños y
encantadores los acontecimientos y las lógicas mentales que
gobiernan a los personajes. El encantamiento de las imágenes
del mundo sólo se percibe y se puede valorar como tal desde
“afuera” de él mismo, es decir desde el desencantamiento se-
cular y laico que lleva a cabo la modernidad. El modo como
en Macondo es visto y representado el hielo podría ser un
buen ejemplo de lo anterior. Que es la misma manera como
en general ocurre la representación mental de la técnica y sus
productos a lo largo de la novela. Los avances de la ciencia y

7
Bloom, Harold (2001). Shakespeare, la invención de lo humano. Bar-
celona: Anagrama.
23
Edwin Alonso Vargas (compilador)

de la técnica son vistos en la aldea encantada desde un mundo


simbólico premoderno, desde un sistema mental encantado
que se asombra y que atrapa y re-inscribe lo nuevo en lo míti-
co-mágico-agorero tradicional.
Es quizás esta circunstancia la que conecta, de manera tan
certera e iluminadora, Cien Años de Soledad con la idea de lo
que somos los colombianos del común desde el punto de vista
cultural, en cuanto habitantes medio perdidos en un mundo
moderno, en el que apenas hemos quedado parcialmente o
nada mentalmente desencantados. Las ciudades colombianas
están llenas de Melquíades y Aurelianos, provenientes de pro-
cesos migratorios, de desplazamientos forzados y despojos,
cuyas víctimas se aferran a sus mitos ancestrales, a su pen-
samiento mágico y agorero, a la esperanza loca que otorgan
las religiones en medio del desamparo y la miseria. Pobres
víctimas desplazadas desde las aldeas aún culturalmente en-
cantadas, rumbo a las ciudades donde se habrán de descom-
poner en la pobreza y en la marginalidad urbanas, derivando
en delincuencia, desesperanza e incluso en la conformación
de las hoy denominadas “nuevas tribus urbanas”. En donde la
expresión “tribus” remite a formas organizativas, simbólicas
y de mentalidad muy anteriores a la modernidad. Formas “re-
gresivas”, primarias y básicas de pensar y de actuar capaces
de compaginar, perfectamente, con la hiper-modernidad con-
temporánea.
Néstor García Canclini piensa nuestro ser en el mundo a
partir de la categoría de hibridaje cultural8. En estos casos,
resulta tan asombrosa como encantadora la coexistencia sin
conflicto en nuestro interior, de varios universos mentales
que, siendo aparentemente antagónicos y a pesar de prove-
nir de mentalidades históricamente diferentes y lejanas en el
tiempo, no obstante se complementan sin aparente fractura
esquizoide. Universos mentales superpuestos, coexistentes,
entre los cuales quiero destacar, incluso, el racionalista “a la
brava” que deriva de los procesos de escolaridad formales y

8
García Canclini, Néstor (1990). Culturas híbridas. México: Grijalbo.
24
Marginalia IV

obligados, y que termina complementando paralelamente los


mundos míticos, mágicos, religiosos y agoreros provenientes
de las tradiciones culturales, todavía absolutamente vigentes.
¿Qué sucede, entonces, a una cultura y a una mente, cuan-
do el encantamiento y el desencantamiento coexisten y se dan
la mano en una misma unidad mental, en medio de un tiem-
po mental pasado que sin embargo hace parte sustancial de
nuestro presente, ahora “mass-mediático” y de alguna manera
un tanto alucinado, cargado de mensajes hedonistas y consu-
mistas dirigidos a las masas marginales que no tienen siquiera
con qué comprar una lenteja? Vivir, disfrutar la contempo-
raneidad televisiva es una buena forma de sacarle el cuerpo
a las exigencias racionalistas de la modernidad, con todo lo
que esto significa en términos de las pérdidas que, respecto el
principio de la esperanza, trae consigo el desencantamiento
moderno.
Sin embargo un lector, cualquiera que él sea, culto o no,
desencantado o no, cuando se sumerge en las páginas de Cien
Años de Soledad, lo primero que advierte es que allí todo su-
cede de un modo que le permite re-conocerse y des-conocerse
al mismo tiempo, es decir volverse a conocer en la distancia
de lo que un día fue él mismo o fueron sus padres, así ese
pasado hubiese sido el de su propia infancia superada. Leer
Cien Años de Soledad, desde cierto punto de vista adicional,
dejarse llevar por su maravillosa lógica primaria donde im-
pera la inocencia del mundo, representa igualmente un cierto
retorno al estadio infantil, en el sentido del encantamiento que
domina a todo ser humano en esta edad de oro. Las cosas
ocurren como si dentro de todo lector contemporáneo hubie-
se, en estado de resistencia larvada, una zona mental nunca
suficientemente racionalizada, jamás desencantada del todo,
que se resiste al desencantamiento. Zona interior un tanto
a-histórica, núcleo arcaico donde ocurre el feliz desencuentro
con esa otra parte del psiquismo humano del hombre moderno
o simplemente contemporáneo, cuando entra en contacto con
la obra de arte que le propone un mundo medio-loco contrario
a su racionalidad normalizada. Que es lo que ocurre con la
25
Edwin Alonso Vargas (compilador)

lectura de Cien Años de Soledad, donde sucede esa extraor-


dinaria experiencia empática de la zona no desencantada del
lector, con aquella “racionalidad desquiciada” que gobierna
las conductas y los acontecimientos en la novela emblemática
de García Márquez.
He vuelto a leer hace apenas unas pocas semanas Cien
Años de Soledad y he podido comprobar en mí mismo lo que
estoy diciendo. Resulta de nuevo encantador introducirse en
este mundo de medio-locos por anacronismo, donde hasta las
mujeres aparentemente sensatas y que parecen tener sus pies
bien puestos en la tierra se muestran chifladas de otro modo,
en cuanto saben enfrentar lo peor como si lo más extraño y
catastrófico hubiera sido ya anunciado desde siempre y ellas
lo estuvieran esperando fríamente y anunciando como quien
sólo aguarda el cumplimiento sin asombro de la premonición.
Un mundo que ya no podría considerarse el nuestro a pleni-
tud, en cuanto en él domina todavía la mentalidad encantada y
donde las relaciones de causalidad entre los hechos y sus con-
secuencias se encuentran gobernadas por los mitos intactos,
la mentalidad agorera y hasta la magia. Encantador, pienso,
porque algo debe conservar uno todavía de todo esto en tér-
minos de añoranza de una edad de oro mítica y de necesidad
de asombro, no obstante el agudo proceso de racionalización
de la existencia en que cada quien se encuentre comprometido
para fines prácticos y productivos.
El alquimista, tanto como sus búsquedas y sus sueños,
como ya se sabe, no pertenecen ya a nuestro tiempo y por
lo tanto devienen absolutamente anacrónicos, vistos desde
nuestro presente “realista” y “científico”. El alquimista per-
tenece por derecho propio a épocas pasadas, cuando no era
visto como un despistado sino como un hombre de ciencia
y de tesón; y, sin embargo, lo encontramos ejerciendo a des-
tiempo su oficio en la aldea encantada, en cuyo taller se con-
sume ensimismado al experimentar con la materia, mientras
las mujeres de la casa cumplen con su obligación de mantener
la dinámica doméstica con los pies en la tierra, esperando y
enfrentando los desastres anunciados como si no estuviera
26
Marginalia IV

sucediendo nada de extrañar alrededor. Entre tanto árabes, in-


dios y gitanos recorren las páginas de la aldea encantada con
su cabeza y su sistema de valores en otra parte, en una extraña
mezcla de mentalidades y de temporalidades históricas cuyo
componente común no es exactamente el de la modernidad
desencantada sino el de la pre-modernidad aldeana, mítica-
-mágica-agorera-religiosa.
Pero, hay algo extraordinario aquí, algo que es quizás lo
único que sin querer conecta los acontecimientos y los per-
sonajes de Cien Años de Soledad con el tiempo que nos cor-
responde tanto como con la realidad presente. Hablo del per-
manente tono de fracaso que rodea los acontecimientos, del
derrumbe de los principales emprendimientos, de la derrota
de los experimentos del alquimista cuyo único éxito se reduce
a la fabricación de pescaditos de oro, de la estruendosa inu-
tilidad de todo. Nada sale como ha sido previsto. Lo que se
espera de un modo ocurre del otro, incluso al revés o de ma-
nera absolutamente inesperada. Cuando se trata de precipitar
un acontecimiento se produce lo contrario. La causalidad real
se impone a veces implacable ante los ojos del lector, que pre-
sencia desde su asiento la locura de los personajes que viven,
piensan y actúan desde otro mundo, pero a quienes la realidad
les presenta en todo momento para su cobro las correspon-
dientes facturas. Desde este permanente cobro de cuentas, por
medio de los reiterados fracasos y acciones inútiles, es que
podemos advertir también la chifladura de los personajes en-
cerrados en un mundo cuyo contenido principal no es tanto
la soledad, que no existe entre ellos mismos, sino más bien
su radical aislamiento por anacronismo en el tiempo y en el
espacio, respecto de la modernidad y los procesos de civili-
zación que dominan en el “otro mundo” que existe más allá
de la ciénaga infinita y cuya existencia en Macondo muchos
presienten.
Los acontecimientos de la aldea encantada, en realidad,
no están afectados por la soledad propiamente dicha, ni de
la aldea ni de sus personajes. En Macondo no hay soledad. A
no ser que por soledad se entienda el disloque mental de los
27
Edwin Alonso Vargas (compilador)

personajes en cuanto al espacio y el tiempo. En Cien Años de


Soledad no hay, insisto, ciertamente soledad alguna. Lo que sí
podemos encontrar es desconexión total respecto del tiempo
presente, racionalista, secular y desencantado.
Ha llegado el momento de hablar de la relación de causa-
lidad racionalista, propia del mundo que la modernidad algún
día se propuso desencantar. Veamos:
La mente desencantada suele pensar la relación de cau-
salidad en términos racionales. Si me levanto de la cama y
mientras me despierto sentado en el borde del lecho introdu-
zco mi pie derecho en la pantufla izquierda, la mente desen-
cantada interpreta el acontecimiento como una equivocación
sin importancia y nada más. Entonces procede a poner la pan-
tufla equivocada en su lugar y punto. No queda flotando en el
aire ninguna sospecha de nada, ninguna premonición. Pero la
mente encantada, presa de la racionalidad agorera, de inme-
diato supone que se encuentra en presencia de un anuncio del
destino, de la advertencia de un acontecimiento extraordina-
rio. De manera análoga a como ocurre en Gargantúa y Panta-
gruel, de Rabelais. Si de repente en una clínica desencantada
por la ciencia médica nace un niño con cola externa, es decir
con algunas vértebras adicionales de coxis, o el bebé viene al
mundo con un dedo de más, la mentalidad racionalista pro-
pia de la ciencia médica explica el hecho como un fenómeno
genético menor, una anomalía mínima derivada de las infor-
maciones y órdenes erradas del DNA; en cambio, delante de
la misma situación la mentalidad mítica agorera interpreta el
asunto como un castigo por años esperado, consecuencia del
incesto o de la vida descarriada en que se han sumergido las
criaturas. Esto significa que delante de un mismo hecho de
la naturaleza, existe la posibilidad de levantar, al menos, una
doble interpretación: la mítica-agorera y la racionalista. La
literatura, entonces, se da sus licencias y elige los mundos
mentales humanos que más le interesan, y es tal vez por esta
misma razón que se convierte en el instrumento más pene-
trante de las complejas realidades humanas, de las culturas en
su hibridaje y de las mentalidades colectivas, de sus grietas y
complejidades. Veamos esto de otro modo:
28
Marginalia IV

Estambul, de Orhan Pamuk, premio Nobel de literatura en


el año 2006, es la reconstrucción espléndida de la cultura y de
las formas de pensar y de vivir que dominaron durante cierto
tiempo en aquella ciudad ahora en decadencia, cuya esencia
identitaria es la amargura, la melancolía y el tono crepuscu-
lar de los espíritus por causa de aquel esplendor perdido. Es-
tambul, según el autor Nobel hijo de Turquía, representa de
algún modo la resistencia del pasado esplendor en la derrota
del presente, el desconcierto y la amargura de la mentalidad
colectiva estambulí en medio de semejante escenario, la quie-
bra de los sueños del pasado otomano, de los anacronismos
simbólicos respecto de una contemporaneidad que se impone
y que todo lo aplasta. Este poderoso y conmovedor efecto li-
terario lo advierte de inmediato el atento lector al sumirse en
aquellas maravillosas páginas y no tarda en atribuirlo a los
juegos y a los desencuentros del tiempo, al anacronismo de lo
que está siendo agobiado por la lógica real de la actualidad.
Todo lo cual equivale, a su vez, a los juegos de la cultura
como entrecruzamiento de mentalidades que se enfrentan,
mientras al mismo tiempo resisten y agonizan y se contradi-
cen coexistiendo.
El mundo del Occidente racionalista, frío, eficaz y de cier-
ta manera aburrido, donde todo cuanto sucede se encuentra
atado a la previsibilidad y el cálculo racional, es tal vez el que
más disfruta de Cien Años de Soledad, y debe andar por ahí
la clave de su éxito entre los buenos lectores y de su “boom”
editorial por todas partes, sobre todo en los países industria-
lizados del “centro”. Las mentes ordenadas y cartesianas de
Occidente, dominadas por la razón y el cálculo que todo lo
tornan previsible, desencantadas por efecto de la ciencia, la
técnica y la rutina que imponen la racionalidad y la previ-
sibilidad como un atributo de la personalidad, al leer la no-
vela entran en un recreo infantil fascinante donde lo insólito
es posible y donde nada ocurre de la manera como la razón
“normal” podría esperarlo. Este absoluto desorden de todo,
esta aguda inutilidad en el esfuerzo en un mundo agobiado
por el reclamo de lo útil, este perturbador sinsentido resultan
encantadores en un universo como el actual, gobernado por el
29
Edwin Alonso Vargas (compilador)

principio de la eficacia, de los rendimientos netos traducibles


en asientos contables y por el ethos de lo útil. En la aldea
encantada los mejores emprendimientos terminan en el fraca-
so, en lo contrario de lo previsto, casi siempre con efectos al
revés de lo que se esperaba. El tiempo se muerde la cola, es
cíclico y no se parece en nada al tiempo lineal que domina el
mundo moderno9. Nada más fascinante que la chifladura, es
cosa que ya conocemos desde Quijote.
Y, de nuevo, debo insistir en que es el fracaso absoluto
de los emprendimientos, esa manera de moverse a ciegas en
redondo y sin la menor posibilidad de romper el círculo del
tiempo y del espacio con el fin de trazar la línea del horizonte
como guía de la acción futura, lo que a mi parecer conec-
ta mejor este mundo de despistados, a través del contraste,
respecto del universo del lector y el sentido de realidad en
que éste se encuentra instalado por fuerza de su tiempo, o del
hibridaje cultural en que se encuentran instalados, con un pie
en la razón y el otro en la sinrazón. Ciertas mujeres, que en la
novela crean la apariencia de estar encarnando el orden y la
sensatez, sólo consiguen transmitir esta virtud en razón de su
carácter resignado-práctico, aunque nunca por su pertenencia
a un mundo mental realmente desencantado y moderno. Ellas
también permanecen presas del mismo encantamiento que en-
candila a sus hombres, a pesar de que en razón de su helado
pragmatismo-resignado ante lo inexorable parezcan sensatas.
En Cien Años de Soledad, estas mujeres de que hablo son la
antena a tierra atada a las patas de los hombres que aman y
que andan comprometidos en sus chifladuras por el mundo
cerrado y endogámico de Macondo. Con paciencia infinita,
ellas los dejan hacer sus chifladuras inútiles casi sin inmutarse
y con resignación de sabias, porque desde su comienzo, según
ellas, el mundo se encuentra predestinado a que suceda lo que
debe suceder, en círculo, a ciegas, de un modo inexorable.

9
Palencia-Roth, Michael (1983). Gabriel García Márquez: la línea, el
círculo y las metamorfosis del mito. Madrid: Gredos.
30
Marginalia IV

Epílogo

En el año de 1968, por ciertas circunstancias del destino


recalé en Cartago, en el extremo norte del Valle del Cauca,
donde me desempeñé durante año y medio como Juez de la
República. No había pasado un mes de mi llegada cuando co-
nocí a un personaje bastante maduro y serio, responsable y
buen esposo y padre de familia, propietario de la papelería y
tipografía más acreditada y tradicional de la ciudad. Me invitó
a un café y nos pusimos una cita al caer la tarde de aquel mis-
mo día. Quince días después de haberme ganado su confianza,
me convidó a su casa, de patio central y corredores enladrilla-
dos, en medio de un impenetrable secreto que de verdad me
intrigó. Yo adivinaba que este personaje quería hacerme partí-
cipe de algo que tenía atrancado desde hacía días en su pecho.
Al entrar a la sala, su esposa me atendió con dulce de mamey
servido con galletitas de sal. Al rato ella desapareció de la es-
cena y don Gabriel me pudo decir al oído lo que ella ya sabía:
“Sígame, doctor, que deseo mostrarle algo”.
Pasamos por un corredor, donde había un perro pastor ale-
mán amarrado de una cadena a la pata de una vieja mesa que
hacía las veces de escritorio, refugio de papeles arrugados y
documentos viejos cargados de polvo. Luego desembocamos
en un hangar apenas iluminado. “Estoy haciendo un avión”,
me dijo, inclinándose en mi oreja. Yo no había leído todavía
Cien Años de Soledad, aunque sí Pedro Páramo, de don Juan
Rulfo. Corría el mes de febrero de 1968. Entonces don Gabriel
quitó de encima del aparato la cubierta de lona que lo cubría.
Yo quedé estupefacto. Le dimos una vuelta en redondo al apa-
rato y me dijo: “como puede observar, ya estamos próximos a
terminar, no faltan sino los últimos detalles de la cola”. En ese
instante eran las siete y media de la noche y vi entrar al hangar
a un hombre moreno, flaco, espigado, bicicleta en mano. Se
acercó a saludar y en el acto lo reconocí: era Palomino, el fo-
tógrafo de la aún denominada calle real, que tenía la colección
más completa de fotografías de los muertos de la época de la
violencia de los años cincuenta en la zona del norte del Valle
del Cauca, casi todos degollados, doblados sobre la hierba.
31
Edwin Alonso Vargas (compilador)

Durante el día, Palomino atendía su casa fotográfica y en la


noche ayudaba a don Gabriel en lo del avión. Imagínense us-
tedes lo que estaba sucediendo en mi cabeza, supuestamente
racionalizada. El fotógrafo se sirvió él mismo una taza de café
humeante y fresco, de un termo que había dispuesto encima
de una pequeña mesa de trabajo y se fue hasta la trompa del
avión, desde donde con un ojo cerrado miró hacia la cola. En
el hangar se produjo un silencio de hielo. Entonces, Palomino
dijo: “Don Gabriel, pienso que este avión todavía está muy
largo”. Don Gabriel encendió un cigarrillo Pielroja y dijo, con
una calma aterradora que me cortó la respiración: “entonces
vamos a cortarle un pedazo”. Serrucho en mano, Palomino
se trasladó hasta la cola del aparato y le cortó un pedazo de
aproximadamente un jeme. Luego regresó a la trompa, cerró
de nuevo un ojo y dijo: “parece que ahora sí estamos en lo
que estamos”.
No estoy inventando nada, señoras y señores, esto lo pre-
sencié y se quedó para siempre en mis recuerdos. Jamás, hasta
hoy, escribí nada sobre este episodio, por temor posterior a ser
considerado un copista de García Márquez o una especie de
Isabel Allende con pantalón. Pero falta algo más:
Tres meses más tarde el avión estaba listo para ser volado.
En realidad, se trataba de un planeador. Don Gabriel me pidió
que hablara con un amigo, piloto de fumigación, para conven-
cerlo de volar el aparato y a dar unas cuantas vueltas triun-
fales sobre la ciudad. El piloto era Jorge Döering, padre de
María Helena Döering, estrella actual de la televisión. Jorge
era boliviano, de origen alemán, y se le medía a lo imposible.
Fuimos con el piloto a ver el aparato y sin más le dio la apro-
bación. “Si me mato, ustedes responden”, dijo con humor. Yo
empezaba a tener miedo. Llegó el día del vuelo. Y fue apenas
en ese momento que todos nos vimos enfrentados a la aterra-
dora realidad que nos pasaba la cuenta de cobro mediante sus
facturas, como ocurre en Cien Años de Soledad: pues bien, el
avión no cabía por la puerta.
Por aquellos días cayó en mis manos un ejemplar de Cien
Años de Soledad. La historia de este avión y de los personajes
relacionados con la aventura de alzar vuelo sobre la torre de
32
Marginalia IV

la iglesia parecía una más de la novela mágica. Don Gabriel,


hablo del propietario de la papelería, por supuesto y no del
escritor, era una especie de Melquíades descendiente del Ge-
neral Pinto, combatiente de la Guerra de los Mil Días. Tenía
de su propiedad un negocio comercial racional pero se estaba
ayudando de un fotógrafo para hacer entre los dos un avión.
Vuélvanse ustedes a imaginar el asunto, a representarse el es-
cenario. En donde yo, racionalista y desencantado como lo
suponía, materialista y en aquel entonces buen lector de filo-
sofía alemana y de autores existencialistas, ayudé a conseguir
y a motivar el aviador, como un cómplice. Sólo la imagen del
aparato delante de la pequeña puerta por donde no cabía ni la
trompa, nos hizo a todos descender a la dura realidad.
Apenas siete meses después, una mañana de finales de
septiembre, cuando iba rumbo a mi despacho en el Juzgado,
observé la plaza central de la ciudad alfombrada de pájaros
muertos. No estoy inventando nada, señoras y señores. Quedé
estupefacto. Me senté en una banca del parque y me dispuse
a escuchar los comentarios de los lustrabotas y de la gente
alrededor. Yo no comprendía nada de cuanto estaba pasando,
pero hacía esfuerzos racionales por entenderlo. Los lustra-
botas hablaban del anuncio evidente de una catástrofe y los
vendedores de lotería lo confirmaban todo con el movimiento
afirmativo de sus quijadas. Pero nadie tenía miedo pues de-
lante de lo inexorable el miedo no es buen argumento. Sus
mentes agoreras habían conectado el acontecimiento con un
desastre que de esta manera se anunciaba. Según ellos, Carta-
go estaba ahora en la mira de las oscuras fuerzas del destino.
Un periodista despistado había corrido ya a la casa cural,
para auscultar el punto de vista del cura, pero lo encontró dis-
traído en la operación mágica de transustanciación del vino
en sangre y del pan en carne viva. La dueña del restaurante
de la esquina, donde yo acostumbraba tomar los alimentos,
consideró cierto lo mismo que todos los demás decían y par-
tió en carrera, huyendo de la visión de los pájaros muertos,
nunca supe hacia dónde. Fui al café de la otra esquina y el
comentario era general: Tarde o temprano Cartago iba a ser
destruido. Algunos ya se habían puesto a beber cerveza y a
33
Edwin Alonso Vargas (compilador)

escuchar músicas tristes. Caminé hacia el almacén veterinario


y me encontré con un amigo agrónomo, que me explicó lo
sucedido mediante los argumentos racionales que yo esperaba:
las tierras a la redonda de la ciudad, habían sido sembradas con
granos de cereal envenenados, porque millares de pájaros glo-
tones estaban arruinando los cultivos. Durante el día anterior
las aves estuvieron comiendo de aquellos granos envenenados
clavando sus picos en los surcos y al caer la noche vinieron a
dormir en los frondosos árboles del parque. Ya en la madru-
gada habían empezado a caer como piedras por el suelo, entre
las flores. La explicación racional desbarataba el augurio y la
premonición, pero pocos en el pueblo la admitieron. El encan-
to de las premoniciones trágicas es siempre muy superior al de
las explicaciones racionales desencantadas, sobre todo por su
relación con la pulsión de destructividad humana. La metáfora
del infierno, dice George Steiner10, es mucho más fascinante
que la metáfora del cielo. De aquellos hechos hace ya muchos
años y Cartago todavía está ahí, sin que hubiera sucedido nada
semejante a un terremoto. Salvo el terremoto del narcotráfico,
que es otro tipo de terremoto aún peor que el motivado por
causas naturales. Pero de estos acontecimientos hablaremos
otro día.

10
Steiner, George (1978). En el Castillo de Barbazul. Barcelona: Ge-
disa.
34
Marginalia IV

El centauro en Colombia.
Breve panorama del ensayo
en nuestra nación

Cristian Cárdenas Berrío1

Pocas cosas mueren con la rapidez de las ideas


y pocos cadáveres inspiran similar indiferencia.
Nicolás Gómez Dávila

Los grandes libros —quiero decir: los necesarios—


son aquellos que logran responder a las preguntas que,
oscuramente y sin formularlas del todo,
se hacen el resto de los hombres.
Octavio Paz

Los inventarios, no pocas veces, constituyen las cartogra-


fías de lo inefable. Y es que todo panorama, aunque de suyo
se proponga como signo la brevedad, tiende a hacer funam-
bulismo en el borde del abismo de las listas interminables y
al final del proceso, quien se ha propuesto la tarea de trazar
el horizonte, de una idea, un suceso o un género —como es
nuestro caso— termina con un directorio de nombres y obras,
que como dijera Balzac, de ciertos trajes, “están hechos para
poder enseñarlo todo y no dejar ver absolutamente nada”.
Quisiéramos, en estas líneas, encontrar un punto medio entre
la visión del profesor Ramiro Lagos, quien en su texto Ensayos

1
Magíster en Literatura de la Universidad Tecnológica de Pereira. En
la actualidad adelanta estudios de Doctorado en Literatura en la misma
Alma máter. Sobre el ensayo ha publicado en revistas nacionales y ha sido
ponente sobre este mismo tema en diversos encuentros nacionales e inter-
nacionales. El presente texto hace parte de un libro de próxima aparición:
Instrucciones para domesticar un centauro.
35
Edwin Alonso Vargas (compilador)

surgentes e insurgentes (1999), ve nuestro ensayismo refulgir


desde que los españoles pisaron el suelo de la Nueva Granada
(pensamos que la lista puede ser más corta) y la apreciación del
profesor Jaime Alberto Vélez cuando en su texto El ensayo.
Entre la aventura y el orden (2000) conjetura que el ensayo en
Colombia ha sido un curioso entretenimiento para tres o cuatro
personas en un siglo (creemos que la lista puede ser más larga).
Por tanto, el lector sabrá excusar alguna ausencia en este corto
panorama. Además de lo anterior, en este aparte, sentimos cer-
cana la sentencia de ese ingenioso aragonés que fue Baltasar
Gracián, cuando dijo: “Lo bueno, si breve, dos veces bueno. Y
aún lo malo, si poco, no tan malo”.
Aunque el discurso ensayístico en nuestro país puede en-
contrar sus inicios en la conquista, no toparemos allí con en-
sayistas plenos. Pero en las obras de algunos de los españoles
que llegaron a lo que en la actualidad es Colombia, sí halla-
remos los primeros registros ensayísticos de nuestra nación.
Para comprender mejor la génesis de nuestro ensayismo debe-
mos tener en cuenta que la mayoría de los escritores de la épo-
ca empuñaron al mismo tiempo la pluma y la espada, llevando
esto a que sus textos de tipo ensayístico obedecieran más a la
premura del hombre de acción y a los claros de sosiego que
la cotidianidad de armas dejara en sus existencias, que a la
reflexión mesurada propia del ensayista moderno en medio
de su biblioteca. Esto no quiere decir que la vida de acción
sea incompatible con la existencia cavilosa en el scriptorium,
por el contario, en nuestro territorio va a ser nota frecuente
en muchos de nuestros pensadores y ensayistas hasta mucho
después de la independencia. No obstante, esta dialéctica en-
tre acción y cavilación, en la vida de aquellos escritores, sí
será causa de la brevedad, la no continuidad y la hibridación
genérica de muchos de sus escritos en aquella época.
El primer nombre que debemos destacar es el del capitán
Gonzalo Fernández de Oviedo. Militar, jurista y cronista espa-
ñol, no sólo escribió crónicas —muy cercanas al ensayo— sino
que también incursionó en la ficción con su novela Claribalte,
y tal vez sea uno de los primeros traductores de Boccaccio al
36
Marginalia IV

español. Además de lo anterior, este hombre, por su vida, bien


merece una novela. Presenció en 1492 la expulsión definitiva
de los árabes en Granada, poco después acompañó a los reyes
a la llegada de Colón de su primer viaje al nuevo mundo y fue
amigo de los hijos del descubridor. Algunos años después sir-
vió en Milán a Ludovico Sforza, en cuya corte se relacionó con
Leonardo Da Vinci, y luego en Mantua sirvió a Juan Borgia,
hijo del papa Alejandro VI; en esta corte hizo amistad con el
pintor Andrea Mantegna, después fue secretario de la Inquisi-
ción y finalmente viaja en 1513 a la expedición de Panamá con
Pedrarias Dávila.
Su escrito más conocido es la Historia general y natural
de las Indias, islas y tierra firme del mar océano; pero será
un breve “tratado” aparecido nueve años antes de la crónica
mencionada (1526), el que constituye, si no un ensayo, sí un
texto muy cercano al género, sobre las cosas y naturaleza de
América. Su título es Sumario de la natural historia de las
Indias; este texto fue prontamente traducido a lenguas como
el inglés e italiano y para una época donde el auge editorial
actual y las comunicaciones contemporáneas eran cosa de en-
cantamiento, alcanzó en un siglo a adjudicarse quince edi-
ciones sólo en español, transformándose para muchos en un
clásico de la etnografía.
En el escrito, Fernández de Oviedo describe desde su per-
sonal punto de vista los habitantes, animales y vegetales de
algunas islas como Cuba, así como del territorio continental,
haciendo énfasis en algunas, para él, curiosidades, como el
uso de la hamaca para dormir o el juego de la pelota por parte
de los indígenas. Pero “lo que seduce y entusiasma a Oviedo
en su nueva visión de las Indias, y que constituye un motivo
de satisfacción personal, es la certeza de que ofrece una dife-
rente dimensión especulativa que ayudará a que se enriquezca
y dignifique la idea de América” (Orjuela, 2002: 15)
El segundo escritor del periodo de la conquista no requiere
presentación. Gonzalo Jiménez de Quesada pisó tierras co-
lombianas en 1536, fundador de Santafé de Bogotá, es entre
los conquistadores de la época, tal vez, el más letrado. Amén
37
Edwin Alonso Vargas (compilador)

de bachiller, poseía también una licenciatura en derecho de


la Universidad de Salamanca, profesión que ejerció algunos
años en la Real Audiencia de Granada hasta el momento de
viajar a tierras americanas. No creemos exagerar al decir
que este soldado no dudaba en desenfundar su espada, así
en defensa de España como en salvaguardia del verso blan-
co; conocidas son sus disputas retóricas con el padre Juan de
Castellanos por la utilización, de este último, del verso ende-
casílabo de corte petrarquista en sus composiciones poéticas;
dicho uso era considerado por el adelantado cordobés como
una vulgarización italianizante del verso blanco español, ver-
so que, dicho sea de paso, ya había comenzado a ser utilizado
por las composiciones de Boscán y Garcilaso que utilizaban
el metro italiano.
La obra de registro ensayístico de Jiménez de Quesada
fue Apuntamientos y anotaciones sobre la historia de Paulo
Jovio (Antijovio). Escrito en 1567, este texto tiene como fin
fundamental la defensa del proceso de conquista de las Indias
occidentales, es decir, el texto es en general una refutación
de la famosa leyenda negra española y en particular, un nada
disimulado, pero harto hipócrita, mentís en el rostro de este
médico italiano y profesor de la universidad de Roma, Paulo
Jovio, a quien los Papas habían recompensado sus múltiples
servicios con el episcopado de Nocera. Este último, según
Héctor Orjuela, amparado por su posición redacta Historia de
su tiempo, que es el texto al cual responde nuestro jurista-con-
quistador. No obstante, el Antijovio está más cercano al alega-
to y el comentario que al ensayo, sobre todo en su intención
de estilo y sus fuentes probablemente deban buscarse en los
“diálogos de controversia y los debates” de la jurisprudencia
escolástica medieval.
El tercer nombre que se sitúa en los orígenes de nuestro
ensayismo es Bernardo Vargas Machuca. Este, a diferencia de
los dos anteriores —Fernández de Oviedo, por su vida y reco-
rrido más cercano a un político y diplomático que a un militar,
y Jiménez de Quesada, por el gesto y el ademán más letrado
que conquistador— es un soldado y un hidalgo a carta cabal.
Consagrado desde temprana juventud al oficio de las armas,
38
Marginalia IV

sirvió algunos años en Italia para luego pasar a las Indias; en


nuestras tierras pasó algo más de veinte años dedicados exclu-
sivamente a las labores castrenses ya que su obra vio la luz en
España después de su definitivo regreso.
Su obra fundamental es Milicia Indiana; este texto es un
arte de la guerra para soldados bisoños que viajaban a las In-
dias occidentales. Si en él se describe nuestra geografía es
para hablar del mejor lugar para atacar o emboscar al enemigo
(léase indígena americano) y si se trata de nuestra flora es
como medicina para las heridas de guerra. En otras palabras,
el texto es una suerte de “Conquista para Dummies” —si se
nos permite la parodia—. El ensayo se divide en cuatro li-
bros: el primero de ellos trata sobre cómo debe ser el hidalgo
caudillo de un ejército español, sobra decir que este hidalgo
es visto por Vargas Machuca como un dechado de virtudes
cristianas y castellanas; el segundo libro habla sobre cómo se
reclutan soldados y qué características deben tener, así como
la consecución de un sacerdote para las jornadas, de igual ma-
nera se muestra cómo fabricar armas, munición, herramien-
tas y medicinas; el tercer libro aborda las obligaciones del
soldado, como dar emboscadas y recibirlas, atacar de noche,
cruzar ríos embravecidos y “alojarse con fuerza”; finalmente,
el cuarto libro habla de cómo hacer las paces y poblar las
nuevas ciudades.
Aunque a nuestro modo de ver ninguna de las tres obras
mencionadas sean ensayos en toda la extensión y profundidad
del término, sí constituyen un primer momento de nuestro en-
sayismo. Tal vez el más ensayístico de los tres textos sea el
último, debido a su visión personal del tema tratado, toda vez
que Vargas Machuca nos habla desde su experiencia en nues-
tras tierras y, en este sentido, ejercita de manera libre y muy
particular su juicio. Fernández de Oviedo está más cercano a
la crónica y el Antijovio al tratado; en todo caso, los tres son
una defensa contra la leyenda negra y en último término cobi-
jan entre sus líneas la ilusión de trasplantar el ideal español en
nuestras tierras, vinculándose así, de manera directa, con una
genealogía hispanista.
39
Edwin Alonso Vargas (compilador)

Terminado el proceso de conquista e instalándose una paz


artificiosa sostenida por la cruz y la espada del conquistador
que entonces se dedicaba a “pacificar” según consta en las
crónicas de la época, aparece en La Nueva Granada una nueva
generación de escritores. Estos ya no llevarán en sus mentes
y frentes la marca de la conflagración y el avance hostil de
eso que dieron en llamar, no sin arrogancia, proceso de civili-
zación. Esta generación estará constituida en su mayoría por
religiosos u hombres dedicados a labores seculares diferentes
a la milicia.
El primer nombre que debe aparecer aquí es, sin duda, el
de Hernando Domínguez Camargo. Nacido en 1606 en San-
tafé de Bogotá, fue sacerdote jesuita durante quince años, en
1636 se retira de la orden de Loyola pero no renuncia a su
condición de clérigo, profesión que sigue ejerciendo en varios
pueblos del altiplano cundiboyacense. Es mayormente cono-
cido por su poesía culterana, en especial sus composiciones
«San Ignacio de Loyola: poema heroico» y «A la pasión de
Cristo», en las que se puede observar la estatura poética de
este santafereño.
En lo concerniente al ensayismo, Domínguez Camargo
es, a nuestro juicio, el primero de nuestros compatriotas que
podemos considerar ensayista; incluso, sin temor a la exage-
ración o al yerro, con él comienza, también, la crítica literaria
en nuestro país. Su escrito «Invectiva apologética», no sólo
es alta muestra del ingenio personal del autor sino del arte
ensayístico; su propósito “es defender el arte culterano de de-
tractores, pseudoimitadores y malos poetas” (Orjuela, 2002:
62). Es menester recordar, en este punto, que la poesía de
este sacerdote fue muy atacada en su momento, así como mal
imitada, por tanto el autor redacta una defensa de su manera
culterana de escribir poesía que sin proponérselo constituye
también la primera custodia de Góngora y su escuela que se
escribe en lengua española; es en este sentido que se con-
vierte en la génesis de nuestra crítica literaria, toda vez que
se utiliza el método comparativo, así como un arte y teoría
poéticas, en lo que tiene que ver con rimas, metros y hasta
40
Marginalia IV

encabalgamientos, para defender la poesía gongorina; sólo a


veinticinco años de la muerte del llamado “Homero español”
ya se escribía en nuestras tierras un ensayo crítico en defensa
de su obra2.
Alguien igualmente importante para esta época del ensa-
yismo de nuestra nación es la madre Francisca Josefa de la
Concepción del Castillo. Nacida en Tunja en 1671, ingresa
al monasterio de las clarisas a los 18 años de edad y en con-
tra de la voluntad de su familia; su vida estuvo signada por
enfermedades disímiles, paroxismos místicos y el ambiente
enrarecido de chismes, envidias, malevolencia y desconfianza
que puede surgir en medio de la tropa monjil. La inteligencia
y rigor de esta monja fueron evidentes desde el principio de
su noviciado, pero al mismo tiempo le atrajeron enemigos que
veían en la exaltación intelectual y sensibilidad superior de la
franciscana la mano del demonio.
Las obras más importantes de la religiosa clarisa son una
autobiografía titulada, de manera harto simple, Su vida, que
es un texto de madurez, y los Afectos espirituales, que es su
mejor texto, así como el más conocido. Este último constituye
una muestra de la lucidez de esta tunjana, y es también punto
importante en el ensayismo de nuestra nación. En América,
tal vez, su único antecedente sea Sor Juana Inés de la Cruz,
pero a diferencia de la mexicana, el misticismo y espiritua-
lidad de la boyacense son marca común de su obra; proba-
blemente su influencia debamos buscarla en Las moradas de
Teresa de Jesús, la religiosa avilés. Los Afectos espirituales
están divididos en dos partes, de 109 afectos consta la primera
y de 87 la segunda.

2
Es una lástima que este ensayo de «Invectiva apologética» no sólo
pase inadvertido en la historiografía literaria nuestra, sino que los estudio-
sos de Góngora ubiquen la defensa y reivindicación del poeta cordobés a
finales del s. XIX con el modernismo hispanoamericano y con la genera-
ción del 27 española. Confronte el lector para dar sólo un ejemplo el estudio
preliminar que la profesora Ana Suárez Miramón (1999) hace a la edición
de la poesía de Góngora en RBA, cuando a mediados del s. XVII un neogra-
nadino ya había escrito una primera y lúcida vindicación del bardo español.
41
Edwin Alonso Vargas (compilador)

Ha llamado la atención en esta obra la técnica de composición,


ya que las meditaciones, deliquios, consideraciones morales y
confesiones de carácter personal, que le dan un sesgo ensayís-
tico, aparecen mezclados con traducciones del latín, textos bí-
blicos, citas escriturísticas, pasajes tomados de los evangelios,
fragmentos de obras místicas y religiosas, excursos, etc., lo que
convierte al texto en fértil y variado campo intertextual cuyo
estudio de fuentes resulta un trabajo arduo hasta para el mejor
conocedor (Orjuela, 2002: 74).

Esta religiosa colombiana, por la temática de su obra como


por su manera de abordar dichos temas, muchas veces de for-
ma ensayística, merece estar al nivel de los escritores místicos
españoles de la segunda mitad del siglo XVI. La “ardiente
solitaria”, como la llamara Elisa Mújica, se encuentra a la al-
tura de la reflexión metafísica de la mencionada Teresa de
Ahumada o de Fray Luis de León y Juan de la Cruz, incluso,
sin llegar a pisar los terrenos de la sobrevaloración o el atre-
vimiento, muchos de los temas de la franciscana son compar-
tidos por la poesía metafísica anglosajona del siglo XVII, en
poemas como los de los sacerdotes anglicanos John Donne y
George Herbert.
De la época de la plena Colonia también están el texto
ensayístico de Juan de Cueto y Mena, «Discurso del amor y
de la muerte» y el del jesuita Juan Rivero, «Teatro del des-
engaño»; pero son los autores y obras antes mencionados los
que, a nuestro juicio, constituyen referentes obligados en la
historia del ensayismo colombiano.
Entre la generación anterior y nuestros ensayistas de la
Ilustración, existen algunos escritores que ejercitaron el ensa-
yismo, no obstante, no constituyen un momento estelar de la
historiografía del ensayo en Colombia. Tal vez se deba men-
cionar al sacerdote jesuita Antonio Julián, quien posee dos
textos de carácter ensayístico: «La perla de América», donde
describe gran parte de la belleza encontrada en esta esquina
de nuestro continente, y el curioso texto Monarquía del dia-
blo en la gentilidad del nuevo mundo americano, en el cual
hace gala de su exacerbada ortodoxia y en tono épico narra
42
Marginalia IV

cómo la santa madre España, por medio de sus hijos, expulsa


a Lucifer de tierras americanas; él mismo, en rapto místico,
lo ve salir huyendo, al alzar vuelo desde la Sierra Nevada de
Santa Marta para irse a tierras europeas. El libro es ante todo
una nueva defensa frente a la mencionada leyenda negra y por
esto, como por su ultramontanismo, el ensayo pierde rigor,
profundidad y sobre todo el grado de objetividad que un ensa-
yo histórico etnográfico debe tener.
En la segunda mitad siglo XVIII, el género recibe un im-
portante impulso por cuenta de algunos importantes sucesos.
Uno de ellos es la creación y dirección de la Expedición Botá-
nica por parte del médico gaditano José Celestino Mutis. Este
hombre es el prototipo de sacerdote ilustrado, de la clase de
híbrido entre teólogo, humanista y científico que Voltaire y
Madame Du Châtelet requerían para celebrar misa en su cas-
tillo de Cirey. Este matemático, físico, astrónomo, médico,
botánico, teólogo y filósofo, pisó suelo colombiano en febrero
de 1671 a los 29 años de edad. Aunque en principio había
venido como médico particular del virrey Pedro Messía de la
Cerda, pronto comprendió que América era el lugar propicio
para consagrarse como hombre de ciencia.
En 1762 funda las cátedras de matemáticas y filosofía
newtoniana en el Colegio Mayor del Rosario y explica por
vez primera a nuestros compatriotas el sistema copernicano;
cátedras y discurso que tendrá que defender tiempo después
ante el tribunal de la Inquisición, por los ataques constantes
de dominicos y agustinos. A pesar de lo anterior, se debe de-
cir que Mutis nunca claudicó en su labor de multiplicador y
orientador.
La obra del gaditano es prolija, desde su diario que comen-
zó al partir de Madrid al puerto de Cádiz, hasta su abundante
correspondencia, pasando por múltiples estudios y ensayos de
carácter científico; sin embargo, su mayor obra la constituye,
sin duda, toda la documentación de la Expedición Botánica.
Por lo anterior, José Celestino Bruno Mutis y Bosio se erige
como el pionero del ensayo de divulgación científica en nues-
tro país, clase de ensayismo que aún en la actualidad no tiene
muchos cultores en esta nación.
43
Edwin Alonso Vargas (compilador)

Aparte de lo dicho, Mutis se hizo acompañar por un bri-


llante grupo de jóvenes granadinos que luego participarían
activamente en nuestra independencia, constituyéndose así la
Expedición Botánica en germen independentista. Entre estos
colaboradores se encontraban: “Francisco Antonio Zea, Pedro
Fermín Vargas, Jorge Tadeo lozano, Sinforoso Mutis, Enrique
Umaña, Miguel Pombo, Francisco José de Caldas, etc.” (Or-
juela, 202: 113). Muchos de los cuales serán distinguidos en-
sayistas, como por ejemplo Caldas, Zea y Vargas, sobre todo
en publicaciones periódicas.
La anterior situación nos pone de lleno en la hacienda de
otro suceso primordial para nuestro ensayismo, sobre todo en
la medida en que este constituye un quiebre fundamental y
fundante en la historia de este género en nuestra nación: nos
referimos a la aparición de los primeros periódicos en Colom-
bia. El periodismo, decía Hemingway, es el servicio militar
de la literatura. Tal parece que esta afirmación encontró tierra
abonada en Colombia donde aún hoy día, muchos de nuestros
ensayistas, “gritan sígnicamente”, para utilizar la expresión
de Liliana Weinberg, desde las columnas de opinión de los pe-
riódicos nacionales. Pero esta dialéctica de amor y odio entre
ensayismo y periodismo merece atención especial.

En tierra de estilitas

Comencemos por aclarar el subtítulo. En primera instancia


es necesario comentar que alrededor del siglo V de nuestra
era, entre las iglesias cristianas de oriente, hizo carrera una
nueva forma de piedad entre los monjes cristianos, consisten-
te en apartarse del mundo, para vivir, orar y predicar desde la
cima de una columna. Estos religiosos gozaron de gran popu-
laridad en su época; cientos iban a escucharlos, y por esto re-
cibieron el nombre de estilitas, de stylos (columna) en griego.
En segunda instancia es prudente precisar que pensar en el
ensayo —como pensar en El Quijote— es ante todo enfrentar-
se a una imagen: la de Montaigne leyendo y escribiendo en la
soledad de su biblioteca. El ensayista, por tanto, es una suerte
44
Marginalia IV

de asceta de la lucidez y la inteligencia; como los sacerdotes


de la antigüedad interpretaban el palpitar de los tiempos en
los signos que los rodeaban, así el ensayista es hermeneuta de
su época en el instante; el verdadero ensayismo es, entonces,
el arte de destilar lo eterno de lo efímero y transitorio. Baude-
laire lo comprendió en El pintor de la vida moderna; Ortega
y Gasset en El espectador; por eso, con Montaigne, el Ser de
Parménides se convierte en un inmenso gerundio.
Pues bien, en Colombia desde finales del siglo XVIII el
ensayismo, muchas veces, se ha ejercido desde las columnas
de opinión de periódicos y revistas. La mayoría de nuestros
ensayistas, de forma constante o escalonada, han ejercido ese
sacerdocio de la agudeza y la razón interpretando su época y
manifestando sus apologías y rechazos desde las cimas de sus
columnas de tinta, papel y concepto. Es por esto que hablar
del ensayismo colombiano, a partir del siglo de las luces, es
peregrinar por el territorio de los estilitas.
El primer periódico de nuestro país vio la luz el 9 de fe-
brero de 1791, cuando se publica el primer número del Papel
Periódico Ilustrado de la Ciudad de Santafé de Bogotá. Este
periódico fue dirigido por el cubano-colombiano Manuel del
Socorro Rodríguez; nacido en Bayamo (Cuba), fue bibliote-
cario hasta su muerte, en 1819, de La Real Biblioteca de Santa
Fe de Bogotá, amén de fundar, también, la famosa Tertulia
Eutropélica, donde criollos santafereños de ambos sexos se
reunían a conversar y divertirse sin exceso, como su nombre
lo indica.
Desde la aparición de este periódico, el matrimonio entre
periodismo y ensayismo en nuestro país fue cosa natural. Los
asistentes a la tertulia que en buen número trabajaban para
la expedición botánica, hicieron en El Papel Periódico Ilus-
trado sus primeros pinos ensayísticos; en él publicaban: Zea,
Caldas, Nariño, Mutis, Azuola, Matiz, etc. Tanto el periódico
como la tertulia fueron semillero de nuestra independencia;
téngase en cuenta que será Caldas, uno de los asiduos de este
primer periódico, quien promueva la otra gran empresa perio-
dística de este momento histórico con el Semanario del Nuevo
45
Edwin Alonso Vargas (compilador)

Reino de Granada, “con licencia del Superior Gobierno”, que


reunirá a lo mejor de la juventud de la Nueva Granada.
A partir de la anterior empresa literaria de Francisco José
de Caldas, de la publicación de la Declaración de los dere-
chos del hombre, por parte de Antonio Nariño, y de la cam-
paña independentista, nuestro ensayismo, durante parte del
siglo XIX, encontrará su lugar en la oratoria por medio de las
arengas y discursos de los próceres; no obstante, la mayoría
de ellos seguirá publicando en la prensa sus ensayos políticos
en tanto les sea posible. Esta relación de afecto entre periodis-
mo y ensayo, como dijimos, atraviesa la historia del género en
nuestro país. Bástenos recordar que:

la Historia del Periodismo Colombiano, recoge un largo capí-


tulo titulado “La Prensa Literaria”, en donde se citan 31 publi-
caciones entre semanarios y periódicos desde El árbol literario,
publicado en 1845, hasta El papel periódico ilustrado y la Revis-
ta literaria que publicara el ensayista Isidoro Laverde Amaya en
1890. Confírmase así la idea que hemos venido sosteniendo de
que la prensa en general y la literatura en particular, no sólo son
focos irradiadores de la cultura colombiana, sino también del
ensayo como expresión y síntesis de nuestro humanismo (La-
gos, 1999: 20).

Al hablar del periodismo, este no se debe restringir al ám-


bito de la prensa, sino también al de las revistas culturales y
literarias, en las cuales, desde esa época hasta hoy, es posible
tomarle el pulso al ensayismo nacional. De este final del XIX
y comienzos del XX se deben mencionar nombres como los
de Miguel Antonio Caro y Don Rufino José Cuervo, ambos
gramáticos y tratadistas, pero que escribieron también múl-
tiples ensayos, para la prensa el primero y para importantes
publicaciones científicas europeas el segundo. Aquí estarían,
de igual forma, Marco Fidel Suárez, José María Vargas Vila,
José María Rivas Groot, Carlos Arturo Torres y Guillermo
Valencia.
Las temáticas de esta generación —nos dice el profesor La-
gos— giran en torno a lo literario, lo político, lo universal y lo
46
Marginalia IV

americano. Vemos cómo se comienza a configurar en nuestro


ensayismo una vocación por lo universal americano; sin em-
bargo, sería atrevido generalizar, ya que algunos de los men-
cionados dejan traslucir en sus escritos marcas importantes de
hispanismo.
De este momento histórico que venimos hablando la figu-
ra cimera sin lugar a dudas es Don Baldomero Sanín Cano;
con él, el ensayo adquiere entre nosotros su mayoría de edad.
Tanto por su formación —Sanín Cano hizo de la erudición
una de las formas de la felicidad—, como por sus inquietudes
universales, literarias y filosóficas, así como por su ademán
frente al conocimiento y la vida, este antioqueño, tal vez, sea
sólo comparable en Hispanoamérica con Alfonso Reyes.
El “rector moral de las Américas”, como lo llamara Ga-
briela Mistral, es una presencia constante en nuestro ensayis-
mo desde finales del XIX, cuando escribía sus ensayos en el
periódico La Luz, hasta su muerte en 1957. Fue amigo perso-
nal de José Asunción Silva, junto a quien leyó en 1890 a Niet-
zsche, cuando este aún vivía; es muy probable que el poeta y
el ensayista sean los primeros lectores en Colombia de la obra
del “inmisericorde”, como llamaba Sanín Cano al germano.
También fue contemporáneo de Guillermo Valencia y Julio
Flórez; su magisterio se extendió por más de tres generacio-
nes en las letras nacionales. De su obra cabe destacar aquí
los textos: La civilización manual y otros ensayos, Crítica y
arte y El humanismo y el progreso del hombre; todos escritos
en donde el maestro muestra su aticismo y erudición, pero
sobre todo, nos da de leer; gracias a él las letras anglosajo-
nas, germanas e italianas nos dejaron de ser extrañas. Aunque
ciertamente la situación del intelectual en nuestro país, fue y
es, no sólo difícil sino muchas veces angustiosa, Baldomero
Sanín Cano es ejemplo de valentía en el pensar, comprender y
emprender la labor del ensayista en esta nación.
Con la mención del maestro Sanín Cano, nos ubicamos de
manera plena en el siglo XX de nuestro ensayismo, al menos
en lo que a este breve panorama respecta. Las primeras déca-
das del siglo pasado representaron para Colombia una serie
47
Edwin Alonso Vargas (compilador)

de cambios importantes desde el punto de vista sociológico.


En primera instancia, aparece una clase media perfectamente
distinguible y con ella el crecimiento de los centros urbanos
en un país, hasta aquel momento, mayoritariamente rural. Por
otro lado, las universidades toman fuerza importante en la
nación, la oferta de nuevos programas académicos crece, la
mujer tiene mayor acceso a la educación y como consecuen-
cia lógica, los sectores profesionales y cultos de las nuevas
urbes comienzan a tener un peso importante en la vida social
y nacional.
Lo anterior, como era de esperarse, no deja incólume el
mundo de las letras nacionales. Nuestros intelectuales y escri-
tores son permeados por las ideologías en boga, beben de las
vanguardias europeas así como norteamericanas, y gracias al
poliglotismo de algunos, como a su formación en academias
extranjeras, adquieren nuevas maneras de ser y ejercer lo lite-
rario. De esta manera, a comienzos del siglo XX se recompo-
ne la cartografía de “la ciudad letrada colombiana”, tanto en
la capital como en la provincia.
La expresión de todas estas tendencias encontrará su cum-
bre, así como un permanente surtidor que la retroalimente en
las publicaciones culturales del país. Estas revistas, como di-
jimos, marcarán el ritmo vital de ensayismo colombiano hasta
los días que corren. Dentro de las primeras creemos oportuno
mencionar:

Las revistas de provincia Santandereana (1934), de Pamplona;


Atalaya (1935), editada en Manizales contra los intelectuales
consagrados; Hogar y Patria (1935), revista feminista; y cuatro
de 1937: Costa, editada en Cartagena y en lucha contra el para-
digma cultural bogotano; Humanidad, de Popayán; Bibliotecas
y libros y Llama, ambas de Cali. En Llama escribieron Álvaro
Valencia y Luis Vidales, entre otros que compartían ideales so-
cialistas y antifascistas (Urriago, 2007: 52).

Dentro de las revistas con proyección nacional encontra-


mos la Revista colombiana, que bajo la dirección de Laureano
Gómez, tenía un corte conservador y moralizante; por esta
48
Marginalia IV

línea estaba también la revista Pan, editada en Cali y hoy casi


que olvidada, en la cual —nos dice el profesor Urriago—
compartían página las columnas moralizantes del pereirano
Lino Gil Jaramillo y los razonamientos físicos de Albert Eins-
tein. Caso especial lo constituye la Revista de las Indias, ór-
gano oficial, en principio, del ideario liberal en el gobierno de
López Pumarejo y que luego este entrega a la academia. Bajo
la dirección de Germán Arciniegas, discípulo directo de Sanín
Cano, esta revista marcará pauta en el ensayismo nacional,
no sólo por su director, quien en una historia del ensayo en
nuestro país no requiere presentación —en Hispanoamérica,
incluso, hablar del ensayo en Colombia pareciera consistir en
hablar de Germán Arciniegas— sino por la frecuente cola-
boración en sus páginas de escritores como Aurelio Arturo,
León de Greiff y Luis Vidales.
Otro caso especial será la Revista de la Universidad Na-
cional, bajo la tutela de Gerardo Molina y Fernando Charry
Lara, que aglutinará en sus páginas ensayistas extranjeros de
la estatura del español Amado Alonso, el argentino José Luis
Romero y el guatemalteco Luis Cardoza y Aragón, junto con
nacionales como el maestro De Greiff, el filósofo caldense
Danilo Cruz Vélez, que dicho sea de pasada, pondrá un punto
muy alto en el ensayo filosófico en nuestro país con su texto
Filosofía sin supuestos, editado en 1970, y el bogotano An-
drés Holguín, quien hizo hablar español a los grandes poetas
franceses. Pero serán dos textos los que marcarán esta época
de nuestro ensayismo: El estudiante de la mesa redonda, de
Germán Arciniegas, en el cual el maestro declara su vocación
de americano universal, y «De Jorge Zalamea a la juventud
colombiana», carta abierta en la que Jorge Zalamea reclama a
su generación una falta de crítica frente al gobierno.
Dos años antes de la muerte del maestro Sanín Cano, apa-
rece una de las revistas más importantes en la historia inte-
lectual de nuestro país, al punto de referirse a los integrantes
de esta publicación con el término generación; como el lec-
tor habrá intuido nos referimos a la revista Mito. En 1955 un
grupo de intelectuales, la mayoría de ellos universitarios y
49
Edwin Alonso Vargas (compilador)

germanófilos, fundan una revista que desde su primer número


sorprende por su calidad como por su nómina de patrocina-
dores. Sus directores eran Hernando Valencia Goelkel, figura
cimera del ensayismo como ejercicio de la crítica literaria en
nuestras letras, y Jorge Gaitán Durán, quien es uno de los en-
sayistas más representativos en Colombia durante la segunda
mitad del siglo XX. Dentro de los patrocinadores de la revista
se encuentran los nombres de Alfonso Reyes, Octavio Paz,
Carlos Drummond de Andrade, Luis Cardoza y Aragón, así
como Vicente Aleixandre.
Para dar una idea de la cátedra de ensayismo que constitu-
yó la revista Mito en el ámbito intelectual de nuestra nación,
mencionemos algunos de los escritos y autores colombianos
más representativos que publicaron en sus páginas. Ensayos
de crítica literaria como «Sade contemporáneo» y «Sobre la
Celestina», de Gaitán Durán, marcaron un punto de inflexión
en la crítica colombiana, sobre todo el primero, que también
fue piedra de escándalo para la mojigata sociedad capitalina;
en esta misma línea tendremos a «Destino de Barba Jacob»,
de Valencia Goelkel; «Agenda borgesiana» y «Complementos
a Borges», de Hernando Téllez el primero y de Pedro Gómez
Valderrama el segundo; «Las peras del olmo» y «De Baude-
laire al surrealismo», de Fernando Charry Lara; «El diario
de Lecumberri», del manizalita Fernando Arbeláez; «Juan
Goytisolo: Fiestas», de Eduardo Cote Lamus; «Evolución de
la novela en Colombia», de Jorge Eliecer Ruiz, y a pesar de
no ser connacional no podemos dejar de mencionar la presen-
tación que de Pedro Páramo, la novela de Juan Rulfo, hace en
esta revista Carlos Fuentes.
Pero en esta revista el ensayo no se limitaba sólo a la ma-
nifestación del comentario y crítica de textos literarios, sino
también a otras manifestaciones de lo que Erich Kahler llamó
en 1946 “las persistencias del mito”. En lo que toca al campo
literario o a la relación de la literatura y la sociedad, vale la
pena mencionar ensayos del tipo de «La situación del escritor
en Colombia», de ese gran gestor cultural que fue el mencio-
nado Jorge Eliécer Ruiz; «La vocación y el medio: historia
50
Marginalia IV

de un escritor», de Carlos Arturo Truque. En filosofía, los en-


sayos «La cultura en 1957», de Rafael Gutiérrez Girardot y
«Glosa a “Carta sobre el humanismo”», de Carlos Rincón, dan
muestra de la vocación a pensar y comunicar de algunos de
nuestros filósofos.
En la crítica de cine destacan ensayos como «El dorado
oeste» y «Cine americano, nuevas tendencias», de ese mentor
del cine colombiano que fue el bogotano Hernando Salcedo
Silva. En ensayo sobre teatro, el texto de Enrique Buenaven-
tura «De Stanislavski a Brecht», nos muestra el agudo olfato
que poseía, el maestro caleño, a la hora de llevar el ritmo de
la expresión artística teatral de su época; en cuanto a plástica,
bástenos referenciar los textos de Andrés Holguín «El arte en
Wiedemann» y «¿Qué quiere decir “un arte americano?», de
Marta Traba, que a pesar de no ser colombiana, en nuestro
país vio la luz gran parte de su obra crítica. Es claro, pues,
cómo la revista Mito constituyó una academia de ensayismo
en nuestra nación y cómo su influencia marcó una generación.
Se llega a entender, incluso, por qué, al decir de algunos, Mito
fue el suceso más importante de la literatura colombiana del
siglo XX.
A partir de esta revista y otras como Eco, el ensayo en
nuestro país fue abriéndose camino entre la expresión de
nuestros intelectuales y en búsqueda de un territorio propio
en la modernidad literaria de la nación colombiana. Algunos
textos de ensayo representativos de este momento son sin
duda, «Literatura y sociedad», de Hernando Téllez y «La re-
volución invisible», de Jorge Gaitán Durán. Muchos de estos
ensayistas tendrán sitial en la escena literaria de nuestro país
hasta la década del 70.
Para los años ochenta comienzan a aparecer cambios en
las letras nacionales; el premio Nobel de Gabriel García Már-
quez, al menos en lo que toca la ficción, proyecta una espesa
sombra sobre todo aquello que no sea macondiano. En lo que
respecta al ensayismo, se puede afirmar que aparecen dos lí-
neas marcadas, esto no en términos de calidad escritural, que
la había en ambas líneas, sino en términos de focos y enfoques
51
Edwin Alonso Vargas (compilador)

ensayísticos. Una línea se ocuparía del análisis y exaltación


de la obra del nobel. En ella se encuentran críticos de la talla
de Juan Gustavo Cobo Borda, en cuya obra ensayística cual-
quier lector notará su interés marcado en la ficción del hijo de
Aracataca; incluso en su último texto de ensayos de crítica, un
librito delicioso titulado El olvidado arte de leer (2008), tiene
un escrito que lleva por nombre, algo más que sugerente, «El
inevitable, García Márquez». En esta línea tenemos también
académicos como Seymour Menton que, aunque estadouni-
dense de nacimiento, es hispanoamericano por adopción, en
cuyos libros como La novela colombiana: planetas y satéli-
tes, La nueva novela histórica de América latina e Historia
verdadera del realismo mágico, nos muestra su predilección
por lo garciamarquiano.
En la otra línea encontramos ensayistas cuyos temas
y preocupaciones son otros. Aquí está, por ejemplo, R. H.
Moreno Durán con textos como Taberna in fabula, sobre el
expresionismo alemán, y Como el halcón peregrino, escrito
híbrido entre ensayo, memoria y entrevista, muestra ejemplar
de esa clase de textos que llevó a Arturo Casas a postular el
ensayo como archigénero. Aquí está también Fernando Cruz
Kronfly con libros como La tierra que atardece, donde re-
flexiona sobre uno de sus temas preferidos, la modernidad y
lo contemporáneo; también Amapolas al vapor, texto donde
el autor nos revela sus fantasmas y amores literarios. En esta
línea, cabe mencionar tal vez a uno de los mejores ensayistas
y cuentistas que ha dado el país, pero que por su temprana
muerte, con poco más de 50 años y su condición provinciana,
aún hoy es para muchos desconocido y su obra ensayísti-
ca se encuentra huérfana de investigación: el profesor Jaime
Alberto Vélez, quien posee un ensayismo de estilo lúcido y
juguetón, así como un ritmo propio de los grandes del géne-
ro. Su obra, en buen número, se encuentra publicada en co-
lumnas de las revistas El Malpensante y Revista Universidad
de Antioquia. Como ejemplo de su ensayismo, baste men-
cionar dos textos: «El retorno de los brujos» y «Elogio del
bar», ambos publicados en la primera revista mencionada; lo
anterior, amén de ser de los pocos en el país en reflexionar
52
Marginalia IV

teóricamente sobre el ensayo en tanto género. Aquí, de igual


manera estará Germán Espinosa.
Mención aparte merece William Ospina: heredero de lo
mejor de Baldomero Sanín Cano, Germán Arciniegas y Her-
nando Téllez, este tolimense hace su entrada en el ensayismo
de nuestro país por la puerta grande, cuando en 1982 gana el
premio nacional de ensayo de la Universidad de Nariño con el
texto «Aurelio Arturo». Criado intelectualmente en el hervi-
dero cultural de Cali en los años setenta, al lado de Estanislao
Zuleta, Enrique Buenaventura, en pleno auge nadaista y en
medio de lo que se llamó, no sin ironía, “Caliwood”, Ospina
constituye un hito en la historia del ensayismo colombiano.
Luego de dejar la facultad de derecho, a finales de la década
mencionada, viaja a Europa y luego de un periplo de tres años
regresa al país vinculándose con la prensa. Su obra ensayís-
tica ya es harto prolija, pero tal vez uno de sus aportes más
importantes a nuestro ensayismo, sea la fundación, junto con
otros intelectuales y editores, en 1995 de la revista Número
—publicación que lastimosamente fenece en el momento en
que se escriben estas líneas— que ha sido receptáculo de gran
cantidad de expresiones artístico-culturales de nuestro medio
y que, entre otras cosas, sirvió de domicilio permanente o for-
tuito para muchos de nuestros actuales ensayistas.
William Ospina es eximio entre los estilitas; además de la
mencionada revista, aún hoy mantiene una columna semanal
en el diario El Espectador, desde la cual, pareciera que perse-
guido por la memoria de Hölderlin, se dedica a sacralizar un
mundo cada vez más consumista e hiperindividualista. Con el
hijo de Padua (Tolima) llegamos a la actualidad ensayística de
nuestra nación. Aunque existen muy buenos ensayistas pare-
ciera aventurado, amén del anterior, mencionar nombres pro-
pios; tal vez el que tenga la obra ensayística más estructurada
y dedicada, él mismo se define como ensayista de divulga-
ción, sea el palmirano Julio César Londoño, quien en el perfil
de su blog Palimpsesto, da “gracias a la vida por ser esa cosa
exótica, pedante y casi feliz, un hombre de letras”. De la obra
ensayística de este vallecaucano dan cuenta los cinco libros
53
Edwin Alonso Vargas (compilador)

que ha escrito de este género: El arte de tachar, La ecuación


del azar, La biblioteca de Alejandría, ¿Por qué las moscas no
van a cine? y ¿Por qué es negra la noche?, además de sus co-
lumnas semanales en los periódicos El Espectador y El País.
Para no pecar de falta de rigor, cabría mencionar a Héc-
tor Abad Faciolince, quien sostiene una columna semanal en
El Espectador y ha publicado dos libros de ensayo titulados
Palabras sueltas y Las formas de la pereza. De igual mane-
ra, se puede aludir al joven escritor bogotano Juan Gabriel
Vásquez, quien además de tener una columna en el periódico
antes mencionado —es probable que sea mera coincidencia
que nuestros mejores ensayistas contemporáneos tengan co-
lumna en un diario que tiene el mismo nombre que uno de los
mejores libros de ensayos de Ortega y Gasset— publicó en
2009 un libro de ensayos titulado El arte de la distorsión. A
pesar de insistir en lo aventurado de emitir juicios sin la pers-
pectiva que da el tiempo, sí nos parece importante mencionar
tres revistas en las que, como hemos dicho, se puede tomar el
pulso del ensayismo y la crítica en nuestro país; estas son Ar-
cadia, El Malpensante y Número, que por su reciente clausura
da la oportunidad de investigar sobre el devenir del género de
Montaigne en la Colombia de los últimos diecisiete años.
Como se puede observar, una sistematicidad en la obra en-
sayística de los escritores de nuestra nación, entendiendo por
ello un ejercicio prolongado, juicioso y consciente del género,
es una cualidad de pocos en nuestras letras. Es probable que
estemos hablando sólo de Baldomero Sanín Cano, Germán
Arciniegas, Hernando Téllez y William Ospina; tal vez por
esto el profesor Vélez afirmara lo del ensayo como curioso
entretenimiento para tres o cuatro personas en un siglo. W
A pesar de esto, lo cierto es que muchos intelectuales y
escritores colombianos han visto en el centauro de los géneros
la forma y la horma adecuada para expresar sus pensamientos
en algún momento de su existencia. En honor a la verdad, to-
dos ellos han andado por el camino de Montaigne de manera
honesta; sus ensayos siempre han respondido a sus inquietu-
des más íntimas ya sean estas políticas, literarias, sociales,
etc.
54
Marginalia IV

Sus libros, como los grandes libros, han tratado de res-


ponder a las preguntas que les suscitaba su vinculación con
lo y los humanos, ante todo pretendieron estar a la altura de
su momento histórico y ésta tal vez sea la única medida de la
grandeza de los hombres. Es cierto, asimismo, que la mayoría
de las ideas propuestas por nuestros ensayistas no lograron
florecer en esta galilea de los gentiles que es la nación co-
lombiana, pero también es cierto que un paseo por el devenir
de nuestro ensayismo es una manera de afrontar nuestra his-
toria en las ideas de nuestros pensadores y de enfrentarnos a
esa titánica labor de ajustar nuestra existencia a las lecturas
y reflexiones que vayamos haciendo; esta es, quizá, la única
manera de transitar por tierras de estilitas, porque la historia
de nuestro ensayismo es ante todo, un acto de fe.

Referencias

Gómez-Martínez, José Luis (1981). Teoría del ensayo. Salamanca:


Ediciones Universidad de Salamanca.
Lagos, Ramiro (1999). Ensayos surgentes e insurgentes. Madrid:
Editorial Verbum.
Orjuela, Héctor H. (2002). Primicias del ensayo en Colombia. Bo-
gotá: Editora Guadalupe.
Ruiz, Jorge Eliécer y Cobo-Borda, Juan Gustavo (comps.) (1976).
Ensayistas colombianos del siglo XX. Bogotá: Instituto Colom-
biano de Cultura.
Torres Duque, Oscar (1997). El mausoleo iluminado. Antología del
ensayo en Colombia. Bogotá: Presidencia de la República.
Urriago, Hernando (2007). El signo del centauro: variaciones so-
bre el discurso ensayístico de Baldomero Sanín Cano. Cali: Edi-
torial Universidad del Valle.
Vélez González, Jaime Alberto (2000). El ensayo. Entre la aventu-
ra y el orden. Bogotá: Editorial Taurus.

55
Marginalia IV

Subversión de una leyenda.


1851: Folletín de cabo roto,
de Octavio Escobar Giraldo

Lorena Cardona Alarcón1

La imaginación debe soplar dondequiera para que nada del tra-


bajo humano pueda perderse. Elaborar un hecho es construirlo.
Interpretar un documento es volver a escribirlo y a imaginarlo.
Lucien Fevbre

El historiador se mueve en el pasado con un objetivo preciso: sale


en busca de lo que quiere encontrar. El novelista, en cambio, rara
vez sabe en busca de qué va; y cuando parte con una idea fija,
suele abandonarla en la mitad de la travesía. ¿Por qué? Porque
al imposible principio de verdad de la historia (y digo imposible
porque la verdad no es única y, por lo tanto, no puede ser apresa-
da: la verdad siempre se nos escurre, como el mercurio), el nove-
lista opone no sólo el principio de ilusión sino también el principio
de conocimiento: puesto que la verdad es inalcanzable, intentemos
al menos ver todas sus caras.
Tomás Eloy Martínez

1. Una aproximación, una meditación

Se podría decir que hay diversas formas de leer la historia


y la literatura, tantas como individuos se han dedicado a su
creación, reconstrucción y recepción. La historia tiene tan-
tas versiones como historiadores y las obras literarias tantas

1
Magíster en Literatura de la Universidad Javeriana de Bogotá. Docente
universitaria. Estudiante de Doctorado en Literatura de la Universidad Tec-
nológica de Pereira. Este ensayo es producto de su tesis de maestría, titulada
Desmitificación de una leyenda: 1851. Folletín de Cabo roto de Octavio
Escobar Giraldo (2011).
57
Edwin Alonso Vargas (compilador)

como lectores se han acercado a ellas. Cada uno tiene una ma-
nera particular de reconstruirlas o recrearlas, a pesar de que
existan elementos que orienten o determinen este proceso.
Sin embargo, en muchas ocasiones estos recorridos no son
tan claros ni se hacen en solitario; una muestra de ello es la
colaboración, diálogo y entretejimiento que estas dos “dis-
ciplinas” han hecho con otros discursos para brindar nuevas
lecturas de la experiencia humana, fundamentalmente, a lo
largo del siglo XX y comienzos del XXI.
Pese a los diálogos que se han establecido, en la polémica
relación entre historia y literatura, es todavía usual encontrar-
se con dos posiciones extremas: los defensores de la historia
como ciencia y los que piensan que la historia es otra forma
de literatura. Los primeros la consideran como una disciplina
rigurosa y objetiva que tiene muy clara su diferencia con la
literatura, y los segundos llegan a considerar que la ficción
cuenta mejor y más integralmente el pasado que la historia
(Ainsa, 1997).
En esta lucha de argumentos se percibe una confirmación
que la relación entre la historiografía y la literatura, a lo largo
de la historia, ha oscilado entre la atracción y la repulsión. Un
doble peligro, o por lo menos, una doble ceguera: los defen-
sores de una historia objetiva creen tener el monopolio de la
verdad sobre el pasado y los abogados de la literatura como
mimesis del pasado, al negar la validez del método histórico,
terminan negando, paradójicamente, la libertad creadora de la
literatura al atribuirle el compromiso social de reconstruir la
realidad. En cuanto a los primeros, White dice:

Se volvió convencional, al menos entre los historiadores,


identificar la verdad con los hechos y considerar la ficción como
lo opuesto a la verdad, y por consiguiente, más como un obstá-
culo para la comprensión de la realidad, que como una manera
de aprehenderla. Se llegó a contraponer la historia a la ficción,
y especialmente a la novela, como se opondría la representación
de lo “real” a la representación de “lo posible” o “lo imagina-
ble”. Y fue así como nació el sueño de un discurso histórico
que consistiera únicamente en las afirmaciones positivamente
exactas acerca de un dominio de eventos que fueran (o hubieran
sido) observables en principio y cuya organización, de acuerdo
al orden de su ocurrencia original, les permitiera proyectar su
58
Marginalia IV

verdadero significado. Por lo común, la meta del historiador del


siglo XIX era expurgar su discurso de la más mínima traza de
lo ficticio, o de lo meramente imaginable, evitar las técnicas del
poeta y el orador y abandonar todo lo que fuera considerado
como los procedimientos intuitivos del narrador de ficción en su
aprehensión de la realidad (2003: 78).

A pesar de esta conocida dicotomía, el interés del trabajo


que se expone a continuación no se centra en la polarización
que establecen sus adeptos, sino en encontrar en los intersti-
cios de sus relaciones, en las conexiones de estas dos formas,
la historia y la literatura, una aproximación que permita abor-
dar una visión particular de la historia —un evento irreversi-
ble, la colonización antioqueña del siglo XIX— hecha ficción
en la novela 1851. Folletín de cabo roto de Octavio Escobar
Giraldo. Una manera particular de leer la historia a través de
la literatura, que no se limite al rigor histórico objetivo, ni
a la reconstrucción subjetiva de una época histórica, sino a
un diálogo desde estos dos escenarios. Una empresa que no
se hace tanto desde la óptica de la “novela histórica”, según
suele entenderse, sino en cuanto a una meditación sobre la
historia desde la literatura.

2. Historia y literatura: Relaciones y distancias

La relación problemática y el distanciamiento del discurso


literario y el historiográfico se plantean desde la antigüedad.
La Poética de Aristóteles es el primer referente en el que se
menciona este binomio. Allí la diferencia entre historia y fic-
ción se expresa en términos de la veracidad de los sucesos:
mientras la historia narra lo sucedido, una verdad particular,
la poesía cuenta lo que podría suceder, fingiendo e inventando
una verdad más filosófica o general. Se reserva para el histo-
riador la singularidad de contar los sucesos que realmente han
sucedido (Aristóteles, 1966: 46).
Hablar de esta dicotomía es entrar en un territorio movedizo
que podría desembocar en un callejón sin salida. Sin embargo,
el interés por la cuestión del conocimiento histórico y su rela-
ción con el texto literario, entendido como ficción, ha generado
a lo largo del siglo XX y XXI, un incremento de los pronuncia-
mientos críticos en contra de las concepciones heredadas de los
59
Edwin Alonso Vargas (compilador)

siglos precedentes; entre muchos otros, se pueden mencionar


los planteamientos de: Chartier, Kosselleck, Barthes, White,
Baczko, Castoriadis, Kantorowicz, Lukács, Genette, Pons, en-
tre otros, orientados a desentrañar, refutar o convalidar ese lí-
mite entre lo falso y lo verdadero, lo imaginario y lo real, lo fic-
cional y lo histórico, y su injerencia en cada uno de los campos.
En este caso, se retomarán cuatro de ellos. El primero, ins-
crito en la línea de redescubrir la participación de la dimen-
sión literaria dentro del discurso historiográfico, como fruto
del distanciamiento que se había producido entre historia y li-
teratura, en las corrientes vigentes de la historiografía durante
los años 50 y 60, liderado por un buen número de historiado-
res estadounidense, entre ellos Hayden White, considerado el
primer autor que desarrolló la reflexión epistemológica narra-
tivista en su país y que ha sido ubicado por muchos teóricos
dentro de las corrientes posmodernas por su obra Metahisto-
ria: La imaginación histórica en el siglo XIX (1973).
White entiende los procesos históricos desde el contexto
de la teoría tropológica del discurso, que postula una explica-
ción del pasado que no se remite exclusivamente a la esfera
de lo verdadero o a la de lo imaginario, sino que debe ser
interpretada desde las fuerzas contenidas en ella —reales o
comprobables— y por el papel que cumple la imaginación.
Desde esta perspectiva, el discurso de la historia no es ver-
dadero ni falso, sino que actúa como una gran metáfora, cuya
fuerza simbólica permite comprender el pasado, desde un
punto de vista determinado, que nunca es el único posible. En
este sentido, agrega White que a la hora de escribir sobre el
pasado, no se trata de elegir entre la objetividad o una visión
distorsionada, sino entre diversas estrategias para la consti-
tución de la “realidad” en el pensamiento, y luego manejar
dicha realidad de diferentes maneras, teniendo en cuenta que
cada manera posee sus propias implicaciones éticas (White,
2003).
Así, nociones de la historia como metahistoria (White,
1992), como narración (Veyne, 1996), como proceso de dudas
e incertidumbre (Certeau, 1999), unen sus caminos con litera-
tura, pues para la representación y reconstrucción de la realidad
60
Marginalia IV

no sólo necesita de la objetividad, sino también es indispensa-


ble la imaginación, el modo de articular —trama— los sucesos,
la memoria colectiva de los hechos del pasado desde la posi-
ción ideológica del historiador.
Sin embargo, las ideas propuestas por White han perdi-
do vigencia y aceptación en medio de los debates sobre la
historia. Muchas de ellas han sido rebatidas y cuestionadas
por presentar claras inconsistencias —que no interesan a este
trabajo— según varios teóricos. Otras han sido relegadas por
considerarse insuficientes frente algunos temas. Posiblemen-
te, asuntos que Hayden White no abordó o que, aun haciéndo-
lo, no aclaró de una forma satisfactoria para los historiadores
de hoy.
Una reacción similar a la surgida en los Estados Unidos,
con White a la cabeza, en contra de las intenciones de la histo-
ria social, se puede encontrar en Paul Ricoeur, quien después
de analizar los postulados “antinarrativistas” y “narrativis-
tas”, desarrolla su pensamiento sobre la esencia narrativa de
la ciencia histórica, deshace las fronteras entre la narración
literaria y la historiográfica. Según este autor, cada narración,
sea producto de la historia o de la ficción —no exclusiva de
la ficción histórica— se refiere al pasado. La diferencia entre
ellas radicaría en que la primera narra hechos pasados, mien-
tras la segunda como si hubieran pasado:

Una voz habla y narra lo que, para ella, ha ocurrido. Entrar en la


lectura es incluir en el pacto entre el lector y el autor, la creencia
de que los acontecimientos referidos por la voz narrativa perte-
necen efectivamente al pasado de esa voz (Ricoeur, 1995: 515).

Para Ricoeur, la función narrativa la realizan en nuestro


tiempo y cultura los relatos históricos y los de ficción, situa-
ción que no siempre fue así porque, siglos atrás, estos dos
géneros se encontraban fusionados en los mitos y en las epo-
peyas. Además, presenta la importante relación que se esta-
blece entre vida y literatura, pues señala que “la narración en
cuanto construcción de la trama (la historia que se cuenta) es
mimesis de las acciones humanas [...] puesto que la narración
se origina en la vida y vuelve a ella” (1995: 122).
61
Edwin Alonso Vargas (compilador)

El tercer planteamiento es el propuesto por Georg Lukács


en su estudio sobre la novela histórica, pero en este caso, des-
de la perspectiva literaria hacia la materialización de la his-
toria dentro de la novela. En él plantea las causas históricas
del surgimiento de este género, su desarrollo, florecimiento y
decadencia como consecuencia inevitable de las grandes re-
voluciones sociales de los tiempos modernos; además de los
diversos problemas formales de este género, reflejos artísticos
de las revoluciones histórico-sociales en las cuales surge.
Las observaciones de Lukács marcaron notablemente la
noción de novela histórica, sus convenciones y su importan-
cia en cuanto ella presenta la Historia como proceso de cam-
bio. Así, la novela histórica, según Lukács, no es un recuento
de eventos históricos, sino que debe permitir reexperimientar
las tendencias sociales y las fuerzas históricas envueltas en
dichos eventos históricos (Lukács en Pons, 1996: 43).
No obstante, algunos investigadores (Pons, 1996: 50)
consideran que en lo relacionado con la definición de novela
histórica, la conceptualización del teórico húngaro es limita-
da y limitante porque descalifica como novelas históricas un
sinnúmero de novelas, entre ellas las de Flaubert y Meyer,
abiertamente reconocidas por él como desviaciones o dege-
neraciones del género en cuanto que representan el pasado no
como una manera de comprender la conexión entre presente
y pasado, sino a partir de un repudio del presente (Lukács en
Pons, 1996: 68).
Como consecuencia de este planteamiento, surge el cuar-
to referente, propuesto por María Cristina Pons en su libro
Memorias del olvido (1996). Allí plantea una nueva concep-
tualización de la producción literaria histórica reciente, más
allá de la consideración y el cuestionamiento explícito de la
escritura de “lo real” y literario, de sus observables e innova-
doras estrategias narrativas, que examinan las implicaciones
de la reciente producción de la novela histórica en cuanto a
manifestación de un cambio.
Para Pons, la novela histórica de fines del siglo XX, en
efecto, se distancia del modelo tradicional tanto en lo que res-
pecta a los aspectos formales de su narrativa como en la posi-
ción que adopta frente a la historia y la historiografía, pues en
62
Marginalia IV

ella se hace una relectura crítica y desmitificadora del pasado,


a través de la reescritura de la historia. Esta reescritura incor-
pora, más allá de los hechos históricos mismos, una explícita
desconfianza hacia el discurso historiográfico en su produc-
ción de las versiones oficiales de la Historia (Pons, 1996: 19).
En esta concepción de la producción literaria histórica
reciente, destaca, entre otros aspectos, la subjetividad y no
neutralidad de la escritura de la historia, relatividad de la his-
toriografía, rechazo de la suposición de una verdad histórica,
cambio en los modos de representación, cuestionamiento del
progreso histórico, escritura de la historia desde los márgenes,
los límites, la exclusión misma, abandono de la dimensión
mítica, totalizadora o arquetípica en la representación de la
historia. En ese sentido, propone una narrativa que se reapro-
pia de manera crítica de la historia y de las figuras identitarias
que la tradición había mantenido:

Más allá de marchar a la par de las tendencias más radicales


de la historiografía contemporánea, en la novela histórica lati-
noamericana reciente se trata específicamente de un cuestiona-
miento al discurso historiográfico en cuanto discurso producido
desde los espacios hegemónicos de poder y su producción de las
versiones oficiales de la historia (1996: 259).

Del mismo modo, son claramente reconocibles los proce-


dimientos o estrategias narrativas que se derivan del poder
cuestionador que caracteriza a las novelas históricas recien-
tes y que emplean en la relectura y reescritura de la Historia,
entre los cuales destaca Pons: la ausencia de un narrador om-
nisciente y totalizador; la presencia de diferentes tipos de dis-
cursos y sujetos de dichos discursos; la presencia de evidentes
anacronías históricas; la creación de efectos de inverosimili-
tud; el uso de la ironía, la parodia y lo burlesco; y el empleo
de una variedad de estrategias y formas autorreflexivas que
llaman la atención sobre el carácter ficcional de los textos y la
reconstrucción del pasado representado (1996: 20).
Como consecuencia de estas tendencias y procedimientos
narrativos, la novela contemporánea, de corte histórico, se
convierte en un lugar de reflexión sobre la escritura en el que
se cuestiona la verdad, se refutan los procedimientos narrati-
vos de la historiografía tradicional, se reconfiguran los héroes
63
Edwin Alonso Vargas (compilador)

y los valores promulgados por la Historia oficial al mismo


tiempo que se presenta una visión excéntrica de la Historia,
para algunos degradada. Sin perder de vista el cuestionamien-
to a la capacidad del discurso de aprehender una realidad his-
tórica y plasmarla fielmente en el texto, problematizando no
solo el papel que desempeña el documento en la novela his-
tórica, sino también la relación entre la ficción y la Historia
(1996: 52).
Las nuevas novelas de corte histórico en Latinoamérica se
constituyen, entonces, en versiones críticas posibles sobre lo
ya escrito por la Historia oficial. En este sentido, son narra-
tivas que constatan que aquí se han dado grandes cambios y
que este continente también hace parte de la dialéctica entre
historiografía y literatura en la cultura occidental, aunque la
mayoría del panorama teórico se limite esencialmente a Fran-
cia, Alemania, los Países Bajos e Inglaterra en Europa, y los
Estados Unidos en América, y deje por fuera el mundo hispa-
noamericano.

3. Subversión de una leyenda. 1851: Folletín de cabo roto

En la línea propuesta por María Cristina Pons, se inscribe


el proyecto literario consolidado por Octavio Escobar Giraldo
en la novela 1851. Folletín de cabo roto (2007), objeto de esta
reflexión. Pero antes de visitar la novela —esa subversión de
la Colonización Antioqueña—, es conveniente referirse, aun-
que sea de forma somera, a dicho fenómeno a lo largo del
siglo XIX, y presentar algunas cuestiones previas. Se designa
Colonización Antioqueña al movimiento migratorio interno
que se inició desde la provincia de Antioquia hacia los exten-
sos territorios selváticos del sur y el occidente colombiano, a
finales del siglo XVIII y el XIX, y en el cual se movilizaron
miles de campesinos y sus familias, motivados por una ne-
cesidad económica y social de buscar nuevas oportunidades
ante el descenso de la producción minera, la incipiente pro-
ducción agrícola, la mala distribución de las tierras, la escasez
de empleo y el crecimiento excesivo de las familias.
Pero principalmente, por los conflictos político-econó-
micos que padecían a raíz de las disposiciones legales es-
tablecidas por el gobierno durante el siglo XVIII que favo-
recían la concentración de grandes extensiones de tierras en
pocas manos; situación que originó grandes litigios entre los
64
Marginalia IV

terratenientes y los campesinos por la tenencia y posesión de


estos territorios. Los antioqueños pobres necesitaban tierras
donde trabajar y establecerse con sus familias y los terrate-
nientes les negaban toda posibilidad.
Según Eduardo Santa (1993), a las causas anteriores se de-
ben agregar otros estímulos fundamentales como el oro de los
sepulcros indígenas, la abundancia del caucho en la región del
Quindío, la facilidad para criar cerdos por los extensos culti-
vos de maíz y la estratégica topografía para evadir el recluta-
miento durante las continuas guerras del siglo XIX y para huir
de la persecución política que se aplicaba al vencido, después
de terminados los enfrentamientos (20).
La empresa de establecimiento progresivo y expansión de
los antioqueños se dio en tres fases sucesivas, cada una de
ellas con características particulares (Jaramillo, 1988: 32). La
primera se llevó a cabo entre 1785 y 1810 y estuvo caracteri-
zada por ser un traslado espontáneo de migrantes motivados
a poblar nuevas tierras gracias a las reformas introducidas a
la estructura minera, agraria y monetaria a partir de 1785 por
el visitador de Antioquia Mon y Velarde. Ante el grave pro-
blema de la carencia de alimentos en la provincia, el visitador
de la Corona autorizó la fundación de nuevos pueblos y la
entrega de tierras a los pobladores pobres, entre ellas tierras
que no estaban siendo explotadas adecuadamente por sus pro-
pietarios. Entre los territorios ocupados por los colonos se en-
contraban importantes concesiones, entre estas la Concesión
de José María Aranzazu, un territorio de 200.000 hectáreas
situado entre los ríos Arma y Chinchiná.
Una segunda fase, desarrollada entre 1820 y 1860, fue más
sistemática que la anterior. Los herederos de los titulares de
las concesiones se empeñaron en reclamar la reposesión de
las tierras otorgadas por cédulas reales. Para ello contrataron
matones a sueldo que asesinaban a los colonos y quemaban
las mejoras. Los colonos se unieron con el propósito de de-
fenderse más eficazmente de los propietarios legales de las
tierras y para coordinar firmemente la misma fundación de
los poblados. La tercera migración se da entre 1870 y los pri-
meros años del siglo XX, una empresa más consolidada y or-
ganizada que contó con el apoyo y la orientación de grandes
capitalistas antioqueños que proyectaron ambiciosas explota-
ciones agropecuarias.
65
Edwin Alonso Vargas (compilador)

Este fenómeno marcado por la concentración de grandes


extensiones de tierras en manos de unos pocos terratenien-
tes y de concesiones —Villegas, Quintana, Aranzazu— y que
mantuvo a los campesinos pobres lejos de unas condiciones
mínimas de bienestar, abarcó los territorios que hoy corres-
ponden a los departamentos de Caldas, Risaralda, Quindío,
norte del Tolima y norte del Valle del Cauca.
Este hecho daría paso a un largo proceso histórico, com-
plejo y heterogéneo, con el cual se amplió la frontera agrícola
y se incorporaron al imaginario nacional miles de hectáreas
de tierras hostiles que durante siglos habían permanecido
inexploradas y despobladas. En él participaron, en primer lu-
gar, grandes y desprotegidas familias, pequeños propietarios
mineros o agrarios, desocupados, vagabundos; en segundo
lugar, por supuesto, las élites, los hombres de negocios y te-
rratenientes, aunque todos unidos por un propósito común:
salir en búsqueda de nuevas oportunidades. Claro, de acuer-
do con las posibilidades y expectativas de cada grupo social,
porque mientras para los primeros las tierras que buscaban
les garantizarían un lugar donde establecerse y trabajar, la
supervivencia y la independencia económica, para los segun-
dos representaban la oportunidad de invertir en una empresa
prevista, calculada y lucrativa que aumentara sus riquezas y
dominio territorial.
Estas circunstancias no solo configuraron un hecho histó-
rico de impacto nacional, sino que dieron paso a una hazaña
heroica, cuyo protagonista era un hombre valiente y trabaja-
dor que tomó a su familia, su mula y su hacha para introdu-
cirse en la selva, subir la cordillera, transitar por agrestes te-
rritorios, construir caminos y asentarse en territorios baldíos,
cuya propiedad estaba en manos de las concesiones, sin pen-
sar precisamente en organizar pueblos, pues muchos de ellos
eran simplemente aventureros o buscatesoros. De esto último,
surge la otra cara del estereotipo paisa: el vividor, sin moral
y sin conciencia que se lleva por delante todo lo que puede.
Precisamente, son esas fisuras que ha dejado la construc-
ción legendaria, las que permiten visualizar su propia des-
mitificación, su ficcionalización, en este caso, a través de la
novela 1851. Folletín de cabo roto, en la que su autor, aparen-
temente, pone en cuestión algunos de sus elementos.
66
Marginalia IV

Dicha novela, del escritor manizaleño Octavio Escobar


Giraldo, fue publicada en 2007 por Intermedio Editores; en
2015, la Editorial Los de Abajo realizaría una nueva edición.
Desde su aparición, llamó la atención de la crítica y de los
seguidores de su autor, que esperaban con curiosidad una
obra atípica dentro de su novelística, un poco lejana de las
temáticas y preocupaciones estéticas —la ciudad, la música,
la cultura popular, el cine, la literatura y las jóvenes genera-
ciones— consolidadas a lo largo de su carrera literaria. Con
esta novela, Escobar Giraldo incursiona en un nuevo territorio
narrativo para dar paso a una obra de largo aliento, una novela
de época, ambientada en los territorios del norte de Caldas
durante la segunda mitad del siglo XIX.
Se trata, en primera instancia, de una revisitación al pa-
sado antioqueño que permite a su autor tejer una particular
versión, desde la compleja relación entre lo factual —la his-
toria— y la ficción —la literatura—. A través de pequeñas
historias se transmite un sentimiento de época, se ofrece una
visión de la Colonización Antioqueña para un lector que vi-
sita un momento pasado, desde una experiencia vital que le
implica su pasado, su presente y la posibilidad de un futuro.
En otras palabras, el relato le permite intimar con algo de lo
que también hace parte y no era consciente: la historia, porque
ella pertenece a los que viven sus consecuencias en los cam-
pos de batalla, en los caminos de herradura, los que sufren y
padecen las adversidades de un orden político, económico y
social establecido.
La idea de esta novela, en palabras de su autor Octavio
Escobar, surgió por

un episodio que por su actualidad no podía apartar de mi mente:


el asesinato de Elías González, el representante de la compañía
González Salazar, supuesta propietaria de una enorme extensión
de territorio que los colonos abrieron ignorando que una cédula
real los convertía en invasores, sus violentas prácticas de des-
alojo animaron a algunos de ellos a asesinarlo. Tras el juicio,
la única sanción que recibió quien jaló del gatillo fue que en el
pueblo le siguieran diciendo Mataelías y que durante décadas se
amenazara a los propietarios más recalcitrantes con la denomi-
nada ley del Guacaica —González fue asesinado sobre el puente
que salva este río—, cuando presionaban a sus arrendatarios.
67
Edwin Alonso Vargas (compilador)

Que circunstancias tan equívocas consolidaran una población


caracterizada por su orgullo de raza y de blasones me parecía
el mejor motivo del mundo para intentar una novela o, por lo
menos, para elaborar un proyecto de novela y someterlo al es-
crutinio de los jurados designados por el Ministerio de Cultura
para una de sus convocatorias de becas2.

La novela 1851 cuenta la historia de Juan de la Cruz Esco-


bar, un joven campesino antioqueño que decide partir hacia el
sur, en pleno auge de la segunda etapa de la Colonización, en
busca de tierras, oro, fortuna y oportunidades que le aseguren
un futuro mejor. Sin embargo, lo que encuentra es la injusticia
de un territorio lleno de violencia, generada por las agresivas
medidas tomadas por Elías González —representante legal de
la Compañía Gonzales y Salazar—, en contra de los colonos
del norte de Caldas, involucrados en largos litigios por la te-
nencia y posesión de la tierra que habitan. Pero, también, se
encuentra con el capricho de un amor imposible, Serafina Ja-
ramillo, la esposa de su primo José Alonso Escobar.
Estas situaciones contradictorias, sumadas a una geografía
adversa que impedía la búsqueda efectiva de oro, y a las pro-
pias debilidades del personaje, impiden a Juan Escobar esta-
blecerse en esos territorios. Decepcionado por su suerte y con
un sentimiento de culpa por la relación que ha tenido con la
mujer de su primo durante su permanencia en Salamina, opta
por buscar nuevos horizontes. El camino que se le ofrece en
esa época convulsa es la Guerra Civil de 1851, levantamiento
liderado por el General Eusebio Borrero como reacción de los
conservadores frente a las políticas liberales promovidas en
1850 por el presidente José Hilario López.
Aunque se cuenta una versión de un hecho registrado por
la historia oficial, apoyada en las investigaciones de recono-
cidos historiadores del quehacer nacional, la línea que adop-
ta el autor para abordarla está determinada por dos episodios
fundamentales: el asesinato de Elías González a manos de
un colono como consecuencia de las medidas violentas que
adoptó contra ellos en la lucha de tierras, y la Guerra Civil de
1851. Estas circunstancias marcan la perspectiva irónica de

2
Octavio Escobar, «Historia y ficción: Un itinerario con diablito».
Correo electrónico enviado a Lorena Cardona Alarcón (2011).
68
Marginalia IV

la voz narrativa en tercera persona que presenta los hechos


de la novela, y la posición que asume el protagonista Juan
Escobar frente a un destino marcado por la adversidad y las
contradicciones.
En este sentido, el escritor tiene dos objetivos autónomos:
crear un mundo ficticio ambientado en el siglo XIX; y, pa-
ralelamente, contar una historia que no se limita a la repro-
ducción auténtica del acontecer histórico de la Colonización
Antioqueña y de los convulsos tiempos de 1850, pero que sí
incluye algunos de los sucesos significativos de la época que
transformaron el acontecer nacional. Con esta intención, Es-
cobar Giraldo toma como herramienta las vivencias del joven
campesino antioqueño Juan Escobar y de algunos colonos de
Salamina, para mostrar al lector la otra cara de la leyenda so-
bre el proceso migratorio y poblacional del sur, las formas de
violencia que atraparon y sometieron a sus habitantes en su
lucha por la tenencia y posesión de tierra. Este conflicto per-
duró durante varias décadas del siglo XIX y XX y sus ecos,
transformados en formas de violencia más extremas, aún es-
tán presentes en el país.
Esta intención de revelar otra cara de la Colonización
Antioqueña no se le esconde al lector, como ocurriría en una
novela histórica del siglo XIX, sino que se insiste en presen-
tarle pistas que le permitan ir descubriendo las circunstancias
que dieron lugar a los conflictos de violencia y tierras que
en ella se esconden, los cuales no siempre son revelados por
las visiones legendarias creadas alrededor de ese momento
histórico. La información que se va dando en pocas dosis, es
suficiente para que el lector participe como cocreador de la
historia y llegue a sus propias conclusiones.
Al ocuparse de una época anterior, 1850-1851, el autor
hace una crítica de un fenómeno que en el transcurso de la
historia nacional ha sido permanente: la lucha entre las gran-
des élites y el pueblo por la adquisición y tenencia de las tie-
rras. En el caso específico de la Colonización Antioqueña, el
problema se remonta a la época colonial con la entrega de
grandes concesiones de tierras a personajes poderosos como
los Villegas, los Quintana y los Aranzazu.
No obstante, la novela pone de manifiesto que, a pesar de
todo el material histórico que impregna sus páginas y de estar
69
Edwin Alonso Vargas (compilador)

hablando de hechos verificables en la historia, el lector se en-


cuentra ante una obra de ficción, heterogénea y de tejido frag-
mentario; aunque los trece folletines que la componen den
la sensación de continuidad, sin seguir un orden cronológico
exacto. Sin embargo, Octavio Escobar evidencia un afán tota-
lizador, en la medida en que mantiene como prioridad ilustrar
el carácter de la época de la Colonización, tanto en Antioquia
como en los pueblos fundados, apoyado en la variedad de
discursos que intervienen como transcripción de documentos
oficiales, notas culinarias, horóscopos —poco convenciona-
les para la época—, manuales de instrucciones, entre otros, y
las distintas focalizaciones de los hechos reveladas a través de
los personajes. Pero, en este caso, se hace desde una escritura
escueta, con pocos adjetivos, muy justa en las descripciones
y en la construcción de sus participantes. Contraria a la ca-
racterización de los textos maximalistas —la novela histórica
es un buen ejemplo— largos y minuciosos que daban todo al
lector. Aquí, se le da lo mínimo de todo y el lector tiene que
poner el resto, por lo cual se potencia la necesidad de que sea
cocreador.
La estrategia narrativa mencionada en el párrafo anterior
se apoya, también, en la caracterización de los personajes,
una pluralidad de hombres y mujeres: Juan Escobar, Serafina
Jaramillo, José Alonso Escobar, Sinforoso Jaramillo, Marce-
la Jaramillo, Pablo Arango, Jorge Botero, Escolástica Gua-
pacha, Nicanor Duque, que se alejan de los modelos tradi-
cionales establecidos por las élites antioqueñas a lo largo del
siglo XIX. Este grupo de aventureros, comerciantes, mineros
y arrieros, los verdaderos protagonistas de esta expedición al
sur, brindan sus experiencias cotidianas para desentrañar los
aciertos y conflictos de ese evento histórico conocido como
la Colonización Antioqueña. Su espíritu arriesgado y pujan-
te, real o legendario, los vincula con el mito de una sociedad
igualitaria popularizada por los antioqueños. No obstante, las
condiciones de injusticia, las formas de violencia y las ad-
versidades de la época mantienen a los personajes de 1851
distantes de esa hazaña que han tejido la historiografía y la
literatura. Ellos siguen siendo los vencidos y el discurso auto-
ritario se mantiene.
Existen otros elementos que alejan a 1851. Folletín de
cabo roto de la novela histórica tradicional, y que se sustentan
70
Marginalia IV

en el carácter ficticio. En este sentido, se podrían mencionar


algunas: en primer lugar, se encuentra la inclusión de “Eula-
lia”, la mula de Juan Escobar, el protagonista de la historia,
y a la que se atribuyen una serie de cualidades y comporta-
mientos contrarios a la moral que se profesaba en la época en
que se desarrollan las acciones, entre ellos su ilimitada incli-
nación abierta y cosmopolita a los placeres, sin ningún pu-
dor, ni respeto; recompensada con la maternidad al final de la
novela, a pesar de que la ciencia ha establecido que este tipo
de comportamiento no es común en esta especie, ni tampoco
la fertilidad.
Sin embargo, este elemento tiene doble intencionalidad
dentro de la novela: en primer lugar, una crítica a la moral
ortodoxa, conservadora y pacata establecida en el corazón de
la Colonización Antioqueña; en segundo lugar, revelar el ori-
gen andariego, aventurero y un poco holgazán de su dueño,
un prototipo cercano a quienes participaron en la expedición
al sur, mostrando la otra cara del estereotipo paisa del hombre
trabajador, padre de familia y emprendedor. Finalmente, la
mula tiene como propósito recordarle constantemente al lec-
tor que esto es una obra de ficción y que en ese ámbito se
inscriben los hechos.
Así lo registra el narrador:

Quienes piensan que el accidente de Eulalia, siempre tan segura,


merece una explicación, están en lo cierto. Harta de la ebriedad
de Juan Escobar, e intrigada en su insistencia por buscarla, se
acercó a un borrachero, arbusto de hasta cinco metros de altura
de hojas alternas, ovaladas o elípticas, de más de veinte centíme-
tros de largas, y flores péndulas blancas y campanudas, grandes
y aromáticas. Sus semillas poseen escopolamina, un potente alu-
cinógeno (Escobar, 2007: 131).

En segundo lugar, las constantes reflexiones metahistóri-


cas y formales realizadas por el narrador a lo largo de los
sucesos que conforman esta novela acentúan el anacronismo,
pues no corresponden al contexto temporal en el que se ubica
la historia. El folletín de abril lo registra así:

Una novela tiene derecho al sonrojo cuando no está de acuerdo


con la liberalidad de una de sus voces, y también negarle la
71
Edwin Alonso Vargas (compilador)

palabra. Una de ellas quería, en este punto, deleitarse con los


sucesos del asesinato de Elías González, tío de Juan de Dios
Aranzazu y padre del general Pantaleón González, hijo natural.
Pensaba en un relato que se acercara a los usos de la narrativa
policiaca y los abusos de la prensa amarillista. Pero no, no se le
va a permitir (Escobar, 2007: 171).

En tercer lugar, tenemos la estrategia del final abierto uti-


lizado por Escobar Giraldo para cerrar la historia que tejió en
1851 y para confirmar el pacto establecido con el lector como
cocreador de su obra. Este final ratifica que, detrás de las pe-
queñas historias, se esconde la otra cara de la moneda histó-
rica, esa que permite ver un proceso histórico desde la óptica
de un personaje que la vive, pero que es anónimo dentro de
una multitud. Precisamente, ese es el punto de partida de la
ficcionalización de leyenda de la Colonización, pues 1851 no
es un canto al modelo de hombre ideal establecido por los
antioqueños, y apoyado a lo largo de mucho tiempo por los
escritores costumbristas y académicos, sino una reivindica-
ción de esos seres que vivieron en carne propia las injusticias
y adversidades de su tiempo; aquellos que revelaron el alma
humana con sus aciertos, desaciertos, debilidades, fortalezas,
temores y luchas.
Los protagonistas ya no son los hombres de familias ilus-
tres, sino hombres de carne y hueso; tangibles, nada ortodoxos
para la época en la que se desatan los sucesos de la novela, y
con cierta tendencia a la vagancia que los lleva a deambular
de un lugar para otro sin encontrar nada que los motive o por
qué luchar. Como afirmaba Lukács, la creación de personajes
que fungen en la medianía es de vital importancia debido a
que es en estas pequeñas historias donde se debaten los per-
sonajes medios; es en ellos donde se encuentra la fuerza de la
historia, es decir, la historia pertenece a los que la ejecutan y
la expresión de estas versiones de la historia comprenden la
letra menuda de la historia (1966: 54).
Indiscutiblemente, a los personajes que habitan las páginas
de 1851. Folletín de cabo roto, los cuales han dado licencia a
muchas de las tradiciones sociales y religiosas, no les interesa
apegarse a esta tradición. Al contrario, les interesa subvertirla
para hacerse un lugar en la Historia; fijan el origen de una
leyenda, pero también su antítesis. De este modo, Escobar
72
Marginalia IV

Giraldo logra entender la leyenda de la colonización y ficcio-


nalizarla, pues ha visualizado la perversidad de la Historia.
En este orden de ideas, la leyenda es restringida a “una
maniobra de la historia”. La Colonización Antioqueña es un
proyecto, pero sus ideas ya no pueden aplicarse tan radical-
mente; las grandes compañías deben despojarse de sus tierras,
los colonizadores deben luchar por ello y su única salida es
la guerra: el papel sellado y la lucha los someten. La gran
movilización antioqueña quiere hacerse una leyenda, pero los
personajes de 1851 conocen sus entresijos. Ahí está el origen
de la ficcionalizacíón lograda por Octavio Escobar Giraldo
que, finalmente, advierte que la Historia se hace novela en
1851 por la imaginación, pero la novela gana en verosimilitud
por la Historia.

Referencias

Aristóteles (1966). Poética. Buenos Aires: Aguilar.


De certeau, Michel. (1999). La escritura de la historia. Méxi-
co: Universidad Iberoamericana.
Escobar, Octavio (2007). 1851. Folletín de cabo roto. Bogotá: In-
termedio Editores.
Jaramillo, Roberto Luis. (1988). “La colonización antioqueña”. En
Historia de Antioquia. Bogotá: Presencia.
Lukács, Georg (1966). La novela histórica. México: ERA.
Perkowska, Magdalena (2008). Historias híbridas. La nueva nove-
la histórica latinoamericana (1985-2000) ante las teorías pos-
modernas de la historia. Madrid: Iberoamericana.
Perus, Françoise (comp.) (1994). Historia y literatura. México: Ins-
tituto Mora.
Pons, María Cristina (1996). Memorias del olvido. Del Paso, Gar-
cía Márquez, Saer y la novela histórica de fines del siglo XX.
Madrid: Siglo XXI.
Ricoeur, Paul (1995). Tiempo y narración. México: Siglo XXI.
Santa, Eduardo (1993). La colonización antioqueña, una empresa
de caminos. Bogotá: Tercer Mundo.
Veyne, Paul. (1996). Cómo se escribe la historia. Madrid:
Alianza Editorial.
White, Hayden (2003). El texto histórico como artefacto literario y
otros escritos (trad. T. Tozzi). Barcelona: Paidós.

73
Marginalia IV

El perfil del bandolero


en La hora de los traidores
de Pedro Claver Téllez

Jorge Mario González Orozco1

El que lucha contra el monstruo debe tener cuidado para no


convertirse en monstruo.
Cuando miras el abismo durante largo tiempo, el abismo
comienza a mirarte a ti.
F. Nietzsche

Los procesos históricos, sociales y culturales de mediados


del siglo XX hasta la actualidad, en Colombia, se han desarro-
llado paralelamente a una situación de profunda convulsión
política. Las condiciones propias del proceso del conflicto
han permitido el surgimiento de diversas figuras sociales y
políticas que toman protagonismo en el desarrollo del pre-
sente histórico del país. Previo al origen de grupos armados
al margen de la ley, nacen en décadas anteriores personajes
locales conocidos como bandoleros, quienes representan in-
numerables simbolismos que giran alrededor de mitologías,
relatos regionales y actos violentos cometidos en la práctica
misma de la rebeldía como forma de protesta social.
En Colombia, a pesar de décadas de conflicto, no han
surgido con contundencia manifestaciones literarias que den
cuenta del devenir histórico reciente, ahondando directamente
en el origen de figuras como los bandoleros y su construcción
social y política. Este es un proceso de mediados del siglo

1
Licenciado en Español y Literatura de la Universidad del Quindío.
Este ensayo fue presentado como trabajo de grado bajo la modalidad de
ponencia-ensayo, dirigido por el profesor Edwin Alonso Vargas.
75
Edwin Alonso Vargas (compilador)

pasado, que busca su clausura en la actual idea de un país que


afronta el posconflicto, pretendiendo la firma de un tratado de
paz con grupos armados como las FARC y buscando alterna-
tivas para el perdón. Para esta pretensión, resulta fundamental
recuperar la memoria histórica presente en las voces que aún
no se escuchan y que, a través de relatos reales, representan
un capital creativo para las artes, principalmente la literatura.
A diferencia de la historia, la literatura es protagónica en
el proceso de su reconstrucción artística. Por ejemplo, la no-
vela como género literario ha servido de voz a los actores
que no suelen aparecer en las versiones oficiales de los acon-
tecimientos sociales, culturales y políticos. Por ello, resulta
de vital importancia referenciar textos que den cuenta de las
realidades particulares de los grupos periféricos, como visio-
nes de autores que igualmente representan la cotidianidad del
país desde un ejercicio investigativo realizado en un territorio
o localidad específica. De esta manera, el análisis que aquí
se presenta sobre la novela La hora de los traidores (1995)
de Pedro Claver Téllez, considera elementos temáticos fun-
damentales del universo narrativo que oscila entre lo real y lo
ficcional de la violencia y, en particular, de los últimos días
de Sangrenegra.

1. La hora de los traidores

Escrita en 1995 por el periodista Pedro Claver Téllez, La


hora de los traidores tiene gran significado simbólico en la
narrativa regional y nacional. Este texto híbrido entre novela
histórica y crónica desarrolla un relato común que abarca los
años sesenta y setenta del siglo XX, durante el periodo cono-
cido como la Violencia; época en que se desata el conflicto
partidista y la cacería por parte del Estado a bandoleros que
azotaban las poblaciones alejadas de las grandes ciudades.
Entre persecuciones, emboscadas y recompensas se compone
la trama de los últimos días de Sangrenegra.
Parte de la historia particular de Sangrenegra en el domi-
nio de las letras de Téllez, se relaciona con el trabajo biblio-
gráfico del autor. Resulta fundamental para su labor como
76
Marginalia IV

periodista representar a Colombia a través de su tradición


social, particularmente en la vida de los bandoleros. En
Crónicas de la vida bandolera (1987) cuenta la historia de
los bandidos más representativos de Colombia, entre ellos
Efraín González, Chispas, Desquite y el temido Sangrenegra
de La hora de los traidores. En un trabajo similar, El mito de
siete colores (2011), desarrolla una minuciosa investigación
acerca del temido bandido “Siete colores”, como se conocía
a Efraín González, oriundo de Pijao (Quindío) y ferviente
partidista conservador.
Como ya es sabido, la línea literaria de Téllez es paralela
al género de la crónica. Recientemente, en El bandido jubila-
do (2012), conserva el aire revelador del bandido, contando
la historia de un hombre que sobrevivió la evolución del ban-
dolerismo hasta la actual época del narcotráfico y disfruta de
su libertad alejado de un pasado oscuro en la reciente historia
del país.
Conviene advertir que La hora de los traidores es un relato
que va más allá de la ficción, una crónica que recoge esos as-
pectos de inverosimilitud propios de la realidad colombiana y
que son bien conocidos por todos los que han vivido en carne
propia el flagelo de la violencia. Como ya lo había presentado
el vallecaucano Gustavo Álvarez Gardeazábal en Cóndores
no entierran todos los días (1971), el segundo lustro del siglo
XX significó la disputa de los frentes políticos partidistas li-
beral y conservador. Los relatos provenientes de aquellos días
son tan sangrientos como indignos del olvido y, en estas 159
páginas que se riegan como sangre negra en las manos del
lector, la fuerza narrativa atrapa y motiva, siendo la muerte
la única oportunidad de soltarse de ese monstruo que es la
violencia:

De pronto llegamos a una casa. Golpearon duro en la puerta,


pero viendo que nadie les abría, echaron la puerta abajo y entra-
ron disparando. Mataron a todos los que estaban allí. Solo quedó
vivo un niño, más o menos de mi edad. Sangrenegra me pasó el
revólver y me dijo que lo despachara. Cogí el revólver con las
dos manos porque pesaba mucho. Vio que yo tenía miedo, que
77
Edwin Alonso Vargas (compilador)

no me atrevía a disparar y dijo apriete el gatillo, mocoso cobar-


de, apriete. Si no lo hace, lo mato. Y viendo que yo no le hacía
caso, sacó el machete y me golpeó en la cabeza. Yo, temeroso de
que me fuera a matar, notando que me escurría la sangre, apreté
el gatillo y salió un tiro. El niño cayó al suelo. Lo herí. Remá-
telo, me dijo, remátelo. Yo no le obedecí. Entonces, él cogió el
machete y le cortó la cabeza. Vamos, dijo, aquí no hay nada más
que hacer (Téllez, 2009: 90).

Los personajes que participan en el corredor dramático


de la historia de Sangrenegra, por lo general, son víctimas.
Personas que se han cruzado en la vida del bandido, con dis-
tintas intenciones. Su hermano Felipe, al que su plan estra-
tégico lo hace parte del título como traidor; Molano Ramos,
esposo de la primera víctima de Jacinto y hombre que afronta
con desespero la estrategia de su captura; Rubén o Rubencho
Pita, quien fue sometido después de una emboscada hasta la
inconsciencia, de la que despertó sin su miembro viril. San-
grenegra les quitaba todo: el sueño, la tranquilidad y hasta la
hombría a algunos, en el peor de los casos.
La construcción narrativa, que parece recogida de relatos
vividos, hace parte de la búsqueda del capital creativo que se
menciona anteriormente: el interés esencial de encontrar las
voces más puras y propias de los acontecimientos violentos
que hablan del conflicto colombiano. Para algunos, Sangrene-
gra es una leyenda; en el relato es un verdugo, un justiciero,
un aventurero de la muerte que no vacila en ejecutar u ordenar
masacres; para las víctimas, Sangrenegra es el protagonista
de su película de terror, un monstruo que no ha muerto, pues
mantiene vivo en la tradición y la oralidad de la cultura cafe-
tera del centro del país.
Es preciso apuntar que la sevicia, la crueldad y el terror
son lugares comunes en el relato de Téllez. Él no pretende
censurar la realidad objeto de su texto. La anterior referencia
hace parte de los muchos relatos que se cuentan en departa-
mentos como el Tolima, Quindío y Valle, y que eran noticia
de cada día en los periódicos de la época. Esto, sumado a
sus actos atroces y la atmósfera escalofriante que se ubica
alrededor de este personaje, atrajo la atención del autor y lo
embarcó en un viaje investigativo por el Eje Cafetero.
78
Marginalia IV

Es importante resaltar que, a pesar del trabajo investigativo


evidente en la novela de Téllez, se encuentran pocos registros
respecto al análisis de sus textos desde el rigor académico. Es
mínima la información valiosa acerca de su obra; escasean en
medios globales, como internet, referencias que den cuenta
del interés sobre su trabajo y que abonen a la retribución que
se menciona anteriormente entre el lector y los textos. Pese a
su experiencia como periodista, se ubican pocos admiradores
de su obra. Sin embargo, ese poco reconocimiento les ha bas-
tado a algunos para comentar someramente su lectura en los
diarios El Tiempo, El Espectador y la revista Semana.
En cuanto a su composición literaria es clave anotar que,
con fidelidad, pero también con creatividad, hizo uso de las
voces de aquellos personajes que acompañan su prosa, crean-
do un universo con detalles de su recorrido investigativo y
que se entrelazan mediante relatos que el camino por tierras
cafeteras le proporcionó. En artículo para la revista Arcadia,
Juan Nicolás Donoso reseña La hora de los traidores, resal-
tando el trabajo de construcción de los personajes a través de
la novela:

Tratando de no olvidar sus propias subjetividades, Claver Té-


llez procura que los personajes funcionen también como encar-
naciones de problemas más generales. Así, y motivados por la
necesidad de venganza, se dan cita el dragoneante de la policía
y alcalde de El Cairo, William Molano Ramos, quien casado
con la hija de la primera víctima de Sangrenegra, está decidido
a vengar su honor; Rubén Pita, un ganadero que no sólo quedó
huérfano a manos de Sangrenegra: el bandolero también lo dejó
capado y cojo; sus dos guardaespaldas, Lunarejo y el Mexica-
no, víctimas también del mismo hombre, y, por último, el títere
que Molano Ramos maneja a su antojo moviendo los hilos de
la miseria ajena: Felipe Cruz, un semianalfabeta alcohólico que
vendería su alma por un aguardiente y que, de hecho, ya vendió
la de Sangrenegra, su hermano, por los doscientos cincuenta mil
pesos que ofrece el gobierno como recompensa a quien informe
sobre su paradero (Donoso, 2010).

En esta reseña, Donoso presenta una reflexión importante


acerca de la función de los personajes para encarnar problemas
79
Edwin Alonso Vargas (compilador)

más generales del mismo relato, es decir, un rasgo que sobre-


sale es la representación práctica de los conceptos mediante la
interacción conflictiva de los personajes. Consecuentemente,
la sed de venganza, el honor, el abuso de la autoridad, la am-
bición, la espiritualidad, y los lazos familiares son elementos
experienciales en los diálogos del hilo narrativo de La hora de
los traidores.

2. En búsqueda de una ciencia del bandolero

Las irrepetibles visiones del arte son proporcionales a la


extensión de las variables que interpreta la literatura. Cada
acercamiento a un texto es la posibilidad de reescribir el uni-
verso de sus letras; cada relectura es la capitalización del pla-
cer que deja en el lector; lector que tiene el deber de redi-
mensionar su contenido; y es en ese sentido que la literatura
brinda la posibilidad de acercar el horizonte disciplinar de las
ciencias al lector, con el objetivo de retribuir tal vez no al
autor, sino a su creación, una o muchas palabras que den por
sentado su existencia en el mundo del arte.
No son ajenas a este análisis algunas disciplinas y ciencias
como la psicología, psiquiatría, sociología, historia, análisis
del discurso y antropología; estas actúan como base funda-
mental de gran parte de los análisis teóricos de los textos críti-
cos literarios. Por otra parte, los trabajos investigativos de los
autores que a continuación se mencionarán, proporcionan he-
rramientas pertinentes que facilitan el procedimiento del aná-
lisis de la construcción de una noción psicológica y en parte
literaria de un perfil, en este caso del temido Sangrenegra.
En las alternativas disciplinares de las ciencias, se encuen-
tran adecuados para este ensayo cuatro postulados teóricos.
Inicialmente, Eric Hobsbawm en su libro Bandidos (2000)
hace un recorrido histórico acerca de la imagen social y polí-
tica de los bandoleros, en un interés particular pero cercano al
ya expuesto en Pedro Claver Téllez. Hobsbawm se fija, inicial-
mente, en Europa y en cómo circulaban simultáneamente his-
torias y mitos acerca de bandidos que eran ejemplos de justicia
y que, de cierta manera, pretendían realizar un ejercicio de re-
distribución del bien social. En su trabajo inicial, Hobsbawn
80
Marginalia IV

desarrolla el concepto de bandido social, que partía del héroe


del bosque —Robin Hood—, aquel personaje ya conocido por
su intención bandida pero social que quitaba a los ricos para
entregar a los pobres. Sin embargo, el bandido social se aleja
del surgimiento del personaje central de La hora de los trai-
dores: Sangrenegra es motivado únicamente por la venganza y
la violencia, no hay acto de compasión en él y, por lo tanto, no
hay acto que justifique su mal obrar. Por otra parte, el trabajo
global de Hobsbawm en Bandidos, permite la identificación
geográfica de características del bandolero, algunas exclusi-
vas de poblaciones europeas y africanas, pero algunas otras
comunes al nominal bandolero que se extiende por casi todos
los continentes.
Considerando la magnitud de la presencia de la figura del
bandolero en el mundo, cabe anotar que existe cierta tradición
bandolera en los diversos contextos sociales. Si bien no se
planean terribles acontecimientos como los que rodean a los
bandoleros: el panfleto en la pared, la noticia mal contada que
llega por viajeros lejanos, la música popular narrando las ha-
zañas de tales personajes; todos estos resultan elementos que
han cumplido un papel principal en la perpetuidad del relato
del bandido. Es seguro que las aproximaciones literarias han
ocurrido en continuos trabajos investigativos que han adapta-
do la información proporcionada por múltiples fuentes para
un ejercicio de construcción ficcional.
Vale resaltar que, en el prefacio de su libro Bandidos,
Hobsbawm explica algunas razones básicas para la elabora-
ción de tal investigación, que parte del surgimiento durante
las últimas décadas del siglo XX de obras importantes acerca
del bandolerismo. Se refiere a casos particulares como China,
Turquía, América Latina, el Mediterráneo y algunas regiones
apartadas. Esta nueva literatura ha dado nuevas luces acerca
de este fenómeno social y cultural. Asimismo, argumenta su
trabajo en la siguiente perspectiva:

Debido a la rápida desintegración del poder y la administración


del estado en muchas partes del mundo y la notable disminución
de la capacidad de los estados, incluso los modernos y desarro-
llados, para mantener el nivel de “orden público” que crearon en
81
Edwin Alonso Vargas (compilador)

los siglos XIX y XX, los lectores vuelven a ser testigos del tipo
de circunstancias históricas que permiten la existencia del ban-
dolerismo endémico e incluso epidémico (Hobsbawm, 2000: 8).

Con el interés propio de este análisis, se establece un puen-


te disciplinar entre la teoría sociológica y antropológica de
Hobsbawm, con la alternativa científica de la criminología,
que parte de concepciones psicológicas acerca de la construc-
ción de un perfil, como criterio propio de las ciencias huma-
nas.
De esta manera, es pertinente a este análisis el postulado
de Amar et al. (2011). Parte de un ensayo cooperativo entre la
Universidad del Sinú, Universidad del Norte (ambas de Co-
lombia) y la Universidad Católica de Chile, para la Revista
Latinoamericana de Psicología. El análisis corresponde a una
«Comparación de perfiles de personalidad entre individuos
con delitos contra la seguridad pública, delitos menores y sin
delitos». Esto con el fin de realizar un acercamiento teórico
del perfil del bandolero a una visión psicológica de lo que
ellos exponen como perfiles de personalidad de individuos
con delitos, que termina siendo un término especializado y
cercano al bandolero y que, pese a no ser completamente ca-
racterístico del nominal en cuestión, sí aporta en el sentido de
brindar herramientas y aspectos formales para la construcción
de un perfil criminal.
Estos aspectos formales facilitan la labor de puntualizar,
en los parámetros que brinda la información pertinente, la
construcción del perfil de cualquier persona. Sin embargo,
hay características propias que hablan del comportamiento
proveniente de determinados individuos. Así, se hace sencillo
prever que las condiciones de contextos de los seres sociales
determinan su conducta y la regularidad o irregularidad en su
actividad relacional cotidiana.
Paralelamente a la actividad social que representa la con-
figuración del perfil, existe una connotación judicial que
proviene del bandolero: cada historia o mito del bandido se
configura a través de una infracción o acto delictivo. Al mis-
mo tiempo, es posible considerar en una visión de autoridad
82
Marginalia IV

cómo se caracteriza el perfil de una persona que atenta contra


la seguridad pública en Colombia, teniendo en cuenta la loca-
lidad del relato a analizar en el presente ensayo:

La Policía Nacional (1998) señaló que, para la elaboración de


un perfil psicológico con delincuentes, es importante tener en
cuenta las características de tipo social que distinguen a ciertos
individuos de la población en general. Se estableció que la in-
formación puede incluir: raza, sexo, edad, estado civil, madurez
sexual, posibilidad de que cometa otro crimen, antecedentes po-
liciales, nivel de escolaridad, estatus, y relaciones interpersona-
les, entre otros datos. En este sentido, se puede afirmar que la
elaboración de perfiles es una técnica de investigación judicial
que consiste en inferir aspectos psicosociales (personalidad,
comportamiento, motivación y aspectos demográficos) del de-
lincuente, con base en un análisis psicológico de su persona-
lidad, a fin de identificar el comportamiento usual de un grupo
de personas asociado con la comisión de determinado tipo de
delitos (Amar et al., 2011: 122).

Este postulado resulta fundamental para el análisis de la


construcción del perfil del bandolero Sangrenegra, pues da
lugar a una contextualización que exalte las causas del com-
portamiento de este personaje. Si bien la novela proporciona
un universo creativo para el lector, hay aspectos propios del
desarrollo social de Sangrenegra que pasan por la lectura sin
ser apreciados de manera consciente. Una de las razones pue-
de ser el desconocimiento del contexto político e histórico del
país; en relación con esta razón, pueden surgir conjeturas ais-
ladas acerca del estado psicológico de un individuo que vive
el conflicto en primera persona. Estas conjeturas son eviden-
temente resultado de lo que el lector encuentre en la novela.
De esta manera, cada lector tiene la posibilidad de construir
un perfil, que juega en línea a la globalidad de la que se habla
en Hobsbawn, frente al concepto del bandolero.
Ahondando en los aspectos formales propios menciona-
dos, se ubican las conclusiones del texto «Comparación de
perfiles de personalidad entre individuos con delitos contra
83
Edwin Alonso Vargas (compilador)

la seguridad pública, delitos menores y sin delitos». Particu-


larmente algunos aspectos referentes al “(a) funcionamiento
emocional y conductual, (b) funcionamiento cognitivo, (c) el
desarrollo a largo plazo”:

Es evidente también en estas tres escalas algún tipo de aliena-


ción emocional, es decir, una alteración en la emoción y una
pérdida de control del yo. Son individuos que se caracterizan por
ser suspicaces y hostiles, y que se sienten maltratados o tratados
injustamente; tienen dificultad para aprender de la experiencia,
lo que se evidencia en la repetición de las dificultades; a pesar de
las sanciones, presentan conflicto con la autoridad y la familia
(Amar et al., 2011: 122).

A través de una representación acerca del comportamiento


del individuo con perfil criminal, es posible plantear relacio-
nes claras entre determinados aspectos y bandidos propios de
lecturas previas. Estas representaciones permiten relacionar
el universo literario de múltiples personajes de la ficción lite-
raria con la especialidad de una ciencia como la criminología.
Las características específicas: alienación emocional y
la pérdida del control del yo, entran en diálogo con aquella
“existencia bandolera endémica y epidémica” de la que habla
Hobsbawn. En relación al origen de los grupos armados en
Colombia y los bandoleros que apostaron por militar desde
las montañas, se encuentra una alteración emocional poste-
rior al abandono de sus núcleos familiares para representar la
oposición al gobierno y al Estado. Aquella alteración, conse-
cuencia de unos largos períodos de alejamiento y experiencias
traumáticas en el conflicto, dan lugar a conjeturas acerca del
estado mental inestable de los bandidos.
Claramente, llegan a ser diversas las formas en las que se
representan las experiencias traumáticas del conflicto en el
comportamiento del bandido. Pese a esto, el actuar criminal
se compone de pocas formas y es posible acercarse a ellas a
través del planteamiento de rasgos generales que tipifican el
impacto de los actos cometidos por el bandolero.
Consecuentemente, el impacto del que se habla anterior-
mente compone un fenómeno que se revela en la tradición
84
Marginalia IV

conflictiva de Colombia. Esto argumenta la importancia de


comprender estructuralmente la figura del bandolero como
sujeto común en la historia reciente.
El fenómeno del bandolerismo, como concepto histórico,
es abordado en «Introducción al bandolerismo» (2009) por
Pedro Jacinto Jaén González. Este texto para la Revista Digi-
tal CSFI representa un aporte muy pertinente en la búsqueda
de tipificar al bandido. De una forma poco detallada pero di-
recta se presenta una tipología o clasificación del bandolero
en cuanto a su objetivo como personaje propio de la periferia,
políticamente hablando.
La construcción de la tipología elaborada por Jaén, parte
del análisis histórico del bandolerismo en España y Francia,
considerada la edad dorada de los bandoleros que inicia y
transcurre durante el siglo XIX con el título del bandolerismo
romántico. Adicionalmente, Jaén se compromete a escudriñar
etimológicamente todos los términos que componen los no-
minales de los bandidos: referencias como forajido, salteador
y sicario se desarrollan en un estudio general sobre el surgi-
miento de estas figuras.

3. Sangrenegra como sujeto de estudio

En la visión de la protesta social convergen diversas per-


sonalidades. El nacimiento de los bandoleros constituye un
proceso inicial de inconformidad en la sociedad colombiana
que, a mitad del siglo XX, correspondía a grandes extensiones
de población rural. La pertinencia del estudio de la obra de
Téllez corresponde a la localidad de su relato pues, mientras
Alfredo Molano construye en Del llano llano (1996) una at-
mósfera entre el periodismo y la literatura para el desarrollo
de su crónica histórica acerca de Guadalupe Salcedo en el
oriente colombiano, La hora de los traidores viene a dialogar
con la historia del Quindío, Tolima y Valle, trayendo al pre-
sente el recuerdo de la vida campesina y su trágico desenlace
conflictivo.
En el ejercicio creativo de Téllez, se contempla la expo-
sición de diferentes bandoleros representativos en la historia
de Colombia; la presencia de cada bandido cumple la función
85
Edwin Alonso Vargas (compilador)

de aportar un sentido al posicionamiento de la figura tradicio-


nal de este criminal que generaba terror desde el innombrable
alias que poseía.
Como Sangrenegra se conoció a Jacinto Cruz Usma, ban-
dido oriundo del municipio de Santa Isabel en el departa-
mento del Tolima. Él y algunos reconocidos bandoleros de
la zona como Despiste, Aguilanegra, Malasuerte, hostigaban
continuamente poblaciones como Calarcá, Armenia, Génova,
Pijao, Caicedonia, conformando un corredor criminal que en-
cierra el universo distante de la ficción en la obra de Téllez.
En relación al nominal que acompaña a estos personajes, Pe-
dro Jaén en su «Introducción al bandolerismo» referencia al-
gunas características propias de la construcción del perfil del
bandolero, partiendo del origen del concepto de bandido:

En Roma, el término bandido viene del latín Bannitus (deste-


rrado), que hacía referencia a aquellos que forzosamente aban-
donaban la ciudad en la que vivían, apartándose de la sociedad,
echándose al monte, o descampados para llevar a cabo sus fe-
chorías. En la edad media en España, el bandido era aquel, que
es perseguido por haber sido puesto en busca y captura a través
de un bando (Jaén, 2009: 2).

La anotación etimológica, proveniente del latín y que es-


tablece su origen en Roma, contempla el sentido particular
excluyente del bandido. El término es sinónimo de destierro,
un destierro que se supone impuesto por algún antecedente de
desorden contra la ley y la sociedad, puntualmente una fecho-
ría, como se llama en el texto. El alejamiento persiste a razón
de que los bandidos son perseguidos por largos periodos de
tiempo. En consecuencia, encuentran como ventaja la confor-
mación de bandos con varios bandidos, con el fin de tener más
apoyo y, posteriormente, ejecutar crímenes en grupo. Parale-
lamente a la figura del bandolero, surgen otras como la del ca-
zador, que en alianza con las autoridades se dedica a perseguir
a los bandidos con el objetivo de cobrar recompensas de dine-
ro. Algunos cazadores disfrutan de gran fama, especialmente
por la importancia de sus presas humanas.
86
Marginalia IV

Por su parte Hobsbawm (2000), en su obra Bandidos, rea-


liza una búsqueda del concepto de “bandolero social”, basán-
dose en el recorrido histórico y el papel social que cumple
este personaje que comúnmente tiene su origen en la oposi-
ción política y cuya transformación gira en torno a su partici-
pación en la violencia:

Los bandidos, por definición, se resisten a obedecer, están fuera


del alcance del poder, ellos mismos son ejercitadores potenciales
de poder y, por tanto, rebeldes en potencia. De hecho, el signifi-
cado (italiano) original de la palabra bandito es un hombre “de-
clarado fuera de la ley” por las razones que sean, aunque no es
extraño que los forajidos se convirtieran fácilmente en ladrones
(2000: 25).

Notablemente, la resistencia y la abolición del poder, pro-


porciona la posibilidad de ejercerlo. Los bandidos suelen
apoderarse de regiones extensas de territorio, establecen rutas
para su movilidad sobre terrenos alejados. El alejamiento al
que se someten permite estar fuera del alcance de ley. Por lo
tanto, el control sobre ellos es casi inexistente, razón que les
da licencia para ejercer un apoderamiento de algunas propie-
dades y exigir dinero a los pobladores cercanos a ellas para
financiar su terror.
A partir de los aportes de Jaén y Hobsbawm, es posible dar
cuerpo a características inherentes de la existencia del ban-
dolero, que tiene como factores comunes la contraposición
a la ley, el crimen y la persecución. Es seguro afirmar que,
etimológicamente, la palabra bandido tiene un sentido global,
pues en casi todo el mundo se habla de este personaje. Al
mismo tiempo, su perfil es persistente: desde la Edad Media
se encuentran relatos de personajes con mala conducta, fora-
jidos y ladrones que, a pesar de su muerte, son perpetuos en la
tradición oral de los pueblos.
La tradición oral, detallada en las historias que corres-
ponden al bandido, es responsable de encapsular los sucesos
que rodean el actuar del criminal. De igual manera, aque-
llas historias que se transmiten desde hace décadas, sufren
87
Edwin Alonso Vargas (compilador)

modificaciones en un orden progresivo a su ejecución. Cada


portador de esta información agrega detalles de interés que
le proporcionan subjetividad al relato. Vale aclarar que, el
bandolero como mito, está compuesto de esa facilidad que
significa agregar sucesos un tanto maravillosos a las histo-
rias. No obstante, son esas narraciones las que dan valor a la
historia reciente del país.
El bandolerismo, como fenómeno histórico reciente en
América Latina, sostiene gran parte de la historia de los úl-
timos años en Colombia: cuando se habla de posconflicto
vienen a la memoria las décadas de terror que iniciaron en
las montañas del territorio nacional. La hora de los traido-
res es el recorrido por esa historia no escrita que pertenece a
los que vivieron con temor aquellos días. De igual forma, en
los relatos surge Sangrenegra, un personaje oscuro, resentido,
contradictorio, impredecible, salvaje, sigiloso, intimidante,
aventurero, influyente, bohemio, mujeriego, calculador, bo-
rracho, rebelde, díscolo, malgeniado, embustero, pendencie-
ro, perezoso, hábil, seguro, temido, perseguido, envidiado,
acechado, bandolero, godo y asesino. Así describe Téllez a
Sangrenegra, y así lo percibe el lector; alrededor de él se tejen
extensas conjeturas que dan origen a su existencia bandolera.
Es conveniente considerar los motivos por los cuales Jacinto
se ausenta de su pueblo natal, el aislamiento social y la poste-
rior razón de sus fechorías.
El diálogo entre los textos de Hobsbawn y Jaén permite
aclarar el sentido interdisciplinar que compone el análisis de
la construcción del perfil de Sangrenegra. Las anotaciones de
los trabajos teóricos en referencia componen una base concep-
tual que soporta el trabajo investigativo que se evidencia en
Téllez, es decir, un universo creativo se conforma alrededor
del bandido de la novela. Vale mencionar que la inexistencia
de antecedentes sobre el trabajo del autor permite proponer
apreciaciones que dan cuenta de la retribución de la que se
habla al inicio del texto.
En diálogo con la novela de Téllez, se ubican algunos
apuntes de referencia que aportan detalles para la conforma-
ción de una atmósfera acerca del origen de Sangrenegra:
88
Marginalia IV

Sí, es tolimense. Nació en Santa Isabel, en el norte de ese depar-


tamento. Es de familia conservadora, el quinto de siete herma-
nos, cinco mujeres y dos hombres. Su hermano mayor, Felipe
Cruz Usma, fue el primero en llegar a estas tierras y aún vive
por aquí (2009: 47).

De igual forma, en conversación con los personajes Rubén


Pita y Molano Ramos, se permite comprender la naturalidad
del desplazamiento que sufre la familia de Sangrenegra, la
persecución política que se sufría en el conflicto partidista, ya
referenciado como el proceso de la Violencia: “Venía huyén-
dole a la violencia que se desató en Santa Isabel, una región
por cierto muy liberal. Los corrieron por ser Godos y vino a
dar por aquí, junto con dos primos” (2009: 47).
Es importante mencionar que el desplazamiento, como
consecuencia de la guerra partidista, causa la participación
del joven Jacinto en el conflicto que se desarrolla en su mayo-
ría en el campo. De alguna forma, él se convierte en víctima
de un contexto impuesto, pues la mayoría de campesinos y
militantes de las ideas políticas de los partidos liberal y con-
servador no tenían la formación para comprender los concep-
tos ideológicos de dichos bandos. Por esta razón, se limitaban
a eliminar a su contrincante, por atrevidamente autoprocla-
marse seguidor del bando contrario.
Ver a Sangrenegra como víctima de un conflicto impuesto
no implica legitimar sus actos, sino aclarar que sus acciones
violentas provienen de un antecedente de malestar, por la per-
secución política que sufre su familia; en ese sentido, él pue-
de encontrar una justificación para su venganza. En la misma
conversación entre Pita y Molano Ramos se cuenta breve-
mente la historia que motivó la venganza de Sangrenegra y el
posterior aislamiento como bandolero que lo enfrentaría a las
autoridades locales durante años: reclutado por el ejército, vio
morir a sus dos primos en combate a manos de un grupo de
bandoleros en cercanías a Venadillo, Tolima. Además, la ven-
ganza contra un familiar que había mediado para su reclusión
en el ejército y la atribución de un asesinato nunca confirma-
do, serían los detonantes para que Sangrenegra se convirtiera
89
Edwin Alonso Vargas (compilador)

en un prófugo de la justicia y, posteriormente, en un bandido


de la montaña.
El aislamiento de Sangrenegra se extiende por la Cordi-
llera Occidental de Colombia; geográficamente se encuentra
amparado por un corredor que le permite pasar desde el To-
lima al Quindío y, de la misma forma, tener acceso al depar-
tamento de Caldas y Valle del Cauca. Su auge como criminal
está construido en base a relatos acerca de las persecuciones
que protagonizó en huida de las autoridades, lo cual llena de
simbolismo su vida bandolera, pero aún más, su connotación
desde la existencia histórica en el viejo corredor del Eje Ca-
fetero.
Entre los diálogos de la novela, se menciona constante-
mente las razones que dieron origen al temido Sangrenegra;
entre estos, Felipe Cruz —hermano de Sangrenegra— ma-
nifiesta a Molano Ramos el nacimiento del sobrenombre del
forajido tolimense:

Dicen que Almanegra exigía a sus segundones toda clase de


pruebas y manifestaciones de amistad y lealtad. Jacinto tuvo que
someterse a esa clase de pruebas y retos. Un día, dizque le pidió
que matara a una persona, le hiciera el corte franela y se bebiera
cinco tragos de su sangre. Y Jacinto lo hizo, en presencia de
Almanegra y sus secuaces. Jacinto fue considerado un héroe,
un líder, alguien que merecía respeto y producía miedo (Téllez,
2009: 71).

Aquel suceso motivó a Almanegra para mantenerlo como


subalterno. Tras su muerte, Sangrenegra se convirtió en líder
de aquel grupo. Cierto día lo hirieron en combate con la tropa
y la sangre que brotaba de sus venas, según relatos de testigos,
no era roja sino negra.
Desde entonces, múltiples especulaciones que juegan en la
construcción mítica del bandolero y en la tradición oral de los
pueblos le atribuyeron condiciones sobrenaturales o anómalas.
Son estas interpretaciones las que dotan de respeto, temor y
aprecio en ocasiones a estos rebeldes del monte. La construc-
ción del mito del bandolero parte de despertar sentimientos
90
Marginalia IV

encontrados en sus víctimas. Por ende, sus características se


edifican en los relatos de los afectados, en la experiencia de
sus cazadores y en los rumores que llegan a otras poblaciones.
Se encuentra como característica propia del bandido el enfren-
tamiento a la ley; de alguna forma, se identifica el apoyo de la
población civil al criminal, pues algunos pobladores, pese a
sufrir la dureza de la violencia, mantienen en su tradición oral
la exaltación del heroísmo de aquellos personajes:

Más allá de un determinado lapso de generaciones, la memoria


de un individuo se funde con la descripción colectiva de los hé-
roes legendarios del pasado, el hombre con el mito y el simbo-
lismo ritual, de tal manera que un héroe que alcanza a durar más
allá de este trecho, como Robin de los bosques, ya no puede ser
colocado de nuevo en el contexto de la historia real. Esto es pro-
bablemente cierto, pero no es toda la verdad. Pues la memoria
oral puede durar más de diez o doce generaciones (Hobsbawm,
2000: 151).

Anteriormente, se aclaraba que la visión del bandido so-


cial de Hobsbawm tal vez no rodeaba toda la acción bando-
lera de Sangrenegra. Sin embargo, su vida se ha inmortaliza-
do en la obra de Téllez. La memoria de los pueblos siempre
dará cuenta de aquel bandido como símbolo del conflicto y,
en ese sentido, la connotación social de su existencia puede
significar un recuerdo heroico en algunos pobladores. En el
memorial de la oralidad y la tradición, siempre el nombre de
Sangrenegra es un referente cuando de bandoleros se habla.
Prueba del simbolismo de Sangrenegra es William Molano
Ramos, alcalde militar de El Cairo, pueblo en el que se desa-
rrolla gran parte del relato y testigo del mito del bandolero. Es
él quien inicia un plan para darle muerte al bandido tras ser
revelada, en un sueño, la misión de darle cacería. Tal motiva-
ción hace parte, ciertamente, de una interpretación desde la
oniromancia, en la que se tiene la creencia de que algunos sue-
ños pueden predecir el futuro. Este evento, sumado a algunas
connotaciones espirituales propias de la cultura colombiana,
juegan en la cabeza de Molano Ramos; pero principalmente
91
Edwin Alonso Vargas (compilador)

otorgan a Sangrenegra un poder de intervenir hasta en los más


grandes deseos de otros, y este puede advertirse como un ele-
mento propio de su actuar y notablemente de su perfil.
La construcción mítica de Sangrenegra, como ícono del
bandolerismo en Colombia, recoge también la tradición cultu-
ral que se representa en la espiritualidad del pueblo. Ninguna
condición especial atribuida a su actuar criminal está desliga-
da de las representaciones sensibles que recorren las creencias
de los campesinos y habitantes de los territorios foráneos.
En relación a los aspectos propios del perfil como concep-
to psicosocial, es importante retomar la construcción de Amar
et al. (2011). Resultan pertinentes, particularmente, los aspec-
tos que proponen para la elaboración de un perfil criminal:
raza, sexo, escolaridad, nivel socioeconómico, estado civil,
entre otros. En aplicación del modelo que Amar referencia
en la Policía Nacional de Colombia, se estructura el siguiente
perfil a partir de la novela:
Sangrenegra, hombre mestizo de aproximadamente treinta
años de edad; de estado civil soltero; se conoce que visita
frecuentemente prostíbulos de algunos pueblos de la zona y
en el relato se identifica una vejación a Mariela Hoyos, esposa
de Molano Ramos. La reincidencia de sus golpes criminales
es constante: en sus manos se ejecutan masacres, atracos, em-
boscadas, enfrentamientos con la autoridad. No se conoce su
nivel de escolaridad, sin embargo, se supone que desde muy
joven se dedica a las labores del campo. Posteriormente, es
recluido por el Ejército Nacional hasta el suceso que motiva
su vida bandolera, la muerte de sus primos; por tal reacción
se interpreta que la familia ocupa un espacio importante en
su vida.
Algunos fragmentos de la novela narran las peripecias que
enfrenta para enviar dinero o provisiones a sus padres. Por
otra parte, era un tipo desconfiado que dudaba de la hospi-
talidad de su hermano tras una invitación para volver a El
Cairo. Son aspectos propios de la personalidad del bandolero
la suspicacia y la hostilidad, la sensación propia de maltrato
y la reacción del que maltrata injustamente. En Sangrenegra,
92
Marginalia IV

se identifican el conflicto con la autoridad y una actitud de-


safiante. En palabras propias: “Yo no soy cualquier perico de
los palotes. No ha nacido el verraco que me ponga la pata. Me
voy a dar plomo con el que sea, hasta el último instante de mi
vida” (2009: 68).
El arraigo que sustenta la convicción y vehemencia en San-
grenegra es notable en su actuar criminal. Pese a que el relato
de La hora de los traidores plantea su origen en el periodo de
la Violencia, este bandolero no desarrolla un discurso político
contundente propio de un partidista. Las acciones violentas
que a él se atribuyen se remiten a intereses particulares de
venganza contra casi todo su entorno; las particularidades de
su actividad plantean un ejercicio necesariamente clasificato-
rio que se enmarca en la tipología de Jaén González.
A propósito de la caracterización de Sangrenegra, en «In-
troducción al bandolerismo» Jaén González establece una ti-
pología del bandolerismo basándose en un texto de Cristóbal
Ramírez de Arellano, estudio que se fundamenta en la historia
de los bandidos más célebres de Francia e Inglaterra. En este
ensayo, se encuentran pertinentes tres perfiles que recogen el
actuar social de Sangrenegra; cada uno conforma un rasgo
preciso que dialoga con lo psicológico y político desde una
visión histórica del bandolero. Inicialmente, se encuentran los
“bandidos guapos y valentones”, que traen a contexto la ac-
titud propia del bandido de Téllez: un sujeto temerario, desa-
fiante, que va en busca de aventura y afrontando sus propios
peligros. Es claro identificar el origen de Sangrenegra en un
acto de venganza, propio de una actitud temeraria, que prin-
cipalmente busca víctimas cercanas para hacer justicia por la
muerte de sus familiares y que, a raíz de un asesinato en el
que lo inculparon, es perseguido por el ejército en una huida
sin retorno. La figura eterna de Jacinto Cruz, presente en la
tradición oral de los pueblos, rememora el terror de sus actos
a través de su alias. Resultan interesantes algunos perfiles de
famosos bandidos contemporáneos a Sangrenegra; tal es el
caso de Efraín González, también conocido como Siete co-
lores, y Guadalupe Salcedo, de gran imagen histórica en los
llanos orientales.
93
Edwin Alonso Vargas (compilador)

En cuanto al tipo de actividad en el bandidaje, se encuen-


tran dos tipologías próximas a la construcción del presente
análisis. Por un lado, partiendo del “bandido guerrillero”, que
se corresponde con Sangrenegra principalmente en su activi-
dad delictiva, dirigida a desafiar las autoridades estatales, es
decir, en él se identifican actos propios de la guerra bipartidis-
ta que se referencian en el periodo histórico de la Violencia
en Colombia. Sangrenegra es desplazado, inicialmente, de su
pueblo por ser godo, como se conoce a los partidarios conser-
vadores en Colombia. Sin embargo, en el relato se menciona
que, en el inicio de su vida bandolera, un episodio involucra a
Almanegra, este reconocido por dirigir una cuadrilla liberal y
a la que Jacinto sirvió durante algún tiempo. Cabe mencionar
que, cumpliendo una misión a su superior, surge el alias de
Sangrenegra, hecho referenciado anteriormente. Del mismo
modo, es notable que en la década del cincuenta se inicia la
formación de grupos guerrilleros en el país y la relación de
Jacinto Cruz con líderes guerrilleros de diferentes regiones
facilitó su auge de terror.
En orden consecutivo, se encuentra la tipología de “sal-
teador de caminos y diligencias”. Una categoría próxima a
Sangrenegra, puesto que su financiación económica y la de
sus secuaces en las montañas se sustentaba en continuos asal-
tos a vehículos que cruzaban la cordillera occidental con pro-
visiones, encomiendas y dinero de campesinos que viajaban
hasta las poblaciones más cercanas. Es común que grupos de
entre cuatro y ocho hombres despojaran de sus propiedades a
los viajeros, situaciones similares a las “pescas milagrosas”
de los años noventa en las carreteras del territorio nacional.
Acerca de esta tipología, se debe mencionar que la gran ma-
yoría de bandoleros y grupos armados del siglo XX y de la
actualidad se financian de la misma forma; ejercicio que ha
evolucionado en el cobro de un impuesto o vacuna que se
exige a los comerciantes en varias regiones del país.
La vida de Sangrenegra representa un arquetipo del ban-
dolero: una figura elusiva que interesa, intriga y se queda en
el diario anecdótico de cada lector. Los sucesos de su vida
impresionan y atraen; hacen parte del colectivo histórico que
compone la cronología reciente de Colombia. Sangrenegra es
94
Marginalia IV

un ser mitológico que, pese a no habitar ya estas tierras, ocupa


un espacio en la literatura y tradición oral del país, resaltado
particularmente en la cultura cafetera.

Conclusión: Sangrenegra, una leyenda viva

Pedro Claver Téllez es un bandido de la creación literaria.


Recurre a desandar los pasos que a caballo y machete abrió
Sangrenegra por entre los cafetales de la Cordillera Occiden-
tal. Su labor investigativa, más allá del juicio estético de su
obra, es un trabajo suficiente, que si bien recorre sendas ya
exploradas por otros autores locales acerca del periodo de la
Violencia en Colombia, construye un universo alterno para
abordar eso que García Márquez llama “esta patria densa e
indescifrable donde lo inverosímil es la única medida de la
realidad”.
El perfil de Jacinto Cruz Usma, joven campesino, tolimen-
se de nacimiento, está cubierto por la sangre negra de sus ve-
nas. Su razón, como la de miles de campesinos, es la violencia
que impulsa a dejarlo todo para tomar las armas en un intento
desesperado de hacer justicia: es la misma razón que, hasta
estos días, cubre el presente y el futuro próximo de genera-
ciones que, si bien no se escudan en alharacas políticas para
derramar sangre, sí ocupan las filas de grupos armados.
Las condiciones que rodean el mito de Sangrenegra son
tan pertinentes a la teoría como a la ficción. La versatilidad de
la literatura entra una vez más en diálogo con las disciplinas
y ciencias. Sin duda alguna, cualquier ejercicio que involucre
el desarrollo de la actividad humana desde el arte, tiene el
sentido y el objetivo de ser analizado desde el conocimiento.
Este perfil rinde cuenta de la importancia que representa la
creación de textos que recojan la habilidad, el sufrimiento, el
dolor, la muerte, el placer. Todos ellos sentimientos puros e
inherentes al ser humano. Es así como el sentido del creador
y de su obra es generar interrogantes que permitan respuestas
a través del disfrute de su lectura.
La construcción del perfil del bandolero en La hora de
los traidores de Pedro Claver Téllez reintegra a la vida a
Sangrenegra, así como reúne de nuevo a sus cómplices de
95
Edwin Alonso Vargas (compilador)

fechorías: Desquite, Almanegra, Aguilanegra, Cantinero, La


Gata y decenas de hombres que componen sus cuadrillas y
de los que inolvidables narraciones dan cuenta de la tradición
bandida de Colombia. Tal estudio resalta la fijación y el in-
terés de toda una vida investigativa del periodista y escritor
boyacense, retribuye con aprecio a su obra por las andanzas
que realizó por las montañas de Colombia; él, entre relatos y
trochas, se la juega por contar las desventuras de los bandi-
dos de antaño.
Finalmente, resulta fundamental la composición investi-
gativa de obras como la de Téllez, en el sentido de recons-
truir el proceso reciente de la memoria histórica de Colombia.
También es clave concluir que, en el interés de estructurar
una propuesta para la paz, se deben analizar aspectos sociales,
culturales y políticos que se desarrollan con especial detalle
en los relatos propios de géneros como la novela histórica y
la crónica; textos que proporcionan la posibilidad de ver el
pasado desde la literatura y, a través del diálogo con la ficción,
rendir cuenta de la realidad presente del país.

Referencias

Álvarez, Gustavo (1971). Cóndores no entierran todos los días.


Bogotá: El Áncora Editores.
Amar, José; Cervantes, Marco; Brunal, Gustavo y Crespo, Fer-
nando. (2010). “Comparación de perfiles de personalidad en-
tre individuos con delitos contra la seguridad pública, delitos
menores y sin delitos”. Revista Latinoamericana de Psicología,
43(1): 113-123.
Donoso, Juan Nicolás (2010). “País Bandolero”. Revista Arcadia.
Disponible en: http://www.revistaarcadia.com/imprimir/21456
Hobsbawm, Eric (2000). Bandidos. Barcelona: Ariel.
Jaén, Pedro (2009). Introducción al Bandolerismo. Disponible en
https://archivos.csif.es/archivos/andalucia/ensenanza/revistas/
csicsif/revista/pdf/Numero_15/PEDRO_JAEN_2.pdf
Molano, Alfredo (1996). Del llano llano. Bogotá: El Áncora Editores.
Téllez, Pedro C. (1993). Crónicas de la vida bandolera. Bogotá:
Planeta.
96
Marginalia IV

Téllez, Pedro C. (1993). La dramática vida de un asesino asesina-


do. Bogotá: Planeta.
Téllez, Pedro C. (1993). La guerra verde. Bogotá: Intermedio Edi-
tores.
Téllez, Pedro C. (2009). La hora de los traidores. Bogotá: Pana-
mericana.

97
Marginalia IV

El quinismo en el poema «A satán»


de “El Tuerto” López

Elmer Hernández1

El filósofo quínico es alguien que no se asquea. En eso está


emparentado con los niños que todavía no saben nada
de la negatividad de sus excrementos.
Peter Sloterdijk

Los humanismos que pululan en la modernidad se arro-


gan el derecho de definir al hombre, de enmarcarlo dentro
de comportamientos definidos y de darle forma concreta a lo
que todavía se denomina “alma”. En sus discursos, estos hu-
manismos pretenden saber acerca de la sustantividad humana
o la esencia que le daría sentido a lo que suele denominarse
hombre. Estos discursos se erigen como ideologías nuevas,
pero en verdad se asientan en viejos dogmas; aquellos que
desde Platón han querido “legitimar” la verdad en Occidente.
Su fin es imponer la creencia de la infalibilidad de dicha ver-
dad y suelen materializarse en prácticas de poder. Debe de-
cirse que, en su pretensión de verdad, terminan inaugurando
e imponiendo nuevas falsedades. Por eso, tales discursos se
constituyen en cínicos, si ha de entenderse el cinismo como la
expresión más sutil de la falsa conciencia ilustrada. En defini-
tiva, son discursos cínicos y prácticas cínicas que han arroja-
do al hombre a los nuevos tiempos de la oscuridad. Dirá Peter
Sloterdijk en el libro Crítica de la razón cínica:

1
Investigador y crítico literario. Profesor de la Universidad del Tolima.
Magíster en Literatura de la Universidad Tecnológica de Pereira. Autor del
libro El quinismo en el mundo alucinante de Reinaldo Arenas (2015).
99
Edwin Alonso Vargas (compilador)

Una crítica de la razón cínica quedaría en juego de abalorios


académicos si no persiguiera la interrelación existente entre el
problema de la supervivencia y el peligro del fascismo. Real-
mente, la cuestión de la “supervivencia” de la autoconserva-
ción y la autoafirmación, cuestión a la que todos los cinismos
intentan aportar respuestas, se toca con el problema central de
la defensa de lo existente y de la planificación del futuro en los
nuevos estados nacionales. Con diversos intentos trato de deter-
minar el lugar lógico del fascismo alemán dentro del entramado
del reflexivo cinismo moderno (1989: 37).

Los discursos cínicos atraviesan toda la cultura debido a


que, por su maleabilidad, se adaptan a todas las formas: la
política, la cultura, la historia, la economía. Y una de esas
formas es el arte. El arte que no es inocente, como tampoco
es inocente la literatura. Es decir, que en las formas literarias
puede filtrarse el cinismo a usanza dogmática, y desde allí
contribuye al gobierno de las conciencias.
Pero si bien el dogmatismo ha invadido el pensamiento
a lo largo de la historia de las ideas y se ha acomodado tran-
quilo en los asuntos de los hombres, no puede deshacerse de
su opuesto, ese antagónico que le ha planteado una eterna,
aunque desigual querella: el quinismo. La falsa conciencia lo
es porque se disfraza con ciertas máscaras parecidas a la ver-
dad. Y el quínico lo sabe, por eso pone en evidencia a la falsa
conciencia, quitando sus máscaras (en este caso la mentira o
el engaño que desde el poder se ejerce sobre los individuos)
a partir del humor y la ironía. Dirá Peter Sloterdijk: “Desen-
mascaramiento no significa otra cosa que poner a la luz del
día el mecanismo de la ‘falsa conciencia’, de la conciencia
esclava” (45).
De modo que allí donde campea el rampante cinismo
(constituido en dogma mediante el ejercicio de poder) apare-
ce el quinismo, esa carcajada inesperada, insolente, ingenua
y despiadada, pero a veces triste, derrotada e iracunda. Y el
arte no es un lugar de excepción; ni el arte ni la literatura.
Es posible que al interior de la obra de arte batallen el cinis-
mo y el quinismo, pero también que existan en la historia del
arte obras literarias descaradamente cínicas y obras literarias
100
Marginalia IV

obstinadamente quínicas. ¿Pero cómo saber cuál es cuál? La


única posibilidad válida parece ser la investigación paciente
y diligente, propia de la interpretación hermenéutica, y que
estaría dirigida al desenmascaramiento de la falsa concien-
cia, ese cinismo que siempre parece llegar para quedarse. Dirá
Sloterdijk en el texto referido: “Y aquí, más que en ningún
otro aspecto, queda de manifiesto que la crítica ‘filosófica’ es
heredera de una gran tradición satírica en la que el motivo del
desenmascaramiento, de la exposición pública, del mostrar al
desnudo, se ha llevado siempre como arma” (46).
El poeta y periodista Luis Carlos Bernabé del Monte Car-
melo López Escauriaza, “El Tuerto” López, nació en Cartage-
na de Indias el 11 de junio de 1879 y murió allí mismo el 30
de octubre de 1950. Estudió la secundaria y el bachillerato en
la misma ciudad, al igual que dibujo y pintura. Hizo algunos
estudios de medicina, los que interrumpió al ser puesto pre-
so por el ejército conservador en la Guerra de los Mil Días.
Como periodista, fundó el periódico La Unión Comercial y
escribió para las revistas literarias Líneas y Rojo y Azul, y
para los periódicos La Juventud y La Patria. Ejerció el cargo
de cónsul en Munich y en Baltimore.
Su obra poética es la siguiente: De mi villorrio (1908),
Posturas difíciles (1909), Por el atajo (1920), Versos (1946).
También participó en el libro Varios a varios (1910) al lado de
Abraham López Penha y Manuel Cervera.
Este poeta hizo parte de la generación centenarista del post-
modernismo hispanoamericano. Su obra se clasifica dentro del
canon surgido como reacción posmodernista contra la ironía sen-
timental, propia del romanticismo, y la imaginería modernista;
de ahí su expresión descarnada en temas como los de la mujer,
el amor y la patria. En ese sentido, este poeta adopta una actitud
de burla y una tendencia quínica, no solamente frente a sí mismo
sino frente a los demás; quinismo que también se expresa en una
visión en apariencia pesimista ante los valores de una sociedad
que se aparta de la verdadera condición humana, trastrocándola
por ideales inalcanzables. En consecuencia, prefiere cantarle a
la vida sencilla y a los personajes comunes y corrientes de la
cotidianidad, en contraposición a las pretensiones de una clase
101
Edwin Alonso Vargas (compilador)

“ilustrada” y con ínfulas de una burguesía que no pasa de ser


una caricatura. Dice James Alstrum en La sátira política de Luis
Carlos López:

No cabe la menor duda que la obra poética del cartagenero Luis


Carlos López (1879-1950), es netamente satírica y según el críti-
co Federico de Onís, acarrea “el modernismo al revés” que cons-
tituye el hilo central de toda su antipoesía. Muchos de los versos
satíricos de López van dirigidos contra los políticos y el clero de
su tiempo y presentan una censura mordaz de los cincuenta años
llamados por más de un historiador colombiano como la época
de “la república conservadora” (28).

En esa perspectiva, el poema «A Satán», escrito a princi-


pios de la década del veinte, se constituye en una respuesta
a la moral establecida a finales del siglo XIX en Colombia,
fundamentada en los principios religiosos del judeocristianis-
mo y expresada en las distinciones de las clases sociales. El
poema establece una ruptura y propone una nueva concepción
de la vida y de la muerte, abordando los propios símbolos
judeocristianos. Se destaca el juego de la ironía y del humor
como medios expresivos de la ruptura buscada y como confi-
guración de rasgos quínicos propios.
En la forma, se destaca la métrica clásica, en alejandrinos,
y a través del soneto; no obstante, el poeta suele subvertir y
contaminar este esquema mediante expresiones que riñen con
lo estrictamente clásico. Así, es posible hallar disonancias en
el uso de palabras como “aneurisma”, por ejemplo, y “WC”.
Y sobre todo WC como rima de café, en una clara mofa a las
exigencias protocolarias de las formas clásicas y a las con-
cesiones globalistas y “modernas” en el uso del inglés como
lengua internacional; mofa que es muy dada en Luis Carlos
López, en cuanto el uso que hace de esta lengua y con tal
intención.

A Satán

Acude, rey infernal


Fausto
102
Marginalia IV

Satán,
te pido un alma sencilla y complicada
como la tuya. Un alma feliz en su dolor.
Tú gozas y yo envidio tu alegre carcajada
si un tigre, por ejemplo, se come a un ruiseñor.

¡Mi vida, esta mi vida te ofrece una trastada!...


Mi vida, flor inútil sin tallo y sin olor,
se dobla mustiamente ya casi deshojada...
Y el tedio es un gusano peludo en esa flor.

¡Pensar diez disparates y hacer mil disparates!...


Pues tú, Satán, no ignoras que yo perdí el Camino,
y es triste aquí en la tierra del coco y del café

vivir como las cosas en los escaparates,


para de un aneurisma morir cual mi vecino...
¡Murió sentado en eso que llaman W.C.!

(López, 1994: 81)

El título del poema se constituye en una provocación. La


figura de Satán, en la tradición judeocristiana, es la represen-
tación del mal y lo opuesto al bien, que hunde sus raíces en los
fundamentos filosóficos platónicos que sirven de base al ca-
tolicismo. En su personificación, Satán (o Satanás) representa
los anti-valores impuestos por el catolicismo, los mismos que
habían de arraigarse en la cultura latinoamericana desde la
conquista hasta los procesos de la independencia, consolidán-
dose y entronizándose en los Estados y en el devenir de las so-
ciedades, a través del púlpito, la familia y las aulas escolares.
Satán es un dios malo que se opone al dios bueno. Por sus
excesos y por su capacidad de desear, de reír y de padecer,
este dios es castigado, confinado en el infierno y reducido en
la función de perder las almas de los hombres, en una abierta
competencia con el dios bueno. Al dios bueno se le ofrecen
oraciones en las que se ensalza su grandeza y se reconoce la
puerilidad humana, de modo que, por la humildad y la sumi-
sión, se obtengan sus dones. El dios bueno se erige, así, en
103
Edwin Alonso Vargas (compilador)

el símbolo del poder al cual los hombres y las sociedades se


deben, fundando desde entonces una moral que trasciende la
voluntad y los deseos propiamente humanos.
El poema «A Satán» es una suerte de oración al dios malo,
a quien se le envidia mientras se le admira. De ahí que ofre-
cerle un poema a Satán no se constituye en un desafío sino en
un escándalo, sobre todo si se trata de una sociedad a todas
luces conservadora de los valores católicos y practicante de
la moralidad contradictoria que de allí se desprende: un de-
ber ser situado por encima de la frágil condición humana. Y
“El Tuerto” López es consciente de ello: sabe que molesta,
que agrede, que conmueve a esa sociedad, dado que subvierte
los valores inalcanzables de ese catolicismo platónico, para
situarse al lado de los valores de la dimensión humana del
hombre; esa dimensión que recuerda precisamente su condi-
ción terrenal, limitada y mortal.
Esta idea se corrobora en el epígrafe empleado por el poe-
ta: “Acude, rey infernal”, cuya intención es recordar el Faus-
to de Goethe, obra primordial del poeta alemán, y que, sin
abandonar el mito judeocristiano en su esencia, va a señalar la
tragedia propia del hombre moderno, aquel distinto al hombre
medieval, y que, como pocas veces en la historia, debe enca-
rar su libertad y su destino, quizá mucho más consciente de
las fuerzas interiores e instintivas que lo habitan y que habrán
de prefigurarle su voluntad; pero también más confiado (quizá
en demasía) de la fuerza de la razón humana en el dominio del
mundo y en la construcción del progreso a partir de la filoso-
fía, la ciencia y la tecnología.
De esta suerte, el poema de López se constituye en un de-
safío porque, de paso, desnuda el deseo, el deseo del hombre,
por supuesto, que no es cualquier deseo. Se trata del deseo de
ser, de ser humano, de no petrificarse en la cosificación a que
lo quieren reducir los valores dogmáticos (y cínicos) en su pro-
mesa de una vida después de la muerte. De ahí que la petición
formulada a Satán no sea una petición cualquiera. Debe decir-
se que, según las leyendas populares, a Satán no se le pide un
favor si no es a cambio del alma de quien lo solicita, petición
que recuerda al mismo tiempo el mito fáustico. Aquí el poeta
104
Marginalia IV

cartagenero, que asume la voz de alguien que estaría al lado


del dios-padre (lo que recuerda la postura moral del coro en
la antigua tragedia griega) pide un alma a cambio de su alma;
esto es, el cambio de una esencia por otra, o el trueque de un
alma dispuesta para dios-padre por un alma dispuesta para el
hombre en su locura, su embriaguez y su juventud.
Debe considerarse que el alma dispuesta para el dios-pa-
dre es una y la misma para todos: trémula, devota y obediente,
escoge el camino de la salvación. El alma dispuesta para el
hombre, en cambio, se juega en la incertidumbre y en lo in-
esperado, abriéndose a un sinfín de posibilidades. Dirán los
primeros versos de la primera estrofa del soneto:

Satán,
te pido un alma sencilla y complicada
como la tuya.

Indudablemente, se trata del alma humana, solicitada por


alguien que quiere ser humano, o que lo que quiere es hu-
manizarse en el centro mismo de una sociedad “santa”. Y en
dicha solicitud ese alguien se juega el alma, por cuanto pre-
fiere el alma que simboliza Satán, un alma que, por mucho, es
más cercana al alma humana, o que es el alma humana, pues
deviene en dos padecimientos inexorables: la felicidad y el
dolor. Dice el verso siguiente:

como la tuya. Un alma feliz en su dolor.

Debe señalarse que, en la sociedad dogmática, atravesada


por las religiones de corte punitivo, el goce de los sentidos
está desterrado por la prohibición, el castigo y el anatema. El
único goce posible es el que surge de la contemplación de las
obras divinas y que conduce, en religare, al seno del dios-pa-
dre. Los demás goces son afrentas y pecados, pues ofenden la
creación. Pero también lo es el dolor, no ya el que se constitu-
ye en ofrecimiento para el dios-padre sino aquel que recuerda
el dolor del bíblico Lucifer vencido, dado que recuerda del ser
humano su carácter mortal, humano, terrenal y, por tanto, una
condición pecaminosa y “baja”.
105
Edwin Alonso Vargas (compilador)

No hay más remedio: ante las obras divinas sólo puede


haber devoción. Ante las obras de los hombres se abre la po-
sibilidad de la risa, esa carcajada que da cuenta de los valores
establecidos, degradándolos en su acto espontáneo de goce.
Al respecto, dirá Alfred Stern en el libro Filosofía de la risa
y del llanto:

Hemos dicho que la risa es nuestra reacción frente a una degra-


dación de valores. Con todo, no siempre es una reacción pasiva
provocada por una degradación de valores; a veces es también
una acción provocadora de una degradación de valores (o que,
al menos, busca provocarla). Cuando reímos de una cosa que no
es risible, buscamos degradar su valor. Y a veces lo conseguimos
(1950: 51).

Y Satán goza porque degrada los valores de la creación,


porque de la creación percibe su imperfección y su finitud,
arrebatándole su seriedad y solemnidad: Satán devuelve las
obras de la creación al reino de la tierra, lo que se constituye
en la reivindicación del goce, que es la misma reivindicación
del alma humana cuando, riente, degrada aquellos valores que
la apabullan a través del sentimiento de la culpa. Dice el si-
guiente verso:

Tú gozas —y yo envidio tu alegre carcajada—

Pero Satán no goza ni se ríe de todo, ni por todo. Su risa


es símbolo de una condición humana terrena, entroncada en
los límites de una naturaleza que no ofrece concesiones. Allí
se sitúa el hombre, cuya existencia deviene entre el eros y el
tánatos, el mundo de los instintos y de la carne que responde a
sus propias leyes, y que está bien lejos de la perfección y de la
santidad y muy cerca de la angustia y el dolor. Cierra el último
verso de la primera estrofa:

si un tigre, por ejemplo, se come a un ruiseñor.

En la segunda estrofa del soneto, el poeta se refiere a esa


vida constituida en modelo de la esfera sagrada. Pero la señala
106
Marginalia IV

como una vida que ya no se satisface en sí misma y que, por


tanto, busca salir de sí para hallar la plenitud que sólo le puede
ofrecer la esfera de lo humano. En la esfera de lo sagrado nada
tiene sentido si no es la religare. No hay autonomía, ni liber-
tad, ni el disfrute que ofrece toda existencia fraguada entre la
felicidad y el dolor y que sólo puede construirse paso a paso
mientras vive. En ese caso, todo es quietud y el destino está
prefijado y aparte de toda pregunta. Dirán los dos primeros
versos de la segunda estrofa del soneto:

¡Mi vida, esta mi vida te ofrece una trastada!...


—Mi vida, flor inútil sin tallo y sin olor

Contrario a lo que el poeta busca, la vida en la esfera de lo


sagrado se dispone a morir, pues es en lo escatológico donde
habrá de encontrar su sentido y razón de ser, dado que dicho
“viaje” le permitirá religarse con el dios bueno. El concepto
de muerte, en lo sagrado, alude a la quietud en oposición a la
dinámica de la vida, a su vitalidad y a su deseo de afianzar-
se. Para el poeta, la acción no le pertenece a la muerte como
tampoco le pertenece a la muerte la diversidad de los posibles.
En la acción perviven el error y la equivocación. En la muerte
todo da igual y es lo mismo: un perpetuo estado de melanco-
lía. Dirán los últimos dos versos de la segunda estrofa:

se dobla mustiamente ya casi deshojada...


Y el tedio es un gusano peludo en esa flor.

Y es la muerte dentro de una vida abúlica, vejez sin rudi-


mentos de juventud, esperanza escatológica, la apuesta a una
vida después de la muerte que le da el golpe de gracia al sen-
tido mismo de la vida. Y he ahí la necesidad de una trastada
que cambie el orden del cosmos imperante, en tanto propues-
ta de la divinidad, por un caos humano, preso del azar y la
casualidad. Sin garantías, la vida en la esfera de lo humano
se dispone a vivir plenamente en el mundo terreno, como le
sucede a la célula que brota de la tierra. De la misma manera,
sin garantías, la vida humana va de sorpresa en sorpresa, de
hallazgo en hallazgo, de fracaso en fracaso, afianzando, no
107
Edwin Alonso Vargas (compilador)

obstante, su destino. El hombre es la conjunción de aciertos


y equivocaciones; por ello es un ser contradictorio hasta la
médula del alma. En su carácter neurótico, el hombre carga
el lastre de pensar una cosa, decir y hacer otra: no es posi-
ble la perfección ni la infalibilidad, lo mismo que distinguir
a ciencia cierta entre la normalidad y la locura. El hombre es
una trastada en el mundo y del mundo. El hombre es un ser de
posibles en la vida que contrasta con el único posible que pro-
pone la vida eterna. Dice el primer verso de la tercera estrofa:

¡Pensar diez disparates y hacer mil disparates!...

¿Qué otra alternativa tiene aquel hombre que enrostra la


vida en lo que la vida es y significa? ¿No es acaso el dispa-
rate lo que más desea? ¿No es el disparate lo que marca la
diferencia en el mundo de la identidad? El disparate es acción
que contradice el mundo vigente, la moral socialmente acep-
tada, la abulia surgida de la aceptación del mundo idéntico
en lo inerte. Pero aquí lo interesante es si el hombre alcanza
conciencia de ello; es decir, si se reconoce en su condición hu-
mana: saberse limitado, preso de la incertidumbre, extraviado
en un mundo cargado de azares y posibilidades. Y el poeta lo
sabe y lo admite, en tanto reconoce haber abandonado el ca-
mino “correcto”, aquel que conduce a la salvación mediante
la religare o la abúlica vida, para perderse en los caminos de
lo terrígeno y adentrarse en ese mundo que no tiene un nor-
te específico y que tampoco es atravesado por una sola ruta.
Dice el segundo verso de la tercera estrofa:

Pues tú, Satán, no ignoras que yo perdí el Camino

Es de considerar que ese darse cuenta no está exento de


dolor y de amargura. Antes bien, el hombre desesperanzado
es empujado a padecer su propia tragedia, por cuanto no le
queda más alternativa que ejercer su libertad, con todas las
consecuencias que tal ejercicio acarrea. Al contrario, el hom-
bre esperanzado vive aquella vida tranquila que le ofrece un
destino ya trazado. El poeta así lo reconoce, y reconoce, al
tiempo, el lugar donde deviene su vida: la tierra, la sociedad,
la cultura.
108
Marginalia IV

Sobre esos criterios, la ironía es clara al referirse a “la tie-


rra del coco y del café”. Sin dificultad, se infiere el nombre
de Colombia, y de esa Colombia de principios del siglo XX,
amodorrada todavía en el hastío de una Colonia tardía, car-
gada de prejuicios, de miedos y de inquisiciones. Debe re-
cordarse que “El Tuerto” López estuvo preso por las huestes
conservadoras en la Guerra de los Mil Días. Dirá el poeta en
el último verso de la tercera estrofa:

y es triste —aquí en la tierra del coco y del café—

Es la tierra del sagrado corazón de Jesús, de monjas y obis-


pos, de mujeres rezanderas y de hombres perplejos ante la
ineludible “perdición”, porque son temerosos de Dios y por-
que son hombres. Ese contexto, por supuesto, se torna agre-
sivo para quien ha perdido la esperanza y asume su vida de
la manera más humana posible. Es la tierra del café, del café
colombiano, pero también la tierra del coco, productos de las
geo-culturas Andina y Caribe. ¿Pero cuál coco? Arriesgando
un poco: ¿Se refiere al fruto de la palma costeña o al mismo
Putas con que los padres asustan a los niños desobedientes?
En suma, la tierra que alberga una sociedad sofreída en una
moralidad medieval y ciega, cuyo método es el castigo, la ex-
clusión y la condena.
Situado en la Cartagena de principios del siglo XX, “El
Tuerto” López es consciente de la condición colonial y de
los obstáculos morales que se le presentan al hombre que
pretende vivir la vida, ante los cuales el poeta no puede me-
nos que hacer acopio de la ironía y de señalar el carácter
absurdo de la tradición de una sociedad mojigata, contraria
a los dones que depara la vida sencilla. El poeta hace uso
de una imagen que, además de generar el humor y la hila-
ridad, señala la condición del ciudadano en una sociedad
cuadriculada: la vitrina. Es de tenerse en cuenta que en las
sociedades donde campea una moralidad de corte dogmático
y que se fundamenta en poderes que pretenden la sujeción
de los hombres a las normas, la libertad individual es dé-
bil y la vida privada y el libre albedrío desaparecen. Es una
sociedad donde el mostrarse forma parte de la conducción
109
Edwin Alonso Vargas (compilador)

del individuo; mostrarse según las exigencias sociales para


evitar el castigo, la exclusión y el anatema; un mostrar de sí
aquello que exige la moral establecida. En lo popular aún se
escucha la expresión del “qué dirán” para connotar el temor
a ser observado y sometido al escarnio público.
El poeta habla de cosas en el escaparate como las cosas que
se muestran o que se exponen en una vitrina o ante los ojos vi-
gilantes de los demás. Una vida vivida como esas cosas en los
escaparates está hecha para mostrarse, pero del modo estricto
como requiere ser vista, lo cual significa que, al tiempo que
muestra, también oculta. Es natural que esta actitud comporta
una inhibición del ser que le impide alcanzar autenticidad o
siquiera una aproximación hacia lo que en verdad desea.
En suma, ello significa una vida en la quietud, estacionaria
y estática, constituida en adorno o en objeto digno de ser con-
templado, quizá como ejemplo, quizá como modelo. Son los
cuerpos bien dispuestos y ordenados por la moral imperante.
Son las almas correctas, buenas y justas; esto es, almas ajusta-
das al paradigma. Pero las cosas en los escaparates se cubren
de polvo y se pierden en un tiempo que siempre será el mis-
mo. El poeta compara la vida dentro de los preceptos morales
dogmáticos (la tierra del coco y del café) con las cosas que se
muestran en los escaparates y que se constituyen en objetos
de vitrina. Dirá el primer verso de la última estrofa del soneto:

vivir como las cosas en los escaparates

Sobre ese criterio de la vida condenada a la vitrina, el poe-


ta expande la ironía al recordar la existencia de la muerte,
esa muerte que hace inútil, y más bien risible, la vida vivida
como mero objeto de contemplación. Al recordar el carác-
ter mortal del ser humano, el poeta echa por tierra el “qué
dirán” y postula las bondades y los privilegios de vivir una
vida auténtica, más humana, más disparatada, más atenta al
deseo y a la voluntad del ser del hombre; de ese hombre que,
igualmente, va a morir. Pareciera decir el poeta que, de todos
modos, de cualquier modo y para todos, vívase como se viva,
la muerte, inexorable, espera al final. Esto es: que no se trata
110
Marginalia IV

de la muerte sino del cómo se vive. Dirá el segundo verso de


la última estrofa:

para de un aneurisma morir cual mi vecino...

Allí se señala la fragilidad de la vida y el carácter limitado


y mortal del ser humano, en tanto portador de un cuerpo que
responde a las leyes que rigen el mundo de la naturaleza; un
cuerpo que aparece distinto al cuerpo ordenado, disciplinado
y dócil de la vitrina y el escaparate. Un cuerpo sin el cual nada
es posible, pero que, por ello mismo, se deteriora y muere.
Allí se señala la imperfección del cuerpo del mismo modo
como se muestra la imperfección de esa alma que a partir de
él se ha construido.
Y la onda expansiva de la ironía y la risa quínica cubren
también ese carácter finito del cuerpo humano. Sabido es que
la moralidad imperante del catolicismo, fundada en la teoría
de las ideas de Platón, asume el cuerpo como sinónimo de
pecado, de corrupción, de pasión y, en fin, de sentido demo-
níaco, lo que lo situaría al lado de Satán. En sentido contrario,
el alma es enaltecida en su sacrificio como la parte del ser
llamada a religarse con el dios-padre; es decir, la parte buena
y tendiente al bien.
Así, todo aquello que se relacione con el cuerpo es visto
por la moralidad imperante como pecado y falta; de ahí que
se tienda a ocultar sus alcances: los instintos y las necesidades
que se relacionarían con lo vergonzoso, lo escandaloso y lo
asqueroso. Por supuesto, uno de esos elementos del cuerpo lo
constituyen los excrementos y el acto mismo de defecar. El
poeta, con todo desenfado, cierra el soneto con el siguiente
verso:

¡Murió sentado es eso que llaman W.C.!

Allí el poeta muestra la realidad ineludible del cuerpo en


la existencia humana. Ya no se preocupa por los cuerpos de
las vitrinas sino por el cuerpo en el ámbito privado, aquel que
se escapa a la mirada, que no admite el qué dirán, que regresa
111
Edwin Alonso Vargas (compilador)

libre a su propia realidad de materia que deviene en su trans-


formación constante. El cuerpo ya no está puesto en el escapa-
rate sino que, mientras caga, muere en el retrete, recordando
su condición de mierda en contraposición a la idea que se tiene
de los cuerpos gloriosos de los santos. Allí el hombre vuelve a
ser carne y en la carne halla su sentido último.

Referencias

Alstrum, James (1987). “La sátira política de Luis Carlos López”.


Revista de Estudios Colombianos, (3): 29-33.
López, Luis Carlos (1994). Obra poética. Caracas: Biblioteca Aya-
cucho.
Parnaso (1972). Diccionario Sopena de literatura. Barcelona: Edi-
torial Ramón Sopena.
Sloterdijk, Peter (1989). Crítica de la razón cínica. Madrid: Taurus.
Stern, Alfred (1950). Filosofía de la risa y del llanto. Buenos Aires:
Ediciones Imán.

112
Marginalia IV

El lenguaje y el mundo
de Héctor Rojas Herazo

Gabriel Arturo Castro1

Son pocos los libros que hoy despiertan una profunda in-
quietud; son contados los autores que, a través de una escri-
tura filosa y carente de concesiones, pueden provocar en los
lectores una extraña mezcla de entusiasmo y malestar. Poe-
ta singular, Héctor Rojas Herazo preserva la independencia
de su espacio propio, íntimo y resistente, la resistencia de su
“verdad nómada”, esperanza encarnada, utopía y desencanto
juntas. Su poesía, al no aceptar lo dado, la realidad anodina,
cómoda y superficial, crea su utopía como fuerza de voluntad
para construir otro mundo, paralelo e incluyente, otra figura
del deseo que contiene la fundación de otra mirada, una toma
de posición distinta y una perspectiva diferente. Dicho mun-
do se condensa en la poesía de Rojas Herazo, se abrevia y se
cifra, se compendia en pocas palabras, en número y medida.
Advertimos ese sonido profundo de la vida, con el contra-
punto de la muerte y la memoria, una vida interiorizada, den-
tro de la cual resuena una voz, un rumor incesante y oculto:
la poesía.

1
Poeta y ensayista. Profesor de la Universidad del Tolima. Antropólogo
social de la Universidad Nacional y magíster en Literatura de la Universi-
dad Tecnológica de Pereira. Colaborador del Magazín Dominical de El Es-
pectador, del Boletín Cultural y Bibliográfico del Banco de la República y
de otros importantes medios nacionales. Ganador de los premios nacionales
Aurelio Arturo (1990), Ciro Mendía (2006) y Porfirio Barba Jacob (2009).
Obra poética: Libro de alquimia y soledad (1992), Alquimia de la media
luna (1996), Tras los versos de Job (2009).
113
Edwin Alonso Vargas (compilador)

Espina para clavar en tus sienes

Y me voy a morir tú bien


lo sabes
a morirme de barro bien usado,
a morirme de risa repentina,
de risa de estar vivo como un hombre.
¿Para qué me trajeron cabestreado
por rosas y rosales y escaleras?
¿Para qué me pusieron estos ojos
y estas manos sin aire
y estas venas?
¿Para qué me pusieron tanta lumbre
tanto donde escoger y tanto frío?
Me dan risa este día y esta hora
y esta rosa en su tiesto y este muro
que me grita su yedra y su volumen.

(Rojas Herazo, 1956: 91)

La realidad inmediata, materia y sensación, es el elemento


de su construcción poética. Tal materialidad es espesa, tran-
sida por la mirada intensa, imagen de la memoria, concretada
en el poema. Realidad que se advierte desde su sustancia y
accidentes, valiéndose del entendimiento, voluntad y memo-
ria. Su subjetividad ha reconocido una profunda y auténtica
encarnación de la palabra poética, su necesidad e impulso fe-
cundador.
El poema sale desde lo más íntimo y lo más profundo, ayu-
dado por la invención imaginativa y el acudir a los artificios
propios del lenguaje poético escrito, una especie de alteración
de la realidad positiva, la cual queda trascendida como expre-
sión convencional, natural y racional, gracias a la presencia
dominante de una realidad espiritual. Así lo manifiesta Johan-
nes Pfeiffer:

Tal vez es la virtud de la poesía: revelar el ser de la Existencia,


no como algo pensado en general, sino como algo que se ha
114
Marginalia IV

vivido una única vez; no como una cosa en la que se medita


abstractamente, sino como ser concretamente contemplado. Y
esto es lo que nos da la poesía: atemperada iluminación del ser
y poetización imaginativa del ser en el seno del lenguaje plas-
mador (2001: 117).

El poeta, en la transmutación de la naturaleza, advierte en


las cosas símbolos, figuras e imágenes encerradas en ellas y
que comunican afectos, emociones, lo sensible humanizado.
La poesía potencializa lo litúrgico, lo inteligible, lo natural,
permitiendo la entrada a lo sobrenatural, a la sobrenaturaleza.
El poeta Rojas Herazo siempre intentó substantivar la fe, en-
contrar la sustancia de lo invisible, de lo inaudible, de lo inasi-
ble, alcanzando un mundo de rotunda y vigente significación,
un mundo verdaderamente germinativo, de impulso creador,
donde la respiración del hacedor o demiurgo deja una huella
que puede ser conversada o escrita, es decir, humanizada.
Se produce así una valoración extrema de lo sensible y la
excitación de los sentidos, es decir, la naturaleza se integra
con la vida espiritual, descubriendo las ocultas y misterio-
sas relaciones entre sí. Así el poeta instaura, según Heideg-
ger (2000: 74), abre un mundo, lo establece o lo funda, y “lo
mantiene en imperiosa permanencia”. Por ello, si “poetizar
es la más inocente de todas las ocupaciones, el lenguaje, en
cambio, es el más peligroso de los bienes” (126).
Por su parte Jorge Larrosa recalca: “El lenguaje es el modo
primario y original de experimentar el mundo. El lenguaje es
el modo de aparición del ser” (2003: 75). Lenguaje que tie-
ne como característica del libre poetizar, posibilidad latente
y transgresión permanente de la palabra, su ruptura con lo
establecido, su necesaria valoración crítica. A este respecto
agrega Larrosa:

El romperse de la palabra es aquí una suerte de desfallecimiento


al que toda palabra como palabra ya dicha está destinada. O, di-
cho de otro modo, el romperse de la palabra alude a la constitu-
tiva finitud de todo decir constituido, de toda relación represen-
tativa entre palabras y cosas, de todo horizonte de la experiencia.
115
Edwin Alonso Vargas (compilador)

El fulgor del nexo entre lenguaje y mortalidad no puede ser otra


cosa que la intuición de la mortalidad propia del ser en tanto
que dicha mortalidad está ya anunciada en la finitud propia del
lenguaje (2003: 73).

La inquietud de dicho lenguaje es también la impugnación


y reinterpretación de los lenguajes habituales, repetitivos, los
impuestos por la costumbre o los poderes entronizados en
las instituciones, los propios de la continuidad irreflexiva, de
tradiciones caducas. Ante ello, el lenguaje personal se pone
en crisis para experimentar y vulnerar el mundo representado
y administrado para todos. Ballestero lo dice de la siguiente
manera: “Lo que es fecundo y está destinado a expandirse
debe brotar como error o desvío, viéndose así forzado a prose-
guir su camino en un proceso de trabajosa crítica y violencia”
(1980: 99).
Henry Luque Muñoz escribió que “la poesía es aquí, en
la obra de Héctor Rojas Herazo, la urgencia del consuelo que
irrumpe como fuerza interna y demoledora a la vez, y que
proviene del mestizaje entre un escenario de violencia y la
utopía bíblica del consuelo, sostenido secreto, oculto arcano
de su quehacer” (1983: 26).
Mario Rivero sentencia de manera contundente la actitud
poética de Rojas:

Poesía vigorosa, con la fuerza de autenticidad, Rojas Herazo ha


sido una conciencia poética, que se expresa con sentido de crisis
y de desconfianza, frente a las maneras literarias de una cultura
impostada que se encorseta en el lenguaje; y ya desde la década
de los 50, asume el riesgo personal de lanzarse contra él, para
sacudirlo con una potencia verbal de cuño dionisiaco (1994: 3).

Entonces, ¿cuál es el misterio de la poesía de Héctor Rojas


Herazo?: convertir la materia en vida y espíritu, enlace de lo
dado y de lo buscado, expresión de los esfuerzos y búsque-
das, unión de reflexión y espontaneidad que da como fruto
la trascendencia en el poema, lugar de profundas resonancias
religiosas y la revelación de un mundo invisible. Como su
116
Marginalia IV

búsqueda poética la impulsa la llamada de la voz interior, el


poeta se encamina a la Palabra.
Nuestro autor así lo plasmó en un fragmento de uno sus
poemas:

Más tarde preguntaba por tu nombre,


a todas las cosas llamaba.
Frenéticamente sacudía
todo lo que en mí es distancia y negación.
Pero aún no había aprendido las palabras
y me quedaba ciego
y era terrible escuchar tu soledad y tu llamado.

(Rojas Herazo, 1952: 24)

Sabe que la poesía es la intuición de un duro ejercicio te-


rrestre, encuentro y diálogo de la agonía. Ir al encuentro de la
Palabra poética, prolongación del hombre, secreto soportado,
retenido y callado; inclinación de los sentidos, agudización
del olfato, el hambre como inocencia y herida de la luz. La
poesía para Rojas Herazo es la señal de un encuentro, lento
y ardiente. ¿Qué buscaba de ella? Su pulso, su silencio supli-
cante, la necesidad y el reclamo de un camino donde existen
muros y piedras que niegan el paso, tal como lo señala la parte
última de su poema «Cantinela del desterrado»:

Heme aquí con mis días,


mis semanas, mis meses, metidos en cintura.
Jugando a mis tendones.
Con una abeja simple fabricando mi mocus.
Con mis botones aferrados
para cubrir el vello y el hedor de mis nervios.
Heme aquí con mis lunares y mis letras.
Mi nombre no concuerda ni importa.
ni hace caso en el hondo paladar de estar vivo,
de atrás,
de aquellos que molieron su muerte
y se volvieron cal y fuerza entre mis huesos.
117
Edwin Alonso Vargas (compilador)

Yo no pido respuestas o ladridos.


Yo no quiero una cláusula que me limpie las uñas.
Yo nada quiero nada,
sino llegar, mirar, olfatear y después
dejar que otros deshagan, con su furia de vivos,
mi paladar, mi huella, mi sangre y mi camino.

(Rojas Herazo, 1956: 33-34)

La Palabra, aquí, es la expresión y comunicación de lo in-


efable, pues la palabra poética es algo único, capaz de sugerir
y evocar una aproximación al misterio. El impulso es la nece-
sidad interior: el ansia, el júbilo, la fuerza impetuosa. El ansia
es no poder dominar la palabra contenida y la expresión es la
germinación del poema y su objetivación en la forma. Supone
el reencuentro con el mundo, el desbordamiento expresivo, la
actividad creadora de profunda experiencia donde las fuerzas
misteriosas llegan a tomar posesión, figura y hechura. Porque
todo está integrado como una totalidad que trasciende carne y
espíritu, materia y palabra. La poesía responde a una profun-
da vivencia del individuo y el poema será una forma sentida
y material. Juan Manuel Roca expone sobre este tópico de
Rojas Herazo:

Ciudadano de un patio, Héctor Rojas Herazo nos hace partícipes


de un festín de la palabra. Dice patio, y ese sólo vocablo se llena
de barcos que suenan como si fueran los trombones del mar, o
corretea la memoria en medio de las tufaradas del óxido que
emanan de la flor de la chatarra, o nadamos en las aguas de la se-
nectud que nos recuerdan las cercanías de la muerte (2001: 11).

Dios es para él un pariente bajo el mismo techo; Abel y


Caín dos amigos de los suburbios del Paraíso. Leamos el frag-
mento de un poema:

Trópico
de membrana y de fuego.
Tú eres la pezuña y el óxido,
118
Marginalia IV

el diente cariado,
el zumbido de las totumas
en los ojos del agua.
Tú eres la gran fauce.
La iguana y el blanco vestido de almidón.
Los taburetes en el velorio
y el mediquillo con nombre de tenorio
y un almanaque encinta para parir un hisopo.

(Rojas Herazo, 1956: 27)

Este «Primer cartón del Trópico» está repleto de pianos


melancólicos en la tarde, aquellos que diluyen la siesta y la
plaza como lugar exquisito de encuentro. La melancolía sería
allí también esa noción que lleva a la tristeza del mañana,
del recuerdo de los cuerpos de barro que el tiempo destruye,
muerde y avienta.
Como una voz auténtica, llena de sensibilidad, conciencia
y base interna; sinceridad, acuerdo entre tema y tono, motivo
y ademán, la poesía de Héctor Rojas Herazo no se ha liberado
de la corporeidad del diálogo humano y de la mutua compren-
sión. Su originalidad es una actitud interna: “peculiaridad y
resolución de la Existencia, es condición previa de toda poe-
sía verdadera” (Pfeiffer, 2001: 69).
Porque, desde la perspectiva de Julián Malatesta:

El poema es la construcción de un mundo posible, un mundo su-


jeto a sus propias reglas y leyes, puesto en marcha ante los ojos
del lector demoliendo en él su pre-alistado saber, su destreza
habitual, provocando en el receptor la necesidad de habitar este
mundo que ahora se le ofrece (2008: 51).

Cada poema es una visión inusitada que reencarna desde


la realidad experiencial del mundo de la escritura, la emo-
ción real-original que generó el hecho poético. Primero toda
la sustancia emocional, sensibilidad e intuición, y segundo, la
formalización de la construcción del poema, la voluntad de
reflexión y constitución del texto literario. Porque el fin del
119
Edwin Alonso Vargas (compilador)

poema nunca podrá ser otro que regresarnos al inicio de su


creación, al principio de su génesis.
Los elementos de la vida sensible pueden pasar a designar
una realidad invisible. Se crea la doble emoción de la realidad
y lo trascendente, hecho posible porque la expresión hecha de
la naturaleza ha sido recreada y reanimada por la experiencia
del poeta, su práctica, conocimiento y saber sobre su mundo
interior y el mundo de las formas externas. El puente que se
interpone entre esos mundos es la memoria que propicia la
espontaneidad de su imaginación, la traducción, vivificación
y transformación de su propia experiencia. En efecto, la es-
critura poética de Rojas Herazo está atrapada por la tensión
existencial, entre sus emociones auténticas y sus experiencias
ficcionales, también legítimas, una encrucijada donde nues-
tro poeta va a salir airoso a través de la creación del poema,
encuentro de los territorios del ser y el arte: la voz y la letra,
unidas en el lenguaje. Afincado en la voz y la letra, pasando
por la escritura, instalado en la emoción y la experiencia, Ro-
jas Herazo regresa siempre al lenguaje, la poesía de las pala-
bras, la invisible, la primera originaria. Poesía como vuelta a
los orígenes, a los conjuros, a los rituales, al ceremonial del
hombre castigado. Un espacio redimido y dignificado, que en
palabras del mismo Rojas Herazo: “Adquiere su gracia primi-
tiva, su profundidad y su magia” (Peña Dix, 2004: 197).
Entiende que la poesía es primero sustancia y luego pro-
ducto, enunciada por la voz de su significado humano y del
sentido histórico que su experiencia nos ha ido relatando. O
lo que es lo mismo, la poesía de Rojas Herazo está fundada
en la posibilidad de la experiencia, en su acogimiento e ins-
cripción, pero a la vez sentida como una paradójica tarea: la
imposibilidad de expresarla y sin embargo el intento de su
realización a través del poema. Maurice Blanchot expresa así
esta encrucijada:

La obra no es la unidad mitigada de un reposo. Es la intimidad


y la violencia de movimientos contrarios que nunca se concilian
ni se apaciguan mientras la obra es obra. Esta intimidad donde se
afronta la contradicción de antagonismos que son inconciliables
120
Marginalia IV

pero que, sin embargo, sólo tienen plenitud en la oposición que


los opone; esta intimidad desgarrada es la obra (1969: 214).

El desgarramiento es la amenaza en el poema y el poeta se


enfrenta al peligro de la oscura quemadura, del martirio y el
fantasma, pues arriesga el lenguaje, porque según Blanchot
(1969: 35) en el lenguaje la palabra ya no nos remite al mundo
como abrigo sino al silencio del desamparo, de la ausencia,
del sin-sentido, de la errancia, lo cual tiene lugar en la intimi-
dad de la palabra, donde “hablar aún no es sino la sombra de
la palabra, lenguaje imaginario y lenguaje de lo imaginario”
(Blanchot, 1969: 42). Lenguaje que es un murmullo incesante
e interminable, el cual sólo escuchamos mediante el silencio.
“El silencio sería el regreso a las fuentes mismas de la pa-
labra. Lo original, en efecto, es el silencio”, dice Guillermo
Sucre. Pero ese regreso es un punto de partida:

La verdadera intensidad es silenciosa. El silencio hace hablar al


lenguaje y, por supuesto, lo contrario es igualmente cierto. En
ambos casos, lo que realmente importa es la intensidad de lo que
se dice o se calla […] El silencio está al comienzo y también al
final de la palabra. Rodeada en sus dos extremos por el silencio,
¿no es más verdadera la palabra, más verdadero lo que ella nom-
bra? El silencio es otra forma del homenaje al mundo y a la vida,
otra forma de plenitud (Sucre, 2001: 293).

Ni exuberancia verbal ni laconismo en Rojas Herazo, sino


la medida justa a su lenguaje en la extensión exacta, rigor,
continuo deseo, secreta pasión; su obra, gran paradoja, se ex-
pande hacia el mundo y, sin embargo, se concentra alrededor
de sí misma: “poesía construida sobre la carnalidad”, en pa-
labras de Felipe Agudelo Tenorio (2005: 11). De acuerdo con
Guillermo Sucre, “las palabras se dicen con o sin propósitos
ulteriores. Las palabras mantienen una presencia o la evaden
en su vuelo, son espontáneas o fundadoras, recurrentes o aza-
rosas” (2001: 180).
Conflicto que hace nacer un don: el escepticismo y la sos-
pecha, atributos propios de la poesía de nuestro autor, cuya
121
Edwin Alonso Vargas (compilador)

lectura siempre nos deja al límite de la incertidumbre, propia


de una escritura que funde su origen oral, el de la conversa-
ción coloquial, con la condición literaria del poema; carac-
terística que hace de su poesía una genuina experiencia con
el mundo en su misión de atravesar la espesura del lenguaje.
Entonces, Rojas Herazo atraviesa las huellas de ese decir ori-
ginario, exprime las palabras y consigue con ello la perpleji-
dad primaria, dominio de la verdad interior. Porque escribir,
subraya Blanchot, “es obligar a su propio lenguaje a tener la
profundidad de lo imaginario: la palabra infinita, irreductible”
(1969: 42).
La palabra de Héctor Rojas Herazo siempre hay que en-
contrarla e inventarla de nuevo, tratando de recobrar el len-
guaje de su nacimiento, del instante en que llegó por primera
vez a este mundo. Por lo tanto, según esta reflexión, la poética
de Héctor Rojas Herazo es una poética del comenzar, porque
según Peter Sloterdijk:

El comienzo real para nosotros nunca aparece más que en los


resultados de su ser ya comenzado. La conciencia de nuestra
presencia actual, por tanto, está recubierta con la escritura jero-
glífica de unos comienzos más antiguos que han de descifrarse y
evocarse de nuevo para tener algo que decir (2006: 18).

Al escribir, al expresarse y exponer su poesía, al hacerla


existir, Rojas Herazo se constituye como poeta que abre un
lenguaje, es decir, un singular mundo lleno de sonidos, pala-
bras, imágenes, escenas, personajes, atmósferas, secuencias,
una especie de palabra extraordinaria, con sus propias sílabas,
consonantes y vocales, únicas e irrepetibles, sílabas vivas y
ocultas que luchan por encontrar su huella, lenguaje que es
narrado por Sloterdijk:

A partir del primer aliento, incluso desde los primerísimos esta-


dios de la noche intrauterina, toda vida es receptiva a la escritura
como una tablilla de cera, tan permeable como una película sen-
sible a la luz. En este material nervioso se graban los caracteres
inolvidables de la individualidad. Lo que llamamos individuo es
122
Marginalia IV

básicamente el pergamino viviente en el que se dibujan, segun-


do a segundo, los perfiles de la crónica de nuestra existencia en
medio de una escritura nerviosa (2006: 20).

El vocabulario de la poesía de Rojas Herazo, desde la pers-


pectiva de Sloterdijk (21), se forja en medio de donde nace el
lenguaje: las marcas de fuego, el tatuaje, las improntas gra-
badas bajo la piel. De allí germina el gesto de apertura y de
ruptura del poeta, su manifestación y voz, su sacrificio bajo
un cielo común.
Lo anterior presupone un continuo fluir poético y un espí-
ritu siempre abierto al asombro; dos condiciones de la pleni-
tud y penetración de su poesía, considerada ésta como un todo
orgánico, orquestación de voces, tonos imágenes e ideas.
Porque la condición poética de Rojas Herazo entraña en
su esencia la valoración de los elementos del lenguaje que
se expresan por la voz: el acento, la entonación, el registro
personal, el ritmo, la vibración interior de las palabras, sus
resonancias en todo su valor como oración o diálogo, comu-
nión, lugar de encuentro entre los hombres. Sobre esta cues-
tión Beatriz Peña Dix expresa lo siguiente:

Nausícrates Ricardo era un habitante del pueblo natal de Rojas


Herazo, Tolú, Sucre. Para Rojas Herazo, el personaje encarna
aquello que él mismo llama el héroe común y corriente, que
vive sumergido en el anonimato del diario vivir. Con este tipo de
poesía en prosa, Rojas Herazo destruye, en buena medida, a los
héroes míticos y bíblicos de sus primeros trabajos para construir
la grandeza del habitante cotidiano (2004: 151).

Visión que hace parte de una autoexploración de su ser


y su ámbito vital, privado, y lo colectivo interiorizado: sus
sabores y olores. Luis Alfonso Ramírez Peña, a propósito de
lo anterior, afirma que la obra literaria se realiza a partir de
distribuir las voces compartidas o asumidas sobre mundos re-
feridos. Comienza con una experiencia del autor, pero se am-
plía al mundo de la cultura, de su imaginación y aprendizaje:
123
Edwin Alonso Vargas (compilador)

Lo obra literaria es una voz original e íntegra que se separa de


las voces interlocutivas, no hay prefiguración de lectores sin-
gulares, los presupuestos de la producción desaparecen porque
las circunstancias no se complementan en la obra, más bien ésta
crea su propia situación. Sin embargo, la obra está unida a la
realidad profundamente vivida y sentida por los interlocutores,
desde la cual se encuentran en alguna perspectiva. Son esas vo-
ces ocultas de las visiones de mundo, de ideologías, sentimien-
tos y resentimientos y hasta intereses personales que subsisten
en cada una de las personas y más en los artistas (2008: 219).

Aquí el poema es expresión y forma de comunicación in-


tensa de experiencias y pensamientos. Expresa, sugiere un es-
tado emocional y determinado de esa experiencia, porque la
poesía de Rojas Herazo es plegaria y alabanza, humanización,
encarnación de la palabra poética que contiene una verdad
interior y misteriosa, revestida con esa carne viviente del len-
guaje que es el poema. Y la comunicación puede llegar con
el poema más allá de donde suelen llegar las palabras deteni-
das: la poesía como la larga prolongación del hombre. De tal
forma, la poesía logra la máxima tensión expresiva. Leamos
estas líneas del autor en homenaje al pintor mexicano Rufino
Tamayo, artesano de la luz:

Esplende el sol tajado en la sandía


que efunde azul en pétalos de azufre.
Desde antes de nacer ya conocías,
leyendo muy despacio,
los códices de jaguar y de azúcar
en sedientos guerreros
y la aprobación de negras lunas
para el sacerdote que fragua la cosecha
y reparte la lluvia.

(Rojas Herazo, 1995: 67)

El pincel del pintor hace zumbar los colores y se hunde en


los abismos del maíz, los mismos granos que hallamos en el
124
Marginalia IV

fondo de la garganta del ídolo y en la siesta del emperador de


aquellas tierras inundadas de amarillo, lienzos, sedas y sali-
vas.
Entonces el poeta hace parte de ese mundo, por lo que el
conocimiento de éste incluye el del poeta por el propio poe-
ta. La conciencia poética es autoconciencia y conciencia del
mundo en su complejidad. Pero a la vez es conciencia del pro-
pio lenguaje: su indagación y conocimiento, sus capacidades
y limitaciones. El lenguaje está en el centro de su poesía y al
unísono la poesía es una lucha constante con el lenguaje, el
centro de su constitución. El poeta intenta decir lo inefable,
porque la poesía es palabra sobre lo desconocido e indagación
acerca de realidades que no conocemos. En Rojas Herazo la
poesía es una forma viva del lenguaje, palabra penetrante y
sugerente que enciende y arrastra por el contenido espiritual
y material. Para tal efecto descompone el mundo visible, re-
hace la realidad para expresar todas sus posibilidades y rami-
ficaciones imaginables. Lo real es iluminado en todos sus po-
ros, la poesía la penetra y crea otra perspectiva y posibilidad
de realidad. Leamos, a propósito, su homenaje a Van Gogh,
«Una lección de inocencia»:

Van Gogh pintó una vez


el retrato del mundo.
Allí estaba todo:
las flores que se abren
y las puertas que se cierran,
los días del llanto
y los días de oro,
los senderos y los sueños,
los ramajes y las palomas.
También un niño
mirando dos amantes
y también la hora del nacimiento
y la muerte de cada hombre.
Para lograr ese retrato, Van Gogh
no tuvo sino que pintar una silla.

(Rojas Herazo, 1995: 70)


125
Edwin Alonso Vargas (compilador)

De acuerdo con este poema, el mediador y sintetizador


del acto poético es el lenguaje. La realidad poética se cons-
truye en el lenguaje, gracias a la acción verbal de un sujeto
que busca y explora entre la realidad objetiva y subjetiva y la
experiencia poética de ella. Dicha búsqueda es participación
activa, suma de intuición y sabiduría, periplo que da cuenta de
una poesía habitada por la llaga luminosa y la sal en la vieja
herida, las cuales hicieron de Rojas Herazo una voz fuerte
que escribe historias demoradas, añejas con olor a mar, entre
la carcoma y la lepra de las piedras, leves sonidos y sueños,
cuerpos abonables, deseos vegetales, frutos temblorosos, a la
manera de un rito prolongado, lejano y endurecido, donde to-
dos esperamos un huésped en el umbral, quizá la puerta, el
principio de la muerte, “un verdadero sitio / junto al perro y el
ataúd de pino / y la anciana que avienta sus desperdicios a los
pájaros” (Rojas Herazo, 1952: 51).
Su intuición del mundo está dotada de una intensa sensa-
ción de realidad concreta y vivida, de la cual parte. La pre-
sencia de un yo sensible y sensitivo, se eleva a través de la
vibración del afecto o desciende a una intimidad reveladora
de lo real.
Explora la conciencia insatisfecha del ser humano que su-
fre en un mundo, paraíso en ruinas, habitado por la muerte,
donde el deseo queda ávido y la memoria se esfuerza por re-
conocerlo como un lugar de vida auténtica.
Dicho espacio es meditativo, íntimo y extremo, porque nos
permite cobrar conciencia de la experiencia desoladora del
lenguaje. Insinúa entre palabras, imágenes y sentencias, fila-
mentos que se disipan, nudos, relámpagos de sentido, espejos
cegadores, espejismos, diálogos en las sombras; preguntas
sobre Dios, el lugar del exilio, el desierto de Caín errante, el
abismo de las palabras, la insistencia de la escritura y el Libro,
una escritura terrenal de la vida que lleva consigo el porvenir,
el consuelo embriagante de la luz, la luz incorruptible y sin
límites, una luz que es la piel del poema; la sombra más fuer-
te, el acento sobre el mundo que acoge la misma magia del
sueño, el idioma del blasfemo y el rebelde, la memoria desga-
rrada y lacerante que se guarda en la lengua, la cual extrae su
126
Marginalia IV

poder del reino de la ruina, del fango de la muerte; la hondura


del horror, cuando el rostro de Dios se oscurece y guarda para
sí una dimensión enigmática, impronunciable.
En Rojas Herazo, la antigua casa del lenguaje se ha hecho
habitable, porque contiene y ordena al mundo, su cosmos y
universo, “idioma de colirios y lenguaje de lanzas”, tal como
lo dice en el poema «Los salmos de Satanás»:

Aquí hay gran cartel de oro que reza:


“Prohibido terminantemente el uso del espliego en las cocinas”.
Quiero empinar mi diente,
tejer mi corazón con agujas de eneldo.
Alguien me olvida,
por alguien prisionera
mi luz ha de llorar su entrañable albedrío,
la espuma que esparcieron sus alas,
y el cansancio de esa primera madrugada
en que un fósforo mío se encendió sobre el hombre.
Quiero tener cerca de mí unos dedos,
una música,
un niño con una flor para mis ojos ciegos.
Pregunté por Tu nombre en el idioma de los lirios
y me respondiste en el lenguaje de las lanzas.

(Rojas Herazo, 1956: 83)

Referencias

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127
Edwin Alonso Vargas (compilador)

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128
Marginalia IV

La descomposición del personaje dramático


en la dramaturgia
de Fabio Rubiano Orjuela

David Fernando Agudelo Miranda1

¿Qué es, para un personaje, su propio drama?


Cada fantasma, cada criatura del arte,
para llegar a existir debe tener su propio drama.
Es decir, un drama del cual sea personaje
y por el cual es personaje.
El drama es la razón de ser del personaje,
es su función vital: lo necesita para existir.
Luigi Pirandello

Desde El negro perfecto (1987) hasta Cuando estallan las


paredes (2018) se traza un marco referencial de más de vein-
te obras en las que Fabio Rubiano Orjuela, durante más de
treinta años, ha consolidado una poética personal desde una
escritura para la escena, desarrollada de manera prioritaria en
torno a su productividad artística con el Teatro Petra. En su
labor como dramaturgo, director y actor, ha desentrañado los
lenguajes de la práctica teatral para asentar una identidad dra-
matúrgica que se ha decantado en sus últimas producciones,
conservando la pulsión sobre la experimentación con los ele-
mentos de la composición dramática.
A continuación, se presentará un ejercicio de análisis, es-
pecificando lo concerniente a la descomposición del personaje

1
Profesor de la licenciatura en Literatura y Lengua Castellana de la
Universidad del Quindío. Magíster en Literatura de la Universidad Tec-
nológica de Pereira. Este ensayo corresponde a un componente del tercer
capítulo de la investigación titulada Fabio Rubiano Orjuela: Una poética
de la descomposición.
129
Edwin Alonso Vargas (compilador)

dramático para determinar las configuraciones en las que este


tipo de ruptura se manifiesta en la obra de Fabio Rubiano. Se
parte, entonces, de una selección de la dramaturgia del autor,
tomando como referencia un corpus de cinco obras: Desen-
cuentros (1989) 2, María es-tres (1991), Amores simultáneos
(1993), Cada vez que ladran los perros (1999) y La penúlti-
ma cena (1999). Las tipificaciones que se harán responden a
problemáticas ontológicas y artificios literarios, de tal manera
que confluyen en los distintos tipos de descomposición del
personaje en su escritura teatral y la correspondiente repre-
sentación del individuo que se deriva de estas. Se hace nece-
sario precisar, entonces, que no son exclusivas de un texto en
particular, el pretexto de distinguir su disposición en obras es-
pecíficas solo obedece a un acercamiento a la caracterización
de las múltiples formas en las que el personaje manifiesta su
puesta en crisis dentro de la dramaturgia de Rubiano.

Descomposición del personaje dramático

El personaje se ha constituido como uno de los ápices de la


reflexión teórico-estética alrededor del teatro. Esté subordina-
do a la fábula, elevado a una categoría esencial en el “drama”,
radicalizado en su función imitativa por el “naturalismo”, de-
terminado por las condiciones sociales, escindido tras su rup-
tura con el modelo tradicional o “amenazado por el actor”, las
huellas de lo real se han fundido en su disposición ficcional,
ya sea por imitación, representación o simulación de lo hu-
mano. Lo cierto es que su puesta en crisis, formulada desde el
cuestionamiento de la forma dramática, ha derivado distintas
formas de a-parecer en la escritura escénica, posibilitadas por
el distanciamiento de modelos canónicos y la reformulación
de la finalidad / función del “drama”, así como las repercu-
siones que se manifiestan en este a partir de la disolución del
sujeto moderno.

2
En adelante se diferenciará la fecha de estreno y de publicación de
cada obra. Para efectos de citas y sus correspondientes referencias, se iden-
tificará el año del texto divulgado en medios impresos.
130
Marginalia IV

Su dimensión escénica, materializada en el ejercicio de la


representación, le confiere complejidad a su estatuto, en la
medida en que la misma relación con el actor abre otras po-
sibilidades estéticas que ahondan en el debate sobre su razón
de ser y persistir. A propósito, Robert Abirached en su libro
La crisis del personaje en el teatro moderno (2011), texto
fundamental para reconocer su evolución, desde la voluntad
mimética clásica hasta su estado de crisis permanente en la
actualidad, realiza un abordaje que manifiesta en su recorri-
do todas las contingencias de ese ser, el cual según el autor
está sujeto a un renacer constante, con sus reajustes según la
época y cuya condición se hace irreductible. Al igual que lo
sentencia Patrice Pavis en su Diccionario del teatro: “El per-
sonaje no ha muerto; simplemente ha llegado a ser polimorfo
y difícilmente aprehendible. Esta era su única posibilidad de
supervivencia” (1980: 362).
Ahora bien, el personaje del “drama”, descrito por Peter
Szondi en su Teoría del drama moderno (2011), es asumi-
do como entidad inmersa en esa actualidad interpersonal
que ubica al espectador frente a “una realidad artística dónde
confirmarse y reflejarse basada exclusivamente en la repro-
ducción de la relación entre personas” (2011: 72). Frente a
esto, siendo congénere de lo humano, la suma de su palabra
y acción se corresponde en el eje de esa relación y las reso-
luciones que emerjan de esa realidad; al igual que una plena
identificación que surge en el retrato del plano intersubjetivo
de ese mundo paralelo, en el que la forma absoluta de lo in-
terpersonal evita la presencia de lo íntimo (intrapersonal) y lo
ajeno al hombre (Yo épico).
No obstante, tras el cuestionamiento de la tradición dramá-
tica europea durante el siglo XIX, el personaje se deslinda de
su forma y función dentro de la mimesis teatral. Por su parte,
Jean-Pierre Sarrazac en su Léxico del drama moderno y con-
temporáneo (2013) señala dentro de la crisis de la forma dra-
mática lo concerniente a la contingencia en torno a la fábula, el
diálogo, la relación escenario-platea y el personaje, señalando
para este último que desde la “crisis del personaje, el cual,
borrándose, libera la Figura, el recitante, la voz” (2013: 33).
131
Edwin Alonso Vargas (compilador)

Es, entonces, el personaje moderno un ente des-caracterizado,


en un estado de déficit permanente que tiende a lo impersonal,
sujeto a plantearse como un doble diferente. En esa medida, ha
desplazado su condición tradicional hacia formas que revelan
los contornos de su existencia artificial y, en general, de su
descomposición dramática.
Partiendo de lo anterior y retomando lo planteado por
Szondi, puede asumirse que en el drama moderno el perso-
naje toma cierta distancia con la identificación para centrarse
en su realidad teatral; abierto al espacio de lo íntimo sobre la
esfera de lo intrasubjetivo como posibilidad de interacción,
a resoluciones que desbordan la acción interpersonal medi-
ante la actividad Deux ex machina del dramaturgo, a desnatu-
ralizarse a través de un Yo que se presenta distinto y montarse
/ desmontarse para descollar su carácter proteico, artificial y
escindido, de tal manera que se descompone en formas exper-
imentales que se derivan de la inserción de procedimientos
estilísticos que desplazan la verosimilitud, unicidad y sentido
que caracterizan al personaje dramático.
Así, se hace manifiesta la intención del análisis que se
presenta a continuación, para entrar a sustentar la descom-
posición del personaje dramático en la dramaturgia de Fabio
Rubiano, como un reflejo del estado de crisis permanente que
presenta el personaje moderno y las formas posibles en las
que el Yo asume su pérdida de unidad y sentido. Las modal-
idades que surgen como producto de la puesta en crisis de la
forma dramática, traducidas en descomposiciones dentro de
la dramaturgia del autor en mención, se formulan desde una
reacción antinaturalista del drama burgués, los procedimien-
tos épicos insertos en el drama moderno y la experimentación
formal. Para tal efecto, será preciso abordar las categorías de
personaje onírico, literario reescrito, abyecto, animal y meta-
personaje, las cuales se expresan como formas de la descom-
posición del personaje dramático en el corpus seleccionado.

Desencuentros (1989): El personaje onírico

La Sirvienta, al final de la primera parte de la obra, inserta


desde un Yo épico el evento de la ceremonia marital como
132
Marginalia IV

analogía de los sueños, marcando temporalmente el momen-


to: “once de la mañana”, hasta quedarse dormida e introducir
a un mundo onírico que permeará la segunda parte: “Músi-
ca, música, la ceremonia, los sueños… (Continúa hablando
con voz baja. Comienza a soñar una marcha)” (Rubiano,
1994b: 40). De igual forma, al final de la segunda parte, Zur-
do hace referencia de nuevo a la hora: “once de la mañana”,
en el contexto de dos ceremonias, las nupcias y la limpieza,
enunciando así la correspondencia cronológica con lo que ex-
presa la Sirvienta. Ahora bien, el texto plantea una di-visión:
Obra fantástica / Obra cotidiana, contrastando dos ficciones
que complejizan la paradoja real / imaginario, ya que lo que
se presenta como cotidiano se proyecta como una semirreali-
dad que instala la obra en lo que Jean-Pierre Sarrazac precisa
como “juego de sueño”.
En su libro Juegos de sueño y otros rodeos: Alternativas
a la fábula en la dramaturgia (2011), Sarrazac plantea este
primer tipo de rodeo dentro del marco de desviaciones que
toman distancia de la fábula tradicional, a partir de vías que
asumen lo real desde su deformación, como un procedimiento
de desnaturalización. El juego del sueño, tal como lo precisa
el autor francés, opera a partir de dos procesos de distancia-
miento: a) Mediante las operaciones de desplazamiento, con-
densación y figurabilidad que son características del sueño;
b) Mediante la desviación que se inaugura con esta forma en
relación estrecha con el sueño. Asimismo, acentúa la realidad
escénica, evidencia la no-unidad de la obra moderna, apela al
desorden en su es-tructura y enmarca el drama vital del hom-
bre común. Es por esto que cabe resaltar el papel desfigurante
de la dramaturgia del juego de sueño planteada por Sarrazac
en el texto ya mencionado:

Convocando a los monstruos del sueño a la cabecera de la vida


diurna y aumentando así la figurabilidad de lo real, el juego de
sueño promueve una gran empresa de desfiguración heterotó-
pica del espacio clásico (aristotélico-hegeliano) y de la forma
dramática (2011: 68).
133
Edwin Alonso Vargas (compilador)

Específicamente, esta desfiguración de la forma dramática


a partir del juego de sueño permite pensar la condición del
personaje, asumido desde la perspectiva de Sarrazac bajo el
análisis que realiza de Strindberg, como el que se mueve en la
relación soñador / soñado hacia un proceso de desdoblamien-
to que interpreta al sujeto moderno en la complejidad de su
identidad e intimidad. El personaje, extraño ante su devenir
Otro e inmerso en el drama de la “inanidad de la vida”, se
presenta deformado, heterogéneo e incompleto en los juegos
de correspondencia y condensación que son materia del sue-
ño. En ese sentido, como resultante de esta forma de rodeo,
se expresa en un contrapunto que encuentra su manifestación
paradójica en Desencuentros, en la medida en que las fron-
teras del sueño y lo aparente “real” se relativizan, a pesar de
la escisión explícita que hace el dramaturgo: Primera parte
(Obra fantástica) y Segunda parte (Obra cotidiana).
El personaje onírico de Desencuentros estaría, entonces,
representado por la relación entre soñador y soñados: el pri-
mero opera sobre la verosimilitud y los subsidiarios de su
“trabajo de sueño” están en el plano de la deformación. No
obstante, en esta obra entra en juego el leitmotiv de ¿quién
sueña a quién?, como el célebre sueño de Chuang Tzu, evi-
denciando una lógica incongruente que desplaza las fronteras
en la disposición: Obra fantástica (de la vigilia a la conciencia
que sueña) y Obra cotidiana (el sueño y sus expresiones ex-
tracotidianas). Hay que destacar en este punto que lo habitual
es en esencia también fantástico y los soñados son espectado-
res del mundo del soñador, de la primera obra, comentándola
como una realidad distanciada. Además, la primera parte se
presenta como un estado de vigilia con resonancias oníricas,
dado que algunas de las imágenes que se presentan en un prin-
cipio tienen su doble en la segunda parte, impregnadas tam-
bién de la deformación que caracteriza el sueño.
El personaje onírico-soñador (Sirvienta) se plantea como
supraconciencia que determina la existencia de la otra parte,
la obra cotidiana, desdoblándose en su repetición deforma-
da (Srita. Mé.). Así, desde la escena tres de la Obra fantás-
tica, se evidencia un asomo de omnisciencia en la Sirvienta,
134
Marginalia IV

anticipándose a lo que sucederá con las Tiatas y la relación


Niña-Jovencito-Viejito, presentándose, además, tal como se
precisó al inicio de este apartado, la acción del sueño como
transición hacia la segunda parte. Su correspondencia, como
personaje onírico-soñado, tiene eco en la Srita. Mé., presencia
fantasmal que se aferra a la espera de otro durante trescientos
treinta y seis años como simulacro que sostiene su vacuidad,
como un personaje beckettiano que recurre al autoengaño a
partir de “pedazos de ficciones”.
De manera sucinta, con la pretensión de apuntar a una
de las formas de descomposición del personaje dramático a
partir de lo que precisa Jean-Pierre Sarrazac con el juego de
sueño, puede reconocerse entonces que bajo esta tipificación
se sedimenta la representación del individuo como aquel que
transita entre identidades, se aferra a simulaciones e indaga
sobre el sentido de su existencia. Su condición onírica los ins-
tala en un contrapunto con lo real, desplazando la mímesis
teatral mediante la anarquía del sueño. Así, se cumple con lo
que plantea Sarrazac en el Léxico del drama moderno y con-
temporáneo (2013) sobre esta forma de rodeo, al citar lo que
Strindberg expresa en su apostilla a El sueño (1964): “el autor
ha buscado imitar la forma incoherente, en apariencia lógica,
del sueño. Todo puede suceder, todo es posible y verosímil
[…]. Los personajes se doblan, se desdoblan, se evaporan y
se condensan” (2013: 118).

María es-tres (1991): El personaje literario reescrito

Los entrañables personajes de Jorge Isaacs, María y Efraín,


se han escindido hasta tresdoblarse. Su devenir se ha instala-
do en el padecimiento de un amor íntimamente ligado a la
muerte. Bajo la expresión de un patetismo exacerbado que se
conjuga con enfermedad y desequilibrio emocional, el perso-
naje María de Rubiano se distancia de la sumisión y exhibe en
su imagen múltiple su desacralización, delirio y erotización.
En ese sentido, esta María se ha desublimado; distanciándose
de su misticismo, se ha humanizado para internarse en la in-
timidad de su Yo patológico, fatalista y decadente. Su drama,
135
Edwin Alonso Vargas (compilador)

contemplado desde la anticipación trágica, se circunscribe al


retorno de Efraín y su posterior partida a Inglaterra; lapso en
el que María convulsiona, delira y elige desde su voluntad
cómo desea su muerte, abandonando la elegía de un deceso
expresado con la pulcritud de un romanticismo bucólico, por
la crudeza de una mujer que se revela y opta por el suicidio
frente a la máquina moderna:

María 1: […] Soy María.


No me dejo morir de epilepsia ni de santidad. Los delirios no
sirvieron. El juego de los sueños se acabó.
Sin paisajes.
No soy una princesa gótica ni una escultura medieval. La ver-
dad: estoy sucia ante el muro gris de una fábrica, quiero desha-
cerme en una caldera o arrojarme a los engranajes de un motor.
La humillación provoca un grito, dejo que mi dentadura firme
abra dos bocas más en mis muñecas para liberar más insultos por
mi abandono. La sangre mancha el asfalto y descanso, dejándo-
me morir en un suelo duro, en una ciudad anónima donde nadie
se muere de amor (Rubiano, 1994a: 32).

Así entonces, la versión o reescritura de María en María


es-tres procede mediante una reorientación del texto noveles-
co, permitiendo puntualizar, sobre el caso concreto del perso-
naje reescrito, que este se constituye a partir de la reseman-
tización de otro personaje preexistente (hipotexto), al cual se
le ha aplicado una inversión o modificación para adecuarlo a
otras significaciones (hipertexto). A propósito, Gérard Gene-
tte en su texto Palimpsestos. La literatura en segundo grado
(1989), denomina a esta propuesta estilística como transva-
lorización hipertextual: “hay aquí un doble movimiento de
desvalorización y de (contra-) valorización que afecta a los
mismos personajes” (459). En ese sentido, se da una inversión
axiológica, una revalorización del hipo-personaje a partir del
hiper-personaje. En síntesis: “tomar en el hipertexto un par-
tido inverso al que ilustraba el hipotexto, valorizar lo que se
había desvalorizado y a la inversa” (459).
Esta transvalorización que se ejecuta sobre el personaje
María en la obra de Rubiano, se da en primera instancia por
136
Marginalia IV

la triplicidad que presenta el personaje (María 1, 2 y 3), que-


brantando la unidad formal del personaje novelesco y adop-
tando la trifurcación del Yo como expresión del estallido de su
personalidad y condición patológica (delirios). Además, la in-
versión de valores queda expresa en su carácter desinhibido al
hacer explícito su erotismo; asimismo, en su inestabilidad al
reafirmar su identidad, negarla y sentirse “como si fuera otra”.
En la obra de Rubiano, María expone su cuerpo y cuestiona
los mandatos de época, ha abandonado la sumisión y agrede
a Efraín con una voz que le reclama por el pudor y la cobar-
día. Así, mientras María de Isaacs invita al rezo previo a la
despedida en el capítulo LII: “[M] He rezado mucho. / [E] Ya
me decía Emma que a todas horas quieres que te acompañen
a rezar. / [M] Porque siempre que le cuento a la Virgen que
estoy triste, ella me oye” (Isaacs, 1988: 163), en una actitud
reverencial, el personaje de Rubiano se muestra displicente
ante la actitud religiosa:

Efraín 3: Tenemos tanto que rezar.


María 3: [sic] ¿Te conformas, te consuelas con la recompensa
que dan las plegarias? ¿Por qué tantos sacrificios? ¿No Adivinas
mis pechos escondidos? (Efraín trata de no mirarla. Ella le bus-
ca la cara. Lo maltrata), ¿ni un músculo reacciona? No dijiste
que temblaba un animal enfermo bajo tu ropa. Mentiste. Solo
guardas un chiquillo impotente que tiembla de miedo. Te dio
miedo tanto amor (1994a: 29-30).

Así pues, la descomposición del personaje dramático, me-


diante la reescritura del personaje literario, permite asumir otra
variación que surge con la crisis de la representación y la forma
dramática. Para el plano exclusivo del personaje, el solo hecho
de beber de la literatura para su constitución, lo excluye de la
pretensión alojada en el drama absoluto de ser primigenio, tal
como lo expresa Szondi: “El drama ignora la cita y la varia-
ción” (2011: 75). Anexo a esto, con la versión que hace Ru-
biano, la intrasubjetividad se pone en relieve al centrarse en el
drama del padecimiento, el ideal unitario se disgrega a partir de
la escisión de conciencia y la voluntad del individuo demanda
protagonismo sobre la acción. En consecuencia, Rubiano acude
137
Edwin Alonso Vargas (compilador)

al personaje femenino para otorgarle voz y decisión, para em-


poderar su figura y así demandar lo que el personaje María de
Isaacs enmudece.

Amores simultáneos (1993): El personaje abyecto

Seis personajes en busca de “amor”, seres con experien-


cias compartidas cuyas acciones se reflejan en el otro, en un
juego de correspondencias. Lo simultáneo en esta obra se ex-
presa en las acciones, los diálogos y elementos técnicos que
se expresan en la búsqueda de un lenguaje propio. La ciudad
invoca la violencia y la amenaza se presenta latente sobre la
mujer, expuesta ante el abuso del victimario, figura que es
recurrente en la dramaturgia de Rubiano. De igual forma, los
vínculos amorosos se hacen frágiles y las huellas del pasa-
do demandan para los personajes evasión o adopción de si-
mulacros. Esencialmente, la figura del Señor es quien ejerce
el ímpetu lesivo sobre las mujeres, sea su propia Madre, la
Maestra, la Jovencita o la Señora; sobre ellas recae su accio-
nar abyecto, esa perturbación que constituye su anomalía y
traduce esa transgresión de los límites.
En el capítulo «Sobre la abyección», publicado en el libro
Poderes de la perversión: Ensayo sobre Louis-Ferdinand Cé-
line (1988) de Julia Kristeva, la autora plantea lo relacionado
con lo abyecto como instancia alojada en el “superyó”, en
la transgresión de lo interdicto que anuncia la fragilidad de
lo legal. Para Kristeva “la abyección es inmoral, tenebrosa,
amiga de rodeos, turbia: un terror que disimula, un odio que
sonríe” (1988: 11) y no se queda solo en la jurisdicción de
lo personal, sino que a su vez se proyecta en lo cultural, su-
blimado en el campo artístico. Sus límites bordean la identi-
dad, los sistemas, el orden, fracturándolos desde su expresión
escatológica, anómala y siniestra. Ante esto, cabe asumir el
sujeto de la abyección como un desviado que se libera de sus
represiones y cuyo acto abyecto deja huella del tipo de per-
versión que lo identifica. Kristeva sintetiza lo planteado de la
siguiente manera:
138
Marginalia IV

Lo abyecto está emparentado con la perversión. El sentimiento


de abyección que experimento se ancla en el superyó. Lo abyec-
to es perverso ya que no abandona ni asume una interdicción,
una regla o una ley, sino que la desvía, la descamina, la corrom-
pe. Y se sirve de todo ello para denegarlos. Mato en nombre de
la vida: es el déspota progresista, vive al servicio de la muerte:
es el traficante genético: realimenta el sufrimiento del otro para
su propio bien: es el cínico […] (1988: 25).

Desde esta perspectiva y en virtud de lo que convoca este


apartado, puede plantearse entonces que el personaje abyec-
to opera sobre la trasgresión de la normatividad, además, su
expresión adversa se manifiesta en lo que genera repudio, ya
sea por la estetización de sus pulsiones vitales asociadas al
uso de los desechos alimenticios o corporales, o por el ci-
nismo criminal con el que opera. Su actitud delictiva se ex-
presa también como resultante de mecanismos de control que
fundamentan su anormalidad, tal como lo manifiesta Michel
Foucault en sus clases del curso en el Collège de France, re-
copiladas en su libro Los anormales (2011); relación que se
asume al encontrar similitudes con la anomalía, producto de
la violación de marcos de referencia jurídico-biológicos, la
familia e institucionales que lindan con ella y los dominios
del cuerpo, bajo las figuras del monstruo humano, el indivi-
duo a corregir y el onanista, respectivamente.
En ese sentido, el personaje abyecto (anormal) aparece en
Amores simultáneos, representado por el Señor, un vendedor
de utensilios para el hogar que se enfrenta a su pasado de-
lictivo desde un presente que encubre sus pulsiones sexuales
violentas, pero que las libera en la violación de la Maestra y la
Jovencita. A través de la narración de la madre, en el fragmen-
to nueve del tercer acto, se expone la historia de su actitud
transgresora, acumulando en su prontuario el asesinato de su
padrastro, la relación incestuosa con su Madre, el homicidio
de prostitutas, así como la violación de jovencitas y mujeres
adultas (Rubiano, 1995: 92). No obstante, en el acto cínico
de tratar de redimir su culpa, asume un nuevo modus operan-
di: “Pero el muchacho se sigue arrepintiendo y para curarse
139
Edwin Alonso Vargas (compilador)

enamora las muchachas que ha desflorado. Ordena su vida,


se casa con ellas, les hace el amor como un amante tímido”
(1995: 92), tal como lo hace con su esposa, la Señora.
Su abyección consiste en la expresión de la violencia car-
nal, bajo una perversión que opera sobre el cuerpo de las víc-
timas, postulando así la constitución de un “anormal” que se
emparenta con el monstruo humano en función de una crimi-
nalidad determinada por su monstruosidad moral, así como el
onanista, prescrito a la desviación sexual en las contingencias
de la soberanía corporal y sus proyecciones patológicas. La
simbiosis derivada de estas dos figuras confluye en el mons-
truo sexual, el cual se identifica con el personaje abyecto (Se-
ñor), aquel que espera a las mujeres en los callejones para
victimizarlas en su ritual de cuchillos y desfloración. Sujeto
que, a la vez, es consciente de su accionar transgresivo y que
distingue esa instancia psíquica que manifiesta la otredad que
lo posee “al descubrir que él no es otro que siendo abyecto”
(Kristeva, 1988: 12). Así, evidencia el marco de perturbación
y las pulsiones que lo motivan:

Señor: (A los jóvenes). No siempre fue así, hubo otras épocas.


Este no soy yo. Era otro. Hice cosas terribles antes […] Pero
cambié. La conocí. Me casé. Al principio marchó bien mi nue-
va vida, mi nuevo nombre. Mi nuevo hogar. Mi carrera. Ven-
día utensilios […] Las ventas bajaron y la normalidad aumentó.
¡Aumentó! Mi vida normal llegó a un punto en el cual tenía que
regresar a mi vida anormal (1995: 87-88).

En función de lo expuesto, el personaje abyecto implica una


expresión de la descomposición del personaje dramático, en la
medida en que sujeto a una división interpsíquica revela el fun-
cionamiento de una problemática ontológica que hace parte de
las preocupaciones de la dramaturgia contemporánea. Este tipo
de perturbación de la forma desplaza el principio del “drama
absoluto” que plantea Szondi con respecto a lo intersubjetivo:
“no se registra la presencia de lo íntimo ni de lo ajeno al hom-
bre” (2011: 135), en la medida en que esta escisión, que pro-
cede en la confrontación psíquica del personaje, implica una
140
Marginalia IV

focalización en su interioridad (lo íntimo y su pulsión perversa)


hasta proyectarse en su relación con el Otro (objeto de la ab-
yección).
Siguiendo a Szondi, en cuanto a las resoluciones del per-
sonaje, lo ajeno al drama también está determinado por “lo
inexpresable o la propia expresión rotunda, ya fuese el alma
encerrada en sí misma o cualquier idea enajenada al sujeto”
(73). Desde esta perspectiva, la enajenación que desborda la
forma dramática tiene su correlato en la abyección, analizada
en este apartado como desviación del superyó que recae sobre
las fronteras de lo interdicto, bajo una posesión que para Kris-
teva revela una perturbación de la identidad y que demarca
el conflicto entre las funciones psíquicas al experimentar lo
abyecto cuando “otro se instaló en el lugar de lo que será ‘yo’
(moi). No otro con el que me identifico y al que incorporo,
sino Otro que precede y me posee, y que me hace ser en virtud
de dicha posesión” (1988: 19).

Cada vez que ladran los perros (1999): El personaje animal

Las transformaciones que sufren los perros “humanizán-


dose” para presentar la paradoja de lo animal enfrenta, en un
contexto bélico, a los Antes perro contra los Perros y Hom-
bres. El devenir apocalíptico que enmarca el conflicto en esta
pieza desfigura lo real para hacer aparecer la distopía, auscul-
tando en las posibilidades de una revuelta canina que desde
la hominización adopte la venganza y la crueldad como me-
canismos de expresión en su confrontación con lo “humano”.
Desde este dispositivo ficcional, Rubiano le otorga la palabra
al animal, víctima desapercibida en el conflicto armado co-
lombiano y que se expone como referente, eso sí, fraccionan-
do la división animal / humano como elementos diferencia-
dores en cada bando; así, el devenir sujeto no necesariamente
distancia a los perros de lo que se plantea como “animal” o,
en un sentido coloquial, “bestial”; y las actitudes “humanas”,
ante situaciones límite, se desplazan hacia un devenir animal.
En definitiva, en esta conflagración se da un espacio para que
el perro hable y el hombre ladre.
141
Edwin Alonso Vargas (compilador)

La cuestión animal ha sido representada de forma tradicio-


nal en la literatura, desde presupuestos morales alojados en la
fábula hasta la consigna de bestiarios que elaboran descrip-
ciones taxonómicas de especies albergadas en el imaginario
fantástico. La visión clásica ha representado desde una visión
antropocéntrica la relación del hombre con el animal, explo-
rando a través de la personificación la adecuación de lo huma-
no, sin establecer un filtro crítico, cediendo la voz para que el
hombre hable a través de la figura animal. No obstante, se ha
dado paso a la transformación de esta visión en lo que Julieta
Yelin denomina como “giro animal”, referido a la modifica-
ción de la relación humano-animal y su problematización, así
como los modos simbólicos que los ubican en contraste; que
para el caso de los estudios literarios atiende dentro de la di-
versidad de posibilidades a la transformación de esta relación
y un debilitamiento del “funcionamiento simbólico animal”
(Yelin, 2011: 1-2).

Si bien esta discusión recae en planteamientos filosóficos


y políticos, el sentido de este apartado es examinar puntual-
mente la representación de esta otredad significativa que efec-
tivamente ha desbordado lo tradicional para establecer una
fisura en la oposición humano-animal y acentúa la victimi-
zación de la condición animal como un desplazamiento de lo
simbólico. En esa medida, en Cada vez que ladran los perros,
dos grupos de personajes: Uno, Dos y Nuevo (los Antes pe-
rro); y Perro, Viejo, Cero, Isla, Dante, Madre, Equis, Cien,
Diez, Ele-I, Baba y Novia (Los perros), configuran este nuevo
orden de relaciones que al presentar gradualmente su transfor-
mación humana invierten el sistema de valores sobre lo que
tradicionalmente los distancia como “animales”.
Ahora, en el caso del primer grupo, el más cercano a la
metamorfosis en humanos, en la primera escena (Ornitorrin-
cos) dialogan sobre su condición similar a la de los ornitorrin-
cos; preocupados por la distancia que están tomando con su
pasado canino se retan para no perder su instinto, pero ante
todo para delimitar esa línea de salvajismo que se encuentra
en lo humano: “DOS: [Después de morder con furia a UNO]
142
Marginalia IV

No te mueras sin decirme qué buscas. / UNO: (Ríe). Siempre


supe que eras menos perro y más hombre que yo…” (Rubia-
no, 1998: 17). De igual forma, en su afán de corresponder a
los hombres en su cultura de la barbarie, exponen las prácti-
cas “humanas” en su injerencia sobre lo animal, tal como se
presenta en la quinta escena (Preguntas), momento en el que
Hombre indaga sobre esta transformación y su propósito al
tener sujeto a Nuevo (Antes perro):

Hombre: ¿Camina entre la gente?


Nuevo: Pronto estaré listo. Van a quemarlo todo. Formaremos
un circo con putas amaestradas. Construiremos un museo que
exhiba miembros de perro. Abriremos una feria para que nues-
tros hijos los miren a ustedes dentro de una jaula comiéndose a
mordiscos por el hambre… como si fueran perros. Tendremos
una galería con urnas de vidrio donde se expongan sus pieles
(1998: 42).

En lo que respecta al segundo grupo (Los perros), el extra-


ñamiento frente a su paulatina transformación y el reconoci-
miento de las consecuencias salvajes que conlleva convertirse
en Antes perro, hace que personajes como Perro reclame a
sus deidades (Cerbero o Anubis) su abandono, y rechace las
modificaciones fisiológicas que expone en la segunda escena
(Risa), así como el temor de quebrantar códigos entre canes:
“Miedo de que se me olvide que los perros adultos no hace-
mos daño a los cachorros ni peleamos con las hembras” (23).
También Novia, al ser asediada por una jauría y defenderse
hasta la muerte en la sexta escena (Novia), expresa la adop-
ción de actitudes “humanas” que han manifestado los perros y
denuncia esa especie de involución que ahora los caracteriza:
“No puedo pararme. Tengo el espinazo corrompido porque
los perros aprendieron a violar, las perras a vengar” (48).
Bajo estas condiciones, el personaje animal no solo efectúa
la descomposición del personaje dramático por la obviedad de
presentar una “realidad” antimimética y dotar de voz y “hu-
manidad” lo que diametralmente se ha constituido como “dis-
tinto”, sino que además recae en la exposición de interioridad
143
Edwin Alonso Vargas (compilador)

que relata el Yo épico en algunas escenas de la obra bajo la


forma de monólogos (Segunda, Cuarta, Sexta, Séptima y No-
vena escena). Esta obra entonces, desplaza una problemática
esencialmente antropocéntrica, de relaciones intersubjetivas,
por una biopolítica, apuntando así, a partir de la paradójica
relación entre lo humano y lo animal, a una preocupación del
autor por vincular un resquicio del conflicto: La victimización
animal, una inquietud que tendrá su continuidad en los fantas-
mas de la masacre de una familia campesina y sus animales en
Labio de liebre (2015).

La penúltima cena (1999): El metapersonaje

Un Judas que rememora su pasado como terrorista zelote


y una María Magdalena que quiere jubilarse de la prostitución
entablan un conflicto en torno a la revelación del primero fren-
te a su papel en la puesta en escena del episodio de la última
cena. En esta obra, según Rodríguez, “se explora el sentido
del traidor y de la prostituta como necesarios para la existen-
cia de lo justo y lo correcto” (2012: 259). Al asumirse el even-
to bíblico como un motivo de representación, Rubiano recurre
a incluir en el discurso de los personajes algunas expresiones
que ejercen una función crítica sobre los pormenores del arte
teatral y yuxtapone dos argumentos para distanciar los tipos
de realidades escénicas. Así, por medio de procedimientos
metateatrales como el comentario de los personajes hacia la
fábula primaria (Última cena) y la suplantación de papeles, se
presenta una sub-versión del relato cristiano desde el drama
de un actor / personaje que busca cambiar su rol de traidor
por el de mártir, presentándose así una ficción permeada de
alusiones a la contemporaneidad, tratada con humor negro y
ordenada bajo la estética del fragmento.
Ahora bien, la primera referencia teórica con respecto al
concepto de Metateatro se debe a Lionel Abel, quien en 1963
señala como punto de inflexión en la forma trágica moder-
na el recurso de la autoconciencia teatral, ya sea mediante
el personaje o el dramaturgo. Por su parte, José Luis García
Barrientos en Cómo se comenta una obra de teatro (2001) lo
144
Marginalia IV

restringe al “teatro dentro del teatro” (232), distinguiéndolo


de lo metadramático y metadiegético. Desde lo referido por
Patrice Pavis en su Diccionario del teatro (1980), el tipo de
operación que designa lo metateatral “consiste en tomar la
escena y todo lo que la constituye —el actor, el decorado, el
texto— como objetos metacríticos, es decir con un signo de-
mostrativo y denegativo” (310). Desde estas condiciones, se
vincula entonces el procedimiento a una actividad autorrefe-
rencial que asume una distancia crítica con la representación
mimética para acentuar su especificidad teatral.
En ese sentido, como constituyente de la escenificación,
el personaje autoconsciente de su condición teatral se erige
como Metapersonaje, contribuyendo a ese efecto metatea-
tral de asumir el símil vida / teatro o mundo / escenario. Este
recurso estético, presente en Shakespeare bajo la forma de
“teatro dentro del teatro” y en el barroco con su tópico Thea-
trum mundi, tiene su corolario más propicio para establecer
un nexo con la crisis de la forma dramática en Seis persona-
jes en busca de autor (1931) de Luigi Pirandello, obra que
presenta los metapersonajes como huérfanos de un demiurgo,
reflexivos en torno a los cánones del drama y estéticas de sus
contemporáneos (Ibsen y Strindberg), así como representan-
tes del “drama de la vida”. Se puede, entonces, recurrir al es-
bozo de esta tipología del personaje para explicitar su forma y
función en La penúltima cena de Fabio Rubiano.
A partir del comentario a la representación-objeto, los
metapersonajes de esta obra: Judas-María, se insertan en una
escisión que divide en dos planos la fábula: el primero, en
virtud de los preparativos y pormenores de la representación
y que es aludido (Última cena); el segundo, enfocado en la
negación de Judas por su rol, la búsqueda de su expiación y
trato mesiánico, así como la exposición de las dos historias
que anteceden sus presentes: Judas (Apóstol traidor, antes un
terrorista zelote) y María Magdalena (Amante de Jesús, an-
tes una prostituta). A propósito, Rubiano inicia la obra esta-
bleciendo las condiciones para reforzar el marco metateatral
sobre el que se aparecen sus personajes, indicándolo en la pri-
mera acotación que acompaña el acto Uno: “Gólgota. Ciudad
145
Edwin Alonso Vargas (compilador)

fría. / Judas Iscariote y María Magdalena. / Una cruz y una


higuera. / Si se hace necesaria: una biblioteca a merced de los
actores3” (2005: 11).
Asimismo, el metapersonaje en La penúltima cena hace
uso de la autoconciencia para comentar de forma crítica su
condición representativa: “Hago un Judas para señoras” (60),
tal como lo precisa en la primera escena del acto Cuatro, al
hacer un juicio sobre los personajes y adaptaciones contem-
poráneas en los que el apóstol ha aparecido. Asimismo, du-
rante la segunda escena de este acto, se destaca en los dos per-
sonajes (Judas-María M.), la función antagónica del primero
y el rol secundario que los emparenta: “Judas […] (La empuja
y espera una reacción de ella que no llega). Si no me enfren-
tas, ¿cómo me pueden dar el papel de antagonista? / María
(Riendo). Somos personajes secundarios haciendo una esce-
na que nadie necesita” (67). La característica particular de su
metacrítica reside en designar a través del lenguaje teatral su
función en “La última cena”, precisamente comparándola con
una puesta en escena.
Además, su actividad reflexiva (metaficcional) destaca
en la representación técnicas para la actuación, lógicas de la
escena e insinuaciones a un manejo particular de la fábula.
Dentro de la variedad de referencias que se rastrean a lo lar-
go de la obra se pueden sustentar estas tres características: a)
En la escena siete del acto Uno al discutir sobre el “llanto”
de Judas: “María: Todos los llantos son dolorosos. / Judas:
Memoria emotiva” (30-31); b) Al final del mismo acto y es-
cena, María M. le recuerda el asunto de la aparición de las
monedas a Judas, precisando ambos: “Judas: Ningún objeto
puede aparecer gratuitamente. / María: Una pistola aparece
en la primera escena: significa que alguien se mata con ella
en la última” (33); y c) En la segunda escena del acto Dos,
tras escuchar por parte de María M. la historia con Apolo y
cómo fue golpeada y violada, Judas expresa: “Una hermosa
diva desfigurada por acto triple carnal violento e ingestión de

3
Las cursivas son propias.
146
Marginalia IV

alimentos prohibidos. / Ingredientes de un buen guión / Las


historias sin sangre no conmueven” (40).
Estas dos formas de expresión del metapersonaje se com-
plementan con recursos que enfatizan el predominio de lo
metateatral en La penúltima cena: El intercambio de papeles
—María M. como Judas y viceversa (acto Tres) y la esceni-
ficación de una acción familiar, llegada del esposo (Judas) e
insistencia en ser tratado como Jesús (acto Cuatro)—. Bajo
estas condiciones, esta tipología se constituye como una ex-
presión de la descomposición del personaje dramático, al asu-
mir la distancia con el teatro de la ilusión y concentrarse en la
realidad teatral, al referir bajo un tratamiento épico la fábula
que contiene sus acciones, además de trasgredir lo que Szondi
profiere para la interpretación: “Bajo ningún concepto debe
hacerse visible la relación existente entre el actor y el papel
que desempeña; antes bien, actor y personaje deben fundirse
en un solo sujeto dramático” (2011: 75), así como el carácter
primigenio, al ser Judas y María M. personajes que refieren y
supeditan su existencia al suceso cristiano.

Conclusión

En síntesis, estas alternativas confluyen para expresar que


en la relación entre descomposición del personaje dramático
/ Representación del individuo, el personaje onírico atiende a
una dinámica de desdoblamiento que apela a la deformación
de su identidad y el vuelco sobre su intimidad; el personaje
literario reescrito inserta en su dimensión intertextual los in-
tersticios de un ser que padece el drama de la vida y se escinde
para ofrecer una perspectiva múltiple de su conflicto emotivo;
el personaje abyecto manifiesta su división interpsíquica para
dar cuenta de un devenir patológico que lo posee y lo instala
en el marco de las desviaciones jurídicas; el personaje animal
integra la voz de lo excluido para testimoniar las fugas de la
hegemonía antropocéntrica; y, por último, el metapersonaje,
incurre en un distanciamiento que subraya la realidad teatral
para destacar la representatividad de la vida y el descrédito de
las “verdades” culturales.
147
Edwin Alonso Vargas (compilador)

Las modalidades expuestas amplían el mosaico de una


descomposición que apunta al estado de crisis permanente
del personaje que advierte Abirached (2011). Los efectos que
legitiman su desdramatización encuentran en la dramaturgia
de Fabio Rubiano la coexistencia de sujetos de la ficción que
albergan en su seno el deterioro de la identidad, la cual, con-
dicionada por un descentramiento que desvía lo unitario hacia
lo múltiple y lo racional hacia lo difuso, proyecta una diver-
sidad de formas que van a referir, en su modo de ser en las
obras, las resonancias estéticas que se derivan de esta pérdida
de la unidad y el sentido. En suma, las huellas de lo real que
acompañan a estos seres descompuestos, sugieren una proble-
mática ontológica que representa la individualidad contempo-
ránea en tensión con sus límites, en su descentramiento y los
modos en que este libera lo heterogéneo. Por lo tanto, se hace
pertinente concluir con la aclaración de Erika Fischer-Lichte
sobre la recepción de este fenómeno del individuo de la es-
cena:

La disolución de las fronteras del yo en el nivel semántico no


debe demostrarle de manera escandalizante a un espectador que
se considera a sí mismo una personalidad individual, que la idea
de la personalidad individual es una ficción burguesa, sino abrir-
le a un espectador con un yo conscientemente inestable diferen-
tes posibilidades de proyección (1994: 62-63).

Referencias

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derno (trad. Borja Ortiz de Gondra). Madrid: Publicaciones de
la ADE.
Fischer-Lichte, Erika (1994). “El postmoderno: ¿Continuación o
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148
Marginalia IV

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contemporáneo (trad. Víctor Viviescas, Sandra Camacho y Ana
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tativa sobre lo trágico (trad. Javier Orduña). Madrid: Editorial
Dykinson.
Yelin, Julieta (2011). “El giro animal. Huellas kafkianas en la es-
critura de César Aira y Wilson Bueno”. Boletín del Centro de
Estudios de Teoría y Crítica Literaria, (16): 1-14. Disponible
en: http://www.celarg.org/int/arch_publi/yelin_animalidad.pdf

149
Marginalia IV

Crítica y modernidad literaria


1
en la obra de Baldomero Sanín Cano

Carlos Alberto Castrillón


Edwin Alonso Vargas2

El siguiente ensayo pretende mostrar una hoja de ruta para


el desarrollo de una investigación sobre la obra del escritor co-
lombiano Baldomero Sanín Cano, quien abrió las puertas de
la modernidad literaria a través de la creación de un concepto
multidimensional de crítica, en el cual confluyen la literatura,
las ideas, el arte y la cultura, a partir de una estética de la es-
critura que pone en diálogo distintas formas de expresión con
la diversidad de temas afrontados, gracias a un pensamiento
agudo y de avanzada, que iluminó el tránsito del siglo XIX a
la primera mitad del XX. El examen de tal estética literaria
explorará la dimensión del relato y de la temporalidad dentro
del campo de la historia literaria y cultural en Colombia, des-
de la perspectiva de la comprensión y valoración crítica de la
obra del autor, al igual que de la observación de su aporte y vi-
gencia en el panorama de las letras colombianas. Para tal fin,
se asume como problema la manera en que Baldomero Sanín
Cano construyó un concepto moderno de crítica en el ámbito
de nuestra literatura. De igual manera, se adopta la metodo-
logía de la investigación literaria por fases, que requiere del
manejo de fuentes bibliográficas de y sobre el autor.

1
Este ensayo es producto del proyecto Crítica y modernidad literaria
en la obra de Baldomero Sanín Cano, avalado y financiado por la Vicerre-
toría de Investigaciones de la Universidad del Quindío.
2
Profesores de la licenciatura en Literatura y Lengua Castellana de la
Universidad del Quindío.
151
Edwin Alonso Vargas (compilador)

Introducción

Al considerar las posibilidades investigativas en torno a


los procesos culturales de la literatura colombiana y en su es-
tudio desde los debates generados sobre la modernidad litera-
ria, se piensa en la obra de Baldomero Sanín Cano como una
posibilidad para explorar el modo en que, desde finales del
siglo XIX y la primera mitad del siglo XX, se transitó hacia
una modernidad estética, literaria y crítica en Colombia. Por
tal razón, se hace pertinente ubicar la obra de Sanín Cano en
el escenario de la crítica colombiana y latinoamericana, dado
que se trata de un escritor que sondea un espíritu de época y
pone en cuestión las ideas del mundo literario y cultural me-
diante el pensamiento crítico, que se evidencia en sus libros
publicados desde 1925 hasta 1957.
Una investigación sobre la obra de este autor implica reco-
nocer su aporte a la crítica literaria latinoamericana, tomando
en cuenta las características del contexto nacional y las ideas
que circulan en el ámbito internacional. La obra de Sanín
Cano está atenta a los acontecimientos de su contemporanei-
dad cultural y literaria, por lo que establece un rico diálogo
entre lo local y lo universal. Dialoga con sus coterráneos, pero
también con críticos latinoamericanos y europeos.
Este proyecto interactúa con otros trabajos sobre la obra
de Sanín Cano, como los de Jiménez Panesso (2009), quien
lo afirma como crítico moderno; Efrén Giraldo (2014), que
profundiza en la dimensión estética de su escritura; Hernando
Urriago (2007), quien lo estudia como ensayista; Rafael Ru-
biano Muñoz (2013), quien compila y estudia sus publicacio-
nes en diarios; al igual que la categoría de pensador a la que
lo eleva Rubén Sierra Mejía (1990), entre otros.
A través de este proyecto se busca realizar un aporte sig-
nificativo al plano de los estudios literarios al revisar la obra
de Sanín Cano como fundante de la tradición de la crítica
moderna en Colombia. Esto implica un abordaje integral que
sirva de referencia para futuras investigaciones en torno a las
raíces y vasos comunicantes de la literatura colombiana y la-
tinoamericana y sus relaciones con la más amplia tradición
universal
152
Marginalia IV

Pregunta de investigación

Una de las dificultades del proyecto radica en la amplitud


del concepto de crítica, que en Sanín Cano asume las acepcio-
nes de literaria, artística, de ideas y cultural. De igual modo,
hablar de Sanín Cano como crítico moderno presupone di-
ferenciar la crítica moderna de la que no lo es y delimitar el
concepto de crítica para no confundirlo con otros afines; por
ejemplo, se habla de él como pensador, ante lo cual se deben
deslindar los conceptos de crítica y pensamiento.
Se pretende, así, penetrar en el espíritu de una época que
legó a la posteridad un pensamiento abierto que consideró el
amplio espectro de la cultura, las artes y las humanidades.
Para ello, se establece la siguiente pregunta como universo de
posibilidad para la búsqueda y la indagación:

¿De qué manera la obra de Baldomero Sanín Cano cons-


truye un concepto moderno de crítica en el ámbito de la
literatura colombiana?

Al considerar la pregunta, se puede observar en ella la hi-


pótesis: la crítica moderna en Sanín Cano se fundamenta en
el carácter crítico del autor, gracias a la relación vida-obra
y la participación en las redes intelectuales de su contempo-
raneidad. Tal idea de crítica se configura en el diálogo entre
distintas dimensiones temáticas y estéticas, por lo que Sanín
realiza un aporte fundamental desde un pensamiento crítico
que continúa vigente. Por esta razón, un estudio de la obra
de Sanín Cano permite suponer una crítica multidimensional,
que será piedra de toque para el desarrollo de la modernidad
literaria en Colombia en relación con el arte, la cultura y las
ideas.

Discusión

El proyecto desarrolló la búsqueda bibliográfica, sistemati-


zación y análisis en torno al pensamiento de Sanín Cano, quien
se convirtió en la puerta de entrada a la modernidad literaria en
153
Edwin Alonso Vargas (compilador)

Colombia por medio de una obra extensa y diversa. Se llevó a


cabo la búsqueda de libros, tesis y artículos sobre el autor, tan-
to en bibliotecas como en bases de datos, con el fin de rastrear
antecedentes que alimenten el acervo bibliográfico y permitan
observar campos temáticos apropiados para un trabajo inves-
tigativo que genere un aporte significativo a los estudios lite-
rarios. A esto se sumó la discusión de la propuesta en diversos
espacios como congresos, seminarios y simposios, en los que
se estableció un diálogo con la comunidad académica.
Teniendo en cuenta que el objeto de estudio se centra en la
bibliografía completa de Sanín Cano, es necesario referenciar
algunos trabajos que abordan, desde distintas perspectivas,
su pensamiento, estilo y producción intelectual. Los libros,
artículos, ensayos y tesis que se han hallado evidencian dos
grandes preocupaciones; por una parte, las investigaciones de
orden estético, que indagan por el estilo, las diversas formas
de expresión, el ensayo como vehículo de la actividad crítica
y el trabajo intelectual en la frontera entre géneros, como la
anécdota, la biografía y el apólogo; por otra, las que asumen
los asuntos temáticos o de orden conceptual que configuran la
obra crítica e intelectual de Sanín Cano. Se deben mencionar
dos libros que representan, de manera precisa, esta categori-
zación y son, además, los trabajos recientes más sólidos sobre
el universo baldomérico: Historia de la crítica literaria en
Colombia (2009) y La poética del esbozo. Baldomero Sanín
Cano, Hernando Téllez, Nicolás Gómez Dávila (2014), de los
profesores David Jiménez Panesso y Efrén Giraldo, respecti-
vamente.
En el primero, Jiménez Panesso finaliza con una afirma-
ción en la que sintetiza su visión: “En suma, Sanín Cano, el
crítico moderno” (2009: 171). Para llegar a este punto, ana-
liza las vertientes temáticas de su obra crítica. El de Jiménez
es el estudio más importante que se ha hecho sobre Sanín
Cano en Colombia, pero no toca los aspectos estilísticos y
estéticos de su escritura. Le preocupa, sobre todo, la crítica
como actividad autónoma que logró su mayoría de edad en el
tránsito entre los siglos XIX y XX: “Antes del siglo XIX hay
críticos, pero no hay crítica”; y, además: “es al crítico a quien
154
Marginalia IV

corresponde introducir un cierto orden dentro de la litera-


tura: establecer secuencias de escritores y obras, componer
familias intelectuales, señalar las tendencias comunes y los
caminos dispares” (19).
También señala que para una actividad crítica autónoma
se requieren dos condiciones: una literatura independiente de
otras manifestaciones culturales, como la ciencia o la política;
y la profesionalización del crítico gracias a la configuración de
un público lector, la industria editorial y el auge de la prensa.
Hasta el siglo XIX, la crítica y el crítico en Colombia fueron
rehenes del compromiso político, pues se consideraban apén-
dices de las luchas sociales. En ese contexto irrumpe la obra
de Sanín Cano, distanciándose de tal postura para desplegar
la autonomía de la crítica y del arte, contra la cooptación de
la literatura con fines políticos. Las revistas se convirtieron en
un espacio de autonomía, desde donde se podía escribir con
libertad. Fue, precisamente, ese espacio el que posibilitó la
publicación del ensayo de Sanín Cano titulado «Núñez, poe-
ta» (1888), en el periódico La Sanción, que se considera texto
fundacional de la crítica literaria en Colombia, en el sentido
propiamente moderno del término.
Dicho fenómeno de emancipación de la literatura respecto
al poder plantea, desde Sanín Cano, que el arte no tiene por
qué ponerse al servicio de cualquier ente o doctrina oficial,
llámese iglesia o gobierno, constituyéndose en una peligrosa
forma de subversión ideológica que entra en franca lid contra
las ideas difundidas y aceptadas. Piénsese, en este caso, en los
postulados de Miguel Antonio Caro, quien comulgaba con la
idea de que todos los productos de la cultura debían permane-
cer ligados a la fe y, por ende, al poder eclesiástico y político.
Contra eso chocan el ideario crítico de Baldomero y el trabajo
poético y narrativo de Silva, quien incorpora el pensamiento
crítico, libre e independiente, a su propio proceso creativo.
Gracias a esta ruptura, acaecida a finales del siglo XIX,
se desarrollaron varios procesos que consolidaron la crítica
literaria como campo independiente: “la autonomía del va-
lor estético en cuanto criterio exclusivo del juicio crítico”,
“la secularización”, “la profesionalización del crítico y la
155
Edwin Alonso Vargas (compilador)

construcción de una disciplina intelectual con su propia le-


galidad y su estatus en la sociedad” (31). A esta conquista
contribuyó con ahínco el múltiple trabajo intelectual de Sa-
nín Cano.
«Núñez, poeta», “contiene ya los planteamientos funda-
mentales del modernismo a favor de la autonomía de lo esté-
tico y la necesidad de emancipar la obra de arte con respecto
a toda finalidad extraña a la belleza misma” (Jiménez, 2009:
101). Según ese ensayo, se hace necesario retornarle a la poe-
sía su función poética en tanto experiencia literaria que no
debe someterse a ningún poder ni doctrina, lo que lo convierte
en el germen para el posterior desarrollo de un pensamiento
crítico inscrito en el espíritu de autonomía e independencia,
propios de la modernidad literaria.
El segundo libro que representa las tendencias investigati-
vas sobre la obra de Sanín Cano es el de Efrén Giraldo, quien
en La poética del esbozo (2014) adelanta un riguroso estudio
de la estética del ensayo en relación con la crítica de arte.
Esto es, analiza la estetización de la escritura. Para captar de
manera clara la diferencia entre las investigaciones de índole
temático y las de orden estético que Jiménez y Giraldo prefi-
guran, vale la pena citar al segundo:

Aunque el trabajo de Jiménez no es sistemático y no profun-


diza en los criterios analíticos o en los procedimientos críticos
de Sanín, tiene el mérito de haber emprendido el análisis de la
crítica en un ensayista a veces difícil de asir y, sobre todo, de
haber situado en sus reflexiones sobre la literatura la aparición
del problema de la autonomía del arte en el pensamiento estético
en Colombia. Aquí optamos por llevar esta hipótesis más allá
de las ideas sobre arte y literatura y conectarla con el propio
trabajo del ensayista, a través de la consideración de estrategias
literarias y de la revisión de sus obras más fronterizas, donde son
visibles procesos de ficcionalización, dramatización, confección
de figura autoral, ironía y descripción literaria de objetos visua-
les (250-251).

Giraldo afirma que el maestro antioqueño construye su


obra a partir de la autonomía estética y literaria del ensayo. Es
156
Marginalia IV

decir, además de que su trabajo crítico asume diferentes temá-


ticas, busca la autonomía propia de la modernidad. También
afirma que Sanín ubica la literatura en el contexto amplio de
las artes, y a éstas las pone en el contexto macro de la cultura.
Por tal razón, realiza un gran aporte a la “historia de las ideas
estéticas en América Latina” (231).
Giraldo fija la mirada en los textos de Sanín sobre el arte,
que es uno de los aspectos menos estudiados de su obra, a
partir de dos postulados esenciales: “la aproximación interar-
tística que permite la presencia del ensayo en la crítica de arte
y la identificación del ensayo como una forma de escritura
literaria con plenos valores estéticos reconocidos” (232). Su
hipótesis radica en considerar el ensayo como una forma de
creación literaria, que posibilita el ejercicio de la crítica de
arte. En esa relación ocurre la autonomía del ensayo, en tanto
búsqueda de diferentes formas de expresión no constreñidas
a lo establecido por una forma canónica y académica, al igual
que propende por la comprensión de los nuevos fenómenos
estéticos, como el impresionismo.
Para Sanín Cano, la obra de arte, además de un asunto sen-
sitivo, es un problema del pensamiento. A partir del estilo, el
ensayo se asume como una conversación entre autor y lector,
en la que el primero hace una declaración de principios esté-
ticos sobre el arte y la forma de ejercer la crítica y el ensayo,
que están profundamente ligados en su obra. De esta manera,
el ensayo y la crítica no están obligados a ser hermenéutica
académica, profesional, de la obra, sino que han de ser formas
de resaltar la experiencia artística desde el ejercicio asistemá-
tico de la escritura ensayística. El ensayo y la crítica, en tanto
literatura y obra de arte, se erigen en una forma de salvar a los
artistas de la incomprensión a la que los críticos académicos
los condenan. Esa mezcla interartística de Sanín Cano en sus
ensayos puede considerarse como una inclinación a lo que,
siguiendo a Carlos Arturo Torres, se denominaría “literatura
de ideas”.
A partir de esta categoría, se puede observar cómo para
Baldomero resulta esencial apreciar estéticamente a los escri-
tores, sean filósofos, historiadores o críticos, a quienes juzga
157
Edwin Alonso Vargas (compilador)

por su estilo y la elección de sus formas de escritura, y no


solo por su rigor investigativo o conceptual. Por esto conside-
ra que la crítica, en manos del ensayista que cultiva un estilo,
además de literatura es una obra de arte: “El buen ensayo se
lee como literatura, y ello hace que los aspectos verbales sean
vistos como fines en sí mismos y no solo como un vehículo de
información” (247). Esto puede observarse, de manera clara,
en el ensayo de Sanín Cano sobre su maestro Jorge Brandes,
en quien se fusionan arte y literatura: “En sus manos, la crí-
tica es una obra de arte, un género literario de tan altos me-
recimientos como el poema lírico o la novela de costumbres”
(Sanín Cano, 1926: 170).
A los anteriores antecedentes se suman muchos más, como
El signo del centauro: variaciones sobre el discurso ensayís-
tico de Baldomero Sanín Cano (2007), de Hernando Urriago,
para quien en Colombia el ensayo ha jugado un papel funda-
mental para la configuración de la modernidad literaria, en la
labor de establecer un campo intelectual y discursivo. Res-
pecto al pensamiento crítico de Sanín Cano, Urriago identifi-
ca cuatro características: universalidad, crítica a la tradición
cultural, renovación de la tradición mediante el ensayo y es-
cepticismo constructivo.
En resumen, para quienes han estudiado su obra, el idea-
rio de Sanín Cano se erige en matriz conceptual, filosófica
y estética de un nuevo espíritu que irrumpió en el contexto
conservador, católico e hispanizante, que reducía el ejercicio
literario y crítico a los límites de un canon eclesiástico y esta-
tal. Por tal razón, estudiar sus ensayos comporta el necesario
ejercicio de retornar a las fuentes de la modernidad literaria
colombiana, para observar cómo un autor y una obra penetra-
ron en el nacionalismo dogmático para proponer un diálogo
con las ideas universales y permitir, así, la apertura a nuevas
posibilidades para la actividad crítica, literaria y artística.
Por último, vale anotar que, por cuestiones metodológicas
y conceptuales, la mayoría de las investigaciones sobre Sanín
Cano se concentran en elementos temáticos o en característi-
cas estéticas, pasando por alto la posibilidad de poner en diá-
logo ambos aspectos en una visión integradora que destaque
158
Marginalia IV

su aporte multidimensional a una nueva idea sobre el ejercicio


de la crítica. La presente investigación se enfrenta a ese pro-
blema con el propósito de conjurar tal vacío.

Conclusión

¿Qué significa afirmar que Sanín Cano es el crítico moder-


no por excelencia? Hay que decir que tal designio va mucho
más allá de otorgarle un lugar preeminente en los anales de la
crítica colombiana. Al respecto, se hace necesario considerar
las distintas acepciones que en la figura de este autor asume la
actividad y el saber de la crítica.
En primer lugar, como crítico de la literatura, Baldomero
propone una ruptura con la tradición hispánica al enmarcar la
creación literaria, especialmente la poesía, dentro de la con-
cepción del arte por el arte, liberándola de los compromisos
ideológicos adeptos al nacionalismo promovido desde la or-
gullosa ascendencia española, en pro de la búsqueda de uni-
versalidad y autonomía. Al pie de lo anterior, se erige como
crítico del arte, en tanto reclama la misma universalidad y
autonomía para el arte en general, especialmente la pintura,
a la que llama “poesía del color”. También se le considera
como crítico de las ideas, dado que indaga por el modo en
que el espíritu de época influye en la creación literaria y ar-
tística, lo cual supone una relación del arte y la literatura con
la atmósfera de ideas en la que los artistas se desenvuelven.
En tal sentido, la crítica literaria se propone como una obra
de arte comprometida con todo el saber de la época, tal como
lo afirma para Jorge Brandes. Y como crítico de la cultura,
Sanín Cano analiza el contexto nacional e internacional frente
a fenómenos como la masificación cultural y la industria del
libro, bajo una actitud de escepticismo por el progreso mate-
rial de la humanidad.
Estos cuatro elementos (literatura, arte, ideas y cultura)
configuran un concepto de crítica moderna que considera las
nuevas formas de expresión o búsquedas estéticas, como una
forma de pensar desde el diálogo de ideas y la atención al
espíritu de época, y una forma de leer en la que se busca
159
Edwin Alonso Vargas (compilador)

la comprensión del sentido y del estilo. A partir de ello, se


presentan unas características generales del pensamiento crí-
tico de Sanín Cano, identificadas por Jiménez Panesso, que
no han sido plenamente desarrolladas en una investigación
sobre la obra completa del escritor. En este sentido y, tenien-
do en cuenta que no existen investigaciones que exploren la
multiplicidad de sus dimensiones críticas, esta propuesta se
presenta como una opción para superar un vacío crítico ante
quien introdujo la modernidad literaria en Colombia.

Referencias

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160
Marginalia IV

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entre la tradición y la innovación en el discurso ensayístico de
Baldomero Sanín Cano”. Poligramas, (27): 1-14.

161
Marginalia IV

La ironía religiosa del “muntu americano”


en Changó, el gran putas

Diego Alberto Pineda P.1

En el caso de Zapata, su decisión lo llevó a reivindicar el mundo


de los africanos en el nuevo continente desde lo más profundo
de sus cosmovisiones, representación de la cual emerge una vigorosa
épica y un fuerte sentimiento de malungaje, de solidaridad entre
todo el movimiento afrodiaspórico llegado a las Américas.
Darío Henao Restrepo

Los estudios modernos de diversos críticos con respecto


a la ironía se han hecho con amplitud, de tal manera que esta
presencia inefable en distintos ámbitos ha cobrado un vigoro-
so espectro metafórico: “La ironía consiste en expresarse de
cierta manera. Como veremos, se comunica sin comunicarse;
pero, en definitiva, se dirige necesariamente a un ambiente
social, porque, si no, todos sus tapujos carecerían de sentido”
(Jankélévitch, 1982: 40). En este sentido, la ironía requiere
de lo manifiesto y lo manifestado para tratar de ser revelado
desde la recepción; no obstante, algo quedará oculto a las in-
terpretaciones del hermeneuta y la carga irónica se vestirá de
posibles nuevos avistamientos.
Desde el punto de vista de la literatura, se han hecho apor-
tes importantes; tal es el caso del teórico mexicano Lauro Za-
vala, quien en un discurso sobre la ironía narrativa, menciona:

1
Profesor de la licenciatura en Literatura y Lengua Castellana de la
Universidad del Quindío. Magíster en Literatura de la Universidad Tecno-
lógica de Pereira. Este ensayo es producto del Seminario de autores, dirigi-
do por el profesor Darío Henao Restrepo, en el contexto de la Maestría en
Literatura de la UTP.
163
Edwin Alonso Vargas (compilador)

Si la narrativa moderna recurre a la ironía como a una estrategia


que permite expresar las paradojas de la condición humana y los
límites de nuestra percepción de la realidad, ello exige la pre-
sencia de un lector capaz de reconocer las distintas estrategias
de auto-cuestionamiento que este mismo discurso pone en juego
(1992: 60).

De acuerdo a lo expuesto por Zavala, el lector debe enfren-


tarse de una manera avezada para descubrir las huellas que el
escritor ha plasmado, por supuesto, con inferencias reflexivas
y pertinentes en las que su experiencia vital y académica ilu-
mine las imágenes cifradas. La ironía, entonces, rompe los
cánones de la formalidad y se presenta como una antinorma
de lo establecido, de tal manera que despierta así el asombro
del lector en un mundo moderno, escueto, cada vez menos
íntimo y más desencantado.
La ironía que se aborda en la novela Changó, el gran pu-
tas, específicamente en la segunda parte, «El muntu america-
no», tiene rasgos de carácter religioso; por tanto, el estudio
que aquí se presenta es la develación de la manifestación iró-
nica cristiana que subyace en la obra de Zapata Olivella. En
este sentido, se hace necesario establecer un diálogo de vasos
comunicantes, entre el discurso formal religioso del cristia-
nismo y la creación estética que Zapata Olivella propone en
Changó. Una novela que plantea una simbiosis mítica de los
procesos culturales afroamericanos, evidenciada en los vaive-
nes que sus múltiples diásporas le legaron al Nuevo Mundo.
“La producción de la ironía exige que el irónico mida el grado
de lo implícito necesario para ser comprendido por aquellos
cuya complicidad busca” (Schoentjes, 2003: 154). Cuando se
alude a vasos comunicantes, también significa que la relación
autor-lector logre reciprocidad en los sentidos metafóricos su-
geridos en la ficción.
La segunda parte de Changó, el gran putas, «El muntu
americano», está dividida en tres secciones: la primera de
ellas es “Nacido entre dos aguas” (2010: 151-73), la segunda,
“Hijos de Dios y la Diabla” (2010: 174-205), y la tercera,
“¡Cruz de Elegba, la tortura camina!” (2010: 206-238). En
164
Marginalia IV

estas, se rastrea la ironía religiosa que hace Zapata Olivella


en contraposición a las llamadas Sagradas Escrituras del cris-
tianismo: “Lejos de ser un asunto de inteligencia abstracta, el
reconocimiento de la ironía es una cuestión de implicación en
las realidades del mundo” (Schoentjes: 2003: 155). La ironía
religiosa es propuesta a través de la fabulación de una vasta y
rica mitología afroamericana, presente a lo largo de la novela
en cuestión. En consecuencia, el primer apartado inicia con la
comparación entre el nacimiento de un afrodescendiente y el
Jesús bíblico. Así canta Pupo Moncholo2:

Dicen que nació sin padre


Como el Jesús de los blancos

Aquí la palabra “dicen” proviene de un colectivo en el que


no se identifica una sola voz dictatorial como en la Biblia.
De boca en boca se llega a la “verdad”, pues así se infiere
lo hecho por la religión cristiana a lo largo de su historia, ya
que los terceros han sido sus reivindicadores. Por supuesto,
la gran carga irónica, manifiesta en los dos versos, está en el
desconocimiento que se hace de un padre especial como Dios
(a quien se considera el padre real de Jesús). No hay padre
concreto para el afrodescendiente; mas no por ello dejará de
ser considerado líder libertario de los negros en América.
La imagen antitética, cada vez con mayor fuerza, enfrenta
las dos culturas: de un lado la tradición hegemónica de los
blancos, promulgando a Jesús como su salvador; y del otro, la
cultura negra con su rey, Benkos, el vengador.

Sabemos ya que la yuxtaposición de dos elementos contradicto-


rios hace nacer la ironía de situación […] El autor puede poner
en marcha estos juegos de ruptura no sólo en el nivel local —en
una frase—, sino también en la composición global de una obra
(Shoentjes, 2003: 145-146).

2
Babalao (sacerdote del culto vudú), una de las voces que relata Chan-
gó, el gran putas.
165
Edwin Alonso Vargas (compilador)

Dicha ironía de yuxtaposiciones se presenta en que, mien-


tras el llamado “mesías” del pueblo hebreo nació en un mula-
dar o pesebrera, sitio cerrado, tal como se cita en el Evangelio:

Ella se encontraba encinta y, mientras estaban allí, se le cumplió


el tiempo. Así que dio a luz a su hijo primogénito. Lo envolvió
en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para
ellos en la posada […] Pero el ángel les dijo: No temáis; porque
he aquí os doy nuevas de gran gozo, que será para todo el pue-
blo. Que os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador,
que es CRISTO el Señor (Lucas 2: 6-7, 10-11).

no ocurrió así con el príncipe de los ekobios, quien nació


en el mar abierto, tal como se expresa en los siguientes versos:

Náufrago de los vientos


nació en la mar grande;
ojos de peje, fuerte cola,
hijo de Yemayá,
por nueve noches bebió
la leche blanca de sus olas.

Pupo Moncholo cantaba con su kora aquel nacimiento de


su rey, nacido para habitar entre cristianos y finalmente para
ser el adalid de la rebelión:

—¡Oíd, oídos del muntu! ¡Oíd! Aquí nace el vengador, ya está


con nosotros el brazo de fuego, la muñeca que se escapará de
los grillos, el diente que destroza las cadenas. ¡Oigan los que
me oyen! Oigan ustedes que traen a esta vida los hijos del mun-
tu. Escuchen: el protegido de Elegba trae sangre de príncipe.
Nace entre nosotros, será nuestro rey. Protegido de Elegba será
bautizado con el nombre cristiano de Domingo pero todos lo
llamaremos Benkos porque Benkos se llama el tatarabuelo rey
que sembró su kulonda. Criado en la casa del padre Claver se
alzará contra ella. Morirá en manos de sus enemigos pero su ma-
gara, soplo de otras vidas, revivirá en los ekobios que se alcen
en contra del amo.
166
Marginalia IV

Se analiza de los términos “salvador” y “vengador” que no


son recíprocos y proponen una especie de oxímoron, figura
que Schoentjes considera parte de la teoría sobre la ironía; al
respecto afirma que “el oxímoron […] viene a ser una de las
figuras predilectas de la ironía […] la utilización irónica de la
figura requiere que se mantenga la tensión entre dos términos
antitéticos” (2003: 149). En consecuencia, de una parte el tér-
mino “salvador”, que pronuncia el ángel, según Lucas, es am-
biguo porque no se explica allí la salvación de qué y se diluye
esta característica aludiendo a visitas hechas por pastores, de
los cuales tampoco se precisan datos. Se hace más claro el
término “vengador”, que será el que lleve a los africanos a
la libertad al romper ataduras físicas y culturales. Benkos su-
fre la barbarie de la esclavitud igual que los demás africanos,
incluso se aprende las Sagradas Escrituras de los blancos, lo
cual le confiere cierto grado de objetividad al asumir las dos
culturas y, así, puede cotejarlas.
Benkos nació al séptimo día: “Era la séptima noche cuan-
do se me apareció el abuelo Ngafúa […] El abuelo me contó
que esa noche, la séptima, nacería el escogido con el signo
de Elegba” (Zapata Olivella, 2010: 153-154). Aquí la ironía
con el cristianismo está en que el pueblo africano está de fies-
ta el día séptimo: hay movimiento. La llegada al mundo de
Benkos, el vengador, tiene a su pueblo en alerta y ansioso por
su advenimiento, todos quieren saber de su llamado rey, tal
como se aprecia en la página 153:

Siete noches muerden la matriz de Potenciana Biohó.


Siete las yerbas indias que bebió.
Siete veces vieron sin ver que se le asomaba la cabeza del hijo entre
las piernas.
Siete los escapularios puestos por el padre Claver sobre su vientre.
Siete los días padecidos.
Siete las comadronas impotentes con sus artes expulsadoras.
Siete las maneras de parir en que la han puesto: sentada, en cuclillas,
colgada de los brazos, de rodillas,
abierta de piernas, a medio lado y en cuatro manos como las yeguas.
167
Edwin Alonso Vargas (compilador)

Para el caso del cristianismo, Dios, después de crear al


hombre, el sexto día, que reza en el pasaje bíblico así: “Y creó
Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón
y hembra los creó” (Génesis 1: 27), descansó el séptimo: “Y
acabó Dios en el día séptimo la obra que hizo; y reposó el
día séptimo de toda la obra que hizo” (Génesis 2: 2). Lo que
indica parsimonia y cansancio al no querer saber más de su
creación. Nadie, aparte de los animales, espera a los indivi-
duos llamados Adán y Eva, adultos por demás, condenados
por un Dios solitario a no tener pasado y a unirse sin amor
para la procreación.
El otro símbolo transgresor que demuestra la ironía, en el
texto de Zapata Olivella, es la referencia a las serpientes, pues
en Benkos ellas son el signo de Elegba, no son la maldición
ni la perdición, ya que son la marca de reconocimiento de un
Benkos que, al igual que Elegba, regirá los caminos y desti-
nos de su pueblo:

El hijo de Potenciana Biohó nació de pie buscando donde parar-


se. Ngafúa lo había anunciado y las comadronas buscan el signo
de Elegba. Sí, allí sobre su hombro las serpientes se mordían las
colas. Las siete abuelas las miran y las palpan. Después, entregó
el pequeño a Potenciana ya moribunda (Zapata, Olivella, 2010:
155).

Por el contrario, las serpientes para el cristianismo, son en


un principio creadas y aceptadas también en el sexto día; pero
luego son consideradas como astutas y engañadoras, lo cual
se menciona en el capítulo 3 del Génesis:

Pero la serpiente era astuta, más que todos los animales del cam-
po que Jehová Dios había hecho […] Y Jehová Dios dijo a la
serpiente: Por cuanto esto hiciste, maldita serás entre todas las
bestias y entre todos los animales del campo; sobre tu pecho
andarás, y polvo comerás todos los días de tu vida (Génesis 3:
1- 14).

Ellas no son la claridad, como en el texto de Zapata Olive-


lla; son, en la Biblia, las que llevan al castigo a los hombres
168
Marginalia IV

por parte de un Dios creador que fustiga, tal como se expresa


también en el Génesis, versículos 16-18:

A la mujer dijo: Multiplicaré en gran manera los dolores en tus


preñeces; con dolor darás a luz los hijos; y tu deseo será para
tu marido, y él se enseñoreará de ti […] Y al hombre dijo: Por
cuanto obedeciste a la voz de tu mujer, y comiste del árbol de
que te mandé diciendo: No comerás de él; maldita será la tierra
por tu causa; con dolor comerás de ella todos los días de tu vida
[…] Espinos y cardos te producirá y comerás plantas del campo
[…] Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas
a la tierra, porque de ella fuiste tomado; pues polvo eres, y al
polvo volverás.

No obstante, el título de la tercera parte del capítulo 2,


“Cruz de Elegba, la tortura camina”, indica que el camino si-
gue, pues Elegba significa el que abre y cierra todas las puer-
tas, el que tiene el poder y el balance entre el bien y el mal.
Luego, el inicio del relato es una estrofa de cinco versos can-
tada por la voz de Pupo Moncholo, voz que no se detiene y
exulta claridad, así:

Yo soy Pupo Moncholo


soy la fiebre calentura
el cantor sin ronquera
cuando comienzo una historia
se las cuento toda entera.

Una vez dicho esto, se inicia la prosa con una sinestesia


en donde se aguzan los sentidos de la vista y el olfato, para
manifestar el olor y el dolor de la muerte: “Todavía la ciudad
conserva olores a mortaja” (206), pues es el primer domingo
después de la pascua de resurrección, al cual se denomina des-
de el siglo XVI como “Domingo de Cuasimodo”, que guarda
como significado una vida nueva para los nacidos en pascua.
Pero, ese actuar del amo blanco es una fachada que se evi-
dencia como antítesis: “La ironía es una conciencia tranquila
lúdica: no una conciencia tranquila simple y directa, sino una
conciencia tranquila retorcida y mediata, que se obliga a sí
169
Edwin Alonso Vargas (compilador)

misma a ir y volver, hasta y desde la antítesis” (Jankelevitch,


1982: 50). En la misma página de Changó se dice: “nosotros
los esclavos sabemos que tras el reposo de la Semana Santa
volveríamos a cargar la cruz de la esclavitud más pesada y lar-
ga que la de Cristo. Hemos asistido con devoción al Sermón
de las Siete Palabras”. La última expresión no le da credibili-
dad a ninguna de las palabras del mundo cristiano: una cosa
es la “devoción” como el respeto que se les ha impuesto por la
fuerza del poder, y otra cosa es la realidad de la esclavitud con
todo su atropello por parte de los devotos blancos.
Algunos esclavos rumian sus penas y decaídos deciden no
llamar a sus antepasados. Sin embargo, el espíritu rebelado de
los esclavos obedecía a sus ancestros:

Les cuento lo que sentimos al acostarnos aquella noche, olvida-


dos de los tambores, porque para esos días ni los más necesita-
dos llamábamos a los ancestros para que compartieran nuestras
penas […] Muchos otros ekobios encadenados salieron de la
ciudad desde el Sábado de Gloria y llenan los caminos con sus
quejas. Otros sobreponiéndose al látigo, marchamos en traílla
palmoteando en coro y bailando cantos de nuestros padres afri-
canos (206).

Llama la atención el uso del término “otros” en dos oca-


siones, de lo que se infiere la relación que el mismo Zapata
Olivella menciona sobre los ekobios: “Sinónimo de cofrade
entre los ñáñigos de Cuba”3. Zapata Olivella manifiesta en El
árbol brujo de la libertad:

Nuestro padre Odumare-Olofi-Baba Nkawa, dividido pero atado


en un solo nudo como los dedos del puño, creó a los catorce

3
Jorge Castellanos e Isabel Castellanos (1992) mencionan: “La socie-
dad secreta de Abakuá es una asociación o, más precisamente, una cofradía
esotérica de carácter mágico-religioso, exclusiva para hombres, que proce-
dente del Calabar (hoy una provincia de Nigeria) se estableció por primera
vez en el puerto habanero de Regla en 1836 por negros de origen Carabalí.
En toda la América sólo se le encuentra en Cuba, en las provincias de la
Habana y Matanzas […] Sus miembros son conocidos popularmente con
el nombre de ñáñigos”.
170
Marginalia IV

grandes Orichas para proteger al Muntu en la adversidad, no con


milagros y dádivas, sino implantándoles la fuerza creadora de la
vida, fuente de la inteligencia y la palabra (2011: 29).

La presencia de elementos africanos que refuerzan la iro-


nía entre las dos culturas, también se manifiestan en hechos
de confrontación, así por ejemplo, cuando el inquisidor Ma-
ñozca enjuicia e interroga al Babalao por considerarlo hereje.
El Babalao le dice:

Mi estirpe es más vieja que la vuestra. Cuando los hebreos y


romanos vinieron a disputarse la Tierra Santa mis antepasa-
dos ya la habían recorrido, arado con bueyes, haciéndola parir
espigas y granos que se repartían sin avaricia entre todos los
necesitados […] Mi pasado es tan viejo como esta sombra que
piso y me acompañará; por mi voz hablan los ancestros de ocho
grandes tribus africanas; la experiencia de los hombres anida mi
memoria porque todos mis abuelos fueron narradores sagrados
que memorizan las hazañas de nuestros grandes reyes, de sus
músicos y cantores (215).

Lo que dice el Babalao encuentra correspondencia con lo


afirmado por Zapata Olivella en su libro El árbol brujo de la
libertad, el cual es un ensayo histórico mítico de la vasta cul-
tura africana que se transportó al Nuevo Mundo en diferentes
diásporas. Zapata Olivella cita allí:

Hace cien mil años, ayer, el primer Homo sapiens, solitario en la


planicie de Oldoway (Kenya), al mirar la gran noche del firma-
mento, debió preguntarse qué querían decirle las estrellas con su
rutilante espabilar desde las alturas. Y apenas hace 30.000 años,
ya dibujaba su respuesta en cientos de cavernas repartidas en las
montañas y valles de todo África (2011: 25).

El Babalao lo que está manifestando es que si ellos, sus


opresores, están ahí, es porque el origen de la vida se gestó
en África y no entre los hebreos, como manifiestan sus llama-
das Santas Escrituras. Estas expresiones son una bofetada a la
ignorancia histórica, además que el Babalao ofrece decir sus
171
Edwin Alonso Vargas (compilador)

palabras en otras lenguas. El Babalao es fiel a sus antepasados,


no se arrodilla ante la Biblia de los católicos, su verdad está en
sus orichas. En esta petición que hacen los inquisidores: “Le
ponen por delante la Santa Biblia y por tres veces le pidieron
arrodillarse ante ella para que jurara y diga solo la verdad. Por
tres veces él se negó a postrarse” (216), se infiere, por la can-
tidad de negaciones, una gran ironía que hace Zapata Olive-
lla con respecto al pasaje bíblico de la negación de Jesús, por
parte de Pedro: “No cantará el gallo sin que me hayas negado
tres veces” (Juan 13: 38). La carga irónica final está en las in-
mediatas expresiones del Babalao:

[…] diciendo que diría la verdad sin jurar por aquellas escritu-
ras que los hebreos tienen por sagradas y que no contienen la
historia venerable de nuestros antepasados ni aludían a la gloria
de nuestros orichas por los cuales sí está dispuesto a arrodillarse
(216).

La lealtad y convicción en sus ancestros es inquebranta-


ble; caso contrario a la endeble fe de Pedro, primer Papa de la
iglesia cristiana, que en el Evangelio de San Juan se precisa
así: “Pedro le dijo: Aunque todos se escandalicen de ti, yo
nunca me escandalizaré” (26: 33).
En este interrogatorio encaja lo que el mismo Zapata Oli-
vella denomina “maremoto lingüístico”, en la página 25 del
libro Africanidad, indianidad, multiculturalidad, compilado
por el profesor e investigador afrocolombiano William Mina
Aragón:

Cincuenta millones o más de africanos transplantados, y otros


tantos de amerindios sobrevivientes de la conquista; cientos de
miles de indostaníes, malayos y filipinos, sumados al torrente in-
cesante de millones de europeos, provocaron el gran maremoto
que trastocaría en América los idiomas aborígenes y extranjeros.
Jamás antes ni después se ha dado en la historia otra revolución
lingüística de tal magnitud.

En Changó, el gran putas, el “maremoto lingüístico” se


demuestra cuando el Babalao les exigió, a los inquisidores,
172
Marginalia IV

tinta y papel para escribir “desde sus orígenes hasta su exilio


a este continente por maldición de Changó”. Elementos que
le dispensaron para lo que ellos denominaron “confesión”; no
obstante, el Babalao no dejaba de sorprenderlos y les manifes-
tó: “quieren la respuesta en griego, latín o castellano”. Aspec-
to que los dejara perplejos y decidieron que lo hiciera en latín.
En esa decisión radica la ironía lingüística, ya que de seguro
los inquisidores no supusieron que el Babalao, un personaje
de otra cultura a la que consideraban inferior, no podría hablar
en la lengua que propagó el cristianismo después del siglo III.
Sin embargo, el Babalao era un políglota, no sólo hablaba en
aquellas lenguas autorizadas por los inquisidores, también ha-
blaba “yoruba, mandé, hosa, bakongo, soninké, baluba, fula,
serere, fiote, ngala, ashanti, mandinga y muchas más” (216).
Es conveniente precisar que no hay un sesgo con la re-
ligión cristiana, pues para Zapata Olivella, en palabras de
Pupo Moncholo, los árabes también orquestan sus creencias
con la subyugación y los oprobios: “Al cumplir catorce años,
mi amo, un morabito, me hizo discípulo de Alá, pero aun así
continué siendo su esclavo. Desde entonces comprendí que
las religiones de los moros y cristianos tienen otros fines,
distintos a la de nuestros ancestros” (2010: 190-191). Esos
fines diferentes ironizan las creencias de las otras religiones
(musulmana y cristiana) respecto a la de los pueblos africa-
nos, quienes armonizan con un muntu libidinoso sin el lastre
de pecado y la defensa de su dignidad, sin las cadenas de la
esclavitud. Tal como se lee en la página 193 de Changó, el
gran putas:

Cuando se miraba a una ekobia, joven o vieja, su cuerpo se lle-


na de otra mujer, la que recordamos, la otra que nos llamaba
siempre aun cuando estemos dormidos y encadenados. Y en
los sueños, despiertos, sabiéndola lejana se nos metía entre las
piernas y le sembramos hijos que nunca llegarán a parir porque
no le damos la sangre que engendra la vida. En la noche día,
interminable noche de las bodegas, entre los muchos gritos es-
cuchábamos la boca de las hembras que llama y botaba la vida.
Los monstruos emponzoñan los aires con olores prohibidos.
Nosotros y también ellas, separados por paredes invisibles nos
173
Edwin Alonso Vargas (compilador)

sonsacamos frotándonos con nuestras propias manos. […] En


cualquier rincón de la casamata, en la fosa que se cava en cada
aljibe, donde quiera que nos lleven encadenados, sueltos en el
corral de la hacienda o en el cuarto de servicio, cerca o distante,
mujeres y hombres en todo momento pensábamos en la otra par-
te que deseamos. La perseguimos por los atajos, entre el monte,
de noche escurriéndonos por entre los muros hasta llegar a su
cuarto, escondidos, escondidas, escondiendo nuestro resuello en
el chiquero de los puercos.

Para la cultura africana el cuerpo no es fruto ni manifes-


tación del pecado; el deseo reivindica su naturaleza, hay ne-
cesidad de cercanía y cópula entre los cuerpos que llaman, ya
por sus humores, o bien por sus movimientos rítmico-rituales
que despiertan la carne. No existe el límite en su concepción
sexual. “El hambre de mujer es más hambre cuando nos ena-
moramos de mujer ajena” (194).
En conclusión, la ironía religiosa que emana de la obra de
Manuel Zapata Olivella, nos lleva a replantear la concepción
de nuestro mundo, visto en una misma dirección por la cultura
Occidental. Por supuesto, no se trata de una obra que adrede
busque un revanchismo ante la oprobiosa esclavitud sufrida
por los pueblos africanos; es, sin duda, la manifestación de
una cultura que confirma su existencia con sus imaginarios
míticos, sus particularidades étnicas y sus rasgos idiosincrá-
sicos.
Así, entonces, los nuevos órdenes sociales hacen que las
voces minoritarias cobren igual importancia que las esta-
tuidas por la cultura hegemónica. Changó, el gran putas se
constituye, pues, en la puerta literaria que nos conduce por
los caminos de la cultura ancestral africana, renovada por sus
diásporas y todas sus contingencias en el continente america-
no, como manifiesto estético cuya impronta es el legado del
continente que le dio luz a la vida.

Referencias

Castellanos, Jorge y Castellanos, Isabel (1992). “La sociedad se-


creta Abakuá: Los Ñáñigos”. Revista Cultura Afrocubana, (3):
203-282.
174
Marginalia IV

Jankélévitch, Vladimir (1982). La ironía. Madrid: Taurus


Reina-Valera (1960). La Biblia. Disponible en: www.amen-amen.
net/RV1960
Schoentjes, Pierre (2003). La poética de la ironía. Madrid: Cátedra
Zapata Olivella, Manuel (2010). Changó, el gran putas. Bogotá:
Ministerio de Cultura.
Zapata Olivella, Manuel (2011). Africanidad, indianidad, multi-
culturalidad. Cali: Universidad del Valle.
Zapata Olivella, Manuel (2011). El árbol brujo de la libertad. Cali:
Universidad del Valle.
Zavala, Lauro (1992). “Para nombrar las formas de la ironía”. Dis-
curso, (13): 59-83.

175
Marginalia IV

La poesía del neogranadino


Pedro de Solís y Valenzuela

Arbey Atehortúa Atehortúa1

La poesía del neogranadino Pedro de Solís y Valenzuela2


se encuentra dispersa en sus obras El desierto prodigioso y
prodigio del desierto, La fénix cartuxana y Vida del glorio-
sissímo Patriarca san Bruno. Su obra poética desarrolla toda
una variedad de artificios, imágenes y temas inmersos dentro
de la mentalidad religiosa de la Colonia. Su poesía es here-
dera de la tradición del Siglo de Oro, y especialmente de la
línea religiosa que defendía la exclusividad del verso para los
temas sacros. Las imágenes de la noche, el sueño, el girasol,
el pastor y la oveja descarriada y sus ideas sobre el tiempo, se
desarrollan en una variedad de formas métricas, pero siempre
desde una concepción contrarreformista. Revisaremos enton-
ces una serie de poemas del neogranadino, buscando, ante
todo, establecer su dimensión literaria.
Uno de los poemas más significativos es «Helitropio a es-
plendor de luz Febeo» (Solís, 1984: 164). El poema consiste
en una serie de octavas que tratan el tema del penitente, de
la soledad que el hombre debe buscar si quiere alcanzar una
vida junto a Dios; por eso es sentencioso cuando sugiere que
la vida en la corte y en grupo no es buena para un penitente

1
Investigador y crítico literario. Profesor de la Universidad Tecnológi-
ca de Pereira. Doctor en Filología Hispánica de la Universidad de León (Es-
paña). Autor del libro Poesía en el desierto. Sobre El desierto prodigioso y
prodigio del desierto (2008)
2
Escritor neogranadino nacido en Santafé de Bogotá en el año 1624. Su
obra no se publicó en el siglo XVII y solo hasta finales del siglo XX se editó
El desierto prodigioso y prodigio del desierto, texto híbrido donde incluyó
una buena cantidad de su producción en verso.
177
Edwin Alonso Vargas (compilador)

monje y se descarta la comodidad y el buen vivir, pues son


impedimentos para alcanzar la vida eterna: “La vida de pa-
lacio insensitiva, / Y a un penitente monje es adversaria”. El
poeta recurre a una metáfora con la naturaleza y se refiere al
helitropio y otras flores para plantear el concepto de vanidad.
Los adornos, el embuste de los topacios y las esmeraldas del
helitropio simbolizan todo aquello que el hombre penitente
debe evitar. De igual manera, el hombre debe completar su
penitencia mediante el aislamiento, la huida de la vida bulli-
ciosa tal como la practicó san Bruno3, que contrario del heli-
tropio, es una “humilde flor hermosa”. El poema reitera “La
pureza del alma solitaria” y por esto al final de las octavas
regresa a las imágenes iniciales: el girasol que busca el sol,
el jacinto vanidoso, el armiño que conserva su blancura y el
laurel que blasona. Este pasaje no se puede dejar de relacionar
con la experiencia mundana que vivió el hermano del autor,
Fernando Fernández, en la corte madrileña hacia 16404, y que
pospuso una y otra vez su ingreso a la cartuja de El Paular.
Esta imagen sobre el libertinaje palaciego, que conduce
a la condena del alma, la encontramos también en el soneto
«Silguerillo». Lo que se desprende de la imagen del pajarillo
que, libre de la jaula, gana su libertad pero es devorado por el
gavilán, es el cuestionamiento sobre el sentido de la libertad
si ésta conduce a la muerte: ¿para qué la vida terrena si se
pierde la celestial? Como el helitropio, las galas del jilguero
(“Pico de oro / tu misma voz al gavilán convida”) son las
causas de su muerte. Las oposiciones libertad / muerte, goce /
infelicidad remiten a un sistema de equívocos que desarrollan
la idea del dolor, del sufrimiento, de la penitencia como única
forma de alcanzar el paraíso prometido: “no hay en la libertad
segura suerte”; la libertad, paradójicamente, es causante de la
muerte.

3
San Bruno es un santo medieval fundador de las cartujas y de quien la
sociedad colonial fue devota.
4
El hermano del autor viajó a España en 1638 llevando los restos del
arzobispo Bernardino de Almansa, que reclamaba el convento de María y
José en Madrid, con el objeto de entrar a la cartuja del Paular; disfrutar de
los goces de la corte al parecer retrasó sus objetivos.
178
Marginalia IV

Un valor como la libertad se convierte en algo negativo


que conduce al pecado, al estar asociada a la juventud, al des-
enfreno, al goce de las gracias mundanas. La eterna y pla-
centera vida junto a Dios solo es posible si se renuncia a la
libertad y se opta por el aislamiento; de esta forma, el verso
adquiere un claro carácter moralizante y sentencioso. La de
Pedro de Solís es una poesía en función de; una prédica por
el sufrimiento, por el dolor, por la abstención y la renuncia
como únicas formas válidas para la vida, aspecto que se des-
prende de la mentalidad contrarreformista, la cual definió en
gran medida la propuesta poética de Pedro de Solís y Valen-
zuela. El hombre sufre un desengaño cuando descubre que ha
llevado una vida licenciosa, gobernada por la vanitas. Pero a
este estado de conciencia no llega el hombre por el consejo,
sino a través de una imagen explorada prolijamente en la li-
teratura ascética del XVII para sugestionar a las almas, para
infundirles sensaciones desgarradoras de lo que le espera al
pecador: el fuego.
La poesía de Pedro de Solís, siendo coherente con su in-
tención moralizante, recurre a la imagen del fuego, de la llama
con diversos propósitos. La llama es un símbolo de la vida,
pero, dentro de esa condición antitética en la poesía barroca,
también es un instrumento para el castigo; ella misma es señal
de lujuria y ceguera.
En un extenso poema en treinta y dos cuartetas, «O, cómo
esta infante antorcha»5 (Solís, 1977: 64), se describe la forma
como la llama, una vez toma fuerza, termina envilecida por su
soberbia: “¡O, cómo esta infante antorcha / que tibia luz bru-
julea, / al imaginarse viva, / da parasismo de muerta. / La Luz
que le comunican / ni la admite ni desdeña / y, en el algodón
confussa, / ni bien acaba ni enpieza”.
La imagen poética se construye a partir de una antor-
cha, cuya luz tímidamente nace y después es una flamante

5
«O, cómo esta infante antorcha» es un poema en cuartetas y en verso
romance de metro regular, fenómeno que obedece a las variantes que sufrió
el romance popular. Éstas en concreto, poseen una rima asonante distribui-
da irregularmente (Domínguez Caparrós, 1999: 406).
179
Edwin Alonso Vargas (compilador)

y orgullosa llama que ha de fenecer, representación hecha a


través de un sistema de oposiciones y figuras antitéticas de
larga tradición, y exploradas ampliamente por el neograna-
dino: luz / ciega, muerte / vida, luz / tiniebla, principio / fin.
La llama encierra la contradicción; la vida y la existencia
vanas del ser humano; entre más viva es su luz (vanidad),
más cerca está de la muerte. La vida, como la llama, contie-
ne la muerte. La paradoja se instala entonces como recurso
central: “que es menester que los días / para que duren fe-
nezcan”.
La llama encierra una ambigüedad que lleva al desenga-
ño; cuando más ilumina más rápido está de consumirse. La
vida contiene la muerte; como la llama, entre más viva más
próxima a la muerte. La soberbia de igual forma ciega la vida.
De esta manera, la antítesis refiere la pedagogía del dolor y la
renuncia como mecanismos de expiación y formas para alcan-
zar el fin último que es la vida después de la muerte; el hom-
bre nació entonces para morir y a medida que vive muere: “A
luz deste desengaño”.
La vanidad se presenta relacionada con el tema de la mu-
danza y de la fugacidad de la vida. Al igual que la belleza del
heliotropo, la vanidad es culpable de su destrucción; la liber-
tad del jilguero lo pone en las garras del gavilán y la imagen
de la frágil mariposa sirve para reiterar cómo los elementos
banales cobran mayor sentido cuando se relacionan con la
muerte, con la finitud del ser: “La luz que la alumbra y la que-
ma”. La luz de la llama representa un engaño, que incluso en
los momentos de mayor esplendor es anunciada por el humo.
La imagen de la llama en su terrible fugacidad, en su peren-
nidad es usada como una excelente metáfora de la vida; en su
momento de mayor ardor es vanidosa, ambiciosa, lisonjera
y altanera; en definitiva, “Víctima, pues, de sí misma”. Casi
de inmediato, la fatiga de la llama sugiere la fragilidad del
ser humano y la muerte; por eso el poema se concentra en la
agonía de la llama: “El pavilo, que despojo / yaze de la llama
lenta, / sólo de muestra en cenizas / de nada durables señas”.
180
Marginalia IV

La imagen del tiempo

El tiempo (“que no es hora de perder tiempo”), y la serie


de motivos e imágenes que se desprenden de este tema, es
una de las referencias fundamentales en la poesía de Pedro de
Solís y Valenzuela. La imagen temporal opone dos espacios
simbólicos: el terrenal que asusta al hombre con su fugaci-
dad, con su casi inexistencia; y el ultraterreno (el paraíso o el
infierno), que se presenta como infinito. El tiempo terrenal es
valioso para preparar la vida después de la muerte; solo para
esto tiene sentido la vida. Pero la reiteración frecuente de que
la vida pasa rápidamente hace que el ser humano siempre se
encuentre en un punto crítico, determinado por la cercanía de
la muerte y la conciencia de haber desperdiciado momentos
valiosos para allanar el camino de la salvación. La vida terre-
na se le presenta, entonces, al ser humano como penitencia,
como dolor. Al hombre se le pide sacrificar el pasajero tiempo
terrenal por uno infinito en el paraíso; de esta manera, se jus-
tifica la renuncia a la vida mundana, la flagelación de la carne
y la penitencia.
El pecador debe volver los ojos a Dios y expresar su devo-
ción mediante la poesía. De esta forma ocurre en el «Soneto a
la Virgen» (Solís, 1984: 422), donde se desarrolla el tema del
pecador que se arrepiente y abandona todas sus riquezas por
asegurar su vida junto a Dios. Este instante crucial es uno de
los temas de la poesía de Pedro de Solís: el arrepentimiento
es la gran experiencia que sufre todo ser humano y se expresa
mediante el verso.
Para llegar a ese instante del arrepentimiento, la poesía re-
curre a la antítesis del paraíso y el infierno. El tiempo pasado,
pecaminoso, se vive como si no tuviera sentido, pues no hay
explicación por los días perdidos, por la demora en tomar una
decisión para abandonar la vida mundana y dedicarla por ex-
clusivo al servicio de Dios. Para desarrollar esta extrañeza por
el tiempo perdido, esta desilusión por el instante que no existe
y la fortuna de poder cambiar el rumbo a tiempo, el soneto re-
curre a una bella imagen: la del navío como la vida, que avan-
za en medio de una penosa travesía: “Dar carena a mi rota nao
181
Edwin Alonso Vargas (compilador)

concierta”. El barco, después de una dolorosa travesía donde


se han purgado las penas, navega bajo un manso viento, con la
bandera de Cristo enarbolada. La metáfora se torna más bella
en la medida que se crea con el desierto y se habla del navío
como si éste, es decir la vida, penosamente se desplazara so-
bre la arena; la embarcación es llevada con suavidad por un
manso viento, metáfora del hombre que alcanza la vida eterna
después de una existencia de dolorosa penitencia.
Aparte de la imagen de la embarcación en aguas turbulen-
tas, otras figuras preciosistas remiten al estado de pecado del
hombre. En los versos “En esta tierra estéril y desierta / Y en-
tre estas rocas ásperas y eladas”, la esterilidad no es más que
la del cuerpo y el alma en pecado; nuestro interior es como un
desierto donde Dios sembró alegres plantas y una senda para
el descanso. El desierto o el paraíso están dentro de cada hom-
bre y éste solo debe permitir que Dios lo abone. Esta metáfora
la reitera el poeta una y otra vez con otros elementos.
En las cuartetas «Pues no excusáis los oýdos» (Solís,
1984: 418), el poeta utiliza la imagen de las piedras precio-
sas para decir que todos necesitamos de la mano pulidora del
maestro: “Si son peñascos las culpas / Y bruto diamante soy”,
tanto el peñasco como el diamante bruto se deben tratar, o sea,
pulir con el amor de Dios que se proyecta con los rayos del
sol. Dios es como el pastor que va en busca de la oveja des-
carriada o como el médico que se encarga del más enfermo:
“Pero ¿qué puede importarle / Al médico, o al Pastor, / Que se
le muera el enfermo, / La oveja que se perdió?”
El soneto «O mal gastados años», crea una isotopía que
remite a la pedagogía del dolor y la violencia: eterno castigo,
culpas, muerte, pecados, yelos, escarcha, perdición, dureza y
enfermo. Si bien la experiencia temporal terrena es fugaz, la
misericordia de Dios le da la opción del arrepentimiento; pero
antes de morir, en el instante de la agonía, para que haya una
toma de decisión, para una mejor sugestión, es el dolor el que
domina la vida. De ahí la antítesis del verso “los sordos pas-
sos de la muerte”, que alertan al hombre sobre lo que le ace-
cha. Desde ese primer verso “O mal gastados años”, el poema
se caracteriza por un discurso sentencioso, debido a la forma
como se desaprovecha la vida terrena en hechos mundanos. El
182
Marginalia IV

poema es una interrogación permanente, un llamado al auto-


cuestionamiento y al arrepentimiento por los “gastados años”
por la “loca juventud” vivida. Una ilusión alimenta la vida del
hombre, pues la juventud se asocia con el desenfreno, con los
excesos; lo que queda de todo esto es amargo. Y si el hombre
es dueño de su destino: “¿por qué no huyo, pues está en mi
mano [...]? ¿Qué puedo yo perder, si mi alma gano?”.
Una serie de imágenes se reiteran para aludir a los pecado-
res, como la de la oveja perdida que representa al hombre des-
carriado que abandonó el camino de Cristo, y la ceguera física
como ceguera del espíritu. Si bien hay certidumbre sobre el
tiempo pasado, sobre lo que ya no es: “el tiempo ya pasado /
Jamás vuelve atrás una vez ido”, y sobre la velocidad de di-
cho tiempo terrenal, en el poema se insiste sobre el presente,
el ahora, el “ya” como lo único que importa: “El día presente
corre a largo passo”. El hombre piadoso debe, por lo tanto,
despedirse de lo terreno pues optó por Dios: “Quedaos, sin
dueño, cabras, monte, río, / Soto, dehesa, cassa, choza, aspero
/ [...] ¡Qué rico estoy quando desprecio el oro! / ¡O pobre y vil
Tesoro! [...] / Que todo bien terreno / Para dexarlo solamente
es bueno”.
Otro de los motivos de la poesía de Pedro de Solís es el del
pecador que suplica para que se le conceda un instante para la
salvación. El tiempo se convierte en una obsesión. El pecador
siempre se encuentra en el momento crítico de la muerte, por
eso no puede dejar de pensar en la vida pasada, en el tiempo
que perdió dedicado a la vanitas. En las cuartetas «Pon un
rato en mí tu vista» (Solís, 1985: 11), mediante el ejemplo
dado por Cristo, se incita a los pecadores para que vuelvan
al amor de Dios: “¿volverte a Dios qué te cuesta?”. El verso
“¿por qué no luego? ¿Qué esperas?” sintetiza una de las pre-
guntas frecuentes que se le plantean al pecador y representa
la imploración, el llamado que se le hace a todos los que no
viven en gracia de Dios.

El pastor y la oveja perdida, el médico y el enfermo

La intención moralizante y ejemplar de esta poesía privi-


legia el valor utilitarista sobre el estético; es por eso que las
183
Edwin Alonso Vargas (compilador)

imágenes, alegorías y metáforas creadas a partir de elementos


como el pastor y la oveja perdida, el médico y el enfermo, re-
miten a la mentalidad religiosa derivada de la contrarreforma:
la oveja perdida o el enfermo es el pecador y el pastor o el
médico es Cristo. La imagen del pastor y la oveja descarriada
aparece, por ejemplo, en el poema «Majestad soberana, Dios
eterno»: “Pastor, que el rebaño, / esta oveja te falta por su
daño”. Cristo es el médico que asiste al pecador, y termina su-
friendo y sangrando por el enfermo, una sangre que brota de
sus costados para recordarle al hombre que es un miserable,
pues sigue pecando a pesar del sacrifico que Cristo hizo por
él. La voz del pecador es la misma de los personajes que, a lo
largo de la novela, imploran perdón por las faltas cometidas.
Las voces que se escuchan en los poemas siempre son dos y
se intercambian permanentemente: la del pecador que pide
clemencia, y la de Dios, o su representante, increpándolo. Así,
en las mismas cuartetas (“Pon un rato en mí tu vista”) una de
las voces es la de Cristo que llama la atención a un pecador.
En «Majestad soberana, Dios eterno» (Solís, 1985: 17) el
pecador es quien pide clemencia y tiempo para la salvación:
“te suplico, piadoso Señor mío, / que mires con piedad un
miserable”. La alegoría se crea con el cuerpo herido, con la
pérdida de la salud física que se extiende a la del alma; la heri-
da es el pecado y la salud que espera es el perdón de Dios. La
voz que sobresale es la del pecador que con vehemencia pide
perdón: “Pequé, señor; mas no porque he pecado, de tu gracia
y favor oy me despido”. Las rimas consonánticas formadas
por eterno / tierno, sonora / llora, albedrío / mío, miserable /
formidable, dolencia / clemencia, pluma / suma y enclavadas
/ liberadas, indican el uso de antítesis para ilustrar el conflicto
que padece el pecador.
Estos poemas remiten al instante crucial donde los per-
sonajes descubren que se encuentran en pecado. Este es el
tema del soneto «Señor y Padre mío». Este poema, con una
estructura clásica, en endecasílabos, estrofas isométricas y
rima consonántica, expone el tema del exceso como motivo
del pecado y causa de la dura agonía que sufre el hombre
antes de afrontar el inicio de la expurgación de su vida. En el
184
Marginalia IV

soneto aparece un interlocutor que nuevamente es Dios, y una


voz que se reconoce pecadora: “Señor, yo os he offendido;
yo confiesso” (Solís, 1977: 119). La imagen que propone es
la de un juicio donde se pide un pacto, una enmienda; el pe-
cador solicita que se hagan las “pazes” e implora clemencia.
Esto se refuerza con la imagen del cuaderno donde se anota
todo el proceso, por eso el pecador pide que se borre todo lo
escrito. La juventud no es precisamente el mejor estado del
hombre, pues ésta, con sus banalidades, conduce con facili-
dad al pecado; es el arrepentimiento, el deseo de enmendar la
vida licenciosa y empezar una nueva lo que le brinda una luz
de esperanza al hombre.
El soneto «Señor y Padre mío» no difiere de los motivos
religiosos planteados, en la medida que hay una voz que re-
conoce que obró mal y que quiere enmendar su vida y por
eso ruega a Dios por el perdón. En este sentido no existen
imágenes, figuras novedosas, sino la reiteración de un corpus
retórico que sirve al propósito moralizante de la obra; se trata
de una poesía con claros fines utilitaristas.
El poema «Si horror fatal, si presago infelize» (Solís,
1984: 76) remite al tema del que murió en pecado y resu-
citó. Los versos tienen como objetivo describir el estado de
quien vino del averno para sugestionar al lector de esta ma-
nera: “Respirando bolcanes de fuego, / Y con sonido horrible,
sempiterno, / Al cruxir de los dientes sin sosiego”. Una serie
pertinente formada por las palabras horror, fatal, mortal, ca-
vernoso, horrorosas, fúnebre, horrible, sempiterno, averno,
muerto, horrendo y espantoso contribuye para sumergir al
lector en la atmósfera de lo macabro, y lo predispone para que
termine de escuchar el relato de Arsenio: “¡O, qué horrendo
sucesso! ¡O, qué espantoso / Que un difunto en el féretro se
mueba!”.
La vida y su condición inseparable de la muerte es un tema
constante en la poesía de Pedro de Solís y Valenzuela. La vida
como el estado en que se está muerto para Cristo y la muerte
como el inicio de la vida junto a Dios o de los sufrimientos del
infierno. Esto se expresa a través de dos voces que permanen-
temente cambian de función y se convierte en el centro de esta
185
Edwin Alonso Vargas (compilador)

poesía. En la mayoría de los casos escuchamos la voz de un


pecador que pide perdón y en otras situaciones es Cristo quien
recrimina a los pecadores y les pregunta: “¿hasta cuándo es-
tarán en pecado?”. En estos instantes, cuando Cristo llama la
atención del pecador, es cuando se produce el arrepentimien-
to. Los poemas se presentan como oraciones, como actos de
penitencia, y por eso no hay espacio para temas ni citas de au-
tores profanos; todos los versos se presentan como oraciones,
como actos del arrepentimiento. En este sentido, los poemas
forman parte de la mentalidad contrarreformista, que plantea
la crisis del hombre cristiano al descubrir su vida mundana, la
vanitas, y deciden dedicarse por completo a la contemplación
y alabanza divina. A la muerte alude la obra con numerosas
imágenes como el sueño y la noche, y con símbolos como el
reloj y los restos óseos.
La muerte aparece como un poderoso recurso de sujeción:
recordar la proximidad de la muerte aparece como el principal
aspecto para conmover al pecador; por eso, la poesía insiste
una y otra en este tema. La idea de la muerte, unida a temas
como el del desengaño, se expresa con numerosas imágenes
antagónicas, que manifiestan la impotencia del hombre, pues
todo lo que se puede considerar bueno, como la libertad o
la juventud, contiene su contraparte, su polo negativo, que
impide que el hombre sea feliz en la tierra. De esta forma,
la vida palaciega insensibiliza y condena el alma; la libertad
conduce a la muerte; el sol naciente, que simboliza la vida y
el descubrimiento de Cristo, al despertar mata a la luna y la
juventud es símbolo de pecado. Respecto a este último mo-
tivo, el poema «Debaxo el yugo de la culpa presso» (Solís,
1977: 119) relaciona juventud con pecado; detengámonos en
estas imágenes.

El motivo de la juventud

La juventud está asociada a las gracias mundanas; de nada


sirve la juventud, sentencian los poemas, si lleva a la con-
dena del alma. A la edad temprana se refiere el poema «De-
baxo el yugo de la culpa presso»; ciertas palabras califican
186
Marginalia IV

negativamente la juventud: ésta se asocia con las niñerías, la


edad primera, la edad incauta e ignorante. Juventud y ex-
ceso o desmesura son equivalentes, y llevan a la muerte y a
la pérdida del alma. De esta manera, en los versos “si venga
gravemente / fuego voraz el más menudo exceso”, la juven-
tud se presenta como aquel momento donde el ser humano
es más propenso a perder su alma, pues el poema indica que
éste es voraz y desmesurado. Pero la voz que suplica, que
pide clemencia no es la de un joven, sino la de aquel que ya
ha pasado por dicha edad y de forma triste constata lo que
era y lo que quiere ser. El soneto se presenta como un acto de
contrición; este es uno de los sentidos de esta poesía, y por
eso resalta la voz poética que suplica y pide para el pecador
una nueva oportunidad: “Debaxo el yugo de la culpa presso,
/ gimo, suspiro y lloro amargamente / mas ¿cómo no?, si ven-
ga gravemente / fuego voraz el más menudo exceso”6.
De la misma forma, «Glossa a esta octava rima» (Solís,
1977: 259) se concentra en el cuerpo juvenil, verde y florido
que ya perdió toda su hermosura y ahora será depositado en
la tierra hasta que perezca el mundo. La voz pecadora nueva-
mente busca a Dios cuando todo está por terminar: “a ti llamo,
a ti busco y a ti”.
Estos temas de la juventud y la vejez se extienden al terre-
no de las imágenes naturales. En el poema «En la mitad del
silencio» (Solís, 1977: 269) hay imágenes sugerentes donde
la expresión poética y la habilidad para crear metáforas de
Pedro de Solís se hacen evidentes. El primer verso, “En la
mitad del silencio”, nos presenta una bella imagen: la mitad
del silencio es la avanzada noche, cuando ningún alma deam-
bula ya; es la calma absoluta pero también es la muerte, el
momento en que el sueño es más profundo. Noche, sueño y
muerte se encuentran, por lo tanto, en la mitad del silencio.
De ahí que el verso “Marchita del tierno abril” es la imagen
más cercana para hablarnos de Delia (motivo del poema), de

6
Este soneto presenta un estrambote con los siguientes versos: “sus-
pended la sentencia / mientras mi voz vuestras entrañas hiere, / diciéndoos:
peccavi, miserere”.
187
Edwin Alonso Vargas (compilador)

su primavera pasada, de su juventud truncada por la muerte;


es por esto, igualmente, que en el presente todo está a “Obs-
curas y deslustradas”.
La muerte se representa como si fuera el sueño, pues éste
también le pone fin a todo. La descripción del hombre que
duerme, tal como si estuviera muerto, alcanza visos patéticos
en este poema: “el cadáver, yerto y frío; / la voca, gualda y
sin habla; los pulsos ya soffocados”. La imagen puede ser in-
cluso asombrosamente realista (“y a una subtil voqueada”) y
sobredimensionada, pues asistimos a la muerte de una joven,
de una mujer pura y hermosa; ella va a resucitar como un ave
Fénix y por eso el cielo se llena de gusto: “De gusto se vistió
el cielo, / la tierra enlutó su cara: / ella porque pierde a Delia /
y el cielo porque la gana”.
Estas paradojas conducen necesariamente al desengaño,
puesto que el hombre solo encontrará la verdadera vida en
el momento de la muerte. La juventud pura y bella solo es
posible si se muere en gracia divina. Vida y muerte son dos
caras de un mismo hecho. El hombre no puede asumir su vida
terrena de una forma relajada, alegre; no puede en definitiva
disfrutar la vida, pues está asociada con la muerte, que a la
vez es el inicio de otra vida feliz junto a Dios o de eternos
sufrimientos en el infierno. El objetivo del hombre es preparar
dicha vida y a ésta solo se llega mediante la renuncia y el sa-
crifico. La verdadera vida comienza, entonces, en el momento
de la muerte.
Las décimas «Adán, tú loco imposible» (Solís, 1977: 201)
sirven a esta función utilitarista de la poesía, pues su objeti-
vo es la expresión de cierta devoción. Se expone y refuerza
igualmente una moral religiosa a partir del sufrimiento, y se
exploran imágenes opuestas propias de la estética barroca:
“pues tu belleza perdida / y barajada tu suerte, / veniste a en-
contrar la muerte / en el árbol de la vida / veniste a encontrar
la vida / en el árbol de la muerte”.
El hombre vive inmerso en equívocos; el “árbol de la vida”
produce placer y, de esta forma, también acerca al ser humano
a una existencia mundana, que es precisamente de la que se
188
Marginalia IV

debe huir. La proliferación y reiteración de significantes en las


décimas tienden a dimensionar la culpa, a resaltar el estado en
pecado; por eso el valor de palabras como “terrible”: “terrible
estrago, terrible” haciendo referencia al fruto prohibido, a la
tentación. Pero los personajes lo que quieren es cantarle a la
santa cruz, a Cristo que viene a redimir; el juego conceptual
de los versos finales de la segunda décima se refiere a Cristo:
“veniste a encontrar la vida / en el árbol de la muerte”; es
la muerte, el pecado, lo que produjo la venida de Cristo, su
crucifixión y, con ello, su expresión de amor a los hombres.
La vida se plantea como una serie de contradicciones, de
dicotomías. Los últimos versos de la tercera y la cuarta déci-
ma vuelven a estos artificios de la inversión, pues no es posi-
ble felicidad sin dolor, goce sin sufrimiento, vida sin muerte:
“dirá que este árbol hermoso / es el árbol de la vida”. El árbol
de los frutos dichosos encierra la vida y la muerte; por esta
razón los versos de la décima cuarteta dicen: “este árbol, aun-
que famoso / es el árbol de la muerte”. Los últimos dos versos
de este poema son una especie de afirmación de la contradic-
ción que existe por sí misma, del equívoco antitético como
esencia de lo humano y lo natural: “de la muerte y de la vida,
/ de la vida y de la muerte”. Ambos términos, la vida y la
muerte, aparecen unidos, fusionados.

La imagen de la noche

El tema de la noche aparece inicialmente como una figura


retórica, al igual que el del amanecer mitológico. La noche se
convierte en un algo simbólico, pues es el momento de la bús-
queda, donde se logra la claridad del alma suficiente para el
arrepentimiento, para la contrición. Pero la noche es también
el momento del pecado, de la perdición y de la muerte; esta
imagen atraviesa los poemas.
En el poema «En la mitad del silencio» la noche adquiere
un simbolismo místico y no macabro, pues es la imagen de
la noche mística de la poesía de San Juan de la Cruz: aque-
lla donde el alma está sosegada, tranquila, propicia para la
unión con Dios (Solís, 1977: 269). Desde el primer verso,
189
Edwin Alonso Vargas (compilador)

este poema sugiere una bella imagen de la noche: ésta es


“la mitad del silencio”, y el motivo de la muerte de Delia.
La noche sugiere, entonces, la muerte de un ser que yace
sobre una cama, asunto que remite al retrato funerario en la
colonia, y de gran cultivo en la Nueva Granada: “está Delia
en una cama. […]. Murió en fin la hermosa Delia, […] la
tierra enlutó su cara: / ella porque pierde a Delia / y el cielo
porque la gana”. El poema crea la atmósfera, el ambiente
que posibilita impresionar al lector con el tema de la muerte.
Las imágenes conducen a un ambiente triste, fúnebre en
definitiva; la noche, como símbolo de la muerte, aparece sin
color “deslustrada” y silenciosa; es la imagen del ser envuel-
to en la oscuridad total. El sueño y la muerte son equivalen-
tes, tal como lo confirman los pasajes donde alguien sueña
con un cuerpo comido por los gusanos. El poema describe la
desarticulación del modelo renacentista, de tipo petrarquista:
la mujer hermosa, radiante, de cabellos largos que esparce el
viento, con una boca que emana dulces fragancias, pasa ahora
a representar la podredumbre, el deterioro de la carne: “está
Delia en una cama. / Marchitas, del tierno abril / las bellas
flores de nácar; / los rubíes y las perlas, / obscuras y deslus-
tradas; / el cadáver, yerto y frío; / la voca, gualda y sin habla”.
La última parte del poema, actualizando una idea de corte
platónico, retoma el tema de la separación entre el cuerpo y
el alma, entre lo material y lo espiritual: al cuerpo lo recibe la
tierra, pero el alma asciende al cielo; eso es motivo de felici-
dad: “Con su gracia y su belleza / la Beldad murió y la gracia;
/ quedó huérfano el valor, / la discreción y las galas. / De
gusto se vistió el cielo, / la tierra enlutó su cara: / ella porque
pierde a Delia / y el cielo porque la gana”.
En las quintillas «La concha de nácar fino» (Solís, 1977:
521), dedicadas al nacimiento humilde de Cristo, la noche
remite también al simbolismo místico, pues el poema dice
que la riqueza y el lujo los debe buscar el hombre arrepentido
dentro de sí mismo; el verdadero tesoro no está en lo material
sino en lo espiritual: Cristo que mora en el alma del hombre;
ésta es otra de las imágenes clásicas de la obra de Pedro de
Solís.
190
Marginalia IV

Pero al ser la noche el momento escogido por Cristo para


nacer, ésta también cobra valores positivos. Este nuevo signi-
ficado de la noche se explica a partir de un fenómeno natural:
la noche es necesaria para que amanezca, para que salga el
sol de nuevo. La noche es señal de muerte, pero es necesaria
para que el hombre renazca. Los versos “Nació de noche la
muerte” [...] “Nazca de noche la vida”, se refieren a Cristo que
es luz, claridad, nacimiento.
De esta manera se plantea que, si el hombre por el pecado
se confinó a un oscuro abismo, es de allí mismo de donde
se desprende la claridad necesaria para lograr la salvación
del alma, pues la obra de Dios se aprecia mejor en la noche.
Cristo abre camino cuando toca a la puerta por nosotros. La
“niebla escura” se dispersa con la claridad de Cristo, que se
presenta como un “Sol divino” que alumbra la noche, símbolo
del pecado y el peligro. Si el hombre pecador se confinó a un
abismo oscuro, es de la noche que surge la vida, la claridad
necesaria para que logre la salvación: “Es de noche su veni-
da”.
Las distintas series pertinentes extraídas de un conjun-
to de versos, determinan unos fenómenos que coexisten en
la contradicción. De esta manera, una misma imagen puede
remitir tanto al pecado como al perdón obtenido; la imagen
de la noche, la del pecador, es reforzada con términos como
obscuridad, niebla escura, muerte, ultraje, tiniebla, males, y
la reiteración del mismo término: noche; pero cuando la no-
che pasa a simbolizar el perdón, la búsqueda y el hallazgo
de Cristo, aparecen términos opuestos asociados a ella como
claridad, sol divino, luz, bello y alumbró; de esta manera se
aclara el valor simbólico y místico de la noche.
Los versos indican, entonces, la ambigüedad y la con-
tradicción, la coexistencia del bien y del mal; la coyuntura
que debe afrontar el hombre antes de lograr la salvación o la
condena eterna. La noche como señal del pecado, del que se
encuentra en estado de desgracia, la ilumina la fe en Cristo
que aparece como un sol divino, resplandeciente en medio
del caos.
Las demás quintillas de «La concha de nácar fino» se es-
tructuran a partir de una serie de términos como el llanto, el
191
Edwin Alonso Vargas (compilador)

frío, la paja y la noche, que permiten que la isotopía semántica


del dolor, del pecado y de la muerte se aprecie con claridad.
Así, todas las quintillas de la 30 a la 36 incluyen la palabra
“llora”, ubicada especialmente en los primeros versos de las
estrofas para mayor sugestión y para lograr el ritmo. Se llora
por la alegría y por la tristeza, se llora por la terneza, se lloran
las penas “agenas”, para que “me haga fuerte”, se llora porque
se es niño, se llora por los demás, porque desvían el alma de
la presencia de Dios, se llora para que otros rían, conducien-
do así la emoción y creando el efecto planteado por la noche
(Solís, 1977: 525).
El recurso estilístico de la reiteración, de la proliferación
de significantes, se explora ampliamente en estas quintillas de
«La concha de nácar fino». En otra serie de versos los térmi-
nos reiterados son “frío”, “pajas” y “niño”. Por ejemplo, entre
las quintillas 53 y 60 se repite la palabra “paja” catorce veces
y entre las quintillas 61 y 77 la palabra “niño”, igualmente, 14
veces. Este tipo de reiteraciones y los distintos juegos retóri-
cos (“Recebir pajas siquiera, / Como de mal pagador / Puesto
entre las pajas calla”) crean campos sonoros que refuerzan la
significación aportada por la imagen de la “noche”.
La imagen de la noche expresada en los poemas sustenta
el sentido y estilo barroco y, de este modo, ingresan al plan
textual de la obra; esta imagen define la actitud lúgubre y fla-
gelante de los personajes, quienes están en la oscuridad y la
única luz que buscan es la de Cristo.

Las imágenes de la barca y la puerta

Otra de las imágenes que enriquece la poesía de Pedro de


Solís y Valenzuela es la de la barca que surca el mar, que cru-
za el vado peligroso. Nos remite el poeta, en estos versos, a
una imagen muy antigua de la poesía: el cruce del Éstige y la
frágil nave en aguas tormentosas, hecho que simboliza la vida
mundana, y de gran cultivo en la poesía del Siglo de Oro7. En

7
«De ti, en el mar sujeto» de Fray Luis de León; y «Profanó la razón y
disfamóla» de Francisco de Quevedo, entre otros.
192
Marginalia IV

«Glossa a esta octava rima» (Solís, 1977: 259) el mundo se


presenta como un “mundano mar” o un “ancho río”; seguida-
mente, el poeta dice que “Mi barca deja el peligroso vado”.
Las glosas de esta octava presentan la tierra como el lugar de
donde salimos y a donde hemos de llegar, por eso, el objetivo
es cruzar el ancho y peligroso río. La existencia terrena sigue
siendo un momento de dolor y, por lo tanto, es necesario va-
dear las aguas tormentosas para alcanzar la orilla divina.
Este tópico cobra un valor moral. Ese mar tormentoso,
que el navegante intenta cruzar, simboliza una vida con vicios
y anhelos materiales, que no conduce sino a la muerte8. La
imagen, derivada de la frágil embarcación que enfrenta los
peligros del mar, proviene de la tradición retórica, pero Pedro
de Solís cuenta con la experiencia de su hermano Fernando,
quien se enfrentó a la furia del mar cuando viajaba a España
con el cuerpo del arzobispo Almansa9.
Al empleo de los anteriores elementos debemos agregar
el de la puerta cerrada donde llama el suplicante, símbolo de
iniciación que permite el paso de un estado moral a otro. A un
lado de la puerta se encuentra el penitente y, en el otro, Cristo
encargado de permitir el paso.
En las cuartetas «Señor y padre mío», el tema es el del
pecador que viene ante la puerta de Cristo y suplica para que
éste le permita entrar. El conflicto se presenta porque es tarde,
imagen que simboliza ese momento crítico donde el hombre
se da cuenta que dejó pasar momentos valiosos para allanar el
camino que conduce al paraíso. El cuestionamiento de todas
las voces se debe a lo inexplicable que resulta para el hombre
haber vivido tantos años en pecado, por haber dejado pasar
momentos valiosos para preparar la salvación del alma. El
tiempo pasado, que se asume como tiempo perdido, tiempo de
pecado, se hace así presente porque el hombre se siente impo-
tente de cambiarlo, de corregirlo. Llamar a la puerta divina y

8
Sentido también del Coloquio séptimo de Jonás profeta de Fernán
González de Eslava.
9
Ver: Epítome breve, cap. XII.
193
Edwin Alonso Vargas (compilador)

que ésta no se abra produce terror, porque el hombre vive para


comparecer a ese instante final. El dolor y el miedo aumentan
de esta manera, pues el momento previo a la muerte no es in-
suficiente para el arrepentimiento; que la puerta donde llama
el pecador no se abra, quiere decir que para éste ya no alcanzó
el perdón.
Los poemas, antes que expresar los premios que le esperan
al devoto, tratan el tema del dolor, de los castigos que reci-
birá el pecador si persiste en su vida mundana y predican el
arrepentimiento y la penitencia. El lenguaje autorreflexivo, el
lamento y la extrañeza por lo ocurrido (“¿por qué?”) caracte-
rizan al hombre que busca la expiación mediante la expresión
verbal, elevando el verso a una dignidad sagrada y recono-
ciéndolo como medio de purificación mediante la experiencia
ascética.
En las quintillas ya referidas de «La concha de nácar fino»
(Solís, 1977: 521) aparece, de igual manera, el simbolismo de
la puerta; en este caso Cristo se presenta como la entrada al
cielo: “Es del cielo el niño puerta”. Así se juega con las pala-
bras “cerrada” y “abierta”; la llave es la bondad, el amor. La
metáfora del camino (“Descubrí el camino y modo”) señala el
estado de éxtasis que permite abrir la puerta cerrada: “Es del
cielo el niño puerta, / Y assí se pone a la entrada; / Y también
porque se advierta / Que si Adán la dio cerrada, / La da su
bondad abierta”.
Ahora bien, si algún poema de Pedro de Solís y Valenzue-
la expresa con mayor énfasis ese llamado a la obediencia, a
la sumisión, al desprecio por la propia vida y todo lo terre-
nal, debemos referir a los tercetos «Si quieres ser perfecto
religioso» (Solís, 1977: 500). Se trata de una serie de versos
endecasílabos, con rima consonántica y un tono sentencioso;
el poeta no pide que se busque el camino de Cristo, sino que
afirma que éste ya está trazado. Lo que debe hacer el penitente
es seguir unas reglas, unos consejos: Procura, Abraza, Huye,
Pregúntate, Trátate, Trabaja, etc. De ahí que ciertas bellas
imágenes como “Que al fin es sombra, humo y vanidad”, ter-
minan en expresiones sentenciosas que pretenden contener
una única verdad que se enseña sin lugar a dudas y que en
194
Marginalia IV

ocasiones limita con la moral acomodaticia, muy útil para so-


bresalir en el convulsionado espacio colonial.
El campo léxico-semántico creado a partir de una serie de
términos como imitar, penitencia, dolor, obediencia, humil-
dad, recogimiento, rigurosidad y soledad, crean en el lector
una sensación de tristeza y el pedido a sufrir y a renunciar al
mundo como forma de alcanzar el premio final, que se expre-
sa en los versos finales: “Y quando el punto llegue de partirte
/ Del mundo y de rendir a Dios tu alma, / Podrás del suelo
alegre despedirte, / Ganada dél vitoria, lauro y palma”.
La vida terrena se presenta con los términos sombra, humo
y vanidad. La felicidad radica en pensar y preparar el camino
de la eternidad; por esto, los prelados son los guías enviados
por Cristo. La sociedad colonial que expone la novela se afir-
ma de este modo en los preceptos de obediencia y sumisión.
Los consejos, dados de una forma sentenciosa y moralizante,
son frecuentes en este tipo de textos, y por eso las reitera-
ciones y énfasis como “ama la soledad”, “teme la parlería,
ama tu celda”, “ama tu recogimiento”, continúan con el tono
ejemplar, resumido en el verso “Imita y pon por obra sus con-
sejos”.
Los tercetos predican una existencia de asceta: renuncia,
dolor, entereza y obediencia. El hombre debe ser íntegro al
amar a Dios y debe tener la certeza de que está en el mundo
terrenal para sufrir y poder lograr así la vida en el más allá.
Es el dolor lo que debemos asumir como normal para purifi-
car nuestras culpas: “Pregúntate a menudo a qué viniste / Y
responde que a ser crucificado / En la cruz del señor que tú
ofendiste”.
El tono de la poesía de Pedro de Solís y Valenzuela es lú-
gubre y oscuro. Una atmósfera gris impregna los versos, pues
parte de la idea de que la vida terrenal, identificada con la ba-
nalidad y con lo mundano, no conduce al paraíso. La trasmi-
sión de este sentimiento religioso católico en la sociedad del
XVII se enfrenta con una serie de expresiones religiosas muy
distintas, como la nativa, y obligó a que la imposición del ca-
tolicismo se hiciera con todos los medios posibles, incluyendo
195
Edwin Alonso Vargas (compilador)

las distintas manifestaciones culturales como la poesía. Las


imágenes macabras, como el cuerpo ardiendo en el purgatorio,
la figura del diablo como una serpiente o un monstruo bicéfa-
lo, se convierten en excelentes elementos para modelar las al-
mas de los incrédulos. Todo esto se convirtió en tema preferido
de la poesía religiosa, la cual obedece en el siglo XVI y XVII
a dicha mentalidad.
Este papel asignado a la literatura religiosa provoca que en
muchas ocasiones la función moralizante esté por encima de
la dimensión estética. En este sentido, el poema «Si quieres
ser perfecto religioso» pierde por momentos su dimensión lí-
rica y se torna referencial, pues lo que importa es transmitir
la idea de que para lograr la salvación del alma es necesario
hacer penitencia. Sin embargo, Pedro de Solís logra poemas
sugerentes, con imágenes tradicionales pero rejuvenecidas, y
transita por todas las formas métricas de la época. La poesía
del neogranadino explora igualmente la serie de equívocos,
los artificios retóricos propios de la estética barroca, y sus
poemas logran un buen nivel de elaboración, aunque estén al
servicio de una pedagogía del dolor, para contribuir a la suje-
ción en el sistema religioso e ideológico imperante.

Referencias

Domínguez Caparrós, José (1999). Métrica española. Madrid: Sín-


tesis.
Solís y Valenzuela, Pedro de (1647). La fénix cartuxana. Vida del
gloriosissímo Patriarca san Bruno fundador de la Sagrada Re-
ligión de la Cartuxa. Madrid: Diego Días de la Correa.
Solís y Valenzuela, Pedro de (1647). Panegýrico sagrado, en ala-
banza del Serafín de las soledades san Bruno, Fundador y Pa-
triarca de la sagrada Cartuxa. Madrid: Diego Días de la Correa.
Solís y Valenzuela, Pedro de (1977). El desierto prodigioso y pro-
digio del desierto. Bogotá: Instituto Caro y Cuervo.
Solís y Valenzuela, Pedro de (1984). El desierto prodigioso y pro-
digio del desierto. Bogotá: Instituto Caro y Cuervo.
Solís y Valenzuela, Pedro de (1985). El desierto prodigioso y pro-
digio del desierto. Bogotá: Instituto Caro y Cuervo.

196
Marginalia IV

Idilio, costumbrismo y violencia


en Un campesino sin regreso
de Euclides Jaramillo Arango

Paola Andrea Castillo González1

Euclides Jaramillo Arango fue, tal como lo dijo Horacio


Gómez Aristizabal, “un hombre semilla”. Nació en 1910 en
una familia de ganaderos del Viejo Caldas, estudió Derecho y
Ciencias Políticas, y se desempeñó en varios cargos públicos
en Pereira, Armenia y Calarcá. Es reconocido como un hom-
bre de mucha iniciativa, que participó en la creación del de-
partamento del Quindío y de su primera universidad pública.
Además de su labor política y social, también se desempeñó
como periodista, cronista y folclorista. La producción escrita
de este autor es hoy concebida como un importante legado
cultural para la región del Gran Caldas, pues en sus cróni-
cas, relatos y recopilaciones folclóricas, logró inmortalizar las
costumbres campesinas de esta región.
Un campesino sin regreso es la única novela del autor. Fue
publicada en el año 1959 por la Editorial Bedout de Medellín.
En esta novela, el autor narra la vida y las costumbres de las
familias campesinas del Gran Caldas y da a conocer los estra-
gos que trajo consigo la violencia bipartidista colombiana de
mediados del siglo XX:

Se trata de una obra auténticamente colombiana donde, como sólo


él sabe hacerlo con clara inteligencia y gran sensibilidad, describe la
vida de la gente del agro, sus costumbres, sus alegrías, sus trabajos

1
Licenciada en Español y Literatura de la Universidad del Quindío y
magíster en Didáctica de la Lengua y la Literatura de la Universidad Inter-
nacional de La Rioja. Este ensayo es producto de una indagación acerca de
la novela del Quindío y contó con la asesoría del profesor Carlos Alberto
Castrillón (2014).
197
Edwin Alonso Vargas (compilador)

y tragedias con tal naturalidad y destreza que cada uno de los ren-
glones de esas inolvidables páginas, parecen incontables senderos
que conducen a todos los sitios del campo y llegan hasta lo más
íntimo del alma de sus moradores (Ramírez, 1959: 8).

Sobre esta novela, se ha dicho que es “el aporte del Quin-


dío en la narrativa nacional sobre la violencia política que su-
frió el país —en mala hora—, durante más de una década”
(Gallego, 2011: 13). No obstante, su pertenencia al grupo de
la literatura de la Violencia es cuestionable gracias a la pre-
ponderancia de las descripciones paisajísticas y costumbris-
tas, y del cronotopo del idilio.
La novela está conformada por veintisiete capítulos. La
totalidad de dichos capítulos puede ser dividida en dos partes,
debido a una variación significativa en las temáticas y ritmos
de la narración.
La estructura narrativa está compuesta por dos partes: la
primera con escenas, cuadros de costumbres y mínimo de ac-
ción; la segunda, más ágil, pero sin que se pueda observar en
ella una verdadera fluidez narrativa a causa de la evocación
paisajística del autor, que produce merma en lo novelístico
(Botero y Castrillón, 2006: 81).
La primera parte de la narración constituye la mayor frac-
ción de la novela. Está destinada a la descripción idílica del
día a día de las familias campesinas de la Colonia; se resalta el
valor de la tierra como dadora de vida y la tranquilidad en la
cual vivían los campesinos antes de la llegada de la violencia.
En esta parte, se le da especial protagonismo al surgimiento
del amor virginal entre Alicia, la maestra de la escuela rural, y
Luis José, un joven campesino. Este segmento de la narración
se enmarca en el cronotopo del idilio.
La segunda parte de la narración está compuesta por los
últimos ocho capítulos del libro. En estos capítulos, aparece
por primera vez la tensión política de la violencia. Esta parte,
más que documentar hechos sangrientos, narra cómo perci-
bieron las familias campesinas la irrupción de la conciencia
bipartidista en la Colonia de ensueño, cómo se destruyeron
198
Marginalia IV

los lazos de hermandad entre vecinos, y las injusticias que tu-


vieron lugar en la época. Con el surgimiento de la Violencia,
se quebranta el idilio de la primera parte de la narración.
La amplia inclusión de descripciones costumbristas y pai-
sajísticas de la región cafetera y el protagonismo del amor
añorante entre Alicia y Luis José dan lugar al cronotopo del
idilio, y hacen cuestionar si la novela pertenece al género de
la violencia o si está más ampliamente enmarcada dentro de
la literatura costumbrista, en la cual se destaca Euclides Jara-
millo Arango.

1. Esta novela que puede ser historia

El autor hace la siguiente aclaración sobre su novela al


interior de la misma: “esta novela, que dicho sea informati-
vamente, puede ser historia” (Jaramillo, 1959: 20). Esta afir-
mación puede ser considerada desde dos aspectos: la novela
como una recopilación folclórica o costumbrista, o como una
documentación de los estragos de la violencia bipartidista co-
lombiana. Un campesino sin regreso puede ser historia por
contar una versión de cómo fue la llegada de los colonos al
Gran Caldas y por relatar la vida, costumbres y expresiones
de los campesinos de ésta región; pero también puede ser his-
toria por documentar ciertos aspectos del periodo de la vio-
lencia bipartidista de mediados del siglo XX.
En la primera parte de la obra quedan fielmente documen-
tadas las costumbres de las familias campesinas de la región
cafetera. Se retoma el hábito de cazar animales para el consu-
mo familiar y compartir los recursos con los habitantes de fin-
cas vecinas: “No demora en sonar el tiro, y es fijo que mañana
comemos guatín. ¿Por qué no se espera pa que le lleve un
pernil a misiá Lucía?” (Jaramillo, 1959: 27); la costumbre de
madrugar a trabajar la tierra y de empezar el día por la cocina,
núcleo de los hogares: “cuando el gallo… empezaba a salu-
dar el nuevo día… ya papá y mamá hacía un buen rato que
estaban en la cocina con Luis José… Cuando ya aclaraba, el
hombre y el muchacho, azadón al hombro, salían a trabajar”
(Jaramillo, 1959: 29); y los infaltables “tragos” al levantarse
199
Edwin Alonso Vargas (compilador)

y antes de desayunar: “Tómese sus traguitos que entualito le


voy a servir el desayuno” (Jaramillo, 1959: 47).
En esta novela, la recopilación costumbrista hecha por el
autor no se limita a algunas de las costumbres de la vida ru-
ral, sino que también incluye las expresiones típicas de los
campesinos de la región cafetera. Al final del libro, se agrega
un apartado titulado «Vocablos regionales citados en estas na-
rraciones», en el cual se ofrece una definición para todas las
expresiones de uso campesino que tuvieron lugar a lo largo de
la novela, como por ejemplo:

Arrejuntado. Amancebado.
Corotos. Todos los objetos de un hogar.
Grampa. Azada. Pequeño azadón.
Sorombático. Atolondrado. Entelerido. Tonto.

Un campesino sin regreso recoge varias de las caracte-


rísticas que ubicarían a una obra dentro de la literatura cos-
tumbrista colombiana: predomina la descripción frente a los
diálogos, tiene un propósito moral o político en tanto resalta
las virtudes de la vida campesina y reniega de la violencia bi-
partidista, abundan las descripciones de lugares y del entorno
social, se recurre a una prosa regionalista y se hace un estudio
pintoresco de la cotidianidad provinciana y rural.
No obstante, el costumbrismo no es el único elemento es-
tructurante de la novela. Esta narración está enmarcada en el
contexto político del Gran Caldas, antes y durante la violencia
bipartidista de mediados del siglo XX. En su obra Estado y
subversión en Colombia, Carlos Miguel Ortiz Sarmiento des-
cribe el contexto sociopolítico del Quindío antes y durante la
violencia de los años 50; y entre dichas descripciones pode-
mos encontrar varias semejanzas con la realidad configurada
en Un campesino sin regreso.
Ortiz Sarmiento (2011: 32) menciona que las personas na-
cían liberales o conservadores tal como se nacía católico y
que, entre los campesinos, la pertenencia a un partido se vivía
como un tipo de fe o credo religioso, lo cual es abordado en
la novela: “aprendía a qué partido pertenecía yo y supe que en
200
Marginalia IV

lo sucesivo tendría que ser esto o lo otro en política […] cada


cual poseía sus convicciones políticas, las amaba, las llevaba
con altruismo, con nobleza, casi con misticismo” (Jaramillo,
1959: 169-170).
Ortiz (2011: 38) también menciona que hasta mediados de
la década del cuarenta había un ambiente quindiano de tole-
rancia y hospitalidad, y que eran factores como el paisanaje,
la parentela y el compadrazgo los que promovían la conviven-
cia pacífica; por su parte, en la novela todos los integrantes de
la Colonia viven en mutua colaboración: “Era una ignorancia
hasta cierto punto bienhechora que conducía al amor entre sí
[…] se desconocían las creencias partidistas de cada cual, las
que nunca salían a flote” (Jaramillo, 1959: 170); y hay espe-
cial hermandad entre familiares o compadres, a pesar de las
diferencias de partido político, como en el caso del compadre
Alejandrino y el padre del narrador, José: “Difícil sería hallar
a dos seres que llegaran a quererse […] con la intensidad con
que se querían mi padre y Alejandrino. Era una amistad sin
pliegues, franca, cordial, sincera” (Jaramillo, 1959: 70).
A propósito del personaje Alejandrino, Ortiz Sarmiento
(2011: 44) también describe una figura veredal llamada el
hombre cívico, quien además de hallarse entre las personas
más pudientes de la región, tiene la capacidad y la voluntad
de resolver los problemas de la vereda que sobrepasan la ca-
pacidad familiar, de mediar ante las personas de decisión del
municipio y de contribuir con fondos para las obras veredales:

Propietario de la mejor de las fincas de aquellos contornos y


poseedor de la más cómoda, amplia y hermosa de las casas de la
región, el Compadre Alejandrino gozaba de una merecida fama
de persona rica y con su simpatía y formalidad invariables se
había convertido en el eje […] de la vida humana en la vereda,
consultor y consejero permanente al cual se acudía siempre en
los momentos difíciles […] A la Hacienda se iba o mandaba por
panela, papas u otro comestible que se escaseaba antes del día
del mercado […] cuando quiera que se requería una medicina o
había un enfermo al cual era preciso transportar hasta el pueblo
(Jaramillo, 1959: 69).
201
Edwin Alonso Vargas (compilador)

En relación con la figura de Alejandrino como hombre cí-


vico, Ortiz (2011: 42) menciona que algunas necesidades de
los campesinos, tales como las escuelas rurales, eran satisfe-
chas gracias a la contribución del más pudiente de la región,
no sin intención de obtener beneficios:

Se amaba a la familia del compadre Alejandrino, amor que cre-


ció con la fundación de la escuela, ya que fue él quien regaló
el lote para el local, aunque en este gesto influyó el interés de
tener más cerca a su casa el establecimiento para que sus hijos
no tuvieran que ir demasiado lejos a recibir las clases (Jaramillo,
1959: 70).

Para finalizar esta serie de comparaciones, cabe mencionar


que en Estado y subversión en Colombia se menciona que
en esta época se “efectuaban las transacciones sin el trámite
legal, apenas librados a la buena fe” (Ortiz, 2011: 44), lo que
también es recreado por Euclides Jaramillo en Un campesi-
no sin regreso: “casi nadie podía exhibir títulos de su finca
y únicamente uno que otro ostentaba un simple documento
firmado por el vendedor” (Jaramillo, 1959: 170).
Los episodios de la narración que se retoman pertenecen
claramente al periodo previo al de la violencia bipartidista de
mediados de siglo, y se dan a lo largo de la primera parte de
la novela, la más extensa de la narración. Esta serie de com-
paraciones dan cuenta de que la obra de Euclides Jaramillo
se encuentra más ampliamente ambientada en un momento
anterior a la Violencia, la cual sólo hace su aparición en los
últimos ocho capítulos.

2. La novela como literatura de la violencia

En su ensayo «Siete estudios sobre la novela de la Vio-


lencia en Colombia, una evaluación crítica y una nueva pers-
pectiva», Óscar Osorio propone una clasificación en cuatro
grupos para las novelas de la Violencia en Colombia. A con-
tinuación, se contrastarán las características de Un campesino
sin regreso con las características de cada uno de los grupos
202
Marginalia IV

mencionados por Osorio, para intentar identificar qué lugar


ocupa la obra de Euclides Jaramillo en el corpus de la litera-
tura de la Violencia colombiana.
En el primer grupo, Osorio ubica las novelas que cumplen
con las siguientes características:

El hecho histórico prima sobre el hecho literario. Se trata de


textos testimoniales y/o de denuncia, en los que la inmediatez
de los sucesos, el dolor reciente o la rabia viva, y la urgencia
del testimonio difumina la intención literaria. Los personajes
son ahogados por la necesidad de la denuncia y los novelistas
concentran en ellos todo el dolor y la ignominia, son como un
crisol en el que el escritor va vaciando todas las aberraciones e
injusticias de la violencia (Osorio, 2007: 105).

La obra de Euclides Jaramillo fue publicada en el año


1959, por lo que se podría presumir que fue producida con el
dolor aún reciente de la Violencia, que apenas terminaba. Al
finalizar uno de los primeros capítulos del libro, titulado «El
abierto», el narrador nos ofrece la siguiente aclaración:

Así se inició el periodo de mi vida que trato de narrar aquí… no


persiguiendo quizás, con la narración, otra cosa que patentizar la
estupidez de una locura bárbara que su nutrió de sangre y se ali-
mentó del dolor de los hijos de Colombia (Jaramillo, 1959: 25).

Esta aclaración podría hacerle creer al lector que se va a


encontrar con páginas llenas de rabia y con afán de denuncia,
pero lo cierto es que, gracias a que la voz narrativa de la no-
vela es un niño campesino, en la narración abundan descrip-
ciones paisajísticas y anécdotas de la vida rural, en las cuales
no hace ninguna aparición la Violencia; como el primer día
de clases descrito en el capítulo «La señorita», o el paseo al
río desarrollado en el capítulo «Paseo de día entero». Esto
aumenta la presencia de lo literario en la narración y deja en
segundo plano el hecho histórico, a la vez que merma la pre-
sencia de la rabia, el dolor y la urgencia de testimonio, carac-
terísticas fundamentales del primer grupo descrito por Osorio.
203
Edwin Alonso Vargas (compilador)

El autor no se centra en relatar un hecho sangriento tras otro


(aunque sí los incluye en algunos segmentos de la obra); en
lugar de esto, le infunde a su relato cierta sutileza literaria,
pues solo la creación literaria permite darle vida a un universo
nuevo como lo es la Colonia: “Euclides, ocho años antes de
que se fundara Macondo, creó su propio pueblo: La Colonia”
(Delgado, 2011: 24).
Al segundo grupo de novelas de la Violencia, Osorio les
atribuye las siguientes características:

Hay un distanciamiento del hecho histórico (generalmente a la


luz de interpretaciones de carácter sociológico) y una mayor
búsqueda literaria. En estas obras una interpretación estructural
de la Violencia se constituye en una tesis al servicio de la cual
se novela. La mayoría de estos escritores tienen una relación
mediatizada con la Violencia, son señores de ciudad o de la clase
política que no tienen una experiencia directa del fenómeno y
que se acercan a él desde conceptualizaciones académicas y/o
políticas. Estas novelas, al igual que las del grupo anterior, ado-
lecen de un regionalismo sin trascendencia (Osorio, 2007: 105).

Un campesino sin regreso tiene algunas similitudes con las


características especificadas en esta categoría. La primera es
que, para mediados de los años cuarenta (cuando se dio inicio
al fenómeno sociopolítico de la Violencia y en el cual se ubi-
ca medianamente el trasfondo histórico de la obra), Euclides
Jaramillo Arango era un hombre de ciudad que desempeñaba
cargos públicos en Armenia y Calarcá, y de ninguna manera
tuvo que padecer los horrores que soportaron los campesinos
víctimas de la Violencia bipartidista.
La segunda es que el autor intenta ofrecer una explicación
o una interpretación del fenómeno:

Una noche se incendiaba y se mataba al grito de viva el parti-


do liberal; otra, los mismos miserables, ejecutaban sus actos de
barbarie al grito de viva el partido conservador. Todo dependía
del color político del hogar al cual llegaba la tormenta, o el color
banderizo de quien pagaba la matanza. O bien ésta obedecía a un
mandato de quien buscaba una venganza (Jaramillo, 1959: 249).
204
Marginalia IV

Sin embargo, esta interpretación no da lugar a una tesis


que estructure toda la novela de Euclides Jaramillo; la diége-
sis de Un campesino sin regreso va más allá de los conflictos
entre los partidos liberal y conservador; esta lucha sin sentido
(tal como la muestra el autor) no da lugar a todos los aspectos
de la obra, como lo son el amor virginal entre Alicia y Luis
José, o el orgullo que despierta en los hombres trabajar y po-
seer la tierra:

Luis José era un propietario de tierras y tenía derecho a soñar


[…] le pertenecía a él y pronto, muy pronto según sus deseos, a
ella también, a Alicia su prometida… ambos lo amarían con ese
amor entrañable que el campesino guarda para la tierra (Jarami-
llo, 1959: 148).

El autor sí hace un distanciamiento del hecho histórico,


mas no es al servicio de tesis o interpretaciones de carácter
sociológico; Euclides Jaramillo también busca elogiar la vida
campesina y describir cómo se vivía en la Colonia antes de la
irrupción de la Violencia. Empero, los aspectos de la novela
que la sobrepasan alejan a Un campesino sin regreso de perte-
necer a la segunda categoría. En cuanto a la tercera categoría,
Osorio plantea las siguientes características:

El hecho literario se impone sobre el hecho histórico. Algunas


de ellas hasta el punto en que este último queda difuminado.
En estas novelas, mejor logradas y con estructuras narrativas
más complejas, la Violencia aparece como un telón de fondo, un
ambiente agobiador, una profunda tensión psicológica o social,
una profusa red simbólica. Estas obras se salen de los estrechos
marcos del regionalismo (Osorio, 2007: 105).

Al comparar estas características con la novela de Eucli-


des Jaramillo notamos algunas semejanzas: entre ellas, en va-
rios segmentos del libro, se logra dejar de lado los fenómenos
propios de la Violencia y el hecho literario adquiere ventaja
con las anécdotas campesinas y con el protagonismo del amor
entre Alicia y Luis José.
En cuanto a la condición de tener una red simbólica y una
estructura narrativa más compleja, Un campesino sin regreso
205
Edwin Alonso Vargas (compilador)

no logra cumplir con los requisitos. La narración es comple-


tamente lineal y la única figura simbólica usada para expresar
de una manera sutil la presencia de la Violencia en la novela
es la siguiente: “El caballo tenebroso inició su galope trágico
por sobre la tierra bendita y fecunda de la Colonia” (Jara-
millo, 1959: 247). Las demás apariciones de la Violencia en
la narración se hacen describiendo por completo la barbarie;
como es el caso del asesinato de un pequeño “cejero” que
intentó detener a unos ladrones mientras robaban los bueyes
de la familia:

Hacete a un lado patuletas. Fue la única respuesta que obtuvo de


uno de los salteadores, acompañada de un machetazo que le cer-
cenó totalmente la cabeza del cuerpo… El cadáver del pequeño
cejero quedó desangrándose y manchando de púrpura las verdes
y frescas hojas de micay (Jaramillo, 1959: 227).

O el asesinato de campesinos por parte de los más podero-


sos para apropiarse de sus tierras:

El pavor, la angustia, la intranquilidad, se apoderaron de las gen-


tes. La hacienda del Compadre Alejandrino, el capitán de vere-
da, crecía más y más, y sus linderos iban avanzando a medida
que cada noche el cielo se iluminaba con el dramático resplan-
dor de un nuevo incendio y la tierra se estremecía al sentir que se
empapaba de sangre campesina (Jaramillo, 1959: 247).

En la cuarta y última categoría, Osorio ubica las novelas


que contienen las siguientes características:

Hay un equilibrio entre lo literario y lo histórico. Novelas con


grandes virtudes literarias y con gran valor documental, que
vuelven directamente sobre el fenómeno histórico y sus expre-
siones cruentas, pero desde una concepción estética. No hay en
ellas ánimo testimonial, pero sí necesidad de dejar constancia de
un hecho; no están al servicio de una tesis, aunque obedecen a
una interpretación más o menos clara para el autor; la dimensión
literaria no ahoga la dimensión histórica; sin renunciar a la expe-
riencia de lo regional, la hondura psicológica y el drama humano
de los personajes da la dimensión universal (Osorio, 2007: 106).
206
Marginalia IV

En lo que respecta a esta última categoría, es posible iden-


tificar tres aciertos entre lo propuesto por Osorio y la novela
de Euclides Jaramillo. El primero de ellos es que la novela
de Jaramillo logra encontrar un equilibrio entre lo histórico
y lo literario pues, aunque “esta novela puede ser historia”,
también se le atribuye al escritor la creación de un universo
literario, la Colonia, y la invención del amor puro e idílico
entre Alicia y Luis José. El segundo acierto es que el autor
sí nos ofrece una interpretación al fenómeno de la Violencia
bipartidista, pero dicha interpretación no da lugar a una tesis
que estructure toda la novela. Y el tercero es que las descrip-
ciones costumbristas y el diccionario de vocablos regionales,
al final de la novela, dan cuenta de que el autor no dejó de
lado la experiencia de lo regional.
Lo que nos lleva a excluir a Un campesino sin regreso de
la cuarta categoría propuesta por Osorio es que no hay hon-
dura sicológica en los personajes. Euclides Jaramillo gene-
ralizó a todos sus personajes en una categoría: campesinos,
y es por esto que no se hace mención de las características
sicológicas de cada uno (sus gustos, sus deseos, sus temores),
sino que se les impone de manera generalizada el amor por
la tierra, la tranquilidad que proporciona la vida en el campo,
la hermandad, los deseos de compartir y demás virtudes de
los campesinos en el periodo previo a la Violencia. Ya con la
aparición de los enfrentamientos bipartidistas, el autor nue-
vamente generaliza a sus personajes atribuyéndoles a unos la
frustración y el miedo característicos de los campesinos que
fueron exiliados de sus tierras y que padecieron el asesinato
de sus familiares, y a otros las ambiciones y la brutalidad de
quienes arremetieron en contra de los campesinos para lograr
beneficios materiales o por venganza.
Tras haber contrastado Un campesino sin regreso con las
características de cada uno de los grupos propuestos por Oso-
rio, podemos notar que la obra no se encuentra enmarcada
en ninguno de ellos, lo que la deja a la deriva en cuanto a
su ubicación en el corpus de la literatura de la Violencia en
Colombia.
Esta incapacidad para identificar plenamente la novela de
Euclides Jaramillo con una de las categorías propuestas por
Osorio se puede deber a que, como se demostró anteriormente,
207
Edwin Alonso Vargas (compilador)

en Un campesino sin regreso hay una presencia muy marcada


del costumbrismo y del elogio a la vida rural, lo que sumado
al protagonismo del amor entre Alicia y Luis José, da lugar al
cronotopo del idilio. En cuanto a esto, Osorio se ha asegurado
de delimitar muy claramente qué es la novela de la Violencia y
ha dejado asentada la siguiente restricción:

Cuando designamos un conjunto de textos como novela de la


Violencia, estamos haciendo una clasificación de orden diegé-
tico, esto es, que dentro de esta categoría entran novelas que
desarrollan anécdotas atinentes directamente al fenómeno histó-
rico de la Violencia. Pero, no es suficiente que se inscriba tempo-
ro-espacialmente en el marco de este período histórico sino que
su anécdota sea atinente al conflicto armado que en él se desa-
rrolla. Por ello, no caben en esta categoría novelas cuya historia
se enmarca en cronotopos diferentes al período de la Violencia,
aunque refieran a la violencia bipartidista (Osorio, 2006: 104).

3. El cronotopo del idilio

En uno de los capítulos iniciales de Un campesino sin re-


greso, el narrador establece cuáles van a ser los personajes
protagónicos de la novela: “Luis José, uno de los tres per-
sonajes centrales de esta novela […] Los otros dos, la Tierra
y Alicia” (Jaramillo, 1959: 39); y son justamente estos tres
personajes quienes le dan lugar al cronotopo del idilio en la
narración.
Mijail Bajtín nos dice que existen cuatro manifestaciones
del cronotopo del idilio, de las cuales tres están presentes en
la novela de Euclides Jaramillo: el “idilio amoroso”, el “idilio
del trabajo agrícola”, y el “idilio familiar”.
Iniciaremos por el idilio familiar, el cual está directamente
ligado al idilio agrícola: “El idilio familiar casi no existe en
estado puro, pero suele estar asociado al del trabajo campes-
tre” (Bajtín, 1989: 12). La familia central de la cual se ocupa
la narración es la de Juan Evangelista (un niño campesino que
hace las veces de voz narradora); ésta es una familia campesi-
na que se enorgullece de la simpleza y tranquilidad de la vida
208
Marginalia IV

en el campo y que elogia a la tierra por ser propiciadora de


vida y sustento:

Así era mi hogar, ese sí “dulce hogar”, y así se vivía en mi casa


en los primeros tiempos de nuestra llegada a la Colonia, y así se
vivió durante muchos felices años, en medio de la más idílica
paz, sin odios, sin venganzas, sin pasiones malsanas y sólo pen-
sándose en Dios y en el cumplimiento del deber. Amando al Ser
Supremo por sobre todas las cosas y luego a la tierra por medio
de la cual Él le da la vida y la felicidad al hombre. El terruño
bueno, generoso, amable y fecundo, que todo nos lo entrega en
forma dadivosa mediante un esfuerzo nuestro labrándolo, que
por agotador que fuera siempre se presentaba cordial puesto que
se realizaba con el convencimiento supremo de que recibiría re-
compensa (Jaramillo, 1959: 32-33).

La familia de Juan Evangelista se presenta como una fami-


lia de ensueño, en la cual nunca hay discusiones o peleas, en
la que todos comparten y se preocupan por el bien común, y
en la que ambos padres están completamente comprometidos
con la labor de la crianza y con la vida en familia; en este ho-
gar no tienen cabida los castigos físicos, los gritos o los malos
hábitos. Sin duda, esta familia no podría estar completa sin el
amor al trabajo agrícola, oficio concebido como ennoblecedor
y como fin último de la actividad familiar: “La tierra era el eje
de la vida. El objetivo de toda actividad de los moradores. La
fuente inagotable de bienestar, holganza y riqueza” (Jarami-
llo, 1959: 33).
La idealización de la vida rural en la que el hogar está lle-
no de amor y bondad, y la concepción del trabajo campestre
como una completa bendición, sin hacer mención de los por-
menores o desventajas de la vida y el oficio del campesino,
son los que dan lugar al idilio familiar y al idilio agrícola. En
lo que respecta a la coexistencia de estas dos formas de idilio,
Bajtín ha dicho lo siguiente:

Se suele producir un acercamiento máximo al tiempo folclórico,


se revelan más claramente las tradiciones, etc., y es posible un
209
Edwin Alonso Vargas (compilador)

mayor grado de realismo en detrimento de la sublimación. La


combinación de ambos idilios se orienta siempre a la represen-
tación de la vida real en un tiempo real [...] Además, el traba-
jo campestre transforma habitualmente los sucesos de la vida
dándoles un carácter de acontecimientos importantes (no sólo
privados): así, por ejemplo, los hombres viven del producto de
su trabajo (Bajtín, 1989: 12).

En Un campesino sin regreso el idilio familiar y el idilio


campestre están claramente latentes, gracias a la representa-
ción del folclore o de las costumbres campesinas a través de
esta familia de ensueño, y a la formulación del trabajo agríco-
la como un articulador de la vida familiar, como un hecho de
suma importancia y trascendencia.
Sin embargo, en la novela de Euclides Jaramillo el trabajo
campestre no es alabado por sí mismo, sino por ser una forma
honrada y ennoblecedora de contacto con la tierra. Ésta ad-
quiere un protagonismo especial en la novela. En la narración,
la tierra, más que ser un objeto, constituye un sujeto digno de
alabanza; es por esto que a lo largo de la novela nos encon-
tramos con descripciones poéticas de la tierra, característica
esencial del idilio:

Negra y poblada en su seno de lombrices y mojoyones […]


Sin manchas de sangre que la hicieran sombría. Ni plana que
se inundara en los inviernos, no inclinada que se tornara estéril
por la erosión […] tierra amena, es decir, ligeramente ondulada
como el cuerpo de una mujer de líneas perfectas. Pródiga y agra-
decida, devolvía el mil por uno en las cosechas y aceptaba, para
fecundarla y germinarla, cualquier simiente… esa era la tierra
del abierto de la montaña en donde se instalara mi familia, la
tierra de la Colonia (Jaramillo, 1959: 41).

En Un campesino sin regreso la tierra lo es todo: es el


campesino, quien sólo existe a través de ella; ambas entidades
se funden y representan un único e inseparable personaje:

Y el campesino es la tierra. La tierra misma. Se funde con ella en


su labranza. Y más tarde se vuelve tierra también en el olvidado
210
Marginalia IV

cementerio […] Y el campesino es bueno porque tiene que ser


como la tierra que es buena y con la cual se confunde. De la cual
viene y a la cual regresará un día u otro (Jaramillo, 1959: 42).

Esta simbiosis entre el campesino y la tierra es una evi-


dencia más del cronotopo del idilio, según Bajtín: “Otra ca-
racterística del idilio es la combinación de la vida humana
con la naturaleza. Sus ritmos van unidos, disponen incluso
de un lenguaje común (de característica metafórica, por tan-
to)” (Bajtín, 1989: 12). Y es justo de esta unión de la que, en
cierta medida, depende el título del libro Un campesino sin
regreso, pues un campesino sin tierra deja de ser campesino;
los campesinos que fueron sacados de sus tierras a causa de la
Violencia se convierten en exiliados o “desplazados”, como
se les ha llamado en Colombia; pero no sólo han sido despla-
zados del campo a la ciudad, también han sido desplazados de
su identidad de campesinos o trabajadores de la tierra y se han
visto obligados a identificarse con nuevos oficios:

¿Y cómo abandonar el terruño al cual estaban adheridos esos


labradores por un pasado de trabajo y un amor ciego y profun-
do a la tierra?... Las ciudades más o menos populosas eran las
elegidas. ¿Pero a qué se iba a ellas? ¿A pedir limosna? […] Allí
el camino para las mujercitas era el de la prostitución como
medio de subsistir. ¿Y el de los hombres? Perseguidos a donde
fuera porque eran exiliados […] Los que permanecían frente a
su labranza pagaban con sus vidas la insistencia. El resplandor
siniestro de las hogueras nocturnas señalaba, en visión dantesca
y lúgubre, los cuerpos pegados a la tierra, adheridos a ésta con
la sangre aún tibia que manaban. Era una especie de transfusión
continua del hombre hacia el terruño (Jaramillo, 1959: 248-249).

Esta combinación de la vida humana con la naturaleza, del


campesino con la tierra, es otra manifestación del cronotopo
del idilio en la novela; esta composición poética del hombre
que da una transfusión a la tierra sólo puede ser identificada
con el idilio. El campesino sólo existe en alianza con la tierra;
si la abandona deja de ser campesino y se convierte en exilia-
do, y si se queda a pesar de las amenazas de la Violencia logra
fundirse con ella.
211
Edwin Alonso Vargas (compilador)

Por su parte, los otros dos personajes protagónicos, Alicia


y Luis José, dan lugar al idilio amoroso. El romance que sur-
ge entre estos dos jóvenes está, desde sus inicios, enmarcado
en el idilio del amor imposible: ella es una joven maestra de
dieciocho años que fue educada en la ciudad, y él es un joven
campesino que nunca ha asistido a la escuela.
Este amor, inicialmente, se ve truncado por “el qué dirán”,
ya que Alicia es la maestra de Luis José. No obstante, este
temor es eventualmente superado y la pareja se enfrenta a un
nuevo reto: la determinación de Luis José de conseguir un
“pedazo de tierra” para construir su hogar y cosechar el sus-
tento antes de casarse con Alicia. Luis José logra comprar un
terreno sin mucha dificultad; sin embargo, el matrimonio con
Alicia no se realiza a la espera de limpiar el terreno, construir
una casa e iniciar la cosecha. Y es así como el compromi-
so virginal entre estos jóvenes se prolonga a lo largo de toda
la novela, siempre soñando con lo bella que será su casa, lo
amorosos que serán el uno con el otro, lo maravillosos que
serán sus hijos y lo generosa que será la tierra:

El cañero era de Luis José […] allí con su trabajo, regando el


suelo con el sudor de su frente, hundiendo sus manos en esa
tierra negra y generosa, plantaría las bases del bienestar de su
futuro hogar. Allí tendría a sus hijos y allí los levantaría […] Y
acudieron a su mente los planes de soñador enamorado […] Una
linda casa de guadua con corral para los cerdos, con huerta y con
patiecito (Jaramillo, 1959: 146-147).

Pese a todos los planes hechos por estos dos jóvenes ena-
morados, el idilio nunca se convirtió en realidad. Los sue-
ños construidos son destrozados por la Violencia. Luis José
es obligado a unirse al ejército y mientras está en servicio se
entera de que la escuelita en la cual trabajaba y vivía Alicia
ha sido quemada, y la da por muerta. Por su parte, Alicia re-
cibe la noticia de que el grupo con el cual se encontraba Luis
José fue víctima de un ataque en el que el joven murió. Ante
la desolación de saberse solos por la muerte del otro, ambos
deciden regresar hasta el pedazo de tierra en el que pensaban
construir su hogar, sin saber que allí encontrarían su trágico
final:
212
Marginalia IV

Cuando ella vio acercarse a Luis José lo tomó a aparición y qui-


so huir, pero sus pies no le obedecieron. Él, desfallecido por el
cansancio, rendido por la fatiga, extenuado por la emoción, se
le acercó, abrió sus brazos y boca abajo se tendió contra la tierra
tratando de abrazarla a los pies de Alicia y besando, apasionada-
mente, el suelo amado al cual regresaba
Por el callejón llegaron, aullando como lobos hambrientos, los
asesinos de la noche, que habían seguido al soldado desde el
río grande. Una llamarada, gritos salvajes de los fleteados car-
niceros, y luego el silencio que sigue a las grandes tormentas
(Jaramillo, 1959: 269).

El amor entre Luis José y Alicia se apodera de gran parte


de la narración en Un campesino sin regreso, sus encuentros
en los que no se va más allá de las miradas y los apretones de
manos, sus planes de construir una familia de ensueño como
la de Juan Evangelista y el deseo de amarse eternamente en la
tranquilidad de la vida rural, ocupan y estructuran gran parte
de la novela, a tal punto que el narrador los señala como dos
de los tres personajes centrales de la narración.
Los tres tipos de idilio presentes en la novela (el amoro-
so, el del trabajo agrícola y el de la familia) comparten una
característica en común, y es que todos están sujetos a un es-
pacio: la Colonia. La familia de Juan Evangelista emigró des-
de Antioquia hasta la Colonia para poder construir un hogar
próspero y trabajar su tierra; cuando fueron expulsados de la
Colonia por la Violencia el idilio terminó y se convirtieron
en exiliados: “con mi madre había convenido abandonar la
Colonia… mi familia se lanzó a lo desconocido… fue una
familia colombiana más que aparecía como exiliada” (Jara-
millo, 1959: 253). Por otro lado, el amor entre Alicia y Luis
José estaba completamente condicionado a construir su hogar
en la Colonia; una vez que el joven es obligado a partir para
cumplir con su servicio militar, la posibilidad de casarse con
Alicia desaparece. El idilio en la narración de Euclides Jara-
millo está indisolublemente ligado a la tierra de la Colonia:
“la tierra de la Colonia, la tierra que amaba Luis José, que
amaban mis padres, que aprendimos a amar desde niños to-
dos los campesinos” (Jaramillo, 1959: 41). Bajtín explica esta
sujeción de la siguiente manera:
213
Edwin Alonso Vargas (compilador)

El principal rasgo común de estos tipos de “idilio” es la especial


relación entre tiempo y espacio; es decir, la sujeción orgánica,
la fijación de los acontecimientos vitales a un cierto lugar (rin-
cones del país natal, el río, el bosque, la casa materna, etc.). Los
acontecimientos de la “vida idílica” son inseparables de ese o
esos espacios en que han vivido padres y abuelos, en el que van
a vivir hijos y nietos. Se trata, en definitiva, de un microcosmos
limitado y autosuficiente, desligado del resto del mundo (Bajtín,
1989: 12).

4. Conclusión

Un campesino sin regreso ha sido considerada como uno


de los pocos aportes del Quindío al corpus de la novela de la
Violencia colombiana; no obstante, la obra de Euclides Jara-
millo Arango trasciende el hecho violento. A pesar de que la
violencia bipartidista sí tiene lugar en la narración, las des-
cripciones costumbristas y el cronotopo del idilio son más
preponderantes.
Dicha preponderancia se evidencia en que ambos elemen-
tos se apoderan por completo de la primera parte de la novela,
que es en definitiva la fracción más amplia y significativa de
la narración. Esta parte está enmarcada en el periodo previo a
la Violencia y se centra en el romance entre Alicia y Luis José,
en las manifestaciones poéticas hacia la tierra de la Colonia, y
en el elogio constante de la vida rural. Sumado a esta primera
parte de la novela, también se debe considerar el último apar-
tado del libro titulado «Vocablos regionales citados en estas
narraciones», en el cual se hace evidente la intención del autor
de hacer una recopilación folclórica.
La presencia de un cronotopo diferente al de la Violencia
implica, según Óscar Osorio, que la novela no pertenece al
corpus de la literatura de la Violencia colombiana, lo que se
hace evidente en la imposibilidad de ubicar la obra de Eucli-
des Jaramillo en una de las cuatro categorías propuestas por
él.
No obstante, la Violencia sí se hace presente en la segunda
parte de la novela y termina destruyendo todas las formas de
214
Marginalia IV

idilio que se habían desarrollado a lo largo de la primera parte.


Mariano Jaramillo, en una carta enviada a Euclides Jaramillo
y que hace las veces de prólogo de la novela, expresa que
la verdadera intención del autor es narrar los estragos de la
violencia:

Su novela, inspirada esencialmente en los días trágicos que ha


venido padeciendo el país desde 1949, quiero decir a usted que
tiene las mejores cualidades de su género […] allí en su libro
está el cuadro campesino de sanas costumbres […] el romance
campesino […] Mas este idilio resulta secundario en la inten-
ción del novelista que pretendió relievar fundamentalmente los
rigores de la tragedia que azotó al país (Jaramillo, 1959: 11).

Dicho lo anterior, solo queda concluir que la literatura


siempre estará abierta a nuevas lecturas, en las que no siempre
coinciden las interpretaciones del lector con la intención del
escritor. En el caso de Un campesino sin regreso, encontramos
que el costumbrismo y el cronotopo del idilio se apoderan de
la narración, lo que impide ubicar a la novela en alguna de las
cuatro categorías de la literatura de la Violencia descritas por
Osorio y en su corpus mismo, a pesar de que la intención de
Euclides Jaramillo, según lo dicho por Mariano Jaramillo, era
crear una obra de la Violencia.

Referencias

Bajtín, Mijail (1989). Teoría y estética de la novela. Madrid: Taurus.


Botero, Nodier y Castrillón, Carlos A. (2006). Didáctica de la
Literatura del Quindío. Armenia: Editorial Universitaria de Co-
lombia.
Delgado Cáceres, Jorge H. (2011). “Euclides Jaramillo Arango no
ha muerto. Homenaje en los 100 años de su natalicio”. En Car-
los A. Castrillón (comp.), Marginalia I (pp. 17-32). Armenia:
Universidad del Quindío.
Gallego Valencia, Alirio (2011). “Euclides Jaramillo Arango: Sem-
blanza literaria y humana”. En Carlos A. Castrillón (comp.),
215
Edwin Alonso Vargas (compilador)

Marginalia I (pp. 9-16). Armenia: Universidad del Quindío.


Jaramillo Arango, Euclides (1959). Un campesino sin regreso.
Medellín: Bedout.
Ortiz Sarmiento, Carlos (2011). Estado y subversión en Colombia.
La Violencia en el Quindío, años 50 (2ª ed.). Armenia: Univer-
sidad del Quindío.
Osorio, Óscar (2006). “Siete estudios sobre la novela de la Violen-
cia en Colombia, una evaluación crítica y una nueva perspecti-
va”. Poligramas, Universidad del Valle, (25): 85-108.
Ramírez, Luis (1959). “Una sentida historia”. Revista Numen, Ca-
larcá.

216
Marginalia IV

En el lejero, las miradas desaparecidas

Vivian C. Rojas1

Actualmente, nuestro país vive un momento decisivo con


respecto a las acciones y reflexiones derivadas del conflicto
armado y sus consecuencias en la memoria cultural. Evelio
José Rosero se destaca dentro del panorama contemporáneo
de la literatura nacional por ficcionalizar estas situaciones de
una forma novedosa y reveladora. En la última década, este es-
critor ha cautivado públicos de todo el mundo, principalmente
después de que su novela Los ejércitos ganara el II Premio
Tusquets Editores de Novela en 2007 y de recibir, también,
premios importantes en el Reino Unido y Dinamarca. Su más
reciente reconocimiento le fue otorgado, por fin, en nuestro
país en junio de 2014, al ser el ganador del Premio Nacional
de Novela, con la obra La carroza de Bolívar (2012).
Evelio Rosero retrata en su narrativa imágenes que surgen
del registro de hechos violentos de la historia nacional, como
en el caso de En el lejero (2003), la novela que trataremos en
este trabajo. Esta obra, sin ser las más conocida del autor, es
reveladora e instaura un precedente importante en su narrativa
posterior y en la literatura contemporánea colombiana, per-
meada con los temas de la transgresión y la violencia.
En el lejero resulta una clave importantísima a la hora de
dilucidar el estilo y los antecedentes del autor. Esta novela
confirma, en la narrativa de Rosero, tratamientos transgresi-
vos de temas religiosos y políticos, además de miradas histó-
ricas polémicas y de carácter iconoclasta.

1
Profesora de la licenciatura en Literatura y Lengua Castellana de la
Universidad del Quindío. Magíster en Literatura Colombiana y Latinoa-
mericana de la Universidad del Valle. Este ensayo hace parte de la tesis de
maestría titulada La mirada transgresiva en la narrativa de Evelio Rosero.
217
Edwin Alonso Vargas (compilador)

En una entrevista hecha por Sylvia Georgina Estrada para


el periódico Zócalo (2013) en México, el autor comenta sobre
esta historia:

¿Cuál es la historia con la que se enfrenta el lector En el lejero


que es, me parece, muy distinta a Los ejércitos y La carroza de
Bolívar?

Rosero: Fue mi primer acercamiento al tema del secuestro, esa


horrible realidad del país, que parece no terminar nunca. Es
como una alegoría, una pesadilla escrita o novelada, una inda-
gación onírica, pero no quedé muy conforme al final, y entonces
acometí la misma realidad, esta vez con Los ejércitos.

El escritor pone en evidencia el tema del secuestro, esa


horrible realidad del país; y, por otra parte, hace un comenta-
rio estilístico cuando se refiere a la indagación onírica o a su
carácter de pesadilla escrita, y lo afirma cuando se le pregunta
por el nombre de la novela:

Jeremías Andrade tiene que buscar a su nieta en el perdedero, en


el lejero ¿De dónde sale esta peculiar denominación para un sitio
tan poderoso en el que se reúnen los extraviados, los olvidados,
las memorias de otro tiempo?

Rosero: De alguna pesadilla, y lo digo con franqueza. De la pe-


sadilla de mi país. Uno despierta, tiene los ojos abiertos, y sigue
padeciéndola

(Estrada, 2013).

Ensoñando una pesadilla

Esta obra es una pesadilla, una ensoñación literaria que ha


surgido de la memoria colombiana. El aspecto onírico tiene
que ver con la creación de ambientes que contrarían la lógica,
que exageran y modifican sucesos extraídos de la vida cons-
ciente. Son imágenes que se distancian de la realidad y crean
mundos confusos que, por su aparente irracionalidad, son re-
lacionados con el mundo de los sueños.
218
Marginalia IV

Ya otras obras de Rosero, como Juliana los mira (1987) y


Señor que no conoce la luna (1992), habían suscitado comen-
tarios sobre su carácter onírico. Pero en el caso de esta novela
de Rosero, lo onírico se manifiesta en la creación de un espa-
cio fantasmal en medio de la niebla de nuestras montañas, un
lugar lleno de personajes infaustos, de quejidos y cadenas, un
ambiente de pesadilla.
Gaston Bachelard, en La poética de la ensoñación (1993),
plantea que la ensoñación, a diferencia del sueño, nombra la
realidad desde una visión onírica en el estar despierto, desde
la imaginación. Se trata de soñar palabras, pero en la vigilia,
con los ojos abiertos. Es una manera de figurarse el mundo:
“La ensoñación es una nemotecnia de la imaginación. En la
ensoñación tomamos nuevamente contacto con las posibili-
dades que el destino no ha sabido utilizar” (Bachelard, 1993:
170). En este sentido, el que ensueña no duerme, sino que se
permite dentro de la vigilia el estado de ensoñación, esto es
la poetización: de la ensoñación surge el lenguaje literario.
En este caso, la ensoñación es una pesadilla que surge de la
realidad consciente de nuestro país. Una pesadilla que se vive
con los ojos abiertos.

Las caras del encierro: El secuestro en Colombia

Muchos raptos y cautiverios han sucedido en la literatu-


ra clásica y en la tradición cristiana; el secuestro es un tema
histórico y literario que tiene muchas vertientes, pero no nos
detendremos en ello. Nos interesa, solamente, para ubicar la
novela de Rosero, echar un vistazo general a la situación del
secuestro como fenómeno social y político en Colombia.
En el artículo 12 de la Constitución Política de nuestro
país se establece: “Nadie será sometido a desaparición forza-
da, a torturas ni a tratos o penas crueles, inhumanos o degra-
dantes”. Es un derecho fundamental vulnerado el que aparece
en esta obra de Rosero.
Según fuentes del programa AUS (Adopta un secuestra-
do) de la Universidad de la Sabana, el flagelo del secuestro
ha azotado fuertemente al país por más de 50 años. Incluso,
desde antes, ya que desde los años treinta aparecen registros
219
Edwin Alonso Vargas (compilador)

de secuestros realizados por la delincuencia común, como el


rapto de la hija de un industrial caleño, gerente del ingenio
azucarero La Manuelita y que consternó al país en 1933. Pero
fue en la mitad de la década de los 60, al tiempo que se con-
formaban y consolidaban las guerrillas de las FARC, el ELN
y el EPL, cuando el secuestro empieza a multiplicarse verti-
ginosamente por convertirse en un camino eficaz y rentable
para financiar las actividades de los grupos armados ilegales
(Unisabana, 2012).
Pero, aunque este crimen se asocia popularmente con ac-
ciones de grupos subversivos, sobre este fenómeno un artícu-
lo de la fundación País Libre nos insiste en que:

En el país se secuestran personas de todos los estratos y todas las


edades; secuestran grupos armados que se reclaman revolucio-
narios como las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia
(FARC) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN); grupos ar-
mados que se proclaman contra revolucionarios como los llama-
dos paramilitares; secuestran delincuentes comunes y familia-
res, entre otros. También se asocian unos y otros perpetradores
para secuestrar; es así como se observan prácticas como la venta
de cautivos. Se secuestran personas durante horas, durante me-
ses, durante años y durante lustros (Silva, 2006: 1).

Así, no es solo asunto de los grupos revolucionarios o de


las llamadas guerrillas. Es una situación que se presenta en
muchos contextos, un crimen terrible que atenta contra la
vida; constituye la mayor transgresión de la libertad, la anu-
lación total de la dignidad y la voluntad. Es una actividad de-
lictiva que se ha convertido en un negocio rentable y que no
solo tuvo su auge en la época del surgimiento de los grupos
subversivos, sino que se sigue llevando a cabo en todos los
lugares del país. Según la fuente:

En el país desde el año 2000 y hasta septiembre de 2007 se per-


petraron 14.676 secuestros, de los cuales 1933 personas apare-
cen en la estadística aún en cautiverio. De ellos, 454 seguirían
en poder de las FARC, 253 del ELN, 202 de los paramilitares y
220
Marginalia IV

171 de la delincuencia común, un gran número de casos (803)


siguen sin establecer su autor (Unisabana, 2012).

Las noticias y las estadísticas solo son recordatorios nu-


méricos de lo que hemos escuchado siempre, pero seguimos
ignorando y evadiendo; el secuestro, ese terrible flagelo con-
tinúa azotando al país. Muchos son los entes que lo efectúan;
en el caso de Rosaura, en la obra de Rosero, no se especifica
su razón, pero el viejo solo dice que su hijo y su esposa tam-
bién fueron arrebatados por la guerra del país. No se precisa
quiénes son los directos secuestradores de su nieta, pero en
medio de la travesía la monja le advierte:

Pero le advierto —dijo—: por cada uno de estos acostados se


pide una plata. Si nadie paga, allí seguirán, hasta que San Juan
agache el dedo. Y si pagan rápido se cobra el doble, a ver qué
pasa. A veces traen el doble, a veces no. Y si traen el doble muy
rápido se pide el triple, es simple sentido común. Yo vuelvo y
le advierto: aquí todos tienen que pagar; de eso nadie se salva y
mucho menos usted (Rosero, 2004: 92).

El anciano no tiene dinero, pero va caminando, nadie lo


para, ha decidido buscar a su nieta por sus propios medios, así
pierda lo que le queda de vida en ello. Este personaje encarna
la búsqueda incansable de muchas familias en Colombia: ma-
dres, padres y hermanos que han trasegado por todo el país y
han agotado todos sus recursos para recuperar a sus familiares
desaparecidos.
Esta caminata de Jeremías dentro de la memoria nacional
nos recuerda la emprendida por el renombrado profesor Gus-
tavo Moncayo en 2007, que recorrió el país desde Sandoná
(Nariño) hasta Bogotá, como acción simbólica de protesta por
el secuestro de su hijo Pablo Emilio Moncayo, quien final-
mente fue liberado por las FARC en 2010.
Esta novela de Rosero establece un antecedente de gran
valor literario e histórico que recupera las miradas y la me-
moria humanizada de los flagelos derivados de la violencia,
en este caso del secuestro.
221
Edwin Alonso Vargas (compilador)

La búsqueda

Las funciones del viaje y la búsqueda aparecen frecuen-


temente en la literatura; son tramas que dan objeto y sentido
a la travesía del antiguo héroe. En este caso, el protagonista
no es un héroe legendario, joven y vigoroso, sino un hombre
viejo y cansado, víctima de la convulsión armada, que llega
a un cuarto de hotel en condiciones precarias, parece haber
arribado a un lugar muy lejano, nublado, cercano a un volcán;
el anciano viene viajando, trasiega en busca de su nieta des-
aparecida.
La búsqueda de la muchacha representa una meta más o
menos concreta que encauza la trama de la novela; sin em-
bargo, el transcurrir del viaje está lleno de episodios que alte-
ran la percepción del tiempo y de los personajes, que parecen
moverse en espacios confusos y fantasmales. El abuelo va
internándose en un pueblo de seres extraños que aparecen y
desaparecen como espectros de un sueño: figuras de la enso-
ñación.
Los primeros personajes fantasmales y oscuros que lo reci-
ben son dos mujeres: la dueña del hotel y su criada, una enana
que siempre le acompaña. Estas mujeres personifican el aura
brujesca y fantasmagórica de varios personajes de Rosero.
Es claro que el tema del encierro reincide en la obra de este
autor, pero aquí se nos muestra desde otro ángulo. La voz de
esta narración no nos ubica en el adentro de la reclusión, sino
en el afuera; nos cuenta desde la angustia de quien piensa al
encerrado y lo busca. En principio, no se nos habla desde el
interior del encierro, como en el caso de Señor que no conoce
la luna, recluido en su armario, sino desde quien padece en
el afuera la zozobra y la búsqueda del encerrado, en este caso
de la encerrada: Rosaura, una chica desaparecida a los nueve
años. El abuelo emprende su búsqueda por tres años hasta
llegar a un tenebroso lugar que apodan “El lejero”, donde le
han dicho que puede encontrarla.
Algunos aspectos de esta novela, entre ellos la búsque-
da y la ensoñación, la han emparentado con la emblemática
obra Pedro Páramo de Juan Rulfo. Ambas transcurren en un
222
Marginalia IV

ambiente denso y fantasmal y retratan una búsqueda de un


familiar en un lejano pueblo latinoamericano azotado por la
violencia y las desigualdades.
En el caso de En el lejero, el anciano Jeremías busca a su
nieta Rosaura: “Busco a mi nieta —dijo. Y repitió el gesto
cientos de veces repetido durante un año de preguntas: los
brazos cayendo, el cuello doblado. —Busco a la hija de mi
hijo. […] —Se llama Rosaura —dijo él” (Rosero, 2003: 6).
Y en Pedro Páramo, Juan Preciado busca a su padre:
“Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre,
un tal Pedro Páramo. Y yo le prometí que vendría a verlo en
cuanto ella muriera” (Rulfo, 1994: 7).
En ambas novelas se encuentran coincidencias: los dos
personajes llevan un retrato en su bolsillo que les sirve como
aliciente de búsqueda; ambos se encuentran con ancianas que
los hospedan en el pueblo; y aparecen personajes que hilan la
historia de principio a fin y que parecen saberlo todo, como el
carretero de los ratones en En el lejero y el arriero en Pedro
Páramo.
Sin embrago, al preguntársele al autor por una posible in-
fluencia de Rulfo en su obra contesta:

Algunos lectores han comparado su obra con la de Gabriel Gar-


cía Márquez, pero en el caso de En el lejero siento una cercanía
con Pedro Páramo de Juan Rulfo. Jeremías Andrade, al igual
que Juan Preciado, llega a un pueblo de aspecto fantasmal en
busca de respuesta, de su destino. ¿Hay alguna influencia de
Rulfo en este sentido en su obra?

Rosero: No creo en la presencia de una ‘influencia’. Los pueblos


que yo convoco coinciden con los de Rulfo y otros autores la-
tinoamericanos en ciertos ámbitos culturales —como tiene que
ser, naturalmente, si se piensa en nuestra historia, en nuestro
pasado, y en nuestro presente, por supuesto. En últimas, cada
lector tendrá sus propias conclusiones. Admiro la obra de Rulfo
y García Márquez, pero los personajes de En el lejero no son de
Comala ni de Macondo. Son míos, son mi memoria. Son de los
Andes del sur colombiano (Zócalo, 2013).
223
Edwin Alonso Vargas (compilador)

De esta manera, el autor deja en manos del lector las inter-


pretaciones sobre la influencia directa de Rulfo; sería intere-
sante un análisis comparativo de estas dos obras. Por ahora,
resaltamos que en la obra de Rosero se piensa en la historia,
en el pasado y el presente que se tiene en común con todo el
pueblo latinoamericano; en una historia de olvidos, de luchas
y de búsquedas que a través de la literatura se develan.

El rostro de Cristo

Hemos identificado en la obra de Rosero varias imágenes


que hacen alegoría a aspectos religiosos del catolicismo. Co-
nociendo estos antecedentes, es importante resaltar que en la
primera página de la novela aparece el ojo de Cristo desva-
necido que mira al anciano desde un cuadro que cuelga en la
pared, en medio del cuarto infestado de ratones y suciedad.
La mirada de la religión asoma de nuevo en primer plano: “El
rostro de Cristo, pálido y sangriento, con un ojo desvaneci-
do por la humedad. Era exactamente un Cristo guiñándote el
ojo” (Rosero, 2003: 9).
Ese ojo de Cristo, que desde el principio del viaje lo mira,
da cuenta de las visiones impuestas por la tradición cristiana.
Un rostro adorado por el catolicismo, que funciona como in-
dicio y anticipación de las torturas y de la deshumanización
corporal que más adelante se presentarán en la novela.
La mirada religiosa encarna el rostro de un Jesús que re-
vela el dolor y la tortura, sacrificios para la expiación y la
reparación de las culpas impuestas. Es el cuadro del rostro
de Cristo que cuelga en tantas salas, un rostro que persevera
en un tipo de deleite sangriento y nos guiña el ojo en señal
de complicidad. Somos cómplices de la tortura, de la guerra;
hemos sufrido todos los duelos, las pérdidas y seguimos pos-
tergando la estirpe de la violencia.
La novela denuncia la mezcla de lo religioso con la mani-
pulación política y los flagelos del conflicto armado del país.
Política y religión vuelven a aparecer juntas en el desarrollo de
las tramas de Rosero; se delatan a través de imágenes transgre-
sivas acusando la barbarie del poder dominante a nivel físico
224
Marginalia IV

e ideológico. Más adelante, se confirmará la unión de estos


aspectos religiosos y políticos, cuando el lejero se revele como
un convento clandestino donde guardan a los secuestrados,
custodiado por monjas que son acólitas y servidoras de la tor-
tura.

El pueblo de los ratones

Después de pasar la primera noche en el hotel, en la ma-


drugada del sábado, el viejo sale a comprar unas trampas para
ratones, pues abundan roedores en el hotel. Ya afuera se per-
cata de que la hierba blanda que creía haber pisado la noche
anterior y que crujía en sus pies, son cadáveres de ratones que
inundan las calles del pueblo:

La calle bajaba entre charcos como espejos recién rotos; en sus


orillas los cadáveres de ratón, tiesos, congestionados, las patas
como si invocaran, parecían todavía intentar acercarse al agua.
La noche anterior, cuando llegó al pueblo, aquello que pisó
como hierba blanda —a veces duros matojos, a veces espinas
crujientes eran ratones. Con toda razón traqueaban las suelas de
sus zapatos; eran las cabezas de los ratones que él pisaba, par-
tiéndolas sin advertirlo (12-13).

Esta es una de las primeras situaciones que llaman la aten-


ción en la novela: las calles de este pueblo lejano donde llega
el anciano en la búsqueda de su nieta están repletas de rato-
nes. Son como tapetes que cubren los caminos del caserío.
La aparición de estos roedores infestando el lugar empieza a
trazar un ambiente fastidioso y pesado, con la presencia co-
tidiana de montones de cadáveres de ratón por todos lados.
Se dice que a ese pueblo van a morir todos los ratones del
mundo, es el confín donde todos estos roedores llegan a caer:

Hay únicamente ratones, y hay que cogerlos y mandarlos a en-


terrar antes que nos entierren a nosotros, ¿no le parece? Esos
asquerosos ratones se vienen a morir desde todos los rincones
del mundo; este es el pueblo de los ratones, el único pueblo del
mundo donde vienen a morirse los ratones del mundo (38).
225
Edwin Alonso Vargas (compilador)

Pensar en un pueblo donde todos los ratones acudan para


morir permite varias interpretaciones. En primer lugar, su pre-
sencia masiva se acentúa en caseríos viejos con basureros cer-
canos y son asociados también con la suciedad y la carencia
de higiene corporal y doméstica. Estas inferencias nos dibu-
jan un paisaje de lo que podría pasar en el pueblo. Los ratones
suelen ser una plaga, debido a su rápida reproducción y a su
alto poder destructivo que afecta gran cantidad de materiales
y alimentos, además de relacionarse con el contagio de enfer-
medades infecciosas.
En la tradición europea, las plagas de ratones histórica-
mente han sido temidas y estuvieron asociadas a la peste ne-
gra, al final de la Edad Media. Esta plaga ha hecho parte acti-
va de la literatura; tenemos en el caso más popular, el cuento
folklórico anónimo «El flautista de Hamelín». Esta historia
cuenta que: “en un pueblito de nombre Hamelín se habían
instalado, siendo dueños y señores, todos los ratones habidos
y por haber, arrasando con la comida de todos sus habitantes”.
La reina de esta población solía ser muy tacaña y se negaba a
implementar recursos para alejar la plaga; finalmente, contra-
ta a un chico flautista que dice alejar los ratones por el sonido
de su música a cambio de una bolsa de oro; el muchacho toca
su flauta y hace subir a los ratones en una barca hasta perderse
en la distancia. Así, Hamelín queda limpio de ratas, pero la
reina se niega a pagarle al flautista.
En la segunda parte del cuento, el flautista toma venganza
por su pago y, tocando la flauta, lleva a todos los niños de
Hamelín encerrándolos en una cueva: es una especie de se-
cuestro realizado por el flautista a cambio del pago por sacar
los ratones del pueblo.
Todos los aspectos de esta historia resultan importantes a
la hora de la interpretación de la novela de Rosero. Este pue-
blo infestado de ratones representa la suciedad y la densidad
de un ambiente grotesco, carente de un gobierno que vele por
ellos y encauce los dineros para su bienestar. Una reina taca-
ña aparece en Hamelín, así como la dueña del hotel, quien
se presume dueña de muchas cosas en el pueblo, pero no se
ocupa de los ratones y es celosa en demasía con los pagos de
los alojamientos.
226
Marginalia IV

Quien convive con ellos es un carretero misterioso encar-


gado de recoger los montones de cadáveres de ratón. Este per-
sonaje es una figura muy importante en la historia, aparecerá
desde el principio hasta el final, es otro de los personajes con
aire fantasmal:

—Me han visto tanto que ya no me ven, ni a mí ni a los ratones


que yo les recojo de debajo de los zapatos, por pura buena vo-
luntad, porque a la hora de la verdad solo me dan de comer […]
Los recojo de la mañana a la noche. Usted podría pensar que ya
les tengo cariño, inmundos cadáveres, oígame, uno no se puede
quitar de la piel el olor a ratón podrido, uno mismo, cuando traga
saliva, sabe a ratón (55).

No solo los ratones le dan a este pueblo un aura tenebrosa,


también sus calles que parecen limitar a un lado con el volcán
y al otro lado con el abismo, se encuentran llenas de restos
que aumentan la visión aterradora: objetos enterrados entre el
lodo y los restos de basura, despojos que parecen hablarnos
de su historia ya olvidada, en medio de los restos de memoria
y sentido. Diseminados en la calle, entre el suelo de ratones:

Botellas de aguardiente despedazadas, una muñeca de plástico


sin cabeza que con su piel casi humana resaltaba en la niebla, las
diminutas manos abiertas como encendidas parecían escarbar en
la niebla, contra un muro un gran santo de madera rajado por
la mitad, carbonizado de cabeza a pies como por un rayo, un
calzón de mujer color carne entre el barro y de pronto una den-
tadura postiza con solo tres dientes, rota y enlodada pero como
disponiéndose a morder (13-14).

Cada uno de estos objetos son rastros de memoria; aunque


ahora se encuentran como desechos en algún momento fue-
ron apreciados por alguien. En principio, aparecen las botellas
de aguardiente: envases deseados que después se vacían y se
quiebran, son despojos de ebriedad derramados en las calles.
Debe tenerse en cuenta, también, que las imágenes del licor y
otras sustancias psicoactivas han estado presentes en las obras
de Rosero.
227
Edwin Alonso Vargas (compilador)

Después, la muñeca sin cabeza con sus manos extendidas


habla de la inocencia y la tragedia de la niñez; sugiere una
súplica que estira sus manos, no puede olvidarse que la nieta
del anciano está secuestrada y que su búsqueda hila toda la
novela; la muñeca descabezada sugiere también los juegos
infantiles ya terminados, la niñez que se extingue y queda en-
terrada en el olvido.
Y, contra un muro, un gran santo rajado y carbonizado,
confirma la decadencia de la imagen religiosa que se ha con-
sumido y separado a sí misma como por un rayo. Junto a la
transgresión religiosa, aparece una prenda íntima femenina:
un calzón de mujer que con solo mencionarse llama al ero-
tismo; en este caso, la pieza es de color carne y nos evoca
directamente la piel de la mujer, pero la prenda está entre el
barro, ha sido tirada, ya está sucia y desechada. Es una prenda
que ha perdido sugestión erótica y allí, entre el lodo, más fácil
puede producir asco.
El último objeto descrito en este pasaje es una dentadura
postiza ya con pocos dientes, que en medio del barro parece
disponerse a morder. Estos dientes pueden ser un vestigio de
la ancianidad, del gusto ya pasado por los placeres perdidos
de la boca, el deseo del anciano de asir eso que ya no puede
morder, lo que ya no puede tener.

El cóndor

El cóndor de los Andes es otro animal con gran carga sim-


bólica que aparece en esta obra. Desde el inicio de la travesía,
el ave se desprende desde el fondo de la niebla y pasa por el
lado del anciano en una cacería certera y siniestra:

Regresan otra vez los invisibles aleteos y resbala a tu lado, por


fin, desprendiéndose del fondo más alto de la niebla, la figu-
ra borrosa y enorme de un cóndor que se posa, un cóndor más
blanco que negro, desnudo el pescuezo, sus dos alas inmensas
desplegadas, después encogidas, los enrojecidos ojos atentos,
las garras trizando las piedras, y se acerca de un salto a su presa,
y da un vigoroso picotazo, sin descuidar para nada tu paso pre-
suroso junto a él (14).
228
Marginalia IV

El cóndor, ave emblemática de nuestro territorio, mero-


dea el lejero, cruza con sus vuelos rápidos hasta llegar a su
presa. Sabemos que el cóndor es un ave carroñera, su pre-
sencia está relacionada con la muerte, pero también con la
libertad y el poderío. Además, es una pieza clave para regular
los ecosistemas, pues al consumir los cadáveres evita la con-
taminación del ambiente. Esta relación cercana del ave con la
muerte hizo que desde tiempos antiguos se tejieran leyendas
alrededor suyo. Los incas creían que el cóndor era inmortal.
Según cuenta el mito, cuando el animal siente que comienza
a envejecer y que sus fuerzas se le acaban, se posa en el pico
más alto y saliente de las montañas, repliega las alas, recoge
las patas y se deja caer a pique contra el fondo de las quebra-
das. Esta muerte es simbólica, ya que con este acto el cóndor
vuelve al nido, a las montañas, desde donde renace hacia un
nuevo ciclo, una nueva vida (El País, 2012).
Así, el cóndor adquiere fuerza simbólica como elemento
de poderío y regeneración y es respetado por los habitantes de
los Andes desde tiempos prehispánicos; el animal legendario
aparece como símbolo patrio en los escudos de armas de las
Repúblicas de Chile (fuerza), Colombia (libertad), Ecuador
(poderío, grandeza y valor) y Bolivia (búsqueda de horizontes
sin límites).
En el caso colombiano, la figura del cóndor en el escudo
nacional simboliza la libertad, está representado de frente con
las alas extendidas y mirando hacia la derecha; sin embargo,
no siempre fue así. Cuando el ave fue instaurada en el escu-
do en 1834 miraba hacia la izquierda y fue de esta manera
hasta 1949, pero por ley de 1955 se definió el significado del
Cóndor: “El Cóndor simboliza la libertad. Está representado
de frente con las alas extendidas y mirando hacia la derecha,
por ser la más noble” (Udistrital, 2014). La mirada hacia la
derecha es, pues, signo de nobleza; y hacia la izquierda, signo
de bastardía.
No podríamos atribuirle a la mirada del cóndor la posi-
ción política de Colombia, pero sí resulta interesante pensar
la simbología de esta ave emblemática dentro de las obras
de Rosero. Cuando el viejo ya adelantado en su viaje llega
229
Edwin Alonso Vargas (compilador)

al lejero, el lugar donde guardan a los secuestrados, escucha


los lamentos de los encerrados y los relaciona con la incle-
mencia del cóndor: “Las voces seguían restallando alrededor,
más frías que la ráfaga del cóndor, más inclementes” (Rosero,
2003: 77).
Esta inclemencia está relacionada con la rapacidad, con
la cacería y la alimentación a base de cadáveres; de nuestra
memoria literaria surge el título de una novela emblemática
escrita en 1971 sobre la violencia en Colombia después del
asesinato de Gaitán: Cóndores no entierran todos los días, de
Gustavo Álvarez Gardeazábal. El protagonista principal de la
novela, León María Valencia, está inspirado en un personaje
real, “un pájaro” (sicario del partido conservador) de Tuluá y
del norte del Valle:

En realidad, un gran cabecilla, un cóndor, como lo bautiza Ger-


trudis Potes, otro personaje de la novela: “Pues si la amenaza
son los pájaros, a lo que nos enfrentamos es a un cóndor”. León
María es un cóndor terrible que impone un régimen del terror no
solo contra los liberales sino contra cualquiera que ose cuestio-
nar la autoridad conservadora (Afanador, 2014).

Así, la figura del cóndor se establece como un imagina-


rio de la violencia política de nuestro país. Y se afirma en la
novela de Rosero como una presencia que trae el vuelo de la
muerte y el poder, pero también la libertad y la regeneración.

La cabeza de mujer

Cuando Jeremías ve caer la primera noche después de re-


correr el fantasmal pueblo, se encuentra otra imagen trans-
gresiva. Un muchacho patea una cabeza de anciana en una
cancha de fútbol:

Cerrada la noche vio una cancha de fútbol escasamente ilumi-


nada donde un muchacho alto y esmirriado correteaba detrás de
una blanca cabeza de mujer —¿una cabeza de mujer?, una blan-
ca cabeza de anciana—, y la pateaba, en mitad de los charcos
que parecían reventarse de luces (Rosero, 2003: 15).
230
Marginalia IV

El anciano quiere acercarse para hablar con el muchacho,


pero éste sale corriendo con la cabeza blanca de mujer en la
mano. Esta escena es impactante: un chico que juega fútbol
con la cabeza de una anciana, la juventud que patea la vejez
mostrando el desacato de la memoria, el olvido de las raíces:
un juego para degollar el pasado. Además, es el indicio de que
él, el viejo Jeremías, también puede ser pateado; los niños de
ese pueblo parecen no querer a los ancianos.
La imagen de Rosero podría tener interpretaciones desde
esas tradiciones antiguas: jugar con una cabeza que ya fue,
una cabeza anciana, una pelota que es mujer, que es tierra,
que es memoria mutilada. La pelota también es el planeta y el
destino. La pelota o el balón simboliza los estados vitales del
ser humano: lo corporal, lo psíquico, lo emocional y lo espiri-
tual. Así, esta cabeza-pelota con la que juega el chico también
es intuición y guía para el anciano que, al llegar al pueblo, se
siente perdido y de pronto cree escuchar a la mujer que con
voz tierna le guía hacia el hotel:

Todavía esperó un buen tiempo hasta que otra voz, pero una voz
enternecida, “Voz de la cabeza de mujer vieja”, pensó, voz naci-
da quién sabe de dónde y quién sabe por qué, le dijo que había
un hotel en el pueblo, y le dijo dónde quedaba. “Hay un hotel
allá arriba”, le dijo (Rosero, 2003: 21).

La cabeza sin cuerpo es una cabeza transgredida, una ca-


beza de memoria mutilada que dirige la intuición del anciano
hacia el lejero. Después de la guía de la voz de la anciana que
parece venir de todas partes y tal vez de sí mismo, el viejo
Jeremías empieza a descubrir más cosas de este pueblo. En
el hotel, ubicado en la cima de la colina, cuelga una tabla que
dice: “Ce bende poyo crudo” (23). Esta publicidad de venta
con incorrecciones ortográficas ayuda a demarcar el contexto
del pueblo, su lejanía, su bajo nivel de alfabetización.
El lector que sigue la historia y encuentra la frase no podrá
evitar sonreír ante esta transgresión ortográfica; inmediata-
mente, se remueve la memoria popular y vemos los muchos le-
treros que abundan con ese tipo de errores en nuestros pueblos,
231
Edwin Alonso Vargas (compilador)

en los barrios, en las tiendas de tantas esquinas donde cuelgan


avisos que para nuestra sorpresa dicen bender elados, poyo,
asucar y demás viandas del cotidiano consumo. El escritor une
maravillosamente estas dos imágenes con gran verosimilitud:
por un lado, es evidente el onirismo al ver una cabeza de ancia-
na pateada que le habla y, de otro, la incursión del recurso de la
jerga y la escritura popular de nuestros lugareños.

El cementerio de guitarras

Ya en el hotel, Jeremías se percata de que en el patio que


colinda con su habitación hay un basurero donde se encuen-
tran objetos en desuso, muebles viejos, enseres de la casa o de
hostal que ya nadie utiliza:

Veía diseminadas las piezas rotas de los lavamanos de porcela-


na, las tazas del wáter, completas pero resquebrajadas, algunas
hacia arriba, otras bocabajo, pero todas como con cuerpos reales
sentados encima […] Igual ocurría con los tocadores de mujer:
sus espejos de óvalo oscurecidos presagiaban la mujer sentada
enfrente mirándose la mirada. Igual con las puertas (43).

Estos restos nos recuerdan los objetos aparecidos en las


calles del pueblo, pero ahora son objetos domésticos que evo-
can el uso humano. Aparecen las tazas de baño y se imaginan
cuerpos reales sentados en ellas; en los tocadores de mujer
parece verse la mirada de una chica que se mira. Los objetos
no son solo objetos, en ellos quedan las huellas de los seres,
las cosas cargan la memoria de quien las usa, su uso les da
forma y sentido.
Estos objetos olvidados en las calles o en los basureros
son restos de memorias que ya no son, despojos del recuerdo
que trae consigo la melancolía de lo que se deja, de lo que
ya no se usa, de lo que ha perdido su sentido. Se continúa
la descripción de varios objetos despedazados en el basurero
hasta llegar a un lugar donde solo hay restos de guitarras en-
terradas, un cementerio de guitarras del que la dueña se siente
orgullosa:
232
Marginalia IV

También son mías estas guitarras, todas las he matado yo, por-
que mi marido, que Dios lo tenga con el diablo, era guitarrero.
Una manera de vengarme de sus trampas fue quedarme con sus
guitarras y rompérselas, porque él ya murió, y yo quedé la única
dueña, no sólo del hotel y las guitarras sino de todos los pollos
de este pueblo (44).

Esta mujer es la dueña del hotel, de los restos de basura,


de los pollos y de las guitarras rotas. En esta escena se cuenta
la historia del marido de la dueña, un guitarrero ya fallecido,
un luthier que prefería dormir con sus guitarras que con su
mujer. Esto enfurece y amarga a la mujer que rompe todas sus
guitarras y las conserva enterradas y mutiladas en el patio del
hotel, parece subir bruscamente por una escalera de guitarras
deshechas y camina por entre sus cuerdas y sus armazones
que vibran bruscamente mientras profiere amenazas contra el
viejo (44).
Jeremías se hunde en la contemplación al mirar este paisa-
je de guitarras destrozadas y se identifica con el luthier:

Porque él también era un artesano, o por lo menos lo había sido,


ebanista por herencia desde niño, pero más que eso tallador:
hizo viejos de tamaño casi natural —viejos parecidos a él, arru-
gados y fruncidos por un viaje a pie de cientos de años—, viejos
que parecían empezar a hablar; viejos encorvados como él; que
el vendía tienda por tienda, esquina por esquina para sobrevivir.
Y por eso, porque él amaba y conocía la madera, tenía razón
para admirar a cualquiera capaz de fabricar una guitarra, lo que
era igual a inventar el sonido, pensaba, pulir hasta encontrar su
transparencia exacta, el ánima necesaria en la madera y lo en-
tristecía de pronto en la médula de las manos, ese cementerio de
guitarras malogradas, a la intemperie, todo ese trabajo y toda esa
música humillados (45-46).

El viejo se conmueve y con ello revela su profesión: Es un


artesano, un ebanista que esculpía viejos; desde su niñez talla-
ba viejos de madera y los vendía en las tiendas y en las esqui-
nas. Sin duda, un escultor de ancianos es un hombre sensible
233
Edwin Alonso Vargas (compilador)

y detallista al paso del tiempo en el cuerpo humano; desde


que era niño ya conocía el rostro de su vejez, recreaba la edad
con sus manos. El viejo Jeremías era un artista y se sensibiliza
ante el luthier fallecido y todas sus guitarras malogradas y
enterradas en el patio de la dueña, una mujer amargada, celosa
del arte de su marido, celosa de la atención que él prodigaba
a sus guitarras. Esta escena se cierra en un episodio fantasmal
cuando la dueña desciende del risco de guitarras, en el que
baja “serpenteando entre la selva de puertas alrededor, detrás
y delante del vaivén de puertas cerrándose y abriéndose. Su
sombrero parecía iluminado, vivo” (46).

El convento perdido

Después de mostrar el retrato de su nieta en todo el pue-


blo, es conducido hasta un misterioso convento perdido en la
niebla, donde se escuchan los cánticos de las monjas. Los ha-
bitantes del pueblo, sin rostro, son una masa de verdugos que
lo van llevando hasta ese lugar donde según rumoran puede
encontrarse Rosaura. Una de las personas que está en la plaza
le dice que busque en el lejero, otra repone que en el guarda-
dero. “En el lejero —dijo otra voz. Sí —le dijeron—. Vaya al
convento, es el convento” (65).
De nuevo aparece la imagen religiosa en medio de conflic-
tos e ilegalidades políticas. Es en un convento donde se en-
cuentra secuestrada su nieta, un lugar custodiado por monjas,
una iglesia donde tienen a todos los encerrados, los secuestra-
dos. Al llegar a la puerta, le recomiendan que no llame, solo
espere a que en algún momento le abran. El anciano se para
solo ante la puerta a esperar, hasta que le abren.
Una monja espectral lo recibe y lo guía conduciéndolo al
interior del convento, que es como un castillo helado que co-
linda con el abismo. Más allá de los pasadizos del castillo:
“Veía únicamente la mano arrugada de la monja señalando
un gran hueco en la pared lateral del convento, sin ninguna
forma, como hecho de un solo golpe de mazo” (72).
Este es el llamado guardadero, una suerte de agujero en la
pared lateral del convento, un hueco inmenso lleno de voces
234
Marginalia IV

secuestradas. Debe entrar allí en la oscuridad de la abertura


siniestra y buscar a su nieta pero sin llamarla; una monja le
advierte: “No la llame […] No la llame a quien no puede oír-
lo. Vaya y búsquela en silencio” (74). Tendrá que buscarla de
cama en cama, de cadena en cadena. El viejo es empujado por
la monja y entra en un silencio total.

El guardadero

Al entrar al hueco percibe la luz de frágiles candelabros,


identifica el lugar como un galpón descomunal de la misma
profundidad del convento:

El piso entero parecía palpitar, titilar, dorado en la penumbra:


percibió fascinado la multitud de pollos —todavía pequeños, re-
cién nacidos— que se juntaban entre sí igual que una alfombra
viva, debajo y alrededor de sombras innumerables, sombras rec-
tangulares y compactas. Camas. Descubrió que el recinto estaba
como sembrado de camas […] en donde se entreveían recosta-
dos, acostados, derrotados, cuerpos que gemían y se retorcían
encima del susurro casi invisible de alas y de piares apiñándose
debajo, a la búsqueda del calor que los cuerpos emanaban, por
primera vez lo turbó ese olor, esa mezcla de corral y cuerpos
hacinados. Avanzó dos pasos: sus zapatos apartaban con cautela
el leve y multitudinario escollo de pollos palpitantes; un mismo
aliento resonó al unísono: los cuerpos, a causa de su voz, de
su presencia, empezaron a gemir más, y todavía mucho más a
medida que él se adelantaba. Como si los hubiera despertado a
todos (76).

Estamos ante una sumersión dantesca. La descripción de


un lugar infernal repleto de seres atormentados. En su interior,
el hueco parece ser un galpón de pollos, todo el piso palpita
como una alfombra viva y se ven hileras de camas con perso-
nas acostadas y encadenadas que gimen. La imagen es impre-
sionante; ya bien ha sido interpretada como una pesadilla, una
ensoñación siniestra.
Cuando el viejo Jeremías está dentro del guardadero puede
ver “montañas de cuerpos encadenados. Era como si un cielo
235
Edwin Alonso Vargas (compilador)

de sangre los aplastara a todos” (87). El anciano presencia el


terror del encierro, la sangre y la violencia cubriendo toda la
atmósfera:

Contemplaba los cuerpos recostados, los ojos absortos, idos, los


rostros arrugados de hombres y mujeres envejecidos a la fuerza,
todas las manos unidas a cadenas que se enlazaban y hundían en
el piar amarillo de los pollos, la viva alfombra de pluma que re-
verberaba inquieta, picoteando granos, aleteando como un solo
ser desesperado (88).

Jeremías presencia un espectáculo inhumano, todos los


cuerpos acostados y encadenados entre la alfombra de pollos
vivos. A lo lejos alcanza a ver a la dueña del hotel y a la enana
como dos sombras agazapadas buscando debajo de las camas
a los pollos más gordos, los atrapan y arrojan dentro de un
costal. Los pollos crudos que vende la dueña en el hotel son
animales criados en el galpón donde tienen encadenados a los
secuestrados.
Los pollos están en todas partes, inicialmente se exponen
como el medio económico del pueblo y la dueña los vende en
el hotel. Más adelante, simbolizan el secuestro, el encierro y
la explotación monetaria. Los pollos son alfombras vivas que
conviven con los encadenados.
Cuando Jeremías está del otro lado del hueco, ante la des-
esperación por encontrar a su nieta Rosaura, infringe la reco-
mendación de la monja y decide gritar su nombre; al hacerlo
una barahúnda de gritos empiezan a escucharse y pareciera
que lo llaman desde todas las camas, se escuchan lamentos y
aullidos clamando dentro del encierro. Los acostados se han
despertado por la presencia del forastero y gimen desespera-
dos.
Dentro del estruendo de gritos, le pareció escuchar que
alguien dice el nombre de su nieta. Quien le había hablado
y yacía atado con cadenas a la base de la cama se acercó y
“[…] creyó que era él mismo quien se encontraba acosta-
do, encadenado a la cama, mirándose a sí mismo con terror
mientras él y el de la cama pronunciaban al mismo tiempo las
mismas palabras: Yo grité por Rosaura” (77-78). El anciano
236
Marginalia IV

aterrorizado ante la proyección de verse a sí mismo encade-


nado retrocede para salir del hueco pisando toda la alfombra
de pollos, como había sucedido con los ratones del pueblo:
“Los sintió crujir igual que los ratones en las calles infesta-
das, crujir debajo de sus zapatos, sólo que los pollos crujían
vivos, aplastados” (78).
Logra salir de allí y huye del guardadero; afuera llueve y
emergen varios personajes que reafirman el carácter fantas-
magórico de la escena: en medio de la lluvia recia, sentadas
en círculo en el convento aparecen varias mujeres empapadas
que parecen juzgarlo, mujeres sombrías que lo observan bajo
la lluvia, como las Lilias y las señoras de la caridad que en
Los almuerzos observan a Tancredo. En medio de las mujeres
resalta la monja principal con una olla de cobre y le ofrece
algo de comer, algo que saciará su hambre y su frío: helado
de paila (86).
Esta interesante comida ofrecida por las monjas es una
vianda con la que aseguran podrá olvidarse del frío y del ham-
bre. Esta comida tradicional no es muy conocida en otras par-
tes del país y aparece en la novela evocando las costumbres
andinas tradicionales. Las mujeres le ofrecen el helado con
animosidad, dicen que le quitaría el frío y que ninguna lluvia
lo mojaría. Ese helado que reparte la monja es un alimento del
contexto, extraído de ese paisaje frío y nublado. Se esperaría
en este clima una bebida caliente para reconfortar, pero no, es
un helado hecho de sus mismas montañas congeladas lo que
les sirve de alimento.
En ese momento, aún bajo la lluvia, aparece de nuevo el
carretero de los ratones que le aconseja entrar al hueco y pa-
sar la noche allí, advirtiendo algo importante para descifrar la
trama de la novela:

Mire —dijo—, aquí donde usted nos ve, todos en este pueblo
estamos al cuidado de esos acostados —sus ojos señalaron el
hueco. Después se echó a reír, con disimulo, parecía otro, un
desconocido, acaso un enemigo, pensó. Vio que el carretero se
incorporaba. Su voz era otra cuando lo oyó: —En este pueblo
nadie dice lo que es —dijo—, ¿me entiende? (83).
237
Edwin Alonso Vargas (compilador)

Esta confesión del carretero de los ratones nos permite in-


ferir lo que sucede en el pueblo, se deduce que todos estos
personajes misteriosos: la dueña, la enana, Bonifacio, el ca-
rretero y las monjas, son guardianes de los secuestrados que
están en el hueco del convento. Todos son cómplices del se-
cuestro, todos están custodiándolos, en ese pueblo nada es lo
que parece, nadie dice lo que es. Todos están en el negocio.

El perdedero

Hay un último lugar más allá del guardadero, es el lugar


más lejano que se ve tras cruzar una puerta ubicada al otro
lado de todas las camas. La enana es quien lo guía:

La enana siguió hablando en voz baja, urgente:


—Aquí, donde usted y yo pisamos, es el guardadero. El perde-
dero es esa puerta final, señor, es el mismo lejero, si quiere, esa
puerta abierta para siempre, haga el tiempo que haga, una puerta
al abismo, usted vaya y asómese y verá (92).

Se siguen escuchando lamentos de personas que agonizan


y el ambiente aterrador que ya se había vivido en el guardade-
ro se vuelve aún más extravagante, se siente un olor nausea-
bundo a vísceras, el suelo se siente húmedo y resbaloso:

Distinguió un racimo de cuerpos en fila arrimados a la pared, en


cuclillas, casi desnudos, las manos sosteniendo y repartiendo sus
propias cadenas alrededor, defecando encima de una especie de
alcantarilla que transcurría al borde de la pared, como un arroyo:
se podía oír el agua rastreando el declive de la construcción,
hacia la luz inalcanzable, el perdedero (94).

Los encadenados casi desnudos, en fila y arrodillados


defecan en un arroyo que da hacia el perdedero. El olor es
nauseabundo, todo el ambiente es grotesco y tortuoso. La
imagen es totalmente transgresiva, atenta contra la libertad, la
individualidad y la voluntad tanto psíquica como corporal. El
arroyo de excrementos corre hacia el lejero y a lo lejos puede
238
Marginalia IV

distinguirse una puerta abierta de par en par, una puerta de un


gigantesco establo, una especie de terraza que queda en todo
el borde del abismo, allí era el perdedero:

El impacto del viento helado lo erizó; el horizonte se abrió, des-


de allí el precipicio se volcaba: la montaña bajaba a ras. A sus
pies sintió arremolinarse como un vértigo el paisaje, una caída
del cielo y la tierra juntos, en espirales de niebla […] Y des-
cubrió el camino de un verde aguachento, casi blancuzco que
bajaba —desde sus pies, al filo de la terraza— […] A no mucha
distancia desembocaban las aguas de la alcantarilla; rodaba si-
nuoso el arroyo de la podredumbre (95-96).

El lejero está en el filo del precipicio, se halla ante el espi-


ral de la niebla, es un escondite inalcanzable, el lugar más re-
cóndito y abismal de la montaña. Ya allí el anciano empieza a
preguntarse dónde le habían dicho que estaba su nieta: “Unos
le habían dicho que su nieta se encontraba en el guardadero, y
otros que en el perdedero. Los más le habían dicho que en el
perdedero, pensó, ¿o en el lejero?” (96).
Es el último lugar donde podría estar, pues ya ha recorrido
todo el camino de dolor y tortura, ha atravesado el convento y
el guardadero hasta llegar a esa especie de establo en la cima
de la montaña, una terraza ubicada en el borde del abismo.
Y en ese lugar lejano aparece la misma monja que lo había
conducido hasta el hueco del convento:

Tenía el rostro más envejecido, las manos enlazadas y sus ojos


querían no mirar y miraban el abismo […] —Es un camino de
dolor —dijo. Sus labios temblaban: —Un camino trazado por
los cuerpos que cayeron y que caen, que siguen cayendo y van
a caer, el camino por donde se arrojan los encadenados muertos,
los más enfermos, las cadenas amarrándolo aún, para que el río,
abajo, los reciba, y sus aguas correntosas se los traguen (96).

Parece que a los secuestrados muertos aún encadenados


los tiran al abismo. La monja describe los cuerpos cayendo,
los cuerpos de los más enfermos arrojados a las corrientes
239
Edwin Alonso Vargas (compilador)

del río. Esta religiosa es precisamente la que custodia todo el


convento, es la principal cómplice del encierro. Son las mon-
jas las que están al cuidado del perdedero. Se confirman los
vínculos entre la religión y la acción delictiva.
La monja, que conoce muy bien el camino fatal de todos
esos cuerpos, se llena de culpa, se siente atraída por el preci-
picio helado y se asoma con un gesto desfigurado; mientras se
santigua frente al vacío, se arroja:

Un resuelto viento infló sus hábitos; parecía un ave disponiéndo-


se a volar, pero a la fuerza. Su boca se movía sin palabras […]
—Allí se lazaron la semana pasada la madre Beatriz y la herma-
na Brigitte. No pudieron con esto, Dios.
Se llevó las manos a las sienes. Buscaba el cielo:
—Como yo —dijo. De pronto miró al abismo y gritó:
—Señor Dios, fuerza y calor de los corazones.
Él extendió inútilmente las manos.
El grito era como el cuerpo en la niebla rodando hacia el río (97).

La monja rememora el suicidio de otras religiosas: dice


que ellas tampoco soportaron estar allí. Y en ese momento se
lanza como un ave, su cuerpo se pierde en las nubes, se des-
prende desde el lejero hasta el río. Parece encarnar la figura
del cóndor que, ya anciano, se deja caer sobre las rocas andi-
nas y encoge sus patas. La monja, símbolo religioso, también
es un cóndor, un ave alimentada de cadáveres que se libera
buscando la muerte en el abismo de niebla, en el lejero.
El lejero es un lugar que llevan en la memoria todos los
que han sufrido una desaparición. El lejero es ese sitio que
no sabemos dónde es; el espacio onírico y siniestro donde se
imagina el ser amado que ya no está. Es un encierro del que
no nos podemos liberar. El lejero es la búsqueda que todos
emprendemos por nuestros propios desaparecidos; un sitio
helado que congela la memoria, un roto enorme en la casa de
dios. Un orificio en la pared donde se transgrede la vida: el
hueco de la muerte.
240
Marginalia IV

Conclusiones

Este artículo se trazó el propósito de realizar una inter-


pretación literaria de las imágenes de la desaparición en la
obra narrativa de Evelio José Rosero, a partir de la novela
En el lejero. Hemos recorrido la obra, el camino trazado está
terminando. Las conclusiones son el lejero de un texto. Se
escribe porque se espera llegar a un punto y ver algo, tejer
ideas e interpretaciones en torno a la obra de un autor que nos
llama ¿Qué queda al llegar? Solo un caer, pero en ese trayecto
vertiginoso de la caída pueden verse todas esas imágenes que
pulsan nuestras miradas y reflexiones:

1. La imagen del ojo, la mirada desaparecida: En la pri-


mera página de En el lejero, aparece el ojo, vinculado con
aspectos religiosos y quizá políticos; es el ojo del rostro de
Cristo desteñido que lo mira desde la pared del pequeño cuar-
to donde se hospeda. El rostro de Cristo es una figura que da
cuenta de las visiones impuestas por la tradición cristiana, re-
vela el dolor y el martirio, los sacrificios para la expiación y la
reparación de las culpas impuestas; la pintura está desteñida y
parece guiñarle el ojo como anticipación de las torturas y de
la deshumanización que verá en el lejero. Así, la metáfora del
ojo confirma el título de este trabajo y valida su aparición y su
carga de sentido transgresivo en todas las novelas analizadas.
2. La complicidad entre política y religión: La iglesia pro-
tagoniza la criminalidad En el lejero. El lugar donde tienen
encerrados a los secuestrados es un convento, las monjas cus-
todian el delito. La fe es cómplice y guardiana de las atrocida-
des del poder. Todas las imágenes confirman la reincidencia
roseriana en las temáticas políticas y religiosas.
3. La muerte: Tiene grandes ecos en esta novela. El lejero
es un lugar de muerte, un infierno de encierros donde no azo-
ta el fuego sino el hielo. Mueren dos personajes importantes
en esta novela: La monja que custodia el lejero y Bonifacio,
el campesino armado. Ambos se dejan caer en la inercia del
abismo, saltan desde el filo de su vida hacia su máxima trans-
gresión, la muerte; son cóndores que se inmolan en la niebla
241
Edwin Alonso Vargas (compilador)

y también hay cientos de miradas desaparecidas: muertos en


vida, encadenados e inmovilizados en el lejero; metáfora de
las montañas de nuestro país que han presenciado tantos epi-
sodios de tortura y desapariciones.
4. La ensoñación del final: Ya en el último tramo del cami-
no, confirmamos la presencia de lo onírico o de lo que Bache-
lard ha denominado la ensoñación literaria. La ensoñación es
una mnemotecnia de la imaginación; a través de ella tomamos
nuevamente contacto con las posibilidades del destino. La en-
soñación es la vivencia de lo onírico pero desde la conciencia
de la vigilia. La ensoñación es una tesis que se alarga y se
muerde la cola para dar círculos eternos sobre las palabras de
otro, sobre el sueño que ha tenido un autor.
Las obras de Rosero son ensoñaciones que provienen de
la realidad del país que para él es una pesadilla, por eso su
onirismo está construido a partir de figuras transgresivas; sus
obras literarias son sueños terribles y hermosos escritos con
los ojos abiertos. El mentado onirismo en las novelas del au-
tor son las ensoñaciones artísticas de las tradiciones e idiosin-
crasias colombianas y latinoamericanas.
En estas ensoñaciones, la memoria cultural se nos cuenta a
través de las miradas transgresivas; una lluvia de oscuridades
enfocan nuestro ojo hacia las sombras de situaciones políti-
cas, religiosas y sexuales que son el pan de cada día. Cerra-
mos los párpados ante la realidad, pero se abren las pupilas de
nuestra conciencia alrededor de estéticas como las de Evelio
Rosero, que en la novela tratada —sin ser la más conocida
del autor— sienta nuevas bases para la literatura colombiana
contemporánea.

Referencias

Afanador, Luis F. (2014). “Cóndores no entierran todos los días,


Gustavo Álvarez Gardeazábal”. Arcadia, (100). Disponible en:
https://www.revistaarcadia.com/impresa/especial-arcadia-100/
articulo/arcadia-100-condores-no-entierran-todos-los-dias-gus-
tavo-alvarez-gardeazabal/35065
242
Marginalia IV

Bachelard, Gaston (1993). La poética de la ensoñación. Bogotá:


Fondo de Cultura Económica.
El País (2012). “El cóndor andino: leyendas y verdades”. Dispo-
nible en: http://www.elpaisonline.com/index.php/noticiastarija/
item/3647-el-condor-andino-leyendas-y-verdades
Estrada, Sylvia Georgina (2013). “Evelio Rosero; ‘La literatura
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243
Marginalia IV

Mayra: La viñeta poética


de Martha Elena Hoyos

Angélica María Sabogal Patiño1

A mediados del año 1996 Martha Elena Hoyos crea a


Mayra, un personaje que emprende su vuelo por el univer-
so simbólico de la caricatografía, tal como lo define Villegas
(2009). Con un semblante alegre e inocente parece alejarse de
la inexorable y preocupante realidad, lo cual hace de esta una
viñeta particular, si se tiene en cuenta que los discursos litera-
rios contemporáneos equivalentes a este género recaen, en su
mayoría, en la ironía y la sátira. De aquel particular discurso
surge el interés de este proyecto investigativo, en el cual se
estudiarán, exclusivamente, las viñetas publicadas en Agenda
Mujer —desde sus inicios hasta 2015—, un libro-agenda que
circula desde 1996 y permite a quien lo porte anotar activi-
dades diarias o previstas en el calendario; además, guarda en
sus páginas contenidos literarios y temáticas provechosas que
invitan al lector a plasmar en ella sus propias reflexiones.
Ahora bien, el discurso que espera al lector de Mayra se
manifiesta a primera vista en la desnudez del personaje, lo
cual podría interpretarse como una invitación al reencuentro
con el ser íntimo; en un segundo momento, el lector se per-
catará de que en este discurso se halla la semilla que aguarda
otro mundo, y este debe ser nombrado, el de la contemplación.
Así pues, Mayra dista en su contenido visual y discursivo
con respecto a otras creaciones —esta y las demás reclaman
un lenguaje que las reafirme y conserve sus diferencias—; por

1
Licenciada en Español y Literatura de la Universidad del Quindío.
Informe presentado como producto parcial del trabajo de grado sobre la
obra gráfica de Martha Elena Hoyos, dirigido por el profesor Carlos Alberto
Castrillón (2014).
245
Edwin Alonso Vargas (compilador)

ello, se hará uso de un lenguaje específico apoyado por los


referentes teóricos con el fin último de revelar lo poético en la
viñeta de Martha Elena Hoyos.
Este lenguaje gira en torno a la comprensión de los con-
ceptos de viñeta (Tejeiro y León Gross, 2009) y personaje ca-
ricatográfico (Villegas, 2007), los cuales permitirán compren-
der los elementos básicos de esta producción literaria, que ha
estado en el mundo de las ideas durante 20 años aproxima-
damente; no obstante, habrá que reflexionar además sobre el
ensueño poético y la imaginación como ejercicio creador para
poder pensar en las posibilidades que ofrece su lectura. De
ahí que los pasos para concretarlo vayan de la recolección
del corpus mencionado hasta una selección y estudio de los
preceptos teóricos pertinentes que dan lugar a la construcción
y confrontación de una hipótesis inicial sobre la poética de
Mayra.
En principio, tal hipótesis se referiría a una poética etérea,
a la viñeta como una bóveda celeste de imágenes felices que
suscitaban el vuelo imaginario del lector; luego, una vez que
se confronta, analiza y entrelaza el sentir del lector con la vi-
ñeta, esta conjetura inicial no se desboca de la que se conside-
ra como una poética de lo sensible en la viñeta de Mayra, en
tanto que esta se desliza por un ensueño poético concebido a
través de las palabras y las gráficas para exaltar la vida.
Por ello, se concluye que la poética de Mayra engendra
un mundo que para la sociedad contemporánea parece olvi-
dado en las ruinas del desasosiego, porque su propio lenguaje
es un discernir que conviene escuchar y aprender a nombrar;
de ahí que su importancia en lo académico no sólo sea en la
interpretación de una producción literaria, sino en la interio-
rización de una conciencia cósmica, en tanto que el discurso
que aguarda al lector en esta viñeta reúne las profundidades
del ser y su conexión vital con el universo.

1. Mayra: Origen del ensueño

A mediados de 1995, Martha Elena Hoyos se da a la labor


de ilustrar la Agenda Mujer que sería publicada, por primera
vez, en 1996. Diosas griegas, romanas, quechuas, muiscas,
246
Marginalia IV

hindúes y africanas acompañaron el nacimiento de Mayra.


Este personaje es un ensueño que se revela como unión de
virtudes: ternura, revolución, autenticidad, libertad y univer-
salidad, son la esencia que da sentido a su origen. La inspira-
ción de su nombre surge de Wayra, diosa quechua del viento;
Hoyos diría en su sitio web que: “Pinté a Wayra acomodada
en una hoja, volando sobre los Andes e impulsándose con el
viento que ella misma producía… me gustó mucho esa esen-
cia, en especial porque el viento es el gran mensajero, es el
soplo, el que lleva la palabra” (Hoyos, 2012).

Primeros trazos del personaje Mayra

De manera que Mayra es también mensajera, es viento que


lleva la palabra y transforma. A su vez, el giro de la W a la
M, denota el vínculo con el nombre de la autora y, como ella
misma comprendería:

Más adelante voy descubriendo otras relaciones de Mayra, por


ejemplo con Maia, que es fuerza curadora del ser, y Maya, que
es ilusión; con María, que es energía creativa y fuego que des-
ciende del espíritu. Y tal vez Mayra también signifique hija del
sol por aquello de May-Rá (Hoyos, 2012).

Mayra va siempre desnuda para erigir un culto al reconoci-


miento del cuerpo como naturaleza poética; carente de prejui-
cios, su desnudez simboliza el reencuentro con lo íntimo, con
247
Edwin Alonso Vargas (compilador)

las revelaciones internas de cada ser, con ese horizonte siem-


pre desnudo que aguarda al ser en las imágenes cósmicas.
Por ello, no alude a otras mujeres, también comparte su
voz con los hombres; ella no ostenta un feminismo que sen-
tencie al hombre como opresor o inhibidor de la revolución
femenina. Mayra es femenina y como axioma, podría decirse,
propone la reivindicación de las profundidades del ser que
han sido divididas e impedidas para soñar; reconcilia al hom-
bre y a la mujer para contemplar el cosmos, para habitar la
felicidad del mundo.

Agenda Mujer: Alquimia del corazón (2004)

Así es como este personaje emprende su vuelo entre las


páginas de la Agenda Mujer en 1996; allí se celebra la pala-
bra, se ofrenda al tiempo, a la cotidianidad, al universo, a la
sutileza, al reencuentro, a las revelaciones y es eso mismo,
si se quiere, lo que emanan las viñetas de Mayra. Por consi-
guiente, estas viñetas participan de las discusiones y reflexio-
nes que cada agenda aborda; de igual forma, acompañan los
poemas seleccionados para las mismas con nuevas elucida-
ciones y descubrimientos; su presencia armoniza la lectura de
la agenda y el pasar de los días.
No está de más anotar que, en sus principios, el personaje
carecía de voz y fue hasta 2004 cuando encontró las palabras
certeras que redefinieron su valor estético y permitieron que
el personaje trascendiera las páginas de las agendas a otros es-
pacios, como la revista Así Somos de Comfenalco, La Cróni-
ca, diario regional del Quindío —en el cual se publicó desde
2004 hasta 2008—, y la revista Calicomix.
248
Marginalia IV

Acerca de la publicación de la revista Así Somos, conviene


subrayar que la viñeta va acompañada de un breve artículo
escrito por Villegas (2004), quien por sus estudios en torno a
la semiótica y la caricatura, ha demostrado gran interés en la
propuesta de este personaje caricatográfico —como él mismo
anunciaría a la viñeta en otro texto publicado para La Crónica
(2003) titulado «Mayra, el personaje del tercer milenio».
Desde entonces, Mayra está estrechamente vinculada con
las actividades culturales y musicales de su creadora, como
el Festival Bandola y SeviJazz (Valle); igualmente, ha parti-
cipado en diversas exposiciones y conferencias como la Fe-
ria Internacional del Libro (Armenia), Calicomix (Cali) —es
importante decir que en el año 2010 su autora recibe “Pluma
de Oro de Calicomix” por los 15 años del personaje—, Feria
Artesanal de Cosquín (Argentina) y demás eventos que la han
acogido.
Todavía cabe mencionar que, para Mayra, también hay
una página en Facebook cuyo nombre es Mayra te cuenta y
un espacio en la web titulado El universo de Mayra, en el
cual se exponen algunas de las series creadas como, por ejem-
plo, Mayra y sus guardados (2004), Las coplas de Mayra
(2004), Separadores de libros (2004), Mayra y las constela-
ciones (2004), Mayra en SeviJazz (2004), Mayra, descúbrete
a ti misma (2005) y La ventanita de Mayra (2005). Por otro
lado, en este espacio se encuentran referencias con respecto
a sus participaciones en eventos y algunos datos importantes
(entrevistas y artículos) que permiten comprender con mayor
sensibilidad a este personaje.
Separadores de libros (2004)

Las coplas de Mayra (2004)

249
Edwin Alonso Vargas (compilador)

En cuanto a particularidades de las viñetas de Mayra, es


necesario resaltar que estas suelen presentarse en formas bien
variadas; la primera variación se remite a los cambios sut-
iles que presenta su cuerpo: en la viñeta siguiente cuyo texto
es “¿Cuánto tiempo durará el amor eterno?”, por ejemplo, se
percibe más niña e inocente; por lo contrario, en la que enun-
cia “Reinventarse es el mejor poema de una mujer…” parece
más joven, contorneada, delgada y atractiva; en la última
viñeta, que dice “Cuéntame el verdadero cuento de la vida”,
su semblante evoca a una mujer mayor, voluptuosa y sabia.
Estos cambios, que también se observan en los textos que la
acompañan, podrían representar una visión particular de la
mujer en cada etapa de su existencia o, quizás, un reflejo del
inconsciente femenino donde habitan todas las edades.
Agenda Mujer: Maestra vida (2014)

La ceremonia de los días (2010)

Agenda Mujer: Existir creando (2015)

Por otra parte, algunas veces Mayra aparece en varios


recuadros, pero no siempre sus contornos están delimita-
dos por las líneas que conforman esa mínima unidad espa-
cio-temporal (la viñeta); además, a pesar de que integra el-
ementos icónicos (dibujo) y verbales (palabras), no cumple
con todas las características propias y convencionales para
250
Marginalia IV

la construcción de una historieta o cómic (bocadillos, ono-


matopeyas, hilos conductores, etc.).

Agenda Mujer: Desafíos y provocaciones (2007)

La continuidad narrativa manifiesta en el anterior ejemplo,


no se enlaza mediante recuadros visibles como se haría de
manera convencional; por tanto, el lector debe intuir el hilo
conductor que crea una distención de tiempo y un sentido
común entre la primera y la segunda viñeta.

Agenda Mujer: Desafíos y provocaciones (2007)

En la anterior viñeta, aparecen las líneas que la delimitan,


pero el diálogo no se encuentra dentro de un bocadillo como
se presentaría en una caricatura convencional. Lo anterior
confirma el hecho de que para analizar y comprender a Mayra
sea indispensable un lenguaje concreto, que responda a sus
singularidades, que dé cuenta de sus elementos distintivos y
que permita definir su poética.
251
Edwin Alonso Vargas (compilador)

Para retomar las particularidades de la viñeta, es preciso


considerar la presencia de Carito, el caracol que acompaña
a Mayra. Este personaje permite visibilizar una característi-
ca más particular y trascendental en las viñetas: la unión de
Mayra con la naturaleza y el universo. Al respecto, Hoyos
(2012) comentaría que:

Carito, desde el punto de vista gráfico, se integra a ese espiral


que toda la vida he pintado en papelitos, agendas y directorios,
de manera distraída, conversando por teléfono o jugando con un
lápiz. En febrero de 2006, visité en Córdoba, Argentina, el Cerro
Colorado, y allí, en uno de los aleros observé entre las antiguas
pinturas de los indígenas comechingones un dibujo similar a
Carito; eran espirales dobles como aquellos que encontramos
en sellos y rodillos prehispánicos; el espiral es el símbolo de la
evolución.

Publicación en blog

De acuerdo con ello, la amistad entre Mayra y los seres del


mundo —árboles, mariposas y este caracol especialmente—
expresa abiertamente una evolución de la consciencia, una ar-
monía terrenal que transmuta en imágenes felices, en ensoña-
ciones cósmicas. De ahí que no podría categorizarse a Mayra
dentro del concepto tradicional e impreciso de caricatura; por
lo que, posteriormente, se le analizará desde conceptos más
adecuados que darán cuenta de sus características gráficas y
poéticas.
252
Marginalia IV

2. Redefiniciones vitales

Como se dijo, esta investigación se enmarca en los prin-


cipios teóricos concernientes al estudio de las viñetas en su
amplitud expresiva y simbólica; estos permitirán efectuar la
reflexión con respecto a las particularidades de Mayra como
una manifestación caricatográfica. Con este fin, se abordará
la definición de viñeta de Tejeiro y León Gross (2009), cuya
descripción aclara las ambigüedades presentes en términos
como caricatura, cómic, etc. Por otra parte, se hará uso del
análisis taxonómico de la caricatografía, específicamente del
personaje caricatográfico, que realiza Villegas (2007) re-
firiéndose a las posibles expresiones de los caricaturistas.

2.1 Viñeta poética

Es necesario establecer precisiones terminológicas respec-


to al concepto de viñeta porque no se ha llegado a un consenso
en su denominación. Para ello, Tejeiro y León Gross (2009)
exponen algunos términos utilizados, tras una revisión en el
ámbito ibérico y latinoamericano; por ejemplo: “chiste” o
“humor gráfico”, que otorgan un papel prominente al humor;
por otra parte, “tira”, que alude a posibles formatos con fre-
cuencia de imágenes sucesivas; también “caricatura” o “car-
toon”, que se refieren más a la sátira de las costumbres o a una
deformación de la fisionomía de los personajes para revelar
características sociales o psicológicas; y, por último, “opinión
gráfica”, que presenta ciertas ambigüedades por cuanto podría
incluir buena parte del trabajo de los fotógrafos de prensa.
En consecuencia, los autores argumentan que la pluralidad
de términos acogidos por los viñetistas resultan imprecisos,
ya que:

La utilización de uno u otro término no está libre de importantes


connotaciones de cara al propio objeto de estudio, puesto que la
denominación acota sus significados, delimita los elementos que
le son propios y lo Wdefinen como tal, plantea implicaciones
de cara a la consideración del trabajo de los viñetistas, y afecta,
253
Edwin Alonso Vargas (compilador)

en resumen, a muchos otros aspectos que resultan relevantes a


la hora de analizar de forma adecuada esta forma de expresión
periodística. Ignorando todo esto, la mayoría de los autores se
han limitado a escoger un determinado término sin molestarse
casi nunca en justificarlo ni definirlo (2009: 1).

Por esta razón, defienden el término “viñeta” como base


para realizar cualquier estudio y lo definen como:

La imagen (o serie breve de imágenes) que se publica en un


medio de comunicación, optativamente acompañada de texto,
en la que se representa una situación sobre la que el autor desea
transmitir un mensaje con finalidad opinativa y/o de entreten-
imiento, y en la que el dibujo es un componente o una referencia
fundamental. Además, esa imagen debe tener significado por sí
misma, sin que en su interpretación sea necesario el conocimien-
to previo de los personajes o del argumento de otras viñetas an-
teriores (2009: 2).

La propuesta de los autores trasciende hasta el análisis


crítico de la realidad, en el cual la viñeta aparece como una
herramienta eficaz para contribuir a la construcción de la im-
agen de la realidad social y política a través de la expresión
periodística; no obstante, este aspecto se subordinará en el
caso de Mayra a la cuestión poética. En otras palabras, el
análisis crítico de la realidad trascenderá al lenguaje poético
que atesora el personaje caricatográfico de las viñetas de Mar-
tha Elena Hoyos.

2.2 Personaje caricatográfico

Villegas (2007) propone una redefinición de la caricatura


en su ensayo «El aporte de Ana María Vigara Tauste al nuevo
paradigma de la caricatura». En un primer momento, para re-
nombrar el mundo de la caricatura, Villegas reúne los aportes
teóricos de Bergson, Stern, Freud, además del aporte clave de
Vigara Tauste en el proceso de indagación conceptual. Así, dice
Villegas en su tesis de maestría La caricatografía en Colombia,
propuesta teórica y taxonómica, que el caricaturista es:
254
Marginalia IV

Una persona que a través de complejos procesos intelectuales y


emotivos y por distintos medios (escritos, gráficos, sonoros, es-
cultóricos, audiovisuales) propicia el encuentro de sus receptores
con distintas fuentes de placer (desnudamiento, reconocimiento,
actualidad, cinismo, disparate, ternura) cuando acentúa las ges-
ticulaciones sociales y revela las intenciones reales de los acto-
res que amenazan valores considerados universalmente válidos,
favoreciendo el control y la catarsis social (2007: 6).

Posteriormente, el autor redefine la “caricatura” —en-


tendida la palabra como el campo genérico— en un nuevo
paradigma, el de la “caricatografía”, cuyo lenguaje específico
da cuenta de las diferentes expresiones de los caricaturistas,
que son: fisonomía caricatográfica, caricatografía política,
humor caricatográfico, ilustración caricatográfica, ensayo
caricatográfico y personaje caricatográfico.
Este último, el personaje caricatográfico, es el aspecto de
la propuesta taxonómica que tiene mayor relevancia para este
ejercicio investigativo porque elucida las características de
Mayra. De este modo, Villegas (2007) propone que: el perso-
naje caricatográfico es el protagonista de una narración grá-
fica, se caracteriza por ser empático y porque tal narración
se resuelve en una sola viñeta; el cultor del personaje cari-
catográfico parte de la concepción psicológica y gráfica que
por sus condiciones específicas crea nexos afectivos con sus
lectores; ocasionalmente, el personaje caricatográfico aparece
varias veces en la viñeta desarrollando una acción o enuncian-
do algo. De esta manera, se genera un efecto psicológico de
distensión del tiempo; la predominancia de la función referen-
cial del texto sobre las posibilidades expresivas de la gráfica
son particularidades de este personaje.
El personaje caricatográfico, que como ya menciona Ville-
gas crea empatía y nexos afectivos con sus lectores, se revela
con mayor lucidez en una poética de la ensoñación, en la co-
munión de dos mundos creativos: el del caricaturista y el del
lector.
255
Edwin Alonso Vargas (compilador)

3. Universo de Mayra

Como se citó con antelación, mientras algunas lecturas


apuntaron a la definición del caricaturista como quien acentúa
la vida social, exagerándola, en una suerte de comedia y risa,
Villegas sugiere un paradigma distinto del caricaturista. Por
lo tanto, se hablará en adelante no del término genérico “car-
icatura” sino desde el concepto que propone Villegas: la cari-
catografía y su respectiva taxonomía.
Las expresiones caricatográficas han sido difundidas eficaz-
mente por los medios masivos de comunicación, y más precis-
amente por la prensa; sin embargo, algunas de ellas obtienen
mayor resonancia entre los lectores; esto debería asociarse a
unos intereses particulares o a una situación del contexto so-
ciocultural, puesto que la inclinación hacia la ironía y la sátira
como rechazo y respuesta frente a las problemáticas sociales ha
generado un mayor público adepto.
Ahora bien, es preciso comprender la hibridación de la
viñeta poética, como la dimensión espacio-temporal en la cual
se concentra un metalenguaje, que es una mirada que el cari-
caturista hace de la realidad y propone para la interpretación
del receptor. Primero, la viñeta es un recuadro usualmente
considerado como la representación pictográfica mínima del
tiempo y el espacio en una configuración simbólica entre la
imagen y el texto; y en segundo lugar, la poética es el discurso
literario que se crea a partir del uso específico de estos (ima-
gen-palabra).
Se ha hecho referencia a la sátira y a la ironía como la
poética que subyace en algunas viñetas, para evidenciar dis-
cursos contrastantes con el de Mayra. Habría que consider-
ar que existen diferentes lecturas de la sociedad, diferentes
poéticas que describen concepciones particulares del univer-
so; por esta razón, es necesario preguntarse cuál es la poética
en las viñetas de Mayra; no obstante, para llegar a cualquier
definición es preciso escudriñar en algunos aspectos recur-
rentes de las mismas.
256
Marginalia IV

3.1 Meditaciones y revelaciones de lo cotidiano

Mayra se siente ciudadana del mundo y del universo y ex-


presa su conexión vital con éstos. Sobre ella también recaen
las dudas, la angustia y la desolación en cuyos tormentosos
pensamientos se debate el ser humano; para ella no es ajena
la decadencia de la época, quizá por esto el discurso literario
implícito en las viñetas tiende a manifestarse en una suerte de
aforismos, enunciados concisos que pretenden, si se quiere,
formar una ciudadanía universal y crear empatías desde re-
consideraciones primeramente internas.

Agenda Mujer: Estar en luna (2005)


Dichos enunciados, sin embargo, lejos de aludir recurren-
temente a las preocupaciones terrenales mediante la sátira y
la ironía, desafían y provocan al lector desde un discurso más
trascendental: el de las revelaciones. Por ejemplo, el enuncia-
do “cuando estamos lindos por dentro, los días feos no exis-
ten” expresa una invitación a reconsiderar las percepciones
de lo íntimo para así encontrarlas reflejadas y exaltadas en lo
externo. De tal manera que encontrar un mundo (el de afuera)
en armonía depende de volver o aprender a escuchar el “dis-
curso de las revelaciones”.
Es conveniente elucidar aquello que, atrevidamente, aquí se
define como discurso de las revelaciones, en tanto que Mayra,
257
Edwin Alonso Vargas (compilador)

desde su inefable ternura e inocencia, logra atraer hacia un en-


sueño feliz, hacia un universo que ha trascendido el cansancio
terrenal. Este discurso revela algo para el lector en cuanto él
mismo advierte ese horizonte de imágenes que prepara Mayra,
no desconocido para él, pero, tal vez, sí olvidado.
Es preciso regresar a esa posible intención estética de for-
mación de una ciudadanía universal que deviene de la med-
itación sobre lo cotidiano (amor, existencia, tiempo, muerte)
y que se revela utópicamente en los ensueños compartidos
de Mayra y el lector, por cuanto es necesario dilucidar que
esta intención estética no cohíbe al lector de aproximarse a
la viñeta con otros ojos, que la viñeta no pretende tampoco
homogeneizar el pensamiento ni arrebatar la imaginación.

Agenda Mujer: Caminando la memoria (2009)

En este caso, la pregunta “¿será necesario tanto sufrimien-


to para entender que sólo el amor alivia, salva y rescata?” no
impide que el lector piense sobre sus comprensiones en torno
al amor; por el contrario, lo desafía a reconsiderar la manera
cómo percibe este sentir; del mismo modo, el siguiente caso:
“La pregunta no es cuándo iremos a morir sino cómo estamos
viviendo”, permite ahondar en la linealidad de lo cotidiano
y transgredir la preocupación por el tiempo y la muerte en
la vida, pues es en lo vivo en donde se hallan las respuestas,
donde el ser aprende a ser.
258
Marginalia IV

Agenda Mujer: Estar en luna (2005)

La revelación esencial en las viñetas que meditan sobre lo


cotidiano convoca desde la palabra al tiempo de reencuentro,
a un horizonte para conversar y reconsiderar conceptos y sen-
tires sembrados como ideas aparentemente inamovibles en la
consciencia del lector.
Así las cosas, podría pensarse que la función estética de
las viñetas se reduce a una cuestión moralizante por cuanto
se ha mencionado una formación de ciudadanía universal y
de transgresión del ser; sin embargo, no se trata de un discur-
so con fines moralistas y de superación, sino que las revela-
ciones descubren utopías del ser; el lector puede evocar su
propio anhelo de ciudadanía universal —aquel que haya en
lo más recóndito de la imaginación humana— una vez que
reconozca el valor poético de su existencia. Cada meditación
insta al lector a contemplar las revelaciones del ensueño de
Mayra y liberarse, por un instante, del aplastante desasosiego
inherente a la rutina. Cada revelación contempla la dignifi-
cación y celebración del ser humano, la naturaleza, la vida.

3.2 Ecofeminismo

Después de acercarse a las meditaciones y revelaciones de


lo cotidiano, el lector podrá percatarse de otra característica
reiterativa —que no aparece como un factor aislado, sino que
complementa el discurso literario de la viñeta—, aquella que
259
Edwin Alonso Vargas (compilador)

surge de la conexión ancestral entre la mujer y la naturaleza


y cuyas comprensiones se distienden hasta los principios ele-
mentales que constituyen cualquier sociedad.
Tal característica se presenta en un discurso ecofeminista,
mediante el cual se defiende que

la conservación de semillas, la denuncia de las tecnologías de la


reproducción agresivas con el cuerpo de las mujeres, las luchas
como consumidoras, la protección de los bosques, las contesta-
ciones ante la violencia y ante la guerra, son conflictos en los
que la presencia femenina es significativa (Pascual y Herrero,
2010: 5).

Agenda Mujer: Alquimia del corazón (2004)

Agenda Mujer: El poder de lo sutil (2006)

Los ejemplos anteriores muestran que el discurso literario


de Mayra admite, sin temores, la relevancia de la mujer en
torno a cualquier aspecto de la sociedad (político, religioso,
260
Marginalia IV

económico, tecnológico, ecológico). La mujer sensibiliza y


protege, es punto de equilibrio natural; la mujer siente que su
cuerpo está unido a la naturaleza por cuanto ésta también es
madre, también abastece al hombre de recursos necesarios. En
ese sentido, una mujer que escuche el discurso ecofeminista
sabrá replantear sus esquemas mentales en una sociedad que
la ha subyugado física y emocionalmente; un hombre que de-
scubra en este discurso opciones constructivas y respetuosas
con el mundo que habita, contemplará la utopía del cambio.
Agenda Mujer: Estar en luna (2005)

En efecto, las viñetas de Mayra aclaman, en primer lugar,


el reencuentro consigo mismo como valor esencial para que,
como consecuencia, el lector (sea hombre o mujer) logre ad-
vertir y hacer visibles desde un estado de conexión vital con la
naturaleza, las injusticias humanas aparentemente invisibles
—que reducen al ser humano a un agente de destrucción y que
recaen por igual sobre mujer, hombre y naturaleza.
Si bien la propuesta invita a reconocer el aporte de la mujer
de cualquier procedencia a la cultura, a la economía e incluso
a la reconsideración de pensamientos que deberían estar obso-
letos en tanto que destruyen la vida (guerra, racismo, capitalis-
mo), no hay que desestimarla como un dogma. En lugar de ello,
habría que exaltar el valor poético de la viñeta como transgre-
sora de una cultura abstraída de su propia vitalidad por un siste-
ma rebosante de ideologías religiosas, avances tecnológicos y
261
Edwin Alonso Vargas (compilador)

productivos, que atesora bienes materiales pero que va en un


insoslayable detrimento de la imaginación, el pensamiento, el
respeto por la multiculturalidad y la naturaleza.
He aquí un punto importante para resaltar:

Si el feminismo se dio pronto cuenta de cómo la naturalización


de la mujer era una herramienta para legitimar el patriarcado,
el ecofeminismo comprende que la alternativa no consiste en
desnaturalizar a la mujer, sino en “renaturalizar” al hombre,
ajustando la organización política, relacional, doméstica y
económica a las condiciones de la vida, que naturaleza y mu-
jeres conocen bien. Una “renaturalización” que es al tiempo
“reculturización” (construcción de una nueva cultura) que con-
vierte en visible la ecodependencia para mujeres y hombres.
No hay reino de la libertad que no deba atravesar el reino de la
necesidad. No hay reino de la sostenibilidad si no se asume la
equidad de género (Pascual y Herrero, 2010: 8).

El ecofeminismo no recae en la disputa por la supremacía


del hombre o la mujer ni denigra del comportamiento mas-
culino, más bien aquella “renaturalización” incita al hombre
a volver a comunicarse con su estado femenino, en sí mismo
poético. Aquel estado femenino es el anima que convive con
el animus —el estado masculino que se preocupa por el tra-
bajo, los proyectos, lo terrenal— y que invita al humano a
sublimarse ante lo bello, a crear, a maravillarse ante las en-
soñaciones felices, a equilibrar la consciencia en un estado de
silencio, como lo anunciaría Bachelard (1994).
La siguiente viñeta refleja aquella invitación a hacer de lo
poético, de la creatividad y la sabiduría elementos colectivos,
que podrían permitirle al lector, persuadido por este discurso
animoso, alcanzar un bienestar del ser, una consciencia con-
vencida de las bondades de ser creativo, del inmanente des-
canso que conlleva reconocerse y crecer en la comunión de
una mente que se libera en las ensoñaciones y quiere reivin-
dicarse con el universo, por cuanto este es también creativo,
sabio y poético.
Tal estado de renaturalización permitirá la transición ha-
cia un mundo más digno, reafirmará el derecho de todo hu-
mano de reconstruirse, de visibilizar la sabiduría de los seres
262
Marginalia IV

que cree inferiores, de crear como la naturaleza, de dar vida


a un nuevo mundo (interior), de aceptar tal “ecodependencia”
como formación de una ciudadanía universal cuya práctica
quebrante la opresión de los sistemas dominantes y restaure
las relaciones humanas.

Agenda Mujer: El poder de lo sutil (2006)


3.3 Reivindicación con el universo

Además del discurso de las revelaciones y del ecofemi-


nismo, uno más aguarda al lector al acercarse a la viñeta. Se
trata de un discurso que se reivindica con la naturaleza y con
el universo; en este se honra la vida, se enaltece el poder de
las sutilezas, se desafía al lector a soñar.

Agenda Mujer: Maestra vida (2014)

263
Edwin Alonso Vargas (compilador)

Este discurso se entrelaza con los anteriores, porque cuan-


do el lector consigue reencontrarse en la cotidianidad y crear
—o al menos considerar— nuevos caminos hacia un mundo
más digno, podrá entonces trascender hacia la utopía de las
imágenes felices, de reconocerse en la memoria de la vida
como creación del universo, de la tierra.

Agenda Mujer: Estar en luna (2005)

Podría decirse que aquí la formación de una ciudadanía


universal —de la cual se habló antes— se da, más allá de
la utopía, en los hechos. En este discurso se pretende que el
lector vuelva a aprender a ser, a celebrar el valor poético de
la vida.

Agenda Mujer: Existir creando (2015)


Ahora bien, la conciencia cósmica se refiere a las posibili-
dades —expansión de visión— que ofrece un discurso poético
264
Marginalia IV

a su lector. A estas posibilidades llega desde las palabras; en


ellas el lector siempre descubrirá nuevos horizontes. Dicho lo
anterior, aun cuando Mayra alude a lo cotidiano y a las vicisi-
tudes del mundo (exterior), sus palabras invitan al ensueño
poético: aquel estado de la consciencia que va más allá de
lo real. Una palabra, renacida cada vez que se nombra puede
evocar la tranquilidad, la utopía de un mundo feliz; Bachelard
(1994: 12), diría que: “La sutileza de una novedad reanima
orígenes, renueva y redobla la alegría de maravillarse”.
Precisamente, el asombro ante las palabras sucede porque
el lector capta una eufonía, una armonía sonora que surca la
realidad y lo dispone hacia la contemplación de una imagen
poética. De ahí que la imaginación poética pueda ser el ger-
men de un mundo y, en ese sentido, sea también imaginación
creadora.

Agenda Mujer: Desafíos y provocaciones (2007)


La imaginación poética y creadora procura un respiro a su
lector, quien al recibir la vida del mundo externo incorpora su
esencia en un discurso del reposo. En el ejemplo anterior, “los
sueños son la condición creativa de la vida”, se podría decir
que Mayra reitera la condición de un ser soñador, de un lector
en reposo que aprovecha tal estado para crear. La consciencia
de este lector soñador no se desliza en la pendiente del sueño
nocturno, no se adormece, sino que la ternura de Mayra invita
a la actividad creativa del ensueño.
Al respecto de esta armonía, Bachelard (1994: 281) diría
que “al amar las cosas del mundo se aprende a celebrar el
265
Edwin Alonso Vargas (compilador)

mundo; entramos en el cosmos de la palabra”, de modo que


en este cosmos el lector recibe y comprende una memoria an-
tigua y esencial que se transforma y lo transforma conforme
el mismo lector vuelve a ella; esta es una memoria que convi-
da al retorno, a ser origen, a caminar el universo.
En el siguiente ejemplo, Mayra dice: “Hay otra memoria
que nos llama a despertar”; al respecto, podría comentarse
que, quizá, la autora quiere compartir el ensueño de Mayra
como un estado sabio y creador con el lector, quien podría
ingresar así en una memoria antigua que revela la novedad de
las palabras y donde las palabras son, a su vez, el medio para
alcanzarla.

Agenda Mujer: Maestra vida (2014)


Dicho de otra forma, el discurso del reposo se trata de un
horizonte poético ofrecido tanto por las palabras como por las
imágenes de la viñeta, que confluyen para incitar al lector al
descanso del desasosiego terrenal, a alivianar su consciencia,
a buscar su ser en las sutilezas de la ensoñación poética.
Agenda Mujer: Estar en luna (2005)

266
Marginalia IV

Villegas, en una publicación para La Crónica del Quindío,


titulada «Mayra, el personaje del tercer milenio», reflexiona
sobre lo poético de este personaje caricatográfico. Como bien
lo dice el autor: “en el Personaje Caricatográfico predomina la
función referencial del texto, sobre las posibilidades expresi-
vas de la gráfica; sin embargo, en Mayra, la armonía, placidez
y dulzura gráfica, trasladan esa carga afectiva al texto, redi-
mensionando su función de anclaje”; en ese sentido, contrario
a otros personajes, Mayra no se ensaña en las preocupaciones
terrenales, sino que aparece como una voz portadora de con-
sciencia cósmica:

Es el valor de la poesía que eleva la mirada desde la situación


cotidiana o nos invita a regresar a ella para que la transformemos
en momentos trascendentes, es una incitación para que desde
la realidad personal conquistemos el derecho a nuestro propio
cielo, es una puerta de entrada a la sonrisa inteligente y soñadora
que nos reconcilia con el universo (Villegas, 2003).

Esto quiere decir que la palabra cobra gran interés en la


viñeta; su valor literario se desprende de la unión entre la pa-
labra y el personaje de Mayra pues ella, como ciudadana del
universo, crea un vínculo afectivo con el lector y lo invita al
ensueño de palabras; es la dulzura del personaje, su ternura,
su desnudez, su semblante inocente y alegre, lo que abre en el
lector la posibilidad de contemplar imágenes felices, de atre-
verse a soñar y retornar a un mundo simbólico que lo inspire.
La palabra y el personaje configuran un valor literario que no
sería tal si se omitiera la relevancia de ambos.

Agenda Mujer: Caminando la memoria (2009)

267
Edwin Alonso Vargas (compilador)

Las anotaciones de Bachelard son justificables debido a


que estas parecen descifrar aquello que una teoría más general
sobre la viñeta y una taxonomía sobre el mundo simbólico de
las expresiones caricatográficas no alcanzan a sopesar.

4. Discursos literarios equidistantes

Por lo que se refiere al discurso de Mayra, es pertinente


aludir a una perspectiva discordante; otro personaje carica-
tográfico, una mujer, cuya poética —aun cuando surge tam-
bién de la liberación femenina— dista en su totalidad de con-
fluir con el ensueño de Mayra: Ella es Aleida. Marcela Uribe
(2004) esboza el fenómeno sociocultural del personaje de
Vladdo en «Aleida: Estereotipo de la mujer liberada», desde
un estudio antropológico del contenido visual y la retórica de
la caricatura para revelar lo que piensa e incluso evidenciar a
qué patrones de comportamiento responde.
Según Uribe, Aleida es una mujer anacrónica porque vive
en el siglo XXI y, sin embargo, padece las consecuencias de
los esquemas del feminismo liberado que tuvo origen ya en
los 60, en tanto que defiende su condición como suelen ha-
cerlo especialmente los hombres machistas: considera infe-
rior al sexo opuesto, no comprende la complementariedad
entre géneros, es infiel, odia a los hombres pero necesita de
ellos; tal necesidad radica en la satisfacción sexual puesto que
carece de afectos; el amor para ella es efímero. Habría que
decir que en este personaje el discurso emotivo se subordina
a la retórica libidinal. Con todo, Aleida no deja de caer en
los condicionamientos y en la contradicción de pretender ser
diferente del hombre, actuando como en algunos casos este
lo hace.

Publicación en Revista Semana (2013)

268
Marginalia IV

Uribe aclara, no obstante, que Aleida no presenta una


solución para la situación ambivalente femenina (famil-
ia, economía, autonomía), sino que “resulta casi un tratado
acerca de la mujer del siglo XXI, que como consecuencia del
feminismo y de no haber resuelto su situación personal y so-
cial está sumida en múltiples contradicciones, dudas, interro-
gantes y frustraciones” (2004: 22).
Por lo tanto, para la autora, Aleida representa la situación
de la mujer desengañada que no ha sido feliz y lleva una vida
sin sentido; reproduce el estereotipo de la mujer rebelada que
impacta en el discurso de la generación femenina actual desde
una aparente identificación, pues hay mujeres cuyo mundo
no dista mucho de ser como el de Aleida; sin embargo, no se
debe estigmatizar el contenido de esta viñeta que, además,
admite posibles y diversas lecturas no sólo desde el recono-
cimiento, sino desde la diversión que suscitan las reflexiones
paradójicas y el humor sarcástico de este personaje.

Publicación en blog

De todo ello, se puede inferir una serie de antítesis poéti-


cas con respecto a Mayra. Para empezar, el rostro de Alei-
da, generalmente, demuestra soberbia y ello se confirma en
sus mensajes; por otra parte, las líneas que trazan el rostro de
Mayra demuestran ternura e inocencia y ello se confirma, asi-
mismo, en el juego de palabras que la acompañan. La viñeta
de Aleida se ubica en espacios urbanos (en un auto, una calle,
frente a un computador o un celular); en cambio, Mayra casi
siempre está acompañada del aire, la luna, las estrellas, los
árboles, etc.
269
Edwin Alonso Vargas (compilador)

Otro rasgo de Aleida es que está emplazada en una rev-


olución que se debate entre vestigios del feminismo y de la
preocupación terrenal, mientras Mayra manifiesta un ana-
cronismo distinto, dado que su capacidad de asombro y su
sabiduría ancestral la sitúan más allá del tiempo conocido;
las memorias del mundo llegan a ella para “reculturalizar” su
propuesta estética. A pesar de que Aleida proyecta un eviden-
te repudio ante diversas situaciones cotidianas, no ofrece al
lector un horizonte de expectativas, ante lo cual Mayra retira
el velo de la desesperanza y obsequia a su lector el instante
utópico de las imágenes poéticas, de los ensueños.
En resumen, el humor libidinoso y satírico de Aleida
contrasta con el humor poético de Mayra y su expresión de
autenticidad y sosiego. Las propuestas estéticas son clara-
mente equidistantes, puesto que surgen de la invención de
personajes femeninos, pero se ramifican por sus intenciones
filosóficas y literarias.
Por supuesto, ambos personajes gozan de originalidad y,
por tanto, no podría sesgarse el público que muy posiblemente
compartan. En los dos discursos, por distintos que sean, el
lector podrá otorgar un valor estético al mundo externo desde
lo literario, podrá descubrirse identificado con un personaje
ficticio que comparte con él pensamientos similares.

5. Conclusión: La poética de Mayra

Frente a la pugna de otros caricaturistas por las prob-


lemáticas e injusticias socioculturales contemporáneas, des-
de la sátira y la ironía en sus viñetas, Martha Elena Hoyos
presenta a Mayra con una expresión de inocencia, ternura y
autenticidad.
Todas las observaciones hechas hasta el momento podrían
dilucidar cuál es, finalmente, la poética de Mayra. Se exploró
en los discursos resonantes de la viñeta, se mostraron ejem-
plos de cómo Mayra posee una filosofía que cuestiona la vida
misma desde la ávida unión de la inocencia y la autenticidad,
y cómo las palabras e imágenes de la viñeta engendran la
búsqueda constante de la armonía. En consecuencia, la poética
270
Marginalia IV

debe responder al efecto de tales palabras e imágenes, en cuya


lectura se revela una cosmicidad íntima, una naturaleza cós-
mica que despierta ante la imagen plasmada en aquel recuadro
de espacio y tiempo que contiene a Mayra, en aquel universo
simbólico.
Dicho efecto se refiere a una cosmología imaginaria, a una
poética de lo sensible, que despierta al lector del sueño de la
indiferencia y lo hospeda, sin presiones, en los resplandores
de la ensoñación. En ese sentido, el lector podría sentirse ten-
tado a creer que ese reposo lúcido es la ausencia de preocu-
pación; sin embargo, Bachelard (1994: 99) apunta al respecto
que “la ensoñación no implica un vacío de espíritu sino más
bien el don de una hora que conoce la plenitud del alma”.
A esa hora que conoce la plenitud del alma se llega me-
diante un estado de silencio y reposo que evoca en el ser la
simpatía por el universo y por sí mismo; la viñeta de Mayra
conoce esta plenitud, celebra la grandeza de lo sutil. Refirién-
dose al poema, como objeto de estudio, Bachelard (1994:
299) propone que “la poesía prolonga la belleza del mundo,
estetizándolo”; así, este personaje caricatográfico emana una
cosmología imaginaria de palabras e imágenes que compen-
dian virtudes e incitan al lector hacia la contemplación de una
consciencia cósmica a través de una gran sensibilidad liter-
aria.
Podría decirse que Mayra retorna a un universo escondi-
do u olvidado; su poética insta a sus lectores a reconciliarse
con la belleza de las cosas, a hacer del arte y la poesía un
camino para andar. Por todo esto, cabría mencionar una y mu-
chas poéticas dentro de la viñeta: poética de las revelaciones,
poética de lo cósmico, poética de la contemplación, poética
del reposo o poética de la ensoñación; pero es, finalmente,
en una poética de lo sensible donde se reúnen los discursos
intrínsecos de la viñeta de Mayra, en la cual subsisten los
resplandores de la consciencia calma y embriagada por las
imágenes poéticas, aquella que posibilita ese horizonte para
descansar, para reencontrarse; el digno horizonte de sentir, de
poetizar la vida, de imaginar y crear utopías.
271
Edwin Alonso Vargas (compilador)

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273
Marginalia IV

Germán Espinosa:
La paradoja humana inmersa
en los mundos mágicos

Gleiber Sepúlveda1

Un espejo aparentemente mágico, una diversión de salón,


en el cual, al buscar nuestro reflejo, veíamos en cambio
la cara repulsiva de una bruja.
G. Espinosa

De boca de algunas de las más antiguas culturas y cre-


dos de la humanidad, el hombre es un compuesto de cuerpo y
alma. A esta última le corresponden los reinos espirituales, las
esferas o las dimensiones inmateriales; mientras que al cuer-
po le concierne la esfera terrestre, lo carnal, o dicho en tér-
minos orientales, el samsara. Cada reino (físico-espiritual) se
rige por unas reglas y está ordenado y decodificado bajo unos
matices particulares. Las relaciones resultantes entre el hom-
bre físico y esos matices de los mundos espirituales, resulta
siempre paradójica, dada la eterna (y etérea) disputa cuerpo /
alma, virtud / vicio, tinieblas / luz y otras dicotomías. Aunque
el panorama parezca claro desde la visión judeo-cristiana (el
cuerpo en eterna disputa contra el alma), desde el paradigma
filosófico y literario está lejos de serlo. Esa disputa o disyun-
ción se transcribe en paradoja, se mezclan las realidades y
se asiste a una ineludible e incontrovertible verdad: somos

1
Magíster en Literatura de la Universidad Tecnológica de Pereira. En la
actualidad adelanta estudios de Doctorado en Literatura en la misma Alma
máter. Este ensayo es producto de las aproximaciones iniciales a la cons-
trucción de su tesis doctoral, que gira en torno a lo sobrenatural en la obra
narrativa de Germán Espinosa.
275
Edwin Alonso Vargas (compilador)

seres trascendentes in statu nascendi. En efecto, sin importar


el credo, que puede ir desde el taoísmo hasta el judaísmo, o
de este al cristianismo, la visión de un mundo espiritual, sin
importar cuál sea su esencia o fin último, es condición sine
qua non de la existencia humana. Ese trasegar del ser humano
está marcado por la convergencia de realidades espirituales
que no solo son parte de la historia y de la cotidianidad, sino
que además se erigen en materia artística y de investigación
antropológica. Las nociones de un mundo sobrenatural y de
otro físico exigen que sus campos de realización también lo
sean; así, a la realidad del alma corresponde la práctica reli-
giosa o trascendente; a la realidad física, corresponde nuestro
mundo con todo lo que este exige de nosotros. En los campos
espirituales y sus diversas manifestaciones, no se queda atrás
la literatura: hablamos de literatura fantástica, gótica, sobre-
natural, etc., lo cual deslindaremos en breve para entrar en
materia.
Puede decirse que fantástico es todo aquello que, no sien-
do real, corresponde a ese reino etéreo de la creación y que,
de cierta forma, está emancipado de nuestros reinos físicos.
Pero un componente especial comporta el género fantástico:
surge como género después del siglo XVIII como postura li-
teraria ante el positivismo. En ella entra lo gótico. Comporta,
además, un factor que para Tzvetan Todorov será determi-
nante: la duda y la vacilación. En su trabajo Introducción a
la literatura fantástica (1982), Todorov nos define este tipo
de literatura: “Llegamos así al corazón de lo fantástico. En
un mundo que es el nuestro, el que conocemos, sin diablos,
sílfides, ni vampiros se produce un acontecimiento imposible
de explicar por las leyes de ese mismo mundo familiar” (18).
Esos mundos etéreos de los que hablamos al inicio, dejan en
el hombre la semilla de la duda, ya que él solo conoce las
leyes de la realidad física. Ahora bien, dentro de los linderos
de lo fantástico, encontramos lo sobrenatural: mundos mara-
villosos que se rigen por la magia y por los mundos mitoló-
gicos; estos mundos, si bien pertenecen a lo fantástico (por
definición) son independientes de la literatura fantástica, en
tanto hunden sus raíces en los mundos míticos de oriente y
276
Marginalia IV

occidente; por la misma razón, no dependen de lo fantástico,


aunque lo fantástico, por esta razón, no puede definirse sin lo
sobrenatural.
Germán Espinosa construye una obra paradigmática en
cuanto a los mundos míticos, los mundos espirituales. Tal ele-
mento permea toda su obra y parece plantear el eterno dilema
de la lucha espiritual, de la pugna de los reinos terrenal y es-
piritual, donde ambos luchan y transigen en única contienda.
Partiendo, así, de la realidad espiritual que se da por sentada,
y que no tiene lugar a duda, asegura el protagonista en Aitana
(2007), una magistral novela que trata de lo hasta aquí dicho:
“No bien la vi por primera vez […] supe que se trataba de
alguien a quien había amado en vidas anteriores” (Espino-
sa, 2007: 12). Emerge la realidad humana que se integra a la
realidad del mundo espiritual, modelando una convergencia y
connivencia de mundos que se materializan en toda su obra.
En Cuando besan las sombras (2004), esa unión de un espíri-
tu mortificado, un fantasma, con un hombre de carne y hueso,
transige en las leyes inamovibles, y se erige en símbolo de
una única y perenne realidad: el ser. Así podemos apreciarlo:

Torné a acariciarla y a ofrendarle mis besos, que esta vez me de-


volvió rozando mis labios y mis mejillas con una tenue succión,
tan liviana como tiene que serlo el beso de las sombras. Insistí
en repetirle que, en efecto, yo había sido en una encarnación
anterior Arturo Rimbaldi y que ahora la eximía de toda culpa
(Espinosa, 2004: 279).

Iniciaremos esta reflexión planteando la obra de Espinosa


en tanto paradoja humana y, dentro de esta, algunos motivos
que articulan su narrativa (universo ambiguo, imagen feme-
nina, pasión humana, ser grotesco) para luego abordar la pa-
radoja espiritual en la que confluyen los mundos míticos y
mágicos de oriente y occidente.
A lo largo de la historia de la literatura, la imagen femeni-
na ha sido materia fecunda de grandes obras. La fémina obse-
siona a Espinosa, de modo tal que a lo largo de su escritura la
metamorfosea y puede tornarla de sublime en abominable, y
277
Edwin Alonso Vargas (compilador)

encarnar en ella lo más excelso como el amor puro y virtuoso


de Aitana o lo más aborrecible como las brujas que sobre-
vuelan Cartagena y besan el ano del macho cabrío, en Los
cortejos del diablo (1985). La pureza de la mujer es ambigua:
Genoveva Alcocer, en La tejedora de coronas (1982), es her-
mosa, pero su virtud es mancillada por su vida promiscua.
La visión es ambivalente. La mujer es concebida como el ser
capaz de lo más sublime y de lo más grotesco, ninguna casua-
lidad asiste a este hecho, visto desde la lupa religiosa, donde
Eva es la pecadora del Paraíso, pero donde María es el vientre
ínclito del Hijo de Dios. Tales metamorfosis conceptuales se
recrean en arquetipos: la horrenda Medusa que era ícono de la
pureza de las vírgenes de Atenea, o la bella Helena, hermosa
mujer nacida del huevo de Leda, calificada por Homero como
“la de ojos de perra”. La mujer en Espinosa no está fuera de
estos arquetipos: en Los cortejos del diablo, la bella Catali-
na de Alcántara tiene fama de bruja y de fémina orgiástica,
es además hija bastarda del rey de España; en La tejedora
de coronas, Genoveva es un contraste de hermosura y pasión
libidinosa, mujer enigmática y esotérica. La pasión atravie-
sa al ser humano, pero de un modo particular a la mujer; la
hermosa fantasma en Cuando besan las sombras posee las
cualidades del cuerpo, siente la pasión:

Nos besábamos a fondo en la penumbra, rítmicas ya nuestras


anatomías, cuando empezaron a oírse los gemidos. Debo confe-
sar que, al comienzo, imaginé que era ella quien gemía de pla-
cer, como solía hacerlo, solo que ya un tanto más avanzada la
cópula. Pronto, sin embargo, pareció evidente que los gemidos
venían de fuera de la recámara, acaso de la sala o del vestíbulo.
Marilyn los percibía por igual (Espinosa, 2004: 25).

En esta misma línea, Aitana, desde el inicio de la obra


nos es mostrada como epítome de pureza, de virtudes, de
concordia, amor, de armonía, imagen que se degenera y se
metamorfosea cuando su esposo sufre una crisis de salud y
experimenta episodios extracorpóreos: la percibe como un
ser degenerado que maquina contra él, y se pregunta mientras
278
Marginalia IV

observa su cuerpo desde fuera: ¿cómo cambió tanto mi dami-


ta? Aunque en ese momento, el protagonista sufría delirios,
ellos son muestra de los más terribles temores del hombre.
Dejamos esbozada la imagen arquetípica de la mujer como
universo ambiguo, portador de lo sublime y de lo más peligro-
so, lo cual en los hombres de la antigüedad era un verdadero
temor, dado el imperio de las pasiones femeninas sobre ellos.
Pasemos adelante, analizando, en esta línea de la paradoja hu-
mana, la imagen del Inquisidor Mañozga, personaje central
en Los cortejos del diablo. Inicia la obra con las exclamacio-
nes del mencionado anciano, mientras observa cómo sobre
él vuelan brujas y se burlan de él y de su labor. Se lamenta,
maldice y se queja de haber gastado su vida en Cartagena
quemando brujos y brujas. Es un hombre ungido con la auto-
ridad eclesiástica bajo el título de Inquisidor, que creeríamos
portador de la fe y de las virtudes. En cambio, se nos muestra
un hombre decadente, grosero, burdo, desesperanzado, sucio,
macilento, purulento, un hombre denigrado que defeca en sus
calzones, un hombre que —puede percibirse— ha perdido la
fe. Mañozga es la encarnación de la autoridad decadente de
la Inquisición en una burlesca comedia humana que, aunque
así lo sea, no toma en burla el componente sobrenatural. Las
grandezas de la dignidad eclesial contrastan con el género de
vida que lleva, incluso con el vocabulario que maneja. Pare-
ce que este sujeto, consagrado a Dios, se auto declara creado
por el demonio: “Tened cuidado, pedorra —masculló— que
pajarracos arrendajos como vos los hace Dios a montones,
pero un ave de presa como Mañozga, solo la hace el diablo”
(Espinosa, 1985: 59). Es un esbozo de santo, perseguidor de
brujas, que de igual forma es hecho por el diablo mismo, y
que es llevado por los cielos, no por acción divina, sino por
acción de las brujas que él mismo persiguió:

Y las brujas bajaron y alzaron el cuerpo monumental del inquisi-


dor por los aires impregnados de azufre, para conducirlo a Tolú,
tierra del bálsamo, donde por toda la eternidad, habría de besar
a Buziraco —el espíritu de Luis Andrea— su salvohonor negro
y hediondo (149).
279
Edwin Alonso Vargas (compilador)

Gran paradoja, entonces, en la que un inquisidor partici-


pará para siempre de un aquelarre, que además lo pone en
una posición homosexual que tiende una solemne vejación
adicional sobre su dignidad apostólica. Mañozga es ambiguo
y paradójico, encarna la eterna burla de la vida misma, de un
proyecto de vida arruinado, donde la única certeza es la del
mundo espiritual: ni el honor pretendido ni las ambiciones
humanas son estables, como decía Montaigne: “El hombre
es cosa vana, variable y ondeante”. Al final de la obra ex-
clama Mañozga, mientras es llevado a los cielos por las bru-
jas: “¡zopenco de mí, que un día me vi en sueños de Papa de
Roma! ¡bien merecido lo tenía! ¡güevón de mí!” (163).
Apreciamos, además, una visión apocalíptica del ser hu-
mano que, desde las miserias del cuerpo, vive en sí mismo las
batallas espirituales, pero expresando de una forma visceral la
vivencia del más crudo samasara, la carne sufriente:

El olor pestilente de la pieza estaba redoblado. A Fernández de


Amaya le parecía que la pestilencia provenía del cuerpo de su
colega, y pensó si no estaría pudriéndose en vida, y mejor, si no
estaría muerto desde la madrugada y animado solo de su prover-
bial terquedad. Pero palpó los calzones del anciano y comprobó
que estaba sucio (160).

La miseria humana es llevada al ámbito escatológico. Es la


grandeza humillada, es la jerarquía ahogada en su excremen-
to, es el samsara, el karma. Se dice que en la vejez se paga
la petulancia de la juventud, y Mañozga a lo largo de toda
la obra reflexiona de este modo, se culpa a sí mismo por su
soberbia. La fragilidad humana y su soberbia son humilladas,
a menudo, por la enfermedad, que es la dolencia del cuer-
po. Mañozga llega a la ancianidad con dolorosos y penosos
padecimientos físicos, en una real purgación de su ambición
pasada.
En la misma línea la miseria humana, paradoja espiritual,
se expresa en Aitana, cuando nuestro protagonista perma-
nece mes y medio en cuidados intensivos. Allí, además de
sufrir los padecimientos del cuerpo, experimenta episodios
280
Marginalia IV

extracorpóreos de los que hablaremos luego. Ocupémonos


por ahora de su miseria. Tal vez no hay mayor indefensión
que la del enfermo, allí en manos extrañas, totalmente débil,
a merced de la voluntad de doctores y enfermeras, en un esta-
do total de sumisión humillante que anula la voluntad y la au-
tosuficiencia, bases de la dignidad humana; así, por ejemplo,
el hombre enfermo e inmóvil, al ser lavado por una de las
enfermeras, relata: “Empieza a despojarme de mis escasas
vestiduras para proceder a asear milímetro a milímetro mi
cuerpo. Al tomar mi virilidad para refregarla con jabón, no
consigue despertar en mí excitación alguna, a tal punto se ha
degradado mi humanidad” (Espinosa, 2007: 225). Sabemos,
también, que una de las mayores afrentas para el hombre es
perder su capacidad viril, grande humillación en quienes so-
mos libido y lujuria. La enfermedad, la desnudez y la pérdida
de la virilidad, se presentan como una expresión máxima de
la miseria humana y ponen en contexto la indefensión más
penosa que se puede experimentar en este plano físico:

El individuo al llegar se desplaza por detrás de nosotros, que


nos encontramos todos en desnudez absoluta. Al situarse a mis
espaldas siento que me aprisiona por las espaldas e introduce
en mi conducto anal, su miembro viril. Comprendo que estoy
siendo violado sexualmente (183).

Es de aclarar que, aunque el enfermo alucina en este episo-


dio, el relato se muestra vívido y manifiesta, en un plano real,
el padecimiento del cuerpo indefenso y enfermo. Pasemos
ahora del ámbito físico al ámbito espiritual, que se funde con
las realidades que vive el hombre en el plano terreno.
Parece percibirse, en la obra de Espinosa, la fusión de lo
espiritual y carnal en única realidad; asimismo, del bien y del
mal en única realidad espiritual, como si todo fuese parte de
un engranaje. Se hace evidente en personajes que comportan
algo de diabólico y algo de divino como Mañozga, e incluso,
de santos como Pedro Claver, sobre quien se comenta, en Los
cortejos del diablo, portaba un furor diabólico: “El religioso
no luchó, odiaba hacerlo en balde. Echó una última bendición
281
Edwin Alonso Vargas (compilador)

sobre el racimo purulento, lamió unas últimas llagas con avi-


dez casi buziráquica y se detuvo un instante” (Espinosa, 1985:
114). Finalizando la primera paradoja, vemos claramente una
fusión de realidades, como el bien y el mal, en personajes que
encarnan los dos ámbitos y una supremacía de reinos espiri-
tuales sobre los físicos, que son variables y engañosos.
Acerquémonos ahora a nuestra segunda paradoja, que es
la exaltación de los mundos míticos y espirituales, en pugna
contra el positivismo del mundo actual, y en ello, el profundo
acervo intelectual de Espinosa sobre los mundos míticos de
oriente y occidente. Abordemos la importancia obsesiva con
que trata el tema de la brujería, tema este que autores como
Julio Caro Baroja han trabajado con rigor y que, hablando de
la persecución de brujas, nos ilustra:

Para estos hombres que, como teólogos, jueces o abogados, es-


taban interesados en atacar o defender la creencia, la brujería
significaba una sola cosa: un pacto con el Diablo para obrar el
mal. Para católicos y protestantes, la brujería era herejía (Caro
Baroja, 1997: 106).

Pero más que la bruja como individuo, nos interesa resal-


tar la bruja como grupo, porque la reunión de brujas en Los
cortejos del diablo es central. Podemos adelantar esta aseve-
ración a la que llegaremos: el aquelarre o concilio de brujas
es una creación que emerge de los mundos espirituales, que
hunde sus raíces en las culturas paganas de Europa, y que
se erige en paradigma espiritual. En Los cortejos del diablo
encontramos múltiples alusiones a este tema. En una de ellas
leemos: “Mañozga no podía ser sino en las brujas y en sí mis-
mo, se sabía un escombro, una sucia piltrafa a punto de ser
barrida por el viento. Entonces la asamblea de brujas cargaría
con él” (Espinosa, 1985: 17).
Llámase aquelarre a la reunión de brujas que se dan cita en
los bosques o en ciertos lugares para hacer un ritual al macho
cabrío, que es a su vez la personificación del diablo. En dichos
aquelarres, además de algunos ritos, se besa el ano del macho
cabrío y se copula con él (tanto brujas como brujos). Tales
282
Marginalia IV

reuniones heréticas cobraron fama principalmente durante la


Edad Media y albores del Renacimiento en el País Vasco, de
donde se tiene noticia del aquelarre como práctica “brujil”.
En sus imprecaciones contra las brujas, el Inquisidor Mañoz-
ga se refiere a ellas como grupo, y nunca a una en particular,
portadoras de calamidades y seguidoras de Luis Andrea, un
negro, ministro de Buziraco. Dice Mañozga que las brujas re-
volotean los cielos de la ciudad y esparcen el semen helado
de Buziraco, y que este líquido cae sobre él. Al dirigirse al
colectivo brujil exclama:

Tierras resecas del mohán por donde vaga el espíritu de Luis


Andrea con su anal redondez al aire… ¿cómo sois tan fértiles en
odiosos engendros, en basiliscos y furias y harpías y escorpio-
nes y erinias y brujas y brujas y brujas? Pero la sangre de Luis
Andrea […] ha llovido sobre vosotras […] y ahora voláis sobre
mi greña (1985: 91).

Puede notarse la existencia del espíritu demoniaco como


entidad real y ello entra como elemento esencial de la parado-
ja físico-espiritual. Tenemos claro, entonces, que en la narra-
tiva de Espinosa se reconstruyen mundos espirituales que son
testamento histórico: se da por sentada una realidad o “más
allá” y se entreteje con la vida del hombre que transcurre en
la historia, en el devenir. El aquelarre es uno de esos mundos
que se erigen en motivo de su narrativa. Para finalizar con el
aquelarre y el tema brujesco, destaquemos la asunción de Ma-
ñozga al cielo, de mano de brujos y brujas que lo enaltecen,
y que deja la ambigua y enojosa sospecha: ¿Era Mañozga, el
inquisidor, uno de los ministros de Buziraco?
Siguiendo delante con nuestra reflexión, pasemos a otros
fenómenos de carácter espiritual que entraman la paradoja
humana, y para ello continuaremos tomando referencias de
Aitana. En un ambiente urbano, nada enrarecido, un escri-
tor mediocre relata su vida con la mujer amada y sus padeci-
mientos a causa de una maldición de un brujo negro, donde la
maldición y su eficacia se dan por sentadas: “Por una parte le
dijo sin rodeos, que tanto Aitana como yo, estábamos siendo
283
Edwin Alonso Vargas (compilador)

blanco de una manipulación siniestra de fuerzas negativas”


(Espinosa, 2007: 174). En ese marco, el autor nos introduce
en el mundo esotérico que comparte con su esposa y las expe-
riencias que al respecto vive.
Uno de los grandes temas que se aborda desde el esote-
rismo y las ciencias ocultas es la muerte, y aunado a ello,
la comunicación con el más allá. Entendida como trance, la
muerte no es un final, pero para llegar a ella hay un camino.
En este camino ocurren varias experiencias extracorpóreas
que en temas esotéricos se denominan “desdoblamiento” o
“proyección astral”. A este respecto, Espinosa se muestra ob-
sesionado con los procesos hacia la muerte y en la separación
del espíritu y del cuerpo, con todo lo que ello comporta:

siento que comienzo a levitar apenas un poco por debajo del


cielo raso de la unidad, oigo lejanas voces del doctor y de las
enfermeras. Un boquerón enorme se ha abierto por encima de
mí, y percibo una luz muy fluida que desciende por él (218).

Esta última cita ilustra dos puntos: el desdoblamiento y el


túnel. Se cree que hay un túnel que al momento de la muerte
se abre ante el agonizante, por el cual transita hacia la luz. Al
respecto nos ilustra también: “comprendo, sin embargo, que
esta caída no tiene término y que me precipitaré más y más,
sin tocar jamás fondo en este túnel vertical” (208). Mucho
más preciso y, en consonancia con filosofías orientales como
el budismo y prácticas espiritualistas contemporáneas, nos
deja claro Espinosa la existencia del cordón de plata; un cor-
dón etéreo que une el alma al cuerpo, mientras este aún vive
y mientras aquella vaga por planos superiores, a saber, los
planos astrales superior, medio e inferior. Veamos este punto
en Aitana: “En ocasiones no sé cómo consigo desprenderme
de la ligadura, pero pronto, veo que el volumen vuelve a ser
sujeto a mí por una cadenilla plateada, de eslabones menudos
pero inexorables” (202).
Aunado a estos fenómenos tocantes a lo paranormal, en-
tra en escena la clarividencia. En Aitana, algunos persona-
jes usan esta facultad con fines filantrópicos, dejando claro
284
Marginalia IV

que esas realidades nos circundan: “se trataba de una antigua


maestra de escuela que, al cabo de años, durante los cuales
sus sentidos se debatían en percepciones ultraterrenas, de las
cuales no daba noticia por ser considerada como loca” (97).
De la misma mujer se dice: “los dones de la clarividencia que
en ella se habían manifestado desde la pubertad, había mante-
nido ocultos” (117).
La comunicación con los muertos y las apariciones son
otros de los temas emblemáticos en asuntos paranormales,
que se abordan en Cuando besan las sombras y también en
Aitana; además Espinosa conceptualiza y cita a los autores
más autorizados del tema: “Ante todo nos aclaró que el fin de
la mediumnidad consistía en procurar certidumbres acerca de
la trascendencia” (117); y también cuando dice: “su idoneidad
mediumnímica se hizo vox populi, y gentes de distintas pro-
cedencias tocaron a su puerta, ansiosos de comunicarse con
sus parientes difuntos. La lectura de algunos libros de Allan
Kardec […] le suministraron pericias cada día más asombro-
sas” (98).
De igual forma, en cuanto al tema del contacto fantas-
ma-hombre, leemos en Cuando besan las sombras:

Allí estaba, no muy bien definida, pero vagamente reconocible,


la mujer. Destacaban, sobre la totalidad de su continente, hecho
como de humo, como de piltrafas de niebla, unos ojos abarro-
tados de angustia, ojos implorantes a pesar del frunce del ceño
y de la expresión del desafío. Sus manos parecían evaporarse a
partir de la primera falange de los dedos. Su cuerpo se veía su-
gerido bajo la túnica, mas no había en él la pulsación de la vida;
solo algo así como el movimiento periódico de un fluido, una
superposición de ondas que fuesen formando la figura humana
(2004: 88).

Pero en este entramado sobrenatural que deseamos bos-


quejar aquí, no dejemos por fuera de la copa la referencia
vudú de tradición africana. En efecto, en Aitana, al sentirse
perseguidos por un zombie que trata de hacerles daño, nuestro
escritor reflexiona:
285
Edwin Alonso Vargas (compilador)

Dije que podía ser un zombie. Aitana, con mirada de extrañeza,


me preguntó si creía en esas patrañas […] en el vudú negro,
las almas pueden ser robadas mediante un brebaje nigromán-
tico. Alguna vez conocí las investigaciones de un etnobotánico
francés en Haití. De acuerdo con estas el escamoteo, que vuelve
esclavos a los semisonámbulos, a los seres humanos, se hace
mediante un brebaje hecho con las neurotoxinas de cierto pez
del Caribe (2007: 82).

La imagen del zombie, que ha sido comercializada en la


pantalla grande, dista de su origen; hunde sus raíces en cultos
africanos de magia negra, en que se toma poder sobre la vo-
luntad de una persona, tornándola en muerto viviente. Aitana
nos habla también de los campos energéticos de los seres, que
en filosofías orientales se llaman “aura” y, en nuestro medio,
vibración cósmica. Se trata de un campo que rodea a los seres
y que emite una luz dependiendo del interior o las cualidades
de cada ser. Según la novela analizada, Aitana podía ver esos
campos, y también la clarividente Maritza Ordóñez, persona-
je de la novela, quien explica que:

Se trataba de un campo de energía que nos rodeaba, como su


atmósfera al planeta, y que poseía dos formas específicas: la pri-
mera, una energía cósmica vibratoria, presente en la totalidad
del universo y que insuflaba a todo en él, sustancia y estructura
[…] su omnipresencia había sido reconocida desde la más remo-
ta antigüedad por egipcios, hinduistas, budistas […] Aitana le
hizo saber, que en mí conseguía ver una aura blanca y brillante
(119).

Como último elemento de esta paradoja espiritual, resal-


temos el inicio de la novela Aitana, en que el autor reflexiona
sobre la naturaleza del amor y el origen del concepto “almas
gemelas”. Queda claro que el protagonista declara tener la sen-
sación de estar completo con Aitana y se remonta a los andró-
ginos. También expresa su sentir de haberla amado en otras
vidas, como él mismo explica, dando la entrada al abanico de
todo los hechos sobrenaturales que permean la obra:
286
Marginalia IV

De mí sé decir que me casé porque una fuerza misteriosa me


exigía unirme a ella, al extremo de imaginar, no bien la vi por
primera vez, y sin conocer la doctrina esotérica atrás esbozada,
que se trataba de alguien a quien había amado en vidas anterio-
res, con quien me ligaba un tiempo mucho más anchuroso, que
el mero lapso de una existencia (12).

Vemos, pues, que la vida humana se expande en la infini-


tud e intemporalidad de los mundos espirituales que son más
vastos y para los cuales la vida terrenal es solo un suspiro.
La realidad espiritual enmarcada en la reencarnación se
manifiesta, también, en Cuando besan las sombras, donde el
destino fatal (paradoja humana) se aúna a la reencarnación
(paradoja espiritual). Recordemos queW esta obra se ambien-
ta de igual forma en la ciudad de Cartagena, y que Rimbaldi,
protagonista, desde niño se había sentido especialmente atraí-
do hacia cierta casa. Pudo adquirirla ya mayor, y en ella vive
el encuentro con una “fantasma” que la habitaba, y por ella
sentía un lazo especial porque también pasaba al acto físico
del sexo. La había amado en otra vida y se encontraban ahora.
La fatalidad y la tragedia marcan el fin de esta historia; una
vez más las realidades paradójicas se hacen única realidad.
En ella se debe resaltar la importancia del concepto de reen-
carnación en el marco paranormal, la comunicación con el
más allá, y la predestinación, conceptos todos que retornan
al mundo etéreo como a su fuente, pero que confluyen en el
hombre como a su fin.
A modo de corolario, podemos afirmar que la obra de Es-
pinosa se cimienta sobre un profundo conocimiento de los
mundos míticos de oriente y occidente y que dibuja las reali-
dades espirituales como estables e inmutables, mientras que
presenta el panorama humano como cambiante, antagónico, a
veces mísero y hostil. Queda claro que reconstruye las reali-
dades espirituales más milenarias e ilustra cómo esos mundos
están aquí y ahora, allá en la historia, y en todo caso, en los
más remotos anales de la vida humana.
287
Edwin Alonso Vargas (compilador)

Referencias

Caro Baroja, Julio (1997). Las brujas y su mundo. Barcelona: Ana-


grama.
Espinosa, Germán (1982). La tejedora de coronas. Bogotá: Alfa-
guara.
Espinosa, Germán (1985). Los cortejos del diablo. Bogotá: Oveja
Negra.
Espinosa, Germán (2004). Cuando besan las sombras. Bogotá: Al-
faguara.
Espinosa, Germán (2007). Aitana. Bogotá: Alfaguara
Todorov, Tzvetan (1982). Introducción a la literatura fantástica.
México: Premia Editora.

288
Marginalia IV

Apuntes sobre Juan Restrepo Fernández:


La imagen del cuerpo, el tiempo y el sentido
inefable de las cosas

Johan Ernesto Rangel Nieves2

Lo primero que sorprende al hacer una lectura panorámi-


ca de la poesía escrita en el Quindío es la heterogeneidad de
propuestas temáticas y estilísticas que en su conjunto forman
la historia de la poesía de este departamento. Esta variedad
no está exenta de goces y fracasos en su repaso, tanto por la
capacidad del sujeto que se propone la lectura, como por la
dificultad o superficialidad que los poetas demuestran en sus
escritos. Después, el lector se acerca con más determinación a
aquellas lecturas que inquietan su necesidad e interés literario.
Ahora bien: esta variedad de posibilidades de lectura tam-
poco brinda un panorama fecundo en la utilización de estruc-
turas o formas de originalidad poética, ni en la fuerza que
ofrece la novedad de imágenes o símbolos, ambos conside-
rados puntos altos de renovación y avance respecto a los te-
mas repetidos y las emociones agotadas que se acumulan en
el lector que frecuenta la poesía quindiana, salvo, claro está,
la experiencia aislada que supone la lectura de Luis Vidales y
su representativo poemario.
Castrillón (2000: 2) sostiene respecto a esto que “la pre-
sunta autenticidad queda convertida en simple juego de luga-
res comunes y símbolos muertos. El resultado es una poesía
precaria y contingente, cuyos valores desaparecen cuando
son superadas las circunstancias y motivaciones que le dieron

2
Licenciado en Español y Literatura de la Universidad del Quindío.
Ensayo presentado como resultado parcial del trabajo de grado sobre tres
poemarios de Juan Restrepo Fernández, dirigido por el profesor Carlos Al-
berto Castrillón (2017).
289
Edwin Alonso Vargas (compilador)

origen”. Fatalidad de resultado por este conjunto de circuns-


tancias que deterioraron el crecimiento que permitiría una
transición más destacada hacia un horizonte poético sólido
en su propuesta y contundente en su valor histórico. De esta
particular manera de ver las cosas, no debe pensar el lector
que se escribe con el propósito de atacar el progreso o trans-
curso histórico de esta tradición poética; la riqueza potencial
es mucha, pero el orden y la utilización de recursos literarios
siguen siendo reducidos.
Sin embargo, contando entre esta manera particular de leer
la historia de la poesía del Quindío se encuentran dos auto-
res que se consolidan por su fuerza y trabajo con la palabra,
sus imágenes únicas y los símbolos que pueblan sus poéti-
cas. Aislados de cualquier influencia local que determinara su
inclusión en un orden estilístico, se justifican a sí mismos e
integran individualmente los paradigmas de la poesía depar-
tamental. Juan Restrepo y Carmelina Soto son los autores que
así consideramos en esta lectura y que sin razones amplias
para cuestionarlo, según la tradición, son los autores que más
destacan en otros ámbitos literarios por su misma gravedad
conceptual e intensidad de imágenes poéticas.
Cierto que, en cuanto a la propuesta de este ensayo, nos
limitamos a concurrir en el repaso a la poesía de Juan Res-
trepo y en la intención de leer detenidamente algunos de sus
símbolos más destacados a la luz de la hermenéutica. Antes de
precisar la propuesta anotamos algunas ideas generales acerca
de su poesía y el peso que esta tiene por su valor literario.
Juan Restrepo Fernández nace en el año 1930, en Monte-
negro (Quindío), municipio exiguo en producciones poéticas
que proyecten un valor alto en el imaginario cultural de di-
cho territorio. En el colegio principal de esta localidad realizó
sus primeros estudios y posteriormente culminó su educación
media en la ciudad de Manizales. Su trasegar en la vida con-
tinúa en Argentina, lugar donde se establece durante algún
tiempo en su capital y allí realiza sus estudios universitarios.
Su periplo por este país dura veintinueve años, tiempo
durante el cual afianza sus virtudes como poeta entablando
290
Marginalia IV

relaciones literarias con los poetas hispanoamericanos más


representativos de entonces. La solidez de sus versos y sus
ideas estéticas se concretan en los siguientes poemarios: La
idea que verdece (1960), La montaña incendiada (1969), El
alba de los enterrados (1981), El cetro de los anillos (1989),
Los zafiros del reino (1989), Los templos del ónix (1993) y El
caminar de los océanos (2011).
El poeta montenegrino es acaso el escritor quindiano que
diseñó con mayor precisión un universo poético singular que
no encuentra justificación en ninguna teoría, ya que no busca
explicarse más que por la misma fuerza de su palabra. Sus
temas recurrentes son: el tiempo, la mitología fortalecida por
el juego de imágenes superpuestas de manera vertiginosa y
justa, la inquietud por los astros, siempre presentes en la opa-
cidad que delimita el clima de sus poemas, y la inefabilidad
de las cosas, siempre un paso más allá de lo que se puede
explicar o necesita ser revelado.
Estos temas, que bien han sido expuestos por otros poetas
de la región, en los poemas de Restrepo adquieren un valor
distinto debido a su arriesgada complejidad y el modo de asu-
mir un sentido dentro de un universo particular, sin expresar
claridad porque nunca es su intención hacerse entender o de-
mostrar algo, como bien lo explica y advierte en el epígrafe
de Los templos del ónix (1993), citando Ifigenia en Táuride,
de Eurípides:

Orestes: Pílades, ¡en nombre de los dioses!,


¿Sientes lo que yo siento?
Pílades: No sé. No me preguntes nada
Cuando no puedo responderte.

En el epígrafe, Restrepo le habla y advierte a su lector:


más que no poder responder nada, no desea hacerlo, porque
no encuentra en la explicación una virtud digna de su poesía,
preferida por sus imágenes. ¿A qué viene siempre el propósi-
to de explicar cuanta imagen poética se advierte compleja y
poseedora de un sentido que es necesario revelar? Rigoberto
Gil (2001: 54) lo dice de esta manera:
291
Edwin Alonso Vargas (compilador)

No el hombre, con su lastre y sus humores, determinado por


los relojes del tiempo. No los seres invocando un lugar, una es-
tancia, tampoco los conflictos que se tejen con la madeja de la
incertidumbre. Sí los elementos, los objetos, aquellos símbolos
que guardan en su adentro un signo no del todo desvelado.

En este poeta, parece indispensable dicha labor, en tanto


que el goce de su lectura se consolida cuando estamos com-
partiendo su mundo, y reconocemos en cada uno de sus libros
la maquinaria simbólica de su poética; mientras tanto, en el
transcurso de su lectura, el espectador no hace más que acoger
objetos reveladores e imágenes de otra realidad, que, las más
de las veces, produce el efecto inmediato de querer explicarlo
o darle un sentido en palabras propias de su imaginario lite-
rario o vital. Jorge Ramos (1995) asegura lo siguiente, apos-
tando a su vez por un símbolo representativo de la obra del
autor quindiano:

En Juan Restrepo los ejes semánticos sirven a la percepción evo-


cativa del lenguaje. El símbolo del agua, por ejemplo, de una lar-
guísima tradición histórico-literaria, brinda al poeta quindiano la
oportunidad de abordar el tema de los ojos y el círculo; dos seña-
lamientos que se integran y se anulan. Difícil de explicar en tér-
minos corrientes el verso: “en el, ojo sigue / Océano mirando”.

En el presente ensayo acogemos tres libros de Juan Res-


trepo con la intención de interpretar algún aspecto particular
en cada uno de ellos, teniendo en cuenta que los tres alguna
vez formaron un conjunto que posteriormente derivó en pu-
blicaciones aisladas, lo que también da a entender la posibili-
dad de temas o sentidos recurrentes en cada uno de ellos. Los
libros puestos a consideración son los siguientes: Los zafiros
del reino (1989), El cetro de los anillos (1989) y Los templos
del ónix (1993).

1. Juan Restrepo: El estatus de la palabra

En la lectura y relectura del estado del arte sobre la obra


de Juan Restrepo, hay varios aspectos en los que coinciden
292
Marginalia IV

sin ningún contratiempo los críticos, a saber: la alquimia o


trabajo con la palabra que existe en la obra poética del mon-
tenegrino. El encadenamiento de las metáforas, en ocasiones,
llega hasta la vertiginosidad y provoca una ruptura en el senti-
do, sin llegar a mostrarlo del todo evidente. Se trata de que en
su poesía hay una continuidad simbólica, que nombra a cada
aspecto del paisaje u objeto de referencia para el poema. El
crítico Rigoberto Gil afirma sobre estos aspectos lo siguiente:

Cuando el poeta se da a la tarea de pulir un verso, pareciera


también arrastrar consigo el deseo de construir reductos de vida,
lugares donde sea dable establecer la comunión entre lo que allí
permanece, multiforme, no siempre etéreo, y el cuerpo abierto
hacia adentro de los elementos” (Gil, 2001: 54).

El esfuerzo, entonces, se concentra en manipular los ob-


jetos de manera tal que en cada imagen se construyan nue-
vamente y se nombren conforme a la sensación que pretende
generar el poeta; de esta manera, Gil también lo concibe en
su reflexión al decir: “el cuerpo abierto hacia adentro de los
elementos”. Toda esta profundidad es válida en la poesía de
Restrepo, en donde cada cosa brinda esa apertura a la imagi-
nación o interpretación de sus proporciones. De esta manera
vemos en Los zafiros del reino que los elementos se convier-
ten en significantes de la complejidad del sujeto, o este a su
vez proyecta toda su carga ideológica o emotiva en los extre-
mos del paisaje exterior:

Albas, truenos, ocasos,


Cavernas de sí mismo;
Alianzas,
Que una vestal nodriza
Dulcemente apacigua (55).

Todo aquello es válido en la poesía del montenegrino, que


en muchas ocasiones, ya lo mencionaremos en un análisis
más detallado, utiliza las manifestaciones del exterior, como
el clima, el paisaje, o la ubicación anómala de un objeto en un
lugar, para desarrollar todas las sensaciones que se producen
293
Edwin Alonso Vargas (compilador)

en el sujeto del poema, y que a su vez traduce en imágenes


complejas pero de una profundidad que se condensa cada vez
que intentamos alcanzarla. El poeta y crítico Carlos A. Cas-
trillón (2014) lo advirtió de esta manera, haciendo referencia
a las cosas que hacen única e invaluable su poesía dentro del
contexto quindiano: “Porque escribió que el día es un relám-
pago que puede doblarse y que existen tardes en el columpio
del ojo y que una palabra puede devolver el blanco a las palo-
mas. Y también escribió sobre el infinito océano de un zafiro”.
Examinemos más de cerca algunas de sus imágenes para
entender un poco la manera que tiene Restrepo para desarro-
llar su semántica particular y alinear la dificultad de sus for-
mas. En Los templos del ónix podemos leer: “Y nada nos dona
lo ido / sino la ascensión a las formas, / rastros tensos, fueses,
/ ahoras de púrpura, / granates venires” (77). El nudo, el dra-
ma, la angustia que concentra toda la preocupación en el poe-
ma está determinada por el interrogante del tiempo. ¿Quién
sabe cuáles rastros en forma de recuerdo recrean a cada tanto
la inquietud del transcurrir insaciable del tiempo, y si acaso
el ahora no sea más que el balance alcanzado con la prueba
de los días, y si los granates son peores al final, cuando es la
muerte la que agita los días?
Cuando mencionamos la palabra, proponiéndola como el
centro sobre el cual Juan Restrepo desarrolla lo más esencial
de su obra, no se hace referencia al hecho indiscutible de ma-
nifestar en palabras una imagen única con un sentido particu-
lar de reflexión o emoción que suscite en el lector agitación
emotiva, no, esto sería muy obvio, y cualquiera que ose lla-
marse poeta habrá al menos una vez alcanzado la angustia de
recrear día tras día la misma imagen hasta alcanzar la perfec-
ción de la palabra indicada. Lo que vemos en Restrepo va un
poco más allá y tiene que ver con la utilización de los códigos
que ya conocemos y de las palabras que frecuentamos para
ordenar una realidad en la que observamos cómo se funda un
equilibrio entre lo que se expresa y lo que vibra en la imagen,
que se justifica a sí misma sin exageraciones ni alternancias
de sentido:
294
Marginalia IV

Si tocas en el aire la luz


No te apiades, más bien vuelve,
Regresa sobre ti y adentrado
Busca un soleado árbol
Con serenas ventanas;
Ábrelas,
Sumérgelas un poco,
Háblales;
Unas palabras pueden
Devolver las palomas
Al blanco (78).

2. Los zafiros del reino: La idea del cuerpo percibido y


el tiempo

El cuerpo en su idea poética se relaciona con las sensacio-


nes provocadas por el espacio exterior, fundamental siempre
en la poesía de Juan Restrepo, e inamovible como un signifi-
cante de la percepción de lo otro, que siempre viene de afuera
y se instala en el cuerpo del poema figurando una imagen pa-
siva, que se muestra expectante frente a la situación:

Una mano en arroyo


Baja por nuestro cuerpo
Despedazándose,
Abre su puerta lívida,
Arroja, grita, crece,
Bajo su frente el ojo se acurruca,
Tirita. (11).

El otro cuerpo que se desplaza por el cuerpo del poema


pierde su significado y carece de realidad cuando hace contac-
to. ¿Por qué así el contacto del otro pierde un significado pro-
pio al rozar con este cuerpo y se despedaza? Este significado
lo pierde porque es el precio que paga cruzando la vereda de
esta entidad y haciendo suyas sus sensaciones físicas y emo-
cionales, dejando espacio solo para un significado o proceso
que justifique la unión. El espacio exterior brinda el marco
295
Edwin Alonso Vargas (compilador)

necesario en distintas imágenes donde el cuerpo asume su im-


portancia: “una mano en arroyo”, “relampaguea en los hom-
bros”, “el cuello en su sandalia”, “mantos que a sus pupilas
solo avientan jirones”, “la luz muerta”.
Es importante seguir destacando el valor que Restrepo le
otorga al espacio exterior, y la manera en la que dichos ele-
mentos trascienden el valor común de su aparición en un poe-
ma. Para Restrepo el propio viento se transfigura en un cuerpo
que todo lo recorre y lo figura de manera específica mientras
recorre y se asienta en diferentes lugares: “¡Mira!, siente su
mano, su devoto trabajo, / en los tejados alcanza a ver sus alas
/ y lejos, lo solo, ¡ah!, lo leve” (13).
Que no se diga que el viento no puede representar todo lo
que la quietud y la calma deseadas por el hombre ha consti-
tuido en los días del río, que para ser leve hay que primero ser
calmo, y que esta calma no puede verse más que provocada
por una quietud o una lentitud pasiva que todo lo observa y lo
instiga con la presencia, con la mirada paciente que alcanza
la claridad: “Dadme la inmóvil pasión que penetra la piedra /
llevándola quieta hasta su vacío”.
Por otra parte, el concepto que rodea todas las imágenes
de la conciencia del sujeto del poema es el tiempo, pensado a
priori como la proporción cronológica de medición o perma-
nencia en determinado lugar. Para el poeta, el tiempo no se
muestra como una idea filosófica que sea necesario exponer
en trasfiguraciones poéticas, más bien observa el tiempo en
detalles que rodean la existencia cotidiana del hombre: “Sin
pan y sin lino las horas / buscando otro cuerpo. / La sombra
del cuervo en la altura” (27). Dicho sea de paso, es el río del
tiempo siempre vigilado por la inminencia de la muerte, vista
aquí en la forma del cuervo que asoma y posa su sombra en
la lejanía.
Restrepo acuña dos posibilidades de observar su modo de
asumir el tiempo. La primera desde la lejanía, como un hori-
zonte que se advierte aún a determinada distancia y demarca
el límite de las posibilidades del hombre, como bien se mues-
tra en el poema «Colinas»; el otro tiempo es el de siempre,
296
Marginalia IV

el de ahora, el tiempo del que no podemos contar o que se


nos olvida, pero que a la larga es el que importa y el que nos
desgasta. Este tiempo se nota y representa en el poema «Vestir
la casaca del día». Consideremos en este apartado cada uno
de los poemas e intentemos recalcar más ideas del símbolo
temporal que Restrepo trama en su poesía.
El mismo hermetismo destacado en su poética lo utiliza
para perfeccionar su idea del tiempo cronológico, el que li-
mita las acciones del hombre en su amplitud vital. El poema
«Colinas» habla de esto en varias fuentes. La de recuerdo,
donde las imágenes del pasado aún se viven como abismos
nostálgicos donde nos volvemos a encontrar mirando nuestra
pesadumbre o regocijo; el recuerdo acude al presente: “Co-
linas / tumbas de laderas / copas y llamados que mi ojo aún
respira” (23).
Aunque la colina es el límite, el fin de un camino o el ho-
rizonte que sobresale y llama la atención en su ascenso y pen-
diente, es el recuerdo la manera que utiliza para resaltar la in-
mediatez con la que trascurre la vida. Así bien, el poeta llama
la atención sobre este aspecto: “¿Qué vemos si no la alborada
/ de lo que termina? / ¿La llanura íntima que al final levanta /
muestra nuestra línea?” (23).
El poeta también montenegrino Alberto Londoño Álvarez
indicó algunos aspectos relevantes de la poesía de su cote-
rráneo, y en su lectura hace justicia a la complejidad de este
autor manifestando las posibles similitudes con formas de
elaboración poética ya clásicas, como el azar del Dadaísmo
o la vertiginosidad onírica del Surrealismo. Además señala lo
siguiente: “Su poesía es, repito, a veces hermética pero hay
llave para abrirla. Esa llave la tenemos todos en el inconscien-
te y es allí donde Juan Restrepo quiere llevarnos: al mundo
del inconsciente para poder encontrar todos los zafiros que en
ese reino se esconden” (Londoño, 1989: 43).
Como en la lectura de todo poeta que es original, es con-
veniente encontrar las claves de su imaginario poético para
acceder con voluntad precisa a sus intenciones, o en un caso
igualmente válido para el lector de poesía, tomar distancia y
297
Edwin Alonso Vargas (compilador)

gozar conscientemente de la verbalización distinguida, de las


formas precisas, y del simbolismo arraigado en sus poemas.
Los versos del otro poema, que apuntamos como un tiem-
po más inmediato, aunque menos perceptible por su costum-
bre, están en «Vestir la casaca del día». El título en sí mismo
es muy alusivo al peso cotidiano de los días y utiliza un con-
cepto de la cultura popular argentina para referirse a la camisa
que todos los días llevamos puesta para transcurrirlo.
De alguna manera, un método poco común en los poemas
de Restrepo, en tanto su cuidado por la palabra en ocasiones
no da a entender que pueda encontrar en la figura de la casaca
una idea valiosa para simbolizar todas las ideas y el peso de
nuestra conciencia cotidiana, sin embargo lo hace, y en el ini-
cio del poema retoma sus imágenes inescrutables:

Vestir la casaca del día


Desnuda, eso has hecho.
Rasgar a tu orilla la nave
Que lleva hacia el hueso (27).

La medida de su tiempo casi justifica su propio quehacer


poético, en donde el tiempo no juzga sus imágenes ni su deve-
nir en la historia, solo en su recorrido inocente pero firme que
nos lleva a encontrar el sentido último de su imaginario. De
este modo, el poeta se asienta en la quietud y asume el llama-
do de la poesía desde el asombro, como el encuentro con una
imagen revelada por la circunstancia, o el arduo trabajo con
la palabra: “Vibra el aire llamando, / ¿Será ello mi camino?”
(29).

De ahí que la noción de intemporalidad no constituya una huida


de la realidad sino lo contrario, el adentrarse en la única realidad
posible a la poesía, que no es otra que ella misma. ¿Dónde más
estarían las geografías de la memoria, los templos de la sabidu-
ría, la palabra que se hace eufonía al incorporarse, naturalmente,
al paso del viento? (Ruiz Gómez, 2011: 11-12).

3. El cetro de los anillos: Más allá de las palabras

En El cetro de los anillos, la propuesta recurre a la re-


flexión sobre la “palabra” y la dificultad de su utilización o del
298
Marginalia IV

significado que puede otorgársele. De esta manera, el epígrafe


del poemario lo declara: “Así las palabras. Un poco de sol, un
resplandor de ángel, y luego la niebla”. Este interrogante so-
bre la palabra precisa o necesaria para describir una emoción,
sensación, o una idea, se concentra en la figura de la amada,
que en algunos fragmentos la trasfigura como algo inefable y,
en otras ocasiones, la palabra misma es inútil cuando lo que
se quiere expresar está más allá de su sentido: “Entra viento,
levanta lo que cada / Palabra en sí Wpronuncia, esa luz / Que
le oculta, esa sombra no hallada” (15).
Lo que ocurre con el significado de las cosas es que para
pensarlas y explicarlas se necesitan las palabras, pero cuando
las palabras se convierten en un canal sobre el cual se poeti-
za ese significado, el objeto en sí mismo adquiere un valor
metafísico y, en esta medida, se hace inalcanzable encontrar
su significado. La idea primordial de las cosas obedece a un
principio mucho más esencial y no se busca en las palabras o
su construcción en un orden común.

Se entiende que el método seguido no es el del azar ni el de la


escritura automática, ni mucho menos el del extravío, sino el
más difícil: el de la lucidez que brota del resplandor de la vigilia
y va descubriendo sin sobresalto, sin ofensa alguna, aquello que
duerme en nuestra alma cautiva por la nostalgia del orden anti-
guo (Ruiz Gómez, 2011: 12).

Parece una modalidad singular de imagen, que no se puede


entender en su propio sentido trasversal, ni precisa de un aná-
lisis que la acomode a una regla común. Restrepo sabe muy
bien moldear su universo poético, en el cual cada palabra u
objeto que atraviesa su constructo solo puede significar en la
totalidad de su propuesta y en lo que dicte su orden alterno,
paralelo a la realidad. Lo que se mira es lo que se calla en
razón de su disfrute y significado:

¡Ah! De los bajeles que en círculo


Vuelven, en el centro un roce,
Decid ascua en perla,
Brillando en los ojos lo que ha de callarse (22).
299
Edwin Alonso Vargas (compilador)

Respecto a estos aspectos de la palabra sobre los que ha-


cemos énfasis, Castrillón (2002: 21) afirma que “cuando la
palabra va perdiendo valor dentro de un mundo que responde
a otros estímulos, el poema quiere diferenciarse de las demás
formas del lenguaje y establece su universo particular llenán-
dose de silencios y de voces pequeñas”. En Restrepo, estos
silencios siempre están en busca de lo esencial, una quietud
los acompaña y toma distancia de la realidad buscando una
revelación en lo que a simple vista no se puede ver:

Más lejos aún nosotros, sin edad,


Tan distantes,
Una virgen sonido,
Claridad más desnuda en la pupila ciega
Cuando juntos aúnan hasta irse apagando (23).

4. Los templos de ónix: Poesía en torrente verbal

Este poemario concentra los pasajes más herméticos de


toda la trilogía, y puede llegar a producir desconcierto en el
lector y, a su vez, brindar las premisas más trasparentes para
acercarse al posible significado de sus imágenes poéticas. Se
asemeja a un juego lingüístico, donde el azar de las palabras
produce imágenes que desbocan la imaginación, sin acudir a
una coherencia superficial sino más profunda, casi indecible:
“Susurrar sería sólo / la más preciosa perla / si callando dijese
/ o el soplo si en la lumbre” (19).
El hermetismo en Juan Restrepo es fundamental. Como
lectores, en diversos casos encontramos pasajes que cuestio-
nan nuestra manera de articular ideas o incluso la posibilidad
conocida de “imagen poética”. Todo en su poesía se aglutina
de manera vertiginosa y provoca en el lector desatento la po-
sibilidad de estar frente a un juego lingüístico, o un azar que
rige las probabilidades semánticas y sintácticas del poema.
Sin embargo, no es así. Su imaginario se lo permite, y la cons-
tante referencia a un Reino particular en el cual se desarrolla
toda la actividad (del recorrido) de los tres libros. Dicha pun-
tualidad le permite crear sus propias reglas y poetizar cada
aspecto de su mundo:
300
Marginalia IV

Cómo ella
Pie nocturno
Por el arbóreo rostro
Da a su tejado
Se oye (60).

Tiene uno la posibilidad de descubrir los factores que


paso a paso van conformando su mundo y que lo pueblan de
referencias ricas en significado, como la mitología griega y
diferentes tipos de elementos naturales, que no es pertinente
desarrollar conforme a la finalidad de este texto. Pero uno de
los conceptos que sí estamos prestos a seguir aclarando en su
poética es el de “tiempo”, que vuelve a hacerse sólido en la
estructura de este último libro y fortalece algunas de las ideas
sobre las cuales representa dicho concepto, como el paso del
tiempo en el orden cronológico del día, la nostalgia y el pro-
yecto del futuro que se refleja en las estaciones climáticas y
su materialización en las formas de la naturaleza, siempre
objetos ásperos y rigurosos donde se representa, que dejaba
entrever apenas en los anteriores libros de la trilogía. Consi-
deremos cada una de estas posibilidades.
El ciclo temporal del día parece corto e imperceptible para
el que asume el movimiento vertiginoso de la actividad co-
tidiana como una actitud natural en su vida. No le pesa su
tiempo y sin embargo le pasa, lo atraviesa y también a todas
sus ideas, a todo su ir y venir agobiado y ligero. Para el poeta,
este tiempo es el más importante, y la conciencia de él vuelve
a hacerse trascendental en la idea de su poesía, que no acepta
el vértigo temporal, que cuando lo medita acude a la quietud,
al peso de la reflexión y al abismo de lo que perece y se está
acabando, está pasando:

Sobre los ríos tendida y la piedra fluyente


Cada mañana eras.
Las correntosas sábanas, las tempranas cortinas,
La onda de la almohada (65).

De esta manera, la conciencia del tiempo se produce en


el poema desde el primer momento del día, en donde figuras
301
Edwin Alonso Vargas (compilador)

importantes que representan el tiempo a través de la historia,


como el río, se presentan para condicionarlo y advertir sobre
el lapso que no ha dejado de correr, en la noche, a toda hora,
aterrador orden. De otro modo, en el poema hace referencia a
la inmediatez con la que dejamos atrás el último que somos,
idea que parece arbitraria si la consideramos más literatura
que reflexión; pero no es así, el de ahora no es el de hace un
momento, y esto nos pasa a todos, inexorablemente: “Cada
mañana eras”. Para que al final el día nos arrope y concluya
de manera natural siempre fiel a su mismo orden, como en el
poema «En la playa»:

Resuena el abatido
Cuerno del día.
Y tiembla la idea
Bajo los astros (56).

También la nostalgia y el proyecto o idea de lo que ven-


drá es muy evidente en este libro, en donde, por fragmentos,
ambas cobran vida gracias a la repetida imagen de la obser-
vación del día y de los astros o elementos que lo acompañan
y diseñan:

Una mano corre con el día a los párpados


Limpia fosos, sombra, quietud,
Ecos
Muerte (22).

Con todo, se reconoce que en la poesía del autor montene-


grino se utilizan todas las imágenes y sentimientos posibles;
de esta manera, en el día también convergen el abismo y la
sombra de la nostalgia, que no siempre es un sentimiento bu-
cólico o romántico de la situación, su eco siempre se concen-
tra en lo que ya no está y queremos poseer ahora; y la muerte,
siempre al final, paciente.
Y en la hierba siempre al caminar, la brisa, la imagen del
tiempo en su movimiento, y el escenario perfecto para la aflic-
ción:
302
Marginalia IV

Todo se ha callado;
Urna de los claros
Sale apenas
Huella;
Y es la hierba rastro
Que talla en susurro
Y al eco camina (44).

5. Conclusión

Muchos poemas incluidos en los tres libros que tomamos


como referencia para este escrito comprueban la maestría de
Juan Restrepo, y lo confirman como uno de los poetas más
prominentes del territorio quindiano. Sus temas recurrentes,
que no son para nada aislados de las cuestiones temáticas de
cualquier poesía, en él se trasforman para producir imágenes
únicas dentro del poemario, y construye versos de elabora-
ción sintáctica diferente a lo conocido convencionalmente en
la poesía del departamento.
Representa cada uno de sus tópicos de diferentes mane-
ras, generando así mismo una valoración positiva en el lector
(aunque Juan Restrepo puede prescindir de ella). Eso explica
por qué conceptos tan consolidados y complejos en cierto tipo
de pensamiento, como “el tiempo” o “la inefabilidad de las
cosas”, en su poesía aparecen representados con sosiego y to-
tal seguridad de las imágenes que trasmiten su significado, o
la apariencia particular que el poeta les imprime.

Y nada nos dona lo ido


Sino la ascensión a las formas,
Rastros tensos, fueses,
Ahoras de púrpura,
Granates venires (77).

Estos versos de Juan Restrepo trasmiten lo que su poesía


esencialmente siempre quiso: la nostalgia que se niega a de-
jar el pasado, la exaltación de las formas, único fundamento
cuando lo superficial desaparece, y cuando las palabras ya no
303
Edwin Alonso Vargas (compilador)

pueden decir más, y el tiempo en “fueses”, “ahoras” y “veni-


res”, que llegan todos al mismo turno para conjurar una sola
imagen: el abismo del ahora y la conciencia de todo lo que se
va y se irá de nuestra percepción.
No basta decir lo que hasta ahora, ni indagar en despropor-
cionado estudio toda la poética de Juan Restrepo para notar
que nos encontramos ante la posibilidad de leer y estudiar a
un autor que quiso anteponer su trabajo con la palabra y su
originalidad desbordante, frente a los tópicos cansinos y las
formas estereotipadas. Cuando ya todo lo dicho por nosotros
o por él mismo sobra en un plano donde la poesía toma fuerza
y se convierte en una voz que también puede explicar o gene-
rar puntos de vista de la realidad, no queda más que entrar en
ella despojados de todo y fundir en su lectura imágenes, ideas
y agitaciones de todo lo que somos:

Es sólo el remolino con quien la tarde parte


Sin haber derramado más que esta palabra
Que habéis oído, a quien
Sella lento,
Disuelve (85).

Referencias

Castrillón, Carlos Alberto (1997). “Dos poetas del Quindío: Noel


Estrada y Juan Restrepo”. Pereira Cultural, (11): 33-40.
Castrillón, Carlos Alberto (2000). Antología poética del siglo. Bo-
gotá: Tercer Mundo Editores.
Castrillón, Carlos Alberto (2014, marzo 30). “Veinte razones para
un encuentro con Juan Restrepo”. La Crónica del Quindío, Ar-
menia; p. 8.
Gil, Rigoberto (2001). “Tres poetas habitan la casa del lenguaje”.
Hipsipila, Universidad de Caldas, 8(1): 54-55.
Londoño, Alberto (1989). “Los zafiros del reino”. Revista Maniza-
les, 38(583): 43.
Ramos Suárez, Jorge (1995, febrero 18). “Poetas hispanoamerica-
nos contemporáneos: Juan Restrepo”. La Crónica del Quindío,
304
Marginalia IV

Armenia; p. 5.
Restrepo, Juan (1989a). Los zafiros del reino. Bogotá: Tercer Mun-
do Editores.
Restrepo, Juan (1989b). El cetro de los anillos. Bogotá: Tercer
Mundo Editores.
Restrepo, Juan (1993). Los templos del ónix. Bogotá: Tercer Mundo
Editores.
Restrepo, Juan (2011). El caminar de los océanos. Armenia: Uni-
versidad del Quindío.
Ruiz Gómez, Darío (2011). “Prólogo”. En Juan Restrepo, El cami-
nar de los océanos (pp. 11-15). Armenia: Universidad del Quin-
dío.

305
Marginalia IV

La crisis de ciudad
en la narrativa reciente del Eje Cafetero

Rigoberto Gil Montoya1

Constituido por tres departamentos, Caldas, Risaralda y


Quindío, y tres ciudades intermedias como sus capitales, Ma-
nizales, Pereira y Armenia, el denominado Eje Cafetero for-
talece su relación con la cultura colombiana y en especial con
su tradición literaria, a través de las más variadas expresiones
narrativas, algunas de las cuales se producen por fuera del
mercado editorial que cubre al país.
En esta ocasión, busco profundizar en el tópico de la re-
presentación de ciudad que algunos novelistas exploran en
sus obras recientes, no sin antes señalar ciertas características
de orden literario en el ámbito de la historia de la región, en
aquello que se ha dado en llamar lo “grecolatino” y/o lo “gre-
cocaldense”. Esto con el fin de ligar la breve tradición literaria
del Gran Caldas al denominado “paisaje cultural cafetero”, a
propósito del reconocimiento de un territorio como ecosiste-
ma cultural, no ajeno a las crisis de un país híbrido en el mapa
complejo de sus regiones.
El trabajo de reflexión busca elementos comunes y diferen-
ciales en obras tan disímiles como Tierra de leones (1986) de
Eduardo García Aguilar, Corte final (2002) de Jaime Echeverri y

1
Profesor de la Universidad Tecnológica de Pereira. Doctor en Litera-
tura de la Universidad Nacional Autónoma de México. Premio nacional de
Novela Universidad de Antioquia (2014) y segundo lugar en el III premio
nacional de Novela Corta de la Universidad Javeriana. Este artículo pre-
senta resultados parciales del proyecto Memoria literaria del Gran Caldas,
desarrollado por el grupo de investigación en “Estudios Regionales sobre
Literatura y Cultura”, del Doctorado en Literatura de la Universidad Tec-
nológica de Pereira.
307
Edwin Alonso Vargas (compilador)

Cielo parcialmente nublado (2013) de Octavio Escobar Giraldo.


Se trata de ahondar en ciertos contenidos de las obras se-
ñaladas, para caracterizar en ellas unos elementos sustancia-
les en la composición imaginaria de unas nociones de ciudad
que se resuelven en crisis, o bien como sentimiento ambiguo
de unos personajes que entran en conflicto emocional con sus
lugares de origen, o bien como manifestación de lo anómalo
en espacios inestables donde se impone la soledad, lo margi-
nal, la crisis de valores y la inacción.
La reflexión que propongo busca, asimismo, vincular las
expresiones literarias de algunos narradores de la región del
Eje Cafetero, con las manifestaciones de la más reciente li-
teratura que se escribe en el país, en la que se insiste en dar
cuenta de los conflictos propios de las ciudades colombianas
modernas. El propósito, en este caso, es validar la existencia
de una literatura que solo por una contingencia de tipo terri-
torial, ubicamos en un lugar de la geografía colombiana, pero
que por su composición y sus logros estéticos y literarios, no
se aparta de los rumbos que dicha literatura expresa en las
coyunturas históricas de nuestro país en el siglo XXI.

Una herencia de colonización

Cuando en Colombia se habla del Eje Cafetero y más re-


cientemente del Paisaje Cultural Cafetero, se hace referencia
a tres departamentos en particular, Caldas, Quindío y Risaral-
da, cuyas capitales, Manizales, Armenia y Pereira respectiva-
mente, comparten una historia común en cuanto a los proce-
sos de colonización (el antioqueño y caucano) que se vivieron
en parte del siglo XIX, y al fenómeno de poblamiento urbano,
luego de su demarcación en una compleja geografía atravesa-
da por el sistema montañoso de la región Andina.
No extraña, asimismo, que para inicios del siglo XX sue-
la hablarse del Gran Caldas o el Viejo Caldas, no solo por
unas confluencias político-administrativas (Manizales se
erigió capital de la región), sino además por unas circuns-
tancias históricas compartidas. La existencia de los antiguos
caminos indígenas (Vito, 2008: 57-78) impulsaron unas di-
námicas de intercambio de productos básicos y circulación
308
Marginalia IV

de unos saberes comunitarios. Así, la arriería sería uno de


los primeros motores de trueque comercial, unida a la fonda
como una “bolsa mercantil”, que pronto se convirtió en “eje
de la comunidad” (García, 1978: 37), y en promotora de una
actividad mercantil, un tanto informal, aunque efectiva para
el crecimiento de las pequeñas poblaciones, enraizadas en
unos preceptos morales y religiosos cristianos, como legado
o imposición según se mire de la permanencia de la cultura
española en la Colombia republicana, posterior a las luchas
de Independencia.
En relación con su memoria escrita, podríamos decir que
la circulación de documentos impresos en el Gran Caldas
también ofrece unas similitudes. Las primeras imprentas que
se instalaron en la región se remontan a finales del siglo XIX
o principios del XX. La primera que se abrió en Pereira, por
ejemplo, data de 1903 y fue agenciada por el comerciante
Emiliano Botero (Correa, 1960: 76-77). Más tarde, en 1909,
se abrió en Pereira la Imprenta Nariño, cuyas máquinas fueron
adquiridas a un empresario de Manizales, donde funcionaba
con el nombre de Tipografía Caldas. Si se cotejan los conte-
nidos de las primeras publicaciones, de carácter periodístico,
podríamos establecer unos elementos análogos: lo que se es-
cribe en estos medios de circulación limitada resalta la vida
en comunidad, anima una idea de progreso entre los lugare-
ños y se impone, desde las líneas editoriales, una especie de
fiscalización en el actuar de las autoridades locales. La idea de
progreso está vinculada con la construcción de vías, parques,
medios de transporte y establecimientos de comercio.
En cuanto a los contenidos temáticos, se da lugar al acon-
tecimiento cotidiano de una sociedad que se organiza, pri-
vilegiando una mirada costumbrista, heredada de viajeros y
cronistas decimonónicos, en la que la poesía juega un papel
de primer orden, al extremo de que la publicidad que aparece
en los periódicos se escribe a manera de rima y de versos
bufos. En términos literarios, los poetas tienen el privilegio
de aparecer como garantes de una cultura letrada. De ahí su
protagonismo en las páginas sociales y en las actividades cul-
turales en las que participa la comunidad que apela al orden y
al pragmatismo.
309
Edwin Alonso Vargas (compilador)

Una herencia grecolatina

En materia de la producción literaria, las primeras déca-


das del siglo XX descubren a la región cafetera aún ligada a
los influjos del Romanticismo, cuya figura cimera fue Jorge
Isaacs, autor de María (1867), la novela emblemática de un
sentir popular, donde lo trágico, en tanto visión de mundo,
acendra la representación de un paisaje que influye en los es-
tados anímicos de sus protagonistas. La novela de Isaacs fue
imitada en el contexto cafetero tanto en estilo como en conte-
nido. Ese influjo se sintió con fuerza en la poesía que autores
como Aníbal Arcila, Victoriano Vélez, Juan B. Gutiérrez, Li-
símaco Salazar publicaban en la prensa local. En cuanto a la
narrativa, la imitación corrió por cuenta del manizalita Arturo
Suárez, en cuyas novelas de honda raíz popular, Montañera
(1916) y Rosalba (1918), se percibe aún la idealización del
paisaje, aunque el autor conseguirá agregarle a sus tramas un
color local distintivo de la región. Pero quizá el ejemplo ma-
yor de la resonancia del drama de Efraín y María en nuestro
paisaje, lo verificamos en Rosas de Francia (1926), la prime-
ra novela del escritor Alfonso Mejía Robledo, un hombre na-
cido en Villamaría (Caldas) en 1897, pero criado en Pereira,
donde publicó la mayor parte de su obra poética y narrativa.
Mientras se extendía la sombra de María en el imaginario
de algunos autores locales, otra sombra, quizá más fuerte, se
cernía sobre el país. Me refiero al poeta modernista Guiller-
mo Valencia, un hombre nacido en Popayán, muy influyente
en la creación de un estilo nacional que, una vez avalado por
la clase política de la gramática y el poder centralista (Deas,
1993: 25-60), se impuso en el país, como deriva de erudición
y alta cultura. El poeta Valencia encarnó lo que críticos y es-
pecialistas han denominado el Grecolatinismo, una especie de
escuela retórica y literaria, sustentada sobre la base de unas
búsquedas estéticas foráneas, que lograron opacar, hasta la
segunda mitad del siglo XX, cualquier intento de renovación,
expresado tempranamente en las Gotas amargas de Silva y en
su novela póstuma De sobremesa, que hoy puede leerse como
declaración de unos principios estéticos a los que se acogió
310
Marginalia IV

el poeta dandy, como un modo de rechazo al ambiente cultu-


ral que vivía en su aldea natal. El otro intento de renovación
opacado por ese estilo nacional de la grandilocuencia, fue,
sin duda, el que brilló en el costumbrismo raizal de Tomás
Carrasquilla.
A ambos intentos renovadores, habría que agregar el que
impulsó el quindiano Luis Vidales al publicar su celebrado
libro Suenan timbres en 1926. Para entonces los coletazos
del vanguardismo eran fuertes en Chile, México y Argenti-
na, pero muy tímidos en Colombia. Sin embargo, visto en
perspectiva, una pequeña estridencia vanguardista puede hoy
subrayarse en las crónicas de Luis Tejada y en la poesía de
León de Greiff y Vidales. Solo que en la década del veinte,
el país seguía ocupado en resaltar, como expresión ideal, el
formalismo poético y exótico de Guillermo Valencia, seña-
lado irónicamente por Eduardo Carranza, a comienzos de la
década del cuarenta, como “un taller de belleza, una ortopedia
de palabras” (Carranza, 1986: 192), mientras la clase popular
y periférica hallaba en la poesía de Julio Flórez la expresión
más auténtica de un sentir social.
Tanto el formalismo poético y exótico de Valencia, como
la poesía sentimental de Flórez, tuvieron gran acogida en la
región Andina, lo que tal vez nubló la trascendencia de la
obra narrativa de Bernardo Arias Trujillo, pero, en especial, la
ejemplar vocación artística y arriesgada de un intelectual que
no hizo deslindes entre sus preocupaciones estéticas y su vida
personal, de cara a un contexto social y cultural pobre en tales
vocaciones (Valencia y Vélez, 1997).

Las garras de los Leopardos

En relación con el Gran Caldas, dos fueron las vertientes


que alimentaron procesos de escritura en la primera mitad del
siglo XX. Por un lado, la herencia de Carrasquilla señaló el ca-
mino de los cuadros de costumbres y de los dramas locales, a
partir del uso de un lenguaje rico en coloquialismos, derivado
en parte de la colonización antioqueña. En este sentido, obras
como Bobadas mías (1933) y Asistencia y camas (1934) del
311
Edwin Alonso Vargas (compilador)

manizalita Rafael Arango Villegas y El río corre hacia atrás


(1980) del pereirano Benjamín Baena Hoyos, determinan los
alcances de un estilo marginal, apreciado en la provincia, muy
distante, en sus propósitos literarios y humanísticos, del que
agenciara el establecimiento político central bogotano, visible
en las preceptivas y estudios académicos de Caro y Cuervo.
Por otra parte, pronto se impuso, quizá con mayor fuerza,
el legado canónico de Guillermo Valencia, al ser acogido por
un grupo de jóvenes radicales, cuyas preocupaciones en el
campo intelectual desconocían las líneas divisorias entre po-
lítica y arte, respondiendo así a las vagas nociones que sobre
literatura se tenían a principios del XX en el país, donde igual
se consideraba literario un discurso político, un panegírico o
un texto periodístico de opinión. Me ocupo aquí de los deno-
minados Leopardos, cuya filiación política al Conservatismo
se dio en un momento de crisis al interior de este partido,
cuando ya la hegemonía conservadora que ostentaban desde
el siglo XIX —la llamada Regeneración—, empezó a sufrir
fracturas. Esta situación coincide, paradójicamente, con el he-
cho de que el poeta Guillermo Valencia, fungiendo como can-
didato a la presidencia de la República por el conservatismo,
fue derrotado en 1930 —segunda vez en su carrera política—,
por el liberal Olaya Herrera.
Fieles a unas ideas radicales, cercanas al fascismo de Mus-
solini y al falangismo de Primo de Rivera, jóvenes conserva-
dores como José Camacho Carreño, Eliseo Arango, Augusto
Ramírez Moreno, Joaquín Fidalgo Hermida y los caldenses
Aquilino y Silvio Villegas, insistieron en la construcción de
una retórica que seguía remarcando el gusto por una expre-
sión poética y narrativa incendiarias, puestas peligrosamente
al servicio de unas ideologías en pugna, cuya mayor esteti-
zación, en el terreno de la realidad histórica y social, podría
evidenciarse en los discursos instigadores de Jorge Eliécer
Gaitán y Laureano Gómez. Una expresión retórica que en el
campo minado de la escritura en el Gran Caldas, exhibe un li-
bro emblemático, cuyo título hoy sugiere un rumbo nacional:
No hay enemigos a la derecha. En las páginas de ese libro, su
autor, Silvio Villegas, declara su adherencia a una generación
312
Marginalia IV

“excesivamente literaria”, cuyas búsquedas humanísticas des-


cansan, según él, en el “aspecto estético del catolicismo” (Vi-
llegas, 1937: 19-23).
Cuando un muchacho de la Costa Caribe, Gabriel García
Márquez, se atrevió a preguntar en 1948 por la herencia lite-
raria que recibía de los mayores y expresó que ésta tenía un
“sabor de barricada” y una “dimensión de trinchera” (Arango,
1995: 18), sospecho que apuntaba al estilo y a las visiones de
mundo que defendían los Leopardos, a quienes miembros del
Grupo de Barranquilla solían llamar, no sin sorna, los Greco-
caldenses. Luego, en 1969, serían llamados Grecoquimbayas
por Jaime Mejía Duque en su ensayo «Problemas de la Litera-
tura en Caldas. La cultura en la provincia en el marco de cier-
tas condiciones sociales de “subdesarrollo”». En algunas de
sus columnas de opinión de 1950, publicadas en El Heraldo
de Barranquilla, García Márquez aludía a ellos como parte del
“emplasto oratorio de indiscutible calidad nacional”, afectos
a “manifestaciones tribunicias”, capaces de citar “con mayor
desenfado a Cicerón, en jerga romana, como otros connotados
oradores citaron a Goethe en grecocaldense, sin advertir la
procedencia de la cita y valiéndose del socorrido argumento
de que en el discurso oral no se ven las comillas” (García
Márquez, 1991: 189).
Con el Nobel de Aracataca buscaba lugar una generación
que trazó límites a la larga existencia de un estilo impostado,
propio de una “desmesura provinciana” (Gutiérrez Girardot,
1982: 448-467), de unas formas excesivamente literarias,
para dar paso a una literatura con influencias distintas, aca-
so más próximas a las necesidades de representación de las
crisis sociales y culturales de un país violento, fragmentado
y desigual.

Otras voces, otros ámbitos

Las tempranas posturas críticas de García Márquez frente


a la tradición literaria heredada y el afortunado ejercicio de
experimentación al que sometió su propia obra, constituye-
ron un cambio de rumbo en los procesos literarios del país.
313
Edwin Alonso Vargas (compilador)

Para el caso de la literatura producida en el Eje Cafetero o del


Gran Caldas, ese cambio se advirtió inicialmente en las obras
de autores como Humberto Jaramillo Ángel, Jaime Buitrago,
Silvio Girón, Jaime Echeverri, Néstor Gustavo Díaz y Eduar-
do García Aguilar. El quindiano Jaramillo Ángel fue un autor
que ya en los años cuarenta se atrevía a escribir unos relatos
apelando al fluir de la conciencia y al manejo complejo de
temporalidades, a partir de la invención de personajes con una
hondura psicológica (Reyes, 2009). Esa experimentación y
capacidad de complejizar destinos y de admitir un lugar des-
de lo poético al hecho cotidiano, se percibirá de nuevo en un
libro elogiado del manizalita Jaime Echeverri. Me refiero a
Historias reales de la vida falsa (1979). Entre uno y otro autor
emerge, para Pereira, la narrativa moderna de Silvio Girón
Gaviria. En obras suyas como Ninguna otra parte (1971) y
Rostros sin nombre (1973), el rumor de la ciudad en riesgo,
los diálogos del rebusque, empiezan a exigir su propia repre-
sentación en el plano de una literatura que ya reconoce lo ino-
cultable: la anomalía de sus contextos, la violencia urbana, el
desamparo, la pobreza, el desplazamiento y el no futuro (Gil,
2002: 130-32).
De la representación de lo anómalo a la representación del
esperpento, el camino resulta corto. Es aquí donde ubicamos
obras como La loba maquillada (1975) de Néstor Gustavo
Díaz y Senador cena senador (1985) de Carlos Eduardo Ma-
rín Ocampo, donde se recrea un ambiente cultural local, desde
un tratamiento estético no exento de ironía y mofa. En ambos
textos se hace una rendición de cuentas, por vía de la ridiculi-
zación y el adefesio, a ese ambiente social que protagonizaron
algunos miembros de los Leopardos, al pretender convertir a
Manizales en un fortín ateniense.
Este malestar de la cultura se presiente en buena parte de
la narrativa del manizalita Eduardo García Aguilar, especial-
mente en su trilogía Tierra de leones (1986), El bulevar de
los héroes (1987) y Viaje triunfal (1993). La extravagancia,
la teatralidad exótica de los personajes de Aguilar, insisten
en recordar un pasado lleno de viejas glorias literarias, que
habitan un mundo de la impostura y la superficie, marcada por
314
Marginalia IV

la adherencia a ciertos ideales estéticos alineados a un roman-


ticismo decimonónico, mezcla de simbolismo y decadentis-
mo, donde la figura de Rubén Darío deviene alegórica. Tales
recursos descubren en el autor una “inveterada nostalgia por
la ciudad de Manizales” (Vélez Correa, 2003: 47), el reclamo
por el declive de una ciudad que pareciera vivir de un pasado
glorioso, visible aún en la arquitectura kitsch de su casco cen-
tral urbano. Para Vélez Correa, subyace en la obra de Aguilar
una especie de “homenaje crítico a las generaciones de so-
ñadores que creyeron y lucharon por hacer de esta capital de
provincia una especie de Atenas merecedora de ser llamada el
Meridiano Cultural de Colombia” (Vélez Correa, 2003: 47).

Crisis de ciudad: Lo que anuncian las voces neogreco-


latinas

Del homenaje crítico a una ciudad de pasado glorioso en


el imaginario de sus intérpretes, a la imagen híbrida de una
ciudad que acentúa, al masificarse, la crisis social más allá del
centro autorizado de la urbe, se perfila en el Eje Cafetero una
escritura que aprovecha los logros estéticos y literarios del
llamado Boom latinoamericano. Dicho de otra manera: los au-
tores jóvenes, que nacieron bajo la sombra del realismo má-
gico, comprendieron el ejercicio de la literatura como campo
de experimentación formal y el lenguaje como principio de
renovación, a partir del cual se ampliaron, en las expresio-
nes del posboom, las miradas críticas sobre unos contextos
inestables, en los que el extraño rumor de la vida urbana y la
paradójica soledad del citadino estimulan la imaginación de
sus creadores.
En cuanto a las ciudades intermedias que se suman al
territorio del Gran Caldas, los contextos inestables se ligan
al contexto mayor de un país que busca modernizarse, sin
que logre esquivar del todo los coletazos de unos fenómenos
con historia propia: la violencia bipartidista, las componen-
das políticas del Frente Nacional, el acendramiento de las
guerrillas rurales y urbanas, el ascenso del narcotráfico, los
desplazamientos forzados hacia las periferias de ciudades en
315
Edwin Alonso Vargas (compilador)

contraste, los fallidos procesos de paz y la indiscriminada


violencia paramilitar y del crimen organizado.
Lo que se puede leer en este nuevo proceso de escritura
resulta muy interesante y, desde luego, conflictivo, para quie-
nes aún reclaman de la literatura sus nexos a unos procesos
de representación, más cercanos al realismo de Álvarez Gar-
deazábal y al neocostumbrismo de Fernando Vallejo, y muy
lejos de cualquier tipo de esa experimentación que bien pue-
de rastrearse en obras narrativas como Los papeles de Déda-
lo (1983) y La historia imperfecta (1987), de los pereiranos
Eduardo López Jaramillo y Hugo López Martínez. O en El úl-
timo diario de Tony Flowers (1995) y Variaciones (1995), de
los manizalitas Octavio Escobar Giraldo y Adalberto Agudelo
Duque. O en Crónicas de Temis (1993) y Ópera prima. Alta-
mira 2001 (2001) de los quindianos Susana Henao Montoya
y Ómar García Ramírez.
Desde este lugar movedizo, se entiende mejor la visión
crítica de Bonel Patiño en su ensayo «Neogrecolatinismo: una
revisión de nuestra literatura caldense actual», cuando afirma
que los nuevos actores de la literatura en Caldas son igual de
escapistas y evasivos que los autores afines al Grecolatinismo,
en virtud a que las técnicas empleadas y los temas tratados por
estos creadores recientes en sus propuestas literarias, los vin-
culan más con asuntos europeos y norteamericanos, que con
realidades propias colombianas, a las que les dan la espalda.
Para este crítico, los nuevos escritores y poetas de su comarca
continúan siendo “lejanos y difusos [...] nuestros creadores
parecen haber escondido la cabeza como el avestruz” (Patiño,
2003: 132).
Las apreciaciones de Bonel Patiño resultan sugestivas,
aunque tal vez poco objetivas frente al alcance estético y so-
cial de lo que él señala como nueva producción neogrecola-
tina, esto es, posterior a la influencia en nuestro medio de la
retórica excesiva de Silvio Villegas (piénsese en El hada me-
lusina), cuyas huellas aún se revelan en la ensayística de Otto
Morales Benítez, o en las columnas de opinión de Fernando
Londoño Hoyos, a quien atacan con frecuencia, tildándolo de
“grecocaldense” (Abad Faciolince, 2005: 84).
316
Marginalia IV

Por “lejanos y difusos” comprendo más bien la apuesta


por una escritura que en sí misma se debe a las influencias
foráneas, pero en el sentido positivo del indicado por el joven
García Márquez en 1950:

Todavía no se ha escrito en Colombia la novela que esté induda-


ble y afortunadamente influida por los Joyce, por Faulkner o por
Virginia Woolf. Y he dicho “afortunadamente”, porque no creo
que podríamos los colombianos ser, por el momento, una excep-
ción al juego de las influencias (García Márquez, 1991, 190).

Este juego de las influencias ha permitido que a la zona


geográfica del Eje Cafetero lleguen vientos que han refres-
cado el ambiente de su variada literatura, a partir de la in-
clusión de elementos que parcialmente podría enumerar aquí,
señalando, entre paréntesis, algunas de las obras en las que es
posible reconocer estas virtudes: la profundización en temas
caros a la cultura popular (Reina de picas, 1993, de Jaime
Echeveri); la ironía y la parodia como instrumento semán-
tico que despliega ambigüedad literaria (De rumba corrida,
1999, de Adalberto Agudelo); la reactualización de momentos
históricos, inherentes al pasado de la región (1851. Folletín
de cabo roto, 2007, de Octavio Escobar); el tratamiento del
fenómeno de la violencia a través de complejas estructuras
narrativas (Pensamientos de guerra, 1998, de Orlando Mejía
Rivera); la incursión en el género negro (Saide, 1995, de Oc-
tavio Escobar y El juego de Archer, 2010, de Adrián Pino); y
el trabajo intertextual con formatos propios de la subliteratu-
ra: el cómic, la radionovela, las revistas de aventuras (Plop,
2004, de Rigoberto Gil).
A estos elementos variados habría que agregar el de la
ironización de unos tópicos canónicos. Si bien en la trilogía
mencionada de Eduardo García Aguilar se recrea un supuesto
pasado ilustre, la ausencia de una mirada irónica por parte
del autor le cede el paso a un reclamo nostálgico, en el que
pareciera invocarse el paraíso perdido de la anacronía, como
el que representa y reclama el poeta viajero Leonardo Quijano
en Tierra de leones (1986). Al retornar a la pequeña ciudad de
317
Edwin Alonso Vargas (compilador)

Los Andes —clara referencia a Manizales—, Quijano obser-


va que la ciudad de su juventud ha sido desplazada por una
ciudad con aspiraciones modernas, que arrasa con una memo-
ria y unos valores intrínsecos, para él, a una alta cultura: “La
ciudad progresaba y crecía devorando los montes aledaños,
deglutiendo viejos parques románticos, chupándose los aires
andinos, carcomiendo la paz de los recuerdos y la ternura de
los recodos inolvidables” (García Aguilar, 1997: 50).
La ironización resulta más clara en Corte final (2002),
la novela de Jaime Echeverri. Néstor es un personaje frío y
agudo en sus posturas críticas frente a Manizales. Más por
un deber moral que por capricho o gusto, Néstor retorna a la
ciudad de su infancia para asistir al entierro de su madre. La
desaparición de la figura materna lleva consigo la negación
de su propia naturaleza, unida al ámbito de una ciudad que a
Néstor se le antoja decadente y opuesta a lo que él ha conse-
guido ser, o cree haber sido, en otra parte. Implacable en el
momento de arrasar con las imágenes de un pasado reciente y
perverso en su dinámica de liquidar mitos, el regreso de Nés-
tor es doloroso, porque al poner en tela de juicio la conducta
moral de su propia familia, pone en el centro del desastre su
propia educación y con ella, las improntas y convenciones de
una sociedad ampulosa, frívola, hipócrita y “esquizofrénica.
Una de sus caras pregona una intachable moralidad, mien-
tras la otra se regocija en lo prohibido” (Echeverri, 2007: 20).
Sin antídotos para detener la propagación de esta enfermedad
social, Néstor se lanza a recorrer una ciudad extraña, incom-
prensible y vaga:

Todo superpuesto, escondido, agazapado, esperando el momen-


to de manifestarse. Torrente que corre entre las fachadas, con-
virtiendo cada acera en la orilla de un río tormentoso. Imágenes
de mí mismo reproducidas, multiplicadas, encerrándome entre
las rejas de una nostalgia que no me pertenece y que desecho
(Echeverri, 2007: 34-35).

Perteneciente a una familia con menos traumas, Andrés, el


personaje de Cielo parcialmente nublado (2013), la novela de
Octavio Escobar, también retorna a Manizales. Esta vez para
318
Marginalia IV

acudir al llamado de su familia, preocupada por la salud men-


tal del padre, a propósito de la situación política que se vivía
en el país, durante los frustrados diálogos de paz que Andrés
Pastrana llevó a cabo con el movimiento guerrillero de las
FARC. Aún se recuerda la famosa silla vacía que no ocupó
Manuel Marulanda, alias “Tirofijo”, en las negociaciones de
paz, que permitieron el despeje de la zona del Caguán, lo cual,
como sería analizado luego por especialistas, fortaleció mili-
tarmente a la guerrilla en una vasta zona del país. El padre de
Andrés sufre de ansiedad y temor frente a lo que podría pasar
si el gobierno le entregara el poder a la subversión.
El viaje que Andrés emprende desde España a Colombia, y
en especial, a su tierra natal, será un reencuentro con su fami-
lia y amigos y también será un viaje sentimental a la semilla.
Un viaje menos traumático que el de Néstor en Corte final,
y acaso más tranquilo, a pesar de que el viajero siente que la
ciudad de sus primeros amoríos ya no le pertenece, porque su
destino y su familia de España lo están esperando. La mirada
de Andrés a la ciudad de Manizales es de reconocimiento y
acaso de aceptación. El ambiente festivo en tiempo de Ferias
hará más emotivo el recorrido por la avenida Santander y por
los bellos laberintos del barrio La Estrella. Su paseo por este
barrio en una bicicleta pintada con los colores del Once Cal-
das, es decir, los colores de su juventud, constituye un paseo
memorable, un consentimiento de su propia realidad como
hombre que pertenece a otro mundo más allá del Atlántico.
Una familia que lo espera en la casa de siempre y le sirve de
soporte para ver crecer a la suya:

Escogió una ruta que le permitía transitar por la parte más plana
del barrio La Estrella […] Ahora que pasaba una y otra vez por
allí lo consolaba comprobar que su apreciación juvenil no esta-
ba tan errada. Para rematar su paseo decidió darle la vuelta al
estadio. Descendió por la calle sesenta y tres y viró hacia el sur
por la avenida paralela […] El impulso que traía le ayudó en la
primera parte, pero después tuvo que luchar con el ahogo de sus
pulmones, la fatiga de sus piernas y el dolor de sus rodillas […]
Desmontó sin cuidarse de qué pasaba con la bicicleta y respiró
por la boca, con las manos sobre las rodillas, hasta que sintió que
319
Edwin Alonso Vargas (compilador)

su corazón se desaceleraba. Un minuto después, más recupera-


do, levantó la bicicleta del pasto y empezó el doloroso regreso a
la casa de sus padres (Escobar, 2013: 189-190).

A partir del recorrido que hemos hecho por algunas de las


vertientes de la literatura del Gran Caldas, se puede concluir
que el nuestro es un proceso que cada vez está más abierto
a los diálogos y discusiones con una literatura de temática
urbana, donde empiezan a surgir, en el plano de su representa-
ción estetico-literaria, las hondas problemáticas de las ciuda-
des intermedias en cuanto a fenómenos históricos, culturales
y sociales que les son inherentes. El hecho de que narradores
emblemáticos de nuestra región se resuelven críticos frente a
la tradición de la que nutrieron sus obras iniciales y desde allí
generen procesos creativos cada más híbridos y con más hue-
llas de influencias foráneas, permite advertir una evolución
que señala nuevos caminos en el escenario de nuestra breve
tradición literaria, al superar modos de expresión propios de
la grandilocuencia y la rimbombancia de un estilo que hizo
carrera en el país de Guillermo Valencia y el leopardo Silvio
Villegas. La de ahora es una literatura que mira hacia el pa-
sado para reactualizar sus contenidos, pero que aterriza en el
presente para asumirse portadora de unos diálogos con la li-
teratura que hoy se genera con fuerza en las diversas regiones
de un país complejo en su cultura variopinta.

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Policromías de una región. Procesos históricos y construcción
del pasado local en el Eje Cafetero. Pereira: Alma Mater y Mé-
xico: Universidad Autónoma de San Luis Potosí.

322
La serie Marginalia
Este libro se terminó de imprimir
en los talleres de Comercializadora de Papeles Pa' Ya,
Hace la diferencia SAS
(Bogotá, Colombia),
en enero de 2022.

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