Boudica - El Sueño Del Sabueso - Manda Scott

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En

el año 57 a. C., los romanos llevaban ya más de una década en Britania, con
amplias zonas viviendo en estado de vasallaje, con tribus altivas e indómitas que
consideraban una ofensa la explotación a que eran sometidas.
Mientras, en la sagrada de Mona, la reina Boudica sabe ya con certeza que su amante,
Carataco, traicionado, apresado y cautivo en Roma, ya nunca regresará, pues su
destino es un exilio deshonroso en la Galia, considerado por todos como un traidor.
Ha llegado el momento de empuñar las armas de nuevo contra el Imperio romano, y
de desencadenar la revuelta más sangrienta que haya conocido el mundo occidental
en su historia.
Boudica es un personaje de gran atractivo que se convirtió en todo un símbolo de la
lucha contra la opresión en una época marcada por la violencia y el misterio.

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Manda Scott

El sueño del sabueso


Boudica. Reina Guerrera de los Celtas - 3

ePub r1.2
Titivillus 21.11.2018

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Título original: Dreaming the Hound
Manda Scott, 2005
Traducción: Ana Herrera Ferrer

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.0

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Para Debs,
con amor y agradecimiento

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Dramatis Personae

Los nombres de los personajes con base histórica están marcados con un asterisco.

PERSONAJES DE LAS TRIBUS

Airmid de Nemain: Soñadora de la rana, antigua amante de Breaca. Airmid es


uno de los nombres irlandeses de la diosa.
Ardaco: Guerrero de la osa de los caledonios. Antiguo amante de Breaca.
Bán: Medio hermano de Breaca, hijo de Macha. Su nombre significa «blanco».
Bello: Muchacho belgo que fue esclavo, compañero de Valerio en Hibernia.
* Breaca: También conocida como la Boudica, por el antiguo nombre
«Boudeg», que significa «Portador de la Victoria». «Aquella que trae la
victoria». Breaca deriva de la diosa Briga.
* Caradoc: Amante de Breaca, padre de Cygfa y de Cunomar. Colíder de la
resistencia occidental contra Roma.
* Cunobelin: Padre de Caradoc, ya muerto. Cun significa «perro», y Belin, «el
dios del sol». Por lo tanto, significa Perro del Sol.
Cunomar: Hijo de Breaca y Caradoc. Su nombre significa «perro del mar».
Cygfa: Hija de Caradoc y Cwmfen, medio hermana de Cunomar.
Duborno: Cantor y guerrero de los icenos, compañero de la niñez de Breaca y
Bán.
Eburovic: Padre de Breaca y Bán, ya muerto.
Efnís: Soñador de los icenos.
Eneit: Amigo del alma de Cunomar. Su nombre significa «espíritu».
Graine: Hija de Breaca y Caradoc.
Gunovar: Hija de Gunovic, soñadora de los dumnonios.
Gwyddhien: Guerrera de los siluros, amante de Airmid.
Iccio: Muchacho esclavo de los belgos muerto en accidente mientras era
esclavo de Amminio. Amigo y compañero de Bán, ya muerto.
Lanis: Madre de Eneit, soñadora de los icenos.
Luain macCalma: Anciano de Mona, soñador de la garza. Príncipe de
Hibernia.
Macha: Madre de Bán, ya muerta. Macha deriva del nombre de la diosa de los
caballos.
Madb: Guerrero de los hibernios.

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PERSONAJES ROMANOS

* Deciano Catón: procurador de Britania bajo Nerón.


Julio Valerio: oficial de la caballería auxiliar, originalmente con el Ala Quinta
Gallorum y después con el Ala Prima Thracum.
* Longino Sdapeze: Oficial del Ala Prima Thracum.
* Lucio Domicio Ahenobarbo (Nerón): emperador de Roma.
Quinto Valerio Corvo: prefecto del Ala Quinta Gallorum.
* Quinto Veranio: Cuarto gobernador de Britania, 57-58 d. C.
* Séneca: Consejero de Nerón, emperador de Roma.
* Suetonio Paulino: gobernador de toda Britania.

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Agradecimientos

Gracias a mi editora, Selina, por su adaptabilidad en todo momento, su paciencia y


agudeza mental, y por comprender la naturaleza de los sueños. Gracias infinitas a
Nancy y Deborah, por corregir de forma tan impecable toda la serie, y a Kate Miciak,
por la fe que me ha demostrado desde el otro lado del Atlántico, y a mi agente Jane
Judd por su apoyo incondicional, y a H. J. P. «Douglas» Arnold por mantenerme al
día en los asuntos de Roma.
Gracias en particular a Jonathan Horowitz y Chris Luttichau, ambos profesores
excelentes, por compartir sus conocimientos de los sueños en sus múltiples facetas, y
a todos aquellos que asistieron a los talleres de sueño de 2004 por su valor, su buena
voluntad y su confianza en el proceso.
Gracias también a todos aquellos que creyeron que era posible poseer un caballo,
en particular a Tessa, sin la cual no habría sido factible nada de todo esto y,
ciertamente, habría fracasado ya desde el primer obstáculo.
Finalmente, gracias de corazón a Gigha, madre de los gatitos, que vino a morir a
casa durante el proceso de corrección de la obra y que de nuevo transformó mi
comprensión de las fronteras, o más bien la falta de ellas, entre la vida y la muerte;
fuiste una luz que iluminó mis días, y te echo de menos.

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Escuchadme, soy Luain macCalma, el Soñador de la Garza, antes de Hibernia y ahora
Anciano de Mona, consejero y amigo de Breaca, que es la Boudica, la Portadora de
Victoria. Estamos en un tiempo de grandes peligros; si no comprendemos el pasado,
no podremos comprender el presente, y sin éste, las tribus de Britania no tendrán
futuro alguno. Hoy, esta noche, junto al fuego, aprenderéis lo que ha sucedido antes.
Eso es lo que éramos; si ganamos ahora, es lo que volveremos a ser.
Han pasado catorce años desde que el emperador Claudio enviara sus legiones a
invadir nuestra tierra. Entonces éramos un pueblo diverso, con muchas tribus y
muchos dioses, unidos solo en los cuidados que prodigábamos a nuestros soñadores,
esos hombres y mujeres que venían aquí, a la isla sagrada de Mona, a estudiar durante
doce años en la casa grande, con los ancianos. Los guerreros también venían a
aprender las artes del honor y el valor que podían conducirles más tarde a actos de
heroísmo en la batalla.
Luego llegó Roma, con sus legiones y su caballería. Los hombres de Roma no
luchan por honor, ni por oír pronunciar sus nombres en los relatos de héroes, en el
invierno. Luchan por la victoria, y cuando se han apropiado de una tierra, ya no la
dejan nunca más.
La historia de cómo luchamos se ha contado ya en otros lugares. La batalla de la
invasión duró dos días, y se cantará para siempre en torno a las fogatas. Mil héroes
perdieron la vida y los pocos que sobrevivieron lo hicieron mediante el sacrificio de
otros. Fue entonces cuando Breaca, que fue de los icenos, entonces Guerrera de
Mona, dirigió la carga para rescatar a Caradoc, y se ganó el título con el que la
conocemos: la Boudica, la Portadora de la Victoria.
Breaca y Caradoc estaban entre aquellos que, siguiendo las órdenes de sus
mayores, abandonaron el campo de batalla. Lo hicieron a regañadientes, y huyeron
solo para continuar la guerra contra Roma, y para proteger a los niños, que son lo más
preciado, por encima de todo lo demás. Los trajeron aquí, a la isla de los dioses de
Mona, donde los guerreros y el agua mantuvieron a salvo todo lo que es sagrado, y
donde los soñadores, cantores y guerreros de muchas tribus venían para conocerse a
sí mismos bajo la directa mirada de los dioses, para poder llevar ese conocimiento, y
la sabiduría que trae consigo, de vuelta a su pueblo.
Desde aquí lucharon durante diez años, evitando que las legiones romanas se
asentaran en el oeste. De ese modo, los romanos construyeron su primera fortaleza en
el este, en Camulodunum, que había sido la fortaleza del pueblo de Caradoc.
En los años tempranos de la ocupación, miles de guerreros y soñadores murieron
en el este; pueblos enteros fueron asesinados como represalia por las rebeliones,
reales o imaginarias, y se declaró ilegal que cualquier hombre, mujer y niño portase
un arma.
Los legionarios que rompieron las espadas de nuestros guerreros iban dirigidos
por un oficial, Julio Valerio, que cabalgaba en un caballo ruano. Él era más odiado
que ningún otro, porque en tiempos fue iceno, y había vendido su alma a Roma y a

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sus dioses. Luchaba por Mitra y por el emperador, y ambos se alimentaban de sangre
icena.
Breaca y Caradoc tuvieron un hijo, Cunomar, y luego una hija, Graine. Poco
después de su nacimiento, Caradoc fue capturado mediante una traición y fue hecho
prisionero en Roma. Capturados con él iban su hijo Cunomar y su hija mayor, Cygfa,
una guerrera de gran renombre.
La familia fue llevada a Roma para que muriese a capricho del emperador
Claudio, pero Airmid, la soñadora que es la otra mitad del alma de Breaca, encontró
la forma de hacer un trato con la más vieja y peligrosa de todos los antepasados y
pudo evitar su muerte y, mucho después, conseguir su libertad.
Caradoc fue torturado y quedó lisiado sin remedio. Estaba lo bastante bien para
llevar a su familia a la costa de la Galia, pero no para ir más allá. No podía regresar
como guerrero a Mona, porque sus heridas eran demasiado graves para empuñar un
arma, como había hecho con tanto éxito antes de su captura, y no quería infligir a sus
guerreros el dolor de verle tan destruido por Roma. Así que se quedó en la Galia y se
dijo que había entregado su vida para salvar a sus hijos al abordar éstos el barco que
les llevaría de vuelta a Roma.
Todo eso ocurrió hace tres años. Breaca llora a Caradoc, pero por dentro.
Exteriormente se ha entregado en cuerpo y alma a la batalla contra Roma. En verano
dirige a los guerreros de Mona para que eviten que las legiones lleguen a la isla, y
para rechazarlas todo lo posible hacia las montañas del oeste. En invierno caza sola,
buscando hombres solos o en parejas, y se la ha llegado a temer tanto como si fuera
un espíritu de las montañas que se alimenta de sus almas.
Hubo otro que volvió en el barco de la Galia y a quien no se esperaba: Julio
Valerio, el oficial de la caballería y antiguo iceno que había dirigido la opresión
contra su pueblo. Por voluntad de los dioses fue llamado a Roma por el renqueante
Claudio para que llevase a cabo una última misión: escoltar a la familia de Caradoc
hasta la costa gala y luego a un barco que les condujese a la libertad.
Claudio murió antes de que la familia pudiese conseguir la libertad, y Nerón, su
sucesor, exigió que fuesen devueltos. Valerio no podía quebrantar un juramento
hecho en el nombre de su dios, y de ese modo fue declarado traidor y obligado a huir.
Yo le habría conducido a Mona, por razones que no son solo voluntad mía, pero
Breaca lo prohibió y ella no solo es la Boudica, cuya palabra prevalece sobre los
guerreros, sino que también es Breaca de los icenos, hermana del hombre que en
tiempos fue Bán y que se convirtió en Valerio, oficial de las legiones.
Estos, pues, son los individuos que han moldeado nuestro pasado: Breaca, que
caza legionarios en las montañas occidentales de Britania, y su hermano Valerio, que
se encuentra exiliado en Hibernia, donde lleva una vida miserable como herrero.
Ninguno puede continuar así eternamente. El mundo cambia, y ellos deben cambiar
con él o morir.

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Mientras tanto, los niños y los soñadores esperan en Mona, contemplando un
mundo que se va haciendo más brutal a cada año que pasa. Roma quiere obtener
rendimientos de sus provincias, y Britania no es la rica veta de oro y plata que
Claudio creía que era. Nerón fue nombrado emperador en su lugar, y Nerón está
gobernado a su vez por sus consejeros. Estos son hombres sin piedad, para los cuales
una tierra y su gente no significan nada, a menos que tengan oro o se las pueda
obligar a producirlo.
Éste es el futuro que tememos y contra el cual luchamos. Mona está a salvo ahora
bajo el cuidado de los dioses, pero si es la voluntad de los dioses que ya no esté a
salvo, entonces todo lo que es más sagrado continuará en el corazón y la mente de
aquellos que ostentan el linaje de los antepasados. Nosotros somos esas personas,
vosotros y yo. Soñad ahora, y sabed que en el sueño está vuestro futuro, y todo
cuanto creemos que es cierto.

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Prólogo

Marco Publio Vindex, portaestandarte de la segunda centuria, tercera cohorte de la


Vigésima legión, estacionada en la frontera más occidental de Britania, bebía vino
con moderación cuando realizaba incursiones invernales, y nunca asumía riesgos
innecesarios. Cuando la necesidad de orinar, en medio de la noche, se hacía
insostenible, se alejaba de la fogata de guardia solo un momento, y le decía a su
armero adonde iba y por qué. Pasando entre las tiendas, silbaba la melodía de la
novena invocación a Júpiter como prueba de que aún seguía vivo.
En la parte exterior de la fogata, donde la lluvia se convertía en plata y su sonido,
martilleando los pellejos de las tiendas, era demasiado fuerte para que se oyese su
melodía, Vindex llamó al armero y le respondieron. El riachuelo de su orina cayendo
en cascada sobre las rocas era un buen contrapunto para la lluvia. Había una fría
satisfacción en orinar en la base de la montaña, porque mientras durase aquel sonido,
él estaría bien asentado en su victoria sobre los elementos, el barro inevitable, la falta
de caza y de grano y, lo mejor de todo, sobre los guerreros nativos que surgían en la
oscuridad y luego dejaban muertos a los incautos, para que los encontrasen a plena
luz del día. Gritó a su armero, titubeando solo un poco.
La última palabra apenas había cruzado el fuego cuando una mano le cogió la
barbilla y echó su cabeza hacia atrás y hacia arriba. No notó el cuchillo que pasaba
por su garganta, porque la hoja estaba demasiado afilada para causar dolor, pero ésta
cortó hasta los huesos de su columna vertebral, seccionando todos los tejidos blandos
a su paso. Su vida brotó en un enorme chorro y cayó a tierra.
El portaestandarte murió repentinamente, y su fantasma, sorprendido, no supo que
estaba muerto, solo que aquella noche se hacía de repente muy luminosa, como si
hubiese llegado el mediodía, y que, cosa imposible, donde antes había sombras
afiladas por las fogatas, ahora uno de los guerreros nativos se arrodillaba a plena vista
junto al cuerpo caído de un hombre, marcándole la frente con una señal de maldición.
Vindex había vivido demasiadas batallas para perder tiempo cuestionándose lo
imposible. Su espada ya había apuñalado el cuello expuesto del enemigo antes de
pensar en averiguar la identidad del cadáver que yacía muy cerca, a sus pies.
Mientras arremetía, con todo su aliento formó un grito que despertase a todo el
campamento.
Su espada, su brazo y todo el peso de su cuerpo incorpóreo pasaron a través del
guerrero agazapado. Su grito, que podía atravesar todo el campo de batalla, no avisó a
hombre armado alguno para que viniese en su ayuda, aunque un decurión de la
caballería, que bebía vino junto al fuego, se ciñó más el manto y dio unos golpes con
los pies maldiciendo el súbito frío.

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Vindex abrió la boca para gritar de nuevo y se detuvo cuando la parte de sí mismo
que aún razonaba se dio cuenta al fin de que los hombres de la guardia no le habían
visto en absoluto.
«No pueden oírte. Tu gente ha decidido no oír los gritos de la masacre. Esa es
vuestra fuerza, y vuestra mayor debilidad. Nunca viviréis a salvo hasta que aprendáis
a escuchar a vuestros antepasados y a vuestros muertos recientes».
La voz que llenaba la cabeza de Vindex tenía una calidad muy distinta de aquellas
de los hombres que había dejado junto al fuego; hablaba a su alma, no a sus oídos. El
guerrero enemigo acabó de realizar la marca de la maldición, se levantó y se volvió
en redondo.
Así, por primera vez, en el momento más oscuro de la noche, sin sol y con nubes
de lluvia que cubrían la luna, el portaestandarte de la Vigésima vio el rostro de su
enemigo. Vio un cabello empapado por la lluvia y del color de un zorro en invierno,
con las trenzas de guerrero sueltas en señal de duelo, y una solitaria pluma de cuervo
entretejida a la izquierda y teñida enteramente de negro, como uno que ha roto todas
las relaciones con su familia y su tribu y caza solo; y por tanto, quizá muera solo. Vio
el cuchillo teñido de sangre, recién usado; vio la honda que colgaba del cinturón,
junto al saquito de guijarros de río, y supo, con ese conocimiento que tienen las almas
y que trasciende la visión, que cada una de esas piedras estaba pintada de negro, y
que seguramente mataría a aquellos contra los cuales fuese lanzada. Vio la señal de la
serpiente-lanza grabada en la frente del cadáver (su cadáver), y como había visto la
misma marca en la frente de otros hombres ocho veces en los últimos tres días, su
significado ya estaba grabado en su propio hígado.
Acumulando todo aquello, finalmente, Marco Publio Vindex, hijo de Gayo Publio
Vindex, conoció la identidad de la mujer que le había matado, y así fue como
comprendió que estaba muerto.
Sintiéndose muy estúpido, bajó su espada. Desde la fogata, el armero gritó una
nueva pregunta con un asomo de preocupación en la voz. El silencio que el
portaestandarte, de haber vivido, habría llenado, duró demasiado tiempo.
La Boudica se alzó lentamente, enfundando su cuchillo.
«¿A quién adoras?», preguntó. Su boca no se movió, pero las palabras formaban
parte de la noche.
Del mismo modo, Vindex respondió: «A Júpiter, dios de las legiones, y a Marte
Ultor, por la victoria». Y luego, conciliador: «Deberías irte. Pronto vendrán a
buscarme. No puedes enfrentarte a tantos y sobrevivir». La preocupación que aquello
demostraba le sorprendió. Muerto, descubrió que no albergaba ni odio ni terror, como
le había ocurrido en vida.
«Gracias. Me iré cuando tenga que hacerlo. Tus hombres no han encendido
todavía ninguna antorcha, y no he conocido aún a ningún romano que sea capaz de
ver bien bajo la lluvia».

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Le sonrió y Vindex no leyó miedo alguno en sus ojos, solo la excitación de la
batalla que empezaba a desvanecerse. Él también había conocido aquella sensación, y
la paz sin límites que la seguía, y sabía que era por eso por lo que había luchado,
mucho más que por la plata que le habían pagado, y que él no era el único.
Movido por su nueva compasión, dijo: «Nunca ganarás luchando sola contra
tantos».
Divertida, la Boudica alzó una ceja. «Ya he oído eso antes. No todos los que lo
dicen son romanos, pero la mayoría sí, y todos están muertos».
«Entonces, escúchame. Nosotros no tenemos nada en tu contra, pero podemos ver
las cosas con mayor claridad». Eso era cierto. Las preocupaciones de su vida se
estaban fundiendo y dejaban tras de sí una claridad que Vindex había buscado toda su
vida y jamás había encontrado. «Te ofrezco esto como regalo, de la muerte a la vida:
si no alzas al este de la provincia para que luche, las legiones ganarán y Roma
desangrará por completo a tu pueblo».
La Boudica acabó secándose las manos en la hierba. Asintió, pensativa. «Gracias.
Ya pensaré en tu regalo por la mañana, si estoy viva por entonces». Ya no sonreía,
pero tampoco le odiaba. «Deberías irte a casa», le dijo. «Tus dioses te reconocerán en
Roma. Aquí no pueden alcanzarte».
El armero gritó por segunda vez y nadie le contestó. Un legionario surgió de la
seguridad de las líneas de tiendas y su terror al ver el cuerpo fue mucho mayor que el
que había sentido Vindex. Su grito despertó al armero y éste, finalmente, pidió unas
antorchas. Los hombres corrieron, tal y como les habían enseñado, y si la luz que
había detrás de las tiendas no les hacía aparecer con tanta brillantez como si fuese el
mediodía, sí que bastaba para que la guerrera de cabello de zorro fuese vista.
Ella corrió entonces, fluidamente y sin demasiada prisa, como un ciervo que
todavía no ha oído a los perros. El armero de la segunda centuria era un hombre de
pensamiento rápido, que se abstenía completamente del vino. También había sido
durante tres años el campeón de su cohorte a la hora de lanzar venablos, honrado por
la velocidad y precisión de sus lanzamientos. Volvió a llamar y cinco hombres
corrieron a llevarle sus lanzas, pasándole una nueva a la palma cada vez que la última
emprendía el vuelo. Diez fueron arrojadas en el espacio de una docena de pasos. El
más adelantado de los portadores de antorchas vio que la octava daba en el blanco y
gritó al armero y a Marte Ultor, reclamando una muerte. Vindex, que lo veía todo con
ojos distintos, sabía que la Boudica estaba herida, pero que no se había unido a él en
la muerte.
Desde más allá de las márgenes del campamento, la voz de ella le llenó la cabeza.
Parecía sin aliento y deshilvanada, y no sabía si era el dolor lo que la afligía o una
necesidad abrumadora de reír.
«Vete a casa», le dijo de nuevo. «El viaje a Roma es más rápido en la muerte, te
lo prometo, y la tierra más cálida. ¿Por qué te quedas ahí bajo la lluvia, en un lugar

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donde no te quieren? La legión ya no te corresponde, ahora que estás muerto. Puedes
ir adonde quieras».
Se le había ocurrido a Vindex más de una vez mientras vivía. En la muerte, con
regocijo, comprendió que era libre. Pasando a través de las paredes de la tienda de los
oficiales y la materia insustancial de su centurión, inició el viaje de vuelta a Roma,
que no era tan largo.
En el lugar donde había estado, murieron tres hombres más de su guardia entre
una lluvia de guijarros de río pintados de negro. El armero fue el último.

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Parte I

OTOÑO, 57 d. C.

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I

El agua estaba fría y color marrón debido a la turba y la lluvia reciente.


Breaca de Mona, conocida por todos excepto su familia y sus amigos más íntimos
como la Boudica, líder de los ejércitos y portadora de victoria, se arrodilló sola en la
ladera de una montaña, junto a un arroyo, y se lavó en la corriente la cara, las manos
y la herida sangrienta que llevaba en el brazo. El agua se tiñó de rosa brevemente en
el lugar donde ella había estado. Cogió con ambas manos un poco de agua limpia, se
aclaró la boca y eliminó el regusto metálico de la sangre.
Al abrigo de un haya cercana dormitaba una hembra ruana, el resultado final de
una vida entera de crías, y mucho mejor que nada de lo que podía ofrecer Roma.
Llevaba ronzal pero no soga, y vino al llamarla, con los cascos envueltos en suave
cuero para amortiguar el sonido de su avance. Breaca montó y se encaminó al norte y
un poco al este, moviéndose por las montañas y los senderos rocosos donde era
menos probable que los rastreadores coritanos, pagados por Roma, encontraran
señales de su paso.
Si hubiese escalado los picos, podría haber mirado hacia el oeste más allá de las
montañas y al otro lado de los estrechos a Mona, pero no lo hizo. La advertencia del
portaestandarte hacía eco, de forma inquietante, con las pisadas amortiguadas de su
yegua, y no habría forma de silenciarlas. «Nunca ganarás luchando sola contra
tantos». Vindex no era el primero que le advertía de los peligros y la futilidad de
luchar sola, ni el segundo tampoco, pero era el enemigo, y ella no tenía por qué
confiar en su opinión.
Resultaba más difícil ignorar las advertencias de aquellos que se preocupaban por
ella: los ancianos y los soñadores de Mona, que velaban por sus hijos en sus largas
ausencias invernales, y que no podían decirles dónde estaba su madre o si había
muerto ya, a manos de algún portaestandarte que a lo mejor no estaba tan borracho
como le había parecido.
Luain macCalma, el Anciano de Mona, fue el primero, discretamente, en decir
que la vida de la Boudica valía más, y que la venganza por la vida de un solo hombre
valía menos, y después de él habían venido en una larga sucesión otros que decían
que la amaban y que deseaban en su corazón lo mejor para sus intereses. Solo
Airmid, soñadora y amiga del alma, había comprendido siempre por qué Breaca
necesitaba cazar sola como lo hacía, y nunca se había pronunciado, ni en público ni
en privado, contra la pluma negra trenzada en el cabello de la Boudica y los inviernos
de asesinatos que anunciaba:
Airmid estaba en Mona, y Mona era otro mundo, y Breaca decidió no mirarlo y
por tanto no pensar en él ni en su gente.

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Se dirigió hacia arriba, y el camino se fue haciendo más rocoso a medida que
ascendía. Unas piedras grises se alineaban a ambos lados del sendero, pintadas por
remolinos de líquenes. Al cabo de un rato ella desmontó y destapó los cascos de la
yegua, para que agarrasen mejor en las piedras húmedas. La lluvia iba disminuyendo;
había pertenecido a la noche. Las lluvias en el horizonte del este se separaron y
mostraron las primeras líneas de luz, como cuchillos. Sin restricción alguna, la herida
de su brazo fue dejando de sangrar poco a poco y le dolía solo un poquito. El oficial
cuya lanza le había dado mantenía sus armas escrupulosamente limpias, cosa por la
cual ella le estaba muy agradecida.
A medio día a caballo hacia el sur, en el campamento nocturno donde un
portaestandarte, un armero y dos oficiales jóvenes de la Vigésima legión habían
muerto, se alzaba una voluta de humo pringoso en ángulo hacia el cielo. Los buitres
subían y graznaban y empezaban a derivar hacia el aroma de hombres quemados.

El hombre robusto y con el pelo gris, inclinado encima del cuello de su caballo y con
la atención fija en el rastro, no pareció notar ninguna de las dos piedras de honda que
chocaron contra las rocas, cerca de su cabeza. Su caballo, que las había notado las
dos, respingó un poco, desequilibrándole, y el hombre se agarró inútilmente a la silla.
El cuidado de sus dioses evitó que su cabeza chocase contra las piedras del camino
cuando cayó, y un almohadón de brezo le proporcionó un aterrizaje seguro, pero no
se levantó después, aun cuando la Breaca se arrodilló a su lado.
—¿Dónde te han herido?
Él separó los labios secos y agrietados.
—Tengo el flujo. No deberías tocarme; te contagiarás.
—Quizá, pero el daño ya está hecho —Breaca metió su brazo bueno por debajo
de los hombros de él y le ayudó a ponerse de pie. Le habría dado agua, pero no
llevaba. En ausencia de agua, usó el caballo del hombre enfermo para apoyarle,
poniendo el hombro de él contra la silla. Él se tambaleó y al final consiguió
estabilizarse.
Su acento, su caballo y el tejido de su casaca eran de los icenos del norte. Una
marca de tinta que llevaba en la piel debajo de la clavícula mostraba el halcón y el
caballo a la carrera, ligados. Breaca pasó su índice desde el caballo al halcón, y notó
el pequeño nódulo de ámbar enterrado bajo la piel, más allá de la punta del ala del
halcón, que verificaba la autenticidad de la marca.
—¿Eres de Efnís? —preguntó. Y cuando él asintió—: ¿Por qué me estabas
siguiendo?
—No te seguía. Las montañas están repletas de romanos, y yo quería entregar mi
mensaje de una boca viva a unos oídos vivos si el flujo no me mataba antes. Intentaba
alcanzar los bosques junto a la costa para encontrar refugio allí, antes de cruzar a
Mona.

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Breaca meneó la cabeza.
—No llegarás a tiempo. Los hombres de la quinta cohorte están estacionados
junto a la costa. La tercera cohorte perdió a cuatro hombres la noche pasada: las
señales de fuego llevan encendidas desde el amanecer, llamando a todos los demás
legionarios a la acción. Habrán rodeado ya todos los bosques hace mucho. Conozco
un lugar más cerca que puede resultar seguro, si nos permiten entrar. ¿Eres capaz de
cabalgar otras dos docenas de tiradas de lanza?
—Si al final hay un refugio, pues sí.

La boca de la cueva era una hendidura vertical en el acantilado realizada por los
dioses en un ángulo tal que era invisible a menos que uno se aproximara exactamente
desde el sudeste. La roca, del tamaño de un perro, colocada por los antepasados para
guardar la entrada, estaba manchada con fragmentos de moho y escondida por la
hierba que había crecido a su alrededor. En épocas anteriores, la habrían limpiado
bien al honrar a los antepasados, cada luna vieja, y las marcas de espirales en su
superficie se habrían resaltado de nuevo con ocre rojo y cal blanca y cenizas. En
aquel mundo nuevo e inhóspito de ocupación romana, los que se habrían ocupado de
ello estaban muertos o se habían refugiado en Mona, y la roca y la boca de la cueva
que había detrás estaban medio borradas por el abandono.
Breaca solo había pasado una vez por aquella cueva, y aquello fue el invierno
anterior, pero vio entonces lo que otros quizá no habían advertido, confiando su
situación a la memoria sin ninguna intención real de usarla. Tampoco la habría usado
entonces, probablemente, de no haberse visto obligada. Los riesgos de entrar en un
lugar semejante sin un soñador eran mucho mayores que los riesgos de muerte o
captura por parte de Roma.
De pie y sola ante la piedra-perro, Breaca dijo:
—Ofrezco saludos a la más anciana y grande de todas las antepasadas soñadoras.
Limpiaré tu lugar de descanso cuando me vaya, lo juro. Pero ahora, las malas hierbas
son mi protección, como han sido la tuya. ¿Me permitirás entrar y llevar conmigo a
este otro?
Una voz que estaba más allá de lo audible dijo: «¿Quién lo pregunta?».
—Lo pregunto yo, Breaca nic Graine mac Eburovic, antes de los icenos y también
Guerrera de Mona, y ahora cazando bajo la pluma negra de los sin tribu. Mi marca es
la serpiente-lanza que era tuya antes de mí, y será tuya de nuevo cuando yo me haya
ido.
La antepasada-soñadora dijo: «Bien. Yo permanezco y tú quizá no. Es bueno que
recuerdes eso. ¿Has venido a pedir mi ayuda como venganza, igual que hiciste
antes?».
—No.

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Ella era la Boudica, que conducía a miles de hombres hacia la batalla, y sin
embargo le sudaban las manos. Se las limpió en su casaca. Era mucho más fácil
enfrentarse a las legiones bajo la lluvia y la oscuridad armada solo con un cuchillo y
una bolsita de guijarros de río que hablar a la boca de una cueva vacía a plena luz del
día. Recordó a Airmid, y el temor en su voz cuando se enfrentó por última vez a la
antepasada-soñadora: Airmid, que no temía a nada ni a nadie.
Breaca miró hacia atrás, al sendero donde el mensajero moribundo esperaba,
fuera del alcance de su oído. Había desmontado cuando ella lo hizo, y se quedó de
pie, apoyado en su caballo. Mientras ella le contemplaba, él se deslizó lentamente de
rodillas y luego se cayó de lado, quedándose enroscado como un niño y respirando
agitadamente.
Si hubiese estado sola, ella habría corrido el riesgo de esquivar a las legiones a
campo abierto. Si esperaba, antes de que pasara mucho tiempo estaría sola de nuevo,
pero el hombre moribundo era un iceno, y de Efnís además, y había dado su vida para
llevar un mensaje a Mona. Si tenía algo de honor, no podía dejarle morir en un
sendero de montaña al alcance de las legiones cuando había un refugio cerca.
Breaca tocó la piedra en forma de perro tanto para darse valor como buena suerte,
y dijo:
—Somos dos, una herida, otro atacado por el flujo. Solo pedimos entrar en tu
protección, llevando nuestros caballos, nada más. Los romanos que quieren quitamos
la vida están muy cerca detrás de nosotros; los he visto entrar en el valle al subir
hacia la montaña. Creo que sus rastreadores no tienen ningún conocimiento de dónde
se encuentra el lugar de tu reposo, y que si lo hicieran, los legionarios no se
atreverían a cruzar el umbral. Hasta ellos reconocen un lugar sagrado cuando lo
encuentran.
«O si no es sagrado, al menos, sí peligroso». La risa de la antepasada era como el
deslizarse de una serpiente por encima de las hojas invernales, un sonido que borraba
toda paz y toda esperanza de paz. «Saben que yo penetraré en sus sueños, tanto
despiertos como dormidos, y que morirán como murió su gobernador, lentamente, y
enloquecidos. Quizá no te teman lo suficiente para abandonar la tierra, Breaca que
antes fue icena, pero me temen lo suficiente para hacer ofrendas en secreto que
aplaquen mi cólera».
Breaca había visto los cucuruchos de maíz y los frascos de vino rotos, y una vez
incluso la cabeza podrida de un ciervo cuando conducía a las tropas por el sendero.
No sabía que eran ofrendas a la soñadora de la serpiente, y ni siquiera entonces podía
confirmarlo. No dijo nada. Esperó un latido del corazón. Y luego: «sí, podéis entrar.
Yo, que puedo destruirte, te doy permiso».

La cueva no era tan completamente oscura como Breaca había esperado. Los caballos
entraron de buen grado y se cobijaron en una cámara con el techo abierto al cielo, a

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tres largos de lanza en el interior. Allí, excrementos de pájaros veteaban las paredes
en capas blancas, y forraban el suelo, acolchando el sonido de sus cascos. Unos
huecos en las rocas estaban llenos de agua, y la lluvia reciente los había dejado bien
limpios.
Más adentro el cielo no se veía con tanta claridad, pero una luz grisácea se filtró
durante un trecho desde las vertiginosas alturas del techo. En el suelo, esqueletos de
pequeños animales crujían bajo sus pies allí donde habían caído, involuntarios
sacrificios a la antepasada y a los dioses. Los muros se estrechaban hacia adentro, de
modo que el camino se convertía en túnel y las rocas arañaron la casaca de Breaca y
ambos hombros.
—Deberíamos detenemos —el mensajero iceno apenas podía caminar. Tiró de la
manga de Breaca.
—No, aún no. Hay un recodo más adelante y una cámara más abierta, con un río
que pasa a través. Allí podremos descansar y beber agua. La necesitas.
Él se agarró a ella y la miró. A la luz desfalleciente, ella veía el blanco de sus ojos
que se ensanchaba.
—¿Has estado aquí antes? —le preguntó.
—No, pero lo he oído decir.
Ella no le dijo que la voz de serpiente de la antepasada-soñadora le había
conducido allí, susurrando, ni tampoco que le había explicado detalladamente el
momento y la forma de su muerte.
La cámara en la que entraron al fin era demasiado amplia para que Breaca
distinguiera con claridad sus márgenes, y carecía de luz por completo. Al tacto, ella
preparó y encendió un pequeño fuego. Unas sombras anaranjadas atrajeron a los
monstruos de la oscuridad, arrojando unas llamas fantasmales en el pequeño
riachuelo que fluía a través de la esquina norte de la cueva. Ecos de agua espesaban el
silencio. El sonido era mucho más agradable que el susurro silbante de la antepasada.
A la orilla del río, Breaca tendió al mensajero moribundo. Dobló el manto de ella
y el de él y lo colocó a él encima de ambos, en un lecho de roca plana. Él llevaba un
odre de piel, vacío desde hacía tiempo, y lo llenó y le hizo beber y luego le lavó la
cara, el cuello y las manos con lo que quedaba.
—No deberías —dijo él, con menos determinación que antes—. Éramos tres, dos
hermanos y una hermana, cada uno de nosotros con el mismo mensaje. Solo
llevábamos dos noches cabalgando cuando nos atacó el flujo. Pasa más rápido de uno
a otro que la tos en una casa redonda, en invierno.
Breaca dijo:
—Si voy a morir, este lugar es tan bueno como cualquier otro; los rastreadores de
la legión no nos encontrarán aquí para intentar arrancarnos lo que sabemos con el
último aliento de nuestros pulmones. Si voy a vivir, entonces puedes descansar bien
atendido y seguro. ¿Qué ocurrió con tu hermano y tu hermana?

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—No lo sé. Tomamos caminos separados cuando nos encontramos con las
legiones. Cada uno de nosotros se dirigió cabalgando a Mona. Con tres, había más
posibilidades de que uno viviera y alcanzase el barco y entregase nuestras palabras.
«Pídele su mensaje». La voz de la antepasada resonó en las paredes. En su cueva
sonaba mucho más fuerte que la del hombre moribundo.
—Cuando esté en paz —dijo Breaca en voz alta, y el mensajero se hallaba
demasiado cerca de la muerte para notarlo.
Había atendido a innumerables moribundos en el campo de batalla, pero
raramente con otras enfermedades, de modo que le costó un cierto tiempo hacer lo
que era necesario. Se inclinó hacia él, intentando ver a través de la piel de color gris
como el sebo la vida y la mente que se hallaban detrás. El rostro del hombre se había
encogido sobre los huesos de su calavera. Sus ojos habían caído profundamente en
los pliegues de carne de su rostro, y el cabello estaba húmedo de sudor y de agua con
la que acababa de lavarle.
«¡Pregúntaselo!»
Tocándole la frente con su palma, ella dijo, con precaución:
—Éste es tu lugar de descanso. Que Briga te lleve desde aquí y la antepasada te
guíe con toda seguridad hacia las tierras que hay más allá de la vida. Yo volveré a
Mona cuando el viaje sea seguro. ¿Es tu deseo que lleve tu mensaje conmigo?
—Sería, pero no puedo entregarlo si no he llegado todavía a Mona —el hombre
hizo una mueca, intentó incorporarse y no lo consiguió—. Lo siento. Nos mataría a
los dos si lo intentase. Efnís nos hizo un hechizo a los tres mensajeros. Si yo intentara
hablar, la lengua se me hincharía en la boca y me bloquearía el aliento antes de que
saliesen las palabras. Y más aún, aquella persona con la que hablase moriría, aunque
no de inmediato, pero sí de forma segura. Si nos cogían, se nos permitía decir todo
esto a quienquiera que intentase interrogamos.
Breaca le alisó el pelo en la frente y le echó un poco de agua para refrescarlo.
—Efnís es sabio. Si hubieses sido capturado, habría sido bueno morir
rápidamente, sabiendo que tu mensaje estaba a salvo y los indagadores de Roma
condenados a un lento final.
El hombre luchó por asimilar aquello, frunciendo el ceño.
—Pero no es tan bueno ahora, cuando me estoy muriendo en compañía de una
guerrera y amiga. Me llevaré mi mensaje en la muerte, eso es seguro, y Efnís nunca
sabrá de mi fracaso.
—Lo sabrá. Nadie pasa a los otros mundos sin que los soñadores lo sepan. Aun
así, puede que tenga una respuesta. ¿Tengo razón al creer que tu mensaje tenía que
ser entregado al Anciano de Mona, Luain macCalma, o en su defecto a Airmid de
Nemain, y que concernía a la Boudica?
Era un riesgo. Ninguno de los dos conocía cuáles eran los límites de la maldición.
El mensajero sonrió débilmente y ensayó su respuesta silenciosamente dos veces
antes de afirmar y decir:

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—Tienes razón.
Ambos esperaron. En los momentos que siguieron su aliento no se vio
imposibilitado, ni su lengua se hinchó más de lo que el flujo ya la había hinchado.
Breaca dejó escapar un suspiro.
—Entonces, si yo te dijera que mi hija, segunda de mi corazón, de mi carne y de
mi alma, se llama Graine, igual que mi madre, y que mi padre fue Eburovic, herrero y
guerrero de los icenos, ¿quedaría desbloqueada tu boca, y tu lengua sin hinchar,
mientras me entregases tu mensaje?
Los ojos del hombre se habían cerrado y no se abrieron hasta que ella terminó. En
la espera, Breaca no sabía si se había dormido o si la conmoción de averiguar su
identidad, aunque revelada de forma muy oblicua, le había dejado sin habla.
El alivio cuando él tendió la mano y le cogió la suya la dejó sin palabras. El
hombre abrió los ojos y las lágrimas se agolparon en ellos, forjadas en cobre por el
fuego. Su voz era un hilo finísimo, tirante por el dolor y el esfuerzo.
—¿Tú eres la Boudica? ¿La Guerrera de Mona?
Ella asintió, sonriendo.
—Sí.
El hombre se incorporó, respirando con dificultad.
—¿Y por qué estás aquí, sin trenzas, llevando la pluma negra de los sin tribu, y
cazando sola en tierras dominadas por Roma?
Ella no había esperado aquella rabia, ni la súbita energía que le dio. El hombre no
sabía nada de las reuniones entre la Boudica y los soñadores a los cuales ella servía,
en los cuales se desnudaban las almas, ni de las batallas entre amigos con palabras
como únicas armas. Él no había decidido esconder la acusación en su voz ni la herida
en sus ojos. Se dejó caer de nuevo, pero su mirada, desafiando la de ella, podría haber
sido la de macCalma o la de Duborno o la de Ardaco o la de cualquiera de sus hijos.
Alzándose, Breaca echó un puñado de raíces de brezo al fuego. Surgieron nuevas
llamas verdes y de un azul violento allí donde la tierra ardía antes que la madera.
Mirando los colores y sin mirar al hombre, ella dijo:
—Estaba matando romanos, como has visto. Los cuatro muertos de la tercera
cohorte han sido muertes mías, y dos la noche antepenúltima.
El mensajero era un hombre inteligente. Contemplándola, dijo:
—Así que cazas sola porque el riesgo es demasiado grande para exponer a otros
al peligro, y Briga te llevará a la muerte cuando crea que las muertes han bastado. ¿Y
los soñadores ancianos de Mona consideran que ese riesgo vale la pena?
—En absoluto —Breaca sonrió, sorprendiendo a ambos—. Pero ellos no pueden
prohibirlo. Mi vida es mía, y yo creo que es un buen riesgo. Estamos casi en invierno;
el tiempo de las luchas ha terminado, pero las legiones siguen teniendo que
aventurarse más allá de sus fuertes en busca de comida y leña. Se hace más daño a
sus mentes con cuatro hombres muertos en medio de la noche que con cuarenta
muertos en el campo de batalla en lucha abierta. Cada muerte conduce a deserciones,

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y los que quedan atrás sueñan con un tiempo en que puedan pedir un permiso y
navegar hacia Roma. Un ejército que va al campo de batalla descorazonado lucha
para perder, y tú lo sabes muy bien.
—Lo sé. Y un pueblo que carece del liderazgo de los dioses no lucha en absoluto
—y temblaron una rabia antigua y un miedo más reciente. Ambos sentimientos se
desvanecieron y dejaron solo el cansancio fatal que había envuelto al mensajero
cuando cayó por primera vez de su caballo.
Con cuidado, Breaca dijo:
—Los icenos no carecen de liderazgo.
—Ahora sí.
Se estaba muriendo con rapidez; ambos lo notaban. Las palabras no dichas
pesaban entre ellos, extrayendo todo el aire de su aliento. Eligiendo el camino que
hacía menos daño, Breaca preguntó:
—¿Puedes decirme en qué sentido tu pueblo y el mío están sin líder?
—No lo sé. Decir esto puede matarnos a ambos.
Él se armó de valor y luego, contra las protestas de ella, se enderezó hasta
sentarse. Su mirada devoraba el rostro de la mujer y luego se desplazó hacia la rojiza
herida de su brazo. Después de todo, la punta de aquella lanza no estaba tan limpia.
La sangre fluía un poco de la herida, pero el brazo a su alrededor estaba irritado y
caliente, y había empezado a oler mal. Él lo tocó y ambos notaron que la carne
temblaba bajo sus dedos.
Él dijo:
—Quizás Efnís fuese más sabio que ninguno de nosotros y supiera que ya te
estabas muriendo de todos modos.
Breaca echó agua encima de la herida.
—Quizá. Me he sentido mucho más cerca de la muerte que ahora, pero dicen que
Briga a menudo viene cuando menos te lo esperas.
—No para mí —él sonrió y la mueca permaneció en sus labios mucho después de
que su mente se hubiese ido a otro lugar. Al cabo de un momento habló—: Efnís
pensó sus palabras para Airmid, soñadora de Nemain, pero las historias siempre han
dicho que ella ostenta la mitad de tu alma y Caradoc la otra. Si eso es cierto, entonces
puede que, a ojos de los dioses, yo esté hablando como si hablase con Airmid, y
pueda contártelo con total seguridad. Estoy dispuesto a intentarlo, pero mi muerte es
cierta. No tengo nada que perder. Tú podrías cazar romanos a solas muchos inviernos
más. ¿Te arriesgarás a perderlos para oír mi mensaje?
Breaca cerró su puño izquierdo, notando el ramalazo de dolor en la palma que era
el recuerdo de un corte de espada. El dolor no era para advertirla del peligro. La
herida de lanza en su brazo latía de forma alarmante, pero otras heridas habían sido
igual de profundas y se habían puesto igual de feas y ella no había muerto por su
causa.

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Ella miró al otro lado del fuego, hacia la oscuridad de la cueva, pero allí no
encontró ninguna ayuda. La antepasada-soñadora estaba silenciosa, cosa rara en ella.
Como en todas las decisiones importantes de su vida, Breaca estaba sola. Había una
gran libertad en ese hecho.
Dijo:
—El placer de matar romanos no es tan grande como para perderme un mensaje
de Efnís que ha costado la vida de tres guerreros. Sí, compartiré tu riesgo.

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II

—Tu hermana ha muerto.


—Yo no tengo ninguna hermana.
El aire en la herrería estaba denso por el humo del metal al rojo y estruendoso por
el repiqueteo del metal golpeado. El sol que entraba por el agujero hecho para que
saliera el humo arrojaba un charco de luz en el suelo, pero sin dar ni al fuego avivado
ni al yunque. Aquello no era ningún error: al herrero de Hibernia le gustaban las rojas
sombras del mundo donde trabajaba, y no tenía ningún deseo de exponerse a la luz
del día, particularmente en su compañía actual.
Fue pasando el martillo por el metal que se enfriaba, de la longitud del brazo, y
que un día, pronto, se convertiría en la hoja de una espada, y notó que el ritmo
repercutía de forma agradable en sus huesos. Mientras ignoraba al visitante que
permanecía de pie en el umbral. Deliberadamente, no le invitó a cruzarlo.
Luain macCalma, antes de Hibernia, ahora Anciano y primer soñador de Mona,
no estaba acostumbrado a que le ignorasen. Raramente se le había negado la entrada
al hogar de otro, y nunca cuando había viajado diez días para llevar noticias de cierta
importancia.
Desde luego, él no necesitaba la luz para ver el cuerpo y el alma del hombre a
quien había venido a visitar; un soñador pasa gran parte de su vida en la
semioscuridad. De pie en el umbral, estudió el cabello liso y de un negro intenso,
crecido ahora hasta los hombros cuando en tiempos fue corto para complacer a las
legiones; las líneas esbeltas del cuerpo, en tiempos entrenado para la batalla y
mantenido casi en la misma forma por el trabajo de la forja; los pómulos marcados y
la amplia frente de un hombre a quien los dioses han arrojado muy lejos del rumbo de
su vida y sin embargo no está abatido aún. Había ira en él, y un orgullo tozudo y
ninguna de ambas cosas era capaz de esconder el miedo ni el esfuerzo hecho para
ocultarlo.
Todo eso lo comparó con lo que había visto últimamente en aquel hombre, y no
se sintió decepcionado. Tres años de paz y soledad habían curado mucho más de lo
que macCalma había creído posible. Sus dudas, que eran muchas, se debían a la
condición del alma y el corazón del herrero.
Tomó aliento y lo dejó escapar, lentamente. Por encima del atronador ruido del
martillo, dijo:
—Tú eres Bán macEburovic, Cazador de la Liebre y soñador del caballo de los
icenos, y ya me estoy cansando de tus fantasías. Tu chico me dice…
—No es mi chico —el martillo falló un golpe y, tartamudeando un poco, recuperó
el ritmo—. Se llama a sí mismo Bello, por los bellovacos, que eran su pueblo entre

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los belgos. Es posible que yo lo comprara como esclavo, pero le he devuelto su
nombre y su libertad. Sin embargo, me odia. Sigue aquí solo porque su miedo a los
hibernios es mayor que su odio hacia mí. La gente de su pueblo no es amable en la
expresión de sus afectos hacia los jóvenes guapos y de pelo rubio y con los ojos del
color del cielo en verano. Aquí está más seguro que en cualquier otro lugar, y él lo
sabe, o si no se habría ido hace mucho tiempo.
MacCalma levantó una ceja hasta el máximo.
—Él te ve como a un padre.
El herrero se encogió de hombros.
—Un hombre puede odiar a su padre y aun así seguir siendo hijo suyo. Mira a
Caradoc.
—O mírate a ti.
El martilleo se detuvo. El silencio que siguió resultaba duro a los oídos.
Con exquisito cuidado, el herrero dejó a un lado el martillo y, con las tenacillas,
levantó la hoja todavía al rojo vivo; en la cual había estado trabajando. A la luz
sangrienta de su brillo, habló con tranquilidad y calma, como un hombre que ofrece
una invocación a sus dioses en la quietud de un templo.
—Escúchame, macCalma. Solo lo diré una vez. Quién me engendró no es asunto
mío, y no permitiré tampoco que lo sea tuyo. Eburovic de los icenos me crio y me
cuidó durante mi niñez. Corvo, de la Quinta Gallorum, me enseñó a luchar y a amar,
y me dio el nombre que uso. A esos hombres los valoro y los respeto, pero eso no los
convierte en propietarios de mi vida ni de mi alma, ni ellos la reclamarían. No dejé a
los icenos por elección propia, y no elegí cometer traición contra Roma y mi
emperador. Ambas cosas ocurrieron, y por tanto, ahora no pertenezco ni a las
legiones ni a las tribus. Por primera vez en mi vida soy libre. Y me propongo seguir
así.
—¿Ah, sí? —el soñador asintió—. ¿Y quién es ése, quien es ése tan libre?
—¿Qué importa el nombre? Aquí en Hibernia yo soy el que quiera ser. Soy
Valerio para aquellos que prefieren a Roma y desean que les ayude a perfeccionar su
latín. Para el resto, soy simplemente el herrero de pelo negro de la colina, que les
puede arreglar las espadas y los broches y a veces ayudar a sus mujeres en el parto. Si
tienes quejas al respecto, Anciano de Mona, llévatelas a otra parte. Yo no tengo nada
tuyo.
El herrero que en el pasado fue tanto Valerio, decurión de la caballería tracia,
como Bán de los icenos, estaba temblando cuando terminó. Tres años sin vino ni
cerveza no habían eliminado de su cuerpo los temblores de su exceso. Por fortuna, la
espada sin terminar que sujetaba no temblaba como él. Aun así, Luain macCalma le
miraba demasiado fijamente para sentirse cómodo.
El herrero estaba desnudo hasta la cintura. Las cicatrices de guerra brillaban
blancas entre los riachuelos de sudor. Si se le daba el tiempo suficiente, un hombre
que se lo propusiera podía leer la historia de la conquista de Britania en el mapa de

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aquellas heridas. Dos hombres se lo habían propuesto, y ambos vivían ahora fuera del
alcance de su corazón, así como de su mente. Si él les dejaba, los recuerdos de
cualquiera de los dos podían dejarle destrozado. Bajó la hoja y la metió en la cuba de
agua, de pie junto al yunque, y dejó que el vapor borrase su pasado.
Pero no tuvo un éxito completo. Igual podía haber invocado en voz alta a ambos
hombres y la herida de su pérdida, tan profundamente cambió el rostro de macCalma.
A través de la blancura que se iba espesando, el Anciano dijo:
—Lo siento. No debería haber venido a molestarte en tu santuario. Solo me
imaginé que debías saber la noticia.
«Tu hermana ha muerto». No pensaba preguntar para saber más. Ya eso solo era
demasiado.
El vapor fue desapareciendo lentamente a través del agujero para el humo.
Cuando el herrero pudo ver de nuevo, macCalma ya se había ido. Su voz llegaba
perezosa desde la luz del día, hablando con el muchacho belgo, Bello, que ya no era
esclavo y que sin embargo custodiaba fuera el caballo del huésped como si fuese su
deber.
—La yegua tesalia roja que está ahí en el prado iba a ser mi regalo de huésped. Es
un poco mayor y no es adecuada para la monta, pero en tiempos tuvo un gran valor.
Está preñada de un caballo de batalla panonio y si el potro llega a alcanzar los
méritos de los padres, puede tener gran valor. Tengo unos asuntos con los soñadores
de Hibernia y me resultaría muy incómodo llevármela de vuelta. ¿Podrías quizá…?
Luain macCalma se había entrenado durante tres décadas con las mejores mentes
de Mona; el arte de la oratoria era una habilidad que había cultivado, por encima de
sus habilidades de nacimiento. Cuando lo deseaba, podía animar a todos los
habitantes de una casa grande para que lanzasen vítores, puestos en pie, solo con la
primera frase de un relato, o susurrar a un niño enfermo para que se durmiese de
modo que estuviera curado antes de la mañana… o conmover el alma de un hombre
que pensaba que se había vuelto invulnerable, y probarle que no lo era.
El herrero se apartó de su yunque.
—¿Qué has traído? ¿Cómo has encontrado una yegua roja tesalia? —estaba en la
puerta, a plena luz del día, olvidando que prefería la oscuridad de la forja. La espada
fría colgaba de su mano, inútil.
Como respuesta, el soñador retrocedió para que se pudiera ver su regalo de
huésped. La yegua se encontraba en el pequeño cercado al lado de la choza. No era
mayor, sino anciana, una verdadera abuela entre los caballos, y no la habían cuidado
demasiado bien. Su lomo estaba torcido por haber engendrado demasiados potros. El
cansancio del viaje y de la vida se desprendía de todo su ser como si fuese un
presagio de muerte. Su pelaje era rojo, del color del hígado crudo, con cicatrices
blancas en los costados. Una antigua marca aparecía de forma borrosa en la base de
su cuello.

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Una vez, hacía mucho tiempo, cuando la yegua tenía su pelaje de verano y estaba
perfectamente acicalada, la marca fue muy clara: Leg VIII Aug, una yegua de la
caballería de la Octava Augusta, regalada a un muchacho de los icenos que había
sabido de ella por medio de un sueño.
Había pasado muchísimo tiempo. Se podía esperar que un verano de alegría
compartida con una batalla al final hubiese dejado un recuerdo tan fuerte en la yegua
como en el muchacho que la cabalgaba, pero los ojos del animal carecían de
esperanza, y miró al herrero sin reconocerlo. Ásperamente, él dijo:
—Es demasiado vieja para estar preñada.
—Creo que no. Será el último, pero lo hará bien. ¿Preferirías que pariese bajo los
cuidados de otro hombre? Puedo llevármela de vuelta a Mona, si así lo deseas.
MacCalma conocía perfectamente el funcionamiento del corazón humano, y no
desdeñaba usar ese conocimiento. El herrero no era capaz de hablar, pero asintió
cuando Bello le miró y luego vio que el muchacho corría hacia la yegua y le ofrecía
un puñado de sal que mantenía en la palma. No era el primero que le daba; Bello
había sido esclavo, y conocía íntimamente el dolor de la esclavitud en los otros, y
sabía cómo aliviarlo.
Recuperando de nuevo la voz, el herrero dijo:
—Tiene el corazón roto. Lo que queda, se lo ha dado al muchacho.
MacCalma no estuvo en desacuerdo.
—Pero su potrillo entregará el corazón a quien le entrene para la batalla. Airmid
cree que será un macho, negro y blanco, con un escudo y una lanza en la frente. No
tengo ningún motivo para no creerla.
El herrero dejó que su mirada vagase por el horizonte un momento antes de poder
hablar.
—Fue un error, desde luego, hablar en voz alta de mis sueños en mi niñez. Yo
entonces era muy joven, y demasiado confiado. Pero ese sueño murió hace mucho
tiempo, y no se puede revivir. Murió cuando Amminio me convirtió en esclavo y se
llevó mi montura de batalla a sus criaderos, y si Breaca ha muerto, entonces el sueño
jamás se podrá revivir ya, porque ella formaba una parte muy importante de él.
—¿He dicho acaso que Breaca hubiese muerto?
Estaban separados por la longitud de una espada. Valerio, antiguo oficial de
caballería, todavía llevaba en la mano la espada a medio hacer, en la que empezaban
a vislumbrarse los primeros atisbos del arma que podía ser. Sin aparente esfuerzo
alguno por su parte, la punta se elevó hasta el nivel de la garganta del otro hombre.
Con mucha tranquilidad, dijo:
—No juegues conmigo, soñador.
MacCalma se quedó de pie frente al sol. Su sombra, algo imposible, adoptó la
forma de la garza que era su sueño. Meneó la cabeza.
—Nunca jugaría contigo. No quería que hubiese ningún malentendido. No es
Breaca quien ha muerto, sino Silla, tu hermana pequeña, la única del linaje real que

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seguía en tierras de los icenos. Ha muerto dando a luz a un hijo de Prasutago, a quien
tú conocías como Tago, el cual se ha nombrado a sí mismo rey de toda la nación
icena. Él apoya a Roma, y ahora ya no queda nadie que lo detenga. Si no es
eliminado, los icenos, que eran el pueblo de tu madre, aunque digas que ya no son los
tuyos, quedarán esclavizados ante Roma de una forma que no se podrá romper.
«No es Breaca quien ha muerto…»
Valerio oyó el resto pero no le importó. Aquel único hecho se grabó en su mente y
fue repitiéndose. Sujetaba la nueva espada con demasiada fuerza. Las aristas del
metal a medio formar se clavaban en la carne de sus dedos. La ola que le invadió no
fue de alivio, ni de rabia, ni de dolor, sino de una mezcla de todas esas cosas,
convertida en algo feo y sucio por la manera de contarlo.
Más tarde, en medio del caos, recordó que Luain macCalma seguía de pie junto a
él, y que había algunas ficciones que todavía deseaba preservar.
Dijo:
—Olvidas lo que yo he sido. Si los icenos carecen de armas y de voluntad de
luchar, es porque yo les he doblegado. Sabiendo eso, no pretenderás en serio que llore
por el destino de una tribu derrotada, ¿verdad?
Un dios desconocido al que no había rezado permitió que su voz sonase normal.
La sonrisa de MacCalma resultaba enigmática.
—En absoluto. Tu madre era de estirpe real, y tú llevas su sangre, aunque no
quieras. Yo esperaba que tú accedieses a ir al este y levantar á los icenos en guerra
contra Roma en nombre de tu madre, para que Breaca pudiera permanecer en el
oeste, donde se la necesita, y donde podría conducir a sus guerreros contra un ejército
dividido. Comprendo ahora que no lo harás. Ya me he disculpado por alterar tu paz.
No volverá a ocurrir. Te deseo lo mejor con la yegua y su potro.

Luain macCalma quizá fuese un soñador, pero cabalgaba con la habilidad de un


guerrero. Su caballo, al galope, formaba medias lunas en la turba empapada de
Hibernia que quedaban mucho después de que el gris de su manto se hubiese fundido
con la niebla y el cielo.
Valerio se quedó mirando hasta que una bandada de gaviotas apareció por encima
de las colinas costeras y rompió el horizonte. Al volverse encontró al chico, Bello,
contemplándole con la misma mezcla de temor y preocupación que había mostrado
desde que llegó a Hibernia.
De pronto, cosa nueva, Valerio quería que el chico se sintiese seguro. Dijo:
—¿Te gusta la yegua? Fue mía en tiempos, cuando yo tenía tu edad. La cabalgaba
en la batalla, y ella mató a mi primer hombre. Después, cuando Amminio la capturó,
dio a luz a un potrillo blanco y negro, el caballo-cuervo; aquél de quien tanto has oído
hablar.

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Hablaron un poco de su pasado. Bello conocía fragmentos de las épocas de
esclavitud de Valerio, y de Corvo, que le había liberado, y muchísimo del caballo-
cuervo, que lo había hecho posible. El caballo había llegado a asumir unas
proporciones míticas entre ellos. A menudo (casi siempre) les resultaba más fácil a
ambos hablar de animales que de hombres.
Los ojos del muchacho se abrieron mucho.
—¿Esta yegua es la madre del Cuervo?
—Sí. Ella era exactamente como él, pero sin el odio que él guardaba en su
corazón. Si yo te lo pidiera, ¿la cuidarías?
Era un regalo, y Valerio hizo lo que pudo para ocultar cualquier dolor que pudiese
haber en la entrega. Bello le conocía mucho mejor que macCalma, pero era más
amable. Si se le notó algo, él fingió no darse cuenta. Por el contrario, sonrió con
ilusión, y su mirada perdió el cansancio y buscó la bolsa que llevaba en el cinto para
coger más sal y tendérsela, de modo que la pudiera lamer de su mano.
Una idea le hizo fruncir el ceño y luego sonreír de nuevo. Dijo:
—Yo la cuidaré y la trataré como se merece, pero el potro es hermano del Cuervo,
y por lo tanto debe ser tuyo. Prométeme que lo aceptarás y lo conservarás.
Valerio no sabía que el chico había estado escuchando, ni que entendía el
suficiente hibernio para seguir el críptico discurso de macCalma. Él no quería el
potrillo, pero sí deseaba mucho que el muchacho se sintiera a gusto con él. Dijo:
—Por supuesto que lo conservaré. Los hibernios son buena gente, pero no sabrían
cómo educar un caballo de batalla aunque les cayera del cielo en sus propios
cercados.
Pasó una mano por encima de la yegua y notó que vacilaba ante su contacto.
Pensando en voz alta dijo:
—Está demasiado delgada para parir bien un potro, y la han tratado muy mal.
Necesitaremos heno y grano para alimentarla, y tendrás que pasar con ella mucho
tiempo cada día, para que llegue a confiar en ti. Así, nos ayudará cuando llegue el
potro.

Pasaron el día haciendo planes y la tarde trayendo pienso en una carreta desde el
pueblo, que estaba en la costa. Bello se mostró menos tímido ese día de lo que había
sido en los tres años que llevaba en su compañía. Valerio le miraba y se maldecía a sí
mismo por haber necesitado que la solicitud de macCalma le enseñase lo que debía
hacer.
Cuando se retiraron a dormir, hizo cuanto pudo para no dormirse, pero la negrura
le captó al momento, y los sueños con ella, y eran los antiguos sueños de pérdida y
destrucción y, con ellos, la letanía de aquellos a quienes había matado.
Se despertó temprano y descubrió que Bello se había levantado más temprano
aún, y le había dejado junto al lecho, como presente para cuando se despertase, una

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bandeja con queso y una manzana que quedaba de la cosecha, y una jarra de agua del
pozo, y se sintió muy agradecido a los dioses que ya no velaban por él de que el chico
no estuviese allí para verle llorar.

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III

El cuerpo del mensajero iba flotando por el río de la cueva, mantenido a flote por su
pelliza y su manto.
Breaca no era una cantora; las leyes de Mona, que eran las leyes de los dioses y
los antepasados, no le permitían cantar la balada de los muertos, pero sí que podía
recitarla, y lo hizo. Solo cuando llegó a la parte en la que tenía que haber dicho en
voz alta el nombre del muerto se dio cuenta de que no lo sabía. La corriente se lo
llevó lejos del alcance de la luz, y ella oyó que su pelliza se enganchaba en las rocas y
luego se desgarraba.
Su fantasma ya había cruzado el gran río para alcanzar las tierras que había más
allá de la vida, siguiendo una llamada que solo él podía oír. Hubo un tiempo en que
Breaca no veía más que a los fantasmas de su propia familia, y aquello solo en el
corazón de la batalla, cuando las paredes entre ambos mundos se tomaban mucho
más frágiles. Entonces vio los espíritus de todos los guerreros muertos, todos los
legionarios, todos los hombres arrebatados por el flujo. Todavía no había visto el
fantasma de su hermana Silla, cosa que le sorprendía.
Mirando hacia la fluida negrura del río, luchó por encontrar algún recuerdo de la
joven alrededor de cuyo cuello había colocado la torques del liderazgo iceno.
Los recuerdos de Bán llegaban primero, sin ser convocados, y Silla solo después
de él, los dos acurrucados juntos, de niños, compartiendo un solo lecho en la casa
redonda y riñendo como cachorros de perro por su parte de las mantas de piel y los
perros que los mantenían a ambos calientes. Pasó menos de un año así y luego llegó
Granizo, el gran perro de guerra manchado con las marcas como de granizo
repartidas por todo su cuerpo, y ya no hubo más peleas, porque Granizo fue de Bán
desde el momento de su nacimiento y…
No había que recordar a Granizo. Recordar su vida era también recordar su
muerte, y había demasiado dolor en ella.
Demasiado tarde, Breaca cerró los ojos. Las puertas, ya abiertas, dejaron entrar
una oleada de recuerdos: Silla sentada a horcajadas en un potro rojo de su padre,
imposible de montar, y Bán tras ella, sujetándola por la cintura mientras impulsaba a
aquel animal de corazón loco al galope para probarle a Silla su propio valor; Bán
enseñando a Silla cómo tirar una soga y capturar un potro, o cómo arrojar una lanza,
o sencillamente, de Bán, aquel niño solemne, serio, con la sorprendente sonrisa, que
había superado a las abuelas con sus sueños, y que un día crecería y se convertiría en
un soñador tan poderoso como Airmid.
Y luego, como un niño no sigue siendo eternamente niño, sino que crece y se
convierte en adulto, era imposible no recordar al hombre roto y desesperado que se

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llamaba a sí mismo Valerio, a quien había visto tendido en la cubierta de un barco
procedente de la Galia vomitando en el mar, rogándole que le diera una muerte limpia
y decente.
Breaca no quería recordar aquello, no quería de ninguna manera. Era mucho
mejor antes, cuando creía que su hermano estaba muerto, y se había sentado
custodiando a los soñadores mientras ellos buscaban en los muchos caminos de las
tierras que hay más allá de la vida e intentaban encontrar su espíritu y devolverlo al
cuidado de Briga.
No lo habían conseguido, por supuesto, porque su espíritu no se hallaba perdido,
sino encendido en el corazón y la mente de un hombre que luchaba por Roma. El
descubrimiento de que Bán estaba vivo, de que era el decurión de la caballería tracia
que había aterrorizado a los pueblos icenos durante diez años después de la invasión,
solo se le reveló a unos cuantos. Efnís lo sabía, pero él no habría propalado jamás esa
noticia sin necesidad. Era posible que Silla hubiese muerto sin conocer la verdad, y
creyendo que Bán había muerto antes que ella. La idea de que le estuviese buscando
en la tierra de los muertos era insoportable.
Sin embargo, había que soportarla, junto con las noticias de su muerte y todo lo
que ésta acarreaba. Con gran esfuerzo, Breaca desechó el pasado y se obligó a vivir
de nuevo en el presente. La herida de su brazo ardía con un fuego propio que la
estaba abrasando. Se echó de cara junto a la orilla del río y la metió debajo del agua
hasta que la piel quedó entumecida.
Su mejilla estaba apretada contra la piedra húmeda. La débil luz de su fuego
arrojaba unas sombras móviles en el agua, y se hacía más densa donde el cuerpo del
mensajero se había enganchado en una roca.
En voz alta, dijo:
—No le pregunté su nombre. Llevo demasiado tiempo apartada de la compañía
humana. Empiezo a tratar a los hombres con menos cuidado de lo que trataría a un
caballo.
«Él está bien atendido. Eres tú la que necesita atenciones. Pediste mi ayuda una
vez, antes, ¿la quieres pedir ahora por segunda vez?»
La antepasada-soñadora estaba muy cerca. Su voz llegaba desde el río y el humo
del fuego que había por encima, seductora y peligrosa. Siempre había sido así, desde
el primer momento de su encuentro una noche de luna llena en el corazón de un
campamento romano, cuando Airmid convocó a la antepasada para destruir al
gobernador, pensando así salvar a Caradoc. El gobernador murió, pero Caradoc
seguía todavía en la Galia. Aquel farsante de Valerio había vuelto en su lugar, y la
antepasada lo había considerado un buen sustituto.
Airmid tuvo miedo de aquella soñadora; Airmid, que no temía a nada ni a nadie.
Breaca la apremiaba mientras realizaba los trabajos nocturnos, pensando solo en
Caradoc. Después se esforzó por olvidar aquella voz insidiosa, seductora, que la

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arrastraba hacia los lugares más oscuros de sí misma. Ahora la recordaba y deseaba
no haberlo hecho.
Atrapada, tocó el muro de la cueva y lo rechazó con fuerza, como lo hubiera
hecho ante hombres armados.
—Me has preguntado lo mismo en la boca de la cueva y mi respuesta sigue
siendo la misma: no te conocía cuando nos vimos por última vez. Ahora sí que te
conozco, y nunca más pediré tu ayuda. Solo he venido a buscar la protección de tu
cueva. Me la has concedido y te lo agradezco. Ahora me iré, y no te molestaré más.
La risa de la antepasada era como el deslizarse de las serpientes en la arena, más
terrorífica que cualquier legión.
«¿Y adónde vas, guerrera? ¿Y por qué?»
—A Mona, ¿adónde si no? Los ancianos deben saber que Silla ha muerto y que
Tago ha asumido el gobierno de los icenos, apoyado por Roma.
«Pero, ¿no te irás al este? ¿Tú, que eres la primogénita del linaje real de los
icenos, no deberías, por derecho de nacimiento y estirpe, llevar la torques de los
antepasados, la cual te fue entregada para que la ostentaras como evidencia de tu
preocupación por tu pueblo?»
Había una trampa en aquella pregunta, pero Breaca no era capaz de verla. Se
habría quedado silenciosa, pero la presión no se lo permitía. Dijo:
—Ya has oído el mensaje. No es seguro ir al este. Efnís ha dejado claro que debo
quedarme y continuar la guerra en el oeste; que solo desde aquí existe alguna
oportunidad de que podamos expulsar a Roma de la tierra. Volveré a Mona con esas
noticias. Nada ha cambiado.
«Y sin embargo, los muertos han hablado. “Si no alzas el este, las legiones
ganarán”. El fantasma del portaestandarte te lo ha dicho. ¿No reconoces la verdad
cuando la oyes?»
—No confiaría nunca en las palabras de un romano, aunque esté muerto. Efnís
dice lo contrario, y no me mentiría nunca. Él se preocupa por los icenos mucho más
que yo.
«¿Te preocupas por tu pueblo? No sé si es verdad». El ultraje de la antepasada la
hacía estremecer. «Tú les has dejado en manos de una niña suave como la leche y un
hombre que se ha vendido a Roma… Los icenos no te aman».
Eso dolía, y probablemente era cierto. Breaca dijo:
—Yo lucho en el oeste para liberar el este. No quedan guerreros en el este. Roma
ha asesinado a todos los que tenían la voluntad y el ingenio para empuñar un arma.
«Pero no han secado completamente a tu pueblo todavía. Un legionario recién
asesinado ve el futuro que se avecina mucho más claramente que una guerrera viva.
¿Debo mostrarte, última guerrera de los icenos, qué significa que un pueblo se
desangre hasta que no quede nada más que dar?»
Breaca vio demasiado tarde lo que se avecinaba, y que no había escapatoria. Con
los ojos cerrados o abiertos, las visiones eran las mismas, cayendo desde las negras

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paredes de la cueva, hirviendo en el agua turbia, danzando en la roca sólida que se
alzaba ante ella.
Lo que vio no era la tribu de su niñez, con o sin los recuerdos de Bán. Las casas
redondas habían desaparecido, desmontadas para quemar su madera cuando ya no se
encontraba nada más. En su lugar había chozas pequeñas y rotas. La tierra aparecía
desolada, los campos arrasados, los caballos muertos de hambre, la poza de los dioses
seca.
Entre el fango y la ruina, hombres y mujeres delgados como palillos y con los
mantos y túnicas azules de los icenos se reunían en toma a un redil, como si hubiese
mercado. Todos tenían las manos manchadas de tierra, como si fueran recogedores de
hierbas y plantadores. No había guerreros ni soñadores; ninguno de ellos ostentaba
las marcas de anciano, ni permanecían erguidos con orgullo ni fuego ni voluntad de
lucha.
Los legionarios con armaduras los rodeaban. En el centro de aquellos dos anillos
estaban los niños, más de veinte, con los ojos muy abiertos y aterrorizados. Cada uno
iba encadenado al siguiente por el cuello y los tobillos. Llagas abiertas florecían allí
donde mordía el hierro. Los niños derramaban lágrimas de oro, y sus padres caían de
rodillas y las recogían en sus palmas como si fueran granos, y se sentían agradecidos.
«Esclavitud», susurró la antepasada, con una mortal quietud. «Cuando se hayan
llevado los perros y los caballos, y matado el ganado y los ciervos de los bosques, y
el hierro que habrían sido armas y el bronce que habrían sido cosas bellas, cuando
fundan la torques de los antepasados para hacer monedas y pagar con ellas la guerra,
cuando pongan impuestos a todos los momentos del día y arrebaten la comida de
todas las bocas de los niños, entonces vendrán y comprarán la carne viva, y pondrán
precio a aquello que no lo tiene. ¿Recuerdas el sueño de tus largas noches, cuando te
dieron la marca que usas con tanta libertad y que no comprendes?»
Preguntas dentro de preguntas en el interior de una pesadilla. Breaca rogaba para
despertarse y olvidar, y no podía hacer ninguna de las dos cosas.
Sudando, dijo:
—Nunca he olvidado el sueño de mis largas noches. Juré entonces proteger el
linaje de mi pueblo, salvar a los niños y a los ancianos para que su herencia y la mía
pudiesen continuar sin perderse. Abandoné la batalla del río-mar para salvar a los
niños. He luchado sin cesar desde entonces para que puedan seguir con las canciones
y los sueños de los antepasados, sabiendo quiénes son y por lo tanto convirtiéndose
en lo que pueden ser. Y ahora lucho, arriesgándome a la muerte nocturna, para que
mis propios hijos y los de los demás puedan vivir en un mundo sin Roma. No puedes
acusarme de abandonar a los niños.
La antepasada rio.
«Díselo tú misma».
En la visión, el grupo de niños se separó. En medio de todos, una niña muy
pequeña y de miembros muy finos, con el pelo color sangre de buey y un rostro que

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reflejaba un antiguo dolor, alzó el brazo desde el corral de los esclavos, suplicando.
—¿Graine?
Breaca fue a tocarla y se golpeó los nudillos con la roca. La visión se esfumó,
convirtiéndose en cenizas. Se encontró de pie, de espaldas al fuego, y con el rumor
del río demasiado cerca de sus pies. El brazo herido le latía con el ritmo de su
corazón, demasiado rápido.
Desesperada, dijo:
—Esto no puede ser una visión auténtica. No lo creo. Los mercaderes de esclavos
no pueden comerciar en Britania. El emperador Claudio lo prohibió.
«Claudio está muerto y lo han hecho dios. Unos trinovantes esclavos construyen
su templo en Camulodunum mientras nosotras hablamos. Nerón gobierna en Roma, y
Nerón está gobernado por aquellos que están gobernados por el dinero. Si no quieres
creerme, lo único que tienes que hacer es permanecer en el oeste y esperar. Si no
haces nada, lo que acabas de ver ocurrirá. Por la marca que ambas compartimos, lo
juro».
—¿Y si voy al este?
«Entonces habrá una oportunidad de darle la vuelta a la marea. Tú sola no te
bastas; debes encontrar guerreros en número suficiente para luchar contra las legiones
e infundirles valor. Debes encontrar el hierro para armarles. Debes encontrar a otros
con valor y visión para que les dirijan, si tú caes. Con esas tres cosas, tendrás la
victoria. ¿Lo harás? Te puedo mostrar mi regalo de un futuro mejor».
—No quiero nada de ti. Tus visiones no son seguras.
«¡Ah, qué arrogancia! Aun así te voy a dar mi regalo».
La imagen fue breve, un relámpago en la oscuridad que mostraba el diseño
familiar de un campo de batalla; imposible no mirarlo. La visión de Breaca se amplió
y se fijó más cuando los guerreros que conocía se empezaron a distinguir. En el ala
izquierda, Ardaco dirigía a las osas como había hecho siempre: luchaban a pie,
pintados con glasto y barro, y se enfrentaban a una línea irregular de legionarios.
En el centro, los icenos avanzaban para aplastar al enemigo. Ella no veía quién les
dirigía, solo la marca de la serpiente-lanza por encima. A la derecha, una mujer
dirigía a los guerreros montados del oeste en una cuña que golpeó las alas de la
caballería romana y perforó el flanco del enemigo. Las filas de la caballería se
hundieron y se desmontaron y los que deseaban vivir abandonaron el campo de
batalla, dejando el centro sin custodiar. Una segunda oleada de icenos fue a llenar
aquel hueco.
La batalla estaba ganada mucho antes de que acabase la carnicería. Lenta,
implacablemente, los guerreros avanzaban y se iban uniendo en el centro por encima
de los cuerpos amontonados de dos legiones.
El momento del encuentro fue maravilloso. En el corazón de la batalla, un
estandarte romano cayó y fue pisoteado en el barro. La serpiente-lanza resplandecía
por encima, victoriosa.

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«Mi regalo», dijo la antepasada. «Acuérdate bien».

Después, durante mucho tiempo hubo oscuridad, y frías rocas, y el río que corría
entre ellas. Breaca se fue dejando caer lentamente y quedó sentada, y luego echada,
metiendo su brazo herido en el agua.
No era una soñadora que convocara visiones, pero allí echada en la fría roca, con
la cara vuelta hacia el río, hizo todo lo posible por recordar a su propia hija, para
poderla ver entera y hermosa y a salvo en Mona, y no destrozada en el redil de los
esclavos como amenazaba la antepasada.
Esforzándose tanto que el sudor perlaba su frente, consiguió imaginar un fuego
que bailaba encima del agua y una neblina en el aire por encima de éste. Allí, rasgo a
rasgo, construyó el cabello color sangre de buey, y los ojos grises, y las cejas finas y
de color vino oscuro, y la mirada precavida y cuidadosa de Graine, la hija a la que
apenas había visto desde su nacimiento. La hija de dos guerreros tan altos no habría
tenido que ser tan fina y tan esbelta, pero Graine era todo aquello que sus padres no
eran, y mucho más bella precisamente por ello. Nacida a la luz de Nemain, era una
soñadora desde su brillante y fino cabello hasta las plantas de los pies.
Breaca no podía imaginar la figura completa de su hija, solo el rostro, enmarcado
por el cabello abundante y oscuro, y le costaba mucho más esfuerzo de lo que había
creído posible. Luego, cuando pensó que solo podía formar perfiles a medio hacer en
un fuego imaginario, oyó llorar a Graine.
La conmoción deshizo la visión. Allí donde había estado su hija, una liebre corría
por la ladera de una colina, cazada por Piedra, el último hijo de Granizo, y luego
apareció Airmid, mirando entre las llamas, y la voz de Airmid hizo eco en la cueva
diciendo: «no sé qué herida tiene, pequeña, tienes que decírmelo tú. Yo no puedo ver
lo que tú ves».
La visión había desaparecido antes de que ella se diese cuenta de que las palabras
se referían a ella, y no eran para ella, y que a su contacto, el fuego que le abrasaba el
brazo era un poco más soportable.
No intentó llamar a Cunomar. Su hijo apenas había hablado con ella en los tres
largos años desde su huida del cautiverio de Roma. No era ningún secreto que no
había tenido éxito en la batalla al lado de su padre, en la Galia, y que hasta el último
gramo de su ser ansiaba borrar aquella vergüenza; que esperaba día a día que los
ancianos le llamasen para hacer la prueba de los guerreros y sus largas noches, de
modo que pudiera probarse a sí mismo que iba a ser el hombre que deseaba ser.
Como madre, Breaca lo sentía por él. Como guerrera, sabía que un niño no se
puede convertir en hombre hasta que no haya aprendido a dominar sus impulsos… y
que cuanto más demorasen los ancianos su llamada, menos probable era que él
encontrase la paz necesaria para hacer tal cosa.

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Careciendo de esa aprobación final, Cunomar cazaba enemigos con el odio
inquebrantable de un oso herido, y su creciente cuenta de muertes no conseguía, sin
embargo, curar las múltiples heridas de su alma. Despierto y dormido, el
resentimiento fluía de él, espeso y visible como un río de niebla.
Desde la oscuridad que había al fondo de la cueva Breaca oyó el sonido de la voz
de su padre, Eburovic: «tu hijo anhela tu amor. ¿Por qué no se lo das?».
Eburovic había dado su vida por ella y ella le amaba más que a ningún otro
hombre. Vivo o muerto, nunca le había oído decir otra cosa que la verdad. Miró hacia
la oscuridad y no pudo verle, pero su presencia le envolvía en su cuidado, como no
había conseguido hacer la de la antepasada. No estaba sola.
Dijo:
—He hecho muchas plumas de muerte para mi hijo cada vez que ha matado a un
enemigo. Le he dado un caballo de mi propio criadero, y con mis propias manos he
fabricado el cuchillo con el que mata. Yo le amaba, y me sentí muy feliz cuando
Luain macCalma me lo trajo de vuelta de Roma. Él lo sabe, pero aún sigue
abandonando la casa redonda cuando yo entro, y no se acerca a mí desde que empieza
el verano hasta que termina. Mi hijo es un extraño que caza con las osas y yo no sé
cómo llegar hasta él.
«¿Y por eso cazas tú también sola, sin desear ni requerir su compañía?»
Era su padre; no podía mentirle. Era un fantasma que tenía acceso a muchos
estratos de verdad.
Breaca dijo:
—Yo no podría cazar con Cunomar. No es seguro. Ha matado y vivido para
contarlo solamente porque las osas cazan en manada y se asignan cada vez tres o más
a su protección.
La verdad irrumpió entre los mundos de modo que ella vio a su hijo, lo quisiera o
no, en otro lugar y en otro momento; Cunomar volvió la cabeza y miró a su madre
con los ojos de un extraño. Ella buscó su mirada e intentó imaginarle llorando
lágrimas de oro, pero no pudo.
Como había oído a Graine y visto a Cunomar, también vio a Cygfa, la hija de
Caradoc, que no era hija de la carne de Breaca, pero que se había convertido en hija
de su corazón.
Como Cunomar, también Cygfa había sido capturada y hecha prisionera en Roma
con Caradoc, su padre. Exactamente igual que Cunomar, ella había permanecido a la
sombra de la cruz y había pensado que la colgarían en ella. Pero a diferencia de
Cunomar, ella había acrecentado su fortaleza interior, y no había sucumbido después
a la amargura.
Cuando Cygfa se fue a pasar sus largas noches y volvió convertida en una mujer,
iluminada por su sueño, Breaca fue la que habló por ella ante los ancianos y la saludó
como hija en todos los aspectos excepto los de la carne, que siempre son los menos
importantes.

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Alta como su padre, e igual de bella, le trenzaba plumas de muerte a puñados en
el cabello antes de la batalla, y montaba un caballo de su propio criadero. Los
guerreros se acercaban para tocar su espada por la suerte que les daría, y no había
ninguna duda de que ella lucharía bien, y mataría con limpieza, y que si moría en la
batalla, sería solo porque Briga la necesitaba en el otro mundo. En todas las batallas
desde su regreso de Roma había luchado al lado de la Boudica con brillantez.
Desde algún lugar distante, la antepasada dijo: «tú la amas como a una hija. Los
hijos de tu sangre lo ven cada día y se resienten. ¿Y te extraña que sean más fieles a
otros que a ti?».
Breaca yacía en la piedra fría a la orilla del río, con la boca convertida en un
desierto por falta de agua. Tenía demasiado calor y demasiado frío y temblaba. Su
aliento no bastaba para pronunciar debidamente las palabras. Respondió, susurrando:
—Retuerces la verdad. Mis hijos saben que son iguales ante mis ojos.
«¿Estás segura?»
—Sí.
Pero no estaba segura. Su voz en susurros lo decía, y el flujo del agua, y las
palabras de la antepasada, que se hacían cada vez más débiles.
«Tú eres icena. Es tu sangre, y tu derecho, y tu deber. No es demasiado para
evitar que los niños lloren. Solo debes encontrar una forma de devolver al pueblo el
corazón y el valor que han perdido. Encuentra una forma de convocar a los guerreros
y armarlos, encuentra al menos uno con un valor que se iguale con el tuyo, y ganarás.
Al final, halla la marca que es nuestra y busca su lugar en tu alma. Si lo sabes, tú
ganarás».
Las palabras de la antepasada formaron la imagen de una serpiente-lanza en la
oscuridad, hecha de fuego, suspendida en un cielo veraniego.
La serpiente, que tenía dos cabezas, miraba al pasado y el futuro, retorcida. La
lanza estaba quebrada, como si estuviese rota. Sus dos puntas señalaban hacia arriba
y hacia abajo, a la tierra y al cielo, uniendo el reino de las personas con el reino de los
dioses.
Otras se unían a ella, cinceladas en la roca viviente una y otra vez en los muros de
la cueva, desde el suelo hasta el techo inalcanzable. En ninguna parte y en todas, la
serpiente de dos cabezas miraba por igual al pasado y al futuro, y la lanza torcida
yacía en medio, uniendo los dioses a su gente. El fuego chisporroteó y dio más luz,
llenando las marcas cinceladas con metal fundido, de modo que cobraron vida y
sobresalieron, brillando desde las paredes.
La luz era demasiado intensa. Dolía mirarla. Creyendo que se moría, Breaca
apartó la cabeza.
—¿Qué será de mis hijos?
«¿Los dejarás en los rediles de los esclavos? Si consiguieras tu victoria, tendrías
que perderlos. Mejor perderlos ahora en Mona, donde se les ama, que más tarde ante
Roma».

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Las serpientes-lanza de las paredes se fueron desvaneciendo y todo quedó oscuro.
Solo la marca grabada al fuego estaba suspendida en el techo de la cueva, color azul
cielo.
Con perturbadora solicitud, la antepasada dijo:
«No hay nadie más que pueda hacerlo, si no, no se te pediría. Si procedes con
toda velocidad, la marea de Roma quizá pueda dar la vuelta».
—¿Me lo prometes?
«Yo no te prometo nada. Solo que estaré contigo, y que si me lo pides, puedo
darte la muerte, que quizás anheles, o ayudarte a vivir, que tal vez no desees».

Se despertó oliendo a quemado.


Su manto se estaba chamuscando en el borde de la hoguera, y la herida de su
brazo se había abierto y brotaba de ella un pus maloliente. El dolor que la
atormentaba era el mayor que había sentido jamás, más incluso que en el parto. Miró
hacia arriba en la oscuridad y no vio nada, ni oyó nada, solo el río que corría sin cesar
y sus ecos en el silencio.
Al cabo de un rato rodó de lado y luego de cara y empapó el borde del manto para
que no ardiera más, y bebió un poco, y luego, castañeteando los dientes, metió el
brazo malo en el agua y dejó que la corriente lo limpiase.
Más tarde, arrastrándose aún, encontró las alforjas del mensajero y el ajenjo,
verbena y llantén y otras cosas cuyo nombre no sabía y que había enviado Efnís, por
si el portador resultaba herido durante su viaje.
Airmid habría sabido mucho mejor cómo usar aquello. Breaca hizo todo lo que
pudo recordar, y rezó a los dioses, no a la antepasada-soñadora, para que ayudasen en
su curación.

Se durmió de nuevo, mucho rato, y se despertó más fresca y temblando de hambre,


pero no de frío, y así supo que lo peor había pasado. Comió algo de las alforjas del
mensajero, agradeciendo a su fantasma su previsión y el regalo de la comida, y fue
lentamente a atender a los animales. La ruana la reconoció y relinchó, dándole en el
cabello con el morro. Ella se quedó de pie rascándole la cruz y deshaciéndole los
nudos de la crin.
Al cabo de un rato, como había pensado en ello y había tomado una decisión, y
necesitaba expresarla en voz alta, dijo:
—Nos quedaremos aquí seguras hasta que me encuentre lo bastante bien para
cabalgar, y entonces iremos al este. Yo sola. Encontraremos guerreros y los
llamaremos a la batalla, y podemos encontrar el hierro para armarlos, y uno que los
dirija. Si no devolvemos la marea de Roma, no será por no haberlo intentado. Pero

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ahora mismo te juro que si las legiones vienen a tomarte a ti o a tus crías para
esclavizaros, te mataré o los mataré a ellos, antes que dejar que tal cosa ocurra.
La yegua no sabía nada de la esclavitud, solo notó la pasión que subyacía en las
palabras. Volvió la cabeza y descansó su barbilla en el hombro de Breaca y le lamió
el cabello empapado de sudor, y durante un momento, en la oscuridad, fueron
compañeras, la una para la otra, antes de que emprendiese el viaje al este.

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IV

Una luna creciente coronaba el borde de la montaña. Un carrizo cantaba al amanecer.


La pequeña Graine estaba echada detrás de una losa con las esquinas rectas, con la
mano en el cuello de un perro color azul pizarra llamado Piedra. Desmintiendo su
nombre, el perro no yacía quieto, sino que temblaba bajo su contacto, con la mirada
fija en el empinado terraplén de la colina, en el lugar donde el brezo de la montaña
dejaba su lugar a la hierba y grandes extensiones de helechos. En verano habían
cortado el heno que crecía allí, la hierba había vuelto a crecer un dedo más o menos,
con lo que era ya un buen pasto. Graine miró al lugar que miraba el perro y, cuando
los ojos de ella se convirtieron en los del animal, un triángulo de perfiles borrosos se
convirtió en la forma de tres liebres de un año que se alimentaban.
Las liebres eran jóvenes e incautas. Graine, que también era joven, había oído a
los demás contar historias de caza: «vigílalos desde la distancia. Cuando cojas a uno
solo, ése es el momento de atacar».
Fue Duborno quien le contó aquello, el cantor delgado y atento a quien los dioses
habían devuelto vivo de Roma, mientras que su padre había quedado atrás. Duborno
hablaba de cazar romanos, pero las liebres no eran tan diferentes.
Graine permanecía echada en la hierba húmeda, al acecho. Nemain, la luna, bajó
mucho más, hasta que la liebre que vivía en su superficie no pudo verse ya
claramente. Los susurros de la semioscuridad cambiaron y se convirtieron en ruidos
diurnos. Graine hubiese preferido que la noche no acabase nunca; en la oscuridad, las
abuelas le hablaban desde los países que había más allá de la vida, y ella notaba que
comprendía aquel mundo. A la luz del día tenía que fiarse de las palabras poco
creíbles de los adultos que la rodeaban, y que le resultaban demasiado confusas.
No es que le mintieran, es que, sencillamente, no tenían la misma visión del
mundo que las abuelas, de modo que era difícil saber qué era lo que podía
complacerles. Su madre, Breaca, resultaba especialmente difícil de comprender, y era
a su madre precisamente a quien más quería complacer Graine… si es que aún seguía
viva. Ese interrogante había dominado la mañana y todo el tiempo transcurrido desde
aquella oscura tarde con Airmid, cuando ambas vieron cosas en el río que no habrían
deseado ver.
Las abuelas no la habían ayudado con aquella visión, ni se la habían explicado.
Sin tener nada más sólido que el dolor visto y sentido, Graine decidió comportarse
como si su madre todavía estuviera viva y pudiese volver pronto, contando los
muertos romanos y, quizá, impresionada por las hazañas de la hija a la que había
dejado.

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En la ladera de la montaña, contemplado por el perro llamado Piedra, uno de los
gazapos, más atrevido que sus hermanos, se alejó en busca de hierba más verde.
«Cuando cojas a uno solo…» En un momento determinado, cuando el sol le mostró el
brillo del ojo de la liebre y el perro azul dejó de temblar contra su costado y se quedó
absolutamente quieto, Graine levantó la mano.
Los primeros pasos de la persecución helaron el aliento de la niña en su garganta.
Había visto a los perros perseguir a una liebre muy a menudo, pero nunca había sido
su perro el que persiguiese a la liebre que ella había elegido, con su pelaje hirsuto,
que ya se volvía leonado, y un relámpago color crema en el vientre, con su vida
pulsátil y su carrera veloz y sus ojos negro y redondos, perfectos como el azabache
pulido. Durante una docena de latidos, Graine se quedó inmóvil, sintiéndose al fin
como un verdadero cazador, iluminada ya por el brillo del orgullo de su madre.
Éste era el resumen de su plan: su tío Bán, el traidor, había recibido el título de
Cazador de Liebres cuando todavía era un niño, y amigo de las tribus. A Graine le
parecía que su madre lloraba a su hermano perdido igual que a Caradoc, que había
sido la fuente que alimentaba su alma. Si bien Graine no podía reemplazar a su padre
(y los años de ausencia le habían demostrado con claridad que no era posible),
entonces, quizá podría convertirse en otra Cazadora de Liebres, capaz de mitigar la
pena que causó la pérdida de Bán.
Aquello no cambiaría la realidad de la herida de Breaca, ni de su enfrentamiento
con la serpiente-soñadora, pero quizá, al menos, la hiciera sonreír. Graine la Cazadora
de Liebres. Sonaba muy bien. Casi podía oírlo pronunciado por Airmid, y ver cómo
la Boudica, rodeada por los ancianos, lo aceptaba y se sentía feliz.
Muy cerca. Cazador y cazado, cazado y cazador. Muy cerca.
Piedra ya había pasado sus mejores momentos, pero estaba en forma después de
un largo verano de guerra. Al correr, se estiraba y se ponía plano como un halcón, y
la distancia de cazador a cazado se iba acortando hasta que casi pudo golpear y
matar… pero no del todo.
La liebre estaba muy crecida y había sobrevivido a un largo verano de peligros.
Sabía lo suficiente de la caza para salvarse del primer ataque. Los dientes blancos se
cerraron con un chasquido en el aire, en el lugar donde estuvo su pecho, pero el
animal ya había desaparecido. Buscando una salida con desesperación, se desvió y
dio la vuelta sobre sí misma, de modo que, por primera vez, se situó de cara a Graine,
que se había puesto de pie y estaba allí hundida en el brezo hasta las rodillas. Aunque
estaba muy lejos, la liebre levantó la cabeza y la miró directamente a los ojos,
suplicando. Su liebre buscaba su ayuda, y le suplicaba la libertad de vivir,
sencillamente.
No era aquello lo que había planeado, en absoluto. El terror invadió a Graine,
asfixiante. No su propio terror, sino el de la liebre, el terror paralizante, martilleante
de la bestia acosada. Antes de que ella pudiera tomar aliento para gritar, el animal
giró de nuevo sobre sí mismo, se arrojó por debajo del cuello del perro y voló directo

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hacia ella, recto como una flecha, sumergiéndose entre sus piernas en busca de
refugio.
Ella habría alejado a Piedra si hubiese podido. Hizo lo que pudo, chillándole
hasta que la garganta se le quedó en carne viva, pero todo el mundo sabía que cuando
uno de los perros del linaje de Granizo estaba cazando, o en la guerra, lo único que
podía detenerle era recibir un lanzazo. Graine solo tenía seis años y no disponía de
ninguna lanza para arrojarla, y aunque la hubiese tenido, nunca se habría atrevido a
hacer daño al perro que heredó el corazón y el alma del legendario Granizo, y que era
todo lo que le quedaba a su madre de la vida antes de la invasión romana. Se quedó
allí, petrificada, entre el brezo, y el perro pasó corriendo junto a ella, impersonal
como un rayo, igual de sordo, igual de letal.
La liebre estaba a la distancia de un brazo. El tiempo se distendía mientras daba
vueltas y vueltas, una tercera vez, una cuarta, girando sobre sí misma, esquivando las
mandíbulas terroríficas en busca de un aliento más de vida, una vida tan preciosa que
Graine podía notar su necesidad de sobrevivir como un sabor a hierro en la lengua.
Fue a coger al animal, desesperada por ayudarle, y ese movimiento fue su perdición.
La liebre titubeó y falló la última vuelta, y Piedra, superándose a sí mismo, se estiró
la distancia de una mano más, para alcanzarla. El animal murió, chillando, con el
pecho roto sobre su corazón. Hasta el final, los ojos negros siguieron clavados en los
de Graine, rogándole silenciosamente refugio y libertad.
En aquel momento, a los seis años de edad, de pie y metida hasta las rodillas en la
hierba húmeda, con la media luna fantasmal de Nemain neblinosa en el cielo
occidental, Graine nic Breaca macCaradoc, heredera del linaje real de los icenos,
comprendió con espantosa lucidez la auténtica indefensión de los dioses cuando las
fuerzas que desatan con buena intención destruyen a aquellos que les han pedido
ayuda. La enormidad de ese hecho, la ilusión de esperanza, cuando en realidad solo
hay una muerte cierta, la abrumó. Se sentó en la hierba y lloró como solo puede llorar
un niño, por la liebre, que era el animal de Nemain por encima de todo; por su madre
y por su padre, que vivirían separados para siempre, por sí misma, perdida en un
mundo de fuerzas ciegas donde Cygfa y Cunomar habían vuelto de la muerte para
reclamar partes del corazón de su madre, que ya estaba demasiado dividido, y por
último, por el valiente perro de guerra de gran corazón que lo había dado todo en la
caza y venía hacia ella para recibir su alabanza, y que no comprendía por qué ella no
se la daba, y por el contrario, se agarraba a su cuello y lloraba.

Airmid, soñadora de Nemain, la encontró poco después del mediodía, junto a la


corriente, en aquella parte del bosque donde el sol era menor. Graine estaba sentada
en el tronco de un abedul caído con el perro, Piedra, echado a un lado, y el cuerpo
despellejado de una liebre en el césped ante ella. La piel estaba extendida sobre unas
rocas, y la había limpiado en parte. La cabeza, mal cortada, estaba en una piedra en

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mitad de la corriente, de cara al oeste, hacia los antepasados. Un rizo de cabello largo
color sangre de buey ondulaba en la corriente a su alrededor, sujeto por otras piedras.
Había un trozo calvo en la cabeza de Graine, que estaba sentada y encorvada,
sollozando junto a la corriente.
La soñadora llevaba desde el amanecer buscando a la niña que no era su hija, pero
que había ocupado ese lugar en su corazón. Viéndola, la ansiedad de la mañana se
convirtió casi en ira, y luego en un miedo mucho más hondo. Se quedó quieta,
pensando que no la veían ni la oían. El perro no mostró señal alguna de haberla
reconocido, pero aun así, sin levantar la vista, Graine se inclinó hacia delante y volvió
la liebre para que mirase hacia ella desde la corriente.
—Quería honrarla —dijo—. Me ha enseñado lo que ha sido de mi madre en la
cueva de la antepasada.
Airmid podía correr tan rápido como cualquiera de los guerreros, cuando se lo
proponía. Sin preocuparse por su túnica, cruzó las piedras húmedas del río,
arrodillándose junto a la niña, sujetó los pequeños y temblorosos hombros. Una
cascada de pelo despeinado quedó entre sus dedos, esa parte de Graine que pertenecía
solo a la niña, y no tenía eco alguno ni en sus padres ni en sus abuelos, por ninguna
de las dos partes. Cuando nació era pálido como la paja de invierno, y durante un
tiempo pareció como si los sueños de toda una vida hubiesen estado equivocados,
pero el espeso cabello color sangre de buey creció a lo largo del primer año y
confirmó al fin los primeros inicios de esperanza.
Más tarde, cuando el bebé se convirtió en niña, su pequeñez se hizo evidente; las
finas líneas de sus rasgos no se parecían a nadie más que al hermano de su madre,
Bán, con quien Graine solo compartía una pequeña parte de sangre.
Solo los ojos de Graine eran indiscutiblemente como los de su padre: ese gris
cambiante que se desplazaba, según la movible climatología de su alma, desde la
densidad de las nubes tormentosas al casi azul del hierro recién forjado.
Externamente, la niña no tenía nada de su madre. Había que comprender y amar
profundamente las almas de ambas para ver el fuego que ardía en su interior, y la
distinta forma en que se había moldeado en la soñadora y la guerrera.
Ahora había poco fuego en el interior de Graine, que solo era una presa herida y
frágil. El tronco de abedul estaba echado a lo largo de la orilla, derramando plumosos
filamentos de corteza blanca en la tierra. Sentada a una cierta distancia, Airmid sacó
de su bolsa un puñado de avellanas con cáscara y unas manzanitas silvestres
marchitas que había recogido al amanecer, pensando en compartirlas con su no-hija.
Ahora le ofrecía una, mirando hacia el agua, más allá de la liebre.
—¿Puedes contarme lo que te ha enseñado la liebre? —preguntó.
En los bosques que había detrás, el viento del oeste jugaba con las hojas de otoño,
aflojándolas. Graine levantó la vista. Sus ojos grises no tenían edad.
—Cuando mi madre estaba luchando contra la traidora Cartimandua, tú rezaste a
Nemain pidiendo ayuda —dijo—. Y aun así, perdimos.

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«Me ha enseñado lo que ha sido de mi madre…» Airmid respiró honda y
lentamente, y aflojó los puños. Estaba con Graine cuando ambas tuvieron la visión de
Breaca. Llegó neblinosa a través del agua, pero a pesar de encontrarse a una distancia
tan grande, quedó bien claro que la guerrera se estaba muriendo. Airmid había rezado
y soñado constantemente durante los tres días transcurridos desde entonces, pero no
se le había mostrado nada más. Graine, a quien los dioses enviaban visiones más allá
de la imaginación de cualquier soñador de Mona, decidió no compartir lo que sabía, y
por el contrario, centró su mente en las batallas perdidas del verano.
No se podía hacer nada para apresurarla; aquella niña tocada por los dioses no
debía sufrir presiones.
—Los dioses saben más que nosotros cómo deben ir las cosas. Podemos rezar, y
debemos hacerlo. Pero no todo lo que pidamos se nos otorgará.
—No, o si no los romanos habrían embarcado y se habrían alejado navegando
hace ya mucho tiempo.
—Ciertamente. Pero siempre ha sido así, y debe continuar siendo así. Si todas las
plegarias fueran concedidas, nos volveríamos arrogantes y pediríamos demasiado.
Graine pensó un momento y luego dijo:
—¿Y eso sería malo?
Airmid le respondió:
—Podría serlo. Creo que llegaría un momento en que dejaríamos de honrar a los
dioses por lo que nos han concedido. Y entonces nos quedaríamos realmente sin
dioses.
—¿Como los hombres de las legiones?
—Algunos de ellos.
—Eso sería malo.
Se quedaron calladas un rato. Podía haber sido un día como cualquier otro.
Comieron tranquilamente hasta que las avellanas se acabaron. Airmid partió una
arrugada manzana entre sus manos y le ofreció la mitad. El olor era ácido, como la
hierba nueva, con una base dulce y almendrada. Graine la tomó sin verla. Su mirada
estaba fija en la de la liebre. Los ojos estaban abiertos y eran opacos, como agua
empolvada.
Graine dijo:
—Creo… quizá… ¿podría ser que Nemain no pudiera ayudarnos, por mucho que
le rezásemos? Igual que yo no he podido ayudar a la liebre, aunque quería hacerlo.
Y entonces quedó más claro el porqué de la piel tensada y la cabeza cortada.
Conteniendo un movimiento más grande, Airmid se inclinó hacia delante y apartó un
mechón de pelo que caía encima de la frente de Graine. Los dioses hablaban de
formas pequeñas, indefinibles. El entrenamiento de un soñador consistía en saber
cómo escuchar. Allí, en presencia de una niña que encarnaba su propio sueño, todo el
cuerpo de Airmid vibraba escuchándola. Una urraca voló por encima de ellas y
graznó una vez, estentórea en el silencio de la mañana. Más discretamente, una trucha

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chapoteó en la corriente y aterrizó de forma poco elegante, salpicando más de lo que
tenía que haber hecho. Una rana croó, y estaban en una época del año demasiado
tardía para las ranas.
De esas sutiles formas el dios advirtió a Airmid que debía escoger las palabras
con mucho cuidado. Veinte años de enseñanzas en Mona y un puñado de años antes
al servicio de la anciana abuela le habían ayudado a encontrar las palabras que debía
pronunciar.
Inclinándose hacia delante, la soñadora tomó las dos manos de la niña entre las
suyas.
—Puede que tengas razón. Es posible que los dioses no puedan hacer nada, pero
la liebre es el animal de Nemain, y si ha muerto, lo ha hecho para volver con ella. La
muerte no es mala, si llega en el momento adecuado, eso debes recordarlo. Y tú no
eres una diosa, sino otra de las criaturas de Nemain. No podrías haber evitado la
muerte de la liebre, igual que una alondra no puede evitar que tú te comas una
manzana. No está en tu mano.
—¿Quieres decir que la liebre murió porque quiso? Yo no creo que fuera así.
—No, tampoco creo eso. No he dicho eso. He dicho que quizá murió porque
había llegado su momento. No podemos saber por qué, pero quizá si Piedra, que es el
mejor de los cazadores, no la hubiese capturado y matado limpiamente, le habría
ocurrido algo mucho peor después; un águila podía haberla cogido y desgarrado para
alimentar a sus crías, o un cachorro de zorro que todavía no hubiese aprendido a
matar bien podía haberla dejado lisiada, y así habría muerto de hambre durante el
invierno. O quizá, sencillamente, era su hora de volver con Nemain, que es quien
decide esas cosas. Nosotros, que no somos dioses, no podemos saberlo.
—¿Pero Nemain sí que puede?
Airmid se tomó un tiempo para pensar. Las manos que sujetaba se habían puesto
frías, y luego demasiado calientes. Ella las volvió, examinó las uñas mordidas con su
habitual media luna de mugre. Los ojos grises la atrajeron de nuevo.
—No lo sé —dijo—. En realidad, no lo sé. Pero creo que tenemos que creerlo así,
o si no, no nos quedaría nada que creer. Quizá no sea cierto. Quizá la liebre murió
porque tú decidiste enviar el perro a por ella, y no hay nada más. ¿Preferirías creer
eso?
En el largo silencio que siguió, los pájaros se quedaron quietos en las ramas y la
rana croó sola.
—Si lo creo, ¿hará eso que sea verdad?
—No me parece que lo que nosotros creamos cambie nada, excepto a nosotros
mismos.
—No… En ese caso, preferiría creer que murió porque le había llegado la hora de
volver con Nemain. Pero eso significa… —Graine titubeó. Era una niña de seis años,
planteándose preguntas que habían atormentado a los sabios desde la época de los

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antepasados más antiguos. Tenía el ceño tan fruncido que la frente estaba aplanada
encima del hueso.
Airmid dijo, suavemente:
—Significa que Nemain ve una gran parte del cuadro, y nosotros solo vemos lo
que tenemos ante nuestros ojos. Significa que si tu padre Caradoc está en la Galia,
está por algún motivo que nosotros no conocemos.
—¿Y el hermano traidor? ¿Por qué está en Hibernia?
—Valerio. Era Bán, pero ahora se llama a sí mismo Valerio —Airmid acarició una
pequeña mejilla que podía haber sido fácilmente la del hombre—. No nos ayuda en
nada pensar mal de él. No sé por qué está allí. No puedo llegar hasta él ni verle. Se ha
cerrado en sí mismo ante el contacto de los dioses.
Airmid no le había contado todo aquello a nadie más; ciertamente, no a Breaca.
Graine tembló con el frío del amanecer, y no fue solo su piel la que repiqueteó con el
sonido de la voz del dios. Viendo que era posible mostrar la hondura de su
preocupación sin hacer daño, Airmid se inclinó hacia delante y apretó el cuerpecito
contra su pecho, calentándola y sujetándola muy cerca.
El temblor duró un poco todavía. Airmid dijo, mientras besaba el cabello
abundante y rebelde:
—Debemos aprender a tener paciencia las dos. La respuesta llegará bien clara con
el tiempo, aunque tengamos que esperar a la muerte para verla.
—¿La muerte hace que las cosas sean más claras?
—La muerte hace que todo sea más claro.
—Entonces el hombre que Sorcha lleva en el barco lo sabrá todo a mediodía.
La niña era excepcional, pero algunas cosas estaban incluso más allá de los
dioses. Bruscamente, Airmid le preguntó:
—¿Cómo sabes eso?
El pequeño rostro se volvió hacia arriba. Durante un momento Graine adoptó un
aire serio, con aquella mirada lejana que había aprendido de los soñadores. Luego
sonrió y volvió a ser una niña de nuevo, encantada por el éxito de su ardid.
—Estaba allí cuando me he ido de la cabaña de Sorcha con Piedra. Le he visto
cabalgar hasta la orilla del agua y hacer la señal. Cabalgaba de lado, sujetándose el
vientre, y cuando ha intentado desmontar se ha caído del caballo y éste se ha alejado
de él. Solo hacen eso cuando un hombre se está muriendo, Gwyddhien me lo dijo.
El vello en los brazos de Airmid se erizó, y se le secó la garganta. Algunos sueños
de las noches pasadas se hacían más claros de lo que a ella le habría gustado.
Despreocupadamente dijo:
—Si Gwyddhien lo dijo será verdad. ¿Ha ido Sorcha a ayudarle?
—No, todavía no. Se estaba levantando para alimentar al bebé cuando yo me he
ido. Ahora ya estará lista. Deberías ir. Trae noticias del este. La liebre me lo ha dicho.
—¿Y te ha dicho la liebre qué noticias traía?
Los ojos grises se abrieron mucho.

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—No. Me ha enseñado a su hermano, que está muerto. Mi madre se encontró con
él y le dio su mensaje. Estuvo enferma por la herida que vimos pero la serpiente-
soñadora la curó. Ahora se va y no volverá nunca. Los antepasados están con ella. No
pueden mantenerla a salvo mucho más que los dioses. Pero la vigilarán para que
nosotras lo sepamos si cae.
—Gracias —tanto de labios de una niña. Tanto contenido en lo que duraba una
mañana. Tanto que lamentar y temer y quizá planear.
Airmid no se esforzó por sonreír; con Graine, tal cosa sería un insulto. Se levantó,
sujetando la mano de la niña, y dijo:
—En ese caso, no podemos hacer otra cosa que saludar al mensajero. ¿Crees que
vivirá lo suficiente para transmitir su mensaje?
—Si nos damos prisa, sí.
—¿Puedes correr?
—Claro.
—Entonces vamos.
Corrieron juntas por el sendero pedregoso hacia la cabaña de Sorcha. Una rana
solitaria en la orilla del río croaba una canción de duelo de otoño.

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V

Metido en un hoyo, el fuego no producía humo, solo una neblina de aire quemado
que emborronaba las líneas rectas de los abedules que lo rodeaban, de modo que éstos
titubeaban como si estuviesen reflejados en el agua. Detrás, el cielo vespertino
nublado incorporaba las ondulaciones del océano, de modo que Breaca podía haber
estado de nuevo en la cueva, encerrada en los sueños febriles de la antepasada, pero
no era así.
Los sueños habrían sido más agradables que la realidad. Estaba sentada, envuelta
en su manto, con la espalda apoyada en una roca, y deseaba, sin esperanza alguna de
conseguirlo, el calor y la compañía de un perro. Los días anteriores a la invasión de
Roma, ningún cazador, guerrero, comerciante o herrero ambulante habría dormido
jamás a cielo abierto sin un perro que mantuviese alejado el frío de la noche.
Era un pequeño cambio en medio de todo el cataclismo de la ocupación, pero
servía como indicador de la vida que habían perdido, y una vez más era una pluma
que se añadía al platillo de la balanza de su decisión, por si alguna vez lo lamentaba:
por el calor que prometía un perro en una tarde de otoño, Breaca de Mona, antes de
los icenos, había abandonado a sus guerreros y la isla de Mona que había sido su
hogar y su seguridad durante casi veinte años. Había abandonado a sus hijos, para los
cuales nunca había sido una madre del todo, y a los guerreros, para los cuales había
sido la Boudica, portadora de victoria, y, al salir de la cueva de la antepasada con la
herida del brazo medio curada, dirigió a su yegua hacia el este, hacia las tierras de los
icenos, y ni una sola vez miró hacia atrás.
«Los dioses muestran los muchos futuros posibles… y corresponde a los vivos
poner de manifiesto cuanto se ofrece».
La antepasada-soñadora le había dicho aquello al irse, hablando desde el perro de
piedra, mientras Breaca eliminaba las últimas hierbas, en cumplimiento de su
promesa, y luego se ponía en pie sobre la piedra para montar su caballo.
Pensó en ello más tarde, cabalgando hacia el este por unos senderos apenas
hollados, concentrándose en los pequeños sacrificios para que los grandes no la
abrumaran. No era difícil encontrar cosas que llorar: la pérdida de Piedra, que era su
mejor perro de guerra y el último hijo que quedaba de Granizo; la pérdida del
semental castaño que tenía que haber cubierto a la yegua azul en primavera, y la
potranca de un año que era su hija y que superaría a sus padres; la pérdida de tantos
cuchillos de caza que yacían en el estante, detrás del lugar donde dormía, en la casa
grande; la pérdida de la antigua espada con la osa amamantando en el pomo, y que
había sido de su padre Eburovic y de su padre antes de él y de su madre antes de él,
pasando de año en año, a lo largo de la historia más distante de los icenos.

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Aquella espada tendría que haber ido a parar a Cunomar, en sus largas noches, y
quizá lo hiciese todavía; Ardaco sabía dónde se guardaba, y haría lo que fuera
necesario, pronunciando las palabras de la ofrenda como si fuese el padre de aquel
niño que se hacía hombre, y no simplemente su mentor. Cygfa no podría estar
presente en la ceremonia, ya que solo los hombres podían tomar parte en las largas
noches de los chicos, igual que solo las mujeres velaban por las chicas pero sí que
podría trenzarle el cabello después, junto con Airmid y Graine, cuando saliese para
unirse a…
Breaca se detuvo y maldijo su mente indisciplinada. Nunca se había considerado
débil, y no deseaba empezar a hacerle entonces.
Dominando su respiración, levantó la cabeza y miró más allá del fuego al lugar
por encima de las copas de los árboles donde el semicírculo de la luz de Nemain
iluminaba las siluetas de las ramas sin hojas. Cuando se asomó por encima del
campamento romano, la luna estaba en el último día del cuarto menguante,
demasiado vieja para mostrarse por la noche. Ahora estaba a mitad de camino de la
luna llena, y arrojaba sombras en el paisaje. Cinco días había perdido curándose en la
cueva, una vida entera cada uno de ellos.
La noche era menos quieta que antes. Un viento húmedo soplaba desde el sur,
extendiendo la neblina por encima del fuego, baja y plana. Los árboles oscuros
inclinaban sus copas hacia el norte y el cielo que había detrás brillaba con estrellas
tempranas. La yegua ruana se movió, olfateando la brisa, y luego se movió otra vez y
resopló suavemente por los ollares.
«¡Muévete!»
No era la antepasada quien hablaba, sino la parte más vieja de la mente de Breaca,
que estaba unida a la serpiente-lanza y a la vida. Se puso de pie, echó su manto sobre
el fuego y lo pasó por encima del hoyo de la hoguera para esconder su resplandor.
Llevaba en una mano sus piedras de honda y la honda en la otra, y ya estaba al abrigo
de los árboles, moviéndose silenciosamente sobre las hojas húmedas de lluvia y
escondiéndose entre los arbustos, que cedían hacia delante para dejarla pasar y se
cerraban luego tras ella después, negando que hubiese estado allí siquiera.
«Ve al sur; el viento viene del sur, y trae el aroma del hombre a la yegua».
Breaca describió con cautela un círculo hacia el sur, como una lechuza en vuelo,
cambiando la honda por el cuchillo, que mata mejor en distancias cortas. Su yegua se
quedó erguida, como si estuviese esculpida en granito, como algo que formaba parte
de la noche. El vapor que se elevaba del manto calentado por el fuego finalmente
traicionaría a los rastreadores el hecho de que ella había estado en aquel claro, pero
no les revelaría su nueva posición.
El enemigo estaba solo y bien escondido. Estaba echado debajo de un endrino
raquítico, y solo el borrón pálido de su cabello le permitía a Breaca distinguirlo. Por
tanto, no era romano; entre los invasores, solo los hombres de la caballería gala
tenían un cabello de ese color, y no tenían destreza para aquello. Podía ser un

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explorador coritano, un traidor de la tribu del este, los que eran vecinos de los icenos,
que eran partidarios de Roma, y cuyos mejores exploradores recibían una buena paga
en oro para cazar a sus propios compatriotas. Breaca había matado a dos de ellos en
días recientes, y no le habían parecido más hábiles que sus amos romanos, sino,
sencillamente, más cuidadosos en campo abierto.
Esperó y observó, y luego apretó la hoja de su cuchillo en la tierra y, con la mano
libre, buscó entre sus guijarros pintados de negro. Dos tenían unas líneas-serpiente
rojas en lo negro, pintados en Mona, donde la serpiente-soñadora era un recuerdo
seguro y distante. Breaca los conoció por el dolor agudo que causaban en su palma.
Sacó uno de su bolsa y lo colocó en el hueco de su honda. Esas dos piedras solas no
solo extraían la vida de sus enemigos, sino que extinguían también los fuegos del
alma. Era un destino adecuado para un traidor, y hasta los impíos coritanos habían
aprendido a temerlo.
Al final, cuando el vapor de su manto se convirtió en humo, el explorador se
levantó de su escondite y avanzó, echado sobre el vientre y silencioso como una
serpiente. Si la estrategia de su rastreo era fatalmente defectuosa, la calidad de sus
movimientos, en cambio, era exquisita. Una fluidez sinuosa que no alteraba ni las
hojas, ni las ramas pequeñas, y que le hacía avanzar hasta el lugar donde ella había
estado.
Donde había un rastreador que conocía su oficio, podía haber dos. Ese
conocimiento fue el que aplacó la mano de Breaca cuando el rastreador emergió más
allá del endrino y el guijarro negro y rojo podía haberle matado. La Boudica no
llevaba tantos inviernos cazando sola para que la sorprendiera un guerrero dispuesto a
sacrificarse para atraparla. Observó el lugar donde el explorador se había quedado
esperando.
—Es bueno, ¿verdad? Pero no tanto como tú y yo.
El murmullo formaba parte de la noche, un suspiro de la brisa. La voz era la de un
amigo, y la última que esperaba oír.
—¿Ardaco?
Se volvió despacio. El guerrero menudo y marchito le sonrió desde la base de un
abedul. Ardaco dirigía a las osas y era el mayor defensor de sus aptitudes. Luchaba
desnudo y a pie, embadurnado con la grasa de oso color gris teñida de glasto que le
daba su poder, y pintado con arcilla blanca para aterrorizar a sus enemigos. Ahora no
iba pintado ni apestaba a oso, sino que iba desnudo y solo llevaba un cinturón con un
cuchillo, y su cuerpo se confundía con la tierra que le rodeaba como haría una piedra
o un oso dormido. Breaca le veía porque él había dejado que le viese. Con toda
probabilidad había pasado junto a él al rastrear al rastreador, y no había notado ni el
más mínimo indicio de su presencia.
La sorpresa se convirtió brevemente en ira y luego en una ansiedad acuciante. Los
ancianos ya enviaron a Ardaco una vez a buscar a la Boudica y llevarla de vuelta a

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casa. No le hacía ninguna gracia tener que pelearse con él por el derecho a continuar
en el este.
Con un suspiro casi silencioso, ella le preguntó:
—¿Por qué estás aquí?
—He jurado proteger a tu hijo en tu ausencia. Las osas me lo pidieron y yo
consentí, de buen grado. Allá donde va él, voy yo. A quien él persigue, yo lo persigo,
aunque la presa sea su propia madre.
Ardaco hizo una señal hacia delante y lo que tendría que haber sido obvio se hizo
obvio: el explorador que seguía el rastro de la Boudica no era ningún traidor coritano,
sino Cunomar, su hijo mayor, digno hijo de su padre en muchas, muchas cosas…
pero no lo suficiente.
Cunomar había llegado al borde del claro y estaba abriéndose camino hacia
delante entre los abedules. Breaca notó el peso de la piedra pintada de rojo al dejar
caer su honda. Al comprender lo cerca que había estado de matarle se sentía aturdida
por el terror. La voz de la antepasada resonaba en su mente. «Si tuvieras tu victoria,
deberías perderlos…»
—Pero no así —habló en voz alta sin querer.
Ardaco meneó la cabeza.
—Estoy aquí para protegerle. No te habría dejado tirar.
—¿No? —Con los ojos ella midió la distancia que le separaba de Ardaco. Dos
largos de lanza entre ellos. Podían discutir hasta el fin de sus días si eso habría
bastado o no.
Ella dijo entonces:
—No lo comprendo. ¿Qué hace Cunomar aquí? ¿Y por qué me está siguiendo
cuando podía venir cabalgando tranquilamente y compartir mi fuego?
—¿Podría? Él cree que no. Tu hija cree que tú nos has abandonado, y por eso
ahora, por primera vez, tus hijos están unidos en su miedo y su pérdida. Quieren
llevarte de vuelta o unirse a ti en tu huida. Tu hijo creía que si iba cabalgando hasta tu
fuego, tú te irías antes de que él llegase. ¿Acaso no tenía razón?
Era tarde, y Breaca estaba cansada, y su mente no se había recuperado aún del
todo de aquella herida de lanza que se había infectado. Dijo:
—¿Cygfa cree que he abandonado Mona? ¿Y cómo lo sabe ella?
Ardaco se pasó la lengua por los bordes de sus blancos dientes. Siseó con
desaprobación o desesperación.
—Breaca, tienes dos hijas, y no es Cygfa la soñadora, sino Graine, tu hija de
sangre. Ella soñó que estabas herida, y sabe que las abuelas y las antepasadas
deseaban que viajases hacia el este, pero no por qué te enviaron lejos de nosotros. Ni
tampoco sabe si estás lo bastante bien para viajar.
Él alzó la mano y tocó los bordes rojos e hinchados de la herida en el brazo de
Boudica, que ya se curaba. Con un tono distinto, dijo:
—Ya te había dicho antes que no debías cazar sola. La lanza entró muy honda.

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—Pero no demasiado, y el que la arrojó está muerto. Él…
—¿Madre?
En algún momento de la conversación habían dejado de susurrar y, al oírles,
Cunomar había abandonado su acecho. Estaba de pie en el centro del claro, mirando
al lugar donde pensaba que podían estar. Como Ardaco, cazaba desnudo, y la luna
que acababa de salir ponía brillo en su pelo y en la piel blanca que había debajo. Era,
en muchos aspectos, la viva imagen de su padre, y sin embargo, resultaba claramente
defectuoso.
Breaca se esforzó por mirar el pequeño fragmento de Caradoc, que pesaba más
que el hecho candente de la piedra de honda pintada de rojo que sujetaba en la mano.
De pie, le sonrió como bienvenida:
—Estoy aquí. Si pudieras quitar mi manto del fuego antes de que se queme, igual
lo podría llevar otras noches.
Él la miró sin expresión alguna. A diferencia de Ardaco, llevaba tanto la arcilla
como la grasa de oso de las guerreras osas. Como para demostrar algo, se había
pintado en el rostro toda la parte de la calavera de oso que le estaba permitida a un
chico que aún no había pasado sus largas noches. Círculos blancos rodeaban sus ojos,
y unas líneas finas corrían a lo largo de sus pómulos, acabando en una flecha que
subía hasta la frente. Era un extraño, como lo había sido desde el momento en que
bajó del barco que le traía de la Galia. La antepasada se lo había dicho ya a Breaca, y
ella lo negó. Allí, en aquel momento, comprendió los muchos estratos de la verdad, y
el precio que ella había jurado pagar.
«Es mejor perderlos ahora, en Mona…»
Dijo, en tono muy bajo:
—¿Cunomar? Me has rastreado muy bien. ¿Quieres levantar el manto…?
Él la miró un momento más y luego lo hizo, rígidamente. Se alzó una humareda
blanca seguida por una ráfaga de llamas hambrientas de aire.
—Gracias. Hay leña en la piedra erguida que tienes detrás del pie izquierdo. Si
echas un poco de leña a las llamas, podemos sentarnos al calor, al menos, mientras
me cuentas cómo has conseguido seguirme hasta tan lejos. Los rastreadores coritanos
de Roma pagarían una buena cantidad de oro por saberlo.
Ella hablaba como lo haría con un niño, y su hijo lo notó. Se agachó junto al hoyo
de la hoguera y las llamas iluminaron las fantasmagóricas marcas de la calavera en su
rostro. El resentimiento y la desconfianza moldeaban las facciones que había debajo.
Su mirada vaciló y se posó en la honda que colgaba de la mano de ella, y se quedó
allí.
—¿Te ha impedido Ardaco que me mataras? —había mucho dolor en la corriente
que subyacía debajo de aquellas palabras.
«Tu hijo ansia tu amor. ¿Por qué no se lo das?» Para que hubiese amor, primero
debe haber verdad, y había pasado mucho tiempo desde que Breaca se la había dado a
Cunomar.

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Ella estaba a punto de perderle. Sabiéndolo, se sentó en una piedra y le habló por
primera vez como hubiese hablado con su padre.
—No, Ardaco no ha impedido que te matara, aunque lo habría intentado. La
verdad es que pensaba que eras un cebo, enviado por delante para hacerme salir.
Esperaba a ver quién iba detrás de ti.
—Y como yo no era un rastreador coritano pagado por Roma, el que esperaba
detrás era Ardaco, protector de los hijos de Boudica. Cuando mi padre luchó en la
Batalla de la Pata Lisiada, encargaron a Duborno que me cuidara. Ahora, él cuida de
Graine y Ardaco es quien debe vigilarme a mí. Debe de resultar muy tedioso para
ambos.
Breaca miró hacia el fuego, en busca de respuestas, y no encontró ninguna.
—Pregúntaselo a él —dijo—. Tendrás tiempo de sobras para discutirlo en el
camino de vuelta a Mona.
Una sombra se unió a ellos. Incluso a la luz del fuego, Ardaco conseguía ser solo
medio visto. Llevaba con él una piel de oso envuelta en un fardo. La dejó a sus pies y
dijo:
—Te he traído esto. No deberías volver para llevar la torques de tu pueblo sin
ella.
—¿Cómo sabes que voy a volver para llevar la torques?
Ardaco respondió:
—Uno de los tres mensajeros de Efnís llegó vivo a Mona. Murió en el estrecho,
antes de cruzar, pero Airmid oyó su mensaje y comprendió entonces el sueño que
Graine le había enseñado. Tú vas a volver para recuperar el gobierno de los icenos de
manos de Tago, si es que él te deja. Para pensar siquiera en algo semejante, debes
llevar la espada de tu padre y la tuya propia.
Desenvolvió el bulto a la luz del fuego y aparecieron dos espadas juntas en la
parte lisa del pellejo de oso: la osa amamantando en el pomo de la mayor se
superponía ligeramente con la serpiente-lanza que marcaba la más pequeña, de modo
que las dos se entrelazaban y formaban solo una. La espada de la osa de Eburovic
albergaba el alma de sus antepasados, remontándose a demasiadas generaciones para
contarlas. Su pérdida había sido una de sus muchas fuentes de dolor, pero Breaca
había llevado la espada con la serpiente-lanza en todas las batallas en las que había
luchado, y todavía no se atrevía a llorar su pérdida.
Por encima de la fogata, tomó la hoja de la serpiente-lanza y la levantó, notando
el ligero estremecimiento de muerte que siempre le provocaba. Después siguió una
paz profunda que ella no había echado de menos hasta su regreso.
—Gracias. Algunas cosas resultaba fácil dejarlas atrás, pero ésta no era una de
ellas.
—¿Y nosotros? —le preguntó Ardaco, tenso. A su manera, también se sentía
herido, como Cunomar. En tiempos fue su amanté, después de Airmid y antes de
Caradoc, y había creído que ella confiaba en él por encima de todo.

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—No, claro que no. ¿Cómo puedes pensar semejante cosa? Pero yo jamás te
pediría que te arriesgaras a colgar en una horca romana solo porque deseo tu
compañía para…
Una ramita crujió debajo de un pie mal colocado. Todos eran guerreros, hasta
Cunomar; antes de que el silencio roto se hubiese cerrado en torno a ellos ya estaban
de pie en la oscuridad, lejos de la fogata. El manto de Breaca yacía una vez más
encima del fuego, escondiendo el resplandor. La lana desprendió vapor y luego
humeó, más pronto de lo que había hecho antes. Tres cuchillos aparecieron a la luz de
la luna, oscuros.
La ramita chasqueó de nuevo, y luego por tercera vez, y resultó evidente que no la
habían roto por accidente, sino deliberadamente, como señal.
—¿Acaso tu familia es el enemigo, ahora? —la voz llegaba entre los árboles. No
procedía de la familia de la sangre, sino de la familia del corazón, divertida y segura
de la bienvenida. Cygfa conducía su caballo hacia delante, en el calvero, con el
cabello claro e iluminada por la noche.
—Tu soñadora se quedó sin su guerrera y tu hija sin su madre. Dije que te las
devolvería a las dos, o que te devolvería a ti a ellas. No pensaba cuando lo prometí
que resultaría tan duro seguirte la pista. Nunca te habría encontrado si Ardaco no
hubiese seguido tu rastro, y Cunomar antes que él. Realmente, deberías quitar tu
manto del fuego. Es demasiado bueno para dejar que se queme.
Cygfa era hija de Caradoc en todo. Su media sonrisa era la de él, y eliminaba la
acidez de las palabras y añadía a cambio algo distinto y más difícil de soportar. Por el
espacio de una docena de latidos la joven guerrera quedó de pie, sola, a la luz de la
luna, y Breaca tuvo tiempo para rezar a Briga y a Nemain porque no había sucedido
lo peor. Luego los abedules se estremecieron y Airmid y Graine se adelantaron y la
noche se detuvo, y habría sido mucho, mucho mejor no haber abandonado nunca la
cueva.
—Airmid…
No habían llegado solas. Una silueta borrosa al costado de Airmid, al soltarla,
saltó hacia delante. Un perro no comprende las complejidades de los antepasados y
sus visiones, pero Piedra, el último y mejor de los hijos del perro de guerra, Granizo,
notó el dolor en la voz de aquella a quien amaba más que nada, y supo que solo él
podría curarla.
Un perro, al menos, podía ser bienvenido sin arriesgarse a destruir la visión de la
antepasada. Con más dolor del que recordaba desde la captura de Caradoc, Breaca se
arrodilló y abrió los brazos. Piedra salvó las últimas zancadas en el calvero como si
estuviera persiguiendo a una presa y los miembros de su familia reunidos, tanto de
sangre como de espíritu, les contemplaron mientras Boudica hundía las manos en el
pelaje del perro de batalla y un manto de lana humeaba con un humo espeso junto a
ellos.

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Fue Graine quien quitó el manto de su madre del fuego. Era demasiado pequeña
para levantarlo del todo. La lana chamuscada arrastró por el suelo. El humo subió un
tanto atropelladamente desde un lugar junto a su hombro. El fuego, al recobrar el aire,
volvió a revivir y sus llamas anaranjadas iluminaron el rostro de la niña desde un
lado, dejando la otra mitad en la oscuridad. Repartidas así entre luz y sombra, se vio
que sus pequeñas facciones estaban muy tensas, para no llorar.
—Todas te hemos encontrado —dijo, por si no resultaba obvio—. Yo soñé con los
abedules, y Cygfa encontró tu rastro. Airmid sabía cuándo estabas cerca, y que
Cunomar ya estaba aquí.
Estaba de pie muy quieta, apenas a un largo de lanza de su madre, con los puños
infantiles apretados encima del pecho. La hija de Boudica nunca vertería lágrimas en
presencia de otras personas, pero la soñadora profética que había llorado por el dolor
de su madre, a un día a caballo de distancia, y luego había soñado con ella en el
bosque, bien podría hacerlo.
Las dos luchaban en el interior del alma de la niña, de modo que las lágrimas
temblaban en sus párpados, sin poder caer. Graine retrocedió un paso y se acercó a
Airmid, muy cerca de ella, y deslizó su manita en la de la soñadora, buscando su
consuelo.
Los pelos se erizaron en la nuca de Breaca. En algún lugar distante la antepasada
se reía.
«… mejor perderlos en Mona, donde se les ama…»
La verdad se le reveló desnuda, como un cuchillo. Aunque solo la comprendía a
medias, había resultado muy fácil seguir la lógica de la antepasada: era mucho mejor
que todos aquellos a los que amaba estuviesen al cuidado unos de otros allá en el
oeste que arriesgarlos en las tierras rotas del este, donde el coste de su fracaso podía
pagarse con niños encadenados en recintos para esclavos. Ver que la verdad se le
revelaba de una forma tan cruda, en Cunomar y luego en Graine, eliminaba todas las
dudas, de una forma apabullante.
Breaca se irguió, dispuesta a decirlo, y vio que Airmid estaba de pie en el lugar
que había ocupado Graine, y que después de todo, no era posible hablar. Se volvió a
sentar, lentamente.
Airmid estaba muy quieta. La soñadora era más alta de lo que sería jamás la niña;
los hilos de plata de la edad en su cabello brillaban a plena luz y la correa de
soñadora que llevaba en la frente brillaba como si hubieran cosido en ella las escamas
de un salmón vivo. Un hilo de huesos de rana plateados circundaba su cuello, como
única marca externa de su sueño. Sus ojos eran túneles oscuros a la luz del fuego.
Como si ambas estuvieran solas, dijo:
—Breaca, ¿qué fue lo que te enseñó la antepasada?
Ambas habían estado juntas desde la niñez, como dos mitades de una misma
alma. Ni siquiera Caradoc había conseguido separarlas. Breaca dijo:
—¿No lo sabes?

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—Es necesario que lo digas tú.
—Vi una tierra en ruinas, las casas redondas destruidas para quemar la madera,
los cercados desnudos de forraje, los animales muertos de hambre. Vi un cercado
repleto de niños esclavizados, llorando lágrimas de oro, y sus padres hambrientos
recogiéndolas como si fueran granos de maíz. Luego, como regalo de la antepasada,
vi una batalla en la ladera de una colina. El águila de Roma era aplastada y la
serpiente-lanza triunfaba. La antepasada dijo que si yo iba al este y podía alzar a los
guerreros e infundirles valor, si podía armarles, si podía encontrar a uno de ellos con
el valor y la visión suficiente para dirigirlos a la batalla, era posible hacer retroceder
la marea de Roma.
Y no dijo: «vi a Graine en el recinto de los esclavos». Aquella era una
información privada y seguiría siéndolo. Una visión no contada quizá pudiera ser
despojada de su poder.
En el calvero el aire se volvió más intenso, y la luz de la luna más clara. Nadie se
movía ni hablaba. Ninguna de las visiones era ambigua; no había lugar allí para
distintas interpretaciones, solo para decidir cómo se podía imponer una sobre la otra.
Piedra gimió y se apretó contra el costado de Breaca, apretando el hocico bajo su
mano. Graine vino a colocarse junto a él, apoyándose de forma similar, de modo que
el peso de perro y niña presionaba la herida de lanza a medio curar. Había en ello un
extraño consuelo, y Breaca prefirió no moverlos.
Cunomar fue el primero en desplazarse. No miró a su madre sino que colocó su
cuchillo en el cinturón y se agachó junto al fuego, alimentándolo con pequeñas
astillas de madera, de modo que produjese calor y luz sin humo.
Airmid también se acercó a las llamas. Le dijo a Breaca, despacio:
—De modo que has decidido cambiar el mundo tú sola. ¿No sabes que si te
enfrentas a Tago ahora mismo, morirás? El mensajero de Efnís lo dijo.
Breaca replicó:
—Efnís está equivocado. Olvida que Tago es un hombre gobernado en segundo
lugar por su orgullo, y en primer lugar, por sus ansias.
—¿Cómo? —Airmid se rio ásperamente—. ¿Te vas a entregar a él para alimentar
su deseo? —la burla de la antepasada nunca había resultado tan hiriente.
Cinco días en la cueva y tres días cabalgando habían dado a Breaca tiempo
suficiente para imaginar todos los enfrentamientos posibles con Airmid. Ni una sola
vez había imaginado algo tan público, ni tan poco planeado. Se puso de pie,
liberándose del perro y de la niña que presionaban contra ella. Siempre había sido
más fácil enfrentarse a Airmid de pie. Dijo:
—¿Y cómo si no me va a aceptar Roma como consorte suya?
—Si te aceptan a ti, entonces también aceptarán a tus hijos como si fueran suyos.
Así lo hacen en Roma. Los hijos de un hombre no tienen por qué ser de su semilla.
Deseando dejar bien claro lo obvio, Breaca dijo:

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—Pero no estarán a salvo, ni tú tampoco. Los niños, en la visión de la antepasada,
eran esclavos, y sus padres se morían de hambre. No había soñadores: todos estaban
muertos. No pienso pedirte eso, ni permitir que me lo pidas a mí. Los dioses me
dieron a elegir, y yo elegí.
—Y ahora aquellos de nosotros que no somos dioses tomamos nuestras propias
decisiones, que son distintas.
—No.
—No tienes poder para detenernos.
—Airmid, ¿quieres escucharme? Yo no te llevaré al este para que te crucifiquen,
ni ahora ni nunca.
Si antes les había sorprendido, ahora se quedaron conmocionados. La crucifixión
no era común en el oeste, como si Roma reservase esa última sanción para tiempos de
necesidad, más adelante. Los adultos sanos no hablaban de aquello, temiendo que
aquel tiempo se acercara más.
En los alrededores de la fogata, Cygfa y Ardaco hacían guardia contra el mal.
Blanca como el hueso y temblando, Airmid dijo:
—¿Crees que queremos enterarnos de que te ha pasado eso mismo a ti, sabiendo
que habías muerto sola?
Su voz no temblaba; era una soñadora, y estaba muy bien entrenada, pero el tono
fue cayendo y se hizo más intenso y finalmente, demasiado tarde, quedó bien claro
que, después de todo, no era la ira lo que consumía a Airmid, sino un dolor que iba
más allá de todo lo soportable, y dominado durante demasiado tiempo.
Una nube cubrió la luna. El calvero quedó a oscuras, apenas iluminado por el
ámbar neblinoso de la hoguera. Los que estaban en los márgenes se convirtieron en
menos que sombras. Airmid estaba de pie a dos pasos de distancia, lo bastante cerca
para tocarla. El calor de su piel era más intenso que las caricias distantes del fuego. El
olor a hierbas quemadas de su manto, mezclado con el toque de aire marino y sudor
de caballo y quietud, no conseguían cubrir del todo el aroma de Airmid, que nunca
había cambiado. Ella esperaba, sin moverse, y eran niñas de nuevo, haciendo el
primer aprendizaje del amor. Y eran adultas, conociendo el dolor inacabable de la
pérdida. Y estaban solas, rodeadas por amigos que no pensaban molestarlas. Lo único
que tenía que hacer Breaca era llegar hasta ella, cruzar el puente que las separaba, y
el mundo ya no sería como había sido cuando salió de la cueva y limpió bien la
piedra de la antepasada, como pago por una deuda.
En algún lugar un caballo relinchó, uno que no era la yegua de Breaca. El perro
Piedra, olvidado desde hacía rato, de repente se puso tieso, apretando contra su
mano. Breaca dijo:
—¿Duborno? —y supo que, en aquella noche llena de errores, al menos por una
vez había acertado.
Un hombre pelirrojo y esbelto apareció en el borde del calvero. En alguna esquina
de su mente ella ya le esperaba. Era la pieza final que completaba el diseño y hacía

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que estuviese entera su familia espiritual.
Igual que Cygfa y Cunomar, Duborno había sido prisionero de las legiones, y
estuvo dos años en Roma. A diferencia de los otros dos, sus cicatrices eran
corporales, tanto como mentales. Tenía rotos los dedos de una mano, y los tendones
de ambas muñecas muy debilitados porque los grilletes se los habían aplastado, de
modo que en lugar del escudo y la espada que ya no podía empuñar, ahora luchaba
con un cuchillo y una honda.
Alto, demacrado y melancólico, había entregado toda su vida, desde la niñez, a
los rigores y el entrenamiento de cantor, pero la guerra le había convertido también
en luchador, y desde hacía mucho tiempo se había convertido en guardián de los hijos
de Boudica. Era inconcebible que Graine hubiese viajado desde Mona sin su
conocimiento ni su acompañamiento.
Él se apartó del árbol en el cual se había apoyado y quedó claro que su presencia
no era ninguna sorpresa para los demás. Le habían encargado que vigilase los
caballos, y no los habría dejado sin una buena causa. Cygfa dijo:
—¿Son las legiones?
—¿Quién si no? Los rastreadores coritanos perdieron tu rastro ayer, y nunca
encontraron el de Breaca, pero Roma tiene una exploradora de los ordovicos y ella es
totalmente distinta.
Cygfa era de los ordovicos. Su madre los había gobernado antes de ser tomada
prisionera por Roma, también. Demudada, dijo:
—Ningún guerrero de los ordovicos tomaría monedas de Roma. Ningún oro
puede comprarlos.
—No. Y ellos lo saben. No le han ofrecido oro, sino que han hecho cautivos a sus
hijos y amenazan con matarlos uno cada luna vieja si no encuentra a la Boudica para
ellos. Uno ha muerto ya. Quedan vivos dos. Ella no quiere verlos colgados.
Siempre los niños. Uno podría preguntarle a los dioses por qué permiten que
ocurran tales cosas, pero perdería el tiempo y no obtendría más respuestas de las que
ya tenía. Breaca dijo:
—¿Has hablado con ella?
—No. He escuchado en su campamento al amanecer, esta mañana. Hablaba en
voz alta con los exploradores coritanos. Supongo que sabía que yo estaba allí.
Ardaco dijo:
—¿A cuántos romanos trae?
—Cuatro centurias del Vigésimo más dieciocho cazadores coritanos y —hizo una
reverencia a Cygfa— una guerrera de los ordovicos que vale por veinte de ellos.
—¿A qué distancia…? —empezó a preguntar Breaca, y luego, notando una
oleada de bilis y el ardor de la batalla—: Están aquí.
Un viento bajo soplaba suavemente por el valle, pero allí no había valles, y las
legiones nunca habían comprendido que un disfraz que funcionaba bien en un lugar

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no tenía necesariamente por qué funcionar en otro. Ese sonido, oído en los bosques,
era solo el cuerno que llamaba de una centuria romana a otra.
Había mucho alivio en la batalla. En aquel momento congelado, Airmid casi
había quedado olvidada. Breaca buscó a su perro de guerra y encontró a Piedra
dispuesto a su lado. El pelaje estaba erecto en su lomo y su cuerpo temblaba con la
necesidad de lucha. La espada yacía en el suelo donde Ardaco la había dejado. Fue a
cogerla y encontró que Airmid ya la había levantado, y que la sujetaba con el pomo
hacia delante.
Airmid dijo:
—Vienen a por ti, por ti sola, con tres centurias de hombres. Si quieres morir
limpiamente, ésta puede ser la noche. Si deseas que tus hijos vivan, no lucharás, sino
que los conducirás a un lugar seguro. No puedes hacer las dos cosas.
Breaca meneó la cabeza.
—No puedo llevaros al oeste. Estarán vigilando todas las rutas que conducen a
Mona.
—Por supuesto. Por lo tanto, debes llevarnos al este, al menos por ahora. —
Airmid sonrió irónicamente—. Yo no pedí esto, ni hice que ocurriese, lo juro.
—Lo sé. No pienso perderte así —toda su vida Breaca se había entrenado para
pensar con claridad en las crisis bélicas, mientras otros no eran capaces de hacerlo.
Era su don, y ella lo cultivaba con esmero, incluso en aquel momento en que las
certezas de la claridad de la antepasada se desmoronaban y no podían completarse.
Dijo a Duborno—: ¿Tus caballos están lejos?
—Podemos alcanzarlos a tiempo.
—Bien. Yo tengo la montura del mensajero. Eso les distraerá. Y si le ponemos mi
manto, que está marcado con la serpiente-lanza, quizá la mujer de los ordovicos
pueda probar que realmente les ha conducido a la Boudica. ¿Ardaco?
El pequeño guerrero ya estaba corriendo.
—Yo lo traeré, y también el poni de Graine. Dale mi caballo a Graine. Es mejor
que el suyo.
Se iba solo, de modo que si hubiese muerto, ellos no habrían sabido nunca cómo
o dónde. Breaca dijo:
—Cygfa. Ve con él. Lucha como las osas.
Las osas abjuraban del honor de los guerreros, atacando desde atrás, si era
necesario…, y matando a aquellos de los suyos que quedaban demasiado malheridos
para correr, en lugar de dejar que los capturasen vivos las legiones. Era mejor así.
Cygfa ya corría también. Sonrió fugazmente.
—Gracias. Procuraré que viva hasta mañana. Haz tú lo mismo con los demás.
Cygfa desapareció y los que quedaron se reunieron junto a las monturas: tres
adultos, una criatura y Cunomar, que no era ninguna de las dos cosas, y que deseaba
más que nada luchar como osa. Sus caballos estaban acostumbrados a la batalla, y

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todos menos Graine podían montarlos en movimiento. Por encima del estrépito de los
cascos, la voz de Cygfa llegó hasta ellos entre los árboles:
—¿Dónde nos reunimos?
Una parte de ella ya había planeado todo aquello. Breaca dijo:
—En el lugar donde la tierra de los cornovios se encuentra con la tierra de los
coritanos, en el cruce de los cuatro ríos. Ardaco lo conoce. Reza para que viva y te lo
pueda enseñar.

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VI

Graine estaba echada y despierta, con la cabeza apoyada en el flanco de un perro,


contemplando el humo grasiento de los cuerpos quemados que se alzaba dubitativo,
llevado por el viento del oeste.
Eran cuerpos romanos, no los de sus amigos, y las almas de los muertos
revoloteaban en el humo sin saber cómo volver hasta sus dioses. Era difícil no
apiadarse de ellos, por muy peligrosos que hubiesen sido cuando estaban vivos.
Graine deseó que llegase la oscuridad y los tranquilos susurros de las abuelas, y así
poder pedir que los enemigos muertos fuesen escoltados a casa. Era bueno desear
aquello, y apartar su mente de la incertidumbre de los días venideros y del horror de
la huida desde el calvero.
Era muy importante no pensar en la cabalgada huyendo del enemigo, porque de lo
contrario nunca encontraría el valor suficiente para volver a cabalgar. Graine no era
una guerrera, y no deseaba serlo. Era la única entre sus hermanos que nunca había
ansiado cabalgar las monturas de batalla de sus mayores, y que nunca había pasado
los días de verano en Mona practicando todos los movimientos de los guerreros a
lomos de caballo hasta poder cabalgar cualquier montura con toda facilidad. Durante
cuatro años había montado el mismo poni, que la adoraba, y ambos se sentían muy
seguros juntos.
El caballo de Ardaco le venía enormemente grande. Criado y entrenado para la
guerra, habiendo engendrado ya dos docenas de buenos potros, aquel animal estaba
en lo mejor de su existencia y raramente se le había pedido que aceptase a otro jinete
que no fuese Ardaco, ni siquiera para huir del escenario de una batalla. Cuando
colocaron a Graine en la silla, pareció no darse cuenta siquiera de que estaba allí.
Ciertamente, ignoró cualquier intento por su parte de cambiar de dirección, y hasta
que la Boudica le gritó, pareció decidido a arrojarse hacia el bosque para atacar a las
líneas romanas él solo. Cuando le llamaron y le azuzaron para que corriese más, se
abalanzó entre los árboles como si se encontrara en un campo abierto, sin pensar en la
seguridad de su jinete. Las ramas sin hojas iban azotándole por todas partes, y saltaba
los troncos caídos de un solo salto, arqueado como un salmón.
Graine nunca había experimentado el horror de una cabalgada desbocada. Crecida
entre una gente que cabalgaba tan pronto y con tanta facilidad como andaban, nunca
había oído siquiera sugerir a nadie que tal cosa pudiese ocurrir. La realidad era
muchísimo peor que su imaginario miedo de Roma. Habría chillado, pero no tenía
aliento para ello. Habría vomitado, pero al hacerlo habría soltado su presa en la crin
del animal, y en aquel preciso momento su vida dependía de que no lo hiciera. Se
habría desmayado, dejándose caer en la seguridad del sueño, pero su madre, al fin,

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vio lo que estaba ocurriendo y azuzó a su yegua para que se colocase junto al caballo
desbocado.
En pleno galope, saltando sobre troncos, ramas y zanjas, la Boudica soltó sus
riendas y, tendiendo las manos, levantó a Graine de la silla a peso, soltó los deditos
agarrotados sobre la crin con fuerza mortal y envolvió a su hija en la relativa
seguridad de su propia montura, que volaba enloquecida por la batalla. Todo aquello
tenía el aroma de las pesadillas y de los mitos, y Graine había pasado el resto de la
cabalgada demasiado asustada y asombrada y aterrorizada para pensar cómo
convertir todo aquello en una canción.
La huida continuó a lo largo de la noche, y el día y la noche siguientes, más lenta
durante el día, para evitar ser detectados y más rápida por la noche. Cerca del
amanecer del segundo día llegaron a la confluencia de cuatro ríos y se desplazaron un
poco para esperar a Ardaco, dejando unas señales que indicaran hacia dónde se
habían dirigido.
Breaca les había conducido hacia un valle boscoso donde uno de los ríos se
introducía muy hondo en la tierra y los robles se apiñaban muy espesos junto con los
olmos. El invierno no había llegado allí todavía como había ocurrido en Mona. Unas
hojas enmarañadas colgaban todavía de las ramas; cobre frío y resplandeciente
superpuesto al color herrumbre de los robles a la luz temprana.
El bosque no estaba acostumbrado a la intrusión humana. Los cuervos se
espantaron y volaron sobre las copas de los árboles, mientras los jinetes entraban y
acampaban. Volvieron a alzarse de nuevo, escandalosos, poco después de que los
caballos estuviesen ya instalados y hubiesen encendido un pequeño fuego. Breaca,
Duborno y Cunomar se pusieron en pie y se tranquilizaron enseguida cuando oyeron
el chillido de un armiño que era la señal de Ardaco. Él y Cygfa aparecieron
momentos después, corriendo sobre las rocas y los árboles caídos, exaltados por la
batalla, manchados de barro y suciedad y salpicados por sangre enemiga. No traían
con ellos ni el poni de Graine ni el caballo castrado de batalla de Cygfa. Nunca había
existido la menor posibilidad de que lo hicieran; las osas siempre luchaban a pie, y
podían sobrepasar a cualquier caballo en una carrera de un día. El poni se usó como
señuelo, y al salvar a la hija de la Boudica, Ardaco había salvado también su propia
montura. Graine intentó no odiarlo por aquello.
Los guerreros que volvían relataron brevemente su historia y luego se echaron a
dormir a cubierto de unas ramas de haya y hierbas de fin de año. Graine no estaba
acostumbrada a dormir de día. Había permanecido echada con la cabeza en el flanco
de Piedra, envuelta en su propio manto, con el de repuesto de Breaca echado por
encima. Un olmo yerto, derribado hace tiempo por el rayo se encontraba al oeste, y
sus ramas sin hojas destacaban, negras, contra el cielo que iba palideciendo. El hueco
que dejaba proporcionaba luz y una visión del horizonte occidental y, como lo estaba
esperando, al final la niña vio la primera columnilla de humo negro y luego las

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grandes humaredas que siguieron, cuando el enemigo quemó los cuerpos de aquellos
romanos y de tres traidores coritanos asesinados por Ardaco y Cygfa.
—¿Graine?
Pensaba que era la única despierta. Sobresaltada, levantó la cabeza. Su madre
estaba sentada junto al último resplandor del fuego, con el manto encima de los
hombros, la cabeza apoyada en un antiguo tocón de roble lleno de hongos. Estaba
claro que se acababa de despertar. El cabello le llegaba por los hombros, trenzado
solo en parte. Por primera vez desde el verano (por primera vez en ningún invierno
que hubiese conocido Graine) la Boudica había dejado a un lado la única pluma de
cuervo teñida de negro del cazador justiciero, y se había hecho de nuevo las múltiples
trenzas de la guerrera.
Viéndose bajo el escrutinio de la mirada de su hija, Breaca sonrió, no como habría
hecho Airmid, pero sí con bastante calidez.
—¿Tienes frío?
—No —hablaban muy bajo, apenas un murmullo del viento, para no despertar a
los demás—. Piedra me mantiene caliente —casi era verdad.
—¿Pero no puedes dormir?
—Es la hora de levantarse. No puedo dormir ahora.
Hubo una pausa corta, de indecisión. Si hubiese sido Airmid la que se hubiese
despertado, Graine habría ido junto a ella, se habría enroscado a su lado y le habría
hablado de la columna de humo y de los cuerpos que ardían y de sus temores por las
almas errantes de los muertos. Airmid, a su vez, habría cantado al enemigo para que
descansara, si Graine se lo hubiese pedido, y luego habría cantado un poco más para
que aquella niña de seis años pudiera dormir y soñar de día.
Breaca no era Airmid, pero tampoco era ya la Boudica, que traía la victoria a sus
guerreros, y sin embargo seguía siendo una extraña para su hija. En el curso de la
huida de dos días, Graine había visto más de cerca a su madre que en ninguna otra
etapa de su vida. Hasta aquel momento, junto al fuego, no había sabido cómo deseaba
aquello, ni lo atentamente que había ido observando los cambios que ocurrían.
En la mañana tranquila y humeante, Graine vio a su madre con claridad por vez
primera: una mujer con demasiadas preocupaciones para poder dormir como es
debido, sentada junto a un fuego, medio envuelta en un manto, con el pelo
desgreñado cayendo en guedejas en sus hombros, y los brazos desnudos al aire frío,
de modo que las antiguas cicatrices, igual que las nuevas, trazaban su escritura en su
piel. Sus ojos eran de un gris verdoso con vetas de cobre, henchidos ahora de una
turbulencia que Graine nunca había visto en Airmid.
Como no sabía qué decir, Graine no dijo nada. Frunciendo el entrecejo, Breaca se
inclinó hacia delante y sacó un resto carbonizado del fuego. Se lo tendió y dijo:
—Queda un trozo de carne de liebre. Si comes, ¿te ayudaría a dormir un poco?
Era la sonrisa la que marcaba la diferencia, más que las palabras. Graine nunca
había visto a su madre mostrar timidez antes, ni tampoco se consideraba a sí misma

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una posible causa de timidez. Con una extraña y vertiginosa sensación en el
estómago, se apartó de Piedra y se deslizó hacia el cobijo del brazo extendido de su
madre. En su curva, en la seguridad de su abrazo, que la sujetó con fuerza durante dos
días de dura cabalgada, se sentía a salvo, y se daba cuenta del enorme miedo que
había pasado. Enterró la cara en la túnica que olía a caballo y a grasa de oveja y a
cuero, y se apretó contra ella con tanta fuerza como cuando la sacaron por primera
vez involuntariamente del útero.
Un poco después, cuando el olor a carne quemada surgió del fuego, madre e hija
se separaron un poco y sacaron la pata de liebre de las brasas y la compartieron entre
las dos y con Piedra, que se metió entre las dos y se echó a sus pies.
Pensativamente, Breaca dijo:
—Le afeitaré el pelo esta mañana, antes de que continuemos.
—¿Qué pelo? —Graine se apoyaba en su madre con los ojos cerrados, sin querer
abrirlos.
—El de Piedra. Es un perro demasiado bueno para que lo vean así en el este. Los
romanos hacen esclavos a los perros, igual que a las personas, pero no tienen vista
para apreciar lo que hay debajo de la superficie. Si le corto el pelo de modo que
parezca que tiene la sarna, no lo mirarán más a fondo, y estará a salvo.
La mañana, que ya era fresca, de repente se volvió más fría. Graine se abrazó las
rodillas apretadas contra el pecho. Miró hacia el fuego y deseó que las abuelas le
hablasen en la oscuridad. En Mona lo habrían hecho así, y al menos ella habría
comprendido algo de lo que estaba ocurriendo.
—¿Aún piensas ir al este a reclamar la torques de tu pueblo? —preguntó.
—Nuestro pueblo. Es el tuyo tanto como el mío. Sí. Y para sublevar a los
guerreros y llevarlos a la batalla. La antepasada lo dejó muy claro. Yo no podría
volver a Mona con honor.
Había demasiadas cosas que dependían de un equilibrio extraordinariamente
delicado, y Graine no veía la forma de desplazarse en la dirección deseada. Había
notado la presión cortante en el calvero, cuando Airmid se enfrentó a su madre, y los
mundos quedaron abiertos y todas las posibilidades eran idénticas. Pero había una
cosa que no se había dicho, y que debería haberse dicho. Estaba en su poder hacerlo
ahora.
Lo ensayó un par de veces mentalmente y luego, cuando vio que las abuelas no la
reprendían, dijo:
—¿Sabías que Gwyddhien ha muerto?
Gwyddhien era la amante de Airmid desde que Graine nació. Había dirigido a los
guerreros de los siluros, y en ausencia de Boudica, los de Mona. La habían matado
dirigiendo una batalla al final de la temporada contra los brigantes de Cartimandua,
que luchaba por Roma. Después, el dolor de Airmid se convirtió en algo privado, de
lo que no se hablaba. Las prisas a la hora de dejar Mona y encontrar a la Boudica
poco después habían sido para ella una buena forma de entretenerse con la acción.

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No se dijo qué pensaba o sentía la Boudica. Tranquilamente, sin moverse, afirmó:
—Sí. Cygfa me lo contó.
Cygfa. No Airmid. Cosa que significaba que su dolor era demasiado reciente para
que pudiese hablar de ello, o, más probablemente, que no quiso usar un martillo tan
obvio para aplastar la intransigencia de Breaca.
Graine no tenía tales escrúpulos. Dijo:
—Airmid no volverá a Mona, no ahora. Sin Gwyddhien para retenerla, es libre de
seguirte —y no dijo: «te habría seguido de todos modos», porque no estaba segura de
ello, solo lo deseaba.
—Ya lo sé —Breaca atizó el fuego con el pie, moviendo los palitos para que diese
calor sin humear—. Hablamos de ello la noche pasada. Airmid no volverá a Mona, y
yo no tengo poder para obligarla. Cygfa hará aquello que su mente le dicte, y me
seguirá al este lo quiera yo o no, igual que Duborno; los dos me lo han dicho. A
Cunomar podría darle órdenes, pero sería más probable que se le metiese en la cabeza
atacar a las legiones solo para probar su valía. Tú eres la única a la que puedo mandar
de vuelta. Puedo ordenarle a Ardaco que te lleve de vuelta a Mona y él lo haría, y se
quedaría para protegerte, por mucho que me odiase por ello.
Había un tono extraño en la voz de su madre. Atrapada entre el miedo de irse y el
terror de seguir, Graine la miró. La comprensión la había dejado muda. Finalmente
dijo:
—Pero tú no quieres mandarme de vuelta.
Breaca sonrió torcidamente.
—Quiero mandarte de vuelta, lo deseo muchísimo, pero no tengo derecho. Tú
estás ligada a Airmid como lo están madre e hija. Allá donde ella va, vas tú. No tengo
derecho a separaros.
El hueco que había en el estómago de Graine se convirtió en un vacío. Tragando
saliva, dijo:
—¿Te ha dicho eso Airmid?
—No. La antepasada lo intentó, y yo no la creí. Luego, la otra noche, al huir de
las legiones, supe que era cierto. Cuando tú estuviste a punto de caer del caballo de
Ardaco y romperte el cuello, fue Airmid quien vio lo que estaba ocurriendo. Su
caballo no era lo bastante rápido para atraparte, porque en caso contrario habrías
cabalgado estos últimos dos días con ella y no conmigo.
Los silencios eran significativos, así como la incertidumbre que palpitaba en los
ojos de su madre. Graine encontró sus manos envueltas y apretadas bajo el pelaje de
Piedra, como habían estado en la crin del caballo de Ardaco. Ahora su miedo era
distinto, y muy poco por ella misma. Soltó una mano y, buscando, encontró la de su
madre, que estaba fría, y la apretó.
No hubo palabras que volvieran a colocar el mundo en su sitio, o al menos no
supieron hallar ninguna. Al final Graine se encontró abrazada más estrechamente aún
en los brazos de su madre, y notó los labios de su progenitora que le besaban la

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cabeza, y oyó su propio nombre pronunciado una y otra vez, como una letanía,
demasiado bajo casi para ser oído. Un aliento cálido se filtraba a través de su cabello,
y las palabras resonaban en su cráneo de modo que llegaban a sus oídos desde dentro.
Al final, cuando ya tenía el pelo de la coronilla caliente y húmedo, oyó una sola
frase con sentido:
—Niña de mi corazón, te quiero; mientras yo viva, no dejaré que Roma te mate,
te lo juro.

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VII

Había nieve en las tierras de los icenos, y una pesadez en el aire que olía a sueños
viejos y nada claros.
El tenue manto de blancura no cubría las costillas hambrientas de la tierra. Cuanto
más se adentraba el grupo de Breaca en el territorio ocupado, más descuidados
estaban los setos, más obstruidas las zanjas, y los bordes de los campos eran una
cosecha de malas hierbas. Los cercados estaban cubiertos de barro pisoteado y
resbaladizo, y sin embargo vacíos; demasiadas ovejas y ganado habían apurado en
exceso aquellos pastos, y luego habían muerto.
Se parecía demasiado a la tierra de la visión de la antepasada. Cuando Breaca lo
dijo así, Duborno exclamó, secamente:
—La gente paga sus impuestos con la carne de sus animales, y en grano. La tierra
debe dar el doble ahora: una parte para los que la cultivan y otra parte para los que
reclaman su propiedad.
Ardaco dijo:
—¿Y el resto de la vida? ¿Dónde están los pájaros? ¿Y los zorros? ¿Y las liebres?
¿También se han pagado como impuestos?
—Algunos. Roma acepta pellejos de zorro y carne de liebre cuando no hay buey.
En cuanto a los demás, ¿tú te quedarías en un lugar donde la propia tierra se ha
esclavizado a las legiones? Se han ido, y volverán cuando los dioses hayan restituido
el equilibrio a los mundos.
Saber aquello no facilitaba precisamente el viaje cada día. Breaca les dirigía,
desgarrada entre la apremiante urgencia de la orden de la antepasada y las
necesidades de su juramento reciente, hecho sobre la cabecita de su hija, de mantener
sana y salva a Graine, y a tantos de los que viajaban con ella como fuese posible.
Ella cabalgaba como había hecho desde que se retiraron del claro, con Graine
sujeta en su silla, delante de ella. Externamente, todo era igual. Por dentro, la
cualidad de su preocupación era distinta, y los que cabalgaban con ella se habían
dado cuenta. Aquella parte de ella que permanecía ligada a la antepasada-soñadora
despreciaba la pérdida de su decisión y predecía una muerte del peor tipo imaginable
para los que viajaban con ella.
El resto de Breaca (la mayor parte) bebía en la esencia de su hija como alguien
que se muere de sed bebe agua fría. «¿Te maravilla que los hijos de tu sangre sean
fieles a otros?» Ella había olvidado, si es que alguna vez lo había sabido, lo que era
perderse en el amor de un niño. Avanzaba cada paso con igual cantidad de esperanza
y terror equilibrando ambos lados de su corazón.

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Como deferencia a las leyes romanas que prohibían a los guerreros empuñar
cualquier tipo de arma que fuese mayor que un cuchillo de desollar, Breaca y su
partida entraron desarmados en el territorio ocupado. Sus espadas y todo cuanto les
señalaba como guerreros quedó en una tumba en forma de montículo de los
antepasados adonde Airmid les había conducido la noche después de que Ardaco y
Cygfa se uniesen al grupo.
El túmulo era bajo, escondido entre los matorrales y delgadas capas de neblina
del río. A medida que se aproximaban desde el oeste, al anochecer, la luna que salía
arrojaba sombras a lo largo del túmulo, dándole un aspecto mucho mayor y menos
acogedor de lo que habría debido ser.
Allí la sensación no era de seguridad. Al irse acercando, el vello se erizó en los
brazos de Breaca y respiró fuerte, expulsando vapor en el aire congelado. Piedra
caminaba muy tieso a un lado, y Ardaco, maldiciendo entre dientes, sujetaba su
caballo al otro. Ante ellos se encontraba solo la luz de la luna y las sombras, y un
montón de rocas y césped elevado en torno a los huesos de los muertos. Estaban
acostumbrados a tales cosas, y no tendrían que haber sentido de forma tan aguda el
terror de aquella ira antigua.
Solo Airmid parecía impávida. Se acercó montada en su caballo a la entrada del
túmulo y bajó al suelo. La luna proyectó su silueta en las rocas y el césped. Ella se
arrodilló un rato junto a las piedras guardianas, recorriendo unas líneas ocultas en su
superficie. Desde donde esperaba, Breaca podía oír la cadencia de un semidiálogo
murmurado, como el que ella pudo mantener con la antepasada en la cueva.
—Éste es el lugar.
Airmid se apartó del montículo. La presión de las piedras había suavizado sus
rasgos, emborronándolos como si se acabara de despertar de algún sueño. Dijo:
—Efnís ha estado aquí, y algún otro de las tribus, pero no en los últimos tres
años, y nadie de Roma. Los fantasmas de los antiguos han preservado este lugar
contra todo el mundo, excepto los soñadores más fuertes. Si existe algún lugar mejor
para mantener tus armas a salvo de Roma, no lo conozco.
Hablaba a un grupo de guerreros silenciosos y una niña. Ardaco tosió y azuzó a
su caballo hacia delante. Éste desconfiaba de la luz plateada y rezongó, moviéndose
de lado, sin querer enfrentarse a la oscuridad.
Ardaco no era un hombre débil. A lo largo de veinte años había matado a más
romanos él solo, al servicio de la osa, que ningún otro guerrero vivo. Breaca confiaba
en él en la batalla como en pocos. No fue la cobardía, pues, lo que le movió cuando
dijo:
—Este lugar es de Nemain, tanto como de los antiguos. La diosa no es del mismo
sello que la osa y no querría ofenderla tampoco. Sería mejor que mi espada quedase
enterrada en algún lugar lejos de aquí, ya la encontraré yo.
Airmid sonrió. Su piel se veía de un blanco de hueso a la luz de la luna, y bastante
hermosa. Su voz procedía de otro mundo.

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—La osa es tan bienvenida como cualquier otro, o tan poco bienvenida. Es el
peligro de este lugar precisamente el que protegerá lo que dejes aquí.
Cygfa tampoco tenía miedo de la muerte. Dijo:
—No quiero enfurecer a los fantasmas de nuestro pasado igual que Ardaco. Si les
molesta nuestra presencia, podemos darte a ti las espadas y que seas tú quien las
esconda.
Airmid meneó la cabeza.
—No. Si yo muero, se perderían para siempre. Debéis venir y colocar vuestras
armas donde mejor pueden hallarse. Si es necesario, cualquiera de vosotros podrá
retirarlas luego cuando empiece la guerra.
«Cuando empiece la guerra…» Esa parte de la visión de la antepasada parecía
segura. Sentada a caballo en la fría noche, Breaca contempló a los icenos arrojarse
hacia delante para aplastar a las legiones de Roma. Un águila de la legión quedaba
manchada de sangre y la serpiente-lanza prevalecía sobre ella…
—¿Breaca? —Airmid le había puesto una mano en el brazo, y Graine se había
vuelto de lado sobre la cruz del caballo y le miraba a la cara—. ¿Puedes bajar?
Necesitamos tu espada y la de tu padre. Ésas deben ir las primeras. Cunomar puede ir
también contigo para que vea dónde están colocadas. Es posible que necesite
retirarlas él algún día. Los demás pueden seguir en el orden que deseen.
—¿Quieres que vaya yo primero? —ir sin caballo y desarmada a la batalla habría
sido más fácil.
Airmid levantó una ceja. Su sonrisa hizo eco con la de la anciana abuela.
—No. Los antiguos han pedido que sea tu hija, por lo cual todos deberíamos dar
las gracias.
Breaca podía olvidar que su hija era una soñadora, pero los dioses no le dejaban.
Mientras los guerreros sujetaban a los caballos y retiraban sus espadas, Nemain fue
avanzando por el cielo, mostrando el camino hacia delante. Una suave luz abrió lo
que antes fue oscuridad, y, tal y como se le había pedido, Graine dirigió el camino. La
luna convertía su piel en leche y su cabello en fuego oscuro. No era capaz de
conducir un caballo al galope hacia la seguridad, pero entraba por la boca de la tumba
de los antepasados como si estuviera en su propia casa. Breaca le seguía a una lanza
por detrás, asombrada ante el valor de su hija.
La entrada era pequeña, de modo que todos tuvieron que entrar a gatas, hasta
Graine. Dentro era lo bastante alto para permitir que Breaca solo tuviese que inclinar
la cabeza y los hombros, y Ardaco casi podía permanecer de pie. En torno a ellos, la
roca tallada a mano se cerraba a ambos lados, mucho más estrechamente que en los
altos muros de la cueva de la antepasada. Excepto al comienzo, la roca estaba seca, y
las marcas grabadas en líneas a la altura del hombro tenían los bordes muy agudos,
como si las acabasen de tallar. El olor era a polvo antiguo, a huesos y a hierba seca y
desmenuzada, y cosquilleaba la nariz de modo que los guerreros estornudaron, uno

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tras otro. Graine y Airmid, que no estornudaron, dirigían el camino hacia delante,
hablando a unos oídos muertos desde hacía mucho tiempo.
Demasiado pronto, Airmid dijo:
—Aquí. Se abre una cámara. Habrá espacio para todos nosotros. Vamos a entrar
poco a poco.
No podían haberlo hecho de otro modo. Las antorchas que sujetaban las
soñadoras estaban hechas de hierba y resina de pino y grasa de oveja, y el humo que
producían había llenado el pequeño pasillo. En la cámara del túmulo, arrojaban una
luz desigual y ponían un color ámbar en los rostros pálidos. Cinco adultos y Cunomar
formaron dos círculos en torno a Graine, mirando hacia dentro. Los muertos yacían
en forma de polvo en unos huecos de las paredes. Sus voces lanzaban advertencias de
muerte y el destino de las almas perdidas.
Agudamente, Airmid dijo:
—Os traigo a la hija de Nemain; ¿no la veis? —los susurros adquirieron una nota
distinta y luego se detuvieron.
Graine estaba muy quieta. La llama de la antorcha de resina y sebo se agitaba en
su mano. Una luz ondulante aleteaba encima de su cabello como si unas manos
fantasmagóricas lo acariciasen. El ruido y la palpable amenaza disminuyeron
entonces. Breaca respiró con los pulmones tensos y anheló los sencillos peligros de la
batalla. Oyó decir a su hija:
—Nuestros guerreros dejarán sus armas a vuestro cuidado, hasta que las
volvamos a necesitar para arrojar a los hombres del águila de esta tierra.
Graine hablaba con claridad, con tonos adultos. La luz de la antorcha que portaba
en la mano aleteó una vez más y luego se estabilizó. Manchas de sombras se
reflejaban en las paredes.
Airmid dijo:
—Breaca, la espada de Eburovic debe ser la primera que escondamos. Enséñasela
ahora a la oscuridad.
Breaca sacó la espada de su padre del envoltorio de piel de oso. Apareció en su
mano, brillante como un pez, a la luz de las antorchas. Los dibujos ondulados del
metal tenían siete generaciones de antigüedad, y todavía se apreciaba con claridad la
muesca de la hoja producida cuando su abuelo luchó contra el campeón de los
coritanos, de cabello blanco, por una disputa de fronteras. Eran más recientes los
verdugones que surcaban el metal y que se habían producido cuando su padre luchó
contra los hombres de Amminio en la batalla en la que murió. Breaca había tomado la
espada de su mano muerta y desde entonces la había afinado bien, pero nunca había
raspado aquellas muescas.
Su padre le había hablado junto al río, en la cueva de la antepasada, pero ella no
le había visto allí. Aquí, con su espada y su sangre en la mano, se hizo real para ella,
de una forma en que los fantasmas de la tumba nunca podrían ser.

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«¿Breaca?» Su voz tenía más cuerpo que en la cueva. «Dale mi espada a las
piedras del pasado».
Él no estaba solo. Sus antepasados se encontraban tras él: abuelos y abuelas,
guerreros y herreros, cazadores y talabarteros, todos aquellos que alguna vez habían
empuñado y usado la espada con honor, se fueron congregando hasta que uno de ellos
ocupó el espacio en el que se encontraba Eburovic. Su voz múltiple dijo: «enséñale la
espada a la oscuridad».
Airmid ya se lo había dicho, pero no quedaba claro lo que debía hacer. Allí, junto
al muro, Breaca vio a la altura de su hombro una repisa cortada en la pared de roca,
de un tamaño suficiente para albergar una espada de guerra al estilo antiguo.
Como si los fantasmas de su linaje levantaran sus manos, Breaca notó que sus
brazos se elevaban y la espada se alojaba en aquella repisa. Encajaba muy bien, como
si fuese una vaina, y la inestable llama de las antorchas daba vida a la hoja. El metal
azul y negro ondulaba como el agua bajo la luz, de modo que, en los primeros
momentos de su descanso, la osa que amamantaba forjada en el bronce del pomo
pareció beber en un charco nocturno.
Breaca había olvidado que estaba acompañada. Detrás de ella, Cunomar jadeó
audiblemente. Ardaco, que era mayor, y que se controlaba mejor, pronunció a través
de los dientes apretados los nombres ocultos de su dios, y luego:
—No sabía que tu padre era uno de los nuestros.
Eburovic había desaparecido, o se había convertido en parte de la espada y la
oscuridad que ahora la ocultaba. Breaca miró el lugar donde había estado y no pudo
ver ni a su padre ni el arma. Si no la hubiese colocado allí ella misma, habría creído
que la pared era de roca perfectamente sólida.
Se oyó decir a sí misma desde la distancia:
—Ni él tampoco. El oso era su sueño, no su dios. Pero se habría sentido muy
honrado al ver que tú pensabas eso.
Un brazo rozó la manga de Breaca, La mano de Graine se metió en la suya, y la
voz de Graine, llena de mareas y ecos del océano, dijo:
—Está a salvo. Los fantasmas de muchos muertos la guardarán hasta que llegue
el momento en que la gente la necesite. Ésta es la espada que alzará a las tribus y las
unirá contra aquellos que quieren aplastarlas. No lo olvides, ni dejes que otros lo
olviden tampoco.
—No lo haré.
No bastaba, pero era todo lo que podía decir Breaca. El mundo estaba lleno de
fuego y sombras y un carrizo acababa de morir, cantando con la voz de su hija. Notó
la mano de Airmid en su hombro y, como si pasase a través de una tormenta, oyó la
tranquila indicación de Airmid que dirigía a los demás a los lugares donde debían
colocar sus espadas, y luego doblar las cotas de malla, robadas a la caballería romana,
y esconderlas también en los huecos de los muertos. El último fue un manto de un

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oficial romano arrebatado a un cuerpo muerto y usado siete veces por Ardaco como
disfraz para engañar al enemigo.
El único que no tenía armadura ni arma era Cunomar. Como no tenía ningún
papel que representar, se quedó quieto en medio del túmulo, observando y
escuchando. Después, una vez escondieron las armas que quedaban, dieron gracias a
los antepasados y se alejaron, el recuerdo que le quedó a Breaca fue notar que su hijo
iba junto a su hombro izquierdo y la ansiedad desnuda con la que le había visto
esconder la espada de su abuelo. No dijo nada, pero tampoco era necesario que lo
hiciera; su linaje era el de él, y los fantasmas de su pasado conjunto los reconocían a
ambos igualmente.
Lo que no estaba claro, y no se podía preguntar, era si Cunomar había oído la voz
de Eburovic cuando la espada encontró su hueco en el lugar oculto. «Si mi nieto
empuña esta hoja algún día, has de saber que después seguirá la muerte de los icenos.
Confío en que procures que tal cosa no suceda».

Cabalgaron pues sin espadas, de noche, lentamente, por una tierra que no era libre
desde hacía casi quince años.
De día, acampaban sin fuego y con dos de los cuatro guerreros despiertos, de
guardia. Dos veces se adentraron en los bosques para evitar las patrullas romanas, no
porque las legiones pudieran verles, sino porque las monturas de los oficiales, más
cautelosas que los hombres, podrían haber olido sus caballos o a Piedra.
Poco después de dejar la tumba de los antepasados, Breaca entregó el liderazgo
del grupo a Duborno, que había viajado al este más recientemente. Después de tres
noches, éste se lo confió a Airmid, que durmió sola en la orilla del río, y luego, al
despertar, encendió fuego y apiló sobre él hojas húmedas hasta que se alzó hacia el
cielo, espesa y blanca, una columna de humo tan ancha como el cuerpo de un
hombre.
Al anochecer del mismo día, una columna más delgada y más oscura, que se
desviaba hacia el sur, apareció en el horizonte del este.
Airmid dijo:
—Nos esperan. Efnís hará lo que pueda.
Dos noches después, guiados por el humo, el instinto y unos sueños inciertos,
cabalgaban a lo largo de la orilla de un río y seguían unas huellas que se dirigían al
nordeste hacia un bosque denso y descuidado. Ni los icenos ni las legiones habían
estado allí, excepto quizás en determinados rastros que eran mucho más anchos de lo
que podían hacer ciervos u osos.
La noche estaba clara y el cielo sin nubes. El dibujo de estrellas que formaba la
Liebre había coronado el horizonte cuando oyeron la voz de un hombre solo que
cantaba la balada de las almas perdidas con un dolor que hacía que la pérdida
pareciese nueva y fresca. Delante se veía la luz de una fogata y un círculo de figuras

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sentadas y silenciosas. Su presencia se filtraba a través de los árboles, como otros
tantos perros de caza que permaneciesen al acecho.
Como Airmid les había llevado hasta allí, Breaca podía creer que los que
esperaban no eran romanos armados y preparados, pero la sensación de peligro no era
menor. A través de su mensajero, Efnís había dicho que los icenos eran débiles, que
carecían de líder, que no tenían ya la voluntad para resistirse a los muchos terrores de
la ocupación. Había predicho traición y muerte para la Boudica y para todos aquellos
que cabalgasen con ella, si alguna vez volvía al este. Solo los antepasados, ya
muertos y a salvo, habían sugerido algo distinto, y le habían ofrecido una salida. No
le habían dicho qué ocurriría si su camino no quedaba abierto.
Breaca se bajó de su caballo y encontró a Piedra esperando. Éste se apoyó en su
costado, empujando su mano con su hocico, como solía hacer en las ocasiones en que
el peligro les acechaba muy de cerca. Ella cogió el morro en su palma y le puso el
pulgar en los labios, pidiéndole paciencia y silencio.
En torno a ella los demás desmontaron, excepto Graine, que iba sola en la yegua
ruana, esperando que la bajasen.
Eran sus amigos, sus compañeros. Dos habían sido amantes suyos y podían
volver a serlo. Llena de orgullo y dejándose llevar por las visiones de sus fantasmas,
ella les había llevado hasta allí lejos, a aquellos peligros. Todos sus instintos
guerreros le decían que todavía había tiempo de dar media vuelta y llevárselos de allí.
Duborno era el que estaba más cerca de ella. Había permanecido a la sombra de
su propio crucifijo en Roma. Cinco años no habían conseguido curar aún las
cicatrices de su prisión.
Ella dijo:
—Duborno…
—No —él sonrió. Ella no podía verle, no había bastante luz para ello, pero lo
notaba en su voz. Una sonrisa de Duborno era una cosa muy rara, verdaderamente. Él
levantó la mano en la oscuridad y le tocó el brazo—. No lo pienses. Estamos aquí
porque así lo hemos decidido, y porque los dioses lo han querido también. Tú eres la
guía, nada más —su otra mano se elevó hacia ella—. Te hemos traído esto. Hay
algunos entre los aquí reunidos que no querrán aceptarte. Esto puede ayudarte a
hacerles cambiar de opinión.
Los dedos de Breaca buscaron en la oscuridad y encontraron metal caliente.
Palpando un poco más, comprendió que lo que le ofrecían era una torques: no la
reliquia de su linaje que marcaba la línea real de su pueblo, sino una nueva, hecha por
su padre como obsequio para Caradoc durante el invierno de su naufragio. Durante
cinco años había permanecido junto a su lecho en la casa redonda de Mona. Nunca se
la había llevado consigo durante las cacerías solitarias en las tierras ocupadas.
Era mucho más sencilla que la que hicieron los antepasados, pero sus líneas eran
fluidas y perfectas, y Su padre había mezclado otros metales con un buen oro rojo, de
modo que, a la luz de las antorchas, combinaba a la perfección con el color del pelo

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de Breaca. Ella conocía íntimamente su tacto, y la tomó entonces, tibia por el calor
del cuerpo de Duborno.
El demacrado cantante estaba lo bastante cerca para que Breaca le viese el blanco
de los ojos. En toda su vida adulta, él jamás le había mentido. No conocía a ningún
hombre más íntegro que aquél. Él le sonrió por segunda vez y ella casi se echa a
llorar por el dolor que contenía aquella sonrisa, y por su promesa.
Aun así, todavía había tiempo de dar media vuelta.
—Efnís canta para ti —dijo Ardaco, desde detrás de ella. No era de Nemain, ni
tampoco soñaba. Una vez muerta Gwyddhien, podía haberse convertido en Guerrero
de Mona y dirigir a todos los guerreros del oeste, añadiendo su marca a todas aquellas
grabadas ya en las vigas del techo de la casa grande, y no vivir como niñera de los
hijos de Breaca en una tierra que se hallaba bajo el yugo de Roma.
Como había hecho Duborno antes, levantó la mano para tocarla. La pluma que le
entregó era de plata, forjada a partir de un metal impoluto. Gunovic la había hecho el
año antes de morir. Marcaba cincuenta muertes o quinientas, Breaca lo había
olvidado y tampoco importaba ya; solo los niños y los recién convertidos en
guerreros contaban las plumas de cuervo que marcaban sus muertes. Pero los icenos,
muertos de hambre y privados de honor, podían necesitar cosas semejantes.
Ardaco dijo:
—Ponte esto en el pelo y ve. Ellos no saben nada, solo que Efnís les ha prometido
un futuro. Tú eres todo lo que puede ofrecerles ahora mismo —le cogió el brazo por
encima del codo y apretó fuerte, que era lo más aproximado a un abrazo procedente
de él. Su simple contacto ya la reconfortó.
Pero seguía habiendo tiempo todavía.
Ardaco fue su amante en una ocasión, reemplazando a Airmid, para quien no
podía haber reemplazo. Airmid estaba allí ahora, como había estado siempre, como
debía estarlo, o si no su vida sería insoportable. Estaba hablando y diciendo lo mismo
que los demás, aunque con otras palabras.
—Breaca, no pienses en retroceder. Hemos visto lo que ha hecho Roma con la
tierra en la que crecimos. Solo podemos imaginar lo que han hecho a la gente.
Ninguno de nosotros podría vivir con honor si volvemos atrás ahora.
Aun así.
—¿Madre? —Graine todavía iba montada en la yegua ruana. Si la colgaban, le
costaría medio día morir—. Ahora no podemos volver. Está nevando más fuerte que
antes. Las patrullas romanas verán nuestras huellas en cuanto haya luz.
Era una niña y nunca había seguido ningún rastro, ni la habían seguido a ella,
pero había crecido en Mona, escuchando a los mejores cazadores que jamás habían
llegado al oeste, y conocía la realidad del peligro en invierno tan bien como cualquier
adulto. Decía la pura verdad, y eso cambiaba la naturaleza de las elecciones.
Pero…

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En el calvero, los cánticos se hicieron más suaves. En otros mundos, en otros
tiempos, una niña con el cabello color sangre de buey lloraba lágrimas de oro
mientras, en el campo de batalla, la serpiente-lanza prevalecía sobre la destrucción
romana.
Breaca levantó la mano y tomó a su hija, la hija de su alma, de la silla. Los cinco
que componían el resto de los pedazos de su corazón la contemplaban desde la
oscuridad.
Con demasiada formalidad, porque en aquellos momentos no podía hablar de otra
manera, Breaca dijo:
—Si los soñadores y cantores de Mona se unen a la canción de Briga, los hijos de
sangre real irán a reunirse con su pueblo.

El rastro del ciervo llevaba hacia delante, a un claro. Las antorchas formaban un
círculo exterior, dejando escapar un humo blanco, de pino. Por encima y a su
alrededor se encontraban las hojas otoñales aún no caídas de robles y olmos, miles de
cintas de bronce captaban la luz de las antorchas y la reflejaban aún más cálida.
Las hojas sobrepasaban en número varias veces a aquellos que esperaban entre
los árboles. De pie junto a su madre, más allá del círculo de luz, Graine podía contar
más fácilmente los que había en su interior. Eran menos de una décima parte del
número que había llenado la casa grande de Mona cuando las huestes guerreras del
oeste se habían reunido por última vez, y gran parte de ellos eran viejos. El cabello
blanco predominaba, y las toses de los ancianos tocados por el invierno se oían por
encima de la trova del cantor.
Efnís estaba de pie en las sombras, más allá del círculo, cantando todavía. Su voz
los abarcaba a todos ellos, como una espiral de sonidos entretejidos. Airmid y
Duborno avanzaban entre los árboles y se unieron a él. Empezando en un tono muy
bajo, sus voces se unieron a la suya, y se alzaron a Nemain junto con el humo
resinoso. Como eran solo tres, la melodía que se entretejía sonaba mucho más
cercana de lo que habría sido cantada por muchas gargantas. Aumentando en
intensidad, llegó a un clímax y se detuvo de pronto. El silencio que hubo después fue
un espacio que pedía ser llenado.
Era demasiado tarde entonces para darse cuenta de lo poco preparados que
estaban para aquel momento. Graine se asustó de pronto, inútilmente, cuando notó
que su madre se apartaba de su lado. En Mona, dirigiendo a los guerreros y a los
soñadores de la casa grande, la Boudica habría llevado un manto y una túnica que
colgaban desde que fueron confeccionados encima de un fuego ardiente, y que no
conocían ni la humedad, ni el moho ni los insectos. Durante el medio día anterior se
habría hecho las trenzas de nueve capas de los guerreros en el pelo, con las plumas de
muerte con sus bandas de oro para honrar a los antepasados. Su espada habría

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colgado a su costado, y su cuchillo la habría equilibrado, y la serpiente-lanza habría
revivido en los pomos de ambas armas.
Allí acababa de pasar medio mes viajando, después de dos veces ese tiempo
cazando sola en las montañas. Su manto estaba arrugado y manchado por el viaje. Su
túnica estaba bordeada de barro seco y sus botas empapadas de nieve fundida. No
tenía espada, y en su lugar colgaba una honda en su cinto. El mango de su cuchillo
era de madera sencilla, sin adorno alguno. Su cabello ostentaba una sola trenza, y la
pluma de cuervo de plata estaba algo mate allí donde Ardaco la había pulido con la
punta de su manto.
Ésa era la realidad; pero no fue eso lo que se vio.
Breaca se adentró a la luz de las antorchas de resina y un murmullo contenido
resonó en todo el calvero donde los guerreros, soñadores y ancianos de la nación
icena, reunidos, vieron su mayor esperanza y su mayor temor convertirse en realidad
por primera vez desde hacía veinte años.
Para ellos, la Boudica era una criatura de llamas y metales bruñidos. La torques
de oro rojo era una serpiente viva en torno a su cuello. Su cabello era del bronce
fuego más intenso, como el pelaje de un zorro en invierno. Sus ojos eran de un verde
cobre, iluminados por las batallas libradas y victoriosas.
Graine pensó que ella podía haberse quedado así para siempre. Los ancianos
icenos vacilaron en el momento álgido del cambio, encallados en aquella confluencia
de innumerables caminos a partir de la cual eran posibles muchas acciones, aunque
solo una podía emprenderse. Cada uno de ellos, desde los más ancianos a los más
jóvenes, era consciente de ello.
Efnís rompió el hechizo. Un solo paso hacia delante le hizo salir de las sombras.
Como Breaca, había hecho todo lo posible por vestirse adecuadamente para la
ocasión, aunque su manto estaba bastante desvaído, y la corteza de su correa de
soñador estaba fresca, todavía húmeda, recién arrancada del árbol. Roma prohibía
vestir la correa de soñador, al igual que empuñar la espada de guerrero. El simple
hecho de haber confeccionado una ya era arriesgarse a morir.
Graine había conocido a Efnís en Mona, y le gustaba. Quería preguntarle quién
había muerto, para que tuviese que cantar la balada de las almas perdidas, pero no
pudo porque él ya estaba hablando.
—Breaca, saludos. El alto consejo de los icenos te da la bienvenida.
Y realizó el saludo con gran precisión. Airmid y Duborno, adelantándose para
unirse a él, hicieron lo mismo. Quizá no estaba preparado de antemano, pero tuvo el
efecto deseado. Dubitativos, otros les siguieron en el círculo. Un brazo tras otro se
fueron levantando, y vapores de hierba invernal se alzaron en una brisa vaga, hasta
que los trescientos estuvieron de pie, esos hombres y mujeres ancianos que habían
sobrevivido a las purgas, los ahorcamientos, las traiciones de familiares y espías
pagados, y que habían reunido las últimas briznas de su valor para reunirse en secreto
sabiendo que su muerte se contaría en días si les encontraban.

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Habían hecho lo necesario, con el sentimiento adecuado. Graine temblaba y deseó
que las abuelas vinieran y le dijesen qué hacer, qué era lo propio. Como si hubiese
hablado en voz alta, Breaca se volvió y le sonrió a ella directamente, no la media
sonrisa privada del calvero, sino una afirmación pública. Arrodillándose, hizo una
seña con el dedo llamando a su hija hacia el círculo…
… cosa que era una locura. Graine también llevaba medio mes viajando y era
evidente. No era la Boudica para plantarse allí en medio junto a la hoguera, en
compañía de extraños. No tenía torques ni pluma de plata entretejida en el pelo. El
broche de su hombro era muy sencillo y en forma de carrizo, y había pertenecido a
Macha, pero estaba tan gastado que su forma ya resultaba incierta. Llevaba el pelo sin
peinar y nunca se había puesto la correa de los soñadores. Nada de todo aquello
importaba mientras ella permanecía anónimamente entre las sombras. Importaba
mucho en la eternidad que le costó andar desde la seguridad del anonimato en el
bosque hasta el círculo de los brazos de su madre, bajo la mirada de trescientos
ancianos que saludaban de forma artificial.
Las abuelas quizá no hubiesen hablado, pero su madre, al parecer, había
adivinado lo que debía hacer, milagrosamente. Es difícil permanecer con la dignidad
requerida en presencia de un niño, y muy descortés hacerlo frente a una madre que se
arrodilla y alborota el pelo de su hija. Igual que la hierba se había alzado bajo la brisa,
así la brisa, incierta, volvió a aplacarla. Solos o de dos en dos, y cada vez en mayor
número, los ancianos de los icenos dejaron de saludar y se sentaron de nuevo.
Breaca besó a Graine en la frente y, cogiéndole la mano, fue andando hasta los
pellejos de caballo doblados que formaban un asiento en el extremo occidental del
círculo. Tomó uno por una esquina, y arrastró toda la pila hacia delante, no hasta el
centro, pero casi.
A su hija, con un humor maternal e íntimo, le dijo:
—Puedes sentarte en las pieles como los ancianos, ¿no crees?
Por supuesto. Por su madre, en aquel momento, Graine podría haber volado hasta
lo más alto del cielo, cantando como un carrizo. Tal como había practicado con
Airmid muchas veces en la pequeña choza de piedra en Mona, extendió los brazos un
poco para que su manto cayese recto entre sus hombros y, doblando las piernas
debajo de su cuerpo, se sentó cuidadosamente en las pieles.
Rogando a Airmid más que a Nemain, Graine de los icenos levantó la cabeza y se
enfrentó directamente a una reunión de los soñadores de su pueblo. Trescientos
hombres y mujeres ancianos le devolvieron la mirada. Al menos la mitad de ellos
estaba llorando. Breaca estaba de pie detrás de Graine, con una mano en cada uno de
los hombros de su hija. Cuando habló, pareció que se dirigía exclusivamente a cada
uno de ellos.
—Ésta es la primera y única hija de mi sangre, Graine nic Breaca macCaradoc. Si
alguna vez tenéis que poneros en pie y saludar, será ante ella. Ella es el futuro,
aquello por lo que he luchado durante los últimos catorce años en el oeste y por lo

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que lucharemos ahora en el este. Ella nació en guerra, a diferencia de nosotros.
Hemos hecho lo posible para educarla de modo que sea fiel a su derecho de
nacimiento, viviendo día a día ante la vista de los dioses, y sabiendo también que
vuestros hijos no han tenido ese lujo. Ahora venimos a unirnos a vosotros para
educarla en la tierra que es suya y para asegurar que, para sus hijos y para los
vuestros, ese derecho de nacimiento ya no sea un lujo. Por ese motivo, con vuestra
ayuda, lucharemos contra Roma y la derrotaremos.
Hablando a los guerreros del oeste, la Boudica no habría necesitado solicitar
promesas de valor y honor a sus oyentes. Por aquel entonces ya habrían estado de pie,
clamando por ser los primeros en prestar sus juramentos a la antigua usanza,
empeñando sus vidas, sus almas y su libertad por la causa.
En Mona había el valor suficiente y sobraba. Allí era manifiesto que no lo había.
Sabiéndolo, Breaca no dejó un espacio que quizá no se hubiese llenado. Por el
contrario, hizo una señal tras ella, llamando a Cunomar y luego a Cygfa, hasta que
ambos se sentaron detrás de ella. Una mujer y sus tres hijos; la Boudica, la portadora
de victoria, y parte del linaje real de los icenos.
Les saludó el silencio.
Graine se echó atrás, hacia su madre, sintiéndose menos segura que antes. En dos
años, desde el regreso de las Galias, su hermano y su hermana nunca se habían
sentado junto a ella de aquella manera reclamándola para la familia. Los hijos de
Sorcha habían sido su familia, y Airmid. Miró a un lado, hacia la noche, más allá de
las antorchas. Piedra estaba allí, sujeto por Ardaco. Ella formuló en silencio una
petición y fue respondida, y el gran perro se adelantó a su lado y ya se sintió
completa de nuevo.
Breaca se puso de pie frente al consejo. En la falta de palabras estaba el meollo de
su mensaje. «He traído a mi familia entre vosotros. Asumo los mismos riesgos que
vosotros habéis asumido. Podéis confiar en mí».
No eran tontos aquellos hombres y mujeres, y mantenían orgullosamente lo que
les quedaba de dignidad. Un suspiro nació entre ellos, apenas moviendo el aire.
Graine les vio apartar la vista de su madre y volver su atención hacia uno de los
suyos.
Inevitablemente, habían elegido a un portavoz. Se puso de pie una mujer, una
anciana muy delgada con el cabello gris, alta y ascética, hambrienta por las
imposiciones de la vida o por su propia voluntad, de modo que la piel se agarraba a
sus huesos y las articulaciones de sus dedos sobresalían como los agriones de un
caballo. Su manto era del color gris de Mona, harapiento debido a las atenciones de la
podredumbre y los roedores. Llevaba un cráneo de cuervo en la mano derecha, con el
pico blanco señalando hacia delante como un sexto dedo, y una solitaria ala negra
colgando sobre su pecho. De todo cuanto llevaba, el cráneo y el ala eran las únicas
cosas que parecían realmente limpias.
—Estás bien alimentada, Breaca de los icenos, y tus hermosos hijos también.

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No sonreía, pero las palabras tampoco le sonaron a Graine tan duras como podían
haber parecido. Su voz era más suave que la del cuervo.
—Si hubieses venido antes, cuando todavía teníamos guerreros con la voluntad de
luchar, o que fueran capaces de empuñar las lanzas y las espadas abiertamente, y no
se hubiesen visto obligados a esconderlas en un lugar donde no pudieran encontrarlas,
en lugares de los que ni siquiera nuestras familias saben nada, si hubieses venido con
las diez mil lanzas de Mona cabalgando detrás de ti para confirmar tus pretensiones, o
con los soñadores suficientes para insuflar ánimo en los que tienen el corazón roto, te
habríamos dado la bienvenida de buen grado.
Miró a su alrededor, a sus iguales. Nadie se alzó para poner freno al flujo de su
retórica, ni replicó a su obvio cursó. Inclinando la cabeza como lo haría un cuervo,
escuchando, continuó:
—Pero no viniste antes, y aunque has traído a tu familia, y aunque hemos oído
hablar de las hazañas de la hija de Caradoc luchando junto a la Boudica, es
demasiado poco, y demasiado tarde. Ya estamos destrozados, y no se nos puede
arreglar tan fácilmente.
El pico de cuervo se alzó en un brazo extendido y quedó abierto, de modo que el
sonido de la voz de la mujer procedía del espacio en su interior. Ya no era suave.
Quienquiera que le hubiese enseñado en Mona podía estar satisfecho de su discípula.
—Vete a casa, Breaca, antes gobernante de los icenos. Tenemos ahora otro
gobernante, y su poder procede de un emperador en Roma que se ha hecho dios a sí
mismo. No hay lugar para ti aquí. Harás mejor en quedarte en el oeste y luchar. Te
honraremos a ti y a tu familia. Tu soñadora puede enseñar a tus hijos cómo soñar para
seguir con las generaciones. Los nuestros están perdidos, y no hay redención posible.
El aliento se contuvo en la garganta de Graine, y notó que Cunomar se movía
junto a ella y que luego se esforzaba por permanecer quieto. Desde su primera
infancia, todos habían sabido que la salvaguarda de los niños era el núcleo del sueño
de su madre. Tal cosa es privada y es algo que no se debe comunicar en voz alta a un
extraño que está en compañía de extraños.
Si Breaca quedó conmocionada, no lo demostró. Dijo:
—Y sin embargo, todos vosotros habéis venido a reuniros aquí, al alcance de las
legiones, mientras podríais haberos quedado a salvo junto a los fuegos de vuestros
hogares.
La mujer bajó el cráneo acusador. Su voz ya no era la del cuervo.
—Sea lo que sea lo que nos haya ocurrido, aún sigues siendo de nuestro linaje
real y no carecemos totalmente de valor. No deseamos mostrarte deshonor alguno,
sino decirte quiénes somos, para que veas que puedes volver por donde has venido y
seguir luchando. Nosotros somos el ejemplo de lo que ocurrirá bajo el gobierno de
Roma. Quizá nosotros hayamos perdido, pero el oeste no tiene por qué, y mientras
Mona resista, habrá esperanza.

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La mujer se sentó con tanta rapidez como se había levantado. En Mona habría
sido difícil mantener a los demás quietos y callados. En el bosque del este, nadie se
puso en pie para oponerse a lo que ella había dicho.
En el tenso silencio, Breaca miró a su alrededor, hacia los bordes del círculo.
Como estaba muy cerca de ella, Graine notó las primeras señales de la tensión que
dominaba a su madre. La apariencia externa de calma total costaba mucho más
esfuerzo que antes, y para alguien acostumbrado a observar resultaban evidentes las
pequeñas manifestaciones: los nudillos que se ponían blancos en la mano oculta por
el manto, y la forma en que se frotaba las puntas de los dedos con el pulgar, como
comprobando su tacto. Breaca esperaba algo, algo que no había ocurrido todavía.
Cuando lo hiciese, ella esperaba tener que luchar.
Pero no ocurrió nada de aquello, excepto quizás en su voz, cuando preguntó:
—¿Esta decisión es de todos vosotros?
Ella era la Boudica, líder de ejércitos; podía poner un aguijón en una pregunta
sencilla, que avergonzase a todos ellos, los mejores y los peores.
—No…
Un hombre canoso, de mediana edad, que portaba un pellejo de castor encima de
los hombros, se puso de pie. Era robusto como un herrero, pero permanecía en pie
desequilibrado, como si una cadera le causara dolor.
—Fue decisión de todos nosotros, antes de que tú vinieras, pero no tiene por qué
ser así ahora que estás aquí y hemos visto quién eres y lo que eres —miró a su
alrededor—. Quizá te parezcamos derrotados, pero no es imposible que nos
recuperemos. Si los dioses nos envían la forma de hacerlo, ¿cómo vamos a
enfrentamos a nuestros hijos y a los hijos de nuestros hijos si no tomamos lo que se
nos ofrece? El linaje real de los icenos se remonta, sin interrupción alguna, a los
antepasados. ¿Seremos nosotros precisamente quienes lo rompamos ahora? Yo
recupero la palabra que le entregué a Lanis, de los Cuervos. Hablando por mí mismo
y por aquellos de mi pueblo cuya confianza ostento, digo que la Boudica debe
quedarse y que hemos de rearmarnos, y que debemos desenterrar nuestras espadas y
sacar las lanzas de la paja de los tejados y hacer escudos que detengan las espadas de
las legiones, y que debemos luchar, o al menos sentimos orgullosos de morir en el
intento.
En tiempos fue un guerrero y todo su ser lo demostraba. Graine quiso abrazarle.
En lugar de eso, le sonrió y se alegró cuando vio que él le devolvía la sonrisa. Era un
hombre respetado por los demás. Lo cual se hizo evidente por las muchas señales
afirmativas que siguieron. Otro se puso en pie, una mujer más joven que el primero.
—El norteño tiene razón —dijo—. El linaje real es creación de los dioses. No
debemos romperlo nosotros ahora.
Como el fuego entre las hojas de otoño, la aceptación fue creciendo. Aquí y allá,
humedeciendo su calor, había disensiones. En algunos lugares, grupitos de hombres y
mujeres discutían acaloradamente en contra del regreso de la Boudica. Casi todos

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ellos ostentaban cicatrices y, mucho más hondo, el dolor sordo y constante que
indicaba que habían perdido ante Roma aquellos que más les importaban, y temían
perder más aún.
La reunión adquirió entonces la animación a la que Graine estaba acostumbrada,
y fue aumentando en volumen y estridencia a medida que los argumentos razonados
dejaban lugar a la esperanza imprevista, o se ahogaban en el miedo. Uno por uno,
soñadores y guerreros se pusieron en pie para apoyar a uno u otro de los dos
portavoces. No estaban ya acostumbrados a las cortesías de un consejo. A medida que
la noche se hacía más profunda y los que esperaban para hablar estaban más cansados
y menos pacientes, el orden y la disciplina desaparecieron. Hombres y mujeres se
pusieron de pie en grupitos y gritaron a Breaca o entre sí, o sencillamente gritaron
intentando hacerse oír.
En el punto álgido del tumulto, Graine vio a un hombre delgado y de pelo rojo,
algo calvo, con una cicatriz en el puente de la nariz, como si le hubiesen cortado con
una espada en la batalla, que subía a un tronco caído que había junto al borde del
círculo. Su voz se había alzado antes sobre el tumulto de la batalla, y ahora lo volvía
a hacer.
—¡No puedes quedarte! No debes quedarte. Te costará tres días enteros morir
cuando las legiones sepan que la Boudica está aquí y, cuando vengan a capturarte, no
descansarán solo con vuestras muertes. Se adentrarán entre nosotros como lobos
hambrientos a través de un rebaño de ovejas sin guardar, y nuestros niños se
desangrarán hasta morir en nuestros umbrales. Ha sido una locura el hecho de venir
hasta aquí. ¿Cómo creías que ibas a poder quedarte?
Sus últimas palabras se extinguieron en el silencio. Aquel hombre había
sobrepasado los límites, aun en aquel lugar. Se quedó allí de pie, balanceándose en el
tronco caído, con el resentimiento rodeándole como un halo y mirando a todos lados
en busca de apoyo, pero éste no se le concedió. Hasta los que habían discutido con él
miraban al suelo y no hablaban.
La Boudica había permanecido de pie todo el rato, escuchando cuidadosamente
los argumentos que se daban por ambas partes, al parecer. Graine, que la miraba con
inquietud creciente, vio que la mayor parte de la atención de su madre se dirigía más
allá del círculo, hacia el bosque. La espera había puesto rígidas las manos de Breaca a
su costado, en el lugar donde tenía que haberse encontrado su espada y sin embargo
no estaba.
Ella estaba tomando aire para empezar a hablar cuando, desde la noche que había
más allá de las antorchas, una nueva voz dijo:
—Podrá quedarse como esposa mía. Roma nunca sabrá quién es.
El vacío en el que cayó aquella voz olía a ese terror que retuerce los intestinos.
El hombre que se adelantó entre dos antorchas chisporroteantes no era tan alto
como Luain macCalma, pero era más alto que la mayoría. Su cabello era como la paja

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en color y textura, y lo llevaba cortado a la manera romana, de modo que apenas le
alcanzaba los hombros.
Cuando pudo mirar más allá, y superar el ansia desnuda que se reflejaba en los
ojos del hombre, Graine vio que su brazo derecho acababa en el codo, y que la manga
de su túnica era más larga de lo normal para cubrir ese defecto. Y entonces, con
horrible claridad, comprendió quién era: Tago, que se hacía llamar a sí mismo
Prasutago para congraciarse más con el gobernador, aquel guerrero lisiado que había
tratado a Silla como una yegua de cría, haciéndole un niño enfermizo tras otro hasta
que ella murió sin dejar ningún hijo vivo. El autoproclamado «rey de los icenos», que
se había aliado con el emperador Claudio y luego con Nerón. Si el mensajero de
Efnís estaba en lo cierto, aquel hombre les haría morir a todos de la manera más
terrible.
Tardíamente, Graine pensó en mirar a su madre. Breaca seguía muy quieta. Las
tensiones anteriores habían desaparecido. La espera había concluido. Parecía que se
estaba preparando, igual que hacían otros guerreros, antes de la batalla, pero antes
nunca había necesitado hacer tal cosa.
—¿Vienes con las legiones de Roma detrás de ti? —preguntó, tranquilamente.
—No.
Tago frunció el ceño aviesamente. Todos sus movimientos eran demasiado
rápidos, demasiado cortantes. No se tomaba el tiempo suficiente para pensar o para
preguntar a los dioses antes de actuar. Graine se sentía avergonzada de que fuera así.
Él dijo:
—Siento que pienses eso de mí. He venido con una respuesta para el conflicto.
He oído a los ancianos de nuestro pueblo en su desacuerdo. Pueden discutir toda la
noche y tres noches más, y no encontrarse más cerca de una solución. La mitad de
ellos quieren que te quedes aquí para mantener intacto el linaje real, la otra mitad
tienen miedo de que la llegada de la Boudica atraiga la venganza de Roma sobre ellos
y sobre sus familias. Se imponga el bando que se imponga, la otra mitad les odiará.
La nación icena, que ya está rota, quedará más dividida aún. No podemos permitirnos
una ruptura semejante, y yo no deseo gobernar sobre un pueblo tan dividido. Ofrezco
una solución para que tú y tu familia podáis vivir seguros bajo la mirada del
gobernador, sin que éste sepa quiénes sois. Y te traigo esto…
Todos los ojos se posaron en él. Con la pericia de un cantor entrenado, sacó de
debajo de su brazo lisiado una torques de oro desgastada por el tiempo, entretejida al
estilo antiguo, con muchos hilos finos. Parecía un objeto muy pequeño, comparado
con la torques de oro rojo que llevaba la Boudica, pero en una reunión de soñadores,
atrajo la atención como una pata de animal ensangrentada habría atraído la atención
de una jauría de perros.
En el lado más cercano a Graine, lejos de Prasutago, la mano de Breaca se cerró y
se volvió a abrir, una sola vez.

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—¿Me ofreces la torques de mi madre? —su voz sonaba ruda, pétrea. Piedra
volvió la cabeza al oírla, rígido.
—No. Lo ofrezco a la única que puede ser vista llevándola sin morir por ello.
El hombre que había comido y bebido como huésped de Roma se adelantó
entonces. Cygfa estaba de pie junto a él. Ella titubeó un poco al verle aproximarse,
pero no retrocedió. Cuando él levantó los brazos por encima de su cabeza y los pasó
por detrás de su cuello, su mano se desplazó al pomo de su puñal. Y cuando él pasó el
aro de oro hacia delante para que los dos finales abiertos se alojasen en un charco de
cálida luz, encima de sus clavículas, se relajó y dejó caer el brazo a su costado,
olvidado. Se decía que nadie podía llevar la torques de los icenos y sentirse de otro
modo que regio. Cygfa era más inmune de lo que fue Silla, por muy extranjera que
fuese su educación. Sonrió y el efecto fue deslumbrante.
Tago dio un paso atrás. Dijo a Breaca:
—Si tomas la torques, y con ella el liderazgo, el nuevo gobernador hará preguntas
que no deseamos que nadie responda. Bajo la ley romana, tus hijas serán mis hijas el
día que te conviertas en mi mujer. Por lo tanto, ofrezco la torques a Cygfa, que es tu
hija, al menos en nombre, para que la ostente hasta que Graine, que es hija de tu
sangre, alcance su mayoría de edad. Si tenemos hijas, vendrán después de ella en la
línea de herencia. A mi muerte, el gobierno pasará a cualquier de ellas que esté en
mejores condiciones de ostentarlo.
—¿Y hasta entonces? —parecía como si estuvieran solos Breaca y Tago.
Hablaban como si se hubiesen conocido desde hacía una vida entera, y nunca
hubiesen vivido separados.
—Hasta entonces yo gobierno como Roma quiere que gobierne, con Breaca de
los icenos como esposa mía. Te aceptarán como sustituta de Silla. Las mujeres
cuentan poco a sus ojos y no serán tan descorteses como para cuestionar la elección
de esposa por parte de un rey.
—¿Y cuánto tiempo pasará antes de que nos traicione un miembro de tu casa?
Tago se encogió de hombros.
—Yo diría que eso no pasará nunca, pero si me equivoco, moriré contigo. El
gobernador no se sentirá inclinado a la indulgencia, si cree que le han traicionado.
Aquellos que hayan prosperado bajo mi mandato serán destituidos con mi muerte.
Aquellos que me odien pondrán su esperanza en ti, y tu supervivencia será su máxima
preocupación —sonrió—. Un hombre tendría que odiarnos a los dos muchísimo, y no
preocuparse en absoluto por su pueblo, para elegir un curso de acción semejante, y
aunque hay muchos que me odian y el mismo número que teme tu presencia, no se
me ocurre ni uno solo que quiera provocar de buen grado tamaño derramamiento de
sangre entre los icenos. Mientras los dos vivamos, estaremos a salvo. Ésa es nuestra
garantía: cada uno con el otro.
Esperó. Todos esperaron. Graine contempló la súbita relajación de la mano de su
madre. Ni su rostro ni su aspecto habían cambiado, pero la batalla para la cual se

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había estado preparando Breaca había terminado, y ella no había perdido.

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VIII

—¿Creías que ella haría que te mandasen a casa?


Tago, hijo de Sinocho, cerró la puerta del dormitorio, aunque sin atrancarla. No
era una habitación demasiado grande, y unas cuantas lámparas de piedra hacían más
oscuros aún los espacios oscuros, y no conseguían iluminar el resto. Las habían
encendido antes de que Tago (Prasutago, debía recordarlo) abriera la puerta y
condujese dentro a Breaca. Solamente ese hecho significaba que había sirvientes que
sabían que él iba a la reunión, y que volvería antes del amanecer, y que desearía que
su fría y húmeda choza dentro de una choza estuviese iluminada para su huésped.
Llamaba «palacio» a aquella choza, según la costumbre romana, y encontraba en
ello orgullo y no vergüenza. Fiel a la visión de la antepasada, no había casa redonda
en el feudo de Prasutago, aunque ésta no había sido desmontada para usarla como
leña, sino por beneficios políticos. Como hacían los romanos, cada familia vivía
separada en la hacienda que era el centro del poder del «rey». Otros se estaban
alojando ya en las habitaciones que había a cada lado. Breaca oyó decir «Gayo» y
«Tito», los dos guardaespaldas de Tago que habían adoptado nombres romanos, y
ambos se presentaron, sonriendo. No oía a sus hijos ni tampoco a Airmid.
—Lanis —exclamó Tago por segunda vez. Su voz tenía un tono perentorio. No
estaba acostumbrado a que le ignorasen—. ¿Creías que ella te enviaría de vuelta a
Mona con tu honor intacto y tu dignidad sin mella?
Él había cambiado mucho. El recuerdo más perdurable que tenía de él era el de un
joven irresponsable e impaciente, que corría a sus talones como un perro joven,
desesperado en su entusiasmo, y sin embargo carente del valor necesario para actuar.
Más tarde le recordaba herido después de la batalla contra Amminio, convaleciendo
de la herida del brazo, de imposible curación, pero su padre había muerto en la misma
batalla, y la verdad es que ella se había fijado poco en Tago. Ella fue quien le sujetó
cuando Airmid cortó la parte muerta de su brazo, pero él entonces deliraba, y ella
pensaba que no lo recordaría. Más tarde todavía, él destruyó su honor intentando
luchar en una batalla para la que no estaba capacitado. Valiosos guerreros murieron
en su defensa. Breaca recordaba sus nombres y sus familias y, de pie en el resplandor
débil de aquellas lámparas, vio reflejado en los ojos del hombre el preciso momento
en que aquel recuerdo apareció en su rostro.
Él iba a hacer la misma pregunta por tercera vez, y no se mostraba demasiado
contento por tener que hacerlo. Su humor nunca había sido demasiado complaciente,
ya antes de perder el brazo. Después se volvió proclive a los estallidos de violencia
repentina. Eso no lo había olvidado. Pelearse allí, en aquel momento, no ayudaría a
nadie.

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Ella dijo:
—Siempre fue posible que Lanis nos enviase a casa. Ella estudió con Airmid, y
desde entonces ha viajado a Mona y se comporta ante los dioses con más integridad
que ningún soñador que haya conocido. Su pasión, su preocupación, es por el
bienestar del pueblo. Si ella pensaba que el peligro de que yo estuviese aquí
sobrepasaba los beneficios, habría procurado que el consejo nos enviase de vuelta,
por mucho que tú y yo hubiésemos decidido otra cosa.
Él pensó que era posible. Ella había visto el pánico en su rostro. Entonces,
fingiendo calma, le preguntó:
—¿Y tú te habrías ido?
—Por supuesto. Si me quedo aquí es con la ayuda de los soñadores o no me
quedo.
Eso era cierto. Lo único que no era verdad era que, al entrar en el círculo, tuviese
dudas acerca de cuál iba a ser el resultado. No creía que la rechazasen; otros habían
hecho demasiados sacrificios para que ella llegase hasta allí. Comprendió ese hecho
al ver los ojos de Lanis antes de que la soñadora empezase siquiera a hablar, y en la
compasión que mostró a continuación. Ninguno de ellos esperaba que el camino que
les aguardaba fuese fácil, pero era impensable retroceder. El desafío ahora era
aprender a vivir en aquella farsa de poblado semiromano, con aquel hombre, entre los
despojos de su pueblo. Nada era imposible.
—¿Quieres un poco de vino?
Tago rondaba a su alrededor. La jarra que llevaba en la mano estaba vidriada y era
de color rojo oscuro. La colocó con precisión en la tapa de un baúl de roble para que
quedase bien nivelada y no se derramara mientras vertía el vino con una sola mano.
Todo en aquel acto era casi romano, aunque no del todo, igual que el entorno en el
que se encontraban.
El muro que se encontraba detrás de él estaba enlucido, pero la imagen que tenía
pintada en color azul iceno era de una yegua al galope que ya era vieja mucho antes
de que Roma se convirtiese en ciudad. Debajo de ella, en la tapa del baúl, una
constelación de monedas de plata parpadeaban con el brillo de la acuñación reciente.
Breaca cogió una y leyó la palabra «ecen». Otras en el mismo montón ostentaban
la cabeza del emperador-niño Nerón de perfil, un joven corpulento con demasiadas
barbillas.
—No es el más bello de los hombres, pero sí el más poderoso con diferencia.
Compensa ser amigo suyo. Él otorga grandes riquezas a los que gozan de su favor,
igual que hizo su tío antes que él.
Tago estaba justo detrás de ella. El olor a vino en su aliento se mezclaba con el
resto de olores que emanaban de su cuerpo: un ligero olor a leche agria y a queso que
le revolvía el estómago desde que se cerró el faldón de la puerta.
Pasando las monedas entre los dedos, ella dijo:

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—¿Compensa a la gente que tú tengas riquezas romanas? ¿Pueden acaso sus hijos
moler la plata para hacer pan, cuando el grano del invierno escasee? He oído que las
legiones reclaman todo el producto de los campos para su propio uso, y que la gente
se muere de hambre por falta de lo que ellos mismos han cultivado.
La mente de Tago estaba en otras cosas. Breaca le vio quedarse absorto,
esforzándose en pensar. Dijo:
—La gente no come plata, pero se puede usar para comprar grano cuando lo
necesitemos.
—Grano iceno, criado en los campos icenos, comprado a un precio más elevado
del que ellos han pagado —ella estaba furiosa, cuando se había prometido a sí misma
que no se enfurecería. Jugueteaba con la plata y se esforzaba por calmarse.
Tago dijo:
—Por supuesto, el gobernador tiene que sacar algo de provecho. Debe pagar a su
ejército y a su personal, y enviar algo de dinero al emperador. Igual que nosotros.
Mira… —con su única mano, apartó las tintineantes monedas del baúl y abrió la tapa.
Dentro, brillando tenuemente a la luz de la antorcha, había una fortuna en monedas
nuevas, sin usar. El baúl solo estaba medio lleno, pero de todos modos, si uno
contaba la riqueza que poseía en plata, Prasutago era un hombre riquísimo.
Breaca soltó las monedas que tenía en las manos, viendo cómo caían las caras. El
nombre de su gente no aparecía en esas monedas, ni la yegua al galope. Allí se veía a
Claudio y a Tiberio, y al loco Gayo. Una vez incluso vio a Augusto. Toda Roma
estaba allí, conformando la riqueza de los icenos.
—¿Tú tomas las monedas romanas como regalo? —preguntó.
El hombre a quien ahora se veía ligada la miró largo rato, olvidando el vino y el
lecho que había en el rincón. En aquella mirada ella pensó que veía los inicios del
Tago real, que ya no era ni el diplomático ni el joven ansioso, sino el hombre con un
solo brazo que había luchado en muchas batallas y que no estaba dispuesto a perder
una más.
Las aletas de la nariz del hombre se tensaron, y la piel de su rostro enrojeció. Con
voz apenas audible, dijo:
—No es un regalo. Eso nunca. Séneca no entrega regalos. He aceptado un
«préstamo» de diez millones de sestercios por el cual pago un diez por ciento anual
de interés. En cuanto al resto, pago los impuestos y los sobornos, compro grano en
invierno y derechos de pastos en verano, compro regalos para el gobernador y su
esposa, para que se crean halagados por la realeza. Establezco rutas comerciales por
mar y por tierra, y se me permite cargar impuestos a aquellos que nos traen el vino y
las olivas y los higos, para así parecer más romanos.
Al pronunciar aquella palabra, una lámpara de la pared parpadeó y se apagó.
Estaba llena de grasa de oveja, que otros aceites mantenían líquida. Careciendo de las
resinas de pino de Efnís, el humo que se elevaba de la mecha era negro y apestaba a
rebaños tardíos.

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Los dioses se expresan de muchas maneras. Tago se detuvo y miró y continuó, a
la defensiva:
—Hago esto porque éste es «mi» pueblo, están a «mi» cuidado, y no quiero
verlos reducidos a la abyecta servidumbre de los trinovantes. Roma respeta dos cosas:
la fuerza de las armas y la riqueza. Si no tenemos lo primero (cosa que, obviamente,
no tenemos y nunca tendremos, pienses lo que pienses), entonces debemos tener lo
segundo, porque de lo contrario nos convertiremos en menos que ganado —hizo una
pausa momentánea, pensando, y luego se dio la vuelta—. Si vas a quedarte aquí,
debes comprender algunas cosas. Mira y aprende.
Él pasó junto a ella y abrió tres baúles más situados junto a la pared que había
frente al lecho. Los objetos que estaban colocados encima de los baúles cayeron al
suelo y se rompieron o se desperdigaron: un cuenco pequeño con el borde dorado, un
caballo hecho por un niño con arcilla basta, un peine con mango largo y un dibujo
desmañado pintado en azul en el mango…
Ignorándolos, él dijo:
—Nerón es un niño, no tiene más control sobre Roma que yo mismo. Pero hay
dos hombres que gobiernan a través de él, y de ellos, Séneca es el que más riquezas
posee. Las usa para amasar más riquezas aún. Éste —y volcó el primero de los baúles
— estaba lleno antes. Y éste, y éste.
De los ocho baúles, tres estaban volcados, vacíos. Tago se quedó en el mismo
borde de la luz de la lámpara, temblando como si estuviera en batalla. Su manga
vacía se había soltado y se la subió encima del muñón de su brazo. La carne aparecía
de color morado donde Airmid la había cosido sobre el muñón del hueso. Por encima
la carne era del mismo color que el brazo de otro hombre cualquiera, pero pálida por
la falta de luz solar.
Dijo:
—Breaca, no todos podíamos irnos corriendo al oeste y convertimos en héroes.
Todas las noches, durante catorce años, he soñado que el hombre de Amminio no me
rompía el brazo, o que yo conseguía apartarme, o que levantaba la espada para
detener la suya y por tanto quedaba entero para poder luchar contigo en la batalla de
la invasión. He soñado que derrotábamos a Roma juntos, o que estaba contigo cuando
condujiste a los niños y los guerreros de Mona al oeste para continuar la lucha. En mi
sueño resistíamos juntos, y Roma era rechazada de vuelta al océano, que se la tragaba
para siempre, y no volvía jamás. Luego, me despierto y no estoy entero y las legiones
no se han ahogado y mi pueblo se muere de hambre, de enfermedades y a causa de
los castigos infligidos por las legiones, que toman represalias contra nosotros por el
daño que les han causado las tribus a las que ellos no pueden alcanzar, en el oeste.
Ella debería haber sentido lástima por él, pero no podía. Dijo:
—Estás diciendo que ahora comercias como un romano, y que no debería
despreciarte por ello.

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—¡Sí! ¡Sí, en el nombre de Briga! Los niños tienen que comer, Breaca. Ésa es la
realidad, y eso no puedes cambiarlo. Tú crees que puedes venir al galope y levantar tu
estandarte y que los guerreros se reunirán a tu llamada y que, en primavera, podrás
conducirles hacia la gloriosa derrota de Roma. Pero no es así, nunca será así. Vive
aquí un invierno y verás por qué no quedan guerreros que puedan reunirse bajo tu
estandarte, por qué todo el mundo, hombres y mujeres, está vencido: tienen
demasiada hambre, porque cinco décimas partes de su grano se han pagado como
impuestos y llevan días viviendo solo a base de beber nieve derretida, para poder
alimentar a sus hijos. Tus hijos no morirán este invierno porque yo he cogido las
monedas de Séneca y las usaré para alimentar a aquellos cuya vida depende de mi
protección. Ésta es mi batalla, y mi forma de librarla. También aprenderás eso. Si
quieres enseñar a Graine a dirigir las cosas como corresponde a su sangre, esto es lo
que tendrás que enseñarle. No habrá ningún ejército, Breaca, los icenos no tienen
ánimos para eso. ¿Lo comprendes?
—No. Pero comprendo que tú lo creas —Breaca se levantó. Miró cada uno de los
baúles volcados. Ni una sola moneda quedaba en el fondo de ninguno de ellos. Se dio
cuenta, de pronto, de que no había comido desde que amaneció, y que su estómago
hacía rato que daba vueltas sobre sí mismo, quejándose—. ¿Qué ocurrirá cuando
Séneca reclame su préstamo y tú no puedas pagárselo? —preguntó.
—No soy incapaz de devolverlo. Tengo más de lo que había aquí en comercio e
impuestos propios. No todo está aquí, está en monedas icenas, pero la plata es plata, y
no discutirán —sonrió débilmente—. Pero si, por casualidad, resultase que soy
demasiado pobre y no puedo pagar, entonces, naturalmente, él tendrá derecho a
disponer de los bienes que cubran el total: oro, grano, caballos, perros…
—¿Esclavos? —el frío le helaba el pecho. «¿Tendré que enseñarte, Breaca de los
icenos, lo que significa que un pueblo se desangre hasta que no quede nada más que
dar?»
Malinterpretando su preocupación, Tago dijo:
—Por supuesto, esclavos. Pero nunca miembros de la familia real. Tienen mucho
cuidado con eso. Aquellos cuya reivindicación de la realeza reside en los lazos de
sangre más débiles que se pueda imaginar y el incesto sancionado oficialmente, se
muestran extrañamente respetuosos de aquellos cuya reivindicación es genuina y se
remonta a incontables generaciones. Ocurra lo que ocurra, no te cogerán ni a ti ni a
tus hijos. Hasta Cygfa, que solo es tuya nominalmente, está a salvo. Pero cogerán a
cualquier otra persona que crean que puede cotizar un cierto valor en el mercado.
—¿Y permitirás eso?
—No tengo ningún poder para evitarlo, Breaca. Soy rey porque ellos decidieron
llamarme así. Si quieren colocar a otro en mi lugar, tampoco puedo evitarlo.
—Y si dejamos de ser realeza, nuestra familia ya no estará a salvo.
—Exactamente.

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Era duro, entonces, dejar a un lado la visión de un redil de esclavos. Las lágrimas
de Graine no eran de oro, sino de sangre, y convertían su rostro en un campo de
batalla.
Junto a una pared había una cama cubierta con pieles de oveja teñidas y debajo
una piel de caballo entera. Breaca se sentó en el borde y se miró el dorso de las
manos hasta que fue capaz de verlas claramente a través de la imagen de su hija.
Tago sonrió con algo de tristeza.
—Los romanos no quieren la guerra en el este —dijo—. Tus batallas en el oeste
lo han conseguido. Para mantener la paz, no nos provocarán. Para preservar nuestra
vida, no les provocaremos. No es algo con lo que uno pudiera soñar, pero es bastante.
Él le ofrecía aquello como si fuese un regalo, su galardón por lo que ella había
sido. La fuerza de aquel hecho, o el poder del vino, le empujaron más allá del escudo
invisible que la rodeaba. Acercándose, pasó los dedos por el brazo de ella. El control
que ella tenía de su cuerpo era menor que el de su mente. Después de tocarlo él, se le
puso piel de gallina en el brazo.
Él se inclinó y le besó la frente.
—Creo que deberías beber un poco de vino —se lo sirvió y dejó la jarra en el
suelo junto a ella. Ella lo ignoró.
Él dijo, mientras le acariciaba la nuca:
—No me has preguntado cómo dormirá tu familia.
—No hay necesidad.
Las antorchas parpadeaban. Una por una, el aceite se les acababa y fueron
soltando hilos de humo, como telarañas, hacia el techo. Breaca cerró los ojos. Casi
amanecía, y la herida de lanza que tenía en el brazo le dolía, y estaba tan cansada
como si hubiese luchado todo el día, y quería agua, o cerveza, no vino.
—Tago —el pulgar de él iba dando vueltas y vueltas en su nuca. Había bastantes
posibilidades de que acabase vomitando, cosa que resultaría muy humillante. La
realidad la aplastaba, después de días y días viviendo entre las palabras de la
antepasada, y él tenía razón: las cosas no eran, en modo alguno, tal y como ella las
había imaginado. Cabalgar hacia la batalla era mucho, muchísimo más fácil.
Todavía quedaban muchas cosas por decir, fronteras que establecer, de modo que
ambos las conocieran perfectamente.
—Tenemos un acuerdo —dijo ella, cansada—. Deberíamos aclarar los términos.
Tú has establecido los tuyos: yo me convertiré en tu mujer en todo y te ayudaré a
gobernar a los icenos. Mis términos son igual de claros. Si mis hijos, o Airmid, o
cualquiera de los que me han jurado lealtad, sufre algún daño, o si a alguna de las
mujeres la tocan siquiera en contra de su voluntad, me perderás y conmigo toda
esperanza de gobernar a los icenos. Nuestro pueblo quizá no esté preparado para
luchar, pero no son las ovejas que tú me has pintado, y no aceptarán tu gobierno. El
linaje real siempre ha sido un nexo entre el pueblo y los dioses. Si rompes ese nexo,
será a riesgo tuyo.

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—Obviamente —a Tago no le gustaba que le trataran con condescendencia. Le
quitó la mano del cuello. Ella respiró hondamente.
—¿Es todo? —preguntó él.
—No. Otra cosa. Nosotros dos no tendremos ningún hijo.
—¿Cómo? —al final él perdió el control—. Has jurado ante el consejo de los
ancianos…
—… ser tu esposa en todo. Soy plenamente consciente de lo que he dicho, y de lo
que representa. Sin embargo, no he jurado que fuese capaz de dar a luz más hijos. No
lo soy, o al menos así lo cree Airmid. Para conocer los detalles tendrás que
preguntarle a ella, pero creo que el nacimiento de Graine me causó unas cicatrices
que no se pueden reparar.
Él la miró, oyéndola solo a medias. Respiraba con demasiada rapidez, y los pozos
de sus ojos estaban vacíos.
—¿Y eso es todo?
—Es todo.
—Bien.
Con esa palabra, llegaron al momento que ella había aceptado como la mejor
opción posible en una cueva, en la ladera de una montaña. No era ni tan bueno ni tan
vergonzoso como ella podía haber esperado.
Él se quedó de pie a la luz de las últimas antorchas, y ella le vio quitarse la túnica
con su única mano. Llevaba practicando toda una vida, y era tan diestro como
cualquier hombre entero. El muñón de su brazo apareció como un amasijo de
cicatrices. Se quedó muy quieto, esperando los comentarios. No carecía de valor; sus
ojos siguieron clavados en los de ella, en silencio. Ella había visto cosas peores en
cien campos de batalla, y no dijo nada. Él asintió y se quitó la prenda interior y el
cinturón que la sujetaba.
Estaba muy cerca de lo que deseaba. Se sentó en el borde del lecho y su mano se
movió espontáneamente hacia la cintura de ella. Le besó la mano, y luego el brazo, y
luego el cuello. Su voz, ahogada por el pulso de su garganta, dijo:
—Quizá no tenga ningún hijo, pero tengo mi vida, y quiero conservarla. Debes
saber ahora que si yo sufro algún daño, si muero, si tus soñadores, de hecho, no hacen
todo lo posible por mantenerme sano y disfrutando de una larga vida, aquellos de mis
hombres que han tomado nombres romanos procurarán que los que más quieres sean
quienes más sufran a la hora de la represalia que seguirá. ¿Queda bien claro, esposa
mía?
Él usó la palabra romana uxor, que no tiene equivalente en ningún lenguaje de
ninguna tribu. Veinte años de espera se escondían detrás de aquella palabra.
—Excelente. En tal caso, debemos celebrarlo tú y yo. Si no bebes vino, hay otras
formas de sellar un trato. Ha pasado mucho tiempo desde que Caradoc fue hecho
prisionero. Debes sentirte tan hambrienta casi como yo.

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Estaba desnudo y le requirió que hiciera lo mismo. No era ningún niño, e hizo
todo lo que pudo por mostrarse atento. Ella se echó en la oscuridad solo alterada por
una lámpara y pensó en Caradoc primero, luego en Airmid y Graine, en Cygfa y
Cunomar, y por último, de forma inevitable, porque estaba en casa, en Bán.

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Parte II

PRIMAVERA, 58 d. C

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IX

—¿Bello? ¿Bello? Despierta.


El chico yacía muy quieto, con la cara blanca aplastada contra la turba negra y
ambos brazos extendidos, abrazando la tierra. Valerio se arrodilló a su lado y luchó
por apartar de su mente el sueño nocturno.
Le costó mucho más de lo normal. El sueño se agarraba estrechamente a él, de
modo que, palpando su pulso agitado y mientras levantaba los párpados fláccidos del
muchacho, una gran parte de Valerio todavía estaba cabalgando el potro de la yegua
roja, en el corazón de la batalla. Como había predicho Airmid, el potro de sus sueños
era negro con un escudo y una espada inclinada blanca marcados en la frente. Ya
crecido y adulto, llevaba a su jinete con toda la pasión del caballo-cuervo, que había
perdido en las legiones.
Un hombre cuya vida se había consagrado a la batalla se podía recrear en aquel
sueño, que era agridulce, debido a la urgencia de la acción, y con un filo de esperanza
que permanecía todavía después de despertarse. Airmid siempre había sido una
soñadora muy cuidadosa, y aunque solo la mitad de su promesa se convirtiera en
realidad y el potro llegase a crecer y ser una sombra de lo que fue el Cuervo, Valerio
creía que su vida sería mucho más rica.
Esa esperanza ahora le parecía menos cierta. Apartado de forma involuntaria del
clamor y el estruendo de las batallas soñadas, Valerio se tambaleó en la noche cálida
y atravesó el cercado de cría que había junto a la herrería, y encontró otro tipo de
carnicería mucho más difícil de aclarar.
Allí, debajo de un roble, en un montón de turba revuelta, yacía la yegua que fue
regalo de macCalma, tiritando. No había potrillo alguno a su lado ni señal alguna de
que fuera a nacer uno, pero el olor entre dulce y salado del agua del nacimiento lo
inundaba todo, y la yegua gemía con ese gemido profundo, procedente del vientre, de
una madre que ha hecho todo lo posible por expulsar a su hijo y no lo ha conseguido.
Todo eso lo comprendió Valerio al atravesar el cercado. Acercándose más,
encontró a Bello echado junto a las patas traseras de la yegua, y la mancha negra de
turba en su cabello rubio, casi blanco, mostraba el lugar donde un casco le había dado
de lleno, justo detrás de la sien izquierda.
Estaba oscuro y Valerio no había llevado ninguna luz. Ya había levantado la
cabeza del muchacho y le había pellizcado la mejilla y le había llamado por su
nombre dos veces antes de notar el hilillo de sangre que le brotaba de la nariz y el
otro, mucho más fino, de la oreja.
Se quedó inmóvil y su mente se heló simultáneamente.
—¿Bello?

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Valerio apartó el pelo de la cara sin vida del muchacho, metiéndoselo detrás de las
orejas de una forma que jamás se habría atrevido a hacer de estar despierto. Seis años
en compañía mutua no habían conseguido romper la barrera de formalidad que se
elevó los primeros días de su encuentro, cuando Valerio todavía vivía para las
legiones y Bello era el muchacho prostituto comprado no por pena, ni por amor, ni
siquiera para usarlo, sino con la esperanza de que consiguiese mantener a raya a uno
de sus fantasmas más poderosos.
La comprensión de que había conseguido la libertad por no ser otra persona había
dañado el orgullo de Bello ya en los primeros días que pasaron juntos en la Galia,
cuando se apegó a Valerio en busca de seguridad frente a las legiones y el maligno
poder del océano. Su evolución hacia la edad adulta, que había quedado muy clara el
último invierno, había agudizado y no disminuido precisamente aquella herida.
Por su parte, Valerio nunca supo qué decirle, así que no le dijo nada. En media
década nunca hablaron de amor, ni de falta de él. Solo la yegua roja de la caballería,
con su clara preocupación por el muchacho y en cambio no por el hombre, había
llegado a encarnar el muro que se alzaba entre ellos, y abierto de nuevo las heridas.
La yegua roja de la caballería que se estaba muriendo.
Hedía a miedo y a derrota y sangre vertida por la espada en un campo de batalla.
Su aliento llegaba en grandes vaharadas que estremecían la tierra en torno a ella, y
quizá toda la tierra, de un océano a otro, de modo que toda Hibernia e incluso Mona
sabrían que el caballo por el cual el anciano Luain macCalma había pagado el salario
de un año entero en oro a un duplicario de la caballería batava había dado la vuelta al
útero al principio del alumbramiento y estaría muerta al amanecer, llevándose a su
potro no nacido con ella.
Habían pasado veinte años desde la última vez que Valerio vio aquello. Su vida
era más sencilla entonces, de modo que el momento más duro de su joven vida fue
cuando su madre, Macha, cogió el martillo con punta y golpeó en la cabeza a una
yegua que estaba dando a luz, entre los ojos, para liberarla de la vida y del dolor, todo
a la vez. Mientras la yegua se deslizaba hacia la muerte, Macha abrió el vientre
hinchado y liberó a su potro, sacándolo a la luz del día, resbaladizo pero vivo,
dispuesto a alimentarse y prosperar con otra yegua. La potrilla nacida aquel día creció
hasta convertirse en la yegua gris de batalla de la Boudica, y el chico que creció y se
convirtió en Valerio llegó a aceptar que su madre había hecho bien.
El adulto Valerio había usado su propio martillo con caballos y con hombres,
liberándolos de una vida que se había llegado a hacer insoportable. No le costaría
ningún esfuerzo volverlo a hacer entonces, y conociendo a la yegua, no creía que su
alma le esperase, como hacían otros, en la tierra de los muertos, buscando venganza
por una vida cortada de raíz sin causa alguna.
Bello, sin embargo, sí que lo haría. Su cariño por la yegua había ido en aumento a
lo largo de los oscuros meses de invierno, como el tranquilo romance de dos
extranjeros abandonados sin su consentimiento en una tierra extraña. Él tenía cierta

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facilidad para curar. Con tiempo y práctica, podía convertir aquel don en una
profesión. Con toda probabilidad había creído que su amiga le reconocería y dejaría
de moverse mientras él se encontraba en la turba detrás de ella, luchando por sacar al
potrillo. Como chico educado en un burdel, tenía que recorrer aún un largo camino
para aprender la naturaleza del dolor y del amor y comprender que el primero puede
anular al segundo.
Valerio movió la mano de nuevo hacia abajo y comprobó el errático golpeteo de
la vida en la garganta de Bello. Entre sus neblinosos pensamientos, otro hecho le
quedó muy claro.
—Si la mato ahora, ¿para qué vivirás tú, pobre niño? ¿Volverías a la vida solo por
mí? No lo creo.
Aquella certeza le hería mucho más de lo que había imaginado. Alisando el
mismo mechón rebelde de pelo, Valerio dijo:
—Bello, si me estás escuchando, haré todo lo que pueda por mantener viva a tu
yegua. Si muere, no será por no haberlo intentado.

Una vez tomada la decisión, Valerio se puso a trabajar con eficiencia. Si tenía que
intentar lo imposible, había que salvar primero a Bello. El chico pesaba más de lo que
parecía por su constitución esbelta, pero le resultó bastante fácil llevarlo a la única
habitación de la choza del herrero y echarle en la cama con unas piedras calientes a
su alrededor, envuelto en lana. No podía beber por voluntad propia, pero sí que le
podía obligar a tragar una infusión de consuelda y llantén cocido y luego triturado,
enfriado y guardado en una jarra de piedra para las mujeres que estaban demasiado
agotadas para comer después del parto.
La yegua no se había movido cuando volvió Valerio. Yacía tiritando como la
había encontrado al principio. Bello no podía oírle conscientemente, como si
estuviera despierto, pero nadie le impedía hablarle como si pudiera escucharle desde
algún otro lugar. Notando que había una presencia que miraba por encima de su
hombro, Valerio dijo:
—Mira y aprende. Quizá podamos salvarlos a los dos todavía.
No era un trabajo fácil. Debería haber tenido a dos más para ayudarle, para darle
la vuelta a la yegua hacia un lado mientras él volvía el útero hacia el otro. Consideró
la idea de ir al poblado para despertar a una de las mujeres tranquilas y firmes que
sabían mucho más de alumbramientos que él mismo. Por Bello habría sacrificado su
orgullo, pero la caminata y despertar a quien fuese y luego volver le habría ocupado
hasta la mañana, y no creía que la yegua viviese para ver el amanecer. Solo, pues,
Valerio luchó y sudó y maldijo y fue como si estuviese en la batalla, excepto que la
yegua no estaba intentando matarle directamente, solo gemía y se esforzaba por
expulsar a un potro que no tenía el paso franco hacia la libertad.
—Por favor… date la vuelta conmigo ahora… solo… la vuelta…

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La yegua gimió y coceó, echándose hacia atrás con ambas patas. Sus ancas
empujaron la cara de Valerio hacia la turba empapada. El brazo le ardía, luego se le
heló, luego le ardía de nuevo, y una vieja herida de su hombro se quejó con un dolor
renovado. Apoyó ambos codos en la tierra y empujó con los dedos abiertos, y,
finalmente, de forma mágica, el potro vaciló, a punto de darse la vuelta, y acabó por
caer todo resbaladizo, abriendo el cuello del útero.
—Gracias… gracias. Espera ahora, todavía no ha terminado. Déjame pensar.
Dame un poco de tiempo para pensar.
Estaba echado en la turba, jadeando como la yegua. Sollozaba sin motivo alguno,
solo por el alivio de que hubiese acabado su esfuerzo. Quería que Bello supiera lo
que había conseguido, y lo que había que hacer aún, pero no había forma de
decírselo. El chico no había vuelto milagrosamente a la vida, pero, de todos modos,
cuando Valerio corrió hacia la choza para comprobarlo, vio que seguía allí.
Al volver, Valerio se echó una vez más. Dio unas palmaditas suaves a la yegua en
la grupa y le habló como habría hecho a una mujer que estuviese dando a luz,
mintiendo solo un poco:
—Lo peor ya ha pasado. Ahora déjame ver cómo se asienta el potro, y lo
sacaremos, y podrás descansar.
El potro: aquel fantasma blanco y negro que le había atormentado en sueños un
día de otoño, y había llegado a habitarlos excluyendo todo lo demás. Luain
macCalma, el soñador anciano de Mona, había sembrado la semilla con gran soltura,
y era difícil no creer que hubiese obrado de forma deliberada. «Airmid cree que será
un potro, negro y blanco, con un escudo y una lanza en la frente».
Los sueños de Bello no eran los sueños de Valerio, y el hombre no le había
explicado al chico la naturaleza del primer sueño auténtico de su niñez, en el cual él
montaba un caballo negro con un escudo y una lanza blancos en la frente, en una
batalla que decidía el destino de su hermana. Del mismo modo, no había discutido el
regreso del sueño con el regalo de Luain macCalma de la yegua y la esperanza que
surgía de ello, demasiado escondida en el interior de Valerio para que le diese
nombre.
Valerio lo negó, diciendo: «ese sueño murió hace tiempo». En aquel momento lo
había creído así. La verdad solo se le hizo aparente más tarde, aquella noche, y luego
otras noches, y después todas las noches, y de día también, de modo que tenía que
luchar para mantener la mente clara para la forja o la curación o el trabajo del cuero o
la sencilla preparación de las comidas para sí mismo y para un exesclavo belgo que se
había enamorado de una vieja yegua de la caballería y no dedicaba más que
pensamientos pasajeros al potro que llevaba dentro.
Hasta aquel momento en que el potro, aplastado durante demasiado tiempo en el
útero, estiró una pata al buscarla Valerio y luego, como para probar que estaba vivo,
adelantó el hocico y le lamió el dedo.

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Había pasado tanto tiempo desde que se quedó a solas con una yegua de parto que
había olvidado lo que era tener una nueva vida al alcance de sus dedos, luchando por
instalarse en la tierra. El potro hociqueó de nuevo y con ese pequeño ruego, con esa
promesa y esa plegaria por una vida posterior, Valerio, que se había creído inmune al
amor, lo sintió de nuevo, con toda la asombrosa y arrasadora fuerza que tuvo en el
pasado.
Tal y como ocurría en su juventud, las puertas de su corazón quedaron abiertas de
par en par, de modo que la fría noche se hizo más aguda, y los colores de la oscuridad
más densos. Sollozando, buscó de nuevo, sin sentir ya ningún cansancio, y Bello ya
era solo una mínima razón para conducir al potro a la seguridad.

No había existido ninguna oportunidad de que aquel alumbramiento fuera fácil, pero
no había imaginado que resultase imposible.
Mientras duró la oscuridad y ya al amanecer, Valerio luchó como raramente había
luchado antes, por la vida, en lugar de por la muerte. No podía concretar en qué punto
la derrota resultó inevitable, ni el momento en que la aceptó y dejó de intentarlo. La
yegua estaba exhausta y yacía como muerta, y solo el movimiento de subida y bajada
de su respiración indicaba que no era así. El potro había dejado de lamerle los dedos
hacía mucho rato. Había notado su corazón una vez al intentar tirar de una pata, pero
ese sonido también se había desvanecido, al parecer.
Valerio se sentó sobre sus talones e intentó pensar. La yegua estaba ennegrecida
en un costado por la turba, y yacía muy quieta. Hasta tiritar le suponía un esfuerzo
imposible. Si el potro no estaba muerto, le faltaba poco. En los recovecos de su
mente, Valerio oyó a su madre pronunciar la invocación a Briga que precede a la
muerte, y la vio yacer de costado con una espada en la mano, de una agudeza tal que
podía penetrar a través del pellejo crudo, y cortar la pata de un potro muerto y
separarla de su cuerpo, y luego la cabeza, y quizás otra pata también, permitiendo así
que el animal ya muerto saliera a trozos y la yegua pudiese vivir.
Valerio había ayudado a parir yeguas durante veinte años, y nunca había tenido
que recurrir a cortar el potro a trozos para sacarlo. Con la mente en blanco,
manteniéndola así con mucho cuidado, y el corazón bien cerrado, anduvo la corta
distancia que le separaba de la forja y volvió, y el cuchillo que llevaba era tan afilado
como fue el de su madre en tiempos. Más tarde, cuando el potro fue entregado a
trozos a los cuervos, volvió con agua caliente y unas hierbas y se dedicó a devolver a
la yegua roja de nuevo a la vida. Tal cosa no estaba fuera de su alcance y a los dioses
vengativos, que podían dar a un hombre un motivo para amar y luego quitárselo, no
les pareció adecuado incluir a la yegua en su retribución.
Cerca del mediodía, con la yegua ya seca y sentada erguida, con paja de avena
colocada junto a sus flancos para sujetarla, Valerio volvió a la choza y avivó el fuego

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hasta que la habitación quedó tan caliente como antes, y se dispuso a preparar un
caldo para que pudiera tomárselo un chico inconsciente.
En ningún momento se permitió pensar en el cadáver entregado a los cuervos, que
había sido un potro, ni en la profecía, correctamente expresada, de que sería negro y
blanco, con un escudo y una lanza en la frente.
Airmid siempre había sido la más cuidadosa de las soñadoras. Ella nunca
prometió que el potro que había descrito con tanta precisión nacería vivo.

La yegua fue mejorando con malta caliente y atenciones a lo largo del día y de la
noche. Llegó a reconocer, a Valerio y dio la bienvenida a sus cuidados. El segundo
día después de su fracasado parto se puso de pie y, libre de la carga del potro, fue
caminando por el cercado y salió por la puerta abierta, hacia la puerta de la cabaña.
Bello todavía yacía inconsciente en su interior, pero entonces le cambió el color.
Después, la yegua se comió el buen heno que Valerio compró para ella, y se bebió
el agua caliente con un poco de miel e infusiones de bardana y valeriana. Aunque era
libre de correr por donde quisiera, pasaba el tiempo de pie junto a la puerta de la
cabaña, tapando la luz del sol y molestando a las gallinas, que tomaban el sol en el
umbral.
Bello no mejoraba. Tres días después del parto, como el chico no mostraba más
señales de que fuera a despertarse que la primera noche, Valerio tuvo que admitir sus
propias limitaciones y se dirigió hasta el pequeño asentamiento costero en el que no
había establecido su hogar. Allí averiguó hasta qué punto el extraño herrero moreno
de la colina, con su extraño chico rubio, se habían convertido en un valioso hilo en la
trama de la vida.
Valerio pensó una vez que los hibernios eran corpulentos y toscos y que Bello no
estaba seguro en su compañía. Igual que ocurría con todas las falsedades, el fantasma
de la verdad se escondía en su corazón, pero los hombres y mujeres del asentamiento
no querían hacer ningún mal al muchacho. La amenaza, si es que existía alguna,
procedía de los navegantes que usaban la abrigada bahía en las primaveras claras
como puerto para aprovisionarse de agua potable, y compraban carne y cerveza, y no
siempre estaban sobrios ni eran fiables ni seguros.
Aquellos con los que comerciaba Valerio no eran todos altos y pelirrojos y
ninguno de ellos era tosco. Nunca se habían acercado a su forja, ni le habían ofrecido
ayuda sin pedirla, pero aun así, había corrido la voz entre ellos del mal parto de la
yegua y de la coz que había recibido Bello en la cabeza. Lo único que se preguntaban
era si el herrero tendría la pericia necesaria para curar al chico, y si no era así, cuánto
tiempo pasaría hasta que tuviese que pedir ayuda, y dónde decidiría pedirla.
Las opiniones estaban divididas, pero el peso de las apuestas se inclinaba por
Mona y el esbelto soñador que había traído la yegua, más que hacia los ancianos

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hibernios que se alojaban en torno a la colina de Tara. Hubo gran satisfacción entre
los que más importancia tenían cuando la primera suposición se reveló correcta.
No eran una gente directa, y la conversación de Valerio derivó, como exigía la
cortesía, al bienestar de aquellos a quienes había ayudado o curado o armado y
vestido, y en el curso de ella quedó claro que había una carreta de la que podía
disponer, y que estaba recién cubierta con pieles de animales para mantener al chico
seco y que estaba preparado ya un caballo de tiro recién castrado, adecuado para el
viaje, y que había quesos de cabra de corteza dura ya empaquetados en paja de avena
para mantener al chico caliente y para alimentar al caballo, y que se habían
almacenado por todas partes pescado seco, carne de oveja y huevos frescos y unas
jarra de agua, porque habían averiguado que el herrero, contrariamente a lo que
parecía, no bebía ni el vino de los nativos ni la más sana cerveza de las tribus.
Por último, como ellos realmente le apreciaban y querían verle volver, una
jovencita enjuta y de pelo oscuro le entregó un pequeño bote sellado con cera, con
una abeja dibujada en su plana superficie. La miel no era común en la costa salvaje de
Hibernia, y la poca que se conseguía se guardaba para curar, y valía mucho más que
su peso equivalente en oro.
Conmovido hasta más allá de todo lo imaginable, Valerio dejó el cuidado de su
forja a la misma muchachita enjuta y de cabello oscuro que había mostrado una cierta
habilidad tanto para el trabajo de los metales como para la curación. Entregó su
bonito caballo de monta al padre de la muchacha, que acababa de recubrir su carreta
con los pellejos de tres cabezas de ganado. Entregó sus suministros de hojas secas,
cortezas de árbol y raíces a la comadrona, y concedió libre uso de su cabaña a
quienquiera que lo pudiese necesitar.
Montado en la carreta y ya desplazándose, con Bello bien envuelto en la paja, tan
sujeto como los huevos y las jarras que iban detrás, Valerio prometió volver
enseguida con aquellos que se habían convertido en su pueblo. Y en el momento en
que lo decía, así lo creía.

Bello seguía durmiendo. A lo largo de cuatro días de viaje por caminos llenos de
baches, Valerio llegó a conocer los límites del manso caballo zaino que tiraba de su
carro. La yegua roja, que al principio iba atada a la parte posterior del carro, seguía
las órdenes de mando de Valerio, y al cabo de un rato demostró que no necesitaba ir
atada. Dos veces fue dirigiendo el camino a través de unos arroyos primaverales muy
caudalosos, cuando el castrado rehusaba los torrentes. El carro resultó mucho más
resistente de lo que parecía, y las ruedas muy fuertes.
Valerio pasó a través de las colinas y se dirigió hacia el norte, y luego, por un
camino de piedras que recordaba de viajes pasados, se volvió hacia el este, hacia el
mar. Allí el camino carecía de la superficie curva y resistente de las calzadas
romanas, pero el terreno era sólido y lo bastante ancho para que pasaran dos carros.

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Unas piedras blancas marcaban los bordes del camino, de modo que, cuando caía la
noche y la luz menguaba, era posible seguir hacia el puerto.
Valerio había planeado hacer exactamente aquello, pero el aroma de agua salada
se unió al más ácido de las ciénagas, y recordó, con una certeza que le provocaba
náuseas, lo mucho que odiaba los viajes por mar. Sin dedicar demasiados
pensamientos a aquel hecho, dirigió el caballo zaino a un lado y lo sacó del camino
hacia un terreno plano y duro donde los restos quemados de otros fuegos y una
pequeña pila de leña bien cortada indicaban que la tierra y su gente eran hospitalarias.
Los pellejos que cubrían el carro, si era necesario, se podían estirar más allá de
éste. Apoyados en unas estacas recién cortadas, ofrecían un cierto refugio contra la
persistente lluvia de Hibernia. Valerio maneó y dio agua a ambos caballos, y luego
encendió un fuego para pasar la noche justo fuera de los pellejos.
Era mucho más fácil que antes levantar a Bello del carro; ningún caldo, por muy
alimenticio que sea, puede mantener el peso de un joven que está creciendo. Tendido
sobre unos mantos de lana, con la paja bien apilada debajo, parecía que acababa de
morir después de una larga enfermedad.
Su cabello ya no era del color rubio intenso de los belgos, sino oscuro y lacio, de
modo que le colgaba encima del rostro como paja húmeda. Sus miembros eran como
palos delgados con dobleces de piel y fieros moretones en los codos, caderas y
hombros, donde su propio peso había oprimido la carne que se encogía y la había
hecho sangrar. En los últimos dos días, el caldo pasaba por su cuerpo y unas
deposiciones rancias y claras fluían de sus intestinos, tan líquidas como la orina, y le
escaldaban toda la piel que no tenía protegida.
Valerio nunca había cuidado a un bebé; el niño esclavo muerto, Iccio, tenía su
misma edad cuando le cuidaba y le curaba después de las palizas y la castración y el
abuso de los hombres. Bello era mayor, pero ahora estaba más incapacitado que Iccio,
excepto en sus peores momentos, y su incapacidad duraba muchísimo más.
Valerio se convirtió en una niñera, él que nunca había pensado en ser padre. Antes
de comer o de hacerse su propia cama para pasar la noche, desnudó al chico por
partes y le fue lavando con agua caliente del fuego, luego le volvió a vestir con un
relleno en los puntos más irritados y ungüento de grasa de ganso y bayas de espino y
un poco de miel para suavizarle los muslos y evitar que la diarrea le destrozase la
piel.
Mientras tanto, iba hablando al muchacho como si éste le escuchase, enviando su
voz hacia la noche.
—Grasa de ganso porque es más ligera que la de cerdo, y va muy bien para la
piel. Las bayas son para la flexibilidad, y para evitar los piojos. La miel para curar,
pero bueno, eso ya lo sabes. Te vi aplicársela a la oveja de Finbar cuando tuvo un
parto difícil. El caballo zaino se ha portado bien hoy. Creo que le castraron la misma
noche que te dieron la coz y le pusieron los arneses el día después. Sería mucho
mejor como caballo de monta. Si tu yegua tuviese fuerzas para tirar del carro, quitaría

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al otro y la pondría a ella en las varas. Pero alégrate de que no sea así. Ella nunca nos
perdonaría a ninguno de los dos esa vergüenza. Como tú, posiblemente, tampoco me
perdones, cuando salgas de esto y averigües cómo has estado.
En un momento determinado, cuando el caballo castrado y la yegua roja se
removieron en sus trabas, Valerio dejó la grasa de ganso y tomó su espada. No era la
espada de la caballería romana con la que había luchado casi quince años, ni tampoco
la espada larga de sus antepasados, sino una intermedia, forjada para que se adaptase
a su mano y su peso, y usada en la práctica diaria, privadamente, como debe hacer
todo hombre que hace un juramento que no tiene otro sentido que su propio
cumplimiento. Siguió hablando en el idioma de los belgos, que se hacía más áspero al
sur y al oeste, y sonaba más galo y menos germánico. Su voz resonaba entre los
pellejos húmedos del refugio, y era imposible entonces decir exactamente de dónde
procedía.
—Por supuesto, si te llevo a Mona y los sanadores de allí tampoco conocen
ningún remedio mejor que la grasa de ganso y la miel, es posible que no te recuperes
nunca y que haya desperdiciado la mejor parte del mes en un viaje sin sentido. Luain
macCalma, sin duda, fingirá que es capaz de soñar y abrirse camino hasta tu alma y
devolverla intacta. Si vive aún, por supuesto, cosa que quizá no ocurra, si ha
continuado… ¿Qué haces exactamente aquí? Y no te des la vuelta o perderás la nariz,
cosa que haría mucho más duras las explicaciones.
Esto último lo dijo en hibernio, con una tranquila certeza y mucha menos
emoción que su anterior difamación de los soñadores.
Luain macCalma, vestido con un traje sencillo de lana y sin marca alguna de
rango o de sueño, hizo exactamente lo que se le decía. Sin mover ninguna parte de su
cuerpo, dijo, con voz neutra:
—He venido a buscarte para advertirte de que hay comerciantes romanos en el
puerto, porque quizá no quieras encontrarte con ellos. Uno o dos son antiguos
auxiliares que acaban de llegar de la Galia, donde tú eras bastante conocido entre tus
antiguos camaradas de armas.
—Y tú, claro, estabas por casualidad en el puerto donde yo puedo requerir el uso
de un barco…
La espada de Valerio presionó hacia delante, salvando el pequeño espacio que
quedaba hasta el cuello de macCalma, de modo que pinchó su piel y un hilillo de
sangre empapó la lana de su túnica.
—Soy un soñador. De hecho, soy el soñador anciano de Mona. ¿Te gustaría que
mintiese y te dijese que estoy aquí por casualidad?
—Nunca le pediría a ningún hombre que mintiese —Valerio no apartó su espada
—. Pero del mismo modo, prefiero no tener que hacer cada pregunta más que una
vez. Quizá no te haya quedado lo suficientemente claro. ¿Qué te importa a ti mi
bienestar, y el del chico?

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—Bello se está muriendo. Tenías razón al evaluar la situación. Yo creo que sí
puedo curarle, y no, no me limitaré a usar grasa de ganso y agua con miel.
—¿Y por qué tendrías que preocuparte?
—Porque lo haces tú.
La espada avanzó más aún. El hilillo de sangre se convirtió en un reguero. Valerio
dijo:
—Una vez más, soñador. El fin de tu vida está a un suspiro de distancia. ¿Por qué
estás aquí? ¿En qué trampa intentas hacerme caer? Y si mencionas mi parentesco,
morirás. He matado a más hombres que tú, y en circunstancias muchísimo más duras
que éstas.
—Ya lo sé. Te he visto hacerlo en el fuego —con precisión y lentitud, Luain
macCalma, anciano soñador de Mona, se volvió hacia la izquierda, de modo que la
punta de la espada formó un círculo en torno a su cuello. Cuando llegó justo antes de
los grandes vasos sanguíneos de su garganta, de modo que si se volvía más, se los
habrían cortado, se detuvo. La piel de su rostro estaba muy curtida debido a las horas
expuesta al mar y al sol intenso. Sus ojos reflejaban el resplandor amarillo de la
hoguera, como si fuese un gato.
Sin asomo alguno de ironía o de miedo, dijo:
—Tú eres el hijo de Macha. Por lo que yo sé, jamás has cuestionado ese aspecto
de tu linaje, ni deberías hacerlo… solo pensar en ello sería un deshonor para el
recuerdo de tu madre, y, en cualquier caso, hay muchísimos hombres y mujeres que
viven todavía y que estuvieron presentes en tu nacimiento, y pueden atestiguar tu
origen. Hasta que Airmid creció y consiguió toda su fuerza, Macha era la soñadora
más poderosa que había conocido jamás Mona, o Hibernia. Si ella hubiese decidido
permanecer en cualquiera de los dos sitios, se habría convertido en anciana al cabo de
cinco años. Pero decidió educar a su hijo y su hija en las tierras de los icenos, que
eran su pueblo. Su hija murió, y además Silla no heredó ninguno de los poderes de su
madre. Su hijo todavía vive. Su pueblo y el de ella lo necesitan.
—No.
—¿No? —los ojos de macCalma se abrieron, llenos de ira, o quizá de burla—.
¿Niegas esa necesidad? ¿O rechazas la petición antes de haber oído siquiera sus
condiciones?
—No tengo que oír sus condiciones; ya me lo pediste en una ocasión. No iré al
este para dirigir las lanzas de los icenos en nombre de mi madre.
—Pero no te estoy pidiendo que hagas eso.
—¿Entonces qué me estás pidiendo?
—A cambio de la curación de Bello (que tendrá lugar en Mona, si es que ocurre)
obtener tus servicios, como los de un hijo a su padre, durante el tiempo que le cueste
recuperarse.
Luain macCalma mencionó el parentesco por segunda vez, y no murió, aunque la
posibilidad de que ocurriese siguió siendo real durante un momento largo y delicado.

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Al final, la hoja retrocedió un poco en la mano de Valerio, de modo que su punta
ya no producía sangre. Pensativamente, cansado, tras un mundo entero de palabras no
dichas, preguntó:
—¿Quién define la duración de una curación?
Luain macCalma no sonrió, pero el esfuerzo que hizo para evitarlo resultó obvio.
—Yo. Pero no seré demasiado codicioso. El día que Bello pueda permanecer de
pie y levantar su propia espada y enfrentarse a ti en dos golpes sucesivos sin dejarla
caer, afirmaré que está curado y que ya no estás ligado a mí.
—¿Y si él muere antes de que eso ocurra?
—Si muere, por supuesto, quedas libre.

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X

El invierno no fue demasiado duro el primer año del regreso de la Boudica con los
icenos, pero la nieve bloqueó las rutas comerciales durante cuatro meses y luego los
caminos pequeños, hasta que las aldeas quedaron aisladas unas de otras y ella vio, tal
y como Tago le había dicho, por qué su pueblo carecía de ánimos para ir a la batalla.
Los más viejos fueron los primeros en morir, atacados durante los primeros meses
por el frío, la enfermedad o el hambre, o una mezcla de las tres cosas. De los que
habían acudido a la reunión clandestina en el claro del bosque perecieron ocho; ocho
que apoyaban el regreso de la Boudica, ocho menos que podían ayudar a convocar a
los guerreros y darles ánimos.
Durante un tiempo aquello pareció importante, como si su pérdida pudiese
decantar el equilibrio de una estrategia que aún se estaba formando. Luego
empezaron a morir los niños, cosa inaudita en los años anteriores a la invasión, y por
fin siguieron las personas de mediana edad, que deberían haber sido lo bastante
fuertes para sobrevivir al frío.
Aquello se parecía demasiado a las visiones de la antepasada. Roma exigía unos
impuestos que habrían servido para sostener a las tribus, dejando la tierra exhausta,
desprovista de caza y con los pastos agotados. La gente estaba muy delgada,
esquelética, y si los niños hubiesen llorado lágrimas de grano, sus padres se las
habrían comido llenos de gratitud. Cada muerte hacía más urgente la necesidad de
crear un ejército y expulsar a aquel parásito que era Roma. Cada muerte disminuía el
valor del pueblo y minaba su voluntad de lucha.
Hacia la primavera, cuando las nieves empezaron a clarear y la urgencia y la
imposibilidad se igualaban, Breaca apartó los pensamientos incesantes que le daban
vueltas en la cabeza, cogió a su hijo y su perro y su lanza y salió a cazar; era lo mejor,
lo más concreto que podía hacer.

—¡Aquí!
El cuerpo yacía bayo el grosor de una mano de nieve semifundida, que le hacía de
manta, como si fueran los pellejos que se usan para dormir, y solo la punta de un
codo elevado sobresalía y arrojaba unas sombras oblicuas sobre la blancura. Piedra lo
encontró y escarbó en la nieve, aullando. El ruido se diseminó por el paisaje y
desapareció.
—¡Cunomar! ¡Aquí!
Breaca dejó caer su bolsa de caza y se separó del sendero hacia un lado, donde no
se sabía qué profundidad podía haber. Se hundió hasta las rodillas y el mango de su

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lanza se convirtió en bastón, mientras iba palpando el camino hacia delante.
Entusiasmado, el enorme perro azul se quedó callado y empezó a morder la nieve,
arrojándose hacia ella en un delirante ataque de frustración liberada. Su invierno no
había sido menos duro que el de ella, y su alegría al ver que había pasado no era
menos expansiva.
El ventisquero tenía el corazón podrido; el calor primaveral estaba ya
carcomiendo su base mientras Piedra rompía su corteza. El perro iba excavando y
sacando grandes montones de nieve y arrojándolos hacia atrás, convertida en lluvia a
pleno sol.
Breaca se apoyó en su lanza y lo dejó jugar, contemplando el progresivo
descubrimiento de un hombre que quizá se hubiese quedado dormido, sencillamente,
pero a quien las ratas y los cuervos habían encontrado antes de la última ventisca, de
modo que sus ojos habían desaparecido y parte de su mejilla quedaba expuesta al frío.
Iba bien vestido; no le faltaban ni el manto ni la túnica, en una época en que el frío
era el mayor asesino y se desnudaba siempre a aquellos que morían antes de entregar
su cuerpo a los dioses. Tampoco lo habían matado por sus riquezas; un brazalete de
oro siluro amarillo yacía allí helado, justo por encima de su codo.
Piedra aulló y hociqueó la cara del hombre. Breaca puso una mano en el hombro
del perro y lo echó atrás.
—Déjalo. No podemos ayudarle ya. No podíamos ayudarle ni siquiera antes de
morir.
—¿A quién no podíamos…? Oh.
Cunomar se había ido abriendo camino a través del ventisquero. Llegó a su lado,
respirando con fuerza. El vapor que arrojaba inundaba el aire entre ellos,
emborronando la nitidez del día. Había crecido durante el invierno, de modo que su
cabeza llegaba más arriba del hombro de ella, y era más difícil que antes mirarle a los
ojos.
Fue a pasar junto a su madre, pero se lo pensó mejor y preguntó:
—¿Puedo mirar?
—Claro.
Se arrodilló, tocó el brazalete y la cara destrozada, y Breaca vio que su hijo
examinaba y consideraba los hechos de una forma que antes no habría hecho. De toda
la familia, era a Cunomar a quien más habían cambiado los seis meses pasados en las
tierras de los icenos. Había crecido en algo más que en altura desde que llegaron al
este; su alma se había tranquilizado, ya no era el joven inquieto que había seguido a
su madre de costa a costa, quejándose todo el camino.
Los estragos del invierno habían tenido algo que ver en ello. Nadie podía
contemplar las muertes por inanición, de frío y de enfermedad sin sentirse
conmovido, pero la amistad era lo que más le había transformado, y era una
verdadera lástima que nadie hubiese visto aquella necesidad antes. En Mona,
Cunomar era el hijo de la Boudica que había sido prisionero de Roma, que había

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permanecido a la sombra de su propio crucifijo, y que sin embargo había conseguido
sobrevivir. Lo habían convertido en tema de canciones y de asombrada
contemplación, pero los chicos de su propia edad se iban a pasar sus largas noches y
volvían convertidos en hombres y ninguno de ellos, ni antes ni después, le llamaba
amigo.
Los icenos no sabían nada del hijo de la Boudica, salvo que era un extraño, de
modo que no había sido ninguna sorpresa que se sintiese unido a otros que eran
iguales que él. Eneit era un joven enjuto, de pelo oscuro, hijo de Lanis, la soñadora
del cuervo que tan diestramente había dirigido la reunión de los ancianos para
conseguir devolver a la Boudica a su pueblo. Eneit era muy maduro para su edad
(Lanis no toleraba las niñerías en los que la rodeaban) pero siempre estaba de buen
humor y no albergaba rencor alguno, y el mal humor de Cunomar rebotaba en él una
y otra vez, hasta que empezó a desaparecer por sí mismo.
A lo largo del sombrío tedio del invierno, la creciente afabilidad de Cunomar
había sido una chispa de esperanza para Breaca, que día a día daba gracias por ello.
Él no era como su padre, ni como Ardaco, a quien adoraba, pero tenía bastantes cosas
de los dos, y algunas cosas propias, de modo que Breaca ya veía en quién podría
convertirse si los dioses le daban tiempo para crecer.
Ahora mostraba toda la esencia de su personalidad al inclinarse para examinar el
amasijo de nieve endurecida que contenía un cadáver en su interior. Al cabo de un
rato tocó la cara con la mano. La carne se hundió blandamente bajo sus dedos y la
cabeza se movió. Él se sentó sobre sus talones y dijo:
—No es un muerto del invierno.
Era una obra maestra de la concisión. Ardaco no lo habría hecho mejor. Breaca
sonrió y notó que la piel fría se arrugaba en su rostro.
—No —dijo a su vez—, no es un muerto del invierno. Ni lo han matado por las
armas ni por las riquezas.
El extraño no murió desarmado. Su cuchillo se encontraba a su lado, y la lanza un
poco más allá. Quizá las hubiese usado en su propia defensa, pero no tuvo éxito. A su
muerte, las hojas de ambas armas se habían roto limpiamente, y a menos que se
considerase una desgraciada casualidad, las dos mitades de cada una se habían
colocado cuidadosamente aparte, con las puntas invertidas, de modo que señalaban
hacia la empuñadura.
Breaca cogió los trozos del cuchillo y los unió de la forma adecuada para verlo
entero de nuevo. Habían pasado diez años desde que los romanos la emprendieron
con los pueblos icenos, destruyendo las espadas de los guerreros para sellar su
dominio de las tribus, pero los soñadores llevaban generaciones rompiendo las armas
de los traidores convictos, ya antes de que llegasen las legiones. Al principio era el
hierro lo único que se rompía. La muerte, en todos los casos, llegaba lentamente, y el
espíritu se extraía mucho antes de que la muerte concediese tregua. La traición era
algo que nunca se tomaba a la ligera, entre las tribus.

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Aquel hombre había muerto rápidamente, cosa que no habría ocurrido en los
tiempos anteriores a Roma, pero el motivo de su muerte no podía estar más claro.
—Un traidor —Cunomar hizo coincidir las dos partes de la lanza igual que había
hecho Breaca con el cuchillo—. ¿Quién era?
—Uno a quien deberíamos haber vigilado desde el principio, creo.
Breaca pasó la mano bajo la cabeza destrozada y la levantó. La mitad izquierda
del rostro había desaparecido, llena de marcas de pequeños dientes impresas en los
huesos. Los huecos de ambos ojos estaban vacíos, y se habían arrancado mechones de
pelo rojizo de la mitad posterior del cráneo, en el lugar donde acababa el pelo y
empezaba la calvicie. Lo que quedaba de la carne colgaba suelta sobre el hueso,
convirtiendo las facciones en la caricatura del guerrero exaltado que se subió a un
tronco en la reunión de los ancianos y se hizo oír por encima del caos, queriendo
devolver a la Boudica al lugar de donde había venido.
Ella no conocía su nombre, pero era imposible olvidar su rostro, y un guerrero
con unas convicciones tan ardientes no las dejaría a un lado fácilmente.
En el bosque, en el consejo de los ancianos, ella había preguntado: «¿cuánto
tiempo pasará antes de que uno de los tuyos nos traicione?», y Tago, tranquilo, había
replicado: «diría que nunca, pero si me equivoco, morirá contigo». Y Breaca había
aceptado su palabra, cosa que era una estupidez.
—He pasado todo el invierno preocupándome de cómo organizar un ejército,
mientras éste —abrió la mano y la cabeza cayó hacia atrás, fláccida— se lo ha pasado
planeando cómo traicionarnos a Roma. Le rompieron el cuello, cosa muy
considerada. Me pregunto por qué.
—¿Quién lo hizo? —Cunomar tocó la cabeza con el pie—. Tago no pudo matarle.
Hacen falta dos manos para romperle el cuello a un hombre, y él solo tiene una.
—No —en un torbellino de preguntas sin respuesta, algunas cosas resultaban
obvias desde el principio. Breaca dijo—: Envió a Gayo y Tito a cazar cuando se
empezaron a fundir las primeras nieves. Volvieron sin nada. Entonces pensé que
parecían demasiado contentos.
—Eso fue hace cuatro días.
—Ya lo sé. Así que si nuestro ardiente traidor llegó a Camulodunum con sus
noticias y estaba de vuelta, estamos muertos.
Breaca se limpió las manos en la nieve. Fragmentos afilados de hielo le
mordieron los dedos, fieros como ratas. Piedra, viéndola distraída, vino a tocarle el
muslo y fue bienvenido. Ella miraba al sur, hacia el lugar donde el blanco se unía con
el azul sin mácula, y notó que el pulso se agitaba en su garganta. La batalla era fácil,
y ella la ansiaba en parte. Pero la mayor parte de su ser exigía precaución, y espera, y
reunir guerreros, y necesitaba un tiempo que no se le había concedido.
—¿Pueden marchar las legiones por encima de esta nieve tan espesa, tú qué
crees?

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—Por lo que dice Tago, pueden hacer cualquier cosa —Cunomar se había
agachado y estaba cortando un mechón de pelo de la cabeza del hombre. Ardiendo en
la fogata nocturna, y una vez Airmid hubiese pronunciado las palabras adecuadas, le
marcaría para siempre como traidor en las tierras que hay más allá de la vida—. No
creo que sea así, pero para arrestar a la Boudica abrirían un camino en la nieve desde
la costa del océano hasta el confín más lejano del mundo. Aun con este tiempo, no
puede haber más de cuatro días de marcha desde Camulodunum hasta aquí. Si
estuvieran llegando, ya les habríamos visto.
—Quizá.
El silencio se abatió sobre ellos. Piedra gruñó y escarbó un poco sin objetivo
alguno en el ventisquero, notando el dolor del peligro y sin saber cuál era la causa. El
viento soplaba desde el oeste, levantando suavemente la nieve por encima del traidor
muerto.
Breaca dijo:
—Si vienen, no podemos hacer nada más que encontramos con ellos y esperar
morir dignamente. Si no es así, entonces tendremos tiempo para averiguar si ese
hombre tenía a otros juramentados a su causa y si se les puede detener aún.
La nieve más fina casi había vuelto a cubrir el cuerpo. Con los dedos
entumecidos, ella quitó el brazalete del codo del cadáver y sacó el cuchillo roto del
cinturón.
—Arreglaré el cuchillo. Es hora de que abra de nuevo la herrería. Su familia
puede quedarse con el brazalete. Si piensan seguir su ejemplo, quizá les dé motivo
para considerarlo.
—¿Y Tago? —Cunomar la observó, sonriendo débilmente. El frío añadía diez
años a sus rasgos—. Ordenó que lo mataran y no nos dijo nada.
—Ya lo sé —esa idea había ido creciendo en su interior desde que Breaca había
comprendido lo que había descubierto Piedra. Poniéndose de pie, dijo—: Tago,
ciertamente, también tendrá motivos para considerar las cosas.

—No sé si lo hizo o no. Gayo y Tito creen que no, pero estaba oscuro, nevaba y no
tuvieron tiempo de interrogarle debidamente.
—Y tú preferiste no decirme nada —Breaca se mostraba fría, casi furiosa, y cada
palabra era una acusación. Se había quedado de pie en la puerta de la habitación
privada de Tago, quitándole casi toda la luz. Después de la fría nitidez de la nieve, la
semioscuridad de la lámpara era mucho más fría y húmeda de lo que ella podía
soportar.
Tago se mantenía apartado de ella, en el rincón más alejado. A lo largo de todo el
invierno él no había llegado a presenciar su ira en toda su extensión, ni había
aprendido a temerla.

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—¿Y tú qué habrías hecho? ¿Habrías ido a recoger tus espadas y habrías lanzado
un ataque contra Camulodunum con tres guerreros, un cantor y un muchacho que
todavía no ha aprendido que el valor no reside en las palabras altisonantes y la acción
atolondrada? Pensaba que estabas más protegida por el conocimiento. No había
necesidad alguna de que los dos viviésemos atemorizados —él se refugió en una
honrada indignación, cosa que no resultaba nueva. Unas ojeras lívidas marcaban la
parte inferior de sus ojos, como sombras de un temor muy profundo.
Breaca apretó la palma de su mano contra la jamba, aplastando la carne hasta
dejarla blanca. La jamba era sólida y no iba a ceder, y la resistencia le permitía cierta
liberación para poder pensar en las cosas que realmente importaban.
Dijo:
—Juraste delante del consejo de Lanis que no habría un solo iceno que odiase
tanto al pueblo como para traicionarnos. Ese hombre estaba a menos de una lanza de
distancia de ti mientras jurabas. Habló justo antes que tú. Te vio, te oyó; te conocía.
Me resulta difícil creer que no le conocieses tú también a él.
—Entonces crees que soy un mentiroso.
—Espero oír que no lo eres.
—Dioses, Breaca… —la voz de Tago se rompía, y él se dio la vuelta,
dirigiéndose hacia los cofres que había en la pared más lejana. Breaca se adelantó,
bloqueándole el camino. El vino, que era el objetivo de Tago, se encontraba detrás de
ella, inaccesible. Él siseó entre dientes y se volvió de nuevo. Su mano izquierda cogió
con fuerza el muñón de su brazo perdido.
Los hechos fueron surgiendo, adornados por el miedo y la necesidad de probar su
propio honor.
—El nombre del muerto era Setano. Era un guerrero de los icenos del norte,
herido en la batalla de la Trampa de Salmón, que dirigió Duborno. Perdió amigos y
familiares en la batalla (todos lo hicimos, y no por eso nos convertimos en traidores),
pero perdió después a la madre de sus hijos cuando las legiones tomaron represalias
en los pueblos y él estaba lejos, atrapado en la retirada de la batalla. Ella estaba
embarazada de nuevo, y por lo tanto no pudo luchar, y él no estuvo allí para morir
con ella o salvarla tal y como requería su honor. Él se odiaba a sí mismo y odiaba a
Roma, pero odiaba más aún a Duborno, y a ti a través de él. Esperó diez años la
ocasión de vengarse de vosotros dos. No sabía nada de esto cuando hablé en la
reunión, lo juro.
—Pero lo averiguaste y decidiste no decirme nada.
Tago se dio la vuelta, con los ojos brillantes a la luz de la lámpara.
—Cometí un error. Emprendí una acción para enmendarlo y no, no creí que fuera
necesario decírtelo. ¿Acaso habrías hecho tú otra cosa? —sus ojos se clavaron en ella
y se apartaron de nuevo, incapaz de sostener su mirada.
Él no quería su compasión; aquel invierno ella lo había aprendido. Pero a través
de la marea de su rabia, ella le compadeció, y no pudo cambiar ese hecho. Él no era

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más que un cachorro joven, y no sabía cómo comportarse de otro modo en presencia
de ella. Apoyándose en una pared, donde sus rasgos eran menos visibles, ella buscó la
calma y la encontró en el recuerdo del rostro del hombre muerto.
—¿Estaba solo Setano en su odio? —preguntó.
—No. Eran cuatro en total: una prima que era medio hermana de la mujer que
murió, y dos hermanos que perdieron su pueblo ante los romanos, en la época de las
represalias.
—¿Y dónde están los otros ahora?
Tago resopló.
—Muertos, claro. Puedo ser idiota, pero no soy ningún suicida. Puedes creer que
una muerte lenta a manos de los romanos te garantiza un lugar en las canciones
invernales (tu hijo, ciertamente, lo cree), pero yo preferiría oír las mías mientras aún
sigo con vida. Gayo y Tito mataron a los otros tres, igual que mataron a éste. Él era el
último. Los cuerpos se encontrarán cuando llegue el deshielo. Si tenemos suerte, los
lobos y las aves carroñeras los despojarán hasta el hueso, y nadie sabrá nunca cómo
murieron.
Breaca dijo:
—Su familia lo sabrá. Cuatro guerreros salieron con un objetivo común y ninguno
de ellos ha vuelto a casa. Aquellos que queden atrás habrán esperado algo como esto.
—Y por eso no enviarán a nadie más —sonrió débilmente Tago—. Es una lección
bien aprendida de Roma: el oro y los regalos pueden comprar promesas, pero el hedor
de la muerte compra el miedo, que dura mucho más. Debemos rezar para que eso
contrarreste la pasión que clama venganza.
Él así lo creía, o quería que ella creyese que lo creía. Breaca se dio cuenta de que
necesitaba respirar aire fresco. Fuera, Graine había encontrado a Piedra y estaba
jugando con él. Cunomar se hallaba cerca, con Eneit, practicando sus fingidas
batallas con una energía que elevaba sus voces por encima de la estridente
combinación de niña y perro. Si quería reunir un ejército, al menos tendría a dos con
el valor suficiente para combatir; solo había que armarlos y enseñarles cómo luchar
sin morir.
Dijo:
—Si crees que es útil, puedes rogar para que el miedo sobrepase la necesidad de
venganza en los corazones de nuestro pueblo. Yo voy a construir una forja para hacer
las lanzas que armen a todos los guerreros que pueda encontrar, con la ferviente
esperanza de que no sea así.
—¿Y si vienen las legiones?
—Si vienen las legiones, aquellos de nosotros que podamos lucharemos y
moriremos, como hemos hecho siempre.

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Pero las legiones no llegaron. A lo largo de los días de espera, Breaca construyó su
nueva forja como había hecho su padre, de piedra y con turba como tejado, para
mantenerlo húmedo en los días más secos del verano. Llevaba todo el invierno
planeándolo. Reunir las piedras e iniciar la obra de construcción costó menos de
cinco días, cada uno de los cuales transcurrió con un ojo puesto en la edificación y
otro en el sur, donde Cygfa y Ardaco, Cunomar y Duborno montaban guardia, y
encenderían un fuego de aviso con humo blanco si veían que las legiones marchaban
por el camino.
No hubo humo blanco. La nieve se fundió y desapareció del camino, y los únicos
que llegaron fueron un par de comerciantes de hierro y de sal del sudoeste, que
pedían oro como pago, cuando antes querían grano y perros y metal forjado. El oro
no se podía comer; los baúles del rey iceno todavía estaban llenos, mientras que sus
graneros estaban vacíos.
Breaca pagó por el hierro con el oro de Tago, y le prometió que sacaría provecho
de él. En la forja, Cunomar y Eneit reunieron madera para alimentar el fuego y ella
les prometió pagarles con unas lanzas. Lanis le llevó a un lugar a un día de cabalgada
de distancia donde los fresnos y tejos crecían muy rectos, con postes a ambos lados,
de modo que sus ramas se podían convertir en mangos de lanza. Lanis no le pidió
pago alguno, solo que las legiones fuesen arrojadas de aquellas tierras cuanto antes.
Quince días después de que Piedra desenterrase de la nieve el cuerpo del traidor,
Breaca se metió un delantal de cuero por la cabeza y se lo ató detrás, como parte del
pequeño ritual privado que su padre le había enseñado, y que culminó encendiendo el
horno de su forja. Floreció un fuego pequeño, alimentado por astillas de madera de
manzano y piñas de pino, paja seca y pelos de la cola de una yegua de cría preñada.
Aireado por unos fuelles nuevos con las junturas aún tiesas, el fuego fue
creciendo y devoró ramitas y luego troncos enteros. A su debido tiempo, aceptó el
carbón y ardió con el color del sol al mediodía. El hierro que Breaca colocó encima
se volvió blando y blanco, y, trabajándolo un poco, tomó la forma de una punta de
lanza.
A lo largo del resto de aquel mes, los olores de metal caliente y cuero quemado,
de carbón y de humo, de sudor y de sangre y de saliva, reemplazaron los olores
húmedos y terrenales de piedra y turba. La pila de hierro crudo que había en la parte
posterior de la forja de Breaca se convirtió poco a poco en una pila de puntas de
lanza, esperando sus mangos y sus guerreros.

—¿Las oyes cantar?


—¿Cómo?
—A las lanzas. ¿Las oyes cantar? —Breaca se lo preguntó a Graine una tarde, en
el punto álgido de la primavera, mientras estaban sentadas juntas en la forja.

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Esa vez los fuegos estaban fríos. De los dos trabajos que tenía Breaca, ninguno
necesitaba calor, y las tallas de Graine nunca lo habían requerido. Enseguida
descubrieron que la hija de la Boudica, aunque nunca sería guerrera, tenía una gran
facilidad para tallar los mangos de lanza con las formas y diseños que le sugería la
madera y sus propios sueños. Fue con Lanis al bosque a cortar las ramas de rectas
formas y, más tarde, cuando le entregaron un cuchillo para que alisara una y le diera
forma de mango, y ajustase el cuello a una hoja, en lugar de hacerlo, talló la forma de
una liebre a la carrera en toda la extensión del mango, con espirales y pequeños
círculos que se entretejían con los nudos y los contornos de la madera, de tal modo
que, cuando ambas piezas se unieron, la conjunción con las líneas de sueño del metal
quedó perfecta.
Madre e hija trabajaban juntas día tras día. Después de las lanzas empezaron a
trabajar los cuchillos de desollar, cortos y con un solo filo, que eran las únicas armas
permitidas bajo la ley romana. Breaca hacía las hojas y Graine tallaba con cera y
madera formas de marcas de sueño para ser fundidas en cobre o bronce para el pomo
de cada cuchillo. En los últimos dos días habían empezado a trabajar juntas en un
proyecto más importante: la creación de un brazalete de oro para Tago, para que
pudiese aparecer más claramente como rey cuando la ronda de delegaciones tribales
de la primavera se reuniese con el gobernador en Camulodunum.
Graine estaba sentada en el suelo de tierra batida tallando una serpiente-lanza
mientras Breaca permanecía de pie, en el banco de trabajo que había en la pared
posterior, e iba afinando el alambre cada vez más para poder retorcerlo y formar una
soga, a la manera de los antepasados.
Ella había formulado su pregunta tranquilamente, en un largo periodo de silencio,
y Graine se detuvo a pensar la respuesta. La serpiente-lanza yacía a medio terminar
en sus manos. Era la tercera que había tallado, y cada una era sutilmente distinta de la
anterior, como si cada vez aprendiese mejor cómo debía ser en realidad, pero no
hubiese alcanzado todavía la perfección. Piedra estaba echado a su lado, cazando en
sueños, de modo que sus patas se movían y sus orejas se agitaban de lado. Fuera, un
petirrojo voló hasta el borde de un cubo de cuero y se sumergió en busca de agua, y
luego se echó a volar de nuevo. Ella oyó las notas gemelas de su canto, y los cuervos,
y el ladrido de un perro en el poblado, no muy lejos.
Detrás de todo aquello no había únicamente silencio, aunque no lo habría notado
si su madre no hubiese atraído su atención. Sentada y quieta, puso sus cinco sentidos
en la escucha y, quizás a causa de ello, vio ese ligero espesor en el aire que había
llegado a reconocer, de modo que cuando miró hacia la parte posterior de la forja y
vio a la anciana sentada allí, que no había entrado por la puerta, no se sorprendió.
Aquello no era bueno. Esperando que el mundo cambiase, dijo:
—No creo oír las lanzas como haces tú. Te he visto golpeando las hojas y cada
una tiene su propio ritmo, y tú formas parte de él. Un guerrero puede oírlo, porque
está ligado a la hoja, pero lo que yo oigo en los bosques es distinto —y entonces,

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como su madre había levantado la vista y sonreía, y no había dicho nada de la anciana
que estaba sentada en la pila de pellejos que había junto al banco de trabajo, dijo—:
La anciana abuela está aquí.
—¿Ah, sí? —Breaca se echó atrás, dejando que su propio peso dirigiese el
alambre de oro del brazalete real a medio hacer. Ya no sonreía—. ¿Hay algún
motivo?
Siempre había un motivo. Ya una vez Graine se había convertido en conducto
para un mensaje de las abuelas a Breaca, y no era un mensaje bienvenido. Entonces
los antepasados habían enviado de vuelta desde la Galia no al padre de la niña, como
ella les había pedido, sino al hermano traidor que se llamaba a sí mismo Valerio.
Graine no quería formar parte de una segunda traición. Miró fugazmente a la
abuela y luego apartó los ojos, como le había enseñado Airmid. Vista así, la anciana
era tan real como Breaca, una vieja y arrugada reliquia del pasado apoyada en un
rincón de la forja, vestida con sus mejores galas, como si estuviera asistiendo al
consejo, con una piel de zorro echada a la espalda como una capa, con pepitas de oro
colgando del borde y adornada con plumas de águila, y un par de alas de cuervo que
subían desde sus pechos colgantes, reuniéndose en el esternón.
En vida, la abuela había sido la pesadilla y el mayor apoyo a la vez de la vida de
Breaca, y de Airmid antes de ella, en los años en que cada una de las dos sirvió a la
anciana mujer como ojos y miembros en la invalidez de su ancianidad. En la muerte,
la abuela había conducido a la futura Boudica a lo largo de sus largas noches, y luego
había vuelto a ella desde entonces en los momentos de necesidad para guiar su
camino. Más recientemente, la había guiado hacia la antepasada-soñadora y el
asesinato del gobernador romano, que tan mal había resultado después. Desde
entonces, la abuela se había aparecido más a Graine que a Breaca. Era la primera vez
que se aparecía a las dos juntas.
Graine la observó con recelo. La abuela sonrió. En voz alta, dijo: «dile a tu madre
que debería dejar de perder el tiempo forjando armas para un ejército que ya no
existe».
Graine miró al suelo.
—¿Y por qué no se lo dices tú? —ella no lo preguntó en voz alta. Breaca la
miraba, evitando con cuidado el rincón.
En su mente, la abuela se echó a reír.
«Tu madre ha decidido no escucharme. Se ha cerrado a nosotras, y cree que es
mucho más fuerte por ello. Dile que haga un juego de lanzas a la manera de los
caledonios y que las lleve a Camulodunum como regalo para el gobernador. Eso le
impresionará mucho más que un brazalete que no confiere ningún poder a aquel que
lo lleva».
Breaca soltó el alambre de oro. Éste se enroscó como una serpiente y saltó al
suelo. Con exagerado cuidado, ella dejó los alicates en el banco.
Hablando directamente a Graine, dijo:

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—Roma nada sabe del poder que pueda tener un brazalete real. Solo ven el oro y
reconocen su buena factura y ven que ni Tonomaris de los coritanos ni Berico de los
atrebates tienen nada semejante. Así, Tago quedará distinguido cuando vaya a ver al
gobernador de Camulodunum el mes que viene, y podrá conseguir mejores tratos
comerciales. Si eso nos ayuda a alimentar a los hambrientos el próximo invierno, lo
haré. El ejército existirá a su debido tiempo. He pasado el último verano averiguando
en quiénes se puede confiar para que se unan a mí. Este verano los entrenaremos para
la lucha. No es algo que se pueda improvisar. Dile eso a la abuela.
—Ella te oye perfectamente —dijo Graine, y luego, un poco desesperada—:
Podrías verla si mirases.
—No —Breaca no quería mirar. Tiesa, tomó un pequeño rastrillo y limpió las
cenizas del horno. Como si hubiese sido idea de Graine, dijo—: ¿Por qué iba a hacer
las lanzas de garza? No se han usado desde los tiempos de los antepasados. Solo las
conozco por Ardaco. Y aunque fuese sensato hacerlas, las hojas deben ser de plata sin
aleación. No tengo suficiente.
«Tienes mucha. Está en tu baúl de trabajo. Haz tres», dijo la abuela, asintiendo.
«Ponlas en una caja de tejo y lana azul, y llévalas como regalo».
—¿Por qué?
«Porque yo te lo pido, y nunca te he abandonado, por mucho que tú lo creas.
Sabrás qué hacer cuando convenga».
La risa de la anciana era como el graznido de un cuervo, y luego se convirtió en
cuervo, y después no quedó nada más que un cierto espesor del aire que se ondulaba
por encima del horno, y el leve chillido de un petirrojo en las hayas del exterior.
Graine respiró con fuerza, y vio que la serpiente-lanza que tenía en el regazo se
había echado a perder y que tendría que empezar de nuevo. Breaca se hallaba de pie
junto a la fragua, con un rastrillo en una mano y el comienzo de una punta de lanza en
la otra. Igual que había ocurrido con su voz, su rostro estaba desprovisto de todo
humor y calidez. Graine miró al suelo y notó la boca demasiado seca para tragar.
Había aspectos de su madre que no conocía y que no quería averiguar justo en aquel
momento.
—No tienes por qué hacer las lanzas —dijo—. Pero yo sé cómo habría que tallar
los mangos, si quieres hacerlas.
La atención de Breaca volvió desde algún lugar muy distante. Hubo un momento
en que Graine pensó que había juzgado mal, y que se había condenado para siempre
como portavoz de los antepasados.
El horror de aquel hecho debió de aparecer en su rostro; Breaca le frunció el ceño
y luego, sencillamente, se quedó con el ceño fruncido; más tarde miró por la puerta
hacia afuera, y resopló hinchando las mejillas, y cuando volvió a mirar a su hija, fue
con el humor agudo y seco que mantenía a toda su familia bien segura y centrada.
—¿Te ha dicho la abuela cómo había que hacer los mangos? —le preguntó.
Aturdida por el alivio, Graine dijo:

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—Quizá. No lo he soñado, pero sé lo que sé. ¿Quieres hacerlas?
—No. Quiero hacer una lanza para Cunomar, y una también para Eneit, y luego
quiero llevarlos a los dos al bosque para enseñarles cómo oír las canciones, para que
puedan hacer sus pruebas de lanza con alguna posibilidad de éxito. Pero eso no
significa que no podamos hacer las dos cosas. No tenemos que dormir, después de
todo, ni comer, ni hacer ninguna otra cosa más que trabajar el metal durante el
próximo medio mes. Necesitaremos la ayuda de Airmid; es demasiado peligroso que
lo hagas tú sola. Las lanzas de garza de los caledonios tienen tanto trabajo de sueño
como de forja.
En efecto, así era, y además eran sueños antiguos, mucho más antiguos que la
anciana abuela y la antepasada-soñadora que vino a ayudar. Trabajaron juntas durante
el medio mes siguiente. Al final, en el banco de trabajo se encontraba un brazalete
real con él que Tago podía impresionar al gobernador de Camulodunum, tres lanzas
de garza con las hojas de plata, envueltas en lana y metidas en una caja de tejo, como
regalo para el mismo gobernador, y dos más, para Cunomar y Eneit, que eran también
un acto de sueño, pero lo ostentaban de una forma muy distinta, sin promesa de
muerte tangible.

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XI

No había brisa alguna en el calvero. El saco de paja colgaba a la altura del corazón de
un guerrero, muy quieto. A treinta pasos de distancia se encontraba una lanza,
producto de la forja de Breaca y del sueño de Graine, con la ayuda de Airmid. La
hoja era de la longitud del pie derecho de Tago desde el talón hasta el dedo medio; lo
más largo que permitía la ley romana. El mango era de fresno pálido, pulido hasta
obtener una tersura mate para que resultase suave a la mano, y un bulto de nudosa
madera de morera equilibraba el peso al final. Era un arma con la cual cualquier
joven se sentiría encantado de pasar la prueba de guerrero, en sus largas noches.
Breaca la recogió del suelo del bosque y la sopesó, sujetándola entre ambas palmas.
—Eneit, es tuya, hecha para tu altura. Como eres el mayor, deberías tirar tú
primero. Cuando los soñadores pongan fecha para tus largas noches, Cunomar y tú
seréis enviados por separado. Los dioses y vuestro sueño os enviarán de nuevo a casa,
pero si ambos volvéis juntos, haréis las pruebas de lanza por orden de edad. Debes
prepararte para tirar el primero.
Eneit acarició la madera con la palma, con la timidez de un conocimiento recién
adquirido. El hijo de Lanis era lo opuesto de Cunomar en muchos aspectos: su
cabello de color roble oscuro no le crecía más que la anchura de una mano, de modo
que le habría resultado imposible hacerse las trenzas de guerrero en las sienes,
aunque hubiese sido legal hacerlo. Su rostro ancho y abierto había adquirido ya un
tono bronceado, aun con el débil sol primaveral, de modo que sus ojos, su cabello y
su piel eran del mismo color, pero con tonos distintos.
El origen de Eneit era la única mancha de su vida, y la soportaba, como todo lo
demás, con serena fortaleza. Lanis no era una mujer con la que uno se pudiese
enfrentar sin pensárselo antes muy seriamente. Ella había prohibido ya desde el
comienzo los actos de rebelión de su hijo contra el enemigo, sobre todo sus esfuerzos
por aprender de Cunomar las habilidades de guerrero que le convertirían en hombre.
Como primero eran las normas del enemigo, y además eran también las normas de su
madre, Eneit no tenía problema alguno en desobedecerlas abiertamente; sus dudas
procedían de otra parte. Absorto aún en la lanza, dijo:
—Sabes que nunca he arrojado algo como esto.
Otro chico cualquiera se habría avergonzado de esa carencia; Eneit en cambio
decía la verdad y no esperaba censura alguna. Breaca dijo:
—Lo sé. ¿Cómo ibas a hacerlo? No había herrero que cantase el alma de las
espadas al hacerlas, ni soñadores que formasen el mango, ni nadie que pudiese
enseñarte cómo actúa un guerrero. Pero tienes las cualidades para ello; recuerda que

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ésta es una prueba de corazón, no de fortaleza ni de pericia. Cualquiera puede tirar un
palo en línea recta; no se trata de eso. Cógelo. Yo te enseñaré.
La hoja de la lanza de Eneit no era una cuña alargada como solía hacerlas Breaca,
sino una forma más plana, curvada desde la punta al mango. La madera del mango
era recta y suave, y el equilibrio limpio. Airmid lo había cantado, y Graine había
realizado el diseño de escamas de salmón por todo el mango. Ningún ser viviente
podía tocarlo y no sentirse conmovido.
Eneit, que era hijo de una soñadora, llevó su nuevo regalo al hombro y jadeó,
tomó aliento suavemente, como si le hubiese cogido desprevenido el contacto de un
amante, de modo que los días de lucha en la fragua y el torno habían valido la pena.
Miró tímidamente a Breaca:
—Gracias.
Era fácil ver por qué Cunomar quería tanto a aquel chico; la mañana se tornaba
más cálida en su presencia.
Breaca sonrió.
—De nada, desde luego. No todo el mundo se ve afectado por el alma de la lanza
en su primer encuentro. Pero la prueba no es ésa. No solo debes sentirla, sino que
debes tranquilizar tu mente hasta que tu alma cante con ella, como si fueseis uno solo.
Y entonces, debes dejarla ir. ¿Sabes cómo sujetarla para lanzar?
Él hizo un buen intento, y ella le ayudó a encontrar el lugar donde el esfuerzo era
menor. Él usaba de forma natural la mano izquierda, y por tanto adelantó el pie
izquierdo y dejó colgando el brazo derecho. Ella hizo que probase el equilibrio de la
punta, y que encontrara el punto exacto en que, al sujetarla a la altura del hombro,
extremo posterior y cabeza se combinasen entre sí, y el peso fuese más ligero.
—Bien —Breaca retrocedió unos pasos—. Ahora, esperaremos. Necesitas tiempo
para acallar el ruido de tus pensamientos y así poder oír la canción del alma de la
lanza. Cunomar y yo iremos a dar un paseo por el bosque y volveremos. Y luego nos
volveremos a ir, y otra vez más, hasta que no sepas ya si estamos o no. Cuando llegue
el momento adecuado, te diré que arrojes la lanza. Apunta al saco de paja, pero no
debes intentar tirar hacia él, sino, sencillamente, deja que se convierta en el punto
final de tus pensamientos. Si tu mente está clara y tu alma es una con la lanza, ésta
parecerá volar por su propia voluntad y dará en el blanco. No tienes que hacer que
ocurra nada. Solo escucha la voz de tu mente.
Eneit le sonrió.
—¿Solo eso?
Era el único hijo de Lanis. Había vivido toda su vida viendo cómo trabajaba su
madre para tranquilizar la voz de su mente.
Breaca le apretó ligeramente el hombro.
—Lleva un poco de práctica, y tenemos mucho tiempo. Si no ocurre hoy, siempre
habrá un mañana, y otro, y otro. No intentes hacer nada, no intentes hacerlo bien;
simplemente, ábrete a la canción de la lanza.

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En Mona, como guerrera, había enseñado a cientos a pasar sus pruebas de lanza.
Cada uno de ellos estaba dispuesto y bien entrenado, y había cazado solo, y matado
un jabalí o un ciervo con una lanza antes incluso de volver a ella. Cada uno de ellos
creía que la prueba de lanza era la más fácil de las que sufría un guerrero, y todos
habían aprendido, lentamente, a lo largo de meses y meses, que en realidad era la más
difícil.
Eneit nunca había matado ninguna presa en la caza, ni quería hacerlo. Nunca
había sujetado una lanza, pero tenía la mente tranquila y comprendía los muchos
caminos que adopta la distracción. Breaca no se alejó por el bosque con Cunomar, ni
lo perdió de vista en ningún momento. Cuando el sol iba saliendo lentamente y la
sombra del blanco en el saco de paja se hizo más corta, contempló la tranquilidad que
se había apoderado del rostro del muchacho y la media sonrisa que ostentaba en los
labios. Él no estaba tenso, ni comprobaba el viento, ni planeaba el arco del tiro, sino
que, sencillamente, contemplaba la masa oscilante y escuchaba la canción de la lanza.
Breaca le contempló con admiración y con un poco de pena: si hubiese tenido
cien como él en Mona, la guerra con Roma quizá se habría ganado ya.
Cuando el rostro del muchacho estaba más tranquilo y su brazo izquierdo más
relajado, ella se colocó a la distancia de una lanza detrás de él y dijo, suavemente:
—¡Tira!
La lanza formó un arco en el aire quieto, un palmo demasiado alta, y un palmo a
la izquierda. Pasó el saco por la distancia de un brazo y aterrizó en la hierba, en el
suelo del bosque. El rostro de Eneit perdió la paz del arrobamiento y la
concentración.
—He fallado.
Breaca dijo:
—Eneit, es el mejor primer tiro que he visto jamás, y he enseñado a los guerreros
durante diez años en Mona. Nadie puede tirar a veinte pasos de distancia con
precisión. No todo el mundo puede mantenerse tranquilo durante mil latidos de
corazón antes de hacerlo, ni dejar libre la canción de la lanza con tal gracia. Ha sido
muy bonito, de verdad. Si practicamos así durante un mes, serás capaz de permanecer
quieto durante una mañana entera y acertar a cuarenta pasos.
Los ojos castaños de Eneit se abrieron como piedras de río.
—¿Tendré que hacer esto en la prueba de lanza?
—Si seguimos los ritos de los antepasados exactamente, el tiro es a cincuenta
pasos, y habrá unas plumas de cuervo colgando del cuello de la lanza para coger el
aire y que el camino de su vuelo gire. Es muy improbable que los ancianos te hagan
esperar una mañana entera, pero en el campo de batalla los romanos es muy probable
que sí lo hagan.
Breaca hablaba para Cunomar tanto como para Eneit. Su hijo había observado la
prueba con una creciente sensación de intranquilidad, como si no tuviese sentido y
fuese innecesariamente difícil. Un invierno en compañía de Eneit había suavizado su

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carácter, seguramente, pero su paciencia se agotaba con tanta rapidez como siempre,
y todavía vivía y respiraba por el derecho a pasar sus largas noches y las pruebas de
lanza que formaban parte de la ceremonia.
Ella dijo:
—Si estás esperando en una emboscada y el enemigo tarda en venir, debes
mantener la mente clara y dispuesta, aunque haya lluvia e insectos, ventiscas, aunque
tus compañeros de escudo, próximos o lejanos, caigan; hasta que lleguen a ti. Por eso
las pruebas se han establecido de ese modo; no te pediríamos que hicieras nada que
no debas hacer en combate.
—Mi padre ganó las pruebas de lanza de tres tribus distintas. ¿Tuvo que esperar
una mañana entera para cada una?
Cunomar había retirado la lanza arrojada y la había vuelto a traer. Se quedó cerca,
de pie, dándole vueltas entre las manos, buscando el alma que Eneit había encontrado
con tanta facilidad.
Breaca dijo:
—En las pruebas de lanza, como en el combate, cada vez que arrojas la lanza es
la primera y última vez. Tu padre era distinto porque solicitó el derecho a pasar las
pruebas con tres tribus. La mayoría de nosotros nos contentamos con pasarlas una
sola vez.
—Pero en los cuentos de invierno Duborno dijo que a ti nunca te pidieron que
pasaras las pruebas de lanza. ¿Es eso verdad?
—Cierto. Ya había matado, como lo ha hecho Cygfa; para nosotras no son
necesarias las pruebas de los guerreros.
Se dio cuenta del error que había cometido en cuanto las palabras salieron de sus
labios, y lo lamentó. El orgullo de Cunomar, invariablemente frágil, se rompía
siempre en la roca de la fama de su medio hermana.
Los labios del muchacho se apretaron en una línea dura, que nada tenía de su
padre.
—Yo he matado —dijo—. Ardaco lleva la cuenta para que pueda portar las
plumas de muerte algún día, cuando tal cosa no sea «ilegal» —escupió aquella
palabra, como un insulto a todos aquellos que habían permitido que Roma fuese
quien estableciera e hiciese cumplir las leyes.
Era su hijo; si se mostraba arrogante o ignorante, ella era quien había contribuido
a hacerlo así. Sabiéndolo, Breaca dijo:
—No has matado con la lanza. Los ritos de los antepasados no permiten que las
muertes con el cuchillo o la espada eximan al niño que quiere convertirse en adulto
de pasar las pruebas de guerrero.
Como todas las osas, Cunomar cazaba con el cuchillo. Formaba parte de su valor
acercarse lo bastante al enemigo para matar con una hoja corta. También era el
motivo por el cual el chico había sobrevivido tanto; en el calor de la batalla siempre
iba escoltado, a derecha e izquierda, por otros que estaban juramentados a la osa, y

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aquellos a los que había matado estaban distraídos. De luchar con una lanza, uno
contra uno, habría muerto. Ninguna madre podía decir tal cosa, solo dejar que el
silencio hablase por sí mismo y esperar.
Cunomar no escuchaba al silencio. Dijo:
—Pues entonces, veamos si los antepasados me encuentran tan aceptable como
Eneit —cogió la segunda lanza, hecha para su altura y su brazo. El mango era de tejo
oscuro, y el contrapeso de nudo de avellano. La marca de la osa corría a lo largo de la
hoja. Con mucho cuidado, mirando directamente a su madre, dio diez pasos más
alejándose del lugar donde había estado Eneit.
—He matado antes con una lanza —dijo—. Ardaco me enseñó. No sería justo
para Eneit si arrojase la lanza desde la misma distancia que él.
—Cunomar, no se trata de… —Eneit se detuvo. Había vivido todo el invierno
como contrapeso para la ira de su amigo; conocía mejor que nadie la futilidad de la
razón cuando el orgullo se interponía en su camino. Apretó los labios y se encogió de
hombros y dijo—: Piensa en los gansos salvajes que vimos ayer, y en cómo volaban.
Eso me ha ayudado a calmar la voz que había en mi cabeza y a oír la canción del
alma de la lanza.
Era mucho más sabio de lo que correspondía a su edad, y amaba profundamente a
Cunomar. Una vez, hacía mucho tiempo, en otro contexto, la anciana abuela dijo: «Es
la preocupación por los demás lo que hace a un hombre». Si alguien podía conseguir
aquello, era Eneit. Breaca rezó por ambos.
Cunomar ya había colocado los pies en posición para el lanzamiento, y
encontrado el punto de equilibrio de la lanza. Cada ángulo huesudo de su cuerpo
decía que no quería ayuda de su madre. Haciendo una seña a Eneit de que le siguiera,
Breaca se retiró del claro, dejando que su hijo buscase la tranquilidad en el centro de
su alma.
No estaba menos rígido mil latidos del corazón después, cuando ella volvió. Tenía
el rostro contraído, las líneas de las aletas de su nariz blancas de tensión. Los ojos
aparecían guiñados, como si el sol perforase la mente detrás de ellos. Cuando Eneit
pisó una hoja seca, que crujió bajo su peso, Cunomar respingó como si le hubiese
picado una avispa.
No tenía sentido esperar más. Como había hecho con Eneit, Breca se quedó a la
distancia de una lanza detrás de él y dijo:
—¡Tira!
Y antes de decirlo supo que era demasiado pronto, o demasiado tarde, o que
ningún momento habría sido el adecuado.
Cunomar tiró la lanza como si su vida dependiera de ello. Ésta salió disparada
hacia delante en línea recta, silbando un poco en el viento de su propio vuelo, como
haría una espada si se arrojase muy deprisa. La punta se desvió ligeramente hacia
arriba de modo que desde el principio quedó claro que no iba a dar en la paja, sino
que voló recta y con fuerza y pasó rozando la tira de cuero sin curtir mediante la cual

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estaba suspendido el saco, de modo que el objetivo giró vertiginosamente sobre su
eje.
—¡Sí! —lleno de júbilo, Cunomar dio un puñetazo en el aire—. Yo apuntaba a la
cuerda, de verdad, madre. El saco era demasiado fácil, pero la cuerda, para un
guerrero…
Se detuvo. Breaca era la herrera, y oía la canción de muerte de sus lanzas al morir.
Mucho antes de que su hijo se hubiese vuelto, el rostro de ella se había esforzado por
mostrar algo parecido a la aprobación y la calidez.
Eneit tenía menos práctica a la hora de ocultar el río que corría bajo la superficie
de su ser. Mirándole, el hijo de Breaca encontró un horror apenas disimulado donde
debería haber visto felicitación y alegría, y su propio rostro se demudó.
—Eneit, no importa. He practicado con la lanza durante años. Puedo enseñarte
igual que mi madre. Si lo intentamos cada día durante un mes, te enseñaremos cómo
hacerlo.
Como atontado, Eneit dijo:
—Está rota.
—¿Ah, sí? Muy bien. Pensaba que solo había tocado la correa al pasar. Pero
podemos conseguir más. Necesitaremos otra, de todos modos, si los dos vamos a
intentarlo. Coge tu lanza y lo intentaremos de nuevo.
—No, Cunomar. No puedes hacerlo de nuevo. Tu lanza está rota. —Eneit era hijo
de una soñadora. Le habían educado en una tierra en la cual los sueños estaban
prohibidos bajo pena de crucifixión, pero aun así, conocía bien los senderos del sueño
y el corazón más íntimo de las enseñanzas de los antepasados, de una forma que la
mayoría de los jóvenes de su edad no sabían—. La lanza es tu alma —dijo, con
suavidad—. Debemos reunir los trozos y arreglarla, porque de lo contrario tu corazón
se romperá.
Un año, medio año antes, enfrentado a aquello, Cunomar habría convertido su
propio dolor en ira, la culpa en recriminación, el desengaño y el orgullo herido en el
ácido y mordiente sarcasmo que alejaba a los demás de su compañía.
Breaca contempló las primeras oleadas de aquella reacción alzarse en él; luego
miró más allá de Eneit, a su madre, y la culpa llenó sus ojos, que eran iguales a los de
ella.
—Cunomar…
No hubo necesidad de decir nada más. Por su propia voluntad, su hijo había
bajado la mirada. Se quedó un rato mirando el suelo del bosque, con el ceño fruncido.
Cuando levantó la mirada, por primera vez el hombre que podría quizás un día oír la
canción del alma de su lanza brilló claramente a través del niño que nunca podría
hacerlo. Tomó los dos trozos de la hoja rota y se las tendió a ella.
—¿Se puede arreglar? —preguntó.
«¡Gracias!», dijo Breaca silenciosamente al alma de su hijo, a la mente expectante
de la antepasada-soñadora, a Nemain, a Briga, a quienquiera que contemplase y

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escuchase y comprendiese la magnitud de lo que había ocurrido.
En voz alta, dijo:
—Por supuesto. Me costará dos días, pero puedo rehacer la hoja. La haré más
fuerte la próxima vez, para que pueda abrir hasta una roca.
Él asintió, todavía inseguro del terreno que pisaba. Mientras Graine o Cygfa se
hubieran obsesionado con la hoja rota y su arreglo, la atención de Cunomar ya había
pasado al objetivo prometido.
—¿Y qué haremos mientras tanto? —preguntó—. Si queremos pasar las largas
noches a mediados del verano, no podemos perder tiempo ahora.
Era su hijo. Lo que ella misma había hecho no lo podía cambiar, solo ayudarle a
construir sobre los cimientos que le habían sido dados.
Asintiendo, Breaca dijo:
—Tú eres de la osa. Podrías enseñar a Eneit a seguir pistas. Y podríais seguir
practicando con las espadas de madera. Seguid en el bosque, y procurad que no os
vean. Lanis os arrancará la piel a tiras si os encuentra, y es mucho mejor rastreador
que la mayoría de los romanos. Si os mantenéis alejados de ella, estaréis a salvo.

El chasquido de las espadas que entrechocaban resonaba por todo el calvero,


espantando a los cuervos posados. La intensidad de los impactos retumbaba en el
brazo de Cunomar y acababa entumeciéndolo. Dejó caer la guardia, sofocando un
jadeo entre los dientes.
—Eneit, despierta. Tienes que levantar la hoja más arriba y sujetarla directamente
por encima de la línea del tajo. Si yo tuviese una espada de verdad, estarías muerto.
—No, si yo hubiese tenido también una auténtica —sonrió Eneit con aire risueño
—. Entonces, yo te habría bloqueado… así… y tú te habrías desequilibrado, y yo te
habría atacado… así… —Se arrojó hacia delante y movió diestramente la punta de su
espada hacia arriba, colocándola en las costillas del otro. Cunomar se dobló por la
mitad, ahogado.
Eneit se apartó fuera de su alcance, con los ojos castaños iluminados.
—¿Lo ves? Te habría matado.
Se quedó de pie, con las manos en las caderas, sonriendo. Habían pasado dos días
desde el malhadado lanzamiento de las lanzas, y los dos eran jóvenes. Si las sombras
del destino preocupaban a Eneit, lo ocultaba estupendamente. En el corazón del
bosque, frente a su amigo, se limitaba a balancearse sobre sus pies, con los ojos
brillantes por la promesa de victoria.
Cunomar respiró plenamente por primera vez desde el golpe. En la segunda
inspiración, se incorporó del todo y dejó que sus manos se apartaran de su vientre.
Eneit esbozó una sonrisa.
—Bueno. Pensaba que estabas muerto de verdad. Vamos. Apenas acabamos de
empezar. Hemos de sufrir una muerte cada uno, y la mía ha sido auténtica; la tuya

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solo fingida. Te desafío al mejor de cinco golpes… esta vez lucha de verdad, no
entrenamiento a medias —levantó la espada de madera como saludo.
Era una buena oferta. Solo tres días atrás, Cunomar habría aceptado, pero las
primeras lecciones de la prueba de lanza estaban penetrando en su interior,
mostrándole aquel lugar dentro de sí mismo donde la insensata imprudencia tomaba
el lugar del verdadero valor. Era una línea muy fina, y no siempre segura, pero al
menos ahora se daba cuenta. Meneó la cabeza.
—No, debemos dejarlo. Ya ha amanecido y alguien podría oírnos.
—Quieres decir que mi madre podría oírnos y tú le tienes miedo…
—Eneit, cualquier hombre en su sano juicio tendría miedo a tu madre. Hasta
Ardaco tiene miedo de tu madre, y se ha enfrentado a una osa que defendía a sus
cachorros. Tú y yo no somos todavía bailarines del oso, y aunque lo fuésemos, creo
que pisaríamos con mucho cuidado en presencia de la soñadora del cuervo que te dio
la vida.
Cunomar se agachó y metió su espada de madera en un hato de tela aceitada que
había en un lado del calvero. Había pasado medio invierno tallándola y estaba muy
orgulloso del resultado. En cuanto a longitud y equilibrio, equivalía a la espada de
serpiente de su madre, excepto por el espacio en blanco de la empuñadura, que se
llenaría cuando hubiese pasado sus largas noches y encontrado su sueño. La hoja de
Eneit, que había hecho primero, como regalo, era más esbelta y tenía ya una grieta a
lo largo de un borde de la hoja. También esperaba su marca en el pomo.
Eneit todavía no estaba dispuesto a terminar la mañana.
—¿Has oído hablar de Sinocho, el guerrero que era el padre de Duborno? —
preguntó.
—¿Cómo no iba a oír hablar de él? Luchó con mi madre en la batalla de la
invasión, y luego consiguió honores por segunda vez en la batalla de la Trampa de
Salmón, cuando los icenos derrotaron a toda una centuria de romanos y dos alas de la
caballería gala. Podría cantar las canciones de esas batallas hasta en sueños.
Probablemente lo hago.
—No, que yo sepa —Eneit encontró una ramita verde y la mordisqueó,
limpiándose luego los dientes con los bordes deshilachados—. ¿Has oído contar
cómo murió?
—¿Sinocho? No sabía que hubiese muerto —las espadas envueltas yacían
escondidas en un hueco junto al calvero. Cunomar se agachó y rellenó el agujero con
la tierra arenosa que formaba el suelo del bosque y los terrones negros y
desmenuzados encima.
Eneit eligió sus palabras con cuidado.
—Fue después de la batalla de la Trampa de Salmón. Sinocho y su guardia de
honor se fueron a casa y averiguaron que los romanos estaban rompiendo las espadas
de todo el mundo para evitar que fuesen guerreros. Sinocho vio en ello el principio de
la esclavitud, y juró no vivir nunca bajo ella. Se llevó a sus tres mejores guerreros con

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él y escondió las espadas que su familia guardaba durante siete generaciones. Luego,
volvió al pueblo y luchó contra los romanos con las manos desnudas. Mató a tres
antes de que le colgasen.
Cunomar se balanceó sobre sus talones, mirándole.
—¿Sinocho escondió las armas de sus antepasados antes de que los romanos las
pudieran romper? —preguntó.
—Sí.
—¿Y me estás diciendo que sabes dónde están?
—Sí.
Hubo una pausa. Cunomar notó que el calor ascendía por su garganta. Ardaco le
decía siempre que mostraba con demasiada facilidad sus pasiones al mundo. En
presencia de Eneit aquello no le preocupaba. Eneit era la única persona en el mundo
que conocía a la perfección su corazón y sus anhelos, y por eso, desde luego, había
dicho lo que había dicho.
Más que ninguna otra cosa, más que pasar sus pruebas de lanza, o que aprender a
permanecer inmóvil durante una emboscada toda una mañana, Cunomar soñaba con
empuñar la espada de sus antepasados en la batalla… y no podía, porque el fantasma
de su abuelo se había hecho visible en el montículo de la tumba donde estaban
escondidas las espadas y lo había prohibido.
Interponiéndose entre los dos se encontraban las palabras que no necesitaban
pronunciarse. «Te ofrezco una espada con una historia que no ha sido maldita por el
fantasma de tu abuelo. Con ella como trofeo, podrías pasar tus largas noches cuando
los soñadores den la palabra y volver a casa convertido en un auténtico guerrero».
Los pájaros se alborotaron por segunda vez cuando Cunomar lanzó una
exclamación y arrojó un puñado de tierra húmeda a su amigo.
—Eneit nic Lanis, ¿tú te llamas amigo mío y has esperado siete meses a contarme
esto? ¿Tan cansado estás de vivir?
—No —la lenta y amplia sonrisa de Eneit se extendió por su rostro—. Pero no
sabía lo mucho que te importaba esto hasta que la nieve era demasiado honda para
que fuésemos a buscarlas. Te aseguro que es un lugar adonde no querríamos que
nadie nos siguiera.
Su voz sonaba grave, y había una desacostumbrada cautela en sus ojos. Viéndolo,
Cunomar dijo:
—¿Están las espadas en un túmulo de los antepasados? ¿Hecho de piedra, con
hierba por encima, de modo que parece un montículo alargado?
La sonrisa de Eneit murió.
—¿Cómo lo sabes?
—He estado en uno igual —con el pie, Cunomar barrió las hojas secas y otras
fangosas y las extendió por el lugar, de modo que las espadas de madera quedasen
ocultas. Cygfa o Duborno probablemente serían capaces de encontrarlas, Ardaco y la
Boudica, con toda seguridad, pero ningún romano sabría dónde mirar. Hizo un guiño

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al sol, como sopesando si era mayor el miedo que la pasión, y encontró que el
equilibrio era muy inestable. Ardaco siempre decía que el signo de calidad de una
verdadera osa era la capacidad para tomar los dones de los dioses cuando se les
entregaban, y no lamentar que hubiesen pasado después, al perderlos.
Lentamente, notando que el momento se henchía en su interior, dijo:
—La nieve ha desaparecido, nadie nos podrá seguir hasta ese lugar. Iremos como
osas, y si nos encontramos a alguien en el camino, nos detendremos y daremos la
vuelta. Debemos tratar este asunto como si fuese la guerra. Si los romanos nos
encuentran con armas, Tago no podrá evitar que nos cuelguen.
—Lo sé —Eneit rio—. Y si mi madre nos encuentra primero, serán muy
afortunados si encuentran algo que colgar —escupió en su palma y la levantó—.
Iremos como osas, y de ese modo, nadie salvo Ardaco, y quizá Cygfa, podrá
encontramos. Conozco el camino, de modo que yo tendré que ir primero. Tú seguirás
mis huellas. Cierra los ojos y canta la balada del guerrero caído. Cuando acabes, me
habré ido, te apuesto un nuevo cinto para la espada a que no puedes tocarme antes de
que lleguemos al montículo.

Eneit había aprendido bien. No dejaba huella alguna que un ojo sin entrenar pudiera
seguir, y la única que dejaba era tan débil que Cunomar se sintió muy agradecido por
las marcas intermitentes, las ramitas recién rotas y las piedras caídas, y, en una
ocasión, hasta una rama muerta clavada en el suelo, que había sido colocada
deliberadamente para señalar el camino.
Cazador y cazado dejaron el bosque y se movieron por el terreno pantanoso. Eneit
conocía aquellas tierras desde que nació. Estaba a gusto en aquella llanura, donde
solo las aliagas de florecimiento temprano rompían la línea recta del horizonte, y la
tierra firme dejaba paso a las marismas sin advertencia alguna, de modo que un
hombre podía ahogarse si no iba con cuidado.
Cunomar estaba echado de cara en un macizo de juncos en el borde del agua
quieta, y buscaba señales de movimiento. A un tiro de piedra de distancia, unas
yeguas salvajes amamantaban a sus potrillos y apacentaban. Una bandada de patos
formaba una flecha en el cielo casi blanco. Un halcón pasó casi rozando las marismas
y giró de pronto de lado para hacer una presa. Volaron hacia arriba las plumas donde
antes estuvo el ave, y luego ésta volvió a alzarse con un pichón.
Si no hubiese estado mirando todo aquello, Cunomar no habría visto el suave
movimiento de vaivén que producía un cuerpo deslizándose por la tierra plana y
luego por una hondonada. La tierra, al parecer, no era tan plana como él había
pensado. Con un pequeño brote de satisfacción alborotándole el pecho, estudió la
forma de acercarse a la hondonada sin llamar la atención… pero no encontró
ninguna. Las enseñanzas de Ardaco para esas circunstancias estaban bien claras:

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cuando no hay forma de moverse sin ser visto, debe moverse todo para disimular lo
que más importa.
Cunomar tomó un puñado de guijarros de una bolsa que llevaba al cinto,
exactamente por ese motivo. Retrocediendo a gatas detrás del matojo de hierba para
ganar algo de terreno, apuntó a una yegua zaina ruana cuyo potro era el más joven y
vulnerable de la manada y pastaba allí cerca. Contó hasta cinco antes de que cayese el
guijarro, y le dio de lleno en el flanco, y otros dos antes de que las ocho yeguas se
pusiesen a todo galope y se desperdigasen por toda la llanura con los potros a su lado.
El tamborileo de los cascos hizo que las aves posadas se remontaran formando
espirales en el cielo.
El movimiento había llegado desde su derecha. Corrió hacia su izquierda, por
tanto, y dio un quiebro como una liebre, arrojándose en la hondonada, en el suelo,
donde yacía Eneit mirando hacia los caballos. Aterrizó justo al lado de éste y le
golpeó con el puño como si fuese armado, y con todo el aliento que le quedaba, gritó:
—¡Te tengo!
El golpe le llegó desde atrás. Una vara le dio con fuerza en las costillas,
provocándole un hematoma en los riñones y haciendo que perdiera el aliento por
segunda vez la misma mañana. Su visión se empañó y adquirió un tono rojo oscuro,
con llamas anaranjadas en el centro. Durante un momento pensó que iba a vomitar.
Flotando por encima de su cabeza oyó una voz alegre y juguetona que decía:
—No, no, hombre-oso. Soy yo quien te tiene a ti.
Rodó sobre sí mismo, medio ahogado. Eneit, desnudo y sonriendo, estaba de pie
junto a sus tobillos, con una gruesa y nudosa raíz de aliaga en la mano. La túnica de
Eneit, rellena con juncos arrancados, se encontraba frente a él, con una pelota de
barro pegada al cuello en lugar de cabeza y unas raíces artísticamente entrelazadas
simulando el cabello de Eneit.
—Estoy consternado —dijo su amigo, solemnemente—. No tenía ni idea de que
pensabas que mi pelo era como un puñado de hierbajos del pantano.
Las palabras flotaron en el aire, y su sentido se alejó separadamente de Cunomar,
que, con el ceño fruncido, tuvo que juntarlas de nuevo. Lentamente, todavía
jadeando, se echó a reír. Hacía mucho tiempo que no se reía con ganas. La corteza de
diversión, tensa y desentrenada, fue creciendo, dolorosamente, hasta convertirse en
algo incontrolado que dolía con cada respiración, y que resonaba por encima de la
llanura, mucho más fuerte que el relincho de los caballos, con un tono mucho más
agudo que los gritos aflautados de los pájaros, y le dejó, al final, echado de espaldas,
tan indefenso como un gatito, lanzando débiles risitas, mientras Eneit le miraba
fingiendo un divertido asombro.
El cielo ya no era de un color gris pálido, sino que mostraba los primeros atisbos
de azul. Los pájaros que daban vueltas habían empezado a bajar, todos excepto un
dúo de grajillas que seguía volando y graznando. La turba sobre la que se recostaba la
espalda de Cunomar estaba cálida y esponjosa, y madura con los aromas de arena y

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juncia y agua estancada. Le dolía el pecho y tenía los riñones maltrechos, pero por su
vientre se expandía una calidez que no había conocido desde la primera infancia, y
posiblemente ni siquiera entonces. Poco a poco se le fue ocurriendo que, por primera
vez desde que podía recordar, era genuina y totalmente feliz. Era una sensación que
había que saborear y no destruir. Deliberadamente decidió no examinar sus causas.
El mundo se volvió más sosegado y dulce. Tomando aliento con intensidad,
Cunomar se incorporó y se apoyó en un codo. Eneit, vestido de nuevo, se sentó en la
parte superior del bancal, con un codo apoyado en una rodilla. Había dejado de
sonreír hacía un rato, y sencillamente, miraba. Su rostro franco y abierto reflejaba una
inteligencia que a veces costaba mucho ocultar.
Cunomar se incorporó y quedó sentado.
—Gracias —dijo.
Eneit se encogió de hombros.
—No tienes que decir nada. No podría haberlo hecho si tú no me hubieses
enseñado.
—Yo no te enseñé a hacerme reír.
—No. Pero no he sido yo el que te ha hecho reír. Lo has hecho todo tú solo —el
joven cogió un brote de hierba, examinó la punta y la mordisqueó, sacó limpiamente
el centro, de un verde claro, y dejó una cáscara hueca—. Pero me ha gustado verlo.
Se acercan tiempos duros.
—Sí.
Estaban separados por la longitud de un brazo, quizás un poco más. Ninguno de
los dos se movió para salvar aquella distancia. Se quedaron sentados en silencio, un
silencio que tenía mucho más peso que antes, mientras la mañana se iba asentando y
la tranquilidad se extendía por el amplio terreno pantanoso. A un tiro de lanza de
distancia, las yeguas dejaban caer la cabeza y sus potros se alimentaban, y luego se
alejaban a jugar con sus iguales. Cuando ya los había contemplado demasiado rato y
su mente no se tranquilizaba, Cunomar levantó la vista y vio que el aire por encima
de su cabeza se había aclarado mucho, y que se podía ver a un halcón describiendo
perezosos círculos en el azul.
Como necesitaba hablar y no sabía qué decir, preguntó:
—¿Te gustaría como sueño, si viene a ti en las largas noches?
—¿Qué? —la voz de Eneit parecía distante, como si volviera de algún lugar
lejano.
—El halcón. ¿Te gustaría como sueño en tus largas noches?
—¿Por qué? ¿Para poder tallarlo en el pomo de una espada de madera agrietada?
Eneit no sonreía. Sus ojos estaban medio cerrados, perezosamente, y por una vez
resultaba imposible leer en ellos.
Como Cunomar no respondía, rodó a un lado y se apoyó en los codos.
Ni una sola vez a lo largo de todo el invierno había cuestionado la obsesión de
Cunomar con los ritos del guerrero y el paso a la edad adulta.

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Entonces dijo con tranquilidad:
—Tu madre me ha enseñado a oír la canción del alma de la lanza, y tú me has
enseñado a empuñar una espada como un hombre, y he encontrado una nueva vida a
través de esas dos cosas. Si llega el momento (es decir, cuando el momento llegue),
mataré a tantos romanos como pueda antes de que ellos me maten a mí, sabiendo que
al final me acabarán matando porque por mucho que tranquilice la voz que suena en
mi cabeza, por muy duro que me entrene con mi espada de madera en el bosque antes
de amanecer, nunca tendré tanta práctica en el combate como ellos. ¿Para qué
necesito entonces un sueño, Cunomar macCaradoc, hijo de la Boudica? ¿Me llevará
eso acaso más cerca de lo que yo deseo?
La cualidad de la mañana cambió, se hizo demasiado cruda, demasiado seria,
cuando antes solo había jovialidad y sencilla amistad. En el mundo de Cunomar,
lleno de certezas en blanco y negro, demasiadas cosas eran inciertas. Se miró las
manos y luego miró el halcón y luego otra vez, pero sin mirar a Eneit. La imagen de
una hoja de lanza rota se fijó en su mente, así como la voz de Eneit que le decía que
su corazón se rompería si no se arreglaba el arma. Quiso decir que su madre podía
arreglar cualquier cosa, pero las palabras no salían.
Al final, cuando la presión del silencio se hizo demasiado grande y necesitaba oír
el sonido de su propia voz, preguntó:
—¿Por qué vamos al montículo de los antepasados, sino para ayudarte a encontrar
tu sueño?
Eneit soltó el aliento lenta y audiblemente por la nariz. Al cabo de un rato dijo:
—Para encontrar el tuyo, claro. O al menos para encontrar la espada de Sinocho
para ti, para que cuando los soñadores digan que ha llegado tu momento y pases las
tres noches solo y luego vuelvas y hagas las pruebas de la lanza, tu madre tenga una
espada que darte cuando las pases.
Su voz perdió la aspereza y descubrió, por el contrario, aquel tono cantarín
inspirado por los dioses que había aprendido de su madre, la soñadora. Con más
suavidad aún, dijo:
—Olvidas que yo no he vivido en Mona. Nunca he visto a nadie volver a casa con
el sol naciente a su espalda y el nuevo sueño vivo en sus ojos. Nunca he visto una
escuela de guerreros, ni he permanecido de pie en un alto sobre una batalla,
presenciando actos de heroísmo que durarán en los cantos durante mil años. Yo vivo
en un mundo distinto, y las cosas que yo quiero son diferentes. Todos soñamos. Tú y
yo, sencillamente, tenemos que saber que nuestros sueños nos llevan a lugares
distintos. Vamos… —y se levantó y dio con el pie a Cunomar, cuidadosamente, en la
planta de un pie—. Levántate. Me debes un cinto de espada. El túmulo está en la
hondonada siguiente. Si estás preparado para caminar, encontraremos para ti una
espada con una historia de la que te sientas orgulloso, y veremos si eso impulsa a los
soñadores a poner una fecha para tus largas noches.

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La tumba de los antepasados era de la mitad del tamaño que aquella en la que la
Boudica y sus guerreros habían escondido sus armas. Era plana y redonda, medio
sumergida en la arena, y la hierba había ido arraigando en las grietas entre las rocas,
de modo que incluso desde cerca era difícil distinguirla de la turba que la rodeaba. La
entrada era un agujero que en tiempos fue cuadrado, redondeado por las esquinas y
desgastado hasta adoptar una forma casi circular por el tiempo y el paso de muchas
personas.
Ya no era cuestión de mirar e irse nada más. Eneit dirigía el camino y Cunomar le
seguía. La abertura no conducía directamente a un pasaje como en el otro túmulo,
sino que más bien se abría al vacío, de modo que cualquiera que buscase la entrada
tenía que quedarse colgando y luego, confiado, soltarse y caer el último trecho hasta
el suelo que quedaba debajo.
La caída no era tan pronunciada como Cunomar había temido que fuese, menos
del largo de una lanza desde sus piernas colgantes hasta el suelo. Aterrizó vacilante
en una piedra entre la semioscuridad y el frío, en un lugar donde las sombras hacían
que el espacio pareciese mayor y la corriente producida por su caída levantó durante
un rato el viejo polvo de los muertos antiguos.
Los muertos que había allí eran tan poco acogedores como siempre. Cunomar
notó la impaciencia de los fantasmas como algo que cosquilleaba su abdomen.
Demasiado tarde recordó el miedo de Eneit. El hijo de Lanis permanecía justo debajo
de la abertura del techo, con los ojos abiertos y una sonrisa algo insegura.
—¿Habías estado aquí alguna vez? —preguntó Cunomar.
—No —Eneit se desplazó un paso alejándose de la luz, agitando un brazo delante
de él para palpar las paredes—. Hasta que tú llegaste, no había motivo alguno para
buscar una espada. Yo no habría sabido cómo recogerla, ni mucho menos cómo
usarla —dio un par de pasos más y se detuvo, apenas visible en la oscuridad—. Hay
una pared ahí —y luego, después de una pausa—: Y el techo baja mucho.
—Si hay una espada estará escondida lejos del suelo, en las grietas donde las
rocas forman un repecho, de modo que cualquiera que no lleve antorchas sea incapaz
de verla.
Cunomar hablaba en silencio. Podría haber estado él solo. Al cabo de un rato
Eneit, tenso, dijo:
—¿Cómo lo sabes?
—Mi madre y los guerreros escondieron sus espadas en un túmulo como éste. Yo
fui con ellos para vigilar.
—¿Y sentías como si te odiasen?
—Sí. Pero en cambio amaban a mi hermana.
Cunomar se sorprendió deseando entonces la compañía de Graine. Ella estaba a
sus anchas en aquellos lugares grises, entre los mundos, de una forma que él

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desconocía. Sus dedos estirados rozaron la piedra.
—Hay otra pared aquí, también. Si vas a la derecha, yo iré hacia la izquierda, y
nos reunimos en medio al otro lado, y de esa manera, habremos registrado toda la
pared. Toca por delante de ti, a la altura del hombro, buscando grietas que se alarguen
hacia los lados y que sean lo bastante grandes para contener una espada.
Siguiendo sus propios consejos, empezó a caminar hacia un lado, pasando las
yemas de los dedos por la piedra que tenía delante. El clamor de su abdomen se
convirtió en un dolor rugiente. Tenía piel de gallina en la nuca y los brazos. Un sudor
pegajoso se concentraba en su frente, y le corría por las mejillas. Dio un tercer paso y
notó que pasaba revoloteando algo corpóreo.
Un hombre herido gemía el nombre de Briga. Cunomar dijo:
—Tu madre debería venir aquí, las sombras de los muertos en la batalla no se han
ido del todo al otro mundo. Lanis es de Briga. Ella tiene el cuervo como marca.
Podría ayudarles a encontrar el camino al otro lado del río —su voz rebotó en las
paredes y volvió a él, áspera y rasposa.
La de Eneit no sonaba mejor.
—Viene aquí a menudo. Vino antes de la reunión, cuando habló contra tu madre,
y salió sabiendo cómo hablar para que la reunión decidiera que la Boudica se
quedase.
—Tiene mucho más valor que cualquier guerrero.
—Ya lo sé. Todos los soñadores lo tienen. ¿Tanto te ha costado descubrir ese
hecho?
Hablaban para mantener a, raya el silencio, deslizándose poco a poco hacia los
lados y tocando los muros. El espacio y el tiempo se dilataban, inconmensurables.
Desde el extremo más alejado de la negrura llegó el sonido de un golpe y una breve
maldición pronunciada de inmediato.
Tenso, Eneit dijo:
—Cunomar, creo que deberíamos irnos —parecía que iba a echarse a llorar, cosa
completamente inaudita. Ni siquiera enfrentado al mal humor de su madre lloraba
Eneit.
Cunomar dijo:
—Quédate donde estás. Voy a buscarte.
Dejó de buscar grietas en las paredes y se concentró sencillamente en caminar
hacia un lado, un paso cada vez. Al principio iba moviendo la mano ante él, pero una
segunda sombra revoloteante le rozó los dedos e hizo que retirase el brazo y lo
sujetase bien apretado contra su costado. El espacio que quedaba en el túmulo era
menor que el hueco de la choza de Airmid en Mona, y había visto, pensó, muchos
menos peligros. Había oído hablar de Lythas, el traidor de los brigantes que intentó
atraer a la Boudica hacia el campamento de Cartimandua, y de lo que le habían hecho
los soñadores. El horror se había exagerado mucho, desde luego, pero Cunomar

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nunca había vuelto a tener la misma sensación en la choza de Airmid después de oír
contar aquello.
En aquel lugar más pequeño, más antiguo y menos agradable, cada paso hacia
adelante requería toda su voluntad, y cada uno de ellos le acercaba más al borde del
pánico. A lo largo de todas las lecciones de acecho de Ardaco, incluso en el viaje
hacia el este, cuando se encontraron a un tiro de piedra de los legionarios, su corazón
nunca había corrido tan rápido como en aquel momento, ni había latido con tanta
fuerza. Su cuerpo temblaba con el martilleo que notaba en el pecho, y el sudor
inundaba su rostro, corriendo en regueros hacia sus hombros. Notaba como si
estuviese andando a través del agua, a lo largo del fondo de un lago, y como si
grandes peces nadasen cerca, persiguiéndole, o como si se debatiera echado sobre el
vientre entre la niebla y la oscuridad y las serpientes se retorciesen sobre su piel
desnuda. Notaba unos pulgares que se hundían en sus globos oculares, aplastándolos,
y bestias con manos de hombre, y mandíbulas de oso que trituraban sus huesos y se
comían la médula, y sus pies quedaron enraizados por completo en el suelo,
imposibilitando la huida.
—¿Cunomar? —un susurro átono.
—¿Sí?
—¿Dónde estás?
—Aquí.
—Vas en la dirección equivocada.
—No. Voy hacia la izquierda.
—Entonces es que te has parado. Tendrías que haberme alcanzado ya. Este sitio
no es tan grande.
La oscuridad se lo había tragado. El pez y las serpientes y los osos absorbían su
alma. Lleno de terror ciego, Cunomar miraba hacia la oscuridad y, por primera vez en
su vida, rezó a Nemain buscando su ayuda y su liberación. Inesperadamente, algo
asombroso y magnífico, Graine le devolvió la mirada desde la negrura. Sus ojos
grandes y solemnes examinaron su rostro, buscando una explicación, y la
encontraron. Sonriendo con timidez, ella le dijo: «Apártate del muro. Busca la luz. Tú
eres de Belin, que es del sol. Él cuidará de ti».
Cunomar retrocedió medio paso. La luz llegó hasta él como una señal. De mala
gana, los horrores soltaron su presa.
—Eneit…
—Da un paso atrás. No toques la pared. Vuelve hacia mí, hacia la luz.
Se encontraron en el centro, sin habla. La piel de Eneit adquirió un aspecto gris
enfermizo, y su aliento era entrecortado, como si hubiese corrido mucho o demasiado
rápido. Cunomar miró su propia mano y la vio temblar mucho peor que la del propio
Claudio, que sufría de parálisis y no podía controlarla bien. Miró hacia arriba, al
hueco del techo, a una lanza de altura por encima de su cabeza, y supo que si le

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entraba el pánico en aquel momento nunca saldría de allí. Separó los pies buscando
apoyo más firme y entrelazó los dedos de ambas manos.
—Pon el pie en mis manos como si estuvieras montando un caballo —dijo—. Así
podrás llegar al borde de la roca y subir.
—¿Y tú qué harás?
—Soy más alto. Saltaré.
Había intentado que su voz sonase como la de su madre antes de la batalla.
Aunque no tuvo éxito del todo, Eneit hizo lo que se le pedía sin detenerse a
cuestionarlo. El pie del muchacho mayor se deslizó hacia arriba, al agujero, hacia la
luz. Después de una breve pausa, su cabeza reapareció en el agujero.
—Estoy bien. ¿Seguro que puedes saltar tanto?
—No, pero lo intentaré. Si no lo consigo, vuelve a casa y trae una cuerda.
—¿Y dejarte solo ahí? ¿Quieres volverte loco o ya lo estás?
—Ninguna de las dos cosas. Por eso no voy a fallar.
Cunomar oyó la sombra de su padre en su propia voz, y aquella pequeña parte de
su ser que no estaba aterrorizada conoció un breve momento de éxtasis.
Con una plegaria a Belin como le había ordenado su hermana, Cunomar, hijo de
dos guerreros, saltó y notó que sus dedos hacían presa en una roca redondeada, y los
dedos de Eneit se cerraron en torno a su muñeca. La lucha por salir a la superficie le
costó la piel de las espinillas y los muslos, pero nunca había estado tan contento de
ver la luz.
Más tarde, echado al sol en tierra firme, libre de pesadillas, Cunomar miró de
nuevo al halcón y no pudo verlo. Pensativamente, dijo:
—Estoy empezando a comprender por qué tenemos que oír la canción del alma de
la lanza. Era el sonido de mi propia voz lo que me estaba volviendo loco. Si hubiera
podido permanecer allí en silencio, habría estado a salvo.
—A salvo, quizá. Eso es lo que saben los soñadores y nosotros debemos aprender.
Tenemos tiempo. Los ancianos no nos convocarán a nuestras largas noches antes de
mediados del verano.
—Si es que nos convocan.
No había prisa en volver a la aldea. Se quedaron echados, ambos concentrados en
su propia recuperación. Al cabo de un rato, Eneit dijo:
—Creo que fuimos allá abajo con intenciones equivocadas, y ellos se dieron
cuenta. No he sido honrado, lo siento. Estaba intentando encontrar un regalo para ti
que pudieses valorar.
—Ya lo sé.
—Quería que pensaras bien de mí.
Cunomar se volvió.
—Ya pienso bien de ti, Eneit.
—Pero sabes que soy un cobarde. He huido del túmulo antes de que tú
consiguieras tu espada.

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—No. Yo sé que tú eres honrado, firme y seguro, y posees un valor
extraordinario. Sabías cómo sería, y sin embargo has bajado igualmente. No volvería
ahí abajo aunque fuese el único lugar en todo el mundo donde pudiese encontrar una
espada para mí. Tú tienes el valor de un soñador. Yo no podría ni soñar con
compararme siquiera.
Cunomar apoyó la barbilla en una mano, levantando la cabeza para poder mirar a
Eneit directamente a los ojos. Notó una seguridad y una certeza de sí mismo y del
mundo que era nueva para él, y le dio la bienvenida más allá de todo lo imaginable.
Se había hecho una serie de preguntas que habían explorado el núcleo de lo que él
era, y se había sentido muy feliz con las respuestas obtenidas. Entre él mismo y Eneit
todo había cambiado y sin embargo no había cambiado nada, y podían seguir siendo
amigos. Con absoluta sinceridad dijo:
—Si estuviéramos en una batalla, no habría nadie a quien prefiriese tener al lado
de mi escudo. Más que Cygfa, o Braint, o Ardaco, más que mi madre incluso, yo
preferiría tenerte a ti. En el nombre de Belin, juro que es cierto.
Era lo mejor que podía regalarle, lo mejor que había regalado jamás. Al parecer,
era más de lo que esperaba. Se encontraban a la distancia de un brazo. Cunomar se
levantó y ofreció su mano en el saludo del guerrero. Eneit la cogió; tenía la mano
resbaladiza por el sudor antiguo, pero firme. Ambos mantuvieron el apretón un buen
rato. Eneit fue el primero que se soltó. Su sonrisa era amplia y perezosa, un poco
torcida.
—Gracias.
—No tienes que decir eso.
—No, pero quiero decirlo —se puso en pie y se desperezó, haciendo crujir las
vértebras de la espalda—. No creo que debamos decirle a mi madre dónde hemos
estado.
Cunomar se levantó, sonriendo.
—¿Te parece que quiero que me arranquen la piel a tiras? Ni se me ocurriría. Pero
creo que deberíamos hablar con Graine cuando volvamos.

No hubo tiempo para hablar con Graine. Volvieron a un poblado que hervía como un
enjambre en plena actividad. Ocho hombres de la caballería romana se encontraban
junto a sus caballos en el interior del recinto, mirando al frente como si los que tenían
a su alrededor no existieran. Uno, peor adiestrado que sus camaradas, volvió la
cabeza para mirar a Cunomar. El disgusto y una afligida superioridad relampaguearon
desde el hombre hasta el chico. Por segunda vez en un solo día, el hijo de la Boudica
notó que su corazón titubeaba y aprendió lo que era cruzar las fronteras de su propio
valor.
Ardaco se reunió con él cuando caminaba junto al último de los centinelas. El
guerrero estaba furioso en presencia del enemigo, y cualquiera que tuviera dos dedos

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de frente se daba cuenta de que ansiaba empuñar una espada.
Hablando rápidamente en el dialecto de Mona, dijo:
—Lávate y prepárate para salir hacia Camulodunum. Va a celebrarse una reunión
de los reyes amigos en la colonia, para bendecir el nuevo templo, y Tago tiene
negocios que tratar después con el gobernador. Se te requiere que asistas. El
gobernador quiere conocer la nueva familia del «rey».
Ardaco escupió, cosa que probablemente significaba traición. Antes de aquella
mañana, Cunomar habría fanfarroneado un poco al ver aquello. Ahora tenía otras
preocupaciones. Dijo:
—Yo no soy de la familia de Tago. ¿Por qué iba a tener que ir?
—Porque a los ojos de Roma tú eres su hijo, y eso es lo único que importa. Os
vais después del mediodía.
El mundo más allá de Eneit y de la espada del hombre muerto iba acercándose
lentamente y poniéndose bajo su escrutinio. No era la tierra segura que él había
dejado por la mañana. Cunomar tomó el brazo de Ardaco.
—Espera… ¿mi madre va a Camulodunum? ¿Estás loco? Ella no puede ir. La
reconocerían. ¿Y si alguno de los romanos ha servido en el oeste y luchado contra
ella cuando dirigía a los guerreros de Mona?
—Entonces tendremos que esperar que las circunstancias hayan ensombrecido su
memoria. Ella no tiene elección. La invitación requiere expresamente la presencia del
rey y de su nueva esposa. Se podría considerar un ruego, pero el gobernador de
Britania no es hombre a quien se niegue nada. Si ella se niega a ir, la caballería la
atará y la llevará a lomos de caballo o al menos lo intentará.
—Pero…
—Airmid dice que la mejor manera de esconderse es mostrarse claramente. Por
eso tu madre mandó los cuchillos de regalo al gobernador cuando lo hizo. La gente ve
lo que cree que ve, y el gobernador no es distinto. Hemos hecho correr la voz de que
ella es una herrera que trabaja los metales entre los icenos del norte, y que lleva un
regalo que cuando lo abra llamará su atención.
—Hemos de esperar eso, porque de lo contrario moriremos todos con ella —
Cunomar se vio a sí mismo menos asustado de lo que había estado antes. Quería
compartir con Ardaco los hallazgos de aquella mañana, pero el guerrero de la osa no
estaba de humor para oír historias de fantasmas y de armas. Estaba encerrado en sí
mismo, como si sintiera dolor. Con la súbita y fría ráfaga de la intuición, Cunomar
dijo:
—Vendrás con nosotros, ¿verdad?
—No. La invitación se extiende solo a la familia. Ni tu amigo ni yo podemos ir
—la mirada de Ardaco se dirigió hacia Eneit—. Tu madre cree saber dónde has
estado. Yo en tu lugar prepararía una buena historia de caza y de un ciervo herido que
se ha adentrado en el bosque, y procuraría que no tuviera ningún fallo. Tendrás los
próximos diez días para mantenerla y que Cunomar no lo estropee todo.

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Cunomar notó un desgarro que le quitaba el aliento.
—¿Hablas en serio? ¿Eneit no puede venir? ¿Por qué no? Es mi guardia de honor;
yo le necesito —nunca había dicho aquello antes, nunca en voz alta.
Ardaco hizo una mueca. En sus ojos se reflejaba la pena y la compasión, y una
profunda preocupación que nunca había aparecido en Mona. Forzó una sonrisa que
no conmovió a ninguno de ellos, y se desvaneció enseguida.
—Lo siento, pero no. Tago ha prohibido a Airmid que vaya basándose en que
puede intentar maldecir al gobernador. No creo que deje al hijo de una soñadora que
acaba de pasar la mañana en un túmulo que vaya en su séquito.
Ardaco dio una palmada a Eneit en el hombro.
—Míralo por el lado bueno. Si cuelgan a Cunomar y su familia por traición,
podrás quedarte la espada de Sinocho solo para ti.

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XII

La escarcha brillaba en los muros encalados y las tejas rojas del hospital de
Camulodunum. Casi el único que quedaba entre los edificios de la colonia de
veteranos, que en tiempos había sido fortaleza de la legión Vigésima, permanecía sin
cambios. Teófilo de Atenas, físico y remendador de almas, estaba de pie con la mano
en el cerrojo y respiraba el aire frío. Allí, el nuevo día era muy quieto; las nubes de su
última exhalación todavía permanecían en torno a su cabeza. En otros lugares,
hombres, mujeres y niños se removían ya, como lo hacían en todas las ciudades,
pueblos y poblados a lo largo de todo el imperio. Se encendían los fuegos, se llenaban
los cubos, se alimentaba a los pollos, se trasladaba al ganado a nuevos pastos…
Los muros que en tiempos habían encerrado la fortaleza habían desaparecido
hacía una década. Sin ellos, Teófilo podía ver toda la extensión del horizonte y los
delgados hilos de humo azul que se elevaban y marcaban la estela de mil hogares.
Como hacía cada mañana, ofreció una plegaria al universo vasto e impersonal, para
que el día no trajese a demasiados de sus ocupantes hasta él, enfermos o heridos. No
lo hacía por él mismo: su vida era la medicina, y disfrutaba de cada desafío, pero
nunca había sido de los que ignoran el coste humano de las cosas que dan sentido a su
vida.
El aire era como el buen vino, embriagador y refrescante a la vez. Respiró una
última vez y luego abrió de par en par la puerta y entró hacia el aire más caliente y
moribundo del hospital.
La sala reservada para los ciudadanos romanos era mayor que la sala para las
tribus, y estaba menos atestada. Trabajando junto con sus dos aprendices, Teófilo dio
el alta a dos víctimas de envenenamiento por alimentos, y a un comerciante de vinos
medio parto, medio galo con una resaca monstruosa, que había porfiado
incesantemente, sin parar, que su bisabuelo había servido en la caballería con Tiberio
en la guerra panonia, y fue recompensado con la ciudadanía hereditaria, y por tanto
ese tratante de vinos debía ser admitido en el hospital de los ciudadanos. El hombre
mentía, pero había conseguido su objetivo porque era la mejor forma de que se
callara. Se fue de mal humor, maldiciendo a los físicos de todo el imperio y diciendo
que eran unos idiotas y una escoria sin principios.
Por fin, los aprendices se ocuparon de Publio Servilio, un exlegionario de la
Novena herido en un muslo por un toro dos días antes. La herida había sangrado
mucho cuando se la hizo, pero así se había limpiado a sí misma y drenaba bien, sin
infecciones malignas.
Teófilo dio instrucciones para el cuidado de aquel hombre y órdenes de que
volviese cada día para que le cambiasen los vendajes y dejó la sala antes de que su

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amanuense hubiese concluido las delicadas negociaciones concernientes al pago del
tratamiento de Servilio. El coste sería elevado, ciertamente. El rápido y efectivo
vendaje de la herida por parte de Teófilo le había salvado la vida al hombre, y ambos
lo sabían. Y también muy importante: el hombre había engendrado a varios niños con
jóvenes nativas y, hasta el momento, no había pagado sus cuidados cuando éstas
llegaban al parto y estaban demasiado delgadas y eran demasiado jóvenes.
El amanuense de Teófilo era un joven de los trinovantes tan bien dotado para los
números que sorprendía al físico y maravillaba a los suyos. Su capacidad para tratar
cortésmente a los hombres que violaban sistemáticamente a su madre, sus tías y sus
hermanas era algo menor, pero estaba aprendiendo, poco a poco, que había otra
retribución mucho mejor y más segura que hincar un cuchillo de mesa en los
intestinos de los responsables, y que en Teófilo encontraría el medio ideal para
conseguirlo.
El físico, al salir, oyó que se mencionaba la suma de mil sestercios, más de lo que
ganaba un legionario en un año. Oyó también cómo Servilio empezaba a acosar al
amanuense para que le redujese el precio. Señaló al más cercano de sus aprendices,
un joven de pelo rojo que sabía mezclar un ungüento de grasa de ganso hasta dejarlo
perfecto, pero todavía tenía que aprender en qué casos se podía requerir su uso.
—Recuérdale al joven Gayo que quizá se haya olvidado de incluir el coste de las
vendas en la factura, y a lo mejor tiene que volver a calcular el total. Yo sugeriría que
trescientos sestercios adicionales podría ser lo adecuado. Recuérdale también que si
se olvida de citar al veterano Servilio para el cambio de vendajes, nuestro paciente
puede perder la pierna por culpa de la gangrena, y posiblemente hasta la vida
también, y que sería una gran desgracia que una culpa semejante recayese en la
cabeza de un amanuense.
El físico sonrió fríamente, como correspondía a un hombre de gran sabiduría. El
voluminoso aprendiz, menos contenido, se permitió una momentánea sonrisa de
maldad indisimulada, la borró al momento y atravesó la habitación para entregar su
mensaje con un rostro convenientemente serio. Un momento después Teófilo oyó al
hombre, cuya vida y miembro dependían de los continuos cuidados del físico,
acceder a un calendario de pagos que aseguraría la salud y larga vida de su cosecha
de niños de aquel año y de sus madres, y pagaría los alojamientos del físico y de su
personal durante el resto del año. Era el mejor principio que podía haber imaginado
para aquella mañana.
La sala de los no ciudadanos era pequeña y carecía de ventanas. Todavía no
estaba obscenamente abarrotada, pero aún no habían abierto la cantera ni la obra de
edificación del templo a la cual suministraban su pedernal y su arena, y por tanto no
habían empezado a llegar aún las pequeñas abrasiones, dedos rotos y desgracias
mucho mayores que costaban vidas. Con suerte, no lo harían. El número de heridos
había ido disminuyendo desde la primavera, cuando empezó el trabajo en el tejado
mismo, mientras que había llegado a su punto culminante el invierno anterior, cuando

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el zoquete de capataz alejandrino consideró adecuado tomar a hombres sin
experiencia alguna a la hora de trabajar la piedra y ponerles a construir las columnas
en las que se apoyaría el tejado.
Las heridas por aplastamiento (producidas por mampostería que caía o por
hombres que caían encima de la mampostería) empezaron a medida que las columnas
alcanzaban su longitud media, y aumentaron a medida que se acercaban a su tamaño
total. Cuando Teófilo envió una queja al gobernador, le recordaron que se había
quejado en primavera de que los hombres sanos y capacitados habían sido apartados
de la siembra, y en otoño de que los habían apartado de la cosecha, y que si iba a
quejarse también en invierno, entonces, ¿cuándo pensaba exactamente que se podría
construir el templo al Dios Claudio?

En una comida en su villa, tres días después, en circunstancias más amistosas, se


informó a Teófilo de que el emperador requería que el templo fuese construido a
tiempo para el vigésimo aniversario de la invasión, y que si Teófilo quería dirigirse
personalmente al propio Nerón para explicarle por qué era una locura construir con
piedra en un lugar donde nunca se había usado la piedra, y donde los trabajadores
expertos llevados desde el continente morían de frío, o de enfermedad, o
sencillamente tomaban el siguiente barco de vuelta a casa, hacia el vino y el calor, y
donde los nativos no tenían dinero y sin embargo se esperaba que pagasen la
construcción de un templo para honrar al hombre que los había derrotado, pues que
muy bien, pero que primero haría mejor en redactar su testamento.
Teófilo, que no estaba cansado de la vida de momento, no compareció ante el
emperador. Lo que hizo, cuando la primavera permitió la navegación, fue enviar a
buscar a Atenas textos de construcción, y los leyó de noche y en las horas libres del
día, para poder hacer sugerencias y mejorar la seguridad de la obra de construcción.
No se le requería tal cosa como físico, pero había aprendido hacía mucho tiempo que
una herida evitada era una vida salvada, y consideraba su deber moral hacer todo lo
que pudiera por sus pacientes.
En la sala pequeña, más abarrotada, encontró tres pacientes por los cuales había
hecho todo lo posible y sin embargo había fracasado. Dos habían muerto durante la
noche, y el otro, un niño de ocho años con la enfermedad de la tos, moriría a
mediodía. Para la protección de los demás habría sido mejor trasladar al niño a una
habitación aparte, pero no había ninguna disponible. Teófilo hizo que lo trasladaran al
extremo más alejado de la sala, a la cama de una de las mujeres que había muerto
antes que él, y concentró su atención en la combinación de heridas, malnutrición y
enfermedades que afligía al resto de sus pacientes.
Como había sido siempre el caso, una serie de pequeñas habitaciones privadas
que daban al patio interior estaban reservadas a oficiales y sus familias. A pocos les
gustaba que les despertasen por la mañana temprano, y por eso, salvo alguna

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emergencia, las habitaciones siempre se solían dejar para lo último. Lavado y vestido
con una túnica limpia, el físico se movió entonces en el orden inverso, empezando
por el extremo este y desplazándose hacia el norte por el pasillo, dejando lo mejor
para el final.
La escarcha se había fundido para el momento en que alcanzó la puerta del
extremo norte del pasillo; una película de humedad que ya se secaba brillaba en las
baldosas del suelo. La puerta de la habitación se había repintado muchas veces desde
los días en que las cuatro legiones y su caballería auxiliar hicieron de aquel lugar su
casa. En cada ocasión, con una superstición muy poco propia de él, había pedido que
se repintase el ojo de Horus en azul sobre el blanco encalado. En su mente aquélla
siempre había sido la habitación de Corvo, y lo seguía siendo aún. De todos los
oficiales del ejército a los que Teófilo había conocido, algunos de los cuales le
gustaban, el prefecto de caballería, moreno y lleno de cicatrices, era el que le parecía
menos romano y más griego, que era el mejor elogio que podía hacer a nadie el
físico. Que el prefecto hubiese vuelto a Camulodunum hacía que los días fuesen más
alegres. Que estuviese herido, y por tanto se encontrase allí como paciente, empañaba
esa alegría solo un poquito.
Un brasero ardía en aquella habitación y alguien había echado al fuego
recientemente astillas de cedro. El aroma perfumaba el pasillo cuando uno se
acercaba a la habitación. Conservando algo de su animación anterior, el físico abrió la
puerta.
—Buenos días.
El hombre que había recibido instrucciones de no dejar el lecho bajo ningún
concepto se encontraba de pie junto a la ventana mirando hacia el patio interior. Se
sostenía cuidadosamente, apoyando el peso de su pierna izquierda en un bastón. Un
vendaje de lino en la parte izquierda de su cabeza se veía extrañamente pálido en
contraste con el pelo negro y la piel olivácea. Su sonrisa era tan seca e inteligente
como siempre. Se apartó un poco de la ventana cuando se cerró la puerta.
—¿Qué tal tu dolor de cabeza? —preguntó Teófilo.
—Mejor que antes.
—Eso decías ayer —los largos dedos del físico palparon el cráneo de su paciente
—. ¿Pero no ha desaparecido?
—No del todo. Y antes de que me lo preguntes, la pierna se me va curando bien.
He mirado debajo de los vendajes esta mañana. Tu agua de rosas con miel funciona
bien. No ha habido envenenamiento de la herida durante tres días, y ahora apenas me
late un poco a lo largo de la noche. Creo que es el momento de dejar la amapola.
—¿Quieres decir que ya has dejado de tomarla?
Corvo, prefecto del ala de caballería, el Ala Quinta Gallorum, normalmente
asignada a la Vigésima legión en el oeste, tuvo la amabilidad de aparecer culpable.
—No me bebí la dosis de anoche.
Teófilo suspiró teatralmente.

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—Recuérdame que azoten a Nero por no hacer que un paciente reciba el
tratamiento prescrito. Si quieres convertirte en físico tendrías que decírmelo. Puedes
quedarte con mi trabajo y yo me vuelvo a Atenas encantado —quitó el vendaje y vio
que la herida de la cabeza, realmente, estaba limpia y se curaba. Teófilo se quedó
pensativo un momento y luego decidió reemplazar el vendaje por otro más ligero de
lino tejido. Tocando el vendaje de la pierna, inquirió—: ¿Y qué tal tu otro proyecto?
No habían hablado de aquello desde hacía más de un año. Era una señal de su
respeto mutuo que, al cabo de un momento, Corvo respondiese:
—¿Valerio? No lo sé. Se lo llevaron a Hibernia cuando los otros volvieron a
Mona, pero no tengo ni idea de lo que le ocurrió después. Segovento se niega a hablar
conmigo, y nadie de los que he enviado ha sido capaz de encontrarlo.
—Hibernia no es una isla pequeña.
—Es lo bastante grande para que un hombre que desea morir lo consiga sin que
nadie se entere.
—¿Crees que está muerto?
—No. Pero creo que vive como si lo estuviera. ¿Podemos hablar de otra cosa?
—Si quieres. O te puedes sentar y hacer alarde de tu famoso estoicismo mientras
te limpio la herida del tobillo.
Corvo se sentó en la cama. Teófilo palpó con cuidado la herida de lanza que se
estaba curando en la pantorrilla del hombre. La hoja había penetrado justo por encima
del tobillo, introduciéndose entre el tendón y el hueso. Un dedo más en cualquier
dirección y el prefecto habría perdido el uso del pie. Tal y como fue, cabalgaría de
nuevo tan diestramente como siempre, aunque nunca volvería a andar con la misma
gracia que antes.
La herida tenía ya un mes y estaba a punto de cerrarse del todo, Teófilo se dedicó
a colocar un apósito nuevo, más pequeño, y escuchó los posibles sonidos de aflicción
en la respiración del otro. Cuando le pareció que el dolor de su intervención era
menor, dijo:
—Creo que hay una exhibición de la justicia del César en el teatro después de la
ceremonia de mañana, ¿verdad?
—Eso tengo entendido. El gobernador quiere demostrar a sus reyes amigos
favoritos que la ley cae con igual contundencia sobre aquellos que han conseguido la
ciudadanía romana y los que no.
—De modo que morirá un hombre para probar a un grupo de traidores de buena
cuna que han hecho la elección correcta.
—A los reyes no… ellos saben exactamente a quién necesitan y quién les
necesita. Pero todavía hay que convencer a aquellos que planean la rebelión en sus
bosques y creen que no lo sabemos. Así que morirán dos hombres: uno de los
nuestros y uno de los suyos, para que la cosa quede igualada. Marcelo, que dirigió la
segunda cohorte de la Novena en la invasión, será colgado por haber matado a su

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peón, aunque dice que el hombre intentaba matarle a él, y que fue en defensa
propia…
—Podría haber sido así.
—Probablemente fue así. Acababa de ordenar que se arase un terreno
determinado que ha sido sagrado desde que los trinovantes pueden recordar. Yo
también habría intentado matarle. Pero él no tenía que haber golpeado al hombre a
plena luz del día, con tres hombres de la casa del gobernador y muchos de las tribus
como testigos.
—¿Y el otro? ¿El hermano del hombre a quien intentó matar, quizá?
—No, ése ya murió; Longino Sdapeze tuvo que matarle para evitar que armase
escándalo entre el resto de la guarnición… ahora no podemos permitimos ningún
alboroto. No sé quién será el segundo hombre. Sospecho que el gobernador no lo
sabe todavía, tampoco. Cogerán a algún pobre idiota al azar y se inventarán alguna
acusación. Si uno de los reyes amigos lleva un cuchillo que mide un pulgar más de lo
permitido, vivirá para lamentarlo.
Teófilo acabó de sujetar el apósito y luego se apartó para observar a su paciente.
—O bien podrían elegirte a ti sencillamente por tener mala reputación. Como
médico tuyo, sugiero que si piensas ir a escuchar a hombres pequeños dar discursos
insignificantes, debes ponerte algo que abrigue, y que no parezca que has llevado en
una batalla. Se supone que ésta es una provincia en paz.
—Gracias. Algún día alguien se lo dirá a los guerreros del oeste y entonces todos
podremos irnos a casa —Corvo se puso de pie, sonriendo amargamente, e hizo girar
el tobillo para probar. Su rostro no mostraba señal alguna de dolor como
consecuencia. Apoyándose ostentosamente en el bastón, dijo—: En vista de lo cual,
debería pasar la mayor parte de mi tiempo en esta especie de paz que tenemos aquí en
Camulodunum, antes de volver al oeste. Con tu permiso, me gustaría ir a los baños y
luego encontrar un sastre que me cosa una ropa adecuada para saludar a una
delegación de la realeza en nombre de mi legado y de mis hombres. ¿Puedo ir?
—Por supuesto. Solo te mantenía aquí porque quería hablar contigo. Y si no
necesitas el bastón, tíralo. Odio ver a un hombre ceder a los caprichos de su médico
cuando en realidad no los necesita.
Se ocultaban muy pocas cosas el uno al otro, y había muchas cosas que no
necesitaban decirse. Algunas, sin embargo, sí debían ser explícitas. Mientras se iba,
Teófilo se volvió.
—¿Sabes que vienen los icenos?
—Por supuesto. Prasutago es el modelo de rey amigo al cual aspiran todos los
demás reyes: amigo de dos emperadores y de todos los gobernadores desde Plaucio.
Pero Valerio no vendrá con él. Esté donde esté, a ese hombre no le importa nada su
pueblo. No importa si los demás me reconocen, ya que ahora somos aliados.
Podemos permitirnos compartir los entretenimientos de un juicio y una sentencia y
comer juntos después, y recordar los viejos tiempos en compañía y amistad.

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XIII

—¿Crees que podrás ponerte de pie?


—Ya me lo preguntaste ayer —Bello, el rubio muchacho de los belgos, se había
vuelto más moreno después de un invierno sin recibir los rayos del sol en el cabello.
Su piel, siempre fina, se había vuelto translúcida, de modo que los vasos sanguíneos
que corrían por debajo aparecían azules contra el blanco, y todo su cuerpo estaba
cubierto por una fina capa de sudor que nunca parecía secarse. Yacía en una
colchoneta de paja enrollada y entretejida encima de la turba, entre la pequeña choza
de piedra y el arroyo que corría hacia el oeste, protegido de la vista de la casa grande
y los guerreros de Mona, fatigados de guerrear.
La reclusión no era solo para el muchacho. Julio Valerio había pasado quince
años de su vida luchando contra los guerreros de Mona. Había asesinado a sus
compañeros de armas y a sus amigos del alma en el campo de batalla, en combate
singular, y les había ahorcado en circunstancias que solo eran justas según las normas
de una nación invasora. Había hecho prisioneros a los heridos, y no les permitió ni la
muerte limpia de Briga ni la curación, sino que les mantuvo vivos para los
inquisidores de las legiones, y luego abandonó sus cuerpos en los picos más altos con
marcas de sueño y ropas para que fuesen reconocidos, de modo que, aunque la carne
y los rasgos hubiesen quedado abrasados, desgarrados y descuartizados más allá de
todo reconocimiento posible, sus parientes pudiesen encontrarlos al fin y saber cómo
habían muerto.
Si Valerio lamentaba algo, lo hacía en los rincones más ocultos de su corazón,
donde el fuego de su mente no arrojaba luz alguna. No había ido a Mona por decisión
propia, y no permanecía allí voluntariamente tampoco. Pero tampoco hacía ningún
esfuerzo por curar la llaga supurante que significaba su presencia entre aquellos que
continuaban luchando contra Roma. Luain macCalma era Anciano de los ancianos;
en todas las tribus libres su palabra era ley, y su palabra había asegurado la integridad
de Valerio. Sin ella, el antiguo iceno habría muerto días atrás por traicionar a su
pueblo, y el chico, Bello, habría muerto también con él, todo aquello estaba bien
claro.
Dada esta situación, ellos nunca habrían podido vivir en la casa grande con los
demás guerreros. MacCalma no se habría atrevido a insultar así a su gente y, además,
los primeros días Bello estaba al borde de la muerte, y necesitaba la soledad y la paz
que solo la vida apartada le podía proporcionar. Les habían preparado para ellos la
pequeña choza de piedra junto al arroyo, a petición de macCalma, y si los soñadores
neófitos que la barrieron, prepararon el fuego y echaron juncos en el suelo lo hicieron

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con los ojos bajos y haciendo el signo de Nemain al retirarse, Valerio había preferido
no comentarlo.
Entonces todavía era un ingenuo, estaba enfermo por la travesía marítima, y la
parte de su mente que no estaba obsesionada por el bienestar de Bello se hallaba muy
preocupada por los cuidados de la yegua roja y del robusto castrado zaino, a los que
habían confinado en un pequeño cercado para vigilarlos, no fuesen a traer
enfermedades ocultas a la isla de los dioses.
Llegó el punto álgido del invierno, y pasó, y Bello abrió los ojos y empezó a
aceptar comida y agua, y un día, una niña se acercó a Valerio mientras éste se aliviaba
en un agujero y le maldijo por vivir en la casa de una soñadora. Al preguntarle a
macCalma, averiguó que la choza de piedra en la que vivía había pertenecido a
Airmid, y las plantas y raíces secas y ungüentos que se habían usado para la curación
de Bello también le pertenecían.
Era demasiado tarde para trasladarse por entonces, y además no tenía sentido: las
tormentas invernales habían aislado Mona tanto de tierra como de la isla de Hibernia,
y la nieve había separado la casa grande de la choza, de modo que los guerreros y
ellos podían haber vivido perfectamente en islas distintas. La yegua roja fue liberada
de su cercado de cuarentena y le dio por apoyarse en la pared metiendo la cabeza por
la puerta para mirar a Bello, que le devolvía la mirada. Mucho antes de poder hablar
ya sonreía a la yegua, y luego a Valerio.

Así, Valerio pasó el invierno y los primeros meses de la primavera en la choza de la


mujer a la que había visto por última vez en un barco en pleno mar de Hibernia; una
mujer que soñaba con Nemain con tanta intensidad que había construido su hogar
junto al agua, que era conocida por conducir a los mortales inferiores a la locura; una
mujer que tenía la marca de la rana grabada en los rincones oscuros de la choza, de
modo que Valerio no las encontró hasta la primavera, cuando quitó el techado de
juncos para cambiarlo por otros frescos. Lo que más le preocupaba de todas aquellas
cosas era que en la choza de una soñadora, con el sonido del agua corriente, y a lo
largo de los cambiantes ciclos de la luna, él no había soñado.
Decidió no pensar en ello, enfrascándose entonces en otros trabajos. Esperanzado,
Luain macCalma partió en el primer barco que se hizo a la mar después de los
vendavales equinocciales, y dejó a Valerio con suficientes instrucciones para llenar
sus días. A lo largo de la primavera que se iba haciendo cada vez más cálida, se
dedicó a cuidar a Bello cuando empezó a hablar, primero con evidentes dificultades,
hasta llegar a una coherencia que el muchacho no había mostrado antes de su herida.
Con el habla le volvió la fuerza, y con la fuerza llegaría, razonaba Valerio, la
capacidad de ponerse en pie. Si se podía poner en pie, sería capaz de sujetar una
espada. Y eso era todo.

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«El día que Bello se pueda poner en pie y levante su propia espada y se enfrente a
ti y dé dos golpes sin dejarla caer, estaré de acuerdo en que se ha curado y ya no
estarás ligado a mí».
A lo largo de la oscuridad del invierno y de las noches que pasó en vela
escuchando el aullido distante de los cantores de la osa en la casa grande, Valerio
forjó en su mente el momento en que Bello pudiera ponerse en pie y sujetar una
espada y cruzar dos golpes con él. O un solo golpe. Con uno bastaría.
Se arrodilló junto a la esterilla de paja. El sol todavía era débil, y las sombras que
arrojaba no eran totalmente negras. Bello yacía con la cabeza en un pequeño
montículo elevado ante la insistencia de macCalma, para evitar que la sangre llenase
la grieta que tenía en el cráneo. Valerio mojó una madeja de lana cruda en una jarra
con agua y limpió de sudor la cara del chico. Los ojos del color del aciano
parpadearon. Bello sonrió, débilmente.
—¿Qué pasa si no intento ponerme de pie?
Valerio se sentó sobre sus talones.
—Si no puedes ni intentarlo siquiera, entonces atizaré el fuego y herviré el agua
para la infusión de ajenjo.
Los ojos, ya grandes de por sí, se abrieron mucho más.
—¿Otra vez? Pensaba que ya habíamos acabado con eso.
—No. Según las instrucciones de macCalma, debes tomarla los primeros nueve
días de cada luna nueva hasta que puedas ponerte en pie. Ayer fue la luna vieja. Hoy
es la nueva.
—¿Y si trato de levantarme?
—Si te puedes levantar del suelo más de la anchura de una mano, entonces no
necesitaremos el ajenjo, podemos pasar a la verbena y el pie de liebre —sonrió,
animado—. Solo sabe a orina de perro, y no a excrementos de tejón en celo añejos
con un puntito de marisco podrido, como el ajenjo.
—Muchas gracias —los ojos de Bello se cerraron. Sus fuerzas tenían sus límites,
y hablando las consumía. Al final, sin abrir los ojos, dijo—: ¿Sabes? Tengo
verdaderas ganas de orinar en hierba de verdad, y no en una jarra sujeta por otro
hombre. ¿Crees que podría plantearme eso como un objetivo razonable? Ya sé que no
es lo mismo que enfrentarme a ti con una espada, pero es un buen comienzo.
Era un comienzo excelente. Habían pasado nueve días de infusión de ajenjo y
estaban ya en la última rendija de luna vieja cuando Bello, arrodillándose, pudo
orinar solo en un buen césped.
Valerio le sujetaba el hombro para evitar que cayese hacia delante, pero solo
ligeramente. Como hito, aquél era grande solo para ellos dos, pero para ambos era
mayor que una victoria contra una legión entera. Aquella misma noche, mientras
Bello permanecía apoyado en un saco de musgo seco, quemaron el último ajenjo seco
de macCalma para celebrarlo.

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—Deberías haberte convertido en soñador, Julio Valerio, y no en asesino de hombres.
Bello lo dijo una noche a mediados de primavera, hablando desde el frescor de su
asiento diurno. Ahora ya podía sentarse durante medio día seguido, y mantenerse
erguido para defecar y orinar. Su piel estaba más firme y tenía mejor color, de modo
que sus venas ya no formaban dibujos en sus sienes, ni le latían al hablar. Los brazos
habían recuperado fuerza antes que las piernas, y Valerio había inventado ejercicios
para ambas, dándole tiras de pellejo crudo para que las trenzara y formase cuerdas
para ejercitar los dedos, y una vejiga de jabalí llena de paja como ejercicio menos
provechoso para que moviera los pies.
Cuando demostró que podía levantar la vejiga entre los tobillos y sujetarla
firmemente mientras contaba hasta veinte, Valerio se la llevó y la llenó con arena de
grano grueso del borde del estrecho, junto al lugar donde atracaba la embarcación en
sus tres viajes diarios a tierra. Acababa, de volver haciendo malabarismos con la
vejiga y un trozo de alga seca que, una vez ahumada y convertida en polvo, ayudaría
a la yegua roja a superar sus brotes de cólico, cuando Bello pronunció su sentencia.
Valerio le arrojó la vejiga, sin decir nada.
Era un tiro difícil. Bello la cogió, acusando un poco el mayor peso. La balanceó
con la punta de los pies, sin mirar: toda su atención estaba puesta en su compañero.
—Lo digo en serio —dijo—. Los soñadores son curanderos, y tú tienes ese don.
Mi madre sabía curar casi tan bien como tú, antes de que los esclavistas se la
llevaran, y el abuelo de mi padre, pero he conocido a pocas personas más que
pudieran.
Valerio estaba absorto limpiando el trozo de alga. Sin levantar la vista, dijo
suavemente:
—Quizá no hubiese ninguno en los barrios bajos de Gesoriacum. No imagino que
ningún curandero eligiese pasar su tiempo en la casa de putas de Fortunato.
Era una señal de lo muy lejos que habían llegado que Bello pudiese hablar de su
familia en los años anteriores a su captura, y que Valerio pudiera hacer una broma
sobre la taberna asquerosa e infestada de piojos en la cual había comprado al
igualmente asqueroso pilluelo belgo que le habían ofrecido como entretenimiento,
una tarde.
Bello sonrió y retorció su cuerda trenzada formando un ronzal. Sus manos se
movían con gran fluidez, como si siempre hubiese hecho cuerdas de cuero, y le daban
al resultado una belleza que para la mayoría era inalcanzable.
Al cabo de un rato dijo, despreocupadamente:
—Mi padre siempre decía que yo sería un buen alfarero. Era su oficio, y esperaba
que sus hijos lo siguieran. Si tú te hubieses quedado con tu gente, ¿crees que te
habrías convertido en herrero, o en curandero?

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—Yo iba a ser guerrero. Mi hermana iba a ser soñadora, o al menos eso pensaba
ella.
—¿Pero a ti no te lo parecía?
Valerio levantó la vista. No solía hablar de su hermana. Sus ojos mostraban el
peligro de aquella aproximación a lugares que ni siquiera Bello podía tocar. Dijo:
—Mató a un guerrero armado con un solo lanzamiento de un venablo de caza,
cuando tenía doce años. Se despertó de repente y no tenía escudo ni tiempo para
planear sus acciones. No, nunca pensé que sería otra cosa que guerrera.
—Entonces resultó que tenías razón.
—Sí.
—¿Y por eso tú también tomaste la espada?
Valerio levantó el alga chorreante del río y se volvió a sentar sobre sus talones. Su
rostro estaba despejado, y su sonrisa era dulce. Solo los ojos estaban más turbios de
lo que solían, como si hubiese cosas tras ellos que prefería ocultar.
—No —dijo—. Lo hice porque Roma me pagó por hacerlo. Cuando era esclavo,
nadie vino a comprarme en casa de Amminio. Alistarme en la auxiliar era la única
alternativa que me quedaba.
Bello reconoció las advertencias pero prefirió ignorarlas. Había llegado igual de
lejos antes, pero siempre había retrocedido. Sabiendo exactamente lo que hacía, dijo:
—Corvo te habría comprado, creo yo.
Los ojos turbios se quedaron casi en blanco. La sonrisa era automática, distante y
educada.
—Es posible, pero yo no deseaba que me comprase Corvo.
—¿Por qué no, si le amabas?
Sus últimas palabras cayeron en el silencio. La velocidad y ligereza de los pies de
Valerio habían sorprendido a Bello desde el primer momento en la casa de putas. Allí,
bajo el sol primaveral de Mona, el chico se encontró solo de repente. A veces
olvidaba la profundidad del dolor del otro hombre, y los océanos de rabia que lo
mantenían sumergido. Meneó la cabeza para sí y para los dioses vigilantes, y miró a
su alrededor en busca del carrizo que venía a visitarle. Iba a su mano casi cada día,
cada vez que se quedaba solo. Al estar completamente solo entonces, y
probablemente por un buen rato, silbó y buscó una torta de avena que había guardado
y repartió unos pedacitos por la corriente.

Nada más se dijo hasta dos días después, cuando Valerio emergió del fondo de la
choza con dos pellejos de cabra enrollados. Los dejó cruzados uno sobre el otro en la
hierba, enfrente de Bello, que los inspeccionó con evidente curiosidad.
—¿Qué son eso? ¿Muletas?
—No. Creo que podemos saltárnoslas —Valerio cogió un extremo de un pellejo y
lo desenrolló. El metal chocó contra el metal, cuando dos hojas cayeron libres en la

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hierba.
El rostro de Bello cambió mucho, de la misma forma que cuando se le pedía que
bebiese ajenjo.
—¿Qué es eso?
—Espadas de práctica. ¿Qué te habían parecido? —sonrió Valerio—. Tu padre
decía que serías un buen alfarero. Yo creo que habrías podido ser guerrero, si
hubieses tenido la oportunidad. Luain macCalma volverá al final de la próxima luna.
Decía que si podías enfrentarte a mí y cruzar dos veces las espadas, en pie, seríamos
libres de volver a Hibernia. Pensaba que sería bueno enseñarle algo más que dos
simples golpes.
—¿Quieres convertirme en guerrero? —Bello se rio débilmente. El carrizo, que
había estado alimentándose en una piedra, se alejó volando y chillando, alarmado—.
¡Julio, no puedes hablar en serio!
—¿Por qué no?
—Porque la sola idea de luchar me aterroriza. Yo estaba sentado a tu lado en tu
caballo mientras matabas romanos en Gesoriacum, y nunca en mi vida he pasado
tanto miedo. Si Fortunato hubiese emergido como Neptuno de las aguas y me hubiese
ofrecido llevarme de vuelta a la taberna y pegarme todos los días durante el resto de
mi vida, le habría dado las gracias.
—¿De verdad? No, después no lo habrías hecho. Ese hombre era espantoso. En
cualquier caso, sentir terror es adecuado, para empezar. Si vas a un campo de batalla
sin el corazón en la garganta, estarás muerto antes de tener tiempo de darte cuenta de
tu error.
Bello meneó la cabeza.
—Te he visto luchar, Julio. Yo llevaba los brazos rodeando tu cintura. Podía notar
todos los latidos de tu corazón. Tú estabas desesperado. Estabas furioso, poseído por
una furia asesina. Casi al final, al borde del mar, estabas ansioso por el barco, sin
saber adonde podía llevarnos. Nunca, en ningún momento, sentiste miedo.
El sol les calentaba a ambos por igual, pero la piel de Valerio era la más oscura.
Él se encogió de hombros.
—A veces la ira esconde el miedo. Cuando no hay elección, resulta muy útil.
Bueno, toma esto… vamos a trabajar contigo sentado hasta la luna llena. Después,
veremos si puedes ponerte en pie.

—Yo no soy guerrero. No puedes convertirme en guerrero —Bello estaba sentado en


el taburete de tres patas, jadeando, y se pasaba una mano temblorosa por el pelo
oscurecido por el sudor. Tenía un tajo en el antebrazo, y los hombros negros por
antiguas magulladuras, algunas de ellas verdes en los bordes—. ¿Por qué no
practicamos con palos de madera, como hacen los niños? ¿Dijo macCalma que tenía
que ser con una espada de verdad?

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—Pues sí, en realidad sí. En cualquier caso, los niños no practican con espadas de
madera, si quieren sobrevivir a su primera batalla. Los guerreros que practican con
palos son los segundos en morir en todo conflicto, después de los que creen que son
demasiado buenos para tener miedo. La madera no te enseña los reflejos necesarios
para enfrentarte al hierro.
—Pero yo no voy a enfrentarme al hierro, solo al tuyo, y tú quieres que gane para
que podamos irnos a casa. No vas a intentar matarme. Así que esto no tiene sentido
—Bello arrojó su arma al suelo. Ésta golpeó una roca y resonó—. Ya puedo
enfrentarme a ti y parar dos golpes sentado. Eso basta. Lo único que necesitamos
ahora es que yo me ponga de pie, y tú… ¿Julio? ¿Me estás escuchando? Digo que yo
tengo que ponerme de pie y entonces podemos…
Acabó por quedar en silencio. Hablar con el vacío se estaba convirtiendo en una
costumbre demasiado frecuente, sobre todo cuando el vacío se llenaba con un hombre
vivo cuya entera atención se hallaba concentrada en otro lugar. Bello miró al lugar
donde estaba clavada la vista de Valerio y vio, en el camino que iba más allá de la
casa grande, a una delegación de soñadores que caminaban con lentitud funeral en
torno a un ataúd que llevaban a hombros. No se veía el cuerpo que yacía en su
interior, solo el color del pelo, que era del rojo cobre del zorro en invierno.
Dirigiendo a los soñadores iba un hombre que no era Luain macCalma, pero que se
comportaba con su misma autoridad.
Con una voz desprovista de toda emoción, Valerio susurró un nombre: «Efnís»…
y luego desapareció.
Todavía no era la luna llena, pero el día amanecía joven y cálido. Abandonado
por un hombre que ofrecía más interés, Bello se dedicó a intentar completar solo los
últimos requisitos de macCalma.

Estaba echado junto al arroyo cuando volvió Valerio, con la cabeza levantada, como
había dictado el curandero macCalma. Como macCalma no había dictado en
absoluto, su cabeza se apoyaba en un borde de la roca del carrizo; la sangre
coagulada formaba un amasijo oscuro en su cabello, y goteaba un poco en la tierra
que había debajo.
—Bello…
—Ya lo sé. No me grites. Tengo dolor de cabeza —Bello abrió ambos ojos
demasiado rápido—. ¿Era tu hermana la que estaba en el ataúd?
—¿Qué? No, era una soñadora que había intentado infiltrarse en la fortaleza de la
legión Vigésima. Los inquisidores la retuvieron tres días. El legado ordenó que lo que
quedaba de su cuerpo fuese arrojado a la vista de la barcaza. ¿Qué has…?
—¿Y ese soñador, Efnís, es amigo tuyo otra vez?
—No. Me odia. Sin la protección de macCalma, nos haría a nosotros lo que Roma
acaba de hacer con la soñadora muerta. Lo sabes. ¿Es Efnís el motivo de que tú…?

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—No. Solo quería comprobar cómo se veía el mundo poniéndose de pie. Ha
pasado tanto tiempo que se me había olvidado —la sonrisa de Bello era una triste
sombra de la tranquila animación de aquella mañana—. O si quieres regodearte en la
culpabilidad, podríamos decir que todo es culpa tuya, porque querías que me pusiera
de pie y luchase. De modo que si los dos tenemos la culpa por igual, no tenemos que
peleamos por ello. ¿Crees que podrías trasladarme y apartarme pronto del sol? Es
demasiado fuerte y me hace daño en los ojos. No te veo bien.
Inclinó la cabeza a un lado y así se hizo evidente que estaba sollozando; lentas
lágrimas habían marcado ya su trayectoria en sus mejillas. Su mirada, que desde
luego iba dirigida a Valerio, estaba enfocada un poco demasiado lejos, de modo que
en lugar de mirarle a él, miraba la pared lateral de la choza de Airmid.
—Ah, dioses, Bello… —Valerio se arrodilló. Pasó una mano por delante de la
mirada demasiado abierta. Como nada ocurrió, movió la cabeza de modo que quedó
mirando al chico directamente a los ojos—. ¿Bello? ¿Puedes verme?
El mundo se volvió muy frío en la pequeña pausa que hubo en lugar de la
respuesta. Valerio notó el pequeño brote de náuseas que solía atacarle cuando Corvo
había resultado herido.
—Ah, dioses —dijo de nuevo—. Bello, cuánto lo siento.
—No —una mano pálida buscó la suya y, al encontrarla, la tomó suavemente,
como si el herido fuese Valerio, y no el chico—. Llévame dentro y dame el ajenjo o
cualquier otro brebaje indescriptible que haya dejado tu curandero hibernio, y todo irá
bien —la mueca de Bello era más segura aquella vez— He tenido toda la tarde para
pensar en esto. Luain macCalma habla a los dioses como nosotros hablamos a
nuestros caballos. Ellos le cuentan todo lo que ocurre o puede ocurrir en el mundo.
Seguramente ya esperaba esto. Habrá dejado algo que funcione.
Luain macCalma quizá conversara cada día con los dioses, pero éstos no veían
todos los futuros, ni le contaban todo cuanto veían. Entre las muchas botellas y
frascos con tapones de cera de su farmacia, no había nada capaz de restablecer la
vista a aquellos que habían quedado ciegos de repente.
Valerio lo sabía, pero de todos modos buscó, porque se esperaba aquello de él y
porque daba esperanzas, cosa necesaria. Para ese fin, vertió media medida de «pata
de gallina» seca y molida, solo adecuada para la inflamación de los ojos, no para la
ceguera auténtica, y la mezcló con raíces de acedera y agalla para que tuviese un
gusto más desagradable y así enmascarar el gusto de la verbena y la adormidera que
le procurarían un sueño apacible.
Solo tuvo éxito en parte; Bello se la bebió tal y como le pedía, pero mientras
esperaba a que llegase el sueño, y Valerio le pasaba unos copos de lana húmeda por el
cabello para eliminar la sangre, dijo, débilmente:
—Si macCalma no ha dejado nada es que no podemos hacer nada, ¿verdad? —y
entonces, como Valerio no respondía—: Quizá podrías ponerme un poco más de

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adormidera la próxima vez… Podría soportar la vida sin demasiada fuerza en las
piernas. Pero no estoy seguro de querer vivir tanto inválido como ciego.
Estaban en la choza de una soñadora, donde, más que en ningún otro lugar, las
palabras tienen poder. Con la mano izquierda, Valerio hizo la señal del conjuro contra
el mal.
—No digas eso. Te has caído y te has dado un golpe en la cabeza, y está
sangrando por dentro del hueso, igual que por fuera. Cuando se detenga la
hemorragia, verás de nuevo.
—¿Y el dolor de cabeza será menor? Eso espero. Tendrías que haberme dado más
adormidera, de todos modos. No había suficiente para tapar todo esto con un velo.
Bello estaba equivocado: la adormidera era suficiente para hacerle dormir sin
soñar. Pero tenía razón también: al día siguiente su dolor de cabeza no había
disminuido y seguía ciego.

—Necesitamos a macCalma.
Valerio lo dijo, porque Bello no era capaz. Había llevado al muchacho al
estercolero para que se aliviara, y le había alimentado y lavado, y su vida era igual
que en los primeros días, excepto que en esta ocasión la mente de Bello estaba viva y
activa, y, cuando no estaba postrado por el terrible dolor de cabeza, podía pensar y
hablar con claridad. Entonces dijo:
—También podríamos necesitar nieve en mitad del verano. A menos que haya
perdido, más tiempo del que he sido consciente, nuestro soñador favorito de los
dioses no debe volver hasta finales del mes que viene.
—Quizá no, pero podemos llamarle, o más bien, Efnís puede hacerlo. Él es
Anciano de Mona en ausencia de macCalma… tiene que haber siempre uno
designado en la isla, para mantener el sueño de los antepasados. Hay formas de que
un soñador hable con otro, si la necesidad es lo bastante acuciante.
Bello miró con los ojos secos al lugar donde creía que debía estar Valerio.
—Efnís no llamará a macCalma para ti.
—No. Pero podría llamarlo para ti. Se lo puedo preguntar. Lo peor que puede
pasar es que me diga que no.

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XIV

—No.
—Efnís, Bello no es enemigo tuyo. Es una víctima de Roma, como cualquier
hombre o mujer de las tribus. Lo vendieron como esclavo cuando tenía seis años. Y
lo siguieron vendiendo cada noche en un burdel de la Galia durante los cuatro años
siguientes. Recibió una coz en la cabeza intentando ayudar a parir a una yegua,
porque no quería despertarme, y se ha caído porque intentaba cumplir las absurdas
exigencias de macCalma, para que nos dejase abandonar tu preciosa isla y volver a
Hibernia. Si no se cura, nunca podremos irnos. ¿Es eso lo que quieres?
Valerio se quedó de pie en la entrada de la casa grande, lo más cerca que había
estado jamás del corazón del sueño de Mona. Unos soportes tan anchos como su
brazo y de dos veces su altura se alzaban como jambas a ambos lados. Los grabados
que tenían hacían que la cabeza le diese vueltas, como cuando era niño. Para evitarlos
miraba justo al frente, hacia las fogatas y las armas y los guerreros y soñadores que
había allí reunidos.
Ocho guerreros permanecían de pie a su alrededor, en un semicírculo, y las
oleadas de odio que emitían eran tan tangibles como las que había percibido en el
campo de batalla, en un pueblo ardiendo. Algunos de ellos no eran mayores que
Bello. Era posible que Valerio hubiese quemado sus casas y ahorcado a sus familias.
Efnís estaba de pie, en el centro. De joven fue un muchacho sereno, pensativo y
de gran corazón, y el niño que fue Bán le quiso y veneró su presencia. No imaginaba
que pudiera ser implacable, pero tampoco se imaginaba que él iba a serlo también
durante un tiempo.
El hombre que se enfrentaba a él era algo más que implacable: Efnís encarnaba
un poder que daba vida a los grabados de la puerta simplemente con su presencia.
Los dioses de su pueblo caminaban con él, y a través de él, y no se sentían nada
inclinados a la compasión. Sus ojos miraban a través de Valerio como si no se
hubiesen conocido más que en la batalla.
—No —repitió—. Luain macCalma no es tuyo y no puedes silbarle para que
acuda como un perro. Si el chico muere es problema tuyo, no nuestro.
Valerio captó el borde desgastado de su ira y lo retuvo. Cuando uno no tiene
poder, la templanza es un lujo en el que no se puede caer. Dijo:
—La pérdida será también de macCalma. Si Bello muere, seré libre de irme y el
año que le debía habrá quedado en menos de medio. Dudo mucho que os hubiera
obligado a soportar nuestra presencia a lo largo de todo el invierno si no hubiese
deseado que me quedase después de la primavera.

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—Sin embargo, no le llamaré. Si los dioses quieren que el chico muera, morirá. Y
si no, vivirá. Si se queda ciego, aun así seguirá vivo, y con eso basta.
«Si se queda ciego…» Valerio no había mencionado la ceguera de Bello al
soñador. Efnís solo podía haberlo sabido a través de otras fuentes.
La ira de Valerio se elevó entonces, de modo que notó la presión en sus sienes y
detrás de los ojos. Miró a los guerreros que le rodeaban y ellos le miraron a su vez,
devolviéndole odio por odio. Sin preocuparse de esconder el desafío, dijo:
—¿Lo habéis hecho vosotros, alguno de vosotros?
Tres guerreros se adelantaron, con los perros sujetos por las correas. La muerte de
la mujer pelirroja se agarraba a ellos, exigiendo una venganza. Valerio notó el empuje
de la batalla como una oleada que se alzaba en su sangre. Por Bello, se reprimió.
—Efnís, ¿has sido tú quien le ha cegado?
El soñador meneó la cabeza.
—No. Pero macCalma dijo que si el chico se caía, podía pasar. Se ha caído, y
ahora tú vienes a pedir nuestra ayuda, cuando no te habías acercado a la casa grande
en seis meses. ¿Qué otra cosa podía ocurrir?
—¿Te dejó instrucciones macCalma sobre lo que se debía hacer si pasaba tal
cosa?
—No.
Valerio abrió la boca y la cerró de nuevo. Hubo un cambio en Efnís, un
suavizamiento de su voz, apenas perceptible. No había dicho «lo siento», no podía
hacerlo en semejante compañía, pero las palabras estuvieron allí, para alguien que
estaba desesperado por oírlas.
Con la boca seca, incapaz de creerlo, Valerio dijo:
—Entonces, sin ayuda del Anciano, ¿qué harías tú en mi lugar?
El fantasma de una sonrisa cruzó por los rasgos de Efnís.
—Yo soñaría, ¿qué otra cosa podría hacer? Es lo que he aprendido. Y mi derecho
de nacimiento. Encontraría un lugar con poder otorgado por el dios y usaría todo
cuanto pudiera encontrar para que me ayudase —su mirada pasó junto a Valerio y se
dirigió hacia la choza que se encontraba al lado del río: la choza de la soñadora que,
durante casi veinte años, había contenido y moldeado el poder de Airmid, otorgado
por los dioses.
Valerio se contuvo en el último minuto para no volverse a mirar. El movimiento
se convirtió en una breve sacudida, pasándose la mano por el cabello. Lo hizo sin
pensar, y no se dio cuenta de lo mucho que había aparecido el niño llamado Bán en
aquel movimiento. Dijo:
—A ver si te entiendo. En mi lugar, ¿tú llamarías a macCalma por medio del
sueño?
Efnís apoyó un hombro en el poste de la puerta y el índice de su mano izquierda
trazó una y otra vez la forma de un caballo a la carrera que estaba tallado al nivel de

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su corazón. Aquella vez su sonrisa era abierta, para que todo el mundo pudiese verla,
y no era amable precisamente.
—No —dijo—. Soy más arrogante que todo eso. Si necesitase ayuda, soñaría para
pedirle la curación a los dioses. Pero si macCalma no me hubiese enseñado cómo
hacerlo, entonces, sí, soñaría con el soñador Anciano de Mona en persona y le pediría
su ayuda. Sería casi igual de bueno.

«Soñaría. Es mi derecho de nacimiento».


Las palabras danzaban en las llamas de un fuego de abedul. Unos rostros
familiares se formaban y se disolvían junto a ellas, arrojando sombras en el humo.
Efnís sonreía animándole de forma intermitente desde el fuego, pero no hablaba.
Teófilo, el físico de las legiones, meneaba la cabeza y se reía ante las fantasías de las
mentes bárbaras; Jenofonte de Cos, físico de los emperadores, no se reía, pero
tampoco ofrecía consejo. Longino Sdapeze sonreía como saludo, un oficial de
caballería que no tenía en sí ni el menor asomo de sueño, y más tarde, cuando las
antiguas barreras se convirtieron en cenizas, apareció Corvo y se sentó un rato,
contemplando la larga fila de muertos que le habían seguido.
Los fantasmas del pasado de Valerio no enarbolaban su ira, como lo hicieron
antiguamente. Icenos y trinovantes, romanos y galos, todos iban y venían,
desapasionadamente, y saludaban brevemente al hombre que les había asesinado,
pero no arrojaban maldiciones ni prometían una eterna retribución. Quizás hubiera
sido más fácil si lo hubiesen hecho; ninguno de ellos era un soñador, ninguno de ellos
sabía cómo convocar a un soñador, o si lo sabían, no estaban dispuestos a compartir
su secreto.
«—Si te hubieses quedado con tu pueblo, ¿tú crees que te habrías convertido en
herrero, o en curandero?
»—La soñadora iba a ser mi hermana. Yo iba a convertirme en guerrero.
»—Es mi derecho de nacimiento».
Y el mío también.
Él lo creía, porque quería creerlo. A través de la noche de frío y de sudor, Julio
Valerio, que nació Bán de los icenos, hijo de una soñadora (hijo de «dos» soñadores)
y amigo en la niñez de muchos otros, buscó en todos los recuerdos de su juventud
mientras sujetaba o quemaba o bebía o rezaba con cada objeto tocado por los dioses
en la choza de Airmid, en un esfuerzo cada vez más desesperado por convocar a
cualquiera de ellos, vivo o muerto, que pudiera ayudarle a alcanzar a los dioses, o, en
caso de que no pudiera ser, a Luain macCalma.
No lo consiguió.
—Lo estás intentando con demasiada fuerza.
—¿Qué?

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—Lo estás intentando con demasiada fuerza —Bello hablaba medio dormido,
detrás del humo. Parecía divertido, pero no sabía cuánto tiempo llevaba esperando,
despierto, hasta conseguir que sonase así—. No sé nada de sueños, pero llevo toda la
noche oyéndote gritar en busca de los caminos de sueño de la adormidera, y no creo
que los dioses se acerquen si les gritas. La aprendiza que trajo las tortas de avena dijo
que los dioses solo hablan en el silencio.
Valerio notó que el movimiento de su mente se estrellaba en la roca. Miró al otro
lado del fuego al chico.
—¿Qué aprendiza?
—Es una chica de los caledonios que ha venido dos veces. Su gente no ha sufrido
con Roma, y por lo tanto ella no nos odia tanto como los demás, y parece que le
gustan los chicos postrados en la cama con el pelo rubio y los ojos azu… No seas así.
Ya no soy prostituto. Ella me trajo unas tortas de avena y un cachorro de perro que
quería jugar, eso es todo.
—¿Ah, sí? Pues qué decepcionante para los dos —la cabeza de Valerio le daba
vueltas. Los hechos chocaban y caían al azar. Dijo—: A ver si lo entiendo. ¿Tú has
hablado de sueños con una soñadora de Mona que no ha intentado arrancarte la piel
de la espalda? ¿Y ha sido antes o después de tomarte la adormidera? —las
certidumbres de aquel invierno desaparecían y se desintegraban a medida que su
estómago, su boca y su saliva registraban el hecho más importante—. ¿Tú has estado
escondiendo tortas de avena y no me lo has dicho?
—No las he escondido. Sí, hablé con una soñadora. Fue antes de caerme, y no me
había tomado ninguna adormidera. Hablábamos del cachorro, y ella dijo que cuando
los perros duermen y sueñan junto al fuego, visitan las tierras de los dioses. No se
ofreció a enseñarme cómo seguirles. Y siento no haberte dicho nada de las tortas. Las
guardaba para celebrarlo cuando pudiera ponerme de pie y aguantar tus dos golpes —
la voz le falló un poco, y recuperó su humor mientras rebuscaba en su bolsillo—.
Toma, cógelas.
El tiro no fue malo para un joven ciego, y la captura tampoco estuvo mal para un
hombre que llevaba toda la noche despierto. La torta solo quedó un poco tostada en el
fuego, y posiblemente fuese mejor así.
Valerio dijo:
—¿Tienes más? —y luego, cuando Bello asintió y levantó un solo dedo—: Ponla
junto al fuego para calentarla. Creo que queda un poco de miel por alguna parte —y
así, durante un momento, el mundo se limitó a un manjar recordado con alegría de la
infancia, que acompañaron con agua del arroyo y comieron con las primeras luces del
sol matinal.
Al final, pensativo, Valerio dijo:
—No comprendo por qué Macha no acudió al fuego con el resto de los fantasmas.
Durante diez años me persiguió en todos mis sueños nocturnos y durante gran parte
de los días. ¿Por qué se aleja cuando la necesito?

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—Porque la necesitas, quizá… No me parece que las apariciones de tu madre
estuviesen destinadas a ayudarte en tiempos de necesidad.
—No. Pero ella no me mató ni me obligó a matar a otras personas, y hubo
momentos en que pudo haberlo hecho.
Valerio estaba echado de cara, con la cabeza apoyada en el antebrazo, mirando al
fuego.
—Si la chica de las tortas pudiera ayudarte, yo iría a Hibernia a buscar a
macCalma.
—Si me das un par de días para aprender, puedo saber dónde está cada cosa en la
choza y no necesitaré la ayuda de nadie. Puedo ir y volver al estercolero, y hay
comida suficiente para un mes, a menos que te la comieras toda tú por la noche
mientras yo dormía.
Era un intento muy pobre de hacer una broma. Valerio lo ignoró.
—No. No puedo dejarte solo. ¿Y si te caes otra vez?
—¿Podría quedarme sordo también? —Bello dio la vuelta de lado y se enderezó
hasta quedar sentado. Mirando hacia el lugar donde creía que estaba Valerio, dijo,
muy bajito—: Tienes que dejarme, Julio. Yo preferiría arreglármelas aquí solo, con
esperanzas, que esperar contigo toda la primavera a que vuelva macCalma, rezando
todos los días a tus dioses y los míos para oír su voz. No creo que tenga fuerzas para
aguantar eso.

Bello tenía mucha más fuerza de lo que los dos creían, tanto de cuerpo como de
mente. Valerio se quedó un día entero y le guio mientras practicaba sin parar, y al
final, el joven podía preparar una comida sin cortarse los dedos, y había demostrado
que era capaz de coger una jarra y arrastrarse hasta el arroyo para llenarla.
Hacia el anochecer, apareció la chica de las tortas con una liebre cortada a trozos,
y Valerio se fue a examinar a los caballos dejando que Bello hablase con ella. Al
volver encontró que Bello tenía más color en las mejillas que en ningún otro
momento desde que se cayó, y sonreía de un modo que no parecía tan forzado. Había
una olla encima del fuego y el olor de la liebre estofada y el ajo silvestre llenaba el
aire tranquilo junto a la corriente.
Comieron juntos después de anochecer, cuando no había nada más que practicar,
ni que limpiar u ordenar. Bello dijo:
—Le he dicho que tú te irás al amanecer, y que, encuentres a macCalma o no,
volverás con la luna llena. Creo que ella me ayudará mientras tú estés fuera. No creo
que tenga problemas por ello. Efnís sabe que viene aquí.
—Ya me imaginaba que lo sabía —Valerio había pensado durante su paseo en lo
oportuno de las apariciones de la chica—. Apostaría a que macCalma les dijo a los
dos cómo debían actuar antes de irse. Muy poco de lo que él hace parece confiado al
azar.

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—¿Tenía razón yo entonces? ¿Te irás al amanecer?
—Me iré, a menos que pueda convocar esta noche a macCalma en sueños. Vale la
pena intentarlo. Nunca se sabe: la liebre es el animal de Nemain, y Airmid siempre
fue de Nemain. Quizás al haber comido el animal de la diosa en el dominio de la
diosa, pueda hacer justicia a mi derecho de nacimiento.
Bello le miró. Por primera vez desde su caída, sus ojos se enfocaron más cerca de
donde se encontraba Valerio. Preguntó:
—¿Y ahora te importa eso?
—Solo como herramienta. Estoy cansado de ser juguete de otro hombre. Si
pudiera curarte yo solo, lo haría, lo sabes perfectamente. Pero como no puedo, debo
pedir la ayuda de macCalma. Si pudiera llamar a los dioses por mí mismo, pedirles su
ayuda en tu curación, me liberaría de todos los hombres.
Bello dejó su cuenco y se estiró como un perro junto al fuego.
—¿Y sería bueno eso de liberarse de todos los hombres?
—Sería casi perfecto.

Como oficial de la caballería auxiliar, Julio Valerio había pasado muchas noches sin
dormir en situaciones mucho menos clementes que una choza con una buena fogata
en su interior y junto a un arroyo, con el estómago lleno y los aromas del ajo, del
humo de leña y de la carne de liebre acariciando sus sentidos.
Quizás a causa de todo ello no permaneció despierto, como había pensado, para
buscar la ayuda de los dioses en el fuego, sino que se durmió, y al dormir, soñó de
forma inconexa y desagradable, con su madre y con macCalma que caminaban,
dormían y yacían juntos como amantes en los antiguos lugares sagrados de Hibernia,
el año anterior a su nacimiento.
Roma entonces era un enemigo distante solamente, y todos los conflictos eran
pequeños, aunque no lo parecían en su momento. La madre de Valerio era joven y no
estaba furiosa. Notó la presencia del niño que crecía en su vientre, y lo amó. Dio a luz
sola bajo la luz de la luna llena, y puso a su hijo el nombre de Bán, que significa
blanco en el lenguaje de Hibernia, por el color de la luna. Apretando sus manos juntas
sobre el corazón de él, y luego el de ella, dijo: «tú serás de Nemain, y crecerás bajo su
cuidado. Yo lo procuraré».
Luain macCalma llegó a ella más tarde y le dio noticias de que en la Galia
aumentaban los conflictos, y de que unos soñadores habían muerto a manos de Roma.
Macha siempre supo que debía irse, pero Valerio, que antes fue Bán, notó ya en su
vientre y en su sueño el dolor de su partida, el vacío de las promesas no pronunciadas
porque serían huecas y sin sentido.
La pérdida era demasiado aguda para soportarla. Liberándose de su madre,
Valerio observó desde lejos cómo ella compraba una buena yegua de las manadas de
cría de Hibernia, y un perro que había cazado a un ciervo en plena carrera, y con ellos

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se dirigía al oeste, hacia el pueblo de su nacimiento, donde su hermana tenía ya una
niña de dos años de un hombre llamado Eburovic.
Macha estaba embarazada ostensiblemente cuando llegó. Eburovic no la amaba,
ni ella a él tampoco, pero ambos se conocían desde la niñez, y había un gran afecto
entre los dos. La adopción de su hijo fue un asunto temporal, hasta que Luain
macCalma volviese de la Galia. Ni los dioses ni los soñadores les dijeron que
pasarían cerca de catorce años antes de que el Anciano volviera.
El sueño de Macha vacilaba a medida que se acercaba al alumbramiento. Breaca
se encontraba allí, una niñita de cabellos rojos como el zorro que aprendía a caminar
con Graine, su madre, pero fue Eburovic, grandote, brusco y de buen corazón, sin un
ápice de soñador en su persona, quien, sonriendo, llenó los últimos momentos,
débilmente entretejidos.
Valerio se despertó repentinamente, y se quedó echado con los ojos abiertos de
par en par, mirando la luz titubeante en el muro posterior de la choza. El fuego ardía
tras él calentando su espalda. Miró a la piedra y vio el rostro de Luain macCalma,
húmedo por el naufragio, con el pelo negro colgando en mechones empapados sobre
sus hombros.
El hombre le dijo, con acento sombrío:
—Fue Eburovic quien te crio. Por culpa de los dioses, y no mía, pero la verdad es
que lo hizo bien, por mucho que yo pudiera lamentarlo. Pero aun así sigues siendo mi
hijo, y no el suyo. Puedes huir, pero no negarte este hecho a ti mismo. Ahora te
ofrezco tus derechos de nacimiento. ¿No los quieres?
Antes, a menudo, Valerio había pensado que estaba despierto cuando en realidad
no era cierto. En Roma vio a Duborno intentar probar que soñaba pasando la mano a
través de una pared, y tomó nota de esa técnica de soñador, sencilla en su concepto, y
que era muy probable que tuviese éxito. Entonces se incorporó y, con mucho cuidado,
apoyó la palma de la mano en un ascua del fuego, y la mantuvo allí hasta que el dolor
le cortó el aliento y las capas de piel enrojecida se levantaron.
El dolor apartó tanto la voz como la imagen de macCalma de su cabeza, pero el
sueño todavía le mantenía sujeto, tan estrictamente formado como sus recuerdos, e
igual de real. Maldiciendo en voz baja, buscó su manto y salió silenciosamente
pasando junto al dormido Bello.
La noche era tranquila y cálida, iluminada por una media luna ambarina. Los
búhos ululaban en los bosques más allá de la casa grande de los soñadores. Más
cerca, el arroyo susurraba en lenguas extranjeras. Los animalillos nocturnos
caminaban entre susurros por encima de las hojas caídas y la nueva hierba
primaveral. Al pie de la colina, el castrado zaino relinchó saludándole discretamente.
La ruta que tomó Valerio no era premeditada. Solo necesitaba probarse a sí
mismo firmemente que estaba despierto, y luego podía volver a la cama a dormir por
última noche en una choza que había empezado ya a considerar la suya propia. Cruzó
el arroyo con los pies desnudos, dejando que el agua helada le lavase los tobillos, y

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luego se desvió hacia la izquierda, a través de los árboles, hacia los campos donde
pastaban los caballos, y buscó la abertura en el dobladillo de su manto donde
guardaba el grano para los caballos.
El seto de espino que rodeaba los cercados tenía un hueco de la anchura de un
hombre, por el cual no cabía un caballo. Valerio metió los hombros a su través y
estaba ya alcanzando el castrado cuando una voz detrás de él dijo:
—Cuando dormías, ¿a qué dioses rogabas, a los tuyos o al mío?
Todavía estaba soñando, entonces; el fuego había sido una ilusión, igual que el
agua del arroyo, y la hierba áspera bajo sus pies. En el sueño tenía algo de control
sobre sus propias acciones, cosa muy agradable. Siguió atravesando el seto y se
reunió con el castrado, calentándose las manos en un hocico que no era más que
producto de su imaginación. El animal parecía tan sólido como en la vida real, pero
los sueños siempre parecen así, desde dentro. Solo cuando nos despertamos vemos
los fallos que los hacen irreales.
La voz de macCalma insistió:
—Valerio, respóndeme. Es importante.
La voz sonaba muy persuasiva. A su pesar, Valerio dijo:
—No tengo dioses. Una vez serví a Mitra, pero no durante mucho tiempo. Lo
abandoné cuando fui desterrado de las legiones. Los dioses de las tribus me
abandonaron hace mucho tiempo, y se toman su venganza cada vez que pueden. Así
que no llamé a ninguno por su nombre, solo hice saber lo que necesitaba.
—Bien. ¿Y te sorprende, por tanto, que ninguno de ellos acudiese? ¿Tan poco has
aprendido en la vida?
—Hablas como mi madre. Su fantasma también me desprecia. ¿Estás muerto,
pues, ya que hablas así?
—Pues no. No te desprecio. Tú eres el que me odias. ¿Has encontrado la clave
para la curación de Bello?
En los sueños hay una sinceridad que falta en la vigilia. Valerio dijo:
—No, pero he averiguado que ya no deseo depender de ti para ello. Se me ocurre
que no me has dicho nunca por qué me has traído aquí. Si era para aprender a curar,
no tenías que haber intentado enseñarme, ni a soñar tampoco, pero es que yo nunca te
he pedido aprender. Recuerdo que una vez las abuelas dijeron que un soñador podía
pedir que se le diera el sueño. La noche pasada yo lo pedí a dioses sin nombre. Esta
noche, te lo pido a ti.
—Gracias —el seto tembló y apareció macCalma de pie bajo la luz de la luna,
acariciando el cuello del castrado, que no se sintió sorprendido al verlo.
Valerio intentó pasar la mano a través del caballo y fracasó. Se miró los pies y
movió los dedos, y seguían siendo dedos, y no se convertían en pezuñas, ni en garras,
ni le crecían uñas de perro. Una aversión a sí mismo se cuajó en el vacío de su
estómago. Levantando la cabeza, dijo amargamente:
—Me has despertado. ¿Por qué?

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MacCalma meneó la cabeza, con suave reprobación.
—Para evitar que embarques al amanecer y vayas a buscarme. He pensado que
debía evitarte al menos un mareo. Algunos hombres se sentirían agradecidos por ello.
—Podías haberme despertado tocándome. No era necesario un sueño.
—Pero hay cosas que crees en sueños y que no crees despierto. ¿Crees ahora que
soy tu padre?
—Ya hemos hablado antes de ese tema. Eburovic me crio. Eso es lo único que
importa.
—No. Tú eres hijo de dos soñadores, y eso importa ahora. Naciste para ser
soñador. Recibiste el nombre de la luna blanca y la noche negra que la rodea. Bán de
los icenos, has pasado los últimos veinte años huyendo de tus derechos de
nacimiento. Yo te los ofrezco ahora, en este momento, por última vez. ¿Los quieres?
—¿Curarás a Bello si lo hago?
—Le curaré de todos modos. Si vas a pasar tus largas noches, debe ser de buen
grado, no bajo coerción alguna. Debes saber que traspasas una barrera tan peligrosa
como cualquiera de las que has pasado dirigiendo tu ala de la caballería. Debes saber
que el compromiso es total, que cualquier fallo significa la muerte, no solo de tu
cuerpo, sino de tu alma, y que ni siquiera yo, que soy Anciano de Mona, puedo
mantenerte a salvo. Sabiendo todo eso, si todavía quieres tomar lo que es tuyo por
derecho, yo te enseñaré, aunque los de mi casa grande me odien por ello. Si no tienes
el valor necesario, yo curaré a Bello con mis mejores habilidades, y seréis libres.
Valerio miró más allá del Anciano de Mona hacia la luna, que se había alzado
más arriba aún y era blanca. La liebre todavía no descansaba en su superficie, y el
saludo que realizó Valerio lo reconocía, tal y como le había enseñado su madre.
Por el rabillo del ojo vio una brecha en la tensión de macCalma que no sabía que
existiese. Suavemente, el hombre que aseguraba que era su padre dijo:
—Si quieres un día más para considerar todo esto, puede tenerlo. Yo trabajaré con
Bello mientras tú lo piensas.
—Gracias. Un día no significará ninguna diferencia para tomar esta decisión. Me
ofreces la oportunidad de pasar mis largas noches. Y yo acepto.

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XV

—No las han hecho para nosotros.


Graine habló con la seguridad de una soñadora declarada y no fue oída. Breaca
sabía que su hija había hablado, pero las palabras se mezclaron con los sonidos sin
sentido de la mañana: el aliento lento de su yegua, el crujido de los arneses de cuero
mientras se iba parando hasta detenerse en la cresta de la colina; el entrechocar de la
cota de malla de la escolta auxiliar que todavía galopaba por el montículo, allá atrás,
el débil e idéntico sonido metálico que procedía de la centuria de legionarios que
marchaban en formación y salían por la puerta triunfal de Camulodunum hacia la
llanura que había debajo, y el chillido bronco de un cuervo solitario, allá a lo lejos, en
el lugar donde debía haber un bosque, pero solo era tierra desnuda.
Todo eso lo registraba Breaca, pero nada tenía sentido. Desde el momento en que
alcanzó la cima de la colina, desde el momento del primer sobresaltado juramento de
Cunomar y la maldición guerrera de Cygfa, todas las partes de su ser se habían
concentrado en las dos cruces de roble recién plantadas y solitarias en el extremo
nordeste de la ciudad. De dos veces la altura de un hombre, y uno el travesaño,
bastaban y sobraban para colgar a la Boudica y a cualquiera de sus hijos.
Pálidas a la luz de la mañana, arrojaban unas sombras angulosas en la hierba,
emitiendo una declaración mucho más elocuente y demoledora que la provocación
del gobernador, diestramente formulada: «Te tenemos, te poseemos. Tu muerte es
nuestra, nuestro es su momento y su forma. No esperes clemencia del emperador ni
de aquellos que lo sirven».
Era imposible apartar los ojos, imposible pensar en aquellos momentos. Cunomar
había dicho lo mismo en un raro momento de sinceridad, cuando regresó de Roma:
que por mucho que uno intentase imaginar lo peor para hacerlo soportable, por
mucho que uno se representara las pesadillas y las desmantelase, la sólida presencia
de la cruz destruía el mundo.
Breaca nunca había estado a la sombra de su propia ejecución, igual que sus dos
hijos mayores. En el largo y silencioso aliento en la cima de la colina de
Camulodunum aprendió la naturaleza y la extensión de su terror, y su respeto por
ambos alcanzó nuevas cumbres. Una manita pequeña se cerró sobre la muñeca de
Breaca. Graine dijo por segunda vez, con toda claridad:
—No las mires. No han probado la sangre todavía, pero no las han puesto para
nosotros. Un guerrero de las tribus morirá, y también un romano, y los dos están ya
en prisión. No hemos sido traicionados aún.
Era una niña. Durante la marcha de ascensión a la colina, había cabalgado en su
caballo nuevo con ambas manos agarradas a la parte delantera de la silla, como haría

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un niño muy pequeño, pero su voz era igual de vieja y segura que aquella tarde en la
fragua, cuando habló por la anciana abuela.
Breaca asintió, sin palabras. Junto a ella, Cunomar se estremeció.
—¿Y vamos a creer entonces que esas legiones salen para hacernos los honores, y
no para arrestamos?
Intentaba parecer impasible, lo intentaba con desesperación. Su voz sonaba
ligeramente despegada; sus palabras, un comentario casual de alguien que observa el
regreso distante de un ave a su nido, o el nacimiento de un cordero a mediados de la
estación. Su rostro permanecía inmóvil, sujeto por una delgada capa de orgullo y una
obstinada negativa a mostrar miedo en presencia del enemigo.
Solo los ojos le traicionaban. Su mirada iba bailando desde las sombras oscuras
del lugar de ejecución a la puerta occidental donde ochenta hombres, dirigidos por un
oficial con un caballo gris, salían a través de la puerta triunfal, enorme y con dos
arcos, que cubría la entrada de Camulodunum, formando tres filas a lo largo del
camino. Ofrecían un buen espectáculo, y lo sabían: las cotas de malla de sus corazas
destacaban como una red de plata bajo el sol, y las puntas de sus flechas eran como
garzas que esperaban al pez desprevenido. Unos rayos cruzaban sus escudos, recién
pintados en el invierno, y sus cascos de bronce resplandecían después de noche tras
noche de pulido.
Detrás de ellos, la ciudad capital de Roma (la única ciudad) en la provincia de
Britania se extendía por una amplia llanura que en tiempos albergó las ricas granjas
de Cunobelin, y se adentraba en lo que antiguamente fueron bosques. No tenía
murallas ni defensas, y eso solo ya hablaba de la arrogancia de Roma. En una tierra
derrotada, ¿qué necesidad había de muros y zanjas en los cuales el Perro del Sol
había depositado su seguridad?
—Un día lamentaréis Su pérdida —dijo Breaca en voz alta, pero sin gritar.
Aunque hubiese gritado, los hombres de abajo tampoco la habrían oído, pero uno,
finalmente, miró hacia arriba y su juramento fue llevado débilmente por la brisa.
Ochenta rostros relampaguearon pálidos al sol. El oficial de las plumas rojas dio una
orden, demasiado distante para ser oída con claridad. Las filas se apretaron
visiblemente.
Breaca sonrió.
—Graine, corazón mío, antes de que nos fuésemos, Airmid dijo que la mejor
manera de esconderse era ser visto con la mayor claridad. Si yo te sostengo las
riendas, ¿crees que podrás venir con nosotros y que te vean con toda claridad? Los
legionarios ya nos han divisado; no tiene sentido esconderse. No me mostraré ante
ellos como una derrotada.
Vio que los ojos de su hija se agrandaban. Eran de un tono verde grisáceo al sol,
muy bellos. Graine siempre había escuchado con mucha atención los cuentos de los
cantores. Sabía lo que planeaba Breaca antes que su hermano, pero no era todavía una
amazona fiable, ni siquiera en su caballo nuevo.

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Tragándose el miedo, pasó las riendas a su madre.
—Mi padre y tú vinisteis aquí antes, una vez —dijo—. Antes de que ninguno de
nosotros hubiese nacido. Entonces no cabalgasteis mansamente.
No, no fue así. Con cuarenta de los suyos, Breaca cargó contra las filas de
centenares de lanzas de Cunobelin, los días en que tanto la tribu de él como la de ella
eran libres.
—Eramos icenos —dijo—. No íbamos a ninguna parte cabalgando mansamente.
Levantó la mano para dar la señal y Cygfa y Cunomar, entrenados en las señales
de batalla de Mona, se colocaron a ambos lados. Por primera vez desde que dejaban
el poblado, Cunomar sonrió. Todavía lloraba la pérdida de la compañía de Eneit, pero
iría cabalgando como un guerrero con su madre, si tenía la oportunidad de hacerlo.
Cygfa entonó el canto de guerra de los ordovicos y su aliento los contagió a todos.
Breaca echaba de menos su espada terriblemente, mucho más que nunca desde que la
dejó en el túmulo de los antepasados.
Lo que planeaba era una verdadera locura, pero había pasado todo un invierno de
cordura, y los legionarios que esperaban frente a las puertas ya habían recibido sus
órdenes. Si la muerte se acercaba, ella no quería recibirla con debilidad, ni llevar a
sus hijos hacia el enemigo desprovista de orgullo. Cunomar y Cygfa también sentían
lo mismo que ella; el cambio que se observaba en sus ojos era un regalo en sí mismo.
Graine tenía miedo e intentaba no demostrarlo, cosa que todavía valía más.
Breaca se inclinó hacia delante y la besó, metiendo un rizo de pelo suelto detrás de la
pequeña oreja.
—Hija de mi corazón, sujétate a la parte delantera de tu silla y confía en tu
caballo. Es la mejor yegua que he criado jamás. Sabe cómo cuidarte muy bien.
Breaca habló a su propia yegua y ésta se quedó muy quieta debajo de ella,
esperando. A sus dos hijos mayores les dijo:
—Levantad bien los brazos para que vean que no llevamos armas.
Ambos lo hicieron y esperaron. Detrás, Tago vio, comprendió y supo que era
demasiado tarde para intervenir.
Como había hecho tantas veces en el oeste, la Boudica levantó el brazo muy alto
y lo bajó de repente.
—¡Vamos!
El ruido de Camulodunum se apagó y quedó silencioso dejando toda la mañana
como eco para los tres guerreros y una niña de los icenos que arrojaron sus caballos a
una velocidad mortal hacia los arcos triunfales que señalaban la magnitud de la
victoria de Roma sobre su pueblo. El viento alzaba sus mantos y se llevaba el polvo
que levantaban a su paso. Tago y la escolta de la caballería, cogidos por sorpresa, se
quedaron atrás, muy atrás. Disminuyeron el paso y se pararon, disuadidos por la
inclinación de la colina.
Los icenos habían nacido para una galopada como aquélla; hasta Graine la
disfrutó, al final. En el último momento, cuando los legionarios, que no habían

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luchado en el oeste y llevaban mucho tiempo apartados de la guerra, se esforzaban
por mantener sus filas, tres guerreros y una niña tiraron de las riendas y se quedaron
quietos, sobre unas monturas jadeantes y sudorosas, ante un tribuno joven de la
Vigésima legión y sus hombres boquiabiertos. En las últimas zancadas, viendo que se
detenían, el oficial volvió a envainar la espada.
Breaca se enfrentó a él, sonriendo. Durante casi veinte años las mejores mentes de
Mona habían sido sus tutores. En un latín impecable, dijo:
—Breaca de los icenos trae saludos para el gobernador, y pregunta si éste le hará
el honor de aceptar sus regalos.
—Bienvenida, Breaca de los icenos, esposa de Prasutago, rey de la tribu.
«La mejor manera de esconderse es que te vean con claridad». Creyéndolo así,
Breaca había llevado a su familia a la trampa mortal que era Camulodunum a todo
galope, y no la habían arrestado. Si Graine estaba equivocada y estaban destinados a
la crucifixión, el tribuno joven destinado a recibirlos no lo sabía. Ajustándose con
rapidez a su dignidad, ordenó a sus hombres que formaran filas en torno a Breaca, los
niños y el recién llegado Tago. Con muestras de gran respeto, los condujo a todos a
través de las calles embarradas y ruidosas de Camulodunum hacia el foro, donde se
quedaron de pie, en fila, para que los anunciaran.
—Bienvenidas Cygfa y Graine, herederas bajo la ley de los icenos de Prasutago, y
Cunomar, su hijo.
Un secretario de cara pálida estaba de pie a un lado en un estrado, leyendo un
pergamino que llevaba preparado. Levantó la vista y por casualidad captó la mirada
de Cygfa, y ella le sonrió, con un odio tan bien oculto que solo un soñador era capaz
de detectarlo. Él se puso nervioso y confundió las líneas. Volvió a encontrar el hilo y
recitó de un tirón hasta el final con el acostumbrado énfasis en las sílabas.
—Quinto Veranio, por la gracia de su excelencia el emperador Nerón, gobernador
de Britania, antiguo cónsul de Roma, antiguo augur, antiguo primer gobernador de
Licia y Panfilia, os da la bienvenida y las gracias por vuestros excepcionales regalos.
El secretario hizo una reverencia y se retiró hacia la fila de funcionarios y
magistrados locales romanos que se alineaban ante el muro posterior del foro, de
mármol. Todos ellos estudiaron a los recién llegados. Ninguno de ellos era tan
maleducado como para mirar fijamente, sin embargo el nuevo brazalete del rey, de
oro trenzado con cobre esmaltado en las piezas finales, atraía sus ojos y su atención,
como estaba previsto.
El gobernador de Britania, representante del emperador en la provincia, con el
poder de la vida y la muerte sobre cualquier alma viviente en su mano, se adelantó
hacia el estrado y, durante un momento, fue imposible mirar hacia otro lado. El
uniforme de gala de Quinto Veranio, aunque de colorido sobrio, era el artículo de
vestir más costoso visto jamás en la provincia de Britania, aparte del traje de oro
entretejido con el que se presentó el emperador Claudio.

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La coraza del gobernador, de oro cincelado, llevaba un complejo entrelazado de
cabras con cola de pez, hojas de roble y una parra erguida. El manto que colgaba de
su hombro era de un marrón tan oscuro que casi parecía negro, y la túnica lisa que
llevaba debajo, como contraste, parecía de un blanco inmaculado, subrayado
solamente por un sobrio borde de color azul veteado de rojo.
A nadie se le permitiría nunca olvidar que aquel hombre de mediana edad y
cabello canoso que ahora gobernaba Britania en nombre del niño-emperador de Roma
había dirigido en tiempos sus tropas en persona en las provincias montañosas de
Asia, y derrotado tribu tras tribu en su tierra natal. Su mirada sopesó a cada uno de
los miembros de las delegaciones tribales a medida que entraban en el foro. Todos lo
sufrieron como un incómodo escrutinio, no muy distinto del que realizaba un
soñador.
Solo con los niños se suavizó un poco, y en realidad, solo con Graine. Se decía
que no tenía hijos propios, y que ésta era su única carencia. Sonrió a la niña entonces,
y luego a Tago, que se suponía que la había engendrado, antes de mirar las cajas y
cofres de madera que se habían colocado en la mesa ante él.
El regalo de Breaca se abrió ante la asamblea: una larga caja de madera de tejo
pulida, forrada con lana teñida del color azul de los icenos, en la cual se encontraban
tres lanzas bien terminadas, cada una con una solitaria pluma de garza colgando de su
cuello. Los astiles estaban hechos de la misma madera de la caja, de un rojizo pálido,
con un bulto de nudo de roble en el extremo trasero para equilibrarla, cada una de
ellas de un color sutilmente distinto. Las hojas eran de plata y delicadamente
cinceladas en forma de hoja, con unas formas espirales de cobre incrustadas en los
cuellos y la señal de la liebre corredora grabada en toda su extensión, en ambos lados.
Los bordes de las hojas mostraban el brillo de un afilado muy preciso, y las puntas
resplandecían, agudas. Cada una era del doble de la longitud exacta de las que se
permitían a un cazador de las tribus.
El gobernador pasó el dedo pulgar a lo largo de toda la caja, notando la textura
del tejo. Se decía que su habilidad en la guerra solo se veía superada por un encanto
supremo en el consejo. Su sonrisa era de una calidez amable, y el humor que se leía
en las arrugas en torno a sus ojos podía haber pasado por genuina franqueza en las
cámaras de consejo de Roma.
—Me han dicho que eres herrera —el gobernador hablaba en latín, lentamente, e
hizo una pausa. Su voz era cálida, broncínea, como el tañido de una campana, y no
resultaba más amenazadora que su invitación escrita. Si estaba fingiendo, si conocía
la identidad de la mujer a la que hablaba y lo disimulaba, era un fingidor excepcional.
Antes de que el intérprete pudiese empezar, Breaca dijo, en la misma lengua:
—Sí, Señoría. Mi padre era herrero. Él me enseñó el oficio antes de morir. Ha
sido un placer recrear su trabajo para aquellos capaces de apreciarlo.
—¿Ah, sí? —levantando una ceja, Veranio cogió la primera lanza y movió la
mano palpándola hasta encontrar el punto de equilibrio. El astil vibró en su mano. La

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hoja tembló en la luz polvorienta, de modo que, para los que estaban más cerca, la
liebre grabada en ella pareció echarse a correr. Un suspiro se escapó de las filas de las
delegaciones tribales reunidas detrás. Aquellos que habían visto alguna vez una
prueba de lanza supieron lo que habían visto. El resto solo comprendió que estaban
en presencia de una belleza que trascendía al mundo del foro.
El gobernador dejó de sonreír. Aunque Roma no tuviese pruebas de lanza,
aquellos que luchaban lo hacían bajo el dominio de sus dioses. Lentamente, con
mucho más cuidado que antes, apoyó el mango de la lanza en sus palmas abiertas y
pasó un cierto tiempo examinando la hoja, cuidando de no empañar el brillo de la
superficie con la grasa de los dedos.
Al final, levantando la cabeza, miró a Breaca directamente a los ojos.
Abandonando el lenguaje formal de la corte, dijo:
—No sabía que los icenos cazaban con armas de plata.
No estaba fingiendo, y la pregunta iba mucho más allá que las simples palabras.
Breaca le devolvió la mirada.
—Señoría, no lo hacemos, pero se dice que los antepasados cazaban osos con esas
hojas, cuando los dioses se lo requerían. La plata es más fina que el hierro, y por
tanto mantiene su filo durante menos tiempo. Según nuestras tradiciones más
antiguas, la hoja debe ser hecha y usada en el transcurso de una sola luna, porque de
lo contrario, resulta inútil y debe fundirse de nuevo. Se construye una lanza siguiendo
las instrucciones de un soñador y se usa en el plazo de un mes, o si no, no se usa.
No dijo que la tradición era mucho más antigua que los propios icenos, y que
aquellos que cazaban de ese modo eran los antepasados directos de las osas de
Ardaco. Ni tampoco dijo que el mes de plazo se acabaría al cabo de cinco días.
El gobernador no era ningún idiota. A lo largo de su carrera, había tenido mucho
tiempo para estudiar las historias ancestrales de muchas culturas. Asintiendo,
pensativo, dijo:
—La plata es mucho más blanda que el hierro. ¿No se doblaría al golpear su
objetivo?
—Es posible. Una lanza semejante debe arrojarse con absoluta precisión. Si da en
un hueso cualquiera, se dobla y no mata, dejando al cazador en un peligro mortal. Si,
por otra parte, la lanza se aloja entre las costillas y da en el corazón, o atraviesa el
cuello o las grandes venas de la garganta, la muerte es perfecta y el cazador
sobrevive. En los tiempos antiguos era una prueba de valor. Poseer una lanza
semejante era una señal de orgullo. Ésta es la primera vez en nuestra historia que se
ha dado una como regalo a un guerrero que no es de las tribus.
—Gracias. Me siento profundamente honrado. Me asombra constantemente la
belleza y la habilidad de la metalistería icena.
El gobernador devolvió la lanza a su lecho de lana azul. Pasando los dedos por el
fino pulido del mango, dijo:

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—Y, por supuesto, serían armas perfectas para usarlas en batalla, para alguien con
la habilidad requerida para manejarlas. Si se arrojan al enemigo, las hojas de aquellas
que no se alojen en las partes blandas del cuerpo de un hombre quedarán dobladas, y
no se podrán devolver. Nosotros hacemos lo mismo con nuestras jabalinas.
Era un hombre con el encanto de un diplomático y un intelecto que le haría
prosperar en la Roma de Claudio. Arrojó aquella roca ligeramente en el flujo de su
conversación, y esperó que Breaca se encallase en ella. Despojada de su lánguido
humor, su mirada era un desafío abierto. Veinte años de entrenamiento en Mona
impidieron que Breaca se la devolviera.
Sin rencor dijo:
—Señoría, también hemos oído eso, pero estas lanzas son para ceremonias
sagradas, no para la batalla. Yo no sugeriría nunca que el gobernador las usase contra
los siluros, cuando vaya a la guerra la próxima vez, pero quizá quiera probarlas
alguna vez contra un oso en nuestros bosques del norte. Si no es así, me sentiría muy
honrada si considerase que son lo bastante valiosas para llevarlas consigo a Roma,
como prueba de su gobierno, cuando éste concluya.
Sus propias rocas eran pequeñas, pero no menos obvias. Ella notó el
imperceptible temblor de Tago a su costado, y que se esforzaba por permanecer
quieto. Quinto Veranio, gobernador de Britania por la gracia del emperador Nerón, la
miró durante un momento con asombro puro y simple, y luego echó la cabeza atrás y
lanzó una carcajada. Después de una, pausa, varios miembros de su entorno se rieron
también con él, aunque de forma vacilante.
La sonrisa que dirigió el gobernador a Prasutago era genuina, posiblemente la
primera de aquel día que lo era. Por encima de la mesa, dio unas palmaditas en el
hombro al rey.
—Amigo mío, tu difunta esposa era encantadora con nosotros y siento mucho su
muerte, pero esta nueva esposa tuya es una gema que no tiene precio, y debes
atesorarla bien. Una mujer de mente aguda, y que no teme usarla, es un don poco
común. Señora —hizo una profunda reverencia ante Breaca—, convocaré un consejo
mañana al cual asistirán varios oficiales que recientemente han servido en
occidente…
Hablaba, su boca se movía, y sin duda había sentido en sus palabras, pero Breaca
no oía nada. El mundo se había roto en mil pedazos al ver el rostro del hombre de
cabello oscuro que estaba detrás, y a quien la reverencia del gobernador había
revelado y luego ocultado; el hombre con el vendaje en la cabeza, que recientemente
había servido en occidente. El hombre que una vez naufragó en la costa icena y vivió
todo un invierno en una casa redonda, como huésped de Macha, primera del linaje
real de aquella tribu.
Graine se adelantó y puso su mano en la de su madre. Sus dedos pequeños y fríos
se agarraron con firmeza, y la presión devolvió a Breaca a sí misma y al sentido de la
estudiada y divertida respuesta del gobernador.

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—… en cuanto a tu segundo punto, solo su alteza el emperador sabe cuándo
puedo ser relevado de mi cargo aquí. Fui honrado por el divino Claudio al permitirme
ostentar mi primer cargo de gobernador durante cinco años enteros, y me gusta tanto
tu país que me entristecería enormemente tener que abandonar Britania pronto. Haré
todo lo posible por quedarme tanto como me lo permita la ley.
Sonrió a Breaca mostrando unos dientes blancos y fuertes con un ligero hueco en
la parte delantera.
—¿Responde eso a tu pregunta plenamente?
—Señoría, sí, muchas gracias.
Ella podía hablar aún, cosa que era buena. El gobernador se desplazó a su
izquierda, y eso no era bueno en absoluto, pero resultaba inevitable, y había que
afrontarlo con valor. Conteniéndose tanto como había hecho Cunomar en la colina,
Breaca de los icenos levantó la cabeza y miró a los ojos del hombre al que ella había
conocido como Valerio Corvo, oficial de las legiones y amigo de su hermano.
En el extraño y lento mundo del foro, con sus suelos de mármol veteado y sus
columnas de yeso blanco, Breaca volvió a ser una niña, de pie junto a la fragua de su
padre, bajo el dulce sol de finales de la primavera, puliendo su nueva y desnuda
espada de serpiente. El aire era cálido, y traía muchas más promesas que el de
Camulodunum. La madeja de lana de cordero que tenía en la mano estaba grasienta
por la lanolina y azuleaba la hoja de un arma que todavía no se había cobrado
ninguna vida.
Con la ingenuidad de alguien que cree que el mundo nunca cambiará, Breaca
levantó su espada plana en sus palmas y la ofreció al romano de cabellos oscuros a
quien los dioses habían considerado apto para arrojarlo desde el mar a sus pies. Él
necesitaba una espada; el consejo de ancianos se había reunido para juzgarle, y una
vez condenado, su muerte habría sido la lenta agonía de un traidor a menos que
pudiese luchar en combate singular contra un guerrero de las tribus. Caradoc le
respetaba y se había ofrecido a luchar con él. Con valor y sereno orgullo, el romano
fue a pedirle su espada, para no morir desarmado. Como no deseaba que Airmid
tuviese que matarlo, Breaca se la ofreció.
El día era lento y pacífico, y el mundo no estaba en guerra entonces. Los ojos de
él eran castaños, como los de Bán, y dolorosamente sinceros. Después, cuando el
consejo de ancianos le liberó y no se le requirió luchar, él se convirtió en amigo de
Bán.
Ahora, sintiendo el fuego de los ojos de aquel hombre en su rostro, Breaca
recordaba, sobre todo, un hecho: Valerio Corvo era un hombre de intachable
integridad, y amigo íntimo de su hermano. Aun así, si algún hombre de las legiones
conocía la verdadera identidad de Breaca, esposa de Prasutago, ése era precisamente
Corvo.
Por muy íntegro que fuese, por mucho que quisiera a su hermano, su deber no le
permitiría ocultarle ese conocimiento al gobernador, y solo podría haber un resultado

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a ese hecho. Graine quizá tenía razón al decir que las cruces del teatro no habían sido
construidas para ellos, pero los hombres de Roma, que no carecían de recursos,
siempre podían construir algunas más.
«La mejor manera de ocultarse es que te vean con la mayor claridad».
Solo si aquellos que buscan no saben a quién buscan.
Breaca nunca se había imaginado que los dioses le harían una jugarreta
semejante.

El mundo se convirtió en un lugar más pequeño, y el tiempo empezó a correr más


despacio. La mano de Graine estaba dentro de la de su madre, calentándola un poco,
y su blanca piel infantil resultaba insoportablemente suave entre los antiguos callos
de la espada, renovados por toda una primavera de forja. El cabello de la niña tenía el
color rojo oscuro de la sangre de buey; se lo habían peinado al despertarse hasta
dejarlo tan brillante como el pelaje de un caballo, y luego se había vuelto a rizar con
la cabalgata colina abajo, de modo que le caía en brillantes tirabuzones hasta los
hombros. La parte superior de su cabeza llegaba apenas por encima de la cintura de
Breaca. Tenía el cuello esbelto y recto, y dolorosamente largo, y la piel de un blanco
lechoso y translúcido, azuleando un poco por las venas, como el pedernal recién
extraído de un río. Todo su cuerpo pesaba un poco más que un potro de tres meses.
Imaginarlo magullado siquiera era duro; verlo con colores vívidos retorcido y roto
por una cuerda parecía imposible, pero no lo era. En los relatos de los primeros
ahorcamientos de los poblados del este se había comprobado la negra verdad de que
un niño pequeño, de poco peso, no muere rápidamente, y que fácilmente puede
sobrevivir a sus padres y morir mucho después de que su familia haya desaparecido.
Crucificada, ella podía vivir un día y una noche enteros antes de que los dioses le
concediesen el descanso de la muerte.
«No mientras yo viva para evitarlo». La decisión se introdujo entre otros
pensamientos, y no parecía inaceptable. En los primeros días de las purgas romanas,
las madres habían ahogado a sus propios hijos en los ríos para apartarlos de los
legionarios. La Boudica no tenía río alguno, pero era una guerrera; había matado lo
bastante para saber que la vida podía quitarse de muchas formas. Suspendida en una
claridad fría y antinatural, Breaca empezó a planear la forma de llevar a cabo de la
manera más rápida posible la muerte de su hija.
Cunomar estaba de pie a su derecha. Notó el cambio que experimentaba ella, pero
era demasiado mayor para cogerse de su mano. Se inclinó ligeramente y su hombro
rozó el de ella. Valerio Corvo, el hombre íntegro que tenía todas sus vidas en sus
manos, lo vio y sonrió. Cunomar también moriría antes de que ellos pudieran
prenderle; una vez había permanecido en pie junto a su propia cruz, y no debía
ocurrirle dos veces. Sería mucho más difícil, pero no imposible.

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En su mente, Breaca empezó a entonar la canción de muerte de Mona, que es al
mismo tiempo un regalo de vida a Briga y una plegaria de una muerte rápida y fácil.
En lugar de su propio nombre pronunció claramente el de sus tres hijos.
Tago se adelantó unos pasos para firmar su testamento en la mesa del gobernador.
De los ocho reyes presentes, el suyo era el último que se presenciaba. A lo largo de la
fila, hombres y mujeres se agitaron, notando que llegaba a su fin el tedio de los
discursos aprendidos de memoria y el latín forzado. Como ocurre a veces durante los
momentos que preceden a la batalla, Breaca notó que su piel se hacía más fina, hasta
que el aire en torno a ella se convirtió en un río de sonidos lánguidos y vivos que
penetraban en su sangre. La luz empolvada del foro se convirtió en un rompecabezas
de alientos de hombres, y, en su interior, sus armas resplandecían.
Ella no tenía armas. La pérdida le pesaba como no le había ocurrido en los seis
meses anteriores, desde que dejó su espada al cuidado de los muertos. El hueco que
tenía en su costado, donde debía colgar su espada, dejaba entrar el frío como si un
niño hubiese dejado abierta una puerta en invierno. El recuerdo del túmulo de los
antepasados ponía oscuridad en la luz ya de por sí débil del foro, hasta que el único
brillo llegó de las lanzas de garza con punta de plata que habían sido, su regalo para
el gobernador. Éstas se hallaban hambrientas de sangre, y podría ser igual la de una
niña, vertida por compasión, que la de un enemigo, vertida en combate, aunque no se
habían hecho para ninguna de las dos cosas. Breaca midió la distancia que había
desde su lugar en la fila hasta la caja de tejo que se encontraba en la mesa y supo que
el oficial Corvo la observaba.
Sus ojos se encontraron con los de él: siempre, en el campo de batalla, ella sabía
cuál de sus enemigos era el más peligroso. Él sonrió un poco, inclinó la cabeza, y
levantó un hombro, medio encogiéndolo, transmitiendo a la vez una disculpa y el
honor de un guerrero. Breaca le devolvió la seña y el aire se convirtió en un nexo de
sangre entre ambos. Él era un hombre íntegro. Ella no creía que encontrase necesario
crucificar niños, ni a una guerrera de la belleza de Cygfa.
En la mesa, el secretario dio una orden. La firma del gobernador se mostró a la
multitud. El testamento de Tago, copiado en dos pergaminos, no se leyó en voz alta.
El contenido de la última voluntad del rey fue considerado, adecuadamente, como un
asunto privado, que no se debía discutir entre sus pares, que eran también rivales en
la constante competencia por la aprobación del gobernador.
Un suspiro retumbó en toda la sala, la exhalación de una diplomacia llevada más
allá de sus límites. Externamente todo era perfecto. Ninguno de los niños había
causado escándalo. De todos los asistentes, solo la joven y bella esposa embarazada
de Cogidubno, rey de los belgos en la costa más alejada del sur, había pedido que la
excusaran. Todos los demás esperaban fuera, aprovechando el tiempo para estirar las
piernas que no habían usado en un largo periodo de pie.
Un río de cuerpos que se movían lentamente separaba a Breaca de Corvo. Un
esclavo le pasó una copa de vino.

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Ella meneó negativamente la cabeza y sonrió, haciendo una señal hacia Graine.
—Mi hija tiene que aliviarse. ¿Me perdonáis?
Graine levantó los ojos. Eran los ojos de la anciana abuela en los días anteriores a
la ceguera de la mujer. Sonrió y frunció los labios y no dijo nada ante los extraños.
Breaca se dirigió hacia la puerta. Cygfa le seguía. Había luchado en demasiadas
batallas con la Boudica para no presentir que se aproximaba otra; sus ojos hacían
preguntas que no se podían contestar entonces, pero su cuerpo se desplazó hacia la
izquierda y se convirtió en escudo. Cunomar se puso a la derecha, como si hubiera
nacido para ello. Por el bien de los dos, Breaca rezó como nunca lo había hecho para
encontrar al menos un arma afilada antes de que Corvo la localizase.
Llegaron a la puerta. Como tenía una buena excusa, Breaca sonrió a los guardias
que a su vez le devolvieron la sonrisa. El lento flujo de los que salían se alteró
brevemente en los escalones que descendían del foro, cuando hombres y mujeres se
detuvieron a hablar de viejos conocidos, de modo que resultaba más difícil mantener
la formación de lo que habría sido en una batalla.
Breaca miró hacia atrás y vio una cabeza oscura señalada con el vendaje que
llegaba a la parte superior de las escaleras y miraba a su alrededor. Con urgencia,
buscó una vía de escape y salió por allí, dirigiéndose hacia un lado, a un callejón sin
salida que corría entre la casa del gobernador y su vecina, y que ya apestaba a la orina
de muchos hombres.
Graine, ya suelta, interpretó su papel, se levantó la túnica y se agachó en el suelo,
y parecía que Breaca en realidad no había mentido a los centinelas; su hija tenía que
salir fuera. Espontáneamente, los guerreros que eran su hermano y su hermana se
colocaron en la entrada del callejón. Cunomar decoró un muro que no estaba lejos de
allí. Cygfa se apoyó ociosamente en la otra esquina.
La privacidad era imposible: otros se unieron a ellos, y por la misma necesidad; el
callejón era el primer hueco obvio después de los escalones. Un guerrero atrebate
anciano y con el pelo blanco se entretuvo en su asunto y acabó mirando a Breaca,
frunciendo el ceño:
—He oído historias sobre las lanzas de garza de los caledonios —dijo—, pero
nunca había visto ninguna. ¿Es verdad que están malditas?
Breaca meneó la cabeza. Un invierno pasado en compañía de Prasutago le había
enseñado una capacidad de engaño que Mona nunca le había dado.
—Solo si eres un oso y sus soñadores quieren tus dientes y tu pellejo para las
ceremonias de invierno.
—Ah, ya veo —el atrebate la miró pensativo—. Quizá, entonces, el gobernador
las use para cazar a las osas. He oído que todavía siguen activas en el oeste, y él
agradecerá mucho cualquier ayuda que pueda conseguir. Debo recordar felicitarle
cuando se presente la ocasión. Tu hija quiere hablar contigo.
Graine había completado su misión. Se puso de pie y deslizó de nuevo su mano
en la de su madre, apretándola con una señal que Airmid habría reconocido, pero no

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así Breaca. El cabello rojo de la niña había cogido algo de polvo del callejón. Breaca
lo alisó un poco y su mano cayó, como de forma natural, en la nuca de su hija, y la
condujo fuera, al espacio abierto, lejos de los ojos inquisidores de un hombre que una
vez fue su enemigo. Berico de los atrebates, que había traicionado a Britania ante
Roma, se quedó tras ella para añadir su propia orina al barro ya mancillado.
Cygfa esperaba junto a la entrada del callejón. Cunomar se encontraba detrás.
Corvo no estaba a la vista. El espacio frente a la mansión del gobernador estaba
repleto de delegados y de romanos, y resultaba imposible distinguir una cabeza
vendada entre la multitud. Breaca se guio por el instinto y condujo a su hija hacia la
izquierda.
Se vieron entorpecidas por la multitud. Retorciendo el cuello bajo la mano de su
madre hasta que pudo mirar hacia arriba adecuadamente, Graine dijo:
—Berico solo cree que te ha visto antes, pero no está seguro.
Una soñadora con tal poder no podía morir tan joven. Cerrando los ojos, Breaca
dijo:
—¿Sabes dónde cree que me ha visto?
—No. Es viejo y está confuso, y su atención se dirige sobre todo hacía el
gobernador y los derechos de comercio que quiere obtener de él. Pero el romano con
la venda en la cabeza sí que sabe.
—Es verdad. Era amigo de tu tío Bán hace mucho tiempo, antes de que se lo
llevaran. Nos conoció a todos entonces, incluso a tu padre. Se ofreció a hablar por
Bán en sus largas noches, pero…
—Mira, ahí viene.
Demasiado tarde, Breaca miró directamente a los escalones de la mansión. Corvo
estaba a un tiro de piedra de allí y caminaba directamente hacia ella, pero conseguía
disimular, como si no tuviese un objetivo claro. No había forma de escapar, ninguna
oportunidad de salir corriendo que no dejase a una niña de siete años a merced de los
legionarios.
Breaca se agachó y ostensiblemente se puso a arreglar la túnica de su hija y a
sujetarle bien el manto. El broche que lo sujetaba era de bronce y nuevo, con una
forma antigua, que desde algún ángulo podía parecer una punta de flecha y desde otro
un búho cazando. El alfiler de hierro era de la mitad de la longitud de la mano de
Breaca; no era lo bastante largo para perforar un corazón adulto, pero sí para matar a
un niño si se usaba con rapidez y precisión. El peso del metal se asentó en la mano de
Breaca y la aguja señaló hacia adelante.
—Graine, por favor, debes saber que yo…
—Lo sé. Y te quiero. Pero todavía no hemos sido traicionados.
Graine se quedó muy quieta. Sus enormes ojos tenían el color de las nubes
después de la lluvia, como los de Caradoc, pero con una bruma propia, de un color
verde mar, en los bordes internos, donde el gris se unía con el negro del centro. No
era posible mirarlos y pensar en una vida concluida.

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Una sombra cruzó los suyos. Todavía perdida en la seguridad de la mirada de su
hija, Breaca preguntó, en lento iceno:
—¿Nos traicionará el romano con la cabeza vendada, tú crees?
Desde detrás, y un poco a su izquierda, Corvo dijo en el mismo idioma, despacio:
—No, si no se ve obligado a ello.
Los ojos de un verde grisáceo la liberaron. Graine dio un respingo, Breaca miró
más allá del broche que tenía en la mano. Cunomar estaba junto a la entrada del
callejón, mirando a derecha e izquierda. Cygfa se hallaba muy cerca, de pie entre la
multitud, custodiando su flanco izquierdo. Sorprendida en su propio torbellino Breaca
dijo:
—¿Y qué podría obligarle?
—Un acto por parte de una mujer que antes fue guerrera y que podría ser
considerado como agresión contra Roma.
Berico pasó junto a ellos, mirando con curiosidad. En latín, Corvo dijo:
—El gobernador está muy agradecido por el regalo de las lanzas. Eres una
verdadera honra para tu padre y su oficio.
—Muchas gracias —empezó Breaca, en la misma lengua, y luego volvió al iceno
—. Yo nunca seré lo que fue mi padre, pero sí seré lo bastante buena para enseñar
estas habilidades a mis hijos. ¿Todavía tienes la espada que forjé para ti?
—La tengo. La mantengo a salvo, en honor de los buenos tiempos —Corvo
parecía cansado. La edad había afinado su rostro y añadido más cicatrices, pero su
esencia era la misma que había sido. Bajando los ojos, puso una mano en la cabeza de
Graine—. ¿Es tu hija?
—Sí.
—Es preciosa. Su padre y tú debéis estar orgullosos.
Era lo que había dicho el gobernador, más o menos, pero dicho con un
conocimiento de causa y una integridad de la que las palabras del gobernador
carecían. Corvo conocía la identidad del padre de Graine, mientras que el gobernador
no la conocía en absoluto.
El oficial romano se arrodilló, cogió el broche en forma de punta de flecha de la
mano de Breaca y lo volvió a sujetar al manto de su hija. Contento al ver que estaba
bien firme, sonrió como cualquier adulto sonríe a cualquier niño.
Graine no era una niña como las demás; él la había estado observando mientras
duraba la ceremonia, y debería haberlo sabido. Los fríos ojos color verde mar de la
soñadora se anudaron a los suyos antes de que pudiera apartar la vista. Ella frunció el
ceño un poco, y durante un breve instante, se pareció de forma dolorosa a Airmid.
Cuando su frente se aclaró, ella dijo con firmeza:
—Valerio Corvo, has sido buen amigo del hermano de mi madre, el traidor a
quien ella amaba en tiempos. A causa de ello, yo quiero regalarte mi yegua. Es la
mejor que jamás he tenido. Tú y ella os llevaréis bien. —Usó el lenguaje formal del

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consejo de Mona, aprendido en las rodillas de Airmid. La palabra que había usado era
la que significaba un regalo entre compañeros de batalla, o de hermana a hermano.
Corvo se quedó muy quieto. Un músculo debajo de su ojo se estremeció. Al cabo
de un rato, levantó la vista hacia Breaca.
—¿Es así?
—Deberías saberlo mejor que yo. Eras amigo de Bán cuando estabas con
nosotros; estoy dispuesta a creer que también lo fuiste después, cuando luchaba por
Roma. Y en cuanto al caballo —Breaca se encogió de hombros—, es la mejor yegua
que he criado hasta ahora. Fue mi regalo a Graine al empezar el año, para que fuese el
principio de su nueva manada. Si ella decide dártela, es derecho suyo. ¿Tienes una
buena montura de batalla?
Corvo hizo una mueca.
—Ya no. Tenía un buen potro negro, hijo de un caballo llamado Cuervo y una
yegua trinovante. Cabalgarlo era como cabalgar un relámpago negro, pero lo mató
debajo de mí una mujer de los siluros que iba a romperme el cráneo. Tengo otro para
sustituirlo, un castrado de buen corazón, pero sin el fuego del potro negro. No lo
llevaría a ninguna batalla de la que quisiera salir vivo.
Un puñado de oficiales compañeros suyos pasó por allí. Las rodillas de Corvo
crujieron al levantarse. Dio unas palmaditas a Graine en la cabeza. Su rostro
demostraba un educado interés en la hija de la esposa de un rey amigo. En latín, dijo:
—El gobernador desea que nos reunamos en el nuevo teatro. ¿Lo has visto?
No iban a morir. Corvo, el hombre íntegro, no consideraba que su deber lo
exigiera.
La comprensión llegó poco a poco. El alivio dejó vacía a Breaca. Respiró el frío,
el hedor y el ruido que era Camulodunum. El hombro de Graine apretaba contra su
muslo como habría hecho un perro, para tranquilizarse. Corvo, prefecto de las
legiones, que había sido amigo de Bán, miraba tranquilamente a media distancia,
donde una cerda hozaba en una pocilga, y esperó mientras la invitada del gobernador
volvía a reunir las piezas rotas de sí misma.
Desde la nueva calma recobrada por su mente, Breaca encontró las palabras
adecuadas para contestarle. Formalmente, como había hecho él, dijo:
—Quizá puedas guiamos en nuestra primera visita al teatro. Todavía no hemos
tenido el placer de verlo.

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XVI

Visto desde la parte superior de la ladera de la colina, Camulodunum era como una
infección de ladrillo y cal que se extendía sin control por una tierra que en tiempos
había sido verde. En el dédalo de callejuelas y calles pavimentadas y enfangadas, los
puestos y casuchas de los comerciantes, pintadas de colorines, las pocilgas, los
establos de madera y las villas pintarrajeadas de colores chillones, solo las puertas
triunfales al oeste y el teatro del este sobresalían de todo lo demás.
Siguiendo a Corvo por el lodo, el ruido y los olores asaltaron más todavía a
Breaca. La ciudad no era un lugar tranquilo. Aunque estaban ya cerca del mediodía,
los cacareos de los gallos eran tan agudos como los chillidos de los niños y los gritos
de los hombres; hombres con armaduras, hombres encadenados, hombres que daban
órdenes a otros hombres, hombres que daban órdenes a las mujeres, y a las mulas, y a
los caballos, y a los toros. Una chica lanzó un grito, pero solo una vez, y no duró
demasiado; Camulodunum era un dominio masculino.
El olor hacía llorar los ojos: la podredumbre de demasiadas personas apiñadas en
un espacio extraordinariamente pequeño, con sus alimentos añejos y sus alimentos
nuevos, y sus cabras y cerdos y ganado y basura y orina y muerte. De todas las
historias que le habían contado a Breaca sobre la nueva ciudad de Roma, ninguna
mencionaba que detrás del estrépito de la vida, Camulodunum apestaba a muerte.
El viento dio la vuelta, arrojándole de lleno todos aquellos hedores al rostro.
Breaca inhaló, luego se arrepintió y escupió.
Detrás de ella, Cunomar sonrió amargamente.
—Roma huele mucho peor —dijo—. Y es mayor.
Disfrutaba de aquello, y se notaba. Su casi enfrentamiento con Corvo, y la
necesidad que había mostrado su madre de él, y su confianza, le habían vuelto más
mordaz que antes. Igual que tras la prueba de lanza, los atisbos del hombre aparecían
a través del niño, y él se veía mucho más alto a causa de ello. Dos veces Corvo quiso
incluirle en la conversación, y dos veces, viendo el odio en sus ojos, se detuvo. Acabó
por colocarse junto a Breaca, que no le odiaba.
—El teatro está ahí delante, a la izquierda. El camino está un poco abandonado.
Me temo que la construcción del templo de Claudio se ha apoderado de toda esta
parte de la ciudad.
—Ya veo.
Breaca levantó a Graine hasta sus caderas para limpiarle el dobladillo de la
túnica. El camino que Corvo había indicado era un rastro de paja bastante pisoteada
que habían echado por encima de un mar de barro, unificado con la obra que tenían a
la derecha. Dentro de ésta, con un esplendor aislado, el templo de Claudio,

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inacabado, surgía del barro como un animal muerto hace mucho tiempo y exhibido
para los dioses, todo huesos, dientes y nada de carne. Sus costillas se abrían al cielo,
forradas de mármol en la parte interior. En torno se encontraban pilas de losas de
mármol y vigas cuadradas del tejado, montones de piedras recién cortadas de la
cantera, todavía sin limpiar, y pilas numeradas de tejas doradas para el tejado, bajo
guardia permanente.
Excepto esos guardias no había señal alguna de vida junto al templo, ni
ingenieros, ni arquitectos, ni esclavos que trabajasen bajo el látigo. Abandonado por
aquel día, yacía entre los huesos de sus andamios, y era fácil imaginarlo destruido y
la tierra que se encontraba debajo verde de nuevo, como era fácil imaginar la altura
que alcanzaría y el fuego que ardería en el tejado de tejas doradas, cuando estuviese
completo.
Corvo les condujo junto al templo, lentamente; uno no corre junto al templo de un
dios, aunque ese dios no hace mucho fuese un idiota babeante cuya propia esposa
ordenó su muerte.
Breaca apretó mucho a Graine, sintiendo el latido del corazón infantil contra su
hombro. Por entonces había aprendido a reconocer los cambios en su hija, cuando
Graine empezaba a ver con los ojos del sueño. Notándolo, Breaca apartó un mechón
de pelo rojo que le caía encima del rostro.
—¿Qué ves? —le preguntó.
Los ojos de un verde gris estaban muy abiertos y vacuos.
—Demasiados muertos —dijo Graine—. No saben cómo cantar para llevar a casa
a los fantasmas de sus muertos.
—¿Los romanos no saben?
—No. Ni tampoco los trinovantes. Los romanos les hacen esclavos y, cuando
mueren, la gente no tiene sueños para cantar y hacer que regresen a casa —lo dijo sin
pasión alguna. Otros habrían lanzado maldiciones a Roma, o se habrían recriminado a
sí mismos por permitir que eso ocurriese, pero Graine solo meneó la cabeza con
desaprobación y pena—. Hay otros también que arden. No es una buena muerte.
Breaca besó la frente de su hija.
—No. El fuego nunca es una buena muerte.
El horror de la idea las rozó a ambas, poniéndoles carne de gallina en la suave
piel. Se sujetaron muy cerca la una de la otra, sumergidas en aquel momento, y por
tanto, se quedaron las últimas en el pequeño grupito que daba la vuelta a la esquina
noroccidental del templo, y fueron las últimas en ver lo que había allí colocado como
advertencia.
—Alto.
Lo dijo Corvo, un hombre acostumbrado a dar órdenes y a que se le obedeciera.
Breaca ya se había detenido, porque Cygfa así lo había hecho y estaba realizando a
toda prisa las señales para protegerse del mal. Junto a ella, Cunomar temblaba como
Breaca no le había visto temblar nunca, lanzando los juramentos de las osas en una

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sola retahíla sin interrupciones en la que condenaba a Corvo, al gobernador y a toda
Roma a una muerte inacabable mediante cuchillos que cortan pero no matan.
Junto a ellos, el oficial romano Corvo estaba de pie, blanco como el mármol, e
inmóvil como él. Breaca se acercó a Corvo al doblar la esquina, de modo que las
maldiciones susurradas de sus dos hijos mayores se mezclasen con el latín de sus
disculpas.
—Breaca… —le puso una mano en el brazo—. Debes creerme. No sabía que
estaban aquí.
Ella le creía, aunque solo fuera por la cara de náuseas que tenía. Era el olor lo que
las provocaba, tanto como la visión. Respirando solo entre los dientes, Breaca miró
más allá, a las cruces gemelas que habían visto desde la cima de la colina, y supo,
sintiendo un doloroso hueco en el abdomen, que Graine estaba equivocada, al menos
en parte, al decir que las cruces no habían probado la sangre todavía.
No era sangre humana, y la oveja que colgaba del brazo derecho de la cruz que
estaba más a la derecha no había muerto allí, sino en otro lugar, donde le habían
cortado la garganta y la habían despellejado, de modo que su carne rosa se mostraba
desnuda de una forma que al principio parecía humana. Había sido desventrada
también, para evitar que el gas de la putrefacción la hinchase, pero no de una forma
muy limpia, ni recientemente, y los churretes de intestinos verdosos colgaban medio
podridos del hueco abierto en su vientre.
Se balanceaba lentamente en el viento, haciendo girar la cuerda, de modo que
Breaca vio más tarde lo que Cygfa y Cunomar habían visto ya: que a cada lado de su
pecho, grabada con un hierro al rojo, la marca de serpiente-lanza de la Boudica se
alzaba sobre el águila de Roma.
Graine se mareó.
De los tres hijos de la Boudica, la más joven era la que había permanecido más al
resguardo de la brutalidad de la guerra. Enfrentada con su evidencia como nunca
antes lo había estado, hubo un instante breve en que luchó por comprender, y luego
vomitó violentamente en el barro, a los pies de Corvo.
—Lo siento.
Corvo lo dijo de nuevo, en iceno y en latín.
—No sé quién ha hecho esto, ni por qué, y cuando lo averigüe habrá una
investigación. Juro que si lo hubiese sabido no te habría traído por este camino. O
habría encontrado una forma de advertirte. Lo siento de verdad.
Se arrodilló, ofreciendo agua de un frasco que llevaba atado a la cintura a Graine,
que sollozaba, y atrayendo la atención de aquellos que iban delante y detrás. Su
conmoción era auténtica, pero algo exagerada para apartar las miradas de Cunomar y
Cygfa, que estaban de pie y juntos, sin saber cómo reaccionar en un mundo que de
repente se había vuelto inestable.
Breaca se habría acercado a ellos, pero al hacerlo habría atraído más la atención.
Dejó que Corvo atendiese a Graine y aceptó sus disculpas y consiguió sonreír al

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secretario del gobernador que le traía las humildes disculpas de su amo y su deseo de
que su familia se sentase pronto en el teatro, donde podrían quedar al resguardo de
una fealdad que no tenía ninguna relación con ellos.

Tres centurias de legionarios permanecían de pie y en fila alrededor del arco lleno de
gradas del teatro, y formaban unas avenidas que conducían hacia las muchas entradas
y escaleras. Breaca y su familia llegaron tarde, los últimos de unos pocos rezagados
que hacían el viaje desde el foro. Delante de ellos, entre un mar de humanidad
parloteante, ochenta delegaciones con sus familias, amigos y séquitos demostraban
que se encontraban muy a gusto en compañía de los romanos.
Era imposible que no hubiesen visto la oveja colgada, símbolo de cobardía e
incapacidad de luchar, pero decidieron no hablar de ello; por el contrario, la charla
era llamativa y pragmáticamente comercial. Tras la pesada dignidad de las
ceremonias anteriores, aquella reunión en el teatro tenía la sutileza de un mercado de
ganado. Los contratos que se hacían y se rompían allí eran igual de vinculantes que
los que se habían atestiguado bajo la ley romana a lo largo de la sesión matutina.
Tago ya estaba allí; en aquel mundo, él florecía. La falta de un brazo en aquel
lugar nada importaba, y se veía fácilmente compensada por una mente rápida y la
capacidad de hacer tratos perspicaces. Tal como se pretendía, la belleza de la factura
de su regio brazalete captaba la atención general, y le había colocado aparte de otros
reyes amigos, de modo que su monopolio de vinos romanos y olivas de Grecia no se
había roto.
Breaca y la ahora silenciosa Graine fueron conducidas a su lado y, mientras
Cunomar y Cygfa se unían a ellos, se complació en presentar a su familia al maestro
albañil de Iberia que había diseñado y estaba construyendo el templo de Claudio, al
calvo comerciante de vinos galo que era el tercer magistrado de mayor rango de la
ciudad, y que había subvencionado el coste de una centésima parte de la construcción
del templo hasta la fecha, y por último, y con la mayor efusión, al alto y canoso físico
griego a quien había divisado esperando junto a las escaleras hacia la hilera central de
asientos.
El físico era uno de los pocos hombres a quien respetaban por igual Roma y las
tribus. Tago le saludó extasiado.
—¡Teófilo, qué alegría! No pensaba que nos regalarías con tu presencia en una
ocasión tan informal.
—¿No? ¿Cómo no iba a asistir cuando va a morir uno de mis antiguos pacientes?
—Teófilo no le devolvió la sonrisa. Su aguda mirada de halcón se dirigía
exclusivamente a Breaca—. Ésta debe de ser tu nueva esposa. Me siento muy
honrado al conocerla. ¿Me permites?
Se inclinó, sin esperar a que se completaran las presentaciones formales, y cogió
la mano de Breaca, colocándole los dedos en la muñeca. Ella notó que hurgaban en la

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superficie de sus pensamientos, de forma bastante similar a Airmid o más
recientemente a Graine, y un tirón en el costado que era exactamente como el primer
toque ligero de los dolores del parto, y luego la seca mano se retiró y el físico le hizo
otra reverencia.
—Señora, yo había pensado ofrecerte mis servicios por si te encontrabas alguna
vez cerca del parto, pero veo que no será necesario. Mis mejores deseos para ti y tus
tres bellos hijos. Te honran a ti y a su padre —saludó por turnos a Graine, Cunomar y
Cygfa, y el color volvió un poco a cada uno de ellos sin que se intercambiaran
palabras.
Si su propósito era aplastar al rey de los icenos, lo había conseguido. Con unas
breves frases, las esperanzas de Tago de fundar una dinastía habían quedado en
evidencia, mostrando y mostrado al mundo su imposibilidad. Él abrió la boca y, como
un pez, la volvió a cerrar. Sus ojos vagaron por la multitud, buscando si alguno de sus
rivales estaba lo bastante cerca para oírlo. Pero no encontró ninguno y llamó a
Cunomar y Cygfa para que le siguieran.
Sola, Breaca dejó a Graine en el suelo, donde la niña podía irse tranquilizando, y,
captando el susurro de una idea, dijo:
—Me he encontrado esta mañana con un viejo amigo, con un vendaje nuevo en la
cabeza. ¿Se lo pusiste tú?
La lenta sonrisa de Teófilo fue brotando de su mirada impasible.
—Sí, fui yo. Si es un amigo de verdad, eres afortunada.
—Eso parece. ¿Es amigo también de ese paciente tuyo que va a morir? —el
crucifijo hería los rincones de la mente de Breaca. Ningún hombre, ni romano ni de
ningún otro tipo, se merecía una muerte semejante.
—¿El excenturión Marcelo? No, claro que no. Ése es hombre de pocos amigos y
muchos enemigos.
—¿Y el que tenga pocos amigos basta para condenarle a muerte?
—Sí, si ha cometido el error de asesinar a un hombre inocente ante testigos. Su
muerte será un ejemplo que demostrará que los romanos no están por encima de la
ley. Se supone que tú debes aprobarlo.
Graine tenía razón, pues, al menos en la primera parte: «no son para nosotros.
Morirán un guerrero de las tribus y un romano, y ambos están ya en prisión». Breaca
dejó que la comprensión asomara en su rostro.
—En ese caso, estoy segura de que lo aprobaremos, aunque yo preferiría que los
niños no tuvieran que presenciarlo. Supongo que se espera que tú lo desapruebes, y
por lo tanto puedes pedir retirarte antes que nosotros. Quizá, si hay tiempo, más tarde
podríamos vernos… ¿O podrías visitarnos en nuestros territorios? Tengo una amiga
que se alegraría mucho de conocerte. Posee ciertas aptitudes con los partos, pero
siempre se puede aprender más.
—Sí, eso es verdad —los ojos de Teófilo se iluminaron como lo habrían hecho los
de Airmid si la oferta se la hubiesen hecho a ella. Tocó con un dedo el caduceo que

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colgaba de una correa en su cuello—. Me sentiría muy honrado. El hospital está en la
zona sudoeste de la ciudad, a dos manzanas de distancia de la mansión del
gobernador. Pregúntale la dirección a cualquiera, y cuando llegues allí, busca a Nero
y dile que estás allí por invitación expresa de Teófilo de Atenas y Cos. Recuerda eso,
Atenas y Cos. Si dices las dos cosas, te dejará entrar.

Vestidos con sus togas, sus túnicas ribeteadas o sus mantos tribales (muestras visibles
de la afiliación del portador a Roma o su falta de ella) tres mil parloteantes
ciudadanos de Camulodunum, pavoneándose, llenaban las gradas del teatro cuando el
gobernador dirigió a sus funcionarios hacia los asientos reservados en la hilera más
baja de las gradas. Breaca y su hija se sentaban a mano izquierda del gobernador, y
Tago al otro lado.
El aire del teatro estaba quieto, y era caliente y fétido. El sol primaveral pasaba
por encima de la parte superior de los muros de mármol y arrojaba la luz
directamente hacia el semicírculo de arena que separaba los asientos del escenario de
madera que había enfrente.
Una hilera de mesas a la izquierda del escenario exhibía los regalos de los
delegados al gobernador. El sol los inundaba todos, puliendo el metal, ya bien
bruñido, hasta conferirle un brillo cegador. Una cratera de oro inmensa ostentaba la
marca atrebate de Berico del roble combinado con el águila de las legiones. Al lado,
las lanzas de Breaca en su caja parecían pequeñas y poco notorias. Más allá, un par
de broches de esmalte rojo y amarillo y una torques de oro hueco mostraban el estilo
fuertemente romanizado de los herreros belgos de Cogidubno. Una vaina de cuchillo
de piel teñida, un cinturón, un juego de arneses y un manto recién tejido de color
verde musgo completaban los regalos de los belgos. Al final de la mesa, muy cerca de
la audiencia, un tablero cuadriculado de madera pulida de dos colores tenía encima
un juego de fichas azules y amarillas, colocadas en fila a cada lado. No estaba en la
mesa del foro, cuando se presentaron los regalos por primera vez.
Desde detrás de Breaca directamente, Corvo dijo, pensativo:
—Alguien le ha regalado al gobernador un juego de la Danza del Guerrero.
¿Supones que sabrá jugar?
Sin volverse, ella respondió, como si se dirigiese a Graine:
—Espero que uno de sus asistentes le enseñe. Sería una habilidad muy útil para
un hombre que debe gobernar a las tribus. Si es capaz de pensar con la astucia de
Cunobelin, la guerra sería una cosa del pasado.
—Veré qué se puede hacer —Corvo sonreía, ella lo notaba en su voz. Y luego, sin
humor—: Ahora pasarán cosas desagradables. Sería mejor adoptar un aspecto
impasible.
El físico le había hecho la misma advertencia, y con el mismo espíritu. Breaca se
inclinó a ajustar el manto de Graine y le susurró:

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—Van a crucificar a un hombre. Un romano. Uno de los que tenían en la prisión.
Haremos lo que podamos para enviar su alma de vuelta a casa, pero no debemos
hablar en voz alta, ni quejarnos al gobernador.
Graine asintió. Desde el primer momento en que se sentó, miró al frente, a la
plataforma de roble que tenía delante. Ahora, preguntó:
—¿Dónde están las puertas por las que traerán a los prisioneros?
—No lo sé. No estoy segura de que haya puertas —Breaca miró al lugar donde
miraba su hija. Unas tablas de roble muy finas formaban un suelo bastante ruidoso
para el escenario. Las cortinas de color amarillo trinovante se recogían a ambos lados,
ocultando las alas. Un mural multicolor pintado en la pared posterior mostraba
escenas de faunos que tocaban la flauta, retozando junto a una cascada con ninfas
andróginas y contemplados por un dios en forma de toro paciendo. Si había puertas,
las chillonas curvas y brochazos de la pintura ocultaban sus líneas—. ¿Estás segura
de que hay puertas?
Graine frunció el ceño.
—Eso creo. He soñado algo como esto, pero a lo mejor no era aquí.
Alerta, Breaca preguntó:
—¿Qué ocurría en tu sueño?
—Alguien moría. Queríamos detenerlo, pero no podía ser. Cunomar se sentía
muy desgraciado.
Cunomar había pasado todo el invierno sintiéndose «desgraciado», y el efecto en
los demás no había sido bueno. Ahora se sentaba junto a Tago a la derecha del
gobernador. Breaca miró a su hijo y éste le devolvió la mirada y levantó la mano,
saludándola. Ella deseó, por su bien, que Eneit hubiera estado allí para quitarle la
amargura de tener que sentarse al lado de Tago. Ella sonrió, animándole, y vio que él
aceptaba la sonrisa de buen grado.
A Graine le dijo:
—Cunomar odia la injusticia; es su mayor fortaleza. ¿Por qué no vas con él ahora
y le dices lo que has soñado? Y recuérdale que somos invitados aquí, y que no
debemos interferir con la justicia del gobernador. ¿Puedes hacerlo?
Graine frunció el ceño otra vez.
—¿Habla iceno el gobernador?
—No lo creo, pero ten cuidado, por si lo habla. No digas nada descortés. Nosotros
somos invitados suyos.
Aunque era una niña solemne y atenta, Graine podía mostrarse juguetona cuando
aquello convenía a su voluntad o a la de los dioses. Alegremente, fue correteando y
trepó a las rodillas de su hermano, le tiró de la oreja y dijo, susurrando en latín en voz
bastante alta, que tenía un secreto para él. Sorprendido, él la abrazó e inclinó la
cabeza, de modo que, bajando la voz, ella pudo decirle algo al oído. Los que la
pudiesen oír captarían lo suficiente de la historia que siguió para saber que ella había
regalado su yegua color castaño, que era regalo de su madre, a un hombre muy

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amable que en tiempos conoció a su tío, pero después de eso se perdió la coherencia
en un fárrago de excitado e incomprensible parloteo infantil que solo uno educado en
Mona podía haber entendido quizá, y solo si hubiese estado inadecuadamente cerca
de los dos.
Al final, Graine se retiró y, sonriendo, besó a su hermano en la nariz. Cunomar se
sonrojó y apartó la cabeza, y luego se calmó y le devolvió el beso. Dos docenas de
adultos, que les contemplaban, casi todos padres, recordaron la niñez y su feliz
libertad, y desearon para ellos mismos y sus hijos la misma liberación.
Graine se bajó de las rodillas de su hermano. En el camino de vuelta a su madre,
dio unas palmaditas en la pierna a su padrastro al pasar, y sonrió deslumbrante al
romano extraño y de cabello gris que gobernaba su tierra.
El gobernador se volvió a su izquierda.
—Una niña encantadora. Realmente, tienes mucha suerte, señora.
Breaca dijo:
—Muchas gracias. Nuestros dioses no nos habrán abandonado mientras los niños
puedan reír aún.
Sonó un cuerno en algún lugar, cerca. Los tambores le respondieron. Y un súbito
cambio en el escenario demostró que Graine tenía razón, al menos en la primera parte
de su sueño. Se abrió una puerta cortando por la mitad el mayor de los faunos
bailarines del mural de la pared del escenario.
Un destacamento de veteranos retirados, gloriosos con sus viejos uniformes de
gala, marcharon por el escenario, dieron la vuelta y sacaron sus armas de forma
sincronizada y, elevándolas, formaron una avenida de espadas cortas levantadas. Las
puntas entrechocaron con un ruido como de címbalos al unirse, como contrapunto a
la resonancia del escenario. A través de aquella avenida de brillante violencia,
marchando lentamente, como si se dirigieran a un funeral, dos de los guardias de la
escolta personal del embajador acompañaron a un prisionero, a quien solo hacían
diferente las cadenas de sus muñecas. En un acto de calculado desafío, o de
solidaridad, el hombre iba vestido con su uniforme de gala, idéntico a los veteranos.
El efecto era espectacular. Cada paso hacia delante mostraba al prisionero como
un hombre de gran valor, que había servido a su dios y al emperador con excepcional
valentía y que ahora estaba preparado para sufrir martirio por el bien de su
gobernador. El excenturión Marcelo quizá no tuviese muchos amigos, pero había
muchos hombres junto a los cuales había luchado que no aprobaban su uso como
arma política, y que no deseaban verle abandonado in extremis.
Los trinovantes que se encontraban entre el público tenían menos escrúpulos. Por
mucho afecto que sintieran por Roma y sus instituciones, Marcelo había sido odiado
universalmente. Un lento y bajo murmullo se extendió por todo el arco del teatro,
aprobando el estatus del hombre como prisionero y desaprobando los sentimientos de
los veteranos. Alguien golpeó con el pie en el suelo y el ritmo se convirtió,
lentamente, en la canción de muerte de los trinovantes, un intrincado tamborileo de

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golpes largos y cortos que se aprende desde la cuna o ya no es posible aprenderlo.
Otros les siguieron también, y el golpeteo se extendió por todo el arco, un redoble
apagado que podía haber procedido de unos tamborileros junto al río, pero su
balanceo se contagió a todos los bancos a medida que los cuerpos seguían el ritmo.
El sonido se fue elevando hasta alcanzar un punto álgido y luego cesó de pronto,
y nadie supo quién había dado la orden. No era un acto de hostilidad abierta; se podía
aducir que habían hecho un gran honor a aquel hombre, pero la verdad es que no
parecía nada honorable. El miedo se extendió tardíamente por el teatro, a medida que
aquéllos que tenían más que perder por el comienzo de las represalias se daban
cuenta de lo que habían hecho y empezaban a hablar, demasiado fuerte y demasiado
tarde, para disimularlo. Al final también todo eso se esfumó.
Se había creado una tensa atmósfera de espera. Si hubiese habido pájaros posados
en los altos muros del teatro, habrían contenido el aliento y aquietado Su vuelo y
aguardado.
Se dio una orden en latín. Los dos oficiales jóvenes de la guardia llevaron a su
prisionero hacia delante, hasta el borde delantero del escenario. Los tres hombres
saludaron.
El gobernador se puso en pie para devolver el saludo. Nada cambió abiertamente
en su porte, pero, en el silencio que aguardaba su discurso, tres mil hombres y
mujeres de las tribus, los veteranos que esperaban y una docena de oficiales visitantes
recordaron que había dirigido a dos legiones en una larga campaña de verano y que
sabía exactamente lo que era ser soldado en el campo de batalla.
Su voz había dirigido ejércitos en el caos de la guerra, y la acústica del teatro era
la mejor que habían podido conseguir los ingenieros del imperio, sin par en cualquier
campo de batalla. Cuando habló, les pareció a aquellos que estaban en las gradas más
lejanas, así como a los que estaban delante, que apenas alzaba la voz y que sin
embargo les hablaba directamente a ellos.
—Marcelo, veterano de las legiones, antiguo centurión de la segunda cohorte, de
la Novena legión, receptor de tres coronas por su valentía en combate, se te acusa del
asesinato de Rithico, guarnicionero y granjero de tus tierras. Tres testigos lo
certifican, dos de ellos ciudadanos, y otro un hombre de las tribus de toda confianza.
Tu culpa no admite duda alguna. Se ha dictado sentencia. Morirás hoy, a la vista de
aquellos a quienes has dañado. Tienes derecho a hablar antes de que se lleve a cabo la
sentencia. ¿Deseas hacerlo?
—No. Pero te demostraré quién es aquél a quien así sentencias.
El escenario era solo para Marcelo. Para su última actuación, sus antiguos
camaradas de armas le dejaron todo el espacio que pudiera necesitar para desarrollar
su propio drama. Las filas que habían formado la avenida para su entrada dejaron las
espadas desnudas en pares cruzados en el escenario. Desde el asiento de Breaca, que
estaba bajo, en la primera fila de bancos, formaban un lago de acero bañado por el

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sol, y era difícil ver más allá de su brillo, Desde una posición más alta en las gradas
serían más simbólicas, un muestrario de armas de batalla, decorativas para la paz.
Marcelo no esperó a que se hiciera el silencio, sino que sencillamente, sin drama
alguno, se dobló por la cintura, puso las palmas en el suelo y se retorció de modo que
su cota de malla se volvió y se deslizó por encima de su cabeza; una piel acorazada,
formada por eslabones brillantes.
El tintineo del hierro que golpeaba en el hierro resonó desde el escenario mientras
el antiguo centurión se arrodillaba y colocaba bien la cota de malla, como habría
hecho después de un día de campaña. Debajo llevaba una sencilla túnica de lana con
un cinturón para ceñirla. También se la quitó, la dobló y la puso en el suelo encima de
la cota de malla. Nadie se movió para detenerle.
El prisionero se puso de pie de nuevo y así resultó obvio que había pasado gran
parte de su vida caminando al sol sin túnica. Ya no estaba muy en forma: el vientre le
colgaba por encima del cinturón, con la mitad de la medida, más o menos, de una
mujer encinta, pero no siempre había sido así. Las cicatrices de su pecho eran muchas
y diversas; a través de los años de servicio, había recibido o no había conseguido
evitar espadas, lanzas y flechas. La marca del toro en el centro del esternón era vieja,
y se había ido difuminando con la edad. Su presencia explicaba quizá la libertad que
se le había dado hasta el momento para su exhibición.
Levantando los brazos, Marcelo empezó a girar describiendo un lento círculo, de
modo que los que tenían experiencia en combate (el gobernador, sus oficiales, los
guerreros de las tribus) pudieran ver que no tenía cicatrices en la espalda. Nunca se
había retirado, o, al retirarse, nunca se había encontrado con aquellos que podían
atraparlo. Sin duda habría preferido que se creyera lo primero.
El círculo era casi completo. Los hombres que estaban en el escenario con él
habían visto la larga línea que tenía debajo de la axila izquierda, y recordaban el día
en que sufrió la herida, y recordaron también las batallas que habían librado con
Marcelo al frente. Solo uno de los oficiales de la guardia vio el peligro, pero
demasiado tarde para actuar. Su grito solo sirvió para realzar más el clímax del drama
del prisionero.
Al cerrar casi el círculo, Marcelo se arrojó hacia abajo y hacia un lado,
estirándose para alcanzar la hilera de espadas cortas cruzadas que yacían olvidadas en
el escenario. Su mano abierta conectó con la empuñadura de la más cercana, la arrojó
hacia atrás con un movimiento muy practicado que le volvió a poner en pie al
momento, ligeramente jadeante, pero armado, en compañía de quince hombres, solo
tres de los cuales tenían la presencia de ánimo suficiente para detenerle y recoger sus
propias armas.
Si el silencio de antes fue educado, ahora estaba cargado con el poder destructor
de un rayo. Tres mil hombres y mujeres contuvieron el aliento a la vez. Los guerreros
tribales que habían librado decenas de batallas fueron a coger las armas que no se les
permitía llevar y dejaron caer sus manos vacías e inútiles a los costados. Breaca oyó

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que Corvo se levantaba y empezaba a abrirse camino entre los asientos y bajando por
el pasillo. Otros dos oficiales de las legiones hicieron lo mismo; esos hombres se
habían seleccionado por su pericia para equilibrar la política y la guerra, y actuar
adecuadamente. Se podía confiar en que contendrían aquella situación.
Marcelo les vio venir. Levantó el arma y saludó a cada uno de ellos por su
nombre.
—Valerio Corvo: nunca olvidaré tu carga contra el fuerte en la colina de los
durotriges. El dios lo vio aquel día, y volverá a oírlo de mis labios. Cornelio Pulquer:
he oído hablar de tus acciones contra los guerreros del oeste. Tú prevalecerás en el
tiempo, te lo aseguro —su mueca de desdén decía lo contrario. El desdén desapareció
al volverse a mirar al último de los oficiales, un anciano centurión de cabello blanco
de la Novena legión que parecía lo bastante viejo para recibir una pensión de
veterano. Ante él, Marcelo se inclinó—. Rutilio Albino, primer padre bajo el dios. Le
daré tus saludos como te entrego mi honor, mi juramento y mi vida.
Albino al fin vio lo que se avecinaba. Con un chasquido que sonó como un trueno
desenvainó su propia espada y levantó el brazo como saludo, exactamente en el
momento en que Marcelo volvía el pomo de su espada robada y, sin error ni duda
alguna, la introducía en su propio pecho, a un ancho de mano a la izquierda de la
marca del dios toro. Con su último movimiento consciente se arrojó hacia delante, de
modo que se pudiera decir que se había caído sobre su propia espada y pudiese acudir
con honor ante su dios.
Murió antes de que el primero de los oficiales le alcanzase en el escenario.
Acudieron lentamente, entorpecidos por su propio miedo. Con algunos gobernadores,
ellos habrían reemplazado a Marcelo en la cruz por permitir a un prisionero escapar
de su propia ejecución. Las legiones no miraban con demasiado favor a los hombres
que no conseguían cumplir con su deber.
El primero de ellos se arrodilló, sus dedos se apoyaron planos en los grandes
vasos sanguíneos del cuello del prisionero, buscando señales de vida que nunca
encontraría. Queriendo resultar útil, sacó la hoja del pecho sin vida y liberó así el
océano de sangre que esperaba dentro. El escenario de roble la absorbió, sediento. Al
verlo, la voz conjunta de la audiencia se liberó, creando una confusa oleada de
sonidos de asombro.
El gobernador no era de los que se complacen en las muertes innecesarias de sus
hombres. Un breve movimiento de su cabeza captó la atención del anciano centurión
de la Novena.
—¿Albino? Este hombre era de los tuyos, creo. Por favor, que se lo lleven de ahí.
Es posible que los veteranos quieran reclamar su cuerpo.
Con presteza debida a la práctica, los hombres mayores que estaban en el
escenario formaron una guardia de honor y se llevaron el cuerpo del hombre a quien
habían respetado, aunque no querido.

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En la muerte, el recuerdo de Marcelo se transformó y pasó de ser un oficial
ansioso de batallas, borracho y pendenciero a un héroe que hablaba y decía lo que
pensaba cuando todo a su alrededor permanecía mudo. Pero ahora, simplemente era
un cuerpo que chorreaba sangre y fluidos apestosos en el escenario nuevo del
gobernador. Los veteranos formaron una litera con dos escudos y se lo llevaron,
haciendo lo posible por disimular el desastre. Un sirviente con traje tribal volvió poco
después con arena tamizada y la vertió encima, empapando lo peor. En la tierra que
había debajo, otros dos pasaron un largo rastrillo y alisaron los restos salpicados en la
arena más pálida que llenaba el semicírculo entre la primera fila de asientos y el
escenario.
Breaca vio que Corvo volvía a su asiento. Su rostro estaba impasible, pero sus
ojos contenían una advertencia: «hay más. No te relajes todavía». Ella se puso a
Graine encima de las rodillas y dijo, bajito:
—Creo que ahora hay un descanso. ¿Necesitas salir?
La niña meneó la cabeza negativamente. Breaca se inclinó a besarla y dijo, con
más suavidad aún:
—¿Esto es lo que soñabas que ponía furioso a Cunomar?
—No, todavía no, pero estaba ahí, en ese lugar —titubeó—. A lo mejor no es
hoy…
—Entonces, debemos esperar a ver. Si ocurriera algo malo, ¿me lo harás saber a
tiempo?
—Lo intentaré.
Si Graine no precisaba salir, muchos de los adultos que habían bebido vino
aquella mañana sí que lo necesitaban. Hubo rumor de pies y cambio de asientos
mientras hombres y mujeres pasaban por las largas escaleras que conducían abajo, a
la parte trasera del teatro, desde las filas de bancos superiores. Breaca sujetó a Graine
y se puso a hablar de cosas sin trascendencia con Cygfa, mientras Tago regalaba al
gobernador su mejor relato de la caza de jabalí con la que él y Duborno habían
celebrado juntos su paso a la edad adulta.
El gobernador, que casi con toda seguridad ya había oído antes aquel relato, u
otros semejantes, mostraba una total concentración, y solo alguien que le vigilase tan
estrechamente como Breaca habría visto la señal a los oficiales en las partes laterales
del teatro, que ordenaban el inicio de la siguiente fase de la exhibición de aquella
tarde.
Las filas de asientos aparecían llenas de nuevo y tranquilas. Un cuerno llamaba a
la calma. El gobernador se puso de pie y entró en la zona central de arena recién
rastrillada, tan visible desde la fila superior como cualquier otro hombre del
escenario. Se había despojado de su manto, dejándolo en el asiento cuando se
levantó, de modo que su armadura recibía todo el resplandor del sol de la tarde, e
iluminaba su rostro hasta convertirlo en oro plateado. Un soñador, al hacer tal cosa,
habría sabido cómo usar el impacto para atraer a la gente hacia los dioses. El

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gobernador de Britania, que era romano, guiñó los ojos y colocó su rostro en un
ángulo distinto para evitar el resplandor.
—Guerreros de los trinovantes, de los icenos, de los atrebates, de los belgos…
Toda la multitud dio un respingo. No hablaba latín, cosa que ya era una primera
sorpresa. En menos de un año había aprendido una versión aceptable del dialecto de
los trinovantes que ya era familiar en todo el sudeste, y les había llamado además
guerreros, y esa era la sorpresa mayor.
Su sonrisa los incluía a todos.
—Hoy hemos visto que la justicia romana es imparcial, que es el justo brazo del
emperador distante, atraído cerca. Protege a los débiles y contiene a los que son
demasiado fuertes, permitiendo a todos que prosperen por igual, sin temor a la muerte
o al sufrimiento.
»Sin embargo, para que funcionen con justicia, las leyes del emperador se deben
observar escrupulosamente. Podemos ser indulgentes y permitir a cualquier persona
que continúe sus ritos y ceremonias ancestrales en paz. Nuestros dioses no tienen
nada en contra de los vuestros; en los cielos, todos los dioses viven juntos con respeto
mutuo. Nuestras leyes no tienen nada en contra de las vuestras, excepto en aquellos
puntos en que unas se superpongan con las otras.
Lo dijo de una forma muy suave, de manera que solo un patán pudiese tomárselo
como un insulto: «formamos parte de vosotros; nuestras leyes tienen prioridad sobre
las vuestras, y el mundo es un lugar mejor gracias a ese hecho».
Tranquilizando su mente para que los ojos no la traicionasen, Breaca notó que
Graine se bajaba de sus rodillas.
El gobernador no vigilaba los movimientos de los niños. Su mirada erraba por
encima de aquellos cuyas vidas más habían cambiado, y que podían sentirse
resentidos: hombres de los trinovantes que habían sido obligados a financiar el
templo que requería el emperador Claudio, y ayudar a su construcción; guerreros de
los cantiacos y los coritanos y los catuvelaunos que habían luchado contra las
legiones y podían tomar las armas de nuevo contra ellas, si tenían buenos motivos
para hacerlo; los icenos, que se habían rebelado ya una vez y podían volver a hacerlo
de nuevo.
Hablando para la mayoría de ellos, dijo:
—Así que, cuando uno es descubierto desobedeciendo abiertamente la más básica
de nuestras leyes, leyes pensadas para la protección de todos, entonces debemos
actuar con rapidez y sin contemplaciones, como hicimos con el excenturión Marcelo.
Se dio una señal. Los tambores señalaron la llegada de un nuevo prisionero. Se
abrió una puerta en el escenario. El gobernador dijo:
—Y se ha encontrado a alguien así. Fue capturado en posesión de un arma de una
longitud y tamaño prohibidos por la ley, y cuando se le requirió, atacó a nuestros
hombres, matando a dos e hiriendo a otro de tal modo que nunca más volverá a

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luchar. Solo por eso debe morir. Por las dos cosas, debe enfrentarse al castigo más
duro.
La sincronización era perfecta, de modo que seguramente la habían practicado.
Sus últimas palabras llegaron a las gradas superiores y los que estaban sentados en
ellas captaron la primera imagen de aquel hombre de las tribus que había
desobedecido las leyes romanas y había sido capturado haciéndolo. El prisionero no
podía caminar sin ayuda. Dos nuevos oficiales de la guardia, mayores y más expertos
que los que habían salido antes, le pasaron a pulso por la puerta del fauno hasta el
escenario, y le sujetaron bien erguido, desnudo y ensangrentado, a plena vista de las
gradas delanteras. En el primer impacto que causaba su visión lo único que se podía
decir era que se había resistido a ser arrestado, o le habían pegado gratuitamente, o
ambas cosas.
Uno de los oficiales cogió al prisionero por el cabello y le obligó a levantar la
cabeza, y se vio entonces que tenía la nariz rota, que un ojo estaba hinchado hasta
formar una masa sanguinolenta de un rojo amoratado, un corte de espada le corría por
un antebrazo y tenía un dedo roto y formando un ángulo imposible. El brazo
izquierdo, pegado al costado de una forma extraña, sugería una segunda herida allí, o
una hemorragia interna. Su aliento era jadeante, y no mostraba señal alguna de saber
dónde se encontraba.
Breaca notó primero todas esas cosas; el examen rápido como un parpadeo del
guerrero en el campo de batalla que intenta averiguar si el herido puede seguir
luchando. Éste nunca volvería a luchar si no se le daba tratamiento urgente, y Roma
no perdía el tiempo de sus físicos con los prisioneros condenados. Lo mejor que se
podía decir, pues, era que, aunque le clavasen a una madera, su muerte no se haría
esperar más allá de la puesta de sol.
Una parte pequeña y sin voz de su interior celebró sus dos muertes, y buscó a un
soñador que pudiera, de forma igualmente silenciosa, empezar la canción de la
partida de las almas para uno que iba a morir en combate. Graine era la única
soñadora a su alcance, y no estaba ya sentada en su regazo, ni en el banco junto a ella.
Apartando sus ojos del escenario, Breaca buscó a su hija y la encontró sentada en
las rodillas de Cunomar, con sus pequeñas manitas fuertemente agarradas a las
muñecas del chico, y la cara junto a la suya, hablando con intensidad, tranquilamente,
en una corriente continua de instrucciones. Para un extraño, quizás incluso para su
padrastro, aquello no sería más que la continuación de los secretos susurrados antes.
Para Breaca resultó asombrosamente claro que Graine era lo único que evitaba que
Cunomar intentara un crimen y sufriese un destino idéntico al que le esperaba al
joven del escenario, porque era un joven, y no un hombre adulto; solo un muchacho
con el pelo corto y áspero, pegajoso por su propia sangre y la de los demás, con la
piel tostada, que se oscurecía con demasiada rapidez bajo el sol; con una cicatriz que
corría por su brazo izquierdo, desde el codo a la muñeca, donde Cunomar había

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asestado un afortunado mandoble antes de que su amigo del alma aprendiese a
defenderse como es debido.
—¡Eneit!
El nombre se escapó de su boca, sin querer. La cabeza del joven se volvió, muy
tiesa y con dificultad; el guardia todavía lo sujetaba por el pelo. Miró a Breaca con su
único ojo bueno y lentamente, de modo confuso, empezó a comprender dónde se
encontraba. Abrió la boca y la cerró de nuevo, ante la imposibilidad de hablar. Sus
ojos viajaron por las gradas, buscando a Cunomar, y al fin lo encontró. Su sonrisa era
privada, y portaba todos los mensajes posibles, desde la disculpa a la alegría del
guerrero que ha conseguido su primera muerte en combate. Por encima de todo ello
destacaban el amor y una pena insistente.
Sin duda alguna, era Eneit.

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XVII

Breaca se puso de pie en su asiento. Cygfa le cogió la muñeca con unos dedos fríos y
la sujetó. Desde atrás, Corvo dijo enérgica pero tranquilamente en iceno:
—No. Piensa. No puedes hacer nada.
Desde su derecha, el gobernador se volvió hacia ella y dijo:
—¿Le conoces?
—Excelencia, se trata de Eneit nic Lanis. Es iceno, hijo de una amiga.
Conocían los principios de la amistad, ella lo había notado. Sus ojos reflejaron lo
mismo, y una indecisión momentánea, y luego dijo:
—Lo siento, la justicia no conoce los lazos de la amistad. Marcelo también tenía a
algunos que le querían. El joven debe morir; eso no se puede cuestionar.
Antes había sido un diplomático, y luego fue un general. En aquella última frase
había una apertura. No había dicho «debe ser crucificado», aunque estaba claro que
habían planeado aquello.
Desde el regazo de Cunomar, en la lengua de Mona, Graine dijo:
—Éste es mi sueño. Su muerte puede ser tuya o de ellos. Tú debes decidir —dijo,
con ligereza, exactamente en el mismo tono en que le había hablado a su hermano de
que había regalado un caballo a un hombre muy simpático. Los imperativos de una
soñadora se llevaban a cabo de otras formas, más allá de las palabras.
Desde el otro lado de Breaca, Cygfa dijo:
—El gobernador ha dicho que respetaba nuestras leyes. Ofrécele el desafío de la
lanza de las osas. Tienes las lanzas dispuestas y esperando. La abuela no te hubiese
pedido que las hicieras sin un buen motivo. Puede ser éste.
«Confía —le había dicho Airmid cuando le hablaron de las instrucciones de la
anciana abuela—, confía en los dioses y en ti misma. Sabrás que está bien cuando
esté bien. Yo no puedo guiarte más allá de eso».
El frío invadió a Breaca, y un aguzamiento de los sentidos que llegó con el aliento
de los dioses. La voz de Airmid hizo eco desde el pasado distante de su juventud
compartida, olvidada desde hacía mucho tiempo: «Soñamos con su hijo. Lo mataron
uno de las tribus y uno de las legiones, y aquellos que podían haberlo evitado se
quedaron mirando y no hicieron nada». Se levantó y se desplazó hasta el espacio
abierto entre los asientos y el escenario.
Tago nunca había estado en Mona y solo comprendía por encima sus dialectos. El
gobernador se inclinó a hacerle una pregunta y él no supo responderla. Desde la arena
rastrillada frente a las gradas, a plena vista del teatro entero, Breaca habló por él.
—Mis hijas han sugerido que, ya que hemos visto la justicia de Roma hoy, quizá
para compensar, este hombre debería someterse a la justicia de las tribus. Este

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acontecimiento no tiene precedentes, pero hay paralelos dentro de nuestras leyes. El
desafío de las lanzas de las osas es similar a las pruebas que se hacen a nuestros
jóvenes que desean convertirse en guerreros, pero con importantes diferencias. En la
prueba de los guerreros, el joven debe arrojar a un blanco de paja. En el desafío de las
osas, el blanco es un guerrero vivo. Es una prueba de valor tanto para los que arrojan
la lanza como para el elegido para morir. Creo que eso podría ser adecuado hoy aquí.
Como el gobernador, Breaca estaba acostumbrada a dirigirse a miles de personas
en circunstancias mucho menos clementes. Sus palabras llegaron hasta las gradas
superiores, como habían hecho antes las del gobernador, pero daba la sensación de
que se estaba dirigiendo a un hombre solo, y que los otros estaban espiando una
conversación privada, de una forma que rompía los límites de la decencia. En todo el
teatro, los adultos se removieron y tosieron. Los niños más pequeños hacían
preguntas entre susurros.
Después de una pausa en la que se consideró, descartándola, una serie de
posibilidades, el gobernador hizo la misma pregunta:
—¿Cuál es la naturaleza del desafío de la lanza?
—Es una prueba de valor que se lleva a cabo en el punto culminante de la batalla.
Tres lanzas son dedicadas a Briga, que gobierna el resultado de la guerra. Se arrojan
dos a la vez por parte de unos guerreros que están en lados opuestos del conflicto. El
que golpea más cerca del corazón del que va a morir es el que cuenta la muerte para
sí, y al guerrero que la consigue, se le permite arrojar la última lanza.
Una ceja canosa se levantó un momento.
—¿A un guerrero muerto? No pensaba que las tribus se sometieran a un
simbolismo vacío, cuando sus vidas están inclinadas de forma muy clara hacia lo
práctico y funcional.
—No. En la forma original de la prueba, la tercera lanza se arrojaba al guerrero
que había fallado el tiro, el que no conseguía la muerte. Así, al empezar, ambos
sabían que se arriesgaban a la muerte, y tiraban lo mejor que podían, sin saber cuál
era la precisión del otro. Los dioses lo tomaban en sus manos y cambiaban el vuelo
de una lanza, o el guerrero condenado tropezaba o caía, de modo que una lanza bien
tirada, sin embargo, podía fallar.
—¿Y no debe estar atado?
—No. Él o ella deben estar de pie y enfrentarse a las lanzas que vienen. Así se
prueba el valor de un guerrero, y se le da una oportunidad de honrar a los dioses.
El gobernador la miraba con una intensidad que no había puesto en nada más
aquel día. Breaca dijo:
—Es una forma de decidir el resultado de una batalla con una mínima pérdida de
vidas. La tribu del guerrero que queda vivo se considera que ha ganado.
Suavemente, el gobernador dijo:
—Señora, tu gente y la mía ya no están en guerra.

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—No lo estamos. Las batallas ya se han celebrado, y el resultado no se pone en
duda. No hay precedente para esta situación en nuestros ritos, pero creo que
podríamos arrojar las lanzas por honor, y en celebración de los dioses, tanto los tuyos
como los míos. La tercera lanza se podría arrojar simbólicamente al cuerpo del
prisionero, como habías propuesto. Debe tomar parte en una muerte, o de otro modo
Briga quedaría deshonrada.
—Ya lo entiendo. Por supuesto, no deseamos en modo alguno deshonrar a una
diosa tan formidable —asentía, con la mirada fija en la de ella—. Quizá sea
afortunado que tengamos tres lanzas precisamente a mano. ¿Serían parecidas a las
usadas en esta prueba?
—Idénticas. Es el segundo uso que tienen las lanzas de garza de los caledonios.
—¿Y es una coincidencia?
No hablaban ya para la multitud. Breaca dijo:
—Excelencia, a los ojos de los dioses no hay coincidencias, pero yo juro en
nombre de todo lo que ambos consideramos sagrado que no tenía ni idea de que las
lanzas que yo realizaba, como regalo para ti, serían usadas hoy contra un miembro de
mi tribu. De no haberlo mencionado mi hija, no habría recordado que existía el
desafío de la lanza. Es algo de lo que hablamos en nuestras historias, pero no
practicamos. Se llevaba a cabo en tiempos de los antepasados, y solo raramente;
ningún ser vivo lo ha intentado, que yo sepa, ni remontándonos en el tiempo a tres
generaciones. Si el gobernador quiere honrarnos aceptándolo, estaría recreando una
de nuestras ceremonias más antiguas.
Levantó la voz solo un poco para pronunciar la última frase, pero el teatro estaba
muy bien construido y sus palabras hicieron eco en los muros posteriores y volvieron
de nuevo. Hombres y mujeres de las tribus que habían nacido en libertad recordaron
las sombras de los relatos de las abuelas. Pocos —prácticamente ninguno—
conocerían los detalles más profundos de una ceremonia llevada a cabo por una
distante tribu del norte, aunque los más astutos, sabiendo cómo obran las osas, podían
imaginarlos.
El gobernador de Britania era uno de los hombres más astutos de su generación.
Dijo:
—¿Se daba el caso de que los gobernantes de las tribus tomasen parte en esa
prueba? ¿O eran los campeones que se elegían?
—Podía ser cualquiera de las dos cosas. La decisión la tomaban los soñadores y
los dioses. Los tres que tomaban parte se elegían al azar.
—O sea que el que iba a morir no era necesariamente un prisionero ni alguien que
había transgredido la ley…
—No siempre. Era una posición de honor, tanto como las otras dos. El que moría
primero lo hacía llevando los mensajes de ambas tribus a los dioses. Por su integridad
se medían las vidas de los otros dos.

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Breaca hablaba de forma automática, sin elegir sus palabras. Su atención se había
trasladado casi por completo a Cunomar, que había dejado de luchar con Graine y
estaba de pie en su asiento, con su piel clara blanca como el hueso en la tarde, y los
ojos muy grandes y muy negros.
Con una voz seca y tensa que ella conocía íntimamente pero nunca había oído
antes en boca de su hijo, dijo:
—Si debe ser así, déjame que sea el que tire por los icenos.
Había arrojado la lanza sin oír la canción de su alma y no comprendía la carencia.
Eneit sí. La advertencia de su rostro funcionó, a pesar de los hematomas y los cortes.
Cunomar decidió no verlo y Breaca no podía explicar aquello en público. Los ojos de
su hijo la vaciaban, el brillo de su alma y el desesperado valor que había reunido para
hacer su propuesta en aquel lugar, entre aquella gente, y la convicción de que tendría
éxito. Su corazón se rompió ante aquella certeza, ante aquel orgullo y aquella
ignorancia, y el coste que representaría para todos ellos su fracaso seguro. Atrapada
en una oleada de dolor, no había pensado hasta el final cuál sería el destino de un
guerrero que fracasara en aquella prueba.
El gobernador esperaba, y su rostro era un modelo de curiosidad contenida.
Cunomar había hablado en iceno, que él debía de entender, al menos en parte. Breaca
no podía hablar en otra lengua sin levantar sospechas innecesarias.
Cunomar supo cuál era su decisión antes de que llegase. Con un valor
desesperado, olvidó sus últimos restos de orgullo y suplicó:
—Madre, por favor… Es su vida y la mía.
Ninguna batalla había resultado más dura. Sosteniendo la mirada de su hijo,
sabiendo lo que a él le iba a costar, Breaca dijo:
—No.
—¡Madre! ¡Es Eneit! No puedes dejar que estos impíos adoradores del toro hijos
de…
Tago le detuvo físicamente. A los ojos de Roma, aunque no fuese de los demás, el
rey de los icenos era el padre del muchacho, y era responsable de su conducta. Éste
colocó su mano encima de la boca de Cunomar, con mucha más fuerza de lo que
había hecho Graine, y con mucho menos amor.
—Excelencia… ¿puedo hacer una sugerencia? —la voz que procedía de las
gradas captó la atención de todos excepto la inmediata familia de Cunomar. Valerio
Corvo, prefecto de los auxiliares, pasó junto a sus compañeros y se adelantó hacia la
arena rastrillada, desde donde saludó al gobernador resueltamente. La venda de su
cabeza aparecía de color crema al sol, y la de la pierna estaba en sombra y parecía
gris.
Dijo:
—Excelencia, tengo entendido que, en tiempos de los antepasados, los soñadores
de la osa habrían designado a los que tomarían parte en esa prueba. A ningún soñador
se le permite ahora practicar sus habilidades, pero debemos mantener el honor de

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Roma y del emperador y nos corresponde a nosotros en este caso hacer todo lo que
podamos. Las lanzas de garza de los caledonios no tienen el mismo equilibrio que las
lanzas de las legiones. Su vuelo y alcance difieren, y las plumas que cuelgan de su
cuello las hacen exquisitamente sensibles a cualquier ráfaga de viento. Como sabes,
yo pasé un invierno y una primavera en esta tierra antes de la invasión, y por tanto
tengo alguna experiencia en el uso de las armas de guerra de los icenos, que son
similares. Por consiguiente, puedo ofrecerte mis servicios en este caso, como alguien
capaz de defender el honor de Roma.
Mientras hablaba, Breaca advertía a Corvo con la mirada. Él se había percatado
de la advertencia, pero había decidido ignorarla.
El gobernador juntó sus palmas y se dio unos golpecitos con las puntas de los
dedos en los labios. Si hubiese sido un guerrero, se habría podido pensar que pedía el
consejo de Briga, y que ella se lo daba.
Al final, dijo:
—Gracias por tu oferta y por los argumentos que la rodean. Acepto la primera
parte, el hecho de que esta prueba es honorable, y que ciertamente debe tener lugar.
También accedo en que no carece de peligros, tanto dichos como no dichos. Pero no
acepto tu segunda afirmación. Estás herido, y por lo tanto no eres adecuado para
representar a Roma.
Si le hubiesen dado una bofetada en el rostro Corvo no habría parecido más
conmocionado.
—Pero, excelencia…
—No. Con todo el respeto, prefecto, eres como el muchacho; ardiente y bien
dispuesto, pero ciego a tus propios defectos. Él es demasiado joven, y carece de
habilidad. Todavía no ha derramado sangre en el campo de batalla, y además su
afecto por el prisionero resulta demasiado evidente. Tienes la edad y la pericia
suficientes para cualquier tarea, no se me ocurriría sugerir lo contrario, pero hace
menos de un mes que recibiste unas heridas que casi te matan. Todavía llevas las
pruebas en tus vendajes, y para aquellos que te conocen, se ve aún más claro en tu
forma de andar y de mover la cabeza cuando crees que estás solo y nadie te observa
—inesperadamente, se volvió y se dirigió a alguien que estaba detrás, en una grada
—. ¿Teófilo? En tu opinión, ¿el prefecto se encuentra en condiciones de adoptar un
papel equivalente al combate en batalla?
El físico negó con la cabeza, apartando la vista de Eneit.
—No, en absoluto.
—Gracias —el gobernador se puso de pie y se convirtió en un hombre más joven,
que olía a combate y a ansiedad. Le dijo a Breaca—: Tus dioses no son los míos, pero
vivían en esta tierra mucho antes de que llegásemos nosotros, y seguirán aquí mucho
después de que todos seamos polvo y cenizas. Los honraremos con nuestro mejor
empeño. Yo mismo creo ser capaz de ello. ¿Debo interpretar que tú representarás a
los icenos, de entre los cuales viene el prisionero? Puedo asegurarte que en este lugar

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y este momento tienes mi permiso para coger y arrojar un arma de un tamaño
prohibido para las tribus.
—Gracias. Sí, representaré a mi pueblo.
Sus palabras resonaron en todo el teatro. Al final del día, se habrían extendido
entre los trinovantes que no se hallaban presentes, y a final de mes, entre las tribus
que había más allá. Si Breaca había querido poner en juego su lugar como guerrera
sin mencionar en voz alta el nombre de la Boudica, lo había conseguido.
«Dales ánimos y vencerás». Ofreció una plegaria al dios para que fuese así, y con
toda seguridad.
Hubo un movimiento entre las filas de bancos junto al gobernador. Cygfa habría
querido tirar por los icenos, pero no se había atrevido a decirlo. Cunomar luchaba
contra su padre, y le mantenían callado. Sus ojos chillaban con una angustia sin fin a
su madre. De sus hijos, solo Graine, con una sonrisa tímida, lo aprobaba.
Desde el escenario, Eneit, de quien se habían olvidado por completo, dijo
ásperamente:
—Gracias.

Había espacio suficiente en el semicírculo entre los bancos y el escenario para que el
gobernador se alejase treinta pasos de un extremo y marcase una línea en la arena con
el tacón de su bota. Unos nuevos guardias, convocados mediante un gesto, hicieron
salir al público de las filas de bancos del extremo este del teatro, no fuese que una de
las tres lanzas volase por casualidad demasiado alto o hacia un lado y acabara
probando la sangre de un espectador.
Eneit fue desatado y escoltado hasta su posición por uno de los oficiales de la
guardia. Breaca le siguió, manteniéndose detrás hasta que le soltaron. Ella no era una
soñadora, y su recuerdo de los ritos no era perfecto. Habría querido preguntarle los
detalles a Airmid, que estaba a medio día de galopada rápida de distancia, o a Graine,
que tenía que quedarse con Cunomar, y por tanto también resultaba inaccesible.
«Confía en los dioses y confía en ti misma. Sabrás lo que es correcto». Ella podía
rezar, y lo hizo, y notó el toque del aliento del dios en su cuello. Manteniendo los tres
nombres de Briga en la cabeza, contempló a los guardias, que retrocedían para
ponerse fuera de tiro. Cada uno de ellos hizo el signo romano que guardaba contra la
mala suerte, mientras se retiraba. Ella se alegró al verlo.
Eneit podía permanecer en pie sin ayuda, que era lo primero que ella había
preguntado. Su ojo bueno estaba iluminado, lleno de vida. Intentó sonreír y lo
consiguió a costa de un obvio dolor. Usando su cuerpo como escudo para que
ninguno de los espectadores, ya fuese de Roma o de las tribus, pudiera verlo, Breaca
hizo su propio signo de la serpiente-lanza en la frente de él, en el centro de su
esternón y en el espacio que tenía encima del ombligo. Hizo los signos lentamente,
con obvia ceremonia, dándole tiempo para vaciarse de palabras.

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En el primero de los tres él dijo:
—Volví al túmulo de los antepasados. Fue un error. Me vio un rastreador de los
coritanos que informó de ello. Los legionarios se apoderaron de la espada de Sinocho
y la rompieron. Lo siento.
—No lo sientas. Las espadas se pueden arreglar. Pero tú no, y eso sí que debemos
sentirlo todos. Si hubiera alguna forma de liberarte, puedes estar seguro de que lo
haríamos, te lo juro.
Breaca hizo el segundo signo.
—Lo sé. Y mi madre también lo sabe. Ella siempre me dijo que el día que
empuñara un arma con filo, sería el día de mi muerte. Siempre pensé que sería en
batalla.
—Y así fue. Tú mataste a dos de los suyos. Te vas con los dioses con una muerte
más que el coste de tu vida. Hay muchos que mueren en combate sin poder decir lo
mismo. La prueba de lanza de las osas solo es para guerreros consumados, ¿no lo
sabías?
Su ojo bueno resplandeció, alegre.
—Esperaba que así fuese. ¿Llevo algún mensaje para los dioses?
—Pídeles que velen por nosotros cuando se acerque la batalla final.
Necesitaremos su ayuda más que nunca.
El tercer signo estaba ya completo. Ella había hecho todo lo que había podido.
Siguiendo un impulso, que no tenía nada que ver con ninguno de los ritos que ella
había presenciado, Breaca tomó al muchacho por los hombros y, muy suavemente,
teniendo cuidado con sus heridas, le besó en la frente. El cuerpo de él tembló bajo su
contacto, pero no de dolor.
Torpemente, Eneit dijo:
—Dile a mi madre que siento haberla herido, pero no siento haber matado a los
enemigos en combate. Dile a Cunomar… —se le entrecortó la voz, sin encontrar las
palabras.
—Le diré que le amas. Él ya lo sabe. Y tú sabrás lo que siente por ti —ella no
había visto la profundidad del amor que se tenían el uno al otro, y debería haberlo
hecho. Aquel fallo le dolía.
Eneit sonrió.
—Ya lo sé. Gracias. Dile de mi parte que debe tener valor para vivir a partir de
hoy, y que yo le estaré vigilando desde las tierras que hay después de la vida, y que
esperaré a saludarle desde un lugar donde un año pasa en un suspiro.
—En un lugar sin tiempo, un suspiro también dura toda la eternidad.
—Ya lo sé. Pero no le digas eso. No tiene paciencia. Recuérdale el significado de
mi nombre, y dile que se lo ponga a su hijo, cuando tenga uno.
El nombre de Eneit era la palabra que significaba espíritu, y ese espíritu le llenó.
No lloraba, ni se regodeaba en la autocompasión. Ella había visto guerreros que se

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dirigían al campo de batalla con menos valor. Breaca lo dijo y retrocedió, y la amplia
y perezosa llama de la sonrisa del muchacho iluminó las tribunas más altas.
Ella se alejó los treinta pasos lentamente, dándole tiempo a él para que saborease
el sol y los últimos momentos de vida que le quedaban, más allá de todo dolor y
sentimiento de pérdida. Él no parecía sentir ningún dolor cuando se alejó, y el
temblor había cesado. Ella pensó que él ya había empezado a ver a Briga dando
vueltas alrededor con sus cuervos. No había mejor visión para uno que entra en el
campo de batalla.
El regalo de Breaca al gobernador había sido retirado de la mesa junto al
escenario y se encontraba abierto, de modo que las lanzas descansaban en el borde de
la caja y los extremos de los mangos se hallaban clavados en la arena. Las plumas de
garza sin teñir colgaban y giraban con la brisa. Los diferentes colores de los finales
las distinguían.
El gobernador ya había cogido la lanza más pálida y dorada de las tres. Se colocó
de pie junto a ella, después de quitarse el manto y la coraza dorada. Otro hombre
habría parecido vulgar; él no. Inquirió:
—¿Has arrojado alguna vez una lanza con este diseño?
—No. No se permite empuñarlas, excepto bajo la guía de un soñador experto.
Solo se pueden arrojar una vez, y luego se rompen. Yo las hice pero no las probé. No
te pondría en una desventaja tan grande.
—Mis disculpas. No pretendía insultarte.
—No me siento insultada. El viento viene del sudoeste, pero está retenido por el
arco del teatro, y está turbulento en medio del espacio. Como ha dicho Corvo, las
hojas largas y las plumas que cuelgan hacen que las lanzas sean muy sensibles al
viento. Son las armas más difíciles de tirar de todas. Tendrás que oír la canción del
alma de la lanza antes de hacer un lanzamiento.
—Estoy en deuda contigo —señaló con la cabeza hacia las lanzas—. ¿Vamos?
Levantaron las lanzas. El sol estaba bajo y a su espalda, alargando las sombras
por la arena. Los guardias habían sido retirados, y permanecían de pie detrás del
escenario, con un escudo, para llevarse luego el cuerpo. Estaban solos con Eneit, a
treinta pasos de distancia. Breaca dijo:
—Alguien neutral, que no sea de nuestras tribus, debe dar la orden de tirar.
¿Puedo sugerir que sea Teófilo de Atenas?
—¿Un hombre que sienta afecto por ambas partes? Sí, una buena elección.
El gobernador hizo una señal. Después de un momento de confusión, el físico se
unió a ellos. No se sintió del todo disgustado de tener un papel que jugar. Un débil
rubor sonrojó sus altos pómulos y las aletas de su nariz. Cuidando de que no le vieran
sonreír, dijo:
—¿Debo esperar alguna señal?
Breaca dijo:
—Sí, pero solo tú lo sabrás. Yo no.

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—Por supuesto. No debes tener ventaja.
Era un hombre acostumbrado a escuchar el mundo, si no a los dioses, y no le
preocupaba saber que la vida de otras personas dependía de sus palabras.
—Levantad vuestras lanzas y preparaos. Yo os diré cuándo lanzarlas.
Breaca había cogido la lanza más oscura de las tres, bendita por Nemain, diosa de
la noche que guiaba tanto a Graine como a Airmid. La levantó a la altura del hombro
y se volvió a mirar a Eneit. El gobernador la imitó. El silencio les rodeaba. En un
mundo donde el tiempo pasaba en un latido del corazón y era la eternidad, ambos
esperaron.
La multitud podía haber desaparecido y haber sido sustituida por ganado o por
cuervos, y Breaca no se habría dado cuenta. Su mundo era Eneit y el viento y el
cambio de longitud de una sola sombra lineal que era la lanza de garza, con su pluma
colgante. Los músculos del brazo con el que lanzaba le ardían. El dolor vivía fuera de
ella, y no importaba. Eneit se encogió hasta convertirse solo en un corazón
aprisionado y batiente. Se tambaleó y ella se tambaleó con él. Un cuervo se posó en
cada uno de sus hombros, y ella supo que no veía el mundo como los demás lo veían.
Entonces se calmó, se tranquilizó, y solo el latido de su corazón hizo temblar
levemente la punta de la lanza. Su canción se dejó oír dentro de ella, llena de luz de
luna y de las alegrías y penas de la maternidad, y del susurro de la antepasada-
soñadora, y de los dioses, cuando ellos…
—¡Tirad!
La palabra golpeó el arma de Breaca como un martillo golpea en un yunque,
liberando la pena de la canción. Su brazo se movió solo. La lanza rasgó el aire y voló
con voluntad propia. Ella contempló su vuelo como si el tiempo se hubiese dilatado y
el aire se hubiese hecho más espeso que la sangre, retardándolo. El viento que daba
vueltas en el centro del escenario acarició la hoja, bajándola ligeramente; ella había
apuntado alto esperando tal cosa.
La punta se dirigía en línea recta hacia el corazón de Eneit. El alivio la invadió
prematuramente. El sudor mojaba sus palmas, que antes estaban secas. En el borde de
su existencia, la multitud lanzó un suspiro. La segunda lanza se unió a la suya y
ambas volaron juntas, convergiendo en un mismo espacio. Ella parpadeó y ambas
lanzas se convirtieron en una, se hicieron dos, fueron la de él y la de ella, la de ella y
la de él, y una u otra pinchó la piel y ella no supo cuál. La larga hoja penetró
limpiamente entre las costillas que apenas se movían mientras Eneit, en un acto final
de admirable valor, contenía y luego soltaba su último aliento. Acabó la canción de la
lanza, exuberante, y todo dolor y todo pesar fueron de Breaca.
Ella notó el puñetazo en el corazón del chico como si fuese en el suyo propio, y
vio descender al tercero de los cuervos de Briga. Eneit dio una sacudida hacia atrás y
un poco a la derecha. La segunda lanza, que había apuntado realmente al centro de su
pecho, dio en una costilla, se desvió a un lado y luego se hundió en la carne. Por pura
voluntad el muchacho se mantuvo en pie un momento y luego cayó hacia atrás,

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pesadamente, en la arena. Solo un miembro del auditorio gritó de forma aprobadora,
pero fue acallado al momento.
El calor de la espera extrajo el aire de los pulmones de Breaca. Sonrojado y sin
aliento, el gobernador dijo:
—Está muerto. Nunca he tirado con tanta precisión en mi vida, pero no podría
decir cuál de las dos lanzas es la que ha quedado más centrada. Teófilo, como árbitro
y físico nuestro, ¿nos dirás cuál de las dos lanzas ha matado?
—Lo intentaré. Deberíais venir conmigo. Esperar aquí no hará que la respuesta
sea distinta.
Eneit yacía de espaldas, con los ojos abiertos al sol. Las lanzas quedaron
enhiestas y verticales, con los mangos temblando un poco con los últimos latidos de
un corazón perforado dos veces. Las hojas estaban separadas por el ancho de una
mano en el pecho del muchacho, a diferentes alturas. La más pálida de las dos se
alojaba en el espacio entre las costillas, por encima de la más oscura.
Teófilo, sin querer arrodillarse para no reducir la dignidad de su oficio, se inclinó
y las examinó ambas durante un momento. Al final dijo:
—Me siento como un augur que examina la superficie cortada de un hígado en el
cual no hay nada escrito. El corazón del chico es del tamaño de un puño de hombre
en sentido transversal, y un poco más largo de punta a punta. Se encuentra alojado en
el pecho ligeramente hacia la izquierda y la parte superior está detrás del pezón.
Tendría que abrir el pecho y examinar el cuerpo con mayor detalle para tener una
certeza total, pero estoy bastante seguro de que cada una de esas dos lanzas ha dado
en el corazón, y que cualquiera de las dos, por sí sola, le habría matado. Si ésta fuese
una competición griega, el premio se repartiría a partes iguales entre los dos
contendientes. Igual no ocurre lo mismo en los ritos de los soñadores.
Rotundamente, no era así. Todavía afectada, Breaca notó que la sangre se retiraba
de su cabeza y luego volvía lentamente.
El gobernador, que examinaba todavía las lanzas, dijo:
—No está mal, creo, para dos guerreros que llevan mucho tiempo sin practicar —
se puso de pie y extendió la mano, tomando la de Breaca—. Señora, en los ritos de
tus antepasados, ¿cuál de las dos tribus se habría considerado que ganaba la batalla?
—no preguntó: «¿y quién de nosotros dos, como perdedor, habría muerto?».
Breaca no tenía ni idea, y no sabía cómo averiguarlo. Una lanza debía matar, y la
otra caer en carne muerta, un guerrero ganar, y el otro perder no solo la prueba, sino
también la vida; los dioses no permitían que fuese de otro modo.
Una década de entrenamiento en Mona le proporcionó las palabras que el
gobernador deseaba oír. Sabiendo que era mentira, dijo:
—Creo que es posible que la batalla la hubiesen ganado ambos por igual. Habría
sido una señal de los dioses de que las dos tribus debían ser aliadas.
Quinto Veranio sonrió como sonreiría un muchacho que hubiera pedido un favor
y se le hubiese concedido.

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—Entonces, la tercera lanza podría ser arrojada por los dos, conjuntamente.
Quizá, si tenemos cuidado, podríamos intentar no estropear la hoja, y así al menos me
quedará una representación entera de tu habilidad para colgarla en mis paredes, como
recuerdo de este día…
Teófilo trajo la tercera lanza. Bajo su dirección, ambos dirigieron el mango y
pincharon con absurda precaución el lado izquierdo del pecho del muchacho, y luego
la volvieron a sacar, dejando solo un pequeño reguero de sangre nueva en la piel
como prueba. El gobernador tomó posesión de su nuevo trofeo e hizo que le llevaran
su manto para poder limpiar la hoja, antes de guardarla en la lana cruda, dentro de la
caja de regalo.
Breaca notó que una sombra se cruzaba con la suya, y se volvió. Corvo iba
caminando por la arena hacia ella. La saludó, resueltamente. En latín le dijo:
—Felicidades, señora. Raramente he visto un tiro más afortunado. Si me
permites, sería para mí un placer escoltarte de vuelta a tu asiento.
En tono mucho más bajo, en la lengua de Mona, que se suponía que no conocía,
dijo:
—Tu hijo Cunomar se ha ido. Cygfa ha pedido permiso para seguirle. Yo se lo
habría dado, pero Graine ha dicho que no. Y así confieso que soy un hombre que se
deja dar órdenes por una niña de siete años. Mi único consuelo es que Cygfa también
le ha hecho caso. Creo que deberías hablar con ambos. Si, como cree Graine, tu hijo
pretende pasar sus largas noches y le detienen, sufrirá el mismo destino que este
muchacho. Las cruces siguen vacías. Están tan sedientas de sangre como la tercera de
tus lanzas.

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Parte III

MEDIADOS DE INVIERNO, 58 d. C. — OTOÑO 59 d. C.

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XVIII

A lo largo de todos los años de sueños de niñez y muchos más de desesperación


adulta, Julio Valerio, que en tiempos fue Bán, hermano de Breaca de los icenos,
nunca había imaginado que pasaría sus largas noches en una cámara de sueño en el
corazón de un túmulo de piedra en las tierras más salvajes de Hibernia, en la
compañía de un perro cuyo solo tamaño le aterrorizaba, ni tampoco que pasaría todo
ese tiempo sumido en el horror más abyecto por su inminente fracaso.
El perro estuvo allí desde el principio. Valerio se rozó con él al ir avanzando de
bruces a través del túnel sin luz que entraba en la cámara, y el perro se alzó,
gruñendo, y presionó el morro contra su rostro, de modo que él supo que el animal
era más corpulento que Granizo, si no mayor aún, y que no le gustaba nada su
intrusión. Entonces no sabía lo pequeña que era la cámara, solo que el túnel
finalmente se había abierto, de modo que pudo alzarse sobre los codos y rodillas y se
sintió muy contento por ello.
Estirando los dedos para tocar la piedra vio que alcanzaba ambas paredes y
presionaba con la cabeza contra el techo sin ponerse de pie del todo, siquiera; de ese
modo, un túmulo que desde el exterior parecía lo bastante grande para albergar a la
mitad de los ancianos de Mona, se reducía en el interior a un espacio apenas lo
bastante grande para que un perro de guerra y un hombre permaneciesen juntos en él.
El perro no quería que estuviesen juntos. El gruñido había ido creciendo en
intensidad, y volviéndose más y más amenazador, hasta que Valerio se sentó en el
suelo de tierra y apretó la espalda contra la pared de piedra y se llevó las rodillas al
pecho. Había sido oficial en la caballería del emperador, había dirigido ejércitos a la
guerra y quemado poblados hasta los cimientos, y un simple perro le reducía al
espacio más pequeño que podía ocupar.
Se habría reído por lo absurdo de aquella situación, pero el animal estaba
demasiado cerca. Intentó, por tanto, hablarle en iceno, como si fuese Granizo, y eso
le calmó un poco, dio unas vueltas y luego se echó en el extremo más alejado de la
cámara, de modo que su aliento perfumaba el aire enviando leves corrientes por las
curvas cerradas de las paredes hasta calentar la parte posterior del cuello de Valerio.
A su manera, la presencia del perro ayudaba a equilibrar la claustrofobia de la
cámara. La pequeñez del recinto le había dejado mudo, y al mismo tiempo se
maravilló de la habilidad con la cual los antepasados habían cogido una cantidad de
piedras con las que se podría haber construido el muro exterior del palacio del
emperador y la habían moldeado, transformándola en una perfecta colmena que
protegía el santuario de la cámara que se hallaba en su corazón.

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Careciendo de otras distracciones, el hombre que antes fue ingeniero de las
legiones exploró mediante el tacto aquel lugar que podía convertirse en su ataúd y
último recinto donde reposara su alma. Las piedras de bordes agudos presionaban su
espalda, tan cortantes como el día que se tallaron. Las losas que pavimentaban el
suelo se unían con unas junturas tan perfectas que no se podía pasar ni una uña entre
ellas. Solo un hueco algo más profundo, en el lugar donde él se sentaba exactamente,
daba testimonio de los muchos centenares o miles que habían pasado sus largas
noches exactamente en aquel mismo lugar, generación tras generación, desde que los
antepasados de los antepasados construyeron aquel túmulo.
Cada uno de los que se habían sentado allí presumiblemente sabía con toda
exactitud lo que los dioses y los soñadores requerían de él. Valerio en cambio estaba
allí sentado ignorándolo todo, con creciente temor de sus propios miedos y su propia
falta de conocimiento. Había esperado instrucciones, y sin embargo no se le había
dado ninguna, y ya no había forma alguna de pedirlas.
MacCalma le había enviado allí y era el recuerdo de la voz de macCalma lo que
llenaba el aire vacío: «Cuando soñabas, ¿a qué dioses rogabas, a los tuyos o a los
míos?».
—Yo no tengo dioses.
Valerio lo dijo primero en los cercados que había detrás de la choza del soñador,
en Mona. Y ahora lo volvió a repetir tranquilamente, al perro y a la oscuridad que
aguardaba, y no supo si el silencio que siguió era buena o mala señal. Al final, creyó
que lo que había dicho era cierto: Mitra le habló una vez en una cueva de Britania, y
los dioses de los icenos se mostraron en Roma mediante sus acciones, pero ninguno
de ellos había tocado su vida en los cinco años transcurridos desde que puso los pies
en Hibernia por primera vez, y no tenía motivo alguno para pensar que lo hiciesen
ahora. No se había dado cuenta del momento en el que se libró de los dioses, pero
creyó que era bueno; su vida era más pacífica en su ausencia. No sentía deseo alguno
de verlos regresar, pero sin su intervención directa el rito de las largas noches estaba
condenado al fracaso, y Valerio a un final más terrible que la muerte.
MacCalma había expresado ese riesgo con gran claridad: «debes saber…, que
cualquier fracaso significa la muerte, no solo para tu cuerpo, sino también para tu
alma, y que ni siquiera yo, que soy Anciano de Mona, puedo mantenerte a salvo de
ello».
Valerio no quería que le mantuviera a salvo ningún hombre. La vida no era
segura, y no podía ser de otro modo. Creer otra cosa era una ilusión infantil, y Valerio
dejó para siempre su infancia cuando abandonó su antiguo nombre y los dioses de su
madre; no tenía intención alguna de verse seducido por ninguno de ellos, por muy
grande que fuese la amenaza.
Todo niño conocía a alguien que no había conseguido pasar los ritos de la edad
adulta, pero nunca personalmente. Los rumores pasaban de generación en generación,
con detalles de las innumerables rutas hacia la muerte. Algunos eligieron mal el sitio

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donde sentarse, y fueron asesinados por un oso o un rayo o una súbita inundación.
Otros se encontraron con hacedores de sueños, guerreros vivos que los atacaron para
probar su habilidad, con órdenes de matarlos si el niño que quería ser hombre no
respondía con la velocidad de un guerrero. Algunos, sencillamente, se internaron en
la noche y no volvieron jamás. Los soñadores registraban los senderos de los sueños
en busca de sus almas perdidas. Solo muy raramente los llegaban a encontrar.
Demasiado tarde se le ocurrió a Valerio que él no quería perder su alma, de ninguna
manera.
Sabiéndolo, la única alternativa clara era enfrentarse a la oscuridad y todo lo que
ella comportaba, y él no deseaba tampoco hacer eso.
Llevaba toda una vida de práctica ignorando aquellas cosas que no deseaba ver.
En eso al menos era un experto. Solo con un perro dormido, con un mundo entero de
piedra pesando a su alrededor, y carente de todo delirio, Julio Valerio, el antiguo
iceno, exoficial del ejército de Roma, hijo de dos soñadores y asesino de muchos
más, se sentó con las rodillas abrazadas contra el pecho y decidió no considerar
siquiera que podía perder su alma.
Un tiempo después, sin pensar, estiró las piernas y las dejó planas, y apoyó la
espalda contra un ángulo diferente de la piedra en la pared. Las últimas palabras de
macCalma penetraron de ese modo por el hueco que había dejado en su disciplina.
«Sabrás cuándo es el momento. Yo no puedo ayudarte».
La voz del Anciano sonaba distante ya entonces, al principio. El túnel que
conducía a la cámara le hacía señas y Valerio se arrastró por él, dando la bienvenida a
la oscuridad tras el fuego demasiado brillante y el ardiente escrutinio de macCalma.
Había soportado la misma mirada ardiente durante nueve meses de compañía del
Anciano, y había llegado a temerla y a temer las preguntas que presagiaba.
Ingenuamente, aceptando la oferta de su derecho de nacimiento, Valerio había
esperado que se le entrenara en las técnicas de los soñadores. Por el contrario, tras
dejar a Bello al cuidado de Efnís, y viendo que poco a poco se volvía más hábil de
cuerpo, aunque no recuperaba la vista, Valerio se había encontrado hablando de su
enrevesado pasado mientras Luain macCalma dirigía el camino. A lo largo de nueve
meses, por las noches, revisitó la falsa paz de la choza del herrero en Hibernia,
caminó por Roma con Caradoc, se entrenó con Corvo (y le amó y fue amado por él),
en Camulodunum, en Germania, en Galia.
Despojado de amor adulto, había regresado caminando a la niñez; había cuidado a
Granizo para que viviera, había ayudado al nacimiento de una potranca parda,
cabalgado el caballo de batalla de su padre y la yegua tesalia roja de la caballería en
tierras de los icenos, y una vez, gloriosamente, derrotó a Amminio, hermano de
Caradoc, en un juego de la Danza del Guerrero, con la vida de un niño esclavo como
apuesta.
Como el agua que fluye, las preguntas le habían ido desgastando, hurgando en las
grietas de su seguridad en sí mismo hasta que, tres noches de cada cuatro, se retiraba

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al lecho jurando que abandonaba y volvía a Hibernia solo. Cada mañana se
despertaba y continuaba, como ambos sabían que haría, como estaba haciendo
entonces, en la oscuridad caldeada por aquel perro, sin nadie que le empujara ni le
diera apoyo cuando lloraba.
Solo la voz de macCalma llegaba hasta él en el silencio, un eco de la realidad
convertido en real de nuevo en la piedra.
«Te ofrezco tu derecho de nacimiento».
Era lo que su alma había anhelado a lo largo de toda su vida adulta, y no tenía
sentido alguno negarlo.
Aquella simple promesa mantuvo a Valerio a lo largo de la espantosa travesía de
Mona a Hibernia, y le mantuvo silencioso, al menos temporalmente, cuando llegaron
noticias ya a mediados del verano de la muerte lenta del gobernador de Britania. Los
rumores decían que los soñadores le habían matado igual que a su predecesor,
Scapula, como venganza por la muerte de un muchacho.
Al preguntarle, macCalma sonrió y dijo:
—No fuimos nosotros. La antepasada-soñadora mató a Scapula a petición de
Airmid, pero tu hermana sola fue quien mató a éste, con una pequeña ayuda por parte
de las osas de los caledonios y su extraordinario acuerdo con los dioses.
Su hermana, Breaca, cuyo nombre no se mencionaba nunca.
La mente de Valerio se apartó bruscamente de aquello y macCalma no volvió a
atraerle hacia allí, aunque fue lo más cerca que llegó nunca con el anciano a discutir
los caminos de los dioses y los soñadores y los medios por los cuales unos pueden
hablar con otros; eso y la única frase críptica dada a Valerio y que ya le estaba
apartando por completo del mundo:
«Lo sabrás cuando llegue el momento».
No existía el tiempo. La cámara de sueño de los antepasados era demasiado
oscura. Careciendo de luz, Valerio había perdido toda sensación de tiempo.
Careciendo de tiempo, se había perdido a sí mismo, su alma atrapada en su propia
compañía con su pasado demasiado vivo a su alrededor; nueve meses de
conversaciones lo habían conseguido.
Luchando contra un pánico creciente, intentó refugiarse en el presente,
descubriendo, demasiado tarde, que ya no había nada que lo retuviera excepto la lenta
respiración de un perro y el eco sin fin de la voz de macCalma que desgranaba
adivinanzas de las cuales no sabía la respuesta:
«Lo sabrás cuando llegue el momento».
¿El momento de hacer qué?
«Te ofrezco tu derecho de nacimiento…»
Y yo acepto. Pero dime qué debo hacer.
«No puedo ayudarte».
¿Y quién me ayudará, si no eres tú?

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Valerio habría llorado, si hubiese servido para algo. En la desesperación de sus
sueños adultos, nunca había imaginado un fracaso de esa magnitud. El chico que era
Bán había soñado con sus largas noches, a salvo y al cuidado de su madre, que no le
dejaría fallar. Ahora estaba fallando sin poder evitarlo.
«Lo sabrás».
Pero no sabía nada, y no tenía ningún medio de averiguar nada. Desesperado, se
volvió de lado y se echó, retorciéndose hasta que su espalda quedó bien resguardada
en la cueva del perro y el peso de su aliento protegió su nuca. Echado así, como había
hecho en la niñez, Julio Valerio cerró los ojos y buscó la libertad del sueño.

«¿A qué dioses rogabas?»


—Yo no tengo dioses.
Su propia voz le despertó, demasiado estridente para la oscuridad. La pregunta de
macCalma flotaba ante él, como si la acabase de formular.
Los dioses vengativos se rieron y cegaron de nuevo a Bello, asesinando a un potro
como precio de sangre para ellos. Mitra andaba entre el fuego y el agua, y la sangre
de un toro asesinado llenó la cámara de los antepasados y la lavó la marea.
—Tienes demasiados dioses. No puedes conservarlos a todos. ¿Cuál eliges?
La voz era la suya propia, llevada fuera de sí mismo. Salió del aire seco y la
piedra más seca aún, y le repercutió en los huesos.
Media docena de respuestas se apelotonaron, buscando espacio. Si hubiese estado
en compañía de alguien (aunque hubiese sido macCalma, o Teófilo, o Corvo, quien
hiciese tal pregunta), Valerio habría elegido la respuesta que le mantenía distante y a
salvo. En su ausencia, miró hacia la oscuridad y esperó que muriese el clamor en su
interior. No se proponía jugar con una mente que se había sacudido y liberado de sí
mismo. Había entregado una parte demasiado importante de su vida a los fantasmas y
las ensoñaciones forjadas entre el dolor y el aislamiento. Ansiaba unas largas noches
que fueran reales o, en caso contrario, nada en absoluto.
Cuando hubo silencio al fin, y Valerio estuvo seguro de sí mismo, dijo, con toda
claridad:
—Marchaos.
La oscuridad quedó sumida en el silencio. El tiempo siguió avanzando, y a él se le
concedió su deseo: el aire no volvió a hablar. La espera pesaba sobre él como una
montaña.
Con la cabeza aturdida, se incorporó y quedó sentado. El perro se levantó
lentamente con él. Ambos habían compartido el sueño y el tamaño y la presencia del
animal ya no representaban amenaza alguna. Era libre para irse, mientras que Valerio
no lo era. Que decidiese quedarse era un regalo, y lo aceptó como tal. El animal se
puso de pie y se estiró en el reducido espacio, y se volvió y se echó con la barbilla

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apoyada en el muslo del hombre, como yacía Granizo en los días alegres de su
juventud.
Aquel perro era mayor que Granizo, muy cerca del tamaño que él había
imaginado que tenía Granizo cuando las sesgadas escalas de la infancia hacían
enormes todos los perros, y a Granizo el mayor de todos ellos. El pelaje era largo y
áspero, como el de Granizo, y en la oscuridad, Valerio era libre de imaginar las
manchitas blancas que habían dado su nombre al primer perro que tuvo, el mejor de
todos. Enterró su rostro en el áspero collar de su melena. El olor le asfixió; perro y
hoguera y liebre y familia y hogar y todas las cosas perdidas.
El hombre que había sido se habría alejado de aquello, en lugar de recordarlo. El
hombre en el que se había convertido, producto de la oscuridad y de los dioses y de lo
desconocido, se internó de buen grado por el fango de su pasado, y rogó que éste
ahogara la voz de Luain macCalma.
Funcionó durante un rato, posiblemente durante días (no tenía modo alguno de
medir el transcurso del tiempo) pero no podía durar para siempre. Luain macCalma
iba a buscarle desde el reciente pasado, bloqueando cualquier posible vía de huida. Su
voz era más solida que antes, como si hablase desde el lecho de roca de la cámara.
«Cualquier fracaso supone la muerte, no solo para tu cuerpo, sino también para tu
alma».
Fracaso.
La negrura apestaba a fracaso, y nunca desaparecería.
Enfrentado a la única opción posible, Julio Valerio, que en tiempos fue Bán de los
icenos, apartó la cabeza del perro de su muslo, levantó por segunda vez las rodillas
hacia su pecho y empezó al fin a considerar qué podía representar exactamente perder
su alma.
El proceso no era agradable ni digno. Para imaginar la pérdida de su alma primero
tenía que descubrirla, trazar los mapas de sus límites, sus contornos y sus texturas, y
las muchas formas en las que no había atendido a sus llamadas. Había creído que era
honrado en su falta de honradez; poseído por una integridad que, aunque era retorcida
para los cánones de su familia, tribu y amigos, sin embargo le permitía seguir siendo
fiel a sí mismo. Cada acción que había emprendido había sido contrastada con el
arma demasiado afilada de su propio juicio y la trama de su vida se había tejido en
torno a él.
Con una honradez que desnudaba hasta los huesos todo sentimiento oculto,
Valerio se dispuso a comprobar la veracidad que había en ello. Yendo mucho más
lejos de lo que macCalma le había pedido, retrocedió hasta los primeros recuerdos de
su vida y fue pasando a lo largo de meses y años, catalogando para sí y para los
dioses ausentes todos los fracasos de su integridad, cada mentira a sí mismo, cada
ejemplo de mortal debilidad.
Si debía hacer un cálculo, supuso que un día entero y parte de una noche podían
haber pasado en el lento desentrañamiento de los errores de su vida. El perro se fue

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en una ocasión y luego volvió, oliendo a sangre fresca y, con menos intensidad, a
orina. No trajo carne alguna para Valerio, pero era dudoso que hubiese podido comer
por entonces. Estaba demasiado inmerso en el desmantelamiento de sí mismo.
Esperó que llegasen los fantasmas, susurrando sus iras y absorbiendo toda su
cordura, como venganza por lo que había hecho cuando sus muertes todavía eran
recientes. Pero su ausencia, de forma perversa, le dejaba vacío. Había un cierto
consuelo en el desconsuelo de su furia. Él no pedía la ayuda de los dioses, y ellos por
tanto, al no pedirles nada, no respondían. Cada paso que daba lo daba solo, sin ayuda,
y mediante su ausencia, Valerio llegó finalmente, de mala gana, a reconocer su
presencia en todo lo que había ocurrido antes. Le gustase o no, todas las partes de su
vida habían estado moldeadas dentro de los brazos protectores de los dioses sin
nombre.
Incluso entonces. En aquel preciso momento. Pasó por los últimos recuerdos y
llegó a descansar en el presente, y no se encontró solo. Los dioses de su pasado
estaban todos en torno a él: Briga y Mitra, Nemain y Júpiter, y Manannan de las olas,
que le provocó mareos, pero no le mató. La cámara estaba atestada con su presencia,
observándole, esperando que actuase. El perro los notó y gimió, lamiendo su muñeca
con una cálida lengua, como consuelo para ambos.
En voz alta, Valerio dijo:
—¿Qué queréis de mí?
Los dioses no respondieron. Su silencio le aplastó. Su espera al final le condujo a
actuar.
A lo largo de las horas, a lo largo de los días, Valerio intentó todos los actos de
sueño que había imaginado… y fracasó en cada uno de ellos. Construyó imágenes en
la oscuridad y se fundieron. Contó relatos que macCalma le había contado a él, y sus
héroes no cobraron vida. Nombró los mil fantasmas de sus muertos y ellos fueron
caminando, y pasaron, y pasaron, hasta que solo quedó el recuerdo de sus sombras.
Vio una y otra vez y descartó una y otra vez cada partícula de su vida, limpiando
todos los pasadizos de su alma hasta que los vientos soplaron a través, y se sintió
vacío de todo pensamiento y de toda sensación. Los dioses contemplaban, y
esperaban, y seguían sin ofrecer nada.
«Lo estás intentando demasiado». Bello hablaba desde la parte más segura de su
pasado.
Valerio dijo:
—Ya lo sé. No sé hacerlo de otro modo.
El perro vino a sentarse frente a él. En su recuerdo, los ojos del perro eran color
ámbar. Decidió pensar también en aquello. Sujetó la gran cabeza entre ambas manos
y dijo:
—Amigo, lo siento mucho. Has custodiado al hombre equivocado a través de
unos peligros que no vienen del exterior. Te deseo suerte con los otros que vengan
detrás de mí.

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No acabó por piedad por sí mismo, ni por amargura, sino solo porque no podía
hacer nada más. Presionando ambas palmas contra el suelo, Valerio se incorporó,
notando la protesta de sus articulaciones y músculos, que ardían por haber estado
demasiado tiempo tensos. El techo de la cámara rozaba la parte superior de su cabeza.
Estirando ambas manos, tocó con las palmas la piedra a cada lado. El perro apretó la
barbilla contra su muslo. Si la vida hubiera sido diferente, habría sido bueno ir con él
cabalgando a la batalla.
Se inclinó un poco hacia la oscuridad expectante.
—He fracasado. Me disculpo. Quizás hubiera debido hacerlo siempre. Os doy las
gracias por evitar que comprendiese esto hasta ahora, y vivir la vida que he vivido.
Con todos sus fallos, con todas las muertes y las pérdidas y el dolor, ha sido la más
plena y la mejor que podía haber tenido, por lo cual os doy mis más sinceras gracias.
No esperaba respuesta alguna y no la tuvo. Se abrió camino tocando las paredes y
llegó al túnel que habían construido los antepasados. Cuando entró a rastras, lleno de
esperanzas, aquel lugar le pareció un útero, y se imaginó a sí mismo emergiendo,
renacido, a la luz, como un hombre en paz con sus dioses y heredero del legado de los
soñadores de Mona. Solo por semejante orgullo se merecía lo que se avecinaba. Se
arrastró hacia afuera, hacia el aire fresco, más allá de los grabados en espiral del
pasado, e intentó recordar las distintas formas de morir de aquellos que habían
abandonado sus largas noches. Pero también en eso fracasó.

Valerio salió a una noche sin luna y con pocas estrellas, y aun así le pareció luminosa.
Esperando la muerte o el lento principio de ella al menos, fue a gatas con toda la
dignidad que pudo por encima de la piedra de guardia, hasta la entrada del túnel. En
el camino de entrada, la luz del fuego de macCalma había inundado los grabados en
la superficie de aquella losa, arrojando sombras en las esferas y círculos grabadas por
los antepasados. Ahora, no había nada salvo un viento templado de invierno y los
grises plateados de una tierra que se consideraba a sí misma negra.
El perro no le siguió al exterior. Pensó en llamarle y decidió no hacerlo; era más
seguro que no quedase atrapado en lo que se avecinaba. Colocándose las manos junto
a la boca, envió su voz hacia fuera, desde el túmulo:
—¿Hola?
Se sintió algo estúpido, y más aún al no recibir respuesta. Se le puso piel de
gallina, y sus intestinos hambrientos se acalambraron, pero nadie apareció; no había
soñadores esperándole, ni cuchillos, ni cuerdas para atarle mientras le arrancaban la
piel del pecho y le abrían el vientre en vivo para que se lo comieran los cuervos. Se
había colocado de nuevo la turba sobre el círculo de fuego de macCalma. Si Valerio
no sé hubiera sentado ante él durante una noche entera, esperando al amanecer para
entrar en la cámara, no habría sabido dónde se encontraba.

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Los dioses y el perro le habían abandonado, pero Valerio no creía que Luain
macCalma le dejase al final. No quería que le viesen buscando, de modo que se sentó
en la piedra de guardia a esperar. Después de la intensidad de la cámara de los
antepasados, había una paz muy agradable en no pensar en nada.
Al final, como seguía sin aparecer nadie para matarle, recordó el lugar donde
estaba almacenada la madera. Buscando en una cavidad en el lado más septentrional
y seco de la colina, encontró leña y un recipiente de fuego con unas brasas antiguas
ya moribundas. Él era oficial de caballería auxiliar, o al menos lo había sido, y había
encendido fuegos con menos que aquello, y se había calentado con ellos.
El instinto le apartó de la colina, y se dirigió hacia una franja de antiguos robles
con un río que serpenteaba por en medio. Había pasado muchísimo tiempo sin agua.
En el lugar de los sueños aquello no parecía importar. En presencia de una inacabable
corriente de agua clara y fría, la sed le consumió. Se echó en el suelo y sumergió el
rostro en el agua, y bebió durante una eternidad que se prolongó tanto como el tiempo
que había pasado en el túmulo de los antepasados.
El frio le tranquilizó y le procuró un objetivo. Colocó la leña en un lugar donde el
río se curvaba sobre sí mismo, de modo que el agua rodeaba tres de sus lados. Su
fuego ardía con llamitas pequeñas. A su luz, se echó en la orilla y sumergió las manos
en el agua, y escupió en la superficie para atraer a los peces de invierno. Eran pocos,
pero él se sentía poseído por una paciencia que habría asombrado a aquellos a
quienes había dirigido, entre los cuales la cortedad de su genio era proverbial. En los
momentos más oscuros de la noche, aquellos que preceden antes del amanecer, cogió
una trucha pequeña y la asó. Solo el aroma ya resultaba divino; el gusto era delicioso.
Después se sentó junto al fuego a esperar. Si hubiese estado preocupado por su
propia seguridad, habría mantenido el río detrás, como protección. La seguridad era
la última de sus preocupaciones, y por lo tanto se encaró hacia el este, hacia el lugar
donde la luna tardía se había alzado sobre el horizonte, y se quedó con el agua de
frente y a ambos lados, y con la espalda expuesta a cualquiera que pudiese llegar.
No le parecía posible que ninguna noche le volviese a parecer tan oscura. La
esquirla de luna de Nemain era tan brillante como el sol de mediodía. Incapaz de
mirar directamente a la diosa, Valerio contemplaba su reflejo en el río. El agua era su
dominio. De niño, creía que la proximidad con el agua volvía locos a hombres y
mujeres. Ahora le daba la bienvenida a la calma que traía consigo.
El agua estaba viva; pequeños peces besaban la superficie, y grandes
ondulaciones chocaban con las piedras y se entretejían unas con otras. La luna se
rompió y se deshizo, de modo que toda la superficie del agua se convirtió en plata
hirviendo, extrañamente atrayente. Cuando el brillo se extendió de una orilla a otra,
Valerio se puso de pie, se quitó la ropa y fue avanzando, y se sumergió hasta el cuello
y más aún en un agua tan fría que quemaba.
Tal y como la cámara de los antepasados había limpiado su mente, el río de
Nemain limpió su piel. Quedó echado de espaldas, con solo la nariz por encima de la

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superficie, y luego ni eso. Llevaba el pelo más largo entonces, y quedó flotando como
algas, haciendo flotar su cabeza y al mismo tiempo empujándola hacia abajo. Su piel
llegó a acostumbrarse al frío, de modo que el agua y las suaves rocas del río le
acariciaban más que irritarle, y se regodeó en esa sensación, él que llevaba cinco años
durmiendo solo y había olvidado lo que era que le acariciasen con amor. Extendió
brazos y piernas contra la corriente y poco a poco, entre una respiración y la
siguiente, el río se fue convirtiendo en un amante, conmoviéndole con una pasión
mayor que la que había sentido por Corvo, o por Longino, o que el insatisfecho e
inconfesado anhelo que sintió por Caradoc.
Luchó contra ella al principio; el río no solo pertenecía a Nemain, sino que «era»
Nemain, hija de Briga, la que cuidaba de todo lo vivo, la que propiciaba el
nacimiento, la que mantenía los ciclos. Toda su vida había imaginado a esa diosa
como Airmid, de modo que a menudo, en sus sueños, las dos eran una. Valerio nunca
había deseado a sabiendas a Airmid ni a ninguna otra mujer, ni podía imaginarse
haciendo tal cosa, pero el río le tocaba en algún lugar más allá de su carne, y su
mente estaba demasiado cansada para resistir el tirón de una diosa, de modo que se
rindió, acordándose de respirar solo cuando la superficie fue a su encuentro.

Después se preguntó por qué había hecho aquello; ahogarse no era, ni mucho menos,
la peor forma de morir. Tiritando, salió a la orilla, helado y agotado, y vacío también,
de una forma que la colina del sueño no le había provocado. Se vistió, avivó el fuego
y las llamas ya no eran demasiado brillantes para mirarlas, ni el horizonte del este,
donde el primer fuego del sol vertía el oro molido sobre la tierra.
La luna todavía remoloneaba en el oeste, como una hoz fantasmal sobrepasada en
luminosidad por la luz más brillante del sol. Valerio se volvió de cara a ella y se sentó
un rato, sin pensar.
En el pasado, fantasmas y dioses por un igual le habían hablado con voces
demasiado estruendosas para ignorarlas. Allí, en las orillas del río que estaba
consagrado para siempre a la hija de Briga, Valerio averiguó por primera vez lo que
era escuchar el susurro de un dios, sentir un conocimiento que fluía más allá de las
palabras a medida que Nemain venía a descansar en el centro de su ser.
No le ofrecía una visión de gloria futura, ni un final para todos sus sufrimientos;
él no habría creído ninguna de esas cosas, ni las hubiera pedido tampoco. Por el
contrario, a través del lento transcurrir de la luna, descubrió dentro de sí mismo la
totalidad de toda alegría y todo dolor y el lugar de su alma como equilibrio entre
ambos. Era un regalo más grande del que nunca había obtenido, y no parecía existir
posibilidad alguna de que se lo pudiesen arrebatar.
Al final, cuando cesó el susurro y lo único que quedó fue el contacto leve como
una pluma de la luz de la luna, y un recuerdo pasajero del agua, se puso de pie y

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apagó el fuego, lo desmanteló y cubrió las cenizas de modo que no quedase traza
alguna de su paso.
Estaba arrodillado esparciendo hojas muertas encima de los cortes de la turba
cuando desde algún lugar por detrás de su hombro izquierdo, Luain macCalma le
preguntó:
—¿Adónde vas?
No era inesperado, solo más tardío de lo debido. Todavía arrodillado, Valerio dijo:
—Iba a Mona a buscar a Bello y discutir de su futuro como ciego en la tierra de
los videntes. Con el entrenamiento adecuado, creo que incluso podría ser un buen
curandero. Después, tan pronto como los mares estuviesen abiertos a la navegación,
pensaba que podía cruzar el mar hacia Britania. Allí encontré una vez a Mitra en una
cueva. Si voy a vivir, me gustaría hacer las paces con él.
—¿Y vas a vivir?
—No lo sé.
El aire de la mañana era cortante por la escarcha; las primeras capas de ésta
recubrían como un grabado las hojas de roble detrás de macCalma, de modo que su
cabello parecía de un negro mucho más oscuro. Su rostro estaba atrapado en parte
entre la luz del sol y la de la luna, sin iluminar bien del todo por ninguna de las dos.
Llevaba su correa de soñador de corteza de abedul enrollada en la frente por primera
vez desde hacía nueve meses, y la hoja que portaba al cinto era curvada en la punta,
como un cuchillo de desollar.
Valerio iba desarmado, y llevaba así desde que llegaron a Hibernia. Al ponerse de
pie se sintió más desnudo de lo que había estado cuando entró en el río. Su piel se
erizaba al rozar con la túnica. Nemain no le había prometido una vida larga, ni la
ausencia de dolor. La certidumbre de ese hecho le rodeaba, muy aguda.
Se pasó la lengua por el borde de los dientes.
—¿Cuál es el castigo para un hombre que abandona sus largas noches?
MacCalma sopesó su cuchillo en la palma de la mano.
—La muerte, desde luego. Aquellos que no se cortan la garganta o se entregan al
agua de Nemain se enfrentan a una muerte rápida a manos del vigilante. No hay
necesidad de mayor castigo. El fracaso en sí basta.
—Desde luego —de modo que macCalma, después de todo, estuvo presente todo
aquel tiempo. Valerio lamentó no haberle buscado más atentamente. Dijo—: No
tengo cuchillo propio con el que cortarme la garganta.
—Ya lo sé. Y el río no te ha querido aceptar, aunque te has entregado plenamente
a la diosa. ¿Eso no te dice nada?
—Que el hombre que asegura ser mi padre decide vigilarme sin hacer saber su
presencia —Valerio escupió como hacía en la legión, con mucho ruido y mucha
flema— Deberíamos hacer lo que se debe hacer. No creo que quede nada más que
decir que no se haya dicho en los últimos nueve meses. Si me das el cuchillo, lo haré
yo mismo, para evitarte la contaminación de la sangre.

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—¿Caerás bajo el cuchillo como hacen los romanos? ¿Tan desesperadamente
quieres morir?
—No quiero morir en absoluto. Más bien pienso que se me acaba de mostrar
cómo vivir, y agradecería la oportunidad de hacerlo. Pero si no tengo elección,
preferiría morir limpiamente, por mi propia mano, que a través de los falsos cuidados
de otro hombre.
—Valerio, siempre has tenido elección.
MacCalma era el Anciano de Mona; podía poner más sentido en una frase que
otros en todo un día de charla, y así lo hizo. Un dios y un mundo esperaban, mientras
que las muchas capas de sentido se fueron superponiendo y formando un todo.
Valerio se sentó en la turba, donde antes estuvo su fuego. La última calidez que
albergaba mantuvo la escarcha apartada de sus pies. Miró hacia la luna y vio el
último y frágil resto que quedaba en el horizonte occidental. Su presencia templaba
su alma. Mitra nunca había hecho tal cosa, ni siquiera en la cueva.
Frunció el ceño y se miró los dedos, y luego miró la hierba. Algunas cosas
quedaban claras, otras no.
Al cabo de un rato, todavía sentado, dijo:
—Las largas noches de Breaca no acabaron así.
Luain macCalma se quitó el manto, lo dobló y se sentó encima de él. Tenía carne
de gallina en los brazos desnudos. Apoyando la barbilla en su mano vuelta hacia
arriba, dijo:
—Tu hermana era una niña que tenía que aprender en qué se convertiría cuando
fuese adulta y guerrera. Ella tenía que experimentar en lo más profundo de su alma la
realidad de la vida y la muerte. Tú en cambio te hiciste adulto antes de hora, y ya no
hay nada que nadie, sea dios o soñador, te pueda enseñar de la vida o de la muerte.
Mientras otros pasan sus largas noches para acceder de la infancia a la edad adulta, tú
las has pasado a la inversa, para dejar de aprender lo que habías sido y así poder
averiguar en qué podías haberte convertido. ¿Lo has hecho?
Nueve meses de interrogatorio quedaban así excusados con mucha palabrería.
Valerio consideró lo que era, lo que había sido y aquello en lo que podía convertirse.
La cámara de los antepasados había soltado las anclas de su pasado, y Nemain le
había dado la seguridad de su presencia a través de la muerte y más allá. Ninguna de
esas cosas le ofrecía un cimiento sólido sobre el cual construir un futuro vivo. Un
recuerdo le incordiaba.
—¿Era real el perro? ¿Aquel con el que he compartido oscuridad?
—¿A ti te parecía real?
—En aquellos momentos sí lo creía —el recuerdo de una lengua en su muñeca
era tan real o irreal como todo lo que había ocurrido en la cámara. Valerio dijo—: ¿El
perro es mi sueño entonces, como la liebre es el de Airmid? La anciana abuela me
llamó soñador del caballo.

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—Y cazador de liebres, creo recordar. Cosa que nunca te ha impedido cazar
ciervos o jabalíes.
—U hombres. Sí, es cierto. Yo no sabía que uno podía elegir.
—Pocos pueden hacerlo. Tú eres uno de esos pocos.
—Gracias.
Más que cualquier sueño, Valerio anhelaba desesperadamente que ese perro fuese
real, que saliese corriendo de la cámara y caminase a su lado, cazar con él y cabalgar
con él y recordar todo lo que había perdido. La desilusión formó un círculo completo
con la primera esperanza y la primera pérdida.
«Te ofrezco tu derecho de nacimiento».
Como un niño que pregunta por la liebre que vive en la luna, Valerio dijo:
—Tú me has preguntado si había averiguado en qué podía convertirme. Hubo un
tiempo en que quise, más que nada en el mundo, convertirme en guerrero, pero ya lo
he sido, y mi alma no estaba del todo en ello. Si me dieran a elegir otra vez, me
convertiría en soñador. ¿Tengo elección?
—¿Cómo? —macCalma lanzó una carcajada. Se pasó una mano por el pelo,
alterando la cuidadosa colocación de su cinta de soñador, luego la volvió a enderezar
y se pellizcó la nariz.
Al cabo de un rato dijo, con una cierta desesperación:
—Tú eras soñador desde que tenías siete años. Hiciste vivir a Granizo con tus
sueños. Llamaste a la yegua tesalia roja a través de un océano tormentoso mediante el
simple poder de tu necesidad. Viste a Amminio y enunciaste la naturaleza de su
traición en una visión en vigilia, mucho antes de que ninguno de nosotros viese nada
más que al hijo de un guerrero. ¿Realmente no sabes lo que eres?
La liebre de la luna se acercó, pero no se dejaba capturar. Demasiado aturdido
para pensar, Valerio dijo:
—Pero yo no sé cómo hacerlo. No sé cómo lo haces tú.
—¿Pero quieres aprender?
Valerio estaba llorando, pero no le importaba. Nemain le sostenía, y le
completaba.
—Dioses, sí, claro que sí. Más que cualquier otra cosa, cueste lo que cueste,
quiero aprender a ser como tú eres.
MacCalma sonrió y de repente pareció diez años más joven. Se puso de pie y se
echó el manto por encima de ambos hombros.
—Bien. Muy bien. En ese caso, creo que podría enseñarte. Deberías hacer las
paces con Bello y con Mitra, tal y como planeabas. Te esperaré en Mona.
Se volvió hacia el río y luego se volvió otra vez hacia él.
—Creo que si pones toda tu mente en llamar al perro de la cámara, es posible que
venga.

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XIX

CONSAGRADO A LA MEMORIA DE QUINTO VERANIO,


CUARTO GOBERNADOR DE BRITANIA
PRIMER GOBERNADOR DE LICIA Y PANFILIA…

Exactamente un año después del día en que arrojó una lanza de garza, con la hoja de
plata, hacia el corazón de un joven guerrero iceno, se descubrió un monumento al
difunto gobernador de Britania junto a la aldea de su amigo y leal aliado Prasutago,
rey de los icenos.
Como su gemela, que fue colocada en el muro del teatro de Camulodunum, la
losa era de mármol gris, con un matiz casi de plata y pulida hasta parecer un espejo.
A diferencia de su gemela, sin embargo, ésta se alzaba sola, colocada a un lado del
camino al salir de la aldea. De la altura de un hombre y la mitad de ancha, la había
colocado el mismo cantero ibérico que la había esculpido y entregado, de modo que
el sol poniente arrojase una limpia sombra a su través y hacia el camino. Con la
superficie grabada, cuadrada y cortada rudamente, contenía la historia escrita de toda
una vida:

RESONANTE VICTORIA SOBRE LAS TRIBUS DE LA MONTAÑA CREÓ LA


PAZ A PARTIR DEL DESORDEN AUGUR Y CÓNSUL EN EL AÑO…

La niebla se enroscaba alrededor de la piedra y detrás de ella, pesada como el agua.


La ceremonia de descubrimiento se había retrasado un día en la esperanza de que el
tiempo mejorase. Por el contrario, los dioses habían espesado aún más el aire,
enviando oleadas de niebla remolineante para ocultarlo y taparlo todo, de modo que
Breaca, que estaba de pie ante la estela y un poco a un lado, quedaba aislada en una
tierra aparte, compartida solo por el físico, Teófilo, a su izquierda, y a su derecha
Deciano Catón, el flaco, aburrido y arrogante y enormemente peligroso procurador de
impuestos del emperador.
Eran lo mejor y lo peor que podía ofrecer Roma. Teófilo había pasado la
primavera y el principio del verano después de la prueba de lanza atendiendo al
gobernador moribundo, pero a finales del verano al fin quedó libre de aceptar el
ofrecimiento de Breaca y pasó la mayor parte de los tres meses posteriores en tierras
icenas, intercambiando sabiduría y curación con Airmid. Otro medio año y ella le
podría haber nombrado soñador, y nadie lo habría discutido.
El procurador, por el contrario, era una alimaña: una sanguijuela de la vida de las
tribus. «Si no sublevas el este —le había dicho un fantasma—, Roma desangrará a tu

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pueblo hasta dejarlo seco». Breaca había pasado el invierno anterior haciendo sin
parar puntas de lanza y espadas, y el verano anterior a éste en una tranquila y
cuidadosa búsqueda de guerreros en los cuales pudiera confiar su vida y sus planes
para un futuro de guerra, pero todavía no había conseguido reunir un ejército.
Careciendo de él, el procurador iba a hacer todo lo posible para desangrar a los icenos
y a las tribus del este hasta dejarlas secas.
También era, en ausencia del gobernador en las guerras occidentales, el hombre
más poderoso del emperador en la provincia de Britania. Hasta que Breaca
consiguiese reclutar a un número suficiente de guerreros para enfrentarse a las
legiones, no se podía hacer otra cosa más que ofrecerle sus derechos como invitado y
dejar que Tago negociase las reducciones de impuestos que pudiese de un hombre
que lo valoraba todo en medidas de oro.
Tago había hecho lo que había podido. Detrás, esperando entre la niebla, se
encontraban los ochenta veteranos mercenarios del séquito personal del procurador.
Hacían guardia ahora en sus carretas, dentro de las cuales, sellados y vueltos a sellar
con cera y plomo fundido, se hallaban los sacos de monedas entregados por Tago de
sus baúles de dinero para que fuesen enviados al tesoro del emperador, menos un
sustancioso porcentaje para el procurador.
Las carretas no contenían la importante cantidad de pieles que se habían
requerido, ni tampoco el procurador había tenido en cuenta el valor de los tres
sementales que pacían en los cercados cubiertos de niebla detrás de la aldea, ni las
yeguas de cría que corrían dentro de cada uno. En realidad, no se había alejado más
allá de la forja de Breaca ni de la choza recién construida detrás de ella, que
albergaba un almacén de hierro crudo y los fardos de espadas que se habían ido
haciendo a lo largo del invierno.
Por todas esas cosas y el descanso que representaban, Breaca daba las gracias.
La niebla se acercaba más y más. Unas letras grabadas en negro sobresalían de la
superficie de la losa y flotaban en el aire.

… SENADOR Y VALIOSO CONSEJERO DEL EMPERADOR CLAUDIO, QUE


LOS DIOSES LE ACOJAN POR SIEMPRE…

Si los dioses le acogieron, la verdad es que se tomaron su tiempo para hacerlo. Su


muerte se había prolongado cuatro meses, y había sido tan desagradable como la de
Scapula, el gobernador asesinado por la antepasada-soñadora a petición de Airmid.
El principio había sido lento e insidioso. Desde el último día de la luna vieja
después de la muerte de Eneit, Breaca yacía despierta por las noches, escuchando los
vientos de los dioses que soplaban al sur de Camulodunum para recuperar lo que era
suyo de aquél que había fallado en la prueba de los antepasados. No se llevaron el
alma de Breaca, ni hicieron sufrir atroces dolores a su cuerpo, como hicieron con el

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gobernador, y solo por ese hecho se confirmaba que fue su lanza la que mató a Eneit,
y no la del general romano.
Así se respondió una de sus dos preguntas: ¿quién de nosotros dos mató a Eneit?
La segunda pregunta, ¿dónde está Cunomar?, obtuvo respuesta más tarde, a mediados
del verano. Cuando el gobernador se hallaba ya en el umbral de la muerte, Ardaco
volvió de una cacería con la noticia de que se había visto a un joven de cabello rubio
de los icenos viajando hacia el norte, hacia las montañas de los caledonios.
Poco después, el mismo Cunomar empezó a aparecer en los sueños de Breaca,
acechando desnudo entre un bosque intacto, pintado con las líneas en espiral de cal y
el glasto de las osas.
Su hijo era más alto y más ancho de hombros de lo que lo recordaba. Llevaba una
lanza idéntica a aquella que ella había arrojado, pero las plumas ligadas al cuello del
mango eran de un cormorán, no de una garza, y la hoja no era de plata, sino de hierro,
con unos signos grabados a lo largo que jamás había visto.
Era una buena lanza, bien equilibrada para su brazo, y él empezaba a aprender
cómo aunar su alma con ella. En el sueño, ella le veía seguir a un oso macho herido
que ya había desgarrado los miembros de otros dos cazadores que habían intentado
seguirle. Cuando, la segunda noche, Cunomar lo mató, arrancó el corazón de su
pecho y lo sujetó con ambas manos, hablando directamente a Breaca con una
seriedad que hacía esencial escuchar lo que le decía.
Pero ella no podía oírle. Durante tres noches sucesivas ella volvió al mismo lugar
y al mismo momento y vio la misma muerte. Tres veces en el sueño su hijo alzaba el
corazón que todavía latía del oso macho y le hablaba, y tres veces ella esforzaba
todos sus sentidos y aun así no podía oír el mensaje que tanto le importaba a él darle.
Cunomar tampoco podía oír a su madre. No quedó palabra alguna cuando él huyó
del teatro, ni oportunidad alguna de hablar y de arreglar lo que se había estropeado.
Dondequiera que él viviese (o muriese) lo importante era que supiera que Breaca
había matado a Eneit limpiamente, que la lanza del gobernador había caído en una
carne ya muerta, y que Eneit había muerto con el corazón de un guerrero, y que le
enviaba su amor y su nombre a Cunomar como último regalo.
Por la noche ella se esforzaba por decir todo eso en voz alta en el sueño, de modo
que él pudiese oírla y curase su ira, pero la canción del alma de la lanza salía de su
boca y ella no podía darle ningún sentido a las palabras. Por la noche, el sueño que
era Cunomar miraba a través de su madre, a un espacio que había más allá, y Breaca
se despertaba, siempre, con la mancha de aquella mirada nublando el día, y el vacío
de la necesidad que se veía en ella.
A finales del verano los sueños ya eran distintos, y Cunomar ya no andaba en
ellos. El mundo se había desplazado y otras vidas importaban más que la de un joven
que buscaba su edad adulta. El gobernador murió cuando la luna cambiaba de vieja a
nueva, cuatro meses después de la prueba de lanza y tres desde que empezó su
enfermedad. Sabía lo que se avecinaba y lo había planeado todo, pero aun así, el

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emperador y su senado en Roma no consideraron urgente enviar un nuevo
gobernador a su provincia más septentrional. Las legiones de Britania una vez más
habían quedado sin líder, y los guerreros del oeste aprovecharon la ventaja que ello
les ofrecía, lanzando oleadas de ataques a los fuertes de la frontera.
Las noticias de legionarios asesinados se filtraron hacia el este, y las cohortes
estacionadas en torno a Camulodunum se pusieron nerviosas y empezaron a patrullar
los caminos con un fervor que dificultaba incluso el comercio. Así, Breaca pasó los
meses que conducían al pleno verano intentando encontrar alguna forma de que su
gente atendiese los campos evitando que todos los adultos fuesen detenidos a punta
de espada por poseer una azada y todos los niños golpeados por levantar una piedra
del suelo junto a un cercado.
La antepasada-soñadora había llenado sus sueños con imágenes de niños muertos
de hambre y esclavizados, y Breaca se alegró perversamente cuando el nuevo
gobernador llegó a finales del otoño para restaurar un simulacro de orden.
Suetonio Paulino, quinto gobernador de Britania, trajo hombres nuevos y nuevos
oficiales, y las legiones impusieron una especie de paz de modo que las cosechas se
recogieron sin derramamiento de sangre y los mercados de ganado de final de
temporada se llevaron a cabo sin que el intendente de Camulodunum requisara los
mejores animales para sus hombres.
Con el gobernador había llegado Deciano Catón, el procurador de impuestos del
emperador, y luego, en la primavera, el albañil ibero y sus losas de mármol, y el
antiguo gobernador se convirtió en un nombre grabado en piedra, clavado en la tierra
y entre la niebla remolineante.
Hasta la última línea constituía un memorial muy valioso. Breaca lo leyó sin
interés alguno, y luego se detuvo y volvió a leer la última línea.

PRIMER HOMBRE NO PERTENECIENTE A LAS TRIBUS EN PASAR LA


PRUEBA DE LANZA DE LOS CALEDONIOS. POR MI PROPIA MANO LA
ARROJÉ Y DI EN EL BLANCO

—Lo sabía.
Tago iba caminando a lo largo del hoyo para asar que contenía el toro que se
había sacrificado demasiado pronto, especialmente para alimentar al procurador y sus
mercenarios. El procurador se había ido, llevándose sus carretas de oro y un regalo de
vino del rey de los icenos.
Breaca contemplaba el espacio que se iba oscureciendo y que era el lugar por
donde se retiraba la carreta, y supo que la niebla, enviada por los dioses, se estaba
retirando. En torno a ella solo quedaban icenos, y Teófilo, que era un amigo, y Tago,
que se sentía muy incómodo y lo demostraba.
—«Por mi propia mano la arrojé y di en el blanco» —llegó hasta el final del hoyo
de asar y se volvió de pronto—. Esto no estaba en la losa de Camulodunum. El

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antiguo gobernador escribió esto para nosotros. Sabía por qué moría, y quiere que el
mundo lo sepa con él. Si le escribió acerca de todo esto al emperador, su sucesor nos
crucificará a la vista de su monumento, para que nosotros también sepamos por qué
morimos.
Breaca se sentó en un tronco junto al fuego.
—Por supuesto que lo sabía. Nunca hubo duda alguna. Mandó llamar a Airmid
para que le ayudara a morir limpiamente, al final.
La petición se encontraba en parte de la nota enviada con la carta final del antiguo
gobernador a Tago, dirigida a «Breaca de los icenos», y sellada con la marca del
elefante de Britania, de modo que se convertía en un delito grave abrirlo si uno no era
la persona a la que iba dirigido.
Tago trató de averiguar qué decía la nota, pero no lo consiguió. Ahora la miró
abiertamente.
—¿Y se la dio? ¿Facilitó Airmid la muerte de un gobernador romano?
—Sí. Teófilo lo sabe.
El físico asintió, accediendo. Poco después de la ceremonia se cambió el manto
bueno por otro más grueso y más viejo, muy remendado, que olía a humo de haya y a
grasa de cerdo. Tenía en una mano una jarra de cerveza y la otra se la calentaba con el
humo de la fogata.
Al oír su nombre levantó la jarra, como saludo.
—Sí, claro que lo sabe, y está muy agradecido. Jenofonte, que era físico de
Claudio, conocía las artimañas para hacer tales cosas, pero no me las comunicó a mí.
Tago tosió. Un músculo sufrió un espasmo en su mejilla.
—Ya veo.
—No estoy seguro de que lo veas —Teófilo fue a sentarse en el tronco que había
llevado Breaca—. Esa inscripción no era solo una advertencia para ti. El gobernador
estaba orgulloso de verdad de su tiro de lanza. Estaba convencido, hasta su último
aliento, de que fue su lanza la que mató a Eneit, y no la tuya, y que los dioses le
castigaban por haber tenido éxito, y no por haber fracasado.
Breaca dijo:
—Los dioses no castigan a nadie. Son los hombres los que hacen tales cosas. Los
dioses toman lo que les corresponde y se da libremente, como ofrenda personal.
Intenté decírselo.
—Ya lo sé. Y él creía que tú habías hecho lo posible para advertirle, y que tiraste
lo mejor que pudiste… y que exactamente por eso no estás ahora muriéndote poco a
poco a la vista de un mármol muy pulido. No podía dar órdenes a su sucesor de que te
dejara en paz, pero sí que podía honrarte y dejar bien claro que no te hacía
responsable de su muerte. Y eso es exactamente lo que ha hecho.
La niebla se había ido disipando hasta quedar casi en nada. Breaca podía ver todo
el círculo de la empalizada entonces, y también las casitas cuadradas que había en su
interior. Gotitas de niebla corrían como si fuesen sudor por los montantes de roble de

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los pilares y los niños empezaban a salir entre ellos, atraídos por el olor a carne asada.
Graine estaba allí, y también media docena más de su edad, que la seguían como si ya
les dirigiese.
Estaban a salvo, ni hambrientos ni esclavizados. Los miedos de Tago seguían sin
realizarse. La carreta del gobernador y la centuria de legionarios a los que pagaba
para protegerla se habían ido ya fuera de su vida, y no volverían hasta al cabo de
medio año. Ni ellos ni la losa de mármol explicaban el pequeño nudo de angustia que
había arraigado en el vientre de Breaca, ni el dolor en la cicatriz de su palma, que era
la advertencia de peligro por parte de los dioses.
Cogió un palo y rompió la costra de arcilla del fuego. El aire se llenó de aroma a
buey asado. Introduciendo el cuchillo, ella dijo a Teófilo:
—¿Y qué ocurre entonces con la muerte del anterior gobernador que no hayamos
leído en esta losa, y que te ha traído al norte con el frío de la primavera para que nos
lo desveles?
—¿Sabías que él negó sistemáticamente derechos de comercio a los esclavistas?
Breaca le miró a través del calor que se elevaba del fuego. El nudo de su vientre
se hinchó hasta convertirse en un puño de hierro. A plena luz del día resonó la voz de
la antepasada-soñadora: «¿Tendré que enseñarte, guerrera, lo que significa que un
pueblo se desangre hasta que no le quede nada más que ofrecer?».
Graine estaba a un tiro de lanza de distancia. No lloraba ni lágrimas de oro ni de
grano.
Breaca se agachó y cortó un largo trozo del muslo del toro que estaba en la
hoguera. La carne se deshacía en su mano, tierna. Dijo:
—Ningún hombre de honor concedería derecho de comercio a los esclavistas —y
entonces, como había que decirlo en voz alta, añadió—: ¿Debemos pensar que el
nuevo gobernador no es un hombre de honor?
Teófilo se inclinó hacia el calor del fuego. Dijo:
—Suetonio Paulino es un general. Dirigió a las legiones en los peores lugares del
imperio. Se le ordenó que sometiera a las tribus de la Britania occidental o muriera en
el intento. Con tales órdenes, ¿acaso alguno de nosotros sería un hombre de honor?
Gracias, pensaba que ibas a alimentar a los perros antes que a mí.
—Ellos vienen a continuación —Breaca arrojó un fragmento de pellejo asado a
Piedra, que era el que estaba más cerca, y otros a la perra gris y a sus cachorros, que
esperaban más allá—. Deberíamos hablar claramente. ¿Estás diciendo que el nuevo
gobernador ha concedido derechos de comercio a los esclavistas?
Teófilo dijo:
—Sí, aunque la administración física se dará al procurador, esa sanguijuela que
acaba de irse hacia el sur con una carreta llena de oro vuestro. Si ese hombre tiene
compasión, la esconde muy bien. De estar en tu lugar, haría todo lo necesario para
salvaguardar a mis hijos.

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Se lo decía a Breaca, pero los ojos de él, al igual que los de ella, estaban clavados
en el rey de los icenos, que había escuchado aquellas noticias y no parecía
sorprendido.
Tago se sonrojó y se dedicó con mucho interés a colocarse bien la torques que
llevaba al cuello, situando la pluma de muerte bien plana por encima de su esternón.
—Graine no sufrirá ningún daño —dijo al final—. Lo ha prometido. El antiguo
gobernador dijo que podríamos enviarla a Roma para que aprendiera todo lo
relacionado con el funcionamiento del palacio del emperador, tal y como corresponde
a la hija de un rey. Yo he dicho que los icenos nunca lo permitirían, pero que se le
está enseñando aquí. El procurador me ha jurado que nunca la tocarían.
—¿El procurador lo ha jurado?
La mañana, de repente, pareció fina y quebradiza, como el hilo en un charco.
Muy despacio, Breaca dijo:
—Si me estás diciendo que has acordado con esa alimaña, o con el gobernador, o
con cualquier otro, una cuota de esclavos de tierras icenas, te mataré.
Tago tragó saliva.
—No he acordado ninguna cuota —dijo—. Nada me han pedido.
—¿Pero vendrán a comerciar aquí, en territorio iceno? ¿Comprarán niños icenos a
sus padres icenos? ¿O sencillamente se los llevarán a la fuerza o los secuestrarán si
los dejan sin vigilancia?
«¿Debo mostrarte lo que es que un pueblo se desangre…?»
—No creo que el procurador permita…
—Por supuesto que lo hará —la voz de Teófilo sonaba tan cortante como la de
Airmid, cuando él lo requería—. La vida del procurador depende del provecho que
saque de Britania, y los impuestos sobre el comercio son su mayor fuente de ingresos.
Los comerciantes de esclavos obtienen muchos más beneficios que todos los demás
juntos. El primer grupo ya desembarcó con la luna llena. Son latinos, hombres del
país en torno a Roma, que no han conseguido todavía la plena ciudadanía romana. Se
creen casi romanos, y sin embargo despojados de sus verdaderos derechos, y están
amargados, y por ello resultan doblemente peligrosos. Ocho de ellos han cruzado el
océano con un grupo de guarnicioneros galos que venían hacia el norte para vuestra
feria de caballos de primavera. Si los icenos estuviesen a mi cuidado, yo vigilaría a
esos hombres y daría los pasos que fuesen necesarios para asegurar que no saquen
provecho de la carne y la sangre de mi pueblo.

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XX

La feria de caballos de primavera estaba tan atestada como un campo de batalla, e


igual de ruidosa. El bosque a su alrededor formaba un muro que hacía rebotar de
nuevo los sonidos, y solamente el ancho espacio de la carretera al sudeste rompía el
círculo.
Un segundo círculo de leña recogida se encontraba dentro del anillo de árboles y
un tercero lo formaban las tiendas y puestos cubiertos con una sola tela de los
comerciantes, como un tapiz de mil remiendos bajo la luz creciente del amanecer.
Desde éstos también subía el griterío de los comerciantes hacia arriba y hacia dentro,
de modo que los cuervos se sintieron muy agraviados y huyeron hacia el bosque, e
incluso los petirrojos, que podían haberse colocado alrededor de los fuegos en busca
de migajas, huyeron también.
Dentro de esos tres anillos se hallaban reunidos los comerciantes a centenares,
pero no a miles como ocurría antes, aunque había espacio suficiente en el recinto para
acogerlos. Los icenos habían viajado de uno en uno o de dos en dos desde todas las
aldeas de sus territorios, para vender el producto del trabajo de todo un invierno; los
galos y batavos e iberos y mauritanos y latinos y romanos habían subido en sus
carretas alquiladas desde los puertos de mar en el gran río con el único objetivo de
llevarse todo cuanto pudieran a cambio de la menor cantidad posible de los bienes
que habían traído a través del océano.
Ese hecho se daba por sentado entre ellos; era la llama que avivaba la pasión del
comercio. Los primeros días transcurrían siempre empeñados en objetivos
imposibles, y los dos siguientes igualando poco a poco lo que se ofrecía y lo que se
esperaba, y acercándose cada vez más a lo que se podía aceptar.
El emplazamiento de la feria de caballos estaba a menos de media mañana de
cabalgata desde la aldea de Tago, pero Breaca había llegado tarde, cuando ya estaban
cerrados todos los acuerdos comerciales. Dirigiendo su manada de caballos entre la
multitud, dio dos vueltas al amplio claro abierto antes de encontrar un espacio que
conviniese a sus necesidades. Allí extendió el pellejo de caballo zaino donde ofrecer
sus trabajos de forja obteniendo el mejor efecto posible, y se dedicó a desenvolver los
artículos que había creado a lo largo de todo el invierno.
—¿Has visto ya a los esclavistas, aquellos de los que te habló Teófilo?
Fue Graine quien lo preguntó, dejándose caer en la hierba húmeda que había
detrás del pellejo de caballo. Estaba recogiendo margaritas y ranúnculos para
entretejerlos en una torques para Piedra, que se encontraba echado muy cerca, a su
lado. A lo largo de todo el invierno, como Cunomar se había ido, Breaca había
entrenado mucho al perro, de modo que, más que nunca, se había convertido en

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protector de Graine. Su hija había crecido mucho recientemente, convirtiéndose más
en una jovencita que una niña precoz, pero el perro todavía se colocaba junto a su
hombro para que ella pudiera echarle el brazo encima y apoyar su peso en su lomo.
Así, ambos habían explorado la feria al principio.
Era interesante de contemplar: a Piedra le habían enseñado que todo el que no
fuera acogido por Graine como un amigo era un posible enemigo, y había un montón
de personas de ese tipo en la feria. Por muy extranjeros que los comerciantes reunidos
pareciesen, por muy extraños que fuesen su lenguaje o sus ropas, todos los hombres y
mujeres reconocían al verlo un perro entrenado para atacar. Tranquilamente, mientras
se iban montando los puestos y empezaban los primeros y frenéticos tratos, Graine
había atravesado el caos rodeada de un halo vacío, y los grupitos de adultos que
regateaban se apartaban a su paso, volviendo a agruparse cuando ella había pasado
ya.
Ella se había dirigido sin titubeos hacia el puesto de su madre, cosa muy
conmovedora, pero nada ideal. Breaca no quería que los comerciantes se apartasen de
su exposición de cuchillos y puntas de lanza, y aunque llevaba una torques real hecha
de ranúnculos, Piedra no inspiraba demasiadas ganas de acercarse.
Breaca se sentó y le acarició el cuello. A Graine le dijo:
—Creo que los hombres que están sentados alrededor del fuego que tienes detrás
son los esclavistas, por eso estoy aquí, pero quizá sería mejor que tú te quedases con
Ardaco. Él está a cargo de las fogatas para asar. Podrías ayudarle allí.
Graine frunció el ceño al encontrar un tallo de margarita roto.
—O podría dejar a Piedra con Ardaco y volver contigo, ¿no? —inclinó la cabeza,
como un tordo picoteando un caracol, de una forma que su madre ya había llegado a
reconocer.
—¿Hay algún motivo por el que debas estar conmigo? ¿Has soñado algo?
¿Debería saberlo?
—No, solo quiero ver cómo comercias. Aprendiste de Eburovic y Macha cuando
tenías mi edad. Un día, si echamos a Roma de esta tierra, yo también tendré que
aprenderlo.
—Y nunca te he enseñado. Lo siento. A veces se me olvida lo que es ser madre —
Breaca colocó en fila siete cuchillos de desollar con la empuñadura de olmo, con las
hojas curvadas en la punta. El sol penetró por entre la niebla matinal y la primera y
acuosa luz formó espejos sobre el metal, de modo que ella se vio siete veces,
demasiado seria, demasiado protectora, demasiado preocupada por hacerlo todo bien.
Su padre también había sido así, pero con más cuidado, de modo que la niña que
luego se convirtió en la Boudica tuvo espacio suficiente para crecer.
Moviendo la cabeza de modo que los espejos se convirtieran de nuevo en hierro
apagado, Breaca dijo:
—Piedra debería quedarse cerca de una de nosotras, de lo contrario nos echará
mucho de menos. Siéntate detrás del pellejo y quédate con él. Si me ves hacer algo

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que no entiendes, me lo preguntas después, no mientras se esté cerrando el trato.
—Gracias —Graine se sentó alegremente en la hierba a una cierta distancia detrás
del puesto. Tomó un puñado de mugrientos amuletos grabados en ámbar de la bolsa
que llevaba al cinto y empezó a pulir uno de ellos con el borde de su túnica. Eran de
artesanía del norte, de los caledonios o incluso más lejos aún, hacia el techo del
mundo; unos ciervos muy bien grabados con caras de hombre entre los cuernos, o
caballos que se quedaban de pie si uno los colocaba así, o lechuzas que protegían de
los escalofríos de la noche. Seguramente se los habría dado Airmid, o Ardaco; alguno
de los dos habría pensado que la niña necesitaba aprender, y que su madre quizá no
hubiese llevado nada para enseñarle.
—Si quieres comerciar con eso —se ofreció Breaca—, podemos colocarlos
también en el pellejo.
Era lo que se esperaba de ella, y ya había representado su papel. Graine sonrió
algo arrepentida, como si hubiera perdido alguna apuesta, pero hubiese satisfecho al
mismo tiempo un deseó, y colocó sus piezas junto a los cuchillos.
—¿Te dijo Airmid que no te dejaría quedarte? —preguntó Breaca.
—No. Fue Ardaco. Él apostó conmigo a que volvería a las fogatas para asar antes
de que empezasen los tratos.
—¿Y qué has ganado?
Graine sonrió y, por un momento, fue la viva imagen de la anciana abuela.
—¿Una mañana entera comerciando contigo? —dijo.

Los tratos duraron más de una mañana. Durante tres días, Breaca de los icenos,
herrera y forjadora de lanzas, enseñó a su hija cómo calcular el valor de una cosa
nada más verla, cómo regatear en lenguas extranjeras con los hombres de piel oscura
y mujeres de Iberia y Galia que traían sus esmaltes y barras de hierro crudo, con
latinos de ojos amargos que traían oro finamente cincelado y cueros curtidos y
teñidos de colores que nunca se habían visto en Britania, con los belgos del norte y
los hombres de las tribus germánicas, que traían caballos que no eran tan buenos
como los que ya cabalgaban los icenos, pero cuyos perros eran excelentes y que
querían espejos de plata, o los cuchillos con mango de olmo y el signo de la liebre en
la hoja, a cambio.
Graine era una comerciante excepcional. Descubrir aquello las sorprendió a las
dos. Como si encontrase una nueva compañera de escudo para el combate, Breaca
notó que se cerraba una puerta que antes estaba abierta y tuvo una sensación de súbita
seguridad, de la que había olvidado que carecía.
También había olvidado lo guapísima que era su hija; en el aislamiento de la
aldea, era fácil verla como una niña más, desgarbada por la edad y que necesitaba
siempre una túnica nueva, más larga. Los comerciantes, que llegaban y veían a
Graine sin estar preparados, se sentían tan arrobados por la frescura de sus rasgos y el

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océano de sus ojos como con las lanas y broches y el reabastecido suministro de
amuletos de ámbar en el puesto de su madre.
Rápidamente, Graine aprendió a quién podía ganarse con una sonrisa y una
miradita de soslayo a su madre que pedía permiso para hacer el trato sola, por
primera vez. Cada vez, el hombre o mujer, por muy extranjeros que fuesen, por muy
diferente que fuese su lengua, se arrodillaban ante el puesto y hacían ofertas
extravagantes por un ciervo de ámbar, o, más tarde, por una punta de lanza o un
cuchillo con mango de cuerno. Mientras Piedra mantuviese las distancias, cada uno
de ellos, sin falta, cerraba a sabiendas un mal trato solo por el placer de haber hecho
sonreír a Graine, y se alejaban contentos de haberlo hecho.
Al final de los tres días, el puesto de Breaca estaba vacío de objetos y el espacio
que había detrás, custodiado por Piedra, lleno de saquitos de sal y cebada malteada,
lingotes de cera de abeja, hierro crudo y cuero curtido y diminutas tabletas de esmalte
belga azul, rojo y amarillo, arneses y monturas de arnés de bronce, y espejos
plateados que serían excelentes regalos para los soñadores icenos exiliados, si alguna
vez volvían de Mona. En el lugar donde dormían, custodiado por Airmid, se
encontraban tres perros nuevos y un par de potros emparejados de un año, al menos
uno de los cuales tenía un buen potencial para engendrar buenos caballos de batalla.
Graine, por su parte, tenía dos cinturones nuevos con hebillas de bronce, un collar
de ámbar sin pulir ensartado en pellejo de alce que valía más que todos sus amuletos
juntos, un cuchillo de desollar que no necesitaba y una perra manchada oscura tan
cercana al parto que se podía ver a los cachorrillos dando patadas en su costado.
Y mejor que ninguno de los intercambios, Breaca había tomado las medidas de
los ocho hombres silenciosos y vigilantes que se sentaban alrededor del solitario
fuego, allí cerca.
Los esclavistas latinos contra los cuales les había advertido Teófilo demostraban
una complacencia asombrosa. De los ocho, tres portaban espadas cortas del tamaño y
estilo de las legiones, y dos más cotas de malla que podían desviar una lanza al final
de su vuelo.
El resto iba desarmado y sin escudo, y de haberse aventurado al oeste de las altas
montañas con tan escasa protección, habrían muerto uno a uno, entre el crepúsculo y
la salida de la luna, antes de que se hiciera plenamente de noche. En las llanas tierras
del este, donde las represalias por las muertes de cualquier hombre bajo los auspicios
de Roma podían destruir a familias enteras, estaban tan a salvo como pudieran
protegerles las legiones.
Los esclavistas hicieron su propio fuego mientras el último día de la feria se iba
disipando y cocinaron su propia comida. En los otros lugares, a medida que el sol
tocaba el horizonte del oeste, se abrieron los hoyos de los asados. Los aromas
mezclados de liebre, cerdo y ciervo se extendieron lentamente por el aire tranquilo,
de modo que los grupitos de parloteantes hombres y mujeres se quedaron silenciosos

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de este a oeste a medida que la comida ocupaba el lugar de los relatos de los tratos de
aquellos días.
El puesto de Breaca estaba situado en el margen más oriental, donde una brisa
constante se llevaba el aroma. Ella permanecía sentada de espaldas a los esclavistas, y
contemplaba a los demás que iban abriéndose paso hacia las fogatas de Ardaco. Un
hombre esbelto que tenía ambos antebrazos totalmente cubiertos con las marcas de
lagarto de los guerreros coritanos se quedó atrás rascándose la cabeza un poco más de
lo necesario, aun en el caso de tener piojos. Al cabo de un rato, al ver que nadie le
prestaba atención, se fue alejando hacia el borde del bosque y se puso a orinar contra
un árbol. Un rato después se metió detrás del árbol y no apareció.
Con esa partida, los ocho esclavistas ante el fuego mal atendido encontraron
necesario acabar su comida a toda prisa. El más alto, que llevaba un broche en forma
de salmón que saltaba en la túnica, se secó las manos en la hierba y sacó una bolsa
llena de oro y empezó a contarlo.
Breaca volvió la cabeza hacia él y agarró las tres bridas con bocados de hierro que
se encontraban cerca. Se las tendió a Graine y, no demasiado alto, pero sí lo
suficientemente claro para que le oyesen en el fuego vecino, dijo:
—¿Podrías llevárselos a Airmid? Los necesitará para atar a la nueva potranca y
separarla de los potros.
No había ninguna potranca nueva. Graine abrió la boca para decirlo y la cerró de
nuevo. Sus ojos se abrieron un poco por el esfuerzo de no mirar por encima de su
hombro, a los esclavistas.
—¿Me llevo a Piedra? —preguntó—. ¿O lo vas a necesitar?
Breaca sonrió. Durante unos últimos y breves momentos estaba de nuevo
comerciando con su hija, hablando secretamente para que la oyesen todos, y la
sensación que tuvo fue tan buena como en el campo de batalla.
—No, llévatelo —dijo—. Creo que cuento con ayuda esperándome en el bosque.
No estaba segura de ello, pero las canciones de las lanzas en su pellejo de venta
habían alcanzado un nuevo tono casi familiar, a medida que moría la luz del día, y
notó un tirón en su alma que no era solo la promesa de la acción.
Graine recogió las bridas, arrastrando las riendas de modo que el cuero se
oscureció con el rocío de la noche. Hizo una pausa, mordiéndose el labio.
—Tienes razón, hay ayuda —dijo—. Lleva ahí cuatro días, pero me dijo que no te
lo dijera. Me dio los amuletos. Creo que los ha tallado él mismo.
Los hijos de Breaca siempre la superaban. Tendría que haberse alegrado. Se
alegraba, pero esa sensación quedaba escondida debajo de un torbellino de otras
cosas mucho menos benignas. Tomó uña jarrita pequeña de miel y se la arrojó con
ligereza a Graine.
—Entonces dale esto, un regalo mío. Podéis comérosla juntos, si decide volver a
casa con nosotros después.

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La oscuridad iba devorando el cielo de este a oeste. Breaca esperaba, observando a
los esclavistas, que, a su vez, observaban el lugar por donde el guerrero coritano
tatuado con los lagartos había abandonado el claro. En un momento dado, cuando las
ocho siluetas en torno al fuego se hicieron más oscuras que las sombras arrojadas por
las llamas, se levantó y se dirigió hacia fuera, lejos de las fuentes de luz.
La canción de las lanzas la siguió al apartarse de los comerciantes y de la mujer
de los icenos del norte que se había llevado las dieciocho puntas de lanza con marcas
de liebre de Breaca a cambio de un par de buenos cuchillos y una perra rojiza con el
pellejo áspero y los ojos suaves y rodeados de negro. El trato se hizo solo de cara a la
galería, y Graine no tomó parte, aunque la perra era muy buena y emparejaría muy
bien con Piedra.
Las puntas de lanza eran de la longitud adecuada para cazar, pero la mujer sabía
cómo oír la canción de sus almas y había otros con ella que también se entrenarían
para oírla. Poco a poco, sin alertar a los que la observaban, la Boudica estaba
equipando a las primeras filas de su cohorte de guerra.
En las afueras de la feria, donde la guerra proseguía furtivamente en manos de
hombres que medían los valores de las vidas de los demás en oro, Breaca se movió
por entre unas filas de avellanos talados, donde habían ido creciendo rebrotes que
formaban varas para cestas y rediles de ovejas. El mantillo de hojas bajo sus pies
estaba húmedo por la lluvia de la tarde y ella no hacía ningún ruido.
La canción de la lanza que llevaba con ella toda la tarde se entretejía por los
laberintos de su mente, haciéndose más y más intensa con cada paso. Se iba
adentrando entre los árboles, siguiéndola, como sigue un perro un aroma, hasta que
esa canción se alzó por sí sola por encima de todas las demás, como una nota simple,
pura e inmaculada, y ella pudo rastrearla hasta su origen.
La lanza y aquél que la empuñaba estaban allí esperando, escondidos, en la parte
más oscura del bosque. Breaca se acercó todo lo que pudo y luego se escondió detrás
del tocón hueco de un avellano muerto hacía mucho tiempo. La luna había salido,
pero no bastaba para arrojar luz en el bosque. Ella vio lo que vio a la luz de las
estrellas, y ésta era vaga.
Breaca podía haber hablado la primera, pero decidió no hacerlo; había demasiado
en juego, y demasiadas cosas desconocidas. Bastaba, simplemente, con dejarse ver tal
y como estaba; sola y sin armas de guerra. No se atrevió a arriesgarse más.
Al cabo de un momento, desde su derecha, Cunomar dijo entre susurros:
—¿Cómo sabías que era yo? ¿Te lo ha dicho Graine?
Su voz se había vuelto más profunda durante los trece largos meses de su
ausencia. Ahora resonaba grave, poseída de una certeza que igualaba a la de su padre.
Parecía curioso, no enfadado; divertido, aunque seco, no defensivo.

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—No. Tu hermana guarda bien los secretos. He oído la canción de tu lanza nueva
y la he reconocido por un sueño que tuve a principios de la primavera. Te vi matar a
la osa herida. Lo hacías bien.
Breaca usó la cortesía formal que habría empleado en un consejo, enfrentándose a
un guerrero al que no conocía del todo.
Su hijo inclinó la cabeza para mirarla más directamente. Su cabello rubio aparecía
gris bajo las estrellas y la luna baja. Preguntó:
—¿Te has convertido en soñadora desde que me fui?
—No, en absoluto, aunque me preguntaba si tú lo habrías hecho. A veces los
soñadores más poderosos son capaces de enviar sus sueños a otras personas. Si el
asunto es importante.
Eso último era una pregunta. En ella estaban implícitas muchas más cosas de las
que ambos habrían expresado abiertamente. A Graine, Breaca podía hablarle de su
preocupación y su miedo desesperado y de cómo se entretejían ambas cosas, pero
todavía no podía hacerlo con Cunomar… quizá no pudiera hacerlo nunca.
Su nueva lanza cantaba mientras él pensaba la respuesta. El sonido llevaba en sí
el aroma de musgo y montañas altas y cascadas de agua y el rojo agalla de la sangre
de oso. Más débilmente, unos hombres pronunciaban invocaciones a los dioses de las
rocas y el bosque en la lengua de los caledonios. Cunomar era uno de ellos.
En el bosque de los icenos, el hijo de Breaca se miró las manos un momento y
luego levantó la cabeza y miró a su madre directamente a los ojos por primera vez
desde que podía recordar. No iba desnudo, como había ocurrido en los sueños de ella,
pero ella podía leer a través de él como si lo estuviera, y notaba una esperanza que no
se atrevía apenas a nombrar. Él no era más alto de lo que había sido su padre, pero sí
más robusto que Caradoc, aun en el momento culminante de la estación guerrera.
Vestía una túnica sin mangas y una serie de cicatrices blancas asomaban por las
curvas de ambos hombros, como si un oso le hubiese atacado, pero las cicatrices
estaban demasiado regularmente espaciadas para haberlas causado un oso. Unas
líneas de puntos azules a cada lado lo confirmaban; los soñadores de los caledonios
marcaban a sus bailarines del oso de ese modo, cortando la carne con cuchillos al rojo
y metiendo pelos de caballo en la herida para causar una cicatriz.
Cunomar soportó su escrutinio tranquilamente y luego dijo:
—En el momento de la caza, me importaba más que nada mostrarte lo que había
hecho. No sé si te envié el sueño, pero rogué a Nemain y al dios cornudo del bosque
para que vieses lo que yo había hecho. Si los dioses te llevaron la visión, fue como
respuesta a la plegaria de mi alma durante tres días de ayuno, para darle más fuerza.
No sé si podría hacerlo otra vez. Ciertamente, los ancianos de los caledonios no me
enseñaron su forma de soñar en el año que he pasado con ellos, solo cómo
convertirme en un hombre.
Solo eso. Ella ansiaba abrazarle, pero no podía salir de ella. Se apartó del
avellano, sacó el cuchillo que portaba al cinto y se lo tendió.

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—Tengo esto para ti, y una perra de cría de la hermana de Efnís, que se
emparejará con Piedra en la caza.
El cuchillo estaba apoyado en su palma, oscuro en la oscuridad. A la luz del día,
una docena de comerciantes distintos habían intentado cambiárselo. La hoja era
sencilla, de un solo borde, de la mayor longitud permitida, con una ligera curva en el
borde posterior para poder matar o despellejar un cuerpo con idéntica facilidad. La
empuñadura no estaba demasiado ornamentada, pero la había forjado en bronce, con
la forma de un oso cazando, redondeado por la parte posterior de modo que la mano
se deslizase por encima con facilidad y la cabeza formase el pomo. Incrustada en el
lugar donde el oso habría debido tener el corazón se encontraba, solo en el lado
izquierdo, una pieza de obsidiana grabada en forma de hoja de lanza. En
determinados ángulos de la luz del fuego brillaba con un tono rojo, como una herida
recién abierta.
Las estrellas no la iluminaban entonces, pero la plateaban suavemente. Cunomar
se apartó unos pasos por primera vez del árbol a cuyo refugio había permanecido de
pie. Precavido, casi con reverencia, cogió el cuchillo de las manos de ella.
—¿Has hecho esto para mí después del sueño de mi caza?
—Sí.
—Dioses… —de niño nunca había apreciado la belleza por sí misma, solo por lo
que podía darle. Ahora respiraba con tanta reverencia como Eneit cuando oyó por
primera vez la canción del alma de la lanza. Oír la canción de un cuchillo era mucho
más difícil.
Cunomar la oyó. Con el cuidado de alguien que custodia un objeto sagrado, se
arrodilló y dejó el arma encima de las hojas del suelo. Con menos cuidado se levantó
y echó los brazos alrededor de su madre.
Había crecido en altura y anchura, pero mucho más en otros aspectos. Su abrazo
era firme, y sabía muy bien dónde acababa él y dónde empezaba ella, respetándolos a
ambos. Breaca sintió una calidez en su cuello que pensó que era el aliento del joven,
y luego se dio cuenta de que no era eso.
Él no había llorado por Eneit como lo estaba haciendo entonces por ella.

Las nubes habían emborronado las estrellas cuando ambos se separaron. Hablar era
difícil. Breaca dijo:
—Hay demasiadas cosas que decir y no podemos hablar ahora. ¿Sabes por qué
estoy aquí?
—Por supuesto.
Él sonrió. Un año con los caledonios no había empañado su deleite por sus
propios logros, ni tenía por qué hacerlo. Dijo:
—Llevo aquí tres días. Los esclavistas deben reunirse con uno de los hombres de
Berico, un guerrero cojo de los coritanos que luchó contra ti antes de que llegasen los

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romanos. Tiene las marcas del lagarto de fuego en sus brazos como prueba de que ha
matado y ha recibido heridas en la guerra. Golpeará un cuchillo contra un tocón de
avellano como señal de que está aquí. El ruido que eso produce llega mucho más
lejos de lo que podrías pensar, y siempre hay uno de los latinos escuchando. Cuando
lo oigan, el más alto con el broche de un pez que salta en el hombro vendrá a reunirse
con él.
—El hombre de los lagartos coritano dejó el claro antes de que oscureciese. Si no
ha llegado aún aquí, es porque está esperando a alguien.
—¿A ti, quizá? ¿Sabía que le estabas vigilando?
—Posiblemente —Breaca giró sobre sus talones, escuchando el bosque nocturno.
Muy lejos, hombres con cotas de malla se movían pesadamente entre los árboles.
Brillaba una débil luz que iluminaba más que los fuegos y menos que la luna. Ella
preguntó:
—¿Los dos esclavistas con cota de malla están cerca del hombre del pez?
Cunomar había oído lo mismo que ella. Se arrodilló y cogió el cuchillo con
mango de oso.
—Solo uno de ellos ha llegado tan lejos —dijo—. El otro espera junto a la feria
para alejar a los posibles transeúntes.
—No sea que descubran que el coritano ha empezado a vender vidas humanas a
cambio de oro y un latino con un broche de pez se las compra —Breaca sacó su
cuchillo también—. Van de camino. Llevan antorchas, nada menos, cosa que les
cegará y les impedirá ver cualquier cosa que esté fuera de su alcance. Bien.
Deberíamos movernos…
Retrocedieron más y más, y el espacio en torno a ellos quedó completamente
negro, comparado con el fuego de las antorchas de resina que portaban los
esclavistas, y cualquier ruido que pudieran hacer quedaba ahogado entre el estruendo
de los hombres no acostumbrados al acecho nocturno en el bosque.
El comerciante latino llegó el primero, con su guardia de exlegionarios con cota
de malla. El pez enjoyado de su túnica saltaba, brillante, bajo las llamas. El guerrero
coritano con marcas de lagarto llegó más despacio, y sin luz, avanzando
silenciosamente. Había sido cazador en tiempos, de hombres, así como de animales.
Hablaba latín con acento galo, y se le respondió con unas contraseñas que ambas
partes conocían. Si era consciente de que le acechaban, lo ocultaba muy bien.
Ambos hombres estaban acostumbrados a regatear y a no hacer concesiones. El
trato se cerró fácilmente, como si en realidad estuviesen cambiando un potro
entrenado para la guerra por una carreta de pieles. Breaca escuchaba menos los
detalles que el tono. No era una operación nueva, ni un primer encuentro, sino
sencillamente el último de una serie de tratos muy discutidos.
Junto a él, Cunomar estaba apoyado en una rodilla, con la mano en la lanza, y
toda su atención concentrada en la reunión. Temblaba ligeramente, de la misma
forma que Piedra al cazar, paralizado por una liebre. Ella había visto hacer lo mismo

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a Ardaco antes de entrar en combate, cuando la osa le llenaba más. Le habría gustado
muchísimo que viese a Cunomar entonces.
El trato se cerró: una docena de jóvenes cerca de la edad adulta iban a ser
entregados en el puerto de mar al sur de Camulodunum a cambio del pago de treinta
frascos de buen vino, marcados con el sello del emperador, tres jarras de olivas y una
cantidad sin especificar de oro que cambió de manos al momento, para mayor
seguridad. El hombre de los lagartos contó las monedas y se las guardó en la bolsa
del cinturón. Tintinearon suavemente contra su muslo.
A una señal del latino del broche de pez, los hombres se alejaron. El esclavista y
su guardaespaldas cogieron sus antorchas y volvieron a lo largo del camino que
llevaba a su hoguera. El coritano con marcas de lagarto esperó de espaldas al tocón
de avellano. Había sido un buen guerrero en sus tiempos, y las marcas de lagarto así
lo atestiguaban. Debía de saber que le vigilaban. Miró a su alrededor cansadamente,
pero sin miedo.
Breaca notó un golpecito en su hombro. Tan bajo que su voz llegó a su mente
como había hecho la canción de la lanza, Cunomar dijo:
—No podemos matar a los latinos, sus muertes atraerían represalias en la feria,
pero a Roma no le importa si un guerrero lagarto de los coritanos muere a manos de
un oso en el bosque.
—¿O si cae en el río y se ahoga? —Breaca había pensado lo mismo. Un pequeño
pinchazo de peligro estremecía su piel. El guerrero coritano podía sentirlo igual que
ella. Había sacado el cuchillo y estaba retrocediendo hacia lo más profundo del
bosque, manteniendo los árboles a su espalda para mayor seguridad.
Breaca dijo:
—Puede haber más esperando. Sería un idiota si hubiese venido solo.
Cunomar le dedicó una sonrisa. La luna se había elevado lo suficiente para
iluminar con su fuego el oro de su pelo. Sus ojos eran de ámbar, y llenos de vida en la
noche. Dijo:
—No creo que sea ningún idiota. Al menos otros tres guerreros esperan detrás de
los árboles. Pero somos la Boudica y su hijo, que es el oso. Para nosotros, cuatro
hombres no son nada —su voz era grave y armoniosa, y sonaba llena de promesas—.
¿Quieres cazar conmigo, Boudica, portadora de la victoria?
Durante cinco años en las montañas del oeste, Breaca había cazado sola al acabar
la estación de las batallas.
Lo había hecho así por propia elección, cuando otros podían haberla acompañado
y compartido el riesgo y la euforia de cada muerte. En distintos momentos, y de
distintas formas, Ardaco y Cygfa, Gwyddhien y Braint se habían ofrecido a unirse a
ella y cruzar a tierra firme, y ella les había rechazado con cuatro tópicos, sin decirles
nunca que cada año anhelaba esos meses de soledad, la libertad que da la confianza
solo en una misma, después de las necesarias dependencias de la batalla.

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A lo largo de los años, ella había pensado que solo podía haber compartido
aquella experiencia con Caradoc, y la pérdida que eso significaba añadía otra capa
más aún a su dolor por la pérdida mayor, que se había ido adelgazando a lo largo de
los años hasta convertirse, sencillamente, en una parte más de su alma.
La noche que cazó al guerrero lagarto de los coritanos en compañía de Cunomar,
su hijo, Breaca supo por primera vez lo que habría podido ser cazar con su padre. La
alegría que suponía igualaba a la pena, y ambas se veían sobrepasadas por la belleza
pura y sencilla de la caza.
Los enemigos eran cinco: el vendedor de esclavos coritano marcado a fuego y los
dos hombres y dos mujeres de su guardia de honor. Todos llevaban marcas de lagarto
por las muertes y heridas en combate, y no eran gentes insignificantes.
La luz de las estrellas y la luna velada por las nubes convertían el bosque en un
lugar de grises y negros cambiantes. El primer enemigo, el que había cogido el oro de
los esclavistas, se apartó del lugar de reunión con el cuchillo en la mano, mostrando
un relámpago de hierro cuando por sentido común lo tenía que haber mantenido
oculto.
La canción del cuchillo se unía a las canciones de las lanzas en los susurros de un
bosque por la noche. Cunomar se tocó con dos dedos en el antebrazo y señaló con la
cabeza hacia el oeste. Estaban en territorio iceno, en las tierras de caza de los icenos.
Conocía el bosque igual que Breaca, y los coritanos luchadores del lagarto en cambio,
no. Breaca afirmó y luego hizo su propia señal, apretando con la palma de la mano
hacia la tierra.
Se separaron, madre e hijo, sumergiéndose en un bosque que les dio la
bienvenida, y cuando volvieron a reunirse, estaban entre el vendedor de esclavos
coritano y los cuatro guerreros de su guardia de honor.
No le mataron entonces; el honor de la caza exigía que él fuese el último. Breaca
levantó una piedra del tamaño de su puño y la lanzó rodando a su izquierda. Las hojas
muertas y ramitas pequeñas crujieron a su paso. El esclavista se quedó inmóvil, se
retorció y se metió detrás del tronco de un haya y el sotobosque que crecía a su
alrededor. Delante, dos de su guardia de honor se separaron y ya no actuaron como
escudos el uno para el otro.
No había espacio para usar la honda ni tampoco había necesidad de cuchillo.
Breaca rompió el cuello de aquel que eligió su camino, saliendo de la oscuridad. Le
cogió la barbilla, la forzó rápidamente hacia arriba y hacia atrás y luego hacia un
lado; era mucho más fácil matar a un enemigo de lo que había parecido una vez matar
a Graine, aunque fuese por compasión. Solo cuando dejó caer el cuerpo se dio cuenta
de que era una mujer, y lo lamentó.
Cunomar se unió a ella. Se había quitado la túnica. La noche convertía en
armadura sus cicatrices de oso, que corrían en diagonal desde los hombros hasta la
cintura. Su cuchillo estaba oscuro y húmedo. La canción del arma se había hecho más

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honda hasta convertirse en la que ella había conocido en la fragua, y seguiría así hasta
que se rompiera.
El joven se arrodilló, y realizó en el cuerpo de una mujer a quien Roma había
convertido en esclavista unas marcas que parecieran obra de un oso. La noche se
espesó con el hedor de la sangre fresca, y un estómago quedó abierto.
El bosque contenía el aliento, de modo que hasta las comadrejas se quedaron
quietas un momento. Por delante bramó un ciervo en la oscuridad, y otro detrás.
Ningún ciervo brama por la noche. Ahora ya se habían dado a conocer: cazadores y
cazados, dos contra tres.
Cunomar se levantó y se puso de pie junto al hombro de su madre. Ya no sonreía;
su rostro aparecía hermético, como una máscara impasible de concentración. Ya
habían pasado más allá de la conversación o de las señales de toques en el brazo de
las osas; mientras durase aquella caza, la Boudica y su hijo serían uno solo, dos hojas
de una misma arma. Los ojos de él eran los de ella, los pensamientos de ella eran los
de él, desde la vergüenza de haber matado a una mujer de las tribus al orgullo en la
perfección de aquella muerte. La casi muerte de él era casi también la de ella.
Pasando junto al borde de un claro diminuto, tapizado de piedras musgosas y
placas de hongos iluminadas por la luna, Breaca olió a sangre y oyó la exhalación
casi como un gruñido de alguien que ha recibido un golpe mortal. Solo la sabiduría
de mil cacerías como aquella le hicieron apartarse del relámpago de hierro que habría
sido la muerte de Cunomar o su propia muerte, de modo que ella se interpuso en el
camino del guerrero que la habría matado y pudo echarse a un lado y asestar a su vez
un golpe. El arma de él le grabó una ondulación en el hombro, junto a las cicatrices
de la herida de lanza que se había infectado. La hoja de ella le dio de cualquier
manera en la mejilla, metiéndose hasta el ojo.
Era bueno. Un hombre de menor categoría habría chillado y se habría entregado
al dolor, y por tanto habría perdido la vida. Aquél, por el contrario, cambió la hoja a
la mano izquierda y dio la vuelta en torno a ella, mientras la sangre inundaba el lado
derecho de su cara.
En voz alta, porque ya no importaba ser sigiloso, Breaca dijo:
—Si luchásemos juntos, y no unos contra otros, Roma habría sido expulsada hace
tiempo.
Él se rio, sin aliento.
—Son demasiados… Roma ganará, y nosotros seremos sus aliados… mejor eso
que enemigos muertos.
Las piedras del claro escondían un pequeño arroyo. Ella le atrajo hasta allí,
usando la ventaja de tener dos ojos en lugar de uno. Cuando él pisó el borde del claro
y perdió el equilibrio, ella le mató, adelantándose a la mano en la que él blandía el
cuchillo y clavándole el suyo en el pecho. Murió atragantado por la sangre y el ruido
ya no importó.

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Cunomar estaba acorralado contra un árbol con unos cortes en el pecho. En un
camino que se separaba del claro, se enfrentaba a dos enemigos abiertamente: el
primero de los esclavistas, con las marcas de lagarto que cubrían toda la extensión de
sus antebrazos, y otro, más viejo y menos marcado, que llevaba el pelo anudado muy
alto en un moño, en la coronilla, y con unas plumas de halcón colgando de él.
El viejo era el más sabio. Al oír la muerte de Breaca, se volvió para dar la espalda
a su compañero de escudo, de modo que esos dos quedaron también soldados como si
fueran uno solo.
Breaca retrocedió en la noche. La altura de la luna le mostraba a su hijo apoyado
en la corteza fina de un olmo, con el cuchillo sujeto limpiamente delante, como si
estuviera concentrado en el rostro de la muerte, igual que en los primeros momentos
de la caza. Los ancianos de los caledonios le habían enseñado bien, pero no había
cazado cinco años entre los enemigos como había hecho la Boudica, cuando vivir
costaba mucho más que enfrentarse a la muerte sin temor.
Si quería vivir entonces, si quería que su hijo viviera, se requería silencio, y unos
nervios implacables, y una vida entera de comprensión de los hombres.
Cualquier hombre sabe cuándo se clavan en él unos ojos. Un guerrero que espera
un ataque lo sabe al momento, de una manera muy fiable. Breaca, por tanto, no miró
al más viejo de los dos guerreros, el que tenía una nariz recia y los pómulos altos y
las plumas rojas de halcón en su pelo recogido, sino que miró únicamente, con mucha
atención, a su compañero, que se enfrentaba al cuchillo de Cunomar y no podía
desviar su atención sin arriesgarse a morir.
Un arbusto de espino le arañó la espalda. Por encima, unas ramas húmedas
goteaban con la lluvia que quedaba. El sotobosque se apartaba a su paso, y el suelo
del bosque cedía bajo sus pies, de modo que, lentamente, muy lentamente, Breaca fue
moviéndose hacia un lado de los dos guerreros coritanos que estaban espalda con
espalda.
Pasó una eternidad, entre los aromas que se elevaban del bosque húmedo, y luego
solo las ramas la separaron de ellos. Eran dos cabezas, dos orejas pálidas con el pelo
atado tras ellas, dos cuellos que habían quedado vulnerables porque ningún guerrero
de las tribus llevaba casco ni protección para el cuello cuando iba de caza.
El musgo se hundía bajo sus pies. Una hoja le acarició la mejilla. El esclavista
coritano que quería cambiar sus niños por oro romano notó todo el peso de su
atención.
Asperamente, dijo:
—¡Vigila a tu derecha! —y el guerrero del halcón rojo así lo hizo, y juró
violentamente. La Boudica estaba a menos de un brazo de distancia, un rostro
salpicado de sangre y enmarcado por unas ramas, cuando él había pensado que ese
mismo boscaje espeso era lo que le protegía.
Él fue rápido, pero ella llegaba por su derecha y un poco por detrás, que es el peor
lugar para que golpee un hombre diestro, a menos que pueda volver su hoja a tiempo.

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Lo intentó, y al hacerlo perdió la oportunidad de dejarse caer rodando, cosa que quizá
pudo haberle salvado. Pero aun así se abalanzó hacia un lado, de modo que el golpe
que iba destinado a su pecho le alcanzó en el abdomen, de mala manera. Muriéndose,
pudo aún atacar, y lo hizo alcanzándola en la pantorrilla antes de que ella consiguiera
volver su cuchillo y darle en la sien con el pomo, y luego abrirle la garganta hasta el
hueso.
El esclavista con las marcas de lagarto murió con mayor rapidez, cogido entre la
Boudica y su hijo. Breaca cogió el brazo del cuchillo del hombre desde atrás, y
Cunomar le dio en el pecho y luego en la garganta, de modo que el cuerpo que ella
sujetaba se puso rígido y luego laxo, y ella pudo dejarlo caer hasta el suelo.
Entonces ella respiró con fuerza una vez, otra vez más, y decidió no contemplar la
rápida partida de aquellas almas y por el contrario miró a Cunomar, que tomó aliento
con fuerza, luego cayó de rodillas y vomitó.
—Lo siento.
—No tienes por qué. Es peor no sentir nada —ella le cogió por los hombros y
esperó mientras otra oleada de náuseas le invadía. Estaba temblando, como antes, por
el agotamiento y por la concentración y la cercanía a la muerte. Desde la primera
muerte hasta la última había pasado menos tiempo del que se tarda en beberse un
vaso de cerveza, y habían notado como si fuese toda una vida. Ella dijo—: Has estado
antes en una batalla, pero nunca como guerrero. ¿Ves ahora la diferencia?
—Sí, por los dioses —él se puso a cuatro patas y escupió, cogiendo un puñado de
hojas para secarse la boca—. Pensaba que matar un oso era duro, pero no tiene nada
que ver con matar a un guerrero, solo y… sin protección. Las osas pasaban mucho
tiempo protegiéndome cuando luchábamos en el oeste. Yo no sabía…
Se balanceaba hacia atrás, apoyado en los talones. Estaba muy sucio: la tierra
pegada a las hojas le embadurnaba el rostro, y la sangre corría a borbotones desde los
cortes de su pecho. Se miró, conmocionado.
Breaca dijo:
—Te dolerán más tarde. Mucho. Airmid tiene un bálsamo que te ayudará a evitar
que se infecten, pero pocas cosas pueden evitar el dolor —le soltó los hombros y se
sentó lejos de los cuerpos de los dos guerreros coritanos—. Estoy segura de que
también las osas tienen bálsamos similares.
Cunomar cogió más hojas y se limpió la sangre del pecho.
—¿Acaso me devuelves con ellas?
—No, claro que no. Ahora ya eres un hombre. No tengo potestad para enviarte a
ninguna parte, y no me gustaría que te fueses ahora, cuando acabas de llegar. Pero
deberías pensar en ello. La aldea no ha cambiado desde que tú la dejaste. Todavía no
he conseguido reunir un ejército, y acabo de empezar a armar a los que pueden unirse
a mí algún día. Todavía es posible que muramos todos a manos de Roma, o nos
capturen esos… —y tocó al esclavista muerto con los dedos de los pies—. Los dioses
han permitido que tú y yo nos reunamos, por lo cual estoy más agradecida de lo que

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puedo expresar. Daría la bienvenida todos los días a la luz que tú traes a mi vida, pero
has probado la auténtica libertad, y has madurado con ella; ¿estás seguro de que
quieres vivir de nuevo bajo el yugo de Roma?
Cunomar había dejado de temblar. Recostó la espalda en el árbol que antes le
había servido de protección. Enlazando las manos detrás de la cabeza, levantó la vista
y miró las estrellas.
—Los ancianos de los caledonios me han convertido en un guerrero del oso. Si lo
deseo, puedo volver a ellos, bailar con la osa en otoño y quizá convertirme en uno de
sus guerreros soñadores. Puedo librar batallas pequeñas contra tribus pequeñas, o
contra los navegantes belgos que desembarcan en sus costas y les arrebatan a sus
mujeres. O bien puedo volver a casa y vivir entre los icenos, y morirme de hambre
cuando ellos se mueran de hambre, y luchar con la Boudica cuando llegue el turno de
luchar —desenlazó las manos y se secó otro churrete de sangre del pecho—. ¿Qué
dijo Eneit antes de morir?
—Que te quería, cosa que ya sabías, y que te esperaría en las tierras que hay más
allá de la vida. Y que tú debías encontrar el valor para vivir a partir de aquel día…
cosa que has hecho. Y también dijo que recordases su nombre, que significa
«espíritu», y que se lo dieras a tu primer hijo.
Él se quedó un rato callado. Los cuerpos de los guerreros muertos se iban
enfriando, y la sangre dejó de manar de sus heridas mortales. Cunomar se adelantó un
poco y quitó las plumas de halcón del cabello sujeto en un moño del hombre más
anciano.
—Deberíamos hacer las marcas del oso en sus cuerpos y entregárselos al río —
dijo, ausente, y luego, poniéndose de pie—: Si voy a tener un hijo, y a llamarle Eneit,
me gustaría que naciese y viviese entre los icenos, con sangre icena en las venas —
sonreía a Breaca, tímidamente, de un modo que conmovió el corazón de la mujer y lo
estrujó. Tenía mucho de su padre y sin embargo era muy distinto, él mismo, único—.
Si quisiera volver a casa, ¿me acogerías?
Antes fue él quien hizo el primer movimiento. Entonces fue Breaca la que se
levantó y se dio cuenta de que el corte en la pierna se la había dejado tiesa y coja. Él
se reunió con ella a mitad de camino y ambos se abrazaron esta vez como adultos,
como guerreros que han apostado cada uno su vida a la habilidad del otro, como
madre e hijo primogénito, con todo lo que eso representa, como la Boudica y el hijo
de Caradoc, que se había ido como niño y volvía a casa como mucho más de lo que
ella hubiera podido esperar jamás.
Los brazos acogedores del joven la rodearon. Ella apoyó la cabeza en su hombro
y aspiró el aroma de su piel, como hacía cuando era recién nacido, y nunca más había
vuelto a hacer. Le miró a los ojos, que estaban al mismo nivel que los suyos y
esperaban con toda calma, como le habían enseñado los soñadores osos de los
caledonios.

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—Mi mundo estaría incompleto sin ti —dijo ella, con total sinceridad, porque
aquella noche todo era posible—. Si tuviéramos quinientos como tú, podríamos
inflamar de nuevo la hoguera de los icenos. Aunque fuesen solo cincuenta, ya sería
un comienzo. ¿Viajarás conmigo durante el verano, para ver si podemos convencer a
los suficientes para formar tu guardia de honor?

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XXI

El perro del túmulo de los antepasados acompañó a Valerio en el barco que le


condujo de Hibernia a Mona, y en el viaje en barcaza desde Mona a tierra firme,
observándole mientras él vomitaba bilis y la última y antigua comida en la cubierta.
Viajó con él también mientras caminaba a lo largo de los elevados senderos de la
montaña, en el sur, y un poco al este, y solo le abandonó de nuevo cuando pasó la
vasta fortaleza de la Vigésima legión y llegó a los pies del sendero que conducía
arriba, a la cueva de Mitra. Echó de menos su compañía, pero el animal parecía tan
claramente ligado a Nemain que no podía esperar que le siguiera hasta los dominios
de otro dios.
Por pura necesidad, su ascenso a la cueva fue terriblemente lento. Los seguidores
del asesino de toros no tratan con demasiada amabilidad a aquellos que profanan sus
lugares de culto, y Valerio ya no era un oficial herido alistado como León bajo las
órdenes del dios, que subía con permiso de su Padre a santificar su alma antes de la
batalla. La ruta de subida nunca fue fácil, pero aquella vez había que ir tentando cada
paso antes de darlo, comprobando cada metro de avance por si había guardas, o
rastreadores, o jóvenes iniciados, que podían haber decidido pasar la noche fuera en
la montaña, ansiosos de probar su valía capturando a cualquier apóstata.
Al subir cada escalón, Valerio intentaba mantener abierto el espacio del dios que
Nemain había perforado en su alma. Ella no le había pedido que abandonara su
servicio a Mitra, no podía imaginar que hiciera tal cosa, pero, habiendo desnudado
todo su ser en presencia de la diosa, le parecía imposible ahora poder servir también
al dios de los soldados, de las legiones, cuya adoración se ofrecía solo a los mejores,
a los más capaces, a los más dedicados a Roma y al imperio.
Valerio llegó al lugar del dios con la luz más gris de la aurora, y al principio no
vio en qué se había convertido. Cuando hizo su única visita, justo antes de la derrota
de Caradoc, la entrada a la caverna de Mitra era una grieta sin señalar en una cara de
roca, en el costado de una catarata, que era fácil no ver, a no ser por las ofrendas de
miel, grano y pequeñas piezas de oro situadas con mucho cuidado en unos salientes
de la anchura de un dedo en torno a la abertura.
Ahora, cuatro años después, un Padre que había deseado dejar su marca más
visiblemente había ordenado que se embadurnase de blanco una franja de un palmo
de ancho en torno a la abertura, de modo que la negra cicatriz de la boca de la cueva
gritaba hacia el valle y cualquiera, entregado al dios o no, podía saber dónde residía.
Valerio no habría hecho una cosa semejante, ni tampoco, pensó, el tribuno con la
túnica gris que fue Padre de la orden en su tiempo. A aquel hombre le preocupaba
mucho hacer las cosas a la manera antigua, y no habría necesitado gritar su presencia

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al mundo. Valerio se preguntaba si el nuevo gobernador estaría marcado con el
asesino de toros: aquello llevaba la marca de un hombre que se alimentaba de la
publicidad propia y la adulación de los demás, como se decía de Suetonio Paulino.
Aquella mañana precisamente el efecto no era como se había pretendido. El
viento se había levantado, y jugueteaba con la cascada, de modo que la boca pintada
de blanco quedaba emborronada por las salpicaduras y Valerio solo vio la suprema
fealdad cuando se quedó de pie justo delante.
Era horrorosamente feo. Se habían colocado unas ofrendas chillonas, a juego con
la pintura. Una cadena de oro colgaba de una estaca introducida en la roca; un frasco
de vino yacía sin romper, con el sello de cera estampado con la marca de Claudio,
para demostrar la edad y el valor del caldo; una solitaria perla del océano pasada en
un hilo de oro colgaba del avellano que se inclinaba encima de la cascada, como una
gota de leche irisada en la humedad. Solo esto último otorgaba cierta atmósfera
sagrada al lugar. Valerio notó un dolor en los dientes que era como el primer susurro
del disgusto del dios.
No quería entrar en presencia de uno a quien había servido mancillado por el
brillo de aquellas falsas ofrendas. Dejando su bolsa, retrocedió cien pasos y esperó,
observando. Cuando estuvo seguro de que ni hombre ni animal alguno habían
rastreado su ascensión, se desnudó y se abrió camino con mucho cuidado sobre las
rocas húmedas hasta el estanque del fondo de la cascada.
El agua atronaba a su alrededor, salpicando con ímpetu. Una década de servicio
en el oeste no había disminuido su reverencia ante el poder estruendoso y fascinante
de un río que cae en cascada desde un acantilado. Como un niño, abrió los brazos y
dejó que el agua pinchase su cara y su pecho, azotándolo hasta despabilarlo. La
marca de su esternón punzaba ligeramente, pero no mucho; había pasado mucho
tiempo desde que el dolor que sentía en ella le recordaba su deber.
Mucho más alerta, saltó desde la última roca hasta el agua. El frío no le robó el
aliento como en el río que había junto al túmulo de los soñadores; esta vez sí podía
pensar, y no se perdió en sí mismo. Agradecido por eso, metió la cabeza debajo del
agua y dejó que la corriente limpiase el resto de su piel.
Con la limpieza llegó también una nueva conciencia. No le habían dado la
bienvenida en Mona, y el dolor que eso le producía seguía en él. No le abandonó,
pero él seguía vivo a pesar de ello, libre para beber aquel aire limpio y el agua
cristalina, el cielo penetrante y el grito del águila que cazaba temprano, desgreñada
por el invierno y demasiado hambrienta para esperar a la plena luz. Aquel dolor le
conmovía, pero de una forma agradable. Valerio averiguó que podía imaginar el
futuro, un momento en que el animal se vería aliviado por la comida y el descanso y
el susurro de los vientos altos. Eso le sorprendió; no sabía que al abrir el alma a
Nemain se le permitiría ver el futuro, aunque fuese para un ave impaciente.
Redescubrió su presencia como un regalo y se bañó en ella, como se había bañado
antes en el agua.

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Más tarde, ya seco y vestido, tomó el oro y el vino de la boca de la cueva y lo
arrojó todo al río. Ya no era su obligación, pero no le deseaba ningún mal a Mitra, y
aquél era un servicio que podía prestarle, ya que estaba en situación óptima para
hacerlo. Cualquier agua que surgiera de la tierra estaba consagrada a Nemain, pero
ella siempre había sido la puerta hacia los otros dioses. Podía devorar aquellas cosas
sin daño, de un modo que era incapaz de hacer el degollador de toros. El dolor en sus
dientes se desvaneció mientras la poza se tragaba la última cadena reluciente. Dejó la
perla. Colgaba en el avellano con un sentido distinto, la había colocado alguien que
comprendía el amor de los dioses por la belleza.
Nada quedaba, pues, que evitase que Valerio entrara en la cueva. Abriendo bien la
mente, encendió una de las velas de sebo que portaba consigo y se metió por la boca
rodeada de blanco, arrastrándose de bruces en la oscuridad a través de un túnel que se
estrechaba sin parar, y que le llevaría en presencia del dios.
Aquello no había cambiado. Como ocurría antes, llegó al recodo en el túnel donde
el suelo se volvía empinado y abrupto, y el único modo de seguir era con los brazos
estirados hacia delante y el cuerpo doblado en la roca. Durante largo rato le pareció
imposible ir hacia delante o hacia atrás, y tuvo que reprimir el pánico que le invadía.
Cuando llegó a la abertura hacia la cueva, ésta le pareció un bendito alivio que era
tanto recuerdo como realidad.
Él ya no era el mismo hombre que antes; su apreciación de aquel lugar fue mucho
mayor de lo que había sido. Los antepasados soñadores de los hibernios habían
construido de piedra la cámara de sueño en la cual Valerio había pasado sus largas
noches, y la habían dejado sin luz alguna. Allí, los dioses, sin la ayuda de soñador
alguno, habían construido una caverna abovedada dentro de una montaña tan alta que
rozaba las nubes, colocando en su interior un lago, y un encaje de agua que, cuando
lo tocaba la llama de una vela, se convertía en el espectáculo más conmovedoramente
hermoso que Valerio hubiese podido ver jamás.
La conmoción de ese hecho le había atraído antes hacia Mitra. Esperaba que
volviera a hacerlo en aquella ocasión. Al tacto, encendió la segunda de sus tres velas
y la colocó en la roca, luego cerró los ojos y esperó un momento antes de mirar al
lugar donde estaba el lago, y las chorreantes joyas acuáticas que titilaban en el techo
como lágrimas de oro del dios.
El dolor que sentía en los dientes volvió, repentinamente, cuando ya era
demasiado tarde, pero ya estaba henchido de ilusiones para hacerle caso.
Tendría que haberlo supuesto: un hombre que pinta de blanco la boca de una
cueva pondrá su sello también en lo más sagrado que ésta contiene en su interior. El
hierro bordeaba el lago. Una barrera hecha con estacas como las que colocan las
legiones en los márgenes de sus campamentos nocturnos, solo que aquellas estacas
eran varillas de hierro, y no de madera, y se habían forjado y diseñado y moldeado a
mano, y en sus extremos se había estampado la marca del cuervo, exactamente como
estaba grabado al fuego en el pecho de Valerio, y mientras los legionarios podían

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clavar sus estacas con un sello sencillo directamente en la tierra, allí, hombres con
cinceles y argamasa habían trabajado durante días para introducirlas en la roca que
era el suelo de la caverna.
Suponía un sacrilegio perpetrado en nombre del dios, y todos los sentidos de
Valerio gritaron al verlo. Se volvió y encontró en la parte posterior de la caverna un
altar hecho de mármol y la pequeña parte de sí mismo que aún podía pensar intentó
imaginar cómo habrían conseguido introducirlo por el túnel. El resto de su ser
estudiaba los grabados que tenía a su alrededor y el oro labrado y los iconos pintados
y los veía también como un sacrilegio.
Lleno de asco, dijo:
—¿Acaso no te conocen?
«Creen que sí. ¿Tú eres distinto?»
Valerio se volvió hacia el agua, mucho más despacio que antes. Nemain no había
aparecido ante él en ninguna visión, ni le habló en voz alta, de modo que su voz
resonara a lo largo de la roca y el agua enojada, sacudiéndole en el lugar donde
permanecía de pie.
Mitra hizo ambas cosas. El dios no se arrodillaba en el fuego, como él había
hecho antes. No tenía ningún toro a sus pies, ni vivo ni muerto, pero el perro que
aparecía siempre con él en los grabados y los frisos de las bodegas, en todas las
fortalezas romanas, estaba junto a sus talones, con la cabeza a la altura de su muslo.
En las imágenes era pequeño y con las orejas redondas; un sabueso del sur, de suave
pelaje, procedente de los desiertos de nacimiento de Mitra.
En la cueva del dios, en las montañas de Britania, el perro era alto, con las orejas
puntiagudas y el pelo áspero y roto, y las manchas blancas sobresalían de su pelo
como si acabara de revolcarse en la nieve. Era el perro de la cámara de sueño de los
antepasados, que había aparecido a los pies de la montaña del dios, y era también
Granizo, que había muerto y fue encomendado a Briga. No tenía que haber aparecido
en compañía de ningún dios extranjero, y mucho menos uno tan estrechamente
vinculado con las legiones.
Valerio abrió la boca y la cerró de nuevo. Nemain le observaba y no le ofreció
ayuda alguna.
Divertido, Mitra dijo:
«Te lo pregunto de nuevo. ¿Me conoces, Julio Valerio, herrero de Hibernia?»
Valerio encontró de nuevo la voz, cosa que le sorprendió.
—No presumo tal cosa. Nunca lo he hecho.
«Y sin embargo has quitado las falsas ofrendas de la boca de mi cueva, y sientes
dolor al ver el desatino cometido con mi lago».
—No me gusta ver que sufres.
«Entonces al menos comprendes eso. Te lo preguntaré de otro modo. ¿Me
conoces, Bán de los icenos?»
—No.

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Valerio habló sin pensar, desde el lugar que se estremecía en su pecho y donde
todavía enraizaba un dolor antiguo. Cuatro años antes aquello habría bastado. En
aquel preciso momento, desde la abertura que Nemain le había practicado, dijo:
—Como Julio Valerio, decurión de la caballería y servidor del emperador, podía
haber llegado a conocerte. Como Bán, solo puedo entregarme a Nemain.
«Pero no eres Bán. No respondes a ese nombre, ni piensas en ti mismo así, en tus
sueños. Te lo pregunto de nuevo: como Valerio, ¿a quién sirves?»
Uno no habla dos veces sin pensarlo debidamente en presencia de un dios. Valerio
se quedó de pie en el centro de la caverna y contempló la luz de su vela que iba
sangrando en los huecos que quedaban entre las barras de hierro. Antes habría
bastado con aquella luz para incendiar todo el lago y hacer revivir aquel lugar, pero
ya no era así. El dios estaba de pie en un agua muda, mientras los canales de llamas
marchitas apenas le tocaban los pies. Valerio dejó que su mente se dilatara hasta
reunirse con ellas y buscó una respuesta.
Durante tres años en Hibernia había vivido solamente como Valerio, y se había
creído carente de dioses. Ahora, sabiendo que no era así, todavía no había averiguado
quién podía ser, excepto que todavía no era Bán de los icenos ni era ya Julio Valerio,
ciudadano de Roma y decurión de la caballería tracia.
A los pies del dios toro, el perro metió la cabeza y bebió del fuego. Allí, en aquel
sitio, su pellejo quedaba apelmazado en el cuello, en el preciso lugar donde había
sangrado la herida de muerte. Olfateaba el aire y erguía las orejas, y trotaba hacia
delante, saltando las barras de hierro como si fuesen simples palitos colocados planos
en el suelo. Al llegar a Valerio hociqueó su mano colgante, y, como había hecho en la
cámara de los antepasados, él notó la calidez y la humedad de ese hocico como si
fuera real.
En presencia de los dioses nada ocurre por accidente. Valerio se arrodilló como
Mitra se había arrodillado y acarició las orejas del perro de sueño. Mirando por
encima del agua, dijo:
—Este perro, ¿es tuyo o es mío?
«Si te has consagrado a mí, lo que es mío es tuyo».
«Si…» Aquella palabra quedó suspendida en el aire entre el hombre y el dios,
vibrante, abriendo puertas que Valerio había cerrado hacía mucho tiempo.
«Si…» El dios caminaba hacia delante por avenidas de fuego. Su rostro era el de
un muchacho, sus ojos tenían la vejez de la eternidad. Su cabello era del color del sol
de la mañana, y en su sonrisa se alojaba la belleza y el poder salvaje de todos los
amaneceres que habían existido. Ningún hombre podía conocerle sin sentir amor, ni
dejar de experimentar el dolor a su partida.
Valerio, que le había servido durante quince años sin conocerle de aquella
manera, y por lo tanto sin amor, se sintió aplastado por el peso de una montaña entera
de pérdida.
Angustiado, dijo:

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—No puedo ser lo que era. No puedo volver atrás.
«¿Lo deseas acaso?»
—No. Se me ha concedido mi derecho de nacimiento. Ahora lo que soy es la
verdad —desesperado, Valerio buscó a Nemain y la encontró, y nada cambió, pero su
alma llegó a un equilibrio y su confusión no quedó sin atender. Ella no forzaba
ninguna elección, ni tampoco Mitra. Aun así, él no veía forma alguna de que un
hombre pudiese servir a dos dioses tan dispares y mantenerse intacto.
Una llama osciló en el espejo plano del agua. El dios estaba tan cerca que podía
tocarlo. Serenamente, dijo: «¿Quién eres ahora, Valerio, caminante entre dos
mundos? Julio Valerio era tan plenamente de Roma como Bán era de los icenos, y
ninguno de los dos se resignará a descansar tranquilamente, por mucho que lo
pretendas. ¿Debes renunciar a uno de ellos ahora, para mantenerte fiel al otro? La
elección es tuya. Ningún dios puede hacerla por ti».
Valerio no había querido elegir, sino acabar. Durante demasiado tiempo no dijo
nada, mirando las varillas de hierro y la vela vacilante. Luego, la calidad del silencio
cambió y cuando volvió a mirar, el dios fluía en el fuego, y el fuego en el agua.
La pérdida era irreparable. Abandonado, cayó de rodillas y lloró. Unas lágrimas
abrasadoras formaron ríos en sus mejillas. Quería desesperadamente jurar lealtad, una
vez hecha la elección, y sin embargo no podía; su voz ya no respondía a sus órdenes.
El perro con el pelaje áspero se volvió hacia el lago y gimió una sola vez,
suavemente, y luego volvió y lamió la mano de Valerio.
A través de la cámara resonante de la caverna, la voz de Mitra llegó hasta él,
dulce: «Busca en quién te has convertido, caminante entre dos mundos. Si lo
averiguas, la paz de los dioses se abrirá ante ti, y no solo cuando camines a la luz de
la luna de Nemain».

Valerio estaba solo, arrodillado en la roca del suelo de la cámara, temblando tanto
como en las ocasiones en que cruzaba el océano. El perro hizo que se sentara, luego
hizo que se pusiera de pie, luego le empujó las piernas, de modo que debía resistir o
caer. Quiso vomitar pero no se atrevía a mancillar la caverna del dios, por muy
horrorosamente profanada que estuviese ya.
Al pensarlo se sintió conmovido. No había llevado ninguna herramienta consigo,
pero creía que era posible, aun con las manos desnudas, deshacer lo peor de lo que
habían hecho hombres que sí contaban con herramientas.
Las varillas de hierro en torno al lago fueron muy fáciles de quitar; los agujeros
en los cuales se habían introducido no eran hondos, y la argamasa a su alrededor se
había podrido ya con el aire húmedo. Las quitó, una por una, y las apiló contra la
pared junto al túnel que conducía al mundo exterior.
El altar era más complicado. No era feo; en el lugar adecuado, habría resultado
muy bonito, pero aquél no era el lugar adecuado. Al examinarlo Valerio se dio cuenta

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de que lo habían hecho por partes, y comprendió entonces cómo lo habían pasado a
través del túnel. El mármol plano que lo cubría se levantaba bien, y las cuatro paredes
se sujetaban mediante unas estaquillas de madera por el interior.
Le costó algo de esfuerzo separarlas, pero tenía tiempo y una energía que debía
ocupar en algo. El oro y las fruslerías que había alrededor se podían quitar
fácilmente. El único problema era dónde guardar las piezas. No podía arrojarlas al
lago (de toda el agua del mundo, aquella precisamente no pertenecía a Nemain) ni
podía arrastrar solo el mármol a través del túnel sin disponer de cuerdas o rodillos.
Las velas ya estaban casi consumidas. Encendió la tercera con lo que quedaba de
la segunda, y vio que las dos llamas se enrollaban una alrededor de la otra con el aire.
Se inclinaban hacia la izquierda, hacia la boca del túnel a través del cual había
llegado él, movidas por una corriente que venía del extremo opuesto de la caverna.
Valerio se volvió sobre sus talones y observó el muro de piedra oscura.
—¿Así que crees que puedo ir a la otra caverna? Los dioses no me lo habían
permitido antes.
Valerio hablaba dirigiéndose al perro, que no le dio ninguna respuesta, pero
tampoco le retuvo cuando él se colocó un haz de varillas de hierro bajo un brazo y
buscó la boca de la caverna dentro de la otra caverna que encontró en otra ocasión. La
abertura no había sido señalada con cal blanca. Era muy improbable que los
ingenieros con sus taladros y su argamasa no la hubiesen visto, pero, como Valerio en
su última visita, quizá se hubiesen visto rechazados por un poder demasiado grande
para ignorarlo.
La entrada no parecía más acogedora que antes. La vela parpadeaba y escupía y
arrojaba más sombras que luz. Valerio se introdujo de lado y metió los hombros en la
grieta que conducía hacia la nueva caverna… y esperó.
No vino ninguna voz a detenerle. El lugar tranquilo de su alma no contenía
advertencia alguna.
Una corriente mayor apagó la vela.
Valerio no sentía miedo de la oscuridad. Se recordó a sí mismo ese hecho tres
veces mientras iba empujando las varillas de hierro contra la pared de la caverna
interior, y palpaba el camino de vuelta al lugar de donde había salido. Sus años en las
legiones le habían vuelto metódico, al menos; las varillas de hierro quedaron apiladas
juntas y en fila, y colocó las piezas del altar en orden de tamaño, al lado. Llevarlas a
la caverna interior fue un trabajo lento, que todavía se hacía más lento por la ausencia
de luz y la necesidad de ir a tientas por el camino, pero con la práctica cada vez iba
más rápido, de modo que el oro y los iconos de las piezas del altar las llevó con
mucha más facilidad a la caverna interior, y los colocó en unos salientes que había
llegado a encontrar al tacto.
Colocó la última pieza en su lugar y se quedó quieto, husmeando el aire como
haría un ciervo, aventando el peligro. No notaba ninguna amenaza, solo una
sensación de mayor edad y vigilancia, que no era suya, y un toque leve de algo que

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podía ser un saludo, o al menos un reconocimiento de su presencia. Había cierta
sequedad en todo aquello que no ligaba con la humedad de la caverna; no obstante, le
hizo pensar en hojas recién caídas, antes de que las lluvias del invierno las aplastasen,
o en una piel de serpiente hallada poco después de la muda.
Caminó un poco hacia delante, más allá del punto más lejano de su exploración, y
dejó que la corriente le apartara el pelo de la frente.
—Gracias —dijo—. Dejo todo esto a tu cuidado. Estas cosas no son malas en sí
mismas, pero están en el lugar equivocado y por los motivos equivocados. Un día
pueden ser adecuadas.
La oscuridad antigua y vigilante se abrió un poco para beberse sus palabras.
Esperaba que se le diese algo a cambio, y se sintió decepcionado. El eco de las
últimas palabras de Mitra se filtró levemente en el aire, pero los fragmentos cargados
de sonidos habían ido temblando hacia delante y hacia atrás desde que el dios se fue,
y Valerio siguió ignorándolos. No tenía intención alguna de elegir nada hasta haber
dormido y comido, y estar a salvo y lejos de las legiones acuarteladas en el valle que
había abajo.
Sin pensar, frunció los labios y silbó suavemente para llamar al perro como solía
hacer con Granizo, cuando era niño. El perro colocó el hocico en su muslo, en el
lugar que le correspondía, y juntos emprendieron el camino en torno a la caverna de
Mitra, recién consagrada de nuevo, hacia la boca del túnel de salida.
Valerio recogió los cabos de las tres velas e inclinó la cabeza hacia el lago de
aguas negras. Notó una levedad que le hizo flotar y que hacía menos gravosa la
elección. Sabiendo que el espacio de los dioses estaba doblemente lleno, sintió una
paz que no era, después de todo, solo de Nemain.
Aferrándose a esa idea y a la novedad que representaba, dijo:
—Gracias. Te estoy siempre agradecido por el don de tu presencia. Te honro,
ocurra lo que ocurra.
El eco del dios le rodeó: «Elige bien, Valerio».

Salir era el renacimiento a la alegría que había imaginado en el montículo de los


antepasados en Hibernia, y que sin embargo no había experimentado. El último sol de
la mañana le cegó, así como el resplandor de la poza bajo la cascada.
El agua rugiente y el grito del águila ratonera inundaron sus oídos y perforaron su
mente. El aire agudo, el agua más aguda aún, conmocionaron su rostro y los bebió
ambos, y siguió bebiendo cuando los dos hombres que salieron de la tierra tras él le
sujetaron los brazos y le rodearon las muñecas con unas cuerdas y le dieron patadas
en el vientre de modo que cayó al suelo, jadeando en busca de aire, y la oscuridad, la
luz y la oscuridad de nuevo golpearon sus ojos cerrados, y aun así, una parte de él
siguió extasiada por la mañana y sin comprender qué había pasado.

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XXII

El perro no se quedó con Valerio al ser capturado, ni tampoco volvió cuando los
cuatro hombres, media partida de una tienda de la Vigésima legión, le golpearon y le
dejaron inconsciente y luego le arrojaron a la poza debajo de la cascada para que
recuperara la consciencia; más tarde le condujeron entre ellos, dos delante y dos
detrás, y le obligaron a andar, dándole patadas al hacer cada pausa, montaña abajo.
En las raras ocasiones en que podía hablar, Valerio llamó al perro, enviándole a
buscar a macCalma, para mantenerle a salvo de todo peligro, como si un perro
regalado por los dioses pudiera recibir algún daño de los hombres. El resto del tiempo
se perdía en un mar de dolor rojo, de modo que, al final, liberó su mente porque era
más fácil esconderse en la oscuridad de la inconsciencia y confiar en que su cuerpo
soportase las patadas lo mejor que pudiera sin interferencia por su parte.
No había necesidad alguna de preguntar adonde iban; él mismo ya había
conducido aquellos destacamentos bastantes veces. Se despabiló cuando abrieron de
par en par la puerta de la sala del inquisidor, debajo de los almacenes del intendente,
en la esquina sudoeste de los barracones. El sonido de las bisagras sin aceitar atrajo
demasiados recuerdos para poder sumergirse de nuevo en la inconsciencia.
La habitación estaba construida con roble sin desbastar, con el suelo de arenilla y
una sola ventana con barrotes para dejar entrar la luz y el aire. El almacén de grano
de la fortaleza estaba justo encima, y los arneses de recambio almacenados en el
desván que quedaba encima de todo. No era peor que cualquier otra prisión, pero los
soñadores de las tribus que eran conducidos allí para ser interrogados temían a
aquella habitación más que a los inquisidores y sus hierros.
Hacia el final de su estancia en la fortaleza, Valerio conoció a tres al menos que se
habían quebrado sencillamente como resultado de dejarlos allí solos toda la noche.
Siempre pensó que la causa era el almacén de grano, que la vida en una casa redonda
no les había preparado para las técnicas de los ingenieros romanos, y darse cuenta de
que estaban encerrados en una habitación con el suministro de grano para un año
entero suspendido encima de sus cabezas, sencillamente, les destrozaba la mente.
Pero no podía estar más equivocado. La realidad era mucho más perturbadora, y
la descubrió cuando sus captores abrieron la puerta y lo arrojaron de cara en la
gravilla del interior. Como oficial de las legiones, había visto aquel lugar demasiadas
veces para contarlo. Conocía, igual que había conocido sus propios alojamientos, el
olor a sangre antigua, a vómito y a orina rancia, y el hedor de carne antigua poseída
por el terror y la capitulación.
Entonces su rango le protegía, y los estrechos muros de su mente. Ahora ya no era
oficial, y Nemain había abierto lo que antes estuvo cerrado. Deslizándose por el suelo

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con la cara por delante, notó, como si fuera el suyo propio, el horror de todos los
soñadores anteriores, de todos y cada uno de los hombres y mujeres de las tribus que
habían vivido y muerto en aquel mismo lugar.
Algunos eran más fuertes al principio, otros más débiles, algunos entregados a
otros dioses que no eran Nemain; los había mejor entrenados, de modo que sabían
cerrar las compuertas de su mente para que el impacto de su ruptura fuera menor en
los que venían detrás.
Ninguno de ellos, por muy bien entrenado que estuviera, había dejado de añadir
peso al horror, y Valerio era solo el último de aquella línea. El peso de sus muertes le
oprimió como un mazo, y chilló agónicamente cuando sus guardias le volvieron a dar
patadas en el vientre solo para divertirse.
Las patadas le salvaron. Se encogió, atragantándose, sumido en su propio
torbellino, sin respiración, y la lucha por el aire resultó demasiado urgente y
abrumadora para que el resto le golpease. Agarrándose al suelo, luchando por
encontrar los hilos de las enseñanzas de macCalma, al fin pudo hallar aquella parte
del caos que era solo de Valerio, y mantenerlo apartado del resto.
Los guardias le dejaron solo, después de quitarle los grilletes. Estaba echado boca
abajo, con la mejilla manchada con su propia saliva, lágrimas, sangre y polvo, y
luchando por recuperar la razón.
Un hecho quedó claro al final, sobresaliendo de todo lo demás: le habían llevado
allí, a aquella cámara, y en cambio a un oficial de servicio o legionario lo habrían
llevado a los cuartos de detención en el ala sur de los barracones. Por lo tanto, creían
que era un hombre de las tribus y no conocían su identidad anterior. Se agarró a eso
como a una tabla en el océano de su naufragio.
La habitación no era grande; los cuatro guardias apenas cabían en ella. Le dieron
la vuelta y entonces los vio por primera vez, primero con el ojo izquierdo, que no
estaba hinchado y cerrado. Todos eran jóvenes y extranjeros. Ninguno de ellos servía
en tiempos de Scapula, cuando el decurión de la Primera de Caballería tracia condujo
a sus tropas al otro lado del río en un ataque que consiguió, al fin, derrotar a Caradoc.
Aunque hubiesen estado allí, sin su montura tampoco habrían reconocido a
Valerio. El caballo-cuervo fue su emblema, por mucho que hubiese pintado el toro en
sus gallardetes. Él lo amaba y el caballo lo odiaba, cosa mucho más segura y mejor, y
él lo había amado más aún por ello. Durante un largo momento de distracción, la
pérdida del caballo-cuervo le importó más a Valerio que la presión de la sala del
inquisidor y la lenta muerte que se avecinaba para él. Llamó al animal en tracio, y los
cuatro hombres jóvenes de la Vigésima pensaron que gritaba en siluro y escupieron
de nuevo, riendo.
Los guardias eran jóvenes y carecían de experiencia, y dejaron a Valerio solo con
las manos libres mientras se iban a cerrar la puerta. Sus espadas colgaban en sus
caderas como una invitación abierta. Si hubiese sido el guerrero que ellos creían,

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habría matado al menos a uno de ellos, y luego a sí mismo, en el tiempo que les costó
correr los cerrojos.
Pero como no era solo un guerrero y no tenía intención alguna de morir, Valerio
se puso de pie y se quedó allí, tambaleándose, en el centro de la habitación. Tenía la
boca llena de sangre. La tragó en lugar de escupirla y, en el latín arcaico que prefería
Claudio, y que todavía era señal de lealtad al viejo emperador, dijo:
—Se supone que me tendríais que quitar la ropa. Es lo siguiente que viene en los
Procedimientos: debe quitarse al prisionero toda la ropa en el momento del arresto.
Creo que se hace para despojar a los guerreros de calor y dignidad, cosa que presume
que todavía les queda algo de dignidad que poder arrebatarles. Pero creo que
deberíais hacerlo.
Cuatro hombres le miraron horrorizados. Uno, con el pelo negro, más delgado y
más vivaz que el resto, lanzó un juramento en nombre de Mitra.
Valerio no había hecho su elección en la cueva, pero dio las gracias con mucha
profusión al dios-toro por el regalo de aquel joven esbelto y la intensidad de su fe.
Enderezándose, pronunció las palabras de la invocación del León ante el altar del sol,
y vio que el joven iniciado palidecía hasta adquirir el color del pergamino gris.
Un espía siluro bien enseñado podía, hasta cierto punto, saber hablar el latín de
Claudio, e incluso podía haber visto un ejemplar de los Procedimientos, pero solo un
hombre que ha subido muy alto en las filas del sacerdocio de Mitra conoce la
invocación del León lo bastante bien para recitarla en voz alta, y tal hombre jamás
puede pertenecer a las tribus. La jerarquía del dios-toro era notoriamente selectiva en
la elección de aquellos que ostentaban altos cargos: con cada palabra, Valerio probaba
no solo que era ciudadano romano y había servido en las legiones, sino que había
formado parte de la pequeña élite que se había distinguido tanto en combate que
podían seguirle otros que no fuesen de su propio cuerpo.
El silencio que siguió a continuación estaba erizado de terror. En medio de él, el
iniciado de Mitra volvió a jurar, en tono muy bajo, rogando el perdón de su dios.
El joven estaba recién marcado; todo su porte así lo indicaba. Valerio se apoyó en
la pared y consiguió no caer. Levantó los brazos de modo que sus mangas cayeron
hacia atrás y mostró las cicatrices del rango de León en la muñeca, y se colocó el
pulgar izquierdo en la parte delantera de la túnica, donde ésta cubría la antigua marca
de Mitra que el fuego grabó hacía mucho tiempo en su pecho: hasta los guardias a los
que no se había permitido jamás la entrada en las bodegas y cuevas del dios toro eran
capaces de reconocer aquella marca al verla.
—Deberíais desnudarme, de verdad —dijo Valerio, amablemente—. Nos
ahorraría tiempo al final, aunque os estaría muy agradecido si pudierais hacerlo sin
darme más patadas. No estoy seguro de que me quede nada que no necesite un mes
entero para curarse.
Pensó que había ido demasiado lejos. Los cuatro legionarios le miraron y sus
mentes gritaron visiblemente debido a la necesidad de ayuda por parte de un oficial

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superior, preferiblemente con la marca del dios, con el rango de León o más aún.
Pero Valerio no quería por nada del mundo que ellos requiriesen semejante ayuda.
Mirando más allá del joven iniciado, captó, por el contrario, la mirada del armero,
que era el único oficial entre los cuatro. Dijo:
—La elección es muy sencilla: si soy un guerrero de los siluros, tenéis que
desnudarme antes de que vengan los inquisidores; de otro modo, quedaría fatal. Si no
lo soy, y si soy, por el contrario, lo que estáis viendo y oyendo… —no iba a reclamar
su pertenencia al dios en voz alta, pero se tocó de nuevo la marca de Mitra en el
pecho—, entonces pagaréis por desobedecer la orden de un oficial superior. Y os he
ordenado que me desnudéis. Si no lo hacéis, os haré un expediente. Pensad,
muchachos… —chasqueó los dedos y vio vacilar a los cuatro jóvenes—. En combate,
un oficial que duda está muerto, y sus hombres también. Eso lo sabéis…
Los habría convencido. El oficial joven tomó aliento para darla orden de
desnudarle… y lo soltó de nuevo al oír el sonido que Valerio ya había medio intuido
medio latido de corazón antes, y que había hecho que todos los demás argumentos
resultaran inútiles. Fuera, una tropa de la caballería auxiliar acababa de recibir la
orden de permanecer firmes en formación, frente a la puerta.
La ayuda del oficial superior había llegado sin pedirla. El joven oficial esbozó
una sonrisa y el alivio se inscribió en todo su rostro. Valerio le sonrió también, y
maldijo en hibernio para ocultar su pánico.
Una vez más, podía haberse apoderado de un arma: los guardias llevaban las
suyas sin mucho cuidado, y toda la atención estaba concentrada en el oficial de fuera.
No habría costado demasiado coger una espada y hundirla en su propio pecho. Si
hubiese estado dispuesto a verse vencido por los guardias de fuera, o por cualquiera
de los cinco mil hombres armados de la fortaleza, probablemente habría matado al
menos a uno de los jóvenes legionarios primero, y se habría ido con el dios con un
último fantasma esperando para saludarle en las tierras que hay más allá de la vida.
Consideró ambas cosas en el tiempo que le costó al oficial recién llegado marchar
hasta la puerta, llamar dando unos golpecitos y preguntar si podía pasar.
Durante el resto de su vida, Valerio, antiguo decurión del Primero de Caballería
Tracia, creyó que ya había decidido vivir, y no morir, antes de reconocer la voz.
Entonces se descorrió el cerrojo y entró la mañana y Longino Sdapeze, decurión del
primer escuadrón del Ala Primera de la Caballería Tracia, ocupó todo el espacio de la
puerta.
Como estaba mirando hacia allí y conocía excepcionalmente bien a Longino,
Valerio fue capaz de detectar el respingo de sospecha confirmada y la consternación y
la evolución rapidísima de los pensamientos que siguieron.
El resto vio que el alto y muy condecorado oficial de los tracios se quitaba el
casco que ocultaba su cabello rojo y lo arrojaba, sonriendo, al prisionero, lanzando un
alegre juramento en tracio, y luego de nuevo en galo y en latín. Dio unos golpecitos

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en el hombro al joven armero de la Vigésima y, como un oficial a otro en presencia
de la chusma, dijo:
—¿Le has preguntado a este idiota quién es, o estaba demasiado ocupado jurando
por el dios toro para contártelo?
O bien era una intuición muy acertada o Longino era capaz de oír a través de la
madera. En aquel momento, Valerio podía creer cualquiera de las dos cosas. Se puso
el casco de la caballería en la cabeza y aunque su aporreado cráneo se resintió y latió
contra el metal, se sintió muy contento de notar aquella protección.
Reconoció a los ocho hombres que esperaban fuera. El caballerizo mayor, que
estaba de pie a la cabeza del grupo, levantó el pulgar con la señal que significaba la
vida para un gladiador en todo el imperio. Para los hombres de la primera tropa del
Ala Prima Thracum, también identificaba a su último decurión, que había montado al
loco e ingobernable caballo-cuervo, y siempre les había conducido a la batalla con la
temeridad y la suerte del circo. Detrás, un hombre robusto al que le faltaban tres de
los cuatro dientes delanteros sonrió con su fea sonrisa y le guiñó un ojo.
La auxiliar no fomentaba una guardia de honor como hacían las tribus con sus
líderes, pero tal cosa surgió espontáneamente, por sí sola, y aquellos ocho hombres
casi habían formado una guardia de honor de Valerio durante los cuatro últimos años
de su estancia entre las legiones. Les conocía a todos muy bien; sus nombres, los
nombres de sus amantes, los nombres de sus hijos legítimos e ilegítimos. Conocía sus
caballos y cómo cabalgaban y su valor o su falta en el campo de batalla, y en quién se
podía confiar para mantener el costado izquierdo de una línea, y quién estaba mejor
dotado para nadar con una cuerda atada y atravesar un río de noche y sujetarla bien,
para que el resto de la tropa le siguiera.
Fueron los hombres de Valerio y ahora eran los de Longino, el salvaje jinete
tracio que siempre amaba y luchaba con un alegre desdén por los riesgos. Que esos
hombres hubiesen llegado para liberar a Valerio no se podía ni pensar; solo si, en
conciencia, él podía permitirles que hicieran el intento.
Los cuatro jóvenes y ardientes oficiales de la Vigésima creían que habían
capturado a un guerrero siluro. Solos, le habrían interrogado y quizás habrían
averiguado, al final, que estaba entregado a Nemain y que había vivido un tiempo en
Mona. Lo que no sabían, y nunca averiguarían, era que habían capturado a un antiguo
oficial de la caballería declarado traidor por el emperador Nerón, cuya muerte en
Roma sería mucho peor, con diferencia, que cualquiera que pudieran infligirle los
inquisidores… y que sería compartida además por todos aquellos que le ayudasen en
cualquier momento a lo largo del camino.
Alguien hablaba muy fuerte, cerca. Longino se apoyó en el quicio de la puerta,
sujetándola, y mientras hablaba de Valerio a Valerio, comunicándole cuanto
necesitaba saber.
—… y lo peor de todo es que lleva tanto tiempo con los nativos que se ha
olvidado incluso de cómo dar su nombre en latín. Pero es el mejor par de oídos que

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hemos tenido jamás dentro de las tribus. Nos trajo noticias de la trampa de Caradoc
en el Valle de la Pata Lisiada, y corrió con su maldito caballo loco por encima de la
muralla en la revuelta en tierras icenas, cuando el hijo de Scapula por poco nos mata
a todos. Deberías preguntarle a Prisco cómo perdió los dientes. Uno podría pensar
que los siluros son un puñado de salvajes bastardos…
Longino se volvió y salió por la puerta, llevándose a los demás con él. La mayor
parte de lo que había dicho era cierto, y todo era legendario en las legiones. Los
cuatro jóvenes de la Vigésima sonrieron, oyendo de una voz nueva historias que ya
conocían muy bien.
—… el problema más peliagudo será cómo volverle a meter entre los siluros sin
que se den cuenta de que le hemos soltado deliberadamente. Al menos le habéis dado
las suficientes patadas para que parezca real. Yo diría que si nos damos prisa, todavía
hay tiempo para que éste se «escape», no sé si…
Longino era un hombre de la caballería de un valor excepcional, pero nunca había
estado en Roma; no había visto el circo, ni ayudado a quemar los cuerpos de los
hombres marcados como traidores por un emperador. No había visto los detalles de
su muerte, ni el exquisito cuidado que se tomaban unos hombres cuya habilidad
consistía en asegurar que los que estaban experimentando sus atenciones no muriesen
demasiado pronto. Misericordiosamente inconsciente, Longino no tenía ni idea del
riesgo que había tomado, para sí o para aquellos que servían con él.
Valerio, que había hecho ambas cosas, lo sabía con exactitud. En el tiempo que le
costó a Longino llevarse al ardiente y joven oficial de la Vigésima por la puerta, vio,
superpuestas a las muchas muertes de soñadores que acosaban la cámara del
inquisidor; nueve más, más lentas y más sangrientas, de ocho hombres de la
caballería por los cuales se preocupaba y uno al que había amado.
Muchas veces en su vida Valerio había buscado su propia destrucción. Cada una
de esas veces fue una negación de la vida, una huida de los dioses y los hombres que
le habían abandonado. Esa vez, con plena conciencia de lo que hacía y por qué, buscó
a Nemain y ella le sostuvo, y buscó a Mitra y notó la salvaje comprensión del dios.
Con todo ello, supo lo que debía hacer.
El esbelto iniciado de Mitra con el pelo oscuro había llegado ya a la puerta. Al
igual que sus camaradas, quedó extasiado ante los relatos de antiguas heroicidades
por parte de Longino, intoxicados por su propia cercanía al peligro, ahora ya pasado,
de modo que se reía demasiado al hablar de guerra y de batallas y de una vida que
temía y ansiaba en igual medida.
Valerio extendió un brazo para bloquear la salida del joven.
—Cuando averigüen lo que he hecho en la cueva del dios, en la montaña, te
desollarán vivo por dejarme ir. Y eso no es nada comparado con lo que te hará Mitra
cuando vayas a reunirte por fin con él, vestido de carne, y tú delgado como un
fantasma.

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El joven le miró sin atreverse a comprender. La emoción indirecta se evaporó
cuando llegó la comprensión, a pesar de sí mismo. Amarillo de terror, luchó por
encontrar las palabras:
—¿Qué has hecho?
—He quitado las dieciocho varillas de hierro que impedían el acceso al estanque
del dios. He entregado a Nemain las ofrendas que había en la boca de la caverna. He
desmantelado el altar y he roto el…
—¡Por el amor de los dioses, hombre! ¿Quieres dejar todas tus malditas fantasías
tribales? ¡Estás entre amigos, y si tenemos que meterte el sentido común en el cráneo
a golpes, pues lo haremos con el mayor placer…!
Longino realmente no tenía ni idea de lo que arriesgaba. Vivía su vida con
demasiada plenitud en aquel momento para abarcar un miedo de tamaña magnitud.
Valerio tuvo que pensar exactamente eso antes de que su cráneo explotara en luz
blanca y la inconsciencia le reclamase.

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XXIII

Valerio se despertó a la luz del fuego y las estrellas, oyendo pastar a los caballos. El
perro se encontraba echado a su costado, presionando contra sus costillas magulladas.
Su tranquilo e insistente gañido le despertó.
Había olvidado lo que era despertarse tieso y dolorido, y demasiado asustado para
empezar a evaluar los daños; sus cuatro años como herrero en Hibernia habían sido
pacíficos y libres de las magulladuras propias del combate.
Tenía un sistema que siempre le había funcionado en el pasado, y que valía la
pena intentar. Inhalando aire profundamente, mantuvo el aliento para probar sus
costillas y decidió que ninguna de ellas estaba rota. Flexionó las piernas, un poquito
nada más, y pensó también que sus rótulas probablemente no estaban rotas, ni
tampoco los codos, ni los dos huesos paralelos de los antebrazos. Le dolía el cráneo
ferozmente, pero estaba intacto. Explorando por encima de la carne vio que estaba
vestido y notó que alguien estaba sentado cerca con un caldo que olía a cordero y a
hojas de laurel. Se incorporó despacio.
Un hombre tosió no demasiado lejos. Otro se movió de modo que su armadura
tintineó. Así, el antiguo escuadrón de Valerio dio muestras de que formaba guardia en
torno a él, sin hacerse notar demasiado. Si todavía se colocaban tal y como él les
había enseñado, cuatro de ellos estarían dormidos y cuatro de guardia, repartidos en
círculo, dejando al oficial en el centro al cuidado del fuego.
Eso último al menos era cierto. Longino estaba sentado en un trozo de tronco con
el cuenco de caldo agarrado entre ambas manos, y las manos entre las rodillas. No
estaba claro si podía ver o no al perro. Sus ojos se veían amarillos a la luz del fuego,
pero también parecían amarillos a plena luz del día; siempre había tenido mirada de
halcón. Esa mirada, dura e incisiva ahora, ya no resultaba nada cómoda para el
hombre con quien se había entrenado.
Valerio se apretó los ojos con la palma de las manos. Cuando el mundo se puso
negro y luego blanco de nuevo, quitó las manos y dijo, bajando la voz:
—Te desollarán vivo y harán un collar con tus ojos. Prisco y los demás morirán a
tu lado. Ningún oficial de valor acepta ese tipo de riesgos con su tropa.
—Gracias. Ya lo sé —Longino aún no sonreía, cosa que resultaba nueva; en el
pasado, siempre estaba alegre, aun después de la captura de Caradoc, cuando Valerio
se refugió en el vino y las cosas se fueron agriando entre los dos.
El tracio mojó un dedo en el caldo y lo probó, chupando las gotas.
—¿Profanaste la cueva del asesino de toros como dijiste?
—Estaba profanada cuando yo llegué. Yo lo que hice fue dejarla tal y como la vi
por primera vez. No la habrías reconocido como estaba ayer, ni lo habrías aprobado.

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—Quizá no, pero lo que yo piense no tiene demasiada importancia. ¿Lo aprobó el
dios?
—Eso creo, pero el nuevo gobernador no, cuando vea que sus alteraciones han
sido desmontadas.
—En este caso, también puede ser que no fuese el nuevo gobernador quien las
ordenase, sino el prefecto del campamento de la Vigésima. Que ahora está muerto.
Valerio parpadeó.
—Ya veo.
—No estoy seguro de que lo veas. En esta legión en particular, el prefecto
controlaba a los espías que informaban en los consejos nativos, particularmente los de
los siluros. Murió hace un mes por parte de tres guerreros que dieron sus vidas para
que él muriese.
—No fui yo.
—No he sugerido que fueses tú, solo lo he mencionado porque el último de los
guerreros llevó unos frascos con aceite para incendiarlos en el alojamiento del
prefecto, y pasó algo de tiempo hasta que se lograron controlar las llamas. Como
resultado, el registro de sus agentes y sus actividades no es tan completo como
debería ser.
Longino sonrió por primera vez, con su vieja sonrisa, luminosa, viva e intensa,
movida por una mente brillante. A Valerio le dolió de una forma inesperada. Aspiró
aire lentamente y lo expulsó a través de sus dedos.
Pensando en voz alta, dijo:
—Longino, me buscan por traición. Nerón firmó personalmente la orden el día
que fue nombrado emperador. No hay forma de evitar eso. Les puedes decir a los
inquisidores que yo he espiado en todos los consejos de ancianos que se han
celebrado en Mona desde la invasión y que he ido dando los detalles con toda
precisión al gobernador en persona, y aun así, te crucificarán por haberme soltado.
—¿Traición? —Longino mostró sorpresa—. Qué descuidado. Yo pensaba que
eras el favorito de todos los emperadores. Claudio creía que los dioses caminaban a tu
sombra, y hasta Calígula dijo que le traías suerte. ¿Qué hiciste para disgustar tanto a
Nerón?
Valerio sonrió. Longino siempre conseguía animarle. Dijo:
—Le corté la garganta a su mensajero favorito. Y saqué a Caradoc de Roma
cuando Claudio me lo pidió.
—Ah, ¿fuiste tú? Me preguntaba quién lo hizo… Ese tipo de noticias no viajan
bien; los hombres no transmiten los hechos que pueden hacer que los azoten por
sedición —Longino mojó otro dedo en el caldo y lo chupó—. ¿Tienes tanta hambre
como…? Sí, está claro que sí. Toma… tómate esto y luego veré si Prisco es tan
vanidoso todavía como para llevar un espejo.
El caldo era tan bueno como el olor que desprendía. Valerio había olvidado lo que
era comer en compañía de hombres a los que podía confiar su vida. Estaba magullado

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y dolorido, y muy cansado, pero aun así se relajó como no lo había hecho desde hacía
años. De él se desprendió una fragilidad que no sabía que tenía. La sensación no era
distinta de la primera oleada de paz que solía encontrar en el vino. La lástima era que
aquello nunca duraba.
Longino volvió, con un pequeño objeto de bronce circular.
Valerio hizo una pausa con una cucharada llena de caldo a mitad de camino de la
boca.
—Supongo que es el espejo de Prisco. Aparte de admirar mis moretones, ¿para
qué crees que podría necesitarlo?
—Porque creo que últimamente no has usado ninguno. Ven, acércate al fuego y
mira si reconoces lo que ves.
Valerio se había visto por primera vez de niño cuando el comerciante Arosted le
llevó un espejo de plata a su madre. Se había realizado como puerta para los sueños,
como la mayoría de los espejos, pero Bán, de tres años de edad, había robado una
miradita y se había sentido complacido de lo que vio: se parecía muchísimo a su
madre. Pensaba que sus ojos eran iguales que los de ella, y su cabello también igual
de negro, cosa que era buena, y la forma de su cara era muchísimo más parecida a
ella que la de su hermana.
Durante meses, después, se sintió mucho más cercano a su madre a causa de
aquello, aunque el espejo estaba escondido entre las cosas secretas y él no se había
vuelto a ver a sí mismo hasta ser esclavo en Galia en una villa que era propiedad de
un hombre notorio por su vanidad, cuya residencia era famosa por la cantidad y
calidad de sus espejos, ninguno de los cuales era un portal para el sueño.
Valerio se había hecho ya mayor por entonces, mucho más de lo que sumaban sus
años. Sin querer mirarse, se había visto demasiado a menudo. Entonces estaba más
delgado, y los ángulos agudos de sus pómulos se habían afilado más debido a las
ojeras oscuras de cansancio y desesperación bajo sus ojos, pero siempre seguía
habiendo una especie de inocencia en él, como si creyese todavía que los dioses y el
destino aún podían ser amables con él.
Al emperador Claudio no le gustaban los espejos, ni tampoco los tenían ninguno
de los gobernadores, legados ni tribunos con los cuales había servido Valerio. Valerio
estaba en una taberna de la Galia la siguiente vez que se vio, y solo por los ángulos
recortados de su rostro y el pelo negro como ala de cuervo reconoció al hombre que
le miraba desde las manchas del metal mal pulido. Por entonces ya había perdido toda
inocencia.
Y estaba claro que seguía perdida. El espejo de Prisco no era peor que aquél de la
taberna, y si la superficie distaba mucho de ser perfecta, al menos no estaba
manchada con cagadas de mosca. Los ojos de Valerio eran más duros que como los
recordaba; ya no esperaba que los dioses hicieran su vida perfecta. Aparte de eso, la
masa de magulladuras amoratadas y los verdugones de su rostro hacían imposible ver
nada más de relevancia.

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Una vez más, la única forma que tuvo de reconocer al hombre que le miraba
desde el bronce lamido por el fuego era el color de su cabello, que seguía siendo tan
negro azabache y tan liso como fue en su niñez. Siempre había pensado que era un
regalo de su madre, hasta que Luain macCalma aseguró que era su padre.
En el reflejo, Valerio se dio cuenta de que se parecía muchísimo a Luain
macCalma, cosa que explicaba unos cuantos incidentes de su pasado. Tendió el
espejo de nuevo a Longino.
—¿Y qué? —preguntó.
—Que nosotros, que compartimos este fuego, te conocemos porque pasamos diez
años contemplando tus ojos heridos y esperando que se quebrase tu paciencia; un
hombre recuerda muy bien las cosas que más teme. Solo aquellos que vivieron la
mitad de sus vidas bajo el látigo de tu lengua podrían hacerse una idea de que el
prisionero que han traído esta mañana era el hombre que fue llamado a Roma por
Claudio el mes antes de ser asesinado.
»Y aun suponiendo que fuese así, no hay más de tres hombres en toda la
provincia que supieran que fuiste declarado traidor por Nerón, y ninguno de ellos está
en el oeste. Tu nombre debe de estar en algún registro, en algún lugar, pero nuestro
nuevo gobernador, que los dioses escupan en su alma, no es un hombre que
acostumbre a perder tiempo o dinero rebuscando entre papeles de cinco años de
antigüedad para resucitar los fantasmas del pasado de su antecesor.
—Cuatro —corrigió Valerio—. Fue hace cuatro años.
Longino dio una patada a un leño en el fuego, levantando una cascada de chispas.
El movimiento condensó toda la tensión que procuraba apartar de su voz:
—¿Has escuchado acaso algo de lo que acabo de decirte?
—Sí. Que me tenías miedo. Pensaba que tú al menos me conocías mejor.
—Dioses, hombre, hiciste que me azotaran una vez. ¿Acaso lo has olvidado?
—¿Ah, sí, eso hice? —Valerio no pensaba que se hubiese perdido tantas cosas por
culpa del vino. Acudió un recuerdo, sin buscarlo, y luego otros. Encontró que el
fuego requería toda su atención. Como era más fácil que recordar, dijo—: Estoy
seguro de que te lo merecías.
Valerio oyó que alguien aspiraba aire con fuerza y luego esperó la explosión de su
liberación. Pero no llegó. Al cabo de un rato, como no ocurría nada, levantó la vista.
El hombre que había compartido su vida, su lecho y parte de su alma durante casi
media década se sentaba allí enfrente, lleno de frustración y con una ironía cortante y
desesperada pintada con sombras equidistantes en su rostro.
—Yo creo que no —dijo Longino al final.
—¿Quieres contarme qué fue lo que ocurrió?
—No. Hace demasiado tiempo, y si realmente no te acuerdas será mejor dejarlo
así. Ahora, lo único que quiero es que consigas llegar a un barco que te lleve a
Hibernia, donde estarás a salvo, y así yo podré volver a la fortaleza y continuar
ocupando mi lugar en las reuniones de planificación del gobernador y los encuentros

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con el intendente y con el armero y todas las demás estúpidas reuniones que se
supone que se requieren para organizar hasta el último remache de hierro de cada
bota y cada perno de cada catapulta para la invasión de Mona por parte del
gobernador, así como la destrucción de todos los soñadores que quedan en la isla. El
gobernador no volverá a Camulodunum a pasar el invierno. ¿Qué otro gobernador,
según tu experiencia, hubiese desdeñado los baños calientes y los suelos de mármol
de la colonia a cambio de un invierno en una fortaleza de la legión? Atacará tan
pronto como lleguen las reservas del Rin, y cuando lo haga, no se detendrá hasta que
Mona sea suya.
Longino mantuvo la mirada de Valerio mientras pronunciaba todas las palabras
del acto de traición más descarado al que ninguno de los dos se había enfrentado… o
tolerado jamás.
Al final, avergonzado de una forma que ni siquiera podía nombrar por aquellos
ojos ambarinos, y por la preocupación y la parpadeante luz del fuego que se
reflejaban en ellos, Valerio dejó caer su mirada hasta sus propias manos. Las palabras
resbalaron por encima de él, frías e implacables como un mar invernal. «El
gobernador no volverá a Camulodunum para pasar el invierno. Atacará…, y cuando
lo haga, no se detendrá hasta que Mona sea suya. La destrucción de todos los
soñadores que quedan en la isla».
Cerró los ojos. En su interior, el espacio lleno de dioses de su corazón se convirtió
en un mar tranquilo y espejeante, a través del cual un centenar de pequeños barquitos
navegaban hacia la libertad. Nemain los dirigía, y Mitra estaba de pie junto a su
hombro, y ambos daban seguridad a la visión, y la necesidad de que Luain macCalma
lo supiese.
Longino no era ningún dios, y nunca había querido minar el avance de Roma.
Con la boca seca, Valerio preguntó:
—¿Por qué me estás contando esto?
La sonrisa del tracio resultaba indescifrable. Su cabello rojo brillaba como el
cobre a la luz de la hoguera.
—Porque te conozco mucho mejor de lo que tú te crees. Porque eres el hombre
más tozudo, obstinado y testarudo que existe en el mundo. Porque no quiero, de
ninguna manera, desembarcar en los cabos rocosos de Mona el primer día de la
primavera próxima y encontrarme que tengo que luchar contra ti, y en este preciso
momento me temo muchísimo que es eso lo que va a ocurrir, exactamente.
—No podría matarte, Longino. Ya no soy tu decurión.
—No, idiota, ya lo sé. Mi decurión no se habría dejado atrapar por cuatro chicos
paliduchos que acaban de dejar los pañales. Eres un verdadero desastre, y supongo
que te sentirás muy satisfecho de ti mismo.
—Entonces, ¿por qué…?
—Porque no quiero tener que matar a un hombre a quien todavía amo. Y ahora,
cállate y sigue comiendo y a ver si se nos ocurre cómo llevarte a ti y a tu especie de

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perro a la costa, quedando nosotros al mismo tiempo con vida…

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XXIV

El aire olía a cal y a grasa, a pino cortado y a miedo. Estaba espeso por el humo y el
sudor y la ardiente desesperación.
Cunomar macCaradoc, hijo de la Boudica, primero de los icenos en entregarse a
la osa, estaba de pie en la casa grande que había construido él mismo en el lugar de
las ferias de primavera y otoño, y la defendía contra el ataque.
Cincuenta y tres veces un joven de los icenos fue a él. Cincuenta y tres veces
levantó el arma que había hecho su madre para él y, contraviniendo directamente las
leyes de Roma, se enzarzó en combate con la intención clara de conducir a un joven a
través del umbral de la edad adulta.
No luchaban a muerte sino a primera sangre, que fue la suya, de modo que los
jóvenes que le atacaban blandiendo espadas pasaron a ser guerreros, con su primer
corte de batalla en los hombros o en el pecho. A cuatro que dejaron caer la guardia
demasiado pronto, cuanto antes, para acabar de una vez, los golpeó en la parte
superior del brazo con la espada plana y los envió de vuelta hacia la noche. Volvieron
después (mucho después), habiendo pasado de nuevo las barreras anteriores
mantenidas por Breaca y Ardaco.
«Si tuviésemos a quinientos como tú…, aunque fuesen cincuenta nada más…»,
había dicho Breaca en primavera, expresando en voz alta su deseo sobre los cuerpos
de los esclavistas coritanos muertos, y luego pasó el verano haciendo que el más
modesto de los deseos se convirtiera en realidad.
No eran como él, claro, aquellos niños desesperados, aterrorizados y llenos de
ilusiones, con el cabello recogido formando las trenzas del guerrero y grasa de oso y
pintura de cal en sus bellos cuerpos sin mácula; no habían pasado nueve días solos en
una cueva, en mitad del invierno, con una osa dormida, aprendiendo a conocer la
textura de su propio silencio, como había hecho Cunomar, ni habían cazado, solo con
un cuchillo, a un oso conocido por matar a los hombres por pura diversión, ni habían
vivido bajo los abrasadores cuchillos de los ancianos durante tres días, después,
aprendiendo cómo el dolor sin fin, el dolor insoportable, podía abrir sus almas.
Y lo más importante de todo, no habían pasado nueve meses recibiendo
instrucción en solitario, enseñados por las diez o doce mentes más inteligentes de los
caledonios; tal lujo no podía darse para ellos en tierras de los icenos, pero al menos
habían pasado dos meses día tras día construyendo una casa grande a la manera de los
antepasados, y las noches aprendiendo cómo usar la lanza y la espada, como habían
hecho sus padres y a ellos, en cambio, nunca se les había permitido hacer. Ahí estaba
el inicio de su camino como guerreros.

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Una joven con el pelo oscuro como la noche llegó hasta él, con su trenza
colgando suelta y la pintura de cal emborronada por el sudor y el ejercicio. Llevaba
los ojos rodeados por un círculo blanco, y las aletas de su nariz palpitaban. Se
advertía una magulladura en su brazo derecho, arriba, junto al hombro. Si se
esforzaba, Cunomar podía recordar habérsela hecho él mismo, hacía mucho rato, al
principio de la noche.
Si pensaba en ello, ella sortearía su guardia y acabaría por pincharle, cosa que no
debía suceder. Cambió la espada de mano y la levantó para bloquear el golpe, y luego
lanzó una estocada y volvió a parar la hoja, y atacó otra vez y luego se fue
desplazando al ritmo de los golpes intercambiados que le había enseñado, esperando
que la tranquilidad llegase a la mente de la muchacha, para que encontrara la
velocidad y la seguridad que le permitiera romper el ritmo y llevar a cabo un
auténtico ataque.
La chica le hizo un corte en la pierna, y luego en la otra, y después, cuando él
levantó la espada para igualarla con la suya, se cambió de mano la espada y usó el
pomo para golpearle a él en el antebrazo. El dolor le hizo gruñir, y vio la satisfacción
y la risa aletear en el rostro femenino, pero él ya se había desplazado a un lado y
había usado el codo para bajar la guardia de ella y golpearle de lado, apartando la
muñeca de modo que la punta de su espada le cortó en el pecho, arriba, junto a la
clavícula, formando una larga herida. Ella jadeó con fuerza y retrocedió, y él vio en
su rostro la misma mezcla de dolor y júbilo que había visto en media docena de los
demás. Esos pocos eran excepcionales; el resto solamente mostraba dolor y
conmoción y una satisfacción moderada. Si tenía que existir una élite dentro de su
guardia de honor, esa joven y los pocos que eran como ella formarían parte.
Unagh. Su nombre era Unagh, de Wash, en el norte, que había sido el hogar de
Efnís. Cunomar lo recordó al bajar la espada y secarse el sudor de las palmas, y dio
un paso a un lado, diciendo:
—Guerrera de los icenos, puedes pasar.
Pensaba que ella era la última, pero no estaba seguro. Cansado, se apoyó en el
quicio de la puerta de la casa grande, sintiendo la madera recién desbastada suave al
contacto de su hombro. Antes, la construcción de un lugar como aquél se habría
planificado diez años antes, y los robles que lo formarían se habrían marcado y
seleccionado y los habrían mantenido bien rectos, y las ramas de sauce para sujetar
las paredes se habrían hecho crecer en el mismo lugar del edificio, de modo que sus
raíces lo hubiesen asegurado, y los juncos y paja para el techado se habrían recogido
y secado en el punto culminante del verano.
Cunomar y sus seguidores la habían hecho con roble rescatado de lo más
profundo del bosque y sauces que debían enraizar más tarde, y más paja que juncos
para el techado, y la mayoría húmeda. Había sobrevivido a los temporales de otoño y
él quería creer que sobreviviría a las nieves del invierno, pero no estaba seguro de
ello.

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Había ya nieve en el aire; una vez desaparecidos los guerreros, él la olía. Estiró un
brazo más allá del alero de paja, ante la puerta, y notó el primer contacto plumoso de
humedad, convertido en nada en un latido por el calor de su mano.
La hoguera que ardía dentro reflejó el relámpago de una hoja ante él. Tensándose,
levantó su propia espada y se puso en guardia. Desde la noche, Breaca dijo, divertida:
—Si vamos a luchar, que sea ante los ancianos. No querrían perdérselo; el oso
contra la Boudica. Hablarían de ello durante años, especialmente si uno de los dos
quedaba herido —y luego, acercándose lo suficiente para que la viera—: ¿Han
pasado todos?
—Todos.
—Bien. Entonces podemos hacerles pasar la prueba de lanza y esperar que no
dejen que la presencia de sus mayores les confunda. Tú diriges. Es tu noche. La
nuestra vendrá después.
La prueba de lanza de aquellos que se unirían a la guardia de honor de Cunomar
se iba a llevar a cabo a la manera de los antepasados: en el interior, enviando las
lanzas a treinta pasos y con blancos de paja, a la luz de las antorchas solamente. Los
ancianos habían llegado de sus aldeas y las que había más cerca. Habían venido más
de cien; muchos más de los que se encontraban reunidos en el bosque dos años antes
para determinar el futuro de la Boudica entre los icenos.
Aquellos no eran muchachos que hubiesen crecido bajo el yugo de Roma, sino
adultos que habían sobrevivido a la invasión y la ocupación y la revuelta, y las
salvajes represalias que siguieron. Eran los hombres y mujeres que valoraban la vida
por encima del honor, o que tenían la sensación de que, viviendo, servían mejor a su
pueblo. No eran los que aguantaron y lucharon contra las legiones, ni los que
escupieron a los auxiliares, ni los que continuaron actuando abiertamente como
soñadores para sus comunidades, frente a la prohibición de Roma.
Muy pocos de ellos habían sido entrenados en Mona; no vivían en el sueño, como
hacía Airmid, ni conocían los cuentos invernales ni sus significados ocultos, como se
le había enseñado a Duborno. Aun así, habían encontrado el valor suficiente para
viajar al final de aquel año, cuando los caminos estaban llenos de barro y te hundías
en él hasta las rodillas, y las patrullas romanas todavía rastreaban por allí, para
recordar las pruebas de lanza de los antiguos y ser testigo de ellas, como se requería.
Los jóvenes guerreros lanzaron sus proyectiles en grupos de cuatro o cinco,
alineándose en la marca, preparándose como si se hubiesen entrenado toda la vida
para ello, y no llevasen solo dos meses de tardes en el bosque. Sus hojas reflejaron la
luz rojiza de los fuegos, formando soles en la oscuridad. La canción de las lanzas
llenó la casa grande y fue disminuyendo a medida que cada uno de ellos intentaba
unirse con el alma del guerrero que la sujetaba.
«Tranquiliza la voz de tu mente», dijo Breaca, hacía mucho tiempo, y Eneit, que
había comprendido la plena medida de aquellas palabras, replicó: «¿solo?», y lo hizo
mientras aún seguía riéndose de la imposibilidad.

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Los guerreros recientes no eran como Eneit, pero se entregaron al intento con
todo su corazón. Cunomar estaba de pie en un lado, esperando para dar la orden de
lanzar como había hecho su madre en el bosque, hacía una vida entera, cuando
resultó imposible para él oír la canción de las lanzas.
Cada vez, con cada nuevo grupo, él notó la tensión y los nervios y la creciente
calma cuando se esforzaron por oír solo la voz de la lanza, no la voz de su propio
temor y sus propias dudas. Cada vez, cuando pensaba que la tensión había ido
demasiado lejos y que no era posible encontrar la tranquilidad, llegaba con todo sigilo
y decía: «¡Tirad!» con toda calma, y ellos lo hacían, y sus lanzas daban en el blanco
como él sabía que harían excepto cuatro a los que se les permitió intentarlo de nuevo
en primavera. No se habían arriesgado tanto para fallar tan cerca del final.
Por último, cuarenta y nueve guerreros de los icenos quedaron en pie junto a
Cunomar, en presencia de sus ancianos, y pronunciaron el juramento sobre sus lanzas
como habían hecho sus antepasados, sus vidas por la suya, la vida de cada uno por la
del otro, a la vista y al cuidado de los dioses, para toda la eternidad.

—Tu hijo se ha portado como un hombre. La responsabilidad ha afirmado lo que


empezaron los soñadores del oso.
—Eso parece. A lo largo del invierno sabremos si es verdad o no.
Breaca se apoyó en un poste de roble a un lado de la entrada, donde la luz del
fuego le daba menos. Entonces lo que importaba era que Cunomar mantuviese la
atención de los nuevos guerreros y sus ancianos, y que su madre quedase en la
sombra.
Ardaco se agachó en el suelo a su lado, arreglando la hoja de su lanza. Sus voces
se perdían en el murmullo que se iba elevando de las filas de los ancianos que
rodeaban las fogatas hacia el lado norte del espacio. En la otra mitad, la última
guerrera recién nombrada se puso de pie y, desafiando la solemnidad de sus pares,
elevó muy alto la lanza por encima de su cabeza y la hizo girar, lanzando un antiguo
grito de guerra iceno. Tras un momento de silencio conmocionado, los que estaban a
su alrededor hicieron otro tanto. El techo de paja resonó con los elevados tonos de la
batalla.
Ardaco se volvió hacia Breaca.
—Ella es como Braint. Lucha como un gato salvaje. Si sobrevive a su primera
batalla, será muy buena.
—Para que eso ocurra debemos llevarlos a la batalla, y no podemos hacerlo
todavía —Breaca se apartó de la puerta. Toda su atención estaba puesta en los
jóvenes que gritaban y en Cunomar, que, sobriamente, se había adelantado unos
pasos para calmarlos. En el tiempo que costó que se hiciera de nuevo el silencio,
Breaca caminó hacia el lado de los ancianos y llegó a su lugar en el muro más
alejado, frente a la puerta. Allí, un puñado de pellejos de caballo doblados

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conformaba un asiento. Un escudo de bronce colgaba de la pared que había detrás,
con la serpiente-lanza muy marcada en su superficie, de modo que cuando ella se
ponía de pie, las dos cabezas de la lanza parecían surgir de su corazón, y si se
sentaba, la coronaban.
Se sentó. Ardaco la había seguido y echaba algo de madera en la fogata más
cercana. Las llamas prendieron y luego fueron creciendo, y quedaron capturadas a su
vez en el bronce del escudo, y las envió hacia afuera la curva del metal, de modo que,
lentamente, se convirtió en un segundo fuego, y el hierro de su espada desenvainada
en el centro era como una estrella.
La atención de los ancianos se desvió hacia ella, atraída por el resplandor de la
luz y el metal, por la pintura blanca de cal de su rostro y sus brazos y por la trenza de
guerrera, que llevaba abiertamente por primera vez en el este, con la pluma de plata,
con su cañón de plata, por los enemigos innumerables que había matado en combate.
Al final, cuando el mar de cabezas vueltas se había convertido en un mar de
rostros, de ojos que reflejaban el fuego, Breaca nic Graine, primogénita de la estirpe
real, dijo:
—Bienvenidos, ancianos de los icenos. Habéis venido aquí contra el edicto de
Roma. No hay uno solo de vosotros que no haya arriesgado la vida para estar aquí
presente. Conociendo ese riesgo, habéis testificado la primera prueba de lanza que se
lleva a cabo en tierras icenas desde hace diecisiete años. Diecisiete. Aquellos que hoy
se han convertido en guerreros no habían nacido aún cuando las legiones de Roma
asesinaron a sus padres y sus abuelas, sus tías y sus primos. Si dejamos que pasen
veinte años más, los hijos de estos recién nombrados guerreros crecerán en una tierra
donde las pruebas de lanza serán, como mucho, un recuerdo, y en el peor de los casos
algo olvidado por completo.
Los tenía atrapados, captaba toda su atención. Les dejó demorarse en ello, hizo
una seña a Cunomar. Suavemente, como producto de muchos ensayos, éste condujo a
los cuarenta y nueve jóvenes de su guardia de honor y formó una línea curva tras ella.
Ella se sentó de nuevo, de modo que el escudo de bronce arrojó fuego rojo en su
cabello, y sonrojó la piel de los recientes guerreros.
—Esta noche ha nacido una guardia de honor con aquellos que nos enviasteis en
verano. No son muchos, pero si tuviéramos diez veces más, podríamos volver a
emprender la guerra con las legiones en el este…
Una docena de ancianos se estremecieron al oír la palabra. Los que no habían
enviado jóvenes, pero podrían haberlo hecho, estaban sentados con cara de piedra y la
dejaron continuar.
—… pero la guerra no puede empezar sin el consentimiento expreso del consejo
de ancianos. Siempre ha sido así, y si vamos a luchar para preservar nuestra herencia,
no podemos ignorar la forma antigua de hacer las cosas. Aún no ha llegado el
momento. Hay demasiados que son fieles aún a Tago, que se ve sometido a
gobernarnos bajo el yugo de Roma. El equilibrio es muy inestable. Mientras él viva,

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no podemos arriesgamos abiertamente a levantar a los guerreros contra el edicto
romano, pero…
—¿Piensas matarle?
La pregunta llegó de uno de los mayores disidentes: un hombre con la mandíbula
cuadrada y el cabello canoso que había meneado la cabeza y murmurado a su vecino
desde el primer momento en que la Boudica empezó a hablar de guerra. Era de la
aldea de Unagh, la chica gato salvaje con corazón de Braint. Ella estaba de pie junto a
Cunomar, la viva imagen de una joven avergonzada.
Breaca dejó pasar un tiempo para pensar en la respuesta.
—Si estuviera muerto, ¿votarías por la guerra? —preguntó.
—No si le hubieses matado tú.
—Y esa es una de las razones, aunque no la más importante, por la que no voy a
hacerlo. La más importante es que nunca he matado y nunca mataré a ningún hombre
o mujer de los icenos solo porque sus creencias no coinciden con las mías. Tago cree
que sirve mejor a su pueblo manteniéndose unido a Roma. Yo creo que bajo el yugo
de las legiones, los icenos dejarán de existir. En eso somos distintos, pero la Novena
legión tiene su fortaleza a un día a caballo hacia el norte, y la Vigésima tiene todavía
tres mil hombres en Camulodunum, y no podemos soñar con derrotar a esas dos. Esto
lo sé muy bien; no pretendo llevar a nuestro pueblo a la ruina. Pero es posible que los
dioses nos proporcionen un momento en el que actuar, y debemos preparamos para
ello, o lamentar para siempre haberlo dejado pasar.
El escudo de fuego no significaba nada; se había hecho para honrar a los dioses y
a los ancianos, no para el combate. Breaca lo cogió de la estaquilla en la pared y se
pasó la correa por el hombro, colocándolo en posición de batalla. Las llamas a sus
pies eran más bajas que antes; las brasas relumbraban y se reflejaban en el metal
brillante. Ella inclinó el escudo de modo que la luz reflejase hacia abajo y se quedó
en las sombras, y su voz llegó desde la oscuridad, reforzada por todo el poder de
Mona.
—Cada uno de vosotros ha arriesgado su vida para venir aquí. Se han celebrado
ya las pruebas de lanza y sois libres de partir. Pero os invito a quedaros y a hablar
todo lo que sea necesario, tal y como hacíamos en los consejos de ancianos de los
días anteriores a Roma, para determinar el tema de la guerra. Si vuestra decisión es
que debemos luchar, seguirá sin ser fácil, pero podemos empezar a ver cómo se
podría hacer.
—¿Y si nos pronunciamos en contra? ¿Volverás a Mona tal y como te pedimos
algunos de nosotros hace dos años? —lo preguntó el anciano de Unagh, con el rostro
demasiado impasible para captar nada.
—No. Yo soy icena y mis hijos también. Nos quedaremos y actuaremos como el
consejo de ancianos nos pida. La guardia de honor de mi hijo se deshará, y a los
guerreros se les ofrecerá la oportunidad de seguir a sus almas hacia las tierras de los
caledonios o volver con vosotros a sus aldeas.

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—¿Todos pensáis lo mismo?
La Boudica se puso de pie de nuevo al frente del consejo, con Ardaco y Cunomar
junto a ella y el escudo de bronce a su espalda.
Sus ojos estaban llenos de humo y de la arenilla de no haber dormido. Ansiaba
sentarse, echarse, dormir y no tener que volver a hablar nunca más de Roma ni de
todo lo que podía representar, ni de los icenos y de lo que podían llegar a ser en una
tierra libre de ocupación. En el lapso de un día y medio, los ancianos reunidos habían
hablado y discutido y hablado y comido y hablado y dormido y despertado y salido
fuera a usar los estercoleros en parejas o de tres en tres, y hablado de nuevo para
volver a hablar y a hablar otra vez…
Otros habían encontrado lugares donde echarse entre las fogatas y se habían
envuelto en sus mantos y se habían puesto a roncar levemente durante un tiempo
antes de que sus sueños y los parloteos a su alrededor les despertasen una vez más.
Cunomar y sus recientes guerreros se habían dormido a un lado la primera noche, y
se habían despertado al amanecer y traído leña para las fogatas, y para cocinar.
Ardaco se fue temprano y salió al bosque para preparar la última parte de los ritos de
los nuevos guerreros, que llegaría más tarde.
Solo a la Boudica no se la vio dormir, pues estuvo navegando como un esquife
sobre las olas de sus palabras y les mantuvo moviéndose hacia delante sin cesar.
La nieve caía fuera cuando volvió a ocupar su lugar en el escudo y miró a la
cansada y ronca asamblea formada por su gente.
—¿Es lo que pensáis todos? —preguntó por segunda vez—. Si hay alguien que
esté en contra, que hable ahora. Debemos estar todos de acuerdo o no contaremos con
nadie.
A su lado, Cunomar contuvo el aliento. A un lado vio a Unagh, tensa y luego
relajada cuando el anciano de cabello canoso de su aldea meneó la cabeza. Alrededor,
otros estaban sentados tranquilamente. Todo disentimiento se había discutido hasta la
extenuación, o permanecía oculto y asomaría el rostro cualquier otro día.
Breaca sonrió, con mucho cuidado de no romper su máscara de cansancio.
—Se ha acordado, pues, que pasaréis el invierno buscando a aquellos hombres y
mujeres de vuestras aldeas y las de alrededor que puedan tener el corazón preparado
para la guerra, y responder a una llamada sin traicionarnos ya antes de empezar. Ése
solo será el primer paso. Mientras Tago viva y se oponga a nosotros, no podemos
reunir a los guerreros. Esto queda claro, y juro ahora mismo ante vosotros que jamás
procuraré su muerte. Aun así, si empezamos a buscar a aquellos que tengan la
voluntad de luchar, y los armamos y entrenamos, cuando los dioses nos digan que es
el momento adecuado podremos actuar. Muchas gracias a todos vosotros.
Dio unos pasos para alejarse del escudo y el consejo acabó sin más ceremonia, de
modo que los ancianos empezaron a levantarse, estirarse y dirigirse hacia la puerta,

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buscando el camino hacia el aire puro y la nieve, y para planear su viaje de vuelta a
casa.

La casa grande había quedado vacía a primera hora de la tarde, de modo que solo
quedaban en ella los nuevos guerreros de la guardia de honor de Cunomar. Durante
un tiempo armaron mucho jaleo por el alivio que sentían, despidiéndose de los
ancianos que partían, pero, cuando éstos empezaron a escasear y al fin
desaparecieron, los jóvenes se quedaron de nuevo tranquilos, esperando su prueba
final. Si deseaban que se les considerase entre los guerreros de la osa, y no solo como
guardia de honor de Cunomar, debían seguir a Ardaco en una danza de la osa y
entonces ni siquiera Breaca podía estar presente. Ya los tambores de calavera habían
empezado a sonar en el interior de la casa grande. No era un ritmo que se pudiera
escuchar durante largo tiempo y permanecer cuerdo.
Su caballo estaba cerca, traído desde los cercados por Unagh, quien había
comprendido que era necesario. Breaca intentó acomodarse el gran escudo de bronce
a la espalda y pensó en el esfuerzo que supondría montar y cabalgar hasta la aldea de
Tago. Graine estaba allí, y Airmid, y todas las comodidades. Si cabalgaba con
prudencia, podría llegar allí un poco antes de que cayera la noche; antes incluso si iba
muy deprisa, y más tarde si se dormía y la yegua se abría camino por sí sola en la
oscuridad.
—Gracias. Me alegro de que… —se volvió, mirando hacia la carretera—. Es
Duborno…
Conocía el caballo; cojeaba de la pata izquierda, pero no demasiado, y a Duborno
le gustaba el animal y no quería dejarlo. El sonido que hacía al cabalgar con rapidez
por la carretera era inconfundible, aunque tuviera nieve bajo los cascos.
Ardaco llegó a su lado, y luego Cunomar dejó de tocar los tambores de calavera y
se unió a ella, de modo que los tres estaban juntos cuando Duborno hizo parar a su
caballo y, sin desmontar, solo volviéndolo, dijo:
—¡Los esclavistas latinos están en la aldea! Tago les ha ofrecido derechos de
huésped, y vino. Ya han hablado dos veces con Graine. Airmid la tiene ahora con
ella, y la mantiene a salvo, pero si preguntan por ella, es posible que Tago no pueda
detenerlos.
Breaca le miró, sin comprender.
—¿Comprarla? Pero eso no puede ser. Ni siquiera Tago…
—No, comprarla todavía no, pero quizá sí hacer una oferta, y sabrán ya lo que
vienen a buscar cuando vuelvan en primavera.
Breaca ya iba montada. El sueño, que tan reciente se hallaba en su pensamiento,
estaba ya olvidado. Cunomar dijo:
—Espera. Mi caballo no está lejos. Ya voy.
El caballo de Breaca ya se estaba moviendo.

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—No. Tus guerreros te necesitan. Es el precio del liderazgo, y, en cualquier caso,
no es el momento de dejar que Roma sepa lo que tenemos entre manos. Si te
necesitamos, enviaré a Duborno de vuelta otra vez.
Y sin más siguió a Duborno, cabalgando con más velocidad que nunca antes en
toda su vida.

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XXV

El esclavista que llevaba el broche con un salmón saltando no había visto en su vida a
una guerrera icena vestida para la batalla, con el cabello trenzado a un lado y un
escudo tan ancho como su brazo colgado a la espalda, y una lanza en la mano,
cabalgando en un caballo negro de sudor y ella misma tampoco demasiado limpia.
Hizo lo que pudo. Sonrió de forma un poco tensa e intentó ocultar su mano
izquierda que hacía la señal contra el mal, mientras que la derecha fue a sacar la
espada corta de legionario de su cinturón. Los exlegionarios que formaban su guardia
de honor tenían menos necesidad de fingir las cortesías de los invitados, y
desenvainaron las espadas abiertamente. Uno de los que estaba atrás y vigilaba las
carretas se inclinó a coger las riendas de los caballos del carro.
Breaca se adelantó, conteniendo el aliento. Era un poco antes de anochecer y la
luz no era perfecta, pero aun así sabía el aspecto que tenía y que no era una mercancía
valorada por un esclavista para sus almacenes. Conducida por Duborno, había
tomado un atajo más corto y sin despejar en las partes más cercanas de la cabalgata;
las espinas la habían desgarrado, lacerando sus brazos. La sangre se había mezclado
con la pintura blanca de cal, de modo que estaba pintada a vetas con los colores de
los dioses. Tenía el cabello erizado y formando pinchos blancos por delante, al írselo
apartando de la frente mientras cabalgaba. Apestaba a grasa de oso y a sudor y a
sangre fresca, y los caballos de los esclavistas quedaron aterrorizados al verla.
Las convenciones de Roma esperaban otras cosas de la esposa de un rey. Entre la
confusión que echaba por tierra todas las convenciones, Tago se adelantó desde las
puertas y la tomó del brazo, colocándola a su lado.
—Filo de Roma, permíteme que te presente a mi esposa, la madre de Graine, que
un día dirigirá a los icenos.
Tago era más diplomático de lo que ella había imaginado. Hablaba con aplomo en
circunstancias que podrían haber provocado el pánico o el ridículo, y Filo no podía
hacer otra cosa que seguir el camino que se le marcaba.
Envainando su espada, el esclavista inclinó la cabeza.
—Señora, tú… yo… o sea, yo…
Breaca se acercó más y las palabras le abandonaron, perdido en un mar de sudor y
apestosos restos de grasa de oso.
Con evidente esfuerzo, se contuvo y luchó por recuperar la cortesía.
—Señora, no sé qué decir. Había oído nombrar tu habilidad como herrera, y vi
también la exquisita belleza de tu hija, que me había descrito ya nuestro difunto
gobernador, que los dioses permitan descansar a su alma, pero yo no había esperado
que su madre fuese tan… que tuviese tanto… pero no tengo ningún regalo que pueda

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convenirte. Se los he dado todos al rey, tu esposo —su mirada se dirigió a derecha e
izquierda, a sus compañeros más cercanos, que miraron fijamente al frente y no
levantaron las armas.
Breaca sonrió ingenuamente.
—El broche que llevas es bonito —dijo—. Imaginé que era belgo cuando lo vi
por primera vez, pero ahora que lo veo más de cerca está claro que no es así. Los
caledonios representan así al pez que salta, con las pequeñas piezas de azabache y las
escamas de plata perfectamente moldeadas. ¿Tengo razón? ¿Procede de ellos?
Ella estaba al alcance del caballo del esclavista. Éste luchó por retroceder, de
modo que Filo apenas podía mantenerlo quieto con una sola mano. Hizo una mueca,
sudando y atrapado entre las dos exigencias opuestas de la diplomacia y de conservar
la insignia que era su símbolo.
Breaca dio el último paso hasta el arzón de la silla y lo habría cogido, pero
entonces Graine salió corriendo de entre las puertas y le cogió la mano. Con ocho
años de edad, su hija ya no era una niña, pero tampoco una mujer. En cualquiera de
ambos casos habría resultado muy bella. Suspendida en ese no-tiempo entre ambas
situaciones, captaba y mantenía la atención de los mercenarios como su madre no
había conseguido hacer. Arrugó la nariz, haciendo mucho teatro.
—Hueles a oso —dijo—. Ardaco me prometió que no sería así —y entonces, con
la inocencia de los jóvenes, añadió—: Filo dice que yo estaría en boca de toda Roma,
y que el emperador querría llevarme a la cabecera de su cama.
Graine había sido adiestrada en el sueño por Airmid; podía dar el sentido más
conveniente a sus palabras. Con su voz, comunicó la sensación de que se le había
concedido el mayor honor posible a cualquier niño del imperio entero, aunque todos
los adultos presentes se representaron la imagen de la cabecera de la cama del
emperador Nerón y cómo podía tratar éste a una niña en semejante lugar. El aire se
volvió muy frío.
—¿Ah, sí? Nuestro invitado anticipa demasiado las cosas, por lo que parece —
Breaca no sería ninguna soñadora, pero sabía cómo hacer que la muerte apareciese y
caminase a su sombra, y dejó que esa promesa se reflejara en su voz.
El esclavista se sonrojó intensamente y luego palideció hasta adquirir un feo tono
amarillento, como si estuviese mal del hígado. Sus dedos trastearon con el cierre de
su broche.
—Señora, solo he hablado en honor de tu hija. Me disculpo si eso ha causado
algún malentendido. Quizá me harías el honor de aceptar un regalo para demostrar
mis buenas intenciones hacia ti y tu familia…
No era un hombre acostumbrado a rogar, y lo torpe de su lenguaje así lo
atestiguaba, todo ello añadido a la pena por perder su broche. Breaca se adelantó a
coger el salmón de sus dedos reacios.
—Gracias —era caledonio, muy bien moldeado y con poder propio. Ella lo arrojó
muy alto, plata saltarina en aquella luz acuosa, y lo recogió con una sola mano. El

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relampagueo súbito y su presteza al cogerlo sobresaltaron a los caballos que seguían
allí. Entonces saludó al esclavista, usando la forma romana, y cargándola de ironía—.
Estoy abrumada. Algo que suscita un cariño tan profundo habla muy bien de su
portador. Llegada la mitad del invierno, los dioses aceptarán de muy buen grado un
regalo semejante.
El esclavista conocía lo bastante bien los ritos icenos para comprender adonde
conducía todo aquello. En su mente vio que ella arrojaría su pez enjoyado en las
aguas de la poza de los dioses, donde ningún mortal podría volver a encontrarlo
jamás. De todas las posibilidades, aquella era la única que no se le había ocurrido.
Ella vio que los túneles de sus ojos se volvían muy grandes y luego disminuían de
nuevo. Si hubiesen estado en el campo de batalla, él la habría atacado justo entonces,
con el ánimo de matar.
Sin embargo, no era ésa la situación, y Filo, antiguo portador del pez, tenía los
ojos puestos en un juego muy importante. Forzó una sonrisa y se llevó el puño
cerrado al corazón, donde antes se encontraba el broche.
—Me siento muy honrado, tal y como lo estarán aquellos que realizaron el pez,
cuando les hable de tu ofrenda.
Dejó que su caballo se moviese al fin, de modo que éste giró sobre sus corvejones
y se alejó al trote. Las últimas palabras del hombre las gritó por encima de su
hombro, medio ahogadas por el estruendo de su séquito:
—Señora, ansío el día en que volvamos a encontramos. Quizá sea pronto.

Breaca se reía débilmente, por el alivio y por la cara que había puesto Filo cuando
ella le quitó el broche del pez, y por la súbita liberación del miedo. El mundo se
volvió mucho más ligero, henchido de relámpagos de luz blanca en los márgenes de
su vista, y un túnel rojizo forrado de noche en el centro. Notó que una mano pequeña
y fría se metía entre las suyas y un pulgar le rozaba los nudillos. Graine le susurró,
con la voz de la anciana abuela:
—Están mirando. Sigue despierta. No puedes caerte ahora.
—No me iba a caer.
—Pensaba que sí. Tu hija es más sabia de lo que crees —Tago vino a colocarse al
otro lado, completando así la familia. Entre ambos, él y Graine, mantuvieron
incorporada a Breaca, aunque parecían apoyarse en ella en busca de apoyo.
Se quedaron así, de pie, unidos en la necesidad mutua, hasta que el último de los
esclavistas fue demasiado pequeño para divisarlo a simple vista. Graine fue la
primera que dio un paso y se apartó.
—La anciana abuela te desea lo mejor —dijo.
Breaca se apretó los ojos con las manos. La arenilla de la pintura de cal le arañaba
la piel y no ayudaba precisamente a mantenerla despierta. Hablando con dificultad
por la falta de sueño, dijo:

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—Dale las gracias de mi parte. Lo haré yo misma más tarde. Ahora tengo que ir a
lavarme y a dormir.
Tago la cogió del brazo. Con una formalidad extrañamente crispada, dijo:
—Mi lecho está listo. Me honraría mucho que lo usaras.
Ella ya estaba dormida, eso estaba claro, y caía en unos sueños desordenados.
Tago no había compartido el lecho con ella desde el final del primer invierno de
Breaca en su aldea. Ella dormía en su propia cama, en la choza de Airmid, en el
extremo occidental del recinto. La perspectiva de meterse en aquella cama, en aquella
habitación, en aquella compañía, le había mantenido a lo largo del último medio día
de deliberaciones del consejo de ancianos.
Entonces miró a Tago. Parecía sobrio, cosa que le sorprendió. Sus ojos estaban
abiertos y eran oscuros y miraban a los de ella sin vacilar. Se le ocurrió que a lo mejor
todavía estaba despierta, y que el mundo, por lo tanto, no era tal y como lo había
dejado. Dijo:
—Me parece que no te he oído bien.
—Sí, creo que sí me has oído. Te invito a dormir en mi habitación, que también
fue tuya antes. Solo dormir. Por favor. Esta vez, es importante.
Graine dijo:
—Airmid está con una mujer de los trinovantes que dio a luz hace tres días y
tiene la fiebre de la leche. No volverá antes de esta noche. Su fuego está cubierto
ahora, y la choza fría.
—¿Sí?
El amanecer había irrumpido ya, pero el sol naciente todavía no había penetrado
entre las nubes. La mañana era más fría aún que la noche anterior. Breaca tiritaba, y
no se había dado cuenta. La escarcha le mordía los pies. El aire olía a nieve y a
tormentas.
Tago esperaba. Él también necesitaba trasladarse. Tenía las orejas azules por el
frío y la aflicción. Solo por ese motivo, Breaca tomó una decisión.
—¿Tu fuego está encendido? —preguntó.
—Por supuesto. Muy fuerte y caliente.
—Entonces acepto tu oferta. Gracias.

La habitación de Tago había cambiado desde la última vez que estuvo allí. Los baúles
de monedas habían desaparecido, todos menos uno, y también los ornamentos que
reposaban encima de ellos. Una espada colgaba encima del lecho; no era de las que
hacía ella, pero era buena. El hierro resaltaba, pálido, contra la madera ahumada de la
pared, y presentaba una máscara de raposa realizada en bronce en el pomo. No sabía
que Tago hubiera poseído ninguna espada, ni que se atreviese a exhibirla de aquel
modo. El edicto romano sobre las armas era tajante, y la pena era la misma para un

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rey que para Eneit, un chico de solo trece años a quien sorprendieron en un túmulo
con una espada que ni siquiera sabía cómo usar.
Ella pasó un dedo por el filo para probarlo y vio que estaba bien afilada, dispuesta
para el combate.
—¿Te ha dado alguna dispensa el gobernador para poseer esto?
—No. El gobernador está atrapado en el oeste planeando su ataque contra Mona
hasta la primavera. Tres cohortes de legionarios del Rin pasarán el invierno en
Camulodunum, y cuando vayan a reunirse con él, empezará el ataque. No creo que
quienquiera que dejen a cargo de esto se aventure a venir a vernos al norte, pero si
alguien viene, lo sabremos y tendré tiempo de quitarla, como hice cuando Filo estaba
aquí.
—Y la volverás a poner en cuanto se vaya. Ya lo veo.
Breaca se sentó pesadamente en el lecho. Necesitaba dormir y necesitaba pensar
con claridad, y no podía hacer ambas cosas a la vez. Frente a ella se encontraba una
ventana mal tapada. La luz del día se filtraba por el delgado pellejo de ciervo y
salpicaba el único baúl de madera que había colocado junto a la pared. Sin ningún
motivo especial, solo porque estaba allí, ella le dio con el pie. Resonó en toda la
habitación, vacío. Tago se sobresaltó. Mientras el fuego arrojaba calor a su alrededor,
su rostro estaba concentrado y blanco. Dijo:
—Ése es el primer motivo por el cual necesitaba que vinieras aquí. Ya no soy un
hombre rico. Hemos de hablar.
El sueño importaba menos que antes. Breaca se puso de pie y se apoyó en la
pared, debajo de la espada.
—Dime.
Tago tenía las ideas a punto, pero no las palabras. Su lengua estaba anudada, y su
garganta demasiado tensa. Dijo:
—Filo recibe órdenes de Deciano Catón, el procurador de impuestos que
descubrió el memorial del antiguo gobernador en primavera. Catón tiene la
reputación de ser más brutal y más duro aún que ninguno de sus predecesores. Y goza
de atribuciones mucho más amplias: además de recaudar impuestos, a ese procurador
se le ha ordenado que reclame los préstamos concedidos por Claudio y Séneca a las
tribus del este, en el momento de la invasión.
—¿Cómo, todos? ¿El importe completo? Creía que se tenía que devolver a lo
largo de décadas.
—Y así ha sido. Y así, creo, actuaba Claudio cuando nos lo prestó, pero Nerón es
distinto. Sus órdenes exactas al procurador fueron «exprimir toda la fuerza vital de
Britania». Nos quitarán el oro, el grano, el ganado, las casas, los perros. Cuando no
tengamos nada más que darles, nos capturarán a nosotros: los icenos, los trinovantes,
los coritanos, los catuvelaunos…, cualquier hombre, mujer o niño que sea capaz de
andar y comer y ser sometido a la esclavitud será vendido para sacar un provecho en
los mercados de Roma. Al resto los matarán —las palabras surgían ahora con mayor

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suavidad, aceleradas por su propio impulso. Por si hubiera alguna duda, levantó la
tapa del único baúl que le quedaba y la echó a un lado con el pie. Estaba
completamente vacío.
«… exprimir toda la fuerza vital…» Breaca miraba las llamas. Un portaestandarte
muerto le saludó desde sus profundidades. La antepasada-soñadora asintió y no dijo
nada.
—¿Y por qué pasa esto ahora? —preguntó Breaca.
—Filo no tiene ni idea. Ni le importa. Su negocio es el provecho, y nos hemos
convertido en una fuente de beneficios. Airmid se ha reunido con el físico de Atenas,
sin embargo, y a él sí que le preocupa mucho.
—¿Teófilo? ¿Qué ha dicho él?
—Que Nerón se ha cansado de la aventura de Britania. Que los costes que le
ocasiona son mayores que los beneficios que obtiene. Que, de las once legiones de
Roma, cuatro están empantanadas aquí y que ni un solo hombre en ellas desea
permanecer por más tiempo, sino en cualquier otro lugar. Que mueren a miles en las
guerras del oeste, sin ganancia alguna, y que los consejeros del emperador creen que
deberían volver a Roma. Se envió al gobernador para someter el oeste o morir en el
intento. Muchos creen que morirá, y aquellos que corrieron a dar préstamos después
de la invasión, esperando grandes intereses y beneficios, ahora lamentan su
precipitación.
El fuego calentaba demasiado y en la habitación faltaba el aire. Breaca apretó el
hombro contra la pared, buscando apoyo para algo más que su simple cuerpo. Del
caudal de palabras muy medidas de Tago, sobresalía una frase:
«… los consejeros del emperador creen que deberían volver a Roma».
—¿Está pensando Nerón en retirar a las legiones de Britania? ¿Lo dices en serio?
—Eso dice Filo, y no tiene motivo alguno para mentir. Si el gobernador no
consigue dominar el oeste, todos los legionarios y auxiliares de la caballería se irán el
próximo invierno.
Y para entonces podemos estar todos muertos. Dicen: «los hombres muertos no
pagan impuestos»…, y por eso hemos vivido hasta ahora. Cuando ya no haya más
impuestos que recaudar, no tendrán motivo alguno para dejarnos vivir.
—¿Y Filo dice también todo eso?
—No. Es Teófilo quien lo dice. Es uno de los que se irá por voluntad propia, y no
porque nos tema.
—Teófilo no estaría ya aquí si pudiera irse con algo de honor —Breaca se pasó
una mano por el pelo. Copos de pintura de cal reseca se convirtieron en polvo entre
sus dedos—. Has dicho que era el primer motivo por el que necesitabas verme. ¿Qué
más hay?
Tago se acercó al fuego. La luz roja coloreaba por igual su piel y su pelo. Era un
hombre consumido, como jamás le había visto Breaca. Miró hacia las llamas. Al
final, sin volverse, dijo:

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—Filo pidió mi permiso para comerciar en territorio iceno. Tal petición no era
más que una nueva formalidad; tiene el permiso, o mejor dicho, la orden del
emperador de sacar todo el provecho que pueda, y no necesita mi permiso. Pero para
probar, me ha hecho una oferta. Si yo le vendía a Graine y Cygfa, él daría por saldada
nuestra deuda: todos los impuestos de la nación icena, más los préstamos de Claudio.
Dos niñas, aunque una de ellas sea una guerrera, a cambio de más oro del que
ninguno de nosotros ha visto jamás.
Ella podía haberle matado entonces fácilmente. El juramento realizado con tanta
facilidad a los ancianos en la casa grande la atormentaba, sin embargo. «Su muerte
nunca vendrá por mi mano». Ella no había pensado en añadir: «a menos que venda a
mi hija como esclava, en cuyo caso su muerte ocupará los mismos días que toda su
vida, y él lamentará todos y cada uno de ellos».
Conteniendo su rabia, dijo:
—¿Le dijiste que morirías bajo las espadas de tu pueblo si pensabas siquiera en
hacer una cosa semejante?
—No —él se volvió con una sonrisa torcida, concentrada sobre sí misma—. Le
dije que moriría por mi propia mano antes que pensar siquiera en semejante cosa.
¿Realmente piensas que podía haberlas vendido? Quizá no sean de mi misma sangre,
pero las quiero como si lo fueran, y aunque las hubiese odiado, no estoy tan ligado a
Roma como para creer que cualquiera, sea niño o adulto, se pueda comprar a cambio
de dinero. No sueño como Airmid, ni siquiera como tú, pero los dioses me hablan
también, a su manera, y nunca jamás volverían a hablarme si permitiera una cosa así.
—Pero Filo sabe que tú no puedes detenerle.
—Exacto. No se llevará a Graine y Cygfa ahora, pero lo hará en primavera. Ahora
mismo, incluso, puede decidir «recoger mercancía» en alguna de las aldeas pequeñas
antes de volver a Camulodunum, sabiendo que nosotros no podemos detenerle.
La piel de Tago había adoptado el color del hierro, gris y pulida por el sudor.
Todas las partes de su ser ansiaban el vino. Breaca le vio enfrentarse a esa necesidad
y rechazarla. Sacó un tronco seco de una pila junto a la fogata y se sentó en él,
envolviendo su única mano en torno a las rodillas. Hablando hacia el muro donde
colgaba la espada, encima de la cabeza de ella, dijo:
—Lo siento muchísimo. Deberíamos haber reunido un ejército cuando llegaste tú.
Habríamos muerto, pero no tendríamos que contemplar cómo nos desangran.
«Tago se opone a nosotros». Ella había dicho aquello a los ancianos, creyéndolo.
Menos segura de ello entonces, dijo:
—Cunomar y Ardaco están dirigiendo a cuarenta y nueve guerreros de los icenos
en una danza de osas. A medianoche tendremos cuarenta y nueve osas nuevas, los
primeros icenos, después de Cunomar, que hacen tal elección. Con ellos, podemos
coger ahora mismo a Filo y matarle. ¿Apoyarías tal decisión?
Él miró su única mano, cruzada por encima de su pecho, sujetándose el muñón de
la otra.

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—Te olvidas de que Filo tiene la protección del procurador. Roma sabe que está
aquí. Si no regresa, las legiones caerán sobre nosotros como hicieron en tiempos de
Scapula —levantó la cabeza. El horror y los recuerdos de todo aquello se reflejaban
en su rostro—. Tú no estabas aquí entonces. No viste la carnicería de las represalias
romanas; los hombres y mujeres colgados en círculos en torno a sus aldeas, con los
niños muertos a sus pies, todo por la pérdida de un simple legionario, por una piedra
arrojada a un auxiliar. Y Cygfa y Graine serán esclavizadas. Filo sabe que nosotros
las valoramos; procurará que lo sepamos mientras nos matan. Si luchamos,
perderemos. ¿Quieres que apoye eso?
Breaca dijo:
—Si van a venir de todos modos, sí, te lo pediría. Es mejor luchar que quedarse
quieto y ver cómo nos desangran hasta dejamos blancos. Y siempre existe una
posibilidad de victoria. Todavía está nevando, y las legiones no saldrán ahora de sus
fuertes. Los dioses nos han dado un invierno entero para preparamos, y lo usaremos.
Los ancianos se han ido a casa a buscar guerreros con corazón, que puedan unirse a
nosotros. Aunque solo encuentren diez cada uno, ya tendremos mil. Si cada uno de
esos mil tiene el valor de las nuevas osas de Cunomar, entonces, al menos, les
daremos a las legiones algo para que nos recuerden.
—¿Cunomar ha madurado y hace honor a su padre, entonces?
—Eso parece. Ciertamente, tiene…, madera de buen líder —ella había empezado
a decir que tenía el influjo de Caradoc sobre aquellos que le seguían, y un fuego
añadido incluso, pero la compasión la detuvo.
Tago sonrió débilmente. Parecía tan cansado como ella.
—Debes estar contenta de tu hijo. Es un orgullo para sus padres.
El dolor de su voz se abría paso entre un amasijo de medias esperanzas. Breaca se
pasó una mano por encima de los ojos y le miró bien por primera vez en toda su vida.
Por primera vez en la vida de ambos, Tago le devolvió la mirada de igual modo. Era
un hombre llevado hasta el límite de su propio ser.
Aquel límite era el lugar donde ella vivía, pero él nunca había vivido. Se
enfrentaron el uno al otro, con la habitación en medio, la guerrera y el que nunca fue
guerrero, la madre y el que nunca fue padre, la amada y el amante que nunca fue
amado.
Tago se cogió el borde de la manga.
—No odio a Caradoc —dijo al final—. Nunca le he odiado. Solo quería ser como
él. O ser él. Si los soñadores tuvieran el poder de cambiar a un hombre al cuerpo de
otro, yo habría cambiado mi lugar con el de Caradoc en cualquier momento de
nuestras vidas. Ahora, incluso, aunque sé que él está lisiado y exiliado en la Galia, lo
haría, para engendrar los hijos que él ha tenido. Sus hijas brillan como el sol y la
luna, una guerrera y una soñadora que serán aclamadas por los cantores durante
generaciones. Y parece que su hijo también es todo lo que podría soñar un hombre.

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No estaban tan lejos el uno del otro. Breaca alzó la mano y le tomó el único
brazo, apretándolo brevemente.
—Cunomar será un orgullo para ti, también. Si él dirige a los guerreros en las
batallas contra Roma, será como hijo tuyo, porque así es conocido por ellos.
Hablaban ambos con una sinceridad que nunca antes habían encontrado. Tago se
pasó la mano por los ojos y los tenía rojos, y no solo por el humo y por la noche de
escaso sueño.
Breaca dijo:
—No tienes que vivir como si un hijo fuese el único recuerdo que puedes dejar.
Eres joven: la pérdida de un brazo no es la pérdida más grande. Todavía puedes hacer
mucho, y durante el invierno podemos planearlo. No es cierto que vayamos a morir
en primavera. Si el gobernador se lleva a todas las tropas de Camulodunum, los
veteranos no podrán defenderla solos, y si tomamos la ciudad, los trinovantes se
unirán a nosotros en la revuelta. La confusión de Mona podría suponer un beneficio
para nosotros —intentó sonreír, pero no consiguió que su boca la obedeciera
adecuadamente. La antepasada-soñadora se cernía sobre ella, cerca, y el fantasma de
un portaestandarte muerto. Luchando por ver a través de ellos, dijo—: Y aunque
muramos en la próxima batalla, la muerte no es el final. Pregúntaselo a la anciana
abuela.
—Si supiera cómo, haría tal cosa, pero… ¡Breaca! —él la cogió por el hombro,
cosa sorprendente, dado lo lejos que estaba antes—. ¡No caigas al fuego! —su rostro
estaba muy cerca, realmente, y preocupado—. ¿Cuánto tiempo hace que no duermes?
—¿Tres días? Cuatro, creo. Hubo unos ritos antes de las pruebas de los guerreros
y había que respetarlos…
—Y sin comer tampoco. Tú no tienes que probarte también en todas las pruebas
de tus hijos.
Parecía tan divertido como preocupado. Breaca intentó averiguar si la estaban
tratando con condescendencia, pero no fue capaz. Notó que él la echaba en la cama y
la desnudaba, y la metía bajo las pieles, y no se estremeció cuando la besó castamente
en la mejilla.
Tago había tenido madera de héroe, en tiempos. Si Caradoc no hubiese llegado a
ellos, habría resplandecido entre los guerreros de los icenos. El fuego le coloreó de
oro, unido con la luz del día que entraba por la ventana medio tapada.
Él inclinó la cabeza y se apartó, hablando despacio. Sus palabras llegaron
amortiguadas por velos de sueño:
—Si supiera cómo hablar con los muertos, preguntaría a los antepasados por las
tierras que hay más allá de la vida. No puedo, pero me alegro mucho de que tú sí
puedas y de que me expliques lo que has visto. Duerme bien. Hay que luchar en
muchas batallas, y te necesitan para dirigirles. Tienes todo un invierno para reunir tu
ejército. En primavera, marcharemos hacia el mar.

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—Si Filo no se ha llevado a nuestras hijas para esclavizarlas y nos ha matado
mientras dormíamos…
—No lo hará. Te doy mi palabra.

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XXVI

—¿Cuándo se fue Tago?


—No mucho después de que empezase a nevar. Aún había luz.
Breaca se puso de pie en la semioscuridad. Unas teas con resina de pino
iluminaban el final irregular de una tormenta. Lo peor había ocurrido mientras
dormía, dejando la nieve hasta la altura de los tobillos: no demasiado honda para
cabalgar o correr, pero sí lo bastante para ocultar los agujeros y rodadas en los
caminos, y por tanto hacer el avance traicionero para los caballos más rápidos.
Airmid, Cygfa y el cantor Duborno estaban en semicírculo en torno a ella,
protegiéndola contra lo peor del viento. El pelo oscuro, el dorado como el oro y el
rojo se entretejían en una sola línea, que la luz de la tea hacía brillar. Los tres estaban
cansados, como si el tiempo transcurrido entre la partida de Tago y el despertar de la
Boudica hubiera sido difícil, y nada se hubiese resuelto aún.
Breaca dio un paso fuera de su refugio. El frío, el aire helado, la abrazaron, de
modo que pudo apoyarse en él y no caer. Su cabello volaba hacia el este, hacia el
lugar por donde se había ido Tago.
—¿Estáis seguros de que se fue detrás de la banda de esclavistas de Filo? —
preguntó.
Duborno se encogió de hombros.
—No, pero es lo que decía que iba a hacer.
Airmid dijo:
—Era un hombre distinto después de que hablases con él. Y entonces volvieron
esos dos hombres, Gayo y Tito…, los había enviado a seguir a los esclavistas.
Trajeron malas noticias, al parecer. Antes de que se fueran, los tres rompieron los
brazaletes de cobre que les había dado el gobernador como regalo.
Cygfa sonrió amargamente.
—Creo que nuestro «rey» quería que supiéramos que ya no era la puta de Roma,
aunque no sepamos todavía si tendrá el valor suficiente para informar de ello al
gobernador en primavera. Si tiene suerte, la nieve ocultará las huellas antes de que
sus antiguos amigos, que aún están con Roma, puedan coger el caballo y dirigirse al
oeste con las noticias.
—Morirá por traición si alguien en Camulodunum lo sabe, ahora o más tarde —
Breaca se volvió hacia el viento—. ¿Airmid? ¿Podemos hacer algo?
La soñadora no se había movido. Su cuerpo se inclinaba en el viento, como solía
pasar cuando ella estaba menos presente. Meneó la cabeza.
—Los dioses han mandado la nieve para mantenernos a salvo de las legiones. A
ellos no les importa si no encontramos a Tago antes de que lo mate Filo.

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Breaca se arrodilló y apretó las manos sobre la nieve. El frío la quemó y eliminó
los últimos restos de sueño.
—Por el contrario, podrían haberle capturado vivo y llevarlo a Camulodunum
para interrogarlo… Y le hablé del baile de las osas y de la guardia de honor de
Cunomar, y no me gustaría depender de su capacidad para resistirse a los
inquisidores. Creo que deberíamos salir a buscarle.
Airmid estaba de pie junto a su hombro izquierdo, segura y firme. Los otros dos
ya iban armados. Las espadas de Breaca fraccionaban la luz que reflejaba la nieve,
bailoteando.
Cygfa dijo:
—Nosotros también. Y por eso te hemos despertado.

Eran cuatro, tres guerreros y una soñadora, que cabalgaban lentamente sin luz por el
denso bosque con Cygfa como exploradora. No era verdad que fuese capaz de ver en
la oscuridad, pero le faltaba tan poco que lo parecía.
La nieve se desprendía y caía entre los árboles, ya no transportada por el viento.
Era demasiado honda para viajar cómodamente; si los dioses querían ponerlos a
salvo, habían logrado su objetivo. Sus huellas se cerraban a medida que cabalgaban,
de modo que su paso no dejaba rastro alguno.
Breaca no estaba despierta del todo. Sueños fragmentados de las pruebas de los
guerreros entretejían sus imágenes a través de la noche oscura, de modo que veía a
Cunomar, sin parar, y a la media docena de guerreros de su guardia de honor, que
eran excepcionales. Los tambores de calavera propagaban sus ritmos que iban
devorando la mente, y cada uno de los guerreros pintados de blanco se acercaba a
ella, sonriendo, con las garras de oso en lugar de espadas, y ella debía enfrentarse a
ellos solo con su espada. En sus sueños, como en la noche a través de la cual
cabalgaba, deseaba que la espada que empuñaba en su mano fuese aquella con la que
había luchado toda su vida, no la sustituía hecha en secreto para las pruebas. Con la
espada de su padre podía llevar a Cunomar a su derecha y a Cygfa en el lugar del
escudo a su izquierda y toda Roma no habría conseguido…
Un caballo relinchó agónicamente y un hombre lanzó una voz y luego chilló
también, y otro hombre gritó una orden en latín.
Cygfa dijo:
—Es Filo.
Y Airmid:
—El muerto es Gayo. Tago solo tiene a Tito para defenderle.
—De modo que son dos contra las dos docenas de Filo. Y nosotros somos cuatro,
de modo que… —Cygfa hizo girar a su caballo en la nieve—. Dioses… ¿es
Cunomar?

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Breaca asintió. El estruendo de los tambores de calavera llenaba su mente,
haciendo imposible la palabra. La espada que tenía en la mano cantó por primera vez
desde que la hicieron. Ninguna de esas cosas podían oírlas los demás, pero el sonido
distante de los guerreros que corrían por un bosque y el chillido penetrante de las osas
eran bien conocidos por cualquiera que hubiese luchado junto a Ardaco, en el oeste.
Duborno, como siempre muy sereno en la batalla, movió la cabeza a un lado:
—Tu hijo está cerca —dijo—. Si esperamos, superaremos en número a los
esclavistas, pero creo que si cabalgamos deprisa, cuando lleguemos al campo de
batalla todavía serán muchos y nosotros muy pocos.
Tendrían que haber esperado y todos lo sabían, pero un segundo caballo chilló
también y Breaca reconoció la yegua zaina de Tago, el regalo que ella le había hecho
en verano, y, sin ningún motivo en especial, ella supo que no quería que él muriese, y
que quería luchar, lo ansiaba con desesperación.
La cicatriz de su palma le dolía como si se hubiese hecho un corte nuevo; había
olvidado la alegría que yacía enterrada en el dolor. Por primera vez en tres años, notó
el impulso de la batalla auténtica que corría como el fuego por sus venas. Su yegua se
hizo más difícil de contener, y ella tampoco quería hacerlo.
Miró a Airmid, que podía haberles detenido a todos, pero no lo hizo. Breaca dijo:
—Seremos seis contra dos docenas. Si los dioses no lo aprobasen, habrían
enviado mucha más nieve para detenernos, ¿verdad?
—Claro —la soñadora señaló hacia el cielo—. La nieve está de camino. Si debes
ir al combate, ve rápido, de lo contrario lucharás entre una ceguera blanca.
—Gracias. Mantente a salvo.
Breaca dejó que su yegua siguiera su instinto. Cygfa y Duborno corrieron con ella
a través de la nieve impoluta.
Sus caballos estaban bien entrenados; corrían hacia el estruendo del combate,
pero sin precipitarse. En una curva del camino, llegaron a la vista del campamento de
los esclavistas, en el cual Filo, inoportunamente, había hecho encender antorchas y
preparar un fuego, y el súbito resplandor de luz mostraba los árboles y un pequeño
arroyo y unos esclavistas que, enardecidos por el pánico y con las espaldas contra las
paredes del barranco, se enfrentaban a unos pocos que cada vez eran menos y de
repente, horror, fueron demasiados.

La nieve empezó lentamente, y la batalla fue rápida y dura. Cygfa luchó a la


izquierda de Breaca, en el lugar del escudo, el de mayor honor. Muy pronto (antes de
lo que cualquiera de ellos había esperado) Cunomar surgió de entre los árboles, a la
derecha, con la mayor parte de su guardia de honor en torno a él. El resto, dirigidos
por Ardaco, cayeron sobre los esclavistas desde atrás, extendiéndose como una garra
de oso que aplastó al enemigo como el martillo aplasta el metal encima de un yunque.

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Más de la mitad de los hombres de Filo eran mercenarios bien entrenados. Habían
luchado para las legiones en Iberia, Mauritania y las Germanias contra guerreros que
chupaban la médula de los huesos de sus enemigos, todavía vivos. El instinto y un
entrenamiento muy largo les servían bien. Formaron una cuña sin que nadie se lo
ordenase, y luego, cuando la garra de Ardaco empezó a cerrarse, formaron un cuadro,
volviéndose todos hacia fuera, de modo que cada hombre estaba de cara hacia el
exterior y sus pequeños escudos redondos se encontraban en las esquinas, con espacio
suficiente para que salieran sus espadas cortas y atacaran por en medio.
En la parte trasera del cuadro la carnicería ya había empezado. Allí, esclavistas
que no eran mercenarios y no tenían ni idea de cómo comportarse en combate habían
buscado protección detrás de unos cercados de mimbre que habían quedado de algún
redil de verano. Al hacer tal cosa, bloquearon la única vía de escape posible. Ardaco
envió a seis guerreros contra doce hombres y podía haber enviado la mitad de ese
número. Los aullidos de victoria de los seis jóvenes resonaron por encima de todos
los demás sonidos de la masacre, cuando cada uno de ellos quitaba la vida por
primera vez en nombre de la osa.
Los mercenarios ya sabían que escapar de allí era imposible. Sabían contar, y
comprendían cuáles eran sus probabilidades, y aunque todavía no se habían
encontrado nunca con las osas, sí que se habían enfrentado a guerreros de otras
naciones que corrían desnudos a la batalla, recubiertos solo con el velo de los dioses
y su valor bien resplandeciente, para que todos pudieran verlo. Cada hombre eligió a
uno de los que venían y escupió en su espada, jurando matar a aquél antes de morir.
Breaca vio a su hombre. Los ojos del hombre la quemaron. Su espada corta cantó
para ella sola. La de ella cantó con una ferocidad que hacía juego con la de las osas.
La levantó, dejando que probase el aire asesino, y entonces fue la Boudica de nuevo,
y su mundo fue perfecto.
Azuzó a su yegua para que avanzase. No veía a Filo ni en el cuadro ni en el redil
que había detrás, pero no tenía tiempo de mirar detenidamente; Cygfa ya había
avanzado en ángulo y atacado a la derecha y había roto el brazo de un exlegionario
con el cabello negro.
La sangre de una vena seccionada salpicó, y el hombre cayó de rodillas, mirando
cómo se escapaba su propia vida. El hombre de Breaca lanzó una maldición y apartó
el cuerpo caído de una patada, luchando por cerrar el hueco en la pared de escudos.
Breaca empujó a su yegua por aquel espacio y bajó la espada con las dos manos,
del revés. Tropezó con hierro, y de nuevo otra vez. Su oponente era bueno; luchaba a
pie contra una guerrera a caballo y no cedía terreno. Rápidamente dejó de intentar
matar a Breaca y, por el contrario, se dedicó a tratar de lisiar su caballo. Podía haber
tenido éxito, pero aquella yegua había sido entrenada por alguien que valoraba la vida
de su montura como la suya propia, y el animal sabía cómo mantenerse a salvo
mientras intentaba dar a su jinete un punto de ventaja desde donde golpear. Una coz
de su pata delantera arrancó el casco del hombre de su cabeza, y el cuarto golpe de la

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Boudica, o el quinto, rajó el cráneo hasta alojarse en los dientes superiores. Ella soltó
la espada y la liberó mientras el hombre caía.
La salida de su fantasma distrajo a Breaca, de modo que se perdió el momento en
que Cunomar, luchando por primera vez en una batalla auténtica, dio cuenta de su
hombre. Su aullido de combate ahuyentó a los fantasmas y Breaca se volvió a tiempo
para verle inclinarse y mojar la mano en la sangre del enemigo caído, e imprimir una
palma sangrienta en su propio brazo. Levantó la cabeza y gritó de nuevo, y sus ojos
se encontraron con los de ella. Su alegría era la de Caradoc, pero más aguda. Él
sonrió y levantó la palma manchada de sangre.
—Por mi padre —dijo—, y por Graine.
Breaca hizo el saludo del guerrero y vio que su mundo también resultaba
perfecto.
El estrépito de la batalla amainó. El cuadro de los legionarios estaba roto y no se
podía recomponer, y la matanza se aceleraba a medida que los hombres veían sus
muertes y las abrazaban. Duborno estaba cerca. Breaca le cogió el brazo, gritando:
—¿Dónde está Tago? ¿Y Filo?
—Allí. Juntos. Luchando —señaló con un codo, haciendo girar en redondo su
caballo—. Filo lleva la mejor parte.
Ella era la Boudica; solo tenía que pensar, y los demás la seguían. Mientras se
volvía, Cygfa ocupó su lugar a su izquierda. Cunomar ya corría a su derecha.
Duborno sonrió al ver la impaciencia de la juventud, y retuvo su caballo, esperando la
palabra de ella.
El susurro de los tambores de calavera todavía resonaba en su cabeza. La nieve se
fundía sobre sus brazos desnudos. Breaca señaló con su espada, de modo que la luz
de las antorchas dé Filo rebotó en el metal.
—Ayudadle.
Llegaron demasiado tarde. Ella lo sabía ya mientras su yegua corría por la nieve
fangosa y ensangrentada. Filo les oyó y prefirió no volverse. Tago oyó el aullido de
oso de Cunomar y su poder electrizante atrajo su atención.
Quizás habría muerto de todos modos; nunca había sido un guerrero diestro, pero
dolía verle acuchillado como lo habían sido los esclavistas, con un golpe en las
piernas que no consiguió parar y otro en el hombro de su brazo malo, que nunca
podría haber parado, pero que le aplastó las costillas y con ellas los pulmones, y
luego otro final en la cabeza, que no dio en el blanco porque Filo tendría que haber
mirado, y tendría que haber sabido que Duborno, que era primo de Tago, estaba tras
él y no pensaba dejar sin vengar la muerte de alguien de su sangre.
Breaca oyó que Cunomar le gritaba, felicitándole, y vio que no envidiaba a otro
hombre una muerte que debería haber sido suya. Realmente, el mundo había
cambiado.
Filo murió con más rapidez que Tago, que yacía silbando burbujas de sangre a
través de una brecha en la nariz. Breaca se bajó del caballo y se arrodilló a su lado en

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la nieve que se iba espesando. Sus hijos formaron un arco en torno a ella con
Duborno y Airmid, que no había luchado pero que había mantenido la noche libre de
fantasmas no deseados.
La única mano de Tago estaba helada y su palma mojada. Abrió la boca para
hablar, pero ningún sonido salió de sus maltratados pulmones. Cerró los ojos y
Breaca vio que su frente se arrugaba. Con los ojos todavía cerrados, él dijo:
—Filo ha mandado un mensajero a Camulodunum… Lo siento. Ahora sabrán de
Graine. Gayo le siguió y volvió. Tendría que haber…
Breaca le apretó la mano.
—Gayo ha cruzado el río al cuidado de Briga. Sea lo que fuere aquello que
tendría que haber hecho, ahora sabe más que todos nosotros.
—Y yo también —una sonrisa se dibujó en sus labios—. Los icenos tienen un
nuevo gobernante, con voluntad para la guerra. Puedes reunir tu ejército cuando la
nieve claree, y si las legiones van al oeste y salen de Camulodunum, la ciudad podrá
caer fácilmente. Dirige bien a tus guerreros.
—En todo lo que pueda. Tago, abre los ojos.
Él lo hizo, con esfuerzo. Breaca se inclinó para que él pudiera verla sin volver la
cabeza ni los ojos. Se inclinó y le besó en la boca, secamente, notando el gusto de la
sangre en su aliento.
Luego dijo, entre susurros:
—Espérame en las tierras de los muertos. Airmid y Caradoc nos sobrevivirán a
los dos. Habrá tiempo para averiguar entonces lo que podríamos haber sido.
Fue el último regalo que pudo ofrecerle, entregado de buen grado. Él murió con la
alegría en los ojos, y sujetándole firmemente la mano.

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Parte IV

INVIERNO, 59 d. C. — PRINCIPIO DE PRIMAVERA, 60 d. C.

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XXVII

Una mañana después de la muerte de Tago, Breaca recuperó la torques de los


antepasados de los icenos, que había correspondido a su madre y a la madre de su
madre, remontándose a incontables generaciones.
Nada había cambiado, pero todo era distinto. Tago estaba muerto, Filo también, y
no había vuelta atrás. Breaca se despertó y comprendió eso de pronto, y se quedó
echada, escuchando al viento que amontonaba la nieve contra las paredes de la choza
de Airmid. Envió su mente hacia delante, a la primavera, y a lo que podía haberse
hecho, y no vio forma alguna de mantener las legiones a raya mientras se reunía el
ejército que podía derrotarlas.
Notó una corriente de aire y oyó voces, y supo que no estaba plenamente
despierta. Fragmentos de sueños la sujetaban aún, y también nieve y carne desgarrada
y la luz que se iba desvaneciendo en los ojos de Tago mientras moría. Luchando por
despertar a la mañana, notó que Airmid se acercaba y con ella la antigua y seca
oscuridad de la antepasada-soñadora.
Se incorporó demasiado rápido y abrió los ojos y vio un resplandor de luz
procedente del fuego en un oro siluro. La torques de los antepasados ocupaba toda su
visión, un regalo y una maldición, viva con los sueños de otras personas.
—¿Breaca? —Airmid estaba allí, y le puso una mano en el hombro—. ¿Qué ves?
—Que la antepasada-soñadora vive dentro del oro. Antes no lo sabía.
Breaca pasó un dedo por el frío metal, apreciando la sólida curva, formada por
siglos de desgaste. Exteriormente, aquello era igual que siempre, un milagro de hilos
metálicos entrelazados, con presillas en las piezas de los extremos para colgar las
plumas de muerte, a la manera de los antepasados.
Lo había llevado por primera vez de niña, cuando lo único que importaba era
sentirse regia y ofrecer también un aspecto majestuoso ante los demás. Años después,
en el campo de batalla de la invasión romana, marcó la muerte voluntaria de Macha y
el sacrificio hecho para que otros pudieran vivir. Breaca solo sintió pena y soledad al
cogerla, y luego después, al pasársela a Silla, hizo todo lo que pudo por proteger a su
hermana menor de ambas cosas. Cuando Tago le entregó la torques a Cygfa en el
calvero, resultó obvia la dignidad traspasada con ella, pero nada más.
Solo entonces, después de conocer a la antepasada-soñadora, Breca notaba los
ritmos de poder entretejidos en el oro. Extendiéndose desde el pasado, tocaban por
igual el alma brillante de la batalla dentro de ella y el núcleo oscuro que había
invocado una vez reclamando venganza por Caradoc, y que, al ser incapaz de emitir
la llamada con claridad, había traído de vuelta a casa a Valerio.
Aquel recuerdo todavía atormentaba sus noches. Dijo:

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—¿Mi madre también supo esto?
Airmid se sentó en la cama y dejó la torques entre ambas.
—No. El poder de tu madre no era el de la serpiente-lanza, y ella nunca tuvo
necesidad de convocarlo. Los antepasados solo vuelven a aquellos que los necesitan,
y pueden mantenerse firmes en su presencia —levantó la vista e iba a decir algo en
broma pero cambió de opinión y dijo, muy seria—: Puedes hacerlo. Requiere un
valor distinto al del combate, pero tú lo tienes.
—Quizá —el recuerdo de la cueva de los antepasados enfriaba las cavernas de su
mente. Breaca se levantó y empezó a vestirse, dejando la torques encima de las pieles
de la cama.
Al cabo de un rato, Airmid la cogió y la colocó en el hogar de piedra, junto al
fuego. Tomó un copo de lana sin tejer y la secó y le quitó la nieve.
—Tú eres la Boudica —dijo—. Hoy, después de la muerte de Tago, diriges a los
icenos tanto nominalmente como de hecho. No es la torques la que hace ninguna de
las dos cosas. No tienes que tomarla si no quieres. Podemos dejarla en el fuego y que
se funda ahora mismo, y las lanzas seguirán dándote sus juramentos en la primavera,
y el ejército seguirá reuniéndose bajo la señal de la serpiente lanza.
—Que resultaría impotente.
—No del todo. Tú tienes tu propio poder, y no solo procede de los antepasados.
—Pero no voy a librar esta guerra solo por mí misma —Breaca fue a sentarse
frente al fuego. Las llamas aleteaban debido a la corriente y, juguetonas, adoptaban
las formas de los muertos: de Macha, de Silla, de Tago, sonriendo al morir. Ella miró
más adentro, hacia las propias brasas, y buscó a su madre, que había llevado la
torques con dignidad y honor sin mácula. No llegó nada, apenas algunos recuerdos
dispersos procedentes de su niñez de la anciana abuela, a quien ella amó, y de la voz
de la mujer, perdida entre los chisporroteos del fuego. «No me perderás,
prométemelo».
Ella no había formulado una pregunta clara, y no se le dio una respuesta clara,
pero, en voz baja, como si viniera de una cierta distancia, Airmid dijo:
—No todos los antepasados son peligrosos. Y la oscuridad solo es insegura en la
medida en que la tememos.
—Y el miedo es el único enemigo. Hablas como Luain macCalma.
Breaca fue a coger la torques y la sujetó un momento junto a las llamas. Ahora ya
estaba plenamente despierta, y el peligro punzante de la antepasada era mucho menor
que antes, desaparecido con las gotas de nieve fundida. La torques quedó entre sus
palmas, quieta, llena de majestuosidad. Ella dijo:
—Sería una lástima fundirla. Graine debería llevarla algún día, y también sus
hijas. No quiero dejarla mancillada con mis propios temores —se levantó y vio que
podía sonreír, y eso estaba bien—. ¿Conoces las palabras del juramento de lealtad?
Airmid meneó la cabeza.

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—No lo bastante bien para pronunciarlas en voz alta, pero creo que serían más
para los testigos que para ti. La torques ya consigue sus propios juramentos;
tomándola, sabiendo lo que haces, ya basta.
En el pasado habrían celebrado una ceremonia, y las trescientas lanzas de su
guardia de honor al completo habrían presenciado el momento en que Breaca,
primogénita de la estirpe real, tomase la torques de sus antepasados. Soñadores
llegados de Mona habrían ofrecido discursos y habrían narrado sus sueños. Sus hijas
habrían jurado seguirla, honrando así todo cuanto ella honraba.
El día siguiente a la muerte de Tago, resultó mejor hacer todo eso en privado, solo
con Airmid como testigo de las dudas y el pequeño acto de valor que la empujó a
atravesar un umbral más, de modo que, con sus propias manos, Breaca cogió la
torques y se la puso en el cuello. Ésta quedó sólidamente viva y apoyada contra su
piel, fría y seca, y serpentina. Se adecuaba perfectamente, y las piezas finales
descansaban en los huecos que quedaban bajo sus clavículas, y el peso reposaba en la
espalda, de modo que los hombros eran los que sustentaban su volumen. Sentía
exactamente la misma sensación que cuando era niña y mucho más pequeña.
Como herrera, admiraba la habilidad de quienes la hicieron. Como Breaca, como
la Boudica, como primogénita de la estirpe real, en posesión al fin de su herencia,
quería aceptar y honrar todo aquello que podía aportarle, y se sorprendió e incluso se
desilusionó un poco al ver que no había ningún desafío ni amenaza, sino solo una
pequeña sacudida en el abdomen y un suspiro, como el de un perro que vuelve junto
al fuego del hogar.
Al final, cuando la antepasada no vino tampoco ni a saludar ni a arengarla, Breaca
se levantó del sitio que ocupaba junto al fuego y levantó también el faldón de la
puerta. Fuera el mundo era blanco, y la nieve se acumulaba hasta la altura del muslo
contra las paredes de la choza y el frío mordía con aspereza.
Se había cruzado otro umbral. Nada había cambiado, y sin embargo, todo era
distinto. Airmid se acercó hasta su hombro y era bueno recordar aquellas cosas que
nunca cambiarían.
Breaca dijo a Airmid, que miraba la nieve:
—Tenías razón, los dioses están con nosotros. Si se echa de menos a Filo en
Camulodunum, los que están de guardia allí no se arriesgarán a enviar ahora a una
patrulla para que salga a buscarlo. Al final resultará que estamos a salvo hasta la
primavera. Podemos usar este inesperado período para pensar en formas que
mantengan más tiempo a raya a las legiones.

La nieve siguió cayendo durante todo el resto del mes, sellando la tierra bajo un
manto de hielo, de modo que las legiones permanecieron en sus alojamientos de
invierno y las tribus en sus aldeas, y la tierra se quedó dormida, ofreciendo un
simulacro de paz.

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Tres días antes de final de año, un mes y medio antes del solsticio de invierno, los
dioses hicieron que el viento del este soplase hacia el sur y cálido, quitando la nieve
de la tierra. Al tercer día, cuando cabalgar resultaba seguro, Breaca tomó un potro
zaino de Cygfa, que no hacía mucho que había sido domado, y cabalgó con Cunomar
hasta el barranco en el cual Filo y sus hombres habían establecido su último e
indefendible campamento.
La nieve era delgada y fragmentaria y se estaba convirtiendo en barro. El aire olía
a humedad y a hojas podridas y, a medida que iban llegando al valle, a carne que ya
había sobrepasado su mejor momento. El potro zaino reculó al notar el hedor, y
tuvieron que obligarle a seguir, porque para eso precisamente lo habían llevado. Un
caballo de batalla no podía retroceder ante los aromas de una masacre. Breaca lo ató
en unos sauces y siguió a Cunomar hacia el barranco.
El invierno había cubierto los cadáveres, manteniéndolos enteros, de modo que
solo en los últimos días los animales carroñeros los encontraron. Breaca no había
hecho ningún esfuerzo consciente por recordar el lugar donde yacían los muertos
después de la batalla, pero el mapa se podía seguir claramente, paso a paso: allí,
detrás de los rediles de mimbre, se encontraban los doce mercaderes de Filo, caídos
todos boca abajo y con heridas en la espalda, porque habían intentado escapar;
enfrente estaban los mercenarios que habían muerto luchando. El de cabello negro
que había atacado a Cygfa y perdido el brazo yacía bajo su compañero de menor
estatura y de cabello canoso, a quien había matado Breaca. Tiesos por el hielo, la
carne se había fundido en su rostro y la sangre se la había lavado la nieve, dejándoles
blancos y empapados, como las hojas muertas y empapadas y los carámbanos que
colgaban de las ramas.
—Está allí —Cunomar se agachó junto a un cuerpo a una docena de pasos de
distancia—. Tenías razón. No lleva la banda de rey.
Breaca se acercó hacia el lugar donde estaba echado Tago, en un charco de nieve
fundida. En la muerte se veía compuesto y limpio con su manto enrollado alrededor
de los hombros y su único brazo a través del pecho, y la espada todavía en la mano.
Un cuervo le había sacado los ojos y un zorro había empezado a comerse su cara,
pero lo que quedaba mostraba una paz que raramente había tenido en vida, y todavía
era posible distinguir la autoridad e integridad del hombre que podía haber sido y que
había intentado ser.
Solo faltaba el brazalete real, aquel objeto de oro rojo, esmalte y cobre que
Breaca había hecho para él en su primer invierno, para impresionar todavía más a un
gobernador al que gustaba el arte iceno. Ella se arrodilló a su lado y apartó la lana
empapada de su manto del brazo bueno. El brazalete había desaparecido, y había
ocurrido mientras aún vivía: cualquiera que lo hubiese quitado del cadáver habría
alterado su paz visiblemente.
En voz alta, dijo:
—No es posible que se le cayera. Tuvo que dárselo a alguien.

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—Filo está ahí detrás de ti —dijo Cunomar, tranquilamente.
Breaca se volvió. El esclavista yacía donde había caído, desmadejado y sin que
nadie le llorase. Su bolsa no estaba junto a él, pero ella la encontró metida entre las
raíces de un roble, destripada por el peso de la nieve y roída por ratas y ratones. Le
dio la vuelta y cayó el brazalete real, envuelto en lana de oveja para mantenerlo
brillante.
—Bien hecho —sonrió Cunomar—. Te debo una hebilla de cinturón.
—Que no me tienes que dar. Solo aposté porque era obvio —Breaca recogió el
frío metal y abrió la lana—. Nadie salvo Filo habría tenido la audacia de pedirlo, y
aunque lo hubiesen hecho, Tago no se habría visto obligado a dárselo a alguien
menos amenazador.
Cunomar asintió.
—Sigue siendo el objeto más hermoso que hayas hecho jamás, y a él le
encantaba. No lo habría dado si no hubiese considerado que era necesario.
—Me gustaría pensar que no.
Desenvuelto, el brazalete quedó entre sus manos, tan brillante como el mismo día
en que lo hizo. El oro rojo captaba la luz intensa de la mañana, calentándolo; las
placas ovales de esmalte azul nadaban a través del oro como peces en aguas
veraniegas; los círculos de cobre y las piezas de remate resplandecían verdes en las
grietas, allí donde el sudor y el calor humanos habían manchado el metal. La lanolina
le impregnó los dedos, agradable y ligera, e hizo más fácil colocarlo en torno al brazo
bueno de Tago sin romper la frágil piel ni la carne que se encontraba debajo. Con
aquello parecía mucho más completo, más regio.
Breaca se sentó en sus talones y apartó el pelo empapado y desgarrado por los
cuervos de su rostro.
—Hecho rey por el oro y el cobre. Merecía algo mejor, al final.
—Si nos sirve en la muerte, se alegrará mucho de ello.
Cunomar hablaba ausente, con la atención no concentrada ya en el muerto, sino
en el potro zaino de Cygfa, al que asustaron unos cuervos. Iba todavía vestido igual
que en verano, con un jubón sin mangas de piel de ciervo que burlaba el frío y
mostraba perfectamente las cicatrices de la osa en sus brazos. De su sien izquierda
pendía una madeja de pelo de caballo rojo, con un solitario diente de oso colgando.
Un regalo de Ardaco para marcar el último día del año.
Breaca dijo:
—¿Cunomar? También tengo un regalo para ti.
Él no lo esperaba y se alegró. Los ancianos de los caledonios le habían enseñado
cómo ocultar sus sentimientos, pero ella vio el brillo de la sorpresa y el sonrojo que
siguieron, y se alegró de poder sorprenderle aún. También vio, mucho más
abiertamente, la consternación que siguió.
—Yo no he traído nada para ti… —dijo.

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—No lo esperaba. Y quizá no aceptes lo que yo te ofrezco, y por eso estamos
hablando de ello aquí, donde solo nos pueden oír los muertos. Si decides que no lo
quieres, ningún ser viviente lo sabrá.
Eso atrajo plenamente la atención de él. Buscando en la bolsa que llevaba al
cinto, ella sacó un aro de oro rojo, plata y cobre. No era exactamente como el
brazalete de Tago, pero se le parecía mucho, de modo que solo un herrero notaría la
diferencia.
—Ésta es la primera parte —dijo ella— Deberías saber que este objeto no fue
hecho solo para ti. Si no hubiésemos encontrado el brazalete de Tago, se lo habría
entregado a él para que lo llevara en la muerte a lo largo del invierno; los romanos
nunca habrían sabido que no era el suyo —lo sostuvo en alto—. Sabiendo eso, si te lo
ofrezco, ¿lo aceptarás?
—Con mucho gusto —una sonrisa iluminó sus ojos, de modo que, brevemente, se
pareció mucho a su padre—. Dije que era lo más bonito que hayas hecho jamás.
Siempre he pensado que era un desperdicio que Tago lo llevase.
El brazalete se deslizó en su lugar, por encima del codo. Era más pesado que el de
Tago, y las piezas finales no eran discos esmaltados, sino que ofrecían la forma de
una garra de oso con espacio suficiente para atarles las plumas de muerte, como se
hacía en los días de los antepasados remotos.
Cunomar se sentó en silencio mientras su madre colocaba las cinco plumas de sus
muertes en el lado izquierdo. No miró hacia abajo cuando ella acabó; estaba
demasiado orgulloso para ello.
—Pareces más regio de lo que pareció nunca Tago —dijo Breaca, y luego—:
Cygfa pintó y ató las plumas. Airmid me ayudó a preparar el alambre. Graine hizo la
forma de las piezas finales. Esto viene de todas nosotras, para marcar el inicio de un
año que será diferente de todos los que hemos conocido hasta ahora.
Él levantó la cabeza al momento.
—¿Y no es éste el regalo que temías que yo pudiera rechazar?
—No.
El viento se movía de nuevo hacia el este, tornándose más frío. Breaca se soplaba
en las manos para calentarlas.
Al final, dijo:
—Tras la muerte de Tago se acordó que debíamos esperar a que se hallaran los
cuerpos de los muertos, y que yo iría a Camulodunum en primavera, cuando se funde
la nieve, a contarles la tragedia de la muerte del rey y cómo ha arruinado nuestras
vidas, y pedirles ayuda para devolver su cuerpo de modo que podamos llorarle como
es debido, y solicitarles también ayuda para encontrar a los responsables de su
muerte. Si los romanos nos creen de duelo y no ven culpa, no enviarán a las legiones
a destruir la aldea como venganza por la muerte de Filo.
Cunomar sonrió secamente.

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—No creo que se acordara eso. Creo que se discutió durante tres días y tres
noches, y tú te saliste con la tuya porque eres la Boudica, y ni siquiera Ardaco,
Cygfa, Duborno y Airmid juntos pudieron hacerte cambiar de opinión sobre algo tan
peligroso.
—Tú fuiste el único que no se opuso. ¿Acaso no estabas de acuerdo con ellos?
—Por supuesto que estaba de acuerdo. Que vayas es una locura. Si Roma no te
cree, serás la primera en morir, y entonces, ¿quién dirigirá el ejército? ¿Crees que los
guerreros se reunirán por Ardaco, o por el hijo de la Boudica, a quien jamás han visto
dirigir ni una sola lanza en batalla? Pues yo no. Ningún brazalete real, por muy bonito
que sea, puede hacer que confíen tanto en mí.
Él no hablaba con amargura, solo decía la verdad tal y como él la veía, y
probablemente tenía razón. Recogió un guijarro y lo arrojó a un cuervo que estaba
molestando al potro zaino.
—Habría discutido con los demás, pero yo soy tu hijo. Sé cuándo tienes algo
decidido y es imposible que cambies de opinión. Los caledonios me enseñaron que
no perdiese el tiempo en peleas que no podía ganar —ya no sonreía, y la conocía
demasiado bien—. ¿Es ése tu regalo? —preguntó—. ¿Que no vayas?
Ella asintió.
—No ir yo, y pedirte que vayas tú en mi lugar. Tú eres el hijo del rey. Hablas latín
tan bien como yo. Tienes el valor y la seriedad para decir lo que es necesario decir. Si
yo no puedo ir, y parece que los dioses y los sueños (y el sentido común) están en
contra, entonces, tú eres la mejor alternativa. Es posible que siempre lo fueses, de
todos modos. Si te lo pidiera, ¿arriesgarías tu vida en Camulodunum por nosotros?
¿Por mí?
Los ancianos de los caledonios habían hecho muy bien su trabajo. Solo porque
era su hijo ella fue capaz de ver la llamarada de felicidad pura que iluminó los ojos de
Cunomar. Exteriormente, su rostro estaba bien entrenado para mostrar impasibilidad,
y su respuesta fue comedida:
—Me sentiría más agradecido de lo que puedo expresar —dijo—. ¿Puedes
decirme qué te ha hecho cambiar de opinión?
—Airmid. Y Ardaco, y Duborno, y Cygfa, todos juntos, y Airmid otra vez. Todos
ellos me conocen desde antes de que tú nacieras, cosa que quizá les da motivos para
creer que cuando estoy decidida a hacer algo, siempre se me puede hacer cambiar de
opinión.
—¿Sugirieron ellos que fuera yo en tu lugar?
—No. Cada uno de ellos se ofreció para ir solo, como hice yo. Puede representar
la muerte, y todos lo saben muy bien; nadie le pediría eso a nadie más. Excepto yo,
que te lo pido ahora a ti.
—No. Ahora me estás ofreciendo el mayor regalo que podías darle, ni podrás
nunca, a tu hijo, que todavía se halla a la sombra de sus padres, y que debe probar que
es un guerrero. Y por eso acepto dándote las gracias.

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Los ritos del fin de año pasaron de una forma muy tranquila, aquel año.
En tiempos, los icenos habrían marcado el final del otoño y el nacimiento del
nuevo niño-invierno matando un carnero y con cebada malteada y juegos en el hielo
del río para los jóvenes que iban a pasar sus largas noches, y una ceremonia después
en la casa redonda con todos los soñadores y cantores presentes para mantenerles a
salvo.
La aldea de Tago (ahora de Breaca) no tenía casa redonda en la cual reunirse, y no
había tiempo de construir una. También, por la fuerza de las circunstancias, se había
convertido en refugio invernal para los cuarenta y nueve guerreros de la osa que
formaban la nueva guardia de honor de Cunomar, y aunque lo hubiesen deseado,
había poca comida para un festín. De ese modo, los que cabían se reunieron en la
choza de Airmid, en el extremo occidental del poblado, que estaba construida más al
estilo de una casa redonda y podía albergar a treinta sentados, si no les importaba
tocarse con las rodillas del otro.
Formaron una espiral, con Ardaco en el exterior, junto a la puerta, y Airmid en el
centro, junto al único fuego no extinguido aún. A medida que la noche progresaba se
dejó que las llamas muriesen, de modo que pareciera que la oscuridad se filtraba
desde los márgenes, presionando a la luz y el calor hacia adentro y hacia abajo, hasta
dejar un rescoldo rojo y apagado en la base de la hoguera.
Cerca de la medianoche, Airmid arrojó un puñado de hojas y raíces en las ascuas,
y más, hasta que extinguieron la última luz que quedaba y el áspero y embriagador
humo de su fuego se alzó en la oscuridad y se extendió, tocando hasta al más alejado
de ellos, ofreciendo protección contra las fronteras de la noche, cada vez más
delgadas y sutiles. Cuando habló, su voz se elevó desde arriba o desde detrás, o hizo
eco en ambos oídos a la vez.
—El año muere y todavía no ha renacido. En el espacio entre este no-tiempo, el
tiempo de Briga, se abren puertas a las tierras más allá de la vida y las huellas desde
allí hasta aquí son claras. Esta noche precisamente entre todas las noches, aquellos
que se han ido pueden volver sin daño ni censura, para encontrarse de nuevo con
aquellos que permanecen dentro de la vida. Saludémosles, oigámosles, y, cuando se
encienda de nuevo el fuego, permitámosles volver al lugar de donde han venido.
Un temblor colectivo se abrió camino en la espiral, desde el centro a los bordes.
El aire se volvió pleno y se vació de nuevo, y donde antes había paredes y una
sensación de seguridad, de repente se dio la vaciedad del espacio abierto, como si
cada uno de los presentes estuviese caminando entre la niebla por un camino, y se
hubiesen encontrado de pronto en unos cielos claros, en un puente estrecho que
atravesase un paso de montaña, sin lugar donde sujetarse y un precipicio insondable a
cada lado, hasta la tierra que había debajo.

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Breaca se había encontrado demasiado a menudo con los muertos para temerlos,
pero aquella noche solamente existía la posibilidad de averiguar que Caradoc no vivía
ya, que había muerto sin que ella lo supiera y que podía descubrirlo solo cuando
apareciese su fantasma, lamentando que ella hubiese apartado de su corazón la sed de
venganza implacable que en tiempos la había consumido. Ella seguía temiendo
aquello, por encima de todo lo demás. Sentada en la negra noche con Graine apretada
contra su costado, y el sudor perlando su brazo contra Cunomar en el otro, se esforzó
por respirar el áspero humo de Airmid, para ver mejor a los muertos que se
aproximaban.
La noche seguía vacía. Ninguno de sus muertos había aparecido, ni Caradoc, ni
ninguno de los antepasados que podían haberse visto atraídos por la torques que
portaba al cuello. La oscuridad se expandía como un túnel, puntuado por profundas
inhalaciones de aquellos que habían recibido visitas. En la oscuridad, oyó decir a
alguien: «¿Eneit?», y pensó que era Lanis hasta que Cunomar empezó a temblar y
ella se dio cuenta de que estaba llorando y se alegró de que pudiera hacerlo.
Nadie más hablaba, ni humano ni antiguo humano, y, a su debido tiempo, el fuego
volvió a renacer. A una señal notada pero no oída, Cunomar limpió las brasas del
fuego del año anterior, y Graine, como era la más joven de todos los presentes, puso
yesca en la base de piedra para encender otro nuevo. Airmid provocó una chispa y la
abanicó hasta que las llamas devoraron la corteza y la hierba seca y el copo de lana de
oveja y los pelos de la cola de yeguas de cría que fueron enviadas a Briga para pedir
buenos partos.
Las mujeres que pensaban que podían estar encinta, o que planeaban quedarse
embarazadas aquella noche, se inclinaron hacia delante y entregaron tres de sus
propios cabellos al fuego. Los hombres que pensaban que podían engendrar a esos
hijos dieron un recorte de uña del dedo índice de cada mano, para que su semilla
fuese saludable y fructífera. Había muchas parejas semejantes, ya que un niño
concebido la noche del año nuevo era muy afortunado. Nacido después de mediados
del verano, cuando la cosecha se había recogido ya, no encontraría penalidad alguna
hasta el invierno, cuando todo el mundo sufre de modo similar… o a lo mejor nunca,
si el año resultaba como Breaca pretendía.
Airmid dijo:
—A finales del año que viene podemos estar libres de Roma, con todo lo que eso
representa —y así expresó lo que todo el mundo pensaba.
Los reunidos partieron poco después, llevando antorchas encendidas de ramas de
espino empapadas en grasa de oveja, y corteza de roble y hojas de serbal secas con
las cuales iniciar sus propios fuegos, y no dejar que se extinguieran nunca hasta que
llegase el nuevo año.

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Solo Breaca se quedó atrás. Tapó bien el fuego para la mañana, y llamó a Piedra, al
que habían dejado fuera por miedo de que los muertos no se acercasen a él.
Airmid volvió con los recipientes para el agua, y entre las dos guardaron en la
choza todas las jarras, botes y jarritas selladas con plantas y bayas que habían sacado
al exterior para que cupiesen mejor las osas.
Se sentaron un rato junto al fuego, todavía no dispuestas a dormir. El regusto de
humo de sueño perfumaba el aire. Airmid arrojó más hojas, con moderación; romero,
salvia y menta, de modo que los aromas se refrescaron y las paredes entre los mundos
empezaron a resultar seguras de nuevo. Ella llevaba su collar de huesos de rana de
plata, que era más antiguo que Cunomar, más antiguo que Cygfa, más antiguo incluso
que la presencia de Roma. El humo se enrollaba en torno al collar y en torno a ella,
de modo que podría haber sido una niña de nuevo, o infinitamente vieja; una
antepasada muerta hace siglos y cuidando a aquellos que todavía vivían.
Vertió un poco de agua y algo más en una jarra y se la ofreció a Breaca a través
del fuego.
—¿Caradoc no ha venido a ti? —le preguntó.
—No —solo Airmid se atrevía a preguntar, solo Airmid podía recibir una
respuesta completa—. Me gustaría pensar que yo lo sabría, si él estuviese muerto,
pero cada año estoy menos segura cuando acaba la noche. Luego me olvido durante
medio año, y me vuelvo a preocupar de nuevo antes de la siguiente vez —Breaca
alimentó a Piedra con los restos de un asado de liebre y dejó que le chupara la grasa
de los dedos. El perro quedó echado encima de sus pies, con una firme tranquilidad.
Dijo—: ¿Ha venido a verte Gwyddhien?
—Sí. Viene cada año desde su muerte. Pero ahora menos que antes.
Había dolor en aquellas palabras, en la pregunta y en la respuesta. Ambas se
desplazaron a colocar una rama en el fuego, de modo que por un momento estuvieron
muy juntas. La luz se hizo un poco más intensa, la noche un poco más cálida, los
muertos un poco más alejados.
Al cabo de un rato, Airmid dijo:
—Cunomar lleva muy bien su nuevo brazalete. ¿Le has pedido que vaya a
Camulodunum en primavera?
—Sí, y él ha aceptado —Breaca se bebió el agua sazonada que le había dado
Airmid. Sabía a artemisia y a bardana y a nieve fundida. Dejando que el amargor y la
frialdad se apoderasen de sus dientes, dijo:
—Él es el más adecuado, lo sé. Es el hijo del rey, y a Roma le importan tales
cosas. Habla bien latín, y conoció al emperador Claudio, cosa que significa que sabe
cómo llevan a cabo sus formalidades los romanos, y…
—Y el riesgo es enorme, y aun así, tú tienes que aceptar que lo corra —el pie de
Airmid se adelantó para tocar su rodilla; un gesto pequeño, pero que suponía un
mundo entero de consuelo—. Es tu hijo tanto como el de Caradoc. Ha crecido y se ha

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convertido en lo que ambos le habéis dado, pero tiene que probar cosas, ante sí
mismo tanto como ante ti.
—Ya lo sé. Él mismo lo dijo. Pero va a viajar y luchar solo, y no debería ser así.
Es el cuidado del soñador lo que hace al guerrero. La anciana abuela nos lo enseñó
así, y así lo hemos vivido desde entonces. Cunomar no tiene soñador.
—Graine podría soñar con él, de buen grado. Es casi lo bastante mayor para pasar
sus largas noches. Se podría hacer en primavera, y después ella podría ir con él.
—No creo —Breaca lanzó una breve risa—. Graine odia la violencia. No la
imagino cabalgando hacia ninguna batalla voluntariamente. Y además, Cunomar
necesita a alguien a cuya sombra no haya pasado su vida —la bardana se estaba
abriendo camino en su sangre, afinando la visión, el sonido y el contacto. Ella se
apoyó en la pared y notó el tejido de su túnica como un enrejado sobre su espalda, y
el peso seco de la serpiente en la torques que llevaba al cuello, y la presión del pie de
Airmid, que ahora estaba contra su pantorrilla, y no su rodilla, porque ella se había
desplazado hacia atrás.
Dejó descansar su mano en el tobillo de la soñadora, notando el pulso en la parte
superior. Era regular y rítmico, y se aceleró un poco con el contacto. No del todo
tranquila, dijo:
—Necesita a alguien que pueda ser para él lo que tú fuiste para mí. Lo que has
sido siempre.
Desde la oscuridad, después de una pausa, Airmid dijo:
—Gracias.
De pronto, se sentían tímidas como niñas cada una en compañía de la otra, como
nunca les había ocurrido. Ambas removieron el fuego y añadieron leña, cambiando el
equilibrio para que tuviese más combustible, pero ardiese con menos intensidad.
Al final, como necesitaba hablar, Breaca dijo:
—Cygfa duerme sola todavía. Llegué a pensar que Braint había muerto y acudía a
ella como Eneit acudió a Cunomar pero no, no hay nadie.
Airmid dijo:
—Cygfa lleva sus heridas mucho más hondas que su hermano. Y Duborno las
lleva abiertamente, y la mayor de todas es que ama a Cygfa, pero ella no le ama a él.
Vivieron juntos en Roma, y ella le tiene cariño, igual que le tiene cariño a Cunomar.
Creo que no quiere herirle más, y por eso se mantiene casta.
—Y sin embargo, si ella amase a otro, encontraría alguna forma de no herir a
Duborno. Eso solo no la detendría.
—Ya lo sé, pero es que ella no se permite amar. Cunomar está desesperado por
hacerlo, y solo busca a alguien que pueda igualarse con él. Cygfa todavía está herida,
profundamente, y no busca a nadie, creyendo que es demasiado fuerte para eso.
—¿Podrías curarla?
Airmid hizo una mueca.

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—Solo si ella me lo pidiera, y no lo hará. Hablé con ella mientras estábamos en
Mona, cuando tú ibas a cazar legionarios y estábamos solas. Ella se alejó y desde
entonces ya no lo he intentado. Sus penas son solo suyas, y debe curarlas como
decida. Igual que las nuestras.
Una frase tan pequeña para abrir el mundo. El pulso bajo los dedos de Breaca
permanecía firme. La bardana había aclarado el desorden que tenía aquel día en la
mente, quizás el desorden de un año entero, o más aún. Por una noche (por aquella
noche) no tenía necesidad alguna de quedarse echada y despierta, planeando el
futuro. Vertió parte del agua de nieve en sus palmas y se lavó la cara con ella, luego
dejó la jarra, cuidadosamente, lejos del fuego.
Hablando en voz baja, navegando entre las rocas de sus palabras, dijo:
—No ha sido por evitar herir a Tago que he dormido sola los últimos años, sino a
causa de Caradoc.
—Ya lo sé.
—Y tú has hecho lo mismo por Gwyddhien.
—Sí.
Durante los tres años transcurridos desde la muerte de Gwyddhien, nunca habían
hablado de aquello. Breaca metió un tronco más hondo en el fuego. Iluminada por
unas nuevas llamas, preguntó:
—¿Aún espera que lo hagas?
—Nunca lo ha esperado. Y si no me equivoco, tampoco Caradoc lo espera de ti.
Los ojos de Airmid eran enteramente negros. Escudriñaban el rostro de Breaca sin
cesar. Dijo:
—Cuesta mucho tiempo curar el dolor de la pérdida, y también cuesta mucho
tiempo curar el recuerdo del dolor, y la creencia de que el honor requiere que nos
agarremos para siempre a ese dolor. Y cuesta mucho más tiempo aún averiguar que
los amores de nuestro pasado pueden seguir amándose, pero que algo nuevo (o algo
viejo, resucitado) no los disminuye. Y además, aunque podamos creer que todo esto
es cierto para otros, aunque lo vemos en los demás, y queremos hablar de ello a
diario, es mucho más duro verlo de igual forma en nosotros mismos.
Habían ido demasiado lejos para fingimientos. Breaca dijo:
—¿Creías que yo iba a llevarme a otra persona a la cama después de Caradoc?
Airmid se echó a reír.
—Me sorprende cada día que todavía no lo hayas hecho.
—Pero, ¿te alegrarías de ello?
Y resultó difícil respirar entonces, o pensar con claridad. El fuego estaba entre
ellas, y luego ya no estaba, y luego las jarras, tan cuidadosamente apartadas, se
derramaron en los juncos del suelo, y a ninguna de las dos les importó, porque ya no
estaban vestidas y el agua fría por una parte contrarrestaba el calor de los fuegos en la
otra, y en medio se encontraba el infinito misterio, la maravilla del tacto, de la piel

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contra la piel, de las palmas que se juntan, de los pechos y las caderas y los dientes y
el cabello y toda la vida descansando en el parpadeo del ojo de la otra.
Breaca había olvidado cómo podía ser, y al recordarlo no entendía cómo podía
haberlo olvidado. Era como si el sediento pudiera olvidarse del agua, o el hambriento
se olvidase del festín que estaba allí, dispuesto para comérselo. Sus dedos trazaron
contornos que su memoria había descartado hacía mucho tiempo, y los atrajo de
nuevo, renovados, con el gusto y el tacto y la pesadez de otro cuerpo encima de ella,
y luego debajo de ella, y la suavidad entre dulce y salada que las unía a ambas.

Se quedaron despiertas toda la noche del año nuevo, redescubriendo lo que era viejo e
inventando lo que podía ser nuevo, y llegaron a la mañana entrelazadas como
cachorros de perro entre las pieles, soñolientas.
Breaca se deslizó en el sueño y se despertó de nuevo y quedó vigilando el hilo de
humo que ascendía enroscándose hacia el agujero del techo, cerrando un ojo y luego
el otro, para que avanzase y retrocediese, igual que su mente se movía con él,
atrapada en la maraña de antiguas imágenes.
Airmid se inclinó hacia ella y la besó.
—Buenos días. Que el año crezca bien en ti.
Breaca sonrió mientras la besaba.
—Y en ti también.
Todos los amantes decían eso la primera mañana del año nuevo. La tradición lo
requería.
Airmid dejó descansar su mano, con los dedos separados, en el vientre de Breaca,
y ladeó la cabeza, como si escuchara.
—Algo ha arraigado durante la noche, y como no puede ser un niño, debe de ser
un sueño. ¿No se podría contar?
—Sí, fácilmente, pero no estoy segura de que puedas hacer nada —Breaca cogió
su mano y le besó los dedos, y luego los nudillos, y luego la parte más suave del
centro de la palma, y allí se quedó su lengua siguiendo las líneas que habían marcado
los dioses—. A menos que puedas convertirte en buscadora de hierro y encontrar
hierro crudo en tierras de los icenos, y luego aprender el arte de la forja y ayudarme a
convertir el hierro en espadas para el ejército, y encontrar también una forma de
apartar a las legiones de la casa grande mientras…
—Para, Breaca. No pienses en eso. Hoy, esta mañana, ahora mismo, no pienses
—las manos de Airmid la cogieron con fuerza, sujetando los dedos entre los suyos,
manteniéndola cerca—. No estás sola. No tienes que luchar en la guerra y armar a los
guerreros y planearlo todo tú sola. Lo sabes muy bien. Cunomar irá a Camulodunum,
y lo hará muy bien. Tenemos formas de encontrar hierro, y un herrero, y yo puedo
ayudarte en eso. Y por ahora tenemos esto, que es un regalo de los dioses. No lo

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desaprovechemos —Airmid le besó en la frente y en las sienes, y también en los
párpados, lentamente, vertiginosamente, con una ansiedad distinta a la de la noche.
El último beso aterrizó cuidadosamente en el hueco de su cuello, allí donde los
dos finales de la torques se separaban.
—Ocurra lo que ocurra, yo siempre te amaré. Por hoy, por ahora, ¿no podemos
dejar que eso baste?

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XXVIII

—Traigo regalos para el ejército de la Boudica. ¡Dejadme entrar!


El golpeteo de las puertas igualaba al golpeteo de la forja, y solo por casualidad
Graine abrió el nudo que hacía de mirilla y vio la forma silueteada contra la nieve,
fuera. Levantó la barra de roble de sus soportes y retrocedió y una mujer ancha, de
cabello canoso, condujo cinco robustos caballos a través del portalón. Cuando se les
permitió detenerse, los animales se quedaron quietos y hundidos hasta las rodillas en
la nieve que caía. La carreta que arrastraban adelantó solo media mano, y luego se
hundió hasta los ejes en un terreno que no era blando del todo.
—Gracias. Empezaba a pensar que los icenos habían abandonado las leyes de la
hospitalidad en su intento de liberarse de Roma.
La robusta carretera soltó su agradecimiento con una mirada irónica. Su rostro se
retorció de forma desagradable, y se bamboleó donde estaba sentada. Arrojó las
riendas a la cabeza del caballo de guía y bajó de un salto, y se tambaleó al aterrizar en
el suelo.
Desde el peor de los inviernos de Tago no había visto Graine a nadie tan afectado
por la bebida. Las leyes de la hospitalidad no proveían nada para una mujer borracha
que quisiese meter sus caballos en la hacienda.
Mordiéndose el labio, Graine miró al suelo y luego a la forja, pero su madre
estaba martilleando hojas de espada y demasiado lejos para alcanzarla. Y además, se
hallaba demasiado ocupada para que la molestaran por un pequeño incidente con una
huésped borracha; faltaban dos meses para la primavera y la reunión del ejército, y
había una cantidad limitada de hierro para hacer espadas, y la Boudica era la única
herrera de todo el poblado. No se la podía apartar de la forja por nada menos
importante que la aparición de una legión marchando por la carretera.
El problema debía solucionarse de otra manera, por tanto. Graine volvió a mirar a
la mujer y notó que no olía ni a cerveza ni a vino, sino a lana húmeda y a cuero
húmedo y a sudor de caballo. Se apoyaba en el costado de la carreta buscando
equilibrio, sujetándose con la mano izquierda. La mano, hombro y cadera derechos
estaban muy torcidos, como si en algún momento se hubieran roto y luego se
hubiesen soldado mal. Su cabello no era del todo gris; algunas hebras que corrían por
él eran de un rojo tan intenso como el de la Boudica.
Sin la mirada desdeñosa, su rostro podía haber sido hasta guapo. En el hombro,
sujetando el manto y escondido bajo unos pliegues de lana empapada, llevaba un
broche con forma de jabalí, el signo de los dumnonios, que luchaban contra Roma en
el lejano sudoeste con toda la tenacidad y el salvajismo del animal del cual tomaban
su marca.

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Todos juntos, aquellos hechos revelaban su nombre con tanta claridad como si
ella lo hubiese pronunciado en voz alta. Graine notó que se ruborizaba.
Vergonzosamente tarde, dio el saludo de una aprendiza a una anciana soñadora de
gran poder y dijo:
—Bienvenida, Gunovar, hija de Gunovic, que dio su vida por Macha en la batalla
de la invasión.
El resto de lo que sabía de ella quedó silencioso en su mente, y sin duda, se podía
leer en su rostro: «tú eras una de las mejores soñadoras de tu pueblo hasta que pasaste
cuatro días en manos de los inquisidores de la legión. Tus guerreros asaltaron la
fortaleza para liberarte, perdiendo a la mitad de su número en la batalla. Las
canciones han llegado hasta nosotros, pero no se decía cómo habían actuado después
las legiones, o si eres capaz de soñar ahora, con el cuerpo roto».
—Vaya.
La mirada sarcástica de la mujer se vio dulcificada por la ironía, vuelta hacia
adentro, no para Graine. No estaba claro si respondía al saludo y a la bienvenida o a
todo lo que no se había dicho.
Era difícil mirar su rostro, sabiendo cómo debía de haber sido antes de las
quemaduras; más fácil resultaba mirar sus ojos, donde se unían el dolor y el humor, y
cada uno de ellos se volvía más suave. Había mucho humor en ella. Se le ocurrió a
Graine que a Ardaco le gustaría mucho aquella mujer, y no solo por la sequedad de su
humor.
Gunovar devolvió el saludo de los soñadores con alguna elegancia, consiguiendo
reconocer en un solo movimiento la juventud relativa de Graine, y al mismo tiempo
una profundidad de sueño igual a la suya propia.
Dijo:
—Y tú eres Graine, soñadora de la liebre e hija de la Boudica. Me siento muy
honrada de conocerte. ¿Podrías atender mis caballos mientras yo hablo con tu madre?
Me han conducido valientemente durante casi un mes, y no me gustaría que muriesen
por falta de cuidados ahora que… Ah, estás aquí, por fin. Me preguntaba cuánto te
costaría darte cuenta de que tenías compañía.
Muy poca gente hablaba a la Boudica en ese tono. Menos aún desde que había
tomado la torques después de la muerte de Tago. Airmid podía hacerlo cuando
estaban las dos a solas, pero nadie más, que supiera Graine. Ella miró a su madre y
vio que sonreía, y que la recién llegada, por tanto, era esa rareza que merece
atesorarse: una amiga de verdad.
—¿Ah, sí? Por eso te has anunciado tan exageradamente, pues… —Breaca había
llegado a los caballos de la carreta y les frotaba detrás de las orejas, donde el arnés les
había apretado. Se inclinó y pasó la mano por las patas del zaino sudoroso que estaba
más cerca—. Pensaba que mi hija ya te había recibido estupendamente. Está
demasiado bien educada para decirte que has arruinado un buen caballo y que nos
costará casi hasta el verano curarlo del todo.

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—Y tú en cambio no.
Breaca se subió al radio de una rueda, para llegar a la carreta.
—No. Los caballos de tiro de los dumnonios son legendarios. ¿Qué carga has
traído por la que valga la pena dañar a uno de tus mejores…? Ah. ¿Acaso los dioses
te susurraron al oído, o las noticias de nuestras necesidades han llegado al sudoeste?
Los costados de la carreta eran demasiado altos para que Graine viera dentro. Lo
único que veía, al principio, cuando se echó hacia atrás la cubierta aceitada, fue el
resplandor azul-gris que se reflejó en los ojos de su madre y la gratitud, y la alegría
infinita, como si viese atendida una vida entera de plegarias, en su voz. No había que
ser soñadora para saber lo que había allí dentro.
Gunovar agitó una mano desdeñosamente, como si conducir con el equivalente a
un año entero de hierro por todo el país, sorteando a dos legiones, en lo más crudo del
invierno, no fuera nada especial.
—No estoy tan cerrada a los sueños como podrías pensar. Airmid mandó
susurros, y yo los oí, pero en cualquier caso las palabras de guerra viajan con el
viento, y este invierno ha sido muy ventoso. Las noticias del ejército de la Boudica
han llegado a aquellos que la apoyan. Para luchar contra Roma y ganar necesitas
hierro; todo eso resulta obvio, aunque Nemain no hubiese caminado por mis noches.
Es todo cuanto tenemos. El resto lo necesitamos para nuestras propias batallas.
¿Bastará?
—Haré que baste —Breaca se metió de un salto en la carreta, y quedó metida
hasta los tobillos en el hierro. Levantó una barra y la sujetó contra el viento y la
nieve, echando el aliento a toda su longitud, como si ya fuese una espada.
Gunovar se quedó de pie, contemplándola, y a su vez fue contemplada por
Graine. La gorda mujer se hallaba maltrecha y no del todo arreglada, pero aun así
tenía la fortaleza mental y corporal para conducir una carreta sola a través del barro y
el hielo. De hecho, poseía el físico de una herrera.
Breaca ya lo sabía. Se agachó en el borde de la carreta y sujetó el hierro crudo
entre sus palmas, como si fuese una espada. Pasándoselo a la mujer que estaba
debajo, dijo:
—Gunovar, tu padre fue uno de los mejores herreros de su tiempo. Te he visto
trabajar y tienes su misma pericia, si no más. ¿Te quedarás y me ayudarás a forjar
armas? Tanto como el hierro necesito otro herrero. Las legiones mataron a los
nuestros cuando rompieron las espadas, en tiempos de Scapula. No puedo convertir
todo esto en espadas y lanzas antes de que empiece la lucha, en primavera.
Gunovar sonrió y su rostro quedó casi equilibrado.
—Si haces caso a los relatos heroicos, tú eres capaz de fabricar armas para todo
un ejército en un día con el fuego de tu forja y luego luchar contra Roma con una sola
mano. Afortunadamente, yo no me creo todos los cuentos, solo los relatos que oigo
de primera mano. Por supuesto, no puedes armar a todo un ejército sola. ¿Por qué si
no crees que he venido?

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Con la ayuda de Gunovar, la producción de armas se reanudó más rápidamente que
antes, aunque con pausas para entrenar a las osas en su uso. Graine tenía razón: a
Ardaco le gustó mucho aquella mujer tan corpulenta con el cuerpo roto, y no solo por
la sequedad de su ingenio. Juntos, aquellos dos tomaron la guardia de honor de
Cunomar y empezaron a moldearlos para convertirlos en el núcleo de un ejército.
Dos meses después de la noche de la «oscuridad total», en la mitad del invierno,
Breaca hizo una pausa en su martilleo y llamó a consejo a la guardia de honor.
Cuarenta y nueve jóvenes se reunieron en la casa grande donde habían realizado las
pruebas de lanza, sonrojados por la promesa de la acción. No se sintieron
decepcionados cuando cada uno de ellos recibió un brazalete, hecho a medida para
que ajustase bien, con la osa grabada en un lado y la serpiente-lanza, que era la marca
de la Boudica, en el otro. Con este objeto como señal de seguridad, ella les devolvió
al pueblo, hacienda o aldea que había sido su hogar, y de allí a todos los cercanos.
Cada uno de ellos llevaba el mismo mensaje: «Breaca nic Graine, primogénita del
linaje real, convoca a los guerreros de la nación icena para que se reúnan en el lugar
de la feria de caballos la primera luna nueva después del equinoccio de primavera.
Las osas guiarán a aquellos que no conozcan el camino, o recelen viajar en invierno.
La nieve es vuestra mejor protección. Viajad pronto y en pequeños números y rezad
para que el invierno se mantenga y las legiones no se muevan demasiado pronto de
sus fortines».
Y así era como se creaba el primer ejército iceno que se iba a reunir desde la
invasión romana.

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XXIX

En las montañas occidentales, cerca de la isla de los soñadores de Mona, las luchas
llegaron antes del final del invierno.
Había nieve hasta la altura de la rodilla, más espesa en los valles y más fina en los
repechos de las montañas, donde el viento la iba rozando. Los picos eran como
casquetes de hielo duro, inaccesibles tanto a hombres como a animales. Ninguno de
ellos evitó que la caballería auxiliar de Roma hiciese incursiones cada vez más
amplias en las cordilleras del oeste de su fortaleza base, o que los guerreros de Mona
les atacasen en todos los momentos y lugares que podían.
Envuelto en un manto aceitado para conservar el calor, Valerio yacía boca abajo
encima de una capa de duro hielo, bajo la teórica protección de un espino despojado
por el viento, y miraba hacia abajo, al valle, donde un ala de la caballería gala había
acampado la noche anterior. La aurora rompía ya, brillante y fría, de modo que la luz
era plateada, con tintes de azul y oro, a medida que el sol quemaba el horizonte. Una
niebla tardía se alzaba y se aclaraba y lo que había sido un mar gris se iba
convirtiendo, lentamente, en líneas de tiendas en un orden perfecto, con dos mayores
para los oficiales en un extremo.
En el lado opuesto, junto al cuello del valle, cincuenta caballos sin jinete se
arremolinaban inquietos en un cercado improvisado. A cada lado, los breves
momentos de violencia formaron ráfagas en la niebla, y al final, cuando Valerio miró,
dos centinelas de la caballería gala yacían boca arriba en la nieve, y una comente roja
brotaba de su garganta y sus genitales.
Un trapo blanco ondeó una vez junto a las tiendas, detrás del cercado. A la
izquierda de Valerio, una figura salió del abrigo de una losa y levantó muy alto un
cuchillo. Apenas había luz suficiente para ver, el acero pulido relampagueó, gris, pero
suficiente, mostrando así la seguridad y el permiso para seguir.
Al ver la señal, dos formas se lanzaron hacia delante desde el amasijo de rocas
que había al otro lado del valle. Las sogas del cercado improvisado se quedaron
colgando, separadas, allí donde las habían cortado. Cuando se arrojó un bulto hecho
de piel de lobo putrefacta y grasa justo en medio, toda la manada vio una ruta clara
para escapar. El aterrorizado tamborileo de sus cascos llenó todo el valle, y las
montañas que había más allá.
Ningún hombre podía seguir durmiendo después de aquello, y los galos, si tenían
algo de sentido común, seguramente dormirían con sueño ligero y no estarían
borrachos. Al cabo de unos momentos las tiendas empezaron a vaciarse. En la cima
de la colina de enfrente, tres guerreros corrieron rápidamente, alejándose del cercado

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y los cuerpos que quedaban tendidos a ambos lados. Estaban fuera del alcance mucho
antes de que les arrojaran las primeras jabalinas.
No había ya ninguna necesidad de secreto. La figura de la izquierda de Valerio era
Braint, de los brigantes, en ausencia de la Boudica, guerrera de Mona, líder de
aquella incursión y de la media docena que le habían precedido.
Escupió en el suelo para dar gracias a los dioses, y retrocedió, pasando por la
cima de la colina, hacia el lugar donde le esperaban otros tres guerreros en un fuego
pequeño y medio consumido. Estos se alejaron a su señal, resbalando ágilmente por
el pedregal abajo, y cargados con cuerdas hechas de piel cruda entretejida, bolsas con
grano invernal almacenado y trocitos de sal, con los cuales engatusar a los caballos
aterrorizados cuando se cansaran y se quedaran descansando, más allá de la boca del
valle.
Ninguno de ellos, ni Braint ni los que la seguían, se había percatado de la
presencia de Valerio, ni él tampoco esperaba que lo hiciesen. Se levantó,
sacudiéndose la nieve del manto, y se estiró poco a poco, ejercitando las frías
articulaciones.
Ya no le dolían los hombros, cosa que aún le sorprendía. Desde el momento, a
finales del otoño, en que Longino le envió, roto y maltrecho, de vuelta a Mona, todo
su ser clamaba de dolor. Bello se había hecho cargo de su curación siguiendo las
instrucciones de Luain macCalma. Durante los largos meses de inmundas infusiones,
que debía beber día y noche, de cataplasmas y entablillamientos y todas las
incomodidades de los cuidados médicos, sintió una perversa satisfacción al averiguar
de primera mano que tenía razón, y que, aun ciego, el joven belgo era un curandero
excepcionalmente bueno.
Hasta mediados del invierno, los huesos de Valerio estaban tan magullados y sus
músculos tan desgarrados que sencillamente dormir una parte de la noche sin
despertarse llorando ya fue un gran logro. Después del solsticio, con el gradual
alargamiento de los días, las roturas y los ligamentos desgarrados empezaron a
curarse, de modo que si su sueño se rompía no era debido al dolor.
Aun así, de pie en la falda de la montaña, el recuerdo de la cámara de los
inquisidores afloraba con demasiada rapidez a la superficie de su mente. Era difícil
mirar hacia abajo, hacia el caos que iba en disminución entre los hombres de la
caballería, en el valle, oír las órdenes que se gritaban en latín, y contemplar a los
hombres formar una línea y marchar hacia delante, sin notar de nuevo el impacto de
puños, pies y palos que le hacían desear convertirse en una bola y esconderse.
Se esforzó por permanecer en pie y mirar, y no vaciló cuando los hombres de la
caballería gala, privados de sus caballos, caminaron hacia la emboscada tendida en el
estrecho cuello del valle, donde la amplia llanura se convertía en un desfiladero, sin
meterse en ella. Se detuvieron, apiñados, esperando. No eran idiotas. El asunto no era
si les habían tendido una emboscada o no, solo en qué número les superaban sus

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atacantes, y si los nativos se habían limitado a lanzas y piedras o bien también tenían
honderos, contra los cuales no había otra defensa posible que la distancia.
Sí, había honderos; Valerio les había visto abandonar Mona y tenía una idea
bastante aproximada de dónde se habían estacionado, entre la maleza nevada de las
paredes del barranco. Ya mientras los oficiales consultaban, la primera piedra de
honda bajó desde arriba y mató a uno de los auxiliares. El sonido llegó después de la
imagen, un rugido en el viento, de modo que el hombre ya había caído y su fantasma
caminaba libremente antes de que el agudo grito que lanzó flotase en las alturas.
Valerio se volvió, reacio a ver otro fantasma deambular entre los brezos; el
mundo estaba demasiado lleno de fantasmas, y los dioses no habían mostrado todavía
cómo se les podría hacer descansar a todos. Solo, tomó su caballo y le hizo bajar
lentamente por la montaña hacia la barcaza. Una piedra rebotó detrás de él en el
pedregal, y quizá fuese un accidente y no una piedra de honda destinada a
descabalgarle.

—Efnís, esto no va a funcionar. No pongo en cuestión el valor de Braint ni la


disposición a la lucha de los guerreros de Mona, simplemente, me limito a hacer
números. Suetonio Paulino fue nombrado gobernador precisamente porque sabe
mucho de guerra en las montañas. Se le dijo que debía asegurar el oeste o morir en el
intento, y no tiene la menor intención de morir. Cuenta con dos legiones y toda su
caballería: unos mil trescientos hombres, y cada uno de ellos daría su propia vida para
salvar la piel de su gobernador. Vosotros tenéis poco menos de cuatro mil guerreros,
seis, si todos los soñadores y niños de más de cinco años empuñan un arma. En el
mes pasado, las incursiones de Braint han matado a cincuenta y tres auxiliares, contra
la pérdida de seis guerreros. Y eso está muy bien. Es muy loable. Es un mérito
enorme, que demuestra el valor de vuestra Guerrera y de aquellos a quienes conduce.
Pero no basta.
—¿Te he pedido tu opinión acaso?
Excepcionalmente, Efnís estaba solo en la casa grande de Mona, de pie,
semidesnudo y metido hasta la cintura en el hueco de un fuego, cavando en las
cenizas de invierno. Luain macCalma había embarcado de nuevo hacia Hibernia, o
quizás hacia la Galia, nadie lo sabía. En su ausencia, Efnís era el Anciano. Su palabra
era ley en Mona, y en todas las tierras donde los soñadores todavía ejercían su
influencia. Que se ocupara él mismo personalmente de limpiar los desechos del
invierno decía más de él de lo que él mismo creía.
Sin que se lo pidieran, Valerio se quitó la túnica y saltó al hueco. Tomó un tronco
de espino carbonizado y lo echó a un lado.
Como no le invitaron expresamente a irse, dijo:
—Nunca me has pedido mi opinión. Pero Luain macCalma quiere que esté en
Mona, y por eso estoy en Mona. Si voy a quedarme aquí, preferiría no morir en una

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batalla inútil contra hombres a quienes yo dirigí en tiempos.
—¿Acaso te preocupas todavía por ellos? —Efnís no escupió pero podía haberlo
hecho.
Valerio hizo una pausa momentánea, con las palmas de las manos llenas de
ceniza. Aunque la luz era escasa, su rostro se mostraba inusualmente inexpresivo.
Dijo:
—Pues claro que me preocupo por ellos. Eran buena gente. Pero es que además sé
cómo los han entrenado, y lo que son capaces de hacer, y sé que, por muy grande que
sea el valor de los guerreros de Braint, por muy profundo que construyáis vuestro
sueño, no podéis detener a mil quinientos hombres bien entrenados de la infantería, y
evitar que arrasen Mona y maten a todo ser vivo que encuentren. Si lo intentáis solo
para demostrar que estoy equivocado, la muerte de vuestro pueblo pesará en vuestra
conciencia. Sus fantasmas esperarán a los vuestros cuando los inquisidores
finalmente os dejen morir.
Era la primera vez que había hablado con una sinceridad semejante. Efnís se
volvió a mirarle. Sus ojos examinaron las cicatrices, nuevas y viejas, del cuerpo del
otro, como si pronunciasen una verdad que sus palabras no conseguían transmitir.
—¿Y qué harías tú? —preguntó.
En el espacio de los dioses que había en el corazón de Valerio se encontraba la
imagen que había descansado allí desde que Longino pronunció sus palabras
traidoras: soñadores y niños en un mar tranquilo. Se lo había dicho a Luain
macCalma, y le había rogado que actuase rápido, pero, por el contrario, el Anciano se
había embarcado a mediados del invierno, cuando ningún hombre en su sano juicio se
embarca, y no había vuelto aún a casa. Al parecer, no había querido compartir la
visión con Efnís antes de partir.
Valerio dijo:
—Yo tomaría, robaría o pediría prestado todo barco que pudiera llevar a más de
cinco personas y empezaría a evacuar toda la población de Mona a Hibernia.
—¿Cómo? —la risa de Efnís se perdió en el vasto espacio de la casa grande—.
No seas ridículo. ¿Dónde podemos albergar en Hibernia a seis mil personas? ¿Con
qué se supone que les alimentaremos? ¿Dónde dormirán?
Estaban de pie cada uno en un extremo de la trinchera, con un montón de cenizas
blancas entre los dos. Valerio se inclinó hacia atrás y se sacudió las partículas de las
manos.
—¿Con qué las alimentarás y dónde dormirán cuando las legiones hayan arrasado
Mona hasta los cimientos? Empieza a convocar barcos mercantes de Hibernia; ellos
os deben su medio de vida, y vendrán si se lo pides. Podéis llevaros las semillas, el
ganado y las ovejas preñadas que teníais aquí. Hibernia tiene mucha tierra libre, y
puede producir más grano del que podáis comer vosotros. También os llevaréis todo
el consejo de ancianos de Mona, con sus dos mil soñadores, curanderos y cantores, y

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todos los guerreros entrenados que sobrevivan. Por eso los hibernios os darán la
bienvenida como hermanos y hermanas.
—¿Y la casa grande? Está en pie desde antes de los tiempos de los antepasados.
Si nos vamos, será destruida.
—Y se podrá reconstruir una vez Roma se haya ido.
Valerio hablaba del mayor sacrilegio en el lugar más sagrado, y los dioses sin
embargo no le fulminaron. Efnís le miró y abrió la boca y la volvió a cerrar de nuevo.
Suavemente, Valerio dijo:
—Efnís… piensa. Luain macCalma no está, y debes proteger a tu gente. Paulino
está concentrando un ejército en tierra que es casi tan grande como el que invadió
Britania hace casi veinte años. Cuando hayan tomado las montañas de occidente,
enviarán todas las embarcaciones que puedan para que atraviesen los estrechos. No
tienes tiempo.
Saliendo del hueco, Valerio dio un rodeo hacia el lado de Efnís. La pared que
había detrás estaba llena de grabados de otros tiempos. El más reciente era el suyo, la
silueta de un perro con la madera todavía blanca en los huecos. Su perro raramente
aparecía con plenitud en Mona; el grabado portaba su esencia, de modo que sus
manos se sentían más vivas si lo tocaba. Abandonarlo, saber que ardería en la
conflagración con las legiones, le dolía mucho más de lo que quería imaginar.
Efnís se hallaba todavía en la trinchera, con su cabeza más baja que la de un niño.
Agachándose, de modo que sus ojos quedasen a su mismo nivel y sus almas pudiesen
encontrarse cara a cara, Valerio dijo con amabilidad:
—Son los ancianos quienes hacen la casa grande, no la madera, ni el tejado, ni
siquiera los grabados en las vigas del techo. Yo puedo tallar otro perro. No puedo
enseñar las tradiciones de Mona a una nueva generación de soñadores de Mona,
porque no las conozco. Si tú mueres, y la casa grande sigue todavía en pie, ¿te darán
las gracias los dioses por ello, tú crees?
Habían sido amigos en tiempos, hacía mucho tiempo, cuando los icenos eran todo
su mundo y Roma no era más que un nombre para asustar a los niños. Más allá del
veneno de la traición y la venganza, un hilo les seguía uniendo, algo que permitía a
Valerio leer en los ojos de Efnís el momento en que lo imposible no solo se hacía
posible, sino inevitable.
A Efnís le costó mucho reconocerlo, y mucho más aún decirlo en voz alta.
Cuando lo hizo fue con la desesperación de alguien que está arrinconado y que sin
embargo aún conserva la capacidad de herir.
—Braint nunca aceptará retirar los guerreros —dijo, al final—. Morirá
defendiendo Mona y aquellos que sigan su voluntad permanecerán con su cuerpo
hasta que el último de ellos sea abatido. Habrían hecho lo mismo por tu hermana. Y
todavía lo harán, si la Boudica vuelve alguna vez para tomar de nuevo su lugar entre
ellos.

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XXX

—Braint se ha ido. Su caballo volvió sin ella. Hemos buscado su cuerpo toda la
mañana y no lo hemos encontrado.
La noticia la trajo el hondero que había dirigido la emboscada que había
contemplado Valerio. Un joven siluro muy franco, de anchos hombros, que apenas
parecía lo bastante mayor para levantar una lanza, y que sin embargo ostentaba las
cicatrices de cinco años de lucha. Estaba de pie en el espigón, con la cuerda de la
barcaza todavía en la mano, y solo los dientes que se mordían con fuerza el labio
inferior evitaban que se echase a llorar.
Había pasado medio mes desde el ataque matutino contra los jinetes de la
caballería romana, y la conversación de Valerio con Efnís que siguió. En aquel
tiempo la tranquila vida de Mona se había desintegrado hasta formar un caos apenas
ordenado.
Luain macCalma había vuelto de Hibernia trayendo con él una flotilla pequeña de
barcos de pesca, como si la evacuación sugerida por Valerio hubiese sido planeada
con todo detalle desde el otoño. El proceso de trasladar a familias enteras con todos
sus bienes, caballos, ovejas y ganado agotó las capacidades organizativas de los
ancianos más allá de toda cordura, pero un tercio de la población había hecho ya la
travesía y los hibernios les daban la bienvenida, y los barcos iban navegando dos
veces al día cargados hasta arriba para poner a salvo al resto tan rápido como el
viento y el agua se lo permitiesen.
No había garantía alguna de que lo consiguieran a tiempo. La primavera había
llegado temprano en el oeste, traída por un viento cálido que soplaba hacia el mar y
que había barrido la nieve de todas partes excepto los picos más elevados. A lo largo
de los estrechos que conducían a tierra, los meticulosos preparativos de Suetonio
Paulino, quinto gobernador de Britania por la gracia de Nerón, estaban llegando a su
punto culminante, contemplados con creciente ansiedad por los exploradores.
Más recientemente, dos alas de la caballería auxiliar habían acampado más cerca
de los estrechos de lo que nadie se había atrevido antes. Los espías informaban de
que sus órdenes eran purgar los pasos de montaña de todos los guerreros de Mona, y
matarlos. En principio, al menos, lo estaban consiguiendo.
Luain macCalma cogió una piedra de la costa y la envió dando saltos por encima
del agua revuelta del estrecho. Rebotó cinco veces y se hundió. Si los dioses hablaron
con ese movimiento, solo él podía saberlo. Sonriendo, se volvió hacia su izquierda.
—¿Valerio? ¿Qué harán con ella?
—Llevarla a los inquisidores de la fortaleza, a menos que tengan otras órdenes.

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Valerio miró por encima del agua y pasó sus dedos por el espeso pelaje de su
perro. El animal había vuelto cuando los primeros barcos empezaron a salir hacia
Hibernia, como si se le requiriera que fuese testigo de la partida del pueblo de Mona.
Fuera cual fuese el motivo de su regreso, Valerio lo había celebrado como lo habría
hecho con Granizo, y se había regodeado un tiempo en su compañía, como amigo
entre los poco amistosos. Aun así, también había traído consigo una sensación
premonitoria de la que no podía librarse.
Caminando con el animal abiertamente a sus talones mientras las evacuaciones
progresaban, se había ido sintiendo cada vez más hueco, como solía ocurrirle en los
días anteriores a la batalla. A causa de ello, había ido vigilando el estrecho para
observar el regreso de Braint a casa, y por lo tanto, fue el primero en ver a los
guerreros que bajaban corriendo por la ladera hacia la barcaza, y también el primero
en ver que el caballo de Braint iba con ellos, pero sin jinete. Lo que más le sorprendió
fue lo mucho que le importaba.
El mar se ondulaba bajo la brisa. La barcaza se balanceaba en su amarradero, bien
sujeta por Sorcha, la mujer que la llevaba, y que había visto a demasiados guerreros
que salían y no volvían jamás para sentirse conmovida entonces. Una oleada de
náuseas invadió la garganta de Valerio, y no era solo mareo prematuro. A lo largo del
invierno, mientras su cuerpo se curaba, macCalma le había enseñado a Valerio cómo
oír mejor los muchos susurros de Nemain. Ahora percibía su contacto en la
proximidad del perro y la tranquilidad del día, pero, fue la súbita presencia de Mitra
en su mente lo que le trajo las náuseas.
Al joven hondero siluro le dijo:
—¿Cómo la capturaron, me lo puedes contar exactamente?
El chico empezó a hablar de buen grado, como si al contarlo en voz alta pudiera
rehacer el pasado.
—Un ala de la caballería estaba acampada en la cabeza del largo paso hacia el
otro lado de la montaña, allí… —su brazo señaló hacia la parte posterior de los picos
más altos, escondidos entre la niebla matutina—. Estábamos soltando los caballos,
como hacemos siempre, y Braint estaba en la ladera. Ella no dio la señal para la
emboscada, de modo que no atacamos. En cualquier caso, los caballos que soltamos
no eran los mejores de la caballería. Estos los tenían escondidos en sus tiendas y los
montaron en cuanto oyeron que los otros salían al galope. Aunque Braint nos hubiese
dado la señal, no habríamos atacado: avanzaron demasiado rápido hacia nuestra
posición. Entonces ella no vino a reunirse con nosotros en los espinos, tal como
habíamos quedado, y cuando fuimos a buscarla, su caballo estaba allí, pero ella había
desaparecido.
El chico se retorcía las manos y las miraba. Dijo:
—Aún no la han llevado a ningún sitio. Se fueron cabalgando directamente al
campamento. Limarno está vigilando. Hará fuego en los espinos como señal, si se
van y si ella va con ellos.

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Un fuego de aviso podía ser visto igualmente por ambas partes, y su significado
podía ser igual de obvio. Como si él fuese el oficial al mando, y el chico un nuevo
recluta que necesita un poco de estímulo, Valerio le dijo:
—Bien hecho. ¿De qué compañía eran los auxiliares? ¿Viste algún estandarte?
El muchacho era demasiado joven para conocer los detalles de la traición de
Valerio. Frunció el ceño, pensó un momento, y dijo:
—Eran tracios. El líder cabalgaba bajo el estandarte del toro, como la marca de
los antepasados, pero pintado de rojo sobre un campo gris, el color de Mona.
—Gracias —la marca fue en tiempos de Valerio, y Longino la había conservado.
El perro de guerra presionaba contra el muslo de Valerio y él le puso la mano en la
cabeza buscando consuelo.
Antes de que el dolor del silencio que siguió creciera demasiado, macCalma dijo,
lentamente:
—Fueron entrenados por los mejores para ser los mejores, y por eso Paulino los
está usando ahora. ¿Interrogarán ellos mismos a Braint?
Valerio levantó la vista hasta los altos picos del extremo más alejado del estrecho.
Al cabo de un rato dijo:
—No, a menos que hayan cambiado de tal modo que no los reconozca. Longino
nunca ejercería violencia sobre una mujer, excepto si le ataca en el combate. En
circunstancias normales, la llevarían de vuelta a la fortaleza para que la interrogasen
los inquisidores. Si no lo han hecho aún es porque tienen órdenes de dejarla ahí, para
que nosotros podamos intentar un rescate.
—Bien. Esperaba que fuese ese el caso. Gracias.
Una segunda piedra resbaló por encima del agua. Rebotó nueve veces y el
surtidor que levantó su último vuelo siguió moviéndose después de que se hundiera.
Luain macCalma, Anciano de Mona, contempló los caballos blancos de Manannan
cerrarse encima del lugar donde antes estaba la piedra.
Metiendo las manos entre los pliegues de su manto, se volvió y se apartó del
agua. Sus ojos buscaron los de Valerio y se clavaron en ellos, y él fue Nemain y Mitra
juntos, y algo mucho más profundo que los dos aún, y con más dolor.
Dijo:
—Parece que gozamos de un momento de gracia, un regalo de los dioses, durante
el cual podemos actuar. El gobernador no debe averiguar lo de la evacuación de
nuestro pueblo a Hibernia. Sería mejor si nos pudiesen devolver a Braint sana y salva,
pero si no es posible, lo mejor para ella y para nosotros es que no llegue nunca a la
fortaleza de la Vigésima con vida. Valerio, ¿te llevarás los guerreros que necesites y
te ocuparás de ello?

La elección del Guerrero de Mona era un proceso largo y tradicionalmente


supervisado por el consejo de ancianos en pleno. Aquella posición no se otorgó por

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capricho a un hombre que había traicionado, asesinado y entregado al interrogatorio a
más guerreros y soñadores de los que él o cualquier otra persona podía contar.
Sin embargo, Luain macCalma era el legítimo Anciano de Mona, y su palabra era
la ley. Si él decidía otorgar el liderazgo de los guerreros a un hombre que en tiempos
dirigió la caballería enemiga, si decidía convertir a ese hombre, en efecto, en
Guerrero Suplente sin consulta o explicación alguna, ningún otro podía
reprochárselo. Eso no significaba que los lanceros, guerreros y honderos de Mona
tuviesen que depositar en un hombre semejante su confianza o su aprecio. Solo la
esperanza de recuperar a Braint con vida les llevó a aceptar el liderazgo de Valerio, y
esa esperanza estaba lejos de ser firme.
La mañana transcurrió entre frenéticos planes, y Valerio averiguó que conocía a
muchos más guerreros por nombre y aptitudes de lo que él mismo imaginaba. Y lo
más importante: estaba empezando a saber quién le seguiría de mala gana, pero bien,
y quién intentaría matarle por su propia mano a la menor oportunidad. El perro
caminaba a su lado mientras él iba corriendo de la casa grande a las armerías y de
nuevo de vuelta. Los guerreros que lo aceptaban, según averiguó, eran aquellos en los
que más podía confiar. Los pocos que hacían la señal de protección contra el mal de
ojo eran los más peligrosos.
Justo después de mediodía convocó una reunión en la casa grande y reunió a los
capitanes de los grupos de escudo, de modo que todos los guerreros estuviesen
representados, aunque el lugar no pudiese albergarlos a todos. Hizo que las bisagras
de la puerta fuesen sujetas hacia atrás, y que se levantasen las ramas que cubrían las
paredes. La luz lo inundó todo, más brillante que el mismo fuego.
Podría haber caminado entre ellos; Breaca, con toda certeza, lo habría hecho.
Valerio, el antiguo oficial auxiliar, decidió ponerse de pie en un tocón de roble
nivelado, de modo que su cabeza y hombros sobresalían por encima de los demás y
así le veían desde atrás. Llevaba una cota de malla y un antiguo manto de la
caballería, robado en tiempos de Caradoc, y usado en las emboscadas, y su estandarte
colgaba detrás de él en la pared. Había pintado en él la marca del perro de guerra en
la tela, con rojo de sangre sin coagular sobre un fondo gris, y lo había colgado luego
entre dos ramitas de sauce, de modo que se pudiera ver desde todos los puntos de la
casa grande.
Si la forma hubiese sido algo distinta, habría hecho juego exactamente con el toro
rojo de la caballería tracia bajo el cual una vez Valerio luchó por Roma. Cuando
subió a su estrado, se encontró con un silencio tan pesado que el aire parecía
ponzoñoso. Ningún guerrero presente dudaba de quién había sido él; no esperaban,
sin embargo, que se deleitase en ello.
Valerio se había dirigido a las tropas antes de entablar combates mucho mayores
que aquél; sabía cómo conmoverles, por mucho que le odiasen. Arrojando su voz a
los bordes exteriores de la reunión, dijo:

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—Ya sabéis quién he sido. Sabéis también lo que ha hecho conmigo el Anciano.
He jurado lealtad a él exactamente igual que vosotros; no tenemos elección. Hasta
que vuelva Braint a recuperar su lugar como Guerrera (y lo deseo tanto como
vosotros) estáis ligados por vuestro juramento a seguirme.
Todo eso ya lo sabían. Valerio vio cómo reaccionaban y revisó de nuevo sus ideas
sobre aquellos en quienes podía confiar.
Dijo luego:
—Han capturado a Braint y quizá no podamos encontrarla viva en la fortaleza de
la Vigésima. La traeremos de vuelta o la dejaremos muerta. Ésas son las únicas
opciones que tenemos.
Quizá lo sabían ya, pero no querían oírselo decir a él. Si las intenciones hubieran
podido matar, Valerio habría caído muerto en aquel momento.
Pero no fue así, de modo que continuó hablando.
—El ala de caballería no está acampada en el largo paso por casualidad. Es una
trampa, y solo ha saltado la mitad de ella. Ellos fueron el anzuelo para capturar a
Braint, y ella es el anzuelo para una recompensa mayor…, o sea, vosotros. El
gobernador conoce muy bien el valor y el honor de las lanzas juramentadas de Mona,
y lo que quiere es destruiros, para poder tomar la isla con total seguridad.
Valerio les halagaba y ellos le odiaban aún más por ello. Dijo:
—Por lo tanto, nos esperarán…, pero quizá no sean ellos solos. Y quizás sea ésa
la mayor trampa de todas. Debemos considerar que éste puede ser solo el principio
del asalto final a Mona: que el gobernador quizá quiera atraer a la masa principal de
nuestros guerreros hacia un solo lugar, permitiendo así a las legiones marchar sobre
Mona sin oposición alguna. No tengo intención alguna de dejar que tal cosa ocurra.
Uno o dos de los que escuchaban habían pensado ya en aquello, pero la mayoría
no. Valerio notó que cambiaba la calidad del aire. El perro se acercó a su lado y
muchos más que antes detectaron su presencia.
Valerio se puso las manos a la espalda. Como el César dirigiéndose a sus tropas,
dijo:
—Hay tres caminos muy claros ante nosotros: primero, podemos traer de nuevo a
Braint viva, que es lo mejor que podemos esperar. Si eso no puede ser, entonces,
como segunda opción, podemos matarla y procurar que muera con limpieza, y eso no
sería bueno, pero al menos no sería lo peor que pudiera ocurrir. O, en tercer lugar,
podemos abandonarla y dedicar nuestras vidas a la defensa de esta isla y todo lo que
contiene, permitiendo que continúe la evacuación hasta que se haya completado o
caiga el último de nosotros; lo que ocurra primero.
Estas declaraciones quedaron envueltas no en un escándalo (tal cosa jamás podía
ocurrir en la casa grande de Mona) pero sí en tales exhalaciones de angustia que sus
últimas palabras quedaron tan ahogadas como si le hubiesen gritado a voz en cuello.
Cuando el espacio quedó tranquilo, él volvió a hablar, dejando caer su voz de
modo que tuvieron que esforzarse por oírle, y los últimos que susurraban fueron

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obligados a callar.
—Existe una cuarta posibilidad: que dividamos los guerreros de Mona, y que la
mayor parte de vosotros os quedéis aquí, defendiendo el estrecho contra las legiones.
Si hacemos eso, entonces una pequeña partida de seiscientos guerreros podría
cabalgar conmigo hacia el valle donde tienen a Braint, ofreciendo plena batalla a la
caballería. Con vuestra ayuda, ésta precisamente es la opción que me propongo llevar
a cabo.
Ahora ya los tenía, como la liebre tiene al perro, concentrados plenamente, sin
posible distracción. La calidad de su tiempo bajo su mando. Ellos le odiaron por ello
también, pero no fueron capaces de encontrar fallo alguno en todo aquello. Al final,
les dirigió fuera y clavó su estandarte en el suelo, haciendo una marca en la tierra al
nordeste de su sombra.
—Es poco después del mediodía. Nos reuniremos cuando la sombra dé a esta
marca. Haced los preparativos que necesitéis, despedíos de vuestra gente. No voy a
despilfarrar vuestras vidas, ni tampoco os voy a dar ninguna oportunidad de
convertiros en héroes. Los auxiliares nos superarán en número por un centenar de
caballos, cosa que significa que no debemos fallar, pero aun así algunos de vosotros
moriréis, y algunos caeréis, y por lo tanto moriréis también. Que quede claro: no
pienso organizar ninguna segunda misión de rescate. No dejaremos a nadie vivo en el
campo de batalla cuando nos retiremos, a nadie. No quiero que los detalles de la
evacuación de Mona pasen a los inquisidores de Roma. Si no podemos traernos de
vuelta a alguien, se desangrará en el suelo de la montaña.
Miró a su alrededor. Nadie se movió.
—Bien. Los que no estén aquí al reunirse las sombras, se quedarán atrás. Si veis
que, después de todo, no tenéis estómago para ir bajo mi mando, podéis quedaros con
Tethis. Al resto os veré en breve.

Tres guerreros de seiscientos decidieron quedarse con Tethis y tomar parte en la


defensa de Mona. El resto cruzó los estrechos hacia la tierra firme con Valerio.
Montados en la orilla más alejada, los combatientes se alineaban tras él en orden y
mantenían a la vista su estandarte con el perro de guerra, pero carecían del orden y la
disciplina de la caballería romana, y Valerio echó de menos las perfectas
comunicaciones en el campo de batalla de su pasado.
La yegua zaina que montaba era una de las mejores que tenía, por lo cual se sentía
muy agradecido. Antigua montura de la caballería, robada en una incursión temprana,
estiró el lomo y acudió fácilmente a su mano, y aguzó las orejas hacia el humo, del
campamento, en la distancia. Tenía el gusto de la velocidad y el amor de la batalla, y
a Valerio le gustaba por eso. Le canturreó un poco y le rascó el cuello para animarla,
y la empujó hacia delante, hacia el primer desnivel auténtico de la montaña. La tarde
se dirigía hacia la noche bostezando, cálida para aquel momento del año. La niebla de

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la mañana se había levantado ya. El brezo, aunque no florecido todavía, cubría la
ladera empinada. Bajo una determinada línea se abrían los helechos, ya dispuestos
para la primavera. Una alondra volaba alto por encima del pico sembrado de rocas de
la montaña, cantando en el silencio expectante.
El silencio expectante…
Valerio detuvo a la yegua y levantó la mano. El joven hondero siluro que había
traído la primera noticia de la captura de Braint cabalgaba a su mano derecha,
portando el estandarte.
Valerio dijo:
—Aquí dividimos nuestras fuerzas. ¿Recuerdas la señal?
—Por supuesto —el chico se llamaba Huw. Tenía un parentesco distante con
Caradoc por parte de madre, y estaba fieramente orgulloso de ello.
La señal era sencilla; un joven no podía aprender el complejo sistema de señales
de la caballería romana en una sola mañana. Huw ondeó el estandarte una sola vez en
dirección al sol. El gris de su fondo se mezcló con el gris del cielo, de modo que el
perro de guerra dio la vuelta y bailoteó como si estuviese vivo.
Al verlo, el grupo de Valerio se dividió en dos partes, y la mayor de ellas avanzó
bajo el mando de un guerrero de los durotriges con el cabello como un tejón, cargado
de plumas de muerte y de cicatrices de guerra. Iniciando el trote, pasaron junto al pie
de la montaña, en una línea que les llevaría, curvándose, hasta la boca del valle.
Treinta guerreros se quedaron con Valerio. Al menos en parte hicieron un
esfuerzo por ocultarse.
—¿Nos han visto?
Fuera cual fuese su linaje, Huw era un joven ansioso, y que intentaba ocultarlo.
Las muchas habilidades con las que contaba eran adecuadas para la emboscada, no
para la guerra abierta.
La atención de Valerio se concentró en su perro, que se encontraba un poco por
delante. Contemplándolo todavía, dijo:
—Por supuesto. Se supone que debe ser así. Si tenemos suerte, me habrán
reconocido. Si tenemos suerte doblemente, un hombre que yo conocía dirigirá todavía
la Ala Prima Thracum. Y si tenemos una suerte que va más allá de todo lo
imaginable, recordará una táctica que usé una vez para rescatar a un portaestandarte
que había sido hecho prisionero por los siluros, en las montañas del sur.
—¿Y si lo recuerda…?
—Entonces es posible que crea que yo lo voy a usar aquí por segunda vez. En
cuyo caso, sabremos adonde piensa dirigir sus hombres. O bien puede ser más astuto
todavía, en cuyo caso, nos encaminamos directamente a nuestra muerte. ¿Quieres
volver atrás?
—¡No! —el joven se puso rojo como la grana—. Nunca retrocederé.
—A menos que te lo ordene yo, cosa que puedo hacer perfectamente… —Valerio
entrecerró los ojos, para escudarlos del sol desvaído—. ¿Crees que hay una señal de

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fuego allá arriba en la colina o es solo la niebla de la tarde, que llega un poco
temprano?

Era una señal de fuego, vista igualmente por ambas partes pero, con un poco de
suerte, no interpretada de la misma manera.
El valle en el cual custodiaban a Braint tenía forma de flecha, con la punta hacia
el norte. Allí, dos riscos montañosos muy empinados se unían hasta formar el
extremo ciego de una punta de flecha. En su extremo sur, la boca era lo
suficientemente ancha para que cupiesen un centenar de hombres a caballo
caminando en línea, con un largo de lanza entre cada uno.
En medio, la tierra era plana, como si un río la hubiese desgastado en alguna
ocasión, y casi despojada del todo de rocas, de modo que los jinetes podían galopar
con intensidad sin miedo por la seguridad de sus monturas. Longino había escogido
bien aquella ubicación y había acampado en la zona abierta, adonde no podía llegar
ningún soldado sin ser visto. A lo largo de la mañana, los exploradores de Mona
habían informado de que las tiendas de los auxiliares estaban apiñadas en un grupito
a un tercio de distancia del camino desde el extremo más ancho, el del sur, tal como
había ocurrido cuando capturaron a Braint. Entre otras cosas, la señal de fuego
confirmaba que todavía estaban allí.
Valerio apremió a su yegua para que subiera colina arriba hacia el extremo norte
del valle. Su banda de treinta jinetes le seguía en fila india, dejando un hueco entre
morro y cola. Desde delante, para los que esperaban ver algo parecido, podían
asemejarse a una patrulla de la caballería, que cabalgaba en orden de columna,
haciendo todos los esfuerzos posibles para no ser vistos.
Un desprendimiento de piedras bloqueaba el camino. Valerio se detuvo a su
abrigo, sin ver la cima de la montaña ni ser visto desde allí.
Huw estaba a su lado, pálido y muy quieto. La honda colgaba de su mano como
un apéndice olvidado. Su bolsa de guijarros abultaba.
Valerio dijo:
—Braint ha sido vista con vida; el humo habría sido negro si hubiese estado
muerta. De modo que debemos seguir tal y como habíamos planeado. Huw, dame el
estandarte a mí y tu caballo a Nydd.
Nydd era de los ordovicos y algunos años mayor que Huw, pero su cabello era del
mismo color negro de las montañas altas, y también igual de espeso, y su túnica,
intencionadamente, mostraba el mismo distintivo verde en hombros y dobladillo.
El caballo que cambió de manos era un llamativo gris con manchitas negras; con
mucho, el más notorio para los jinetes de la caballería, que valoraban los caballos por
encima del oro o las mujeres. Criado por los icenos, portaba una marca en el hombro
del lado externo con la imagen de la serpiente-lanza. Si Longino todavía contaba con
los servicios del explorador batavo que sabía leer las insignias de batalla en un

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estandarte legionario a mil pasos, sabría que los guerreros que cabalgaban con el
estandarte de Valerio iban montados en los mejores caballos que podía proporcionar
Mona. Si recordaba algo, recordaría el motivo de que fuese así.
—Huw, ¿recuerdas las señales y cómo obrar en consecuencia?
—Por supuesto.
—¿Qué harás si la caballería enemiga te ataca antes de que hayamos liberado a
Braint?
—Volveré aquí corriendo, cogeré el caballo suelto y huiré. Bajo ninguna
circunstancia debo permitir que me capturen, puesto que tú no quieres tener que hacer
esto mañana otra vez por un hondero cuyo valor excede a su discreción —era buen
imitador; parecía casi el mismo Valerio. La ira y el orgullo herido habían devuelto el
color a sus mejillas, y parecía menos enfermo.
Valerio sonrió.
—Muy bien. La vida de Braint depende de ti. Confío en que puedas hacerlo.
Los siluros eran renombrados por su pericia como rastreadores y cazadores. Huw
apretó la mandíbula y envolvió con mayor cuidado aún las tiras de su honda en torno
a la muñeca.
—Sé lo que hiciste y quién eres —dijo—. Y estoy haciendo esto por Braint. No le
fallaré.
El chico se convirtió en una mancha verde y marrón entre el brezo y luego
desapareció. Una breve y sudorosa espera después, una piedrecilla pequeña, menor de
la que habría desplazado un cuervo al posarse, chocó contra las piedras por encima de
la cabeza de Valerio para demostrar que estaba en su lugar y que al menos había
recordado la primera de sus órdenes.
Nydd tomó el estandarte. A él, Valerio le dijo:
—Mantente a mi lado, cabalga por donde yo vaya. Si nos atacan, yo te defenderé.
Si el perro de guerra cae, no tendremos forma alguna de avisar a Huw, y morirá. Si
muere, Braint morirá a manos de los inquisidores en la fortaleza. ¿Lo comprendes?
Nydd era mayor que Huw y había peleado en más batallas. No se sonrojó.
—He matado a bastantes portaestandartes romanos. Sé lo que ocurre cuando caen.
—Muy bien. Vamos.
Valerio dirigió su columna fuera del abrigo de la roca, y notó que los ojos le
vigilaban con mucha más intensidad que antes. Había satisfacción en su contacto,
teñida con una leve decepción por verle repetir las antiguas maniobras; Longino
esperaba algo más de él.
Treparon empinadamente por el norte a lo largo de un camino de cabras
demasiado estrecho para cualquier jinete en su sano juicio. En un momento dado,
cuando los helechos dejaron de crecer, desmontaron y condujeron los caballos por
encima de unas rocas que ni siquiera las cabras se atrevían a franquear. Dos de los
siluros mayores habían vivido en aquellas montañas de niños, y los recuerdos de sus

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hazañas de juventud eran los cimientos del plan de Valerio. Su alivio al ver que sus
recuerdos eran fiables le duró más que el penoso trepar montaña arriba.
Alcanzaron la cumbre, donde los dos riscos se encontraban en la punta del valle,
y, por primera vez, miraron abajo, a la llanura abierta que se extendía bajo su mirada.
El camino que bajaba era tan poco atrayente como el que subía, y los precipicios a
ambos lados eran cortantes y terroríficos.
Cuando los treinta guerreros se hubieron unido a él y volvieron a montar, Valerio
dijo:
—Nydd, deja que el estandarte caiga hacia el este, y luego levántalo de nuevo.
Que parezca que se te ha caído y luego lo has recogido.
El portaestandarte hizo lo que se le pedía muy bien. Durante el espacio de diez
respiraciones, hubo tranquilidad. Los caballos se movían un poco bajo sus jinetes,
buscando un mejor apoyo. Un cuervo voló en círculo y aterrizó en un roble atrofiado
y tumbado por el viento. El perro de guerra de Valerio se quejó un poco y olfateó el
aire. Luego un caballo relinchó, no uno de Mona, y desde la paz exterior llegó,
brevemente, el caos, y luego un pandemónium.
En el extremo más al sur del paso, casi seiscientos guerreros avanzaban en línea
hacia la boca del valle. Como Longino había recordado la estrategia del pasado, un
ala entera de quinientos tracios de la caballería les esperaban. El estrépito cuando se
enzarzaron llegó más allá de los estrechos de Mona.
En la alta montaña, por encima de la carnicería, pero no fuera del alcance del
ruido, Valerio levantó la mano. Esperó un momento, ofreciendo plegarias a ambos
dioses que ocupaban su corazón, y luego la bajó de golpe.
—Vamos.
Por encima de todo, los guerreros de Mona sabían cabalgar. Sus caballos eran los
más seguros del mundo entero, y vivían para la guerra. Si la necesidad lo exigía,
podían galopar montaña abajo y no romperse una pata. La yegua zaina de la
caballería de Valerio decían que era de Iberia, y en realidad era tan buena como si lo
fuese. La hizo bajar por la ladera y, durante un rato, no pudo hacer otra cosa que
concentrarse en la vertiginosa inclinación del sendero y la necesidad de correr y la
improbabilidad de llegar vivo al fondo del valle. Cuanto más se acercaban al pie de la
montaña, menos piedras bloqueaban su camino y más rápido podían ir, hasta que los
treinta cabalgaron en línea a lo largo del fondo del valle, muy por detrás de las líneas
de batalla, y los caballos corrieron llenos de alegría.
Valerio azuzó a su yegua hasta que su crin le golpeaba en el rostro y los ojos le
lloraban por el viento salvaje de su carrera. Su corazón marcaba el ritmo del galope,
rebosando euforia, y gritaba, animándola, recordándole a la yegua la grandeza de sus
antepasados y los potros que algún día engendraría. Una vez, de niño, había soñado
con aquello o con algo muy semejante, y el júbilo le llenaba cada vez. Por muy
hastiado, muy borracho, muy agobiado o abrumado por la responsabilidad que

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estuviera, mientras duraba la galopada de cada batalla, Valerio de los icenos era libre
y el mundo estaba en guerra sin él.
Las tiendas de la caballería se encontraban delante, cinco líneas, con las tiendas
de los oficiales más cercanas a la boca del valle. Los exploradores creían que Braint
estaba en una de ellas, pero nadie había visto en cuál.
Valerio desmontó antes de que su yegua dejase de correr. Ya llevaba la espada
desnuda en la mano.
Los guerreros corrieron a unirse a él, dispuestos a matar a los guardias. No había
ninguno; Longino raramente desperdiciaba la vida de sus hombres. Valerio cortó con
su cuchillo la mayor de las tiendas de los oficiales, formando un triángulo de tela
blanca y echándolo hacia el interior para poder entrar. El interior no estaba iluminado
y pasó de la luz del día a la oscuridad. No había guardias allí tampoco, cosa que le
sorprendió.
Una figura yacía echada boca abajo en el extremo más alejado, encadenada por la
muñeca y el tobillo con unas argollas fijas a un tronco de roble demasiado pesado
para que lo levantasen dos hombres.
—¿Braint?
Valerio como hacía ella y se arrodilló. Ella volvió la cabeza, muy tiesa. No la
habían golpeado como a él, pero se les había resistido y alguien había usado la hoja
plana de la espada para darle en el rostro; el feroz corte le atravesaba la cara y le
dejaría una cicatriz de por vida, si es que vivía lo suficiente para que se le curase.
Después, la habían golpeado hasta dejarla inconsciente. Una enorme contusión se iba
poniendo roja a un lado de su sien, cerrándole el ojo izquierdo.
Sin pensar, Valerio fue a tocarla. Ella se estremeció y se apartó de su contacto. Su
ojo abierto le examinó, lleno de desdén.
—¡Tú! Pensaba que vendría Tethis. Me alegro de que haya tenido más sentido
común. Es una trampa, ¿no lo sabías?
Valerio asintió alegremente. Allí, en el corazón de la acción, se sentía libre y
podía soportar el aguijón de su odio.
—Por supuesto. Me sentiría muy desilusionado si no fuera así. Longino siempre
ha sido el más listo de la caballería.
Miró hacia arriba. Un herrero de los cornovios le había seguido con un martillo y
un cincel templado, con la punta bien endurecida en un fuego de carbón. Valerio le
dijo:
—Corta la abrazadera a lo largo. Las esposas costarían demasiado.
Cualquier tiempo era demasiado, y la espera una tortura. El sonido del martillo
resonó por encima de la agitación lejana que procedía de la boca del valle… y luego
de pronto cambió. El herrero gruñó, satisfecho.
—Ya está.
Era un hombre muy robusto. Levantó a Braint como si fuese una niña. Las
cadenas tintineaban a su alrededor, ligando todavía sus muñecas y sus tobillos. Ella

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retorció la cabeza para mirar atrás.
—Valerio, no puedes… —Nunca en la historia de Mona la Guerrera había sido
rescatada con vida de un campo de batalla. Mejor morir que verse deshonrada de tal
modo.
Valerio dijo:
—No hay tiempo para soltarte. Puedes salir a por el caballo. Nydd te pondrá a
salvo. Aunque tengas que ir a Mona así, al menos todavía estás viva.
Nydd estaba fuera, sujetando las riendas de la yegua zaina de la caballería, junto
con su caballo gris. Esos dos eran los mejores caballos de Mona; resistentes, rápidos
y capaces de cuidar bien a su jinete. Sin ceremonia, el herrero echó a Braint a través
de la silla del zaino.
Valerio dijo:
—Sujeta fuerte la correa de la cincha, si tienes que hacerlo. Será un galope muy
rápido.
Braint le escupió.
—Si muero así, incapaz de luchar, te esperaré toda la eternidad en las tierras de
los muertos.
—No estarás sola.
Valerio levantó la mano y dio una palmada en la grupa del zaino… y se detuvo,
cuando el reflejo del sol en una armadura captó su atención.
Se volvió. Al sur, el valle era una masa de centenares de jinetes de la caballería
que de repente se habían encontrado solos en un campo de batalla que antes estaba
lleno de guerreros. Tan rápido como habían llegado, los guerreros de Mona cargaron
contra la boca del valle y luego se disolvieron entre la niebla y el brezo y los
matorrales. Temerosos de una emboscada, los de la caballería no fueron tras ellos,
sino que volvieron grupas para cerrar por segunda vez una trampa que creían segura.
Eran hombres que sabían cómo formar una línea y mantenerla sin que se lo
ordenaran. Cabalgaban lentamente, sin parar, hacia sus propias tiendas, una marea
sólida de carne y metal.
—Ya vienen —dijo Nydd, tranquilamente. Su mirada se dirigía adelante y atrás
—. Están bloqueando el valle en todo el camino.
—Ya lo sé. Pero creen que vas a intentar pasar entre la línea y dirigirte al sur, y no
vas a hacer eso. Corre hacia el norte y no mires atrás. Tu caballo puede volver a subir
esa ladera; la mayoría de los suyos no son capaces. Y vayas adonde vayas, no dejes
caer el estandarte. Necesitamos saber cuándo estás a salvo.
Valerio dio unas palmadas a ambos caballos y notó que se alejaban de él como si
dieran los primeros pasos de una carrera. A cada lado, dos docenas de guerreros
dudaron viendo a la caballería que se aproximaba; no estaban acostumbrados a que se
les dijese que huyesen frente al enemigo.
Valerio levantó el brazo hacia delante como había hecho tan a menudo al dirigir
una carga de la caballería.

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—¡Marchaos! Todos. Hacia el norte y hacia Mona. ¡Vamos!
Las dos docenas de guerreros airearon a sus monturas que estaban quietas y las
pusieron al galope. Rodeando a Nydd, Braint y el herrero, corrieron hacia el norte,
hacia la libertad, usando sus cuerpos como escudos humanos. Sus caballos no corrían
por el honor y la victoria, sino por sus vidas, casi sin tocar el suelo, tan rápido como
la sangre y la carne en pleno esfuerzo podían llevarlos. Conocían la ruta y la habían
recorrido; cada guerrero había señalado un camino de salida claro, y estaba dispuesto
a seguirlo o morir.
Dos murieron, alcanzados por las lanzas que les arrojaban. Valerio les oyó caer y
quiso creer que no eran ni Nydd ni Braint; no tenía tiempo para mirar. Le quedaban
seis guerreros y se enfrentaban a un muro de hombres de la caballería tracia que
avanzaban.
Valerio les vio llegar, contando los latidos de su corazón. Veinte para que Nydd y
Braint alcanzasen el pie de la colina. Una docena más para que el estandarte del perro
rojo sangre quedase lo bastante alto para que Huw lo viese y usase su honda como
señal una vez más. Menos aún para que los auxiliares le alcanzasen. Braint ya no era
su mayor preocupación. Todos miraban a Valerio. Estaba desmontado, era un blanco
fácil.
—Aquí. Valerio. Sube.
Había pedido que cogiesen un caballo suelto sin esperar que pudiese ocurrir. Sin
embargo, alguien le pasó las riendas de un ruano que había huido de la carnicería en
la boca del valle. Estaba negro de sudor y sangraba de una herida poco profunda en el
pecho, pero aun así, estaba bien dispuesto.
Con los ojos puestos en los jinetes que se aproximaban, Valerio silbó para hacerlo
correr y los seis guerreros que le seguían y los centenares de auxiliares a los que
alguna vez había mandado le vieron montar al estilo de la caballería, desde el suelo
hasta un caballo al galope, y recordaron así que estaban presenciando algo
excepcional.
Entonces, dudando de sus sentidos, los jinetes del Ala Prima Thracum vieron a su
antiguo comandante levantar mucho el brazo y bajarlo de repente, y oyeron el grito
de guerra de Mona que surgía de su garganta mientras dirigía a su puñado de
guerreros directamente hacia ellos.
«Seremos la distracción que permita escapar a Braint. Si formamos la flecha de
Mona y cabalgamos duro, podemos romper su línea, pero no hago ninguna promesa.
Quienes se queden conmigo serán los que menos probabilidades tengan de
sobrevivir».
Eso les había dicho Valerio antes de salir de Mona y, contra todo pronóstico,
cuatro mujeres y dos hombres se ofrecieron a quedarse con él mientras Braint
alcanzaba la seguridad. Le siguieron entonces, tan disciplinados como cualquier
soldado de la caballería romana bien entrenado, y él los dirigió hacia el único punto
débil en la línea enemiga, un hueco menor que la anchura de un caballo entre el

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portaestandarte y el armero, a quien reconoció de antiguo: aquel hombre nunca había
cabalgado sobrio en combate.
El despiste de aquel hombre les dejó pasar. La carne de caballo rozó con carne de
caballo mientras el borde más ancho de la cuña viva de Valerio se encontraba con la
línea del enemigo. Espadas chocaron con espadas, y el hierro cantó, y las chispas se
elevaron muy altas, y murieron dos hombres, pero ningún guerrero de Mona.
Llegaron a campo abierto y Valerio hizo girar su brazo y se colocaron todos en línea
y se dirigieron hacia el sur, corriendo con toda su alma hacia la boca abierta del valle.
Que ya no estaba abierta, y quizá nunca lo había estado. Mucho antes de
alcanzarla Longino ya estaba allí con la otra mitad de su compañía, cerrando la
trampa en la trampa de la trampa. Una fila de la caballería estaba alineada a través del
valle. Eran más de un centenar con menos de un largo de lanza entre cada uno, y
todos los hombres estaban completamente sobrios, y ni uno de ellos les dejaría pasar.
—¡Alto!
Sin pensar, Valerio levantó el brazo. Respondiendo a una orden de la caballería
que habían visto pero no habían aprendido nunca, los seis guerreros tiraron de las
riendas de sus sudorosos y jadeantes caballos y los hicieron parar.
—¡Valerio! ¡Su oficial está montado en tu caballo!
Fue Madb quien habló, una salvaje mujer hibernia con el pelo de un gris pizarra y
los ojos brillantes de una grajilla, que luchaba por Mona porque ella así lo había
decidido, y no porque su tierra sufriera amenaza alguna. El caballo de repuesto lo
había llevado ella, y era ella quien protegía ahora la espalda de Valerio. Él nunca
había luchado antes a su lado, y lo lamentaba.
Valerio tranquilizó a su nueva montura y miró hacia el lugar donde señalaba la
espada de la mujer. Ya lo había visto, y lo había reconocido, posiblemente, desde
hacía meses, pero no hacía ningún daño mirar como si la noticia fuese reciente y
bienvenida.
Los otros cinco guerreros sujetaban firmes sus caballos, mirando. Se veían
sobrepasados en número por centenares contra uno, y no había ningún lugar adonde
ir, y en cualquier caso, la notoriedad del caballo ruano que fue la montura de Valerio
había ido mucho más allá de las filas de la caballería. Su rabia y ferocidad en
combate eran legendarias, destinadas de igual modo a su jinete y a su enemigo,
excepto en el punto culminante de la batalla, cuando jinete y caballo luchaban como
un solo ser. Emergió de la masa de la caballería que se aproximaba, corriendo hacia
Valerio. La agitada respiración de Madb era la más cercana, pero no la que resonaba
más fuerte, ni la más sentida.
¿Qué se podía decir del caballo-cuervo, salvo que era la perfección misma sobre
cuatro patas? Salpicado de blanco sobre negro, era como si los dioses hubiesen
vertido nieve líquida sobre el manto de la noche, ambos de una pureza perfecta.
Limpio para la batalla, corría para Longino con la misma intensidad sangrienta que
para Valerio, y por primera vez, el hombre que había pensado que él mismo era su

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único amo vio cómo debió de aparecer ante los demás, y se quedó silencioso y con la
guardia baja ante el enemigo, discapacitado por el dolor de su pérdida.
En voz alta, dijo:
—Tengo a tu madre. Está en Mona, preñada por última vez de un semental que
podría igualarse a tu padre. Estaría muy orgullosa de ti.
—¡Muévete!
Madb le empujó y le salvó la vida. La lanza que iba dirigida a su garganta rebotó
contra el suelo, inútil, y se deslizó hacia el interior de una tienda.
—¡Esperad! —Longino también arrojó su arma, y el singularius que había
arrojado la lanza bajó su segunda arma lentamente.
—¡Valerio! No estaba seguro de que vinieses… —Longino chasqueó la lengua y
el caballo-cuervo trotó hacia delante, como si estuviera en un desfile. Siempre había
odiado los desfiles. Deteniéndose con limpieza, se quedó de pie, muy erguido, entre
la caballería y los guerreros de Mona, frente a Valerio. La espuma chorreaba desde su
bocado, y sus ojos bordeados de blanco estaban llenos de odio, pero así había sido
desde que lo destetaron. Valerio no sabía si se había dado cuenta de quién era él.
Longino sí que sabía con toda precisión quién era él, y la multitud de capas que
formaban su personalidad. Él no había cambiado nada, seguía siendo el oficial
temerario y elegido por los dioses que había arriesgado su propia vida para arrancar
la de su amigo del alma a los inquisidores, el hombre que había cabalgado junto a
Valerio en la batalla durante diez años, el hombre con quien había apostado y ganado
y perdido demasiadas veces para contarlas, el hombre que se dirigía cabalgando sin
casco a la batalla, con el cabello leonado flotando libremente sobre sus hombros, rojo
como un ciervo en celo. Sus ojos eran de un color ambarino rarísimo, como los de un
halcón, e igual de penetrantes. Todavía había calidez en ellos, detrás de la decepción
y la inminencia de la pérdida.
Una vez, cuando su amistad era todavía reciente, Valerio apostó con aquel
hombre que no podía permanecer sobre el hielo medio roto durante cincuenta latidos
del corazón. Lo contaron según el corazón de Longino, que iba más rápido, y por
tanto, ganó. El corazón de Valerio era el que latía con más rapidez en aquella ocasión.
Su caballo prestado, tembloroso, lo notó y se preparó.
Habían pasado sesenta latidos del corazón desde que Nydd alcanzó la cima del
risco y bajó el estandarte hacia el sol poniente. Nada había ocurrido hasta el
momento, y quizá no ocurriese nada nunca.
—Felicidades. No pensaba que encontrarías el valor suficiente para montar mi
caballo. ¿Te ha mordido en el hombro alguna vez? —Valerio dirigió su propia
montura hacia delante, casi lo bastante cerca como para tocarse. A cada lado, ocho
auxiliares desenvainaron sus espadas y dejaron bien claro que un paso más hacia su
centurión representaría el último de Valerio sobre la tierra.
Todos los demás guerreros de Mona se agruparon, excepto Madb, que se
mantenía al lado de Valerio, sonriendo. Él se sentía seguro en su presencia. Tenía un

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instinto para el peligro que la mantenía a salvo en la batalla, y no solo a ella.
Se acercó mucho al hombro izquierdo de Valerio y, mientras su corazón latía por
centésima vez desde que Nydd agitara el estandarte, él notó que ella se ponía tiesa y
volvía la cabeza un poco hacia la izquierda. Demasiado bajo para que la oyera
alguien más, ella dijo:
—Están aquí. Bien hecho. Pensaba que iban a abandonarte.
—Aún podrían hacerlo. No levantes la vista —Valerio se preocupó de no alzar los
ojos. Más alto, a Longino, le dijo—: ¿Nos vas a pedir que nos rindamos?
—Lo haría si no supiera que es perder el tiempo. ¿Acaso te rendirías tú?
—Seis de nosotros contra quinientos no son unas probabilidades demasiado
buenas, pero la muerte cierta en batalla siempre es preferible a ser prisionero de
Roma, sobre todo para un traidor que se sabe que ha pasado el invierno en Mona.
—Ciertamente, lo sería. Deberías haber escapado con la mujer a la que liberaste.
—Posiblemente, pero no te habría visto montar al caballo-cuervo y mi vida sería
por tanto mucho más triste. ¿Qué harías tú en mi lugar?
Longino sonrió. En su sonrisa siempre hubo un cierto desafío, y una cierta
invitación. Empuñó su espada y la presentó plana. El arma era gala, hecha para su
altura y su peso, con la luna creciente del dios tracio incrustada en plata en el pomo, y
la hoja trabajada al estilo antiguo, con líneas sinuosas de hierro azulado ondulando en
toda su longitud. En la neblina de la mañana, resplandecía como el agua tranquila
bajo la luz de la luna.
Levantando las cejas, Longino dijo:
—Me gustaría luchar… ¿para qué hemos venido, si no? —su espada era su
invitación—. Nunca nos hemos probado realmente el uno al otro, y me parece que ya
no eres el desastre que yo creía que eras el verano pasado. Mis hombres no se
interpondrán si quieres medir tu espada con la mía por última vez. Nunca se sabe,
igual me ganas…
Valerio hizo un medio saludo.
—Aceptaría, pero si levantas más la espada, morirás, y sería una verdadera
lástima. Los guerreros que están detrás de ti en la montaña son los mejores honderos
de Mona, y tú estás al alcance de sus tiros. Lo siento: sus órdenes eran claras, y no
tengo forma de alterarlas desde aquí. Si te rindes ahora no se te hará ningún daño. Si
no, apuntarán al primero que levante un arma contra nosotros.
Hablaba en latín, lo bastante alto para que al menos las primeras filas de la
caballería le oyesen. Los hombres que antes estaban relajados y esperaban el ritual
del combate singular miraban ahora hacia arriba y a ambos lados. Rudas maldiciones
en latín y tracio se extendieron por las primeras filas y luego por las que estaban más
atrás, hasta que, abandonando toda disciplina, toda el ala se volvió para enfrentarse a
los muros del valle.
Valerio levantó el brazo como señal final, y una resplandeciente oleada de
armaduras iluminadas por el sol apareció por ambos lados, mientras guerrero tras

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guerrero movían sus monturas hasta las cimas de las montañas. Era el cuerpo más
importante de guerreros de Valerio, con la excepción solamente de aquellos que
habían muerto en el primer enfrentamiento en la boca del valle. Reagrupándose
después de la batalla, habían tomado nuevas posiciones y esperaban la pequeña señal
de un guijarro de honda que les dijese que Braint estaba libre. Al recibirla, siguieron
el resto de sus órdenes de modo que, como cuervos sobre un árbol, silenciosamente,
se alinearon en los riscos de norte a sur, a ambos lados del valle, sin interrupción. A
lo largo de la boca del valle, hileras de guerreros expectantes formaron un muro tan
sólido como cualquier roca.
Longino era el único que no miraba hacia arriba. Los amarillos ojos de halcón se
clavaron pensativamente en Valerio.
—¿Cuántos? —preguntó.
—Seiscientos. Os superamos por cien caballos. He creído que bastaba. Dominan
el valle; no hay salida posible. Estáis rodeados y superados en número. En tales
circunstancias, no hay deshonor alguno en rendirse, y no tenemos inquisidores en
Mona. Se os dará la opción de luchar por nosotros, si lo deseáis. Ya tenemos a un
puñado de batavos y galos que cabalgan a nuestro lado. Si no queréis uniros a ellos,
vuestras muertes serán limpias y rápidas.
Longino nunca había carecido de valor. Sonriendo, dijo:
—O sea que no eras el desastre que ambos pensábamos. Me alegro.
—Longino, eso no importa, tienes que elegir. Tus hombres harán lo que tú les
digas, lo sabes muy bien. Si tú… ¡no!
Rápida como el rayo, la espada con la hoja marcada por la luna golpeó la cabeza
de Valerio. Él la bloqueó solo por instinto, y notó que la conmoción se transmitía
hasta su caballo. El hierro chocó con el hierro mientras él sacaba su propia espada y
golpeaba de lado. Saltaron las chispas, iluminando el aire. Una docena de piedras de
honda llovieron en torno a él, y dos auxiliares cayeron.
—¡Longino! No seas idiota. No puedes huir de una honda… Ah, dioses, ¿por qué
te dejaría mi caballo? Vamos.
Hablaba entre un tamborileo de caballos que corrían. El caballo-cuervo nunca
había permitido que su jinete fuera superado en la batalla. Con o sin las instrucciones
de Longino, había girado sobre sus corvejones, fuera de peligro, y había salido
disparado, dirigiéndose hacia el sur. Fieles a su entrenamiento, los hombres y las
monturas del Ala Prima Thracum le siguieron.
Valerio les seguía también en un caballo que era más lento y ya estaba herido,
pero que todavía se entregaba a él de todo corazón. Madb arreó a su montura junto a
la de Valerio, convirtiéndose en escudo humano a su hombro, y juntos, ambos
corrieron hacia el sur, siguiendo a Longino, que huía, y que se encaminaba
directamente hacia un muro sólido de guerreros de Mona dirigidos por Nydd, que
había recordado todo cuanto se le había dicho.

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XXXI

El estrépito de hierro y de carne de caballo y sangre humana y huesos estremeció la


tierra en todo el valle.
Valerio de los icenos, en tiempos decurión del Ala Prima Thracum, había vivido
muchas pesadillas y había visto que todas ellas eran menos graves que el miedo que
habían suscitado. Luchar mano a mano, espada con espada, contra hombres a quienes
él mismo había dirigido, y que le importaban, no era el menor de esos miedos, pero
tampoco el mayor. Como siempre, el júbilo de la batalla le inflamaba. El poder del
instante y la abrumadora necesidad de sobrevivir no dejaban tiempo para lamentos.
Como nunca antes, cabalgaba comprendiendo a los dioses que le llenaban: la claridad
de Nemain se unía al poderío salvaje de Mitra, y él los amaba a ambos, y su vida en
ellos, y sabía que si moría en aquel momento alcanzaría la paz.
Luchaba también con Madb, una compañera de escudo que le mantenía a salvo y
por cuya vida se preocupaba, algo que había echado de menos durante tanto tiempo
que había olvidado la sensación que producía. Levantó su espada prestada y azuzó a
su caballo prestado hacia delante, y el perro de guerra corría a su costado, porque
había nacido para hacerlo, y recordó entonces que él, que habría podido ser un
soñador, sin embargo era un guerrero, y que la vida no podría estar completa sin
ambas facetas.
El aire estaba cargado de sudor de hombres y mujeres y caballos y saliva y pronto
se cargaría también con un océano de sangre y vísceras desparramadas que harían el
paso poco seguro y requerirían nuevas precauciones. Valerio eligió a su hombre: un
extraño que tenía un ojo azul y otro castaño y que montaba una yegua zaina que
estaba entrenada para golpear. Se dirigía hacia el ruano de Valerio, que se desvió a un
lado dejando a la yegua desequilibrada y al jinete con ella, de modo que Valerio pudo
apuntar hacia el hueco entre el borde del casco y abrirse camino por una frente viva
hacia el cerebro muerto que se encontraba detrás. Tuvo tiempo para sacar su espada
empapada del cuerpo derribado, y dejar al ruano libre del siguiente golpe de la yegua,
antes de que la batalla siguiera.
A su derecha, Madb hirió a un tracio a quien Valerio creyó reconocer. A su
izquierda, en el lado del escudo, una mujer de los coritanos con las plumas de muerte
apretadas en su cabello falló el golpe y casi fue decapitada por un hombre a quien
Valerio, desde luego, conocía. La mujer cayó del caballo, muerta antes de poder gritar
siquiera. Prisco, el guardián de los espejos, sonrió ferozmente y se volvió hacia
Valerio y a su vez fue asesinado por el amante de la mujer que, aullando, dirigió a su
caballo de lleno hacia el castrado de la caballería, aplastándole las costillas. Su
espada hizo saltar el casco de Prisco con la fuerza de su golpe.

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Valerio notó que su caballo se erguía bajo su peso y lo hizo bajar, porque los de la
caballería estaban entrenados para desventrar a los caballos que se alzaban mucho
para golpear, y no era momento para perder a su montura. Golpeó del revés al
hombre que ya se inclinaba a cortar el vientre del ruano azul. Notó que el golpe
aterrizaba inestable y luego su mano se quedó sin peso alguno cuando se le rompió la
espada. Lanzó una maldición y echó atrás a su caballo.
—¡Aquí!
El amante de la coritana muerta se agachó desde su silla, agarró la espada de ella
y la arrojó hacia él, todo en un solo movimiento. El día anterior pudo desventrar a
Valerio con ella, al día siguiente podía hacer lo mismo de nuevo, pero aquel día
luchaban juntos contra un enemigo mayor. Valerio cogió el pomo y saludó y recibió
un tajo debajo del brazo por su descuido, de modo que solo su caballo, al saltar hacia
la izquierda, le mantuvo vivo, y dejó que Madb matase a su atacante.
—¡Deberíamos abatir su estandarte!
La mujer hibernia aulló aquellas palabras por encima del estruendo de la batalla.
Igual que Valerio, estaba disfrutando mucho. Sonreía y lanzaba mandobles, y obligó a
su montura a dirigirse hacia el lugar donde había estado el hombre caído.
Delante, en el corazón del torbellino, el estandarte del toro rojo del Ala Prima
Thracum ondulaba en la brisa. Longino luchaba allí cerca, montado en el caballo-
cuervo, a salvo en el refugio divino donde montura y jinete se habían convertido en
uno desde hacía tiempo. Si moría entonces, se podría considerar afortunado. Valerio,
que había estado en su lugar, lo sabía muy bien.
—¡Vamos!
El hueco se estaba cerrando, y Valerio todavía no había pasado. Madb se dirigió
hacia el estandarte que ondeaba. Ella era su compañera de escudo; el honor exigía
que Valerio la siguiese. Impulsó su caballo hacia delante, de mala gana.
En batalla, los remolones mueren pronto. Tres hombres, viendo su descuido,
atacaron la guardia desprevenida de Valerio, de modo que solo su costumbre de toda
una vida de reflejos le salvó…, y Braint, liberada de sus grilletes y cabalgando sobre
una oleada de furia combativa, que lo destruía todo ante ella.
Con Nydd a su lado, irrumpió a la derecha de Valerio, matando con la temeridad
de alguien a quien ya no le preocupa ni la vida ni el amor. Su objetivo, desde luego,
era Longino, el hombre que la había hecho prisionera. Quería su vida por encima de
todas las demás.
No había forma humana de detenerla. Valerio solo tuvo tiempo de llevarse la
mano a la boca y gritar: «¡Longino!», para que al menos el hombre pudiera ver de
dónde le venía la muerte, y al momento llegaron a él, una por cada lado, recién
montadas y bien armadas, luchando contra un hombre que no cumplía ninguno de los
dos requisitos y obligado a ser más lento por ello, por muy grande que fuese su
habilidad y la de su montura.

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El caballo-cuervo se creía inmortal, y quizá tuviese razón. Valerio no fue el único
que se detuvo a hacer una pausa y mirar cuando se elevó, chillando, para enfrentarse
a la montura de Braint. El sonido ensordecedor de su relincho, el puro y absoluto odio
que desprendía, detuvieron a hombres y mujeres en sus propias batallas privadas.
Durante un momento hubo una pausa en la carnicería, que bastó para que Valerio
viese al caballo-cuervo retroceder y dar la vuelta y golpear, y a Longino seguir su
impulso con una belleza que asombraría a los propios dioses; y de que él viese a
Braint evitar el golpe con una facilidad que rompía el corazón y luego procurar
devolver el golpe, y oír el estruendo inconfundible del hierro sobre la malla y el
crujido de los huesos que estaban debajo.
—¡Longino! —bramó únicamente Valerio, y la batalla al momento se
reemprendió a su alrededor. El sonido quedó perdido; como una nota más entre un
tumulto de gritos, chillidos de animales y guerreros, y Valerio no supo que lo había
gritado hasta que Madb le arrojó un nuevo escudo, cogido a un guerrero moribundo,
y gritó:
—¡Todavía lo tienes para ti! No pueden acercarse a su cuerpo. Tu maldito caballo
no les deja acercarse…
Quizá fuese verdad. Valerio no lo sabía, ni tenía la energía suficiente para
preocuparse entonces. Luchaba porque debía hacerlo, porque había nacido para ello,
porque sus dioses, tanto Nemain como Mitra, se lo exigían, y él todavía no estaba
preparado para enfrentarse a ellos, no habiendo conseguido honrar sus exigencias,
pero el día se había vuelto polvoriento y disminuido, y mataba ya sin alegría, de mala
gana, y lo odiaba.

Los guerreros de Mona superaban en número a los de la caballería de la Prima


Thracum en un centenar de caballos, y les animó mucho el regreso de Braint, en la
misma medida en que los tracios se vieron desanimados por la caída de Longino. La
batalla fue brutal y corta, y los cuarenta y ocho tracios supervivientes se rindieron con
sus armas al final.
Valerio no tomó parte a la hora de asegurar los prisioneros o despojar a los
muertos. Antes de que acabase la batalla, había desmontado y se había metido hasta
los tobillos en el brezo, lejos del alcance del caballo-cuervo. Blanco de sudor y
sangrando por media docena de cortes poco hondos, el caballo ruano todavía estaba
erguido junto a la forma postrada de Longino, como un perro se coloca junto a un
guerrero caído, y no dejaba que nadie se acercase.
—Tendrás que matar al animal si quieres el cuerpo del hombre.
Madb estaba montada en su caballo cerca, vigilando la espalda de Valerio. Le
había salvado dos veces hacia el final de la batalla, y él aún no le había dado las
gracias. Una parte de él sabía que el tiempo pasaba y que pronto sería demasiado
tarde para hacerlo con algo de integridad. La mayor parte de él, sin embargo, solo

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tenía ojos para el caballo ruano que estaba allí enfrente, y el hombre que yacía de cara
junto a sus cascos.
Había visto un movimiento en el pecho de Longino; solo una vez, y no
recientemente, pero bastaba para albergar alguna esperanza. Se encontró rezando a
Briga, a quien no estaba encomendado y nunca lo había estado, pero que gobernaba
las muertes en combate. Los cuervos tomaron sus palabras y se las llevaron, y sintió
que era escuchado.
Madb todavía le contemplaba. Dijo:
—Valerio, ¿me has oído? El caballo está loco o está inspirado por los dioses. Vas
a tener que cortarle la garganta si quieres acercarte a tu amigo.
—Si crees que puedes acercarte lo bastante a él para matarlo, adelante.
La mujer se echó a reír. Su voz era grave e intensa, y resonaba, y su sonido
resultó muy extraño en medio de toda aquella carnicería. Dijo:
—¿Parece acaso que quiera morir? Estaba pensando que podías pedirle a Huw
que usara su honda. Te tiene un miedo muy extraño, probablemente lo haga.
—¿Lo mataría una piedra? —Valerio se detuvo a buscar un guijarro y lo arrojó
cerca de Longino. El caballo-cuervo avanzó la cabeza hacia él, con las orejas planas y
la boca abierta. Ignoró la piedrecilla. Acercándose un paso, Valerio dijo—: Es posible
que funcionase, pero Huw es demasiado blando para hacerlo. Pasaría el resto de su
vida reviviendo el día en que mató a la montura de guerra más excepcional que jamás
haya pisado la tierra. No le pediría eso a ningún hombre. Se canta sobre ese caballo
como se cantó sobre Granizo. Lo sé. He oído las canciones.
Madb dijo:
—Sí, yo también. Dicen que es maligno.
Ella le estaba probando, igual que él la había probado en batalla. Sus ojos de
grajilla le contemplaban, muy brillantes. Valerio meneó la cabeza.
—No. Lo que dicen es que el hombre que lo montaba es maligno.
—¿Y tienen razón?
—No lo sé. Has pasado toda la tarde de la batalla salvándole la vida —Valerio
apartó su mirada del caballo—. ¿No sabías quién era yo?
Él la miró bien por primera vez desde el final del combate. La mujer tenía un
hematoma en un lado del rostro, donde le había dado el borde de un escudo. Se
pondría negro por la noche y le dejaría su marca oscura durante un mes. Tenía
también la muñeca izquierda muy hinchada, como si tuviera un esguince, y
necesitaría que se la vendasen pronto para que no se pusiera tiesa. Estaba montada en
su caballo como si todas esas cosas fuesen normales para ella, y le miraba
pensativamente.
—Por supuesto que lo sabía. ¿Cómo no iba a saberlo? No necesitas llevar un
perro rojo pintado sobre un fondo gris para demostrar quién eres, está grabado en
todas las partes de tu ser. «Valerio de los icenos». El hombre que lucha por los dos

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bandos, y que no quiere a nadie. Pero parece que sí que quiere a alguien de un lado,
después de todo. ¿Lo sabía él acaso?
—¿Longino? En tiempos, quizá. Ahora no.
—Entonces será mejor que vayas a decírselo antes de que Braint decida que
cuatro docenas de vidas tracias no son una presa suficiente, y quiera una cabeza en
una pica para demostrar a Roma qué destino le aguarda —Madb frunció los labios,
valorando el hecho—. Ya te he visto demostrar tu habilidad en la monta del guerrero
de una forma muy bonita, esta misma tarde. Y es muy fácil con un caballo bien
dispuesto, pero mucho más difícil con uno que intenta matarte. ¿Crees que podrías
hacerlo ahora si atraigo la atención del animal?
—Podríamos averiguarlo.
Era la única oportunidad real que tenía, y Valerio había estado trabajando
exactamente en ese sentido desde el final del combate. Hablándolo abiertamente,
resultaba mucho más duro pensar en ello. Tenía las palmas húmedas. Se las secó
frotándolas en su túnica.
El caballo-cuervo notó que su atención se concentraba y se volvió de lleno hacia
él. Sus flancos se movían y sus ollares se ensanchaban, muy rojos, husmeando el aire.
La cola daba bandazos violentamente, como la de un gato salvaje. Sus ojos estaban
bordeados de rojo por el polvo, la ira y el odio al verse atrapado. Más que cualquier
otro ser viviente, comprendía los altibajos de la batalla. Nunca, mientras lo montaba
Valerio, había estado en el lado de los perdedores excepto en el caso poco importante
de alguna escaramuza, y nunca en toda su vida había sido hecho prisionero.
Valerio no creía que hubiese maldad en él, solo que lo odiaba. Quería pensar que
también había odiado a Longino con la misma intensidad, y que, por tanto, habría
protegido a Valerio con la misma intensidad si alguna vez hubiese caído en la batalla.
Empezó a hablarle en el lenguaje de los antepasados, el que había usado al principio,
cuando el animal y él se acababan de conocer, cuando realizó la monta del guerrero
por primera vez frente a una multitud circense sedienta de sangre, con el potro recién
domado que había llevado para hacer trueques y el niño esclavo, intentando escapar.
Entonces le encantaba aquel animal, y pensaba que el caballo llegaría a amarle. Había
pasado la mitad de su vida esperando que ocurriese tal cosa.
Arrojó otro guijarro y el caballo lo ignoró por completo. Entonces arrojó un
puñado entero hacia el cuerpo caído de Longino, y vio con toda seguridad un
estremecimiento. Valerio envolvió toda su esperanza en torno a esa certeza y, con
toda su atención, partícula a partícula, concentrada en el animal que buscaba su vida,
se fue acercando, murmurando palabras de canciones de cuna en la lengua de los
antepasados. A mitad de camino dijo en hibernio:
—Necesitaría volverme hacia la derecha y dar un paso adelante.
Madb era algo que se movía en el rabillo de su ojo. Su voz era como una ola del
mar. Decía:
—¿Sabe lo que es una lanza?

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—Cuando lo montaba yo, lo sabía.
—Bien. Entonces, caballo de todos los odios, ahora veremos si eres todo lo que
cuentan de ti…
El confuso movimiento de ella se entretejió con el giro y el relincho del caballo-
cuervo, que se retorcía sobre sí mismo hacia el nuevo peligro…, y con él atrajo a
Valerio, como un viento que levanta las hojas. Absorbido por su poder, atraído por el
imán de su atención, saltó hacia adelante y hacia arriba en busca del arzón de la silla,
saltó hacia arriba mientras el caballo subía, girando al mismo tiempo, y acabó por
aterrizar de lleno en la silla, buscando ya las riendas con las manos.
El caballo-cuervo lo notó y supo que le habían engañado. Olvidando a Madb, se
sumió en un torbellino de relinchos, reculadas y frenéticos corcoveos. El primer día
que lo montó, Valerio vio a un hombre casi perder la vida ante su rabia. Ahora era
mayor, estaba más maliciado y tenía más práctica en tirar a sus jinetes. Notó que los
músculos abultados que tenía debajo explotaban en acción pura, notó que su cuerpo
se dislocaba y sus dientes entrechocaban y que la sangre salía a borbotones de su
lengua, y supo que si realmente lo intentaba, aquel animal podía destrozarle y
convertirle en papilla.
El caballo notó lo mismo, y supo qué hacer. Bajó al suelo y hubo un momento de
tranquilidad, mientras el animal se iba concentrando. Valerio pensó que iba a
corcovear y se agarró a la crin para sujetarse bien. Entonces notó que los cuartos
traseros se preparaban y pensó que iba a desbocarse, y luego el suelo se apartó y el
cielo se inclinó mucho, y el caballo se elevó tanto como para tocar las nubes, lo
bastante alto para echarse hacia atrás y aplastar al hombre que llevaba en el lomo,
aunque se rompiera su propia espina dorsal en el intento.
Relinchó como había relinchado a Braint, de modo que el sonido perforó el cielo
y Valerio, sabiendo que estaba a punto de morir, chilló también, dejando escapar la
frustración, el júbilo, el dolor y la devastación de toda una vida, que ninguna muerte
en combate, ni ningún profundo sueño de los dioses podría agostar nunca.
El cielo no cayó. El caballo no volcó, matándolos a ambos. Las aves de Briga,
volando en círculos, graznaron tres veces y volaron hacia el oeste, y no se llevaron el
alma de nadie, ni hombre ni caballo.
El caballo-cuervo volvió a bajar hasta la posición erguida en el suelo, sacudiendo
la cabeza, y Valerio, ensordecido, se quedó montado, respirando con intensidad una y
otra vez el afilado aire de la montaña, mientras las lágrimas le abrasaban el rostro y se
le acumulaban en el hueco de la clavícula, sin saber por qué las estaba derramando.
Fue consciente, poco a poco, de que otros estaban cerca. Madb se encontraba
frente a él, con la lanza sujeta en un claro saludo. Braint estaba a su lado, con los ojos
llenos de furia, silenciosa, y Nydd y Huw y el herrero y otros cuyos nombres había
conocido en tiempos y quizá pudiese conocer de nuevo, pero que por ahora no podía
recordar.
Dijo a Madb:

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—¿Vive Longino todavía?
—Por supuesto. ¿No lo sabrías acaso si estuviera muerto?
—Pensaba que quizás estaba llorando por él.
—¿Ah, sí? Entonces eres más idiota de lo que yo pensaba. Está vivo y despierto y
con los ojos abiertos. Baja de tu maldito caballo endemoniado y habla con él. Y
cuando hayáis acabado, puedes hablar también con los que luchaban por ti y no
contra ti. Tenías razón; todo esto era una distracción. Mona está sufriendo un ataque y
Tethis custodia los estrechos con tres mil hombres contra cuatro veces más ese
número. Solo el agua y la voluntad de los dioses aparta a Roma de la isla. Y ninguna
de las dos durará siempre.

Algún tiempo después, Longino Sdapeze, antiguo decurión del Ala Prima Thracum,
se despertó con un dolor de cabeza retumbante.
Al final, cuando quedó claro que no iba a morir, se palpó y abrió los ojos. El toldo
que cubría una carreta se agitaba suavemente por encima de su cabeza, iluminado por
el cielo del amanecer. Un perro de guerra pinto yacía a su lado, vigilándole, pacífico.
Un hombre esbelto, con el pelo oscuro, estaba sentado en el asiento delantero del
carro, bloqueándole la mayor parte de la luz.
Longino se quedó echado un rato, estudiando el aspecto familiar y obstinado de
aquella espalda, de modo que supo en qué momento se había percibido su escrutinio.
Pensó en incorporarse para hacer al menos una de las preguntas acuciantes que le
rebotaban entre los muros de la cabeza, pero el perro le miró hasta que se lo pensó
mejor.
Durmió un rato, luego comió, vomitó y bebió agua y se volvió a dormir. Cuando
se despertó estaba oscuro y el perro había desaparecido. El balanceo del carro era el
balanceo de una cuna, y resultaba muy difícil permanecer despierto. Esforzándose por
sentarse, Longino fue a tocar el hombro de aquél que le había salvado la vida.
—¿Adonde vamos?
—Al este.
—¿Por qué?
—Porque el cerebro se te ha vuelto leche en la cabeza, y no podrás sentarte a
lomos de un caballo hasta que cuaje de nuevo y se convierta en el caldo con el que
naciste.
Su cerebro se volvió leche entonces y le hizo dormir de nuevo, ineludiblemente,
de modo que ya estaban a mitad de la noche cuando se dio cuenta de que no había
recibido ninguna respuesta. El perro estaba echado con él, manteniéndole caliente.
Al amanecer, como no se habían detenido aún, preguntó:
—Valerio, ¿dónde está tu caballo?
—¿Quién crees que te está llevando hacia delante?
Longino se rio y le dolió, de modo que se detuvo.

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—¿Haces que el caballo-cuervo tire de un carro? ¡Valerio! ¿Estás completamente
loco?
—Lo hace muy bien. Y tengo el ruano y tu yegua también. Dos tiran mientras el
otro va andando detrás. En cualquier caso, no podía dejarlo. Braint habría intentado
montarlo y la habría matado, cosa que no habría estado nada bien. La necesitamos
para que dirija a los guerreros en defensa de Mona.
Ya despejado, Longino dijo:
—Tus guerreros no pueden ganar. Suetonio Paulino puede ser un gobernador
bastante malo, pero como general es excelente. No habría atacado si existiese la
menor oportunidad de que pudiese perder.
—Al final conquistará Mona —accedió Valerio—. No será este mes, ni el que
viene, posiblemente; los siluros y los ordovicos se han aliado y le están atacando
desde la retaguardia, de modo que no puede arrojar toda su fuerza hacia los estrechos,
pero aun así, tienes razón. Conquistará la isla a mediados de verano, a más tardar. Sin
embargo, no entrará en ella sobre la carne y la sangre de los que habían vivido allí.
Lo que importa es la gente; los ancianos que ostentan la sabiduría, y los niños que
pueden aprenderla. Allá donde estén se encontrará Mona, y a ellos se les puede
salvar. Lo único que necesitamos es tiempo. Braint y sus guerreros están comprando
ese tiempo con su carne y su sangre.
Longino contemplaba su rostro. Conocía a Valerio más que cualquier otro
hombre, posiblemente, mejor que el propio Valerio a sí mismo. Al final, compasivo,
dijo:
—¿Y tú no quieres estar con los guerreros de Mona mientras montan sus
defensas?
Valerio miró un momento a su perro y luego a los caballos que tiraban del carro y
el camino que tenían por delante. El suave ritmo de las pisadas podría haber acunado
a Longino hasta dormirse, pero aquella respuesta importaba demasiado a ambos para
ello. Al final dijo:
—Yo quiero estar con ellos más de lo que podría expresar.
Longino se impulsó hacia delante, luchando contra la náusea y la resistencia de su
amigo, y se sentó en el banco donde había estado el perro. El caballo-cuervo era el
que tiraba del carro, realmente, cosa que indicaba al menos la desesperada necesidad
de avanzar por parte de su jinete.
—Bueno, déjame que te lo vuelva a preguntar. ¿Por qué vamos hacia el este?
Valerio suspiró y se pellizcó el puente de la nariz como solía hacer Corvo cuando
le presionaban más allá de todo lo soportable. Sin mirar a su lado, dijo:
—Voy allí porque Luain macCalma, el hombre que dice ser mi padre y que es el
Anciano de Mona, ha ordenado que lleve noticias a mi hermana de que sería para el
mayor beneficio de los dioses y su pueblo si las tribus del este se alzaran en revuelta
mientras se está llevando a cabo el asalto de Mona. He jurado obedecer sus deseos o

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morir en el intento. Tú vas allí porque voy yo, y porque no estoy preparado todavía
para dejarte atrás.
Estaban lo bastante cerca para que cada uno notase la calidez del otro y fuera
consciente de ella. La carreta se tambaleaba y avanzaba de nuevo; ambos habían
montado al caballo-cuervo y éste sabía lo que les movía. Al cabo de un largo rato,
Longino dijo:
—¿Y moriremos en el intento?
Al fin Valerio volvió el rostro hacia él. Sorprendentemente, sus ojos estaban en
paz, y tenían espacio para su antiguo y seco humor.
—Yo, quizá sí. Tú no, a menos que acabe por fallar todo lo que he hecho y lo que
puedo hacer. Tú mantuviste a salvo al caballo-cuervo por mí. Hacer que te maten
sería una recompensa bastante mala.

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XXXII

La lápida fue entregada temprano, antes de la primera luz. Un esclavo despertó por la
noche al factor de casa del prefecto y, adormilado e irritable, éste ordenó que la
dejaran en el enclave espartano del despacho de su amo.
Quinto Valerio Corvo, prefecto del Ala Quinta Gallorum y comandante en
funciones de Camulodunum, la encontró poco después de amanecer cuando fue a
trabajar entre sus papeles, buscando una hora de paz antes de que las exasperantes
trivialidades del gobierno colonial impusiesen su peaje.
Oyó a la guardia que llamaba dos veces antes de pensar en inspeccionar la piedra
que tan recientemente había encargado. Todavía la estaba examinando una hora
después, cuando llegó su primer visitante.
—¿Qué piensas de esto?
Limpia, definida e insidiosa, la piedra se apoyaba contra el muro más alejado. La
arpillera colgaba por encima de uno de los bordes; la habitual pulcritud del prefecto
le había abandonado por aquella vez.
Corvo hablaba alejandrino, por privacidad y por cortesía hacia su huésped y
amigo, el físico Teófilo, antes de Roma, de los germanos, de Atenas y de Cos, y ahora
de Britania. Teófilo había visto demasiadas lápidas últimamente para encontrarla tan
absorbente, y su vista ya no era tan buena como antes. Pero aun así, para complacer a
su amigo, se inclinó a examinarla.
Al cabo de un rato se volvió a incorporar.
—Es… sorprendente. ¿Qué quieres que piense de esto?
—Que Longino apreciaría mucho el humor, que cuadra muy bien con el hombre
al que conocimos y que le servirá muy bien en la muerte, como él sirvió bien en vida.
Teófilo asintió, sabiamente.
—Entonces, por tu bien, así como por el suyo, eso es lo que pensaré —se agachó
más aún y leyó las líneas inscritas en la piedra—: «Longino Sdapeze, hijo de Matyco,
duplicario del primer escuadrón del Ala Prima Thracum», etcétera, etcétera. «Sus
herederos han erigido esto de acuerdo con su testamento». ¿Ah, sí? —levantó la vista
—. No sabía que tú fueses uno de sus herederos. ¿Quién era el otro?
Corvo se pellizcó el puente de la nariz.
—Valerio. ¿Quién si no?
—Claro —los ojos del físico eran acuosos y amables, y lo bastante agudos
todavía para ver los huecos en el alma de otro hombre. Con gentileza dijo—: De
modo que, en realidad, tú eres su único heredero. ¿Dejó nuestro amigo al irse algo de
valor?

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—El oro suficiente para que hicieran esa monstruosidad…, él eligió al
picapedrero, de modo que suponemos que sabía lo que se avecinaba, que es más de lo
que sabía yo…, y un determinado caballo ruano, si es que le sobrevivió y si podemos
encontrarlo entre el desastre de la guerra del gobernador, cuando finalmente vaya
hacia el oeste para unirme a él, y si, habiendo encontrado al animal, puedo acercarme
a él, y después de conseguir todas esas cosas, soy lo bastante estúpido o descuidado
como para intentar montarlo.
Teófilo se enderezó entre crujidos artríticos de rodillas, y se puso de pie detrás del
prefecto, masajeando sus hombros con unos dedos huesudos. Los músculos se
suavizaron, pero no lo suficiente para disminuir el dolor de cabeza que empezaba a
agudizarse debajo de sus ojos. Dijo:
—Como físico tuyo, te recomiendo encarecidamente que uses el hacha con ese
caballo en cuanto le eches los ojos encima, pero no espero que lo hagas. ¿Debo
interpretar que vas a irte pronto al oeste?
—Muy pronto —Corvo estiró el cuello—. Ahora que la nieve está clareando ya,
se me ha ordenado que tome tres cohortes de nuevos reclutas y lleve mi ala de
caballería al oeste «con toda la presteza posible». Supongo que la guerra no está
evolucionando a la entera satisfacción del gobernador. Deberíamos habernos seguido
entrenando un mes más aquí. Pero tal como están las cosas, me iré pasado mañana al
amanecer si el tiempo lo permite.
—¿Están preparados?
—¿Los hombres? No, pero están tan preparados como podría estarlo alguien que
no haya visto nunca un hombre muerto y con los genitales arrancados y metidos entre
los dientes y las marcas de muerte de Mona en la frente y el pecho —Corvo sonrió
brutalmente—. El gobernador necesita ayuda y nosotros somos todo lo que tiene. Al
final ganará, pero perderá más que Longino. Nuestro picapedrero trinovante, mientras
tanto, se ocupa de hacer lápidas de sorprendente vivacidad, aunque de un gusto
limitado. Si miras atentamente el regalito de esta mañana, verás que el nativo
acobardado bajo las patas del caballo de Longino está en posesión de un falo en plena
erección.
—Y la sonrisa de un hombre que no está excesivamente acobardado, que
digamos. Gracias. Preferiría no darme cuenta de esos detalles. El caballo, sin
embargo, es bueno; se pueden decir muchas cosas malas de ellos, pero la verdad es
que tienen buen ojo para los caballos —Teófilo dejó caer la cubierta de nuevo sobre
la piedra—. Necesitas aire fresco. Vayamos…, ah, no —inclinó la cabeza en
dirección al alboroto que se oía en la puerta—. ¿Será el procurador?
El rostro de Corvo adoptó el aire cansado de un hombre que sufre asedio.
—¿Y quién si no, armando tanto escándalo a estas horas de la mañana? ¿Te
quedas? Podría necesitar un testigo si lo mato, para decir que me vi obligado a
hacerlo por temor a perder la cordura.
—Con mucho gusto.

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Teófilo se dispuso a esperar. En su opinión, Deciano Catón, procurador de toda
Britania, era un chupatintas y un usurero que no habría merecido una segunda mirada
si el emperador no le hubiese elegido para convertirle en el segundo hombre más
poderoso de toda Britania. Solo el gobernador tenía poderes de veto absoluto sobre
las acciones del procurador, y aun así, éstos se usaban con mucha discreción. Cada
uno de esos dos, gobernador y procurador, tenía órdenes de domeñar Britania o morir
en el intento, y ninguno de los dos hombres estaba dispuesto a que se dijese después,
en el senado, que el otro había entorpecido sus esfuerzos.
Durante un tiempo Teófilo encontró divertido contemplar al gobernador, líder de
ejércitos y sojuzgador de naciones, protegiéndose contra un sencillo contable, como
si aquel venenoso hombrecillo fuese un senador de camino hacia el trono imperial.
Ver a Corvo obligado a retirarse cada vez más hostigado por un hombre que debería
haberse ahogado en el fluido natal de su madre y así evitado al mundo su presencia
no resultaba nada divertido.
El físico salió de su abstraída contemplación de los mosaicos de la pared y oyó el
final de una frase:
—… plenamente consciente de la desgraciada desaparición del mercader Filo. Sin
embargo, hasta que le encontremos vivo o demos con su cuerpo, resulta imposible
decir cómo murió.
—Fue asesinado por Prasutago y sus bárbaros asquerosos —dijo el procurador
con la fuerza áspera y susurrante de alguien que ha tosido demasiado en las primeras
épocas de su vida.
Corvo se inclinaba sobre su escritorio, mirando hacia abajo, a sus dedos blancos y
extendidos.
—Procurador Catón, el rey Prasutago fue leal desde el primer momento en que el
divino Claudio puso el pie en esta provincia. Escoltó personalmente la cabalgata real
a Camulodunum. En cualquier caso, además, los icenos fueron desarmados por la
fuerza hace más de una década. Creo que es muy improbable que ni siquiera su rey
pueda impulsarlos a atacar a un grupo de esclavistas armados.
—¿Ah, no? —los ojos del procurador se abrieron mucho—. Entonces eres un
idiota mayor de lo que yo creía. Si no hubiese tenido una escolta armada, yo habría
muerto diez veces ya en el primer mes que pasé aquí. A todas partes adonde iba,
levantaban sus «cuchillos de desollar» y palpaban las hojas, a ver si estaban lo
bastante afiladas para matar a un hombre.
—Estoy seguro de que lo hacían en cualquier lugar al que ibas tú —dijo Teófilo,
en alejandrino, mirando hacia la estatuilla de Horus de bronce que había en el estante
pequeño encima del brasero, como si comentase algo sobre su factura. Vio que un
músculo de la mejilla de Corvo temblaba un poco y sonrió levemente.
Con una cierta sorna, Corvo dijo:
—Estoy completamente de acuerdo, procurador. La paz aquí es algo muy frágil,
en el mejor de los casos. No podemos empezar a destruir pueblos enteros sin recurrir

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a la ley debidamente. El emperador no me dará las gracias por prender fuego a la
yesca del este, solo porque un hombre fue destrozado por un oso.
—No fue destrozado por ningún oso.
—Eso es lo que tú dices. Pero si deseas que actúe, tendrás que encontrar no solo
el cuerpo de Filo, sino también pruebas indudables de que murió a manos de algún
humano.
—Por supuesto —el procurador sonrió al prefecto y su amigo, el físico griego. Su
voz se deslizó por encima de ambos—: Prefecto, ¿quieres venir afuera, por favor? ¿Y
tú, físico? Creo que tus conocimientos nos proporcionarán la prueba que necesita el
prefecto.
Tendrían que haber supuesto lo que se avecinaba. Quizá Corvo lo hubiese hecho,
pero no podía hacer absolutamente nada para evitarlo.
Fuera, una carreta de bueyes desenganchada esperaba en medio del deshielo
matutino, protegida contra los ojos curiosos. Olía, de una forma no desagradable, a
tierra, a hielo fundido y un poco a orina de perro, como si un can callejero que pasaba
hubiese marcado las ruedas. Una centuria de hombres armados estaban de pie detrás,
en orden militar: los mercenarios veteranos del procurador.
El procurador subió a los radios de la rueda con sorprendente agilidad y se asomó
por encima del borde del carro, con la ventaja de la altura. Miró hacia abajo, a Corvo,
con el rostro pétreo.
—Recordarás que el mercader Filo y dos de los más cercanos a él llevaban
siempre la insignia del pez que saltaba. ¿Es correcto eso?
—Sí.
Corvo era oficial de la caballería. Había luchado contra hombres mejores que
aquél y los había matado. Teófilo le vio apartar su dolor de cabeza, que por entonces
debía de ser bastante intenso, y esbozar una sonrisa inquisitiva.
—¿Has localizado su insignia? —preguntó.
—No la que pertenecía a Filo, pues era de plata y tenía algún valor. Pero tenemos
otras dos de cobre y hierro, que sin duda se dejaron los saqueadores. Se encontraron
junto a los restos de los mercenarios que servían a Filo y que murieron intentando
salvar su vida. No hemos podido traerlos a todos, pero hemos registrado a cada uno,
bajo declaración jurada de mis hombres.
Un legionario retirado a quien Teófilo recordaba como absolutamente incapaz de
dirigir a ningún grupo de hombres armados dio un paso adelante entre un estrépito de
cotas de malla bien pulidas, saludó y, sin que se le requiriera ni pedir permiso para
ello, dijo:
—Se encontraron cuarenta y tres cuerpos. Una docena de nativos, veintisiete
mercenarios, cuatro no identificados en…
La sonrisa de Corvo adquirió el filo que cualquier hombre que había servido a sus
órdenes debía reconocer. El legionario tartamudeó y se calló. El movimiento de
cabeza que hizo Corvo resultó terriblemente frío.

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—Gracias, Drisco, ya nos imaginamos el resto —hablando por encima de la
cabeza del hombre dijo—: Procurador, ¿has traído los cuerpos?
—Por supuesto. No podía esperar que aceptases mi simple palabra para algo de
esta magnitud.
Al procurador le gustaba mucho el teatro, y sus hombres habían recibido
entrenamiento hasta el punto de automatizarlo todo. Él bajó de la rueda tan
limpiamente como había subido. A una señal suya, Drisco se adelantó y levantó un
extremo de la lona. Tres más fueron a ayudarle. El descubrimiento de la carreta se
consiguió con una sola maniobra limpia. Los hombres del procurador, eso había que
asumirlo, estaban tan bien disciplinados como cualquiera que sirviese en las legiones,
si no más.
Teófilo había pasado bastante tiempo de su carrera contemplando a hombres
como Drisco descubrir carretadas de muertos. Esperaba, fatigado, que la oleada de
hedor le alcanzase de lleno, y seguía esperando, y al final se dio cuenta de que ya
había ocurrido y podía relajarse, porque el invierno y los animales carroñeros habían
suavizado el hedor hasta convertirlo en algo mohoso y dulce, y casi agradable.
Se inclinó por encima del borde para ver mejor. Unos huesos amarillentos y
fragmentos de calaveras yacían desparejados, como en un juego de niños, formando
una maraña de ligamentos y resecos pellejos humanos. Harapos de tela sobresalían
aquí y allá donde los nativos, los animales invernales y los pájaros primaverales no
habían encontrado mejor uso para ellos. Encima de todo, colocados ostentosamente
sobre la curva de un costillar bien limpio, se encontraban dos salmones saltarines,
llenos de óxido y verdín, de modo que solo resaltaban los ojos enjoyados.
Tal y como se pretendía, atrajeron al momento la atención de Teófilo, de modo
que le costó un momento mirar más allá y ver lo que más importaba. Levantó la vista.
Corvo captó su mirada y meneó la cabeza, de modo que el físico cerró la boca y no
dijo lo que estaba a punto de decir, esperando un momento mejor.
El procurador estaba de pie junto a ambos. Su aliento olía a marisco antiguo, un
olor mucho peor que el de los muertos despojados por el invierno. Con el aire de
alguien que está dando lecciones a unos niños, dijo:
—Creo que éste —y tocó con la punta de un cuchillo enfundado un cuerpo— era
Filo. Su broche de pez ha desaparecido, pero al esqueleto le falta el dedo meñique de
la mano izquierda, y tiene una fractura ya curada en el tobillo, igual que él, Y en
cuanto al resto, observaréis que los cuerpos están desnudos. Y lo más importante de
todo: no se ha encontrado ni cota de malla ni arma alguna en el claro —sonrió. Sus
hombres también sonrieron, cómplices. Habían oído antes aquel mismo discurso, más
de una vez—. Mi experiencia me dice que los osos raramente hacen el esfuerzo de
desnudar a sus presas. Los insurgentes nativos, en cambio, lo hacen siempre.
Corvo no sonrió. Distraído, dijo:
—Y también los bandidos y ladrones. Teófilo, necesitaré detalles de cómo
murieron esos hombres, al menos en lo que se pueda deducir por sus huesos —había

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subido a la parte trasera del carro, para estudiar mejor su contenido. Al hacerlo, había
recuperado la ventaja de la altura—. Procurador, hasta que tengamos un inventario
completo de los cuerpos, incluyendo el modo de su muerte y la identificación que
podamos…
—¿Qué otra identificación necesitas? ¿Acaso niegas que ése es Filo?
—… hasta que hayamos identificado plenamente todos los cuerpos que no son
romanos, hasta que hayamos dilucidado la naturaleza de las heridas de los muertos y
hayamos tenido la oportunidad de establecer la identidad de sus asaltantes…
—Prefecto, eso no son más que tonterías. Se sabe que la última persona con quien
estuvo Filo fue Prasutago. Está muerto y sus hombres con él. De acuerdo con las
estimaciones de Drisco, hay al menos dos docenas de juegos de espada, escudo y cota
de malla que no aparecen. Por lo tanto, no solo tenemos un nido de asesinos
enconados en el apestoso vertedero de la aldea del «rey» Prasutago, sino los inicios
de una rebelión. ¿Cómo podría ser de otro modo?
—Porque Prasutago también está muerto.
La lluvia había empezado a caer. El golpeteo sobre las tejas del tejado destruía el
silencio. La sonrisa de Corvo se mantenía estudiadamente neutra.
El procurador parpadeó lentamente, mirándole. Las aletas de su nariz se pusieron
amarillas por la presión de su aliento. Dijo:
—¿Cómo puedes estar seguro?
—No estoy seguro de nada, y por eso he pedido que nuestro físico haga un
inventario, pero no conozco a ningún otro hombre que llevase la banda real de los
icenos en su único brazo —Corvo se apartó un poco—. ¿Teófilo? ¿Puedes confirmar
que el esqueleto que yace debajo del de Filo tiene el brazo derecho amputado por
encima del codo y le fue amputado al principio de la edad adulta, y que hasta muy
recientemente algo con unas piezas de bronce o cobre se encontraba entre los restos
del brazo izquierdo?
Un milagro permitió a Teófilo mantener la cara seria. Murmuró:
—Bien hecho —en alejandrino, y luego se inclinó hacia delante y pasó un dedo
por las manchas verdes de cobre en el antebrazo del esqueleto de Tago, y luego de
nuevo por las costillas, contra las cuales había descansado aquel brazo. Hasta los que
estaban más lejos, en la multitud, vieron sus dedos manchados de verde cuando él
levantó la mano.
—Quitaron el brazalete después de la última lluvia —dijo—, o sea, ayer. La
artesanía nativa de esa calidad valdría una pequeña fortuna en Roma. Supongo que
uno de los hombres del procurador lo mantendrá bien guardado y a salvo, cosa que
sería muy sabia; podía haberse caído con toda facilidad de la carreta. ¿Procurador?
El procurador le habría matado de buen grado. Al no poder hacerlo, ciertamente,
estaba a punto de matar al hombre que había quitado el brazalete. La amenaza de los
azotes se cernía en el aire, muy presente, y a unos cuantos hombres del séquito del
procurador se les vio de pronto con un aspecto muy desolado.

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Corvo se aclaró la garganta.
—Gracias, Teófilo. Creo que deberíamos…
Por cuarta vez aquella mañana el prefecto se vio interrumpido; pero no por el
procurador aquella vez, sino por el sonido de caballos que se acercaban a toda
velocidad.
La mañana era tranquila, y el estrépito de muchos caballos llegaba de forma clara
desde las puertas orientales. Cuando se abrieron éstas, los que llegaban habían
formado ya un bloque ordenado, flanqueado a ambos lados por los oficiales de las
puertas, que formaban una escolta que era a la vez una guardia de honor y una partida
de arresto.
Cabalgaban reposadamente por la via pretoria, tan comedidos como una
delegación de Roma. Los caballos de los guardias estaban intranquilos, y se movían a
los lados bajo unas manos que los sujetaban con excesiva firmeza, y unos hombres
que no estaban demasiado seguros de su posición. Los nueve recién llegados a los
que escoltaban eran jóvenes nativos, montados en caballos castrados castaños de
idéntica estampa, y vestidos de forma similar, con unos mantos cortos de cabalgada
de color azul iceno, con elaborados dibujos en dobladillos y cuello. Todos llevaban
ornamentos de dientes de oso entretejidos en el cabello de las sienes y un broche de
oro sujeto en el hombro, con la forma del caballo al galope de los icenos.
El más alto de ellos iba cabalgando en el centro. Su cabello era del color dorado
del grano en verano, y sus ojos ambarinos, y llevaba un brazalete real que hacía
juego, y quizás excedía, incluso, la magnificencia de aquél que había adornado antes
el brazo de Prasutago, rey muerto de los icenos.
Teófilo vio que el procurador calculaba mentalmente el valor de aquel brazalete, y
de los broches que llevaban los otros ocho jinetes, y de los caballos que montaban, y
estuvo a punto de adelantarse para intervenir en lo que podía haber sido un desastre
diplomático cuando Corvo le cogió por el brazo y, en alejandrino, murmuró:
—No. Ya lo sabe. Mira.
Y Teófilo miró y vio, con creciente deleite, cómo el joven guerrero se apartaba de
su guardia y su séquito y ponía el caballo al galope, encaminándose directamente
hacia el procurador.
Los guardias eran lentos y solo tuvieron tiempo de gritar alarmados, y no de
actuar. Los mercenarios del procurador también fueron sorprendidos y no
consiguieron arrojarse ante su señor e interponer sus cuerpos, como habría sido lo
adecuado. Solo un explorador coritano que se había unido al séquito del procurador
tuvo la presencia de ánimo suficiente para adelantarse, cuchillo en mano, para
enfrentarse al guerrero que venía, y retrocedió de nuevo enseguida cuando el joven
con el manto iceno hizo detenerse al caballo de pronto y saltó de la silla,
arrodillándose ante los pies del segundo hombre más poderoso de toda Britania.
—Deciano Catón, procurador de toda Britania, Breaca de los icenos te envía sus
saludos, ya que por desgracia, después de la muerte de su esposo, y al encontrarse de

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luto, no puede abandonar su hacienda. Pero vengo en su lugar yo, hijo de ambos, para
ofrecerte el regalo de los icenos, y nuestro ruego de que nos ayudes a recuperar el
cuerpo de nuestro rey, que fue asesinado a principios del invierno defendiendo la vida
del comerciante de esclavos Filo, que los dioses los traten a ambos con similar
justicia.
La pronunciación de su discurso fue perfecta, con la cadencia y la claridad de un
heraldo de la corte. A medida que las palabras hacían eco entre las villas de la
primera ciudad de Roma con sus tejados de cobre, fue desprendiéndose el broche que
llevaba en el hombro y dejó caer el manto a sus pies, y tendió entonces el caballo al
galope de oro macizo que valía la mitad del salario anual de cualquier hombre en la
nómina del gobernador. Por debajo iba desnudo hasta la cintura, con unas cicatrices
de guerra o rituales cubriéndole el cuerpo que hicieron estremecer a Teófilo y dejaron
sin habla al procurador.
—El regalo de los icenos —dijo el joven, sonriente—. Con nuestro respeto hacia
tu cargo y nuestro deseo más sincero de que se nos devuelva el cuerpo de nuestro rey
asesinado.

Desnudo hasta la cintura, con las marcas del oso claramente visibles en hombros y
espalda, Cunomar estaba arrodillado en medio del polvo de la calle principal de
Camulodunum y miraba al procurador de toda Britania mientras éste consideraba y
descartaba tres respuestas diferentes a su regalo y a la petición que acompañaba.
El hombre era una verdadera sanguijuela, y un ser despreciable, pero al menos no
era el gobernador, y por eso Cunomar se sentía agradecido. Había practicado el
discurso todo el invierno, hasta que pudo recitarlo en sueños. Coágulos de latín
inundaban sus sueños como cuervos en un campo de batalla, y se sintió
desmesuradamente agradecido cuando llegó el deshielo y con él el momento de
actuar.
No era posible saber de antemano quién estaría al mando de la guarnición de la
ciudad cuando llegase el deshielo, y enfrentados a dos alternativas, la decisión de
arrodillarse ante el procurador había sido tardía, sugerida por el instinto: Corvo no era
tan soberbio y orgulloso como para objetar ante el hecho de que se le pasara por alto,
y el procurador era peligroso, y había que ganárselo, o al menos ligarlo mediante algo
semejante al honor.
Viéndolo en aquel momento, Cunomar comprendió que su intuición había sido la
más adecuada. Antes de que el procurador recuperara la compostura, Corvo se
adelantó y, ofreciéndole la mano a Cunomar, le ayudó a levantarse.
—Bienvenido a Camulodunum, Cunomar, hijo de Breaca y heredero de
Prasutago, rey de los icenos. Lamentamos profundamente la muerte de tu rey, y
ofrecemos nuestras condolencias a tu madre y a tu familia. En nombre del emperador,
te devolveremos el cuerpo de Prasutago en cuanto podamos. Mientras tanto, ha sido

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una cabalgata muy larga, debes de estar cansado. Si quieres traer tu guardia de honor
y unirte a nosotros, podemos ofrecerte la hospitalidad de nuestra ciudad.
Ya estaba hecho, de la manera más limpia. Ningún hombre por muy poderoso que
fuera podía contradecir una oferta hecha en nombre del emperador.
Cunomar inclinó la cabeza, tal como había visto hacer en una ocasión al hijo del
emperador, en Roma.
—Gracias. En nombre de mi pueblo yo…
—No —el procurador había recuperado la voz—. Por supuesto que el cuerpo del
rey debe ser devuelto, pero antes de eso debemos examinar su testamento, que se ha
convertido en ley a su muerte, y se ha desatendido. Se guarda una copia bajo llave en
la residencia del gobernador. Debe ser leída de inmediato para determinar el tamaño
de las propiedades y los nombres de los beneficiarios.
«… el tamaño de las propiedades y los nombres de los beneficiarios». Unos
vientos fantasmales cosquillearon la espalda de Cunomar. A lo largo de todo aquel
invierno, aquello era lo único que desconocían: nadie, ni en el poblado ni fuera de él,
tenía ni idea de cuál era el contenido del testamento de Tago, ni de cómo podría
cumplirse a su muerte.
Ni Corvo tampoco lo sabía, al parecer, aunque leyó los sobreentendidos que había
tras las palabras del procurador tan fácilmente como Cunomar, y le gustaron tan poco
como a éste.
—¿Qué prisa hay, Catón? Si el rey lleva muerto desde principios del invierno,
entonces medio día más no importará, y tenemos un huésped al que hay que honrar y
procurar que se acomode después de su viaje, antes de que escolte a los restos de su
padre hasta su última morada. ¿Quieres que nuestros visitantes piensen que Roma es
incapaz de las más elementales cortesías comunes entre las tribus?
Tan hábilmente como cualquier estratega de guerra, el procurador cerró la trampa
que había colocado y que nadie había previsto.
—Por el contrario, prefecto, estoy haciendo lo mejor para nuestro joven huésped,
y él sin duda me estará agradecido. Si el rey lleva tanto tiempo muerto, entonces
habrá que pagar seis meses de intereses del dinero que se debe al emperador.
¿Privarías acaso a los cofres reales de su deuda? ¿O impondrías al hijo del rey una
carga mayor de la que ya sufre? Si es así, solo tienes que decirlo. Respeto siempre tu
rango.
Era risible. El procurador no respetaba a nadie, desde luego. Cunomar vio que el
prefecto se pellizcaba el puente de la nariz. Le parecía que aquel hombre luchaba
contra un dolor de cabeza monumental.
—No —dijo—. Creo que deberíamos inclinamos en este caso a tu mayor
sabiduría. Los registros deben guardarse bajo sello en el despacho del gobernador. Si
quieres dirigir tú la marcha…

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Había mármol blanco en el suelo del despacho del gobernador, y en las paredes, y
también en el techo. El escritorio en el que se sentaba el escribiente del gobernador
era de mármol negro y las palmatorias que había encima de oro macizo, en forma de
cabeza de elefante, con las velas de sebo colocadas en sus trompas retorcidas.
Cunomar, que había pasado dos meses como prisionero en Roma y había asistido
a una audiencia con el emperador, reconoció aquella ostentación, y su objetivo, que
era impresionar. No era una habitación muy bella, pero el aroma de dinero la
impregnaba toda, hasta tal punto que embotaba los sentidos, de modo que cualquiera
que fuese conducido allí sabría que en aquel lugar se exhibían abiertamente todas las
riquezas de Britania, y eso que aquél era solo el frío y pétreo despacho del
escribiente, la más modesta de las propiedades romanas.
El propio escribiente era el hombre más bajito de la habitación por el ancho de
una mano, pero dominaba todo el espacio como si fuese el dueño y todos los demás
estuviesen a su servicio. Cunomar le observó mientras separaba a los corruptos,
temerosos y simplemente curiosos que se habían ido acumulando allí de aquellos que
tenían o bien la autoridad para insistir o bien una razón irreprochable para entrar en
sus dominios.
Al final quedaron cuatro. El prefecto era el máximo representante del gobernador,
y por tanto no se le podía despedir. El procurador respondía solo ante Nerón, y
posiblemente superaba en rango incluso al prefecto; ciertamente, superaba en rango a
un simple escribiente, por muy elevado que fuese su cargo. Teófilo estaba presente
porque el físico había curado los cálculos biliares del escribiente en invierno, y el
hombre no se veía capaz de echarle.
Solo quedó entonces Cunomar, que era un bárbaro, y por lo tanto no se le habría
permitido nunca el acceso al despacho, y se le habría dejado esperando en la
antecámara con sus guerreros, pero resultaba que era el hijo del difunto rey y tenía
derecho a oír el testamento de su padre. Sonrió al escribiente, que no estaba
acostumbrado a tratar con los nativos en ningún caso, y mucho menos con jóvenes
semidesnudos con ornamentos en el pelo y cicatrices en el cuerpo, que le sonreían y
movían los hombros para que las marcas del animal cobrasen vida
momentáneamente. Se sonrojó profundamente en la base del cuello, y más aún
cuando la sonrisa de Cunomar se amplió, y abandonó su protesta cuidadosamente
estructurada.
Así, cuatro hombres se quedaron de pie como niños descarriados ante el escritorio
de mármol mientras el escribiente buscaba, encontraba y leía el rollo de pergamino
que Prasutago, rey de los icenos por la gracia del emperador, había firmado frente a
testigos el día que murió Eneit.

Una parte de Cunomar vivía para siempre en la cueva de los caledonios donde había
conocido por primera vez a la osa. Allí, echado bajo los cuchillos calientes durante

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tres días, aprendió lo que era dominar su mente y su cuerpo al servicio de los dioses.
Ese conocimiento le sirvió mucho en el helado despacho de mármol del
escribiente del gobernador. Amortiguó sus sentidos y los volvió a afilar de modo que
pudo oler la victoria próxima en el procurador y la cautelosa honradez de Corvo, el
prefecto, y la desesperación más pragmática del físico. Las marcas de oso en sus
hombros ardían como si se las acabasen de hacer, y sus intestinos se movían con la
perspectiva de una batalla que no sabía del todo cómo librar, pero que no podía
perder.
Creyendo que eso era lo mejor, su madre le había mandado a él; y creyendo que
era el mejor, Cunomar había aceptado el regalo de su confianza y acudió. Todavía lo
creía, dependiendo de sus instintos aguzados de oso para que le dijeran cómo actuar
cuando llegase el momento. Lo único que se requería de él mientras tanto era que se
mantuviera presto y que no dejase asomar su miedo. Movió sus hombros adelante y
atrás, para liberar la tensión. El escribiente le miró cuando lo hacía, y los puntos
negros de sus ojos relampaguearon, muy abiertos.
El hombre tragó saliva y, lentamente, como si se dirigiera a un idiota, dijo:
—¿Tú eres el hijo del rey?
Cunomar sonrió solo para ver cómo se sonrojaba el hombre de nuevo, y dijo, en
un latín impecable:
—Soy hijo suyo solo nominalmente. No soy de su sangre.
—Ya lo entiendo. Eso lo explica todo.
En el frío de la mañana primeriza, en una habitación forrada de piedra, el
escribiente sudaba un poco. Su mirada oscilaba desde el procurador al prefecto y de
vuelta otra vez. No estaba claro a quién se le acabaría antes la paciencia, solo que
ninguno de los dos hombres estaba inclinado a seguir esperando más.
Corvo fue el primero en hablar.
—Escribiente, si pudiéramos escuchar los detalles del legado del rey sin ninguna
de las apelaciones a los dioses o al emperador, nos iríamos mucho antes de tu
despacho.
El escribiente dudó, sopesando las necesidades de la ley contra la necesidad más
urgente de librarse de aquellos hombres que habían invadido su despacho. Al final,
dejando caer sus ojos hacia el documento que tenía delante, dijo:
—Dejando a un lado las listas de caballos, oro, tierras y súbditos, está claro que el
rey no hace mención alguna de su hijo en este testamento, tal y como habría sido lo
correcto, sino que por el contrario, deja la mitad de sus posesiones al emperador, que
sea loado por siempre, y la otra mitad…, a sus hijas.
Cunomar no esperaba ser mencionado. Una parte de sí mismo se regocijaba por el
honor hecho a Graine y Cygfa, mientras que el resto planeaba cómo se podrían
reducir las «posesiones» de Tago al mínimo. Demasiado tarde, notó el silencio
triunfal del procurador a un lado y la similar desesperación de Corvo al otro.

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Levantando la vista vio que algo no dicho pero tangible pasaba entre Corvo y
Teófilo, el físico. Ambos se volvieron hacia él y leyó la compasión en sus ojos, y el
deseo de ayudarle sin ser capaces de hacerlo.
Teófilo le dio un ligero codazo. El procurador estaba hablando y Cunomar no lo
había oído.
—¿Perdón? —dijo.
El hombre volvió a hablar con un latín infantil, espaciando mucho las palabras.
—Tus hermanas, las hijas del rey, ¿están casadas?
En el espacio de una frase, ya estaban en combate, tan claramente como si se
hubiesen ensangrentado las espadas. Como los dioses solo amaban la verdad,
Cunomar dijo:
—Los icenos no nos casamos. No vemos el sentido de hacerlo.
Un silencio marmóreo cayó sobre ellos. Una solitaria lágrima de cera cayó desde
una de las velas en sus palmatorias de elefante a la mesa del escribiente. El ruido que
hizo fue menor a la caída de una pluma, pero resonó muy fuerte para todos. Corvo
hizo un gesto de dolor. Teófilo cerró los ojos y se llevó la punta de los dedos a los
labios.
Deciano Catón, procurador de todos los bienes y recursos pertenecientes al
emperador y representante civil de Nerón en la provincia de Britania, se rio
abiertamente.
—Entonces son huérfanas y, por supuesto, deben quedar bajo la custodia del
emperador, que se responsabilizará de la onerosa carga de gestionar sus bienes y
posesiones. Se sentirá muy feliz de encontrarles maridos adecuados en Roma.
Muchos hombres, de eso estoy seguro, se alegrarán de casarse con la hija de un rey
bárbaro, sobre todo si la dote es lo bastante sustanciosa. Una parte de los ingresos de
los icenos persuadirían incluso al más lerdo de los hijos de un senador para que…
¡No! —el procurador dio un paso atrás, golpeándose con la cadera en la mesa del
escribiente. Con voz chillona gritó—: ¿Vas a ejercer violencia ante el prefecto?
—Yo no ejerzo ninguna violencia.
Era cierto; Cunomar no se había movido. Tres días bajo los cuchillos de las osas
de los caledonios le habían mantenido quieto contra todas las fibras de su instinto y la
necesidad ardiente y acuciante de matar que había visto a menudo en su madre, pero
que todavía no había sentido por sí mismo. Que tal cosa hubiese aparecido, aunque
fuese muy brevemente, en sus ojos o en su rostro era muy lamentable. Hizo lo que
pudo por encontrar la tranquilidad en su alma.
En eso tuvo ayuda. Teófilo estaba tras él; notaba la mano del físico en la parte
baja de su espalda y oyó en iceno los suaves murmullos de las invocaciones a Nemain
que se pronunciaban antes de la batalla. Corvo también estaba más cerca que antes,
de modo que su hombro tocó el de Cunomar y su peso le mantuvo firme. El prefecto
dijo:

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—Si hubiese hecho un solo movimiento, le habría arrestado. Pero no se ha
movido.
—Es un bárbaro y no conoce la civilización —el procurador habría muerto en una
batalla; su miedo se transparentaba demasiado abiertamente. Sudando, dijo—: Matan
sin pensar en las consecuencias. Filo es prueba de ello. Las propiedades del
emperador deben ser recuperadas con toda premura o las ocultarán. Prefecto, hay que
hacerlo enseguida, necesitaré apoyo armado.
—Ya lo tienes. Tal y como te cuidaste mucho de mostrarnos antes.
—Una sola centuria de antiguos legionarios no basta.
—Te ruego que lo difieras —Corvo se mostraba heladamente educado—. El hijo
del rey te ha oído vilipendiar a sus hermanas y ha mostrado sin embargo una
contención admirable. Sin embargo, si crees que necesitas más hombres para
acercarte a su madre en su duelo, entonces tendrás que reclutarlos tú. Yo tengo tres
cohortes de hombres a mi mando y órdenes de conducirlos hacia el oeste, en ayuda
del gobernador. Tito Aquilio, primus pilus de la Vigésima legión, se quedará aquí con
una sola centuria a su disposición. Desde luego, jerárquicamente eres superior a él. Si
quieres ordenar que sus tropas te escolten al norte, dejándole sin nadie que administre
los asuntos de Camulodunum, entonces debes hacerlo, desde luego. Le avisaré de que
te exija un memorándum firmado con tu orden frente a testigos, para que, si los
veteranos causan problemas o uno de los nativos se emborracha y no hay forma de
controlarlo, quede claro por qué se le ha dejado impotente para actuar.
Corvo se inclinó hacia el escritorio de mármol y jugueteó con el charquito de
suave cera que había quedado bajo la cabeza del elefante. En iceno, pensativamente,
como si recitase una letanía, dijo:
—Hijo de la Boudica, no puedo hacer nada más. Mantén a salvo el legado de tu
padre. No desperdicies tu vida, como él no lo hizo.
Mirando hacia arriba, dijo en latín más formal:
—Cunomar, lamento la conducta de mis conciudadanos. La oferta de hospitalidad
de nuestra ciudad sigue en pie, para ti y para tu guardia de honor, mientras el
procurador arregla sus asuntos. Creo que deberías viajar al norte con él, y que él
querrá que lo hagas.
—Sí, así es. De hecho, insiste en que el «hijo del rey» y su séquito se mantengan
bajo guardia armada hasta que podamos llevarles de vuelta al lugar de donde
vinieron. Si deseas alimentarles mientras esperan, puedes hacerlo, pero si dejas que se
vaya uno solo de ellos, responderás ante el emperador por ello.
El procurador se abrió camino y se dirigió hacia la puerta. Fuera, Unagh y los
otros siete de la guardia de honor de Cunomar esperaban en el frío espacio de mármol
de la antecámara. Más allá, en la plaza que rodeaba la residencia del gobernador,
ochenta hombres armados al mando del procurador esperaban sus órdenes.
Al dejarle con Corvo y Teófilo en el despacho del escribiente, Cunomar examinó
y luego descartó todas las posibles vías de acción. Cada una de ellas conducía al

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desastre; para sí mismo, para las osas, para su madre, para el ejército que, en aquel
mismo momento, ella estaba reuniendo.
«Mantén a salvo el legado de tu padre. No desperdicies tu vida, como él no lo
hizo». Corvo era un guerrero, igual que Cunomar; había visto los caminos y las
muertes que había al final de cada uno y había intentado, a su manera, evitar la
catástrofe. Pero había fracasado.
Cunomar había contemplado la dignidad con la que su padre se enfrentó a su
muerte en Roma. Cuando los hombres del procurador formaron en línea y ocho de
ellos entraron en el despacho para escoltarle fuera, encontró algo parecido a aquella
dignidad en su interior, de modo que pudo inclinar la cabeza ante Corvo y decirle:
—Gracias. El prefecto siempre ha sido amigo de los icenos. Mi madre te estima
mucho y continuará haciéndolo, ocurra lo que ocurra con nuestro pueblo.

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XXXIII

El dios llegó a Valerio bajo la forma de un toro negro, con la luna sujeta entre sus
cuernos, o quizá como la luna misma, sujetando a un toro en el borde de su hoja en
forma de hoz.
Lo vio a la luz del fuego, de pie junto al borde del campo. Estaba allí cuando se
levantó y fue a averiguar qué era lo que le había hecho salir. El perro caminaba a su
lado, más sólido bajo la luna vieja que bajo la nueva.
El toro era una figura sólida, de carne y hueso, vivo, lleno del poder y la pasión
de la primavera. Paseaba por el seto de espinos y olisqueó la mano de Valerio y
enroscó su larga lengua en torno a su palma, buscando el sabor salado de su sudor.
Él se quedó un rato con él, mientras escuchaba el viento entre los espinos y el
susurro de los dioses, y luego volvió al fuego y despertó a Longino, que rodó a un
lado, soñoliento, y, tal y como había hecho el toro, cogió su muñeca y le besó la
palma de la mano.
—Hueles a res.
—Hay un toro ahí fuera.
—Ah —Longino intentó volverse y no pudo—. ¿Es rojo?
—No, negro. Y es de verdad, pero hemos de marcharnos.
—¿Por qué será que no me sorprende? —ya despierto, Longino se sentó. A lo
largo de diez días de viaje había recuperado gran parte del peso que había perdido
después de la batalla, y las ojeras y la presión del dolor habían desaparecido de sus
ojos. Se sacudió el sueño y bebió de la jarra de agua que Valerio le ofrecía.
Miró por encima del seto al toro, que le devolvió la mirada.
—No sabía que el dios toro todavía te hablaba, después de haber profanado su
santuario.
—No, yo lo restauré. Eso es diferente. Y a lo mejor no es Mitra. Ahora estamos
en territorio iceno. Los antepasados de esta tierra conocían al dios en forma de toro
antes de que las legiones trajesen a su Padre Todopoderoso de Persia. Al menos
puedes ponerte de pie, eso es bueno. ¿Crees que podrás correr?
—Si tengo que hacerlo… Lo que tenía herido era la cabeza, no las piernas.
¿Adonde vamos?
—A encontrar armas para nosotros que no haya hecho Roma. No vamos muy
lejos, pero necesitaremos volver antes del amanecer.
—¿Y por qué no podemos ir a caballo?
—El lugar al que vamos está custodiado. Los caballos no pueden acceder allí.
Longino tembló. Nada humano podía custodiar un lugar contra los caballos y no
contra los hombres.

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—Pero, ¿estamos invitados? —preguntó.
—Eso espero.
Corrieron y luego caminaron y luego corrieron otra vez. La luna subió muy arriba
en el cielo y la noche ya no era joven.
Valerio notaba un temblor bajo las plantas de sus pies, el susurro de Nemain
manifiesto, teñido con unas corrientes subterráneas mucho más antiguas. Lo siguió
hacia delante, dejando que guiara a su razón. Siguiéndole, Longino tropezó con una
raíz de espino. Iba cada vez más lento y estaba claro que sentía dolor.
Valerio se abrió camino entre arbustos de brezo y bayas, con un paisaje abierto
detrás, forjado en plata y negro. Se parecía al aspecto que imaginaba tendrían las
tierras de los muertos, cosa nada buena.
Se detuvo junto a un abedul solitario y esperó.
—Lo siento. No me había dado cuenta de que estaba tan lejos. Podemos
descansar el resto del día, una vez hayamos conseguido las espadas y volvamos al
fuego.
Longino llegó junto a él, respirando fuerte y agarrándose el costado. Sonrió,
tenso:
—No te disculpes. Si vamos a luchar, necesitaré estar en forma —cerró los ojos y
se inclinó hacia atrás, contra el abedul—. ¿Debo interpretar que vamos a luchar?
La atención de Valerio estaba puesta en el perro, que se había adelantado un poco,
siguiendo un camino marcado por otra luna que no era la que ahora iluminaba la
noche. Sin pensarlo mucho, dijo:
—Eso parece. Si necesitamos espadas debe de ser para luchar. No esta noche,
pero pronto —el temblor que notaba bajo sus pies se sentó y se hizo más seguro.
Dejando el abedul, lo siguió hacia delante y hacia la izquierda, entre dos rocas.
La voz de Longino le buscó:
—¿Te han dicho tus dioses de qué lado lucharemos?
—No, todavía no. ¿Y los tuyos?
—Apenas —Longino rio con una risa breve y dolorida, como un ladrido—. Están
demasiado ocupados intentando mantenerme vivo para preocuparse por detalles
menores como de qué lado de una guerra extranjera se me pedirá que luche —siguió
hacia delante, hasta las rocas—. Deberíamos correr de nuevo. La aurora se acerca ya,
y no deseo averiguar lo que puede ocurrir si no volvemos junto al fuego antes de que
se haga de día.
—Creo que hemos llegado. Ven y mira.
De no haberle guiado el perro y el retumbo de los dioses, Valerio nunca habría
encontrado el montículo. Aun encontrándose solo a la distancia de una lanza de la
abertura, no estaba seguro de que fuese allí, solo que oía voces que no estaban en sus
oídos, ni tampoco en su cabeza, sino en los rincones más alejados de su alma.
Estaban furiosas, pero no con él, o quizás es que, sencillamente, se había
acostumbrado tanto a la ira de los muertos que ya resultaba inmune a su poder.

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Inclinó la cabeza intentando oír más allá de la oleada sonora de aquello que se
encontraba justo debajo.
Longino le alcanzó y lo lamentó.
—Dioses, Valerio… —el tracio había olvidado su dolor. Tomó el pomo de la
espada a su costado, que era una buena y sólida hoja romana de la caballería, y no
servía absolutamente para nada contra aquellos que ya estaban muertos. Vio el
túmulo y su abertura—. Es muy pequeña —dijo, débilmente.
A pesar de sí mismo, Valerio se rio.
—Los muertos no necesitan mucho espacio.
—Ni luz. Deberíamos haberlo pensado. ¿Has traído fuego?
—Sí. —Desde que pasó un tiempo en la cueva del dios, Valerio llevaba a todas
partes lo necesario para hacer fuego: yesca, una vela y una pequeña varilla mojada en
una mezcla de resina de pino y grasa de oveja que ardía y mantenía una llama mayor
que la vela. La encendió y la cogió en la mano de la espada, como acto de confianza
—. No te obligaré a venir, pero creo que deberías hacerlo.
—Yo también lo creo —Longino estaba ronco por los nervios—. Iré adonde vaya
la luz. Pero no dejes que se apague.

Longino tenía razón; el túmulo era muy pequeño. Valerio se arrastró a través de una
abertura que ya habría resultado pequeña para un niño, y luego siguió por un túnel
que venía a continuación, a lo largo, hacia una cámara mucho más pequeña de la que
había en el interior del túmulo del sueño de los antepasados en Hibernia.
Su llama de resina de pino parpadeaba entre las rocas y huesos y turba seca. Podía
notar que había otros a su alrededor: Cunomar, el niño mimado; Cygfa, la guerrera
que era Caradoc renacido como mujer y que por eso mismo causaba terror; el propio
padre de Valerio, no Luain macCalma, sino Eburovic, el maestro herrero de los
icenos, a quien había conocido como padre a lo largo de toda su niñez. Y por encima
de todos los demás, más fuerte, más cercana, tan cercana que casi podía tocarla,
estaba Breaca.
Pero ella no estaba allí, no podía estar allí; el espacio en el túmulo no lo permitía.
Sin embargo, había estado, y había dejado allí una parte de su ser. Valerio se esforzó
por mirar las cambiantes sombras de la llama y todo lo que tocaba, la roca, los huesos
antiguos, las cagadas de ratón, y luego, cegadoramente (¿cómo era posible que no las
hubiesen visto al principio?) las cinco espadas que yacían en unos rebordes
recortados en las paredes.
La presión que sentía en la cabeza era asombrosa; ni en el montículo de los
antepasados en Hibernia, ni en la cueva de Mitra en las montañas occidentales había
notado tan cercana la presencia de los muertos, ni su determinación de matar. El suyo
era como un silbido de serpiente que inundaba su mente, destinado a robar su alma y
vaciarle y devolverle así a la noche, para que muriera. Curiosamente, su odio parecía

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impersonal. No odiaban a Valerio por ser quien era, ni por lo que había sido, sino
sencillamente por estar allí, y por haber acudido sin ser invitado.
Pero había sido invitado; eso lo creía, junto con todas las cosas que pensaba que
eran ciertas. Cerrando los ojos buscó el mismo nexo con la luna y la dirección del
toro que llevaba a la luna entre los cuernos y la encontró, y se adelantó para reunirse
con lo que allí había, menos adverso que lo demás.
Lentamente el mundo se hizo de hierro, entretejido y golpeado y tejido de nuevo,
y de bronce fundido y fluido, rojo como la sangre vital, forjado en forma de osa
alimentándose, que se alzaba sobre sus cuartos traseros para mirarle. Hablaba con la
voz de Eburovic, el no-padre de Valerio, que había pasado toda una primavera
haciendo aquella única espada.
«Tómala, la espada de mi alma. Mantenla a salvo. Sabrás lo que haya que hacer y
cuándo hacerlo».
A través de todos los años de acoso que había sufrido, entre las incontables
provocaciones de los muertos, Eburovic nunca había odiado a su hijo, ni le había
deseado mal alguno. Valerio le preguntó:
—¿Por qué ahora?
Pero no oyó nada.
—No deberíamos estar aquí —dijo Longino, susurrando. Su voz se perdió entre el
estruendo de los muertos.
«Hijo mío, levanta la osa de la piedra. Es tuya por derecho».
—Tú no eres mi padre —y era cierto. ¿Cuándo había llegado a saberlo con toda
certeza? En algún momento en Mona, cuando otro soñador le había confundido con
el Anciano y luego se había disculpado—. El que me engendró fue Luain macCalma.
«Sin embargo, yo te doy la espada que hice para que la uses y la guardes hasta
que yo te pida que renuncies a ella».
—¿Y los demás? De las cinco espadas, no todas fueron hechas por ti.
«No, pero aun así son buenas. Cógelas. En la guerra que se avecina, las
necesitaréis. Quedan ya muy pocos que puedan defender la voluntad de los muertos».
—Valerio, deberíamos… —Longino, que estaba vivo, era menos tangible que los
muertos.
El fantasma era el centro del mundo, todopoderoso y omnisciente, como le había
parecido Eburovic a Bán, el niño que luego creció y se convirtió en Valerio. Hizo el
saludo de un guerrero a otro, y luego de un guerrero al soñador. Formó con su mano
izquierda la luna creciente de Nemain, que podían ser también los cuernos de un toro.
«Por favor», hablaba con gran seriedad. «Como aquél que fue tu padre en todo
excepto en la sangre, te lo pido. De ello dependen más vidas aparte de la tuya».
Ningún fantasma le había rogado jamás a Valerio. Le habían amenazado,
abucheado, prometido la muerte y una eternidad de venganzas en las tierras más allá
de la vida, pero nunca ninguno de ellos le había pedido un favor.

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La novedad que eso representaba le conmocionó, y la súbita claridad, como la de
una niebla que se retira con el amanecer; por una vez en la vida, entendía
exactamente lo que debía hacer…, y podía hacerlo.
Dijo:
—Longino, si confías en mí, ayúdame a llevar estas espadas. Elige la que más te
guste, excepto ésta, y guárdatela. El resto las guardaremos en nuestros fardos. Hazlo
ahora sin pensar. O si debes pensar en algo, piensa en el caballo-cuervo y en la
sensación que producía montarlo, y no en las sombras que podrían llevarte a la ruina.
Piensa en el caballo-cuervo, piensa en lo que es montarlo cuando va a galope
tendido… Bien, así, bien hecho. Ahora sígueme, salgamos. Si puedes correr,
correremos. Si no, caminaremos. Si volvemos al fuego antes de que se haga de día,
estaremos a salvo.
—Puedo correr —Longino iba tras él, paso a paso, aliento a aliento, reptando
hacia la salida, hacia la noche, y luego por el camino de vuelta por el que ambos
habían venido—. No creerías lo rápido que puedo correr.

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XXXIV

El sonido del metal martilleado marcaba el tiempo en el lugar de la feria de caballos


de los icenos. A falta de algo mejor en que pasar el tiempo, Breaca quitaba la rebaba a
una hoja de espada en la nueva fragua, construida por las osas junto a la casa grande.
El día estaba erizado de escarcha y de posibilidades. Un viento cortante enviaba
nubes en forma de garzas cruzando el cielo; un tordo cloqueaba entre los árboles
detrás de la fragua, a destiempo con respecto a su martilleo; y a través del claro, seis
nuevos guerreros llegaban en grupo, resplandecientes con sus mantos azules icenos,
con las marcas del clan del zorro en los bordes y las mangas.
Mientras ella quitaba la rebaba, fueron recibidos por las osas asignadas a aquel
día, les ayudaron a establecerse en la casa grande, les enseñaron la comida, las armas
y las armaduras que había disponibles, y ellos mostraron por turnos lo que habían
traído en sus monturas, y que era considerable; para ser una gente que había pasado
hambre a lo largo del invierno, los guerreros recién llegados habían traído más de lo
que había imaginado el grupo de Breaca. A lo largo del medio mes transcurrido desde
que las nieves se habían empezado a fundir, las reservas de grano, de carne seca y de
tortas de avena cocinadas para el viaje fueron creciendo a medida que menguaban los
depósitos de espadas y puntas de lanza.
No eran muchos aún los guerreros que se arremolinaban ante su llamada, pero
constituían el inicio de un verdadero ejército. El día que Cunomar partió para llevar
su mensaje a Camulodunum, habían reunido ya ciento ochenta guerreros. El día
después, cuando él todavía no había vuelto, ese número se había ampliado a sesenta y
continuó elevándose a lo largo de la mañana.
Breaca procuraba que a cada grupo no solo se le dieran armas y se le mostraran
los principios de su uso, sino también que se les instruyera sobre cómo evacuar de la
mejor manera posible la casa grande. Gunovar se encargó de hacerlo, agachándose en
el suelo arenoso y dibujando mapas con la punta de su cuchillo, y mostrándoles las
señales indicadoras usadas por las osas: las estacas pintadas de negro y las marcas de
garra de oso en los árboles que mostraban a los guerreros la ruta de salida del claro
hacia el bosque y, quizá, la ruta de vuelta de nuevo.
No les despidieron; un ejército obligado a retirarse antes de formarse siquiera está
condenado desde el principio. Aun así, nadie dudó de que ocurriría si Cunomar
fracasaba.
Pero no fracasaría. Breaca necesitaba creerlo, y se obligó a creerlo, a lo largo de
la tarde y la noche insomne que pasó después de su partida, y de nuevo cuando
amaneció el nuevo día y él seguía sin volver. Ella había calculado tres veces el
tiempo que le costaría llegar a la ciudad, dar sus noticias y volver. En sus mejores

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cálculos, podía aparecer en cualquier momento después del mediodía del día
siguiente a su partida. Ella lo señaló así en su mente, y luego lo olvidó: contar los
latidos del corazón no hacía que el tiempo transcurriese más deprisa.
A mitad de camino hacia el mediodía, sin nada mejor que hacer, empezó a
trabajar en una espada nueva. En otros lugares, otros encontraron también sus propias
ocupaciones. Graine estaba sentada acunando la cabeza de una perra preñada y a
punto de parir que yacía echada al sol primaveral, frente a la fragua, disfrutando de la
calidez del fuego; Airmid hablaba con una docena de soñadores que habían llegado
con sus guerreros, como había ocurrido siempre en los viejos tiempos: un soñador por
cada guerrero, para mantener su corazón en la batalla; Duborno y Gunovar
empezaban ya a enseñar a los recién llegados el uso de la espada y la lanza; Ardaco
estaba de pie ante los hoyos de asar, preparando el ciervo que había cazado Cunomar,
y Cygfa… finalmente llegó Cygfa, que había estado vigilando por el camino del sur a
Camulodunum.
Llegó demasiado rápido, con un caballo agotado, y se arrojó al suelo en el
exterior de la fragua.
—Teófilo de Atenas y Cos manda un mensaje: «tu hijo no está muerto. No le han
interrogado. Pero el procurador se lo lleva al norte a toda velocidad, con trescientos
veteranos mercenarios tras él. Pon en orden tus asuntos y esconde lo que no quieres
que confisquen en nombre del emperador».
Breaca dejó la espada a medio hacer.
—¿Se reunió Teófilo contigo personalmente?
—No. Envió a un mensajero que volvió luego; no deseaba ser visto por el
procurador, pero me dio esto como prueba de su buena fe —Cygfa abrió la mano. Un
bastoncillo de madera de manzano ocupaba toda su palma, con dos serpientes
enroscadas como signo del caduceo, que era la marca personal del físico. Dijo—:
Está diciendo la verdad. Vi a un grupo de hombres a caballo que se dirigían a toda
prisa por el camino del norte, saliendo de Camulodunum. Llevaban carretas, cosa que
les hacía ir más lentos, pero aun así, llegarán al feudo de Tago más o menos a
mediodía.
La mañana se quedó muy quieta. Con un cuidado extremo, Breaca colocó su
martillo encima del yunque, como si el ángulo que adoptara importase, y debiese
hacerse muy bien.
No era como la batalla, esa visión de destrucción. No había fuego en su alma, ni
entrechocar de espadas, ni mandobles ni golpes que pudieran conducir de la misma
forma a la vida o a la muerte, pero al menos habría acción.
Exteriormente nada había cambiado. El viento seguía soplando desde el este,
enviando nubes en forma de garza volando a través del cielo erizado por la nieve. El
mismo tordo cloqueaba en los espinos, al borde del claro. Piedra se encontraba a su
lado, y todavía notaba el ritmo fácil de su respiración contra su espinilla, aunque

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había levantado la cabeza y la miraba con la frente fruncida, como si ella hubiese
pronunciado su nombre y luego nada más.
Bajó la mano para frotarle las orejas y la cabeza, y dijo:
—Y si encuentran la hacienda vacía, enviarán a su rastreador coritano a
encontrarnos. Hemos ocultado las huellas hasta aquí lo bastante bien para mantener
alejadas las legiones, pero no a uno de los nuestros.
Se habían reunido otros, los que importaban, de modo que ella no estaba sola.
Ardaco llegó desde los hoyos de asado, y Duborno dejó el entrenamiento de los
guerreros. Gunovar estaba muy cerca, y Airmid, que ahora permanecía de pie junto a
su costado izquierdo, y llevaba de la mano a Graine. Las osas y los nuevos guerreros
de su ejército, que habían caminado por la nieve fundida y metidos hasta la rodilla en
el barro para acudir hasta ella, se agruparon en semicírculo a corta distancia de la
fragua, aparentando que no escuchaban.
Mirándoles a ellos, Cygfa dijo:
—¿Cuántos somos?
Breaca meneó la cabeza.
—No los suficientes para enfrentarnos a tres centurias de veteranos bien curtidos
que huelen a oro y esclavos que capturar.
Cautelosamente, Ardaco dijo:
—De aquellos que han venido, menos de una docena han vivido la guerra. El
resto están tan poco entrenados como las osas antes del invierno. Necesitan medio
mes, al menos, para aprender cómo comportarse en combate, pues en caso contrario
morirán sin motivo alguno.
Él dijo en voz alta lo que todos sabían. Las elecciones estaban claras, y bien
ensayadas; habían hablado de poco más desde mediados del invierno, de modo que
los caminos hacia delante se convirtieron en relatos para contar, como las historias de
héroes de los cantores.
Como había que decirlo en voz alta, Breaca dijo:
—Podríamos esperarlos aquí y luchar, y perderlo todo. O bien unos pocos
podríamos coger la mitad de las osas de Cunomar y reunimos con el procurador allí
donde él espera encontramos, en la hacienda de Tago, y entretenerle al menos hasta
que los guerreros que queden tengan tiempo para dispersarse. No es lo que habíamos
soñado. No es aquello por lo que habíamos rogado, pero siempre hubo un riesgo, y no
podemos, honradamente, poner en peligro las vidas de aquellos a los que hemos
convocado aquí. Si se les puede llevar a un lugar seguro, para que luchen en otro
momento, tenemos que hacerlo posible. Duborno, quiero que tú…
—No. Puede hacerlo Lanis. Yo no pienso dejarte.
La mente de Breaca ya iba muy por delante. Conmocionada, volvió otra vez sobre
sus pasos. Duborno le sonreía. Había más humor en su mirada del que ella había visto
en toda la vida adulta que ambos habían compartido.
Dijo:

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—Caradoc intentó lo mismo y al final lo dejó. Yo no te dejaré, y no puedes perder
tu tiempo intentando convencerme. Lanis conoce la tierra mucho mejor que yo. Es
una soñadora; los guerreros la escucharán. Ella puede organizar la evacuación.
—Sí que puede, pero ella no me ha jurado proteger los hijos de la Boudica o
morir en el intento. ¿No harás honor a ese juramento, ahora que tanto te necesitamos?
Breaca podría haber suavizado aquellas palabras, pero tenía muy poco tiempo.
Duborno se sonrojó y luego palideció. Muy tieso, dijo:
—¿Qué quieres que haga?
—Coge a Graine y…
—¡No! —Graine se liberó de la sujeción de Airmid y se quedó de pie en la
puerta. Miró a su madre, apretando mucho los labios, que temblaban. Con el sol
detrás y el fuego frente a ella, atrapada entre dos luces, parecía mucho más etérea que
antes—. No pienso irme sin ti. Si te vas sin mí, te seguiré y no podrás detenerme.
No había tiempo para suavizar aquello tampoco; cada latido del corazón les
llevaba más cerca aún del desastre.
—Perdóname —dijo Breaca—. Te amo —y, sacando el cuchillo que llevaba al
cinto, golpeó a su hija en la cabeza con la parte posterior del pomo, junto a la sien, en
el lugar donde los daños serían menores después, cuando volviera en sí.
Graine gimió y cayó al suelo con los labios azules y temblorosos. Duborno se
arrodilló y la recogió con mucho cuidado.
—Espera —Breaca se llevó las manos a la torques que llevaba al cuello. La había
portado desde el día después de la muerte de Tago, cuando Cygfa se lo tendió por
primera vez, y lo único que notaba era la calidez y el peso de su metal. Si tuvo algún
poder, al parecer se había esfumado—. Ella debe tener esto. Tendrás que guardárselo
hasta que le llegue la edad…
Calló, porque no podía seguir hablando. El oro tejido se había vuelto una
serpiente gruesa, enroscada, que se retorcía bajo su mano, presionándole los vasos del
cuello. En las cavernas de su mente se abrió un hueco, y un viento de montaña sopló
a través de ellas. Ella podía haberlo combatido, y posiblemente lo habría hecho, pero
la mano de Airmid en su muñeca la detuvo y la voz de Airmid, cuidadosamente
contenida, dijo:
—Breaca, todavía eres la primogénita de los icenos. No olvides eso ahora.
Ella retiró la mano. La presión en torno a su cuello cedió. El viento murió en su
mente.
Duborno se quedó de pie, esperando, con la cabeza maltrecha de Graine apoyada
en el hombro. Su hija debía tener algo que llevar en la vida, aparte de recuerdos. El
broche de la serpiente-lanza con sus hilos de lana negra estaba sujeto al hombro de
Breaca, como lo había estado desde el día en que Caradoc se lo envió como regalo
desde la Galia.
«Tú eres mi primer pensamiento y el último, para toda la eternidad», era el
mensaje que le había enviado Caradoc entonces, y Breaca lo dijo en aquel momento,

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en voz muy baja, mientras abría el broche y se lo colocaba a Graine en la túnica, un
regalo de su padre y su madre que le acompañaría en su edad adulta.
Duborno comprendió, y se lo podría explicar cuando la niña fuese lo
suficientemente mayor. Sus ojos negros le dieron las gracias.
Breaca se inclinó hacia delante y besó a su hija y luego, para sorpresa del hombre,
al propio Duborno.
—Protégela —dijo.
—Con mi vida.
Ella nunca le había visto llorar. Las lágrimas mojaban sus mejillas cuando hizo
una seña a los que se quedaban: Ardaco, Airmid, Gunovar, y por último Cygfa, a
quien había entregado la chispa de su alma, sabiendo que ella nunca le
correspondería, y sacó su carga ligera de la fragua.
Hubo un gran silencio cuando él se fue, como habría ocurrido antes de la batalla
si se hubiera encontrado el cuerpo de un explorador asesinado y se hubiese tanteado
la fuerza del enemigo comprobando que era real.
Breaca dijo:
—Necesitamos que alguien esconda las espadas. No he trabajado todo el invierno
para perderlas ahora. Gunovar, ¿podrías…?
—Puedo ir contigo y ver qué ha hecho tu hijo en compañía de Roma. Los
guerreros pueden llevarse las armas hechas hasta el momento. El hierro sin trabajar
tendrá que quedarse aquí; no hay tiempo para enterrarlo. Y no intentes golpearme
como has hecho con tu hija. Soy demasiado vieja para eso, y no puedes perder el
tiempo luchando conmigo en vez de luchar contra Roma.
Crudamente, Breaca dijo:
—¿Sabes cómo podríamos morir?
La soñadora, destrozada, extendió la mano y se la colocó encima de las cicatrices
del rostro. Su boca se retorció aún más, acentuando las cicatrices.
—¿Acaso lo dudas?
—No, claro que no. Lo siento. Tu vida es tuya y puedes entregársela a los dioses
como mejor te parezca.
El resto estaba reunido a su alrededor: Cygfa, que había estado en Roma y había
permanecido a la sombra de su propio crucifijo y se había guardado el daño sufrido
para sí; Ardaco, que todavía podía irse al norte y convertirse en anciano entre los
caledonios; Airmid, corazón de su corazón, alma de su alma, que podría haber sido
Anciana de Mona y haber llevado el sueño al oeste, a Hibernia…
Breaca dijo:
—Preferiría que todos vosotros os fueseis ahora mismo, con Duborno y Lanis y
los guerreros, pero no tengo el poder de obligaros.
Todos lo sabían y luchaban para encontrar las palabras. Al final, fue Cygfa quien
dijo con ligereza:

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—No creo que el procurador se quede mucho tiempo en el poblado si encuentra
solo a una mujer en él.

Y por eso, en un tiempo mucho más breve de lo que ninguno de ellos había
imaginado posible, Breaca de los icenos condujo a la mitad de la guardia de honor de
su hijo y todos, excepto dos de los hombres y mujeres que sujetaban los hilos de su
corazón, se dirigieron al poblado hacia el cual les había atraído dos años antes.
Poco después, mientras el camino retumbaba por el martilleo de los caballos que
llegaban, les hizo salir de nuevo para recibir al procurador de impuestos del
emperador y sus trescientos mercenarios veteranos.
Dejó a Piedra a las puertas, para que no pudiera olisquear al enemigo y atacarles
por su cuenta, y montó la yegua gris de batalla porque era la más fiable de todos sus
caballos, y se vistió con una túnica nueva de color azul iceno con un dibujo de un gris
apagado bordeando las mangas, el cuello y el dobladillo, porque así parecía menos
guerrera. Se dejó el pelo sin trenzar, de modo que le caía sobre los hombros, ocultó el
escudo, y aparentemente no llevaba cuchillo ni arma alguna, ni tampoco brazaletes
que pudieran mostrar una riqueza demasiado ostentosa, sino solo la torques de cordón
de oro de los icenos, que pesaba como una soga en torno a su cuello.
Mientras adelantaba a su yegua para saludar a los jinetes que se aproximaban,
buscó entre los vacíos de todos los tiempos a la abuela, la antepasada o Nemain.
Todas ellas estaban silenciosas.

—No nos honra y lo lamento profundamente, pero no podemos alimentar a


trescientos hombres. El invierno ha dejado vacíos nuestros almacenes y el comercio
no ha empezado aún.
Y era cierto, al menos de alguna manera. Ciertamente, la hacienda tenía pocas
provisiones, y las dos docenas de guerreros de la osa que habían seguido a Breaca
desde la casa grande habían traído solo lo suficiente para alimentarse a sí mismos.
Como correspondía a un asentamiento de duelo, las osas llevaban túnicas atadas con
cinturones de pellejo crudo, y ningún oro, y sus cuchillos eran cortos y no suponían
ningún desafío a las leyes romanas. Se ocupaban en atender a los caballos o los
campos y ninguno de ellos dio la bienvenida al procurador ni le invitó a entrar.
Más tarde, si tenían que luchar, no existiría riesgo alguno de que rompiesen las
leyes de la hospitalidad, e incurriesen así en la desaprobación de los dioses.
—Gracias. Traemos nuestras propias provisiones.
Breaca se había dirigido al procurador en latín, y él le replicó en iceno, a través de
un joven de los trinovantes que se enroscaba el pelo en el dedo, miraba al suelo y no
levantaba los ojos.

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Sin esperar que el chico acabase, el procurador hizo avanzar a su caballo castrado
gris, comido por las pulgas, entre las puertas. Era un hombre con prisa; sus ojos se
recrearon en el oro del cuello de la Boudica, y no en la lana de su túnica ni en el brillo
de su cabello, cuidadosamente peinado. Sus hombres le seguían ordenados como una
legión.
Cunomar y sus ocho osas iban con la segunda centuria, flanqueados por veteranos
de Camulodunum, hombres a quienes Breaca reconocía de vista, pero no de nombre.
Había comerciado con ellos en los tiempos anteriores a la muerte de Eneit, y había
cambiado hebillas de cinturón por bronce en crudo, o un brazalete por hierro; dos
estaban presentes en el teatro y presenciaron la prueba de la lanza con el antiguo
gobernador.
Uno de ellos dio un codazo a su vecino y dijo algo en un latín basto y gutural,
pero la atención de Breaca ya había pasado a la parte posterior de la columna, donde
iba cabalgando un joven coritano que llevaba en el pelo las tres plumas rojas de
milano que le señalaban como explorador de las legiones, y, mucho más importante
aún, mostraba abiertamente las marcas de guerrero de un lagarto en los brazos.
Era tanto una advertencia como una declaración de enemistad, y ambas cosas eran
innecesarias. Su rostro, visto de perfil, era una estampa más joven del vendedor de
esclavos a quien Breaca y Cunomar habían matado en el bosque, junto a la feria de
caballos, y ella habría reconocido ese hecho en cualquier lugar, sin necesidad de que
se lo recordasen.
El joven iba cabalgando a la retaguardia de la segunda centuria, y no hacía
esfuerzo alguno por ocultarse, sino más bien al contrario. Al pasar, sus ojos se
encontraron con los de Breaca y la saludó, y ese saludo contenía más amenazas en su
fría y tranquila comprensión que todos los mercenarios del procurador juntos. Como
era muy importante no demostrar lo muy afectada que estaba, ella le saludó a la
manera de los guerreros coritanos, y se vio sorprendida al ver que el joven le devolvía
el saludo.
Un portaestandarte cabalgó hacia la vanguardia de la columna, sujetando en alto
un estandarte en el cual unas pesadas escamas bordadas en plata adornaban un fondo
escarlata. Hizo una seña con él y la centuria que iba más retrasada se adelantó de la
línea y rodeó la hacienda. Se hizo todo muy suavemente, como producto de
muchísima práctica.
Las dos centurias restantes se dividieron en grupos de ocho; un grupo custodiaba
a Cunomar, otro a las osas, un tercero vigilaba a Breaca y su familia, excepto Ardaco,
que era un hombre mayor y un guerrero, obviamente, y por lo tanto merecía otros
ocho guardias para él solo.
Los que no estaban destinados a la guardia se extendieron en una línea que corría
desde un extremo del poblado al otro. El portaestandarte hizo una señal y fueron
avanzando todos en perfecta formación. Un hombre de cada ocho iba armado con un
estilo y una tableta.

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—Los hombres prepararán un inventario. Tú te quedarás con nosotros hasta que
terminen. Después, se te requerirá que lo confirmes.
El procurador hablaba en latín y el joven trinovante iba traduciendo a un iceno
rebuscado, y en cualquiera de los dos idiomas lo que decía resultaba inaceptable. Sin
embargo, en el tiempo que le costaba decirlo y repetirlo, otros treinta guerreros se
habían alejado otro centenar de pasos más de aquel hombre y sus mercenarios y toda
la maquinaria de Roma.
Breaca asintió y dijo al joven:
—¿Desea esperar el procurador en los aposentos del rey? No se han usado desde
su muerte, pero puedo hacer que enciendan el fuego y así eliminar la humedad.
El procurador no se sentía cómodo en la gélida humedad de una habitación sin
ventilar y sin calefacción. Se quedó en la habitación del rey solo el tiempo que le
costó abrir el baúl de las monedas y ver que estaba vacío.
—Has escondido el dinero. ¿Dónde?
—¿Por qué iba a esconder lo que tenemos que pagar en impuestos? Si lo
tuviéramos, podrías cogerlo ahora.
—Entonces, ¿cómo me pagarás, si no tienes nada?
El procurador era un hombre que nunca había carecido de comida en el invierno,
y su vida dependía de hacer pagar a Britania; ella tenía que recordar aquello.
Breaca dijo:
—El dinero no llegará hasta mediados del verano. Por entonces, habremos
vendido suficientes caballos y perros para pagar. Yo tengo una perra que va a parir
cachorros ahora y…
—¿Pagarás las deudas al emperador con perros?
—Si el procurador hubiese cazado alguna vez sabría lo mucho que valen los
perros icenos —el joven explorador coritano se apoyó en la puerta. Estaba allí desde
el principio, como observador discreto. Dijo—: El pueblo de mi padre pagaría el
valor de un potro bien entrenado para la guerra por una perra de cría de los icenos.
Deberías consignar eso en tus inventarios.
Ella había matado a su padre, y él lo sabía. ¿Cómo no iba a saberlo, cuando las
noticias de la matanza de la Boudica se habían extendido por todos los poblados de
todas las tribus del este? Por tanto, no había razón alguna para que él la ayudara.
Breaca hizo un gesto dándole las gracias, que fue recibido con amabilidad, cosa que
le puso los nervios de punta: un enemigo que ofrece ayuda es doblemente peligroso.
No podía hacer nada, sin embargo, y el procurador era el peligro más presente. Se
quedó mirando la pared, allí donde había colgado en tiempos la espada del rey. La
madera era un poquito más pálida en el lugar donde estuvo la espada.
—Prasutago luchaba con un arma que no era legal, bajo las leyes actuales —dijo
—. ¿De dónde la sacó?
Hacía conjeturas. La espada de Tago la tenía Breaca, escondida en la fragua junto
a la casa grande, donde solo una búsqueda minuciosa podía encontrarla. Era

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imposible que él lo supiera. Sin embargo, no hacía ningún daño seguir hablando.
Cada momento que pasaba era una victoria propia.
Breaca esperó al intérprete y dijo:
—No tengo ni idea de la longitud que tenía o no tenía su espada, ni de dónde la
había sacado. Él era el rey. No compartía tales informaciones conmigo, y ahora está
muerto, y por lo tanto no se lo podemos preguntar. Si tienes el arma, podrás leer en
ella las marcas del herrero que la hizo y averiguar su origen.
El procurador la miró y sonrió débilmente. Sus labios eran de un rojo azulado,
que indicaba dolencias del corazón, y su piel era cetrina, como corresponde a un
hígado sobrecargado. Sin las legiones de Roma para conferirle poder, habría ganado
su dinero escribiendo testamentos de mercaderes pueblerinos y se lo habría gastado
todo en burdeles.
—Más tarde —dijo—. Cuando se haya hecho el inventario.
El aire en la habitación del rey estaba rancio por el invierno sin usar; no se
quedaron mucho tiempo allí dentro. Fuera, la línea de mercenarios que avanzaba
había cruzado ya la hacienda. La mitad de ellos volvían a través de las puertas y se
dirigían hacia los cercados de los caballos, pasando junto a las yeguas preñadas, los
caballos jóvenes y los castrados, y se dirigían hacia los tres caballos de cría que
tenían apartados en la ladera de la colina.
El último hijo de la yegua gris de batalla se encontraba allí. Era el producto de
una vida entera de cría. Su padre había muerto bajo Braint de Mona antes de poderlo
probar. El hijo que había dejado todavía no estaba entrenado para la batalla, pero
había corrido dos veces en otoño y había ganado. Sus primeros potros nacerían en
primavera, y superarían a los mejores de los mejores. El caballo estaba solo en el
campo más alto y relinchó al ver a los extraños, que no eran jinetes y se no se
atrevieron a acercarse más.
Junto a Piedra, que estaba de pie con el hombro apretado contra su rodilla, el hijo
de la yegua gris era el nexo más importante que unía a Breaca con la vida que antes
tuvo, y que podía volver a tener cuando las legiones hubiesen sido destruidas. Se
sorprendió, en medio de toda aquella conmoción, de ver lo mucho que la animaba ver
al animal, y lo mucho que le dolía la sola idea de perderlo.
Aun así, lo más importante era seguir hablando.
—Los caballos están un poco débiles después de todo un invierno con poco
forraje —dijo—. Estarán de nuevo en forma a tiempo para la feria de caballos del
otoño.
El procurador no apartó la vista de la ladera de la colina.
—En otoño eso ya no será asunto tuyo —el intérprete trinovante no pudo traducir
aquello. Breaca no se lo requirió.
Otro guerrero que se alejaba una lanza más. No había que dejarse provocar por
aquello. Por el contrario, había que preocuparse de saber dónde estaba cada miembro

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de su familia y tenerlos presentes, momento a momento, hasta que llegase la hora de
actuar.
Cunomar estaba sentado en un tronco en medio del pueblo, con sus ocho guardias
a su alrededor. Captó la mirada de su madre y se apretó la mano en el brazo. No
llevaba túnica, y por lo tanto no tenía ningún cuchillo oculto en la manga, pero había
visto, o adivinado, dónde guardaba el suyo Breaca, mucho más largo de lo que era
legal, ligado a la parte interior de su antebrazo izquierdo. Él iba desarmado, pero era
un guerrero de la osa y podía matar sin armas. Ella había visto a Ardaco hacerlo a
menudo.
Airmid, Cygfa y Gunovar estaban aparte, justo en el exterior de la sala de Tago.
Por encima de todo lo demás, lo que importaba era no alejarse demasiado de ellas;
Airmid no tenía ningún cuchillo y no podía seguir viva mucho tiempo cuando
empezase la lucha. Más que por cualquier otra cosa, Breaca se sentía muy aliviada
por no haber dejado que viniera Graine.
—Tienes más caballos que éstos.
Un hombre menos desesperado podría haber convertido aquella frase en una
pregunta. No había ningún motivo claro, que pudiera ver Breaca, por el que el
procurador de impuestos del emperador tuviese que mostrarse tan impertinente, a
menos que, involuntariamente, notase la ansiedad que sentía ella.
Luchando por mantener la calma, ella dijo:
—A lo largo del invierno, las manadas de caballos se han soltado por las tierras,
para que cada poblado soportase una carga menor. Los volveremos a traer todos
después de que nazcan los potrillos, en primavera.
Al menos eso parecía sensato. El procurador frunció los labios y dijo:
—En ese caso, ¿cuántas cabezas tenéis en total, que fueran propiedad del rey?
—El rey no tenía interés alguno en los caballos. Ninguno de ésos era suyo.
—¿Entonces de quién son?
—Míos.
—Tú eres su esposa —el procurador la miró cara a cara—. Por lo tanto, eran
suyos, y ahora del emperador. ¿Cuántos?
Breaca había sido anciana en el consejo de Mona, y por tanto podía dominar su
rostro a su voluntad, por grande que fuese el caos que había en su interior. Dijo:
—¿Después del invierno que hemos tenido? Es difícil decirlo. Si las yeguas han
sobrevivido y han dado a luz sus potros a término, y si los potros han salido adelante
y los jóvenes han prosperado, entonces, incluyendo los potros, podemos contar con
más de mil. Si los partos han sido malos y hemos perdido yeguas y potros, como ha
pasado algunos años, quizá no lleguen a setecientos. Tales cosas solo están en manos
de los dioses.
—A partir de hoy están en manos del emperador —dijo el procurador—, que,
ciertamente, es más preciso que ningún dios —dio la vuelta en redondo, contando

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todavía. Sus ojos se clavaron en Piedra, que se encontraba echado junto a ella—. Si
los perros son de algún valor, debemos incluirlos. ¿Cuántos tienes?
Ella podía mantener su cara impasible ante un romano, pero no su alma ante un
perro. Piedra era peligroso cuando gruñía, pero resultaba letal cuando permanecía
silencioso. En aquel momento se alzó sobre sus patas sin proferir un solo sonido.
Breaca posó una mano en su cuello y notó que su pelaje se ponía tieso a lo largo de
todo su lomo. Dijo:
—Los perros de los icenos solo se venden por necesidad, y solo los que exceden
de nuestras camadas. Hasta que nazcan las camadas, no sobra ninguno.
El procurador se pasó la lengua por los dientes superiores y una vena pulsó en su
sien. Habló abruptamente al intérprete:
—Pregúntaselo de nuevo. Ella no lo ha entendido. ¿Cuántos perros hay en la casa
del rey? ¿Cuántos en las tierras que la rodean?
En algún momento de los precedentes había quedado claro ya que la batalla y la
muerte eran inevitables. Si iba a morir, Breaca deseaba hacerlo por algo que valiese la
pena. Antes de que el intérprete hubiese tomado aliento, dijo en latín:
—Lo he entendido perfectamente. Los perros de los icenos no están en venta, ni
los daremos jamás como pago por ningún impuesto.
El procurador habló con ella directamente en aquella ocasión, y le costó un gran
esfuerzo. Espaciando las palabras, dijo:
—No, no lo entiendes. No es ningún impuesto. Estoy contando simplemente las
propiedades del emperador. Tu rey ha muerto. Lo que era del rey ahora es del
emperador: sus tierras, sus riquezas, sus caballos, sus perros, su esposa y sus hijas.
Todo lo que era iceno ahora es de Roma —sonrió, tenso—. No me importa si
respondes libremente o bien bajo coacción, pero responderás. Te lo preguntaré una
vez más, y solo una: ¿cuántos perros hay?
Si ella recordaba el tordo que la había despertado aquella misma mañana, podía
permanecer cuerda. Breaca dijo:
—El rey hizo testamento. Fue testigo el anterior gobernador —por el rabillo del
ojo veía que Cunomar meneaba la cabeza.
El procurador lo vio también y reclamó su victoria.
—Tu rey dejó la mitad de sus posesiones al emperador, como es lo correcto. La
otra mitad la dejó a sus hijas, para que constituyera su dote, eso está claro —su
mirada se dirigió a Cygfa y luego volvió—. Me han dicho que una de las hijas del rey
es todavía una niña, y sin embargo, no veo ninguna niña. ¿Dónde está?
Demasiada gente contenía el aliento. Encerrada en un páramo de falsa calma,
Breaca dijo:
—La hija del rey murió durante el invierno de frío y de hambre y de pena por la
muerte de su padre. Puedo llevarte a su tumba, si quieres verla.
El procurador frunció los labios y la examinó, pero no pudo encontrar ningún
fallo en su mentira.

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—No importa. Eso ahorra a algún senador la penosa obligación de tomar por
esposa a una nativa, aunque me han dicho que las salvajes del norte maduran pronto,
y habría sido una… ¡no!
No fue Cygfa quien se quebró, ni Cunomar, ni Gunovar, o Airmid, o Ardaco y las
osas, sino Breaca. Tenía que ser ella, por mucho que intentara contenerse, porque
Piedra vivía solo para servirla, y fue Piedra el que primero atacó al procurador, y
quizá hubiera sido posible que Cunomar intentase retirar al perro, en lugar de
azuzarlo, pero a los mercenarios no se les pagaba para mirar y luego informar de lo
que podía o no haber pasado, sino solo para mantener el orden y coger oro y bienes y,
a toda costa, proteger la vida y la persona del hombre que les pagaba.
Piedra recibió un golpe, y luego lo recibió Cunomar, y luego las osas, aullando,
resultaron incontrolables, un peligro que siempre había existido encontrándose allí y
viendo que Cunomar estaba amenazado.
Lucharon mucho mejor de lo que había imaginado Breaca. Contra un número
abrumadoramente superior, armados con cuchillos que apenas servían para cortar un
trozo de queso, con túnicas de lana como única protección, se arrojaron a los
veteranos de la colonia de Camulodunum con sus cotas de legionario y armaduras de
cuero y escudos ovales de la caballería y las hojas cortas de sus días de servicio, que
cantaban alegremente en sus manos y mataban con toda facilidad.
Ocho icenos murieron en otros tantos latidos del corazón, y otros tres fueron
golpeados y quedaron inconscientes, y Breaca apenas tuvo tiempo de incrustar el
codo en la nariz del veterano que tenía a la izquierda y sacar el cuchillo de larga hoja
de su escondite en el brazo, y no se había parado a pensar aún si era momento o no de
matar al procurador, o a alguno de sus hombres antes de que se echaran sobre Airmid,
cuando oyó que Cygfa lanzaba el grito de guerra de Mona y alguien más lanzó un
grito también con una voz que jamás había oído antes y que perforó el aire, lleno de
dolor.
Ella mató al veterano que estaba a su derecha, porque estaba muy cerca y el grito
le había distraído, y cuando su cuchillo se libró de la garganta del hombre, quedó
claro que no era ni Cygfa ni Airmid quien había caído, sino Cunomar, que había
luchado sin arma alguna y había perdido. Su hijo estaba sujeto entre dos hombres, le
habían cortado una oreja y la sangre manaba a chorros por la mitad izquierda de su
rostro.
—¡Alto! ¡Alto ahora mismo! Su vida es mía. ¿Sabes cuánto le cuesta morir a un
hombre?
El grito fue proferido en perfecto iceno, no por ninguno de los mercenarios, ni por
el intérprete trinovante, sino por el explorador coritano que llevaba la marca del
lagarto de fuego trepando por sus brazos, y que blandía la oreja cortada de Cunomar
en la punta de su cuchillo.
—¡No, no pares! —Cunomar daba patadas y luchaba contra los dos hombres que
le sujetaban, y media docena de osas se acercaron a él, pero se había perdido la

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iniciativa del grupo y otro de los veteranos se apoderó de Airmid y apoyó la punta de
la espada contra su ojo, y todos se detuvieron.
Hubo un momento lúcido en el que Breaca podría haberse adelantado y clavado
su cuchillo hasta la empuñadura en la carne viva del corazón de su soñadora y
Airmid, manteniéndole la mirada por encima del frío hierro del cuchillo, no la habría
detenido; solo que algo más cerca, un tordo pio entre los espinos como había hecho
por la mañana, y el espacio que quedaba en su mente y que la torques había abierto
de nuevo quedó de nuevo abierto, y se llenó con una certeza que la detuvo.
Luego el momento se esfumó, y la abrupta liberación de la violencia y la promesa
de una muerte limpia se perdieron, llevándose con ellas toda esperanza de victoria.
El procurador se irguió ante Breaca, temblando. No era un hombre acostumbrado
al combate, y la cercanía de su propia muerte le aterrorizaba. Se secó ambas manos
en las mejillas, amasando la carne, y se pasó un brazo tembloroso por la frente.
Cuando acabó, sus facciones se habían tranquilizado, aunque no el temblor de sus
miembros, y le habló entonces, sacando fuerzas de los hombres armados que le
rodeaban.
—No me has comprendido. Ahora lo harás. Antes, erais propiedad del emperador.
Ahora sois sus prisioneros, capturados en el acto de atacar a sus funcionarios en la
provincia de Britania. El cargo es insurrección y asesinato, por lo cual la pena es la
muerte. Cuando hayamos registrado la hacienda y hayamos recogido las pruebas
adicionales (porque seguro que las hay, ya que tú mataste a Filo), entonces
llevaremos a cabo un juicio y dictaremos sentencia y tú tendrás tiempo, mientras
mueres, de pensar que la vida como esposa del tercer hijo de un senador en Roma
quizá no hubiese estado tan mal para ninguna de vosotras.

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XXXV

Graine estaba en un lugar seguro. Eso era bueno.


Las demás noticias llegaron a trozos, a medida que la noche se fue haciendo más
oscura y grupos de mercenarios llegaban para informar al procurador, o sencillamente
le enseñaban lo que habían encontrado. Los que habían recibido la orden de registrar
la hacienda lo hicieron igual que lo habían hecho en los días en que Valerio los
dirigía: violentamente, destruyendo todo cuanto podía haber ocultado un arma.
Encontraron los escudos ocultos en el techo de paja, cosa de la que nunca habían
tenido la menor duda, y una lanza que se había escondido hacía mucho tiempo y se
había olvidado, y estaba tan oxidada que no se podía usar ya.
El explorador coritano ayudó a los que buscaban fuera a encontrar los rastros que
conducían a la casa grande, y allí descubrieron el alijo de hierro crudo, que Breaca
había esperado que no hallaran, pero resultaba inevitable. Mirando más aún,
encontraron las huellas que se alejaban de la casa grande, pero no a ningún guerrero
ni niño; ni tampoco, a medida que empezaba a caer la noche, se atrevieron a enviar a
otros exploradores a buscarlos.
Excepto Cunomar y Ardaco, que se consideraban peligrosos y los mantenían
aparte, la familia del rey muerto quedó prisionera toda la noche en su habitación, de
la que se retiraron, quemándolos, el lecho y el baúl que en tiempos contuvo dinero.
Un pequeño caballo de bronce quedó tirado en un rincón, ignorado.
Breaca nunca había sido hecha prisionera. La posibilidad siempre estuvo
presente; antes de cada incursión nocturna al oeste, antes de cada batalla, se esforzaba
por imaginar el aprisionamiento y lo que seguiría de forma inevitable.
La realidad era infinitamente más dura de lo que había imaginado; no imposible,
pero sí muy cerca de ello. Su respeto por Cygfa y Cunomar, que sobrevivieron
durante meses en prisión en Roma, con la muerte esperándoles a cada momento, se
elevaba con cada latido de su corazón.
Careciendo de fuego, la habitación de Tago era un lugar oscuro y mal ventilado.
Breaca estuvo de pie apoyada contra la pared durante un rato, y luego se sentó en el
suelo, levantando las rodillas hasta el pecho, de modo que sus pies, estirados, no se
tocasen con los pies de otro, entrometiéndose así en su privacidad. Descubrió que la
privacidad era importante, contrarrestando la fuerza que le daba no estar sola.
Sabía, sin haberlo preguntado, que otros estaban sentados en torno a ella. Airmid
estaba cerca, de modo que notaban cada una los latidos del corazón de la otra; la
privacidad, en ese caso, no importaba. Cygfa estaba justo enfrente, con Gunovar un
poco a su izquierda, y ambas silenciosas, porque eso les daba fuerzas; al no hablar,
podían mantener la ilusión de no tener miedo. Solo si se tocaban o si intentaban

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hablar quedaba claro que las dos estaban temblando, con un temblor pequeño pero
continuo que no podían controlar, y solo contener y dominar, de modo que quizá por
la mañana pudiese apagarse y no mostrarlo al mundo.
No ayudaba pensar en la mañana. Breaca apretaba la espada duramente contra el
muro de madera, y apartaba su mente del futuro. Pensaba, por el contrario, en comida
y agua y la necesidad de orinar, y el frío de la pared, y el peso de la torques de los
antepasados en su cuello. Lamentaba no habérsela dado a Duborno para que la
mantuviera a salvo para Graine, y para el futuro, por mucho que la antepasada
hubiese clamado contra ello. Ahora se la quitaría el procurador, antes o después de su
muerte. Fundida y convertida en oro, pagaría a media centuria durante medio año. O
a una centuria entera durante un cuarto de año. O a un solo destacamento de ocho
hombres durante…
—¿Por qué se van a molestar en celebrar un juicio? —preguntaba Gunovar, desde
algún lugar de la oscuridad. Su voz sonaba bastante tranquila.
Breaca dijo:
—Para que conste. Somos la familia de un rey. Quieren que todo parezca legal.
Los hombres pequeños con dioses pequeños raramente hacen nada de lo que luego
puedan ser responsables. Cygfa, ¿no era así en Roma?
—Si no tienes en cuenta el medio mes en la bodega del barco que nos llevó allí, y
los físicos que insistieron en examinarnos después, y los dos meses de espera
mientras torturaban a Caradoc y a Duborno, sí, fue así. En Roma nos alimentaron y
nos dieron agua. Si no, habríamos muerto —Cygfa consiguió que su voz sonase
divertida y seca—. Los temblores cesan, finalmente, después del segundo mes. Un
cuerpo solo puede sentir tanto terror antes de que se desborde.
Al parecer, no hacía daño hablar de aquello. Un miedo que se manifiesta
abiertamente se vuelve menor. Breaca dijo:
—Con suerte, nos habremos unido a las abuelas, al cuidado de Briga, mucho
antes de eso.
Cygfa resopló con soma.
—Esperemos que sea así. Julio César mantuvo en prisión a Vercingetorix, que era
el líder de guerra de los galos, durante siete años, antes de hacer que lo mataran. No
creo que nuestro procurador tenga tanta paciencia.
—Ni su emperador.
Gunovar dijo:
—No. Aunque sería mejor si no averiguasen que tú eres la Boudica. Su paciencia
podría ser mayor entonces, y tú (y nosotros) podríamos vivir mucho más, y
lamentarlo más profundamente.
Hubo un silencio breve y conmocionado. Breaca dijo:
—Gracias. Sería buena cosa olvidarlo. Imagino que no nos harán preguntas, a
menos que crean que tenemos respuestas ocultas.
Gunovar dijo:

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—Y si nos interrogan, busca la muerte en la forma de sus interrogatorios. Tu
cuerpo intentará vivir, pero los caminos de la muerte están abiertos, si uno quiere
abrazarlos.
—Lo podemos intentar.
Lo peor había sido nombrado en voz alta, y no estaban peor por ello. Después
hablaron de Roma, y Gunovar habló también de su época de interrogatorios en la
fortaleza de la Segunda legión en el sudoeste, y hubo un extraño consuelo en el
recuerdo del dolor que se acabó y el recordatorio de que en esta vida todo pasa, solo
que la espera es tediosa.
La única que no hablaba era Airmid. Estaba sentada tan cerca que Breaca notaba
el vaivén de su aliento, que era más lento que al dormir y más rápido que en la
muerte, pero solo un poco más, y significaba que ella estaba soñando, cosa que era
buena; cualquier huida del presente era buena.
Cygfa había empezado a contar la procesión de Roma, dirigida por Valerio, que
en tiempos fue Bán, y cómo los fantasmas de su pasado le asaltaron, resultando
invisibles para las legiones, cuando Airmid aspiró con fuerza, rápidamente, y dejó
escapar el aire también con aspereza.
—Ella viene.
—¿Quién?
—Ahora. La están trayendo aquí. ¿Aún tienes el cuchillo?
Era la peor de las advertencias, pero era lo mejor que podían tener en aquel
momento, enviado desde lo más hondo del sueño, y le dio tiempo a Breaca para
sacudirse el enorme hueco que explotaba en su pecho, dominar sus facciones y
levantarse del suelo y aparecer imperturbable mientras resonaban unos pasos de unos
pies calzados con botas que se iban acercando, y la luz de una tea iluminó el hueco de
la puerta, y luego la puerta misma, y luego ésta se abrió de par en par y apareció un
cabello color sangre de buey, ahora manchado de sangre humana, y sudor, y atado
muy tirante con una tela que envolvía la pequeña boca, de modo que ella no pudo
chillar para advertir a su madre.
Graine no estaba a salvo.
Cayó al suelo de la sala de Prasutago, retorciéndose para apartar la cara de la
tierra. Llevaba las manos atadas a la espalda, y la túnica muy sucia, con un desgarrón
triangular allí donde le habían arrancado el broche de la serpiente-lanza.
—Tu hija murió de hambre y de pena en invierno —dijo el procurador, de pie en
la puerta—. Por lo tanto, no tendrás ninguna objeción si someto a interrogatorio a
esta niña por la mañana, para averiguar los nombres de sus padres y dónde están
escondidos.
—Ésta es mi hija —Breaca lloraba, y no le importaba. ¿Para qué servía mantener
la compostura? La torques se tensaba en torno a su cuello, o bien su garganta se había
hinchado por el dolor; cualquiera de ambas cosas era posible, y ella no tenía ni el
tiempo ni las fuerzas necesarias para averiguar cuál. A través de un borrón de sudor y

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extrañeza, dijo—: Mentí. Está claro que mi hija no ha muerto. Puedo señalarte a
aquellos de tus hombres que nos vieron juntas en la firma del testamento del difunto
rey, y que pueden atestiguarlo. Te he engañado, la culpa es mía.
Se arrodilló y levantó a su hija, la luz de su alma, hasta su pecho, y le quitó la
mordaza de la boca. Graine apretó su rostro contra el hueco del cuello de su madre,
con la piel resbaladiza por las lágrimas y moqueando.
Allí, demasiado amortiguada para que se la oyera claramente, dijo:
—Lo siento mucho, es culpa mía. Quería volver y recé a Nemain para encontrar
una forma, pero ella no me contestó, de modo que recé a la antepasada-soñadora que
tiene la serpiente lanza, y luego Duborno se durmió y yo cogí su caballo y sabía el
camino de vuelta a casa, pero me caí y alguien me encontró, y es culpa mía. Lo
siento.
—No, no es culpa tuya… No lo es… Te quiero. Es culpa mía. No tendría que
haberte mandado lejos. Lo siento mucho, mucho…
Breaca hablaba iceno al principio, volviendo al idioma de sus antepasados, que
era el único que tenía las palabras precisas para mantener su dolor a raya y no dejar
que las destruyera a ambas. Era consciente, a través de las lágrimas que la cegaban,
de que el procurador todavía estaba en la puerta, mirando.
Él captó su mirada y asintió:
—Una jovencita preciosa —inclinó la antorcha para que diese sobre madre e hija
conjuntamente—. Estoy seguro de que los hijos del senador estarían encantados con
ella. Supongo que no habrá tenido ningún hijo, ¿no?
—¡Tiene ocho años!
—Sí, sí, claro. El prefecto, Corvo, ya me lo dijo en Camulodunum. También le
tiene mucho cariño, al parecer. Es una lástima que le hayan reclamado en el oeste
para reforzar la guerra del gobernador. Y tú… —movió la tea para que su luz cayese
sobre Cygfa—, dicen que los icenos no se casan, pero no creo que vivas en castidad.
¿Has tenido ya algún hijo?
Cygfa se puso blanca de repente. Sus nudillos estaban amarillos de tanto
apretarlos. Sin comprender nada, Breaca respondió por ella:
—No, Cygfa no ha tenido ningún hijo.
«Es hija de su padre, la pasión del fuego encarnada, pero nunca ha tomado
amante alguno, porque al hacerlo habría herido a Duborno más allá de todo lo
imaginable, y ella le quiere demasiado para eso».
—Mi madre dice la verdad —muy suavemente, con una malevolencia nacida del
miedo, Cygfa dijo—: Por supuesto, puedes hacer que tus físicos lo confirmen.
El procurador la miró. Se humedeció los labios, pensativo.
—No creo que tengamos que hacerlo. Me basta con la palabra de tu madre.
Cerró la puerta y el mundo quedó negro de nuevo.
—¿Cygfa? —Cygfa estaba llorando violentamente, intentando tranquilizarse y sin
conseguirlo. Gunovar era la que estaba más cerca y la sujetó, y Breaca luchó con los

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nudos que ligaban las manos de Graine y su boca—. ¿Cygfa? ¿Qué pasa?
Gunovar respondió por ella.
—No pueden ejecutar a una virgen. Ofende a sus dioses y también a sus leyes.
—¿Cómo…? ¿Pero qué diferencia hay si…? Pero entonces si eso es verdad,
Graine y Cygfa deben…
—No deben estar intactas cuando vayan a la muerte. No resulta difícil para un
batallón de hombres asegurarse de que una chica ya no sea pura antes de morir. Lo
harían de todos modos, pero de esta forma, lo hacen con el pleno consentimiento de
la ley —la voz de Gunovar sonaba hueca, despojada de la ironía que habitualmente le
daba vida. Las palabras eran veneno, y ella las pronunció porque alguien tenía que
hacerlo.
Cygfa se tranquilizó, respiró hondamente y dijo:
—Lo siento. No debería importar. No importa. Es solo una cosa más entre todas,
la menos importante. Estaré lista por la mañana.
—¿Cygfa? —Breaca susurró, porque la comprensión le resultaba demasiado
súbita y demasiado tremenda para pronunciarla en voz alta. Durante diez años pensó
que Cygfa no había tomado ningún amante por compasión hacia Duborno, cuando en
realidad la verdad era impensable: que la hija de Caradoc había vivido tres meses
enteros como prisionera de Roma yaciendo despierta por las noches, preparándose
para lo que iba a ocurrir a la mañana siguiente.
No ocurrió, pero la simple espera la destruyó por completo, eso y los exámenes y
manipulaciones de hombres que habían sido adiestrados para curar, y sin embargo
habían causado sufrimiento. «Por supuesto, puedes hacer que tus físicos lo
confirmen». Como habían hecho los físicos de Roma…
La decisión, pues, era fácil. Una vez, en una caverna, la antepasada-soñadora le
había hecho una promesa. «No te prometo nada. Solo que estaré contigo, y que si lo
pides, te daré la muerte, que puedes ansiar, o te ayudaré a vivir, cosa que quizá no
desees». Era el momento de aceptar aquella oferta, si no para ella, al menos para los
demás.
—No estarás lista por la mañana. No hay necesidad, no tiene sentido.
Breaca se puso de pie. Los nudos de Graine estaban deshechos. La hinchazón de
su sien izquierda, donde la había golpeado el cuchillo de la Boudica, era del tamaño
de un huevo de mirlo, y estaba caliente al tacto. La niña tenía fiebre, y se agarraba a
su madre con sus manitas pequeñas y frenéticas. El latido de su corazón sonaba
errático contra el pecho de Breaca, y lloraba de forma incoherente, repitiendo las
mismas palabras de antes:
—Lo siento, lo siento, lo siento…
—No lo sientas. Es bueno que estés aquí. Te amo. Y no estamos indefensas.
Breaca apartó el pelo caliente y húmedo de los ojos de su hija y la besó en los
párpados, uno cada vez. Estaba oscuro, y no tenía que dominar su rostro, solo su voz,
para que no pareciese ni presa del pánico ni desesperada.

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En realidad no era presa de ninguna de las dos cosas, solo estaba cansada y
consumida por el dolor, de modo que era muy duro llegar al lugar de su interior
donde la antepasada había establecido su residencia y pedirle la fuerza necesaria para
hacer lo que había que hacer. Le pareció mucho más fácil cuando pensó en aquello
antes, en Camulodunum, a plena luz del día, con hombres y mujeres y fachadas
romanas a su alrededor. Entonces Graine se lo impidió, y Corvo, por amistad, y la
antepasada-soñadora no tomó parte en ello.
Breaca deslizó sus dedos hacia arriba por la columna vertebral de su hija, hasta el
hueco en la base del cuello donde la cabeza tomaba asiento, e intentó contener el
aliento para parecer calmada. Hacia el espacio de su alma donde el viento de los
dioses soplaba con más fuerza, dijo: «te pido tu ayuda, como querías que hiciera. Y
acepto tu oferta de muerte».
No se dio cuenta de que había hablado en voz alta, pero Airmid le cogió la
muñeca.
—Breaca, no puedes pedir eso para otra persona. Cada uno de nosotros tiene que
hacer las paces a su manera con los dioses, si desea morir.
—¿Incluso Graine?
—Especialmente Graine. Escucha lo que dice la antepasada.
Breaca lo intentó, pero no pudo oír nada excepto el clamor de la pena y la
desesperación y la proximidad al pánico que nunca la había tocado en la batalla, ni
siquiera cuando perdió a Caradoc. Dijo:
—¿No podemos…? Ah, dioses, ¿es que no nos van a dejar en paz?
Fuera, los guardias corrían con antorchas encendidas. Una voz (¿la de Cunomar?)
gritaba. La puerta se abrió de par en par con un resplandor de antorchas. El
procurador estaba de pie en el umbral, iluminado por todas partes por antorchas
encendidas.
Asomándose al interior, dijo:
—¿Todavía vivas? ¿Y la niña también? Bien —hizo una seña a unos hombres que
entraron con unas cuerdas—. Atadlas. Coged a la niña, rápido.
Era una habitación pequeña, demasiado llena, demasiado pronto. Tres hombres
fueron a coger a Breaca. Ella luchó contra ellos, buscando su propia muerte y la de
Graine. «Los caminos de la muerte estarán abiertos, si quieres adoptarlos». Su
antebrazo aplastó la garganta de un hombre, y ella hundió los dedos en unos ojos
vivos, y entonces en su cráneo restalló un relámpago y explotó la oscuridad y el suelo
y la pared se abalanzaron hacia ella y el peso que representaba Graine desapareció.
Unas manos poco amables le dieron la vuelta sobre el vientre, le ataron las
muñecas y la volvieron de espaldas. El procurador estaba de pie junto a su hombro,
mirándola a la cara.
—Nuestro explorador coritano se ha superado a sí mismo. Tiene motivos para
odiarte, creo, y para buscar la venganza, que yo le había prometido. Dice que en
tiempos fuiste una guerrera de cierto renombre.

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«Sería mejor que él no averiguase que eres la Boudica». Una por una, las barreras
más seguras de su vida saltaban hechas añicos. Escupió al hombre que permanecía de
pie ante ella.
El procurador retrocedió un paso y no recibió marca alguna. Dijo:
—El explorador aseguraba también que si te dejábamos sola, hubieses matado a
la niña y quizá también a las demás. Me alivia ver que eres menos guerrera de lo que
él creía.
Se apartó a un lado para dar paso a los guardias que habían atado y amordazado a
las demás y sujetaban a Graine, aullando, entre ellos. Dijo de buen humor:
—Todo acabará muy pronto. Mañana. O quizá pasado. He tenido que mandar a
buscar a Camulodunum la madera para vosotros. Qué tonto soy, tenía que haber
pensado en traer yo algo de madera.
Retrocedió más, secándose los dedos en la túnica. La puerta se cerró tras él.
Breaca se quedó echada y medio inconsciente en la incómoda, mareante oscuridad,
entregada al dolor de su cabeza, sus costillas y sus riñones, machacada una y otra vez
por el eco de los chillidos de su hija que gritaba su nombre y luego se detenía de
pronto cuando alguien le tapaba la boca.
No hizo esfuerzo alguno por llegar a la antepasada, ni por encontrar una forma de
reunirse antes con la muerte. Graine no estaba a salvo. Nada más importaba.

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XXXVI

La puerta no se abrió por la mañana ni al mediodía, sino a última hora de la tarde.


La luz del día reveló a Airmid, Gunovar y Cygfa, tal y como habían pasado la
noche, echadas en el suelo y atadas, sin dormir, magulladas y consumidas, como
Breaca, por el hambre y la sed y la necesidad de orinar sin hacérselo encima, algo
muy trivial y movido por el orgullo, y que presumiblemente dejaría de preocuparla
del todo antes de que acabase el día.
Se apoyaban las unas a las otras con los ojos, y decidieron no hacer caso del
temblor que no había cesado.
No les dieron de comer, pero sí las lavaron, y les dieron la oportunidad de usar el
estercolero y beber, porque, como dijo el mercenario, que había hecho el signo de
Nemain, «un cuerpo puede durar mucho más de lo que se cree sin comida, pero si
dejas sin agua a tus cautivos, se mueren antes de que te des cuenta».
Lo había dicho después de que Breaca bebiese, o si no se habría negado. El
hombre sonrió con aire cómplice y vertió el resto del precioso contenido de su odre
en las palmas de sus manos y se lavó la cara con ellas.
Fuera, el motivo del retraso estaba claro. Breaca estaba de pie a campo abierto, en
el centro del poblado, contemplando el borde inferior del sol que caía en el horizonte,
y a su izquierda se habían excavado ya, aunque aún no estaban llenos, los agujeros
para los postes de media docena de cruces. «He tenido que mandar buscar la madera
a Camulodunum».
Se habían erigido dos montantes de roble, hechos de maderas recuperadas de las
casas. Cunomar y Ardaco estaban atados a uno de ellos, y tres de las osas en los
otros.
Graine no estaba allí. Era lo único que importaba.
Breaca podía mirar o no mirar. Podía luchar para contener sus temblores, y así no
parecer asustada, o abandonar todo intento y quedarse allí, blanca y con los ojos
como platos. Ninguna de ambas cosas sería observada ni representaría diferencia
alguna.
El procurador salió de una tienda que se había colocado en la cara norte del
poblado y los examinó con satisfacción.
—Tengo noticias de Camulodunum. Las carretas saldrán con la madera mañana al
amanecer. Estarán aquí a última hora de la mañana, y así tendremos tiempo para
completar los inventarios y los demás preparativos. Primero está el asunto de las hijas
del rey, que hay que solucionar, y de los hombres que han causado algunos problemas
por la noche.

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Había oído gritar a Cunomar y no había podido ayudarle. En la retahíla de sus
fallos no era aquél el más grave, pero desde luego tampoco el menor, ni de lejos. Y la
muestra de ello estaba en los hombres, ya desnudos para recibir los azotes. El rostro
de Cunomar aparecía ensangrentado en el lugar donde le faltaba una oreja. Ardaco
tenía todo el torso magullado, pero no peor que después de alguna batalla. Tenía los
ojos hinchados y ennegrecidos. Miró a Breaca por uno de ellos, e intentó decirle algo.
Ella meneó la cabeza. «No te oigo». Él hizo una mueca y volvió la cara hacia el
bosque.
—Estáis acusados de insurrección, de asesinato de los siguientes legionarios…
Ése era, pues, el juicio. El procurador estaba de pie encima de un pequeño podio
de maderas claveteadas. Habían sacado el alijo de hierro crudo de la fragua junto a la
casa grande, y estaba allí, atado, a sus pies. La propia espada de Breaca estaba
también colocada a un lado, con las de Ardaco y Cygfa. Para encontrarlas
seguramente habrían tenido que destruir la fragua.
La voz del procurador era un ronroneo sin sentido, que se unía al ruido más
intenso del poblado. Breaca vio a un cuervo que picaba la paja del tejado de una
choza que había compartido con Airmid, y volaba hacia el roble hendido por el rayo
en los cercados inferiores para los caballos. El Perro del Sol había hecho azotar a sus
soñadores descarriados y los había colgado de robles como aquél. Solo Roma tenía
que matar a un árbol para matar a un hombre.
—… o podemos preguntárselo a tu hija. La menor. ¿Lo preferirías así?
Airmid se apoyaba en su hombro, intentando hacerla volver al presente. La boca
del procurador se movía, y el sonido llegaba a ella, y el sentido un poco después.
—¿Preguntarle qué? —dijo Breaca. Volvió a mirar. Graine no estaba allí. El
espacio doloroso donde ella debía haber estado se encontraba vacío, y no se había
vuelto a llenar.
El procurador dijo:
—¿Dónde está el ejército para el cual se habrían hecho armas con ese hierro? —
lo dijo lentamente, espaciando las palabras.
Breaca le miró. Era un simple escribiente; no comprendía nada de la guerra. Dijo:
—Todavía no existe. El tiempo no lo ha permitido.
—Estás mintiendo.
—No. Si cada una de esas barras se hubiese convertido en un arma, y cada una
hubiese tenido un guerrero para empuñarla; ¿estaríamos aquí ahora mismo? Tú tienes
tres centurias de hombres. Nosotros podríamos haber armado fácilmente al doble de
hombres. Y si hubiesen estado aquí, lo habríamos hecho. No hay ejército. Los que ya
se habían reunido se han dispersado hacia el norte, hacia la seguridad, o han vuelto a
sus haciendas. No volverán a reunirse cuando nosotros hayamos desaparecido.
—¿De verdad? ¿Y quién los habría dirigido?
—Lo habría hecho yo —respondió Cunomar antes de que Breaca pudiese hacerlo
—. Yo soy el hijo del rey, entregado a las osas en los bosques del norte, el mejor para

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reunir un ejército en el sur.
Al procurador le costó algo de tiempo desplazar su mirada desde Breaca a su hijo.
Aun entonces miró más allá de donde se encontraba éste, a Ardaco.
—¿Y este hombre, es tu padre por sangre?
—No, mi padre está en el exilio, en la Galia —Cunomar había pasado la noche
mejor que los demás, con la cabeza alta, bien erguido por la arrogancia de la juventud
o por la osa. Ella esperaba que fuese así, y rogaba que el dolor y la desesperación no
le hubiesen apartado de lo que era antes.
Breaca le miró, como Airmid la había mirado antes a ella, intentando hablarle
mentalmente. «Cunomar, Cunomar, no le digas nada que no pueda averiguar por
otros medios».
Cunomar no la miraba a ella, sino al explorador coritano que estaba de pie entre
los mercenarios. Cada mirada suya era un desafío. Dijo:
—Cuando tu gobernador haya perdido su guerra en el oeste, mi padre volverá y
dirigirá a los guerreros de Mona hacia el oeste, para asaltar Camulodunum. Entonces
el hierro que ha reunido mi madre se convertirá en espadas, y las usarán aquellos que
tengan el honor y el valor suficiente para usarlas.
—¿Tu madre hizo éstas? —la mirada del procurador volvió hacia Breaca—. ¿Eres
herrera?
—Sí.
—Y tú hiciste éstas… Claro, claro… —dio una patada hacia un lado a un paquete
de puntas de flecha. Éstas resonaron contra el suelo, soltándose de la tira de pellejo
que las unía—. Una mujer de los icenos que hace lanzas, y que quizá las arroja
también —se acercó más, le cogió la barbilla y la obligó a mirarle—. ¿Fuiste tú quien
mató al gobernador con tus lanzas embrujadas?
«No, fue Airmid quien lo hizo. Es la soñadora quien hace al guerrero, y no al
revés».
Breaca dijo:
—Sí.
El procurador la contempló, fascinado y horrorizado.
—¿Sabes cuál es la pena por ser soñador?
—La misma, supongo, que por insurrección.
—Casi. El rebelde es azotado antes de ser colgado, y el soñador a menudo no.
¿Admites ambas cosas?
Estaba cansada de aquella farsa de juicio, y de todo lo que conllevaba. Tenía que
haberle escupido en la cara de nuevo, o haber despotricado contra la invasión de su
tierra por parte de la nación de él. Pero, cansadamente, dijo:
—¿Por qué negarlo? Yo soy como los dioses me han hecho. Bajo sus leyes, y no
bajo las tuyas o las mías, puedo ser culpable o hacer algo malo.

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Azotaron a Cunomar, a Ardaco y a las tres osas que habían matado cada una a un
mercenario. Se hizo de forma muy competente, por hombres que habían sufrido
azotes ellos mismos muchas veces en sus veinticinco años de servicio en las legiones.
No era fácil contemplar aquello, pero tampoco resultaba imposible.
Si Breaca miraba hacia el sol, y al cuervo que iba cogiendo pajitas, en lugar de
atender al ruido; si prestaba atención al reguero de hormigas que atravesaba la tierra
batida de la hacienda, si descansaba su mente en la red de la torques de la antepasada,
que estaba silenciosa, como si esperase, entonces era posible testificar todo aquello
para honrar el valor y no el dolor. No era peor que en la batalla, en realidad, y las
heridas que se producían entonces apresurarían posteriormente la muerte, cosa que no
era mala.
Al cabo de un rato prestó atención a Cygfa, que temblaba de forma incontrolable,
e intentó pensar en algo que pudiera ayudarla.
—Puede que estén armados —dijo, en voz baja—. Es posible coger un cuchillo y
darle la vuelta.
Con terrible seguridad, Cygfa dijo:
—No, no lo estarán. Ya han hecho esto antes. No correrán ningún riesgo.
—Lo siento.
No había nada que decir entonces, nada sino contemplar la tierra y la única fila de
hormigas que caminaban y preguntar de nuevo a la silenciosa antepasada por qué
todos los fragmentos de su visión debían extinguirse de aquella manera, cuando había
tanto que esperar aún.
Aquello acabó, a su debido tiempo, porque todo acaba, y luego llegaron otras
cosas, que ocuparían más tiempo.
Resultó imposible observar a las hormigas porque apareció Graine al fin, aturdida
y silenciosa y caminando de forma inestable, que salía a empujones de la choza que
había sido de Airmid, donde los cuervos seguían picoteando pajas del tejado.
Habían lavado a la niña, y la habían alimentado, y había vomitado, y también le
habían limpiado el vómito, y alguien, que Briga le lisiara y le mantuviera sumido en
el sufrimiento para siempre, le había peinado el pelo y le había colocado una diadema
de hojas de roble entrelazadas, y un hilo de oro al cuello, de modo que su belleza
estaba más allá de toda duda, así como su castidad.
Era pequeña y estaba sola y aterrorizada y más allá de toda posibilidad de ser
valiente. Sus ojos buscaron los de su madre y no encontraron consuelo en ella. Abrió
la boca para hablar, y la cerró de nuevo. Estaba llorando, y seguiría haciéndolo para
siempre, y no se podía hacer absolutamente nada.
En su cabeza, silenciosamente, una y otra vez, Breaca decía: «Graine, lo siento»,
y oía la voz de su hija, seria y desesperada, diciendo: «es culpa mía, Duborno se
durmió»…
Cygfa maldecía rígidamente, un largo susurro continuo que invocaba a lo más
oscuro de Briga y Nemain para que la ayudasen y destruyesen a los hombres que

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venían a buscarla. Ellos se rieron y la golpearon y le taparon la boca con un trapo.
Ella no tenía que parecer hermosa.
Entonces empezó la pesadilla, y resultaba imposible presenciarla y permanecer
cuerda.
Hacia el principio, Breaca vomitó; un vómito patético de bilis y saliva que le dio
arcadas hasta vaciarla. Nadie vino a limpiarla. Airmid se apoyaba en uno de sus
brazos y Gunovar en el otro, y entre las dos la mantenían erguida.
Airmid dijo:
—No mires —y no miró, pero era imposible no escuchar, no oír la destrucción de
Graine, la delicada y bella niña que sujetaba los hilos de su corazón, y de Cygfa, que
era Caradoc renacido como mujer, y más vulnerable si cabe por ello, a medida que
hombre tras hombre de la guardia del procurador, de día y luego a la luz de la
hoguera, se aseguraron más allá de toda duda posible de que ninguna de las dos fuese
casta, y que sus ejecuciones al amanecer no ofendiesen a los dioses romanos ni
vulneraran las leyes de Roma.
Y mientras pasaba todo aquello, la torques seguía silenciosa y vacía; la
antepasada-soñadora no ofrecía ayuda alguna y no se podía acudir a pedirla, o Breaca
lo habría hecho, aunque solo fuese para sí misma. Pero no se podía hacer nada,
absolutamente nada para evitar la destrucción.

Cunomar yacía de costado en la tierra ensangrentada, en el lugar donde los


mercenarios le habían dejado, que había sido su propia habitación, la que en tiempos
compartió con Eneit y que ahora compartía con Ardaco y con tres de las osas.
Les habían dejado allí la noche anterior, y ellos habían excavado una letrina en el
rincón y la habían usado, ya que no esperaban volver. El hedor se mezclaba con el
dolor martilleante de su cabeza, en el lugar donde antes tenía la oreja, y en su espalda,
que ya no tenía piel, y en sus brazos, donde el peso de colgar de las ligaduras y del
montante le había descoyuntado los hombros.
No había forma alguna de echarse que no enviara latigazos de fuego por todo su
cuerpo, y por lo tanto no había forma de dormir. Estaba a oscuras y notaba el hombro
de Ardaco apretado contra su talón; una presencia firme que le daba más consuelo
que las palabras. Las tres osas yacían junto a él, tratando de estabilizar el aliento
como él intentaba tranquilizar el suyo. Era lo mejor que podía hacer, una tentativa
final de no deshacerse en lágrimas, y lo único que oía era el aullido inhumano de
Graine que chillaba y chillaba y que luego dejó de chillar, cosa que aún era peor.
A lo largo de toda su niñez, cuando envidiaba la delicadeza y belleza de su
hermana y el afecto que le profesaba su madre y el lugar que ocupaba en el corazón
de Airmid, y de Sorcha, y su camaradería con Piedra, y su creciente poder, Cunomar
nunca le había deseado la muerte. Ahora sí que lo hizo, apasionadamente, por su
bien. Echado en el frío suelo, sin notar casi los dedos donde las ataduras habían

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impedido el paso de la sangre a las muñecas, y en la cabeza, los brazos y la espalda,
rezó a la osa sin nombre que vivía en su interior rogándole que el silencio de Graine
significase que había encontrado la liberación en la muerte.
Más tarde, de forma más fría, deseó lo mismo para él y para los demás.
Más tarde aún, temblando de forma incontrolada y al borde de las lágrimas,
recordó lo que había aconsejado Ardaco antes de que todo empezase: «Piensa en la
marca de la osa y en lo que te hizo». Y luego de nuevo, más tarde, mientras los
llevaban de vuelta a la choza: «Piensa en la marca de la osa. Fue peor que esto».
Quizá fuese peor, era difícil recordarlo. El dolor pasado se olvida fácilmente,
excepto por la sensación de triunfo al haberlo superado. Ciertamente, la marca de la
osa duró mucho más tiempo; los azotes apenas habían durado una tarde, mientras que
su tiempo en la cueva de la osa, bajo el cuidado de los ancianos de los caledonios,
duró desde el oscurecer del primer día hasta el oscurecer del cuarto, y en todo
momento sufrió una agonía de dolor.
Pensaba que habían usado hojas de pedernal al rojo vivo para hacerle las
cicatrices de los hombros y la espalda, pero nunca estuvo seguro de ello. En aquel
momento estaba demasiado oscuro y él se hallaba demasiado perdido, demasiado
encerrado en cada aliento, para preocuparse. Después, formaba parte de la magia, y
no importaba saber cómo se había hecho.
«Respira. Concéntrate en la respiración. Deja que te lleve al centro de ti mismo,
donde se esconde tu fuerza».
Los ancianos se lo decían una y otra vez, y el tiempo se fue deformando de modo
que pareció que le costaba días, meses, años de lucha a su cuerpo, de lucha para no
chillar, de lucha para no luchar, sino quedarse echado y quieto bajo los cuchillos que
cortaban, que hurgaban, que le marcaban, antes de que las palabras empezaran a
cobrar sentido y empezase a sumergirse, con cada aliento, más y más profundo, en el
centro de sí mismo, hacia el lugar donde encontró la fuente de la que manaba su
resistencia.
Más aún: dentro de aquel lugar había encontrado una puerta hacia el infinito. Más
allá del dolor había avenidas que corrían entre las estrellas. Allí, Cunomar caminó
con los espíritus del oso que había matado y del castor que fue su primera presa para
los ancianos, y más allá halló a todo el panteón de dioses: Briga y Nemain, Camul, el
dios de la guerra de los trinovantes, y Belin, el sol. Cada uno de ellos por separado le
dio un atisbo de lo que era ser un soñador.
Y se incorporó al fin marcado por el oso, con dos regalos: el primero y más
palpable era el conocimiento de la fuerza que albergaba en el centro de sí mismo. Y el
regalo que hacía que su alma se elevase más aún era la grieta que se abrió en el
firmamento, y que le permitió ver a su través, como ve un soñador, un posible futuro.
«Deseo ser un guerrero que sobrepase a mi madre y a mi padre, de una estatura tal
que dirija la derrota de Roma».

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En presencia de los bailarines de la osa de los caledonios, Cunomar expresó en
voz alta el deseo de su corazón, y los ancianos le devolvieron a su pueblo, lleno de
esperanzas y de promesas. Echado entre la suciedad y la sangre y el sudor de su
fracaso, la ironía de todo aquello, su orgullo desmedido y el juicio de los dioses le
golpeó de forma tan repentina y dura como el látigo de los veteranos durante toda
aquella tarde: un verdadero soñador habría visto lo que se avecinaba y lo habría
evitado, o al menos habría sabido cómo encontrar de nuevo la grieta entre los mundos
y habría dejado que su alma caminase por ella.
El lugar aún existía. Si podía alcanzarlo, hallaría la cordura y una forma de
sobrevivir hasta la mañana, pero para hacerlo, tenía que encontrar una forma de evitar
los chillidos roncos de Graine que inundaban su cabeza.
Se dio la vuelta, quedando echado sobre el estómago. «Respira. Húndete en la
respiración. Deja que te lleve…»
—Bebe. Bebe y despierta. Vamos. Bebe y despierta. No ha sido tan malo, y nada
comparado con lo de mañana…
La voz irrumpió a través de la corteza que se estaba construyendo y no se iba.
Le arrastraba quieras que no de vuelta al dolor y el recuerdo de la voz de Graine.
El frío salpicó sus labios y entró por su garganta y se habría atragantado, pero una fría
mano le tapó la boca y un pulgar corrió por un lado de su garganta, y se quedó
silencioso y tosió, pero solo por la nariz.
—Cunomar. Despierta. Escúchame. Debes despertarte…
Conocía aquella voz de forma distante. ¿Eneit? No, Eneit estaba muerto; su
madre le había dado una muerte limpia. En aquel momento lo había comprendido, y
aun así la odió por ello. Ahora, odiaba la arrogancia de lo que él mismo había sido.
No, no era Eneit, pues. Una fría certeza le hizo abrir los ojos, y vio que, a fin de
cuentas, no estaba demasiado oscuro para ver. La puerta de la choza estaba abierta, y
la luz del fuego jugaba en el borde, lo suficientemente brillante para mostrar las
plumas del cabello del explorador del halcón coritano que se inclinaba hacia él, y las
cicatrices blancas de los lagartos de fuego que marcaban sus brazos.
Cunomar había olvidado lo que era odiar de verdad, inmerso como estaba en la
pasión autodestructiva del odio. Entonces lo recordó todo. Su odio al procurador, que
era un hombre débil y no conocía el honor, era una llama fantasmal sobre un pantano
comparada con el infierno ardiente que sentía por el traidor de los coritanos que había
encontrado a Graine perdida en el camino del exterior de la hacienda, y la había
entregado viva al procurador.
Esforzándose por sentarse, dijo:
—Los mercenarios decían que les has devuelto a mi hermana para su goce. Por
eso, te esperaré eternamente en las tierras que hay más allá de la vida y no tendrás
descanso —su voz sonaba cascada. Su aliento estaba destinado a otras cosas. Tosió y
tuvo que esperar hasta que hubo pasado el dolor, antes de poder ser oído.
El explorador meneó la cabeza.

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—Fui más allá de mi honor. Lo siento. Yo no sabía que ellos…, harían lo que han
hecho. Los coritanos quizá clavarían una lanza a un niño capturado en la guerra, o le
cortarían la garganta, pero se haría de una forma limpia. Eso… eso nunca.
Cunomar le despreciaba abiertamente.
—¿Por qué estás aquí?
—Para decirte esto. Para disculparme, para que mañana vayas a la muerte y
después no me esperes con odio en el corazón en las tierras que hay más allá de la
vida. La Boudica y su hijo mataron a mi padre; eso es bien conocido, y tú no lo has
negado. Vuestras muertes le vengarán, pero juro por la vida de mi padre que no
quería que le ocurriese eso a la niña.
—Entonces, libérala.
—No puedo. He intentado acercarme a ella, darle la paz de la muerte, pero los
hombres del procurador la custodian estrechamente, y saben lo que siento. Ya no se
me permite acercarme a ninguna de las hijas del rey. Lo siento. Por mi honor, como
uno que lleva las marcas del lagarto, lo he intentado.
El explorador hizo ademán de levantarse. La diosa osa habló claramente por una
vez y Cunomar le cogió la muñeca al hombre, sorprendiéndoles a ambos.
—Entonces, inténtalo de nuevo. Busca a Corvo, el prefecto que me saludó en
Camulodunum. Él no puede evitar que nos cuelguen, porque matamos a los hombres
del procurador y debemos morir por ello, pero quiere a Graine y puede salvarla
todavía. Dirige a tres cohortes al oeste, hacia Mona. No pueden haberse alejado
demasiado, si es que han salido ya. Encuéntrale, dile lo que ha ocurrido y tráele aquí.
Hubo una espera, un cambio en la tensión del brazo que sujetaba, y luego:
—Quizá. Si hay una forma de hacerlo, lo intentaré.
El explorador volvió a ponerse en pie. Pensó durante un momento y dijo:
—No les he dicho el otro nombre de tu madre, ni lo haré.
«No deben saber que ella es la Boudica». Ardaco lo había dicho con toda
claridad, y Cunomar dijo: «el explorador del halcón lo sabe. Se lee en su cara. Se lo
dirá».
Contra todo pronóstico, no lo había hecho. De mala gana, Cunomar dijo:
—Gracias.
Y lo sentía.
—No habría habido honor alguno en decirlo. Lo que hacen ya es bastante —el
explorador se alejó hacia la puerta. Dijo—: Tu madre tiene honor. Se nota, y los
hombres de Roma le temen por ello. Por la mañana le harán a ella lo que te han hecho
a ti. No intentes detenerles. La ayudará a morir más rápido después.

«Por la mañana le harán a ella lo que te han hecho a ti. No intentes detenerles».
Cunomar no podía detenerles, y no pensaba perder su orgullo intentándolo por el
bien de ella; solo presenciarlo, como ella había hecho, e intentar hacer lo posible para

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darle fuerzas.
La idea le despertó muy temprano, de modo que estaba ya preparado cuando el
guardia llegó a la puerta y trajo unas cadenas de esclavos de las carretas para
ponérselas. No había encontrado el centro de su paz durante la noche, después de irse
el explorador halcón, ni tampoco ninguno de los demás, o al menos eso pensaba. El
dolor era demasiado grande y el temor de lo que deparase la mañana también.
Parpadeando, demacrado, encadenado a Ardaco por un lado y a las osas por el
otro, salió a la luz de la mañana arrastrando los pies.
Y se detuvo.
Las carretas con las maderas habían llegado de Camulodunum. Los agujeros
excavados por los mercenarios ya se habían rellenado.
Seis cruces se alineaban de este a oeste a través de la hacienda, para la familia del
antiguo rey y los más allegados. Una horca con muchas cuerdas esperaba a las osas.
Cunomar no vomitó, pero una de las guerreras osa encadenada a su izquierda hizo
violentas arcadas, y oyó y luego olió también una ventosidad larga y fluida cuando
los intestinos de otra se soltaron. Solo contaba con su propia experiencia en Roma
para agradecer que no le ocurriera una vergüenza semejante. Esa misma experiencia
le decía que acabaría por ocurrirle lo mismo, y que para entonces ya nada importaría.
Su madre estaba allí. La vio detrás de las cruces. Se hallaba sujeta al montante de
roble en el centro del poblado, donde habían atado a Cunomar el día anterior;
deshonrada y sola en el lugar que debería haber dado nacimiento a su sueño.
Era todavía la Boudica; cada línea de su cuerpo lo decía. Más que ninguna otra
cosa, importaba entonces que el procurador no averiguase su identidad, pero resultaba
muy duro ver que él no era capaz de verlo, cuando brillaba en ella de una forma tan
clara: desde el río de cobre de su cabello, atado por los legionarios en una parodia del
moño del guerrero, para apartárselo de la espalda, a las cicatrices de batalla que
tatuaban todas las partes de su cuerpo y la rabia tranquila que se remansaba en sus
ojos, y el desprecio hacia los hombres que la tenían cautiva, y desbordaba por encima
de ellos y más allá aún.
Cunomar notó el mismo pellizco en su corazón que había notado cuando Eneit se
preparó para morir, y supo sin duda alguna que la amaba, y que estaba orgulloso de
ella, y que era demasiado tarde para decirlo. Habría soportado todos aquellos horrores
por ella, pero no encontraba ninguna forma de hacérselo saber ni de ayudarla a
soportarlo.
Era una idea nueva, y le asustaba mucho más que las cruces. Breaca no había
recibido las marcas del oso; sus largas noches habían sido más tranquilas y ella pudo
volver a casa después sin cicatriz alguna. A pesar de todo su tiempo en combate,
dirigiendo a los guerreros o cazando sola en las montañas, Cunomar no estaba
convencido de que su madre supiera cómo mantener la cordura frente a lo que iban a
hacerle.

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«Respira». Quería gritar, pero no podía, porque si pensaban que la quería ayudar,
le harían daño a él, y eso empeoraría las cosas para ella. «Húndete con cada
respiración, deja que te lleve hacia dentro. Encuentra ese lugar en tu interior que no
se puede romper».
Ella debió de oír algo, o sentir algo. Su frente se apartó del roble y sus ojos se
fijaron en los de él, y, durante un asombroso y extraordinario momento, él fue su hijo,
el bailarín de la osa, entero y libre, y ella fue la Boudica, entregada para siempre a la
victoria, y nada se interpuso entre ambos; ella le amaba, y él lo supo, y ella supo que
él la amaba también, y él pudo sumergirse en el inquieto amor de su alma, y ahogarse
en él, y ser feliz.
Un guardia sacudió los grilletes de sus muñecas y el dolor le atravesó el cuerpo,
de modo que tuvo que cerrar los ojos para seguir de pie. Cuando pudo volver a mirar,
los ojos de su madre se habían apartado, y su mirada se había vuelto hacia el roble y
hacia sí misma. El procurador había subido a su podio.
—Se te acusa de ser tanto soñadora como insurgente. ¿Niegas que eres ambas
cosas?
—No —mintió ella para proteger a Airmid. Era el único regalo que podía hacerle,
y aun así, ambas morirían juntas.
—Bien —el procurador hizo una seña al líder de los mercenarios que estaba de
pie tras ella—. Empieza.

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XXXVII

El perro fue el primero en advertir a Valerio del extraño que estaba oculto en el
margen del bosquecillo, y luego el caballo-cuervo, aunque con menos sutileza.
Valerio se bajó de la silla y formo un nudo con las riendas en torno al pomo de la
silla para que no se le enredaran en los pies.
—Vamos —dijo a Longino, que se había detenido—. Sigue avanzando hasta que
atravieses el bosque. Si llegas al borde y no me he reunido contigo aún, detente,
como si se te hubiese caído algo. Sigue hablando. Si puedes, imita mi voz también.
Longino ya podía cabalgar por aquel entonces, dirigiendo a los caballos. La
carreta en la que le había traído desde el campo de batalla estaba muy atrás,
escondida entre la espesura, con la vana suposición de que podían vivir y volver
algún día a buscarla y usarla de nuevo.
Caminando junto al caballo-cuervo, Valerio se despojó de su cota de malla y la
colgó, junto con el casco, a través de la silla. Su manto ya estaba allí también, atado
flojamente para poder cogerlo si lo necesitaba. Viajaban con el uniforme de los
exploradores romanos, con cota de malla y casco y los mantos azul celeste al hombro.
Era más seguro que viajar como guerreros, y más plausible que cualquier otra
tapadera. Entre la anarquía de las batallas del oeste, podían haber sido enviados con
toda facilidad a Camulodunum con órdenes de quienquiera que actuase como
gobernador. Era seguro, mientras evitasen cualquier patrulla de las legiones, y no
habían visto ni una sola de éstas. La nieve no se había levantado lo suficiente para
permitirles hacer incursiones libremente fuera de sus alojamientos invernales.
La maleza era espesa, de menos de tres lanzamientos de lanza de largo, formada
por hayas, abedules y pequeños robles raquíticos. Los árboles estaban húmedos,
empapados por la lluvia antigua y con nuevas telarañas, y apenas acababan de cobrar
vida; los pájaros se reunían en ellos, pero no había nidos ni crías, como tenía que
haber ocurrido. Valerio buscó y encontró el rastro de un ciervo, lo bastante ancho
para seguirlo si se ponía a cuatro patas e iba reptando. El perro dirigía el camino y él
lo seguía, en silencio.
El guerrero que esperaba junto a los árboles había oído ya los caballos; habría
sido imposible que no fuera así. Longino lo hizo muy bien, siguió con una
conversación a dos voces y cuatro lenguas, de modo que cualquiera que escuchase
tenía que saber latín, tracio, galo y algo de iceno chapurreado para seguir el curso del
conjunto.
El que escuchaba era joven, tenía el cabello y la piel oscuros e iba armado con un
cuchillo de caza mucho más largo de lo permitido para cualquiera que no estuviese al
servicio directo de las legiones. Tres plumas rojas de milano colgaban lacias de su

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moño, marcándole como explorador legionario, y su cinturón iba abrochado con la
hebilla con el medallón que se entregaba a aquellos que sobresalían más; el águila
chispeaba, dorada, bajo el débil sol matutino.
El joven se desplazó desde la roca que le ocultaba hasta un lugar junto al borde de
la maleza, donde podía ver sin ser visto a los hombres que iban avanzando por el
camino.
Una cota de malla golpeó en el suelo con un tintineo de hierro que se desliza,
asustando a un puñado de gorriones que salieron de los árboles.
—Maldita sea, Valerio. Se ha caído entre los espinos. ¿Has visto dónde?
Longino hablaba quejumbroso y con la voz algo pastosa, como si no se hubiese
recuperado aún del vino de la noche anterior. Desmontó pesadamente y fue en busca
de lo que se había caído, metiendo su espada entre la maleza y maldiciendo en tracio
y en iceno.
El explorador meneó la cabeza ante la debilidad de esos invasores estragados por
el vino, husmeó con las aletas de la nariz tensas y luego relajó su postura.
Valerio agarró su cabello de pronto y tiró hacia atrás, le puso la rodilla en la parte
baja de la espalda y le empujó hacia delante, apretando la rodilla sobre su hombro
para inmovilizar el brazo del cuchillo.
Fue demasiado fácil. Los exploradores que trabajaban para las legiones eran
demasiado jóvenes, y no habían nacido para la guerra. Dando la vuelta, Valerio
deslizó el borde de su espada por la garganta del joven, lo suficiente para que brotara
sangre de la piel, pero no para cortar los grandes vasos que contenían su vida.
—Respira con cuidado —dijo—, si quieres seguir respirando.
Unos ojos oscuros le miraron de soslayo, con un borde blanco, como un ciervo
atrapado. En latín, el joven dijo:
—Soy explorador de la Vigésima legión, estacionada en Camulodunum. Estoy
buscando a Corvo, prefecto de la Vigésima…
Valerio meneó la cabeza.
—La respuesta no es válida —dijo muy bajo, y se apoyó en la hoja.
—… Boudica…
La palabra fue solo un susurro, frente al rostro de la muerte. La carne tembló bajo
la mano de Valerio y fue muy duro no matar por puro instinto. Longino estaba ya allí.
Puso una mano en el hombro de su amigo.
—Tranquilo.
Pero no bastaba con ambos. Lo que detuvo su mano fue la visión del broche que
llevaba el muchacho prendido en el manto: una serpiente-lanza fundida en plata, con
tres hilos de lana teñida de negro colgando de la anilla inferior.
Mordiéndose los labios, Valerio relajó la presión del cuchillo.
—Ese broche —dijo—. ¿De dónde lo has sacado?
—De la hija… de la Boudica —la garganta del explorador estaba herida. La
sangre manaba del corte—. Yo… salvé la vida de la hija de la Boudica.

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—¿Cómo?
Unos ojos oscuros se cerraron y se abrieron de nuevo.
—Mi vida por la suya. Júramelo —un susurro salpicado de rojo.
Valerio se rio. Movió su cuchillo arriba y hacia atrás, e hizo que descansara
debajo del labio del explorador. Contra una resistencia inútil, apretó con la otra mano
en la parte trasera de la cabeza del muchacho, obligándole a adelantar lentamente
hasta que la punta de su cuchillo se encontró con el hueso sólido. El joven gimió a
través de los labios apretados como los acólitos de Mitra solían hacer cuando los
marcaban por primera vez.
La sangre brotó libremente sobre el dorso de la mano de Valerio.
—No llevas mucho tiempo con las legiones, ¿verdad? —dijo—. La información
la obtiene libremente aquel que lleva el cuchillo. Creo que la podremos tener
igualmente, sin juramento alguno.
—No hay tiempo… —los ojos del chico se abrieron mucho por el centro.
Asombrosamente, una chispa de humor permanecía en su centro—. Yo moriré, y ella
morirá también. Su muerte… será peor.
Podría haber muerto entonces por la simple desfachatez de aquellas palabras, pero
el perro vino a lamer la sangre de su labio, y él lo vio e hizo un gesto para apartarlo,
como no había hecho con el cuchillo, con el terror desnudo reflejado en el rostro.
Longino dijo, muy bajo:
—Valerio, puede ver a tu perro.
—Ya me he dado cuenta —Valerio retiró la mano. Su cuchillo estaba justo al
nivel del ojo del muchacho. También tenía una longitud mayor de lo permitido, y
estaba muy afilado, como los cuchillos de desollar que los soñadores usaban para
averiguar la verdad. El explorador también lo reconoció y eso le asustó tanto como el
perro.
Valerio dijo:
—Sabré si me mientes. ¿Lo crees?
—Sí.
Hicieron que se sentara y le ataron las manos y los tobillos. Ya no le sangraba la
garganta, pero el labio inferior se le había hinchado hasta el tamaño de una piedra de
honda en el lugar donde Valerio le había cortado, y la sangre se había encharcado
dentro de la piel.
Valerio se agachó frente a él, sujetando el cuchillo.
—Ahora, cuéntamelo.

Unas nubes como garzas asaeteaban el cielo, empujadas por una brisa procedente del
este.
Breaca no las veía, solo las notaba, como si bajasen hasta tocarla, con recuerdos
del viento.

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Recuerdos; nada visto. Había pasado mucho tiempo desde que había visto otras
cosas que no fuesen el roble, y últimamente, ni eso. La oscuridad era mejor, aunque
el sudor se le metía en los ojos y la luz le hería cuando parpadeaba para apartarlo.
Había un nuevo tipo de dolor, una capa más sobre otras capas, una que podía
mejorarse, mientras que las demás no podían.
Nada podía mejorar el dolor de su espalda, de sus hombros y sus brazos. Respirar
le dolía, y no respirar también, y maldecir, y no maldecir. Todavía no había
averiguado si chillar suponía alguna diferencia o no, pero pronto lo haría. Al
principio, una pequeña parte de sí quería chillar, rabiar contra la conmoción, la
indignidad, el despojamiento de su orgullo, pero su orgullo era mayor, y no lo
permitía. Ahora, la mayor parte de ella necesitaba liberación, y solo un pequeño y
tenue corpúsculo de algo que todavía no estaba roto la mantenía en silencio.
Pronto se rompería, pero todavía no. Todavía no. ¡Todavía no! La voz que oía en
su cabeza, que en tiempos, al menos en parte, había sido suya, ahora era enteramente
la de la antepasada-soñadora. Seguía pronunciando la letanía.
«Todavía no. Esto no es más que el principio. El resto será mucho peor; no hagas
que se acelere».
No podía imaginar nada peor. Esto era mucho más de lo que podía soportar. Abrió
la boca y aspiró un aire caliente, aire sudoroso, y…
«Todavía no».
Cerró la boca, atragantándose con el sudor y la saliva, y en algún lugar alguien se
rio, y entonces recordó que podían verla y, durante un momento, soportó el peso con
las piernas, y no con los brazos, y presionó la frente contra el roble, y procuró que la
sensación que éste le proporcionaba contrarrestase el espantoso, cegador,
nauseabundo, inacabable, inacabable, inacabable dolor.
Un rayo cegador golpeó sus brazos, por encima de la cabeza, y ella olvidó su peso
y se desplomó contra las ligaduras y el rayo le golpeó de nuevo en la espalda
añadiendo más dolor al dolor infinito, y el roble desapareció, y con él toda sensación
de seguridad, y entonces ella abrió la boca, y tomó aliento, y…
«Todavía no».
La cerró de nuevo.
«Todavía no. Tienes demasiado orgullo. Deberías escucharme».
—Ya te he escuchado. Vine al este para dirigir un ejército, tal y como tú me
dijiste. Y estoy aquí por eso.
La torques se enroscaba como una pinza de hierro en su cuello. Había pensado
que el procurador se la quitaría, y ciertamente, la había toqueteado, había estimado su
valor tal y como ella lo había hecho: fundida y convertida en oro, pagaría una
centuria de hombres durante un verano entero, o bien media centuria durante…
Eso ya no funcionaba. El rayo le golpeaba la espalda otra vez, y no lo permitía.
La antepasada-soñadora estaba de pie junto a ella y la observaba.
Breaca dijo:

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—¿Por qué me mentiste? Me prometiste un ejército, y la libertad.
«No. Solo te prometí que estaría contigo, y aquí estoy, y que te concedería la
muerte si me la pedías. ¿Me la pides acaso?»
—No. Nunca —era bueno enfurecerse con otra cosa que no fuese el dolor, por
muy irracional que resultara—. Tú no das nada libremente, y yo no quiero pagar tu
precio.
«¿Ni siquiera para salvar la vida de tu hija?»
Hubo oscuridad y luego un chispazo de dolor, y el rayo que golpeaba de nuevo, y
todo se perdió entre el recuerdo de la voz de Graine, y el silencio cuando ésta cesó.
Breaca dijo:
—No viniste la noche pasada, cuando te buscaba.
«Pero ahora sí que vengo a ti».
—¿Y qué me ofreces?
«La vida de tu hija».
—¿Y qué pides?
«Lo que siempre he pedido, que vengas a mí despojada de tu arrogancia, que
abandones los muros que tú misma has construido a tu alrededor, y que veas lo que
hay escondido tras ellos».
—¿Y para qué sirve todo eso, si estoy a punto de morir?
«¿Te acercarías ignorante a las tierras que hay más allá de la vida, sin saber para
qué has nacido? ¿Acaso tú…?» El dolor la inundó, sumergiéndola en la oscuridad.
Era difícil oír cualquier cosa con claridad, incluso la voz que tenía en el interior de su
cabeza.
La negrura se hizo más intensa, más sucia, la antepasada más apremiante.
«Vamos, ven a mí, portadora de la victoria. Ven. Ahora ya no estoy tan lejos».
Ven a mí. Ven a mí. Ven a… Y respira. Respiró, porque alguien había vaciado un
cubo de agua encima de su cabeza y el frío era tan espantoso como los golpes, y lo
único que podía hacer era respirar, abrir la boca y…
«Todavía no. Ven a mí. Sigue la oscuridad».
No había oscuridad. Solo el rayo, que era rojo, y el parpadeo hiriente de un ojo.
«Ven a mí. Estoy aquí para ayudarte. Sigue la oscuridad».
Algo tenía que romperse; el pequeño corpúsculo de orgullo era demasiado
pequeño para sobrevivir. Atrapada en el torbellino de los rayos, rota por la agonía de
dolor de sus brazos, Breaca de los icenos, portadora de la serpiente-lanza, dejó su
orgullo y, por su hija, siguió las indicaciones de una voz en la que no confiaba y
avanzó en la oscuridad.
Se hallaba en una cueva, y la antepasada estaba en la cueva con ella, pero no era
la cueva de roca y agua corriente que había en la alta montaña al este de Mona, sino
un lugar seguro, donde el núcleo de sí misma que quedaba podía cobijarse contra los
ataques y no romperse, al menos durante un rato.

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«Bienvenida». La antepasada era más vieja de lo que se podía imaginar, y la
serpiente de su sueño vivía con ella. Era muy grande pero se había empequeñecido,
de modo que podía acercarse a ella sin terror.
«Bienvenida. Ambas podríamos desear que hubieses venido a mí antes».
—No sabía cómo hacerlo. Y no tenía necesidad, tampoco.
La risa se convirtió en parte de ella.
«Has tenido la necesidad desde que eras niña, solo que tu orgullo no te lo
permitía».
En otro momento ella habría discutido en contra de aquello, pero su orgullo había
desaparecido en medio de tantas cosas que no se podían ni contar, y ahora no había
tiempo de contarlas. Allí refugiada en la cueva tranquila, en un lugar milagroso sin
dolor, o al menos con un dolor tan absolutamente devorador que la había anegado y
ya se estaba muriendo, se acercó a la anciana.
—¿Qué debo hacer?
«Ven a averiguar quién eres. ¿Qué otra cosa podemos hacer, si no?»

Cunomar vio a su madre perder la conciencia por primera vez, y vio cómo la hacían
volver en sí con el agua, y luego cómo volvía a desmayarse de nuevo, poco después.
Pensó que había muerto y rezó para que fuese así, pero el titubeante movimiento
de subida y bajada de su pecho le decía que solo se había ido, durante un tiempo, a un
lugar donde no podían tocarla, y que la harían volver en sí de nuevo con más agua.
Los mercenarios pensaron lo mismo. Uno llevó el cubo al abrevadero y lo llenó y se
lo habría arrojado encima, igual que había hecho antes, pero el procurador se adelantó
y le paró el brazo.
—Alto. Ya basta. Si muere ahora… —se llevó los dedos a los labios, pensando, y
luego dijo—: Soltadla. Id poniendo las cruces para los demás. Si oye cómo vamos
levantando a sus hijas, se despertará. Traedlas…
Un caballo a galope tendido llegó por el camino. Dos caballos; un segundo le
seguía, y luego tres más, de modo que en total eran cinco. Ayudaba mucho contar las
cosas, mantener la atención en otro lugar; Cunomar estaba aprendiendo ya aquel
hecho.
El primero de los recién llegados pasó a toda velocidad por las puertas, y se
detuvo demasiado rápido para que resultase seguro. Un caballo normal obligado a
detenerse de aquella manera habría caído. Pero éste se mantuvo firme en el giro y se
detuvo donde se requería, justo delante del montante, pasando a menos del ancho de
una mano del cuerpo caído de la mujer, que yacía desmadejada en el suelo.
Cunomar miró atentamente, luego cerró los ojos y los volvió a abrir y miró de
nuevo. El caballo era ruano, los dos colores de una noche helada. El jinete llevaba la
armadura de cuero y el manto azul del mensajero romano, con las hojas de roble de
oro sujetas bajo la barbilla, que indicaban que venía de parte del gobernador. Se quitó

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el casco y el cabello que había debajo era negro, y el perfil podría haber sido el de
Luain macCalma, pero más joven y duro, y más baqueteado por la vida.
Cunomar cerró la boca y tragó saliva, secamente. A su mente le costó hurgar entre
sus recuerdos. Con voz ronca, dijo:
—¿Valerio?
—¿Cómo? Dioses, es verdad —Ardaco sacudió los grilletes, enviando un
movimiento ondulante por toda la fila de hombres.
Ardaco nunca mostraba sorpresa, ni miedo, ni rabia, ni orgullo, ni odio. Hasta
aquel momento en que el odio en su voz habría despellejado a un hombre inferior
hasta los huesos.
—Traidor. Ha venido a regodearse —gritó en voz alta—. ¡Traidor!
Las osas se unieron al grito, y Gunovar también; ninguno de ellos sabía quién era
el extranjero, solo que la vida estaba a punto de acabar y que aquel hombre había
acudido a contemplarlo, y que Ardaco, a quien reverenciaban, estaba claro que lo
odiaba.
Airmid miró distraída, como si se acabara de despertar de un sueño, o quizá como
si no estuviese despierta del todo. Dijo tres palabras a Gunovar, y ambas gritaron:
«¡traidor! ¡Que Nemain te ligue!». Sus voces bien entrenadas se impusieron a las de
las osas y levantaron más risas entre los hombres que las custodiaban, cosa
comprensible, porque habían gritado en latín.
El mensajero (Valerio) los ignoró a todos como había ignorado el cuerpo
sangrante de la Boudica que yacía boca abajo a los pies de su caballo. Sin desmontar,
se presentó correctamente al procurador, de una forma cuidadosa y solo ligeramente
jadeante.
—El gobernador te manda sus saludos y su palabra —el saquito con el mensaje
que llevaba al hombro iba sellado con cera, y el sello de elefante de Britania que no
se podía romper bajo pena de muerte—. ¿Quieres leer el mensaje en privado?
—Gracias —estaba claro que el procurador no quería hacer tal cosa en absoluto,
si aquello le interrumpía la mañana, pero no podía decirlo abiertamente. Hizo tiempo
mientras el compañero del mensajero entraba por la puerta, conduciendo tres reatas
de caballos. El recién llegado se quitó el casco y reveló una mata de pelo de un
asombroso color rojo.
Los veteranos hicieron sitio para el recién llegado, bromeando, y hubo un
momento de caos cuando demasiados caballos ocuparon un espacio pequeño y el
caballo de Valerio, al que habían cabalgado duramente, agitó la cabeza, inquieto,
tirando de las riendas, y se desplazó a un lado, de modo que empujó al procurador.
El recaudador de impuestos del emperador no estaba acostumbrado a que le
empujaran, y se sentía aterrorizado por aquel caballo. Se movió a un lado, jurando.
—Ten cuidado, hombre. No puedes hacer que ese animal…
La espada que se apoyó en su garganta estaba muy pulida y afilada, y ya le había
perforado la piel. Los ojos negros del hombre que la empuñaba eran la

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personificación de la arrogancia más letal y maligna. El hombre vestido de
mensajero, que solo un momento antes se había mostrado tan educado, dijo, con
espantosa claridad:
—Mi caballo está entrenado para la batalla. Si te mueves, haré que te mate. Será
espectacular y más rápido de lo que mereces, pero… En realidad, no me importa.
Drisco, llama al orden a tus hombres. Serás el primero en morir si nos atacan.
Gracias, Longino…
Para hablar con este último levantó la voz más allá del procurador, hacia los
veteranos mercenarios reunidos más allá del montante. Ellos habían visto el peligro
que corría su patrón, aunque no lo bastante rápido, pero habrían acudido a su ayuda
de todos modos si no hubiese sido porque Drisco, su líder, ya se había movido,
demasiado despacio, y el hombre de la caballería con el pelo rojo le había quitado la
espada con una sola y rápida maniobra y ahora permanecía quieto, mirando la punta
de su propia arma, con los ojos un poco bizcos. La sangre le brotaba de un corte
horizontal en la frente. Sus hombres se movieron intranquilos y esperaron una orden.
—Así, mejor —asintió Valerio, encantado. Como si no existiera el procurador,
miró más allá del montante vacío, hacia el mercenario sin espada—. Drisco, quizá me
haya crecido algo el pelo desde la última vez que me viste, en cuyo caso te perdono
por no haber reconocido al hombre al que hiciste azotar tres veces en un solo invierno
por emborracharse en acto de servicio, pero me siento desolado al ver que no has
reconocido tampoco al caballo que se comió la mejor parte del brazo de tu espada y
te mantuvo al cuidado de Teófilo durante un mes entero.
El hombre llamado Drisco le miró, frunció el ceño, volvió a mirarle y luego
exclamó:
—¿Valerio? No puede ser. Estás muerto. En la Galia. Corvo nos lo dijo. Pagué
dos sestercios por tu memorial…
—Halagas mi memoria —Valerio esbozó un saludo—. Pero no estoy muerto. Y el
que no quiera arriesgarse a perder un brazo por el caballo-cuervo, que no se acerque a
comprobarlo. O podéis usar mejor vuestro tiempo, coger todo el oro que hayáis
reunido y salir hacia Camulodunum.
—¿Por qué?
—Porque el prefecto, Corvo, del Ala Quinta Gallorum, está de camino hacia aquí
con tres cohortes de legionarios, y no se sentirá muy feliz de tener que interrumpir su
viaje hacia el oeste para encargarse de un recaudador de impuestos que se ha
excedido enormemente en sus facultades. Ésta… —y blandió su espada formando un
arco horizontal. Una docena de mercenarios retrocedieron inconscientemente— es la
familia de un rey. No han hecho otra cosa que llorar adecuadamente la muerte del
hombre que les gobernaba.
—Atacaron al pro…
—Les incitaron a ello. Tenemos un testigo que lo jurará por su vida.
—Tienen armas. Hemos…

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—Sí, ya lo he visto. Barras de hierro, Brisco. Todos los poblados de aquí hasta la
costa sur tienen un alijo de barras de hierro. Comercian con ellas, las convierten en
azadas y bocados para montar, y esos patéticos cuchillos para el queso con los que les
dejamos cazar. Si vas a declarar traidor a cada herrero que guarda un poco de hierro
escondido, estaremos demasiado ocupados esta primavera, y francamente, creo que el
gobernador tiene otras cosas en que pensar.
Ofendido, Drisco dijo:
—Mataron a Strigno. Y a Tito Castellio.
Valerio dijo:
—¿Y se supone que eso es una pérdida? Un niño con una ramita doblada podría
haber matado a Strigno hasta en sus mejores días. Y Castellio probablemente estaba
violando a sus hijas, en cuyo caso, está mucho mejor muerto que como quedaría
después de encargarme yo de él.
Hubo una pausa seca, dolorosa, mientras varias docenas de mercenarios
recordaban perfectamente cómo había tratado Valerio a los hombres que violaban a
las niñas nativas, y cada uno de ellos contuvo el aliento y rezó a los dioses para que a
su vecino no se le ocurriese decir ninguna tontería.
—Sí, sí, claro —Drisco se aclaró la garganta—. Entonces, ¿qué tenemos nosotros
que…?
—Está mintiendo. ¿Estáis locos todos? Está mintiendo, y no tiene poder alguno
para obligaros a nada de esto. En nombre del emperador, os ordeno que le desarméis.
Está claro que este hombre… —el procurador ya había recuperado la voz. La perdió
de nuevo ante la punta de la espada de Valerio, y los duros ojos negros que estaban
encima.
Valerio dijo:
—Échate en el suelo. Boca abajo. Y no te muevas.
Muy pocos hombres tenían la entereza suficiente para ignorar aquella voz, y el
procurador no era uno de ellos. Y aunque lo hubiese sido, la orden venía subrayada
por el inconfundible sonido de un tropel de caballos que venían por el camino a todo
galope, acercándose.
—Ése es Corvo —dijo Valerio, complacido—. Y su pelotón personal de la
caballería. Por supuesto, puedes acusarle a él también de mentir. Estaré encantado de
prestar testimonio más tarde, en tu juicio. Mientras tanto, te quedarás aquí echado y
no hablarás a menos que se te pregunte.
El procurador seguía echado.
Al cabo de un momento, Corvo entraba a galope por las puertas a la cabeza de su
pelotón personal de la caballería, como prueba viviente de que Valerio no había
mentido. Traía con él al explorador coritano, que llevaba un trapo de lana
ensangrentado en torno a la garganta y el labio ennegrecido, y no miró a Valerio.
Cunomar tenía que haberse sentido divertido por aquel hecho, pero no tenía fuerzas
ni le quedaba ya aliento alguno excepto para rezar.

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El prefecto detuvo a su caballo con la misma facilidad que Valerio antes que él.
Condujo su pequeño pelotón de veinte jinetes seleccionados uno a uno hacia el
terreno atestado de mercenarios, ahora muy nerviosos, y sus prisioneros silenciosos y
expectantes. Sus hombres habían recibido órdenes previamente. Entraron en doble
fila por las puertas y se dividieron al entrar, la mitad a la izquierda, la mitad a la
derecha, formando un semicírculo de hierro acorazado que bloqueaba la salida de la
hacienda. Uno de cada dos hombres desmontó y tendió las riendas al jinete de su
derecha.
La atención de Corvo estaba puesta en Valerio, y así había sido desde que entró a
caballo. Se enfrentaron el uno al otro como los ciervos que se encuentran en las
fronteras de su territorio, o como enemigos en un campo de batalla, que han luchado
durante años entre sí sin llegar a encontrarse y, cuando por fin lo hacen, cada uno se
da cuenta de que el otro no es como suponía.
Sin desplazar la mirada, Corvo dijo a sus hombres:
—Buscad sus fardos y registradlos.
A los mercenarios veteranos de Camulodunum se les habían prometido riquezas
sin cuento si iban a ayudar a su procurador. El poblado del difunto rey de los icenos
no había resultado tan rico como esperaban, pero como era normal en toda campaña,
habían tomado una parte importante de todo antes de hacer el inventario.
Vaciados en la tierra batida del recinto, sus bultos revelaron un botín de oro, plata,
brazaletes esmaltados que alcanzarían un buen precio en los mercados de Roma,
broches y ofrendas a los dioses, collares e incluso un broche infantil en forma de
carrizo, envuelto en lana para protegerlo.
La búsqueda en los pocos edificios reveló también la presencia de las dos hijas
del rey, que necesitaban urgentemente los cuidados de un físico…, si no se las
consideraba traidoras, en cuyo caso, podían colgarlas y acabar lo que habían
empezado.
El capitán de la caballería se lo dijo a su prefecto, que asintió y se pellizcó el
puente de la nariz, y con la mirada todavía clavada en Valerio, dijo:
—Drisco, eras un mal armero y eres un centurión todavía peor, pero tristemente,
no se trata de un crimen capital, a diferencia del robo de las propiedades del
emperador, que ciertamente, sí lo es. Tienes mucha suerte de que tenga que atender a
una guerra y no me quede tiempo para colgarte a ti y a tu chusma personalmente.
Tienes de tiempo hasta que regrese el resto de mis cohortes para reunir a tus hombres
y largarte. Te sugiero que lo hagas con más profesionalidad de la que demostraste al
dejar Camulodunum.
Dirigiéndose a los mercenarios, Valerio había hablado en la jerga de los soldados,
ese idioma suelto y turbio de las legiones, enriquecido con galo y tracio y el ronco
batavo de las unidades de élite de la caballería. Corvo hablaba en el latín del Senado,
que convertía en escoria de alcantarilla a todo lo que quedaba por debajo, y hacía
mucho más daño a los veteranos que las propias palabras. Drisco había enrojecido

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intensamente mucho antes de que el prefecto acabase de hablar, y retorcía el extremo
del cinturón en su mano cuando éste acabó.
Cuando le dieron permiso para moverse, el líder de las tres centurias veteranas del
procurador tenía cosas que demostrar, y lo hizo lo mejor que pudo. El orden con el
que sus hombres salieron del poblado iceno no era perfecto, militarmente hablando,
pero sí considerablemente superior al que demostraron cuando entraron.
Cuando el último de ellos hubo salido, ocurrieron un cierto número de cosas. El
explorador coritano fue enviado a buscar agua, y a que ayudase en lo posible a las
hijas del rey. El capitán de caballería del prefecto, que había estado con ellas, montó
de nuevo en su caballo y ordenó a sus hombres que hicieran otro tanto. Veinte
soldados veteranos reunieron los caballos inquietos y salieron a galope por las
puertas, para esperar en el extremo más alejado. Obligado a la acción, Corvo
finalmente apartó la mirada de Valerio y miró hacia abajo, a la mujer que, desde su
llegada, éste había protegido entre los pies de su caballo.
—¿Breaca?
Estaba muerta; Cunomar estaba seguro de ello. Desde el momento en que había
entrado a caballo el prefecto, ella no se había movido más, y ya no veía la subida y
bajada de su aliento, ya fuese obvia o más contenida.
—¿Breaca? —ahora con urgencia, Corvo desmontó y se arrodilló junto a ella, y le
colocó los dedos en un lado del cuello, y luego se puso de pie y cogió su propia
cantimplora de su silla y le echó un poco de agua en los labios—. ¿Breaca?
Ella tosió; estaba viva, por tanto.
Cunomar se tambaleó en las cadenas que lo sujetaban. A su lado, Ardaco
maldecía y lloraba. Airmid dio tres pasos al frente y se dejó caer de rodillas junto a la
cabeza de Breaca, y cogió el pellejo con agua que se le ofrecía y vertió más en su
boca, ahora con cuidado, de modo que pudiese tragar un poco, y habló, y le
respondieron, en un susurro demasiado ronco para que se escuchara en todo el
recinto, de modo que solo se pudo oír la palabra «Graine» con alguna claridad, y la
respuesta de Airmid quedó perdida en el ataque de tos que siguió.
—¿Valerio? —Corvo había retrocedido y vuelto a montar.
Los ojos negros de Valerio resultaban indescifrables. Dijo:
—Gracias. No estaba seguro de que vinieses. No podré pagártelo nunca.
Corvo dijo:
—He venido por Breaca. Y por sus hijas. En la mente de las legiones tú estás
muerto. Y sería mejor que siguieras así.
—Entonces, has ayudado a un fantasma a encontrar consuelo, por lo cual éste te
está agradecido —muy lentamente, Valerio se inclinó hacia delante y ofreció su brazo
con el saludo del soldado, que al mismo tiempo era un adiós, y un estímulo para la
batalla—. Siento haberte complicado en esto —dijo.
Al cabo de una breve pausa, muy tieso, Corvo cogió el brazo que se le ofrecía.
—¿Auténtico consuelo? —preguntó.

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—Tanto como pueden dar jamás los dioses. Te he echado de menos. Y te echaré
de menos.
—Yo también.
No lloró ninguno de los dos, aunque el aire crujía por la necesidad de llanto.
Cunomar lloró por ambos, entre el dolor lacerante que sentía en la cabeza y la
ronquera de su garganta, y no sabía por qué lo hacía.
Un cuervo graznó y ellos se separaron, como si se lo hubiesen ordenado. Corvo
dio la vuelta a su caballo. Hizo una pausa en la puerta para saludar al hombre de la
caballería del pelo rojo, y dijo:
—Longino, tengo tu piedra memorial. Si alguna vez deseas verla, solo tienes que
aparecer de nuevo ante tu intendente y decir que estás vivo.
El soldado le saludó a su vez.
—Si alguna vez encuentro desagradable la compañía de los fantasmas, lo haré.
Muchas gracias.
En ningún momento Corvo mencionó al procurador, ni habló de él, ni lo tuvo en
cuenta siquiera. Éste yacía aterrorizado y rígido bajo las patas delanteras del caballo-
cuervo.

Nadie se movía, nadie hablaba. Lentamente, el sonido de los caballos al galope se fue
aquietando.
Cunomar estaba quieto, muy, muy quieto, para que ninguno de los eslabones de
las cadenas que le ligaban tintineasen entre sí.
Esperaron más aún, hasta que el sonido de los cuervos que se reunían en el tejado
roto de la choza de Airmid fue más alto que el susurro de los caballos distantes, y
luego un poco más, hasta que, finalmente, Valerio dijo algo en un idioma que no era
ni iceno, ni latín, ni galo, y el soldado con el pelo rojo asintió y fue andando hacia
Gunovar y la liberó.
Ella era herrera, y no la habían dañado gravemente. Con la ayuda del soldado
empezó a hacer la ronda y fue soltando los grilletes que habían puesto a las osas.
Aturdido y sin acabar de creerlo aún, Cunomar juntó las muñecas y fue
avanzando, arrastrando los pies. Inclinó su frente hacia el hombro de Ardaco, porque
podía hacerlo, porque le amaba y estaba demasiado cansado para andar sin apoyo, y
todas esas cosas eran enteramente aceptables, y no estaba preparado en absoluto para
la violencia que estalló más allá del montante.
—¡No! —el grito del procurador fue más agudo que el de un niño, e igual de fútil.
No apelaba a ningún agente humano, con corazón, alma y mente que se pudieran
conmover. El caballo ruano de Valerio había levantado las patas delanteras del suelo
y se había alzado sobre las traseras y se quedó allí durante un momento, más alto que
ningún hombre; era la encarnación viva de la venganza, conducido por el guerrero
que se sentaba bien erguido en su lomo y, con una palabra sosegada y un toque de su

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talón, el animal volvió a bajar, con toda dureza, sobre el romano, que gateaba
desesperadamente bajo sus pies intentando escapar.
La palabra de Valerio fue la última cosa sosegada que hubo entonces, y el
momento en que el caballo quedó erguido fue el último momento de paz. Las patas
del caballo machacaron entonces al procurador, y el hombre chilló, y el sonido que
produjo desencadenó una explosión de furia salvaje que eclipsó todo lo visto aquella
mañana.
Movido por un odio que iba más allá de cualquier sentimiento humano, el caballo
ruano se alzaba muy alto en el cielo y luego volvía a bajar sobre el cuerpo
ensangrentado, una y otra vez, una y otra vez, relinchando con pasión, de modo que
la voz del procurador se perdió y su cuerpo se convirtió en un caos de huesos y carne
y dientes hasta que no quedó del hombre que había ordenado el azotamiento de la
Boudica y la violación de sus hijas más que un montón de vísceras sangrientas y
blancos fragmentos de hueso entre ellas.
—Valerio, para. Para. Ya está. Ya puedes parar.
El soldado pelirrojo tenía más valor que Cunomar. Se acercó al caballo enfurecido
y cogió el brazo de su jinete, sujetándolo en el breve momento en que el animal
estaba abajo, antes de que volviera a subir de nuevo.
—Para. Tu hermana necesita tu ayuda. Las niñas también te necesitan. Esto no les
ayuda.
El caballo se quedó quieto, bañado en sudor, temblando, como si hubiese corrido
una carrera y hubiese ganado. Valerio no sudaba ni temblaba, sino que permanecía
muy erguido, con la cara blanca, mirando más allá de Cunomar, hacia el explorador
del halcón que había salido de la choza que albergaba a las hijas de la Boudica, y
luego a Airmid, que estaba arrodillada junto a Breaca.
Algo que leyó en el rostro de ella le conmovió. Desmontó y se arrodilló al fin
junto a su hermana, que yacía a la distancia de una lanza del caballo que podía
haberla matado. Le puso una mano en la cabeza y luego en el corazón, y luego se
inclinó y aplicó el oído en su pecho.
Levantándose, dijo:
—Longino, trae agua. Halcón, reúne a todo aquel que esté libre y pueda caminar
y cierra las puertas, y echa abajo las cruces, y úsalas para construir una barricada. Si
Drisco se lo piensa mejor y acaba volviendo desde Camulodunum, me gustaría pensar
que podemos protegernos un poco al menos.
Valerio se arrodilló entonces entre el polvo, junto a la mujer contra la cual había
luchado tanto tiempo, y la levantó entre sus brazos con el cuidado de un amante, y se
puso de pie, y miró a su alrededor buscando algún edificio que no hubiese quedado
destruido, y al final la llevó a la choza de Airmid, en el extremo occidental del claro,
donde, al menos, había agua del arroyo, y cobijo bajo el techado algo maltrecho.

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—¿Está despierta Breaca?
—Espero que no.
Sí.
Ella quería hablar, pero su boca no se movía siguiendo las órdenes de su mente.
Airmid estaba muy cerca, y así había sido desde el primer contacto de sus manos
junto al montante, y su voz le había dicho todo lo necesario: «Graine está viva. Corvo
está aquí. Todo irá bien», de modo que no era necesario que Breaca saliese del pozo
de paz que había encontrado al fin.
La negrura iba y venía. Unas manos rodeaban sus manos, limpiaban todos sus
dedos de suciedad y sangre, que se había quedado incrustada. Más tarde, alguien puso
algo frío y húmedo en la carne destrozada de su espalda. Ella se estremeció
violentamente y gimió en voz alta, sin encontrar las palabras, sin buscarlas siquiera, y
el frío se alejó, pero no la humedad. Más humedad fue cayendo sobre ella, goteando
lentamente, de modo que cada gota la calentaba y aliviaba antes de que llegase la
siguiente, y a su debido tiempo, el goteo regular se hizo soportable.
Por encima se oían voces que iban y venían. Oía el tono, pero no las palabras,
hasta que quedó claro que Airmid había hecho una pregunta, pero no quién había
respondido, excepto que era un hombre, y que se preocupaba por ella.
Un tiempo después, cuando el sol se hubo desplazado y notaba menos calor en su
espalda, el mismo hombre dijo:
—Tiene que moverse, igual que se están moviendo Cunomar y los demás que
fueron azotados.
Airmid dijo:
—Todavía no está preparada.
Pacientemente:
—Entonces, haremos que lo esté. Si se queda echada así, la espalda se le quedará
tiesa cuando se cure, y ya no podrá valerse como guerrera.
Una nueva voz, brusca y masculina, preguntaba:
—¿Y le importará a ella?
—Creo que sí. Podrías preguntárselo.
—No es asunto mío. Solo he venido a ver cómo estabais. Estaré fuera, ayudando
a los demás. Búscame cuando hayas acabado.
Le llegó el recuerdo de un oficial de la caballería con el pelo rojo, que había
permanecido de pie junto a ella, vigilante, cuando todavía había peligro. Era un buen
hombre y sentía mucho afecto, pero no por ella.
Cuando se fue, la textura de las voces cambió, y una voz en su oído dijo:
—¿Breaca? Si estás despierta, di que sí con la cabeza. No tienes que hablar.
Dijo que sí.
—Tengo que moverte. ¿De acuerdo?
Ella asintió de nuevo y unas manos firmes volvieron su espalda y alguien echó
agua en un lado de su boca, y ella la tragó sin toser, y pensó que llevaba mucho

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tiempo echada como un niño indefenso, y que podía moverse por sí misma, así que se
movió; y dejó de moverse de repente.
Cuando pudo respirar de nuevo, dijo:
—¿Por qué tengo que moverme? —su voz vacilaba, débilmente.
—Porque tu espalda se curará y quedará endurecida como la madera, y no podrás
volver a empuñar una espada, ni arrojar una piedra con una honda, ni tirar una lanza.
Si vas moviéndote ahora, entonces se curará bien y solo tendrás más cicatrices, pero
no un cuerpo que no pueda responder a tus órdenes.
Hacía mucho tiempo, en la niñez, su padre le había quitado una astilla de hueso
de la mano. El dolor le había parecido más terrible de lo que podía ser cualquier cosa.
El hombre que estaba sentado junto a su cabecera hablaba exactamente como
Eburovic entonces, o como Luain macCalma otras veces, con otras heridas:
razonablemente benigno cuando el dolor se aproximaba y no se podía hacer nada por
evitarlo.
Ella volvió la cabeza para mirar. Él estaba sentado junto a su hombro, sujetándole
la mano. Era él quien le había limpiado los dedos, y era macCalma, anciano de Mona,
más agotado de lo que le había visto jamás, y con un nuevo punto de ironía
concentrado en sí mismo, y un perro a su lado que parecía idéntico a Granizo.
Ásperamente, ella dijo:
—Pensaba que estabas en Mona.
Sorprendido, él levantó una ceja.
—Lo estaba.
—¿Y qué te ha traído por aquí?
—Me envió Luain macCalma. Pensaba que podría animarte a alzar a las tribus a
la rebelión, mientras el gobernador está ocupado en el oeste. Eso fue lo que me dijo
en su momento. Sospecho que sus verdaderos motivos fueron otros muy distintos.
«Me envió Luain macCalma». Eso no tenía sentido. Cerró los ojos para pensar
mejor. El perro estaba muy cerca de él, como habría hecho Piedra por ella, pero
Piedra era un perro de carne y hueso, y aquel perro no.
El sueño de Luain macCalma era la garza. No tenía ningún perro que cruzase de
la muerte a la vida para reunirse con él, ni un oficial de caballería con el pelo rojo y la
voz áspera que le quisiera con tan absorbente intensidad; ni, si lo pensaba bien, había
montado jamás un caballo que pudiese matar a un hombre con solo darle una orden,
ni tampoco había tenido necesidad alguna de ello.
Breaca abrió mucho los ojos.
—¿Bán?
No era el nombre adecuado. Su hermano se estremeció como si le hubiesen
golpeado, y el extraño y seco humor de su mirada murió y quedó en blanco. Sin él
aparecía aún más el cansancio, y el pozo sin fondo de dolor al que su caballo había
dado una voz tan aplastante aquella mañana. De pronto, se parecía mucho a aquel que

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iba en el barco que volvía de la Galia, cercano a la destrucción por los fantasmas de
su propia desesperación. Entonces él usaba otro nombre, quizá no solo para zaherirla.
Breaca dijo:
—Valerio, entonces. Te va mejor.
Él bajó la vista, y parecía buscar las palabras. Cuando la levantó, había
recuperado de nuevo el humor, aunque de forma titubeante.
—Creo que sí. Esperaba que no, rogaba que no fuese así, pero los dioses son más
sabios. Bán murió hace mucho tiempo, y no se le puede traer de vuelta ahora. En su
lugar tienes a Valerio de Nemain y Mitra, un soñador con alguna facultad como
guerrero, que te ofrece sus servicios, si los deseas.
Era demasiado para aceptarlo todo de una vez. Ella dijo:
—¿De Nemain y Mitra? ¿Puedes servirlos a ambos?
—Eso parece. Pensaba que solo habría espacio para uno, pero se ve que no es así.
Hemos llegado a un… acuerdo. Nos conviene a todos muy bien, y podría servirte a ti
también, si lo deseas.
Había dicho lo mismo, exactamente lo mismo hacía un momento. Breaca contuvo
el aliento para evitar el dolor y se esforzó por sentarse.
—¿Por qué no iba a ser así?
Él la miró y miró a través de ella, a lo que había más allá.
—Cuando nos vimos por última vez, en un barco, macCalma evitó que me
mataras. Dijo que tendrías necesidad de mí. No te dijo que era mi padre, y que ése era
uno de sus motivos para mantenerme con vida.
El hermano a quien conoció en tiempos le habría dado aquellas noticias de forma
mucho más tensa. El hombre que estaba sentado a su cabecera podría haberlo hecho,
pensó ella, si hubiese recordado lo que era ser amable consigo mismo.
Malinterpretando su silencio, él dijo:
—MacCalma no está aquí ahora. Imagino que debe de ser por decisión propia, no
por accidente.
—¿O sea que podría matarte ahora si lo decidiera? —ella se echó a reír, cosa que
les dolió a los dos—. No estoy en condiciones de matar a nadie.
—No, no se trata de eso.
Él no sonreía; incluso la ironía, que parecía tan habitual, había desaparecido. Sus
ojos la devoraban, y su alma se encontraba abierta, para que ella pudiese ver los
rincones oscuros que contenía, tal y como la antepasada le había mostrado la
oscuridad que habitaba en su propio corazón. Antes, ella se habría sentido intimidada
y quizá le hubiese despachado. Ahora, conociéndose a sí misma como nunca se había
conocido, vio más allá de la oscuridad el espacio del dios, y la pasión que lo
encendía, y que le había dado la fuerza suficiente para servir a dos dioses y no quedar
partido por la mitad.
Él dejó caer la mirada, escondiéndose. Sus manos yacían en el camastro, llenas de
cicatrices y quemadas por el sol, con las uñas muy recortadas y los tendones como

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cuerdas en el dorso, por los muchos años empuñando la espada. Temblaban
ligeramente, y no había manera de calmarlas.
El silencio se prolongaba, y él no lo rompía. Le ofrecía su alma, y su respuesta le
importaba mucho, más que nada, tanto, posiblemente, como la separación de Corvo.
Breaca lo había oído allí echada debajo del montante, y las palabras que ninguno
de los dos había pronunciado. Entonces no sabía quién era él, solo notaba las
corrientes impetuosas que los arrastraban a ambos, y supo, aunque nadie más se diera
cuenta, que la explosión de dolor que hubo después y que mató al procurador no
había sido precisamente por el destino de las niñas.
Él era su hermano, aunque no compartían sangre alguna, pero sus madres habían
sido hermanas. Sin saberlo, ella había llegado a la edad adulta y más allá y se había
convertido en Guerrera de Mona, y luego en la Boudica, y en cada batalla había
luchado con aquel hombre en su corazón, creyéndole hermano suyo, creyéndole
muerto, queriendo que supiera que le amaba.
Y él aún no lo sabía.
Ella se fue moviendo lentamente, con mucho cuidado, hasta que pudo cogerle a él
ambas manos entre las suyas y notó el temblor, y lo aquietó. Dijo:
—Hace mucho, mucho tiempo, hice un juramento a la soñadora de la serpiente de
los antepasados de que haría todo lo que fuera necesario para proteger a mi familia.
Ahora renuevo ese juramento, en el montante, comprendiendo mucho más lo que
significa de verdad. Sea cual sea tu sangre, tú formas parte de mi familia. En el barco
que venía de la Galia yo lo había olvidado. Fue un error. ¿Podrás perdonarme?
Él lloraba, llevaba ya un rato haciéndolo. Ella le sujetó la mano y esperó, y vio
que él se esforzaba en aquella ocasión por no vacilar, y mantuvo su escrutinio durante
todo el tiempo que ambos pudieron soportar, y luego apartó la vista y miró de nuevo
las manos de ella, que sujetaban las suyas.
Dijo:
—No soy yo quien tiene que perdonar. Muchas de las cosas que he hecho son
imperdonables, y no hay forma de volver atrás. Pero podemos ir hacia delante, y
quizá no volver a cometer los mismos errores. Airmid dice que estás buscando
guerreros para echar a las legiones más allá del mar. Yo no soy el guerrero que puede
encabezar la derrota final de Roma, sino más bien un soñador que ha vivido los
últimos veinte años como guerrero, y que aún puede luchar, si debe hacerlo. Si te
ofreciese luchar por ti, ¿lo aceptarías?
El mundo contuvo el aliento, y la antepasada, que estaba dentro de ella.
Breaca dejó que aquel momento se prolongase, porque era bueno, y pocas cosas
en el pasado reciente habían sido buenas. Entonces, levantó las manos de él entre las
suyas y las besó, y luego se incorporó y le besó en la mejilla; era su hermano, fuera
cual fuese su sangre, y tenía que saberlo.
—Sí, claro —dijo—. Con enorme gratitud aceptaré y te lo devolveré; mi vida por
la tuya, para siempre.

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Epílogo

Dos martillos golpeaban sobre los yunques rítmicamente.


Breaca se despertó y se quedó un rato echada, mirando las sombras estriadas del
techo que se extendían hacia la pared de su izquierda. El ruido también formaba sus
propias franjas, haciendo juego con las de luz y oscuridad. Se dejó llevar por ellas
durante un rato, luchando por moverse. Era importante moverse; Valerio lo había
dicho, y había venido a recordárselo tres veces al día los últimos cinco días. «Es la
vieja norma de las legiones: sigue moviendo la espalda mientras se curan los azotes, o
si no, la carne se endurece para siempre. Ahora te duele, pero después valdrá la pena,
te lo prometo».
Era un hombre que no solía hacer promesas a la ligera, ella ya empezaba a
saberlo. Intentó acercar las rodillas hacia el pecho, y luego separarlas otra vez. Era
posible hacerlo sin contener el aliento para evitar jurar. Lo hizo de nuevo con más
suavidad.
—¿Madre?
Breaca se incorporó al momento, olvidando el dolor.
—¿Graine? Pensaba que estabas dormida…
—No. No quiero dormir. Me duele —Graine yacía a un brazo de distancia de
donde ella se encontraba, desde hacía dos días, desde que Airmid dijo que estaba lo
bastante bien para que la llevasen desde una choza a otra. Ahora estaba echada bajo
las franjas de la luz del sol, tan incorpórea como un fantasma, con la blanca piel muy
tensa encima de los maltratados huesos de su calavera, y las magulladuras que se iban
borrando ya de su rostro, y las sombras de un azul-negro bajo los ojos, que no se
borraban.
Breaca se puso de pie, lentamente.
—Airmid ha dejado algo para que bebas. Te puede ayudar. ¿Lo quieres?
—No —Graine hizo una mueca, y apartó la vista, frotándose los ojos con el dorso
de las manos, como un bebé.
—Entonces tengo un poco de leche y un poco de queso. No te hemos puesto
amapolas, ni nada que te haga soñar. ¿No querrías comer un poquito conmigo?
Breaca se sentó en el borde del camastro hecho con pieles de ovejas apiladas, y
desmigajó un poco de queso de cabra blanco, y encontró también una manzanita
arrugada que habría traído alguno de los guerreros que venían. Dio un mordisco y le
tendió el trocito a la niña.
—¿Graine? Amor mío, ¿no puedes comer?
—Bueno, un poquito —se sentaron las dos, ambas destrozadas, y comieron
lentamente, empujando la comida hacia adentro a pesar de las náuseas y el terror.

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Graine masticó lenta, mecánicamente, como si fuese una obligación cumplida de
mala gana. Miró a través de la puerta al poblado que había más allá.
—¿Quién hace esos ruidos?
—¿Los martilleos? Son Gunovar y Valerio, mi hermano. Están haciendo armas
para los nuevos guerreros.
Había muchísimos guerreros nuevos. En los días que llevaba en cama, el ejército
había crecido hasta reunir a más de un millar, y seguía creciendo. Ardaco se había
encargado de ello, con Duborno. Había que mantener ocupado a Duborno; estaba
vivo solo porque Graine vivía aún. Si ella hubiese muerto, él se habría echado en su
tumba y la habría seguido a las tierras que hay más allá de la vida. Breaca le había
absuelto de toda falta, abiertamente y ante testigos, y él no la había creído.
—¿Habrá guerra? —Graine todavía miraba hacia fuera por la puerta.
—Sí. Muy pronto.
—Si todavía estás enferma, ¿les dirigirá Valerio?
—Quizá. Si los otros le siguen. Él es el que más sabe de Roma. Si vienen las
legiones, cosa que deben hacer ahora, entonces sabrá cómo luchar contra ellos.
—Cunomar le odia.
Breaca dejó su queso, incapaz de seguir comiendo. Graine era muy pequeña y
había estado muy enferma, y Breaca pensaba que estaba dormida cuando Cunomar la
trajo a la tienda, y encontró a Valerio ya allí, y se negó a aceptarle. Solo había durado
un momento; Valerio salió entonces, como si fuera justo que tuviera que hacerlo.
Breaca no le había detenido. Era la primera vez que veía a Cunomar desde que se
encontraba de pie, encadenado como un esclavo, junto a la cruz en la que estaba a
punto de morir, y le había costado todo su autocontrol sencillamente quedarse quieta
y mirar a su hijo y no demostrar nada ni decir nada.
Cunomar dejó a Graine en las pieles de oveja apiladas junto a la pared, y,
enderezándose, dijo:
—No importa. Una oreja es un precio muy pequeño a cambio de la vida.
Breaca asintió, incapaz de hablar. Su hermoso guerrero de cabellos dorados ya no
era hermoso. En algún momento durante el día se había afeitado el cabello de las
sienes y por los lados de la cabeza, de modo que su única oreja sobresalía, orgullosa y
sin ocultar, y en lugar de la otra, que había desaparecido, solo se veía un coágulo de
sangre y el agujero en el centro, en el lugar donde Airmid había metido unas hojas
enrolladas para mantenerlo abierto. Él era hermoso antes, pero había sufrido un daño
que no admitía reparación, y lo sabía.
—No importa —volvió a decir—. Estamos vivos. Tenemos que luchar en una
guerra, y ganar. Si esto es lo peor que nos puede ocurrir, al final seremos felices.
Y tenía razón, por sí mismo, aunque no por Graine, la niña-soñadora que tenía
miedo de quedarse dormida, que chillaba por las noches y permanecía en vela y luego
se quedaba quieta y rígida, mirando a la oscuridad. No encontraba seguridad ni ayuda

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en las cosas que la habrían amparado antes; no podía llamar a la anciana abuela, ni oír
a la antepasada-soñadora, y la liebre que corría en sus sueños había desaparecido.
En privado, Airmid decía que el sueño podía haberla abandonado para siempre o
podía volver más adelante, con más fuerza aún; que sería imposible decirlo hasta que
todas las piezas de su ser que se habían roto quedasen compuestas, y tal curación no
debía apresurarse, y podía costar días, o meses, o años, u ocupar más tiempo que su
propia vida.
—No podemos hacer nada, ninguno de nosotros, excepto cuidarla —dijo, y
Breaca miró hacia la pared y se mordió el labio, sin decir nada. En realidad ella no
podía hacer nada de nada, y la frustración que eso suponía la estaba llevando al
desconsuelo.
Se esforzó por caminar desde el lecho hasta la puerta, y luego de vuelta otra vez.
Fuera ardía un fuego que desprendía un agradable perfume. El viento introducía
jirones de humo en la choza. Graine husmeó y sonrió débilmente, y cogió una miga
de queso, como si aquello pudiese hacer que el camino de vuelta hacia el lecho fuese
más fácil.
—A Cygfa sí que le gusta tu hermano —dijo Graine—. Ardaco me lo ha dicho.
Ella está entrenando su caballo para que sea como el caballo-cuervo.
—¿Ah, sí? No creo que se pueda entrenar a un caballo para que sea así. ¿Podrías
beberte esto? —Breaca le tendió una jarrita de leche, y ayudó a Graine a beberla, y
luego se quedó a su lado sujetando sus pequeños hombros, intentando encontrar
algún consuelo—. ¿Cygfa está lo bastante bien para cabalgar?
—No; en realidad, no. Pero no quiere escuchar a Airmid. Le dijo que descansaría,
pero se ha levantado y ha pasado la mañana entrenándose con los nuevos guerreros, y
la tarde hablando con tu hermano acerca de su caballo. Él es un soñador, ¿verdad? No
es guerrero ni herrero tampoco.
—¿Valerio? Es todas esas cosas, un poco, pero es soñador por encima de todo lo
demás, sí. ¿Cómo lo has sabido?
—Su perro camina en su alma. Como la rana de Airmid y tu serpiente-lanza —
Graine inclinó la cabeza hacia atrás y estudió a su madre con curiosidad—. Eso es
nuevo —dijo—. Más fuerte —continuó mirando. Su rostro se difuminó, como si
estuviese empapado de sueño, y luego se volvió a aclarar. Sus ojos perdieron parte de
su aspecto fantasmal—. Cunomar no tiene ningún oso, en cambio. Está entregado al
oso, pero no vive en él. ¿Por eso odia a tu hermano?
—Eso creo —Breaca flexionó el cuello para aliviar la tensión de su espalda, y
apretó los labios contra el cabello sudoroso de su hija. Aspiró el olor, la intensidad
del dolor y el terror y el sufrimiento y la ausencia de sueños. Buscó en su interior a la
antepasada y la encontró, vigilante, calmada.
«Te prometí su vida», dijo la antepasada. «Pero no me pediste que estuviese
entera. No podría haberte concedido eso».

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—Ya lo sé. Nadie podía. Pero ella ve el perro de sueño de Valerio; por tanto, no
permanecerá para siempre apartada de los sueños, ¿verdad?
«No más de lo que estuviste tú».
En tiempos, ella habría despotricado por recibir una respuesta tan ambigua.
Entonces, asintió y besó de nuevo a Graine, y dijo en voz alta:
—Desde que volvió por primera vez de la cueva de la antepasada, Cunomar quiso
ser el que dirigiese el ataque contra Roma. Ahora, teme que Valerio ocupe su lugar.
Ya he dicho que solo los dioses saben quién estará vivo para luchar, y que todos
debemos estar preparados, pero él sigue teniendo miedo.
—¿Y qué dice la antepasada? —Graine se retorció para verla bien.
—Nada. Solo habla cuando es necesario, no antes. Por el momento, lo único que
importa es que tú te pongas bien de nuevo. ¿Podrías beber un poquito más de leche?
Bebieron, y se acabaron la manzana y el queso, y un anca de liebre asada que
Airmid había cocinado y envuelto en hojas y sumergido en una infusión muy suave
de amapola y de otras cosas que permitirían dormir sin sueños.
Breaca levantó a Graine y la llevó de nuevo a la pila de pellejos que era su propio
lecho, y allí permanecieron las dos echadas, juntas, cuidadosamente, enroscadas para
encontrar los puntos de menor incomodidad que todavía les permitían yacer juntas,
piel con piel, encontrando un simulacro de paz en un mundo que corría hacia la
guerra.
Más tarde, cuando Graine se durmió y su respiración se hizo regular, Breaca se
quedó despierta, muy quieta. Pasó los dedos por el pelo color sangre de buey, y se
inclinó dolorosamente hacia delante, y besó aquel lugar en el centro de la espalda de
la niña donde se unía una pequeña flecha de cabello de un intenso color rojo.
—Estás viva —le dijo a la niña, y a los dioses que la escuchaban—. Era lo único
que pedía. Por hoy, eso basta. Mañana, o pasado mañana, daremos gracias de que
todos los demás estén vivos, y luego, podremos alzarnos y armar a todos los
guerreros de todas las tribus y arrojar a Roma y sus legiones de vuelta al mar.

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Nota de la autora

Aquellos que saben algo de la historia de Boudica, sea por el colegio o por las
historias modernas, saben que fue azotada y sus hijas fueron violadas, y que ésa fue la
chispa que prendió el fuego de su revuelta contra la ocupación romana. Es una
imagen muy romántica, y dio a nuestros antepasados Victorianos una excusa factible
para comprender por qué y cómo una mujer pudo tener la oportunidad y la habilidad
para conducir a un ejército armado en una serie de acciones militares culminadas con
éxito. La «matrona despechada» que luchaba para vengar las ofensas contra sus hijas
no levanta ampollas.
En realidad, las atrocidades cometidas por las autoridades romanas tras la muerte
de Prasutago fueron el punto final de una opresión que se fue acumulando, y me
parece mucho más probable que fuesen una respuesta a los inicios de la insurrección
que ya estaba en marcha que el desencadenante que la inició. No tenemos ninguna
fecha exacta en la que situar el inicio del levantamiento, pero ocurrió al mismo
tiempo que Suetonio Paulino atacaba la isla druídica de Mona (ahora conocida como
Anglesey), y podemos asumir que atacó muy temprano en la temporada de lucha,
sencillamente, para tener tiempo de completar su acción antes del otoño. También
sabemos por Tácito que las tribus «… se habían descuidado a la hora de sembrar el
grano, ya que gentes de todas las edades tuvieron que ir a la guerra…», de lo cual
podemos colegir que la revuelta ya estaba en marcha en el momento de la plantación,
en la primavera… no mucho después del deshielo del invierno.
Si unimos todos estos hechos, tenemos un levantamiento en primavera, en el cual
un cierto número de guerreros tribales bien armados llevaron a cabo al menos dos
ataques bien planeados, que se aprovecharon plenamente de que el gobernador
estuviese ocupado al oeste del país. Me parece muy improbable que quienquiera que
gobernara a los icenos pudiese reunir un ejército entre una nación derrotada y
desarmada sin un cierto grado de preparación y advertencia, y dadas las restricciones
del invierno, su preparación sin duda debía de estar en marcha al menos desde el
otoño anterior.
Si es éste el caso, entonces la muerte de Prasutago (el momento de la cual
tampoco es conocido) tal vez tuvo lugar al final de esos preparativos.
La elocuente descripción de Tácito de los abusos hacia las tribus nativas por parte
de los colonizadores romanos de Camulodunum resulta muy dura de leer. Un solo
párrafo resume las condiciones que condujeron a la guerra:

Contra los veteranos era más intenso el odio [de las tribus rebeldes]. Porque esos recientes pobladores
de la colonia de Camulodunum sacaban a la gente de sus casas, les apartaban de sus granjas, les
convertían en cautivos y esclavos y el desorden de los veteranos era estimulado por los soldados, que

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vivían una vida similar, y esperaban obtener licencias similares. También el templo erigido al Divino
Claudio fue ante sus ojos, al parecer, una ciudadela de tiranía perpetua.

Así, tenemos a los trinovantes en Camulodunum, a los que se trataba como tratan a
todos los nativos los poderes de ocupación: con desdén y poca observancia de la ley.
También sabemos por Suetonio y su Vidas de los Césares que Nerón (un libertino
derrochador, incluso para los cánones romanos) había considerado la posibilidad de
retirar sus tropas de Britania. Eso, en sí mismo, quizá no causase el pánico, pero Dión
Casio nos cuenta que el consejero imperial Séneca:

… con la esperanza de recibir una buena tasa de intereses, prestó a los isleños 40.000.000 de
sestercios que ellos no querían, y posteriormente reclamó aquel préstamo de golpe, recurriendo a severas
medidas para recuperarlo.

Las tribus del este, por tanto, estaban bajo una presión social y política inmensa. No
resulta difícil imaginar que cada nuevo insulto les impulsara más y más hacia la
guerra, y los icenos estaban muy bien situados para encender la chispa de la rebelión.
Habían formado parte de una revuelta armada bastante efectiva en el 47 d. C., y no
estaban directamente bajo las botas de los veteranos de Camulodunum, como ocurría
con sus vecinos, los trinovantes. Sin embargo su rey, Prasutago, era un rey amigo,
instalado por Claudio y presumiblemente considerado como súbdito romano leal,
cuya rebelión no era probable que se produjese.
Sabemos muy poco de Prasutago, aparte de que era «famoso por su gran
prosperidad», y que murió habiendo redactado uno de los testamentos más insensatos
de la historia, pues nombraba a sus dos hijas coherederas junto con el emperador.
Resulta difícil imaginar por qué hizo tal cosa. Las posibilidades oscilan desde el
hecho de firmar un documento que no sabía leer afirmar un documento que se le
entregó sin opción alguna; algo así como: «firma esto y a lo mejor lo respetamos; no
lo firmes y te lo quitaremos todo, de todas maneras».
La cuestión de los derechos de las mujeres a la herencia en este punto permanece
abierta. Cicerón informa de que la «Lex Vocania» prohibía que cualquier hombre
«incluido en el censo» convirtiese en heredera suya a una mujer. Augusto cambió este
hecho, legislando que las mujeres podían heredar si habían dado a luz tres hijos, si
eran ciudadanas romanas; cuatro, si eran latinas y nacidas libres, o cinco, si no eran
ciudadanas romanas. Eso indicaba que las muchachas demasiado jóvenes para
concebir, o que no se habían casado o no habían tenido hijos no podían heredar.
Y eso nos devuelve a las hijas de Prasutago, de las cuales no se sabe nada preciso,
excepto que fueron «ultrajadas» por los centuriones enviados a tomar posesión de su
herencia, y al mismo tiempo su madre, la Boudica, fue «azotada».
Aquí nuestra fuente es Tácito, pero señala con mucha precisión que las hijas del
rey fueron violadas, y su mujer azotada. Uno se pregunta (al menos yo me lo he
preguntado) por qué un grupo de hombres armados, que no tenían nada que perder,
no decidieron violar a la mujer también, sino que se entretuvieron el tiempo

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suficiente, en medio de su frenesí sangriento, en organizar un azotamiento, que es un
acontecimiento muy poco espontáneo, y no violaron a la Boudica ni asesinaron
después a toda la familia.
Dos cosas parecen relevantes aquí, puntos de importancia menor en la ley
romana. En otro lugar de Tácito aparece una descripción muy vivida de la venganza
impuesta a la familia del traidor Sejano, en tiempos de Tiberio, apenas medio siglo
antes de la revuelta de la Boudica. En ésta vemos cómo sacan a la hija menor de
Sejano para ser ejecutada, aunque es demasiado pequeña para comprender lo que está
pasando o por qué. «Historiadores de la época nos cuentan que, como no había
precedentes para el castigo capital de una virgen, fue violada por el ejecutor, con la
cuerda ya en el cuello». Mucho después, en el siglo IV después de Cristo, la joven que
se convirtió posteriormente en Santa Inés fue también «violada» antes de su
ejecución, con la excusa de que era virgen, y que era ilegal ejecutar a una joven que
todavía no había perdido la castidad.
Si añadimos a esto el hecho muy bien documentado de que el azotamiento era
practicado de forma rutinaria contra los insurgentes, antes de su crucifixión (Cristo es
el caso más obvio en este caso), entonces existe la posibilidad de que las violaciones
de las muchachas y el azotamiento de la Boudica no fuesen simplemente actos de
hombres fuera de control, sino un preludio bien planificado a la ejecución judicial de
una familia sorprendida en un acto de rebelión.
Sigue pendiente la cuestión de por qué no tuvo lugar la ejecución, y para eso no
tenemos motivo alguno, excepto que, como su sucesora, la Inquisición española,
Roma era observante muy puntillosa en el cumplimiento de la ley, y la ejecución de
la familia de un rey no era cosa que se pudiese tomar a la ligera por nadie inferior a
un emperador. Un gobernador podía haber tenido la autoridad necesaria para llevar a
cabo tal acto, pero sabemos que Paulino estaba ocupado en el asalto a Mona. Por
tanto, quienquiera que actuase en el este, casi seguro estaba excediéndose en sus
potestades, y un oficial superior podía haber intervenido para detenerle.
Estos son los hechos históricos que sirven de base para este libro. El resto está
construido en torno a mi interpretación de la arqueología. Un elemento permanece
relativamente inalterable: una tumba encontrada en Colchester que data del periodo
de la revuelta de la Boudica. Estaba dedicada a un hombre llamado «Longino
Sdapeze», que había luchado con la Primera de Caballería Tracia. La tumba y la
dedicatoria que contiene están descritas en el texto casi de forma exacta.
En cuanto al resto, como siempre, la ficción supera a los hechos, aunque he
intentado construir un armazón sobre lo que se conoce, o lo que se puede inferir de
los datos existentes. La estructura de la sociedad tribal es de mi propia cosecha,
basada en un esqueleto bastante precario de informes arqueológicos y posteriores
registros de la Irlanda celta, que nunca fue invadida por Roma. Uno de los «hechos»
más concretos de la historia es el calendario anual seguido por Breaca y su pueblo,
que se basa en unos restos galos grabados en piedra. Para los galos, ciertamente, y

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creo en eso a los britones tribales, el día empezaba al anochecer, de modo que la
noche precedía al día, y el año empezaba al principio del invierno, en lo que ahora se
llamaba Samhain, o 1 de noviembre. La noche anterior, la del 31 de octubre, sigue
siendo aún el momento en que los velos entre ambos mundos son más finos.
Se ha añadido profundidad y color a los personajes, así como sus viajes hacia el
sueño que conducen y realzan sus vidas. Al igual que en los volúmenes anteriores, los
sueños de este libro son el reflejo de mis propios sueños, y los viajes de aquellos que
se han unido a ellos. No tiene ninguna base concreta en lo que podemos llamar
vulgarmente realidad consensuada, sino que se basa en la experiencia cada vez más
concreta de diversas realidades no ordinarias que inciden en ella.
Para aquellos que disfruten explorando la geografía de estos temas, las cuevas de
Mitra en las cuales Valerio se reúne con su dios son ficticias, pero las Tumbas de
Paso en Irlanda, en las cuales él llega a conocerse a sí mismo, son muy reales, y casi
exactamente iguales a la forma en que él las describe. Éstas me parecen haber sido
diseñadas expresamente como cámaras de sueño, aunque por una civilización mucho
más antigua que la Edad de Hierro Prerromana que aparece en estas novelas. El resto,
como siempre, es tan posible ahora como lo era entonces, si lo intentamos con la
suficiente claridad y nos abrimos a la posibilidad de que el mundo raramente es tan
concreto como nos gustaría creer que es.

Suffolk, invierno de 2004

La web de la autora, http://mandascott.co.uk contiene más detalles de talleres de


sueño contemporáneos, lecturas recomendadas y otros recursos.

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MANDA SCOTT (Escocia, 1962). Licenciada en Veterinaria en la Escuela
Veterinaria de la Universidad de Glasgow, trabajó varios años en Newmarket con
caballos, y ha ampliado estudios en Cambridge y en el University College de Dublín.
Compagina su trabajo con animales con la escritura.
Su primera novela, Hen's Teeth (1997), calificada por Fay Weldon como «una nueva
voz para un nuevo mundo» fue incluida en la lista de los premios Oranje Prize 1997
(premios literarios ingleses que se entregan exclusivamente a mujeres escritoras de
lengua inglesa).
Gracias a sus siguientes novelas, Night Mares (1998), Stronger Than Death (1999) y
No Good Deed (2001), ha sido calificada por The Times como una de las más
importantes escritoras de novela negra de Gran Bretaña. La Serie de Boudica son sus
primeras novelas históricas.

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Índice de contenido

Cubierta

El sueño del sabueso

Dramatis Personae

Agradecimientos

Prólogo

Parte I
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8

Parte II
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17

Parte III
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26

Parte IV

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Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37

Epílogo

Nota de la autora

Sobre la autora

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