Boudica - El Sueño Del Sabueso - Manda Scott
Boudica - El Sueño Del Sabueso - Manda Scott
Boudica - El Sueño Del Sabueso - Manda Scott
el año 57 a. C., los romanos llevaban ya más de una década en Britania, con
amplias zonas viviendo en estado de vasallaje, con tribus altivas e indómitas que
consideraban una ofensa la explotación a que eran sometidas.
Mientras, en la sagrada de Mona, la reina Boudica sabe ya con certeza que su amante,
Carataco, traicionado, apresado y cautivo en Roma, ya nunca regresará, pues su
destino es un exilio deshonroso en la Galia, considerado por todos como un traidor.
Ha llegado el momento de empuñar las armas de nuevo contra el Imperio romano, y
de desencadenar la revuelta más sangrienta que haya conocido el mundo occidental
en su historia.
Boudica es un personaje de gran atractivo que se convirtió en todo un símbolo de la
lucha contra la opresión en una época marcada por la violencia y el misterio.
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Manda Scott
ePub r1.2
Titivillus 21.11.2018
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Título original: Dreaming the Hound
Manda Scott, 2005
Traducción: Ana Herrera Ferrer
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.0
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Para Debs,
con amor y agradecimiento
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Dramatis Personae
Los nombres de los personajes con base histórica están marcados con un asterisco.
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PERSONAJES ROMANOS
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Agradecimientos
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Escuchadme, soy Luain macCalma, el Soñador de la Garza, antes de Hibernia y ahora
Anciano de Mona, consejero y amigo de Breaca, que es la Boudica, la Portadora de
Victoria. Estamos en un tiempo de grandes peligros; si no comprendemos el pasado,
no podremos comprender el presente, y sin éste, las tribus de Britania no tendrán
futuro alguno. Hoy, esta noche, junto al fuego, aprenderéis lo que ha sucedido antes.
Eso es lo que éramos; si ganamos ahora, es lo que volveremos a ser.
Han pasado catorce años desde que el emperador Claudio enviara sus legiones a
invadir nuestra tierra. Entonces éramos un pueblo diverso, con muchas tribus y
muchos dioses, unidos solo en los cuidados que prodigábamos a nuestros soñadores,
esos hombres y mujeres que venían aquí, a la isla sagrada de Mona, a estudiar durante
doce años en la casa grande, con los ancianos. Los guerreros también venían a
aprender las artes del honor y el valor que podían conducirles más tarde a actos de
heroísmo en la batalla.
Luego llegó Roma, con sus legiones y su caballería. Los hombres de Roma no
luchan por honor, ni por oír pronunciar sus nombres en los relatos de héroes, en el
invierno. Luchan por la victoria, y cuando se han apropiado de una tierra, ya no la
dejan nunca más.
La historia de cómo luchamos se ha contado ya en otros lugares. La batalla de la
invasión duró dos días, y se cantará para siempre en torno a las fogatas. Mil héroes
perdieron la vida y los pocos que sobrevivieron lo hicieron mediante el sacrificio de
otros. Fue entonces cuando Breaca, que fue de los icenos, entonces Guerrera de
Mona, dirigió la carga para rescatar a Caradoc, y se ganó el título con el que la
conocemos: la Boudica, la Portadora de la Victoria.
Breaca y Caradoc estaban entre aquellos que, siguiendo las órdenes de sus
mayores, abandonaron el campo de batalla. Lo hicieron a regañadientes, y huyeron
solo para continuar la guerra contra Roma, y para proteger a los niños, que son lo más
preciado, por encima de todo lo demás. Los trajeron aquí, a la isla de los dioses de
Mona, donde los guerreros y el agua mantuvieron a salvo todo lo que es sagrado, y
donde los soñadores, cantores y guerreros de muchas tribus venían para conocerse a
sí mismos bajo la directa mirada de los dioses, para poder llevar ese conocimiento, y
la sabiduría que trae consigo, de vuelta a su pueblo.
Desde aquí lucharon durante diez años, evitando que las legiones romanas se
asentaran en el oeste. De ese modo, los romanos construyeron su primera fortaleza en
el este, en Camulodunum, que había sido la fortaleza del pueblo de Caradoc.
En los años tempranos de la ocupación, miles de guerreros y soñadores murieron
en el este; pueblos enteros fueron asesinados como represalia por las rebeliones,
reales o imaginarias, y se declaró ilegal que cualquier hombre, mujer y niño portase
un arma.
Los legionarios que rompieron las espadas de nuestros guerreros iban dirigidos
por un oficial, Julio Valerio, que cabalgaba en un caballo ruano. Él era más odiado
que ningún otro, porque en tiempos fue iceno, y había vendido su alma a Roma y a
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sus dioses. Luchaba por Mitra y por el emperador, y ambos se alimentaban de sangre
icena.
Breaca y Caradoc tuvieron un hijo, Cunomar, y luego una hija, Graine. Poco
después de su nacimiento, Caradoc fue capturado mediante una traición y fue hecho
prisionero en Roma. Capturados con él iban su hijo Cunomar y su hija mayor, Cygfa,
una guerrera de gran renombre.
La familia fue llevada a Roma para que muriese a capricho del emperador
Claudio, pero Airmid, la soñadora que es la otra mitad del alma de Breaca, encontró
la forma de hacer un trato con la más vieja y peligrosa de todos los antepasados y
pudo evitar su muerte y, mucho después, conseguir su libertad.
Caradoc fue torturado y quedó lisiado sin remedio. Estaba lo bastante bien para
llevar a su familia a la costa de la Galia, pero no para ir más allá. No podía regresar
como guerrero a Mona, porque sus heridas eran demasiado graves para empuñar un
arma, como había hecho con tanto éxito antes de su captura, y no quería infligir a sus
guerreros el dolor de verle tan destruido por Roma. Así que se quedó en la Galia y se
dijo que había entregado su vida para salvar a sus hijos al abordar éstos el barco que
les llevaría de vuelta a Roma.
Todo eso ocurrió hace tres años. Breaca llora a Caradoc, pero por dentro.
Exteriormente se ha entregado en cuerpo y alma a la batalla contra Roma. En verano
dirige a los guerreros de Mona para que eviten que las legiones lleguen a la isla, y
para rechazarlas todo lo posible hacia las montañas del oeste. En invierno caza sola,
buscando hombres solos o en parejas, y se la ha llegado a temer tanto como si fuera
un espíritu de las montañas que se alimenta de sus almas.
Hubo otro que volvió en el barco de la Galia y a quien no se esperaba: Julio
Valerio, el oficial de la caballería y antiguo iceno que había dirigido la opresión
contra su pueblo. Por voluntad de los dioses fue llamado a Roma por el renqueante
Claudio para que llevase a cabo una última misión: escoltar a la familia de Caradoc
hasta la costa gala y luego a un barco que les condujese a la libertad.
Claudio murió antes de que la familia pudiese conseguir la libertad, y Nerón, su
sucesor, exigió que fuesen devueltos. Valerio no podía quebrantar un juramento
hecho en el nombre de su dios, y de ese modo fue declarado traidor y obligado a huir.
Yo le habría conducido a Mona, por razones que no son solo voluntad mía, pero
Breaca lo prohibió y ella no solo es la Boudica, cuya palabra prevalece sobre los
guerreros, sino que también es Breaca de los icenos, hermana del hombre que en
tiempos fue Bán y que se convirtió en Valerio, oficial de las legiones.
Estos, pues, son los individuos que han moldeado nuestro pasado: Breaca, que
caza legionarios en las montañas occidentales de Britania, y su hermano Valerio, que
se encuentra exiliado en Hibernia, donde lleva una vida miserable como herrero.
Ninguno puede continuar así eternamente. El mundo cambia, y ellos deben cambiar
con él o morir.
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Mientras tanto, los niños y los soñadores esperan en Mona, contemplando un
mundo que se va haciendo más brutal a cada año que pasa. Roma quiere obtener
rendimientos de sus provincias, y Britania no es la rica veta de oro y plata que
Claudio creía que era. Nerón fue nombrado emperador en su lugar, y Nerón está
gobernado a su vez por sus consejeros. Estos son hombres sin piedad, para los cuales
una tierra y su gente no significan nada, a menos que tengan oro o se las pueda
obligar a producirlo.
Éste es el futuro que tememos y contra el cual luchamos. Mona está a salvo ahora
bajo el cuidado de los dioses, pero si es la voluntad de los dioses que ya no esté a
salvo, entonces todo lo que es más sagrado continuará en el corazón y la mente de
aquellos que ostentan el linaje de los antepasados. Nosotros somos esas personas,
vosotros y yo. Soñad ahora, y sabed que en el sueño está vuestro futuro, y todo
cuanto creemos que es cierto.
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Prólogo
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Vindex abrió la boca para gritar de nuevo y se detuvo cuando la parte de sí mismo
que aún razonaba se dio cuenta al fin de que los hombres de la guardia no le habían
visto en absoluto.
«No pueden oírte. Tu gente ha decidido no oír los gritos de la masacre. Esa es
vuestra fuerza, y vuestra mayor debilidad. Nunca viviréis a salvo hasta que aprendáis
a escuchar a vuestros antepasados y a vuestros muertos recientes».
La voz que llenaba la cabeza de Vindex tenía una calidad muy distinta de aquellas
de los hombres que había dejado junto al fuego; hablaba a su alma, no a sus oídos. El
guerrero enemigo acabó de realizar la marca de la maldición, se levantó y se volvió
en redondo.
Así, por primera vez, en el momento más oscuro de la noche, sin sol y con nubes
de lluvia que cubrían la luna, el portaestandarte de la Vigésima vio el rostro de su
enemigo. Vio un cabello empapado por la lluvia y del color de un zorro en invierno,
con las trenzas de guerrero sueltas en señal de duelo, y una solitaria pluma de cuervo
entretejida a la izquierda y teñida enteramente de negro, como uno que ha roto todas
las relaciones con su familia y su tribu y caza solo; y por tanto, quizá muera solo. Vio
el cuchillo teñido de sangre, recién usado; vio la honda que colgaba del cinturón,
junto al saquito de guijarros de río, y supo, con ese conocimiento que tienen las almas
y que trasciende la visión, que cada una de esas piedras estaba pintada de negro, y
que seguramente mataría a aquellos contra los cuales fuese lanzada. Vio la señal de la
serpiente-lanza grabada en la frente del cadáver (su cadáver), y como había visto la
misma marca en la frente de otros hombres ocho veces en los últimos tres días, su
significado ya estaba grabado en su propio hígado.
Acumulando todo aquello, finalmente, Marco Publio Vindex, hijo de Gayo Publio
Vindex, conoció la identidad de la mujer que le había matado, y así fue como
comprendió que estaba muerto.
Sintiéndose muy estúpido, bajó su espada. Desde la fogata, el armero gritó una
nueva pregunta con un asomo de preocupación en la voz. El silencio que el
portaestandarte, de haber vivido, habría llenado, duró demasiado tiempo.
La Boudica se alzó lentamente, enfundando su cuchillo.
«¿A quién adoras?», preguntó. Su boca no se movió, pero las palabras formaban
parte de la noche.
Del mismo modo, Vindex respondió: «A Júpiter, dios de las legiones, y a Marte
Ultor, por la victoria». Y luego, conciliador: «Deberías irte. Pronto vendrán a
buscarme. No puedes enfrentarte a tantos y sobrevivir». La preocupación que aquello
demostraba le sorprendió. Muerto, descubrió que no albergaba ni odio ni terror, como
le había ocurrido en vida.
«Gracias. Me iré cuando tenga que hacerlo. Tus hombres no han encendido
todavía ninguna antorcha, y no he conocido aún a ningún romano que sea capaz de
ver bien bajo la lluvia».
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Le sonrió y Vindex no leyó miedo alguno en sus ojos, solo la excitación de la
batalla que empezaba a desvanecerse. Él también había conocido aquella sensación, y
la paz sin límites que la seguía, y sabía que era por eso por lo que había luchado,
mucho más que por la plata que le habían pagado, y que él no era el único.
Movido por su nueva compasión, dijo: «Nunca ganarás luchando sola contra
tantos».
Divertida, la Boudica alzó una ceja. «Ya he oído eso antes. No todos los que lo
dicen son romanos, pero la mayoría sí, y todos están muertos».
«Entonces, escúchame. Nosotros no tenemos nada en tu contra, pero podemos ver
las cosas con mayor claridad». Eso era cierto. Las preocupaciones de su vida se
estaban fundiendo y dejaban tras de sí una claridad que Vindex había buscado toda su
vida y jamás había encontrado. «Te ofrezco esto como regalo, de la muerte a la vida:
si no alzas al este de la provincia para que luche, las legiones ganarán y Roma
desangrará por completo a tu pueblo».
La Boudica acabó secándose las manos en la hierba. Asintió, pensativa. «Gracias.
Ya pensaré en tu regalo por la mañana, si estoy viva por entonces». Ya no sonreía,
pero tampoco le odiaba. «Deberías irte a casa», le dijo. «Tus dioses te reconocerán en
Roma. Aquí no pueden alcanzarte».
El armero gritó por segunda vez y nadie le contestó. Un legionario surgió de la
seguridad de las líneas de tiendas y su terror al ver el cuerpo fue mucho mayor que el
que había sentido Vindex. Su grito despertó al armero y éste, finalmente, pidió unas
antorchas. Los hombres corrieron, tal y como les habían enseñado, y si la luz que
había detrás de las tiendas no les hacía aparecer con tanta brillantez como si fuese el
mediodía, sí que bastaba para que la guerrera de cabello de zorro fuese vista.
Ella corrió entonces, fluidamente y sin demasiada prisa, como un ciervo que
todavía no ha oído a los perros. El armero de la segunda centuria era un hombre de
pensamiento rápido, que se abstenía completamente del vino. También había sido
durante tres años el campeón de su cohorte a la hora de lanzar venablos, honrado por
la velocidad y precisión de sus lanzamientos. Volvió a llamar y cinco hombres
corrieron a llevarle sus lanzas, pasándole una nueva a la palma cada vez que la última
emprendía el vuelo. Diez fueron arrojadas en el espacio de una docena de pasos. El
más adelantado de los portadores de antorchas vio que la octava daba en el blanco y
gritó al armero y a Marte Ultor, reclamando una muerte. Vindex, que lo veía todo con
ojos distintos, sabía que la Boudica estaba herida, pero que no se había unido a él en
la muerte.
Desde más allá de las márgenes del campamento, la voz de ella le llenó la cabeza.
Parecía sin aliento y deshilvanada, y no sabía si era el dolor lo que la afligía o una
necesidad abrumadora de reír.
«Vete a casa», le dijo de nuevo. «El viaje a Roma es más rápido en la muerte, te
lo prometo, y la tierra más cálida. ¿Por qué te quedas ahí bajo la lluvia, en un lugar
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donde no te quieren? La legión ya no te corresponde, ahora que estás muerto. Puedes
ir adonde quieras».
Se le había ocurrido a Vindex más de una vez mientras vivía. En la muerte, con
regocijo, comprendió que era libre. Pasando a través de las paredes de la tienda de los
oficiales y la materia insustancial de su centurión, inició el viaje de vuelta a Roma,
que no era tan largo.
En el lugar donde había estado, murieron tres hombres más de su guardia entre
una lluvia de guijarros de río pintados de negro. El armero fue el último.
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Parte I
OTOÑO, 57 d. C.
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I
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Se dirigió hacia arriba, y el camino se fue haciendo más rocoso a medida que
ascendía. Unas piedras grises se alineaban a ambos lados del sendero, pintadas por
remolinos de líquenes. Al cabo de un rato ella desmontó y destapó los cascos de la
yegua, para que agarrasen mejor en las piedras húmedas. La lluvia iba disminuyendo;
había pertenecido a la noche. Las lluvias en el horizonte del este se separaron y
mostraron las primeras líneas de luz, como cuchillos. Sin restricción alguna, la herida
de su brazo fue dejando de sangrar poco a poco y le dolía solo un poquito. El oficial
cuya lanza le había dado mantenía sus armas escrupulosamente limpias, cosa por la
cual ella le estaba muy agradecida.
A medio día a caballo hacia el sur, en el campamento nocturno donde un
portaestandarte, un armero y dos oficiales jóvenes de la Vigésima legión habían
muerto, se alzaba una voluta de humo pringoso en ángulo hacia el cielo. Los buitres
subían y graznaban y empezaban a derivar hacia el aroma de hombres quemados.
El hombre robusto y con el pelo gris, inclinado encima del cuello de su caballo y con
la atención fija en el rastro, no pareció notar ninguna de las dos piedras de honda que
chocaron contra las rocas, cerca de su cabeza. Su caballo, que las había notado las
dos, respingó un poco, desequilibrándole, y el hombre se agarró inútilmente a la silla.
El cuidado de sus dioses evitó que su cabeza chocase contra las piedras del camino
cuando cayó, y un almohadón de brezo le proporcionó un aterrizaje seguro, pero no
se levantó después, aun cuando la Breaca se arrodilló a su lado.
—¿Dónde te han herido?
Él separó los labios secos y agrietados.
—Tengo el flujo. No deberías tocarme; te contagiarás.
—Quizá, pero el daño ya está hecho —Breaca metió su brazo bueno por debajo
de los hombros de él y le ayudó a ponerse de pie. Le habría dado agua, pero no
llevaba. En ausencia de agua, usó el caballo del hombre enfermo para apoyarle,
poniendo el hombro de él contra la silla. Él se tambaleó y al final consiguió
estabilizarse.
Su acento, su caballo y el tejido de su casaca eran de los icenos del norte. Una
marca de tinta que llevaba en la piel debajo de la clavícula mostraba el halcón y el
caballo a la carrera, ligados. Breaca pasó su índice desde el caballo al halcón, y notó
el pequeño nódulo de ámbar enterrado bajo la piel, más allá de la punta del ala del
halcón, que verificaba la autenticidad de la marca.
—¿Eres de Efnís? —preguntó. Y cuando él asintió—: ¿Por qué me estabas
siguiendo?
—No te seguía. Las montañas están repletas de romanos, y yo quería entregar mi
mensaje de una boca viva a unos oídos vivos si el flujo no me mataba antes. Intentaba
alcanzar los bosques junto a la costa para encontrar refugio allí, antes de cruzar a
Mona.
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Breaca meneó la cabeza.
—No llegarás a tiempo. Los hombres de la quinta cohorte están estacionados
junto a la costa. La tercera cohorte perdió a cuatro hombres la noche pasada: las
señales de fuego llevan encendidas desde el amanecer, llamando a todos los demás
legionarios a la acción. Habrán rodeado ya todos los bosques hace mucho. Conozco
un lugar más cerca que puede resultar seguro, si nos permiten entrar. ¿Eres capaz de
cabalgar otras dos docenas de tiradas de lanza?
—Si al final hay un refugio, pues sí.
La boca de la cueva era una hendidura vertical en el acantilado realizada por los
dioses en un ángulo tal que era invisible a menos que uno se aproximara exactamente
desde el sudeste. La roca, del tamaño de un perro, colocada por los antepasados para
guardar la entrada, estaba manchada con fragmentos de moho y escondida por la
hierba que había crecido a su alrededor. En épocas anteriores, la habrían limpiado
bien al honrar a los antepasados, cada luna vieja, y las marcas de espirales en su
superficie se habrían resaltado de nuevo con ocre rojo y cal blanca y cenizas. En
aquel mundo nuevo e inhóspito de ocupación romana, los que se habrían ocupado de
ello estaban muertos o se habían refugiado en Mona, y la roca y la boca de la cueva
que había detrás estaban medio borradas por el abandono.
Breaca solo había pasado una vez por aquella cueva, y aquello fue el invierno
anterior, pero vio entonces lo que otros quizá no habían advertido, confiando su
situación a la memoria sin ninguna intención real de usarla. Tampoco la habría usado
entonces, probablemente, de no haberse visto obligada. Los riesgos de entrar en un
lugar semejante sin un soñador eran mucho mayores que los riesgos de muerte o
captura por parte de Roma.
De pie y sola ante la piedra-perro, Breaca dijo:
—Ofrezco saludos a la más anciana y grande de todas las antepasadas soñadoras.
Limpiaré tu lugar de descanso cuando me vaya, lo juro. Pero ahora, las malas hierbas
son mi protección, como han sido la tuya. ¿Me permitirás entrar y llevar conmigo a
este otro?
Una voz que estaba más allá de lo audible dijo: «¿Quién lo pregunta?».
—Lo pregunto yo, Breaca nic Graine mac Eburovic, antes de los icenos y también
Guerrera de Mona, y ahora cazando bajo la pluma negra de los sin tribu. Mi marca es
la serpiente-lanza que era tuya antes de mí, y será tuya de nuevo cuando yo me haya
ido.
La antepasada-soñadora dijo: «Bien. Yo permanezco y tú quizá no. Es bueno que
recuerdes eso. ¿Has venido a pedir mi ayuda como venganza, igual que hiciste
antes?».
—No.
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Ella era la Boudica, que conducía a miles de hombres hacia la batalla, y sin
embargo le sudaban las manos. Se las limpió en su casaca. Era mucho más fácil
enfrentarse a las legiones bajo la lluvia y la oscuridad armada solo con un cuchillo y
una bolsita de guijarros de río que hablar a la boca de una cueva vacía a plena luz del
día. Recordó a Airmid, y el temor en su voz cuando se enfrentó por última vez a la
antepasada-soñadora: Airmid, que no temía a nada ni a nadie.
Breaca miró hacia atrás, al sendero donde el mensajero moribundo esperaba,
fuera del alcance de su oído. Había desmontado cuando ella lo hizo, y se quedó de
pie, apoyado en su caballo. Mientras ella le contemplaba, él se deslizó lentamente de
rodillas y luego se cayó de lado, quedándose enroscado como un niño y respirando
agitadamente.
Si hubiese estado sola, ella habría corrido el riesgo de esquivar a las legiones a
campo abierto. Si esperaba, antes de que pasara mucho tiempo estaría sola de nuevo,
pero el hombre moribundo era un iceno, y de Efnís además, y había dado su vida para
llevar un mensaje a Mona. Si tenía algo de honor, no podía dejarle morir en un
sendero de montaña al alcance de las legiones cuando había un refugio cerca.
Breaca tocó la piedra en forma de perro tanto para darse valor como buena suerte,
y dijo:
—Somos dos, una herida, otro atacado por el flujo. Solo pedimos entrar en tu
protección, llevando nuestros caballos, nada más. Los romanos que quieren quitamos
la vida están muy cerca detrás de nosotros; los he visto entrar en el valle al subir
hacia la montaña. Creo que sus rastreadores no tienen ningún conocimiento de dónde
se encuentra el lugar de tu reposo, y que si lo hicieran, los legionarios no se
atreverían a cruzar el umbral. Hasta ellos reconocen un lugar sagrado cuando lo
encuentran.
«O si no es sagrado, al menos, sí peligroso». La risa de la antepasada era como el
deslizarse de una serpiente por encima de las hojas invernales, un sonido que borraba
toda paz y toda esperanza de paz. «Saben que yo penetraré en sus sueños, tanto
despiertos como dormidos, y que morirán como murió su gobernador, lentamente, y
enloquecidos. Quizá no te teman lo suficiente para abandonar la tierra, Breaca que
antes fue icena, pero me temen lo suficiente para hacer ofrendas en secreto que
aplaquen mi cólera».
Breaca había visto los cucuruchos de maíz y los frascos de vino rotos, y una vez
incluso la cabeza podrida de un ciervo cuando conducía a las tropas por el sendero.
No sabía que eran ofrendas a la soñadora de la serpiente, y ni siquiera entonces podía
confirmarlo. No dijo nada. Esperó un latido del corazón. Y luego: «sí, podéis entrar.
Yo, que puedo destruirte, te doy permiso».
La cueva no era tan completamente oscura como Breaca había esperado. Los caballos
entraron de buen grado y se cobijaron en una cámara con el techo abierto al cielo, a
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tres largos de lanza en el interior. Allí, excrementos de pájaros veteaban las paredes
en capas blancas, y forraban el suelo, acolchando el sonido de sus cascos. Unos
huecos en las rocas estaban llenos de agua, y la lluvia reciente los había dejado bien
limpios.
Más adentro el cielo no se veía con tanta claridad, pero una luz grisácea se filtró
durante un trecho desde las vertiginosas alturas del techo. En el suelo, esqueletos de
pequeños animales crujían bajo sus pies allí donde habían caído, involuntarios
sacrificios a la antepasada y a los dioses. Los muros se estrechaban hacia adentro, de
modo que el camino se convertía en túnel y las rocas arañaron la casaca de Breaca y
ambos hombros.
—Deberíamos detenemos —el mensajero iceno apenas podía caminar. Tiró de la
manga de Breaca.
—No, aún no. Hay un recodo más adelante y una cámara más abierta, con un río
que pasa a través. Allí podremos descansar y beber agua. La necesitas.
Él se agarró a ella y la miró. A la luz desfalleciente, ella veía el blanco de sus ojos
que se ensanchaba.
—¿Has estado aquí antes? —le preguntó.
—No, pero lo he oído decir.
Ella no le dijo que la voz de serpiente de la antepasada-soñadora le había
conducido allí, susurrando, ni tampoco que le había explicado detalladamente el
momento y la forma de su muerte.
La cámara en la que entraron al fin era demasiado amplia para que Breaca
distinguiera con claridad sus márgenes, y carecía de luz por completo. Al tacto, ella
preparó y encendió un pequeño fuego. Unas sombras anaranjadas atrajeron a los
monstruos de la oscuridad, arrojando unas llamas fantasmales en el pequeño
riachuelo que fluía a través de la esquina norte de la cueva. Ecos de agua espesaban el
silencio. El sonido era mucho más agradable que el susurro silbante de la antepasada.
A la orilla del río, Breaca tendió al mensajero moribundo. Dobló el manto de ella
y el de él y lo colocó a él encima de ambos, en un lecho de roca plana. Él llevaba un
odre de piel, vacío desde hacía tiempo, y lo llenó y le hizo beber y luego le lavó la
cara, el cuello y las manos con lo que quedaba.
—No deberías —dijo él, con menos determinación que antes—. Éramos tres, dos
hermanos y una hermana, cada uno de nosotros con el mismo mensaje. Solo
llevábamos dos noches cabalgando cuando nos atacó el flujo. Pasa más rápido de uno
a otro que la tos en una casa redonda, en invierno.
Breaca dijo:
—Si voy a morir, este lugar es tan bueno como cualquier otro; los rastreadores de
la legión no nos encontrarán aquí para intentar arrancarnos lo que sabemos con el
último aliento de nuestros pulmones. Si voy a vivir, entonces puedes descansar bien
atendido y seguro. ¿Qué ocurrió con tu hermano y tu hermana?
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—No lo sé. Tomamos caminos separados cuando nos encontramos con las
legiones. Cada uno de nosotros se dirigió cabalgando a Mona. Con tres, había más
posibilidades de que uno viviera y alcanzase el barco y entregase nuestras palabras.
«Pídele su mensaje». La voz de la antepasada resonó en las paredes. En su cueva
sonaba mucho más fuerte que la del hombre moribundo.
—Cuando esté en paz —dijo Breaca en voz alta, y el mensajero se hallaba
demasiado cerca de la muerte para notarlo.
Había atendido a innumerables moribundos en el campo de batalla, pero
raramente con otras enfermedades, de modo que le costó un cierto tiempo hacer lo
que era necesario. Se inclinó hacia él, intentando ver a través de la piel de color gris
como el sebo la vida y la mente que se hallaban detrás. El rostro del hombre se había
encogido sobre los huesos de su calavera. Sus ojos habían caído profundamente en
los pliegues de carne de su rostro, y el cabello estaba húmedo de sudor y de agua con
la que acababa de lavarle.
«¡Pregúntaselo!»
Tocándole la frente con su palma, ella dijo, con precaución:
—Éste es tu lugar de descanso. Que Briga te lleve desde aquí y la antepasada te
guíe con toda seguridad hacia las tierras que hay más allá de la vida. Yo volveré a
Mona cuando el viaje sea seguro. ¿Es tu deseo que lleve tu mensaje conmigo?
—Sería, pero no puedo entregarlo si no he llegado todavía a Mona —el hombre
hizo una mueca, intentó incorporarse y no lo consiguió—. Lo siento. Nos mataría a
los dos si lo intentase. Efnís nos hizo un hechizo a los tres mensajeros. Si yo intentara
hablar, la lengua se me hincharía en la boca y me bloquearía el aliento antes de que
saliesen las palabras. Y más aún, aquella persona con la que hablase moriría, aunque
no de inmediato, pero sí de forma segura. Si nos cogían, se nos permitía decir todo
esto a quienquiera que intentase interrogamos.
Breaca le alisó el pelo en la frente y le echó un poco de agua para refrescarlo.
—Efnís es sabio. Si hubieses sido capturado, habría sido bueno morir
rápidamente, sabiendo que tu mensaje estaba a salvo y los indagadores de Roma
condenados a un lento final.
El hombre luchó por asimilar aquello, frunciendo el ceño.
—Pero no es tan bueno ahora, cuando me estoy muriendo en compañía de una
guerrera y amiga. Me llevaré mi mensaje en la muerte, eso es seguro, y Efnís nunca
sabrá de mi fracaso.
—Lo sabrá. Nadie pasa a los otros mundos sin que los soñadores lo sepan. Aun
así, puede que tenga una respuesta. ¿Tengo razón al creer que tu mensaje tenía que
ser entregado al Anciano de Mona, Luain macCalma, o en su defecto a Airmid de
Nemain, y que concernía a la Boudica?
Era un riesgo. Ninguno de los dos conocía cuáles eran los límites de la maldición.
El mensajero sonrió débilmente y ensayó su respuesta silenciosamente dos veces
antes de afirmar y decir:
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—Tienes razón.
Ambos esperaron. En los momentos que siguieron su aliento no se vio
imposibilitado, ni su lengua se hinchó más de lo que el flujo ya la había hinchado.
Breaca dejó escapar un suspiro.
—Entonces, si yo te dijera que mi hija, segunda de mi corazón, de mi carne y de
mi alma, se llama Graine, igual que mi madre, y que mi padre fue Eburovic, herrero y
guerrero de los icenos, ¿quedaría desbloqueada tu boca, y tu lengua sin hinchar,
mientras me entregases tu mensaje?
Los ojos del hombre se habían cerrado y no se abrieron hasta que ella terminó. En
la espera, Breaca no sabía si se había dormido o si la conmoción de averiguar su
identidad, aunque revelada de forma muy oblicua, le había dejado sin habla.
El alivio cuando él tendió la mano y le cogió la suya la dejó sin palabras. El
hombre abrió los ojos y las lágrimas se agolparon en ellos, forjadas en cobre por el
fuego. Su voz era un hilo finísimo, tirante por el dolor y el esfuerzo.
—¿Tú eres la Boudica? ¿La Guerrera de Mona?
Ella asintió, sonriendo.
—Sí.
El hombre se incorporó, respirando con dificultad.
—¿Y por qué estás aquí, sin trenzas, llevando la pluma negra de los sin tribu, y
cazando sola en tierras dominadas por Roma?
Ella no había esperado aquella rabia, ni la súbita energía que le dio. El hombre no
sabía nada de las reuniones entre la Boudica y los soñadores a los cuales ella servía,
en los cuales se desnudaban las almas, ni de las batallas entre amigos con palabras
como únicas armas. Él no había decidido esconder la acusación en su voz ni la herida
en sus ojos. Se dejó caer de nuevo, pero su mirada, desafiando la de ella, podría haber
sido la de macCalma o la de Duborno o la de Ardaco o la de cualquiera de sus hijos.
Alzándose, Breaca echó un puñado de raíces de brezo al fuego. Surgieron nuevas
llamas verdes y de un azul violento allí donde la tierra ardía antes que la madera.
Mirando los colores y sin mirar al hombre, ella dijo:
—Estaba matando romanos, como has visto. Los cuatro muertos de la tercera
cohorte han sido muertes mías, y dos la noche antepenúltima.
El mensajero era un hombre inteligente. Contemplándola, dijo:
—Así que cazas sola porque el riesgo es demasiado grande para exponer a otros
al peligro, y Briga te llevará a la muerte cuando crea que las muertes han bastado. ¿Y
los soñadores ancianos de Mona consideran que ese riesgo vale la pena?
—En absoluto —Breaca sonrió, sorprendiendo a ambos—. Pero ellos no pueden
prohibirlo. Mi vida es mía, y yo creo que es un buen riesgo. Estamos casi en invierno;
el tiempo de las luchas ha terminado, pero las legiones siguen teniendo que
aventurarse más allá de sus fuertes en busca de comida y leña. Se hace más daño a
sus mentes con cuatro hombres muertos en medio de la noche que con cuarenta
muertos en el campo de batalla en lucha abierta. Cada muerte conduce a deserciones,
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y los que quedan atrás sueñan con un tiempo en que puedan pedir un permiso y
navegar hacia Roma. Un ejército que va al campo de batalla descorazonado lucha
para perder, y tú lo sabes muy bien.
—Lo sé. Y un pueblo que carece del liderazgo de los dioses no lucha en absoluto
—y temblaron una rabia antigua y un miedo más reciente. Ambos sentimientos se
desvanecieron y dejaron solo el cansancio fatal que había envuelto al mensajero
cuando cayó por primera vez de su caballo.
Con cuidado, Breaca dijo:
—Los icenos no carecen de liderazgo.
—Ahora sí.
Se estaba muriendo con rapidez; ambos lo notaban. Las palabras no dichas
pesaban entre ellos, extrayendo todo el aire de su aliento. Eligiendo el camino que
hacía menos daño, Breaca preguntó:
—¿Puedes decirme en qué sentido tu pueblo y el mío están sin líder?
—No lo sé. Decir esto puede matarnos a ambos.
Él se armó de valor y luego, contra las protestas de ella, se enderezó hasta
sentarse. Su mirada devoraba el rostro de la mujer y luego se desplazó hacia la rojiza
herida de su brazo. Después de todo, la punta de aquella lanza no estaba tan limpia.
La sangre fluía un poco de la herida, pero el brazo a su alrededor estaba irritado y
caliente, y había empezado a oler mal. Él lo tocó y ambos notaron que la carne
temblaba bajo sus dedos.
Él dijo:
—Quizás Efnís fuese más sabio que ninguno de nosotros y supiera que ya te
estabas muriendo de todos modos.
Breaca echó agua encima de la herida.
—Quizá. Me he sentido mucho más cerca de la muerte que ahora, pero dicen que
Briga a menudo viene cuando menos te lo esperas.
—No para mí —él sonrió y la mueca permaneció en sus labios mucho después de
que su mente se hubiese ido a otro lugar. Al cabo de un momento habló—: Efnís
pensó sus palabras para Airmid, soñadora de Nemain, pero las historias siempre han
dicho que ella ostenta la mitad de tu alma y Caradoc la otra. Si eso es cierto, entonces
puede que, a ojos de los dioses, yo esté hablando como si hablase con Airmid, y
pueda contártelo con total seguridad. Estoy dispuesto a intentarlo, pero mi muerte es
cierta. No tengo nada que perder. Tú podrías cazar romanos a solas muchos inviernos
más. ¿Te arriesgarás a perderlos para oír mi mensaje?
Breaca cerró su puño izquierdo, notando el ramalazo de dolor en la palma que era
el recuerdo de un corte de espada. El dolor no era para advertirla del peligro. La
herida de lanza en su brazo latía de forma alarmante, pero otras heridas habían sido
igual de profundas y se habían puesto igual de feas y ella no había muerto por su
causa.
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Ella miró al otro lado del fuego, hacia la oscuridad de la cueva, pero allí no
encontró ninguna ayuda. La antepasada-soñadora estaba silenciosa, cosa rara en ella.
Como en todas las decisiones importantes de su vida, Breaca estaba sola. Había una
gran libertad en ese hecho.
Dijo:
—El placer de matar romanos no es tan grande como para perderme un mensaje
de Efnís que ha costado la vida de tres guerreros. Sí, compartiré tu riesgo.
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II
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los belgos. Es posible que yo lo comprara como esclavo, pero le he devuelto su
nombre y su libertad. Sin embargo, me odia. Sigue aquí solo porque su miedo a los
hibernios es mayor que su odio hacia mí. La gente de su pueblo no es amable en la
expresión de sus afectos hacia los jóvenes guapos y de pelo rubio y con los ojos del
color del cielo en verano. Aquí está más seguro que en cualquier otro lugar, y él lo
sabe, o si no se habría ido hace mucho tiempo.
MacCalma levantó una ceja hasta el máximo.
—Él te ve como a un padre.
El herrero se encogió de hombros.
—Un hombre puede odiar a su padre y aun así seguir siendo hijo suyo. Mira a
Caradoc.
—O mírate a ti.
El martilleo se detuvo. El silencio que siguió resultaba duro a los oídos.
Con exquisito cuidado, el herrero dejó a un lado el martillo y, con las tenacillas,
levantó la hoja todavía al rojo vivo; en la cual había estado trabajando. A la luz
sangrienta de su brillo, habló con tranquilidad y calma, como un hombre que ofrece
una invocación a sus dioses en la quietud de un templo.
—Escúchame, macCalma. Solo lo diré una vez. Quién me engendró no es asunto
mío, y no permitiré tampoco que lo sea tuyo. Eburovic de los icenos me crio y me
cuidó durante mi niñez. Corvo, de la Quinta Gallorum, me enseñó a luchar y a amar,
y me dio el nombre que uso. A esos hombres los valoro y los respeto, pero eso no los
convierte en propietarios de mi vida ni de mi alma, ni ellos la reclamarían. No dejé a
los icenos por elección propia, y no elegí cometer traición contra Roma y mi
emperador. Ambas cosas ocurrieron, y por tanto, ahora no pertenezco ni a las
legiones ni a las tribus. Por primera vez en mi vida soy libre. Y me propongo seguir
así.
—¿Ah, sí? —el soñador asintió—. ¿Y quién es ése, quien es ése tan libre?
—¿Qué importa el nombre? Aquí en Hibernia yo soy el que quiera ser. Soy
Valerio para aquellos que prefieren a Roma y desean que les ayude a perfeccionar su
latín. Para el resto, soy simplemente el herrero de pelo negro de la colina, que les
puede arreglar las espadas y los broches y a veces ayudar a sus mujeres en el parto. Si
tienes quejas al respecto, Anciano de Mona, llévatelas a otra parte. Yo no tengo nada
tuyo.
El herrero que en el pasado fue tanto Valerio, decurión de la caballería tracia,
como Bán de los icenos, estaba temblando cuando terminó. Tres años sin vino ni
cerveza no habían eliminado de su cuerpo los temblores de su exceso. Por fortuna, la
espada sin terminar que sujetaba no temblaba como él. Aun así, Luain macCalma le
miraba demasiado fijamente para sentirse cómodo.
El herrero estaba desnudo hasta la cintura. Las cicatrices de guerra brillaban
blancas entre los riachuelos de sudor. Si se le daba el tiempo suficiente, un hombre
que se lo propusiera podía leer la historia de la conquista de Britania en el mapa de
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aquellas heridas. Dos hombres se lo habían propuesto, y ambos vivían ahora fuera del
alcance de su corazón, así como de su mente. Si él les dejaba, los recuerdos de
cualquiera de los dos podían dejarle destrozado. Bajó la hoja y la metió en la cuba de
agua, de pie junto al yunque, y dejó que el vapor borrase su pasado.
Pero no tuvo un éxito completo. Igual podía haber invocado en voz alta a ambos
hombres y la herida de su pérdida, tan profundamente cambió el rostro de macCalma.
A través de la blancura que se iba espesando, el Anciano dijo:
—Lo siento. No debería haber venido a molestarte en tu santuario. Solo me
imaginé que debías saber la noticia.
«Tu hermana ha muerto». No pensaba preguntar para saber más. Ya eso solo era
demasiado.
El vapor fue desapareciendo lentamente a través del agujero para el humo.
Cuando el herrero pudo ver de nuevo, macCalma ya se había ido. Su voz llegaba
perezosa desde la luz del día, hablando con el muchacho belgo, Bello, que ya no era
esclavo y que sin embargo custodiaba fuera el caballo del huésped como si fuese su
deber.
—La yegua tesalia roja que está ahí en el prado iba a ser mi regalo de huésped. Es
un poco mayor y no es adecuada para la monta, pero en tiempos tuvo un gran valor.
Está preñada de un caballo de batalla panonio y si el potro llega a alcanzar los
méritos de los padres, puede tener gran valor. Tengo unos asuntos con los soñadores
de Hibernia y me resultaría muy incómodo llevármela de vuelta. ¿Podrías quizá…?
Luain macCalma se había entrenado durante tres décadas con las mejores mentes
de Mona; el arte de la oratoria era una habilidad que había cultivado, por encima de
sus habilidades de nacimiento. Cuando lo deseaba, podía animar a todos los
habitantes de una casa grande para que lanzasen vítores, puestos en pie, solo con la
primera frase de un relato, o susurrar a un niño enfermo para que se durmiese de
modo que estuviera curado antes de la mañana… o conmover el alma de un hombre
que pensaba que se había vuelto invulnerable, y probarle que no lo era.
El herrero se apartó de su yunque.
—¿Qué has traído? ¿Cómo has encontrado una yegua roja tesalia? —estaba en la
puerta, a plena luz del día, olvidando que prefería la oscuridad de la forja. La espada
fría colgaba de su mano, inútil.
Como respuesta, el soñador retrocedió para que se pudiera ver su regalo de
huésped. La yegua se encontraba en el pequeño cercado al lado de la choza. No era
mayor, sino anciana, una verdadera abuela entre los caballos, y no la habían cuidado
demasiado bien. Su lomo estaba torcido por haber engendrado demasiados potros. El
cansancio del viaje y de la vida se desprendía de todo su ser como si fuese un
presagio de muerte. Su pelaje era rojo, del color del hígado crudo, con cicatrices
blancas en los costados. Una antigua marca aparecía de forma borrosa en la base de
su cuello.
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Una vez, hacía mucho tiempo, cuando la yegua tenía su pelaje de verano y estaba
perfectamente acicalada, la marca fue muy clara: Leg VIII Aug, una yegua de la
caballería de la Octava Augusta, regalada a un muchacho de los icenos que había
sabido de ella por medio de un sueño.
Había pasado muchísimo tiempo. Se podía esperar que un verano de alegría
compartida con una batalla al final hubiese dejado un recuerdo tan fuerte en la yegua
como en el muchacho que la cabalgaba, pero los ojos del animal carecían de
esperanza, y miró al herrero sin reconocerlo. Ásperamente, él dijo:
—Es demasiado vieja para estar preñada.
—Creo que no. Será el último, pero lo hará bien. ¿Preferirías que pariese bajo los
cuidados de otro hombre? Puedo llevármela de vuelta a Mona, si así lo deseas.
MacCalma conocía perfectamente el funcionamiento del corazón humano, y no
desdeñaba usar ese conocimiento. El herrero no era capaz de hablar, pero asintió
cuando Bello le miró y luego vio que el muchacho corría hacia la yegua y le ofrecía
un puñado de sal que mantenía en la palma. No era el primero que le daba; Bello
había sido esclavo, y conocía íntimamente el dolor de la esclavitud en los otros, y
sabía cómo aliviarlo.
Recuperando de nuevo la voz, el herrero dijo:
—Tiene el corazón roto. Lo que queda, se lo ha dado al muchacho.
MacCalma no estuvo en desacuerdo.
—Pero su potrillo entregará el corazón a quien le entrene para la batalla. Airmid
cree que será un macho, negro y blanco, con un escudo y una lanza en la frente. No
tengo ningún motivo para no creerla.
El herrero dejó que su mirada vagase por el horizonte un momento antes de poder
hablar.
—Fue un error, desde luego, hablar en voz alta de mis sueños en mi niñez. Yo
entonces era muy joven, y demasiado confiado. Pero ese sueño murió hace mucho
tiempo, y no se puede revivir. Murió cuando Amminio me convirtió en esclavo y se
llevó mi montura de batalla a sus criaderos, y si Breaca ha muerto, entonces el sueño
jamás se podrá revivir ya, porque ella formaba una parte muy importante de él.
—¿He dicho acaso que Breaca hubiese muerto?
Estaban separados por la longitud de una espada. Valerio, antiguo oficial de
caballería, todavía llevaba en la mano la espada a medio hacer, en la que empezaban
a vislumbrarse los primeros atisbos del arma que podía ser. Sin aparente esfuerzo
alguno por su parte, la punta se elevó hasta el nivel de la garganta del otro hombre.
Con mucha tranquilidad, dijo:
—No juegues conmigo, soñador.
MacCalma se quedó de pie frente al sol. Su sombra, algo imposible, adoptó la
forma de la garza que era su sueño. Meneó la cabeza.
—Nunca jugaría contigo. No quería que hubiese ningún malentendido. No es
Breaca quien ha muerto, sino Silla, tu hermana pequeña, la única del linaje real que
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seguía en tierras de los icenos. Ha muerto dando a luz a un hijo de Prasutago, a quien
tú conocías como Tago, el cual se ha nombrado a sí mismo rey de toda la nación
icena. Él apoya a Roma, y ahora ya no queda nadie que lo detenga. Si no es
eliminado, los icenos, que eran el pueblo de tu madre, aunque digas que ya no son los
tuyos, quedarán esclavizados ante Roma de una forma que no se podrá romper.
«No es Breaca quien ha muerto…»
Valerio oyó el resto pero no le importó. Aquel único hecho se grabó en su mente y
fue repitiéndose. Sujetaba la nueva espada con demasiada fuerza. Las aristas del
metal a medio formar se clavaban en la carne de sus dedos. La ola que le invadió no
fue de alivio, ni de rabia, ni de dolor, sino de una mezcla de todas esas cosas,
convertida en algo feo y sucio por la manera de contarlo.
Más tarde, en medio del caos, recordó que Luain macCalma seguía de pie junto a
él, y que había algunas ficciones que todavía deseaba preservar.
Dijo:
—Olvidas lo que yo he sido. Si los icenos carecen de armas y de voluntad de
luchar, es porque yo les he doblegado. Sabiendo eso, no pretenderás en serio que llore
por el destino de una tribu derrotada, ¿verdad?
Un dios desconocido al que no había rezado permitió que su voz sonase normal.
La sonrisa de MacCalma resultaba enigmática.
—En absoluto. Tu madre era de estirpe real, y tú llevas su sangre, aunque no
quieras. Yo esperaba que tú accedieses a ir al este y levantar á los icenos en guerra
contra Roma en nombre de tu madre, para que Breaca pudiera permanecer en el
oeste, donde se la necesita, y donde podría conducir a sus guerreros contra un ejército
dividido. Comprendo ahora que no lo harás. Ya me he disculpado por alterar tu paz.
No volverá a ocurrir. Te deseo lo mejor con la yegua y su potro.
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Hablaron un poco de su pasado. Bello conocía fragmentos de las épocas de
esclavitud de Valerio, y de Corvo, que le había liberado, y muchísimo del caballo-
cuervo, que lo había hecho posible. El caballo había llegado a asumir unas
proporciones míticas entre ellos. A menudo (casi siempre) les resultaba más fácil a
ambos hablar de animales que de hombres.
Los ojos del muchacho se abrieron mucho.
—¿Esta yegua es la madre del Cuervo?
—Sí. Ella era exactamente como él, pero sin el odio que él guardaba en su
corazón. Si yo te lo pidiera, ¿la cuidarías?
Era un regalo, y Valerio hizo lo que pudo para ocultar cualquier dolor que pudiese
haber en la entrega. Bello le conocía mucho mejor que macCalma, pero era más
amable. Si se le notó algo, él fingió no darse cuenta. Por el contrario, sonrió con
ilusión, y su mirada perdió el cansancio y buscó la bolsa que llevaba en el cinto para
coger más sal y tendérsela, de modo que la pudiera lamer de su mano.
Una idea le hizo fruncir el ceño y luego sonreír de nuevo. Dijo:
—Yo la cuidaré y la trataré como se merece, pero el potro es hermano del Cuervo,
y por lo tanto debe ser tuyo. Prométeme que lo aceptarás y lo conservarás.
Valerio no sabía que el chico había estado escuchando, ni que entendía el
suficiente hibernio para seguir el críptico discurso de macCalma. Él no quería el
potrillo, pero sí deseaba mucho que el muchacho se sintiera a gusto con él. Dijo:
—Por supuesto que lo conservaré. Los hibernios son buena gente, pero no sabrían
cómo educar un caballo de batalla aunque les cayera del cielo en sus propios
cercados.
Pasó una mano por encima de la yegua y notó que vacilaba ante su contacto.
Pensando en voz alta dijo:
—Está demasiado delgada para parir bien un potro, y la han tratado muy mal.
Necesitaremos heno y grano para alimentarla, y tendrás que pasar con ella mucho
tiempo cada día, para que llegue a confiar en ti. Así, nos ayudará cuando llegue el
potro.
Pasaron el día haciendo planes y la tarde trayendo pienso en una carreta desde el
pueblo, que estaba en la costa. Bello se mostró menos tímido ese día de lo que había
sido en los tres años que llevaba en su compañía. Valerio le miraba y se maldecía a sí
mismo por haber necesitado que la solicitud de macCalma le enseñase lo que debía
hacer.
Cuando se retiraron a dormir, hizo cuanto pudo para no dormirse, pero la negrura
le captó al momento, y los sueños con ella, y eran los antiguos sueños de pérdida y
destrucción y, con ellos, la letanía de aquellos a quienes había matado.
Se despertó temprano y descubrió que Bello se había levantado más temprano
aún, y le había dejado junto al lecho, como presente para cuando se despertase, una
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bandeja con queso y una manzana que quedaba de la cosecha, y una jarra de agua del
pozo, y se sintió muy agradecido a los dioses que ya no velaban por él de que el chico
no estuviese allí para verle llorar.
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III
El cuerpo del mensajero iba flotando por el río de la cueva, mantenido a flote por su
pelliza y su manto.
Breaca no era una cantora; las leyes de Mona, que eran las leyes de los dioses y
los antepasados, no le permitían cantar la balada de los muertos, pero sí que podía
recitarla, y lo hizo. Solo cuando llegó a la parte en la que tenía que haber dicho en
voz alta el nombre del muerto se dio cuenta de que no lo sabía. La corriente se lo
llevó lejos del alcance de la luz, y ella oyó que su pelliza se enganchaba en las rocas y
luego se desgarraba.
Su fantasma ya había cruzado el gran río para alcanzar las tierras que había más
allá de la vida, siguiendo una llamada que solo él podía oír. Hubo un tiempo en que
Breaca no veía más que a los fantasmas de su propia familia, y aquello solo en el
corazón de la batalla, cuando las paredes entre ambos mundos se tomaban mucho
más frágiles. Entonces vio los espíritus de todos los guerreros muertos, todos los
legionarios, todos los hombres arrebatados por el flujo. Todavía no había visto el
fantasma de su hermana Silla, cosa que le sorprendía.
Mirando hacia la fluida negrura del río, luchó por encontrar algún recuerdo de la
joven alrededor de cuyo cuello había colocado la torques del liderazgo iceno.
Los recuerdos de Bán llegaban primero, sin ser convocados, y Silla solo después
de él, los dos acurrucados juntos, de niños, compartiendo un solo lecho en la casa
redonda y riñendo como cachorros de perro por su parte de las mantas de piel y los
perros que los mantenían a ambos calientes. Pasó menos de un año así y luego llegó
Granizo, el gran perro de guerra manchado con las marcas como de granizo
repartidas por todo su cuerpo, y ya no hubo más peleas, porque Granizo fue de Bán
desde el momento de su nacimiento y…
No había que recordar a Granizo. Recordar su vida era también recordar su
muerte, y había demasiado dolor en ella.
Demasiado tarde, Breaca cerró los ojos. Las puertas, ya abiertas, dejaron entrar
una oleada de recuerdos: Silla sentada a horcajadas en un potro rojo de su padre,
imposible de montar, y Bán tras ella, sujetándola por la cintura mientras impulsaba a
aquel animal de corazón loco al galope para probarle a Silla su propio valor; Bán
enseñando a Silla cómo tirar una soga y capturar un potro, o cómo arrojar una lanza,
o sencillamente, de Bán, aquel niño solemne, serio, con la sorprendente sonrisa, que
había superado a las abuelas con sus sueños, y que un día crecería y se convertiría en
un soñador tan poderoso como Airmid.
Y luego, como un niño no sigue siendo eternamente niño, sino que crece y se
convierte en adulto, era imposible no recordar al hombre roto y desesperado que se
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llamaba a sí mismo Valerio, a quien había visto tendido en la cubierta de un barco
procedente de la Galia vomitando en el mar, rogándole que le diera una muerte limpia
y decente.
Breaca no quería recordar aquello, no quería de ninguna manera. Era mucho
mejor antes, cuando creía que su hermano estaba muerto, y se había sentado
custodiando a los soñadores mientras ellos buscaban en los muchos caminos de las
tierras que hay más allá de la vida e intentaban encontrar su espíritu y devolverlo al
cuidado de Briga.
No lo habían conseguido, por supuesto, porque su espíritu no se hallaba perdido,
sino encendido en el corazón y la mente de un hombre que luchaba por Roma. El
descubrimiento de que Bán estaba vivo, de que era el decurión de la caballería tracia
que había aterrorizado a los pueblos icenos durante diez años después de la invasión,
solo se le reveló a unos cuantos. Efnís lo sabía, pero él no habría propalado jamás esa
noticia sin necesidad. Era posible que Silla hubiese muerto sin conocer la verdad, y
creyendo que Bán había muerto antes que ella. La idea de que le estuviese buscando
en la tierra de los muertos era insoportable.
Sin embargo, había que soportarla, junto con las noticias de su muerte y todo lo
que ésta acarreaba. Con gran esfuerzo, Breaca desechó el pasado y se obligó a vivir
de nuevo en el presente. La herida de su brazo ardía con un fuego propio que la
estaba abrasando. Se echó de cara junto a la orilla del río y la metió debajo del agua
hasta que la piel quedó entumecida.
Su mejilla estaba apretada contra la piedra húmeda. La débil luz de su fuego
arrojaba unas sombras móviles en el agua, y se hacía más densa donde el cuerpo del
mensajero se había enganchado en una roca.
En voz alta, dijo:
—No le pregunté su nombre. Llevo demasiado tiempo apartada de la compañía
humana. Empiezo a tratar a los hombres con menos cuidado de lo que trataría a un
caballo.
«Él está bien atendido. Eres tú la que necesita atenciones. Pediste mi ayuda una
vez, antes, ¿la quieres pedir ahora por segunda vez?»
La antepasada-soñadora estaba muy cerca. Su voz llegaba desde el río y el humo
del fuego que había por encima, seductora y peligrosa. Siempre había sido así, desde
el primer momento de su encuentro una noche de luna llena en el corazón de un
campamento romano, cuando Airmid convocó a la antepasada para destruir al
gobernador, pensando así salvar a Caradoc. El gobernador murió, pero Caradoc
seguía todavía en la Galia. Aquel farsante de Valerio había vuelto en su lugar, y la
antepasada lo había considerado un buen sustituto.
Airmid tuvo miedo de aquella soñadora; Airmid, que no temía a nada ni a nadie.
Breaca la apremiaba mientras realizaba los trabajos nocturnos, pensando solo en
Caradoc. Después se esforzó por olvidar aquella voz insidiosa, seductora, que la
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arrastraba hacia los lugares más oscuros de sí misma. Ahora la recordaba y deseaba
no haberlo hecho.
Atrapada, tocó el muro de la cueva y lo rechazó con fuerza, como lo hubiera
hecho ante hombres armados.
—Me has preguntado lo mismo en la boca de la cueva y mi respuesta sigue
siendo la misma: no te conocía cuando nos vimos por última vez. Ahora sí que te
conozco, y nunca más pediré tu ayuda. Solo he venido a buscar la protección de tu
cueva. Me la has concedido y te lo agradezco. Ahora me iré, y no te molestaré más.
La risa de la antepasada era como el deslizarse de las serpientes en la arena, más
terrorífica que cualquier legión.
«¿Y adónde vas, guerrera? ¿Y por qué?»
—A Mona, ¿adónde si no? Los ancianos deben saber que Silla ha muerto y que
Tago ha asumido el gobierno de los icenos, apoyado por Roma.
«Pero, ¿no te irás al este? ¿Tú, que eres la primogénita del linaje real de los
icenos, no deberías, por derecho de nacimiento y estirpe, llevar la torques de los
antepasados, la cual te fue entregada para que la ostentaras como evidencia de tu
preocupación por tu pueblo?»
Había una trampa en aquella pregunta, pero Breaca no era capaz de verla. Se
habría quedado silenciosa, pero la presión no se lo permitía. Dijo:
—Ya has oído el mensaje. No es seguro ir al este. Efnís ha dejado claro que debo
quedarme y continuar la guerra en el oeste; que solo desde aquí existe alguna
oportunidad de que podamos expulsar a Roma de la tierra. Volveré a Mona con esas
noticias. Nada ha cambiado.
«Y sin embargo, los muertos han hablado. “Si no alzas el este, las legiones
ganarán”. El fantasma del portaestandarte te lo ha dicho. ¿No reconoces la verdad
cuando la oyes?»
—No confiaría nunca en las palabras de un romano, aunque esté muerto. Efnís
dice lo contrario, y no me mentiría nunca. Él se preocupa por los icenos mucho más
que yo.
«¿Te preocupas por tu pueblo? No sé si es verdad». El ultraje de la antepasada la
hacía estremecer. «Tú les has dejado en manos de una niña suave como la leche y un
hombre que se ha vendido a Roma… Los icenos no te aman».
Eso dolía, y probablemente era cierto. Breaca dijo:
—Yo lucho en el oeste para liberar el este. No quedan guerreros en el este. Roma
ha asesinado a todos los que tenían la voluntad y el ingenio para empuñar un arma.
«Pero no han secado completamente a tu pueblo todavía. Un legionario recién
asesinado ve el futuro que se avecina mucho más claramente que una guerrera viva.
¿Debo mostrarte, última guerrera de los icenos, qué significa que un pueblo se
desangre hasta que no quede nada más que dar?»
Breaca vio demasiado tarde lo que se avecinaba, y que no había escapatoria. Con
los ojos cerrados o abiertos, las visiones eran las mismas, cayendo desde las negras
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paredes de la cueva, hirviendo en el agua turbia, danzando en la roca sólida que se
alzaba ante ella.
Lo que vio no era la tribu de su niñez, con o sin los recuerdos de Bán. Las casas
redondas habían desaparecido, desmontadas para quemar su madera cuando ya no se
encontraba nada más. En su lugar había chozas pequeñas y rotas. La tierra aparecía
desolada, los campos arrasados, los caballos muertos de hambre, la poza de los dioses
seca.
Entre el fango y la ruina, hombres y mujeres delgados como palillos y con los
mantos y túnicas azules de los icenos se reunían en toma a un redil, como si hubiese
mercado. Todos tenían las manos manchadas de tierra, como si fueran recogedores de
hierbas y plantadores. No había guerreros ni soñadores; ninguno de ellos ostentaba
las marcas de anciano, ni permanecían erguidos con orgullo ni fuego ni voluntad de
lucha.
Los legionarios con armaduras los rodeaban. En el centro de aquellos dos anillos
estaban los niños, más de veinte, con los ojos muy abiertos y aterrorizados. Cada uno
iba encadenado al siguiente por el cuello y los tobillos. Llagas abiertas florecían allí
donde mordía el hierro. Los niños derramaban lágrimas de oro, y sus padres caían de
rodillas y las recogían en sus palmas como si fueran granos, y se sentían agradecidos.
«Esclavitud», susurró la antepasada, con una mortal quietud. «Cuando se hayan
llevado los perros y los caballos, y matado el ganado y los ciervos de los bosques, y
el hierro que habrían sido armas y el bronce que habrían sido cosas bellas, cuando
fundan la torques de los antepasados para hacer monedas y pagar con ellas la guerra,
cuando pongan impuestos a todos los momentos del día y arrebaten la comida de
todas las bocas de los niños, entonces vendrán y comprarán la carne viva, y pondrán
precio a aquello que no lo tiene. ¿Recuerdas el sueño de tus largas noches, cuando te
dieron la marca que usas con tanta libertad y que no comprendes?»
Preguntas dentro de preguntas en el interior de una pesadilla. Breaca rogaba para
despertarse y olvidar, y no podía hacer ninguna de las dos cosas.
Sudando, dijo:
—Nunca he olvidado el sueño de mis largas noches. Juré entonces proteger el
linaje de mi pueblo, salvar a los niños y a los ancianos para que su herencia y la mía
pudiesen continuar sin perderse. Abandoné la batalla del río-mar para salvar a los
niños. He luchado sin cesar desde entonces para que puedan seguir con las canciones
y los sueños de los antepasados, sabiendo quiénes son y por lo tanto convirtiéndose
en lo que pueden ser. Y ahora lucho, arriesgándome a la muerte nocturna, para que
mis propios hijos y los de los demás puedan vivir en un mundo sin Roma. No puedes
acusarme de abandonar a los niños.
La antepasada rio.
«Díselo tú misma».
En la visión, el grupo de niños se separó. En medio de todos, una niña muy
pequeña y de miembros muy finos, con el pelo color sangre de buey y un rostro que
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reflejaba un antiguo dolor, alzó el brazo desde el corral de los esclavos, suplicando.
—¿Graine?
Breaca fue a tocarla y se golpeó los nudillos con la roca. La visión se esfumó,
convirtiéndose en cenizas. Se encontró de pie, de espaldas al fuego, y con el rumor
del río demasiado cerca de sus pies. El brazo herido le latía con el ritmo de su
corazón, demasiado rápido.
Desesperada, dijo:
—Esto no puede ser una visión auténtica. No lo creo. Los mercaderes de esclavos
no pueden comerciar en Britania. El emperador Claudio lo prohibió.
«Claudio está muerto y lo han hecho dios. Unos trinovantes esclavos construyen
su templo en Camulodunum mientras nosotras hablamos. Nerón gobierna en Roma, y
Nerón está gobernado por aquellos que están gobernados por el dinero. Si no quieres
creerme, lo único que tienes que hacer es permanecer en el oeste y esperar. Si no
haces nada, lo que acabas de ver ocurrirá. Por la marca que ambas compartimos, lo
juro».
—¿Y si voy al este?
«Entonces habrá una oportunidad de darle la vuelta a la marea. Tú sola no te
bastas; debes encontrar guerreros en número suficiente para luchar contra las legiones
e infundirles valor. Debes encontrar el hierro para armarles. Debes encontrar a otros
con valor y visión para que les dirijan, si tú caes. Con esas tres cosas, tendrás la
victoria. ¿Lo harás? Te puedo mostrar mi regalo de un futuro mejor».
—No quiero nada de ti. Tus visiones no son seguras.
«¡Ah, qué arrogancia! Aun así te voy a dar mi regalo».
La imagen fue breve, un relámpago en la oscuridad que mostraba el diseño
familiar de un campo de batalla; imposible no mirarlo. La visión de Breaca se amplió
y se fijó más cuando los guerreros que conocía se empezaron a distinguir. En el ala
izquierda, Ardaco dirigía a las osas como había hecho siempre: luchaban a pie,
pintados con glasto y barro, y se enfrentaban a una línea irregular de legionarios.
En el centro, los icenos avanzaban para aplastar al enemigo. Ella no veía quién les
dirigía, solo la marca de la serpiente-lanza por encima. A la derecha, una mujer
dirigía a los guerreros montados del oeste en una cuña que golpeó las alas de la
caballería romana y perforó el flanco del enemigo. Las filas de la caballería se
hundieron y se desmontaron y los que deseaban vivir abandonaron el campo de
batalla, dejando el centro sin custodiar. Una segunda oleada de icenos fue a llenar
aquel hueco.
La batalla estaba ganada mucho antes de que acabase la carnicería. Lenta,
implacablemente, los guerreros avanzaban y se iban uniendo en el centro por encima
de los cuerpos amontonados de dos legiones.
El momento del encuentro fue maravilloso. En el corazón de la batalla, un
estandarte romano cayó y fue pisoteado en el barro. La serpiente-lanza resplandecía
por encima, victoriosa.
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«Mi regalo», dijo la antepasada. «Acuérdate bien».
Después, durante mucho tiempo hubo oscuridad, y frías rocas, y el río que corría
entre ellas. Breaca se fue dejando caer lentamente y quedó sentada, y luego echada,
metiendo su brazo herido en el agua.
No era una soñadora que convocara visiones, pero allí echada en la fría roca, con
la cara vuelta hacia el río, hizo todo lo posible por recordar a su propia hija, para
poderla ver entera y hermosa y a salvo en Mona, y no destrozada en el redil de los
esclavos como amenazaba la antepasada.
Esforzándose tanto que el sudor perlaba su frente, consiguió imaginar un fuego
que bailaba encima del agua y una neblina en el aire por encima de éste. Allí, rasgo a
rasgo, construyó el cabello color sangre de buey, y los ojos grises, y las cejas finas y
de color vino oscuro, y la mirada precavida y cuidadosa de Graine, la hija a la que
apenas había visto desde su nacimiento. La hija de dos guerreros tan altos no habría
tenido que ser tan fina y tan esbelta, pero Graine era todo aquello que sus padres no
eran, y mucho más bella precisamente por ello. Nacida a la luz de Nemain, era una
soñadora desde su brillante y fino cabello hasta las plantas de los pies.
Breaca no podía imaginar la figura completa de su hija, solo el rostro, enmarcado
por el cabello abundante y oscuro, y le costaba mucho más esfuerzo de lo que había
creído posible. Luego, cuando pensó que solo podía formar perfiles a medio hacer en
un fuego imaginario, oyó llorar a Graine.
La conmoción deshizo la visión. Allí donde había estado su hija, una liebre corría
por la ladera de una colina, cazada por Piedra, el último hijo de Granizo, y luego
apareció Airmid, mirando entre las llamas, y la voz de Airmid hizo eco en la cueva
diciendo: «no sé qué herida tiene, pequeña, tienes que decírmelo tú. Yo no puedo ver
lo que tú ves».
La visión había desaparecido antes de que ella se diese cuenta de que las palabras
se referían a ella, y no eran para ella, y que a su contacto, el fuego que le abrasaba el
brazo era un poco más soportable.
No intentó llamar a Cunomar. Su hijo apenas había hablado con ella en los tres
largos años desde su huida del cautiverio de Roma. No era ningún secreto que no
había tenido éxito en la batalla al lado de su padre, en la Galia, y que hasta el último
gramo de su ser ansiaba borrar aquella vergüenza; que esperaba día a día que los
ancianos le llamasen para hacer la prueba de los guerreros y sus largas noches, de
modo que pudiera probarse a sí mismo que iba a ser el hombre que deseaba ser.
Como madre, Breaca lo sentía por él. Como guerrera, sabía que un niño no se
puede convertir en hombre hasta que no haya aprendido a dominar sus impulsos… y
que cuanto más demorasen los ancianos su llamada, menos probable era que él
encontrase la paz necesaria para hacer tal cosa.
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Careciendo de esa aprobación final, Cunomar cazaba enemigos con el odio
inquebrantable de un oso herido, y su creciente cuenta de muertes no conseguía, sin
embargo, curar las múltiples heridas de su alma. Despierto y dormido, el
resentimiento fluía de él, espeso y visible como un río de niebla.
Desde la oscuridad que había al fondo de la cueva Breaca oyó el sonido de la voz
de su padre, Eburovic: «tu hijo anhela tu amor. ¿Por qué no se lo das?».
Eburovic había dado su vida por ella y ella le amaba más que a ningún otro
hombre. Vivo o muerto, nunca le había oído decir otra cosa que la verdad. Miró hacia
la oscuridad y no pudo verle, pero su presencia le envolvía en su cuidado, como no
había conseguido hacer la de la antepasada. No estaba sola.
Dijo:
—He hecho muchas plumas de muerte para mi hijo cada vez que ha matado a un
enemigo. Le he dado un caballo de mi propio criadero, y con mis propias manos he
fabricado el cuchillo con el que mata. Yo le amaba, y me sentí muy feliz cuando
Luain macCalma me lo trajo de vuelta de Roma. Él lo sabe, pero aún sigue
abandonando la casa redonda cuando yo entro, y no se acerca a mí desde que empieza
el verano hasta que termina. Mi hijo es un extraño que caza con las osas y yo no sé
cómo llegar hasta él.
«¿Y por eso cazas tú también sola, sin desear ni requerir su compañía?»
Era su padre; no podía mentirle. Era un fantasma que tenía acceso a muchos
estratos de verdad.
Breaca dijo:
—Yo no podría cazar con Cunomar. No es seguro. Ha matado y vivido para
contarlo solamente porque las osas cazan en manada y se asignan cada vez tres o más
a su protección.
La verdad irrumpió entre los mundos de modo que ella vio a su hijo, lo quisiera o
no, en otro lugar y en otro momento; Cunomar volvió la cabeza y miró a su madre
con los ojos de un extraño. Ella buscó su mirada e intentó imaginarle llorando
lágrimas de oro, pero no pudo.
Como había oído a Graine y visto a Cunomar, también vio a Cygfa, la hija de
Caradoc, que no era hija de la carne de Breaca, pero que se había convertido en hija
de su corazón.
Como Cunomar, también Cygfa había sido capturada y hecha prisionera en Roma
con Caradoc, su padre. Exactamente igual que Cunomar, ella había permanecido a la
sombra de la cruz y había pensado que la colgarían en ella. Pero a diferencia de
Cunomar, ella había acrecentado su fortaleza interior, y no había sucumbido después
a la amargura.
Cuando Cygfa se fue a pasar sus largas noches y volvió convertida en una mujer,
iluminada por su sueño, Breaca fue la que habló por ella ante los ancianos y la saludó
como hija en todos los aspectos excepto los de la carne, que siempre son los menos
importantes.
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Alta como su padre, e igual de bella, le trenzaba plumas de muerte a puñados en
el cabello antes de la batalla, y montaba un caballo de su propio criadero. Los
guerreros se acercaban para tocar su espada por la suerte que les daría, y no había
ninguna duda de que ella lucharía bien, y mataría con limpieza, y que si moría en la
batalla, sería solo porque Briga la necesitaba en el otro mundo. En todas las batallas
desde su regreso de Roma había luchado al lado de la Boudica con brillantez.
Desde algún lugar distante, la antepasada dijo: «tú la amas como a una hija. Los
hijos de tu sangre lo ven cada día y se resienten. ¿Y te extraña que sean más fieles a
otros que a ti?».
Breaca yacía en la piedra fría a la orilla del río, con la boca convertida en un
desierto por falta de agua. Tenía demasiado calor y demasiado frío y temblaba. Su
aliento no bastaba para pronunciar debidamente las palabras. Respondió, susurrando:
—Retuerces la verdad. Mis hijos saben que son iguales ante mis ojos.
«¿Estás segura?»
—Sí.
Pero no estaba segura. Su voz en susurros lo decía, y el flujo del agua, y las
palabras de la antepasada, que se hacían cada vez más débiles.
«Tú eres icena. Es tu sangre, y tu derecho, y tu deber. No es demasiado para
evitar que los niños lloren. Solo debes encontrar una forma de devolver al pueblo el
corazón y el valor que han perdido. Encuentra una forma de convocar a los guerreros
y armarlos, encuentra al menos uno con un valor que se iguale con el tuyo, y ganarás.
Al final, halla la marca que es nuestra y busca su lugar en tu alma. Si lo sabes, tú
ganarás».
Las palabras de la antepasada formaron la imagen de una serpiente-lanza en la
oscuridad, hecha de fuego, suspendida en un cielo veraniego.
La serpiente, que tenía dos cabezas, miraba al pasado y el futuro, retorcida. La
lanza estaba quebrada, como si estuviese rota. Sus dos puntas señalaban hacia arriba
y hacia abajo, a la tierra y al cielo, uniendo el reino de las personas con el reino de los
dioses.
Otras se unían a ella, cinceladas en la roca viviente una y otra vez en los muros de
la cueva, desde el suelo hasta el techo inalcanzable. En ninguna parte y en todas, la
serpiente de dos cabezas miraba por igual al pasado y al futuro, y la lanza torcida
yacía en medio, uniendo los dioses a su gente. El fuego chisporroteó y dio más luz,
llenando las marcas cinceladas con metal fundido, de modo que cobraron vida y
sobresalieron, brillando desde las paredes.
La luz era demasiado intensa. Dolía mirarla. Creyendo que se moría, Breaca
apartó la cabeza.
—¿Qué será de mis hijos?
«¿Los dejarás en los rediles de los esclavos? Si consiguieras tu victoria, tendrías
que perderlos. Mejor perderlos ahora en Mona, donde se les ama, que más tarde ante
Roma».
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Las serpientes-lanza de las paredes se fueron desvaneciendo y todo quedó oscuro.
Solo la marca grabada al fuego estaba suspendida en el techo de la cueva, color azul
cielo.
Con perturbadora solicitud, la antepasada dijo:
«No hay nadie más que pueda hacerlo, si no, no se te pediría. Si procedes con
toda velocidad, la marea de Roma quizá pueda dar la vuelta».
—¿Me lo prometes?
«Yo no te prometo nada. Solo que estaré contigo, y que si me lo pides, puedo
darte la muerte, que quizás anheles, o ayudarte a vivir, que tal vez no desees».
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ahora mismo te juro que si las legiones vienen a tomarte a ti o a tus crías para
esclavizaros, te mataré o los mataré a ellos, antes que dejar que tal cosa ocurra.
La yegua no sabía nada de la esclavitud, solo notó la pasión que subyacía en las
palabras. Volvió la cabeza y descansó su barbilla en el hombro de Breaca y le lamió
el cabello empapado de sudor, y durante un momento, en la oscuridad, fueron
compañeras, la una para la otra, antes de que emprendiese el viaje al este.
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IV
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En la ladera de la montaña, contemplado por el perro llamado Piedra, uno de los
gazapos, más atrevido que sus hermanos, se alejó en busca de hierba más verde.
«Cuando cojas a uno solo…» En un momento determinado, cuando el sol le mostró el
brillo del ojo de la liebre y el perro azul dejó de temblar contra su costado y se quedó
absolutamente quieto, Graine levantó la mano.
Los primeros pasos de la persecución helaron el aliento de la niña en su garganta.
Había visto a los perros perseguir a una liebre muy a menudo, pero nunca había sido
su perro el que persiguiese a la liebre que ella había elegido, con su pelaje hirsuto,
que ya se volvía leonado, y un relámpago color crema en el vientre, con su vida
pulsátil y su carrera veloz y sus ojos negro y redondos, perfectos como el azabache
pulido. Durante una docena de latidos, Graine se quedó inmóvil, sintiéndose al fin
como un verdadero cazador, iluminada ya por el brillo del orgullo de su madre.
Éste era el resumen de su plan: su tío Bán, el traidor, había recibido el título de
Cazador de Liebres cuando todavía era un niño, y amigo de las tribus. A Graine le
parecía que su madre lloraba a su hermano perdido igual que a Caradoc, que había
sido la fuente que alimentaba su alma. Si bien Graine no podía reemplazar a su padre
(y los años de ausencia le habían demostrado con claridad que no era posible),
entonces, quizá podría convertirse en otra Cazadora de Liebres, capaz de mitigar la
pena que causó la pérdida de Bán.
Aquello no cambiaría la realidad de la herida de Breaca, ni de su enfrentamiento
con la serpiente-soñadora, pero quizá, al menos, la hiciera sonreír. Graine la Cazadora
de Liebres. Sonaba muy bien. Casi podía oírlo pronunciado por Airmid, y ver cómo
la Boudica, rodeada por los ancianos, lo aceptaba y se sentía feliz.
Muy cerca. Cazador y cazado, cazado y cazador. Muy cerca.
Piedra ya había pasado sus mejores momentos, pero estaba en forma después de
un largo verano de guerra. Al correr, se estiraba y se ponía plano como un halcón, y
la distancia de cazador a cazado se iba acortando hasta que casi pudo golpear y
matar… pero no del todo.
La liebre estaba muy crecida y había sobrevivido a un largo verano de peligros.
Sabía lo suficiente de la caza para salvarse del primer ataque. Los dientes blancos se
cerraron con un chasquido en el aire, en el lugar donde estuvo su pecho, pero el
animal ya había desaparecido. Buscando una salida con desesperación, se desvió y
dio la vuelta sobre sí misma, de modo que, por primera vez, se situó de cara a Graine,
que se había puesto de pie y estaba allí hundida en el brezo hasta las rodillas. Aunque
estaba muy lejos, la liebre levantó la cabeza y la miró directamente a los ojos,
suplicando. Su liebre buscaba su ayuda, y le suplicaba la libertad de vivir,
sencillamente.
No era aquello lo que había planeado, en absoluto. El terror invadió a Graine,
asfixiante. No su propio terror, sino el de la liebre, el terror paralizante, martilleante
de la bestia acosada. Antes de que ella pudiera tomar aliento para gritar, el animal
giró de nuevo sobre sí mismo, se arrojó por debajo del cuello del perro y voló directo
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hacia ella, recto como una flecha, sumergiéndose entre sus piernas en busca de
refugio.
Ella habría alejado a Piedra si hubiese podido. Hizo lo que pudo, chillándole
hasta que la garganta se le quedó en carne viva, pero todo el mundo sabía que cuando
uno de los perros del linaje de Granizo estaba cazando, o en la guerra, lo único que
podía detenerle era recibir un lanzazo. Graine solo tenía seis años y no disponía de
ninguna lanza para arrojarla, y aunque la hubiese tenido, nunca se habría atrevido a
hacer daño al perro que heredó el corazón y el alma del legendario Granizo, y que era
todo lo que le quedaba a su madre de la vida antes de la invasión romana. Se quedó
allí, petrificada, entre el brezo, y el perro pasó corriendo junto a ella, impersonal
como un rayo, igual de sordo, igual de letal.
La liebre estaba a la distancia de un brazo. El tiempo se distendía mientras daba
vueltas y vueltas, una tercera vez, una cuarta, girando sobre sí misma, esquivando las
mandíbulas terroríficas en busca de un aliento más de vida, una vida tan preciosa que
Graine podía notar su necesidad de sobrevivir como un sabor a hierro en la lengua.
Fue a coger al animal, desesperada por ayudarle, y ese movimiento fue su perdición.
La liebre titubeó y falló la última vuelta, y Piedra, superándose a sí mismo, se estiró
la distancia de una mano más, para alcanzarla. El animal murió, chillando, con el
pecho roto sobre su corazón. Hasta el final, los ojos negros siguieron clavados en los
de Graine, rogándole silenciosamente refugio y libertad.
En aquel momento, a los seis años de edad, de pie y metida hasta las rodillas en la
hierba húmeda, con la media luna fantasmal de Nemain neblinosa en el cielo
occidental, Graine nic Breaca macCaradoc, heredera del linaje real de los icenos,
comprendió con espantosa lucidez la auténtica indefensión de los dioses cuando las
fuerzas que desatan con buena intención destruyen a aquellos que les han pedido
ayuda. La enormidad de ese hecho, la ilusión de esperanza, cuando en realidad solo
hay una muerte cierta, la abrumó. Se sentó en la hierba y lloró como solo puede llorar
un niño, por la liebre, que era el animal de Nemain por encima de todo; por su madre
y por su padre, que vivirían separados para siempre, por sí misma, perdida en un
mundo de fuerzas ciegas donde Cygfa y Cunomar habían vuelto de la muerte para
reclamar partes del corazón de su madre, que ya estaba demasiado dividido, y por
último, por el valiente perro de guerra de gran corazón que lo había dado todo en la
caza y venía hacia ella para recibir su alabanza, y que no comprendía por qué ella no
se la daba, y por el contrario, se agarraba a su cuello y lloraba.
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mitad de la corriente, de cara al oeste, hacia los antepasados. Un rizo de cabello largo
color sangre de buey ondulaba en la corriente a su alrededor, sujeto por otras piedras.
Había un trozo calvo en la cabeza de Graine, que estaba sentada y encorvada,
sollozando junto a la corriente.
La soñadora llevaba desde el amanecer buscando a la niña que no era su hija, pero
que había ocupado ese lugar en su corazón. Viéndola, la ansiedad de la mañana se
convirtió casi en ira, y luego en un miedo mucho más hondo. Se quedó quieta,
pensando que no la veían ni la oían. El perro no mostró señal alguna de haberla
reconocido, pero aun así, sin levantar la vista, Graine se inclinó hacia delante y volvió
la liebre para que mirase hacia ella desde la corriente.
—Quería honrarla —dijo—. Me ha enseñado lo que ha sido de mi madre en la
cueva de la antepasada.
Airmid podía correr tan rápido como cualquiera de los guerreros, cuando se lo
proponía. Sin preocuparse por su túnica, cruzó las piedras húmedas del río,
arrodillándose junto a la niña, sujetó los pequeños y temblorosos hombros. Una
cascada de pelo despeinado quedó entre sus dedos, esa parte de Graine que pertenecía
solo a la niña, y no tenía eco alguno ni en sus padres ni en sus abuelos, por ninguna
de las dos partes. Cuando nació era pálido como la paja de invierno, y durante un
tiempo pareció como si los sueños de toda una vida hubiesen estado equivocados,
pero el espeso cabello color sangre de buey creció a lo largo del primer año y
confirmó al fin los primeros inicios de esperanza.
Más tarde, cuando el bebé se convirtió en niña, su pequeñez se hizo evidente; las
finas líneas de sus rasgos no se parecían a nadie más que al hermano de su madre,
Bán, con quien Graine solo compartía una pequeña parte de sangre.
Solo los ojos de Graine eran indiscutiblemente como los de su padre: ese gris
cambiante que se desplazaba, según la movible climatología de su alma, desde la
densidad de las nubes tormentosas al casi azul del hierro recién forjado.
Externamente, la niña no tenía nada de su madre. Había que comprender y amar
profundamente las almas de ambas para ver el fuego que ardía en su interior, y la
distinta forma en que se había moldeado en la soñadora y la guerrera.
Ahora había poco fuego en el interior de Graine, que solo era una presa herida y
frágil. El tronco de abedul estaba echado a lo largo de la orilla, derramando plumosos
filamentos de corteza blanca en la tierra. Sentada a una cierta distancia, Airmid sacó
de su bolsa un puñado de avellanas con cáscara y unas manzanitas silvestres
marchitas que había recogido al amanecer, pensando en compartirlas con su no-hija.
Ahora le ofrecía una, mirando hacia el agua, más allá de la liebre.
—¿Puedes contarme lo que te ha enseñado la liebre? —preguntó.
En los bosques que había detrás, el viento del oeste jugaba con las hojas de otoño,
aflojándolas. Graine levantó la vista. Sus ojos grises no tenían edad.
—Cuando mi madre estaba luchando contra la traidora Cartimandua, tú rezaste a
Nemain pidiendo ayuda —dijo—. Y aun así, perdimos.
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«Me ha enseñado lo que ha sido de mi madre…» Airmid respiró honda y
lentamente, y aflojó los puños. Estaba con Graine cuando ambas tuvieron la visión de
Breaca. Llegó neblinosa a través del agua, pero a pesar de encontrarse a una distancia
tan grande, quedó bien claro que la guerrera se estaba muriendo. Airmid había rezado
y soñado constantemente durante los tres días transcurridos desde entonces, pero no
se le había mostrado nada más. Graine, a quien los dioses enviaban visiones más allá
de la imaginación de cualquier soñador de Mona, decidió no compartir lo que sabía, y
por el contrario, centró su mente en las batallas perdidas del verano.
No se podía hacer nada para apresurarla; aquella niña tocada por los dioses no
debía sufrir presiones.
—Los dioses saben más que nosotros cómo deben ir las cosas. Podemos rezar, y
debemos hacerlo. Pero no todo lo que pidamos se nos otorgará.
—No, o si no los romanos habrían embarcado y se habrían alejado navegando
hace ya mucho tiempo.
—Ciertamente. Pero siempre ha sido así, y debe continuar siendo así. Si todas las
plegarias fueran concedidas, nos volveríamos arrogantes y pediríamos demasiado.
Graine pensó un momento y luego dijo:
—¿Y eso sería malo?
Airmid le respondió:
—Podría serlo. Creo que llegaría un momento en que dejaríamos de honrar a los
dioses por lo que nos han concedido. Y entonces nos quedaríamos realmente sin
dioses.
—¿Como los hombres de las legiones?
—Algunos de ellos.
—Eso sería malo.
Se quedaron calladas un rato. Podía haber sido un día como cualquier otro.
Comieron tranquilamente hasta que las avellanas se acabaron. Airmid partió una
arrugada manzana entre sus manos y le ofreció la mitad. El olor era ácido, como la
hierba nueva, con una base dulce y almendrada. Graine la tomó sin verla. Su mirada
estaba fija en la de la liebre. Los ojos estaban abiertos y eran opacos, como agua
empolvada.
Graine dijo:
—Creo… quizá… ¿podría ser que Nemain no pudiera ayudarnos, por mucho que
le rezásemos? Igual que yo no he podido ayudar a la liebre, aunque quería hacerlo.
Y entonces quedó más claro el porqué de la piel tensada y la cabeza cortada.
Conteniendo un movimiento más grande, Airmid se inclinó hacia delante y apartó un
mechón de pelo que caía encima de la frente de Graine. Los dioses hablaban de
formas pequeñas, indefinibles. El entrenamiento de un soñador consistía en saber
cómo escuchar. Allí, en presencia de una niña que encarnaba su propio sueño, todo el
cuerpo de Airmid vibraba escuchándola. Una urraca voló por encima de ellas y
graznó una vez, estentórea en el silencio de la mañana. Más discretamente, una trucha
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chapoteó en la corriente y aterrizó de forma poco elegante, salpicando más de lo que
tenía que haber hecho. Una rana croó, y estaban en una época del año demasiado
tardía para las ranas.
De esas sutiles formas el dios advirtió a Airmid que debía escoger las palabras
con mucho cuidado. Veinte años de enseñanzas en Mona y un puñado de años antes
al servicio de la anciana abuela le habían ayudado a encontrar las palabras que debía
pronunciar.
Inclinándose hacia delante, la soñadora tomó las dos manos de la niña entre las
suyas.
—Puede que tengas razón. Es posible que los dioses no puedan hacer nada, pero
la liebre es el animal de Nemain, y si ha muerto, lo ha hecho para volver con ella. La
muerte no es mala, si llega en el momento adecuado, eso debes recordarlo. Y tú no
eres una diosa, sino otra de las criaturas de Nemain. No podrías haber evitado la
muerte de la liebre, igual que una alondra no puede evitar que tú te comas una
manzana. No está en tu mano.
—¿Quieres decir que la liebre murió porque quiso? Yo no creo que fuera así.
—No, tampoco creo eso. No he dicho eso. He dicho que quizá murió porque
había llegado su momento. No podemos saber por qué, pero quizá si Piedra, que es el
mejor de los cazadores, no la hubiese capturado y matado limpiamente, le habría
ocurrido algo mucho peor después; un águila podía haberla cogido y desgarrado para
alimentar a sus crías, o un cachorro de zorro que todavía no hubiese aprendido a
matar bien podía haberla dejado lisiada, y así habría muerto de hambre durante el
invierno. O quizá, sencillamente, era su hora de volver con Nemain, que es quien
decide esas cosas. Nosotros, que no somos dioses, no podemos saberlo.
—¿Pero Nemain sí que puede?
Airmid se tomó un tiempo para pensar. Las manos que sujetaba se habían puesto
frías, y luego demasiado calientes. Ella las volvió, examinó las uñas mordidas con su
habitual media luna de mugre. Los ojos grises la atrajeron de nuevo.
—No lo sé —dijo—. En realidad, no lo sé. Pero creo que tenemos que creerlo así,
o si no, no nos quedaría nada que creer. Quizá no sea cierto. Quizá la liebre murió
porque tú decidiste enviar el perro a por ella, y no hay nada más. ¿Preferirías creer
eso?
En el largo silencio que siguió, los pájaros se quedaron quietos en las ramas y la
rana croó sola.
—Si lo creo, ¿hará eso que sea verdad?
—No me parece que lo que nosotros creamos cambie nada, excepto a nosotros
mismos.
—No… En ese caso, preferiría creer que murió porque le había llegado la hora de
volver con Nemain. Pero eso significa… —Graine titubeó. Era una niña de seis años,
planteándose preguntas que habían atormentado a los sabios desde la época de los
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antepasados más antiguos. Tenía el ceño tan fruncido que la frente estaba aplanada
encima del hueso.
Airmid dijo, suavemente:
—Significa que Nemain ve una gran parte del cuadro, y nosotros solo vemos lo
que tenemos ante nuestros ojos. Significa que si tu padre Caradoc está en la Galia,
está por algún motivo que nosotros no conocemos.
—¿Y el hermano traidor? ¿Por qué está en Hibernia?
—Valerio. Era Bán, pero ahora se llama a sí mismo Valerio —Airmid acarició una
pequeña mejilla que podía haber sido fácilmente la del hombre—. No nos ayuda en
nada pensar mal de él. No sé por qué está allí. No puedo llegar hasta él ni verle. Se ha
cerrado en sí mismo ante el contacto de los dioses.
Airmid no le había contado todo aquello a nadie más; ciertamente, no a Breaca.
Graine tembló con el frío del amanecer, y no fue solo su piel la que repiqueteó con el
sonido de la voz del dios. Viendo que era posible mostrar la hondura de su
preocupación sin hacer daño, Airmid se inclinó hacia delante y apretó el cuerpecito
contra su pecho, calentándola y sujetándola muy cerca.
El temblor duró un poco todavía. Airmid dijo, mientras besaba el cabello
abundante y rebelde:
—Debemos aprender a tener paciencia las dos. La respuesta llegará bien clara con
el tiempo, aunque tengamos que esperar a la muerte para verla.
—¿La muerte hace que las cosas sean más claras?
—La muerte hace que todo sea más claro.
—Entonces el hombre que Sorcha lleva en el barco lo sabrá todo a mediodía.
La niña era excepcional, pero algunas cosas estaban incluso más allá de los
dioses. Bruscamente, Airmid le preguntó:
—¿Cómo sabes eso?
El pequeño rostro se volvió hacia arriba. Durante un momento Graine adoptó un
aire serio, con aquella mirada lejana que había aprendido de los soñadores. Luego
sonrió y volvió a ser una niña de nuevo, encantada por el éxito de su ardid.
—Estaba allí cuando me he ido de la cabaña de Sorcha con Piedra. Le he visto
cabalgar hasta la orilla del agua y hacer la señal. Cabalgaba de lado, sujetándose el
vientre, y cuando ha intentado desmontar se ha caído del caballo y éste se ha alejado
de él. Solo hacen eso cuando un hombre se está muriendo, Gwyddhien me lo dijo.
El vello en los brazos de Airmid se erizó, y se le secó la garganta. Algunos sueños
de las noches pasadas se hacían más claros de lo que a ella le habría gustado.
Despreocupadamente dijo:
—Si Gwyddhien lo dijo será verdad. ¿Ha ido Sorcha a ayudarle?
—No, todavía no. Se estaba levantando para alimentar al bebé cuando yo me he
ido. Ahora ya estará lista. Deberías ir. Trae noticias del este. La liebre me lo ha dicho.
—¿Y te ha dicho la liebre qué noticias traía?
Los ojos grises se abrieron mucho.
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—No. Me ha enseñado a su hermano, que está muerto. Mi madre se encontró con
él y le dio su mensaje. Estuvo enferma por la herida que vimos pero la serpiente-
soñadora la curó. Ahora se va y no volverá nunca. Los antepasados están con ella. No
pueden mantenerla a salvo mucho más que los dioses. Pero la vigilarán para que
nosotras lo sepamos si cae.
—Gracias —tanto de labios de una niña. Tanto contenido en lo que duraba una
mañana. Tanto que lamentar y temer y quizá planear.
Airmid no se esforzó por sonreír; con Graine, tal cosa sería un insulto. Se levantó,
sujetando la mano de la niña, y dijo:
—En ese caso, no podemos hacer otra cosa que saludar al mensajero. ¿Crees que
vivirá lo suficiente para transmitir su mensaje?
—Si nos damos prisa, sí.
—¿Puedes correr?
—Claro.
—Entonces vamos.
Corrieron juntas por el sendero pedregoso hacia la cabaña de Sorcha. Una rana
solitaria en la orilla del río croaba una canción de duelo de otoño.
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V
Metido en un hoyo, el fuego no producía humo, solo una neblina de aire quemado
que emborronaba las líneas rectas de los abedules que lo rodeaban, de modo que éstos
titubeaban como si estuviesen reflejados en el agua. Detrás, el cielo vespertino
nublado incorporaba las ondulaciones del océano, de modo que Breaca podía haber
estado de nuevo en la cueva, encerrada en los sueños febriles de la antepasada, pero
no era así.
Los sueños habrían sido más agradables que la realidad. Estaba sentada, envuelta
en su manto, con la espalda apoyada en una roca, y deseaba, sin esperanza alguna de
conseguirlo, el calor y la compañía de un perro. Los días anteriores a la invasión de
Roma, ningún cazador, guerrero, comerciante o herrero ambulante habría dormido
jamás a cielo abierto sin un perro que mantuviese alejado el frío de la noche.
Era un pequeño cambio en medio de todo el cataclismo de la ocupación, pero
servía como indicador de la vida que habían perdido, y una vez más era una pluma
que se añadía al platillo de la balanza de su decisión, por si alguna vez lo lamentaba:
por el calor que prometía un perro en una tarde de otoño, Breaca de Mona, antes de
los icenos, había abandonado a sus guerreros y la isla de Mona que había sido su
hogar y su seguridad durante casi veinte años. Había abandonado a sus hijos, para los
cuales nunca había sido una madre del todo, y a los guerreros, para los cuales había
sido la Boudica, portadora de victoria, y, al salir de la cueva de la antepasada con la
herida del brazo medio curada, dirigió a su yegua hacia el este, hacia las tierras de los
icenos, y ni una sola vez miró hacia atrás.
«Los dioses muestran los muchos futuros posibles… y corresponde a los vivos
poner de manifiesto cuanto se ofrece».
La antepasada-soñadora le había dicho aquello al irse, hablando desde el perro de
piedra, mientras Breaca eliminaba las últimas hierbas, en cumplimiento de su
promesa, y luego se ponía en pie sobre la piedra para montar su caballo.
Pensó en ello más tarde, cabalgando hacia el este por unos senderos apenas
hollados, concentrándose en los pequeños sacrificios para que los grandes no la
abrumaran. No era difícil encontrar cosas que llorar: la pérdida de Piedra, que era su
mejor perro de guerra y el último hijo que quedaba de Granizo; la pérdida del
semental castaño que tenía que haber cubierto a la yegua azul en primavera, y la
potranca de un año que era su hija y que superaría a sus padres; la pérdida de tantos
cuchillos de caza que yacían en el estante, detrás del lugar donde dormía, en la casa
grande; la pérdida de la antigua espada con la osa amamantando en el pomo, y que
había sido de su padre Eburovic y de su padre antes de él y de su madre antes de él,
pasando de año en año, a lo largo de la historia más distante de los icenos.
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Aquella espada tendría que haber ido a parar a Cunomar, en sus largas noches, y
quizá lo hiciese todavía; Ardaco sabía dónde se guardaba, y haría lo que fuera
necesario, pronunciando las palabras de la ofrenda como si fuese el padre de aquel
niño que se hacía hombre, y no simplemente su mentor. Cygfa no podría estar
presente en la ceremonia, ya que solo los hombres podían tomar parte en las largas
noches de los chicos, igual que solo las mujeres velaban por las chicas pero sí que
podría trenzarle el cabello después, junto con Airmid y Graine, cuando saliese para
unirse a…
Breaca se detuvo y maldijo su mente indisciplinada. Nunca se había considerado
débil, y no deseaba empezar a hacerle entonces.
Dominando su respiración, levantó la cabeza y miró más allá del fuego al lugar
por encima de las copas de los árboles donde el semicírculo de la luz de Nemain
iluminaba las siluetas de las ramas sin hojas. Cuando se asomó por encima del
campamento romano, la luna estaba en el último día del cuarto menguante,
demasiado vieja para mostrarse por la noche. Ahora estaba a mitad de camino de la
luna llena, y arrojaba sombras en el paisaje. Cinco días había perdido curándose en la
cueva, una vida entera cada uno de ellos.
La noche era menos quieta que antes. Un viento húmedo soplaba desde el sur,
extendiendo la neblina por encima del fuego, baja y plana. Los árboles oscuros
inclinaban sus copas hacia el norte y el cielo que había detrás brillaba con estrellas
tempranas. La yegua ruana se movió, olfateando la brisa, y luego se movió otra vez y
resopló suavemente por los ollares.
«¡Muévete!»
No era la antepasada quien hablaba, sino la parte más vieja de la mente de Breaca,
que estaba unida a la serpiente-lanza y a la vida. Se puso de pie, echó su manto sobre
el fuego y lo pasó por encima del hoyo de la hoguera para esconder su resplandor.
Llevaba en una mano sus piedras de honda y la honda en la otra, y ya estaba al abrigo
de los árboles, moviéndose silenciosamente sobre las hojas húmedas de lluvia y
escondiéndose entre los arbustos, que cedían hacia delante para dejarla pasar y se
cerraban luego tras ella después, negando que hubiese estado allí siquiera.
«Ve al sur; el viento viene del sur, y trae el aroma del hombre a la yegua».
Breaca describió con cautela un círculo hacia el sur, como una lechuza en vuelo,
cambiando la honda por el cuchillo, que mata mejor en distancias cortas. Su yegua se
quedó erguida, como si estuviese esculpida en granito, como algo que formaba parte
de la noche. El vapor que se elevaba del manto calentado por el fuego finalmente
traicionaría a los rastreadores el hecho de que ella había estado en aquel claro, pero
no les revelaría su nueva posición.
El enemigo estaba solo y bien escondido. Estaba echado debajo de un endrino
raquítico, y solo el borrón pálido de su cabello le permitía a Breaca distinguirlo. Por
tanto, no era romano; entre los invasores, solo los hombres de la caballería gala
tenían un cabello de ese color, y no tenían destreza para aquello. Podía ser un
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explorador coritano, un traidor de la tribu del este, los que eran vecinos de los icenos,
que eran partidarios de Roma, y cuyos mejores exploradores recibían una buena paga
en oro para cazar a sus propios compatriotas. Breaca había matado a dos de ellos en
días recientes, y no le habían parecido más hábiles que sus amos romanos, sino,
sencillamente, más cuidadosos en campo abierto.
Esperó y observó, y luego apretó la hoja de su cuchillo en la tierra y, con la mano
libre, buscó entre sus guijarros pintados de negro. Dos tenían unas líneas-serpiente
rojas en lo negro, pintados en Mona, donde la serpiente-soñadora era un recuerdo
seguro y distante. Breaca los conoció por el dolor agudo que causaban en su palma.
Sacó uno de su bolsa y lo colocó en el hueco de su honda. Esas dos piedras solas no
solo extraían la vida de sus enemigos, sino que extinguían también los fuegos del
alma. Era un destino adecuado para un traidor, y hasta los impíos coritanos habían
aprendido a temerlo.
Al final, cuando el vapor de su manto se convirtió en humo, el explorador se
levantó de su escondite y avanzó, echado sobre el vientre y silencioso como una
serpiente. Si la estrategia de su rastreo era fatalmente defectuosa, la calidad de sus
movimientos, en cambio, era exquisita. Una fluidez sinuosa que no alteraba ni las
hojas, ni las ramas pequeñas, y que le hacía avanzar hasta el lugar donde ella había
estado.
Donde había un rastreador que conocía su oficio, podía haber dos. Ese
conocimiento fue el que aplacó la mano de Breaca cuando el rastreador emergió más
allá del endrino y el guijarro negro y rojo podía haberle matado. La Boudica no
llevaba tantos inviernos cazando sola para que la sorprendiera un guerrero dispuesto a
sacrificarse para atraparla. Observó el lugar donde el explorador se había quedado
esperando.
—Es bueno, ¿verdad? Pero no tanto como tú y yo.
El murmullo formaba parte de la noche, un suspiro de la brisa. La voz era la de un
amigo, y la última que esperaba oír.
—¿Ardaco?
Se volvió despacio. El guerrero menudo y marchito le sonrió desde la base de un
abedul. Ardaco dirigía a las osas y era el mayor defensor de sus aptitudes. Luchaba
desnudo y a pie, embadurnado con la grasa de oso color gris teñida de glasto que le
daba su poder, y pintado con arcilla blanca para aterrorizar a sus enemigos. Ahora no
iba pintado ni apestaba a oso, sino que iba desnudo y solo llevaba un cinturón con un
cuchillo, y su cuerpo se confundía con la tierra que le rodeaba como haría una piedra
o un oso dormido. Breaca le veía porque él había dejado que le viese. Con toda
probabilidad había pasado junto a él al rastrear al rastreador, y no había notado ni el
más mínimo indicio de su presencia.
La sorpresa se convirtió brevemente en ira y luego en una ansiedad acuciante. Los
ancianos ya enviaron a Ardaco una vez a buscar a la Boudica y llevarla de vuelta a
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casa. No le hacía ninguna gracia tener que pelearse con él por el derecho a continuar
en el este.
Con un suspiro casi silencioso, ella le preguntó:
—¿Por qué estás aquí?
—He jurado proteger a tu hijo en tu ausencia. Las osas me lo pidieron y yo
consentí, de buen grado. Allá donde va él, voy yo. A quien él persigue, yo lo persigo,
aunque la presa sea su propia madre.
Ardaco hizo una señal hacia delante y lo que tendría que haber sido obvio se hizo
obvio: el explorador que seguía el rastro de la Boudica no era ningún traidor coritano,
sino Cunomar, su hijo mayor, digno hijo de su padre en muchas, muchas cosas…
pero no lo suficiente.
Cunomar había llegado al borde del claro y estaba abriéndose camino hacia
delante entre los abedules. Breaca notó el peso de la piedra pintada de rojo al dejar
caer su honda. Al comprender lo cerca que había estado de matarle se sentía aturdida
por el terror. La voz de la antepasada resonaba en su mente. «Si tuvieras tu victoria,
deberías perderlos…»
—Pero no así —habló en voz alta sin querer.
Ardaco meneó la cabeza.
—Estoy aquí para protegerle. No te habría dejado tirar.
—¿No? —Con los ojos ella midió la distancia que le separaba de Ardaco. Dos
largos de lanza entre ellos. Podían discutir hasta el fin de sus días si eso habría
bastado o no.
Ella dijo entonces:
—No lo comprendo. ¿Qué hace Cunomar aquí? ¿Y por qué me está siguiendo
cuando podía venir cabalgando tranquilamente y compartir mi fuego?
—¿Podría? Él cree que no. Tu hija cree que tú nos has abandonado, y por eso
ahora, por primera vez, tus hijos están unidos en su miedo y su pérdida. Quieren
llevarte de vuelta o unirse a ti en tu huida. Tu hijo creía que si iba cabalgando hasta tu
fuego, tú te irías antes de que él llegase. ¿Acaso no tenía razón?
Era tarde, y Breaca estaba cansada, y su mente no se había recuperado aún del
todo de aquella herida de lanza que se había infectado. Dijo:
—¿Cygfa cree que he abandonado Mona? ¿Y cómo lo sabe ella?
Ardaco se pasó la lengua por los bordes de sus blancos dientes. Siseó con
desaprobación o desesperación.
—Breaca, tienes dos hijas, y no es Cygfa la soñadora, sino Graine, tu hija de
sangre. Ella soñó que estabas herida, y sabe que las abuelas y las antepasadas
deseaban que viajases hacia el este, pero no por qué te enviaron lejos de nosotros. Ni
tampoco sabe si estás lo bastante bien para viajar.
Él alzó la mano y tocó los bordes rojos e hinchados de la herida en el brazo de
Boudica, que ya se curaba. Con un tono distinto, dijo:
—Ya te había dicho antes que no debías cazar sola. La lanza entró muy honda.
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—Pero no demasiado, y el que la arrojó está muerto. Él…
—¿Madre?
En algún momento de la conversación habían dejado de susurrar y, al oírles,
Cunomar había abandonado su acecho. Estaba de pie en el centro del claro, mirando
al lugar donde pensaba que podían estar. Como Ardaco, cazaba desnudo, y la luna
que acababa de salir ponía brillo en su pelo y en la piel blanca que había debajo. Era,
en muchos aspectos, la viva imagen de su padre, y sin embargo, resultaba claramente
defectuoso.
Breaca se esforzó por mirar el pequeño fragmento de Caradoc, que pesaba más
que el hecho candente de la piedra de honda pintada de rojo que sujetaba en la mano.
De pie, le sonrió como bienvenida:
—Estoy aquí. Si pudieras quitar mi manto del fuego antes de que se queme, igual
lo podría llevar otras noches.
Él la miró sin expresión alguna. A diferencia de Ardaco, llevaba tanto la arcilla
como la grasa de oso de las guerreras osas. Como para demostrar algo, se había
pintado en el rostro toda la parte de la calavera de oso que le estaba permitida a un
chico que aún no había pasado sus largas noches. Círculos blancos rodeaban sus ojos,
y unas líneas finas corrían a lo largo de sus pómulos, acabando en una flecha que
subía hasta la frente. Era un extraño, como lo había sido desde el momento en que
bajó del barco que le traía de la Galia. La antepasada se lo había dicho ya a Breaca, y
ella lo negó. Allí, en aquel momento, comprendió los muchos estratos de la verdad, y
el precio que ella había jurado pagar.
«Es mejor perderlos ahora, en Mona…»
Dijo, en tono muy bajo:
—¿Cunomar? Me has rastreado muy bien. ¿Quieres levantar el manto…?
Él la miró un momento más y luego lo hizo, rígidamente. Se alzó una humareda
blanca seguida por una ráfaga de llamas hambrientas de aire.
—Gracias. Hay leña en la piedra erguida que tienes detrás del pie izquierdo. Si
echas un poco de leña a las llamas, podemos sentarnos al calor, al menos, mientras
me cuentas cómo has conseguido seguirme hasta tan lejos. Los rastreadores coritanos
de Roma pagarían una buena cantidad de oro por saberlo.
Ella hablaba como lo haría con un niño, y su hijo lo notó. Se agachó junto al hoyo
de la hoguera y las llamas iluminaron las fantasmagóricas marcas de la calavera en su
rostro. El resentimiento y la desconfianza moldeaban las facciones que había debajo.
Su mirada vaciló y se posó en la honda que colgaba de la mano de ella, y se quedó
allí.
—¿Te ha impedido Ardaco que me mataras? —había mucho dolor en la corriente
que subyacía debajo de aquellas palabras.
«Tu hijo ansia tu amor. ¿Por qué no se lo das?» Para que hubiese amor, primero
debe haber verdad, y había pasado mucho tiempo desde que Breaca se la había dado a
Cunomar.
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Ella estaba a punto de perderle. Sabiéndolo, se sentó en una piedra y le habló por
primera vez como hubiese hablado con su padre.
—No, Ardaco no ha impedido que te matara, aunque lo habría intentado. La
verdad es que pensaba que eras un cebo, enviado por delante para hacerme salir.
Esperaba a ver quién iba detrás de ti.
—Y como yo no era un rastreador coritano pagado por Roma, el que esperaba
detrás era Ardaco, protector de los hijos de Boudica. Cuando mi padre luchó en la
Batalla de la Pata Lisiada, encargaron a Duborno que me cuidara. Ahora, él cuida de
Graine y Ardaco es quien debe vigilarme a mí. Debe de resultar muy tedioso para
ambos.
Breaca miró hacia el fuego, en busca de respuestas, y no encontró ninguna.
—Pregúntaselo a él —dijo—. Tendrás tiempo de sobras para discutirlo en el
camino de vuelta a Mona.
Una sombra se unió a ellos. Incluso a la luz del fuego, Ardaco conseguía ser solo
medio visto. Llevaba con él una piel de oso envuelta en un fardo. La dejó a sus pies y
dijo:
—Te he traído esto. No deberías volver para llevar la torques de tu pueblo sin
ella.
—¿Cómo sabes que voy a volver para llevar la torques?
Ardaco respondió:
—Uno de los tres mensajeros de Efnís llegó vivo a Mona. Murió en el estrecho,
antes de cruzar, pero Airmid oyó su mensaje y comprendió entonces el sueño que
Graine le había enseñado. Tú vas a volver para recuperar el gobierno de los icenos de
manos de Tago, si es que él te deja. Para pensar siquiera en algo semejante, debes
llevar la espada de tu padre y la tuya propia.
Desenvolvió el bulto a la luz del fuego y aparecieron dos espadas juntas en la
parte lisa del pellejo de oso: la osa amamantando en el pomo de la mayor se
superponía ligeramente con la serpiente-lanza que marcaba la más pequeña, de modo
que las dos se entrelazaban y formaban solo una. La espada de la osa de Eburovic
albergaba el alma de sus antepasados, remontándose a demasiadas generaciones para
contarlas. Su pérdida había sido una de sus muchas fuentes de dolor, pero Breaca
había llevado la espada con la serpiente-lanza en todas las batallas en las que había
luchado, y todavía no se atrevía a llorar su pérdida.
Por encima de la fogata, tomó la hoja de la serpiente-lanza y la levantó, notando
el ligero estremecimiento de muerte que siempre le provocaba. Después siguió una
paz profunda que ella no había echado de menos hasta su regreso.
—Gracias. Algunas cosas resultaba fácil dejarlas atrás, pero ésta no era una de
ellas.
—¿Y nosotros? —le preguntó Ardaco, tenso. A su manera, también se sentía
herido, como Cunomar. En tiempos fue su amanté, después de Airmid y antes de
Caradoc, y había creído que ella confiaba en él por encima de todo.
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—No, claro que no. ¿Cómo puedes pensar semejante cosa? Pero yo jamás te
pediría que te arriesgaras a colgar en una horca romana solo porque deseo tu
compañía para…
Una ramita crujió debajo de un pie mal colocado. Todos eran guerreros, hasta
Cunomar; antes de que el silencio roto se hubiese cerrado en torno a ellos ya estaban
de pie en la oscuridad, lejos de la fogata. El manto de Breaca yacía una vez más
encima del fuego, escondiendo el resplandor. La lana desprendió vapor y luego
humeó, más pronto de lo que había hecho antes. Tres cuchillos aparecieron a la luz de
la luna, oscuros.
La ramita chasqueó de nuevo, y luego por tercera vez, y resultó evidente que no la
habían roto por accidente, sino deliberadamente, como señal.
—¿Acaso tu familia es el enemigo, ahora? —la voz llegaba entre los árboles. No
procedía de la familia de la sangre, sino de la familia del corazón, divertida y segura
de la bienvenida. Cygfa conducía su caballo hacia delante, en el calvero, con el
cabello claro e iluminada por la noche.
—Tu soñadora se quedó sin su guerrera y tu hija sin su madre. Dije que te las
devolvería a las dos, o que te devolvería a ti a ellas. No pensaba cuando lo prometí
que resultaría tan duro seguirte la pista. Nunca te habría encontrado si Ardaco no
hubiese seguido tu rastro, y Cunomar antes que él. Realmente, deberías quitar tu
manto del fuego. Es demasiado bueno para dejar que se queme.
Cygfa era hija de Caradoc en todo. Su media sonrisa era la de él, y eliminaba la
acidez de las palabras y añadía a cambio algo distinto y más difícil de soportar. Por el
espacio de una docena de latidos la joven guerrera quedó de pie, sola, a la luz de la
luna, y Breaca tuvo tiempo para rezar a Briga y a Nemain porque no había sucedido
lo peor. Luego los abedules se estremecieron y Airmid y Graine se adelantaron y la
noche se detuvo, y habría sido mucho, mucho mejor no haber abandonado nunca la
cueva.
—Airmid…
No habían llegado solas. Una silueta borrosa al costado de Airmid, al soltarla,
saltó hacia delante. Un perro no comprende las complejidades de los antepasados y
sus visiones, pero Piedra, el último y mejor de los hijos del perro de guerra, Granizo,
notó el dolor en la voz de aquella a quien amaba más que nada, y supo que solo él
podría curarla.
Un perro, al menos, podía ser bienvenido sin arriesgarse a destruir la visión de la
antepasada. Con más dolor del que recordaba desde la captura de Caradoc, Breaca se
arrodilló y abrió los brazos. Piedra salvó las últimas zancadas en el calvero como si
estuviera persiguiendo a una presa y los miembros de su familia reunidos, tanto de
sangre como de espíritu, les contemplaron mientras Boudica hundía las manos en el
pelaje del perro de batalla y un manto de lana humeaba con un humo espeso junto a
ellos.
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Fue Graine quien quitó el manto de su madre del fuego. Era demasiado pequeña
para levantarlo del todo. La lana chamuscada arrastró por el suelo. El humo subió un
tanto atropelladamente desde un lugar junto a su hombro. El fuego, al recobrar el aire,
volvió a revivir y sus llamas anaranjadas iluminaron el rostro de la niña desde un
lado, dejando la otra mitad en la oscuridad. Repartidas así entre luz y sombra, se vio
que sus pequeñas facciones estaban muy tensas, para no llorar.
—Todas te hemos encontrado —dijo, por si no resultaba obvio—. Yo soñé con los
abedules, y Cygfa encontró tu rastro. Airmid sabía cuándo estabas cerca, y que
Cunomar ya estaba aquí.
Estaba de pie muy quieta, apenas a un largo de lanza de su madre, con los puños
infantiles apretados encima del pecho. La hija de Boudica nunca vertería lágrimas en
presencia de otras personas, pero la soñadora profética que había llorado por el dolor
de su madre, a un día a caballo de distancia, y luego había soñado con ella en el
bosque, bien podría hacerlo.
Las dos luchaban en el interior del alma de la niña, de modo que las lágrimas
temblaban en sus párpados, sin poder caer. Graine retrocedió un paso y se acercó a
Airmid, muy cerca de ella, y deslizó su manita en la de la soñadora, buscando su
consuelo.
Los pelos se erizaron en la nuca de Breaca. En algún lugar distante la antepasada
se reía.
«… mejor perderlos en Mona, donde se les ama…»
La verdad se le reveló desnuda, como un cuchillo. Aunque solo la comprendía a
medias, había resultado muy fácil seguir la lógica de la antepasada: era mucho mejor
que todos aquellos a los que amaba estuviesen al cuidado unos de otros allá en el
oeste que arriesgarlos en las tierras rotas del este, donde el coste de su fracaso podía
pagarse con niños encadenados en recintos para esclavos. Ver que la verdad se le
revelaba de una forma tan cruda, en Cunomar y luego en Graine, eliminaba todas las
dudas, de una forma apabullante.
Breaca se irguió, dispuesta a decirlo, y vio que Airmid estaba de pie en el lugar
que había ocupado Graine, y que después de todo, no era posible hablar. Se volvió a
sentar, lentamente.
Airmid estaba muy quieta. La soñadora era más alta de lo que sería jamás la niña;
los hilos de plata de la edad en su cabello brillaban a plena luz y la correa de
soñadora que llevaba en la frente brillaba como si hubieran cosido en ella las escamas
de un salmón vivo. Un hilo de huesos de rana plateados circundaba su cuello, como
única marca externa de su sueño. Sus ojos eran túneles oscuros a la luz del fuego.
Como si ambas estuvieran solas, dijo:
—Breaca, ¿qué fue lo que te enseñó la antepasada?
Ambas habían estado juntas desde la niñez, como dos mitades de una misma
alma. Ni siquiera Caradoc había conseguido separarlas. Breaca dijo:
—¿No lo sabes?
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—Es necesario que lo digas tú.
—Vi una tierra en ruinas, las casas redondas destruidas para quemar la madera,
los cercados desnudos de forraje, los animales muertos de hambre. Vi un cercado
repleto de niños esclavizados, llorando lágrimas de oro, y sus padres hambrientos
recogiéndolas como si fueran granos de maíz. Luego, como regalo de la antepasada,
vi una batalla en la ladera de una colina. El águila de Roma era aplastada y la
serpiente-lanza triunfaba. La antepasada dijo que si yo iba al este y podía alzar a los
guerreros e infundirles valor, si podía armarles, si podía encontrar a uno de ellos con
el valor y la visión suficiente para dirigirlos a la batalla, era posible hacer retroceder
la marea de Roma.
Y no dijo: «vi a Graine en el recinto de los esclavos». Aquella era una
información privada y seguiría siéndolo. Una visión no contada quizá pudiera ser
despojada de su poder.
En el calvero el aire se volvió más intenso, y la luz de la luna más clara. Nadie se
movía ni hablaba. Ninguna de las visiones era ambigua; no había lugar allí para
distintas interpretaciones, solo para decidir cómo se podía imponer una sobre la otra.
Piedra gimió y se apretó contra el costado de Breaca, apretando el hocico bajo su
mano. Graine vino a colocarse junto a él, apoyándose de forma similar, de modo que
el peso de perro y niña presionaba la herida de lanza a medio curar. Había en ello un
extraño consuelo, y Breaca prefirió no moverlos.
Cunomar fue el primero en desplazarse. No miró a su madre sino que colocó su
cuchillo en el cinturón y se agachó junto al fuego, alimentándolo con pequeñas
astillas de madera, de modo que produjese calor y luz sin humo.
Airmid también se acercó a las llamas. Le dijo a Breaca, despacio:
—De modo que has decidido cambiar el mundo tú sola. ¿No sabes que si te
enfrentas a Tago ahora mismo, morirás? El mensajero de Efnís lo dijo.
Breaca replicó:
—Efnís está equivocado. Olvida que Tago es un hombre gobernado en segundo
lugar por su orgullo, y en primer lugar, por sus ansias.
—¿Cómo? —Airmid se rio ásperamente—. ¿Te vas a entregar a él para alimentar
su deseo? —la burla de la antepasada nunca había resultado tan hiriente.
Cinco días en la cueva y tres días cabalgando habían dado a Breaca tiempo
suficiente para imaginar todos los enfrentamientos posibles con Airmid. Ni una sola
vez había imaginado algo tan público, ni tan poco planeado. Se puso de pie,
liberándose del perro y de la niña que presionaban contra ella. Siempre había sido
más fácil enfrentarse a Airmid de pie. Dijo:
—¿Y cómo si no me va a aceptar Roma como consorte suya?
—Si te aceptan a ti, entonces también aceptarán a tus hijos como si fueran suyos.
Así lo hacen en Roma. Los hijos de un hombre no tienen por qué ser de su semilla.
Deseando dejar bien claro lo obvio, Breaca dijo:
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—Pero no estarán a salvo, ni tú tampoco. Los niños, en la visión de la antepasada,
eran esclavos, y sus padres se morían de hambre. No había soñadores: todos estaban
muertos. No pienso pedirte eso, ni permitir que me lo pidas a mí. Los dioses me
dieron a elegir, y yo elegí.
—Y ahora aquellos de nosotros que no somos dioses tomamos nuestras propias
decisiones, que son distintas.
—No.
—No tienes poder para detenernos.
—Airmid, ¿quieres escucharme? Yo no te llevaré al este para que te crucifiquen,
ni ahora ni nunca.
Si antes les había sorprendido, ahora se quedaron conmocionados. La crucifixión
no era común en el oeste, como si Roma reservase esa última sanción para tiempos de
necesidad, más adelante. Los adultos sanos no hablaban de aquello, temiendo que
aquel tiempo se acercara más.
En los alrededores de la fogata, Cygfa y Ardaco hacían guardia contra el mal.
Blanca como el hueso y temblando, Airmid dijo:
—¿Crees que queremos enterarnos de que te ha pasado eso mismo a ti, sabiendo
que habías muerto sola?
Su voz no temblaba; era una soñadora, y estaba muy bien entrenada, pero el tono
fue cayendo y se hizo más intenso y finalmente, demasiado tarde, quedó bien claro
que, después de todo, no era la ira lo que consumía a Airmid, sino un dolor que iba
más allá de todo lo soportable, y dominado durante demasiado tiempo.
Una nube cubrió la luna. El calvero quedó a oscuras, apenas iluminado por el
ámbar neblinoso de la hoguera. Los que estaban en los márgenes se convirtieron en
menos que sombras. Airmid estaba de pie a dos pasos de distancia, lo bastante cerca
para tocarla. El calor de su piel era más intenso que las caricias distantes del fuego. El
olor a hierbas quemadas de su manto, mezclado con el toque de aire marino y sudor
de caballo y quietud, no conseguían cubrir del todo el aroma de Airmid, que nunca
había cambiado. Ella esperaba, sin moverse, y eran niñas de nuevo, haciendo el
primer aprendizaje del amor. Y eran adultas, conociendo el dolor inacabable de la
pérdida. Y estaban solas, rodeadas por amigos que no pensaban molestarlas. Lo único
que tenía que hacer Breaca era llegar hasta ella, cruzar el puente que las separaba, y
el mundo ya no sería como había sido cuando salió de la cueva y limpió bien la
piedra de la antepasada, como pago por una deuda.
En algún lugar un caballo relinchó, uno que no era la yegua de Breaca. El perro
Piedra, olvidado desde hacía rato, de repente se puso tieso, apretando contra su
mano. Breaca dijo:
—¿Duborno? —y supo que, en aquella noche llena de errores, al menos por una
vez había acertado.
Un hombre pelirrojo y esbelto apareció en el borde del calvero. En alguna esquina
de su mente ella ya le esperaba. Era la pieza final que completaba el diseño y hacía
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que estuviese entera su familia espiritual.
Igual que Cygfa y Cunomar, Duborno había sido prisionero de las legiones, y
estuvo dos años en Roma. A diferencia de los otros dos, sus cicatrices eran
corporales, tanto como mentales. Tenía rotos los dedos de una mano, y los tendones
de ambas muñecas muy debilitados porque los grilletes se los habían aplastado, de
modo que en lugar del escudo y la espada que ya no podía empuñar, ahora luchaba
con un cuchillo y una honda.
Alto, demacrado y melancólico, había entregado toda su vida, desde la niñez, a
los rigores y el entrenamiento de cantor, pero la guerra le había convertido también
en luchador, y desde hacía mucho tiempo se había convertido en guardián de los hijos
de Boudica. Era inconcebible que Graine hubiese viajado desde Mona sin su
conocimiento ni su acompañamiento.
Él se apartó del árbol en el cual se había apoyado y quedó claro que su presencia
no era ninguna sorpresa para los demás. Le habían encargado que vigilase los
caballos, y no los habría dejado sin una buena causa. Cygfa dijo:
—¿Son las legiones?
—¿Quién si no? Los rastreadores coritanos perdieron tu rastro ayer, y nunca
encontraron el de Breaca, pero Roma tiene una exploradora de los ordovicos y ella es
totalmente distinta.
Cygfa era de los ordovicos. Su madre los había gobernado antes de ser tomada
prisionera por Roma, también. Demudada, dijo:
—Ningún guerrero de los ordovicos tomaría monedas de Roma. Ningún oro
puede comprarlos.
—No. Y ellos lo saben. No le han ofrecido oro, sino que han hecho cautivos a sus
hijos y amenazan con matarlos uno cada luna vieja si no encuentra a la Boudica para
ellos. Uno ha muerto ya. Quedan vivos dos. Ella no quiere verlos colgados.
Siempre los niños. Uno podría preguntarle a los dioses por qué permiten que
ocurran tales cosas, pero perdería el tiempo y no obtendría más respuestas de las que
ya tenía. Breaca dijo:
—¿Has hablado con ella?
—No. He escuchado en su campamento al amanecer, esta mañana. Hablaba en
voz alta con los exploradores coritanos. Supongo que sabía que yo estaba allí.
Ardaco dijo:
—¿A cuántos romanos trae?
—Cuatro centurias del Vigésimo más dieciocho cazadores coritanos y —hizo una
reverencia a Cygfa— una guerrera de los ordovicos que vale por veinte de ellos.
—¿A qué distancia…? —empezó a preguntar Breaca, y luego, notando una
oleada de bilis y el ardor de la batalla—: Están aquí.
Un viento bajo soplaba suavemente por el valle, pero allí no había valles, y las
legiones nunca habían comprendido que un disfraz que funcionaba bien en un lugar
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no tenía necesariamente por qué funcionar en otro. Ese sonido, oído en los bosques,
era solo el cuerno que llamaba de una centuria romana a otra.
Había mucho alivio en la batalla. En aquel momento congelado, Airmid casi
había quedado olvidada. Breaca buscó a su perro de guerra y encontró a Piedra
dispuesto a su lado. El pelaje estaba erecto en su lomo y su cuerpo temblaba con la
necesidad de lucha. La espada yacía en el suelo donde Ardaco la había dejado. Fue a
cogerla y encontró que Airmid ya la había levantado, y que la sujetaba con el pomo
hacia delante.
Airmid dijo:
—Vienen a por ti, por ti sola, con tres centurias de hombres. Si quieres morir
limpiamente, ésta puede ser la noche. Si deseas que tus hijos vivan, no lucharás, sino
que los conducirás a un lugar seguro. No puedes hacer las dos cosas.
Breaca meneó la cabeza.
—No puedo llevaros al oeste. Estarán vigilando todas las rutas que conducen a
Mona.
—Por supuesto. Por lo tanto, debes llevarnos al este, al menos por ahora. —
Airmid sonrió irónicamente—. Yo no pedí esto, ni hice que ocurriese, lo juro.
—Lo sé. No pienso perderte así —toda su vida Breaca se había entrenado para
pensar con claridad en las crisis bélicas, mientras otros no eran capaces de hacerlo.
Era su don, y ella lo cultivaba con esmero, incluso en aquel momento en que las
certezas de la claridad de la antepasada se desmoronaban y no podían completarse.
Dijo a Duborno—: ¿Tus caballos están lejos?
—Podemos alcanzarlos a tiempo.
—Bien. Yo tengo la montura del mensajero. Eso les distraerá. Y si le ponemos mi
manto, que está marcado con la serpiente-lanza, quizá la mujer de los ordovicos
pueda probar que realmente les ha conducido a la Boudica. ¿Ardaco?
El pequeño guerrero ya estaba corriendo.
—Yo lo traeré, y también el poni de Graine. Dale mi caballo a Graine. Es mejor
que el suyo.
Se iba solo, de modo que si hubiese muerto, ellos no habrían sabido nunca cómo
o dónde. Breaca dijo:
—Cygfa. Ve con él. Lucha como las osas.
Las osas abjuraban del honor de los guerreros, atacando desde atrás, si era
necesario…, y matando a aquellos de los suyos que quedaban demasiado malheridos
para correr, en lugar de dejar que los capturasen vivos las legiones. Era mejor así.
Cygfa ya corría también. Sonrió fugazmente.
—Gracias. Procuraré que viva hasta mañana. Haz tú lo mismo con los demás.
Cygfa desapareció y los que quedaron se reunieron junto a las monturas: tres
adultos, una criatura y Cunomar, que no era ninguna de las dos cosas, y que deseaba
más que nada luchar como osa. Sus caballos estaban acostumbrados a la batalla, y
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todos menos Graine podían montarlos en movimiento. Por encima del estrépito de los
cascos, la voz de Cygfa llegó hasta ellos entre los árboles:
—¿Dónde nos reunimos?
Una parte de ella ya había planeado todo aquello. Breaca dijo:
—En el lugar donde la tierra de los cornovios se encuentra con la tierra de los
coritanos, en el cruce de los cuatro ríos. Ardaco lo conoce. Reza para que viva y te lo
pueda enseñar.
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VI
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vio lo que estaba ocurriendo y azuzó a su yegua para que se colocase junto al caballo
desbocado.
En pleno galope, saltando sobre troncos, ramas y zanjas, la Boudica soltó sus
riendas y, tendiendo las manos, levantó a Graine de la silla a peso, soltó los deditos
agarrotados sobre la crin con fuerza mortal y envolvió a su hija en la relativa
seguridad de su propia montura, que volaba enloquecida por la batalla. Todo aquello
tenía el aroma de las pesadillas y de los mitos, y Graine había pasado el resto de la
cabalgada demasiado asustada y asombrada y aterrorizada para pensar cómo
convertir todo aquello en una canción.
La huida continuó a lo largo de la noche, y el día y la noche siguientes, más lenta
durante el día, para evitar ser detectados y más rápida por la noche. Cerca del
amanecer del segundo día llegaron a la confluencia de cuatro ríos y se desplazaron un
poco para esperar a Ardaco, dejando unas señales que indicaran hacia dónde se
habían dirigido.
Breaca les había conducido hacia un valle boscoso donde uno de los ríos se
introducía muy hondo en la tierra y los robles se apiñaban muy espesos junto con los
olmos. El invierno no había llegado allí todavía como había ocurrido en Mona. Unas
hojas enmarañadas colgaban todavía de las ramas; cobre frío y resplandeciente
superpuesto al color herrumbre de los robles a la luz temprana.
El bosque no estaba acostumbrado a la intrusión humana. Los cuervos se
espantaron y volaron sobre las copas de los árboles, mientras los jinetes entraban y
acampaban. Volvieron a alzarse de nuevo, escandalosos, poco después de que los
caballos estuviesen ya instalados y hubiesen encendido un pequeño fuego. Breaca,
Duborno y Cunomar se pusieron en pie y se tranquilizaron enseguida cuando oyeron
el chillido de un armiño que era la señal de Ardaco. Él y Cygfa aparecieron
momentos después, corriendo sobre las rocas y los árboles caídos, exaltados por la
batalla, manchados de barro y suciedad y salpicados por sangre enemiga. No traían
con ellos ni el poni de Graine ni el caballo castrado de batalla de Cygfa. Nunca había
existido la menor posibilidad de que lo hicieran; las osas siempre luchaban a pie, y
podían sobrepasar a cualquier caballo en una carrera de un día. El poni se usó como
señuelo, y al salvar a la hija de la Boudica, Ardaco había salvado también su propia
montura. Graine intentó no odiarlo por aquello.
Los guerreros que volvían relataron brevemente su historia y luego se echaron a
dormir a cubierto de unas ramas de haya y hierbas de fin de año. Graine no estaba
acostumbrada a dormir de día. Había permanecido echada con la cabeza en el flanco
de Piedra, envuelta en su propio manto, con el de repuesto de Breaca echado por
encima. Un olmo yerto, derribado hace tiempo por el rayo se encontraba al oeste, y
sus ramas sin hojas destacaban, negras, contra el cielo que iba palideciendo. El hueco
que dejaba proporcionaba luz y una visión del horizonte occidental y, como lo estaba
esperando, al final la niña vio la primera columnilla de humo negro y luego las
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grandes humaredas que siguieron, cuando el enemigo quemó los cuerpos de aquellos
romanos y de tres traidores coritanos asesinados por Ardaco y Cygfa.
—¿Graine?
Pensaba que era la única despierta. Sobresaltada, levantó la cabeza. Su madre
estaba sentada junto al último resplandor del fuego, con el manto encima de los
hombros, la cabeza apoyada en un antiguo tocón de roble lleno de hongos. Estaba
claro que se acababa de despertar. El cabello le llegaba por los hombros, trenzado
solo en parte. Por primera vez desde el verano (por primera vez en ningún invierno
que hubiese conocido Graine) la Boudica había dejado a un lado la única pluma de
cuervo teñida de negro del cazador justiciero, y se había hecho de nuevo las múltiples
trenzas de la guerrera.
Viéndose bajo el escrutinio de la mirada de su hija, Breaca sonrió, no como habría
hecho Airmid, pero sí con bastante calidez.
—¿Tienes frío?
—No —hablaban muy bajo, apenas un murmullo del viento, para no despertar a
los demás—. Piedra me mantiene caliente —casi era verdad.
—¿Pero no puedes dormir?
—Es la hora de levantarse. No puedo dormir ahora.
Hubo una pausa corta, de indecisión. Si hubiese sido Airmid la que se hubiese
despertado, Graine habría ido junto a ella, se habría enroscado a su lado y le habría
hablado de la columna de humo y de los cuerpos que ardían y de sus temores por las
almas errantes de los muertos. Airmid, a su vez, habría cantado al enemigo para que
descansara, si Graine se lo hubiese pedido, y luego habría cantado un poco más para
que aquella niña de seis años pudiera dormir y soñar de día.
Breaca no era Airmid, pero tampoco era ya la Boudica, que traía la victoria a sus
guerreros, y sin embargo seguía siendo una extraña para su hija. En el curso de la
huida de dos días, Graine había visto más de cerca a su madre que en ninguna otra
etapa de su vida. Hasta aquel momento, junto al fuego, no había sabido cómo deseaba
aquello, ni lo atentamente que había ido observando los cambios que ocurrían.
En la mañana tranquila y humeante, Graine vio a su madre con claridad por vez
primera: una mujer con demasiadas preocupaciones para poder dormir como es
debido, sentada junto a un fuego, medio envuelta en un manto, con el pelo
desgreñado cayendo en guedejas en sus hombros, y los brazos desnudos al aire frío,
de modo que las antiguas cicatrices, igual que las nuevas, trazaban su escritura en su
piel. Sus ojos eran de un gris verdoso con vetas de cobre, henchidos ahora de una
turbulencia que Graine nunca había visto en Airmid.
Como no sabía qué decir, Graine no dijo nada. Frunciendo el entrecejo, Breaca se
inclinó hacia delante y sacó un resto carbonizado del fuego. Se lo tendió y dijo:
—Queda un trozo de carne de liebre. Si comes, ¿te ayudaría a dormir un poco?
Era la sonrisa la que marcaba la diferencia, más que las palabras. Graine nunca
había visto a su madre mostrar timidez antes, ni tampoco se consideraba a sí misma
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una posible causa de timidez. Con una extraña y vertiginosa sensación en el
estómago, se apartó de Piedra y se deslizó hacia el cobijo del brazo extendido de su
madre. En su curva, en la seguridad de su abrazo, que la sujetó con fuerza durante dos
días de dura cabalgada, se sentía a salvo, y se daba cuenta del enorme miedo que
había pasado. Enterró la cara en la túnica que olía a caballo y a grasa de oveja y a
cuero, y se apretó contra ella con tanta fuerza como cuando la sacaron por primera
vez involuntariamente del útero.
Un poco después, cuando el olor a carne quemada surgió del fuego, madre e hija
se separaron un poco y sacaron la pata de liebre de las brasas y la compartieron entre
las dos y con Piedra, que se metió entre las dos y se echó a sus pies.
Pensativamente, Breaca dijo:
—Le afeitaré el pelo esta mañana, antes de que continuemos.
—¿Qué pelo? —Graine se apoyaba en su madre con los ojos cerrados, sin querer
abrirlos.
—El de Piedra. Es un perro demasiado bueno para que lo vean así en el este. Los
romanos hacen esclavos a los perros, igual que a las personas, pero no tienen vista
para apreciar lo que hay debajo de la superficie. Si le corto el pelo de modo que
parezca que tiene la sarna, no lo mirarán más a fondo, y estará a salvo.
La mañana, que ya era fresca, de repente se volvió más fría. Graine se abrazó las
rodillas apretadas contra el pecho. Miró hacia el fuego y deseó que las abuelas le
hablasen en la oscuridad. En Mona lo habrían hecho así, y al menos ella habría
comprendido algo de lo que estaba ocurriendo.
—¿Aún piensas ir al este a reclamar la torques de tu pueblo? —preguntó.
—Nuestro pueblo. Es el tuyo tanto como el mío. Sí. Y para sublevar a los
guerreros y llevarlos a la batalla. La antepasada lo dejó muy claro. Yo no podría
volver a Mona con honor.
Había demasiadas cosas que dependían de un equilibrio extraordinariamente
delicado, y Graine no veía la forma de desplazarse en la dirección deseada. Había
notado la presión cortante en el calvero, cuando Airmid se enfrentó a su madre, y los
mundos quedaron abiertos y todas las posibilidades eran idénticas. Pero había una
cosa que no se había dicho, y que debería haberse dicho. Estaba en su poder hacerlo
ahora.
Lo ensayó un par de veces mentalmente y luego, cuando vio que las abuelas no la
reprendían, dijo:
—¿Sabías que Gwyddhien ha muerto?
Gwyddhien era la amante de Airmid desde que Graine nació. Había dirigido a los
guerreros de los siluros, y en ausencia de Boudica, los de Mona. La habían matado
dirigiendo una batalla al final de la temporada contra los brigantes de Cartimandua,
que luchaba por Roma. Después, el dolor de Airmid se convirtió en algo privado, de
lo que no se hablaba. Las prisas a la hora de dejar Mona y encontrar a la Boudica
poco después habían sido para ella una buena forma de entretenerse con la acción.
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No se dijo qué pensaba o sentía la Boudica. Tranquilamente, sin moverse, afirmó:
—Sí. Cygfa me lo contó.
Cygfa. No Airmid. Cosa que significaba que su dolor era demasiado reciente para
que pudiese hablar de ello, o, más probablemente, que no quiso usar un martillo tan
obvio para aplastar la intransigencia de Breaca.
Graine no tenía tales escrúpulos. Dijo:
—Airmid no volverá a Mona, no ahora. Sin Gwyddhien para retenerla, es libre de
seguirte —y no dijo: «te habría seguido de todos modos», porque no estaba segura de
ello, solo lo deseaba.
—Ya lo sé —Breaca atizó el fuego con el pie, moviendo los palitos para que diese
calor sin humear—. Hablamos de ello la noche pasada. Airmid no volverá a Mona, y
yo no tengo poder para obligarla. Cygfa hará aquello que su mente le dicte, y me
seguirá al este lo quiera yo o no, igual que Duborno; los dos me lo han dicho. A
Cunomar podría darle órdenes, pero sería más probable que se le metiese en la cabeza
atacar a las legiones solo para probar su valía. Tú eres la única a la que puedo mandar
de vuelta. Puedo ordenarle a Ardaco que te lleve de vuelta a Mona y él lo haría, y se
quedaría para protegerte, por mucho que me odiase por ello.
Había un tono extraño en la voz de su madre. Atrapada entre el miedo de irse y el
terror de seguir, Graine la miró. La comprensión la había dejado muda. Finalmente
dijo:
—Pero tú no quieres mandarme de vuelta.
Breaca sonrió torcidamente.
—Quiero mandarte de vuelta, lo deseo muchísimo, pero no tengo derecho. Tú
estás ligada a Airmid como lo están madre e hija. Allá donde ella va, vas tú. No tengo
derecho a separaros.
El hueco que había en el estómago de Graine se convirtió en un vacío. Tragando
saliva, dijo:
—¿Te ha dicho eso Airmid?
—No. La antepasada lo intentó, y yo no la creí. Luego, la otra noche, al huir de
las legiones, supe que era cierto. Cuando tú estuviste a punto de caer del caballo de
Ardaco y romperte el cuello, fue Airmid quien vio lo que estaba ocurriendo. Su
caballo no era lo bastante rápido para atraparte, porque en caso contrario habrías
cabalgado estos últimos dos días con ella y no conmigo.
Los silencios eran significativos, así como la incertidumbre que palpitaba en los
ojos de su madre. Graine encontró sus manos envueltas y apretadas bajo el pelaje de
Piedra, como habían estado en la crin del caballo de Ardaco. Ahora su miedo era
distinto, y muy poco por ella misma. Soltó una mano y, buscando, encontró la de su
madre, que estaba fría, y la apretó.
No hubo palabras que volvieran a colocar el mundo en su sitio, o al menos no
supieron hallar ninguna. Al final Graine se encontró abrazada más estrechamente aún
en los brazos de su madre, y notó los labios de su progenitora que le besaban la
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cabeza, y oyó su propio nombre pronunciado una y otra vez, como una letanía,
demasiado bajo casi para ser oído. Un aliento cálido se filtraba a través de su cabello,
y las palabras resonaban en su cráneo de modo que llegaban a sus oídos desde dentro.
Al final, cuando ya tenía el pelo de la coronilla caliente y húmedo, oyó una sola
frase con sentido:
—Niña de mi corazón, te quiero; mientras yo viva, no dejaré que Roma te mate,
te lo juro.
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VII
Había nieve en las tierras de los icenos, y una pesadez en el aire que olía a sueños
viejos y nada claros.
El tenue manto de blancura no cubría las costillas hambrientas de la tierra. Cuanto
más se adentraba el grupo de Breaca en el territorio ocupado, más descuidados
estaban los setos, más obstruidas las zanjas, y los bordes de los campos eran una
cosecha de malas hierbas. Los cercados estaban cubiertos de barro pisoteado y
resbaladizo, y sin embargo vacíos; demasiadas ovejas y ganado habían apurado en
exceso aquellos pastos, y luego habían muerto.
Se parecía demasiado a la tierra de la visión de la antepasada. Cuando Breaca lo
dijo así, Duborno exclamó, secamente:
—La gente paga sus impuestos con la carne de sus animales, y en grano. La tierra
debe dar el doble ahora: una parte para los que la cultivan y otra parte para los que
reclaman su propiedad.
Ardaco dijo:
—¿Y el resto de la vida? ¿Dónde están los pájaros? ¿Y los zorros? ¿Y las liebres?
¿También se han pagado como impuestos?
—Algunos. Roma acepta pellejos de zorro y carne de liebre cuando no hay buey.
En cuanto a los demás, ¿tú te quedarías en un lugar donde la propia tierra se ha
esclavizado a las legiones? Se han ido, y volverán cuando los dioses hayan restituido
el equilibrio a los mundos.
Saber aquello no facilitaba precisamente el viaje cada día. Breaca les dirigía,
desgarrada entre la apremiante urgencia de la orden de la antepasada y las
necesidades de su juramento reciente, hecho sobre la cabecita de su hija, de mantener
sana y salva a Graine, y a tantos de los que viajaban con ella como fuese posible.
Ella cabalgaba como había hecho desde que se retiraron del claro, con Graine
sujeta en su silla, delante de ella. Externamente, todo era igual. Por dentro, la
cualidad de su preocupación era distinta, y los que cabalgaban con ella se habían
dado cuenta. Aquella parte de ella que permanecía ligada a la antepasada-soñadora
despreciaba la pérdida de su decisión y predecía una muerte del peor tipo imaginable
para los que viajaban con ella.
El resto de Breaca (la mayor parte) bebía en la esencia de su hija como alguien
que se muere de sed bebe agua fría. «¿Te maravilla que los hijos de tu sangre sean
fieles a otros?» Ella había olvidado, si es que alguna vez lo había sabido, lo que era
perderse en el amor de un niño. Avanzaba cada paso con igual cantidad de esperanza
y terror equilibrando ambos lados de su corazón.
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Como deferencia a las leyes romanas que prohibían a los guerreros empuñar
cualquier tipo de arma que fuese mayor que un cuchillo de desollar, Breaca y su
partida entraron desarmados en el territorio ocupado. Sus espadas y todo cuanto les
señalaba como guerreros quedó en una tumba en forma de montículo de los
antepasados adonde Airmid les había conducido la noche después de que Ardaco y
Cygfa se uniesen al grupo.
El túmulo era bajo, escondido entre los matorrales y delgadas capas de neblina
del río. A medida que se aproximaban desde el oeste, al anochecer, la luna que salía
arrojaba sombras a lo largo del túmulo, dándole un aspecto mucho mayor y menos
acogedor de lo que habría debido ser.
Allí la sensación no era de seguridad. Al irse acercando, el vello se erizó en los
brazos de Breaca y respiró fuerte, expulsando vapor en el aire congelado. Piedra
caminaba muy tieso a un lado, y Ardaco, maldiciendo entre dientes, sujetaba su
caballo al otro. Ante ellos se encontraba solo la luz de la luna y las sombras, y un
montón de rocas y césped elevado en torno a los huesos de los muertos. Estaban
acostumbrados a tales cosas, y no tendrían que haber sentido de forma tan aguda el
terror de aquella ira antigua.
Solo Airmid parecía impávida. Se acercó montada en su caballo a la entrada del
túmulo y bajó al suelo. La luna proyectó su silueta en las rocas y el césped. Ella se
arrodilló un rato junto a las piedras guardianas, recorriendo unas líneas ocultas en su
superficie. Desde donde esperaba, Breaca podía oír la cadencia de un semidiálogo
murmurado, como el que ella pudo mantener con la antepasada en la cueva.
—Éste es el lugar.
Airmid se apartó del montículo. La presión de las piedras había suavizado sus
rasgos, emborronándolos como si se acabara de despertar de algún sueño. Dijo:
—Efnís ha estado aquí, y algún otro de las tribus, pero no en los últimos tres
años, y nadie de Roma. Los fantasmas de los antiguos han preservado este lugar
contra todo el mundo, excepto los soñadores más fuertes. Si existe algún lugar mejor
para mantener tus armas a salvo de Roma, no lo conozco.
Hablaba a un grupo de guerreros silenciosos y una niña. Ardaco tosió y azuzó a
su caballo hacia delante. Éste desconfiaba de la luz plateada y rezongó, moviéndose
de lado, sin querer enfrentarse a la oscuridad.
Ardaco no era un hombre débil. A lo largo de veinte años había matado a más
romanos él solo, al servicio de la osa, que ningún otro guerrero vivo. Breaca confiaba
en él en la batalla como en pocos. No fue la cobardía, pues, lo que le movió cuando
dijo:
—Este lugar es de Nemain, tanto como de los antiguos. La diosa no es del mismo
sello que la osa y no querría ofenderla tampoco. Sería mejor que mi espada quedase
enterrada en algún lugar lejos de aquí, ya la encontraré yo.
Airmid sonrió. Su piel se veía de un blanco de hueso a la luz de la luna, y bastante
hermosa. Su voz procedía de otro mundo.
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—La osa es tan bienvenida como cualquier otro, o tan poco bienvenida. Es el
peligro de este lugar precisamente el que protegerá lo que dejes aquí.
Cygfa tampoco tenía miedo de la muerte. Dijo:
—No quiero enfurecer a los fantasmas de nuestro pasado igual que Ardaco. Si les
molesta nuestra presencia, podemos darte a ti las espadas y que seas tú quien las
esconda.
Airmid meneó la cabeza.
—No. Si yo muero, se perderían para siempre. Debéis venir y colocar vuestras
armas donde mejor pueden hallarse. Si es necesario, cualquiera de vosotros podrá
retirarlas luego cuando empiece la guerra.
«Cuando empiece la guerra…» Esa parte de la visión de la antepasada parecía
segura. Sentada a caballo en la fría noche, Breaca contempló a los icenos arrojarse
hacia delante para aplastar a las legiones de Roma. Un águila de la legión quedaba
manchada de sangre y la serpiente-lanza prevalecía sobre ella…
—¿Breaca? —Airmid le había puesto una mano en el brazo, y Graine se había
vuelto de lado sobre la cruz del caballo y le miraba a la cara—. ¿Puedes bajar?
Necesitamos tu espada y la de tu padre. Ésas deben ir las primeras. Cunomar puede ir
también contigo para que vea dónde están colocadas. Es posible que necesite
retirarlas él algún día. Los demás pueden seguir en el orden que deseen.
—¿Quieres que vaya yo primero? —ir sin caballo y desarmada a la batalla habría
sido más fácil.
Airmid levantó una ceja. Su sonrisa hizo eco con la de la anciana abuela.
—No. Los antiguos han pedido que sea tu hija, por lo cual todos deberíamos dar
las gracias.
Breaca podía olvidar que su hija era una soñadora, pero los dioses no le dejaban.
Mientras los guerreros sujetaban a los caballos y retiraban sus espadas, Nemain fue
avanzando por el cielo, mostrando el camino hacia delante. Una suave luz abrió lo
que antes fue oscuridad, y, tal y como se le había pedido, Graine dirigió el camino. La
luna convertía su piel en leche y su cabello en fuego oscuro. No era capaz de
conducir un caballo al galope hacia la seguridad, pero entraba por la boca de la tumba
de los antepasados como si estuviera en su propia casa. Breaca le seguía a una lanza
por detrás, asombrada ante el valor de su hija.
La entrada era pequeña, de modo que todos tuvieron que entrar a gatas, hasta
Graine. Dentro era lo bastante alto para permitir que Breaca solo tuviese que inclinar
la cabeza y los hombros, y Ardaco casi podía permanecer de pie. En torno a ellos, la
roca tallada a mano se cerraba a ambos lados, mucho más estrechamente que en los
altos muros de la cueva de la antepasada. Excepto al comienzo, la roca estaba seca, y
las marcas grabadas en líneas a la altura del hombro tenían los bordes muy agudos,
como si las acabasen de tallar. El olor era a polvo antiguo, a huesos y a hierba seca y
desmenuzada, y cosquilleaba la nariz de modo que los guerreros estornudaron, uno
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tras otro. Graine y Airmid, que no estornudaron, dirigían el camino hacia delante,
hablando a unos oídos muertos desde hacía mucho tiempo.
Demasiado pronto, Airmid dijo:
—Aquí. Se abre una cámara. Habrá espacio para todos nosotros. Vamos a entrar
poco a poco.
No podían haberlo hecho de otro modo. Las antorchas que sujetaban las
soñadoras estaban hechas de hierba y resina de pino y grasa de oveja, y el humo que
producían había llenado el pequeño pasillo. En la cámara del túmulo, arrojaban una
luz desigual y ponían un color ámbar en los rostros pálidos. Cinco adultos y Cunomar
formaron dos círculos en torno a Graine, mirando hacia dentro. Los muertos yacían
en forma de polvo en unos huecos de las paredes. Sus voces lanzaban advertencias de
muerte y el destino de las almas perdidas.
Agudamente, Airmid dijo:
—Os traigo a la hija de Nemain; ¿no la veis? —los susurros adquirieron una nota
distinta y luego se detuvieron.
Graine estaba muy quieta. La llama de la antorcha de resina y sebo se agitaba en
su mano. Una luz ondulante aleteaba encima de su cabello como si unas manos
fantasmagóricas lo acariciasen. El ruido y la palpable amenaza disminuyeron
entonces. Breaca respiró con los pulmones tensos y anheló los sencillos peligros de la
batalla. Oyó decir a su hija:
—Nuestros guerreros dejarán sus armas a vuestro cuidado, hasta que las
volvamos a necesitar para arrojar a los hombres del águila de esta tierra.
Graine hablaba con claridad, con tonos adultos. La luz de la antorcha que portaba
en la mano aleteó una vez más y luego se estabilizó. Manchas de sombras se
reflejaban en las paredes.
Airmid dijo:
—Breaca, la espada de Eburovic debe ser la primera que escondamos. Enséñasela
ahora a la oscuridad.
Breaca sacó la espada de su padre del envoltorio de piel de oso. Apareció en su
mano, brillante como un pez, a la luz de las antorchas. Los dibujos ondulados del
metal tenían siete generaciones de antigüedad, y todavía se apreciaba con claridad la
muesca de la hoja producida cuando su abuelo luchó contra el campeón de los
coritanos, de cabello blanco, por una disputa de fronteras. Eran más recientes los
verdugones que surcaban el metal y que se habían producido cuando su padre luchó
contra los hombres de Amminio en la batalla en la que murió. Breaca había tomado la
espada de su mano muerta y desde entonces la había afinado bien, pero nunca había
raspado aquellas muescas.
Su padre le había hablado junto al río, en la cueva de la antepasada, pero ella no
le había visto allí. Aquí, con su espada y su sangre en la mano, se hizo real para ella,
de una forma en que los fantasmas de la tumba nunca podrían ser.
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«¿Breaca?» Su voz tenía más cuerpo que en la cueva. «Dale mi espada a las
piedras del pasado».
Él no estaba solo. Sus antepasados se encontraban tras él: abuelos y abuelas,
guerreros y herreros, cazadores y talabarteros, todos aquellos que alguna vez habían
empuñado y usado la espada con honor, se fueron congregando hasta que uno de ellos
ocupó el espacio en el que se encontraba Eburovic. Su voz múltiple dijo: «enséñale la
espada a la oscuridad».
Airmid ya se lo había dicho, pero no quedaba claro lo que debía hacer. Allí, junto
al muro, Breaca vio a la altura de su hombro una repisa cortada en la pared de roca,
de un tamaño suficiente para albergar una espada de guerra al estilo antiguo.
Como si los fantasmas de su linaje levantaran sus manos, Breaca notó que sus
brazos se elevaban y la espada se alojaba en aquella repisa. Encajaba muy bien, como
si fuese una vaina, y la inestable llama de las antorchas daba vida a la hoja. El metal
azul y negro ondulaba como el agua bajo la luz, de modo que, en los primeros
momentos de su descanso, la osa que amamantaba forjada en el bronce del pomo
pareció beber en un charco nocturno.
Breaca había olvidado que estaba acompañada. Detrás de ella, Cunomar jadeó
audiblemente. Ardaco, que era mayor, y que se controlaba mejor, pronunció a través
de los dientes apretados los nombres ocultos de su dios, y luego:
—No sabía que tu padre era uno de los nuestros.
Eburovic había desaparecido, o se había convertido en parte de la espada y la
oscuridad que ahora la ocultaba. Breaca miró el lugar donde había estado y no pudo
ver ni a su padre ni el arma. Si no la hubiese colocado allí ella misma, habría creído
que la pared era de roca perfectamente sólida.
Se oyó decir a sí misma desde la distancia:
—Ni él tampoco. El oso era su sueño, no su dios. Pero se habría sentido muy
honrado al ver que tú pensabas eso.
Un brazo rozó la manga de Breaca, La mano de Graine se metió en la suya, y la
voz de Graine, llena de mareas y ecos del océano, dijo:
—Está a salvo. Los fantasmas de muchos muertos la guardarán hasta que llegue
el momento en que la gente la necesite. Ésta es la espada que alzará a las tribus y las
unirá contra aquellos que quieren aplastarlas. No lo olvides, ni dejes que otros lo
olviden tampoco.
—No lo haré.
No bastaba, pero era todo lo que podía decir Breaca. El mundo estaba lleno de
fuego y sombras y un carrizo acababa de morir, cantando con la voz de su hija. Notó
la mano de Airmid en su hombro y, como si pasase a través de una tormenta, oyó la
tranquila indicación de Airmid que dirigía a los demás a los lugares donde debían
colocar sus espadas, y luego doblar las cotas de malla, robadas a la caballería romana,
y esconderlas también en los huecos de los muertos. El último fue un manto de un
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oficial romano arrebatado a un cuerpo muerto y usado siete veces por Ardaco como
disfraz para engañar al enemigo.
El único que no tenía armadura ni arma era Cunomar. Como no tenía ningún
papel que representar, se quedó quieto en medio del túmulo, observando y
escuchando. Después, una vez escondieron las armas que quedaban, dieron gracias a
los antepasados y se alejaron, el recuerdo que le quedó a Breaca fue notar que su hijo
iba junto a su hombro izquierdo y la ansiedad desnuda con la que le había visto
esconder la espada de su abuelo. No dijo nada, pero tampoco era necesario que lo
hiciera; su linaje era el de él, y los fantasmas de su pasado conjunto los reconocían a
ambos igualmente.
Lo que no estaba claro, y no se podía preguntar, era si Cunomar había oído la voz
de Eburovic cuando la espada encontró su hueco en el lugar oculto. «Si mi nieto
empuña esta hoja algún día, has de saber que después seguirá la muerte de los icenos.
Confío en que procures que tal cosa no suceda».
Cabalgaron pues sin espadas, de noche, lentamente, por una tierra que no era libre
desde hacía casi quince años.
De día, acampaban sin fuego y con dos de los cuatro guerreros despiertos, de
guardia. Dos veces se adentraron en los bosques para evitar las patrullas romanas, no
porque las legiones pudieran verles, sino porque las monturas de los oficiales, más
cautelosas que los hombres, podrían haber olido sus caballos o a Piedra.
Poco después de dejar la tumba de los antepasados, Breaca entregó el liderazgo
del grupo a Duborno, que había viajado al este más recientemente. Después de tres
noches, éste se lo confió a Airmid, que durmió sola en la orilla del río, y luego, al
despertar, encendió fuego y apiló sobre él hojas húmedas hasta que se alzó hacia el
cielo, espesa y blanca, una columna de humo tan ancha como el cuerpo de un
hombre.
Al anochecer del mismo día, una columna más delgada y más oscura, que se
desviaba hacia el sur, apareció en el horizonte del este.
Airmid dijo:
—Nos esperan. Efnís hará lo que pueda.
Dos noches después, guiados por el humo, el instinto y unos sueños inciertos,
cabalgaban a lo largo de la orilla de un río y seguían unas huellas que se dirigían al
nordeste hacia un bosque denso y descuidado. Ni los icenos ni las legiones habían
estado allí, excepto quizás en determinados rastros que eran mucho más anchos de lo
que podían hacer ciervos u osos.
La noche estaba clara y el cielo sin nubes. El dibujo de estrellas que formaba la
Liebre había coronado el horizonte cuando oyeron la voz de un hombre solo que
cantaba la balada de las almas perdidas con un dolor que hacía que la pérdida
pareciese nueva y fresca. Delante se veía la luz de una fogata y un círculo de figuras
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sentadas y silenciosas. Su presencia se filtraba a través de los árboles, como otros
tantos perros de caza que permaneciesen al acecho.
Como Airmid les había llevado hasta allí, Breaca podía creer que los que
esperaban no eran romanos armados y preparados, pero la sensación de peligro no era
menor. A través de su mensajero, Efnís había dicho que los icenos eran débiles, que
carecían de líder, que no tenían ya la voluntad para resistirse a los muchos terrores de
la ocupación. Había predicho traición y muerte para la Boudica y para todos aquellos
que cabalgasen con ella, si alguna vez volvía al este. Solo los antepasados, ya
muertos y a salvo, habían sugerido algo distinto, y le habían ofrecido una salida. No
le habían dicho qué ocurriría si su camino no quedaba abierto.
Breaca se bajó de su caballo y encontró a Piedra esperando. Éste se apoyó en su
costado, empujando su mano con su hocico, como solía hacer en las ocasiones en que
el peligro les acechaba muy de cerca. Ella cogió el morro en su palma y le puso el
pulgar en los labios, pidiéndole paciencia y silencio.
En torno a ella los demás desmontaron, excepto Graine, que iba sola en la yegua
ruana, esperando que la bajasen.
Eran sus amigos, sus compañeros. Dos habían sido amantes suyos y podían
volver a serlo. Llena de orgullo y dejándose llevar por las visiones de sus fantasmas,
ella les había llevado hasta allí lejos, a aquellos peligros. Todos sus instintos
guerreros le decían que todavía había tiempo de dar media vuelta y llevárselos de allí.
Duborno era el que estaba más cerca de ella. Había permanecido a la sombra de
su propio crucifijo en Roma. Cinco años no habían conseguido curar aún las
cicatrices de su prisión.
Ella dijo:
—Duborno…
—No —él sonrió. Ella no podía verle, no había bastante luz para ello, pero lo
notaba en su voz. Una sonrisa de Duborno era una cosa muy rara, verdaderamente. Él
levantó la mano en la oscuridad y le tocó el brazo—. No lo pienses. Estamos aquí
porque así lo hemos decidido, y porque los dioses lo han querido también. Tú eres la
guía, nada más —su otra mano se elevó hacia ella—. Te hemos traído esto. Hay
algunos entre los aquí reunidos que no querrán aceptarte. Esto puede ayudarte a
hacerles cambiar de opinión.
Los dedos de Breaca buscaron en la oscuridad y encontraron metal caliente.
Palpando un poco más, comprendió que lo que le ofrecían era una torques: no la
reliquia de su linaje que marcaba la línea real de su pueblo, sino una nueva, hecha por
su padre como obsequio para Caradoc durante el invierno de su naufragio. Durante
cinco años había permanecido junto a su lecho en la casa redonda de Mona. Nunca se
la había llevado consigo durante las cacerías solitarias en las tierras ocupadas.
Era mucho más sencilla que la que hicieron los antepasados, pero sus líneas eran
fluidas y perfectas, y Su padre había mezclado otros metales con un buen oro rojo, de
modo que, a la luz de las antorchas, combinaba a la perfección con el color del pelo
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de Breaca. Ella conocía íntimamente su tacto, y la tomó entonces, tibia por el calor
del cuerpo de Duborno.
El demacrado cantante estaba lo bastante cerca para que Breaca le viese el blanco
de los ojos. En toda su vida adulta, él jamás le había mentido. No conocía a ningún
hombre más íntegro que aquél. Él le sonrió por segunda vez y ella casi se echa a
llorar por el dolor que contenía aquella sonrisa, y por su promesa.
Aun así, todavía había tiempo de dar media vuelta.
—Efnís canta para ti —dijo Ardaco, desde detrás de ella. No era de Nemain, ni
tampoco soñaba. Una vez muerta Gwyddhien, podía haberse convertido en Guerrero
de Mona y dirigir a todos los guerreros del oeste, añadiendo su marca a todas aquellas
grabadas ya en las vigas del techo de la casa grande, y no vivir como niñera de los
hijos de Breaca en una tierra que se hallaba bajo el yugo de Roma.
Como había hecho Duborno antes, levantó la mano para tocarla. La pluma que le
entregó era de plata, forjada a partir de un metal impoluto. Gunovic la había hecho el
año antes de morir. Marcaba cincuenta muertes o quinientas, Breaca lo había
olvidado y tampoco importaba ya; solo los niños y los recién convertidos en
guerreros contaban las plumas de cuervo que marcaban sus muertes. Pero los icenos,
muertos de hambre y privados de honor, podían necesitar cosas semejantes.
Ardaco dijo:
—Ponte esto en el pelo y ve. Ellos no saben nada, solo que Efnís les ha prometido
un futuro. Tú eres todo lo que puede ofrecerles ahora mismo —le cogió el brazo por
encima del codo y apretó fuerte, que era lo más aproximado a un abrazo procedente
de él. Su simple contacto ya la reconfortó.
Pero seguía habiendo tiempo todavía.
Ardaco fue su amante en una ocasión, reemplazando a Airmid, para quien no
podía haber reemplazo. Airmid estaba allí ahora, como había estado siempre, como
debía estarlo, o si no su vida sería insoportable. Estaba hablando y diciendo lo mismo
que los demás, aunque con otras palabras.
—Breaca, no pienses en retroceder. Hemos visto lo que ha hecho Roma con la
tierra en la que crecimos. Solo podemos imaginar lo que han hecho a la gente.
Ninguno de nosotros podría vivir con honor si volvemos atrás ahora.
Aun así.
—¿Madre? —Graine todavía iba montada en la yegua ruana. Si la colgaban, le
costaría medio día morir—. Ahora no podemos volver. Está nevando más fuerte que
antes. Las patrullas romanas verán nuestras huellas en cuanto haya luz.
Era una niña y nunca había seguido ningún rastro, ni la habían seguido a ella,
pero había crecido en Mona, escuchando a los mejores cazadores que jamás habían
llegado al oeste, y conocía la realidad del peligro en invierno tan bien como cualquier
adulto. Decía la pura verdad, y eso cambiaba la naturaleza de las elecciones.
Pero…
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En el calvero, los cánticos se hicieron más suaves. En otros mundos, en otros
tiempos, una niña con el cabello color sangre de buey lloraba lágrimas de oro
mientras, en el campo de batalla, la serpiente-lanza prevalecía sobre la destrucción
romana.
Breaca levantó la mano y tomó a su hija, la hija de su alma, de la silla. Los cinco
que componían el resto de los pedazos de su corazón la contemplaban desde la
oscuridad.
Con demasiada formalidad, porque en aquellos momentos no podía hablar de otra
manera, Breaca dijo:
—Si los soñadores y cantores de Mona se unen a la canción de Briga, los hijos de
sangre real irán a reunirse con su pueblo.
El rastro del ciervo llevaba hacia delante, a un claro. Las antorchas formaban un
círculo exterior, dejando escapar un humo blanco, de pino. Por encima y a su
alrededor se encontraban las hojas otoñales aún no caídas de robles y olmos, miles de
cintas de bronce captaban la luz de las antorchas y la reflejaban aún más cálida.
Las hojas sobrepasaban en número varias veces a aquellos que esperaban entre
los árboles. De pie junto a su madre, más allá del círculo de luz, Graine podía contar
más fácilmente los que había en su interior. Eran menos de una décima parte del
número que había llenado la casa grande de Mona cuando las huestes guerreras del
oeste se habían reunido por última vez, y gran parte de ellos eran viejos. El cabello
blanco predominaba, y las toses de los ancianos tocados por el invierno se oían por
encima de la trova del cantor.
Efnís estaba de pie en las sombras, más allá del círculo, cantando todavía. Su voz
los abarcaba a todos ellos, como una espiral de sonidos entretejidos. Airmid y
Duborno avanzaban entre los árboles y se unieron a él. Empezando en un tono muy
bajo, sus voces se unieron a la suya, y se alzaron a Nemain junto con el humo
resinoso. Como eran solo tres, la melodía que se entretejía sonaba mucho más
cercana de lo que habría sido cantada por muchas gargantas. Aumentando en
intensidad, llegó a un clímax y se detuvo de pronto. El silencio que hubo después fue
un espacio que pedía ser llenado.
Era demasiado tarde entonces para darse cuenta de lo poco preparados que
estaban para aquel momento. Graine se asustó de pronto, inútilmente, cuando notó
que su madre se apartaba de su lado. En Mona, dirigiendo a los guerreros y a los
soñadores de la casa grande, la Boudica habría llevado un manto y una túnica que
colgaban desde que fueron confeccionados encima de un fuego ardiente, y que no
conocían ni la humedad, ni el moho ni los insectos. Durante el medio día anterior se
habría hecho las trenzas de nueve capas de los guerreros en el pelo, con las plumas de
muerte con sus bandas de oro para honrar a los antepasados. Su espada habría
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colgado a su costado, y su cuchillo la habría equilibrado, y la serpiente-lanza habría
revivido en los pomos de ambas armas.
Allí acababa de pasar medio mes viajando, después de dos veces ese tiempo
cazando sola en las montañas. Su manto estaba arrugado y manchado por el viaje. Su
túnica estaba bordeada de barro seco y sus botas empapadas de nieve fundida. No
tenía espada, y en su lugar colgaba una honda en su cinto. El mango de su cuchillo
era de madera sencilla, sin adorno alguno. Su cabello ostentaba una sola trenza, y la
pluma de cuervo de plata estaba algo mate allí donde Ardaco la había pulido con la
punta de su manto.
Ésa era la realidad; pero no fue eso lo que se vio.
Breaca se adentró a la luz de las antorchas de resina y un murmullo contenido
resonó en todo el calvero donde los guerreros, soñadores y ancianos de la nación
icena, reunidos, vieron su mayor esperanza y su mayor temor convertirse en realidad
por primera vez desde hacía veinte años.
Para ellos, la Boudica era una criatura de llamas y metales bruñidos. La torques
de oro rojo era una serpiente viva en torno a su cuello. Su cabello era del bronce
fuego más intenso, como el pelaje de un zorro en invierno. Sus ojos eran de un verde
cobre, iluminados por las batallas libradas y victoriosas.
Graine pensó que ella podía haberse quedado así para siempre. Los ancianos
icenos vacilaron en el momento álgido del cambio, encallados en aquella confluencia
de innumerables caminos a partir de la cual eran posibles muchas acciones, aunque
solo una podía emprenderse. Cada uno de ellos, desde los más ancianos a los más
jóvenes, era consciente de ello.
Efnís rompió el hechizo. Un solo paso hacia delante le hizo salir de las sombras.
Como Breaca, había hecho todo lo posible por vestirse adecuadamente para la
ocasión, aunque su manto estaba bastante desvaído, y la corteza de su correa de
soñador estaba fresca, todavía húmeda, recién arrancada del árbol. Roma prohibía
vestir la correa de soñador, al igual que empuñar la espada de guerrero. El simple
hecho de haber confeccionado una ya era arriesgarse a morir.
Graine había conocido a Efnís en Mona, y le gustaba. Quería preguntarle quién
había muerto, para que tuviese que cantar la balada de las almas perdidas, pero no
pudo porque él ya estaba hablando.
—Breaca, saludos. El alto consejo de los icenos te da la bienvenida.
Y realizó el saludo con gran precisión. Airmid y Duborno, adelantándose para
unirse a él, hicieron lo mismo. Quizá no estaba preparado de antemano, pero tuvo el
efecto deseado. Dubitativos, otros les siguieron en el círculo. Un brazo tras otro se
fueron levantando, y vapores de hierba invernal se alzaron en una brisa vaga, hasta
que los trescientos estuvieron de pie, esos hombres y mujeres ancianos que habían
sobrevivido a las purgas, los ahorcamientos, las traiciones de familiares y espías
pagados, y que habían reunido las últimas briznas de su valor para reunirse en secreto
sabiendo que su muerte se contaría en días si les encontraban.
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Habían hecho lo necesario, con el sentimiento adecuado. Graine temblaba y deseó
que las abuelas vinieran y le dijesen qué hacer, qué era lo propio. Como si hubiese
hablado en voz alta, Breaca se volvió y le sonrió a ella directamente, no la media
sonrisa privada del calvero, sino una afirmación pública. Arrodillándose, hizo una
seña con el dedo llamando a su hija hacia el círculo…
… cosa que era una locura. Graine también llevaba medio mes viajando y era
evidente. No era la Boudica para plantarse allí en medio junto a la hoguera, en
compañía de extraños. No tenía torques ni pluma de plata entretejida en el pelo. El
broche de su hombro era muy sencillo y en forma de carrizo, y había pertenecido a
Macha, pero estaba tan gastado que su forma ya resultaba incierta. Llevaba el pelo sin
peinar y nunca se había puesto la correa de los soñadores. Nada de todo aquello
importaba mientras ella permanecía anónimamente entre las sombras. Importaba
mucho en la eternidad que le costó andar desde la seguridad del anonimato en el
bosque hasta el círculo de los brazos de su madre, bajo la mirada de trescientos
ancianos que saludaban de forma artificial.
Las abuelas quizá no hubiesen hablado, pero su madre, al parecer, había
adivinado lo que debía hacer, milagrosamente. Es difícil permanecer con la dignidad
requerida en presencia de un niño, y muy descortés hacerlo frente a una madre que se
arrodilla y alborota el pelo de su hija. Igual que la hierba se había alzado bajo la brisa,
así la brisa, incierta, volvió a aplacarla. Solos o de dos en dos, y cada vez en mayor
número, los ancianos de los icenos dejaron de saludar y se sentaron de nuevo.
Breaca besó a Graine en la frente y, cogiéndole la mano, fue andando hasta los
pellejos de caballo doblados que formaban un asiento en el extremo occidental del
círculo. Tomó uno por una esquina, y arrastró toda la pila hacia delante, no hasta el
centro, pero casi.
A su hija, con un humor maternal e íntimo, le dijo:
—Puedes sentarte en las pieles como los ancianos, ¿no crees?
Por supuesto. Por su madre, en aquel momento, Graine podría haber volado hasta
lo más alto del cielo, cantando como un carrizo. Tal como había practicado con
Airmid muchas veces en la pequeña choza de piedra en Mona, extendió los brazos un
poco para que su manto cayese recto entre sus hombros y, doblando las piernas
debajo de su cuerpo, se sentó cuidadosamente en las pieles.
Rogando a Airmid más que a Nemain, Graine de los icenos levantó la cabeza y se
enfrentó directamente a una reunión de los soñadores de su pueblo. Trescientos
hombres y mujeres ancianos le devolvieron la mirada. Al menos la mitad de ellos
estaba llorando. Breaca estaba de pie detrás de Graine, con una mano en cada uno de
los hombros de su hija. Cuando habló, pareció que se dirigía exclusivamente a cada
uno de ellos.
—Ésta es la primera y única hija de mi sangre, Graine nic Breaca macCaradoc. Si
alguna vez tenéis que poneros en pie y saludar, será ante ella. Ella es el futuro,
aquello por lo que he luchado durante los últimos catorce años en el oeste y por lo
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que lucharemos ahora en el este. Ella nació en guerra, a diferencia de nosotros.
Hemos hecho lo posible para educarla de modo que sea fiel a su derecho de
nacimiento, viviendo día a día ante la vista de los dioses, y sabiendo también que
vuestros hijos no han tenido ese lujo. Ahora venimos a unirnos a vosotros para
educarla en la tierra que es suya y para asegurar que, para sus hijos y para los
vuestros, ese derecho de nacimiento ya no sea un lujo. Por ese motivo, con vuestra
ayuda, lucharemos contra Roma y la derrotaremos.
Hablando a los guerreros del oeste, la Boudica no habría necesitado solicitar
promesas de valor y honor a sus oyentes. Por aquel entonces ya habrían estado de pie,
clamando por ser los primeros en prestar sus juramentos a la antigua usanza,
empeñando sus vidas, sus almas y su libertad por la causa.
En Mona había el valor suficiente y sobraba. Allí era manifiesto que no lo había.
Sabiéndolo, Breaca no dejó un espacio que quizá no se hubiese llenado. Por el
contrario, hizo una señal tras ella, llamando a Cunomar y luego a Cygfa, hasta que
ambos se sentaron detrás de ella. Una mujer y sus tres hijos; la Boudica, la portadora
de victoria, y parte del linaje real de los icenos.
Les saludó el silencio.
Graine se echó atrás, hacia su madre, sintiéndose menos segura que antes. En dos
años, desde el regreso de las Galias, su hermano y su hermana nunca se habían
sentado junto a ella de aquella manera reclamándola para la familia. Los hijos de
Sorcha habían sido su familia, y Airmid. Miró a un lado, hacia la noche, más allá de
las antorchas. Piedra estaba allí, sujeto por Ardaco. Ella formuló en silencio una
petición y fue respondida, y el gran perro se adelantó a su lado y ya se sintió
completa de nuevo.
Breaca se puso de pie frente al consejo. En la falta de palabras estaba el meollo de
su mensaje. «He traído a mi familia entre vosotros. Asumo los mismos riesgos que
vosotros habéis asumido. Podéis confiar en mí».
No eran tontos aquellos hombres y mujeres, y mantenían orgullosamente lo que
les quedaba de dignidad. Un suspiro nació entre ellos, apenas moviendo el aire.
Graine les vio apartar la vista de su madre y volver su atención hacia uno de los
suyos.
Inevitablemente, habían elegido a un portavoz. Se puso de pie una mujer, una
anciana muy delgada con el cabello gris, alta y ascética, hambrienta por las
imposiciones de la vida o por su propia voluntad, de modo que la piel se agarraba a
sus huesos y las articulaciones de sus dedos sobresalían como los agriones de un
caballo. Su manto era del color gris de Mona, harapiento debido a las atenciones de la
podredumbre y los roedores. Llevaba un cráneo de cuervo en la mano derecha, con el
pico blanco señalando hacia delante como un sexto dedo, y una solitaria ala negra
colgando sobre su pecho. De todo cuanto llevaba, el cráneo y el ala eran las únicas
cosas que parecían realmente limpias.
—Estás bien alimentada, Breaca de los icenos, y tus hermosos hijos también.
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No sonreía, pero las palabras tampoco le sonaron a Graine tan duras como podían
haber parecido. Su voz era más suave que la del cuervo.
—Si hubieses venido antes, cuando todavía teníamos guerreros con la voluntad de
luchar, o que fueran capaces de empuñar las lanzas y las espadas abiertamente, y no
se hubiesen visto obligados a esconderlas en un lugar donde no pudieran encontrarlas,
en lugares de los que ni siquiera nuestras familias saben nada, si hubieses venido con
las diez mil lanzas de Mona cabalgando detrás de ti para confirmar tus pretensiones, o
con los soñadores suficientes para insuflar ánimo en los que tienen el corazón roto, te
habríamos dado la bienvenida de buen grado.
Miró a su alrededor, a sus iguales. Nadie se alzó para poner freno al flujo de su
retórica, ni replicó a su obvio cursó. Inclinando la cabeza como lo haría un cuervo,
escuchando, continuó:
—Pero no viniste antes, y aunque has traído a tu familia, y aunque hemos oído
hablar de las hazañas de la hija de Caradoc luchando junto a la Boudica, es
demasiado poco, y demasiado tarde. Ya estamos destrozados, y no se nos puede
arreglar tan fácilmente.
El pico de cuervo se alzó en un brazo extendido y quedó abierto, de modo que el
sonido de la voz de la mujer procedía del espacio en su interior. Ya no era suave.
Quienquiera que le hubiese enseñado en Mona podía estar satisfecho de su discípula.
—Vete a casa, Breaca, antes gobernante de los icenos. Tenemos ahora otro
gobernante, y su poder procede de un emperador en Roma que se ha hecho dios a sí
mismo. No hay lugar para ti aquí. Harás mejor en quedarte en el oeste y luchar. Te
honraremos a ti y a tu familia. Tu soñadora puede enseñar a tus hijos cómo soñar para
seguir con las generaciones. Los nuestros están perdidos, y no hay redención posible.
El aliento se contuvo en la garganta de Graine, y notó que Cunomar se movía
junto a ella y que luego se esforzaba por permanecer quieto. Desde su primera
infancia, todos habían sabido que la salvaguarda de los niños era el núcleo del sueño
de su madre. Tal cosa es privada y es algo que no se debe comunicar en voz alta a un
extraño que está en compañía de extraños.
Si Breaca quedó conmocionada, no lo demostró. Dijo:
—Y sin embargo, todos vosotros habéis venido a reuniros aquí, al alcance de las
legiones, mientras podríais haberos quedado a salvo junto a los fuegos de vuestros
hogares.
La mujer bajó el cráneo acusador. Su voz ya no era la del cuervo.
—Sea lo que sea lo que nos haya ocurrido, aún sigues siendo de nuestro linaje
real y no carecemos totalmente de valor. No deseamos mostrarte deshonor alguno,
sino decirte quiénes somos, para que veas que puedes volver por donde has venido y
seguir luchando. Nosotros somos el ejemplo de lo que ocurrirá bajo el gobierno de
Roma. Quizá nosotros hayamos perdido, pero el oeste no tiene por qué, y mientras
Mona resista, habrá esperanza.
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La mujer se sentó con tanta rapidez como se había levantado. En Mona habría
sido difícil mantener a los demás quietos y callados. En el bosque del este, nadie se
puso en pie para oponerse a lo que ella había dicho.
En el tenso silencio, Breaca miró a su alrededor, hacia los bordes del círculo.
Como estaba muy cerca de ella, Graine notó las primeras señales de la tensión que
dominaba a su madre. La apariencia externa de calma total costaba mucho más
esfuerzo que antes, y para alguien acostumbrado a observar resultaban evidentes las
pequeñas manifestaciones: los nudillos que se ponían blancos en la mano oculta por
el manto, y la forma en que se frotaba las puntas de los dedos con el pulgar, como
comprobando su tacto. Breaca esperaba algo, algo que no había ocurrido todavía.
Cuando lo hiciese, ella esperaba tener que luchar.
Pero no ocurrió nada de aquello, excepto quizás en su voz, cuando preguntó:
—¿Esta decisión es de todos vosotros?
Ella era la Boudica, líder de ejércitos; podía poner un aguijón en una pregunta
sencilla, que avergonzase a todos ellos, los mejores y los peores.
—No…
Un hombre canoso, de mediana edad, que portaba un pellejo de castor encima de
los hombros, se puso de pie. Era robusto como un herrero, pero permanecía en pie
desequilibrado, como si una cadera le causara dolor.
—Fue decisión de todos nosotros, antes de que tú vinieras, pero no tiene por qué
ser así ahora que estás aquí y hemos visto quién eres y lo que eres —miró a su
alrededor—. Quizá te parezcamos derrotados, pero no es imposible que nos
recuperemos. Si los dioses nos envían la forma de hacerlo, ¿cómo vamos a
enfrentamos a nuestros hijos y a los hijos de nuestros hijos si no tomamos lo que se
nos ofrece? El linaje real de los icenos se remonta, sin interrupción alguna, a los
antepasados. ¿Seremos nosotros precisamente quienes lo rompamos ahora? Yo
recupero la palabra que le entregué a Lanis, de los Cuervos. Hablando por mí mismo
y por aquellos de mi pueblo cuya confianza ostento, digo que la Boudica debe
quedarse y que hemos de rearmarnos, y que debemos desenterrar nuestras espadas y
sacar las lanzas de la paja de los tejados y hacer escudos que detengan las espadas de
las legiones, y que debemos luchar, o al menos sentimos orgullosos de morir en el
intento.
En tiempos fue un guerrero y todo su ser lo demostraba. Graine quiso abrazarle.
En lugar de eso, le sonrió y se alegró cuando vio que él le devolvía la sonrisa. Era un
hombre respetado por los demás. Lo cual se hizo evidente por las muchas señales
afirmativas que siguieron. Otro se puso en pie, una mujer más joven que el primero.
—El norteño tiene razón —dijo—. El linaje real es creación de los dioses. No
debemos romperlo nosotros ahora.
Como el fuego entre las hojas de otoño, la aceptación fue creciendo. Aquí y allá,
humedeciendo su calor, había disensiones. En algunos lugares, grupitos de hombres y
mujeres discutían acaloradamente en contra del regreso de la Boudica. Casi todos
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ellos ostentaban cicatrices y, mucho más hondo, el dolor sordo y constante que
indicaba que habían perdido ante Roma aquellos que más les importaban, y temían
perder más aún.
La reunión adquirió entonces la animación a la que Graine estaba acostumbrada,
y fue aumentando en volumen y estridencia a medida que los argumentos razonados
dejaban lugar a la esperanza imprevista, o se ahogaban en el miedo. Uno por uno,
soñadores y guerreros se pusieron en pie para apoyar a uno u otro de los dos
portavoces. No estaban ya acostumbrados a las cortesías de un consejo. A medida que
la noche se hacía más profunda y los que esperaban para hablar estaban más cansados
y menos pacientes, el orden y la disciplina desaparecieron. Hombres y mujeres se
pusieron de pie en grupitos y gritaron a Breaca o entre sí, o sencillamente gritaron
intentando hacerse oír.
En el punto álgido del tumulto, Graine vio a un hombre delgado y de pelo rojo,
algo calvo, con una cicatriz en el puente de la nariz, como si le hubiesen cortado con
una espada en la batalla, que subía a un tronco caído que había junto al borde del
círculo. Su voz se había alzado antes sobre el tumulto de la batalla, y ahora lo volvía
a hacer.
—¡No puedes quedarte! No debes quedarte. Te costará tres días enteros morir
cuando las legiones sepan que la Boudica está aquí y, cuando vengan a capturarte, no
descansarán solo con vuestras muertes. Se adentrarán entre nosotros como lobos
hambrientos a través de un rebaño de ovejas sin guardar, y nuestros niños se
desangrarán hasta morir en nuestros umbrales. Ha sido una locura el hecho de venir
hasta aquí. ¿Cómo creías que ibas a poder quedarte?
Sus últimas palabras se extinguieron en el silencio. Aquel hombre había
sobrepasado los límites, aun en aquel lugar. Se quedó allí de pie, balanceándose en el
tronco caído, con el resentimiento rodeándole como un halo y mirando a todos lados
en busca de apoyo, pero éste no se le concedió. Hasta los que habían discutido con él
miraban al suelo y no hablaban.
La Boudica había permanecido de pie todo el rato, escuchando cuidadosamente
los argumentos que se daban por ambas partes, al parecer. Graine, que la miraba con
inquietud creciente, vio que la mayor parte de la atención de su madre se dirigía más
allá del círculo, hacia el bosque. La espera había puesto rígidas las manos de Breaca a
su costado, en el lugar donde tenía que haberse encontrado su espada y sin embargo
no estaba.
Ella estaba tomando aire para empezar a hablar cuando, desde la noche que había
más allá de las antorchas, una nueva voz dijo:
—Podrá quedarse como esposa mía. Roma nunca sabrá quién es.
El vacío en el que cayó aquella voz olía a ese terror que retuerce los intestinos.
El hombre que se adelantó entre dos antorchas chisporroteantes no era tan alto
como Luain macCalma, pero era más alto que la mayoría. Su cabello era como la paja
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en color y textura, y lo llevaba cortado a la manera romana, de modo que apenas le
alcanzaba los hombros.
Cuando pudo mirar más allá, y superar el ansia desnuda que se reflejaba en los
ojos del hombre, Graine vio que su brazo derecho acababa en el codo, y que la manga
de su túnica era más larga de lo normal para cubrir ese defecto. Y entonces, con
horrible claridad, comprendió quién era: Tago, que se hacía llamar a sí mismo
Prasutago para congraciarse más con el gobernador, aquel guerrero lisiado que había
tratado a Silla como una yegua de cría, haciéndole un niño enfermizo tras otro hasta
que ella murió sin dejar ningún hijo vivo. El autoproclamado «rey de los icenos», que
se había aliado con el emperador Claudio y luego con Nerón. Si el mensajero de
Efnís estaba en lo cierto, aquel hombre les haría morir a todos de la manera más
terrible.
Tardíamente, Graine pensó en mirar a su madre. Breaca seguía muy quieta. Las
tensiones anteriores habían desaparecido. La espera había concluido. Parecía que se
estaba preparando, igual que hacían otros guerreros, antes de la batalla, pero antes
nunca había necesitado hacer tal cosa.
—¿Vienes con las legiones de Roma detrás de ti? —preguntó, tranquilamente.
—No.
Tago frunció el ceño aviesamente. Todos sus movimientos eran demasiado
rápidos, demasiado cortantes. No se tomaba el tiempo suficiente para pensar o para
preguntar a los dioses antes de actuar. Graine se sentía avergonzada de que fuera así.
Él dijo:
—Siento que pienses eso de mí. He venido con una respuesta para el conflicto.
He oído a los ancianos de nuestro pueblo en su desacuerdo. Pueden discutir toda la
noche y tres noches más, y no encontrarse más cerca de una solución. La mitad de
ellos quieren que te quedes aquí para mantener intacto el linaje real, la otra mitad
tienen miedo de que la llegada de la Boudica atraiga la venganza de Roma sobre ellos
y sobre sus familias. Se imponga el bando que se imponga, la otra mitad les odiará.
La nación icena, que ya está rota, quedará más dividida aún. No podemos permitirnos
una ruptura semejante, y yo no deseo gobernar sobre un pueblo tan dividido. Ofrezco
una solución para que tú y tu familia podáis vivir seguros bajo la mirada del
gobernador, sin que éste sepa quiénes sois. Y te traigo esto…
Todos los ojos se posaron en él. Con la pericia de un cantor entrenado, sacó de
debajo de su brazo lisiado una torques de oro desgastada por el tiempo, entretejida al
estilo antiguo, con muchos hilos finos. Parecía un objeto muy pequeño, comparado
con la torques de oro rojo que llevaba la Boudica, pero en una reunión de soñadores,
atrajo la atención como una pata de animal ensangrentada habría atraído la atención
de una jauría de perros.
En el lado más cercano a Graine, lejos de Prasutago, la mano de Breaca se cerró y
se volvió a abrir, una sola vez.
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—¿Me ofreces la torques de mi madre? —su voz sonaba ruda, pétrea. Piedra
volvió la cabeza al oírla, rígido.
—No. Lo ofrezco a la única que puede ser vista llevándola sin morir por ello.
El hombre que había comido y bebido como huésped de Roma se adelantó
entonces. Cygfa estaba de pie junto a él. Ella titubeó un poco al verle aproximarse,
pero no retrocedió. Cuando él levantó los brazos por encima de su cabeza y los pasó
por detrás de su cuello, su mano se desplazó al pomo de su puñal. Y cuando él pasó el
aro de oro hacia delante para que los dos finales abiertos se alojasen en un charco de
cálida luz, encima de sus clavículas, se relajó y dejó caer el brazo a su costado,
olvidado. Se decía que nadie podía llevar la torques de los icenos y sentirse de otro
modo que regio. Cygfa era más inmune de lo que fue Silla, por muy extranjera que
fuese su educación. Sonrió y el efecto fue deslumbrante.
Tago dio un paso atrás. Dijo a Breaca:
—Si tomas la torques, y con ella el liderazgo, el nuevo gobernador hará preguntas
que no deseamos que nadie responda. Bajo la ley romana, tus hijas serán mis hijas el
día que te conviertas en mi mujer. Por lo tanto, ofrezco la torques a Cygfa, que es tu
hija, al menos en nombre, para que la ostente hasta que Graine, que es hija de tu
sangre, alcance su mayoría de edad. Si tenemos hijas, vendrán después de ella en la
línea de herencia. A mi muerte, el gobierno pasará a cualquier de ellas que esté en
mejores condiciones de ostentarlo.
—¿Y hasta entonces? —parecía como si estuvieran solos Breaca y Tago.
Hablaban como si se hubiesen conocido desde hacía una vida entera, y nunca
hubiesen vivido separados.
—Hasta entonces yo gobierno como Roma quiere que gobierne, con Breaca de
los icenos como esposa mía. Te aceptarán como sustituta de Silla. Las mujeres
cuentan poco a sus ojos y no serán tan descorteses como para cuestionar la elección
de esposa por parte de un rey.
—¿Y cuánto tiempo pasará antes de que nos traicione un miembro de tu casa?
Tago se encogió de hombros.
—Yo diría que eso no pasará nunca, pero si me equivoco, moriré contigo. El
gobernador no se sentirá inclinado a la indulgencia, si cree que le han traicionado.
Aquellos que hayan prosperado bajo mi mandato serán destituidos con mi muerte.
Aquellos que me odien pondrán su esperanza en ti, y tu supervivencia será su máxima
preocupación —sonrió—. Un hombre tendría que odiarnos a los dos muchísimo, y no
preocuparse en absoluto por su pueblo, para elegir un curso de acción semejante, y
aunque hay muchos que me odian y el mismo número que teme tu presencia, no se
me ocurre ni uno solo que quiera provocar de buen grado tamaño derramamiento de
sangre entre los icenos. Mientras los dos vivamos, estaremos a salvo. Ésa es nuestra
garantía: cada uno con el otro.
Esperó. Todos esperaron. Graine contempló la súbita relajación de la mano de su
madre. Ni su rostro ni su aspecto habían cambiado, pero la batalla para la cual se
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había estado preparando Breaca había terminado, y ella no había perdido.
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VIII
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Ella dijo:
—Siempre fue posible que Lanis nos enviase a casa. Ella estudió con Airmid, y
desde entonces ha viajado a Mona y se comporta ante los dioses con más integridad
que ningún soñador que haya conocido. Su pasión, su preocupación, es por el
bienestar del pueblo. Si ella pensaba que el peligro de que yo estuviese aquí
sobrepasaba los beneficios, habría procurado que el consejo nos enviase de vuelta,
por mucho que tú y yo hubiésemos decidido otra cosa.
Él pensó que era posible. Ella había visto el pánico en su rostro. Entonces,
fingiendo calma, le preguntó:
—¿Y tú te habrías ido?
—Por supuesto. Si me quedo aquí es con la ayuda de los soñadores o no me
quedo.
Eso era cierto. Lo único que no era verdad era que, al entrar en el círculo, tuviese
dudas acerca de cuál iba a ser el resultado. No creía que la rechazasen; otros habían
hecho demasiados sacrificios para que ella llegase hasta allí. Comprendió ese hecho
al ver los ojos de Lanis antes de que la soñadora empezase siquiera a hablar, y en la
compasión que mostró a continuación. Ninguno de ellos esperaba que el camino que
les aguardaba fuese fácil, pero era impensable retroceder. El desafío ahora era
aprender a vivir en aquella farsa de poblado semiromano, con aquel hombre, entre los
despojos de su pueblo. Nada era imposible.
—¿Quieres un poco de vino?
Tago rondaba a su alrededor. La jarra que llevaba en la mano estaba vidriada y era
de color rojo oscuro. La colocó con precisión en la tapa de un baúl de roble para que
quedase bien nivelada y no se derramara mientras vertía el vino con una sola mano.
Todo en aquel acto era casi romano, aunque no del todo, igual que el entorno en el
que se encontraban.
El muro que se encontraba detrás de él estaba enlucido, pero la imagen que tenía
pintada en color azul iceno era de una yegua al galope que ya era vieja mucho antes
de que Roma se convirtiese en ciudad. Debajo de ella, en la tapa del baúl, una
constelación de monedas de plata parpadeaban con el brillo de la acuñación reciente.
Breaca cogió una y leyó la palabra «ecen». Otras en el mismo montón ostentaban
la cabeza del emperador-niño Nerón de perfil, un joven corpulento con demasiadas
barbillas.
—No es el más bello de los hombres, pero sí el más poderoso con diferencia.
Compensa ser amigo suyo. Él otorga grandes riquezas a los que gozan de su favor,
igual que hizo su tío antes que él.
Tago estaba justo detrás de ella. El olor a vino en su aliento se mezclaba con el
resto de olores que emanaban de su cuerpo: un ligero olor a leche agria y a queso que
le revolvía el estómago desde que se cerró el faldón de la puerta.
Pasando las monedas entre los dedos, ella dijo:
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—¿Compensa a la gente que tú tengas riquezas romanas? ¿Pueden acaso sus hijos
moler la plata para hacer pan, cuando el grano del invierno escasee? He oído que las
legiones reclaman todo el producto de los campos para su propio uso, y que la gente
se muere de hambre por falta de lo que ellos mismos han cultivado.
La mente de Tago estaba en otras cosas. Breaca le vio quedarse absorto,
esforzándose en pensar. Dijo:
—La gente no come plata, pero se puede usar para comprar grano cuando lo
necesitemos.
—Grano iceno, criado en los campos icenos, comprado a un precio más elevado
del que ellos han pagado —ella estaba furiosa, cuando se había prometido a sí misma
que no se enfurecería. Jugueteaba con la plata y se esforzaba por calmarse.
Tago dijo:
—Por supuesto, el gobernador tiene que sacar algo de provecho. Debe pagar a su
ejército y a su personal, y enviar algo de dinero al emperador. Igual que nosotros.
Mira… —con su única mano, apartó las tintineantes monedas del baúl y abrió la tapa.
Dentro, brillando tenuemente a la luz de la antorcha, había una fortuna en monedas
nuevas, sin usar. El baúl solo estaba medio lleno, pero de todos modos, si uno
contaba la riqueza que poseía en plata, Prasutago era un hombre riquísimo.
Breaca soltó las monedas que tenía en las manos, viendo cómo caían las caras. El
nombre de su gente no aparecía en esas monedas, ni la yegua al galope. Allí se veía a
Claudio y a Tiberio, y al loco Gayo. Una vez incluso vio a Augusto. Toda Roma
estaba allí, conformando la riqueza de los icenos.
—¿Tú tomas las monedas romanas como regalo? —preguntó.
El hombre a quien ahora se veía ligada la miró largo rato, olvidando el vino y el
lecho que había en el rincón. En aquella mirada ella pensó que veía los inicios del
Tago real, que ya no era ni el diplomático ni el joven ansioso, sino el hombre con un
solo brazo que había luchado en muchas batallas y que no estaba dispuesto a perder
una más.
Las aletas de la nariz del hombre se tensaron, y la piel de su rostro enrojeció. Con
voz apenas audible, dijo:
—No es un regalo. Eso nunca. Séneca no entrega regalos. He aceptado un
«préstamo» de diez millones de sestercios por el cual pago un diez por ciento anual
de interés. En cuanto al resto, pago los impuestos y los sobornos, compro grano en
invierno y derechos de pastos en verano, compro regalos para el gobernador y su
esposa, para que se crean halagados por la realeza. Establezco rutas comerciales por
mar y por tierra, y se me permite cargar impuestos a aquellos que nos traen el vino y
las olivas y los higos, para así parecer más romanos.
Al pronunciar aquella palabra, una lámpara de la pared parpadeó y se apagó.
Estaba llena de grasa de oveja, que otros aceites mantenían líquida. Careciendo de las
resinas de pino de Efnís, el humo que se elevaba de la mecha era negro y apestaba a
rebaños tardíos.
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Los dioses se expresan de muchas maneras. Tago se detuvo y miró y continuó, a
la defensiva:
—Hago esto porque éste es «mi» pueblo, están a «mi» cuidado, y no quiero
verlos reducidos a la abyecta servidumbre de los trinovantes. Roma respeta dos cosas:
la fuerza de las armas y la riqueza. Si no tenemos lo primero (cosa que, obviamente,
no tenemos y nunca tendremos, pienses lo que pienses), entonces debemos tener lo
segundo, porque de lo contrario nos convertiremos en menos que ganado —hizo una
pausa momentánea, pensando, y luego se dio la vuelta—. Si vas a quedarte aquí,
debes comprender algunas cosas. Mira y aprende.
Él pasó junto a ella y abrió tres baúles más situados junto a la pared que había
frente al lecho. Los objetos que estaban colocados encima de los baúles cayeron al
suelo y se rompieron o se desperdigaron: un cuenco pequeño con el borde dorado, un
caballo hecho por un niño con arcilla basta, un peine con mango largo y un dibujo
desmañado pintado en azul en el mango…
Ignorándolos, él dijo:
—Nerón es un niño, no tiene más control sobre Roma que yo mismo. Pero hay
dos hombres que gobiernan a través de él, y de ellos, Séneca es el que más riquezas
posee. Las usa para amasar más riquezas aún. Éste —y volcó el primero de los baúles
— estaba lleno antes. Y éste, y éste.
De los ocho baúles, tres estaban volcados, vacíos. Tago se quedó en el mismo
borde de la luz de la lámpara, temblando como si estuviera en batalla. Su manga
vacía se había soltado y se la subió encima del muñón de su brazo. La carne aparecía
de color morado donde Airmid la había cosido sobre el muñón del hueso. Por encima
la carne era del mismo color que el brazo de otro hombre cualquiera, pero pálida por
la falta de luz solar.
Dijo:
—Breaca, no todos podíamos irnos corriendo al oeste y convertimos en héroes.
Todas las noches, durante catorce años, he soñado que el hombre de Amminio no me
rompía el brazo, o que yo conseguía apartarme, o que levantaba la espada para
detener la suya y por tanto quedaba entero para poder luchar contigo en la batalla de
la invasión. He soñado que derrotábamos a Roma juntos, o que estaba contigo cuando
condujiste a los niños y los guerreros de Mona al oeste para continuar la lucha. En mi
sueño resistíamos juntos, y Roma era rechazada de vuelta al océano, que se la tragaba
para siempre, y no volvía jamás. Luego, me despierto y no estoy entero y las legiones
no se han ahogado y mi pueblo se muere de hambre, de enfermedades y a causa de
los castigos infligidos por las legiones, que toman represalias contra nosotros por el
daño que les han causado las tribus a las que ellos no pueden alcanzar, en el oeste.
Ella debería haber sentido lástima por él, pero no podía. Dijo:
—Estás diciendo que ahora comercias como un romano, y que no debería
despreciarte por ello.
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—¡Sí! ¡Sí, en el nombre de Briga! Los niños tienen que comer, Breaca. Ésa es la
realidad, y eso no puedes cambiarlo. Tú crees que puedes venir al galope y levantar tu
estandarte y que los guerreros se reunirán a tu llamada y que, en primavera, podrás
conducirles hacia la gloriosa derrota de Roma. Pero no es así, nunca será así. Vive
aquí un invierno y verás por qué no quedan guerreros que puedan reunirse bajo tu
estandarte, por qué todo el mundo, hombres y mujeres, está vencido: tienen
demasiada hambre, porque cinco décimas partes de su grano se han pagado como
impuestos y llevan días viviendo solo a base de beber nieve derretida, para poder
alimentar a sus hijos. Tus hijos no morirán este invierno porque yo he cogido las
monedas de Séneca y las usaré para alimentar a aquellos cuya vida depende de mi
protección. Ésta es mi batalla, y mi forma de librarla. También aprenderás eso. Si
quieres enseñar a Graine a dirigir las cosas como corresponde a su sangre, esto es lo
que tendrás que enseñarle. No habrá ningún ejército, Breaca, los icenos no tienen
ánimos para eso. ¿Lo comprendes?
—No. Pero comprendo que tú lo creas —Breaca se levantó. Miró cada uno de los
baúles volcados. Ni una sola moneda quedaba en el fondo de ninguno de ellos. Se dio
cuenta, de pronto, de que no había comido desde que amaneció, y que su estómago
hacía rato que daba vueltas sobre sí mismo, quejándose—. ¿Qué ocurrirá cuando
Séneca reclame su préstamo y tú no puedas pagárselo? —preguntó.
—No soy incapaz de devolverlo. Tengo más de lo que había aquí en comercio e
impuestos propios. No todo está aquí, está en monedas icenas, pero la plata es plata, y
no discutirán —sonrió débilmente—. Pero si, por casualidad, resultase que soy
demasiado pobre y no puedo pagar, entonces, naturalmente, él tendrá derecho a
disponer de los bienes que cubran el total: oro, grano, caballos, perros…
—¿Esclavos? —el frío le helaba el pecho. «¿Tendré que enseñarte, Breaca de los
icenos, lo que significa que un pueblo se desangre hasta que no quede nada más que
dar?»
Malinterpretando su preocupación, Tago dijo:
—Por supuesto, esclavos. Pero nunca miembros de la familia real. Tienen mucho
cuidado con eso. Aquellos cuya reivindicación de la realeza reside en los lazos de
sangre más débiles que se pueda imaginar y el incesto sancionado oficialmente, se
muestran extrañamente respetuosos de aquellos cuya reivindicación es genuina y se
remonta a incontables generaciones. Ocurra lo que ocurra, no te cogerán ni a ti ni a
tus hijos. Hasta Cygfa, que solo es tuya nominalmente, está a salvo. Pero cogerán a
cualquier otra persona que crean que puede cotizar un cierto valor en el mercado.
—¿Y permitirás eso?
—No tengo ningún poder para evitarlo, Breaca. Soy rey porque ellos decidieron
llamarme así. Si quieren colocar a otro en mi lugar, tampoco puedo evitarlo.
—Y si dejamos de ser realeza, nuestra familia ya no estará a salvo.
—Exactamente.
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Era duro, entonces, dejar a un lado la visión de un redil de esclavos. Las lágrimas
de Graine no eran de oro, sino de sangre, y convertían su rostro en un campo de
batalla.
Junto a una pared había una cama cubierta con pieles de oveja teñidas y debajo
una piel de caballo entera. Breaca se sentó en el borde y se miró el dorso de las
manos hasta que fue capaz de verlas claramente a través de la imagen de su hija.
Tago sonrió con algo de tristeza.
—Los romanos no quieren la guerra en el este —dijo—. Tus batallas en el oeste
lo han conseguido. Para mantener la paz, no nos provocarán. Para preservar nuestra
vida, no les provocaremos. No es algo con lo que uno pudiera soñar, pero es bastante.
Él le ofrecía aquello como si fuese un regalo, su galardón por lo que ella había
sido. La fuerza de aquel hecho, o el poder del vino, le empujaron más allá del escudo
invisible que la rodeaba. Acercándose, pasó los dedos por el brazo de ella. El control
que ella tenía de su cuerpo era menor que el de su mente. Después de tocarlo él, se le
puso piel de gallina en el brazo.
Él se inclinó y le besó la frente.
—Creo que deberías beber un poco de vino —se lo sirvió y dejó la jarra en el
suelo junto a ella. Ella lo ignoró.
Él dijo, mientras le acariciaba la nuca:
—No me has preguntado cómo dormirá tu familia.
—No hay necesidad.
Las antorchas parpadeaban. Una por una, el aceite se les acababa y fueron
soltando hilos de humo, como telarañas, hacia el techo. Breaca cerró los ojos. Casi
amanecía, y la herida de lanza que tenía en el brazo le dolía, y estaba tan cansada
como si hubiese luchado todo el día, y quería agua, o cerveza, no vino.
—Tago —el pulgar de él iba dando vueltas y vueltas en su nuca. Había bastantes
posibilidades de que acabase vomitando, cosa que resultaría muy humillante. La
realidad la aplastaba, después de días y días viviendo entre las palabras de la
antepasada, y él tenía razón: las cosas no eran, en modo alguno, tal y como ella las
había imaginado. Cabalgar hacia la batalla era mucho, muchísimo más fácil.
Todavía quedaban muchas cosas por decir, fronteras que establecer, de modo que
ambos las conocieran perfectamente.
—Tenemos un acuerdo —dijo ella, cansada—. Deberíamos aclarar los términos.
Tú has establecido los tuyos: yo me convertiré en tu mujer en todo y te ayudaré a
gobernar a los icenos. Mis términos son igual de claros. Si mis hijos, o Airmid, o
cualquiera de los que me han jurado lealtad, sufre algún daño, o si a alguna de las
mujeres la tocan siquiera en contra de su voluntad, me perderás y conmigo toda
esperanza de gobernar a los icenos. Nuestro pueblo quizá no esté preparado para
luchar, pero no son las ovejas que tú me has pintado, y no aceptarán tu gobierno. El
linaje real siempre ha sido un nexo entre el pueblo y los dioses. Si rompes ese nexo,
será a riesgo tuyo.
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—Obviamente —a Tago no le gustaba que le trataran con condescendencia. Le
quitó la mano del cuello. Ella respiró hondamente.
—¿Es todo? —preguntó él.
—No. Otra cosa. Nosotros dos no tendremos ningún hijo.
—¿Cómo? —al final él perdió el control—. Has jurado ante el consejo de los
ancianos…
—… ser tu esposa en todo. Soy plenamente consciente de lo que he dicho, y de lo
que representa. Sin embargo, no he jurado que fuese capaz de dar a luz más hijos. No
lo soy, o al menos así lo cree Airmid. Para conocer los detalles tendrás que
preguntarle a ella, pero creo que el nacimiento de Graine me causó unas cicatrices
que no se pueden reparar.
Él la miró, oyéndola solo a medias. Respiraba con demasiada rapidez, y los pozos
de sus ojos estaban vacíos.
—¿Y eso es todo?
—Es todo.
—Bien.
Con esa palabra, llegaron al momento que ella había aceptado como la mejor
opción posible en una cueva, en la ladera de una montaña. No era ni tan bueno ni tan
vergonzoso como ella podía haber esperado.
Él se quedó de pie a la luz de las últimas antorchas, y ella le vio quitarse la túnica
con su única mano. Llevaba practicando toda una vida, y era tan diestro como
cualquier hombre entero. El muñón de su brazo apareció como un amasijo de
cicatrices. Se quedó muy quieto, esperando los comentarios. No carecía de valor; sus
ojos siguieron clavados en los de ella, en silencio. Ella había visto cosas peores en
cien campos de batalla, y no dijo nada. Él asintió y se quitó la prenda interior y el
cinturón que la sujetaba.
Estaba muy cerca de lo que deseaba. Se sentó en el borde del lecho y su mano se
movió espontáneamente hacia la cintura de ella. Le besó la mano, y luego el brazo, y
luego el cuello. Su voz, ahogada por el pulso de su garganta, dijo:
—Quizá no tenga ningún hijo, pero tengo mi vida, y quiero conservarla. Debes
saber ahora que si yo sufro algún daño, si muero, si tus soñadores, de hecho, no hacen
todo lo posible por mantenerme sano y disfrutando de una larga vida, aquellos de mis
hombres que han tomado nombres romanos procurarán que los que más quieres sean
quienes más sufran a la hora de la represalia que seguirá. ¿Queda bien claro, esposa
mía?
Él usó la palabra romana uxor, que no tiene equivalente en ningún lenguaje de
ninguna tribu. Veinte años de espera se escondían detrás de aquella palabra.
—Excelente. En tal caso, debemos celebrarlo tú y yo. Si no bebes vino, hay otras
formas de sellar un trato. Ha pasado mucho tiempo desde que Caradoc fue hecho
prisionero. Debes sentirte tan hambrienta casi como yo.
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Estaba desnudo y le requirió que hiciera lo mismo. No era ningún niño, e hizo
todo lo que pudo por mostrarse atento. Ella se echó en la oscuridad solo alterada por
una lámpara y pensó en Caradoc primero, luego en Airmid y Graine, en Cygfa y
Cunomar, y por último, de forma inevitable, porque estaba en casa, en Bán.
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Parte II
PRIMAVERA, 58 d. C
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IX
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Valerio apartó el pelo de la cara sin vida del muchacho, metiéndoselo detrás de las
orejas de una forma que jamás se habría atrevido a hacer de estar despierto. Seis años
en compañía mutua no habían conseguido romper la barrera de formalidad que se
elevó los primeros días de su encuentro, cuando Valerio todavía vivía para las
legiones y Bello era el muchacho prostituto comprado no por pena, ni por amor, ni
siquiera para usarlo, sino con la esperanza de que consiguiese mantener a raya a uno
de sus fantasmas más poderosos.
La comprensión de que había conseguido la libertad por no ser otra persona había
dañado el orgullo de Bello ya en los primeros días que pasaron juntos en la Galia,
cuando se apegó a Valerio en busca de seguridad frente a las legiones y el maligno
poder del océano. Su evolución hacia la edad adulta, que había quedado muy clara el
último invierno, había agudizado y no disminuido precisamente aquella herida.
Por su parte, Valerio nunca supo qué decirle, así que no le dijo nada. En media
década nunca hablaron de amor, ni de falta de él. Solo la yegua roja de la caballería,
con su clara preocupación por el muchacho y en cambio no por el hombre, había
llegado a encarnar el muro que se alzaba entre ellos, y abierto de nuevo las heridas.
La yegua roja de la caballería que se estaba muriendo.
Hedía a miedo y a derrota y sangre vertida por la espada en un campo de batalla.
Su aliento llegaba en grandes vaharadas que estremecían la tierra en torno a ella, y
quizá toda la tierra, de un océano a otro, de modo que toda Hibernia e incluso Mona
sabrían que el caballo por el cual el anciano Luain macCalma había pagado el salario
de un año entero en oro a un duplicario de la caballería batava había dado la vuelta al
útero al principio del alumbramiento y estaría muerta al amanecer, llevándose a su
potro no nacido con ella.
Habían pasado veinte años desde la última vez que Valerio vio aquello. Su vida
era más sencilla entonces, de modo que el momento más duro de su joven vida fue
cuando su madre, Macha, cogió el martillo con punta y golpeó en la cabeza a una
yegua que estaba dando a luz, entre los ojos, para liberarla de la vida y del dolor, todo
a la vez. Mientras la yegua se deslizaba hacia la muerte, Macha abrió el vientre
hinchado y liberó a su potro, sacándolo a la luz del día, resbaladizo pero vivo,
dispuesto a alimentarse y prosperar con otra yegua. La potrilla nacida aquel día creció
hasta convertirse en la yegua gris de batalla de la Boudica, y el chico que creció y se
convirtió en Valerio llegó a aceptar que su madre había hecho bien.
El adulto Valerio había usado su propio martillo con caballos y con hombres,
liberándolos de una vida que se había llegado a hacer insoportable. No le costaría
ningún esfuerzo volverlo a hacer entonces, y conociendo a la yegua, no creía que su
alma le esperase, como hacían otros, en la tierra de los muertos, buscando venganza
por una vida cortada de raíz sin causa alguna.
Bello, sin embargo, sí que lo haría. Su cariño por la yegua había ido en aumento a
lo largo de los oscuros meses de invierno, como el tranquilo romance de dos
extranjeros abandonados sin su consentimiento en una tierra extraña. Él tenía cierta
Una vez tomada la decisión, Valerio se puso a trabajar con eficiencia. Si tenía que
intentar lo imposible, había que salvar primero a Bello. El chico pesaba más de lo que
parecía por su constitución esbelta, pero le resultó bastante fácil llevarlo a la única
habitación de la choza del herrero y echarle en la cama con unas piedras calientes a
su alrededor, envuelto en lana. No podía beber por voluntad propia, pero sí que le
podía obligar a tragar una infusión de consuelda y llantén cocido y luego triturado,
enfriado y guardado en una jarra de piedra para las mujeres que estaban demasiado
agotadas para comer después del parto.
La yegua no se había movido cuando volvió Valerio. Yacía tiritando como la
había encontrado al principio. Bello no podía oírle conscientemente, como si
estuviera despierto, pero nadie le impedía hablarle como si pudiera escucharle desde
algún otro lugar. Notando que había una presencia que miraba por encima de su
hombro, Valerio dijo:
—Mira y aprende. Quizá podamos salvarlos a los dos todavía.
No era un trabajo fácil. Debería haber tenido a dos más para ayudarle, para darle
la vuelta a la yegua hacia un lado mientras él volvía el útero hacia el otro. Consideró
la idea de ir al poblado para despertar a una de las mujeres tranquilas y firmes que
sabían mucho más de alumbramientos que él mismo. Por Bello habría sacrificado su
orgullo, pero la caminata y despertar a quien fuese y luego volver le habría ocupado
hasta la mañana, y no creía que la yegua viviese para ver el amanecer. Solo, pues,
Valerio luchó y sudó y maldijo y fue como si estuviese en la batalla, excepto que la
yegua no estaba intentando matarle directamente, solo gemía y se esforzaba por
expulsar a un potro que no tenía el paso franco hacia la libertad.
—Por favor… date la vuelta conmigo ahora… solo… la vuelta…
No había existido ninguna oportunidad de que aquel alumbramiento fuera fácil, pero
no había imaginado que resultase imposible.
Mientras duró la oscuridad y ya al amanecer, Valerio luchó como raramente había
luchado antes, por la vida, en lugar de por la muerte. No podía concretar en qué punto
la derrota resultó inevitable, ni el momento en que la aceptó y dejó de intentarlo. La
yegua estaba exhausta y yacía como muerta, y solo el movimiento de subida y bajada
de su respiración indicaba que no era así. El potro había dejado de lamerle los dedos
hacía mucho rato. Había notado su corazón una vez al intentar tirar de una pata, pero
ese sonido también se había desvanecido, al parecer.
Valerio se sentó sobre sus talones e intentó pensar. La yegua estaba ennegrecida
en un costado por la turba, y yacía muy quieta. Hasta tiritar le suponía un esfuerzo
imposible. Si el potro no estaba muerto, le faltaba poco. En los recovecos de su
mente, Valerio oyó a su madre pronunciar la invocación a Briga que precede a la
muerte, y la vio yacer de costado con una espada en la mano, de una agudeza tal que
podía penetrar a través del pellejo crudo, y cortar la pata de un potro muerto y
separarla de su cuerpo, y luego la cabeza, y quizás otra pata también, permitiendo así
que el animal ya muerto saliera a trozos y la yegua pudiese vivir.
Valerio había ayudado a parir yeguas durante veinte años, y nunca había tenido
que recurrir a cortar el potro a trozos para sacarlo. Con la mente en blanco,
manteniéndola así con mucho cuidado, y el corazón bien cerrado, anduvo la corta
distancia que le separaba de la forja y volvió, y el cuchillo que llevaba era tan afilado
como fue el de su madre en tiempos. Más tarde, cuando el potro fue entregado a
trozos a los cuervos, volvió con agua caliente y unas hierbas y se dedicó a devolver a
la yegua roja de nuevo a la vida. Tal cosa no estaba fuera de su alcance y a los dioses
vengativos, que podían dar a un hombre un motivo para amar y luego quitárselo, no
les pareció adecuado incluir a la yegua en su retribución.
Cerca del mediodía, con la yegua ya seca y sentada erguida, con paja de avena
colocada junto a sus flancos para sujetarla, Valerio volvió a la choza y avivó el fuego
La yegua fue mejorando con malta caliente y atenciones a lo largo del día y de la
noche. Llegó a reconocer, a Valerio y dio la bienvenida a sus cuidados. El segundo
día después de su fracasado parto se puso de pie y, libre de la carga del potro, fue
caminando por el cercado y salió por la puerta abierta, hacia la puerta de la cabaña.
Bello todavía yacía inconsciente en su interior, pero entonces le cambió el color.
Después, la yegua se comió el buen heno que Valerio compró para ella, y se bebió
el agua caliente con un poco de miel e infusiones de bardana y valeriana. Aunque era
libre de correr por donde quisiera, pasaba el tiempo de pie junto a la puerta de la
cabaña, tapando la luz del sol y molestando a las gallinas, que tomaban el sol en el
umbral.
Bello no mejoraba. Tres días después del parto, como el chico no mostraba más
señales de que fuera a despertarse que la primera noche, Valerio tuvo que admitir sus
propias limitaciones y se dirigió hasta el pequeño asentamiento costero en el que no
había establecido su hogar. Allí averiguó hasta qué punto el extraño herrero moreno
de la colina, con su extraño chico rubio, se habían convertido en un valioso hilo en la
trama de la vida.
Valerio pensó una vez que los hibernios eran corpulentos y toscos y que Bello no
estaba seguro en su compañía. Igual que ocurría con todas las falsedades, el fantasma
de la verdad se escondía en su corazón, pero los hombres y mujeres del asentamiento
no querían hacer ningún mal al muchacho. La amenaza, si es que existía alguna,
procedía de los navegantes que usaban la abrigada bahía en las primaveras claras
como puerto para aprovisionarse de agua potable, y compraban carne y cerveza, y no
siempre estaban sobrios ni eran fiables ni seguros.
Aquellos con los que comerciaba Valerio no eran todos altos y pelirrojos y
ninguno de ellos era tosco. Nunca se habían acercado a su forja, ni le habían ofrecido
ayuda sin pedirla, pero aun así, había corrido la voz entre ellos del mal parto de la
yegua y de la coz que había recibido Bello en la cabeza. Lo único que se preguntaban
era si el herrero tendría la pericia necesaria para curar al chico, y si no era así, cuánto
tiempo pasaría hasta que tuviese que pedir ayuda, y dónde decidiría pedirla.
Las opiniones estaban divididas, pero el peso de las apuestas se inclinaba por
Mona y el esbelto soñador que había traído la yegua, más que hacia los ancianos
Bello seguía durmiendo. A lo largo de cuatro días de viaje por caminos llenos de
baches, Valerio llegó a conocer los límites del manso caballo zaino que tiraba de su
carro. La yegua roja, que al principio iba atada a la parte posterior del carro, seguía
las órdenes de mando de Valerio, y al cabo de un rato demostró que no necesitaba ir
atada. Dos veces fue dirigiendo el camino a través de unos arroyos primaverales muy
caudalosos, cuando el castrado rehusaba los torrentes. El carro resultó mucho más
resistente de lo que parecía, y las ruedas muy fuertes.
Valerio pasó a través de las colinas y se dirigió hacia el norte, y luego, por un
camino de piedras que recordaba de viajes pasados, se volvió hacia el este, hacia el
mar. Allí el camino carecía de la superficie curva y resistente de las calzadas
romanas, pero el terreno era sólido y lo bastante ancho para que pasaran dos carros.
El invierno no fue demasiado duro el primer año del regreso de la Boudica con los
icenos, pero la nieve bloqueó las rutas comerciales durante cuatro meses y luego los
caminos pequeños, hasta que las aldeas quedaron aisladas unas de otras y ella vio, tal
y como Tago le había dicho, por qué su pueblo carecía de ánimos para ir a la batalla.
Los más viejos fueron los primeros en morir, atacados durante los primeros meses
por el frío, la enfermedad o el hambre, o una mezcla de las tres cosas. De los que
habían acudido a la reunión clandestina en el claro del bosque perecieron ocho; ocho
que apoyaban el regreso de la Boudica, ocho menos que podían ayudar a convocar a
los guerreros y darles ánimos.
Durante un tiempo aquello pareció importante, como si su pérdida pudiese
decantar el equilibrio de una estrategia que aún se estaba formando. Luego
empezaron a morir los niños, cosa inaudita en los años anteriores a la invasión, y por
fin siguieron las personas de mediana edad, que deberían haber sido lo bastante
fuertes para sobrevivir al frío.
Aquello se parecía demasiado a las visiones de la antepasada. Roma exigía unos
impuestos que habrían servido para sostener a las tribus, dejando la tierra exhausta,
desprovista de caza y con los pastos agotados. La gente estaba muy delgada,
esquelética, y si los niños hubiesen llorado lágrimas de grano, sus padres se las
habrían comido llenos de gratitud. Cada muerte hacía más urgente la necesidad de
crear un ejército y expulsar a aquel parásito que era Roma. Cada muerte disminuía el
valor del pueblo y minaba su voluntad de lucha.
Hacia la primavera, cuando las nieves empezaron a clarear y la urgencia y la
imposibilidad se igualaban, Breaca apartó los pensamientos incesantes que le daban
vueltas en la cabeza, cogió a su hijo y su perro y su lanza y salió a cazar; era lo mejor,
lo más concreto que podía hacer.
—¡Aquí!
El cuerpo yacía bayo el grosor de una mano de nieve semifundida, que le hacía de
manta, como si fueran los pellejos que se usan para dormir, y solo la punta de un
codo elevado sobresalía y arrojaba unas sombras oblicuas sobre la blancura. Piedra lo
encontró y escarbó en la nieve, aullando. El ruido se diseminó por el paisaje y
desapareció.
—¡Cunomar! ¡Aquí!
Breaca dejó caer su bolsa de caza y se separó del sendero hacia un lado, donde no
se sabía qué profundidad podía haber. Se hundió hasta las rodillas y el mango de su
—No sé si lo hizo o no. Gayo y Tito creen que no, pero estaba oscuro, nevaba y no
tuvieron tiempo de interrogarle debidamente.
—Y tú preferiste no decirme nada —Breaca se mostraba fría, casi furiosa, y cada
palabra era una acusación. Se había quedado de pie en la puerta de la habitación
privada de Tago, quitándole casi toda la luz. Después de la fría nitidez de la nieve, la
semioscuridad de la lámpara era mucho más fría y húmeda de lo que ella podía
soportar.
Tago se mantenía apartado de ella, en el rincón más alejado. A lo largo de todo el
invierno él no había llegado a presenciar su ira en toda su extensión, ni había
aprendido a temerla.
No había brisa alguna en el calvero. El saco de paja colgaba a la altura del corazón de
un guerrero, muy quieto. A treinta pasos de distancia se encontraba una lanza,
producto de la forja de Breaca y del sueño de Graine, con la ayuda de Airmid. La
hoja era de la longitud del pie derecho de Tago desde el talón hasta el dedo medio; lo
más largo que permitía la ley romana. El mango era de fresno pálido, pulido hasta
obtener una tersura mate para que resultase suave a la mano, y un bulto de nudosa
madera de morera equilibraba el peso al final. Era un arma con la cual cualquier
joven se sentiría encantado de pasar la prueba de guerrero, en sus largas noches.
Breaca la recogió del suelo del bosque y la sopesó, sujetándola entre ambas palmas.
—Eneit, es tuya, hecha para tu altura. Como eres el mayor, deberías tirar tú
primero. Cuando los soñadores pongan fecha para tus largas noches, Cunomar y tú
seréis enviados por separado. Los dioses y vuestro sueño os enviarán de nuevo a casa,
pero si ambos volvéis juntos, haréis las pruebas de lanza por orden de edad. Debes
prepararte para tirar el primero.
Eneit acarició la madera con la palma, con la timidez de un conocimiento recién
adquirido. El hijo de Lanis era lo opuesto de Cunomar en muchos aspectos: su
cabello de color roble oscuro no le crecía más que la anchura de una mano, de modo
que le habría resultado imposible hacerse las trenzas de guerrero en las sienes,
aunque hubiese sido legal hacerlo. Su rostro ancho y abierto había adquirido ya un
tono bronceado, aun con el débil sol primaveral, de modo que sus ojos, su cabello y
su piel eran del mismo color, pero con tonos distintos.
El origen de Eneit era la única mancha de su vida, y la soportaba, como todo lo
demás, con serena fortaleza. Lanis no era una mujer con la que uno se pudiese
enfrentar sin pensárselo antes muy seriamente. Ella había prohibido ya desde el
comienzo los actos de rebelión de su hijo contra el enemigo, sobre todo sus esfuerzos
por aprender de Cunomar las habilidades de guerrero que le convertirían en hombre.
Como primero eran las normas del enemigo, y además eran también las normas de su
madre, Eneit no tenía problema alguno en desobedecerlas abiertamente; sus dudas
procedían de otra parte. Absorto aún en la lanza, dijo:
—Sabes que nunca he arrojado algo como esto.
Otro chico cualquiera se habría avergonzado de esa carencia; Eneit en cambio
decía la verdad y no esperaba censura alguna. Breaca dijo:
—Lo sé. ¿Cómo ibas a hacerlo? No había herrero que cantase el alma de las
espadas al hacerlas, ni soñadores que formasen el mango, ni nadie que pudiese
enseñarte cómo actúa un guerrero. Pero tienes las cualidades para ello; recuerda que
Eneit había aprendido bien. No dejaba huella alguna que un ojo sin entrenar pudiera
seguir, y la única que dejaba era tan débil que Cunomar se sintió muy agradecido por
las marcas intermitentes, las ramitas recién rotas y las piedras caídas, y, en una
ocasión, hasta una rama muerta clavada en el suelo, que había sido colocada
deliberadamente para señalar el camino.
Cazador y cazado dejaron el bosque y se movieron por el terreno pantanoso. Eneit
conocía aquellas tierras desde que nació. Estaba a gusto en aquella llanura, donde
solo las aliagas de florecimiento temprano rompían la línea recta del horizonte, y la
tierra firme dejaba paso a las marismas sin advertencia alguna, de modo que un
hombre podía ahogarse si no iba con cuidado.
Cunomar estaba echado de cara en un macizo de juncos en el borde del agua
quieta, y buscaba señales de movimiento. A un tiro de piedra de distancia, unas
yeguas salvajes amamantaban a sus potrillos y apacentaban. Una bandada de patos
formaba una flecha en el cielo casi blanco. Un halcón pasó casi rozando las marismas
y giró de pronto de lado para hacer una presa. Volaron hacia arriba las plumas donde
antes estuvo el ave, y luego ésta volvió a alzarse con un pichón.
Si no hubiese estado mirando todo aquello, Cunomar no habría visto el suave
movimiento de vaivén que producía un cuerpo deslizándose por la tierra plana y
luego por una hondonada. La tierra, al parecer, no era tan plana como él había
pensado. Con un pequeño brote de satisfacción alborotándole el pecho, estudió la
forma de acercarse a la hondonada sin llamar la atención… pero no encontró
ninguna. Las enseñanzas de Ardaco para esas circunstancias estaban bien claras:
No hubo tiempo para hablar con Graine. Volvieron a un poblado que hervía como un
enjambre en plena actividad. Ocho hombres de la caballería romana se encontraban
junto a sus caballos en el interior del recinto, mirando al frente como si los que tenían
a su alrededor no existieran. Uno, peor adiestrado que sus camaradas, volvió la
cabeza para mirar a Cunomar. El disgusto y una afligida superioridad relampaguearon
desde el hombre hasta el chico. Por segunda vez en un solo día, el hijo de la Boudica
notó que su corazón titubeaba y aprendió lo que era cruzar las fronteras de su propio
valor.
Ardaco se reunió con él cuando caminaba junto al último de los centinelas. El
guerrero estaba furioso en presencia del enemigo, y cualquiera que tuviera dos dedos
La escarcha brillaba en los muros encalados y las tejas rojas del hospital de
Camulodunum. Casi el único que quedaba entre los edificios de la colonia de
veteranos, que en tiempos había sido fortaleza de la legión Vigésima, permanecía sin
cambios. Teófilo de Atenas, físico y remendador de almas, estaba de pie con la mano
en el cerrojo y respiraba el aire frío. Allí, el nuevo día era muy quieto; las nubes de su
última exhalación todavía permanecían en torno a su cabeza. En otros lugares,
hombres, mujeres y niños se removían ya, como lo hacían en todas las ciudades,
pueblos y poblados a lo largo de todo el imperio. Se encendían los fuegos, se llenaban
los cubos, se alimentaba a los pollos, se trasladaba al ganado a nuevos pastos…
Los muros que en tiempos habían encerrado la fortaleza habían desaparecido
hacía una década. Sin ellos, Teófilo podía ver toda la extensión del horizonte y los
delgados hilos de humo azul que se elevaban y marcaban la estela de mil hogares.
Como hacía cada mañana, ofreció una plegaria al universo vasto e impersonal, para
que el día no trajese a demasiados de sus ocupantes hasta él, enfermos o heridos. No
lo hacía por él mismo: su vida era la medicina, y disfrutaba de cada desafío, pero
nunca había sido de los que ignoran el coste humano de las cosas que dan sentido a su
vida.
El aire era como el buen vino, embriagador y refrescante a la vez. Respiró una
última vez y luego abrió de par en par la puerta y entró hacia el aire más caliente y
moribundo del hospital.
La sala reservada para los ciudadanos romanos era mayor que la sala para las
tribus, y estaba menos atestada. Trabajando junto con sus dos aprendices, Teófilo dio
el alta a dos víctimas de envenenamiento por alimentos, y a un comerciante de vinos
medio parto, medio galo con una resaca monstruosa, que había porfiado
incesantemente, sin parar, que su bisabuelo había servido en la caballería con Tiberio
en la guerra panonia, y fue recompensado con la ciudadanía hereditaria, y por tanto
ese tratante de vinos debía ser admitido en el hospital de los ciudadanos. El hombre
mentía, pero había conseguido su objetivo porque era la mejor forma de que se
callara. Se fue de mal humor, maldiciendo a los físicos de todo el imperio y diciendo
que eran unos idiotas y una escoria sin principios.
Por fin, los aprendices se ocuparon de Publio Servilio, un exlegionario de la
Novena herido en un muslo por un toro dos días antes. La herida había sangrado
mucho cuando se la hizo, pero así se había limpiado a sí misma y drenaba bien, sin
infecciones malignas.
Teófilo dio instrucciones para el cuidado de aquel hombre y órdenes de que
volviese cada día para que le cambiasen los vendajes y dejó la sala antes de que su
Nada más se dijo hasta dos días después, cuando Valerio emergió del fondo de la
choza con dos pellejos de cabra enrollados. Los dejó cruzados uno sobre el otro en la
hierba, enfrente de Bello, que los inspeccionó con evidente curiosidad.
—¿Qué son eso? ¿Muletas?
—No. Creo que podemos saltárnoslas —Valerio cogió un extremo de un pellejo y
lo desenrolló. El metal chocó contra el metal, cuando dos hojas cayeron libres en la
Estaba echado junto al arroyo cuando volvió Valerio, con la cabeza levantada, como
había dictado el curandero macCalma. Como macCalma no había dictado en
absoluto, su cabeza se apoyaba en un borde de la roca del carrizo; la sangre
coagulada formaba un amasijo oscuro en su cabello, y goteaba un poco en la tierra
que había debajo.
—Bello…
—Ya lo sé. No me grites. Tengo dolor de cabeza —Bello abrió ambos ojos
demasiado rápido—. ¿Era tu hermana la que estaba en el ataúd?
—¿Qué? No, era una soñadora que había intentado infiltrarse en la fortaleza de la
legión Vigésima. Los inquisidores la retuvieron tres días. El legado ordenó que lo que
quedaba de su cuerpo fuese arrojado a la vista de la barcaza. ¿Qué has…?
—¿Y ese soñador, Efnís, es amigo tuyo otra vez?
—No. Me odia. Sin la protección de macCalma, nos haría a nosotros lo que Roma
acaba de hacer con la soñadora muerta. Lo sabes. ¿Es Efnís el motivo de que tú…?
—Necesitamos a macCalma.
Valerio lo dijo, porque Bello no era capaz. Había llevado al muchacho al
estercolero para que se aliviara, y le había alimentado y lavado, y su vida era igual
que en los primeros días, excepto que en esta ocasión la mente de Bello estaba viva y
activa, y, cuando no estaba postrado por el terrible dolor de cabeza, podía pensar y
hablar con claridad. Entonces dijo:
—También podríamos necesitar nieve en mitad del verano. A menos que haya
perdido, más tiempo del que he sido consciente, nuestro soñador favorito de los
dioses no debe volver hasta finales del mes que viene.
—Quizá no, pero podemos llamarle, o más bien, Efnís puede hacerlo. Él es
Anciano de Mona en ausencia de macCalma… tiene que haber siempre uno
designado en la isla, para mantener el sueño de los antepasados. Hay formas de que
un soñador hable con otro, si la necesidad es lo bastante acuciante.
Bello miró con los ojos secos al lugar donde creía que debía estar Valerio.
—Efnís no llamará a macCalma para ti.
—No. Pero podría llamarlo para ti. Se lo puedo preguntar. Lo peor que puede
pasar es que me diga que no.
—No.
—Efnís, Bello no es enemigo tuyo. Es una víctima de Roma, como cualquier
hombre o mujer de las tribus. Lo vendieron como esclavo cuando tenía seis años. Y
lo siguieron vendiendo cada noche en un burdel de la Galia durante los cuatro años
siguientes. Recibió una coz en la cabeza intentando ayudar a parir a una yegua,
porque no quería despertarme, y se ha caído porque intentaba cumplir las absurdas
exigencias de macCalma, para que nos dejase abandonar tu preciosa isla y volver a
Hibernia. Si no se cura, nunca podremos irnos. ¿Es eso lo que quieres?
Valerio se quedó de pie en la entrada de la casa grande, lo más cerca que había
estado jamás del corazón del sueño de Mona. Unos soportes tan anchos como su
brazo y de dos veces su altura se alzaban como jambas a ambos lados. Los grabados
que tenían hacían que la cabeza le diese vueltas, como cuando era niño. Para evitarlos
miraba justo al frente, hacia las fogatas y las armas y los guerreros y soñadores que
había allí reunidos.
Ocho guerreros permanecían de pie a su alrededor, en un semicírculo, y las
oleadas de odio que emitían eran tan tangibles como las que había percibido en el
campo de batalla, en un pueblo ardiendo. Algunos de ellos no eran mayores que
Bello. Era posible que Valerio hubiese quemado sus casas y ahorcado a sus familias.
Efnís estaba de pie, en el centro. De joven fue un muchacho sereno, pensativo y
de gran corazón, y el niño que fue Bán le quiso y veneró su presencia. No imaginaba
que pudiera ser implacable, pero tampoco se imaginaba que él iba a serlo también
durante un tiempo.
El hombre que se enfrentaba a él era algo más que implacable: Efnís encarnaba
un poder que daba vida a los grabados de la puerta simplemente con su presencia.
Los dioses de su pueblo caminaban con él, y a través de él, y no se sentían nada
inclinados a la compasión. Sus ojos miraban a través de Valerio como si no se
hubiesen conocido más que en la batalla.
—No —repitió—. Luain macCalma no es tuyo y no puedes silbarle para que
acuda como un perro. Si el chico muere es problema tuyo, no nuestro.
Valerio captó el borde desgastado de su ira y lo retuvo. Cuando uno no tiene
poder, la templanza es un lujo en el que no se puede caer. Dijo:
—La pérdida será también de macCalma. Si Bello muere, seré libre de irme y el
año que le debía habrá quedado en menos de medio. Dudo mucho que os hubiera
obligado a soportar nuestra presencia a lo largo de todo el invierno si no hubiese
deseado que me quedase después de la primavera.
Bello tenía mucha más fuerza de lo que los dos creían, tanto de cuerpo como de
mente. Valerio se quedó un día entero y le guio mientras practicaba sin parar, y al
final, el joven podía preparar una comida sin cortarse los dedos, y había demostrado
que era capaz de coger una jarra y arrastrarse hasta el arroyo para llenarla.
Hacia el anochecer, apareció la chica de las tortas con una liebre cortada a trozos,
y Valerio se fue a examinar a los caballos dejando que Bello hablase con ella. Al
volver encontró que Bello tenía más color en las mejillas que en ningún otro
momento desde que se cayó, y sonreía de un modo que no parecía tan forzado. Había
una olla encima del fuego y el olor de la liebre estofada y el ajo silvestre llenaba el
aire tranquilo junto a la corriente.
Comieron juntos después de anochecer, cuando no había nada más que practicar,
ni que limpiar u ordenar. Bello dijo:
—Le he dicho que tú te irás al amanecer, y que, encuentres a macCalma o no,
volverás con la luna llena. Creo que ella me ayudará mientras tú estés fuera. No creo
que tenga problemas por ello. Efnís sabe que viene aquí.
—Ya me imaginaba que lo sabía —Valerio había pensado durante su paseo en lo
oportuno de las apariciones de la chica—. Apostaría a que macCalma les dijo a los
dos cómo debían actuar antes de irse. Muy poco de lo que él hace parece confiado al
azar.
Como oficial de la caballería auxiliar, Julio Valerio había pasado muchas noches sin
dormir en situaciones mucho menos clementes que una choza con una buena fogata
en su interior y junto a un arroyo, con el estómago lleno y los aromas del ajo, del
humo de leña y de la carne de liebre acariciando sus sentidos.
Quizás a causa de todo ello no permaneció despierto, como había pensado, para
buscar la ayuda de los dioses en el fuego, sino que se durmió, y al dormir, soñó de
forma inconexa y desagradable, con su madre y con macCalma que caminaban,
dormían y yacían juntos como amantes en los antiguos lugares sagrados de Hibernia,
el año anterior a su nacimiento.
Roma entonces era un enemigo distante solamente, y todos los conflictos eran
pequeños, aunque no lo parecían en su momento. La madre de Valerio era joven y no
estaba furiosa. Notó la presencia del niño que crecía en su vientre, y lo amó. Dio a luz
sola bajo la luz de la luna llena, y puso a su hijo el nombre de Bán, que significa
blanco en el lenguaje de Hibernia, por el color de la luna. Apretando sus manos juntas
sobre el corazón de él, y luego el de ella, dijo: «tú serás de Nemain, y crecerás bajo su
cuidado. Yo lo procuraré».
Luain macCalma llegó a ella más tarde y le dio noticias de que en la Galia
aumentaban los conflictos, y de que unos soñadores habían muerto a manos de Roma.
Macha siempre supo que debía irse, pero Valerio, que antes fue Bán, notó ya en su
vientre y en su sueño el dolor de su partida, el vacío de las promesas no pronunciadas
porque serían huecas y sin sentido.
La pérdida era demasiado aguda para soportarla. Liberándose de su madre,
Valerio observó desde lejos cómo ella compraba una buena yegua de las manadas de
cría de Hibernia, y un perro que había cazado a un ciervo en plena carrera, y con ellos
Visto desde la parte superior de la ladera de la colina, Camulodunum era como una
infección de ladrillo y cal que se extendía sin control por una tierra que en tiempos
había sido verde. En el dédalo de callejuelas y calles pavimentadas y enfangadas, los
puestos y casuchas de los comerciantes, pintadas de colorines, las pocilgas, los
establos de madera y las villas pintarrajeadas de colores chillones, solo las puertas
triunfales al oeste y el teatro del este sobresalían de todo lo demás.
Siguiendo a Corvo por el lodo, el ruido y los olores asaltaron más todavía a
Breaca. La ciudad no era un lugar tranquilo. Aunque estaban ya cerca del mediodía,
los cacareos de los gallos eran tan agudos como los chillidos de los niños y los gritos
de los hombres; hombres con armaduras, hombres encadenados, hombres que daban
órdenes a otros hombres, hombres que daban órdenes a las mujeres, y a las mulas, y a
los caballos, y a los toros. Una chica lanzó un grito, pero solo una vez, y no duró
demasiado; Camulodunum era un dominio masculino.
El olor hacía llorar los ojos: la podredumbre de demasiadas personas apiñadas en
un espacio extraordinariamente pequeño, con sus alimentos añejos y sus alimentos
nuevos, y sus cabras y cerdos y ganado y basura y orina y muerte. De todas las
historias que le habían contado a Breaca sobre la nueva ciudad de Roma, ninguna
mencionaba que detrás del estrépito de la vida, Camulodunum apestaba a muerte.
El viento dio la vuelta, arrojándole de lleno todos aquellos hedores al rostro.
Breaca inhaló, luego se arrepintió y escupió.
Detrás de ella, Cunomar sonrió amargamente.
—Roma huele mucho peor —dijo—. Y es mayor.
Disfrutaba de aquello, y se notaba. Su casi enfrentamiento con Corvo, y la
necesidad que había mostrado su madre de él, y su confianza, le habían vuelto más
mordaz que antes. Igual que tras la prueba de lanza, los atisbos del hombre aparecían
a través del niño, y él se veía mucho más alto a causa de ello. Dos veces Corvo quiso
incluirle en la conversación, y dos veces, viendo el odio en sus ojos, se detuvo. Acabó
por colocarse junto a Breaca, que no le odiaba.
—El teatro está ahí delante, a la izquierda. El camino está un poco abandonado.
Me temo que la construcción del templo de Claudio se ha apoderado de toda esta
parte de la ciudad.
—Ya veo.
Breaca levantó a Graine hasta sus caderas para limpiarle el dobladillo de la
túnica. El camino que Corvo había indicado era un rastro de paja bastante pisoteada
que habían echado por encima de un mar de barro, unificado con la obra que tenían a
la derecha. Dentro de ésta, con un esplendor aislado, el templo de Claudio,
Tres centurias de legionarios permanecían de pie y en fila alrededor del arco lleno de
gradas del teatro, y formaban unas avenidas que conducían hacia las muchas entradas
y escaleras. Breaca y su familia llegaron tarde, los últimos de unos pocos rezagados
que hacían el viaje desde el foro. Delante de ellos, entre un mar de humanidad
parloteante, ochenta delegaciones con sus familias, amigos y séquitos demostraban
que se encontraban muy a gusto en compañía de los romanos.
Era imposible que no hubiesen visto la oveja colgada, símbolo de cobardía e
incapacidad de luchar, pero decidieron no hablar de ello; por el contrario, la charla
era llamativa y pragmáticamente comercial. Tras la pesada dignidad de las
ceremonias anteriores, aquella reunión en el teatro tenía la sutileza de un mercado de
ganado. Los contratos que se hacían y se rompían allí eran igual de vinculantes que
los que se habían atestiguado bajo la ley romana a lo largo de la sesión matutina.
Tago ya estaba allí; en aquel mundo, él florecía. La falta de un brazo en aquel
lugar nada importaba, y se veía fácilmente compensada por una mente rápida y la
capacidad de hacer tratos perspicaces. Tal como se pretendía, la belleza de la factura
de su regio brazalete captaba la atención general, y le había colocado aparte de otros
reyes amigos, de modo que su monopolio de vinos romanos y olivas de Grecia no se
había roto.
Breaca y la ahora silenciosa Graine fueron conducidas a su lado y, mientras
Cunomar y Cygfa se unían a ellos, se complació en presentar a su familia al maestro
albañil de Iberia que había diseñado y estaba construyendo el templo de Claudio, al
calvo comerciante de vinos galo que era el tercer magistrado de mayor rango de la
ciudad, y que había subvencionado el coste de una centésima parte de la construcción
del templo hasta la fecha, y por último, y con la mayor efusión, al alto y canoso físico
griego a quien había divisado esperando junto a las escaleras hacia la hilera central de
asientos.
El físico era uno de los pocos hombres a quien respetaban por igual Roma y las
tribus. Tago le saludó extasiado.
—¡Teófilo, qué alegría! No pensaba que nos regalarías con tu presencia en una
ocasión tan informal.
—¿No? ¿Cómo no iba a asistir cuando va a morir uno de mis antiguos pacientes?
—Teófilo no le devolvió la sonrisa. Su aguda mirada de halcón se dirigía
exclusivamente a Breaca—. Ésta debe de ser tu nueva esposa. Me siento muy
honrado al conocerla. ¿Me permites?
Se inclinó, sin esperar a que se completaran las presentaciones formales, y cogió
la mano de Breaca, colocándole los dedos en la muñeca. Ella notó que hurgaban en la
Vestidos con sus togas, sus túnicas ribeteadas o sus mantos tribales (muestras visibles
de la afiliación del portador a Roma o su falta de ella) tres mil parloteantes
ciudadanos de Camulodunum, pavoneándose, llenaban las gradas del teatro cuando el
gobernador dirigió a sus funcionarios hacia los asientos reservados en la hilera más
baja de las gradas. Breaca y su hija se sentaban a mano izquierda del gobernador, y
Tago al otro lado.
El aire del teatro estaba quieto, y era caliente y fétido. El sol primaveral pasaba
por encima de la parte superior de los muros de mármol y arrojaba la luz
directamente hacia el semicírculo de arena que separaba los asientos del escenario de
madera que había enfrente.
Una hilera de mesas a la izquierda del escenario exhibía los regalos de los
delegados al gobernador. El sol los inundaba todos, puliendo el metal, ya bien
bruñido, hasta conferirle un brillo cegador. Una cratera de oro inmensa ostentaba la
marca atrebate de Berico del roble combinado con el águila de las legiones. Al lado,
las lanzas de Breaca en su caja parecían pequeñas y poco notorias. Más allá, un par
de broches de esmalte rojo y amarillo y una torques de oro hueco mostraban el estilo
fuertemente romanizado de los herreros belgos de Cogidubno. Una vaina de cuchillo
de piel teñida, un cinturón, un juego de arneses y un manto recién tejido de color
verde musgo completaban los regalos de los belgos. Al final de la mesa, muy cerca de
la audiencia, un tablero cuadriculado de madera pulida de dos colores tenía encima
un juego de fichas azules y amarillas, colocadas en fila a cada lado. No estaba en la
mesa del foro, cuando se presentaron los regalos por primera vez.
Desde detrás de Breaca directamente, Corvo dijo, pensativo:
—Alguien le ha regalado al gobernador un juego de la Danza del Guerrero.
¿Supones que sabrá jugar?
Sin volverse, ella respondió, como si se dirigiese a Graine:
—Espero que uno de sus asistentes le enseñe. Sería una habilidad muy útil para
un hombre que debe gobernar a las tribus. Si es capaz de pensar con la astucia de
Cunobelin, la guerra sería una cosa del pasado.
—Veré qué se puede hacer —Corvo sonreía, ella lo notaba en su voz. Y luego, sin
humor—: Ahora pasarán cosas desagradables. Sería mejor adoptar un aspecto
impasible.
El físico le había hecho la misma advertencia, y con el mismo espíritu. Breaca se
inclinó a ajustar el manto de Graine y le susurró:
Breaca se puso de pie en su asiento. Cygfa le cogió la muñeca con unos dedos fríos y
la sujetó. Desde atrás, Corvo dijo enérgica pero tranquilamente en iceno:
—No. Piensa. No puedes hacer nada.
Desde su derecha, el gobernador se volvió hacia ella y dijo:
—¿Le conoces?
—Excelencia, se trata de Eneit nic Lanis. Es iceno, hijo de una amiga.
Conocían los principios de la amistad, ella lo había notado. Sus ojos reflejaron lo
mismo, y una indecisión momentánea, y luego dijo:
—Lo siento, la justicia no conoce los lazos de la amistad. Marcelo también tenía a
algunos que le querían. El joven debe morir; eso no se puede cuestionar.
Antes había sido un diplomático, y luego fue un general. En aquella última frase
había una apertura. No había dicho «debe ser crucificado», aunque estaba claro que
habían planeado aquello.
Desde el regazo de Cunomar, en la lengua de Mona, Graine dijo:
—Éste es mi sueño. Su muerte puede ser tuya o de ellos. Tú debes decidir —dijo,
con ligereza, exactamente en el mismo tono en que le había hablado a su hermano de
que había regalado un caballo a un hombre muy simpático. Los imperativos de una
soñadora se llevaban a cabo de otras formas, más allá de las palabras.
Desde el otro lado de Breaca, Cygfa dijo:
—El gobernador ha dicho que respetaba nuestras leyes. Ofrécele el desafío de la
lanza de las osas. Tienes las lanzas dispuestas y esperando. La abuela no te hubiese
pedido que las hicieras sin un buen motivo. Puede ser éste.
«Confía —le había dicho Airmid cuando le hablaron de las instrucciones de la
anciana abuela—, confía en los dioses y en ti misma. Sabrás que está bien cuando
esté bien. Yo no puedo guiarte más allá de eso».
El frío invadió a Breaca, y un aguzamiento de los sentidos que llegó con el aliento
de los dioses. La voz de Airmid hizo eco desde el pasado distante de su juventud
compartida, olvidada desde hacía mucho tiempo: «Soñamos con su hijo. Lo mataron
uno de las tribus y uno de las legiones, y aquellos que podían haberlo evitado se
quedaron mirando y no hicieron nada». Se levantó y se desplazó hasta el espacio
abierto entre los asientos y el escenario.
Tago nunca había estado en Mona y solo comprendía por encima sus dialectos. El
gobernador se inclinó a hacerle una pregunta y él no supo responderla. Desde la arena
rastrillada frente a las gradas, a plena vista del teatro entero, Breaca habló por él.
—Mis hijas han sugerido que, ya que hemos visto la justicia de Roma hoy, quizá
para compensar, este hombre debería someterse a la justicia de las tribus. Este
Había espacio suficiente en el semicírculo entre los bancos y el escenario para que el
gobernador se alejase treinta pasos de un extremo y marcase una línea en la arena con
el tacón de su bota. Unos nuevos guardias, convocados mediante un gesto, hicieron
salir al público de las filas de bancos del extremo este del teatro, no fuese que una de
las tres lanzas volase por casualidad demasiado alto o hacia un lado y acabara
probando la sangre de un espectador.
Eneit fue desatado y escoltado hasta su posición por uno de los oficiales de la
guardia. Breaca le siguió, manteniéndose detrás hasta que le soltaron. Ella no era una
soñadora, y su recuerdo de los ritos no era perfecto. Habría querido preguntarle los
detalles a Airmid, que estaba a medio día de galopada rápida de distancia, o a Graine,
que tenía que quedarse con Cunomar, y por tanto también resultaba inaccesible.
«Confía en los dioses y confía en ti misma. Sabrás lo que es correcto». Ella podía
rezar, y lo hizo, y notó el toque del aliento del dios en su cuello. Manteniendo los tres
nombres de Briga en la cabeza, contempló a los guardias, que retrocedían para
ponerse fuera de tiro. Cada uno de ellos hizo el signo romano que guardaba contra la
mala suerte, mientras se retiraba. Ella se alegró al verlo.
Eneit podía permanecer en pie sin ayuda, que era lo primero que ella había
preguntado. Su ojo bueno estaba iluminado, lleno de vida. Intentó sonreír y lo
consiguió a costa de un obvio dolor. Usando su cuerpo como escudo para que
ninguno de los espectadores, ya fuese de Roma o de las tribus, pudiera verlo, Breaca
hizo su propio signo de la serpiente-lanza en la frente de él, en el centro de su
esternón y en el espacio que tenía encima del ombligo. Hizo los signos lentamente,
con obvia ceremonia, dándole tiempo para vaciarse de palabras.
Valerio salió a una noche sin luna y con pocas estrellas, y aun así le pareció luminosa.
Esperando la muerte o el lento principio de ella al menos, fue a gatas con toda la
dignidad que pudo por encima de la piedra de guardia, hasta la entrada del túnel. En
el camino de entrada, la luz del fuego de macCalma había inundado los grabados en
la superficie de aquella losa, arrojando sombras en las esferas y círculos grabadas por
los antepasados. Ahora, no había nada salvo un viento templado de invierno y los
grises plateados de una tierra que se consideraba a sí misma negra.
El perro no le siguió al exterior. Pensó en llamarle y decidió no hacerlo; era más
seguro que no quedase atrapado en lo que se avecinaba. Colocándose las manos junto
a la boca, envió su voz hacia fuera, desde el túmulo:
—¿Hola?
Se sintió algo estúpido, y más aún al no recibir respuesta. Se le puso piel de
gallina, y sus intestinos hambrientos se acalambraron, pero nadie apareció; no había
soñadores esperándole, ni cuchillos, ni cuerdas para atarle mientras le arrancaban la
piel del pecho y le abrían el vientre en vivo para que se lo comieran los cuervos. Se
había colocado de nuevo la turba sobre el círculo de fuego de macCalma. Si Valerio
no sé hubiera sentado ante él durante una noche entera, esperando al amanecer para
entrar en la cámara, no habría sabido dónde se encontraba.
Después se preguntó por qué había hecho aquello; ahogarse no era, ni mucho menos,
la peor forma de morir. Tiritando, salió a la orilla, helado y agotado, y vacío también,
de una forma que la colina del sueño no le había provocado. Se vistió, avivó el fuego
y las llamas ya no eran demasiado brillantes para mirarlas, ni el horizonte del este,
donde el primer fuego del sol vertía el oro molido sobre la tierra.
La luna todavía remoloneaba en el oeste, como una hoz fantasmal sobrepasada en
luminosidad por la luz más brillante del sol. Valerio se volvió de cara a ella y se sentó
un rato, sin pensar.
En el pasado, fantasmas y dioses por un igual le habían hablado con voces
demasiado estruendosas para ignorarlas. Allí, en las orillas del río que estaba
consagrado para siempre a la hija de Briga, Valerio averiguó por primera vez lo que
era escuchar el susurro de un dios, sentir un conocimiento que fluía más allá de las
palabras a medida que Nemain venía a descansar en el centro de su ser.
No le ofrecía una visión de gloria futura, ni un final para todos sus sufrimientos;
él no habría creído ninguna de esas cosas, ni las hubiera pedido tampoco. Por el
contrario, a través del lento transcurrir de la luna, descubrió dentro de sí mismo la
totalidad de toda alegría y todo dolor y el lugar de su alma como equilibrio entre
ambos. Era un regalo más grande del que nunca había obtenido, y no parecía existir
posibilidad alguna de que se lo pudiesen arrebatar.
Al final, cuando cesó el susurro y lo único que quedó fue el contacto leve como
una pluma de la luz de la luna, y un recuerdo pasajero del agua, se puso de pie y
Exactamente un año después del día en que arrojó una lanza de garza, con la hoja de
plata, hacia el corazón de un joven guerrero iceno, se descubrió un monumento al
difunto gobernador de Britania junto a la aldea de su amigo y leal aliado Prasutago,
rey de los icenos.
Como su gemela, que fue colocada en el muro del teatro de Camulodunum, la
losa era de mármol gris, con un matiz casi de plata y pulida hasta parecer un espejo.
A diferencia de su gemela, sin embargo, ésta se alzaba sola, colocada a un lado del
camino al salir de la aldea. De la altura de un hombre y la mitad de ancha, la había
colocado el mismo cantero ibérico que la había esculpido y entregado, de modo que
el sol poniente arrojase una limpia sombra a su través y hacia el camino. Con la
superficie grabada, cuadrada y cortada rudamente, contenía la historia escrita de toda
una vida:
—Lo sabía.
Tago iba caminando a lo largo del hoyo para asar que contenía el toro que se
había sacrificado demasiado pronto, especialmente para alimentar al procurador y sus
mercenarios. El procurador se había ido, llevándose sus carretas de oro y un regalo de
vino del rey de los icenos.
Breaca contemplaba el espacio que se iba oscureciendo y que era el lugar por
donde se retiraba la carreta, y supo que la niebla, enviada por los dioses, se estaba
retirando. En torno a ella solo quedaban icenos, y Teófilo, que era un amigo, y Tago,
que se sentía muy incómodo y lo demostraba.
—«Por mi propia mano la arrojé y di en el blanco» —llegó hasta el final del hoyo
de asar y se volvió de pronto—. Esto no estaba en la losa de Camulodunum. El
Los tratos duraron más de una mañana. Durante tres días, Breaca de los icenos,
herrera y forjadora de lanzas, enseñó a su hija cómo calcular el valor de una cosa
nada más verla, cómo regatear en lenguas extranjeras con los hombres de piel oscura
y mujeres de Iberia y Galia que traían sus esmaltes y barras de hierro crudo, con
latinos de ojos amargos que traían oro finamente cincelado y cueros curtidos y
teñidos de colores que nunca se habían visto en Britania, con los belgos del norte y
los hombres de las tribus germánicas, que traían caballos que no eran tan buenos
como los que ya cabalgaban los icenos, pero cuyos perros eran excelentes y que
querían espejos de plata, o los cuchillos con mango de olmo y el signo de la liebre en
la hoja, a cambio.
Graine era una comerciante excepcional. Descubrir aquello las sorprendió a las
dos. Como si encontrase una nueva compañera de escudo para el combate, Breaca
notó que se cerraba una puerta que antes estaba abierta y tuvo una sensación de súbita
seguridad, de la que había olvidado que carecía.
También había olvidado lo guapísima que era su hija; en el aislamiento de la
aldea, era fácil verla como una niña más, desgarbada por la edad y que necesitaba
siempre una túnica nueva, más larga. Los comerciantes, que llegaban y veían a
Graine sin estar preparados, se sentían tan arrobados por la frescura de sus rasgos y el
Las nubes habían emborronado las estrellas cuando ambos se separaron. Hablar era
difícil. Breaca dijo:
—Hay demasiadas cosas que decir y no podemos hablar ahora. ¿Sabes por qué
estoy aquí?
—Por supuesto.
Él sonrió. Un año con los caledonios no había empañado su deleite por sus
propios logros, ni tenía por qué hacerlo. Dijo:
—Llevo aquí tres días. Los esclavistas deben reunirse con uno de los hombres de
Berico, un guerrero cojo de los coritanos que luchó contra ti antes de que llegasen los
Valerio estaba solo, arrodillado en la roca del suelo de la cámara, temblando tanto
como en las ocasiones en que cruzaba el océano. El perro hizo que se sentara, luego
hizo que se pusiera de pie, luego le empujó las piernas, de modo que debía resistir o
caer. Quiso vomitar pero no se atrevía a mancillar la caverna del dios, por muy
horrorosamente profanada que estuviese ya.
Al pensarlo se sintió conmovido. No había llevado ninguna herramienta consigo,
pero creía que era posible, aun con las manos desnudas, deshacer lo peor de lo que
habían hecho hombres que sí contaban con herramientas.
Las varillas de hierro en torno al lago fueron muy fáciles de quitar; los agujeros
en los cuales se habían introducido no eran hondos, y la argamasa a su alrededor se
había podrido ya con el aire húmedo. Las quitó, una por una, y las apiló contra la
pared junto al túnel que conducía al mundo exterior.
El altar era más complicado. No era feo; en el lugar adecuado, habría resultado
muy bonito, pero aquél no era el lugar adecuado. Al examinarlo Valerio se dio cuenta
El perro no se quedó con Valerio al ser capturado, ni tampoco volvió cuando los
cuatro hombres, media partida de una tienda de la Vigésima legión, le golpearon y le
dejaron inconsciente y luego le arrojaron a la poza debajo de la cascada para que
recuperara la consciencia; más tarde le condujeron entre ellos, dos delante y dos
detrás, y le obligaron a andar, dándole patadas al hacer cada pausa, montaña abajo.
En las raras ocasiones en que podía hablar, Valerio llamó al perro, enviándole a
buscar a macCalma, para mantenerle a salvo de todo peligro, como si un perro
regalado por los dioses pudiera recibir algún daño de los hombres. El resto del tiempo
se perdía en un mar de dolor rojo, de modo que, al final, liberó su mente porque era
más fácil esconderse en la oscuridad de la inconsciencia y confiar en que su cuerpo
soportase las patadas lo mejor que pudiera sin interferencia por su parte.
No había necesidad alguna de preguntar adonde iban; él mismo ya había
conducido aquellos destacamentos bastantes veces. Se despabiló cuando abrieron de
par en par la puerta de la sala del inquisidor, debajo de los almacenes del intendente,
en la esquina sudoeste de los barracones. El sonido de las bisagras sin aceitar atrajo
demasiados recuerdos para poder sumergirse de nuevo en la inconsciencia.
La habitación estaba construida con roble sin desbastar, con el suelo de arenilla y
una sola ventana con barrotes para dejar entrar la luz y el aire. El almacén de grano
de la fortaleza estaba justo encima, y los arneses de recambio almacenados en el
desván que quedaba encima de todo. No era peor que cualquier otra prisión, pero los
soñadores de las tribus que eran conducidos allí para ser interrogados temían a
aquella habitación más que a los inquisidores y sus hierros.
Hacia el final de su estancia en la fortaleza, Valerio conoció a tres al menos que se
habían quebrado sencillamente como resultado de dejarlos allí solos toda la noche.
Siempre pensó que la causa era el almacén de grano, que la vida en una casa redonda
no les había preparado para las técnicas de los ingenieros romanos, y darse cuenta de
que estaban encerrados en una habitación con el suministro de grano para un año
entero suspendido encima de sus cabezas, sencillamente, les destrozaba la mente.
Pero no podía estar más equivocado. La realidad era mucho más perturbadora, y
la descubrió cuando sus captores abrieron la puerta y lo arrojaron de cara en la
gravilla del interior. Como oficial de las legiones, había visto aquel lugar demasiadas
veces para contarlo. Conocía, igual que había conocido sus propios alojamientos, el
olor a sangre antigua, a vómito y a orina rancia, y el hedor de carne antigua poseída
por el terror y la capitulación.
Entonces su rango le protegía, y los estrechos muros de su mente. Ahora ya no era
oficial, y Nemain había abierto lo que antes estuvo cerrado. Deslizándose por el suelo
Valerio se despertó a la luz del fuego y las estrellas, oyendo pastar a los caballos. El
perro se encontraba echado a su costado, presionando contra sus costillas magulladas.
Su tranquilo e insistente gañido le despertó.
Había olvidado lo que era despertarse tieso y dolorido, y demasiado asustado para
empezar a evaluar los daños; sus cuatro años como herrero en Hibernia habían sido
pacíficos y libres de las magulladuras propias del combate.
Tenía un sistema que siempre le había funcionado en el pasado, y que valía la
pena intentar. Inhalando aire profundamente, mantuvo el aliento para probar sus
costillas y decidió que ninguna de ellas estaba rota. Flexionó las piernas, un poquito
nada más, y pensó también que sus rótulas probablemente no estaban rotas, ni
tampoco los codos, ni los dos huesos paralelos de los antebrazos. Le dolía el cráneo
ferozmente, pero estaba intacto. Explorando por encima de la carne vio que estaba
vestido y notó que alguien estaba sentado cerca con un caldo que olía a cordero y a
hojas de laurel. Se incorporó despacio.
Un hombre tosió no demasiado lejos. Otro se movió de modo que su armadura
tintineó. Así, el antiguo escuadrón de Valerio dio muestras de que formaba guardia en
torno a él, sin hacerse notar demasiado. Si todavía se colocaban tal y como él les
había enseñado, cuatro de ellos estarían dormidos y cuatro de guardia, repartidos en
círculo, dejando al oficial en el centro al cuidado del fuego.
Eso último al menos era cierto. Longino estaba sentado en un trozo de tronco con
el cuenco de caldo agarrado entre ambas manos, y las manos entre las rodillas. No
estaba claro si podía ver o no al perro. Sus ojos se veían amarillos a la luz del fuego,
pero también parecían amarillos a plena luz del día; siempre había tenido mirada de
halcón. Esa mirada, dura e incisiva ahora, ya no resultaba nada cómoda para el
hombre con quien se había entrenado.
Valerio se apretó los ojos con la palma de las manos. Cuando el mundo se puso
negro y luego blanco de nuevo, quitó las manos y dijo, bajando la voz:
—Te desollarán vivo y harán un collar con tus ojos. Prisco y los demás morirán a
tu lado. Ningún oficial de valor acepta ese tipo de riesgos con su tropa.
—Gracias. Ya lo sé —Longino aún no sonreía, cosa que resultaba nueva; en el
pasado, siempre estaba alegre, aun después de la captura de Caradoc, cuando Valerio
se refugió en el vino y las cosas se fueron agriando entre los dos.
El tracio mojó un dedo en el caldo y lo probó, chupando las gotas.
—¿Profanaste la cueva del asesino de toros como dijiste?
—Estaba profanada cuando yo llegué. Yo lo que hice fue dejarla tal y como la vi
por primera vez. No la habrías reconocido como estaba ayer, ni lo habrías aprobado.
El aire olía a cal y a grasa, a pino cortado y a miedo. Estaba espeso por el humo y el
sudor y la ardiente desesperación.
Cunomar macCaradoc, hijo de la Boudica, primero de los icenos en entregarse a
la osa, estaba de pie en la casa grande que había construido él mismo en el lugar de
las ferias de primavera y otoño, y la defendía contra el ataque.
Cincuenta y tres veces un joven de los icenos fue a él. Cincuenta y tres veces
levantó el arma que había hecho su madre para él y, contraviniendo directamente las
leyes de Roma, se enzarzó en combate con la intención clara de conducir a un joven a
través del umbral de la edad adulta.
No luchaban a muerte sino a primera sangre, que fue la suya, de modo que los
jóvenes que le atacaban blandiendo espadas pasaron a ser guerreros, con su primer
corte de batalla en los hombros o en el pecho. A cuatro que dejaron caer la guardia
demasiado pronto, cuanto antes, para acabar de una vez, los golpeó en la parte
superior del brazo con la espada plana y los envió de vuelta hacia la noche. Volvieron
después (mucho después), habiendo pasado de nuevo las barreras anteriores
mantenidas por Breaca y Ardaco.
«Si tuviésemos a quinientos como tú…, aunque fuesen cincuenta nada más…»,
había dicho Breaca en primavera, expresando en voz alta su deseo sobre los cuerpos
de los esclavistas coritanos muertos, y luego pasó el verano haciendo que el más
modesto de los deseos se convirtiera en realidad.
No eran como él, claro, aquellos niños desesperados, aterrorizados y llenos de
ilusiones, con el cabello recogido formando las trenzas del guerrero y grasa de oso y
pintura de cal en sus bellos cuerpos sin mácula; no habían pasado nueve días solos en
una cueva, en mitad del invierno, con una osa dormida, aprendiendo a conocer la
textura de su propio silencio, como había hecho Cunomar, ni habían cazado, solo con
un cuchillo, a un oso conocido por matar a los hombres por pura diversión, ni habían
vivido bajo los abrasadores cuchillos de los ancianos durante tres días, después,
aprendiendo cómo el dolor sin fin, el dolor insoportable, podía abrir sus almas.
Y lo más importante de todo, no habían pasado nueve meses recibiendo
instrucción en solitario, enseñados por las diez o doce mentes más inteligentes de los
caledonios; tal lujo no podía darse para ellos en tierras de los icenos, pero al menos
habían pasado dos meses día tras día construyendo una casa grande a la manera de los
antepasados, y las noches aprendiendo cómo usar la lanza y la espada, como habían
hecho sus padres y a ellos, en cambio, nunca se les había permitido hacer. Ahí estaba
el inicio de su camino como guerreros.
La casa grande había quedado vacía a primera hora de la tarde, de modo que solo
quedaban en ella los nuevos guerreros de la guardia de honor de Cunomar. Durante
un tiempo armaron mucho jaleo por el alivio que sentían, despidiéndose de los
ancianos que partían, pero, cuando éstos empezaron a escasear y al fin
desaparecieron, los jóvenes se quedaron de nuevo tranquilos, esperando su prueba
final. Si deseaban que se les considerase entre los guerreros de la osa, y no solo como
guardia de honor de Cunomar, debían seguir a Ardaco en una danza de la osa y
entonces ni siquiera Breaca podía estar presente. Ya los tambores de calavera habían
empezado a sonar en el interior de la casa grande. No era un ritmo que se pudiera
escuchar durante largo tiempo y permanecer cuerdo.
Su caballo estaba cerca, traído desde los cercados por Unagh, quien había
comprendido que era necesario. Breaca intentó acomodarse el gran escudo de bronce
a la espalda y pensó en el esfuerzo que supondría montar y cabalgar hasta la aldea de
Tago. Graine estaba allí, y Airmid, y todas las comodidades. Si cabalgaba con
prudencia, podría llegar allí un poco antes de que cayera la noche; antes incluso si iba
muy deprisa, y más tarde si se dormía y la yegua se abría camino por sí sola en la
oscuridad.
—Gracias. Me alegro de que… —se volvió, mirando hacia la carretera—. Es
Duborno…
Conocía el caballo; cojeaba de la pata izquierda, pero no demasiado, y a Duborno
le gustaba el animal y no quería dejarlo. El sonido que hacía al cabalgar con rapidez
por la carretera era inconfundible, aunque tuviera nieve bajo los cascos.
Ardaco llegó a su lado, y luego Cunomar dejó de tocar los tambores de calavera y
se unió a ella, de modo que los tres estaban juntos cuando Duborno hizo parar a su
caballo y, sin desmontar, solo volviéndolo, dijo:
—¡Los esclavistas latinos están en la aldea! Tago les ha ofrecido derechos de
huésped, y vino. Ya han hablado dos veces con Graine. Airmid la tiene ahora con
ella, y la mantiene a salvo, pero si preguntan por ella, es posible que Tago no pueda
detenerlos.
Breaca le miró, sin comprender.
—¿Comprarla? Pero eso no puede ser. Ni siquiera Tago…
—No, comprarla todavía no, pero quizá sí hacer una oferta, y sabrán ya lo que
vienen a buscar cuando vuelvan en primavera.
Breaca ya iba montada. El sueño, que tan reciente se hallaba en su pensamiento,
estaba ya olvidado. Cunomar dijo:
—Espera. Mi caballo no está lejos. Ya voy.
El caballo de Breaca ya se estaba moviendo.
El esclavista que llevaba el broche con un salmón saltando no había visto en su vida a
una guerrera icena vestida para la batalla, con el cabello trenzado a un lado y un
escudo tan ancho como su brazo colgado a la espalda, y una lanza en la mano,
cabalgando en un caballo negro de sudor y ella misma tampoco demasiado limpia.
Hizo lo que pudo. Sonrió de forma un poco tensa e intentó ocultar su mano
izquierda que hacía la señal contra el mal, mientras que la derecha fue a sacar la
espada corta de legionario de su cinturón. Los exlegionarios que formaban su guardia
de honor tenían menos necesidad de fingir las cortesías de los invitados, y
desenvainaron las espadas abiertamente. Uno de los que estaba atrás y vigilaba las
carretas se inclinó a coger las riendas de los caballos del carro.
Breaca se adelantó, conteniendo el aliento. Era un poco antes de anochecer y la
luz no era perfecta, pero aun así sabía el aspecto que tenía y que no era una mercancía
valorada por un esclavista para sus almacenes. Conducida por Duborno, había
tomado un atajo más corto y sin despejar en las partes más cercanas de la cabalgata;
las espinas la habían desgarrado, lacerando sus brazos. La sangre se había mezclado
con la pintura blanca de cal, de modo que estaba pintada a vetas con los colores de
los dioses. Tenía el cabello erizado y formando pinchos blancos por delante, al írselo
apartando de la frente mientras cabalgaba. Apestaba a grasa de oso y a sudor y a
sangre fresca, y los caballos de los esclavistas quedaron aterrorizados al verla.
Las convenciones de Roma esperaban otras cosas de la esposa de un rey. Entre la
confusión que echaba por tierra todas las convenciones, Tago se adelantó desde las
puertas y la tomó del brazo, colocándola a su lado.
—Filo de Roma, permíteme que te presente a mi esposa, la madre de Graine, que
un día dirigirá a los icenos.
Tago era más diplomático de lo que ella había imaginado. Hablaba con aplomo en
circunstancias que podrían haber provocado el pánico o el ridículo, y Filo no podía
hacer otra cosa que seguir el camino que se le marcaba.
Envainando su espada, el esclavista inclinó la cabeza.
—Señora, tú… yo… o sea, yo…
Breaca se acercó más y las palabras le abandonaron, perdido en un mar de sudor y
apestosos restos de grasa de oso.
Con evidente esfuerzo, se contuvo y luchó por recuperar la cortesía.
—Señora, no sé qué decir. Había oído nombrar tu habilidad como herrera, y vi
también la exquisita belleza de tu hija, que me había descrito ya nuestro difunto
gobernador, que los dioses permitan descansar a su alma, pero yo no había esperado
que su madre fuese tan… que tuviese tanto… pero no tengo ningún regalo que pueda
Breaca se reía débilmente, por el alivio y por la cara que había puesto Filo cuando
ella le quitó el broche del pez, y por la súbita liberación del miedo. El mundo se
volvió mucho más ligero, henchido de relámpagos de luz blanca en los márgenes de
su vista, y un túnel rojizo forrado de noche en el centro. Notó que una mano pequeña
y fría se metía entre las suyas y un pulgar le rozaba los nudillos. Graine le susurró,
con la voz de la anciana abuela:
—Están mirando. Sigue despierta. No puedes caerte ahora.
—No me iba a caer.
—Pensaba que sí. Tu hija es más sabia de lo que crees —Tago vino a colocarse al
otro lado, completando así la familia. Entre ambos, él y Graine, mantuvieron
incorporada a Breaca, aunque parecían apoyarse en ella en busca de apoyo.
Se quedaron así, de pie, unidos en la necesidad mutua, hasta que el último de los
esclavistas fue demasiado pequeño para divisarlo a simple vista. Graine fue la
primera que dio un paso y se apartó.
—La anciana abuela te desea lo mejor —dijo.
Breaca se apretó los ojos con las manos. La arenilla de la pintura de cal le arañaba
la piel y no ayudaba precisamente a mantenerla despierta. Hablando con dificultad
por la falta de sueño, dijo:
La habitación de Tago había cambiado desde la última vez que estuvo allí. Los baúles
de monedas habían desaparecido, todos menos uno, y también los ornamentos que
reposaban encima de ellos. Una espada colgaba encima del lecho; no era de las que
hacía ella, pero era buena. El hierro resaltaba, pálido, contra la madera ahumada de la
pared, y presentaba una máscara de raposa realizada en bronce en el pomo. No sabía
que Tago hubiera poseído ninguna espada, ni que se atreviese a exhibirla de aquel
modo. El edicto romano sobre las armas era tajante, y la pena era la misma para un
Eran cuatro, tres guerreros y una soñadora, que cabalgaban lentamente sin luz por el
denso bosque con Cygfa como exploradora. No era verdad que fuese capaz de ver en
la oscuridad, pero le faltaba tan poco que lo parecía.
La nieve se desprendía y caía entre los árboles, ya no transportada por el viento.
Era demasiado honda para viajar cómodamente; si los dioses querían ponerlos a
salvo, habían logrado su objetivo. Sus huellas se cerraban a medida que cabalgaban,
de modo que su paso no dejaba rastro alguno.
Breaca no estaba despierta del todo. Sueños fragmentados de las pruebas de los
guerreros entretejían sus imágenes a través de la noche oscura, de modo que veía a
Cunomar, sin parar, y a la media docena de guerreros de su guardia de honor, que
eran excepcionales. Los tambores de calavera propagaban sus ritmos que iban
devorando la mente, y cada uno de los guerreros pintados de blanco se acercaba a
ella, sonriendo, con las garras de oso en lugar de espadas, y ella debía enfrentarse a
ellos solo con su espada. En sus sueños, como en la noche a través de la cual
cabalgaba, deseaba que la espada que empuñaba en su mano fuese aquella con la que
había luchado toda su vida, no la sustituía hecha en secreto para las pruebas. Con la
espada de su padre podía llevar a Cunomar a su derecha y a Cygfa en el lugar del
escudo a su izquierda y toda Roma no habría conseguido…
Un caballo relinchó agónicamente y un hombre lanzó una voz y luego chilló
también, y otro hombre gritó una orden en latín.
Cygfa dijo:
—Es Filo.
Y Airmid:
—El muerto es Gayo. Tago solo tiene a Tito para defenderle.
—De modo que son dos contra las dos docenas de Filo. Y nosotros somos cuatro,
de modo que… —Cygfa hizo girar a su caballo en la nieve—. Dioses… ¿es
Cunomar?
La nieve siguió cayendo durante todo el resto del mes, sellando la tierra bajo un
manto de hielo, de modo que las legiones permanecieron en sus alojamientos de
invierno y las tribus en sus aldeas, y la tierra se quedó dormida, ofreciendo un
simulacro de paz.
Se quedaron despiertas toda la noche del año nuevo, redescubriendo lo que era viejo e
inventando lo que podía ser nuevo, y llegaron a la mañana entrelazadas como
cachorros de perro entre las pieles, soñolientas.
Breaca se deslizó en el sueño y se despertó de nuevo y quedó vigilando el hilo de
humo que ascendía enroscándose hacia el agujero del techo, cerrando un ojo y luego
el otro, para que avanzase y retrocediese, igual que su mente se movía con él,
atrapada en la maraña de antiguas imágenes.
Airmid se inclinó hacia ella y la besó.
—Buenos días. Que el año crezca bien en ti.
Breaca sonrió mientras la besaba.
—Y en ti también.
Todos los amantes decían eso la primera mañana del año nuevo. La tradición lo
requería.
Airmid dejó descansar su mano, con los dedos separados, en el vientre de Breaca,
y ladeó la cabeza, como si escuchara.
—Algo ha arraigado durante la noche, y como no puede ser un niño, debe de ser
un sueño. ¿No se podría contar?
—Sí, fácilmente, pero no estoy segura de que puedas hacer nada —Breaca cogió
su mano y le besó los dedos, y luego los nudillos, y luego la parte más suave del
centro de la palma, y allí se quedó su lengua siguiendo las líneas que habían marcado
los dioses—. A menos que puedas convertirte en buscadora de hierro y encontrar
hierro crudo en tierras de los icenos, y luego aprender el arte de la forja y ayudarme a
convertir el hierro en espadas para el ejército, y encontrar también una forma de
apartar a las legiones de la casa grande mientras…
—Para, Breaca. No pienses en eso. Hoy, esta mañana, ahora mismo, no pienses
—las manos de Airmid la cogieron con fuerza, sujetando los dedos entre los suyos,
manteniéndola cerca—. No estás sola. No tienes que luchar en la guerra y armar a los
guerreros y planearlo todo tú sola. Lo sabes muy bien. Cunomar irá a Camulodunum,
y lo hará muy bien. Tenemos formas de encontrar hierro, y un herrero, y yo puedo
ayudarte en eso. Y por ahora tenemos esto, que es un regalo de los dioses. No lo
En las montañas occidentales, cerca de la isla de los soñadores de Mona, las luchas
llegaron antes del final del invierno.
Había nieve hasta la altura de la rodilla, más espesa en los valles y más fina en los
repechos de las montañas, donde el viento la iba rozando. Los picos eran como
casquetes de hielo duro, inaccesibles tanto a hombres como a animales. Ninguno de
ellos evitó que la caballería auxiliar de Roma hiciese incursiones cada vez más
amplias en las cordilleras del oeste de su fortaleza base, o que los guerreros de Mona
les atacasen en todos los momentos y lugares que podían.
Envuelto en un manto aceitado para conservar el calor, Valerio yacía boca abajo
encima de una capa de duro hielo, bajo la teórica protección de un espino despojado
por el viento, y miraba hacia abajo, al valle, donde un ala de la caballería gala había
acampado la noche anterior. La aurora rompía ya, brillante y fría, de modo que la luz
era plateada, con tintes de azul y oro, a medida que el sol quemaba el horizonte. Una
niebla tardía se alzaba y se aclaraba y lo que había sido un mar gris se iba
convirtiendo, lentamente, en líneas de tiendas en un orden perfecto, con dos mayores
para los oficiales en un extremo.
En el lado opuesto, junto al cuello del valle, cincuenta caballos sin jinete se
arremolinaban inquietos en un cercado improvisado. A cada lado, los breves
momentos de violencia formaron ráfagas en la niebla, y al final, cuando Valerio miró,
dos centinelas de la caballería gala yacían boca arriba en la nieve, y una comente roja
brotaba de su garganta y sus genitales.
Un trapo blanco ondeó una vez junto a las tiendas, detrás del cercado. A la
izquierda de Valerio, una figura salió del abrigo de una losa y levantó muy alto un
cuchillo. Apenas había luz suficiente para ver, el acero pulido relampagueó, gris, pero
suficiente, mostrando así la seguridad y el permiso para seguir.
Al ver la señal, dos formas se lanzaron hacia delante desde el amasijo de rocas
que había al otro lado del valle. Las sogas del cercado improvisado se quedaron
colgando, separadas, allí donde las habían cortado. Cuando se arrojó un bulto hecho
de piel de lobo putrefacta y grasa justo en medio, toda la manada vio una ruta clara
para escapar. El aterrorizado tamborileo de sus cascos llenó todo el valle, y las
montañas que había más allá.
Ningún hombre podía seguir durmiendo después de aquello, y los galos, si tenían
algo de sentido común, seguramente dormirían con sueño ligero y no estarían
borrachos. Al cabo de unos momentos las tiendas empezaron a vaciarse. En la cima
de la colina de enfrente, tres guerreros corrieron rápidamente, alejándose del cercado
—Braint se ha ido. Su caballo volvió sin ella. Hemos buscado su cuerpo toda la
mañana y no lo hemos encontrado.
La noticia la trajo el hondero que había dirigido la emboscada que había
contemplado Valerio. Un joven siluro muy franco, de anchos hombros, que apenas
parecía lo bastante mayor para levantar una lanza, y que sin embargo ostentaba las
cicatrices de cinco años de lucha. Estaba de pie en el espigón, con la cuerda de la
barcaza todavía en la mano, y solo los dientes que se mordían con fuerza el labio
inferior evitaban que se echase a llorar.
Había pasado medio mes desde el ataque matutino contra los jinetes de la
caballería romana, y la conversación de Valerio con Efnís que siguió. En aquel
tiempo la tranquila vida de Mona se había desintegrado hasta formar un caos apenas
ordenado.
Luain macCalma había vuelto de Hibernia trayendo con él una flotilla pequeña de
barcos de pesca, como si la evacuación sugerida por Valerio hubiese sido planeada
con todo detalle desde el otoño. El proceso de trasladar a familias enteras con todos
sus bienes, caballos, ovejas y ganado agotó las capacidades organizativas de los
ancianos más allá de toda cordura, pero un tercio de la población había hecho ya la
travesía y los hibernios les daban la bienvenida, y los barcos iban navegando dos
veces al día cargados hasta arriba para poner a salvo al resto tan rápido como el
viento y el agua se lo permitiesen.
No había garantía alguna de que lo consiguieran a tiempo. La primavera había
llegado temprano en el oeste, traída por un viento cálido que soplaba hacia el mar y
que había barrido la nieve de todas partes excepto los picos más elevados. A lo largo
de los estrechos que conducían a tierra, los meticulosos preparativos de Suetonio
Paulino, quinto gobernador de Britania por la gracia de Nerón, estaban llegando a su
punto culminante, contemplados con creciente ansiedad por los exploradores.
Más recientemente, dos alas de la caballería auxiliar habían acampado más cerca
de los estrechos de lo que nadie se había atrevido antes. Los espías informaban de
que sus órdenes eran purgar los pasos de montaña de todos los guerreros de Mona, y
matarlos. En principio, al menos, lo estaban consiguiendo.
Luain macCalma cogió una piedra de la costa y la envió dando saltos por encima
del agua revuelta del estrecho. Rebotó cinco veces y se hundió. Si los dioses hablaron
con ese movimiento, solo él podía saberlo. Sonriendo, se volvió hacia su izquierda.
—¿Valerio? ¿Qué harán con ella?
—Llevarla a los inquisidores de la fortaleza, a menos que tengan otras órdenes.
Era una señal de fuego, vista igualmente por ambas partes pero, con un poco de
suerte, no interpretada de la misma manera.
El valle en el cual custodiaban a Braint tenía forma de flecha, con la punta hacia
el norte. Allí, dos riscos montañosos muy empinados se unían hasta formar el
extremo ciego de una punta de flecha. En su extremo sur, la boca era lo
suficientemente ancha para que cupiesen un centenar de hombres a caballo
caminando en línea, con un largo de lanza entre cada uno.
En medio, la tierra era plana, como si un río la hubiese desgastado en alguna
ocasión, y casi despojada del todo de rocas, de modo que los jinetes podían galopar
con intensidad sin miedo por la seguridad de sus monturas. Longino había escogido
bien aquella ubicación y había acampado en la zona abierta, adonde no podía llegar
ningún soldado sin ser visto. A lo largo de la mañana, los exploradores de Mona
habían informado de que las tiendas de los auxiliares estaban apiñadas en un grupito
a un tercio de distancia del camino desde el extremo más ancho, el del sur, tal como
había ocurrido cuando capturaron a Braint. Entre otras cosas, la señal de fuego
confirmaba que todavía estaban allí.
Valerio apremió a su yegua para que subiera colina arriba hacia el extremo norte
del valle. Su banda de treinta jinetes le seguía en fila india, dejando un hueco entre
morro y cola. Desde delante, para los que esperaban ver algo parecido, podían
asemejarse a una patrulla de la caballería, que cabalgaba en orden de columna,
haciendo todos los esfuerzos posibles para no ser vistos.
Un desprendimiento de piedras bloqueaba el camino. Valerio se detuvo a su
abrigo, sin ver la cima de la montaña ni ser visto desde allí.
Huw estaba a su lado, pálido y muy quieto. La honda colgaba de su mano como
un apéndice olvidado. Su bolsa de guijarros abultaba.
Valerio dijo:
—Braint ha sido vista con vida; el humo habría sido negro si hubiese estado
muerta. De modo que debemos seguir tal y como habíamos planeado. Huw, dame el
estandarte a mí y tu caballo a Nydd.
Nydd era de los ordovicos y algunos años mayor que Huw, pero su cabello era del
mismo color negro de las montañas altas, y también igual de espeso, y su túnica,
intencionadamente, mostraba el mismo distintivo verde en hombros y dobladillo.
El caballo que cambió de manos era un llamativo gris con manchitas negras; con
mucho, el más notorio para los jinetes de la caballería, que valoraban los caballos por
encima del oro o las mujeres. Criado por los icenos, portaba una marca en el hombro
del lado externo con la imagen de la serpiente-lanza. Si Longino todavía contaba con
los servicios del explorador batavo que sabía leer las insignias de batalla en un
Algún tiempo después, Longino Sdapeze, antiguo decurión del Ala Prima Thracum,
se despertó con un dolor de cabeza retumbante.
Al final, cuando quedó claro que no iba a morir, se palpó y abrió los ojos. El toldo
que cubría una carreta se agitaba suavemente por encima de su cabeza, iluminado por
el cielo del amanecer. Un perro de guerra pinto yacía a su lado, vigilándole, pacífico.
Un hombre esbelto, con el pelo oscuro, estaba sentado en el asiento delantero del
carro, bloqueándole la mayor parte de la luz.
Longino se quedó echado un rato, estudiando el aspecto familiar y obstinado de
aquella espalda, de modo que supo en qué momento se había percibido su escrutinio.
Pensó en incorporarse para hacer al menos una de las preguntas acuciantes que le
rebotaban entre los muros de la cabeza, pero el perro le miró hasta que se lo pensó
mejor.
Durmió un rato, luego comió, vomitó y bebió agua y se volvió a dormir. Cuando
se despertó estaba oscuro y el perro había desaparecido. El balanceo del carro era el
balanceo de una cuna, y resultaba muy difícil permanecer despierto. Esforzándose por
sentarse, Longino fue a tocar el hombro de aquél que le había salvado la vida.
—¿Adonde vamos?
—Al este.
—¿Por qué?
—Porque el cerebro se te ha vuelto leche en la cabeza, y no podrás sentarte a
lomos de un caballo hasta que cuaje de nuevo y se convierta en el caldo con el que
naciste.
Su cerebro se volvió leche entonces y le hizo dormir de nuevo, ineludiblemente,
de modo que ya estaban a mitad de la noche cuando se dio cuenta de que no había
recibido ninguna respuesta. El perro estaba echado con él, manteniéndole caliente.
Al amanecer, como no se habían detenido aún, preguntó:
—Valerio, ¿dónde está tu caballo?
—¿Quién crees que te está llevando hacia delante?
Longino se rio y le dolió, de modo que se detuvo.
La lápida fue entregada temprano, antes de la primera luz. Un esclavo despertó por la
noche al factor de casa del prefecto y, adormilado e irritable, éste ordenó que la
dejaran en el enclave espartano del despacho de su amo.
Quinto Valerio Corvo, prefecto del Ala Quinta Gallorum y comandante en
funciones de Camulodunum, la encontró poco después de amanecer cuando fue a
trabajar entre sus papeles, buscando una hora de paz antes de que las exasperantes
trivialidades del gobierno colonial impusiesen su peaje.
Oyó a la guardia que llamaba dos veces antes de pensar en inspeccionar la piedra
que tan recientemente había encargado. Todavía la estaba examinando una hora
después, cuando llegó su primer visitante.
—¿Qué piensas de esto?
Limpia, definida e insidiosa, la piedra se apoyaba contra el muro más alejado. La
arpillera colgaba por encima de uno de los bordes; la habitual pulcritud del prefecto
le había abandonado por aquella vez.
Corvo hablaba alejandrino, por privacidad y por cortesía hacia su huésped y
amigo, el físico Teófilo, antes de Roma, de los germanos, de Atenas y de Cos, y ahora
de Britania. Teófilo había visto demasiadas lápidas últimamente para encontrarla tan
absorbente, y su vista ya no era tan buena como antes. Pero aun así, para complacer a
su amigo, se inclinó a examinarla.
Al cabo de un rato se volvió a incorporar.
—Es… sorprendente. ¿Qué quieres que piense de esto?
—Que Longino apreciaría mucho el humor, que cuadra muy bien con el hombre
al que conocimos y que le servirá muy bien en la muerte, como él sirvió bien en vida.
Teófilo asintió, sabiamente.
—Entonces, por tu bien, así como por el suyo, eso es lo que pensaré —se agachó
más aún y leyó las líneas inscritas en la piedra—: «Longino Sdapeze, hijo de Matyco,
duplicario del primer escuadrón del Ala Prima Thracum», etcétera, etcétera. «Sus
herederos han erigido esto de acuerdo con su testamento». ¿Ah, sí? —levantó la vista
—. No sabía que tú fueses uno de sus herederos. ¿Quién era el otro?
Corvo se pellizcó el puente de la nariz.
—Valerio. ¿Quién si no?
—Claro —los ojos del físico eran acuosos y amables, y lo bastante agudos
todavía para ver los huecos en el alma de otro hombre. Con gentileza dijo—: De
modo que, en realidad, tú eres su único heredero. ¿Dejó nuestro amigo al irse algo de
valor?
Desnudo hasta la cintura, con las marcas del oso claramente visibles en hombros y
espalda, Cunomar estaba arrodillado en medio del polvo de la calle principal de
Camulodunum y miraba al procurador de toda Britania mientras éste consideraba y
descartaba tres respuestas diferentes a su regalo y a la petición que acompañaba.
El hombre era una verdadera sanguijuela, y un ser despreciable, pero al menos no
era el gobernador, y por eso Cunomar se sentía agradecido. Había practicado el
discurso todo el invierno, hasta que pudo recitarlo en sueños. Coágulos de latín
inundaban sus sueños como cuervos en un campo de batalla, y se sintió
desmesuradamente agradecido cuando llegó el deshielo y con él el momento de
actuar.
No era posible saber de antemano quién estaría al mando de la guarnición de la
ciudad cuando llegase el deshielo, y enfrentados a dos alternativas, la decisión de
arrodillarse ante el procurador había sido tardía, sugerida por el instinto: Corvo no era
tan soberbio y orgulloso como para objetar ante el hecho de que se le pasara por alto,
y el procurador era peligroso, y había que ganárselo, o al menos ligarlo mediante algo
semejante al honor.
Viéndolo en aquel momento, Cunomar comprendió que su intuición había sido la
más adecuada. Antes de que el procurador recuperara la compostura, Corvo se
adelantó y, ofreciéndole la mano a Cunomar, le ayudó a levantarse.
—Bienvenido a Camulodunum, Cunomar, hijo de Breaca y heredero de
Prasutago, rey de los icenos. Lamentamos profundamente la muerte de tu rey, y
ofrecemos nuestras condolencias a tu madre y a tu familia. En nombre del emperador,
te devolveremos el cuerpo de Prasutago en cuanto podamos. Mientras tanto, ha sido
Una parte de Cunomar vivía para siempre en la cueva de los caledonios donde había
conocido por primera vez a la osa. Allí, echado bajo los cuchillos calientes durante
El dios llegó a Valerio bajo la forma de un toro negro, con la luna sujeta entre sus
cuernos, o quizá como la luna misma, sujetando a un toro en el borde de su hoja en
forma de hoz.
Lo vio a la luz del fuego, de pie junto al borde del campo. Estaba allí cuando se
levantó y fue a averiguar qué era lo que le había hecho salir. El perro caminaba a su
lado, más sólido bajo la luna vieja que bajo la nueva.
El toro era una figura sólida, de carne y hueso, vivo, lleno del poder y la pasión
de la primavera. Paseaba por el seto de espinos y olisqueó la mano de Valerio y
enroscó su larga lengua en torno a su palma, buscando el sabor salado de su sudor.
Él se quedó un rato con él, mientras escuchaba el viento entre los espinos y el
susurro de los dioses, y luego volvió al fuego y despertó a Longino, que rodó a un
lado, soñoliento, y, tal y como había hecho el toro, cogió su muñeca y le besó la
palma de la mano.
—Hueles a res.
—Hay un toro ahí fuera.
—Ah —Longino intentó volverse y no pudo—. ¿Es rojo?
—No, negro. Y es de verdad, pero hemos de marcharnos.
—¿Por qué será que no me sorprende? —ya despierto, Longino se sentó. A lo
largo de diez días de viaje había recuperado gran parte del peso que había perdido
después de la batalla, y las ojeras y la presión del dolor habían desaparecido de sus
ojos. Se sacudió el sueño y bebió de la jarra de agua que Valerio le ofrecía.
Miró por encima del seto al toro, que le devolvió la mirada.
—No sabía que el dios toro todavía te hablaba, después de haber profanado su
santuario.
—No, yo lo restauré. Eso es diferente. Y a lo mejor no es Mitra. Ahora estamos
en territorio iceno. Los antepasados de esta tierra conocían al dios en forma de toro
antes de que las legiones trajesen a su Padre Todopoderoso de Persia. Al menos
puedes ponerte de pie, eso es bueno. ¿Crees que podrás correr?
—Si tengo que hacerlo… Lo que tenía herido era la cabeza, no las piernas.
¿Adonde vamos?
—A encontrar armas para nosotros que no haya hecho Roma. No vamos muy
lejos, pero necesitaremos volver antes del amanecer.
—¿Y por qué no podemos ir a caballo?
—El lugar al que vamos está custodiado. Los caballos no pueden acceder allí.
Longino tembló. Nada humano podía custodiar un lugar contra los caballos y no
contra los hombres.
Longino tenía razón; el túmulo era muy pequeño. Valerio se arrastró a través de una
abertura que ya habría resultado pequeña para un niño, y luego siguió por un túnel
que venía a continuación, a lo largo, hacia una cámara mucho más pequeña de la que
había en el interior del túmulo del sueño de los antepasados en Hibernia.
Su llama de resina de pino parpadeaba entre las rocas y huesos y turba seca. Podía
notar que había otros a su alrededor: Cunomar, el niño mimado; Cygfa, la guerrera
que era Caradoc renacido como mujer y que por eso mismo causaba terror; el propio
padre de Valerio, no Luain macCalma, sino Eburovic, el maestro herrero de los
icenos, a quien había conocido como padre a lo largo de toda su niñez. Y por encima
de todos los demás, más fuerte, más cercana, tan cercana que casi podía tocarla,
estaba Breaca.
Pero ella no estaba allí, no podía estar allí; el espacio en el túmulo no lo permitía.
Sin embargo, había estado, y había dejado allí una parte de su ser. Valerio se esforzó
por mirar las cambiantes sombras de la llama y todo lo que tocaba, la roca, los huesos
antiguos, las cagadas de ratón, y luego, cegadoramente (¿cómo era posible que no las
hubiesen visto al principio?) las cinco espadas que yacían en unos rebordes
recortados en las paredes.
La presión que sentía en la cabeza era asombrosa; ni en el montículo de los
antepasados en Hibernia, ni en la cueva de Mitra en las montañas occidentales había
notado tan cercana la presencia de los muertos, ni su determinación de matar. El suyo
era como un silbido de serpiente que inundaba su mente, destinado a robar su alma y
vaciarle y devolverle así a la noche, para que muriera. Curiosamente, su odio parecía
Y por eso, en un tiempo mucho más breve de lo que ninguno de ellos había
imaginado posible, Breaca de los icenos condujo a la mitad de la guardia de honor de
su hijo y todos, excepto dos de los hombres y mujeres que sujetaban los hilos de su
corazón, se dirigieron al poblado hacia el cual les había atraído dos años antes.
Poco después, mientras el camino retumbaba por el martilleo de los caballos que
llegaban, les hizo salir de nuevo para recibir al procurador de impuestos del
emperador y sus trescientos mercenarios veteranos.
Dejó a Piedra a las puertas, para que no pudiera olisquear al enemigo y atacarles
por su cuenta, y montó la yegua gris de batalla porque era la más fiable de todos sus
caballos, y se vistió con una túnica nueva de color azul iceno con un dibujo de un gris
apagado bordeando las mangas, el cuello y el dobladillo, porque así parecía menos
guerrera. Se dejó el pelo sin trenzar, de modo que le caía sobre los hombros, ocultó el
escudo, y aparentemente no llevaba cuchillo ni arma alguna, ni tampoco brazaletes
que pudieran mostrar una riqueza demasiado ostentosa, sino solo la torques de cordón
de oro de los icenos, que pesaba como una soga en torno a su cuello.
Mientras adelantaba a su yegua para saludar a los jinetes que se aproximaban,
buscó entre los vacíos de todos los tiempos a la abuela, la antepasada o Nemain.
Todas ellas estaban silenciosas.
«Por la mañana le harán a ella lo que te han hecho a ti. No intentes detenerles».
Cunomar no podía detenerles, y no pensaba perder su orgullo intentándolo por el
bien de ella; solo presenciarlo, como ella había hecho, e intentar hacer lo posible para
El perro fue el primero en advertir a Valerio del extraño que estaba oculto en el
margen del bosquecillo, y luego el caballo-cuervo, aunque con menos sutileza.
Valerio se bajó de la silla y formo un nudo con las riendas en torno al pomo de la
silla para que no se le enredaran en los pies.
—Vamos —dijo a Longino, que se había detenido—. Sigue avanzando hasta que
atravieses el bosque. Si llegas al borde y no me he reunido contigo aún, detente,
como si se te hubiese caído algo. Sigue hablando. Si puedes, imita mi voz también.
Longino ya podía cabalgar por aquel entonces, dirigiendo a los caballos. La
carreta en la que le había traído desde el campo de batalla estaba muy atrás,
escondida entre la espesura, con la vana suposición de que podían vivir y volver
algún día a buscarla y usarla de nuevo.
Caminando junto al caballo-cuervo, Valerio se despojó de su cota de malla y la
colgó, junto con el casco, a través de la silla. Su manto ya estaba allí también, atado
flojamente para poder cogerlo si lo necesitaba. Viajaban con el uniforme de los
exploradores romanos, con cota de malla y casco y los mantos azul celeste al hombro.
Era más seguro que viajar como guerreros, y más plausible que cualquier otra
tapadera. Entre la anarquía de las batallas del oeste, podían haber sido enviados con
toda facilidad a Camulodunum con órdenes de quienquiera que actuase como
gobernador. Era seguro, mientras evitasen cualquier patrulla de las legiones, y no
habían visto ni una sola de éstas. La nieve no se había levantado lo suficiente para
permitirles hacer incursiones libremente fuera de sus alojamientos invernales.
La maleza era espesa, de menos de tres lanzamientos de lanza de largo, formada
por hayas, abedules y pequeños robles raquíticos. Los árboles estaban húmedos,
empapados por la lluvia antigua y con nuevas telarañas, y apenas acababan de cobrar
vida; los pájaros se reunían en ellos, pero no había nidos ni crías, como tenía que
haber ocurrido. Valerio buscó y encontró el rastro de un ciervo, lo bastante ancho
para seguirlo si se ponía a cuatro patas e iba reptando. El perro dirigía el camino y él
lo seguía, en silencio.
El guerrero que esperaba junto a los árboles había oído ya los caballos; habría
sido imposible que no fuera así. Longino lo hizo muy bien, siguió con una
conversación a dos voces y cuatro lenguas, de modo que cualquiera que escuchase
tenía que saber latín, tracio, galo y algo de iceno chapurreado para seguir el curso del
conjunto.
El que escuchaba era joven, tenía el cabello y la piel oscuros e iba armado con un
cuchillo de caza mucho más largo de lo permitido para cualquiera que no estuviese al
servicio directo de las legiones. Tres plumas rojas de milano colgaban lacias de su
Unas nubes como garzas asaeteaban el cielo, empujadas por una brisa procedente del
este.
Breaca no las veía, solo las notaba, como si bajasen hasta tocarla, con recuerdos
del viento.
Cunomar vio a su madre perder la conciencia por primera vez, y vio cómo la hacían
volver en sí con el agua, y luego cómo volvía a desmayarse de nuevo, poco después.
Pensó que había muerto y rezó para que fuese así, pero el titubeante movimiento
de subida y bajada de su pecho le decía que solo se había ido, durante un tiempo, a un
lugar donde no podían tocarla, y que la harían volver en sí de nuevo con más agua.
Los mercenarios pensaron lo mismo. Uno llevó el cubo al abrevadero y lo llenó y se
lo habría arrojado encima, igual que había hecho antes, pero el procurador se adelantó
y le paró el brazo.
—Alto. Ya basta. Si muere ahora… —se llevó los dedos a los labios, pensando, y
luego dijo—: Soltadla. Id poniendo las cruces para los demás. Si oye cómo vamos
levantando a sus hijas, se despertará. Traedlas…
Un caballo a galope tendido llegó por el camino. Dos caballos; un segundo le
seguía, y luego tres más, de modo que en total eran cinco. Ayudaba mucho contar las
cosas, mantener la atención en otro lugar; Cunomar estaba aprendiendo ya aquel
hecho.
El primero de los recién llegados pasó a toda velocidad por las puertas, y se
detuvo demasiado rápido para que resultase seguro. Un caballo normal obligado a
detenerse de aquella manera habría caído. Pero éste se mantuvo firme en el giro y se
detuvo donde se requería, justo delante del montante, pasando a menos del ancho de
una mano del cuerpo caído de la mujer, que yacía desmadejada en el suelo.
Cunomar miró atentamente, luego cerró los ojos y los volvió a abrir y miró de
nuevo. El caballo era ruano, los dos colores de una noche helada. El jinete llevaba la
armadura de cuero y el manto azul del mensajero romano, con las hojas de roble de
oro sujetas bajo la barbilla, que indicaban que venía de parte del gobernador. Se quitó
Nadie se movía, nadie hablaba. Lentamente, el sonido de los caballos al galope se fue
aquietando.
Cunomar estaba quieto, muy, muy quieto, para que ninguno de los eslabones de
las cadenas que le ligaban tintineasen entre sí.
Esperaron más aún, hasta que el sonido de los cuervos que se reunían en el tejado
roto de la choza de Airmid fue más alto que el susurro de los caballos distantes, y
luego un poco más, hasta que, finalmente, Valerio dijo algo en un idioma que no era
ni iceno, ni latín, ni galo, y el soldado con el pelo rojo asintió y fue andando hacia
Gunovar y la liberó.
Ella era herrera, y no la habían dañado gravemente. Con la ayuda del soldado
empezó a hacer la ronda y fue soltando los grilletes que habían puesto a las osas.
Aturdido y sin acabar de creerlo aún, Cunomar juntó las muñecas y fue
avanzando, arrastrando los pies. Inclinó su frente hacia el hombro de Ardaco, porque
podía hacerlo, porque le amaba y estaba demasiado cansado para andar sin apoyo, y
todas esas cosas eran enteramente aceptables, y no estaba preparado en absoluto para
la violencia que estalló más allá del montante.
—¡No! —el grito del procurador fue más agudo que el de un niño, e igual de fútil.
No apelaba a ningún agente humano, con corazón, alma y mente que se pudieran
conmover. El caballo ruano de Valerio había levantado las patas delanteras del suelo
y se había alzado sobre las traseras y se quedó allí durante un momento, más alto que
ningún hombre; era la encarnación viva de la venganza, conducido por el guerrero
que se sentaba bien erguido en su lomo y, con una palabra sosegada y un toque de su
Aquellos que saben algo de la historia de Boudica, sea por el colegio o por las
historias modernas, saben que fue azotada y sus hijas fueron violadas, y que ésa fue la
chispa que prendió el fuego de su revuelta contra la ocupación romana. Es una
imagen muy romántica, y dio a nuestros antepasados Victorianos una excusa factible
para comprender por qué y cómo una mujer pudo tener la oportunidad y la habilidad
para conducir a un ejército armado en una serie de acciones militares culminadas con
éxito. La «matrona despechada» que luchaba para vengar las ofensas contra sus hijas
no levanta ampollas.
En realidad, las atrocidades cometidas por las autoridades romanas tras la muerte
de Prasutago fueron el punto final de una opresión que se fue acumulando, y me
parece mucho más probable que fuesen una respuesta a los inicios de la insurrección
que ya estaba en marcha que el desencadenante que la inició. No tenemos ninguna
fecha exacta en la que situar el inicio del levantamiento, pero ocurrió al mismo
tiempo que Suetonio Paulino atacaba la isla druídica de Mona (ahora conocida como
Anglesey), y podemos asumir que atacó muy temprano en la temporada de lucha,
sencillamente, para tener tiempo de completar su acción antes del otoño. También
sabemos por Tácito que las tribus «… se habían descuidado a la hora de sembrar el
grano, ya que gentes de todas las edades tuvieron que ir a la guerra…», de lo cual
podemos colegir que la revuelta ya estaba en marcha en el momento de la plantación,
en la primavera… no mucho después del deshielo del invierno.
Si unimos todos estos hechos, tenemos un levantamiento en primavera, en el cual
un cierto número de guerreros tribales bien armados llevaron a cabo al menos dos
ataques bien planeados, que se aprovecharon plenamente de que el gobernador
estuviese ocupado al oeste del país. Me parece muy improbable que quienquiera que
gobernara a los icenos pudiese reunir un ejército entre una nación derrotada y
desarmada sin un cierto grado de preparación y advertencia, y dadas las restricciones
del invierno, su preparación sin duda debía de estar en marcha al menos desde el
otoño anterior.
Si es éste el caso, entonces la muerte de Prasutago (el momento de la cual
tampoco es conocido) tal vez tuvo lugar al final de esos preparativos.
La elocuente descripción de Tácito de los abusos hacia las tribus nativas por parte
de los colonizadores romanos de Camulodunum resulta muy dura de leer. Un solo
párrafo resume las condiciones que condujeron a la guerra:
Contra los veteranos era más intenso el odio [de las tribus rebeldes]. Porque esos recientes pobladores
de la colonia de Camulodunum sacaban a la gente de sus casas, les apartaban de sus granjas, les
convertían en cautivos y esclavos y el desorden de los veteranos era estimulado por los soldados, que
Así, tenemos a los trinovantes en Camulodunum, a los que se trataba como tratan a
todos los nativos los poderes de ocupación: con desdén y poca observancia de la ley.
También sabemos por Suetonio y su Vidas de los Césares que Nerón (un libertino
derrochador, incluso para los cánones romanos) había considerado la posibilidad de
retirar sus tropas de Britania. Eso, en sí mismo, quizá no causase el pánico, pero Dión
Casio nos cuenta que el consejero imperial Séneca:
… con la esperanza de recibir una buena tasa de intereses, prestó a los isleños 40.000.000 de
sestercios que ellos no querían, y posteriormente reclamó aquel préstamo de golpe, recurriendo a severas
medidas para recuperarlo.
Las tribus del este, por tanto, estaban bajo una presión social y política inmensa. No
resulta difícil imaginar que cada nuevo insulto les impulsara más y más hacia la
guerra, y los icenos estaban muy bien situados para encender la chispa de la rebelión.
Habían formado parte de una revuelta armada bastante efectiva en el 47 d. C., y no
estaban directamente bajo las botas de los veteranos de Camulodunum, como ocurría
con sus vecinos, los trinovantes. Sin embargo su rey, Prasutago, era un rey amigo,
instalado por Claudio y presumiblemente considerado como súbdito romano leal,
cuya rebelión no era probable que se produjese.
Sabemos muy poco de Prasutago, aparte de que era «famoso por su gran
prosperidad», y que murió habiendo redactado uno de los testamentos más insensatos
de la historia, pues nombraba a sus dos hijas coherederas junto con el emperador.
Resulta difícil imaginar por qué hizo tal cosa. Las posibilidades oscilan desde el
hecho de firmar un documento que no sabía leer afirmar un documento que se le
entregó sin opción alguna; algo así como: «firma esto y a lo mejor lo respetamos; no
lo firmes y te lo quitaremos todo, de todas maneras».
La cuestión de los derechos de las mujeres a la herencia en este punto permanece
abierta. Cicerón informa de que la «Lex Vocania» prohibía que cualquier hombre
«incluido en el censo» convirtiese en heredera suya a una mujer. Augusto cambió este
hecho, legislando que las mujeres podían heredar si habían dado a luz tres hijos, si
eran ciudadanas romanas; cuatro, si eran latinas y nacidas libres, o cinco, si no eran
ciudadanas romanas. Eso indicaba que las muchachas demasiado jóvenes para
concebir, o que no se habían casado o no habían tenido hijos no podían heredar.
Y eso nos devuelve a las hijas de Prasutago, de las cuales no se sabe nada preciso,
excepto que fueron «ultrajadas» por los centuriones enviados a tomar posesión de su
herencia, y al mismo tiempo su madre, la Boudica, fue «azotada».
Aquí nuestra fuente es Tácito, pero señala con mucha precisión que las hijas del
rey fueron violadas, y su mujer azotada. Uno se pregunta (al menos yo me lo he
preguntado) por qué un grupo de hombres armados, que no tenían nada que perder,
no decidieron violar a la mujer también, sino que se entretuvieron el tiempo
Cubierta
Dramatis Personae
Agradecimientos
Prólogo
Parte I
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Parte II
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Parte III
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Parte IV
Epílogo
Nota de la autora
Sobre la autora