II 02 Historia Del Guerrero y de La Cautiva
II 02 Historia Del Guerrero y de La Cautiva
II 02 Historia Del Guerrero y de La Cautiva
En la página 278 del libro La poesía (Bari, 1942), Croce, abreviando un texto lati-
no del historiador Pablo el Diácono, narra la suerte y cita el epitafio de Droctulft;
éstos me conmovieron singularmente, luego entendí por qué. Fue Droctulft un
guerrero lombardo que en el asedio de Rávena abandonó a los suyos y murió
defendiendo la ciudad que antes había atacado. Los raveneses le dieron sepultu-
ra en un templo y compusieron un epitafio en el que manifestaron su gratitud
(contempsit caros, dum nos amat ille, parentes) y el peculiar contraste que se
advertía entre la figura atroz de aquel bárbaro y su simplicidad y bondad:
En 1872 mi abuelo Borges era jefe de las fronteras Norte y Oeste de Buenos Aires
y Sur de Santa Fe. La comandancia estaba en Junín; más allá, a cuatro o cinco
leguas uno de otro, la cadena de los fortines; más allá, lo que se denominaba
entonces la Pampa y también Tierra Adentro. Alguna vez, entre maravillada y
burlona, mi abuela comentó su destino de inglesa desterrada a ese fin del mun-
do; le dijeron que no era la única y le señalaron, meses después, una muchacha
india que atravesaba lentamente la plaza. Vestía dos mantas coloradas e iba
descalza; sus crenchas eran rubias. Un soldado le dijo que otra inglesa quería
hablar con ella. La mujer asintió; entró en la comandancia sin temor, pero no
sin recelo. En la cobriza cara, pintarrajeada de colores feroces, los ojos eran de
ese azul desganado que los ingleses llaman gris. El cuerpo era ligero, como de
cierva; las manos, fuertes y huesudas. Venía del desierto, de Tierra Adentro y
todo parecía quedarle chico: las puertas, las paredes, los muebles.
Quizá las dos mujeres por un instante se sintieron hermanas, estaban lejos de su
isla querida y en un increíble país. Mi abuela enunció alguna pregunta; la otra
le respondió con dificultad, buscando las palabras y repitiéndolas, como asom-
brada de un antiguo sabor. Haría quince años que no hablaba el idioma natal y
no le era fácil recuperarlo. Dijo que era de Yorkshire, que sus padres emigraron
Todos los años, la india rubia solía llegar a las pulperías de Junín, o del Fuerte
Lavalle, en procura de baratijas y «vicios»; no apareció, desde la conversación
con mi abuela. Sin embargo, se vieron otra vez. Mi abuela había salido a cazar;
en un rancho, cerca de los bañados, un hombre degollaba una oveja. Como en
un sueño, pasó la india a caballo. Se tiró al suelo y bebió la sangre caliente. No sé
si lo hizo porque ya no podía obrar de otro modo, o como un desafío y un signo.
1
También Gibbon (Decline and Fall, XLV) transcribe estos versos.
El Aleph, 1949.