La Universidad Pública Como Objeto de Estudio
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EDITORIAL
cogobierno docente-estudiantil; corporativismo gremial (docente, administrativo y estudiantil)
exacerbado; cuerpo administrativo central sobredimensionado, etc.
Para terminar con este apartado, digamos que la operación de construcción de la universidad
como objeto de estudio conllevaría la puesta en obra de un doble plano de análisis: el histórico y el
propiamente praxeológico. Éste último permitiría desplegar un verdadero programa de investigación
y construir una serie de objetos de estudio pertinentes a la realidad universitaria; realidad compleja y
plural: institucional, política, científica, académica, curricular, pedagógica, didáctica, administrativa,
de gestión, tecnológica y económico-financiera. El plano histórico de análisis, se sustentaría en el
reconocimiento de la condición histórica de la universidad y de su “gramática filosófica” y, al mismo
tiempo, en el de su vinculación presencial actual a un exterior contemporáneo (llámese Estado,
Sociedad o Planeta).
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“La expresión conflicto de racionalidades no es azarosa. Si la universidad moderna ha sido definida como el lugar de
la razón (….), hoy ese cimiento [en tanto fundamento y sentido de la institución] ha cedido dando lugar a un conflicto
entre diferentes racionalidades” (Naishtat et al. 2001: 5).
3 Los resultados de una investigación, presentada en Weise-Ferrufino (2004) ilustran la emergencia, en tierras bolivianas,
su contexto histórico y cambiar su situación actual; plantean la necesidad de procesos de
transformación, mejoramiento de los procesos universitarios e introducción de las NTIC’s. También
existen coincidencias en que es necesario fortalecer las estructuras académicas universitarias y
mejorar los procesos formativos, flexibilizando el curriculum. Sin embargo, estas tendencias también
tienen importantes puntos conflictivos: difieren, evidentemente, en el tipo de racionalidad en el que se
basan; también, divergen en la orientación del cambio, en las concepciones de la gestión institucional,
en las funciones sociales que se le debería asignar a la universidad y también en el lugar donde se
originaría el cambio. Finalmente, es “importante señalar, que en realidad, todas estas tendencias están
presentes en el campo universitario y coexisten como una suerte de mosaico, donde a falta de un
proyecto institucional común, conviven en diferentes pisos y espacios muchas universidades públicas,
que tienden desde cada nodo del sistema, hacia distintas visiones de universidad y también, de
reforma, las cuales toman más o menos peso, según el juego de fuerzas que se establece entre actores
y según la fuerza con la que los discursos permean la vida universitaria y sus actores, dejando el curso
de la institución a los avatares de dichos juegos o en el mejor de los casos, al peso de la inercia y por
tanto a expensas del poder de los actores externos” (Weise, 2005) .
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“Esta división en cuatro facultades fue importada por Alemania desde la universidad parisina, que la había instaurado a
partir del del siglo XII. Su origen medieval concedía un lugar peeminente a la facultad de Teología, que recibía la
denominación de ‘superior’ junto a las de jurisprudencia y medicina, mientras que a la filosofía se le atribuía una función
propedéutica y por ello se la denominaba ‘inferior’. (.…)” (Aramayo, in Kant, 2003: 11).
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Facultad inferior o Facultad de Filosofía que, según Kant, “sea independiente de todos los mandatos del gobierno con
respecto a sus doctrinas y tenga la libertad, no de dar orden alguna, pero sí de juzgar todo cuanto tenga que ver con los
intereres científicos, es decir, con la verdad, terreno en el que la razón debe tener el dercho de expresarse públicamente,
ya que sin ello la verdad nunca llegaría a manifestarse (en perjuicio del propio gobierno), dado que la razón es libre
conforme a su naturaleza y no admite la imposición de tomar algo por verdadero (no admitiendo crede alguno, sino tan
sólo un credo libre). El hecho de que dicha Facultad sea tildada de ‘inferior’, pese a contar con ese enorme privilegio (de
la libertad), halla su causa en la naturaleza del hombre: pues quien puede mandar, aunque sea un humilde servidor de
algún otro, se ufana de ser más importante que quien no manda sobre nadie, pero es libre” (Kant, 1999: 4). Hay que
subrayar que, el ámbito del campo de la facultad inferior no dejó de ampliarse a lo largo de la historia, hasta abarcar
todas las Humanidades y las Ciencias (en cierto modo, la universidad entera como totalidad de saberes), con las que
comparte en común el llamado “espíritu crítico”.
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de la universidad, responsabilidad en cuanto a la verdad y la responsabilidad en cuanto a la acción; de
ahí se entiende su preocupación por delimitar el poder de la universidad “al poder-pensar, o juzgar, al
poder-decir, pero no necesariamente decir en público, ya que en este caso se trataría de una acción, de
un poder ejecutivo que no está permitido a la Universidad” (Derrida, 1984: 39). Kant piensa que,
entre estas dos responsabilidades, se introduce, porque es común a ambas, el lenguaje.
Según Derrida, la más profunda intención de Kant en El Conflicto de las Facultades, desde
un punto de vista filosófico, es el de delimitar el lenguaje de la verdad y el lenguaje de la acción,
trazar entre ellos una línea de demarcación; una línea de demarcación entre el lenguaje de los
enunciados teóricos y el de los enunciados operativos, en fin, “el concepto (puro) de la Universidad
está construido por Kant sobre la base de la posibilidad y la necesidad de un lenguaje puramente
teórico, motivado por un único interés hacia la verdad y con una estructura que actualmente
llamaríamos puramente “constatativa” (Derrida, 1984: 41). Es, entonces, en este sentido que Kant
postula que su documento es más político que teológico. Trata de construir una línea de demarcación
entre los sabios de la universidad y los negociantes de la ciencia o instrumentos del poder
gubernamental, entre el interior y el exterior de la universidad. Pero el problema no es físico, no se
restringe al campus; el problema atraviesa el interior mismo de las Facultades que son el lugar mismo
del conflicto. La primera frontera, por tanto, interpuesta por Kant es la frontera que reproduce los
límites entre acción y verdad, entre poder y saber. La lucha entre las facultades superiores y la
inferior es inevitable; pero, una vez más, es la universidad misma la que deberá discernir entre lo uno
y lo otro, entre lo legítimo y lo ilegítimo.
Contemporáneamente, aquella investigación científica (y tecnológica, habría que añadir)
que caracteriza la universidad de la segunda etapa, alcanza enormes dimensiones (cualitativas y
cuantitativas) que superan, de lejos, las capacidades de la universidad. Exige inversiones y
herramientas demasiado costosas y una organización que –en muchos aspectos— tiende a asemejarse
al de la empresa. La investigación se convierte en un factor esencial en el desarrollo industrial; y,
adquiere el status de una dimensión política mayor. Esta evolución conduce, a finales del siglo
pasado, a la emergencia de una tercera etapa, figura característica, designada muy adecuadamente por
el término de “gestión”. Es la época pues de la gestión, calificada como tal por Ladrière. No
solamente la problemática que le corresponde cobra una importancia cada vez mayor en la
investigación y en la enseñanza; sino, que se impone en la universidad, como una preocupación
central –en razón, precisamente, de los intereses económicos y políticos que implica--. La propia
investigación científica y tecnológica se encuentra condicionada por la problemática gestionaria
(Freitag, 1995), en razón de sus dimensiones y de su complejidad.
La universidad se ha modificado pues sustancialmente, en esta tercera etapa, sobretodo bajo
el impacto del discurso y política neoliberales: pasando del estatus de institución al de mercado y
caracterizándose por una orientación vocacionalista, por una formación profesionalizante que
requiere el desarrollo de saberes prácticos y socialmente útiles. A la idea general de cultura se le
sustituye una burocratización generalizada. El marco –consecuencia del régimen político en el que se
persevera–, en el cual operan las universidades contemporáneas es el de la gestión (como ya lo
apuntamos): gestión de saberes, de recursos, de bienes, de personas, de personal docente, que niega la
cualidad de colegialidad del “cuerpo profesoral” (Descombes, 2009: 11). ¿Cómo, en este contexto, de
nuevos conflictos de racionalidades y ya no solamente de “conflicto de facultades”, plantear y luego
responder la pregunta por el porvenir de la universidad, privada de su misión moderna, orientada
hacia el saber, la ciencia, la cultura, el Estado y la Nación?
Entonces, aquella universidad de la segunda etapa –con un estatuto filosófico contundente
(Kant, 1999; Derrida, 1984)– ¿está todavía vigente?8 ¿O, podemos hablar, como la hace Bill Readings
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Siguiendo a J. Muguerza (2003: 226), la respuesta es positiva, en este sentido: en la medida en que ejercitemos el
“espíritu crítico” en contra de la “sacralización del presente, cristalizada siempre en uno u otro consenso dominante”.
ALPHAMATRIX NO 1/2010
(1996), de una “universidad post-histórica”, la de “la excelencia” –síntoma de la
desinstitucionalización de la universidad y de su vacío académico?–. En todo caso, el lugar de la
universidad en la sociedad y cultura actuales no está claro ¿La universidad en su forma moderna
(tradicional) ya no es más “partenaire” del Estado. Y su Idea reguladora, llámese Luces
(Aufklarung) o Cultura (Bildung) ya no la sustenta, aparentemente ¿Debemos olvidar Berlín, como lo
sugiere Alain Renaut (2002). En todos lo casos, estamos convencidos que el debate sobre la crisis
actual de la universidad debe iniciarse justamente a partir de los planteamientos filosóficos que la
constituyeron como institución moderna; de lo contrario, no se podrá entender ningún nuevo
fundamento que proponga alguna vía de ‘superación’ al ya citado “conflicto de racionalidades”. Y,
convencidos también de que, la universidad contemporánea, aún confrontada (desde su exterior) a
procesos de reforma que atentan una idea y razón de ser propios; y conllevan el peligro, según
Ladrière, “de hacernos olvidar las significaciones, lo fundamental y la razón ética en beneficio de una
racionalidad de corto alcance que cree poder remitirse entera y exclusivamente a criterios de
eficiencia”; no debe olvidar los grandes sentidos y las grandes inspiraciones que han hecho de ella
“una expresión particularmente significante del humanismo”. En esta dirección, la universidad actual
debe tener la capacidad, intelectual y material, de re-significar en el campus –entendido como
‘comunidad de inteligencias’– “lo que ha representado el estudio de los grandes textos; lo que ha
representado el trabajo de creación y descubrimiento científicos y lo que esas disciplinas continúan
aportando al estudio y las prácticas de la gestión”.
Respecto a lo último –las prácticas de gestión–, Ladrière concluye que la gestión (bien
comprendida) es un lugar donde se juega un debate entre la razón ética y la "fuerza de las cosas". La
institución universitaria, en razón de sus tradiciones y de su potencial interdisciplinario de reflexión y
de investigación, tiene pues un rol extremadamente importante en este trabajo colectivo de
elaboración de una ética para el presente. Esto es, para la universidad, una responsabilidad nueva,
que exige formas apropiadas de colaboración y de innovaciones metodológicas adecuadas. Por otro
lado, sin excluir el desarrollo profesional en las universidades, hay que animar el desarrollo de un
espíritu crítico en relación a los grandes desafíos que enfrentan hoy. Más que caer en un
romanticismo nostálgico o aceptar ingenuamente las orientaciones instrumentalistas, pertenece a los
universitarios y a los investigadores promover pues su responsabilidad crítica en tanto que
intelectuales, incluso si este término es hoy considerado como una tara social. Según Derrida (2002),
la universidad es por excelencia el lugar donde debe ejercerse "una libertad incondicional de
cuestionamiento y de proposición"; un lugar donde debe estar garantizado el derecho a “decirlo todo
y a publicarlo todo”. Esta capacidad de examen crítico no debe dejar nada de lado.
Por lo tanto, la reintroducción de un horizonte ético en la Universidad –en términos de una
racionalidad que oriente y determine el sentido y las prácticas de la gestión– más la re-asunción de un
espíritu crítico –manifiesto en el ejercicio de la libertad de pensamiento–, hacen posible que la
universidad actual pueda plantearse y concretizar una “agenda de reconstitución institucional” y
redefinir su responsabilidad social. Sin temer demasiado por una cierta “persistencia en el oldthink”
(Giroux, 2002); reconociendo que la universidad no tiene más elección que la de encontrarse en
medio del ágora, es decir, en medio de la plaza pública –en tanto, espacio público de la discusión–;
que la de tener su lugar en el centro del Mercado, “este lugar (que) no es aquel del socio adjunto, del
concesionario, del gestionario, del proveedor de formaciones o de personal de investigación de la
empresa. Es el lugar de Sócrates. La universidad es la única institución social cuya razón de ser es la
del ‘thaon de los atenienses’, aquél que perturba, desconcierta, desestabiliza; invita, incita y enseña a
poner en perspectiva y en cuestión las ideas recibidas y los discursos dominantes” (Giroux, 2002).
Conclusión
La construcción epistemológica de la universidad pública como objeto de estudio, uno de
cuyos objetivos, es el de contribuir a la resolución del actual “conflicto de racionalidades”, se inscribe
en el descrito trasfondo reflexivo y se apoya y articula sobre las siguientes premisas o gestos
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epistémicos: 1) de recuperación de dimensiones histórico-tradicionales, referidas, primariamente, a
una Idea y razón de ser fundante de la universidad, a un sentido de la autonomía de pensamiento,
(esencial al ejercicio científico y académico), a un afán de búsqueda de verdades desde el juicio, la
crítica y el discernimiento; 2) de resignificación de prácticas universitarias ligadas a dimensiones
humanístico-hermenéuticas y científico-tecnológicas. La universidad como espacio de transmisión,
recuperación, reinvención y creación de saberes diversos e interdiversos; y, 3) finalmente, de
articulación y proyección de sentidos y responsabilidades nuevas: desde comprensiones actuales,
contextualizadas y amplias de lo público social y político; desde la reinvención de una idea de
universitas, comunidad (como colectividad de confrontación de disensos y construcción de
consensos); y, desde la generación de un lenguaje crítico que motive y anime un proceso de cambio,
de reforma y reconstitución internas, integrando los puntos anteriores. Talvez, por este camino,
podamos esperar que la universidad no se desinterese por el “devenir cultura de los saberes” y que
logre mínimamente (Renaut, 2002): reducir las desigualdades culturales (exigencia de
democratización), asegurar la adquisición de los fundamentos de las disciplinas (zócalo de
conocimientos indispensables para la especialización), asegurar la adquisición de competencias
fuertemente profesionales y de saberes de especialización. Así como, asegurar una formación humana
y ética, comprometida con una mayor democratización social, económica y política; constituyéndose,
de ese modo, la universitas en un "mundo común de referencias compartidas". Dicha re-constitución
sería un sentido político nuevo para uno de los patrimonios más antiguos de la humanidad.
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