Texto de Teología de La Gracia - 2021 (AB - FF)

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Teología Moral II

GRACIA

Dr. Alejandro Bertolini – Dr. Fabricio Forcat


UCA – Bs. As. – 2021
Teología Moral II
GRACIA
Profesores: Dr. Alejandro Bertolini
Dr. Fabricio Forcat
Carrera: Licenciatura en Teología
Profesorado en Teología
Carga horaria: cuatro horas semanales
Año lectivo: 2021
PROGRAMA ANALÍTICO
a. Objetivos:
• Que el alumno elabore una noción adecuada de lo que es la "gracia" y profundice la
problemática teológica y espiritual en torno a ella a partir de diferentes aproximaciones:
metodológica, lingüística, histórica, sintética, espiritual, etc.
• Que el alumno adquiera una síntesis de los elementos básicos de la doctrina sobre la
justificación y la gracia.

b. Contenidos:
Unidad 1: introducción

1.1.Articulación con la antropología. Presentación del esquema general.


1.2.Primera aproximación a la gracia. H historia y ubicación del tratado dentro de la teología.
Transversalidad y carácter de síntesis. Dimensiones diversas en juego.

Sección I: fundamentos bíblicos y doctrinales

Unidad 2: La Gracia en la Escritura

2.1. El amor de Dios: la alianza y la promesa de la nueva alianza. La gloria y el primado de la


acción gratuita de Dios.
2.2. La sabiduría personificada. El don de Dios: hen, hesed, rahamin, emeth, sedaká.
2.3. Evangelios sinópticos: el reino del Padre y el seguimiento.
2.4. Escritos paulinos: justificación por la fe. Ley y Gracia. Cristocentrismo y gracia. Misterio
Pascual y gracia creada. Sentido de la noción de predestinacióin.
2.5. Escritos joánicos: vida – amor – gloria. Fórmulas de inmanencia recíproca.

Unidad 3: Historia de la doctrina de la Gracia

3.1. Antigüedad: los fundamentos


3.1.1. Padres Griegos
3.1.2. Pelagio y Agustín. Luces y sombras. La necesidad de la gracia. “initium fidei”.
Intervenciones magisteriales de los primeros siglos. Cartago, Orange, Indiculus Celestini.
La doble predestinación en el siglo IX.

3.2. Escolástica: sistematización y visión complexiva


3.2.1. San Anselmo, Abelardo, Pedro Lomardo.
3.2.2. Gracia increada y gracia creada en Sto. Tomás. Participación de la naturaleza divina.
La vida cristiana: usus gratiae. Principales categorías tomasianas (I-II, 106-114).
3.2.3. Duns Scoto y la Escolástica posterior.

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –1


3.3. La Reforma y Trento: polémica en torno a la justificación
3.3.1. El hombre bajo el pecado. Sentido de las preocupaciones luteranas. Contexto de la
polémica.
3.3.2. La gratia gratum faciens como única causa formal de la justificación. Inherencia,
disposiciones y mérito. Papel de la gracia actual elevante en el proceso de justificación.
4.3.3. El diálogo luterano - católico actual. La Declaración luterano-católica sobre la
justificación. Certeza. Eficacia de la gracia y mérito en el Misal romano. Calificaciones
teológicas.

3.4. Jansenismo: la dialéctica entre Gracia y libertad


3.4.1. El jansenismo, su contexto y sus preocupaciones legítimas. La concupiscencia y la
delectatio victrix.
3.4.2. Precisiones sobre las condenas al jansenismo. Consecuencias negativas de la
espiritualidad jansenista.

Sección II: propuesta sistemática

Unidad 4: el problema del sobrenatural: el agape como gracia y libertad

4.1. Planteo histórico. Visión patrística. Tomás de Aquino. Cayetano, Bayo. Neoescolástica. De
Lubac. Pío XII y la Humanis Generis. Juan Alfaro. K. Rahner

4.2. Recepción de la novedad en la teología de la segunda mitad del siglo XX. Del Indivise al
inconfuse: reformulación de los términos de la solución en clave pneumatológica y trinitaria.

4.3. El ágape como gracia y libertad.

Unidad 5: La vida agraciada en clave eucarística

5.1. La clave litúrgica de la vida nueva. La eucaristía como fuente y culmen de la antropología
pascual.

5.2. Por Cristo, con Él y en Él: Yo hago nuevas todas las cosas (Ap 21,5).
5.2.1. Dimensión encarnada e histórica y carácter mediado de la gracia: estructura básica
de la mediación. Cristo sacramento primordial, iglesia y sacramentos. ¿Cómo actúa la
gracia en el mundo? Profetismo y signos de los tiempos.
5.2.2. Participación del hombre en la pascua: humanización, divinización, cristificación,
socialización, individuación, personalización.
5.2.3. Fraternidad como categoría teológica.

5.3. A ti Dios Padre omnipotente: la finitud reconciliada en la alabanza.


5.3.1. Entre creación y consumación: creaturidad y apertura escatológica: identidad abierta.
5.3.2. Gratitud y alabanza: el eje del descentramiento antropológico en clave cristiana.
5.3.3. Filiación como categoría teológica.

5.4. En la unidad del Espíritu: la transformación en proceso


5.4.1. Inhabitación trinitaria y libertad de consciencia.
5.4.2. Integración alma-cuerpo-espíritu y superación del dualismo.
5.4.3. Identidad reciprocante: realización personal, singularidad y vincularidad
constitutivas.
5.4.4. Universalidad de la salvación y apertura a la alteridad: la sacralidad y lo diverso.
5.4.5. Nupcialidad como categoría teológica.

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –2


5.5. “Tomen y coman todos de él, porque este es mi cuerpo entregado por ustedes”
5.5.1 La entrega agápica como modo ordinario de agraciamiento.
5.5.2. El martirio como sello de la existencia transfigurada.
5.5.3. El hombre y su vocación eucarística.

Bibliografía
Manuales y tratados
1. J. AUER, El evangelio de la Gracia, Herder, Barcelona 1975.
2. J. A. SAYES, La gracia de Cristo, BAC, Madrid 1993.
3. H. RONDET, La gracia de Cristo, Ed. Estela, Barcelona 1966.
4. CH. BAUMGARTNER, La gracia de Cristo, Herder, Barcelona 1968.
5. J. RUIZ DE LA PEÑA, El don de Dios, Sal Terrae, Santander 1991.
6. , Creación, gracia, salvación, Sal Terrae, Santander 1993.
7. L. LADARIA, Teología del pecado original y de la gracia, BAC, Madrid 1993.
8. A. GANOCZY, De su plenitud todos hemos recibido, Herder, Barcelona 1991.
9. J. I. GONZÁLEZ FAUS, Proyecto de hermano, Visión creyente del hombre, Sal Terrae, Santander,
1987.
10. B. J. HILBERATH, Doctrina de la Gracia en T. SCHNEIDER (dir.) Manual de teología dogmática,
Herder, Barcelona, 2005, 619-664.
11. G. MÜLLER, Dogmática, teoría y práctica de la teología, Herder, Barcelona, 1998, 787- 830.
12. P. FERNÁNDEZ CASTELAO, "Antropología teológica" en A. CORDOVILLA PÉREZ (ED.), La lógica de
la fe. Manual de Teología Dogmática, Publicaciones de la Universidad Pontificia Comillas, Madrid
2013.
13. K. H. MENKE, Teología de la gracia - El criterio de ser cristiano, Sígueme, Salamanca, 2006.
14. J. L. LORDA, La Gracia de Dios, Ediciones Palabra, Madrid, 2004.
15. MEIS W., A, Antropología Teológica. Acercamientos a la paradoja del hombre, Ediciones
Universidad Católica, Santiago de Chile, 2013.

Sobre temas específicos

Historia del dogma


16. B. SESBOÜÉ, Jesucristo el único mediador, Koinonía, Secretariado trinitario, Salamanca 1990.
17. ----------, El hombre y su salvación, Secretariado trinitario, Salamanca, 1996.
18. L. KOLAKOWSKI, Dios nos nos debe nada. Un breve comentario sobre la religión de Pascal y el
espíritu del jansenismo, Herder, Barcelona 2006.
19. M. TOLLEMACHE, Los jansenistas franceses. Fidelis usque ad mortem, Las cuarenta, Buenos Aires
2014.
20. J. DE LA PIENDA, El Sobrenatural de los cristianos, Sígueme, Salamanca 1985.

Dimensión trinitaria
21. N. SILANES, El don de Dios, La Trinidad en nuestra vida, Sec. Trin., 1999.
22. E. CAMBÓN, La Trinidad. Modelo social, Ciudad Nueva, Madrid 2000.
23. ----------, Vivir la Trinidad, Pistas para una nueva sociedad, Ciudad Nueva, Buenos Aires 1998.
24. G. PHILIPS, Inhabitación trinitaria y gracia, Secretariado trinitario, Salamanca, 1980.
25. P. CODA, El agape como gracia y libertad. En la raíz de la teología y la praxis de los cristianos,
Ciudad Nueva, Madrid, 1996.

Divinización
26. P. LÓPEZ DE MENESES, Theosis. La doctrina de la divinización en las tradiciones cristianas.
Fundamentos para una teología ecuménica de la gracia, Eunsa, Navarra 2001.

Dimensión psicológica
27. J. GARRIDO, Núcleos del mensaje cristiano, Ed. Franciscana Aranzazu, Burgos 1978.
28. ----------, Proceso humano y gracia de Dios, Sal Terrae, Santander, 1996.

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –3


Ensayos:
29. A. PÉREZ DE LABORDA (ed.), Un mirada sobre la gracia. El Escorial 2005, Publicaciones de la
Facultad de Teología de San Dámaso, Madrid 2006.
30. V. M. FERNÁNDEZ, La gracia y la vida entera, Herder, Barcelona 2003.
31. ----------,Gracia, nociones básicas para pensar la vida nueva, Agape Libros, Buenos Aires, 2012.

Místicos contemporáneos
32. D. BONHOEFFER, El precio de la gracia. El seguimiento. Sígueme, Salamanca, 2007.
33. C. LEBRETON, El soplo del don, Monte Carmelo, 2003.
34. S. WEIL, La gravedad y la gracia, Trotta, Madrid 19942.

Películas para ver


35. San Agustín. La película. (2010).
36. E. Till, Agente de Gracia (2000).
37. E. Till, Luther (2003).

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –4


UNIDAD 1: INTRODUCCIÓN

Queremos hablar sobre nuestra amistad con Dios y sobre todo lo que esa amistad implica: cada puerta
que se abre cuando aceptamos el amor que Dios nos ofrece, todo lo que se ilumina, todo lo que se renueva
cuando crecemos en esa amistad. Pero nos preguntamos ahora por qué esa vida nueva en amistad con Dios
se llama "gracia".
Si bien algunos autores destacan los límites del uso de esta palabra, hasta proponer eliminarla del
lenguaje teológico', no parece posible sustituirla por otra más adecuada.
Al explorar los sentidos de esa expresión encontramos que está marcada desde su raíz por la idea de
una belleza desbordante y gratuita.
Se trata del término griego "járis", que aparece en el Nuevo Testamento, y que nosotros traducimos
con la palabra "gracia". Pero en realidad, esa expresión del NT es heredera de una gran riqueza de las
tradiciones judías y griegas.
1.1. Riqueza de significados del término gracia1
En el lenguaje profano, sea en griego, sea en latín, y también en su equivalente en diversas lenguas
modernas, la palabra "járis" (gratia) tiene un gran número de acepciones. Pero estas se reducen a cuatro, que
derivan las unas de las otras con una lógica rigurosa, aunque con un tránsito casi insensible que hace a veces
difícil la distinción.
1.1.1 La belleza. Es una cualidad que produce alegría: gracia, encanto, amabilidad. Este sentido se
aplica a las personas y a las cosas. Tanto en griego como en latín, se habla de la gracia del cuerpo, del
espíritu, del porte o del aspecto, del lenguaje. Esta acepción constituye el sentido original, radical, de la
palabra, del cual fueron derivando los otros. Es sumamente importante advertir que éste es el sentido
originario y estructurante del término.
Pero habría que precisar que "gracia" no es estrictamente un sinónimo de belleza. Gracioso es más que
bello (es imprescindible ver en nota 9 las acepciones 3 y 4 de la RAE), porque la gracia añade un don
gratuito de sí. Una mujer bella es graciosa cuando hay en ella un don de sí que permite que su encanto pueda
ser gozado por otro. Tiene gracia cuando no se encierra en sí misma y se da generosamente.
Podríamos decir que gracia es belleza, pero sólo cuando esta belleza incluye tres notas: el don, la
abundancia, la generosidad (nunca la belleza que se vende o que se ostenta con frío orgullo). La existencia
de la palabra gracia indica entonces que no todo lo bello tiene que ser comprado. Hay lugar para la belleza
del amor gratuito, generoso, que se dona sin medida. De hecho lo más grande y lo más bello, la amistad con
Dios, no puede ser pagado, sino que ha de ser recibido con pura gratitud y ternura como don, como obsequio
libre, generoso y desbordante
En las lenguas modernas también puede ser asociada a la seducción amorosa, porque es un llamamiento
al encuentro y a la comunicación. Esto implica que los seres no están encerrados en aquello que los aísla o
separa unos de otros, con sus derechos contabilizados, sino que hay comunicación, apertura, un dar gratis
que logra una verdadera comunión entre las personas.
De esta acepción de "belleza que se comunica" se derivan otros sentidos semejantes: el buen humor
que contagia una persona "graciosa", y la noción de "gratificante": algo que hace bien, que comunica expe-
riencias bellas, que restaura con su hermosura.
1.1.2 La aceptación del otro. Este segundo sentido deriva del primero. Del encanto objetivo que se da
en una persona o cosa, se pasa fácilmente a la disposición subjetiva correspondiente de quien valora y goza
esa belleza. Al encanto corresponde la aceptación, la benevolencia, el reconocimiento favorable de quien
aprecia ese encanto y quiere responder a él con generosidad. Suele indicarse que este favor tiene dos
fórmulas principales, ya que se puede referir tanto al que lo recibe como al que lo da; la fórmula pasiva:
encontrar favor, obtener el favor, encontrar gracia, ser agraciado, etc.; la fórmula activa: dar el favor a otro,
otorgar gracia a alguno, ser favorable a alguien, etc. Pero hay que tener en cuenta que lo específico de este
sentido es la reacción interior de quien descubre una belleza desbordante y generosa: Es cuando se produce
en alguien una aceptación interior de esa persona "graciosa", que halla gracia a los propios ojos, que "me
cae en gracia". Este sentido aparece en la Escritura con el sentido religioso de "hallar gracia a los ojos de

1
Cf. V.M. FERNÁNDEZ, La gracia y la vida entera. Dimensiones de la amistad con Dios. Herder, Barcelona, 2004.

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Dios".
Pero al conservarse aquí la nota de gratuidad, ha de apreciarse cómo aplica la relación con Dios:
Nuestro deseo de corresponder a su don amoroso no implica que intentemos comprar el don de su amistad,
que nunca deja de ser gratuito.
1.1.3 El beneficio. Del segundo al tercer sentido, el deslizamiento es aavia más espontáneo que del
primero al segundo. El favor acordado a una persona se manifiesta por los beneficios que se le conceden.
El lenguaje traspone la palabra gracia de la causa a los efectos, del favor, sentimiento subjetivo de
benevolencia, a los favores objetivos que lo manifiestan. De allí el sentido de beneficio, gracia, don,
presente, perdón, concesión. De un modo general es todo lo que se otorga por pura benevolencia,
gratuitamente, lo que no es debido. Cuando alguien me cae en gracia puedo concederle una gracia, un favor
que le doy gratuitamente, sin que él deba pagarlo o retribuirlo.
El sutil paso del sentido anterior (favor, aceptación: 1) a éste (beneficios: 2) puede advertirse en un
paralelismo de Ex 33,13.16: "Ahora pues, si he hallado gracia a tus ojos (1), hazme saber tu camino para
que yo te conozca y halle gracia a tus ojos (2)... Pues ¿en qué podrá conocerse que he hallado gracia a tus
ojos (1), yo y tu pueblo, sino en que tú vengas con nosotros. (2)." Es decir: que Dios nos mire con benevo-
lencia (aceptación) se manifestará si nos concede la gracia de venir con nosotros (beneficio).
1.1.4. El reconocimiento, la acción de gracias. El beneficio comporta dos términos: el autor y el
beneficiario. Si incluye en el donador un sentimiento de generosidad, provoca a su vez, en el destinatario,
un sentimiento recíproco: reconocimiento o gratitud que se expresa exterior-mente en el agradecimiento o
la acción de gracias. Por sus múltiples derivados, esta acepción ha llegado a ser preponderante. Hay que
aclarar que esta expresión "¡gracias!" tiene su sentido más propio cuando el otro me concede un favor al
cual no estaba obligado (una verdadera "gracia"), y por eso uno se siente "agraciado", honrado, bellamente
privilegiado.
1.2. Dinamismo de relaciones bellas
Es sumamente interesante advertir que la riqueza de sentidos que tiene el término gracia sólo puede
manifestarse en una relación interpersonal que tiene idas y vueltas, es decir, en el encuentro entre personas.
Una persona bella despierta el favor de otra que le concede beneficios bellos, y la persona agraciada por
esos beneficios responde con la gratitud. Todo eso se incluye en la expresión "gracia".
La palabra lleva en sí un juego interno que sólo puede explicitar su riqueza en una relación entre dos
o más personas, y especialmente en la amistad, donde la relación tiene particulares notas de gratuidad.
Pero para aplicarlo a nuestra relación con Dios el orden debe ser invertido. Es El quien en primer lugar
nos beneficia comunicándonos gratuitamente la belleza que nos hace agradables (aceptos) a Él, y así Él es
favorable a nosotros. Desarrollando ese don en nuestras vidas, encontramos más todavía el favor de Dios
que nos beneficia nuevamente con un don mayor, y ante esto nuestra reacción sólo puede ser la de una tierna
y gozosa gratitud.
Quizás sea más adecuado todavía contemplar a Dios mismo como Gracia: belleza fascinante que se
ofrece, que se dona, que así toma la iniciativa de convocarnos a su amistad y nos comunica la hermosura
que nos capacita para entrar y crecer en esa comunión:
"No se trata de una propiedad solamente formal y exterior, sino de aquel momento del ser al cual aluden
términos como gloria, esplendor, fascinación: Es aquello que suscita atracción gozosa, sorpresa agradecida,
dedicación fervorosa, enamoramiento, entusiasmo; es aquello que el amor descubre en la persona amada, esa
persona que se intuye como digna del don de sí, por la cual uno está pronto a salir de sí mismo y a jugarse con
locura".
Los santos "no sólo han creído en el Pastor bello y lo han amado. Sobre todo se han dejado amar y
plasmar por Él. Su caridad comenzó a ser la caridad de ellos; su belleza se difundió en sus corazones y se
irradió en sus gestos".
La gracia es en definitiva la "comunicación de la belleza de Dios al hombre". Es Dios mismo que hace
participar al ser humano de su hermosura, donde se unen tanto la participación de esa belleza en el orden
del ser, como la participación sobrenatural de esa belleza (gracia santificante) que introduce al hombre en
la amistad con Dios. Ambas participaciones son gratuitas y son manifestaciones ad extra del amor divino,
también la belleza de un cuerpo humano es gracia, es belleza que se plenifica cuando ese ser humano entra
en la amistad con Dios y es santificado.
El sentido neotestamentario del término asume toda la riqueza de sentidos del griego y los matices que
hereda la Septuaginta (traduciendo jen o jesed, por ejemplo). Así, pasa a indicar la hermosura de la riqueza
Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –6
total del don de Dios en Cristo, que otorga la nueva vida del Espíritu a los justificados. Esto puede percibirse,
por ejemplo, en 1 Co 1,4-9; Rm 5,2.15; Hch 13,43.
Pero el núcleo de este sentido teológico, que aparece cuando la Septuaginta traduce como "járis"
expresiones referidas al amor de Dios, es la belleza del amor divino que no se puede medir y controlar, que
va más allá de lo debido. En el Nuevo Testamento la expresión alcanza el máximo nivel de sentido al
expresar la inconmensurable hermosura de la generosidad sobreabundante de Dios, que ha donado
gratuitamente a su propio Hijo como señal suprema de su amor al hombre, para elevar al hombre pecador a
la belleza de su vida íntima, a su amistad, a su gloria:
"La belleza del Pastor está en el amor con el cual se entrega a sí mismo a la muerte por cada una de sus
ovejas, y establece con cada una de ellas una relación directa y personal de intensísimo amor. Esto significa que
la experiencia de su belleza se alcanza dejándose amar por Él, ofreciéndole el propio corazón para que lo inunde
con su presencia, y correspondiendo al amor así recibido con el amor que el mismo Jesús nos hace capaces de
tener".
1.3. Una estética sobrenatural
Hemos dicho que la expresión "gracia" indica una belleza que se comunica generosamente. Pero al
mismo tiempo indica una belleza que no se puede controlar ni abarcar, de la cual uno no puede sentirse
dueño. Somos "agraciados" por esta belleza que supera todo lo que podamos exigir o calcular. Es la
evidencia de que "en la belleza me aparece una profundidad del ser y de que, por lo tanto, yo no puedo
reducir teoréticamente esa forma que se manifiesta a una ley que la rige ni, por con-S1guiente, puedo
disponer de ella a mi gusto". Esta renuncia al dominio Y al consumo que se realiza en cualquier forma
auténtica de belleza, es una fundamentación y una prefiguración en la esfera natural de lo " e en el ámbito
de la revelación y de la gracia será la actitud de fe".
Si tenemos en cuenta esta dimensión desinteresada de lo bello, entonces la gracia —pura gratuidad—
es belleza por excelencia, y su glorioso misterio resplandece y se derrama ante todo —inaferrable paradoja
de Dios— en la fealdad del Crucificado.
El hecho mismo de abajarse de tal modo es precisamente la mejor prueba de la infinita gloria, de la
absoluta libertad, y de toda perfección divina. Pero además, es la más alta representación sensible del
glorioso misterio de la comunicación intratrinitaria, que sólo puede ser captada por la gracia:
"Jesús forma ante el espectador una figura tal que sólo puede ser leída cuando lo que se manifiesta en ella
es —¿visto o creído?— como la emergencia de la profundidad divina personal, trinitaria... La forma de Jesús
sólo se percibe en su realidad propia cuando se la comprende y acepta como manifestación de una profundidad
divina que trasciende toda naturaleza mundana. El hombre será capaz de percibirla y contemplarla adecuada-
mente sólo con la gracia de Dios, es decir, mediante una participación en esa misma profundidad que le ponga
en consonancia con la dimensión completamente nueva del fenómeno de la forma que encierra en sí a Dios y
al mundo".
La belleza del misterio trinitario no podría comunicarse fuera de sí más que como lo ha hecho en el
Crucificado. Por eso decimos que la gracia es ante todo esta paradójica belleza de Jesucristo mismo que se
entrega a nosotros. El mismo, conservando sus llagas gloriosas, será eternamente la culminación de toda
belleza. La razón última es que en ninguna parte se podría amar más libre y generosamente que allí, en la
Cruz:
"Esta belleza sólo se verá si se ha reconocido que el centro de todo es el libre amor de Dios que justifica a
los hombres. Es la belleza de Dios, opuesta a la belleza humana y pasajera".
Los que han podido percibir esta belleza "sufren por amor a ella, V su compadecer queda ampliamente
compensado por su ser enardecidos por la suprema belleza, coronada de espinas y crucificada" La fe
cristiana expresa al mismo tiempo, en la palabra "gracia", en la belleza y la gratuidad que se manifiestan en
la autodonación de Dios al hombre :
"Dios no viene ante todo como el Maestro para enseñarnos lo verdadero, ni como el Salvador, el liberador
eficaz para nuestro bien. El viene para manifestar y hacer brillar su Amor trinitario eterno, en ese desinterés
absoluto que el amor verdadero tiene en común con la verdadera belleza".

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –7


1.4. Historia de la noción teológica2
Lo mismo que al estudiar la Sagrada Escritura, al recorrer la historia no podemos limitarnos al uso de
la palabra gracia. La idea fundamental del Nuevo Testamento es que Dios nos ha elegido y nos ha salvado
generosamente por Cristo, concediéndonos su Espíritu Santo con sus dones. Nos interesa ver qué piensa
cada época de los dones recibidos de Dios. La palabra «gracia» no adquiere su sentido teológico actual hasta
la escolástica, en Occidente, y hasta Gregorio Palamas, en Oriente.
1.4.1 Los primeros siglos
La primera tradición de la Iglesia sigue muy de cerca a san Pablo, imitando sus expresiones y saludos:
«Que os colme la gracia y la paz de Dios todopoderoso por nuestro Señor Jesucristo» (S. Clemente, Ad Cor,
initium; cfr. 65, 2). Tienen conciencia de vivir en un tiempo de gracia y la predicación del Evangelio es, en
realidad, el anuncio de «la» gracia que Dios nos ha concedido en Cristo.
San Ignacio de Antioquía destaca que los cristianos son salvados por el mis¬terio de Cristo, no por las
obras de la ley (Ad Magn. 8, 1-2). Dice san Clemente Romano: «La sangre de Cristo (...) alcanzó la gracia
de la conversión (metanoia) para todo el mundo» (Ad Cor. 7, 4); «¡Qué felices y maravillosos son los dones
(dora) de Dios, hermanos: vida de inmortalidad, resplandor de justicia, verdad franca, fe confiada,
continencia santa; y esto solo hasta donde alcanza nuestro conocimiento; pues ¿qué será lo que está
preparado para los que le esperan?» (Ad Cor. 35, 1-3). En Cristo, el Padre nos concede la conversión y una
vida nueva (inmortal), animada por el Espíritu Santo, que se expresa en la caridad (Ad Cor. 8, 1; 21, 6-9;
32, 4; 36, 1-3; 38, 1-3). El bautismo es la fuente donde se recibe el perdón de los pecados, el Espíritu Santo
y la nueva vida. «Un solo Espíritu de gracia» une a iodos los cristianos (Ad Cor. 46, 6). También habla de
la gracia como ayuda concreta de Dios, por ej., para ser fieles en el martirio (Ad Cor. 30, 2; 55 3). Melitón
de Sardes resume así el misterio de Cristo: «en cuanto juzga es ley, en cuanto enseña es verbo, en cuanto
salva es gracia» (De Pas., 9).
San Ireneo usa poco el término gracia, pero introduce dos imágenes clave que resumen el misterio de
la salvación: el admirable intercambio y la recapitulación en Cristo. El admirable intercambio consiste en
que Dios se hace hombre para que el hombre pueda hacerse Dios (cfr. Adv. haer. V, 8, 1). La recapitulación
en Cristo consiste en que todo está llamado a incorporarse a Cristo, para ser restaurado y elevado por el
Misterio Pascual. Tendremos ocasión de estudiar estas importantísimas expresiones.
San Ireneo introduce una distinción entre «imagen v semejanza», en la expresión del Génesis (1, 26).
Después del pecado, en el hombre permanece la imagen, pero ha perdido la semejanza con Dios. Dios le
permite recuperar su semejanza al recibir la imagen de Cristo por el Espíritu Santo. Le sigue Tertuliano (De
res. 6, 3-5; 9, 1 s; De bap. 5, 6 s). La imagen del «admirable intercambio» expresa el proceso espiritual del
cristiano: su conversión y divinización, adquiriendo la forma de Cristo, la semejanza con Dios.
1.4.2 Los Padres griegos
A partir del siglo IV, la patrística griega va a centrarse en la idea de divinización, desarrollando
sistemáticamente la teología del admirable intercambio de Ireneo. Lo que en Ireneo es una intuición feliz,
es reafirmado por san Atanasio (Adv. Arian. IV, 2, 59) y se convierte en el eje de la antropología cristiana.
La economía de la salvación, instaurada por la Encarnación de Cristo, consiste en la divinización del hombre
por la acción del Espíritu Santo (san Basilio, san Gregorio de Niza).
Unirse a Cristo es unirse a Dios y, por tanto, divinizarse. San Atanasio señala la diferencia: El Verbo
es hijo «por naturaleza» (kata physin), pero el hombre se une a Dios «por gracia» (kata charin) y «según la
imagen» del Verbo. El tema es desarrollado por san Cirilo de Alejandría: Cristo, en cuanto hombre, ha
recibido en su carne la santificación del Espíritu como gracia, y nos lo da (In Psal. 44, 8, PG 69, 1040c).
Desde la humanidad de Cristo, la gracia de la santificación se difunde a todos (In Johan. 11, 10; PG 74,
548b), a través del Espíritu Santo (De Trin. 7; PG 75, 1088b-1089d).
Los Padres no emplean la palabra «gracia» en un único sentido. Consideran gracia o don de Dios el
perdón de los pecados, el don del mismo Espíritu, la divinización que causa en el hombre y todos los dones
que el hombre recibe gratuitamente de Dios.
Dice Orígenes: «Muchos santos participan del Espíritu Santo (...); es potencia santificante de la que
decimos que participan de ella todos aquellos que merecieron ser santificados por su gracia» (De princ. I,

2
Cf. L. LORDA, La Gracia de Dios, Ediciones Palabra, Madrid, 2004, 34-40.

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –8


3). San Gregorio de Niza habla de la gracia, desde el punto de vista de la belleza del alma, que se asimila a
Dios, pero también la trata como una fuerza comunicada en el bautismo; le sigue san Juan Crisóstomo.
También san Cirilo de Jerusalén habla, a veces, de la gracia recibida en el bautismo como fuerza dada por
el Espíritu: «no era parcial la gracia, sino que la fuerza era perfecta» (Catech., XVII, 14; cfr. XVI, 1-2; XVII,
12.18); «Si eres hallado digno de esa gracia, tu alma será iluminada y recibirás una fuerza que antes no
tenías; recibirás tanta gracia como puedas contener» (Ibidem, XVII, 36-37). En sus Catequesis identifica
muchas veces la gracia con la recepción del Espíritu Santo (Catech. III, 4-5), aunque habla también de otras
gracias particulares (Ibidem, XVI, 22).
Al describir la ascensión mística a Dios, Dionisio Areopagita crea el término sobrenatural para expresar
que lo divino está más allá de lo que el hombre puede alcanzar con sus fuerzas (De my. th. I, 1; De div.
nom. I, 1). La distinción entre lo que pertenece a la naturaleza y a la gracia es profundizada por san Juan
Damasceno (De f. orth., 81, IV, 8), que la legará a la escolástica medieval.
1.4.3 La teología bizantina
En la tradición bizantina queda fijada con la doctrina de la divinización. La divinización consiste en la
transformación interior, mediante el admirable intercambio, especialmente, con la iluminación mística que
causa el Espíritu Santo. La tradición bizantina da mucha importancia a las metáforas de la luz que emplea
abundantemente San Juan.
Gregorio Palamas (siglo XIV) el principal teólogo bizantino ortodoxo, establece una teoría para
explicar la iluminación y la participación de la naturaleza divina. Llama gracia a la energía que , a la manera
de un rayo de luz, procede de la naturaleza divina y nos diviniza. Desde entonces, será la doctrina que
seguirá la teología ortodoxa bizantina, griega y rusa.
Distingue entre la naturaleza de Dios, que no se da a participar, y las energías divinas que, emergiendo
de la naturaleza divina, llegan a la criatura y la unen al creador, transformándola en un proceso de
iluminación. Este modo de presentar las cosas causó cierta extrañeza en Occidente y dió lugar a algunos
debates. En realidad, lo que late en el fondo es una metáfora distinta para representar cómo Dios actúa en el
alma. Palamas representa a Dios como un sol que irradia su luz.
1.4.4 San Agustín
Es llamado en Occidente Doctor Gratiae. Con razón, porque es el autor que más ha influido en el
desarrollo de la doctrina. Comparte con los demás Padres de la Iglesia la doctrina de la divinización, pero
desarrolla otros aspectos, debido a su polémica con los pelagianos. Frente al naturalismo pelagiano, destaca
los daños producidos por el pecado y la necesidad de una ayuda concreta de Dios (gracia) para vivir
honestamente. Dios concede una gracia o ayuda interior, como adiutorium y auxilium sobrenatural, que
rectifica la voluntad y le permite querer y obrar el bien. Llama «gracia» a esa ayuda interior que sana y eleva
el obrar humano, iniciando el desarrollo de la teología occidental en este punto.
Sin esa ayuda de Dios, el hombre no puede sanar su libertad y vencer su inclinación al pecado. San
Agustín destacará muy vivamente que esas ayudas son siempre gratuitas y que la iniciativa siempre es de
Dios. Al desarrollar estos principios, san Agustín dejó planteados todos los problemas que la teología
posterior ¡mentará resolver: cómo elige Dios a los que se salvan; cómo se reparte su gracia; cómo es la
predestinación; como se conjugan la iniciativa de Dios y la libre voluntad del hombre; cómo puede Dios
orientar la voluntad del hombre respetando su libertad.
1.4.5 La Escolástica
La Escolástica va a estudiar rigurosamente cómo está presente Dios en el alma del hombre y de qué
naturaleza son las ayudas que le da para salir de la situación de pecado y vivir honestamente. Para estudiarlo,
se sirve de los conceptos de la ontología y la psicología aristotélicas. Así llega a distinguir y definir algunos
términos, como el de gracia santificante y a distinguirlo de las virtudes y los dones del Espíritu Santo.
La teología escolástica se esfuerza en ser rigurosa y satisfacer a la lógica aristotélica. Quiere obtener
conceptos claros y proposiciones bien demostradas. La filosofía de Aristóteles, adaptada a los misterios de
la fe, proporciona una ontología (una imagen filosófica del mundo) y una psicología (una idea de cómo es
el espíritu humano). No se puede hablar de realidades que afectan al hombre (como la gracia), sin ponerlas
en relación con las categorías de la ontología y la psicología (sin decir qué son). Este esfuerzo por estudiar
qué es cada cosa y cómo actúa fijará definitivamente los conceptos. La Escolástica aclara primero el
concepto de virtud y lo amplía a las virtudes teologales (fe, esperanza y caridad); después, deduce la
existencia de un hábito radical -entitativo- que santifica al hombre y lo llama gracia santificante; y,

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –9


finalmente, estudia los demás dones del Espíritu Santo, y el modo en que se relacionan.
Al llegar a la conclusión de que existe un hábito del alma (o entitativo) que llamamos gracia santificante
la Escolástica destacó el carácter estable y personal de la transformación que Dios hace en el hombre La
gracia santificante es el efecto de la presencia habitual e interior de la Trinidad en el hombre. Además, la
teología escolástica estudió también el modo como Dios interviene en el obrar humano, mediante ayudas
concretas que llamó gracias actuales.
1.4.6. Lutero y Trento, sobre la justificación
Lutero va a llevar al extremo el marco en el que san Agustín situaba la doctrina de la gracia -la situación
de pecado-; y entenderá la gracia, casi exclusivamente, como perdón de Dios (justificación). El hombre está
tan deteriorado que solo puede esperar el perdón de Dios. Por eso va a centrar la vida cristiana en la fe y
confianza con que hay que aceptar el Evangelio y creer en el perdón (fe fiducial). Al perdonarnos, Dios
borra la deuda del pecado, pero el hombre sigue siendo un pecador: es, a la vez, justo y pecador. Sus obras
no pueden merecer porque están contaminadas por el pecado.
Lutero distingue entre justificación y santificación. Pero acentúa tanto el primer aspecto, que deja en
la sombra el segundo (santificación). Toda su insistencia está en la confianza en que Dios va a perdonar.
Con una exegesis algo parcial de la Carta a los Romanos concluye que el justo se salva exclusivamente por
su fe, no por sus obras. Desde entonces, la tradición luterana va a insistir en esto. Tiende a acentuar los
temas del Antiguo Testamento (la misericordia y bondad divinas), y parece olvidar que el gran don
prometido en el Nuevo es la inhabitación del Espíritu Santo. La tradición luterana se refiere constantemente
al Espíritu Santo en relación con la Palabra de Dios, con la acogida de fe y con la comprensión personal de
la Palabra, que son aspectos auténticos. Pero olvida la santificación interior y la comunión viva de la Iglesia.
La pérdida del afán polémico de siglos pasados ha permitido en este siglo matizar las doctrinas, superar
malentendidos y acercar posiciones.
Esta postura será contrastada por la amplia exposición doctrinal del Concilio de Trento sobre la
Justificación (Sesión VI). Trento recuerda que la justificación supone un verdadero cambio de estado y no
solo el perdón de Dios. El Concilio hará también importantes matices a la fe fiducial y recordará que son
necesarias las obras y cumplir los mandamientos.
1.4.7. La teología barroca
Entendemos con este nombre la de los siglos XVI al XVIII. En la teología de la gracia, se intentan
resolver algunas cuestiones difíciles que había dejado planteadas san Agustín. Hay tres debates que dejan
una huella histórica: la condena de Bayo, la condena de Jansenio y la discusión llamada De Auxiliis. Los
tres debates tratan de las relaciones entre gracia de Dios y libertad humana. Son debates complejos y prolijos
porque la temática es muy difícil.
La complicación de los temas propugnó el desarrollo de distinciones complejas y no siempre
afortunadas. En el fondo, en las cuestiones planteadas hay un misterio insoluble y solo se puede pretender
plantearlo bien. Quizá sea esta la principal enseñanza de estos debates, que hoy se nos hacen difíciles y
lejanos, aunque en su tiempo tuvieron gran fuerza, como lo demuestra la inmensa producción teológica y el
hecho de que se reflejaran en la literatura, como en el drama de Tirso de Molina El condenado por
desconfiado.
Como fruto de estos debates, se compone el tratado De Gratia, que reúne la doctrina del Magisterio de
la época, es decir: el Decreto De Justificación, de Trento, y las condenas a Bayo y a Jansenio; además, se
añade, por la pura lógica, la doctrina de san Agustín en la controversia pelagiana. Para la parte sistemática,
servirá de base la exposición de santo Tomás de Aquino en la Suma Teológica (S. Th. I-II, qq. 109-114).
Este esquema del tratado de justificación y gracia llegó hasta mediados del siglo xx. Estaba muy
condicionado por su origen y suponía algunas limitaciones: centraba demasiado la doctrina en polémicas
difíciles, y relegaba el tema de la inhabitación, con lo que la noción de gracia resultaba, de hecho, muy
separada de la doctrina sobre el Espíritu Santo. Esto provocó cierta «cosificación» de la gracia, en lugar de
entender la gracia como la santificación misma que produce la presencia del Espíritu Santo.
1.4.8 La teología reciente
A lo largo de los siglos XIX y XX, se produce un interesante replanteamiento y enriquecimiento de la
doctrina de la gracia. Se debe a la recuperación de la teología patrística y al contacto con la teología
bizantina, además de los esfuerzos ecuménicos en el diálogo con los protestantes.
Una mayor sensibilidad ecuménica ha llevado a evitar que sean los planteamientos polémicos los que

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –10


den la estructura al tratado. Se le ha querido dar un sentido más personal, relacionando mejor la gracia con
el don del Espíritu Santo. Se ha realizado un interesante aunque difícil debate sobre la distinción entre
naturaleza y gracia. Es la cuestión de lo sobrenatural, originada por el libro de H. De Lubac, Surnaturel.
Como necesita de bastantes conocimientos previos, la trataremos al final. También se advierte un deseo de
replantear el tema de la gracia desde la libertad. Además de la tradición agustiniana, influye en esto el peso
que la categoría libertad tiene en el pensamiento moderno idealista y existencialista; pero este intento todavía
no está bien resuelto teológicamente.
Se puede decir que el material se ha renovado en dos líneas distintas y no del todo compatibles. Aunque
no se trate de una clasificación muy perfecta, cabe distinguir: una línea «germánica», que ha querido
destacar el aspecto de la gracia como liberación de la libertad (Rahner, Greshake), prestando particular
atención a las estructuras del espíritu humano. Esta línea está en diálogo con el protestantismo: se fija en el
daño del pecado y en su reparación. La otra línea («francófona») quiere destacar la gracia como el don del
Espíritu Santo (Philips, Congar), prestando particular atención a los aspectos místicos de la vida cristiana;
y está en diálogo con la teología oriental y ortodoxa: se fija en la filiación divina y la divinización. Una línea
es más filosófica, la otra más patrística y litúrgica. Son dos lenguajes distintos.
Para evitar las confusiones del pasado, se quiere destacar el aspecto personal de la gracia y su relación
con las Personas divinas. El papa Juan Pablo II dice: «En la reflexión sobre la gracia, es importante evitar
concebirla como una cosa'. Es ante todo y principalmente el don del Espíritu que nos justifica y santifica'
(CEC 2003). Es un don del Espíritu Santo que nos asemeja al Hijo y nos pone en relación filial con el Padre:
en el único Espíritu, por Cristo, tenemos acceso al Padre (cfr. Ef 2, 18)» (Au.C, 22-VII-1998, 2).

Sección I: fundamentos bíblicos y doctrinales

UNIDAD 2: LA GRACIA EN LA ESCRITURA

2.1. El amor de Dios: la alianza y la promesa de la nueva alianza.


La teología cristiana habla de aquella gracia de Dios que se ha hecho accesible en Jesucristo.3 Es la
gracia que en el Nuevo Testamento viene designada con diferentes expresiones griegas, entre las cuales está
el concepto de kharis, que sobrepasa a las demás en frecuencia y contenido, siendo la que utilizan sobre
todo las cartas paulinas.
En segundo lugar, hay que mencionar eleos, y después toda una serie de términos cercanos: dikaiosyne,
agape, oiktirmos. Los cito primero sin traducirlos: sólo la aclaración de los respectivos contextos en que se
emplean podrá proporcionar su exacto contenido teológico. Para ello, sin embargo, es conveniente empezar
por los respectivos conceptos hebreos del Antiguo Testamento, que en la versión griega de los Setenta —
Septuaginta (LXX)— aparecen traducidos repetidas veces con los mentados vocablos griegos.
2.2. La sabiduría personificada. El don de dios: hen, hesed, rahamin, emeth, sedaká.
2.2.1. Jen/kharis
El Antiguo Testamento griego traduce habitualmente con kharis la palabra hebrea jen, que corresponde
aproximadamente a nuestra «gracia». Su forma verbal es jnn: «ser clemente», «conceder u otorgar gracia»,
«agraciar»; la forma adjetival es jannun, «benigno», «clemente» (en las bibliografías puede encontrar el
lector ligeras variantes en las transcripciones de los términos hebreos).
El substantivo jen se emplea la mayor parte de las veces en sentido profano (52 veces de 69). Del vasto
campo de la experiencia interhumana deriva aquí una analogía teológica de escaso volumen, pero no de
escaso contenido. La palabra se encuentra siempre en singular. La fórmula habitual «hallar favor o gracia a
los ojos de…» pone de manifiesto que jen no significa tanto una prueba puntual de gracia cuanto una actitud
fundamental, de la que puede seguirse aquella.
El hombre a cuyos ojos alguien halla gracia es siempre un superior; por ejemplo, el rey (1 Sam 16,22;
27,5; 2Sam 14,22; Est 5,2.8). «Probablemente la fórmula tiene su origen en el estilo del lenguaje cortesano,
pero en el curso de una democratización ha podido aplicarse a quienquiera que aparecía como superior frente
a otro más débil» como podía ser el hermano más fuerte (Gen 32,6).

3
A. GANOCZY; De su plenitud todos hemos recibido, La doctrina de la gracia, Herder, Barcelona, 1991, 23-46.

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –11


Quien ha hallado gracia una vez a los ojos de alguien gusta de dirigirle sus súplicas (Gen 18,3; l Sam
20,29). Y, a su vez, las peticiones cumplidas permiten concluir una actitud fundamental de clemencia en el
otorgante (2 Sam 14,22; Rut 2,13). Este muestra unas veces su benevolencia de forma totalmente espontánea
y gratuita, o bien se deja mover a ello por las cualidades o acciones que reconoce y valora en el receptor
(Gen 39,4; l Sam 16,22; 25,8; cf. Dt. 24,1). Así, pues, la gama de las conexiones de significado se extiende
más allá de la benevolencia otorgada espontáneamente a las manifestaciones de simpatía y de respeto y
consideración de la dignidad o incluso el mérito de una persona. Sólo en los textos tardíos pierde jen la
dinámica relacional y se objetiviza, bien como propiedad y posesión del receptor (Prov 13,15; 17,8; Sal
84,12), bien como el «atractivo», el «encanto» o la «figura graciosa» que puede comprobarse externamente
de una persona (Prov 1,9; 3,22; 4,9; 11,16; Sal 45,3).
Por ello, el uso teológico de jen, raro hasta cierto punto, no es menos interesante. Señala la
inconmensurable altura y diferencia o alteridad de Dios, desde la cual regala a los hombres con libertad
soberana. Se trata aquí de su amor, que en muchos aspectos es gratuito y sin motivo. Así, Noé encuentra
gracia a los ojos de Yahveh (Gen 6,8); Lot, después de su salvación, se siente tan favorecido que no duda
en formular nuevas peticiones a su salvador (Gen 19,19); y así, una prueba libérrima de gracia por parte de
Dios suscita en David la confianza de nuevas pruebas del amor y benevolencia divinos (2Sam 15,25s).
La ilustración más abundante del contenido teológico del concepto se encuentra en Ex 33,11-22. Se
trata ahí de Dios en su misma divinidad vuelta hacia el hombre; se trata del Señor, que se muestra, comunica
y da a conocer. Es la escena de la renovación de la alianza. Moisés se encuentra en la tienda de la reunión,
y Yahveh y él hablan «cara a cara», como habla un hombre con su amigo (v. 11). Allí puede Moisés evocar
encuentros precedentes: «Y, sin embargo, me dijiste: Yo te conozco por tu nombre, y has hallado gracia a
mis ojos. Ahora, pues, si he hallado gracia a tus ojos, enséñame tu camino» (v. 12s). Moisés cuenta con que
Dios «vaya con» ellos (v. 15) y con que siga guiando a su pueblo elegido, de modo que él, su servidor,
pueda volver a encontrar, «junto» con el pueblo, la gracia de Dios (cf. v. 16). El Señor le responde
prometiendo a Moisés que seguirá acompañándolos: «Iré yo mismo y te daré descanso» (v. 14), y cierra el
diálogo con una aclaración de su absoluta libertad e independencia: «Hago gracia al que yo quiero hacerla,
y tengo misericordia de quien yo quiero tenerla» (v. 19). Muy probablemente Jer 31,2s se refiere a este
pasaje del Éxodo, fundamental para la comprensión teológica de jen, explicando esa gran demostración de
gracia con esta palabra divina al pueblo: «Con amor eterno te amé, por eso te prolongué mi favor.»
A diferencia de lo que ocurre con el substantivo, el verbo jnn no es demasiado frecuente en el lenguaje
profano. Parece como si precisamente la realización de «mostrar gracia a alguien» y de «ser clemente» le
corresponda de forma propia únicamente a Dios, o incluso que sea equivalente a una explicación del nombre
de Yahveh (cf. Éx 33,19; 2Re 13,23; Is 30,18s); y esa actuación vendría a ser una característica casi
exclusiva del creador (cf. Is 27,11). En todo caso el «ser clemente» de Dios es algo que se ruega y suplica
en muchas oraciones: «Sé clemente conmigo» (jonneni): Sal 4,2; 6,3; 9,14; 27,7; 30,11; 41,5.11; 51,3s;
86,16. Es sobre todo el orante, que se encuentra en un aprieto, o que se siente débil, solo y oprimido, el que
espera obtener la gracia de que se le perdone, sane, libere y fortalezca. Imitando al creador, al que así se
invoca y que está dispuesto a librar a los suyos, también el creyente tiene que conformar su conducta con
sus semejantes y en especial con los postergados: «Quien oprime al débil ofende a su Hacedor; quien se
apiada (jonen) del pobre, lo honra» (Prov 14,31; cf. 28,8).
El adjetivo jannun se emplea todavía menos que el verbo jnn en el lenguaje profano. Parece referirse
por entero a un predicado divino. Designa al Dios clemente, y en las fórmulas litúrgicas va ligado de forma
estereotipada al adjetivo «misericordioso» (rajum: Ex 34,6; 2 Cro 30,9; Neh 9,17.31; Sal 86,15; 103,8;
111,4; 112,4; 145,8; Jl 2,13; Jon 4,2). Cuando esa fórmula aparece, la mirada se dirige de inmediato a las
alturas, a la promesa, a la realidad soberana y paternal de Yahveh. Compendia la necesidad que el hombre,
y en especial el pecador, tiene de Dios, y el amor misericordioso que el creador otorga al hombre.
2.2.2. Jesed/eleos
El substantivo jesed se encuentra con mucha frecuencia en el Antiguo Testamento (245 veces),
mientras que el adjetivo correspondiente, jasid, es relativamente más raro (32 veces). La abundancia de
significados de este concepto se echa ya de ver en que, según el contexto (y la precomprensión del traductor),
se traduce de formas muy diversas: el substantivo con «bondad, paciencia, benevolencia, amistad, amor,
gracia»; y el adjetivo con «bondadoso, fiel, piadoso» (en LXX: bosios).
En principio, jesed (en la bibliografía se trascribe también
como haesaed) señala una realidad vasta,
pero que se hace perceptible en múltiples formas individuales, de modo que la palabra
aparece muchas
veces en plural. Ello no significa ninguna fragmentación de la realidad básica, sino que indica más bien los

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –12


momentos intensos de un largo proceso. De conformidad con esto,
el concepto designa ya sea una actitud
fundamental del sujeto
que, «con» esa actitud, «de acuerdo» con ella o «por causa» de la
misma, actúa
como actúa (lRe 20,31; Prov 11,17), o ya su actuación o conducta correspondiente (Gen 19,19; 24,12-14.49;
Jos
2,12; 2 Sam2,5s; 9,1-7; Job 10,12, etc.). Así como la virtud, con
vertida en «segunda naturaleza» del
sujeto, se manifiesta en acciones virtuosas, así también jesed como actitud fundamental se re
fleja en jesed
como actuación. Que se trata de una bondad radical
en sentido propio, que se realiza en acciones buenas,
lo demuestra el dato de que en ocasiones se completa y refuerza significativamente con tub, «bondad», o
con tob, «bueno», «bondadoso»
(cf. Sal 118,1-4).
Otros matices de significado se expresan mediante la conexión de jesed con otros dos conceptos: 'emet,
«fidelidad», y rajamim, «misericordia», debiendo entenderse jesed como la realidad que hace posibles y
sirve de fundamento a estas actitudes.
Al igual que jen, también jesed tiene un abundante contenido de significado profano, prevaleciendo
éste en los textos más antiguos, aunque sin excluir el contenido teológico. Nuestro concepto describe las
relaciones interhumanas subrayando lo peculiar, lo que no resulta evidente. Se trata en concreto de una
bondad o amistad que va más allá de lo normal y corriente. Brota espontáneamente y no como cumplimiento
de algún deber. En modo alguno puede encerrarse en el mecanismo de prestación y contraprestación. Por
eso, las pruebas de jesed sorprenden a menudo a quienes las reciben. Así se alaba la conducta de aquellos
«reyes benignos», que perdonan la vida al enemigo vencido y hasta le ofrecen un pacto (l Re 20,31). Más
allá de la piedad corriente va la conducta de unos hombres buenos que, sin retroceder ante ningún peligro,
entierran el cadáver de Saúl: Dios se mostrará misericordioso con ellos (2Sam 2,5 s). Las personas
misericordiosas van al encuentro de sus semejantes con un anticipo de amistad y están dispuestas a mostrarse
generosas con ellos más allá de lo establecido y obligatorio (cf. Gen 40,14; 47,29; l Sam 15,6; 2Sam 3,8; l
Re 2,7).
En la naturaleza de esa benevolencia está el que suscita la misma conducta en quienes han sido
favorecidos. En ellos surge jesed como respuesta, sin que desmerezca en nada la relación a lo gratuito o
indebido y sin que deba achacarse a obligación alguna (cf. Gen 21,23; Jos 2,12; l Sam 20,8; 2Sam 10,2). Lo
que ahí se perfila en líneas generales es sin duda la imagen de una conducta sociológica ideal. Se comprende
por ello que el libro de Proverbios quiera que todos se familiaricen con ella y que diga, por ejemplo, de la
mujer virtuosa que tiene la doctrina del jesed sobre la lengua (Prov 31,26). Por otra parte, se encuentran
también abundantes expresiones que reflejan el convencimiento de que, aunque tal actitud puede aprenderse,
se debe sin embargo a Dios, el cual es capaz de infundir ese sentimiento amistoso en un carcelero (Gen
39,21).
Cuando prevalece ese sentimiento lo hace de manera permanente; de ahí que se valore altamente el
emparejamiento de los conceptos jesed- emet, es decir, «bondad-fidelidad», referidos a la comunidad
humana (Prov 3,3; 14,22; 16,6).
En opinión de N. Glueck jesed significa «no una amistad espontánea y en definitiva inmotivada, sino
una forma de conducta que (deriva) de una relación vital condicionada por derechos y obligaciones (hombre-
mujer, padre-hijos, príncipes-súbditos)». Esto sirve también como modelo para formular la alianza existente
entre Yahveh e Israel. También aquí prevalecería la ley de prestación y contraprestación.
La investigación actual se distancia en varios puntos de esta tesis. H.J. Stoebe discute en consecuencia
que el conjunto de los datos bíblicos permita una tal transposición de algunos aspectos —por lo demás
indiscutibles— de la concepción interhumana de jesed al plano teológico. Por otra parte, demuestra en
forma convincente cómo precisamente el jesed gratuito de Dios, que en el establecimiento de su alianza sólo
encuentra una de sus grandes iniciativas, viene a ser en muchos aspectos la condición que hace posible una
existencia humana en favor de los demás («proexistencia») y una comunión entre los hombres, siendo esa
actitud de gracia, fundamental y creativa, de Dios la que fundamenta y explica la existencia humana para
los demás (cf. ibíd., 611).
El significado propiamente teológico de nuestro concepto se encuentra ya en las tradiciones más
antiguas, por ejemplo en el Yahvista, que describe con dicho concepto —aunque todavía de modo muy
antropomórfico— la actitud fundamental de Dios frente al hombre. Desde ese momento la referencia al
jesed de Yahveh, como designación tanto de sus obras (Gen 32,11; Sal 17,7; 25,6; Is 63,7) como de la norma
que subyace en las mismas (Sal 25,7; 51,3), se convierte en una constante de la teología veterotestamentaria.
Especialmente el binomio jesed- 'emet entra ya en la autodescripción de Yahveh, tal como está
atestiguada en Éx 34,6: «Yahveh es un Dios compasivo (rajum) y misericordioso (jannun), tardo a la ira y
rico en gracia (jesed) y fidelidad (emet).» Toda esta predicación de Dios apunta a lo que hoy llamamos

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –13


esencia divina. Y se convirtió en una fórmula fija de la literatura judía (cf. Núm 14,18; Sal 86,15; 103,8;
145,8).
Si el jesed de Dios así entendido es una o la forma originaria de lo que en la teología cristiana se llama
gracia, quiere decirse que hemos de consignar su significado esencialmente positivo y anterior a la idea de
pecado y de perdón de los pecados. Es en principio la conducta de aquel Yahveh que se compromete a sí
mismo y es su incansable disposición para asistir a los suyos. Sin duda, esa buena disposición va tan lejos
que —como se dice ya en Ex 34,7— también perdona pecados y lo hace una y otra vez (cf. Sal 86,5; Neh
9,17).
Mas no surge simplemente como una reacción a la perversidad humana. Cierto que Dios, cuando se
vuelve al hombre, cuenta con el pecado. Pero eso es como decir «porque el hombre es un pecador, la
dedicación clemente de Dios tiene siempre también el significado de misericordia ... Pero la gracia de Dios
abarca más; Dios está pronto a cualquier ayuda» (Schillebeeckx, 92). Cómo el jesed divino prevalece sobre
la defección del pueblo elegido, lo certifica magníficamente el profeta Oseas. Dios aparece como «marido»
de Israel, y su jesed forma parte del precio que paga por la novia (Os 2,21), pero que redunda en beneficio
de la propia «novia». No es la idea de la mujer infiel la que domina la escena, sino la fidelidad permanente
de Yahveh, que mantiene su palabra y su fidelidad porque siente por Israel un afecto profundo y cordial. Y
todo ello sin esperar propiamente una contraprestación, sino que la única respuesta es el jesed para con los
semejantes.
En este campo quiere ser Dios el modelo y supuesto (ibíd.), la realidad a la que responde el interlocutor.
Dios otorga el amor, es decir, se da a sí mismo, y hace del amor la tarea del agraciado (cf. Os 10,12).
Significativamente, la traducción unitaria alemana vierte jesed por el equivalente de «amor» en una frase
cercana (12,7).
Explícitamente une ambos conceptos de forma apretada el profeta Jeremías «Recuerdo de ti el jesed
de tu juventud, el amor (ahabab) de tu noviazgo» (Jer 2,2). De modo parecido se dice en Jer 31,3: «Con
amor (ahabah) eterno te amé, por eso te prolongué mi favor (jesed).-» El texto puede parafrasearse: desde
toda la eternidad te previene mi amor y sale a tu encuentro, y ahí se funda mi indestructible benevolencia
para contigo.
Los Salmos reflejan a menudo esa imagen cargada de sentimiento de la amistad leal del Creador y
redentor hacia sus criaturas; sobre todo en los pasajes en que emplean la doble forma estereotipada de jesed-
'emet (25,10; 40, 11s ; 57,4; 61,8; 86,15; 115,1; 138,2). Esta propiedad originaria de Dios se muestra
abarcándolo todo. Su je sed llena la tierra (33,5; 119,64), se derrama sobre los hombres (33,22; 86,13;
119,41), rodea a los piadosos (32,10), los sacia (23,6) y aparece a sus ojos como duradero para siempre
(25,7; 86,5; 109,21; 145,8s). Confiar en el jesed es confiar en Dios (13,6; 52,10 con 9,11; 33,21). Con el
tiempo, se personaliza en cierto modo y más que un espacio vital aparece como un acontecimiento (cf.
40,12; 57,4; 61,8).
Sólo en Deuteronomio se perfila una comprensión del jesed como forma de conducta que se deriva de
la alianza (5,10). Pero tampoco ahí prevalece el concepto jurídico de do ut des, ni una simetría entre derechos
y obligaciones. Cierto que la idea de elección destaca por encima de todo y de vez en cuando la observancia
de las «prescripciones jurídicas» por parte del pueblo hasta se convierte en requisito de la lealtad de Dios a
la alianza o pacto (7,12ss). Pero hay otros textos en los que esa lealtad se atribuye a un amor de Yahveh
totalmente desinteresado y condescendiente (7,8), un amor que aquí parece identificarse con su jesed, que
es el fundamento de la alianza y que hace objeto de su elección al «pueblo más pequeño de todos» (7,7). En
ese contexto hablan asimismo de la alianza otras tradiciones (Sal 89,29; 106,45; Dan 9,4, etc.).
El adjetivo jasid (LXX: hosios) adquiere matices de significado diferentes, según que se predique de
Dios o de quienes creen en él. En el primer caso, se refiere al ser bondadoso o leal del Eterno (por ej. Jer
3,12), que en ocasiones se pone significativamente en paralelismo con su ser justo (por ej., Sal 145-17:
saddiq). En el segundo caso se refiere a la piedad de los píos (Sal 148,14), que aman a Dios (Sal 31,24) y
en él se regocijan (Sal 30,5; 52,11; 132,9.16). Son los hombres que han convertido el jesed — que viene de
arriba— en la «base de su vida» o que —para decirlo con el lenguaje del Nuevo Testamento— están en
gracia de Dios.
Para una teología cristiana de la gracia cuentan ante todo los dos conceptos hasta ahora analizados
como la base previa veterotestamentaria. Pero a menudo aparecen vinculados con conceptos «cercanos»
como son los de «amor», «misericordia» y «justicia», o incorporan lo que tales conceptos significan. Por
eso sólo puede resultar conveniente presentarlos también.

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –14


2.2.3. Ahabah/ágape
La raíz 'hb encuentra en el Antiguo Testamento un empleo muy frecuente (251 veces), sobre todo en
su forma verbal. El amor que significa es «fundamentalmente un sentimiento espontáneo que lleva a la
entrega de sí mismo», aunque empuja también a la posesión del amado (Quell, 21). Esto corresponde
también en buena medida al concepto que nosotros tenemos: el campo de significado es vasto y complejo,
sin que se derive ninguna diferenciación semiológica, como ocurre, por ejemplo, en griego entre eran,
agapan y philein.
La concentración del amor gratuito de Dios a los hombres y de los hombres a Dios en el substantivo
ágape no se realiza propiamente hasta el Nuevo Testamento.
a) ¿Qué es lo que se ama con 'ahabah? En primer término, a las personas; las cosas entran en su
campo visual sólo en un segundo término. En el sentido antropológico profano el verbo correspondiente se
refiere sobre todo al amor entre un hombre y una mujer (Gen 24,67; 29,18.20.30.32; 34,3; Jue 16,4.15),
aunque casi siempre aparece como sujeto el varón, y la mujer como objeto o complemento. Fuera del Cantar
de los cantares, la única excepción de pasión amorosa activa es Mikal, la hija de Saúl, que se enamora de
David ( 1 Sam 18,20.28).
En todos esos textos el «impulso recíproco de los sexos» se describe con toda naturalidad; se trata, en
efecto, del sentimiento más natural, que en Israel —a diferencia de lo que ocurre en su entorno religioso—
no se proyecta en forma mítica, sagrada y cultual hacia las deidades. Y es significativo que el Cantar de los
cantares, en que se canta con acentos líricos el amor entre los dos sexos, silencie por completo la idea de
Dios. Y aún sorprende más el viraje de una relación amorosa fuertemente igualitaria y nada patriarcal, en la
cual la mujer toma incluso la iniciativa (Cant 3,1-4). La reciprocidad es la nota dominante, ya en el diálogo.
Con esos acentos se habla de la 'ahabah (l,3s; 2,4s; 5,8; 8,4-7, etcétera).
Este mismo concepto describe también las relaciones entre padres e hijos (Gen 22,2; 25,28; 37,3s),
entre un amigo y otro (1 Sam 18,1-3; 20,17s), entre señor y siervo (Ex 21,15; Dt 15,16; l Sam 16,21;
18,16.22). Pero en el último caso se trata de una lealtad que los súbditos muestran gozosamente a su
soberano. Fuera de eso, nuestra palabra designa unas relaciones interhumanas menos especificadas (Sal
38,13; 88,19; 109,4s; Prov 9,8; 27,5s). Hay que destacar Prov 10,12: «El amor encubre todas las ofensas»,
con que se señala la buena disposición de quienes no toman en cuenta las ofensas y humillaciones y están
prontos a perdonarlas. En el marco de una doctrina de la gracia, los casos en que «amor» se emplea
refiriéndolo a cosas meramente físicas como el vino, el alimento o el dinero (Gen 27,4.9.14; Sal 21,27; Ecl
5,9), son sin duda menos relevantes que aquellos otros pasajes en que se alude a magnitudes ideales como
la verdad y la paz (Zac 8,19).
En comparación con el Nuevo Testamento, sorprende el número relativamente escaso de textos en que
el tema central es el amor al prójimo. El precepto: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lev 19,18) está
«totalmente aislado». Además de que se refiere únicamente al hermano, es decir, al «connacional» (v. 17s)
o a los «extranjeros» privilegiados, que en gran parte se habían incorporado a la comunidad nacional como
«ciudadanos protegidos» (Lev 19,34; Dt 10,19). Y es que estos últimos recordaban de continuo a Israel el
dominio extranjero que había tenido que soportar en Egipto. Todo ello es precepto, «norma de
comportamiento social» que hay que tomar bajo la protección de la Ley santa.
b) El uso teológico del concepto no prescinde de ese contexto. Sin duda, el conocimiento de que
Yahveh ama a Israel sólo encuentra una expresión clara bastante tarde. Ese conocimiento cristaliza en la
conciencia de elección, tal como se manifiesta sobre todo en Oseas. La gracia de la elección asume ahí la
forma de un amor paterno y materno: «Cuando Israel era niño, lo amé» (11,1); «yo enseñé a Efraím a andar,
lo llevé en mis brazos» (v. 3); «con ataduras humanas los atraje, con lazos de amor; fui para ellos como
quien alza un niño hasta sus mejillas (como los padres); me inclinaba hacia él y le daba de comer» (v. 4).
Característica de esa 'ahabah divina es que incorpora todas las formas del amor humano, no sólo la paterna
y la materna, sino también la propiamente sexual (3,1; 9,15; 14,5), con lo que se muestra asimismo como
un «amor divino apasionado».
El Deuteronomio destaca resueltamente el rasgo selectivo de ese amor, con lo que el aspecto «pasional»
retrocede un tanto (4,37; 7,7.13; 10,15; 23,6). En ese contexto, Jer 31,3 subraya la eternidad y,
consecuentemente, también la perpetuidad y lealtad (jesed) de la alianza divina de amor (cf. L Re 10,9).
Textos tardíos conectan con ella la donación de países enteros a Israel (Is 43,4), su liberación (Mal 1,2),
redención (Is 63,9) y salvación (Sof 3,17). Todos esos pasajes ponen de relieve la orientación total y
absolutamente colectiva de las obras amorosas de Dios.
Por el contrario, que Dios ame a cada una de las personas es algo que apenas resuena en el Antiguo

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –15


Testamento. Y cuando se dice, son las categorías o tipos los que cuentan principalmente, más que los
individuos por sí mismos: los justos (Sal 146,8; Prov 15,19), a los que Dios castiga a veces por amor (Prov
3,12) y que «son de corazón puro» (Prov 22,11). Las dos únicas personas a las que en tal sentido se menciona
por sus nombres son monarcas: Salomón (2Sam 12,24; Neh 13,26) y Ciro (Is 48,14). También aquí la ágape
neotestamentaria pondrá acentos nuevos y más personales.
Ciertas magnitudes ideales como, por ej., el santuario de Sión (Sal 78,68; 87,2; Mal 2,11) o el «derecho
y la justicia (sedaqah)-» (Sal 11,7; 33,5; 37,28; 99,4; Is 61,8), aparecen ya antes como objetos del amor
divino. Todos ellos representan el ámbito social que corresponde a la idea de elección y alianza.
c) Ese contexto nos permite entender que la exigencia específica del Antiguo Testamento, el amor de
Dios, tenga un claro concepto de orden y hasta de mandato. En buena medida responde a la lealtad que los
súbditos deben a su soberano. Responden a Yahveh (ibid.), que los ama colectivamente y con gran
condescendencia, con amor, lealtad y obediencia (Dt 10,12; 11,1.13.22; 13,4; 19,9; 30,6-20). No obstante,
en Dt 6,5 se señala una interiorización y, en consecuencia, una personalización implícita de esa relación de
respuesta a la gracia: «Amarás a Yahveh, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus
fuerzas.»
Pero ese amor a Dios no conoce todavía los acentos místicos. Apenas se expresa «como sentimiento
religioso subjetivo» (Jenni, 72), a lo más por mediación de magnitudes ideales, como nombres propios (Sal
5,12; 69,37; Is 56,6), el santuario (Sal 26,8; Is 66,10) y la Ley de Dios (Sal 119,47s.97.113.127). El deseo
y goce de Dios, que alientan en el neoplatonismo y en Agustín, es extraño al Antiguo Testamento.
Una mística amorosa, casi joánica, orientada al Logos - Cristo, tal vez sólo se insinúa en la literatura
sapiencial tardía, en que se personifica la Sabiduría de Dios y «se alza hasta cerca de Yahveh». Esa jokmah
hipostasiada es capaz de amor. Ama con 'ahabab y asimismo es amada (Prov 4,6; 8,17.21); puede ser
recibida por el creyente «como una hermana» (Prov 7,4). Este tema será desarrollado en el marco de una
cristología sapiencial y de la correspondiente doctrina de la gracia, en un contexto en el que los dos preceptos
parciales de Lev 19,18 y Dt 6,4 los fundirá Jesús en un único mandamiento capital y en que el substantivo
ágape, acuñado por los LXX y que apenas se encuentra en el griego profano, será el centro de la relación
Dios-hombre.

2.2.4. Rajamim/ oiktirmos


Al enriquecimiento de la realidad designada con el concepto de «gracia» contribuye también el grupo
lingüístico que forman los términos siguientes: rejem, «seno materno»; rajamim. Rajamim/
oiktirmos «entrañas, compasión»; rjm, «compadecerse»; rajum, «misericordioso».
a) Estos conceptos proporcionan ante todo un ejemplo magnífico de la «profanidad» referida a Dios,
que es peculiar del pensamiento judío. Adquieren, en efecto, su significado a partir del término mencionado
en primer lugar, el vientre materno, que como «lugar de partida de toda vida humana y animal» es un espacio
excelente de la creación continuada, en el que el propio creador crea o hace surgir la vida de continuo. Nacer
equivale a la apertura del seno materno por voluntad de Dios (Ex 13,2.12.15; 34,19; Núm 3,12; 18,15; Ez
20,26), y el cuerpo materno continúa siendo, porque el creador así lo quiere, un símbolo de seguridad.
Desde esa concepción se forma, de rejem, el plural abstracto rajamim, para indicar el sentimiento de
compasión y lástima. Ese órgano interno, esa parte del cuerpo cercana al corazón, esas «entrañas» de la
mujer (cf. Is 63,15; Jer 31,20), son vistos como la sede originaria de un sentimiento muy concreto, que
consiste en un profundo «saberse y sentirse identificado» con una o con varias personas. Hoy tal vez lo
expresaríamos de forma aproximativa con conceptos como «empatía» y «simpatía», por cuanto que contiene
siempre un rasgo de compasión. En el lenguaje del judaísmo veterotestamentario, la pulsión de tales
sentimientos de humanidad se expresa metafóricamente como un «ardor» o «sacudida» de los órganos
internos (Gen 44,30; Os 11,8). Tal vez la mejor ilustración de todo esto sea la reacción de una de las mujeres
que acudieron al juicio de Salomón: «se le habían conmovido las entrañas por su hijo» (1 Re 3,26) al ordenar
el rey que lo partieran para dar la mitad a cada una de las contendientes.
Como creador y protector de toda vida, Dios suscita en los corazones humanos formas parecidas de
compasión (Gen 43,14; Dt 13,18; Is 47,6; Sal 106,46), y podríamos decir que parecidas «muestras de
gracia». Por lo demás, esas muestras tienen que superar el ámbito del mero sentimiento y madurar en
consecuencias prácticas.
El verbo rjm tiene ciertamente como sujeto a Dios con mucha más frecuencia que al hombre. Pero,
cuando se refiere a los hombres, se significan principalmente los sentimientos maternos o paternos, y en

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –16


ocasiones también la compasión que un combatiente puede mostrar hacia un enemigo indefenso (1 Re 8,50;
Is 13,18; Jer 6,23). Para la compasión materna se recomienda como ejemplo singular Is 49,15: «¿Puede una
mujer olvidar a su mamoncillo y no compadecerse del hijo de sus entrañas?» (cf. Lam 4,10). Por lo que se
refiere a los rajamim paternales, es significativo el Sal 103,13: «Como se apiada el padre de sus hijos, tal se
apiada el Señor de todos cuantos le temen.»
Ambas formas de comportamiento, sexualmente diferenciadas, se encuentran reunidas en Dios: en este
aspecto Yahveh se muestra ya como una madre ya como un padre. Con ello se expresa adecuadamente su
suprasexualidad, que recoge sin embargo las propiedades de ambos sexos, si bien superando infinitamente
toda maternidad y paternidad humanas. Pero en plena analogía persisten determinados acentos. Así, la
compasión que Os 1,6-2,25 atribuye a Yahveh se expresa con la nota más bien masculina de voluntad
protectora; y algo parecido cabría decir de los textos que proclaman la solicitud divina por los huérfanos
(Os 14,4; Is 9,16; Jer 31,20).
No abandonamos el campo de la analogía sexual cuando leemos pasajes en los que se refleja un ritual
de adopción con resonancias mágicas bastante claras. El «acto de gracia» de la adopción está en conexión
muy estrecha con un nacimiento, en el que las rodillas del adoptante tienen un papel simbólico (Gen 30,3;
48,12; 50,23). Cae por su peso que quien demuestra compasión siempre es alguien que ocupa un lugar
elevado; la conducta de un subordinado respecto de un superior no se puede describir con la palabra
rajamim. Con ello este concepto incluye el contenido significativo dejnn, «ser clemente», con el que
lingüísticamente aparece vinculado a menudo (Éx 33,19; 2Re 13,23; Sal 102,14; Is 27,11).
b) La dimensión propiamente teológica del concepto viene dada con el conocimiento de que el creador
de la vida es el misericordioso. De ahí que en textos tardíos del Antiguo Testamento Yahveh reciba el
apelativo de «el misericordioso» (Is 49,10; 54,10; Sal 116,5). Pero ya antes, el reconocimiento creyente está
fuertemente representado: el creador de toda vida no puede ser una divinidad apática, sino más bien alguien
que acompaña a sus criaturas y las compadece. En este aspecto, es el que abre el seno materno en cada
nacimiento (Gen 20,19; 29,31; 30,22; 1 Sam l,5s), haciendo brotar de él el fruto corporal (Job 10,18).
Con ello el creador establece una solidaridad universal de los nacidos de mujer, de modo que el justo
paciente puede exclamar, pensando en su siervo: «¿No los hizo (a mis siervos), como a mí, en el seno (el
creador)? ¿No nos formó en el vientre un mismo Dios?» (Job 31,15). Así organiza Dios de continuo nuevas
historias vivas e individuales «desde el seno materno» (Is 46,3; Jer 1,5; Sal 22,11). Desde este punto de
vista, siempre tiene que ver algo con cada individuo. Quiere ponerlo junto a sí en una relación analógica de
lo que ocurría con los niños y adoptarlo por gracia y clemencia (Os 1,6; 2,6.25).
Ahora bien, el hombre puede menospreciar y perder esa filiación divina y distanciar voluntariamente
su destino de su creador. El hombre puede pecar. Lo cual hace necesario el restablecimiento de la relación
originaria rota (Jer 12,15; 42,12). Por ese motivo, el creador se convierte en redentor, cambia a bien el
destino del pecador (Dt 30,3; Jer 30,18; Ez 39,25) y le otorga después su misericordia. Hay que advertir que
en muchos textos, especialmente en los más antiguos, «ese cambio de destino no es consecuencia de la
misericordia, sino que la precede». En otros, sin embargo, y por lo general más recientes, el perdón aparece
como requisito previo para el restablecimiento de la comunión con Dios (Is 55,7; Miq 7,19).
El cambio, la «conversión» aparece frecuentemente ante todo como cosa de Dios. Es él quien empieza
por volver las espaldas a su cólera para mostrar su misericordia y compasión (Dt 13,18; Is 54,8).
Consiguientemente, se solicita ese cambio de Dios en las oraciones penitenciales (Sal 51,3; Neh 9,19.27-
31). Pero, en líneas generales, la actitud fundamental y absoluta de Yahveh sigue siendo su jesed, con el que
no pocas veces se une la mención de sus rajamim (Is 54,8-10; Lam 3,32). De lo cual concluye HJ. Stoebe:
«La buena disposición de Dios al jesed es evidentemente el requisito previo para la misericordia» (ibíd.); o,
dicho de otro modo, la misericordia es un «desbordamiento» de su «sentimiento de je sed-» (ibíd.).
Aparece así claro que lo que nosotros llamamos «gracia» no se agota con el perdón de los pecados,
sino que va infinitamente más allá como su precondición; además, en este aspecto la «justificación del
pecador» no puede abarcar toda la realidad de la gracia. La gracia de Dios —como enseñará Pablo— es
infinitamente mayor que el pecado del hombre o que incluso la reacción divina al mismo.
Por ello se unen a menudo los verbos rjm yjnn (Ex 33,19; 2Re 13,23; Sal 102,14; Is 30,18), como
ocurre con los adjetivos rajum y jannun (Ex 34,6; Jon 2,13). Desde su situación de necesitado de
misericordia el creyente apela a la gracia generosa del Dios eterno (Sal 25,6; 40,12, etc.) para que se muestre
misericordioso. ¿También el hombre es llamado a eso? Sólo en muy pocos pasajes, como, por ej., Zac 7,9:
«Juzgad con juicio verdadero; cada cual tenga amor y compasión con su hermano.» Probablemente, la
misericordia interhumana presenta una estructura diferente a la de Dios; aunque esta última pueda ser el

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –17


modelo absoluto para la primera.
Según Éx 34,6s, en la definición esencial de Dios entran los rajamim, junto con las propiedades de jen
y jesed, sin que ello origine una tensión interna. El misericordioso quita la culpa, por una parte; por otra, en
cambio, persigue «la culpa de los padres en los hijos y en los nietos». ¿Cómo explicar esa polaridad? Tal
vez diciendo que el sentimiento de los rajamim no excluye, sino que más bien exige, el justo castigo. La
justicia tiene que darse también en la vertiente punitiva. Será Pablo el que abra aquí caminos nuevos con su
síntesis entre justicia y amor de Dios.
2.2.5. Sedeq / sedaqah / dikaiosyne
Por lo que respecta a la representación de la justicia divina, tan importante en la doctrina paulina de la
gracia, es de gran relevancia en el Antiguo Testamento el frecuentísimo (528 veces) grupo lingüístico
formado por el verbo sdq, los substantivos sedeq (masc.) y sedaqah (fem.) y el adjetivo saddiq. Esos
vocablos suelen traducirse, respectivamente, por «ser justo», «justicia» y «justo». Pero, desde las
investigaciones de H. Cremer a comienzos de siglo, y sobre todo a partir de los estudios llevados a cabo por
una serie de exegetas la idea básica que subyace en ese grupo lingüístico se traduce por «fidelidad de
comunión» y «plenitud de salvación». Habría que guardarse por lo mismo de equiparar su significado con
el de justicia distributiva o con la norma legal y, más en concreto, forense, fijándolo así en el ámbito. En su
uso profano más antiguo sedeq/sedaqah se refiere a la comunidad de intereses que une estrechamente a un
señor o soberano con sus servidores o súbditos. Se trata de una «fidelidad y lealtad recíproca, que se
manifiesta de diversos modos de acuerdo con la diferencia de estado». Quienes están revestidos de poder
tienen, en este sentido, que tener cuidado del «recto orden» y de la «lealtad comunitaria»; estos dos
conceptos aparecen frecuentemente como paralelos (2 Sam 8,15; I Re 10,9; Jer 22,3.15; 23,5; 33,15). La
versión unitaria alemana traduce sistemáticamente el binomio por los términos correspondientes a «derecho
y justicia», y a esta fórmula nos atendremos en nuestra exposición como base previa de las explicaciones.
Desde esa actitud básica tendrá que juzgar y pronunciar sentencia el soberano (2 Sam 15,4), declarando
saddiq únicamente al que lo es de hecho.
El súbdito responde a ese recto ejercicio de soberanía con respeto, obediencia y simpatía (l Sam 24,18)
y renunciando a la rebelión (1 Sam 26,23). De manera parecida, el siervo o criado se compromete con toda
honradez y lealtad a favor de su amo (Gen 30,33). Sólo así puede prosperar el bien común. El ideal de vivir
«según derecho y justicia» o «de acuerdo con el recto orden y la lealtad comunitaria», lo impondrá más
tarde Ezequiel a todos los creyentes como condición de vida y en evitación de la ruina (Ez 18,5.19-21s. 27).
Cada uno es invitado a la conducta correspondiente, siendo el único responsable de la misma, sin que
cuenten para nada ni tenga que responder de las acciones buenas o malas de su padre (v. 19). También el
culpable seguirá viviendo, si vuelve a actuar «según derecho y justicia», incorporándose así de nuevo a los
intereses y leyes de la comunidad (Ez 33,l4ss). El estado de sedeq y la convivencia pacífica se ven turbados
por las distintas desavenencias entre los conciudadanos. A los hombres de hoy puede resultarnos tan
extraordinario como simpático el que la comunidad local judía intentase resolver durante mucho tiempo las
controversias y pleitos que surgían en su seno no mediante la sentencia de jueces o tribunales constituidos,
sino más bien mediante un juicio de todos los varones de la comunidad sujetos de derecho y capaces de
participar en el culto. Así, cualquier varón, conforme con la situación dada, podía ser miembro del colegio
de jueces una vez, y reo otra (cf. Lev 19,15), sin que en ningún caso pudiera ser la pobreza motivo de
postergación (Éx 23,6-8). Con semejante proceder comunitario no se pretendía básicamente encontrar un
juez imparcial y, en ese sentido, «justo», que sólo fuera responsable ante su conciencia de las sentencias que
pronunciase; lo que importaba sobre todo, «en interés de la comunidad», era resolver un conflicto y asegurar
el «bienestar» de todos los miembros de una manera corresponsable.
Inevitablemente nos preguntamos hoy qué leyes y normas podían preservar de la manipulación y la
anarquía un procedimiento semejante fundado en unos intereses interhumanos o sociales. Cierto que en la
sociedad teonómica, como fue el antiguo Israel, los preceptos revelados por Dios servían de orientación
concreta. Sin embargo, no parece que aquí el «ser justo» se identifique sin más con la conducta «conforme
con las normas» y de acuerdo con los mandamientos.
Que en los comienzos la sedaqah no se agotaba sin más en la observancia puntual de la Ley o de los
pactos de la alianza lo vemos por el hecho de que, antes del exilio babilónico, no es posible demostrar una
referencia de ese concepto a determinados preceptos divinos, así como por el dato de que la conexión de
sedaqah con la Torah más bien es un fenómeno excepcional, incluso en textos tardíos (Dt 4,8; Sal 19,10;
119). Podemos, pues, concluir que el ser justo de las personas particulares no se da simplemente por la
observancia de la Ley, ni tampoco por un acto judicial y directo de Dios, sino en la comunión querida por

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –18


Dios y gracias a ella. Fuera de la misma y de la correspondiente cohumanidad no se da el «don de gracia»
de la sedaqah. Sólo se da allí donde es ejercida, donde se la puede percibir socialmente allí donde se acredita
como una contribución al «mutuo apoyo dentro de la comunidad local».
Pero nuestro concepto no se refiere únicamente a actos moral-mente buenos en su dimensión social,
sino también al estado «plenamente saludable» que tales actos introducen (ibíd., 516). Allí donde los
miembros del grupo concreto actúan y son saddiqim, «justos» o «probos», en ese grupo surge una esfera
poderosa de salvación. Por el contrario, no se implanta un estado de salvación o salud entre los hombres que
sólo la buscan cada uno para sí, y no actúan ni viven de forma comunitaria y con la debida fraternidad.
Podríamos ver ahí una variante social y solidaria del principio de obrar y sentirse (bien),
c) El uso teológico del concepto sedeq/sedaqah señala ante todo la «justicia de Dios», la que se da en
Yahveh y que en cierto modo se hipostasía como su voluntad salvífica respecto de la comunidad; la justicia
divina que desciende del cielo para comunicarse a los suyos. Esa «justicia de Dios» es, pues, distinta e
infinitamente más rica que la lealtad comunitaria de los hombres que ella ha hecho posible. Es una magnitud
tanto creativa como redentora y consumadora. Con razón se empieza por experimentarla y exaltarla en el
culto, y más tarde es objeto de esperanza como el gran don mesiánico y escatológico.
Se plantea la cuestión de si la importancia teológica del concepto no cede a su aspecto jurídico y forense
(es decir, al aspecto judicial) más espacio del que se le otorga, por ejemplo, a la sedaqah interhumana, con
lo que ciertamente también se le concedería más importancia a una norma eterna. De hecho, a Yahveh se le
otorga frecuentemente el título de 'sofet (Gen 18,25; Jue 11,27; Is 33,22; Sal 50,6; 96,13) o sofet saddiq (Sal
7,12; 9,5), que generalmente se traduce por «juez» o «juez justo». Y en la misma línea, también Yahveh es
a menudo sujeto del verbo spt (Gen 16,5; Éx 5,21; l Sam 24,13.16; Is 33,22; Jer 11,20; Ez 7,3.8.27; Sal
75,3.8, etc.), que poco más o menos significa «juzgar con autoridad».
Por lo demás, hay que pensar que el fundamento de esa manera de hablar está en la fe de que Yahveh
es el creador del mundo. Y como tal es también el soberano eterno de todas las criaturas y, en consecuencia,
aquel que de una manera singular es competente para la rectitud de las mismas. Ahora bien, el creador tiene
siempre ante los ojos la salvación de su creación, aunque en algunos litigios humanos intervenga como juez
condenando a los culpables y declarando inocentes a los que tienen culpa (1 Re 8,31s). Por lo mismo su
sedeq va mucho más allá y de ningún modo se agota en unas sentencias judiciales, para no hablar de unos
actos de «justicia punitiva» (cf. Koch, 518).
Merece el título de sofet saddiq no tanto como «juez justo» cuanto como soberano que eleva a los
suyos en el sentido propio de la palabra (cf. ibíd., 522). La perspectiva es la del creador que quiere redimir
y consumar en la salvación. También aquí queda, por consiguiente, superado el punto de vista de una justicia
distributiva forense. Sin duda, podríamos decir con G. von Rad: «No se puede probar el concepto de una
sedaqah punitiva, pues sería una contradicho in adiecto».
Con cierto fundamento habría que ver en sedeq/ sedaqah no sólo una cualidad que capacita para una
actuación particular, sino una propiedad esencial de Dios, gracias a la cual, y como creador de toda la historia
de salvación, se preocupa del mundo al presente y en el futuro. Esa propiedad esencial le sale al encuentro
al creyente sobre todo en el culto. En la asamblea litúrgica la «proclama» (Sal 40,10s) y la menciona a la
vez que las propiedades designadas como jesed, 'emet y mispat del Eterno: «Tus favores (bondad), Señor,
alcanzan hasta el cielo, y tu felicidad hasta las nubes. Tu justicia es comparable a los más altos montes,
profundos como el mar son tus juicios. Tú socorres, Señor, a hombres y bestias» (Sal 36,6s). Por lo demás,
cabe cuestionar si se trata aquí más de una acción que de una propiedad de Dios. Ambos aspectos pueden
tanto menos separarse cuanto que la sedaqah divina puede ser otorgada a los hombres como algo propio, a
fin de que colaboren con lo que Dios hace en ellos. Precisamente en el culto se les confiere (Sal 22,32;
35,28; 40,10s, etc.) casi diríamos que de un modo «sacramental», por ejemplo, en la ofrenda de «sacrificios
justos» (Sal 4,6; 51,21). Receptor de esa comunicación, que según el concepto de gracia actual se entiende
como una verdadera autocomunicación de Dios, lo es ante todo el rey como soberano por delegación divina
(Sal 72,1-3; 99,4); pero lo es también cada hombre piadoso (Sal 103,17-19).
Pese a que la sedaqah de Dios desciende del cielo, ya sea en la fiesta del templo ya en los puntos
culminantes de la historia, no deja de suscitar la sedaqah humana, junto con las realidades denominadas
jesed, 'emet y salom: «Amor y lealtad se encontrarán, la justicia y la paz se besarán; de la tierra brotará la
lealtad, y desde el cielo velará la justicia» (Sal 85,lis). La justicia compartida de Dios produce vida sobre la
tierra (Sal 65,6ss; 72,lss), otorga la victoria (Sal 48,lis) y proporciona la capacidad para obrar el bien cada
día (Sal 99,4; Os 2,21). ¿No anticipa ya esta manera de hablar, en parte y de un modo relativo, la concepción
paulina de los carismas como frutos de la kharis de Dios en nosotros?... Mas también el otorgamiento de la

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –19


Torah remite a la justicia de Dios como su fuente original (Sal 119,141-144); así, Israel posee la
«instrucción» que le ayuda a llevar a cabo obras de sedaqah. Para decirlo brevemente: dentro de la
celebración del culto, en el que los participantes pueden convertirse en saddiqim o «justos» (cf. Sal 33,1;
142,8), o fuera del culto, en la vida diaria o en la creación entera (cf. Sal 33,4-6; 86,11-17), esa realidad
divina provoca las adecuadas respuestas de las criaturas. De ese modo, sedeq/sedaqah se trueca en definitiva
en una magnitud relacional, que se cumple y realiza en el encuentro responsorial o incluso en una
«circulación» de justicia divina y humana.
Por lo demás, la entrada a ese círculo la garantiza la fe, la confianza radical que el hombre pone
exclusivamente en Dios. Así creyó Abraham en Yahveh, «y Yahveh se lo tomó en cuenta como justicia
(sedaqah)» (Gen 15,6). Y porque recorrió su largo camino como creyente, experimentó la salvación, a la
que en último análisis apunta toda la justicia de Dios. En este contexto, como por lo demás en toda la
literatura sálmica, no se habla para nada de la «justificación del impío».
Con la figura simbólica de Abraham puede ya percibirse un cierto eco de la futura relación que pondrán
de relieve muy especialmente el Deuteroisaías y el Tritoisaías. Para el primero de estos profetas la justicia
de Dios es objeto de una expectación inminente: vendrá enseguida (Is 46,13; 51,1-5); en tanto que para el
Tritoisaías se presenta como una expectativa lejana al final de la historia y queda a lo lejos, sin que aún se
le pueda percibir (Is 59,14). Para el profeta de los cantos del Siervo de Yahveh, sus oyentes van ya tras ella
(Is 51,1) y está ya presente para procurar su «derecho» incluso a «los pueblos» de los gentiles (v. 5). Señal
inconfundible de ello es su relación con el rey gentil Ciro, que es suscitado en justicia por Dios para que
intervenga (45,13) y al que «la justicia le sigue los talones» (41,2). Ya hoy se revela, pues, la sedaqah, tanto
dentro como fuera del pueblo de Dios, pues que Yahveh ha regresado, asiste a Israel y le otorga sus derechos
y protección (41,10).
En ese contexto de la expectación inminente, el profeta introduce incluso un juego complementario a
propósito de la diferencia entre los géneros masculino y femenino de las dos palabras sinónimas: «¡Gotead,
cielos, desde arriba, y las nubes destilen rocío ¡Ábrase la tierra y germine la salvación, para que la equidad
(sedaqah) brote a la vez!» (Is 45,8).
Esa fertilidad y abundancia pronto encontrarán su mediador en la persona del Siervo de Yahveh.
Yahveh le declara saddiq, «justo», o le justifica (50,8) y le dice solemnemente: «Yo, Yahveh, te llamé en
justicia, te tomo de la mano, te formo y te destino para alianza del pueblo, para luz de las naciones (LG)»
(42,6). El Siervo de Dios es un justo que «justificará a muchos» (53,11). Es ésta una idea que el Nuevo
Testamento aplicará justamente a Jesucristo.
El Tritoisaías desplaza aún más ese tiempo de salvación y espera la teofanía sólo al final de la historia.
Porque todavía es demasiada la injusticia que abruma por completo a Israel: su justicia es mera apariencia
y no cala hondo, y hasta puede compararse con un trapo sucio (Is 64,5). Ya los profetas anteriores al destierro
de Babilonia y los de comienzos del mismo habían estigmatizado ese desmoronamiento de la justicia y
habían esperado la restauración de la misma como un don de Dios en el futuro. Oseas compendia esa
expectación en unas frases sobre las relaciones de confianza y fidelidad asentadas en algo que llega de
arriba: «Yo seré tu esposo para siempre; yo será tu esposo en justicia y derecho, en amor y misericordia; yo
seré tu esposo en fidelidad» (Os 2,21-22).
Algunos profetas exigen la conversión del pueblo a la lealtad comunitaria (Jer 4,ls; Sof 2,3). Y Habacuc
hace decir a Dios: «Mirad que sucumbe quien no tiene el alma recta, pero el justo vivirá por su fe ('emunah)»
(Hab 2,4). Una lealtad comunitaria probada, y no un acto transitorio de confianza, es lo que se requiere para
el restablecimiento del estado de salvación o salud. Pablo citará esa frase, cambiándola un tanto de acuerdo
con su doctrina de la gracia: «El justo vivirá por la fe (en Cristo)» (Rom 1,17). Para él no es posible ninguna
sedaqah escatológica entre los hombres sin el mediador.
¿Hay ideas similares en el primer Isaías? ¿No espera también él la salvación escatológica del futuro
rey y salvador? Sin duda que el nuevo descendiente de David, esperado tras un largo período de trono
vacante, juega un rol de mediador. Por favor divino será un «sofet fiable», es decir, un restaurador más que
un simple juez, y así el soberano será «un juez y buscador del derecho (mispat), un experto en la justicia
(sedeq)» (Is 16,5; cf. 9,6; Jer 23,5). Y no es nada extraño, porque «el espíritu de Yahveh reposará sobre él,
espíritu de sabiduría y de inteligencia (ruaj jokmah)», de manera que no sólo hará justicia al desvalido sino
que realmente podrá levantarlo en sedeq (Is 11,2-5). También aquí podemos percibir ideas que la cristología
explicitará más tarde.
d) Una visión notablemente discrepante de cuanto llevamos expuesto la encontramos en la literatura
sapiencial tardía. Sobre todo el libro de Proverbios presenta la sedaqah como una cualidad que «el hombre

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –20


puede procurarse mediante su sabia actuación; Yahveh sólo colabora marginalmente bendiciendo». Justo es
aquí el sabio; y a la inversa. Cualquier padre puede estar satisfecho, si ha procurado instruir a su hijo en la
justicia (cf. 9,9; 23,24). Se trata del arte de ser justo, que es algo que puede aprenderse (l,2s; 2,9s); es el arte
de cuidarse de otros, ya sean personas o ganado (12,10; 29,7).
Según Eclo 27,9, la justicia retorna a quienes la practican, y donde abunda pronto cancela cualesquiera
pecados (3,30). También en la literatura apocalíptica se encuentra la idea de que la sedaqah bien ejercida y
practicada con generosidad amontona un «tesoro de buenas obras en el cielo» (4Esd 7,34.77.83), que Dios
no pasará por alto en el juicio final. Lutero reprochará algo parecido a los romanos como «santidad de las
obras».
Ahora bien, la doctrina de la justicia que presenta esta parte de la Escritura no carece en modo alguno
de la dimensión teológica, por cuanto que ahí la sabiduría humana se entiende siempre como un don del
Dios creador, y la sabiduría (jokmah) de Dios se concibe a su vez en una forma personificada. Sobre todo
en Prov 8,8-20, esa sabiduría se muestra como transmisora de las palabras divinas, como predicadora del
camino recto y como la que hace posible todo poder recto en la comunidad humana. Sus rasgos recuerdan
en parte a la diosa Maat, la hija amada de un dios solar egipcio que se ocupa del orden universal y que asiste
a los faraones buenos.
Esto podemos ilustrarlo con Prov 8,22-31 de forma muy singular: la jokmah fue creada por Dios «al
comienzo de sus caminos, antes que sus obras más antiguas» (v. 22) y junto a él estuvo «como un niño
querido» (v. 30), para encontrar después sus delicias en «estar con los hijos de los hombres» (v. 31). Según
Sab 8, se presenta de modo parecido como la gran maestra de la virtud que llega de Dios. Cuando se piensa
que esta tradición la interpretó el Nuevo Testamento de manera cristológica y que proporcionó un impulso
a la posterior fe trinitaria, hay que decir que la exposición sapiencial de la justicia no deja de ser relevante
en el plano teológico. También aquí se muestra la sedaqah de Dios como una justicia comunitaria de carácter
mediador, creativo y salvífico.
Lecturas complementarias
MEIS W., “La Gracia en el Antiguo Testamento. Aproximación desde el cuánto más” en ID. Antropología
teológica. Acercamientos a la paradoja del hombre, Ediciones Universidad Católica, Santiago de Chile, 2013,
159-199.
BONORA, “JUSTICIA” EN NUEVO DICCIONARIO DE TEOLOGÍA BIBLICA, MILÁN, 1990, 980-994.
H.E. LONA, Gracia y Comunidad de Salvación, el fundamento bíblico, Estudios Proyectos 21, Buenos Aires
1998, 9-96.
2.3. Evangelios sinópticos: el reino del Padre y el seguimiento.
2.4. Escritos paulinos: justificación por la fe. Ley y Gracia. Cristocentrismo y gracia.
Misterio Pascual y gracia creada. Sentido de la noción de predestinacióin.
2.5. Escritos joánicos: vida – amor – gloria. Fórmulas de inmanencia recíproca.
2.3. Evangelios sinópticos: el reino del Padre y el seguimiento.
Si el Antiguo Testamento reconocía ya a Dios como amor misericordioso y perdonador, la revelación
de las cabales dimensiones de ese amor estaba reservada al Nuevo Testamento. Es en efecto el hecho-Cristo
lo que permite «comprender... cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad» (Ef 3,18) del
designio divino de salvación.
Ese designio va modulándose con creciente nitidez en los escritos neotestamentarios. Los sinópticos
enuncian los grandes temas de un mensaje que es evangelio, buena noticia proclamada Por Jesús con
palabras y acciones, según la cual el reino de Dios .¿«L irrumpido ya en su persona. Por su parte, los teólogos
del Nuevo Testamento, Pablo y Juan, amplifican y profundizan el Mensaje sinóptico, enriqueciéndolo con
aportaciones decisivas, a partir de las cuales el cristianismo va a erigir el concepto de basileia en la categoría
clave de su comprensión de la historia; categoría por lo demás absolutamente peculiar, toda vez que en el
uso cristiano de la misma lo que con ella se denota no es algo, sino alguien: Jesucristo como manifestación
escatológica del amor gratuito de Dios, que se comunica a sus criaturas sanándolas y purificándolas en una
medida hasta entonces sólo oscuramente presentida por la revelación veterotestamentaria.
Un desarrollo exhaustivo de cuanto acaba de enunciarse someramente postularía, en realidad, la
elaboración de una teología global del Nuevo Testamento. Como es obvio, la exposición que sigue ha de
circunscribirse a los contenidos más directamente relacionados con nuestra temática, sin perjuicio de que,
en capítulos posteriores, recuperemos algunas rúbricas importantes, que ahora serán tan sólo mencionadas.

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –21


El material sinóptico4 referido a nuestro objeto puede ser clasificado en tres apartados: la predicación
del reino, el seguimiento de Jesús, la paternidad de Dios. Contra lo que pudiera parecer a primera vista, y
según se vera en la exposición, los tres motivos están relacionados entre sí y anticipan los grandes núcleos
de las teologías paulina y joánica de la gracia: la gratuidad de ésta, su carácter cristocéntrico y la relación
paterno-filial que genera entre Dios y el hombre.
2.3.1. El reino en la predicación de Jesús
«El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca: convertíos y creed en la buena nueva» (Mc
1,15). Con este pregón inaugural comienza Jesús su misión pública. En él se contiene una llamada a la
penitencia y la conversión, motivadas por la proximidad del reino —una vez cumplido el plazo previsto por
Dios—, y se da por supuesta la capacidad humana de «cambiar de mente» (metanoen), ya reconocida en el
Antiguo Testamento.
En este pregón inicial, ni la exhortación a convertirse ni el anuncio del reino cercano son elementos
originales: los profetas veterotestamentarios insistieron incansablemente en la necesidad de conversión; el
Bautista había proclamado la vecindad del eón nuevo (Mt 3,2). La originalidad de Jesús respecto a tales
precedentes estriba en que su anuncio tiene un carácter exclusivamente salvífico y silencia la conminación
del castigo presente en los antecedentes bíblicos mencionados. Me 1,15, en efecto, ignora la alusión a «la
ira inminente» de Mt 3,7-12, con la que Juan asociaba la proximidad del reino.
En la sinagoga de Nazaret (Lc 4,16ss.) Jesús reitera la índole no bivalente —salvación y/o
condenación— de su programa, fijado en la oferta única de la salvación; a tal fin, trunca la cita de Is 61,1-
2, suprimiendo de ella el anuncio de «el día de la venganza de nuestro Dios». El suyo es, pues, un mensaje
en el que no tiene cabida la idea del castigo, sino sólo «las palabras de gracia», lo que provoca en el auditorio
una violenta reacción de rechazo y escándalo: Lc 4,22 («todos testimoniaban contra él»: emartyroun auto),
hasta el punto de querer despeñar al que osaba modificar el sentido del oráculo veterotestamentario (Lc
4,28-29).
Sobre la base de esta novedad capital de un anuncio exclusivo de salvación, las parábolas del reino
destacan: a) la absoluta gratuidad del mismo, que no depende en modo alguno del hombre y sus afanes, sino
de la libérrima voluntad de Dios; ") la urgencia de una decisión inaplazable por parte de sus oyentes, que no
pueden soslayar la interpelación en ellas implicada.
a) La parábola del labrador paciente (Me 4,26-29) muestra cómo éste ni sabe ni puede hacer crecer la
semilla. La enumeración minuciosa de las fases de ésta (hierba, espiga, grano: v.28) tiende a preparar el
climax: «y de pronto... ha llegado la siega» (v.29). Así es el reino: tan imperturbablemente seguro, tan
independiente de las premuras y cuidados del hombre —que sólo puede poner a disposición su paciencia:
cf. St 5,7—, tan inesperado y generoso.
Probablemente la parábola era la respuesta a la pretensión zelota de provocar o forzar la irrupción del
reino: ¿por qué no actúa Jesús, expulsando de la comunidad a los pecadores, acaudillando la resistencia
contra el invasor? La parábola responde: como el campesino no puede acelerar la hora de la siega, así los
hombres no podemos acelerar la hora del reino, sino sólo aguardarlo.
Las parábolas del grano de mostaza y de la levadura (Mt 13,31-33) comparan el reino con el estadio
final de los dos procesos en ellas aludidos (árbol, masa fermentada); lo que se busca es el contraste entre la
pequeñez mínima del inicio y la magnitud desmesurada, del término. Él grano de mostaza «es ciertamente
más pequeño que cualquier semilla» (v.32); la levadura se introduce en una enorme cantidad de harina, pero
puede con toda y la hace fermentar. La grandeza del final está claramente exagerada en el caso de la mostaza;
lo que ésta hace germinar es en realidad un arbusto (Mc 4,32), pero la versión mateana lo convierte en árbol
(déndron) frondoso: v.32.
De esta suerte, ambas parábolas ilustran el milagro de lo que deviene supremamente grande a partir de
la nada o de lo supremamente pequeño. Lo que ocurre entre los estadios inicial y final no interesa; interesa
tan sólo su contraste. El minúsculo grupo de los que componen el movimiento de Jesús es el germen de la
comunidad escatológica universal ; he ahí «el misterio del reino de Dios», cuya revelación le es dada a los
discípulos, mientras que «los que están fuera» no logran penetrar en el sentido auténtico de las parábolas
(MC 4, lis.).
b) En línea con Me 1,15, otras parábolas del reino apremian a la decisión: supuesto que Dios ha

4
J. L. RUIZ DE LA PEÑA, El don de Dios. Antropología teológica especial, Sal Terrae, Santander, 19912, 233-248.

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –22


resuelto, gratuita y ubérrimamente, que éste es el momento y que la aurora de la salvación ya ilumina el
mundo, el hombre ha de mostrarse a la altura de la hora y responder debidamente. Aparece aquí otro de los
rasgos originales de la predicación de Jesús: él fue «el único judío antiguo, conocido por nosotros», que osó
anunciar «que el tiempo nuevo de la salvación había comenzado ya» .
La parábola de la higuera estéril (Lc 13,6-9) advierte a los oyentes de que están en el último plazo para
la penitencia y la conversión; han pasado ya los «tres años» (v.7) previstos en principio. Si el dueño de la
viña no procede de inmediato a talar la higuera es por pura condescendencia, que suspende una decisión ya
tomada y ahora revocada misericordiosamente. Pero no se darán ulteriores ampliaciones del plazo; este
momento es, improrrogablemente, el último. Diríase que el señor se ha cargado de razón accediendo a la
petición de clemencia del viñador: sólo cabe ya esperar que la higuera dé finalmente su fruto; de lo contrario,
será cortada.
La parábola de las diez vírgenes (Mt 25,1-12) insiste en la misma idea de un plazo improrrogable,
acentuando si cabe el dramatismo de la hora, pues aquí, contrariamente a lo que ocurría con la higuera
estéril, el señor no accede a la ampliación del plazo (vv. 11-12). La llegada repentina del esposo (vv.5-6)
Provoca la crisis: o se está ahora en la disposición requerida o permanece definitivamente al margen del
reino (vv. 10-12).
La desconcertante parábola del mayordomo sagaz (Lc 16,1-8) suscita en primera instancia un cierto
embarazo: ¿cómo es que el señor alaba (v.8) el proceder de un vulgar estafador? La perplejidad se despeja
cuando nos apercibimos de la intención del narrador; los oyentes esperan que éste condene la conducta del
administrador y, sin embargo, inopinadamente, en lugar de su condena escuchan su encomio, porque el
administrador ha actuado «astutamente». El adverbio empleado es phronímos; el adjetivo phrónimos se
adjudica en los sinópticos a quien detecta con agudeza el momento escatológico (por ejemplo, las vírgenes
phrónimoi de Mt 25; cf. Mt 7,24; 24,25; Lc14,42). Y eso es lo que ha hecho el protagonista; ha captado
rápidamente la gravedad extrema del momento en que se encuentra y ha sabido reaccionar con decisión para
salvarse del desastre. Pues bien —viene a decir la parábola—, los oyentes versan en la misma situación
apremiante del administrador; se ven confrontados a una crisis radical que demanda resoluciones
inmediatas, como las que él atinó a tomar.
Así pues, y en resumen, aunque el reino sea pura gracia j la iniciativa de su oferta concierna en
exclusiva a Dios, el hombre" es libre ante esa oferta; ha de asumir responsablemente lo que en ella se
contiene, pudiendo, por tanto, rechazarla con igual responsabilidad. El «no habéis querido» de Mt 23,37
certifica esta libertad de la opción humana. Por otra parte, la tensión dialéctica gratuidad de la oferta-libertad
del hombre se acentúa por el hecho de que el polo gratuidad implica además la imposibilidad en que el
hombre se encuentra de cobrar lo ofertado por propios méritos o de fabricarlo por propia virtud. «¿Quién se
podrá salvar?», se preguntaban los discípulos. La respuesta reza: «para los hombres, eso es imposible, mas
para Dios todo es posible» (Mt 19,25-26).
2.3.2. El seguimiento de Jesús
Se ha aludido más arriba al pasaje de Me 4,1 ls.: sólo a los discípulos les es concedido penetrar en «los
misterios del reino». Dicho más claramente: el seguimiento de Jesús es la premisa inexcusable de la
consecución del reino (=del don escatológico de la salvación). Tal premisa no es, por lo demás, algo que
atañe a una élite de iniciados; es un requisito universalmente exigible". En Mc 8,34-38 se aplica «a la gente
a la vez que a sus discípulos» lo que en Mt 16,24ss. se dice «a los discípulos»: «si alguno quiere venir en
pos de mí..., sígame». La versión lucana (Lc 9,23: «decía a todos») corrobora esta universalidad de la
exigencia del seguimiento.
Debe notarse, empero, que el seguimiento ha de ser precedido por un llamamiento. Las tres variaciones
sobre el tema de Lc 9,57-62 son sumamente ilustrativas al respecto. El primer candidato a discípulo (v.57)
es desalentado por Jesús (v.58); ha sido él mismo quien, sin haber sido llamado, le proponía seguirlo. La
respuesta que recibe le recuerda que el seguimiento es la cruz («si alguien quiere venir en pos de mí, ...tome
su cruz y sígame»: Mc 8,34 y par.), y nadie puede desear la cruz por propia elección —nadie puede llamarse
a sí mismo para ir en pos de Jesús—. Esta aspirante a discípulo no sabe, en realidad, lo que dice ni a qué se
compromete cuando se ofrece para seguir a Jesús.
Ahora bien, cuando es Jesús quien llama, entonces ninguna dilación es tolerable. El segundo candidato
le pide tiempo, no por razones frívolas o de poca monta, sino para cumplir con un deber filial que era a la
vez una obligación legal («déjame ir Primero a enterrar a mi padre»: v.59). Jesús, casi brutalmente, le
advierte que su llamada confiere al seguimiento una prioridad absoluta. Como señala un comentarista \
«quizá ninguna sentencia de Jesús fue tan difícil de aceptar para sus oyentes» como ésta.

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –23


El tercer candidato, al igual que el primero, entiende el seguimiento como efecto de la propia iniciativa.
Pero, además, al igual que el segundo, lo condiciona («te seguiré, Señor, pero déjame antes despedirme de
los de mi casa»: vv.61-62). La reacción de Jesús es tajante: el seguimiento no tolera condiciones^ previas;
quien las plantea «no es apto para el reino» (v.62).
La incondicionalidad y la prioridad absoluta del seguimiento se destacan también con suma eficacia
en el episodio del joven rico (Mc 10,17-22 y par). Debe notarse que lo que aquí está en cuestión no es cómo
entrar a formar parte de un círculo selecto, sino algo mucho más elemental y que importa a todos; se trata
de saber lo que hay que hacer «para tener en herencia la vida eterna» (v.17), es decir, pura y simplemente
para salvarse.
Jesús articula su respuesta en dos tiempos. Ante todo, le recuerda al joven la doctrina común: hay que
cumplir el decálogo (v.19). Pero luego le exige algo inédito, sin lo cual «falta una cosa»; el joven ha de
despojarse previamente de todo y seguir a Jesús. Sin eso, el cabal cumplimiento de la ley es aún deficiente.
El despojamiento previo como requisito del seguimiento había sido ya demandado a los doce (Me 10,28:
«nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido»; Mt 4,20-22: «dejando las redes/dejando la barca y a
su padre... le siguieron»; Lc 5,27-28: «Levi... dejándolo todo, se levantó y lo siguió»); sólo así se entra en
el reino (Mc 10,23-24).
La radicalidad de la exigencia de seguir a Jesús se acentúa hasta el límite en el texto de Lc 14,26: «si
alguno viene donde mí y no odia a su padre..., y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío». Como
es sabido, el verbo «odiar» expresa aquí, según el uso semítico, la indiferencia frente a los parientes y la
adhesión absoluta a Jesús. Con todo, no cabe ignorar que lo que con él se demanda para ser discípulo es una
exclusividad en el seguimiento tal que implica, llegado el caso, la renuncia a los lazos familiares más íntimos
y «hasta la propia vida». Dicho de otro modo: la opción por Jesús puede comportar la ruptura de los vínculos
de sangre, si éstos se interponen en el seguimiento exigido.
Así pues, y en síntesis; la entrada en el reino ha de ir precedida por un proceso articulado en tres fases
sucesivas: llamamiento, despojamiento, seguimiento. Nadie tiene acceso al reino sin seguir a Jesús; nadie
puede seguir a Jesús sin haber sido llamado; la llamada despoja al discípulo haciéndolo enteramente
disponible —desatándolo de toda ligadura— y le habilita para «tomar la cruz», esto es, para rehacer el
mismo itinerario que Jesús recorrerá.
Con el seguimiento tiene mucho que ver la fe . Jesús la pide para obrar milagros, como manifestación
de confianza en su poder salvífico (Mc 2,5; 5,34.36; 10,52; etc.), y ello hasta el punto de que en Nazaret
«no podía hacer ningún milagro» por «su falta de fe» (Mc 6,5-6). En todos estos textos la fe comporta un
elemento de adhesión personal; aun en los casos en que se trata de «dar fe» a la predicación de Jesús, a su
proclamación del reino, esa proclamación se hace de forma tan inseparable de la persona que proclama que
el anuncio no puede ser creído sin dar crédito al anunciante. La fe en lo predicado pasa por—y es
indiscernible de— la fe en el predicador. Este deslizamiento de la fe, desde lo predicado hacia el predicador,
es verificable en la tradición sinóptica: los «creyentes» de Mc 9,42 son «los que creen en mí» de Mt 18,6;
el «creamos» de Mc 15,32 se convierte en el «creamos en él» de Mt 27,42; en Me 8,38 la repulsa del Jesús
de la historia provocará la repulsa escatológica del Hijo de hombre; en Lc 11,29-32 el «signo» que se exige
a Jesús para creer es el propio Jesús. Según Lc 10,16, 3yien_ rechaza a Jesús «rechaza al que lo envió»;
correlativamente, y según Mc 9,37, quien lo recibe, «recibe a aquél que lo ha enviado».
Así pues, ya en los sinópticos se contendría una germinal interpretación cristocéntrica de la fe, que
luego será ampliamente desarrollada por Pablo y Juan. En todo caso, las exigencias inauditas del
seguimiento sólo son comprensibles si se tiene en cuenta que el que llama a ser seguido suscita y merece
confianza en los seguidores. Sólo el que cree es seguidor; sólo el seguidor es creyente ; creer en Jesús y
seguir a Jesús son dos actitudes que se coimplican; no pueden darse por separado. De este modo se instaura
entre el maestro y los discípulos un vínculo afectivo tan sólido que desafía todo obstáculo y hace «suave el
yugo y ligera la carga» (Mt 11,29-30) del seguimiento.
Jesús, en suma, ha creado una comunidad de gentes dispuestas a compartir con él su vida y su destino.
En ella se manifiesta, si bien de forma todavía embrionaria —como un grano de mostaza—, la grandeza
incomparable del reino. Sus miembros se adhieren a Jesús con una confianza tal que los hace capaces de
arrostrar cualquier dificultad; la opción por el reino supone una ruptura con los vínculos personales y los
modos de existencia previos. Únicamente quien renuncia del todo a todo es digno de Jesús. Pero tal renuncia,
a primera vista tan costosa, se revela de inmediato como el hallazgo del «tesoro escondido» y de «la perla
fina» (Mt 13,44-46), con los que ningún otro valor puede compararse ventajosamente.
2.3.3. El Dios de Jesús es «Abbá»

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –24


En el capítulo anterior se señaló que el Antiguo Testamento sólo muy raramente atribuye a Dios el
título de padre. Sin embargo, es ese título el que Jesús emplea, y por cierto con el término familiar abbá,
para dirigirse a aquél cuyo reino proclama. Tal uso aparece no sólo en los textos comunes a la tradición
sinóptica (fuente Q), sino también en tradiciones propias de Mt y Lc: Mc 14,36; Mt 11,26; Lc 23,34.46.
Este modo de nombrar a Dios, inusitado al denotar una familiaridad escandalosa, va a ser además
inculcado por Jesús a sus discípulos, e incluso a «la gente» (Mt 6,9; 7,7-11; 23,9; y[c 11,25; Lc 12,32). Dios,
según Jesús, es Padre y como tal ha de ser invocado, por encima de cualquier otro título.
Correlativamente, la actitud del hombre ante Dios ha de ser la del niño ante su padre: «si no cambiáis
y os hacéis como los niños, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 18,3). ¿En qué consiste este «hacerse
como los niños»? El niño encarna la pureza y la pequeñez humilde (Mt 18,4), pero sobre todo es el prototipo
del desvalimiento, de la necesidad absoluta del padre para sobrevivir. Por tanto, lo que Jesús trata de inculcar
en sus oyentes podría parafrasearse así: «si no aprendéis a estar ante Dios como el niño pequeño ante su
abbá, no entraréis en el reino». El comienzo de la salvación estriba en aprender a llamar a Dios «padre
querido».
La paternidad de Dios se pone a prueba y se acredita en su impresionante autenticidad sobre todo frente
al pecado del hombre. Tan de verdad es Dios padre para el hombre que sólo por su amor paternal se explica
su forma de proceder con él. Las tres parábolas del perdón de Lc 15 son, en realidad, otras tantas parábolas
de la predilección divina por los pecadores. Su común denominador es: Dios ama más a los menos dignos
de ser amados porque son los más necesitados de su amor. Los más amados son los menos amables porque
Dios ama, "como desde la nada. «Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que
por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión»; «se produce alegría ante los ángeles
de Dios por un solo pecador que se convierta»; así concluyen las dos primeras parábolas de Lc 15 (vv.7.10);
expresiones semejantes de la preferencia divina por los pecadores se encuentran en Me 2,17 y Mt 21,31-32.
El anuncio del reino se revela así, en verdad como evangelio, buena nueva de salvación para los insalvables,
para los aparentemente irredimibles.
El tríptico de Lc 15 se cierra con la mal llamada parábola del hijo pródigo; en realidad lo es del amor
ilimitado del padre. Es decir, el énfasis descansa aquí no tanto sobre el arrepentimiento y el regreso del hijo
menor cuanto sobre la disponibilidad del padre para el perdón y la acogida, que contrasta llamativamente
con la actitud del hijo mayor, cerrado a toda idea de reconciliación y despechado por el proceder paterno.
Los vv. 24 y 32 reiteran las ideas clave de paternidad-filiación-fraternidad: el hijo será siempre hijo y no
siervo; en el v.21 el padre interrumpe el discurso que el hijo menor había preparado autotitulándose siervo
(vv. 18.19); al «ese hijo tuyo» (v.30) del hermano mayor responde el padre con un «ese hermano tuyo»
(v.32).
La parábola muestra, en suma, que el hombre no logra su salvación en «la fuga emancipatoria y
protestataria, sino en el retorno a la casa del padre», un padre que, lejos de humillar al hijo prevaricador, «le
restituye sus derechos de filiación». Y ello es así porque Dios es como el padre del relato: ansioso por poder
perdonar y acoger en sus brazos al que había desertado el hogar.
Las tres parábolas habían sido introducidas por una anotación significativa: Jesús las presentó como
respuesta a los que se escandalizaban —como el hijo mayor— de su trato familiar con los pecadores (Lc
15,1-3). La justificación de Jesús consiste, pues, en manifestar que él obra así porque así es como obra el
propio Dios. Este mensaje de un Dios que otorga trato preferencia! a los pecadores «es algo que carece de
cualquier paralelismo en la época. Es algo único». El judaísmo, incluido el Bautista, acepta a los pecadores
después que se han convertido y hecho penitencia; Jesús les ofrece la salvación «antes de que ellos hagan
penitencia». Emerge de este modo, y de forma "absolutamente nueva, la incondicionalidad e ilimitación de
lo que es pura gracia; se explica entonces que Jesús exija —según se ha visto anteriormente— el seguimiento
incondicional, como la única respuesta adecuada al amor de Dios igualmente incondicional.
Lucas nos ofrece todavía otra parábola ilustrativa de esta tesis; es la parábola del fariseo y el publicano
(18,9-14). Dirigida a «algunos que se tenían por justos» (v.9), describe dos modelos de religiosidad,
encarnados en los dos protagonistas de la escena. La situación de uno de ellos, el publicano, no tiene salida
según la teología judía de la época; se trata de un exactor de impuestos inicuos, colaboracionista con la
potencia colonial, habituado a ejercer sin escrúpulos un oficio despreciable. A los ojos de la mentalidad
dominante, nadie es menos digno de perdón que éste. Y, sin embargo, es a éste, y no al irreprochable fariseo,
a quien Dios justifica (v. 14) sin que se dé ninguna razón (como no sea «el corazón contrito y humillado»
al que alude el comienzo de la plegaria del publicano, cita implícita de Sal 51,1), por pura gracia. La parábola
condena cualquier pretensión de autojustificación humana por el cumplimiento de las normas (vv.11.12) y

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –25


anticipa la repulsa paulina de una justificación «por las obras de la ley».
En la misma línea de la parábola de Lucas habría que situar la del patrono generoso (Mt 20, 1-15). Un
pasaje paralelo del Talmud hierosolimitano destaca la equidad del propietario, que Paga lo mismo a todos,
pero porque los últimos han trabajado más y mejor que los primeros. La versión que ofrece Jesús es
provocativa por inesperada: los últimos reciben lo mismo que los primeros, exclusivamente porque el Señor
porque es bueno (v.15). El relato popular estaba presidido por la idea del mérito; en el texto evangélico
domina la idea de la gracia.
Jesús no se ha limitado a proclamar la paternidad misericordiosa de Dios, sino que ha ajustado su
conducta a esta proclamación. A las palabras se suman las acciones; a la teoría, la praxis. La predilección
por los pecadores se ratifica en el gesto de comer con ellos; el alcance simbólico del mismo —la comunión
de mesa equivalía a una comunión de vida y de destino— provocó a menudo el escándalo de los
bienpensantes (Mc 2,15-16; Lc 15,2).
Junto con la predilección por los pecadores, Jesús manifestó repetidamente su predilección por «los
pequeños»; esta designación comprende la vasta gama de seres humanos marginales, desdeñados,
preteridos. Los pobres, los enfermos, las mujeres, los niños25, son los preferidos de Jesús. Las
bienaventuranzas (Mt 5,1-12; Lc 6,20-23) y la parábola del rico epulón (Lc 16, 19-31) son taxativas al
respecto, como lo son los textos de Mt 25, 40-45 («lo que hicisteis a uno de estos hermanos míos más
pequeños, a mí me lo hicisteis»), Mt 11,25 (Jesús da gracias al Padre por revelar a «los pequeños» lo que
oculta a los sabios), Mc 9,42 (quien escandaliza a «los pequeños» se condena), etc. En todos estos textos
«los (más) pequeños» son la viva encarnación de aquel grano de mostaza («la más pequeña de las semillas»)
con que se había simbolizado el comienzo del reino.
La razón de esta resuelta parcialidad es la misma expuesta anteriormente a propósito de los pecadores;
Jesús habla y actúa así porque así piensa y obra Dios. La gratuidad de la voluntad salvífica del Padre conlleva
la primacía absoluta de los desprovistos de títulos y méritos. De esta forma, Jesús realiza una operación de
recuperación de lo humano desde abajo, comenzando por los últimos y convirtiéndolos en primeros (Mt
19,30). El ser humano más insignificante, justamente en cuanto insignificante según la común estimación,
es el valor más alto de la realidad en la peculiar tasación que Jesús hace del conjunto de las criaturas. «Uno
solo de estos pequeños» vale más que todo. ¿Por qué? Porque «sus ángeles en el cielo ven continuamente
el rostro de mi Padre» (Mt 18,10), es decir, porque son servidos (precisamente ellos, los pequeños) por los
llamados «ángeles del Rostro», la máxima jerarquía celeste después del propio Dios. De ahí que «no es
voluntad de vuestro Padre del cielo que se pierda uno solo de estos pequeños» (Mt 18,14).
En resumen, el Dios que reina ya ahora es, a la vez y sobre todo, el Padre que ama y perdona, que
prefiere a los pequeños «porque es bueno», ante quien el hombre ha de sentirse hijo y no siervo. El reino de
Dios se desvela entonces como el reino 'del hombre, en el que los pecadores son preferidos, los más
pequeños son los más grandes (Lc 9,48) y los últimos son los primeros. No es el reino del poder y la fuerza,
sino de la gracia y la debilidad. Jesús llama al seguimiento con vistas a la instauración de ese reino, o lo que
es lo mismo, con el objeto de crear una comunidad nueva, distinta tanto del esoterismo elitista del modelo
qumrámico como del activismo agresivo del modelo zelota. El rasgo distintivo de esa comunidad, con la
que amanece el verdadero reino, es la invocación de Dios como Abbá, el reconocimiento de la propia
filiación y el establecimiento de la fraternidad interhumana.
En una situación tan altamente conflictiva como la que se vivía en aquellos momentos, la propuesta de
Jesús consiste en la. radicalización del amor. Y la justificación de esta propuesta reside en el modo de ser y
de obrar divinos; porque Dios ama y perdona sin medida, la sola comunidad digna de él —el único genuino
reino de Dios— será aquélla en la que sus miembros van permanentemente en el amor y el perdón fraterno:
«amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persiguen, para que (así) seáis hijos de vuestro Padre
celestial» (Mt 5,44; cf. Mt 8,21ss.). Cuando más tarde oigamos a Juan disertar incansablemente sobre el
amor como la señal distintiva de lo cristiano, no olvidemos que la fuente de su inspiración se emplaza en la
viva memoria de lo que había escuchado de boca de su maestro y señor.
Lecturas complementarias:
H.E. LONA, Gracia y Comunidad de Salvación, el fundamento bíblico, Estudios Proyectos 21, Buenos Aires
1998, 9-96.
MEIS W., “La Gracia en el los Sinópticos” en ID. Antropología teológica. Acercamientos a la paradoja del
hombre, Ediciones Universidad Católica, Santiago de Chile, 2013, 232-264.

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –26


2.4. Escritos paulinos
La salvación, que se hizo visible en Jesucristo, la expresa Pablo a menudo con el concepto kharis,
«gracia», que con razón pasa por ser «el concepto capital de su teología» (Lang, 17). La realidad salvífica
así designada la incorpora ya Pablo a los saludos estereotipados que abren y cierran sus cartas a las diferentes
comunidades locales; de lo cual da ya testimonio su carta más antigua a los Tesalonicenses (1 Tes 1,1; 5,28;
cf. 2Tes 1,1; 3,18). En sus dos cartas a los Corintios, sin embargo, habla el apóstol Pablo de la gracia en
forma especialmente enjundiosa desde la perspectiva cristológica y pneumatológica.
2.4.1. Las cartas a los Corintios5
En dichas cartas describe el Apóstol 1) el origen de la gracia, 2) su conexión con el amor de Dios tal
como opera en Cristo, 3) su efecto en el ministerio apostólico, 4) su desarrollo como reconciliación y
santificación, y, finalmente, 5) el desarrollo eclesial de la única gracia de Dios en los numerosos carismas
del Espíritu Santo.
Origen de la gracia: Ya en las fórmulas de introducción y conclusión de las cartas (l Cor 1,3; 16,23;
2Cor 1,2; 13,13) aparece kharis como la forma cristiana de jesed; es decir, como la actitud fundamental de
Dios hacia los hombres en bondad, benevolencia, amistad, paciencia y amor. Esa gracia nace y viene «de
Dios» (apo theou), pues pertenece al ser mismo de Dios en su autocomunicación, a la vez que procede «del
Señor Jesucristo», como su mediador escatológico. De ahí que aparezca también la fórmula genitival: «la
gracia de Jesucristo, el Señor»; o sea, del Kyrios como rey escatológico de salvación. Esa gracia supera
ciertamente todas las expectativas de salvación, establece la paz y quiere estar con los creyentes. Todo lo
cual se desprende del saludo y buenos deseos de Pablo, que sustituye el saludo habitual griego de khaire,
«alégrate», por el saludo y deseo de kharis, completándolo con el saludo judío de salom, «paz».
Cuando la fórmula comprende a las tres «personas divinas» gana en hondura: «La gracia del Señor
Jesucristo y el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo sea con todos vosotros» (2Cor 13,13). La
posición central que aquí ocupa ágape en la fórmula triádica viene a sugerir el manantial primero del origen
de la gracia. De ese amor eterno deriva el acto de gracia realizado por Jesús en la cruz, así como la comunión
(koinonia), que el Espíritu Santo opera día tras día en la comunidad haciendo que todos los miembros
comunitarios participen de sus dones (cf. 1 Cor 10,16; 12,13).
La gracia de Dios en Cristo: La estrecha conexión de los conceptos kharis y ágape adquiere una
fundamentación cristológica aún más clara en 2 Cor 8,9: «Pues conocéis la gracia de nuestro Señor
Jesucristo; cómo por nosotros se hizo pobre, siendo rico, para que vosotros fuerais enriquecidos por su
pobreza.» La gracia de Cristo alcanzó en la cruz su consumación suprema como acto de ágape: vaciamiento
de sí mismo (cf. Flp 2,7) y autodonación a todos. Por esa «gracia de Dios», que «ha sido otorgada en Cristo»
a los creyentes, da gracias el Apóstol cuando considera las riquezas que ha traído consigo: el recto lenguaje
acerca de Dios, su correspondiente conocimiento, los «dones de gracia» de toda índole, los «carismas» (1
Cor 1,4-7), el celo y amor al prójimo (2 Cor 8,7). Todos esos dones son para él bienes del tiempo escatoló-
gico, del «tiempo de gracia», que ya está aquí (2 Cor 6,ls) y en el que se puede contar con la pronta aparición
de Cristo resucitado, que comporta también el juicio (1 Cor 1,7-9).
Ahora bien, esa generosidad divina tiene que encontrar su correspondencia humana en obras de amor
al prójimo y de misericordia. La kharis de Dios ha de madurar en Corinto en ágape fraterna, y concretamente
en una colecta en favor de quienes padecen necesidad, que como obra de amor también puede llamarse
kharis (2 Cor 8,6s). Es una kharis interhumana y, por tanto, un servicio a la comunidad y una «comunión de
servicio» (koinonia tes diakonias, v. 4).
La gracia de Dios se transforma, pues, en una actuación servicial; diríase que en ella encuentra su
«sacramento», confiriéndole el espíritu de espontaneidad, voluntariedad y carácter gratuito que le son
propios. Dios mismo concede dones abundantes a los pobres (2 Cor 9,9; cf. Sal 112,9); su gracia es
«sobreabundante», «excesiva», «hiperbólica» (v. 14), por lo que también ama de manera muy especial a los
que dan en abundancia (v. 6) y encuentran su gozo en su generosidad (v. 7; cf. Prov 22,8).
El Apóstol al servicio de la gracia: Pablo considera su propio apostolado como el servicio de alguien
que, como «colaborador de Dios», ha sido llamado a trabajar y preparar el «campo de Dios» (cf. 1 Cor 3,9).
Hasta tal punto ve ligada su existencia trabajadora a la gracia que, consecuentemente, no habla nunca a este

5
Conf. A. GANOCZY, “Teología paulina de la Gracia” en ID., De su plenitud todos hemos recibido: la doctrina de la
gracia, Barcelona, Herder, 1991.

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –27


respecto de kharisma, sino sólo de kharís. Su misma conversión al cristianismo la contempla ya como una
intervención directa de la gracia divina en su historia personal, viendo asimismo sus éxitos misioneros como
obra de Dios: «Pero por la gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia no se ha frustrado en mí; al contrario,
trabajé más que todos ellos (los apóstoles), no precisamente yo, sino la gracia de Dios, que está conmigo»
(1 Cor 15,10).
¿Lenguaje presuntuoso? Desde luego; pero fundado en el conocimiento de lo que uno ha llegado a ser
por obra de otro. Por sí mismo, Pablo no aporta más que debilidad, en la cual sin embargo se ha acreditado
la fuerza de la gracia, y en los momentos de duda sigue demostrándose que «basta» (2 Cor 12,9). La fuerza,
de la que aquí se trata, coincide con la «ágape de Cristo», que «empuja» (2 Cor 5,14) y motiva al Apóstol a
la actividad misionera. «El amor que Cristo nos ha demostrado entregándose por nosotros (Gal 2,20) se deja
sentir en la vida de Pablo como un poder determinado de la actuación» (Klauck 11,53). Ese poder es tan
eficaz, que el Apóstol de los gentiles logra la meta incluso sin emplear la sabiduría puramente humana (2
Cor 1,12). Tan dominado y poseído se sabe por ese poder, que piensa que sus visitas a las diversas
comunidades equivalen a una genuina experiencia de la gracia para ellas (1,15). Pablo irradia una fuerza de
gracia. En su persona se hace patente la proximidad de Dios. Motivo suficiente para la acción de gracias.
La kharis, que se revela en la conducta y actividad de Pablo, provoca en los fieles una eukharistia (4,15).

La gracia como reconciliación y santificación:


a) Un aspecto importante de la gracia de Dios y de Cristo otorgada a los apóstoles se echa de ver en su
acción reconciliadora. El Apóstol de los gentiles entiende su ministerio como un «servicio de
reconciliación» (2 Cor 5,18). Había que «reconciliar» a la humanidad entera (cf. Rom 1-3), y no sólo al
pueblo elegido, que había sido desleal a su relación de alianza con Yahveh; porque «todos pecaron» (Rom
5,12).
Que ello se debió a la iniciativa soberana de la gracia de Dios, se desprende de las afirmaciones
siguientes: «Dios es quien en Cristo estaba reconciliando consigo el mundo, sin tomar en cuenta a los
hombres sus faltas, y quien puso en nosotros el mensaje de reconciliación (para predicarlo)» (2Cor 5,19s).
No fueron los hombres, que a los ojos de Dios ya no podían encontrar gracia, los que hicieron lo necesario
para reconciliar a Dios, sino que es de «Dios de quien procede todo» (v. 18). No se llevó a cabo ninguna
satisfacción humana para recuperar el favor divino, que, como en una reacción de cólera, hubiera
desaparecido.
No, Dios no necesitaba ser reconciliado, puesto que nunca había retirado su paciencia y su amor frente
al pecado de los hombres. El Dios de Jesucristo no es ningún Baal, cuyos sentimientos pueden cambiar sus
adoradores ofreciéndole gran cantidad de sacrificios. Su justicia (sedaqah) no es para Pablo, como tampoco
lo era para el Antiguo Testamento, una «justicia distributiva» y «conmutativa»; no es una instancia referida
a una contraprestación, sino más bien un poder indestructible de lealtad comunitaria y de fuerza salvífica,
que está dispuesto a imponerse generosamente a cualquier ofensa —aunque no ciertamente sin juicio y
condena. Por ello la iniciativa de reconciliación partió de él, y reconcilia consigo a los que únicamente
tienen necesidad de ser reconciliados, a saber: los hombres.
Ahora bien, ese Dios estaba presente en Cristo, con él estaba íntimamente unido —trinitariamente,
como decimos hoy—, cuando Cristo murió en la cruz por los pecadores, semejante a un criminal o a un
«maldito» (cf. Dt 21,23). En unión y unidad íntima estuvo con él; es decir, estaba en aquel al que —según
la fórmula abstracta pero drástica de Pablo —«se hizo pecado por nosotros, para que en él llegáramos
nosotros a ser justicia de Dios» (v. 21). Probablemente «pecado» hamartia) designa aquí el colectivo de los
pecadores, por el que Jesús vicariamente se entregó, sin que él hubiese pecado; mientras que «justicia»
(dikaiosyne) indicaría la comunidad de los justos, que han llegado a serlo por la justicia de Dios. Se ha
verificado un «dichoso intercambio» (Lutero) entre dos solidaridades contrapuestas: y el Dios de la gracia
estaba presente en quien lo llevó a término en su propio cuerpo como el «Siervo de Dios» escatológico (cf.
Is 53,5.12). Se comprende que ese Dios llevó a la práctica su iniciativa de reconciliación, que Gal y Rom
describen como «justificación», no precisamente con miras calculadoras, sino que más bien «no tuvo en
cuenta» ni imputó a los hombres sus fallos.
ero, en el acontecimiento cristológico, no sólo se da una no imputación de la culpa, un indulto forense
de los culpables o una reconciliación en principio de los pecadores con Dios, sino que se da sobre todo una
creación nueva y una auténtica gratificación de los mismos. Por eso llama Pablo a cada reconciliado, que
«está en Cristo», una «criatura nueva» (kaine - ktisis; 2Cor 5,17). Ese hombre ha sido creado de nuevo, ha
obtenido de nuevo la gracia de la creación y ha entrado en la comunidad de la nueva alianza escatológica

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –28


de paz (cf. Is 54,10). Pablo parece estar aquí de acuerdo con la tradición rabínica, que equiparaba la
«creación nueva» con la era mesiánica. En cualquier caso, el Apóstol tiene ante los ojos el plano del ser y
de la vida. Para concluir, recordemos una vez más su renovado énfasis en el cometido apostólico: «Hacemos,
pues, de embajadores en nombre de Cristo, siendo Dios el que por medio de nosotros os exhorta: ¡En nombre
de Cristo os lo pedimos: dejaos reconciliar con Dios!» (2 Cor 5,20). Lang comenta bellamente esta
exhortación: «Pero el Dios omnipotente no fuerza a los hombres a entrar en su obra universal de salvación;
respeta su libertad de decisión y se hace encontradizo en Cristo como alguien que suplica» .
b) Esa misma demostración escatológica de gracia sabe también expresarla Pablo con categorías
analógicas a las del culto, cuando habla de la «santificación» (hagiasmos) de los hombres. Cierto que ahí ya
no tiene ante los ojos los ritos judíos de sacrificio y purificación, sino el rito de iniciación cristiana: el
bautismo. Y así escribe a los Corintios: «Fuisteis lavados, fuisteis consagrados a Dios, fuisteis justificados
en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios» (1 Cor 6,11). Lo cual significa que el
perdón y gratificación fue consecuencia del bautismo en el nombre de Jesucristo y el don anejo del Espíritu
Santo (cf. Act 2,38).
Con ello han sido incardinados al cuerpo de Cristo, la comunidad o Iglesia, el nuevo pueblo santo de
Dios. Así están «en Cristo l Jesús», al que «Dios hizo santificación por nosotros» (cf. como í contraste el
«le hizo pecado» de 2 Cor 5,21); con otras palabras: lo hizo el santo y justo por antonomasia, y de él reciben
los creyentes la santidad otorgada.
En cualquier caso, síguese de ahí para los bautizados un imperativo correspondiente: «Queridos míos,
purifiquémonos de todo lo que pueda manchar la carne o el espíritu, completando nuestra santificación en
el temor de Dios» (2Cor 7,1). Sólo así su cambio moral efectivo no desmentirá su nombre de «los santos»
(1 Cor 1,2; 6,ls) o «los justos». Un efecto interhumano de lo que más tarde llamará la escolástica «gracia
santificante» está para Pablo en el hecho de que los cristianos viven y actúan consecuentemente de acuerdo
con su carácter, demuestran la verdad de su fe con un testimonio vivo, y así difunden esa fe. En el caso, por
ej., de un matrimonio mixto, en el que sólo uno de los cónyuges es creyente y está bautizado, Pablo muestra
su confianza en que ése con su forma de vida irradiará a la larga una fuerza santificadora irresistible sobre
cuantos no creen: «pues el marido pagano queda ya santificado por su mujer; y la mujer pagana por el
hermano (o sea, su marido creyente)» (1 Cor 7,l4a).
Prevalece aquí una equiparación plena de los sexos, sin privilegios patriarcales de ningún tipo, hasta
el punto de que también los hijos pueden recibir la santidad tanto a través de su madre cristiana como de su
padre bautizado. También ellos, aunque probablemente todavía sin bautizar, y debido en buena medida a la
fuerza de convicción ética del progenitor cristiano —y en analogía con el progenitor no creyente— diríase
que son atraídos en su ser más íntimo y empujados a una vida santa. El que esto ocurriera de hecho en
muchos casos conocidos de la comunidad de Corinto proporciona al Apóstol un argumento para permitir
los matrimonios de distinta religión que vivían en armonía y para considerar su unión como indisoluble en
el Señor. Basta con observarlo: los hijos de tales familias no son «impuros», sino «santos» (1 Cor 7,14).
Todo ello certifica el carácter personal e interpersonal de la concepción de la gracia específica del
cristianismo en relación con las bases veterotestamentarias; pero certifica también la autocon-ciencia
misionera de los cristianos.
Kharis y kharisma en la construcción de la comunidad: La dimensión comunitaria de la gracia se echa
de ver en Pablo sobre todo en el hecho de que considera una kharis general, correspondiente jesed,
concretada en muchos kharismata diferentes, y en que la considera al servicio de la edificación y unidad de
la comunidad local.
La unidad que ha de hacerse realidad en la Iglesia tiene su modelo originario y la condición que le hace
posible en la unidad propia de Dios. Eso es lo que podría indicar perfectamente esta fórmula triádica: «Hay
diversidad de dones (diaireseis... kharismaton), pero el Espíritu es el mismo. Hay diversidad de servicios,
pero el Señor es el mismo. Hay diversidad de operaciones, pero Dios es el mismo, el que los produce todos
en todos» (1 Cor 12,4-6). Ciertamente, no se piensa aquí todavía de modo explícito en una unidad de
comunión trinitaria de Dios. Pero Dios, Cristo y el Espíritu Santo, común a ambos, son designados como
autores de la unidad comunitaria en la Iglesia local. Y ese ser uno eclesial o, mejor, ese llegar a ser uno
(puesto que la comunidad se está edificando de continuo) lo sostiene Dios con su gracia desde lo más
profundo de los corazones individuales: todos los miembros tienen sus carismas, diferentes pero comple-
mentarios entre sí.
Donde actúa el Pneuma de Dios, quedan afectadas las honduras personales de cada individuo, pero sin
verse empujados al aislamiento entusiástico de los llamados «pneumáticos». «Para los dones espirituales

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –29


(pneumatika), que en Corinto se entendían de forma entusiástica, emplea aquí Pablo en concepto de dones
de gracia), convertido por él en un término técnico, para poner así de relieve el carácter de regalo y la
indisponibilidad de los dones divinos». De hecho con este contenido específico de la teología de la gracia
llena el Apóstol la palabra kharisma, que en el griego que entonces se hablaba tenía un uso escaso y sólo en
el sentido de «muestra de favor» sin mayores precisiones. Pues bien, el carisma o don de gracia paulino es
ciertamente un don de Dios otorgado a las personas, mas no para privatizarlo. No hay ningún carisma
privado, sólo carismas articulados: cada uno recibe el suyo en tanto que miembro de una comunidad local
concreta para poder contribuir a su edificación (cf. ICor 14). Con esa finalidad de provecho comunitario
otorga el Espíritu Santo sus capacidades dotando a cada uno del necesario entusiasmo: «A cada uno se le da
la manifestación del espíritu para el bien común» (1 Cor 12,7).
Esos efectos de la gracia de Dios son diferentes. El Apóstol traza algunas listas de los mismos aunque
sin ninguna pretensión sistemática, en 1 Cor 12,8-11 y en Rom 12,3-8; en cualquier caso, no establece
ningún ordenamiento jerárquico entre los mismos. Sólo hace hincapié en la necesidad de examinar si son
genuinos o falsos refiriéndose al «discernimiento de los espíritus» (1 Cor 12,10; cf. 14,29). En efecto, está
convencido de que los dones buenos de Dios pueden estar al servicio de objetivos ajenos al fin del hombre,
o que en la comunidad de los santos pueden actuar junto al Espíritu de Dios, otros espíritus demoníacos.
Los criterios de autenticidad los enuncia Pablo claramente: 1) la no oposición a la fe de que el hombre Jesús
es el soberano escatológico y el hijo eterno de Dios (1 Cor 12,3; cf. Jn 4,2s); 2) una utilidad probada en
favor de la Iglesia; 3) que estén fundados en el carisma fundamental del amor operativo al prójimo, de la
ágape (en latín caritas).
El carácter decisivo del criterio de la ágape lo declara Pablo con una exhortación: «Aspirad a los dones
superiores. Y todavía os voy a mostrar un camino más excelente» (1 Cor 12,31). Y pasa después a describir
la ágape (13,1-13) que, en forma casi personificada, procede de Dios, se practica como amor al prójimo y
desemboca en la visión eterna de Dios. Como tal, va mucho más allá de lo que en el Antiguo Testamento se
designaba como 'ahabah (cf. supra 31ss). Por ello nada tiene de extraño que sus rasgos fundamentales se
ilustren con formas de comportamiento que ha vivido y practicado Jesús de Nazaret: magnanimidad,
bondad, autohumillación, desinterés, capacidad para solucionar conflictos, gozo por lo recto y lo verdadero,
nada de rencor a nadie, aguante hasta límites extremos, sensibilidad escatológica para lo eterno (v. 4-13).
En ese amor, que reúne en sí el amor al prójimo y a Dios, está el criterio por antonomasia para enjuiciar
aquello que es realmente un carisma conforme a la kharis o gracia, y aquello que no lo es. No sólo ha de
considerarse como un carisma entre otros muchos sino que hemos de considerarlo como «la actitud
fundamental [del cristiano] producida por el Espíritu de Dios». Sin ella no son realmente nada ni la alabanza
a Dios de acentos carismáticos, ni el conocimiento profético, y ni siquiera las notables realizaciones éticas
como la beneficencia o la disposición al martirio (v. 1-3). Con ella en cambio al creyente que ama como
debe se le abren las perspectivas de la eternidad y de la madurez espiritual o de la autoformación humana,
que sólo así es posible: «Entonces conoceré cabalmente, con la perfección con que fui conocido (por Dios)»
(v. 12b).
Como se ve, las cartas de Pablo a los Corintios desarrollan una doctrina de la gracia muy positiva y
concreta. La gracia aparece desde su origen y acción como gracia de Dios, de Cristo y del Espíritu Santo,
como una realidad creativa, redentora y consumadora a la vez. A través del autoexpolio de Jesucristo,
enriquece a todos los hombres. Para todos jesed y jen. El Apóstol está a su servicio. Edifica la comunidad
en tanto que se transforma en carismas. A ella se debe la esperanza escatológica de la consumación. Sin
ella, sólo es posible una rectitud y justicia éticas incompletas, y con ella el creyente ejerce un auténtico
poder de atracción sobre los que no creen.
Y como la gracia de Dios es tan positiva y actúa de forma tan constructiva entre los hombres, se levanta
contra el poder del maligno en el mundo, para cuya reconciliación es Dios el que desde luego toma siempre
la iniciativa. Aquí, pues, la gracia con sus dones viene a ser la realidad capital, mientras que la justificación
del pecador aparece como un aspecto parcial y complementario. Las cartas a Gálatas y Romanos presentan
otro planteamiento, arrancando más bien de la tensión dramática entre obra del hombre y obra de Dios, entre
poder del pecado y poder de la gracia.
2.4.2. La carta a los Gálatas
La destinataria es aquí una iglesia local en la que habían encontrado oyentes los maestros
judeocristianos con su concepción del cristianismo que discrepaba del evangelio paulino. Todo parece
indicar que se veían a sí mismos como cristianos judíos y que defendían la necesidad de que, los que
procedían de la gentilidad, se circuncidasen, a la vez que consideraban como necesaria la observancia de

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –30


todos los mandamientos de la Torah para la salvación (Gal 4,8-20; 5,1-12; 6,11-16). Pablo, que piensa en
su propia experiencia y en la imposibilidad personal de conocer y alcanzar la salvación de Cristo a través
de esa fidelidad a la Ley, ve en las exigencias de sus enemigos un peligro mortal para la joven Iglesia; más
en concreto, ve ahí un retorno a la mentalidad de que sólo es justo (saddiq) y halla gracia a los ojos de
Yahveh aquel que guarda con la mayor fidelidad posible todos los mandamientos y amontona con ello «un
tesoro de buenas obras en el cielo» (cf. 4Esd 7,34). Pablo descubre en todo ello miras humanas demasiado
estrechas, que en modo alguno están a la altura de la generosidad y grandeza de la nueva y definitiva
iniciativa de jesed de Dios. Y en consecuencia reprocha a esos judeocristianos su deficiente fe cristiana.
El Apóstol de los gentiles se ve a sí mismo como un hombre que, independientemente de tales piadosas
tradiciones humanas, y hasta sin la mediación autorizada de los judeocristianos dirigentes (y desde luego
con una fe recta)'que ya eran apóstoles antes que él (1,17; cf. 2,2), ha sido conducido ala fe por el propio
Cristo exaltado a la diestra de Dios, que lo convirtió asimismo en su apóstol. «Pero, cuando aquel que me
separó desde el seno (cf. re-jem) de mi madre y me llamó por su gracia se dignó revelar a su Hijo en mí,
para que yo lo anunciara entre los gentiles, en seguida, sin consultar con nadie...» (l,15s).
En efecto, su conversión en el camino de Damasco no se debió a una comprensión repentina del sentido
hondísimo de la Torah, sino que la provocó la aparición de Cristo, como un acontecimiento inmerecido e
inesperado del jesed divino. Está claro que tras una experiencia tan fundamental Pablo no anuncia a los
gentiles un evangelio orientado primordialmente a las obras de la Ley. Ahora bien, eso lo autorizó el concilio
apostólico de Jerusalén «reconocieron la gracia que se me había dado» (2,9). Con lo cual reconocía
asimismo el núcleo esencial de la predicación paulina —como el propio Apóstol lo expone aquí—, a saber:
«Que el hombre no se justifica por las obras de la Ley, sino por la fe en Jesucristo» (2,16). Cristo, que nos
ha amado hasta la cruz y que vive en nosotros (2,19s), es la salvación, la gracia en persona. Partiendo de esa
convicción declara Pablo: «No anulo la gracia de Dios, pues, si por la Ley viene la justificación, entonces
Cristo murió en vano» (2,21).
A Cristo como salvador no se le aprehende sino a través de la fe (pistis), o, lo que es lo mismo, a través
de una confianza sin límites en la promesa de salvación gratuita de Dios, que se hace patente en Cristo. Una
tal confianza radical, perfectamente análoga, la había vivido ya Abraham antes de la venida de Jesús. Ante
un futuro incierto «creyó en Dios, y esto se lo tomó en cuenta como justicia» (Gen 15,6, citado en Gal 3,6).
Dicho de otro modo: «Dios... otorgó la gracia [la herencia] a Abraham mediante una promesa» (3,18). Y
tanto más son acogidos a la gracia y lealtad de comunión de Dios todos cuantos creen en Cristo, es decir,
todos los que se conducen como verdaderos hijos e hijas de Abraham, creyendo como él creyó (3,29). Todos,
sin excepción, pueden obtener en Cristo, además de la filiación abrahámica, la filiación divina: «Ya no hay
judío ni griego; ya no hay ni esclavo ni libre; ya no hay varón ni hembra, pues todos vosotros sois uno en
Cristo Jesús» (3,28). La dignidad aneja es la de los emancipados y, por tanto, la de las personas libres,
porque Cristo «nos rescató» (3,13), «nos liberó para que vivamos en libertad» (5,1), y «para la libertad
hemos sido llamados» (5,13). Portador y garante de ese estado de salvación es el Espíritu de Cristo (3,14;
5,5), cuyos frutos son: «amor, alegría, paz, comprensión, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre,
templanza» (5,23). Este Espíritu ha sido enviado a nuestro corazón y desde él clama «¡Abbá!; ¡Padre!»
(4,6). Y seguramente que es también el Espíritu del Hijo de Dios el que hace que los agraciados se muestren
clementes frente a sus semejantes, suscitando en ellos una fe «que actúa por medio del amor» (5,6; cf. 5,13s).
Así pueden salir victoriosos de una lucha permanente entre «carne» y «espíritu» (3,3; 5,13-26; cf. Rom 8,1-
11); o sea, entre un pasado pecador y una vida recta según Dios.
Ahora quieren los gálatas «desentonar» de esa gracia (5,4), malvendiendo esa libertad por la esclavitud
de las obras legales y hasta arrastrar a otros consigo mediante la predicación de «otro evangelio» (1,6). Pablo
dice: «Me maravillo de que tan pronto os paséis del que os llamó por la gracia de Cristo-». Así, el retorno
judeocristiano a la religión de las obras de la Ley, incluida la circuncisión, equivale a una apostasía de Dios
mismo, dador de la Ley y de la gracia. Pablo pronuncia un anatema total e implacable contra los defensores
de esa corriente (l,8s).
Y esa su posición, profundamente controvertida, hace que dé a su concepción de la doctrina de la gracia
casi un carácter dialéctico: Ley y promesa (3,18), obras de la Ley y fe en Cristo (2,14-21; 3,19-25),
esclavitud y libertad (5,1-12), condición de esclavo y condición de hijo (4,1-7), carne y espíritu (3,3; 5,13-
26), el «otro evangelio y el “evangelio de Cristo” (1,6-12), consejo de hombre y llamada de Dios (1,1 s),
pecador y justo (2,16s). Ese último axioma, y en especial la confrontación aquí meramente sugerida entre
el poder del pecado y el poder de la gracia (3,22), lo eleva Pablo a la categoría de principio básico de su
doctrina de la justificación en la carta a los Romanos.

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –31


2.4.3. La carta a los Romanos
Aunque la epístola a los Romanos utiliza la forma literaria de la «diatriba», resulta difícil para la
exégesis hacerse una imagen de los enemigos de su autor que sobrepase sus rasgos «estilizados». Lo único
cierto es que el autor se dirige a cristianos oriundos de la gentilidad —los cuales constituían la mayoría de
la ekklesia de Roma, formada probablemente por varias comunidades domésticas, sin dejar de tener también
en cuenta a la minoría judeocristiana y sin silenciar el propio origen en el judaísmo farisaico. Se discute si
pretende entrar en una controversia suscitada por alguna doctrina errónea similar a la de los gálatas.
De lo que no cabe duda es de que encuentra expresión el propósito del Apóstol de visitar la comunidad
romana (15,24) y de proclamar allí «su evangelio» (2,16). La misiva quiere preparar ese encuentro, ya que
trata los temas importantes del mismo, aunque sin pretender hacerlo de una forma completa y desarrollada.
No hay aquí un compendio de toda la doctrina cristiana de la gracia, en contra de la opinión de Melanchthon
y Calvino. Para poder ofrecer algo así, esta carta doctrinal tendría que haber expuesto temas como la
creación, la iglesia, la cena del Señor, la muerte y la vida eterna. El escrito está dominado por el tema de la
justicia de Dios, de la sedaqah de Yahweh que se ha hecho visible en Cristo y que por Gracia hace justos a
los pecadores, los justifica y los conduce a la salvación.
La obra de la justicia de Dios por gracia: Pablo inicia sus consideraciones doctrinales con una descrip-
ción implacable de la condición pecadora de los dos grupos humanos que son importantes desde la
perspectiva de la historia de la salvación: los gentiles (1,18-2,16) y los judíos (2,17-29). El pecado de los
gentiles puede caracterizarse, entre otras cosas, como idolatría, culto de los ídolos, perversión sexual,
avaricia, etc.; mientras que el pecado de los judíos es el orgullo autosuficiente de poseer la Ley divina, un
privilegio del pueblo elegido, aunque sin vivir de acuerdo con el espíritu de la misma.
Ese poder maléfico que todo lo invade es algo que provoca la cólera de Dios, la cual no es, sin embargo,
un arrebato incontrolado del ánimo, sino que consiste más bien en una reprobación de los crímenes humanos
que conduce al juicio (1,18). Esa cólera pone de manifiesto el abismo entre lo que debería ser y lo que existe
de hecho. Se expresa según el modelo del «juicio de la ira» apocalíptico, que empuja a salir de lo oculto y
a revelarse a los ojos de todo el mundo (2,5; cf. 2,8; 3,5; 5,9; 9,22; l Tes 1,10; 5,9). Para el Apóstol ese
desvelamiento se da ya hoy sobre todo porque quienes desprecian la divinidad de Dios son ya hoy víctimas
de sus propias maldades, como puede verse en la degeneración que la naturaleza humana padece en el
gentilismo. Pero también los judíos están hundidos hasta el cuello en la culpa, habida cuenta de que gozan
de una instrucción superior con la Ley, por lo que su culpa es más grave que la de los no judíos.
Como quiera que sea, en el mundo existe —ya que desde Adán todos pecan de continuo (3,23; 5,12)—
un auténtico poder de la injusticia, una prepotencia opresiva de la deslealtad frente al orden comunitario
querido por el creador. Por sí sola, la Ley es completamente ineficaz. A lo más que se llega con la ley es «al
conocimiento del pecado» y de la condición pecadora universal (3,20). Ahora bien, contra ese poder
mundano procede la sedaqah, la dikaiosyne de Dios. Nosotros vamos a examinar a) adónde apunta, b) cómo
actúa y c) qué es en realidad.
a) Adónde apunta: En el «evangelio se revela la justicia de Dios» «para salvar (eis soterian) a todo el
que cree» (l,l6s). Y ahí se manifiesta no s Sólo como una magnitud revelada y paralela a la cólera divina,
sino como el poder que todo lo supera. Donde el pecado trajo muerte (6,23), la justicia trae vida divina. Y
apunta a la salvación universal, no sólo la de los judíos (cf. 2,17-29), ni sólo la de los justos (cf’ Hen 1,1;
1,8; 99,10), ni sólo la de los miembros privilegiados de una secta (cf. lQS 2,4ss) que, además de guardar
todos los mandamientos, observan las reglas de la comunidad, sino que apunta también a la salvación de los
«impíos» (4,5) y de los «pecadores» (3,23s). La justicia de Dios prevalece sobre el juicio de la cólera divina,
siempre que alguien cree en Jesús crucificado y resucitado, pone su confianza exclusivamente en él y, de
acuerdo con su fe, practica la agape (cf. Gál 5,6). Esa fe en Cristo produce nueva fe cristiana a través de la
irradiación misionera: la salvación se difunde a la medida de la generosidad divina (cf. 1,17).
El designio salvífico de la justicia de Dios alcanza también a los gentiles, «cuando observan por instinto
natural lo que ordena la Ley» (2,14), porque «la realidad de la Ley está grabada en su corazón» (2,15). Son
las personas que —como decimos hoy— no tienen una fe explícita en Cristo, pero que reconocen a Dios
por el camino de la naturaleza y cumplen su voluntad de un modo natural también. No se dice explícitamente
que esa voluntad divina encuentre su expresión esencial en el mandamiento del amor, pero hay que
suponerlo a partir de la concepción paulina de la «ley de Cristo» (Gál 6,2; cf. 5,6).
Sin conocer a Cristo, los no cristianos viven muchas veces de una manera cristiana, ya que aman a su
prójimo como a sí mismos, acomodándose de hecho y en buena medida al precepto capital de la Ley
interpretada cristianamente. La voz de Dios se deja otr corno la voz de la conciencia, que después en el

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –32


juicio asume tain íén la acción divina de acusación y defensa, entrando así en el am íto e la salvación. Ese
proceso judicial que se desarrolla en e corazón debería acabar “propiamente ocmo justificación” de esas
personas en el juicio final, según la regla formulada en el versículo 13 “los cumplidores de la ley serían
justificados (2,13). Tan lejos va la voluntad salvífica del Dios justo que no niega su lealtad de comunión a
ninguna de sus criaturas.
b) ¿Cómo actúa la justicia de Dios? No a través de una retribución judicial, sino por gracia. Si sólo
contase el principio de retribución, todos, gentiles y judíos, tendrían que ser condenados, puesto que todos
han pecado (3,23) y están «bajo la hamartia» (3,9), no obstante ciertos momentos de cumplimiento
consciente o inconsciente de la ley. Lo que en realidad tiene vigencia es el principio de la kharis. En ella
(4,4) y por ella (11,6) todos pueden ser justificados. Dorean (3,23), es decir, «a título de obsequio», «de
balde», «gratuitamente» y, en todo caso, «independientemente de la Ley» (3,21), «son justificados por virtud
de su gracia mediante la redención realizada en Cristo Jesús» (3,24).
De ese modo todos reciben el «perdón de los pecados» (3,25) de aquel que es justo y justifica al que
cree en Jesús (3,26). ¿Cómo procede Dios? El, que es el creador, se libera en cierto modo de su vieja Ley,
por cuanto que ésta sólo podía condenar a los pecadores; con libertad soberana relativiza su propio
instrumento y, en Cristo, hace justos de los no justos.
¿Cómo actúa la justicia de Dios? En el sentido de una lealtad comunitaria configurada
cristológicamente, que es más que cualquier muestra antigua de sedaqah para otorgar la salvación humana.
No actúa de un modo meramente jurídico, procesal, judicial y forense, ni sólo por la vía distributiva y
conmutativa, ni sopesando únicamente culpa y acción expiatoria. Más bien actúa de forma benevolente, de
gracia, siendo el indulto sólo una parte de una vasta y generosa donación. Además, no actúa, como por
ejemplo en el éxodo, descendiendo de las alturas celestiales, sino que el juez del mundo se entrega a sí
mismo «como medio de expiación» y derrama su sangre por los pecadores (3,25). Aquí actúa la/coexistencia
divina, aquí se comunica la justicia de Dios en autoexpolio voluntario a los hombres y en su favor.
c) Estas consideraciones facilitan la fórmula genitival por lo demás muy difícil— «justicia de Dios»
(dikaiosyne theou), que se encuentra exclusivamente en la carta a los Romanos, además de en 2Cor 5,21.
Baste citar aquí las tres soluciones principales que han dado- a) se trataría de un genitivus obiectivus; o sea,
la justicia que justifica al hombre y que cuenta delante de Dios (así ya Lutero); b) un genitivus relationalis,
indicando la relación que constituye la justicia, otorgada por Dios y prometida al hombre (Bultmann); c) un
genitivus subiectivus, señalando la justicia propia y originaria de Dios, que se manifiesta como un poder
salvífico.
Muchos son los indicios en favor de que la fórmula haya que interpretarla principalmente desde
aquellos pasajes en que se en- tiende de forma clara como genitivus subiectivus. Así, 3,5, donde se
contrapone a la injusticia del hombre; y así también en 1,17.21 y en 3,22.25, que versan sobre la revelación,
aprehensión y demostración eficaz de la justicia divina; y, finalmente, en 10,3, en que se la compara con
una soberana o una forma de poder, a la cual deben someterse los hombres. En 2Cor 5,21 la expresión
aparece claramente como genitivus obiectivus: los reconciliados «llegan a ser» justicia de Dios, apareciendo
como justos a los ojos de Dios (cf. Flp 3,9).
Ciertamente que la dikaiosyne theou no puede considerarse como un poder que permanece separado
de los hombres, ni tampoco como una esfera de poder, sino que más bien se muestra como un poder salvífico
profundamente relacional. Se realiza en los hombres y con los hombres como una lealtad comunitaria que
se les otorga. Tampoco puede considerarse como el polo opuesto al amor y la misericordia, cual si estos
últimos impidieran a Dios evar a término el castigo exigido por su justicia. Nada de eso, porque el Dios
justo es precisamente el Dios misericordioso y lleno e amor. No es la suya una «justicia punitiva» (Lutero),
sino una justicia de gracia». La idea de una yuxtaposición o de una relación de competencia de ambas
justicias parece ajena a la teología paulina.
Justificación del creyente por Gracia: La justificación acontece por gracia y a través de la fe. Cada uno
de estos dos elementos lo ilustra la carta a los Romanos como un proceso de superación en el marco
amplísimo de la historia de la salvación, en el que tienen una gran importancia Abraham y la comparación
asimétrica entre Adán y Cristo. El resultado del proceso de salvación así descrito lo llama Pablo «estar en
(la) gracia».
a) Al igual que en la carta a los Gálatas, Abraham tiene un papel de modelo, que puede decir algo
especialmente a los cristianos de la gentilidad. Y eso porque en él se pone de manifiesto cómo la promesa,
que se recibe por la fe, va mucho más allá de lo que la Ley, que se «cumple» con las obras, puede o no llevar
a término. El hombre, que concentra toda su energía religiosa y moral en la Ley, espera lógicamente que se

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –33


le tengan en cuenta sus esfuerzos. La prestación merece un reconocimiento; el trabajador tiene derecho a
una recompensa. Trasladando esa evidencia de derecho natural a la relación entre el creyente y su Dios,
quedan enmarcadas todas las analogías del «tesoro de las buenas obras», el capital de méritos ahorrados y
la correspondiente consignación en el cielo. De ese modo la salvación adquiere la forma de «recompensa
debida» (kata opheilema; 4,4).
Muy otra es la situación con Abraham. Él «creyó a Dios, y se le computó como justicia» (4,3; Gén
13,6). No se le dio ninguna Ley, sino «sólo» una promesa: una nueva patria, un hijo pese a lo avanzado de
su edad. Sólo pudo esperar lo prometido, porque puso toda su confianza en Dios, el creador. Creyó. «Ante
la promesa de Dios no titubeó ni desconfió, sino que fue fortalecido por la fe y dio gloria a Dios; y quedó
plenamente convencido de que poderoso es Dios para realizar también lo que una vez prometió» (4,20s), y
hasta para dar vida a los muertos y llamar a la existencia a la misma nada (4,17).
Semejante audacia no se le impuso legalmente; la buena disposición para asumir esa postura brotó de
un acto inmediato de fe, de un voto de confianza espontáneo. Consecuentemente, eso se le imputó como
«justicia de fe» (4,3-11). Y esa actuación salvífica se le recompensó «por gracia» (kata khann) con el
cumplimiento y la salvación (4,16; cf. 4,4). En una inmediatez parecida a Dios entran todos los hombres
que tienen pocas o ninguna prestaciones que mostrar en la línea de la Ley; los no circuncidados, gentiles y
pecadores, ya sean no judíos o judíos, cristianos gentiles o judeocristianos. Todos ellos, desvalidos según la
Ley pueden alcanzar la salvación con sólo que crean-al modo de Abraham- en Cristo- es decir, en la promesa
de Dios que se hizo hombre y que se ha cumplido en la resurrección (4,24). Esa fe supera el estrecho marco
de aquel trueque religioso.
b) La segunda superación se refiere al poder del pecado, tal como se ha establecido en el mundo desde
Adán (5,12-21). Esa superación se debe a Cristo, cuya «contrafigura» (typos) es Adán. Pablo introduce aquí
una doble antítesis: Adán-Cristo y pecado- gracia, evidenciando cada uno de los segundos términos una
superioridad inconmensurable respecto del primero.
Adán aparece como «aquel hombre único» por el cual «entró el pecado (hamartia) en el mundo y por
el pecado la muerte» (5,12), que de ese modo alcanzó el dominio soberano sobre el destino del hombre
(5,14.17); lo cual significa algo más que la simple destrucción biológica de la vida. De ello se derivó una
correspondiente «condena» (5,16). Jesucristo aparece, por el contrario, como aquel«único hombre» por
cuyo «acto de gracia» (kharis) también la «gracia y don de Dios... redundó profusamente sobre todos»
(5,15), a fin de que «reinen en la vida los que reciben la abundancia de la gracia» (5,17s), lo que equivalió
a su «declaración como justos» o «justificación» (5,16.18).
Por obra de Cristo se operó un cambio de dominio: «Así como el pecado reinó para la muerte, así
también la gracia, mediante la justicia, reina para vida eterna por Jesucristo nuestro Señor» (5,21). Si bien
se mira, la muerte a la que aquí se alude no se contrapone simplemente a la vida temporal sino a la eterna,
por lo que adquiere una connotación teológica. Todo parece indicar que se trata de una verdadera alienación
de la vida que escatológicamente se hará vida eterna, alienación que está presente en la muerte natural, pero
que además se transforma teológicamente en algo negativo.
Pablo no se cansará de insistir en que es totalmente imposible una confrontación simétrica de Cristo
con Adán, o del poder de la Gracia con el Pecado. No es que la gracia señale un grado positivo sobre el
grado cero y negativo del pecado. Pero no fue la falta de igual categoría que el don» (5,15). También en el
plano de las consecuencias se comporta la gracia de un modo radicalmente distinto (5,16). Ya la medida de
lo participado es más abundante en el caso de la gracia (5,15): «pero donde se multiplicó el pecado, mucho
más sobreabundó la gracia» (5,20). La gloria de la nueva vida supera infinitamente, con toda la plusvalía
de la agape eterna, la tragedia del pecado mortífero. A eso se suma la diferencia cualitativa entre un dominio
de acción fatídica del mal, que comprende el pecado y sus secuelas, y el dominio de la gracia de Dios, que
actúa dialógicamente y reclama el libre asentimiento de la fe.
También renquea la comparación entre Adán y Cristo. Prescindiendo de que para el judío Pablo el
nombre y la figura de Adán podía significar una personalidad colectiva más que una persona individual, por
lo que se refiere a la representación de la humanidad destaca en Adán y en Cristo unos rasgos diferentes. El
hombre «uno/único» Adán sólo representa al género humano frente a su creador; y así es también él «un»
pecador (5,16.18). El hombre singular Jesucristo es ante todo el representante de Dios para la familia
humana, y sólo así es el representante ante Dios y ante los hombres todos de una humanidad que ha sido
creada totalmente nueva. Con ello está puesta la condición que hace posibles a) el don sobreabundante de
la gracia, y b) la superación consiguiente del poder del pecado. Y es que, con el jesed revelado en el tiempo
final, está realmente presente la magnitud que lo abraza todo, hasta el mundo pecador. Así puede el jesed

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –34


reprimir escatológicamente el poder universal del mal hasta acabar borrándolo.
Esa asimetría la describe el texto comprimido de Rom 5,12-21 con toda una serie de antítesis, tanto en
el plano de las causas y actos como de los efectos y consecuencias. Por lo que respecta a lo primero se
contraponen sucesivamente pecado de Adán y acto de gracia de Cristo, desobediencia del primer hombre y
obediencia del segundo, Ley y fe cristiana, juicio condenatorio y gracia justificante de Dios. En lo que
respecta a efectos y secuelas, muerte dominadora y soberanía de la vida, condenación de todos y jus-
tificación de muchos.
c) Pero antes de de desarrollar esa antítesis, el Apóstol dice claramente de dónde arranca todo el
proceso salvífico y adónde se encamina. Surge del agape-amor de Dios y sitúa en un estado firme dentro
del campo de su gracia. El fundamento y origen primero del acontecimiento lo señala Pablo en forma breve
y concluyente- «Porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu
Santo que se nos dio» (5,5). Y: «Prueba del amor que Dios nos tiene es que, siendo nosotros aún pecadores,
Cristo murió por nosotros» (5,8). Adviértase el trasfondo triádico: Dios, Cristo y el Espíritu Santo realizan
en común la acción salvífica.
Algunos padres de la Iglesia lo expondrán después mostrando cómo la tercera persona de la Trinidad
abre en cierto modo la comunión divina al mundo. En Pablo el acento es diferente: en el acto de redención,
que implícitamente apunta a la muerte de Jesús, y que es presentado como un acto de amor a los enemigos
o amor de los pecadores. Así se comprende por qué gracia y justicia, kharis y dikaiosyne, no pueden
contemplarse como dos propiedades distintas de Dios, entre las que mediaría una relación cuasi
esquizofrénica. Más bien hay que decir que la «justicia de Dios consiste en su gracia, porque se identifica
con su amor». Tampoco es mera bondad, sino un amor poderoso y creativo, puesto que de pecadores hace
justos (5,9).
Eso explica la firmeza que caracteriza el estado de los que han sido agraciados por Dios. Por Cristo
«hemos obtenido el acceso a esta gracia, en la que estamos firmes, y gozosamente nos sentimos seguros en
la esperanza de la gloria de Dios» (5,2). Ese «acceso a a gracia» recuerda nuestro ingreso en el santuario
celestial siguiendo las huellas del «pontífice de los bienes futuros», del que habla la carta a los Hebreos
(Heb, 4,14-16; 9, 11-14; 10,19-22).
La idea de que en la esfera de la salvación hemos alcanzado firmeza y solidez probablemente se
relaciona con la concepción helenística y judía de que Dios es el estable por antonomasia en el que
únicamente pueden encontrar reposo las almas(cf. Sal 95,11). Pablo lo conecta con el carácter escatológico
de nuestra incorporación a la gracia de Dios: aunque de camino puede un hombre vacilar y a veces caer (cf.
1 Cor 10,12), el Señor hará que en el juicio final se mantenga en pie (Rom 14,4). Traducido a nuestra
mentalidad moderna eso quiere decir que la fe en Dios proporciona suelo firme a nuestros pies, y que la
vuelta a él contribuye de forma permanente y renovada a nuestra autoformación. Recogiendo de nuevo el
lenguaje paulino diríamos que entra ahí una actitud básica esperanzada, así como la paz de quien por la fe
se sabe reconciliado con Dios (5,1; cf. 2 Cor 5,18). Si todo esto se expresa con el concepto escolástico de
«estado de gracia», ese concepto adquiere una plenitud de significado auténticamente bíblica.
Estar firmes en la gracia, afrontar los enigmas del futuro con confianza y no temblar ni acobardarse, ni
siquiera ante la idea del final de la vida y del juicio final, no son ciertamente para Pablo resultados de
determinados entrenamientos espirituales, sino que se deben por entero a la indefectible benevolencia de
Dios. Dice el Apóstol que Dios está por nosotros, de manera que en lo esencial nadie puede hacernos daño
(8,31).
Ese «estar por nosotros» de Dios se hizo patente sobre todo en que hizo compartir a «su propio Hijo»
nuestro ser para la muerte y la muerte misma. Si «lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará
gratuitamente (kharizestai) también todas las cosas con él?» (8,32). En la entrega del Hijo se ha manifestado
la autodonación del Padre, que está por nosotros. La misma /coexistencia la realizó el Hijo personalmente
en la cruz y la lleva a cabo al presente, ya que nuestro intercesor celestial «aboga en favor nuestro» (8,34);
y algo parecido hace el Espíritu Santo, que «intercede, según el querer de Dios, por los a él consagrados»
(8,27 y 26).
Significativamente, el Apóstol habla en este contexto hasta tres veces de la agape: a) es el «amor de
Dios en Cristo» (8,39)» b) el amor de Cristo mismo (8,35) y e) el amor que se ha derramado en nuestros
corazones por el Espíritu Santo (5,5). Esa agape constituye el fundamento de la coexistencia divina, que
nos justifica en el juicio (8,33) y nos ha afianzado en el «estado de gracia».
Bautismo y santificación por la fuerza del Espíritu
a) La antítesis ya aludida entre pecado / muerte y gracia/vida adquiere en Rom 6 una concepción

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –35


referida al bautismo. Se trata, por supuesto, del bautismo de adultos, de la conversión e iniciación de los que
fueron gentiles. Lo que la escolástica llama «gracia sacramental» lo entiende Pablo como un tránsito de la
muerte a la vida, y lo ilustra con los rasgos de una verdadera manumisión del esclavo. Fundamentalmente
se le equipara al pagano con un hombre sometido al duro destino de esclavo (6,15-23). Sirve al soberano
hamartia, que lo fuerza a realizar actos de impureza, impiedad e injusticia. Por esos servicios malvados, el
amo de los esclavos sólo paga una «soldada» que es una terrible caricatura del pago: la muerte (v. 23). Y
aquí «muerte» significa una pérdida de la vida con claras connotaciones teológicas, a saber: la condenación.
El final meramente biológico de la vida lo entiende Pablo como una liberación, en la medida en que la
muerte se verifica con Cristo (cf. Flp 1,23). Pero la «muerte sacramental» en el bautismo actúa ya como
liberadora, poniendo fin a la esclavitud: «vosotros estáis muertos al pecado» (6,11), «definitivamente libe-
rados del pecado» (6,7).
En este punto se amplía cristológicamente el horizonte: en el bautismo, el pagano que lo recibe
experimenta una conmuerte espiritual con Cristo: «nuestro hombre viejo fue crucificado junto con Cristo, a
fin de que fuera destruido el cuerpo del pecado, para que no seamos esclavos del pecado nunca más» (6,6).
A los ojos de los romanos la crucifixión es el castigo del esclavo que ha huido o se ha rebelado. Cristo la ha
asumido por solidaridad, no sólo con los esclavos sociales, sino también con los esclavos del pecado, a fin
de liberarlos del dominio maléfico.
Pero esa liberación sólo sería una salvación a medias si, al mismo tiempo, no fuera el paso previo de
una historia de vida totalmente nueva: «Pues por medio del bautismo fuimos juntamente con él sepultados
en su muerte, para que así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así
también nosotros caminemos en una vida nueva. Porque si estamos injertados en él por muerte semejante a
la suya (otra versión: con la semejanza de su muerte), también lo estaremos en su resurrección (o con la
semejanza de su resurrección)» (6,4s).
Por el Espíritu de Dios que en él actúa (cf. lCor 6,11; 12,13) el bautismo posibilita el gran paso desde
el campo del dominio mortífero de la hamartia a la esfera de la kharis, que hace posible la vida nueva. El
bautismo está «bajo la gracia» (6,l4s) y se pone «al servicio de la justicia» (6,19; cf. asimismo v. 18 y 22).
Así, pues, la nueva vida es ante todo un cambio de vida en este mundo en el que «se vive para Dios en
Cristo» (6,10s). Pero al final de esta peregrinación terrestre desemboca en la «vida eterna» (6,22s; cf. v. 5 y
8), en la permanente participación de la realidad de la resurrección gloriosa.
b) La vida cristiana ha sido liberada de la obediencia y esclavitud al dominio opresivo del pecado y
obedece a la justicia (6,18s) y a la correspondiente doctrina del evangelio (6,17). Los bautizados, como
esclavos que han sido liberados espiritualmente, pueden ya hacerlo, y en la medida en que lo hacen obtienen
«una ganancia», un fruto, que conduce a su «santificación» (6,22). Se santifican en tanto que viven «según
el Espíritu» que procede de Dios (8,4-8), y más en concreto según el Espíritu de Dios y de Cristo, que
«habita» en ellos y que así los motiva y mueve desde dentro (8,9.11).
Ahora bien, el Espíritu de Dios respeta al agraciado en su libertad de decisión. Bien diferente del poder
del pecado, que fuerza al mal, el Espíritu de Dios no fuerza al bien. Cierto que Pablo llama a los bautizados
«esclavos de la justicia» (6,18) o incluso «esclavos de Dios» (6,22). Pero de la concepción paulina de cómo
el Espíritu de Dios guía al creyente en el que habita, síguese lógicamente que tal expresión ha de entenderse
de forma analógica, señalando la disposición de servicio más que la servidumbre ciega e irremediable del
esclavo. El bautizado no es «empujado» por el Espíritu, sino «guiado» (8,14) y «conducido» (Gál 5,16.18).
Ninguna posesión pneumática induce al creyente a una vida y actuación conformes con la gracia, sino que
es el Espíritu Santo el que reclama su libre decisión.
El bautizado no está pasivo bajo la acción del Espíritu, sino que responde activamente a la misma. Es
cierto que las llamadas interiores del Espíritu atan e invitan de forma inequívoca (cf. Gál 5 16-18) pero en
modo alguno eliminan la responsabilidad personal deí asentimiento creyente. Por lo cual el proceso de
santificación no deja en absoluto de presentar problemas, sin que falten los ataques del maligno. La
concupiscencia, que persiste en el cristiano después del bautismo, puede volver a conectar en cualquier
momento con el poder del pecado. La obediencia de la fe nunca es posible sin luchas internas y exteriores.
En este contexto hay que hablar brevemente de la perícopa de Rom 7,14-25, que es una de las más
difíciles de toda la carta. En la misma se nos ofrece algo así como un «análisis existencial del hombre» como
tal. Es decir, de aquello que —prescindiendo de la gracia de Cristo— le condiciona desde dentro, como es
la división profunda, la dualidad que alienta en él. El hombre está en conflicto consigo mismo, de modo que
ha de confesar: «El querer el bien está a mi alcance; pero el hacerlo, no» (7,18); «en lo íntimo de mi ser me
complazco en la Ley de Dios; pero percibo en mis miembros otra ley que está en guerra contra la ley de mi

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –36


mente» (7,22s). Aquí podemos también encontrar fácilmente ejemplos modernos: todo el mundo
experimenta en sí un instinto de agresividad que le empuja a romper con los más débiles, a la vez que siente
un «instinto de simpatía» (Darwin) que impulsa a tratarlos bien .
En sus comienzos vio Agustín - como lo hacen los exegetas actuales en su mayoría— en el «yo» que
Pablo introduce aquí de forma tan inesperada al hombre no bautizado, no redimido, o al gentil bautizado
pero que no tiene en cuenta su estado; en sus últimos años cambió Agustín viendo en ese yo al cristiano, por
anto que también en él sigue operando el poder del pecado. De forma parecida pudo también Lutero hablar
de simul iustus et peccator, el justificado sigue siendo en ciertos aspectos un pecador. Pero es verosímil que
Pablo no lo haya pensado en forma tan paradójica. Más bien habría querido mostrar cómo está el hombre
fuera de la gracia y lo que todavía le tienta en el estado de gracia para poder presentar ese status
verdaderamente tal “ desdichado de mí: Quién me librará de esta situación de muerte? Gracias a Dios por
medio de Jesucristo nuestro Señor! (7,15).
c) El hombre puede considerarse liberado y redimido exactamente en la medida en que vive de hecho
en el Espíritu de Cristo, (8,9) camina según él (8,4) y por él se deja guiar (8,14). Así las cosas, su conducta
ya no la define una concepción servil de sí mismo, ni la correspondiente angustia frente a Dios (8,15), sino
la familiaridad que el propio Jesús vivió ya antes: «Recibisteis un Espíritu que os hace hijos adoptivos, en
virtud del cual clamamos: ¡Abbá! ¡Padre!» (ibíd.).
Eso ocurre así por virtud del Espíritu divino. Para Pablo, no obstante, el Espíritu divino es ciertamente
algo más que una fuerza o energía. Posee rasgos personales. Así, «habita» en el hombre (8,9) pero de modo
que «da testimonio» al espíritu del hombre (8,16; cf. 1Cor 2,11), le «certifica» su dignidad (8,16); tiene un
«designio» que afecta al interesado, intercediendo por él «con gemidos inenarrables» (8,27; cf. Gál 4,6). Se
comporta como un interlocutor del hombre, y la inmanencia de ambos posee rasgos relaciónales. Así, y sólo
así, la gracia contribuye en virtud del Espíritu Santo a la autoformación y personalización del hombre.
Gracia y mundo natural: El espíritu de Dios no sólo actúa individual y espiritualmente, ni sólo crea una
comunión y comunidad con sus dones de gracia (cf. lCor 12-14). En la concepción paulina tiene también
una eficacia de dimensiones cósmicas. Rom 8,19-22 presenta a la «creación entera» que, «en espera
anhelante, aguarda la revelación de los hijos de Dios» (v. 19), para verse «también liberada de la esclavitud
de la corrupción» (v. 21) y que, hasta que llegue ese momento, «está toda ella gimiendo y sufriendo dolores
de parto» (v.22).
En el curso de la historia exegética esa expresión —«la creación entera»— se ha entendido unas veces
de modo antropocéntrico e género humano, el mundo angélico o «toda la creación ligada» al destino del
hombre, y se ha entendido asimismo como las criaturas no humanas. En el contexto hay muchos indicios
que aconsejan evitar una reducción antropológica de la expresión universal y a que teniendo debidamente
en cuenta la partícula “también” se valora el propóstio del texto por distinguir entre los hombres y la creación
extrahumana, es decir, el mundo natural de materia, plantas y animales.
Pero no es menos verosímil que con semejante distinción Pablo quiere referirse también a las relaciones
entre humanidad y mundo de la naturaleza desde una perspectiva marcadamente his- tórico salvífica. En
efecto, para el mundo de la naturaleza no es indiferente que el género humano esté bajo el poder del pecado
o de la gracia, ni que se defina por su hostilidad al creador o por la gracia de la filiación divina que le ha
sido otorgada. Ahora bien, sobre la base de la historia primordial de Gén 1-11 hay que partir del hecho —
basta pensar en el simbolismo del relato sobre el diluvio universal— de que la apostasía humana respecto
del creador de toda vida afecta a la creación extrahumana hasta el punto de que también ella tiene motivos
para el lamento y el sollozo. Y esto ha podido decirse en un lenguaje analógico; los Salmos y los profetas
del Antiguo Testamento describen ya con imágenes antropomórficas el sufrimiento de plantas y animales,
hecho al que ya se refirió Juan Crisóstomo.
De manera parecida, el mundo de la naturaleza participa en la esperanza de la humanidad en que se
consumará su redención, y concretamente en la definitiva «libertad gloriosa de los hijos e Dios» (v. 21).
Ciertamente, como consecuencia de la reprobación divina del pecado del hombre el mundo natural ha sido
sometido a la frustración, a una inseguridad peligrosa, al vacío y sinsentido. Pablo lo expone con la
eliminación de la causa segunda típica del AT (Dios la ha sometido a la frustración o vanidad) . Pero al
mismo tiempo agrega que Dios ha puesto en ese mundo natural “una esperanza”, la esperanza de que tomará
la armonía originaria de la creación, cuando sea destruido el pecado humano; la esperanza de un nacimiento
nuevo tras superar los dolores del parto con que se recupera la vida, y desde luego una vida nueva con el
dominio sobre los poderes de la frustración y corrupción. La esperanza de que el mundo de la naturaleza no
siga sometido contra su voluntad y hasta podríamos decir que “sometido brutalmente” sin que pueda

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –37


recuperar su destino.
Ese don de gracia con eficacia cósmica será posible cuando los hombres vuelvan a verse a sí mismos
y a comportarse como hijos e hijas de un creador que otorga su benevolencia a todas sus criaturas. U.
Wilckens no vacila en sacar de esta afirmación paulina unas consecuencias de cara a una moderna ética del
medio ambiente: «La responsabilidad frente a la naturaleza, más aún, el respeto a la misma, brota ... del
conocimiento creyente de que Dios está presente en la creación como su creador, y que por lo mismo ella
gime y padece dolores por la contradicción que supone su condición real y el objetivo que su Dios le marcó.
Por lo demás, únicamente queda agregar que semejante actitud de respeto a la naturaleza en el hombre
sólo cabe esperarla -en la concepción de Pablo y de la ética creacionista actual- de la acción del Espíritu
Santo en el hombre y con el hombre. Él es, en efecto, el que suscita en nosotros la conciencia de ser hijos
de Dios y el que no en vano viene en ayuda de «nuestra debilidad» (Rom 8,26).
Gracia y predestinación: Dado que en Agustín, Tomás de Aquino y los reformadores protestantes la
elección y la predestinación eternas forman un todo con la realidad de la gracia, bueno será que examinemos
en su forma originaria la base paulina que dio pie a tal interpretación.
En su carta a los Romanos Pablo dedica una larga meditación de ribetes rabínicos a un conjunto de
preguntas dolorosas para e personalmente: ¿Cómo pudo precisamente el pueblo elegido re chazar
mayoritariamente al Mesías elegido por Dios? ¿Qué se propo nonía Dios al permitirlo? ¿Qué destino aguarda
a Israel? ¿Caerá en desgracia eterna y será arrinconado como un instrumento inútil?
El apóstol comienza por poner de relieve la absoluta libertad de Dios en toda sus elecciones. Esa
elección divina no está determinada por las obras buenas o malas del hombre. Esaú y Jacob no habían
nacido, y no podían por consiguiente haber hecho nada «ni bueno ni malo», y sin embargo ya Dios prefirió
Jacob a Esaú, con lo que se puso de manifiesto «el designio de su libre elección» Con el recurso pedagógico,
propio de los rabinos, de las contraposiciones exageradas, de la hipérbole —¡que también Jesús utilizó!—
aduce el Apóstol una serie de citas del Antiguo Testamento que refrendan su argumentación: «Tendré
misericordia (rajamim) de quien yo quiera tenerla, y tendrá piedad (jen) de quien yo quiera apiadarme» (Ex
33,19), aduciendo además el ejemplo del faraón (Éx 9,16), con la explicación de que «tiene misericordia de
quien quiere, y endurece a quien quiere» (Rom 9,15.17s). Tampoco aquí «depende del que quiere ni del que
corre, sino de Dios, que es el que tiene misericordia» (v. 16).
Fuertemente exagerada es la afirmación siguiente, acerca del alfarero divino, que es el dueño de la
arcilla y es libre de producir «vasijas objeto de su ira, dispuestas ya para la perdición» o vasijas objeto de
su misericordia, que de antemano preparó para su gloria» (9,21-23).
Son afirmaciones peligrosas: el Apóstol arriesga un resultado «que incurre en el extremo peligro de
estar en contradicción con el evangelio» Y, como es bien sabido, tales afirmaciones paulinas indujeron al
anciano Agustín, a Calvino y sobre todo a los calvinistas a la afirmación sistemática de la doble
predestinación, es decir: a la tesis de que Dios destina a unos a la felicidad eterna y a otros (que son incluso
mayoría) a la condenación eterna. Ahora bien, el defensor de tesis tan cruel convierte en contenido de la
afirmación que ha de explicarse lo que Pablo solo utiliza a modo ilustrativo.
Pablo intenta inculcar a sus lectores el carácter absoluto de la libertad divina, con la que en definitiva
quiere hacer realidad histórica las demostraciones de su gracia. Esa libertad existe desde toda la eternidad y
para los espíritus que sólo pueden pensar con categorías temporales representa un enigmático «de
antemano» una pro thesis. Por lo demás, el Apóstol nada dice del futuro eterno de los elegidos y de los no
elegidos. ¡Y menos aún de una predecisión divina irrevocable a este respecto! Sólo «la llamada y la gracia»
de Dios son «irrevocables» (11,29), de modo que ofrece de continuo su «misericordia» al caído (11,30-32).
El fin último divino es la gracia para todos, aunque Dios también permite que muchos, por ejemplo los
enemigos judíos de Jesucristo, le opongan por algún tiempo una resistencia pertinaz. Pablo vuelve a decirlo
con el lenguaje metafórico y exagerado de los rabinos: «Dios incluyó a todos por igual en desobediencia, a
fin de tener misericordia de todos»(11,32). Acento parecido tenía la frase sobre toda la creación a la que
Dios «sometió a frustración», aunque infundiéndole simultáneamente una esperanza (8,20). De hecho
también en Rom 11,36 se trata de la historia entera de todos los hombres y de todas las cosas, por cuanto
que por todos los lados está rodeada por la eternidad benéfica y creativa de Dios: «Porque de él y por él y
para él son todas las cosas. A él la gloria por siempre. Amén.»
La elección de Dios se desarrolla en la historia, en la medida en que afecta a seres históricos, que es
como decir variables. Así ocurre, dentro del mismo pueblo elegido, con la elección renovada de un resto,
que se debe a la libre elección de Dios y de ella nace: «Igualmente, también en el tiempo presente ha quedado
un resto, en conformidad con la elección por gracia; pero, si es por gracia, ya no es por las obras; pues de lo

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –38


contrario la gracia no sería gracia (11,5).
Ese pueblo residual de la segunda elección puede muy bien en el futuro favorecer al pueblo entero de
la primera elección. La historia de la elección está abierta hacia adelante. No fija estática-mente ningún
destino, sino que más bien ofrece a todos, a los judíos como a los gentiles, unas oportunidades reales de
corresponder a la gracia. En el curso de una historia llena de vicisitudes Dios lo asume todo, incluida la
caída de muchos de sus elegidos, a ser vicio de la asignación de su salvación. Cabe afirmar en efecto: «Por
un mal paso vino la salvación a los gentiles» (11,11). Desde entonces se desarrolla una competencia entre
esos dos sectores de la humanidad, significativos para Pablo. Pero en el futuro tendrá vigencia este
razonamiento: «Si ese mal paso de aquéllos (los judíos) es riqueza para el mundo, y su reducción a un resto
es riqueza para los gentiles, ¡más lo será la inclusión total de aquéllos!» (11,12). .
Por consiguiente, la predestinación no puede entenderse como un doble designio que salva a una parte
y condena a la otra, aunque Pablo juegue peligrosamente con la oposición entre misericordia y cólera de
Dios. Se trata en realidad de la única y positiva decisión del Eterno de ofrecer a todos sin excepción su
salvación de forma tan obsequiosa como concreta e histórica. Pero, como la oferta salvífica afecta a personas
muy diferentes sin que ningún determinismo divino ni ninguna «eficacia única» elimine la responsabilidad
de las mismas (ibíd., 201), a veces muchos de los elegidos se comportan por un tiempo más o menos largo
como no elegidos, y éstos lo hacen como elegidos. Bajo todas las apariencias externas el juego sigue abierto
hacia el futuro. Sólo el fin último común está claro a los ojos de Dios: «Sabemos que todas las cosas
colaboran para bien de quienes aman a Dios, de quienes son llamados según su designio. Porque a los que
de antemano conoció, también de antemano los destinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que éste
fuera el primogénito de muchos hermanos» (8,28s). En efecto, Jesucristo es para Pablo el elegido por ex-
celencia (cf. 8,29), a la vez que el representante absoluto de una humanidad desuñada a la justificación y
glorificación (8,30).
2.4.4. La ulterior tradición paulina
La temática de la gracia recorre toda la tradición protopaulina y deuteropaulina, así como diversos
escritos canónicos en los que ha influido. A menudo esos texdtos repiten temas que ya fueron expuestos en
1 y 2 Cor, Gál y Rom. Pero giran en torno a otros epicentros y hasta con acento diferente, utilizando al
respecto unos conceptos y un lenguaje propios de cada uno. Bueno será por lo mismo, resumir en capítulos
temáticos el pensamiento teológico específico de esas tradiciones doctrinales, las más de las ve ces no
paulinas y relativamente tardías, en la medida en que pueden conciliarse con las exigencias de una exégesis
más precisa.
Gracia y predestinación amorosa de Dios: También aquí pueden conectarse todas las demostraciones
de gracia con el «principio de la agape». El motivo por antonomasia de la acción divina está en el amor de
Dios, que le apremia a comunicarse y donarse. Cierto que esa donación es aquí cristocéntri- ca (cf. 2Tes
2,16): «En su amor (el Padre) nos había predestinado a ser hijos adoptivos suyos por medio de Jesucristo,
según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia» (Ef l,5s); Dios, «por el mucho
amor con que nos amó, también a nosotros, muertos por nuestros pecados, nos vivificó juntamente con
Cristo —de gracia habéis sido salvos—, con él nos resucitó y con él nos sentó en los cielos por Cristo Jesús»
(Ef 2,5s). Para el autor de la carta a los Efesios, Dios realiza su obra de amor no sólo en el futuro (según
Rom 6,5 y 8,17), sino ya al presente. Ya ahora, concretamente en nuestro bautismo, tiene efecto nuestro
con- resucitar con el redentor glorificado, como lo afirma claramente el texto sin duda más antiguo de la
carta de los Colosenses (2,12s). El amor divino, como impaciente, condensa al presente todo el proceso
salvífico.
Pero ese amor descubre al mismo tiempo su dimensión de eternidad, pues ya antes de la creación del
mundo está eligiéndonos en Cristo (Ef 1,4). En esa idea resuenan ciertos ecos externos de la concepción del
judaismo temprano de que «las cosas mejores fueron creadas ya antes de la creación del mundo». Por lo
demás, resulta más importante la idea de que la imagen de Dios, según la cual fue proyectado el hombre
(Gén l,26s), o la sabiduría de Dios con cuya ayuda surgió el cosmos (Prov 8,26-31; cf. lCor 2,7), preexistían
ya a los primeros pasos de la historia del hombre o del cosmos. En cualquier caso, la agape eterna de Dios
aparece en este contexto como un amor que previene y predestina. Se trata de una predestinación
radicalmente amorosa (Ef 1,5; cf. 2,10; 2Tim 1,9), de un prooran o «prever» (cf Rom 8 29s; lCor 2,7; cf.
asimismo la prothesis de Rom 9,11; 2 Tim 1, 9), que «siempre está referido al obrar positivo de Dios que
conduce a la salvación», nunca a la desgracia y condenación.
Así, pues, la predestinación amorosa es un constitutivo de la «gracia de Dios», que en muchos pasajes
—incluso de las tradiciones deuteropaulinas— se identifica con Dios mismo en su solicitud por el hombre

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –39


(Ef l,6s; 2,5-10). Esa gracia aparece unas veces como sujeto de donación (l Tim 1,14) y otras como don (1
Pe 1,13; 5,5); reuniendo esos dos aspectos se desprende la idea de un «donarse» de Dios en el sentido de la
doctrina actual de la gracia. A veces entra también en liza la representación de la gracia de la predestinación
amorosa como un espacio en el que puede «estar» el agraciado (IPe 5,12; cf. Rom 5,2), «crecer» protegido
(2Pe 3,18), recibir consuelo (2Tes 2,16) y simplemente «ser» (Col 3,16). Consecuentemente se habla
también de la «riqueza de la gracia» de Dios (Ef 1,7; 2,7; 3,8), que se muestra copiosa y desbordante, y ello
en una forma algo más objetivada que en la teología de las canas a los Corintios.
Salvación por gracia: La «salvación» de los hombres, que «estaban muertos» por sus pecados, es el
fruto más fundamental de la gracia de Dios (Ef 2,4). La salvación de la vida, más aún la revivificación,
acontece de gracia o por gracia (ef 2,5), Pues por la gracia habéis sido salvados mediante la fe, y esto no
proviene de vosotros es don de Dios, ni proviene de las obras, para que nadie se gloríe (ef 2,8) Lo que en la
carta a los Rom se llamaba justificación por Gracia, se designa aquí´con el concepto de salvación (soteria)
por gracia (la excepción es Tit 3,7). Con ello se rehabilita la terminología de sinópticos (Lc 1,69; Mt 1,21;
Lc 2,11). El honroso título de salvador (soter) se le otorga tanto a Dios mismo (1 Tim 2,3; 4,10) como a
Cristo (2 Tim 1,10) Se comprende así también el énfasis que por ejemplo en lTim 2,3s, se pone en la
voluntad salvífica universal de Dios: «Esto es cosa excelente y agradable a los ojos de Dios nuestro salvador,
que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (cf. Tit 2,11)
En esa acción salvífica universal no queda, sin embargo, preterida la actuación de cada uno de los
salvados: «Porque de él (Dios) somos hechura, creados en Cristo Jesús para obras buenas, las que Dios
preparó de antemano para que las practicáramos» (Ef 2,10). En su comentario a este pasaje, R.
Schnackenburg alude a «lejanos paralelos» en los escritos de Qumrán, en los que encontramos la idea de
una previa creación de las obras humanas buenas por el creador (1QH 1,26-28; 4,31; 16,5). La diferencia
con la carta a los Efesios está seguramente en que para ésta se trata en definitiva de una nueva creación de
la capacidad operativa, realizada en Cristo y concretamente por el bautismo: a partir de ahora puede el
hombre hacer obras conformes a la gracia: el hombre ha sido recreado por la fe y de gracia, pero también
para las obras (Schnackenburg, Eph. 97; cf. 99). Tit 2,1 ls expone bellamente la misma idea: «La gracia
salvadora de Dios se ha manifestado a todos los hombres, y ella nos enseña (paideuousa) ... a vivir en este
mundo con moderación, con justicia, con religiosidad.» Existe una pedagogía de la gracia
La gracia como don múltiple: Dado que el objetivo es la capacitación de personas muy diferentes para
tales obras, la única gracia de Dios se diferencia en dones múltiples. Cada uno de nosotros «ha recibido la
gracia según la medida del don de Cristo» (Ef 4,7). Uno tiene la medida de gracia del ministerio apostólico
y el don correspondiente, como proclama la carta a los Efesios especialmente de Pablo (Ef 3,2.7s). Ahí
entran también los numerosos padecimientos, y hasta la pasión y cautividad por parte de los perseguidores,
que ya el Apóstol de los gentiles experimenta como una «gracia» (Flp 1,7). A otros se les ha concedido
simplemente «la gracia de sufrir por Cristo» (Fil 1, 29). Y como ya la muerte de Cristo había que referirla a
la «voluntad clemente» de Dios (Heb 2,9), muchos de los que creen en él reciben una autorización y refrendo
similar: «Pues esto es una gracia ... soportar penas padeciendo injustamente, con la conciencia de que Dios
lo quiere... ; esto es una gracia (o merece aprobación) a los ojos de Dios» ( 1 Pe 2,19s).
Ciertamente, en los textos tardíos del Nuevo Testamento el concepto de gracia se objetiva aún más,
para designar primordialmente no al dador sino sus dones. Se dice entonces que Dios otorga su gracia (1 Pe
5,5; 1,13); «herederos de la gracia de la vida» lo son no sólo los varones, sino también las mujeres (3,7);
todos los miembros de la comunidad, y no sólo, por ejemplo, los presbíteros, «como buenos administradores
(oikonomoi) de la multiforme gracia de Dios, tienen que poner al servicio de los demás el don (kharisma)
que cada uno de ellos recibió» (4,10). Asimismo se contempla la kharis como una especie de posesión
espiritual, aunque también otorgada, que puede «perderse» o de la que uno puede «ser privado» (Heb 12,15),
pudiendo también ultrajar el «Espíritu de la gracia» (10,29). Por otra parte, el concepto aparece a veces casi
instrumentalizado; por ej., cuando se dice que «el corazón se robustece con la gracia (khariti)» (13,9; cf. sin
embargo en 4,16: «acerquémonos al trono de la gracia...para que hallemos gracia...»).
El don de la gracia por el bautismo y la imposición de manos: Conviene no olvidar que precisamente
la cana a los Efesios y a primera carta de Pedro, citada como «paralelas», adoptan su lenguaje de la kharis
en el contexto del bautismo. Esa institución originaria cristiana viene consiguientemente evocada a menudo
como la transmisión cultual de la nueva vida en la que es introducido el creyente (Ef 2,5). De ahí que Tit
3,5 pueda llamar al bautismo “baño regenerador y renovador del Espíritu Santo”. La mención del juicio
divino preserva la expresión de cualquier malentendido mágico o mistérico. Pues sólo Dios es el verdadero
donante – los escolásticos dirían : el dispensador o ministro primario del estado de gracia así conferido.
Si esas indicaciones anticipan ya implícitamente nuestra manera de hablar de la «gracia sacramental»,

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –40


en cierta manera lo hacen con mayor claridad los dos pasajes de las cartas pastorales que esbozan una
teología de la ordenación para el presbiterado o un ministerio similar. «Pablo» -el autor pseudónimo de la
carta - exhorta a Timoteo: «No dejes de cuidar el don que hay en ti (kha- risma) y que, mediante intervención
profética, se te confirió con la imposición de las manos del presbiterio» (iTim 4,14). Y en otro pasaje: «Por
eso te insisto en que reavives ese don de Dios (kharisma tou theou) que hay en ti por la imposición de mis
manos» (2Tim 1,6).
¿Se pone así en manos humanas el poder disponer de la gracia? El contexto no permite afirmarlo. El
carisma del que se trata procede siempre y exclusivamente de Dios: es un don de gracia de Dios. Quienes
ejercen un ministerio actúan en nombre de Dios y así operan también en la dirección de la comunidad
concreta. Esa colación «sacramental» del carisma ministerial alude más bien al hecho de que quienes lo
reciben quedan consagrados de modo permanente a Dios y al ministerio continuado de dirigir la comunidad,
siendo ordenados, destinados, dotados y capacitados para tal fin, y como tales son reconocidos por todos.
Se echa aquí de ver la gracia de Dios bajo el aspecto de su «eclesialidad».
2.5. Escritos joánicos
Los escritos joánicos no han hecho suya la palabra kharis —las únicas excepciones son: Jn 1,14.16s y
2 Jn 3—, aunque sí han expresado en su dimensión profunda la realidad significada por ese vocablo griego.
Ese servicio lo prestan aquí sobre todos los conceptos de «vida» (zoe) y «amor» (ágape). A menudo
aparecen correlativamente, pues ambos expresan lo más profundo que podemos barruntar de Dios como ser
social y amigo de la comunicación. Señalan que Dios, de forma indebida o «gratuita» (por gracia) y con
carácter definitivo y escatológico, ha abierto y revelado en Cristo al mundo de los hombres su comunión
interna de vida y amor. En tal sentido depone incesantemente el Espíritu su testimonio salvífico.
La fuente de ese acontecimiento misterioso alcanza su expresión más densa en la frase «Dios es ágape»
(1 Jn 4, 8.16); y su apertura al mundo en esta otra: «En esto se manifestó el amor de Dios en nosotros: en
que Dios envió al mundo a su Hijo, el Unigénito, para que vivamos por él» (1 Jn 4,9); su significado podría
completarlo la afirmación siguiente: «El (Dios) nos ha dado (de) su Espíritu» (v. 13). Paralela en buena
medida a esta visión es la que se nos da de la fuente y apertura de la vida divina: «Porque, como el Padre
posee vida por sí mismo, así también dio al Hijo el poseerla por sí mismo» (Jn 5,26). Igualmente: «La vida
eterna que estaba en el Padre y se nos manifestó» (1 Jn 1,2); y, finalmente: «Dios nos dio vida eterna, y esta
vida está en su Hijo» (1 Jn 5,11).
Quien es ágape eterna no vive en eterna soledad, sino en comunicación y comunión. Prevalece allí la
inmanencia de los que aman: el Hijo permanece en el Padre, como el Padre en el Hijo (Jn 14,10s). Cuando
esa vida de comunión en el amor se hace accesible a los hombres en el Hijo encarnado, hay otra expresión
que cobra sentido: «Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios, y Dios permanece en
él» (1 Jn 4,16).
Que ese Dios se comporta siempre con sus criaturas con benevolencia, bondad, clemencia y favor, que
simpatiza con ellas, se compadece de ellas y quiere su consumación eterna, es algo que a la inteligencia
indagadora se le descubre aquí mejor aún que cuando ese Dios, cual Yahveh el único, se le manifestó a
Moisés como el «Yo estoy aquí» y le prometió ser clemente con su pueblo. Un Dios que no deja de ser amor
generoso, que consiguientemente tiene en sí la comunión de los que aman y vive así su vida eterna, se
acredita legítimamente como dador del don inmerecido de la vida humana y del amor fraterno.
La «economía de la gracia» propia de los escritos joánicos se centra por entero en Cristo, el Hijo. Esa
economía incorpora al mundo escatológico su envío por el Padre: «El Padre ama al Hijo y le muestra todo
lo que hace» (Jn 5,20), a saber: la obra de la transmisión de vida a todos los creyentes (cf. v. 21). Así puede
confesar el enviado: «Yo he venido para que tengan vida, y la tengan exuberante» (Jn 10,10); o bien: «Y yo
sé bien que este mandato suyo es vida eterna» (Jn 12,50; cf. 10,28; 1 Jn 2,25).
La palabra de Jesús suscita la fe pese a todas las resistencias del pecado del mundo. Y cuando la
respuesta a su palabra es una fe viva, al creyente se le comunica de inmediato, aquí y ahora, «vida eterna»
(Jn 3,15; 5,24). Con ese don se corresponde ciertamente el de la ágape fraterna. Por eso Jesús ora al Padre:
«Y les he revelado tu nombre ..., para que el amor con que me has amado esté con ellos, y en ellos también
yo» (Jn 17,26). Sin comunicación de la ágape no hay «vida eterna» ya aquí y ahora, no hay conocimiento
de Dios: «El que no ama es que no ha conocido a Dios, porque Dios es amor» (1 Jn 4,8).
El portador escatológico de vida y amor se identifica con lo que trae: en este sentido certifican sus
frases «yo soy», que recuerdan el nombre de Yahveh y las teofanías veterotestamentarias: «Yo soy el camino
y la verdad y la vida; nadie llega al Padre sino por mí» (Jn 14,6). El Jesús joánico se designa como la vida,

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –41


a la vez que proclama la absoluta gratuidad de su (auto-) comunicación. Algo parecido ocurre en la frase y
su contexto «Yo soy el pan de vida» (Jn 6,48); quien se niega a participar de ese alimento no puede tener
vida en sí (cf. v. 53). El, el enviado de Dios, tiene que ser aprehendido con la fe, a fin de poder superar así
la impotencia del que está muerto espiritualmente o hasta el poder de la muerte en general: «Yo soy la
resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque muera, vivirá» (Jn 11,25).
Ningún esfuerzo moral asegura esa salvación, que Dios y Cristo otorgan soberanamente: «Pues lo
mismo que el Padre resucita a los muertos devolviéndoles la vida, así también el Hijo da vida a los que
quiere» (Jn 5,21). Esto lo formula el autor sin duda alguna a la luz ya de la fe pascual, después de haberse
cumplido la demostración suprema de la ágape divina del Padre y del Hijo: la muerte de Jesús en la cruz
por su libérrima entrega (cf. Jn 15,13), la cual era ya su glorificación, el primer acto de su propia
resurrección.
Ahora también ha sido enviado ya el otro Paráclito, el Espíritu de verdad, que conduce a la verdad
plena de la autorrevelación de Dios (cf. Jn 16,13); él, que procede del Padre (Jn 15,26), para dar testimonio
día tras día de la imperecedera obra divina de amor y de vida. El «Espíritu Santo», que Cristo glorificado
envía, no sólo es necesario y competente para el otorgamiento del perdón de los pecados por medio de los
discípulos (Jn 20,22s), sino también para el bautismo, que abre por gracia el acceso al reino de Dios: «De
verdad te lo aseguro: quien no nace de agua y de Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios» (Jn 3,5). De
hecho, el hombre tiene que llegar a la vida que no pasa, que es «de arriba» (v. 3), que «nace del Espíritu»
(v. 8). Utilizando la misma palabra (el participio gegennemenos) 1 Jn 3,9 viene a decir en substancia lo
mismo, aunque su contexto permite sustituir la imagen del nacimiento por la de la generación: «Quien ha
nacido de Dios no peca, porque el germen del Padre permanece en él.»
Esa vida otorgada por gracia no es desde luego un don bautismal aislado, sino que ha de realizarse cada
día mediante la práctica de la ágape fraterna: «Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte (espiritual)
a la vida, porque amamos a los hermanos» (1 Jn 3,14). De ahí el mandamiento: «Que andéis en ese amor»
(2 Jn 6). Pero la obligación cristiana de amor no se satisface con un mero esfuerzo de la voluntad humana,
ni se fundamenta en sentimientos naturales de simpatía. Es la anticipación divina la que proporciona la base
y la hace posible: «Nosotros amamos porque él fue el primero en amarnos» (1 Jn 4,19). El Espíritu de Dios
hace que podamos corresponder a la ágape divina con obras de amor interhumano. Y es que el Pneuma —
según la interpretación patrística y del magisterio oficial de Jn 4,14— se convierte en «manantial de agua
que brota para la vida eterna».
La visión de esa economía cristocéntrica y pneumática de la vida comunicada por Dios indujo
probablemente al cuarto evangelio a incorporar el himno al Logos como introducción a su obra. No tiene
dificultad alguna en reconocer en el Logos, que ya «al principio estaba junto a Dios», que «era Dios» (Jn
1,1) y «se hizo carne» (v. 14), a Cristo, «el Hijo único que viene del Padre» (ibíd.). Y en el texto se dice
asimismo: «En él estaba la vida, y esta vida era la luz de los hombres» (v. 4).
Pues bien, del Logos así entendido dice el himno que está «lleno de gracia y de verdad». Los conceptos
griegos de kharis y aletheia aluden probablemente a la doble fórmula jesed we-'emet, «bondad y fidelidad»
o «amor leal», que se emplea en Ex 34,6 y en muchos Salmos. El Logos, indirectamente cualificado una vez
más como Dios, apunta a la fuente de todas las muestras de gracia. El ser divino, que el Logos revela, no
aparece aquí como algo en sí abstracto, «sino tal como está abierto a las personas (receptivas) y tal como
actúa en ellas: es decir, los bienes de los que Dios o el revelador rebosa y con los que regala a los creyentes».
Aquí no pueden separarse la gracia que otorga y el don de gracia. El himno pretende expresar la
revelación del ser divino no con el sentido etimológico de aletheia —es decir, «lo no oculto»— sino más
bien con la idea de la encarnación específicamente cristiana. El Logos-Hijo entró así con toda su «plenitud»
celestial en «la esfera de lo humano y terreno para poder ser contemplado y palpado en «carne», es decir,
en su existencia de hombre mortal.
Y ahí está precisamente el requisito indispensable para la participación humana en el «amor fiel» de
Dios: «Pues de su plenitud todos nosotros hemos recibido: gracia por gracia (kharin anti kharitos)» (Jn
1,16). Esta última expresión podría indicar —no obstante la preposición anti, «en lugar de»— no
precisamente el intercambio de la menor riqueza de gracias de la alianza antigua por la plenitud de gracia
de la nueva, según pensaron algunos padres, sino más bien el «carácter inagotable» de la gracia de Cristo,
que «se realiza en su cambio continuamente renovado»), o «la corriente de gracia que se va sucediendo sin
interrumpirse nunca». La explicación parece obvia, si se entiende ese acontecimiento de gracia como una
«vida en plenitud» o abundancia, en el sentido de Jn 10,10. También esto podría haber sido un motivo para
que el evangelista convirtiera el himno en prólogo de su obra.

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –42


Y el evangelista se deja llevar a un comentario sobre la situación previa: «Porque la Ley fue dada por
medio de Moisés; (pero) por Jesucristo vino la gracia y la verdad» (Jn 1,17). ¿Tenemos aquí una «antítesis»
entre Ley y evangelio según el modelo paulino? ¿O bien una contraposición contrastante del revelador y
salvador escatológico, por una parte, y del mediador de la Torah por otra? Con buenas razones niega
Schnackenburg esos planteamientos y concluye simplemente «la superación del anterior orden legal por la
realidad de gracia de Jesucristo» sin ningún tono polémico. De hecho el evangelista contempla ya el tiempo
de Israel como tiempo de revelación y como historia salvífica debido a las pruebas del jesed divino; y ahora
las ve escatológicamente cumplidas en el Logos hecho carne.
La reflexión sobre esa plenitud de gracia y lealtad divina en Cristo indujo a la comunidad joánica a una
forma muy específica de saludo fraterno. El autor de la segunda carta de Juan califica respetuosamente de
«Señora» a la Iglesia a la que escribe y la contempla en el punto focal de una entera comunidad de los que
se aman con ágape (2 Jn 1). Y prosigue con el saludo: «Será con nosotros gracia (kharis), misericordia y
paz, de parte de Dios Padre y de parte de Jesucristo, Hijo del Padre, en verdad y amor» (v. 3). De modo
parecido a Pablo, también aquí el saludo profano de los griegos khaire, «alégrate», cede a la bendición de
kharis, de rico contenido teológico. Y se acompaña del complejo veterotestamentario de salom y rajamim,
«paz» y «misericordia», como ocurre también en las cartas pastorales ( 1 Tim 1,2; 2 Tim 1,2), para formar
una tríada. Más aún, el autor recoge la dimensión profunda de toda gracia al referirse a la comunión
intradivina del Padre y del Hijo (cf. v. 9).
La teología joánica de la realidad de la gracia, que no se sirve tanto del concepto de kharis cuanto de
una serie de sinónimos profundos, ha hecho historia. Su influencia en los padres de la Iglesia, y sobre todo
en Agustín, se revelará extraordinariamente fecunda. Tiene como principio hermenéutico una visión
cristológica y soteriológica de la agape, que se orienta en el sentido de la frase: «Tanto amó Dios al mundo,
que entregó (edoken) a su Hijo único, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna»
(Jn 3,16). Esto permite decir que Cristo fue el don de la gracia divina por antonomasia; más aún, que fue la
«gracia en persona» en el centro de la historia.

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –43


UNIDAD 3: HISTORIA DE LA DOCTRINA DE LA GRACIA
3.1. Antigüedad
Introducción general: Dos polos
El desarrollo histórico de la doctrina de la gracia ha seguido caminos distintos en las dos grandes
tradiciones cristianas: la oriental y la occidental.6 Las razones de este diverso itinerario aparecerán en el
curso de la exposición. Comenzaremos ésta por la tradición oriental, más asertiva que polémica, para dedicar
el resto del capítulo al seguimiento de la gran controversia sobre la justificación y la gracia que se inicia en
Occidente con el pelagianismo y se prolongará hasta el jansenismo, pasando por el semipelagianismo, la
crisis de la reforma y el bayanismo.
En el curso de la controversia, la Iglesia tendrá que rechazar las dos opciones alternativas representadas
por el optimismo naturalista del pelagianismo y el pesimismo existencial del protestantismo. Éstos son, en
efecto, los polos entre los que ha oscilado pendularmente la disputa: o una afirmación de la libertad humana
tal que evacua la gracia, o una exaltación de la gracia tal que evacua la libertad. Cada una de estas
alternativas ha contado, una vez condenadas por la iglesia, con sendas versiones residuales: el pelagianismo
reaparece en formato reducido con el semipelagianismo; el pesimismo protestante se reencarna en los
teólogos católicos Bayo y Jansenio.
3.1.1. Tradición oriental: la gracia como proceso universal de salvación
Estudiaremos primero algunos de los denominados «padres apostólicos» -así llamados por su
proximidad temporal a los apóstoles-, pasando después a la doctrina antignóstica de Ireneo, al proyecto
trinitario y místico de Orígenes, a las aportaciones de Atanasio y de Basilio, para acabar revisando otros
planteamientos de algunos padres orientales7.
Los padres apostólicos
Los cuatro testigos que presentaremos aquí a modo de ejemplo, pertenecen a la generación de los
mártires. Cuando abordan el tema de la gracia de Dios, lo hacen las más de las veces en la situación de
perseguidos, en la cual importaba muchísimo preservar el cristianismo de un entorno social a menudo hostil.
Puntos decisivos al respecto fueron: la firmeza sin compromisos en la divinidad de Cristo como el único
mediador de la salvación, la conciencia de actuar bajo la acción del Espíritu Santo y de mostrarse como la
Iglesia de Dios de moralidad ejemplar que vivía en medio de los gentiles, con el fin de ganar para Cristo al
mayor número posible de tales gentiles.
Para Ignacio de Antioquía (+ hacia el año 117) Jesucristo es la gracia de Dios en persona. Quien «ama
la gracia» se encuentra en Cristo y alcanza a través de él el acceso «a la vida verdadera» (Eph. 11,1: PG
5,654). Quien no vive según la nueva doctrina de Cristo, aunque lleve el nombre de cristiano, no hace sino
confesar que «no ha recibido la gracia»; pero los que caminan en el seguimiento de Cristo están «inspirados
por su gracia», están espiritualizados y robus-tecidos internamente para soportar incluso la persecución por
él (Magn. 8,ls; PG 5,670).
Con parecido acento cristocéntrico hablará también de la kharis algo más tarde Melitón de Sardes (+
antes de 190): porque Cristo salva: «es la gracia» (De pass. 9,57). Con su obra salvífica ha iniciado el tiempo
de la gracia, que es el tiempo de la Iglesia, aunque ésta pueda estar oprimida. En Cristo se hace presente el
orden salvífico definitivo bajo forma eclesial (cf. De pass. 7,44; 45,290-300; 58,41Os).
Clemente de Roma (+ hacia el año 101) carga el acento en la unidad de la Iglesia, reunida por «el único
Espíritu de la gracia» (IClem 46,6; PG 1,1,303). Como eso lo hace el Espíritu del Dios único y del único
Cristo, cada iglesia local debe vivir ya en armonía (cf. 30,3; PG 1,1,270). Allí donde opera la fuerza
destructora del pecado, «los servidores de la gracia de Dios» tienen que predicar como ya hicieron sus
predecesores (cf. 8,1; PG 1,1,226)- la conversión bajo la acción del Espíritu divino, la «gracia de la
penitencia» (metanoias kharin), que la sangre de Cristo ha traído a todo el mundo (7,4; cf. 8,1-5; PG 1,1,223;
cf. I,I,226s). Pero lo que el Pneuma divino infunde a los miembros de la Iglesia no es sólo la conversión y
penitencia sino también la fuerza de la gracia que capacita para el martirio. Esa fuerza la da Dios
preferentemente a los humildes (30,2; PG 1,1,270), como ya ocurrió en el Antiguo Testamento, en el que

6
Cf. J.L. RUIZ DE LA PEÑA, El Don de Dios. Antropología teológica especial, Sal Terrae, Santander, 1992, 267-268.
7
A. GANOCZY, De su plenitud todos hemos recibido. La doctrina de la gracia, Herder, Barcelona, 1991, 115-128.

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –44


mujeres como Judit y Ester, «fortalecidas por la gracia de Dios», llevaron a cabo gestas varoniles (55,3; PG
1,1,319). Algo similar hacen también hoy las mujeres mártires, que, pese a su debilidad corporal, son
capaces de la auto entrega suprema (6,2; PG 1,1,222).
Justino, llamado el Mártir (+ hacia el año 165), evidencia como filósofo una concepción de la gracia
muy relacionada con el conocimiento. La kharis conduce a la verdadera gnosis, ilumina la razón para que
ésta pueda descubrir las huellas de Dios en toda la creación. Cierto que la gracia es sobre todo la verdad que
Cristo ha traído al mundo y que está testificada en las Sagradas Escrituras (cf. Dial. 32,5; 78,lOS; 92,1;
100,2; PG 6,543; 659-662; 694s; 710). Pero también los gentiles, entre los que el Logos divino actúa de una
manera invisible, pueden participar de la misma: «Aquellos que vivieron con el Logos son cristianos, aunque
fueran tenidos por impíos, como fueron entre los griegos Sócrates, Heráclito ... , y entre los no griegos
Abraham, Ananías, Elías» (Apol. 1,46; PG 6,398).
Doctrina antignóstica de la gracia en Ireneo
Grandes maestros gnósticos del siglo II fueron de la opinión de que cada iluminado goza de la gracia
de Dios. Para Basílides (+ hacia el año 130), la gracia divina elige a hombres espirituales no sólo para el
conocimiento de los misterios, sino que también mueve su voluntad para que puedan llevar a cabo actos de
autoliberación. Con ello pone de relieve el carácter pedagógico de la gracia. Valentín (+ 140) amplía esa
visión con una teoría de la predestinación que pone en marcha un dualismo tajante entre el mundo de la
creación y el mundo de la redención.
Marción (+ hacia el año 160) traslada la misma oposición a la diferencia que media entre el Antiguo
Testamento y el Nuevo. Según él, los escritos judíos sólo dan testimonio de un creador, que nada tiene en
común con el Dios redentor del amor y de la gracia. Ese Dios sólo se ha hecho visible en Cristo, en aquel
mediador absolutamente sobrenatural que habría demostrado cómo el hombre natural, carnal y no espiritual,
no puede tener acceso alguno a la gracia. Así, pues, si alguien quiere elevarse por la fe a la eminencia de la
gracia, tendrá que mortificar su carne, practicar la ascesis y aprender a huir del mundo.
Contra tales doctrinas luchó decididamente Ireneo con su teología de la gracia basada por entero sobre
la historia de la salvación y la afirmación del mundo. Según él, la kharis de Dios siempre se realiza en la
economía, que es como decir de una forma histórica y profundamente inserta en el mundo. La antigua
alianza es parte esencial de esa economía, aunque la nueva alianza represente un progreso respecto a aquella.
El progreso en la gracia se debe sobre todo a la encarnación del Hijo de Dios (Adv. haer. IV,36,4; PG
7,1,1093s).
El Hijo del creador, que se hizo carne, compendia en sí toda la historia pasada, presente y futura, la
recapitula (IV, 28,1; PG 7,1,1061), para hacer de los hombres, incluso de los totalmente «naturales», hijos
e hijas adoptivos de Dios (111,16,3; PG 7,1,922ss), lo que incluye también su participación en la naturaleza
divina (111, 18,1; PG 7, 1,332). Cristo es también para Ireneo la personificación de la gracia, habiéndose
unido en él Dios con el hombre de forma ejemplar y singularísima y habiéndole equiparado de nuevo con
el Espíritu Santo (cf. 111,20,3; PG 7,1,944).
Adán poseyó al principio la gracia del estado originario, y con ella la imagen de Dios con la máxima
semejanza posible; pero después la perdió. Y Cristo nos restituye todo eso con su gracia salvífica (cf.
III,18,1; IV,11,2-4; PG 7,1,932; 1002s). La creación fue ya una prueba de gracia; a ella se debe la existencia
del hombre, a una con su relación esencial con Dios. El pecado la tienta, destruye los rasgos de semejanza
del hombre con Dios, lo pone en un estado contrario a la creación y lo hace volver atrás en su desarrollo (cf.
111,23,1-5; PG 7,1,960-964). Sólo Cristo puede intervenir para curar, eliminar el mal y con su gracia
promotora suprimir el estado de retroceso (V, 1,1; 6,1; PG 7,2,1120s; 7,2,1136).
El Espíritu Santo de Dios y de Cristo actualiza día tras día esa historia de restablecimiento del orden
primero. Habita en cada hombre y lo penetra por entero: «el hombre perfecto consta de tres elementos:
carne, alma y espíritu» (V,9,1; cf. 6,2; PG 7,2,1144). Confiere una nueva unidad al alma dispersa y
descompuesta (111,17,2; PG 7,1,92 9s) y es para ella su verdadera vida (V,6,1; PG 7,2,1136). No sólo una
vida temporal, sino también la vida eterna, por cuanto que el Espíritu Santo es prenda de la existencia
incorruptible de los resucitados (V, 7,1-2; PG 7,2,1139- 1141). Por ello se confiere ya en el bautismo como
el don de gracia por excelencia (111,17,3). Entre el bautismo y la resurrección hay un camino más o menos
largo por el que el hombre avanza paso a paso hasta entrar en la vida divina (V, 9,1; PG 7,2, 1144).
Pero el Espíritu de Dios no sólo actúa con su gracia en las vidas personales, también lo hace en la
Iglesia, el lugar preeminente de la gracia: «donde está la Iglesia, allí está el Espíritu» (III,24, 1; PG 7,1,966).
En ella educa el Espíritu a la comunidad de los fieles para una vida conforme con Dios y con la Iglesia
(IV,38,2-4; PG 7,1,1106-1109). Así ocurre también en el modus de la convivialidad pneumática el «proceso

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –45


de divinización» del hombre (IV, 38,4; PG 7,1,1109), porque Dios se hizo hombre para que el hombre
llegase a ser Dios (cf. III,19,1; PG 7,939s); esta audaz afirmación, que se apoya en Sal 8,16, volverá a
resonar en Atanasio.
Con ello queda sin base ni apoyo la concepción gnóstica de la gracia, a la vez que se rechaza su
dualismo y espiritualismo. Gracia y naturaleza, Dios y carne, aparecen en su conexión cristológica y
pneumática. Y se rehabilita el Antiguo Testamento con su abundante concreción de jesed y de rajamim, de
'ahabah y de sedaqah.
Doctrina de la participación trinitaria en Orígenes
La escuela de Alejandría introduce algunas categorías platónicas en el razonamiento sobre la gracia.
De conformidad con las mismas Dios es el ser supremo, infinitamente bueno, verdadero y bello. El alma
del creyente está llamada a «subir» hasta él, a participar de Dios y asemejarse a él. Cuando lo consigue, está
divinizada.
Pero esa ascensión no puede llevarse a cabo únicamente con las propias fuerzas anímicas. Para decirlo
con el lenguaje moderno: no sirve ningún ejercicio de concentración, ni la meditación, ni el empleo de
técnicas psicológicas para descubrir lo celestial y aprehenderlo, si la gracia no viene en ayuda del alma. En
eso se diferencia esencialmente la teología espiritual de los alejandrinos de un platonismo puramente
filosófico.
Clemente de Alejandría (+ antes del 215) hace hincapié ciertamente, en su Paidagogos, sobre la idea
platónica (Theaith. 176 AB) de que el hombre tiene en su alma un parentesco con Dios (Paid. 1,2 y VII,I;
PG 8,251-258). Pero interpreta esa afirmación en el sentido de 2Pe 1,4: por «la gloria y la fuerza» de Dios
alcanzamos una «participación de la naturaleza divina». Dicho de otro modo: el Logos y el Pneuma de Dios
acuden en nuestra ayuda, atraen nuestro eros y nos educan para conseguir esa ascensión: «Cada hombre, en
el que habita el Logos, adquiere la bella forma del Logos y se hace bello a su vez porque se asemeja a Dios».
Orígenes (+ hacia el 254) enseña, por su parte, que la esencia de Dios es la bondad que se comunica,
o sea, el amor, que se cuida de las almas humanas, las educa y guía; llega a nosotros a través de la revelación
del Logos y del don del Espíritu Santo (cf. De princ. I,praef; PG 11,115s; In loan. VI,6; PG 14,215). La
fuente de esa comunicación de gracia es Cristo glorificado, por cuanto que en su persona están
indisolublemente unidas la verdadera divinidad y la verdadera humanidad (Contra Celsum 111,28; PG
11,955). Y la gracia se le comunica actualmente a cada uno por el Espíritu Santo (In loan. 1,1 Y 3; PG
14,22ss). Esto ocurre de modo muy concreto con los dones de gracia que son los carismas (ibíd. 11,10; PG
14,142), que hacen avanzar a quien los recibe por el camino escarpado de la ascensión, lo santifican y
espiritualizan haciendo de él un verdadero pneumático (De princ. 1,3,5; PG 11,150A; In loan. 1,30 Y 11,21;
PG 14,75; 14,159).
¿Y los no pneumáticos? ¿Y la masa de los cristianos corrientes, que no tienen tiempo o no sienten
gusto por esa iluminación, ascesis y piedad místicas? La respuesta adquiere un tono muy general: lo que «le
es inalcanzable a la naturaleza humana hundida en el destino de muerte» puede alcanzarlo «por la
abundancia de la gracia de Dios». Como ésta aguarda también a las personas corrientes, les brinda la
sabiduría de Cristo y poco a poco suscita en sus corazones el gusto por los manjares espirituales y también
el apetito de los mismos. Sólo necesitan la correcta orientación de sus anhelos, cambiar su eros y desear la
gracia de Dios como desearon durante mucho tiempo los bienes y gozos mundanos (De oratione; PG
11,415ss).
Siempre que la gracia se pone en marcha, el cielo está presente sobre la tierra. Las almas humanas
gozan de la felicidad y bienaventuranzas, porque participan ya de la vida del Padre, del Hijo y del Espíritu
Santo (De princ. 1,3,5; cf. II,7,4; PG 11,150A Y 218A). Orígenes gusta de citar Rom 5,5: «El amor (agape)
de Dios se ha derra-mado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado», entendido el
«amor de Dios» como genitivus subiectivus; o sea, aquel amor que Dios tiene, más aún, que él es y con el
que se vuelve a nosotros. «Derramado» en el centro de nuestra alma, el Espíritu Santo nos hace ya partícipes
de la naturaleza divina en nuestra existencia cotidiana; esa naturaleza divina la tiene en común con el Padre
y con el Hijo, uniéndolos en comunión hondísima (De princ. 1,3,8; PG 11,155B; cf. In Rom IV,9; PG
14,997C).
Con ello nuestra alma, cual si ya hubiese entrado en la eternidad, se convierte asimismo en el lugar en
que se desarrolla misteriosamente todo lo que es propio de cada una de las personas divinas. Así, en nosotros
Cristo muere y resucita de entre los muertos continuamente (In Rom. V,8;PG 14,1034-1039), y allí se
configura de continuo como una verdadera imagen de Dios (In Luc. hom. VIII; PG 13,1820 AB).

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –46


Esta doctrina trinitaria de la gracia, que supone una economía misteriosa pero real de comunicación y
participación en el plano del alma individual, se diferencia notablemente de la visión historico-salvífica de
Ireneo. Gracias a la influencia de Agustín en Occidente tuvo un éxito mayor que la doctrina ireneica. Pero
con toda la admiración que suscitó, habría que lamentar la tendencia de Orígenes, que volvía a separar en
cierto modo la gracia de las circunstancias materiales, corporales y naturales de la vida.
La gracia como divinización por el Hijo
Atanasio (+ 373) adopta una postura apasionada frente a la destrucción arriana de la Trinidad. No. El
Logos no es una pura criatura, aunque sea la más eminente y excelente, sino que es el Hijo de Dios. Es tan
esencialmente uno con el Padre y el Espíritu Santo, que no puede venir sin ellos a nosotros ni sin ellos puede
comunicársenos (Ep. ad Serap. 1,19 y 24; PG 26,573 CD-576 AD Y 586).
Jesucristo se identifica con el Hijo eterno. Como Unigénito de Dios antes de toda creación es Dios; es
el Hijo de Dios, que no necesita llegar a serlo por ninguna divinización y adopción. y precisamente como
tal representa la base y condición indispensable para nuestra divinización y adopción como hijos de Dios
(Contra Arian. 1,70; PG 26,296E; cf. 1,39 y 111,34; PG 26,91s y 395s; De Inc. Verbi 54; PG 25,192B).
Entendidas así, la divinidad y la filiación divina del Logos eterno significan para nosotros la redención y
salvación; porque en él se hace nuestra la gracia de Dios, ya que se ha unido con una naturaleza humana
genuina. Gracias a esa unión, toda naturaleza humana es arrancada en principio a la miseria de su condición
pecaminosa y restablecida en el estado originario de la proximidad a Dios. Para decirlo brevemente: la gracia
de Cristo salva nuestra naturaleza (De incarn. 3,4; 4,2ss; 11,4; 12,7; 32,6; PG 25,99ss.103s.114s.115s.150s;
Oratio c. Arian. 1,37.49s; 2,39.59; 3,22-25; PG 26,87ss.114ss.271ss.367-378).
La gracia como santificación por el Espíritu
Con una argumentación parecida se opone Basilio (+ 379) a la negación arriana de la divinidad del
Espíritu Santo. Si el Pneuma fuera sólo una criatura, aunque la segunda en dignidad después del Logos, y
no Dios y el Santo desde toda la eternidad, tampoco podría santificarnos y darnos vida; no podría ser «el
Señor y donador de vida» de nuestro bautismo (Contra Eunom. 3,2; PG 29,600C; De Spir. S. 19,48; PG
32,156B; cf. Schmaus, 173). Si el Espíritu Santo fuera sólo una fuerza espiritual creada por Dios, no podría
estar desde siempre, y ya antes de la creación del mundo, esencial-mente unido con la gracia de Dios y hasta
identificarse con ella (De Spir. S. 9,22ss; 16,38; PG 32,107-110; 135-139). Por lo que hace a la venida al
hombre de la gracia divina y pneumática, Basilio la entiende como justificación reclamándose a la carta de
los Romanos: «Un hombre se gloría entera y verdaderamente en Dios cuando no se exalta en razón de su
propia justicia, sino que reconoce que le falta la vérdadera justicia y que sólo es justificado por la fe en
Cristo» (Hom. de huml.; PG 31,530).
Por otra parte, este padre de la Iglesia considera indispensable para la justificación la colaboración
activa de los creyentes con la gracia, que es como decir con el Espíritu Santo. La razón iluminada por el
Espíritu divino y la voluntad movida internamente por él tienen que participar en el proceso de justificación
y santificación (De Spir. S. 9,22s; PG 32,107-110; Homil. in Ps. 29,5; PG 29,315-318; en términos parecidos
se expresa Juan Crisóstomo, De virgo 36,1; PG 48,533ss; Homzl. in Rom. 19,2; PG 60,585).
No está claro si esa exigencia puede calificarse de «sinergismo» (cf. Hauschild, 479). Todo parece
indicar que el primero en emplear la palabra synergeia dándole un énfasis especial fue Gregorio de Nisa (t
después del 394), para expresar «la relación de la ayuda de la gracia divina y del esfuerzo moral»,
entendiendo asimismo como un don de gracia «la capacidad para el bien» (ibíd.; cf. De virgo 1; PG46,321A;
VitaMos. 2,121.220; PG44,298.430). En Occidente será Pelagio y, a lo que parece, también el joven Agustín
los que entenderán el libre albedrío como una gracia de la creación.
La relación «Pneuma-agape»
No son pocos los padres griegos que basan su razonamiento acerca de la gracia sobre el texto de Rom
5,5, convirtiéndola así en una pneumatología del amor. La conexión entre el Pneuma y la agape resulta así
muy estrecha.
Juan Crisóstomo (+ 407) expone ese pasaje paulino en los términos siguientes: «Pero (Dios) manifiesta
el fervor de su amor en que no nos obsequia de vez en cuando con algunas pequeñeces, sino que ha
derramado sobre nosotros la fuente misma de todos los dones; y eso aun antes de que nosotros entrásemos
en gracia» (Hom. in Rom. 9,1; PG60,470). La agape, sostenida por el Pneuma, nos previene y se muestra
tan generosa y duradera como el amor al prójimo que describe ICor 13 y que esa agape hace posible. Cirilo
de Jerusalén (t 386) completa de paso esa visión, mostrando cómo el amor de Dios, sostenido por el Espíritu,
está pronto para acomodarse a las peculiaridades respectivas de quienes lo reciben: «El Espíritu Santo

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –47


descendió para revestir de fuerza a los apóstoles y para bautizarlos ... (Act 1,5). No era sólo una partÍcula
de gracia, sino la fuerza plena y total.» De manera parecida, el Espíritu de Dios continúa bautizando
incesantemente nuestras almas; es decir, consumando nuestro bautismo. Pero se muestra atento con nuestras
peculiaridades y hace que en cada uno se desarrolle lo que es su mismidad. El Espíritu de amor divino es
comparable al agua vivificante: «la misma lluvia ... es blanca en el lirio y roja en la rosa.» Así también el
Espíritu hace que cada persona se desarrolle y crezca en lo que le «corresponde». Hoy diríamos que la ayuda
en su autorrealización (Cat. myst. 16,12 Y 17,14; PG 33,934 y 986).
Contexto cristológico y trinitario
En esa última idea late la intuición de que, en la Trinidad, cada persona para mientes en la «propiedad»
y «alteridad» de las otras dos. Así el Hijo induce al Espíritu Santo a la realización de su misión específica,
a mostrarse activo en los hombres, con el fin -como explica Cirilo de Alejandría (+ 444)- de transformarlos
en buenas copias de Cristo, que a su vez es la imagen perfecta del Padre. El Espíritu Santo, por su parte,
realiza con ello el objetivo último de la misión del Hijo y el designio del Padre en la creación. Así, la
Trinidad habita en todos los que están en gracia, actuando a la vez de forma diferente y unitaria (cf. De S.
Trz·n. Dialogus 7; PG 75,1075ss).
Entre el «nacimiento divino» y la «contemplación de Dios»
Dionisio Areopagita (hacia el 500) desarrolla la teología de la ascensión del alma con resonancia
neoplatónica. Con la gracia de Dios el hombre asciende por el camino empinado que, desde el bautismo y
pasando por la práctica sacramental, la ascesis, la oración y la meditación, conduce a la visión beatífica de
Dios. El bautis-mo recibe el nombre de «nacimiento divino» (theia gennesis: De eccl. hiero 11,1; PG
3,392B), mientras que la dinámica gradual y ascendente se caracteriza por la palabra hierarkhia, concepto
introducido por el autor. Es verdad que el término se refiere también a las estructuras eclesiásticas, pero no
en un sentido específica-mente canónico y ministerial. La comunidad entera de quienes aspiran a la unión
con Dios, el Uno radical, se divide en tres grados (ibíd. V,3; PG 3,503).
Así, también los coros angélicos en el cielo y todos los bautizados en la tierra son parte esencial de la
jerarquía eclesial, del «orden sagrado», que todo lo recibe del «principio santo», Dios. Lo que viene de Dios
se llama «sobrenatural», pero define lo natural y sobre ello se edifica. Con ello se da paso también al
principio de Cristo como unidad personal de humanidad y divinidad. En virtud de la comunión con Cristo,
vista de ese modo, y bajo la acción de su Espíritu, el hombre terreno va poco a poco transformándose y
disponiéndose para la visión beatífica de Dios en el cielo.
La gracia increada y la creada, según Gregorio Palamas
A la cuestión cada vez más apremiante en la edad media, incluso en Oriente, de en qué medida «gracia»
designa a Dios mismo en su activa y amorosa solicitud por los hombres, yen qué medida designa un estado
o una dinámica en el hombre,Gregorio Palamas (+ 1359) intenta dar la respuesta siguiente: la realidad de la
gracia procede de Dios en todos los casos y bajo todos sus aspectos.
Aquí el donante y el don son inseparables. Sin embargo, es indispensable una distinción entre ambos.
Por una parte, cada hecho de gracia está sostenido por la esencia (ousia) de Dios, increada evidentemente,
que no puede comunicársele al hombre ni él puede aprehenderla racionalmente. Por otra, están las
propiedades, y más en concreto las «energías» (energeiaz) del Eterno, que también son increadas, pero
pueden comunicársele al hombre y éste puede conocerlas (Fransen, 639s), por ej. en el bautismo y la
eucaristía, que nos llenan de la fuerza espiritual divina. Pues bien, «gracia» significa «participación en estas
propiedades de Dios increadas, pero comunicables. Dicho de otro modo: el hombre creado experimenta en
sí, por vía participativa, las energía divinas, de manera que es admitido en el círculo increado de la dinámica
de la gracia quederiva del mismo ser divino (para todo este tema, véase su diálogo Theophanes, PG 150,909-
960).
Balance
«Entre los juicios que es preciso revisar está el de que la Iglesia preagustiniana -y de modo especial en
el Oriente griego- no habría entendido correctamente el ser de la gracia».
Tras el recorrido general que hemos hecho, tenemos que asentir a esa afirmación. Porque, aunque el
concepto de kharis no tiene un papel clave y sistematizador entre los padres orientales, la realidad significada
no deja de estar omnipresente. y la reflexión que esa realidad suscita aparece ciertamente como algo más
que una mera «cita de las afirmaciones bíblicas» o que la gnosis «bautizada» de la gran Iglesia, con las
exigencias éticas correspondientes que se le añadieron (contra Pesch, en PP, 8-10). Objetivamente reflexiona
allí sobre la relación de gracia entre Dios y el hombre y se expone hermenéuticamente al ideario bíblico al

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –48


respecto, cuando, por ejemplo, dichos padres hablan de la comunicación de la agape divina por el Espíritu
Santo, de la inhabitación del Dios trino en el alma, de la divinización de ésta, de su educación, ascensión y
vuelta a su condición de imagen y semejanza de Dios.
Se trata siempre de la voluntad salvífica universal de Dios y de la correspondiente iniciativa relacional.
Pero en modo alguno se la concibe como una fuerza prepotente, que condene al hombre a la pasividad o a
la mera actividad de receptor. Y ello porque a la criatura dotada de libre albedrío -iY eso es ya gracia, una
gracia de creación!- se le otorga una verdadera participación (methexis) en el obrar divino, colabora de un
modo activo en el proceso de su «divinización» (theiosis) y es corresponsable del mismo.
La palabra «divinización» puede irritar a los lectores de hoy, que aguardan de Dios una rehumanización
del hombre y una mayoría de edad y una autoformación por parte del propio hombre. Pero, teniendo en
cuenta los textos estudiados, no resulta infundada la idea de que theiosis no significa las más de las veces
otra cosa que lo que entonces se entendía por la realización de una humanidad (= ser humano) verdadera y
completa. Cierto que Orígenes se planteó el tema de modo distinto a como lo hizo Ireneo, relacionándolo
más con el conocimiento y la espiritualidad, mientras que Ireneo acentuaba los aspectos incarnacionistas y
mundanos. Pero a ninguno de los dos se les puede negar un genuino humanismo, en modo alguno inferior,
por ejemplo, al ideal secularizado de autonomía de nuestro tiempo.
La relación de gracia se presenta unas veces de manera preferentemente «vertical», mientras que otras
aparece más bien «horizontal », aunque casi siempre como una realidad procesal. En ocasiones adquiere
rasgos que son análogos al crecimiento orgánico, y especialmente los que la asemejan a una oekonomia
general o particular. Actúa ahí de forma determinante la denominada «Trinidad económica»: cada uno de
los desarrollos de la gracia en la historia universal y en la historia personal de cada hombre conecta en
definitiva con el designio eterno del Dios uno y trino.
Entre los llamados padres apostólicos y en Ireneo y Basilio, más que en los padres alejandrinos de
tendencias platonizantes, la Iglesia aparece como el lugar de la comu-nicación de la gracia así como de la
educación para una fidelidad cada vez mayor a la misma.
El misterio del mal no aparece nunca en primer plano. La «afirmación capital» es siempre la bondad
de Dios, cuya infinitud y clemencia fascinan a los pensadores hasta tal punto que el pecado, la maldad y
corrupción de los hombres tienen relativamente poco peso y se estudian siempre como algo accesorio y
secundario. Inútilmente buscaríamos en los padres orientales una doctrina del pecado original, en el sentido
que la expresión tiene en Agustín o en Lutero. Incluso la argumen-tación de la carta a los Romanos acerca
de la hamartia como forma de poder en el mundo merece relativamente escasa atención.
Lectura complementaria:
• P. U. LÓPEZ DE MENESES, "La divinización en la teología ortodoxa contemporánea", en ID.; Theosis, la
Doctrina de la divinización en las tradiciones cristianas. Fundamentos para una teología ecuménica de la
gracia, EUNSA, Navarra, 2001, 77-105. PDF
3.1.2. Tradición occidental: la gracia como fuerza que sana y libera
Diferencias entre el pensamiento griego y el romano8
Desde los mismos comienzos, el cristianismo occidental se regía según un contexto socio-cultural
diferente del oriental. Los griegos contemplaban el cosmos como un conjunto unitario-armónico. Lo que es
importaba especialmente era la ide, la percepción de la forma espiritual. Por ello corrían el riesgo de olvidar
el material concreto y de absorber – con la reflexión y la estética- lo singular concreto en la totalidad. En
cambio los latinos se dejaban cuestionar por problemas concretos ligados a una conducta concreta de vida
y a una estructuración jurídico política de la colectividad. Un ejemplo evidente de la diferencia de enfoques
de lo real lo ofrece el arte griego y el romano: el primero representa la imagen ideal del hombre, la segunda
crea un individuo determinado.
Los latinos tendían más a la praxis concreta, por lo que Occidente ponía en el centro de su interés la
realización y actuación del ideal. Esto implicaba dar relevancia a lo singular, a las disposiciones de la
voluntad, el problema de la responsabilidad, de la culpa y la recompensa. De aquí se explica también la
diversidad de acentos teológicos en las dos zonas de reflexión. Si en Oriente la formación interior de la fe
permaneció en gran parte influenciada por la filosofía de cuño platónico-platonizante, en Occidente el

8
Cf. G. GRESHAKE, Geschenkte Freiheit. Einführung in die Gnadenlehre, Herder, Freiburg im Br., 1992, (trad. it.:
Libertà donata. Introduzione alla dottrina della grazia, Queriniana, Brescia, 2002, 40-41).

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –49


protagonismo lo acapara la teología desarrollada bajo categorías jurídicas. Aquí el cristianismo no fue
concebido tanto como nueva paideia ni la redención como un proceso cósmico de esta pedagogía divina: el
cristianismo se presentó como la religión del derecho divino, como motivación y actuación de una nueva
relación jurídica entre Dios y el hombre. Por esto, la teología occidental dió mayor importancia al individuo,
a su culpa, a su responsabilidad y libertad y a diferencia delo que se contempla en Oriente, el acontecimiento
salvífico no se comprende como el proceso universal de educación divina sino más bien a partir del
individuo y de sus necesidades.
La pregunta que domina ahora el horizonte es la isguiente: el individuo que gracias a la libertad y la
autonomía de las que dispone, ahora está en condiciones de producir su propia historia ¿ cómo alcanzará al
cumplimiento de tal historia? ¿Cómo conseguirá la salvación? El punto de partida para una comprensión
de la salvación no es más aquel de un proceso cósmico que involucra al sujeto y lo permea connotando
también su libertad personal. No. Ahora se parte del sujeto y se pregunta en qué modo él alcanza su propia
salvación permaneciendo personalmente libre.
El problema queda así planteado. La respuesta entonces no será ya la de los Padres griegos (el proceso
pedagógico y universal de Dios). La nueva respuesta se asoma: el sujeto es conducido hacia la salvación
con la ayuda de la gracia: una fuerza especial divina comunicada por Cristo. Es Cristo quién lo libera del
pecado y lo vuelve capaz de ir tras su verdadero fin. Ahora no se puede decir que todo es gracia, en cuanto
que la gracia es algo que va agregada al individuo libre y autónomo, a un sujeto entendido claramente en su
independencia. Es libre en un doble sentido: le es dada la libertad como liberación del pecado y como
capacidad de emprender la propia realización. Si para los griegos la gracia es el modo en el que se traduce
todo actuar divino, una cualidad de Dios (la benevolencia divina), ahora la gracia es desarrollada dentro de
una problemática antropológica, partiendo de una cuestión diversa: en qué modo puede el hombre adquirir
la libertad? ¿cuáles son las condiciones que deben respetarse para tal liberación se dé? En Occidente, la
graica se vuelve una entidad antropológica, una realidad para y en el hombre. Este modo de entender la
gracia se encuentra totalmente desplegado en el curso de la polémica entre Agustín y el "así llamado"
pelagianismo.
3.1.2.1 Pelagio
El monje Pelagio (+ después del 418), oriundo de tierras británicas e influido por el estoicismo, se alzó
enérgicamente contra las doctrinas maniqueas, que a sus ojos eliminaban toda conciencia de responsabilidad
moral y con ello toda base a la auto educación ascética. Los apoyos racionales los encontró Pelagio en los
planteamientos que de la doctrina de la gracia habían hecho los padres orientales y en especial Orígenes
(Bohlin, 77-90), aunque también en los primeros escritos del joven norteafricano Aurelio Agustín,
convertido de la secta de Manes (ibíd., 46ss).
El lector puede sorprenderse de que en las páginas que siguen no se le presente a Pelagio como el autor,
ni primero ni exclusivo, de una doctrina herética bien conocida. El estado actual de las investigaciones, tal
como podemos deducirlo de las obras de A. Souter, G. de Plinval, T. Bohlin y G. Greshake, me induce a no
adoptar ninguna postura dogmática y a preferir una lectura objetiva y respetuosa con las fuentes de las
afirmaciones de Pelagio sobre la gracia de Dios. Hoy, tras el descubrimiento y edición hace algunas décadas
de los comentarios pelagianos a las cartas de Pablo, es más fácil un enjuiciamiento objetivo de su teología.
El investigador de la teología dogmática ya no depende exclusivamente de unas citas, sacadas las más de
las veces de su contexto originario y que se encuentran en los escritos de los adversarios de Pelagio. Y
como el magisterio oficial de la Iglesia se orientó por tales extractos y compendios para formar su juicio,
quiere decirse que algunas de sus posiciones habrá que tomarlas con un cierto coeficiente de relatividad y
prudencia. No es seguro que cada una de las condenas de las opiniones pelagianas corresponda exactamente
a lo que Pelagio pensó y enseñó.
a) Pelagio contra Arrio y Manes
Como buen conocedor de los escritos paulinos, Pelagio hace un planteamiento cristológico. El
principio básico de su doctrina de la gracia es éste: el hombre Jesús es Dios. Por ello se impone el rechazo
decidido de la negación arriana de la filiación eterna de Cristo. El Hijo encarnado no está sometido a su
Padre a la manera de una criatura intermedia y mediadora entre Dios y el mundo. El Padre y el Hijo son
esencialmente uno y operan por ello la creación y la redención en unidad de acción perfecta: Una operatio.
Su unidad esencial fundamenta su acción de gracia en comunión perfecta. Síguese de ahí que cada
demostración de gracia procede directamente del Dios trino, sin que represente una misteriosa fuerza
mediadora que tenga que superar la distancia abisal entre la divinidad inalcanzable y nuestro mundo
humano. Ni Cristo es un ser intermedio ni tampoco la gracia es una magnitud intermedia.

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –50


También combate Pelagio enérgicamente la destrucción maniquea del libre albedrío. El hombre, en
tanto que imagen viva de Dios, no puede ser una marioneta. Es falso decir que cuando obra el mal es parte
del espíritu malo del mundo, y que cuando obra el bien es parte de Dios. No es Dios quien quiere el bien en
el hombre, cual si éste fuese para él un simple instrumento muerto; más bien es la voluntad propia del
hombre y puede querer el bien por sí misma, ya que su creador la ha hecho así. Aparece ahí un aspecto de
la «gracia fundamental» de la gracia de creación. Agustín expresa esta idea de forma unilateral: «La gracia
consiste (1) en que hemos sido creados con una voluntad libre» (De gestis Pelagii X,22; PL 44,33).
Para el hombre creado por gracia con el libre albedrío el pecado no puede ser un hecho o condición
natural (E 58,11). El hombre no está determinado para pecar, ni tampoco para hacer el bien. Cuando
responde a Dios, es decir, cuando está en su gracia, puede ser tan libre que «puede estar exento del mal del
pecado» (según Agustín, De nat. et grat. XIII; PL 44,253). Lo que le es posible, le obliga también
moralmente. y esa obligación la cumple el hombre o no la cumple con libre decisión, sin que de antemano
esté dualísticamente fijado en el campo de lo moral o de lo inmoral.
b) Diversas formas de gracia
1) Junto a la «gracia fundamental» de la creación aparece también la gracia de Dios como una ayuda
actual, como auxilium. El monje y asceta Pelagio sabe por experiencia que el creyente está necesitado de
un apoyo renovado de continuo para ganar la batalla diaria de la perfección. Siguiendo la tradición oriental,
introduce aquí la idea de la imago et similitudo Dei. Pero la entiende referida claramente a los actos y en
forma de proceso. El «ser imagen de Dios» es un «valor ideal» (E 466; cf. 369), su forma plena está en el
fieri (Greshake, 54), sin que el hombre espiritual puede imitar a Dios y a Cristo de un solo golpe mediante
el propio cambio de vida; esa imitatio requiere más bien la vida entera (E 64; 372).
Para ello viene en su ayuda la gracia de muchas formas y en incontables momentos, tocando su razón
y su voluntad. Las dos facultades anímicas son interpeladas, porque Dios es en sí mismo inteligencia volitiva
y voluntad racional (E 347,15; cf. 11,3). Siempre que la ayuda de la gracia toca a la voluntad del hombre,
experimenta éste el amor de Dios. «y el que es amado perfectamente se entrega por entero a la voluntad de
quien le ama; nada es más imperioso que el amor» (Cel. 4, en Agustín; CSEL 29,439; según Greshake, 120;
cf. E 44). Pero Pelagio se refiere con especial preferencia a la ayuda de la gracia a la razón del hombre, lo
que evidencia el rasgo fuertemente racional, no racionalista, de su teología. A quienes lo buscan, Dios les
otorga «la gracia de la intuición» (E 453), del saber y la iluminación (Dem. 26; PL 30,40 D). y ello porque
no quiere moverlos con los recursos del poder (potentia), sino con el incentivo de la racionalidad (ratione)
(Ind. 30; en Morin, 169). Se verifica así el axioma: Dei dare permittere est (E 87; cf. 69); Dios da su ayuda
por cuanto que hace posible la intuición e inteligencia en quien la recibe.
2) Una forma institucional de la «ayuda progresiva» de Dios está en la Ley atestiguada por la Biblia.
Esa Ley es gracia, como ya lo fuera para el judaísmo primitivo. Y en su contenido de gracia es racional e
inteligible. Quien la cumple con fe vive conforme a la razón y se hace sabio (E 134,17; 197,9). Quien peca
contra ella se muestra profundamente irracional (E 59,18). Ciertamente que a «La gracia de la Ley» pueden
responder no sólo los judíos piadosos, sino también los gentiles que viven fuera del cristianismo o que
vivieron antes de la venida de Cristo, como Abel, Noé, Job y Abraham. Esos hombres son «naturalmente
justos» (E 23,10) Y consecuentemente serán «bienaventurados» (E 37,13).
La bondad y la gracia de Dios resalta en ellos (cf. Dem. 3; PL 30,18 BC). Abraham especialmente fue
el arquetipo de los gentiles que llevan la Ley escrita en sus corazones (Rom 2,15). Y ello porque creyó de
una manera misteriosa en el Cristo futuro (E 36,1; 37,21), que es el fin de la Ley (E 248,14). Por este motivo
se equivocan todos los que -como Marción y Manes- establecen una división tajante entre el Antiguo
Testamento y el Nuevo. Ambos, en efecto, están iluminados por la misma luz divina, aunque el Nuevo
Testamento se comporte frente al Antiguo como el Sol frente a la Luna (E 247,18).
3) Ahora bien, a lo largo de esa historia de la gracia se infiltra el poder del pecado, de la carencia de
gracia. ¿Cómo surgió ese pecado? Ciertamente que no sólo por la defección de Adán, sino también por los
crímenes de muchos que pecaron después (cf. Rom 5,12: «porque todos pecaron»). Así pudo ir creciendo
de continuo el poder del pecado con el paso del tiempo (cf. E 322,10; 24,14). Tres hechos lo confirman así.
• Primero, la Ley de Dios fue cayendo cada vez más en el olvido (E 32,8; 57,3; 367,15). (De modo
similar habla también el joven Agustín de una oblivio legis: De lib. arb. 111,20; PL 32,1299.) Con
ello se fue oscureciendo la razón humana, mientras que la voluntad fue cada vez menos libre (Dem,
8; PL 30,23).
• Segundo, el hábito de obrar mal se impuso en medida creciente fijándose siempre más en el hombre
(ibíd.; E 58,25; 59,6). (Esta idea se corresponde a su vez con la carnalis consuetudo del joven

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –51


Agustín: De lib. arb. 111,15; PL 32,1292.) Pero cuando millones y millones de hombres se
convirtieron en «pecadores habituales», también creció de forma notable la dificultad de hacer el
bien (Dem. 8; PL 30,23). El pecado se trocó para nosotros en una especie de «segunda naturaleza»
(cf. E 90,19), el mal hábito nos configuró, de modo que ya no pudimos practicar el bien (Dem. 2;
PL 30,16) y así se convirtió en una «posesión» en toda regla (E 352; cf. Ef 2, 3).
• Tercero, el poder del pecado se extendió como consecuencia del mal ejemplo que nos dio Adán (E
45); en ese sentido, «todos se corrompieron a ejemplo suyo» (Vit. 13; PL 50,398A).
• Cuarto: pero la gracia de Cnsto se opone con toda su máxima potencia a esa desgracia. Cristo,
como imagen de Dios por excelencia (E 44) y modelo para todos los que mueren y resucitan
(E 46-48), aparece en el puesto de Adán como el ejemplo antitético y vivo (Dem. 8; PL 30,23D).
Cierto que esa frase da pie a un malentendido, cual si Cristo fuese para Pelagio sólo un ejemplo, y
no a la vez el salvador que actúa en el interior del hombre. De hecho, el monje británico hace
hincapié en que la forma de vida de Jesús de Nazaret y su doctrina tuvieron consecuencias fatídicas
para el poder del pecado (E 509,3). Singularmente eficaz en ese sentido fue la muerte de Jesús, que
murió por la verdad (E 503,2). En su resurrección mató Jesús al pecado y trajo la reconciliación
(reconciliatio) a los hombres (E 44,20). Por la cruz de Jesús pudo la familia humana ser restablecida
a su condición originaria como creación dotada de la gracia (E 44,24). Para el libre albedrío de cada
uno, eso significa que en adelante podrá guardar más fácilmente los mandamientos por la fuerza
de la gracia de Cristo, que se le ha concedido y que está en su interior (Dem. 3; PL 30,18C). Lo cual
puede, a su vez, prestarse a equívoco, como si la ayuda de la gracia sólo facilitase el cometido que
el hombre podría llevar a cabo, aunque con mayor dificultad, por sus propias fuerzas. Agustín
centrará precisamente aquí su crítica (De grat. Chr. 1,27,18; PL 44,374s).
c) El bautismo como libertad para el bien
La gratia Christi se confiere en el bautismo, que recibe el creyente en Cristo con el debido sentimiento
de penitencia. Los bautizados se convierten así en «hijos de Abraham» (E 39,12) Y «miembros de Cristo»
(E 323,5). Dios creador despliega en ellos su omnipotencia, haciendo de los pecadores justos y santos (E
32,22; 128,10). La gracia bautismal consiste en gran parte en que los bautizados pueden ahora, gracias a la
fuerza de Dios, decidirse de hecho como hubieran estado en condiciones de hacerlo gracias a los dones
divinos de la creación, si aquel «hábito malo» no se lo hubiese impedido.
En el bautismo Dios hace realmente libre al hombre soltándolo de las ataduras de los deseos (E 337,15),
de tal modo que ya no peca (cf. lJn 5,18; E 50,18). Sin embargo, el bautizado tiene que hacer progresos,
crecer en el bien y unirse cada vez más a Cristo (E 458,17). Está llamado a alcanzar grados de conocimiento
(E 104,14) Y de amor (E 439,1; 96,5) cada vez más altos. Mientras actúa de esa forma «progresiva», en
modo alguno debe considerarse pecador. Es imposible que el justificado sea a la vez injusto (cf. E 374,15;
337s).
Colaboración con la gracia y «mérito de la fe»
Quien ha recibido la gracia puede y debe colaborar con Dios: «Ni actúa el hombre sin la gracia, ni
la gracia sin él» (E 215,4). Eso ocurre ya en el acto de fe, por el que ya no confía en sí mismo sino en Dios
(E 135s). Esa fe es mi acto más propio, aunque me haya llegado como regalo «de la bondad de Dios» (E
90,13); y aunque lo produzca en mí el Espíritu Santo (E 348,9), esa fe es la que como sola fides se me
«imputa como justicia» (E 38,11). De esa fe mía sabe Dios «de antemano» y eternamente, y es lo que, según
Pelagio, llama Pablo «predestinación» (E 68,22). Esa expresión no puede entenderse a la ligera cual si Dios
eligiera sólo a unos cuantos dejando a los demás sin elegir (Ind. 2, en Morin, 139). En ningún caso destina
a unos a la fe y a otros a la incredulidad; simplemente Dios prevé desde siempre quién creerá y quién no (E
75s). Y en todo caso lo que el Eterno quiere es que su llamada sea acogida libremente y sin violencia (E
69).
Con esa gracia preveniente, y que de antemano se ofrece a todos, hay que colaborar, no para ser salvo
sino porque ya estamos salvados: «Nadie se salva por su propio mérito, sino que todos por igual son salvados
por la gracia de Dios» (E 41; cf. E 32,21- 33,1 ; 47,25). Pelagio conoce demasiado bien la carta a los
Romanos como para enseñar una salvación por virtud de unas obras meritorias.
Por lo demás, habla del mérito en una noble forma, y en concreto refiriéndose al merecimiento mismo
de la gracia. Por una parte, el bautizado obtiene de la gracia la posibilidad de merecer otra forma de gracia,
como se recibe una dignidad del soberano (cf. E 32,23). Por otra parte, Dios que es justo desde toda la
eternidad, imputa al bautizado su fe como un «mérito de fe» (meritum fidei), por el que lo salva (E 74,13).

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –52


Balance
Como se ve, la doctrina de Pelagio sobre la gracia está firmemente afincada en su doctrina de la
creación: el hombre ha sido creado a imagen de Dios, y «fuera de esa su imagen» Dios no ha creado a nadie
(Ind. 34, en Morin, 175). Eso lo ha hecho él por gracia inmerecida y gratuita. Por eso la naturaleza humana
es buena, racional y dotada de libre albedrío. Esos dones siguieron siendo tan vigorosos que el poder del
pecado, después de la caída de Adán, sólo logró imponerse con dificultad y al cabo de mucho tiempo. Cierto
que el «mal hábito» debilita al hombre, mientras no es sanado por el acto de gracia de Jesús. El hombre
salvado por Cristo tiene en él su modelo y obtiene de Dios incesantemente una ayuda de gracia. Es decisivo
el bautismo como punto y momento en que empieza el restablecimiento de la justicia y santidad otorgadas
ya una vez como don de creación. Requisito previo para la justificación es, del lado de Dios, la gracia y, del
lado del hombre, la fe, como enseña ya Pablo. Parece, sin embargo, que Pelagio confía en el hombre por el
camino del progreso moral de la fe más de lo que confió el Apóstol de los gentiles. Es significativa en este
sentido la exhortación pelagiana a la virgen Demetríades de que debía absolutamente superar la idea de que
era incapaz de hacer el bien (Dem. 2; PL 30,16).
Se presta a malentendidos, y en el caso límite no parece poder compaginarse con la tradición, la
tendencia del maestro Pelagio a ver en Cristo sobre todo el modelo, y en la ayuda de la gracia
preferentemente una facilitación de obrar virtuoso; y lo mismo hay que decir de su propensión a confiar a
la ratio y al liberum arbitrium en buena medida la progresiva asimilación del creyente a Dios. Por otra parte,
todavía es frecuente encontrarse con la opinión de que Pelagio es un racionalista, que nada ha entendido del
mensaje paulino sobre la gracia; esta idea es preciso rechazarla enérgicamente. Más atinada es la idea de
que el Pelagio histórico ha descubierto la gracia por doquier en la historia religiosa de la humanidad
trabajando estrechamente entrelazada con los dones naturales.
El hecho de que haga hincapié en la inmanencia del obrar salvífico de Dios más que en su
transcendencia y que piense con una mentalidad fuertemente moralizante y pragmática, sin que proporcione
ninguna doctrina propiamente dicha sobre el pecado original, puede tener analogías en la tradición de la
Iglesia oriental y, de acuerdo con la investigación más reciente, no puede considerarse como herético.
Los peligros de un determinado pelagianismo para la fe ortodoxa pueden apreciarse en el espejo de las
posiciones doctrinales del magisterio después de Agustín.
3.1.2.2. Agustín
Se le llama a Agustín el «doctor de la gracia» y es preciso admitir que fue él el primero que escribió
de manera sistemática sobre este tema, dejándonos una herencia con la que se midieron y tendrán que
medirse todos después de él, de una forma o de otra. Agustín se centró sobre todo en las expresiones «justicia
de Dios, justicia del hombre», planteando el problema de la correlación de la gracia de Dios con el libre
albedrío y la libertad del hombre.
Nos hemos encontrado ya con Agustín como figura de proa en el dogma del pecado original. Hemos
presentado su persona, así como la historia de la crisis pelagiana y los escritos agustinianos concernientes
al pecado original, muchos de los cuales pertenecen al mismo dossier que los que tratan de la gracia. Así
pues, el lector tiene ya presente el horizonte del debate. Daremos ahora las indicaciones necesarias sobre el
sentido de los términos «gracia» y «justificación» en tiempos de san Agustín; completaremos la presentación
de las obras del obispo de Hipona que tocan más expresamente la cuestión de la gracia y expondremos
finalmente la doctrina que él desarrolló dentro del marco de la misma polémica.
a) El contexto pelagiano
La palabra «gracia» recibió numerosas precisiones teológicas en tiempos de Agustín, en el contexto de
la polémica pelagiana. En la sociedad global de la época tenía una connotación peyorativa, en la medida en
que «gracia» era entonces sinónimo de corrupción, por el abuso que se había hecho de ella a través de los
diferentes canales de recomendación en las que se perdía todo respeto a la justicia. Por eso, más que gracia,
se pedía por muchas partes justicia y honestidad de vida, que Pelagio afirmaba que todos podían conseguir
tan sólo por la fuerza de la voluntad; para ello proponía a todos un compromiso y un celo ascéticos, y no
sólo el rercurso a unas instituciones ascéticas en cuanto tales. Por otra parte, según K. Flasch, el significado
de la «gracia» iba ligado al emperador que la concedía arbitrariamente. Por este motivo se habría introducido
una correlación entre la gracia y la predestinación. En efecto, el emperador habría sido, a los ojos
de Agustín desde el año 426, una imagen de Dios que dispensa su gracia y sus favores a los hombres
según su voluntad omnipotente.
En otras palabras, Pelagio había esbozado a polémica sobre la comprensión cristiana de la justicia del

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –53


hombre: ¿procede ésta de la voluntad humana o de la gracia de Dios? Luego, a partir del 426, habría
nacido la cuestión de la justicia de Dios y de la justicia del hombre, en relación con la gracia de la
predestinación. Por su parte, Pelagio proponía una noción de «gracia/justificación» con algunos detalles
concretos:
• La gracia es ante todo la creación del hombre, en cuanto dotado de libre albedrío y de una «salud»
que le permite discernir el bien y el mal. La naturaleza misma del hombre, creada libre, es
realmente una gracia, ya que se le ha dado gratuitamente.
• La gracia es en segundo lugar la doctrina del Antiguo y del Nuevo Testamento (la Ley antigua
y la Ley nueva). La revelación divina ayuda al hombre a conocer la voluntad de Dios y a
observar sus preceptos; es por tanto una «gracia de salvación».
• La gracia está además en los ejemplos de los santos, incluso paganos, ya que en todo tiempo
ha habido hombres que no han pecado o que no han permanecido en el pecado. La gracia sigue
siendo, por tanto, una ayuda externa a las opciones de la libertad humana, para que decida con
rectitud, pero no actúa en el corazón mismo del libre albedrío.
• Está finalmente la gracia de los sacramentos, especialmente la del bautismo que nos libera de los
«actos» de nuestros pecados anteriores y también de la concupiscencia. La gracia sacramental era
vista por los pelagianos como una remisión de los pecados pasados; todo lo más, como una
santificación, en el caso del bautismo de los niños pequeños, pero en el sentido de una simple
incorporación al pueblo de Dios.
Así pues, sobre la base de una gran confianza en la libertad del hombre, Pelagio intentaba dar una
nueva comprensión global del cristianismo, tanto sobre la inteligencia de las Escrituras como sobre la gracia
de Jesucristo, la vida cristiana y el sentido final de la criatura humana recompensada por su recta conducta.
El planteamiento de estas proposiciones pelagianas coincidió en Africa con el clima enrarecido de la
polémica donatista en su fase final. Desde hacia casi un siglo, esta polémica había destacado la santidad del
sujeto que administraba los sacramentos en detrimento del valor mismo del rito, canal de la gracia de Dios.
En esta perspectiva, los donatistas se encontraban en la misma longitud de onda que el movimiento
pelagiano: el compromiso de la voluntad. La manera de comprender el bautismo de los niños que se usaba
en la Iglesia fue el «banco de prueba» y la ocasión de clarificar las diversas posiciones. Los dos
movimientos, el movimiento donatista en sus últimos momentos y el naciente movimiento pelagiano,
chocaron con el obispo de Hipona, que defendía el valor del rito sacramental en cuanto tal. De aquí nació
una nueva polémica, esta vez contra los pelagianos, que fue el origen de toda una importante literatura
(todavía no explotada por completo), en la que ocupaba un lugar de primer orden la comprensión de la
palabra «gracia».
b) Los escritos principales de Agustín sobre la gracia
Presentaremos la doctrina de Agustín sobre la gracia desde dos perspectivas diversas: la primera
documental, siguiendo la cronología de sus obras principales sobre el tema; la segunda sistemática,
sintetizando los principales acentos de la doctrina agustiniana, teniendo en cuenta la evolución que conoció.
Los dos libros a Simpliciano sobre diversas cuestiones (397)
Este escrito reviste una gran importancia entre las obras sobre la doctrina de la gracia, ya que el mismo
Agustín confiesa que, a partir de este período (comienzo efectivo de su pontificado), corrigió su manera de
comprender la necesidad de la gracia. Meditando en 1 Cor 4,7 («¿Qué tienes que no hayas recibido?»), tuvo
la intuición, aquel año 397, de que la gracia es necesaria incluso para desear la conversión y para el primer
acto de fe en Dios, mientras que antes había pensado de otra manera. Pero sigue interpretando todavía a
Rom 7 como la descripción del hombre que no siempre está bajo la gracia.
Sobre el espíritu y la letra (412)
La obra trata de la gracia de Cristo que salva. Esta gracia no significa la observancia de una ley que
nazca del querer de la libertad sin estar animada también por la caridad; en efecto, la gracia está en relación
con la caridad difundida en nuestros corazones por el Espíritu Santo por medio de Jesucristo (se cita 14
veces en este libro a Rom 5,5). Agustín utiliza también expresiones similares, como «la caridad de Dios»,
«la salvación del Señor», «la fe de Jesucristo»; habla de la gracia de Dios, de la justicia cristiana y del don
de Dios, lo cual indica que está aún en los comienzos de la teología de la salvación expresada por la palabra
«gracia». En una afortunada síntesis, se expresa de este modo oponiéndose expresamente a Pelagio:
«Nosotros, por el contrario, sostenemos que la voluntad humana de tal manera es ayudada por la gracia

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –54


divina que, además de haber sido creado el hombre con voluntad dotada de libre albedrío y además de la
doctrina, por la cual se le preceptúa cómo debe vivir, recibe también el Espíritu Santo, quien infunde en el alma
la complacencia y amor de aquel sumo e inconmutable Bien que es Dios»".
Agustín adopta como tema de su obra el pasaje de san Pablo: «La letra mata, el espíritu vivifica» (2
Cor 3,6), pero lo desarrolla comentando los primeros capítulos de la carta a los Romanos, en la que, como
él dice, el apóstol Pablo se muestra un defensor constante y perseverante de la gracia», como si no hablara
allí más que de este tema». El mismo Agustín se reprochará haber hablado «en este libro con mayor
abundancia de lo debido», lo cual demuestra que también para él se trataba de los comienzos de una
teología de la gracia.
Esta obra tendrá ecos más tarde. En tiempos de la Reforma, Lutero la leyó repetidas veces, comentando
la Carta a los Romanos. Se apoyará mucho en la intuición contenida en este tratado Sobre el espíritu y la
letra y en la comparación entre la ley de la fe que salva y la ley de las obras (cf. Rom 3,27-28), subrayando
la justicia de Dios, que Agustín comprendía como misericordia que perdona . El concilio de Trento hará
suya la distinción entre la justicia de Dios, «aquella con la que él es justo», y la justicia de Dios que «nos
hace a nosotros justos».
La naturaleza y la gracia (415)
Esta obra marca un claro progreso de la doctrina de la gracia en Agustín, así como en la historia de la
teología. En efecto, a partir de este momento, el obispo de Hipona añadirá el término de «gracia» al título
de muchos de sus escritos: señal de que nacía una cuestión específica; este término acabó englobando las
expresiones utilizadas anteriormente para el mismo contenido, como por ejemplo «la salvación de Dios»,
«la misericordia de Dios», «la caridad de Dios».
Agustín, que había tenido la ocasión de leer el tratado de Pelagio De natura, añade al título de la
obra de su adversario -del que cita numerosos extractos- la palabra «gracia». Pone de relieve dos
interpretaciones opuestas de la antropología cristiana, basadas en los conceptos diversos de «naturaleza»
y de «gracia».
Pelagio llegaba al concepto de «naturaleza humana» apelando a la creación de Adán, dotado de libre
albedrío desde su origen. Semejante posibilidad (posse) del ser humano era para Pelagio un don de Dios y,
por tanto, una gracia, mientras que la actualización (esse) de esta posibilidad dependía por el contrario
de la opción del hombre. Se explicaba de esta manera:
«Cuando se dice que la misma posibilidad (posse) de ningún modo ha de atribuirse al albedrío humano, sino
al autor de la naturaleza, ¿cómo puede excluirse la gracia de Dios de lo que propiamente le pertenece a él?».
Así pues, Pelagio concluía que la naturaleza humana no había cambiado de condición tras el pecado
de los orígenes, sino que había permanecido íntegra. Admitía que Adán había perjudicado a la humanidad,
pero solamente en la medida en que le había dado un mal ejemplo, no ya infectando a una naturaleza que
desde entonces se trasmitiera herida por su pecado.
Si Pelagio ponía de relieve los dones del Dios Creador, Agustín señalaba que, para la fe cristiana, son
igualmente necesarios los dones de Dios Salvador, dado que él es el Creador y el salvador de la naturaleza
humana. Entiende entonces por «naturaleza» una «naturaleza concreta», es decir, la naturaleza humana tal
como existe, heredera de Adán. Partiendo de aquí, desarrolla la comprensión de los conceptos de libre
albedrío y de libertad y precisa el de gracia del Salvador. Refiriéndose a una metodología teológica precisa,
se explicaba de este modo:
«¡Oh, hermano! [se dirige a Pelagio sin nombrarlo]; bien estará que recuerdes tu calidad de cristiano [...].
Para que no creamos que por el pecado no es posible sea viciada la naturaleza humana, sino que realmente fue
viciada por él, según el testimonio de las divinas letras, indaguemos cómo pudo verificarse esto»".«y aunque
esto [el que evitemos los pecados] no se logre sin el concurso de la voluntad, con todo, no basta ella para
conseguirlo»".
Agustín cita entonces a san Pablo, adaptándolo: «Si la justicia viene de la naturaleza, Cristo ha muerto
inútilmente» (cf. Gal 2,21), y también: «Es anular la cruz de Cristo porfiando en que alguien puede lograr
la justicia por la ley natural y el libre albedrío». Por tanto, la gracia no es la posibilidad misma de no pecar,
posibilidad que hemos recibido del Creador con el libre albedrío; ni es solamente la ayuda que constituye la
revelación de una ley, ni tampoco solamente el perdón de los pecados, sino la ayuda necesaria para no
dometerlos.
Con la aparición de este tratado sobre La naturaleza y la gracia de Agustín se inaugura, en el desarrollo
de esta doctrina, la formación de un vocabulario técnico que habla de la naturaleza humana heredera de
Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –55
Adán, como «vulnerada, herida, desgarrada, arruinada» (vulnerata, sauciata, vexata, perdita) y de la «gracia
de Cristo» postulada directamente por este concepto de «naturaleza herida».
El concilio de Trento, en su decreto sobre la justificación, asumirá algunas afirmaciones agustinianas
de esta obra:
«Dios no manda cosas imposibles, sino que al mandar avisa que hagas lo que puedas y pidas lo que no
puedas y ayuda para que puedas»".
«A los que una vez justificó por su gracia, [Dios] no los abandona, si antes no es por ellos abandonado».
La gracia de Cristo y el pecado original (418)
Escrita después de la carta Tractoria del papa Zósimo (también del 418), esta obra no encierra novedades
en su contenido; pero por su título establece un nuevo binomio en la doctrina de la gracia: pecado original
y gracia de Cristo, que corresponde al paralelismo antinómico de Adán y de Cristo:
«En la cuestión de los dos hombres, por uno de los cuales hemos sido vendidos bajo el pecado, por el otro
somos rescatados de los pecados; por uno hemos sido precipitados a la muerte, por el otro somos libertados a
la vida [...]; en la cuestión, digo, de estos dos hombres consiste propiamente la fe cristiana».
Estos dos binomios, que expresan un mismo concepto, pasaron a ser comunes en la teología posterior.
Agustín, que desconfía ya de las fórmulas ambiguas de Pelagio, aprovecha en este libro la ocasión para
comentar dos de sus afirmaciones, explicitándolas en sentido ortodoxo: una sobre la gracia de Cristo y otra
sobre el bautismo de los niños. El obispo de Hipona insiste en la gracia interior, evitando reducir la gracia
al simple socorro de una revelación que venga de Dios para iluminar la obra ética del hombre:
«Lean, pues, y entiendan (los pelagianos) consideren y confiesen que Dios, no por la ley y la doctrina que
resuena exteriormente, sino por el interno y oculto, admirable e inefable poder, obra en los corazones de los
hombres no sólo verdaderas revelaciones, sino también buenas voluntades».
Esto es necesario, no sólo para observar más fácilmente la ley divina -como admitía Pelagio-, sino para
observarla sin más.
Sobre la gracia y el libre albedrío (426)
Esta obra debe su origen a las dificultades que encontraron los monjes de Adrumeto en Africa (hoy
Susa, en Túnez) a propósito de la lectura de la carta 194, que Agustín había dirigido el año 419 al sacerdote
romano Sixto. De esta carta los monjes deducían que la noción de gracia, tal como la explicaba el obispo de
Hipona, inutilizaba y hasta anulaba el libre albedrío del hombre. «Escribí un libro -resume Agustín en las
Retractationes- titulado La gracia y el libre albedrío [...] a causa de aquellos que, al defender la gracia de
Dios y creyendo que se negaba el libre albedrío, de tal manera defienden en ella el libre albedrío que niegan
la gracia de Dios». Así pues, desde ese mismo momento surgió la dificultad, que por mucho tiempo durará
en la historia de la teología, de interpretar la comprensión de la gracia cristiana que tenía el obispo de
Hipona. Agustín responde de una manera casi catequética, probando la fe cristiana por las Escrituras, tanto
en lo relativo a la necesidad que tiene el hombre de la gracia de Dios^lcomo en lo que se refiere a la
existencia del libre aibedrío:
«Antojáseme haber ya bastante hablado contra los que combaten la gracia de Dios, que no anula la humana
voluntad, sino que de mala la hace buena, luego le ayuda (cum bonafuerit, adjuvatur»".
A partir de entonces Agustín comienza una reflexión sobre la relación entre la gracia y el libre albedrío
de la voluntad humana. «Ambos sentires están en lo cierto» (utrumque verum est), subraya el obispo de
Hipona, o sea, que decimos la verdad tanto cuando confesamos la necesidad de la gracia como cuando
afirmamos la existencia del libre albedríos. En efecto, concluye, el apóstol no pretende hablar ni de la gracia
de Dios sola, ni del albedrío sólo, «sino de la gracia de Dios con él». En esta relación, «gracia y libre
albedrío» son el equivalente de Dios y del hombre, y más concretamente, de «Cristo salvador del hombre».
Después de repetir sus explicaciones antipelagianas, a saber, que la gracia en sentido estricto no es la
ley, que no es la naturaleza, que no es sólo el perdón de los pecados, Agustín empieza presentando la
terminología de gracia operante y de gracia cooperante. Para la gracia operante se apoya en los textos
siguientes: «La voluntad es preparada por el Señor» (Prov 8,35 Setenta); «es Dios quien, más allá de vuestra
buena disposición, realiza en vosotros el querer y el actuar» (Flp 2,13); «yo haré que vosotros hagáis» (Ez
36,27); y explica:
«Es indudable que, si queremos, podemos cumplir lo ordenado. Mas como nuestra voluntad es por Dios
preparada, razón es que tanta voluntad le pidamos cuanta suficiente sea para que queriendo cumplamos. Cierto

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –56


que queremos cuando queremos, pero Aquél hace que queramos el bien [...]. Sin duda que nosotros obramos
cuando obramos, pero El hace que obremos al dar fuerzas eficacísimas a la voluntad».
A propósito de la gracia cooperante, escribe:
«Comienza él [Dios] a obrar para que nosotros queramos y, cuando queremos, con nosotros coopera para
perfeccionar la obra [...]. Por consiguiente, para que nosotros queramos, sin nosotros a obrar comienza y, cuando
queremos y de grado obramos, con nosotros coopera».
En la misma obra Agustín recoge numerosos textos bíblicos sobre la caridad, que presenta como el
equivalente de la inspiración de la gracia. Recogerá y articulará esta mediación en la obra siguiente Sobre
la corrección y la gracia, escrita a los monjes de Adrumeto, y que eclipsará en cierto modo el tratado Sobre
la gracia y el libre albedrío.
Sobre la corrección y la gracia (427)
Esta obra, que presenta una síntesis sobre la relación entre la gracia de Dios y el libre albedrío de la
voluntad humana, es el escrito teológico más importante -y el más arduo- sobre la antropología cristiana, en
el cristianismo latino del siglo V. Esto vale sobre todo para los capítulos 10 al 12. Dado su carácter conciso
y a veces tan riguroso teológicamente como el Tratado de los principios de Orígenes, las incomprensiones
y la falta de aprecio de esta obra han sido muy numerosas a lo largo de los siglos. Trata sustancialmente del
modo de cooperación (coobrar) de la gracia con el libre albedrío, sin que la gracia pueda hacer inútil e
incluso anular a este último.
El obispo de Hipona, siguiendo el método de las cuestiones, elabora los fundamentos de la doctrina
cristiana de la gracia, que se puede sintetizar brevemente de este modo. El hombre alcanza y realiza las
posibilidades de su libertad por medio de la gracia, y no viceversa: «La voluntad humana no obtiene la
gracia con su libertad, sino más bien con la gracia la libertad y, para perseverar en ella, una gustosa per-
manencia e insuperable fortaleza».
Dios, en el proyecto de su creación, «de tal modo ordenó la vida de los ángeles y los hombres, que
primero quiso mostrarles el valor de su libre albedrío y después el beneficio de su gracia y el rigor de su
justicia».
Adán fue creado en la gracia de Dios, en una condición diferente en tres puntos de la nuestra, que es
heredera de su pecado: podía no morir (posse non mori oprima immortalitas), no conocía la lucha de la
carne contra el espíritu y podía no pecar (posse non peccare, oprima libertas).
Al pecar con su libre albedrío, Adán perdió esta condición primitiva, arrastrando tras de él a todo el
género humano, razón por la que nadie nace ya en la condición original de Adán inocente.
Todo el que ha sido liberado de semejante herencia, sólo debe esta liberación a la gracia de Cristo''- Al
vincular aquí definitivamente al Cristo redentor con la liberación de la libertad de cada hombre, Agustín
señala la diferencia que existe entre la gracia recibida por Adán y la que se nos da a nosotros en Cristo. La
de Adán era la ayuda sin la cual Adán no podía perseverar en el bien en el que había sido creado; Agustín
la llama adjutorium sine quo non, la gracia de Cristo, por el contrario, no solamente concede el que podamos
perseverar, sino la perseverancia misma: Agustín la llama ayuda por la cual se persevera, el adjutorium quo.
El obispo de Hipona, profundamente tocado por la acción de la gracia que devuelve al hombre una libertad
liberada del condicionamiento de la concupiscencia, llega a decir:
«Socorrióse, pues, a la flaqueza de la voluntad humana para que siguiese firme e invenciblemente
(indectinabiliter et insuperabiliter) la moción de la gracia divina; y por eso, aunque de poca fuerza, sin padecer
desmayo, venciese toda adversidad». Es la bondad de Cristo la que realiza este momento de libertad: «¿Y quién
amó más a los hermanos que él, pues por todos se hizo flaco y por todos fue crucificado a causa de su
humanidad?».
El tratado Sobre la corrección y la gracia de Agustín será muy utilizado en el siglo XVII, sobre
todo por Jansenio, que hará de él la clave de su doctrina. Con su lectura se llegará entonces a la célebre
distinción entre la gracia suficiente y la gracia eficaz. La gracia de Adán, indicada por el obispo de Hipona
como el adjutorium sine quo non, será asimilada entonces a la gracia suficiente; y la gracia de Cristo,
indicada como el adjutorium quo, a la gracia eficaz. En otras palabras, la cuestión de la gracia dada a Adán
inocente y, después de él, por medio de Cristo, a toda la humanidad se había trasformado ya en la Edad
Media en cuestión sobre la naturaleza interna de la gracia; pero con Jansenio se llegará más lejos todavía,
modificando la terminología agustiniana y hablando de la gracia suficiente y/o eficaz. Se preguntará
entonces en virtud de qué la gracia es suficiente y/o eficaz. Porque, paradójicamente, la gracia llamada
«suficiente» es la que en concreto «no es suficiente». Por otra parte, ¿qué espacio deja a la libertad la
Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –57
gracia llamada «eficaz» y hasta «invencible»?
Se hará entonces una lectura de este tratado de Agustín con el espíritu de oponer la gracia y la libertad,
lo cual llevará lógicamente a pensar que la gracia es «irresistible» respecto a la voluntad humana (tal será
la posición de Lutero, de Calvino y de Jansenio), mientras que lo que quería ante todo Agustín era exponer
su co-operación (co-obrar). y esto lo hizo mostrando la gracia como una ayuda (adjutorium auxilium)
del libre albedrío, evitando precisamente presentarla como competitiva frente a la voluntad humana.
Sobre la predestinación de los santos - Sobre el don de la perseverancia (428)
Esta obra, que ha pasado a la posteridad con dos títulos, es en realidad una sola obra en dos volúmenes.
Agustín considera en ella la gracia, no ya en su necesidad o como una ayuda para el libre albedrío del
hombre, sino, dentro de la óptica de las cuestiones que preocupaban a los monjes de Provenza en Aquel que
la concede, es decir, en Dios. Esta perspectiva suscitó inmediatamente la cuestión de las relaciones entre el
don de la gracia de Dios y la salvación universal, tal como se enuncia en 1 Tim 2,4: «Dios quiere que todos
los hombres se salven».
Aunque los monjes provenzales mencionados en una carta de Hilario a Agustín admitían el pecado
original y la necesidad de la gracia, explicaban esta última en dependencia de la voluntad. «En efecto,
escribía Hilario, están de acuerdo en que todo el género humano se perdió en Adán y en que nadie puede
liberarse por su propia voluntad».Apretado así por varias partes, el obispo de Hipona planteará en adelante
la cuestión de la gracia como un don hecho a los predestinados, sin que sea posible la predestinación más
que como un efecto de la gracia. Los otros, por el contrario, en vida de Agustín o después de su muerte,
leían la predestinación en la idea de que Dios concede su gracia a quien quiere; por eso, salva a quienes se
la da y condena a los que no se la da. He aquí en particular lo que pensaban de Agustín los monjes de
Provenza:
«Entre los servidores de Cristo que residen en la ciudad de Marsella, muchos piensan que las ideas que su
Santidad expuso en sus escritos contra la herejía de Pelagio sobre la vocación de los elegidos basada en el
decreto de Dios, van en contra del pensamiento de los Padres y del sentimiento de la Iglesia [...]. Si un decreto
divino previene a las voluntades humanas, esto es lo mismo que eliminar todo esfuerzo por hacer el bien y
suprimir las virtudes. La palabra "predestinación" introduce una especie de fatalismo».
Al criticar de este modo a Agustín, los monjes de Marsella proponían su propia versión de la gracia de
Dios: ésta sigue a la determinación de la voluntad, el mismo modo que la predestinación sigue a la
presciencia de los méritos, tanto de la fe inicial como de la perseverancia final. Poniendo el ejemplo del
enfermo que llama al médico, se explicaban de este modo: «Afirmar que la gracia va precedida de la
voluntad, que no hace más que buscar al médico, sin poder hacer nada ella sola, no es ni mucho menos
negar esa gracia». En los niños, incapaces de merecer o de desmerecer, ellos consideraban los méritos
o deméritos «futuribles», es decir las obras que habrían realizado si hubieran vivido.
En su respuesta, Agustín repite dos posiciones: en el cumplimiento del bien la voluntad del hombre
va prevenida por la gracia de Dios; por sí sola, la voluntad humana no puede ni comenzar ni acabar ninguna
obra buena, porque el comienzo de la fe tanto como la fe más perfecta le vienen al hombre por la gracia
interior. Por consiguiente, es la gracia -incluida la gracia de la fe-, y no la naturaleza, lo que distingue
a los buenos de los malos:
«Por tanto, el poder tener la fe, como el poder tener la caridad, sólo es propio de la gracia en los que creen.
Y así, la naturaleza, en la que nos fue dada la capacidad de tener la fe, no da ventaja a un hombre sobre otro,
mas la fe da ventaja al creyente sobre el incrédulo».
Asentadas estas premisas, Agustín precisa el sentido de la predestinación, en relación con la gracia, en dos
puntos:
La predestinación indica la relación con la gracia que Dios da: «Dios preconoció desde toda la
eternidad que había de suceder esto; y esta presciencia constituye la predestinación de los santos»; ésta «no
es otra cosa que la presciencia de Dios y la preparación de sus beneficios por los que certísimamente se
salva todo el que se salva» .
Cristo constituye para todo creyente el ejemplo y el principio de una predestinación que no puede
menos de ser gratuita, ya que él «ha sido "predestinado" Hijo de Dios con poder (Rom 1,4)». Lo mismo
ocurre con María: «¿Por ventura no fue concebido el Hijo único de Dios por aquella mujer que fue llena de
gracia?»lll. Porque «tal es la gracia por la cual se hace cristiano el hombre desde el momento en que
comienza a creer; la misma por la cual el hombre unido al Verbo, desde el primer momento de su existencia,
fue hecho Jesucristo; del mismo Espíritu Santo, de quien Cristo fue nacido, es ahora el hombre renacido».

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –58


En su resultado, la perseverancia final (objeto del segundo libro, Sobre el don (o el bien) de la
perseverancia), que hace esperar la vida eterna, es la gracia propia de los «elegidos», que actúa en ellos «el
propio querer», «de un modo maravillosamente inefable». Bajo el término «perseverancia», Agustín
entiende siempre en este tratado la «perseverancia final», es decir, la obtención de la vida eterna más allá
del tiempo de la historia: «Creo haber probado más expresa y evidentemente que en ninguna de mis obras
anteriores que la perseverancia final es un don que Dios nos concede gratuitamente, al habernos
predestinado a su gloria y reino». En el tratado Sobre la corrección y la gracia utilizaba de hecho el término
de «perseverancia», incluso para el tiempo de la historia.
La gracia de la predestinación, indicada por el obispo de Hipona como gracia de la «perseverancia
final» tiene en él una doble conexión: en primer lugar, tiene en Cristo su clave de lectura: además, intenta
crear en el hombre, bien individualmente considerado, bien en comunión con el «Cristo total», la gratitud
por el don de Dios. «A él, pues, y a nosotros nos predestinó, porque en él, para que fuese nuestra cabeza, y
en nosotros, para que fuésemos su cuerpo, no preconoció nuestros méritos precedentes, sino sus futuras
obras».
La reflexión teológica después de Agustín perderá estas conexiones. Se olvidará de la confesión del
obispo de Hipona sobre los límites del poder del hombre y sobre su incapacidad para penetrar en los
designios insondables de Dios. Reducirá su terreno solamente al vínculo de la gracia de la predestinación
con la voluntad «antecedente» de Dios"- Centrará su atención en el fallo del pensamiento de Agustín, que
parece ser que no pudo pensar que la gracia seguía siendo la misma gracia si se ofrecía a todos. En efecto,
él respondía a las objeciones subrayando su intención de respetar al mismo tiempo los atributos divinos de
la misericordia y de la justicia:
«Pero se objeta: "¿Por qué la gracia de Dios no se da según los méritos de los hombres?". Respondo: "Porque
Dios es misericordioso". - "¿Y por qué no a todos?" - Porque Dios es Juez justo; y por esto justamente,
precisamente, da su gracia gratis y por justo juicio de Dios se manifiesta en otros qué es lo que confiere la gracia
a aquellos a quienes se la concede [...]. Consecuentemente, el indultado ame la gracia y la agradezca; y el que
no es indultado, reconozca su deuda y que merecidamente sufre la condena. Si la bondad se manifiesta
perdonando la deuda, la equidad resplandece al exigirla; pero nunca puede verse injusticia alguna en Dios
nuestro Señor».
Muchos de sus sucesores llegarán a leer la gracia de la predestinación como obra de una voluntad
incontrolable e indiscutible de Dios, que la da a quienes salva y que no la da a quienes condena. Esta gracia
no puede menos de ser gratuita y nadie puede conocerla. Por eso, concluía Agustín, el cristiano tiene que
llevar una vida intachable, una vida hecha de oración, de trabajo, etc., dentro de todos los condicionamientos
ligados a la vida humana.
c) Los ejes principales de la doctrina agustiniana de la gracia
La terminología de la «gracia», que se va constituyendo poco a poco en Agustín, se convierte en
equivalente ala de «justicia y justificación». De aquí nació un vocabulario único, estructurado sobre la base
de conceptos relaciónales. Intentaremos distinguirlos, a fin de poder comprenderlos en su peculiaridad y
ayudar al lector de Agustín a evitar posibles errores sobre su pensamiento relativo a la gracia y a la libertad.
La gracia es ante todo una relación
La «gracia» expresa en Agustín una relación: no solamente es un «puente» instrumental posible entre
el hombre y Dios, sino que es siempre la benevolencia de alguien que se da a sí mismo al otro. Por tanto,
no es ante todo y solamente un elemento «intermediario», aun cuando después de Agustín se hable
de gracia «creada» y de gracia «justificante» como de algo que exista en sí mismo. En el obispo de
Hipona, se trata sobre todo de la relación del hombre con Dios (la gracia de Dios), y particularmente
de la relación del hombre con su Redentor (la gracia de Cristo), a través de la caridad difundida
en el corazón por el Espíritu Santo (inspiratio caritatis). Su aspecto relacional se desarrolla en referencia
al libre albedrío y a la libertad.
La relación de la gracia con el libre albedrío y la libertad
Agustín distingue entre el libre albedrío y la libertad. El libre albedrío es la facultad de elegir con que
nace cada uno de los seres humanos. El libre albedrío es la voluntad misma en cuanto que pertenece a una
naturaleza espiritual. Nunca puede perderse, aún ando la voluntad se encuentre en una situación de esclavi-
tud respecto al pecado.
La libertad no es propiamente hablando el poder de elegir; es amor al bien; es el estado de la voluntad

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –59


orientada hacia el bien que es Dios. Se inscribe en el movimiento que conduce al hombre, según su vocación,
a participar de la vida divina. Esta libertad no puede existir más que en la gracia: es siempre Dios el que
ama y da Él primero. «Dios sostiene al hombre en su acción libre, lo mismo que sostiene su existencia en el
ser». Si el hombre actúa en contra de esta dirección, pierde esta libertad. Pero conserva su libre albedrío.
Existe una articulación entre el libre albedrío y la libertad. El primero sirve de mediación a la segunda.
Es a través de la sucesión de opciones del libre albedrío en la vida corriente como la libertad se orienta
fundamentalmente en favor o en contra de Dios. El ejercicio del libre albedrío permite, por consiguiente, a
la libertad apropiarse del don de Dios a través de los tiempos. Cuanto más se afianza en Dios la libertad,
menos sujeta se ve a las vicisitudes del libre albedrío.
Agustín observa que las Escrituras nos revelan que el nombre propio de Dios y del Redentor es el de
«misericordia»; la gracia, por su parte, es una ayuda (au-xilium/adjutorium) al libre albedrío del hombre,
dándole la posibilidad concreta de hacerse libertad. Adán en el estado de inocencia actuaba ya en la gracia,
es decir, en la posibilidad efectiva de poner opciones de libertad; después del pecado original, privado de la
gracia en la que había sido creado, cayó bajo el dominio de la concupiscencia. Permanece su libre albedrío,
pero en adelante se encuentra en la imposibilidad de poder escoger el terreno del bien. En este sentido,
Agustín dice que Adán, con el pecado, perdió la «libertad». Pero la gracia no sustituye al libre albedrío; lo
único que hace es que se ponga de nuevo en situación de ser efectivamente capaz de libertad:
«Se ha de confesar, pues, que poseemos el libre albedrío para el mal y para el bien; mas para hacer el mal,
uno se aparta de la justicia y sirve al pecado, mientras nadie es libre para hacer el bien, si no es libertado por el
que dijo: "Si el Hijo de Dios os librare, entonces seréis verdaderamente libres" (Jn 8,36) ...»
«Antes bien, entiendan, si son hijos de Dios, que son movidos por el espíritu del Señor para hacer lo que
hacen; y después de obrar, den gracias al que les dio fuerza para ello. Son movidos ciertamente para obrar, pero
no de modo que ellos nada pongan de su parte».
La gracia es soberana, ya que, según una frase paulina que le gusta repetir a Agustín, no tenemos nada
que no hayamos recibido y todo viene de la iniciativa gratuita de Dios. Sin embargo, nuestro libre albedrío
permanece, ya que es propio de la gracia no obligarnos, sino hacernos actuar libremente. Estos dos factores
no se sitúan en el mismo plano, como si se tratara de dos caballos que tiran del mismo carro: la fuerza que
ejerce uno compensa la que el otro tiene que ejercer. Entre la gracia y la libertad, «las dos acciones no son
del mismo orden, escribe Y. de Montcheuil; no se hacen la competencia y es posible admitir que sea una la
que hace ser a la otra: en mi acción buena todo es de la gracia y todo es de la libertad, ya que es la gracia la
que me da ser libre, no ya de poder elegir, sino de obrar libremente hic et nunc». Podemos encontrar una
correspondencia analógica de este dato misterioso en una experiencia humana: por medio de la educación,
los padres y los maestros van educando progresivamente al niño en la la libertad y en el amor a través del
afecto que le manifiestan, de los ejemplos y de las enseñanzas que les dan. Al obrar de este modo, ejercen
una real influencia sobre él; pero ésta, si está bien orientada, no tiene como efecto condicionar al niño para
hacer de él una réplica de ellos mismos, sino ayudarle a que «libere» en él su propia autonomía, su
responsabilidad, el arte de conducirse como hombre. Los niños que han carecido de esta ayuda se ven
trágicamente marcados por esta ausencia durante toda su vida.
La distinción de Agustín, ya evocada, entre la gracia de Adán (aivcilium sine quo non) y la gracia de
Cristo (aivcilium quo), no desarrolla entonces tanto un concepto de sumisión del libre albedrío y de la
libertad a la gracia (la necesidad de la gracia era ya una verdad adquirida desde la primera polémica
pelagiana), como su carácter relational. En efecto, el obispo de Hipona desarrolla con esmero el concepto
de «voluntad buena» y de su carácter gradual: pequeña y todavía incapaz (parva et invalida), grande y capaz
de efectuar lo que desea (magna et robusta). La gracia se adapta a este carácter gradual, haciéndose también
pequeña o grande. En efecto, la liberación del hombre se lleva a cabo en el tiempo.
La relación de la gracia con la naturaleza
La gracia está también en relación -pero en otro sentido-con la naturaleza creada del hombre. Agustín
criticó vivamente a Pelagio cuando éste afirmaba que la gracia podía ser considerada en la creación misma
del libre albedrío en cuanto naturaleza, es decir como el «poder» de ser libre. Además, comprendía la natura-
leza en el sentido de la condición concreta en la que nace cada uno, y no como un «poder» abstracto que
pudiera oponerse al concepto de lo que no es naturaleza. Por eso hablaba de «la condición en la que hemos
sido creados con el libre albedrío», refiriéndose a esta afirmación de Pelagio: «Conocéis muy bien la gracia
de la que quiero hablaros y, leyendo mi libro, podéis recordar que es aquella por la que Dios nos ha creado
con el libre albedrío». En efecto, con los pelagianos, señalaba Agustín, no era la gracia de la que procede la
creación del hombre lo que estaba en cuestión, sino la gracia de donde proviene su salvación: no ya la gracia

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –60


por la que Dios instituyó la naturaleza, sino aquella por la que restituyó la naturaleza. Así pues, les repetía
a los pelagianos que no se trataba de buscar quién es el Creador de la naturaleza, sino de buscar a quiénes
es necesario el Salvador- Con su tratado Sobre la corrección y la gracia, Agustín se planteó además la
cuestión antropológica de la gracia, es decir, del hombre más o menos firmemente establecido en la gracia:
«otra cuestión importante que he de tratar y resolver». Esta cuestión se agudizará en la teología de los siglos
XVI y XVII con Bayo, Jansenio y la Escuela agustiniana.
El comienzo de la fe y la perseverancia final
La relación de fondo entre la gracia y la libertad vale para la totalidad de la existencia del hombre.
Marca el comienzo de la fe, o la primera conversión; prosigue durante toda la vida y vuelve a encontrarse
luego por el don de la perseverancia final. Tal es la enseñanza positiva que se deriva de las discusiones de
Agustín al final de su vida con los monjes de Adrumeto y de Provenza.
Éstos no son ni mucho menos pelagianos. Más tarde, y sin duda injustamente, se llamó a sus
posiciones «semipelagianas». Los monjes de Provenza en particu lar apelaban a la tradición teológica
griega sobre la gracia. Para muchos Padres griegos, la naturaleza misma está ya impregnada de gracia y su
antropología no es la de la teología latinara. Por eso, sienten cierto malestar ante las tesis de Agustín sobre
la relación entre la gracia y la libertad. Si reconocen que la fe es un don de Dios, opinan sin embargo que el
hombre tiene que prepararse a ese don por una disposición positiva, por una aspiración y por un esfuerzo de
oración y de penitencia. «En una palabra, el hombre comienza y Dios acaba, recompensando un deseo
humano». Por otra parte, esta opinión había sido la de Agustín antes del 397. Pero tanto su experiencia como
la lectura de la Escritura (cf. 1 Cor 4,7) le hicieron cambiar de opinión: toda iniciativa del hombre que lo
conduzca a la salvación está ya dirigida por una iniciativa de Dios. La misma preparación a la fe es un don
de Dios. Los concilios de Orange y de Trento confirmarán esta posición. Por tanto, es Dios el que comienza.
Los monjes proponen una instancia análoga, pero en sentido contrario, a propósito de la perseverancia.
Puesto que Dios ha dado la gracia, le corresponde en adelante al hombre mantenerse en ella por su fidelidad
y sus buenas obras. El principio anterior se trasforma entonces en éste: «Dios comienza, el hombre acaba:
la vida eterna es la coronación de una vida de méritos». Pero también aquí es erróneo, respecto a la lógica
agustiniana, el discernimiento de la fidelidad necesaria. El hombre no puede seguir siendo fiel por medio de
unas acciones que sean independientes de la gracia. La relación inicial abre a una relación constante. El
hombre depende perpetuamente de la gracia para seguir viviendo en la gracia; recibe perpetuamente su
liberación en un proceso de santificación y de divinización. Cuando Dios lo recompensa, corona sus
propios dones.
Lo que vale de la perseverancia en la vida temporal vale también de la perseverancia final, que Agustín
califica de «gran don» (magnum donum). Es siempre la misma lógica la que actúa: Dios acaba lo que ha
comenzado. Pero aquí nos encontramos con el punto más delicado del pensamiento de Agustín, en el que
no siempre se han visto las cosas claras, el de la predestinación.
Gracia y predestinación
La doctrina de la predestinación ya ha sido expuesta a propósito de las obras Sobre la
predestinación de los santos y Sobre el don de la perseverancia. Conviene recogerla de forma
sintética, teniendo en cuenta el hecho de que Agustín sostuvo esta tesis ya antes.de la crisis pelagiana,
en el 397, en sus Dos libros a Simpliciano sobre diversas cuestiones. Con el tiempo sus fórmulas se
fueron endureciendo cada vez más.
La predestinación es el acto por el cual Dios decide eternamente la salvación de los que se salvarán
efectivamente: en este punto fue decisiva para Agustín la lectura de los textos de san Pablo: «Porque
a los que conoció de antemano, los destinó también desde el principio a reproducir la imagen de su
Hijo [...]. y a los que desde el principio destinó, también los llamó; a los que llamó, los puso en ca mino
de salvación, y a quienes puso en camino de salvación, les comunicó su gloria» (Rom 8,29-30). Y en otro
lugar: «(Dios) nos destinó de antemano, conforme al beneplácito de su voluntad, a ser adoptados como hijos
suyos, por medio de Jesucristo» (Ef 1,5).
Pero el texto clave de la reflexión de Agustín será el de Rom 9,9-21, donde Pablo se pregunta por el
misterio de la elección y del pecado de Israel. Agustín no lee este desarrollo en función de la historia de la
salvación y del papel de Israel en un plan de Dios que mantiene su coherencia al mismo tiempo que su
gratui-dad. Piensa en la salvación o en la pérdida de cada uno de los creyentes. Para subrayar mejor la
gratuidad absoluta de la gracia y la soberanía de la libertad divina, aislará y escudriñará las expresiones más
duras, a fin de probar que Dios salva a quien quiere en un decreto pre-temporal en donde elige a unos y deja

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –61


que los otros se pierdan. Este decreto no tiene en cuenta las obras buenas que hayan de hacer luego los
interesados: «Por lo mismo que es gracia el evangelio, no se debe al mérito de las obras: "de lo contrario, la
gracia ya no es gracia" (Rom 11,6)». Agustín dramatiza la famosa fórmula: «Amé a Jacob y odié a Esaú»
(Mal 1,2-3, citado en Rom 9,13); y su discurso hace suponer que la gracia no sería ya gracia, si se ofreciera
a todos.
Del mismo modo, la gracia de Dios no puede conceder su misericordia en vano: «Sería falso si alguien
dijere: "No depende de la misericordia de Dios, sino del hombre que quiere y corre. Porque a ninguno hace
Dios misericordia inútil-mente"».Por eso mismo, el designio de predestinación es infalible: no se trata de
una siempre presciencia, sino de una verdadera decisión y acción de Dios:
«El decreto de justificación no se sostiene sobre las obras buenas que hallara Dios y que le movieran a elegir
a los hombres; antes bien, porque está firme el propósito que él tiene de justificar a los que creen, por eso halla
obras por las cuales elige para el reino de Dios».
Esto no quiere decir que la predestinación sea necesitante, ya que Dios no actúa por coacción. Es desde
dentro de la voluntad como actúa, permitiéndole complacerse en el bien.
Pero entonces, preguntaba Pablo, ¿habrá injusticia en Dios? No, responde Agustín: en esa manera de
comportarse de Dios no hay ninguna injusticia. La respuesta final apela a la trascendencia absoluta de Dios:
¿quién es el hombre para pedirle cuentas?
«Se dice que [Dios] endurece a algunos malos por no compadecerse de ellos, no porque los impulse al
crimen. Pues él no hace misericordia a los que juzga indignos de ella, según las reglas de una justicia altísima
e inaccesible a la inteligencia humana. Insondables son sus juicios e inescrutables sus caminos (Rom
11,33).
La predestinación de Cristo es el ejemplo y el modelo de nuestra predestinación, lo mismo que «la
gracia que elevó a Cristo hombre es el ejemplar de nuestra gracia y la fuente de toda gracia»:
«El más esclarecido ejemplar de la predestinación y de b gracia es el mismo Salvador del mundo, mediador
entre Dios y los hombres, Cristo Jesús; porque para llegar a serlo, ¿con qué méritos anteriores suyos, ya de
obras, ya de fe, pudo contar la naturaleza humana, que en él reside? [...]. Aquella naturaleza humana que en una
unidad de persona fue asumida por el Verbo, coetemo al Padre, ¿cómo mereció llegar a ser Hijo unigénito de
Dios?».
Sin embargo, Agustín afirma que no hay predestinación al mal, ya que el mal procede siempre del fallo
de la libertad humana. Pero lo cierto es que, si todos reciben gracias, sólo aquellos a los que Dios discierne
y elige reciben la gracia de la predestinación final. Este fallo en su pensamiento dará paso a continuación a
interpretaciones exageradas. Pero para el propio Agustín no es arbitraria la no-predestinación de algunos:
hay razones en Dios que nosotros no conocemos en este mundo, pero que conoceremos en la vida futura.
¿Será esto quizás una señal de que albergaba alguna duda secreta, o inconsciente, sobre la exactitud de su
interpretación?.
Por otra parte, el contexto mental en que reflexionaba Agustín era el de una «masa salida de Adán,
destinada a la condenación» (massa damnata), en oposición al pequeño número de los elegidos. La
humanidad es ti globalmente perdida, prescindiendo de cuál pueda ser la actitud personal de cada hombre
ante el ofrecimiento de la salvación, y la Iglesia es un jardín cerrado con un número fijo y predestinado de
justos: «Aquel número de justos que, según sus designios son llamados y de los cuales se dijo: "El Señor
conoce a los que son suyos" (2 Tim 2, 19), ese número es el jardín cerrado, la fuente sellada, el pozo de
agua viva». Este horizonte pesará sobre la concienGIa cristiana en Occidente, aun cuando la Iglesia no
canonizó jamás esta doctrina.
El obispo de Hipona tiene ciertamente razón en afirmar la prioridad absoluta y por tanto eterna de la
iniciativa divina y de la gracia. Pero se dejó atrapar en conceptos demasiado antropomórficos al pensar
en la eternidad y la causalidad divinas. La eternidad no es el tiempo. Pero Agustín cae en una representación
temporal de la eternidad que lleva a situar el acto de Dios y el acto del hombre en el mismo plano,
según el orden del antes y el después. Esto resulta extraño, ya que el mismo Agustín mostró 'que tenía
una concepción muy elaborada de la eternidad que trasciende el tiempo. Por tanto, el decreto de
predestinación no debe ponerse en un antes del tiempo. La eternidad «envuelve al tiempo y es contempo-
ránea de todos los instantes y del desarrollo del tiempo. La gracia es a la vez trascendente a la acción
humana, en cuanto que es eterna y contemporánea de cada acción humana. No está delante ni detrás
de ella, sino presente y operante en el desarrollo del tiempo. Por tanto, no es algo irrevocable o cerrado
sobre sí mismo, como si Dios hubiera fijado una vez por todas su designio, como si estuviera encadenado

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –62


por un pasado irrevocable».
Por otra parte, san Agustín, que sostiene en otros lugares que la gracia y la libertad no están en el
mismo plano de la acción y que la primera suscita a la segunda, corre aquí el riesgo de absorber la libertad
en la gracia, quedándose sólo con la causalidad divina. Es cierto que la libertad no es causa de la gracia,
pero el libre albedrío tiene que intervenir para que se realice la acción buena. Dios no nos santifica por un
acto que sea solamente suyo. Si no, el hombre sería más libre cuando rechaza que cuando consiente.
3.1.2.3. Las decisiones eclesiales contra Pelagio (411 -418)
A propósito de la gracia volvemos a encontrarnos con las intervenciones ecle-' siales que antes hemos
visto a propósito del pecado original- En los años 411-418 las posiciones de la Iglesia se expresaron en tres
ocasiones: en el sínodo de Cartago del 411, en el de Dióspolis del 415 y en el concilio de Cartago del 418.
Estas tres asambleas fijaron el punto de vista oficial de la Iglesia sobre la doctrina de la gracia.
a) El sínodo de Cartago del 411
Las principales acusaciones dirigidas por este sínodo contra el pelagiano Celestio no se referían
formalmente a la gracia, pero iban contra unas tesis que la ponían en cuestión en sus aspectos esenciales:
Cristo, lo mismo que Adán, no influyó en la humanidad más que por su ejemplo; en consecuencia, los ritos
sacramentales pierden su alcance efectivo; además, Celestio no concedía un valor justificativo más que a la
posible impecabilidad de cada hombre. Estas tesis fueron rechazadas formalmente.
b) El sínodo de Dióspolis (415)
El sínodo del 415, celebrado en Dióspolis cerca de Jerusalén, fue convocado sobre la base de un libelo
antipelagiano y planteó unas preguntas concretas a Pelagio. Sus respuestas le valieron la absolución, pero
Agustín las juzgó demasiado evasivas. Las explicaciones pedidas a Pelagio pusieron en evidencia el
estado de la discusión sobre la comprensión de la gracia en el clima pelagiano y agustiniano. Se referían en
particular a las proposiciones siguientes: «La gracia de Dios y su ayuda no se dan para cada acto humano,
sino que están presentes en el ejercicio del libre albedrío, en la ley y la doctrina». Además, la gracia no se
da gratuitamente, sino como consecuencia de un mérito. Entonces, tener la gracia depende de la voluntad
del hombre. Si así no fuera, cuando uno sucumbe al pecado, no sería responsable el hombre, sino Dios, y
se suprimiría luego toda la diversidad de las gracias, que con tanta claridad afirma san Pablo- Finalmente,
la necesidad de la gracia anularía el libre albedrío: «No hay ya libre albedrío si éste necesita el socorro de
Dios, siendo así que cada uno dispone en su propia voluntad de medios para hacer o no hacer alguna cosa»
El tenor de estas aclaraciones pedidas a Pelagio ayuda a comprender mejor el sentido de las decisiones de
Cartago del año 418.
c) El concilio de Cartago (418)
El concilio de Cartago del año 418 abrió un capítulo totalmente nuevo en la historia de la teología de
la gracia. En efecto, los cánones 3, 4 y 5 excluyen los tres sentidos pelagianos de la gracia y precisan la
naturaleza y el sentido de esta gracia cristiana «por la que somos justificados»:
«Quienquiera dijere que la gracia de Dios, por la que se justifica el hombre por medio de Nuestro Señor
Jesucristo, solamente vale para la remisión de los pecados que ya se han cometido, pero no de ayuda para no
cometerlos, sea anatema (can. 3)
Igualmente, quien dijere que la misma gracia de Dios por Jesucristo Señor nuestro sólo nos ayuda para no
pecar en cuanto por ella se nos revela y se nos abre la inteligencia de los preceptos para saber qué debemos
desear, qué evitar, pero que por ella no se nos da que amemos también y podamos hacer lo que hemos conocido
debe hacerse, sea anatema (can. 4).
Quienquiera dijere que la gracia de la justificación se nos da a fin de que más fácilmente podamos cumplir
por la gracia lo que se nos manda hacer por el libre albedrío, como si, aun sin dársenos la gracia, pudiéramos,
no ciertamente con facilidad, pero pudiéramos al menos cumplir los divinos mandamientos, sea anatema (can.
5)».
Así pues, hay que considerar como insuficientes tres sentidos: la gracia no se reduce al perdón de los
pecados pasados, ni a una revelación que nos dice lo que tenemos que hacer, ni a una ayuda para cumplir la
ley más fácilmente. En el aspecto positivo, el concilio define que la gracia es también una ayuda
(adjutorium) para no hacer el mal, comprendida como amor en el cumplimiento del bien conocido. Sin esta
ayuda, que se inserta en la voluntad, «para que queramos obrar», el hombre no puede observar los preceptos
divinos.
Esta definición de la necesidad de la gracia fue recogida también por el concilio para desechar toda
pretensión de impecabilidad en los santos del Antiguo y del Nuevo Testamento. Esta perspectiva está

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –63


en relación con la petición del Padrenuestro: «Perdona nuestras ofensas», por la que rezamos en este sentido
de verdad, y no sólo por humildad. Del mismo modo, el concilio expresó la posición original de Agustín
sobre la validez y la necesidad del rito bautismal «para el perdón de los pecados», en referencia a la
«necesidad de la gracia» y a la validez de la oración en la recepción de la ayuda de Dios para evitar el
map49.De esta estrecha conexión que se estableció durante la polémica pelagiana entre la gracia y la oración
nació el principio: «la ley de la oración establece la ley de la fe» (lex orandi, lex credendi). El concilio
apoya sus decisiones en un gran número de textos de la Escritura.
d) La Tractoria del papa Zósimo (418)
La Tractoria del papa Zósimo (418), según los tres fragmentos de que disponemos, no hace más que
repetir dos elementos: el renacimiento espiritual en Cristo es el que da la verdadera libertad (fr. 1); es
necesario pedir en la oración la ayuda de la gracia para obrar y para pensar (fr. 2), ayuda por la que todo
debe referirse siempre a Dios (fr. 3).
Si el sínodo de Cartago del 411 no nos ha dejado referencias bíblicas, las intervenciones sucesivas del
sínodo de Dióspolis del 515, del sínodo de Cartago del 418 y la Tractoria del papa Zósimo nos ofrecen un
dossier de textos del Antiguo y del Nuevo Testamento que sitúan adecuadamente el marco de la polémica
pelagiana sobre la gracia, así como la orientación que tomó la Iglesia:
Ningún hombre está sin pecado a los ojos de Dios («No me lleves ajuicio, pues nadie es inocente
ante ti»: Sal 143,2; «No hay hombre que no peque»: 1 Re 8,46; «Si decimos que no tenemos pecado,
nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros»: 1 Jn 1,8; cf. Un 1,9).
La gracia no es solamente la ayuda de la ley, de la que hablan las Escrituras; es también caridad que
viene de Dios (Is 8,20; Sal 93,10; 1 Cor 8,1; 1 Jn 4,7).
Su necesidad es de tal categoría que, sin ella, sería inútil todo esfuerzo del hombre (Sal 126,1; Rom
9,16; «Sin mí no podéis hacer nada»: Jn 15,5).
La gracia colabora con el hombre («Porla gracia de Dios soy lo que soy»: 1 Cor 15,10), haciendo que
se haga partícipe de la naturaleza divina (2 Pe 1,4).
Por «gracia» se entiende la gracia de Dios por Jesucristo nuestro Señor («¡Desdichado de mí!,
¿quién me librará de este cuerpo, que es portador de muerte? ¡Tendré que agradecérselo a Dios, por medio
de Jesucristo, nuestro Señor!»: Rom 7,24; 1 Cor 15,10). Es Jesucristo el que devuelve al hombre su
condición de ser libre (Jn 8,36).
3.1.2.4. Semipelagianismo e Initium Fidei 9
Los que en el siglo XVII serían llamados semipelagianos aceptaban la condenación del pelagianismo;
admitían la necesidad del bautismo y de la gracia dada en el bautismo. Pero rechazaban la predestinación
agustiniana y el determinismo de la gracia que ellos atribuían a Agustín. O mejor, van a aceptarlo
parcialmente, aunque con mucha menos sutileza, preludiando los sistemas sincretistas que aflorarán después
de las controversias de auxiliis. Aceptamos, dicen, que haya ciertos casos en que la gracia triunfa sobre la
libertad. Pero el caso de Pablo es excepcional. La mayor parte de los hombres vienen al bautismo, como
Zaqueo, después de haber pedido, llamado, buscado2. Dios quiere la salvación de todos los hombres, ofrece
su gracia a todos 3; el hombre elige libremente . Es el hombre, por lo tanto, quien se discierne a sí mismo,
la predestinación se refiere a la presciencia y no hay preferencia divina; la perseverancia no es un don
distinto de la gracia del bautismo.
Sin embargo, los semipelagianos están cohibidos por las afirmaciones ortodoxas que quieren mantener.
Aceptan decir con Agustín que los niños que mueren sin bautismo serán condenados, pero ¿qué razón dar
de este hecho sino la presciencia de los méritos futuribles? ¿Y los infieles? ¿Por qué el Evangelio no ha sido
predicado a todos los pueblos? ¿Es porque estando mal dispuestos no habrían acogido bien el mensaje
cristiano?
Sobre todas estas cuestiones, Agustín estaba lejos de tener soluciones definitivas, o ni siquiera
inatacables. En su cuidado por mostrar que nadie, ni antes ni después de Cristo, se salva sin la gracia de
Cristo, llega a restringir la amplitud de la afirmación paulina sobre la voluntad salvífica universal. No viendo
tampoco cómo conciliar la gratuidad de la gracia con su universal distribución, después de haber concedido
que desde el principio hubo hombres justificados por la gracia de Cristo, parece admitir que sólo después

9
H. RONDET, La gracia de Cristo, Editorial Estela, Barcelona, 1966, 121-137.

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –64


de la venida de Cristo se da la gracia a todos los hombres. No solamente los jansenistas, sino también los
teólogos de la escuela llamada «agustiniana», se quedarán en esta concepción estrecha que, el
semipelagianismo primero, luego el molinismo, harán explotar. Históricamente hablando, el
semipelagianismo representa una reacción feliz contra una formulación rígida del agustinismo. Gracias a él,
el problema de la salvación de los infieles puede entrar en una fase nueva.
Sin embargo, el semipelagianismo no deja de ser una herejía. No ha comprendido que todo, en la obra
de nuestra salvación, es un don de la misericordia divina y que la gracia siempre previene los esfuerzos del
hombre. Esto lo sabía Agustín desde el día en que luchó con el texto de la carta a los Romanos. Desde el
año 397, las famosas Quaes-tiones ad Simplicianum habían resuelto el problema principal del se-
mipelagianismo y la Iglesia, en su liturgia, llegará hasta mostrar la necesidad de esta gracia preveniente en
todas nuestras acciones: actiones nostras adspirando praeveni et adjuvando prosequere, hasta tal punto
habrá hecho suyo, en las cuestiones de la gracia, el espíritu del agustinismo. Sin embargo, antes de ser
condenado el error semipelagiano, pasará un tiempo considerable, durante el cual, los seducidos por él
contenderán con los defensores del agustinismo y también con los que, diciéndose agustinianos, serán con
frecuencia prejansenistas.
La controversia comienza viviendo todavía Agustín. Hacia el 425, en el momento en que éste intenta
formar a sus monjes de Adrumeto en una espiritualidad inspirada en sus ideas sobre la gracia, Casiano, en
su monasterio de Marsella, compone la famosa Conferencia trece, donde enseña que el comienzo de la
salvación o de la conversión es obra propia nuestra. Mientras que en Marsella se escandalizan de la doctrina
del De corruptione et gratia, fieles discípulos de san Agustín denuncian a éste los errores de los provenzales.
Agustín responde enviando sus tratados De praedestinatione sanctorum y De dono perseverantiae, dos
libros, dice Duchesne, «nada propios para hacer caer las críticas levantadas por los anteriores». En efecto,
Casiano y sus monjes, lo mismo que Duchesne, piensan que, si se da todo a la gracia, no queda nada para
el libre arbitrio.
Pero Agustín muere y los de Marsella toman ventaja, sostenidos por Vicente de Leríns y los monjes
de su abadía. Contra estos adversarios que, en toda clase de libelos caricaturizan la predestinación
agustiniana, Próspero de Aquitania, uno de los corresponsales de Agustín cuando la primera escaramuza,
defiende lo que cree ser el verdadero pensamiento de Agustín. Antes, viviendo éste, se enfrentó a los
«ingratos» que desconocían el don de la gracia. Se esfuerza, ahora, en obtener de Roma una aprobación del
agustinismo, pero el papa Celestino rehúsa comprometerse demasiado pronto y se contenta con fórmulas
generales. Bajo su sucesor, el papa Sixto (432-440), al que san Agustín había prevenido contra el error, el
ataque comienza de nuevo. Vicente de Leríns, en su Commonitoriwn, es un violento adversario del
agustinismo. Casiano, publica su Conferencia decimotercera, que entonces quedó inédita, mientras que
Próspero escribe su Liber contra Collatorem. Pero Casiano muere en 435. La controversia se calma un poco
y Próspero, que se ha retirado a Roma, compone entonces diversas obras, en particular una colección de
sentencias agustinianas que volveremos a encontrar en las decisiones del concilio de Orange. Quizás haya
que atribuirle también el De vocatione omnium gentium, muy estimado por los interesados en el problema
de la salvación de los infieles y que, permaneciendo fiel al espíritu del agustinismo, pone de relieve la
voluntad salvífica universal. De estos mismos medios romanos sale también un escrito particularmente
importante que, unido más tarde a la carta de Casiano, de la que ya hemos hablado antes, será conocido con
el título de Indiculus Caelestni. Este opúsculo, atribuido por algunos historiadores a san León, entonces
diácono de la Iglesia de Roma, y por otros a Próspero de Aquitania, muestra que Roma hace suya una amplia
parte del agustinismo. Recuerda la aprobación que el papa Inocencio I dio a los concilios de Cartago y de
Milevi del año 416 , cita extractos de la Tractoria del papa Zósimo y del concilio de Cartago del año 418.
Este último concilio enseña que la gracia es necesaria al hombre caído, y añade que también es
necesaria al justificado para vencer las tentaciones y perseverar; todo lo que el hombre hace bueno viene de
Dios, que obra incluso dentro de los corazones, paternis inspirationibus, de modo que todo buen
pensamiento, todo piadoso deseo, todo buen movimiento de la voluntad es de Aquel sin el cual no podemos
nada; no solamente el comienzo, sino la continuación de nuestras buenas obras y la perseverancia final son
efecto de la gracia de Cristo. Esta teología de la gracia, añade el Indiculus, no es más que la actitud práctica
de la Iglesia que, en su liturgia, pide a Dios que conceda a los infieles el don de la fe, que quite el velo que
cubre los ojos de los judíos, que sane a los herejes, a los cismáticos y a los pecadores, que encamine,
finalmente, a los catecúmenos a la gracia del bautismo. El autor del Indiculus está de tal modo imbuido del
pensamiento de Agustín que expresa claramente su tema de la gracia liberadora:
La ayuda y el don de Dios no quitan el libre arbitrio, sino le liberan, a fin de que se convierta de
tenebroso en luminoso, de tortuoso en recto, de lánguido en vigoroso, de imprudente en sabio y prudente.

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –65


Del comienzo al fin, todo en nuestra salvación, es obra de la gracia de Cristo. Ella previene todo mérito
humano, y cuando Dios corone los méritos de los elegidos, no hará sino coronar sus propios dones. Son las
mismas formulaciones de Agustín.
Agustín vence una vez más. No completamente, desde luego, ya que el documento rehusa tomar partido
en las difíciles cuestiones de la predestinación. Se puede continuar discutiendo el agustinismo sobre este
punto con tal de que se acepte en lo demás la fe católica como acaba de expresarla el Indiculus.
El conflicto se calma durante algún tiempo. Se reanuda cuarenta años más tarde, con ocasión de la
condenación de las tesis predestinacionistas de Lúcido, que enseñaba que Cristo no ha muerto por todos los
hombres; unos, según él, estaban predestinados desde el principio a la vida eterna, otros a la muerte eterna.
Su obispo, Fausto de Riez, antiguo abad de Lerín y por añadidura «bretón» de nacimiento, le hizo condenar
en el concilio de Arles (437) y en el de Lyon (475), donde Lúcido debió suscribir una fórmula de fe, cuyo
espíritu nada costaría aceptar a los verdaderos agustinianos, pero sí la letra.
Desgraciadamente, Fausto no se queda ahí y, para completar los anatemas de Lyon, compone todo un
tratado sobre la gracia y el libre arbitrio, donde explícita claramente la posición semipelagiana. Lleva la
predestinación a la presciencia, enseña que los Patriarcas se salvaron sin la gracia de Cristo. En la Galia,
este escrito no levantó ningún escándalo, ya que se tenía a Fausto por un gran doctor. En su De scriptorum
ecclesiasticis, Genadio, que no cita de Agustín más que el tratado De Trinitate o los escritos ajenos a la
controversia pelagiana, hace un gran elogio de la obra de Fausto, después de haber alabado mucho a Casiano
y criticado a Próspero de Aquitania.
En África, por el contrario, el agustinismo triunfa: y no siempre en su forma más moderna. Así, vemos
que la reacción contra Fausto viene de los africanos, y es dirigida por Fulgencio de Ruspe, que por su
adhesión a san Agustín es llamado Augustinus abbreviatus. El debate sobre la gracia y el initium fidei se
une, de un modo completamente accidental, a las controversias cristológicas. Estamos en el 519. Los monjes
escitas, primero en Constantinopla y luego en Roma, intentan hacer triunfar la fórmula unus de Trinitate
passus est; ven que en Occidente se les oponen los escritos de Fausto de Riez sobre la Encarnación. Leen
estos escritos, se informan y contraatacan diciendo : Fausto es un hereje en materia de gracia y de
predestinación. El papa Hormidas, una vez interrogado, responde que Fausto no es una autoridad y remite,
en las cuestiones de la gracia, a los libros que Agustín escribió por petición de Hilario y de Próspero de
Aquitania, así como a los capitula que se encuentran in scrittis ecclesiasticis; la Iglesia romana podrá
suministrárselos si lo desean. En Roma se atienen a la doctrina del Indiculus, comentada por el De
praedestinatione sanctorum y el De dono perseverantiae y probablemente también por las Sententiae ex
Augustino delibatae de Próspero de Aquitania. Los monjes escitas se vuelven entonces a los obispos
africanos, exiliados en Cerdeña por la persecución /ándala, y cuya figura más visible es Fulgencio de Ruspe.
Envían a estos confesores una profesión de fe sobre la Encarnación y sobre la gracia, en la que hábilmente
se opone a Agustín con Fausto de Riez. Fulgencio responde con el De Incarnatione et gratia Domini Iesu
Christi y después con el Contra Faustum. Después, bien en el exilio, bien a su vuelta a África, compone
aún diversos tratados sobre la gracia y la predestinación. Pero en todos estos escritos apenas hace avanzar
el problema. Se opone a los errores semipelagianos, pero conserva las oscuridades de su maestro sobre la
voluntad salvífica. Apresurémonos a añadir que, más rígido que Fausto, no condena menos el
predestinacianismo
De otro sitio debía venir la solución al conflicto. La controversia semipelagiana se termina, en efecto,
seis o siete años más tarde, gracias a un hombre que, a la ventaja de haber sido alumno de los monjes de
Leríns, une la de ser un gran lector de Agustín. Se trata de Cesáreo de Arles. Éste, en el concilio de Orange,
reduce la oposición semipelagiana haciendo consagrar un agustinismo moderado que estima que es el del
propio Agustín. La dependencia esencial del hombre respecto de la gracia, aun la inicial de la conversión,
es en adelante dogma de fe. Contra los semipelagianos, se afirma que no hay dos clases de hombres, de los
cuales, unos llegarían a la salvación por efecto de una gracia irresistible y otros por sólo su voluntad; todo
el que ha sido salvado lo ha sido por gracia. La gracia previene a la libertad y la acompaña sin cesar,
operando el querer y el hacer. Sin su acción permanente es imposible la perseverancia. Toda esta faceta de
la doctrina de san Pablo es puesta en claro gracias a san Agustín, pero el concilio toma partido, más
netamente que el Indiculus, contra una interpretación predestinacionista del agustinismo, y anatematiza a
cualquiera que enseñe que algunos hombres están predestinados al mal. Por adelantado condena a Jansenio,
afirmando que los justos tienen siempre la gracia que les es necesaria para perseverar.
El segundo concilio de Orange es, por lo tanto, un documento de extraordinaria importancia para la
historia del dogma y de la teología de la gracia. No fue, sin embargo, más que un concilio provincial, al que
asistieron catorce obispos, incluido Cesáreo; pero gracias a él, sus decisiones recibieron la aprobación de

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –66


Roma.
Desgraciadamente, la interpretación de este documento capital, es aún delicada. Plantea problemas
históricos, de los que depende el valor concedido a los anatemas contenidos en el texto. Los historiadores
dudan todavía si el concilio de Orange precedió o siguió al concilio de Valence, donde Cesáreo tuvo
adversarios. Pero hay más. Los decretos del concilio de Orange forman tres grupos claramente distintos :
primero ocho anatemas, condenando los primeros, cosa curiosa, de nuevo el pelagianismo; a continuación
diecisiete cánones de inspiración agustiniana y, finalmente, una profesión de fe. Esta última no ofrece
dificultad. En los cánones, excepto en uno, se han reconocido, desde el siglo XVII, textos agustinianos que,
salvo algunos retoques, están sacados de la colección hecha por Próspero, ya aludida en estas páginas. Pero
¿de dónde vienen los anatemas? La cuestión se propone desde el descubrimiento hecho en Tréveris, el siglo
XVII, de un manuscrito conteniendo los capitula sancti Augustini in urbe Romae transmissa y donde se
encuentran diecinueve anatemas, de los que ocho coinciden con los ocho del concilio de Orange.
Después de Paul Lejay, se decía comúnmente hasta aquí que los diecinueve capitula representaban
textos enviados a Roma por Cesáreo. En su respuesta, el papa Félix IV (que murió antes de terminar el caso)
no había retenido más que ocho de estos capitula, eliminando en particular los anatemas relativos a la
predestinación y a la reprobación. Se habían añadido, por el contrario, dieciséis proposiciones de Próspero
y de Agustín. Cesáreo se había ocupado de retocar aquí y allá el documento del pontífice, añadiendo un
canon y una profesión de fe y sometiendo todo a la aprobación de los Padres del concilio de Orange, luego
a Roma. Recientemente, dom Cappuyns ha tratado de nuevo la cuestión, mostrando que el conjunto de los
textos era de origen romano, en el sentido de que, no solamente la segunda parte del texto actual, sino los
anatemas mismos, eran una colección de extractos provenientes de los scrinia ecclesiastica. Estos anatemas
provenían de una colección anterior al concilio de Orange, obra de Juan Magencio, uno de los monjes escitas
de que hemos hablado antes. La fórmula de estos anatemas, si quis... era por tanto engañosa, pues no se trata
más que de la obra de un doctor de tercera orden. Pero queda por explicar que Roma había enviado estos
textos con preferencia a otros y que, de todas maneras, la profesión de fe añadida por Cesáreo y suscrita por
los obispos, fue aprobada por Bonifacio II. La hipótesis no ha reunido a todos los historiadores del dogma.
Sin embargo, queda de manifiesto la necesidad de la gracia preveniente, desde el comienzo de la salvación
o de la conversión. El agustinismo ha dado, una vez más, un gran paso. Sin duda este progreso va
acompañado también de cierta reserva en la cuestión de la predestinación , pero, cada vez más, la teología
occidental aceptará como incontestable la doctrina del De praedestinatione sanctorum. Si se corrige a
Agustín, será de otro modo. Veremos mucho después a los nominalistas, y en su séquito a numerosos
teólogos postridentinos, interpretar a su modo los documentos pelagianos y semipelagianos, imaginando
que el error de unos y otros no consistió en otra cosa que negar la necesidad de la gracia elevante; éste no
es, ciertamente, el pensamiento de Agustín, que insiste tanto en la lesión del libre arbitrio, y los verdaderos
continuadores de su pensamiento serán los grandes teólogos del siglo XIII que, poniendo de relieve la gracia
divinizante, mantendrán fuertemente su carácter medicinal. Pero antes de mostrar cómo en sus Sumas
teológicas revive el agustinismo de Agustín, tenemos que hablar de una nueva crisis predestinacionista, la
del siglo IX.
a) La doble predestinación del siglo IX
Universalidad de la gracia: Dios ofrece su gracia permanentemente y a todos los hombres, incluso a
los que están fuera de la Iglesia. 10
Hay que reconocer, con cierta vergüenza, que a la Iglesia le ha costado demasiado conquistar esta tesis
con la rotundidad y la claridad que merece. La victoria definitiva de esta afirmación quizá sólo se producirá
con la condena del jansenismo; lo cual permite ver que todas aquellas disputas de los ss. XVII y XVIII no
fueron tan ociosas ni tan inútiles como pueden parecérnoslo hoy. Debemos añadir que el obstáculo para la
victoria definitiva de esta tesis -la más cristiana de todas- lo fue durante mucho tiempo la autoridad de San
Agustín. Y ello no porque Agustín fuera jansenista, pues los genios suelen tener un instinto que les hace
detenerse a veces (y no sin cierta incoherencia) ante determinadas consecuencias de su sistema. Pero los
discípulos de un genio se permiten ser más lógicos y coherentes, quizá porque son también más mediocres
y carecen del instinto del maestro: por eso suelen ser tan terribles (¡y además tan contrapuestos!).
Dejando a Agustín, por el momento, digamos que el obstáculo genérico para la tesis de la universalidad
de la gracia, tal como acabamos de formularla, es esa mentalidad que hemos llamado "de derecha" y que

10
J.I. GONZALEZ FAUS, Proyecto de hermano, Sal Terrae, 45 y ss.

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –67


cree deber afirmar a Dios "a costa del hombre": a esa mentalidad le parece que Dios será "más Dios" si se
ocupa menos de los hombres o incluso si les ama menos, visto lo que los hombres somos. (Y algo de este
modo de pensar anduvo tentando al anciano Agustín en su polémica desgraciada con el joven obispo Julián
de Eclano). Ya hemos insinuado antes cómo esa derecha -paradójicamente- acaba perdiendo a Dios al querer
defenderlo: porque ya no afirma al Dios que es "Amor" (1 Jn.4,16).
Viniendo ya al desarrollo de nuestra afirmación, señalaremos que la convicción de la universalidad de
la gracia ha tenido que sortear -al menos- dos obstáculos importantes a lo largo de la historia de la fe
cristiana: el problema de la predestinación (que parecía consecuencia lógica del "poder" de Dios) y el de la
condena de los infieles (que parecía consecuencia lógica de la existencia de la Iglesia).
Para entender el problema de la predestinación: posiblemente, todo lo que va a seguir resultará
incomprensible para un lector de hoy. En un mundo ambientalmente increyente o, al menos, sembrado por
la duda, tenemos la impresión de que es Dios el que tiene que justificarse ante el hombre. Nos cuesta mucho
imaginar lo que es un universo socialmente creyente, en el que Dios parece una evidencia y donde, en todo
caso, es el hombre quien tiene que justificarse ante Dios. Por eso insinuaremos unas reflexiones
introductorias que nos hagan más comprensibles el problema.
* Una lectura occidental de la Biblia. Es de sobra sabido que el lenguaje del Antiguo Testamento está
de vez en cuando manchado, tanto por la venganza religiosa (oración para que Dios castigue a los enemigos
del orante) como por la atribución del mal a Dios (Dios mismo "ciega" a los que no ven, o "endurece el
corazón" de los que quiere castigar...). Se puede pensar que la Revelación tiene sus etapas, que cada hora
tiene sus verdades, y que esas expresiones son fórmulas desesperadas para salvar la verdad que aquel
momento histórico estaba conquistando: el señorío absoluto del Dios único. El hombre del A.T. todavía no
comprende un señorío que sea creador de libertades (¡ni nosotros lo comprendemos plenamente hoy!), y
necesita afirmar el señorío como destructor o, al menos, como dominador de libertades. No obstante, en el
mismo A.T., este lenguaje queda relativizado por sus géneros literarios, que nunca son filosóficos o
doctrinales, sino claramente simbólicos (narrativos, orantes, aclamatorios..., etc).
El hecho innegable es que la predestinación, al igual que el pelagianismo, que es en buena parte su
opositor, son herejías típicamente occidentales. No sólo porque en Oriente se lee la Biblia de forma más
"laxa" y se discute sobre herejías trinitarias y cristológicas (más intelectuales), sino quizá por alguna otra
razón más profundamente inserta en el inconsciente de la cultura occidental. Ya dijimos que a veces tiene
uno la impresión de que la cultura occidental carece de capacidad para vivir como gracia: sólo sabe vivirla
como fatalidad o como orgullo. Y cuesta creer que esto no tenga nada que ver con esas clásicas herejías
occidentales que son "predestinacionismo" y "pelagianismo".
* Una experiencia pesimista del hombre: Este peligro se aumenta desde una concepción como la que
tiene Agustín del pecado original. La sensibilidad para el deterioro y la impotencia humana hace a Agustín
concebir -!y definir!- al género humano como "una masa de condenados" (massa damnata). Desde esta
óptica se desvanecen aún más las resistencias que pudiera oponer la razón creyente a esos modos "tiránicos"
de expresar el señorío de Dios. Y acabamos de decir que el contexto polémico (contra Julián) arrastra aún
más al anciano Agustín a deslizarse por esta pendiente: no puede haber tiranía frente a lo que es "solo
maldad". Y la maldad humana es tal que no puede protestar ante nada ni exigir nada. Sólo agradecer si algo
bueno se encuentra.
Porque, efectivamente, algo de bueno sí que se encuentra. Pero toda la anterior forma de concebir lleva
a describirlo de la manera siguiente: de esa "masa de condenados", Dios decide sacar por pura gracia a unos
cuantos, los que quiera, sin hacer por ello injusticia a los demás, porque sólo merecen la condena. Y como
el señorío de Dios es inmutable, esos "cuantos" tienen infaliblemente asegurada su salvación de esa masa
condenada. A modo de ejemplo, puede ser útil comparar la lógica de ese modo de pensar con la que expresa
Jesús en su parábola de los obreros llamados a distintas horas a la viña del Señor (Mt.20,1-6). Aquí la bondad
del Señor no consiste en sacar a unos cuantos de una totalidad maldita, sino en ir agregándolos a todos al
primer grupo salvado.
* Unas consecuencias amenazadoras. Lo innegable es que de estos modos de hablar, al tema posterior
de la predestinación, hay una distancia ya imperceptible. Y los hechos muestran que, desde la época de
Agustín, el occidente cristiano empieza a verse poblado por la amenaza del siguiente modo de pensar:
Dios, desde toda la eternidad, ha decidido salvar a unos y no ha decidido salvar a otros, o incluso ha decidido
positivamente condenarlos. Contra esa decisión de Dios, el hombre no puede hacer nada, porque el señorío de
Dios, contra el que atenta el pecado humano, es irresistible. Esa decisión no es injusta, dado que el hombre no
tiene derechos frente a Dios y -aun si los tuviera- los ha perdido todos por el pecado de Adán.

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –68


Las consecuencias prácticas de este modo de pensar afloran por si solas: por un lado, la angustia
desesperada en unos; por otro lado, el abandono de todo esfuerzo ético en otros: ¿para qué luchar si al final
se hará lo que Dios haya decidido?. Curiosamente, el Destino griego, que es una de las primeras cosas que
quiso combatir el cristianismo naciente, parece imponerse ahora camuflado bajo la forma de pre-
destinación. El fatalismo y la angustia amenazan con sustituir al anuncio de la salvación. Y antes esas
consecuencias prácticas, el instinto eclesial reacciona, y la doctrina evita formularse con la lógica rigurosa
con que había sido intuida.
* Una lógica temeraria. Pero siempre hay algunos personajes deslumbrados o abrumados por el rigor
seductor de la razón, frente a la complejidad irreductible de lo real (y de la Suprema Realidad que es Dios).
Estos preferirán agarrarse obstinadamente, desesperadamente, a ese rigor de la razón. A veces se agarrarán
también religiosamente, y pondrán todo ese rigor al servicio del señorío de Dios, "caiga quien caiga". Y
dejando caer a muchos, desde luego. Pero todavía cabría preguntarles: ¿aunque caiga Dios mismo? O
¿aunque caigan ellos mismos?. Porque -curiosamente- esos abanderados de la predestinación más unilateral
y más feroz no parecen sentir duda respecto de sí mismo...(Se asemejan algo a aquellos sofistas a quienes
ridiculizaba Aristóteles, porque -en teoría- negaban el principio de no-contradicción, pero luego -en la
práctica- cuando quieren ir a Atenas, siempre toman el camino en dirección a Atenas, y nunca en dirección
a Megara...).
San Agustín no fue totalmente de estos hombres sea por ese instinto inconsciente del genio, sea porque,
además de intelectual, era pastor, y el contacto con la gente le devolvía cierto sentido del vértigo, es decir:
el sentido de las dimensiones de lo real que su razón (privilegiada, pero de polemista y de converso)
amenazaba quitarle. No obstante, es preciso reconocer que Agustín dio pie muchas veces al nacimiento de
ese tipo de discípulos a los que el refrán castellano -con verdadera genialidad intuitiva- califica "como más
papista que el papa": en este caso, más agustinistas que Agustín. Y entre esos discípulos impávidos, los más
famosos a lo largo de la historia fueron el monje Godescalco y el reformador Calvino. Dejando a este último,
diremos ahora una rápida palabra sobre el maestro y sobre el primer discípulo.
Evoquemos algunos textos que reflejan la viveza del pensamiento de Agustín y lo polarizados que
están sus escritos por los interlocutores o los adversarios a los que se dirige. Ambas cosas hacen que acentúe
una cosa u otra, según lo que quiere salvar o condenar. Por eso tiene textos para todo. El lector que sólo
vaya tras su necesidad de lógica, podrá quedarse con sólo un grupo de textos. Y en el caso que nos ocupa,
podría hacerse una concatenación de textos como, por ejemplo, lo siguiente:
• La humanidad sin salida. En un libro del año 421, que quiere ser un breve resumen de la fe, escrito
a petición de un tal Lorenzo, Agustín dice:
"Este era el estado de cosas: toda la masa dañada del género humano yacía entre males o se revolvía en ellos
y se precipitaba de mal en mal... Dios creyó mejor sacar bienes de los males que el que no hubiese males en
absoluto... Si hubiera abandonado para siempre a los que los abandonaron... ¿no habría sido legítimo? Y así lo
habría hecho si fuese sólo justo; pero es también misericordioso. Y liberando a los que eran indignos, manifestó
su misericordia gratuita" (Enchyridion, cap.27. BAC IV, 502).
Cojea, sin duda, esta división tan univoca de la misericordia y la justicia. Pero aún cojea más el
argumento por este otro presupuesto:
• Una misericordia indebida ha de ser limitada.
"¿Por qué da Dios esta gracia que no corresponde al mérito humano? Respondo: porque es misericordioso.
¿Por qué no la da a todos? Respondo: porque es juez. Por eso a unos da gratuitamente la gracia, y en los otros
muestra qué es lo que les ha aportado la gracia a aquellos que la recibieron" (De dono persever.c.8. BAC VI,
586). Esta obsesión reinvindicativa le lleva incluso a este tipo de consideración:
"La justicia la reciben muchos más que la misericordia, para mostrar así qué es lo que merecían todos" (De
civitate Dei, XXI,12. BAC XVII,789).
• Una misericordia plena y digna de gratitud ha de ser infalible. Por eso:
"El número de los predestinados en tan fijo (certus) que ni se lo puede quitar ni añadir" (De corruptione et
gratia, XIII, 39. BAC VI, 186).
"Hay que atribuirlo todo a Dios para que el hombre no piense enorgullecerse (De praed. sanct. 7. BAC VI,
498).
A pesar de estas afirmaciones, Agustín, que conoce las reacciones desesperadas o fatalistas que ellas
puedan provocar, porque las ha visto en sus diocesanos, repite en otros momentos que el hombre sigue
siendo libre y dueño de si. Pero está bordeando abismos, y a veces resbala hacia ellos, sea por el calor de la

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –69


polémica, sea por erigir un lenguaje de relación personal en lenguaje de conocimiento científico o filosófico.
Por eso podemos dar aún un paso más:
• Una misericordia infalible (en intensidad) y limitada (en extensión) no es compatible con la
afirmación neotestamentaria de que "Dios quiere que todos los hombres se salven" (1 Tim 2,4).
"Allí donde dice: Dios quiere que todos se salven, todos debe entenderse como muchos" (Contra Julianum;
PL 44,760).
"También puede entenderse el dicho del Apóstol no en el sentido de que no haya ningún hombre a quien El
no quisiera salvar... sino que entendamos por "todos los hombres" todo el género humano distribuido por todos
los estados... repartidos en todas las lenguas, en todas las costumbres, en todas las artes, en todos los oficios...
y en cualquier otra clase de diferencias que puede haber entre los hombres. Pues ¿que clase hay, de todas éstas,
donde Dios no quisiera salvar, por medio de Jesucristo... a hombres de todos los pueblos, y lo haga, puesto que
es omnipotente y no puede querer en vano?" (Enchyridion 103. BAC IV, 608).
Repito que no son éstos todos los textos de una obra tan enorme como la del obispo de Hipona. Pero
éstos, y otros parecidos, están ahí.
Y, por si fuera poco, hay algo que parece reforzar estas afirmaciones, y es el calor de la polémica. Hubo
quien atacó duramente a Agustín por frases como las citadas. Por ejemplo: los monjes de Marsella agrupados
en torno a Casiano y, más tarde, san Vicente de Lerins. Casiano vivía en Francia, pero era oriental y, había sido
monje en Egipto. Procedía de escuelas teológicas más optimistas (origenistas), que Agustín no había asimilado.
Por otro lado, los monjes de Lerins y Marsella procedían de cristiandades recientes: conversión de aquellos
hombres que estaban en las fronteras mismas del imperio, y que empezaban a darle a la Iglesia numerosos
obispos, era para aquellas cristiandades la prueba más palpable de que "Dios quiere que todos los hombres se
salven". Era la hora de su iglesia, y su lucha contra Agustín tiene bastante de enfrentamiento entre dos iglesias:
una más joven y otra ya vieja.
Pero estos rivales de Agustín, para evitar el predestinacionismo, parece que no encontraron otra salida
más que caer o abocar a una forma de pelagianismo que ha solo bautizada con el nombre de
"semipelagianismo" y que a su tiempo abordaremos en particular. Ahora bástenos con resumir su doctrina
en esta frase: si el "ser buenos" es obra de Dios y de su ayuda, el "querer serlo" no es obra de Dios, sino sólo
del hombre. En este sentido, se salvan realmente los que quieren salvarse: esto es lo que importaba asegurar
a los semipelagianos, aunque la afirmación con que lo expresaron haya de ser discutida. Agustín la discutió
desde que intuyó sus peligros: de ser así, la Gracia de Dios resultaría ridícula e impotente, y el hombre
tendría motivos para ser soberbio (recuérdese el segundo texto citado en el apartado c.). Por si fuera poco,
aquellos monjes, llevados por la confianza en su propia voluntad, se dedicaban exclusivamente a orar y no
a trabajar, y ésta era una de las cosas que motivaban la represión de su superior...
b) La polémica posterior a Agustín
Pero si los adversarios de Agustín pueden exagerar por un lado, la condena de estos adversarios hará
que los discípulos de Agustín exageren más por el lado opuesto. Ello hace conveniente que añadamos una
breve palabra sobre la historia siguiente, para marcar la transición hasta Godescalco, primer
predestinacionista "puro".
La primera defensa del obispo de Hipona había sido presentada bajo el nombre del Papa Celestino I,
aunque probablemente es algo posterior a él, y parece hacer sido escrita en Roma entre el 435 y el 442. Se
ha atribuido a Próspero de Aquitania como al que más tarde sería el papa San León. Se trata de una colección
de enseñanzas que asume las mejores intuiciones de Agustín, evitando toda formulación de corte
predestinacionistas o atentatoria contra la voluntad salvífica universal . Publicada junto con una carta de
Casiano, pareció destinada a ejercer una meditación entre ambos peligros: el agustinismo y el de los monjes
franceses.
La segunda defensa de Agustín corrió a cargo de Próspero de Aquitania, discípulo y corresponsal del
santo, y había comenzado ya la vida de éste. A lo largo de ella, Próspero "suavizó" a Agustín (así suele
reconocerse hoy), pero se alió con él en la defensa de la gracia. Los títulos de algunas de sus obras son
suficientemente expresivos de la dirección por donde discurrió su labor mediadora, entre los años 430 y 450
aproximadamente. Veamos estos títulos:
• Un escrito sobre "la vocación de todos los hombres", para evitar amenazas predestinacionistas.
• Otro escrito anterior contra las posiciones semipelagianas, titulado "poema contra los ingratos". Con
la alusión a la gratitud y la forma poética, Próspero recupera el modelo de lenguaje válido para
hablar de la gracia: el de la relación personal, más que el del conocimiento objetivo.

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –70


• Y finalmente, un opúsculo titulado "Frases sacadas de los libros de Agustín", que es una pequeña
antología de los mejores textos del santo que contrapesan los que nosotros hemos presentado antes.
Buena parte de esta selección pasará más tarde al concilio de Orange (529), el cual le añadirá una
larga conclusión en la que se subraya que :"el pensar que haya algunos que han sido predestinados
al mal por el poder de Dios, eso no sólo no lo creemos, sino que anatematizamos a quienes crean
tamaño error" .
Se puede cuestionar si esas matizaciones resultaban suficientes. Para los reunidos en Orange, atentos
sobre todo a combatir a los semipelagianos, y que hablan desde un modelo confesional y de gratitud,
deseando sobre todo devolver a Dios la transformación de sus vidas, quizá bastaban. Pero, como suele
ocurrir en la historia del magisterio eclesiástico, de hecho no bastaron: si el semipelagianismo estaba
desautorizado, el predestinacionismo no lo había sido suficientemente: y por eso no es de extrañar que la
disputa se trasladara ahora a Galia, donde, a los cuarenta años de la muerte de Agustín, encontramos un par
de concilios locales (Arles el 473 y Lyon el 475) para condenar al primer predestinacionista puro -Lúcido
de nombre- y cuya "lucidez" le llevó a defender nítidamente que Cristo no había muerto por todos, y que
unos estaban predestinados por Dios a la vida eterna y otros a la condenación eterna. El documento de su
abjuración reconoce no sólo que "Cristo fue enviado al mundo para todos los hombres" sino que, aunque
todos se salvan, "por intercesión de la sangre de Cristo, unos lo consiguen a través de la ley de Moisés, otros
a través de la ley natural, etc . Nótese cómo aquí aflora el tema de nuestro apartado siguiente, que no es el
que preocupaba a Agustín: a éste no le preocupaba dónde está situado externamente el hombre que se salva
(si está, vg., antes de Cristo o fuera de la Iglesia...), sino cómo le trabajaba interiormente la Gracia. Pero un
problema lleva al otro.
Lúcido, pues, parecía confirmar, de rebote, los temores de los monjes de Marsella y las sospechas
contra San Agustín. Y, por si fuera poco, en el siglo siguiente encontraremos en España esta dura afirmación
de una autoridad tan grande como Isidoro de Sevilla, que va a poner en circulación la fórmula -aún más dura
y muy hispánica- de "predestinación a la muerte":
"La predestinación es doble: la de los elegidos para el Reino y la de los réprobos para la muerte. Ambas
acontecen según un plan divino que hace que los elegidos escojan lo celestial y lo interior, y permite que los
réprobos se complazcan en lo bajo y exterior, abandonándolos así...
Es una disposición misteriosa y admirable, por la que el justo se hace aún más bueno, y el impío aún más
malo...Quiere uno ser bueno y no puede; otro quiere ser malo y no se le permite morir" .
Isidoro merecía ser citado, porque va a ser una de las autoridades con las que argumentarán, dos siglos
después, los carolingios defensores de Godescalco.
c) Godescalco de Orbais
En la historia universal suele hablarse del renacimiento intelectual y teológico impulsado por
Carlomagno. Uno de los episodios de ese renacimiento fue la historia de Godescalco. Este monje fanático,
y mártir de su fanatismo, no interesa por él, sino porque obligó a la Iglesia a reaccionar y a formular sin
ambages la voluntad salvífica universal de Dios y todo aquello que dejaban oscuro muchos pasajes de
Agustín. Es posible que fuese malentendido. Es seguro que fue hecho monje a la fuerza y entregado a la
abadía de Fulda por su padre el conde Berno, cuando aún era niño. Y cuando, más tarde, quiso salir del
monasterio, el abad no se lo permitió, acogiéndose a la legislación de la época sobre los oblatos. Esta
anécdota quizá no sea superficial, puesto que ese abad se llamaba Rábano Mauro y va a ser luego su rival
teológico más encarnizado. Por eso, cuando Godescalco habla de la predestinación de Dios, uno no puede
menos que temer que esté en realidad describiendo su propia experiencia con su superior... El hecho es que,
leyendo a Agustín para entretener sus aburrimientos, quedó seducido por la doctrina de la predestinación y
decidió tomar al maestro al pie de la letra y sin consideración alguna. Llamado a explicarse en un concilio
local de Mainz, el 848, retomó el lenguaje de San Isidoro que acabamos de mencionar:
"Afirmo y apruebo ante Dios y sus santos que existe una doble predestinación al descanso para los elegidos
y a la muerte para los réprobos. Pues, así como Dios Inmutable, antes de crear el mundo, predestinó a todos los
elegidos de forma gratuita e inmutable, del mismo modo predestinó inmutablemente a una muerte eterna y
merecida a todos los réprobos que serán condenados el día del juicio..."
Una nueva desautorización al año siguiente, en el concilio de Quiercy, resultó insuficiente, pues
Godescalco logró agrupar en torno a si una serie de autoridades teológicas y episcopales, tanto por el rigor
de su lógica como por el amparo de Agustín e Isidoro de Sevilla y por la incidencia que tuvo la discusión
en las divisiones políticas del imperio tras la muerte de Carlomagno. No vale la pena entrar en las anécdotas
de todo este conflicto, en el que aparecen monarcas como Carlos el Calvo y Lotario, obispos como el famoso

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –71


Hincmaro de Reims, e intelectuales como Rábano Mauro. Sin embargo, la disputa fue acre: concilios locales
de los diversos reinos en que Carlomagno había dividido su imperio se opusieron en si. Un nuevo concilio
en Quiercy (853), presidido por el arzobispo de Reims, condenó tajantemente a Godescalco y el agustinismo
de derechas . Pero este sínodo pareció demasiado liberal a otro reunidos por Lotario en Valence (855), el
cual previno contra "los capítulos que un concilio de nuestros hermanos aceptó con poca consideración,
inútiles e incluso perjudiciales a la verdad" , y recurrió a una sutileza para mantener el lenguaje de la doble
predestinación: "en la predestinación de los que se salvan la misericordia de Dios precede al mérito, mientras
que en la condenación de los que perecen el demérito precede a la justa decisión de Dios" .
Posteriores concilios locales, a lo largo del s. IX, más la obstinación -probablemente ya paranoica- de
Godescalco, fueron dejando en claro lo insostenible de la predestinación y la primacía de la voluntad
salvífica universal de Dios: ésa es en todo caso la verdadera y única predestinación. Al plantear así el
problema, no se verá muy bien cómo conciliar la soberanía supuestamente "inmutable" de Dios con la
libertad responsable de la creatura histórica. Pero ése es otro problema: lo que si queda adquirido es que no
se puede hablar de predestinación en un sentido tal que niegue o menoscabe esa voluntad salvífica sin
excepciones que es la oferta universal de la gracia. En adelante, para hablar así habrá que hacerlo fuera de
la Iglesia, y esto es lo que hará Calvino, resucitando el tema de la predestinación desde la aguda percepción
del señorío de Dios.
Y es que, aunque se ha desterrado el lenguaje de la predestinación, no se han sacado las consecuencias
que ello implica para el lenguaje sobre Dios y para el conocimiento de Dios. La idea filosófica del señorío
-filtrada además por la mediación aristotélica de la noción de causalidad- va a crear infinidad de problemas
a los teólogos postridentinos. Leyendo textos del s. XVI, impacta la poca sensibilidad de los grandes
teólogos al dato de que Dios es Amor y se ha revelado como tal, y desea la salvación de todos. Siguen
prisioneros del esquema mental de que Dios es Causalidad. La verdad bíblica les dice en realidad poco,
hacen de ella la más cerca cicatera de la exégesis (recuperando, por ejemplo, la sutileza agustiniana de que
"todos" significa "todos los grupos humanos"). El que muchos hombres -según ellos- se condenen tampoco
parece decirles nada: el deseo paulino de "ser anatema por los hermanos", que tan magníficamente traduce
la voluntad salvífica de Dios, no se percibe en ellos. Toda la obsesión de sus teologías será mostrar que Dios
es justo cuando deja condenarse a hombres innúmeros, no sacándolos de la "massa damnata" o no dándoles
el auxilio que El sabe eficaz. Y, sobre todo, sigue funcionando en ellos el presupuesto de que "gracia"
equivale a "ventaja" y que una gracia dada a todos ya no es gracia. Sólo la bondad humana de Francisco de
Sales parece escapar a estas teologías.
Pienso que era necesario evocar sumariamente estas teologías, porque en ellas se fueron gestando dos
de los rasgos más negativos con que el catolicismo entrará en el mundo moderno, que suelen calificarse
como "el cristianismo del miedo" y la "religiosidad individualista" y a los que sólo parece que debe
importarles la salvación propia. Un miedo a Dios que se convertirá, lógicamente, en miedo a la vida, a la
histórica y a la modernidad. Y un individualismo de la salvación que pasará, lógicamente, a convertirse en
un frío individualismo de la vida, reforzando uno de los rasgos ambiguos de la modernidad: si otro está
"condenado", no estoy obligado a salvarlo, puesto que es su culpa. La realidad de los otros no me interpela
ni me obliga a nada positivo. En todo caso, me llamará a una ayuda supererogatoria e interesada. De todo
este individualismo radicalmente antifraterno quizás había sido modelo el calvinismo, como en seguida
diremos, hasta que K. Barth destrozó literalmente el tema calvinista de la predestinación, al presentarlos
como predestinación colectiva o universal.

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –72


3.2. Escolástica
3.2.1. Nuevos centros de interés
La síntesis de Orange permaneció mucho tiempo sin influir directamente en las escuelas teológicas de
la edad media, en las que la doctrina de la gracia adoptó otras sistematizaciones: en el marco de una doctrina
de la virtud, en el de una pneumatología que destacaba muy positivamente el principio del amor y,
finalmente, en el marco de una escolástica fuertemente influida por Aristóteles. Pero la herencia agustiniana
estaba presente por doquier.
La gracia como principio de la virtud
La herencia agustiniana se dejaba sentir mucho más que en la necesidad de concebir la gracia como
una realidad centrada en el pecado y en la justificación. La búsqueda radical de una fundamentación bíblica,
así como de las huellas de una experiencia pastoral y espiritual perceptible en ella, pudo también ser muy
útil para una visión de las relaciones de la gracia con sentido positivo y práctico, por ejemplo, cuando se
trataba del obrar y de la virtud de quien está en gracia de Dios. A este respecto permítasenos citar
simplemente a los teólogos Anselmo y Abelardo. Ambos buscaban un concepto del obrar honesto y probo.
Anselmo de Canterbury (+ 1109) veía la acción de la gracia preferentemente en la creación de la
rectitudo, de la rectitud de las energías volitivas en el obrar virtuoso. La gracia hace posible el obrar moral;
y planta en el alma unas cualidades morales, que van mucho más allá de su capacidad natural de obedecer
el orden querido por Dios; estas cualidades, en virtud de una «secuencia» y «acompañamiento» constantes
de las muestras de gracia, pueden resistir las tentaciones y los asaltos enemigos. En un plano meramente
psicológico esa permanencia y robustecimiento de la actitud cristiana es un hecho de experiencia.
Innumerables fieles deben en buena parte a la gracia no sólo la disposición a la penitencia y el perdón de
los pecados, sino también, y sobre todo, la edificación y consumación de una existencia conforme al querer
de Dios y, por tanto, recta (cf. De conc. 4; Opera II, 267s).
Abelardo (+ 1142) traza una estructura de las virtudes que bien podría calificarse de arquitectónica. La
gracia de la inhabitación pone en el alma espiritual la virtud de la fe como fundamento, edificando encima
la caritas y las demás virtudes. Quien así es edificado espiritual y religiosamente por Dios, es un hombre
mayor de edad, provisto de sus propias energías, ideas y proyectos de vida (hoy hablaríamos tal vez de una
personalidad madura e integrada, o de una autoformación plenamente lograda), de modo que ya no necesita
de un auxilio especial de la gracia para cada uno de los pasos de la vida moral. Por voluntad del creador
existe una responsabilidad y autonomía personales y en el orden moral y religioso (cf. Comm. in Rom.
11,5,1-5; 111,8,1-28; PL 178,859-863; 897-910). Pelagio había pensado algo parecido. Entre ambos
teólogos puede advertirse un pensamiento fuertemente orientado hacia la teología de la creación. Se encuen-
tran evidentemente en la idea de que la gracia es ya una realidad de creación y que como tal se desarrolla
posibilitando la racionalidad y la libertad del hombre; empieza por hacerle racional e independiente, y de
ese modo lo santifica.
El Espíritu Santo como «caritas»
Pedro Lombardo (+ 1160) hace rimar asimismo gracia y virtud, pero en un contexto completamente
pneumatológico. El espíritu Santo se desarrolla a la vez en gratia y virtus. Pedro Lombardo piensa hacer
justicia a Pablo y Agustín, cuando comenta a propósito de Rom 5,5: «El Espíritu Santo es el amor del Padre
y del Hijo, con el que se aman mutuamente y nos aman a nosotros. Pero hay que añadir que el mismo
Espíritu Santo es también aquel amor {caritas) con que nosotros amamos a Dios y al prójimo.» Esa caritas,
que nosotros practicamos siempre que amamos a Dios y al prójimo, «se llama el Espíritu Santo que ha sido
enviado a nosotros o que se nos ha dado.» Y «quien ama al amor, con el que ama al prójimo, ama con él a
Dios mismo, porque Dios es amor, es decir, Espíritu Santo» (I Sent., dist. 17, c. 1; PL 192 564).
El texto no se caracteriza ni por su agudeza exegética ni por su lógica estricta. Admira que identifique
sin más la caritas en todas sus formas con la tercera persona de la Trinidad y, a la inversa, que identifique a
ésta con aquéllas. El propio Pablo distingue en Rom 5,5 entre la agape, que ha sido derramada en nuestros
corazones, y el Espíritu que nos ha sido dado, y por el que eso sucede. El donante o mediador no se identifica
sin más con el don. Sigue siendo el sujeto al que se le atribuye el objeto, que es «la ágape de Dios» en su
realización. En el período siguiente la escolástica aportará un esclarecimiento con su distinción entre «gracia
increada», que es el Espíritu Santo o Dios con su auto-comunicación, y «gracia creada», que consiste en el
amor que el Espíritu o Dios crea en nosotros; esta distinción hace sin duda mayor justicia a Pablo y
ciertamente ayuda a evitar la confusión de creador y criatura.

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –73


No obstante, hay que valorar positivamente la tentativa de Pedro Lombardo desde la teología de la
gracia, porque implícitamente llama la atención sobre el texto de Jn 4,8 —Dios es ágape—, a menudo
olvidado, remitiéndose así a la condición que hace posible cualquier tipo de gracia como auto-comunicación
de quien ama eternamente. Esa auto-comunicación se realiza —de acuerdo con la concepción neo-
testamentaria— de un modo absolutamente libre, hasta el punto de que el amor, que Dios es, suscita aquel
amor que nosotros tenemos a Dios, al prójimo y a nosotros mismos.
La objetivación y despersonalización del Espíritu Santo —que va en Agustín representaba un peligro
real por la equiparación in-diferenciada con la relación amorosa entre el Padre y el Hijo— la evita de forma
magnífica Ricardo de San Víctor (+ 1173) al destacar claramente al Espíritu Santo como persona, y más en
concreto la tercera persona de la Trinidad amada por el Padre y el Hijo y que juntamente con ellos ama
también al mundo. De ese modo el Espíritu amoroso de Dios, como soberano sujeto operativo, da a los
hombres todo amor [De Trin. IV, 10 y 14; PL 196,892), tanto el que nos gratifica a nosotros como aquel
otro que nos permite amar a Dios y a nuestros semejantes mostrándonos compasivos con ellos.
Diversos modos de ser y de obrar de la gracia
En contraste con la equiparación mística y nebulosa de la gracia con el Espíritu de Dios, Pedro
Lombardo introduce también algunas categorías con aire perfectamente técnico: gracia «operante»,
«cooperante», «preveniente» y «auxiliar» (Sent,, dist. 26, c. 1-3; ibíd., dist, 27, c. 3s). En el período siguiente
adquieren carta de naturaleza otras «subdivisiones», como «gracia habitual», «actual», «santificante»,
«justificante», así como la distinción —básica— entre gracia «increada» y «creada».
Sería injusto burlarse de la escolástica a causa de ese desarrollo —que en definitiva sólo reduce a
conceptos la herencia agustiniana— como de una «teología de múltiples gracias». Ciertamente que en las
argumentaciones de escuela la pluralidad de designaciones de los modos de ser y de obrar de la gracia podía
ocultar su unidad fundamental en Dios y como conducta del Dios único. Además, una catequesis vulgar y
decadente dio ocasión a cuantificaciones computables de las «gracias» o a una enfatización crasa del
respectivo «estado de gracia» individual como contraposición al «estado de pecado». Peto el propósito de
los grandes doctores era perfectamente conforme a la Biblia: desarrollar un razonamiento oportuno acerca
de la gracia única y los numerosos dones divinos de gracia.
Pues bien, a la mayoría de ellos les pareció singularmente oportuna la introducción de algunos
conceptos aristotélicos en la doctrina de la gracia, máxime cuando todo el pensamiento científico de la época
había emprendido ese camino, cosa que posibilitaba la actualización de la doctrina de la gracia. A partir de
entonces fueron sobre todo los conceptos de habitus, qualitas y el binomio materia-forma los que jugaron
un papel importante.
Habitus podía contribuir a la definición del status ontológico del llamado «estado de gracia»; es decir,
de lo que Pablo había designado como «estar en la gracia». En ese contexto puede emplearse la expresión
gratia habitualis en el sentido de la disposición libremente otorgada por Dios, pero firmemente y de forma
duradera anclada en el ser de quien la recibe; con ello puede definirse la realidad sustentante de las tres
virtudes que sólo pueden darse con la gracia y que son fe, esperanza y amor.
Qualitas significa una capacidad permanente, infundida por el Dios bondadoso en el alma humana,
para recibir las influencias divinas como connaturales; es decir, como la disposición del receptor para
percibirlas como influjos familiares y nada extraños.
Materia y forma adquieren asimismo una función ontológica en la solución del problema de cómo la
gracia puede formar una unidad interna y operacional con el agraciado. Puesto que «materia» designa según
Aristóteles el componente indeterminado y necesitado de determinación en una realidad, el término parece
apropiado para designar al hombre en su disposición somática y anímica, por cuanto que ha de prepararse a
la recepción de la gracia. Por su parte, «forma», o el componente determinante y decisivo que define y como
tal «informa» la materia, corresponde a la gracia que justifica y santifica. Así, se habla de la «forma de la
gracia» en el alma, que proporciona a ésta la «disposición» necesaria para su unión creyente, esperanzada y
amorosa con Dios. En una palabra, el lenguaje de materia y forma, que en principio parece absolutamente
abstracto, remite en el lenguaje escolástico al conocimiento creyente atestiguado en la Biblia: por gracia
viene el hombre constituido en la vida de gracia.
3.2.2. La teología de la gracia en Tomás de Aquino
Fuentes tomasianas
¿De qué fuentes bebe Santo Tomás? ¿De dónde proceden los materiales de construcción con los que
realiza su síntesis? ¿Cuál es su piedra angular? ¿Qué estilo sigue su construcción?

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –74


La fuente de las fuentes es para él, sin duda alguna, la Sagrada Escritura, que él analiza con unos
recursos exegéticos más cercanos a los nuestros de hoy que a la forma de exposición de un Agustín,
fuertemente influenciada por el simbolismo y la polémica. En su razonamiento sobre la gracia de Dios
Tomás recurre sobre todo a la tradición paulina.11 Cita además el Evangelio de Juan y los textos del Antiguo
Testamento que ya eran importantes para la teología de la creación: los profetas, la literatura sapiencial, los
Salmos y el Génesis. Su manejo de la Escritura aparece como digno de crédito incluso a los ojos de los
teólogos actuales. Al menos en el planteamiento, y en la consiguiente sistematización hermenéutica actúa
como quien intenta destacar los principios de interpretación decisivos de la doctrina de la gracia, que saca
de la Biblia y que como norma normans, como norma normativa, pone por encima de todas las otras
autoridades, como son patrística, el magisterio y la reflexión filosófica.
En su tratado de la gracia la doctrina de los padres está representada principalmente por el omnipresente
Agustín y, en escala mucho más modesta, por el Pseudo-Dionisio. Este último aporta elementos de la mística
al material de construcción tomista. Personalmente, Tomás de Aquino presenta una devoción impregnada
de misticismo. Los maestros de la espiritualidad, como Eckhart y más tarde Juan de la Cruz, seguirán
gustosos su teología. El lenguaje conceptual lo proporciona en gran medida Aristóteles y, en menor
proporción, un determinado platonismo.
Es imprescindible considerar el lugar en que Tomás madura el desarrollo de su doctrina de la gracia
(STh. I-II, q. 109-114). Con ello se muestra heredero de la teología escolar de comienzos de la edad media;
porque es a la «escuela» a la que indudablemente quiere servir con su Summa que, por estar destinada a los
estudiantes de teología, redactó en un lenguaje didáctico y sencillo.
Plan general y lugar de la teología de la gracia en la Suma Teológica
En el programático prólogo de la q. 2, de la I pars, Santo Tomás comienza por reafirmar la intención
general de toda su obra: “Dei cognitionem tradere, et non solum secundum quod in se est, sed etiam
secundum quod est principium rerum et finis earum, et specialiter rationalis creaturae”.12 La teología es
conocimiento de Dios, porque todas las cosas se consideran a la luz de Dios. De modo specialiter, es objeto
de estudio teológico el hombre en su dinamismo de retorno hacia Dios.13 Todo el orden de la exposición y
las tres grandes divisiones de la Suma están hechas en función de Dios: “primo tractabimus de Deo; secundo,
de motu rationalis creaturae in Deum; tertio, de Christo”.14
1. El plan general. Muchos comentadores del contenido de la Suma no han recalado suficientemente
en la importancia del plan general de la obra expuesto en el prólogo citado y su grandiosa simplicidad:
hablar de Dios y de todas las cosas “a la luz de Dios, en su relación con Dios y en tanto le manifiestan”.15
El orden del conocimiento teológico, las leyes generales que regulan el desarrollo de la sacra doctrina y la
jerarquía de verdades teológicas son articulados por Tomás en torno a estos dos conceptos: ipse Deus; ut
principium et finis:
“Ambos aspectos son prácticamente inseparables, pero hay que mantener el orden de los mismos: Dios en
sí mismo, es decir, en su esencia y en sus Personas; Dios principio y fin, es decir, origen y término de lo creado
en su naturaleza y en su economía –y de manera especial, de las criaturas espirituales ordenadas a la posesión
personal de Dios–. La teología es ante todo contemplación, porque es conocimiento de Dios y de todas las cosas
en Dios; es también ciencia práctica, porque ordena un proceso hacia Dios; no es posible separar totalmente

11
Tomás sigue una tradición bíblica reflejada claramente en sus comentarios a los textos paulinos, enriquecidos por la
tradición agustiniana. Cf. L. D. MALASPINA, Tota lex Christi pendet a caritate. La ley nueva, hermenéutica definitiva
de la ley natural en la perspectiva de Santo Tomás de Aquino, Buenos Aires, Agape, 2012, 336.
12
“El objetivo principal de esta doctrina sagrada es llevar al conocimiento de Dios, y no sólo como ser, sino también
como principio y fin de las cosas, especialmente delas criaturas racionales”. Seguimos la traducción de SANTO TOMÁS
DE AQUINO, Suma de Teología, Madrid, Edición dirigida por los Regentes de estudios de las Provincias Dominicanas
de España. Tomos I-V, BAC maior. 1988-1994.
13
La muy estudiada cuestión del reditus. Cf. J.-P. TORRELL, Iniciación a Tomás de Aquino: su persona y su obra,
Navarra, EUNSA, 2002, 170. También J. PRADES, Deus specialiter est in sanctis per gratiam. El misterio de la
inhabitación de la Trinidad en los escritos de Santo Tomás, Roma, PUG, 1993, 356.
14
STh, I q .2 prol. “…en nuestro intento de exponer dicha doctrina trataremos lo siguiente: primero, de Dios; segundo,
de la marcha del hombre hacia Dios; tercero, de Cristo, el cual, como hombre, es el camino en nuestra marcha hacia
Dios”. También cf. G. LAFONT, Estructuras y método en la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino, Madrid, Rialp,
1964, 25.
15
Ibíd., 25.

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –75


estos dos puntos de vista. De ahí fluyen las leyes del conocimiento teológico”.16
La importancia de ofrecer sólidos cimientos a la moral es actualmente reconocida como una intención
central para la redacción de la Suma Teológica, donde el Aquinate “quería colmar la laguna más importante
dando a la teología moral la base dogmática que hacía falta”.17 La motivación vital inmediata para la
composición de la Suma, parece haber nacido en Orvieto (1261-1265) cuando Tomás es encargado de la
enseñanza regular de los hermanos, con el objetivo de prepararles mejor para la predicación y confesión, las
dos misiones principales confiadas a los dominicos por el papa Honorio III. Su primer cometido al ser
nombrado ‘lector conventual’ es la formación de los frailes con vistas a la práctica pastoral, cosa que venía
haciéndose con toda una serie de manuales de moral de la época:
“Tomás aprovecha esta época de enseñanza de moral pastoral para iniciar lo que volverá a retomar con más
amplitud en la Secunda Secundae, porque se da cuenta del carácter parcial y lleno de lagunas de esta formación
casuística de los predicadores dominicos. No solamente carecía de inteligibilidad de conjunto, ya que se
contentaba con poner las diferentes virtudes, o los diferentes pecados, o incluso los diversos sacramentos uno
al lado del otro para examinar los problemas concretos que se planteaban en cada uno, sin preocuparse de
fundamentar las razones evangélicas, sino que sobre todo la formación propiamente dogmática en las grandes
verdades de la fe cristiana estaba peligrosamente descuidada. Tomás aprovechará esta experiencia en Orvieto
para redactar la Suma Teológica algunos años más tarde”.18
Por eso mismo rechaza el dilema de si la doctrina sagrada es ciencia especulativa o práctica, 19
contemplación de Dios o análisis moral, por el simple hecho que al recibir su unidad de la Revelación
trasciende la distinción, y contempla todas las cosas a la luz de Dios:
“Ahora bien, y esto es importantísimo, la ciencia de Dios en sí misma está por encima de estas categorías:
en el mismo acto en que se conoce a sí mismo conoce su obra. Se ve perfectamente cómo se encadenan las
ideas: la doctrina sagrada nos ordena a la salvación al comunicarnos la Revelación de esa salvación, es decir,
un conocimiento anticipado de Dios; no es otra cosa que una participación del conocimiento que Dios mismo
tiene de sí mismo y de su obra; es como si se nos concediera un modo divino de entender, cuyo objeto son Dios
y su obra y gracias al cual podemos dirigirnos hacia Dios”.20
Considerada como saber práctico, en su esfuerzo de dirigir el obrar cristiano, la teología no pierde su
dirección contemplativa, ya que se encuentra permanentemente dirigida por la consideración de Dios, que
es el Fin con vistas al cual se toman todas las opciones, y el Bien con relación al cual se sitúan todos los
demás bienes. Hablar de Dios como principio y fin no es una opción puramente teórica sino que concierne
a toda la vida cristiana. Porque Dios es la fuente del ser y de la vida, es también la realización de todos los
deseos y de todas las acciones.21
Son numerosos los estudios dedicados a la comprensión del plan global de la Suma, que ha sido objeto
de un profundo debate. Más allá de los pormenores en los que no podemos entrar aquí, lo que mayormente
se ha buscado es comprender la conexión de la Suma con la historia de la salvación, y especialmente el lugar
que la persona de Cristo ocupa en ella.22 De modo análogo, en una perspectiva contemporánea de renovación

16
Cf. Ibíd., 504.
17
TORRELL, Iniciación a Tomás de Aquino: su persona y su obra, 163. Cf. L. E. BOYLE, The setting of the Summa
theologiae of Saint Thomas, Pontifical Institute of Mediaeval Studies, 1982, 15s. La desconexión entre la dogmática y
la moral es un problema de vieja data, ciertamente vigente también en nuestro tiempo. Cf. L. MELINA - (DIR.), El actuar
moral del hombre: moral especial, Valencia, Edicep, 2001, 41.
18
TORRELL, Iniciación a Tomás de Aquino: su persona y su obra, 135. Subrayado nuestro. Las fechas de redacción de
la Suma constituyen todavía un tema debatido entre los eruditos. Torrell recoge las hipótesis más firmes y concluye
con bastante certeza que la I pars fue redactada en Roma (hasta septiembre de 1268); la I-II se situaría en París durante
el verano de 1270; la II-II hacia diciembre de 1271; la redacción de la III pars habría empezado en París, a finales del
invierno de 1271-1272, y continuado en Nápoles hasta el 6 de diciembre de 1273. Cf. Ibíd., 165. Nos resulta
profundamente significativo el fundado reconocimiento que Torrell realiza de esta motivación pastoral de la redacción
de la Suma.
19
STh, I q. 1, a. 4.
20
LAFONT, Estructuras y método en la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino, 505. Subrayado nuestro.
21
Cf. TORRELL, Iniciación a Tomás de Aquino: su persona y su obra, 176.
22
El artículo de M.-D. CHENU, "Le plan de la somme théologique de S. Thomas", Revue Tomiste 47 (1939) 93-107 es
señalado como el comienzo de la discusión al atribuir un carácter central en la estructura de la Suma al esquema
neoplatónico exitus-reditus, pero sólo después de 1950 se sucedieron los estudios. Cf. TORRELL, Iniciación a Tomás
de Aquino: su persona y su obra, 169; A. HAYEN, San Tommaso e la vita della Chiesa oggi, Editoriale Jaca Book,

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –76


de la moral, varios estudios han dedicado su atención a fundamentar la centralidad cristiana y evangélica
que una mirada complexiva de la Suma ofrece sobre toda la sistematización moral de la secunda pars.23
2. La parte moral. Dentro de su perspectiva de ‘todas las cosas a la luz de Dios’, la prima pars
constituye un conjunto coherente que en cierto modo se basta a sí mismo. Responde a su título y programa:
estudiar a Dios bajo los tres grandes aspectos de su revelación: uno, trino, creador. A la luz de Dios es
presentada su obra en las creaturas, pero el tema del hombre requiere una consideración más extensa y
completa, y a ella Tomas habrá de consagrarse delicadamente. La encrucijada del hombre, creado por Dios
en una situación privilegiada y llamado a hacer suya, libre y personalmente, la condición perfecta de imagen
de Dios, da su unidad formal a la secunda pars, con su doble tratamiento in genere (I-II) in specie (II-II).
Sorprende la simplicidad con que aquí se organiza todo el enorme y complejo conjunto de consideraciones
morales a tratar:
“consideraciones tan finas y detalladas en dos categorías esenciales: como se trata de hablar del regreso del
hombre a Dios, su fin último, va a considerar primeramente este fin en él mismo (qq1-5: la beatitud), y en
segundo lugar los medios por los cuales el hombre alcanza este fin, o al contrario se aparta del mismo.
Esta categoría ‘medios’ es extremadamente amplia, ya que alcanza dos volúmenes. En un primer tiempo
(Prima Secundae), Tomás estudia detalladamente, antes que nada, los actos humanos (qq6-89), como
formalmente humanos, es decir, voluntarios y libres, y en consecuencia susceptibles de bondad o maldad (qq6-
21), y las pasiones del alma (qq22-28); después son tratados los principios interiores que califican las potencias
del hombre, es decir, los hábitos, buenos o malos, vicios o virtudes en general (qq49-89), y finalmente los
principios exteriores que influyen en el obrar humano: la ley (qq90-108) y la gracia (qq109-114)”.24
Entre estos principios extrínsecos de los actos humanos, se halla el tema de nuestra materia: la gracia.
Antes de entrar en ella hay toda una concepción de la actividad humana importante de ser destacada en una
lectura complexiva de la secunda pars, que nos parece central para la teología contemporánea: todo el
análisis de la vida moral se centra en la primacía del acto. Los demás elementos de la moral –ley y gracia,
virtudes y dones; vicios y pecados–, intervienen como principios que solo adquieren realidad en el acto.25
Esto obedece sencillamente a que la imagen de Dios se ubica en el dominio que el hombre tiene de su
actividad. Dios es acto puro; el hombre, actúa dinámicamente su ser imagen de Dios a través de su actividad
propia de conocimiento y amor. A través de sus actos realiza el hombre la semejanza dinámica con Dios de
la que habla el prólogo de la I-II:
“después de haber tratado del ejemplar, de Dios, y de cuanto produjo el poder divino según su voluntad (cf.
STh I. q.2 introd.), nos queda estudiar su imagen, es decir, el hombre, como principio que es también de sus
propias acciones por tener libre albedrío y dominio de sus actos”.26
Tomás no trata la actividad humana de modo aislado –recortando o poniendo bajo sospecha la relación
con Dios como es propio del pensamiento moderno–, sino que en tanto teólogo trata del ser ‘a imagen’ sólo

1993; Y. M.-J. CONGAR, "Le moment “économique” et le moment “ontologique” dans la Sacra Doctrina. Révélation,
Théologie, Somme Théologique", Mélanges offerts à M.-D. Chenu (1967) 135-187; LAFONT, Estructuras y método en
la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino, 3s. O. H. PESCH, Tomás de Aquino: límite y grandeza de una teología
medieval, Barcelona, Herder, 1992, 464. Cf. TORRELL, Iniciación a Tomás de Aquino: su persona y su obra, 170s. G.
CELADA LUENGO O.P., "Introducción a la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino", en: SANTO TOMÁS DE AQUINO,
Suma de Teología I. Edición dirigida por los Regentes de Estudios de las Provincias Dominicanas en España, Madrid,
BAC, 3-52, 22s.
23
Cf. S. T. PINCKAERS, Las fuentes de la moral cristiana: su método, su contenido, su historia, Pamplona, EUNSA,
1988, 227; S. T. PINCKAERS, El Evangelio y la moral, Barcelona, EIUNSA, 1992; J.-M. AUBERT, "La morale catholique
est-elle évangélique?", en: YANNARAS CH.-R MEHL-JEAN-MARIE AUBERT, La Loi de la liberté. Evangile et morale,
Paris, Maison Mame, 1972, 119-158; J. L. GONZALEZ-ALIO, "Cristo, la nueva ley", Scripta theologica 28 (1996) 847-
867; MALASPINA, Tota lex Christi pendet a caritate. La ley nueva, hermenéutica definitiva de la ley natural en la
perspectiva de Santo Tomás de Aquino, 312s; 415s.
24
TORRELL, Iniciación a Tomás de Aquino: su persona y su obra, 168. Subrayado nuestro.
25
El término «principios» no se refiere a las verdades fundamentales del orden moral, sino a las realidades que influyen
de alguna manera en el acto humano sin ser principios constitutivos del mismo -los intrínsecos de los que ya se ha
hablado antes-. Son principios extrínsecos a la esencia del acto mismo, pero que tienen influjo en él.
26
STh, I-II, prol. La tesis de Noriega explicita en la ‘crisis averroista’ un motivo externo que obliga al Aquinate a
precisar enormemente en la Suma Teológica, respecto de sus anteriores escritos, su pensamiento acerca del actuar
humano y de la libertad: Cf. J. NORIEGA, “Guiados por el Espíritu”. El Espíritu Santo y el conocimiento moral en
Tomás de Aquino, Roma, PUL-Mursia, 2000, 332s.

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –77


después de haber tratado del Modelo, y siempre a su luz y en relación con Él. 27 Por eso mismo, la
consideración del acto es precedida por el tratamiento del fin, dando lugar a una perspectiva profundamente
teológica. La visión global de la moral de la Suma, lejos de presentarse de modo ‘normativo’ constituye una
‘perspectiva del sujeto agente’ en su tensión hacia el bien. 28 Lo que está en primer lugar para Tomás es la
actividad del hombre en su camino de retorno a su principio. Esto es importante de ser captado, puesto que
no está en primer plano el acto singular en su conformidad o no con ley, sino la vida y actividad del hombre
como imagen de Dios con su vocación a la bienaventuranza a la que ha de responder libremente. De allí que
la felicidad perfecta es propuesta como el criterio supremo de la moralis consideratio, ya que la imagen de
Dios en el hombre es dinámica y su grado máximo es la bienaventuranza perfecta:
“¿En qué consiste ese máximum? En imitar a Dios en su actividad infinita de conocimiento y amor de sí, en
una palabra, en su vida… En esta perspectiva es evidente que el ser «a Imagen» se realiza al máximum en la
bienaventuranza; el bienaventurado es Imagen «según la semejanza de la Gloria» porque ejerce de manera
actual su actividad suprema: conocer y amar a Dios tal cual es en sí mismo, secundum quod homo Deum actu
cognoscit et amat perfecte”.29
Sólo Dios hace al hombre bienaventurado, pero no obstante la gratuidad de la bienaventuranza, el
hombre está llamado a buscarla imitando a su ejemplar a través de sus actos libres, y con ellos Dios coopera
instruyendo por la ley y ayudando por la gracia.30 Precisamente en éste marco Tomás tiene habla de un uso
de la gracia -usus gratiae-, dando lugar a una verdadera ‘teología de la historia’. El movimiento hacia el fin
no está establecido por un ciego determinismo, sino que necesita –en razón de la misma dignidad de la
imago– la respuesta histórica del hombre tanto a la instrucción de la ley como a la ayuda de la gracia, los
dos principios exteriores mediante los cuales Dios dirige y ayuda al hombre libre:
“Dentro de esta dinámica de cooperación, de sinergia, la acción humana, guiada por la ratio, revela algo del
ejemplar, es decir, de Dios. Y a la vez, es mediante sus acciones cómo la creatura, construye la propia via de
retorno a su Principio; una via que a la luz de la I y III pars, encuentra su auténtica forma de inspiración
teológico-trinitaria y su concreción cristológica. En efecto, Santo Tomás coloca la ley nueva de Cristo en la
cima de la moral, luego de haber estudiado los elementos fundamentales del dinamismo propio de la imago.
Los actos humanos (ea quae sunt ad finem) preparan de este modo aquel acto plenificante de donde toman
sentido, la beatitudo, concebida como un acto de comunión, participación gratuita de la vida intra-trinitaria”.31
Para comprender la teología de la gracia de santo Tomás nos parece importantísimo comprender que
la moción divina no es la negación del voluntario, sino que al contrario, Dios obra suscitando la actividad
histórica del hombre libre. El movimiento de la creatura racional a Dios se realiza en dos planos: uno
histórico-salvífico, propio del tiempo presente en que el homo viator desarrolla su inteligencia, libre albedrío
y dominio de sus propios actos (motus), y otro escatológico, en el que la temporalidad se consuma como
destino, en la contemplación plena de Dios (finis). La luz que la bienaventuranza eterna ofrece a los actos
humanos temporales es aquí muy importante. Los actos humanos -ea quae sunt ad finem- son ya una cierta
medida y realización anticipada de la felicidad eterna. Todo acto humano -en cuanto que procede de la razón
y de la voluntad- imita al acto de Dios y de este modo constituye una primera realización de la actividad
perfecta.
En el plano del conocimiento de Dios por la fe, la vida de este mundo es ya una participación de la
bienaventuranza que se adapta a la condición temporal del hombre.32 Pues, la vida cristiana es participación
en la Vida divina por el conocimiento y el amor. De ahí que propiamente hablando, no habría que establecer

27
Cf. LAFONT, Estructuras y método en la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino, 178.
28
G. ABBÀ, Felicidad, vida buena y virtud: ensayo de filosofía moral, Barcelona, EIUNSA, 1992, 107s. Parece
interesante mencionar al menos aquí la diferencia de esta visión auténticamente Tomista, que suele denominarse ‘ética
de la primera persona’, desarrollada en la perspectiva del sujeto agente en su tensión hacia el bien, con aquella otra
más propia de la ética moderna que desde Hobbes y Suárez en adelante se configura como una ‘ética de la tercera
persona’ dirigida a la regulación de los actos desde el punto de vista de un observador neutral -el juez o el confesor-.
Al respecto Cf. L. MELINA - J. NORIEGA - J. J. PÉREZ-SOBA, La plenitud del obrar cristiano: dinámica de la acción y
perspectiva teológica de la moral, Madrid, Palabra, 2001, 51.
29
LAFONT, Estructuras y método en la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino, 284.
30
STh, I-II, q. 90, prol. “Principium autem exterius movens ad bonum est Deus, qui et nos instruit per legem, et iuvat
per gratiam.”
31
MALASPINA, Tota lex Christi pendet a caritate. La ley nueva, hermenéutica definitiva de la ley natural en la
perspectiva de Santo Tomás de Aquino, 42.
32
Cf. LAFONT, Estructuras y método en la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino, 192.

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –78


entre los actos del hombre peregrino y el fin último de la perfecta beatitudo una relación de medio a fin,
sino más bien de semejanza y participación. Es de gran ayuda en este punto, la distinción entre felicidad
perfecta e imperfecta. La primera colma plenamente la noción de felicidad y consiste exclusivamente en la
contemplación de Dios. En cambio, la felicidad imperfecta participa de la perfecta a través de una cierta
semejanza, y consiste primariamente en el disfrute contemplativo, que es el bien superior de la vida humana,
y secundariamente en la vida activa, es decir, en la actividad de la razón práctica ordenando las pasiones y
las acciones humanas. El hombre a su vez desea por naturaleza no sólo la felicidad perfecta, sino también
toda participación o semejanza de ella.33 Si bien se trata de una felicidad humana e imperfecta -brevísima y
fugaz-, Tomás ilumina con ella toda una escala de valores de la actividad temporal y nos orienta hacia una
justa valoración de la felicidad terrena del cristiano que nos prepara también para comprender el sentido de
las bienaventuranzas evangélicas.
3. El tema central del acto libre es tratado en la prima secundae en dos niveles sucesivos que son el de
la estructura psicológica y el de su condicionamiento concreto. En el primero de estos planos el análisis se
concentra en el papel que juegan las facultades, la psicología del acto, el influjo de las pasiones, su valor
moral, social y religioso. Las cuestiones 6-48 ofrecen la explicación que da Tomás a la libertad de la criatura
ante Dios y constituyen ‘el primer grado de la concepción tomista de la historia’.34
El segundo nivel de la investigación sobre la condición concreta del acto humano, encuentra su unidad
en la teoría del hábito, de grandísima originalidad por su valor analógico (algo veremos luego al analizar la
recepción tomista de Tello y su aplicación a la cultura). Es interesante subrayar aquí, el afán de Tomás por
incorporar la preocupación sobre los diversos factores que influyen en la realización de un acto libre en el
hombre concreto. Este realismo de la acción -a menudo olvidado- es fundamental para una teología con
mentalidad histórica como la de nuestro tiempo. Con expresiones inauditas para Aristóteles y su escuela, el
Angélico utiliza la noción de hábito para analizar los diversos influjos del acto humano. El influjo del
hombre sobre sí mismo a través de sus vicios y virtudes adquiridas; la ayuda eficaz de Dios mediante la
infusión de las virtudes sobrenaturales y los dones del Espíritu Santo; el influjo en cada uno del obrar de los
demás por el hecho de la solidaridad humana –incluida la anti-solidaridad en Adán pecador–.35 Finalmente
el influjo de la economía histórica de la Redención, concretada por la sucesión de los dos testamentos con
sus leyes respectivas. La ley del evangelio es el culmen de toda esta perspectiva, al ser considerada como
un verdadero habitar de Dios,36 que por su Espíritu participa en los creyentes la gratia Christi capitis:
“En virtud del sacramento de su Humanidad, Cristo comunica gracia sobre gracia -1Jn 1,16- a aquellos
que, mediante la fe, se unen a Él, que es la Cabeza, como los miembros de su Cuerpo, que es la Iglesia. Y como
sabemos, aunque santo Tomás se refiera a la gratia Spiritus Sancti como apropiada o atribuida a la tercera
Persona de la Santísima Trinidad, esta gracia no es otra que la gracia de Cristo, o bien la gracia cristiana”.37
En el tiempo de la nueva alianza, con la ley nueva promulgada, el hombre, objeto de la acción salvífica
divina es alcanzado por el envío del Espíritu Santo, al que ya no sigue ninguna otra misión divina en este
tiempo mundano: “no puede darse estado más perfecto de la presente vida que el estado de la ley nueva,
pues tanto una cosa es más perfecta cuanto más se acerca a su último fin”.38 Valga solo como un anticipo

33
Cf. STh I-II, q. 3, a. 5 y 6. Cf. G. IRRAZÁBAL, Teleología y Teleologismo. La función del fin en la argumentación
moral según Servais Pinckaers o.p. y Bruno Schüller s.j., Roma, Pontificia Universidad Gregoriana, 1999,79.
34
Cf. LAFONT, Estructuras y método en la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino, 514.
35
El estudio de los hábitos en la prima secundae se organiza primeramente in genere (qq49-54); y luego in specie
(qq55-89), pero según el tipo: hábitos buenos, que son las virtudes y otras cosas afines a ellas, a saber, los dones,
bienaventuranzas y frutos (qq55-70) y hábitos malos que son los vicios y pecados (qq71-89). También una parte de la
teología del pecado original es desarrollada en este lugar (qq81-83) quedando incorporado así en la reflexión acerca
de los hábitos malos, que son una variante particular de los principios intrínsecos de la acción e implican la negación
del caminar recto y realizador de la persona. El tratamiento de la materia moral abarcará en la secunda secundae, para
cada una de las virtudes, el análisis de los dones correspondientes, los preceptos y los vicios opuestos. De todos modos,
consideramos que la visión tomasiana de la moral, dista mucho de caer en el «hamartiocentrismo». Cf. Ibíd., 229s.
515. Sobre los conceptos de anti-solidaridad y hamartiocentrismo, cf. L. F. LADARIA, Teologia del pecado original y
de la gracia. Antropología teológica especial, Madrid, BAC, 1993, 108. 129.
36
Cf. PRADES, Deus specialiter est in sanctis per gratiam. El misterio de la inhabitación de la Trinidad en los escritos
de Santo Tomás, 359s.
37
Cf. MALASPINA, Tota lex Christi pendet a caritate. La ley nueva, hermenéutica definitiva de la ley natural en la
perspectiva de Santo Tomás de Aquino, 257; J. TONNEAU OP, Saint Thomas d'Aquin. Somme théologique. La loi
nouvelle. 1a-2a , Questions 106-108. Traduction française, notes et appendices, Paris, Cerf, 1999, 235.
38
STh, I-II q. 106, a. 4.

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –79


de la centralidad del Espíritu Santo en la vida cristiana, la siguiente apreciación sintética:
“Ya sea en el tratado de la beatitud, ya en el tratado de los actos (en donde ve la necesidad que el primer
acto de la voluntad sea movido por Dios), ya como principio interno en los tratados de las virtudes infusas y
los dones del Espíritu Santo, o como principio externo que nos mueve al bien a través de la instrucción de la
ley y la ayuda de la gracia. En todos ellos el componente pneumatológico es decisivo”.39
Desde una mirada complexiva del plan global de la Suma podemos decir, a modo de conclusión, que
la concepción moral de Santo Tomás tiene lugar en un horizonte exquisitamente teológico. 40 La primera y
segunda parte tratan de la única historia de la salvación que está siempre referida a Cristo –tercera parte– y
en Cristo encuentra su centro. El hombre es concebido a imagen de Cristo, centro de la creación:
“Todas las creaturas salen de Dios y a él vuelven a su manera respectiva por medio de la semejanza. En ese
único objetivo final es el hombre, que ocupa el centro de la creación única, el que alcanza la imagen perfecta
de Dios. Tal es el sentido teológico de la historia, que se convierte así en historia de la salvación, desde antes
de la historia de Israel y del cristianismo y más allá”.41
De este modo, la vida moral está constituida por aquellos actos de la persona que la preparan y la
conducen a la bienaventuranza, el grado perfecto de la imagen de Dios, o al contrario obstaculizan o estorban
su camino hacia ella.42 La calificación de la vida moral no dependerá de la conformidad con la norma
establecida por la ley, sino por su cercanía con el fin que es Dios, cosa que sucede de manera perfecta bajo
el régimen de la ley nueva aunque de diferente modo: incoada in via, y plena in patria. Toda la segunda
parte de la Suma podría resumirse: Dios es principio y fin de la vida y de la actividad del hombre. Esta
concepción teo-antropológica de Tomás de Aquino está muy lejos de reducir la moral tanto a categorías
esencialistas o estáticas, como a cualquier tipo de criterios de juicio parcialmente humanos. Puede
sorprendernos también, por su notable distancia con la concepción ‘habitualista’ de la gracia y ‘normativa’
de la ley que ha caracterizado la interpretación moderna, e incluso contemporánea.43
En síntesis, el hombre, creado por Dios y llamado a hacer suya -libre y personalmente- la condición de
imagen de Dios, da su unidad formal a la moralis consideratio. Como se trata del motus creature rationalis
in Deum, Tomás considera primeramente el fin, y en segundo lugar los medios por los cuales el hombre
alcanza su fin último, o al contrario se aparta del mismo. El tratado de beatitudine, desarrollado después del
prólogo a la II pars –antes de la división–, indica el valor programático que el tema de la finalidad tiene
sobre toda la actividad humana.44 Desde la categoría ‘medios’ para llegar a la beatitud –ea quae sunt ad
finem– Tomás define los actos humanos como el objeto de estudio de toda la secunda pars, con su doble
faz: in genere, in specie. Es destacable la importancia que asigna a la actividad humana –su ‘teoría de la
acción’–, ya que todo el análisis de la vida moral se centra en la primacía del acto.45 Dios es acto puro; el
hombre realiza la semejanza dinámica con Dios a través de sus actos. Con la opción por estas categorías,
Tomás da prueba de la importancia central en su teología de lo real-concreto-histórico:
“Únicamente el acto tiene ser en realidad; sólo él es concreto y puede, propiamente hablando, tener un valor
moral y un contenido meritorio. Sólo el acto es el objeto primero de la reflexión moral, porque sólo en él se
realiza de hecho la semejanza dinámica con Dios de que habla el prólogo a la I-II”.46

39
Cf. NORIEGA, “Guiados por el Espíritu”. El Espíritu Santo y el conocimiento moral en Tomás de Aquino, 339.
40
Cf. MELINA - (DIR.), El actuar moral del hombre: moral especial, 24. Cf. PINCKAERS, Las fuentes de la moral
cristiana: su método, su contenido, su historia, 291.
41
PESCH, Tomás de Aquino: límite y grandeza de una teología medieval, 462.
42
STh, I-II, q. 6 prol: “de humanis actibus considerare, ut sciamus quibus actibus perveniatur ad beatitudinem, vel
impediatur beatitudinis via”.
43
Cf. S. PINCKAERS, La renovación de la moral, Estella (Navarra), Verbo Divino, 1971, 43. Cf. MALASPINA, Tota lex
Christi pendet a caritate. La ley nueva, hermenéutica definitiva de la ley natural en la perspectiva de Santo Tomás de
Aquino, 383.
44
Cf. NORIEGA, “Guiados por el Espíritu”. El Espíritu Santo y el conocimiento moral en Tomás de Aquino, 341. “De
este modo la felicidad, en la que se concreta el fin de la vida humana entra de lleno en el ordo disciplinae y se convertirá
en el eje central sobre el que construirá su moralis consideratio”.
45
Cf. LAFONT, Estructuras y método en la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino, 275: “esta perspectiva
concuerda con la síntesis del puesto tradicional que corresponde al acto humano en el pensamiento cristiano; como
también representa la interpretación que da Santo Tomás de la tradición griega recibida a través de Nemesio y San
Juan Damasceno”.
46
Cf. Ibíd., 205.

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –80


Por último, la moralis consideratio tomasiana se muestra muy conectada con la cristología y la
pneumatología particularmente en el de lege evangelii (I-II q 106-108). La centralidad del Espíritu Santo en
la vida cristiana se muestra decisiva en la Suma Teológica, tanto en el tratado de la beatitud, como en el de
los actos humanos, como principio interno de las virtudes infusas -con sus dones, bienaventuranzas y frutos-
o como principio extrínseco que nos mueve al bien a través de la instrucción de la ley y la ayuda de la
gracia.47 El dinamismo de la imago tiene su grado máximo en la historia cuando es promulgada la ley del
evangelio y el hombre es alcanzado por el envío del Espíritu Santo, al que ya no sigue ninguna otra misión
divina.48
Todo el movimiento hacia la beatitudo no es establecido por un ciego determinismo, sino que por su
misma dignidad, el hombre es ayudado en su caminar hacia la libertad plena de la bienaventuranza. Lo que
está en juego en la visión teológica de la moral de la Suma es la conjunción de la Providencia Divina con la
propia libertad del hombre en la historia.49 Con una clara dosis de realismo cristiano, tampoco Tomás deja
ausente de la moralis consideratio esa otra dimensión de la vida humana que opone resistencia a la gracia y
a su uso: el pecado.50 A la luz de la economía de la redención -considerada también en términos de amistad-
la ley evangélica aparece como amor de Dios derramado en el corazón y un principio nuevo para la acción.
En definitiva, el motus libre del hombre –imagen de Dios– tiene como origen el don de una amistad y a ella
conduce: “esta es la intuición que está en la base de la propuesta moral de Santo Tomás: en el contexto de
una relación personal, el rol del Espíritu Santo, como ley nueva, será generar y ser protagonista de esa
amistad”.51
Para la ‘teología de la historia de Santo Tomás de Aquino’, es claro que la moción divina no es la
negación del voluntario, sino que al contrario, Dios obra suscitando la actividad histórica del hombre libre.
La moción divina reviste modalidades diferentes según tratemos de la virtud infusa, de la ley o de la gracia.
En esta última nos concentramos a continuación.
3.2.2.1. Necesidad de la gracia (STh. I-II, q.109)
¿Para qué es buena la gracia,52 para qué es útil, necesaria y hasta indispensable? En primer lugar, se
contemplan —prescindiendo todavía de la gracia de la redención— los actos naturales del hombre, y más
en concreto los de su inteligencia y voluntad. El intelecto vive ante todo de una «luz natural», con la que
conoce, entiende y expresa la verdad en el marco del tiempo. De eso es capaz por sí mismo, sin la ayuda de
la gracia. En tales actos de conocimiento profano y de ciencia de la naturaleza se basta por sí mismo y en
virtud de su disposición creatural: «Y eso incluso en el estado de naturaleza corrompida» (cf. STh. I, q. 95,
a. 1). Dios, por su parte, mueve la inteligencia mediante la acción del Espíritu Santo, fuera de la
comunicación de la gracia justificante propiamente dicha (STh. I-II, q. 109, a. 1, ad1m).53
Otro es el panorama con las verdades de fe, que sobrepasaron con mucho la capacidad natural de
conocimiento y para cuya comprensión se hace necesaria una «luz» totalmente distinta. La confiere el
mismo Espíritu Santo, en tanto que «habita» en el conocedor por la «gracia que hace grato (al hombre a los
ojos de Dios) (per gratiam gratum facientem)-» (ibíd., a. 1, ad 1). Dios se deja aprender como «sol

47
Cf. NORIEGA, “Guiados por el Espíritu”. El Espíritu Santo y el conocimiento moral en Tomás de Aquino, 339.
48
STh, I-II q. 106, a. 4.
49
Interpreta Lafont que Santo Tomás tiene como trasfondo en su visión de la moral, el desenvolvimiento de la historia
de la salvación como una educación del pueblo de Dios hacia la libertad cristiana, más aún, como una orientación a la
donación del Espíritu: Cf. LAFONT, Estructuras y método en la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino, 275s. “en
su conjunto la I-II a no puede menos de aparecer como una obra maestra del saber teológico. Lo que más nos llama la
atención es la armonía que logra al conjugar la tradición griega de la libertad con la tradición latina de la gracia”. Para
la particularidad del planteamiento de la Suma en este tema de la libertad como el contexto histórico de su gestación
en la llamada ‘crisis averroísta’ Cf. NORIEGA, “Guiados por el Espíritu”. El Espíritu Santo y el conocimiento moral
en Tomás de Aquino, 332-338.
50
STh, I-II, q. 6 prol: “Porque es necesario llegar a la bienaventuranza mediante algunos actos, debemos estudiar los
actos humanos, para saber con qué actos se llega a la bienaventuranza y cuáles entorpecen su camino”.
51
MALASPINA,L Tota lex Christi pendet a caritate. La ley nueva, hermenéutica definitiva de la ley natural en la
perspectiva de Santo Tomás de Aquino, 238s. Acerca del papel decisivo que ocupa la amistad en el planteamiento
moral de la Suma. Cf. PINCKAERS, La renovación de la moral, 49.
52
Tomás emplea de manera menos consecuente la forma bíblica y agustiniana genitival de «gracia de Dios»
53
“Toda verdad quienquiera que la diga, procede del Espíritu Santo en cuanto infunde en nosotros la luz natural y
nos mueve a entender y expresar la verdad. Pero no toda verdad procede de él en cuanto habita en el alma por la
gracia santificante o nos otorga algún don habitual sobreañadido a la naturaleza".

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –81


reconocible» mediante una especial iluminación interior» (ibíd., ad 2).
Característico del intelectualismo del Aquinatense es que tiene la inteligencia por menos corrompida
que el libre albedrío por el poder del pecado. La humanidad pecadora puede conocer la verdad según Dios
más que querer el bien (ibíd., a. 2, ad 3). No obstante lo cual, la voluntad no está debilitada por la corrupción
de la naturaleza humana hasta el punto de que no pueda desear eficazmente un «bien particular» (bonum
particulare) en el ámbito de la vida temporal. Puede construir casas, plantar viñas (ibíd., a. 2, resp.). En otro
lugar otorga Tomás a la facultad volitiva natural el querer también el bien moral (STh. II-II, q. 23, a. 7, resp.
y ad 1: vera virtus, sed imperfecta) 54 , mencionando como ejemplos la conservación del Estado y el
sostenimiento de los progenitores. Aunque la voluntad esté enferma, puede sin embargo por sí misma hacer
algo por su sanación, aunque no alcanzar la curación completa. Para la práctica de la «virtud sobrenatural»
necesita incondicionalmente el auxilio de la gracia.
Así, sobre todo para «amar a Dios sobre todas las cosas». Cierto que también ese amor responde a lo
que la criatura desea y quiere por naturaleza. Y no sólo el hombre —el texto procede de Dionisio (De div.
nom. IV, 14; PG 3,711)—, sino las criaturas todas a las que el propio creador inclina al amor hacia él; ni
solo la criatura racional sino también las criaturas que carecen de razón y hasta las criaturas inanimadas.
Todo lo que existe diríase que propende como de un «modo connatural» al amor de Dios sobre todas las
cosas (STh. I-II, q. 109, a. 3, resp.). Por lo demás, sin concesión de la gracia, sin un don de Dios, a la voluntad
no le es posible la caritas como un amor de Dios espontáneo y beatificante (ibíd., ad 1). Una auténtica
simpatía por Dios la siente el agraciado. Sólo quien está en gracia se halla en condiciones de cumplir la ley
de Dios con buena disposición y de forma completa; sólo él puede ir más allá del conocimiento puramente
teórico y llegar a la correspondiente práctica gozosa, como enseña Agustín. ¿No está eso en contradicción
de Rom 2,14, donde se habla del cumplimiento de la ley por parte de los gentiles que se comportan de un
modo meramente natural y sin que haya mediado una revelación por gracia?
La respuesta puede ser una cita de Agustín (cf. De spir. et li XXVII,47; PL 44,229): «El Espíritu de la
gracia tiene la virtualidad de restablecer en nosotros la imagen de Dios según la cual fuimos creados
naturalmente.» Es significativo que Tomás no aduzca las declaraciones del obispo de Hipona que recortan
esa afirmación. Le basta con establecer que los gentiles, a los que Pablo se refiere, pueden observar la ley
que llevan escrita en sus corazones gracias al Espíritu Santo (STh. I-II, q. 109, a. 4, ad 1). Y como esos
gentiles, también los hombres rudos son preparados por la gracia a la recepción de la misma.
No hay aquí ningún círculo vicioso, conociendo la doctrina tomista de las múltiples formas de
actuación de la única gracia. Aquí ha de entenderse sin duda que Dios «por su propia mano» introduce a sus
elegidos en el ámbito de su vida divina, de modo que por gracia los mueve «en su interior» a aceptar su
inhabitación, su permanencia duradera (ibíd., a. 6, resp.). Dicha preparación incluye naturalmente el perdón
de los pecados, que Tomás compara con la resurrección de los muertos (ibíd., a. 7, ad 1). Mortal es, en
efecto, en muchos aspectos el desorden de la naturaleza que penetró en el mundo por el abandono original
del orden divino (ibíd. resp.). No que los pecadores, que somos todos, estuvieran tan completamente muertos
que no pudieran hacer ningún intento por «levantarse» de la muerte del pecado, si su «libre albedrío es
movido por Dios». Tomás supone un proceso interactivo, en el que la iniciativa pertenece a Dios: en el
proceso por el que el hombre quiere salir de la esclavitud su liberador pone su acto de gracia en favor del
que quiere salir (ibíd., ad 1).
Una vez liberado y «resucitado» espiritualmente, el hombre sigue necesitando la gracia, y la gracia
habitual, la que habita en él de un modo permanente, para poder vivir sin pecado. La cura produce la
curación, mas no la permanencia en la salud. La salud requiere un cuidado permanente (ibíd., 109, a. 8,
resp.). Además todavía no se ha conseguido que el curado disfrute de su estado de salud. Tiene que actuar,
que realizar buenas obras que merezcan la vida eterna. En esa honradez y rectitud en el obrar la gracia eleva
al hombre (Tomás habla casi siempre de «hombre», y no de «alma»). Ahí se apoya en la noción de habitus.
Y a eso se agregan los auxilios actuales, que son indispensables para transcender los estorbos e
impedimentos caso por caso: uno no puede orar (cf. Rom 8,26), el otro padece de pusilanimidad (cf. Sab
9,14), un tercero ha de luchar con las tentaciones (ibíd., a. 9, resp.).
Tomás representa un compendio de ideas de Pablo, de Juan, de Agustín y de Aristóteles. La acción del
Espíritu Santo no «está limitada por la acción de su gracia habitual, que él produce en nosotros». Por encima
de la misma queda infinitamente libre para «movernos y protegernos» complementariamente; y esto de

54
"otra cosa puede ser acto del que carece de caridad, no en cuanto carece de caridad, sino en cuanto tiene un don
de Dios, sea de fe o de esperanza, o incluso algún bien natural, ya que no quedó estragado todo por el pecado."

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –82


acuerdo y «juntamente con el Padre y con el Hijo».55 ¡Bella alusión a la libertad trinitaria de movimientos
en la actividad común de la gracia! El Dios trino llega a nosotros pneumáticamente. La punta viva de la
comunicación de gracia como auto-comunicación de Dios nos eleva en el Espíritu Santo aquí y ahora,
siempre de un modo actual. Pero con él y en él llega a nosotros toda la Trinidad inseparable.
El Espíritu Santo actúa como «causa» que produce efectos permanentes. Pero esa «causa eficiente»
divina no permanece indiferente a sus efectos, como podría ocurrir por ejemplo en el campo de la mecánica.
Más bien los cuida, guarda y protege conforme al amor que es Dios. Así, y por virtud de la unidad de acción
trinitaria, tanto la gracia habitual como la actual constituyen una única gracia de Dios (ibíd., a. 9, ad 2). De
ese modo la gracia representa la base firme y necesaria de la perseverancia humana en el bien hasta el final,
que desemboca en la vida eterna. Y esa gracia hay que pedirla de continuo (a. 10).
3.2.2.2. El ser de la gracia (STh. I-II, q.110 )
La cuestión del ser de la gracia es abordada inequívocamente desde el lado creado: «Sobre
si la gracia pone algo en el alma» (STh. I-II, q. 110, a. 1). A lo que parece, la «gracia» está sólo en
el sujeto que se vuelve clemente hacia otro y lo acoge; consistiría, pues, simplemente en esa
«aceptación» (acceptatio). Pero con eso no está dicho todo. Porque, como la luz pone algo en lo
iluminado, y hasta penetra en ello, de manera parecida la gracia, que es de Dios y está en Dios,
irradia rebosante de virtualidad sobre el hombre agradecido.
Esa su eficacia se diferencia de la de un objeto que actúa sobre otro: se desarrolla como una
relación entre sujeto y sujeto; es decir, haciendo posible una respuesta interactiva y dialógica. O.H.
Pesch comenta certero: «La gracia es un comportamiento, una relación de Dios con el hombre» (en
PP, 85). Esta reflexión se sigue, según todos los indicios, de la triple definición que Tomás ofrece
del concepto de «gracia»:
a) «Amor» (dilectio) de una persona que siente simpatía hacia otra y le asegura su favor o benevolencia
(piénsese en el hesed veterotestamentario).
b) El «don» que deriva de ese amor «en forma gratuita» (gratis dato),
c) La «respuesta» agradecida (recompensatio) que va del obsequiado al donante. La gratiarum actio
responde a la gratia, viene a ser como su eco (STh. I-II, q. 110, a. 1, resp.)-
Ahora bien, esa interacción en la relación de gracia no pasa por el hombre agraciado sin
dejar huella. Como cualquier amor sobre la persona humana, así también la dilectio divina ejerce
una influencia real sobre su criatura. Y es además creativa. Cuando quiere el bien para la criatura,
ésta se hace buena. La gracia «produce (causat) por entero el ser bueno de su objeto» (ibíd., con
cita de Sab 11,25). Una particular dilectio del creador apunta a la criatura dotada de razón,
atrayéndola «por encima de su disposición natural a la participación en el bien divino» (ibíd.).
Como buen aristotélico, Tomás califica esa participación como una cualidad del alma
humana. Y entiende por ella una capacidad estable para sentir las influencias divinas como
naturales o, más exactamente, como «connaturales». Gracias a esa capacidad, el hombre
experimenta la dirección divina como una «suave disposición» (cf. Sab 8,1). El hecho de estar
informado por cualidades sobrenaturales no lo enfrenta a dificultades insuperables, pues está
motivado internamente para asentir a las mociones divinas (STh. I-II, q. 110, a. 2, resp.).
Y todo eso no se queda en la superficie de la inteligencia y de la voluntad, donde las virtudes
tienen su sede; penetra en la esencia del hombre, que de ese modo renace y es recreado como hijo
de Dios (cf. Pesch, en PP, 72s,88). Dios no mira simplemente a las fuerzas anímicas del hombre:
quiere marcarlo en su hondura óntica y en su centro personal, al igual que en la generación carnal
los progenitores determinan el ser de su retoño (STh. I-II, q. 110. a. 4, sed contra y resp.).
3.2.2.3. Los modos de la gracia (STh. I-II, q.111)
Hay que aclarar de inmediato que, cuando la Summa introduce el título teológicamente equívoco De
divisione gratiae, no se trata de una división objetiva de la relación gratificante en múltiples gracias. Más
bien se trata de la misma y única gracia que tiene diversas maneras de actuar y cuya unidad está firmemente

55
Cf. STh, I-II q. 109 a. 9 ad2m “operatio spiritus sancti qua nos movet et protegit, non circumscribitur per effectum
habitualis doni quod in nobis causat; sed praeter hunc effectum nos movet et protegit, simul cum patre et filio”.

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –83


anclada en el único ser de la Trinidad y en su común obrar ad extra, hacia afuera.56 Sólo en este contexto
tienen sentido las distinciones que Santo Tomás elabora en la q. 111. Para comprender más hondamente este
punto nos extendemos un poco en demostrarlo desde un repaso complexivo de la perspectiva de la Summa.
Vimos la importancia que tiene en la redacción de la Suma Teológica el deseo de su autor de ofrecer
sólidos cimientos dogmáticos a la teología moral.57 Especialistas en la materia muestran como el tratado
trinitario de la Suma no está cerrado en sí mismo, ya que lo que sigue a continuación lo explicita y concluye.
El estudio de la acción de Dios en el mundo, la economía de la creación y de la gracia sigue formando parte
del estudio de Dios Trinidad: “constituye su tercera parte, después de los atributos esenciales y de las
propiedades de las personas en la inmanencia divina”. 58 Resulta muy coherente con los esfuerzos de
renovación de la moral la advertencia conclusiva del importante estudio de Gilles Emery, que en algo nos
recuerda el peligro de la esquizoscopia que hemos mencionado:
“El estudio de la economía de la gracia no es un capítulo anexo añadido más o menos hábilmente a la
teología trinitaria, sino que forma parte de ella plenamente.
La principal dificultad reside, sin duda, en la organización de la Suma de Teología y en la extensión de la
materia tratada. Cuando se pasa a la Secunda y después a la Tertia pars, se corre el riesgo de no percibir ya sus
vínculos con el tratado de Dios. Algunos lectores apresurados podrán incluso olvidar que cuando se habla de la
gracia ¡se sigue hablando de la Trinidad! Con frecuencia, las indicaciones de santo Tomás son muy breves. Si
en la mente no se tiene presente de continuo la estructura de la Suma, si se deja de lado la doctrina del amor
(con los temas directamente relacionados con ella), si se olvida la doctrina de las misiones o no se capta el valor
de las apropiaciones, será imposible percibir el lugar que el Espíritu Santo ocupa en ella. El tratado de Dios
Trinidad merece, pues, una renovada atención, ya que ofrece la clave que permite leer el resto de la Suma”.59
En decir de Ferrara, es precisamente “en la teología del Espíritu Santo, donde la teología trinitaria
comienza la inversión recapituladora de su movimiento especulativo”.60 Más aún, “el Espíritu Santo es el
divino gozne que opera la apertura del círculo íntimo de la vida trinitaria a su comunicación en la creación
y en la historia salvífica”.61 Si bien resulta imposible para nuestro propósito ahondar en los muchos vínculos
de la teología trinitaria con la teología de la gracia, es necesario para evitar el recorte de visión recién
mencionado presentar la relación que Tomás establece entre el Espíritu Santo y el uso como atributo
esencial. El tema se vincula tanto con el nombre personal de Don atribuido a la tercera persona de la
Santísima Trinidad en la cuestión 38, como con la doctrina de las apropiaciones que cierra la cuestión 39 -
aa 7-8- y de las misiones -q. 43, que aquí apenas mencionaremos-.
A- El Espíritu Santo como Don
Tomás sigue a San Agustín en la visión del Espíritu como donum,62 aunque como muchas otras veces,
profundiza esta tradición cuyas raíces se remontan al nuevo testamento.63 Siguiendo el método aplicado al
estudio de los nombres divinos, la cuestión 38 explicita primero los motivos por los que el nombre Don
resulta apto para significar a una persona divina (a. 1), y muestra después que se trata del nombre del Espíritu

56
Cf. Sth. q. 111, a. 2, ad4m
57
Cf. TORRELL, Iniciación a Tomás de Aquino: su persona y su obra, 163: “quería colmar la laguna más importante
dando a la teología moral la base dogmática que hacía falta”.
58
G. EMERY, La teología trinitaria de Santo Tomás de Aquino, Salamanca, Secretariado Trinitario, 2008, 579. También
sobre el vínculo entre teología trinitaria y gracia en la Suma Cf. R. FERRARA, El misterio de Dios: correspondencias y
paradojas: una propuesta sistemática, Salamanca, Sígueme, 2005, 620s.
59
EMERY, La teología trinitaria de Santo Tomás de Aquino, 584; Cf. también S. FUSTER PERELLÓ O.P., "Introducción
y notas a las cuestiones 27 a 43", en: SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología I. Edición dirigida por los
Regentes de Estudios de las Provincias Dominicanas en España, Madrid, BAC, 20014, 299-424, 413: refiriéndose a
la I, q. 43.“Quienes acusan a Santo Tomás del «aislamiento» con que el misterio trinitario se ha visto rodeado -tanto
en la espiritualidad popular como en la teología-, parecen desconocer esta cuestión”.
60
FERRARA, El misterio de Dios: correspondencias y paradojas: una propuesta sistemática, 598.
61
Ibíd., 598. Subrayado nuestro.
62
Cf. E. J. BROTONS TENA, Felicidad y Trinidad a la luz del De Trinitate de San Agustín, Salamanca, Secretariado
Trinitario, 2003, 159: “La visión agustiniana del Espíritu como «donum», que el obispo de Hipona encontró ya en la
tradición, está íntimamente ligada a su comprensión del Espíritu como Amor, aunque con un matiz distinto. Mientras
en Agustín… el Espíritu es el Amor recíproco del Padre y del Hijo, su ser «don» no se interpreta «ad intra» sino
económicamente, como don del Padre y del Hijo a la Humanidad, en mutua concordia entre los donantes y el Don.
Dios mismo «se da» derramando su amor en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado. Rom 5,5
será el texto favorito”.
63
Además de Rom 5,5 Cf. Lc 11, 13; Jn 4, 10; 1 Co 12, 4-11.

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –84


Santo (a. 2). Es precisamente mediante el lenguaje que Tomás esclarece un aspecto de la propiedad del
Espíritu con consecuencias para su teología de la gracia. Veamos su argumentación:
“En el nombre don está implícita la aptitud para ser dado. Y lo que se da implica relación tanto con el que
lo da como con aquel a quien se da; pues alguien no lo daría si no fuera suyo, y lo da a alguien para que sea
suyo. Se dice que la Persona divina es de alguien, o por el origen, como el Hijo es del Padre, o porque la tiene
por otro. Se dice que tenemos algo cuando libremente, tal como queremos, podemos usarlo y disfrutarlo”.64
La doctrina agustiniana es complementada precisando que el nombre Don comporta una actitud para
ser donado, distinguiendo entonces la aptitud, conveniencia o disposición, y la donación efectiva del Espíritu
Santo a quienes lo reciben. La aptitud compete al Espíritu Santo desde toda la eternidad, designándolo
principalmente por eso como Don -Donum-. La donación efectiva tiene lugar en el transcurso del tiempo -
datio o donatio- cuando es recibido por la criatura en la historia.65 El nombre Don no compete al Espíritu
Santo sólo en razón de su obrar en el mundo, sino ante todo por razón de una relación eterna en el seno de
la Trinidad.
“No es la economía de la gracia la que funda la propiedad eterna del Espíritu Santo, sino que es esta
propiedad eterna la que funda la economía del Espíritu Santo.
Esto exige de inmediato dos complementos. Para que haya «don» es preciso que haya un donante, pues
el don implica una relación con quien lo dona. Y para que haya donación efectiva es también necesario un
beneficiario, pues el don implica una relación con el que lo recibe. El primer aspecto permite manifestar la
relación de origen que debe reconocerse en el don divino; el segundo implica una referencia a las criaturas
(…) El nombre Don es, pues, un nombre personal en cuanto que implica una relación de origen, es decir, una
distinción personal, y esto tiene lugar cuando lo tomamos en el sentido de «Don del Donante», es decir, Don
del Padre y del Hijo”.66
El Espíritu Santo es el Don personal del amor interpersonal del Padre y del Hijo, el don recíproco en
persona que une a los dos amantes y donantes.67 Y junto con esto, el Don merece plenamente ese nombre,
en tanto recibido efectivamente por sus beneficiarios en la historia de la salvación. El Espíritu Santo, ‘eterno
Don de Dios’ se vuelve Don del hombre por su envío o donación temporal. He aquí el nexo de la teología
trinitaria con la teología de la gracia y la envergadura de la visión de Santo Tomás: el Espíritu es Espíritu
de Dios que lo dona y del hombre que lo recibe gratuitamente y puede gozarlo, disfrutarlo y usar sus efectos:
“En este sentido, la Persona divina no puede ser tenida más que por la criatura racional unida a Dios.
Otras criaturas pueden ser movidas en cierta manera por la persona divina; sin embargo, no de tal manera que
en ellas esté la capacidad para disfrutar la Persona divina o usar sus efectos. A esto, algunas veces llega la
criatura racional, como por ejemplo, es hecha partícipe de la Palabra divina o del Amor, a fin que pueda
libremente conocer a Dios en verdad y amarle como corresponde. De ahí que sólo la criatura racional pueda
tener la Persona divina. Pero el hecho de llegar a tenerla no puede conseguirlo con sus propias fuerzas; siendo
necesario que se le conceda desde arriba; pues decimos que nos es dado lo que nos proviene de fuera. Así, a
la Persona divina le corresponde darse y ser Don”.68
Darse y ser Don corresponde a la Persona del Espíritu Santo. Es importante comprender aquí
que el hombre no recibe únicamente los efectos del Espíritu Santo, sino que recibe el ‘Amor en
persona’ que es el Espíritu Santo:
“La razón de la gratuidad en la entrega es el amor, pues hacemos regalos a quien deseamos el bien. Por
lo tanto, lo primero que le damos es el amor con el que le deseamos el bien. Por eso es evidente que el amor
es el primer don por el que todos los dones son dados gratuitamente. De ahí que, como el Espíritu Santo
procede como Amor, procede como primer don”.69
Por el título de Don, el Espíritu Santo es la Gracia increada y la fuente misma de la que manan todos
los dones de la gracia, ‘porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu

64
STh, I, q. 38, a. 1. Subrayado nuestro.
65
Cf. STh, I, q. 38, a. 1, ad4m: “No se llama don porque algo sea realmente dado, sino porque algo tiene aptitud para
ser dado. Por eso, la Persona divina es llamada Don desde la eternidad, aun cuando el nombre se le dé desde el
tiempo”.
66
EMERY, La teología trinitaria de Santo Tomás de Aquino, 355s. Subrayado nuestro. “Don tiene las mismas
prerrogativas que los nombres Padre, Hijo, Verbo”
67
Cf. FERRARA, El misterio de Dios: correspondencias y paradojas: una propuesta sistemática, 596.
68
STh, I, q. 38, a. 1. Subrayado nuestro.
69
STh, I q. 38, a. 2. Subrayado nuestro.

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –85


Santo que nos ha sido dado’.70 La visión a la que llega el Aquinate en la Suma Teológica es de gran potencia
y original equilibrio respecto a sus contemporáneos.71 La obra del Espíritu Santo que nos mueve y protege,
no se reduce al efecto del don habitual que causa en nosotros, sino que más allá de este efecto, nos mueve
y protege Él mismo juntamente con el Padre y el Hijo.72 Entre todas las criaturas, sólo la criatura racional
puede conocer a Dios y amarle, y precisamente en ello se juega su fin bienaventurado. Se hace de nuevo
presente aquí la doctrina de la imagen de Dios, verdaderamente central en todo el plan general de la Suma
Teológica. Con gran audacia Tomás afirma que el hombre imago Dei tiene capacidad para disfrutar la
Persona divina y para usar sus efectos. Para ello es necesario que se le conceda desde arriba gratuitamente,
ya que sólo por gracia de Dios podemos participar de su vida divina y disfrutar su presencia en la historia.
Es la ayuda de la gracia -principio extrínseco de los actos humanos- la que dispone al hombre para recibir a
la persona divina.
“Santo Tomás, en efecto, subraya la necesidad de una gracia creada. Cuando el Espíritu Santo es dado a
los hombres, no entra en composición con el hombre, como si se «mezclara» o «fusionara» con él. Ni siquiera
en Cristo hay mezcla o confusión entre la naturaleza humana y la naturaleza divina; las dos naturalezas siguen
siendo distintas, cada una en su integridad. En consecuencia, para que el hombre participe de la vida divina,
para que su propia naturaleza sea elevada a la comunión con Dios, es necesario reconocer un don que sea el
principio intrínseco de la santificación, una realidad proporcionada al hombre y, por tanto, creada, situada en
el plano ontológico de las criatura: este don es la gracia llamada creada, y proviene de Dios solo, pues sólo
Dios diviniza, sólo Dios hace a los hombres partícipes de su naturaleza divina”.73
En coherencia con lo que vimos en el estudio de la moralis consideratio, la vida de la gracia consiste
precisamente en una disposición que el hombre recibe de Dios, un principio exterior por su origen –como
la ley– que deviene interior por su habitar en la creatura y ayudarla, transformándola así en capaz de unirse
verdaderamente a Dios –no sólo a sus dones–, en su propia vida humana en la historia.74
La teología trinitaria de la Suma nos ofrece un marco adecuado de referencia para advertir que la
insistencia en la necesidad de la gracia santificante como don creado, no debe hacernos olvidar que éste
tiene por finalidad hacer al hombre capaz de gozar de las mismas personas divinas.75 Como insiste Emery,
encontramos en Santo Tomás una prioridad absoluta de la Gracia increada en comparación con los dones
creados que son participaciones del Don increado que es el Espíritu Santo, ya sea a título de disposición, de
ayuda para obrar o de manifestación.
“Así, por el Espíritu Santo todos los otros dones son dados: primero los dones del orden de la naturaleza
–sin olvidar la misma creación, don primero del ser–; después, los carismas, otorgados para el bien común y

70
Rom 5,5. Cf. STh, I q. 38, a. 2: “Unde dicit Augustinus, XV de Trin., quod per donum quod est spiritus sanctus, multa
propria dona dividuntur membris Christi”. Cita aquí el texto preferido de San Agustín, utilizado también en reiteradas
ocasiones y contextos por el Aquinate para mostrar el carácter interior de la ley nueva. Muy importante para
comprender la raíz de la visión de Santo Tomás es su comentario a este célebre pasaje: Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO,
Super Ep. Ad Romanos, c. V, lect. 1: en Opera Omnia, Roma, Pontificio Ateneo Regina Apostolorum, 1996; Cf.
MALASPINA, Tota lex Christi pendet a caritate. La ley nueva, hermenéutica definitiva de la ley natural en la perspectiva
de Santo Tomás de Aquino, 152s.
71
Cf. FUSTER PERELLÓ O.P., "Introducción y notas a las cuestiones 27 a 43", en: AQUINO, Suma de Teología I. Edición
dirigida por los Regentes de Estudios de las Provincias Dominicanas en España, 417 donde resume el estado de la
cuestión en tiempos de Santo Tomás: “Tradicionalmente se venía hablando de una unión sustancial -de sustancia a
sustancia- entre el hombre y el Espíritu Santo (Ruperto de Deutz). Abelardo, sin embargo, reducirá esta presencia
apenas a una metáfora. Para él, la persona del Espíritu ni habita ni se une al hombre; se limita a actuar por medio de la
gracia. Pedro Lombardo radicaliza la doctrina llevándola al otro extremo: «El mismo Espíritu es el amor o la caridad
por la cual nosotros amamos a Dios y al prójimo». (I Sent. d.17 a.1). Tomás, con su peculiar equilibrio, se muestra en
este punto tan distante de Abelardo como de Lombardo. Cree en la presencia real y sustancial de las Personas divinas
-que apropia al Espíritu- y piensa que dicha presencia se realiza por un don gratuito cuya iniciativa procede del Padre
mismo. Ahora bien, está lejos tanto de quedarse en el don, como hace Abelardo; como de identificar el don con la
Persona, como hace Pedro. Ni un Dios neutro, ni sólo sus «dones» o sus «gracias», sino las Personas mismas se
comunican al hombre creyente”.
72
Cf. STh, I-II q. 109 a. 9 ad2m “operatio spiritus sancti qua nos movet et protegit, non circumscribitur per effectum
habitualis doni quod in nobis causat; sed praeter hunc effectum nos movet et protegit, simul cum patre et filio”.
73
EMERY, La teología trinitaria de Santo Tomás de Aquino, 359.
74
Cf. STh, I-II q. 106; q. 110, a. 1-2; q. 112, a. 1. Cf. TONNEAU OP, Saint Thomas d'Aquin. Somme théologique. La
loi nouvelle. 1a-2a , Questions 106-108. Traduction française, notes et appendices, 234s.
75
Cf. STh, I q. 43, a. 3, ad1m: “per donum gratiae gratum facientis perficitur creatura rationalis, ad hoc quod libere
non solum ipso dono creato utatur, sed ut ipsa divina persona fruatur”; cf. Ibid. ad2m.

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –86


la edificación de la Iglesia; y, sobre todo, aquellos dones en los que el Espíritu Santo se da en persona, a saber,
los dones de la gracia santificante y, en la cúspide de la vida de la gracia, el don de la caridad. En resumen:
«El Espíritu Santo es la razón de todos los dones». Es también, en este sentido, la persona divina «más próxima
a nosotros», por decirlo así, la que nos es más íntima, porque nos es dada. Por ella recibimos el Hijo y el
Padre; por ella recibimos todos los dones”.76
Resulta valiosa para una renovación de la moral la profundidad teológica de esta perspectiva, en vistas
a cierta expresión de la espiritualidad moderna tantas veces centrada obsesivamente en el tema de la perdida
y recuperación del estado de gracia y que entendemos ligada a la reducción de la mirada que hemos
mencionado.77 Todos los dones creados son ‘medios divinos’ –también la gracia santificante y la gracia de
las virtudes y los dones–, otorgados por el Autor de la gracia para ser disfrutados y usados en orden al fin
único de la persona humana, ayudas para el camino de la única vocación divina y bienaventurada. A la luz
del misterio de Dios, en la perspectiva del agente y del fin, es que el Vaticano II nos invita a creer que el
Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma sólo de Dios conocida, se asocien al misterio
pascual. 78 Pero además, del lado de las condiciones de la naturaleza humana, ciertamente que en la
asimilación al Espíritu Santo tienen primacía los dones creados de la gracia y es aquí, donde debemos
inscribir todo el esfuerzo contemporáneo de la teología y el Magisterio para acceder a una más profunda
comprensión de la natura humana en concreto, que siempre supone la historia y la cultura.79 Una perspectiva
teológica –moral, espiritual o pastoral– que insista en la primacía de la gracia, no puede perder de vista que
está insistiendo fundamentalmente en el primado absoluto de la Santísima Trinidad como agente y fin, tanto
de la naturaleza como de la historia.
B- El uso, atributo esencial del Espíritu Santo
Con la doctrina de las apropiaciones y las misiones, el tratado trinitario de la Suma completa el estudio
de las “personas en comparación con la esencia”, 80 abriéndose a la reflexión sobre la presencia de las
personas divinas en la historia. La apropiación es un modo de hablar por el que se atribuye a una Persona
divina más que a otra -no sin fundamento real- ciertos atributos esenciales o ciertas operaciones ad extra, y
ello con el intento de conocer mejor lo propio de cada Persona.81 En la génesis de esta doctrina se halla la
tradición patrística, con las diversas ternas de atributos asociados a las tres personas divinas, pero su
desarrollo en la escolástica medieval no está exento de exageraciones y conflictos.82 Tomás sigue aquí las
sentencias de Pedro Lombardo que había retenido sólo cuatro de estas tríadas: eternidad-especie-uso;
unidad-igualdad-conexión; poder-sabiduría-bondad; por él-con él-en él.83 Nuestro interés se centra en la
primera de estas ternas, y tan sólo en el atributo de uso referido al Espíritu Santo.
Tomás retoma la tradición hilario-agustiniana y considera que la categoría uso tiene cierta semejanza
con lo propio del Don del Espíritu Santo: “Según la primera consideración, es decir, tratar lo referente a
Dios en cuanto a su propio ser, encontramos la fórmula de Hilario, según la cual la eternidad es apropiada

76
EMERY, La teología trinitaria de Santo Tomás de Aquino, 365s. Tomás afirma que también el Padre y el Hijo nos
son dados en el Espíritu Santo. Cf. STh, I q. 38, a. 2, ad1m.
77
Sea por la primacía de la conciencia tan propia del hombre moderno como por las consecuencias para la praxis
cristiana de la configuración de la moral como una ‘ética de la tercera persona’ muy concentrada en la regulación de
los actos desde el punto de vista de un observador neutral -el juez o el confesor-.
78
Cf. GS 22.
79
Cf. EG 115: ‘la gracia supone la naturaleza y la cultura’.
80
Cf. STh, I, q. 39, prol.
81
FUSTER PERELLÓ O.P., "Introducción y notas a las cuestiones 27 a 43", en: AQUINO, Suma de Teología I. Edición
dirigida por los Regentes de Estudios de las Provincias Dominicanas en España, 387: “Si la apropiación se funda
realmente en lo privativo de cada sujeto trinitario es un modo de hablar apto para conocerlos mejor. Es una «vía
persuasiva para la manifestación de las personas» (In Sent. 1 d.31 q.1 a.2)”.
82
Cf. EMERY, La teología trinitaria de Santo Tomás de Aquino, 441s. Fue originalmente la tríada particular:
potencia, sabiduría y bondad, la que dio ocasión para una reflexión especulativa de envergadura. El conflicto más
serio en torno a la doctrina de las apropiaciones es el que surge de la disputa de Abelardo con Roscelin y con
Bernardo de Claraval.
83
Cf. Ibíd. 447, remite también la autoría de la primera tríada a San Agustín interpretando a Hilario de Poitiers, de la
segunda también a San Agustín; la tercera a Hugo de San Víctor y Abelardo, y la cuarta a la exégesis medieval de
Rm 11,36 estimada por el escuela de Chartres que prolonga la de San Agustín. Las citas de PEDRO LOMBARDO,
Sententiarum libri quator, Paris, Migne, 1841, 94. 105. 110. 111. [libro I, dist. 31, caps. 2-3; dist. 34, caps. 3-4; dist.
36, caps. 3-5].

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –87


al Padre, la especie al Hijo, el uso al Espíritu Santo”.84 Vayamos al texto principal:
“El uso tiene cierta semejanza con lo propio del Espíritu Santo, si tomamos la palabra uso en sentido
amplio, pues usar implica disfrutar, ya que usar es disponer de algo, según la propia voluntad,y disfrutar es
usar con gozo, como dice Agustín en X De Trin. Por lo tanto, el uso por el que el Padre y el Hijo se disfrutan
mutuamente, se adecúa con lo propio del Espíritu Santo, en cuanto que es Amor. Y esto es lo que dice Agustín:
Aquel amor, deleite, felicidad o dicha, es lo que él (Hilario) llama uso.
El uso con que nosotros disfrutamos de Dios tiene cierta semejanza con lo propio del Espíritu Santo en
cuanto que es Don. Y esto es lo que resalta Agustín cuando dice: En la Trinidad está el Espíritu Santo, la
suavidad del que Engendra y del Engendrado, que nos inunda de forma inmensa y generosa”.85
Son dos las semejanzas establecidas entre el uso y lo propio del Espíritu Santo, del mismo modo que
dos han sido los nombres atribuidos a la tercera persona: Amor y Don.86 En ambos casos es necesario tomar
la palabra uso en sentido amplio, ya que usar es comprendido como disfrutar (uti comprehendit sub se etiam
frui - frui est cum gaudio uti). Tomás hace suya esta asignación de sentido de la palabra uso que
originariamente proviene de Hilario, pero que Agustín ha enriquecido notablemente: “y esto es lo que dice
Agustín: «Aquel amor, deleite, felicidad o dicha, es lo que él [Hilario] llama uso»”.87 Esta acepción del
término uso será mantenida en el tratado de los actos humanos -hablando incluso de un usus finis-, en
coherencia con la comprensión teológica que el Angélico tiene de la realidad creada, toda ella orientada al
gozo de Dios.88
Según la primera semejanza, uso se adecúa con lo propio del Espíritu Santo, en cuanto que es Amor ya
que equivale al gozo, al disfrute de la plenitud de bien, a la saciedad infinita del ser, y a la feliz vida íntima
del Dios Santísimo con que el Padre y el Hijo se disfrutan mutuamente:
“La felicidad del Dios único sobreabunda y se consuma en grado máximo en las tres personas. Pero esta
felicidad de los tres puede ser apropiada al Espíritu Santo en cuanto que es amor o «abrazo inefable del Padre
y de su Imagen, no exento de regodeo, amor y gozo… compendiados por San Hilario en la palabras goce
(usus) que en la Trinidad es el Espíritu Santo, suavidad ingenerada del que genera y del generado»”.89
En segundo lugar, el uso con que nosotros disfrutamos de Dios también tiene cierta semejanza con el
Espíritu Santo: en cuanto que es Don que nos inunda de forma inmensa y generosa. Nuevamente aparece
aquí la autoridad del doctor de la gracia Agustín de Hipona, verdadero cantor místico del disfrute divino:
“est in trinitate spiritus sanctus, genitoris genitique suavitas, ingenti largitate atque ubertate nos
perfundens”. 90 El Espíritu Santo, suavidad del Padre y del Hijo nos alcanza e inunda con caudalosa
abundancia y generosidad. La Santísima Trinidad ama perfectamente porque ama sin necesidad alguna, de
modo puramente gratuito y lo primero que da es su propio amor, comunicando su bondad, por medio de la
cual nos hace capaces de amarle. Dios no sólo da por amor, sino que se da amando.91
La recepción que Tomás realiza de la doctrina de estos sacri doctores es de importantes consecuencias
para la pneumatología y la teología de la vida cristiana. Tal como hemos visto, en la vida de la gracia no
recibimos únicamente efectos creados, sino al Espíritu Santo en persona que nos mueve y protege Él mismo
juntamente con el Padre y el Hijo.92 La donación es auténtica –no una ficción teológica– y ‘los santos y
amados de Dios’ podemos en verdad gozar libremente del Don y ‘poseerlo’ –habere–, siendo precisamente

84
STh, I, q. 39, a. 8.
85
STh, I, q. 39, a. 8.
86
Cf. STh, I qq. 37-38. “Los resultados del estudio de las propiedades personales se aplican con rigor. Estas
propiedades son precisamente las que el tratado de las personas ha expuesto claramente (…) la propiedad del Espíritu
Santo como Amor, Amor mutuo del Padre y del Hijo, y Don”. EMERY, La teología trinitaria de Santo Tomás de
Aquino, 471. “A nivel especulativo, la cuestión central es ciertamente la del Amor (q. 37). Es ésta, en efecto, la que
permite mostrar porqué el Espíritu Santo es propiamente Don”. Ibíd., 312.
87
STh, I q. 39, a. 8.
88
Profundizamos este tema en el trabajo de licenciatura en base al precioso texto In De div. nom. c. XI, lectio II: “ut
ordinetur ad deum, sicut ad ultimum finem, qui est frui Deo”: Cf. F. L. FORCAT, Ubi humilitas, ibi sapientia. El
conocimiento afectivo en la vida cristiana en la Suma de Teología de Santo Tomás de Aquino, Disertación para
obtener la Licenciatura en Teología, Director Lucio Gera, Buenos Aires, Facultad de Teología, Universidad Católica
Argentina, 2001, 36s.
89
FERRARA, El misterio de Dios: correspondencias y paradojas: una propuesta sistemática, 346.
90
SAN AGUSTÍN, "De Trinitae", CCSL, L 242, línea 34 [VI, X, 11].
91
STh, I q. 38, a. 2: “amor habet rationem primi doni, per quod omnia dona gratuita donantur. Unde, cum spiritus
sanctus procedat ut amor, sicut iam dictum est, procedit in ratione doni primi”.
92
Cf. STh, I-II q. 109 a. 9, ad2m.

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –88


poseídos por Él.93
La doctrina de la apropiación nos permite decir entonces que al Espíritu Santo podemos libremente
usarlo y disfrutarlo. Esta afirmación es legítima por vía de la semejanza –teniendo en cuenta el sentido
ampliado del término uso, ligado a la fruitio y al usus finis–, y no contradice su paradójica contraria por vía
de la desemejanza, ya que Dios no puede ser usado como medio para otra cosa, ni sufre modificación alguna
por nuestro uso. En el nuevo modo de estar el Espíritu Santo en el hombre, toda la «novedad» se da por un
cambio en el hombre y no en la persona divina.94 En el culmen de esta visión de Santo Tomás, se halla la
preciosa cuestión 43 sobre las misiones, donde enuncia la teología de la inhabitación de la Santísima
Trinidad, verdadero legado de ‘mística tomasiana’.95 El Don que es el Espíritu Santo se distribuyen muchos
dones particulares entre los miembros de Cristo.96 El concepto de uso, al designar disfrute-gozo-felicidad se
atribuye al Espíritu Santo: Amor –con que se disfrutan el Padre y el Hijo–, y Don –con que nosotros
disfrutamos de Dios–. Cargado de esta significación expresa la fuente, el modelo y la meta de la felicidad
del hombre. Tomás cierra el tratado de Deo uno en la contemplación de la felicidad divina,97 se refiere
nuevamente a ella en estas últimas cuestiones de Deo Trino y comienza el estudio de la vida moral del
hombre -imagen de ese Modelo- con el tratamiento de la felicidad a la que libremente está llamado a
participar.
En síntesis, en la teología del Espíritu Santo la vida divina trinitaria se abre a su comunicación en la
historia de la salvación de los hombres. 98 Antes habíamos insistido también en la concentración
pneumatológica de la moral de la Suma, tanto después del estudio de las virtudes -al tratar de los dones,
bienaventuranzas y frutos-, como al tratar de la ley nueva y de la gracia.99 Todas estas categorías hallan una
interesante confluencia en la comprensión del usus gratiae. La ley nueva, que consiste principaliter en la
misma gracia del Espíritu Santo, establece en el interior del corazón humano un principio interior operativo
que lo capacita para un nuevo modo de actuar -adiuvans ad implendum-,100 suscitando y fecundando la
actividad libre del hombre, ad usum huius gratiae.101
C- El vocabulario tomasiano de la gracia
La concepción que Santo Tomás tiene de la ley nueva conecta directamente con su teología de la gracia,
cuyo tratamiento es inmediatamente posterior. A su vez, ambos estudios –lex nova et gratia– sientan las

93
Cf. EMERY, La teología trinitaria de Santo Tomás de Aquino, 358.
94
STh, I, q. 43, a. 2 ad2m. En las misiones invisibles, el nuevo modo de estar las personas divinas se fundamenta en
la renovación de la gracia, las virtudes y los dones que ella dimanan. No debe olvidarse tampoco que la unión con
Dios por la gracia no hay que entenderla como si se volcara lo divino en lo humano, sino más bien como
estableciendo todo lo humano fuera de sí en Dios. Cf. M. SÁNCHEZ SORONDO, La gracia como participacion de la
naturaleza divina según Santo Tomas de Aquino, Bs. As. - Letrán - Salamanca, Universidades Pontificias, 1979, 220.
95
La cuestión “de missione divinarum personarum” -STh, I q. 43, prol- es la última en el estudio de Deo trino. “Se
trata de la orientación del misterio hacia la creación y, particularmente, hacia el hombre; y viene a ser el fundamento
de toda espiritualidad, la explicación de la «deificación» humana: la plenitud de la realización del hombre es su
transformación en dios.” FUSTER PERELLÓ O.P., "Introducción y notas a las cuestiones 27 a 43", en: AQUINO, Suma de
Teología I. Edición dirigida por los Regentes de Estudios de las Provincias Dominicanas en España, 413. Respecto
al tratamiento del tema de la inhabitación en STh, I q. 43: Cf. PRADES, Deus specialiter est in sanctis per gratiam. El
misterio de la inhabitación de la Trinidad en los escritos de Santo Tomás, 208-231; FERRARA, El misterio de Dios:
correspondencias y paradojas: una propuesta sistemática, 618s; EMERY, La teología trinitaria de Santo Tomás de
Aquino, 507; también la obra más clásica de G. PHILIPS, Inhabitación trinitaria y gracia, Salamanca, Secretariado
Trinitario, 1980. Aunque no tengamos posibilidad de profundizar en ella en este lugar, dejamos sentada la relación de
la misión del Espíritu Santo con la teología de la ley nueva que hemos presentado. En la sección sintética al tratar del
conocimiento por connaturalidad y el don de temor precisamos tal conexión temática.
96
Cf. STh, I q. 38, a. 2. Aunque santo Tomás se refiera a la gratia Spiritus Sancti como apropiada o atribuida a la
tercera Persona de la Santísima Trinidad, esta gracia no es otra que la gracia de Cristo, o bien la gracia cristiana. Cf.
TONNEAU OP, Saint Thomas d'Aquin. Somme théologique. La loi nouvelle. 1a-2a , Questions 106-108. Traduction
française, notes et appendices, 235.
97
STh, I q. 26.
98
Cf. EMERY, La teología trinitaria de Santo Tomás de Aquino, 584. “El tratado de Dios Trinidad merece, pues, una
renovada atención, ya que ofrece la clave que permite leer el resto de la Suma”.
99
Cf. STh, I-II, qq. 68-70; qq. 106-108; qq. 109-114; MALASPINA, Tota lex Christi pendet a caritate. La ley nueva,
hermenéutica definitiva de la ley natural en la perspectiva de Santo Tomás de Aquino, 242.
100
STh, I-II, q. 106, a. 1, ad2m.
101
STh, I-II. q. 106, a. 1.

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –89


bases para su teología de la vida cristiana desarrollada in specie, en el tratado de las virtudes y los dones del
Espíritu Santo de la secunda secundae. Será precisamente el estudio de la virtud teologal de la fe, la que
ofrece la puerta de entrada de toda la moral especial de Santo Tomás.
La lex nova no solo instruye sino que además ayuda inclinando el afecto y dirigiendo internamente la
voluntad de un modo nuevo y gracioso. La ley del evangelio –como toda ley– tiene secundariamente un
aspecto iluminativo y regulatorio propio de ser una instructio, pero su originalidad consiste en su elemento
principal que es ‘la gracia del Espíritu Santo que se da por la fe en Cristo’. 102 ¿Cómo inicia la fe este
dinamismo nuevo? La ley nueva se hace interior cuando el hombre acoge en la fe el anuncio del evangelio.
La gracia que es dada por la fe –potissimum–, proporciona un conocimiento afectivo –connaturalitas– que
hace posible llegar a Dios –attingit–.103 El instinctus gratiae al que Tomás refiere hace capaz al creyente de
obrar mediante esta misma connaturalidad afectiva, cosa que hará primeramente por la fe y desde ella por
todas las demás virtudes, bienaventuranzas y frutos que tienen su culmen en la caridad.104 Siempre es Dios
quien toma la iniciativa para comunicar al hombre su gracia y hacerlo llegar hasta Él, sin que esto signifique
negar el valor de las mediaciones históricas consideradas por el Aquinate tanto necesarias como
insuficientes.105 De allí que, en una presentación del vocabulario tomasiano, la Gracia increada deberá tener
siempre la primera palabra.
1. Centralidad de la Gracia increada
Si bien la gracia en el tratado de la ley nueva es atribuida al Espíritu Santo, sabemos que ella es un
efecto de la Trinidad que pone su morada en el corazón del hombre.106 Esta comunicación de la bondad
divina es lo que de modo genérico se designa con el término gratia, que hace al hombre participar de la
superabundancia del amor divino. Tal como pudimos afirmar, la Persona divina es la causa del don de la
gracia y no al revés.107 Desde la comprensión de la visión de Santo Tomás presentada –la perspectiva del
Agente y del Fin– la prioridad de la Gracia increada es absoluta. Lo mismo debe afirmarse de la finalidad a
la que todos los dones de la gracia disponen: la comunión –en acto– con la divinas Personas:
“Por encima de este modo común, hay otro especial que corresponde a la criatura racional, en la que se dice
que Dios se encuentra como lo conocido en quien conoce y lo amado en quien ama, y porque, conociendo y
amando, la criatura racional llega por su mismo obrar hasta el mismo Dios. Según este modo especial, no
solamente se dice que Dios se encuentra en la criatura racional, sino también que está en ella como en su templo.
Así, pues, ningún otro efecto, a no ser la gracia santificante (nisi gratia gratum faciens), puede ser el motivo
por el que la persona divina esté de un modo nuevo en la criatura racional. Consecuentemente, sólo por la gracia
santificante (solam gratiam gratum facientem) la persona divina es enviada y procede temporalmente”.108
Es importante advertir que “la razón formal de la inhabitación son los actos de conocimiento y amor
que el hombre es capaz de realizar una vez que ha sido elevado por la gracia”.109 No es la gracia misma –en
cuanto hábito– lo que constituye la razón formal de la presencia trinitaria, sino la gracia en cuanto que
dispone y capacita al hombre no sólo para usar los dones de Dios, sino incluso para alcanzar a las mismas
Personas divinas (attingit ad ipsum deum). La unión con Dios por la gracia no hay que entenderla como si
se volcara lo divino en lo humano, sino más bien como estableciendo lo humano fuera de sí en Dios.110 La
actuación santificadora del Espíritu Santo no se superpone artificialmente o extrínsecamente a la naturaleza

102
Cf. STh, I-II, q. 106, a. 1.
103
STh, II-II, q. 23, a. 6: “Fides autem et spes attingunt quidem deum…”
104
Cf. STh, I-II, q. 108, a. 1; STh. I-II. q. 108, a .1, ad2m “ex interiori instinctu gratiae ea implemus”.
105
Cf. STh, II-II q. 6, a. 1.
106
Cf. STh, I-II q. 109 a. 9, ad2m.
107
Cf. J. PRADES, "Los textos sobre la inhabitación de la Trinidad en la Summa Theologiae de Tomás de Aquino",
Revista española de teología 53 (1993) 5-41, 23: “La Persona divina es la causa del don de la gracia y no al revés. Por
lo que inconvenientemente se dice que la persona divina es enviada según los dones de la gracia santificante”.
108
STh, I q. 43 a. 3. Subrayado nuestro. Par una profundización del tema Cf. PRADES, Deus specialiter est in sanctis
per gratiam. El misterio de la inhabitación de la Trinidad en los escritos de Santo Tomás, 228. Advertimos la
importancia aquí del texto latino que repite la expresión gratum faciens que según creemos, no debe ser identificada
sin más con la ‘gracia habitual santificante’.
109
Cf. FUSTER PERELLÓ O.P., "Introducción y notas a las cuestiones 27 a 43", en: AQUINO, Suma de Teología I.
Edición dirigida por los Regentes de Estudios de las Provincias Dominicanas en España, 415. También Cf.
NORIEGA, “Guiados por el Espíritu”. El Espíritu Santo y el conocimiento moral en Tomás de Aquino, 493s.
110
Cf. SÁNCHEZ SORONDO, La gracia como participacion de la naturaleza divina según Santo Tomas de Aquino,
220.

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –90


racional y libre del hombre, sino que ‘actúa moviendo a la creatura desde su interior’ para que ponga
libremente los actos que la conducen –paulatinamente– a la definitiva realización de su fin propio y
bienaventurado. En esta perspectiva dinámica de Tomás, la primacía del acto se muestra clave –una vez
más–, urgiéndonos a una visión complexiva que sin separar la gracia de las virtudes teologales, favorezca
una lectura histórica de su rica teología de la vida cristiana. A su vez, la distintas categorías sobre la gracia
que veremos a continuación, no deben separarse de este horizonte de visión más amplio que ofrecen la
Gracia increada y la bienaventuranza en el que Tomás las ha integrado en su obra de madurez que es la
Suma Teológica. Por último, el desplazamiento de la centralidad de la Gracia Increada a la gracia creada –
y a sus divisiones de escuela– ha sido referido como una de las acusaciones más frecuentes contra la teología
escolástica y la manualística posterior, indicándose en la actualidad la necesidad de una nueva vinculación
de los tratados de gracia y virtudes con la teología trinitaria.111
2. Las distinciones en ‘de Gratia’.
Ahora bien, esta primacía que otorgamos a la consideración de la gracia desde Dios, no nos exime de
presentar el vocabulario que expresa la obra de la gracia en la creatura, tan importante a la hora de pensar
el uso y sus vínculos con una teología con mentalidad histórica. Desde la perspectiva de nuestra asimilación
al Espíritu Santo, según las condiciones de nuestra naturaleza humana in via, los dones creados de la gracia
tienen una prioridad de disposición, que es el efecto del Espíritu Santo.112 Es aquí donde parece necesario
captar algunas distinciones que Tomás nos ofrece, y que serán fundamentales para la recepción creativa que
Rafael Tello realiza de su pensamiento en lo que a la cuestión de la gracia se refiere.
Resulta ciertamente imposible fundamentar aquí tanto la aparición como la evolución posterior de las
numerosas categorías utilizadas en la debatida doctrina de la gracia, ya en Agustín y en la escolástica como
en las escuelas de tiempos modernos. 113 Sin olvidar la mirada complexiva de la Suma Teológica que
adoptamos, nos concentramos aquí a la división de la gracia aludida en la prima secundae. 114 Una
presentación inicial del léxico sobre la gracia lo ofrece el prólogo de la cuestión 111, una vez que ya ha sido
considerada su necesidad y esencia en las dos cuestiones anteriores:
“Corresponde ahora tratar de la división de la gracia…; y a este propósito tenemos que examinar los
siguientes puntos: 1. Si es buena la división en gracia gratisdata y gracia que nos hace gratos; 2. Sobre la
división de esta última en operante y cooperante. 3. De la división de la misma en preveniente y subsiguiente.
4. De la división de la gracia gratisdata…”.115
La división inicial de la gracia en gratis data y gratum faciens es clásica y no ofrece mayor dificultad.
La primera es dada gratuitamente para cooperar con otro en su unión con Dios y se llama «gratis data» ya
que sobrepasa la capacidad natural y los méritos personales de quien la recibe, y no se da para su justificación
sino para que coopere a la justificación de otro.116 Interesante destacar como Tomás comprende que la gracia
se encuentra mediada por la interrelación humana, el contacto y el encuentro de unos con otros media

111
Cf. PRADES, Deus specialiter est in sanctis per gratiam. El misterio de la inhabitación de la Trinidad en los
escritos de Santo Tomás, 435. Cf. EMERY, La teología trinitaria de Santo Tomás de Aquino, 361.
112
Cf. EMERY, La teología trinitaria de Santo Tomás de Aquino, 361.
113
Cf. R. HERNÁNDEZ MARTÍN O.P., "Introducción y notas a las cuestiones 109 a 114", en: SANTO TOMÁS DE
AQUINO, Suma de Teología I-II. Edición dirigida por los Regentes de Estudios de las Provincias Dominicanas en
España, Madrid, BAC, 1989, 901-973, 902s; P. FRANZEN, "La acción de Dios por la Gracia", en: JOHANNES FEINER-
MAGNUS LÖHRER, Mysterium Salutis. Manual de teología como historia de la salvación. Tomo II: Culto -
Sacramentos - Gracia, Madrid, Ediciones Cristiandad, 1975, 638s.
114
El tratado de gracia –qq. 109-114–, no agota toda la materia considerada por Tomás, que ha expuesto cuestiones
especiales sobre la gracia en otros tratados de la Suma.Cf. HERNÁNDEZ MARTÍN O.P., "Introducción y notas a las
cuestiones 109 a 114", en: AQUINO, Suma de Teología I-II. Edición dirigida por los Regentes de Estudios de las
Provincias Dominicanas en España, 901: “En la primera parte nos habla de la gracia en cuanto poseída por los ángeles
(I q.52 a.2-6) y por el primer hombre (I q.95 a.1). En la segunda parte nos habla de las virtudes infusas, de los dones
del Espíritu Santo, de las bienaventuranzas y de los frutos, que tienen como base y raíz la gracia, y de los cuales trata
a lo largo de esa extensa parte de la Suma. En la tercera parte nos habla de la gracia de Cristo, de la cual deriva la
gracia comunicada a los hombres, pero la trata solamente en cuanto se halla en Jesucristo (III q.7 y 8); versa también
de la santificación o justificación de Santa María Virgen (III q.27), y trata, finalmente, de la gracia como efecto de los
sacramentos, al hablarnos de éstos en general y de cada uno en particular”.
115
STh, I-II, q. 111, prol.
116
Cf. STh, I-II, q. 111, a. 1. Dedicará el a.4 a la división de la gratia gratis data siguiendo la enumeración de los
carismas de los escritos paulinos y la tradición patrística.

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –91


también para recibir de Dios diversidad de dones gratuitos que nos ayudan en el camino a la
bienaventuranza.117 Dentro de una comunidad cristiana la gracia se concreta en múltiples dones de gracia.
El ejemplo paradigmático de éstos era ya para Pablo el carisma de la profecía. En él ve el Apóstol lo que
nosotros podríamos llamar la competencia necesaria en el servicio de la gracia: el conocimiento de las cosas
divinas, la capacidad de explicar el sentido de la fe y la de transmitirla a un determinado grupo de
destinatarios. Tomás habla de la necesaria alianza entre «ciencia» (scientia) y «sabiduría» (sapientia) como
de algo que cae por su peso. El «conocimiento de las cosas divinas» tiene que enlazar con el «conocimiento
de las cosas humanas» (ibíd., a. 4, resp.).
A la pregunta de si la gratia gratis data es superior a la gratia gratum faciens, responde la Summa con
un no rotundo. La co-humanidad no vale menos que la propia salvación. Sólo de cara al fin último y a la
caritas que lo anticipa se adopta esa graduación en sí problemática. Tomás, siguiendo a Pablo, no solamente
tiene la caritas como el fundamento por antonomasia, sin la cual toda la construcción se derrumba como un
castillo de naipes
El concepto de gratia gratum faciens, definido genéricamente como “una quidem per quam ipse homo
deo coniungitur” 118 es el que nos interesa comprender adecuadamente centrándonos en lo que Tomás
anuncia en el prólogo: ‘de divisione gratiae gratum facientis per operantem et cooperantem y eiusdem per
gratiam praevenientem et subsequentem’. Esta cuádruple división final se remonta a Agustín y no ofrece
tampoco mayor problema. El carácter de ‘operante’ le viene a la gracia definida como un efecto en orden al
cual nuestra mente no mueve, sino que sólo es movida y por tanto la operación se atribuye a Dios, que es el
único motor. La ‘gracia cooperante’ también se trata de un efecto divino, respecto del cual la mente mueve
y es movida y por tanto la operación se atribuye no sólo a Dios, sino también al hombre que participa en la
operación.119 Esta segunda denominación -gratia cooperans- es importante para la noción del usus gratiae
y constituye una nueva muestra de la delicadeza del Aquinate por integrar la libertad humana en el
dinamismo del motus in Deum,120 resultando también por eso una puerta abierta a la teología de la historia.
La consideración de la gratia praeveniens ofrece una bella descripción de los efectos de la gracia en el
hombre, e incluso una nueva referencia a la relación del Amor eterno con sus dones temporales: “El amor
de Dios hacia nosotros es eterno; por eso no puede ser más que preveniente. Pero la gracia es un efecto
temporal que puede preceder a una cosa y seguir a otra. Y, en consecuencia, puede ser preveniente y
subsiguiente”.121
La gracia «creada» puede entenderse como aquella que hace a un hombre «agradable a Dios», y se
llama gratia gratum faciens. Dentro de la historia personal cabe además distinguir: la gracia en tanto que
produce el comienzo del retorno a Dios, y por ello se llama operans, «operante»; y la gracia en tanto que
sostiene el proceso de avance y comunicación participando el libre albedrío, y de ahí que reciba el
calificativo de cooperans, «cooperante» (ibíd., a. 2, resp.; remisión a un texto de Agustín, De grat. Et lib.
arb. XVII,33, PL 44,901). Esta última modalidad de actuación de la gracia posibilita ciertamente el realizar
obras meritorias. La denominación de la ‘gratia gratum faciens’ es distinguida en el artículo segundo en
dos categorías importantes de apreciar correctamente:
“Como ya dijimos (q.109 a.2.3.6.9; q.110 a. 2), la gracia puede entenderse de dos maneras. O es un
auxilio divino que nos mueve (divinum auxilium quo nos movet) a querer y obrar el bien, o es un don habitual
que Dios infunde en nosotros (habituale donum nobis divinitus inditum). Y en ambos sentidos la gracia puede
ser dividida en operante y cooperante”.122
No podemos pasar por alto que Tomás parece reconocer en este texto, que la gracia que nos hace gratos
puede entenderse claramente de dos maneras: como un auxilio divino que nos mueve a querer y obrar el
bien, o como un don habitual que Dios infunde en nosotros. A continuación se dice que en ambos sentidos
-utroque autem modo gratia dicta- la gracia puede ser dividida en operante y cooperante. ¿Cómo entender

117
Cf. A. W. MEIS, Antropología teológica: acercamientos a la paradoja del hombre, Santiago, Ediciones UC,
20133, 530.
118
STh, I-II, q. 111, a. 1
119
Cf. STh, I-II, q. 111, a. 2.
120
La gracia no suprime la naturaleza, sino que la perfecciona reza la Suma desde su primera cuestión: Cf. STh, I q. l,
a. 8, ad2m: “gratia non tollit sed perficit naturam”. Valiosa al respecto la perspectiva antropo-teológica ofrecida en
G. L. MÜLLER, Dogmatica. Teoría y práctica de la teología, Barcelona, Herder, 1998, 811-813.
121
STh, I-II, q. 111, a. 3, ad1m.
122
STh, I-II, q. 111, a. 2. Subrayado nuestro.

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –92


este ‘divinum auxilium quo nos movet’? La respuesta a la pregunta ha suscitado inmensa cantidad de páginas
de teología,123 y el problema se acentúa desde un estudio histórico de la evolución del pensamiento del
Angélico en este punto. Como se ha reconocido en las últimas décadas,
“lentamente, en el curso de su vida, [Tomás] precisó el término «dispositio» como una preparación para
la gracia justificante, que nos hace merecer el cielo. La llamaba principalmente «auxilium Dei moventis»,
precisando en la Summa que era «operans» y «cooperans»”.124
Los estudios exegéticos del último siglo sobre los textos de la gracia afirman la inexistencia en toda la
obra tomasiana de la expresión «gracia actual» cuya aparición es claramente posterior. 125 Sin embargo,
aunque ceñidos aquí al pensamiento del Angélico no la llamemos así, no puede negarse el reiterado
reconocimiento en la Suma Teológica de esta doble manera de considerar la gracia –divinum auxilium quo
nos movet y habituale donum–.126 Para la cuestión del uso de la gracia, esta afirmación es clave, ya que si
este divinum auxilium es también -como afirma la Suma- una gratia cooperante, entonces también de ella
podemos afirmar un usus histórico, cosa que queda explícita al final del cuerpo del artículo:
“San Agustín, tras sus palabras arriba citadas (sed contra), añade: Obra para que queramos; y cuando ya
queremos, coopera para que acabemos la obra. Por consiguiente, si se toma la gracia como una moción
gratuita de Dios, por la que nos impulsa a realizar un bien meritorio, con razón se la divide en operante y
cooperante. Por su parte, la gracia considerada como un don habitual tiene también, al igual que cualquier
otra forma, un doble efecto: primero da el ser y, consiguientemente, da la operación”.127
Es difícil recusar –como se ha hecho– a esa moción gratuita de Dios que opera todos los actos buenos
interiores de la voluntad, desde el simple querer el bien, apartándose del mal, hasta la plena conversión o
justificación, y que incluso nos mueve al bien meritorio, su carácter sobrenatural.128 A modo de cuestión
abierta dejamos planteada la pregunta acerca de si a esta gracia-moción también puede llamársela gratum
faciens en fidelidad a las categorías de la Suma Teológica. La evolución posterior del tema por los caminos
de la doctrina de la justificación ha llevado a la identificación de la gratum faciens con la ‘gracia habitual
santificante’, ligada incluso a menudo con la caridad infusa. ¿Es lícita esa asociación? 129 Desde la
perspectiva del agente de la gracia –y también la del fin que Tomás nunca abandona– ¿acaso no nos hacen

123
Cf. HERNÁNDEZ MARTÍN O.P., "Introducción y notas a las cuestiones 109 a 114", en: AQUINO, Suma de Teología
I-II. Edición dirigida por los Regentes de Estudios de las Provincias Dominicanas en España, 905: “En las obras de
madurez del Doctor Angélico, la palabra «instinto» aparece relacionada con el acto de fe y adquiere un valor nuevo,
hasta entonces no tenido en cuenta en sus escritos: moción divina interior que impulsa a la voluntad. Este «instinto»
parece ejercer una función similar en dos documentos descubiertos por los escolásticos en los comienzos de la segunda
mitad del siglo XIII: el libro De bona fortuna y el Indiculus gratiae, atribuido al papa Celestino I, pero elaborado por
Próspero de Aquitania. Estos textos le habrían servido a Santo Tomás de base para rechazar la doctrina semipelagiana,
según la cual el comienzo de la fe es obra del hombre y no de una moción divina. (…) En el Indiculus gratiae, de
Próspero de Aquitania, tanto el «instinto de Dios» como su «adyutorio» y su «auxilio» están ordenados a la
«inteligencia de los divinos mandatos», a la «filtración divina» y al «mérito de los santos», como a su término; todo
ello es incompatible con un impulso meramente natural. E. Schillebeeckx, en su obra Revelación y Teología, reconoce
asimismo el carácter transcendente de la ‘moción divina’”; cf. LADARIA, Teologia del pecado original y de la gracia.
Antropología teológica especial, 169. “aunque hay que notar que en algún momento de su vida Tomás no ha llamado
«gracia» al primer movimiento que Dios obra en el hombre para que se convierta a él, una mayor reflexión le ha hecho
ver que, aunque el hombre no tenga todavía la gracia santificante, es también gracia este inicial acercamiento a Dios”.
124
FRANZEN, "La acción de Dios por la Gracia", en: FEINER-LÖHRER, Mysterium Salutis. Manual de teología como
historia de la salvación. Tomo II: Culto - Sacramentos - Gracia, 644.
125
Cf. HERNÁNDEZ MARTÍN O.P., "Introducción y notas a las cuestiones 109 a 114", en: AQUINO, Suma de Teología
I-II. Edición dirigida por los Regentes de Estudios de las Provincias Dominicanas en España, 905. Para las
controversias sobre la ‘gracia actual’ Cf. MÜLLER, Dogmatica. Teoría y práctica de la teología, 822.
126
La distinción la había reiterado en cuatro artículos de la q. 109 (a. 2. 3. 6. 9) y vuelve a hacerlo también en la q.
112, a. 2: “quod, sicut supra dictum est, gratia dupliciter dicitur, quandoque quidem ipsum habituale donum dei;
quandoque autem ipsum auxilium dei moventis animam ad bonum”.
127
STh, I-II, q. 111, a. 2. Subrayado nuestro. Recordemos que no es al análisis del hábito al que pertenece el usus
sino al análisis de acto –o a los denominados pasos del acto–.
128
Sobre todo las líneas suarecianas, Cf. FRANZEN, "La acción de Dios por la Gracia", en: FEINER-LÖHRER,
Mysterium Salutis. Manual de teología como historia de la salvación. Tomo II: Culto - Sacramentos - Gracia, 645;
cf. HERNÁNDEZ MARTÍN O.P., "Introducción y notas a las cuestiones 109 a 114", en: AQUINO, Suma de Teología I-II.
Edición dirigida por los Regentes de Estudios de las Provincias Dominicanas en España, 905.
129
A juzgar por la última traducción de la Suma Teológica al español, gratia gratum faciens se traduce
prácticamente siempre como gracia santificante.

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –93


gratos a Dios todos los auxilios sobrenaturales con los cuales no cesa nunca de ayudarnos en la vía a la
bienaventuranza? El uso cooperante del divinum auxilium ¿no es acaso también gratum faciens? Creemos
que este concepto de gracia-moción es de gran valía no sólo para las doctrinas de la justificación y del
mérito en las que no podemos entrar aquí, 130 sino también en orden a repensar desde una teología con
mentalidad histórica la vivencia del pecado -el valor de la atrición-, e incluso del timor servilis, y de los
actos consecuentes de la fides y la spes informis. De estas últimas tampoco Tomás tiene reparo en afirmar
que ‘attingunt quidem Deum secundum quod’.131 Tanto la manera de anunciar los artículos en el prólogo
recién citado, como la definición dada a la gratia gratum faciens (una quidem per quam ipse homo deo
coniungitur) nos permiten al menos dejar planteada esta cuestión que volveremos a retomar en la perspectiva
de Tello.
3. La gracia como habitudo quaedam
Hemos insistido abundantemente en la primacía que Santo Tomás ofrece al acto humano en todo su
análisis de la vida cristiana y como los demás elementos de la moral –ley, gracia, virtudes, dones; vicios y
pecados–, son estudiados como principios que solo adquieren realidad en el acto.132 El hombre no puede
encontrar a Dios enfrentado a su naturaleza libre, sino justamente en la activación del conocimiento y la
voluntad hacia Él.133 El tema de la libertad espiritual del hombre imago Dei está al frente de la construcción
de la secunda pars. En este cuadro de ‘teología de la historia’ que Tomás traza entre Dios y su imagen se
ubican las demás categorías metafísicas y éticas que utiliza completamente a su servicio. El tema central del
acto libre, meritorio de la bienaventuranza eterna, es tratado tanto en su estructura psicológica cuanto en su
condicionamiento concreto. 134 Este segundo plano de investigación encuentra su unidad en la teoría
tomasiana del hábito, cuya originalidad y amplitud analógica hemos visto anteriormente, y que volvemos a
encontrar en el vocabulario de la gracia.
La expresión habitudo quaedam referida a la esencia de la gracia sólo aparece una vez en la Suma
Teológica y en orden a distinguir la gracia de la virtud infusa: “La gracia -primera especie de cualidad- no
es lo mismo que la virtud infusa, sino una habitudo quaedam, que las virtudes infusas presuponen como
hábito, no operativo -como ellas- sino entitativo que es principio y raíz de las virtudes infusas”.135
A diferencia de algunos de sus contemporáneos, Tomás defiende la distinción esencial entre gracia y
virtud, ya que considera que así como las virtudes naturales suponen la naturaleza humana, las virtudes
sobrenaturales suponen la sobre-naturaleza de la gracia y de ella se distinguen.136 Es clave captar aquí, el

130
La evolución posterior del tema de la gracia tomará un curso independiente a la comprensión a la que llega Santo
Tomás en la Suma Teológica, y quedará fundamentalmente ligada al problema de la justificación con su punto de
concentración en la reforma protestante y el concilio de Trento con su posterior evolución en la disputa ‘De auxiliis’.
Cf. MÜLLER, Dogmatica. Teoría y práctica de la teología, 813; LADARIA, Teologia del pecado original y de la gracia.
Antropología teológica especial, 170s; 200s; Cf. MEIS, Antropología teológica: acercamientos a la paradoja del
hombre, 591s.
131
STh, II-II, q. 23, a. 6: Subrayado nuestro. Recordemos que Tomás afirma que la fe informe es también cierto efecto
de la gracia -STh, I-II, q. 112, a. 2-, y que incluso pertenece al mismo hábito de la fe formada -STh, II-II, q. 4, a. 4-.
STh, II-II, q. 5, a. 2 ad2m: “fides quae est donum gratiae inclinat hominem ad credendum secundum aliquem affectum
boni, etiam si sit informis”.
132
Dios es acto puro; el hombre, actúa dinámicamente su ser imagen de Dios a través de su actividad propia del
conocimiento y el amor. Cf. I-II: STh, I-II, prol. El contexto histórico de esta insistencia en el acto libre en: NORIEGA,
“Guiados por el Espíritu”. El Espíritu Santo y el conocimiento moral en Tomás de Aquino, 332s.
133
Cf. STh. I-II, q. 113 a. 3.
134
Cf. LAFONT, Estructuras y método en la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino, 513s.
135
STh, I-II, q. 110, a. 3, ad3m. Subrayado nuestro. Cf. SÁNCHEZ SORONDO, La gracia como participacion de la
naturaleza divina según Santo Tomas de Aquino, 104, donde indica que “ya en su obra juvenil se halla esta sentencia:
«gratia ad genus qualitatis reducitur, et ad primam speciem qualitatis; nec proprie tamen naturam habitus habet, cum
non immediate ad actum ordinet; sed est velut habitudo quaedam, sicut sanitas se habet ad corpus»”. Cf. SANTO TOMÁS
DE AQUINO, In II Sententiarum, d. 26, q. 1, a. 4, qla 1: en Opera Omnia, Roma, Pontificio Ateneo Regina Apostolorum,
1996.
136
Ahora bien, resulta llamativo que lo que está en el origen de la incorporación escolástica del concepto de ‘habitus
infusus’ se deba precisamente al interés por expresar teológicamente el arraigo y la estabilidad de las virtudes
teologales. Cf. FRANZEN, "La acción de Dios por la Gracia", en: FEINER-LÖHRER, Mysterium Salutis. Manual de
teología como historia de la salvación. Tomo II: Culto - Sacramentos - Gracia, 645. “La calificación de «donum
gratuitum» no parecía suficiente; poco a poco se va perfilando la idea de que en las «virtutes christianorum» hay que
ver un aspecto más estable y profundo, el cual constituye el verdadero principio de nuestras acciones meritorias. Así

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –94


sentido de la expresión ‘gratiae qualitas quaedam’ en el artículo anterior donde Tomás liga la importancia
del ‘don habitual de la gracia’ a la moción de Dios que infunde en el hombre formas o cualidades
sobrenaturales para ayudarlo a conseguir libremente el bien eterno:
“(Dios) infunde en aquellos a quienes mueve a conseguir el bien sobrenatural eterno ciertas formas o
cualidades sobrenaturales, mediante las cuales pueden ser movidos por El con suavidad y prontitud a la
consecución de aquel bien. Y así resulta que el don de la gracia es una cualidad”.137
En la Suma Teológica –a diferencia de sus obras anteriores–, Tomás acentúa con toda decisión la
acción de Dios, y llega prácticamente a una concepción «actualista» de la así llamada gracia habitual.138 La
gracia aparece como una moción inmediata -que suele llamarla «moción del Espíritu Santo»- que viene
directamente de Dios a nosotros para que volvamos a Él –reditus–, y lo encontremos en el interior de los
actos encaminados a la bienaventuranza. “Tomás cree que necesitamos una disposición habitual –por la
gracia y las virtudes– para todo acto meritorio orientado hacia la meta final de la salvación”.139 Sin embargo,
estos «habitus» son entendidos sin reserva como una moción divina recibida por el alma para los actos del
camino y siempre deben considerarse como una realidad relativa a la bienaventuranza.140 Sólo así se puede
convertir la gracia habitual en principio de merecimiento. En orden al progreso teológico vale la advertencia
de Franzen:
“El panorama histórico muestra con cuánta precaución deben ser utilizados los manuales teológicos en
este problema. Están frecuentemente encajonados en una estrecha tradición de escuela que apenas se preocupa
del propio crecimiento y de la evolución mental experimentada por los grandes maestros del pensamiento
teológico. Pero, sobre todo, se ve que el concepto de habitus es realmente secundario y que tiene carácter
relativo. Tan pronto como es separado de su fuente viva, la acción inmediata y continua del Dios salvador,
sea cual fuere el modo de entenderla (como moción, luz, presencia o amor), pierde mucho de su sentido
teológico y espiritual. Aun acudiendo al concepto de «gracia creada» en sentido estricto (como influjo de la
acción divina), el concepto de habitus sirve a lo sumo para confirmar la realidad de este amor de Dios, del
hecho de que el amor de Dios en Jesucristo nos toca realmente en el corazón por medio del Espíritu Santo”.141
La perspectiva del agente y del fin –Gracia increada– es nuevamente principal, y ofrece su marco y su
sentido a la noción de gracia creada como habitudo quaedam. Los problemas aparecerán en la escolástica
tardía donde se trastoca la relación entre la gracia causal creada y la increada y “el hombre debe preocuparse
de la cualidad de la gracia como de una cualidad propia”,142 para que se le pueda hacer a continuación
participe de la justificación y de la vida eterna. Como vemos, el origen del concepto de hábito aplicado a la
gracia -incluso en una teología como la de Tomás que se sirve de categorías ontológicas-, es esencialmente
dinámico y refiere a la actividad del Espíritu Santo –su moción, su ayuda– en orden a la comunión actual –
en la fruitio de la inhabitación o de la gloria– con las personas divinas. En función de estos actos propios

nació el concepto de «habitus». Fue sobre todo Felipe el Canciller quien, después de la introducción de los conceptos
aristotélicos, elaboró una síntesis que, en sus rasgos generales, adquirió valor clásico en todo Occidente”.
137
STh, I-II, q. 110, a. 2. ,Cf. HERNÁNDEZ MARTÍN O.P., "Introducción y notas a las cuestiones 109 a 114", en:
AQUINO, Suma de Teología I-II. Edición dirigida por los Regentes de Estudios de las Provincias Dominicanas en
España, 928. Esta argumentación tan consumada es propia de la Suma de teología.
138
Cf. FRANZEN, "La acción de Dios por la Gracia", en: FEINER-LÖHRER, Mysterium Salutis. Manual de teología
como historia de la salvación. Tomo II: Culto - Sacramentos - Gracia, 649. Debido a motivos filosóficos e históricos
que el autor menciona, en el Comentario a las Sentencias y en el tratado De veritate Tomás acentúa más la
cooperación humana. También cf. HERNÁNDEZ MARTÍN O.P., "Introducción y notas a las cuestiones 109 a 114", en:
AQUINO, Suma de Teología I-II. Edición dirigida por los Regentes de Estudios de las Provincias Dominicanas en
España, 903s.
139
FRANZEN, "La acción de Dios por la Gracia", en: FEINER-LÖHRER, Mysterium Salutis. Manual de teología como
historia de la salvación. Tomo II: Culto - Sacramentos - Gracia, 650.
140
Ibíd. 650s.
141
Ibíd.
142
Cf. MÜLLER, Dogmatica. Teoría y práctica de la teología, 814. La introducción del concepto de habitus respecto
de la gracia llegó a ser muy criticada por la teología oriental y por la Reforma: “Para algunos teólogos de la Reforma,
este concepto se ha convertido más o menos en el símbolo de un pelagianismo disfrazado al que la Iglesia romana
rinde tributo. Hay que admitir que el concepto de «habitus» se endureció entre tanto hasta tal punto que cabe
preguntarse si la Reforma no habrá tenido razón”. FRANZEN, "La acción de Dios por la Gracia", en: FEINER-LÖHRER,
Mysterium Salutis. Manual de teología como historia de la salvación. Tomo II: Culto - Sacramentos - Gracia, 649.
Como veremos, también el padre Tello utiliza la expresión con reserva, consciente de su estereotipización en la
‘doctrina católica moderna’.

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –95


del camino a la beatitudo es que Tomás utiliza la expresión usus gratiae que -como veremos a continuación-
permite vincular sinérgicamente la gracia y las virtudes.143
3.2.2.4. La causa de la gracia (STh. I-II, q.112)
Fuera de Dios no existe ninguna causa eficiente y final de la gracia. Para Tomás, que arranca de la
Biblia, es algo evidente que el único que produce la salvación del hombre es Dios. Y para decirlo con los
padres orientales: nadie sino Dios puede «divinizar», es decir, conferir la «semejanza divina» y hacer
«partícipe de la misma naturaleza divina». Nadie puede hacer entrar en el «consorcio» del Dios trino sino
Dios mismo. Y así como sólo el fuego puede inflamar, así tampoco nadie que no sea Dios puede otorgar la
gracia salvífica al hombre (ibíd., q. 112, a. 1, resp.).
Esa causalidad salvífica continúa Tomás explicándola por la vía trinitaria. La fuerza de la gracia se
despliega en el Espíritu Santo, en cuanto que está presente de un modo capital o fundamental (principaliter)
en la persona de Jesucristo; y, como en los sacramentos de la Iglesia sólo opera «instrumentalmente»,
aparece de un modo absolutamente singular la causa salvífica divina en la humanidad de Cristo, que es el
órgano de su divinidad (ibíd., ad 1 y 2).
¿No descansó ya por completo el Espíritu sobre Jesús de Nazaret? Pensando en esos aspectos trinitarios
de la acción de la gracia, se aleja a ojos vista el peligro de una consideración mecanicista o el de una
insistencia unilateral en la omnipotencia o la causalidad efectiva de un Dios concebido de un modo
monocausal y monárquico.
La causa divina se muestra ya relacionada en sí misma, y tanto más claramente se deja conocer en su
relación dinámica con el hombre. Tomás de Aquino toma en serio el libre albedrío al que no puede ver
asaltado por la gracia. Y es que el hombre no es una cosa, ni una piedra, que Dios caprichosamente pueda
aprovechar para su construcción o pueda rechazarla. Ni siquiera en el estado de «naturaleza corrompida»
discurren así las cosas.
Eso quiere decir lo importante que resulta la buena disposición para recibir la gracia. Para estar
dispuesto a ello el hombre sólo puede «prepararse» de acuerdo con su dignidad. Y como mejor se prepara
el alma, si quiere disponerse a escuchar adecuadamente la llamada divina, es obedeciendo el consejo dado
ya en el Antiguo Testamento: Preparad vuestros corazones para el Señor (cf. lSam 7,3; Am 4,12). O bien
conforme a la exhortación del Bautista: Haced practicables los caminos en el desierto para la inminente
llegada de Dios (cf. Le 3,4).
Lo que dijeron los Sinópticos con citas proféticas acerca del reinado futuro de Dios y de su reino
inminente —en substancia: nada de obligar a entrar, sino una disposición operativa y vigilante pata
recibirlo— intenta formularlo el Aquinatense con los conceptos del Estagirita (respecto de la gracia actual
y habitual). La materia anímica humana tiene que «disponerse» para poder sostener de modo duradero la
forma de la gracia. Esto significa que el libre albedrío tiene que ser movido de una manera que tenga ple-
namente en cuenta lo que corresponde a su estado. Cuando es movido por su creador, redentor y
consumador, no corre peligro alguno de padecer violencia. Más bien es sólo así como llega a ser él mismo.
Y así es como Dios provoca en el hombre la buena disposición para recibir su «gracia habitual». «La gracia
es un principio de operación exterior que se interioriza». Otro es el panorama con la «ayuda actual», que
suele sorprender a su destinatario (STh. 1/II, q. 112, a. 2, resp.).
Sin embargo, el estar dispuesto no equivale a una colación automática del habitus de la gracia. Dios
sigue siendo libre y sigue atento al mínimo cambio anímico del receptor. Tomás procura dejar abierto el
campo entre el «no querer forzar» y la infalibilidad de la auto-comunicación divina por lo que respecta al
hábito de la gracia (ibíd., a. 3, resp.).
Tomás adopta una cuantificación inadecuada y sólo analógica del don salvífico para expresar lo que
nosotros llamaríamos hoy una «prueba personalizada de la gracia». Y si bien, por lo que se refiere al fin
último, o sea bien supremo, Dios, no puede darse una gracia «mayor» y otra «menor», así existe una distin-
ción pot parte del sujeto según el grado de iluminación mayor o menor por parte de la luz de la gracia (a. 4).
Acerca de la cuestión de si un hombre puede saber con certeza si está o no en gracia de Dios, la

143
Muy interesante la opinión de Lafont que sostiene que la consideración de la gracia santificante como una cualidad
inherente a la esencia del alma, a la que transforma internamente en su raíz, obedece a la visión tomista de la
divinización, a la que considera el verdadero sentido del estudio de las virtudes teologales. Cf. LAFONT, Estructuras y
método en la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino, 271.

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –96


respuesta puede ser triple: 1) El juicio al respecto queda reservado en principio a Dios (cf. I Cor 4 3s). 2)
Dios revela en determinados casos el hecho efectivo de un creyente que está en su gracia, infundiéndole,
por ej., un vivo sentimiento de certeza gozosa, un securitatis gaudium (cf. 2 Cor 12,9). 3) Dependemos de
un cierto tipo de juicio de probabilidades, que no excluye una cierta imprecisión (cf. I Cor 4,4). Hay ciertos
indicios de la presencia de la gracia, como por ejemplo la alegría que se experimenta en estai con Dios,
unida a una no dependencia de las cosas mundanas (ibíd., a. 5, tesp.). Ese estado corresponde en el fondo al
de la tensa esperanza escatológica, puesto que «estamos salvados en esperanza» (cf. Rom 8,24). En otro
lugar la Summa habla expresamente de la «certeza de la esperanza» (II-II, q. 18, a. 4).
3.2.2.5. Efectos de la gracia, y en especial la justificación del pecador (STh. I-II, q.113)
Es significativo que la Summa sólo hable explícitamente de la justificación bajo el título de los
«efectos» (effectus) de la gracia. Pero, ¿no ocurre ya algo parecido en el corpus paulinum, tomado en su
conjunto? No es la doctrina de la justificación la que aparece allí como la realidad que todo lo abarca, sino
más bien la doctrina de la gracia, cuya parte esencial es el razonamiento acerca de la justificación del no
justo por la gracia (cf. Pesch, en PP, 97s). Es bien sabido que Lutero carga el acento de otro modo, debido
a su intensa ocupación y preocupación por el pecado.
Tomás empieza por identificar la justificación con el perdón o remisión de los pecados. A nosotros ya
no nos es posible la rectitud de que disfrutó Adán «antes del pecado». La rectitud religiosa y ética, que era
totalmente original y no tenía como supuesto la superación del mal, no queda en el campo de lo
humanamente posible. Necesitamos por lo mismo de la «transformación» (transformatio) que nos conduce
del estado de «no rectitud» (iniustitia) al de «rectitud» (iustitia) (STh. I-II, q. 113, a. 1, resp.).
Pero experimentar el perdón de Dios está muy lejos de representar toda la salvación. En ella entra
absolutamente el lado positivo, lo edificante, que Tomás expresa con la idea de la paz interior. ¿En qué
consiste? Desde luego, no en la mera ausencia de inquietud, ni en un sentimiento de satisfacción, sino más
bien en la experiencia del «amor con que Dios nos ama» (ibíd., a. 2, resp.). Sabemos ciertamente que ese
amor divino es de por sí eterno y que no cambia. Pero, al mismo tiempo, experimentamos que su efecto «se
interrumpe ocasionalmente» en nosotros, de lo que Dios no es ciertamente el responsable. Pero
experimentamos la renovación de ese efecto tanto más gozosamente, si nuestros pecados han sido
perdonados (ibíd.).
Para poder ser justificado, primero hay que quererlo. Se interpela al libre albedrío por el anhelo sincero
y auténtico de la renovada comunión con Dios. Dios mueve la voluntad de acuerdo con su manera de ser,
respetándola, para que acepte la rectitud otorgada. Pero, ¿qué ocurre en el niño pequeño y en el enfermo
grave e inconsciente, a los que en el bautismo se les confiere en nombre de Dios y de un modo puramente
sacramental la rectitud y justicia, prescindiendo de su libre asentimiento? Respuesta: la gracia los marca de
momento mediante la mera información, per solam informationem. Lo cual, ciertamente, no excluye un
asentimiento posterior, tan pronto como sea psicológicamente posible; más bien es algo que se requiere
(ibíd., a. 3, resp. y ad 1).
Cuando es posible, el sí de la fe pronunciado libremente, la confesión de fe, pertenece a la relación de
gracia como parte esencial de la misma. Sigue vigente la revelación certificada por Pablo: «Por la fe» es
justificado el pecador (Rom 5,1; Heb 11,6), mediante una respuesta de fe, libremente querida, a la llamada
de Dios.
Por lo demás, el Aquinatense niega su asentimiento a una absolutización del principado sola fide: «El
movimiento de la fe no es perfecto si no va informado por la caritas.» En el proceso de la justificación, el
acto de fe y el acto de amor forman un todo según el designio del que justifica (ibíd., a. 4, resp. ad 1).
Pero, ¿qué pensar del hombre al que por falta de una misión cristiana no le es posible llegar a la fe
explícita en Cristo? En personas así la pauta la marcará su «misericordia» o amor al prójimo y contará «a
manera de preparación» para su justificación real. «Los misericordiosos alcanzarán misericordia» (cf. Mt
5,7; ibíd., a. 4, ad 1). En este punto Tomás parece sobrepasar la posición de Agustín. Los teólogos hablan
de la fe cristiana que está dada «implícitamente» en el amor operante del prójimo.
¿Se realiza la justificación en un instante o poco a poco? Una vez más la respuesta tiene dos caras: en
cuanto que se trata de un efecto de gracia del Espíritu Santo, la justificación del pecador ocurre en un instante
que no puede medirse, de repente, como otras maneras de su venida (cf. Act 2,2); pero en tanto que se
cumple en el sujeto, el proceso de justificación se adapta a su mayor o menor grado de buena disposición y
de prontitud para recibirla (ibíd., a. 7, sed contra y resp.).
Típicamente medieval se nos antoja la precaución por una valoración gradual del efecto de la gracia,

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –97


y que Tomás refleja al final de su quaestio sobre la justificación. ¿Es esta obra la mayor entre todas las obras
de Dios? Con Agustín podría responder simplemente sí, pero prefiere introducir una distinción: por lo que
se refiere al modo de acción, la mayor de las obras divinas es la creación del mundo de la nada; mas, por lo
que mira al fin y resultado, lo es la justificación, ya que apunta nada menos que al «bien eterno de la
participación del hombre en Dios» (ibíd., a. 9, resp.).
3.2.2.6. El mérito o gracia cooperante (STh. I-II, q.114)
¿Puede el hombre merecer algo de Dios? Tomás piensa en ciertos pasajes bíblicos, cuando expresa la
correspondencia entre las obras buenas de un creyente que puede contribuir al bien de la comunidad y la
recompensa divina prometida a las mismas. No cree, sin embargo, necesario tener que referirse al peligro
de una desviada relación con Dios en el sentido del do ut des, como harán siglos más tarde los reformadores
protestantes. Para él está teológicamente claro que las adecuadas relaciones entre el hombre y Dios son
diferentes de las que median entre un hombre y otro. En efecto, si según Aristóteles (Ethic. 5,3) la justicia
distributiva en su forma absoluta establece una cierta igualdad en el plano interhumano a consecuencia de
una cierta equiparación entre prestación y contraprestación, está claro que eso no puede darse en la relación
entre Dios y el hombre. Tampoco el derecho humano que regula, por ej., las relaciones entre padre e hijo o
entre soberano y súbditos, y que sólo representa una forma relativa de justicia, puede aportar una verdadera
ayuda para la inteligencia de tales relaciones entre Dios y el hombre.
Tomás no quiere, evidentemente, contribuir a una imagen patriarcal de Dios. Por ello carga el acento
en la «distancia infinita» y en la «máxima diferencia posible» que separan al creador de la criatura, lo que
le permite desarrollar una verdadera analogía. Esta descansa, por una parte, en la diferencia esencial entre
los interlocutores; y, por otra, en la correspondencia y comunión parciales que, sin embargo, los acerca
mutuamente. La comunión consiste en todo el bien que al hombre le llega de Dios, y desde luego y en
especial sus capacidades morales. Eso cimenta una justicia «según una cierta proporción» (secundum
proportionem quamdam), que nace de la «disposición» (ordinario) creativa del autor de todo bien y de cada
capacidad. De ello se sigue que un hombre «es quasi recompensado» (!) por su buen uso de los dones
divinos. El don divino del «libre albedrío», cuando se decide según Dios, adquiere por ello un cierto
«carácter de mérito» a los mismos ojos de Dios (STh. I-II, q. 114, a. 1, resp.). El don de la libertad decisoria
se toma en consideración con dones de otro tipo.
Así, pues, no se trata de que nosotros demos algo a Dios, que de alguna manera pudiese enriquecerle,
sino más bien de que trabajemos para su honor y glorificación (ibíd., ad 2). La vida eterna del hombre
contribuye a la máxima glorificación del creador. Al mismo tiempo, esa vida es su gracia inconmensurable
(cf. Rom 6, 23; lCor 2,9). Está claro que ningún hombre puede ser «principio suficiente» para merecer su
felicidad eterna. Eso sólo puede serlo en virtud de una donación «sobrenatural» (ibíd., a. 2, resp.).
El libre albedrío representa ciertamente un don del creador. Nada, pues, parece más indicado sino que
Dios, en el sentido de la proporcionalidad antes descrita, salve el abismo de la desigualdad separadora y
«recompense según la desbordante grandeza de su poder» al libre albedrío que elige debidamente (ibíd., a.
3, resp.). Es una recompensa que ciertamente no merece, ni puede existir ninguna exigencia jurídica que la
respalde, puesto que no hay ninguna «equivalencia» (condignitas) con base jurídica entre la obra del hombre
y la recompensa que Dios le otorga por ella. La única base de tal recompensa es una cierta «adecuación»
(congruitas) libremente establecida por Dios (ibíd.).
Pero ésta no es más que una cara de la medalla. Nuestro teólogo sistemático se sitúa, en un segundo
asalto, en el ángulo visual de la acción del Espíritu divino. Puesto que los actos meritorios proceden «de la
gracia del Espíritu Santo», merecen la vida eterna, en el sentido de la equivalencia, ex condigno (ibíd.). En
ese caso es el Pneuma divino el que «valora» nuestros actos, para movernos así hacia la vida eterna. En
tanto que el Espíritu de Dios habita y opera en nosotros, brota en nosotros una fuente que mana «agua de
vida eterna» (Jn 4,14).
Así, pues, en tanto que obras de la gracia, nuestras acciones están a la altura de lo divino, de modo que
pueden contar con una recompensa valorada según «la dignidad de la gracia» (secundum dignitatem
gratiae). Y es aquí donde alcanzan todo su valor nuestra «participación de la naturaleza divina» (cf. 2Pe
1,4), así como nuestra filiación adoptiva. Porque esa adopción fundamenta una posición jurídica —
concebida de modo analógico—, Unus adoptionis por el que la herencia le es debida al heredero: debe tur
haereditas. Eso es lo que enseña Rom 8,17: «Pero, si hijos, también herederos» (ibíd.). Pesch comenta
atinadamente: Dios quiere ser «su propio deudor» (PP, 104).
La audacia de estas consideraciones no puede pasarse por lo alto. Su propósito tal vez responda a la
firme convicción de Tomás sobre la dignidad humana en un contexto ideológico en el que prevalecía la

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –98


causalidad universal de Dios según la concepción agustiniana. El hombre puede ser pecador, pero no es una
nada miserable. Y así el Espíritu Santo se interesa por conferirle unos derechos reales, diríamos que una
especie de «derechos humanos» a los ojos de Dios. La gracia no humilla al que ya está caído y hundido.
Más bien lo levanta y le reviste de una nueva dignidad como nunca había tenido. La antropología del
Vaticano II pudo encontrar ciertos puntos de partida en el Aquinatense.
Hay que anotar, además, su convicción de que el acto más meritorio de todos los posibles es la caritas,
el recto amor de Dios y del prójimo. Incluso la virtud fundamental de la fe, nada cuenta si no actúa por la
ágape (Gal 5,6; lCor 13,3). Esto se entiende así: allí donde el Espíritu trabaja por nuestra vida eterna, se
siembra y cosecha amor (STh. I-II, q. 114, a. 4, ad 3).
También están claramente trazadas las fronteras de la capacidad meritoria en Dios y con Dios: nadie
está en condiciones de merecer la «gracia primera» para sí mismo (ibíd., a. 5) o para otros (ibíd., a. 6). La
iniciativa está por entero en manos de Dios, como lo entendía Agustín. Es el médico el que da el primer
paso hacia el enfermo, no el enfermo hacia el médico. Podemos hacer mucho por nuestros semejantes, mas
no podemos gratificarlos como hace Dios. Sólo uno pudo merecer de plena «condignidad» la primera
comunicación de la gracia para todos los demás: solus Christus. «Dios movió por gracia el alma de Cristo,
no sólo para que él personalmente llegase a la glorificación..., sino para que condujera a la misma también
a otros, por cuanto que él es cabeza de la Iglesia» (ibíd., a. 6, resp.).
Curiosamente, esta referencia cristológica, que sorprende por su rareza en este tratado tomista de la
gracia, no menciona el sacrificio expiatorio y vicario de Jesús, aunque cita Heb 2,10. Sólo aporta
planteamientos de una «soteriología del camino», como el que se expresa en Act 3,15 con el predicado
cristológico de «autor de la vida» y que también resuena en la referida cita de Heb. Con ella refrenda Tomás
la idea de que Cristo, que llama a su seguimiento y se convierte así en cabeza del cuerpo eclesial, es «autor
de la salvación». Sólo él merece para todos los agraciados su primer encuentro con la gracia del Espíritu
(ibíd.). El es también el camino por antonomasia que lleva a retorno, a casa (cf. STh. I, q. 2, proem.; III,
prol.).
Los encuentros ulteriores sí tienen que ver con el mérito humano. Se cita una frase de Agustín (I/II, q.
114, a. 8, sed contra): «El menor merece crecer, de modo que lo desarrollado merezca la consumación» (In
Ep. loan. 186; PL 33,819). Por la vía de cooperación cooperación el justo tiene que hacerse más justo, el
santo más santo y el libre más libre. El progreso es un deber de gracia, y el crecimiento lo más natural ya en
el mundo de la naturaleza: ¿No brilla el sol cada vez más hasta que alcanza su cénit? (cf. Prov 4,18) (ibíd.,
resp.). Ningún creyente, sin embargo, puede merecer el don de la perseverancia; para ello necesita siempre
de un nuevo auxilio de la gracia (ibíd., a. 9).
La última quaestio trata un problema que más tarde va a tener un importante papel, especialmente en
la ética puritana: ¿en qué relación están el éxito mundano —que incluye todo el bienestar material— y el
mérito de gracia? ¿Puede entenderse la riqueza, en tanto que fruto de un trabajo honrado, como un signo
anticipado de la elección y de la recompensa divinas? Ciertamente que Tomás no se muestra como un «padre
del capitalismo» (Max Weber), cuando, a una con Ecl 9,2, observa en un sed contra: «Al bueno le van las
cosas como al pecador.» Así, pues, la felicidad y prosperidad temporales nada tienen que ver directamente
con el mérito o demérito religioso y moral (ibíd., a. 10, sed contra).
Por lo demás, se mantiene la convicción de que Dios no establece ninguna separación entre los bienes
mundanos y los supra-mundanos y que por consiguiente permite merecer ciertas ventajas temporales, que
son útiles y hasta necesarias para una vida moral, así como el crecimiento en la gracia. «Dios otorga a los
justos tantos bienes y males temporales como conviene para conducirlos a la vida eterna» (ibíd., resp.). Así
concluye Tomás su tratado de «teología moral» de la gracia de Dios.
Balance
1. Si bien Tomás ha dado preferencia a la dimensión antropológica de la gracia, ello ha sido hecho en
íntima relación con la teología trinitaria, especialmente la pneumatología. Aunque ya no emplea con la
misma consecuencia lógica que Agustín el genitivus subiectivus «gracia de Dios», no hace sin embargo, de
la «gracia creada» una realidad independiente, que pueda medirse y contarse a discreción utilizándose
cuando se quiera. Sólo de una manera lejana ha podido tal vez contribuir a esa deformación. Su voluntad de
ver en Dios-trino la única «causa» de la gracia –hoy diríamos «sujeto»– y de conectarla siempre
estrechamente con la acción del Espíritu Santo, aunque sin identificarlos sin más como hizo Pedro Lom-
bardo, confiere a su doctrina un carácter teocéntrico en medio de su orientación antropológica y ética.
Aunque casi no aparezca aquí la expresión gracia de Cristo, resulta clave aquí la siguiente aclaración:
“Si bien es cierto que a lo largo de la I-II encontramos pocas referencias a Cristo, el Doctor Angélico no

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –99


pierde nunca de vista que la via del reditus ofrecida a la creatura pasa a través de Cristo y de la predicación del
Evangelio: la gracia de la fe, siendo una gracia cristiana, ilumina el entendimiento para conocer y ‘comprender’
el insondable Misterio que envuelve la Persona del verbo Encarnado… centro de toda la historia de la
salvación”.144
En otros textos de la suma se logra una mejor expresión de la gracia como gratia capitis en un claro
contexto eclesiológico (STh. I, q. 2, a. 1, prol.; III, prol. y q. 5. 8 y 24).
2. No deben pasarse por alto las pequeñas correcciones que aporta al pensamiento de Agustín: una
mayor atención al libre albedrío y a la «naturaleza», tanto en sentido metafísico como físico; desenganche
de una doctrina de la predestinación omnipresente; retroceso de la idea de pecado a un plano subordinado,
aunque como parte integrante de la gracia; el intento por hacer justicia al conjunto de la doctrina paulina y
a la Biblia entera sobre la base de una exegesis sobria y sin prejuicios; modestia personal, hasta el silencio
total de la propia experiencia religiosa; desplazamiento del centro de interés desde el voluntarismo a un
cierto intelectualismo.
3. Que los reformadores protestantes, y sobre todo Lutero, conocieran muy poco a este Tomás de
Aquino, es algo que dogmáticamente hay que lamentar, teniendo en cuenta la investigación que O.H. Pesch
ha llevado a cabo en una visión conjunta de Tomás y de Lutero (cf. bibliografía). Pero si la teología coetánea,
predominante en las escuelas, se hubiera mantenido en las afirmaciones claras y bíblicamente demostrables
en buena medida, formuladas por Tomás, los reformadores protestantes habrían tenido menos motivos para
reprochar a los «romanos» una dosificación del concepto de gracia, las ingeniosas especulaciones sobre la
misma y las deformaciones casi mágicas en la colación pastoral de la gracia, ya sea en el ámbito de los
sacramentos o en el de las indulgencias. Creemos que Tomás sostiene la tensión entre el evangelio y la ley,
entre el espíritu y la letra, entre la vida y el precepto, sin reduccionismos de ningún tipo, pero con una clara
opción personal por la primacía de la gracia y la centralidad de las virtudes teologales en la vida cristiana.
Los tratados de la ley nueva (qq 106-108) y de la gracia (qq. 109-114). Aunque no podamos profundizar en
ello, marcar la continuidad entre ambos tratados, nos acerca a una de las cuestiones más apasionadamente
debatidas de la historia de la teología moderna a partir de la reforma, que hizo de la dialéctica “ley y
evangelio” un verdadero “tema de batalla”.145 Interesantes esfuerzos se vienen realizando en las últimas
décadas entre católicos y protestantes para un acercamiento en la visión de lo esencial de la ética cristiana,
que dio un magnífico fruto en la Declaración conjunta sobre la Doctrina de la Justificación, en octubre de
1999. 146 Junto con ello, la teología de la ley en santo Tomás -y de la ley nueva como su expresión más rica-
ha sido objeto de una positiva valoración en perspectiva ecuménica por parte de la teología protestante .147

144
MALASPINA, Tota lex Christi pendet a caritate. La ley nueva, hermenéutica definitiva de la ley natural en la
perspectiva de Santo Tomás de Aquino, 258.
145
G. SÖHNGEN, La Ley y el Evangelio. Ensayo sobre su unidad analógica, Barcelona, Herder, 1966, 19. Donde el
autor agrega la interesante constatación, cuyo juicio compartimos considerando el año en que fue escrito: “No es que
nuestros teólogos de la edad moderna y los actuales hayan olvidado o preterido el tema, pero lo tratan en otro sentido;
transcriben y transmiten la gran tradición escolástica sobre el tema, pero no sin colorearlo y pulirlo según el estilo
de la legalidad y sin construir nada nuevo. Con ser uno de los más apasionantes desde que se escribieron las epístolas
a los Gálatas y a los Romanos, este tema ha cesado de interesar de modo especial a la teología católica”. Ibíd. Subrayado
nuestro.
146
: [En línea] http://www.vatican.va/roman_curia/pontifical_councils/chrstuni/documents/rc
_pc_chrstuni_doc_31101999_cath-luth-joint-declaration_sp.html [Consulta 15-XII-2015].
147
Por ejemplo la obra aún relevante de U. KÜHN, Via caritatis. Theologie des Gesetzes bei Thomas von Aquin,
Göttingen, Vandenhoeck & Ruprecht, 1965; o su ponencia posterior donde acerca de la ética tomista ofrece una
interesantísima doble conclusión: “a) La ética de Tomas es -bien entendida- un paradigma para la situación de diálogo
entre Tomás y la reforma luterana. Tomás no habla por cierto en las categorías de Lutero. La función fundamental de
la fe justificante, del perdón de los pecados en un sentido personal no está presente en la misma manera, más bien es
central (conductor) la dimensión sacramental. Pero hay uno y el mismo acontecimiento espiritual, uno y el mismo
principio ético que aquí y allá se piensa y se expresa. En ambos teólogos se trata de un Ethos que se basa en el obrar
redentor y liberador de Dios en Cristo; de un Ethos que no se orienta primariamente a la ley, sino al Espíritu y a la
libertad. Podría verse un consenso fundamental objetivo, a pesar de la diferencia de lenguaje, de gran significado para
el diálogo ecuménico actual. b) Que la ley en la reflexión de Tomás se encuentra en segunda línea podría ser de
significado decisivo para una genuina auto comprensión del catolicismo. Resultaría una luz no sólo para problemas de
orientación ética personal, sino además para la comprensión de derecho y ley en la comunidad de los creyentes, la
Iglesia. Si es correcto y católico que el mandamiento verbal de Dios es lo segundo frente a la gracia y si es correcto
que con ello se remite a la libertad en responsabilidad como opción fundamental de la ética cristiana, entonces se

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –100


Entre los autores actuales de teología dogmática, dentro del catolicismo, hay quienes defienden la
opinión de que habría sido Duns Escoto el que introdujo la decadencia de la doctrina de la gracia a finales
de la edad media, que acabaría desembocando en la convulsión de la reforma protestante. Así pues, no hay
mejor camino para un juicio objetivo al respecto que echar una ojeada a los correspondientes textos de Duns
Escoto.
3.2.3. Duns Escoto
Este franciscano (+ 1308), que se trasladó de su tierra escocesa a la Universidad de París, tiene desde
luego acentos originales. Enlazando con el tierno afecto hacia las criaturas que el fundador de su orden había
sentido y cantado, Escoto desarrolló una antropología metódica de la gracia con acentos que hoy
calificaríamos de personalistas. Específico de esa doctrina es su marcado teocentrismo. Sin embargo, éste
es un dato sólo aparentemente paradójico. Y ello porque cuanto más intensamente se ocupa Escoto de Dios,
de su divinidad, con tanta mayor claridad se le aparece el amor divino «de tendencia antropocéntrica» (K.
Rahner). En el centro de toda teología y cristología, y por consiguiente en la doctrina de la creación y de la
gracia, se encuentra infaliblemente el Dios amoroso. Escoto explica la creación del mundo como la creación
de lo otro, de lo no divino, en que Dios quería tener unos «coamadores». Y explica asimismo que el Hijo de
Dios se habría hecho hombre aunque la humanidad no hubiese pecado, justamente por pura gracia, por la
pura «necesidad» de comunicarse a ese otro (cf. ibíd.).
Un apoyo para esa manera de ver las cosas se lo proporcionó a Escoto el teólogo Pedro Lombardo, con
su identificación, imprecisa y equívoca, pero muy atractiva, de la gracia o caritas en el hombre con el
Espíritu Santo. Sorprende la frecuencia con que en sus lecciones se ocupa Escoto de la famosa frase de
Lombardo, intentando aclararla y hasta salvarla. La mención del Espíritu Santo puede servir en el sentido
de la Biblia como fórmula condensada de la fe en el Dios amoroso y en su gracia. Porque, ¿qué es lo que
hace patente el Espíritu de Dios, sino la eterna voluntad de auto-comunicación de Dios al mundo? En ese
sentido podría llevar razón el autor de los libros de las Sentencias.
Ese desplazamiento del centro de interés conlleva el que, para decirlo de forma simple, el teólogo de
la gracia hable más del querer y del amor que del conocimiento y la fe. Ahí radica el voluntarismo escotista.
(Más bien habría que arriesgar el neologismo «agapetismo».) Escoto, sin embargo, razona de un modo
absolutamente intelectual y especulativo, y no en vano se le dio el sobrenombre de doctor subtilis. A ello
contribuyó el ideario que él supo procurarse en Aristóteles, además de en Agustín. ¿Cómo podemos exponer
su doctrina de la gracia de Dios en sus rasgos fundamentales?
3.2.3.1. Designio amoroso de Dios y felicidad del hombre
Para Escoto cuenta, ante todo, considerar el amor con el que Dios ama desde toda la eternidad, se ama
a sí mismo, y por el que es esencialmente aquel amor que desde siempre se propuso crear algo distinto de
él al que poder comunicarse. El que se comunica es tanto caritas como gratia, que utilizará ya como sinóni-
mos para designar el ser divino. Caritas y gratia son, pues, también en la criatura una sola y misma realidad,
más aún, un solo y mismo habitus. Ese don permanente lo trae consigo el Espíritu Santo, que habita en el
alma. Allí se convierte el Espíritu en assistens gratiae, elevando la capacidad amorosa del hombre a la
congruente dignidad de la gracia (Lect. prima Oxf., Viena 1449, fol. 51 va; todas las citas están tomadas de
Dettloff). La voluntad del agraciado está así bajo la instancia del Pneu-ma que reclama amor. Amando a
este hombre concreto quiere el Espíritu divino que también su voluntad esté cada vez más imbuida del amor
de Dios y del prójimo. Cuando eso se logra, se demuestra la colaboración de la voluntad humana con la
gracia; es decir, se demuestra la fecundidad del habitus de la caritas que aporta personalmente el Espíritu
Santo (ibíd., fol. 52 rb).
Escoto se remite desde el primer momento al capítulo 7 de la distinctio 27 del libro II de las Sentencias,
para recordar que Dios es siempre la «gracia que se da gratuitamente» {gratia gratis dans), antes de que en
la historia pudiera existir principalmente como «gracia dada gratuitamente» {gratia gratis data). La primera
gracia es condición indispensable para la segunda (ibíd., fol. 51 va). Ese conocimiento supone, como lo
subrayaba asimismo Lombardo, que no se debe establecer separación alguna entre el amor con que Dios

siguen consecuencias notables con respecto al derecho y a la ley en la Iglesia que son de alivio no sólo para la praxis
eclesial sino también para el diálogo ecuménico”. U. KÜHN, "Nova Lex. Die Eigenart der Christlichen Ethik nach
Thomas von Aquin", en: JAN AERTSEN, Lex et libertas: freedom and law according to St. Thomas Aquinas:
proceedings of the Fourth Symposium on St. Thomas Aquinas' Philosophy, Citá del Vaticano, Libreria Editrice
Vaticana, 1987, 243-245. 246. [Traducción de Luis Malaspina]

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –101


ama y el amor con que nosotros amamos a Dios y al prójimo, sino que más bien hay que establecer una
identidad (cf. ISent., d. 17, c. 6).
Propósito especial del teólogo Escoto es explicar que «Dios quiere ante todo \z felicidad del alma, y
sólo en razón de la misma después quiere para ella el habitus del amor, con cuya ayuda puede el alma
alcanzar la felicidad» (Lect. prima Oxf, fol. 53 ra). El fin divino responde a su designio amoroso: Dios
quiere que el hombre sea feliz y llegue hasta él. El medio más excelente para conseguir ese fin está en la
gracia, en tanto que incluye el ser amorosa. Sólo quienes aman según el designio de Dios experimentan una
«felicidad» (beatitudo) que crece y acaba por ser completa y perfecta. «La caritas, la gratia, no es el fin, sino
únicamente el medio ordenado por Dios al fin; el fin, el objetivo, es la felicidad, que en definitiva es Dios
mismo».
La definición de la felicidad la recoge Escoto del tratado de Agustín sobre la Trinidad (De Trin. XIII,5;
PL 42,1019s): «Es feliz quien puede lo que quiere, y no quiere nada malo» (Lect. prima Oxf, fol. 52 rb).
Ciertamente que la persona feliz persigue la máxima intensidad y perfección posibles de la felicidad. Pero
ésta se le resiste, si la persona en cuestión hace de un modo egocéntrico y precipitado lo que quiere o se
mete en el juego del carpe diem. Ésa sería una actuación de la voluntad ajena a Dios y hasta mala, siendo
ése el camino más adecuado para la infelicidad y la pérdida de sí mismo. La felicidad efectiva crece con la
autoentrega a los otros, con la aspiración duradera al autodesarrollo en el Espíritu Santo. Pero supone
asimismo que se avanza ininterrumpidamente en la «aceptación» de Dios, con su respaldo y bendición.
Según el doctor subtilis, el hombre posee una natura beatificabais, una «naturaleza capaz de ser feliz»
(Ord., ed. Vives X,82 a/b). Su condición pecaminosa y la tara negativa que se deriva de la culpa no son
motivo para poner en duda su beatificación definitiva. Aunque discípulo de Agustín, no deja Escoto de
recortar la influencia del pecado original: «El pecado hereditario no la destruido la naturaleza, sino que la
ha grabado con la culpa; y por ello puede el hombre —al capacitarle Dios con un equipamiento de la
naturaleza mediante la gracia— con la fuerza natural cumplir los mandamientos, evitar el pecado y amar a
Dios». Si tal juicio es correcto en todos sus extremos es algo que puede ponerse en tela de juicio. Pero, en
todo caso, la doctrina escotista de la gracia respira una comprensión profundamente positiva de la realidad
natural. El hombre, aunque pecador, no está destinado a la infelicidad. Y por lo mismo ha de ser consciente
de sus posibilidades en este sentido.
La convicción de que tales posibilidades existan de hecho brota de una confianza en la voluntad
creativa de Dios que ama al mundo. Dios ama de un modo soberanamente libre lo no divino, lo que está
fuera de él. Pero su amor no es un mero sentimiento, ni una benevolencia estéril. Crea lo que ese amor se
elige como objeto, y lo crea bueno en la medida en que lo «acepta». «De lo cual se sigue que las cosas sólo
son realmente buenas, porque Dios las quiere y ama; no a la inversa. Es decir, que las cosas tienen existencia,
ser real y, por tanto, bondad real, porque Dios las ha realizado libremente y por su libre voluntad».
También así se manifiesta Dios como agape, que es como decir, cual amor otorgante y auto-entrega
incondicional, que comunica a lo extra-divino lo que constituye la misma esencia divina. Se manifiesta en
su generosidad, que no se deja detener por el pecado y la culpa y que acoge también al pecador.
Tratamiento de gracia es ese volverse el creador a su criatura lastrada por la culpa: «En sentido propio
Dios sólo es deudor de algo a su propia bondad: en que la ama. Pero, a las criaturas, Dios les debe por su
misma generosidad el comunicarles lo que la naturaleza de las mismas exige» (Ord. IV, d. 46, q. 1, n. 12).
3.2.3.2. El poder absoluto y el poder ordenado de Dios
Para declarar lo singular de la libertad divina introduce Duns Escoto su famosa distinción entre la
potentia absoluta y Impotentia ordinata de Dios. Por «poder absoluto» entiende la libre capacidad del
Eterno, tal como puede entenderse prescindiendo del mundo creado y de la historia efectiva de la salvación;
una capacidad que en cierto modo juega mentalmente con una serie infinita de entes posibles. «Poder
ordenado» significa, por el contrario, la misma capacidad en cuanto que se relaciona con sus criaturas real-
mente existentes y quiere ligarse a su destino. La primera expresión remite al auto-movimiento libre de la
voluntad divina, la condición absoluta de toda posibilidad (cf. Ord. I, d. 3, q. 4). La última fórmula contiene
la idea de la «auto-vinculación por gracia» de la misma voluntad (Hauschild, 489).
La libertad de Dios es de por sí y siempre infinita. Por una parte, De potentia absoluta Dios no está
obligado a comunicar la caritas, para que el alma... se ordene a la vida eterna.» Y Dios «no tiene ligado su
poder a los sacramentos y, consecuentemente, tampoco a otras formas creadas» (Rep. par. I, q. 1, Viena
1453, fol. 52 va). Por otra parte: De potentia ordinata Dios ha determinado, de acuerdo con la ley de su
sabiduría, que nadie sea aceptado, si no está adherido a su alma el hábito amoroso por el cual el alma merece

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –102


la vida eterna» (ibíd.). La sabiduría divina que se establece libremente en el amor se obliga de forma libre a
incorporar también al hombre al proceso salvífico. Considera conveniente que el hombre tenga su propia
caritas y pueda hacer algo por su acogida en la felicidad sin fin. Si sólo tenemos en cuenta su poder absoluto,
Dios podría haber salvado la «naturaleza desnuda», admitirla a la salvación y justificarla. En la realidad, sin
embargo, quiso revestir la naturaleza de las personas con la capacidad fundamental de poder responderle
adecuadamente; es decir, la capacidad de poder corresponder a su amoroso ser divino con actos de amor
humano. En el fondo de esta idea puede latir la teología vetero-testamentaria de la alianza. Es Yahveh quien
toma en exclusiva la iniciativa para establecer una alianza con Israel; él es quien la crea, la otorga y
permanece incondicionalmente leal a las obligaciones que él mismo se ha impuesto gracia como
«aceptación» del hombre y de su obrar.
El concepto de acceptatio se encuentra en numerosos pasajes del Antiguo Testamento (por ej., Dt
33,11; 2Sam 24,23; Is 42, 1; Jer 14,10.12; Sal 40,14; 44,4, etc.), y más aún del Nuevo, especialmente en la
tradición paulina (Rom 2,11; 4,6; 15,16.31; 2Cor6,2; 8,12; Flp 4,18; cf. lTim 1,15; 2,3; Tit 2,14; IPe 1,17;
2,5). Objeto de la aceptación por parte de Dios puede ser, según la Biblia, un día determinado, una canción,
un don, un sacrificio, una persona o un pueblo.
Las más de las veces, en esa aceptación divina subyace la idea de una correspondencia entre el
aceptante y lo aceptado. El primer envite, sin embargo, lo da siempre la voluntad divina, tanto si el objeto
de su aceptación le es agradable, le complace, es de por sí digno de amor y de mérito, o si está desfigurado
por la debilidad y la culpa. Esta última idea la destaca Pablo: en la justificación del pecador el Dios clemente
acepta a quien en sí no es aceptable (cf. Gerlemann, 812; Grundmann, 52-59).
Escoto distingue tres modos de aceptación divina: «El primero es la simple complacencia
(complacentia), que abarca a todo ser posible» El segundo «puede entenderse como la complacencia con
que la voluntad divina quiere algo con el propósito de realizarlo». El tercero es la complacencia «que no
quiere simplemente la existencia de una cosa, sino que también la acepta con vistas a un bien superior». De
este último modo ordena Dios a la criatura racional «hacia su felicidad» (Rep. par. I, d. 17, q. 2, n. 4).
a. Jesús, el aceptado por antonomasia
De forma parecida a su santo fundador, Francisco de Asís, también Escoto mira al hombre Jesús con
especial predilección. En la verdadera humanidad del Hijo de Dios encarnado descubre la fuente de la
redención más cercana a nosotros (cf. Dettloff, 222). Como hombre ha merecido para sus semejantes la
felicidad eterna. Su actitud de servicio a Dios nos enriquece a nosotros para la salvación. Y la humanidad
de Cristo no sería verdadera humanidad, si no estuviera sujeta a la ley de la finitud. Eso está en la lógica de
la kenosis, del auto-despojamiento del Hijo eterno. Consiguientemente, también tenía que ser «aceptado»
en su humanidad, para poder desarrollar, de acuerdo absolutamente con Dios, todo lo que proclamó, vivió,
hizo, padeció y experimentó (cf. Ord. III, d. 19). Su ser aceptado es el puente entre su acción, pasión y
resurrección como hombre verdadero y su voluntad eterna como Hijo de Dios, que quiere lo que quiere la
Trinidad. No parece lícito descubrir en esa afirmación huella de una cristología adopcionista o nestoriana.
En realidad no hace sino expresar con un lenguaje especulativo la confesión de fe de Flp 2,9-11: «Por eso
Dios lo ha exaltado..., para que toda lengua confiese que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre.»
Resurrección, exaltación y sesión a la diestra de Dios como «Hijo con poder» (Rom 1,4) son imágenes
paulinas a las que pretende responder en gran medida la doctrina escotista de la aceptación.
b. El cristiano en gracia de Dios
De manera bien distinta es «aceptado» el hombre pecador, que recibe la gracia en virtud de la
fuente meritoria de la misma, que es la humanidad de Jesús. ¿Qué acepta Dios en el pecador? Ante
todo y sobre todo su persona, que Dios ha elegido en su amor eterno. Al encuentro de esa persona
sale justificándola, de modo que en la realización del encuentro tenga efecto a la vez la justificación
del pecador. No se trata en manera alguna de un encuentro meramente actual y casi diríamos que
fugaz, sino más bien de un encuentro que Dios quiere transformar en una relación firme. Como
parte de la persona aceptada tiene que haber un portador de la relación real y efectivo y que
responda realmente a Dios, es Dios mismo quien aporta consigo el hábito amoroso. Esa caritas,
que Dios trae consigo, es inconcebible para Escoto sin unos actos concretos. No es un mero adorno
anímico: los actos palpables de amor brotan de la misma caritas de antemano, actos que por otra
parte eran imposibles antes del encuentro aceptador de Dios. Ese hábito, que ha de actualizarse y
es objeto de la aceptación divina, lo califica el teólogo franciscano de habitus gratum faciens,
«capacidad que hace agradable a Dios» (Lect. prima Oxf., fol. 51 rb).

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –103


Así, Dios mismo quiere tener como requisito para su aceptación la caritas operativa, anclada
firmemente en la persona aceptada. Dicho con otras palabras: Dios, que es el amante por antonomasia,
quiere tener interlocutores capaces de amar y con un amor operativo: sólo ésos le corresponden en realidad.
Mientras el hombre que está encadenado al pecado no corresponde a Dios realmente. Tan pronto como él
acoge la gracia de ser aceptado por su creador y redentor se sabe amado y, consiguientemente, puede amar
a Dios y a sus semejantes. Por esa capacidad se avalora personalmente a los ojos de Dios y empieza a
merecer el seguir siendo aceptado. Porque, con su persona, también tienen que ser aceptadas sus obras,
realizadas de continuo como lo suficientemente valiosas como para ser tenidas en cuenta de cara a la
felicidad eterna (cf. Dettloff, 6).
Dios quiere que el hombre le agrade. Mas no todos se esfuerzan por agradar a Dios. En tal caso, no
puede el hombre luchar y merecer en modo alguno por sus propias fuerzas el favor del Eterno. Pero el Eterno
libremente, y en virtud de su «poder ordenado» (potentia or dinata), se ha obligado a hacer digno del premio
eterno al que está dotado por gracia del amor operativo a Dios y al prójimo (cf. Ord. I, d. 17, q. 3, n. 18;
Dettloff, 216). Escoto hace hincapié en «la gratuidad duradera de la aceptación divina» (ibíd.). «La plena
vinculación a la gracia no sólo se da al comienzo..., sino que ligado a la gracia está también el final» (ibíd.).
«Toda recompensa es recompensa de gracia» (ibíd.).
De lo cual se sigue que nosotros, los aceptados por Dios, no podemos simplemente establecer y
diríamos que medir nuestro estado de gracia. ¿Realizamos nosotros actos de amor? «Puede decirse que
nosotros no podemos concluir la existencia de un habitus sobrenatural ni a partir de la substancia del acto
ni tampoco de su intensidad, ni desde el placer o facilidad con que lo realizamos, y ni siquiera desde su
bondad y rectitud moral» (Ord. I, d. 17, q. 3, n. 21; Dettloff, 143). Lo cierto es que estamos salvados en
esperanza. Esperamos de Dios que, a imitación de Jesucristo, el único aceptable y eternamente aceptado,
seremos también aceptados por gracia.
3.2.3.3. La habitatio de Dios y el «habitus» del hombre
Ya en el niño pequeño que acaba de ser bautizado hace su morada la Trinidad. Y aunque el niño no la
conoce, esa habitatio del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo establece en él el habitus de la caritas. En
germen, pero con gran porvenir, diríase que el niño adquiere su «habilitación» para la futura actividad
amorosa. Bajo la acción directa del Espíritu Santo se convierte así el no agraciado en una persona cada vez
más adornada de la gracia. Así expone Escoto la doctrina de Pedro Lombardo (cf. Lect. prima Oxf. fol. 51).
No sólo el lactante es objeto de ese amor preveniente de la Trinidad que lo abraza, lo inhabita y le hace
capaz de amor. También el adulto es aceptado de manera que la presencia del Espíritu divino en él coincide
de hecho con la gracia, o con la capacidad de amor, el habitus caritatis. El Espíritu marca e «informa» su
voluntad. Pero nada más lejos del huésped divino del alma que rebajar el hombre a la condición de marioneta
suya. La voluntad no cae en una esclavitud divina. La Trinidad inhabitante más bien le permite seguir siendo
ella misma, incluso frente al habitus infusus.
La posibilidad de una oposición entre ambas no desaparece en modo alguno. Quien ha recibido la
gracia puede pecar. Si en mí sólo se pusiera en marcha el habitus del amor, yo no podría considerar como
actos propios míos los que nacen de mí (cf. ibíd., fol. 51 vb). Y en tal caso no sería yo el que amase o co-
amase, sino únicamente Dios en mí; y con ello desaparecería para mí cualquier posibilidad de amar
meritoriamente a mis semejantes y a Dios (ibíd.) o —para decirlo en el lenguaje actual— mi atención y
dedicación al otro no correspondería a la dignidad de mi decisión y libertad personales.
Balance
Esta rápida panorámica, que hemos ofrecido al hilo de las investigaciones de W. Dettloff sobre la
doctrina de la gracia de Duns Escoto, muestra las peculiaridades siguientes:
Arranca en forma consecuente del ser agape del Dios trino, y de ese modo precisa el planteamiento
pneumatológico de Pedro Lombardo. A diferencia de Tomás de Aquino, Escoto sólo investiga
marginalmente la hondura ontológica de la gracia creada. Su interés primordial se centra menos en las
relaciones entre la naturaleza del hombre y la gracia de Dios, que en la relación entre las voluntades divina
y humana, y concretamente en la «correspondencia de la libertad humana y la divina». El resultado de todo
ello viene a ser algo así como una teología de la alianza, que podríamos describir con los conceptos
modernos de «encuentro», «interacción», «autovinculación» de forma no demasiado inadecuada. No es fácil
determinar si Escoto cedió a la tendencia pelagiana (cf. ibíd.). En cualquier caso, habría que retomar la
cuestión en los puntos específicos de la doctrina de Pelagio viendo si son conformes o ajenos a la Biblia.
Las explicaciones de Escoto sobre el habitus de la gracia como forma muy precisa de la capacidad

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –104


amorosa parecen apropiadas para eliminar el malentendido que representa el concepto de habitus como
«propiedad» o posesión. De hecho, el habitus escotista se concibe de un modo tan relacional y teocéntrico
que, sólo deformándolo, se puede entender como un tomar en posesión y un manejo de lo divino por parte
del hombre.
3.2.4. Desarrollos tardo-medievales
Pese a la gran complejidad de los desarrollos que la doctrina de la gracia experimentó desde Escoto a
Lutero, algunas observaciones esquemáticas al respecto podrían ser útiles con vistas a un esclarecimiento
de la doctrina luterana de la justificación. Una primera serie de descripciones simplificadas podría partir de
la corriente mística, y una segunda de la denominada corriente «nominalista» a finales de la edad media. La
primera propendía fuertemente a entender la gracia de Dios en su carácter de experiencia espiritual, viendo
al huésped divino en íntima unión con el alma. La segunda, por el contrario, más bien se caracteriza por una
clara distinción y separación entre la idea creyente de Dios y la realidad que puede ser objeto de un análisis
racional.
La mística
La idea, cara a los padres orientales y a Tomás de Aquino, de la divinización de los creyentes por la
relación de gracia, se encuentra a su vez en la teología mística del maestro Eckhart (+ 1327), que compendia
la experiencia de la gracia —y especialmente la suya propia— en categorías tomistas. La teoría así obtenida
la refleja también el lenguaje paradójico y de metáforas audaces de su predicación. Y por ese camino llega
a dar relieves cortantes a la nulidad o nada del hombre y de la criatura en general. (Cf. la frase que se le
atribuye en Dz 526.) La criatura es nada frente a la plenitud divina. Sólo el espíritu, vértice del alma humana
en el que se experimenta la gracia, es realmente; pero es algo verdaderamente divino, una sola cosa con
Dios.
La unidad del vértice anímico con Dios hace que se realice en él el intercambio vital trinitario del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Cuando el espíritu humano está totalmente imbuido de amor,
experimenta en sí el «nacimiento» de Dios (cf. H. Rahner, en la bibliografía). El Padre engendra al Hijo
eternamente y en esa alma a la vez. Como ésta se convierte en el lugar de encuentro de las personas divinas
y en portadora de su naturaleza, la naturaleza divina y la humana forman una unidad mística.
La idea no carece de peligros. Arrancada del suelo nutricio de la mística, da pie al malentendido de
que el creador se mezcla ahí y confunde con su criatura más excelente despreciando al resto de las criaturas
como insignificantes por completo. El papa Juan XXII condenó esa idea (DS 950-980, Dz 501-529). Pero
la investigación se esfuerza al presente en hacer mayor justicia de la que se le ha hecho hasta ahora al
propósito fundamental del gran místico.
Como teología espiritual, la doctrina de la gracia se encuentra con la máxima precisión en Jan van
Ruysbroek (+ 1381). Es él quien acuña la expresión «unión esencial», con la que subraya significativamente
«la prioridad absoluta de Dios en el amor y las consecuencias inmediatas» de la experiencia de Dios en el
hombre. Bebiendo en los escritos del Pseudo-Dionisio, y recordando a la vez ciertas concepciones de la
carta a los Hebreos, este maestro de la espiritualidad habla de una especie de movimiento circular del ser
divino que arrastra consigo a la creación gratificada. Diríase que la Trinidad abandona su eterno «reposo»,
que consiste en la unión y satisfacción del amor, para comunicarse al mundo, salir a su encuentro, atraerse
a los hombres y, finalmente, desde su punto de partida regresar al descanso eterno. Es ésta una metáfora
muy próxima a la del «retorno» tomista.
Para quienes pueden experimentar la gracia de Dios eso significa «ser incorporados al misterio viviente
de la Trinidad», cuyas pulsaciones compara Ruysbroek con el «flujo y reflujo del océano en la pleamar y
en la bajamar». Esa experiencia mística no está reservada ni con mucho a solos los grandes místicos. Ese
ideal espiritual puede realizarse también en cualquier creyente que encuentra tiempo para la contemplación
y que sigue en todo a Jesús. Aquí aparece el Jesús joánico como el modelo por antonomasia del «hombre
común», dispuesto a la vida en fraternidad, porque para eso ha sido enviado por Dios. Así ha de entenderse
el nombre de aquella agrupación religiosa de finales de la edad media, que se llamaron Hermanos de la vida
común (ibíd.).
La comunidad, sin embargo, no se desarrolla a costa de lo personal. Porque, al igual que en Agustín,
la presencia de Dios se da a conocer en lo más íntimo del hombre interior, en el «hondón del alma», o en el
«vértice del alma», donde opera el Espíritu Santo según la pneumatología paulina. Con ello la relación de
gracia adquiere una dimensión y base psicológicas.
Juan Taulero (+ 1361) merece aquí especial mención por la base intelectual que proporcionó a Lutero,

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –105


quien a todas luces demostró un gran interés por los escritos místicos, publicó incluso dos veces la Theologia
Deutsch de un autor anónimo (cf. WA 1,378, 21-23) y recogió de Taulero la idea de la nulidad del hombre,
presente ya en Eckhart. De hecho, ya antes que el reformador protestante defendió Taulero la idea de que
Dios quiere revelar al hombre su nulidad exponiéndolo a las «tentaciones», para, de ese modo, hacerlo
accesible al creador de todo ser.
El nominalismo
«Sin duda alguna Lutero se formó en la Universidad de Erfurt en un clima nominalista, al menos bajo
la influencia de Johann Nathin, discípulo de Gabriel Biel.» Con esta afirmación toma posición P. Fransen
en un tema que todavía se discute. Al menos por lo que respecta a las opiniones en litigio cuando se trata de
determinar el sitio que ocupa la corriente nominalista, relevante en la formación de Lutero, y más en
concreto la corriente escolar introducida por Guillermo de Ockham (+ 1349).
La designación de «nominalismo» surgió probablemente en el siglo XI. Deriva de una tesis básica en
la teoría del conocimiento, que priva a los nomina o conceptos generales, como «género» y «especie», de
cualquier contenido ontológico considerándolos meras creaciones mentales con las que juega la lógica a
discreción. Dicha corriente renuncia por lo mismo a la metafísica en el sentido clásico, y también a las
pruebas de la existencia de Dios, que se dejan por entero a la autoridad de la Escritura, inaccesible a la
crítica.
Por lo que respecta a su contenido, esas distinciones radicales de Ockham se remontan en parte a los
planteamientos mentales de Duns Escoto, que separaba cuidadosamente el libre albedrío divino y el humano,
a fin de preservar mejor sus peculiaridades respectivas. Por lo demás, la libertad divina se les presentaba a
Ockham y sus discípulos, más que a Escoto personalmente, bajo el signo de su no vinculación a nada, de su
potentia absoluta». Y como ésta tiene fundamentalmente por objeto el ser posible, la reflexión sobre la
misma dio origen a especulaciones que apenas tenían que ver nada con la realidad histórica. Pero cuanto se
especula de una forma tan conceptual y abstracta, la razón ha de tener absolutamente su propio ámbito, en
el que no se deja influir por los criterios de fe. Ese campo lo ocuparía más tarde el pensamiento científico
de las ciencias de la naturaleza. Así, al dualismo Dios-hombre se le asoció el dualismo fe-razón. Aquí ya no
parecía posible una síntesis como la que se da todavía en Tomás de Aquino. Lo que la mística había unido
hasta la fusión de los dos campos, el nominalismo lo separaba hasta hacerlos irreconciliables.
Simplificando podemos decir que la libertad del Dios nominalista presenta ciertos trazos caprichosos.
Al margen de cualquier auto-vinculación personal, otorga su gracia a quien quiere, sin tener en cuenta si el
sujeto presenta o no actos de fe y de amor. Al igual que los nomina, que sólo son cifras externas, tampoco
el juicio gratificante de Dios llega a lo hondo. La justificación define el destino del hombre desde fuera y
sigue siendo externa al mismo, sin una transformación que afecte a su ser.
Gabriel Biel (+1495) es verdad que mantiene la «gracia creada» de la escolástica, pero agrega que, en
virtud de su potentia absoluta, Dios podría conducir al hombre a la felicidad eterna aun sin la gracia creada,
o podría no salvar a quien tuviera el habitus gratiae (Collect. I, dist. 17, q. 1, a. 2, concl. 1 y 3). El mérito
de un hombre consiste únicamente en su ser aceptado por Dios, sin tener en cuenta su valor moral propio
(cf. Collect. Ill, dist. 19, q. un., a. 1, n. 3;. Por otra parte, Biel piensa que el hombre puede con sus fuerzas
exclusivas cumplir la ley divina y amar a Dios sobre todas las cosas (cf. Collect. II, dist. 28, q. un., a. 2,
concl. 3). Ciertamente que Dios puede justificar a cualquiera que por sus propias fuerzas no hace
absolutamente nada y no presenta ningún tipo de méritos. También a él le imputa Dios, si quiere, la «justicia
ajena de Cristo».
Marcado en parte por esa corriente ockhamista y nominalista, un renovador del agustinismo,
como fue Gregorio de Rimini (+ 1357), hizo ya hincapié en la corrupción radical de la naturaleza
humana: ningún descendiente de Adán es capaz de ningún acto bueno, ni siquiera en el campo
profano, si caso por caso no le capacita para ello la gracia (cf. USent., dist. 26, q. 1, a. 1). Pecado
original, massa peccati, falsedad e inutilidad salvífica de la virtud pagana, predestinación rígida...
son otras tantas tesis de Agustín que vuelven a aparecer con toda su crudeza en Gregorio de Rímini,
hasta el punto de que resulta difícil tratar de la gracia sin haber hablado antes del pecado. Estamos
de lleno aquí en un hamartiocentrismo teológico lleno de consecuencias negativas para la vida
cristiana.

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –106


3.3. La Reforma y Trento
3.3.1. Lutero: una breve presentación
a. El punto de partida: la justificación misericordiosa148
Como la ley para san Pablo, la doctrina de la «justificación sólo por la fe» constituye para Lutero el
punto de partida de su pensamiento teológico». Esta afirmación de Gogarten es posible que no se admita
por todos sin discusión, pero responde perfectamente al elemento estructural de la convicción, la enseñanza
y la actitud de Lutero. Pese a las discusiones que absorben a los luterólogos en torno a la naturaleza del
primer principio, el propio reformador formuló su alcance en un momento solemne y relativamente tardío:
«Dios desea tenernos por totalmente justificados a causa de Cristo nuestro mediador, aunque el pecado no
haya desaparecido del todo ni muerto en la carne, Dios no quiere tenerlo en cuenta ni darse por enterado
[...]. Lo que reste de pecado y de imperfección no será reputado como tal, gracias precisamente a Cristo. El
hombre tiene que llamarse, y ser, del todo justificado y santo en virtud de la pura gracia y de la misericordia,
repartidas y derramadas sobre nosotros en Cristo».
El núcleo de su obra, de sus escritos, incluso de su existencia, radica en esta concepción y vivencia de
la justicia de Dios así concebida. Hasta su «descubrimiento» tuvo que recorrer un intenso camino que nos
sitúa ante un Lutero monje, atormentado, enfrentado con la idea de un Dios justo-castigador, de pura
raigambre medieval. En otra ocasión hemos estudiado con más detalles el influjo trascendental que en esta
angustia ejerció la sensibilización religiosa del bajo medievo. El europeo, por las epidemias, por los ciclos
demográficos infernales, convive con una muerte a la vuelta de la esquina, con un enemigo hostil que no
perdona. Sermones apocalípticos (es la época de Savonarola), literatura, danzas macabras, teatro popular,
pintura y escultura tétricas, todo contribuye a acercar al hombre al momento decisivo. En una sociedad
cordialmente sacralizada como aquélla la muerte significa algo más: el enfrentamiento con Dios. No es
difícil deducir el clima colectivo de terror ante la posibilidad de la condenación. Los resortes devocionales
socorridos no podían aquietar a los exigentes que necesitaban una certidumbre más sólida. Sin llegar a las
exacerbaciones ahistóricas de los psiquiatras, el hallazgo de Lutero supuso un aura fresca en esta atmósfera
obsesionada por el pecado y por la condenación. Europa se encontró con que el Dios justo no era el Dios
justo «puniens», esgrimiendo su justicia inexorable, sino el Dios justo «iustificans», derramando su mi-
sericordia gracias a y en Cristo. Así, de golpe, la seguridad arriesgada dependiente del hombre se trasladaba
a la certidumbre consoladora en la justificación (y como consecuencia la salvación) proveniente sólo de Dios.
Bastaba —y no era poco— con fiarse de su promesa, con mirar a Cristo en la cruz. Este se apoderó de los
pecados. ¿Qué importa que el hombre siga siendo pecador, que jamás desaparezca su pecado, si Dios no lo
ha de tomar en cuenta? Lutero había dado con la clave anhelada por el cristiano angustiado.
No importa penetrar en la dinámica de tal justificación; no bastaría, de todas formas, con pensar sólo
en una «justicia imputada», meramente externa, ya que conlleva también un proceso interno. Igualmente se
van acallando las disputas acerca del momento concreto en que Lutero tuvo la experiencia liberadora; lo
más seguro es que —a despecho de sus reconstrucciones escenografiadas tardías— el «descubrimiento de
la torre» no fuese un suceso tan teatral y momentáneo como quiso dar a entender, sino el resultado de un
proceso más lento, sentido ya en sus primeras reflexiones sobre los salmos, quizá incluso en 1509,
indudablemente antes de 1517, y formulado en su comentario a los romanos, alguno de cuyos pasajes,
entendidos fuera del contexto paulino en el binomio fe-ley (obras), le abrió la inteligencia de la justificación
y las puertas del paraíso, como recordará ya al final de su vida en una versión retrospectiva que se ha hecho
clásica.
La liberación gozosa, el énfasis traspasado del pecado a Dios que justifica al cristiano en Cristo —con
tal de que crea en la promesa — , implicaba en el joven Lutero una rebeldía, primero contra la escolástica,
después —por implicaciones imprevistas (y previsibles)— contra la iglesia de Roma. Sin embargo, con su
creída ruptura lo que hacía era sintonizar con la línea más caracterizada de la escolástica en sus buenos
momentos, la de santo Tomás. No es que tenga razón Denifie al tachar de ignorante craso a Lutero, pero no
es menos cierto que la teología y la filosofía vituperadas, las únicas conocidas por él, eran las del sistema
decadente de Ockam a través de Biel, que se había caricaturizado al enlazar la concesión de la gracia divina
con el esfuerzo humano. «Lutero ataca lo que atacaron también el tomismo y sobre todo el agustinismo».
En todo caso, el recurso a la misericordia, la desconfianza en el mérito humano, era algo en lo que insistían

148
Cf. TEÓFANES ÉGIDO, “Introducción” en LUTERO, Obras, Sígueme, Salamanca, 2006, 39-44.

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –107


tantos textos litúrgicos que tuvo que recitar y lo que no se cansaba de repetirle su buen superior Staupitz.
Todo inútil; Lutero necesitaba una terapéutica, como ha dicho Febvre, una certidumbre; en su tremendo
subjetivismo de nada valía lo que le llegara de fuera; «sólo existía un hombre que pudiera válidamente
procurarle esa certidumbre a Lutero: Lutero mismo».
b. El hombre y sus obras
El descubrimiento de Lutero no se limitó a desenterrar corrientes quizá desvanecidas en el carrusel de
la piedad bajomedieval, a relevar la misericordia sobre la inexorable justicia punitiva; de haber hecho sólo
eso, exclama Lortz, «sería católico; no entendió la interpretación nueva para él, como los exegetas católicos
medievales, desde su postura totalmente católica, sino que incluyó en su idea la aniquilación de las fuerzas
de la voluntad humana y la definición del hombre como solo pecado». Ante la disyuntiva, Lutero se decidió
por la opción maniquea, tal como la recibió de san Agustín, interpretado, a la verdad, de manera muy per-
sonal. En la decisión intervino su experiencia existencial: el monje incapaz de hallar la paz, la certeza de la
salvación por su esfuerzo, simula un gigante derrotado; y esta experiencia —como las demás— se pregonó
a todo el que quiso —y no quiso—escucharle.
En el encuentro Dios-hombre, éste se desvanece, se aniquila, no significa nada en absoluto. Sólo tiene
la estupenda posibilidad de —cuando Dios le conduce de la brida— prestar su asentimiento fiducial a la
palabra divina, como respuesta alegre a la interpelación justificante de la promesa. Porque el hombre es un
pecador. Mejor sería decir que es pecado. Todo lo que haga por la alucinación de su fuerza, de su poder
libre, no es sino pecado; obras que, a pesar de su apariencia hermosa, aunque se presenten como buenas, en
realidad son pecados mortales. Este requiem por el hombre, entonado en 1518, no hará sino adquirir tonos
más graves a lo largo de la brega del reformador. El, que escribió páginas maravillosas sobre el bautismo,
sobre su realidad y su virtualidad, que se reveló como luchador infatigable de su proyección en la vida
cristiana, no le concedió el valor santificador que era de esperar. El cristiano, aunque bautizado, permanecerá
siempre y «totalmente» pecador, según la interpretación más viable.
El hombre-siervo, encadenado, en contraste con el hombre-centro del universo, capaz de decisión y de
dominio multiforme, fue, como hemos visto, el radical antagonismo con los humanistas. Con Melanchthon
no pasó de amigable disentimiento: con Erasmo se llegó a la ruptura violenta, cuando, espoleado, atacó la
raíz de la postura luterana, leída precisamente en la servidumbre de la libertad. En el fondo los humanistas
tenían que estar de parte de su príncipe, y Lutero fue un personaje dislocado de su tiempo y con la mirada
vuelta hacia atrás. Da la sensación de que hablan lenguajes distintos y de que se movían en esferas
discordantes: Lutero no podía salir de la sobrenatural (concede cierta libertad en las opciones referentes al
otro reino), Erasmo miraba más a ras de tierra y estaba más a tono con las circunstancias y con la tradición
católica.
A hombre (espiritual, naturalmente) corrompido, libre sólo para el mal, corresponde la delectación de
Lutero en abajarle hasta las simas más profundas. Sin embargo, conviene advertir que no hay que dejarse
engañar en la lectura de tales radicalismos. Todo el énfasis puesto en el pecado simula —y es— una
estrategia para forzar el sentimiento de derrota, de humillación, que automáticamente provocará la reacción
justificante de Dios, al centrar su acción santificadora en los santos pecadores. Se crea la situación paradójica
de la simultaneidad entre la justicia y la gracia actuantes en el cristiano, es decir, la coexistencia del pecador
anonadado y de la misericordia de Dios que le reputa por justo. Es el «simul iustus et peccator», la
consciencia del pecado y la ignorancia de la justicia: pecador de hecho, justo por la esperanza.
De esta suerte, por la mera imputación y por divina intervención externa (sin que quede claro el proceso
posiblemente trasformativo interno), el cristiano, encadenado en su libertad, siervo, resulta que es el hombre
más liberado y mejor dotado del universo. Por lo mismo, tiene que ser el más alegre, ya que su gozo descansa
en un maravilloso trueque en el que a cambio de pecado —y de fe— se encuentra de golpe con el don divino
de la liberación. Muchas páginas de sus escritos, muchísimos de sus sermones, cartas, buen número de sus
charlas constituyen un canto a la alegría reencontrada, solemne y a veces escandalosamente entonado por
Lutero y las voces de sus predicadores. En ocasiones su lenguaje se hace eco de la gozosa experiencia en
tonos líricos, casi místicos, como en el paso central de su deliciosa obra sobre La libertad del cristiano
(versión latina):
Contemplad el más emocionante de los espectáculos: Cristo es insuperable. Es él quien, en fuerza de los
desposorios por la fe, tómalos pecados, la muerte y el infierno de la esposa. ¿Qué digo? Los hace enteramente
suyos, como si le pertenecieran, como si en realidad fuera él el pecador. Es él el que sufre, muere, desciende al
infierno; pero lo hace para superarlo todo. Porque ni el pecado, ni la muerte ni el infierno podrán engullirle; al
contrario: es él quien, en prodigioso combate, tiene que aniquilarlos, porque su justicia es más poderosa que la

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –108


muerte y su salvación más invencible que las profundidades del infierno. Por las arras de la fe en Cristo, su
esposo, el alma fiel se libra de todo pecado, se encuentra al abrigo de la muerte, asegurada contra el infierno y
enriquecida con la eterna justicia, la vida y la salvación de Cristo, su esposo. Es así como él toma una esposa
gloriosa, sin tacha ni arruga, la purifica en el baño de su palabra, en su vida, en su justicia, en su salvación...
¿Quién podrá hacerse una digna idea de este matrimonio ? ¿Quién podrá abarcar las gloriosas riquezas de tal
gracia? Ved que Cristo, el esposo rico y santo, acepta por esposa a esta prostituta mezquina, pobre e impía; la
rescata de todos sus males y la enriquece con todos sus bienes. Es imposible que sus pecados la condenen,
porque estos pecados reposan en Cristo y son asumidos por él. En cuanto al alma, posee en Cristo la justicia
que puede considerar como suya propia, como valladar contra todos sus pecados...Ved, de nuevo y con claridad,
por qué se tiene que conceder una porción tan hermosa a la fe y decir que sólo ella cumple la ley y justifica sin
necesidad del concurso de obra alguna.
La intención de Lutero es clara: dejar todo el campo libre a la acción divina; ésta, actuando como
cobertura del pecado y donante del perdón, es la única protagonista en la dinámica espiritual (única esfera
en la que batalla el reformador). Y bajo tal prisma y tales presupuestos hay que medir muchos de sus
exabruptos y toda su teoría sobre las «buenas obras». Cuando incita a Melanchthon a que peque fuerte, no
está invitando escandalosamente al pecado sino a la fe en el perdón , contexto bajo el que hay que medir
tantos de sus «slogans»; quiere decir, en pocas palabras, que ante Dios las obras «buenas» del hombre no
valen para nada.
Prescindiendo de todo el fondo ockamista tardío que la tesis respira, del portón que se abre a la
predestinación (predeterminación), del maniqueísmo indudable, hay que decir que la acometida de los
contrarios —incluso de Erasmo— no estuvo desposeída de fundamento cuando vio en esta postura uno de
los puntos más vulnerables del sistema novedoso, más por las consecuencias prácticas que por la base
filosófico-teológica de tal convicción; pero no tiene razón la apologética fácil al presentar simplemente las
actitudes antagónicas de Lutero y del catolicismo sólo bajo la referencia del rechazo o la exigencia del bien
obrar. Bastaría con echar una ojeada a los escritos y a la existencia de Lutero para convencerse de que no se
encastilló en su «fe» como bastión que alentase y consagrara reacciones libertinas.
En este sentido dejó bien sentadas las cosas, consciente de cerrar todos los boquetes al esperado ataque
de los «papistas». Desde el principio, de forma fehaciente en su Sobre las buenas obras, con el programa
de actuación cristiana, se manifestó con toda claridad; lo siguió haciendo en su aludido tratado sobre La
libertad del cristiano y en cuanto saltaba la ocasión. Por ejemplo, en la serie de sermones de abril-mayo
1522, en uno de los cuales llega a afirmar: «Donde hay fe, se seguirán indefectiblemente las obras de
caridad». Su mismo tratadito sobre el método de orar les basta para deshacer cualquier equívoco al respecto.
El gozne de la cuestión estaba en dirimir si las obras eran buenas antes o sólo después de la obra
maestra, la fe, que en realidad es más un «don» que una obra. En una palabra, contra lo que combate es
contra el valor meritorio, contra el sinergismo de las obras, temeroso como estaba que cualquier gesto
humano pudiera suponer una interferencia en la acción total divina. Por eso, fijándose bien, y a pesar de
todos los bizantinismos prodigados por ambas partes inútilmente, no se trata de un rechazo de la ascética
tradicional en todas sus vertientes (a la hora de la verdad no se diferenciará, casi, en nada la luterana de la
católica), sino de las obras «oficializadas» que puedan exaltar al hombre y sancionadas por la tradición:
votos, celibato, hábitos, tonsuras, ceremonias y similares, que es el catálogo que endosa en cuanto aflora el
problema.
Su postura personal es evidente a pesar de salidas, extemporáneas en otro carácter que no fuera el de
este luchador encendido. Es cierto que nunca se pudieron rastrear en su existencia y en su ideal rigorismos
al estilo de Zwinglio o Calvino; pero no olvidemos su enfrentamiento cordial con los antinomistas e
iluminados. Es interesante la imagen de Lutero que no se cansa de lanzar invectivas contra la libertad de los
estudiantes y los escotes de las mujeres de Wittenberg, que increpa con dureza la borrachera de su sobrino
Polner. Que huye abatido de su ciudad cuando en su reducto se ablandan las costumbres o se presencia la
misteriosa Rosina.
c. Respecto de Dios
El encono de Lutero estaba explicado por la formidable tarea de librar a la cristiandad de tanta
«idolatría» como —naturalmente por obra del papado— se había ido acumulando con la consiguiente
suplantación de quien es todo y hace todo, es decir, de Dios. Por eso, el aparentemente masoquista insistir
en la nada del hombre, y al margen otra vez de su maniqueísmo, entraña un subfondo que aflora de manera
contundente en cada una de sus páginas: la grandeza de Dios. El Comentario al Magnificat, obra serena si
cabe, es una sucesión de contrastes a base de pinceladas vigorosas que dibujan el cuadro de María, la virgen
humilde, consciente de su bajeza, y en el otro extremo un Dios empeñado en obrar cosas maravillosas en la

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –109


sencilla y anonadada muchacha.
La trayectoria espiritual de Lutero —no hay que dudarlo— está marcada por la vivencia de Dios. Es
bien sabido cómo en un principio se enrola en la corriente del sentimiento religioso de la última edad media,
dominado hasta la obsesión por la presencia amenazadora del Dios del juicio final, del juez severo. El
psicoanálisis se ha cebado en la proyección del primer Dios de Lutero, provocada por el reflejo en Dios
(según otros en el diablo) de la imagen del padre (Hans Luther), duro y cruel, de la infancia de Eisleben, por
viejos complejos de culpabilidad o por tantos factores más, tan escasamente históricos como emparentados
con Freud. Fuese lo que fuese —personalmente opinamos que todo se explica en razón de la atmósfera
bajomedieval y determinadas crisis del escrúpulo clásico — , el fraile de Erfurt fue víctima de esta visión
aterradora de Dios. La vivencia ha sido descrita en tonos fuertes por el interesado. En 1545 recordaba el
primer enfrentamiento entre un ser derrotado y el Dios cuya justicia no había sido penetrada aún:
Me sentía pecador ante Dios, con la conciencia conturbada, y mis satisfacciones eran incapaces de darme la
paz; cada vez odiaba más al Dios justo que castiga a los pecadores; me indignaba contra ese Dios, alimentando
secretamente, si no una blasfemia, sí al menos una violenta murmuración: «¿No basta con que los pecadores
miserables sean castigados con toda clase de males por la ley del decálogo? ¿Por qué es necesario entonces que
Dios añada nuevos sufrimientos y dirija contra nosotros, incluso a través del evangelio, su cólera y su justicia?».
En estas circunstancias estaba fuera de mí, intratable, y mi corazón agitado y rabioso.
Todo el conflicto se había agudizado por el encuentro repetido con Romanos 1, 17. Allí estaba «la
justicia de Dios que se revela en el (evangelio)», su tormento que parece sobrepasó los límites de lo
espiritual. Hasta que —ya lo sabemos: él dice que repentinamente, como una experiencia cuasi iluminada,
pero los historiadores que tras un proceso gradual— percibió la conexión de éste con otros pasajes bíblicos
y dio con el auténtico resorte liberador:
Hasta que al fin, por piedad divina, y tras meditar noche y día, percibí la concatenación de los dos pasajes:
«la justicia de Dios se revela en él», «conforme está escrito: el justo vive de la fe». Comencé a darme cuenta de
que la justicia de Dios no es otra que aquella por la cual el justo vive el don de Dios, es decir, de la fe, y que el
significado de la frase era el siguiente: «por medio del evangelio se revela la justicia de Dios, o sea, la justicia
pasiva, en virtud de la cual Dios misericordioso nos justifica por la fe, conforme está escrito: «el justo vive de
la fe», Me sentí entonces un hombre renacido y vi que se me habían franqueado las compuertas del paraíso. La
Escritura entera se me apareció con cara nueva. La repasé tal como la recordaba de memoria, y me confirmé en
la analogía de otras expresiones como «la obra de Dios es la que él opera en nosotros», «la potencia divina es la
que nos hace fuertes», «la sabiduría de Dios es por la que nos hace sabios», «la fuerza de Dios», «la salvación de
Dios», «la gloria de Dios». Desde aquel instante, cuanto más intenso había sido mi odio anterior hacia la
expresión «la justicia de Dios», con tanto más amor comencé a exaltar esta palabra infinitamente dulce. Así, este
pasaje de Pablo en realidad fue mi puerta del cielo.
3.3.2. La justificación en Lutero y los reformadores149
Se ha advertido ya que la teología de Lutero está fuertemente impregnada de elementos derivados de
su experiencia religiosa. La formación intelectual recibida, en la que destaca la impronta del nominalismo55,
se reveló pronto insuficiente al joven monje agustino para pacificar su conciencia y orientarlo en la afanosa
búsqueda de un Dios misericordioso y agraciante. En sus primeros años de profesor de teología, Lutero vive,
más que una problemática teológica, un auténtico drama personal, centrado en la angustiosa incertidumbre de
la propia salvación: ¿cómo me mira Dios?; ¿qué hacer para ser digno del amor, y no del odio, divino? Y sobre
todo: ¿cómo librarme de la concupiscencia que me domina y que representa objetivamente una transgresión del
precepto «non concupisces»?
En la raíz de estas torturantes perplejidades estaría el célebre adagio medieval «al que hace lo que está
en su mano, Dios no le regatea la gracia» , que incitaba a multiplicar hasta el escrúpulo las «pruebas» de
que se había hecho todo lo que se había podido, para así «obligar» a Dios a conferir la gracia. Ni la teología
aprendida en las aulas, ni las prácticas de mortificación a las que se entregó hasta «agotarse», ni los consejos
de su director espiritual (Juan Staupitz, vicario general de los agustinos), ni el recurso a la confesión frecuente logran
aquietar el espíritu del monje.
En 1513, y al hilo de una detenida lectura de la Carta a los Romanos, se produce el giro decisivo. La
situación hace crisis y Lutero comprende de golpe, por una suerte de iluminación interior, el auténtico
sentido de la expresión paulina «justicia de Dios». Tal expresión denota, no la acción vindicativa del juez
que castiga, sino la iniciativa salvífica del Dios que reconcilia gratuitamente al pecador. Mientras éste continúe

149
J. L. RUIZ DE LA PEÑA, El don de Dios. Antropología teológica especial, Sal Terrae, Santander, 1991, 285-311.

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –110


obstinándose en procurarse la salvación con la multiplicación insensata de «actos» y «obras», seguirá
experimentando la angustia incancelable de esforzarse en vano por aniquilar el pecado indestructible (la
concupiscencia) que lo inhabita y lo domina.
La cuestión clave es, pues, ésta: o Dios o el hombre. Para Lutero, la alternativa no ofrece duda: hay que
optar por Dios. Sola fides, sola gratia, solus Christus, solus Deus. El catalizador de esta revelación
revolucionaria es el texto de Rm 3,28 «...pensamos que el hombre es justificado por la fe, sin las obras de
la ley»), al que Lutero añade el adjetivo sola («...justificatus sola fide») para expresar más categóricamente
la exclusión de las buenas obras en la consecución de la justificación.
A partir de este momento, la conciencia —ciegamente entregada en las manos de Dios— deja de
sentirse aterrada por la incapacidad de merecer la salvación; se ha creado una situación nueva, caracterizada
por un sentido de liberación, de paz interior y de confianza en la misericordia divina. La lectura de san
Agustín y de los místicos alemanes y flamencos ratificará a Lutero en lo atinado de su opción; tanto aquél
como éstos, piensa, han interpretado a Pablo como él lo hace ahora.
A la luz de esta nueva comprensión del mensaje paulino, es preciso retraducir todos los elementos de la
experiencia religiosa del pecado y de la gracia: concupiscencia, libertad, fe, justificación, santificación, obras.
En cuanto a la concupiscencia no hay duda de que está tan arraigada en el interior del hombre caído que
nada puede extirparla, ni las buenas obras ni los sacramentos. Es indudable, asimismo, que ella hace al ser
humano digno de la ira divina y del castigo eterno y legitima la afirmación de una «corrupción de la
naturaleza», puesto que afecta a la razón, a la voluntad y a los sentimientos, incapacitando a todas esas
potencias para obrar el bien. Así las cosas, ¿qué sentido tiene hablar todavía de libre albedrío? Al De libero
arbitrio de Erasmo responderá Lutero con su De servo arbitrio, obra que confiesa preferir a todas las suyas,
y en la que sostiene que el pecado ha hecho al hombre no-libre: «tras el pecado, el libre albedrío es res de
solo titulo (DS 1486= D 776). En efecto, aunque siga siendo libre para los asuntos de la vida mundana, el
hombre ha perdido por el pecado original su capacidad de autodeterminación en orden al fin último, esto es,
en todo lo que atañe a su relación con Dios; en este punto, no goza de la libertas a necessitate interna, sino
que está interiormente coaccionado. Es —según la célebre comparación— como un jumento que se encamina
pasivamente hacia el lugar al que lo dirige quien lo monta. Si el caballero es Dios, irá en la buena dirección;
si el jinete es Satán, en la mala. Supuesto lo cual, es obvio que el hombre no puede ni siquiera disponerse o
prepararse activamente para la acción justificadora de Dios con sus propias obras.
Es éste un punto absolutamente crucial para Lutero: batirse en favor de la gracia equivale, según él, a
batirse en contra de la libertad; la no-libertad del hombre es «el eje del asunto», el quicio sobre el que gira su
entera comprensión de la justificación. Ahora bien, si, en efecto, el hombre es una naturaleza corrompida y
un sujeto desprovisto de libertad, ¿qué le resta en orden a la salvación? La respuesta de Lutero reza, como
era de esperar: la sola fides. Así pues, la tesis del siervo albedrío se conecta inmediatamente con la de la fe
y, por ende, con la comprensión luterana de la justificación.
¿Qué entiende Lutero por fe? Fundamentalmente, la firme y gozosa confianza de que Dios quiere
agraciar al pecador, merced a la promesa que le ha hecho en Cristo. Los elementos intelectuales
(conocimiento de, y asentimiento a, la revelación) primaban en la concepción escolástica de la fe, dan paso
aquí al factor voluntarista: la fe es ante todo fe fiducial, la certeza de que Dios mira al pecador con
misericordiosa benevolencia a pesar de su pecado; el esperarlo todo de la pura bondad divina; el no esperar
nada de la condición humana. Más que de una fe histórica, consistente en tener por ciertos determinados
hechos 0 verdades, se trata aquí de una respuesta a la palabra divina en el ámbito de un encuentro
interpersonal. Pero, notémoslo bien, un encuentro tal que el momento activo se da exclusivamente del lado
de Dios, mientras que el lado humano sólo puede aportar la actitud de la pura receptividad, semejante a la
del mendigo que se limita a poner la mano en la que se depositará la limosna.
¿Cuál es la función de esa fe fiducial en orden a la justificación? O con otras palabras: ¿qué significado
atribuir a la preposición por de la fórmula «justificado por la (sola) fe»? Comúnmente se ha entendido que, en
Lutero, la fe fiducial no produce la justificación, ni siquiera prepara o dispone de ella; sería simplemente el
pretexto u ocasión de que Dios se sirve para no imputar el pecado. Sin embargo, su pensamiento parece ser
más complejo: la fe fiducial sería principio conformador (causa formal), principio agente (causa
eficiente), principio condicionante (conditio sine qua non) de la justificación. En todo caso, el común
denominador de estas diversas acepciones es una comprensión instrumental de la fe; ella es algo así como
la prótesis con la que el pecador alcanza —o es alcanzado por— la justicia de Cristo; recuérdese la imagen
de la mano del mendigo.
¿En qué consiste este alcanzar —o ser alcanzado por— la justicia de Cristo?; ¿cómo entiende Lutero

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –111


la justificación del pecador? Recordemos lo dicho hasta aquí: el pecado original ha corrompido la naturaleza
humana; en cuanto identificado con la concupiscencia, no desaparece nunca, sino que se confunde de hecho
con el propio ser del hombre. La justificación ha de por consiguiente, en la acción por la que Dios, en vez
de imputar al ser humano su pecado, le imputa la justicia de Cristo. Se trata, pues, ante todo, de una
declaración, en virtud de la cual Dios tiene por justo al que era (y continúa siendo) pecador. Por lo
demás, el pecado remanente, pero ya no imputado, aunque persiste, pierde su capacidad de «acusar, con-
denar, remorder, herir... La graciosa misericordia divina le quita ese poder».
Estamos, pues, ante lo que ha dado en llamarse la concepción forense de la justificación. El cristiano
«es ciertamente justo, santo, por santidad ajena o extrínseca por así decir: es justo por misericordia y gracia
de Dios. Esa misericordia y gracia no son algo humano, ni un habitus, ni una qualitas... El cristiano no está
formalmente justificado, no es justo secundum substantiam, o secundum qualitatem; lo que es más bien
secundum predicamentum ad aliquid, esto es, en relación con la gracia divina». Como se ve, para describir
el hecho de la justificación Lutero privilegia la categoría relación y desdeña las categorías escolásticas de
habitus o qualitas. De esta forma, trata de reaccionar contra una concepción cosista de la gracia, dominante a
su juicio en la teología de su tiempo.
Este énfasis en el carácter forense de la justificación corresponde además al propósito de ofrecer una
salida a la angustia de las conciencias atenazadas por el terror a la eterna condenación. Cristo ha venido para
darnos la certeza de la salvación, de modo que «el que duda, está condenado, pues Dios promete la
salvación». La invencible seguridad en esta declaración divina apacigua toda inquietud malsana y devuelve
al hombre la serenidad y la paz.
La secuela inmediata de la justificación forense es la célebre teas del hombre «a la vez pecador y justo»:
simul peccator et justus. Pecador en realidad y de verdad (revera), pero justo por imputación y promesa».
La fórmula, deliberadamente paradójica, es típica del estilo de Lutero, más preocupado por la eficacia
expresiva que por el rigor académico. La simultaneidad en el mismo sujeto de los predicados antitéticos
pecador-justo sería inviable si ambos respondieran a la categoría absoluta del habitus: no lo son si justicia y
pecado se entienden como denotaciones de una relación; en sí mismo el hombre es pecador, y no dejará de
serlo nunca; sin embargo, el hecho de que Dios se relacione con él permite adjudicarle el calificativo de
justo. Lutero consideraba esta fórmula como la cifra compendiada de su entera comprensión de la
justificación.
De lo dicho hasta ahora resulta innegable que Lutero se manifestó muy enfáticamente acerca del
carácter forense de la justificación. ¿Significa esto que el reformador pensaba en una justificación
exclusivamente forense, es decir, en una mera imputación extrínseca de la justicia? ¿O hay lugar en su
concepción para una justificación efectiva? Con otras palabras: la justificación luterana ¿es una simple
declaración unilateral, por parte de Dios, que no produce ninguna inmutación real en el interior del
hombre justificado? La cuestión divide, todavía hoy, a los estudiosos, y no sólo a los católicos, sino a los
mismos luteranos. Con todo, va ganando terreno la idea de que, pese a la radicalidad de algunas de sus
expresiones, Lutero no sostenía la interpretación exasperadamente extrinsecista que los comentaristas
católicos le han atribuido generalmente (y que, en cambio, es ciertamente propia de algunas formas de
luteranismo ortodoxo).
No debería olvidarse, en efecto, que además de la idea de justificación, el reformador emplea la de
santificación (o «segunda parte de la justificación»), en la que se incluyen los rasgos de una regeneración ética
merced al don del Espíritu, que permite al convertido participar de los atributos morales de Dios. Lutero llega
incluso a hablar de una extinción gradual del pecado, que sin embargo nunca será total antes del término de
la existencia humana.
No hay por qué descartar que el propio Lutero no haya llegado nunca a una síntesis satisfactoria entre
los dos aspectos (forense y efectivo) de la justificación. Téngase en cuenta, en todo caso, que la palabra
declarativa de Dios, como se ha indicado ya en otro lugar de este libro, es siempre efectiva; obra lo que
significa. Por tanto, incluso en aquellos textos que se expresan en términos forenses puede estar latente la
intención que apunte a una justificación efectiva.
Finalmente, ¿qué papel desempeñan en la concepción luterana las obras? Ya hemos visto que el
reformador se niega rotundamente a ver en ellas la menor virtud justificante. Pero eso no significa una
recusación del recto obrar, que equivaldría en la práctica a la anomía ética (al inmoralismo). El propio Lutero
tuvo que atajar en este punto los malentendidos: «no rechazamos totalmente las buenas obras; más bien las
sostenemos y enseñamos»78. Ellas son, en efecto, signo inequívoco de la santificación y, a la vez,
cumplimiento de los mandatos divinos, que sirve al bien común de los hermanos. Aunque no justifican ni

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –112


merecen nada, son la garantía de la autenticidad de la fe; de ahí que se haya podido hablar, a propósito de
la fe luterana, de una «fe sola nunca sola».
A partir de Lutero, la teología de la justificación en el resto de los reformadores oscila entre una flexión
hacia la concepción efectiva de la misma —en esta línea se sitúan Melanchton y Zwinglio—, que llega
incluso a la postulación de un sinergismo hombre-Dios en el acontecimiento de la justificación personal, y el
endurecimiento de la concepción puramente forense en ciertos círculos rigoristas.
La posición de Calvino parece coincidir, en sustancia, con la de Lutero; sólo que aquél adoptará, con
su tesis de la praedestinatio antecedens, un crudo determinismo soteriológico, que endurece el
predestinacionismo de San Agustín y que, más tarde, tendrá su correspondencia del lado católico en el
jansenismo. Característico del reformador francés es también el relieve que otorga a las obras; en el marco
de la comprensión comunitaria de la existencia cristiana, ellas son la manifestación visible, objetiva, de la
obediencia a la ley divina.
En resumen: la Reforma va a poner sobre el tapete como asunto cardinal (articulus stands et cadentis
Ecclesiae) el problema de la justificación. Problema que se desglosa en los puntos siguientes: ¿corrupción
total de la naturaleza humana a resultas del pecado original?; ¿albedrío libre o siervo?; ¿justificación forense
o efectiva?; ¿fe sola o fe y obras? Sobre estos puntos se centraron muy pronto las controversias entre
católicos y protestantes. Serán ellos los que retengan también la atención prioritaria del concilio de Trento.
3.3.3. La justificación en Trento
En junio de 1520, el papa León X condena 41 proposiciones cuya formulación se acerca mucho —
cuando no coincide— a frases textuales de Lutero; entre ellas destacan las que se refieren a dos importantes
tesis luteranas: la justificación por la fe fiducial (DS 1461 =D 751) y la corrupción del libre albedrío (DS
1486=D 776). Era el primer aviso del magisterio eclesiástico al monje alemán.
En realidad, la primera reacción de los católicos ante Lutero había sido de una cierta perplejidad, que se
acrecentaba en lo tocante a la problemática de la justificación. Dicha problemática —contrariamente a lo
ocurrido con la del pecado original— no había sido tratada anteriormente por ningún concilio o asamblea
episcopal; faltaban, pues, precedentes autorizados o referencias canónicas que sirviesen de indicadores para
evaluar la posición luterana. Ciertos teólogos católicos, por reacción pendular, bordeaban el pelagianismo,
exagerando las cualidades naturales del pecador. Otros, los agustinos sobre todo —con su general Seripando
al frente—, se aproximaban sensiblemente a algunas de las tesis de los reformadores. Pero los veinticinco
años de controversia que precedieron al concilio fueron clarificando paulatinamente las respectivas
posiciones.
Que los padres conciliares conocieran bien o no la mente precisa de los reformadores no importa
mucho, toda vez que uno de los criterios seguidos a rajatabla era el de no condenar personas, sino doctrinas.
Por razones obvias, les preocupaban mucho más las versiones populares de la nueva doctrina que las
elucubraciones de los teólogos de oficio; su objetivo no era entablar una polémica de nivel profesional, sino
fijar los mínimos dogmáticos de la fe eclesial, rechazando aquellas doctrinas y aseveraciones que no se
ajustasen a ella, fueran o no profesadas por este o aquel reformador. En todo caso, la investigación actual
muestra que en el concilio se manejó una información sobre las teorías reformadas bastante mejor de lo que
se había creído hasta ahora.
Cuatro días después de concluirse la sesión sobre el pecado original (21.6.1546) se inician los debates
sobre la justificación. Los llamados theologi minores (los teólogos asesores del concilio) comenzaron a
trabajar sobre un guión que comprendía, entre otros, tres puntos clave: naturaleza de la justificación, sus
causas, papel de la fe. Simultáneamente, una comisión de cuatro obispos y varios teólogos elaboraban un
primer esquema de decreto, que resultó oscuro y farragoso. En vista de lo cual, el cardenal Cervini, legado
del papa, tomó una arriesgada decisión, que se revelaría de capital importancia para la suerte del decreto;
puenteando a la comisión redactora del primer esquema, encargó a Seripando (¡el conciliar más próximo a las
posiciones luteranas!) un nuevo proyecto.
Enviado éste a Roma, corregido allí hasta el punto de que su autor «apenas si lo reconocía» y retocado
de nuevo por el general de los agustinos, fue sometido a debate en el aula conciliar y, con algunas
modificaciones más, finalmente aprobado el 13 de enero de 1547. Que el texto definitivo era un acierto lo
demuestra el que fuese promulgado con un solo voto en contra, lo que sorprendió (gratamente) a los propios
legados pontificios. La presencia activa de Seripando en todo el iter de la sesión fue providencial; pese a
que el concilio no asumirá-—como se verá luego— una de sus tesis más queridas (la de una doble justicia),
al igual que ocurriera en la sesión anterior con su doctrina sobre la concupiscencia, la contribución de este

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –113


gran teólogo sirvió para impedir que la oposición conciliar a las posiciones reformadoras fuese desmesurada
o poco matizada. El decreto consta de un prólogo, dieciseis capítulos y treinta y tres cánones. Los capítulos 1
a 6 tratan del hombre aún no justificado; los capítulos 7 a 9, de la justificación en sí misma; los capítulos 10
a 16, de la situación del hombre ya justificado. Los cánones condenan determinadas tesis puntuales, opuestas
a la doctrina desarrollada en los capítulos, y «expresan la interpretación de las posiciones reformadas en el
campo católico más que las opiniones personales de Lutero, Calvino y demás reformadores».
La sesión sobre el pecado original había fijado ya las posiciones de partida: el bautismo quita todo lo
que tiene «verdadera y propia razón de pecado», en vez de limitarse a hacer que éste sea simplemente «raído»
o «no imputado»; consiguientemente, la concupiscencia «no es pecado en los bautizados» (DS 1515= D
792). Redundando en la postura antipelagiana de la sesión anterior, el cap. 1 reitera la incapacidad de la
naturaleza y de la ley para justificar al pecador, aunque se advierte que el libre arbitrio, «si bien atenuado y
desviado», «no se ha extinguido» (DS 1521 = D 793), rechazándose por tanto la tesis luterana del siervo
arbitrio (cf. DS 1555=D 815).
Era, pues, necesaria la redención en y por Cristo, que se aplica a través del bautismo (caps. 2-4: DS
1522-I524=D 794-796; cf. DS 1551-1553=DS 811-813), pero no sin la libre y activa cooperación humana;
en este punto el concilio se desmarca netamente de toda comprensión de la justificación en la que el
beneficiario jugaría un papel puramente pasivo, si bien se precisa que la colaboración humana es posible
únicamente merced a «la gracia preveniente de Dios por Jesucristo», que llama sin méritos propios y que
excita y ayuda para que se produzca la respuesta y la cooperación libre (cap. 5: DS 1525; cf. DS 1554=D 814).
Las dos menciones a la libertad humana contenidas en los saies que se acaban de citar tienden a
subrayar algo que el concilio consideraba irrenunciable, y que estaba ya en la raíz de la intuición agustiniana
(ni la gracia sola ni la libertad sola): el hombre (también el pecador) está permanentemente ante Dios corno
sujeto responsable, no como mero objeto inerme; es siempre persona y no cosa; el trato que Dios le dispensa
respetará siempre esta estructura básica de la condición humana. De lo contrario, Dios no respetaría su propia
creación. La prioridad de la gracia divina es indiscutible y absoluta, pero no conlleva la anulación—ni supone
la inexistencia— de la libertad humana. Sin negar, por tanto, lo que había de válido en la posición luterana,
el concilio corrige su eventual unilateralidad.
El cap. 6 (DS 1526=D 798), en el que dejó también su impronta la inspiración agustiniana, existencial,
de Seripando92, es la descripción de un proceso dinámico; trata de reflejar el movimiento o movilización que
lleva al pecador hacia Dios. La redacción prefiere los verbos a los sustantivos («disponuntur..., moventur...,
credentes... eriguntur..., diligere incipiunt..., pro-ponunt... inchoare novam vitam, servare mandata») para
mejor reflejar este carácter dinámico de la realidad que se describe. El eje conductor del movimiento es la
secuencia de las tres virtudes (fe-esperanza-amor), que no son aún teologales, pero que están en trance de
serlo. Por las discusiones en el aula consta que no se pretendió enseñar que todos los pasos enumerados se
diesen en todo proceso de conversión, ni en el mismo orden en que se mencionan aquí. El temor de que se
habla no es el miedo forzado (el timor servilis) a la ira divina; tal temor no es saludable. Es más bien aquel
temor que nos aleja activamente del pecado y nos mueve a dolemos de él (DS 1558=D 818). Merece notarse
la nueva aparición de la idea de libertad humana («...libere moventur...»), a la que precede la «excitación y
la «ayuda» de la gracia; ésa será la cuestión candente de las controversias postconciliares entre los católicos.
Tras este «fino análisis psicológico» de las disposiciones a la justificación, el cap. 7 (DS 1528-1531=D
799-800) ataca lo que era el problema cardinal, en expresión de Lutero: en qué consiste esa justificación y
cuáles son sus causas. La continuidad del proceso preparatorio da paso ahora a la discontinuidad radical de la
acción justificante divina, que comprende un doble aspecto: «remisión de los pecados» (aspecto negativo),
«santificación y renovación del hombre interior» (aspecto positivo). Se toca así otro de los grandes puntos
controvertidos: la justificación es efectiva, produce una inmutación real e interna en el pecador; no es una
mera declaración forense, extrínseca, sin virtualidades transformadoras. Pues, de ser así, la gracia podría
menos que el pecado, no sería la potencia recreadora y sanadora que nos revela la Escritura (a la que apela
el concilio seguidamente).
Una vez dejada a buen recaudo la naturaleza de la justificación, el capítulo prosigue con la indagación
de sus causas. Es éste el pasaje más escolástico —o mejor, el único pasaje escolástico— del decreto;
inspirándose en el esquema aristotélico, el concilio enumera cinco causas. Las causas final («la gloria de
Dios y de Cristo»), eficiente («Dios misericordioso»), meritoria («Jesucristo») e instrumental («el
sacramento del bautismo») no presentaban ningún problema. No ocurrió lo mismo con la causa formal: el
texto estipula que es «única», a saber, «la justicia de Dios», para precisar de inmediato: «no con la (justicia)
con que es justo (Dios), sino con la que nos hace justos» . ¿Qué es lo que está detrás de esta formulación?

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –114


Se afirma, de un lado, que el hombre no puede justificarse sin la justicia divina; se niega, de otro, que
el hombre se haga formalmente justo por la justicia divina meramente imputada, no apropiada, no inherente
en el justificado. La gracia justificante es algo más que mero favor puntual, actualista, transeúnte , es un don
estable, aposentado en el interior del hombre, implica por tanto una realidad ontológica, de suerte que le
justificado no sólo se llama sino que es verdaderamente justo: la caridad de Dios le penetra interiormente,
(inhaeret). Los verbos empleados (infundere, diffundere, inhaere) tienen a inculcar la idea de una
comunicación real del ser divino al ser humano, en virtud del cual éste comienza a existir de un modo nuevo:
tratan así mismo y en consecuencia, de excluir una vez más la concepción puramente extrinsecista de la
justificación, tan alejada del realismo con que Pablo y Juan hablaban de ésta como (nueva) vida, a saber:
como la vida de Cristo insertada en el Cristiano.
El concilio advierte, por otra parte, que la causa formal es única; la advertencia conlleva el rechazo
conciliar a la tesis de Seripando de una «doble justicia». El teólogo agustino sostenía, en efecto, que la justicia
propia del hombre es insuficiente; se precisa además la justicia de Cristo que se le imputa, y que es a la
postre la que lo justifica cuando comparece ante el mismo Cristo para ser juzgado. Fue éste el punto más
larga y acaloradamente debatido en el aula.
Realmente la teoría de la doble justicia, típica solución de compromiso para acortar distancias entre
católicos y protestantes, no satisfacía ni a los unos (salvo a Seripando) ni a los otros; era «un admirable,
pero infructuoso intento de irenismo» , pues parece adjudicar también a la justicia de Cristo, y no sólo a la
humana, una real insuficiencia para penetrar verdaderamente en el corazón del hombre, puesto que precisa
todavía, a guisa de complemento, de una justicia creada. Pese a la apasionada defensa que el agustino hizo
de su tesis —mostrando plausiblemente su no identidad con la teoría protestante de la justicia imputada—,
pese también al general aprecio que merecía su figura, la asamblea no aceptó la propuesta de quien, sin
duda, era su más brillante teólogo.
Los caps. 8 y 9 abordan otra cuestión insidiosa: la relación fe-justificación. La fe es, afirma el concilio,
«inicio, fundamento y raíz de toda la justificación». De toda; el papel de la fe se extiende a todas y cada una
de las etapas en que se articula el acontecimiento salvífico. Que el hombre se justifique gratuitamente
significa además que «nada de lo que precede a la justificación merece la gracia misma de la justificación».
Nada; ni la propia fe, ni (menos aún) las obras (DS 1532=D 801). Se conviene así con los protestantes en el
carácter gratuito y en la primacía absoluta de la gracia.
Ahora bien, ¿qué entiende el concilio por Fe? No la presunta certeza subjetiva de la propia salvación,
pues «nadie puede saber con certeza de fe que ha conseguido la gracia de Dios» (DS 1534=D 802). Así pues,
si alguien sostiene que la sola fe justifica, de suerte que por fe entienda la mera "confianza" (fiducia) en la divina
misericordia, y niega a la vez la necesidad, junto a la fe, de un «movimiento de la voluntad» que «coopere a
la consecución de la gracia», ese alguien se situaría al margen de la comunión eclesial (DS 1559,1562=D
819,822; cf. DS 1563-1564=D 823-824).
No era fácil ir más allá de esta precisión de carácter negativo (la fe justificante no es la sola fiducia) y
determinar positivamente en qué consiste la fe que justifica y cómo interactúa con otros elementos en la
dinámica de la justificación; las escuelas teológicas se dividían al respecto. Pero, en todo caso, el concilio
no podía aceptar el subjetivismo individualista del sola fide (fiduciali) , fuese éste o no el sentido correcto
de la fórmula protestante.
La única acotación positiva que ofrece el decreto consiste en señalar que la fe justificante es la fe
informada por la caridad o, en palabras del apóstol, «la fe que obra por la caridad» (DS 1531 —D 800),
formulación que en realidad no hace sino reiterar el rechazo de la fides sola y canjearla por la fides viva. En
suma, ni la mera confianza ni el mero asentimiento intelectual tienen virtud justificante; la fe que salva ha de
comprender algo más, «algo que confiera al acto de asentimiento intelectual la calidad de una conversión del
hombre entero a Dios» ; ese algo más es el amor. Que al hablar de la fe justificante los padres conciliares no
pensaban únicamente en una fe histórica —acto mental de aceptación de verdades—, sino que concebían ese con-
cepto de modo mucho más rico, en el que tenían cabida las actitudes personales de adhesión cordial a Cristo, está
hoy fuera de duda10 . Repitámoslo; ese plus de contenido es lo que el texto tridentino trata de expresar reproduciendo
la frase de Ga 5,6. Del resto del decreto conciliar merece la pena detenerse brevemente en la doctrina del
mérito. La palabra —y la idea horrorizaba a los reformadores107, que creían percibir ahí un retorno al
pelagianismo y una tácita negación de la soberanía y gratuidad incondicionadas de la iniciativa salvífica
divina. El concilio llega a esta noción gradualmente. Señala ante todo que, una vez justificado, el cristiano
puede y debe acrisolar su justicia, crecer en santidad, entre otras cosas con el cumplimiento de los mandatos
(caps. 10 y 11: DS 1535-1539=D 803-804). Tiene, pues, que rechazarse como insensata la idea de que toda
obra buena es pecado (DS 1575=D 835). De aquí a la noción de mérito hay sólo un paso; el concilio lo da

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –115


en el cap. 16 (DS 1545ss.=D 809; cf. DS 1576, 1582=D 836, 842).
Retomando la bellísima sentencia agustiniana (ya utilizada en el Indiculus: DS 248=D 141), se nos
recuerda que es «tanta la bondad de Dios para con los hombres que quiere que sean méritos de ellos lo que
es don suyo». La doctrina del mérito, rectamente entendida, corrobora la visión dinámica del estado de
gracia: Cristo acompaña permanentemente al justificado, sosteniéndolo e impulsándolo hacia su madurez
religiosa. El mérito no es, pues, «la justicia de las obras» (justitia operum) que escandalizaba a los
protestantes, sino el fruto de la santidad real y el resultado del crecimiento orgánico de la nueva vida.
Los juicios positivos acerca de la doctrina tridentina que acabamos de reseñar son numerosos y
proceden de tendencias teológicas bien diversas. Merece transcribirse el elogio que le dedicara Harnack: «el
decreto sobre la justificación, a pesar de tratarse de un producto artificioso, no deja de ser por ello un trabajo
excelente desde muchos puntos de vista. Y ello hasta el extremo que es lícito preguntarse si la Reforma se
habría consolidado de haberse promulgado tal decreto a comienzos de siglo, en el concilio de Letrán». El
documento conjunto de luteranos y católicos USA sobre la justificación (1985) glosa el decreto con evidente
simpatía. De parte católica, los elogios son unánimes. «Pequeño prodigio de equilibrio»; «obra maestra del
concilio» ; «sabiamente circunscrito a lo necesario y con un estilo abierto; etc., etc.
En verdad, el decreto de la sesión sexta ha hecho gala de una ponderación y sentido de la mesura
notables. Reconociendo lo que había de valioso en los reformadores, asume varias de las tesis neurálgicas
de la posición protestante: que la iniciativa y la primacía de la salvación corresponde a la gracia (DS 1525=D
797; cf. DS 1551-1553=D 811-813); que la fe es absolutamente necesaria para la justificación (DS 1532=D
801); que el hombre no queda justificado si no reconoce su necesidad de la misericordia divina y no confía
en ella (DS 1526=D 798); que nada de lo que el pecador pueda hacer merece la justificación, que es por
tanto puro don gratuito (DS 1532=D 801).
De otra parte, frente a la tesis del siervo arbitrio se enseña el papel ineludible de la libertad humana —
eso sí, suscitada y sostenida por la gracia—, que dispone al hombre para la acción salvífica de Dios y coopera
con ella (DS 1525-1526=D 797-798; cf. DS 1554-1555=D 814-815); frente a una justificación puramente
forense, imputada, extrínseca (sea ésta o no la auténtica doctrina protestante), se enseña una justificación
efectiva, real, intrínseca (DS 1528,1530=D 799-800; cf. DS 1561 —D 821); frente a la sola fides entendida
como fiducia (como certeza subjetiva de la propia salvación), se enseña unaides viva, animada y
autentificada por el amor (DS 1531, 1534=D 800,802; cf. DS 1562=D 822).
Si bien se mira, lo que late en el fondo del debate que el decreto quiere solventar no es sino la eterna
dialéctica creación-salvación , naturaleza-gracia ; la soberanía indiscutible del Dios creador sobre el hombre
criatura no puede llegar hasta el vaciamiento o la aniquilación de éste, pues en tal caso la salvación sería la
refutación de la creación, la gracia conllevaría la pura y simple abrogación de la naturaleza. Y así, la Iglesia,
que había tenido que defender la gracia ante la preponderancia que el pelagianismo confería a la libertad,
tiene ahora que defender la libertad ante la concepción de una gracia prepotente y avasalladora. Pero lo hace
mostrando a la vez la real potencia de esa gracia, capaz de transformar radicalmente al hombre caído, ha-
ciendo de él una nueva criatura e infundiéndole una nueva vida.
De esta suerte —y es éste un punto absolutamente capital— Trento rechaza la idea (filomaniquea) de
un pecado dotado de tal fuerza devastadora que es capaz de corromper incurablemente la creación de Dios.
Contra tal idea, el concilio no hizo otra cosa, en su sesión sexta, que glosar la tesis paulina: «donde abundó
el pecado, sobreabundó la gracia».
3.3.4. De Trento al Vaticano II
El decreto tridentino había revalidado la presencia de los dos ingredientes básicos en el proceso de la
justificación: gracia divina-libertad humana. Pero, según se ha indicado ya, no se pronunció sobre el modo
como ambos operan en el acontecimiento justificador; será éste el problema que ocupará señaladamente la
atención de la teología católica postconciliar, en una disputa tan agotadora como estéril en la práctica, que ha
pasado a la historia con el nombre de controversia de auxiliis.
El otro frente que polarizaba el interés de los teólogos católicos era el enfrentamiento con el
protestantismo, que fraguó en la llamada teología de la Contrarreforma. Descartada la recomposición de la
unidad eclesial, los católicos se esforzarán por trazar lo más claramente posible la línea divisoria entre ambas
confesiones. Ya no hay diálogo sino agria confrontación, que tiende a endurecer las respectivas posiciones.
El resultado más indeseable de este estado de cosas fue, en lo tocante a nuestra temática, la solidificación y
acentuación casi exclusiva del concepto de gracia creada y el práctico olvido de la gracia increada y, con
ella, de la rica tradición de la patrística griega117. Las prevenciones de Lutero ante una cosificación del don de

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –116


Dios se cumplen así (no sin ironía) en la teología antiluterana.
Por otra parte, la minoría conciliar de tendencia agustiniana, tan excelentemente representada por
Seripando, había salido derrotada del aula. Pero el agustinismo no estaba muerto; reaparecerá al interior del
catolicismo, y por cierto con sorprendente empuje y radicalidad, en las figuras de Bayo y Jansenio.
El pensamiento de Bayo sobre la justificación y la gracia118 es una curiosa aleación de filoluteranismo y
antiluteranismo. El filoluteranismo emerge ya en su concepción de la justicia original (que, según él, sería
debida al hombre y por tanto natural: DS 1901,1921,1923,1924,1926=D 1001,1021,1023,1024,1026) y de
las consecuencias de la caída, que conllevó la completa corrupción de la naturaleza humana y la extinción
del libre albedrío (DS 1927-1928 =D 1027-1028). Remitiéndose a la inspiración agustiniana, nuestro
teólogo distingue entre la libertas a servitute y la libertas a necessitate. La primera es conquistada cuando
la caritas desplaza a la concupiscentia en el dispositivo apetitivo humano. La segunda es inasequible; en el
actual estado, el hombre estará siempre interiormente necesitado (DS 1938, 1966=D 1038,1066). En realidad,
la libertad no es la exención de toda necesidad interior, sino la capacidad de hacer algo espontánea o
voluntariamente (DS 1939=D 1039).
En consecuencia, prosigue Bayo, todo lo que el hombre no justificado haga, lo hace bajo el impulso de
la concupiscencia y por tanto es pecado (DS 1925,1935,1940,1950,1951=D 1025,1035,1040,1050,1051). La
gracia lo rescata de esta necesidad de pecar en cada acto, pero es a su vez necesitante .
Tal gracia, por otra parte, no es un estado o un hábito permanente; Bayo participa de la alergia luterana
a estas categorías. La gracia es más bien una sucesión de actos de obediencia a los mandatos (DS
1942,1969=D 1042,1069). Ella es «la justicia de las obras» (justitia operum); como se ve, con este quiebro
el teólogo lovaniense se instala de golpe en los antípodas de Lutero. Según éste, el hombre puede hacer obras
buenas porque está justificado; según nuestro autor, está justificado porque hace buenas obras. De esta suerte
Bayo se aleja tanto del protestantismo como del catolicismo: no somos justificados ni por la sola fe (posición
protestante) ni por el don permanente e inherente de la gracia (posición católica), sino por las obras.
Llevando hasta el extremo este punto de vista, una última pirueta dialéctica (impuesta una vez más por
la lógica juridicista de su discurso) va a aproximar de nuevo a nuestro autor a la posición luterana. Dado que
la justificación no es un estado ni un hábito estable, sino una secuencia discontinua de actos puntuales, la
caritas puede coexistir con la no remisión de los pecados (DS 1931-1933,1943,1970=D 1031-
1033,1043,1070). Se reedita así una peculiar versión del «simul Justus et peccator» en la que se evidencia
palmariamente la tenaz persistencia del nominalismo más extremo.
Como Bayo, también Cornelio Jansen (Jansenio) fue profesor de teología en Lovaina y se reclamó de
la autoridad de San Agustín. Su pensamiento reitera algunas de las tesis bayanas, entre ellas la referente a la
libertad. El hombre no puede no ceder necesariamente a la «delectación victoriosa» (delectatio victrix); tiene
que hacer (literalmente) lo que más le apetece. Y así, seguirá inexorablemente o la pulsión incoercible de la
concupiscencia o la moción, igualmente incoercible, de la gracia. Al igual que Bayo, por tanto, Jansenio
identifica «libre» y «voluntario»; es libre todo y sólo lo que el hombre hace de buena gana, voluntariamente.
La gracia sólo será tal si es irresistible, o lo que es lo mismo, si nos motiva a obrar gustosamente de forma que
su moción se conecte infaliblemente con nuestra acción.
El concepto de gracia suficiente —acuñado por Molina, como se verá en su momento, durante la
controversia de auxiliis— es, según cuanto antecede, falso, más aún, blasfemo. La gracia es siempre eficaz.
Pero se otorga a pocos; la inmensa mayoría de la humanidad (massa damnata) se condenará, incluidos los
niños muertos sin el bautismo. ¿Por qué esta concepción elitista de la gracia? Precisamente porque es gracia;
si se confiriera mayoritaria o universalmente, ya no sería don gracioso. Cristo no ha muerto por todos, sino
sólo por la minoría predestinada.
Este brutal predestinacionismo —sin duda el fruto más amargo del pensamiento del anciano Agustín—
tenía por fuerza que provocar la intervención de Roma. En 1653, Inocencio X condena como heréticas cinco
proposiciones: DS 2001-2005 =D 1092-1096. De dicha condena se deduce que: Cristo ha muerto por todos;
consiguientemente, Dios concede a todos la gracia necesaria para cumplir los mandatos (para salvarse);
gracia, no obstante, a la que la libertad humana puede resistir; la noción de libertad, en efecto, implica la
exención de toda necesidad interior, sin que baste la exención de la coacción exterior.
El resultado final del doble episodio Bayo-Jansenio no puede ser más positivo; tesis que hoy nos parecen
el colmo de la evidencia lo son merced a la clarificación a que dieron lugar ambos teólogos. Cristo murió por
todos; Dios quiere salvar a todos, y lo quiere poniendo los medios —la suya es una auténtica voluntad, no una mera
veleidad—; la gracia, por consiguiente, se ofrece a todos, sean paganos, pecadores o justos; el hombre puede
acogerla o rechazarla libremente. Pero en todo caso el pecador no puede serlo hasta el punto de devenir un condenado

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –117


en vida.
En realidad, la doctrina de los evangelios es —como hemos visto en su momento— exactamente la
contraria de la de Jansenio: los pecadores son los favoritos de Dios y Jesús ha venido para llamarlos a ellos,
no a los justos. El fatalismo pagano (hacia el que involuciona inexorablemente el cristiano Jansenio, con su
predestinacionismo radical) ha quedado abolido por el optimismo de un horizonte de esperanza siempre
abierto. A la postre, es esta repulsa del fatalismo lo que hace posible una conducta ética, como es el abandono a
un destino ya escrito de antemano lo que autoriza el desenfreno convulso de todos los dualismos que
comienzan exaltando la pureza diamantina del espíritu para acabar entregándose a las blandas delicias de la
carne.
No fue fácil extirpar del todo el error jansenista, que volvió a motivar nuevas tomas de postura del
magisterio. Con la última (la condena del sínodo de Pistoya: DS 2601ss.=£) 1501 ss.), estamos ya en el
umbral del siglo XIX, lo que significa que, durante dos centurias, la teología católica de la gracia vivió
enfrascada en dos contiendas intraeclesiales (la disputa de auxiliis y la recusación del jansenismo) que
bloquearon su desarrollo. Los meritorios intentos de exegetas como Lessio o de patrólogos como Petavio
para renovar la doctrina no fueron suficientes para abrir a la comunidad teológica otros campos de interés en
lo tocante a nuestro asunto".
El Vaticano I había previsto tratar el tema de la gracia y del orden sobrenatural, junto con el del pecado
original. De este propósito inicial sobrevivieron en los textos conciliares tres capítulos sobre la revelación y
la fe (DS 3004-3020=D 1785-1800), que insisten sobre todo en el carácter sobrenatural de ambas, contra los
intentos de naturalizarlas llevados a cabo por el racionalismo o el semirracionalismo contemporáneos. En
la fe se destaca además su índole de asenso intelectual, que el hombre debe prestar libremente, bajo la
iluminación e inspiración de Espíritu Santo.
Tras este breve —y poco original— interludio, la teología católica de la gracia vuelve a sumirse en un
largo período letárgico. La renovación neoescolástica (Scheeben) y las aportaciones de la escuela de
Tubinga (Mohler) apenas calaron en la generalidad del colectivo teológico, limitándose su influjo al ámbito
de lengua alemana. Habrá que esperar a la polémica en torno al sobrenatural para percibir síntomas de
reactivación en nuestra doctrina. Ningún documento del Vaticano II se ocupa temáticamente de la gracia. Sin
embargo, todos ellos la transparentan de una otra forma. Y lo hacen desde la óptica pastoral en que se ha
situado el concilio, lejos tanto de las cuestiones de escuela como de las polémicas interconfesionales.
Como se acaba de advertir, el Vaticano I había subrayado la dimensión intelectual de la fe. Un texto
de la Dei Verbum nos da una versión más equilibrada, en la que se recoge no sólo el elemento de «obsequio
del entendimiento», sino también el rasgo existencial-dialógico de la libre entrega del hombre entero a Dios
(DV 5). La gracia es descrita preferentemente con las categorías relaciónales de la patrística griega, atenta
sobre todo al don increado; ella es «participación de la vida divina» (LG 2), «filiación adoptiva» (LG 3),
«inhabitación del Espíritu», que no sólo se aposenta «en el corazón de los fieles» (LG 4), sino que impregna
y permea todos «los generosos propósitos de la familia humana» (GS 38).
La gratuidad de la gracia y su índole trascendente, reiteradamente enseñadas por el concilio (DV 5; LG 9,1;
14,2; GS 10,2) no obstan a su encarnación en las estructuras mundanas y en el tejido social interhumano (GS 38;
57,4; LG 36,3). Se reconoce explícitamente su presencia incógnita en quienes buscan a Dios de buena fe o, aun
sin conocerlo, se esfuerzan por obrar rectamente (LG 16).
La unicidad de la mediación de Jesucristo aparece también a menudo (LG 8,1; 14,1; 28,1; 41,3; 49; 60;
62,1; AG 7,1), sin duda con la loable intención de disipar viejos malentendidos. De la Iglesia se habla de tal
suerte que podría aplicársele el axioma luterano («simul justa et peccatrix»): ella es, en efecto, «santa y a la
vez siempre necesitada de purificación» (sancta simul et semper purificando: LG 8,3); la suya es «una
santidad imperfecta», aunque también «verdadera», pues «lleva impresa la imagen de este siglo que pasa» (LG
48,3) y por ello «necesita permanentemente» de «una perenne reforma» (UR 6,1).
Señalemos finalmente la insistencia conciliar en el universalismo de la gracia, insistencia ya no dictada
—como en el pasado— por el peligro del jansenismo, sino, pura y simplemente, por la fidelidad al evangelio
de salvación. Hemos citado ya el texto sobre la gracia incógnita (LG 16), que se ofrece a los no cristianos e
incluso a los ateos de buena fe. En otro lugar (GS 22,5), la formulación es todavía más explícita: «esto (la
asociación al misterio de Cristo) vale no sólo para los cristianos, sino también para todos los hombres de
buena voluntad, en cuyos corazones actúa la gracia de modo invisible (...gratia invisibili modo operatur)».
Así pues, «todos los hombres son llamados a la unión con Cristo» (LG 3; 13,1.5) porque «Dios quiere que
todos los hombres sean salvos» (AG 7,1) y se dirijan a él, como hijos en el Hijo, llamándole Padre (GS 22,6).

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –118


Anexo documental: Declaración conjunta sobre la doctrina de la justificación
Preámbulo
1. La doctrina de la justificación tuvo una importancia capital para la Reforma luterana del siglo XVI.
De hecho, sería el «artículo primero y principal»[1], a la vez, «rector y juez de las demás doctrinas
cristianas»[2]. La versión de entonces fue sostenida y defendida en particular por su singular apreciación
contra la teología y la iglesia católicas romanas de la época que, a su vez, sostenían y defendían una doctrina
de la justificación de otra índole. Desde la perspectiva de la Reforma, la justificación era la raíz de todos los
conflictos, y tanto en las Confesiones luteranas[3] como en el Concilio de Trento de la Iglesia Católica
Romana hubo condenas de una y otra doctrinas. Estas últimas siguen vigentes, provocando divisiones dentro
de la iglesia.
2. Para la tradición luterana, la doctrina de la justificación conserva esa condición particular. De ahí
que desde un principio, ocupara un lugar preponderante en al diálogo oficial luterano-católico romano.
3. Al respecto, les remitimos a los informes The Gospel and the Church (1972)[4] y Church and
Justification (1994)[5] de la Comisión luterano-católico romana; Justification by Faith(1983)[6] del
Diálogo luterano-católico romano de los EE.UU. y The Condemnations of the Reformation Era - Do They
Still Divide? (1986)[7] del Grupo de trabajo ecuménico de teólogos protestantes y católicos de Alemania.
Las iglesias han acogido oficialmente algunos de estos informes de los diálogos; ejemplo importante de esta
acogida es la respuesta vinculante que en 1994 dio la Iglesia Evangélica Unida de Alemania al estudio
Condemnations al más alto nivel posible de reconocimiento eclesiástico, junto con las demás iglesias de la
Iglesia Evangélica de Alemania.[8]
4. Respecto a los debates sobre la doctrina de la justificación, tanto los enfoques y conclusiones de los
informes de los diálogos como las respuestas trasuntan un alto grado de acuerdo. Por lo tanto, ha llegado la
hora de hacer acopio de los resultados de los diálogos sobre esta doctrina y resumirlos para informar a
nuestras iglesias acerca de los mismos a efectos de que puedan tomar las consiguientes decisiones
vinculantes.
5. Una de las finalidades de la presente Declaración conjunta es demostrar que a partir de este diálogo,
las iglesias luterana y católica romana[9] se encuentran en posición de articular una interpretación común
de nuestra justificación por la gracia de Dios mediante la fe en Cristo. Cabe señalar que no engloba todo lo
que una y otra iglesia enseñan acerca de la justificación, limitándose a recoger el consenso sobre las verdades
básicas de dicha doctrina y demostrando que las diferencias subsistentes en cuanto a su explicación, ya no
dan lugar a condenas doctrinales.
6. Nuestra declaración no es un planteamiento nuevo e independiente de los informes de los diálogos
y demás documentos publicados hasta la fecha; tampoco los sustituye. Más bien, tal como lo demuestra la
lista de fuentes que figura en anexo, se nutre de los mismos y de los argumentos expuestos en ellos.
7. Al igual que los diálogos en sí, la presente Declaración conjunta se funda en el convicción de que
al superar las cuestiones controvertidas y las condenas doctrinales de otrora, las iglesias no toman estas
últimas a la ligera y reniegan su propio pasado. Por el contrario, la declaración está impregnada de la
convicción de que en sus respectivas historias, nuestras iglesias han llegado a nuevos puntos de vista. Hubo
hechos que no solo abrieron el camino sino que también exigieron que las iglesias examinaran con nuevos
ojos aquellas condenas y cuestiones que eran fuente de división.
a) El mensaje bíblico de la justificación
8. Nuestra escucha común de la palabra de Dios en las Escrituras ha dado lugar a nuevos enfoques.
Juntos oímos lo que dice el evangelio: «De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito
para que todo aquel que en él cree no se pierda sino que tenga vida eterna» (San Juan 3:16). Esta buena
nueva se plantea de diversas maneras en las Sagradas Escrituras. En el Antiguo Testamento escuchamos la
palabra de Dios acerca del pecado (Sal51:1-5; Dn 9:5 y ss; Ec 8:9 y ss; Esd 9:6 y ss.) y la desobediencia
humanos (Gn 3:1-19 y Neh9:16-26), así como la «justicia» (Is 46:13; 51:5-8; 56:1; cf. 53:11; Jer 9:24) y el
«juicio» de Dios (Ec 12:14; Sal 9:5 y ss; y 76:7-9).
9. En el Nuevo testamento se alude de diversas maneras a la «justicia» y la «justificación» en los
escritos de San Mateo (5:10; 6:33 y 21:32), San Juan (16:8-11); Hebreos (5:1-3 y 10:37-38), y Santiago
(2:14-26).[10] En las epístolas de San Pablo también se describe de varias maneras el don de la salvación,
entre ellas: «Estad pues, firmes en la libertad con que Cristo nos hizo libres» (Gá 5:1-13, cf. Ro 6:7); «Y
todo esto proviene de Dios que nos reconcilió consigo mismo» (2 Co 5:18-21, cf. Ro 5:11); «tenemos paz
para con Dios» (Ro 5:1); «nueva criatura es» (2 Co 5:17); «vivos para Dios en Cristo Jesús» (Ro 6:11-23) y

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –119


«santificados en Cristo Jesús» (1 Co 1:2 y 1:31; 2 Co 1:1) A la cabeza de todas ellas está la «justificación»
del pecado de los seres humanos por la gracia de Dios por medio de la fe (Ro 3:23-25), que cobró singular
relevancia en el período de la Reforma.
10. San Pablo asevera que el evangelio es poder de Dios para la salvación de quien ha sucumbido al
pecado; mensaje que proclama que «la justicia de Dios se revela por fe y para fe» (Ro 1:16-17) y ello
concede la «justificación» (Ro 3:21-31). Proclama a Jesucristo «nuestra justificación» (1 Co 1:30)
atribuyendo al Señor resucitado lo que Jeremías proclama de Dios mismo (23:6). En la muerte y resurrección
de Cristo están arraigadas todas las dimensiones de su labor redentora por que él es «Señor nuestro, el cual
fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación» (Ro 4:25). Todo ser
humano tiene necesidad de la justicia de Dios «por cuanto todos pecaron y están destituidos de la gloria de
Dios» (Ro 1:18; 2:23 3:22; 11:32 y Gá 3:22). En Gálatas 3:6 y Romanos 4:3-9, San Pablo entiende que la
fe de Abraham (Gn 15:6) es fe en un Dios que justifica al pecador y recurre al testimonio del Antiguo
Testamento para apuntalar su prédica de que la justicia le será reconocida a todo aquel que, como Abraham,
crea en la promesa de Dios. «Mas el justo por la fe vivirá» (Ro 1:17 y Hab 2:4, cf. Gá 3:11). En las epístolas
de San Pablo, la justicia de Dios es también poder para aquellos que tienen fe (Ro 1:17 y 2 Co 5:21). Él hace
de Cristo justicia de Dios para el creyente (2 Co 5:21). La justificación nos llega a través de Cristo Jesús «a
quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre» (Ro 3:2; véase 3:21-28). «Porque por
gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios. No por obras...» (Ef 2:8-
9).
11. La justificación es perdón de los pecados (cf. Ro 3:23-25; Hechos 13:39 y San Lucas18:14),
liberación del dominio del pecado y la muerte (Ro 5:12-21) y de la maldición de la ley (Gá 3:10-14) y
aceptación de la comunión con Dios: ya pero no todavía plenamente en el reino de Dios a venir (Ro 5:12).
Ella nos une a Cristo, a su muerte y resurrección (Ro 6: 5). Se opera cuando acogemos al Espíritu Santo en
el bautismo, incorporándonos al cuerpo que es uno (Ro 8:1-2 y 9-11; y 1 Co 12:12-13). Todo ello proviene
solo de Dios, por la gloria de Cristo y por gracia mediante la fe en «el evangelio del Hijo de Dios» (Ro 1:1-
3).
12. Los justos viven por la fe que dimana de la palabra de Cristo (Ro 10:17) y que obra por el amor
(Gá 5:6), que es fruto del Espíritu (Gá 5:22) pero como los justos son asediados desde dentro y desde fuera
por poderes y deseos (Ro 8:35-39 y Gá 5:16-21) y sucumben al pecado (1 Jn 1:8 y 10) deben escuchar una
y otra vez las promesas de Dios y confesar sus pecados (1 Jn1:9), participar en el cuerpo y la sangre de
Cristo y ser exhortados a vivir con justicia, conforme a la voluntad de Dios. De ahí que el Apóstol diga a
los justos: «...ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor, porque Dios es el que en vosotros produce
así el querer como el hacer, por su buena voluntad» (Flp 2:12-13). Pero ello no invalida la buena nueva:
«Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús» (Ro 8:1) y en quienes Cristo
vive (Gá 2:20). Por la justicia de Cristo «vino a todos los hombres la justificación que produce vida»
(Ro 5:18).
b) La doctrina de la justificación en cuanto problema ecuménico
13. En el siglo XVI, las divergencias en cuanto a la interpretación y aplicación del mensaje bíblico de
la justificación no solo fueron la causa principal de la división de la iglesia occidental, también dieron lugar
a las condenas doctrinales. Por lo tanto, una interpretación común de la justificación es indispensable para
acabar con esa división. Mediante el enfoque apropiado de estudios bíblicos recientes y recurriendo a
métodos modernos de investigación sobre la historia de la teología y los dogmas, el diálogo ecuménico
entablado después del Concilio Vaticano II ha permitido llegar a una convergencia notable respecto a la
justificación, cuyo fruto es la presente declaración conjunta que recoge el consenso sobre los planteamientos
básicos de la doctrina de la justificación. A la luz de dicho consenso, las respectivas condenas doctrinales
del siglo XVI ya no se aplican a los interlocutores de nuestros días.
c) La interpretación común de la justificación
14. Las iglesias luterana y católica romana han escuchado juntas la buena nueva proclamada en las
Sagradas Escrituras. Esta escucha común, junto con las conversaciones teológicas mantenidas en estos
últimos años, forjaron una interpretación de la justificación que ambas comparten. Dicha interpretación
engloba un consenso sobre los planteamientos básicos que, aun cuando difieran, las explicaciones de las
respectivas declaraciones no contradicen.
15. En la fe, juntos tenemos la convicción de que la justificación es obra del Dios trino. El Padre envió
a su Hijo al mundo para salvar a los pecadores. Fundamento y postulado de la justificación es la encarnación,

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –120


muerte y resurrección de Cristo. Por lo tanto, la justificación significa que Cristo es justicia nuestra, en la
cual compartimos mediante el Espíritu Santo, conforme con la voluntad del Padre. Juntos confesamos: «Solo
por gracia mediante la fe en Cristo y su obra salvífica y no por algún mérito nuestro, somos aceptados por
Dios y recibimos el Espíritu Santo que renueva nuestros corazones, capacitándonos y llamándonos a buenas
obras».[11]
16. Todos los seres humanos somos llamados por Dios a la salvación en Cristo. Solo a través de Él
somos justificados cuando recibimos esta salvación en fe. La fe es en sí don de Dios mediante el Espíritu
Santo que opera en palabra y sacramento en la comunidad de creyente y que, a la vez, les conduce a la
renovación de su vida que Dios habrá de consumar en la vida eterna.
17. También compartimos la convicción de que el mensaje de la justificación nos orienta sobre todo
hacia el corazón del testimonio del Nuevo Testamento sobre la acción redentora de Dios en Cristo: Nos dice
que en cuanto pecadores nuestra nueva vida obedece únicamente al perdón y la misericordia renovadora
que de Dios imparte como un don y nosotros recibimos en la fe y nunca por mérito propio cualquiera que
este sea.
18. Por consiguiente, la doctrina de la justificación que recoge y explica este mensaje es algo más que
un elemento de la doctrina cristiana y establece un vínculo esencial entre todos los postulados de la fe que
han de considerarse internamente relacionados entre sí. Constituye un criterio indispensable que sirve
constantemente para orientar hacia Cristo el magisterio y la práctica de nuestras iglesias. Cuando los
luteranos resaltan el significado sin parangón de este criterio, no niegan la interrelación y el significado de
todos los postulados de la fe. Cuando los católicos se ven ligados por varios criterios, tampoco niegan la
función peculiar del mensaje de la justificación. Luteranos y católicos compartimos la meta de confesar a
Cristo en quien debemos creer primordialmente por ser el solo mediador (1 Ti 2:5-6) a través de quien Dios
se da a sí mismo en el Espíritu Santo y prodiga sus dones renovadores (cf. fuentes de la sección 3).
d) Explicación de la interpretación común de la justificación
La impotencia y el pecado humanos respecto a la justificación
19. Juntos confesamos que en lo que atañe a su salvación, el ser humano depende enteramente de la
gracia redentora de Dios. La libertad de la cual dispone respecto a las personas y las cosas de este mundo
no es tal respecto a la salvación porque por ser pecador depende del juicio de Dios y es incapaz de volverse
hacia él en busca de redención, de merecer su justificación ante Dios o de acceder a la salvación por sus
propios medios. La justificación es obra de la sola gracia de Dios. Puesto que católicos y luteranos lo
confesamos juntos, es válido decir que:
20.Cuando los católicos afirman que el ser humano «coopera", aceptando la acción justificadora de
Dios, consideran que esa aceptación personal es en sí un fruto de la gracia y no una acción que dimana de
la innata capacidad humana.
21.Según la enseñanza luterana, el ser humano es incapaz de contribuir a su salvación porque en cuanto
pecador se opone activamente a Dios y a su acción redentora. Los luteranos no niegan que una persona
pueda rechazar la obra de la gracia, pero aseveran que solo puede recibir la justificación pasivamente, lo
que excluye toda posibilidad de contribuir a la propia justificación sin negar que el creyente participa plena
y personalmente en su fe, que se realiza por la Palabra de Dios.
La justificación en cuanto perdón del pecado y fuente de justicia
22.Juntos confesamos que la gracia de Dios perdona el pecado del ser humano y, a la vez, lo libera del
poder avasallador del pecado, confiriéndole el don de una nueva vida en Cristo. Cuando los seres humanos
comparten en Cristo por fe, Dios ya no les imputa sus pecados y mediante el Espíritu Santo les transmite un
amor activo. Estos dos elementos del obrar de la gracia de Dios no han de separarse porque los seres
humanos están unidos por la fe en Cristo que personifica nuestra justificación (1 Co 1:30): perdón del pecado
y presencia redentora de Dios. Puesto que católicos y luteranos lo confesamos juntos, es válido decir que:
23. Cuando los luteranos ponen el énfasis en que la justicia de Cristo es justicia nuestra, por ello
entienden insistir sobre todo en que la justicia ante Dios en Cristo le es garantida al pecador mediante la
declaración de perdón y tan solo en la unión con Cristo su vida es renovada. Cuando subrayan que la gracia
de Dios es amor redentor («el favor de Dios»)[12]no por ello niegan la renovación de la vida del cristiano.
Más bien quieren decir que la justificación está exenta de la cooperación humana y no depende de los efectos
renovadores de vida que surte la gracia en el ser humano.
24. Cuando los católicos hacen hincapié en la renovación de la persona desde dentro al aceptar la gracia
impartida al creyente como un don,[13] quieren insistir en que la gracia del perdón de Dios siempre conlleva

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –121


un don de vida nueva que en el Espíritu Santo, se convierte en verdadero amor activo. Por lo tanto, no niegan
que el don de la gracia de Dios en la justificación sea independiente de la cooperación humana (cf. fuentes
de la sección 4.2).
Justificación por fe y por gracia
25. Juntos confesamos que el pecador es justificado por la fe en la acción salvífica de Dios en Cristo.
Por obra del Espíritu Santo en el bautismo, se le concede el don de salvación que sienta las bases de la vida
cristiana en su conjunto. Confían en la promesa de la gracia divina por la fe justificadora que es esperanza
en Dios y amor por él. Dicha fe es activa en el amor y, entonces, el cristiano no puede ni debe quedarse sin
obras, pero todo lo que en el ser humano antecede o sucede al libre don de la fe no es motivo de justificación
ni la merece.
26.Según la interpretación luterana, el pecador es justificado sólo por la fe (sola fide). Por fe pone su
plena confianza en el Creador y Redentor con quien vive en comunión. Dios mismo insufla esa fe, generando
tal confianza en su palabra creativa. Porque la obra de Dios es una nueva creación, incide en todas las
dimensiones del ser humano, conduciéndolo a una vida de amor y esperanza. En la doctrina de la
«justificación por la sola fe» se hace una distinción, entre la justificación propiamente dicha y la renovación
de la vida que forzosamente proviene de la justificación, sin la cual no existe la fe, pero ello no significa
que se separen una y otra. Por consiguiente, se da el fundamento de la renovación de la vida que proviene
del amor que Dios otorga al ser humano en la justificación. Justificación y renovación son una en Cristo
quien está presente en la fe.
27. En la interpretación católica también se considera que la fe es fundamental en la justificación.
Porque sin fe no puede haber justificación. El ser humano es justificado mediante el bautismo en cuanto
oyente y creyente de la palabra. La justificación del pecador es perdón de los pecados y volverse justo por
la gracia justificadora que nos hace hijos de Dios. En la justificación, el justo recibe de Cristo la fe, la
esperanza y el amor, que lo incorporan a la comunión con él.[14] Esta nueva relación personal con Dios se
funda totalmente en la gracia y depende constantemente de la obra salvífica y creativa de Dios
misericordioso que es fiel a sí mismo para que se pueda confiar en él. De ahí que la gracia justificadora no
sea nunca una posesión humana a la que se pueda apelar ante Dios. La enseñanza católica pone el énfasis
en la renovación de la vida por la gracia justificadora; esta renovación en la fe, la esperanza y el amor
siempre depende de la gracia insondable de Dios y no contribuye en nada a la justificación de la cual se
podría hacer alarde ante Él (Ro 3:27). (Véase fuentes de la sección 4.3)
El pecador justificado
28. Juntos confesamos que en el bautismo, el Espíritu Santo nos hace uno en Cristo, justifica y renueva
verdaderamente al ser humano, pero el justificado, a lo largo de toda su vida, debe acudir constantemente a
la gracia incondicional y justificadora de Dios. Por estar expuesto, también constantemente, al poder del
pecado y a sus ataques apremiantes (cf. Ro 6:12-14), el ser humano no está eximido de luchar durante toda
su vida con la oposición a Dios y la codicia egoísta del viejo Adán (cf. Gá 5:16 y Ro 7:7-10). Asimismo, el
justificado debe pedir perdón a Dios todos los días, como en el Padrenuestro (Mt 6:12 y 1 Jn 1:9), y es
llamado incesantemente a la conversión y la penitencia, y perdonado una y otra vez.
29. Los luteranos entienden que ser cristiano es ser «al mismo tiempo justo y pecador». El creyente es
plenamente justo porque Dios le perdona sus pecados mediante la Palabra y el Sacramento, y le concede la
justicia de Cristo que él hace suya en la fe. En Cristo, el creyente se vuelve justo ante Dios pero viéndose a
sí mismo, reconoce que también sigue siendo totalmente pecador; el pecado sigue viviendo en él (1 Jn 1:8
y Ro 7:17-20), porque se torna una y otra vez hacia falsos dioses y no ama a Dios con ese amor íntegro que
debería profesar a su Creador (Dt 6:5 y Mt 22:36-40). Esta oposición a Dios es en sí un verdadero pecado
pero su poder avasallador se quebranta por mérito de Cristo y ya no domina al cristiano porque es dominado
por Cristo a quien el justificado está unido por la fe. En esta vida, entonces, el cristiano puede llevar una
existencia medianamente justa. A pesar del pecado, el cristiano ya no está separado de Dios porque renace
en el diario retorno al bautismo, y a quien ha renacido por el bautismo y el Espíritu Santo, se le perdona ese
pecado. De ahí que el pecado ya no conduzca a la condenación y la muerte eterna.[15] Por lo tanto, cuando
los luteranos dicen que el justificado es también pecador y que su oposición a Dios es un pecado en sí, no
niegan que, a pesar de ese pecado, no sean separados de Dios y que dicho pecado sea un pecado «dominado».
En estas afirmaciones coinciden con los católicos romanos, a pesar de la diferencia de la interpretación del
pecado en el justificado.
30. Los católicos mantienen que la gracia impartida por Jesucristo en el bautismo lava de todo aquello
que es pecado «propiamente dicho» y que es pasible de «condenación» (Ro 8:1).[16]Pero de todos modos,

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –122


en el ser humano queda una propensión (concupiscencia) que proviene del pecado y compele al pecado.
Dado que según la convicción católica, el pecado siempre entraña un elemento personal y dado que este
elemento no interviene en dicha propensión, los católicos no la consideran pecado propiamente dicho. Por
lo tanto, no niegan que esta propensión no corresponda al designio inicial de Dios para la humanidad ni que
esté en contradicción con Él y sea un enemigo que hay que combatir a lo largo de toda la vida. Agradecidos
por la redención en Cristo, subrayan que esta propensión que se opone a Dios no merece el castigo de la
muerte eterna[17] ni aparta de Dios al justificado. Ahora bien, una vez que el ser humano se aparta de Dios
por voluntad propia, no basta con que vuelva a observar los mandamientos ya que debe recibir perdón y paz
en el Sacramento de la Reconciliación mediante la palabra de perdón que le es dado en virtud de la labor
reconciliadora de Dios en Cristo (véase fuentes de la sección 4.4).
Ley y evangelio
31. Juntos confesamos que el ser humano es justificado por la fe en el evangelio «sin las obras de la
Ley» (Ro 3:28). Cristo cumplió con ella y, por su muerte y resurrección, la superó en cuanto medio de
salvación. Asimismo, confesamos que los mandamientos de Dios conservan toda su validez para el
justificado y que Cristo, mediante su magisterio y ejemplo, expresó la voluntad de Dios que también es
norma de conducta para el justificado.
32. Los luteranos declaran que para comprender la justificación es preciso hacer una distinción y
establecer un orden entre ley y evangelio. En teología, ley significa demanda y acusación. Por ser pecadores,
a lo largo de la vida de todos los seres humanos, cristianos incluidos, pesa esta acusación que revela su
pecado para que mediante la fe en el evangelio se encomienden sin reservas a la misericordia de Dios en
Cristo que es la única que los justifica.
33. Puesto que la ley en cuanto medio de salvación fue cumplida y superada a través del evangelio, los
católicos pueden decir que Cristo no es un «legislador» como lo fue Moisés. Cuando los católicos hacen
hincapié en que el justo está obligado a observar los mandamientos de Dios, no por ello niegan que mediante
Jesucristo, Dios ha prometido misericordiosamente a sus hijos, la gracia de la vida eterna[18] (véase fuentes
de la sección 4.5)
Certeza de salvación
34. Juntos confesamos que el creyente puede confiar en la misericordia y las promesas de Dios. A
pesar de su propia flaqueza y de las múltiples amenazas que acechan su fe, en virtud de la muerte y
resurrección de Cristo puede edificar a partir de la promesa efectiva de la gracia de Dios en la Palabra y el
Sacramento y estar seguros de esa gracia.
35. Los reformadores pusieron un énfasis particular en ello: En medio de la tentación, el creyente no debería
mirarse a sí mismo sino contemplar únicamente a Cristo y confiar tan solo en él. Al confiar en la promesa
de Dios tiene la certeza de su salvación que nunca tendrá mirándose a sí mismo.

36. Los católicos pueden compartir la preocupación de los reformadores por arraigar la fe en la realidad
objetiva de la promesa de Cristo, prescindiendo de la propia experiencia y confiando solo en la palabra de
perdón de Cristo (cf. Mt 16:19 y 18:18). Con el Concilio Vaticano II, las católicos declaran: Tener fe es
encomendarse plenamente a Dios[19] que nos libera de la oscuridad del pecado y la muerte y nos despierta
a la vida eterna.[20] Al respecto, cabe señalar que no se puede creer en Dios y, a la vez, considerar que la
divina promesa es indigna de confianza. Nadie puede dudar de la misericordia de Dios ni del mérito de
Cristo. No obstante, todo ser humano puede interrogarse acerca de su salvación, al constatar sus flaquezas
e imperfecciones. Ahora bien, reconociendo sus propios defectos, puede tener la certeza de que Dios ha
previsto su salvación (véase fuentes de la sección 4.6).
Las buenas obras del justificado
37. Juntos confesamos que las buenas obras, una vida cristiana de fe, esperanza y amor, surgen después
de la justificación y son fruto de ella. Cuando el justificado vive en Cristo y actúa en la gracia que le fue
concedida, en términos bíblicos, produce buen fruto. Dado que el cristiano lucha contra el pecado toda su
vida, esta consecuencia de la justificación también es para él un deber que debe cumplir. Por consiguiente,
tanto Jesús como los escritos apostólicos amonestan al cristiano a producir las obras del amor.
38. Según la interpretación católica, las buenas obras, posibilitadas por obra y gracia del Espíritu Santo,
contribuyen a crecer en gracia para que la justicia de Dios sea preservada y se ahonde la comunión en Cristo.
Cuando los católicos afirman el carácter «meritorio» de las buenas obras, por ello entienden que, conforme
al testimonio bíblico, se les promete una recompensa en el cielo. Su intención no es cuestionar la índole de

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –123


esas obras en cuanto don, ni mucho menos negar que la justificación siempre es un don inmerecido de la
gracia, sino poner el énfasis en la responsabilidad del ser humanos por sus actos.
39. Los luteranos también sustentan el concepto de preservar la gracia y de crecer en gracia y fe,
haciendo hincapié en que la justicia en cuanto ser aceptado por Dios y compartir la justicia de Cristo es
siempre completa. Asimismo, declaran que puede haber crecimiento por su incidencia en la vida cristiana.
Cuando consideran que las buenas obras del cristiano son frutos y señales de la justificación y no de los
propios «méritos", también entienden por ello que, conforme al Nuevo Testamento, la vida eterna es una
«recompensa» inmerecida en el sentido del cumplimiento de la promesa de Dios al creyente (véase fuentes
de la sección 4.7).
Significado y alcance del consenso logrado
40. La interpretación de la doctrina de la justificación expuesta en la presente declaración demuestra
que entre luteranos y católicos hay consenso respecto a los postulados fundamentales de dicha doctrina. A
la luz de este consenso, las diferencias restantes de lenguaje, elaboración teológica y énfasis, descritas en
los párrafos 18 a 39, son aceptables. Por lo tanto, las diferencias de las explicaciones luterana y católica de
la justificación están abiertas unas a otras y no desbaratan el consenso relativo a los postulados
fundamentales.
41. De ahí que las condenas doctrinales del siglo XVI, por lo menos en lo que atañe a la doctrina de la
justificación, se vean con nuevos ojos: Las condenas del Concilio de Trento no se aplican al magisterio de
las iglesias luteranas expuesto en la presente declaración y, la condenas de las Confesiones Luteranas, no se
aplican al magisterio de la Iglesia Católica Romana, expuesto en la presente declaración.
42. Ello no quita seriedad alguna a las condenas relativas a la doctrina de la justificación. Algunas
distaban de ser simples futilidades y siguen siendo para nosotros «advertencias saludables» a las cuales
debemos atender en nuestro magisterio y práctica.[21]
43. Nuestro consenso respecto a los postulados fundamentales de la doctrina de la justificación debe
llegar a influir en la vida y el magisterio de nuestras iglesias. Allí se comprobará. Al respecto, subsisten
cuestiones de mayor o menor importancia que requieren ulterior aclaración, entre ellas, temas tales como:
La relación entre la Palabra de Dios y la doctrina de la iglesia, eclesiología, autoridad en la iglesia,
ministerio, los sacramentos y la relación entre justificación y ética social. Estamos convencidos de que el
consenso que hemos alcanzado sienta sólidas bases πpara esta aclaración. Las iglesias luteranas y la Iglesia
Católica Romana seguirán bregando juntas por profundizar esta interpretación común de la justificación y
hacerla fructificar en la vida y el magisterio de las iglesias.
44. Damos gracias al Señor por este paso decisivo en el camino de superar la división de la iglesia.
Pedimos al Espíritu Santo que nos siga conduciendo hacia esa unidad visible que es voluntad de Cristo.
3.4. Gracia y libertad. El jansenismo
Por los problemas que suscitó, merece la pena un tratamiento separado de esta cuestión, contemporánea
de las que acabamos de mencionar y relacionada con ellas 150. Esta corriente de pensamiento pretendió
resolver los problemas de la teología escolástica de la época con el recurso a san Agustín, autoridad máxima
en la teología de la gracia. El primer nombre que aparece entre los representantes de esta tendencia es el de
Michel du Bai (castellanizado Bayo; 1513-1589), profesor de la Universidad de Lovaina. Hemos tropezado
ya con él al tratar del problema del sobrenatural. Bayo considera que la justicia original es debida a la
«naturaleza» humana. Esta justicia consiste en la obediencia de la parte inferior del hombre, el cuerpo, a la
superior, el alma, y de todo el hombre a la voluntad de Dios. Es incompatible con la idea de un Creador
bueno el hecho de que el hombre venga al mundo sometido a la concupiscencia, a la muerte, etcétera. Lo
«natural» para el hombre es aquello que tuvo en el primer instante en que existió. En el estado de justicia
original, el hombre podía cumplir los mandamientos. En estas condiciones, la vida eterna era para Adán casi
un derecho, el premio debido a su buen obrar.
A esta exaltación optimista del estado del hombre en el paraíso corresponde, paradójicamente, una
concepción pesimista del ser humano después del pecado, que recuerda no poco la teología protestante: el
hombre, una vez caído, ha quedado corrompido en su totalidad. Todas las obras del pecador son pecado,
porque están marcadas por la concupiscencia y por ello no pueden en absoluto llevar a Dios. En la teología
de Bayo no tiene ninguna importancia el «hábito» o la gracia santificante, el «estado de gracia», porque lo

150
Cf. L. LADARIA, Teología del pecado original y de la gracia, BAC, Madrid, 1997, 174-178.

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –124


que Dios premia no es el ser del hombre, sino su obrar. La justicia consiste sólo en que nuestras acciones
sean conformes a Dios; las buenas obras no son consecuencia de la justificación y de la transformación
interna del hombre; la realidad de la justificación parece identificarse con las obras buenas movidas por la
gracia divina. Porque, en efecto, el hombre hace el bien por la gracia, por la acción del Espíritu. Pero esta
acción es para Bayo algo extrínseco al hombre: el mérito se basa en el cumplimiento de los mandamientos,
y esto, de hecho, sólo es posible por la gracia. Pero si alguno pudiera cumplirlos sin la ayuda del Espíritu
quedaría igualmente justificado. Esto lleva a la posición paradójica según la cual uno puede tener la caridad,
y por ello cumplir la ley, sin haber obtenido la remisión de los pecados. La acción de Dios se reduce, por
tanto, a un impulso externo que no transforma profundamente al hombre.
Para la obtención del mérito que deriva de las buenas obras no tiene mucha importancia la libertad.
Bayo tiene una curiosa idea de esta última: distingue entre la libertas a necessitate y la libertas a servitute.
La primera se refiere a la voluntad que puede expresarse sin ser forzada por una necesidad exterior. La
segunda es la inclinación del alma a su verdadero bien cuando es movida por el amor. En la situación actual,
después del pecado, nos podemos ver libres de la coacción, podemos tener la libertas a necessitate, pero no
se puede escapar del todo a la servidumbre del mal, ya que estamos sometidos a la concupiscencia, Pero la
gracia de Cristo libra de esta servidumbre, lo que no excluye, por otra parte, la existencia de una necesidad
interior. Parece, en efecto, que la gracia es siempre necesariamente eficaz, sin que en la respuesta a la misma
juegue la libertad ningún papel especial. Al margen o fuera de la gracia, todo es pecado, por ello no hay
bien ninguno fuera de la Iglesia; con la gracia parece que no se puede hacer más que el bien. Nos hallamos
ante una especie de «automatismo» de la gracia, que no tiene presente ni el ser del hombre que obra el bien
ni la respuesta de la libertad al impulso
divino.
Bayo fue condenado por el papa Pío V en 1567 con la bula Ex omnibus afflictionihus (cf. DS 1901-
1980, la larga serie de proposiciones reprobadas). Se ha discutido el valor y el alcance de esta condena, ya
que no parece fácil encontrar en las obras de Bayo todas y cada una de las sentencias condenadas. El
problema de Bayo ha sido el intento de volver a la letra de san Agustín, sin darse cuenta de que esto, en
circunstancias históricas cambiadas, era una empresa totalmente imposible. Se mueve sin duda en las
categorías de su época cuando se centra en los problemas de la «gracia actual». Es, en cambio, difícilmente
aceptable su olvido de la gracia santificante; se prescinde así de la relación intrínseca entre el ser del hombre
en Cristo y sus buenas obras. Todo se resuelve apelando a una disposición positiva de Dios, sin ver la
armonía de los diferentes aspectos de la obra salvífica. Cristo parece un remedio exterior que podría
sustituirse por otro sin que nada cambiara. Tampoco se puede sostener que todo lo que hace el pecador sea
pecado; Bayo no tiene en cuenta, como ya hemos señalado, que el hombre pecador sigue siendo una criatura
de Dios llamada a la comunión con él. Aunque en este punto hay que poner de relieve un aspecto positivo:
Bayo cae en la cuenta de que nada es indiferente para la salvación, de que todo es bueno o malo en relación
con el último fin del hombre. Su error está en considerar que sólo se puede dar la gracia en las fronteras
visibles de la Iglesia.
Unos años después de la polémica bayana el agustinismo extremo vuelve a ser defendido por Cornelius
Jansen (Jansenio), en la obra titulada precisamente Augustinus, aparecida en 1640. Frente a la escuela
molinista que ponía el acento en la libertad humana, Jansenio quiere defender la primacía de la gracia. Según
él, el hombre hace siempre necesariamente lo que más le agrada (idea de la delectatio victrix; notemos las
resonancias agustinianas de la idea de la delectatio); por ello hará el mal o el bien según le atraiga más la
concupiscencia o el amor de Dios. En el estado original, el hombre, para guardar los mandamientos, tenía
necesidad de un auxilio divino llamado auxilium sine quo non. Con la actuación de este impulso divino, el
hombre no tiene libertad de elección, obra movido por una necesidad interior, pero lo hace espontáneamente,
y por ello es libre (sólo la necesidad externa es incompatible con la libertad). Con todo, en el estado original
existió siempre la posibilidad del pecado; de hecho, el hombre cayó en él. Después del pecado, la
concupiscencia es más fuerte que la atracción por el bien. Por ello, sólo si la gracia de Cristo lo libera puede
el hombre actuar según Dios. Esta gracia mueve la voluntad, es el auxilium quo que infunde un amor al bien
que supera a la concupiscencia. La gracia tiene ahora que levantar al hombre «desde más abajo» que antes
del pecado, por ello el auxilium quo es de más entidad que el auxilium sine quo non; pero la ayuda de la
gracia era necesaria también en el estado original. Esta gracia actúa infaliblemente. También, como veíamos
en Bayo, esta gracia es «actual», opera en cada momento en que el hombre ha de hacer el bien. Al problema
de la gracia y la libertad se añade también, para Jansenio, la cuestión de la voluntad salvífica universal de
Dios: la gracia no se da a todos, no se da fuera de la Iglesia, porque no se alcanza a comprender cómo puede
ser gratuito el don que se otorga a todos; se llega así al extremo de afirmar que Cristo no ha muerto por

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –125


todos (cf. DS 2005).
Cinco proposiciones sacadas de las obras de Jansenio fueron condenadas por Inocencio X en 1653,
quince años después de la muerte del autor y trece después de la aparición del Augustinus, que fue una obra
póstuma (cf. DS 2001-2007). Se reprueban las afirma ciones jansenistas sobre la imposibilidad de guardar
los mandamientos, sobre la libertad, la imposibilidad de resistir a la gracia, y sobre todo se condena la
negación del valor universal de la redención de Cristo. Esta condena no acabó con todos los problemas, sino
que dio lugar a la discusión acerca de si las proposiciones reprobadas se encontraban o no, de hecho, en las
obras de Jansenio en el mismo sentido en que fueron objeto de condena. Por ello Alejandro VII, en 1656,
declara que las proposiciones han sido condenadas en el sentido en que Jansenio las expresa (cf. DS 2010ss);
una nueva condena de los errores de los jansenistas tuvo lugar en 1690 (cf. DS 2301ss). De nuevo los
problemas de la libertad, de la voluntad salvífica universal de Dios, de la posibilidad de hacer el bien fuera
de la Iglesia ocupan el primer plano (cf. esp. DS 2301; 2304; 2305-2308). El jansenismo fue más que una
escuela teológica. Fue un movimiento espiritual de tendencia rigorista (basta leer, en la lista de
proposiciones a que nos acabamos de referir, las que tratan de la penitencia y de la eucaristía), que encontró
adeptos en Francia en la segunda mitad del siglo XVII. Todavía en el siglo XVIII hallamos la condena de
los errores de P. Quesnel por Clemente XI en 1713 (cf. DS 2400ss); se le achacan las mismas doctrinas
erróneas que a sus predecesores: no hay ninguna gracia fuera de la Iglesia, la fe es la primera y la fuente de
todas las demás gracias, la voluntad humana no resiste a la gracia. Los problemas derivados del jansenismo
se prolongan hasta el famoso sínodo de Pistoia de 1786 (cf. DS 2600ss; las proposiciones que se refieren a
los temas de la gracia y afines se encontrarán en DS 2616-2624).
La restricción de la universal voluntad salvadora de Dios y la minusvaloración de la libertad humana
son los puntos inaceptables de las doctrinas de Bayo y sobre todo de Jansenio. No es la imagen del Dios
amoroso y que «agracia» a los hombres la que con ellas se nos transmite. El Dios que se afirma a costa del
hombre y de su libertad no es ciertamente el que nos revela Jesús. Es el mismo Dios cuya majestad se quiere
salvar el que queda empequeñecido si no quiere salvar a todos o si no es capaz de suscitar la libre respuesta
de la criatura a su acción.
No debemos olvidar, por otra parte, que en estos siglos existió también una corriente de teología
agustiniana ortodoxa, que no creó ningún problema especial en el seno de la Iglesia católica.
3.4.1. Antropología jansenista: la libertad como placer
Mientras las polémicas insolubles «de auxiliis» parecían tener su raíz en una concepción óntica o
metafísica de la libertad, que no permite comprender al ser como libertad ni a la libertad como creatura de
Dios, el primer dato positivo en favor del jansenismo es su planteamiento antropológico de los problemas:
en esto está mucho más próximo que sus oponentes al giro antropocéntrico característico de la modernidad,
el cual (como ya hemos dicho) ha ido tratando de brotar en la teología a través de repetidas (y ambiguas)
vueltas a Agustín (vg., en Lutero, Bayo, etc.).
Su error, en cambio, es el pesimismo radical y exclusivo de esa vuelta al hombre. Jansenio no va a
negar la libertad porque la crea ontológicamente incompatible con la idea de Dios, puesto que la admite así
en los ángeles" (y en el mismo Adán antes de la caída): éstos sí que son causa de su destino. El hombre, en
cambio, no tiene capacidad para eso: sólo es víctima, si bien —como vamos a ver— víctima culpable.
a) «Delectación victoriosa»
La razón de este modo de ver es bien simple: el hombre hace siempre, infalible y necesariamente, lo
que más le gusta. Con un complicado juego de palabras, escribe Jansenio en el Augustinus que el hombre
tiene la «simultas potentiae», pero no la «potestas simultatis»: tiene la dualidad de poderes, pero no el poder
de ambas cosas. Es decir: antes de obrar, en abstracto, el hombre es capaz de hacer y no hacer, o de hacer
esto y lo otro, etc. Pero en concreto, a la hora de obrar, in situ, ya sólo es capaz de una de las dos cosas: de
aquella que más le deleite. Este modo de concebir no deja de recordar aquella fórmula cristológica de los
monofisitas: antes de la unión, dos naturalezas; luego de ella, una. Debido a esta constitución del hombre,
la Gracia –como luego diremos— sólo será eficaz cuando le proporcione al hombre un deleite mayor que el
pecado. Y sólo de Dios depende el proporcionar al hombre ese placer mayor.
Aquí está prácticamente todo el sistema, que ahora hay que examinar un poquito más despacio.
En el fondo, hay ahí una intuición muy parecida a la de Lutero cuando, más castizamente, comparaba
la libertad humana al burro que va a uno u otro lado, según se sienten en él Dios o el diablo: la diferencia
importante es que, para el Lutero del De servo arbitrio, esta afirmación equivalía a una negación de la
libertad; para Jansenio, en cambio, no (por eso puede considerarse católico y rechazar las acusaciones de

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –126


protestante), pues la libertad consiste precisamente en esto, en seguir el placer mayor («delectatio victrix»,
en terminología de Jansenio). El vicioso, por ejemplo, según Jansenio, no puede abstenerse de hacer el mal
y, sin embargo, es libre; y es libre en cada acto concreto, no sólo en el acto primero (o actos primeros) por
el que entró en esa pendiente, y que la jerga escolar calificaba como libre in causa.
Una vez asentada la intuición fundamental, comencemos diciendo que no se puede minusvalorar en
absoluto la profunda experiencia humana que late en esa afirmación. Una experiencia repetible y evocable,
y de la que podríamos decir: que levante la mano aquel que no se sienta de algún modo reflejado en ella.
Esa capacidad de hacer encontrar al lector en él mismo la verdad de lo que se le anuncia constituyó otro de
los grandes valores positivos del jansenismo, que desmontaba como inútil todo el léxico nominalista de las
«premociones físicas». Experiencia válida, pues; y esto es lo primero que quisiéramos constatar, aunque
luego hayamos de añadir que también cartesianamente simplificada al formularla.
«Quod amplius nos delectat, secundum id operemur necesse est», repite Jansenio. Y añadimos
nosotros: que levante otra vez la mano aquel que no se sienta reflejado ahí. Tampoco hay duda de que la
autoridad de Agustín puede refrendar ese lenguaje: ya dijimos en otro momento que, para el mejor Agustín,
el miedo no sirve para hacer a los hombres buenos, sino sólo para hacerlos miedosos; y quien obra el bien
sin quererlo no es realmente bueno, porque la bondad implica el amor al bien y el gusto por él (dilectio et
delectatio).
Por eso escribió Agustín, en una de sus obras más plenamente dedicadas a la Gracia, que el hombre
practicará la justicia «si ésta le deleitase tanto que ningún otro placer o alivio fuese superior a ese deleite».
Pero aún existe un fragmento de Agustín, más clásico y más citado, sobre este mismo punto: es aquel en el
que, evocando al poeta Virgilio («trahit sua quemque voluptas»), comenta que el hombre es movido «...no
por la necesidad, sino por el placer; no por la obligación, sino por el gozo. Y nosotros debemos decir en voz
mucho más alta que el hombre es atraído por Cristo cuando se complace en la verdad, se complace en la
paz, se complace en la justicia y se complace en la vida inmortal, pues todo ello es Cristo... Dame un corazón
que ame, y percibirá lo que digo. Dame alguien que tenga hambre, que tenga sed, que suspire por el agua
de vida eterna: ése sabrá de qué estoy hablando... La revelación es también atracción: enséñale una rama
verde a una oveja y verás como te sigue, enséñale nueces a un niño y verás cómo corre. Arrastrados todos
por sus metas, arrastrados porque aman, arrastrados no lesionándoles el cuerpo, sino atándoles el corazón...»
Y en este célebre pasaje, Agustín está comentando la frase del cuarto evangelista: «nadie viene a Mí si
no es atraído por el Padre». Agustín, sin embargo, no parece identificar la libertad con la atracción:
simplemente sostiene que también en la libertad existe esa atracción. Tampoco deja Agustín indeterminada
esa atracción (de modo que deba ser calificada sólo por su fuerza), sino que habla de aquella atracción que
constituye la verdad (la meta) del ser atraído, y que en la oveja puede ser el ramo verde, pero en el hombre
es la verdad y el amor. Es entonces cuando la atracción no frenará la libertad, sino que la hará nacer: «noli
te cogitare invitum trahi, trahitur animus et amore», explica. Por eso, en esta misma descripción reconoce
el nivel de acción libre del hombre, cuando añade en imperativo: «pon tus delicias en el Señor, y El te dará
lo que pide tu corazón». O con otras palabras: Agustín no identifica sin más amor con placer indeliberado;
Jansenio sí. Y desde aquí se comprende que identifique también libertad y placer.
Y estos matices, aparentemente ligeros, son, sin embargo, decisivos. Su ausencia hace que la profunda
psicología del texto agustiniano degenere en psicologismo en la pluma de Jansenio. Para éste, el hombre es
libre porque hace lo que más le gusta. Para Agustín, el hombre es libre cuando (con la ayuda de Dios
consigue que) lo que más le gusta es aquello que constituye su verdad más profunda: el amor. De este modo
se evita una excesiva racionalización de la dimensión última de la libertad. Una racionalización que parece
clarificadora, pero es en realidad falsificadora, pues siempre que el hombre ha tratado de pensar totalmente
la libertad y apresar sus leyes, como hace con las de la naturaleza, ha acabado por falsear la libertad. La
razón debe quedarse, por así decirlo, en el umbral de la libertad, si es que ésta ha de seguir siendo real y
positivamente libertad. Así, es legítimo decir que Jansenio, al tratar de «cuantificar» el motor de la libertad,
para poder pensar ésta hasta el fondo, ha confundido la delectación victoriosa con la delectación «más
grande», reduciendo lo cualitativo de la libertad a lo cuantitativo de la razón geométrica.
Pero hay algo en la experiencia humana que se resiste a esa identificación (y que, por ejemplo, es la
fuente de todos los momentos «irracionales» que suelen brotar en el transcurso de las culturas): el psiquismo
humano es una dimensión pluridimensional, con niveles muy diversos. Esto, que se constata ya en el saber,
se da mucho más en el mundo del placer, el gozo y la felicidad: hay, por así decirlo, un deleite «categorial»
y un deleite más de fondo, o más amplio, o más pleno, o más «trascendental», en el que entran una serie de
factores relacionados con el gozo, pero no idénticos al simple deleite. La motivación, la convicción, la
voluntad de querer, la fe, el amor mismo... todos estos factores influyen realmente en la decisión de la

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –127


libertad y abren para ella ese margen de misterio y de imprevisibilidad (todo lo pequeño que se quiera, pero
—en todo caso— tan sagrado e importante como pequeño) que permitía escribir al mismo Agustín:
«Aunque todo hombre quiere gozar, y aunque no nos gusta ser
desgraciados, nos gusta, sin embargo, amar (misericordem esse). Y
esto no puede darse sin dolor... Entonces, ¿es que habremos de desterrar
de nosotros la misericordia? Está claro que no. Pues habrá que
amar el dolor alguna vez».
Esa compleja pluralidad de niveles es la que hace que la libertad, aunque no sea aquella «neutralidad»
que presuponía Pelagio, y que era en realidad una neutralidad inexistente, tampoco sea esta necesidad
ineludible en que ahora la convierte Jansenio. Este tiene razón en pensar, contra Pelagio, que la libertad no
puede tanto como afirmaba el bretón; también la tiene en pensar que la libertad no es aquella especie de
«indiferencia equidistante» entre bien y mal, que rechazamos en capítulos anteriores; y también la tiene al
percibir que el atractivo desempeña un importantísimo papel en la libertad y nola anula necesariamente.
Pero ocurre que la palabra delectatio, como la palabra «felicidad», es en realidad, para Agustín, un
verdadero rascacielos de niveles significativos que Jansenio ha reducido a una planta baja chata.
Y junto a esa reducción de la complejidad de niveles, también parece darse en Jansenio otra reducción
de la historicidad. Quizás adolece de la misma incapacidad de toda la escolástica para pensar las cosas
históricamente. Hay mucha verdad en la «delectatio victrix». Pero la experiencia del hombre creyente se
vería mejor reflejada si se le hubiese dicho que la Gracia acaba convirtiéndose en una «delectación
victoriosa»; y en cambio, no se ve reflejada si se le dice que comienza ya así, mecánicamente y totalmente,
desde el primer momento de su diálogo con el hombre.
Con ello se adivina también que esta reducción de la libertad implica igualmente una reducción de la
Gracia, que es la que vamos a exponer ahora.
b) La Gracia invencible
De acuerdo con lo dicho, la Gracia sólo podrá consistir, para Jansenio, en que Dios me dé una
delectación experimentable e indeliberada mayor que la que el poder del pecado tiene sobre el hombre caído.
Otros tipos de deleites no superiores al del pecado se convertirán en meras veleidades. Tal vez sean
«gracias», pero «ineficaces». De este modo, se realiza una reconversión sutil en un par de términos que ya
conocían los escolásticos, y que hoy, afortunadamente, ya no parecen necesarios a la teología: los de «gracia
eficaz» y «gracia suficiente». Para los tomistas, lo que convertía a la Gracia simplemente en «suficiente»
era, a fin de cuentas, la respuesta de la libertad; para Jansenio, por así decirlo, es la misma «dosis» de la
Gracia lo que la vuelve en sí misma ineficaz, porque en realidad era una delectación inferior («delectatio
non victrix »). Esta sutil reconversión supone, en realidad, no la fundamentación de la libertad en la Gracia,
sino la anulación de la libertad por la Gracia (aun manteniéndole el nombre, para evitar apariencias
tiranizadoras). Con la Gracia de Jansenio, la libertad no ha sido liberada, y sigue funcionando con su misma
enfermedad o esclavitud: lo que ocurre, más bien, es que la Gracia maneja esa enfermedad, en lugar de
sanarla.
Y otra vez quisiera decir que tampoco es todo falso ahí. Concedamos que la Gracia no transformará la
libertad sin acomodarse a esa libertad enferma. Pero, si se la reduce sólo a esa acomodación, la Gracia se
asemeja más a un estimulante ocasional, o a un analgésico ocasional, que a una salud plenamente recobrada.
De este modo (y contra la misma intención de Jansenio), la Gracia es en realidad extrínseca a la libertad:
queriendo evitar lo que para él eran los dos errores de todo el pelagianismo (identificación entre Gracia y
naturaleza, y sometimiento de la Gracia a la libertad), Jansenio ha sometido la libertad a la Gracia y ha
puesto a ésta «fuera» de la naturaleza, como la pesa que el tendero añade a una balanza desequilibrada para
equilibrarla momentáneamente .
Por eso, y desde la concepción expuesta, a los jansenistas les parecía evidente que Pedro negó a Jesús
simplemente porque le faltó la Gracia para confesarle en aquel momento. Y Arnauld reargüirá. una y otra
vez con ese ejemplo para mostrar que el hombre es lo que sea la gracia que tiene y que, como esa Gracia es
gratuita, Dios puede pedir imposibles a los hombres.
Naturalmente, no existe refutación ni respuesta posible a ese ejemplo, salvo el mostrar su
monstruosidad; como tampoco existe respuesta para todos aquellos argumentos que pretenden que los
puntos de partida han de formar parte también del camino, y luego demuestran su inexistencia por la
constatación irrefutable de que no están en ningún lugar del camino. La única respuesta a este tipo de
argumentos es la misma que daba Aristóteles a los que negaban el principio de no contradicción (el cual es
un postulado o punto de partida del pensar humano, como la libertad es postulado o punto de partida de la
acción interhumana): a pesar de su negación, dice Aristóteles, cuando quieren ir a Atenas no cogen un

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –128


camino que vaya en dirección contraria a Atenas. De igual modo se podría decir a los jansenistas que, en
lugar de culpar e insultar a los jesuitas, les debería haber bastado con decir que carecían de gracia eficaz,
simplemente. O que ellos mismos, en lugar de buscar fórmulas capciosas para escapar a la firma del
Formulario que se les imponía, lo tenían más fácil con sólo decir que carecían de Gracia eficaz para firmar.
Pero, curiosamente, no actuaron así.
Y de esta concepción de la Gracia como absolutamente invencible, porque coincide con una
delectación más fuerte, se sigue no sólo una anulación total de la relación Dios hombre como diálogo de
libertades, sino también una anulación de la relación interhumana como diálogo de libertades. Al igual que
en Pelagio, la libertad jansenista es una libertad monádica, no relacional. El jansenismo es un individualismo
atroz, de la misma calaña que el individualismo en que ha venido a dar la cultura de Occidente: buena parte
de la modernidad coincidiría con Jansenio en esa identificación entre libertad y placer. Sólo que Occidente
ha acabado por declarar inocente a esa libertad, y Jansenio la consideraba culpable.
Esta es una de las razones por las que nos hemos extendido tanto en este análisis. Una segunda razón
es que así se entenderán mejor los dos apartados siguientes: la deformación jansenista de Dios y el
sectarismo eclesial jansenista. Y una tercera razón es que de esa concepción jansenista de la libertad y de la
Gracia se sigue con innegable lógica una serie de enseñanzas que son «precisamente» las que Inocencio X
condenó en el primer decreto contra los jansenistas, en 1672. Mucho más importante que lo que entonces se
llamó «la cuestión de hecho» (es decir, si aquellas enseñanzas estaban o no estaban contenidas en los escritos
de Jansenio), es simplemente la lógica trabazón que se da entre esas enseñanzas y la doctrina de la
«delectatio victrix».
En este sentido, habría que dar la razón a Bossuet cuando afirmaba en carta al mariscal de Bellefond
que las cinco proposiciones son «el alma del libro de Jansenio».
c) El «sistema» jansenista
Las proposiciones condenadas (ligeramente parafraseadas para acercarlas más a nuestro lenguaje) se
ensamblarían en esta arquitectura tan simple:
a) La libertad humana (aunque sea libertad) es en realidad insuficiente, inservible e inútil (proposición
3).
b) De ahí se sigue que la moral es imposible para el hombre, aun con la mejor buena voluntad de éste
(proposición l).
c) De ahí se sigue también que, cuando Dios quiere ayudar interiormente al hombre, éste ni siquiera
tiene posibilidad de oponer resistencia a esa ayuda (proposiciones 2 y 4).
También se seguirá de ahí, como última consecuencia, que Cristo no vivió y entregó su vida por todos,
pues las perversas acciones humanas muestran continuamente que Dios no decide ayudar interiormente a
todos los hombres. Ahora hemos de pasar a examinar qué consecuencias teológicas se siguen de esta
antropología.
d) El Dios de Jansenio
Si, tras la exposición anterior, nos preguntamos cómo es posible que un creyente de tan innegable
perspicacia humana tenga una visión del hombre no ya tan pesimista, sino, sobre todo, tan desgraciada, la
respuesta de Jansenio será igualmente «clara y distinta»: por el pecado original. Las exageraciones de
Agustín en este punto van a ser llevadas por el unilateralismo agustiniano de los jansenistas a extremos
todavía más atroces. Pero, si ésa sería la respuesta de Jansenio, la nuestra sería algo diferente; nosotros
diríamos que hasta ahí lleva el afán de defender a Dios «caiga quien caiga» y a costa de lo que sea. Este
afán falsifica al Dios que, en Jesucristo, se reveló como Amor a los hombres y que no ha querido contar con
otra defensa que ésa. Por lo cual, si el hombre se atreve a compartir el juicio de Dios sobre su pecado, habría
de intentar compartir también la Misericordia con que Dios ama al hombre pecador. Esta sería nuestra
respuesta. Pero ahora hemos de seguir exponiendo el sistema de Jansenio.
3.4.2. Exacerbamiento del pecado original hasta un «maniqueísmo postlapsario»
Según Jansenio, Dios no podría haber creado al hombre en el estado en que ahora nace (es decir,
«programado» para lo Divino e incapaz de actuar de acuerdo con Dios"). Dios sería, evidentemente, injusto
si Su Voluntad originaria consistiese en mandar cosas imposibles y negara la Gracia para hacerlas.
Pero, tras el pecado de Adán, ese proceder de Dios se vuelve justo, como castigo por el pecado original
del hombre (del que Jansenio afirma explícitamente que se transmite por el placer sexual). Los hombres,
por tanto, son culpables «in causa» de aquello que no pueden: «in causa» significa que ellos mismos han

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –129


causado su propia impotencia a través del pecado original, como el drogadicto es culpable o causa de su
impotencia actual.
Se debe conceder que la última afirmación subrayada es más matizable que las anteriores del párrafo.
Y todo lo que hemos dicho en nuestro capítulo 5.° sobre el pecado estructural y el pecado en la historia
permitiría recuperar buena parte de ella (y una parte importante que en esta obra no quisiéramos dejar
escapar). Pero, a pesar de todo, de ningún modo puede establecerse esa vinculación con Adán prácticamente
idéntica a la vinculación que cada hombre tiene con la propia historia de la que es sujeto. Y esto es, en
realidad, lo que hace Jansenio.
Se puede decir, pues, que la antropología de Jansenio termina en Adán. Todo el hombre se decide
entonces, y nada en la historia posterior. Es un pesimismo total e insuperable del presente, como fruto del
pecado de Adán. Ahora bien, ¿qué ocurre con esa identificación tan completa entre hombre y Adán?
Simplemente, una hipertrofia casi absoluta del pecado original. El pecado original se convierte en una
especie de mal absoluto frente a Dios que desempeña las mismas funciones del Principio del mal, o del
«dios malo», del maniqueísmo. Cabría decir, por eso, que, para Jansenio, antes del pecado original no cabe
maniqueísmo alguno, pero, luego del pecado original, Dios y el hombre entablan la misma relación que los
dos principios maniqueos. En este sentido podría hablarse de un «maniqueísmo postlapsario». Y por eso
toda la revelación bíblica sobre la misericordia de Dios se ha de convertir, para Jansenio, en algo muy
secundario y muy derivado en el mensaje cristiano: porque, ante el mal absoluto ¿cómo puede caber la
misericordia de Dios? Por eso toda la enorme obra de Cornelio Jansens no es en realidad una obra sobre la
Gracia, sino sobre la desgracia: sobre el pecado original y la maldad casi absoluta del hombre. Este mínimo
papel del aspecto amoroso o salvador de Dios conviene mostrarlo todavía un poco más.
3.4.3. Del Dios «sin corazón» al Dios «propiedad privada»
Nos valdremos del siguiente párrafo del Augustinus:
«Aunque no se salvase ni un solo hombre, esa decisión divina
sería justa e irreprensible... Por tanto, si se salvan unos pocos (muchos
en número, pero pocos en comparación con los que se condenan),
es por la gracia».

Téngase en cuenta que este párrafo está escrito desde la concepción de la libertad inútil y de la gracia
invencible que expusimos en el apartado anterior. Entonces se comprenderá que afirmemos que lo que más
falla en ese párrafo no es la noción del hombre, sino la de Dios. Lutero, desde una experiencia parecida del
hombre, anduvo toda su vida buscando a un Dios benévolo para con él. Jansenio no ha creído necesitar para
sí un Dios benévolo, y por eso no le ha importado que fuera benévolo para con los demás. Pero ésa es
exactamente la teología farisea que Jesús fustigó. O dicho de manera más elaborada: siete siglos antes de
Jansenio, san Anselmo de Canterbury, que había insistido, casi con igual radicalidad que Jansenio, en la
imposibilidad de salvación del hombre, continuaba su argumentación diciendo que, a pesar de ello, Dios se
ha revelado en Jesús como Misericordia, y que la pérdida de los hombres sería para Dios un fracaso rotundo
de su obra creadora. De ahí deducía Anselmo la necesidad de la venida de Jesucristo para ofrecer salvación
a todos los hombres. Esto es ya muy conocido, pero lo evocamos porque la comparación resulta ilustradora:
en toda la obra de Jansenio, Jesús parece ser un personaje relativamente superfluo, incluso molesto, porque
el amor de Dios «a los pecadores» que Jesús reveló y encarnó contradice ese placer de la «venganza
religiosa» que parece respirar Jansenio en el párrafo que acabamos de citar. Placer que se adivina aún más
cuando Jansenio continúa poco después:
«Cuando los réprobos sufren todas estas cosas, el endurecimiento
y la obcecación y la entrega a los deseos de su corazón, y el
abandono por Dios del que nace todo aquello... es necesario que todos
estos males broten del juicio divino que los castiga y los reprueba.
De modo que, no sin razón, así como está escrito que a los predestinados
que aman a Dios todas las cosas les redundan en bien,
por el contrario, a estos réprobos que no están llamados por Dios,
todas las cosas colaboran para su mal, y la misma oración se les
convierte en pecado»
No creo muy exagerado afirmar que lo que se revela en este texto no son los sentimientos de Dios, sino
los sentimientos de Jansenio. Cabría comentar, por lo tanto, que hasta ahí puede llegar el hombre cuando
«se pone a hacer de Dios», en lugar de hacer lo que a él le toca: hacer de hombre que confía en Dios y se
deja amar por El. Esta observación no sería en absoluto superflua, puesto que el gran peligro de todos los

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –130


que hacemos teología es precisamente que nos pongamos a «hacer de Dios», en lugar de creer en Él.
Pero esta observación sería meramente personal y un tanto moralizante. El comentario que merece la
visión jansenista de Dios es mucho más amplio: es de carácter cultural y de carácter social. Y esto me
gustaría desarrollarlo un poquito más.
a) Es de carácter cultural. El jansenismo parece marcar un punto de equidistancia (casi hasta
cronológica) entre el mundo actual y el mundo de la reforma. En la trayectoria que une esos dos mundos se
produce un giro «copernicano » en la cultura europea: ésta ha pasado, de preguntar y preocuparse por la
justificación del hombre (que era la obsesión de Lutero), a preguntar por la justificación de Dios". El hombre
ya no es hoy el que se siente citado ante el tribunal de la historia, sino el que está citando a Dios a comparecer
ante ese tribunal. Y este giro se podrá valorar como se quiera; pero lo innegable es que se ha producido. Y
lo que me gustaría dejar apuntado aquí es una sencilla pregunta por el papel que puede haber tenido en ese
giro copernicano la visión jansenista de Dios, junto a sus innegables salpicaduras en la Iglesia. Quizá de
nadie pueda decirse mejor que del Dios de Jansenio aquella célebre frase de un autor moderno: la única
disculpa que tiene ese Dios es que no existe.
b) Pero no es eso todo. El esquema jansenista sobre el destino definitivo del hombre (muchos
condenados - unos pocos salvados) opera irremediablemente como factor de configuración social. Si eso
es lo que ocurre en el más-allá, será lógico que eso mismo ocurra aquí. En efecto: tal y como escribe una de
las exposiciones más minuciosas y acreditadas del Augustinus, y, por tanto, desde esta vida, la reprobación
produce castigos que son efectos del juicio de condena pronunciado por Dios».
Si los réprobos —como escribe el mismo Jansenio— «sólo nacen y viven para utilidad y ventaja de
los elegidos», ¿qué tendrá de extraño el que también en esta vida la inmensa mayoría de los hombres nazcan
y vivan sólo para utilidad y ventaja de unos pocos privilegiados? ¿O que esos pocos, en lugar de soportar el
juicio bíblico de condena por su inhumanidad y su falta de entrañas, detenten la etiqueta capitalista de ser
los elegidos de Dios y los defensores de Dios?
La Teología jansenista se convierte así en el más sólido fundamento de la antifraternidad y en un caldo
de cultivo para la crítica marxista de la religión. Es absolutamente lógico que el hombre haya sentido la
necesidad de desembarazarse de ese Dios que habría creado a los hombres para que la inmensa mayoría de
ellos escupa sangre en favor de unos pocos. Es absolutamente lógico que ese rechazo se haya producido no
por afanes exclusivos y ambiguos de afirmación personal, sino para poder amar a los demás hombres.
Y quizás, aún más que lógico, es una reacción del mismo Dios contra la profanación de Su Santo
Nombre por parte de sus fieles. Por eso sigue siendo hoy día tan estremecedor el que haya iglesias cristianas
que todavía se muestren reticentes (¡o contrarias!) a la aceptación de estas consideraciones tan elementales,
y mucho más preocupadas por las prácticas rituales que por la práctica de la fraternidad universal.
Nos queda por mostrar que toda esta consecuencia social que es posible extraer del sistema jansenista
se encuentra mediada (y preparada) en él, por su concepción de la Iglesia como comunidad de privilegiados,
en lugar de servidora de los hombres.
Consecuencias eclesiológicas
No volveremos a tratar el tema de la universalidad de la Gracia: si Dios no da su gracia eficaz a todos,
se sigue claramente que Jesucristo no habría muerto por todos los hombres. Lo que queremos añadir ahora
es que de ahí se siguen también unas consecuencias eclesiológicas que son fundamentales en el sistema de
Jansenio.
Egolatría eclesiástica
Y la primera consecuencia es que Dios sólo da su Gracia dentro de la Iglesia. Es verdad que no todos
estarán en gracia dentro de la Iglesia; pero fuera de ella no lo está nadie. La Iglesia es el lugar de la Gracia,
y el mundo exterior es sólo el lugar de la des-gracia. Con ello, las relaciones Iglesia-Mundo tal como las
expuso el Vaticano II, o el diálogo con el mundo, o las posibilidades de trabajar junto con las gentes «de
fuera» y de buena voluntad, por cuanto más allá de las distancias ideológicas puede haber comunidad de
objetivos y de ideales humanos: todo eso es monstruoso para Jansenio. Fuera de la Iglesia no hay «buena
voluntad», y mucho menos «caridad sobrenatural».
Y la razón es que sólo el amor a Dios tematizado como tal permite hacer actos virtuosos. Y los no
creyentes, por hipótesis, no tienen ese amor a Dios tematizado como tal. Sus virtudes, por tanto, son todas
vicios: «nullum omnino bonum moraliter opus, nullum opus quod non sit peccatum ab infidelibus posse
fieri. Sed quidquid faciunt, quomodo se vertant, quamcumque rectam meditentur operationem, totum in eis
perversi amoris cupiditate contaminatum esse» .

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –131


La razón de esta calamidad es un axioma de antropología teológica que nos es ya muy conocido: «la
salvación del hombre comienza por la fe». Pero Jansenio entiende esa fe sólo como la fe explicitada de la
Iglesia: de ninguna manera acepta aquella fe-implícita que se da en la estructura misma de tantos actos
humanos: «la gracia de obrar bien no la consigue cualquier fe, sino sólo la fe de Cristo, y por eso es gracia
cristiana, porque por ella somos cristianos» .
Y si el comienzo de la salvación es única y solamente la formulación eclesiástica de la fe, Jansenio
podrá permitirse refutar a todos los escolásticos: «Creen algunos escolásticos que también a todos los
infieles les da Dios —o siempre o algunas veces— la ayuda para que puedan salvarse. Pero, dado que la
salvación comienza por la fe, habría que decir que una ayuda que es suficiente para que se salven tendría
que ser—como mínimo— suficiente también para que crean».
La fe, arguye Jansenio citando a Pablo, comienza por la predicación. Si los infieles, muchas veces, ni
siquiera han oído la predicación cristiana, está claro que no pueden tener fe. Y el que no hayan oído esa
predicación tampoco les excusa: es justo castigo por el pecado original, como justos castigos son todas las
privaciones de gracia. En cualquier caso, para Jansenio es clara —y repetida— la identificación entre fe,
Gracia y amor sobrenatural: pueden ser usadas las tres palabras indistintamente.
Y de esta reducción de la Gracia a la Iglesia visible brota un impresionante orgullo eclesiástico que
pone el amor de la Iglesia a sí misma por encima del amor de Dios a los hombres. La Iglesia se convierte
en un club de privilegiados que pueden permitirse despreciar a todos los demás. Naturalmente —ya lo hemos
dicho—, no todos son elegidos dentro de la Iglesia; pero sólo en ella hay elegidos. Fuera de ella no quedan
más que condenados. Y ese orgullo ante el mundo lo muestra Jansenio esgrimiendo fuera de contexto otra
frase paulina: «¿quién acusará a los elegidos de Dios?» (Rom 8,33).
El respeto de la Iglesia hacia el mundo, el impacto por la interpelación que puede venir de los no
creyentes, la admiración de Pelagio por las virtudes de los estoicos, o el mismo asombro de Jesús por la fe
que encontraba «fuera de Israel» , todo eso ha concluido con Jansenio. Fuera de la Iglesia sólo existe la mala
voluntad. Y el mundo debería incluso estarle agradecido a la Iglesia si ésta se le impone por la fuerza y lo
conquista por la violencia o la coacción, pues sólo así cabrá la posibilidad de que exista en el mundo algún
elegido.
No será exagerado pedir que todos los miembros de la Iglesia nos preguntemos hasta qué punto estas
ideas jansenistas acabaron marcando a la misma Iglesia que las rechazaba oficialmente. Pero además de eso,
y para ayudar a ello, puede ser interesante concluir mostrando cómo esa Iglesia jansenista, tan orgullosa,
tampoco daba al mundo ningún ejemplo seductor de bondad: o caía en un «ghetto» inservible, o se manchaba
en una política «realista» muy poco acorde con su cacareado puritanismo.
«Realpolitik» eclesiástica
Como no es cosa de analizar aquí toda la historia de la ulterior marrullería jansenista (en la cual el
obispo de Ypres ya no tuvo nada que ver), nos limitaremos a comentar una anécdota que es, a la vez, símbolo
y punto de partida.
a) Punto de partida. Es un dato relativamente conocido que el estallido de toda la «cuestión jansenista»
no nació de disputas teológicas sobre la Gracia, sino de una divertida anécdota de la crónica de sociedad,
ocurrida en 1643. La marquesa de Sable, dirigida por el jesuita Sesmaisons, comulgaba cada mes, y no
dudaba en ir a bailar el día en que había comulgado... Su amiga, princesa de Guémené, dirigida por Saint-
Cyran, se «escandalizaba» viendo comulgar tan frecuentemente a su «rival». Ante tamaños escándalos, el
jesuita escribió un breve opúsculo en el que analizaba la cuestión de si es mejor comulgar mucho o poco.
Casi en seguida, la pluma infatigable de A. Arnauld respondió con una de sus obras más famosas: La
comunión frecuente.
En seis meses la obra alcanzó cuatro ediciones y levantó un remolino de polémicas que ya no cesaron,
y que fueron derivando hacia la teología jansenista. En dicho libro, Arnauld acusa al director de la Marquesa
de abandonar «la vía estrecha» del Evangelio; y —refiriéndose a la Eucaristía— habla con frecuencia de
«estos misterios terribles». Añadamos para concluir que, entre las muchas respuestas que suscitó, destaca la
del teólogo Petau, uno de los primeros renovadores de la teología de la Gracia incomprendidos en su época,
y a quien hemos citado ya en alguna otra página.
b) Dejando ahora la historia, señalemos brevemente por qué hemos calificado esta ridícula anécdota
como símbolo. Es posible que Arnauld anduviera sobrado de razón cuando acusaba al jesuita. Y no hemos
contado la anécdota para defender a los jesuitas franceses del XVII de más de una acusación de laxismo o
de ensanchar «el ojo de la aguja» en beneficio de los ricos de la tierra. Pero lo significativo es que, en el

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –132


fondo, los jansenistas tampoco enseñaban a sus dirigidas una «vía estrecha»: sólo se limitaban a sustituir el
consejo de renunciar a las riquezas por el de renunciar a los sacramentos. Y este detalle es expresivo de toda
su actuación posterior: parece que lo que el hombre debe hacer no es apartarse de su vida antievangélica
(quizá ni siquiera puede, según Jansenio, por no tener gracia eficaz), sino apartarse del ideal evangélico:
reconocer la imposibilidad del Evangelio y adaptarse a esa imposibilidad.
Ello dará lugar a todas las incoherencias, manipulaciones, hipocresías, calumnias y politiqueos
posteriores. Se podría decir que, para el jansenismo, no es que el fin justifique los medios, sino que la
imposibilidad del fin (del Evangelio) justifica los medios. Se utiliza la santidad de Dios para acusar a los
demás, pero se apela al realismo para defenderse a sí mismo. La seriedad del pecado sólo lleva a una
resignación absoluta frente a todo cambio: y estamos así ante uno de los casos más puros de aquella
utilización conservadora del pecado original.
Así, el jansenismo político acabó por ser un «nacionalismo eclesiástico» avant la lettre, con el mismo
fundamentalismo que muchos de los nacionalismos actuales (desde Irán hasta USA); y con su misma
idolatría. Un nacionalismo eclesiástico que acaba adorando a la Iglesia, ya que no cree poder adorar a su
Dios. Y aquí se percibe el drama de todas las derechas que quieren defender a la Iglesia sin amar al hombre:
que acaban falsificando a la Iglesia, porque la despojan de su «buena noticia» más radical (el amor de Dios
a los hombres); y acaban privándola de toda credibilidad ante los hombres, porque, como escribía Urs von
Balthasar, «creíble sólo lo es el amor».
Por todo ello, quizás el jansenismo resulte una advertencia importantísima para una Iglesia que se
debate hoy entre tan serias tentaciones restauradoras. Y por eso nos ha parecido útil entretenernos en mostrar
el rol que puede jugar en esas tentaciones la Antropología Teológica.

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –133


Tabla de contenido del apunte
Programa analítico ......................................................................................................................................... 1
Unidad 1: Introducción .............................................................................................................................. 5
1.1. Riqueza de significados del término gracia .................................................................................... 5
1.2. Dinamismo de relaciones bellas ..................................................................................................... 6
1.3. Una estética sobrenatural................................................................................................................ 7
1.4. Historia de la noción teológica ....................................................................................................... 8
1.4.1 Los primeros siglos .................................................................................................................. 8
1.4.2 Los Padres griegos ................................................................................................................... 8
1.4.3 La teología bizantina ................................................................................................................ 9
1.4.4 San Agustín .............................................................................................................................. 9
1.4.5 La Escolástica........................................................................................................................... 9
1.4.6. Lutero y Trento, sobre la justificación .................................................................................. 10
1.4.7. La teología barroca................................................................................................................ 10
1.4.8 La teología reciente ................................................................................................................ 10
S ección I: fundamentos bíblicos y doc trina le s ........................................................................ 11
Unidad 2: La Gracia en la Escritura ............................................................................................................. 11
2.1. El amor de Dios: la alianza y la promesa de la nueva alianza. ..................................................... 11
2.2. La sabiduría personificada. El don de dios: hen, hesed, rahamin, emeth, sedaká. ....................... 11
2.2.1. Jen/kharis............................................................................................................................... 11
2.2.2. Jesed/eleos............................................................................................................................. 12
2.2.3. Ahabah/ágape ........................................................................................................................ 15
2.2.4. Rajamim/ oiktirmos ............................................................................................................... 16
2.2.5. Sedeq / sedaqah / dikaiosyne................................................................................................. 18
Lecturas complementarias............................................................................................................... 21
2.3. Evangelios sinópticos: el reino del Padre y el seguimiento. ........................................................ 21
2.3.1. El reino en la predicación de Jesús ....................................................................................... 22
2.3.2. El seguimiento de Jesús ....................................................................................................... 23
2.3.3. El Dios de Jesús es «Abbá» .................................................................................................. 24
Lecturas complementarias:.............................................................................................................. 26
2.4. Escritos paulinos........................................................................................................................... 27
2.4.1. Las cartas a los Corintios ...................................................................................................... 27
2.4.2. La carta a los Gálatas ............................................................................................................ 30
2.4.3. La carta a los Romanos ......................................................................................................... 32
2.4.4. La ulterior tradición paulina .................................................................................................. 39
2.5. Escritos joánicos ........................................................................................................................... 41
Unidad 3: Historia de la doctrina de la Gracia ............................................................................................. 44
3.1. Antigüedad ........................................................................................................................................ 44
Introducción general: Dos polos ..................................................................................................... 44
3.1.1. Tradición oriental: la gracia como proceso universal de salvación........................................... 44
Los padres apostólicos ................................................................................................................ 44
Doctrina antignóstica de la gracia en Ireneo............................................................................... 45
Doctrina de la participación trinitaria en Orígenes ..................................................................... 46
La gracia como divinización por el Hijo .................................................................................... 47
La gracia como santificación por el Espíritu .............................................................................. 47
La relación «Pneuma-agape»...................................................................................................... 47
Contexto cristológico y trinitario ................................................................................................ 48
Entre el «nacimiento divino» y la «contemplación de Dios» ..................................................... 48
La gracia increada y la creada, según Gregorio Palamas ........................................................... 48

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –134


Balance ....................................................................................................................................... 48
Lectura complementaria: ............................................................................................................ 49
3.1.2. Tradición occidental: la gracia como fuerza que sana y libera ................................................. 49
Diferencias entre el pensamiento griego y el romano................................................................. 49
3.1.2.1 Pelagio ................................................................................................................................. 50
a) Pelagio contra Arrio y Manes ................................................................................................. 50
b) Diversas formas de gracia ...................................................................................................... 51
c) El bautismo como libertad para el bien .................................................................................. 52
Colaboración con la gracia y «mérito de la fe» .......................................................................... 52
Balance ....................................................................................................................................... 53
3.1.2.2. Agustín ............................................................................................................................... 53
a) El contexto pelagiano ............................................................................................................. 53
b) Los escritos principales de Agustín sobre la gracia................................................................ 54
Los dos libros a Simpliciano sobre diversas cuestiones (397) ............................................... 54
Sobre el espíritu y la letra (412) ............................................................................................. 54
La naturaleza y la gracia (415) .............................................................................................. 55
La gracia de Cristo y el pecado original (418) ....................................................................... 56
Sobre la gracia y el libre albedrío (426) ................................................................................. 56
Sobre la corrección y la gracia (427)..................................................................................... 57
Sobre la predestinación de los santos - Sobre el don de la perseverancia (428) ............... 58
c) Los ejes principales de la doctrina agustiniana de la gracia ................................................... 59
La gracia es ante todo una relación ........................................................................................ 59
La relación de la gracia con el libre albedrío y la libertad .................................................... 59
La relación de la gracia con la naturaleza ............................................................................. 60
El comienzo de la fe y la perseverancia final ........................................................................ 61
Gracia y predestinación .......................................................................................................... 61
3.1.2.3. Las decisiones eclesiales contra Pelagio (411 -418) .......................................................... 63
a) El sínodo de Cartago del )411( .............................................................................................. 63
b) El sínodo de Dióspolis (415) ............................................................................................... 63
c) El concilio de Cartago (418) ................................................................................................. 63
d) La Tractoria del papa Zósimo (418) ....................................................................................... 64
3.1.2.4. Semipelagianismo e Initium Fidei .................................................................................... 64
a) La doble predestinación del siglo IX ...................................................................................... 67
b) La polémica posterior a Agustín ............................................................................................ 70
c) Godescalco de Orbais ............................................................................................................. 71
3.2. Escolástica ........................................................................................................................................ 73
3.2.1. Nuevos centros de interés .......................................................................................................... 73
La gracia como principio de la virtud ............................................................................................. 73
El Espíritu Santo como «caritas» .................................................................................................... 73
Diversos modos de ser y de obrar de la gracia ................................................................................ 74
3.2.2. La teología de la gracia en Tomás de Aquino ........................................................................... 74
Fuentes tomasianas ..................................................................................................................... 74
Plan general y lugar de la teología de la gracia en la Suma Teológica....................................... 75
3.2.2.1. Necesidad de la gracia (STh. I-II, q.109) ........................................................................... 81
3.2.2.2. El ser de la gracia (STh. I-II, q.110 ) ................................................................................. 83
3.2.2.3. Los modos de la gracia (STh. I-II, q.111) .......................................................................... 83
A- El Espíritu Santo como Don .................................................................................................. 84
B- El uso, atributo esencial del Espíritu Santo ........................................................................... 87
C- El vocabulario tomasiano de la gracia ................................................................................... 89

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –135


1. Centralidad de la Gracia increada ...................................................................................... 90
2. Las distinciones en ‘de gratia’. ........................................................................................... 91
3. La gracia como habitudo quaedam..................................................................................... 94
3.2.2.4. La causa de la gracia (STh. I-II, q.112).............................................................................. 96
3.2.2.5. Efectos de la gracia, y en especial la justificación del pecador (STh. I-II, q.113) ............. 97
3.2.2.6. El mérito o gracia cooperante (STh. I-II, q.114) ................................................................ 98
Balance ....................................................................................................................................... 99
3.2.3. Duns Escoto ............................................................................................................................. 101
3.2.3.1. Designio amoroso de Dios y felicidad del hombre .......................................................... 101
3.2.3.2. El poder absoluto y el poder ordenado de Dios ............................................................... 102
a. Jesús, el aceptado por antonomasia ...................................................................................... 103
b. El cristiano en gracia de Dios ............................................................................................... 103
3.2.3.3. La habitatio de Dios y el «habitus» del hombre............................................................... 104
3.2.4. Desarrollos tardo-medievales .................................................................................................. 105
La mística ...................................................................................................................................... 105
El nominalismo ............................................................................................................................. 106
3.3. La Reforma y Trento....................................................................................................................... 107
3.3.1. Lutero: una breve presentación ............................................................................................... 107
a. El punto de partida: la justificación misericordiosa .................................................................. 107
b. El hombre y sus obras ............................................................................................................... 108
c. Respecto de Dios ...................................................................................................................... 109
3.3.2. La justificación en Lutero y los reformadores ......................................................................... 110
3.3.3. La justificación en Trento ........................................................................................................ 113
3.3.4. De Trento al Vaticano II .......................................................................................................... 116
Anexo documental: Declaración conjunta sobre la doctrina de la justificación ............................... 119
Preámbulo ..................................................................................................................................... 119
a) El mensaje bíblico de la justificación ....................................................................................... 119
b) La doctrina de la justificación en cuanto problema ecuménico ................................................ 120
c) La interpretación común de la justificación .............................................................................. 120
d) Explicación de la interpretación común de la justificación ..................................................... 121
La impotencia y el pecado humanos respecto a la justificación ............................................... 121
La justificación en cuanto perdón del pecado y fuente de justicia ........................................... 121
Justificación por fe y por gracia................................................................................................ 122
El pecador justificado ............................................................................................................... 122
Ley y evangelio......................................................................................................................... 123
Certeza de salvación ................................................................................................................. 123
Las buenas obras del justificado ............................................................................................... 123
Significado y alcance del consenso logrado ............................................................................. 124
3.4. Gracia y libertad. El jansenismo ................................................................................................. 124
3.4.1. Antropología jansenista: la libertad como placer ................................................................ 126
a) «Delectación victoriosa» ...................................................................................................... 126
b) La Gracia invencible ............................................................................................................ 128
c) El «sistema» jansenista ......................................................................................................... 129
d) El Dios de Jansenio .............................................................................................................. 129
3.4.2. Exacerbamiento del pecado original hasta un «maniqueísmo postlapsario» ...................... 129
3.4.3. Del Dios «sin corazón» al Dios «propiedad privada»......................................................... 130
Consecuencias eclesiológicas........................................................................................................ 131
Egolatría eclesiástica ................................................................................................................ 131
«Realpolitik» eclesiástica ......................................................................................................... 132

Teología de la Gracia - Apuntes 2021 –136

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