Antoine Meillet Un Lingüista Entre Dos Siglos

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TESE DE DOUTORAMENTO

UN LINGÜISTA ENTRE DOS


SIGLOS: ANTOINE MEILLET Y SUS
PRIMEROS PROYECTOS DE
LINGÜÍSTICA GENERAL

Pablo Cano López

ESCOLA DE DOUTORAMENTO INTERNACIONAL DA UNIVERSIDADE DE SANTIAGO DE COMPOSTELA

PROGRAMA DE DOUTORAMENTO EN LINGÜÍSTICA.

SANTIAGO DE COMPOSTELA / LUGO

ANO 2021
DECLARACIÓN DEL AUTOR/A DE LA TESIS

D./Dña. Pablo Cano López


Un lingüista entre dos siglos: Antoine Meillet y sus primeros proyectos de
Título da tese:
lingüística general

Presento mi tesis, siguiendo el procedimiento adecuado al Reglamento y declaro que:

1) La tesis abarca los resultados de la elaboración de mi trabajo.


2) De ser el caso, en la tesis se hace referencia a las colaboraciones que tuvo este trabajo.
3) Confirmo que la tesis no incurre en ningún tipo de plagio de otros autores ni de trabajos
presentados por mí para la obtención de otros títulos.

Y me comprometo a presentar el Compromiso Documental de Supervisión en el caso que el original no


esté depositado en la Escuela.

En A Coruña, 18 de mayo de 2021.

Firma electrónica
AUTORIZACIÓN DE LA DIRECTORA/TUTORA DE LA TESIS

Dña. Milagros Fernández Pérez

En condición de: Tutora y directora

Título de la tesis:
Un lingüista entre dos siglos: Antoine Meillet y sus primeros proyectos de lingüística
general

INFORMA:
Que la presente tesis, se corresponde con el trabajo realizado por D. Pablo Cano López,
bajo mi dirección/tutorización, y autorizo su presentación, considerando que reúne los
requisitos exigidos en el Reglamento de Estudios de Doctorado de la USC, y que como
director/tutor de esta no incurre en las causas de abstención establecidas en la Ley
40/2015.

En Santiago de Compostela, 21 de mayo de 2021

Vº Bº

Milagros Fernández Pérez


Profesora Catedrática de Lingüística General de la USC
ÍNDICE

RESUMEN 1

RESUMO 4

ABSTRACT 7

INTRODUCCIÓN 10

PRESENTACIÓN 12
OBJETIVOS 18
METODOLOGÍA 22

NOTAS PARA UNA BIOGRAFÍA 27

1.1 EL MEILLET PRIVADO 29


1.1.1 ENTRE CHÂTEAUMEILLANT Y MOULINS: INFANCIA Y JUVENTUD 33
1.1.2 NUEVAS OPORTUNIDADES, NUEVOS HORIZONTES: PARÍS 40
1.1.3 EL MUNDO VISTO A LOS 40 AÑOS: MEILLET EN SU DIARIO 45
1.2 EL MEILLET PÚBLICO 63
1.2.1 LA MUERTE DE UN MAESTRO 63
1.2.2 LA REACCIÓN DE LA PRENSA 68
1.2.3 LA RESPUESTA DE LOS ESPECIALISTAS 70
1.3 CONCLUSIONES 82

I
LA LINGÜÍSTICA DEL XIX VISTA DESDE EL FIN DE SIGLO 84

2.1 LAS GLORIAS DEL COMPARATISMO: UN RELATO AUTOCELEBRATORIO 87


2.1.1 LA VISIÓN DE GRAZIADIO I. ASCOLI: WILLIAM JONES, EL PIONERO 92
2.1.2 LA VISIÓN DE FRIEDRICH MAX MÜLLER: FRIEDRICH SCHLEGEL, EL POETA 107
2.1.3 LA VISIÓN DE DOMENICO PEZZI: FRANZ BOPP, EL CONSTRUCTOR 121
2.1.4 ACOTACIONES A LA HISTORIA CONVENCIONAL 130
2.2. VOCES DISIDENTES: HACIA UNA LINGÜÍSTICA GENERAL 143
2.2.1 ALEMANIA, PRIMER TERCIO DEL S. XIX: WILHELM VON HUMBOLDT 148
2.2.2 ALEMANIA, ÚLTIMO TERCIO DEL S. XIX: HERMANN PAUL 151
2.2.3 ALGUNAS VOCES DE LA PERIFERIA 163
2.3. CONCLUSIONES 169

MEILLET Y LA LINGÜÍSTICA GENERAL: LOS PRIMEROS AÑOS 172

3. 1 EL ESCENARIO INSTITUCIONAL: ORÍGENES Y DESARROLLO 177


3.1.1 LA CÁTEDRA DE GRAMÁTICA COMPARADA DEL COLEGIO DE FRANCIA (1864) 183
3.1.2 LA FUNDACION DE LA ÉCOLE PRATIQUE DES HAUTES ÉTUDES (1868) 193
3. 2 ETAPA DE FORMACIÓN (1888-1901) 205
3.2.1 LOS PRIMEROS PASOS DE SU CARRERA ACADÉMICA 205
3.2.2 LAS LEYES DEL LENGUAJE 216
3.2.2.1 La Revue International de Sociologie 217
3.2.2.2 Propósito divulgativo 226
3.2.2.3 Las leyes fonéticas 233
3.2.2.4 La analogía 251
3. 3. EL ASCENSO A LA CUMBRE (1902-1906) 272
3.3.1 LA SUCESIÓN DE CARRIÈRE Y MUERTE DE DUVAU (1902-1903) 273
3.3.2. LA SUCESIÓN DE BRÉAL (1905-1906) 279

II
3.3.3. UN MANIFIESTO Y UN PROGRAMA: LA PRIMERA CONFERENCIA EN EL COLLÈGE DE
FRANCE (1906) 288
3. 4. CONCLUSIONES 300

CONCLUSIONES 304

BIBLIOGRAFÍA 310

III
AGRADECEMENTOS

Cando se vive a crédito durante vinte anos, as débedas medran ata vol-
verse imposibles de liquidar. Así e todo, quero deixar aquí apuntados os no-
mes dos meus acredores preferentes, para que ninguén descoñeza que teñen
dereitos imprescritibles sobre a miña persoa.
Á miña directora, a Prof.ª Milagros Fernández Pérez, débolle gratitude
non só pola inmensa paciencia que demostrou, non só polos seus consellos,
sempre oportunos e salutíferos, senón tamén —e sobre todo— porque esper-
tou en min a vocación pola lingüística... e porque me deu a oportunidade de
convertela en profesión.
Obrigado estou tamén —e non pouco— ás miñas compañeiras da área
de Didáctica da Lingua e da Literatura da Universidade da Coruña, que fixe-
ron canto puideron para reducir a miña carga de traballo docente neste ano
crucial.
Da miña nai, Amalia, e do meu pai, Gregorio, abondará con dicir que lles
debo a vida, doazón que me fixeron hai máis de corenta anos e que renovan
día tras día. De Isabel, a miña muller, tan só direi que o seu agarimo e a súa
axuda foron ingredientes indispensables na confección deste traballo. Canto
aos meus fillos, Lucas e Alexandra, teño que lles pedir perdón por todo o
tempo que non lles dediquei... e darlles as grazas por todo o amor que, aínda
así, me deron de grado.
Finalmente, sen amentalos un por un, quero recordar os meus amigos
de aquí e de acolá: talvez non o saiban, mais tamén me deron forzas para
seguir adiante.

IV
LEMA

Vive la linguistique!
Antoine Meillet, en carta a Berthe Esbaupin,
(30 de julio de 1891)

V
RESUMEN

Discípulo de Michel Bréal (1832-1915) y Ferdinand de Saussure (1857-


1913), amigo de Maurice Grammont (1866-1946), Sylvain Lévi (1863-1935)
y Joseph Vendryes (1875-1960), maestro de Émile Benveniste (1902-1976) —
el más afamado de una larga serie de devotos seguidores—, Antoine Meillet
fue, sin duda, un coloso de la lingüística. Alzándonos sobre sus hombros, ten-
dremos una visión amplia y abarcadora de la historia de la historia de la disci-
plina durante todo el siglo XX. Si queremos ahondar en las tres primeras dé-
cadas, la carrera y el trabajo de Meillet nos brindan, obviamente, una imagen
especular (bien entendido que, en el ámbito intelectual, todos los espejos son
más o menos deformantes). Durante esos treinta años, en efecto, nuestro au-
tor estuvo siempre en el primer plano del escenario de la lingüística. No hubo
tema que no explorase, problema que no le interesase ni corriente de pensa-
miento que no recibiese, cuando menos, con benevolente curiosidad. En
cuanto a las siete décadas siguientes, es obvio que sus escritos no pueden dar-
nos acceso directo a ellas. Meillet murió en el otoño de 1936, de modo que no
pudo presenciar ni evaluar las transformaciones institucionales y derivas doc-
trinales que dieron forma a la ciencia del lenguaje tras el paréntesis de la Se-
gunda Guerra Mundial. Y, con todo, en cierto sentido cabe ver en él una clave
para la comprensión de los desarrollos posteriores. Si estudiamos cómo valo-
raron la obra y la personalidad científica de Meillet las generaciones más jóve-
nes, podremos familiarizarnos con la evolución de sus marcos de referencia,
sus ideas e ideales científicos y, finalmente, su autoubicación en la historia de
la disciplina. Los lingüistas que se habían iniciado en la ciencia entre 1900 y
1930 veían en Meillet a un gran lingüista general que además era, como espe-
cialista, un indoeuropeísta brillante. Quienes comenzaron su carrera a partir
de 1930, en cambio, parecían ansiosos por tratarlo como un mero compara-
tista, como un trabajador concienzudo y riguroso, sí, pero también, por des-

1
gracia, estrecho de miras y miope, incapaz de avanzar al ritmo de sus compa-
ñeros más jóvenes y de advertir los cambios que comenzaban a producirse.
Solo en las dos últimas décadas del siglo XX, coincidiendo —no por casuali-
dad— con el rápido desarrollo de la historiografía lingüística, se puso en mar-
cha la rehabilitación de Meillet como lingüista general. Los efectos de este
cambio de parecer ya se van haciendo notar fuera del círculo —bastante estre-
cho— de los historiógrafos de profesión. Con todo, esta tentativa de reeva-
luación adolece de algunas limitaciones.
Mucho trabajo hay pendiente, por ejemplo, para determinar en qué me-
dida pudo Meillet anticipar algunas de las tendencias e iniciativas que toma-
rían cuerpo en la segunda mitad del siglo. Los líderes de esos movimientos de
renovación no eran precisamente aficionados a desenterrar a sus precursores.
Olvidar el pasado, o incluso fingir que no había pasado que olvidar, era una
forma de liberarse de aquella herencia, que, por entonces, más parecía carga
que don. Por otra parte, no se ha prestado atención suficiente a la actitud de
Meillet ante las generaciones que precedieron a la suya. Habiéndose formado
como lingüista durante los últimos años del siglo XIX, recibió y asimiló los
mejores frutos de ocho décadas extraordinarias en la historia de la ciencia del
lenguaje. Nunca antes se habían puesto tantas lenguas bajo el microscopio del
lingüista, nunca antes se había alcanzado una visión tan nítida de la diversidad
estructural de las lenguas ni de los cambios que pueden experimentar a lo
largo de su historia. Los predecesores de Meillet lo enriquecieron legándole
esa ingente cantidad de conocimientos, pero él no quiso cruzarse de brazos y
vivir de las rentas del patrimonio heredado; antes bien, le dio un uso produc-
tivo, convirtiéndolo en alimento de un pensamiento original, que se nutría
del pasado y se proyectaba hacia el futuro.
En el presente trabajo hemos tratado de focalizar nuestra atención en los
años de formación de Meillet, a fin de mostrar lo mucho de Ianus bifrons que
había en él. Por un lado, miraba hacia atrás, esto es, hacia la lingüística com-
parativa e histórica del siglo XIX, y se tenía por un eslabón más en la cadena

2
de esa tradición. Por otro lado, miraba hacia adelante, esto es, se dedicaba a
trazar las líneas maestras de una nueva lingüística general, basada no en la mera
especulación, sino en los sólidos resultados de las varias lingüísticas particula-
res que se desarrollaron durante el Ochocientos. Creemos haber demostrado
que, en su juventud, antes de cumplir treinta años, Meillet ya había alcanzado
un alto grado de madurez intelectual. Sus ambiciones científicas, así como las
presuposiciones teóricas sobre las que descansaban, estaban ya fijadas en lo
esencial. Su forma mentis se hallaba ya casi completamente definida, y el paso
del tiempo, con su carga de nuevas lecturas y nuevas experiencias, solo iba a
aportar un enriquecimiento material. Si se nos permitiese usar de una metá-
fora, diríamos que muchos libros nuevos se sumaban cada año a los fondos
de Meillet, pero los anaqueles de su mente, no se doblaban ni se rompían, y
no había necesidad de alargarlos ni ensancharlos. Fecunda y facetada, su tra-
yectoria científica fue también rectilínea, sin zigzagueos, sin dramáticos cam-
bios de rumbo. No muchos lingüistas pueden decir lo mismo.

PALABRAS CLAVE

Lingüística comparativa e histórica, Lingüística indoeuropea, Lingüís-


tica general, Historia de la lingüística, Antoine Meillet.

3
RESUMO

Discípulo de Michel Bréal (1832-1915) e Ferdinand de Saussure (1857-


1913), amigo de Maurice Grammont (1866-1946), Sylvain Lévi (1863-1935)
e Joseph Vendryes (1875-1960), mestre de Émile Benveniste (1902-1976) —
o máis afamado dunha longa serie de devotos seguidores—, Antoine Meillet
(1866-1936) foi, sen dúbida, un coloso da lingüística. Erguéndonos sobre os
seus ombreiros, teremos unha visión ampla e abarcadora da historia da disci-
plina durante todo o século XX. Se queremos afondar nas tres primeiras dé-
cadas, a carreira e a obra de Meillet fornécennos, obviamente, unha imaxe es-
pecular (ben entendido que, no eido intelectual, todos os espellos son máis ou
menos deformantes). Durante eses trinta anos, en efecto, o noso autor estivo
sempre no primeiro plano do escenario da lingüística. Non houbo tema que
non explorase, problema polo que non se interesase nin corrente de pensa-
mento que non recibise, cando menos, con benevolente curiosidade. Canto
ás sete décadas posteriores, é obvio que os seus escritos non poden darnos ac-
ceso directo a elas. Morreu no outono de 1936, de xeito que non puido pre-
senciar nin avaliar as transformacións institucionais e derivas doutrinais que
deron forma á ciencia da linguaxe tras a paréntese da Segunda Guerra Mun-
dial. E, con todo, en certo sentido cabe ver nel unha chave para a comprensión
dos desenvolvementos posteriores. Se estudamos como valoraron a obra e a
personalidade científica de Meillet as xeracións máis novas, podemos familia-
rizarnos coa evolución dos seus marcos de referencia, das súas ideas e os seus
ideais científicos e, en fin, da súa autoubicación na historia da disciplina. Os
lingüistas que se iniciaran na ciencia entre os anos 1900 e 1930 vían en Meillet
un gran lingüista xeral que ademais era, como especialista, un indoeuropeísta
brillante. Os que deron comezo ás súas carreiras a partir de 1930, en cambio,
parecían desexosos de tratalo como un mero comparatista, como un traballa-
dor concienciudo e rigoroso, si, mais tamén, por desgraza, estreito de mente e

4
curto de vista, incapaz de avanzar ao ritmo dos seus colegas máis novos e de
advertir os cambios que estaban empezando a producirse. Só nas dúas derra-
deiras décadas do século XX, coincidindo —non por casualidade— co rápido
desenvolvemento da historiografía lingüística, púxose en marcha a rehabili-
tación de Meillet como lingüista xeral. Os efectos dese cambio de parecer xa
se van facendo notar fóra do círculo —bastante estreito— dos historiógrafos
de profesión. Así e todo, esta tentativa de reavaliación adoece dalgunhas eivas.
Moito traballo hai pendente, por exemplo, para determinar en que me-
dida puido Meillet anticipar algunhas das tendencias e iniciativas que toma-
rían corpo na segunda metade do século. Os líderes deses movementos de re-
novación non eran precisamente afeccionados a desenterrar os seus precurso-
res. Esquecer o pasado, ou mesmo finxir que non había pasado que esquecer,
era un xeito de se liberar daquela herdanza, que, por entón, máis semellaba
carga do que don. Por outra banda, non se prestou atención abonda á acti-
tude de Meillet ante as xeracións que precederon a súa. Formándose como
lingüista durante os anos finais do século XIX, recibiu e asimilou os mellores
froitos de oito décadas extraordinarias na historia da ciencia da linguaxe. Os
predecesores de Meillet enriquecérano legándolle esa inxente cantidade de co-
ñecementos, mais el non quixo cruzarse de brazos e vivir das rendas do patri-
monio herdado; antes ben, deulle un uso produtivo, converténdoo en ali-
mento dun pensamento orixinal, que se nutría do pasado e se proxectaba cara
ao futuro.
No presente traballo tratamos de focalizar a nosa atención nos anos de
formación de Meillet, a fin de amosar o moito que de Ianus bifrons había nel.
Por unha banda, miraba cara atrás, isto é, cara á lingüística comparativa e his-
tórica do século XIX, e, con orgullo, tíñase por un elo máis na cadea desa tra-
dición. Por outra banda, miraba cara adiante, isto é, dedicábase a trazar as liñas
mestras dunha nova lingüística xeral, baseada non na mera especulación, se-
nón nos sólidos resultados das varias lingüísticas particulares que se desenvol-
veran durante o Oitocentos. Na nosa opinión, logramos demostrar que, na

5
súa xuventude, antes de cumprir os trinta anos, Meillet xa alcanzara un alto
grao de madurez intelectual. As súas ambicións científicas, así como as presu-
posicións teóricas sobre as que descansaban, estaban xa fixadas no esencial. A
súa forma mentis achábase xa case completamente definida, e o correr dos
anos, coa súa carga de novas lecturas e novas experiencias, só ía aportar un
enriquecemento material. Se tivésemos licenza para usar dunha metáfora, di-
riamos que moitos libros novos se sumaban cada ano aos fondos de Meillet,
mais, canto aos andeis da súa mente, estes non vencían nin crebaban, e non
había necesidade de alongalos ou ensanchalos. Fecunda e facetada, a súa tra-
xectoria científica foi tamén rectilínea, sen zigzagueos, sen dramáticos cam-
bios de rumbo. Non moitos lingüistas poden dicir o mesmo.

PALABRAS CHAVE

Lingüística comparativa e histórica, Lingüística indoeuropea, Lingüís-


tica xeral, Historia da lingüística, Antoine Meillet

6
ABSTRACT

Disciple of Michel Bréal (1832-1915) and Ferdinand de Saussure (1857-


1913), friend of Maurice Grammont (1866-1946), Sylvain Lévi (1863-1935)
and Joseph Vendryes (1875-1960), master to Émile Benveniste (1902-1976)
—the most celebrated in a long series of devoted pupils—, Antoine Meillet
was, no doubt, a giant of linguistics. Standing upon his shoulders, one can
gain a clear and far-reaching view of the history of the discipliene along the
whole twentieth century. If we want to dive into the first three decades, Meil-
let’s career and work provide us, obviously, with a mirror-like image (be it no-
ticed that, in the intellectual sphere, all mirrors are more or less distorting).
During those thirty years, indeed, there was no theme he did not explore, no
problem that he did not care for, no school of thought that he did not receive
with, at least, benevolent curiosity. As for the seven following decades, it is
needless to say that his writings cannot give us a direct access to them. Meillet
died in the autumn of 1936, so he could not witness nor evaluate the institu-
tional transformations and intellectual drifts that would shape linguistic sci-
ence after the parenthesis of World War Two. And yet there is a sense in
which we can still take him as a key to the understanding of later develop-
ments. If we study how the younger generations of linguists assessed his work
and scientific personality, we can be acquainted with the evolution of those
scholars’ frames of reference, scientific ideas and ideals and self-location in the
history of the discipline. The way in which those men and women reacted to
Meillet’s legacy gives us an insight into their thinking. Those linguists who
began to cultivate science during the years 1900-1930 had used to see Meillet
as a great general linguist who, besides, as a specialist, was a brilliant indo-eu-
ropeanist. Those who started their careers from 1930 onwards, however,
seemed keen to think of him as a mere comparativist, as a conscientious and
rigorous worker who, sadly, was also narrow-minded and short-sighted, inca-

7
pable of keeping pace with his junior colleagues, unable to notice the changes
which were then starting to unfold. Only in the last two decades of the cen-
tury, coinciding —not by chance— with the rapid growth of linguistic histo-
riography, a shift began towards Meillet’s rehabilitation as a general linguist.
The effects of this change of mind are beginning to show even outside the
rather small circle of professional historiographers. Nevertheless, this attempt
at a reassessment of his work is not without some shortcomings.
Much needs still to be done, for instance, in order to find up to which
point did Meillet foresee some of the trends and initiatives which would take
shape in the second half of the century. The leaders of those new movements
were not inclined to dig that precursor out. Forgetting the past, or even pre-
tending there was no past to forget, was a way to free themselves from that
legacy, which, at that time, seemed more a burden than a gift. Also, not
enough attention has been paid to Meillet’s attitude towards the generations
that preceded his own. Having been trained as a linguist during the last years
of the nineteenth century, he received and assimilated the best fruits of eight
extraordinary decades in the history of language study. Never before so many
languages had been put under the linguists’ microscope, never before a clearer
vision had been gained as regards the structural diversity of languages and the
changes they can undergo along their history. Meillet’s forebears enriched
him with that enormous amount of knowledge, but he chose not to sit idle
upon inherited wealth; instead, he put it to good use, making it a power
source for an original thinking, one that lived off the past and projected itself
unto the future.
In the present work, we have tried to focus on Meillet’s years of appren-
ticeship, so as to show how much of a Janus bifrons he was. On the one hand,
he looked backwards, i.e., he had an eye on nineteenth-century historical and
comparative linguistics, and he thought of himself as a link of that chain of
tradition. On the other hand, he looked forwards, i.e., he devoted himself to
devising the plot —so to say— of a new general linguistics, founded not on

8
sheer speculation, but on the sound findings of various branches of particular
linguistics (all developed since the beginnings of the nineteenth century). We
believe we have shown that, in his youth, before turning thirty years of age,
Meillet had already reached a high level of intellectual maturity. His research
goals, and also the theoretical presuppositions on which they rested, were, in
essence, established. His forma mentis was almost entirely defined, and the
passing of time, with its load of new readings and new experiences, would
only bring forth a material enrichment. If I may use metaphor, I will say that
each new year would add many new books to Meillet’s collection, but, as for
the shelves of his mind, they would not bend nor break, and there would be
no need to widen nor to lengthen them. Rich and variegated as it was, his
scientific trajectory was also very straightforward, without zigzagging, with-
out dramatic changes of course. Not many linguists can boast of that.

KEY WORDS

Comparative and historical linguistics, Indo-European linguistics, Gen-


eral linguistics, History of linguistics, Antoine Meillet.

9
INTRODUCCIÓN

10
11
PRESENTACIÓN

En diciembre de 1986, cuando se acababa de cumplir el quincuagésimo


aniversario de la muerte de Antoine Meillet la Società Italiana de Glottolo-
gia dedicaba un simposio al estudio de su obra científica (Quattordio Mo-
reschini, 1987). Menos de un año después, en septiembre de 1987, la Uni-
versidad de París X (Nanterre) acogía un coloquio sobre «Antoine Meillet
et la linguistique de son temps», cuyas actas verían la luz en un número es-
pecial de la revista Histoire, Epistémologie, Langage (Auroux, 1988), órgano
de la Société d`Histoire et d’Epistémologie des Sciences du Langage. Aun-
que algunos de los participantes se mostraban bastante circunspectos en su
valoración de la faceta generalista de Meillet (sus méritos como indoeuro-
peísta jamás han estado en cuestión), aquellas dos reuniones fueron los pri-
meros pasos de una recuperación que se consolidaría, poco a poco, en los
decenios posteriores. Después de treinta años en los que se le había tratado
como un personaje secundario en el drama intelectual de Ferdinand de Saus-
sure —en quien se veía a un paradigma de genio atormentado—, se volvía a
comprender que su obra podía y debía estudiarse por sí misma. No en vano
había sido uno de los faros de la lingüística europea durante el primer tercio
del siglo XX.
Aunque no se recogieron en un año, ni siquiera en un decenio, los fru-
tos de aquel nuevo clima fueron abundantes. Otro encuentro científico, ce-
lebrado dos décadas después de los anteriores, da testimonio de cuánto se
hizo en el ínterin. En septiembre de 2008 la asociación Anamnèse, dedicada
al rescate de especialistas francófonos en los campos de las Humanidades y
Ciencias Sociales, celebraba un coloquio sobre tres lingüistas franceses acti-
vos durante las tres primeras décadas del siglo pasado: el indianista Sylvain
Lévi, el romanista Ferdinand Brunot y, en fin, Antoine Meillet. Pues bien,
el título del coloquio fue Trois linguistes (trop) oubliés, no meramente ou-
bliés. No se podía afirmar que se les hubiese olvidado a secas, sino que esta-

12
ban demasiado olvidados (habida cuenta de sus méritos, entiéndase); con
otras palabras: que no se les recordaba en medida suficiente. Además, los
editores de las actas, Claude Ravelet y Pierre Swiggers, llamaban la atención
sobre el carácter «délibérément provocateur» del título (2010, p. 5, n. 2) y
advertían que el propósito del volumen no era salvar a los tres autores de un
olvido que no sufrían, sino «inciter à des recherches sur des aspects (linguis-
tiques et autres) peu ou pas connus de leur œuvre et de leur activité» (ibid.).
Veinte años habían bastado para que hablar de olvido, que tal vez no fuese
excesivo en la década de los ochenta, se convirtiese en una exageración a to-
das luces. Y hoy, transcurrido otro decenio, lo sería aún en mayor medida,
gracias a aportaciones como las de Francis Gandon (Meillet, 2014).
Dada la situación que acabamos de describir, enseguida se advierte que
una investigación acerca de Antoine Meillet y su legado intelectual es, en
cierto sentido, una empresa menos prometedora que hace treinta años.
Buena parte de lo que entonces yacía enterrado en textos que no se leían —
en parte por falta de interés, en parte por las dificultades que entrañaba ac-
ceder a ellos— se ha ido exhumando paulatinamente. Son menos, por tanto,
los descubrimientos pendientes, y mayor el esfuerzo requerido. Sería un
error, con todo, suponer que la de Meillet es una figura agotada, que ya no
nos reserva ninguna sorpresa. Hay en su obra y en su actividad, como apun-
taban Ravelet y Swiggers, aspectos «peu ou pas connus», zonas que han
sido exploradas con precipitación (o que no lo han sido en absoluto). Uno
de los objetivos principales de la presente investigación será, precisamente,
arrojar luz sobre la primera de esas zonas insuficientemente exploradas: el
período inicial de su trayectoria, que se extiende grosso modo desde su in-
greso en la École Pratique des Hautes Études (1888) hasta su ascenso a la
cátedra de gramática comparada del Collège de France (1906).
Del pensamiento lingüístico meilletiano no nos interesa, por tanto, la
etapa de madurez. Salvo alusiones esporádicas, no iremos a buscar sus doc-
trinas en los textos que escribió durante el período de entreguerras, cuando

13
pudo y supo conquistas una posición hegemónica en el escenario de la lin-
güística europea (gracias, en parte, al declive de la ciencia alemana, que acu-
saba el golpe moral y material de la derrota). A fin de cuentas, ese Meillet ya
es una figura bastante conocida, sobre todo después de los esfuerzos colec-
tivos que se han llevado a cabo a partir de los años ochenta. Dejaremos a un
lado, en suma, al Meillet-Meillet, al joven maestro —cuarenta años tenía—
que en enero de 1906 sucedía a Michel Bréal en el Collège de France. El foco
de la observación será el Meillet-preMeillet, un hombre de entre veinte y
treinta años, bien considerado por sus profesores, pero con un porvenir to-
davía incierto en la docencia y en la investigación 1. No faltaba quien le hi-
ciese sombra, y pocos espectadores le habrían augurado la posición domi-
nante que iba a ocupar en la escena lingüística francesa y europea. «Meillet
mit quelque temps à se faire apprécier», ha escrito su amigo y discípulo Jo-
seph Vendryes (1937, p. 239). Cuando joven, gustaba de escribir para po-
cos, como si no le importase conseguir notoriedad entre sus colegas2. No
había dado aún con la que iba a ser su manera propia, distintiva, que en la
claridad y la sobriedad tendría sus dos notas dominantes. Deseaba y buscaba
el aislamiento, pero, como veremos, sus preocupaciones de más largo al-
cance eran comunes a toda la profesión —o, al menos, a sus miembros más

1
La etiqueta de Meillet-preMeillet es un recuerdo y homenaje a la filóloga argentina
Frida Weber de Kurlat, que habló (1976) de Lope-preLope para referirse al dramaturgo no-
vel, al joven Lope que estaba en búsqueda de la fórmula que había de cristalizar en sus piezas
de madurez (obras, estas sí, del Lope-Lope).
2 Significativa es la anécdota que Vendryes refiere acerca de «De quelques difficultés

de la théorie générale des gutturales indo-européennes» (Meillet, 1894a), uno de sus traba-
jos de juventud. «Meillet alors se vantait d’en dire qu’il n’y avait guère en Europe que deux
ou trois personnes qui pussent le comprendre» (Vendryes, 1937, p. 239).

14
esclarecidos— y cobraban pleno sentido al proyectarse sobre el telón de
fondo de los logros y carencias de todo un siglo de investigación lingüística.
Comenzaremos nuestra indagación (capítulo I) con un acercamiento
a la vida de Meillet, un acercamiento detallado y, sobre todo, denso, que casi
se atreve a llamarse biografía. Su propósito es doble, pues, aparte de la fun-
ción que desempeña en el organismo de este trabajo, está dotado de valor
sustantivo y podría leerse separadamente. Hemos pretendido, en primer lu-
gar, reconstruir el entorno familiar de nuestro autor, así como algunas de
sus experiencias vitales de mayor relieve. En lo tocante a una y otra cosa,
errores y lagunas abundan en la literatura secundaria, incluida la de más re-
ciente fecha. En una época en la que las fuentes primarias están cada vez más
cerca de los investigadores —dondequiera que estos se encuentren—, es las-
timoso que ciertas inexactitudes se perpetúen. Quisiéramos contribuir al
descrédito de las más evidentes, para que no sigan circulando durante más
tiempo. En segundo lugar, vamos a tratar de descubrir, en la vida y opinio-
nes de Meillet, algunas claves para la comprensión de su pensamiento lin-
güístico. Siempre es arriesgada la tentativa de establecer vínculos entre el
hombre entero y sus ideas científicas, pero, como ha hecho notar Stephen E.
Toulmin (1972, pp. 261-262), las ideas no son criaturas subsistentes, dota-
das de autonomía (aunque a veces sea útil fingir que lo son); no están en el
aire, sino en las mentes de este o de aquel individuo. Su comprensión pro-
funda requiere tomar en consideración su «human embodiment» (Toul-
min, 1972, p. 261), esto es, las características (comunes o particulares) de los
sujetos que las piensan.
Una vez que hayamos cerrado la semblanza del personaje, procedere-
mos a reconstruir la matriz intelectual en la que se produjo su formación
como lingüista (capítulo II). Con la expresión matriz intelectual nos refe-
rimos, ante todo, a la tradición científica en la que Meillet se educó: la gran
tradición del comparatismo. José Ortega y Gasset, atento siempre a la radical
historicidad del vivir y el pensar humanos, dijo una vez que cada nueva hor-

15
nada de hombres está encaramada sobre las anteriores, cualquiera que sea la
opinión que aquellas le merezcan: «Es […] en principio indiferente que una
generación nueva aplauda o silbe a la anterior —haga lo uno o haga lo otro,
la lleva dentro de sí» (1933, p. 45). Tanto si quiere asimilarse a sus mayores
como si aspira a distinguirse de ellos, cada nuevo artista, cada nuevo pensa-
dor, cada nuevo individuo, en suma, está obligado a tenerlos en cuenta, y
nosotros, para comprenderlo, debemos hacer lo mismo. Lo singular del caso
de Meillet es que, al igual que algunos de sus coetáneos, fue ambivalente en
sus relaciones con la tradición: quiso asimilarse y distinguirse, quiso —si se
nos permite la exageración— aplaudir y silbar. Por ello, el estudio de su ma-
triz intelectual comporta dos operaciones netamente diferenciadas. En pri-
mer lugar, trazaremos el perfil del vasto y poderoso movimiento intelectual
al que se adscribió desde los inicios de su carrera: la gramática comparada e
histórica. De dicho movimiento nos interesa no tanto lo que de hecho fue
cuanto lo que creyó ser, esto es, la percepción que de aquella empresa tenían
sus representantes más eminentes. En efecto, fue la historia contada, no el
pasado vivido, lo que moldeó la mente de nuestro autor, dotándolo de un
basamento conceptual, un arsenal metodológico, un horizonte de posibili-
dades y una idea de las tareas pendientes, o sea, incardinándolo en una dis-
ciplina científica. En segundo lugar, mostraremos cómo, en los años de for-
mación de Meillet varios lingüistas de toda Europa ansiaban superar aquella
tradición (bien entendido que superar es llegar más lejos, no desandar lo an-
dado y dar el camino por no recorrido). No se puede comprender el pensa-
miento lingüístico meilletiano si no se contemplan el haz y el envés del pa-
trimonio intelectual que recibió de sus mayores y compartió con sus coetá-
neos; un haz y un envés que son, como los de una hoja, inseparables: por un
lado, la exaltación de las grandes hazañas del comparatismo; por otro, la con-
ciencia, cada vez más aguda, de sus limitaciones.
Quisiéramos hacer notar que este panorama de la historia contada se
apoya en el trato directo con los algunos de los narradores que le dieron

16
forma y la pusieron en circulación. Dado el propósito de conocer cómo se
contó en el siglo XIX la historia de los estudios lingüísticos a partir de finales
del XVIII, hemos resuelto apoyarnos en la lectura de los historiadores del
XIX, no en lo que sobre ellos dicen los del XX. A través del estudio crítico
de la historiografía lingüística decimonónica, si es exhaustivo y se hace con
las fuentes primarias a la vista, se pueden conocer muchas cosas acerca de la
lingüística decimonónica, del mismo modo que el estudio de los retratos
cortesanos de Velázquez, p. ej., es una vía de acceso al conocimiento de los
protagonistas y de la vida de la corte en tiempos de Felipe IV. Nosotros he-
mos procurado descubrir en el retrato al retratado, en el espejo, los objetos
cuya imagen nos devuelve.
Concluida la reconstrucción de la atmósfera intelectual que respiró
nuestro autor, habrá llegado el momento de reconstruir las primeras etapas
de su carrera académica (capítulo III). Objeto de examen atento serán, por
supuesto, sus primeros escritos de lingüística general, pero no se descuidará
el relato de su lucha por asegurarse una posición laboral que le permitiese
cumplir con su vocación científica. Para que dicho relato resulte inteligible
se hace necesario observar el entorno institucional a través del cual se cana-
lizaron todas las actividades de Meillet, con especial atención a la École Pra-
tique de Hautes Études, su verdadera alma mater. Una vez dibujada la si-
lueta de las instituciones que acogieron a nuestro autor, será hora de aden-
trarse en la lectura de sus escritos. Se procurará trazar, desde dentro de ellos,
un plano de las construcciones teóricas meilletianas, pero también, mirando
hacia fuera, se buscarán posibles antecedentes, modelos y contrapuntos en
la literatura científica del momento. En todo momento se procurará, ade-
más, poner en relación los textos con las vicisitudes concomitantes de la ca-
rrera académica de Meillet. Estos son los años en los que, venciendo ciertas
resistencias ambientales, logró abrirse camino en el mundo de la enseñanza
superior. Su pensamiento se forjó en cooperación y conflicto con las cir-
cunstancias, y para comprenderlo, plenamente, es preciso tomarlas en con-

17
sideración. Este recorrido a través de los primeros años de la carrera cientí-
fica de Meillet pondrá de manifiesto que buena parte de sus ideas cardinales
tomaron forma en fecha muy temprana. Su trayectoria ulterior, que queda
fuera del alcance de este trabajo, es, en gran medida, el desarrollo de unas
semillas que ya estaban preparadas para germinar casi desde el principio.

OBJETIVOS

Una vez expuestos, en modo —digamos— discursivo, el asunto y las as-


piraciones de nuestro trabajo, parece oportuno hacer elenco de estas, presen-
tando la información, eso sí, bajo una forma más pregnante, más condensada.
El esquematismo de la expresión ayudará a delimitar y ordenar las ideas, que
corrían el riesgo de confundirse y perderse en los meandros de una disertacion
más o menos fluvial. No obstante, antes de dar comienzo a la enumeración,
quisiéramos prevenir un malentendido en cuanto al foco de interés del estu-
dio; mejor dicho: en cuanto a las implicaciones que tiene —y que no tiene—
el haber colocado a Antoine Meillet en esa posición.
Cuando un trabajo lleva en su título el nombre de un personaje histórico
(político, militar, filósofo, científico, artista... tanto monta), queda claro
quién es el protagonista de la obra. Grave error sería, con todo, suponer que
ese nombre debe aparecer en cada página, y más grave aún figurarse que nin-
gún otro puede jamás hacerle sombra. En nuestro caso, serán muchos los mo-
mentos en los que Antoine Meillet comparta el proscenio —valga la metá-
fora— con otros lingüistas, y no faltarán ocasiones en que dé unos cuantos
pasos atrás y permanezca junto al telón de fondo. Mas, por paradójico que
parezca, será foco incluso cuando quede en la penumbra. Si mencionamos
otros autores, si glosamos sus escritos, es con el designio de hacer más com-
prensibles la personalidad y obra científicas de Meillet. No hemos querido
acercarnos a él a la manera en que un creyente obtuso, con fe de carbonero, se
acerca a su libro sagrado. Con otras palabras: no hemos querido contemplar

18
las producciones meilletianas como una obra autosuficiente, transparente,
portadora de todas las claves necesarias para su propia comprensión y, por
tanto, abordable desde dentro de sí mismo, sin referencia a nada ni nadie que
se encuentre fuera. Antes bien, hemos tratado de examinarla con los ojos de
un historiador y a través de una lente filológica, convencidos como estamos
de que «todo texto es fragmento de un contexto inexpreso» (Ortega y Gasset,
1945-1953, p. 395) y de que, para comprenderlo hasta el fondo, es preciso
restaurar ese contorno que le falta. El texto solo lleva consigo su contexto bajo
la forma de rastro, de huella; lo supone, no lo contiene, del mismo modo que
las pisadas en el suelo evocan al caminante que lo holló, pero no nos ofrecen
una imagen de él, y menos aún la integridad de su persona.
Esta nuestra mirada histórico-filológica no pretende abarcar —hay que
subrayarlo— toda la producción científica de Antoine Meillet, sino que
apunta a un sector bien delimitado desde los puntos de vista cronológico y
temático. Vamos a ocuparnos preferentemente de los escritos de lingüística
general que publicó durante los primeros años de su carrera, sin descuidar los
aspectos extraintelectuales de la misma, es decir, el trabajoso trepar de nuestro
hombre por la cucaña de la enseñanza superior, siempre en busca de un
puesto que le permitiese asentarse y hacer de su pasión, la lingüística, una pro-
fesión. Y ahora, hechas ya las puntualizaciones indispensables, podemos pasar
a hacer relación de los objetivos que con este trabajo pretendemos alcanzar:

a) Poner de relieve el carácter jánico de la figura de Antoine Meillet, es


decir, la ambivalencia de su personalidad científica 3. De un lado, Meillet re-
cibe, asimila y encarna —a conciencia y con orgullo— la tradición de la lin-

3
La expresión «sabio jánico» la hemos descubierto en Pedro Laín Entralgo, que la
emplea para referirse a «[un] hombre eminente cuyo saber tiene dos rostros, uno clara-
mente orientado hacia su presente y su futuro y otro —aunque no por espíritu reaccionario
o por pura nostalgia— vuelto todavía hacia el pasado, hacia el magisterio de la sabiduría
antigua» (1978, p. 251).

19
güística comparativa e histórica, que venía desarrollándose desde los albores
del s. XIX; de otro lado, sin renegar jamás de la herencia recibida, proyecta
una nueva lingüística (bien entendido que superación no es negación ni anu-
lación, del mismo modo que, pongamos por caso, el adulto de hoy no niega
ni anula al muchacho de ayer).
b) Mostrar cómo Antoine Meillet, en su faceta de lingüista general, fue
un hombre de extraordinaria precocidad. Cuando solo contaba veintisiete
años, ya había concebido —bajo el influjo de sus mayores y sus coetáneos, por
supuesto— algunas de las nociones medulares de su pensamiento lingüístico.
No se cumple en Meillet, desde luego, la célebre tesis orteguiana (Ortega y
Gasset, 1933, p. 48) que hace de la treintena el arranque de una nueva etapa
en la carrera del hombre de ciencia: cerrada la fase de asimilación, de «[insta-
lación] en el mundo científico vigente», se inaugura la de creación, en la que
«encuentra todas sus nuevas ideas». Diríase que nuestro autor ya había en-
contrado muchas de ellas en las postrimerías de la veintena 4. En las décadas
sucesivas, las matizaría, las completaría, las ampliaría, las reformularía, etc.,
pero en poquísimas ocasiones abjuraría de ellas.
c) Descubrir relaciones entre las ideas lingüísticas y las vicisitudes vitales
y personalidad de Antoine Meillet, y no por capricho, sino porque las segun-
das fueron el marco en el que las primeras se gestaron. Queremos evitar, pues,
que se nos pueda hacer el mismo reproche que Georg Simmel formuló contra

4
Cierto es que resulta fácil encontrar opiniones muy distintas, con arreglo a las cuales
no habría nada particularmente notable en la precocidad de Meillet (de hecho, ni siquiera
cabría hablar de precocidad). Así, p. ej., figuras de tanto relieve como el físico Paul Dirac y
el matemático John von Neumann han situado en torno a los veinticinco años la acmé de
las dotes creativas del científico (cfr. Zuckermann y Merton, 1972, pp. 322-323). En reali-
dad, tanto las sentencias de Diract y Neumann como la de Ortega tienen mucho más de
intuición que de constatación, y han de tomarse como hipótesis que poner a prueba, no
como verdades inconcusas: «Observations of this sort, based on lore rather than systematic
evidence, raise the perennial questions: is it really so? and if so, how does it come to be?»
(Zuckermann y Merton, 1972, p. 309).

20
el tratamiento reductor que los historiadores de la política aplican a los gran-
des estadistas: «[The political historian] produces a hypothetical construct:
the political actor. This construct disregards the existential continuity be-
tween political activity and all other circumstances of life: it is as if they did
not even exist» (Simmel, 1977, p. 206). Nos guardaremos, eso sí, de incurrir
en excesos. Bien puede ser que una lengua sea un système où tout se tient, pero
una vida humana no lo es: hay que renunciar, por quimérica, a la pretensión
de descubrir conexiones íntimas y necesarias entre todos y cada uno de los
aspectos de la trayectoria vital de un individuo. De hecho, ni siquiera está
claro que la expresión trayectoria vital —tan cómoda que, a la hora de la ver-
dad, resulta indispensable— le haga justicia a la complejidad del vivir hu-
mano. Nos invita a imaginarlo como un hilo fino y solitario que se extiende
desde el nacimiento hasta la muerte. En rigor, sin embargo, una vida no es un
hilo, sino, más bien, un manojo de fibras que discurren en paralelo, pero sin
confundirse, como axones en un fascículo nervioso. Cada vida singular —la
vida de cada individuo— es constitutivamente plural 5.
d) Hacer ver que los proyectos y ambiciones de Meillet en el campo de la
lingüística general no eran singularidades ni extravagancias, sino que se halla-
ban en armonía con las preocupaciones y aspiraciones de muchos de sus con-
temporáneos (algunos, mayores que él; otros, de la misma generación; otros,
en fin, más jóvenes). En efecto, en los últimos treinta años del s. XIX, no fal-
taron lingüistas que viesen o entreviesen la necesidad de completar la lingüís-

5
Debemos a Pedro Laín Entralgo una de las más precisas y elegantes formulaciones
de esta idea: «[N]i transversal, ni longitudinalmente son frecuentes, si es que hay algunos,
los hombres de una pieza. Con oscilante y desigual atención hacia una o hacia otra, innu-
merables personas llevan adelante todo un haz de vidas complementarias, y parte de la in-
quietud a que siempre está sometida la intimidad humana consiste en tener que pasar con
frecuencia de una a otra. Einstein, por ejemplo, fue a la vez, saltando a veces de uno a otro
registro vital, físico teórico, luchador por la libertad y la paz, hombre fiel a su condición de
judío, violinista de afición y varón familiar» (1984, pp. 82-83).

21
tica comparativa e histórica —disciplina que se divide en muchas, pues mu-
chas son las familias de lenguas— con una lingüística teórica que la funda-
mentase y que, a la vez, se alimentase de ella. Esta nueva lingüística sería una
disciplina única, enteriza, en consonancia con la esencial unidad del lenguaje,
que permanece siempre uno a través de todas sus manifestaciones. Meillet,
que oyó esas voces durante sus años de formación (o tal vez, en algún caso,
ecos más o menos apagados), se hizo partícipe del mismo empeño, le dio
forma de programa e intentó concitar las voluntades necesarias para ponerlo
por obra.

METODOLOGÍA

De los historiadores y filólogos se ha dicho a veces —con muy poca jus-


ticia y con ninguna caridad— que son como asnos de noria. Animosos, di-
ligentes, hacen girar una y otra vez la rueda de los arcaduces, pero desconcen
la profundidad del pozo y el origen del manantial que lo alimenta, y no tienen
noticia de la localización y las calidades de los cultivos que con su esfuerzo
ayudan a regar. Llevan a cabo, en suma, un trabajo indispensable para el agri-
cultor, pero sin tener una noción clara del cómo ni del para qué. Han sido los
filósofos quienes más se han complacido en críticas de esta especie, con símiles
animalizadores incluidos6. Justo es reconocer, con todo, que entre los histo-

6
El símil del asno de noria, no nos consta que se haya empleado con anterioridad,
aunque no nos sorprendería descubrirlo en las páginas de cualquier pensador de los dos
últimos siglos. Ortega y Gasset buscó el término de comparación entre los insectos: «Es
preciso, ante todo, por alta exigencia de la disciplina intelectual, negarse a reconocer el tí-
tulo de científico a un hombre que simplemente es laborioso y se afana en los archivos sobre
los códices. El filólogo, solícito como la abeja, suele ser, como ella, torpe. No sabe a qué va todo
su ajetreo» (Ortega y Gasset, 1928, p. 529; las cursivas son nuestras). Benedetto Croce lo
hizo entre los anfibios. Los filólogos y los historiadores filologizantes son —dice (1920, p.
23)— «veri animaletti innocui e benefìci». Su desaparición supondría para el conoci-

22
riadores no han faltado jueces rigurosísimos de su propio gremio. A veces se
han hecho eco —acaso sin saberlo— de las críticas de los filósofos: «[L]os his-
toriadores no reflexionan sobre los fundamentos profundos de su trabajo»,
decía Julio Aróstegui hace unos cuantos años (2001, p. 17). En otros momen-
tos, puestos ante la evidencia de que algunos historiadores sí reflexionan, han
deplorado la escasa originalidad y la poca profundidad de sus resultados. De
nuevo encontramos un ejemplo en Julio Aróstegui, que habló con indisimu-
lado desdén de las meditaciones metahistoriográficas del grueso de sus cole-
gas, repletas de «convencionalismo trivializador» (2001, p. 34). «¡Cuántas
veces no hemos observado —escribía (ibid.)— que el ‘objeto y método’ de la
disciplina no es sino una mera retórica [...] en el curso de la oposición a una
plaza de funcionario [...], sin mayores consecuencias!» (id.: 34 n. 38). Pala-
bras como estas bastan para infundir temor en quien ha de escribir, siquiera
sea brevemente, sobre los principios que han regulado su labor investigadora.
Malo es guardar silencio, pero no es mejor amontonar trivialidades sobre tri-
vialidades, destino al que muchos, al parecer, no han sido capaces de sus-
traerse.
En este instante de perplejidad, de duda paralizante, acude en nuestra
ayuda Pierre Swiggers, que tasa en su justo valor el papel de la reflexión meta-
historiográfica en la praxis del historiador: «It is perfectly possible to do extre-
mely solid historiographical work without bothering much about metahisto-
riography» (1996-1997, p. 394). No es Swiggers, desde luego, un hombre re-
acio a cavilar sobre su oficio; antes bien, se ha distinguido por su contribución
a la construcción de una teoría y una metodología de la historiografía lingüís-
tica (Swiggers, 1983; Swiggers, 1990; Swiggers, 2004; Swiggers, 2010a;

miento del hombre lo mismo que la de los sapos para la agricultura: «[L]a fertilità dei campi
dello spirito non solo ne sarebbe sminuita ma addirittura rovinata, e bisognerebbe promuo-
vere di urgenza la reintroduzione e l’accrescimento di quei coefficienti di cultura: press’a
poco come dicono che sia accaduto di recente nell’agricoltura francese, dopo l’improvvida
caccia data per più anni agli innocui e benefici rospi» (ibid.; las cursivas son nuestras).

23
Swiggers, Desmet y Jooken, 1998). Ocurre que su dedicación personal a la
empresa lo ha convertido en un crítico severo, en vez de hacerlo más indul-
gente. Siendo un asiduo cultor del campo metahistoriográfico, está en ópti-
mas condiciones para distinguir entre teorización seria y pirotecnia verbal. Sa-
bedor de la facilidad con que se transita de una a otra, les advierte a sus colegas
que no tienen por qué pagar ese peaje. Si les resulta demasiado oneroso, pue-
den saltárselo: lo que importa es que anden su camino.
Este consejo —implícito— de Swiggers nos ha alentado a reducir al mí-
nimo las reflexiones sobre nuestro modus operandi. Diremos, pues, que nues-
tro trabajo ha consistido, ante todo, en seleccionar un corpus documental,
leer los textos, comentarlos y, a partir de ellos, (re)construir el pensamiento de
los autores, tratando de descubrir quiebras y continuidades entre unos y
otros. Siempre hemos tenido presente que el conocimiento histórico es una
de las formas del conocimiento del otro (cfr. Aron, 1986, p. 105), y que este es
siempre un conocimiento fundado en indicios y construido por conjetura.
Cuando el otro no nos es contemporáneo, los indicios son rastros, vestigios7.
Vestigios son, p. ej., las ruinas de un templo, el ajuar funerario que acompaña
al cadáver en su tumba, y vestigios son también los textos, género de indicios
que nos concierne cuando pretendemos adentrarnos en la historia del pensa-

7
Bellamente lo expresó el medievalista francés Marc Bloch, padre, junto a Lucien
Febvre, de la célebre escuela de los Annales: «La primera característica del conocimiento
de los hechos humanos del pasado y de la mayor parte de los del presente consiste en ser un
conocimiento por huellas» (Bloch, 1952, p. 47; las cursivas son nuestras). Y medio siglo
antes ya lo habían dicho Charles V. Langlois y Charles Seignobos, tantas veces vilipendia-
dos —y no siempre con razón— por las generaciones posteriores: «L’histoire se fait avec
des documents. Les documents sont les traces qu’ont laissées les pensées et les actes des
hommes d’autrefois» (1898, p. 1; las cursivas son nuestras).

24
miento filosófico o científico. Con esas teselas, que se han de limpiar y poner
en orden, se recompone el mosaico de una doctrina.
En cuanto al modo de presentar los resultados de las pesquisas, hemos
optado por un procedimiento que, con toda su simplicidad, posee la ventaja
de preservar la libertad de juicio del lector. Hemos citado in extenso las fuentes
primarias y tomado los pasajes reproducidos como puntos de apoyo para to-
das nuestras aseveraciones sobre lo que tal o cual autor pensaba. De ese modo,
el lector puede hacer por sí mismo un cotejo entre los materiales de que dis-
poníamos y la (re)construcción que con ellos hemos hecho. Escamotear las
fuentes, limitarse a resumirlas y parafrasearlas, es inevitable si se escribe un
manual, si se pretende ofrecer una vista panorámica del desarrollo histórico
durante un período de tiempo más o menos prolongado. Cuando la óptica,
en vez de macroscópica, es microscópica, merece la pena sacrificar la agilidad
expositiva en aras de la precisión, y, sobre todo, no exigirle al público que crea
en lo que no ha podido ver. Esta predilección por la cita extensa, si no se man-
tiene bajo control, puede conducir a la transformación de la historiografía en
mero acopio de testimonios, degradación comparable a la de una paleontolo-
gía que se ocupase solo de coleccionar huesos y se negase a reconstruir esque-
letos. El peligro no es hipotético. En su vejez, el historiador francés Charles-
V. Langlois —con quien acabamos de encontrarnos— no se atrevía a escribir
historia, sino que, temeroso de manipular el pasado, se limitaba a «offrir à ses
lecteurs un montage de textes» (Marrou, 1975, p. 50), es decir, a confeccionar
colecciones de documentos 8 . Nosotros creemos, no obstante, que estamos
lejos de incurrir en tales excesos. Los textos, como decíamos, se citan y se co-

8
Por lo demás, como apunta Henri-I. Marrou —a quien debemos esta noticia—, el
historiador no puede saltar jamás por encima de su propia sombra, ni siquiera convirtién-
dose en simple acopiador de fuentes: «[Ô] naïveté, comme si le choix des témoignages re-
tenus n’était pas déjà une redoutable intervention de la personnalité de l’auteur, avec ses
orientations, ses préjuges, ses limites!» (1975, p. 50).

25
mentan con detenimiento, de modo que es muy improbable que el lector
tenga la impresión de hallarse ante un mero centón.

26
CAPÍTULO I
NOTAS PARA UNA BIOGRAFÍA

1.1 El Meillet privado


1.1.1 Entre Châteaumeillant y Moulins: infancia y juventud
1.1.2 Nuevas oportunidades, nuevos horizontes: París
1.1.3 El mundo visto a los 40 años: Meillet en su diario
1.2 El Meillet público
1.2.1 La muerte de un maestro
1.2.2 La reacción de la prensa
1.2.3 La respuesta de los especialistas
1.3 Conclusiones

27
28
Como ya hemos anunciado en la Introducción, este capítulo quiere ser
una contribución a la biografía de Antoine Meillet, basada, sobre todo, en la
consulta de fuentes hasta ahora poco aprovechadas por los historiadores (o,
en algunos casos, fuentes ignoradas). Su propósito es doble: por una parte,
pretende enmendar algunos errores e inexactitudes que vienen circulando
desde hace décadas en la literatura especializada; por otra parte, dejar trazado
un perfil de la personalidad de Meillet que pueda ayudarnos a comprender su
pensamiento (o, por lo menos, a arrojar luz sobre alguna de sus facetas). A fin
de cuentas, como ha dicho Ortega, «[l]o que se suele denominar ‘doctrinas
[…]’ —él habla de las filosóficas; nosotros, de las lingüísticas— no tiene reali-
dad alguna, es una abstracción» (1942, p. 164). Una doctrina no flota sobre
la cabeza de los hombres, sino que está dentro de algunas de ellas, que la han
concebido en vista de una circunstancia y como reacción ante ella. Olvidar
esta circunstancialidad de las doctrinas, esta su radicación en el concreto vivir
de un individuo concreto, es quedarse solo con un espectro, apunta Ortega
(ibid.). La atención que prestamos a la vida de nuestro autor pretende evitar
que las ideas se convierten en fantasmas: con este capítulo inicial pretendemos
tener siempre presente al hombre que las pensó.

1.1 EL MEILLET PRIVADO

«Antoine Meillet fut d’abord […] un comparatiste». Con estas palabras


abre Pierre Swiggers uno de los varios trabajos que ha consagrado al estudio
de la obra lingüística de nuestro autor (2010, p. 21). No cabe disentir. Meillet
fue, sí, un comparatista, y lo fue, además, a conciencia y con orgullo: jamás se

29
dejó amedrentar por las reacciones más o menos desdeñosas de algunos cole-
gas más jóvenes 9.
Erraríamos, no obstante, si pensásemos que solo fue un comparatista e
ignorásemos los demás rostros de su persona. Evocando unas palabras de Or-
tega propósito de Orígenes del español (Menéndez Pidal, 1926) 10, podríamos
decir que Meillet fue un hombre de ciencia, pero también un hombre. El pro-
pio Pierre Swiggers, con su ejemplo y sus palabras, nos ha invitado a interesar-
nos por el hombre que se esconde tras el científico (o, mejor dicho, por el
hombre del que el científico es parte). Hace unos años, escribió un trabajo —
breve, pero sustancioso— acerca de la muerte de Meillet (Swiggers, 2006), y
en él, en medio de las noticias sobre cómo nuestro hombre regresó, en el úl-
timo trance, a la fe de sus padres, encontramos una de alcance general:
«[L]’histoire de la linguistique devrait aussi inclure l’histoire [...] des person-
nalités individuelles» (Swiggers, 2006, p. 138).
No hace falta decir que esta apertura hacia lo anecdótico —en el sentido
de ‘curioso’, no en el de ‘irrelevante’— no es una extravagancia de Swiggers.
Desde el último cuarto del siglo pasado, otros autores han mostrado interés
por el relato biográfico o autobiográfico, convencidos de que propicia una
visión integral del desarrollo de nuestra disciplina. Buena prueba son, p. ej.,
los tres libros de la serie First person singular (Davis y O’Cain, 1980; Koerner,
1991; Koerner, 1998), que contienen sucintas autobiografías de cincuenta y
tres lingüistas estadounidenses, así como Linguistics in Britain: personal sto-

9
Más adelante (cfr. infra, § 1.2.3) habrá ocasión de desarrollar este apunte y de escla-
recer, en la medida de lo posible, la alusión que contiene.
10
He aquí el texto de Ortega: «[Menéndez Pidal] acumula toneladas de saber medie-
valista. La abundancia es tal que, para ser sincero, yo tendría que juzgarla excesiva y hacer
notar que deforma la arquitectura del libro. Es preciso que los hombres de ciencia vuelvan
a caer en la cuenta de que escriben libros […]. Un libro de ciencia tiene que ser de ciencia;
pero también tiene que ser un libro» (Ortega y Gasset, 1926). La sentencia final se hizo
célebre al ser elegida por Ernst Robert Curtius como uno de los lemas de Literatura europea
y Edad Media latina (1955, p. 16).

30
ries (Brown y Law, 2002), donde los personajes autorretratados son veintitrés,
y La lingüística en España: 24 autobiografías (Laborda Gil, Romera y Fer-
nández Planas, 2014), cuyo título hace ociosas las aclaraciones11.
Contra esa reivindicación de lo anecdótico, siempre se puede objetar que
lo valioso no es el hombre, sino la obra, que aspira a la permanencia. Ahí que-
ría ir a parar Unamuno cuando, con su sólito afán de provocación, escribió
estas palabras: «[A]l comentar el Quijote, dejo a Cervantes fuera, y no me in-
teresa ni poco ni mucho lo que este buen hidalgo pensara al escribir su obra,
ni lo que quiso decir en ella» (Unamuno, 1905, p. 88). Actitud esta que es
buena para hacer, mas no para escribir la historia. Quien quiere hacer historia
se acerca a los monumentos del ayer en busca modelos, de inspiración para
prender hoy el fuego que mañana ha de alumbrarle. Lo que no puede conver-
tir en alimento para la hoguera, lo desecha sin vacilación; lo que no puede asi-
milar, lo expele. Esa es la disposición anímica que Friedrich Nietzsche exalta
en la segunda de sus Consideraciones intempestivas, cuando afirma que una
naturaleza humana «poderosa e imperante» consigue apropiarse de «lo pa-

11
Acerca de First person singular y Linguistics in Britain se pueden consultar dos tra-
bajos de Xavier Laborda Gil (2012, 2015). Del volumen compilado por Laborda Gil, Lour-
des Romera Barrios y Ana M.ª Fernández Planas tenemos una detallada reseña de Manuel
Martí Sánchez (2014).
A las obras arriba mencionadas se podría añadir, quizá, Combats pour la linguistique
(Chevalier y Encrevé, 2006). El libro extracta y comenta las conversaciones de los editores
con catorce lingüistas franceses (o naturalizados) que nacieron, grosso modo, durante el pri-
mer tercio del s. XX: André Martinet, el mayor, lo hizo en 1908; Julia Kristeva, la más joven,
en 1941. En los años 1950-1970, relevaron a las últimas generaciones formadas bajo la he-
gemonía del enfoque histórico-comparativo y, poco a poco, fueron haciéndose con todas
las posiciones de poder en el campo de las ciencias del lenguaje.

31
sado y ajeno» para «transformarlo en sangre» (2006, p. 18), mientras que
menosprecia y olvida «todo lo que [...] no logra vencer [scil. asimilar]» 12.
Muy otra, mucho menos desenvuelta, es la actitud de quien quiere escri-
bir, no hacer la historia. Ciertamente, el historiador tiene el deber de seleccio-
nar. Sin embargo, no es menos cierto que debe ser persona inquisitiva, movida
de una curiosidad universal, que no se desdeñe de atender a esas pequeñas no-
ticias que algunos tachan de chismografía 13. A pesar de su aparente insignifi-
cancia, los hechos menudos pueden brindarnos claves interpretativas que no
se nos revelan en los grandes actos. Al hombre, a veces, lo conocemos en los
detalles.
En el caso de Meillet, su obra impresa, que es una realidad derivada con
respecto a la persona del autor, es para el observador externo la única realidad
que aparece con los caracteres de inmediatez y patencia. Su vida, en cambio,
es siempre problemática, conjetural. Con todo, haciendo uso de toda la infor-
mación que hemos podido extraer de las fuentes accesibles, trataremos de es-
bozar una semblanza del personaje. Si el vivir de nuestro hombre, como el de
cualquier otro, con su multitud de facetas y vicisitudes, se puede comparar

12
Más adelante, el propio Nietzsche nos advierte que las naturalezas poderosas e impe-
rantes, que en lo viejo buscan aliento para emprender lo nuevo, tienden siempre a mutilar
o desfigurar el pasado: «Siempre que el alma de la Historia resida en los grandes impulsos
que toma de ella el hombre poderoso, cuando el pasado es descrito [...] como algo imitable
y repetible, corre el peligro de verse distorsionada, embellecida y, por ello, acercada a la poe-
sía de libre imaginación» (2006, pp. 36-37).
13
Con esta expresión se refería Unamuno (1916, p. 352) a las indagaciones de los eru-
ditos acerca de la vida de Cervantes, que no ayudan —decía— a entender mejor sus obras
ni a gustar más de ellas. Aunque filólogo de oficio, don Miguel no tenía la paciencia ni el
temple necesarios para dejarnos en herencia —pongamos por caso— una edición crítica y
anotada del Quijote. Sus dotes eran, eso sí, las apropiadas para escribir una Vida de don
Quijote y Sancho. Él mismo lo decía sin rodeos: «Dejemos a esos buenos señores [scil. los
eruditos] que escriban la historia literaria de España, y por nuestra parte procuremos ha-
cerla, hacer esa historia» (1905, p. 100).

32
con una serie de armónicos, intentaremos dar con la frecuencia fundamental
de la cual derivan.

1.1.1 Entre Châteaumeillant y Moulins: infancia y juventud

No parece inoportuno abrir esta semblanza refiriendo lo que hemos ave-


riguado acerca de la infancia y juventud de nuestro hombre. Con los datos
que obran en nuestro poder no vamos a tejer una narración minuciosa, pero
sí mostraremos algunos de los hitos vitales de nuestro autor durante sus pri-
meros años. Tienen interés bastante para no quedar confinados en una nota
a pie de página. Veamos, pues, cuántos y cuáles son.
Paul-Jules-Antoine Meillet —tal era su nombre completo 14— nació el
11 de noviembre de 1866 en la ciudad de Moulins, capital del departamento
del Allier, que corresponde, grosso modo, a la antigua provincia del
Borbonesado (fr. Bourbonnais). Su padre, Jules Meillet, que contaba treinta
y un años, era el notario de Châteaumeillant, un pueblecito del vecino
departamento del Cher. Su madre, Louise-Pétronille Meillet (née Poirier),
tenía veintitrés años y se dedicaba exclusivamente a las tareas domésticas. Jules
y Louise se habían casado cinco años antes 15, y Antoine era su primer hijo. El
alumbramiento tuvo lugar en la casa de los señores Poirier, en donde la
parturienta recibió cuidados que en Châteaumeillant no estaban a su alcance.

14
La página web de los archivos del departamento de Allier da acceso a la totalidad de
las inscripciones realizadas en el registro civil de la commune (‘municipio’) Moulins hasta el
año 1920. A través de este enlace podemos examinar —y descargar, si así lo deseamos— una
copia digital de la partida de nacimiento de nuestro autor: https://bit.ly/3gUFGzb. Ad-
viértase que, según consta en el documento, el prénom completo de Meillet es Paul-Jules-
Antoine, y no Antoine-Paul-Jules, como se ha dicho en ocasiones (cfr., p. ej., Swiggers,
2009).
15
El compromiso se había celebrado en Moulins, ciudad natal de la novia, el día 23
de septiembre de 1861 (Chevalier, 1937, p. 43). A través de la web de los archivos departa-
mentales de Allier, podemos consultar el acta: https://bit.ly/3eLGljF.

33
Después del feliz suceso, la familia regresó al pueblo, y allí pasó nuestro autor
toda la infancia. A lo largo de los seis años siguientes, sus padres le dieron dos
hermanos: el primero, Antoine-Henri, nació el 8 de marzo de 1869; el
segundo, Joseph-Philippe-Émile, el 27 de marzo de 1872. Uno y otro, como
Antoine, vinieron al mundo en la casa de sus abuelos maternos; de ahí que sus
partidas de nacimiento se encuentren en los archivos del Allier, no en los del
Cher 16.
Los años de infancia en Châteaumeillant dejaron en Meillet una impron-
ta que jamás quiso esconder: «[Il] se piquait volontiers d’être un rural; et le
fait est qu’il connaissait bien les choses de la campagne pour les avoir obser-
vées» (Vendryes, 1937, p. 203). Nada nos hace suponer que su niñez fuese
infeliz, aunque la familia sufrió dos grandes desgracias en aquellos años, y
nuestro hombre no pudo dejar de acusarlas. El día 28 de abril de 1877, su her-
mano Antoine-Henri fallecía en Moulins, en casa de los Poirier 17. Diecisiete
meses después, el 6 de septiembre de 1878, moría su madre, mujer «d’une rare
distinction», a quien recordó con grandísimo afecto «toute sa vie» (ibid.) 18.
Según el relato de Paul Boyer (1936, pp. 191-192) y Joseph Vendryes (1937,
p. 203), viejos amigos y colegas del maestro, fue entonces, al finar la Sra.
Louise Meillet, cuando la familia se trasladó de Châteaumeillant a Moulins.
Las razones —dicen Boyer y Vendryes— fueron de orden académico. Estan-
do ya a punto de cumplir once años, Antoine podía cursar el Bachillerato,
pero para ello debía dejar aquel pueblecito del Cher e instalarse en una ciudad.
Con todo, cabe sospechar que la mudanza se había producido cuando la ma-

16
La partida de nacimiento de Antoine-Henri está a nuestra disposición en el portal
del archivo de Allier: https://bit.ly/3eaKnTF. Allí también descubriremos, claro está, la de
Joseph-Philippe-Émile: https://bit.ly/3udJIGP.
17
Ha sido fácil dar con la partida de defunción, que, por desgracia, no informa sobre
la causa de la muerte: https://bit.ly/3eQEha8.
18
Su partida de defunción, como la de Antoine-Henri, no nos dice nada sobre el por-
qué del fallecimiento: https://bit.ly/3vE68RB.

34
dre aún vivía, ya que el acta de defunción señala que el fallecimiento ocurrió
«en son domicile, situé en cette ville [scil. Moulins], rue des Capucins» 19. Su
hijo Antoine-Henri, en cambio, había muerto «au domicile de l’aïeul mater-
nel, situe en cette ville, rue de la Corroierie» 20. Ello nos hace suponer que la
mudanza se produjo entre los primeros días de mayo de 1877 (como muy
pronto) y los últimos de agosto de septiembre de 1878 (como muy tarde).
En cualquier caso, lo que parece claro es que, a pesar de las recientes des-
dichas de la familia, Meillet no experimentó grandes dificultades para adap-
tarse a su nuevo entorno. Como alumno del liceo de Moulins, fue de brillan-
tez extraordinaria: «[I]l emportait toujours a la fin de l’année les premiers prix
de sa classe» (Vendryes, 1937, p. 203). Cuarenta años después, en una con-
versación con el periodista Frédéric Lefèvre (1924, p. 1), Meillet reconocía la
deuda que había contraído con su modesto instituto de provincias: «Au ly-
cée, j’ai eu la chance d’avoir des excellents professeurs» (ibid.). De entre to-
dos, evocó a cuatro que, jóvenes entonces, habían llegado en los decenios pos-
teriores a alcanzar alguna o mucha notoriedad: el filósofo Charles Chabot; el
historiador del arte —y crítico— François Thiébault-Sisson; el helenista Léon
Dorison, sobresaliente por su «enthousiasme conquérant» (pero más famoso
por sus trabajos sobre el poeta Alfred de Vigny que por sus aportaciones a la

19
Si examinamos, a día de hoy, un callejero de Moulins, no encontraremos ninguna
rue des Capucins. Dos eruditos locales, G.-Émile Aubert de la Faige y Roger Préveraud de
la Boutresse, nos revelan que la actual rue de Vigenère fue otrora des Capucins porque en
ella tenía su casa una comunidad de capuchinos (Aubert de La Faige y La Boutresse, 1936,
p. 81). Durante la Revolución, el convento pasó a las manos del Estado; más tarde, en algún
punto de la primera mitad del s. XIX, se decidió demolerlo, luego de haberse frustrado va-
rios intentos de reforma y aprovechamiento para otros usos (p. 82).
20
Con la rue de la Corroierie sucede lo mismo que con la des Capucins: en un callejero
actual de Moulins no podemos dar con ella. Aubert de la Faige y Préveraud de la Boutresse
(1936, p. 51) nos descubren que la antigua rue de la Corroierie tomó más tarde —no sabe-
mos cuándo—el nombre de rue de Denain, que aún hoy conserva.

35
filología clásica); el crítico literario René Doumic, estudioso de la retórica,
hombre «sec et sans rayonnement».
Antes de cerrar este apartado, convendría preguntarse cuál fue el tono de
las relaciones de Meillet con su padre y su hermano Émile. Por desgracia, no
es fácil dar con la respuesta, a causa del silencio que sobre el asunto guardó
Meillet en sus diarios y correspondencia (o, cuando menos, en la porción que
de aquellos y esta se ha publicado). Nuestro autor parece ser, en lo tocante a
la familia, un hombre bastante circunspecto. De ahí los errores que han co-
metido algunos de sus lectores, abocados a colmar las lagunas del relato me-
diante conjeturas que el tiempo acabó revelando como falsas.
Tal es el caso, p. ej., del armenólogo Martiros Minassian, que dio a las
prensas las cartas que Meillet envió a su prima Berthe Esbaupin 21 en el verano
de 1891, durante un viaje de estudios al Cáucaso. Minassian identificó como
hermano menor a un tal Bernard que aparecía en una de las misivas, enviada
el 13 o 14 de junio desde el convento de Echmiadzín (20 km al Oeste de Ere-
ván), sede del patriarca de la Iglesia Armenia:

Je regrette fort de n’être pas à Paris pour plusieurs raisons et en par-


ticulier à cause de la maladie de ta tante. Quoi qu’en dise Bernard, il me
semble douteux qu’une personne de cet âge et aussi faible puisse survivre
à une crise aussi grave, et, si elle survit, ce sera dans des conditions telles
qu’elle ne pourra guère vivre qu’a l’hôpital Si tu es résolue à la soigner chez

21
Hija de Gilbert Esbaupin, de 31 años, refresquero, y de Catherine Mantin, de 28,
Pétronille-Berthe Esbaupin nace en Moulins el 3 de noviembre de 1842, según consta en el
registro: https://bit.ly/3vvl30o. Cuenta, así pues, veintidós años más que su primo Anto-
ine. Quien se limite a leer las cartas no tendrá barruntos de la diferencia, puesto que el estilo
y los contenidos invitan a imaginar a Meillet y a su interlocutora como personas con edades
y experiencias similares. Por lo demás, la fecha de nacimiento de la Srta. Esbaupin es casi lo
único que sabemos con certeza sobre ella. Vendryes —que ni siquiera nos da su nombre—
refiere que había trabajado en Polonia como institutriz y que, a su regreso a París, se ganó
la vida dando clases de piano (1937, p. 204).

36
elle, il vaut mieux alors la prendre chez toi. Ce sera au moins plus pratique.
Tu sais que je te le déconseille absolument du reste. Ce qui est sur, c’est
que cela t’énerve, et que je voudrais bien être à Paris pour pouvoir te cal-
mer un peu. A quoi bon écrire d’ici ? nous sommes séparés par plus de 25
jours pour avoir une réponse. Il est bien possible que ta tante soit morte
quand tu recevras cette lettre et cela m’ôte le courage de rien dire. Ce serait
la meilleure solution, mais cela même est une crise que je redoute. (J’ai es-
sayé jusqu’ici d’écrire avec l’encre du couvent pour épargner la mienne qui
est bonne, mais c’est décidément impossible). 1l est vraiment bien fâcheux
que tout cela arrive juste en mon absence. Mais que faire ! (Meillet, 1987,
pp. 85-86; las cursivas son nuestras).

«Bernard était l’unique frère, cadet, de Meillet», dice una nota a pie. No sa-
bemos por qué senda llegó Minassian a tal conclusión, pero, sin duda, creía
en su validez, como prueba el hecho de que también la recogiese en el estudio
introductorio. Allí, en una rápida presentación del medio familiar de nuestro
hombre, Minassian escribía: «Ce grand comparatiste et armeniste [...] est né
le 11 novembre 1866 à Moulins, dans l’Allier. [...] Son père était notaire. Sa
mère décéda lorsqu’Antoine, l’ainé de son frère Bernard, avait onze ans» (Mi-
nassian, 1987, p. 7). El error reaparece en una muy reciente edición de las car-
tas y los diarios que Meillet escribió durante sus viajes por Georgia y Armenia:
«Frère cadet et unique d’Antoine», leemos en una nota al pie de la citada
carta (Gandon, 2014, p. 158).
Aún más sorprendente es el caso del obituario que dedicó a Meillet el
filósofo católico Jacques Chevalier, decano de la Facultad de Letras de Gre-
noble y coterráneo de nuestro autor (era natural del pueblo de Cérilly, sito
unos 45 km al Oeste de Moulins). Chevalier escribe un texto rico en noticias
sobre el medio familiar de Meillet (Chevalier, 1937, pp. 42-43), con quien ha-
bía tenido amistad durante los ocho años anteriores. Se habían conocido el 1
julio de 1927, en la ceremonia con que se solemnizó el ingreso de ambos dos,

37
así como del literato Valéry Larbaud, en la Société d’Émulation du Bourbon-
nais (Chevalier, 1936, p. 379), una institución que aspira a reunir a todos los
hombres eminentes del Allier e invitarlos a dedicar parte de sus ocios al estu-
dio de las gentes y las cosas de su tierra 22. Desde entonces, los vínculos de Che-
valier con Meillet se habían ido estrechando, como prueba el hecho de que,
en las exequias del lingüista (celebradas en la catedral de Moulins el 24 de sep-
tiembre de 1936), su viuda lo invitase a pronunciar la oración fúnebre (cfr.
infra, § 1.2.1). Pues bien, Jacques Chevalier, que tan bien había llegado a co-
nocer a Meillet, escribe una necrológica de tono muy personal en la que no se
alude jamás a los hermanos del maestro. Lo más llamativo, empero, es que en
las breves Notes généalogiques que acompañan al obituario, firmadas por un
ignoto J. V., se da por cierto que Jules Meillet no tuvo más que un hijo: «Il
n’aurait eu qu’un fils: Paul-Jules-Antoine Meillet» (1937, p. 46).
Solo los obituarios firmados por Paul Boyer y Joseph Vendryes llevan al
investigador por el buen camino. Vendryes dice que, tras la muerte de su es-

22
En el tomo XXX del Bulletin de la Société d’Émulation du Bourbonnais podemos
encontrar una circunstanciada crónica del acto del 1 de julio, que contiene, entre otras co-
sas, el texto íntegro de los discursos que pronunciaron los nuevos socios. Meillet, el más
conciso de los tres, disertó sobre la necesidad de recoger el vocabulario de las hablas locales
antes de que fuesen totalmente reemplazadas por el francés común. «Nous savons tous —
decía (apud Buriot-Darsiles, 1927, p. 186)— que nous devons nous intéresser aux vieilles
pierres, les étudier, empêcher qu’on ne les détruise ou que les marchands ne les emportent.
Mais nous devons savoir aussi que, comme [...] les vieux châteaux, [...] les mots son des
témoins du passé». Meillet ansiaba que la Société d’Émulation promoviese una colecta del
léxico borbonés: «En organisant immédiatement, et d’une manière systématique, le relevé
des vocabulaires locaux de notre province, la Société [...] ferait œuvre utile» (p. 187). Más
que en el amor a la patria chica, su llamamiento parecía fundado en inquietudes de índole
científica. Abrigaba la convicción de que el estudio del vocabulario regional permitiese
ahondar en el conocimiento de la historia lingüística de Francia, al descubrir estratos ante-
riores no ya a la romanización, sino incluso a la llegada de los galos: «Ce sont les Gaulois
que nous apercevons sur notre sol immédiatement avant la conquête romaine: Mais ils
étaient, eux aussi, des conquérants, et ils n’étaient en Gaule depuis long siècles quand les
romains y sont venus. Le vocabulaire en porte témoignage» (p. 186).

38
posa, Jules Meillet se trasladó a Moulins con el fin de «assurer l’instruction de
ses deux fils, dont Antoine était l’aîné» (1937, p. 203; las cursivas son nues-
tras). Boyer arroja un poco más de luz, puesto que, al referir el hecho, nos re-
vela el nombre del hermano (y, sobre la marcha, nos deja ver que había habido
otro). El Sr. Meillet se afincó en la capital del Allier —cuenta Boyer (1936, p.
192)— «pour y surveiller de plus près les études de ses deux garçons, Antoine,
l’aîné, et Émile, seul cadet survivant». Las sumarias indicaciones de Vendryes
y Boyer, unidas a la suposición —que se reveló correcta— de que todos los
hermanos habían nacido en Moulins (en casa de los abuelos maternos), nos
permitieron encontrar sus nombres en la selva del registro civil.
¿Fueron cordiales las relaciones de Meillet con su hermano Émile? La es-
casa información de que disponemos no nos faculta para responder. No sa-
bemos si él evitó hablar de Émile con sus compañeros o si Vendryes y Boyer
prefirieron callar lo que habían escuchado (acaso por estimar que un texto
destinado a una revista científica no era lugar adecuado para asuntos familia-
res). Más aún: suponiendo que fuese Meillet hombre quien guardó silencio,
no podríamos saber si lo hizo por despego o por circunspección. A veces es
necesario resignarse a ignorar, lección que nos enseñan quienes han consa-
grado gran parte de su vida a averiguar cuanto se puede sobre un hombre o
una época. Valga como ejemplo el testimonio de Mary Terrall, biógrafa de
Pierre-Louis Maupertuis:

It is perhaps a truism that the nature of the sources will affect the
shape and scope of the finished biographical study. On the one hand, an-
yone who spends years accumulating materials about a subject will end up
with more than can be accommodated in a single book. On the other, there
will always be questions that cannot be answered by surviving sources, and
this too affects the contours of the biography. To give just one example from
my own work, I found Maupertuis’s background —a recently ennobled
family of Breton corsairs and merchants— key to understanding the pos-

39
sibilities open to him and certain aspects of his self-presentation as an ad-
venturer and a hero. His ties to his birthplace remained strong throughout
his life, as a refuge from the public life that I chronicled in some detail. I
was able to discover something about his father’s work and career but very
little, beyond the crudest outlines, about his mother, sister, and brother. I
suspect that family relationships were deeply significant parts of his personal
life, and possibly his intellectual life, but I saw only hints of this in my
sources. How he felt about his family could only be imagined or in some
cases construed from very circumstantial evidence (Terrall, 2006, p. 309;
las cursivas son nuestras).

1.1.2 Nuevas oportunidades, nuevos horizontes: París

En octubre de 1884, dueño ya de los títulos de bachiller en Letras y en


Ciencias, Meillet dejó Moulins y se mudó a París para proseguir estudios. En
compañía de su padre, se afincó en un apartamento sito en el 5.º piso del n.º
24 del bulevar Saint-Michel, a unos doscientos metros de la Sorbonne (que
no empezaría a frecuentar, empero, hasta el año siguiente). Cuando todavía
le faltaban unos pocos días para cumplir los dieciocho años, nuestro autor ya
era vecino de la ciudad que iba a ser su hogar durante más de cinco decenios.
Pronto, Meillet gozaría también de la presencia de la que había sido su niñera
(que, al parecer, le tenía gran afecto) y de Berthe Esbaupin, su prima. En unas
líneas rebosantes de nostalgia, Vendryes evoca el abigarrado escenario con que
se topaban los amigos y colegas que visitaban al maestro en su gabinete:

C’était un singulier capharnaüm; on y voyait des tas de livres accu-


mulés sur des chaises, des paquets de fiches disposés sur une planche et
protégés chacun par le poids d’un palet de métal ou de pierre, enfin entre
les fenêtres, un antique divan, auquel manquait un pied et qui basculait
quand on avait l’imprudence de s’asseoir dessus. C’est là que travaillait

40
Meillet, toujours debout, écrivant sur une bibliothèque tournante ou sur
le marbre de sa cheminée encombrée de papiers. Car cet extraordinaire sa-
vant, qui a passé sa vie à lire et à écrire et dont les ouvrages occupent un
rayon de bibliothèque, n’a jamais eu de table de travail (Vendryes, 1937,
p. 204).

Según el relato de Vendryes, Meillet residió en el n.º 24 del bulevar Saint-


Michel «presque jusqu’à la guerre» (1937, p. 204). En realidad, sin embargo,
hay constancia de que en octubre de 1912 ya no vivía allí: su domicilio estaba
en el n.º 65 de la calle de Alésia, situada en el 14.º distrito de la capital 23. Pasado
un lustro, en octubre de 1917, lo encontramos en otro paraje del 14.º distrito:
el n.º 89 de la avenida de Orléans. Solo tres años después, en octubre de 1920,
su residencia se ha trasladado al n.º 2 de la calle de François Coppée, en el 15.º
distrito. Allí recibirá la visita de algunos estudiantes extranjeros que, andando
el tiempo, convertidos ya en investigadores maduros, darán testimonio del en-
cuentro. Uno de ellos es el eslavista checoeslovaco Jan Fřcek (1936, p. 242) 24;
otro, el latinista italiano Giacomo Devoto, mucho más renombrado. Décadas

23
Gracias al anuario de la sección de ciencias históricas y filológicas de la École Prati-
que des Hautes Études, institución de enseñanza superior a la que Meillet estuvo ligado
durante décadas (para más información, cfr. infra, § 3.1.2), podemos rastrear sus cambios
de domicilio desde que se avecindó en París. Los números, que se publicaban en el último
trimestre del año, incluían una crónica de las lecciones del curso anterior, un anuncio de las
que se desarrollarían en el siguiente y una nómina completa del personal docente a día 1 de
octubre. Junto al nombre de los profesores figuraban su dirección personal y sus días y ho-
ras de réception. En el portal web Persée (https://www.persee.fr/) podemos encontrar todas
las entregas del anuario desde 1893 hasta 2006: https://www.persee.fr/collection/ephe. A
la información sobre el domicilio de los docentes no se puede acceder a partir del número
que cubre los cursos 1985-1986 y 1987-1987, publicado en 1994.
24
Fřcek le dedicó a Meillet un largo y afectuoso obituario, que vio la luz en La Revue
française de Prague, instrumento para la comunicación intelectual entre Francia y la joven
república checoeslovaca. Solo tres años después, al consumarse la destrucción de Checoes-
lovaquia a manos de la Alemania nazi, la Revue dejaba de existir. Al cabo de otros tres, Fřcek
moría asesinado por la Gestapo (Mazon, 1946, p. 287).

41
después, Devoto nos dejó una evocación de su primera entrevista con Meillet,
gracias al cual sabemos que Meillet conservaba sus peculiares costumbres de
veinte años antes:

Lo conobbi nel dicembre 1923, nella sua casa della rue François
Coppée, nel XV distretto di Parigi: una casa modesta, ma luminosa e ac-
cogliente, aperta a qualsiasi sconosciuto che volesse approfittare dell’ora-
rio destinato molto generosamente alle visite. Le sorprese furono quel
giorno due: una che nella casa non c’era una scrivania. Meillet, forse a
causa della delicatissima vista, scriveva sempre in piedi, appoggiato al leg-
gio. La seconda era concentrata in questo discorso[:] «Non, non do mai
temi di ricerca. Ciascuno deve scegliere da sé. A partir da un primo
schema, anche generalissimo, sono a disposizione, prima no» (Devoto,
1975a, p. 112).

En octubre de 1926, Meillet vivía ya en el que sería su último domicilio


en la capital, situado en el n.º 24 de la calle de Verneuil, en el 7.º distrito. Con-
tamos con el testimonio de un visitante ilustre: el historiador Lucien Febvre.
En diciembre de 1933, Febvre se presentó en la casa del maestro para presen-
tarle la traza del vol. I de la nueva Encyclopédie française, que incluía una sec-
ción sobre el lenguaje. Cuatro años después, cuando la obra vio la luz, Febvre
describía la entrevista en estos términos:

C’est au début de décembre 1933 qu’ayant dressé le plan d’ensemble


de l’Encyclopédie Française, je le communiquai à Antoine Meillet en lui
demandant de bien vouloir, pour le Tome premier […] formuler les pro-
blèmes que pose le langage en tant qu’instrument de la pensée humaine.
La réponse ne se fit pas attendre: «En principe, j’accepte». Pour mesurer
la valeur d’une si prompte adhésion, il faut se rappeler qu’à ce moment

42
déjà, Meillet avait subi la première atteinte du mal auquel il devait résister,
héroïquement, pendant plus de trois ans.
Quelques jours, et l’acceptation de principe devenait acceptation de
fait; je connaissais les noms des collaborateurs que Meillet comptait s’ad-
joindre; surtout, dans son cabinet de la rue de Verneuil, au cours d'une
longue entrevue que j’aurais voulu abréger pour ne point le fatiguer, mais
qui le montrait plus pénétrant que jamais, il m’esquissait le plan de sa con-
tribution à une œuvre dont le dessein, le souci de critique et l’évident dé-
sintéressement lui avaient plu d’emblée (Febvre, 1937, p. 1*30-3).

Muchos fueron —lo hemos visto— los cambios de domicilio de nuestro


autor, pero, en medio de tantas mudanzas, Meillet guardó siempre lealtad a la
rive gauche. Allí, en la orilla izquierda del Sena, tenían su sede los centros di-
rectivos de la vida académica de París y de Francia entera: la vieja Sorbonne, el
Collège de France (creado en 1530, con el nombre de Collège Royal), la École
Normale Supérieure (fundada de facto en 1808, aunque de iure en 1795), y la
École Pratique des Hautes Études (que databa de 1868) 25. Durante cincuenta
y dos años (desde el otoño de 1884 hasta su muerte), los barrios sitos al Sur
del río Sena fueron su lugar en el mundo, del que solo saldría para hacer viajes
de placer, a los que era muy aficionado (Vendryes, 1937, p. 210), o viajes de
estudio 26, o para pasar temporadas en Le Paradis, la quinta que poseía —por

25
Este no es momento para entrar en detalles a propósito de los orígenes, la estructura
y la misión de dichas instituciones. Cuando nos ocupemos del escenario en que se desarro-
lló la carrera científica de Meillet (§ 3.1), tendremos ocasión de decir algo sobre todas ellas;
nótese que nuestra atención no será objeto de un reparto equitativo: la mayor parte la van
a recibir el Collège y la École Pratique; para la Sorbonne y la École Normales Supérieure no
habrá más que migajas.
26
Dos de ellos, los que hizo al Cáucaso en la primavera de 1891 y el verano de 1903,
están excepcionalmente documentados. Del primero dan testimonio las cartas que Meillet
le envió a su prima Berthe Esbaupin desde Tiflis (Georgia) y Echmiadzín (Armenia), pu-
blicadas hace casi tres decenios por Martiros Minassian (Meillet, 1987); del segundo, un

43
herencia de su padre— en los alrededores de Châteaumeillant 27. Nos cuenta
Vendryes que el maestro gustaba de recibir visitas en su retiro estival (1937, p.
203), y que su hospitalidad alcanzaba no solo a los amigos y los colaboradores
más o menos estrechos, sino también a sabios del resto de Europa que estaban
en Francia de paso: «[L]es linguistes étrangers ne passaient guère à Paris sans
venir lui rendre visite. Certains même eurent l’occasion d’aller le voir à Châ-
teaumeillant, où il accueillait avec empressement tous ceux auxquels il pou-
vait apprendre quelque chose» (1937, p. 235). Confirma esta noticia, iróni-
camente, el testimonio de alguien que no visitó la quinta. Nos referimos al
latinista italiano Giacomo Devoto, que tuvo la oportunidad de conocer a
Meillet en su casa de París (Devoto, 1975a, p. 113), pero no en su refugio de
provincia: «Passava lunghi mesi d’estate nella sua piccola proprietà […] à
Châteaumeillant, e là ho il rimorso di non essere mai stato a trovarlo» (p.
116).
En fin, al llegar a este punto —la instalación en París— faltan datos para
alargar el hilo de la narración, salvo en lo concerniente al desarrollo de la ca-
rrera académica de Meillet, que se tratará ulteriormente, al compás de la expo-
sición de sus ideas. En las páginas que siguen, presentaremos unas cuantas ins-
tantáneas de las opiniones y ocupaciones extraacadémicas de nuestro autor,
procedentes, sobre todo, de su diario personal, que cubre los años 1897-1907.

diario que ha salido a la luz en época más o menos reciente, revisado y editado por Gabriel
Bergounioux y Anne-Marguerite Fryba-Reber (2006). Los dos viajes respondían a un deseo
de profundizar en el conocimiento de la lengua armenia clásica y moderna. No es de extra-
ñar: en los albores de su carrera docente e investigadora, nuestro autor fue, ante todo, un
armenista (Bolognesi, 1987, p. 119; Lamberterie, 1988, p. 218; Lamberterie, 2006, p. 147).
27
Según refiere Jacques Chevalier (1937, p. 40), la casa se encontraba «aux portes de
Châteaumeillant». Acaso fuese mejor escribir se encuentra, puesto que sigue en pie. Al pa-
recer, hoy está ocupada por un hospedaje y casa de comidas (Anónimo, 2014, abril).

44
Unas cuantas pinceladas bastarán para que nos formemos una idea global del
personaje y, sobre todo, de la persona.

1.1.3 El mundo visto a los 40 años: Meillet en su diario 28

«Thank God I´m a man of low tastes», así solía decir, para describirse a
sí mismo el indoeuropeísta estadounidense Edgar H. Sturtevant, fervoroso
devoto del cabaret y de sus artistas (Hahn, 1952, p.383, n. 25). He ahí una
declaración que nadie habría podido oír de boca de Antoine Meillet. Nada en
él, a juzgar por los testimonios disponibles, podría describirse como bajo o
vulgar. En sus aficiones, en su modo consciente de vivirlas, Meillet fue siempre
un hombre que estaba y se sabía por encima de la multitud, de la foule, a la
que contemplaba con un leve y fugaz mohín de desprecio, actitud no infre-
cuente entre la intelligentsia liberal de la Europa finisecular 29.
Son las aficiones, como ya se ha dicho, el rasgo caracterial que más singu-
lariza a Meillet, la marca que lo adscribe, inequívocamente, a una minoría que
llega casi a gloriarse de su condición de tal. Entre todas ellas, ninguna más des-
tacada que la melomanía, a la que se han referido algunos de sus amigos y dis-
cípulos (Boyer, 1936, p. 197; Vendryes, 1937. p. 209). Y no solo ellos. Fréderic
Lefevre, periodista, nos cuenta una anécdota significativa: empeñado en tras-

28
Este título es un homenaje a El mundo visto a los 80 años (1934), el último libro de
Santiago Ramón y Cajal, que cerró el ciclo autobiográfico abierto en Mi infancia y juven-
tud y continuado en Historia de mi labor científica (Ramón y Cajal, 1917). En El mundo
visto a los 80 años podemos ver, entre otras cosas, como se aparecía la España moderna ante
los ojos de un hombre nacido a mediados del siglo XIX (López Piñero, 2000, pp. 218-221).
29
Salta a la vista, sin ir más lejos, en uno de los maestros de Meillet: Michel Bréal, el
hombre que había logrado aclimatar en Francia la gramática comparada. En el Essai de sé-
mantique, su última gran obra lingüística, Bréal escribía estas palabras a propósito de las
asociaciones de forma y sentido basadas en la similitud y su papel en la deriva del lenguaje:
«Cette logique, nous le répétons, repose tout entière sur l’analogie, l’analogie étant la façon
de raisonner des enfants et de la foule» (1897, p. 253; las cursivas son nuestras).

45
ladar al lienzo una sala de conciertos, un «peintre célèbre» creyó necesario
que entre los espectadores se divisase «la silhouette de l’homme au foulard
blanc» (1924, p. 1), que no era otro que Meillet 30. Además, el diario personal
de Meillet (escrito entre 1896 y 1907) contiene no pocas pruebas de su amor
por la música. Valga como muestra este comentario sobre los gustos y aptitu-
des del gran público, fechado el 5 de diciembre de 1898:

Entendu hier la symphonie en ut mineur de Beethoven et une sym-


phonie de Haydn. Il est clair que, au temps de Haydn, étant donné la
forme très simple et toujours la même, chacun comprenait le plan de
l’œuvre. Depuis Beethoven, la plus grande partie du public a dû renoncer
à comprendre. A l’heure qu’il est, les publics de concert se laissent bercer,
mais ne suivent plus» (Fryba-Reber y Bergounioux, 2006, p. 49).

Junto al melómano está el aficionado a las bellas artes, el hombre que fre-
cuentaba tanto el Louvre (Vendryes, 1937, pp. 208-209) como las exposicio-
nes de los contemporáneos, bien que rara vez descubriese en ellas el «esprit
nouveau» (Fryba-Reber y Bergounioux, 2006, p. 51) que estaba buscando.
Así se expresaba, p. ej., el 29 de abril de 1900:

Vu le Salon. J’en suis heureux: jamais la platitude matérialiste ne m’a


paru aller plus loin. Copie de réalités triviales. Absence de toute pensée:
tous ces peintres et ces sculpteurs ont l’air de gens incultes, étrangers à

30
No parece que la historia sea una mera invención de Lefevre. Desde luego, la verdad
de algunos detalles está más que confirmada. Días después de la muerte de Meillet, se pu-
blicó en Le Temps una semblanza titulada, precisamente, «L’homme au foulard blanc» (R.
K. 1936). Por otra parte, el eslavista checo Jan Frček, que había sido alumno suyo, aludió a
ese rasgo de su indumentaria en el extenso y afectuoso obituario que le dedicó: «Ses che-
veux noirs très fins, restés très abondants, et sa longue barbe blanche composaient un ense-
mble frappant avec le foulard blanc sans lequel on ne le voyait guère» (1936, p. 342). Lo
mismo hizo Paul Boyer (1936, p. 191).

46
toute la pensée de leur temps. —Et avec cela nulle poésie, et même pas de
recherche d’expressions intimes. Quelques-uns cherchent le caractère.
Mais aucun n’a de pensée ni de lyrisme. —Trivialité du détail. Manque du
sentiment de l’harmonie esthétique (Fryba-Reber y Bergounioux, 2006,
p. 63) 31.

Tenemos también al Meillet que simpatiza con el socialismo, aunque no


se sienta del todo identificado con los socialistas de carne y hueso. Un Meillet
que denunciaba sin rodeos la injusticia de un régimen social que condenaba a
la miseria al obrero retirado (Fryba-Reber y Bergounioux, 2006, pp. 32, 62) y
se mostraba indiferente ante el espectáculo de la muerte cotidiana en fábricas
y minas. Son ilustrativas sus reflexiones sobre el incendio del Théâtre Français,
(8 de marzo de 1900), en el que la jovencísima actriz Jane Henriot encontró
la muerte:

Cette jeune actrice n’habitait point chez sa mère, elle avait un petit
hôtel, voiture, etc. Cela n’a point empêché […] le Président de la Répu-
blique [Émile Loubet] d’envoyer chez elle (pas chez sa mère) un de ses of-
ficiers d’ordonnance. — La mort d’une fille entretenue intéresse plus
notre public et notre gouvernement que celle de seize mineurs qui ont été

31
No menos revelador del amor de Meillet por las bellas artes —y de su inveterado
elitismo intelectual— es este comentario sobre la reacción del público burgués ante la obra
escultórica de Auguste Rodin, fechado el 24 de junio de 1900: «Le public paraît n’aimer
ni le sentiment profond de la vie ni l’expression intense: autrement il admirerait Rodin, car
personne, depuis Michel-Ange, n’a senti mieux la forme humaine, avec plus de souplesse
et de vérité […]. Le public aime les formes indigentes et les pensées faibles: [Paul] Déroulède
et [François] Coppée sont les poètes français populaires» (Meillet, 2006, p. 64).

47
victimes de leur travail le même jour ou à peu près. — Cela est intéressant
(Fryba-Reber y Bergounioux, 2006, p. 61).

Al lado de ese Meillet socializante, como diría Georges Mounin (1977,


p. 42), y en aparente contradicción con él, tenemos al que se sabe miembro de
una minoría selecta: «Le nombre de hommes qui se destinent aux œuvres pu-
rement intellectuelles est petit» (Fryba-Reber y Bergounioux, 2006, p. 68).
Nadie se extrañará de que este Meillet observe a la clase trabajadora desde
arriba y con un gesto de desdén. Un hombre capaz de afirmar que, salvo Saus-
sure, todos los lingüistas de la época son «des esprits très médiocres» (Fryba-
Reber y Bergounioux, 2006, p. 48), que valoraba a la masa proletaria, base de
las candidaturas socialistas, en septiembre de 1896 evaluando así su participa-
ción en la vida intelectual de Francia: «Absence de tout mouvement intellec-
tuel chez les ouvriers», anotaba en su cuaderno (Fryba-Reber y Bergounioux,
2006, p. 28). Acto seguido, escribía:

Les théâtres populaires ne peuvent créer qu’avec des histoires dé-


nuées de toute réalité. De même les romans populaires. Dans les places à
bon marché des grands théâtres pas d’ouvriers. Pas d’ouvriers au Louvre.
Toute notre civilisation leur échappe (Fryba-Reber y Bergounioux, 2006,
p. 28) 32.

No nos hallamos —posiblemente— ante un exabrupto de ocasión: las


palabras que acabamos de leer expresan una convicción profundamente arrai-

32
Se ha dicho que la querencia de Meillet por el ideal socialista lo hizo afiliarse a la
Section Française de l’International Ouvrière, el partido que reunió a todas las familias del
socialismo francés entre 1905 (año de su fundación) y 1920 (año de la escisión comunista).
Jean Stéfanini, que fue testigo —desde lejos—de los últimos años de su vida, escribe: «Mei-
llet était un homme de caractère. Il était membre de la IIe Internationale et pacifiste» (apud

48
gada en nuestro autor. Meillet duda que haya obreros con aspiración a culti-
var su espíritu. Muchos no pueden, es cierto, pero ¿quieren los pocos que sí
pueden? «Il serait curieux —apunta el 14 de julio de 1900 (Fryba-Reber y
Bergounioux, 2006, p. 61)— de savoir si l’ouvrier dont le travail n’est pas phy-
siquement fatigant […] et n’est pas trop long devient parfois un homme cul-
tivé». Su respuesta es tan significativa como breve: «J’en doute». Unos meses
después (21 de octubre), escribe:

Été à l’Exposition Rodin. Bien qu’elle fût ouverte gratuitement, le


public était non seulement bourgeois, mais esthète. — Il y a des choses où
les ouvriers ne vont pas. Je n’en encontre nulle part, même si les choses
sont gratuites ou à très bon marché (Fryba-Reber y Bergounioux, 2006, p.
67).

Mas, a despecho de todos sus arranques de elitismo, Meillet no dejaba de


ser un bon républicain, acérrimo enemigo del militarismo, del antisemitismo
y del nacionalismo, gravísima amenaza para la unidad y la supervivencia de la
civilización europea. El 19 de mayo de 1900, poco después de unas elecciones

Chevalier y Encrevé, 1984, p. 62). Nosotros nos resistimos a creerlo, y no porque suponga-
mos inmodificables las opiniones que Meillet expresó cuando aún no había cumplido cua-
renta años. Lo que nos hace escépticos es el testimonio de su discípulo Marcel Cohen, un
hombre —él sí— con un largo historial de militancia (fue uno de los representantes más
destacados del Parti Communiste Français en el front culturel). En un artículo donde re-
fiere sus primeros pasos en la política, Cohen escribe: «[J’]avais ma carte dès l’automne
1919, et je commençais à militer activement dans le syndicat de l’enseignement presque
uniquement composé d’instituteurs. J’ai réussi à entraîner l’adhésion de quelques membres
de l’enseignement supérieur, dont certains voulaient se rapprocher de la classe ouvrière sans
adhérer à un parti politique, ainsi le grand linguiste Antoine Meillet, professeur au Collège
de France, tandis que d’autres comme Paul Rivet étaient déjà inscrits au parti socialiste»
(Cohen, 1961, pp. 93-94; las cursivas son nuestras). De donde se sigue que, a la altura de
1919, Meillet no militaba en la S. F. I. O., y que, a partir de entonces, su vinculación con el
movimiento socialista no fue más allá del pago de la cuota sindical.

49
municipales en las que los nacionalistas habían obtenido un éxito notable en
París, bien que no en el conjunto de Francia (Rebérioux, 1975, p. 39), Meillet
escribía unas líneas en las que se mezclaban y fundían sus aficiones artísticas y
sus inquietudes políticas: «Chaque pays d’Europe n’achète de peinture que
des nationaux. Il n’y a pas un [J. M. William] Turner au Louvre, pas un [Ar-
nold] Böcklin au [Musée du Palace du] Luxembourg» (Fryba-Reber y Ber-
gounioux, 2006, p. 64). Y, con gran pesadumbre, concluía: «On arrive à igno-
rer de plus en plus les voisins» (ibid.). Más tarde, durante la Gran Guerra, no
participó en el volumen de Gabriel Petit y Maurice Leudet acerca de Les alle-
mands et la science (Petit y Leudet, 1916), una desdichada colección de diatri-
bas antialemanas en la que sí se implicaron humanistas como Camille Jullian,
el gran estudioso de la Galia antigua, y Salomon Reinach, filólogo clásico y
arqueólogo 33. Sería un error, con todo, concluir que el sentimiento patriótico
le era completamente ajeno. En 1915-1916, Meillet fue uno de los autores de
ciertas Lettres à tous les français, iniciativa propagandística en la que también
colaboraron figuras de la altura de Émile Durkheim y Ernest Lavisse (Prochas-
son, 1994). En el terrible año de 1917, que no fue el más sangriento de la con-

33
Con aquel libro, Petit y Leudet pretendían responder a «Al mundo civilizado», el
manifiesto con el que, el 4 de octubre de 1914, noventa y tres grandes figuras de la intelec-
tualidad alemana habían cohonestado la violación de la neutralidad de Bélgica (Sánchez
Ron, 2007, pp. 569-571). Al final, su réplica no sirvió sino para hacer evidente que los ale-
manes no eran los únicos sabios obnubilados por el patriotismo. Solo dos de los participan-
tes escaparon al contagio. El primero, Joseph Grasset, que rehusó permitir que las atrocida-
des de las tropas del Káiser perturbasen su valoración de la obra de sus colegas alemanes
(1916, pp. 201-202). El segundo, Charles Richet, que abrió su artículo revolviéndose con-
tra las inepcias que se publicaban en la prensa desde el estallido de la guerra: «D’avance je
m’excuse si je ne commence pas par cette phrase qui retentit depuis plus d’un an dans tous
les journaux, même scientifiques, de France: “La science française est tout; la science alle-
mande n’est rien”. Si c’est le développement de cette proposition qu’on attend de ces
courtes pages, il est inutile d’aller plus loin» (1916, p. 346).

50
tienda, pero sí el más difícil para Francia 34, nuestro autor publicaba Caractères
généraux des langues germaniques, obra con la que rendía homenaje a sus dis-
cípulos Achille Burgun y Robert Gauthiot, dos germanistas «morts pour leur
pays» (1926a, s. n.) 35. Mejor será, con todo, no adelantar acontecimientos: en
los primeros años del siglo, Meillet no podía imaginar que las circunstancias
lo obligarían a ser un patriota.
Dada la hostilidad de nuestro autor hacia el nacionalismo y el antisemi-
tismo, no pudo permanecer al margen de aquella gran batalla entre «les deux
France» (Rebérioux, 1975, pp. 19-26) que fue el affaire Dreyfus. Meillet de-
fendió la inocencia del capitán Alfred Dreyfus y abogó por la revisión del pro-
ceso. Con ello, tomó partido por la verdad —y por el legado de 1789, 1830 y
1848— frente a sus enemigos: el viejo legitimismo y el nuevo monarquismo,
xenófobo y ultrapatriotero, de Maurice Barrès y Charles Maurras (Rebérioux,
1975, pp. 22-23, 158-161). Lo hizo, además, en fecha muy temprana. El 16 de
enero de 1898, tres días después de que L’Aurore publicase el «J’accuse» de

34
En primavera, el país se vio sacudido por una grave crisis, consecuencia de los sufri-
mientos ya vividos y del miedo a que se prolongasen sine die (la victoria no parecía cercana;
de hecho, ni siquiera se veía en lontananza). Hubo motines en el frente y huelgas en la reta-
guardia, y por un momento pareció que el país había perdido la voluntad de resistir (Becker
y Bernstein, 1990, pp. 104-115).
35
Ambos se habían formado junto a él, en la École Pratique des Hautes Études. De
los dos, el segundo fue, con diferencia, el más próximo al maestro. Germanista, iranista y,
en suma, «comparatiste né» (Meillet, 1917, p. 59), Gauthiot se había desempeñado ya con
brillantez en sus dos especialidades, y era de suponer que haría cosas aún más grandes en lo
sucesivo. Mas no lo quiso así la suerte: murió en septiembre de 1916, a causa de las heridas
que le había provocado la explosión de un proyectil alemán. Meillet deja entrever su honda
tristeza en las palabras finales del obituario: «Un obus aveugle a frappé. L’œuvre, que per-
sonne n’est en état de reprendre, demeure interrompue» (1917, p. 61).

51
Émile Zola, Meillet ya daba muestras de haber tomado caso muy en serio; tal
vez demasiado, de hecho:

Je me suis laissé aller à penser beaucoup à l’affaire du jour —affaire


Dreyfus.
Elle touche à tout ce qui m’est cher et à tout ce que je déteste: égalité
de la justice — militarisme — antisémitisme — mouvement nationaliste,
et je n’ai pas pu m’empêcher d’y penser et d’éprouver à propos de tout cela
des sentiments assez vifs. Ils ont stérilisé toute pensée sérieuse. Il faut éviter
l’actualité (Fryba-Reber y Bergounioux, 2006, p. 38).

Unos meses después, el 28 de julio, escribía estas palabras: «Dans l’affaire


Dreyfus, il y a eu d’un côté l’opinion publique — de l’autre les gens qui pré-
tendent penser par eux-mêmes» (Fryba-Reber y Bergounioux, 2006, p. 46).
Para comprender estas líneas, se ha de advertir que los partidarios del capitán
aún no eran capaces de movilizar multitudes. Los historiadores constatan que
«la masse des électeurs» era hostil a la revisión del proceso (Seignobos, 1920,
p. 223) y que, al principio, la agitación en las calles fue «le fait des antidreyfu-
sards» (Rebérioux, 1975, p. 19). Meillet no se dejó arredrar por la fuerza del
número 36; antes bien, se mantuvo fiel a sus convicciones, a pesar de que no
parecía muy seguro de la victoria:

Il suffit de voir la marche du procès Dreyfus pour se rendre compte


de ceci. Qu’un procès réel n’ait jamais été admis par l’administration de la
guerre: c’est là la grande divergence. On crie d’un côté: vérité, justice; de

36
El saberse en minoría debió de ser motivo de orgullo para él, puesto que no parecía
tener a sus contemporáneos en alta estima. Valga como indicio, si no como prueba, esta
brutal observación sobre el público de los teatros, fechada el 25 de marzo de 1900: «[Fran-
cisque] Sarcey a eu bien raison de dire que le théâtre est fait pour le public. Mais il a omis
de dire que, si le public est peu intelligent et très bas moralement, il lui faut un théâtre
approprié. C’est le cas aujourd’hui» (Fryba-Reber y Bergounioux, 2006, p. 61).

52
l’autre: autorité d’un grand corps. On ne s’entendra jamais. C’est une
question de force: la force n’est pas douteuse (Fryba-Reber y Bergou-
nioux, 2006, p. 52)

En bon républicain se condujo también nuestro autor ante otras discu-


siones que agitaron los espíritus, como, p. ej., la que se desató a propósito de
las escuelas de titularidad eclesiástica. Según el informe de una commission de
enquête parlementaire sobre las órdenes religiosas (Rabier, 1903, pp. 120-
154), a principios de siglo había en Francia veinticinco congregaciones dedi-
cadas a la educación, que poseían, en su conjunto, 1690 establecimientos do-
centes. Grandes hombres de la tribuna, como Henri Brisson (1902, pp. VI-
VIII), y de la cátedra, como Alphonse Aulard (1899, p. 17) y Ferdinand Buis-
son (1903, pp. 159, 161), denunciaban sin cesar el peligro que para la Repú-
blica entrañaba la enseñanza clerical, una enseñanza que ni por sus formas ni
por su fondo podía formar a los ciudadanos del porvenir. Meillet habría he-
cho suyas estas airadas quejas. Nos consta que era detractor de la enseñanza
confesional en todas sus formas y niveles: desde la Escuela Primaria hasta la
Universidad. El confesionalismo educativo era, a su juicio, una amenaza para
el progreso de la ciencia y para la concordia civil de los franceses:

Les Universités catholiques sont un scandale. Si elles visent à consti-


tuer une science catholique, cela est absurde: car on ne peut fixer à la
science ses résultats par avance. Si elles visent à grouper les catholiques,
elles font une mauvaise action, car l’essentiel est précisément le frottement
des hommes les uns contre les autres: de toutes manières, l’école confes-

53
sionnelle […] est inadmissible (Fryba-Reber y Bergounioux, 2006, p.
16) 37.

Este hombre, resueltamente hostil a la enseñanza religiosa 38 , debió de


acoger con alegría la Ley del 9 de diciembre de 1905, que derogaba el concor-
dato entre el Estado y la Santa Sede, suscrito en 1801: la República Francesa
garantiza «la liberté de conscience» y, con ella, la libre práctica religiosa (art.
1), pero «ne reconnaît, ne salarie ni ne subventionne aucun culte» (art. 2).
Esta ruptura del régimen concordatario no provocó tempestades de la magni-
tud del affaire Dreyfus; ahora bien, en algunas regiones del país (Flandes, la
Vandea, el Velay, el País Vasco, sobre todo) acarreó disturbios de considera-
ción: grupos de feligreses furiosos (y armados, a veces, de palos y piedras) se

37
Una ley con fecha de 12 de julio de 1875 había declarado libre la enseñanza superior
(art. 1), poniendo fin al monopolio del Estado y abriendo una puerta que al final, como era
de esperar (Liard, 1894, p. 322), solo franqueó la Iglesia. Antes de 1876 se habían consti-
tuido ya cuatro universidades católicas: la de París, la de Lille, la de Lyon y la de Angers. El
fin que se perseguía con su fundación lo expresó el célebre predicador Henri Didon, O. P.:
«Ce qu’il nous importe de fonder, ce ne sont pas des succursales de l’Université de l’État
dirigées par des catholiques […]. L’université catholique ne méritera son nom que le jour
où elle enseignera le savoir humain tel que le comprend la doctrine chrétienne» (apud
Liard, 1894, pp. 325-326).
38
Y, en el fondo, hacia la Iglesia. Aunque nominalmente católico, el joven Meillet no
se limitaba a sostener que el Estado debía vedar el ejercicio de la docencia a las congregacio-
nes. Deseaba que estas se extinguiesen, puesto que defendía la clausura de los noviciados,
sin los cuales les sería difícil reclutar nuevos miembros: «C’est un vrai crime que de tolérer
les noviciats des Frères: on voit là des enfants préparés à une vie artificielle. Il faudrait inter-
dire cela: car la conséquence, ce sont des crimes contre nature, conséquence naturelle d’une
vie contre nature chez des gens qui l’ont choisie sans avoir été jamais au clair, sans avoir dès
le début la liberté de choix» (Fryba-Reber y Bergounioux, 2006, p. 52). Estas palabras las
escribió el 9 de febrero de 1899; dos años antes hablaba de «le retour offensif des idées
religieuses» (Fryba-Reber y Bergounioux, 2006, p. 31). Diríase, por tanto, que nos encon-
tramos ante un libre-penseur al modo del ya citado Henri Brisson. No obstante, hacia el
final de su vida Meillet se aproximó a la Iglesia y, según parece, murió asistido por un sacer-
dote (cfr. infra, § 1.2.1).

54
enfrentaron con los funcionarios que, según lo dispuesto en la ley (art. 3), in-
tentaban entrar en los templos para hacer inventario de sus bienes (Rebéri-
oux, 1975, pp. 83-88). Vista la solidez de las convenciones laicistas de nuestro
autor, suponemos que los incidentes no lo hicieron distanciarse de un go-
bierno que estaba poniendo en práctica las medidas que él preconizaba desde
hacía años39.
Pues bien, este hombre de inquebrantable fe republicana, fiel a la heren-
cia del 89 y del 48, es también un elitista liberal a la manera de Ernest Renan.
No en vano dice haber leído con provecho L’avenir de la science, «Cela est
plein de pensées qu’on voudrait garder» (Fryba-Reber y Bergounioux, 2006,
p. 67); y L’avenir —nótese— contenía muchos pasajes que contenían un aris-
tocratismo espiritual exacerbado 40. Este atento lector de Renan se complace

39
Solo suponemos, porque en los años 1904-1906, que son los de la última batalla
contra el clericalismo, Meillet abandonó su diario casi por completo: tres apuntes en 1904;
cinco en 1905; en 1906, ninguno. Entre ellos, ninguno que aluda a sucesos políticos con-
cretos. La última entrada del diario está fechada el 29 de mayo de 1907, y empieza, no por
casualidad, con la constatación de algo obvio: «Je n’écris plus rien sur ce cahier» (Fryba-
Reber y Bergounioux, 2006, p. 81).
40
En el capítulo XVIII, p. ej., Renan se conduele de los sufrimientos y privaciones de
los ilotas, pero al mismo tiempo los da por bien empleados. Si la Humanidad ha construido
las grandes obras materiales y espirituales que aún hoy nos admiran, es —dice— porque ha
edificado sobre las espaldas de los desdichados. Y la desdicha, que para cada uno de ellos es
una tragedia, se convierte así en un sacrificio necesario para el progreso de la Civilización:
en la medida en que sobre sus espaldas se alzan las grandes obras: «Au point de vue de
l’individu, la liberté, l’égalité absolues semblent de droit naturel. Au point de vue de l’es-
pèce, le gouvernement et l’inégalité se comprennent. Mieux vaut quelque brillante person-
nification de l’humanité, le roi, la cour, qu’une médiocrité générale. Il faut que la noble vie
se mène par quelques-uns, puisqu’elle ne peut se mener par tous. Ce privilège serait odieux,
si l’on n’envisageait que la jouissance de l’individu privilégié il cesse de l’être si l’on y voit la
réalisation d’une forme humanitaire. Notre petit système de gouvernement bourgeois, as-
pirant pardessus tout à garantir les droits et à procurer le bien-être de chacun, est conçu au
point de vue de l’individu, et n’a pu rien produire de grand» (1890, p. 386). Aunque vieron
la luz en 1890, Renan escribió estas palabras en 1848, cuando Francia atravesaba violentas

55
en verse como un solitario entre el gentío que inunda las calles de París —
«Les passants me regardent parce que je me promène seul» (Fryba-Reber y
Bergounioux, 2006, p. 73)—, y habla de las masas con poco aprecio:
«Énorme vulgarité, veulerie, grossièreté épaisse et lâche des foules du diman-
che» (Fryba-Reber y Bergounioux, 2006, p. 53). De ahí que no sea un entu-
siasta de la democracia. En vez de como un factor de progreso, la ve como una
rémora, por cuanto otorga un papel directivo a individuos que no cumplen
las condiciones necesarias para desempeñarlo: «[L]a foule suit toujours». En
una Francia en la que más de la mitad de la población reside en aldeas y pue-
blos de menos de 2.000 habitantes (Rebérioux, 1975, p. 209), el sufragio uni-
versal se le antoja un lastre:

La démocratie est pour la France un arrêt du développement:


1º Les ruraux forment dans une Chambre la majorité: c’est un élé-
ment réactionnaire. 2º Les députés de villes représentent une population
ouvrière dont le niveau de civilisation est relativement peu élevé.
D’où le niveau très bas du Parlement, pas seulement au point de vue
intellectuel surtout au point de vue civilisation (Fryba-Reber y Bergou-
nioux, 2006a, pp. 35-36).

Nos hemos demorado en el perfil político de Meillet porque considera-


mos que, aparte del interés que en sí mismas encierran, estas noticias son rele-
vantes para la comprensión de su obra y doctrina lingüísticas. Nuestro autor
es, al menos en este período de su vida, una encarnación de los ideales del li-
beralismo avanzado de la Francia de la Tercera República: laicismo, raciona-
lismo, repudio del claroscuro y el difumino en todas sus formas y en todos los
terrenos, amor por la claridad y la exactitud, universalismo… antirromanti-

convulsiones revolucionarias. Curiosamente, el Renan anciano, prologuista de la obra, la


creía teñida de igualitarismo ingenuo (1890, pp. VIII-X).

56
cismo, en una palabra 41. Siendo Meillet francés, es fácil caer en divagaciones a
propósito del esprit de géométrie, a propósito del cartesianismo y su recelo
frente a la erudición, —«[J]e quittai entièrement l’étude des lettres; et me
résolvant de ne chercher plus d’autre science que celle qui se pourrait trouver
en moi-même, ou bien dans le grand libre du monde» (Descartes, 1824, p.
131)—, a propósito, en fin, de su entusiasmo por lo universal y perenne frente
a lo particular y contingente. Algo de verdad hay en el tópico, no obstante.
Desde luego, establecer conexiones entre las inclinaciones sociopolíticas de los
autores y el contenido de sus contribuciones científicas es una empresa no
exenta de peligros: siempre se corre el riesgo de caer en un externalismo sim-
plista. Con todo, es casi inevitable verse abocado a concluir que la querencia
de Meillet por la búsqueda de regularidades pancrónicas —tomamos pres-
tado el término de Saussure (1972, pp. 134-135)— es solidaria, en parte, de su
ideario político-social. De un Joseph de Maistre, que se negaba a reconocerle
eficacia política alguna a la noción de derechos del hombre 42, esperaríamos que,
si fuese lingüista, enfatizase lo particular, lo propio y característico de cada
lengua, y que recelase del proyecto de construir una lingüística general. De un
hombre imbuido del universalismo y del optimismo gnoseológico de la tradi-
ción revolucionaria, esperamos que, si se dedica a la investigación lingüística,
muestre un notorio afán por descubrir lo general bajo lo particular, por redu-
cir lo diverso a lo uno. Esa fue, desde el principio, una de las más acusadas
propensiones intelectuales de nuestro autor. No hace falta decir que la expe-
riencia atesorada durante todo el siglo en curso no podía pasar en balde. La

41
«Esprit positif et précis, ayant horreur des rêveries romantiques», así lo describió
Lucien Tesnière (1936, p. 33).
42
Es famoso el pasaje de las Considérations sur la France (1797) en el que se resolvía
contra las abstracciones vacías de los revolucionarios: «La constitution de 1795 […] est faite
pour l’homme. Or, il n’y a point d’homme dans le monde. J’ai vu, dans ma vie, des Français,
des Italiens, des Russes, etc. […]; mais quant à l`homme, je déclare ne l’avoir rencontré de
ma vie» (1797, p. 102).

57
ciencia del lenguaje había tenido su momento De Maistre, por así decirlo, y
había comprendido que generalizar tomando como base el conocimiento de
solo un puñado de lenguas entrañaba el peligro de tomar lo contingente por
necesario.
De una persona tan consciente de su propia valía, tan sabedora de lo ex-
cepcional de sus dotes y, en fin, tan pronta al desdén por quien se le antojaba
simple, cabría esperar que fuese pobre en afectos. No es fácil indagar en esta
faceta de la vida de Meillet, en parte por la circunspección de que siempre hizo
gala, en parte por la discreción de los necrologistas. Con todo, haremos una
conjetura que, a la luz de las fuentes parece posible, a saber: que la relación de
Meillet con Berthe Esbaupin no fue solo una amistad entre primos, hipótesis
ya enunciada por Francis Gandon 43. Algo más, decimos, pero no nos atreve-
mos a cuantificar ese algo, esto es, a determinar el grado de cercanía entre An-
toine y Berthe. La diferencia de edad —él era veinticuatro años más joven (cfr.
supra, § 1.1.1, n. 21)— no invita a pensar en una relación amorosa. Y, sin em-
bargo, cuando se lee la carta que Meillet envió a Esbaupin en junio de 1891,
desde Echmiadzín (cfr. supra, § 1.1.2), es imposible no sorprenderse de la bru-
tal franqueza («Ce serait la meilleur solution»). Un mes más tarde, habiendo
recibido la noticia del deceso de la tía de Berthe, Antoine escribe:

Sois tranquille. Ta tante est morte: désolé de n’avoir pas été là. Cela
t’a sans aucun doute produit un effet nerveux très fâcheux et que j’aurais

43
Una sospecha que ya ha expresado Françis Gandon (2014, p. 111): «Berthe et An-
toine consacraient fréquemment leur dimanche au piano à quatre mains. Berthe était, on
s’en doute, plus qu’une cousine. Son décès, le 11 mars 1911, suscitera des condoléances
empreintes de la plus profonde affliction». Cuando habla de «condoléances», Gandon
alude a una afectuosa carta de pésame que Ferdinand de Saussure le envió a su amigo y
exalumno (apud Benveniste, 1964, pp. 120-121). Así comenzaba: «C’est une attristante
nouvelle qui m’arrive par votre faire-part, et un bien profond deuil, comme je le vois, qui
s’est étendu sur vous depuis quinze jours, sans que je vous aie su dans ce chagrin».

58
pu amortir un peu. […] Et puis le choc était tellement prévu et nécessaire !
(13 de julio de 1891; Gandon, 2014, p. 181).

Una vez más, la voz de Meillet suena con acentos que parecen rebasar lo
puramente amical. En cualquier caso, lo que resulta más llamativo es el trata-
miento que Paul Boyer le da al fallecimiento de la Srta. Esbaupin, y no solo
por las palabras con que pondera el dolor de Meillet, sino también por el dato
que introduce a continuación:

Un deuil cruellement ressenti avait frappé Antoine Meillet en 1911:


la mort de sa cousine, Mademoiselle Berthe Esbaupin. Deux ans après, il
perdait son père. Il demeurait donc seul (son frère vivait en province), lui,
si naturellement sociable, et qui jamais n’avait été seul. La solitude lui fut
atrocement pénible.
Or, en ce temps-là, nous avions comme commune élève, à l’École
des langues et à l’École des Hautes Études, une jeune fille d’une rare dis-
tinction d’esprit, Mademoiselle Mercédès Garcia. La guerre, qui venait
d’éclater, favorisait ces rapprochements entre professeurs et étudiants
dont Michel Bréal et Louis Havet nous avaient, à Meillet et à moi, légué la
tradition. Une amitié véritable, toute de confiance et de mutuel dévoue-
ment, naissait aisément entre maître et disciple. Et c’est ainsi qu’au sombre
printemps de l’année 1916 Mademoiselle Garcia devenait Madame Meil-
let.

En la narración de Boyer, Mercédès Garcia aparece —de forma casi pro-


videncial— para ocupar el puesto de la prima Berthe. Se instaura, así, un
vínculo entre las dos mujeres. García entra en escena en calidad de cónyuge, y
Esbaupin cobra entonces un nuevo aspecto, como si, por una suerte de he-
rencia invertida, asumiese el papel de su continuadora. Muy torpe habría sido
Boyer si no hubiese advertido que su enfoque narrativo iba a influir podero-

59
samente sobre el público. Nosotros, desde luego, creemos que obró de in-
tento. Su designio era producir la impresión de que Berthe Esbaupin y Mer-
cédès Garcia habían sido, para Meillet, las dos mujeres de su vida, y, conven-
cido de estar diciendo la verdad (insinuándola, más bien), no se cuidó del
modo en que ello iba a afectar a la imagen de la primera.
Se equivoca Boyer, por cierto, al afirmar que el enlace Meillet-García se
produjo en la primavera de 1916. La partida de matrimonio, que hemos po-
dido consultar 44, da como fecha el 18 de mayo de 1915. Curiosamente, Boyer
fue uno de los testigos, papel en el que estuvo acompañado por Louis Havet
y Sylvain Lévi, compañeros e íntimos amigos de nuestro hombre. El mucho
tiempo transcurrido desde la ceremonia —veintiún años, nada menos— le
hizo olvidar, sin duda, la datación correcta.
El mejor retrato que de Mercédès Garcia tenemos —ignorado, a lo que
parece, por necrologistas e historiadores— se lo debemos a Giacomo Devoto.
Devoto nos pinta a la Sra. Garcia en su viudez, amorosamente entregada al
recuerdo del difunto, casi recluida en la casa que con él había compartido:

Il lutto della signora Mercedes fu duro, inconsolabile, ma proprio


perché sofferto, fu cosa viva. La signora Mercedes dovette vendere in an-
ticipo al Collège de France l’usufrutto della casa di Châteaumeillant cui
aveva diritto e dove passavano abitualmente le estati. E il rifiuto di arren-
dersi le diede coraggio, la mantenne fedele a sé stessa. Una specie di clau-
sura discese sulla casa, a distinguere i visitatori a seconda della sopravvi-
venza dei ricordi. Aveva un fiuto tutto suo per distinguere quanti erano

44
La partida es la n.º 150 del libro de actas matrimoniales del 16.º distrito de París. La
sección que cubre el período comprendido entre el 29 de marzo y el 10 de junio (actas 88-
178) se puede consultar en la siguiente dirección: https://bit.ly/3nDyuss.

60
un po’ tentati di sentirsi ormai al margine del maestro scomparso, senza
più obblighi.
Così son passati trentasei anni. Volati. Ogni volta che andavo a Pa-
rigi, andavo a trovare la signora Mercedes: ogni volta c’era qualche ruga in
più, ogni volta qualche tristezza, qualche luto nuovo, l’idea di un mondo
che si dissolveva (Devoto, 1975b, p. 118).

Gracias al testimonio de Devoto, que fecha su evocación el 25 de octubre


de 1972, estamos en condiciones de enmendar un error que lleva algún
tiempo circulando por la literatura especializada: la datación de la muerte de
D.ª Mercedes en 1975 (cfr., p. ej., Fryba-Reber, 2006, p. 4). En realidad, el
deceso se produjo el 11 de agosto de 1972, en el hospital geriátrico de Aligre,
sito en la localidad de Bourbon-Lancy (departamento de Saona y Loira) 45. No
es mucho más lo que hemos podido averiguar sobre Mercédès García. La con-
sulta del registro civil nos ha revelado que había nacido el 29 de marzo de
1885; era, por lo tanto, diecinueve años más joven que su esposo. Cuando
contrajo matrimonio, vivía con su madre, Fanny Baatard, en el n.º 92 de la
avenida Mozart. El padre, Pedro García (de origen español, obviamente), ya
había fallecido. Que fuese alumna de la École des Langues Orientales, no he-
mos logrado verificarlo. Sí tenemos constancia, en cambio, de que asistió a
algunas clases de gramática comparada en la École Pratique des Hautes Étu-
des. En el Annuaire del curso 1915-1916, se da noticia de que, en el curso
anterior, hubo una señorita García entre los oyentes de las lecciones de esla-
vística que impartía Meillet: «Dans la conférence de slave, on a étudié la syn-
taxe slave à propos de fragments de textes qu’expliquaient les auditeurs. MM.

45
Así consta en la nota introducida, con fecha de 25 de octubre, en el registro de de-
funciones del 7.º distrito de París, donde la Sra. Garcia estaba censada.

61
Malvi et Guillaume, Mmes. Stchoupak, De Willman-Grabowska, Garcia,
Kantchalovska y on pris part» (Meillet, Gauthiot y Bréal, 1915-1916, p. 48).
Del testimonio del lingüista noruego Alf Sommerfelt, discípulo y amigo
de Meillet, se desprende que Mercédès Garcia era mujer de gran valía intelec-
tual, con buena formación lingüística y excelentes aptitudes para los idiomas:

Intense and continuous work —he wrote all his books during the
vacations— undermined his strength and in 1932 he was struck down by
hemiplegia and became almost blind. His eyesight was partly restored; he
would not give in and continued to work with secretaries. He was much
helped by his wife who is a good linguist in both senses of the Word. In
fact, she was greatly superior to him as far as the speaking of foreign lan-
guages was concerned (Sommerfelt, 1962, p. 248; las cursivas son nues-
tras) 46.

Las palabras de Sommerfelt nos brindan una oportunidad para aludir al


papel de Garcia durante los últimos cuatro años de Meillet. Según todas las
fuentes disponibles, Dª. Mercédès lo colmó de atenciones. Vendryes, p. ej.,
pondera «l’admirable dévouement dont l’entoura pendant plus de quatre an-
nées d’angoisses et de soucis constants la compagne qu’il s’était choisie»
(1937, p. 207). Boyer, después de evocar las numerosas afinidades que había
entre los esposos (gusto por la música, por los viajes, por las largas camina-

46
Idéntica observación encontramos en la nota necrológica que el iranista estadouni-
dense Louis H. Gray dedicó al maestro. Gray cerró su texto dejando constancia de todo
cuanto D.ª Mercédès había hecho por su difunto esposo: «[She is] a lady of unusual lin-
guistic ability, who aided him in his labours and presided with charming hospitality over
his home» (1937, p. 526; las cursivas son nuestras).

62
tas…), nos habla de la devoción de Mercédès por Antoine, puesta a prueba en
los días sombríos que siguieron al ictus de 1932:

Quelques jours avant de mourir, il réclamait les épreuves de l’article


dont il s’était chargé à l’Encyclopédie française et qu’il avait hâte de corri-
ger. Et le regard poignant de ses yeux, de ses yeux, de ses pauvres déjà demi
fermés à la lumière, disait assez sa gratitude à l’admirable compagne qui,
en ces quatre années et demie de souffrances stoïquement supportées, pas
un seul jour, pas une seule heure ne s’éloigna de celui dont elle portait fiè-
rement le nom (Boyer, 1936, p. 197).

Ha llegado el momento de hacer balance. A lo largo de unas cuantas pá-


ginas, hemos podido descubrir diferentes vidas complementarias (Laín En-
tralgo, 1984, pp. 82-84) en la persona de Meillet, diferentes facetas en un
mismo individuo: el amante de la música y de las bellas artes; el defensor de
los obreros que, sin embargo, los creía voluntariamente ajenos a los más ex-
quisitos frutos de la civilización; el republicano a machamartillo que, no obs-
tante, recelaba de las masas y temía el sufragio universal… Varios rostros, una
sola persona. En lo sucesivo, atenderemos, preferentemente, a una de entre las
muchas caras que nuestro autor revela a quien lo observa: en Meillet veremos,
sobre todo, al lingüista. Ahora bien, en esa cara se reconocerán, como al tras-
luz, algunas de las facciones que hemos identificado en las otras.

1.2 EL MEILLET PÚBLICO

1.2.1 La muerte de un maestro

El 21 de septiembre de 1936, en su quinta de Châteaumeillant, fallecía


Antoine Meillet. Llevaba ocho días inconsciente —lo cuenta su discípulo Al-
fred Ernout (1936, p. 16)— por causa de un accidente cerebrovascular, el úl-

63
timo de una larga serie que había comenzado tiempo atrás, durante la Semana
Santa de 1932. No diremos que la muerte lo sorprendió al final de uno de los
retiros estivales en Le Paradis, ya que su óbito, como apunta Ernout (ibid.),
era un desenlace previsto por sus allegados: «La nouvelle, si elle a mis en deuil
ses amis et ses proches, ne les a pas, hélas!, étonnés». Desde aquella fatídica
Pascua, cada nuevo año había sido más duro que el anterior. Falto de la vista,
perdida la movilidad, el maestro dependía completamente de las atenciones
de su esposa, que se las prodigó con encomiable desprendimiento. En medio
de tantos sinsabores, una alegría: en el verano de 1936, el Institut de France 47
le otorgó el Premio Osiris, dotado con la suma de 100.000 francos. El día 3 de

47
Creado en octubre de 1795, el Institut de France tenía el propósito inicial de reem-
plazar a las viejas academias, disueltas dos años antes por la Convención Nacional, y reunir
bajo su tutela a «les représentants de toutes les branches des connaissances humaines» (Au-
coc, 1889, p. XIV). En marzo de 1816, reinando Luis XVIII, se reconstituyeron la Académie
Française, la Académie des Inscriptions et Belles-Lettres, la Académie des Sciences y la Aca-
démie des Beaux-Arts, pero sin desmantelar el Institut (Aucoc, 1889, p. XV), síntomas am-
bos de la ambigüedad consustancial a la Monarquía restaurada, que quería entroncar con
el Antiguo Régimen, pero que, al mismo tiempo, no podía ignorar todo cuanto se había
hecho —y deshecho— en el cuarto de siglo anterior. En octubre de 1832, bajo la Monar-
quía liberal de Luis Felipe de Orleans, la Académie de Sciences Morales et Politiques se
sumó a las cuatro anteriores (ibid.). Fue entonces cuando el Institut tomó la forma que aún
hoy conserva, según lo dispuesto en su reglamento general, aprobado en virtud del Décret
n°2007-810 du 11 mai 2007 (https://bit.ly/2SzBHxZ): «L’Académie française, l’Acadé-
mie des inscriptions et belles-lettres, l’Académie des sciences, l’Académie des beaux-arts et
l’Académie des sciences morales et politiques, régies par leurs statuts et règlements respec-
tifs, composent l’Institut de France qui, outre la gestion de ses biens propres, est garant de
leurs intérêts communs et respectifs» (art. 1).

64
julio, el periodista Jean J. Charles, del periódico conservador L’Intransigeant,
dio cuenta de las reacciones del maestro y de su entorno:

[L]e maître nous confiait hier soir sa joie:


—La nouvelle n’est pas encore officielle!... ajoutait-il modestement
Les visiteurs se succèdent; collègues, anciens élèves accourus…
[…] D’autres visiteurs arrivent: on parle au professeur de sa santé:
—Soixante-dix ans, l’âge de la retraite!...
La retraite? Voilà au moins un mot qui semble peu le fait du profes-
seur Meillet (Charles, 1936).

En su última línea, la crónica sacrificaba la verdad en aras de una cortesía


bien intencionada. El deterioro físico del maestro era extremadamente grave,
y, como ya sabemos, sus amigos y familiares no se hacían ilusiones. Era impo-
sible albergarlas cuando, día tras día, los hechos las desmentían. «[La] der-
nière période de sa vie —escribió Joseph Vendryes (1937, p. 207)— laisse un
souvenir douloureux à tous ceux qui l’ont connu et aimé». No obstante, en-
tre tantos sufrimientos del cuerpo, Meillet conservaba incólume su mente.
Sus conocimientos, su sentido del deber y su pasión por el trabajo no habían
sufrido merma alguna:

[I]l avait gardé intacte son intelligence et, sans se faire d’illusion sur
son état, il voulut tenir virilement son rôle dans la vie et accomplir jusqu’à
l’extrême limite de ses forces ses tâches de professeur et de savan1. Il se fai-
sait aider pour lire les ouvrages nouveaux, pour écrire articles et comptes
rendus, pour préparer les rééditions de ses livres et en corriger les épreuves.
Il désirait et sollicitait les visites, surtout des jeunes, qu’il était pressé de
connaitre; il s’intéressait à leurs progrès, s’informait de leurs travaux et
cherchait à préparer leur avenir. Il les mettait au courant de projets de vaste
envergure dont il formait le plan dans sa tête. Son cerveau jusqu’aux der-
niers jours n’a pas cessé d’être actif; et quand on allait le voir, immobile

65
dans son fauteuil, courbé par la maladie, on était étonné, ému, ravi de lui
trouver l’intelligence toujours lucide, trouver l’intelligence toujours lu-
cide, la mémoire toujours fidèle et de recueillir encore de sa bouche des
opinions pertinentes, des conseils éclairés, des idées fécondes (Vendryes,
1937, pp. 207-208) 48.

Las exequias se celebraron dos días después del deceso, en la catedral de


Moulins. Ofició el P. Meilleroux, vicario general de la diócesis, en representa-
ción del monseñor Augustin Gonon, obispo: en el coro tomaron parte el P.
Arthur S. Giraud, deán del cabildo catedralicio, y varios canónigos (Cheva-
lier, 1936, p. 379). Asistieron al funeral, además de algunas autoridades aca-
démicas, varios amigos y discípulos del difunto: Vendryes, Boyer, Lévi, el an-
tropólogo Marcel Mauss, el eslavista André Mazon, el helenista Pierre Chan-
traine y un joven Émile Benveniste, entre otros 49. Más tarde, ya en el cemen-
terio, Jacques Chevalier pronunció unas palabras de despedida y homenaje.
El maestro había dispuesto que no se pronunciase ningún discurso durante el
sepelio. D.ª Mercédès, «[i]nteprete fidèle de sa pensée», le encomendó a Che-
valier que, con brevedad y sencillez, expresase «le dernier adieu de sa petite
patrie, justement fière de sa gloire» (Chevalier, 1936 p. 380). Cabría pregun-
tarse si, al hacer aquel encargo, la viuda no estaba incumpliendo los deseos del
difunto: a fin de cuentas, lo que hizo Chevalier fue pronunciar un discurso.

48
Paul Boyer corrobora el testimonio de Vendryes: «[D]iminué physiquement, le
maître des études linguistiques avait gardé l’intégrité de sa lumineuse intelligence, sa pas-
sion pour son devoir d’enseignement, son magnifique acharnement au travail» (1936, p.
197). Idénticas noticias nos ofrecen Louis H. Gray (1937, p. 526) y el indoeuropeísta belga
Maurice Leroy (1936, p. 1295). Cabe suponer que Leroy y Gray, a diferencia de Meillet y
Boyer, no contaban con información de primera mano, sino que se limitaban a referir lo
que se les había contado.
49
Una relación de asistentes más larga, pero no exhaustiva, nos la brinda Jacques Che-
valier (1936, p. 379).

66
En cualquier caso, lo que interesa no es el hipotético incumplimiento de la
voluntad de Meillet, sino el tenor de aquella oración fúnebre.
Chevalier no era simplemente un pensador católico; era un católico ex-
tremadamente conservador en lo político, que pocos años después ocuparía
el cargo de ministro de Instrucción Pública del régimen de Vichy. Su man-
dato, que duró apenas tres meses (de diciembre de 1940 a febrero de 1941), se
ha descrito como una ofensiva contra la laicidad de la escuela pública y, más
aún, contra toda la obra laicizadora del gabinete de Emile Combes (1902-
1905): «il lui importe essentiellement de faire regagner au catholicisme fra-
nçais les positions perdues depuis le combisme dans le français les positions
perdues depuis le combisme dans le domaine scolaire» (Handourtzel, 1997,
cap. IV) 50. Para quien conoce la trayectoria ulterior de Chevalier, no resulta
difícil adivinar segundas intenciones en este pasaje de la oración fúnebre:

Antoine Meillet aimait passionnément les traditions de son pays.


Cet homme, qui était la droiture même et la bonté, y demeura fidèle: il les
servit par son œuvre, elles inspirèrent sa vie, elles consolèrent sa mort. À
vrai dire, son nom se trouve, dès à présent, incorporé à la tradition de la
France et, avec elle, il continuera de rayonner sur le monde (Chevalier,
1936, p. 380).

Diríase que Chevalier intentaba utilizar al difunto como un instrumento


para la propaganda de sus ideas. Es de notar, sobre todo, la vinculación entre
tradiciones del país y catolicidad: las tradiciones —dice Chevalier— fueron

50
Justo es señalar que Chevalier, precisamente por lo hondo de sus convicciones reli-
giosas, no formaba parte del sector más peligroso del régimen. Otto Abetz, el embajador de
Alemania (que tenía mucho de procónsul), no lo veía con buenos ojos: le molestaban su
catolicismo militante y su condición de devoto discípulo del judío Henri Bergson (Han-
dourtzel, 1997, p. cap. III). De hecho, las presiones de Abetz provocaron el retiro de Che-
valier y su sustitución por el escrito Abel Bonnard, laico, sí, pero ferozmente antisemita y
genuino simpatizante del nazismo.

67
un consuelo para Meillet en su lecho de muerte. La misma idea reaparece, ex-
presada con mayor claridad, en el obituario que Chevalier publica el año si-
guiente:

Dans l’une de nos dernières entrevues, il me caractérisa d’un mot la


tradition qu’il servait, par opposition à tous les illuminismes: «notre ra-
tionalisme catholique, et je dis notre, car il y a une tradition catholique qui
subsiste chez ceux-là même qui n’en ont pas gardé les croyances». Et,
comme je lui souhaitais le courage, il ajouta: «Ce n’est pas le courage qui
me manque. Pourtant j’aurais encore bien des choses à faire; mais il faut
se soumettre à l’ordre des choses, à Celui qui vous appelez Dieu». Il devait
l’appeler tel, au jour de sa mort. Ainsi s’acheva sa vie, toutes traditions re-
nouées, dans une sereine lumière d’éternité (Chevalier, 1937, pp. 45-46; las
cursivas son nuestras) 51.

1.2.2 La reacción de la prensa

Este intento de instrumentalización de la figura de Meillet no fue óbice


para que toda la prensa, sin excepciones, se hiciese eco de su muerte y le diese
el relieve que merecía. Le Populaire, órgano de la S. F. I. O. (esto es, del Partido
Socialista), publicaba un artículo laudatorio que se cerraba con estas palabras:
«Plus que ses livres mêmes, plus que son enseignement direct […], sa forte
individualité aura laissé derrière lui […] une méthode dont on peut attendre
encore un grand avenir» (Bracke, 1936a). Como es natural el articulista ponía
de relieve, sobre todo, la insistencia de Meillet en el carácter social del lenguaje

51
He aquí un testimonio de que Meillet murió reconciliado con la Iglesia, que se
añade a las aportados por Pierre Swiggers (2006). Gracias a una carta que el P. Louis Mariès
envió al lingüista holandés Jacobus van Ginneken (Swiggers, 2006, p. 143), el profesor
Swiggers tiene constancia de que Jacques Chevalier fue el único orador que habló durante
el sepelio.

68
y su interés por el descubrimiento de correlaciones entre las transformaciones
de la sociedad y los cambios del vocabulario, que pueden ser, por tanto, indi-
cio de aquellas. Una semana antes, el mismo autor había llorado amargamente
la desaparición del maestro, a quien tenía por «l’un des hombre qui lui [scil.
à la France] donnaient droit á l’un des premiers rangs dans le concert hu-
main» (Bracke, 1936b).
En el otro extremo del espectro político, L’Action Française, órgano del
«nationalisme intégral» de Charles Maurras, daba cuenta del fallecimiento
de Meillet, mencionaba los títulos de algunas de sus obras y concluía con un
elogio muy generoso, aunque formulado en términos tal vez poco precisos:
«M. Meillet était l’un des princes de la philologie» (Anónimo, 1936, 23 de
septiembre) 52. También situado en el campo conservador, pero en posiciones
mucho más templadas, Le Journal des Débats publicaba en primera página la
noticia del deceso, acompañándola de un apretado resumen de su carrera
(puestos académicos, principales publicaciones científicas). El tono —huelga
decirlo— era elogioso: «Antoine Meillet était considéré en Europe comme
une grande gloire française» (P.-P. P, 1936, 24 de septiembre).
En el otoño de 1936, Francia vivía sometida a graves tensiones. El go-
bierno del Frente Popular (radicales, socialistas, comunistas) se veía asediado
por las dificultades económicas (espiral inflacionaria, devaluación del franco)
y por el odio de la extrema derecha (Borne y Dubief, 1989, pp. 160-164). Y,
sin embargo, periódicos de signo ideológico muy diferente se ponían de

52
No pretendemos equiparar, en modo alguno, L’Action Française con Le Populaire.
Este era un periódico de partido y, por tanto, parcial. La primera era publicación que rezu-
maba un antisemitismo indisimulado. El mismo día en que se publicaba el obituario de
Meillet, L’Action Française acogía un artículo de Léon Daudet—hijo de Alphonse— en el
que se defendía la ocupación italiana de Etiopía y se utilizaba la condición de judío del so-
cialista Léon Blum, jefe del gobierno, para despojarlo de la de francés: «Léon Blum n’est
pas seulement un Hébreu, étranger à toutes les fibres de notre pays, un Hébreu à l’état pur
et rabbinique» (Daudet, 1936, 23 de septiembre). Valga este detalle para hacerse una idea
del carácter de aquel medio.

69
acuerdo a la hora de rendirle homenaje al maestro desaparecido. Es un testi-
monio inequívoco del respecto que envolvía la figura de Meillet, uno de los
pocos personajes capaces de concitar una emoción común en periódicos de
signo opuesto.

1.2.3 La respuesta de los especialistas

En la sección anterior, a través de los textos de Le Populaire, L’Action


Française y el Journal des Débats, nos hemos formado una imagen de la reac-
ción de la prensa generalista ante el deceso de Meillet. Obviamente, no todos
los periódicos se extendieron tanto; de hecho, algunos fueron bastante parcos:
una fotografía más o menos reciente del maestro y una escueta noticia del fa-
llecimiento (lugar, fecha). No obstante, las notas dominantes del tratamiento
periodístico fueron, en conjunto, el asombro por las dimensiones de su obra
investigadora y la gratitud por su papel como maestro: al partir, dejaba escritas
mil páginas brillantes, pero también, y, sobre todo, mentes capaces de escribir
otras tantas, que no era un logro menor. Aún más elogioso fue, como veremos
ahora, el tono de las palabras que le dedicaron sus compañeros de profesión,
y no solo los franceses, sino también los extranjeros. El suizo Charles Bally, p.
ej., que había tenido alguna que otra fricción con él (Amacker, 1989, p. 107),
ponderaba su talento como organizador:

Meillet n’a pas été qu'un grand savant, il était aussi un homme d’ac-
tion, un animateur, un organisateur. Son enseignement aux Hautes
Etudes, au Collège de France, á l’Ecole des langues orientales a formé, au
cours de quarante années, une phalange compacte de disciples dont plu-
sieurs sont aujourd'hui des maîtres; ils ont peu á peu constitué une tradi-
tion dont le rayonnement ne cessera de grandir. Le dévouement du pro-
fesseur à ses étudiants ne connaissait pas de bornes; il savait deviner les ap-

70
titudes de chacun et les orienter dans la meilleure direction (Bally, 1937,
p. 335).

Muy similar, en el fondo, es el comentario de Henri-François Muller, un


romanista francés afincado en los EE. UU. Ante los ojos de Muller, Meillet
aparecía, sobre todo, como «the creator of the flourishing French linguistic
school» (1937, p. 65). Escuela lingüística francesa, he aquí una etiqueta que
hizo fortuna. Más de treinta años antes, ya la había utilizado Victor Henry, al
reseñar los Mélanges linguistiques (1902) con que los amigos y discípulos de
Meillet quisieron rendirle un temprano homenaje: «En somme, nous avons
en France une école linguistique, et ces jeunes gens entendent qu’on le sache:
ils ont raison» (Henry, 1903, p. 403) 53. Siguieron sus pasos Maurice Gram-
mont, en su reseña de los Mélanges linguistiques offerts à Ferdinand de Saus-
sure (Grammont, 1912) 54, y Alf Sommerfelt (Sommerfelt, 1924, p. 22). Des-
pués de la muerte de Meillet, hablarían de escuela francesa, entre otros, Ben-
venuto A. Terracini (1949, pp. 172-174, 184), Iorgu Iordan (1962, pp. 507 y

53
Germanista, helenista, latinista, Victor Henry inició su carrera docente (1883) en la
Facultad de Letras de Douai (trasladada a Lille en 1887), y la terminó en la de París, adonde
llegó para ocupar el puesto del sanscritista Abel Bergaigne (cfr. infra, § 3.2.1). Más que por
sus contribuciones a la gramática comparada (1893, 1894), hoy se le recuerda por Antino-
mies linguistiques (1896), un breve pero sugestivo ensayo de lingüística general (Henry,
1896). Información abundante sobre la personalidad científica de Henry podemos encon-
trarla en Marc Décimo (1995) y en las comunicaciones reunidas y editadas por Christian
Puech (2004).
54
No estará de más señalar que Grammont no se limitaba a dar cuenta del contenido
de las diferentes contribuciones reunidas en aquel volumen colectivo. Antes de nada, recla-
maba para la escuela francesa el monopolio de la herencia saussureana: «En France, M. de
Saussure a enseigné la grammaire comparée à l’École des Hautes-Études pendant dix ans
(1881-1891). Son enseignement a donné naissance à une véritable école, l’école française de
linguistique, qui s’est surtout fait remarquer par la netteté de ses vues et la sûreté de sa mé-
thode. En dehors de cette école, son nom est inconnu» (1912, p. 387; las cursivas son nuestras).

71
ss.) y Tristano Bolelli (1979) 55. No faltó quien añadiese el título de jefe al título
de creador de la escuela; jefe no ya de su círculo de alumnos y colaboradores,
sino de disciplinas enteras. «La linguistique et la grammaire comparée —es-
cribe Ernout (1936, p. 17)— perdent en lui leur chef, pour reprendre à son
sujet un mot qu’il aimait appliquer aux conducteurs de peuples indo-euro-
péens». No podemos saber a ciencia cierta qué habría pensado Meillet de ha-
berse visto descrito como una suerte de caudillo. Es posible que se hubiese
sentido halagado, pero no cabe descartar una sincera protesta. A fin de cuen-
tas, Meillet albergaba la convicción de que, en realidad, las mentes de los dis-
cípulos no las moldean los maestros, sino que se forjan a través de la interac-
ción entre iguales:

Les professeurs s’imaginent parfois qu’ils forment des élèves. Ce


n’est, heureusement, qu’une illusion. Ils évitent aux jeunes des pertes de
temps en leur indiquant les bonnes traditions, les bonnes recettes, les do-
maines où il y a quelque chose à trouver; ils leur épargnent aussi quelques
faux pas. Mais les jeunes gens se forment entre eux. Et c’est pour cela, sans
doute, que, si j’évoquais mes souvenirs de professeur, je constaterais que

55
Es de notar que Robert Gauthiot, uno de los discípulos predilectos de Meillet (cfr.
supra, § 1.1.2), expresó una vez su disconformidad con la etiqueta escuela lingüística fran-
cesa, y lo hizo precisamente en un breve escrito acerca de Saussure y su legado: «[C]ette
école n’est pas “française”, parce qu’elle n’a rien de national en principe, qu’un bon savant
comme V[ictor] Henry n’en a pas fait partie, et qu’il y a des Français qui sont en dehors
d’elle et qui étudient les faits du langage; mais elle est “de Paris” parce qu’elle a toujours
encore son foyer principal la où F. de Saussure enseignait, ou elle s’est fondée, a l’École des
Hautes Études» (Gauthiot, 1915, p. 90). A diferencia de Grammont, exiliado en la Uni-
versidad de Montpellier, Gauthiot, profesor de alemán en el liceo de Tourcoing (Meillet,
1916, p. 196), a unos 250 km al Noroeste de la capital, mantenía estrechos vínculos con el
foco parisino. De ahí su preferencia por la denominación de París en lugar de francesa.

72
les élèves appelés à devenir de vrais savants viennent souvent par groupes
(Meillet, 1928a, p. V).

Hubo autores que, en vez de incidir en la presencia de una apretada fa-


lange de discípulos, prefirieron llamar la atención sobre lo mucho que se hacía
sentir la ausencia del maestro. El estadounidense Louis H. Gray, p. ej., se dolía
del quebranto que sufrían los estudios de gramática comparada: «[Meillet’s]
passing […] marks the loss to comparative linguistics of one of the most bri-
lliant and distinguished scholar who have adorned [it]» (1937, p. 592). Desde
su plaza en la Universidad de Brno (Checoeslovaquia), que había ganado ha-
cía pocos años (Pomorska, 1984, p. 44), Roman Jakobson se mostraba toda-
vía más apesarado. No era una sola especialidad, sino la ciencia del lenguaje en
su conjunto, la que iba a resentirse de la muerte de Meillet: «La lingüística ha
perdido […] a su máximo maestro» (1937, p. 131). Aún más extremoso, el
joven indoeuropeísta italiano Giuliano Bonfante veía en la muerte de Meillet
un perjuicio no ya para lingüística, no ya para Francia, sino para la humanidad
entera: «pierde en él Francia uno de sus hijos más gloriosos, y el mundo un
maestro sin igual» (1936, p. 381) 56. Paul Boyer, que hablaba como lingüista
y como amigo, afirmaba que el mayor daño no lo sufría la ciencia, sino el país:
«La France perd en Antoine Meillet l’un des hommes qui ont le mieux servi
son génie» (1936, p. 198). Así y todo, la más hermosa y generosa estimación
de la figura de Meillet se la debemos a Vendryes (1937, p. 240). En su opinión,
Meillet era un dechado de la virtud intelectual que más estimaban los france-

56
No nos encontramos ante una traducción, sino ante el texto original. Por entonces,
Bonfante residía y trabajaba en España, en donde se había instalado tres años antes para
hacerse cargo de la novísima Sección de Estudios Clásicos del Centro de Estudios Históri-
cos (Lapesa, 1979, pp. 73-74). Al poco de la publicación del obituario, Bonfante dejó aquel
país en guerra —recuérdese que Meillet fallece en septiembre de 1936— y se trasladó a los
EE. UU.

73
ses de entonces: la claridad. Véanse las palabras con que cerraba su elogio fú-
nebre del maestro y amigo:

Ce qui toutefois mit le comble a sa gloire, ce sont ces beaux livres qui
se succédèrent à intervalles si rapprochés et dont chacun épuisait sa ma-
tière en la renouvelant. Par leur langue élégante et ferme, ils témoignent,
sans qu’il l’ait cherché, d’un réel talent d’écrivain. C’est que la forme est
née du fond même, dont elle fait valoir tout le dessin, toutes les nuances.
Le mérite essentiel appartient au fond, c’est-à-dire a l’esprit qui l’anime.
En plus d’une érudition irréprochable et qui tient du prodige, on admire
dans ces ouvrages la sûreté de la méthode, la justesse et la pénétration de
l’analyse. C’est le triomphe suprême de la raison française ou, si l’on pré-
fère, de l’esprit cartésien, car Meillet proclamait volontiers que toute notre
pensée moderne vient de Descartes, qu’il appelait le plus grand des Fran-
çais. S’il fallait pour conclure juger d’un mot l’œuvre de Meillet comme
professeur, on pourrait dire que, partout où il a passé, les choses sont ap-
parues après son passage mieux ordonnées, plus claires et plus belles
qu’elles n’étaient auparavant 57.

Hemos visto cómo, dejando a un lado las expresiones de pesar (inevita-


bles en casos como este), la desaparición de Meillet provocó respuestas dife-
rentes. Algunos autores centraron su atención en todo lo que el difunto había

57
Creemos que Vendryes no alude aquí a la supuesta clarté du français (para una his-
toria de la génesis, la evolución y final descrédito del mito, cfr. Swiggers, 1987), sino a la
claridad entendida como un hábito intelectual. Quizá se haya exagerado al ponderar el be-
soin de clarté de los franceses; ahora bien, testimonios como el de Ernest Renan (1890, pp.
VI-VII) nos hacen pensar que no se trata de una fantasía. Evocando sus primeras tentativas
como ensayista, que databan de 1848, Renan escribe: «Les exigences françaises de clarté et
de discrétion, qui parfois, il faut l’avouer, forcent à ne dire qu'une partie de ce qu’on pense
et nuisent à la profondeur, me semblaient une tyrannie. Le français ne veut exprimer que
des choses claires; or les lois les plus importantes, celles qui tiennent aux transformations
de la vie, ne sont pas claires; on les voit dans une sorte de demi-jour».

74
legado a la posteridad; otros, en lo mucho que se añorarían su consejo, su tu-
tela, su dirección. Ahora bien, más allá de estas diferencias en la apreciación
del hombre y su obra, descubriremos una nota común: todos los textos que
se le dedicaron al llorado maestro, sin excepción, ponían de relieve su voca-
ción de comparatista.
La pauta la había dado Vendryes. En su obituario, refería una anécdota
llamada a gozar de enorme difusión, puesto que parecía capturar y encapsular
la personalidad científica del maestro. El incidente había sucedido en el Pre-
mier Congrès International de Linguistes (La Haya, 10-15 de abril de 1928).
Meillet, uno de los principales impulsores de la convocatoria, hubo de escu-
char cómo algunos congresistas aludían al método comparativo como algo
viejo y agotado, «d’où l’on pouvait conclure que les linguistes devaient […]
chercher une autre voie» (Vendryes, 1937, p. 213). Cuando hubieron termi-
nado, se levantó de su asiento y dijo: «Mais moi, je suis comparatiste!». Si
creemos a Vendryes, sus palabras no le pasaron precisamente inadvertidas a la
concurrencia: «Chacun fut frappé de la vigueur presque agressive dont Mei-
llet proclama cette affirmation» (ibid.). El indoeuropeísta Calvert Watkins
ha supuesto —y no ha sido el único— que Meillet estaba respondiendo a
«[le] défi de la phonologie synchronique posé par Jakobson» (1984, p. 3).
No hay argumentos consistentes que se puedan esgrimir en defensa de dicha
hipótesis, y sí se dispone, en cambio, de no pocos indicios sobre su inexacti-
tud. Por una parte, Meillet había dado muestras de apertura hacia la tesis cen-
tral de la «phonologie synchronique» antes de que Trubetzkoy y Jakobson
publicasen sus primeras contribuciones a la nueva disciplina 58. Por otra parte,

58
Valga como ejemplo su reseña de Russkie glasnye v kačestvennom i količestvennom
otnošenii (‘Las vocales rusas desde los puntos de vista cualitativo y cuantitativo), del lin-
güista ruso Lev V. Scherba, donde se leen estas palabras: «[Sčerba] insiste avec grande rai-
son [...], à la suite de M. P. Passy, sur les distinctions phonétiques qui ont une valeur signi-
ficative et sur celles qui ne servent à rien distinguer. Les phonéticiens qui examinent les faits

75
la comunicación de Jakobson, Karcevsky y Trubetzkoy en el congreso de La
Haya incidía, sobre todo, en la necesidad de transformar la lingüística diacró-
nica mediante la superación de «la conception», común a los Neogramáticos
y a Saussure, «selon laquelle les changements phonétiques sont fortuits et in-
volontaires et que la langue ne prémédite rien» (1929, p. 35). El principio de
funcionalidad debía imperar también en el estudio de los cambios fonéticos.
Estos no son meros accedentes que le sobrevienen a la lengua, sino modifica-
ciones que tienen el propósito de conservar o alterar el sistema: «[L]a ques-
tion du but d’un événement phonétique […] s’impose de plus en plus au lin-
guiste, à la place de la question traditionnelle des causes» (1929, p. 36).
Nada de esto podía resultar particularmente molesto para Meillet. Sí es
probable, en cambio, que la responsable de su reacción fuese la comunicación
de Charles Bally y Ch. Albert Sechehaye, que constituía una clara tentativa de
purgar la descripción lingüística de adherencias diacrónicas y que, para alcan-
zar este objetivo, llegaba casi hasta el extremo de desvalorizar la investigación
comparativa e histórica. «[L’] observateur qui […] fait table rase de l’histoire
quand il envisage le système, s’affranchit par là d’une foule d’entraves artifi-
cielles», apuntan los ginebrinos (1929, p. 42). Esta tesis, por sí sola, no habría
bastado para suscitar el enfado de Meillet; de hecho, él mismo venía haciendo
observaciones semejantes desde hacía veinte años 59. Lo que nuestro autor no

d’une manière brute passent à côté de distinctions qui sont capitales dans la langue et cou-
rent risque d’insister sur des cas où la langue admet des variations très étendues, mais sans
valeur» (Meillet, 1912-1913, p. CXIII; las cursivas son nuestras).
59
En su primera conferencia como titular de la cátedra de gramática comparada del
Collège de France (13 de febrero de 1906), Meillet había pronunciado estas palabras acerca
de la flexión nominal del armenio moderno, caracterizada: «[D]ans une langue comme
l’arménien moderne, où la flexion nominale a des formes distinctes pour un nombre de cas
à peine moindre que celui de l’indo-européen, les désinences qui marquent chaque cas sont
si fixes et si constantes, identiques d’ailleurs pour le singulier et pour le pluriel, qu’elles sont
de tous points comparables aux prépositions françaises; une observation pure et simple des

76
podía aceptar era que, para defender la descripción ahistórica, puramente sin-
crónica, se menospreciase la explicación histórica. Los comparatistas siempre
se habían jactado de que su perspectiva era la única que permitía dar cuenta
de todo lo que en una lengua dada es irregular, al revelar su carácter de vestigio
de regularidades pretéritas. Meillet lo había expresado con claridad y rotundi-
dad inigualadas en su Introduction à l’étude comparative des langues indo-eu-
ropéennes (1903, pp. 9, 378), obra casi de juventud, y lo haría de nuevo en
trabajos tardíos (cfr., p. ej., Meillet, 1932, p. 213). Ahora tenía que oír que ese
género de explicación era de carácter casi ilusorio, porque lo explicado eran
solo las formas de las unidades, no sus «valeurs» (Bally y Sechehaye, 1929, p.
39), que «priment les formes et non inversement»:

On voudrait sauver l’explication historique des états en se retran-


chant derrière la distinction entre formes régulières et formes anomales;
les dernières au moins s’expliqueraient mieux par la diachronie que par la
synchronie. La forme , oui, la valeur et le fonctionnement, non. C’est le
passé qui explique l’opposition, travail-travaux, un bœuf (böf), des bœufs
(bø). Mais il est évident que les sujets ne savent rien de ce qui a créé ces
formes; ils obéissent simplement à la règle statique qui veut que l’irrégulier
soit expliqué par association mnémique avec le régulier. Ces pluriels les

faits, qui ne tiendrait pas compte de l’histoire —et c’est ainsi qu’on devrait toujours décrire
les langues— aboutirait à mettre sur un même plan les unes et les autres» (1906, p. 9; las
cursivas son nuestras). Por otra parte, si se exploran con detenimiento los números del Bu-
lletin de la Société de Linguistique de Paris publicados durante el segundo decenio del siglo,
no será difícil encontrar reseñas donde Meillet se muestra harto comprensivo con los adali-
des del enfoque descriptivo. Véase, p. ej., la que dedicó al Traité de stylistique française
(1909) de Charles Bally. Meillet constata que «la linguistique est dominée par une préoc-
cupation d’histoire [...] dont le caractère exclusif surprend et scandalise ceux qui du dehors
viennent à y jeter les yeux» (1909-1910, p. CXIX), y apunta —mostrando no contrariedad,
sino complacencia— que iniciativas como la de Bally conducirán al desarrollo de «une
étude des langues modernes qui sera scientifique sans être historique, et des résultats de
laquelle on peut être sûr que la linguistique historique tirera un large profit» (ibid.).

77
travaux, les bœufs sont implicitement confrontés avec les pluriels inva-
riables les œuvres, les vaches, etc., de sorte que la variation travail-travaux
est au fond de même nature que celle de tout surpris-toute surprise, con-
frontée avec très surpris, très surprise. Les conjugaisons irrégulières fonc-
tionnent uniquement par association permanente avec la conjugaison ré-
gulière (en français, celle en er); ainsi il va, nous allons, j’irai, etc., n’exis-
tent que grâce à l’appui constant de je marche, nous marchons, je marche-
rai, etc. (ibid.).

Fuesen o no estas palabras de Bally y Sechehaye las que motivaron el en-


fado de Meillet, de una cosa no hay duda: la anécdota del «Mais moi, je suis
comparatiste!» ha gozado de gran popularidad entre cronistas e historiadores,
que se complacen en citarla cuando necesitan retratar al hombre —y caracte-
rizar su obra— con un solo trazo del pincel 60. No es de extrañar que la imagen
póstuma de Meillet quedase indisolublemente vinculada con la palabra
«comparatista» ni que durante décadas se le haya descrito únicamente como
tal. La pauta la había dado Joseph Vendryes, su amigo y colaborador durante
décadas, de modo que la discrepancia parecía una temeridad. A pesar de la
meritísima labor editorial de Fiorenza Granucci, que ha exhumado las notas
de Meillet para el Cours de linguistique générale que no llegó a completar
(Granucci, 1992; Meillet, 1995), a pesar de las numerosas llamadas de aten-
ción de Pierre Swiggers (la más reciente, hasta donde sabemos, Swiggers,

60
Que sepamos, la alusión más temprana al suceso —dejando a un lado la del propio
Vendryes— es esta de un jovencísimo Antonio Tovar (1944, p. 130): «Meillet aparece en
el momento del máximo prestigio de los “jóvenes gramáticos”. Dentro del método histórico
y comparado se mantuvo siempre. Vendryes cita la significativa anécdota de que en el Con-
greso de lingüistas de La Haya (1928), cuando ciertos oradores se declararon contra el mé-
todo comparativo, Meillet hubo de levantarse y decir: Mais moi, je suis comparatiste». Des-
pués de Tovar llegarían, entre otros, Alfred Merlin (1952, p. 576), Calvert Watkins (1978,
p. 60, 1984, p. 3), Giancarlo Bolognesi (1987, p. 143) y Anna Morpurgo Davies (1988, p.
236).

78
2010b, p. 22), nuestro autor ha seguido siendo, para el común de los lingüis-
tas, un comparatista; un gran comparatista, sí 61, pero no más que un compa-
ratista. El tercer capítulo de este trabajo va a tener como uno de sus propósi-
tos, precisamente, impugnar esa visión reduccionista, que creemos injusta por
partida doble.
En primer lugar, un examen rápido de la producción científica de Meillet
basta para percatarse de lo amplio de sus miras, de lo inagotable de su curiosi-
dad y, como diría Roman Jakobson (1988a, p. 131), de su «extraordinaria
universalidad de perspectiva». Describirlo como un comparatista o un in-
doeuropeísta a secas, sin aportar notas adicionales, es dar una idea inexacta
(aunque no falsa) de su personalidad académica. Sí, Meillet fue un compara-
tista; comparatista practicante y, más aún, teorizante (1925), que no es detalle
sin importancia. El s. XIX, edad dorada de la gramática comparada, apenas
había cultivado la reflexión sobre la fundamentación del método de la recons-
trucción comparativa ni sobre las operaciones que lo integran. «[L]ittle has
been done about [the] task [...] of rigorously describing the procedure used
in reconstruction. [...] The great tradition in comparative linguistics is teach-
ing by example», escribe Henry M. Hoenigswald (1950, p. 357), un
metodólogo de primera fila (Hoenigswald, 1960). Pues bien, el mismo
Hoenigswald le reconoce a Meillet el no pequeño mérito de ser quizá el pri-

61
Sus contribuciones a la metodología de la gramática comparada se citan todavía con
provecho y sin desdoro. He aquí una muestra que vale por muchas. Cuando Lyle Campbell
tiene que dejar clara la diferencias entre las concordancias interlingüísticas que son prueba
de conexión histórica y las que solo implican similitud tipológica, invoca el ejemplo de An-
toine Meillet: «Meillet advocated permitting only comparisons which involve both sound
and meaning together. Similarities in sound alone (e.g., tonal systems in compared lan-
guages) or in meaning alone (e.g., grammatical gender in compared languages) are not reli-
able, since they are often independent of genetic relationship, due to diffusion, accident,
typological tendencies, etc.» (Campbell, 2003, p. 277).

79
mer comparatista que se propuso poner por escrito una descripción clara de
su modus operandi (1963, p. 10).
Cuando leemos las palabras comparatista e indoeuropeísta, pensamos, en
efecto, en un estudioso que solo se siente verdaderamente cómodo al realizar
labores reconstructivas a partir de los estados de lengua más antiguos de las
varias ramas de la familia: para la indoaria, el avéstico y el védico; para la helé-
nica, el dialecto homérico; para la germánica, el gótico, etc. Este comparatista
puro tiene bastante o mucha familiaridad con una o dos ramas, cuyos testi-
monios conoce de primera mano: puesto ante los textos, sabe descifrarlos y
traducirlos, se interesa, quizá, por su contenido, puede reconocer, si es el caso,
la mezcla de formas pertenecientes a diversos estratos temporales o distintas
variedades dialectales, etc. En el resto de las ramas, en cambio, no tiene trato
habitual con los textos, de manera que hace acopio de datos en diccionarios y
gramáticas. Pues bien, si hay un estudioso que se aleja del tipo ideal que esta-
mos describiendo, ese es Antoine Meillet. En el obituario que le dedicó, su
exalumno Lucien Tesnière describe con admiración lo extenso de sus conoci-
mientos. Comienza por llamar la atención sobre sus contribuciones a la lin-
güística eslava y armenia, y luego añade:

Mais cette connaissance approfondie d’un idiome ou d’un groupe


d’idiomes, généralement réservée aux philologues qui s’y sont longuement
spécialisés, Meillet ne l’acquit pas seulement pour l’arménien et pour le
slave. Philologue, il sut l’être dans presque tous les domaines auxquels il
s’attaqua. Non seulement les arménisants et les slavisants, mais encore les
indianistes, les iranisants, les hellénistes, les latinistes, tous le regardaient
comme une autorité dans leur partie et le revendiquaient comme un des
leurs. Et c’est certainement pour une large part dans cette variété des phi-

80
lologies qu’il sut dominer que réside le secret de sa puissance de synthèse
comme linguiste.
A l’iranisant, on doit une Grammaire du vieux-perse (1915) et des
études Sur les Gâthas [sic] de l’Avesta (1925); à l’helléniste, un Aperçu
d’une histoire de la langue grecque (1913), qui est un petit joyau d’huma-
nisme éclairé, et Les origines indo-européennes des mètres grecs (1923), sans
oublier le Traité de grammaire comparée des langues classiques, publié en
collaboration avec J. Vendryes (1925, 2e éd. 1927); au latiniste, une étude
sur Quelques innovations de la déclinaison latine (1906), une Esquisse
d’une histoire de la langue latine (1928), et, en collaboration avec A. Er-
nout, un Dictionnaire étymologique de la langue latine (1932); au germa-
niste, un livre sur les Caractères généraux des langues germaniques (1917).
Cette brève énumération montre combien son horizon linguistique était
large (1936, p. 34-35).

Por otra parte, como ya hemos advertido, hubo en Meillet una querencia por
lo general y las generalizaciones, que se manifestó, además, desde el comienzo
de su carrera. Algunos de sus coetáneos lo señalaron sin vacilación. Paul Bo-
yer, íntimo amigo, llamó la atención sobre esa vertiente de su quehacer cien-
tífico: «[C]e fut […] l’un des chagrins de sa vie de n’avoir pas en les temps
d’écrire […] ce Manuel élémentaire de linguistique dont il m’avait donné l’es-
quisse en 1910» (1936, p. 195). Con claridad lo dijo también Charles Bally,
con quien Meillet mantuvo una relación mucho menos estrecha:

En fin, par une pente naturelle, il était amené à méditer sur le langage
humain en soi, et ses vues personnelles sur la linguistique générale ont une
grande portée. On peut regretter qu’il ne nous ait pas laissé, en guise de

81
testament scientifique, cette «somme» définitive, comparable au Cours
de linguistique générale de Ferdinand de Saussure (Bally, 1937, p. 335) 62.

1.3 CONCLUSIONES

A lo largo de las páginas anteriores, hemos intentado disipar algunas de


las sombras que envolvían la vida de Antoine Meillet, ya corrigiendo algunos
de las inexactitudes que se han deslizado en la tradición historiográfica, ya des-
pejando incógnitas que dejaron sus amigos en los textos que le dedicaron con
motivo de su muerte. Ahora bien, a pesar de los esfuerzos realizados, hay zo-
nas de sombra que no ha sido posible iluminar. Las limitaciones en la docu-
mentación accesible nos impiden esclarecer, p. ej., el carácter de la relación
que mantuvo con su hermano Émile o con su prima Berthe.
A veces, durante la redacción de este capítulo, hemos sentido la tentación
de calificar a Meillet de hombre reservado, poco dado a la exteriorización de
sus sentimientos, pero hemos acabado percatándonos de que no tenía por qué
expresarlos a través del papel. Como cualquier otra persona, vivía su vida para
sí, no para quienes, casi un siglo después escriban sobre ella. Más, a pesar de la
pervivencia de algunos puntos oscuros, las pesquisas han dado, en conjunto,
buenos frutos. Hemos visto, en particular, que Antoine Meillet fue un liberal
progresista de la Francia de la Tercera República: laico y laicista, pero sin es-
tridencias antirreligiosas; preocupado por la suerte de las multitudes, pero
apartadizo y, a veces, un poco desdeñoso; racionalista, cosmopolita y, por
tanto, muy receloso ante el nacionalismo, en el cual veía un peligro para la

62
Alusiones a la preocupación de Meillet por las cuestiones generales podemos en-
contrarlas también en los obituarios escritos por Alfred Coville (1936, p. 225), Maurice
Leroy (1936, p. 1294) y Jacques Duchesne-Guillemin (1937, p. 142). Ahora bien, ninguno
de ellos alude, ni siquiera de manera vaga, al designio incumplido de escribir un tratado;
tan solo remiten a los artículos recogidos en los dos tomos (1926b, 1936) de Linguistique
historique et linguistique générale.

82
civilización europea. En estos caracteres del ciudadano hemos creído recono-
cer una querencia espiritual, que también se manifiesta en su obra de lin-
güista. Meillet no despreció nunca el conocimiento de los hechos particulares,
pero aspiró siempre al descubrimiento de leyes generales. No podemos saber
a ciencia cierta si leyó el Discours sur l’esprit positif (1844) de Auguste Comte,
pero, desde luego, consideramos que había podido hacer suyas palabras como
estas: el principio de «la subordination constante de l’imagination à l’obser-
vation», que es irrenunciable, no debe interpretarse de tal suerte que la ciencia
caiga «en une sorte de stérile accumulation de faits incohérents, qui ne
pourrait offrir d’autre mérite essentiel que celui de l’exactitude partielle»
(1844, p. 16). Esta es, en esencia, la misma aspiración a lo universal que hemos
visto en sus ideales éticos y políticos.

83
CAPÍTULO II
LA LINGÜÍSTICA DEL XIX VISTA DESDE EL
FIN DE SIGLO

2.1 Las glorias del comparatismo: un relato autocelebratorio


2.1.1 La visión de Graziadio I. Ascoli: William Jones, el pionero
2.1.2 La visión de Friedrich Max Müller: Friedrich Schlegel, el poeta
2.1.3 La visión de Domenico Pezzi: Franz Bopp, el constructor
2.1.4 Acotaciones a la historia convencional
2.2 Voces disidentes: hacia una lingüística general
2.2.1 Alemania, primer tercio del s. XIX: Wilhelm von Humboldt
2.2.2 Alemania, último tercio del s. XIX: Hermann Paul
2.2.3 Algunas voces de la periferia
2.3 Conclusiones

84
85
Tal como anunciamos en la Introducción, este capítulo pretende ser una
descripción del marco intelectual en el que se inscribió la personalidad cientí-
fica de Meillet, bien entendido que, a diferencia de un cuadro, un marco in-
telectual no es solo límite, sino también horizonte de posibilidades y vehículo
para alcanzarlo (y acaso rebasarlo). Con Karl Popper (1983, pp. 159, 164 y
ss.) sabemos que el científico no se halla jamás solo, inerme frente a la realidad;
por el contrario se acerca a ella con ánimo inquisitivo, dispuesto a interrogarla.
Esas preguntas y respuestas que preceden a la observación—y que le dan sen-
tido, esto es, propósito— conforman la tradición en la que el investigador se
inserta, incluso en los casos en que pretende llegar más lejos: para poder saltar,
hace falta una plataforma en la que apoyarse.
Al igual que otros hombres de ciencia, Meillet mostró una acusada dua-
lidad en sus relaciones con el marco en que estaba incardinado. El compara-
tismo fue para él un hogar en el que vivir y, al mismo tiempo, una celda de la
que liberarse. El diseño del presente capítulo es un reflejo de esa dualidad: pri-
mero describimos el hogar; luego mostraremos lo que de cárcel tuvo. La pri-
mera operación (apdo. 2.1) la llevaremos a cabo apoyándonos en el testimo-
nio de los cronistas del s. XIX, creadores de la imagen de aquella época como
de «the heroic age of linguistics» (Hoenigswald, 1986, p. 174). Veremos
cómo se representaban los orígenes del método comparativo y su utilización
para el deslinde de la familia indoeuropea, que concebían como una gran ha-
zaña en el campo de los estudios lingüísticos. Obviamente, al examinar esa
tradición narrativa se nos ofrece la posibilidad de adentrarnos en el conoci-
miento de los hechos narrados (no se puede observar un espejo sin ver tam-
bién, al mismo tiempo, lo que en él se refleja). Hemos procurado aprovechar
esta oportunidad que se nos brinda y, para ello, no hemos dudado en poner
numerosos ejemplos concretos allí donde los autores de la época no creyeron
necesario ofrecerlos. La precisión adicional que estos ejemplos aportan se tra-
duce, por supuesto, en una ralentización de la marcha del trabajo, pero cree-
mos que el rigor vale más que la agilidad. Sobre todo, hemos querido evitar

86
un hábito que Henry M. Hoenigswald (1986, p. 173) ha advertido en parte
de nuestra tradición historiográfica: el hablar de lo que los lingüistas dicen ha-
cer y no describir, al mismo tiempo, lo que en efecto hacen. De resultas de este
enfoque, la presentación del contexto que se ofrece es extensa y detallada, de
modo que estas páginas podrían leerse como un estudio autónomo de
(meta)historiografía a propósito de la gramática comparada del s. XIX. No
obstante, no deben verse como un cuerpo extraño alojado en el interior de
este trabajo: su presencia se justifica porque, como ya hemos dicho, la tradi-
ción comparatista fue un hogar para Meillet. Fue también, al mismo tiempo,
una cárcel, lo cual justifica que este capítulo tenga un segundo apartado, con-
trapunto, en cierto modo, del primero.
En la segunda parte del capítulo (apdo. 2.2), comprobaremos cómo to-
das las glorias del comparatismo, motivo de orgullo legítimo para los lingüis-
tas, no bastaban para acallar las dudas de algunos de ellos. Mucho se había
hecho, sin duda, pero, en ciertos círculos, cundía la impresión de que la lin-
güística no estaba cumpliendo su más alto objetivo: convertirse, a través del
estudio de las lenguas, en una ciencia del lenguaje. Voces más o menos aisladas
habían dado cuerpo a tales ideas ya en los primeros años de la centuria, pero
no había llegado a tener un impacto considerable (acaso porque, en aquel mo-
mento, la mayor parte de las energías se invertían en hacer acopio de informa-
ción sobre las lenguas). Hacia el final del siglo, cuando Meillet dio comienzo
a su trayectoria investigadora, había ya un clamor que no se podía ignora.
Prestaremos atención a algunos de los miembros del coro (cada uno con su
propio timbre y acento), y no prepararemos, así, para apreciar cómo sonó la
voz de nuestro autor dentro de aquel concierto.

2.1 LAS GLORIAS DEL COMPARATISMO: UN RELATO AUTOCELEBRATORIO

Si ansiamos comprender la producción historiográfica de los autores que


se formaron en los años de esplendor de la lingüística comparativa e histórica,

87
nos será útil recordar unas líneas de Theodor Mommsen sobre los usos fune-
rarios de la nobleza romana en tiempo de los Escipiones. Tanto las evocacio-
nes históricas, como la que se muestra en este capítulo, como las ceremonias
fúnebres pueden responder a una misma finalidad: mostrar una imagen del
ayer y proponerla como modelo para el mañana. He aquí, en fin, el pasaje que
nos interesa, en el cual se describe la procesión de las imágenes de los antepa-
sados (lat. imagines maiorum), «el más bello y el principal episodio del cor-
tejo [funerario]», dice Mommsen:

En caso de muerte de uno de los miembros de la familia, se revestían


ciertos hombres asalariados (mimi), mímicos o histriones, con el traje co-
rrespondiente a las funciones que habían desempeñado los antepasados, y
se los colocaba en carros que precedían al féretro, formando una especie
de escolta llevando cada cual el traje correspondiente á sus más altas digni-
dades […]. Detrás llevaban el lecho fúnebre (lectica, feretrum, capulus), cu-
bierto de pesados tapices de púrpura o bordados de oro, y ricas mortajas
sobre las que reposaba el cadáver, vestido igualmente con todas las insig-
nias de su más elevado cargo. Llevábanse a su lado las armaduras de los
enemigos muertos y las coronas de honor que había ganado. Seguían los
parientes completamente vestidos de negro, y sin adornos. Los hijos, con
la cabeza cubierta, las hijas sin velo, los agnados y cognados, los amigos, los
clientes y los emancipados. Al llegar al forum, se detenía el cortejo; colocá-
base el lecho mortuorio sobre un tablado, bajaban del carro los antepasa-
dos, e iban a sentarse en las sillas curules. El hijo ó el pariente más próximo,
subía sobre los rostra y enumeraba, sin exagerar, los nombres y las acciones
de sus antepasados, todos sentados y presentes, y hacía ante la multitud
reunida el elogio fúnebre del difunto (laudatio funebris) (Mommsen,
1876, pp. 171-172).

Ceremonias como estas, con tanta pompa, se encaminan no solo a hon-


rar a los difuntos, sino también a dejar hondas impresiones en la mente de los

88
vivos. Convertida casi en una corporación, la familia pretende espolear a los
de dentro (proponiéndoles modelos) e impresionar a los de fuera (haciendo
ante ellos un alarde de glorias que jamás podrán igualar). Pues bien, la lectura
que haremos en este capítulo de algunos textos representativos de la historio-
grafía lingüística del s. XIX (y de las primeras décadas del XX) nos hará ver
que su función es semejante a la de una procesión de imagines maiorum 63. En
efecto, ponen ante los ojos del lector un elenco de gestas científicas y de héroes
del saber, y lo invitan a engrosar aquellas y sumarse a estos. No se esconden
los tropiezos ocasionales, pero, vista en su conjunto, la historia reciente de la
disciplina aparece como una sucesión de triunfos que desemboca, por fuerza,
en su estado presente (atalaya desde donde se contempla el legado de las gene-
raciones anteriores y se intuyen caminos para las que han de venir).
Así pues, encontraremos con facilidad textos que sean expresión de or-
gullo por las empresas que se han llevado a cabo, testimonio de un consenso
general en torno a los métodos que han posibilitado tales logros y, finalmente,
esbozo de un programa de actuaciones a corto y a medio plazo. Dicho de otra
forma: textos que se adscriben al género de las «summing-up histories of lin-
guistics» (Koerner, 1999a; Koerner, 1999b). Conviene examinar cómo carac-
teriza Konrad Koerner dicha clase de obras y qué ejemplos nos brinda, ya que
tanto la descripción como la lista de títulos son de gran relevancia en el con-
texto de este trabajo. Las «summing-up histories» —escribe Koerner (1999b,

63
Salustio, en el prólogo del Bellum Iugurthinum, ya apuntaba una conexión entre
las imagines maiorum y el relato histórico, atribuyendo a este la primacía. No son las mas-
carillas funerarias de cera —afirmaba— las que hacen que los hombres se conduzcan de
esta o aquella manera, sino el recuerdo de los hechos que llevaron a cabo: «Nam saepe ego
audivi Q. Maxumum, P. Scipionem, praeterea civitatis nostrae praeclaros viros solitos ita
dicere, cum maiorum imagines intuerentur, vehementissume sibi animum ad virtutem
accendi. Scilicet non ceram illam neque figuram tantam vim in sese habere, sed memoria
rerum gestarum eam flammam egregiis viris in pectore crescere neque prius sedari, quam
virtus eorum famam atque gloriam adaequaverit» (Salustio, 1919, p. 55; las cursivas son
nuestras).

89
pp. 26-27)— son el signo de que en el seno de la comunidad científica reina
una concordia casi perfecta en cuanto a los fines y medios propios de la disci-
plina. La línea de meta está trazada; todo lo que queda por hacer es seguir an-
dando. De vez en cuando, el caminante necesitará que le recuerden de dónde
viene y adónde va, que le muestren que es continuador de insignes andariegos,
que lo convenzan de que, si persevera, conquistará la gloria de llegar a parajes
que aquellos no conocieron. Ese es, precisamente, el papel de las historias del
tipo «summing-up»: infundir un sentimiento de comunidad y de continui-
dad. Son, según Koerner (1999, p. 27), obras que muestran el desarrollo de la
disciplina «in an essentially unilinear fashion». En cuanto a los títulos que se
podrían adscribir a tal género, Koerner destaca dos: la Geschichte der
Sprachwissenschaft und orientalischen Philologie (‘Historia de la lingüística y
de la filología oriental’) de Theodor Benfey (1869) y la Geschichte der germa-
nischen Philologie (‘Historia de la filología germánica’) de Rudolf von
Raumer (1870).
Nosotros, con todo, no vamos a trabajar con ninguno de esos textos, que
ya son —sobre todo el primero— bien conocidos de los especialistas. Hemos
preferido fijar nuestra atención en un testimonio más temprano de la tradi-
ción historiográfica en la que se insertan Benfey y Von Raumer. Nos referi-
mos a los «Cenni storici sugli studi orientali e linguistici» (‘Apuntes históri-
cos sobre los estudios orientales y lingüísticos’) que un joven Graziadio I. As-
coli incluyó, allá por el año 1854, en el primer fascículo de la revista Studi
orientali e linguistici. Su lectura nos mostrará que los cultivadores de la nueva
lingüística adquirieron tempranamente la conciencia de constituir un grupo
y el orgullo de saberse parte de él, bien entendido que la voz grupo debe to-
marse, en este caso, en un sentido muy vago. No pensamos en un círculo de
personas ligadas por los estrechos lazos del trabajo cooperativo y del contacto
reiterado (sea epistolar o cara a cara), sino tan solo en una constelación de in-
dividuos con experiencias, inquietudes y aspiraciones compartidas, y que se

90
mueven en escenarios que, desde cierto punto de vista, son similares (o in-
cluso idénticos).
Una vez finalizado el examen del escrito de Ascoli, nos acercaremos a un
par de textos posteriores y demostraremos que, en lo esencial, no hay modifi-
caciones de calado: cuando escrita por y para comparatistas, la historia de la
lingüística es un autorretrato grupal, y las facciones de ese personaje colectivo
ya se hallan bien definidas hacia mediados del s. XIX. Concretamente, vamos
a prestar atención a los panoramas históricos que se nos ofrecen en dos obras
cuyo propósito principal no es reconstruir el pasado de la disciplina, sino fa-
miliarizar al lector con los problemas, métodos y resultados de este ramo del
saber: las Lectures on the science of language de Friedrich Max Müller y la in-
troducción de Domenico Pezzi a su traducción (parcial) del Compendium der
vergleichenden Grammatik de August Schleicher. Dos son las razones que
avalan esta elección. Por una parte, es probable que obras de este género in-
fluyesen mucho sobre la imagen que los lingüistas tenían del pasado de su
ciencia, incluso más que las de carácter declaradamente histórico. Se ha hecho
notar, con razón que «[e]l conocimiento de los ejemplos históricos y de las
figuras patriarcales de la disciplina […] constituyen parte importante del pro-
ceso de socialización [del] científico» (Kragh, 1989, p. 148), pero conviene
añadir que, en muchos casos, ese conocimiento se va depositando por decan-
tación en el fondo de la mente de los científicos, a medida que van adqui-
riendo las técnicas y aprendiendo los resultados de su especialidad. Por otra
parte, las obras que sí pretenden ser historias de la lingüística decimonónica
—obras como las de Vilhelm Thomsen (1945) y Holger Pedersen (1931)—
son ya bien conocidas, de tal modo que su relectura, por concienzuda que sea,
no puede descubrirnos nada que no se sepa ya.
Antes de dar paso al examen de las páginas históricas de Ascoli, hemos de
advertir que este excurso metahistoriográfico lo es solo en apariencia. En reali-
dad, todo él responde al propósito de ahondar en el conocimiento de la figura
de Meillet. Formado en el comparatismo, nuestro hombre pretendió, en

91
cierto modo, superarlo, pero jamás arrumbarlo. La lingüística que ansía ver
construida lo lleva dentro de sí; no lo anula, sino que lo integra y lo sublima,
al modo en que un nuevo sistema filosófico, como dice Ortega, es portador
de los que preceden (Ortega y Gasset, 1942, pp. 407-409). Intentar acercarse
a Meillet sin tener en cuenta la herencia de un siglo de investigación lingüística
denotaría una falta de sentido histórico comparable con la de un historiador
de las religiones que pretendiese estudiar a Jesús de Nazaret sin previo cono-
cimiento del judaísmo palestino de la época postmacabea. Historia non facit
saltus.

2.1.1 La visión de Graziadio I. Ascoli: William Jones, el pionero

No hubo que esperar largo tiempo para que comenzase la glorificación


de la lingüística comparativa: este cantar —digámoslo así— fue componién-
dose al paso que los héroes acometían sus gestas. Apenas rebasada la mitad del
s. XIX, cuando aún no era el gran semitista e indianista que un día llegaría a
ser, Ascoli publicaba un esbozo de historia de la filología oriental y la gramá-
tica comparada. La empresa era osada, pues apenas tenía precedentes 64. Las

64
En la década anterior, Francisco Predari había publicado la memoria Origine e pro-
gresso dello studio delle lingue orientali in Italia (1842), pero la deliberada limitación de su
campo de observación, de un lado, y el espíritu patriótico que la anima, de otro, la convier-
ten en un trabajo de otro carácter. En rigor, hasta donde nosotros sabemos, el único estudio
comparable al de Ascoli son las Recherches sur les langues, la littérature, la religion et la
philosophie des indiens de Jean Denis Lanjuinais, fechadas, al parecer, a principios del se-
gundo decenio del s. XIX (Lanjuinais, 1832, p. 3). En ellas podemos encontrar una crónica
de «[les] [p]rogrès successifs des européens dans les langues et les littératures de l’Hindous-
tan, particulièrement dans le sanscrit» (Lanjuinais, 1832, pp. 26-56). No deja de resultar
llamativo que, de la obra de William Jones, Lanjuinais evoque solo su actividad de traduc-
tor (1832, pp. 51-52). Sobre el discurso «On the Hindus» (1786), que hoy es lo que de él
más se recuerda, no dice una palabra. Sin embargo, Lanjuinais demuestra en todo mo-
mento estar bien informado; de hecho, conoce incluso algunas publicaciones que acababan

92
indispensables noticias bibliográficas habían de espigarse en obras ya antiguas,
como el Catálogo de las lenguas de las naciones conocidas (1800-1805) del
abate Lorenzo Hervás y Panduro o la Geschichte der neuern Sprachenkunde
(1807) de Johann G. Eichhorn 65. Pero, por grandes que fuesen los obstáculos,
Ascoli —casi un autodidacta (Terracini, 1930, p. 69; Terracini, 1949, p. 127;
Timpanaro, 1972, p. 150)— fue capaz de sortearlos hábilmente, imbuido
como estaba de un entusiasmo casi juvenil.
En su ensayo historiográfico, Ascoli exhibe el entusiasmo de todos los
profetas de la nueva lingüística. Empero, sería injusto acusarlo de pintar la
aparición de la gramática comparada como una creación ex nihilo. De hecho,
tiene palabras elogiosas para los eruditos y misioneros de los y ss. XVI-XVIII,
que habían ensanchado los horizontes glotológicos de los europeos. El elogio
viene teñido de reticencia, con todo. Aunque merecen encomio, las obras de
aquellos hombres «non bastarono […] a gittare i fondamenti alla linguistica»
(1854, p. 33); tampoco lo lograron «i pregevoli labori di Hervas [sic]» (ibid.).
La solución llegaría de tierras indostanas, como si el destino hubiese querido
probar la verdad de aquel viejo aforismo latino —Ex Oriente lux!— que les
recordaba a los europeos lo que acaso preferían olvidar: el Sol sale por el Este.
He aquí el pasaje en el que Ascoli relata cómo y cuándo se produjo aquella
iluminación:

Nell’agosto del 1783, Guglielmo Jones, spinto dal suo genio e dalla
vasta erudizione, vedeva la spiaggia dell’India lungamente sospirata,
«mentre a sinistra gli si affacciava la Persia, e una brezza dall’Arabia vicina
soffiava in poppa» […]. E l’India e la Persia e l’Arabia, che il suo pensiero

de aparecer, como el Über die Sprache und Weisheit der Indier de Friedrich Schlegel, «un
curieux essai […] qui, par des recherches intéressantes et des idées profondes, a excité l’at-
tention du monde savant» (Lanjuinais, 1832, p. 56).
65
En particular, el volumen II, que comprende «[las] lenguas y naciones de las islas
de los mares Pacífico e Indiano austral y oriental, y del continente del Asia» (Hervás, 1801).

93
abbracciava con entusiasmo, grandemente furono illustrate dalla Società
che nell’anno seguente egli ebbe fondato in Calcutta «per investigare la
storia e le antichità, le arti, le scienze, e la letteratura dell’Asia». Le memo-
rie da questa pubblicate, unite ad altri studi fatti nel medesimo tempo in
India e in Inghilterra da dotti inglesi, sparsero, tra altro, luce abbondante
sulla lingua e la letteratura dell’India antica; le quali al principio del secolo
decimonono si potevano dire presso che ignote all’Europa, e oggidì vi
sono professate nelle principali Università. La rivelazione della vene-
randa lingua sanscrita, che palesava uno sviluppo di perfezione incom-
parabile; alla quale le persiane, le greco-italiche, le germaniche, le slave, si
riconoscevano congiunte dalla più stretta affinità, e da cui erano rischia-
rati i rapporti tra ognuna di queste e l’intimo organismo de ciascheduna,
— segnò l’epoca più importante per gli studi di lingua (1854, pp. 36-38; las
cursivas son nuestras).

«Lungamente sospirata», escribía Ascoli, y bastan esas dos palabras para


mostrarnos hasta qué punto conocía la peripecia vital y los proyectos intelec-
tuales de Sir William. En efecto, se sabe que, para el jurisconsulto inglés, el
viaje a la India era el cumplimiento de un deseo acariciado desde hacía mucho
tiempo. Allá por abril de 1783, cuando se hallaba embarcado en la fragata
Crocodile, que tardaría cinco meses en completar su ruta (Cannon, 1964, pp.
112-115; Franklin, 2011, pp. 1-10), Jones no pensaba solo en sus deberes
como juez del Tribunal Supremo de la ciudad de Calcuta, sede del gobierno
de la East India Company. Llenaban su mente las ansias de perfeccionar su
conocimiento de los idiomas, las literaturas, las religiones, las costumbres y
demás frutos de las civilizaciones del Irán y el Indostán, que ya conocía en
parte —solo en parte— por haber estudiado las lenguas árabe y persa (Can-
non, 1964, pp. 10-11, 14-18, 23-28). Menos de un año después, en un dis-

94
curso pronunciado en la sesión inaugural de la Asiatic Society, Sir William
evocaba las emociones que había experimentado durante el viaje:

When I was at sea last August, on my voyage to this country which


I had long and ardently desired to visit, I found one evening […] that India
lay before us, and Persia on our left, whilst a breeze from Arabia blew
nearly on our stern. […] It gave me inexpressible pleasure to find myself in
the midst of so noble an amphitheatre, almost encircled by the vast regions
of Asia, which has ever been esteemed the nurse of sciences, the inventress
of delightful and useful arts, the scene of glorious actions, fertile in the
productions of human genius, abounding in natural wonders, and infi-
nitely diversified in the forms of religion and government, in the laws,
manners, customs, and languages, as well as in the features and complex-
ions, of men (Jones, 1784, pp. 1-2; las cursivas son nuestras) 66.

Salta a la vista que Ascoli tiene noticia de este discurso, del cual reproduce
un brevísimo fragmento: «[V]edeva la spiaggia dell’India lungamente sospi-
rata, mentre a sinistra gli si affacciava la Persia, e una brezza dall’Arabia vi-
cina soffiava in poppa». En él y en las publicaciones ulteriores de la Asiatic
Society, Ascoli encuentra sillares con los que va a levantar una construcción

66
No parece justo dudar de la sinceridad de Jones. En su correspondencia abundan
las pruebas de que, antes de emprender el viaje, antes incluso de conseguir el nombra-
miento, ya acariciaba la idea de instalarse en la India y completar su formación como orien-
talista. Veamos un ejemplo. En marzo de 1782, en carta dirigida al influyente político whigh
Edmund Burke, Jones insistía en que no pedía un puesto en el tribunal de Calcuta por afán
de enriquecerse, sino, sobre todo, con ánimo de servir y de aprender: «I cannot but know
[…] that my particular studies and turn of mind would enable me to be useful in Bengal,
and perhaps make discoveries of importance to the British government, and when I com-
pared the judgeship, from its effects on me, to the golden apple of Hippomenes, I was far
from insinuating that gold is by any means my principal object, for I believe that the great-
est part of my savings would be spent in purchasing oriental books, and in rewarding […]
the translators and interpreters of them» (apud Cannon, 1970, vol. II, pp. 521-522).

95
historiográfica imponente y duradera: la que describe la Calcuta de finales del
s. XVIII como escenario de una revelación que engendrará una nueva ciencia
del lenguaje. No se le puede acusar de haber alzado su edificio sobre cimientos
no apreciables. Hay muchas y buenas razones para creer que, de no ser por las
publicaciones de la Asiatic Society, la Europa erudita no habría desarrollado
tanto interés por las lenguas y literaturas indostánicas (o lo habría hecho en
fechas posteriores).
La cuantía de la deuda contraída con los orientalistas ingleses es recono-
cida incluso por sus colegas de allende el canal de la Mancha, celosos defenso-
res del prestigio de la ciencia francesa. Jean Denis Lanjuinais encomia la labor
de los misioneros jesuitas franceses como recolectores de manuscritos sanscrí-
ticos (1832, p. 30), y hace un rendido elogio de Abraham-Hyacinthe Anque-
til-Duperron, que tradujo los Upaniṣad (partiendo de una versión en persa) y
estudió in situ los usos, la liturgia y los textos sagrados de la comunidad parsi
de Bombay (1832, pp. 37-39). Así y todo, no puede por menos de someterse
ante la fuerza de los hechos: los avances de la segunda mitad del s. XVIII se
han efectuado «surtout par les doctes recherches et les traductions estimables
dues aux membres de la Société Académique de Calcutta» (1832, p. 27) 67.
Queda claro, en suma, que Ascoli reproducía la opinión común cuando hacía
de Jones y sus consocios los promotores de «l’immense révolution glossale»
—son palabras de un coetáneo (Guerrier de Dumast, 1854, p. 38)— que se
había producido durante la primera mitad del s. XIX.
Por lo demás, es evidente que, cuando apunta a Calcuta, Ascoli no piensa
solo en la labor de Jones y de sus amigos —Charles Wilkins, Henry Th. Cole-

67
Mucho más cerca de nosotros, Jean Filliozat acaba por llegar a una conclusión que,
en el fondo, no está lejos de la de Lanjuinais: «On admet en général que la création de l’in-
dianisme commence avec la fondation de l’Asiatic Society of Bengal à Calcutta en 1784. Et
il est bien vrai que ce fut là le point de départ de l’essor définitif». Acto seguido, sin embargo,
nos previene contra la reducción de autores como los misioneros Jean-F. Pons y Jean Cal-
mette «au simple rôle de Précurseurs» (ibid.).

96
brooke— como traductores, gramáticos y lexicógrafos. Sobre todo, tiene en
mente la aportación de Sir William el día 2 de febrero de 1786, dos años des-
pués de la inauguración de la Asiatic Society. En calidad de presidente, Jones
autor pronunció ante los socios un discurso sobre la historia cultural del In-
dostán desde la época de composición de los Vedas —cuya datación era en-
tonces insegura— hasta el s. XI de nuestra era, en el que se inició la penetra-
ción musulmana en el valle del río Indo. Bien entrados ya en la lectura del
texto, encontraremos un pasaje (Jones, 1786, p. 26) que le ha valido una gloria
a su autor y que se ha citado decenas de veces en tratados, manuales y obras
de divulgación:

The Sanscrit language, whatever be its antiquity, is of a wonderful


structure; more perfect than the Greek, more copious than the Latin, and
more exquisitely refined than either, yet bearing to both of them a
stronger affinity, both in the roots of verbs and in the forms of grammar,
than could possibly have been produced by accident; so strong indeed,
that no philologer could examine them all three, without believing them
to have sprung from some common source, which, perhaps, no longer ex-
ists: there is a similar reason, though not quite so forcible, for supposing
that both the Gothick [sic] and the Celtick [sic] though blended with a very
different idiom, had the same origin with the Sanscrit; and the old Persian
might be added to the same family, if this were the place for discussing any
question concerning the antiquities of Persia.

Mucho se ha discutido sobre el sentido último de las líneas que acabamos


de reproducir, en las que varias generaciones de lingüistas —desde los tiempos
de Ascoli hasta bien entrado el s. XX (cfr., p. ej., Hockett, 1965, p. 185)—
han querido ver el prólogo (o incluso el primer acto) de la gran obra del com-
paratismo. Estudios como los de Henry M. Hoenigswald (1974, pp. 349-350)
y Lyle Campbell (2006), entre otros, hacen cada vez más difícil defender esa

97
lectura. De todos modos, en este momento no nos interesa tanto lo que el
discurso de Jones dice cuanto lo que Ascoli, temprano representante de toda
una tradición historiográfica, ha creído descubrir en él: el comienzo de
«l’epoca più importante per gli studi di lingua». Gran interés revisten tam-
bién lo que el lingüista italiano no quiso o no supo ver. Si el pasaje anterior se
cuenta entre los textos más citados de la historia de nuestra ciencia, otros frag-
mentos del discurso han pasado casi inadvertidos. Es el caso del siguiente,
donde Sir William señala las afinidades que ha creído advertir entre la religión
y la filosofía de la India preislámica y las de nuestra antigüedad, esto es, la clá-
sica, la grecolatina:

Of the Indian Religion and Philosophy, I shall here say but little be-
cause a full account of each would require a separate volume: it will be
sufficient in this dissertation to assume what might be proved beyond
controversy, that we now live among the adorers of those very deities, who
were worshipped under different names in old Greece and Italy, and
among the professors of those philosophical tenets, which the Ionick and
Attick writers illustrated with all the beauties of their melodious language
(Jones, 1786, p. 28).

Aún menos conocido es que Sir William, dejándose seducir por una se-
mejanza en la forma fónica de las voces, supuso que el Buda de los indios y el
Woden (u Odín) de los antiguos germanos eran la misma figura, y creyó que
su origen se encontraba en la Escitia o en el país, semilegendario, de los hiper-
bóreos (ibid.). O la conjetura —audaz y errónea— según la cual Rāma, el hé-
roe del Rāmāyana, y Sītā, su fiel esposa, le dieron nombre a una festividad
religiosa del Perú prehispánico, de donde Jones infiere que la civilización in-
caica tiene raíces indostanas: «The Peruvians […] styled their greatest festival
Ramasitoa; whence we may suppose, that South America was peopled by the
same race, who imported into the farthest parts of Asia the rites and fabulous

98
history of Rama» (Jones, 1786, p. 30) 68. No hace falta decir que Ascoli no
alude a estos deslices en su evocación del personaje, como tampoco a los in-
tereses extraglotológicos —digámoslo llanamente: filológicos— a los que nos
referimos en la página anterior.
Cuando intenta explicarnos el impacto del descubrimiento de Jones 69
entre los investigadores europeos —una revelación que acabó por engendrar
una revolución—, Ascoli privilegia los factores intralingüísticos. No era la
única explicación posible. Cabía incidir en la acción de factores ambientales,
ajenos a la organización interna de la antigua lengua sacra de la India. La Eu-
ropa culta de finales del s. XVIII estaba fascinada por el continente asiático,
por más que no lo conociese sino de forma superficial. Había carencia de in-
formación, pero también expectación y curiosidad. Una expectación y una
curiosidad no siempre bien dirigidas. Voltaire, p. ej., se había deshecho en elo-
gios de la sabiduría del Ezour-Vedam, un comentario de los Vedas que creía
antiquísimo y que, en realidad, había nacido al calor de las misiones jesuíticas
y respondía al propósito de socavar —desde dentro de la cultura india— el
politeísmo hindú contemporáneo (Schwab, 1950, pp. 164-168). Poco des-
pués, en el París revolucionario, el conde de Volney escandalizaba al público

68
Es probable que la información sobre el festival religioso incaico tenga su origen en
los Comentarios reales del Inca Garcilaso de la Vega: «Tambien alcançaron los equinocios,
y los solenizaron muy mucho. En el de Março segavan los mayzales del Cozco con gran
fiesta y regozijo: particularmente el anden de Collcampata, que era como jardin del Sol. En
el equinocio de Setiembre hazian una de las quatro fiestas principales del Sol, que llamavan
Citua Raymi [...], quiere dezir fiesta principal» (1609, lib. II, cap. XXII, p. 42; respetamos
la ortografía del original). La alteración formal de las palabras y la inversión de su orden de
aparición (de Citua Raymi a Ramasitoa) hacen suponer que Jones no acudió directamente
a los Comentarios, sino que encontró la noticia en una obra que citaba —deformándolo—
el texto del Inca.
69
En realidad, como veremos (cfr. infra, § 2.1.4), Jones no fue el primer estudioso
europeo en observar las concordancias entre el sánscrito y las lenguas clásicas. Otra cosa es
que, ayudado por su prestigio personal y por un cúmulo de circunstancias favorables, con-
siguiese un mayor eco que otros (Burridge, 2013, pp. 153-154).

99
con sus conjeturas sobre la huella del zoroastrismo en el judaísmo postexílico
(1791, pp. 289-290) o sobre la identidad entre Cristo —cuya historicidad ne-
gaba— y el dios Kṛṣṇa (1791, p. 297). Europa estaba entonces a punto de pre-
cipitarse en un abismo de guerras que se prolongaría durante casi veinticinco
años, pero, como enseguida veremos, ni siquiera aquellas conmociones sofo-
caron el entusiasmo de los eruditos (de un selecto grupo de ellos, cuando me-
nos).
Si buscamos una prueba de que las tempestades revolucionarias y las gue-
rras de coalición no apagaron la fascinación por el Oriente, la hallaremos en la
publicación del ensayo Über die Sprache und Weisheit der Indier (1808), de
Friedrich Schlegel. Este autor anuncia una buena nueva filológica: el estudio
de la lengua y literatura sánscrita, si se aborda con pericia y tenacidad similares
a las de los latinistas y helenistas del Renacimiento, comportará una transfor-
mación de la vida, una palingenesia de las artes, letras y ciencias. «[L’étude de
l’antiquité orientale] pourrait […] nous ramener plus sûrement —escribe
Schlegel (1808, p. 215)— à la connaissance de ce qui est divin, et à cette force
du sentiment qui seule donne la lumière et la vie à tout art et à toute science».
El (re)descubrimiento de la India traerá consigo la restauración de la unidad
espiritual que había existido en los momentos aurorales de las civilizaciones
europeas. En el concierto de la historia humana —señala Schlegel (1808, p.
213)—, los pueblos de Europa y de Asia son como «une grande famille». Es-
tudiarlos como lo que son, como parientes, no puede por menos de condu-
cirnos a una comprensión más profunda de las cosas: «[P]lus d’un point de
vue exclusif et limité disparaîtrait de lui-même, [...] plus d’une chose inintel-
ligible deviendrait claire, et [...] toute chose apparaîtrait sous un jour entière-
ment nouveau» (Schlegel, 1808, p. 213). Este no es lugar para buscar las raíces
de la fe de Schlegel en los poderes regeneradores de los estudios orientales. Ya
Heinrich Heine sospechó que la indofilia del insigne filólogo tenía vínculos
con su conversión al catolicismo y el giro reaccionario de su pensamiento po-

100
lítico (1855, pp. 257-258). Mucho más cerca de nosotros, Sebastiano Timpa-
naro se ha hecho eco de los recelos del poeta:

In truth, this new humanism would have ended up looking more like
a new Middle Ages. Schlegel himself admitted as much. If in the passage
just quoted from his preface, he seems to pass admiring judgment on the
humanism of the 15th and 16th centuries, just so the new Indophile hu-
manism appeared destined to develop and deepen, not deny, that tradi-
tion; at the close of the book, oriental studies were presented as an anti-
dote to the irreligious tendencies fed by excessive love of the Hellenic
world» (1972, p. XXVII; las cursivas son nuestras)..

No cabe duda de que esta atmósfera de indomanía —así ha sido bauti-


zada— contribuyó decisivamente al desarrollo de los estudios orientales, pri-
mero, y de la lingüística comparativa, después 70. Con todo, Ascoli no toma

70
Erraríamos, con todo, si pensásemos que toda la inteligencia europea del momento
se dejó fascinar por el Oriente en general y por la India en particular. El entusiasmo de al-
gunos estudiosos y publicistas generaban adhesiones, pero también reacciones adversas.
Valga como ejemplo la polémica acerca de la política educativa que la Compañía de las In-
dias Orientales había de aplicar en sus dominios (McGetchin, 2009, pp. 31 y ss.). Jones y
sus continuadores querían que la India se gobernase respetando, en lo posible, los usos y
costumbres locales; por lo tanto, sostenían que la educación de las élites nativas debiera
discurrir a través del cauce de la lengua sánscrita (entre los hindúes) o del persa y el árabe
(entre los musulmanes). Aunque bien ganadas, sus credenciales de expertos no los mantu-
vieron a salvo de la crítica. Hombres eminentes como Thomas B. Macaulay hicieron cam-
paña en pro del establecimiento de un sistema de enseñanza secundaria a la europea, con el
inglés como sola lengua vehicular. En un memorial sobre la cuestión, fechado el 2 de fe-
brero de 1835, Macaulay escribió palabras muy duras a propósito del valor de las tradicio-
nes literarias autóctonas: «I have read translations of the most celebrated Arabic and Sans-
crit works. I have conversed, both here and at home, with men distinguished by their pro-
ficiency in the Eastern tongues. I am quite ready to take the oriental learning at the valua-
tion of the orientalists themselves. I have never found one among them who could deny

101
en consideración esos elementos potenciadores de índole cultural. Para él,
como ya hemos dejado entrever, la clave radica en el vocabulario y el aparato
flexional de la lengua sánscrita y de sus parientes. Mejor dicho: en la
combinación de unidad y diferenciación, de estabilidad y movimiento, que se
observa al examinar la historia del tronco indoeuropeo. De un lado, los
cambios fonéticos (incondicionados, combinatorios, esporádicos) han
provocado el oscurecimiento de la identidad originaria entre unidades
significativas elementales (raíces, temas, desinencias). No es obvio, p. ej., que
el gr. πούς ‘pie’ y el got. fotus ‘íd.’ son el resultado de la paulatina
transformación de una única forma. Ahora bien, la alteración no ha llegado
hasta el extremo de hacer irreconocible la comunidad de origen: aún se puede
sacar a la luz, a través del establecimiento de correspondencias fónicas
regulares (gr. πέντε ‘cinco’ = got. fimf ‘íd.’, gr. πολύς ‘muchos’ = got filu
‘mucho’, gr. πῦρ ‘fuego’ = got. fon ‘íd.’, etc.). De otro lado, en el ámbito de la
flexión, la analogía ha actuado como un agente perturbador, al acuñar formas
nuevas, propiedad exclusiva de la lengua en que se generan 71, y ponerlas en el
lugar de formas heredadas que tenían reflejos en otras ramas de la familia. Así,
el gr. λύκοι (nom. plur. de λύκος ‘lobo’) no continúa el prototipo
representado por el got. wulfos (nom. plur. de wulfs ‘lobo’), sino que
responde a una suerte de contaminación provocada por la frecuente
combinación con ὁι, nom. plur. del artículo definido ὁ. Al mismo tiempo,
sigue habiendo detalles reveladores de la ascendencia común, como, p. ej., el

that a single shelf of a good European library was worth the whole native literature of India
and Arabia» (apud Sharp, 1920, p. 109).
71
En rigor, al presentar las innovaciones analógicas como propiedad exclusiva de una
determinada rama de la familia, estamos incurriendo en una simplificación. Nadie ignora
que hay innovaciones comunes a dos o más ramas, sea porque todas ellas proceden de un
mismo dialecto (uno de aquellos en los que se fragmentó la unidad originaria), sea porque
sus hablantes se hallaban en contacto estrecho (lo cual facilitó la transferencia de elementos
y patrones), sea, en fin, como consecuencia de desarrollos paralelos e independientes (cfr.
infra, § 3.2.2.4).

102
hecho de que el ac. plur. de λύκος sea λύκονς (en el dialecto de la Argólide) o
λύκους (en el jonio-ático), que responden punto por punto al got. wulfans 72.
Vemos, en suma, cómo las concordancias coexisten con las discrepancias, de
tal modo que el parentesco no es ni reconocible a primera vista ni casi
imposible de demostrar.
Muy diferente es —prosigue Ascoli— el caso de las lenguas semíticas. Al
ser evidente, su identidad de origen no da pie a una empresa intelectualmente
estimulante ni obliga a afinar los instrumentos de pesquisa:

La rivelazione della veneranda lingua sanscrita, che palesava uno svi-


luppo di perfezione incomparabile; alla quale le persiane, le grecoitaliche,
le germaniche, le slave, si riconoscevano congiunte dalla più stretta affi-
nità, e da cui erano rischiarati i rapporti tra ognuna di queste e l’intimo
organismo di ciascheduna, — segnò l’epoca più importante per gli studi
di lingua. La consanguinità delle semitiche (arabo, ebraico, siriaco ecc.) è
in generale da ogni lato di un’evidenza talmente superiore a ogni dubbio,
che ad onta di varie trasmutazioni di lettere dall’una all’altra nella mede-
sima radice, la rassomiglianza del suono basta sempre, o quasi, ad atte-
starne la parentela, l’identità; nè le semitiche (quelle almeno che più si col-
tivano) si alterarono a nostra cognizione nel corso dei secoli per modo tale
da cangiar faccia, e, come di frequente presso le indo-germaniche (sanscri-
tiche) succede, da non esservi a prima vista riconoscibile per affine l’iden-
tico vocabolo, osservato in epoche differenti. Se, a mo’ d’esempio, avrete
la voce con cui Mosè esprime il numero quattro, ‫[ ארבע‬arbá], vi trove-
rete senza stento la parola medesima che il siro e l’arameo e l’arabo di Mao-
metto e l’odierno ci adoperano; ma [scr.] ćatur, [gr.] τέσσαρες e [ing.] four,

72
Acerca del origen de las formas de nom. plur. en -οι, véanse, p. ej., las observaciones
de Pierre Chantraine (1961, § 17) o, más cerca de nosotros, las de Oswald Szemerenyi
(1978, p. 240). Nótese que, como apunta Szemerenyi, una transformación análoga se ha
producido en el latín (lupī, nom. plur. de lupus ‘lobo’), en el lituano (vilkai, nom. plur. de
vilkas ‘íd.’) y en el antiguo eslavo eclesiástico (vlĭci, nom. plur. de vlĭkŭ ‘íd.’).

103
che pure per anelli istorici [sic] vi si manifesteranno d’un ceppo comune,
esteriormente non vi si annunziano prossimi nè anco. Lo studio delle se-
mitiche non aveva quindi potuto valere a distruggere la mala abitudine di
prender l’orecchio per unica guida nelle ricerche etimologiche; esso pro-
duceva grammatiche armoniche, quello delle sanscritiche venne a creare le
grammatiche storiche, le comparative. (Ascoli, 1854, pp. 37-38).

Estas líneas, escritas solo dos años después de que Franz Bopp publicase
el sexto y último tomo de la primera edición de su Vergleichende Grammatik
des Sanskrit, Zend, Griechischen, Lateinischen, Litauischen, Gotischen und
Deutschen (‘Gramática comparada del sánscrito, zendo, griego, latín, lituano,
gótico y alemán’), nos muestran con cuánta rapidez pintaron los indoeuro-
peístas su autorretrato. Además, nos ayudan a reparar en la estabilidad y per-
sistencia de los trazos, pues la línea argumental de Ascoli, su manera de probar
la supremacía de la lingüística indoeuropea, reaparece en varios lingüistas emi-
nentes de la segunda mitad de la centuria (cfr., p. ej., Whitney, 1867, p. 234;
Saussure, 2002, pp. 299-303). Muy grande era, desde luego, el prestigio de
aquella (sub)disciplina, cuyo primado nadie osaba discutir. De hecho, hubo
incluso semitistas que suscribieron los razonamientos de Ascoli (sin haberlo
leído ni citado), como el francés Ernest Renan o el británico Archibald H.
Sayce 73.
El descubrimiento del sánscrito —viene a decir Ascoli— supone la rup-
tura con todo un modo de concebir la investigación etimológica y la clasifica-

73
En las páginas iniciales de su Histoire générale et système comparé des langues sémi-
tiques (1855), Renan afirmaba sin titubeos que las lenguas indoeuropeas eran un campo de
estudio mucho más fecundo: «Trois ou quatre années d’études suffirent pour dévoiler, au
moyen de l’analyse des langues indoeuropéennes, les lois les plus profondes du langage,
tandis que la philologie sémitique est restée jusqu'à nos jours renfermée en elle-même, et
presque étrangère au mouvement général de la science. La cause de ce singulier phénomène
doit être cherchée dans le caractère même des idiomes sémitiques. […] [Ils] n'ont pas eu de

104
ción de las lenguas. El recurso a la mera semejanza material entre los vocablos
se ve reemplazado por la búsqueda de correspondencias regulares entre los so-
nidos. Estas no tienen por qué acarrear una semejanza superficial entre las uni-
dades significativas, advertencia que encontraremos aun en los más modernos
manuales de lingüística histórica: «[I]t is systematic correspondences which
are crucial, not mere similarities; correspondences do not necessarily involve
similar sounds» (Campbell, 2013, pp. 349-350; las cursivas son nuestras; cfr.
también Harrison, 2003, p. 219). Por otro lado, dado que no es verosímil una
transferencia masiva de piezas léxicas y formas gramaticales del sánscrito a las
lenguas de Europa, se perfila cada vez más el concepto de parentesco lingüís-
tico: un nuevo tipo de conexión histórica entre lenguas, que no se confunde
con las influencias por contacto 74. Hasta el ocaso del s. XVIII y los albores del
XIX, pocos autores tuvieron plena conciencia de la variabilidad y mutabili-
dad de los usos lingüísticos. Lo más común era explicar las alteraciones de la
lengua A ora por la incorporación de unidades procedentes de B, ora porque
los hablantes de esta última la abandonaban para adoptar la primera, y, por

révolutions profondes, pas de développement, pas de progrès. L’étude exclusive des langues
sémitiques ne pouvait former de grands linguistes» (1878, p. XII). En cuanto a Sayce, aun-
que deploraba la tendencia a tomar las peculiaridades del tronco indoeuropeo por leyes
generales del lenguaje (1874, p. 74; 1880, pp. 55-56), no dejaba de señalar que la familia
semítica era un objeto de estudio menos atractivo y menos instructivo: «The Semitic fam-
ily is at once too small and too compact; its branches do not differ more among themselves
than do the Romance languages in Europe; and until its Sanskrit has been found, as it may
yet be in the old Egyptian or the sub-Semitic idioms of Africa, we cannot get back beyond
a parent speech which is philologically late» (1874, p. 70).
74
Se ha de advertir, sin embargo, que tener noticia del sánscrito no garantizaba la po-
sesión del concepto de parentesco. Así, p. ej., gracias a los libros de Jean-François Pons y de
Paolino da San Bartolomeo, el español Lorenzo Hervás y Panduro descubrió algunas con-
cordancias entre la lengua samscreda y el griego (1801, pp. 134-135)... pero se empecinó en
interpretarlas como resultado de una transferencia por contacto: «[L]os griegos aprendie-
ron de los indostanos, y no estos de los griegos, la metafísica. Aprendieron también muchas
palabras samscredas que introduxéron en su lengua, y probabilísimamente perfeccionáron
la inflexión de las palabras de esta».

105
no haberla aprendido bien, la corrompían. Valgan como muestra las observa-
ciones de Bernardo de Aldrete sobre la génesis de los romances:

Con la venida delos Godos, i otras barbaras naciones a Italia, i alas


provincias del Imperio, los vencidos se uvieron de acomodar ala lengua de
los vencedores, los quales desearon, i procuraron aprender la Latina, que se
les dio mui mal, i la corrompieron, i unos, i otros cada uno por diverso
camino, vinieron a dar principio a la lengua Italiana, i Castellana (1606, p.
151; las cursivas son nuestras).

Ascoli cierra su panorama histórico con notas entusiásticas y moviliza-


doras. Mucho se ha hecho —apunta— en poco más de medio siglo, y mucho
más se ha de hacer en los venideros. La llama que ha prendido en el tronco
indoeuropeo se extenderá a los demás; la nueva lingüística, libre de esquema-
tismos rutinarios y de suposiciones infundadas, esclarecerá no ya la historia de
tal o cual familia de lenguas, sino la del lenguaje mismo y, por ende, la de la
Humanidad toda:

Rotti i ceppi che […] la grammatica latina imponeva all’analisi


degl’idiomi più ribelli alle forme che vi si volevano rinvenire; denudate le
imperfezioni delle grammatiche generali colla scoperta di nuovi fenomeni,
che sturbavano quella universalità di regole così pericolosa in fatto di lin-
gue: sorgono le grammatiche comparative a sviscerare le più recondite so-
miglianze tra gl’idiomi, le più secrete storie dei vocaboli; e codeste dotte
analisi sono raccolte da menti superiori che s’inalzano [sic] a leggervi non
solo gli avvenimenti territoriali dei popoli, ma ad esaminarvi altresì il vario

106
sviluppo del pensiero, e a seguire e a dichiarare nella parola le vicende della
intelligenza umana (Ascoli, 1854, pp. 43-44).

Estas fascinantes perspectivas se abren por primera vez ante los ojos de
los estudiosos merced a un impulso que ha venido, en primer lugar, del des-
cubrimiento del sánscrito: esta es la tesis que subyace a toda la reconstrucción
historiográfica de Ascoli. Ahora comprobaremos que los ensayos historiográ-
ficos posteriores discurrieron, en lo esencial, por el mismo camino.

2.1.2 La visión de Friedrich Max Müller: Friedrich Schlegel, el poeta

Como ya hemos advertido, el texto de Graziadio I. Ascoli traza un ca-


mino que la historiografía lingüística seguirá, sin desviarse apenas, durante
casi un siglo. Para explicar esta admirable concordancia, no invocaremos la
hipótesis de una influencia directa del ensayo histórico de Ascoli 75. Más con-
veniente parece explicar las semejanzas como efecto de la común disciplina
intelectual a la que estuvieron sometidos los lingüistas que escribieron la his-
toria de su ciencia entre mediados del s. XIX y mediados del s. XX. Siendo
muy similares sus experiencias formativas, no es extraño que lo fuesen sus vi-
siones históricas. En mayor o menor medida, todos ellos participan del sans-
critocentrismo que ya advertíamos en Ascoli. Un sanscritocentrismo que,
como ya sabemos, tiene una doble manifestación: por una parte, la insistencia
en que el descubrimiento del sánscrito fue el fermento que posibilitó el desa-
rrollo de la nueva lingüística; por otra parte, el convencimiento de que el mi-

75
Hasta donde nosotros sabemos la difusión que ha alcanzado es limitada: solo lo ha
citado y recomendado algún que otro lingüista italiano (Terracini, 1949, p. 49; Timpanaro,
1972, p. 150 n.).

107
lagro vino dado por las características intrínsecas de la lengua sacra de la India
y de las ramas colaterales de la familia.
Un valioso testimonio de esta corriente doctrinal —preferimos evitar el
calificativo ideológica— lo descubriremos en la obra del indianista alemán
Friedrich Max Müller, primer gran divulgador de los métodos y resultados de
la nueva lingüística en el Reino Unido, su segunda patria, y en toda Europa.
Aun su máximo detractor, el sanscritista estadounidense William D. Whit-
ney, hubo de rendirle homenaje: «The reputation of Professor Müller —
escribió (1873, p. 239)— is not excelled, if it is equalled, by that of any other
man who writes for the English speaking public»76.
Max Müller fue, sin duda, un peregrino de la lingüística y la filología.
Nacido en la ciudad de Dessau, capital del pequeño ducado de Anhalt-Des-
sau, cursó estudios clásicos y orientales en la Universidad de Leipzig, donde
tuvo profesores tan insignes como el helenista Gottfried Hermann, el latinista
Moritz Haupt y el indianista Hermann Brockhaus (Müller, 1901, pp. 121 y
ss.). Más tarde pasó a Berlín, en cuya universidad asistió a las lecciones de
Franz Bopp (pp. 156-157). Completó su formación en París, donde trabó
contacto con Eugène Burnouf, a la sazón el mayor especialista en la historia
de los textos religiosos budistas y zoroastrianos (pp. 167 y ss.). La última etapa
de su camino, que sería la más fecunda y duradera, la inició en el año 1846,

76
No trataremos de sacar aquí a la luz las raíces de la hostilidad de Whitney (para más
información sobre el caso, cfr. Nerlich, 1990, pp. 36-50). Nos limitaremos a apuntar que,
sin desconocer los méritos de Müller como sanscritista, Whitney lo reputaba mediocre
como lingüista general y teórico del lenguaje. Singularmente duro fue su ataque contra la
tesis mülleriana (Müller, 1864, pp. 69 y ss.) de la identidad total entre el pensamiento y el
lenguaje: «To maintain that the idea waits for its generation till the sign is ready, or that
the generation of the idea and of the sign is a simple indivisible process, is, in our view,
precisely equivalent to holding, because infants cannot live in this climate without clothing
and shelter, that no child is or can be born until a layette and a nursery are ready for its use,
or that along with each child are born its swaddling clothes and a cradle» (Whitney, 1873,
p. 247).

108
cuando solo tenía 23 de edad. Fue entonces cuando se instaló en Londres para
consultar algunos manuscritos sánscritos conservados en la biblioteca de la
East India Company.
Al poco de llegar a Londres, Müller se ganó la amistad y el patrocinio del
barón Karl von Bunsen, embajador del reino de Prusia (Müller, 1901, pp. 190
y ss.). Gracias a tan ilustre protector, así como a sus labores en el campo de la
indología 77, Müller sucedió al indianista suizo Franz H. Trithen como profe-
sor de Lenguas Modernas en la Taylor Institution, un organismo pertene-
ciente a la Universidad de Oxford: primero, a finales de 1850, en calidad de
interino (Müller, 1902, p. 116); luego, a principios de 1854, como titular (p.
151) 78.
Allá por el mes de abril de 1861, cuando Müller ya había conseguido re-
nombre en su cátedra oxoniense, se le llamó a Londres para que pronunciase
una serie de conferencias sobre el lenguaje, las lenguas y la lingüística en el au-
ditorio de la Royal Institution. Según los testimonios disponibles
(Chaudhuri, 1974, p. 185), el público —del que formaban parte no pocos
representantes de la buena sociedad— le tributó una acogida calurosísima. De
ahí que las disertaciones se trasladasen pronto al papel (Müller, 1861) y que,
poco después, tuviesen una continuación igualmente exitosa (Müller, 1864).
Pues bien, uno de los temas principales de la primera serie de conferen-
cias fue el desarrollo histórico de la ciencia del lenguaje, desde los filólogos ale-
jandrinos y pergamenos (Müller, 1861, pp. 90 y ss.) y los gramáticos indios (p.
107), hasta «the labours of Bopp, Grimm, Pott, Benfey, Curtius, Kuhn, and

77
Müller estaba embarcado en una empresa monumental, concebida durante su es-
tancia en París: la publicación de una edición comentada del Rig-Veda. Estaba previsto que
la obra ocupase «six volumes quarto of about a thousand pages each» (Müller, 1901, p.
180).
78
Años después, en 1868, la Universidad de Oxford creó para él una cátedra de Filo-
logía Comparada, posición mejor remunerada y más conforme a su formación y a sus in-
tereses (Müller, 1902, p. 350).

109
others» (p. 202). Aquí, con todo, solo nos interesa lo que Müller dice sobre
la génesis y evolución de la gramática comparada. Como hiciera Ascoli,
Müller recuerda los trabajos de catalogación de finales del s. XVIII y princi-
pios del s. XIX, entre los cuales destaca la obra de Hervás y Panduro, a quien
le reconoce el mérito de haber entrevisto el parentesco entre el sánscrito y las
lenguas griega y latina (pp. 133-134) 79 . Acto seguido, Müller advierte —
nueva coincidencia con Ascoli— que los esfuerzos de Hervás y de sus
contemporáneos no bastaron para hacer que la lingüística entrase en una
nueva fase de su historia. Hubo que aguardar hasta el descubrimiento de la
lengua sacra de la antigua India:

Languages seemed to float about like islands on the ocean of human


speech; they did not shoot together to form themselves into larger conti-
nents. This is a most critical period in the history of every science, and if it
had not been for a happy accident, which, like an electric spark, caused the
floating elements to crystallise into regular forms, it is more than doubtful
whether the long list of languages and dialects, enumerated and described
in the works of Hervas and Adelung, could long have sustained the inter-
est of the student of languages. This electric spark was the discovery of
Sanskrit (1866, pp.153-154).

Bueno es saber, sin embargo, que no todo son similitudes: la reconstruc-


ción historiográfica de Müller presenta algunos rasgos que la singularizan
frente a la de Ascoli. El relato ascoliano pretende, ante todo, arrojar luz sobre
la labor preparatoria que hizo posible el alumbramiento de la gramática com-
parada. De ahí que Jones y sus colaboradores de la Sociedad Asiática aparez-
can como grandes figuras. Müller, en cambio, va a reducir su estatura a medi-

79
Aunque, como ya sabemos (cfr. supra, n. 74), Hervás no interpretaba las coinci-
dencias como huellas de un origen común, sino como rastros de un proceso de intercambio
cultural.

110
das mucho más modestas. La decisión no es caprichosa. A fin de cuentas, en
lo tocante a la realización del trabajo comparativo, la aportación de Sir Wi-
lliam fue limitada. Él mismo podía haberlo hecho, pero no tuvo interés. Fue
—si es lícito el símil— más botánico que edafólogo. Absorto en la contem-
plación de la vegetación que ornaba la superficie, esto es, de la literatura sáns-
crita 80, no se molestó en horadar el suelo para llegar hasta las corrientes subte-
rráneas. De ahí que Müller, como ya hemos advertido, prefiriese buscar otra
figura para cumplir el doble papel de padre fundador y santo patrón de la
nueva lingüística. Bien es verdad que la admiración de Müller no está exenta
de reservas; valgan como prueba las palabras que escribe a propósito del Über
die Sprache und Weisheit der Indier:

[On the Language and Wisdom of the Indians] became the founda-
tion of the science of language. Though published only two years after the
first volume of Adelung’s Mithridates, it is separated from that work by
the same distance which separates the Copernican from the Ptolemaean
system. Schlegel was not a great scholar. Many of his statements have
proved erroneous; and nothing would be easier than to dissect his essay
and hold it up to ridicule. But Schlegel was a man of genius; and when a
new science is to be created, the imagination of the poet is wanted, even
more than the accuracy of the scholar. It surely required somewhat of po-
etic vision to embrace with one glance the languages of India, Persia,

80
En este contexto, la voz literatura ha de tomarse en su más amplio sentido, que es
el que se le daba en la Europa del s. XVIII (esto es, tiempos de Sir William). Valga como
ejemplo el caso del abate Juan Andrés, que en su monumental Origen, progresos y estado
actual de toda la literatura (1704-1806) se propuso abarcar todos los ramos del saber hu-
mano, tanto las buenas letras (poesía épica, dramática y lírica, historia, geografía, gramá-
tica…) como las ciencias naturales y eclesiásticas (Andrés, 1784, pp. VII-VIII).

111
Greece, Italy, and Germany, and to rivet them together by the simple
name of Indo-Germanic. This was Schlegel’s work» […] (1861, p. 157).

No faltan razones para sospechar que, al atribuirle a Schlegel la paterni-


dad de la denominación lenguas indogermánicas, Müller es víctima de un des-
liz de su memoria 81. En cualquier caso, lo que ahora importa no es ese proba-
ble error, sino la cautela con que administra los elogios. «Friedrich Schlegel
fue más poeta que sabio», viene a decirnos Müller. En realidad, él y su her-
mano August Wilhelm se contaban entre los mayores sabios de la Europa de
su tiempo (aunque, por supuesto, la erudición no es garantía de acierto en la
búsqueda de cognados). Sí es cierto, empero, que Schlegel no legó a sus here-
deros una gramática comparada de la lengua sánscrita 82. No fue el Friedrich
Diez de la lingüística indoeuropea. Ni siquiera su François Raynouard. Su
obra de indoeuropeísta —Müller lo dice entre líneas— tiene un carácter me-
ramente programático: su valor no radica en lo que es en sí misma, sino el
papel que, por modo de acicate, desempeñó en la génesis de trabajos posterio-

81
En el texto de la versión francesa, que es la que hemos manejado, no se encuentran
ni una sola vez las expresiones langues indo-germaniques o famille indo-germanique. El
traductor y prologuista, Adolphe Mazure, filósofo, sí habla en una ocasión de famille indo-
germanique, pero de sus palabras se desprende que la etiqueta es posterior a Schlegel:
«Nous ne parlerons pas de quelques erreurs de détail que nous avons observées [...]; mais,
quant au point de vue général, il n’a point changé dans la science depuis notre auteur: l’in-
dien ou le sanscrit est toujours regardé comme à la tête d’une famille nombreuse de langues
connues plus récemment sous le nom de famille indo-germanique, parce qu’ayant son point
de départ à l’extrémité de la presqu’île des Indes, elle s’étend, par une trace incontestée, en
remontant la haute Asie, traversant la Perse, la Phrygie, la Grèce, l’Italie, toutes les nations
septentrionales, et vient s’arrêter à la limite même des nations germaniques» (Mazure,
1837, pp. XV-XVI; las cursivas son nuestras).
82
Fascinado por la riqueza y la regularidad de su flexión verbal y nominal, Schlegel
tomó el sánscrito por lengua originaria de la familia indoeuropea: «De la comparaison de
ces langues résulte [...] que la langue indienne est la plus ancienne, que les autres [scil. persa,
griego, latín, lenguas germánicas] son plus modernes et dérivées de la première» (1808, p.
42).

112
res. Ese aspecto de la labor de Schlegel —que podríamos calificar de incita-
tivo— se insinúa, p. ej., en el pasaje en donde pone en circulación83 la expre-
sión gramática comparada:

Mais le point décisif qui éclaircira tout [scil. todo lo relativo a las
conexiones históricas entre el sánscrito, de un lado, y el griego y el latín, de
otro], c’est la structure intérieure des langues ou la grammaire comparée,
laquelle nous donnera des solutions toutes nouvelles sur la généalogie des
langues, de la même manière que l’anatomie comparée a répandu un
grand jour sur l’histoire naturelle plus élevée (Schlegel, 1808, p. 35).

En nuestra opinión, el empleo de formas de 3.ª pers. sing. del futuro


(éclaircira y donnera) es indicio de que Schlegel concibe la construcción de
una gramática comparada como una empresa que se no ha de llevar a cabo
ahora, sino andando el tiempo. Más adelante encontramos pasajes en los que
la delegación de responsabilidades se muestra con mayor claridad. Valgan
como muestra las líneas que escribe acerca del estudio de la lengua persa: «Il
serait à désirer que quelqu’un, muni de tous les secours nécessaires, fît des re-
cherches sur l’ancien état de la grammaire persane, pour savoir [...] si elle
n’avait pas jadis ressemblé aux grammaires indienne et grecque plus encore
qu’elle ne le fait aujourd’hui» (Schlegel, 1808, p. 38). Schlegel señalaba el ca-
mino para que otros lo recorriesen. Más que de lingüista, tenía vocación de
literato, de filósofo y de filólogo stricto sensu (o sea, de lector e intérprete de
textos). Durante los dos decenios que median entre la publicación del Über
die Sprache und Weisheit der Indier y su prematuro fallecimiento, no hizo

83
Hemos hablado de puesta en circulación, no de acuñación. La expresión gramática
comparada —esto es cosa sabida (cfr., p. ej., Timpanaro, 1977, pp. XXXIII-XXXIV)— apa-
rece ya en textos anteriores al Über die Sprache und Weisheit der Indier, pero fue esta la
obra que le dio carta de naturaleza entre los lingüistas europeos del primer cuarto del s.
XIX.

113
ninguna contribución sustancial a la lingüística. En verdad, no parece que
una inactividad tan prolongada pueda considerarse un mero accidente.
No es del todo seguro, por lo demás, que Schlegel entienda por gramá-
tica comparada lo mismo que entenderán sus herederos y continuadores.
Cuando lleva a cabo un cotejo del sánscrito con las lenguas griega y latina,
combina dos especies de observaciones que las nuevas promociones de lin-
güistas tratarán de mantener separadas. Por un lado, busca coincidencias ma-
teriales, esto es, similitudes en las expresiones fónicas de determinados acci-
dentes gramaticales. Así, p. ej., apunta que la terminación latina -bus, de dat.
y abl. plur. (3.ª, 4.ª y 5.ª declinación), corresponde al scr. -bhyah (1808, p. 44),
o que la terminación griega -ω, del nom., voc. y acus. dual (2.ª declinación),
corresponde al scr. -au (ibid.). Por otro lado, busca coincidencias estructura-
les, que atañen al tipo de procedimiento utilizado para la expresión de los con-
tenidos morfemáticos:

La grammaire indienne s’accorde si intimement avec la grecque et la


latine, qu’elle ne diffère pas plus, soit de l’une soit de l’autre, que ces deux
grammaires ne diffèrent entre elles. Le point essentiel est ici la commu-
nauté du principe entre ces trois langues, principe en vertu duquel tous les
rapports et les autres modifications accessoires de l’idée s’y font recon-
naître , tant dans les unes que dans les autres, non par des particules ajou-
tées au mot, mais par des flexions, c’est-à-dire par des modifications inté-
rieures de la racine (Schlegel, 1808, p. 42).

De hecho, esta íntima unión entre la expresión de los conceptos concretos


y la de los conceptos de relación — por su comodidad, empleamos los términos
de Edward Sapir (1921, pp. 86 y ss.)— es el rasgo más característico del sáns-
crito y sus parientes. Las demás lenguas del Viejo y el Nuevo Mundo no se
atienen a ese principio estructural. Su mecanismo consiste, grosso modo, en la
adición de signos gramaticales (prefijos, sufijos, mots-outils como artículos y

114
preposiciones) a los signos léxicos. En dichas lenguas —escribe Schlegel
(1808, p. 57)—, la palabra no es una unidad, sino «un assemblage d’atomes
que le premier souffle fortuit peut disperser ou réunir»; no es una formación
orgánica, sino un mero agregado mecánico (ibid.). No llega el autor a darnos
razón de esta su caracterización estructural de las lenguas de estirpe sanscrítica,
que hoy puede parecer incomprensible. En un primer momento, el lector ac-
tual se siente llamado, en efecto, a tomar partido por Franz Bopp, que declaró
su discrepancia cuando Schlegel aún vivía:

If we can draw any conclusion from the fact that roots are monosyl-
lables in Sanskrit and its kindred languages, it is this, that such languages
cannot display any great facility of expressing grammatical modifications
by the change of their original materials without the help of foreign addi-
tions. […] That this really is the case, I hope I shall be enabled to prove in
this essay, in opposition to the opinion of a celebrated German author,
who believes that the grammatical forms of the Sanskrit, and its kindred
languages, consist merely of inflections, or intermodifications [sic] of
words. Mr. Frederic Schlegel, in his excellent work on the language and
philosophy of the Hindus, very judiciously observes, that language is con-
structed by the operation of two methods; by inflection, or the internal
modification of words, in order to indicate a variation of sense, and sec-
ondly, by the addition of suffixes, having themselves a proper meaning.
But I cannot agree with his opinion, when he divides languages, according
as he supposes them to use exclusively the first or second method, into
two classes, reckoning the Sanskrit language, and those of the same family,
in the first, under the supposition that the second method never is used
by them. I rather think that both methods are adopted in the formation
of all languages, the Chinese perhaps alone excepted, and that the second,

115
by the use of significant suffixes, is the method which predominates in all
(Bopp. 1820, p. 10) 84.

Con todo, un examen más pausado de la cuestión nos hace ver que el
error de Schlegel, como tantos otros errores intelectuales, estaba entreverado
de verdad. Era una extravagancia, sin duda, la tentativa de describir todas las
formas verbales y nominales del sánscrito, el griego y el latín como resultado
de la sola modificación de las raíces. No era, empero, un puro disparate.
Cuando forjó su doctrina, Schlegel debía de hallarse influido por las alteracio-
nes del vocalismo radical en las lenguas sanscríticas que le eran conocidas. A
buen seguro, había reparado en las alternancias vocálicas del griego, presentes
en la declinación y en la conjugación: así, p. ej., al nominativo δώτωρ (‘dador’)
le corresponde el genitivo δώτορος, y al presente de indicativo λείπω (‘dejo’),
el aoristo ἒλιπον y el perfecto λέλοιπα 85. Huelga decir que no podía descono-
cer las del latín, concentradas en el campo de la flexión verbal: así, p. ej., a los
presentes ĕdo, sĕdeo y căpio les corresponden los perfectos ēdi, sēdi y cēpi 86.
Aún más notoria debía de serle la apofonía de los verbos fuertes de las lenguas
germánicas: en gótico, p. ej., al infinitivo bindan (‘atar’) le corresponden las

84
Años después, desaparecido ya Schlegel, Bopp sería aún más franco en la crítica:
«Les racines sémitiques ont [...] la faculté de marquer les rapports grammaticaux par des
modifications internes, et elles ont fait de cette faculté l’usage le plus large; au contraire, les
racines indo-européennes, aussitôt qu’elles ont à indiquer une relation grammaticale, doi-
vent recourir à un complément externe: il paraîtra d’autant plus étonnant que Fr. de Schle-
gel place ces deux familles de langues dans le rapport inverse» (1866, p. 225).
85
Ejemplos tomados de Pierre Chantraine (1961, §§ 73, 176).
86
Ejemplos tomados de Alfred Ernout (1953, pp. 195-197). Solo hemos consignado
alternancias cuyo origen tiene visos de remontarse a la fase unitaria de la familia indoeuro-
pea. Fuera de nuestra consideración han quedado las modificaciones vocálicas que se pro-
dujeron en algún punto de la historia del latín como lengua independiente; es el caso, p. ej.,
del cierre de la vocal radical de algunos verbos cuando, de resultas de la adición de un pre-
fijo, queda en interior de palabra: de + cădo > decĭdo; ob + tĕneo > obtĭneo; ad + scăndo >
ascĕndo, etc. (Bassols de Climent, 1962, §§ 122-125; Monteil, 1992, pp. 118-122).

116
formas band (pretérito, 1.ª persona de singular), bundum (pretérito, 1.ª per-
sona de plural) y bundans (participio de perfecto); en alto alemán antiguo, al
infinitivo bintan (‘íd.’), las formas bintu, bant, buntun; en inglés antiguo, al
infinitivo bindan (‘íd.’), las formas bint, band, bundon 87. En cuanto al sáns-
crito, era imposible no advertir el papel que en su flexión desempeñaban las
dos alteraciones vocálicas denominadas guṇa y vṛddhi: así, p. ej., la raíz kṛ
(‘hacer’), sin sufrir cambio alguno, engendra el participio de perfecto pasivo
kṛta; reforzada con el guṇa, produce el infinitivo kartum; reforzada con la
vṛddhi, la forma finita cakāra, 1.ª persona de singular del perfecto 88. Bien
pudo ser que la consideración cuidadosa de estos fenómenos, así como de la
opacidad semántica e inseparabilidad de las desinencias 89, empujase a Schlegel
a enunciar la tesis de la organicidad de la flexión indoeuropea. Una tesis que
—forzoso es admitirlo— es del todo insostenible si se toma a la letra. Una cosa
es llamar la atención sobre el papel de las alternancias vocálicas en la declina-

87
El ejemplo del gótico lo hemos tomado de Jay H. Jasanoff (2008, p. 206); el del alto
alemán antiguo, de Joseph Wright (1906, p. 74); el del inglés antiguo, de Randolph Quirk
y Charles L. Wrenn (1957, p. 49).
88
Ejemplo tomado de Stephanie W. Jamison (2008, p. 13).
89
Las desinencias son semánticamente opacas porque, a diferencia de las palabras le-
xemáticas (Coseriu, 1978a, p. 133), no se bastan a sí mismas para expresar su contenido.
Valga como ejemplo el sufijo flexivo -ī del latín, que, por sí solo, es equívoco en extremo.
Solo podemos atribuirle valores morfemáticos definidos si lo encontramos fundido con
una determinada base nominal o verbal: así, p. ej., en discipulī es marca de genitivo singular
(o de nominativo plural); en patrī, de dativo singular; en amavī, de primera persona de
singular.
En cuanto a la inseparabilidad, consiste en que las desinencias no figuran solas en el
decurso, sino siempre fundidas con una base nominal o verbal. Difieren en esto de las pala-
bras instrumentales o morfemáticas (Coseriu, 1978a, p. 133), que son separables —aunque
no autónomas— y a veces gozan incluso de cierto grado de libertad posicional. En caste-
llano, p. ej., se dice aplaudir al buen alumno: la preposición a, fundida con el artículo el, se
apoya prosódicamente en el adjetivo buen, pero incide sintácticamente sobre la totalidad
del grupo nominal, y basta que aparezca una sola vez. En cambio, en latín se dice bonī
discipulī plaudere, con repetición de la desinencia de dativo.

117
ción y conjugación del protoindoeuropeo, como han hecho y hacen todos los
especialistas (cfr., p. ej.: Meillet, 1903, pp. 123 y ss.; Szemerényi, 1978, pp. 115
y ss.; Watkins, 1995, pp. 84-86). Otra cosa, y muy distinta, es presentar las
desinencias nominales y verbales de las lenguas indoeuropeas como una suerte
de excrecencias de las raíces.
En cualquier caso, dejando al margen las críticas —justificadas— contra
la dicotomía orgánico / mecánico (y contra la forma en que Schlegel la aplicó
a la descripción de las lenguas indoeuropeas), hay una conclusión se impone
con la fuerza propia de lo evidente: para Schlegel, los criterios de clasificación
que hoy llamamos genealógico y tipológico no se excluyen el uno al otro, sino
que convergen y, en último término, se confunden. Diríase que concibe la
indoeuropeidad —si así se puede decir— como una forma perenne, pura e
inmiscible: el paralelismo de las estructuras es, como la correspondencia en el
detalle material de las formas, huella indeleble de una comunidad de origen.
Se advierte aquí lo lejos que está Schlegel de las generaciones ulteriores de lin-
güistas, que distinguirán con claridad creciente los puntos de vista genealó-
gico y tipológico, hasta dejar claro que entre las clasificaciones a que uno y
otro conducen no tiene por qué haber congruencia. Uno de los deslindes más
claros es, precisamente, el que llevará a cabo nuestro Antoine Meillet. Apo-
yándose en contrastes como el que hay entre el latín (con su complicada ma-
quinaria desinencial, rica en casos de exponencia cumulativa y sincretismo) y
el francés (con escasa flexión y frecuentísimo uso de mots-outils), concluye
que el parentesco —ya sea en línea directa o colateral— no implica identidad
en las estructuras: «Les structures des langues indo-européennes actuelle-
ment parlées son très différentes de la structure qu’avait l’indo-européen
commun et de plus très différentes entre elles. Dès lors, ce n’est pas à la struc-

118
ture générale qu’on reconnaît une langue indo-européenne» (1925, p. 24; las
cursivas son nuestras; cfr. también Meillet, 1924, p. 58) 90.
En nuestra opinión, la alusión de Schlegel a la anatomía comparada ro-
bustece la hipótesis de la confusión entre el punto de vista genealógico y el
tipológico (o, mejor aún, de la subsunción del segundo en el primero). En
efecto, la empresa científica de un George Cuvier era reducir la inmensa va-
riedad de especies animales a unas cuantas clases definidas desde el punto de
vista estructural, es decir, atendiendo a la configuración de los diferentes ór-
ganos y a las relaciones (estructurales y funcionales) entre unos y otros (Rus-
sell, 1916, pp. 40 y ss.). Hoy en día, en el terreno de las ciencias biológicas,
pensar en comparación y clasificación es pensar en la evolución, pero no su-
cedía lo mismo en 1808, cuando vio la luz Über die Sprache und Weisheit der
Indier 91.
El acercamiento a la obra lingüística de Friedrich Schlegel, que toca ya a
su fin, nos ha dado la oportunidad de familiarizarnos con la tradición del com-
paratismo, matriz intelectual en que se formó Meillet. Sobre todo, nos hemos
percatado de que Schlegel aún no tenía una visión clara del parentesco lingüís-
tico —en tanto se distingue de otras relaciones interidiomáticas— ni de las
pruebas que se pueden aducir para demostrarlo. Nada hemos visto hasta

90
Décadas después, su discípulo Émile Benveniste defenderá una posición más mati-
zada (y acaso más cercana a las de los lingüistas de nuestros días). La consanguinidad de dos
lenguas —dice Benveniste (1952, p. 107)— trae consigo una cierta afinidad estructural
entre ellas, y no cabe probar la primera sin reparar, al mismo tiempo, en la segunda: «Les
identifications matérielles entre les formes et les éléments des formes aboutissent à dégager
une structure formelle et grammaticale propre à la famille définie». Ahora bien, si faltan
las concordancias materiales, la mera existencia de tales o cuales paralelismos estructurales
entre dos lenguas no basta para demostrar su pertenencia a una misma familia (pp. 109-
110).
91
Como indica Sebastiano Timpanaro (1977, pp. XXXV-XXXVI), aún faltaba un año
para que Jean-B. Lamarck publicase su Philosophie zoologique. Bueno es saber, además, que
Cuvier acogió la obra de Lamarck con hostilidad indisimulada (López Piñero, 1992, pp.
26-27).

119
ahora, con todo, que baste a justificar uno de los comentarios de Max Müller:
«[N]othing would be easier than to dissect [Schlegel’s] essay and hold it up
to ridicule». Es de suponer que, cuando alude a las ridiculeces que contiene la
obra, piensa en algunas desatentadas hipótesis etimológicas a las que Schlegel
da crédito. Valga como muestra la tesis de la identidad originaria entre Inti,
deidad solar de los incas, e Indra, uno de los más grandes dioses del panteón
védico (Schlegel, 1808, pp. 64-65) 92. Este resbalón muestra que, cuando se
trata del vocabulario, Schlegel está falto de un criterio sólido para distinguir
entre las similitudes accidentales y las que son consecuencia de una identidad
de origen. Consciente de que las permutationes litterarum se han utilizado
para avalar conjeturas disparatadas, Schlegel (1808, p. 14) exige «une parfaite
conformité» para afirmar la conexión entre dos voces. Ocurre que no llega a
indicar qué se ha de entender por conformidad perfecta ni cómo se ha de veri-
ficar, aunque por un instante entrevea el principio de las correspondencias
regulares 93. Cuando mantiene bien sujeta la imaginación, da con un buen nú-
mero de cognados griegos, latinos y góticos de voces sánscritas (1808, pp. 15
y ss.). Cuando permite que se le desboque, cae en ingenuidades como la que
acabamos de señalar.
En todo caso, a pesar de esas caídas ocasionales, Müller no duda en con-
ceder a Schlegel el título de fundador: «[On the Language and Wisdom of the
Indians] became the foundation of the science of language». Pocos autores

92
Imposible no acordarse de las cavilaciones de William Jones acerca de la fiesta del
Ramasitoa, o, por mejor decir, Citua Raymi (cfr. supra, § 2.1.1).
93
«[Q]uand on s’est assure que la lettre f des Latins se change très-souvent en h dans
l’espagnol; que le p en latin se convertit très-fréquemment en f dans la forme allemande du
même mot, et que le c y devient quelquefois un h, on a sans doute lieu d’admettre l’analogie
pour les autres cas où la ressemblance n’est pas tout-a-fait aussi claire» (Schlegel, 1808, p.
15). Ocurre que Schlegel no nos explica cuáles son esos autres cas que nos invitan a apoyar-
nos en las regularidades comprobadas. Así pues, cabe preguntarse si está pensando en se-
mejanzas no tan claras entre dos voces de las dos lenguas en cuestión (p. ej., lat. fiducia y
cast. hucia) o en semejanzas no tan claras entre dos voces de otras dos lenguas cualesquiera.

120
lo han seguido en este punto, pero muchos han admitido que Schlegel con-
tribuyó poderosamente a la difusión del interés por los estudios indianísticos,
que tanto impulso dio al desarrollo de la lingüística comparativa (cfr., p. ej.:
Tagliavini, 1963, p. 53; Pagliaro, 1993, 51; Burridge, 2013, p. 145; Swiggers,
2017, p. 174).

2.1.3 La visión de Domenico Pezzi: Franz Bopp, el constructor

No mucho tiempo después de que Müller publicase sus Lectures, en el


mismo año en que apareció la Geschichte de Theodor Benfey, veía la luz otra
aproximación a la historia de la lingüística (de dimensiones mucho más mo-
destas, eso sí). Era obra de un joven lingüista italiano que atendía al nombre
de Domenico Pezzi. Al cabo de unos cuantos años (Stampini, 1906, p. 4),
Pezzi llegaría a ser profesor de la Universidad de Turín, donde se había for-
mado; por ahora era solo un muchacho animoso, entusiasta de la lingüística
comparativa y deseoso de difundir sus métodos y resultados entre los profe-
sores italianos de lenguas clásicas. Con este fin, puso en manos de sus compa-
triotas un resumen del Compendium der vergleichenden Grammatik der in-
dogermanischen Sprachen (‘Compendio de gramática comparada de las len-
guas indoeuropeas) de August Schleicher (1861-1862), junto con un extracto
de la Vergleichende Grammatik der griechischen und lateinischen Sprache
(‘Gramática comparada de las lenguas griega y latina’) de Leo Meyer (1861-
1865) 94. Pezzi tenía fe en la utilidad de sus labores como traductor y publi-

94
De la obra de Schleicher, que abarcaba el examen de las transformaciones de los
sonidos (al. Phonologie) y las formas (al. Morphologie), Pezzi tradujo las páginas dedicadas
al sánscrito védico (al. Altindisch), al griego preclásico y clásico (al. Altgriechisch) y a las
antiguas lenguas itálicas (al. Altitalisch), esto es, latín, osco y umbro, así como las que deli-
neaban el sistema del indoeuropeo común (al. indogermanische Ursprache). Quedaban
fuera los capítulos dedicados al zendo (al. Altbaktrisch), o avéstico, al irlandés antiguo (al.

121
cista, aunque, vistos los términos en que las describía, quizá fuese más atinado
escribir «de traductor y apóstol»:

E si potrà porne seriamente in dubbio la utilità [di questo libro] in


ordine agli studi classici? No, malgrado la contraria opinione di quei
molti, i quali, reputando sapienza la immobilità, non vogliono staccarsi
allora dalle tarlate reliquie dei loro vieti sistemi. Ma questi ciechi è miglior
consiglio compiangere che confutare. Io lavorai per coloro che aprono gli
occhi a la luce, e questi, io confido, non sprezzeranno l’opera mia (Pezzi,
1869a, p. 10; las cursivas son nuestras).

En aquel entonces, los filólogos italianos —esto se infiere de lo recién di-


cho— aún no estaban familiarizados con la nueva lingüística. De ahí que
Pezzi acompañase sus traducciones parciales de Schleicher y Meyer con una
concisa Introduzione allo studio della scienza del linguaggio (ochenta páginas,
poco más o menos), en la cual se bosquejaba una historia de la disciplina, se
reflexionaba sobre sus límites y relaciones con la filología y se presentaba, en
fin, un esquema de clasificación estructural de las lenguas conocidas, junto
con una panorámica (con indicaciones bibliográficas) de las familias semítica
e indoeuropea (o aria, que diría Pezzi). Por supuesto, lo que ahora nos com-
pete es el compendio de historia de la lingüística, que se ajusta perfectamente

Altirisch), al antiguo eslavo eclesiástico (al. Altbulgarisch), al lituano (al. Litauisch) y al gó-
tico (al. Gotisch). De la obra de Meyer, retuvo solo una relación de raíces indoeuropeas re-
presentadas en sánscrito, griego y latín, para que sirviese de suplemento al trabajo de Sch-
leicher: «Siccome lo Schleicher non ha inserto nel suo Compendio un elenco delle precipue
radici indo-italo-greche, mi parve pressoché necessario colmare questa lacuna, aggiungendo
tradotto alla mia versione quello che ne dà il Meyer nel primo volume della sua lodatissima
[G]rammatica comparativa del greco e del latino» (Pezzi, 1869a, p. 7).

122
al patrón triunfalista y al enfoque sanscritocéntrico que ya habíamos obser-
vado en Ascoli:

[I]n questi tempi [scil. el s. XVIII] si veniva rivelando al genio critico


europeo un idioma, che colla trasparenza del suo organismo eminente-
mente regolare tradiva il segreto delle più complesse formazioni linguisti-
che: un idioma già ridotto dai grammatici nazionali ad un sistema, che per
la potenza meravigliosa dell’analisi non è troppo lontano dalla perfezione
scientifica: un idioma, onde i numerosi ed intimi rapporti con molte fa-
velle d’Asia e di Europa apparivano in parte anche ai meno veggenti. Era
la lingua della lirica religiosa, della epopea, del dramma, della filosofia in-
diana, il sanscrito, in cui la linguistica trovò ad un tempo, diremo col
Boltz, il suo microscopio e lo apparato su cui adoperarlo (Pezzi, 1869b, p.
XXII) 95.

Cuando ha de señalar al padre de la nueva lingüística, Pezzi no abriga du-


das: únicamente Franz Bopp merece tal título. Antes de Bopp, varios investi-

95
La expresión «il suo microscopio e lo apparato su cui adoperarlo» nos parece des-
concertante. Después de il suo microscopio, el lector espera encontrar una alusión a los teji-
dos orgánicos («il suo microscopio e il tessuto su cui adoperarlo»), lo cual estaría en plena
sintonía con el clima científico de la época. En el período 1840-1870 se asiste, en efecto, a
un prodigioso florecimiento de la histología, propiciado por el perfeccionamiento del mi-
croscopio y por el desarrollo de las técnicas de tinción (Laín Entralgo, 1978, pp. 432-433;
Albarracín Teulón, 1983, pp. 205-207; López Piñero, 2000, pp. 89-95). De nada sirve acu-
dir a la versión francesa de la Introduzione, ya que dice exactamente lo mismo: «son mi-
croscope et l’appareil sur lequel il devait être employé» (Pezzi, 1875, p. 62). Para restituirle
a este pasaje su verdadero sentido, es necesario acudir a la fuente de Pezzi, esto es, a la obra
de August Boltz (1868, pp. 27-28). Allí veremos cómo Bolzt sostiene que, al descubrir el
sánscrito, hemos encontrado «das Mikroskop der Sprachforschung, und den Spektral-Ap-
parat zugleich» (‘el microscopio de la investigación lingüística y, al mismo tiempo, su es-
pectrómetro’). Este pasaje encierra una alusión al descubrimiento de Robert W. Bunsen y
Gustav R. Kirchhoff, padres del análisis espectral (Lang y Cabrera, 1933, pp. 56 y ss.). Los

123
gadores habían llamado la atención —con mayor o menor claridad— sobre la
identidad originaria del sánscrito, del griego, del latín, del gótico, etc., pero
aquel paso, por importante que fuese, no era más que el primero de una larga
andadura: «[A]mmessa l’affinità di tali idiomi —escribe Pezzi (1869b, p.
XXVII)—, restava a farne la grammatica storico-comparativa». En aquella
gran empresa, que solo se podría llevar a término con el concurso de muchos
brazos y con el paso de muchos años, las primeras construcciones sólidas ha-
bían sido las de Franz Bopp:

L’uomo, a cui la scienza debbe [sic] la prima grammatica compara-


tiva delle lingue indo-germaniche, è Francesco Bopp. Col ‘Coniugations-
system [sic], ecc.’, egli inaugurò quegli studi linguistici storico-compara-
tivi ond’esso [sic] diede poi la sintesi più comprensiva nella seconda edi-
zione della ‘Vergleichende Grammatik’.
Questo capolavoro della linguistica moderna non solo si racco-
manda pel numero infinito di fatti che vi si trovano raccolti e investigati
con un’analisi eminentemente scientifica, ma eziandio per la virtù mira-
bile che esso possiede di infondere in chi lo medita la cognizione del vero
metodo e di prepararlo così alle ricerche linguistiche (Pezzi, 1869b, p.
XXVIII).

Quizá sorprenda ver la obra de Bopp presentada como acta de naci-


miento de la gramática histórico-comparativa, ya que nos hemos habituado a

dos sabios alemanes comprobaron que, si hacemos pasar por un prisma la luz irradiada por
un cuerpo incandescente, obtendremos un espectro con rayas de varios colores, que son la
«firma», por así decirlo, de los elementos de que está compuesto. Pues bien, lo que Boltz
viene a decir es que, para el estudio de las lenguas indoeuropeas, el sánscrito supuso lo
mismo que el espectrómetro para el análisis químico. Confrontando con sus formas flexi-
vas los paradigmas de otra lengua de la familia, podemos distinguir entre lo que es innova-
ción y lo que es simple continuación del estado lingüístico previo a la fragmentación de la
familia.

124
pensar que la historia lingüística propiamente dicha era la menor de las preo-
cupaciones del comparatista alemán. Harto conocida es, en efecto, su afición
a las que hemos dado en llamar especulaciones glotogónicas (cfr., p. ej., Terra-
cini, 1949, p. 65). Basta con un somero examen de su Analytical comparison
of the Sanscrit, Greek, Latin and Teutonic languages (1820) para advertir esa
querencia, de la que no podía huir. Como fundamento de su indagación,
Bopp (1820, pp. 13-14) toma la concepción del verbo —ya añeja por enton-
ces— como palabra cuyo oficio propio es expresar el acto del entendimiento
en virtud del cual un atributo se predica de un sujeto (cfr., p. ej., Arnauld y
Lancelot, 1660, pp. 89 y ss.). Salvo en sus infrecuentes usos absolutos (p. ej.,
Deus est ‘Dios existe’), el verbo ser (lat. esse, ing. to be, etc.) es una simple có-
pula, un elemento de enlace entre el sujeto y el atributo, de donde le viene el
nombre de verbo copulativo. Los otros verbos, en vez de actuar como meros
goznes lógico-sintácticos, son portadores del atributo, de donde les viene el
nombre de verbos atributivos (Bopp, 1820, ibid.). A mayores, tanto el verbo
copulativo como los atributivos incluyen, en muchas lenguas (sánscrito,
griego, latín...), una suerte de eco del sujeto: la desinencia. Pues bien, Bopp
trata de probar que esta descripción del contenido de las formas personales es,
al mismo tiempo, una descripción de su génesis 96. Las formas personales—

96
Así pues, parece incurrir en el error de confundir el análisis conceptual con la expli-
cación histórica, en el que ya habían caído algunos representantes de la grammaire générale
de los y ss. XVII-XVIII: «[S]e si concepisce il verbo come parte del discorso che ha per
antonomasia la funzione di trasformare le “parole” in “frase”, il dicibile in dictum, si può
ben dire che il verbo “essere”, nella sua funzione di copula, rappresenta la verbalità pura e
che, in questo senso, ogni altro verbo contiene un significato lessicale (che può venire rap-
presentato con Lex) e il verbo «essere». Ma l’analisi concettuale, in quanto tale, non dice
che i verbi nelle diverse lingue, “procedono” da una combinazione di certi elementi lessematici
con il verbo “essere” di queste lingue (verbo che in esse potrebbe anche non esistere), essa non
afferma il carattere primitivo del verbo “essere” nel senso glottogonico o storico, essa non attri-
buisce neppure il verbo a tutte le lingue (se è un fatto, questo fatto deve essere stabilito da altre
considerazioni). E soprattutto l’analisi ben intesa non attribuisce esistenza autonoma alle
entità che essa individua». (Coseriu, 1975, p. 395; las cursivas son nuestras).

125
dice— tienen su origen en la aglutinación de unidades significativas que un
día fueron independientes. La unión es estrecha, pero no tanto que la palabra
resista al análisis. Si diseccionamos una forma finita, podemos identificar, al
menos, un segmento que corresponde al atributo y otro que corresponde al
sujeto, y a veces está presente también la cópula:

The Latin verb, dat, expresses the proposition, ‘he gives’, or ‘he is
giving’: the letter t, indicating the third person, is the subject, da expresses
the attribute of giving, and the grammatical copula is understood. In the
verb potest, the latter is expressed, and potest unites in itself the three essen-
tial parts of speech, t being the subject, es the copula, and pot the attribute.
After these observations the reader will not be surprised, if in the
languages, which we are now comparing, he should meet with other
verbs, constructed in the same way as potest, or if he should discover that
some tenses contain the substantive verb, whilst others have rejected it, or
perhaps never used it. He will rather feel inclined to ask, why do not all
verbs in all tenses exhibit this compound structure and the absence of the
substantive verb he perhaps will consider as a kind of ellipsis (Bopp, 1820,
p. 14).

Acucioso de aplicar por doquier su esquema explicativo, Bopp formula


numerosas hipótesis. Veamos algunos ejemplos. Con un convencimiento ab-
soluto, sostiene (1820, pp. 15-17) que las desinencias sánscritas de 1.ª, 2.ª y 3.ª
pers. sing. del presente de indicativo (pāmi ‘gobierno’, pāsi ‘gobiernas’, pāti
‘gobierna’) provienen de raíces pronominales (mā́m, pron. 1.ª pers. sing.,
acus.; scr. tvam, pron. 2.ª pers. sing., nom.; scr. tás, tā, tat, pron. demostra-
tivo distal, nom. sing.), y proyecta la conclusión sobre las terminaciones que
encontramos en otras lenguas de la familia (lat. do, das, dat, de dare ‘dar’; gr.
dor. φαμί, φήϛ, φατί, de φάναι ‘decir’; got. haba, habais, habaith, de haban

126
‘tener’) 97. Afirma que las formas latinas amarem, monerem, legerem, pretérito
imperfecto de subjuntivo, encierran el inf. esse (‘ser’), con caída de la vocal
inicial, simplificación de la geminada y consiguiente cambio (rotacismo) de -
s- en -r- (1820, pp. 57-58). En fin, por no ofrecer sino una muestra más, de-
clara que el sufijo -ba- de las formas amabam, monebam, legebam, pretérito
imperfecto de indicativo, es un correlato de la raíz sánscrita bhū- (‘ser’), con la
que también se relaciona la raíz latina fu-, que engendra el tema de perfecto
del verbo sum (1820, pp. 58-59) 98. Se ha de advertir que, en este caso, las in-

97
En el caso de la 1.ª y la 3.ª pers. sing., la hipótesis parece seductora; en el de la 2.ª, en
cambio, adolece de un inconveniente: la dificultad que entraña el explicar cómo la raíz pro-
nominal tu- ha dado lugar a la desinencia -si. En la Vergleichende Grammatik (1869, p. 30),
Bopp se desembaraza del problema con una hipótesis cómoda: la consonante t se ha tro-
cado en s, del mismo modo que, en griego jonio-ático (pero no en los dialectos dorio y beo-
cio), el primitivo *tu ha dado σύ (Chantraine, 1961, § 152). La extrapolación es muy osada.
Demos por hecho que el paso de *tu a σύ es un resultado de un cambio fonético /t/ > /s/,
cosa que —hay que decirlo— no está del todo clara (Chantraine, 1961, § 152; Buck, 1933,
§ 298; Sihler, 1995, § 367). Aun así, hay una objeción que sigue en pie. El hecho de que en
jonio-ático se produjese el paso de /t/ a /s/ en algunas palabras —¿o solo en el nominativo
del pron. de 2.ª pers. sing.?— no autoriza a concluir que ese mismo cambio se produjo unos
cientos de años antes, durante el proceso de separación de la rama india respecto de la rama
irania. No es de extrañar, por lo tanto, que Karl Brugmann (1895, § 971) envolviese la con-
jetura boppiana en un piadoso silencio: para él, solo en las formas de 1.ª y la 3.ª pers. sing.
cabía suponer la fusión de sendas raíces pronominales con el tema verbal.
98
Bopp se anticipa a las posibles objeciones señalando que a la oclusiva sonora aspi-
rada bh del sánscrito no solo puede corresponderle en latín la fricativa f (scr. bhrātra ‘her-
mano’, lat. frater ‘íd.’; scr. bharāmi- ‘yo llevo’, lat. fero ‘íd.’), sino también, a veces, la oclu-
siva sonora simple b (scr. tubhyam, dat. del pronombre personal de 2.ª pers. de sing., lat.
tibi, íd.). Curiosamente, se conforma con señalar que la bh sánscrita tiene dos correlatos en
latín, sin especificar las condiciones de aparición del uno y del otro, tarea esta que habría
sido bien fácil de llevar a cabo: en posición inicial de palabra (ante vocal o sonante), encon-
tramos f; en el interior de palabra (entre vocales), b (Bassols de Climent, 1962, § 223; Mon-
teil, 1992, p. 71). Salta a la vista que Bopp está todavía lejos del rigor con el que, al cabo de
medio siglo, se va a abrazar el principio de la regularidad del cambio fonético. Para él, lo
primero es la intuición, conque, si esta le señala un camino, no va a permitir que una con-

127
vestigaciones posteriores han confirmado las conjeturas de Bopp (Ernout,
1953, § 235; Monteil, 1992, pp. 373-374).
Ejemplos como los que acabamos de citar ilustran el enfoque retrospec-
tivo que es característico de Bopp, un enfoque por cuya causa se le ha negado,
a veces, la condición de pionero de la lingüística histórica. Así, p. ej., nuestro
Meillet ha dicho que Bopp no se proponía seguir el desarrollo de las lenguas
indoeuropeas, y que, para él, la comparación era más que un procedimiento
para ensanchar el campo de observación más allá de los límites, a menudo es-
trechos, de la tradición escrita. Según Meillet, la utilizaba para remontarse a
un estado lingüístico más perfecto, en el que todas las formas flexivas eran
perfectamente analizables, puesto que sus componentes aún no se habían
visto sometidas a la acción erosiva del cambio fonético:

La comparaison des langues attestées donne à ses yeux un moyen de


remonter à un état primitif où les formes grammaticales se laissent expli-
quer directement et où il est possible de les analyser; en ce sens, Bopp est
encore un homme du XVIII siècle; il prétend remonter au commence-
ment même des choses dont les progrès de la science créée par lui ont fait
comprendre à ses successeurs qu’on pouvait seulement connaître le déve-
loppement historique. La détermination de l’identité fondamentale des
langues indo-européennes n’est donc pas pour lui la fin de la grammaire
comparée, et il ne voit dans les changements qui se sont produits depuis
l’époque d’unité qu’une déchéance progressive de l’organisme ancien.
Bopp a trouvé la grammaire comparée en cherchant à expliquer l’indo-

sonante o una vocal se interpongan: «[T]he impression that the words compared were
identical was [...] always decisive for him, and the sounds had to adapt themselves to this
impression» (Delbrück, 1880, p. 23; las cursivas son nuestras). En el caso concreto que
ahora nos ocupa, su intuición fue certerísima, mas no así en otros.

128
européen, à peu près comme Christophe Colomb a découvert l’Amérique
en cherchant la route des Indes (Meillet, 1903, pp. 388-389).

Gran fortuna ha tenido, en particular, la frase que cierra el párrafo. Mu-


chos estudiosos se han hecho eco —con señales evidentes de aprobación— de
ese paralelismo entre las figuras de Bopp y de Colón (Leroy, 1969, pp. 37-38;
Mounin, 1971, p. 182; Robins, 1990, p. 191; Burridge, 2013, p. 152; Fra-
nçois, 2017, p. 119). Desde luego, no faltan razones que justifiquen que se
preste atención preferente a ese aspecto del legado de Bopp, pero es posible
que, al focalizarlo una y otra vez, se haya ido forjando una imagen falseada del
personaje y de su obra. «[I]t would be [...] mistaken to see [him] as a pure
comparativist who had no interest in language development», ha apuntado
Anna Morpurgo Davies (1998, p. 133). Como prueba —como indicio, más
bien— del progresivo abrirse de Bopp hacia una consideración histórica de las
lenguas, aduciremos un detalle que nos parece significativo. En la 2.ª edición
de la Vergleichende Grammatik, se apoya en el De Graecae linguae dialectis
(1839-1843) de Heinrich Ahrens para enriquecer, dándole espesor histórico,
su acercamiento a la rama griega de la familia indoeuropea. No se conforma,
p. ej., con señalar que la comparación entre formas de acus. plur. como scr.
vr̥kān, got. wulfans, lat. lupōs y gr. λύκους (‘lobos’) obliga a suponer una de-
sinencia originaria *-ns y a conjeturar, para el griego, una forma primitiva
*λύκονς. Citando a Ahrens, advierte que la desinencia -νς está atestiguada en
los dialectos cretense y argivo (Bopp, 1868, § 236).
Llega aquí a término nuestra incursión en el legado científico de Franz
Bopp y, al mismo tiempo, en el relato histórico de Domenico Pezzi. Enrique-
cidos por esta experiencia, tenemos una imagen mucho más clara de la tradi-
ción que vimos anunciada —esbozada casi— en Friedrich Schlegel, y estamos
en mejores condiciones para entender el entusiasmo que Pezzi pone en su re-
trato de Bopp. En particular, se nos ha hecho más comprensible que lo pre-
sente como iniciador de la lingüística histórico-comparativa, frente a quienes

129
hacen de él un comparatista tout court, con interés exclusivo por la lengua ori-
ginaria (en la medida en que podemos entreverla mediante el cotejo de su des-
cendencia) y sin ninguna preocupación por el desarrollo de las diferentes ra-
mas en que se dividió.

2.1.4 Acotaciones a la historia convencional

En las páginas anteriores hemos comprobado que, desde fecha muy tem-
prana (mediados del s. XIX), los indoeuropeístas contemplaban con orgullo
el pasado de su disciplina y encaraban el porvenir con absoluta confianza. Los
principios estaban firmemente establecidos; los métodos, cada día más depu-
rados; el plano del edificio, trazado de mano maestra; los cimientos, inconmo-
vibles; la estructura, en fin, ya levantada. Quedaba trabajo por hacer, desde
luego, pero era de esperar que se desarrollase conforme a las previsiones, sin
sorpresas: no había sino añadir cubiertas, paramentos y tabiques, o sea, ir re-
vistiendo de datos unos esquemas que no estaban en discusión. La suficiencia
del gremio llegaba hasta el extremo de darle a su disciplina, la gramática com-
parada de las lenguas indoeuropeas, el nombre de gramática comparada a se-
cas, sin modificadores especificativos (como si no hubiese otra que la del
tronco indoeuropeo). Esta actitud, que acaso tenía justificación en torno a
1850, a principios del s. XX ya no se podía ni siquiera cohonestar. Y, sin em-
bargo, no había desaparecido, sino que se mantenía viva y actuante. De ella
participaba, p. ej., Antoine Meillet, que le dio el título de «Aperçu du déve-
loppement de la grammaire comparée» (la cursiva es nuestra) al apéndice his-
tórico de la Introduction à l’étude comparative des langues indo-européennes
(1903). La primera línea del texto era, además, una ratificación de aquella si-
nécdoque (totum pro parte): «La grammaire comparée a été créé au début du
XIXe siècle par des savants allemands et danois» (1903, p. 383). Meillet
mienta la gramática comparada de las lenguas indoeuropeas, que es la que fue

130
creada por estudiosos alemanes (Friedrich von Schlegel, Franz Bopp) y dane-
ses (Rasmus Rask), pero se obstina en llamarla gramática comparada, sin
más, como si no hubiese otra. Al igual que la mayoría de sus colegas, parece
imbuido de una fe inconmovible en su ciencia; el único temor que puede asal-
tarlo es, de hecho, el de que pueda morir de éxito:

En un sens au moins, il semble qu’on soit parvenu à un terme im-


possible à dépasser: il n’y a pas de langue, attestée à date ancienne ou ré-
cente, qui puisse être ajoutée au groupe indo-européen; rien non plus ne
fait prévoir la découverte de textes plus anciens des dialectes déjà connus;
les inscriptions grecques, indiennes, etc., qu’on découvre de temps à autre
trouvent naturellement leur place dans les séries établies et n’apportent
que des nouveautés de détail; seule, une trouvaille d’espèce inattendue
pourrait apporter des faits qui renouvellent l’idée qu’on se fait de l’indo-
européen; il ne vient plus à la grammaire comparée des langues indo-euro-
péennes de matériaux vraiment neufs (Meillet, 1903, pp. 410-411).

Meillet no podía saber que el tiempo iba a invalidar en parte sus pronós-
ticos. Al cabo de solo cinco años, los indianistas alemanes Emil Sieg y Wilhelm
Siegling darían a conocer un descubrimiento de primera magnitud. Hacía al-
gún tiempo que se venían emprendiendo expediciones arqueológicas a través
de la cuenca del río Tarim, que riega las áridas tierras del Turquestán Oriental.
Uno de los frutos de aquellos viajes fue el hallazgo de ciertos documentos es-
critos en una modalidad gráfica que derivaba del alfasilabario brahmí (Dirin-
ger, 1969, p. 520; Jensen, 1970, p. 372). Pues bien, Sieg y Siegling demostra-
ron que los textos en cuestión daban testimonio de dos lenguas indoeuropeas
previamente desconocidas. Aquellas dos lenguas, con un estrecho parentesco,
pero, al parecer, sin inteligibilidad mutua (Penney, 2017, p. 1298), formaban

131
una nueva rama de la familia indoeuropea: la rama tocaria 99. Solo nueve años
después (1917), el asiriólogo checo Bedřich Hřozný hizo un anuncio aún más
llamativo. Después de años dedicado al estudio de las inscripciones cuneifor-
mes de Hattusas (ciudad en ruinas próxima a la aldea de Boghazköi, en el cen-
tro de Anatolia), dio a conocer los resultados de su trabajo: la lengua en la que
estaban escritas —a la que se convino en llamar hitita 100— formaba parte de
la familia indoeuropea.
Estos dos descubrimientos, y en particular el segundo, obligaban a revisar
la reconstrucción clásica del indoeuropeo común, codificada por Karl Brug-
mann y Berthold Delbrück en el colosal Grundriss der vergleichenden Gram-
matik der indogermanischen Sprachen (1.ª ed., 1886-1900) 101. Jay Jasanoff ha
descrito la situación de manera particulamente gráfica: «The ink was scarcely
dry on the last volume of Brugmann’s Grundriß (1916, 2nd ed., Vol. 2, pt. 3)
so to speak, when an unexpected discovery [...] portended the end of the
scholarly consensus that Brugmann had done so much to create (2017, p.
220). Y, sin embargo, muchos indoeuropeístas seguían fieles a su convicción
—no del todo infundada— de que la disciplina estaba hecha. De hecho, algu-
nos intentaron oponerse por todos los medios a la introducción de reajustes.
Fue el caso de Edgar H. Sturtevant con su hipótesis indo-hitita. A el fin de

99
Según los especialistas, es muy poco probable que los hablantes de tocario utilizasen
ese nombre, tocario, como autoglotónimo y autoetnónimo (Villar, 1996, pp. 457-458).
100
Una decisión no exenta de inconvenientes: como Hřozný ha señalado (1934, p.
78), los hablantes de hitita llamaban hitita a la lengua (no indoeuropea) de la población
autóctona de Anatolia.
101
Brugmann, profesor en la Universidad de Leipzig (Fries, 2009), fue autor de los
tomos I y II de la 1.ª edición (1886-1892), en los que se estudiaban la fonética (al. Lautlehre),
la formación de los temas nominales y verbales (al. Stammbildungslehre) y la flexión (Fle-
xionslehre). Delbrück, que enseñaba en la Universidad de Jena (Eggers, 2009) se encargó de
los tomos III, IV y V (1893-1900), dedicados a la sintaxis. La 2.ª edición de la obra, publicada
entre 1896 y 1916, fue de la sola autoría de Brugmann.
.

132
preservar la tradición brugmanniana, Surtevant afirmó que el hitita, dadas las
peculiaridades de su aparato flexional, no podía ser una rama más, al mismo
nivel que la indoirania, la helénica, la itálica, la céltica, etc. Solo podía ser una
lengua hermana del indoeuropeo común, resultante, como este, de la evolu-
ción diferenciada de un sistema más antiguo, al que se podía dar el nombre de
indo-hitita (Villar, 1996, pp. 303-305; Jasanoff, 2017, pp. 233-234). De esta
forma, el modelo del Grundriss se salvaba... solo para las lenguas de cuyo es-
tudio había surgido.
Aunque no faltará quien juzgue con dureza la estratagema de Sturtevant,
lo cierto es que su fidelidad al esquema heredado era sobradamente compren-
sible. Hasta entonces, la historia de la indoeuropeística había sido un rosario
de éxitos, un proceso de perfeccionamiento gradual, sin rupturas traumáticas.
Muchos especialistas quería evitar el papel de perturbadores de la paz pública
de su disciplina. Se puede objetar que, como ha señalado Pierre Swiggers, en
esta reconstrucción histórica hay una dosis apreciable de mitificación: «The
history of Indo-European […] linguistics in the 19th and 20th century is not
one of a straightforward development» (2017, p. 197). Con todo, si los
miembros de una comunidad toman un mito por historia y hacen de la adhe-
sión a él una seña de identidad, entonces el mito se va a convertir en una de las
fuerzas que moldean la historia.
Habiéndonos familiarizado ya con la autorrepresentación de los indoeu-
ropeístas, conviene que nos hagamos eco de las críticas que contra ella se han
lanzado. Ya en las décadas centrales del s. XIX se produjeron algunos ataques,
aunque su eficacia fue, en conjunto, muy escasa. Los más numerosos eran los
que, sin romper con el marco de la narración al uso, pretendían introducir
puntualizaciones de detalle, casi siempre con ánimo de defender el honor na-
cional. Se denunciaba, ante todo, la anglofilia de la historia corriente, que con-
fería a las observaciones de Sir William Jones un aura de novedad no del todo
justificada. Con dos decenios de adelanto lo había hecho el misionero jesuita
francés Gaston-L. Cœurdoux, en una carta dirigida al abate Jean-J. Barthé-

133
lemy... que no se publicó hasta 1808 y que ni siquiera entonces suscitó gran
interés 102. Cœurdoux proporcionaba una larga lista de concordancias de vo-
cabulario entre el sánscrito, el griego y el latín, al tiempo que hacía notar las
similitudes de algunos casos del pronombre personal de 1ª pers. sing., de algu-
nos numerales y del pres. ind. y subj. del verbo copulativo (1808, pp. 651-
653). Además, no contento con ofrecer aquellas relaciones de vocablos y for-
mas gramaticales —cosa que Jones no haría—, el P. Coeurdoux intentaba ex-
plicar las correspondencias que había detectado:

Cette communication et cette ressemblance de termes ne peut, ce


semble, être attribuée qu’à une de ces six causes: au commerce, aux
sciences, au voisinage des pays, à la religion, à la domination, à une com-
mune origine, ou à plusieurs de ces causes réunies (1808, p. 660) 103.

No por casualidad un francés, Michel Bréal, fue quien se afanó en rescatar del
olvido a Cœurdoux (Bréal 1866, pp. XVI-XVIII; Bréal, 1879, p. 1006). En Ita-
lia, el patriotismo hizo que Francesco Predari (1842, pp. 45-47) se apropiase
del misionero carmelita austríaco Paolino da San Bartolomeo, con el pretexto

102
A veces se ha afirmado que la carta de Coeurdoux se dirigía a Anquetil-Duperron
(Zupanov, 2008, p. 228). Es una verdad a medias. Barthélemy actuó como intermediario:
«Le célèbre abbé Barthélemy, […], lui avoit [sic] marqué […] les différens [sic] objets relatifs
à l’Inde sur lesquels on desiroit [sic] en France d’avoir des notions exactes […]. La réponse
de l’habile Jésuite me fut remise par mon savant confrère le 20 juillet 1768» (1808, p. 647).
103
Cuando somete a juicio la sexta posible causa (1808, pp. 664-667), Cœurdoux se
empecina en encajar la historia de las lenguas sánscrita, griega y latina en un marco narrativo
suministrado por el libro bíblico del Génesis: «Des fils de Japhet, l’uns parloient [sic] grec,
les autres latin, d’autres samskroutan [sic]. Avant leur totale séparation, la communication
qu’ils eurent ensemble mêla un peu leurs langues» (1808, p. 667).

134
de que se había formado en Roma, y acusaba a los ingleses de haberse benefi-
ciado de su trabajo sin otorgarle el reconocimiento que merecía:

[S]e le opere a lui succedute dispenseranno d’ora in poi dal far ri-
corso alla maggior parte delle opere di Paolino, sarebbe pure ingiustizia il
non retribuire a lui il sommo merito di avere pel primo dischiuso l’aringo,
e di avervi preceduti rivale più di lui fortunati per ciò solo che sono venuti
dopo di lui (Predari, 1842, p. 47).

Más radical es la crítica de quienes, no contentos con reclamar que se le


reconozca prioridad a un compatriota, recusan radicalmente la visión sanscri-
tocéntrica al uso. No es cierto —dicen— que el camino hacia el desarrollo del
mérito comparativo y de la clasificación genealógica pasase forzosamente por
el Indostán. Los indoeuropeístas daneses, con Vilhelm Thomsen y Holger Pe-
dersen en cabeza, hacen notar que su conterráneo Rasmus Rask demostró el
parentesco de las lenguas germánicas entre sí y con las eslavas, bálticas (letón
y lituano) y tracias (griego y latín), y todo ello sin saber sánscrito (Thomsen,
1945, p. 15; Pedersen, 1931, pp. 248 y ss.). Por otra parte, no faltaban semi-
tistas que afirmaban que la suya era la disciplina en la que el método compa-
rativo había velado sus armas y conseguido sus primeros triunfos. Valga como
ejemplo el asiriólogo alemán (naturalizado francés) Jules Oppert. En 1857, en
la conferencia inaugural de un curso de sánscrito que se iba a impartir en la
Bibliothèque Impériale de París, Oppert quiso dejar claro que la prioridad no
le correspondía a la lingüística indoeuropea: «L’unité originaire des langues
sémitiques a été reconnue depuis deux siècles et […] la philologie comparée
des ces idiomes est l’ainée de celles dont nous nous occuperons» (1858, p.

135
9) 104. Demás está decir que estas denuncias no surtieron efecto. Estos, como
ya sabemos, siguieron convencidos, durante todo el resto del siglo (y acaso
más allá), de que solo el tronco indoeuropeo había reunido las condiciones
para actuar como caldo de cultivo de la nueva lingüística.
Hasta ahora hemos aludido a las críticas que se formularon al mismo
tiempo que se iba construyendo y consolidando el relato convencional, es de-
cir, a partir de mediados del s. XIX. Es el momento de hacerse eco de los ata-
ques —más recientes, más exitosos— ligados al nacimiento y desarrollo de la
historiografía lingüística como disciplina autónoma. Desde el último tercio
del s. XX, a autores como Ascoli, Müller, Pezzi, Thomsen, Pedersen, etc., se
les ha tachado de portavoces de los prejuicios e intereses de su grupo de refe-
rencia. Construyen y divulgan una «légende dorée» (Auroux, 2000, p. 9),
una narración parcial (aunque no falsa stricto sensu), que responde al propó-
sito de infundir en las nuevas generaciones los ideales que garantizan la cohe-
sión y continuidad del grupo. Con otras palabras: son los creadores y propa-
gandistas de una historia presentista, apologética, whigh 105. En el ayer buscan

104
Oppert pensaba acaso en la célebre contribución del orientalista alemán Hiob Lu-
dolf, cuya Grammatica aethiopica incluía una breve disertación «de origini, natura et usu
lingua Aethiopicae», en donde se podían leer estas palabras: «Lingua Aethiopica originem
suam traxit ex Arabica, cuius filia censeri potest, sicuti ista Haebraeam pro matre agnoscit
[…]. Id clare apparet non tantum ex copia vocum harmonicarum […], sed ex et ipsa
grammatica, quae cum Arabica convenit» (1702, s. n.), esto es, una lista de cognados que
comprendía voces etíopes, árabes y hebreas. Es de notar que Ludolf interpretaba el paren-
tesco colateral como relación maternofilial: no suponía un origen común para las tres len-
guas en cuestión, sino que se representaba el etíope como derivado del árabe, y este como
derivado del hebreo. Por lo demás, se ha de notar que el sabio orientalista no publicó en
1702 un libro titulado Dissertatio de harmonia linguae Aethiopicae cum ceteris orientalibus.
Esta atribución tiene su origen en un error de Theodor Benfey (1869, p. 236), que citó el
«Syllabus» por el título que figuraba en el índice del Lexicon (no en el cuerpo de la obra).
105
La expresión whigh history (‘historia liberal’) la acuñó el historiador inglés Herbert
Butterfield (1931) para referirse a cierta visión del desarrollo político de Inglaterra durante

136
solo aquello que prefigura su hoy, conque tienden a ignorar tradiciones que
tiempo atrás se encontraban en el centro de la escena; es el caso, p. ej., de la
grammaire générale de los y ss. XVII-XVIII, sobre la cual escriben apenas
unas líneas, casi todas de tono displicente. Ni siquiera se desprenden de sus
parcialidades a la hora de tratar las porciones del pasado que sí les interesan,
sino que agrandan lo pequeño si les es cercano y achican lo grande si les queda
demasiado lejos.
Un ejemplo de las insuficiencias de la historia corriente lo encontramos
en el trato que dispensa a figuras de estatura tan diferente como Filippo Sas-
setti, viajero italiano del s. XVI, y János Sajnovics y Sámuel Gyarmathi, erudi-
tos húngaros de la segunda mitad del s. XVIII 106. Los apuntes de Sassetti sobre

los siglos XVI-XVIII, que presentaba el triunfo del protestantismo sobre el catolicismo y la
supremacía del Parlamento sobre la Corona como resultados inevitables, naturales, del
acontecer histórico: las cosas fueron como tenían que ser (necesidad) y como debían ser
(conveniencia); no podían haber sido de otra forma (Butterfield, 1931). Años después, el
propio Butterfield introdujo la idea de whigh history —aunque no el término— en el te-
rreno de la historia de las ciencias. En el prefacio de un celebrado estudio acerca de la génesis
de la ciencia moderna, lamentó la falta de sentido histórico de algunos científicos que se lan-
zaban a escribir la historia de sus disciplinas sin formación como historiadores (Butterfield,
1949, pp. VIII-IX). En vez de afanarse en comprender a sus antepasados, se contentaban con
clasificarlos en dos grupos: por un lado, el de los ciegos (numerosos) que no percibieron la
luz de las nuevas ideas; por otro, el de los vigías (pocos) que vieron más lejos y más claro.
Una historia que solo toma en consideración los éxitos —dice Butterfield— es una historia
insatisfactoria: «Our history of science is lifeless and its whole shape is distorted if we seize
now upon this particular man in the fifteenth century who had an idea that strikes us as
modern, now upon another man of the sixteenth century who had a hunch or an anticipa-
tion of some later theory […]. It has proved almost more useful to learn something of the
misfires and the mistaken hypotheses of early scientists, to examine the particular intellec-
tual hurdles that seemed insurmountable at given periods, and even to pursue courses of
scientific development which ran into a blind alley, but which still had their effect on the
progress of science in general».
106
Este es —que conste— solo un ejemplo de entre todos los que se podían aducir.
Cabía haberse referido, p. ej., a la simplificación que entraña el hacer de Jones el descubri-

137
las semejanzas entre algunas palabras sánscritas e italianas —que no se divul-
garon hasta mediados del s. XIX— reciben tanta atención como dos libros,
los de Sajnovics (1770) y Gyarmathi (1799), en los que se lleva a cabo un aná-
lisis comparativo del organismo gramatical de varias lenguas para probar su
identidad de origen (Zsirai, 1951, pp. 66 y ss.; Gulya, 1974, pp. 266 y ss.). Max
Müller, p. ej., incluye a Sassetti en una crónica de los ensayos de clasificación
de las lenguas del mundo, que se extiende desde la Antigüedad (Müller, 1861,
p. 106 y ss.) hasta el primer decenio del XIX. Le otorga a Sassetti, por tanto,
un lugar en la historia de una empresa multisecular. Alude también a Gyar-
mathi, pero lo hace en el contexto de una somera descripción de la familia
finoúgria (1861, pp. 302-309). Así, el lingüista magiar no queda inserto en la
gran historia de la lingüística (sin adjetivo), sino en la pequeña historia de la
lingüística finoúgria. Los historiadores whigh se escudan en que la capacidad
de atracción de la empresa fundada por Sajnovics y Gyarmathi fue bastante
menor que la del proyecto de Friedrich von Schlegel. No les falta razón, pero
evitan indagar las causas. El húngaro, el lapón, el finés, etc., no son de por sí
un terreno menos propicio para la investigación comparativa: han sido facto-

dor de la lengua y la literatura sánscritas, y no simplemente porque el P. Cœurdoux se le


hubiese adelantado. En realidad, desde el s. XVI hasta mediados del XVIII fueron varios
los europeos —mercaderes y misioneros, sobre todo— que tuvieron conocimiento del
sánscrito y advirtieron sus similitudes con lenguas como el latín o el alemán (Schwab, 1950,
pp. 34-40; Droixhe, 1978, pp. 77-80; Rocher, 1995, pp. 188-190). Por otra parte, los estu-
dios de George J. Metcalf (1966, 1974, pp. 233-228) han revelado la existencia de un pre-
cursor cuyo recuerdo se había perdido por completo: a finales del s. XVII, el sueco Andreas
Jäger había vislumbrado la existencia de una lengua primitiva (y no documentada) a la que
llamaba escítica, de cuya fragmentación habrían nacido, en su opinión, el griego, el latín y
las lenguas célticas, germánicas y eslavas.

138
res ambientales (económicos y culturales, sobre todo) los que han determi-
nado la suerte de la lingüística indoeuropea y de la finoúgria 107.
Hasta ahora hemos evocado algunas de las críticas que se han lanzado
contra la historia al uso, y hemos tratado de mostrar sus líneas maestras. Llega
el momento de las puntualizaciones; de la puntualización, mejor dicho, pues
solo introduciremos una. Bien está, como mecanismo compensatorio, colo-
car en el centro de la escena las corrientes e indagaciones que la tradición ha
preferido dejar entre bastidores. Ahora bien, si apuntamos todos los autores y
títulos que se mencionan en obras como la de Pedersen, la de Carlo Tagliavini
(1963) o la de Anna Morpurgo Davies (1998), nos daremos cuenta de que el
whiggismo de la vieja historia no carecía de justificación. Hay un hecho inne-
gable: en los albores del s. XX, la comunidad académica de los lingüistas había
reunido una suma imponente de conocimientos factuales, positivos, acerca
de la evolución y estructura de las lenguas del mundo. En comparación con
esa inmensa mole, la información disponible cien años antes se revelaba frag-
mentaria e insegura. Los métodos, además, se habían refinado hasta llegar a
un punto en el que parecía imposible un perfeccionamiento ulterior. En la
primera mitad del XIX, todo un Franz Bopp se había afanado en probar la
pertenencia de las lenguas malayo-polinesias al tronco indoeuropeo, apoyán-

107
Los reinos y principados alemanes poseían una intelligentsia laica cada vez más
consciente de su propia dignidad y más influyente en el interior y el exterior, para la cual
era un timbre de gloria entroncar a su pueblo con los profetas, sabios y guerreros de la an-
tigua India y del antiguo Irán. En Hungría, donde el campesinado vivía sometido a servi-
dumbre por una nobleza orgullosa y turbulenta, no había, en cambio, una intelligentsia
pujante como la alemana (vivero inagotable de profesores y alumnos universitarios). Ade-
más, nadie estaba ansioso por emparentar con pueblos que, como los lapones, los fineses,
los estonios o los cheremises, no habían fundado escuelas filosóficas, grandes religiones ni
poderosos imperios. János Gulya lo ha expresado en forma tan concisa como gráfica: «The
difference between Bopp’s inclusion of Sanskrit, and Gyarmathi’s inclusion of Cheremis—
both the inclusion of another member of a Family—is not just the fuller and clearer state
of the information about Sanskrit, but the difference between a desired and a rejected an-
cestry» (1974, p. 272).

139
dose para ello en ecuaciones léxicas caprichosas, sin hacer ningún esfuerzo
para establecer correspondencias fonéticas regulares: así, el tahitiano po ‘no-
che’ sería cognado del sánscrito kṣapo ‘id.’, y se explicaría por la caída de la
primera sílaba de la forma originaria (Delbrück, 1880, p. 24). Cuarenta años
después, errores tan significativos eran simplemente inconcebibles. El avance
se produjo, pues, en todos los órdenes, y no parece que la leyenda dorada se
pueda descartar como mera propaganda.
Estos progresos de la lingüística en el s. XIX no eran, por lo demás, un
fenómeno aislado. Meillet, que jamás estuvo aquejado de un especialismo
miope y limitante, supo darse cuenta. «La grammaire comparée —dijo una
vez (1903, p. 386)— n’est qu’une partie du grande ensemble des recherches
méthodiques que le XIXe siècle a instituées sur le développement historique
des faits naturels et sociaux». Debemos verlos como una de las manifestacio-
nes de un movimiento intelectual que elevó el estudio de la humanidad y sus
obras —mejor dicho: de la humanidad en sus obras— a cotas nunca antes al-
canzadas. Dos o tres generaciones bastaron, como apunta Ortega (s. a., p. 22),
para lograr lo que siglos enteros no habían conseguido: «[dejar] los estudios
históricos […] puestos en forma; [...] en forma de ciencia, de juicio riguroso y
seguro de sí mismo». Si no temiésemos enzarzarnos en discusiones intermi-
nables, daríamos a este movimiento el nombre de historicismo, y lo caracteri-
zaríamos, a la manera de Friedrich Meinecke (1943, p. 12), como «la sustitu-
ción de una consideración generalizadora de las fuerzas humanas históricas
por una consideración individualizadora». En todas las ciencias del hombre,
la indagación de lo particular y cambiante primaba sobre la visión de lo gene-
ral y permanente. El conocimiento del hombre, y de lo humano en todas sus
manifestaciones, adoptaba —casi exclusivamente— la forma de historia. Lu-
cien Febvre, que se había formado en las postrimerías de aquella era, la evo-
caba, décadas después, en estos términos: «[L]orsque j’entrais à l’École, la par-
tie était [...] [t]rop gagnée pour l’histoire. [...] L’histoire faisait, une à une, la
conquête de toutes les disciplines humaines» (1943, p. 10). Era el suyo un

140
recuerdo teñido de crítica: «Fière de ses conquêtes, [...] l’histoire s’endormait
dans ses certitudes» (ibid.). No había en él acentos de entusiasmo y orgullo
como los que antaño se oían en boca de un Gabriel Monod:

Au développement des sciences positives qui est le caractère distinc-


tif de notre siècle, correspond, dans le domaine que nous appelons litté-
raire, le développement de l’histoire, qui a pour but de soumettre à une
connaissance scientifique et même à des lois scientifiques toutes les mani-
festations de l’être humain. […] [L]a contemplation purement esthétique
des œuvres intellectuelles a été de plus en plus négligée pour faire place à
des recherches historiques. Histoire des langues, histoire des littératures,
histoire des institutions, histoire des philosophies, histoire des religions, toutes
les études qui ont l’homme et les phénomènes de l’esprit humain pour objet
ont pris un caractère historique. Notre siècle est le siècle de l’histoire.
Grâce aux progrès des sciences et des méthodes scientifiques, l’his-
toire possède aujourd’hui de merveilleux moyens d’investigation. Par la
philologie comparée, par l’anthropologie, par la géologie elle-même, elle
plonge ses regards dans des époques pour lesquelles les monuments font
défaut aussi bien que les textes écrits. Des sciences accessoires, la numis-
matique, l’épigraphie, la paléographie, la diplomatique, lui fournissent des
documents d’une autorité indiscutable. Enfin la critique des textes, établie
sur des principes et des classifications vraiment scientifiques, lui permet
de reconstituer, sinon dans leur pureté primitive, du moins sous une
forme aussi peu altérée que possible tous les écrits historiques, juridiques,
littéraires qui ne nous ont pas été conservés dans des manuscrits originaux
et autographes. Ainsi secondée, armée de pareils instruments, l’histoire
peut, avec une méthode rigoureuse et une critique prudente, sinon décou-
vrir toujours la vérité complète, du moins déterminer exactement sur

141
chaque point le certain, le vraisemblable, le douteux et le faux (Monod,
1876, pp. 26-27; las cursivas son nuestras).

Las líneas que acabamos de reproducir proceden del artículo «Du pro-
grès des études historiques en France depuis le XVIe siècle», que abría el pri-
mer número de la Revue historique, una tribuna para los historiadores profe-
sionales, académicos, frecuentadores de archivos y enemigos de las generalida-
des hueras: «Nous ne ferons [...] ni une œuvre de polémique ni une œuvre
de vulgarisation» (Monod y Fagniez, 1876, p. 1). De haberse publicado sepa-
radamente, los dos párrafos en cuestión habrían podido llevar el título de «El
triunfo de la historia». En ellos se nos muestra, en efecto, como una disciplina
segura de sí misma («déterminer exactement sur chaque point...»), sin sospe-
cha de las limitaciones que el tiempo acabará por revelar.
Escribiendo aquellas líneas, Monod se erigía en portavoz de un estado de
opinión que rebasaba los límites de las disciplinas y las fronteras de los países.
No es de extrañar, pues, que los comparatistas de su tiempo participasen de la
misma actitud. Era la actitud de un Vilhelm Thomsen en su Sprogvidens-
kabens historie (1902). Haciendo balance de los cien años anteriores,
Thomsen se jactaba de que la ciencia del lenguaje había experimentado un
avance extraordinario, sin parangón en los dos milenios transcurridos desde
su origen en la Grecia y la India antiguas (1945, p. 11). Y no temía el agota-
miento de la disciplina, porque cada nueva respuesta —advertía— obligaba a
hacerse preguntas nuevas: «[C]uanto […] más ahondamos […], más cuestio-
nes generales y particulares se suscitan» (1945, p. 132). El lingüista danés en-
caraba el futuro con optimismo: si los problemas de ayer habían tenido solu-
ción, también la tendrían los de mañana. Ni les faltarían ocupaciones a las
nuevas promociones de estudiosos, ni era de temer que se viesen desbordados
e incapaces de desentrañarlos: «Temas bastantes hay, y gran parte de ellos se-
rán solucionados, con mayor o menor precisión o verosimilitud» (ibid.). Sean
las palabras de Thomsen un testimonio de la fe que muchos lingüistas —pro-

142
bablemente la mayor parte— habían puesto en la solidez de los resultados de
la lingüística y en la souplesse de sus métodos, fructíferos más allá de los confi-
nes de la familia lingüística indoeuropea. La ciencia del lenguaje parecía cami-
naba, a buen paso, hacia el pleno cumplimiento de los que por entonces pa-
recían sus objetivos principales: inventariar todo el patrimonio idiomático de
la humanidad; clasificar las lenguas en familias, con arreglo a su parentesco
genético; por último, en la medida en que los datos lo permitiesen, reconstruir
la evolución de su inventario fónico, organismo gramatical y vocabulario.

2.2. VOCES DISIDENTES: HACIA UNA LINGÜÍSTICA GENERAL

Con todo, sería un error creer que, en la Europa finisecular, la lingüística


era un estanque donde el agua no circulaba, que todos los lingüistas veían los
logros del s. XIX como un non plus ultra y que ninguno deseaba explorar
nuevos terrenos ni ensayar puntos de vista distintos. Una hermosa alegoría de
Joseph Vendryes, destinada originalmente a explicar las relaciones entre la len-
gua escrita y la oralidad espontánea y popular, puede ayudarnos a entender el
estado en que se encontraba la disciplina. La lengua escrita —observa Ven-
dryes (1921, p. 325)— es la capa de hielo que se forma en la superficie de un
río durante el invierno; el habla popular, la corriente que sigue fluyendo bajo
aquella:

L’enfant, voyant la glace, croit qu’il n’y a plus de rivière, que le cours
en est arrêté. Illusion! Sous la couche de glace l’eau continue à couler, à
suivre sa pente vers la plaine. Vienne la glace à se rompre, on voit brusque-
ment l’eau jaillir et bondir en murmurant (ibid.).

En nuestra refundición de la alegoría, la capa de hielo representa los consensos


reinantes en la lingüística de finales del s. XIX y principios del XX; el agua
que sigue corriendo por debajo —y que aflora de vez en cuando—, la insatis-

143
facción con la realidad presente de la ciencia (y el deseo de transformarla). Bas-
taba un cambio en las condiciones ambientales para que la capa superficial se
quebrase, primero, y se licuase, después, lo que dejaría al descubierto el males-
tar que durante tanto tiempo había estado escondido. Y nos equivocaríamos,
por cierto, si supusiésemos que solo en figuras más o menos marginales se
advertían las señales de cansancio y el apetito de nuevos horizontes. No son
menos visibles en Meillet, formado en la tradición del comparatismo. Son re-
veladoras —y sorprendentes por su franqueza— las palabras con las que cerró
el apéndice histórico de la Introduction à l’étude comparative des langues indo-
européennes:

Partie, au commencement du XIXe siècle, de la grammaire générale,


la linguistique revient à poser des principes généraux, qui seuls peuvent en
effet être objets de science. La linguistique scientifique s’est longtemps iden-
tifiée avec la linguistique historique; l’histoire des langues est suffisamment
faite maintenant pour rendre nécessaire à nouveau la recherche des prin-
cipes généraux. Mais, au lieu que la grammaire générale ancienne reposait
sur la logique […], la linguistique actuelle repose sur l’examen des faits du
passé et du présent, et elle cherche à déterminer […] dans quelles condi-
tions, suivant quelles lois constantes et universellement valables[,] les faits
observés coexistent et se succèdent (Meillet, 1903, pp. 413-414; las cursi-
vas son nuestras).

Solo cinco años después, Albert Sechehaye tomaba la palabra para for-
mular, envuelto en otros términos, el mismo diagnóstico: la lingüística ha
sido, hasta el momento, una ciencia de lo particular, «une science des faits his-
toriques ou plus simplement une science des faits» (1908, p. 2). Lo es cuando
se limita a describir un estado de lengua a partir de su reflejo en los documen-
tos, y cuando, cotejando dos o más estados sucesivos, consigna los cambios
acaecidos en el ínterin. Lo es también cuando confronta varias lenguas (toma-

144
das tal como aparecen en los testimonios más antiguos), descubre coinciden-
cias que solo se explican suponiendo un origen común, y luego conjetura las
alteraciones que en cada una de ellas han experimentado su patrimonio léxico,
sus patrones gramaticales y su repertorio de sonidos. «Cette science des faits
—escribe Sechehaye (1908, p. 3)— nous apparaît [...] dans un triple rôle: elle
décrit, elle raconte, elle reconstitue». Descriptiva, histórica o comparativa, la
lingüística se ha conformado con hacer inventario de lo real sin tratar de des-
cubrir «les conditions du possible» (Sechehaye, 1908, p. 4; las cursivas son
nuestras). Ha levantado acta de los hechos, pero no ha intentado jerarquizar-
los ni descubrir los principios generales que presiden su coexistencia y suce-
sión. Si una lengua posee tales caracteres en el nivel de la pronunciación o de
la gramática , ¿qué otros posee necesariamente, cuáles no posee necesariamente
y cuáles puede poseer? Si una lengua presenta, en uno de sus niveles, tales uni-
dades organizadas de tal manera, ¿qué curso puede o no puede seguir su evolu-
ción? A preguntas como estas responden las sciences des lois, que «cher-
chent[,] derrière le contingent, le général et le nécessaire» y enuncian verdades
que «n’ont point de date ni de localisation» (1908, p. 4) 108. Pues bien —con-
cluye Sechehaye (1908, pp. 9-10)—, junto a la lingüística de los hechos, esto es,
junto a la «linguistique historique» (que abarca también la descriptiva), urge

108
Las denominaciones science(s) des faits y science(s) des lois las había puesto en circu-
lación el filósofo suizo Adrien Naville (Sechehaye, 1908, p. 2, n. 1), decano de la Facultad
de Letras y Ciencias Sociales de la Universidad de Ginebra, donde Sechehaye trabajaba
como privat-dozent (Fryba-Reber, 1995, p. 125). Con el nombre de sciences des lois, o théo-
rématiques, Naville se refería a las que determinan los límites de lo posible (1901, pp. 12-
16, 23 y ss.); con el de sciences des faits, o historiques, a las que, dentro de la esfera de lo
posible, determinan los límites de lo real (1901, pp. 16-18, 109 y ss.). Junto a unas y otras
se encuentran las sciences des règles, o canoniques, que son las que, dentro de la esfera de lo
posible, tratan de determinar lo conveniente (1901, pp. 18-20, 145 y ss.). Al leer a Naville,
es forzoso acordarse de la distinción que Wilhelm Windelband (1980) trazó entre ciencias
nomotéticas y ciencias idiográficas, o de la de Karl Popper (2002, pp. 161-165) entre ciencias
históricas y ciencias teóricas.

145
construir la lingüística de las leyes, es decir, la «linguistique théorique», que
todavía existe solo en forma de deseo. No puede ser casual que Meillet, al re-
señar la obra de Sechehaye, acepte su descripción del estado de los estudios
lingüísticos en aquella coyuntura histórica:

Il n’y a pas de science qui soit demeurée plus empirique que la lin-
guistique. Aussi longtemps qu’on se borne à de simples descriptions
grammaticales et à la comparaison terme à terme des éléments de deux
phonétismes ou de deux grammaires, on peut se faire illusion sur les in-
convénients de cet empirisme. Mais, dès qu’on aborde des problèmes plus
compliqués et plus délicats et qu’on se pose le problème des causes, l’im-
possibilité de rien démontrer sans avoir pos1: une doctrine générale se ré-
vèle à tout esprit méthodique (1908, p. XXIII).

Se ha de notar, por lo demás, que Sechehaye y Meillet no eran dos voces


aisladas. No eran los únicos lingüistas que pedían un ensanchamiento de los
horizontes de su ciencia; tampoco los primeros. Cuando ellos escribieron las
palabras que acabamos de leer, hacía ya mucho tiempo que se venía hablando
de la necesidad de ir más allá, de no dejarse encerrar en el recinto de la gramá-
tica comparada (por anchuroso que fuese y por muchas riquezas que contu-
viese). Sí, se hablaba de la necesidad de ir más allá; que de hecho se fuese, en
cambio, no está tan claro. Claudine Normand ha llamado la atención sobre
este aspecto proyectivo, futurizo, de la lingüística general en la Europa de la
Belle Époque. La expresión lingüística general —escribe (2000, p. 443)—
«renvoie moins à une totalité empirique […], qu’il n’en est la formulation
d’une ‘idée’». Y añade, acto seguido, que se presenta como una empresa «tou-
jours à faire, et dont on doute parfois qu’ [elle] soit réalisable dans son en-
semble» (ibid.). Anna Morpurgo Davies ha hecho observaciones similares
(1998, pp. 325-326). No faltaban, pues, iniciativas de corte generalista, pero
adolecían de excesiva dispersión, de falta de continuidad: más de una pro-

146
puesta atractiva se extinguía con su autor (más bien, cuando el libro en que se
había formulado, una vez absorbido el impacto inicial, dejaba de circular).
Además, no había un consenso lo bastante amplio en torno a los temas y pro-
blemas de aquella disciplina que estaba en perenne statu nascendi 109. «[N]o
agreement was available about the way in which general linguistics was to be
approached» (Morpurgo Davies, 1998, p. 326) 110. Bien es verdad que no pa-
rece justo reprocharles esa confusión a los lingüistas de finales del Ochocien-
tos, visto que sus herederos no han demostrado mayor precisión a la hora de
trazar linderos. Cien años después, el término lingüística general seguía mar-

109
Estaba siempre naciendo, pero no acababa de nacer; estaba siempre haciéndose,
pero nunca estaba hecha. El tiempo no ponía remedio a aquella enojosa situación. A finales
del primer tercio del s. XX, aún se podía escribir: «La linguistique générale, en formation,
essaie de formuler les caractéristiques constantes du langage et de dégager les lois qui gou-
vernent l’évolution continue des langages humains» (Cohen, 1928, p. 6; las cursivas son
nuestras).
110
Morpurgo Davies llega a afirmar que el grueso de la profesión convenía en la nece-
sidad de construir una lingüística general: «On this point most practicing linguists of the
end of the century […] would have agreed, even if they continued to work within their
familiar historical and philological framework» (1998, pp. 325-326). Cabe preguntarse si
el acuerdo era general entre la mayoría de los lingüistas de aquel tiempo o entre la mayoría
de aquellos a los que seguimos leyendo en el nuestro. Poco operativo es, por lo demás, un
consenso científico que no llega a alterar sustancialmente el itinerario formativo de las nue-
vas generaciones. A juzgar por evocaciones autobiográficas como la de Yakov Malkiel
(1986), formado en Berlín en la segunda mitad de los años treinta, el peso de la lingüística
general en la formación de los jóvenes lingüistas era escasísimo: «[P]our ma génération de
jeunes romanisants européens, [Linguistique générale et linguistique française, de Charles
Bally] représentait […] presque le seul lien entre les travaux microscopiques auxquels nous
obligeait le programme universitaire et les généralités auxquelles il nous était permis de rê-
ver» (1986, p. 15; las cursivas son nuestras). Sería conveniente disponer de testimonios pro-
cedentes de otras universidades y otras especialidades lingüístico-filológicas, pero el detalle
es revelador.

147
cado por «la ambigüedad y [la] polivalencia», dada la gran cantidad de defi-
niciones en circulación (Fernández Pérez, 1999, pp. 37-41) 111.
Hasta ahora hemos insistido —no sin justificación— en cómo durante
los últimos decenios del s. XIX aumentó el interés por la construcción de una
lingüística que fuese ciencia de las lenguas y del lenguaje. Erraríamos grave-
mente, con todo, si pensásemos que fue entonces, solo entonces, cuando se
empezó a acariciar la idea. En realidad, propósitos semejantes venían formu-
lándose —con discretas repercusiones, eso sí— desde los primeros años de la
centuria, como enseguida vamos a comprobar.

2.2.1 Alemania, primer tercio del s. XIX: Wilhelm von Humboldt

Una formulación clara la encontramos ya en Wilhelm von Humboldt.


En su Essai sur les langues du nouveau continent (1812), prefacio de un gran
catálogo descriptivo de las lenguas amerindias que no llegó a ver la luz, el po-
lígrafo prusiano ponderaba la importancia que para el conocimiento del len-
guaje entrañaba el estudio del patrimonio lingüístico de los indígenas ameri-
canos. No es posible —concedía Humboldt— concebir una suerte de lengua-
en-general que sea cifra y compendio de todas: «[Elle] deviendroit [sic] vuide,
si [elle] faisoit [sic] abstraction des caractères distinctifs, et contradictoire, si
elle les admettoit [sic] tous à la fois» (1903, p. 308). Con todo, se ha de tener
presente que todas las lenguas son manifestaciones de «la faculté du langage
de l’homme», que constituye «le point central» de la investigación lingüís-

111
Por supuesto, siempre cabe hacer un esfuerzo de delimitación (Fernández Pérez,
1986, pp. 53-56), esforzarse en trazar una línea entre los dominios de la lingüística teórica,
que determina los rasgos definitorios del concepto de lenguaje, y los de la lingüística gene-
ral, que descubre y describe propiedades compartidas por los objetos (las lenguas) que caen
bajo dicho concepto, pero que no se pueden deducir de él. Con todo, dado que los autores
que estudiamos no hacen tal distinción, hemos preferido abstenernos de imponérsela desde
fuera a su doctrina

148
tica: en última instancia, todo lo particular ha de verse a través de ella y, al
tiempo, ha de iluminarla. Grande es la diversidad estructural de las lenguas 112,
pero se halla limitada —observa Humboldt (1812, pp. 308-309)— por varios
factores de unificación: la identidad esencial de la constitución física y psí-
quica de los hombres; las semejanzas entre los entornos naturales y sociales
que los envuelven; la naturaleza misma de los instrumentos idiomáticos, que
siempre hacen uso de los mismos medios materiales (sonidos articulados que
se combinan unos con otros y se suceden en el tiempo). Misión del lingüista
es descubrir, bajo la diversidad, la unidad esencial (o bien, si invertimos el
punto de vista, descubrir cómo la unidad esencial se articula, se despliega, se
manifiesta de diversas maneras). De ahí que Humboldt insista en la necesidad
de alternar la observación de lo particular con la atención a lo general:

L’expérience journalière prouve que la connoissance [sic] d’une


langue facilite celle d’une autre. Or on n’a qu’à généraliser cette observa-
tion pour se convaincre qu’on tâchera en vain de rendre compte d’une
langue quelconque, et de l’expliquer d’une manière vraiment satisfaisante,
sans porter constamment, autant que possible, ces regards en même tems
[sic] vers l’universalité des langues connues. Chaque idiome particulier est
sous plusieurs points de vue fragment d’un ensemble plus grand dont il a
été détaché; fragment par rapport à ce qu’il a été pendant toutes les vicis-

112
Nadie podrá acusar a Humboldt de haber pasado por alto esa diversidad, siendo la
mayor de sus obras lingüísticas la que lleva el título de Über die Verschiedenheit des mensli-
chen Sprachbaues (‘Sobre la diversidad de la estructura del lenguaje humano’), y leyéndose
en ella frases como esta: «[C]ada lengua traza en torno al pueblo al que pertenece un círculo
del que no puede salir si no es entrando al mismo tiempo en el círculo de otra. Por eso apren-
der una lengua extraña debería comportar la obtención de un nuevo punto de vista en la
propia manera de entender el mundo» (Humboldt, 1836, p. 83; las cursivas son nuestras).
La idea, por lo demás, ya estaba en germen en el Essai: «Car toutes les langues ensemble
ressemblent à un prisme dont chaque face montrerait l’univers sous une couleur différem-
ment nuancée» (1812, p. 321).

149
situdes de sa durée; fragment par rapport à la souche d’où il est issu; frag-
ment enfin par rapport à l’ensemble des langues qui existent ou ont existé
dans l’univers (1812, p. 309; las cursivas son nuestras).

Tiempo después de haber escrito estas líneas, en un opúsculo titulado


Über das vergleichende Sprachstudium in Beziehung auf die verschiedenen
Epochen der Sprachentwicklung (‘Sobre el estudio comparado de las lenguas
en relación con las diversas épocas de su evolución’), Humboldt formulaba
su programa con claridad aún más grande. La finalidad última de la investiga-
ción lingüística —decía (1822, p. 40)— es «mostrar las diversas maneras [plu-
ralidad] en que el ser humano ha hecho realidad el lenguaje [unidad]». Para
lograrlo, se ha de evitar toda precipitación. De nada sirve lanzarse a comparar
magnitudes que no se conocen bien: hay que partir de la descripción integral
de un cierto número de lenguas, que no deforme ni mutile ninguna de las
partes de su organismo. Al mismo tiempo, empero, habrá que llevar a cabo
estudios interlingüísticos sectoriales: «monografías de partes singulares de la
estructura lingüística, del verbo por ejemplo, a través de todas las lenguas»
(1822, p. 41; las cursivas son nuestras).
Obviamente, se puede poner en duda la pertinencia de este acercamiento
a los escritos programáticos de Humboldt. A fin de cuentas, no vivió bastante
para llevar a término sus proyectos, que excedían con creces —justo es reco-
nocerlo— las fuerzas de un solo hombre). Además, en las nuevas generaciones
de lingüistas, pocos se mostraron dispuestos a imitar su ejemplo y continuar
su obra. Con todo, no se puede tratar como simple accidente histórico el he-
cho de que uno de los promotores de la lingüística comparativa dejase traza-
das las líneas maestras de una lingüística general de base empírica (esto es, fun-
dada en un conocimiento suficientemente profundo de un número de len-
guas suficientemente amplio).
Como apunta Anne-Marie Chabrolle-Cerretini (2007, p. 125), las reso-
nancias del pensamiento lingüístico humboldtiano en el s. XIX son débiles,

150
pero no inexistentes. Erraríamos si dijésemos, como a veces se ha hecho, que
Humboldt no tuvo lectores: «Il serait plus juste d’écrire que la problématique
humboldtienne n’occupe pas le devant de la scène au XIXe siècle» (ibid.).
Como poco, sus escritos muestran que la apetencia de generalidad tenía que
surgir cada vez que se reflexionase sobre la naturaleza y el cometido de los es-
tudios lingüísticos. De ahí que, a lo largo de la centuria, aparezca una y otra
vez, como una llamada de atención a una comunidad científica que parecía
demasiado satisfecha de sí misma y de su obra. En las páginas que siguen pres-
taremos atención a varios de esos aldabonazos, protagonizados por autores de
notable altura intelectual, pero desiguales en cuanto a su influencia y a su po-
sición en el escenario de la lingüística europea. En el corazón de Europa (y de
la disciplina), tenemos a Hermann Paul, figura central; en el Este tenemos a
Jan I. Baudouin de Courtenay y Mikołaj Kruszewski, y en el Oeste, a Paul
Passy y Maurice Grammont, personalidades todas ellas periféricas (en mayor
o menor medida). Cinco nombres no se pueden considerar una muestra re-
presentativa, pero tampoco son una anécdota. En nuestra opinión, bastan
para formarse una idea de las inquietudes que bullían en las mentes más des-
piertas de la lingüística europea. Antoine Meillet, que vivía inmerso en la
misma atmósfera, participaba de ellas sin reservas, como más adelante tendre-
mos ocasión de comprobar.

2.2.2 Alemania, último tercio del s. XIX: Hermann Paul

Hace ya más de tres décadas, Giorgio Graffi denunciaba los prejuicios


que, en su opinión, militaban contra una justa valoración de la labor de Her-
mann Paul en los terrenos de la teoría del lenguaje y la metodología de la lin-

151
güística 113. «Dell’opera teorica di Paul —decía Graffi (1988, p. 211)— si ri-
corda molto poco: l’unica affermazione […] qui sembra aver resistito all’usura
del tempo è quella […] che nega la possibilità che un approccio “non storico”
allo studio del linguaggio abbia dignità scientifica»114. Una afirmación que,
además, ha sido a menudo objeto de lecturas deformantes. No parece que Ro-
man Jakobson estuviese acertado cuando, para explicar el subdesarrollo de la
tipología en el último tercio del s. XIX, cargó las culpas sobre Paul: «[T]oute
étude typologique impliquait l’usage de la technique descriptive, et [...] toute
approche descriptive se voyait bannie comme non scientifique par les dogma-
tiques Prinzipien der Sprachgeschichte» (1963, pp. 69-70). No ha sido la de
Graffi la única voz que se ha alzado contra esas interpretaciones. Bien sabido
es que Konrad Koerner ha denunciado como simplista la opinión de que Paul
reducía la lingüística científica a gramática histórica (Koerner, 1972; Koerner,
2008, pp. 109 y ss.). En el mismo sentido se ha expresado Anna Morpurgo

113
Formado como germanista en las universidades de Berlín y Leipzig, Hermann Paul
ejerció la docencia en las de Friburgo (1874-1887) y Munich (1888-1916). Aparte del tra-
bajo de Graffi y de los que le ha dedicado Konrad Koerner (1972, 1982, 2008), arrojan luz
sobre el hombre y su obra —mucha más sobre esta que sobre aquel— las páginas que le han
dedicado Kurt R. Jankowski (1972, pp. 144-162) y Jacques François (2017, pp. 252-267).
114
Aunque se ha citado decenas de veces, no estará de más recordar el pasaje en el que
Paul manifiesta su convicción de que solo una consideración histórica del lenguaje merece
pasar por científica: «It has been objected that there is another view of language possible
besides the historical. I must contradict this. What is explained as an unhistorical and still
scientific observation of languages is at bottom nothing but one incompletely historical
[...]. As soon as we ever pass beyond the mere statements of single facts and attempt to
grasp the connexion as a whole, and to comprehend the phenomena, we come upon his-
torical ground at once, though it may be we are not aware of the fact» (1886, pp. XLVI-
XLVII). Es una tesis que Eugenio Coseriu retomó y reformuló en un texto que ha circulado
poco en el ámbito hispánico: «Il n’y a pas d’antinomie entre description et histoire; s’il y
en a une, c’est uniquement dans ce sens que l’histoire contient la description, alors que la
description, en tant que partie de l’histoire, ne peut pas saisir le tout. La description linguis-
tique est déjà l’histoire, fût-ce une histoire partielle et provisoire» (2007, p. 15).

152
Davies, que ha logrado resolver en pocas líneas las dificultades de exégesis que
presentaba el texto de Paul:

[He] was not arguing for the priority of diachrony over synchrony
in linguistics, but simply for an integrated view of the study of language
in which both the description and the study of historical development
played their part […] However, […] Paul did not think that a purely syn-
chronic description of a language provided an adequate account of that
language. In general, he felt that linguistic data call for an explanation and
that no explanation was adequate unless it took into account the earlier
history of the phenomenon (1998, pp. 249-250).

En efecto, una descripción lingüística es, para Paul (1886, p. 2), una abs-
tracción, un ejercicio de esquematización, de simplificación. Lo es, ante todo,
porque se basa en la observación de la actividad lingüística de un corto nú-
mero de individuos, e intenta distinguir, casi a tientas, entre lo que es propio
de ellos en exclusiva y lo que es compartido por toda la comunidad (Paul,
1886, pp. 8-9). Lo es también porque no captura todos los vínculos asociati-
vos que existen, en la memoria de cada individuo, entre las unidades de que se
compone su acervo lingüístico. Esos vínculos —indica Paul (1886, pp. 6-7)—
no están dados de una vez para siempre, sino que pueden nacer o extinguirse,
reforzarse o debilitarse, de resultas de todo lo que individuo dice y escucha día
tras día. Por todo ello, la relación entre la lingüística descriptiva y la realidad
que trata de describir es análoga —podríamos decir— a la que existe entre un
caballo que galopa y un lienzo que intenta reflejar un instante de su carrera.
Ahora bien, la insatisfacción de Paul se extiende también a una gran parte de
la lingüística histórica, ya que esta se alimenta de la descriptiva y adolece de
idéntico esquematismo. Una gramática histórica convencional consiste en
una concatenación de descripciones correspondientes a estados de lengua su-
cesivos y un registro de las modificaciones acaecidas entre ellos, pero no nos

153
muestra cómo se ha producido el tránsito desde uno a otro, o sea, cómo la
actividad lingüística de los hablantes acarreó, con el tiempo, una modificación
de los hábitos lingüísticos de la comunidad:

Descriptive Grammar has to register the grammatical forms and


grammatical conditions in use at a given date within a certain commu-
nity speaking a common language; to take note, in fact, of all that can be
used by any individual without his being misunderstood and without his
utterances seeming to him unusual. Its contents consist not in facts, but
merely in abstractions from observed facts. If we make such abstractions
at different times, within the same linguistic community, we shall find
the results different. It is through comparison that we obtain the cer-
tainty that revolutions in the language have occurred; we discover too,
perhaps, a certain regularity in the reciprocal relations of such revolu-
tions; but this method sheds absolutely no light on the true mature of
these. The connexion of cause and effect is hidden as long as we calculate
by means of these abstractions only, as if one had actually taken its rise
from the other. For there is no such thing as a connexion of cause between
abstractions; cause and effect exist only between real objects and facts. As
long as we are content with descriptive grammar in the case of abstrac-
tions, we are far indeed removed from a scientific apprehension of the
life of language (Paul, 1886, p. 2; las cursivas son nuestras).

En este momento, sin embargo, no nos interesan aquellos aspectos de la


obra de Paul en los que se podría ver —con mayor o menor justificación— la
prefiguración de algunas ideas clave del estructuralismo. Con otras palabras:
no nos cuidamos de determinar en qué sentido y en qué medida se puede afir-
mar que Hermann Paul es un precursor de Ferdinand de Saussure, vexata
quaestio entre los historiadores de la lingüística.
Nuestra atención va a centrarse en un componente de su doctrina al que,
salvo excepciones (Koerner, 1972; Koerner, 2008, p. 111; Morpurgo Davies,

154
1998, p. 246), no se le ha prestado atención suficiente. Nos referimos a su
clara apuesta por la construcción de una ciencia general del lenguaje que se
nutra de las investigaciones particulares y que al mismo tiempo las oriente,
relación semejante a la que existe entre la sociología, por un lado, y la historio-
grafía política y social, por otro 115. Esta ciencia estudiaría «the general condi-
tions of existence of the object historically developing [scil. el lenguaje], y
trataría de determinar «the nature and operations of the elements which
throughout all change remain constant» (Paul, 1886, p. XXI). En principio,
cabría darle los nombres de lingüística general o de filosofía del lenguaje, pero
ninguno de ellos es del agrado de Paul. El primero, ni lo menciona ni lo toma
en consideración; en cuanto al segundo, lo desecha, convencido como está de
que puede ser causa de malentendidos respecto del carácter y cometido de la
disciplina. Como veremos, su alternativa resulta acaso un tanto alambicada,
pero, desde luego, no se le puede reprochar falta de consistencia.
Paul propone que se denomine Prinzipienwissenschaft (‘ciencia de los
principios’) a la ciencia general de los fenómenos culturales, cuyo dominio
coincidirá, por tanto, con el de la investigación histórica: «This large science
falls naturally into as many divisions as there are branches of special history,
the word history being used in its widest sense» (Paul, 1886, pp. XXIII-
XXIV)». La ciencia de los principios de la historia lingüística —que da título a
la obra de Paul— es una de las divisiones de la susodicha macrodisciplina,
cuyo nombre exacto no es propiamente Prinzipienwissenschaft, sino —ad-
vierte Paul (1886, p. XXIX)— Prinzipienlehre der Kulturwissenschaft (‘doc-

115
Sabido es que el historiador, a la hora de emprender sus pesquisas, se provee de un
bagaje de nociones sociológicas; bien es verdad que, como apunta Karl Popper, esa opera-
ción de aprovisionamiento puede pasarle inadvertida: «Las usa principalmente no como
leyes universales que le ayudan a experimentar sus hipótesis específicas, sino como algo im-
plícito en su terminología. Al hablar de gobiernos, naciones, ejércitos, usa, normalmente
sin advertirlo, los “modelos” que le suministra el análisis sociológico científico o precientí-
fico» (Popper, 2002, p. 163).

155
trina de los principios de la ciencia de la cultura’), denominación grosso modo
equivalente a ciencia teórica de la cultura. Siendo la cultura un producto de la
cooperación entre individuos, la ciencia teórica de la cultura tiene por misión
indagar las bases psíquicas del aprendizaje y los factores que regulan el proceso
de transmisión interindividual. En palabras de Paul: «[S]howing how the sin-
gle individual is related to the community and defining it in turn, and how
the younger generation enters on the heritage of the elder» (1886, p. XXX).
De ahí que dicha ciencia haya de apoyarse en la psicología, ciencia de la vida
mental, pero también en las ciencias naturales (anatomía, fisiología, acústi-
ca...), dado que solo a través de medios materiales son posibles la comunica-
ción y la influencia recíproca entre las mentes (Paul, 1886, pp. XXXVI-
XXXVII). Paul se expresa con claridad: la psicología es «the most important
foundation of the whole science of culture». La más importante, pero no la
única:

The truth is that there is only one pure mental science, that is, Psy-
chology regarded as an exact science. As soon as we enter the area of his-
torical development we have to deal with physical side by side with psy-
chical forces. The human mind must always work in harmony with the
human body and with its environing nature in order to bring forth any
product of culture; and the secret of its growth, the way in which it comes
to its completion, depends upon physical no less than on psychical condi-
tions; and both these sets of conditions must necessarily be known in or-
der to gain a perfect appreciation of historical growth. A necessity is thus
imposed of mastering not merely psychology, but also the laws according
to which the physical factors of culture move (Paul, 1886, p. XXIX).

Es obligado confesar que no es fácil describir la concepción que Paul te-


nía de la interrelación entre la ciencia de los principios y la investigación his-
tórica concreta. Las páginas iniciales de los Prinzipien no son las más claras de

156
la obra, como apuntan Peter Auer y Robert W. Murray en el prólogo de su
reciente retraducción (2015, p. 11). A lo abstruso de la materia se añaden la
escasez de ejemplos y el carácter circular, más que rectilíneo, de la exposición.
En cualquier caso, intentaremos esclarecer el punto en cuestión, con plena
conciencia de que esclarecer la doctrina de Paul implica, en parte, tratar de
reconstruirla: el texto muestra el pensamiento del autor en forma lagunar, y,
ante la imposibilidad de dirigirse a él en busca de aclaraciones, el lector tiene
que cubrir los huecos según su saber y entender, con los riesgos que ello im-
plica.
Como ya sabemos, Paul considera que la máxima aspiración del lingüista
ha de ser la explicación histórica (para él no hay otra posible) del uso lingüís-
tico de una comunidad. Esa tarea no se puede abordar sin una base teórica:
«We merely deceive ourselves, if we think we state the simplest fact in history
without some accretion of speculation» (Paul, 1886, p. XXVII). No menos
errónea sería, con todo, la suposición de que, para explicar el uso, basta el co-
nocimiento de las condiciones generales y de las constantes vitales —por así
decirlo— del fenómeno lingüístico. El desarrollo histórico es resultado de la
interacción de un enorme número de factores, y no se deja apresar por una
simple fórmula. En cualquier caso —concluye Paul—, el papel de los enun-
ciados generales en la indagación histórica es muy diferente del que desempe-
ñan en la ciencia natural. Al naturalista le concierne solo lo que es siempre
igual a sí mismo, solo lo que se mantiene inalterado en todos los momentos y
lugares, solo lo universal, en una palabra:

The exact sciences no doubt compare the single processes, disregard-


ing, however, their temporal relation to each other, and merely caring to
discover where they agree and where they differ; and by their aid to find
what is unchanging and constant amid every change. The conception of
development is absolutely strange to them — nay, it seems irreconcilable

157
with their principles; and they thus stand in sharp antithesis to the histor-
ical sciences (Paul, 1886, p. XXII) 116.

Un ejemplo tomado de otra rama del saber ayudará a comprender la po-


linización cruzada —si así se puede decir— entre los puntos de vista genera-
lista y particularista. Considérese la evolución de la república romana en los
siglos III-I a. C. Un buen conocimiento de la politología clásica, de estirpe
aristotélico, es útil para captar la naturaleza de aquel régimen, en el cual se
fundían los tres principios organizativos fundamentales: la monarquía, con-
vertida en la institución del consulado; la aristocracia, encarnada en el senado;
la democracia, representada por los comicios y asambleas. Obviamente, la
captación de la naturaleza del régimen hace más inteligible su devenir. La ten-
sión entre el principio democrático y el aristocrático conduce al reforza-
miento del principio monárquico, que desemboca en el frecuente acceso al
consulado (o a la dictadura) de caudillos militares carismáticos con un aura de
popularidad. Ahora bien, para dar cuenta del proceso no bastan las ideas ge-
nerales. Si una historia de Roma afirma que el régimen republicano dio paso
al principado porque los sistemas mixtos son inherentemente inestables, sin
añadir nada, es tan insatisfactoria como una historia clínica que explicase la
muerte de un anciano arguyendo que es natural morir en la vejez. Para poder

116
Al trasluz de estas líneas se adivina una tesis metacientífica que ya por entonces era
tradicional: la tesis según la cual las ciencias naturales se interesan únicamente por lo que
sucede indefectiblemente siempre que se cumplen ciertas condiciones, y, por consiguiente,
puestas ante una enorme masa de fenómenos observados, despreciar todo aquello que es
contingente e irrepetible. En su Introduction à la philosophie de l’histoire (1938), Raymond
Aron la formula con una claridad insuperable: «[S]upposons qu’une pierre tombe: ou bien
nous envisageons le fait comme susceptible de répétition afin d’analyser les lois selon les-
quelles tombent tous les corps (soit à la surface de la terre, soit même en tout lieu); ou bien,
au contraire, nous nous attacherons aux caractères singuliers de cette chute, la pierre est
tombée de tel rocher, tel mouvement en a été cause, etc.» (Aron, 1938, p. 19). La primera
perspectiva es la de las ciencias naturales (o teóricas, como dice Aron); la segunda, la de las
ciencias históricas.

158
explicar el acontecer histórico, el historiador necesita usar de categorías gene-
rales (régimen político, monarquía, aristocracia, democracia...), pero debe
contar con más armas. De lo contrario, acabará por caer en el esquematismo;
construirá una historia huera, sin contenido propiamente histórico, como
aquella que, obligado por las circunstancias, un viejo sabio deslizó en los oídos
de un rey agonizante:

Et quant à l’affirmation implicite qui se dégage du livre de Toynbee


[A study of history, 1934], qu’il ne formule point, mais qu’on sent derrière
toutes les pages de son livre: «L’histoire se répète» […]. L’histoire se ré-
pète, en effet. Dans toute la mesure qu’exprimait ce vieux bibliothécaire
d’un Shah agonisant. Le monarque, à la dernière minute de sa vie, aurait
tant et tant voulu apprendre toute l’Histoire... «Mon prince, lui dit le sage
vieillard, mon prince, les hommes naissent, aiment et meurent» (Febvre,
1936, pp. 601-602).

Además, el estudio de los acontecimientos singulares, de los hechos úni-


cos e irrepetibles, puede hacer aconsejable una revisión de las generalizaciones
que se tomarán como base para investigaciones posteriores. Así, p. ej., la aten-
ción al caso particular de la república romana nos invita a añadir un nuevo
miembro, el cesarismo, a la tipología de formas de gestión y ejercicio del poder,
y esta categoría, una vez deslindada, resultará útil para abordar el estudio de
figuras concretas como Napoleón Bonaparte o su sobrino Luis Napoleón. La
relación entre la teoría y la historia es dialéctica: cada una se alimenta de la
otra.
En el campo de la historia lingüística, la situación no es sustancialmente
diferente: las generalizaciones orientan la indagación histórica, pero no la su-
plen ni la hacen prescindible. La ciencia de los principios aspira a determinar
«the conditions of the life of language» con el fin de trazar «the fundamental
lines for a general theory of the development of language» (Paul, 1886, p.

159
XXVIII). Se trata, en suma, de determinar las condiciones de posibilidad de los
fenómenos, bien entendido que poner en relación un suceso con la ley general
que lo posibilita no es explicarlo históricamente. Valga como ejemplo el cam-
bio /f-/ > /h-/ en castellano medieval. El estudio del mecanismo de produc-
ción de los sonidos del habla, junto con el de sus propiedades acústicas, de-
muestra que dicho cambio no repugna a la configuración de los aparatos fo-
noarticulatorio y auditivo. Además, la investigación histórica nos hace ver
que el mismo cambio se ha cumplido en otros momentos y lugares; p. ej., hay
inscripciones latinas donde se encuentra <h-> en lugar de <f->: *haba por
faba, *hebris por febris (Bassols de Climent, 1962, p. 183). Ahora bien, nunca
se estimaría satisfactoria una historia de la lengua castellana que se limitase a
consignar que es posible el paso de /f-/ a /h-/ (descubrimiento que, en verdad,
tiene poco de asombroso). Hay que averiguar cuáles fueron los factores extra-
e intrasistemáticos que propiciaron la realización efectiva de dicha posibili-
dad, dónde se hallaba el foco de la innovación, cómo se propagó, qué resisten-
cias hubo de vencer, etc. 117 Evidentemente, para dar respuesta a esas
preguntas no hay otro camino que descender de las alturas de la teoría para
sumergirse en las honduras de la historia, esto es, en los documentos.
Cuando los Prinzipien vieron la luz, no faltaron lectores que advirtiesen
la verdadera índole de la propuesta científica de Paul. En su Očerk nauki o
jazyke (‘Ensayo sobre la ciencia del lenguaje’), publicado en 1883, el joven lin-

117
Fue precisamente en el transcurso de una controversia sobre la explicación del cam-
bio /f-/ > /h-/ cuando Ramón Menéndez Pidal acertó a formular con claridad la distinción
entre los puntos de vista teórico e histórico. Como es sabido, Pidal suponía un influjo del
sustrato ibérico, hipótesis que el romanista inglés John Orr descartaba argumentando que
la misma transformación estaba documentada en otros rincones de la Romania. Aquí la
réplica: «No es comprensible que se utilice tanto como argumento válido el de que f > h se
produzca en otras partes sin influjo ibérico; todo cambio fonético es natural y puede ocurrir
en varias lenguas, pero siempre en cada una ocurre por precisas causas históricas determinan-
tes; cambios lingüísticos semejantes han de tener en distintos países causas históricas distin-
tas» (1950, p. 203; las cursivas son nuestras).

160
güista polaco Mikołaj Kruszewski 118 describía el libro de Paul como una obra
dedicada «to general problems of language» (1883, p. 49), y, además, lo cali-
ficaba de «remarkable» (p. 48). Dos decenios después (1904), en Jezykoznaw-
stwo czyli lingwistyka w wieky (‘La lingüística del s. XIX’), su compatriota Jan
I. Baudouin de Courtenay 119 presentaba los Prinzipien como un libro de
«philosophy of language or philosophy of speech» (1904, p. 240). Sin em-
bargo, durante el primer tercio del s. XX, la orientación generalista de la obra
de Paul cayó rápidamente en el olvido, sepultada bajo un estereotipo (era, sin
más, la Biblia de los neogramáticos). Solo Karl Bühler, a mediados de los años

118
Nacido en Volinia, extremo noroccidental de Ucrania (entonces parte del Imperio
Ruso), Kruszewski era polacohablante, como muchos de sus coterráneos. Cursó estudios
universitarios en Varsovia, capital de la Polonia rusa, y se trasladó después a Kazán, ciudad
ruso-tártara a orillas del Volga. El viaje respondía al deseo de trabajar junto a un lingüista
polaco, Jan I. Baudouin de Courtenay, profesor de la Universidad desde 1875. Al cabo de
ocho años, Baudouin se trasladó a Dorpat (hoy Tartu, en Estonia). Kruszewski permaneció
en Kazán, ya como docente universitario, pero apenas pudo disfrutar del éxito profesional.
Víctima de graves trastornos psíquicos de base orgánica, incapacitado para el trabajo inte-
lectual, falleció en 1887, a los 36 años. Acerca de su vida y obra, son de interés los trabajos
de Roman Jakobson (1988b) y Konrad Koerner (1995).
119
En la nota anterior ya nos encontramos con Baudouin, cuya carrera académica fue
un continuo peregrinar a través de las universidades del inmenso imperio de los zares. Lo
dejamos en Dorpat en 1883. Diez años después pasaría a Cracovia, en la Polonia austríaca,
pero no tardaría en regresar a territorio ruso. En 1897 lo encontramos en la Universidad de
San Petersburgo, y allí permaneció durante veinte años. Acabada la I Guerra Mundial y
reconstituida Polonia como estado independiente, Baudouin se instaló en Varsovia y ejer-
ció la docencia en su universidad. Su lejanía respecto de los países más ricos y mejor comu-
nicados de Europa perjudicó la difusión de sus obras, pero no fue un eremita, como prueba
su correspondencia con Saussure (Sljusareva, 1972). Roman Jakobson (1988c) y Edward
Stankiewicz (1972) nos proporcionan información abundante sobre la vida, la carrera pro-
fesional y las grandes contribuciones científicas de Baudouin.

161
30, puso de relieve —con toda justicia— ese aspecto olvidado de los Prinzi-
pien:

Por esto, los pocos capítulos de los Principios de Paul que no siguen
desde luego y totalmente el esquema de secciones históricas longitudinales
contrastan con los demás. Entre ellos, por ejemplo, se tratan en general, y
aparte de la evolución, en el VI, «las relaciones sintácticas fundamenta-
les», o en el XVIII, el tema «la economía en la expresión». El lector no
experimenta en ellos, en modo alguno, la forma en que las relaciones sin-
tácticas fundamentales o el momento de la economía se han desarrollado,
modificado, desplegado en la historia de la familia lingüística indoeuropea
que la ciencia puede abarcar con la mirada. No, sino que aquí Heráclito
cede el puesto a lo eleatas y capta de un modo plenamente adecuado algo
distinto del río en el que no se puede sumergir dos veces; describe algo de
que «permanece eternamente idéntico en todo el cambio de los fenóme-
nos» (pág. 2); su objeto es en estos capítulos «el lenguaje de los hombres»
en singular (1979, p. 24).

Ocurre que, como se ha visto, Bühler solo reconoce la dimensión gene-


ralista en aquellos capítulos en los que el foco deja de apuntar a los procesos
evolutivos para orientarse hacia las propiedades esenciales del instrumento
lingüístico o los factores operantes en toda situación de comunicación. No-
sotros creemos, en cambio, que la vocación generalizadora se manifiesta tam-
bién en el resto de la obra. Una reducción de los cambios de significación de
los vocablos a un puñado de tipos fundamentales, una descripción de las con-
diciones de posibilidad de los cambios fonéticos, una explicación del meca-
nismo generador de las formaciones analógicas no son menos lingüística ge-
neral —aunque no se les dé ese nombre— que un listado de los tipos de pro-
cedimientos disponibles para conectar las palabras entre sí y dar expresión,

162
por tanto, a «the combination of several ideas or groups of ideas» (Paul,
1886, p. 111).

2.2.3 Algunas voces de la periferia

Hasta aquí hemos visto que uno de los autores ubicados en el corazón de
la lingüística europea reconoce sin reservas, aunque en forma tal vez poco
clara, la necesidad de una lingüística general. Ahora comprobaremos cómo,
en las áreas periféricas, las exigencias adoptaban un aire más perentorio, y la
crítica del estado de cosas vigente se tornaba más severa.
Baudouin de Courtenay, a quien acabamos de conocer, juzgaba abusivo
el predominio del enfoque histórico en los estudios lingüísticos. En el ensayo
O zadaniach jezykoznawstwa (‘Sobre el cometido de la lingüística’), de 1889,
Baudouin señalaba que la disciplina acusaba todavía sus raíces filológicas. Sus
padres eran filólogos de formación (y, en mayor o menor medida, también de
profesión). Se habían acercado a las lenguas antiguas para conocer, a través de
ellas, la vida cultural de los pueblos. En el curso de sus pesquisas, habían des-
cubierto, sin tenerlo previsto, casi por accidente, «the pleasure of studying
language for its own sake» (1889, p. 127). El cambio de foco, el ascenso del
lenguaje al rango de objeto de estudio (cfr. infra, 3.1.1, n. 136), no había sido
lo bastante drástico para que la joven ciencia lingüística quedase purgada del
pecado de anticuarismo:

[L]inguistics long bore, and even now to some extent bears, the
stamp of its origin in philology. Hence the peculiar character of philolog-
ical linguistics, which still employs improper, perverted methods of inves-
tigation. Today it would be inconceivable for a natural scientist to begin
his investigations on forms which had long ago disappeared or which were
preserved only in fragments and only then to proceed to the study of the
world around him. But this is the method that is still dominant in linguis-

163
tics. From old to new, from inaccessible to accessible, from the monu-
ments of a language to the language itself, from letters to sounds — this is
the order in which most linguistics pursue their object of study (1889, p.
127).

No muchos años antes, Kruszewski se había expresado en términos simi-


lares. Al igual que Baudouin, deploraba el «archaeological bias» (‘prejuicio
arqueológico’) de la lingüística de su tiempo y reclamaba mayor atención a las
lenguas vivas (1881, p. 7). La raíz de aquella desmesurada querencia por lo
antiguo se hallaba, según Kruszewski, en la formación filológica de los lingüis-
tas. Los pioneros de la lingüística se habían formado como filólogos e histo-
riadores, y transfirieron sus viejos hábitos intelectuales a la ciencia nueva que
estaban creando: «The sole aim of their discipline was […] the clarification of
our view of the past» (1881, p. 7). Ahora bien, el objetivo supremo de la lin-
güística no puede ser la reconstrucción de la prehistoria de cierto grupo de
lenguas, por brillante que haya sido el papel de sus hablantes en la historia de
la civilización. La lingüística es la ciencia del lenguaje y, por lo tanto, debe des-
cubrir las leyes a las que está sometido. Si no lo hace, si no descubre pautas
cuya validez rebase los límites de una determinada familia lingüística, enton-
ces no merece —dice Kruszewski— el nombre de ciencia:

Everyone will agree that the subject matter of linguistics must be


those phenomena whose totality is called language, and that the ultimate
goal of this science must be the discovery of those laws which govern such
phenomena. We would hardly arrive at this definition of linguistics if we
were merely following the works which have appeared under its aegis
since the time of Bopp. We might, in that case, define linguistics as a sci-
ence which attempts to clarify reciprocal relationships within the Indo-Eu-

164
ropean language family and to reconstruct both the Indo-European proto-
language and the proto-languages of its various subgroups.
Needless to say, none of this can be considered science. Even if it
could, one would still have first to admit that a science whose aim is to
discover the laws which govern linguistic phenomena is both possible and
necessary (1881, p. 7).

Aunque a Baudouin y Kruszewski no les faltaron lectores en la Europa


central y occidental, su impacto habría sido mayor —no cabe duda— si hu-
biesen vivido y publicado en Alemania, Austria o Dinamarca. Rusia estaba
muy lejos de las grandes capitales de la ciencia europea, y no solo en sentido
geográfico. En cualquier caso, voces semejantes a las suyas sonaban en la otra
punta del continente. En Francia, el fonetista Paul Passy 120, en el prólogo de
su Étude sur les changements phonétiques (1890), concedía gustosamente que
el descubrimiento de las llamadas leyes fonéticas, regularidades vigentes solo
en un momento y lugar determinados, había sido un gran paso adelante para
la lingüística: «C’est grâce à [elles] que l’étymologie a pu devenir une science
sérieuse, autre chose qu’un jeu de devinettes» (Passy, 1890, p. 7). Había lle-

120
Paul Passy, primer presidente (1886-1888) de la Phonetic Teachers Association,
germen de la International Phonetic Association, es uno de los padres fundadores de la fo-
nética moderna, junto con figuras de la talla y el renombre de Henry Sweet, Jean-P. Rous-
selot, Wilhelm Viëtor y Otto Jespersen. Se incorporó al cuerpo docente de la École Pratique
des Hautes Études en el año 1894. Según cuenta en sus memorias (1930, p. 74), la fonética
gozaba entonces de escaso crédito entre los filólogos y los lingüistas: muchos pensaban que
era solo «la marotte de quelques toqués» (‘el pasatiempo de unos cuantos locos’). No obs-
tante, su carrera en la École fue fecunda y dilatada: se jubiló al cabo de treinta años de ejer-
cicio profesional. Para más información sobre la personalidad de Passy, sobre su compro-
miso con los ideales del socialismo cristiano y sobre su obra lingüística, se puede consultar
la nota necrológica que le dedicó su discípulo Daniel Jones (1941), uno de los más grandes
fonetistas ingleses del s. XX. El texto, publicado en Le Maître Phonétique (órgano de la
I.P.A.), «ai hav tә kәnvei tu аuә membaz ðә nju:z ðәt PAUL PASSY, аue rivied faundә әnd
prezidәnt, hәz bin teikәn from әs. hiz deθ әkә:d...» (Jones, 1941, p. 139).

165
gado, con todo, la hora de seguir adelante, de perseguir fines más altos, como
el de reducir —o intentarlo, al menos— lo diverso a lo uno. Esa multitud de
leyes contingentes, particulares, que se habían ido revelando a lo largo del si-
glo, ¿no se podrían compendiar en un puñado de leyes necesarias y generales?
Así lo razona Passy:

Étudier la nature intime des changements phonétiques et rechercher


comment ils peuvent se produire; les grouper entre eux, les classer, déter-
miner les circonstances dans lesquelles ils on lieu; examiner s’ils sont sou-
mis à des lois générales et jusqu’à quel point ces lois sont constantes; en
fin, chercher à dégager les causes premières de ces changements et des lois
qui les régissent, c’est une tâche que la linguistique se voit nécessairement
amenée à entreprendre. Jusqu’à présent, elle ne l’a guère fait qu’incidem-
ment […]: il est temps, semble-t-il, qu’elle aborde le problème de front
(Passy, 1890, p. 8).

La misma ruta iba a seguir otro fonetista francés, Maurice Grammont,


formado en la École Pratique des Hautes Études. En 1895, cuando ocupaba
un puesto de profesor en la Facultad de Letras de Dijon, publicó La dissimi-
lation consonantique dans les langues indo-européennes et dans les langues ro-
manes, obra muy ambiciosa para un lingüista sin apenas historial investiga-
dor121. Él mismo lo decía sin rodeos: «Pour un début c’[est] évidemment une

121
En el prólogo del libro, Grammont tiene palabras de agradecimiento para su amigo
y condiscípulo Antoine Meillet, que se había convertido en profesor durante una exceden-
cia de Ferdinand de Saussure (cfr. infra, § 3.2.1). «Étant de mon âge et de mes plus intimes
amis —escribe (1895, p. 8)—, il [scil. Meillet] ne m’a jamais permis de le considérer comme
un de mes maîtres et ne veut pas que je voie en lui autre chose qu’un camarade» (1895, p.
8). Y, sin embargo, sí fue un maestro, porque actuó como tutor de Maurice: lo orientó, le
aconsejó y, en fin, le evitó «les dangers de l’isolement scientifique» (ibid.).

166
entreprise très hasardeuse. Si le travail est mauvais, cela prouvera simplement
que l’élève ne valait pas grand chose» (1895, p. 8). Grammont constataba
que, hasta la fecha, los lingüistas no habían logrado descubrir las regularidades
a las que se someten los procesos asimilatorios y disimilatorios; para encubrir
esta limitación, los describían como accidentes fonéticos, «mot […] joli, mais
[…] bien peu scientifique» (1895, p. 9). Solo las leyes establecidas por los
hombres —apunta Grammont (ibid.)— pueden sufrir infracciones, de
donde se desprende, aunque el autor no lo diga, que las del lenguaje tienen
otro carácter, cercano, tal vez, al de las de la naturaleza. Nótese que las leyes
lingüísticas en las que Grammont pensaba no eran, como las leyes fonéticas al
uso, simples constataciones de regularidades con vigencia limitada en el
tiempo y en el espacio. Su estatus era, por el contrario, el de leyes en sentido
fuerte, con pretensiones de validez universal. Grammont se proponía, preci-
samente, descubrir las leyes universales que regulan el fenómeno de la disimi-
lación:

Pour bien comprendre ces lois il est nécessaire de se placer à notre


point de vue, c’est-à-dire de considérer la dissimilation indépendamment
de telle ou telle langue, en dehors et en quelque sort au-dessus des langues.
Ce sont les lois de la dissimilation dans les langues indo-européennes en ce
sens que dans ces langues la dissimilation ne se fait que conformément à
ces lois. Leur formule est la suivante: quand deux phonèmes remplissant

Fue Grammont una figura un tanto excéntrica —en sentido literal— en el escenario
de la lingüística francesa del primer tercio del s. XX. Aunque se formó en París, su carrera
docente e investigadora se desarrolló por entero en provincias: en Dijon hasta el curso 1893-
1894, en Montpellier a partir del curso 1895-1896, según los datos consignados por Gabriel
Bergounioux (1990, pp. 54, 68). En un país tan centralizado como la Francia de la Tercera
República, trabajar lejos de la capital disminuía el impacto de las publicaciones y hacía di-
fícil reclutar discípulos. Acerca de la carrera y las ideas de Grammont nos ilustran los obi-
tuarios de Bertil Malmberg (1947) y Eugène Wiblé (1948), así como un trabajo de Anne-
Marguerite Fryba-Reber (1999).

167
les conditions voulues sont placés respectivement de telle manière, c’est tel
phonème qui est dissimilé.
Pour telle ou telle langue en particulier, ce qui n’est pas notre point
de vue, ces lois sont des possibilités; elles sont la formule suivant laquelle la
dissimilation se fera, si elle se fait (Grammont, 1895, p. 15).

No quedó Grammont insatisfecho de los resultados de aquel su primer


libro, puesto que, años posteriores, más de una vez situaría en 1895 el naci-
miento efectivo de la lingüística general. Es reveladora su recensión de la In-
troduction à l’étude des langues indoeuropéennes de Meillet (Grammont,
1903). Ya en la primera frase se nos descubre la médula de las ideas de Gram-
mont sobre el pasado y el porvenir de los estudios lingüísticos: «La linguis-
tique est entrée depuis quelques années dans une fase [sic] nouvelle; le mo-
ment est donc bien choisi pour réunir et vulgariser les résultats de la précé-
dent» (Grammont, 1903, p. 600). La Introduction se le antoja, en efecto, una
obra de vulgarización, lo cual —nótese— no equivale para él a ‘obra escrita
para el gran público’. Meillet —advierte Grammont (1903, pp. 600-601)—
no ha escrito un libro para todos: «[I]l n’est pas accessible aux lecteurs de la
Revue des deux mondes et le sera même très difficilement à la plupart des éru-
dits et aux filologues [sic] classiques» (por razones que no tenemos del todo
claras, Grammont profesará una feroz hostilidad a los clasicistas: los acusaba
de ser meros coleccionistas de curiosidades, ayunos de ideas generales y espí-
ritu de sistema). Meillet había logrado reunir, en apretada síntesis, los mejores
frutos de un siglo de investigación sobre las lenguas indoeuropeas. Ahora
bien, la lingüística debía seguir avanzando, debía elevarse sobre los hechos par-
ticulares para llegar a la formulación de leyes generales:

Soumettre le tout à des doctrines coérentes [sic] et sistématiques [sic]


qui en rendent compte; déterminer les lois des modifications qui ne dé-
pendent pas simplement d’un état fisiologique [sic], mais reposent avant

168
tout sur un état psychique inconscient; en un mot, reconnaître les condi-
tions générales de l’évolution du langage: tel sera l’objet de la fase [sic] ac-
tuelle. Il a déjà reçu un début de réalisation, qui permet de dater le début
de cette période par l’année 1895 (Grammont, 1903, p. 600).

2.3. CONCLUSIONES

Henry Hoenigswald, habilidoso cultivador del método comparativo,


pero también buen conocedor de su génesis, observó una vez que el relato he-
roizante de su historia era anterior a las obras de Holger Pedersen y Vilhelm
Thomsen, que tanto habían contribuido a difundirlo. «[Q]uite possibly —
escribía (1974, p. 346)— we must go back to Benfey (1869) or beyond to find
something significantly different». En este capítulo hemos comprobado que
ni siquiera con un retroceso de quince años encontramos algo significativa-
mente diferente. En Graziadio I. Ascoli (1854) aparecen ya, perfectamente de-
finidos, los trazos fundamentales del relato heroico: el énfasis en la idoneidad
estructural de las lenguas indoeuropeas para convertirse en campo de aplica-
ción del método comparativo; el providencial descubrimiento de la lengua
sánscrita, descrito con un vocabulario de tinte cuasirreligioso (revelación); y el
rapidísimo incremento del caudal de conocimientos sobre las lenguas (en pri-
mer término, las del tronco indoeuropeo), que había vuelto casi inservibles las
obras de siglos anteriores. Los relatos de Max Müller (1861) y Domenico
Pezzi (1869) no aportan modificaciones de gran calado, salvo en la identidad
del héroe: si para Ascoli es William Jones, para Müller y Pezzi son Friedrich
Schlegel y Franz Bopp, respectivamente. Los tres relatos irradian orgullo y
confianza: orgullo por todo lo que hasta hoy se ha conseguido; confianza en
que mañana se superarán esas marcas. Son actitudes que los indoeuropeístas
exhibirán durante todo el s. XIX y aun en los albores del XX. Antoine Meillet,
un indoeuropeísta de pura cepa, no era ajeno a ellas. Lo prueba, ante todo, la

169
reconstrucción histórica que, a modo de apéndice, incluyó en su Introduction
à l’étude des langues indoeuropéennes.
Hemos comprobado también, sin embargo, que bajo el orgullo y la con-
fianza se ocultaban, y pugnaban por aflorar, algunas insatisfacciones, algunas
reticencias. En toda Europa —centro y periferia—, varios lingüistas, buenos
conocedores de la tradición comparativa (se habían formado en ella), empe-
zaban a expresar su malestar ante el régimen de monocultivo que parecía im-
perar en la lingüística. La investigación comparativa e histórica particular era,
desde luego, una empresa fructífera que, por serlo, debía seguir adelante. Con
todo, había que suplementarla con una ciencia general —para algunos, la
única ciencia stricto sensu— que permitiese a los lingüistas, por un lado, tomar
conciencia de la fundamentación y el alcance de sus presupuestos, y, por otro,
partiendo de los resultados de las investigaciones de detalle, enunciar las leyes
estáticas y dinámicas del lenguaje: las primeras determinan las condiciones de
equilibrio de los sistemas; las segundas regulan sus transformaciones. Dichas
leyes permitirán trazar los límites de lo posible (lo que puede ser u ocurrir), lo
probable (lo que suele ser u ocurrir) y lo necesario (lo que debe ser u ocurrir),
y podrán ser irrestrictas (en toda lengua es posible/probable/necesario que P) o
condicionales (en toda lengua, si P, entonces es posible/probable/necesario que
Q). Merced al conocimiento de todas esas regularidades empíricas, los lingüis-
tas podrán hacer por su disciplina lo que Cuvier hizo por la biología: introdu-
cir en ella el principio de correlación (Russell, 1916, p. 35). Esta era la meta
que, conscientemente o no, varios de ellos perseguían, y el que, desde fuera de
la lingüística, proponían algunos pensadores eminentes 122. Antoine Meillet se

122
Son reveladoras las palabras que Adrien Naville escribió a propósito de la morfo-
logía general esbozada por Sechehaye en Programme et méthodes de la linguistique théo-
rique: «N’est-ce pas cette science qui dont nous apprendre [,] par exemple [,] que tel sys-
tème de suffixes est nécessairement lié à del système de préfixes, selon les circonstances —
comme la biologie statique nous apprend que telle constitution des dents est nécessaire-
ment liée à telle constitution de l’estomac, selon les circonstances?» (1908, p. 179).

170
contaba —no cabe duda— entre los que se proponían alcanzarla, y no era de
los que lo hacían a tientas, desde luego. En el próximo capítulo veremos cuán-
tos y cuáles fueron sus primeros pasos en pos de ese objetivo, tan fácil de enun-
ciar como difícil de lograr.

171
CAPÍTULO III
MEILLET Y LA LINGÜÍSTICA GENERAL: LOS
PRIMEROS AÑOS

3.1 El escenario institucional: orígenes y desarrollo


3.1.1 La cátedra de gramática comparada del Collège de France
(1864)
3.1.2 La fundación de la École Pratique de Hautes Études (1868)
3.2 Etapa de formación (1888-1901)
3.2.1 Los primeros pasos de su carrera académica
3.2.2 Las leyes del lenguaje
3.2.2.1 La Revue Internationale de Sociologie
3.2.2.2 Propósito divulgativo
3.2.2.3 Las leyes fonéticas
3.2.2.4 La analogía
3.3 El ascenso a la cumbre (1902-1906)
3.3.1 La sucesión de Carrière y muerte de Duvau (1902-1903)
3.3.2 La sucesión de Bréal (1905-1906)
3.3.3. Un manifiesto y un programa: la primera conferencia en el Co-
llège de France (1906)
3.4 Conclusiones

172
173
En el presente capítulo haremos un recorrido a través de las etapas inicia-
les de la trayectoria académica de Antoine Meillet, comenzando por su llegada
—en calidad de alumno— a la École Pratique des Hautes Études (1885) y
concluyendo con su elevación a la cátedra de gramática comparada del Co-
llège de France (1906), en donde tomó el relevo de su maestro Michel Bréal.
Como ya advertimos en la introducción, nuestro propósito es exhumar las
ideas generales que se hallan sepultadas en sus primeras producciones cientí-
ficas, y poner de relieve lo que en ellas hay de anticipación de sus tesis poste-
riores.
Antes de comenzar nuestro seguimiento de Meillet, dedicaremos unas
cuantas páginas a describir, sin pretensiones de exhaustividad, el escenario por
el que discurrieron sus pasos: un entramado institucional que él no había fun-
dado, sino que halló ya construido, y del que recibió su formación, primero,
y sus oportunidades de colocación, después. De nuestro autor, cuando ya es-
taba en el umbral de la vejez, se dijo que era «der einzige heutige Linguist […]
der zum ‘Ohr Europas’ über linguistische Dinge reden darf» (Spitzer, 1930,
p. 336), esto es, el único lingüista que podía hablar al oído de Europa sobre
cuestiones lingüísticas. Estaba entonces en la cima de la lingüística europea,
adonde no habría llegado de no haber contado con dotes intelectuales poco
comunes, pero tampoco, probablemente, si no hubiese podido acceder a la
École Pratique des Hautes Études y hubiese debido conformarse con la hu-
milde Facultad de Letras de Clermont-Ferrand. En la École, Meillet encontró
un plantel de profesores al corriente de las últimas conquistas de la ciencia,
que podían abordar las materias lingüísticas con una profundidad imposible
en las universidades de provincias (e incluso en la de París). Encontró compa-
ñeros con aspiraciones similares, con quienes podía compartir preguntas y,
por supuesto, respuestas. Encontró, en fin, un puesto de trabajo que le per-

174
mitió ganarse la vida y le dejó tiempo suficiente para consagrarse a sus investi-
gaciones.
Por todo ello, hemos creído conveniente remansar la exposición para po-
der referir, en forma sumaria, el origen de dos instituciones que sería cauce de
la carrera científica de nuestro autor: la cátedra de gramática comparada del
Collège de France (creada en 1864) y la sección de ciencias históricas y filoló-
gicas de la École Pratique des Hautes Études (fundada en 1868). Nada o ape-
nas nada diremos, en cambio, sobre otros componentes del paisaje institucio-
nal, como pueden ser las facultades provinciales de Letras, las sociétés savantes
(Société Asiatique, Société de Linguistique de Paris, Société d’Anthropologie
de Paris) con sus respectivas reuniones y publicaciones periódicas, los congre-
sos internacionales, la Revue Critique d’Histoire et de Littérature, infatigable
en el ejercicio de su función arbitral (a través de un constante esfuerzo reseñís-
tico), etc. Por un lado, adentrarse en esos campos redundaría en grave perjui-
cio de la cohesión de este trabajo; por otro, si lo hiciésemos, poco podríamos
decir que no haya dicho ya Gabriel Bergounioux en su larga serie de publica-
ciones (1984; 1990; 1991; 1992; 1996a; 1996b; 1997; 1998; 2001; 2005) sobre
la historia social de la lingüística en la Francia del s. XIX y la primera mitad
del XX.
Una vez concluida la reconstrucción del paisaje institucional, empezare-
mos a caminar tras los pasos de Meillet, tratando de seguir sus movimientos
en los dos planos de su carrera: el de la docencia y el de la investigación. De la
faceta docente de Meillet no nos interesa tanto el trabajo que realizó dentro
del aula, hoy inaccesible 123, cuanto su pugna por entrar en ella como profesor;

123
Salvo, claro está, en la medida en que los testimonios de sus antiguos alumnos nos
permiten asomarnos a aquellas lecciones, impartidas hace ya más de cien años. No hay nin-
guno que no alabe sin medida la entrega, la cortesía, la generosidad y la solvencia intelectual
del Meillet profesor. Como no podemos reproducirlos todos, bastarán estos tres: Paul Bo-
yer evoca su «passion d’apostolat», su «ardeur de dévouement» (1936, p. 196); Lucien

175
dicho de otro modo: sus afanes por una posición académica que le permitiese
vivir con el desahogo indispensable para dedicarse al estudio (su más auténtica
y honda vocación). No está fuera de lugar, a nuestro ver, la palabra pugna. A
pesar de sus altas prendas intelectuales, Meillet hubo de luchar con denuedo
durante los años iniciales de su carrera. Jamás pudo dar el éxito por descon-
tado, y momentos hubo en los que se creyó abocado a enseñar en un liceo, un
destino que, como veremos, no resultaba satisfactorio. En cuanto a la ver-
tiente investigadora de Meillet, ya hemos señalado en varias ocasiones —co-
menzando por la introducción— que sus varios aspectos no nos interesan por
igual. Del Meillet comparatista, de todos bien conocido, no hemos querido
ocuparnos. Nos interesa el Meillet que aspiraba a ensanchar el radio de acción
de la lingüística, a infundirle nuevas ambiciones, a convertirla en ciencia no

Tesnière lo califica de «pédagogue de premier ordre» (1936, p. 40); Giuliano Bonfante, en


fin, nos dice que «sabía hacer lo que pocos hombres y pocos profesores: escuchar» (1936,
p. 380). Ahora bien, cuando llega la hora de valorar sus dotes interpretativas (todo docente,
cuando sube a la tarima, tiene algo de actor sobre las tablas), se advierten diferencias de
enfoque. Jan Fřcek, p. ej., nos dice que Meillet se expresaba «dans une langue qui n’était
qu’à lui, d’un vocabulaire tout particulier et dont la forme nette et cristalline le rangeait
parmi les maîtres de la pensée et du langage français» (1936, p. 244), y Alf Sommerfelt, aún
más elogioso, nos asegura que una lección de Meillet era «a work of art, always well
rounded off and complete» (1962, p. 246). Otros testimonios, en cambio, aluden a la de-
bilidad de su voz y apuntan —con la intención de elogiarlo, eso sí— que su exposición era
de tono casi conversacional, sin atavíos oratorios (Marouzeau, 1936, p. 260; Mazon, 1936,
p. 206; Chantraine, 1971, p. 40). Tesnière es aún más franco: «[I]l n’était pas éloquent.
Mais il parlait mieux que s’il l’eût été. Ou plus exactement, il ne parlait pas, il pensait tout
haut» (1936, p. 40). Se objetará que no hay contradicción entre los juicios de Fřcek y Som-
merfelt y los de sus condiscípulos: una exposición oral desprovista de adornos y de alardes
de erudición puede ser una obra maestra. Así es, sí, pero nos parece innegable que, en la
mente del lector, las expresiones de los dos primeros y las de los restantes exalumnos evocan
imágenes muy diferentes.

176
solo de las lenguas, plural, sino también del lenguaje, singular 124. En el trans-
curso de este viaje como acompañantes de Meillet, procuraremos no encerrar-
nos en el terreno de las declaraciones de principios e intenciones, sino aden-
trarnos en la discusión de sus ideas sustantivas. Meillet traza los límites de una
ciencia nueva —acaso no tan nueva— que ansía ver constituida. A medida
que los traza, va señalando los temas y problemas que quedan dentro de su
dominio, y bosqueja tesis y soluciones. Como vamos tras sus pasos, estamos
abocados a esa misma promiscuidad: nos interesa, por supuesto, la planta del
edificio, pero también el mobiliario de cada una de sus estancias. Por otra
parte, aunque nuestro viaje se interrumpe en febrero de 1906, no perderemos
ocasión de señalar las líneas de continuidad —no son pocas— que se prolon-
gan más allá de ese momento. Meillet fue, entre otras cosas, un hombre
pronto en formar sus ideas y tardo en abandonarlas (cuando las abandonó,
cosa que no ocurrió a menudo).

3. 1 EL ESCENARIO INSTITUCIONAL: ORÍGENES Y DESARROLLO

En el año 1915, cuando Francia estaba envuelta en la más peligrosa de las


guerras que había vivido (la propia supervivencia del país parecía en juego), el
Ministerio de Instrucción Pública hacía publicar La science française, obra en
dos volúmenes que servía de acompañamiento y comentario a la muestra de
publicaciones exhibidas en la Exposición Universal de San Francisco (EE.
UU.). Consistía en una colección de breves ensayos donde, con ánimo en gran

124
Fórmula que tomamos prestada del discurso de Otto Jespersen en la sesión inau-
gural del Quatrième Congrès International de Linguistes, que se celebró el día 27 de agosto
de 1936 en Copenhague (faltaba menos de un mes para la muerte de nuestro autor). «[A]s
the science of language in the singular and of languages in the plural, [linguistics] should as
far as possible assist humanity to break through the barriers which diversities of human
speech have raised between the nations of the earth» (1938, p. 30).

177
medida propagandístico125, se trazaba la historia de las contribuciones de los
franceses a los diferentes ramas del saber. Correspondió a Antoine Meillet la
tarea de escribir unas páginas —solo seis— sobre el desarrollo de los estudios
lingüísticos en Francia. Con toda franqueza, nuestro autor comenzaba seña-
lando que, en las primeras décadas del siglo anterior, el país no había mar-
chado al compás de los progresos de la disciplina:

Les recherches sur les langues ont beaucoup intéressé les Français au
XVIIIe siècle; mais le point de vue auquel ils se plaçaient était surtout lo-
gique; la grammaire générale qu’ils visaient à fonder était une doctrine
universelle, susceptible de s’appliquer à toutes les langues et à tous les
temps; elle reposait sur des conceptions à priori. Cela ne conduisait guère
à étudier et à décrire les parlers infiniment variés que l’on peut observer;
moins encore à suivre dans leur développement les langues qui se sont
transformées à des époques historiques. Les savants qui, encore au début
du XIXe siècle, se sont inspirés de ces idées ont pu décrire admirablement
une grande langue littéraire comme l’a fait Sylvestre de Sacy dans sa célèbre
Grammaire arabe. Mais ces préoccupations philosophiques ne prépa-
raient pas à une étude historique du langage.
Durant la première moitié du XIXe siècle, les Français, ainsi orientés
vers la grammaire générale et vers l’examen des seules langues littéraires,

125
Para advertir ese propósito, basta con una lectura apresurada del prólogo, obra de
Lucien Poincaré, físico notable, Director General de Enseñanza Superior (Havelange et al.,
1986, p. 556) y hermano de Raymond Poincaré, Presidente de la República. El texto era
un apasionado encomio de la tradición científica francesa y de las cualidades que, al decir
de Poincaré, la habían adornado siempre: «Partout où [la Science française] porta son ac-
tivité, elle sut mettre l’ordre, la netteté, la précision, qui sont dans son génie. La Science
française se pourrait comparer à ces monuments grecs, dont les lignes hardies et sûres exci-
tent l’admiration par leur fermeté gracieuse et leur pureté élégante; rien d'inutile, rien de
disproportionné, tout est simple, tout est intelligible, et les éléments donnent, par leur har-
monieux assemblage, l’impression d’une chose solide et voisine de la perfection» (Poincaré,
1915, p. 10).

178
n’ont pris à peu près aucune part à l’étude de l’histoire des langues que
poursuivaient des Allemands comme Bopp, Pott, Grimm, et plus tard
Schleicher, et un Danois comme Rask.
Ce n’est guère qu’après 1860 que les études de linguistique ont com-
mencé de prendre en France une direction historique (Meillet,1915, p.
117).

Obviamente, la causa de aquel retraso no radicaba en la escasez de mentes


despiertas, inquisitivas y perspicaces. Otras eran las raíces del problema. Entre
ellas se hallaban, por una parte, ciertos modos de sentir y pensar característicos
de la buena sociedad francesa, como el «pédantisme de la frivolité» (miedo al
ridículo, culto a la agudeza, menosprecio de la precisión...), enérgicamente de-
nunciada por Madame de Staël (1814, p. 24) y Ernest Renan (1859, p. 316;
1890, p. 118); por otra parte, la desdichada organización de las facultades de
Letras, encerradas en los estrechos moldes del Decreto del 17 de marzo de
1808 (Karady, 1986, p. 263 y ss.) 126. A mediados del s. XIX, aún no se habían
liberado de aquella camisa de fuerza. Nacidas con el siglo, vivían al margen de

126
En el portal web del Ministerio de Educación Nacional se puede leer una copia
digital del texto de la disposición: https://bit.ly/2SqC2mm. Basta con una ojeada para per-
catarse de que la llamada Universidad Imperial difería no poco de las instituciones que hoy
llamamos universidades. Encabezada por un Gran Maestre designado por el Emperador
(art. 50), la Universidad Imperial era un órgano de dimensiones colosales, que tenía a su
cargo la enseñanza en todos sus grados y en todo el Imperio. El territorio francés quedaba
dividido en distritos escolares (en francés, académies), a razón de uno por cada localidad
dotada de Tribunal de Apelación (art. 4). Había en los distritos, obviamente, instituciones
educativas de diversa naturaleza, pero todas ellas formaban parte de la Universidad: desde
las escuelas primarias, «où l’on apprend à lire, a écrire, et les premières notions du calcul»,
hasta las facultades, destinadas a «[cultiver] les sciences approfondies» y «[assurer] la col-
lation des grades» (art. 5). En lo tocante a la enseñanza superior, el decreto disponía (art. 6)
la creación de «cinq ordres de facultés»: Teología, Derecho, Medicina, Ciencias Matemá-
ticas y Físicas, Letras. A las tres facultades mayores de las universidades del Antiguo Régi-
men se les añadían las de Ciencias y Letras, fruto del desdoblamiento de las antiguas facul-
tades de Artes.

179
él: no se daban por enteradas de ninguno de los triunfos que las ciencias his-
tóricas y filológicas habían alcanzado a partir de 1800. Ernest Renan las
juzgaba con extrema severidad: «L’enseignement de nos facultés des lettres
est moins celui de la science moderne que celui des rhéteurs du IVe ou du Ve
siècle» (1864, p. 87). Más tarde, como si temiese que su postura no estuviese
suficientemente clara, añadía: «[S]i les grammairiens contemporains d’Au-
sone entraient dans les salles de notre haute enseignement, ils croiraient entrer
dans leur école» (1864, p. 100). Aquellas espectrales facultades solo podían
ofrecer una enseñanza propia de los tiempos —ya pasados— en los que saber
escribir y declamar en latín eran condiciones suficientes para pasar por culto
y «avoir […] l’accès dans le beau monde et aux belles places» (Lanson, 1902,
p. 103). Justificado quizá en 1599, cuando apareció la Ratio atque institutio
studiorum de la Compañía de Jesús, aquel modelo de instrucción había per-
dido su razón de ser. Obstinarse en mantenerlo sólo servía para hacer de Fran-
cia «une nation de parleurs et de rédacteurs, sans souci du fond des choses»
(Renan, 1864, p. 84). Facultades como aquellas no podían ser terreno apto
para el cultivo de la gramática comparada, disciplina joven y de escasa o nula
utilidad con vistas a los ejercicios de explication des auteurs y composition des
thèmes, pilares de la formación humanística tradicional (cfr., p. ej., Rollin,
1863, vol. I, pp. 188-199). No obstante, el cambio iba a llegar a la enseñanza
superior, como llegaría a otros sectores de la vida del país.
La quinta década del s. XIX fue para Francia un período de hondas trans-
formaciones. El país no sufría ya convulsiones parejas a las del período revo-
lucionario e imperial (1789-1815), pero su rostro estaba cambiando. La Se-
gunda República, nacida en las barricadas de febrero de 1848, tuvo una vida
breve y tormentosa. Entre diciembre de 1851 y enero de 1852, merced a un
autogolpe y a un plebiscito convenientemente organizado, dio paso al Se-
gundo Imperio. Luis Napoleón Bonaparte, sobrino del Gran Corso, dejó de
ser Presidente y se hizo Emperador. Napoleón III —este fue el nombre que
adoptó— se presentaba como paladín de la modernización de Francia, como

180
el hombre providencial que garantizaba la armonía entre orden y progreso,
entre autoridad y libertad, entre igualdad y jerarquía. Mientras que él tuviese
la mano en el timón, la nave del Estado navegaría por aguas tranquilas, sin que
la hiciesen zozobrar las «idées démagogiques» ni las «hallucinations monar-
chiques» 127 . Aunque estos mensajes propagandísticos no se pueden tomar
como descripciones objetivas, voces respetables atribuyen a Bonaparte el mé-
rito de ser «el primer soberano en Francia [...] que […] consideró prioritario
el desarrollo económico del país» (Ferro, 2001, p. 235). Superada la fiebre re-
presiva de los primeros meses, el régimen se dispuso a cumplir sus promesas
de progreso, aunque sin comprometer seriamente los intereses de las élites.
Para consolidar su trono, el Emperador debía conservar el apoyo de la nobleza
terrateniente y la alta burguesía, circunstancia que hacía inviable un rápido
incremento de la presión fiscal (y, por consiguiente, una rápida subida del
gasto público). Su gobierno tuvo, pues, que mantener un difícil equilibrio
entre el deber de evitar iniciativas dispendiosas y el ansia de innovar, de rom-
per con la atonía de las décadas anteriores. Solo al cabo de unos años, cuando
el régimen parecía ya bien asentado, gozó el Emperador de mayor libertad de
movimientos128.
En el campo de la enseñanza superior, que es el que nos concierne e in-
teresa, la gran transformación se inició en junio de 1863, con un relevo en la

127
Expresiones que Luis Napoleón utilizó en un discurso pronunciado el 25 de no-
viembre de 1851, cuando aún era solo Presidente, durante un homenaje a los industriales y
comerciantes franceses galardonados en la Exposición Universal de Londres. «Comme elle
pourrait être grande la République française —así comenzaba—, s’il lui était permis de va-
quer à ses véritables affaires, et de réformer ses institutions au lieu d’être sans cesse troublée
d’un côté par les idées démagogiques, et de l’autre par les hallucinations monarchiques»
(apud Delord, 1869, p. 253)
128
Hemos de advertir que no toda la historiografía aprueba esta interpretación del
giro aperturista, liberalizador, que se produce en la década de los sesenta. Algunos autores
(cfr., p. ej., Plessis, 1979, pp. 202-210), lejos de considerarlo una prueba de fortaleza, lo ven

181
cúpula del Ministerio de Instrucción Pública. Por voluntad del Emperador,
el magistrado Gustave Rouland —que llevaba ocho años en el cargo— fue
sustituido por el historiador Victor Duruy, que había logrado notoriedad con
obras como la Histoire des Romains et des peuples soumis à leur domination
(1843-1843) y la Histoire grecque (1851). En aquel mismo año, Bonaparte
prescindió de los servicios del fiel Jean-Gilbert Persigny, ministro de la Gober-
nación y diligente organizador de las elecciones, que llenaban siempre el par-
lamento de diputados adictos al gobierno. Las dos decisiones estaban íntima-
mente vinculadas entre sí: respondían al propósito de ensanchar la base del
régimen. Napoleón III no quería que su trono dependiese en exceso del clero
y de la nobleza, cuyo apoyo distaba mucho de ser incondicional. Ansiaba se-
ducir a la pequeña burguesía liberal e incluso a los sectores más acomodados
de las clases laboriosas, y no temía incomodar levemente a los grupos sociales
que hasta entonces habían sido los pilares más sólidos del Imperio. Los dos
relevos ministeriales mencionados eran señales de que el curso del régimen es-
taba cambiando.
El ministro Duruy, que no era hombre de convicciones democráticas,
sino liberal templado, no se sentía próximo a la oposición republicana. Ahora
bien, aunque enemigo de los cambios radicales, comprendía que el inmovi-
lismo sólo sirve para precipitarlos y hacerlos más violentos. En los primeros
años del Segundo Imperio, sus convicciones, con ser tan moderadas, lo ubi-
caron en las filas de los desafectos. Sus obras habían alcanzado el favor del pú-
blico, pero no el del Ministerio, que había rehusado autorizar el uso de algu-
nas como libros de texto. Además, Duruy se había visto imposibilitado de as-
cender en la jerarquía docente: aunque cumplía con todos los requisitos, no
consiguió incorporarse al cuerpo de profesores de la prestigiosa École Nor-

como un indicio de debilidad. El régimen no se abría por propia iniciativa, de acuerdo con
sus propios designios, sino para responder al fortalecimiento de la oposición: haciendo con-
cesiones, esperaba dividirla (captando a sus elementos más moderados) y, en último tér-
mino, desactivarla.

182
male Supérieure 129. En suma, la administración había sido —él mismo lo diría
en sus memorias (1901, tomo I, p. 73)— una madre muy severa para con él.
Desde luego, Napoleón III no ignoraba los antecedentes del nuevo ministro.
Sabía cuán poco fluidas habían sido sus relaciones con los anteriores titulares
del cargo. Eso era, precisamente, lo que convertía su designación en un acto
cargado de significación reformista: la llegada de Duruy al ministerio fue
«l’annonce d’une ère nouvelle dans les relations entre l’Université et le pou-
voir» (Karady, 1986, p. 289). Una nueva era en la que, por fin, la gramática
comparada comenzaría a conquistar una posición sólida en la enseñanza su-
perior.

3.1.1 La cátedra de gramática comparada del Colegio de Francia (1864)

Al poco de acomodarse Duruy en el Ministerio, un luctuoso suceso le


brindó la oportunidad de actuar como protector de los estudios lingüísticos

129
Los orígenes de la E. N. S. se encontraban en el decreto del 17 de marzo de 1808,
que disponía (arts. 110-111) que, cada año, los mejores alumnos de los liceos —escogidos a
través de exámenes y concursos— se reunirían en un «pensionnat normal» radicado en
París, donde se les formaría en «l’art d’enseigner les arts et les sciences». Los jóvenes pen-
sionados seguirían cursos en los grandes establecimientos educativos de la capital: «le col-
lège de France, […] l’école polytechnique, ou [le] muséum d’histoire naturelle, suivant
qu’ils se destineront à enseigner les lettres ou les divers genres des sciences» (art. 113). Con-
tarían, además, con el socorro de «répétiteurs» seleccionados entre los alumnos veteranos
más aventajados, «soit pour revoir les objets qui leur seront enseignés dans les écoles spé-
ciales […], soit pour s’exercer aux expériences de physique et de chimie, et pour se former à
l’art de enseigner» (art. 114). Nadie ignoraba que la E. N. S., por lo escogido de sus alumnos
y profesores, rayaba a una altura que ni siquiera las facultades de la capital podían alcanzar
(por no hablar de las de provincias). De ahí que los egresados, en general, se mostrasen muy
orgullosos de haber pasado tres años en aquella suerte de seminario de docentes, consagra-
dos al estudio y la libre discusión. «Nous avions conscience de notre valeur, et nous nous
regardions modestement comme l’élite de la jeunesse française», recordaba el filósofo y es-
tadista Jules Simon, alumno de la promoción 1833-1836 (apud Peyrefitte, 1987, p. 231)

183
en Francia. Nos referimos al fallecimiento de Charles-Benoît Hase, titular de
la única cátedra de gramática comparada que existía en el país: la que doce
años antes se había establecido en la Facultad de Letras de París, por iniciativa
del ministro Hippolyte Fortoul 130 . Vacante la plaza, Duruy debía pronun-
ciarse sobre su porvenir. Cabía buscar un nuevo titular, pero también amor-
tizarla, ya que, al ser una cátedra extraordinaria, se podía eliminar por de-
creto. Pocos la habrían echado en falta. De la gramática comparada se pensaba
que era simple cúmulo de curiosidades, de noticias acaso amenas, pero sin
duda inútiles. Además, en caso de que se prefiriese conservar el puesto, sería
difícil hallar un profesor competente, salvo que se recurriese al expediente de
importar, una vez más, a un filólogo extranjero. Salta a la vista, pues, que el
bon sens aconsejaba la amortización, pero Duruy era un hombre de ciencia:
sabía que «tout es fécond excepté le bon sens» (Renan, 1890, p. 425). Gracias
a su amplitud de miras, gracias a que no asintió a las que para muchos eran
verdades evidentes, la gramática comparada eludió en Francia un retroceso
que habría sido fatal. Una sola cátedra es poco, pero poco es mejor que nada.
Esta crítica del bon sens nace de la convicción de que, en un ministro de
Instrucción Pública, la fe ciega en el bon sens es peligrosa. Con un criterio tan
estrecho, tan mezquino, no se pueden hacer prosperar la enseñanza superior
ni la investigación científica. Para el hombre de bon sens, solo los descubri-
mientos con una aplicación práctica inmediata tienen verdadero valor. La
ciencia se le presenta como una empresa que ha de estar siempre al servicio del

130
Natural de Turingia, hijo de un pastor protestante, Hase se había trasladado a París
en 1801, dando así comienzo a una carrera que se ha calificado de «tout a fait étonnante»
(Hültenschmidt, 2001, p. 59). Supo granjearse la amistad del ilustre helenista Jean-Baptiste
d’Ansse de Villoison, cuyo puesto en la École des Langues Orientales heredó en 1815.
Cinco años más tarde, adoptó la nacionalidad francesa. Se le abrieron entonces las puertas
de un sinfín de cargos administrativos y docentes (para una relación completa, cfr. Hül-
tenschmidt, 2001, p. 59, n. 25). El nombramiento como catedrático de gramática compa-
rada sólo fue para él un galón más en la bocamanga, si así se puede decir.

184
poder político o económico: los sabios absortos en especulaciones de gabinete
no merecen apoyo del Estado, porque su trabajo no contribuye al bienestar
general. Esos ermitaños de la ciencia prefieren saciar sus vanas ansias de cono-
cer antes que responder a las demandas de sus conciudadanos. Justo es que
estos, en consecuencia, guarden sus aplausos —y su dinero— para quien sí les
presta atención. Hasta aquí la doctrina del bon sens. A menudo son los esta-
distas e industriales quienes van a rastras, quienes les encuentran utilidades a
las verdades que un científico buscó de forma desinteresada. De ahí que los
gobiernos deban prestar ayuda a todo buscador de conocimiento. Lo que hoy
se cree inútil, mañana puede resultar rico en aplicaciones:

Si le progrès des sciences est la gloire et la richesse d’un pays, […] on


ne saurait trop répéter que ce progrès dépend des perfectionnements de la
théorie que le savant trouve, comme Papin et Ampère, au fond de son la-
boratoire ou dans les inspirations de son génie.
Il n’existe pas de sciences appliquées; il n’y a que d’innombrables ap-
plications de la science. D’où cette conséquence que, pour multiplier en-
core ces applications heureuses, pour rendre l’industrie plus prospère,
l’agriculture plus féconde , le commerce plus actif et l’homme plus grand,
une des conditions nécessaires est de fournir à la science les ressources né-
cessaires pour développer la théorie, sans gêner en rien la liberté de ses re-
cherches, l’État n’ayant, en fait de science pure, ni opinion ni doctrine
(Duruy, 1868, pp. III-IV).

Más arriba dijimos que, al morir Hase, el ministro Duruy decidió man-
tener la cátedra de gramática comparada. Olvidamos señalar que juzgó conve-
niente transferirla de la Facultad de Letras al Collège de France. Hoy en día
no se puede saber con certeza cuáles fueron los motivos de tal resolución.
Cabe, eso sí, hacer conjeturas verosímiles. Nosotros sospechamos que Duruy
buscaba un marco más adecuado para la cátedra, y que creyó encontrarlo en

185
el Collège, una venerable institución que el rey Francisco I había fundado en
1530 131. A la altura de 1864, la oferta de enseñanzas filológicas y lingüísticas
de la Facultad de Letras de París era mucho más pobre que la del Collège. De
todas las lenguas con las que los indoeuropeístas operaban, sólo cobijaba dos:
el griego y el latín. En el Collège podían estudiarse, además de las dos lenguas
clásicas, el persa y sánscrito; también lecciones de árabe, hebreo, arameo,
turco, chino... idiomas todavía poco explorados con las herramientas de la
nueva lingüística, pero que antes o después darían qué hacer a los comparatis-
tas. Era una ventaja adicional el hecho de que los cursos fuesen de acceso libre,
gratuitos y sin efectos académicos. Cierto es que con ello se les abrían las puer-
tas a los simples curiosos, pero, a cambio, se excluía a quienes estudiaban con
el único propósito de conseguir un título. De esta manera, se le garantizaba al
profesor un público de verdaderos amantes de la ciencia. Por todo ello, el Co-
llège era un entorno relativamente propicio para la enseñanza de la gramática
comparada.
Habiéndose ya resuelto que la cátedra se conservaría y que se trasladaría
al Collège, urgía encontrar un ocupante. De acuerdo con el reglamento en
vigor (cfr. Barrau, 1853, pp. 434-439), la provisión de las plazas era responsa-
bilidad del claustro, que debía elegir «par la voie du scrutin» (art. 24) a uno
de entre los aspirantes que concurriesen. En aquella ocasión, la tarea era difí-
cil. Pocos franceses estaban preparados para cubrir el puesto que la muerte de
Hase había dejado libre, y, de entre los que sí lo estaban, casi todos se hallaban
excluidos de facto. Así, p. ej., no se podía acudir al helenista Émile Egger, autor
de un exitoso manual elemental de gramática comparada (Egger, 1852 ). Có-
modamente instalado en la École Normale Supérieure, Egger no tenía ningún

131
Este no es momento ni lugar para entrar en detalles acerca de la génesis del Collège
Royal, como entonces se llamaba. Baste con decir que la institución nació para cobijar los
nuevos saberes humanísticos que no encontraban acomodo en la Sorbonne, dominada, en
gran medida, por teólogos retardatarios (para más información, cfr., p. ej., Compagnon et
al., 2015, pp. 16-26).

186
deseo de cambiar de plaza. En cuanto a Ernest Renan, que había querido ser
el Franz Bopp de los estudios semíticos (Renan, 1863, p. IX), su nombre no se
podía pronunciar siquiera. A aquel hombre lo acompañaba el escándalo por
dondequiera que iba. Dos años antes, en la primera lección de su curso de
hebreo en el Collège de France, había osado referirse a Jesús como «homme
incomparable» (Plessis, 1979, p. 203; las cursivas son nuestras). Se produjo
tal alboroto que hubo que suspender el curso. El año siguiente, con la publi-
cación de la Vie de Jésus (1863), Renan colmó el vaso de la paciencia clerical 132.
Para apaciguar al episcopado, fue privado de su cátedra al término del se-
gundo semestre del curso 1863-1864 (Duruy, 1901, tomo I, p. 379). Con este
historial, no se le podía confiar el puesto de Hase en el primer semestre del
curso 1864-1865. Esa medida habría enfurecido al clero y debilitado al régi-
men frente a sus enemigos interiores, que la habrían interpretado como una
vergonzosa retractación.
Similares a las que concurrían en el caso de Renan eran las circunstancias
que obligaban a descartar al belga Honoré-Joseph Chavée, un esprit curieux
—así lo caracteriza Meillet (1932, p. 216) — que llevaba casi veinte años afin-
cado en París desde 1845 (Leroy, 1985, col. 199). Al igual que Renan, Chavée
era un apóstata: ordenado sacerdote en su juventud, Chavée había cambiado
la sotana por el mandil masónico, y la fe católica por el positivismo (Leroy,
1985, cols. 199-200). Se asemejaba también a Renan en la franqueza con que

132 En una carta al Emperador (Duruy, 1901, tomo I, pp. 375-377), el arzobispo de

París, Monseñor Darboy, se dolía de que aquel «insulteur de la foi» hubiese abusado «de
la liberté d’écrire» con «une impiété si scandaleuse» (apud Duruy, 1901, tomo I, p. 375).
El arzobispo denunciaba que la Vie de Jésus se había compuesto «à l’aide de procédés […]
qui ne peuvent qu’étonner […] quiconque aime la vérité et la loyauté» (apud Duruy, 1901,
I, 376), y, en fin, cuestionaba la aptitud de Renan para el puesto: «[sa] science, même en
ce qui regarde son propre cours, reste très problématique» (apud Duruy, 1901, ibid.). Es
de notar que Monseñor Darboy era uno de los miembros más abiertos de la jerarquía ecle-
siástica y un buen amigo del ministro de Instrucción Pública (Duruy, 1901, tomo I, pp.
368-369).

187
proclamaba su heterodoxia. Lejos de callarse para no enfurecer al clero, hacía
públicas manifestaciones de anticatolicismo, y esgrimía su formación lingüís-
tica como un arma para destruir las bases de la doctrina. Según Chavée, la mo-
derna lingüística, o «science comparative et raisonnée des langues» (1862, p.
9), había demostrado que las familias semítica e indoeuropea no pueden bro-
tar de la misma fuente: nada en común tienen sus respectivas «étoffes lexi-
ques», y sus «procédés [grammaticaux]» son «diamétralement opposés»
(1862, p. 59). Quedaba claro para él, por tanto, que los dos troncos lingüísti-
cos son fruto de sendas creaciones independientes, de donde infería que no
hay identidad de origen entre los pueblos de lengua semítica y los de lengua
indoeuropea: «les Ariens et les Sémites sont deux variétés primitives de notre
espèce» (1862, p. 60). Ahora bien, si la humanidad aparece desde el principio
en dos variedades diferentes —razona Chavée—, es imposible que todos los
hombres desciendan de una sola pareja, de manera que la doctrina del pecado
original se viene abajo: la culpa de Adán no ha contaminado a todos los hom-
bres, ya que no todos lo tienen por ancestro. Con la del pecado original se
hunde la doctrina de la redención. Cristo no puede ser Agnus Dei, qui tollit
peccata mundi, porque no todo el mundo está manchado por el pecado: no
hay ninguna culpa universal que se deba expiar. Al lanzar haber lanzado este
ataque contra «la théologie dogmatique» (ibid.) —que hoy nos parece, por
lo demás, bastante ingenuo—, Chavée se había convertido en un indeseable.
Nunca podría conseguir plaza en los establecimientos públicos de enseñanza
superior: facultades de Letras, École Normale Supérieure, Collège de
France... 133
Una vez vetados Renan y Chavée, y autoexcluido Egger, que no deseaba
abandonar la École Normale, el círculo de posibles sucesores de Hase se estre-

133
Para más información acerca de Honoré Chavée y de sus seguidores, reunidos en
torno a la Revue de Linguistique et de Philologie Comparée (fundada en 1867), se puede
acudir al trabajo —verdaderamente monumental— de Piet Desmet (1996).

188
chaba peligrosamente. Cabía acaso acudir a Adolphe Regnier, que gozaba de
justa fama como helenista y orientalista, y era, además, un hombre de orden.
Regnier podía contar con el apoyo de los profesores del Collège, pero, por
desgracia, sus escrúpulos le impedían aceptar la oferta. Hacía algunos años
que se había alejado de la lingüística para dedicarse al estudio de la literatura
francesa, así que no tenía la plena seguridad de estar capacitado para ocupar
la plaza. Ahora bien, Regnier no dejó desasistido al ministro: quiso ayudarle
presentándole «un candidat plus jeune et qui pouvait se donner tout entier
et sans réserve à l’organisation de l’enseignement nouveau» (Darmesteter,
1885, p. 380). Aquel candidato más joven y capaz de entregarse sin reservas era
un egresado de la École Normale que trabajaba, desde hacía cuatro años, en el
departamento de manuscritos de la Biblioteca Imperial (Maspero, 1916, pp.
549-550). Se llamaba Michel-Jules-Alfred Bréal. Su edad era de treinta y dos
años. Ciertamente, ya había dejado de ser un muchacho, pero lo era en com-
paración con Regnier, que tenía sesenta.
Michel Bréal había nacido en 1832, en el seno de una familia judía de la
ciudad de Landau (Renania-Palatinado), en aquel entonces parte de los do-
minios de Luis I de Baviera 134. Por su doble condición de judío y de bávaro
(legalmente lo era, pero no culturalmente), había estado a punto de verse ex-
cluido de la École Normale Supérieure (Perrot, 1895, p. XXV). Al final, los
buenos oficios del ministro de Estado, Achille Fould —que era de estirpe ju-
día—, lograron vencer los obstáculos que oponía el reaccionario Hippolyte
Fortoul (Reinach, 1916, p. 139). Bréal se creyó afortunado: iba a gozar de una
magnífica oportunidad para cultivar su afición al estudio de las letras griegas

134
En 1832, cuando Bréal nació, Landau llevaba dieciséis años bajo dominio bávaro,
al que había pasado de resultas de la derrota francesa en Waterloo. De acuerdo con las cláu-
sulas del Tratado de París (20 de noviembre de 1815), Francia tuvo que entregarle Landau
a Francisco I de Austria, quien, al cabo de menos de un año, se la transfirió al reino de
Baviera (Aulard, 1921, pp. 19 ss.). Con aquella cesión, Luis XVIII había puesto fin, muy a
su pesar, a ciento setenta y un años de presencia francesa prácticamente ininterrumpida.

189
y latinas, de la cual había dado vivas muestras en sus años de colegial. La expe-
riencia, con todo, acabó por ser decepcionante: «Une certaine entente de l’art
d’écrire, c’est tout ce qu’on voulait nous laisser» 135. El Segundo Imperio, casi
recién nacido, atravesaba su fase más autoritaria. Las autoridades académicas,
con Fortoul a la cabeza, se empeñaron en impedir que la École Normale desa-
rrollase en sus alumnos una curiosidad malsana (que es madre de ideas peli-
grosas): «L’administration s’appliquait à faire de ces trois ans […] une mes-
quine et monotone prolongation des hautes classes du lycée» (Perrot, 1895,
p. XXV)».
Al término de sus tres años en la École Normale, Bréal buscó nuevos ho-
rizontes. En 1857 viajó a Berlín, en cuya universidad siguió las lecciones de
sánscrito de Albrecht Weber y, sobre todo, las de gramática comparada de
Franz Bopp. Este contacto directo con Bopp —un contacto breve: solo dos
años— fue clave para la obtención de la cátedra. Cuando se le nombró, tenía
solo cuatro publicaciones en su haber (Bréal 1862a; Bréal 1862b; Bréal 1863a;
Bréal 1863b), y bastaba hojearlas para advertir que la historia de las religiones
y los mitos le interesaba más que la gramática comparada. Para él, el estudio
comparativo de las lenguas no era un fin, sino un medio 136: lo que le atraía era
confrontar las fábulas protagonizadas por los dioses y héroes de los pueblos

135
Bréal escribió estas palabras en una carta (con fecha de 3 de abril de 1909) dirigida
a su amigo Salomon Reinach, que las reprodujo en el largo obituario que le dedicó
(Reinach, 1916, p. 139).
136
En Bopp se encuentra la actitud opuesta, que quizá se podría calificar de antifilo-
lógica —o de no filológica— y que reaparece, bajo diversas envolturas verbales, en varios
momentos de la historia de la lingüística de los ss. XIX-XX. «Les langues dont traite cet
ouvrage —escribe Bopp en el prólogo de su opus magnum— sont étudiées pour elles
mêmes, c’est-à-dire comme objet et non comme moyen de connaissance; on essaye d’en
donner la physique ou la physiologie, plutôt qu’on ne se propose d’en enseigner le manie-
ment pratique» (Bopp, 1866, p. 8). En pocas palabras: a Bopp no le interesan los textos (ni
como estructuras ni como testimonios y depósitos de una cultura); lo que le interesa de
veras son las lenguas, contempladas, en la medida de lo posible, como cuerpos organizados,
no como instrumentos al servicio de sus usuarios.

190
de estirpe indoeuropea, descubrir las conexiones que se esconden bajo la di-
versidad de nombres y de circunstancias, discernir los orígenes de cada le-
yenda. No obstante, como había bebido de las fuentes mismas de la nueva
ciencia, contaba con las calificaciones necesarias, y muy pronto se encargó de
demostrar que el ministro Duruy había acertado al promover su nombra-
miento. Además de impartir sus lecciones, Bréal abordó —y completó— la
colosal empresa de traducir al francés la Vergleichende Grammatik de Franz
Bopp (Bopp, 1866-1872). Antoine Meillet, que fue discípulo suyo, ve en esta
decisión un signo de la personalidad científica de Michel Bréal:

Si, pour introduire en France la grammaire comparée, Michel Bréal


a traduit un traité, c’est qu’il n’avait pas le goût d’en écrire un. Il n’aimait
pas la science arrêtée, et ce qui sans doute lui avait plu dans le grand livre
de Bopp, c’est que c’était un commencement. Dans le tome IV de sa tra-
duction, le dernier, qui a paru en 1872, plusieurs années après la mort de
Bopp, il dit du livre qu’il avait traduit: ‘Ce n’est pas purement un exposé
de la science, mais une suite presque continue de découvertes, le fruit de
recherches personnelles de l’auteur.’
Au moment où Bréal a traduit Bopp, il existait déjà en Allemagne
un livre dû à un savant d’une génération postérieure et qui a exercé sur le
développement de la grammaire comparée une action décisive: le Com-
pendium de Schleicher. Bréal ne l’ignorait pas; mais il l’a volontairement
laissé de côté parce que partant des découvertes de Bopp, de Pott, de
Grimm, et les tenant pour acquises, Schleicher avait bâti là-dessus un sys-
tème, et que, à l’aide de comparaisons faites entre les diverses langues indo-
européennes, il restituait par une hypothèse hardie et réalisait la langue
indo-européenne commune dont toutes les langues de la famille sont des
continuations diverses. Poussant l’audace jusqu’au bout, Schleicher com-
posait dans cette langue hypothétique toute une fable. Le bon sens de

191
Bréal le gardait de pareille témérité qui n’a pas été renouvelée (Meillet,
1930, pp. 217-218).

Unas cuantas líneas más adelante, nuestro autor concede que, al esquivar
el Compendium, Bréal tomaba una decisión arriesgada: «[I]l s’était séparé du
mouvement qui alors entraînait les chercheurs allemands, il risquait d’isoler
les élèves qu’il formait en France» (Meillet, 1930, p. 220). En Alemania, los
lingüistas nacidos a la ciencia en los años 1870-1880 iban a debutar some-
tiendo a una dura crítica varios aspectos del legado de Schleicher, no solo en
lo tocante a la concepción del lenguaje, las lenguas y la lingüística, sino tam-
bién —y sobre todo— en lo que se refería a la reconstrucción del fonetismo
del indoeuropeo común (Swiggers, 2017, p. 184; para una exposición exhaus-
tiva de las discrepancias, Pedersen, 1931, pp. 277-294). Desde luego, cabía leer
a los jóvenes sin una previa lectura del autor contra el que reaccionaban, del
mismo modo que, p. ej., podemos acercarnos al Diálogo de la lengua de Juan
de Valdés sin haber pasado por Nebrija. Ocurre que ese modo de abordar los
textos, al ignorar una porción de sus contextos, desemboca en una lectura más
superficial, más pobre. Al final, con todo, la amenaza —dice Meillet (ibid.)—
se vio conjurada gracias al liberalismo del viejo maestro. En efecto, Bréal no
quiso jamás rodearse de discípulos leales, sino de hombres de genio, capaces
de agradecer, con el tiempo, el favor que se les había hecho al no imponerles
una ortodoxia:

Chez les jeunes qui venaient le trouver, il ne cherchait que les pro-
messes de talent, pour mettre à leur service son influence qui, durant long-
temps, a été puissante. Il ne leur demandait pas de penser comme lui, de
suivre les voies où il s’engageait, pas même de tenir compte de ses idées
propres, souvent riches d’avenir. Il cherchait à faire avancer la science, non
à faire école. Dans un pays comme la France, où les jeunes ont un vif souci

192
d’indépendance, c’est le seul moyen d’avoir une action sur les hommes qui
sont à encourager (Meillet, 1930, p. 220).

3.1.2 La fundación de la École Pratique des Hautes Études (1868)

El 1 de diciembre de 1921, alumnos y profesores de la cuarta sección de


la École Pratique des Hautes Études, dedicada al cultivo de las sciences histori-
ques et philologiques, se reunían para celebrar el quincuagésimo aniversario de
la institución (Anónimo, 1922, pp. 1-2). Los acompañaban no pocos exa-
lumnos, así como un sinnúmero de autoridades políticas y académicas: el Pre-
sidente de la República, el Ministro de Instrucción Pública, el Alcalde de Pa-
rís, los decanos de las facultades de la capital... Además, varias instituciones
educativas francesas y extranjeras enviaron telegramas para hacer explícita su
adhesión. La ceremonia fue, en suma, brillante y conmovedora. No en vano
la École era la institución que más había sacado a Francia del letargo intelec-
tual en el que se encontraba a mediados del siglo anterior.
Huelga decir que en aquella jornada se pronunciaron varios discursos de
carácter panegírico. En primer lugar, el de Louis Havet, director de la cuarta
sección (1922, pp. 3-12). Convencido de que la fundación de la École había
abierto una nueva era en la historia de la enseñanza superior en Francia, Havet
tuvo palabras de recuerdo y gratitud para el hombre que la había promovido:
Victor Duruy, «le grand ministre qui, de 1863 à 1869, a tant fait pour toutes
les formes de l’enseignement» (Havet, 1922, p. 6). Cuando se leen las alocu-
ciones de Havet y de sus compañeros, henchidas de justificado orgullo, se
hace difícil creer que la École, en sus primeros tiempos, fuese una empresa
modesta y de futuro incierto. Y, sin embargo, lo fue. Sólo un optimista inco-
rregible habría imaginado entonces que aquella institución iba a desempeñar
un papel tan brillante en la historia intelectual de Francia.
Cuando hablamos de la modestia de la iniciativa, no nos referimos solo a
factores de índole material, como son la falta de instalaciones propias o la mez-

193
quindad de los salarios (Vendryes, 1955, p. 11). Aludimos, sobre todo, al di-
seño de la institución, que respondía a la más timorata de todas las propuestas
que para reformar la enseñanza superior se habían formulado hasta la fecha.
Entre los defensores de la reforma, algunos, los más jóvenes (que habían estu-
diado en Alemania), reclamaban la refundación de las facultades de Letras y
de Ciencias. Debían dejar de ser simples salones de conferencias en donde,
como diría Havet, «une poignée d’hommes éminents énonçaient en chaire
des résultats, sans avoir le temps de souffler mot des données» (1922, p. 6.; las
cursivas son nuestras). Debían transformarse en centros volcados en la forma-
ción de científicos y en el cultivo de la ciencia. No bastaba con divulgar algu-
nos resultados de la investigación más reciente, con suministrarle al auditorio
pequeñas dosis de ciencia hecha. Había que enseñar a hacer ciencia; había que
dirigirse a un público formado por auténticos estudiantes, que tomasen notas
en vez de aplaudir frases brillantes y ocurrencias ingeniosas. Ello suponía bo-
rrar un trazo que había caracterizado las facultades de Letras (también las de
Ciencias, aunque en menor grado) desde su creación: el carácter libre y gra-
tuito de los cursos.
Otros reformistas, en cambio, no querían llegar tan lejos. Se resistían a
acabar con una tradición tan genuinamente francesa 137. Su apuesta era con-
servar la fisonomía de las facultades y constituir, al margen de ellas, una insti-

137
En realidad, aquella tradición tan genuinamente francesa databa de principios del
siglo: su antigüedad apenas rebasaba los cincuenta años. Por supuesto, ello no impedía que
se tuviese por tradición. Los grupos humanos tienden a creer antiguo todo aquello que, por
una u otra razón, suscita su adhesión emotiva o les resulta provechoso. Durante la primera
guerra civil (1833-1840), p. ej., muchos partidarios de Carlos María Isidro creían tradicio-
nal, españolísima, la ley sucesoria que avalaba sus pretensiones; en realidad, sin embargo,
era una innovacion introducida por Felipe V en 1713, esto es, solo ciento veinte años antes
de que comenzase la contienda. El antropólogo vasco Julio Caro Baroja, tras llamar la aten-
ción del lector sobre el hecho (1986, p. 117), comenta: «[M]uchas veces la tradición es la
historia falsificada y adulterada. Pero el político no solamente no lo sabe o no quiere sa-
berlo, sino que se inventa una tradición y se queda tan ancho» (ibid.).

194
tución que se consagrase por completo al cultivo de la ciencia y a la formación
de científicos. A la ventaja de ser conforme a los hábitos intelectuales del país,
aquella opción unía la de ser menos gravosa para el Estado: crear un pequeño
centro de élite en París era más barato que reestructurar todas las facultades
de Letras y Ciencias del país. Las consideraciones económicas debieron de pe-
sar mucho en el ánimo del ministro, dado lo angosto de su margen de manio-
bra presupuestario. Más de una vez había tenido que enfrentarse con sus com-
pañeros de gabinete, reacios a engrosar las dotaciones del Ministerio de Ins-
trucción Pública. Con tales antecedentes, la reforma universitaria integral que
Francia necesitaba tenía que posponerse sine die; entre tanto, había que con-
formarse con la fundación de un mero centro-piloto: la École Pratique des
Hautes Études, nombre este que pide dos comentarios aclaratorios.
En primer lugar, urge evitar el malentendido que podría suscitar el uso
del vocablo escuela. Dado que nos situamos en la Francia de mediados del s.
XIX, es inevitable que, al verlo escrito, se nos vengan a la memoria la École
Normale Supérieure, la École des Langues Orientales, la École des Chartes, la
École Polytechnique, etc. Son las famosas Grandes Écoles, creadas por los
hombres de la Revolución y del Primer Imperio para que ocupasen el lugar
de las decadentes facultades del Antiguo Régimen. Pues bien, la conexión en-
tre estas instituciones y la École Pratique es más aparente que real: no llega
mucho más allá del nombre. Las Grandes Écoles conferían grados que habili-
taban para el ejercicio de determinadas profesiones. Un graduado por la École
des Langues Orientales, p. ej., podía encontrar empleo como traductor en el
Ministerio de Asuntos Exteriores o en la sección de manuscritos orientales de
la Biblioteca Nacional 138. La École Pratique, en cambio, no expedía título al-
guno. Su única preocupación y finalidad era enseñar a los alumnos los méto-

138 Podía también concurrir a las pruebas necesarias para obtener el grado de licen-
ciado o doctor en letras, pero ello no resultaba imprescindible. El título que había obtenido
en su escuela bastaba para encontrar una salida laboral.

195
dos de la investigación científica en la especialidad de su elección. Si no dispo-
nían de una licenciatura cuando se matriculaban en la École, debían procu-
rársela por su propia cuenta, inscribiéndose en los cursos de la Facultad de
Letras para luego poder presentarse al examen de grado.
La segunda aclaración concierne al calificativo Pratique, que no se debe,
desde luego, a que la École impartiese una enseñanza de bajo vuelo teórico.
De hecho, como sabemos, su propósito principal era coadyuvar a la supera-
ción del atraso que en Francia sufrían los estudios más elevados, así en el
campo de las ciencias matemáticas, físicas y naturales como en el de la historia
y la filología. Louis Havet, en su discurso, nos da la razón de ser del apellido
práctica. En la École se impartía una enseñanza de carácter práctico porque la
clave de la acción docente no eran los «monologues» del profesor desde su
cátedra, sino la participación del alumno en los trabajos de investigación de
aquel: «l’apprenti qui tâtonne est assis à la même table à côté du vieux routier
qui guide» (Havet, 1922, p. 7). Se trata, por tanto, de una enseñanza «de la-
boratorio», que diría Francisco Giner de los Ríos (1884, p. 159).
En su momento, algunas voces dieron a entender que la École Pratique
des Hautes Études suponía un feliz redescubrimiento de las mejores tradicio-
nes de la enseñanza francesa. Subrayaban las similitudes existentes entre aque-
lla nueva institución y el Collège de France, cuya docencia también carecía de
efectos administrativos y se organizaba desde dentro, sin que los profesores se
viesen constreñidos por programas oficiales. Hay semejanzas, sí, pero no se
puede ignorar que los seminarios de las universidades alemanas actuaron
como un modelo para los fundadores de la École. En el seminario, en vez de
pronunciar sus lecciones ante un público silente, el profesor propone ejerci-
cios orales y escritos. Suscita la discusión entre los alumnos, los anima a inter-
venir y, cuando lo estima necesario, los corrige. Este método dialógico había
sido descrito con entusiasmo por cuantos habían tenido la dicha de conocerlo
(cfr., p. ej., Demarteau, 1863, pp. 41 y ss.). Se comprende que los organizado-
res de la École lo tomasen como modelo... y también que, arrastrados por su

196
patriotismo, se resistiesen a admitirlo. No obstante, ningún observador im-
parcial se dejaba engañar; valgan como prueba estas palabras de Giner de los
Ríos: «Francia, cuyas facultades vegetan en el mecanismo burocrático, ha en-
sayado en su Escuela de Altos Estudios [...] una enseñanza más libre, análoga
a la de las universidades alemanas, y privada […] de efectos académicos»
(1879, p. 93; las cursivas son nuestras).
Habida cuenta de la formación intelectual de Victor Duruy, parece na-
tural que la investigación histórico-filológica ocupase una destacada posición
en la École Pratique des Hautes Études. Desde el día de la fundación, las Le-
tras tuvieron sección propia, privilegio del que otras áreas del saber sólo dis-
frutarían al cabo de unos cuantos años 139. Queda claro, por tanto, que el Mi-
nistro deseaba salvar a las Letras de la postración en que habían caído entre
sus compatriotas, habituados a tratar con hombres de Letras que eran maes-
tros del estilo, pero no verdaderos sabios. O, como decía Renan (1868, p. 94),
«des publicistes exquis, des romanciers attachants, des esprits raffinés en des
genres fort divers, tout enfin, excepté des hommes possédant une solide con-
naissance des langues et des littératures». Duruy ansiaba liberar a las Huma-

139 Según el Decreto de 31 de julio de 1868, texto fundacional de la École Pratique


(Duruy 1901: vol. I, p. 317; Havet 1922, p. 4), esta constaba de cuatro secciones: la Sección
de Matemáticas (primera sección), la de Física y Química (segunda sección), la de Historia
Natural y Fisiología (tercera sección) y la de Ciencias Históricas y Filológicas (cuarta sec-
ción). Esta estructura se mantuvo hasta 1886, cuando se estableció la sección de Ciencias
Religiosas (quinta sección). Vino a continuación un dilatado período de estabilidad, roto
en 1947 con la fundación de la sección de Ciencias Económicas (sexta sección), de cuya
necesidad, por cierto, ya se había percatado el ministro Duruy en su día (1868, pp. XXII-
XXVI, 1901: vol. I, p. 318). Cuanto acabamos de decir puede verificarse con facilidad. De
ahí que provoquen desconcierto los errores que a veces se deslizan en trabajos que, por lo
demás, son valiosísimos. Así, uno no puede dejar de sorprenderse cuando ve a Ernest La-
visse afirmar que la École “fut divisée en cinq sections” (1895, p. 81), ni cuando comprueba
que Gabriel Bergounioux eleva el número a seis: «l’École Pratique des Hautes Études […]
rassembl[a] six sections, dont la quatrième prend le titre de ‘Sciences historiques et philo-
logiques’» (1984, p. 14).

197
nidades del lastre que suponía este género de cultivadores, tan brillantes como
superficiales. Quería devolver a los franceses el amor por el detalle y la pasión
por la exactitud; inculcarles el desprecio de los primores de la forma cuando
se utilizan con el único fin de disimular la inanidad del fondo; persuadirlos,
en fin, de que todo se agosta y muere cuando se pierde el contacto con la eru-
dición:

[O]n est conduit à penser que le goût du public français pour les
études sévères s’émousse et s’affaiblit. Il semble qu’en dehors de l’Acadé-
mie des inscriptions et de l’École des chartes, l’érudition nous effraye. On
préfère les lettres pures, les vérités générales, la peinture des caractères et
des passions, l’analyse du cœur humain, le style brillant des lectures faciles,
et ces innombrables études de critique dont quelques-unes ne sont que la
forme littéraire de cet esprit de frondeur, une des formes les plus anciennes
et les plus vives du génie national.
Mais il y aurait péril pour les lettres elles-mêmes à dédaigner l’érudi-
tion, comme un objet de vaine et inutile curiosité. L’esprit français per-
drait de sa force, puisqu’il laisserait tarir pour lui une des trois sources de
vie, d’inspiration et d’études fécondes où les lettres se retrempent et se for-
tifient: l’homme et la société, Dieu et la nature, l’humanité et son histoire.
C’est la pensée qui a fait instituer, à l’École des hautes études, une section
d’histoire et de philologie (Duruy, 1868, p. XVII). 140

No cabe duda de que las intenciones que el Ministro abriga con respecto
a las Letras son dignas de encomio. Ocurre que resultan difíciles de traducir

140
En un principio, Duruy había diseñado una École destinada únicamente al cultivo
y a la enseñanza de las ciencias físicas, químicas y naturales. Según Havet (1922, p. 7), co-
mentó este hecho en 1878, en un banquete con «les rédacteurs d’un volume de Mélanges
[…], composé en son honneur par les membres de [la IVème] Section». «[L]’ancien ministre
—prosigue Havet (ibid.)— nous raconta les origines de l’École, de l’École dans son en-

198
en hechos. Bien estaba no caer en un pesimismo y compartir con Renan
(1868, p. 102) la fe en que Francia podía resolver en breve «toutes ses fautes
passées» porque era capaz de «exceller même en ce qu’elle emprunte». Sin
embargo, la fe no basta para resolver los problemas, aunque brinde el coraje
necesario para afrontarlos. Mucho coraje es lo que va a demostrar Duruy al
salvar el obstáculo de la falta de docentes experimentados.
En el campo de las Ciencias Naturales, el país disponía de un puñado
de investigadores de enorme altura, que no tenían nada que envidiar a sus
colegas de allende el Rin, salvo la disponibilidad de abundantes recursos
humanos y materiales. A pesar de la crónica escasez de medios, Francia ha-
bía producido sabios de primera fila, admirados más allá de sus fronte-
ras 141. Cuando pudiesen ofrecerles los colaboradores y los instrumentos

semble. Ce n’est pas aux historiens que l’auteur de l’Histoire des Romains avait songé
d’abord; il nous le dit avec une belle franchise. Ce qui l’avait ému était la misère des labora-
toires, misère considérée au point de vue de l’enseignement. […] Des sciences expérimen-
tales, la sollicitude du ministre avait passé à nos sciences, cela très naturellement. L’ensei-
gnement par le travail en commun a les mêmes vertus partout». Las memorias de Duruy
(1901, vol. I, pp. 309-316) confirman la validez de este testimonio, aunque no de manera
explícita. Se muestra en ellas cómo, durante el primer semestre de 1868, el Ministro peleó
sin pausa para obtener el dinero y los locales que le permitirían construir una red de labo-
ratorios modernos y espaciosos. Para el lector es evidente que, durante aquel medio año, las
Letras recibieron menos atenciones, quizás porque la promoción de su desarrollo no exigía
grandes esfuerzos presupuestarios. Con todo, conviene recordar que Duruy ya había afir-
mado en enero que la reforma de la enseñanza superior no debía limitase al ámbito de las
ciencias duras: también necesitaban de cambios los establecimientos en que se enseñaban
«la théologie, les lettres, l’histoire, la philologie et l’érudition» (1901: I, 304-305). El Mi-
nistro vertió esta reflexión en una misiva dirigida al Emperador, que constituyó —repárese
en esto— «le point de départ de la campagne qui aboutit à la création de l’École des Hautes
Études» (1901, vol. I, 3p. 02).
141 Recuérdese, p. ej., al insigne fisiólogo Claude Bernard, apóstol de la medicina de

laboratorio, al que los estudiosos siguen considerando «uno de los más grandes pensadores
científicos de todos los tiempos»(López Piñero y Terrada, 2000, p. 42). O al químico y
biólogo Louis Pasteur, conocido incluso por los profanos, de quien se recientemente se ha

199
que necesitaban, los éxitos serían aún mayores. La tarea de reunir las sumas
necesarias podía llegar a ser ardua, pero, en cuanto se librasen los fondos,
se disiparían todas las trabas que habían ralentizado el avance de la ciencia
francesa. En el terreno de las Letras, en cambio, semejantes alardes de op-
timismo estaban fuera de lugar. Entre los historiadores y filólogos france-
ses, pocos podían señalar de tener a sus espaldas una larga carrera investi-
gadora y, al mismo tiempo, de dominar las nuevas técnicas de investigación
y estar familiarizados con las nuevas ideas. El ministro Duruy se encon-
traba ante una disyuntiva: o renunciaba al propósito de renovar los estu-
dios históricos y filológicos, o se resignaba a depositar sus esperanzas en
hombres todavía jóvenes, con la esperanza de que estuviesen a la altura de
la misión que se les iba a encomendar. Por fortuna para su país, Duruy
escogió la segunda opción. Aquí, como es natural, sólo nos interesa cómo
se constituyó la primera plantilla de docentes del área lingüística de la
École; nada diremos sobre quienes se encargaron de las materias históricas,
ni sobre los que impartían las de carácter estrictamente filológico.
En el verano de 1868, antes de que la École comenzase su actividad do-
cente, el Ministerio de Instrucción Pública ya había trazado los planos para el
establecimiento de un seminario de Philologie Comparée dentro de la sección
de Ciencias Históricas y Filológicas. Su dirección quedaría en manos de Mi-
chel Bréal, que contaría con la ayuda de cuatro répétiteurs: para las lenguas
románicas, Gaston Paris; para las semíticas, Stanislas Guyard; para el sáns-
crito, el veterano Eugène-L. Hauvette-Besnault (frisaba ya los cincuenta
años), que tendría como adjunto a Abel Bergaigne. No ha de sorprendernos

dicho que es «uno de los grandes nombres de la historia[,] no ya de la ciencia únicamente,


sino de la humanidad» (Sánchez Ron, 2007, p. 235). Se objetará que, en 1868, Pasteur aún
estaba lejos de la cumbre de su prestigio: la alcanzaría dos décadas más tarde, por su labor
en el terreno de la bacteriología y la inmunología. Es cierto, pero no es menos cierto que ya
se había hecho notar por sus investigaciones sobre la génesis de los procesos de fermenta-
ción, que le habían llevado a demostrar la imposibilidad de la generación espontánea.

200
que las funciones directivas se le confiasen a Bréal. Por su historial científico,
era el candidato idóneo. Su contribución personal a la gramática comparada
era, sin duda, bastante modesta, pero, como traductor de Franz Bopp, cono-
cía bien sus métodos y resultados. Tampoco es de extrañar la designación de
Paris. Aún no había cumplido treinta años, es cierto, pero ya podía jactarse de
haber demostrado su valía en los ámbitos de la investigación lingüística (1862)
y literaria (1865). Sí resulta llamativo, en cambio, el caso de Guyard, que tenía
solo veintidós años y ninguna publicación, aunque su talento su saber le ha-
bían granjeado un puesto de bibliotecario en la Sociedad Asiática (Messaoudi,
2008, p. 473) 142. Con todo, el más revelador de los nombramientos es el de
Abel Bergaigne, de quien se podría decir que se convirtió en profesor de la
noche a la mañana. Eso es, cuando menos, lo que se desprende del relato de
Bréal:

Bergaigne était […] un étudiant incertain de la voie qu’il suivrait,


candidat fraîchement reçu à la licence, auditeur au Collège de France,
quand un ensemble de circonstances favorables, en 1868, mit fin à ses hé-
sitations et décida de son avenir. L’École des hautes études venait d’être
fondée et n’avait pas encore fini d’organiser ses premiers cadres: Bergaigne
reçut le titre de répétiteur adjoint (1888, p. CCXXX).

Así pues, cuando se le nombró répétiteur adjoint, Bergaigne era un mero


aprendiz. Aún no sabía qué rumbo le imprimiría a su carrera, aún no tenía en
su haber ni una sola publicación científica. No era más que uno de los jóvenes

142
La primera publicación de Guyard, el Essai sur la formation du pluriel brisé en
arabe, vio la luz en 1870. Durante los catorce años siguientes, Guyard trabajó incesante-
mente, simultaneando sus investigaciones personales con el ejercicio de la docencia y el
desempeño de funciones editoriales en la Revue de l’Histoire des Religions. Exhausto, puso
fin a su vida en 1884 (Messaoudi, 2008, p. 473); su colega Joseph Halévy, en el obituario
que le dedicó, habla —pudorosamente— de «mort imprévue» (Halévy, 1885, p. CCV).

201
—o no tan jóvenes— que asistían a las conferencias de Bréal en el Collège de
France 143. Su valía para la docencia y la investigación estaba por demostrar, de
modo que la apuesta de Bréal —suya debió de ser, en efecto— entrañaba ries-
gos considerables. Que no hubiese más remedio que asumirlos es prueba de
lo grave que era la falta de personal docente cualificado. Muy delicada tiene
que ser la situación cuando se recurre a un joven estudiante para cubrir una
plaza en un centro de élite 144. Como apunta Gabriel Bergounioux (1984, p.
15), «[l]a jeunesse des professeurs de l’E. P. H. E. trahi[ssait] une crise univer-
sitaire». Así y todo, aquel pequeño seminario de gramática comparada era la

143
Según cuenta Bréal (1898, p. CLXVI), Bergaigne tomó contacto con su curso de
gramática comparada gracias a una casualidad, a un encuentro imprevisto: «Bergaigne, la
tête remplie de projets[,] était venu à Paris et avait commencé par se préparer d’abord au
baccalauréat, puis à la licence ès lettres. Il suivait les conférences qu’on donnait au collège
Sainte-Barbe en vue de la licence: un ancien fonctionnaire de l’Université, M. [Friedrich]
Eichhoff, vint y faire un certain nombre de leçons sur la parenté des langues, sur les origines
communes de l’Inde et de la Grèce. L’esprit plein d’images poétiques, séduit par l’idée de
découvrir les premières conceptions de la race […], Bergaigne écouta avidement ces leçons.
Puis il entendit parler du cours de grammaire comparée récemment ouvert au Collège de
France. Des la première année du cours, il en devint un élève assidu, et il le resta pendant
une série d’années». A nuestro entender, este relato interesa porque revela que los estudios
lingüísticos adolecían de una escasa visibilidad. En la enseñanza superior, nadie ingresaba
con vocación de comparatista: ésta se gestaba posteriormente, gracias a circunstancias tan
azarosas como el contacto con un profesor que sabía conquistar a su auditorio.
144
Con el tiempo, Bergaigne demostró merecer la confianza de su maestro. Baste decir
que su Essai sur la construction grammaticale dans les langues indo-européennes (1875-
1878) mereció el honor de ser citado por Berthold Delbrück (1880, p. 92). El mero hecho
de que un estudioso alemán se hiciese eco del trabajo de un colega francés era ya una gran
victoria. Aún mayor notoriedad conseguiría con sus estudios sobre la religión védica (1878-
1883). Falleció en 1888, a los cincuenta años, al sufrir una caída cuando practicaba la esca-
lada en un pico de los Alpes (Wallon, 1896, p. 553). Su muerte le impidió llevar a término
la última empresa en que se había embarcado: una traducción integral de los Vedas al fran-
cés. «L’accident où il a trouvé la mort —dijo Bréal (1885-1888, p. CCXXXIII)— nous a
privés d’une œuvre dont il parlait déjà comme arrêtée en ses contours généraux dans sa
tête».

202
semilla de la que nacería un árbol frondoso, cuyas ramas se extenderían por
toda Francia. Medio siglo después, en el discurso que pronunció durante la
ceremonia conmemorativa, Meillet lo diría sin ampulosidades oratorias, pero
también con rotundidad: «La création de l’École des Hautes Études devait
donner à l’orientalisme et à la linguistique le moyen de se développer et de
durer en France» (1922, p. 20).
A lo largo del decenio posterior a la fundación de la École, la plantilla del
seminario de gramática comparada fue creciendo paulatinamente. En 1869,
Gaston Paris se vio elevado al rango de maître de conférences, de modo que
hubo que escoger un nuevo répétiteur para las lenguas románicas. El elegido,
Auguste Brachet, tenía en su haber una Grammaire historique de la langue
française (1867), pero no dejaba de ser «un autodidacte en romanistique»
(Bergounioux, 1984, p. 19). Cuatro años después, tras renunciar de Bra-
chet 145, el puesto pasó a manos de un exalumno de la École: el joven Arsène
Darmesteter, hoy recordado, sobre todo, como autor de La vie des mots, un
estudio —basado en materiales románicos— «des procédés logiques et des
causes psychologiques ou linguistiques qui se cachent derrière l’évolution des
sens» (Darmesteter, 1887, pp. VII-VIII) 146. Mas la juventud no era privativa de

145
Los motivos no están del todo claros. En el breve obituario que le dedicó (apenas
dos páginas), el romanista Paul Meyer se limita a hacer este apunte: «En 1872, il abandonna
cet emploi pour devenir professeur et examinateur d’allemand à l’École polytechnique.
Mais il n’exerça pas longtemps ces nouvelles fonctions, auxquelles, à vrai dire, il était mé-
diocrement préparé» (Meyer, 1898, p. 118). El abandono de la École Polytechnique fue el
final de su carrera académica y científica: Brachet dejó la capital, se instaló en provincias y
rompió casi por completo la relación con sus antiguos compañeros.
146
Sería injusto, empero, reducirlo a la condición de autor de La vie des mots: para
darse cuenta, basta leer el sentido obituario que le dedicó Gaston Paris (1888-1892, pp.
XXXV-XLV). El sabio romanista hablaba ex abundantia cordis: para él fue extremadamente
doloroso ver cómo uno de sus más queridos discípulos moría a la temprana edad de cua-
renta y dos años. La pérdida, por inesperada, era aún más triste. Darmesteter arrastraba
problemas de salud desde hacía algún tiempo: «[U]n refroidissement auquel il avait à peine

203
los romanistas. En 1872 ingresaba en el cuerpo de profesores un latinista de
veintitrés años: Louis Havet. Cinco años después, el puesto de répétiteur para
la lengua avéstica se le concedía a un iranista de veintiocho: James Darmeste-
ter, cuyos estudios sobre el libro sagrado y sobre las doctrinas y prácticas reli-
giosas de los mazdeístas habían de hacerlo conocido en toda Europa e incluso
entre los parsis de Bombay, con quienes, además, convivió durante tres meses
(Bréal, 1894-1896, p. LXIX) 147. Pronto, en 1881, llegaría a la École des Hautes
Études un joven ginebrino de estirpe ilustre, Ferdinand de Saussure, que ha-
bía estudiado en la Universidad de Leipzig. Aunque por su edad no podía ser
más que un aprendiz (tenía veinticuatro años), había sido capaz de producir,
casi sin darse cuenta, una obra magistral (Saussure, 1879), cuya comprensión
estaba al alcance de muy pocos (Joseph, 2012, p. 222). Sus relaciones con sus
condiscípulos y profesores alemanes no habían sido fáciles. Convencido de
que no se le daba todo el crédito debido, se sentía desilusionado (Joseph,
2012, p. 258), y París se le presentaba, probablemente, como una magnífica
oportunidad para encontrar las satisfacciones que en Leipzig se le habían ne-
gado. Llegado a la École Pratique en calidad de alumno, se ganó enseguida un
puesto en el cuerpo docente. Se inició entonces una nueva era, que era ya, casi,
la de Antoine Meillet. Ha sido él, precisamente, quien mejor ha sabido descri-

fait attention et qui pendant plusieurs jours sembla peu grave [...], prit soudain un caractère
funeste. [...] Ses amis les plus chers avaient à peine eu le temps d’apprendre sa maladie: ils
accoururent auprès de lui pour recevoir la foudroyante nouvelle de son agonie et de sa
mort» (Paris, 1888-1892, p. XLIV).
147
Como la de su hermano Arsène, la muerte de James Darmesteter fue prematura:
falleció en 1894, a los cuarenta y cinco años, como consecuencia de una afección cardíaca
(Monod, 1897, p. 155). Michel Bréal, que ya había sufrido la pena de ver morir a Abel
Bergaigne, cerró su obituario de James expresando una emoción que suele asaltar a los pa-
dres que ven morir a sus hijos: «Il me revient à l’esprit une pensée qu’on trouve retournée
en un grand nombre de façons sur les tombeaux romains, mais dont l’expression la plus
simple se lit sur une épitaphe de la Gaule cisalpine: Aequius fuerat te hoc mihi fecisse [‘Más
justo habría sido que tú me hubieses enterrado a mí’]» (Bréal, 1894-1896, p. LXXII).

204
bir el impacto que sobre su generación (y sobre las posteriores) tuvieron las
enseñanzas de Saussure y la tutela de Bréal:

Quand on a commencé à étudier en France la grammaire comparée


des langues indo-européennes, elle avait déjà en Allemagne ses manuels et
ses dictionnaires. Mais Michel Bréal lui a donné aussitôt un tour original
et bien français, en montrant dans les langues l’œuvre de l’homme. Puis le
Genevois Ferdinand de Saussure a, durant dix ans, imprimé à l’école lin-
guistique française la marque de son pénétrant génie; son enseignement,
où la précision technique la plus rigoureuse laissait toujours entrevoir les
idées les plus générales et où des formules exactement arrêtées se joignaient
à la poésie de l’expression, a laissé à tous ceux qui l’ont entendu un souve-
nir qui ne s’effacera jamais et dont vit encore le groupe des linguistes fran-
çais. Des séries de morts précoces ont privé de ses meilleurs espoirs cette
école linguistique […]. Mais, malgré les vides, l’école de linguistique fran-
çaise demeure; chacun de ceux qui la composent apporte des travaux où,
à travers des tendances communes, se marquent des personnalités origi-
nales, et la Société de Linguistique dont Bréal a longtemps été l’âme, a pris
dans la linguistique une place dont nous avons le droit d’être fiers. Tous
élèves de l’Ecole des Hautes Etudes, tous membres de la Société de Linguis-
tique, tous ceux qui enseignent la Linguistique en France sont, directement
ou indirectement, de la lignée de Bréal et de F. de Saussure (Meillet, 1922,
pp. 21-22; las cursivas son nuestras).

3. 2 ETAPA DE FORMACIÓN (1888-1901)

3.2.1 Los primeros pasos de su carrera académica

No es mucho, en verdad, lo que sabemos a ciencia cierta sobre los prime-


ros momentos de la carrera académica de Meillet. Gracias al testimonio de
Paul Boyer (1936, p. 192) y Joseph Vendryes (1937, p. 205), nos consta que

205
en octubre de 1885 ingresó en la Facultad de Letras de París, con el fin de
prepararse para las pruebas de licenciatura y el concurso de agrégation. Al pa-
recer (Vendryes, 1937, ibid.), siguió puntualmente los cursos de Arsène Dar-
mesteter (Langue et Littérature Françaises du Moyen-Âge) y Louis Havet
(Philologie et Métrique), así como los de Abel Bergaigne (Langue et Littéra-
ture Sanscrite) y su sucesor Victor Henry 148. En aquel entonces, la Facultad
no era ya el humilde establecimiento docente que había sido treinta años an-
tes, a mediados del siglo. Ya no estaba encerrada en el angosto marco que se le
había impuesto en el Primer Imperio, ni aquejada de constante escasez de
alumnos inquietos y de docentes al día. El centro había cambiado para bien,
y ello a pesar de que la atención del joven régimen republicano se había cen-
trado en la reforma de la Enseñanza Primaria.
Con todo, el paso por la Facultad de Letras no parece haber dejado una
huella profunda en la personalidad intelectual de nuestro hombre. Para él, la
experiencia determinante fue el ingreso en la École Pratique de Altos Estu-
dios, una institución dedicada, como ya sabemos, al solo cultivo de la ciencia,
sin atribuciones administrativas como la colación de grados y la expedición de
títulos. Que la estancia en la École le infundió su vocación científica es cosa

148
En su gran estudio sobre la implantación de los estudios filológicos y lingüísticos
en las universidades francesas del s. XIX, Gabriel Bergounioux le atribuye a la cátedra de
Bergaigne el nombre que arriba hemos consignado (1990, p. 33; 1998, p. 27). En un trabajo
anterior, más modesto y más breve, le daba el de Sanscrit et grammaire comparée (1984, p.
22). No se puede descartar que, contra lo que el sentido común sugiere, esta última opción
sea la correcta. Son significativas las palabras con las que Victor Henry abrió la lección inau-
gural del curso 1889-1890, dedicada a rendir homenaje al maestro desaparecido: «Appelé
à continuer parmi vous les traditions de cet enseignement de la grammaire comparée, que
mon cher maître et ami Abel Bergaigne inaugurait naguère avec tant d’autorité et pour un
temps si court, je voudrais pouvoir dignement reconnaître la bienveillance de ceux qui ont
daigné m’en ouvrir l’accès» (Henry, 1889, p. 1; las cursivas son nuestras). Por el mismo
cauce discurre el testimonio de Henri Wallon: «Un décret du 27 décembre 1885 y avait
créé la chaire de sanscrit et de grammaire comparée. Le Ministre l’y nomma» (Wallon,
1896, p. 549).

206
que sabemos a través de Vendryes (1937, p. 205), pero también por el propio
Meillet. En una de las contadas entrevistas que concedió 149, nuestro autor,
próximo a los sesenta años, evocaba sus primeros tiempos en París, y lo hacía
de tal manera que sus afectos e inclinaciones saltaban a la vista. A los cursos
de la Sorbonne les dedicaba menos de una línea; a la École —o, mejor dicho,
a dos de sus profesores—, más de un párrafo:

J’ai suivi les cours à la Sorbonne et à l’[É]collé des Hautes Études. Je


suivais tous les cours où on enseignait de la linguistique. J’ai rencontré
deux hommes: le vieux Bréal[,] qui avait gardé une extrême sympathie
pour les jeunes gens[; l]’autre, Ferdinand de Saussure[,] était un aristo-
crate, fils d’émigrés. Il descendait en droite ligne du naturaliste qui a fait la
première ascension du Mont Blanc. Saussure avait tout un côté de génie.
C’était un être tellement à part: technicien extraordinairement précis, es-
prit tout à fait systématique, et en même temps une langue si pure et si
nette, une manière d’enseigner si artiste que ses cours étaient de véritables
œuvres d’art. Il voyait les choses scientifiques avec des yeux bleus de poète
et de visionnaire (Lefèvre, 1924, p. 1).

Con todo, Bréal y Saussure no fueron los primeros profesores con los
que Meillet tuvo contacto en la École. Vendryes (1937, p. 205) afirma que su
primera inscripción, en el otoño de 1885, fue «pour les conférences de latin

149
Su entrevistador fue el literato crítico y Frédéric Lefèvre, redactor jefe del semana-
rio Les Nouvelles littéraires, artistiques et scientifiques (fundado en 1922). Aquel coloquio
formaba parte de una larga serie titulada «Une heure avec» (‘Una hora con’), de la cual se
ha dicho que fue «un élément déterminant du succès des Nouvelles» (Helbert, 2012). Du-
rante sus más de diez años de vida, «Une heure avec» acogió a una infinidad de cultores de
las letras, las artes, la política y la filosofía. Los lingüistas y filólogos aparecían de tarde en
tarde, pero, en fin, aparecían. Meillet no fue el único entrevistado: Ferdinand Brunot (Le-
fèvre, 1923a) y Joseph Bédier (Lefèvre, 1923b) también aceptaron someterse a las cuestio-
nes de Lefèvre, y acaso la nómina sea más larga.

207
(Riemann) et de sanskrit (Bergaigne, puis Sylvain Lévi)», y que las lecciones
de gramática comparada comenzó a seguirlas «l’année suivante». En realidad,
el contacto de Meillet con Bréal y Saussure se hizo esperar aún más, según se
infiere de los rapports oficiales de la École. En el del curso 1885-1886, ningún
Meillet aparece entre los alumnos de Othon Riemann (Boissier et al., 1885-
1886, p. 176); entre los de Abel Bergaigne (Hauvette-Besnault, Lévi y Ber-
gaigne, 1885-1886, p. 197) encontramos un Millet [sic] que podría ser nues-
tro hombre, pero también podría no serlo. En el rapport del curso 1886-1887,
Meillet —así, con todas las letras— aparece como estudiante de sánscrito bajo
la tutela de Sylvain Lévi (Hauvette-Besnault, Lévi y Bergaigne, 1886-1887, p.
212), pero sigue sin asistir al curso de Riemann (Boissier et al., 1886-1887, p.
191), y tampoco se ha sumado al público de Bréal y Saussure (Bréal y Saussure,
1886-1887, p. 205). Será en el curso 1887-1888 cuando se dilaten apreciable-
mente las experiencias formativas de nuestro autor: además de continuar con
el estudio del sánscrito (Hauvette-Besnault, Bergaigne y Lévi, 1886-1887, p.
212), aborda el de la filología latina (Boissier et al., 1886-1887, p. 195) y, al
lado de jóvenes promesas como Georges Dottin, Georges Guieysse y Paul Bo-
yer, el de la gramática comparada (Bréal y Saussure, 1887-1888, p. 206) 150.
La lectura de Meillet y de sus biógrafos nos ha revelado que las enseñan-
zas de Bréal y Saussure —más las de este que las de aquel, en verdad— le im-
primieron a su vida intelectual un rumbo del que nunca se desviaría. Cabe
suponer, por otra parte, que el alumno no tardó en llamar la atención de su

A quien no pueda consultar las copias digitales de los folletos informativos de la


150

IV section, un viejo trabajo de Michel Fleury (1964, pp. 53-66) le ofrece reproducciones
ème

perfectas de los rapports de todos los cursos de Saussure. Fleury aporta también una relación
exhaustiva de los alumnos, con mención de su lugar y fecha de nacimiento, de los años du-
rante los cuales asistieron a las lecciones del maestro y de los títulos que poseían cuando se
inscribieron en ellas (pp. 43-51). No hace falta decir que sus datos sobre Meillet no difieren
de los nuestros, dado que ha manejado las mismas fuentes: fue en el curso 1887-1888, no
antes, cuando comenzó a asistir a las clases de Saussure (p. 48).

208
maestro. Ya en enero de 1888 (o de 1889, pues el año no se ha podido deter-
minar), Saussure se tomó la molestia de enviarle una carta (apud Testenoire,
2015, pp. 200-201) para responder a una consulta suya sobre un punto de
métrica homérica. Son de notar las palabras finales del maestro; antes de la
fórmula conclusiva (Je vous prie d’agréer, cher Monsieur, l’assurance…), que es
mera convención, Saussure deslizaba un elogio que a buen seguro no dispen-
saba a cualquiera: «J’ai été charmé de rencontrer une contradiction aussi ju-
dicieuse que la vôtre» (apud Testenoire, 2015, p. 201). No nos consta que,
durante sus años en la École, Saussure dejase más testimonios escritos de su
estimación por Meillet 151. Ahora bien, hizo algo mucho más importante y re-
velador: proponerlo como sustituto para el curso 1889-1890, esto es, solo dos
cursos después de su primer contacto.
La historia es bien conocida (Joseph, 2012, p. 361). En otoño de 1889,
Saussure le escribió a Gaston Paris, entonces presidente de la cuarta sección
de la École, para pedirle un año de excedencia por motivos personales 152. Ofi-
cialmente, la petición se justificaba por razones de salud (Fleury, 1964, p. 61).
En la bibliografía saussureana se han barajado otras causas, sin embargo. Se ha
sugerido que Saussure empezaba a sentirse incómodo en París (Joseph, 2012,
pp. 351 y ss.), ya fuese por la decepción de que no se le hubiese confiado la

151
Sí lo hizo años después, cuando ya había abandonado París por su Ginebra natal.
Valga como ejemplo el post scriptum de la segunda de sus cartas a Meillet, separada de la
anterior por un lapso de cinco o seis años: «Vous voulez bien m’appeler votre maître, et je
serais bien flatté d’avoir mérité ce titre en quoi que ce soit. Mais je tiens encore davantage à
un autre, et si vous le voulez bien, nous correspondrons désormais entre amis» (carta de 4
de enero de 1894, apud Benveniste, 1964, p. 96). No menos significativas son las palabras
con que respondió al homenaje que Meillet le rindió al dedicarle la Introduction à l’étude
comparative des langues indo-européennes (1903) con ocasión «des vingt-cinq ans écoulés
depuis la publication du Mémoire sur le système primitif des voyelles». «Vous pouvez être
bien certain —dirá Saussure (carta de 20 de marzo de 1903, apud Benveniste, 1964, p.
102)— que l’honneur que vous me faites me va directement au cœur».
152
El texto de la carta no se incluye en la colección de materiales reunida por Marc
Décimo (1994).

209
cátedra de Bergaigne en la Facultad de Letras 153, ya por el dolor de perder al
jovencísimo y brillante Guieysse, que puso fin a sus días por razones no del
todo claras 154. En cualquier caso, lo que ahora nos importa es que la suplencia
se le asignase a Meillet. John E. Joseph, biógrafo de Saussure, anota secamente:
«Arrangements were made for Saussure’s lectures […] to be covered by his
student Meillet» (2012, p. 361). No parece creíble, con todo, que el titular se
abstuviese de declarar y hacer valer sus preferencias. Desde luego, el interesado
no tenía dudas: «En 1889, Saussure […] me prit comme suppléant», dijo (Le-
fevre, 1924, p. 1). Según relata Vendryes, la elección de Meillet no fue una
sorpresa para el resto de los alumnos ni suscitó protestas ni rencores entre
ellos, puesto que todos reconocían, sin reservas, su superioridad:

Dès 1889, l’année où il fut chargé de la suppléance de son maître F.


de Saussure, Meillet trouva devant lui, de l’autre côté de la table, ses con-
disciples de l’année précédente, Boyer, Dottin, Grammont, attentifs à
l’écouter, et auxquels, dit l’un d’eux, ce changement de rôle paraissait tout
naturel, tant ce jeune agrégé de 24 ans exerçait déjà sur ses pairs l’autorité
que donnent l’expérience et le talent (Vendryes, 1937, p. 231; las cursivas
son nuestras).

Y no bastaba la École des Hautes Études para apagar la sed de saber de


nuestro autor. Un par de años antes, en 1887, se había inscrito en la École des
Langues Orientales para seguir el curso de armenio de Auguste Carrière (Bo-

153
Como sabemos, el puesto fue para Victor Henry (cfr. supra, n. 53).
154
Guieysse, hombre dotado —al parecer— de una rara inteligencia, acababa de es-
cribir un trabajo sobre el argot en colaboración con Marcel Schwob (Schwob y Guieysse,
1889). Gozaba del afecto y el reconocimiento de sus compañeros y de sus profesores, y su
porvenir como lingüista se presentaba luminoso. Su suicidio se ha explicado como conse-
cuencia de un grave episodio de depresión (Décimo, 1999, p. 107) o, sin pruebas conclu-
yentes, como una expiación de la culpa de haber tenido tratos amorosos con su amigo
Schwob (Joseph, 2012, p. 356).

210
yer, 1936, p. 192; Vendryes, 1937, p. 215). De hecho, el joven Meillet parecía
llamado a especializarse en armenología, campo en el que su labor había de
recordarse con admiración durante largo tiempo. Más de treinta años después
de su fallecimiento, su discípulo Georges Dumézil, profesor, precisamente, en
la École des Langues Orientales, dirá: «C’est aujourd’hui dans son Altarme-
nisches Elementarbuch […] que se forment nos étudiants» (Dumézil, 1948, p.
67). Ahora bien, en el momento en el que nos hallamos, faltan más de diez
años para que Meillet haga sus grandes contribuciones a los estudios arme-
nios155: aún no es más que un principiante. Como tal, con el fin de ampliar in
situ sus conocimientos, hará un viaje al Cáucaso. Sale de París el 15 de abril de
1891, no sin albergar dudas sobre el sentido y el provecho de la expedición.
Algunas de ellas, como enseguida veremos, las expresó el día 29 en una carta
dirigida a su prima y amiga Berthe Esbaupin, a quien ya hemos tenido ocasión
de conocer (cfr. supra, §§ 1.1.1-1.1.2):

J’ai eu quelque tristesse aujourd’hui. Je ne puis me dissimuler que


les résultats de mon voyage restent bien incertains. Je vais apprendre à par-
ler; j’ai si peu de dons pour cela que je ne me vois pas de chances d’y réussir
—pour faire connaissance avec la littérature moderne; mais je lis trop peu
couramment —pour étudier l’orthographe ancienne des manuscrits, et je
ne sais ce qu’on me montrera (apud Gandon, 2014, p. 121).

No nos detendremos a hacer relación de todas las experiencias e impre-


siones de nuestro autor durante su largo periplo. Nada diremos de sus obser-
vaciones —poco benevolentes, por lo general— sobre el carácter de los nati-
vos de la Transcaucasia, sobre la escasa lealtad lingüística de la colonia armenia
en Tiflis, sobre la falta de fervor religioso de los monjes del convento de Ech-

155
No esta es la ocasión adecuada para un examen de las contribuciones de Meillet a
los estudios armenios. Además, solo los especialistas (Bolognesi, 1987; Lamberterie, 1988;
Lamberterie, 2006) están en condiciones de acometer tal empresa.

211
miadzín, sede del Katholikós, patriarca de la Iglesia Armenia, etc. 156 Tampoco
examinaremos los resultados científicos de su viaje, acaso no tan magros como
él se figuraba en un principio. Solo nos interesa tomar nota de un suceso que
determinaría su porvenir. El 14 de junio, mientras él estaba en Echmiadzín,
Saussure le enviaba una carta de dimisión a Gaston Paris:

Au commencement de l’année, prévoyant que j’aurais probable-


ment à prendre une détermination qui m’éloignerait de Paris pour l’ave-
nir, j’ai tenu à vous informer de l’intention que j’avais de me retirer des
fonctions qui me sont confiées à l’École des Hautes-Études à la fin du se-
mestre qui s’achève actuellement. Je viens, Monsieur et cher Maître, vous
confirmer ma détermination, et vous prie de bien vouloir considérer ces
lignes comme établissant régulièrement ma démission.
Les circonstances qui me décident sont, vous le savez, toutes person-
nelles. Je quitte l’École des Hautes-Études en gardant pour elle autant
d’attachement que de reconnaissance envers mes collègues auprès de qui
j’ai trouvé de précieuses sympathies (apud Décimo, 1994, p. 78).

No sabemos con certeza cuáles fueron las circunstancias «toutes person-


nelles» que provocaron la retirada de Saussure. Acaso sintiese que París, esce-
nario mucho más adecuado que Ginebra para quien aspirase a brillar, no lo
era tanto para quien ya se había resignado a no pasar de medianía (Joseph,
2012, p. 371-372). En su ciudad natal le esperaban una plaza como profesor
extraordinario —esto es, no numerario— y la posibilidad de un matrimonio
con su prima Marie Faesch (ibid.). En cualquier caso, su partida era un pro-

156
Estas observaciones se recogen parte en la correspondencia con Berthe Esbaupin y
parte en el diario que Meillet redactó durante el viaje. De dicho diario, publicado por Fran-
cis Gandon (2014, pp. 73-108), se ha conservado dos testimonios: el original, veinticinco
páginas de difícil lectura, y una copia manuscrita de su discípulo Dumézil, sin cuyo auxilio
la empresa tal vez no fuese realizada (Gandon, 2014, p. 73-74).

212
blema para los gestores de la École; para Meillet, en cambio, una oportunidad
extraordinaria. Aparecía el interrogante sobre quién ocuparía el lugar del
maestro. Meillet, que ya lo había hecho en una ocasión, estaba bien situado,
pero tenía un rival en Louis Duvau, exalumno de Saussure y profesor de la
Facultad de Letras de Lille 157. Desde Echmiadzín, en una carta a su prima (fe-
chada el 5 de julio), Meillet contemplaba con pocas esperanzas su inmediato
porvenir:

Je n’ai pas trop d’espérance. Duvau a sur moi bien des avantages,
l’appui de G. Paris et de Havet, ses travaux qui comptent déjà, tandis que
les miens n’existent pas. Moi, j’ai, ou plutôt j’avais[,] l’appui des spécia-
listes: Saussure, Bréal, Darmesteter […], le fait que je suis beaucoup plus
un spécialiste en grammaire comparée que ne l’est Duvau. J’ai eu dans
Carrière un bon soutien, s’il est resté jusqu’à la séance. Dans ces condi-
tions, je ne puis prévoir le résultat. Si Duvau est choisi et qu’on m’offre sa
place à Lille, je la prendrai. C’est, en province, la seule que je puisse accep-
ter (apud Gandon, 2014, p. 173).

Al cabo de pocos días, desde la villa de Ashtarak, sita alrededor de 20 km


al Norte de Echmiadzín, Meillet volvía a manifestarle a Berthe sus escasas es-
peranzas de prosperar en la École y su firme propósito de luchar por la plaza
que su adversario abandonaría si triunfase en París: «[J]’ai écrit à Bréal. J’ai
posé nettement ma candidature à la place que D[unau] laisserait vacante à
Lille s’il était nommé aux Hautes Études» (apud Gandon, 2014, p. 179).
Enojado quizá, y sabiendo que se dirige a una persona de su plena confianza,

157
Su plaza le había pertenecido a Victor Henry, que la había ocupado desde 1883
hasta 1889, el año en que, como sabemos (cfr. supra, n. 135), se trasladó a París para suceder
a Bergaigne. El cambio de titularidad vino acompañado de una transformación del perfil
del puesto: de estar ligado a la enseñanza de Philologie et grammaire comparée, pasó a vin-
cularse con la de Philologie grecque et latine (Bergounioux, 1990, pp. 60-61).

213
nuestro autor no esconde la mala opinión que le merecen las aptitudes inte-
lectuales de Duvau. No deja de resultar sorprendente que un hombre de ape-
nas veinticinco años, con un historial científico todavía exiguo, juzgase los
méritos de su compañero con tantísima severidad:

Je serai tant soit peu vexé si D[vau] est nommé, parce que je ne lui
crois aucun talent et parce que je suis convaincu qu’il sera un mauvais pro-
fesseur de linguistique: sa méthode est dangereuse et il est dépourvu d’ori-
ginalité. C’est sans doute pour cela que de Saussure m’a proposé pour lui
succéder. Il a bien reconnu que c’est moi qui ai ses principes, sa méthode,
sinon son talent, hélas![,] et que si c’est moi qui suis là, son esprit restera
toujours sur le cours pour le vivifier (ibid.).

Como sabemos, Meillet estaba seguro de que Saussure lo había pro-


puesto como sucesor. Aquel signo de confianza era verdadero un timbre de
gloria para él; así lo prueban estas líneas, tomadas de la misma carta: «Avoir
été proposé par Saussure, je ne désirais presque rien de plus, et j’aime mieux
avoir échoué […] contre son opinion que d’avoir réussi sans son consente-
ment» (ibid.). No tenemos razones para suponer que Meillet se equivocaba,
pero tampoco hay pruebas de que Saussure lo quisiese como único heredero.
De hecho, la información disponible apunta en sentido contrario. Al parecer
el maestro no intervino en la resolución del conflicto, sino que fue un mero
espectador. A mediados de julio, el problema estaba solventado. El remedio
había sido salomónico: el puesto iban a ocuparlo Meillet y Duvau, con re-
parto equitativo de las horas lectivas y del salario 158. Algún tiempo después (el

158
En su entrevista con Lefèvre (1924, p. 1), Meillet recuerda que su primer salario
era de 2.000 francos al año, y que hubo de aguardar diez años para verlo ascender a 3.000
francos. «Il fallait faire quelques sacrifices», dice nuestro autor. Se necesita un punto de
referencia para apreciar justamente a el valor de la retribución; nosotros creemos haberlo

214
30 de diciembre de 1891), Saussure envió a Gaston Paris una carta donde, en-
tre otras cosas, manifestaba su satisfacción ante el resultado: «La nouvelle de
la double nomination de M. Meillet et de M. Duvau […] était de celles […]
qui pouvaient le plus contenter le cœur d’un linguiste ami des deux candi-
dats» (apud Décimo, 1994, p. 79). A esta declaración añadía una conjetura
sobre las responsabilidades: «Je ne doute pas, Monsieur et cher Maître, que
cette solution n’ait été également conforme à votre désir, si vous ne l’avez
même provoquée comme il est permis de le supposer» (ibid.; las cursivas son
nuestras). Leídas estas líneas, queda claro que Saussure había permanecido al
margen del proceso y, por lo tanto, no había propugnado la partición. Más
aún: se declaraba sorprendido por el resultado (ibid.).
En cuanto al joven Meillet, Vendryes afirma que aceptó el reparto «sans
amertume» (1937, p. 206). Con todo, la pésima opinión de nuestro hombre
acerca de Duvau puede movernos a desconfiar de ese relato. La sospecha es
razonable, pero la correspondencia de Meillet parece confirmar el testimonio
de Vendryes. A juzgar por unas líneas que le escribió a su prima el 13 de julio,
todavía desde Ashtarak, el desenlace del conflicto se le antojaba satisfactorio:

J’ai eu bien de l’impatience. Mais enfin c’est fait; il ne manque plus


que l’approbation ministérielle et elle n’est guère douteuse. Plus question
de province et j’en suis fièrement content. C’était me séparer de tout et
m’abrutir et, je puis le dire franchement, ma résolution de suicide était à

hallado en el Décret du 25 septembre 1872 (apud Savoie, 2000, pp. 429-431), que fija los
emolumentos del profesorado de los lycées. Pues bien, en los más modestos centros de pro-
vincias, los docentes titulares del rango inferior del escalafón percibían 3.000 francos anua-
les; en París, donde el coste de la vida era más alto, la retribución se duplicaba. Dos decenios
después, cuando Duvau y Meillet relevaron a Bréal, un sueldo de 2.000 francos al año era
excesivamente modesto.

215
peu près absolue, surtout si j’avais dû entrer dans l’enseignement secon-
daire. Maintenant c’est fini, bien fini (apud Gandon, 2014, p. 181).

Después de semanas de zozobra, Meillet se encontraba con un horizonte


despejado. Mantenía su conexión con la École, que le aseguraba unos módi-
cos emolumentos y le daba la oportunidad de seguir haciendo lingüística (su
máxima aspiración, como sabemos). Con aquel soporte económico, por pre-
cario que fuese, nuestro hombre podía pensar en hacer avanzar su carrera
científica, para lo cual —él era consciente— necesitaba alargar su lista de pu-
blicaciones. Era en el campo de la gramática comparada de las lenguas indoeu-
ropeas donde más le convenía e interesaba trabajar, pero ello no obstaba para
que hiciese incursiones en ámbitos ajenos a dicha especialidad. De una de ellas
vamos a ocuparnos en el próximo apartado.

3.2.2 Las leyes del lenguaje

Hace un instante dijimos que la obtención de una plaza en la École des


Hautes Études —de media plaza, en rigor— le dio a Meillet el sosiego que
necesitaba para poder darle impulso a su carrera científica. De 1891 en ade-
lante, publicó en abundancia y con regularidad perfecta: no habría año en que
no diese a la imprenta uno o varios artículos (decenas, a veces); ni siquiera la
vejez y la enfermedad lograrían alejarlo de sus estudios. Pero regresemos a la
primera mitad del último decenio del Ochocientos. Al examinar la lista de pu-
blicaciones confeccionada por Benveniste, veremos que nuestro autor da a la
luz, en las Mémoires de la Société de Linguistique, un puñado de breves con-
tribuciones a la indoeuropeística, con especial atención a dos de sus especiali-
dades: los estudios armenios y los eslavos. Al tiempo, asiste habitualmente a
las sesiones de la Société, donde presenta un gran número de comunicaciones
sobre diversos puntos de gramática comparada de distintas ramas del tronco
indoeuropeo. No son estos, con todo, los trabajos que ahora nos conciernen,

216
sino dos artículos de carácter divulgativo y orientación generalista que pu-
blicó en la Revue Internationale de Sociologie (Meillet, 1893; Meillet, 1894b),
cuando aún no había cumplido treinta años ni tenía el grado de doctor. Es en
ellos donde tal vez encontraremos las raíces de la lingüística general meille-
tiana.

3.2.2.1 La Revue International de Sociologie

Antes de adentrarnos en la lectura de los textos de Meillet, conviene que


tracemos unas breves notas acerca de su cauce de publicación. Conocer la Re-
vue, esto es, saber quién la fundó y a qué intereses servía, será de gran ayuda
para comprender lo que nuestro autor pretendía cuando se sentó a escribir
aquellas páginas.
La Revue Internationale de Sociologie, órgano del Institut International
de Sociologie, había nacido, al igual que este, en 1893. Ambos eran fruto de la
iniciativa y las dotes organizativas de René Worms, un hombre bien formado
(filósofo, jurista, economista), ambicioso y, además, bien relacionado: su pa-
dre, Émile Worms, enseñaba economía política en la Facultad de Derecho de
Rennes (Clark, 1973, p. 148; Mucchieli, 1998, pp. 144-145). Worms, que as-
piraba a convertirse en el árbitro de la sociología francesa, quiso convertir la
Revue en un punto de encuentro para los historiadores, los lingüistas, los et-
nógrafos y, en fin, para los cultivadores de todas aquellas disciplinas que pue-
den aspirar al título de ciencias sociales. Para comprender aquel su proyecto
(y, por tanto, la contribución de Meillet), debemos detenernos a examinar la
forma y el sentido de la etiqueta en cuestión, situándola en el contexto de la
época. Hoy por hoy, el nombre de ciencias sociales ha llegado a ser trivial: en
él no vemos ya un problema, un reto que pida respuesta, como no lo vemos

217
en física, química o botánica. A fines del s. XIX, la situación era muy otra, sin
embargo.
Cuando se indaga sobre la expresión ciencias sociales, se advierte que, en
el momento en el que Worms fundó su revista, retenía un leve halo de nove-
dad. Cincuenta años antes, un John Stuart Mill les daba aún el viejo nombre
de ciencias morales a «those which relate to man himself, the most complex
and most difficult subject of study on which the human mind can be en-
gaged» (1843, vol. II, p. 476) 159. El filósofo inglés da testimonio, además, de
las discusiones sobre el estatus intelectual de dichas disciplinas. Había parece-
res encontrados, en efecto. Algunos autores creían que, en la fórmula ciencias
morales, el sustantivo y el adjetivo se repudiaban mutuamente: su coexisten-
cia en el recinto de una frase se les antojaba un abuso de lenguaje 160. La astro-
nomía —decían— es la más perfecta de las ciencias empíricas, dado que ha
rebasado la mera acumulación de observaciones para elevarse hasta la enun-
ciación de leyes; unas leyes cuyo conocimiento permite anticiparse a los acon-
tecimientos, o sea, hacer predicciones exactas. Ahora bien, a diferencia del
movimiento de los cuerpos celestes, el comportamiento humano no está su-

159
Stuart Mill habla también de la social science, singular, pero no de las social sciences,
plural. Visto su empleo de la expresión, parece obvio que su social science coincide, en líneas
generales, con nuestra ciencia política: «It is […] but of yesterday that the conception of a
political or social science has existed anywhere but in the mind of here and there an insulated
thinker, generally very ill prepared for its realization […]. The condition, indeed, of politics
as a branch of knowledge was, until very lately, […] that which Bacon animadverted on, as
the natural state of the sciences while their cultivation is abandoned to practitioners» (Stu-
art Mill, 1843, vol. II, p. 531; la cursiva es nuestra).
160
No es fácil mencionar nombres ni títulos, y no porque dicha opinión no se hubiese
difundido, sino, muy al contrario, porque formaba parte del repertorio de creencias funda-
mentales —en el sentido orteguiano de la palabra (Ortega y Gasset, 1940, pp. 381-405)—
de la generalidad de los hombres de ciencia. No en vano, cuando hace referencia a esa doc-
trina, Stuart Mill habla de «[t]he vulgar notion […] that all pretension to lay down general
truths on politics and society is quackery; that no universality and no certainty are attaina-
ble in such matters» (1843, vol. II, p. 533; la cursiva es nuestra).

218
jeto a leyes. En su estudio no podemos superar lo que Auguste Comte lla-
maba, con indisimulado desdén, «vaine érudition» (1844, p. 16) 161. Hasta
aquí los argumentos de quienes creen fútiles todos los intentos de construir
unas ciencias morales que no lo sean solo de nombre.
Concede el bando contrario que las ciencias morales no alcanzarán jamás
la exactitud de la mecánica celeste. Las acciones humanas son resultado de las
circunstancias (ya que se producen en vista de ellas) y del carácter (que predis-
pone a reaccionar de una determinada manera). Las circunstancias —apun-
tan— son diversas, cambiantes, y el carácter es el producto de un sinnúmero
de influjos y vivencias. Siendo sobremanera imperfecto nuestro conoci-
miento de aquellas y de este (Mill, 1843, vol. II, pp. 493-495), es imposible —
admiten— predecir el comportamiento con tanta precisión como la trayecto-
ria de los astros. Hay, eso sí, circunstancias, influjos y vivencias comunes a una
enorme multitud de individuos, lo cual comporta, de un lado, la existencia de
situaciones-tipo, y, de otro, la de rasgos caracteriales ampliamente difundidos.
Por tanto, se pueden enunciar «general propositions which are almost always
true», las cuales permiten hacer «predictions which will almost always be ver-
ified» (Mill, 1843, vol. II, p. 495; la cursiva es nuestra). Con respecto al com-
portamiento futuro de un individuo concreto, nada sabemos con certeza;

161
Al citar al filósofo francés, no hemos pretendido contarlo entre quienes creían im-
posible construir una verdadera ciencia de la sociedad. De hecho, Comte pensó siempre
que la empresa era factible y que su puesta en marcha no debía demorarse (cfr. infra). Lo
hemos mencionado en tanto que representante de una epistemología que expulsaba del
campo de la ciencia el mero conocimiento de lo particular: «C’est dans les lois des phéno-
mènes que consiste réellement la science, à laquelle les faits proprement dits, quelque exacts
et nombreux qu’ils puissent être, ne fournissent jamais que d’indispensables matériaux»
(1844, p. 16). Lo que separa a Comte de la opinión que hemos expuesto en el cuerpo del
texto no es la visión nomocentrista de la ciencia, sino el convencimiento de que los fenóme-
nos naturales no son los únicos que están sujetos a leyes.

219
cuando se trata de inclinaciones colectivas, en cambio, podemos pronosticar
con menos temor al error:

[A]n approximate generalization is, in social inquiries, for most


practical purposes equivalent to an exact one; that which is only probable
when asserted of individual human beings indiscriminately selected, being
certain when affirmed of the character and collective conduct of masses
(Stuart Mill, 1843, vol. II, p. 495) 162.

Aunque pensada para aplicarla al estudio de la condición humana indi-


vidual, esta reivindicación de las «approximate generalizations» es extensible
al de las sociedades. En última instancia, estas no son más que agregados de
individuos, de modo que, si hay rasgos compartidos por todos los hombres
en tanto hombres, forzosamente habrá regularidades estructurales y operati-
vas comunes a todas las sociedades. Se observa entre ellas diversidad, como
entre los individuos, pero la variación tiene límites que, con ser dúctiles, se
hacen notar. Los cambios de las estructuras sociales no se pueden predecir a
la perfección, pero tampoco son caprichosos; dadas ciertas circunstancias, su-
puesta la actuación de ciertas fuerzas, el haz de trayectorias posibles experi-
menta una reducción drástica. Es posible, en suma, descubrir las condiciones
generales de la evolución de la sociedad, aunque no prever los resultados:

We may be able to conclude, from the laws of human nature applied


to the circumstances of a given state of society, that a particular cause will
operate in a certain manner unless counteracted; but we can never be as-
sured to what extent or amount it will so operate, or affirm with certainty

162
Para que todas esas generalizaciones empíricas alcancen el nivel de verdades cientí-
ficas pleno iure —apunta Stuart Mill (1843, vol. II, pp. 512 y ss.)—, es indispensable vin-
cularlas con los «principles of human nature» (aún por descubrir, en su mayoría), porque
en estos reside su explicación.

220
that it will not be counteracted; because we can seldom know, even ap-
proximately, all the agencies which may co-exist with it (Stuart Mill, 1843,
vol. II, pp. 565-566).

Worms compartía las aspiraciones y esperanzas de Stuart Mill, a quien


por fuerza hubo de leer. Él también deseaba la constitución de una ciencia
que descubriese «les conditions fondamentales de la vie sociale» (1893a, p.
173; la cursiva es nuestra), que se alzase por sobre las varias ciencias de lo social
(historia, economía, jurisprudencia, etc.) y que, nutriéndose de sus resultados,
enunciase verdades de orden superior:

En un mot donc, à l’opposé des diverses sciences sociales, qui sont


particulières et par leur objet et par leur méthode, la sociologie est générale
par son objet, mais générale aussi par sa méthode, en ce que, au lieu de
descendre dans les détails, elle aspire à atteindre les sommets, en ce qu’elle
n'étudie pas des faits isolés, mais les rapports des faits entre eux, en ce
qu’au mobile et au contingent elle préfère l’immuable et le nécessaire
(Worms, 1893a, p. 176).

A esta ciencia nueva, Worms quiere darle el nombre de sociología, todavía


poco ajado por el uso 163, que será el pabellón bajo el que formen filas todos

163
Erraríamos, con todo, si lo creyésemos enteramente nuevo. A principios de la cen-
turia, a la sombra de Henri de Saint-Simon (por entonces su maestro y amigo), Comte ha-
bía introducido el término physique sociale, con el cual se refería a la ciencia positiva (‘basada
en la observación’) de las sociedades, una disciplina que aún era solo un proyecto. La labor
primera de la physique sociale sería descubrir, a través del estudio del pasado, las leyes que
habían presidido el desarrollo de la Humanidad. Luego, apoyándose en el conocimiento de
esas regularidades históricas, trazaría las líneas maestras del nuevo «système social» que ha-
bía de ponerle fin a la gran crisis revolucionaria de la civilización europea (Comte, 1822, p.
187). Diecisiete años después, en el tomo IV de su Cours de philosophie positive, Comte pro-
pondrá sociologie como alternativa al viejo nombre: «Je crois devoir hasarder […] ce terme

221
los estudiosos del hombre como ser social. En opinión de Worms, ese encua-
dramiento es una necesidad inaplazable. Hasta la fecha, los estudiosos que
han procurado conocer a la Humanidad en la historia se han mantenido ale-
jados entre sí, con graves perjuicios para sus investigaciones. «Les sciences so-
ciales […] manquent d’une coordination véritable», dice con gran pesar
(1893b, p. 5). Hora es de convencer a sus cultivadores de que la realidad que
escrutan es una sola, por más que la contemplen desde atalayas distintas. Esta
labor de coordinar a los especialistas es la misión propia de la sociología. Y
llegará el día —todavía lejano (Worms, 1893b, pp. 13-14)— en el que los so-
ciólogos, desde su privilegiada posición, hallarán las leyes fundamentales de
las sociedades humanas, logro que hará posible una intervención deliberada
con vistas a su mejoramiento:

Lorsqu'on aura […] découvert par induction les lois les plus géné-
rales, on en pourra tirer par déduction des conséquences. Et ces déduc-
tions ne nous montreront pas seulement ce qui a été ou ce qui est, mais
elles nous éclaireront aussi sur ce qui doit être: elles nous permettront de
mettre nos connaissances au service de nos aspirations, de travailler à
l’amélioration des sociétés en prévoyant quel effet doit résulter de l’inter-
vention de telle force donnée, et en appliquant nos forces au point voulu
et dans la mesure la meilleure (1893b, p. 15).

Ahora bien, si la enunciación de las supremas leyes estructurales y evolu-


tivas de la civilización está lejos, más aún lo está el momento en que los soció-

nouveau, exactement équivalent à mon expression, déjà introduite, de physique sociale, afin
de pouvoir désigner par un nom unique cette partie complémentaire de la philosophie na-
turelle qui se rapporte à l’étude positive de l’ensemble des lois fondamentales propres aux
phénomènes sociaux» (Comte, 1839, p. 252 n. 1). Estas líneas son, probablemente, el acta
de nacimiento de un término que comenzaría a hacer fortuna medio siglo después.

222
logos puedan aplicar clínicamente sus saberes anatómicos y fisiológicos 164. Vol-
vamos al presente —al de Worms— y preguntémonos cómo concibe la orga-
nización de las ciencias sociales y qué lugar asigna, en particular, a la del len-
guaje. Con este fin, leeremos un fragmento extenso, pero luminoso, de uno
de sus trabajos:

[Les sciences sociales] devraient, suivant nous, être divisées en deux


séries. La première pourrait s’intituler sociologie descriptive. Elle compren-
drait l’étude monographique des principaux faits sociaux, présents ou pas-
sés, de tous genres: elle ferait l’histoire des individus, des familles, des villes,
des nations, des races, dans leur vie matérielle et morale; elle énumérerait,
dans la mesure du possible, leurs pensées, leurs croyances, leurs travaux,
les actions qu’ils ont exercées et les réactions qu’ils ont subies; elle nous
initierait ainsi au détail vivant et concret du monde social. La seconde série
pourrait être appelée sociologie comparée. S’appuyant sur les données four-
nies par la sociologie descriptive, elle essaierait de rapprocher ces données,
et d’en tirer des lois universelles. Elle chercherait à dégager les principes qui
ont présidé à l’organisation et au fonctionnement des classes sociales, du
gouvernement, de la justice, des divers pouvoirs publics, de l’industrie, des

164
Muchas veces se ha llamado la atención sobre el gusto de Worms por los símiles y
las metáforas organicistas (cfr., p. ej., Mucchieli, 1998, pp. 150-153). Siendo innegable tal
predilección, no menos lo es que buena parte de la ciencia social del s. XIX participó del
mismo sesgo. Ya Comte, al proponer la división de la physique sociale en statique sociale y
dynamique sociale, se había complacido en afirmar que la primera de ellas era «[une] sorte
d’anatomie sociale», y le había asignado, por tanto, la tarea de descubrir «[l]es lois […] sta-
tiques de l’organisme social», es decir, las «actions et réactions mutuelles» que mantienen
en equilibrio las diversas partes del sistema, que él parangonaba abiertamente con un
«corps vivant» (1839, p. 339). Pocos años después, Stuart Mill señalaba que los estudiosos
de la sociedad se habían comportado al modo de un médico que tratase de sanar un cuerpo
cuyo funcionamiento ignorase: «[They] attempted to study the pathology and therapeu-
tics of the social body before they had led the necessary foundation in its physiology»
(1843, vol. II, p. 533). No sería difícil alargar esta breve nómina de ejemplos.

223
corps enseignants et religieux, des relations internationales, dans les divers
pays et aux diverses époques (Worms, 1893a, pp. 9-10).

Como vemos, la extensión del concepto de sociología ha aumentado de


forma prodigiosa. En un principio era una nueva ciencia de la sociedad que se
superponía a las ya constituidas; ahora, en cambio, las engloba, conque se ven
reducidas a «subdivisions de la sociologie descriptive ou de la sociologie com-
parée» (1893a, p. 11). Forzoso es preguntarse qué lugar le asigna Worms a la
lingüística dentro de esa macrociencia social que las incluye todas. Sensible al
creciente prestigio de la disciplina, enterado —al menos someramente— de
algunos de sus grandes triunfos, decide situarla en el territorio de la sociología
comparada:

On peut dire toutefois, d’une manière générale, que l’histoire, au


sens où elle est généralement prise à présent, c’est-à-dire l’histoire des na-
tions et de leurs subdivisions, formerait, en s’appuyant sur l’ethnographie,
le centre de la sociologie descriptive. Au contraire, l’histoire de la civilisa-
tion, la psychologie comparée, la linguistique, l’histoire des religions et les
parties proprement scientifiques de la morale, du droit, de l’économie po-
litique et de la politique, deviendraient le noyau de la sociologie comparée.
– Qu’importent ici du reste les vocables? Ce qui est certain, c’est que le
labeur de ces sciences, dussent leurs noms disparaître, ne serait point
perdu (Worms, 1893a, p. 11).

La decisión de Worms quiere ser, sin duda, un homenaje. Para él, la so-
ciología comparada tiene por misión el descubrimiento de «lois universelles»
en la esfera de lo social; dicho de otro modo: está llamada a elevar hasta la cien-
tificidad el conocimiento que la humanidad tiene de sí misma. Al situar la lin-
güística en ese campo —en vez de ubicarla en el de la sociología descriptiva—
, Worms está elevando la disciplina. Con todo, la decisión es sorprendente,

224
porque los propios lingüistas dudaban que su ciencia se encontrase en posi-
ción tan ventajosa. Como ya sabemos (cfr. supra, § 2.2.3), en los últimos años
del s. XIX y primeros del XX, eran muchos los que se dolían del particula-
rismo imperante en la investigación lingüística, por mucho que esta fuese
eminentemente comparativa. Cuando se pone al servicio de la clasificación
genealógica y de la reconstrucción de protolenguas, la comparación es una
herramienta al servicio de la historia, y decir historia es tanto como decir ‘co-
nocimiento de lo particular’, de acontecimientos únicos, localizados en el es-
pacio y en el tiempo.
No estaba Worms, por lo tanto, muy al corriente de los verdaderos logros
del s. XIX en lo tocante al estudio del lenguaje. Sabía, eso sí, que habían que-
dado atrás los tiempos en los que el oficio de lingüista —o de gramático, mejor
dicho— se tenía por un menester de eruditos 165. La ciencia del lenguaje se ha-

165
Opinión esta que aún era común en las postrimerías del siglo anterior. Valgan
como indicio las palabras que, allá por 1782, el Juan Pablo Forner lanzaba —sin nombrar-
los— contra Tomás de Iriarte, su tío Juan y otros humanistas: «En realidad, […] andarse
todo un hombre fatigando perenemente en aberiguar [sic] si Pacubio [sic] se ha de escribir
con v o con b, quando no importa maldita la cosa que el tal Pacubio haya o no vivido, claro
es que esto es querer los hombres ser niños toda su vida y hacer poquísimo caso del enten-
dimiento que Dios nos dio, despreciándole en vagatelas ridículas bien poco dignas de que
inspiren vanidad como no sea a un mocoso mayorista [‘alumno de la clase superior de un
Estudio de Gramática’]. Mas no todos lo entienden de este modo. Siendo así que las lenguas
[…] son útiles en quanto nos prestan la inteligencia de las cosas, a las quales sirven como de
cortezas o cáscaras, hay en el mundo un número innumerable de Orbilios [Lucio Orbilio
Pupilo, gramático latino del s. I a. C., gran amigo de los libros… y de la vara (cfr. Suetonio,
1985, § IX)] que se consumen infatigablemente en saber que tal voz significa tal cosa, sin
parar a enterarse de la esencia o uso de ella; como si dixéramos, que gustan de alimentarse
de cáscaras […], no haciendo caso del meollo» (Forner, 2000, cap. IV). Se objetará que las
palabras de Forner tenían su origen en una profunda antipatía contra el ideario iluminista
de Iriarte, y que, con tal de dar rienda suelta a sus críticas, el autor extremeño se hubiese
servido de cualquier pretexto. Probablemente sea cierto, pero diatribas como la que acaba-
mos de presenciar, daban testimonio de un estado de opinión. Si la visión de los estudios

225
bía ganado el derecho a ostentar el título de ciencia, con todo el prestigio de
que estaba revestido. Ignorarlo no era de buen tono, al menos en ambientes
como los que podía frecuentar Worms. Las gentes instruidas debían saber
algo, por poco que fuese, acerca de las más recientes conquistas de la lingüís-
tica.
Por fortuna, no era difícil aparentar un conocimiento que no se tenía;
bastaba con retener un puñado de nombres en la memoria: nombres de auto-
res (Bopp, Pott, Grimm), de lenguas exóticas (sánscrito, avéstico, gótico) y de
textos de singular importancia como documentos lingüísticos y culturales
(los Vedas, el Avesta, la traducción bíblica de Ulfilas…). Una simple reveren-
cia, al modo de Worms, ya bastaba para cubrir el expediente. Mas, aunque
fuese impostada, la reverencia tenía valor de síntoma. Revelaba el acatamiento
—más o menos franco— de una jerarquía de valores intelectuales, gesto que
no se puede desechar como una simple anécdota. Para Meillet la tenía, como
la hubiera tenido para cualquier otro lingüista invitado a colaborar en la Re-
vue. En aquel entonces, como ahora, la consideración que el director de una
publicación mostraba para con una disciplina no era indiferente a sus cultiva-
dores. Era señal de facilidades para la difusión de trabajos, para conseguir con-
tactos, para hacerse un nombre, en fin. En los elogios que de la lingüística ha-
cía Worms, por mal orientados que estuviesen, Meillet veía una oportunidad
para darse a conocer. Veamos qué hizo para aprovecharla y en qué medida
satisfizo, con su trabajo, las aspiraciones de Worms.

3.2.2.2 Propósito divulgativo

Nuestro autor da comienzo a su primer artículo con una afirmación que,


a pesar del tiempo transcurrido, suena actual todavía. Los lectores cultos no

gramaticales como una futilidad no tuviese el estatus de idée reçue, Forner no hubiese lan-
zado su ataque contra ese flanco.

226
especialistas —dice Meillet (1893, p. 311)— desconocen los métodos y logros
de la lingüística moderna: «La science du langage a […] obtenu des résultat
[sic] très précis, mais qui restent ignorés de ceux qui ne sont pas proprement
linguistes» 166. El propósito de nuestro autor es combatir esa ignorancia tan
extendida. Intentará poner al alcance del gran público —que, en realidad, es
bastante pequeño— aquellos resultados de la lingüística que revistan «un in-
térêt général» (1893, p. 312). Basta la frase «intérêt général» para despertar
en nosotros la esperanza de encontrar sillares con los que edificar este estudio.
Ahora bien, antes de disponerlos en hiladas, hemos de dedicar algunas líneas
a determinar en qué medida es preciso el juicio de Meillet sobre las carencias
formativas de los lectores. La empresa no es fácil. Se trata de reconstruir todo
un clima de opinión a partir de fuentes anecdóticas y, sobre todo, indirectas.
En efecto, más que oír la voz del gran público, escuchamos lo que sobre él

166
Son palabras que podría haber escrito un lingüista de nuestra época; más de uno
las ha escrito, de hecho. Valgan como ejemplo las que Laurie Bauer y Peter Trudgill, hace
veinte años, ponían en el prólogo de una colección de ensayos sobre los prejuicios lingüís-
ticos más difundidos en el ámbito cultural anglosajón: «The main reason for presenting
this book is that we believe that, on the whole, linguists have not been good about inform-
ing the general public about language» (1998, p. XV). Los lingüistas —prosiguen (1998,
pp. XV-XVI)— se han dedicado casi exclusivamente a la investigación, de suerte que la di-
vulgación (y, por lo tanto, la educación lingüística de la sociedad) ha quedado en manos de
literatos, periodistas y psicólogos. Por supuesto, Bauer y Trudgill deploran tal estado de
cosas y quisieran verlo cambiar: «[I]f you want to know about human respiratory physiol-
ogy you should ask a medic or a physiologist, not an athlete who has been breathing suc-
cessfully for a number of years. […] [I]f you want to know how language works you should
ask a linguist and not someone who has used language successfully in the past» (1998, p.
XVI).

227
dicen los especialistas, en las pocas ocasiones en que han sentido curiosidad
por esta modalidad singularísima de folk linguistics 167.
Cabe preguntarse, pues, cómo de extensos y profundos fueron, durante
el s. XIX, los conocimientos de los profanos acerca de las grandes conquistas
de la ciencia del lenguaje. Dar respuesta cumplida a este interrogante excede
con mucho lo conveniente en este lugar. Podemos, eso sí, introducir algunas
puntualizaciones y deshacer algún malentendido. Lo primero, y tal vez lo más
importante, es alertar contra la confusión entre el tener formación en lingüís-
tica y el exhibir un barniz, más o menos brillante, de orientalismo blando. Es
de sobra conocido el papel que en la génesis de la gramática comparada desem-
peñó la atracción por los mitos y leyendas, por los dioses y héroes, por los sa-
bios y poetas, por las costumbres, etc., de la antigua Persia y del Indostán. Esa
atracción fue, en efecto, el sustrato en el que prendió la planta del compara-
tismo, cuyo esqueje más lozano sería la lingüística indoeuropea. Fue una fas-
cinación de raíz extralingüística —etnológica, filológica— la que promovió el
desarrollo de la indoeuropeística.
Con todo, sería un error suponer que la mera difusión de motivos orien-
tales en la literatura comportaba una auténtica familiaridad con los problemas
y métodos de la nueva lingüística. Entre las clases cultas, lo habitual fue con-
formarse con vagas nociones que se podían asimilar sin necesidad de un estu-
dio serio y prolongado; o bien, en el mejor de los casos, profundizar solo en el
contenido ideológico de aquellas civilizaciones antiguas (religión, costumbres,

167
La denominación folk linguistics (‘lingüística popular’) la acuñó Henry M.
Hoenigswald en el título de un trabajo en el que proponía líneas de investigación para los
lingüistas y antropólogos con interés por las creencias de los profanos sobre el lenguaje y las
lenguas (Hoenigswald, 1966, pp. 17-20). Más cerca de nosotros, Dennis Preston, uno de
los grandes cultivadores de la especialidad, describe en estos términos su materia de estudio:
«beliefs about, reactions to, and comments on language by what we call real people (i.e.,
nonlinguists)» (2002, p. 13). Aunque el ejemplo del pionero y de su continuador no nos
autoricen, parece razonable ensanchar el concepto de folk linguistics para que acoja los sa-
beres de los hablantes acerca de la ciencia del lenguaje.

228
leyes…), sin cuidarse del instrumento idiomático que le había servido de so-
porte. Cada vez más abundantes, las traducciones brindaban la posibilidad de
familiarizarse con aquellas nuevas culturas —nuevas para Occidente— a mu-
chas personas que no tenían paciencia ni recursos para aprender sus lenguas.
Este orientalismo más o menos blando, desprovisto de toda faceta pro-
piamente lingüística, era el de los escritores y las gentes de mundo. Era, p. ej.,
el de Victor Hugo, que discutía con Albert Lacroix, su editor, acerca del
puesto que se debía conceder a los autores del Mahābhārata y el Rāmāyaṇa
en una historia de los grandes genios de la literatura universal (Schwab, 1950,
pp. 387-389). Era el de Alfred de Vigny, fascinado por el budismo, que había
conocido a través de las páginas de Jules Barthélemy-Saint-Hilaire (p. 404).
Era el de Arthur Schopenhauer, que creía descubrir orígenes indostánicos a
todas las doctrinas que le complacían (desde las del maestro Eckart hasta las
de Spinoza), y despreciaba el monoteísmo hebraico (con sus hijuelas cristiana
y musulmana) para exaltar el panteísmo brahmánico (pp. 447-451). Era, en
fin, el de los intelectuales extraacadémicos que, en la Alemania de finales del
s. XIX, devoraban traducciones populares de los textos del canon budista y
llegaban, a veces, a renegar de la fe cristiana de sus padres (McGetchin, 2009,
120 y ss.).
Obviamente, no pretendemos repudiar ese orientalismo que hemos cali-
ficado de blando ni negarle repercusiones en el plano de la ciencia. Antes bien,
creemos que fue un combustible y, al mismo tiempo, uno de los productos
de combustión del orientalismo duro, esto es, de la actividad docente e inves-
tigadora de los arabistas, hebraístas, turcólogos, iranistas, indianistas, etc.
Ahora bien, la combustión propiamente dicha —continuamos con el símil—
fue siempre oficio de minorías. Y entre los productos resultantes, la fracción
más pesada comprendía algunos materiales de asimilación imposible para los
profanos. Una cosa es, p. ej., preguntarse si la leyenda latina de Hércules y
Caco y la griega de Heracles y Gerión son variantes particulares de un mismo
mito fundamental: el combate entre el dios del rayo y el demonio que intenta

229
robarle sus vacas (las nubes) e impedir que su leche (la lluvia) alimente la tierra
(Bréal, 1863, pp. 71 y ss.). Otra es preguntarse, dada una correspondencia
como gr. φέρω = lat. fero = scr. bhárāmi, si el indoeuropeo común poseía solo
una vocal abierta a y el griego y el latín la escindieron, o si distinguía a y e y el
sánscrito las ha fundido en a (cfr., p. ej., Delbrück, 1880, pp. 58-59). Una cosa
es preguntarse si Zaratustra había sido un reformador religioso que se había
propuesto reemplazar el culto de una pléyade de entidades divinas, los ahuras,
por el de un único dios omnipotente y omnisciente y eterno, Ahura Mazda
(Haug, 1862, pp. 256 y ss.), o si, por el contrario, era una figura mítica, una
de muchas manifestaciones del dios de la luz celeste en su lucha contra el de-
monio de la oscuridad (Darmesteter, 1877, pp.194 y ss.). Y otra cosa es pre-
guntarse, ante correspondencias, como gr. φέρω = scr. bhárāmi y gr. ειμί = scr.
ásmi, si la existencia de dos desinencias de 1.ª pers. sing. es una innovación del
griego o si fue el sánscrito el que innovó reduciéndolas a una (Pedersen, 1924,
pp. 290-292).
No andaba descaminado Meillet, en suma, cuando llamaba la atención
sobre la ignorancia del gran público. Con «Les lois du langage», Meillet trató
de contribuir a remediarla. En sus páginas, ofrece una presentación clara y re-
lativamente breve de la forma en que operan los dos mecanismos principales
de la evolución lingüística: en primer lugar, el cambio fonético regular («les
lois phonétiques», dice el subtítulo del primer artículo); a continuación, la
asociación de las formas en virtud de sus similitudes materiales y de contenido
(«l’analogie», como dice el subtítulo del segundo). Al seleccionar estos dos
puntos focales, nuestro autor se revelaba inserto en la gran tradición científica
a la que los Junggrammatiker habían dado su más acabada formulación. De
hecho, no dudaba en invocar la autoridad de Hermann Paul, que pasa por ser
el gran teórico de la escuela. Omite, en cambio, el de su maestro Michel Bréal,
frente a cuyas doctrinas, sin mencionarlas, se muestra reticente.
Treinta años después, con una guerra de por medio, Meillet descubriría
que Alemania ya no ostentaba, en términos cualitativos, el cetro de las ciencias

230
del lenguaje: «Beaucoup des initiatives qui ont ouvert des voies nouvelles
depuis 1870 environ sont venues de savants non allemands» (1923, pp. 157-
158) 168. Ahora, en 1893, está dispuesto a reconocer la preeminencia de Ale-
mania en todos los órdenes, si no con declaraciones explícitas, sí por la vía de
los hechos, dado que salpica el texto de referencias al más brillante teórico del
país vecino. Por lo demás, aunque Meillet no haga referencia alguna a Karl
Brugmann ni a Hermann Osthoff, en sus páginas se ven las huellas del célebre
prólogo al primer número (1878) de la revista Morphologische Untersuchun-
gen auf dem Gebiete der indogermanischen Sprachen (‘Investigaciones morfo-
lógicas en el campo de las lenguas indoeuropeas’) 169 . Allí, inspirándose en
parte en una tesis avanzada por August Leskien 170, Brugmann y Osthoff ha-
bían puesto el foco sobre los dos mecanismos que ahora estudiaba Meillet:

The two most important principles of the “neogrammarian” move-


ment are the following:
First, every sound change, inasmuch as it occurs mechanically, takes
place according to laws that admit no exception. That is, the direction of

168
En términos cuantitativos, en cambio, la posición de Alemania seguía siendo de
privilegio, y Meillet no podía dejar de reconocerlo: «[M]algré le nombre imposant des tra-
vailleurs bien formés et ingénieux qui produisent, la grammaire comparée donne en Alle-
magne des signes de déclin» (1923, p. 157).
169
Con Karl Brugmann ya hemos tenido ocasión de encontrarnos (cfr. supra, § 2.1.4).
En cuanto a Hermann Osthoff, profesor de sánscrito y de gramática comparada en la Uni-
versidad de Heidelberg, nos consta que se le ha descrito a veces como «one of the leading
figures of the Neogrammarian school of historical linguistics» (Meyer, 2009, p. 1103). Solo
los especialistas en lingüística indoeuropea tienen la formación necesaria para aquilatar sus
contribuciones a la especialidad. Entre el resto de los lingüistas, el apellido Osthoff evoca
únicamente el famoso manifiesto de 1878, del cual es el otro firmante.
170
Especialista en lingüística báltica y eslava, profesor en la Universidad de Leipzig
durante casi cincuenta años (1870-1915), August Leskien ha quedado un tanto eclipsado
por el brillo de sus discípulos, entre los cuales se encuentran hombres tan eminentes como

231
the sound shift is always the same for all the members of a linguistic com-
munity except where a split into dialects occurs; and all words in which
the sound subjected to the change appears in the same relationship are af-
fected by the change without exception.
Second, since it is clear that form association, that is, the creation of
new linguistic forms by analogy, plays a very important role in the life of
the more recent languages, this type of linguistic innovation is to be rec-
ognized without hesitation for older periods too, and even for the oldest.
This principle is not only to be recognized, but is also to be utilized in the
same way as it is employed for the explanation of linguistic phenomena of
later periods. And it ought not strike us as the least bit peculiar if analogi-
cal formations confront us in the older and in the oldest periods of a lan-
guage in the same measure or even in still greater measure than in the more
or most recent periods (Osthoff y Brugmann, 1878, p. 204).

De hecho, la pareja de artículos que Meillet publica en el bienio 1893-


1894 viene a ser —sin un reconocimiento explícito— una glosa de los dos pá-
rrafos que acabamos de citar. Si Brugmann y Osthoff se habían dirigido a un
público de especialistas, nuestro autor hablaba para legos, lo cual lo obligaba
a ser más cauto y más prolijo. El afán «didáctico» se hace patente en todas sus
páginas, y Meillet pone singular empeño en prevenir las equivocaciones que

Hermann Paul, Karl Brugmann y Eduard Sievers (Hammel, 2009, p. 895). Goza, no obs-
tante, de una distinción que nadie puede disputarle: fue el primero en enunciar con clari-
dad el principio de la regularidad del cambio fonético. En efecto, lo hizo en una monografía
sobre Die Deklination im Slavisch-Litauischen und Germanischen (‘La declinación en es-
lavo-lituano y germánico’), que se publicó dos años antes de que apareciese el manifiesto
de Brugmann y Osthoff. Leskien prevenía a sus colegas contra una tentación que sabía pe-
ligrosa: la de aceptar que el curso regular de la evolución de los sonidos puede sufrir altera-
ciones que no estén, ellas también, sujetas a reglas. Obrar de esa manera sería, para él, acep-
tar que el lenguaje es el reino del azar y, por tanto, que no es susceptible de estudio científico
(1876, p. XXVIII).

232
una formulación demasiado tajante (o demasiado esquemática) puede indu-
cir en el lector profano.

3.2.2.3 Las leyes fonéticas

El deseo de claridad se manifiesta, sobre todo, en los pasajes dedicados al


cambio fonético regular. Es comprensible. En el léxico especializado de nues-
tra disciplina, pocas expresiones hay que superen a leyes fonéticas en capacidad
de sembrar la confusión. Como no puede eludir la fórmula, ya consagrada
por el uso, Meillet tiene que afanarse en desactivarla, en despojarla de su peli-
grosidad. No es de extrañar, pues, que su exposición comience recordando
que enunciar una ley fonética es levantar acta de un acontecimiento, de una
de las numerosas peripecias que una lengua ha sufrido en un momento de su
pasado:

[L]es lois phonétiques sont l'énoncé de phénomènes historiques:


elles ne valent que pour un lieu et une époque déterminés. En grec, le
groupe -ενσε- devient -εινε- dans tous les dialectes; le même groupe[,] réin-
troduit plus tard, subsiste tel quel en Crète, mais devient -εισε- en attique:
non seulement la première loi n’agissait plus, mais dans toute une partie
de son premier domaine, elle était remplacée pour une autre. La loi pho-
nétique, dépendant de conditions multiples qui n’ont pas chance de se re-
produire jamais identiques à elles-mêmes, limitée para suite dans l’espace
et dans le temps, n’a de commun avec les lois physiques que le nom même

233
de lois (V. Paul, Prinzipien der Sprachgeschichte, 2e édition, p. 60 et
suiv[antes]) (Meillet, 1893, p. 312) 171.

La referencia final a Paul sugiere que Meillet no se siente lo bastante


fuerte para impugnar por sí solo, sin ayuda, un error común entre los profa-
nos; busca el respaldo de una autoridad externa, y no hay mayor autoridad
que la de Hermann Paul, uno de los pocos lingüistas teóricos cuya fama reba-
saba los círculos de especialistas 172. En lo tocante al estatus epistemológico de
las leyes fonéticas, Hermann Paul no decía, en efecto, nada que nuestro autor
no suscribiese. Después de advertir que la palabra ley era una constante invi-
tación al malentendido, Paul había advertido que las leyes fonéticas no descri-
bían «what must always under certain general conditions regularly recur»,

171
Para no adulterar el documento, hemos copiado el texto tal como se publicó en las
páginas de la Revue Internationale de Sociologie, sin introducir modificaciones. No obs-
tante, sospechamos que los impresores cometieron errores al reproducir las secuencias es-
critas en caracteres griegos, pues resulta extraño que se hable de «le groupe -ενσε-». En -
ενσε- tenemos una secuencia de dos sílabas, pero en fonética histórica, , como es sabido, la
denominación grupo se aplica a una combinación de consonantes: hablamos, p. ej., de los
resultados del grupo latino /-kt-/ en los romances hispánicos o de la reducción del grupo
/kn-/ a /n-/ en el tránsito del inglés medio al moderno. Lo más probable es que Meillet
hubiese escrito: «En grec, le groupe -*ns- devient -ν- dans tous les dialectes; le même groupe
réintroduit plus tard, subsiste tel quel en Crète, mais devient -ισ- en attique». Por lo demás,
la situación era, al parecer, un poco más complicada (Lejeune, 1972, pp. 129-130): por un
lado, la nasal implosiva no se conservó solo en Creta, sino también en Tesalia, Arcadia y la
Argólide; por otro lado, su vocalización no se produjo solo en el Ática, y a veces no consistió
en el paso de /-ncons/ a /icons/, sino en un alargamiento compensatorio de la vocal precedente.
172
En los últimos decenios del s. XIX y los primeros del XX, Paul fue el único lin-
güista que tuvo la satisfacción de verse citado por los filósofos, sociólogos e historiadores
con interés por la epistemología de las ciencias humanas y sociales. Valga como ejemplo el
buen trato que le dispensan Heinrich Rickert (1922, pp. 11-12, 26-28, 113-114) y Ernst
Cassirer (1951, pp. 61-62), así como las referencias críticas, pero respetuosas, que a él hace
Alexandru D. Xenopol en su Théorie de l’histoire (1908, pp. 7-8, 23-24).

234
sino «the reign of uniformity within a group of definite historical pheno-
mena» (1886, p. 57).
Meillet decide citar a Paul porque, como ya hemos dicho, su prestigio lo
convertía en el mejor de los avales. Bueno es saber, con todo, que la idea era
patrimonio común del grupo de los lingüistas ortodoxos. Idéntica en sustancia
a la de Paul, aunque con diferencias formales, es la formulación que encon-
tramos en otros miembros de su generación, como Berthold Delbrück y
Eduard Sievers 173. El primero, que acepta resignadamente la expresión leyes
fonéticas, consagrada por el uso, deja claro que tras ella no se esconden cons-
tantes universales, sino «uniformities which appear in a certain language and
period, for which alone they are valid» (1880, p.130). La misma posición
adopta Sievers en sus Grundzüge der Phonetik, (‘Principios de fonética’), uno
de los grandes tratados de fonética del último tercio del s. XIX:

The word [sic] sound law, as one sees, is not to be conceived in the
sense in which one speaks of natural laws. It is not meant to imply that
under certain given conditions a certain result must necessarily follow eve-
rywhere; but it should merely indicate that, if somewhere under certain
conditions a shift in the manner of articulation has occurred, the new

173
La figura de Eduard Sievers, especialista en fonética histórica, ha quedado empe-
queñecida por la cercanía de colosos como Paul y la pareja Brugmann-Delbrück. Jacques
François, p. ej., guarda silencio sobre él. No así Kurt R. Jankowski: «Eduard Sievers —
escribe (1972, p. 162)— established the international reputation of German linguistics
more than anyone». Solo los germanistas que conozcan bien la historia de su especialidad
pueden determinar la dosis de exageración que contiene este aserto. Más matizada parece la
valoración de Horst Ehrhardt: «Sievers made an important contribution to the interna-
tional reputation of the Leipzig Neogrammarian school, though he himself was not one of
its protagonists» (2009, p. 1396).

235
manner of articulation must be applied without exception in all instances
which are subject to exactly the same conditions (1901, p. 266) 174.

Salta a la vista, en suma, que Meillet no se ha desviado de la opinión co-


mún acerca del alcance de las leyes fonéticas, bien entendido que, en este con-
texto, leyes fonéticas se refiere los enunciados con los que el lingüista constata
y describe correspondencias regulares entre segmentos fónicos pertenecientes
a estados de lengua sucesivos. Otro sería nuestro dictamen si leyes fonéticas
aludiese a los procesos evolutivos que dan lugar a las regularidades comproba-
das por el lingüista; con otras palabras: si leyes fonéticas dejase de ser el nombre
de cierta especie de proposiciones metalingüísticas para convertirse en el de
cierta especie de hechos lingüísticos 175. En tal caso, habría que decir que nues-

174
Llama la atención que la expresión sound law se describa como una palabra («the
word sound law…»). Ocurre que el traductor tiene a la vista el original alemán: «das Wort
Lautgesetz» (Sievers, 1901, p. 272). Lautgesetz es una sola palabra, en efecto,
175
La expresión ley fonética adolece de una equivocidad peligrosa: en algunos textos
se emplea para designar un aserto del estudioso; en otros, para designar un fenómeno ínsito
en el objeto de estudio; y no son pocos, en fin, los textos en que las dos acepciones conviven
promiscuamente. En el marco de una discusión sobre los límites de la lingüística histórica
tradicional (1974, p. 21), André Martinet acuñó la expresión ecuación metacrónica, que
permitía liberar a ley fonética de su primera acepción. Desde la época de los neogramáticos
—decía Martinet—, los cultivadores de la gramática histórica han solido contentarse con
descubrir y describir correspondencias fonéticas entre estados lingüísticos sucesivos, y solo
algunos hombres audaces han intentado ir más allá, con resultados no siempre satisfacto-
rios: «[S]iempre ha habido espíritus curiosos que no han podido sentirse satisfechos con la
llamada lingüística histórica practicada a base de ecuaciones metacrónicas: ū latina = ü fran-
cesa, no hay duda, pero ¿cuándo?, ¿cómo?, ¿por qué? De aquí es de donde partió la teoría
del sustrato» (ibid.). Apoyándonos en las distinciones establecidas por Mario Bunge (cfr.,
p. ej., 2014), podríamos afirmar que, con su brillante innovación terminológica, Martinet
nos ayuda a distinguir claramente entre los enunciados nomológicos del lingüista (las ecua-
ciones metacrónicas) y las pautas que operan en el devenir de la lengua (las leyes fonéticas).
Por desgracia, la acuñación martinetiana ha tenido una circulación muy limitada, lo cual
mengua gravemente su usabilidad (bien que no su utilidad). Aparte de Göran Hammars-
tröm (1974, pp. 132-133), pocos lingüistas se han hecho eco de ella.

236
tro autor sí se distancia de sus colegas de allende Rin —y no poco— en cuanto
a la concepción de las leyes fonéticas.
Autores como Delbrück, Sievers y Paul sostienen que los cambios foné-
ticos en el uso lingüístico comunitario resultan de la extensión gradual de in-
novaciones que han tenido su origen en uno o varios individuos (primero, en
sus actos verbales; después, en sus hábitos idiomáticos). Entre el nacimiento de
la innovación (nivel individual) y la compleción del cambio (nivel comunita-
rio), transcurre un lapso de tiempo que puede ser más o menos prolongado.
Obviamente, la mayoría de las innovaciones individuales no se propagan;
de hecho, a menudo se extinguen incluso en el individuo en el que nacieron.
La exposición al hablar ajeno realimenta y vivifica las imágenes acústicas (Lau-
tbilder) que durante años se han ido conformando en la memoria del ha-
blante, y estas actúan como patrones de referencia y diques de contención:
ponen límite a las desviaciones que se producen en cada nueva ejecución de
los movimientos (Bewegungen) requeridos para pronunciar tal o cual seg-
mento fónico. Ni siquiera el arquero más preciso puede clavar la flecha una y
otra vez en el mismo punto de la diana; ni siquiera el calígrafo más habilidoso
puede escribir una y otra vez la misma letra sin que aparezcan pequeñas dife-
rencias en el trazo; pues bien, «[i]t must be the same —señala Paul (1886, pp.
43-44)— with the movements whereby sounds are produced». La variación
no es, por tanto, un enojoso percance, un hecho excepcional, sino un fenó-
meno omnipresente, connatural al hablar 176. Ahora bien, la mayor parte de
las desviaciones, al ser refrenadas por el influjo de las imágenes acústicas, esca-
pan a la autopercepción motriz del sujeto (al. Bewegungsgefühl) y, por tanto,
no dejan rastro en los programas motores —en Paul, imágenes memoriales (al.
Erinnerungsbilder)— que presiden la articulación. (Paul, 1886, pp. 49-50).

176
A los lingüistas de hoy tiene que resultarles familiar la idea de que la variación arti-
culatoria es la raíz primera de los cambios fonéticos, aun cuando no toda variación articu-
latoria engendre cambios (Ohala, 2003, pp. 671 y ss.; Luraghi, 2010, pp. 360-361).

237
Solo en ocasiones sucede que una desviación individual no ve ahogada por el
contacto con el habla de otros sujetos, sino que resulta reforzada: de accidente
ocasional pasa a hábito individual; de hábito de unos cuantos individuos, a
uso corriente de la comunidad. Restaría explicar por qué el uso lingüístico ge-
neral, que suele ser un freno para la innovación, deja a veces de comportarse
como tal. Sievers (1901, p. 265) y Delbrück (1880, p. 120) se limitan a afirmar
que las innovaciones se difunden por imitación, esto es, que no surgen simul-
tánea y espontáneamente en todos los miembros de una comunidad. El pro-
blema de las causas —¿por qué algunas innovaciones se repudian y se agos-
tan?, ¿por qué otras se imitan y propagan?— no pueden resolverlo, razón por
la cual prefieren no plantearlo. En cuanto a Paul, sugiere que hay ciertos fac-
tores que operan sobre todos y cada uno de los hablantes, lo cual propicia que
las desviaciones individuales, si se producen, discurran por el mismo camino:
la similitud de las condiciones de partida tiende a producir similitud de resul-
tados (Paul, 1886, p. 50) 177. A la postre, con todo, su posición es similar a la
de sus dos compatriotas:

It will […] be labour in vain to endeavour to explain the fact of the


agreement of all the individuals in a single group as a spontaneous result,

177
Después de recordar, una vez más, que la interacción con los otros actúa a menudo
como freno para las desviaciones individuales, Paul escribe: «A displacement of greater ex-
tent can only appear if it prevails throughout the entirety of the individuals in a group
which is to some extent secluded from all external influences. [...] The possibility of such a
process needs no demonstration in cases where the deviation suits the convenience of all,
or almost all, the organs of speech better than the strict conservancy of the direction of the
motory sensation» (Paul, 1886, p. 51). El razonamiento no es fácil de seguir, acaso porque
la expresión resulta un tanto elíptica. En lo que sigue, apoyándonos en un ejemplo, inten-
taremos ofrecer una interpretación que sea coherente y esté en consonancia con las palabras
de Paul. Comenzaremos con dos constataciones: a) salvo en los casos de malformaciones
congénitas o de lesiones sobrevenidas, la configuración del tracto vocal es esencialmente
idéntica en todos los miembros de nuestra especie; b) al hablar, todos los hablantes de una

238
and therein to overlook the other factor, which is operative side by side
with this spontaneity, viz., the force of community of intercourse (Paul,
1886, p. 51).

Meillet, en cambio, da a entender que la innovación y el cambio son un


único momento, de modo que explicar la primera es explicar el segundo.
Nuestro autor admite —no podía ser de otra manera— que las innovaciones
se manifiestan en el hablar de los individuos, pero niega que sean fenómenos
individuales stricto sensu 178 . Su razonamiento es, poco más o menos, el si-
guiente. Dado que su actividad elocutiva está sometida a patrones idénticos
(porque hablan la misma lengua), una suerte de armonía preestablecida reina
entre los individuos forman parte de la misma comunidad lingüística (una

comunidad tienen que pronunciar las mismas secuencias de sonidos, lo cual implica que
sus órganos articulatorios activos han de ejecutar unas mismas secuencias de movimientos.
Siendo esto así, no es de extrañar que una misma alteración se pueda presentar indepen-
dientemente en numerosos individuos, del mismo modo que no lo es el hecho de que mu-
chos viandantes tropiecen y caigan en un trecho de acera donde hay un socavón. Un fenó-
meno como el cambio de /-kt-/ en /-tt-/ (lat. factu > it. fatto; lat. tractu > it. tratto; lat.
lacte > it. latte, etc.), que se encuentra no ya en el italiano estándar, sino en todos los dia-
lectos de Italia al Sur de los Apeninos (Meyer-Lübke, 1890, p. 414), se puede explicar sin
suponer una propagación gradual a partir de un reducido número de focos: la asimilación
de la /-k/ a la /t-/ contigua es tan natural como los tropiezos y caídas de los viandantes,
conque se comprende que suceda muchas veces.
178
En algunos de los trabajos que va a publicar a principios del s. XX, Meillet agudiza
su colectivismo hasta extremos sorprendentes. Valgan como muestra las afirmaciones que
desliza en una recensión del primer tomo (Die Sprache) de la Völkerpsychologie (1900) de
Wilhelm Wundt: «La fidélité avec laquelle des nuances infiniment délicates de prononcia-
tion, des subtilités grammaticales qui échappent presque à la définition se conservent pen-
dant de longues suites de générations et en même temps la rigueur et la constance avec les-
quelles s’opèrent les innovations essentielles ne peuvent s’expliquer par une influence di-
recte des sujets parlants les uns sur les autres, mais seulement par le fait que les mêmes
causes[,] agissant simultanément chez tous, produisent chez tous les mêmes effets. Dès son
commencement même, le changement phonétique et morphologique porte sur un groupe so-
cial, non sur un individu» (Meillet, 1900-1901, p. 599; las cursivas son del autor).

239
pequeña aldea, p. ej.), sobre todo si pertenecen al mismo grupo etario. La in-
fancia de cada generación es un campo de batalla donde se resuelve el con-
flicto entre tradición y novedad. «[U]ne fois qu’il a achevé d’apprendre sa
langue —escribe Meillet (1893, p. 317)—, [l’enfant] a sa phonétique fixée
une fois pour toutes: il articulera toute sa vie comme il articulait à 6 ou 8 ans».
Los niños que han nacido en torno a la misma fecha conservan exactamente
las mismas articulaciones heredadas y, en caso de que introduzcan modifica-
ciones, introducirán exactamente las mismas.
Esta doctrina, como el propio Meillet nos advierte (1893, p. 317), tiene
su origen en una atenta lectura de la tesis doctoral del P. Jean-Pierre Rousse-
lot: Les modifications phonétiques du langage étudiées dans le patois d’une fa-
mille de Cellefrouin (Charente) (1891) 179 . Aquel trabajo, entonces radical-
mente novedoso, era la consecuencia y la expresión de la protesta de Rous-
selot contra «les mauvais livres de philologie romane» (1891, p. 2) que había
tenido que leer en sus años de formación; libros en donde los cambios fonéti-
cos se estudiaban solo a través de su equívoco reflejo en tumbos, fueros y car-
tas-pueblas, sin ninguna preocupación por la realidad del hablar, por el pro-
ceso de producción de los sonidos. Rousselot se convenció de que solo la ob-
servación del presente, del habla viva, podía dar las claves para comprender el
pasado, del que no queda más registro que la letra muerta. Puso entonces por
obra un proyecto ambiciosísimo. En primer lugar, describir —con la ayuda
del instrumental más avanzado— el repertorio de sonidos del patois de la lo-

179
El P. Rousselot sintió pronto la llamada del sacerdocio (se ordenó a los veinticuatro
años); la de la ciencia, en cambio, un poco tarde (no se doctoró hasta los cuarenta y cinco).
Con todo, sus méritos como investigador compensaron con creces la demora, de modo que
no tardó en verse situado en una posición ventajosísima: en 1897, por iniciativa de Michel
Bréal, se le confió la dirección del recién creado Laboratorio de Fonética Experimental del
Collège de France (Rousselot, 1897). Veinticinco años después, solo dos antes de su falle-
cimiento, el Collège crearía para él una cátedra de fonética experimental (para más infor-
mación acerca de su vida y, sobre todo, de su obra, Galazzi, 2014).

240
calidad aquitana de Cellefrouin, tomándose a sí mismo como informante
(puesto que era un hablante nativo). En segundo lugar, estudiar la pronun-
ciación de los miembros de varias generaciones de su familia, a fin de inferir el
curso de la evolución fonética del patois durante el siglo en curso. Para el joven
Meillet de 1893, las conclusiones de Rousselot (1891, pp. 347-352) eran casi
un dogma. Deslumbrado por el rigor de la investigación, las adoptó práctica-
mente in toto, postura en la que se mantuvo hasta finales de la primera década
del s. XX (1901-1902, p. 576; 1902-1903, pp. 675-676; 1903, pp. 15 y ss.;
1905, p. 233) 180. Estas formulaciones tempranas de Meillet, con toda su insis-
tencia en la simultaneidad e independencia de las innovaciones individuales,
han sido a veces objeto de dura crítica (Coseriu, 1978b, pp. 80-81) y blanco
de comentarios más o menos jocosos. «Il Meillet —escribe, p. ej., Vittore Pi-
sani (1949, p. 18)— tralascia di dirci a qual dio dobbiamo il miracolo di questa
azione identica». Si nuestro autor hubiese podido leer a Pisani, habría respon-
dido que las conservaciones simultáneas son tan milagrosas —o tan poco—

180
En las publicaciones posteriores a 1910, se advierte un cambio de rumbo que Mei-
llet no anuncia (acaso temía que una rectificación explícita menoscabase su reputación).
Nada más revelador que el contraste entre las afirmaciones de los primeros años y las que
podemos leer en su contribución al volumen colectivo De la méthode dans les sciences
(1911): «Une loi phonétique suppose un changement; mais elle n’indique pas si ce chan-
gement résulte du changement de langue d’une population, d’un développement spontané
ou d’un emprunt, si le procès dont elle résulte est simple ou multiple, si les transformations
qu’elle suppose ont été successives ou simultanées. [...] [E]lle n’est autre chose qu’une for-
mule exprimant la correspondance entre deux états linguistiques donnés» (Meillet, 1911,
p. 307). En este pasaje, ley fonética ya no alude al proceso evolutivo mismo; es solo el nom-
bre de un enunciado con el que se levanta acta de los resultados de dicho proceso. Diríase
que a Meillet —aquí se nos revela su alma de comparatista— le interesan los resultados,
esto es, las correspondencias regulares, porque son el único dato con el que se opera a la
hora de practicar la reconstrucción: «Le linguiste n’envisage [...] que des correspondances;
ce sont les seuls faits positifs qui lui soient donnés; le reste n’est que théorie et construction
hypothétique» (Meillet, 1908, p. 47).

241
como las innovaciones simultáneas, y que, si las primeras no causan estupor,
las segundas no tienen por qué provocarlo:

[O]n a vu que les articulations conservées ou changées sont les


mêmes chez tous les enfants nés en un même lieu et un même temps, dans
les mêmes conditions d’hérédité, sauf le cas d’un vice de prononciation. Il
y a ici deux choses bien distinctes: le fait même du changement et la simul-
tanéité de ce changement chez tous les enfants. La première est naturelle:
l’enfant, tout en rectifiant ses habitudes d’articulation, n’arrive pas à s’en
créer qui soient identiques de tous points à celles des personnes qui l’en-
tourent, soit que son oreille le renseigne mal, soit qu’il n’arrive pas à repro-
duire exactement tous les mouvements et toutes les coordinations de
mouvements. Quant à la simultanéité du changement, elle peut être sur-
prenante, mais elle ne l’est pas beaucoup plus que la simultanéité de la re-
production exacte de toutes les autres articulations. Si les articulations, aussi
bien les nouvelles que les anciennes, sont sensiblement identiques chez
tous les enfants nés dans les mêmes conditions, cette identité tient néces-
sairement à ce que les deux facteurs dont elles dépendent sont eux-mêmes
sensiblement identiques: ce sont la langue elle-même et l’hérédité (Meil-
let, 1893, p. 318; las cursivas son nuestras).

De los dos factores invocados, la lengua misma y la herencia, es el pri-


mero, con mucha diferencia, el que más atención recibe de parte de nuestro
autor. A primera vista, la consideración de la lengua misma como desencade-
nante de su propia modificación suscita el asombro y la extrañeza del lector.
Ambas reacciones se disipan cuando, al continuar la lectura, se descubre que
lo que Meillet tiene en mente es, simplemente, este hecho: que la configura-
ción del sistema les impone un cauce —esto es, les marca límites— a sus posi-
bles modificaciones. «Le premier et peut-être le plus important des facteurs de
la conservation ou du changement des articulations —escribe (Meillet, 1893,
pp. 319-320) est le système phonétique de la langue elle-même» (las cursivas

242
son nuestras). Unas pocas páginas antes, nuestro autor era aún más rotundo
en sus expresiones, puesto que, no contento con presentar la estructura del
sistema como condicionante, la elevaba al rango de causante, audaz movi-
miento que anticipaba las tesis fundacionales de la fonología diacrónica:

[L]es lois phonétiques […] sont le produit de causes inhérentes au


langage d’un temps et d’un lieu déterminés. […] [L]oin d’être le résultat
d’un caprice individuel, consciemment imité par d’autres individus, elles
sont l’inévitable conséquence d’un état donné de la langue (Meillet, 1893,
p. 314; las cursivas son nuestras).

Meillet insiste en que los sonidos no se modifican aislados, por la simple


razón de que el inventario de unidades fónicas de una lengua no es un mero
conjunto de elementos sin orden ni jerarquía 181. Las unidades se agrupan for-
mando redes asociativas —la expresión no es de Meillet— según sus propie-
dades, y las alteraciones que afectan a un nodo repercuten forzosamente en
los demás. Así, p. ej., las consonantes g y k se asocian en virtud de su modo
(oclusivas) y su punto de articulación (velares). Si una de ellas, emplazada en
un determinado contexto fonético, experimenta una alteración, es probable
que la otra, en ese mismo contexto, reaccione de algún modo al movimiento
de su pareja. En los dialectos neolatinos de buena parte de la Galia —observa
Meillet (1893, p. 315)—, g se palataliza y asibila cuando precede a la vocal a,
y k, su correlato sordo, experimenta el mismo cambio: «[L]e g latin devant a
se prononçait mouillé en gallo-romain; g’ devient dj, d’où le moderne j:

181
Cuarenta años después, su amigo y condiscípulo Maurice Grammont expresaría
las mismas ideas con un lenguaje de clara impronta meilletiana: «Il n’y a pas de changement
phonétique isolé. [...] L’ensemble des articulations d’une langue constitue [...] un système
où tout se tient, où tout est dans une étroite dépendance. Il en résulte que si une modifica-
tion se produit dans une partie du système, il y a des chances pour que tout l’ensemble du
système en soit atteint, car il est nécessaire qu’il reste cohérent» (Grammont, 1933, p. 167).

243
gamba donne jambe; le k devant la même voyelle devient k’, tch, enfin ch:
campum donne champ». Un comprensible afán didáctico induce a Meillet a
simplificar un panorama sobremanera complejo: en realidad, los movimientos
no se produjeron de forma perfectamente acompasada en toda la Galorroma-
nia (Meyer-Lübke, 1890, pp. 354 y ss.). De todos modos, lo que importaba
era que la tesis de fondo quedase bien clara: en un sistema, las alteraciones de
cada uno de los componentes repercuten sobre los demás, un poco a la ma-
nera en que, en los animales con sistema nervioso reticular (las medusas, p.
ej.), «la excitación de un punto del sistema [...] se difunde irradiativamente
hacia el resto de la red» (Pinillos, 1975, p. 25) 182.
En cuanto al segundo de los factores contemplados por Meillet, la heren-
cia, un vistazo a las líneas que le dedica basta para no incurrir en un malenten-
dido: bajo ese vocablo, repleto de resonancias biológicas, se ocultan el fenó-
meno al que hoy aludimos al hablar de la acción del sustrato 183. Cuando un
grupo humano abandona su lengua heredada y adopta una foránea (proceso
que nunca es instantáneo), los hábitos articulatorios adquiridos a través de la
práctica constante de la primera lengua son un agente perturbador en el
aprendizaje de la segunda. De ahí que, p. ej., en comparación con los italianos,
los dialectos galorrománicos presenten un fonetismo muy alejado de los pa-
trones latinos: el período de bilingüismo galo-latín ha dejado huellas indele-
bles (Meillet, 1893, p. 320). Con todo, algunas de las expresiones que Meillet
utiliza («tendances transmises aux enfants par leurs parents», «tendances

182
En el ejemplo que Meillet nos ofrece (el paso de las oclusivas velares a fricativas
palatales sonora y sorda), la asociación entre las dos unidades se traduce en un desarrollo
estrictamente paralelo: los dos miembros de la pareja modifican su punto y modo de arti-
culación en el mismo sentido. En otros casos, por supuesto, la interacción entre los nodos
de la red puede tener consecuencias diferentes.
183
Según parece (Vàrvaro, 1988, p. 128), el término sustrato [lingüístico], lo acuñó
Graziadio I. Ascoli, aunque él prefería servirse de la expresión reacciones étnicas (it. reazioni
etniche), como ha apuntado Carlo Tagliavini (1963, p. 200, n. 2).

244
héréditaires des Gaulois») abren la puerta a interpretaciones biologistas en la
línea del Jacques van Ginneken de los años treinta 184.
En el texto que nos ocupa, nuestro autor —lo hemos visto— trata de
mostrarnos que su doctrina se funda en los resultados de la investigación lin-
güística más sólida y reciente. La oposición al difusionismo, la consiguiente
concepción de las innovaciones generales como fenómenos de poligénesis185,

184
Profesor en la Universidad Católica de Nimega desde su fundación (1923), el P.
Jacques (o Jacobus) van Ginneken, S. J., se había formado en la Universidad de Leyden
junto a Christianus Cornelius Uhlenbeck, de quien heredó su curiosidad universal y su
afición a explorar terrenos poco transitados por el común de los lingüistas (para una crónica
bastante circunstanciada de su carrera académica y producción científica. Wils, 1949). En
los últimos años de su carrera, Van Ginneken se convirtió en defensor del carácter heredi-
tario de la base de articulación, lo cual lo condujo a interpretar los fenómenos de sustrato
como efectos del cruce entre estirpes, no del contacto entre lenguas: «Notre arbre généalo-
gique des langues romanes a [...] le défaut capital d’être unilatéral. Il y a ici dans chaque cas
deux facteurs: le soldat romain et la femme indigène qu’il épousa. Tous les deux avaient
leur propre base d’articulation, que la nature leur avait donné, et qu’ils ne pouvaient pas
changer, et dont leur progéniture a hérité la combinaison selon les règles de la biologie» (1935,
pp. 32-33). Curiosamente, Van Ginneken bucea en los escritos de Meillet en busca de pa-
sajes que puedan interpretarse como anticipaciones de su concepción (1935, p. 31), pero
no da con el oscuro artículo de 1893.
185
En una reseña de las investigaciones de Ernst Robert Curtius sobre los grandes to-
poi de la literatura europea, Dámaso Alonso empleó los términos tradición y poligénesis para
referirse a las dos modalidades diferentes de concordancias interliterarias (o, más aún, in-
terculturales): «Siempre que nos encontremos dos hechos literarios —o en general dos he-
chos culturales— A y B, de los que B —posterior en el tiempo— es parecido a, tendremos
que elegir entre dos explicaciones: la de que entre B y A haya una vinculación literaria o la
de que no exista entre ellos vinculación literaria alguna[. A] esa vinculación literaria la lla-
mamos tradición; cuando no hay tradición alguna entre A y B, estamos ante un caso de
poligénesis: la mente humana ha creado en dos momentos y lugares distintos un mismo (o
muy parecido) producto» (Alonso, 1963, p. 6). Inspirándonos en la distinción conceptual
y terminológica de Alonso, hemos decidido emplear poligénesis para describir la concep-
ción meilletiana de los cambios fonéticos regulares: un mismo proceso (la caída de una con-
sonante final, la lenición de una intervocálica, la diptongación de una vocal tónica, etc.) se
produce en varios individuos distintos de forma independiente, esto es, sin que uno de ellos
se la haya contagiado a los restantes.

245
el énfasis en el carácter necesario e inconsciente de las transformaciones foné-
ticas, etc., no son —viene a decirnos— ideas importadas de otros campos dis-
ciplinares, sino fruto de un desarrollo autónomo de la ciencia del lenguaje. No
obstante, si nos acercamos al artículo teniendo en cuenta otras lecturas, vere-
mos al trasluz una discusión que se entabló y dirimió fuera del campo de la
lingüística. En efecto, en las palabras de Meillet sobre las leyes fonéticas se des-
cubre un anuncio de la polémica entre Émile Durkheim y Gabriel Tarde so-
bre el papel de la imitación como generador consensos sociales; una polémica
que fue ejercicio intelectual, pero también pugna por el liderazgo de la socio-
logía, ciencia emergente en la Francia de fin de siglo.
Obviamente, este no es momento para un examen detenido de las con-
tribuciones intelectuales ni de la trayectoria profesional de Gabriel Tarde (so-
bre este particular, cfr., p. ej., Mucchielli, 1998, pp. 113-143). Bastará con de-
cir que Tarde hacía de la imitación la piedra angular del edificio social y, por
lo tanto, la clave de su propio pensamiento sociológico. «La société, c’est
l’imitation, et l’imitation[,] c’est une espèce de somnambulisme», escribe
Tarde (1890, p. 509) en alusión a la sugestionabilidad de los sonámbulos, que
por entonces era objeto de estudio para los médicos (Bottey, 1886, pp. 46-95)
y tema de conversación para el gran público. Para Tarde, el hombre en socie-
dad es, en cierto modo, un títere ciego: incapaz de ver los hilos que lo accionan
y la mano que ase la cruceta, llega a creer que se mueve sponte sua. «N’avoir
que d[’]idées suggérées et les croire spontanées: telle est —escribe (1890, p.
501)— l’illusion propre au somnambule, et aussi bien à l’homme social». Los
franceses del último cuarto del s. XIX, ciudadanos de una república democrá-
tica, se jactan de su autonomía moral e intelectual, pero, en su opinión, no la
poseen en mucho mayor grado que los hombres de otros tiempos y lugares:

[I]l faut songer à quelque peuple ancien d’une civilisation bien


étrangère à la nôtre, Égyptiens, Spartiates, Hébreux ... Est-ce que ces gens-
là ne se croyaient pas autonomes comme nous, tout en étant[,] sans le sa-

246
voir, des automates dont leurs ancêtres, leurs chefs politiques, leurs pro-
phètes, pressaient le ressort, quand ils ne se le pressaient pas les uns aux
autres ? Ce qui distingue notre société […] de ces sociétés étrangères et pri-
mitives, c’est que la magnétisation y est devenue mutuelle[,] pour ainsi
dire […]; et, comme nous nous exagérons un peu cette mutualité, dans
notre orgueil égalitaire, […] nous nous flattons à tort d’être moins crédules
et moins dociles, moins imitatifs en un mot, que nos ancêtres. C’est une
erreur (Tarde, 1890, pp. 501-502; la cursiva es nuestra).

La realidad —prosigue Tarde— no es como queremos imaginarla. Al


igual que nuestros ancestros, vivimos sujetos al influjo de las personas que se
nos aparecen revestidas de prestigio (Tarde, 1890, p. 502), una cualidad que
no coincide necesariamente (aunque a menudo lo haga) ni con el poder ni
con la fuerza (Tarde, 1890, p. 507). Solo los hombres de genio, siempre pocos,
logran escapar en parte al influjo del prójimo, pasando así —retomamos el
símil— de títeres a titiriteros. Como el hipocentro de un temblor de tierra,
son el foco de una perturbación que se propaga por contacto (perdiendo in-
tensidad a medida que se aleja). En esta irradiación progresiva consiste, grosso
modo, la dinámica social: «[U]n homme naturellement prestigieux donne
une impulsion, bientôt suivie par des milliers de gens qui le copient […] et lui
empruntent même son prestige, en vertu duquel ils agissent sur des millions
d’homme inférieurs» (Tarde, 1890, pp. 506-507).
En cuanto a Durkheim, comúnmente aclamado como «père fonda-
teur» de la sociología en Francia (Mucchielli, 1998, p. 155) 186, su figura y su

186
En rigor, la paternidad de una disciplina no le corresponde jamás a una sola per-
sona. Los grandes hombres, por grandes que sean, no son capaces de engendrar por parte-
nogénesis, como apuntaba Robert K. Merton (1957, p. 643). Cabría discutir, por tanto, la
justicia de ese título que de ordinario se le atribuye a Durkheim. El propio Mucchielli, a
quien citábamos hace un instante, lo reconoce sin ambages: «[I]l est clair qu’il ne faut pas
parler du fondateur mais des fondateurs de la sociologie française, et même plutôt d'un

247
doctrina son tan conocidas que hacen innecesarias las presentaciones. En opo-
sición a Tarde, Durkheim le niega a la imitación el papel de garante de la cohe-
sión social. Nada adelantamos —dice— al constatar que cierto fenómeno so-
cial (la adopción de una nueva modalidad de aliño indumentario, p. ej.) se
difunde con rapidez a través de la comunidad, mientras que otro fenómeno
de la misma especie permanece encerrado en el estrecho círculo en que se
gestó. Habría que indagar por qué sus suertes han sido tan diversas, y hablar
de la imitación no ayuda a dar con la respuesta. A poco que cavilemos, nos
daremos cuenta de que un comportamiento individual no se eleva al rango de
hecho social porque se imite, sino que se imita porque es ya, desde el primer
momento, un hecho social (que se manifiesta a través del comportamiento de
los individuos, claro está). Tarde —concluye Durkheim— está tomando el
efecto por una causa:

[N]os recherches ne nous ont nulle part fait constater cette in-
fluence prépondérante que M. Tarde attribue à l’imitation dans la genèse
des faits collectifs. […] [L]’imitation non seulement n’exprime pas tou-
jours, mais même n’exprime jamais ce qu’il y a d’essentiel et de caractéris-
tique dans le fait social. Sans doute, tout fait social est imité, il a, comme
nous venons de le montrer, une tendance à se généraliser, mais c’est parce
qu’il est social, c’est-à-dire obligatoire. Sa puissance d’expansion est, non la

moment fondateur de la sociologie française» (1998, p. 529). De lo que no se duda, empero,


es de que Durkheim fue el «leading patron» de la disciplina en la Francia de la Belle époque
(Clark, 1973, p. 98). En pugna con rivales como Worms o Tarde, logró erigirse en director
principal del proceso de institucionalización de la sociología francesa, esto es, su paso de
mero campo del saber a verdadera especialidad académica.

248
cause, mais la conséquence de son caractère sociologique (Durkheim, 1895,
p. 16; la cursiva es nuestra).

No es difícil advertir las semejanzas de fondo entre estas palabras de


Durkheim y las de Meillet —que ya conocemos— acerca de los cambios fo-
néticos regulares. Nos hallamos ante dos tentativas de descripción de los cam-
bios culturales como fenómenos radical y genuinamente sociales, sin suponer
la existencia de focos innovadores y de ulteriores procesos de irradiación.
Ahora reparemos en los años de publicación de los textos. El de Meillet es an-
terior, de tal modo que, en principio, se puede descartar que Durkheim influ-
yese sobre él en esta fase inicial de su carrera. Quizá podamos decir sobre nues-
tro autor lo que él dijo sobre Saussure casi cuatro décadas después, polemi-
zando con el lingüista polaco Witold Doroszewski: que no necesitaba leer Les
règles de la méthode sociologique para percatarse de que la lengua es una insti-
tución social y de que la iniciativa del individuo para transformarla está sujeta
al control de la comunidad. Ambas observaciones venían circulando en la li-
teratura especializada desde antes de que Meillet y Durkheim inaugurasen sus
carreras científicas. A finales de la década de los sesenta, Whitney ya había co-
menzado a describir el lenguaje —la lengua, mejor dicho— como «a great po-
pular institution, which is bound up with the interests of the whole commu-
nity» (1867, p. 44), y advertía que el mero capricho de un hablante no puede
dejar una huella profunda y duradera:

The community, to whom [language] belongs, will suffer no finger


to be laid upon it without a reason; only such modifications as commend
themselves to the general sense, as are virtually the carrying out of tenden-
cies universally felt, have a chance of winning approval and acceptance,

249
and so of being adopted into use, and made language (Whitney, 1867, p.
45; las cursivas son nuestras).

Ello no excluye, desde luego, acercamientos ulteriores entre Meillet y


Durkheim. Los hubo, de hecho. Casi un decenio después de publicar en la
Revue Internationale de Sociologie, nuestro autor se incorporó a la nómina de
colaboradores habituales de L’Année sociologique, la revista de Durkheim. Ha
de quedar claro, empero, que esta aproximación se debe describir como un
caso de confluencia, no de dependencia. Nuestro autor no esperó a leer Les
règles de la méthode sociologique para tomar conciencia del carácter social del
fenómeno lingüístico; no tenía ninguna necesidad de ponerse bajo la tutela de
Durkheim... y no se puso. Un testigo de excepción avala este aserto. Es el so-
ciólogo y antropólogo Marcel Mauss, que se unió a L’Année desde 1898, el
año de su fundación (Clark, 1973, pp. 178-181) 187. Mauss declara, sin asomo
de duda, que el sociologismo de Meillet era el resultado de una evolución es-
pontánea de su pensamiento:

C’est [...] naturellement, par un développement autonome de sa mé-


thode, qu’Antoine Meillet devint sociologue, que, sans aucune pression
d’aucune part, il trouva Durkheim, lui réclama sa place parmi nous. A par-
tir du tome IV [...], il se chargea presque seul de la rubrique linguistique,

187
Sociólogo, antropólogo y, en cierto modo, también filólogo y lingüista. En 1896
lo encontramos como alumno del curso de sánscrito que Sylvain Lévi impartía en la École
Pratique des Hautes Études, y no era, por cierto, un estudiante común y corriente: «Il con-
vient de signaler les surprenants progrès de M. Mauss, qui, débutant de l'an dernier, est
aujourd'hui en état de s'orienter avec sûreté dans les textes» (Lévi y Finot, 1897, p. 67). El
año siguiente estaba siguiendo con regularidad las lecciones de Lévi sobre la historia de las
religiones de la India (Lévi y Foucher, 1898, p. 35). Cuatro años después, Mauss conseguía
una posición estable en el cuadro docente de la École: habiendo fallecido el profesor titular,
Léon Marillier, se le encomendó el curso de Religions des peuples non civilisés (Anónimo,
1901, p. 27).

250
que nous avons toujours su isoler, mais que nous avions si mal classée
parmi les «Divers» (Mauss, 1937, p. 2; las cursivas son nuestras).

3.2.2.4 La analogía

Nuestro acercamiento a la cuestión de la analogía comenzará con un exa-


men de la doctrina que Meillet enuncia en el segundo de sus textos aurorales,
a fin de situarla en el contexto de las discusiones teóricas del último cuarto del
s. XIX. Seguidamente adoptaremos un enfoque prospectivo: leeremos las pá-
ginas de 1894 buscando en ellas las simientes de algunas ideas que iban a ger-
minar en sus publicaciones posteriores.
Meillet abre su tratamiento de la analogía (1894b, p. 861) con una refe-
rencia a la obra de Hermann Paul, como hizo cuando se ocupó de las leyes
fonéticas. No era el nombre de Paul el único que podía invocar en este nuevo
episodio de su carrera como teórico, pero sí, como sabemos, el más conocido
entre los profanos. Razón suficiente para preferirlo, ya que Meillet —no se
olvide— estaba escribiendo para una revista de Sociologie. No obstante, cree-
mos que hubo un motivo de mayor peso: la afinidad entre las tesis de uno y
otro acerca de la naturaleza y los efectos de la analogía.
Como acabamos de advertir, Paul era una de entre las varias autoridades
que se ofrecían a la consideración de Meillet. Había algunas que, en principio,
debían resultarle más familiares, más cercanas. Pensamos, particularmente, en
Victor Henry, que pocos años antes había publicado un voluminoso estudio
sobre Etude sur l’analogie en général et sur les formations analogiques de la
langue grecque (1883). Ocurre que basta con hojear el capítulo II, titulado de
«De l’analogie en général», para comprobar que Henry contempla la analo-

251
gía a través de una lente de comparatista, esto es, que la concibe más como un
hecho patológico que como un fenómeno fisiológico:

D’une manière générale il y a contamination analogique toutes les


fois qu'une forme hystérogène et anti-grammaticale s’introduit dans le
langage, créée à l'image d’une autre forme primitive et régulière. Quand
nous disons «la corde est tendue» pour la corde est tense» nous modelons
un participe anormal sur le participe régulier du verbe rendre, et l’enfant
qui dit «il m’a prendu ma poupée» ne fait qu’obéir au même principe. La
première forme passe pour correcte, parce que l’usage l’a adoptée, la se-
conde est un barbarisme, parce qu’il ne lui a pas plu de la consacrer; mais
au fond l’une est aussi barbare que l’autre et Cicéron n’y ferait aucune dif-
férence (1883, p. 15).

Con sus intervenciones (ocasionales, impredecibles), la analogía entor-


pece el cumplimiento de los cambios fonéticos regulares, sustrayendo gran
cantidad de formas a su influjo. En conjunción con los préstamos léxicos y los
cambios fonéticos esporádicos, introduce perturbaciones en la evolución de
los sonidos, restando así certidumbre a las predicciones —o retrodicciones—
del comparatista y enmascarando la regularidad de las leyes fonéticas. Así, p.
ej., la desaparición de perfectos fuertes como priso (reemplazado por prendió),
escriso (reemplazado por escribió), o riso (reemplazado por rio) 188, en conjun-
ción con el desarrollo paralelo que se ha producido en gallego (escribiu, pren-
deu, riu), podría haber ocultado a los ojos del lingüista todo un capítulo de la
historia de verbo castellano. Si no sobreviviesen testimonios escritos del latín
ni de los romances hispánicos medievales, si solo el castellano y el gallego ac-
tuales fuesen accesibles a los romanistas, si fuera de Hispania no quedase viva
ninguna lengua neolatina (ni vestigios documentales de las extintas), sería im-

188
Ejemplos tomados de Ramón Menéndez Pidal (1994, pp. 317-318).

252
posible reconstruir los perfectos sigmáticos latinos *presit, scripsit y risit. Se
objetará que tales condiciones son demasiado numerosas y demasiado extra-
vagantes. Lo son, sin duda, pero solo desde el punto de vista de un romanista.
En cuanto a los indoeuropeístas, la situación en que se encuentran es seme-
jante a la que acabamos de imaginar: a partir de estados de lengua de los que a
veces tienen un conocimiento precario, deben adentrarse en un pasado del
que no hay testimonio alguno. En tales condiciones, la posibilidad de que se
hayan producido innovaciones analógicas paralelas e independientes arrojan
siempre una sombra de duda sobre la validez de las reconstrucciones 189.
De ahí que el comparatista puro contemple la acción de la analogía con
un gesto de contrariedad. Su oficio se cifra, sobre todo, en restaurar estados
lingüísticos no documentados apoyándose en el postulado de la inexcepcio-
nalidad de las leyes fonéticas. La analogía se le aparece, por tanto, como una
garlopa que iguala, unifica y borra las irregularidades que le permiten inferir
el statu quo anterior. Esta concepción de la analogía, resultado de una suerte
de deformación profesional, se advierte incluso en algunos comparatistas de la
segunda mitad del s. XX. Oswald Szemerenyi, por ejemplo, llegó a decir en
una ocasión que el efecto principal de la analogía es «interferir y oscurecer la
evolución exigida por las leyes fonéticas» (1978, p. 49). Más cerca de noso-

189
Meillet fue siempre consciente de este riesgo, que no es accidental, sino consustan-
cial a la naturaleza de la labor comparativa y reconstructiva: «[L]es ressemblances que pré-
sentent les langues indo-européennes entre elles admettent souvent deux interprétations:
identité initiale ou développement dialectal identique […]. La question qui se pose est alors
de déterminer laquelle des deux interprétations est la vraie» (1900, pp. 15-16). Veamos un
ejemplo. Se sabe (Meillet, 1918, p. 99) que el indoeuropeo común poseía dos terminaciones
alternativas de la 1.ª pers. sing. del presente de indicativo, -ō y -mi, dualidad conservada en
griego: λέγω (‘digo’), presente temático, δίδωμι (‘doy’), presente atemático. En armenio, ir-
landés y sánscrito, entre otras lenguas, la analogía, obrando independientemente en cada
caso, ha provocado la extensión de -mi a todos los verbos. De no conservarse otras lenguas
del tronco indoeuropeo, los comparatistas se verían abocados a atribuirle una sola termina-
ción, -mi, a la lengua originaria.

253
tros, André Martinet ha descrito con gran claridad la posición los compara-
tistas clásicos ante la acción de la analogía:

En francés antiguo, la alternancia de las vocales [, que acabamos de


comprobar en prouver, ‘probar’,] valía también para el verbo laver, ‘lavar’.
No se decía, pues, il se lave, nous nos lavons, sino il se lève, nous nos lavons,
pero pronto surgió el conflicto con la forma (analógica) il léve, del verbo
lever, ‘levantar’, lo que favoreció la extensión de la —a— todas las formas
de laver. […]
Sin duda se advierte cómo el funcionamiento de la analogía puede
complicar la tarea del comparativista: las «leyes fonéticas» deberían per-
mitirle prever con seguridad la evolución de una forma, pero el juego de la
analogía es sumamente imprevisible (Martinet, 1997, pp. 161-162).

Hemos visto que los comparatistas han tendido a representarse la acción


de la analogía como un accidente que puede invalidar sus cálculos. Otros lin-
güistas han preferido considerar lo que la analogía es en sí misma y determinar
sus condiciones de posibilidad, sin cuidarse mucho de las repercusiones que a
veces tiene para los que cultivan la gramática comparada. Uno de los otros lin-
güistas fue Hermann Paul. En este punto, sus méritos gozan de un reconoci-
miento franco por parte de la historiografía especializada (Morpurgo Davies,
1978, pp. 41 y ss.; Graffi, 1988, pp. 224 y ss.; Morpurgo Davies, 1998, pp. 256
y ss.). Para Paul, la analogía no es una desgraciada incidencia que viene a em-
borronar el cuadro que las leyes fonéticas han pintado, sino una de las cons-
tantes vitales del lenguaje. En prevención de malentendidos, debemos advertir
que Paul concibe la expresión la vida del lenguaje —con todo su cortejo de
expresiones derivadas— como una metáfora, solo como una metáfora. El len-
guaje, si vive, lo hace en la memoria de cada uno de los hablantes, «as a highly
complicated psychical formation, consisting of many groups of ideas, confu-
sed and interpenetrating with each other» (Paul, 1886, p. 4). Estos «groups

254
of ideas», que conforman lo que el propio Paul ha bautizado con el nombre
de «psychical organism» (1886, p. 4), son el depósito que deja en la mente la
práctica continua de la actividad verbal en todas sus formas:

These groups are the product of all that has entered into our con-
sciousness whether through listening to the utterances of another,
through our own speaking, or through thought clothed in the forms of
language. Through these groups what has once been in consciousness can
again, under favourable circumstances, be recalled into consciousness,
and also what has been once understood or uttered can again be either
understood or uttered. […] [N]o idea which has been introduced by lin-
guistic activity into consciousness disappears and leaves no traces (Paul,
1886, p. 4).

Ese incesante (re)agruparse de los materiales idiomáticos en la memoria


del hablante es lo que hace posible que la analogía opere. En efecto, el acervo
lingüístico individual no se asemeja al cuaderno de campo de un dialectólogo,
donde las formas se registran a medida que afloran en boca de los informantes,
sin sujetarse a ningún criterio de ordenación190. Sin pretenderlo ni percatarse,

190
Obviamente, el dialectólogo en el que estamos pensando no es el que va provisto
de cuestionario y espera cosechar datos para un atlas lingüístico. El dialectólogo que tene-
mos en mente es el que, para confeccionar una monografía dialectal, se instala entre los
hablantes nativos y convive con ellos (y, si aún no la conoce, aprende la variedad lingüística
local al tiempo que la describe). Para un dialectólogo de este género, «l’idéal est de noter au
vol une conversation libre» (Cohen, 1928, p. 81), y ello implica que las formas se van re-
gistrando sobre la marcha, no dispuestas en paradigmas: probablemente, una forma como
tengo, p. ej., aparecerá junto a hambre, sed o frío, no junto a tenía, tuve o tendré. Al infor-
mante se le debe pedir que hable, no que decline o conjugue... aunque a veces es preciso
recurrir a ese expediente: «[C]omme il est généralement nécessaire d’abréger l’enquête, et
comme des formes existantes pourraient ne se présenter qu’après des années d’observation
libre, on pourra se permettre de demander des séries grammaticales à un bon informateur,
sous certaines conditions» (Cohen, 1928, p. 93).

255
el hablante ingenuo lleva a cabo operaciones de clasificación de las formas que
van entrando en su memoria, de suerte que constituyen series en virtud de sus
afinidades de expresión y de contenido:

[S]ingle words attract each other in the human mind, and the result
is the appearance of a quantity of larger or smaller groups. This reciprocal
attraction depends always upon a partial correspondence of the sound or
of the meaning, or of the sound and the meaning conjoined (Paul, 1886,
p. 92; cfr. también pp. 5-6).

A continuación, Paul presenta una clasificación bipartita de los grupos.


Por una parte, tenemos los grupos materiales, esto es, series de formas porta-
doras de un mismo significado léxico con diferente envoltura gramatical: «for
instance, the different cases of a substantive» (1886, p. 93). Por otra parte,
tenemos los grupos formales, esto es, series de formas que coinciden en uno o
varios aspectos de su envoltura gramatical, pero difieren en cuanto a su signi-
ficado léxico: «the sum of all nouns of action taken together, of all compara-
tives, of all nominatives, of all first persons of the verb, etc.» (1886, p. 94).
Por lo general, las palabras reunidas en un grupo, sea material o formal, pre-
sentan coincidencias no solo en sus significaciones, sino también en su forma
fónica. Así, salvo en los casos de supletivismo (Paul, 1886, p. 94), los miem-
bros de un grupo material presentan en común una porción de su cuerpo fó-
nico (cfr., p. ej., lat. liber, librum, libri, libro, libro). En los grupos forma-
les, la coincidencia puede y suele afectar a los dos planos (cfr., p. ej., lat. amat,
monet, timet, audit), pero también es posible que se ciña al terreno del signi-
ficado (cfr., p. ej., lat. puella, libro, patre, manu, die, formas de abl. sg. todas
ellas, pero con distintas terminaciones). En cualquier caso, el hablante está
acostumbrado a esperar coincidencias de sonido y de significación entre los

256
miembros de un grupo, y es ese hábito el que posibilita las operaciones analó-
gicas.
Entre los grupos materiales y formales se producen, según Paul (1886, p.
93), entrecruzamientos constantes. Así, p. ej., la serie amo, amas, amat,
amamus, amatis, amant es un grupo híbrido, material-formal, puesto que:
a) todas sus formas expresan el mismo concepto fundamental (amare); b) to-
das sus formas son de tiempo presente, modo indicativo y voz activa. Híbrida
es también la serie amat, amabat, amavit, amabit: hay concordia en lo mate-
rial (el concepto fundamental es el mismo) y en lo formal (3ª persona de sin-
gular, modo indicativo, voz activa). Los grupos de carácter material-formal
dan pie al establecimiento de proporciones (Paul 1886, pp. 93-94), y, con ellas,
a la acción de la analogía. Sea, p. ej., el verbo betizare, del que Augusto se servía
(Suetonius Tranquillus, 1908, 87.1) en lugar del clásico languere o el colo-
quial lachanizare. Siendo betizare (‘estar débil’) una suerte de extravagancia
lingüística de Augusto, sus interlocutores no podían haberse encontrado pre-
viamente con ninguna de sus formas, y, por lo mismo, no habían podido me-
morizarlas. Con todo, les bastaría escuchar betizo, betizavi o betizabo para po-
der engendrar, de inmediato, cualquier otra forma, ya que el ejemplo de
amare —y de otros muchos verbos— acudiría en su ayuda. Supongamos que
el oyente quisiese tomar la palabra y atribuirle a un tercero, ubicándola en el
futuro, la afección anímica y corporal de la languidez. Diría, en tal caso,
betizabit, y lo haría con absoluta certeza de ser comprendido. La forma de 3.ª
pers. del sg. del futuro imperfecto de indicativo es una incógnita que se ha
despejado guardando las proporciones: si a amat le corresponde amabit, a
betizat le corresponde betizabit (o, empleando la anotación de Paul, amat,
amabit = betizat, betizabit).
Como acabamos de comprobar, la acción de la analogía permite acuñar
formas significativas sin necesidad de haberlas escuchado y memorizado pre-
viamente. Ahora bien, son muchas las ocasiones en las que la analogía no im-
plica la acuñación de combinaciones verdaderamente nuevas, es decir, no re-

257
gistradas nunca con anterioridad en el uso lingüístico de la comunidad: «[I]t
is natural enough that, by the aid of proportions, groups should often be crea-
ted which were before common in language» (Paul, 1886, p. 102). Quien
habla —insiste Paul— analogiza:

Those proportion-groups which have gained a certain degree of so-


lidity are of supreme for all linguistic activity, and for all development of
language. It is unjust to this important factor in the life of language to ne-
glect to take into any account, until it produces an actual change in the use
of language. One of the fundamental errors of the old science of language
was to deal with all human utterances, as long as they remain constant to
the common usage, as with something merely reproduced by memory,
and the result of this has been that we have not been in a position to form
any right conception of the share taken by proportion-groups in the alter-
ation of language.
The fact is that the mere reproduction by memory of what is has
once mastered is only one factor in the words and groups of words which
we employ in our speech. Another hardly less important factor is the com-
binatory activity based upon the existence of the proportion groups
(1886, p. 97).

Así pues, podríamos decir que la analogía no es solo una fuerza innova-
dora, sino también un agente de conservación, ya que presupone y reproduce
los cánones idiomáticos vigentes 191. Empero, se ha de advertir que lo canónico

191
No es esta, en verdad, una tesis novedosa. Ya en el Cours de linguistique générale,
p. ej., se apunta que la analogía si atendemos al papel que desempeña en la actividad lin-
güística (y no solo a algunos de sus efectos), se nos aparece como «[un] facteur de conser-
vation pure et simple» (Saussure, 1931, p. 236). Saussure explicita las razones que abonan
esta tesis: «Le latin agunt s’est transmis à peu près intact depuis l’époque préhistorique (où
l’on disait *agonti) jusqu’au seuil de l’époque romane. Pendant cet intervalle, les généra-

258
y lo usual no son clases idénticas, sino que, siendo distintas, presentan elemen-
tos comunes 192 . En un momento dado, nos encontraremos con formas y
construcciones que, siendo conformes con los cánones, no son de uso fre-
cuente (cfr., p. ej., cast. perrezno ‘perro pequeño, cachorro’), y con otras que,
siendo de uso frecuente, no son conformes con los cánones (cfr., p. ej., cast.
torrezno, de torrar, con un uso del sufijo -ezno que parece aberrante a la luz de
formas como osezno ‘cría de oso’ y lobezno ‘cría de lobo’). Este desajuste entre
lo canónico y lo usual es particularmente llamativo en el ámbito de la flexión.
En las lenguas genética y tipológicamente afines a las nuestras, la conjugación
es, sin duda alguna, la zona donde más patente se hace la verdad de una célebre
frase de Charles Bally: «Dès qu’on essaie de démonter la machine [de la lan-
gue], on est bien […] effrayé du désordre qui y règne, et l’on se demande com-
ment des rouages si enchevêtres peuvent produire de mouvements concor-
dants» (1944, p. 17). Los llamados verbos irregulares, al fin y al cabo, no son
otra cosa que formaciones vestigiales 193, resultantes de la aplicación de un ca-

tions successives l’ont repris sans qu’aucune forme concurrente soit venue le supplanter.
L’analogie n’est-elle pour rien dans cette conservation? Au contraire, la stabilité de agunt
est aussi bien son œuvre que n’importe quelle innovation. Agunt est encadré dans système;
il est solidaire de formes telles que dicunt, legunt, etc. et d’autres telles que agimus, agitis,
etc. Sans cet entourage, il avait beaucoup de chances d’être remplacé par une forme com-
posée de nouveaux éléments» (ibid.)
192
Nos encontramos, pues, ante una relación lógica diagramable por medio de dos
círculos, A y B, en intersección (Ferrater Mora y Leblanc, 1962, pp. 130-131), siendo A la
clase de las combinaciones canónicas y B la de las usuales. La suma de las dos clases consti-
tuiría la totalidad de lo «decible»; su producto, esto es, la clase que abarca sus miembros
comunes, es el núcleo del organismo lingüístico alojado en la psique del hablante (acerca de
las nociones de suma y producto en la lógica de clases, cfr. Ferrater Mora y Leblanc, 1962,
pp. 125-126).
193
Bien entendido que la vestigialidad no consiste en una baja frecuencia de uso; lo
que confiere carácter vestigial a una forma o construcción es la obsolescencia de su patrón
constitutivo, que la hace aparecer como una rareza y, al mismo tiempo, como una reliquia
de estadios anteriores. Cabe, pues, decir que el término vestigial tiene en lingüística un sen-

259
non que ha perdido su vigencia y que, por ende, ya no se reconoce como tal.
Pues bien, la analogía puede intervenir también en casos como estos, engen-
drando formas canónicas que entrarán en conflicto con las usuales y tal vez
lograrán reemplazarlas. Ello nos conduce a matizar la visión de la analogía
como agente de conservación. Por serlo de conservación, lo es también de in-
novación: reproduce cánones preexistentes y, al hacerlo, puede introducir
formas y construcciones nuevas en el uso lingüístico. Obviamente, no basta
la aparición de una combinación nueva para que se produzca el desalojo de la
tradicional. En muchos casos, esta no llegará a peligrar en ningún momento:
será la formación analógica rival la que acabe por extinguirse (pensemos, p.
ej., en la suerte de las sobrerregularizaciones introducidas por los niños en la
primera infancia: su destino es perecer a manos de la presión del entorno). Si
la innovación triunfa (es decir, si se incorpora al uso lingüístico de la comuni-
dad y suplanta a la formación heredada), no será sino al término de una lucha
prolongada.
Se ha de advertir, finalmente, que Paul no circunscribe la acción de la
analogía proporcional al nivel de la palabra (hechos de flexión y derivación);
también la cree operante en el de las combinaciones sintácticas (1886, pp. 95-
96). Considérese, p. ej., el uso latino del ablativo instrumental con verbos de-
ponentes como fruor, fungor o utor (Bassols de Climent, 1956, § 121). No
parece descabellado suponer que, para saber con qué caso construye fruor,
bastase haber escuchado combinaciones como utor muneribus, utor virtute,

tido afín al que cobró en la biología darwiniana. Para el paleontólogo, en efecto, los trazos
vestigiales son testimonio presente de un estado de cosas ya caducado: «[O]f all organisms
that of man has been most minutely investigated by anatomists; and therefore I think it
will be instructive to [give] a list of the more noteworthy vestigial structures which are
known to occur in the human body. […] [T]he number of obsolescent structures which
we all present in our own persons in so remarkable, that their combined testimony to our
descent from a quadrumanous ancestry appears to me in itself conclusive» (Romanes, 1892,
p. 73; la cursiva es nuestra).

260
fungor muneribus, fungor virtute, etc. La afinidad de forma y sentido entre
los verbos propicia el establecimiento de proporciones: utor muneribus =
fungor muneribus = fruor muneribus. Una vez memorizadas unas cuantas
combinaciones y abstraída la regla —inconscientemente, puntualiza Paul
(1886, pp. 99)—, el hablante puede construir —y construye a voluntad— se-
cuencias como utor gladio hispaniense (‘manejo un gladius de Hispania’),
utor laeva manu (‘uso la mano izquierda’) o utor calice vitreo (‘utilizo una
copa de cristal’), aunque jamás las haya registrado en su memoria. Como ocu-
rría en el nivel de la palabra, las proporciones señalan el camino; encauzan —
mejor dicho— la actividad verbal de los individuos, que es creativa, pero no
anárquica: si con utor va toga, entonces no pueden ir gladius, gladium ni
gladii, sino solo gladio.
Una vez examinada la doctrina de Hermann Paul, ha llegado la hora de
regresar al texto de Meillet, que solo a la luz de aquella se comprende cabal-
mente. Como ya sabemos, Meillet abre su tratamiento de la cuestión con una
referencia al texto del insigne germanista. Leámosla con detenimiento —el
pasaje es muy largo—, y nos encontraremos en condiciones de valorar la ex-
tensión y la profundidad de la deuda que nuestro autor contrajo con el maes-
tro alemán:

Les paradigmes grammaticaux ne sont qu’une traduction de cer-


tains phénomènes psychiques et n’ont pas d’autre réalité que celle de ces
phénomènes; M. Paul a analysé ces systèmes complexes d’associations de
formes et d’idées dans son livre bien connu […]; il suffira de rappeler ici les
faits essentiels. Considérons les formes suivantes [,] écrites —très grossiè-

261
rement— d’une manière phonétique, pour faire apparaître plus nette-
ment les faits tels qu’ils sont:

A B C D E
1 ilèm ilroul ilpans ilachèt ilapèl
2 nouzèmon nouroulon noupanson nouzachton nouzaplon
3 tuèmê turoulê tupansê tuachtê tuaplê
4 tuèmra turoulra tupansra tuachètra tuapèlra
5 èmé roulé pansé achté aplé

Ce tableau peut être lu en deux sens qui répondent à deux catégories


d’associations; lu verticalement, on voit que chacune de ses colonnes A,
B, C, D, E renferme dans les cinq formes citées Un élément commun, res-
pectivement: èm, roul, pans, achèt (ou acht-), apèl (ou apl-); lu horizonta-
lement, il renferme aussi des éléments communs qui sont: 1º préfixe il; 2º
préfixe nou (nouz devant voyelles), suffixe -on; 3º préfixe tu-; suffixe -ê; 4º
préfixe tu-; suffixe -ra; 5º pas de préfixe; suffise -é. Á l’élément commun
de la série verticale est attaché l’idée de la nature de l’action: aimer, rouler,
penser, acheter, appeler; aux éléments communs de la série horizontale sont
associées les diverses particularités de l’action: Quel en est l’agent? En quel
temps se fait-elle? Est-elle faite ou commandée? etc. (Meillet, 1894b, p.
861).

Son obvias las semejanzas entre la doctrina de Paul y la que Meillet sienta
en el párrafo que acabamos de trasladar. Salta a la vista que las series vertical y
horizontal de nuestro autor se corresponden con los agrupamientos materia-
les y formales de los Prinzipien, respectivamente. Hay, con todo, una diferen-
cia no menos notable. Mientras que Meillet dispone las formas en filas y en

262
columnas para proceder a su análisis, esto es, a su segmentación, Paul describía
las bases y el funcionamiento de la analogía sin segmentar las formas flexivas
en unidades significativas menores (el tema y la desinencia). En su opinión, el
análisis se prestaba a interpretaciones genéticas que, por ser engañosas, debían
evitarse. Al descomponer las formas en constituyentes menores, se invitaba a
creerlas engendradas por agregación de unidades originariamente autónomas,
a la manera de Franz Bopp (cfr. supra, § 2.1.3). Para Paul (Morpurgo Davies,
1978, p. 45), como para muchos de sus coetáneos (Morpurgo Davies, 1998,
pp. 265-267), era un acto de ingenuidad 194. Al practicar un análisis explícito
de las formas, sin reservas ni titubeos, Meillet se distanciaba de Paul y se acer-
caba a maestros por entonces menos conocidos, como Baudouin de Courte-
nay y Kruszewski.
Desde la periferia de la lingüística europea (cfr. supra § 2.2.3), Baudouin
y Kruszewski vieron con claridad lo que muchos lingüistas del centro no qui-
sieron ver: que la descomposición de las formas flexivas en tema y desinencia,
primero, y la identificación de la raíz dentro de tema, a continuación, no son
meras invenciones del lingüista. Se fundan en la asociación de cada forma con
toda una serie de formas afines, una asociación que no se produce solo en las
páginas de los manuales de gramática, sino también —y ante todo— en la me-

194
Ingenuidad sería, p. ej., analizar las formas latinas de ablativo singular de tipo
dominō en domin- + - ō, al modo de las gramáticas escolares, y suponer luego que, en un
estado de lengua anterior, domin- y -ō habían mantenido una relación semejante a la que
existe entre un sustantivo y una posposición. En realidad (Ernout, 1953, pp. 14, 29), en el
latín primitivo, el elemento ō ni siquiera formaba parte de la terminación: era la vocal temá-
tica y hacía cuerpo con la raíz; la desinencia era -d, que aún se conserva en textos arcaicos.
Para deshacerse de estos espejismos, Paul no veía otra solución que deshacerse del análisis.
Algunos de sus colegas no tenían reparo en seguir hablando de temas y desinencias, ya que
facilitaba la exposición, pero insistían en que los unos y las otras no eran realidades de la
lengua, sino productos de las operaciones analíticas del lingüista: «[T]here is really no ob-
jection to the employment of illustrative aids, so long as they are not confused with reali-
ties» (Delbrück, 1880, p. 77).

263
moria de los hablantes. Los temas y las desinencias son resultado del análisis
de unidades que se presentan al mismo tiempo en la conciencia del individuo,
y, por tanto, no se suponen anteriores a las formas de las que se han ex-
traído 195. Kruszewski razonó con suma claridad el carácter ahistórico del aná-
lisis morfológico, tomando como base las palabras rusas prisonit’ (‘traer [a
pie]’), privozit (‘traer [en un vehículo]’) y privodit (‘traer, conducir’):

[I]t can easily be observed that a word is not connected with other
words merely as a whole: each of its parts is connected by separate bonds
of similarity with the same or almost the same parts in thousands of other
words. We can find thousands of words in which the parts pri, nos and it’
with their characteristic […] meaning encountered in combination of one
another; each of them is also encountered thousands of times with com-
pletely different sound complexes. This causes their separation in our con-
sciousness or, more accurately, in our linguistic feeling. Only this fact
makes them the morphological elements of a word. […] [T]he separation
of the morphological elements of a word depends exclusively on this fact
and [N. B.] cannot depend on any other (1995, p. 101; las cursivas son
nuestras).

Por este mismo sendero avanza Saussure en su refugio ginebrino: «[I]l


est faux —escribe en su cuaderno (2002, p. 183)— que les distinctions
comme racine, thème, suffixe soient de pures abstractions». Las innovaciones
analógicas, precisamente, son la viva prueba de que «les sujets parlants ont
conscience d’unités morphologiques —c’est-à-dire [...] significatives— infé-
rieures à l’unité du mot» (Saussure, 2002, p. 184). Creamos formas como re-
commenceur (‘recomenzador’, de recommencer) y meneur (‘conductor’, de
mener) porque tenemos clara conciencia de que en graveur (‘grabador’), pen-

195
Del mismo modo —por ejemplo—, la posibilidad de identificar orgánulos en el
citoplasma de una célula animal (lisosomas, mitocondrias, retículo endoplasmático, etc.)
no implica que esta se haya formado por la agregación de dichos elementos; de hecho, desde
los tiempos de Rudolf Virchow sabemos que omnis cellula e cellula (Albarracín Teulón,
1992, p. 39).

264
seur (‘pensador’), porteur (‘portador’), etc., está contenida la unidad -eur. No
es diferente el parecer de Meillet, aunque sea vea imposibilitado de desarrollar
sus ideas hasta el final, ya que no escribe para especialistas, como Kruszewski,
ni para sí mismo, como Saussure. Nuestro autor se limita a dar por sentada la
divisibilidad de las formas, tomándola como punto de partida para la explica-
ción del fenómeno de la productividad:

L’examen du tableau montre qu’à tout élément commun au sys-


tème vertical on peut ajouter un élément du système horizontal et récipro-
quement; celui qui dit ilêm peut dire aussi tuèmra, s’il peut dire tupansra,
il pourra dire aussi tuèmrê. Ainsi pans- peut être dans tous les cas substitué
à ém- ou à roul-, et -ra peut de même être substitué à -ê. Le système gram-
matical d’une langue donnée n’est donc autre chose qu’un ensemble infi-
niment complexe d’éléments substituables les uns aux autres et associés
aux différentes idées exprimées par cette langue (Meillet, 1894b, p. 862).

Sirviéndonos de los términos de Meillet, podríamos decir que toda uni-


dad significativa contrae relaciones horizontales y verticales. Son horizontales
las relaciones entre unidades se unen para conformar unidades más comple-
jas: así, p. ej., las que existen entre {pãs-} y {-ʁa} u {-õ} 196. Son verticales las

196
Al escribir pans-, èm-, roul-, etc., Meillet trata de dar una idea aproximada de la
pronunciación sin utilizar los caracteres especiales propios de alfabetos fonéticos como el
de la Asociación Fonética Internacional (Anónimo, 1893) o el que Jean-Pierre Rousselot y
Jules Gilliéron crearon para la Revue des Patois Gallo-Romans (Anónimo, 1890). Es de su-
poner que los impresores de la Revue Internationale de Sociologie, faltos de los tipos apro-
piados, obligaron a nuestro autor a servirse de letras comunes y corrientes. Nos ha parecido
oportuno reemplazar la pronunciación figurada por una verdadera transcripción fonética,
con la sola excepción de las citas, donde la fidelidad a la fuente debe ser absoluta.
Sabemos, por lo demás, que representar los signos mínimos mediante una transcrip-
ción entre llaves entraña un riesgo: el de que aquellos se identifiquen con su manifestación
material, error contra el que se nos ha prevenido muchas veces (Fernández Pérez, 1991, p.

265
relaciones entre las unidades que podrían reemplazarse mutuamente en una
determinada combinación: así, p. ej., las que existen entre {pãs-} y {ɛm-}. A la
vista está que, en pasajes como el que hemos citado, las expresiones sistema
horizontal y sistema vertical tienen un sentido —digamos— especial: al leer-
las, se hace imposible no evocar las relaciones sintagmáticas y relaciones aso-
ciativas de Saussure (1931, pp. 170-171). En cualquier caso, más que señalar
la similitud, lo que urge es desvelar la tesis que está latente en el párrafo que
acabamos de citar, a saber: que la identidad de una unidad significativa viene
dada por sus relaciones con las unidades contiguas.
En prevención de malentendidos que podrían ser graves, se ha de tener
presente que hay dos tipos de contigüidad: la contigüidad en la memoria y la
contigüidad en el enunciado (o en la frase, como dice Meillet). La desinencia
{-ʁa} es lo que es —una desinencia, no una simple sílaba— por dos razones.
En primer lugar, porque, en la memoria del hablante, tiene vecindad: a) con
unidades como {-a} (cfr. il/elle pensa ‘pensó’) y {-ɛ} (cfr. il/elle pensait ‘pen-
saba’); b) con unidades como {-ʁe} (cfr. je penserais ‘pensaré’, vous penserez
‘pensaréis’) y {-ʁõ} (cfr. nous penserons ‘pensaremos’, ils/elles penseront ‘pensa-
rán’). En segundo lugar, porque, en el enunciado, es vecina de unidades como
{ʁul-}, {ɛm-} y { pãs-}, con las cuales puede entrar en combinación (il/elle rou-
lera, il/elle aimera, il/elle pensera...). En rigor —sostiene nuestro autor—, la
gramática de una lengua es una urdimbre de series de unidades mutuamente
sustituibles: «Le système grammatical d’une langue donnée n’est [...] autre
chose qu’un ensemble infiniment complexe d’éléments substituables les uns
aux autres» (1894b, p. 862).
La identificación de las unidades por parte del hablante se funda en el
juego de las relaciones horizontales y verticales, sin que intervenga ninguna

60; Fernández Pérez, 1993, pp. 38-46). Nuestro modus operandi no tiene otra justificación
que el afán de brevedad y la conveniencia de eludir discusiones teóricas que estarían fuera
de lugar en este contexto.

266
otra consideración. Al niño, al aprendiz de hablante, no se le ofrecen las uni-
dades significativas ya delimitadas, con un suplemento de instrucciones sobre
sus posibilidades combinatorias. Eso sería hacerle entrega del léxico y la gra-
mática exentos, abstraídos de la realidad concreta del hablar, para que con ellos
acuñe nuevos enunciados. A nadie se le oculta que no es así como procede-
mos. «Aucune association d’idées —escribe Meillet— n’est transmissible
d'un individu à l’'autre» (1894b, p. 863). Al niño no se le proporcionan las
asociaciones ya establecidas, sino tan solo los materiales (las formas) con que
ha de construirlas. Y ni siquiera las formas se le brindan separadas, perfecta-
mente delimitadas; lo que recibe son frases, unidades de sentido que, en un
principio, se le aparecen como bloques indivisos:

L’enfant qui s’assimile une langue n’y voit et n’y peut voir d’abord
que des phrases. Il reconnaît assez vite dans les phrases simples qu’on lui
adresse que certains éléments peuvent être substitués à d’autres; il isole
tout d’abord les mots, surtout les substantifs qu’on lui indique souvent
en dehors de toute phrase. Ses premiers essais se bornent à des mots isolés
et il s’en tient là pendant plusieurs mois. Là même où il emploie des formes
qui, aux yeux de ceux qui l’entourent, rentrent dans des types grammati-
caux, il reproduit simple ment des mots qu’il a entendus et qui pour lui ne
sont pas associés à d’autres. Puis il s’aperçoit peu à peu de l’existence des
substitutions analysées plus haut; il se met à les reproduire lui-même; une
fois commencée, cette acquisition se produit très vite et au bout de peu de
mois l’enfant use de formes grammaticales (Meillet, 1894b, p. 863; las cur-
sivas son nuestras).

La labor del niño es aislar —mediante la comparación y el análisis— uni-


dades significativas cada vez más pequeñas, condición necesaria para poder
recombinarlas y construir unidades grandes que, siendo nuevas, resulten
aceptables para otros miembros de la comunidad. Al cotejar emisiones simi-

267
lares (no iguales), advertirá que las identidades parciales en el ámbito del sen-
tido están ligadas con identidades parciales en el del sonido197. Por lo mismo,
verá que las diferencias parciales en el terreno del sentido lo están con diferen-
cias parciales en el del sonido. Dadas, p. ej., las combinaciones {pãsʁõ} (‘pen-
saremos’) y {pãsõ} (‘pensamos’), se da cuenta de que la identidad (parcial) de
sentido reposa sobre la repetición de {pã-}, y la diferencia, sobre la presencia
de {-ʁõ} o de {-õ}, que pueden sustituirse recíprocamente.
En estas páginas de su artículo, Meillet está abordando —es obvio— el
mismo problema que el Cours de linguistique générale aborda bajo el rótulo
de «Méthode de délimitation» (Saussure, 1931, pp. 146-147). No tenemos
intención de sugerir que Meillet depende de Saussure en este punto; no que-
remos insinuar que está recordando las lecciones que el maestro había dado,
pocos años atrás, en la École des Hautes Études 198. Nos limitamos a señalar el

197
Utilizamos los términos sonido y sentido no ya a pesar de su vaguedad, sino por
causa de ella, a fin de evitar las distorsiones que introduciría el uso de parejas como signifi-
cante y significado o expresión y contenido. Además, el propio Meillet, en varios lugares de
su obra, habla de sonido (fr. son) y sentido (fr. sens) para designar los dos órdenes de fenó-
menos que se ponen en relación en el lenguaje. Valga esta cita como muestra: «Si l’on ob-
serve le discours d’un sujet parlant et qu’on se propose de l’analyser, on peut se placer à
deux points de vue. Ou bien l’on étudie l’émission sonore, indépendamment du sens ex-
primé par le discours, et l’on fait de la phonologie, ou bien l’on étudie cette même émission
en fonction du sens exprimé, et l’on fait de la grammaire ou de la lexicologie» (Meillet,
1911, p. 266).
198
En efecto, la dependencia intelectual no se puede dar por demostrada con solo re-
cordar que Meillet fue alumno de Saussure. Dicho esto, sería un error —y grave— hacer de
la falta de pruebas de dependencia una prueba de independencia. Lo más razonable es prac-
ticar la suspensión del juicio, visto que las fuentes disponibles discurren por caminos diver-
gentes. John E. Joseph, habiendo estudiado las notas preparatorias de Saussure para sus lec-
ciones parisinas, ha concluido que «Saussure’s mature conception of language was present
in most of its key aspects in his lectures of 1884–5» (2012, p. 319). De ser así, cabría siem-
pre la posibilidad de que, en aquellos años, Meillet ya hubiese tenido contacto con algunas
ideas del Saussure maduro. Por otra parte, sin embargo, el propio Meillet ha dejado escrito

268
paralelismo, que es indicio de una evidente afinidad y de ubicación en un
mismo marco intelectual: un marco que invitaba a quienes trabajaban dentro
a hacerse ciertas preguntas. Como ya sabemos (cfr. § 3.2.2.3), Meillet sostenía
que, en hablantes sujetos a la acción de idénticos factores, las mismas innova-
ciones fonéticas se presentan de forma simultánea e independiente. Esta tesis
—lo hemos visto— ha sido rechazada por lingüistas de renombre. Trasladada
al terreno del pensamiento, en cambio, nadie osaría impugnarla. Ya Sir Fran-
cis Bacon dijo que las nuevas verdades e invenciones, más que del ingenio, son
hijas del tiempo: «Once the needed antecedent conditions obtain, discoveries
are off-shoots of their time, rather than turning up altogether at random»
(Merton, 1961, p. 473).
Meillet, por lo demás, se mantendrá fiel a estas ideas durante el resto de
su carrera. Aquí no hay rectificaciones, ni explícitas ni silenciosas. Sería fácil
hacer acopio de citas demostrativas, pero el acarreo de textos muy similares en
forma y contenido resultaría oneroso por demás (en tiempo y en espacio) y
poco instructivo. Ofreceremos, sobre la marcha, un par de referencias ilustra-
tivas (1911, pp. 279-281, 292-293; 1929a, pp. 72-73), y solo citaremos por
extenso uno de los trabajos tardíos de nuestro autor: el último, que vio la luz
cuando el maestro ya había fallecido. Nos referimos a su contribución al tomo
I de la Encyclopédie française (cfr. supra, § 1.1.2), que llevó el título de «Struc-
ture générale des faits linguistiques» (Meillet, 1937). Por su sobriedad (como
la música celestial de los pitagóricos, la erudición de Meillet está, pero no se

que Saussure solo compartió sus doctrinas generalistas con los alumnos de la etapa gine-
brina: «Des réflexions sur la linguistique générale qui ont occupé une grande partie des
dernières années , rien n’a été publié. F. de Saussure voulait surtout bien marquer le con-
traste entre deux manières de considérer les faits linguistiques: l’étude de la langue à un
moment donné, et l’étude du développement linguistique à travers le temps. Seuls les élèves
qui ont suivi à Genève les cours de F. de Saussure sur la linguistique générale ont pu profiter
de ces idées; seuls, ils connaissent les formules précises et les belles images par lesquelles a été
illuminé un sujet neuf» (1913, p. 123; las cursivas son nuestras; testimonios semejantes, en
Cano López, 2005, p. 175).

269
nota), por su claridad, por su enfoque generalista, «Structure générale»
puede considerarse un testamento científico. Veremos cómo, cuarenta años
después de «Les lois du langage», Meillet aborda en términos prácticamente
idénticos el primero de los retos que afrontan el (futuro) hablante y el lin-
güista que pretende describir una lengua que (todavía) no habla: partiendo la
observación de los actos comunicativos y la recepción de las frases que en ellos
se intercambian, elevarse hasta la reconstrucción de los patrones conforme a
los cuales aquellas se han cortado. He aquí las palabras de Meillet, que parecen
una segunda edición —levemente corregida y bastante aumentada— de las
que había publicado en 1894:

Chez ces hommes, il existe […] un ensemble complexe de possibilités


qui, suivant les besoins, passent à une réalisation. Ces possibilités n’exis-
tent que dans l’esprit des hommes parlant une même langue. On n’a donc
pas le moyen de les observer directement; on n’en saisit que les réalisations
qui interviennent à l’occasion; c’est dans les paroles que les hommes échan-
gent entre eux qu’on peut observer indirectement l’existence de ces systèmes
complexes de possibilités qui constituent les langues.
Pour analyser des paroles, on est amené en principe à comparer des cas
tels que l’on puisse faire varier un seul élément, de manière à l’isoler de
tous les autres. Soit par exemple des paroles telles que «Pierre joue, Paul
joue, Louis joue»; on isole ainsi un élément «joue» propre à indiquer un
certain acte accompli par des personnages différents dont le nom se trouve
également isolé par là même. Les éléments isolés de cette manière sont
propres à figurer dans d’autres paroles destinées à d’autres communica-
tions; ainsi: «j’ai vu Pierre, j’ai vu Paul, j’ai vu Louis», ou bien: «ceci est à
Pierre, ceci est à Paul, ceci est à Louis». Le langage opère donc avec des élé-
ments capables d’être substitués les uns aux autres; le nombre et les modali-
tés de ces substitutions sont sans limite; par là le langage se prête à énoncer
des choses différentes; analyser une langue, c’est examiner quelles y sont les

270
substitutions possibles (Meillet, 1937, 1*32∼9-1*32∼10; las cursivas son
nuestras).

Como hemos visto, la única novedad reseñable es la introducción de un


cuasisinónimo de phrases: paroles —eco tal vez del Cours—, que no alude aquí
a la actividad locutiva de los hablantes, sino a los productos verbales de dicha
actividad, o sea, a los enunciados. Por lo demás, la estabilidad del pensamiento
meilletiano es, en este punto, verdaderamente sorprendente; aunque, bien
mirado, lo justo maravillarse de la precocidad que demostró cuatro decenios
atrás. Se objetará, para restarle importancia, que esta doctrina no encierra mis-
terios: todos los días podemos observar que, cuando está en vías de adquirir
su primera lengua, el niño reconstruye en su mente el mecanismo formal que
ha permitido y permite a sus allegados producir todas las frases que él escucha.
Creemos que esa objeción no es justa: todos los días se puede ver; observar, en
cambio, es otra cosa y no está al alcance de todos 199. Asimismo, creemos que
la doctrina en cuestión, con toda su sencillez, es fecunda en implicaciones para
el lingüista práctico, el lingüista que aborda la tarea de describir una lengua a
partir de los textos (orales o escritos), no apoyándose en el conocimiento in-
tuitivo que de ella pueda tener ni en esquemas arrancados de la tradición gra-
matical autóctona, si es que existe. La primera y más importante lección es
esta. Si el objetivo del gramático es sacar a la luz el «système personnel d’asso-
ciations linguistiques» (Meillet, 1894b, p. 863) de los hablantes, solo ha de
tomar en consideración las formas que, habiéndose introducido en la memo-
ria del individuo a través de la escucha repetida, se organizan allí en series sobre
la base de sus afinidades de forma y/o de contenido. Las formas que —por
pertenecer a estados lingüísticos anteriores— son extrañas al sistema de aso-

199
No es inoportuno recordar aquí una sentencia de Jean-Jacques Rousseau en su
Discours sur l’origine et les fondements de l'inégalité parmi les hommes (1755): hace falta
mucha filosofía, dice, «pour savoir observer une fois ce qu’il a vu tous les jours» (Rousseau,
1755, p. 39).

271
ciaciones del hablante, no hay que tenerlas jamás en cuenta: evocarlas sirve tan
solo para introducir distorsiones en la descripción. Todo lo que proyecta la
sombra del pasado muerto sobre el presente vivo, sea una tradición gramatical
retardataria, sea una tradición ortográfica conservadora, debe ser puesto entre
paréntesis. Como su maestro Saussure, Meillet ha llegado a la exigencia de sin-
cronía a partir de la reflexión sobre la analogía:

De toutes les grammaires, celle du français est la moins propre à don-


ner une idée exacte de ces systèmes de formes, en partie parce que le fran-
çais présente beaucoup d’anomalies, et en partie parce que les manuels
scolaires[,] plus faits pour enseigner aux enfants une orthographe de con-
vention que pour leur faire reconnaître et observer les faits réels, dissimu-
lent les véritables associations. Peu de Français cultivés savent que l’idée
du féminin est associée à l’addition d’une consonne à la forme du mascu-
lin (il s’y joint très souvent une différence du timbre de la voyelle précé-
dente): vêr, vêrt – gran, grand – lou, louo [sic] – lon, long – eureu, eureuz
— bon (avec on, voyelle nasale), bon (o suivi de n) – bénin, bénign – fré,
frêch – premye, premyer. Plus d’un grammairien même ignore peut-être ce
procédé de formation, mais le peuple l’indique nettement quand il dit
qu’une poire est crute ou qu’une petite fille est gaite (Meillet, 1894b, p.
862).

3. 3. EL ASCENSO A LA CUMBRE (1902-1906)

En el apartado anterior tuvimos ocasión de acompañar a Antoine Meillet


en las primeras etapas de una escalada que —nadie lo hubiera dicho por en-
tonces— había de conducirlo hasta la cima de los estudios lingüísticos en
Francia. Vimos, así, cómo halló sostén e impulso en dos sucesos: por un lado,
la partida de su admirado maestro Ferdinand de Saussure, que dejó París para
recluirse en su Ginebra natal; por otro, el inesperado deceso de James Darmes-

272
teter, aquel brillante iranista que, no contento con haber heredado los laureles
de Eugène Burnouf, aspiraba a conquistar los de Ernest Renan. Observamos
también cómo, entre las indagaciones especializadas a que lo obligaban sus
compromisos docentes, nuestro autor logró deslizar un par de trabajos de ín-
dole teórica (y de carácter divulgativo), signos tempranos de una preocupa-
ción que jamás había de abandonarlo. Advertimos, en fin, que aquella tem-
prana afición a los problemas de alcance general estaba llamada a convertirse
en un rasgo que lo singularizaría entre sus coetáneos.
Llega ahora el momento de presenciar un nuevo ascenso de Meillet, pro-
piciado en parte, como el anterior, por circunstancias luctuosas. La muerte,
en dos ocasiones, y la vejez, en una, apartaron varios obstáculos de su camino
y lo colocaron en una posición inmejorable, más cerca de la cumbre de lo que
poco antes hubiera imaginado. Esta progresión en su carrera profesional pro-
pició, como veremos, una nueva germinación de sus inquietudes generalistas,
que no tardó en dar cumplidos frutos. No hace falta decir que recogeremos y
describiremos los más granados, que excedieron con mucho los que la etapa
anterior había rendido.

3.3.1 La sucesión de Carrière y muerte de Duvau (1902-1903)

Sabemos ya (cfr. supra, § 1.1.2, n. 26) que las primeras investigaciones de


Meillet tuvieron lugar en el campo de la lingüística y la filología armenias, del
cual parecía llamado a ser un excelente cultivador 200. Como recompensa de

200
Un pronóstico que hacían incluso quienes no lo tenían en muy alta estima. En
1891, el latinista Émile Chatelain, defensor de Duvau en la querella por la sucesión de Saus-
sure (cfr. supra, § 3.2.1), ya concedía que Meillet, entonces un joven con escasa obra escrita,
llevaba trazas de convertirse en un armenólogo sobresaliente. «À l’origine de l’École —es-
cribía Chatelain, en carta à Gaston Paris—, on a nommé Maspero, Bergaigne, Guyard avec
aussi peu de titres [que Meillet], […] mais leurs nominations ne brisaient la carrière de per-

273
sus desvelos, fueron ambas disciplinas las que le brindaron su primer puesto
de profesor titular. El 25 de enero de 1902, a los 64 años, fallecía Auguste Ca-
rrière fallece, y quedaba vacante la cátedra de armenio de la École des Langues
Orientales Vivantes. En razón de su historial científico, nuestro autor fue lla-
mado a ocuparla. El cambio era de personas y, sobre todo, de personalidades.
Según cuentan quienes lo conocieron, Carrière supeditaba la investigación a
la docencia: «Il multipliait sans compter ses leçons parce qu’il songeait plus à
faire profiter un grand nombre de jeunes gens de ses […] connaissances […]
qu’à s’assurer une réputation […] par des publications» (Barbier de Meynard,
1902, p. 131). Meillet, en cambio, no era hombre dispuesto a poner tasa a su
prodigiosa productividad científica. No estamos insinuando que fuese negli-
gente en el cumplimiento de sus obligaciones como enseñante. Nada hay que
invite a suponerlo. Lo más probable es que albergase la convicción de que solo
el trato directo con las fuentes y el estudio personal de los problemas canden-
tes lo ponían en condiciones de impartir lecciones a la altura de la institución
que lo acogía.
Debió de ser esta convicción la que lo empujó a emprender, en el verano
de 1903, su segundo viaje al Cáucaso. Después de un trayecto de dos semanas,
Meillet recalaba en Echmiadzín el 19 de julio, y al día siguiente estaba ya ins-

sonne. En 1891, l’École est trop célèbre pour qu’une vocation soit un titre suffisant à pren-
dre place sur notre affiche pour 40 ans. La grande force de l’École consiste en ce que chacun
n’enseigne que ce qu’il sait dans la perfection. J’admets que M[eillet] est ou sera le premier
arménologue de l’Europe; il suivra ses goûts en traitant des “langues du Caucase”. Ces con-
férences […] ne se feront peut-être pas tous les ans» (apud Décimo, 2012, p. 196; las cursi-
vas son nuestras). A ojos de Chatelain, Meillet era un especialista de primera magnitud —
en rigor, un futuro especialista de primera magnitud— en la lengua y la literatura armenias.
Con el paso de los años, aquel muchacho tan prometedor podría hablar de vez en cuando
sobre «las lenguas del Cáucaso»; el sánscrito, el griego, el latín, el gótico, etc., que reclama-
ban un tratamiento asiduo y continuado, corresponderían —parece decirnos Chatelain—
a profesores con aficiones menos exóticas. No hace falta decir que la previsión se quedó
corta: Meillet fue un gran armenólogo, sí, pero no basta esa pincelada para pintar su retrato.

274
talado con todas las comodidades que el cenobio permitía: «[O]n me donne
appartement complet: chambre à coucher, salon, cabinet en face de l’église
[…]. Je suis traité comme un vardapet» (apud Gandon, 2014, p. 210). Su mi-
sión —apunta Vendryes (1937, p. 207)—, «étudier des manuscrits et rafraî-
chir sa pratique de la langue vivante». Fue precisamente durante su estancia
cuando recibió una noticia que cerraba toda una etapa de su trayectoria pro-
fesional. Louis Duvau, su rival de otrora (cfr. supra, § 3.2.1), había fallecido el
día 14 de julio, a la temprana edad de treinta y nueve años201. No estará de más
transcribir por entero las anotaciones que sobre el hecho dejó Meillet en su
diario, fechadas el 7 de agosto:

En apprenant ce matin la mort de Duvau par une carte de Berthe


[Esbaupin], je n’ai pas été ému autant que je l’aurais été à Paris, ni même
si la nouvelle était fraîche.
Je pense que nous avons été nommés ensemble durant mon premier
séjour en ce pays. C’est peu intéressant. J’ai seulement pensé à faire nom-
mer [Robert] Gauthiot à sa place (apud Gandon, 2014, p. 218).

En su diario, Meillet solo escribió estas líneas acerca del que había sido su
compañero durante más de diez años202. De cara al público, en cambio, le rin-
dió homenaje, pero sin exhibir una admiración que no había sentido. De he-

201
En el panegírico que pronunció con ocasión de las exequias de Duvau, Émile Cha-
telain refiere que su muerte fue consecuencia de una grave dolencia gástrica de curso largo:
«[U]ne terrible maladie d’estomac, qu’il n’avait surmontée que par la force de la volonté,
a fini par le vaincre. Ni les soins, ni le dévouement de sa mère n’ont pu réparer un organisme
épuisé» (Chatelain, 1904, p. 135).
202
Como apunta André Rousseau (2010, p. 100, n. 55), Meillet «ne manifeste aucun
sentiment de cordialité envers son collègue», indicio seguro de que las relaciones entre los
dos herederos de Saussure «n’ont jamais dû être cordiales».

275
cho, no tuvo reparo en poner en evidencia lo exiguo, lo inconcluso del legado
científico de Duvau:

On a, plus d’une fois, publié des recueils de travaux en l’honneur de


savants morts prématurément. Mais, quand il s’agit d’un homme […] à
qui des circonstances diverses n’ont pas permis de réaliser l’œuvre qu’il
avait préparée, le meilleur hommage à rendre à sa mémoire, et le plus pro-
fitable à la science, est de chercher à dégager les idées originales qu’il s’était
formées et qu’il n’a pas pu développer» (Meillet, 1906b, p. 233; las cursivas
son nuestras).

Varias son, según Meillet, las causas que explican la baja productividad de su
colega. De un lado, operaron dos factores de índole extraintelectual: sus cons-
tantes y graves problemas de salud (Meillet, 1903-1905, p. LXVI) y las obliga-
ciones anejas al puesto de secretario de la Société de Linguistique de Paris, que
él desempeñó con probidad y diligencia extraordinarias (Meillet, 1903-1905,
p. LXVI-LXVII). De otro lado, lo afligió una afección del espíritu de la que ja-
más pudo desembarazarse: el perfeccionismo. Su ansia por dejar una obra que
fuese original, personal (y no por ello menos rigurosa), acabó por atenazarlo e
impedirle dar la medida de su talento:

Il est aisé à un savant de publier souvent et beaucoup, quand il se


contente d’utiliser des méthodes enseignées et pratiquées en son temps; il
suffit d’appliquer ces méthodes à quelque nouvel objet en monnayant les
idées générales qui ont cours. Duvau était plus exigeant pour lui-même; il
tenait à ne publier que s’il apportait des faits inédits et des idées neuves, ou
du moins s’il présentait une idée connue sous une forme nouvelle. Du
reste, il faut l’ajouter, il se défiait, à tort ou à raison, des méthodes et des

276
idées générales actuellement admises par la plupart des linguistes» (Meil-
let, 1906b, p. 233; las cursivas son nuestras).

Aunque no es imposible leerlas como un elogio, estas palabras comportan, en


el fondo, un juicio bastante áspero. Al afirmar que Duvau publicó poco por-
que solo estaba dispuesto a a hacerlo cuando aportase «des faits inédits et de
idées neuves», Meillet está tasando a la baja los méritos de su compañero; está
diciendo, en efecto, que fueron pocas las ocasiones en que logró aportar una
cosa o la otra. Esta explicación contrasta con la que da Émile Chatelain, que
ve modestia donde Meillet veía solo inseguridad:

C’est que Duvau ne courait pas après la renommée, il travaillait pour


le plaisir de savoir et d’enseigner. Un caractère droit et ferme, éloigné de
toute intrigue, le garantissait contre tout sentiment d’ambition. Ce sont
uniquement ses chefs, depuis le proviseur du lycée d’Orléans jusqu’à l’il-
lustre maître du Collège de France [scil. Michel Bréal] qui, après avoir re-
connu ses mérites, l’ont poussé dans une voie digne de sa valeur (Chate-
lain, 1904, p. 135).

En el retrato que de él traza Chatelain, Duvau se nos presenta como un


hombre de genio apacible, y su figura reviste un atractivo particular. Muchos
años después, en 1945, un Joseph Vendryes casi anciano añadía una pincelada
a la pintura de Chatelain. En una reunión de la Société de Linguistique de Pa-
ris, que reanudaba su actividad tras una pausa de cuatro años, Vendryes pre-
sentó una comunicación sobre la comparación interlingüística y el papel que
había de cumplir en un porvenir no muy lejano. El viejo amigo y discípulo de
Meillet recorría —a paso largo— las tierras ya explotadas, y exhortaba a explo-

277
rar las que seguían vírgenes 203. Pues bien, cuando hubo de describir el funcio-
namiento y los resultados de la comparación interlingüística tal como se prac-
ticaba desde hacía más de cien años, se le vino a la memoria el nombre de Du-
vau, un hombre agudo, ingenioso, capaz de advertir una debilidad que otros
preferían pasar por alto:

Un linguiste homme d’esprit (n’était-ce pas Louis Duvau ?) aimait


à dire que toute la grammaire comparée reposait sur le rapprochement
d’une centaine de mots, invariablement les mêmes. C’est avec çatám -
ἕκατόν - centum, áçvah - ἵππος - equos, bhárāmi - φέρω - ferō, yákrt - ᾕπαρ -
iecur et quelques triades de ce genre qu’on bâtissait, prétendait-il, tout l’in-
doeuropéen. Il y a un peu de vrai dans cette boutade, et il est non moins

203
Hasta la fecha —escribe Vendryes (1942-1945, p. 6)—, la comparación se ha utili-
zado casi exclusivamente como herramienta al servicio de la lingüística histórica. Su obje-
tivo ha sido detectar, reuniéndolas en familias, las lenguas que presentan concordancias ex-
plicables solo como herencia de un estado lingüístico lengua anterior (pp. 1-2). Al llevar a
cabo el deslinde de cada familia, se obtiene, por fuerza, un elenco de los caracteres compar-
tidos por sus miembros, el cual conduce a una reconstrucción —parcial, conjetural— del
antepasado común. Dicha reconstrucción, a su vez, posibilita la identificación de las altera-
ciones que han producido la particular fisonomía de cada uno de los descendientes. Esta ha
sido —dice Vendryes— la magna obra de la lingüística del s. XIX y de las primeras décadas
del s. XX, una obra susceptible de refinamientos de detalle (p. 7), pero conclusa en lo esen-
cial. Es la hora de imprimirle a la comparación un rumbo diferente; diferente, que no nuevo
(pp. 7-8). Es la hora de buscar concordancias interidiomáticas que no reposen sobre la con-
tinuidad histórica, sino sobre la unidad esencial de la mente humana: «Le linguiste n’aura
plus pour objet d’établir par la comparaison un rapport de parenté entre des états de langue
séparés dans l’espace et dans le temps; il tirera de la comparaison de ces états de langue une
connaissance précise des besoins universels de l’esprit humain et des lois générales qui en
régissent l’activité» (p. 6). Pablo Cano López (2007) ha escrito sobre las raíces, la naturaleza
y el impacto de este proyecto del último Vendryes.

278
certain que ces mots-là, si intéressants qu’ils soient, ne constituent pas l’es-
sentiel de la langue (Vendryes, 1942-1945, p. 4).

Mas, cualesquiera que fuesen las cualidades intelectuales y morales de Duvau,


no cabe duda de que su muerte dejó a Meillet sin rivales. Como veremos, esta
circunstancia no tardaría en revelarse decisiva.

3.3.2. La sucesión de Bréal (1905-1906)

Habiendo cumplido setenta años en 1902, Bréal había empezado a con-


vencerse de que su cansancio y sus achaques le hacían necesario abandonar la
docencia por completo. De sus cargas en la École Pratique des Hautes Études
se había liberado tiempo atrás; ahora era el momento de abandonar el que
ocupaba en el Collège de France. El reglamento del Collège, establecido por
el Décret du 1er février 1873 204, le permitía permanecer de por vida en la cáte-
dra, pero, obviamente, no lo obligaba; antes bien, daba por sentada la posibi-
lidad del retiro voluntario: «Les professeurs qui, a raison de leur âge avancé
[…], sollicitent leur admission à une pension de retraite ou se rendent démis-
sionnaires, peuvent obtenir le titre de professeur honoraire» (art. 12) 205. La
solicitud debía someterse a discusión en la assemblée de professeurs, órgano
que, según el reglamento (arts. 14-20), tomaba las decisiones relativas a la or-
denación académica y la gestión del personal. Pues bien, en la reunión del 2
de abril de 1905, Bréal manifestó a todo el claustro su voluntad de retirarse;

204
Légifrance nos da acceso al número del Journal Officiel de la République Française
en el que se publicó el decreto, que es el del 7 de febrero de 1873: https://bit.ly/2RHoMtw.
205
Las cosas han cambiado, por supuesto. En nuestros días, los profesores del Collège
deben retirarse a los setenta años; así lo dispone el Code de l’Éducation (art. L-952-10), que
se puede consultar a través de Légifrance: https://bit.ly/2TfO2rt.

279
no lo hizo personalmente, sin embargo, sino a través de la voz del profesor
Pierre Émile Levasseur, administrador del Collège, que presidía la reunión 206:

M. le Président communique la lettre par laquelle M. Bréal demande


sa mise à la retraite. Il dit qu’il l’a retenu depuis plus d’un an, et qu’il aurait
voulu retenir plus encore un collègue dont le nom fait honneur au Col-
lège.
L’Assemblée exprime ses regrets et demandera, pour M. Bréal, le
titre de professeur honoraire 207.

No mucho después (26 de abril), el Journal Officiel publicaba la descrip-


ción de las lecciones que se impartirían en el Collège a partir del 1 de mayo.
Entre ellas, las del viejo maestro: «Michel Bréal […] exposera ses idées sur la
langue et la composition de l’Iliade, les lundis à onze heures; il expliquera
quelques-uns des plus anciens textes latins, les jeudis, à la même heure» (p.
2718) 208. Era evidente, pues, que el retiro no se haría efectivo hasta que co-
menzase el siguiente curso. En un principio, la noticia no fue tal: fuera del
claustro del Collège, nadie reparó en ella. Ahora bien, a la vuelta de las vaca-
ciones estivales, a medida que se aproximaba el inicio del nuevo curso, la de-
cisión de Bréal empezó a conocerse y comentarse en las páginas de los perió-
dicos. Para comprenderlo, debemos contemplar el hecho con los ojos de un
periodista de entonces. En el caso de los profesores del Collège de France, el
retiro voluntario era excepcional. De ahí que la noticia llegase entreverada de

206
No por accidente, sino en virtud de su cargo de administrador, conforme a lo dis-
puesto en el reglamento: «L’administrateur préside l’assemblée des professeurs, et, s’il le
juge convenable, toutes les toutes les commissions dont il est membre de droit; il corres-
pond seul avec le ministre et veille au bon ordre des cours et à la régularité des différents
services» (art. 2).
207
Salamandre (https://salamandre.college-de-france.fr/), portal de los archivos del
Collège de France, nos da acceso al acta: https://bit.ly/3fJPBW7.
208
El número es consultable en Légifrance: https://bit.ly/3hSgrOG.

280
rumores. Se dijo que Bréal había sido maltratado por el Ministerio de Instruc-
ción Pública; incluso se insinuó que la jubilación se le había impuesto me-
diante coacciones. Un indicio de aquella poderosa corriente de opinión lo te-
nemos, p. ej., en este suelto del diario Le Temps, destinado precisamente a re-
vertirla:

M. Bréal, un des maîtres les plus estimés du Collège de France, quitte


cet établissement après un long et brillant enseignement.
À ce propos, des journaux ont annoncé que M. Bréal aurait été
obligé de donner sa démission dans des conditions qui lui auraient été dé-
sagréables et qui auraient été tenues secrètes.
Voici les déclarations qui nous ont été faites, relativement au départ
de M. Bréal, à l’administration du Collège de France:
M. Bréal, qui, vous le savez, est très âgé, avait l’intention depuis un
assez long temps déjà de donner sa démission. Une première fois, M. Le-
vasseur, administrateur du collège, put le faire revenir sur cette intention;
mais M. Bréal, peu après, insistait à nouveau. Sa mise à la retraite est du 18
avril dernier. Le même jour, il était nommé professeur honoraire du col-
lège. Sa retraite, de plus, ne devait avoir d’effet que le 1er novembre pro-
chain. M. Bréal est encore, à cette heure, en activité de service.
La vérité, c’est que, en dehors du Collège et du ministère, M. Bréal a
rencontré quelques mécomptes, lorsqu’il a voulu se choisir un nouveau
remplaçant. Il n’est pas facile de suppléer un maître comme M. Bréal.
Mais, je vous le répète, c’est sur son désir plusieurs fois exprimé, qu’a été
signée, le plus tard possible, sa mise à la retraite.
Que va-t-on faire de sa classe?
La question n’est pas encore tranchée.
Réglementairement, le ministre de l’Instruction publique doit invi-
ter l'assemblée des professeurs du collège à délibérer sur le maintien d’une
chaire vacante; nous n’avons pas encore reçu cette invitation. D’ailleurs,

281
M. Bréal ne sera vraiment en retraite que le 1er novembre (Anónimo, 1905,
p. 6) 209.

No es de extrañar que los ecos de la noticia cruzasen la frontera francesa


y llegasen hasta Ginebra y, por tanto, a oídos de Ferdinand de Saussure. Un
amigo, que había leído el suelto apresuradamente (conque no recordaba la
fecha ni los detalles), le comentó a Saussure que la sucesión de Bréal se com-
plicaba. Saussure, inquieto, le escribió a Meillet en busca de aclaraciones:
«J’espère vivement, ou qu’il aura mal compris le sens de l’article, ou en tous
cas qu’il ne s’agit de rien de grave ou de pénible pour vous ou pour M. Bréal»
(carta del 31 de octubre de 1905, apud Benveniste, 1964, p. 103). La respuesta
de Meillet no ha llegado a nuestras manos, pero, dada la contestación de Saus-
sure, salta a la vista que disipó sus temores: «Votre lettre m’a fait un bien sen-
sible plaisir. A vrai dire je n’avais pas d’inquiétude sérieuse, il me paraissait
plus qu’extraordinaire qu’une difficulté [...] se présentât à propos de la suc-
cession de M. Bréal» (carta del 3 de noviembre de 1905, apud Benveniste,
1964, p. 104). Al final, en efecto, no hubo problemas; era previsible, porque,
muerto Duvau, ¿podía alguien arrebatarle la cátedra a Meillet? Se comprende
que, treinta años más tarde, los obituarios de nuestro autor refiriesen su as-
censo al puesto de Bréal sin hacer ni un solo comentario al respecto, como

209
¿Cuáles fueron los periódicos que anunciaron que Bréal se había visto «obligé de
donner sa démission dans des conditions qui lui auraient été désagréables»? No hemos lo-
grado identificarlos con total seguridad. Lo único que hemos podido descubrir es que, dos
días antes, el joven romanista Albert Dauzat había publicado un artículo sobre el caso en el
diario La Liberté. Dauzat afirmaba que Bréal —a quien atribuía, erróneamente, ochenta
años de edad— había dimitido porque se le había negado la posibilidad de procurarse un
suplente, y añadía que la dimisión, hecho insólito, había creado preocupación en el Minis-
terio: «Jamais, en effet, on n’avait vu un professeur du Collège de France demander sa mise
à la retraite; il est d’usage, paraît-il, que tous travaillent jusqu’à leur dernière heure, à moins
qu’ils ne se fassent suppléer» (Dauzat, 1905). El suplente deseado no era otro que Meillet,
pero, según Dauzat, la dirección de la École des Langues Orientales no le había permitido
compaginar la enseñanza de armenio con la de gramática comparada en el Collège.

282
cosa que se da por supuesta. Incluso el que escribió Alfred Merlin, que se de-
tiene más que otros en el tratamiento del relevo, presenta el nombramiento
de Meillet como una simple decisión de su maestro, motivada por un íntimo
convencimiento de que era el sustituto idóneo:

En 1905, Michel Bréal, l’initiateur des études linguistiques chez


nous, prenait spontanément sa retraite, alors qu’à cette époque les profes-
seurs du Collège de France étaient nommés à vie, pour faire place à celui
qui lui paraissait le plus apte à poursuivre et à développer son œuvre.
Quand il eut été nommé professeur au Collège de 1906, Meillet se
démit de ses fonctions à l’École des Langues Orientales et désormais[,]
pendant une trentaine d’années, il devait dispenser tant à l’École des
Hautes Études qu’au Collège de France l’enseignement de la grammaire
comparée à un auditoire aussi fervent que fidèle (Merlin, 1952, p. 574).

Aunque verdadero en lo esencial, este relato es inexacto. Meillet estaba


llamado a ocupar aquella cátedra, pero la sucesión no fue —y no podía ser—
el traspaso instantáneo que describe Merlin. Como cualquier otro de los nom-
bramientos del Collège, el de Meillet fue el último acto de un proceso sujeto
a una estricta periodización, con trámites ineludibles y plazos improrrogables.
El 5 de noviembre, consumado el retiro de Bréal, la assemblée de professeurs se
reunió para decidir si su cátedra se suprimiría, se mantendría o se transforma-
ría 210. Había que reflexionar también —aunque el punto no figurase en el or-
den del día— sobre la suerte del laboratorio de fonética experimental anejo a
la cátedra, dirigido por el abate Rousselot (cfr. supra, § 3.2.2, n. 179). Louis

210
Lo cual no es señal de que la posición de la gramática comparada fuese menos se-
gura que la de otras disciplinas, sino mera aplicación del reglamento del Collège. En efecto,
el reglamento prescribía que la justificación y el perfil de todas las cátedras se reexaminasen
cuando los titulares se retirasen: «Lorsqu’il survient une vacance, le ministre, dans le mois
qui suit, invite l’assemblée à lui faire connaître les considérations scientifiques qui peuvent
justifier le maintien du titre de la chaire ou nécessiter sa transformation» (art. 16).

283
Havet se apresuró a tomar la palabra para defender una posición que sería, a
la postre, la de todos sus compañeros:

M. Havet demande le maintien de la chaire[,] qui[,] d’après lui, s’im-


pose. La grammaire comparée est actuellement en pleine croissance et son
domaine s’élargit infiniment. Des langues jusqu’ici peu étudiées fournis-
sent des documents pour l’étude des langues classiques. La grammaire
comparée doit avoir au Collège de France un enseignement à part, indé-
pendant du sanscrit.
M. Havet souhaite donc qu’on maintienne la chaire, mais qu’on
rend indépendant le laboratoire de phonétique expérimentale 211.

Como ya hemos dicho, la propuesta de Havet se aprobó por unanimi-


dad. En los meses anteriores, alguien —su identidad nos es desconocida— ha-
bía albergado la intención de convertir la cátedra de gramática comparada en
cátedra de fonética experimental 212. Quienquiera que fuese, no osó discrepar.
La resolución de la asamblea se puso en conocimiento del ministro de Instruc-
ción Pública, Jean-B. Bienvenu-Martin. Al cabo de pocos días, de acuerdo
con el proceder usual, el Journal Officiel anunciaba que la cátedra estaba va-

211
El acta se puede consultar a través de Salamandre: https://bit.ly/3hT3EeG.
212
Hay dos indicios inequívocos de que la idea estaba en circulación en algunos am-
bientes. Por un lado, el artículo de Dauzat sobre el caso Bréal (cfr. supra, n. 209) incluía
una defensa abierta, sin ambages, del cambio en cuestión: «La grammaire comparée est une
science adulte […]. La phonétique expérimentale, au contraire, est une science toute jeune;
[…] elle ouvre au linguiste des horizons insoupçonnés […]. Entre les deux, la grammaire
comparée doit plutôt être sacrifié: le Collège de France […] doit être le jardin d’acclimata-
tion des sciences nouvelles» (Dauzat, 1905). Por otro lado, en una de sus cartas a Meillet,
Saussure aludía fugazmente al proyecto, sin mencionar a su(s) impulsor(es): «Drôle d’idée,
si on tient à créer une chaire de Phonologie expérimentale, que de vouloir l’installer sur la
tombe de la Grammaire Comparée» (carta de 3 de noviembre de 1905, apud Benveniste,
1964, p. 104).

284
cante y concedía un plazo de un mes para que los aspirantes «produi[sent]
leurs titres» (14 de noviembre de 1905, p. 6622) 213.
El 17 de diciembre, los profesores volvían a reunirse. En el orden del día
figuraba, entre otros asuntos, la elección del nuevo titular de la cátedra de Gra-
mática Comparada. Dos candidatos concurrían: Antoine Meillet y Maurice
Grammont, que enseñaba Gramática Comparada en la Facultad de Letras de
Montpellier 214. En el acta encontraremos un cálido elogio de nuestro autor,
de quien se viene a decir que posee, en altísimo grado, todas las cualidades que
el puesto exige:

M. Meillet, directeur adjoint à l’École des Hautes Études, professeur


à l’École des Langues Orientales[,] est admirablement préparé pour l’en-
semble des langues indo-européennes, familier en particulier avec les
langues de l’Iran, de l’Arménie, avec les langues slaves, très au courant de
toutes les sciences auxiliaires. Il a composé des ouvrages aussi importants
que variés, remarquables par l’esprit de synthèse qui le systématise et met
en lumière leur interdépendance par la sévérite de son méthode (2 AP 11,
p. 125).

Cauto, humilde, Grammont renuncia a competir por el primer puesto:


solo compite —él mismo lo declara— pour la seconde ligne (ibid.), expresión
harto fácil de traducir, pero de sentido dudoso. ¿En qué consiste la condición
de candidat de seconde ligne? No podemos responder sin interrumpir el relato
para describir, con brevedad, el mecanismo de provisión de plazas del Collège.

213
Légifrance nos ofrece una copia digital: https://bit.ly/2SunLFy.
214
Como sabemos (cfr. supra, § 2.2.3, n. 121), la carrera docente de Grammont había
comenzado en la Universidad de Dijon. En el curso 1895-1896 pasó a Montpellier, en cali-
dad de maître de conférences de Gramática y Filología (Bergounioux, 1990, p. 68). Su nom-
bramiento como profesor de Gramática comparada se había anunciado en el Journal Offi-
ciel del 21 de noviembre de 1901; como de costumbre, el número está disponible en Légi-
france: https://bit.ly/3oPvBoZ.

285
Según parece, las asambleas debían proponer dos candidatos: uno en première
ligne y otro en seconde ligne. Luego, el ministro de Instrucción Pública elegía
a uno de ellos, que solía ser el preferido del cuerpo docente, esto es, el candidat
de première ligne (Faraco Benthien, 2015, p. 196). Cabe suponer, pues, que
Grammont estaba ayudando a su amigo: de no ser por su colaboración, no se
habría cumplido el requisito de la doble candidatura, y, por lo tanto, la plaza
habría quedado vacante. Hasta hace muy pocos años, de hecho, la costumbre
era que los aspirantes bien situados buscasen un amigo dispuesto a presentarse
para cubrir el expediente: «Jusqu’aux tout récents statuts de juillet 2014, vous
deviez même solliciter un ami pour qu’il se présentât comme candidat de se-
conde ligne» (Compagnon et al., 2015, p. 10) 215.
El acta de la asamblea del 17 de diciembre contiene un elogio del profesor
de Montpellier, generoso, pero bastante más escueto y menos cálido que el de

215
Conviene señalar, empero, que el reglamento en vigor a principios del s. XX no
avala la reconstrucción historiográfica que nosotros mismos —apoyándonos en Faraco
Benthien y en Compagnon y sus colaboradores— hemos ofrecido en las líneas anteriores.
Como es natural, la norma disponía que los resultados de las votaciones se le comunicasen
«sans délai» al ministro (art. 17), acompañándolos de un informe sobre los méritos cientí-
ficos de los candidatos. Ahora bien, al titular de Instrucción Pública no se le atribuía nin-
guna potestad decisoria; su papel era el de un simple intermediario: «Ces documents sont
communiqués par le ministre à la classe de l’Institut [de France] qui doit participer à l’élec-
tion» (art. 17). Desgraciadamente, el reglamento no aclara cuándo se produce ni en qué
consiste la intervención de los miembros del Institut. La clave la encontramos en un decreto
de principios de 1852: «En cas de vacance d’une chaire au collège de France, au muséum
d’histoire naturelle, à l’école des langues orientales vivantes, ou d’une place au bureau des
longitudes, à l’observatoire de Paris et de Marseille, les professeurs ou membres de ces éta-
blissements présentent deux candidats; la classe correspondante de l’institut en présente
également deux. Le ministre peut en outre proposer au choix du président de la Répu-
blique un candidat désigné par ses travaux» (Décret du 9 mars 1852, art. 2; texto consul-
table a través del portal Légifrance: https://bit.ly/3oG1AIv). No sabemos durante cuánto
tiempo se cumplió esta disposición (visto que Décret du 1er février 1873 no la menciona,
cabe preguntarse si había caído en el olvido). En cualquier caso —insistimos—, la situación

286
Meillet: «C’est un esprit synthétique […], puissant, hardi, qui, à considérer la
valeur scientifique de ses productions[,] aurait été digne d’une présentation
en 1ère ligne» (ibid.). La votación se desarrolló según lo previsto. Asistían a la
asamblea treinta y cuatro profesores, de modo que la mayoría absoluta ascen-
día a dieciocho votos. Pues bien, en la première ligne, Meillet obtuvo treinta
y tres; hubo uno para su rival, por más que este —como sabemos— hubiese
renunciado a serlo. En la seconde ligne, Grammont logró treinta y dos votos;
los dos restantes fueron en blanco. Pasadas apenas tres semanas, el Journal Of-
ficiel publicaba los resultados de la votación (38.º año, n.º 5, 6 de enero de
1906, p. 121) 216, y luego, transcurridas otras dos, anunciaba el nombramiento
de nuestro autor:

M. Meillet (Antoine), docteur ès lettres agrégé de grammaire, direc-


teur d’études pour la grammaire comparée à l’École pratique des hautes
études, professeur d’arménien à l’école des langues orientales vivantes, est
nommé professeur de la chaire de grammaire comparée du Collège de
France, en remplacement de M. Bréal, admis à faire valoir ses droits à la
retraite (38.º año, n.º 18, 19 de enero de 1906, p. 369).

Con estas pocas líneas del Journal se cerraba un brevísimo episodio de la


carrera profesional de Antoine Meillet y Maurice Grammont; un episodio del

que en ella se dibuja no se corresponde punto por punto con la que hemos descrito en el
cuerpo del texto.
216
El número es accesible a través de Légifrance: https://bit.ly/3fKD2cZ. Por alguna
razón que se nos escapa (o tal vez por causa de un error mecánico), el Journal Officiel no
reproduce con exactitud las cifras que figuran en el acta de la asamblea, sino que las modi-
fica: «[E]n première ligne, M. Meillet par 32 voix; en deuxième ligne, M. Grammont par
27 voix» (ibid.).

287
que hoy —dicho sea de paso— no se guarda un recuerdo suficientemente ní-
tido 217.

3.3.3. Un manifiesto y un programa: la primera conferencia en el Co-


llège de France (1906)

Fue el día 13 de febrero de 1906 cuando Antoine Meillet pronunció la


conferencia inaugural de su primer curso de gramática comparada en el Co-
llège de France. Una jornada de gran dicha para nuestro autor, que, sin em-
bargo, rehusó atribuirse el éxito en régimen de monopolio; por el contrario,
se complació en aparecer como el representante de toda una constelación de
lingüistas franceses: «La jeune école linguistique française, dont une amitié
fraternelle unit les membres» (Meillet, 1906, p. 2). Con él alcanzaba la cima
de la profesión —en Francia— un grupo de hombres con edades comprendi-
das entre treinta y cincuenta años: el mayor, Louis Havet, había nacido en
1849; los más jóvenes, Joseph Vendryes y Robert Gauthiot, en 1875 y 1876,
respectivamente. Fuera todavía, pero a punto de ingresar en el círculo, se en-
contraba un joven Marcel Cohen, nacido en 1884, pero ya alumno de Meillet
en la École Pratique des Hautes Études (Blachère, 1955, p. 3) 218. Aun perte-

217
La bibliografía sobre Meillet, incluida la más reciente, no suele entrar en los por-
menores del proceso sucesorio. Lo mismo se puede decir de los estudios —más breves, me-
nos numerosos— dedicados al estudio de la vida y obra de Grammont: los que hemos lo-
grado consultar (Halphen, 1946; Wible, 1948; Fryba-Reber, 1999) no aluden ni una sola
vez a aquella pacífica contienda. Hasta donde sabemos, solo Faraco Benthien (2015, pp.
205-206) ha referido que Meillet tuvo un rival —un rival que no quería serlo—, pero, por
desgracia, no ha intentado explicar el comportamiento de Grammont.
218
Otros lingüistas que, por lo general, se adscriben a la escuela francesa, como Geor-
ges Dumézil (n. 1898), armenólogo e historiador de las religiones, Pierre Chantraine (n.
1899), helenista, y Émile Benveniste (n. 1902), indoeuropeísta y lingüista general, ni si-
quiera aparecían a lo lejos. En 1906 no eran más que niños. Su incorporación al mundo
académico solo se produciría pasada la Primera Guerra Mundial.

288
neciendo a generaciones diferentes, compartían temas, problemas, métodos y
experiencias formativas 219. Entre estas, acaso la más importante fuese el ma-
gisterio —directo en unos casos, indirecto en otros— de Ferdinand de Saus-
sure, para quien Meillet tuvo, como solía, palabras cargadas de afecto y admi-
ración:

[A]près avoir donné à notre pays dix ans d’un enseignement lumi-
neux et avoir suscité autour de lui les vocations scientifiques, M. Ferdi-
nand de Saussure est rentré dans sa patrie pour y occuper la chaire de
grammaire comparée à la belle Université de Genève. Aucun de ceux qui
ont eu le bonheur de les entendre n’oubliera jamais ces leçons familières
de l’École des hautes études où l’élégance discrète de la forme dissimulait
si bien la sûreté impeccable et l’étendue de l’information, et où la précision
d’une méthode inflexiblement rigoureuse ne laissait qu’à peine entrevoir
la génialité de l’intuition (Meillet, 1906, p. 2).

No es necesario —tampoco posible— averiguar si la alusión de Meillet a


su grupo de referencia es signo de modestia o síntoma de vanidad. No faltan
buenas razones con que justificar las dos interpretaciones. En un principio, la
primera parece, quizá, la más verosímil, pero, bien mirado, la segunda no lo es

219
Vista la caracterización que acabamos de ofrecer, resulta tentador concebir el
grupo como una generación, entendiendo el vocablo al modo orteguiano. Ortega (1933,
pp. 29-42) y sus discípulos (cfr., p. ej., Marías, 1955, pp. 51 ss.) dan el nombre de generación
a una cohorte de individuos nacidos en el mismo ambiente, dentro de un marco temporal
relativamente estrecho, que se encuentran sometidos a las mismas vigencias sociales y que
están, en fin, abocados a rehacer en un mismo sentido el mundo que han heredado de sus
mayores. Comunidad temporal, comunidad espacial, comunidad de destino: tales son,
para Ortega, las notas distintivas de una generación. El problema radica en las dimensiones
del marco temporal: para Ortega, su duración ronda los quince años (Ortega, 1933, p. 49 y
ss.; cfr. también Marías, 1955, pp. 43 ss., 55 ss.). Siendo esto así, un grupo del que forman
parte Havet, en un extremo, y Vendryes y Gauthiot, en el otro, no puede ser una generación
(no en el sentido orteguiano, al menos).

289
menos: mostrarse como la encarnación de una comunidad, como el compen-
dio de todos sus integrantes, es una forma de ensalzarse y engrandecerse. Mas,
dado que no podemos entrar en la mente de nuestro autor para escrutar sus
motivos, lo que importa es señalar lo mucho que insistió en presentarse como
una suerte de vocero y defensor del grupo, de sus logros científicos y, presu-
miblemente, de sus intereses profesionales:

[C]elui qui occupe aujourd’hui cette chaire [scil. Meillet] est […]
l’élu de ses collaborateurs, de ses anciens maîtres, de ses camarades, de ses
élèves, et leur représentant; ce sera l’une des parties principales de sa tâche
que de travailler à coordonner les efforts des linguistes français et que de
contribuer à mettre en lumière leurs recherches (Meillet, 1906, p. 2).

En ocasión tan singular como aquella, que tenía un poco de ceremonia


de abdicación de un rey, Bréal, y de coronación de uno nuevo, Meillet, era
obligado rendir homenaje al hombre que se retiraba. Nuestro autor lo hizo
sin cicatería, pero con contención. No intentó hacer un resumen de la trayec-
toria de su viejo maestro en el campo de la investigación: «[J]e n’ai pas à parler
—decía (Meillet, 1906, p. 1)— d’une carrière scientifique qui se poursuit avec
éclat». En cuanto a su actividad docente, destacó, por encima de todo, la am-
plitud de miras, tolerancia y generosidad de Bréal; en una palabra: su libera-
lismo (cfr. supra § 3.1.1). Bréal —observa nuestro autor— no reclamó de sus
alumnos que jurasen in verba magistri. El elogio es caluroso, pero encierra, al
mismo tiempo, una inequívoca declaración de independencia intelectual:

M. Bréal a conseillé, soutenu et encouragé les jeunes gens sans leur


demander de penser comme lui, et lorsque, après un enseignement long
et glorieux, attristé seulement par la mort d’élèves éminents qu’il aimait
[Abel Bergaigne, Georges Guieysse, James Darmesteter, Louis Duvau],
il a voulu abandonner sa chaire, il a souhaité d’y avoir pour successeur
un disciple qui le continuerait en ne le répétant pas (Meillet, 1906, p. 1).

290
Al erigirse en representante de toda una escuela, al proclamar que esta no
seguiría servilmente los pasos del anciano maestro, Meillet estaba convir-
tiendo aquella conferencia inaugural en un acto de afirmación y una declara-
ción de intenciones. Así la interpretaron algunos lectores 220. Es reveladora, a
nuestro ver, la reacción de Édouard Bourciez, que observaba los movimientos
en la escena científica de la capital desde la lejanía de su cátedra de provin-
cias 221. A su sucinta reseña —tan solo dos páginas— del texto de la conferen-
cia, Bourciez le dio un título muy significativo: «Un manifeste de la nouvelle
école linguistique». En las palabras de Meillet, aquel probo y escrupuloso ro-
manista de provincias debió de advertir un fondo de beligerancia que no era
de su agrado; tampoco lo eran —salta a la vista— los caminos que Meillet tra-
zaba para el porvenir de la ciencia del lenguaje:

Si l’on peut faire quelque reproche à cet opuscule, ce n’est point assu-
rément celui de se traîner dans les sentiers battus. Succédant à M. Bréal
dans la chaire qu’il occupait depuis longtemps avec tant d’éclat, M. Meil-
let a voulu retracer sommairement l’état actuel de nos connaissances en
linguistique, mais surtout indiquer l’orientation nouvelle que, selon lui,
cette science doit prendre désormais. Tout en rendant hommage à la mé-
thode historique, qui a été celle du siècle passé, et que lui-même possède
parfaitement, — comme le prouvent ses travaux antérieurs, — M. Meillet
la juge cependant insuffisante et n’est pas loin en somme d’en proclamer la

220
En su día, el texto de la conferencia se difundió en forma de folleto, práctica que
por entonces no era inhabitual. Hoy por hoy, casi todos los lectores accedemos a ella a tra-
vés de su reproducción en el primer tomo de la antología de artículos Linguistique histori-
que et linguistique générale (1926).
221
Bourciez fue profesor de lingüística y filología románicas en la Facultad de Letras
de Burdeos (Halphen, 1946b). Hoy se le recuerda, sobre todo, como el autor de Éléments
de linguistique romane (1910), un manual que prestó grandes servicios, como demuestra el
hecho de que se reeditase hasta bien entrada la segunda mitad del s. XX.

291
faillite, quand il nous la montre ne fournissant que des conclusions par-
ticulières, aboutissant à «une poussière d’explications» (Bourciez, 1906,
p. 272; las cursivas son nuestras).

Veamos ahora, sin la mediación de Bourciez, cuál era la ruta que Meillet
les indicaba a todos sus compañeros de oficio (no solo a los parisinos, no solo
a los franceses), y preguntémonos si el insigne romanista tenía razones sufi-
cientes para sentirse desconcertado. Bien es verdad que, antes de recorrer el
camino de la mano de Meillet, entrevemos ya la respuesta: sí, Bourciez tenía
buenas razones. No las encontraremos, con todo, en las primeras páginas de
la conferencia (Meillet, 1906, pp. 1-6), donde nuestro autor rinde homenaje
a sus maestros —ya lo hemos visto— y nos ofrece una visión de conjunto de
las nociones con las que la gramática comparada e histórica ha trabajado du-
rante su gran siglo: ley fonética, analogía y préstamo. Esos tres conceptos son
—valga la metáfora— los tres cajones del chiffonnier en donde los lingüistas,
desde hace casi cien años, vienen guardando las formas que han espigado en
los documentos. Merced a esa ingrata labor de recogida y clasificación, han
logrado determinar de dónde procede y cómo se ha gestado cada una de ellas
(y, por extensión, la filiación de las lenguas a las que pertenecen). Más aún:
han conseguido remontarse a etapas anteriores a los documentos más anti-
guos, reconstruyendo —de manera siempre parcial y conjetural— el arque-
tipo original que provienen las variedades atestiguadas. Con esos «principes
d’explication» —escribe Meillet (1906, p. 4)—, los lingüistas del Ochocien-
tos han conseguido éxitos sin precedentes. «La linguistique [...] a été renou-
velée tout entière», escribe Meillet (ibid.).
Con esta valoración tan halagüeña de lo que se ha conseguido durante el
s. XIX, Meillet no trata de insinuar que la gramática comparada e histórica ya
ha cumplido su misión y labrado sus terrenos hasta agotarlos. Queda mucho
por hacer, en realidad. Por una parte, urge conquistar nuevos dominios, tie-
rras todavía vírgenes, para las investigaciones comparativas: «[I]l reste de fa-

292
milles entières de langues auxquelles on n’a presque pas commencé de les ap-
pliquer» (1906, p. 4). Por otra parte, los troncos indoeuropeo y semítico, que
se han cultivado meticulosamente, siguen presentando zonas casi intactas:
«une infinité de parlers, de dialectes, de langues même où presque tout est
encore à faire» 222. Además, conviene renovar e intensificar el estudio de los
testimonios documentales (tarea en la que se habrá de contar, por supuesto,
con la colaboración de los filólogos). Para el comparatista, es peligroso con-
formarse con extraer de gramáticas y diccionarios las formas que va a introdu-
cir en sus esquemas. Nada más saludable que el contacto directo con las fuen-
tes primarias, con los textos, agua fuerte que ataca y disuelve las conclusiones
prematuras: «Les solutions qui semblent acquises deviennent incertaines
quand on serre de près les dépouillements sur lesquels elle reposent» (Meillet,
1906, p. 5).
No concluye aquí la lista de las tareas que Meillet se impone a sí mismo,
dada su condición de comparatista, e impone a sus colegas. Exhorta, p. ej., a
permanecer al corriente de los progresos en el estudio de las hablas vivas. Las
condiciones de vida de las lenguas de hoy, que son accesibles a la mirada del
lingüista, pueden arrojar algo de luz sobre cómo vivieron las lenguas de ayer.
«L’observation des faits actuels est encore plus capable d’expliquer le passé
que l’étude du passé d’expliquer le présent», escribe nuestro autor (1906, p.
5). Las fuerzas que hoy operan sobre los hablantes, los factores que hoy propi-
cian la retención de lo heredado o su sustitución por lo nuevo, han debido de
operar también en tiempos pretéritos 223. No cabe, por otra parte, cerrar los

222
Y adviértase que, en aquel momento, Meillet no podía saber que se avecinaba el
descubrimiento del tocario y del hitita (cfr. supra, § 2.1.4).
223
He aquí una formulación —concisa en extremo— de la doctrina del uniformismo,
que, procedente del campo de la geología, irrumpió con fuerza en la lingüística del último
tercio del s. XIX (Jankowsky, 2001, p. 1361; Burridge, 2013, pp. 159, 162). Al igual que la
generalidad de los lingüistas europeos (Morpurgo Davies, 1978, p. 36), Meillet no le daba

293
ojos ante el brillante desarrollo de la geografía lingüística, y menos si se vive y
trabaja en Francia, donde el romanista Jules Gilliéron acaba de publicar las
primeras entregas del Atlas linguistique (Gilliéron y Edmont, 1902). Inadmi-
sible sería también desconocer los frutos del estudio del vocabulario en rela-
ción con la cultura material de los hablantes (Wörter und Sachen), enfoque
que está ganando adeptos en las universidades de allende el Rin (Iordan, 1967,
pp. 103 y ss.; Vàrvaro, 1988, pp. 187-193). En suma, cuando las fuentes de
información disponibles lo permitan 224, los lingüistas deben superar el esque-
matismo de la gramática histórica al uso. La foto finish arroja luz sobre el re-
sultado de una carrera, pero no sobre su desarrollo: a quien pregunte cuál de
los corredores tuvo la salida más rápida o quién llevó la delantera durante los
primeros veinticinco metros, ninguna respuesta puede darle. De la misma ma-
nera, la vieja gramática histórica nos muestra, rigurosamente clasificados, los
faits accomplis de la evolución lingüística, pero nos oculta —no puede hacer
otra cosa— todo su proceso de gestación. La contienda entre dos —o más—
soluciones alternativas, la estimación social de la antigua y la nueva, los facto-
res de naturaleza extralingüística (organización política, flujos comerciales, ex-
tensión de la institución escolar, etc.) que inclinan la balanza hacia un lado o

el nombre de uniformismo, y acaso no tuviese plena conciencia de que era una doctrina.
Ahora bien, con o sin conciencia, con o sin nombre, la había elevado a principio rector de
su pensamiento lingüístico. Lo prueba, p. ej., la atención que prestó al estudio de Rousselot
sobre Les modifications phonétiques du langage (cfr. supra, § 3.2.2.3). Por lo demás, con-
viene saber que, en nuestros días, la lingüística histórica sigue teniendo entre sus supuestos
el principio de uniformidad, como lo ha denominado William Labov (1996, I, pp. 60-63).
224
En este sentido, la posición de los romanistas es extremadamente ventajosa; repa-
raremos en ello con solo pensar en las penurias de los germanistas: para los siglos que me-
dian entre la Edad del Bronce (?) y la Alta Edad Media, apenas cuentan con otro testimonio
que la traducción bíblica de Ulfilas (Nedoma, 2017, p. 879). Evidentemente, el germanista
que pretenda adentrarse en ese período solo podrá hacerlo mediante la reconstrucción com-
parativa, y el resultado de sus esfuerzos solo podrá ser, por tanto, una pura gramática histó-
rica. «Nel periodo preistorico —ha observado Giacomo Devoto (1951, p. 81)— i dati della
grammatica storia sono i soli di cui possiamo disporre».

294
hacia el otro, la contaminación recíproca entre la lengua oficial y las varieda-
des vernáculas... todo queda en la penumbra. Al atender solo al resultado úl-
timo, la gramática histórica puede ofrecernos una misma foto finish para va-
rias carreras diferentes:

Quand on constate l’existence d’un mot en latin et de son représen-


tant phonétiquement correct dans un parler français moderne, on est au
premier abord tenté de croire que ce mot s’est simplement transmis de géné-
ration en génération; la géographie linguistique, combinée avec l’examen
des choses et l’histoire des choses, a montré que cette vue simple était une
vue inexacte; elle a révélé des séries d’emprunts dans des cas où l’on suppo-
sait, assez naïvement, la persistance d’un même vocable durant des suites
illimitées de siècles. Il apparaît de plus en plus qu’on s'est exagéré le rôle du
changement spontané; on a attribué au changement spontané, phoné-
tique ou morphologique, tout ce que l’on a pu expliquer par là, et l’on se
plaisait à ne voir dans l’emprunt qu'un fait accessoire; en réalité, l’emprunt
est un fait normal (Meillet 1906, p. 6; las cursivas son nuestras).

Nada de cuanto hasta ahora hemos leído puede justificar los comentarios
de Bourciez, aunque, dado su conservadurismo intelectual (Iordan, 1967, pp.
262, n. 23, 316-317), es muy probable que no secundase a Meillet en su crítica
de la gramática histórica convencional225. El problema no consistía en el lla-
mamiento a manejar herramientas más refinadas en la investigación histórica.
Cabe suponer que Bourciez no veía la necesidad (o no la juzgaba acuciante),
pero nada había en ello que pudiese inquietarlo seriamente. Lo que sí resul-

225
Una crítica que —permítasenos insistir— no era en modo alguno destructiva, a
diferencia de las que pronto dimanarían de algunas corrientes de la llamada lingüística idea-
lista. Meillet no demandaba que se abandonase el cultivo de la gramática histórica, sino tan
solo que, cuando hubiese materiales suficientes para ello, se construyesen obras más ambi-
ciosas.

295
taba desconcertante era la exhortación de Meillet a ir más allá de la indagación
histórica:

Mais si près de la réalité que permettent d’approcher les progrès de


la philologie, de la physiologie, de la psychologie, de la géographie linguis-
tique, de l’étude des choses elles-mêmes, et si soigneusement que les lin-
guistes tiennent compte de la complication souvent inextricable des faits,
le défaut essentiel de toute méthode historique demeure: malgré toutes les
précisions, malgré tous les enrichissements, les principes posés n’expliquent
jamais que des faits particuliers, et ne fournissent que des conclusions parti-
culières; on aboutit à une poussière d’explications, dont chacune est juste
peut-être, mais qui ne constituent pas un système, et qui ne sont pas sus-
ceptibles d’en constituer jamais un. La constitution de l’histoire des
langues a été un moment essentiel dans le développement de la linguis-
tique; mais l’histoire ne saurait être pour la linguistique qu’un moyen, non
une fin (Meillet, 1906, p. 7; las cursivas son nuestras).

Para Meillet, el fin último de la lingüística, su aspiración suprema, es la


formulación de leyes generales, de leyes que lo sean en el mismo sentido que
las de las Ciencias de la Naturaleza. Lo que se persigue no es ya, por lo tanto,
enunciar proposiciones que expresen, en forma condensada, acontecimientos
históricos (p. ej., lat. /ka-/ > fr. /ʃa/; cfr. supra, § 3.2.2.3), sino dar con las con-
diciones de posibilidad de dichos acontecimientos. Las nuevas leyes no vienen
a abolir las anteriores, sino a convertirlas, por así decirlo, en casos particulares,
a subsumirlas bajo las leyes generales 226; tienen validez perenne y ubicua, y las

No todos los filósofos de la ciencia están dispuestos a considerar la subsunción


226

como una auténtica explicación (Bunge, 1996, pp. 143-145); en todo caso, este no es lugar
ni momento adecuado para discusiones epistemológicas.

296
leyes históricas —mal llamadas leyes— no son más que concreciones cuyo
cumplimiento se ciñe a un tiempo y espacio determinados:

[L]a nécessité s’impose de chercher à formuler les lois suivant les-


quelles sont susceptibles de s’opérer les changements linguistiques. On dé-
terminera ainsi, non plus des lois historiques, telles que sont les «lois pho-
nétiques» ou les formules analogiques qui emplissent les manuels actuels
de linguistique, mais des lois générales qui ne valent pas pour un seul mo-
ment du développement d’une langue, qui· au contraire sont de tous les
temps; qui ne sont pas limitées à une langue donnée, qui au contraire s’éten-
dent également à toutes les langues (Meillet, 1906, p. 11; las cursivas son
nuestras).

No se le oculta a nuestro autor el riesgo de que se le acuse de arrumbar


los fines y los medios que han hecho de la lingüística lo que es, y de perseguir,
en cambio, unas metas demasiado ambiciosas, imposibles de alcanzar. Al oír
hablar a Meillet sobre leyes generales, muchos lingüistas del momento creerían
que se les invitaba a la vieja gramática general dieciochesca, que pocos cono-
cían, pero casi todos desdeñaban. Meillet se afana en vencer sus recelos. No
hay peligro de involución; no olvidará nada de lo que con tanto esfuerzo se ha
aprendido en los cien años anteriores:

L’ancienne grammaire générale est tombée dans un juste décri parce


qu’elle n’était qu’une application maladroite de la logique formelle à la
linguistique où les catégories logiques n’ont rien à faire. La nouvelle lin-
guistique générale, fondée sur l’étude précise et détaillée de toutes les langues
à toutes les périodes de leur développement, enrichie des observations déli-
cates et des mesures précises de l’anatomie et de la physiologie, éclairée par
les théories objectives de la psychologie moderne, apporte un renouvelle-

297
ment complet des méthodes et des idées: aux faits historiques particuliers,
elle superpose une doctrine d’ensemble, un système (Meillet, 1906, p. 15).

La nueva lingüística general no va a dar ni un solo paso sin apoyarse en


los resultados de las investigaciones particulares. Deseoso de poner de relieve
ese constante anclaje en la experiencia, nuestro autor llega a afirmar que, en
tanto el estudio de otras familias no progrese lo suficiente, el tronco indoeu-
ropeo puede ser un óptimo laboratorio para el descubrimiento y la puesta a
prueba de leyes generales (Meillet, 1906, pp. 13-14). Los patrones evolutivos
recurrentes que la lingüística indoeuropea ha identificado pueden merecer, a
título provisional, la consideración de tendencias universales (o, por lo menos,
de candidatas a dicho estatus).
Sea —pongamos por caso— el debilitamiento progresivo de los sonidos
que se encuentran en final de palabra (Meillet, 1906, p. 8), que se ha produ-
cido de manera independiente en varias ramas de la familia 227. Así, p. ej., el it.
común *kantāti ‘canta’, que en latín pasó a cantat, ha perdido la consonante
final en las lenguas románicas (gall.-port. canta; cast. canta; cat. canta; fr. il
chante, etc.); el persa antiguo dātam es dād en persa moderno 228. He aquí un
fenómeno que puede ser un foco de interés para la investigación lingüística
del porvenir. Al tiempo que se fijan con mayor precisión las circunstancias de
su despliegue gradual en las diferentes lenguas indoeuropeas, se convierte en
un tema —y un problema— para quienes estudian otros grupos lingüísticos:

227
No es casualidad que la tesis doctoral de Robert Gauthiot se titulase La fin de mot
en indo-européen (Gauthiot, 1913); tampoco lo es el hecho de que, pese al modificador res-
trictivo en indo-européen, sus horizontes se extendiesen más allá de dicho grupo de lenguas
(Cuny, 1914, p. 107). Según el testimonio de su maestro (Meillet, 1917, p. 60), Gauthiot,
aunque siempre comparatista, no fue un comparatista al uso: «Les recherches de linguisti-
que historique n’étaient pour lui qu’un moyen de faire progresser la linguistique générale».
228
Ejemplos tomados de Robert Gauthiot (1913, pp. 111-112).

298
su primera misión, si así se puede decir, será comprobar si también en ellos se
observa la misma propensión.
Otro tanto se podría decir de la reducción del aparato flexional: pérdida
—o simplificación— de algunas categorías gramaticales; abandono de las al-
ternancias vocálicas, que implica mayor estabilidad en la forma fónica de las
raíces; merma de la variación formal de las desinencias, en pro de correspon-
dencias biunívocas entre funciones y formas (menos ambigüedad desinencial,
como la del lat. -am, presente en regam, -as, -at ‘rija, rijas, rija’ y en regam, -es,
-et ‘regiré, regirás, regirá’; menos sinonimia desinencial, como la del lat. -ae, -ī,
-ĭs, -ūs y -eī, marcas todas ellas de gen. sing.); reemplazo de algunas desinencias
por unidades semiautónomas enclíticas o proclíticas... Este conjunto de fenó-
menos se ha desencadenado en lenguas indoeuropeas sin contacto entre sí
desde la escisión dialectal de la lengua originaria (Meillet, 1906, pp. 8-9, 12-
13). Son las manifestaciones de una deriva plurisecular —la expresión no apa-
rece en Meillet— que tal vez se pueda descubrir en otros grupos lingüísticos.
He ahí otro posible foco de interés para los estudiosos que hayan de levantar
el imponente edificio de la lingüística general: comprobar si la tendencia al
adelgazamiento de la flexión se manifiesta o se ha manifestado en ellas, si en
algún momento se ha documentado un movimiento en sentido inverso, si se
pueden identificar factores estructurales que parezcan acelerar o enlentecer el
proceso, etc.
En fin, tal como hemos podido comprobar, el proyecto meilletiano de
lingüística general estaba ya claramente definido a la altura de 1906. La cen-
turia anterior había excavado, puesto los cimientos y hecho acopio de sillares
y mortero. El s. XX tendría que construir. De los cien años que duró, Meillet
gozó de casi un tercio, tiempo más que suficiente, en principio, para llegar a
ver la obra ya avanzada, pero no la vio... o acaso no creyó verla. Durante los
tres decenios que median entre su conquista definitiva de París y su óbito en
Châteaumeillant, nuestro autor no malgastó el tiempo que su papel de com-
paratista le dejó libre. Como reseñista infatigable en las páginas del Bulletin

299
de la Société de Linguistique de Paris, como promotor de empresas colectivas
(Meillet y Cohen, 1924), como participante de relieve en el Premier Congrès
International de Linguistes, como autor de artículos sencillos y penetrantes
sobre problemas de orden general (1912, 1920, 1928b, etc.), su acción fue una
prédica incesante. Hizo cuanto pudo para que sus colegas de dentro y fuera
de Francia se implicasen en aquel proyecto, que solo podría salir adelante por
medio del concierto de voluntades y la coordinación de esfuerzos (más o me-
nos laxa, según la voluntad de cada cual). Esfuerzos infructuosos. Quizá toda-
vía no había llegado la hora del trabajo cooperativo en el campo de las Huma-
nidades. Quizá Meillet subestimó las dificultad es que comportaba poner en
sintonía a una gran multitud de estudiosos diferentes por sus intereses y su
formación intelectual. Nuestro autor, con su noble ambición, supo ganarse
la admiración de muchos, pero le faltaron imitadores. La historia de su carrera
desde 1906 hasta 1936 es, en parte (solo en parte), la historia de una frustra-
ción. Un día habrá que indagar las causas de ese (relativo) fracaso, tratando de
averiguar cuáles fueron los factores implicados y cuánto pesó cada uno. Mas
ahora nos detenemos aquí, en un día de febrero de 1906 en el que todas las
posibilidades parecían abiertas, y todos los retos, superables.

3. 4. CONCLUSIONES

En el capítulo que acabamos de cerrar, hemos tenido la oportunidad de


presenciar el ascenso de Antoine Meillet hasta una posición directiva en el
concierto de la lingüística francesa. Desde ese sitial, a lo largo de los tres dece-
nios siguientes, lograría alzarse hasta las cumbres de su disciplina en Europa,
en parte —en gran parte— porque sus virtudes y esfuerzo así lo reclamaban,
en parte porque los decretos del destino lo ayudaron en su escalada. Por un
lado, la derrota de los imperios centrales en la Primera Guerra Mundial, con
su inevitable cortejo de miseria, enfermedad y turbulencias políticas, dejó gra-
vemente herido el prestigio de la ciencia alemana. Por otro lado, con el paso

300
de los años, fueron desapareciendo las grandes figuras de la generación ante-
rior, hombres todos nacidos entre 1840 y 1850: August Leskien, Karl Brug-
mann, Hermann Paul, Berthold Delbrück y Hugo Schuchardt 229 . Ahora
bien, esas circunstancias favorables — entiéndasenos bien: favorables para la
reputación de Antoine Meillet— no concurrieron hasta pasados más de dos
lustros desde 1906, el año que cierra el período cubierto por esta investiga-
ción. No hemos podido, pues, ni estudiarlas con detenimiento ni detenernos
a ponderar sus efectos.
En cuanto a la actividad de Antoine Meillet como teórico del lenguaje y
de la lingüística, hemos constatado que ya en los primeros momentos de su
carrera se escinde en dos líneas bien diferenciadas (aunque abocadas a entre-
cruzarse con el tiempo). En primer lugar, Meillet, un magnífico conocedor de
la herencia decimonónica en lingüística, pretende destilar las ideas generales
que se hallan disueltas en ella. Como en un sinfín de ocasiones ha advertido
Henry M. Hoenigswald, los maestros del s. XIX se mostraron, por lo general,
muy remisos a internarse en el terreno de los principios, temerosos quizá de

229
La figura de Hugo Schuchardt, profesor universitario en la pequeña ciudad aus-
tríaca de Graz, adquiere un contorno no ya nítido, sino inconfundible, al proyectarse sobre
el telón de fondo de la romanística de finales del s. XIX. En efecto, Schuchardt fue un ro-
manista, pero no un romanista al uso. Frente a Wilhelm Meyer-Lübke, disciplinado, tenaz,
sistemático, Schuchardt fue volátil y aventurero. Excepto Der Vokalismus des Vulgärla-
teins (1866-1868), no escribió ni un solo libro (Iordan, 1967, p. 79), quizá porque su om-
nímoda curiosidad lo arrastraba de un tema a otro sin permitirle remansarse en ninguno.
Las lenguas artificiales auxiliares, las lenguas criollas de base románica, el posible parentesco
del vasco con las lenguas camíticas y caucásicas, las relaciones entre vasco e ibérico, el fol-
klore andaluz... todo le interesaba, y probablemente habría hecho suyas las palabras que
Roman Jakobson pronunciaría décadas después: «Linguista sum; linguistici nihil a me
alienum puto» (1953, p. 555). Ese continuo peregrinar de asunto en asunto, unido a su
nulo interés por crear escuela (Iordan, 1967, p. 101) y a su lejanía respecto de las grandes
capitales de la lingüística europea (Fought, 1982, p. 433), aminoró su capacidad de influir
sobre la marcha de la disciplina. Con todo, su voz logró hacerse oír siempre, y todos los
lingüistas de la época la escucharon con respeto y atención.

301
verse arrastrados a discusiones poco productivas. «The great linguists of the
XIXth century —dice Hoenigswald (apud Swiggers, 1995, p. 245)— were
averse to spelling out what they were doing[;] their general statements, which
occasionally the will make [...] when they have no serious work to do, are usu-
ally off the target and mistaken». Hay en estas palabras una cierta dosis de
exageración —Hoenigswald no lo ignoraba 230—, pero la dosis de verdad que
encierran es, ciertamente, apreciable: entre los lingüistas formados en la devo-
ción por los datos, estaba extendido el hábito de no formular explícitamente
las ideas directrices de la investigación. Contra ese hábito se revolvió Meillet.
Él quiso formularlas… y lo hizo. Algunas de ellas son relativas a las causas, mo-
dalidades y consecuencias de los cambios lingüísticos; otras, a los procedi-
mientos utilizables para estudiar los cambios de la lengua y sus repercusiones
(o, más que los cambios en vivo, sus huellas) y para, a su debido tiempo, hacer
discurrir en sentido inverso la película de la historia (o sea, practicar la recons-
trucción).
En segundo lugar, Meillet siente, desde muy temprano, la necesidad de
embarcarse —y de embarcar a los demás— en una empresa tan audaz como
exigente, cuya realización pasa por la coordinación de esfuerzos individuales
y el desarrollo del trabajo en equipo. Se trata, como sabemos, del proyecto de
edificar una lingüística general que corone el edificio alzado por los maestros
de la centuria anterior. No se puede ni se debe declarar que un siglo ha pasado
en vano. El Ochocientos ha dejado una huella indeleble, y lo que las nuevas
generaciones han de hacer es tomarla como punto de referencia y dar un paso
adelante (muchos, a poder ser). Una vez más, el trabajo al que Meillet se obliga
y nos convoca es obra de destilador: tomando como materia prima la infor-

230
Hoenigswald, que conocía al detalle la historia de la lingüística comparada e histó-
rica en el s. XIX, tenía perfecta noticia de la discusión teórica sobre la naturaleza y el alcance
de las leyes fonéticas (años 1885-1887, aproximadamente). Basta con acercarse a la inter-
vención de Hugo Schuchardt (1885, p. 72) para ver que fueron muy numerosos los lingüis-
tas que, en un breve lapso de tiempo, tomaron parte en el debate.

302
mación atesorada durante décadas, se propone extraer de ella un cuerpo de
leyes con validez general, que se encuentran en los datos —valga la metáfora—
al modo en que el alcohol se halla en el hollejo fermentado. Fuera de nuestro
foco de observación ha quedado la propuesta de «description de l’ensemble
des langues» que presentó en el Premier Congrès International de Linguistes:

Le moment est venu d’entreprendre une description systématique


de l’état linguistique du monde entier. Sans faire de comparaison ambi-
tieuse, les linguistes doivent reconnaître la nécessité de faire une descrip-
tion linguistique du monde de même que les astronomes donnent une
carte du ciel.
Pareille œuvre ne peut être qu’internationale, et il appartient à un
congrès international de linguistes d’en établir le projet et d’envisager les
moyens matériels et scientifiques de la réaliser (Meillet, 1929b, p. 28).

Aquella empresa, en la que se habrían combinado las encuestas por cuestio-


nario (destinadas a cubrir grandes extensiones de terreno con suma rapidez) y
las «descriptions minutieuses at approfondies» de algunas variedades lingüís-
ticas (1929b, p. 29), habría debido aportar la base empírica necesaria para lle-
var a término el proyecto. Al final, empero, la enfermedad y la muerte se in-
terpondrían entre nuestro autor y su sueño: un triste desenlace que no se he-
mos podido contar en estas páginas. Más tarde, tras la Segunda Guerra Mun-
dial, Joseph Vendryes trató de relanzar la iniciativa de su maestro y amigo (cfr.
supra, § 3.3.1, n. 203), pero sus intentos no tuvieron éxito. Quede para otra
ocasión el estudio de las causas de este segundo y definitivo naufragio.

303
CONCLUSIONES

304
A lo largo de más de doscientas páginas, hemos acompañado a Antoine
Meillet en un viaje que comenzó en noviembre de 1866, en la pequeña ciu-
dad provinciana de Moulins, y terminó en febrero de 1906, en la gran urbe
de París, cuando dictó la lección inaugural de su primer curso de gramática
comparada en el Collège de France. Michel Bréal, ya añoso, se había retirado
para no ser un obstáculo en su camino; Gaston Paris había fallecido tres años
antes, al igual que Louis Duvau. Con Saussure semioculto en Ginebra, con
Grammont en Montpellier, entorno dominado por los romanistas, Meillet
se hallaba en las mejores condiciones para conquistar la jefatura de los estu-
dios lingüísticos en Francia. Una jefatura informal, por supuesto, pero efec-
tiva. Si siguiésemos caminando a su lado durante los tres decenios posterio-
res, veríamos cómo aprovechó la oportunidad que se le había dado... y cómo
sus éxitos en el interior —donde solo el romanista Ferdinand Brunot podía
hacerle sombra— lo ayudaron a conquistar «une place sans égale» en el ex-
tranjero (Sommerfelt, 1949, p. XLIX). Bien entrada la década de los treinta,
nadie le mezquinaba el reconocimiento que sus méritos le habían granjeado;
todos, tanto viejos como jóvenes, lo reconocían como uno de los sumos pon-
tífices —valga la expresión— de las ciencias del lenguaje. «[Le] maître de la
linguistique moderne, Antoine Meillet», así se refería a él Roman Jakobson
(1938, p. 49)., en la conferencia que pronunció ante el pleno del Quatrième
Congrès International de Linguistes (Copenhague, del 27 de agosto al 1 de
septiembre de 1936). Con gusto o a regañadientes, según los casos, todos los
oyentes tuvieron que convenir en que aquel título no era de mera cortesía,
sino real y merecido.
Meillet se había elevado hasta la cima gracias a la acción concertada de
varios factores propicios. El primero era su inteligencia, verdaderamente pri-
vilegiada. El segundo, su asombrosa capacidad de trabajo, acreditada, p. ej.,
por la cantidad de reseñas que escribió para el Bulletin de la Société de Lin-
guistique de Paris: provoca estupor que, leyendo tantos libros cada año, tu-
viese tiempo y bríos suficientes para escribir. El tercero, quizá, la pérdida de

305
prestigio de la ciencia alemana, que participó, en cierto modo, de la derrota de
noviembre de 1918. Como si las alianzas tejidas en los campos de batalla se
hubiesen trasladado a las cátedras y las bibliotecas, franceses y eslavos parecían
haberse conjurado para despojar a Alemania de un cetro que llevaba cien años
en su poder. El triunfo no sería completo —ninguno lo es— ni duradero.
Muy pronto iba a llegar una nueva guerra que, además de crímenes y calami-
dades sin parangón en la historia, traería consigo una suerte de translatio
studiorum. El cetro se embarcó y cruzó un océano, y desde la otra orilla ya no
se veía claramente quién había hecho qué durante los cuatro decenios ante-
riores. La reputación de Meillet, como la de muchos otros estudiosos, se vio
perjudicada por aquel traspaso de poderes, y el cambio cultural resultante no
tardó en extenderse a las nuevas generaciones de lingüistas europeos. Meillet
aparecía como un comparatista, como un mero comparatista, en una época
en que la descripción de las lenguas modernas, antes desdeñada por muchos,
se había convertido en el corazón de la ciencia del lenguaje. Pues bien, noso-
tros creemos haber probado que, a pesar de una frase pronunciada en circuns-
tancias muy poco claras («Moi, je suis comparatiste!»), hacer de Meillet un
mero comparatista es mutilar gravemente su personalidad y su legado cientí-
fico.
Está fuera de duda, por supuesto, que Meillet se sintió integrante de la
tradición comparatista. Jamás hemos tratado de negarlo. Ser comparatista a
finales del Ochocientos era saberse heredero de una historia de éxitos, reci-
bida, además, por mediación de unos historiadores que tendían a heroizar a
los pioneros, a focalizar sus logros y a dejar en la penumbra todo aquello que
pudiese reducir su brillo. Hemos tenido la oportunidad de conocer, de pri-
mera mano, algunas muestras tempranas de esa historiografía heroizante, y
hemos comprendido, al hacerlo, que Meillet da continuidad a esa orientación
celebratoria, a veces casi propagandística. Bien es verdad que, en armonía con
los rasgos definitorios de su carácter, la despoja de los tonos más exaltados y le
imprime un carácter más sobrio, sin efusiones líricas ni raptos de entusiasmo.

306
Siendo quien era, siendo como era, no podía hacer otra cosa sin traicionarse a
sí mismo.
Meillet no se avergonzaba, pues, de su estirpe intelectual, sino que blaso-
naba de ella. Blasonaba, sí, pero jamás permitió que un legítimo orgullo le
ahogase la curiosidad, una de las cualidades más importantes del hombre de
ciencia (y del hombre a secas). Como otros lingüistas formados en el s. XIX
—no había sido el primero, no iba a ser el último—, Meillet supo percatarse
de que la ciencia no se reduce a la recolección de hechos. ¿Qué se busca?, ¿con
qué fin?, ¿de qué medios se dispone para encontrarlo? No se puede espigar ni
un solo hecho sin responder a esas preguntas, ya sea implícita, ya sea explícita-
mente. La explicitud —que se alcanza con esfuerzos a veces ímprobos— con-
lleva una ventaja inestimable: le confiere al sabio una clara conciencia de sus
supuestos, sus alcances y sus límites, y lo prepara, por tanto, para ser más crí-
tico consigo mismo. Una respuesta tácita pone al investigador en una situa-
ción similar a la de un ciego en un país de ciegos: ni ve ni tiene barruntos de
su invidencia. Una respuesta abierta, vertida en palabras, lo hace caminar con
los ojos entornados en un crepúsculo neblinoso: no puede ver todo, no puede
ver claro, pero al menos tiene noticia de su limitación, condición necesaria
para tratar de ponerle remedio. Pues bien, Antoine Meillet no quiso contarse
entre los ciegos. Desde el comienzo de su carrera buscó conocer el qué, el
cómo y el por qué de su operar, como lo había hecho Hermann Paul, como
lo haría Ferdinand de Saussure (cada uno a su manera, desde luego). No tuvo
reparo en invertir una parte de su tiempo en tareas de reflexión que otros lin-
güistas desdeñaban, convencidos de que eran una distracción o una excusa
para no ponerse a trabajar en serio. Como Saussure, maestro y amigo, él se
apercibió de la necesidad de «montrer au linguiste ce qu’il fait» (apud Ben-
veniste, 1964, p. 95), y no se dejó intimidar por «l’immensité du travail qu’il
faudrait» (ibid.). Sus respuestas, breves, pero sustanciosas y claras, no difieren

307
mucho de las que darán autores celebrados —con toda justicia— como pa-
dres de la lingüística moderna.
Una vez resueltas las que podríamos llamar cuestiones prejudiciales de la
investigación lingüística, urgía marcarse una meta y trazar una ruta que con-
dujese hasta ella. Meillet no se mostró timorato. Así, a principios del s. XX,
formuló un programa que estaba a la altura de sus ambiciones, aunque reba-
saba ampliamente el límite de las fuerzas de un solo hombre. Dos lustros des-
pués, en una reseña del Cours de linguistique générale, su amigo Maurice
Grammont emitiría un juicio contundente, como todos los suyos, a propó-
sito del objetivo de la investigación lingüística. «[L]e général seul —advertía
Grammont (1916-1917, p. 404)— est objet de science», verdad no estaba al
alcance de «les esprits bornés qui raccourcissent leur vue à mettre au bas des
textes des notes filologico[sic]-linguistiques», capaces solo de ver «les petits
faits isolés» (ibid.). Meillet que nunca habría publicado un texto tan agresivo
en sus formas, no estaba lejos de suscribir la tesis de fondo. Por eso, desde 1906
en adelante, invitó a sus colegas a acometer una empresa que, en su opinión,
ya no se podía demorar por más tiempo: la empresa de demostrar que el uni-
verso de las lenguas no es caos, sino cosmos; la empresa de descubrir el orden
que subyace a una diversidad aparentemente ilimitada.
No se puede negar que, a la altura de 1906, Meillet subestimaba las difi-
cultades inherentes al proyecto; unas dificultades que, por cierto, no radica-
ban solo en la dificultad de coordinar esfuerzos a escala internacional, sino
también en la resistencia que algunas facetas del fenómeno lingüístico opo-
nen a las tentativas de tipificación (las categorías morfológicas, p. ej., se prestan
menos que las estructuras sintácticas). El curso de los años le mostraría cuán
lejos estaba lo que tan cerca le parecía a principios de siglo, y más tarde —
cuando él ya no podía verlo— iría borrando el recuerdo de aquellas aspiracio-
nes. En 1961, más de medio siglo después de aquella conferencia inaugural en
el Collège de France, un selecto grupo de lingüistas estadounidenses —de na-
ción o de adopción— se reunió para anunciarle al mundo una buena nueva.

308
«Amid infinite diversity, all languages are […] cut from the same pattern»,
decían (Greenberg, Osgood y Jenkins, 1966, p. xv). Descubrir pautas estruc-
turales y evolutivas que rebasen las fronteras de una sola lengua (o familia de
lenguas) es una tarea urgente, que la lingüística no puede eludir sin traicio-
narse a sí misma. Es también una tarea que está «beyond the scope of indivi-
dual researchers», de manera que su realización exige la coordinación de es-
fuerzos a nivel global (ibid.). Los más de los asistentes a aquel encuentro te-
nían la impresión de estar tomando parte en una revolución incruenta (Os-
good, 1966, p. 299). Eran pocos —Henry M. Hoenigswald, Roman Jakob-
son y acaso nadie más— los que sabían que en la Europa de principios de siglo
se había dicho casi lo mismo (y con palabras semejantes, por cierto)., La his-
toria de la lingüística, como la de las lenguas, está atravesada por pautas recu-
rrentes. Una de ellas es, como apuntó Jakobson en la reunión (1966, p. 264),
la alternancia entre períodos de predominio del «parochial particularism»
(atención preferente a la diversidad) y períodos en donde prevalece la «all-
embracing solidarity» (búsqueda de la unidad en que aquella se subsume).
Otra es, por desgracia, olvidar lo que se ha hecho ayer para así poder mostrarse
como heraldo del mañana. Acaso todos los lingüistas estén, amid infinite di-
versity, cortados from the same pattern.

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