Hades

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SINOPSIS 17 35
PROLOGO 18 36
1 19 37
2 20 38
3 21 39
4 22 40
5 23 41
6 24 42 3
7 25 43
8 26 44
9 27 45
10 28 EPILOGO
11 29 PROXIMO LIBRO
12 30 SOBRE LA
13 31 AUTORA
14 32 CREDITOS
15 33
16 34
Le ofreció más que un trono.
Más que el Inframundo.
Le ofreció un amor que resistiría la prueba del
tiempo.

Doncella, Hija, Diosa de la Primavera. Tiene muchos nombres y


ninguno encaja. Kore vive su vida en una jaula dorada, amada por todos pero
comprendida por nadie. 4
Cuando Hades aparece de la oscuridad con promesas de medianoche y
gloria en su lengua, le ofrece un reino. Pone la eternidad a sus pies. La invita a
comer y beber de la tierra de los muertos. El icor tiene un sabor amargo, pero nunca
sintió un escozor tan emocionante.

Entonces, la llama por un nombre nuevo. Perséfone.

Portadora de la Muerte.
Pero los dioses los quieren separados, y pocos pueden engañar al Olimpo. Por
supuesto que come la granada. Se la ofrece con la promesa de poner el mundo a sus
pies. Pero ella solo lo quiere a él...

Myths and Monsters #1


El Descenso

5
U n relámpago atravesó las nubes por encima del templo de hueso
blanco. Ubicado en la cima del Monte Parnaso, tres pilares pulidos
rodeaban un altar en el centro del lugar. La luz repentina iluminó a
un mortal batallando contra los escalones que conducían a la cima de la montaña.
Su nombre era Ambrosius, y había dedicado toda su vida a los dioses. Cada
decisión, cada acción, cada pérdida, todo era en su honor.
Ahora quería respuestas.
Más relámpagos en forma de arco partieron el cielo. Se quedó mirando hacia
arriba en las nubes y, por un momento, juró que vio un rostro observando hacia
abajo sobre él. Un rostro de barba blanca con ojos azules perspicaces.
—Zeus —llamó—. ¡Sé que estás observándome! 6
Las nubes se cerraron una vez más y el trueno retumbó como un gruñido. Si
los dioses estaban enojados con él, qué así fuera. Ambrosius tenía una buena razón
para estar aquí, y la Oráculo podría proporcionarle la información que buscaba.
Tenía que hacerlo. No se iría sin la verdad.
Tropezando en el último tramo, cayó de rodillas ante el altar de mármol. Los
pilares de piedra detrás de él tenían la altura de al menos diez hombres, monolíticos
e increíblemente hermosos. El techo abovedado lo ocultaba de la mirada de Zeus,
pero de alguna manera sabía que, si el Rey de los Dioses quería a escuchar a
escondidas, la Oráculo se lo permitiría.
—¡Gran Oráculo! —Presionó sus palmas en el suelo de mármol. El sudor
goteaba de su frente y aterrizaba en el suelo en ruidos húmedos a medida que las
nubes se abrían y la lluvia caía del cielo—. Busco la verdad.
Lo hizo esperar por largos minutos. Y, por un momento, pensó que tal vez no
respondería. La Oráculo era exigente con los que hablaba. ¿Acaso era indigno?
Pero entonces, oyó unos pasos. Tranquilos. Suaves. Con demasiada ligereza
para una anciana. Alzó la vista y su mandíbula cayó abierta por la visión ante él.
Era joven. La Oráculo era una mujer hermosa con piel cobriza bruñida y
cabello de ébano. Sus dedos gráciles se movían a sus costados como si tocara una
lira. Su túnica transparente revelaba un cuerpo esbelto por debajo de ella, pero de
alguna manera se sintió mal mirar hacia su piel sonrojada.
Era más que una simple mujer.
Era la portavoz de los dioses.
La Oráculo se abrió paso hacia el altar, deteniéndose detrás de él con sombras
arremolinándose en sus ojos oscuros. Y él vio el mundo en ellos. Siglos de
conocimiento y un gran peso en sus hombros que cargaba todos los días.
—Ambrosius —murmuró—. Llegas tarde.
Su estómago se apretó y su desayuno se agitó.
—¿S-sabes mi nombre?
—Sé el nombre de todos. Sé quiénes serán tus hijos y quiénes eran tus
ancestros. Y sé por qué estás aquí. —Levantó una de sus manos ondeando y señaló
hacia atrás por el camino que había venido—. No te daré las respuestas que buscas.
No. Eso no era posible cuando había viajado a través de la totalidad del país 7
para llegar hasta aquí.
—He renunciado a todo para buscar tu conocimiento.
—Y sobrevivirás sin él. —Le dio la espalda. Su túnica revoloteando en la
brisa, agitándose en torno a ella como si estuviera flotando en agua cristalina.
—¡Espera! —gritó Ambrosius. Tenía que convencerla. Hacerla entender.
Pero ¿cómo se le persuadía a un Oráculo?
Dijo que sabía todo. Había visto su destino y todos los caminos que podía
recorrer. Pero ¿qué tenía él que ella no tuviera?
Alcanzó la cadena alrededor de su cuello y la pasó por su cabeza. No era
mucho, pero el precio era uno que estaba dispuesto a pagar. La gota de ámbar
contenía la más mínima concha marina en su interior. Una criatura imposible,
diferente a todo lo que hubiera visto antes.
—Esto era de mi abuelo y de su abuelo antes que él. Si compartes tu
conocimiento, voy a desprenderme de ella.
Echó un vistazo sobre su hombro hacia el collar que él sostenía en alto.
—No quiero tu baratija. No sabes lo que te hará esta información. No sabes lo
que costará la historia.
—Pagaré cualquier cosa por ella.
—El guardián del Inframundo te arrancará tu alma cuando intentes entrar en
el reino. Te verás forzado a atravesar cada río del Inframundo desde el dolor al
sufrimiento, y luego arrojarán tu alma al Tártaro para que los Titanes se den un
festín. —Sus ojos oscuros se abrieron aún más con cada palabra.
Ambrosius se sintió devorado por esa mirada oscura. Se dio cuenta que podía
enviar su alma hasta allí ahora. Podía llevarlo a su destino más rápido de lo que
estaba previsto en el hilo de su vida.
Tragó con fuerza.
—Entonces, acepto mi castigo.
—También condenarás a tu descendencia.
Extendió sus manos ampliamente.
—No tengo familia.
8
—La habrías tenido. —Suspiró, pero regresó al altar. En lugar de elevar sus
brazos como si estuviera dando un discurso, tal como había previsto, se sentó sobre
el altar en sí.
Los hombros de la Oráculo se curvaron hacia adentro. Apoyó sus manos
junto a sus caderas y miró hacia abajo sobre el suelo brillante. Este era el retrato de
una mujer derrotada, y cada artista en toda Grecia habría dado su brazo derecho para
pintarla.
Ambrosius se sentó a sus pies. Envolvió sus brazos alrededor de sus rodillas y
la observó con atención absorta.
—Oráculo de Delphi, necesito saber la verdad de la historia de Hades y
Perséfone.
—¿Por qué, mortal?
—He venido desde la ciudad de Eleusis. Me he dedicado a adorar a Perséfone
y Deméter, pero… —Las siguientes palabras que dijo lo condenarían para siempre.
Lo sabía. Si Perséfone en sí no lo mataba, entonces lo haría su madre, Deméter—.
No creo que la historia sea cierta.
—¿Por qué? —La Oráculo encontró su mirada con esos ojos oscuros—. ¿Por
qué creerías que la historia es falsa cuando solo eres un mortal y ellas son diosas?
—Porque no creo que la Portadora de la Muerte se hubiera quedado con
Hades. Creo que es lo suficientemente fuerte para dejarlo, pero las historias claman
que lo ama. —Ambrosius sintió las lágrimas acumulándose en sus ojos. Las
emociones brotando demasiado fuertes a medida que la Oráculo extraía poder de sus
pensamientos—. Si yo temiera a alguien, si fuera robada de mi familia y violada,
jamás lo amaría.
Las lágrimas brotaron también de sus ojos oscuros. Se deslizaron por sus
mejillas y se estiró para tomar sus manos.
—Oh —susurró, apretando sus dedos—. No vi eso.
Él sabía lo que había visto en sus recuerdos. El dolor y la angustia jamás lo
abandonarían. Inclinando la cabeza sobre sus dedos, presionó la frente contra los
delicados extremos.
—Merezco esto, por todos los años que me he dado a ella.
La Oráculo permaneció inmóvil durante un tiempo largo antes de deslizar sus
dedos de los de él. 9
—Qué así sea.
Ambrosius se preparó. Finalmente descubriría la verdad de los misterios de
Eleusis y a todo lo que había dedicado su vida. ¿Sobreviviría?
—Has escuchado la historia de la forma en que fue secuestrada. Hades la
robó de su madre y la arrastró pataleando y gritando al Inframundo. —La Oráculo
volvió su mirada hacia el cielo y frunció el ceño—. Sabes el conflicto entre Zeus y
Hades. La flor que abrió el portal que liberó al dios oscuro. Sabes del dolor y el
tormento de una madre dejada atrás.
—Sí, Oráculo. —La historia que estaba seguro que estaba mal. Hades no
podía ser un dios tan horrible, pero no tenía ni la más remota idea de cuál era la
verdad.
La Oráculo bajó nuevamente la mirada a sus pies y sonrió. Esta vez, fue una
sonrisa lenta. Una expresión astuta que lo hizo temblar donde estaba sentado.
—Kore, la doncella, no era una mujer frágil como a todos les gustaba pensar.
No era solo una ninfa débil que convertía los prados en trigo dorado. —La Oráculo
volvió sus ojos hacia él, y vio la locura del Tártaro en su mirada—. Ella fue quien
colocó un pétalo de icor en sus labios. Y cuando él la robó, fue ella quien condujo su
carruaje a la tumba.

10
L as ninfas y náyades bailaban en círculo alrededor de Kore, riendo en
burbujeantes tonos suaves como pétalos. Kore reía con ellas, aunque
no sabía por qué. Hoy estaban limpiando el templo de Artemisa. Un
deber que no era divertido particularmente.
Pero las ninfas disfrutaban estando fuera de la vista. La mirada de Deméter
podía quemar cuando actuaban de esta forma. Tontas. Como niñas pequeñas cuando
deberían estar vigilando a Kore.
Todas eran de colores vivos y tan bonitos que lastimaban su vista. En
comparación, el cabello castaño de Kore y la piel bronceada por el sol se veían casi
mortales. Las pecas salpicando a través de su nariz hacían reír a otras diosas. La
suciedad debajo de sus uñas la marcaban como una diosa menor, tal vez una
semidiosa, o peor… una ninfa como las demás. 11
Una ninfa tropezó con una náyade, sus túnicas volando sobre sus cabezas a
medida que caían juntas al suelo.
Tremendas guardias que eran.
Kore rio con las demás y tendió una mano hacia su amiga más querida.
—Cyane, ten más cuidado.
La náyade en cuestión tenía poco deseo de ser nada más que imprudente.
Cyane vivía su vida al límite, salvaje y libre en todos los aspectos. Kore
simplemente deseaba poder ser más como la náyade y menos como la hija de
Deméter.
Ayudó a Cyane a levantarse con una sonrisa brillante.
—Si hoy terminamos rápido en el templo, ¿tal vez podemos ir a nadar? —
exclamó Kore.
—¡No creo que a padre le importe! —Cyane apartó algunos mechones de su
cabello azul oscuro lejos de su cara—. Además, he encontrado unas almejas de agua
dulce que te encantará conocer.
Cuando su amiga corrió hasta las ninfas, Kore se rio de sus payasadas.
Cualquier otra diosa habría tratado con desdén a los seres inferiores. Las ninfas y
náyades no eran las compañeras normales de una diosa.
Pero en realidad no era una diosa, ¿verdad? Su madre afirmaba que solo
porque compartía la sangre de un dios no significaba que tuviera los poderes para ser
uno. Kore era la hija doncella de la diosa de la cosecha y tenía pocos más poderes
que una ninfa en sí.
A veces pensaba que era mejor de esta manera. Al menos nadie esperaba que
concediera deseos curativos. Y nadie le oraba.
Las oraciones mortales siempre se sentían como si fueran grilletes alrededor
de las muñecas de su madre. Deméter iba constantemente a quienquiera que oraba
por su ayuda, preocupándose por lo que podría hacer por la familia. Cuando fallaba,
los campos se marchitaban con su tristeza.
Los dioses no eran infalibles, Kore lo había aprendido hace mucho tiempo. A
veces cometen errores. Y a veces, en el caso de su madre, no eran lo suficientemente
poderosos para prevenir que cada humano se lastime.
La risa burbujeante de Cyane rompió a través de sus pensamientos taciturnos. 12
—¡Kore! ¡Ven!
El templo de Artemisa debería haber sido limpiado por mortales, y tal vez a
veces lo era. Sus sacerdotisas sin duda se pasaban vagando alrededor todo el tiempo.
A menos que, por supuesto, las ninfas vinieran. Entonces no se las veía.
Deméter pensaba que era útil para su hija y las demás aprender del trabajo
mortal. Así que aquí estaba ella, con un trapeador y un cubo, aprendiendo con las
ninfas.
Alcanzando a las demás, entregó un trapeador a una de las otras náyades y
preguntó:
—¿Sabes dónde está hoy mi madre?
—¡Está visitando a Hermes! —gritó una náyade, solo para congelarse cuando
una de sus hermanas le dio una palmada en el hombro.
¡Ah!
Y la verdad salió a la luz.
Deméter siempre parecía recibir a los Olímpicos en los días que enviaba a
Kore a limpiar templos. Su madre era una mujer muy astuta que había mantenido a
su hija alejada de las miradas de los dioses. A veces estaba bien con eso y otras
veces, Kore quería arrancarse el cabello desde la raíz.
Empujó un gruñido enojado de regreso a su garganta. No iba a reaccionar o
las ninfas le dirían a su madre todo sobre ello. La única en la que podía confiar era
Cyane, y solamente porque la náyade no quería meterla en problemas. De lo
contrario, ¿con quién más se metería en problemas? Ninguna otra diosa le prestaba
atención.
Kore le tendió el cubo a la ninfa más cercana para sumergir el trapeador.
—¿Hermes está hoy de visita? ¿Por qué?
Una por una, las ninfas y náyades sumergieron sus propios trapeadores en el
cubo y se trasladaron hasta el otro extremo del templo. Comenzaron lo más lejos
posible de ella que pudieron, sus labios sellados y sin soltar más secretos
accidentalmente.
Miró a Cyane.
—¿Tampoco tienes permitido decirlo?
—Te lo diría si lo supiera. —Apartó su cabello oscuro fuera de su hombro—. 13
Tu madre dejó de decirme cosas hace años.
Probablemente siglos si eran honestas. Deméter era más vieja que la Tierra, y
Kore era casi igual de vieja. Por supuesto, su madre no se veía tan vieja. Y ella era la
hija.
La doncella.
La niña que siempre sería una chica, sin importar cuán femenina se volviera.
Hizo un gesto hacia el cubo.
—¿Vamos a limpiar o escabullirnos?
Otra voz las interrumpió.
—Espero que completen sus deberes antes de buscar entretenimiento en otro
lugar.
Kore conocía esa voz mejor que nadie. Se giró, suspirando.
—Madre. Pensé que te reunirías con Hermes.
Deméter se alzaba detrás de ella como toda una diosa majestuosa. Sus túnicas
estaban hechas de la más fina seda dorada con hilos de metal corriendo a través de
ella. Su cabello se retorcía a la perfección, cada rizo establecido exactamente como
los quería. Sus ojos verdes penetrantes atravesaron hasta los huesos de Kore, pero al
menos no estaban fulgurando con ira. El laurel dorado enhebrado a través del
cabello de Deméter emitía reflejos dorados en el piso de mármol del templo.
Kore nunca sería tan hermosa como su madre. Sabía eso. Todo el mundo lo
sabía. Deméter podría haber sido la hija del sol, pero había creado una niña anodina
que aún llevaba su cabello como una niña.
Su madre lanzó una mirada fulminante hacia las ninfas acurrucadas en un
rincón.
—Pensé que mi reunión con él sería privada. A los Olímpicos no les gusta
que la gente cotillee.
Otra mentira. Kore sabía con certeza que los Olímpicos disfrutaban cuando
alguien hablaba de ellos. No les importaba lo que decían, simplemente querían ser el
centro de atención. Al menos, eso es lo que afirmaba siempre Deméter.
Kore solo había conocido a los Olímpicos aprobados una vez antes, y todos
habían encajado en tal descripción.
Se interpuso entre las ninfas y la mirada castigadora de su madre. 14
—¿Qué te dijo?
—Nada relevante. —Deméter agitó una mano en el aire como si la pregunta
fuera tonta—. Pero me iré por unas noches. He sido convocada al Olimpo.
Su corazón dio un vuelco. El Olimpo.
El templo en la montaña más alta en Grecia era conocido por ser el más
hermoso de todos. Deslumbrantemente hermoso para los mortales, pero no era una
de ellos. Podía ir. Kore podía deleitar sus ojos con su belleza, y entonces… ¿qué?
No lo sabía.
Kore no quería pasar su vida aquí en el reino mortal sin al menos ver una vez
el Olimpo.
Dio un paso cerca de su madre, llegando a la mano de Deméter.
—Madre, ¿esta vez podría ir contigo? ¿Al Olimpo?
—Sabes por qué nunca te he llevado conmigo. —Deméter frunció el ceño—.
Así que, no.
—Pero madre… ¿solo esta vez? —Kore abrió sus ojos tanto como pudo.
Parpadeando con inocencia y esperando que su estratagema funcionara—. ¡No
volveré a preguntar!
Deméter enarcó una ceja perfecta.
—Ambas sabemos que eso no es cierto. Cuanto menos sepas del Olimpo,
menos preguntas harás de ellos. Conoces las reglas, Kore.
Conocía las reglas. No hablar con ningún hombre Olímpico que viniera a ver
a Deméter. Estar con las ninfas, ya que eran las mejores criaturas en las que confiar.
Las únicas diosas con las que alguna vez tuvo contacto fueron las vírgenes, y Kore
estaba cansada.
Más que eso, estaba aburrida. Tan aburrida con esta vida y todo lo que venía
con ella.
—Madre. —Intentó pensar en algo para convencer a Deméter.
Podría enojarse. Las rabietas de Kore eran impresionantes y aterradoras,
considerando que había heredado la habilidad de su madre para hacer crecer las
plantas. Pero esa era la reacción de una niña, y se negaba a seguir el juego de su
madre. No, reaccionaría a esta situación como una adulta. 15
O al menos, como alguien que sabía que podía ganar.
Kore enderezó los hombros y miró a su madre directamente a los ojos.
—Madre, me gustaría ir al Olimpo. Seguiré cualquier regla que establezcas,
pero creo que es hora de que conozca al resto de mi familia.
Sostuvo la mirada de su madre, incluso aunque su cuerpo quería temblar.
Deméter podría intentar asustarla hasta someterla, pero esta vez no caería presa.
Tenía que hacer que su madre viera la seriedad de sus palabras.
Cyane se estremeció junto a ella. La náyade debería haber huido con las
demás, de modo que no terminara en medio de esta lucha. Eran criaturas muy
sensibles, y el más mínimo atisbo de la ira de Deméter por lo general las enviaba
corriendo.
Esta vez Deméter alzó ambas cejas. Pero algo cambió en su expresión. Un
ablandamiento que Kore sabía que era una buena señal.
—Bien. —Su madre suspiró—. Si tienes que ir al Olimpo, entonces supongo
este es el momento de hacerlo.
Si gritar de alegría no arruinara el momento, Kore lo habría hecho. En su
lugar, se inclinó ante su madre y presionó los dedos de Deméter contra sus labios.
—Gracias, madre. No tienes ni idea de lo mucho que significa esto para mí.
Deméter giró su mano y tomó la barbilla de Kore. Inclinó su cabeza,
obligando a Kore a mirarla a los ojos.
—Seguirás cada una de mis reglas mientras estés allí. ¿Entendido, hija?
—Cualquier cosa —prometió nuevamente—. Sabes que no me meteré en
problemas, madre. Solo quiero verlo. Ni siquiera hablaré con nadie si no quieres que
lo haga.
—Oh, todos querrán hablar contigo. Y no serás grosera. —Deméter soltó su
barbilla—. No hagas que me arrepienta de esto, hija. Cyane, prepárala para el
Olimpo. Nos iremos cuando Helios tome el sol.
Deméter desapareció, pero Kore esperó unos pocos minutos más. A su madre
le gustaba espiar a veces después de irse. Había atrapado a Kore quejándose unas
cuantas veces.
Cuando estuvo segura que su madre no estaba escuchando más, se volvió a 16
Cyane con un chirrido emocionado.
—¡El Olimpo!
Cyane extendió sus manos al aire con una risa alegre.
—¡El Olimpo!
Tomó las manos de su amiga y saltaron juntas en un círculo. Sus túnicas
pálidas rebotaron alrededor de ellas, y el vértigo hizo que su visión diera vueltas.
—Entonces, hoy no vamos a trabajar —dijo Kore cuando terminaron de
chillar.
—Tenemos que prepararte para el Olimpo —dijo Cyane. Otro estallido de
risas sacudió su cuerpo—. Se siente tan extraño decirlo. Vas a conocer a los dioses
más grandes.
Su madre era técnicamente una de ellos. Pero no pensaba en Deméter de esa
forma cuando la diosa se había rebajado a vivir en el reino mortal. Los dioses que
vivían en el Olimpo eran a los que todos temían. Los que hacían historia con sus
palabras y en cuyos nombres los héroes elegían luchar.
—¿Crees que Apolo estará allí? —preguntó.
—¿No estarán todos allí? —respondió Cyane. Sus ojos azules tan abiertos
que parecían piscinas gemelas en la pálida luna de su cara.
Kore supuso que todos estarían allí. Sin embargo, Apolo era de quien todas
las ninfas hablaban por las noches. Susurraban acerca de sus rasgos atractivos y los
rizos dorados de su cabello. Incluso hacían que pareciera que mirarlo chamuscaría la
carne de los huesos de una mujer.
Y los conocería a todos. El dios del sol. La diosa de la guerra. Incluso al
mismo Poseidón, de quien Cyane solo había hablado en pequeños susurros. Rara vez
hablaba del dios del mar.
Su estómago se retorció con ansiedad repentina.
—Madre dice que todos son crueles —dijo Kore lentamente.
De repente, se preguntó si esta era la decisión correcta. Su madre había
cedido un poco demasiado rápido… ¿acaso era otra lección? ¿Una manera de
demostrarle a su hija que nunca querría vivir en el Olimpo?
Cyane empujó su hombro.
—Nada de eso. ¿Vamos a buscarte tu mejor túnica, y tal vez el himatión1 de 17
oro?
El chal siempre se veía bien envuelto alrededor de sus hombros. Sí, eso
serviría.
Se vería como una diosa. Igual que ellos.
—Sí, me pondré ese. —Se llevó un dedo pensativo a su barbilla—. ¿Qué
deberíamos hacer con mi cabello?
Los ojos de Cyane resplandecieron con felicidad.
—Sé exactamente lo que haremos con él. ¿Y maquillaje? Creo que una de
mis hermanas le robó carbón a un humano. ¡Podríamos delinear tus ojos! Se verán
tan hermosos. Vas a robar el corazón de Apolo.
No quería hacer eso, pero sus mejillas ardieron al pensarlo.
—Está bien —susurró—. Hagamos todo lo posible para verme bonita.

1
Himatión: vestimenta de la Antigua Grecia. Consistía en un manto amplio y envolvente, una especie de chal.
H ades pasó junto al río Estigia con una rama de ciprés en su mano.
Soplos de arena saltaron con cada paso, el suelo desprovisto de
plantas o árboles.
¿Cuánto tiempo había vivido aquí en el Inframundo? No estaba seguro. El
tiempo pasaba más lento aquí, o quizás más rápido en el Olimpo, ¿quién sabía?
Siempre que se deslizaba en este lugar taciturno, sabía que los días parecerían más
largos sin importar nada.
Existía. Ese era su trabajo aquí en el Inframundo. Asegurarse de que todo
transcurriera sin problemas, que las almas estuvieran donde se suponía que debían
estar y que nadie saliera. Era tanto rey como guardia, aunque tampoco eran los
puestos que habría elegido.
18
En realidad, nada de esto era su propia elección. Esto era obra de su hermano,
y no quería nada de ello. Incluso siglos después, la idea aún hacía que su pecho
ardiera de ira.
Arrancaron la rama de ciprés en su mano. Y siguió la rama larga hasta los
dientes hundiéndose en la madera. Ya había muchas marcas en la rama, hechas por
el sabueso del infierno, la criatura más aterradora que un mortal hubiera visto jamás.
Y muchos Olímpicos sentían lo mismo.
—Cerberos —reprendió—. Compórtate.
No había pasado siglos entrenando a la maldita bestia para que volviese a
actuar como un cachorro.
Cerberos gimió y se sentó en cuclillas. Sus lenguas colgando de tres cabezas,
cada una con una expresión variable de mendicidad incluso a medida que sus garras
enormes se clavaban en la tierra oscura.
—Bien —murmuró Hades.
Arrojó la rama de ciprés tan lejos como pudo. Aterrizó en medio de un grupo
de espíritus. Apenas podía ver su tinte azul claro en este lado del Estigia, pero rara
vez alejaba a Cerberos de las puertas de entrada. El perro se ponía nervioso cuando
estaba demasiado lejos de su trabajo.
Por supuesto, Cerberos apenas notó a los espíritus. Corrió a través de ellos
para recuperar la rama. Se separaron con gritos de miedo y angustia. La bestia del
infierno estaba allí para reclamar sus almas. ¡No habían estado intentando escapar!
¡Señor Hades, sálvalos!
—Sí, sí —dijo, vadeando entre sus manos extendidas—. Están bien, vuelvan
a lo que estaban haciendo. La bestia los dejará en paz.
Si sus palabras fueron un poco sarcásticas, solo era porque estaba totalmente
harto de ellos. Cerberos no era una criatura aterradora. ¿Quién podría temer a un
perro con tres lenguas colgando cuando se da la vuelta?
Hades inclinó la cabeza hacia un lado y le sonrió a su perro. Tal vez daba un
poco de miedo. La cabeza del medio había llegado primero a la rama y las otras dos
estaban mordiendo los extremos frenéticamente. La romperían en tres pedazos con
el tiempo y entonces todas las cabezas estarían felices.
Podía entender por qué los mortales temían a Cerberos.
Pero la sacudida de la cola cuando trajo la rama de regreso a Hades fue una 19
de las cosas más felices que vio en todo el día. Y había ido a los Campos Elíseos
para charlar allí con uno de los héroes más famosos. No es que hubiera encontrado
al hombre. Siempre estaban holgazaneando en algún lugar fuera de su mirada.
Mortales afortunados.
Cerberos dejó caer la rama a sus pies y volvió a sentarse. Las tres cabezas
jadearon y seis pares de ojos lo observaron con gran atención.
—¿Tengo que arrojarla otra vez? —preguntó—. Hemos estado jugando
durante la mitad del día. —Hades podía pasar el resto de la eternidad arrojando
ramas para este perro, y nunca satisfaría la necesidad de Cerberos. Pero ¿qué más
iba a hacer?—. Bien —murmuró.
Hades se inclinó y recogió la rama. Pero el perro ya no estaba mirándolo.
Cerberos dejó escapar un gruñido que retumbó por el Inframundo y sacudió el suelo.
El sonido advirtiendo que alguien había entrado por las puertas.
La bestia se giró con un gruñido, sus labios retraídos y revelando unos dientes
malvados que destrozarían a cualquiera que entrara en este reino sin ser invitado.
Teniendo en cuenta que Cerberos no corrió de inmediato hacia las puertas,
solo podía significar que otro dios había entrado.
Hades se enderezó, suspirando, y esperó a que quienquiera que fuera lo
encontrase. Los dioses rara vez lo hacían esperar mucho. Tenían una forma extraña
de saber dónde estaba, y solo un dios visitaba el Inframundo regularmente.
El hombre dorado apareció como del cielo. Sus rizos cortos apenas
sobresalían de su cráneo. La sonrisa en su rostro era cobarde y fácilmente
confundida con una sonrisa amable. No lo era. Los zapatos alados en sus pies
siempre dejaban que todos supieran quién era. Las alas blancas en los talones se
agitaban, bajándolo al suelo del Inframundo con gracia.
—Hermes —gruñó Hades—. No recuerdo que tengas programado traer más
almas a las puertas.
—No. —Hermes aterrizó suavemente, patinando hasta detenerse porque le
gustaba más la velocidad que el suelo de Hades—. Has sido convocado al Olimpo.
Ni siquiera intentó ocultar su gemido enojado.
—¿Por qué? ¿Ahora qué pasa?
—Tu hermano está celebrando una fiesta. —Hermes se miró las uñas—. Y al
parecer, tienes que estar ahí.
20
—¿Y por qué?
—Pregúntale a Zeus.
No le preguntaría al idiota engreído de su hermano que se negaba a ser un
verdadero rey. Para ser el hombre que se proclamaba líder de los Olímpicos, no
quería liderar en absoluto. O incluso intentarlo. Hades no estaba de acuerdo con
cada decisión que tomaba Zeus, y eso decía mucho.
A Hades le gustaba pensar que no era difícil convencerlo. Era una persona
reflexiva y trataba de ver todo desde todos los lados, sin importar cuál fuera la
situación. Sin embargo, Zeus solo veía un lado. Sus propios deseos.
Si eso no se cumplía, entonces el mundo entero se postraría de rodilla hasta
que Zeus consiguiera lo que quería. Desafortunadamente, a menudo eso significaba
hijos engendrados, mujeres muertas y más almas para el Inframundo.
Inclinó la cabeza hacia atrás y miró hacia las nubes oscuras del Inframundo.
—¿Te importaría decirme de qué se trata toda esta fiesta?
—Extraña a su familia. —Hermes no sonó muy convencido—.
Aparentemente quiere que todos estén reunidos porque ha pasado demasiado tiempo
desde que todos hemos estado en el mismo sitio.
—Por una buena razón. ¿Recuerdas la última vez?
—¿Yo? —Hermes se frotó la mandíbula, la cual Hades recordaba claramente
que le habían roto en la última reunión familiar—. Aún me despierto por las noches
con este dolor.
—Poseidón tiene un gancho derecho excelente. —Y el Dios del Mar no
amaba nada más que pelear. Había sido todo un luchador cuando eran muy jóvenes,
aunque ninguno de los Olímpicos había sido joven por decirlo así.
Todos habían nacido completamente formados de su madre Rea.
Lamentablemente, ninguno de los Olímpicos pensaba más en ella. La habían
desterrado junto con Crono por permitir que su padre se los comiera. Cuando
brotaron de su vientre, habían tomado el mundo de los Titanes.
Hades era el único que aún podía contactar a sus padres. En cierto modo,
compartía su hogar con ellos.
Como si conocieran sus pensamientos, todo el Inframundo retumbó. El
Tártaro estaba debajo de sus pies. Era la prisión de los Titanes y posiblemente el
lugar más peligroso de cualquier reino. Pero los había mantenido allí, como su
hermano ordenó, sin importar lo mucho que quisiera liberarlos. 21
Hades suspiró y chasqueó los dedos. Cerberos saltó a su lado y se sentó junto
a su pie.
—¿Irás a la fiesta?
La sonrisa brillante en el rostro de Hermes fue toda la respuesta que necesitó.
—Claro que iré. ¿Alguna vez me has visto perder la oportunidad de beber el
vino de Zeus? Solo tiene lo mejor de cualquier dios, ya sabes.
—Eso es porque los humanos se sacrifican y él no cede ninguno de esos
sacrificios. —A diferencia de Hades. No conservaba nada de lo que los humanos le
ofrecían. Todo volvía a su propia especie, aunque ninguno de ellos lo sabría jamás.
Necesitaban pensar que los dioses aceptaban sus ofrendas de modo que sucedieran
cosas imposibles.
Aunque, supuso que sus ofrendas a él no eran las mismas. Los mortales
pedían bendiciones a otros dioses.
A él le pedían que se mantuviera lejos.
—Bien —murmuró—. Si vas, supongo que puedo hacerlo.
—¡Encantador! —Hermes aplaudió y las alas en sus pies revolotearon—. Iré
a decirle a Zeus que vienes. Estará fascinado.
—No lo hará. —Hades miró a su hermano—. Sabes, una orden como esta no
nos hace felices a ninguno de los dos. No me quiere ahí. No quiero estar ahí. Pero
todos esperarán que lo esté, y si no lo estoy, todos hablarán. Y no en el buen sentido.
—Ah, sí. Zeus siempre necesita que le aumenten el ego.
Hermes era uno de los pocos dioses que podía salirse con la suya diciendo
eso. Aun así, Hades se preparó para que un rayo destrozara el cielo del Inframundo.
Cuando nada fue enviado a toda velocidad hacia ellos, solo pudo asumir que Zeus
no estaba escuchando. Extraño. Siempre escuchaba las conversaciones cuando
enviaba a alguien al Inframundo. Le gustaba saber que Hades estaba enojado y
molesto.
Supuso que era una de las ventajas de tener un hermano. Zeus nunca lo
dejaba en paz.
Gruñendo en voz baja, agitó una mano hacia Hermes.
—Independientemente de eso, no tengo ganas de ver al resto de la familia.
22
—Hermano, tampoco yo. Y, sin embargo, debemos entretener a las masas
que no nos quieren allí. —Hermes agitó sus talones y se elevó en el aire como un
ángel en vuelo—. Esta vez, no llegues tarde.
Su hermano se elevó en el aire y desapareció en un abrir y cerrar de ojos. Si
tan solo Hades pudiera hacer lo mismo. Bueno, podía, pero le faltaban los zapatos
alados que disparaban a Hermes dramáticamente por el cielo.
Hades cavaba en el suelo cuando necesitaba ir al reino mortal. Como una rata.
Como una especie de topo ciego rebuscando y queriendo ver la luz del sol una vez
más. A la gente le disgustaban los topos, y ciertamente él los disgustaba.
Una nariz húmeda se presionó contra la palma de su mano. Luego otra contra
su muñeca.
Hundiéndose de rodillas, enterró sus manos en el pelaje más largo alrededor
del cuello de Cerberos.
—Hola, chico. Estaré bien. Ya sabes cómo son los dioses. Solo quieren ver
mi cara y asegurarse de que sigo vivo.
Cerberos soltó un gemido húmedo y presionó su nariz restante contra el
cuello de Hades.
Al menos alguien disfrutaba de su compañía. Incluso si su familia solo lo
invitaba al espectáculo para ver al Señor del Inframundo, siempre tendría a su gente
aquí.
Y un buen perro.
Un buen perro puede curar muchas dolencias.
Se puso de pie y decidió dar un paseo largo por la playa de arena negra.
—Muy bien. Supongo que entonces tenemos que prepararnos.
Con un silbido agudo, convocó a Cerberos a su lado y juntos marcharon hacia
su casa.

23
K ore miró hacia las puertas doradas del Olimpo y se quedó sin aliento.
Eran tan hermosas. Le dolían los ojos con solo mirarlas.
O tal vez era porque finalmente estaban paradas frente al
Olimpo. El único lugar al que siempre había querido ir desde que era pequeña. El
lugar del que su madre le contaba historias. Incluso las ninfas y náyades hablaban
sin parar de ello. Cómo toda la ciudad estaba hecha de oro. Cómo todos los dioses
descansaban allí con palacios individuales para cada uno de los doce Olímpicos
originales.
Reunió sus manos frente a su corazón y trató de lucir como si perteneciera
aquí. Sin embargo, no sabía cómo encajar, cuando su túnica solo era de una seda
sencilla color crema mortal. Su himatión tenía hilos dorados, pero no era nada que
pudiera compararse a la ropa de los dioses. 24
Las nubes se arremolinaban en la base de los arcos intrincadamente
retorcidos. Y parecía que estaba a punto de dar un paso hacia el cielo.
Su madre dejó escapar un suspiro suave a su lado.
—Kore, cierra la boca. Eres una diosa, ¿recuerdas? No una niña mortal que
nunca supo que existía esto.
La ira ardió ante las palabras de su madre. Quiso replicar que la había
mantenido toda su vida como una mortal. Gracias a la naturaleza sobreprotectora de
su madre, era poco más que una ninfa glorificada. ¿Y qué ninfa fue alguna vez al
Olimpo?
Cuando cruzaron las puertas, tenía todo el argumento armado en su cabeza.
Kore le habría dicho a su madre que debería haber venido aquí hace mucho tiempo.
Debería haber visto las puertas doradas, y debería saber cómo era el palacio de su
madre.
¡Ya debería haber conocido a Apolo! Tal vez se habrían enamorado
perversamente y las ninfas no se habrían reído tontamente cuando supieran que aún
no la habían besado. ¿Siglos de antigüedad y ni siquiera un beso robado de un niño
mortal?
Las puertas se abrieron silenciosamente. Deméter levantó su pie y Kore imitó
su movimiento. Una sensación de tirón la lanzó hacia adelante y luego no estaban
paradas en absoluto ante las puertas. Fueron transportadas a la cima de una montaña
donde solo se podían ver nubes en kilómetros.
Kore se frotó los ojos. Apareció un pabellón con mesas doradas llenas de más
comida de la que jamás hubiera visto en un sitio. Los cuencos de néctar se
desbordaban, goteando ríos de oro sobre el suelo. Rebanadas de ambrosía amarilla
reluciente yacían junto a los cuencos, el alimento elegido por los Olímpicos que solo
aumentaba su inmortalidad.
Los dioses deambulaban con copas de oro en sus manos y sus mejores
uniformes en sus cuerpos. Y todos eran impresionantes.
Deméter enderezó sus propias túnicas sencillas y lanzó otro suspiro
prolongado.
—Tengo asuntos con Hera. ¿Recuerdas las reglas?
Por supuesto que lo hacía. Su madre las había taladrado en su cabeza un
centenar de veces antes de llegar aquí. No podría olvidarlas ni aunque lo intentara.
Kore asintió con firmeza. 25
—Sí, madre.
—No hables con nadie sin mí. —Deméter la señaló—. Y encuentra de
inmediato a Artemisa. Se asegurará que no te metas en problemas.
—No me meteré en problemas, madre. Lo prometo.
Deméter la miró de arriba abajo con una expresión poco impresionada en su
rostro.
—De alguna manera lo dudo. Kore, esta es tu única oportunidad de
demostrarme que tienes la edad suficiente para estar aquí. Si no cumples con algunas
de las reglas, nunca más volverás al Olimpo. ¿Está claro?
Kore sintió que toda la sangre se le drenó de la cara. Ya quería volver aquí.
Nunca más quería irse.
—Sí, madre —respondió, tragándose el miedo.
Su madre avanzó a grandes zancadas entre la multitud con su cabeza dorada
en alto, sus hermosos hombros rectos y orgullosos. Si tan solo Kore pudiera caminar
con la misma confianza que Deméter. Era una diosa a la que los mortales adoraban
todos los días. Los otros dioses deberían inclinarse ante ella.
En contraste, Kore se sentía como la niña sucia que aún tiraba de las faldas de
su madre.
De repente, sola entre los dioses y diosas más poderosos, se dio cuenta de lo
mugrosa que estaba. Kore tiró de sus túnicas una vez más, atrajo su himatión a sus
hombros, y se preguntó qué se suponía que debía hacer ahora.
Las columnas blancas del palacio de Zeus parecían demasiado limpias y
resplandecientes a la luz. No podía apoyarse en una o terminaría dejando una
mancha de suciedad. Y ciertamente no podía caminar hacia las mesas y tomar un
vaso de néctar. Su madre la mataría si bebiera algo tan fuerte. Las nubes
extendiéndose a su alrededor de repente reflejaron el sol con demasiada intensidad
en sus ojos. Los pisos de mármol negro se convirtieron en un espejo que mostraba lo
poco que pertenecía allí.
Respirando con dificultad, ni siquiera notó que alguien se le estaba acercando
hasta que una mano aterrizó en su hombro.
Dando vueltas con un grito ahogado, presionó una mano contra su corazón
cuando reconoció quién era.
—¡Artemisa! Me asustaste. 26
La diosa de la caza era una de las mujeres más hermosas que hubiera
conocido. Y eso incluía a las diosas que estaban detrás de ella. Pero tal vez eso se
debía a que, si bien eran gloriosas y relucientes en su apariencia, Artemisa era una
espada lista para atacar.
Llevaba un quitón de hombre hecho de tela verde esmeralda. Se ataba al
hombro con un broche de oro con forma de ciervo. La tela terminaba justo por
encima de sus rodillas, y llevaba zapatos con cordones que solo mostraban lo
poderosas que eran sus piernas. Largos rizos color chocolate enmarcaban su
mandíbula cuadrada y su rostro. Vetas de hebras besadas por el sol brillaban
mientras se movía.
De todos los dioses para asustarla, Kore estaba más que feliz de ver a su
amiga.
Artemisa sonrió.
—¿Te asusté?
—Creo que aquí cualquiera me habría asustado. Mira a todos los dioses. —
Kore se llevó un mechón de cabello detrás de su oreja—. Me siento tan monótona
junto a todos ellos.
—Bueno. —Artemisa miró su ropa fijamente, luego sacó la lengua—. Tu
madre no te hizo ningún favor metiéndote en esas túnicas. ¿En qué estaba pensando?
¡Es tu primera vez en el Olimpo!
Ambas sabían lo que había estado pensando Deméter. No quería que nadie le
diera una segunda mirada a su hija, y probablemente lo había logrado.
Kore suspiró y extendió los brazos a los lados.
—En realidad no estoy segura, pero… este fue el atuendo que eligió.
—Al menos las ninfas te hicieron lucir bonita. —Artemisa llevó una mano a
la mejilla de Kore, su pulgar acariciando su suave mandíbula—. Te ves hermosa,
Kore. Ese carbón en serio resalta esos bonitos ojos verdes tuyos.
Sonrojándose quizás un poco demasiado, Kore se apartó de su amiga.
Artemisa a veces podía ponerse un poco… bueno. Demasiada cómoda con las
mujeres. A Kore no le importaba la mayor parte del tiempo, pero había momentos en
los que el brillo en los ojos de Artemisa era demasiado poderoso.
No quería lastimar a nadie. Para eso no eran los poderes de Kore, aunque a
veces gritaban pidiendo retribución o… ¿venganza? No lo sabía.
27
Todo lo que sabía era que no era capaz de lastimar a nadie ni a nada. Kore era
una diosa de la cosecha, al igual que su madre. Hacía crecer y menguar las plantas.
Les daba comida a las personas que la necesitaban. Nada más y nada menos.
Artemisa también se apartó, sus propias mejillas ardiendo.
—Aquí el néctar es asombroso. Zeus siempre se reserva lo mejor para él. ¿Lo
has probado?
—¡No! —Kore saltó a la oportunidad para aliviar la incomodidad—.
¿Debería? Madre dijo que no se me permitía tomar nada.
—Kore, eres adulta. Incluso si no quiere que lo seas. —Artemisa extendió su
brazo para que Kore lo tomase—. Ven. Vamos a conseguirte tu primer vaso.
Caminaron juntas entre la multitud, y Kore se sintió como una diosa. Con
Artemisa a su lado todos la miraron. Podrían ver a una pequeña ninfa junto a la
diosa de la caza, pero tal vez verían quién era Kore en realidad.
Se sentía como una de ellos. Y eso era todo lo que importaba.
Pasaron junto a un hombre barbudo que estaba muy bebido. Su túnica azul
resplandecía como si estuviera bajo el agua y su barba se alzaba de vez en cuando
como si las olas la rozaran.
—¿Poseidón? —susurró en voz baja.
—Sí. Mantente alejada de él.
—¿Por qué? —Kore, en todo caso, ya quería acercarse.
Parecía un personaje interesante, y le encantaba conocer personas nuevas. Su
madre nunca le dejaba conocer a otros dioses, ¿y si Poseidón tenía algo interesante
que decir? Nunca había estado cerca del mar, pero a las náyades les encantaba
volver con cuentos del agua salada.
Kore tiró con fuerza del brazo de Artemisa.
—¿Al menos podemos saludar? Nunca antes lo he conocido.
—Tu madre me mataría.
—Solo quiero ver… —Kore dejó de hablar cuando una mano pesada agarró
la carne de su trasero.
Dejando escapar un grito ahogado horrorizado, se apartó del toque y se
acercó aún más a Artemisa. Su paso lateral hizo que incluso la poderosa diosa de la
caza tropezase, y juntas se tambalearon a un lado. Artemisa las enderezó a ambas,
apenas controlando una caída vergonzosa. 28
Se giró y miró fijamente a los ojos al propio Poseidón. ¿Cómo se había
acercado tan rápido a ellas?
Él se tambaleó un paso hacia un lado antes de equilibrarse y gesticular hacia
ella con un vaso.
—¡No sabía que Zeus ordenó a las ninfas que nos atendieran! Créeme, no
querrás pasar la noche con Artemisa. ¿Una cosa con curvas como tú? Ven aquí.
Se lanzó hacia ella una vez más. Y con un grito ahogado de horror, se dio
cuenta que se había congelado en su lugar. Kore no sabía si debía correr o
simplemente dejarlo hacer lo que quisiera. Era el dios del mar. ¿Se le permitía
negarlo?
Artemisa tiró de su brazo en el último momento y la apartó de su camino
bruscamente. Poseidón casi se cae de cara, aunque esta vez se sujetó a una mesa con
una risa siniestra.
—Artemisa, no estás jugando limpio.
—Esta no es ninguna ninfa para que te escabullas en las sombras —siseó—.
¡Esta es la hija de Deméter, borrachín!
Se enderezó, se encogió de hombros y dijo:
—¿Cómo iba a saberlo? —Y luego se alejó. Como si nada en absoluto
hubiera pasado.
Kore luchó por calmarse, respirando con dificultad, con lágrimas en los ojos.
Ya no quería estar aquí. No podía. Estas personas no se parecían en nada a su madre,
¿verdad?
Miró alrededor e hizo contacto visual con Dionisio. Hizo un gesto con la
mano hacia su entrepierna y la señaló, como si le estuviera pidiendo que tirase…
algo. De repente comprendió lo que estaba pidiéndole y se atragantó.
—¿Estás bien? —preguntó Artemisa.
—No —susurró—. Necesito un poco de aire.
—Kore, no creo que a tu madre le guste que estés vagando por los jardines.
Ahí es donde van la mayoría de los dioses a…
Kore no escuchó el resto de lo que dijo su amiga. Se apartó de su lado
inmediatamente como solo una ninfa podía hacerlo. Corriendo a través de la
multitud de personas y esquivando movimientos a medida que avanzaba. Era rápida, 29
lo sabía. Más rápida que la mayoría y fácil de perder de vista gracias a su tamaño.
Pero aun así se estrelló contra la espalda de alguien cuando este se movió
frente a ella.
Rebotando en la dura placa de metal, cayó sobre su trasero y miró al dios
blindado. Él se volvió, el yelmo en su cabeza marcado con pintura roja en lo que
parecía una huella de sangre.
—¡Niña tonta! —gruñó—. ¡Debería arrancarte la cabeza, ninfa!
Su grito retumbante resonó alrededor y ella no pudo soportarlo más. No solo
se estaban riendo de ella. Eran crueles y mezquinos, y disfrutaban de su miedo.
Como si se estuvieran dando un festín.
Se puso de pie con las manos temblorosas, y trató de mantener los ojos en el
suelo.
—Disculpe, Ares.
—No tienes permiso para usar mi nombre. —Su gruñido resonó con una
promesa de dolor.
Otra voz lo interrumpió, esta brillante y llena de poder.
—Ares, eres demasiado rudo con la chica. ¿No ves que está temblando?
Kore se miró los pies, pero vio la luz dorada derramándose sobre el hombre
que había hablado. Alcanzó sus zapatos como los rayos dorados del sol. Tan
hermoso y perteneciente al único dios que no quería que la viera así.
Apolo.
—Gracias, Apolo —susurró, humedeciendo sus labios.
—Tienes permiso para usar mi nombre si lo deseas. —Su mano tocó su
hombro, se deslizó por su espalda, y luego tocó su cintura. Un poco demasiado
familiar. Demasiado cómodo cuando ella no le había dado a él permiso para
tocarla—. Ahora, ¿por qué no me sigues, ninfa?
Kore quiso gritarles a todos que no era una ninfa. No era una pequeña flor
desconocida que habían arrancado para divertirse. ¡Era una diosa, como ellos! La
sangre de Zeus corría por sus venas.
—¡Hermano! —Un golpe siguió a las palabras—. Esa es la hija de Deméter,
idiota, deja de tocarla.
Apolo retrocedió ante ella como si fuera venenosa. 30
—¿Deméter tiene una hija?
¿No sabían que ella existía? Era como su madre siempre había soñado. El
Olimpo no sabía nada de Kore. Bien podría haber sido una ninfa.
—Disculpen —susurró, abriéndose paso entre la multitud que de repente se
estaba formando a su alrededor—. Por favor, déjenme ir.
—¡Quédate! —gritaron sus voces—. Nunca te conocimos, diosa menor.
¿Cuál es tu poder?
No era un espectáculo. Y no estaba aquí para su entretenimiento.
Kore empujó a través de ellos y salió disparada por la puerta más allá de su
vista. Una mesa se movió por sí sola y golpeó su cadera, así que cuando salió
disparada por la puerta y se arrojó a los jardines, ya estaba cojeando.
Herida. Derrotada. Luchó hasta el banco más cercano y se sentó de golpe.
Así no era como había pensado que sería el Olimpo. Había pensado que sería
un palacio dorado y reluciente donde demostraría que era una diosa poderosa. Había
pensado que pertenecía aquí.
Pero su madre había tenido razón. Los Olímpicos no eran buenas personas.
No eran amables. Y definitivamente no les importaba si era una de ellos o no.
Resoplando con fuerza, se pasó una mano por las mejillas y secó las lágrimas
que se habían derramado. Tonta. No debería haber reaccionado como una niña
decepcionada y, aun así, aquí estaba.
Sentada sola en un banco de los jardines. Llorando. Todo porque unos dioses
tontos la habían hecho sentir menos que ellos.
No debería haber venido. Su madre tenía razón.
Kore suspiró y miró a sus pies. Se dio cuenta, con horror, que había hecho
que las flores crecieran a su alrededor en un círculo brillante accidentalmente.
Resplandecían doradas, salpicando chispas de polen amarillo que flotaban a su
alrededor con la brisa ligera.
Zeus estaría tan enojado. Había arruinado su jardín.

31
H
ades odiaba a su familia.
Dioses, eran los peores. Tomó otro sorbo de néctar y
deseó que lo emborrachara más rápido. Esta ya era su cuarta
copa, pero no era suficiente. Nunca sería suficiente. Si tan solo
pudiera tomar una copa y perder el conocimiento, esa sería la mejor circunstancia.
Contrariamente a la advertencia de Hermes, Hades llegó tarde a la fiesta.
Incluso entonces, permaneció en las sombras para que nadie se diera cuenta.
De todos modos, se sentían incómodos a su alrededor. El espectro que salió
del Inframundo. Su piel era demasiado pálida, principalmente, porque nunca veía el
sol. Tenía las manos demasiado sucias. El olor a tumba lo seguía sin importar a
dónde fuera. 32
Al menos, eso decían.
No notaba nada diferente en sí que cuando lo separaron por primera vez de su
madre. Si notaban una diferencia, entonces lo que señalaban eran simplemente
detalles que no habían visto en él hace tantos siglos. Y no dejaría eso atrás. Los
Olímpicos no eran tan observadores.
Como solía hacer su hermano, Hermes apareció de la nada y le echó un brazo
por encima del hombro.
—Pensé que ibas a mezclarte en esta fiesta.
—Pensé que ibas a dejarme en paz porque estás intentando mejorar tu
reputación —respondió Hades.
—Por desgracia, creo que he arruinado mi reputación mucho antes que tú. —
Hermes bebió un sorbo de su propio vaso de néctar e hizo un gesto con él—. ¿Viste
que Artemisa estaba aquí con una ninfa?
—Me perdí el espectáculo, lamentablemente. —No era para nada lamentable.
No le importaba a quién trajera la cazadora a un evento familiar. El drama no era
algo que le importara a Hades.
—Mmm, una ninfa. De todas las cosas. Obviamente, no ha aprendido lo que
es una buena compañía.
—Hermes, ¿estás intentando provocarme? —Hades arqueó una ceja oscura.
—¿Provocarte? ¿Para hacer qué? —Hermes le quitó el brazo con cuidado—.
No estoy seguro por qué alguna vez pensaste que intentaría hacerte eso a ti, entre
todas las personas, hermano.
Hades no era idiota. Sabía lo mucho que disfrutaban los Olímpicos con sus
juegos, especialmente cuando todos habían estado sumergiéndose en el néctar y la
ambrosía. No había probado ninguna de las frutas relucientes en esta visita, pero
estaba seguro que Hermes ya había tenido su parte justa.
Se volvió y miró a Hermes, suspirando. Ya había bebido demasiado para
soportar su intromisión.
—¿Qué quieres que haga?
—Nada en absoluto, Hades. Nada en absoluto. —Hermes inclinó su bebida
completamente hacia atrás y terminó su néctar—. Creo que sería bueno que alguien
viera cómo está la pequeña ninfa. Asegurarse de que no haya sido demasiado
lastimada en el altercado. 33
—¿Altercado? —¿Qué había hecho ahora su familia? Por lo general, no eran
tan duros con el entretenimiento de Zeus, pero los había visto haciendo cosas peores.
Después de todo, eran Olímpicos. Si querían destrozar a una ninfa por deporte, lo
harían.
Sí, habrían lastimado a la ninfa si tenían la oportunidad. Y no podía dejarlo
pasar sin al menos consolar a la pobre chica.
Lanzó un gran suspiro y dejó su bebida.
—Bien. ¿A dónde escapó?
Hermes aplaudió, aunque la copa se interpuso y sus anillos la golpearon con
un ruido sordo.
—¡Sabía que serías el caballero de armadura brillante!
—¿El qué?
Su hermano agitó una mano junto a su oreja derecha.
—Solo algo que un Oráculo me dijo una vez. Aún no ha sucedido. Corrió
hacia los jardines. Ya sabes cómo son las ninfas.
Por supuesto, se habría escondido en el único lugar que parecía un bosque.
Las ninfas siempre querían esconderse en la vegetación y aún no se habían dado
cuenta que los Olímpicos eran especialmente buenos para encontrar a las de su
especie. Zeus en particular, considerando que este era su palacio. Zeus amaba a una
ninfa escondida.
Esta vez, el sonido que brotó de su pecho sonó sospechosamente como un
gruñido.
—Mantén ocupados a los demás, ¿quieres?
Hermes presionó su puño contra su corazón.
—Palabra de honor.
—Necesito más que eso, idiota. Todos sabemos que tienes poco honor.
No esperó a escuchar cualquier tontería que se le ocurriera a Hermes a
continuación. Hades se dirigió a los jardines, abriéndose paso entre sus hermanos e
ignorando sus palabras susurradas.
—¿Hades está aquí?
—No pensé que Zeus lo dejara salir más del Inframundo. 34
—¿Crees que trajo consigo a uno de los muertos? Siempre quise ver un
espíritu mortal. Supuestamente, aún tienen las heridas de cuando murieron.
No era un espectáculo para que ellos lo miraran a medida que intentaba salvar
a la pobre ninfa que probablemente habían roto. El hecho de que fueran dioses no
significaba que tenían derecho a ser tan tontos.
Hades la encontró en un banco en el jardín, y se dio cuenta de inmediato de
por qué los dioses la habían molestado. A pesar de que estaba en una túnica sencilla
y un himatión, era deslumbrante.
Sus rizos estaban entretejidos con hilos oscuros, como recién dispersos sobre
ellos. Su piel era de un caramelo resplandeciente, como las golosinas que tanto
amaban los humanos. Cuanto más se acercó Hades, más se dio cuenta que su piel no
solo estaba bronceada. Estaba espolvoreada con motas finas, como un huevo en un
nido.
Pecas, recordó que las llamaban los humanos. Eran manchas del sol, y quiso
tocarlas con los dedos y contar cada una. Cada marca era un beso de su tiempo bajo
los cálidos rayos que él veía raras veces.
¿Sabrían a gotas brillantes de luz solar?
Hades se sacudió esos pensamientos. Si continuaba por ese camino, entonces
no era mejor que sus hermanos. Y no era un monstruo. Se había prometido que
nunca llegaría a ser como ellos.
Aclarándose la garganta, se quedó a unos pasos detrás de ella para no asustar
a la pobre más de lo que probablemente ya estaba.
Y entonces, se giró.
Dioses, cómo brillaba. Sus ojos eran como los rayos del sol filtrándose a
través de las hojas de color verde esmeralda, y recordó cómo olía el aroma de un
viento de verano. Podía sentirlo acariciando su piel y dejando la piel de gallina a su
paso.
Esta no era una ninfa. Era más que eso, y no tenía idea de dónde había
venido.
Se secó unas gotas nacaradas de lágrimas y sorbió.
—Lo siento, no sabía que había alguien en los jardines.
—No lo estaba. —Dio un paso adelante, luego vaciló—. No tenía la intención
de venir aquí en absoluto, pero pensé… bueno, pensé que debería ver cómo estás. 35
La mujer frunció el ceño. Aparecieron pequeñas líneas en su frente y fueron
las marcas más bonitas que hubiera visto en su vida. Mostraba sus emociones como
una mortal. No se había dado cuenta hasta ahora de lo frustrante que se había vuelto
mirar a sus hermanos cuando apenas se movían. Como estatuas en su antigua apatía.
—¿Por qué? —preguntó.
No tenía respuesta a la pregunta. Hermes lo había enviado, pero habría
venido sin que el otro dios se lo pidiera si hubiera sabido lo que había sucedido.
Se encogió de hombros.
—Me dijeron que mis hermanos fueron crueles contigo. Y eso es
desagradable de su parte.
—Fueron desagradables, sí, pero debí haberlo sabido. Mi madre me advirtió.
—Se miró los dedos y arrugó la tela de su túnica—. Quizás no debí haber venido.
Dio otro paso adelante, manteniéndose bajo control para no asustarla. Estaba
tan contento de que ella hubiera venido, porque de lo contrario no la habría
conocido. No habría sabido que existía una criatura como ella cuando su alma había
renunciado a la luz del sol.
—No pienses así. Hay más razones para venir al Olimpo que encontrarse con
los dioses.
Una sonrisa dócil suavizó el miedo en sus rasgos.
—Es hermoso.
Hades hizo una mueca. El Olimpo nunca le había dado la bienvenida, pero tal
vez era parcial. Y, de repente, quería que ella viera algo más que un jardín en el
templo de Zeus.
Solo quería que ella viera las partes del Olimpo que él había ayudado a
construir. Las piezas de este lugar venerado que formaban parte de su alma.
Tal vez solo quería ver a alguien hermoso encontrar nuevamente un uso en él.
Señaló el espacio vacío junto a ella en el banco.
—¿Te importa? —Ella se encogió de hombros.
Lo tomaría como una invitación. Hades podría ser el mejor de sus hermanos,
pero no era perfecto. Incluso si se sentía incómoda, él le demostraría lo digno que
era de su atención. Que no necesitaba tenerle miedo.
36
No como los demás. Nunca sería como ellos.
Así que, se sentó y señaló los detalles que conocía del Olimpo.
—Esas flores no crecen en ningún otro lugar que no sea este jardín en
particular. —La flor en particular había crecido cerca de su pie. Se suponía que el
largo tallo grueso simbolizaba el reinado de Zeus por toda la eternidad. Se suponía
que los pétalos plateados parecían al icor de su sangre.
Pensó que era solo una flor bastante amena, no exactamente un diseño
original pero lo suficientemente bonita.
La ninfa que no era una ninfa se inclinó hacia adelante y acunó la flor.
—¿Lo es? No pensé haberla visto nunca antes.
—Deméter la hizo para él. —Hades no quería hablar de Zeus y Deméter.
¿Cómo podía volver a sí mismo esta conversación? ¿Cómo los otros dioses
impresionaban a las mujeres?—. Los poderes de todos los dioses son
impresionantes.
Ella sonrió suavemente. Su expresión era de tristeza más que de placer u
orgullo.
—No lo sabría. Solo he visto la magia de mi madre.
Ahora era su oportunidad. Hades se inclinó hacia adelante con las manos
juntas. La luz azul resplandeció entre sus dedos.
—Bueno, hay ilusión y luego hay magia capaz de cambiar la estructura
misma del mundo. ¿Te importa?
—¿Qué?
Él miró su vestido.
—¿Puedo?
No sabía cómo decirle que quería darle un regalo. El mismo regalo que ella le
había dado. Quería que sintiera… algo. Hades no tenía un nombre para la forma en
que su corazón giraba en su pecho cuando ella lo miraba con esos grandes ojos
verdes.
Respiró profundamente, vacilando visiblemente. Podía leerla como un libro y
solo se relajó cuando vio esa vacilación apartada por la curiosidad.
Asintió, y él extendió las manos, colocándolas suavemente sobre la tela. Tocó
su rodilla, donde sabía que no la asustaría. 37
—A veces, la magia se trata de crear vida nueva o plantas. A veces, solo se
trata de hacer algo más hermoso de lo que ya es.
Su poder fluyó a través de sus dedos. El algodón de color crema estaba lo
suficientemente cerca de ser una envoltura sepulcral, y sabía cómo cambiarlos. Hilos
de plata surgieron a través de la textura tejida y pronto las estrellas decoraron sus
túnicas. Ahora brillaban como monedas de plata.
Hades sonrió.
—Allí está. Eso se adapta más a tu belleza.
Ella miró la magia que él había realizado, luego lo miró con los ojos
completamente abiertos.
—Gracias. Es hermoso.
—Como tú. —Hades se estaba esforzando tanto por ser un buen hombre.
Pero no pudo evitar que su mano se extendiera y tomara su mejilla.
Debería haberse alejado de él. Después de que sus hermanos la aterrorizaran,
debería haber odiado a todos los Olímpicos. En su lugar, esta mujer intrépida se
inclinó hacia su toque. Su piel se sintió suave como el terciopelo. Su aliento abanicó
sobre su muñeca como el toque delicado de una pluma.
—Nadie nunca antes me había llamado hermosa —susurró.
—Oh, lo eres. Puedo ver los huesos delicados debajo de tu piel y el brillo de
tu poder debajo. Eres diferente a cualquiera que haya conocido antes. Una estrella
encerrada en carne mortal.
Tragó pesado y su palma callosa rozó su mandíbula.
—Esas son palabras hermosas. Pero solo son palabras.
—¿No conoces la historia, ninfa? —Se inclinó aún más para poder inhalar su
perfume de rosas—. Cuando Zeus creó a los mortales, ninfas y náyades, se veían
muy diferentes. Tenían cuatro brazos y cuatro piernas, dos caras. Pero eran
poderosos. Así que los dividió en dos, condenándolos a pasar el resto de sus vidas
buscando su otra mitad.
La ninfa se acercó más y la luz de las estrellas lo cegó. Sus labios estaban tan
cerca que casi podía sentir su toque suave.
—Entonces es bueno que no sea ni mortal ni ninfa. 38
Y antes de que pudiera pedirle que lo aclarara, desapareció.
Literalmente. Desapareció de sus brazos, fundiéndose en pétalos de rosa que
se deslizaron hacia el banco y luego se alejaron con la brisa. No conocía a ninguna
ninfa que pudiera hacer eso.
Una risa brotó de un arbusto cercano. Un pie alado salió de las hojas y
Hermes luchó por apartarse de las espinas.
—¡Bueno, eso fue mejor de lo que podría haber esperado!
Hades apoyó las manos en el banco para no envolverlas alrededor del cuello
de su hermano.
—¿Quién era esa?
La copa en la mano de Hermes se inclinó peligrosamente, el néctar
derramándose sobre el suelo y el musgo creciendo donde aterrizó.
—La hija de Deméter. La niña que nadie había visto… ¿cómo es que se
llamaba? ¿Kore? Algo así.
—Entonces, ni un nombre en absoluto —murmuró—. Le dio un título a su
hija.
—Sí, es bastante triste. —Hermes comenzó a inclinarse hacia la derecha,
apenas manteniendo el equilibrio—. Aunque, eres atrevido al besar a la hija de
Deméter. Va a matarte.
—No la besé.
—¡Estuviste jodidamente cerca! Va a perder la cabeza cuando se entere. —
Hermes tomó otro trago.
Hades no podía permitir que Deméter escuchara una palabra sobre esta
interacción. No solo porque estaría enojada, y lo estaría. Sino porque quería tener
este momento como su propio secreto. Quería llevarlo junto a su corazón por un
tiempo.
Algo en esa chica, Kore, tiró de su alma.
Enseñó los dientes en un gruñido.
—No vas a decirle ni una palabra de esto a Deméter.
Hermes sonrió.
—¿Y qué hay para mí?
39
Oh, no habría ningún trato entre ellos. Hades se aseguraría de eso. Se lanzó
desde el banco, atrapó a su hermano con una llave a la cabeza, y lo inmovilizó
contra el suelo hasta que Hermes prometió que esto seguiría siendo un secreto entre
los dos por toda la eternidad.
K
sin incidentes.
ore le ocultó a su madre, de alguna manera, todo lo que sucedió.
Ningún otro dios le dijo a Deméter que algo había pasado, Artemisa
ciertamente no estuvo dispuesta a hacerlo, y regresaron a su hogar

Kore aún no estaba segura de cómo había sucedido eso, pero aceptaría
cualquier suerte que estuviera de su lado. ¿Cómo era posible que su madre no lo
supiera?
Había crecido pensando que Deméter lo sabía todo. Que tenía un ojo que todo
lo ve y miraba hacia el futuro solo para estar segura que su hija estaba haciendo todo
exactamente como ordenaba Deméter. Ciertamente veía más que la mayoría de los
padres.
40
Pero ahora, tenía curiosidad por saber si tal vez su madre no lo sabía todo.
Quizás su madre tenía la misma suerte que su hija.
Habían pasado tres días desde que dejó el Olimpo. Tres días para que su
mente corriese en círculos acerca del hombre extraño que la había encontrado en los
jardines.
Había sido tan diferente que era difícil siquiera considerarlo un Olímpico.
Solo conocía a algunos de los dioses personalmente, pero todos habían tenido tantos
hijos que era difícil adivinar quién podría haber sido.
Llevaba su cabello oscuro largo, atado en la parte posterior de su cuello, pero
aun así cayendo alrededor de su rostro en ondas. Esos oscuros ojos conmovedores
habían visto a través de ella y hasta su propia alma. Su mandíbula cuadrada
demostraba que era un hombre terco, pero sus hombros anchos parecían capaces de
soportar el peso del mundo.
Había pensado en él todas las noches desde entonces. ¿Quién era? ¿Por qué
no le había preguntado su nombre?
Y había estado tan cerca de besarla… ¿por qué no lo había dejado?
Cyane rodeó las columnas de mármol que sostenían el techo de la casa
privada de Kore.
—Las oceánidas me enviaron para invitarte a las marismas. —Metió un
mechón de cabello oscuro detrás de su oreja—. Todas esperábamos que… bueno,
¿quizás nos hablaras del Olimpo?
No debía. Se suponía que debía estar esperando a su madre porque había un
festival mortal al que tenían que asistir. Los mortales amaban a Deméter más que a
Zeus, aunque nunca lo admitirían en voz alta. El Rey de los Dioses los mataría por
esos pensamientos.
Kore echó un vistazo hacia el sol. El festival de la cosecha no era hasta esta
noche. ¿Seguramente podía ir con las oceánidas por un rato? Podrían ayudarla a
prepararse para el festival. Entonces estaría lista cuando su madre la llamara y aún
tendría tiempo para ver a sus amigas.
Sonrió, luego le arrojó un paquete de túnicas y chales a Cyane.
—Entonces tienes que vestirme para el festival.
—¿Eso es esta noche?
41
—Sí, y mi madre se pondrá lívida si no estoy perfecta cuando necesito
estarlo.
Cyane se aferró el corazón y asintió con fiereza.
—Te dejaremos deslumbrante. ¡Estará tan impresionada con tu apariencia!
¡Ahora apúrate, o no tendremos tiempo de hacer todas nuestras preguntas!
Riendo, Kore tomó la mano de su amiga y se alejaron corriendo de su casa.
Nunca se le permitía entrar al océano. Deméter odiaba tanto a Poseidón que
no dejaba que su hija se acercara al mar. Pero Kore podía meterse en las marismas
donde esperaban las oceánidas. No podían salir en absoluto del agua.
Técnicamente, se suponía que Cyane tampoco podía salir del agua. Pero le
había rogado a su padre para servir a Deméter como criada. Podía salir del océano
unos días a la semana para servir a su ama, pero luego tenía que regresar a su casa.
A veces, los dioses del mar hacían eso. Especialmente con hijas como Cyane,
que eran rebeldes y terribles escuchando a sus padres.
Kore avanzó a través de las rocas irregulares hasta las marismas de las
oceánidas. Era lo suficientemente profundo como para llegar a su cuello y
arremolinarse con magia azul resplandeciente. Nueve oceánidas esperaban dentro.
Extendieron los brazos y la ayudaron a sumergirse en el agua salada helada.
—¡Kore! —murmuraron todas emocionadas—. ¡Has estado en el Olimpo! —
Finalmente sintió que tenía algo que valía la pena decirles. Siempre se había
quedado callada mientras ellas hablaban de sus aventuras en los océanos y con los
otros dioses. Todo lo que Kore alguna vez hacía era cuidar de los campos con su
madre, y esa no era una historia interesante para contar.
Ahora, Kore podría contarles todo sobre el lugar más venerado por su
especie. Y lo hizo. Kore describió cada detalle, incluyendo la forma en que el suelo
de mármol brillaba a la luz del sol y las finas fisuras de color gris oscuro que había
visto en él.
Describió a todos los dioses. Hermes y sus zapatos alados. Apolo y lo
atractivo que había sido, aunque también había sido grosero. Ares con su yelmo rojo
sangre y Poseidón con su barba extraña siempre en movimiento.
Quizás lo embelleció. Las oceánidas pensaban que los dioses eran
irreprochables. No querían oír cómo le habían agarrado el trasero. Si Kore hubiera
estado en su lugar, tampoco habría querido escucharlo. Era más divertido escuchar
lo bueno que lo malo. 42
Lo único que no les dijo fue lo del apuesto caballero sombrío que la había
ayudado cuando estaba sentada en el banco.
De alguna manera, su interacción se sintió privada.
Es probable que Kore nunca vuelva a ver al dios. Probablemente no volvería
al Olimpo con su madre. Además, su madre tenía razón. Todos los Olímpicos eran
monstruos groseros y malhablados. Esperaban demasiado de ella. Y Kore…
Bueno, simplemente no encajaba. En realidad, ¿qué había esperado? Había
sido criada por ninfas y náyades.
Debería ser feliz entre ellas.
Pero incluso mientras reía con ellas y dejaba que le cepillaran el cabello, no
se sentía como si fuera una de ellas. Nunca lo había hecho.
Kore era más que una ninfa. Podía hacer crecer plantas con un pensamiento y
secar campos con su mente. Podía conceder bendiciones a los hombres y mujeres
mortales que le rezaran a ella y a su madre.
Aunque muy pocos sabían que Kore existía. Esa era la razón principal por la
que podía ir con su madre al festival. Los mortales pensaban que era una criada.
—Mira hacia arriba —murmuró Cyane, con una barra de carbón en la boca
deformando las palabras. Colocó sus dedos delicadamente debajo de la barbilla de
Kore—. Abre bien los ojos, por favor.
Kore los abrió tanto como pudo y miró por encima del hombro de Cyane.
—Solo digo, el Olimpo era hermoso, pero no creo que vuelva.
—¿Por qué no? —preguntó una de las oceánidas. Parecía más una náyade que
las demás. Su cabello más oscuro brillaba con verde en lugar del azul profundo de
sus hermanas. Pero era lo suficientemente bonita. Uno de los dioses menores, o tal
vez incluso un Titán restante, la tomaría como esposa.
—No estoy segura —respondió Kore, pero era mentira.
Aún soñaba con las manos de Poseidón en su trasero. Aún podía sentir el
apretón doloroso de sus dedos y su risa mientras los demás ni siquiera intentaban
detenerlo. Si Artemisa no hubiera estado allí, quién sabía qué habría pasado.
Poseidón podría haberla arrastrado a algún rincón escondido con la mano
sobre su boca. Y todas las pesadillas de Deméter habrían cobrado vida.
Kore se mantuvo muy quieta a medida que Cyane rodeaba sus ojos con el 43
carbón. Se dijo que estaba tranquila, pero en realidad, se sentía congelada como lo
había estado con Poseidón.
—No creo que sea muy seguro, eso es todo. Quizás madre tenía razón.
La náyade resopló.
—Tu madre te encerraría como un pájaro si pudiera. Te ha metido en una
jaula, Kore.
Estaba en una jaula. Pero tal vez eso era mejor cuando existían dioses como
esos.
Unos pasos resonaron a través de las piedras, y solo una persona pisaría tan
fuerte hacia una marisma llena de oceánidas. Kore se tensó y Cyane resbaló con el
carbón. La vara áspera pinchó a Kore en el ojo.
Se estremeció y Deméter la agarró por los hombros, sacándola de la marisma.
—¿Qué estás haciendo?
Kore se llevó una mano al ojo herido.
—Las oceánidas me estaban ayudando a prepararme para el festival de la
cosecha.
Casi podía sentir la mirada fulminante de su madre. No estaba dirigida a su
hija. En cambio, Deméter miraba fijamente a las oceánidas a quienes culparía por
esta transgresión. Al menos era mejor que el grito estruendoso de su madre seguido
de un mes encerrada en otra jaula creada por ella.
—Tú —gruñó Deméter—. Sabes que se supone que Kore debe estar en sus
recámaras. ¡Te envié para prepararla, no para llevarla contigo en otra aventura
peligrosa!
Oh, no. La ira de su madre golpeó a la pobre Cyane, quien probablemente
estaría destrozada durante meses.
—Madre —intentó Kore—. No fue su culpa, pedí venir aquí.
—Silencio, hija. Te regañaré más tarde.
Bueno, entonces ese era el final. Kore envió una mirada tuerta a Cyane y
esperó que su amiga viera la disculpa en su mirada. Se lo compensaría de alguna
manera a la náyade… con suerte.
Deméter la agarró del brazo y tiró de ella para alejarla del océano. Su agarre
feroz casi aplastando el bíceps de Kore.
44
—Sabes que es mejor no deambular por ahí. ¿Sabes lo que estaba pensando
mientras no podía encontrarte?
—¿Que alguien me había robado?
—Que alguien te había robado, y nunca más te volvería a encontrar. Eres mi
única hija, Kore. La única que siempre quise y no te perderé con un Olímpico
estúpido que te vio allí arriba en las nubes. —Deméter divagó como si no hubiera
tenido ya esta discusión con Kore mil veces—. Te amo mucho, Kore. Más de lo que
me amo a mí o incluso a los mortales que nos rezan. —Como era de esperar,
Deméter las detuvo en seco y tiró de Kore a sus brazos—. ¿Cómo sería mi vida sin
ti? Vagaría por la tierra sin esperanza ni alegría. Eres la única razón por la que sigo
adelante.
Su rostro estaba presionado incómodamente contra la clavícula de su madre,
su nariz aplastada hacia un lado y el aire siseando por su nariz.
—También te amo, madre.
—Sé que lo haces, mi niña querida. —Deméter se echó hacia atrás y pasó los
dedos por las mejillas de Kore. Casi como si esperara que su hija hubiera estado
llorando, cosa que Kore no estaba haciendo—. Ahora, antes de que nos vayamos,
debes lavarte esto de la cara. Pareces una hetaira.
Dejó a Kore allí parada con la boca abierta. ¿En serio su madre la acababa de
comparar con una cortesana? Una rica, sin duda, pero aun así había dicho que
parecía una prostituta por la que un mortal pagaría una noche.
Cerrando la boca, intentó recordar por qué incluso había accedido a ir al
festival. Oh, cierto, no lo había hecho. Su madre le había ordenado que fuera. Los
mortales esperarían verlas juntas. Su amada Deméter en todas sus cualidades
maternas con su sencilla hija devota a su lado.
Esa parte fea de Kore volvió a asomar la cabeza. Le susurró que se fuera
corriendo. Dejar a su madre y hacer lo que sea que quisiera. Era lo suficientemente
mayor. Lo suficientemente inteligente. Lo suficientemente poderosa como para ir a
cualquier parte y protegerse.
El mundo estaba a sus pies.
El único problema era que Kore no sabía qué haría. Le esperaban
posibilidades ilimitadas, pero ni una sola era lo suficientemente atractiva como para
tentarla.
Excepto una figura oscura, tal vez. Un hombre que la había hecho sonreír
cuando pensó que el mundo se estaba derrumbando sobre sus hombros. 45
Kore sacudió la cabeza. Eran pensamientos fantasiosos. Tenía que encontrar a
su madre.
K ore se sentó junto a su madre a la cabecera de una mesa llena de
mortales. Era un honor tener a los dioses sentados a su mesa.
Entonces, ¿por qué pensaba que no les podía importar menos?
La comida no se parecía en nada a la del Olimpo. Se quedó mirando un cerdo
muerto, completamente asado, con agujeros donde habían estado sus ojos. Sin
importar cuántas personas intentaran hablar con ella, no podía dejar de mirar el
cuerpo rojo. Parecía que podía levantarse en cualquier momento.
Esperaba que no fuera así.
Con el estómago revuelto, sacudió la cabeza cuando uno de los sirvientes
mortales le ofreció otra bebida. No quería poner nada más en su estómago si solo iba
a vomitarlo. 46
¿Cómo soportaba su madre estar con estas personas? La mayoría de ellos
eran hombres, rindiendo homenaje a la diosa que les traería una cosecha buena en el
otoño. Deméter les daría lo que quisieran si la entretenían bien.
Kore se preguntó si era la primera vez que muchos de ellos adoraban a una
mujer. Teniendo en cuenta la forma en que arrojaron a sus esposas a un lado al
instante en que Deméter se acercó a ellos, pensó que podría ser.
Pero sabían algo que pocos mortales sabían. A su madre le encantaban los
chistes sucios.
Los dijeron repetidamente. Algo sobre el tamaño de un burro que era más
grande que Zeus. Otros sobre acostarse con sus hermanas o cualquier cosa horrible
que pudieran pensar. Uno recitó un poema, Catullus 16, y el solo hecho de
escucharlo hizo que Kore se estremeciera. ¿Estos eran los mortales que se suponía
que debía respetar? Su madre se estaba riendo histéricamente, pero no había nada
gracioso en lo que decía el hombre.
Todo era horrible. Kore quería volver a su refugio con mujeres que entendían
lo que significaba ser amable. Y esas palabras tenían poder.
En resumen, simplemente ya no quería estar aquí. No con estas personas que
la hacían sentir como si una fina película de aceite se extendiera por todo su cuerpo.
Su madre le había hecho usar sus mejores túnicas, las mismas que había
usado en el Olimpo. Afortunadamente, Deméter no se había dado cuenta de las
estrellas plateadas que ahora lo adornaban. Pero Kore lo hizo. Incluso ahora, pasó
las manos por la costura fina y se preguntó por el hombre. ¿Qué pensaría de este
festival que rápidamente se estaba convirtiendo en poco más que un lío de
borrachos?
—¿Kore, cariño? —Su madre hizo un gesto con la copa en su mano—.
¿Podrías traerme más hidromiel? Lo que estos hombres han elaborado es
absolutamente extraordinario.
Excepto que no era por eso que quería que Kore se pusiera de pie. Este era el
momento del festival cuando su madre demostraba su postura. La pequeña doncella
que confiaba en la diosa de la cosecha era la prueba de que Deméter no solo era una
diosa perfecta de la cosecha, sino también la madre perfecta.
Kore se puso de pie lentamente para que todos pudieran verla. Sus miradas
lujuriosas miraron su cuerpo de arriba abajo antes de que escuchara los susurros.
47
—¡La virgen!
—Apuesto a que es deliciosa.
—Nunca antes había visto una como ella, pero una diosa así… tiene que tener
un poco de su madre en ella, ¿no crees?
Ahora continuarían por el resto de la noche. El hombre que le había contado
la historia del burro dijo otra broma y su madre se echó a reír. Olvidando la bebida.
Deméter rara vez pensaba en su hija a menos que hubiera algo para ella. Kore era
otro peón en el juego de su madre. Nada más. Nada menos.
Kore se dirigió a la mesa donde habían colocado un cuenco de hidromiel y se
quedó mirando el líquido ámbar. Una mosca había aterrizado en la cima y estaba
intentando salir volando frenéticamente. Con un zumbido fuerte, giró en círculos
sobre la película brillante.
—Sé cómo te sientes, pobrecita —susurró. Asegurándose de que nadie
estuviera mirando, hundió la mano en el hidromiel y sacó la mosca. La puso sobre la
mesa para asegurarse de que tuviera tiempo de secarse. Ahora, con suerte, uno de los
mortales no la encontraría y la aplastaría antes de que terminase la noche—. Buena
suerte.
Deseó que alguien la sacara de esta situación. Si tan solo algún gigante
extendiera su mano y la arrancara de la tierra. Se la llevara a otro lugar. A algún
lado…
Sombras se movieron más allá de la mesa. Podía ver todo el camino hacia los
campos de trigo más allá. Solo organizaban festivales para su madre donde crecía el
trigo, considerando que era un símbolo de Deméter. Pero estaba segura que no había
habido un árbol en medio de este campo cuando llegaron.
Pero ahí estaba. Recto y alto, como una flecha apuntando hacia el suelo. El
ciprés no crecía en los campos de trigo. Si alguien podía saber eso, era Kore.
¿Qué estaba haciendo un ciprés aquí? No debería haber crecido tan rápido…
Echó un vistazo por encima del hombro. Deméter aún estaba hablando con
los hombres y riendo. La parte superior de sus mejillas estaba roja por la bebida.
Kore tenía unos minutos para sí. Además, ¿Deméter no querría saber por qué
de repente había crecido un árbol en medio de su propio festival?
El sol se estaba poniendo mientras Kore avanzó entre los campos de trigo. Se
inclinaban hacia ella, estirándose y rogando que los acariciaran como perros. Dejó
que sus manos colgasen a los lados, tocando cualquier planta por la que pasaba. La 48
cola de caballo del trigo le hizo cosquillas en los dedos.
Casi esperaba que el ciprés desapareciera a medida que se acercaba a él. Sin
embargo, el árbol siguió siendo muy real. Real todo el camino hasta que se paró
frente a él y pudo respirar su aroma único.
—¿De dónde vienes? —preguntó.
—Mis disculpas, tienden a crecer donde camino.
Conocía esa voz. Esos tonos profundos, melosos que eran más dulces que la
ambrosía y la llamaban como el sol llama a las raíces de una planta. Miró alrededor
del ciprés y allí estaba él.
El oscuro hombre sombrío que le había causado tal impresión en el Olimpo.
Estaba de pie con una túnica negra con una moneda de oro sosteniéndola cerrada
sobre su hombro. Los bordes dorados del quitón estaban bordados con escenas de
caza. Pero cuando miró más de cerca, no era en absoluto una cacería. Era un perro
de tres cabezas persiguiendo hombres.
Debería haber sumado dos y dos cuando lo vio por primera vez. Kore ahora
reconocía las señales. Cómo se alzaba con un aire de mando que rivalizaba con el
mismo Zeus. Cómo su cabello oscuro y los rasgos angulosos de su rostro no
coincidían con la palidez de su piel. Cómo los callos en su palma no se habían
sentido como un guerrero, sino como un erudito.
Susurró su nombre, principalmente con miedo, pero también con asombro.
—¿Hades?
Le hizo una reverencia.
—Debí haberte dicho mi nombre cuando nos conocimos. Temo que no sabía
que estaba hablando con una diosa.
No, no estaba bien que alguien como él hablase con ella. Especialmente no
que él se parase frente a ella cuando casi lo besó en una fiesta. Dioses, en serio era
solo una niña.
Casi había besado al Dios del Inframundo. El Invisible. El Olímpico más
aterrador que jamás haya existido. Los mortales ni siquiera dirían su nombre por
miedo a que abriera un portal y él mismo los arrastrara a las profundidades.
Y casi lo había besado.
Kore sintió que sus mejillas palidecieron. Se arrodilló ante él y se llevó las
manos al corazón. 49
—Señor Hades. Mis más sinceras disculpas por no reconocerte. Solo soy una
niña, y fue mi primera vez en el Olimpo.
Escuchó su inhalación brusca antes de escuchar unos golpes iguales contra el
suelo.
—No, diosa. No te arrodilles ante nadie.
El Señor del Inframundo estaba de rodillas ante ella. Arrodillándose como si
fuera un mortal adorándola en su altar.
Con los ojos completamente abiertos, el corazón en la garganta, hizo la
pregunta ardiendo en su pecho.
—¿Por qué no debería arrodillarme ante ti?
Hades se inclinó hacia adelante como si fuera a tocar un mechón de su
cabello rizado, solo para dejar que la mano volviera a su lado.
—Sé que no ves el poder que tienes, o la forma en que la magia de los dioses
arde en tu pecho. Pero yo lo hago. Eres una diosa igual a mí.
La vacilación acalló su voz, sofocando las palabras restantes, como si quisiera
decir su nombre, pero no supiera si podía hacerlo.
Se inclinó hacia adelante y tomó la mano de él entre las suyas. Las levantó
entre ellos, sosteniendo sus dedos callosos cerca de su corazón.
—Kore —susurró—. Mi nombre es Kore.
—No te conviene —respondió—. Te mereces un nombre que resuene con los
humanos. Un nombre que signifique algo más que Doncella.
—Pero eso es lo que soy.
Él apretó sus dedos con los suyos, y luego se llevó su mano a los labios. Ella
observó con gran atención a medida que besaba cada dedo individualmente. El calor
de su boca se hundió a través de su piel hasta que no pudo pensar en nada más. Nada
más que la calidez sorprendente de su toque, y cuán imposible parecía que un dios
de la tumba pudiera arder de esta forma.
—Eres más que una simple estación en la vida —corrigió Hades—. Y
arrancaría las estrellas del cielo solo para que vieras de lo que eres capaz, Kore.
Esa emoción oscura en su pecho se hinchó. Estos días la reconocía, ya que 50
siempre levantaba su fea cabeza cuando estaba enojada o asustada. En este
momento, no era ninguna de esas cosas.
Pero la oscuridad lo reconocía, o tal vez una parte de ella florecía ante sus
palabras. También quería saber de lo que era capaz. Quería que él arrancara las
estrellas del cielo solo para ver cómo se sentiría la noche repentina.
Kore abrió la boca, separando sus labios en un jadeo o en palabras que aún no
sabía. Sin embargo, nada salió de su lengua.
Entre sus dedos, su calor dio vida a algo creciendo desde su propia palma.
Desplegó los dedos, los sostuvo entre los de él y reveló una flor de narciso que
extendía su tallo hacia la luna creciente. Las hojas de plata se desplegaron y el polen
resplandeció cayendo a medida que espolvoreaba sus palmas con magia.
—Hermoso —gruñó él—. Notable.
Nadie había dicho esas palabras sobre su magia. Solo era la hija de Deméter.
Nada más que una diosa parecida a una ninfa que podía hacer que las plantas
crecieran y se marchitaran. Eso era todo.
Hades veía algo más en su poder. Veía algo más en ella, y cada chispa de
magia dentro de ella se extendía hacia él. Quería descubrir qué más era posible.
Él la miró fijamente a los ojos y, por un breve instante, se vio a sí misma en
sus ojos. El reflejo en los oscuros charcos de su mirada era el de una joven
maravillosa con tanto poder ante ella. Tanto que aún no conocía, pero él estaba
seguro que lo descubriría si le permitía entrar en su vida. Si tan solo ella lo dejara
entrar.
Kore abrió los labios. Los lamió y observó cómo sus ojos siguieron el
movimiento rápido de su lengua. La miraba como si fuera un festín. Más que la
comida en las mesas mucho más allá de ellos. Más que el néctar o la ambrosía que
habían cubierto la lengua del dios cuando se conocieron.
—Kore —murmuró, y fue casi un gemido. Un trueno siguió a sus palabras.
Sabía que no era Zeus. Él arrojaba rayos a los mortales para recordarles el
miedo que debían tener. ¿Pero un trueno? La tormenta ondulante dirigiéndose hacia
ellos no era de Zeus. De ningún modo.
—¡Kore! —gritó Deméter desde la mesa con los mortales—. ¿A dónde fuiste,
niña?
El hechizo entre ellos se hizo añicos como si hubiera dejado caer un vaso
sobre mármol. Los bordes resplandecientes de su poder desaparecieron cuando ella 51
soltó sus manos y se puso de pie abruptamente.
—Tengo que irme —murmuró, pero no quería. Kore se habría quedado
arrodillada en la tierra con un narciso entre ellos durante siglos. Si tan solo pudiera
mirarlo a los ojos y ver a la mujer que él veía.
Ahora sabía que alguien entendía lo poderosa que era. O podía ser.
—¡Kore! —gritó su madre nuevamente. Si esperaba mucho más, Deméter
vendría a buscarla.
Hades se puso de pie. Se quitó el polvo de la tierra de su quitón y asintió
bruscamente.
—Vuelve corriendo con tu madre, Kore. Te necesita.
—Pero… yo… —balbuceó en respuesta—. ¿Te veré otra vez?
La oscuridad de sus ojos brilló con los fuegos del Tártaro.
—Por supuesto que lo harás —respondió—. Nuestra historia acaba de
comenzar.
—¿Q
ué te pareció el festival, cariño? —preguntó
Deméter mientras regresaban a casa.
Kore apenas pensaba en el festival. No le
importaban los mortales que la habían hecho
sentir tan incómoda. Todo en lo que podía pensar era en los labios cálidos en sus
nudillos y en cómo su aliento caliente se había deslizado entre sus dedos. Era difícil
concentrarse en otra cosa que no fuera Hades.
—¿Qué? —preguntó, parpadeando hacia su madre.
—El festival, Kore. ¿Dónde está tu cabeza, niña? —Deméter agitó sus rizos
dorados con un suspiro profundo—. A veces creo que te he dado demasiado margen.
Te has convertido en una joven muy voluble. Estoy decepcionada. 52
Las palabras enviaron una lanza a través de su corazón. Pero no dolió tanto
como podría haberlo hecho hace unas semanas. En su lugar, Kore se dio cuenta que
solo fue otra cadena alrededor de su cuello.
Su madre la culpaba para que hiciera cualquier cosa que Deméter quisiera.
Kore ya no quería ser la pequeña marioneta. Quería pararse sobre sus propios pies.
Caminaron por el jardín floreciente que nunca dejaba de producir la cosecha
más deliciosa que ningún mortal hubiera visto jamás. Campos de trigo, maíz, uvas
del tamaño de su puño. Se detuvo junto a una de las viñas luchando bajo el peso.
Levantando el manojo de uvas, envió un poco de fuerza a la planta.
—¿Madre? —preguntó cuando Deméter pasó junto a ella—. ¿Qué sabes de
Hades?
Deméter se quedó paralizada, con un pie suspendido sobre la tierra. Miró por
encima del hombro con tanto odio estropeando su expresión generalmente hermosa
que Kore se estremeció.
—¿Qué acabas de decir?
—Yo… —No debería continuar. Obviamente, su madre no quería hablar
sobre el Señor del Inframundo. Pero si alguien sabía de Hades, sería Deméter—. Era
uno de los Olímpicos originales, como tú, eso es todo. Nunca te he escuchado hablar
de él.
—No, y nunca lo harás. Ese hombre no es más que maldad pura. Los
mortales tienen razón en temerle a él y al mundo en el que vive. —Los hombros de
Deméter se estremecieron—. No hay vida en el Inframundo. Sin plantas. Sin nada
que crezca. Solo los horrores del final. Los dioses y la muerte no se mezclan, hija
mía. Harías bien en recordar eso.
Kore podía comprender el miedo de su madre a lo que sucedía después de la
muerte. Los dioses ni siquiera sabían si tenían una vida futura. Pero si alguien lo
sabía, era Hades.
Y no parecía el hombre peligroso o malvado que su madre había hecho que
fuera. Era amable y dulce. Vio algo más en ella que cualquier otro dios o diosa.
¿Seguramente no era tan malo?
Se humedeció los labios y volvió a intentarlo.
—Solo tenía curiosidad por él. Pensé, tal vez si me contaras algunas
historias…
—Kore. —Deméter espetó su nombre como una mala cita—. ¿Qué te acabo 53
de decir? No hablaremos del Invisible. Tales conversaciones solo prueban que tenía
razón. Volverás a tus aposentos y no los dejarás hasta que Artemisa venga a
buscarte. ¿Entendido?
—Pero Cyane y yo pensamos que tal vez visitaríamos hoy los jardines.
—¡No! —Su madre la interrumpió de nuevo, esta vez con una sacudida
tajante de su mano en el aire. El trigo a su derecha cayó con un viento repentino que
los aplastó contra el suelo—. No dejarás tus aposentos hasta que otra diosa pueda
convencerte de que esos pensamientos son tontos e infantiles. ¿Entendido?
Kore agachó la cabeza.
—Sí, madre.
—Bien. —Deméter se llevó una mano a la frente—. No me pongas a prueba,
niña. Voy a mis propios aposentos a descansar un poco. Te sugiero que hagas lo
mismo.
Conociendo a Deméter, Kore sería vigilada hasta que llegara a su propia casa
privada. Kore corrió hacia el edificio de columnas y entró. Cerró la puerta con
firmeza y presionó la frente contra la madera maciza.
¿Por qué Hades podía ver su potencial, pero su propia madre no podía?
Pasó el resto de la semana encerrada en sus propias habitaciones. Deambuló
por los pasillos de mármol, jurando que sus pasos marcarían un camino en los
suelos. De ida y vuelta. Esperando el momento en que Deméter recordara que tenía
una hija. Cuando decidiera que Kore finalmente había aprendido la lección.
No quería aprender una lección cuando no había una para aprender. Era una
mujer adulta y Deméter no podía mantenerla aquí encerrada.
Pero podía.
Y lo hizo.
Pasó una semana entera a medida que el sol salía y se ocultaba en el
horizonte. Kore estaba segura que perdería la cabeza sabiendo que su propia familia
la estaba controlando tan fácilmente. Quería ser libre. Dioses, cómo quería ser libre.
El golpe que provino de su puerta fue una bendición y una maldición al
mismo tiempo. Kore ya sabía quién era. ¿A quién más enviaría su madre sino a la
cazadora virgen que se suponía que debía convencer a Kore de que su vida no era
tan mala?
54
Siempre era Artemisa. Siempre la única persona a la que su madre deseaba
que Kore fuera más parecida.
Kore abrió la puerta y se apoyó contra el marco, cruzándose de brazos.
—Entonces, ¿finalmente te envió?
Artemisa sonrió.
—¿En serio? ¿Así es cómo vas a saludarme? Tal vez solo quería ver a una
amiga.
—Lo dudo.
La cazadora lucía hoy su mejor armadura de cuero. Al parecer, iban a dar un
paseo, o quizás a cazar. Nunca se sabía con Artemisa. Su cabello estaba retorcido en
trenzas gemelas en la parte superior de su cabeza, y su famoso arco estaba atado a su
espalda. Junto a él había un manojo de flechas entre los omóplatos de Artemisa.
La diosa de la caza se encogió de hombros.
—Pensé que podíamos salir a caminar. Tu madre parece pensar que te estás
rebelando, y ese es su mayor miedo, ¿sabes?
—Soy consciente. —Kore debería haber cerrado la puerta en la cara de su
amiga y decirle a su madre que no se metiera. Pero quería salir de estas cuatro
paredes más de lo que le importaba su orgullo. Así que, se echó un himatión sobre
sus hombros y salió—. ¿A dónde vamos?
—Necesito echar un vistazo a mi templo. Según me han dicho, un ámbito
familiar para ti. —El brillo en los ojos de Artemisa la enfermó.
Obviamente, la otra diosa sabía que Deméter había enviado a Kore a limpiar
los pisos del templo con las otras ninfas. No le habría molestado si no supiera que el
mismísimo Señor del Inframundo la veía como a una igual.
Alguien como ella no debería estar barriendo los pisos del templo de otra
diosa. Un trabajo tan degradante solo socavaba su propio poder.
¿No?
Quizás estaba siendo dramática. Eso es lo que habría dicho su madre. Y
probablemente lo que también diría Artemisa si lo mencionaba.
Qué frustrante era vivir una vida en la que nadie estaba de acuerdo con nada,
pensó. Quería arrancarse el cabello y, en cambio, todo lo que podía hacer era seguir
a Artemisa mientras avanzaban por los campos hasta su templo. 55
—Sabes —comenzó Artemisa, y Kore supo que este era el momento en que
las palabras de su madre comenzarían a salir de los labios de Artemisa—. No es tan
malo ser una diosa virgen.
—¿De eso se tratará esta conversación?
—Solo digo que, hay muchas de nosotras que hemos prestado juramento. Los
niños complican las cosas. Y si no eres una diosa virgen, puedes apostar que vas a
tener un montón de pequeños mocosos corriendo por ahí. Solo mira toda la
descendencia que Zeus ha creado, y cuánto trabajo le causan. Como hacemos con
nuestros padres. —Artemisa pasó un brazo alrededor de sus hombros—. Somos un
par de instigadoras.
Kore estaba de acuerdo en que Artemisa era difícil. La cazadora corría al azar
para asegurarse de que sus ciervos o ninfas aún estuvieran vivos y sanos. Se metía
en peleas y se unía a su hermano regularmente para causar estragos en el reino de los
mortales.
¿Kore? No hacía nada por el estilo. Era una buena hijita que se mantenía
piadosa y alejada de todo aquel que pudiera corromperla. Las únicas veces que había
estado fuera del ala de su madre era con otra diosa más vigilándola. ¿En cuántos
problemas creían que podía meterse?
Cuando no respondió, Artemisa suspiró.
—Mira, sé que estabas haciendo preguntas sobre Hades. Y ese es el peor
interés que podrías tener. No es una buena persona, Kore.
No quería escuchar ninguna opinión de Artemisa cuando la otra diosa ni
siquiera se había estremecido durante su encuentro en el Olimpo. Había estado bien
que todos esos dioses la manosearan, la agarraran y se rieran de ella. ¿Pero Hades?
¿El único que le había mostrado algún tipo de decencia? Él no era el malo.
Kore sacudió la cabeza.
—Sé lo que mi madre siente por él. Solo quiero tener una opinión
fundamentada sin que nadie más me diga cómo sentirme.
—Quizás eso es lo que necesitas. Solo eres una niña, Kore.
—¡No soy una niña! —gritó, alejándose de Artemisa—. ¡Soy casi tan vieja
como tú!
—Y has experimentado mucho menos. —Artemisa extendió las manos para 56
que Kore las tomara, cosa que no hizo—. ¿Por qué no nos escuchas? Esto no es
propio de ti.
—Quizás porque ahora mismo lo estoy cuestionando todo. ¿Quién tiene la
culpa de que haya visto tan poco del mundo? ¿De otros dioses? —Cruzó los brazos
con fuerza sobre el pecho—. Podría haber hecho mucho más con mi vida. Podría
haber sido una diosa virgen mientras cazaba como tú. Podría haber explorado el
mundo y, en cambio, estoy atrapada aquí. Como un pájaro atrapado en una jaula.
—Aquí estás a salvo. —Artemisa frunció el ceño, sacudiendo la cabeza en
clara negación a las palabras de Kore—. No entiendo por qué querrías salir ahí
afuera. Viste lo que pasó en el Olimpo. Así es el reino de los mortales, pero cien
veces peor.
Y ahí estaba. La prueba que su madre en realidad la había llevado al Olimpo
solo para demostrar un punto.
Kore se apretó las costillas con más fuerza.
—¿Madre te pidió que me pusieras en una situación en la que los dioses me
asustaran?
—Sabes que nunca te pondría en peligro…
Kore interrumpió la respuesta de Artemisa con un gruñido.
—¿Mi madre te pidió que me pusieras en una situación en la que los dioses
me asustaran?
Algún día le diría a Artemisa que su expresión en blanco la delataba mucho
antes de que pudiera pensar en una mentira. Tal vez la diosa no estaba destinada a
ser mentirosa, o tal vez simplemente era mala en eso. De cualquier manera, Kore
siempre sabía cuándo Artemisa no le decía la verdad.
—Tu madre nunca te pondría en peligro —respondió Artemisa finalmente—.
No hice más que mostrarte cómo son los dioses. Nada más. Nada menos. No había
ningún plan para ahuyentarte de tu propia familia. ¿Escuchas lo loco que suena?
—Lo único que escucho es a una mentirosa intentando encubrir su error. —
Kore se alejó de Artemisa con el corazón derritiéndose en su pecho. Dolía saber que
la única diosa que pensó que era su amiga la había abandonado tan fácilmente.
¿Cómo era justo que ni siquiera pudiera tener un amigo sin que su madre
corrompiera la relación? Solo quería estar sola y sabía que Artemisa nunca lo
permitiría. Tampoco su madre.
—Artemisa. —Suspiró—. Solo quiero salir por mi cuenta. Quiero saber quién 57
soy sin que la voz de mi madre esté susurrándome al oído. ¿Estoy segura que puedes
entender ese deseo?
Nunca obtuvo su respuesta de la cazadora, quien de repente se puso rígida a
su lado. Kore echó un vistazo al reluciente templo blanco que las esperaba por
delante y jadeó de horror. La sangre manchaba los suelos de mármol. Los cuerpos de
ciervos y osos tendidos con la garganta cortada y ojos vacíos miraban a los hombres
mortales que sostenían espadas a los costados.
—¿Qué? —susurró—. ¿Por qué los mortales profanarían tu templo?
Artemisa flexionó los brazos con un gruñido.
—Debo haber hecho enojar a alguien. Pero pronto aprenderán que no soy la
diosa de la ira.
Kore no había anticipado una pelea en su caminata, pero aquí estaban.
Artemisa destrozaría a los hombres con sus propias manos por matar a sus animales
sagrados.
—¿Debería buscar a madre?
La cazadora sacó su arco y lanzó una flecha. Voló por el aire con un silbido
agudo y atrapó a uno de los mortales en la garganta. Pudo escuchar su gorgoteo a
medida que giraba, estirando una mano hacia otro hombre antes de caer sobre su
rostro en el suelo.
La sonrisa en el rostro de Artemisa era peligrosa. No era la expresión de una
diosa vengativa, sino de oscuridad pura irradiando desde su propia alma.
—No —respondió Artemisa—. Voy a buscar a mi hermano y nos vamos a
divertir un poco.
Desapareció, dejando a Kore con un ejército de hombres mortales ante ella.
Ni siquiera estaba segura que la vieran, pero entonces se volvieron como uno solo y
Kore se dio cuenta de lo sola que estaba. Muy, muy sola.

58
H ades no debería haberla seguido. Ni siquiera debería haber estado
pensando en ella, buscando que Deméter le arranque la cabeza.
Sabía cuán peligrosa podía ser la diosa de la cosecha.
Pero no podía dejar de pensar en Kore. No podía dejar de recordar la forma
en que el narciso había crecido entre sus manos. Su símbolo. Esa era la única flor
que crecía en el Inframundo. Debe haber sabido que era especial para él.
Así que, la había seguido. No estaba orgulloso de ello, pero le hizo sentir
mejor cuidarla. Por si acaso. ¿Y si alguien intentaba atacarla?
No tenía ninguna duda de que ella podría protegerse. El poder que brotaba en
su interior era claramente transmitido por Zeus, aunque odiara admitirlo. Su
hermano era la peor clase de padre. 59
También estaba el menor indicio de Deméter en Kore, menos de lo que
esperaba. Claro, repetía las palabras de su madre como una buena hijita. Pero había
un fuego dentro de ella que rivalizaba con el sol mismo. Helios se habría sentido
orgulloso de saber que al menos alguien aún tenía el poder del sol en su interior.
Cuando dejó la casa con columnas que Deméter le había dado, asumió que
Artemisa se haría cargo de ella. Casi se había ido para regresar al Inframundo,
sabiendo que la cazadora era bastante aburrida. Probablemente iban a deambular por
el templo y ver a las ninfas jugueteando. Hades tenía poca paciencia para los juegos.
Y entonces, Kore había discutido. Artemisa había estado despotricando sobre
los beneficios de ser una diosa virgen, ridículo, y Kore no lo había tolerado en
absoluto. Era como si su paciencia se hubiera agotado y finalmente era la diosa que
él sabía que podía ser. Aquella que había visto debajo del barniz que había pintado
su madre.
Hades se quedó.
Especialmente cuando vio toda la sangre en el templo de Artemisa y supo lo
que significaba eso. Ella saldría disparada y Kore podría quedar atrapada en el fuego
cruzado. No dejaría que nadie la lastimara.
Excepto que… esta era quizás la oportunidad que había estado esperando. El
momento de ver lo mucho que había enterrado esta diosa en su interior.
Era un riesgo. Aún podría necesitar su ayuda y, por supuesto, se la ofrecería
si se lo pedía. Pero también podía hacer mucho más de lo que sabía.
Hades deslizó su famoso yelmo sobre su cabeza. La magia que contenía le
permitía volverse invisible, incluso a los ojos de los dioses. Nadie lo vería. Ni
siquiera ella.
Caminó hacia el templo junto a ella, listo para apartar a cualquier mortal que
intentara hacerle daño. Sin embargo, los hombres también la ignoraron. Quizás tenía
algún truco que la hacía invisible, aunque nunca había oído hablar de otro dios que
pudiera hacer lo que él hacía. Los humanos simplemente no la vieron como una
amenaza.
Rompiendo su propia regla de invisibilidad, le susurró al oído:
—¿Por qué no los detienes?
Los ojos de Kore estaban completamente abiertos y llenos de lágrimas. Una
se deslizó por su mejilla cuando se inclinó y llevó una mano al hocico de un ciervo
muerto. 60
—¿Por qué harían esto? No entiendo. Los dioses están aquí para ayudarlos.
—Pero sabía que eso no era cierto. Tenía que saberlo.
Hades podía contarle mil historias de dioses lastimando a los humanos. No
les importaban las vidas de los mortales. Ningún dios estaba aquí para hacer sus días
más fáciles, de hecho, él argumentaría que estaban aquí para hacerlos más difíciles.
Los mortales caían presa de los dioses todos los días. A Zeus le gustaba
sembrar sus semillas en cualquier mujer que pudiera. A Hera le gusta castigar a
cualquiera que atrapase su mirada. Artemisa pensaba que su versión de salvar a las
mujeres era útil, pero en realidad las desterraba a una vida de naturalezas
monstruosas. Atenea luchaba. Apolo violaba. Dionisio llevaba a los hombres a sus
muertes prematuras.
La lista seguía y seguía. Y si miraba con más atención, ella entendería por
qué estos hombres querrían dar a conocer su angustia.
Kore se puso de pie cuando un hombre corrió hacia ella. Gritó con su espada
balanceándose salvajemente sobre su cabeza. Claramente no era un guerrero, pero
aún podía hacer daño con el filo de esa espada.
Hades se preparó para la batalla, solo para congelarse cuando Kore levantó su
mano. La magia chispeó en la punta de sus dedos y el hombre se congeló en su
lugar.
No porque ella lo hubiera controlado, sino porque enredaderas gemelas
habían surgido del suelo. Se envolvieron alrededor de su garganta, apretando como
serpientes y robando el aliento de sus pulmones.
—¿Por qué? —preguntó de nuevo.
—Qué se jodan los dioses —gruñó el hombre.
Hades observó con una mirada apática cómo las enredaderas se retorcieron.
Rompieron el cuello del hombre con un crujido audible, luego lo dejaron caer al
suelo. Tendría que encontrar más tarde el alma del hombre y asegurarse de que fuera
llevada a la parte correcta del Inframundo.
Si estaba siendo honesto, no había pensado que Kore tuviera tanta violencia
en ella. Incluso Deméter podía matar cuando quería, pero rara vez quería. Se volvió
con la mandíbula abierta, aunque ella no podía verlo.
Esta no era la Kore que había visto antes. Estaba de pie con las manos flojas a
los costados. Su cabello se había oscurecido a un profundo rojo sanguinolento. Sus 61
mejillas estaban brillantes de ira, pero fueron sus ojos los que más llamaron su
atención.
Las lágrimas caían por sus mejillas, pero eran rojas como la sangre. Como si
estuviera sangrando en lugar de llorar.
—No deberían estar haciendo esto —gruñó—. Sin importar lo enojados que
estén. Estas son vidas inocentes.
—¿Crees que Artemisa es inocente? —preguntó él, su voz flotando en el
viento. Hades tenía curiosidad por ver si estaba tan ciega ante las acciones de su
amiga.
—No Artemisa —respondió ella, su voz profunda con ira—. Ellos.
Esto no era lo que esperaba. Había pensado que ella se acobardaría de miedo
como Deméter la había enseñado a hacer. Nunca había esperado el poder que tembló
en el reino circundante.
Los hombres mortales se detuvieron y miraron a su amigo muerto. Se
volvieron para mirar a Kore con ira en sus ojos y supo que estaban a punto de atacar.
—Si quieren hacerte daño, ¿qué vas a hacerles? —preguntó.
—Voy a hacer que sientan dolor.
Qué inesperado. Qué extraordinario.
Hades dio un paso atrás y dejó que su poder corriera libremente. Más
hombres la atacaron en una ola de sudor y mugre. Corrieron con toda la estupidez de
meros granjeros que pensaban que una espada los convertía en soldados. Pero estos
no eran soldados.
Las plantas cobraron vida a su alrededor. Las enredaderas azotaron y las
hojas se convirtieron en navajas que cortaron su piel. Los mortales no tenían
ninguna posibilidad contra su ira, aunque Hades aún no estaba seguro de por qué los
estaba castigando.
¿Sentía que debían venerar a los dioses más que ahora? No, ya lo había
discernido y sabía que ella era lo suficientemente inteligente como para ver los
defectos de su especie.
Tal vez estaba desquitando su frustración hasta su último aliento, pero
tampoco lo creía. Era demasiado amable. Demasiado dulce para que ese fuera el
razonamiento.
Cuando todos los hombres estuvieron muertos en el suelo, su sangre vital 62
alimentando sus plantas, él se acercó de nuevo.
—¿Por qué los mataste? —preguntó, la curiosidad convirtiendo su voz en un
tono áspero—. ¿Por qué no dejarlos ir?
—¿Cómo podría? —Se volvió y se arrodilló junto al ciervo. Colocó su mano
elegante sobre su cabeza, aún ahora después de sufrir el odio de los mortales que
habían usado a las criaturas para castigar a una diosa—. La vida es sagrada. —
Suspiró—. Toda vida. No solo las suyas.
Sintió que ella extraía poder de la tierra. La hierba a su alrededor se marchitó
y se volvió negra mientras alimentaba cualquier hechizo que estuviera a punto de
lanzar.
La vio tomar una respiración profunda, su pecho elevándose tan elegante
como antes de acercarse al ciervo. Kore exhaló y el ciervo volvió a abrir los ojos.
—Imposible —murmuró. Pero ya sabía que ella lo era.
Esta era la prueba de que Deméter no sabía nada sobre su hija o los poderes
que tenía dentro de ella.
Cada ciervo y oso se puso de pie y se sacudió la muerte como si solo se
hubieran quedado dormidos. El ciervo que aún estaba a su lado exhaló un gran
suspiro y apoyó la cabeza en su regazo. Casi como si la bestia le estuviera
agradeciendo por devolverlo a la vida.
Hades se quitó el casco y apareció a la vista.
—Los poderes de los muertos son míos y solo míos —dijo—. ¿Cómo es
posible lo que acabas de hacer?
Kore lo miró como si hubiera sabido que él estaba allí todo el tiempo. Ni una
sola chispa de sorpresa calentaba su mirada.
—Tú fuiste quien dijo que no tenía limitaciones. No los quería muertos. —Y
por eso vivieron.
De hecho, toda una diosa. Nunca había visto a alguien que fuera tan igual a él
como esta mujer. Hades estaba emocionado. Por primera vez en un milenio, no
estaba solo.
Se agachó a su lado y puso su mano sobre el ciervo.
—¿Cómo lo hiciste? 63
—Intercambié por ellos —respondió. La ira desapareció de sus ojos y fue
reemplazada por dolor. Miró al ciervo en su regazo y acarició su suave pelaje—. No
debí haberlo hecho. La muerte no es un castigo apropiado para la muerte. Todos
esos hombres…
No, no, no podía tenerla girando en espiral así cuando acababa de realizar el
hechizo más mágico que hubiera visto en su vida.
Hades se acercó y volvió a tomar sus manos entre las suyas.
—Querida, es por eso que tienes amigos en las altas esferas. O, supongo que
en mi caso, amigos en los lugares más bajos.
Ella apretó sus dedos y permitió que el ciervo se pusiera de pie. Esos ojos
enormes se clavaron directamente en su alma. Se deslizó por debajo de su piel y si
seguía mirándolo así, haría cualquier cosa que le pidiera.
—¿Qué quieres decir? —Sus palabras sonaron llenas de esperanza—. ¿Qué
quieres decir con amigos en los lugares más bajos?
—Quiero decir, soy el Señor del Inframundo. Sus almas están ahora bajo mi
vigilancia, y me aseguraré de que se encarguen de ellos.
—¿En serio? —Esas lágrimas brotaron una vez más.
—No los castigaré por sus acciones, ya que tú lo has hecho por mí. —Tocó su
mejilla con una mano y sintió que algo en su propia alma volvía a su lugar—. No
estás sola, Kore. Puedo ayudarte.
Era casi como si esas palabras fueran mágicas. Ella se ablandó debajo de su
mano, y luego acunó sus nudillos con la palma.
—Gracias. Gracias, estoy tan cansada de estar sola.
Supuso que, eran dos almas que se buscaban. Y solo podía estar satisfecho si
pudiera disfrutar de su sol para siempre.
Pero Deméter buscaría a su hija. O peor aún, Artemisa volvería y vería lo que
Kore había hecho. No podía permitir que Deméter averiguara nada sobre el poder de
su hija o el interés de Hades en ella.
Nadie odiaba a Hades más que Deméter. Ni siquiera el propio Zeus.
—Nadie puede saber lo que hiciste hoy —dijo, acariciando su mandíbula con
el pulgar—. ¿Entendido?
—¿Hice algo malo? —preguntó. 64
—No, claro que no. Pero muy pocos entenderán por qué hiciste lo que hiciste.
Mantengamos esto por un tiempo en secreto entre nosotros dos.
Ante su asentimiento, dejó que un escalofrío se extendiera desde sus dedos a
través de su mejilla. Observó cómo la palidez se desplegó por todo su cuerpo.
Probablemente no sentiría nada. Pocos lo hacían cuando el toque frío los instaba a
dormir.
Kore cayó en sus brazos esperando sin quejarse ni preocuparse. Se deslizó
hacia el reino de los sueños que estaba tan cerca del Inframundo. Solo esperaba que
Morfeo la mantuviera más segura que Artemisa.
Hades se paró con ella en sus brazos y regresó a su casa. La pondría en la
cama y luego se iría. De regreso al Inframundo y la oscuridad que lo esperaba.
Sin embargo, se formó un plan en su mente. Un plan que les permitiría estar
juntos por algo más que unos momentos robados. Un plan que era una locura, pero
que podría funcionar.
K ore estiró los brazos por encima de su cabeza y bostezó. Algún
hueso en su columna crujió y sintió que una sonrisa se extendió por
su rostro. No se había sentido tan bien en… bueno. Nunca.
Todo su cuerpo se sentía como si estuviera estirado, relajado, cada músculo
listo para correr a cualquier próximo hechizo que quisiera lanzar. Normalmente
estaba agotada después de trabajar jornadas largas con su madre en el campo, pero
ahora mismo, se sentía más poderosa que cuando lanzó su primer hechizo.
Kore se sentó y dejó escapar un chillido.
Diez pares de ojos la observaron con gran atención. Las ninfas parpadeando
simultáneamente.
—Kore, ¿estás despierta? 65
—Sí —respondió—. Mis ojos están abiertos. Y ahora gracias a ustedes mi
corazón se ha detenido.
—Iremos a buscar a Artemisa.
Bueno, era la última persona que quería ver. Artemisa debe haber estado tan
enojada al encontrar a todos esos mortales muertos y ni un solo ciervo alrededor.
Maldita sea. No podía ocultar lo que había sucedido. No de Artemisa.
¿Qué diría? Hades había dejado muy claro que no debería contarles a las
personas lo que había sucedido. Su estómago se revolvió de miedo. ¿Y si se daban
cuenta que les había ocultado gran parte de sus poderes? ¿De sí misma?
Las palmas de Kore empezaron a sudar. Se las secó en su túnica de seda
mientras las ninfas corrían hacia la puerta. Se abrió de golpe antes de que siquiera se
acercaran. Artemisa había estado esperando claramente que despertara.
¿Le preguntaría lo que había pasado? Kore no sabía cuántos mortales había
matado. Pero sabía que había al menos diez de ellos. Y luego todos los cuerpos de
los ciervos y esos osos… todos se habrían ido. Temía que pareciera que había
convertido a todos los ciervos en hombres, y entonces, ¿qué pensaría Artemisa?
Su amiga corrió por la habitación y cayó de rodillas junto a la cama. Artemisa
tomó las manos de Kore entre las suyas y las apretó contra sus mejillas.
—Lo siento mucho, Kore. No sabía que Dolus estaba planeando engañarnos
así, o nunca te habría dejado sola. ¿Estás bien? ¿Te tocó?
¿Dolus? ¿Qué tenía que ver el dios del engaño con todo esto?
Abrió la boca, la cerró, y entonces comprendió que no tenía ni idea de qué
decir. Obviamente, Artemisa tenía una historia diferente a la que sabía que era la
verdad. Y si hablaba de algo, podría arruinar la historia que le habían contado a
Artemisa.
¿Qué haría Hades?
Kore liberó una de sus manos y se la llevó a la frente.
—Lo siento, Artemisa. Todo está un poco confuso.
—Por supuesto, pobrecita. —Artemisa exhaló un suspiro lento, como si se
estuviera preparando para ayudar a Kore a revisar sus recuerdos—. ¿Recuerdas el
templo?
—Sí, recuerdo a los hombres allí. Habían colocado ciervos y osos muertos en 66
los suelos de mármol… —Kore dejó que sus palabras se interrumpan.
—Oh, bien, al menos recuerdas un poco. Fui a buscar a Apolo para cazarlos a
todos, pero cuando volví te habías ido y la ilusión de Dolus cayó. No había hombres
ni ciervos allí, Kore. Siento mucho haberte molestado tanto al ver esos cuerpos.
Debes haber tenido mucho miedo.
—¿Dolus? —repitió—. Pero recuerdo el olor de la sangre…
—Yo también, pero me aseguró que todo fue un truco elaborado. Ya sabes
cómo es.
De hecho, no sabía. Kore nunca había conocido a Dolus. Solo había oído
hablar de él por su madre, y ningún dios tenía un buen pasado cuando Deméter era
quien contaba la historia.
Se aclaró la garganta y se deslizó en la cama. Envolviendo sus brazos
alrededor de sus rodillas, intentó contener el temblor de sus manos.
—¿Dolus dijo que él fue quien creó la ilusión?
—¡Sí! —Artemisa se apoyó contra el costado de la cama y la observó con
ojos abiertos e interrogantes—. ¿Qué pasó después de que me fui?
Kore aún estaba preocupada por la ilusión. Si Dolus había estado de acuerdo
en que todo era obra suya, ¿en serio había estado allí? No creía que fuera posible.
Recordó el olor de la sangre, el sonido de los cuellos quebrándose mientras retorcía
las enredaderas a través de sus cuerpos.
Toda esa muerte. Toda esa angustia y las almas que fueron arrancadas de sus
caparazones como si hubiera estado pelando almejas. Y el ciervo. No podría haber
visto eso en alguna ilusión creada por otro dios. Ella había insuflado su poder en sus
cuerpos y se habían levantado.
Hades no la habría engañado. No podría haber fingido el asombro en su
mirada cuando la vio. No cuando dijo que tenía los poderes de la tumba en la punta
de sus dedos. Tal como él.
¿Había convencido a Dolus de que mintiera por él?
Sacudió la cabeza, con el ceño fruncido por la confusión.
—No recuerdo lo que pasó después de que te fuiste.
—Él no… —Artemisa tomó su mano nuevamente, después la dejó caer sobre
la cama—. No te tocó, ¿verdad?
67
Ah, sí, por supuesto. Lo único que más temían las diosas vírgenes. Nadie
quería verse atrapado a solas con un dios que podía arrebatarles lo único que
controlaban.
Pero ya había estado a solas con Hades tres veces. Tres veces y él no la había
tocado en absoluto inapropiadamente. Ni siquiera lo había intentado.
Había estado en medio de una habitación llena de dioses, y Poseidón había
manoseado su cuerpo sin permiso. Todos se habían reído como si nada hubiera
pasado, al menos nada importante. De modo que Artemisa podía meterse toda esa
moralidad en su trasero y salir de su habitación.
Kore abrió la boca para ordenar a la cazadora que se fuera, envalentonada por
sus propios pensamientos.
El aroma a trigo y caña la interrumpió antes de que pudiera cometer el
estúpido error.
Deméter entró en la habitación sin preocuparse por nada. Su cabello dorado
amontonado sobre su cabeza en rizos sueltos, un peinado bastante informal para su
madre que siempre parecía lista para ir a la corte. Aunque, sus ojos también tenían
párpados pesados y rojos.
¿Tenía resaca?
Kore inclinó la cabeza hacia un lado y observó a su madre con una sonrisa
maliciosa en el rostro.
—¿Una noche larga, madre?
Deméter desestimó su comentario.
—No tengo tiempo para tus sermones, niña. No lo entenderías.
Por supuesto que no, porque la diosa doncella no podía entender que su
madre era una gran bebedora en el mejor de los casos, y si el festival aún continuaba
con algunos asistentes a la fiesta, entonces probablemente había regresado con los
mortales.
Para ser una diosa con una hija que esperaba que siguiera siendo una
doncella, Deméter disfrutaba de los hombres mortales mucho más de lo que debería.
—¿Qué tal tu cabeza? —preguntó Kore, más tranquila esta vez y con una
preocupación falsa—. ¿Quieres que te haga té?
El té estaba reservado solo para las peores resacas que Deméter seguiría
llamando una simple enfermedad que las diosas contraían cuando tenían hijos. Una 68
vez más, Kore nunca podría entender por lo que estaba pasando.
—Quizás más tarde, querida. Solo vine a decirles que Pallas está de visita.
Artemisa se animó.
—¿Pallas?
¿Por qué diablos Pallas vendría a visitarlas? La oceánida era famosa, sí, pero
era la favorita de Atenea. No tenía ninguna razón para visitar a ninguna de ellas a
menos que su madre tuviera algo bajo la manga. Una vez más.
—¿Por qué? —La palabra escapó de la lengua de Kore antes de que pudiera
detenerla.
Deméter frunció el ceño.
—Porque aquí albergamos a muchas oceánidas, y su padre nos ha pedido que
la vigilemos por un tiempo. No negaré esto a Poseidón, y la harás sentir bienvenida.
¿Me hago entender?
Sí, dolorosamente. Pero eso no despejó sus sospechas de que su madre estaba
jugando a otro juego. Las oceánidas no eran célibes, así que Pallas no ayudaría a
convencer a Kore de permanecer virgen junto con Artemisa.
—Me pregunto si me enseñará los trucos de Atenea —murmuró Artemisa—.
¿Crees que luchará conmigo? Nunca he podido vencer a Atenea, pero Pallas ha
entrenado a su lado. Atenea la adoptó como una hermana. ¿Escuchaste? —Kore lo
había hecho. Y la historia fue más interesante la primera vez.
Su madre se llevó una mano a la frente y dejó escapar un gemido.
—Voy a buscar mi cama, hija. Saluda a Pallas por mí cuando venga,
¿quieres?
Cierto, porque ahora también se suponía que debía saludar a todos los que
vengan a visitar a su madre. Se estaba volviendo más una sirvienta que una hija o
una diosa.
Deméter salió tambaleándose de la habitación y Artemisa apenas pudo
contener su emoción.
—¿Escuchaste? —preguntó de nuevo—. ¡Pallas!
—Sí, escuché. —Aunque aún no entendía la emoción.
—¿Madre dijo cuándo se suponía que debía llegar?
Una ninfa entró corriendo en la habitación, respirando con dificultad. 69
—¡Señorita Kore! ¿Hay una visita y tu madre dijo que ibas a atenderla?
Al parecer, la respuesta era ahora. Kore suspiró, y se levantó de la cama. Se
había sentido tan bien al despertar esta mañana, y ahora temía el día. Oceánidas,
ninfas y náyades. ¿Por qué su vida estaba llena de las hijas desechadas de los dioses?
Artemisa salió corriendo por la puerta y se dispuso a seguir a su amiga. Si su
madre quería que cuidara de Pallas, entonces suponía que tenía que hacerlo.

Terminaron con las oceánidas, porque ahí es donde Pallas se sintió más
cómoda. Artemisa le había hablado de las marismas y de cómo Kore siempre se
escapaba con las oceánidas. Después de eso, no hubo elección.
Kore se reclinó en su roca habitual que había terminado suavizada por años
de olas. La piedra era casi como un asiento, amortiguando su espalda baja y
manteniéndola flotando en el agua salada. Otras diez oceánidas se agrupaban
alrededor de Pallas, masajeando sus brazos y piernas.
Era una mujer hermosa. Quizás era por eso que Atenea la quería tanto
alrededor.
Pallas era oscura como la noche. Su piel brillaba a la luz del sol, reflejando
los rayos en todas direcciones. Llevaba el cabello trenzado firmemente contra el
cráneo en filas que casi parecían serpientes cuando se movía. Pero sus ojos eran
probablemente lo más hermoso de ella. Esas piscinas oscuras que parecían el abismo
más oscuro del mundo. Unos ojos que veían mucho más que una ninfa normal.
Se echó el cabello por encima del hombro desnudo y le sonrió a Kore, sus
afilados dientes blancos aterradores y hermosos al mismo tiempo.
—Doncella, ¿verdad?
—Kore.
—¡Ah, por supuesto! Eso es lo que Atenea dijo que te había puesto tu madre.
—Se rio—. Pero ¿la verdadera pregunta es si estás a la altura de tu nombre? 70
Kore nunca se había sentido avergonzada de ser virgen. Su madre la había
rodeado de mujeres poderosas que valoraban permanecer al margen de cualquier
mano masculina. Pero de alguna manera, cuando Pallas lo dijo, su virginidad se
sintió… mal.
—Sí. Como Artemisa —respondió, con las mejillas encendidas.
Artemisa le dio una palmadita en el hombro a Pallas.
—No te burles de la chica. No todas somos como las oceánidas, libres para
disfrutar de quien queramos. Y algunas de nosotras no tenemos interés en disfrutar
de la compañía de los hombres.
Pallas miró a Kore de arriba abajo.
—No, algunas no, estoy de acuerdo contigo en eso, Artemisa. Pero también
tengo un sentido para las personas que quieren permanecer puras y magnánimas,
como tú. Algunas mujeres no estaban destinadas a las túnicas blancas ni a los chales
dorados. Algunas estábamos destinadas a la tierra y las olas.
El cuerpo de Kore ardió nuevamente. Esta vez no solo fue su rostro. El rubor
se extendió por sus hombros y brazos, casi chisporroteando contra el agua helada del
océano.
¿Algunas mujeres estaban destinadas a la tierra y las olas? ¿Por qué las
palabras parecían tan importantes?
—¿Qué quieres decir? —preguntó. No podía mantenerse en silencio cuando
existía la posibilidad de que Pallas supiera mucho más que ella. Como si pudiera
responder una pregunta que Kore ni siquiera sabía que tenía.
—En serio eres una doncella —respondió Pallas con una risa entre dientes—.
¿Nunca has visto a los mortales? Las olas… ya sabes. Cuando un hombre sabe lo
que está haciendo, hay un océano en cada mujer.
Kore frunció el ceño. ¿Un océano en cada mujer? Pero su padre no era
Poseidón, entonces, ¿no tendría una tormenta dentro de ella?
No, eso se sintió mal. No quería nada de Zeus dentro de ella. Y la magia de
su madre estaba hecha de la tierra, de modo que probablemente tenía algo así como
raíces.
—Nunca he visto a una pareja mortal —murmuró. 71
Las ninfas rodeando a Pallas se rieron de sus palabras. Una se pasó una trenza
por los dedos y se carcajeó.
—Sabemos que no todos los hombres mortales saben cómo convocar el mar
en una mujer.
Otra ninfa resopló.
—No mires a los espartanos si estás buscando eso.
—¿Por qué no? —Pallas se movió hacia adelante, desplazando a algunas
ninfas que se apoyaban en ella—. He oído hablar de los espartanos incluso en mi
tierra natal. Los libios dicen que los espartanos son los hombres más masculinos por
aquí.
—Lo son —respondió la ninfa—. Pero temen a las mujeres. Algunos al
principio tienen que fingir que su esposa es un hombre. Van hacia ellas en medio de
las noches para no tener que ver sus caras. Prefieren la compañía de los hombres.
Pallas agitó una mano en el aire, descartando el pensamiento con una
expresión de disgusto.
—Entonces, son como todos los hombres griegos. Vengan a África, señoritas.
Allí encontrarán un amante que conoce el océano en el cuerpo de una mujer. Él
convocará al mar por ti.
Todas se disolvieron en risitas y Kore aún estaba perdida. ¿Invocar al mar?
¿De qué diablos estaban hablando?
Artemisa suspiró y golpeó su mano contra el agua en una ola, enviando agua
salpicando a las ninfas risueñas.
—Son unas repugnantes. Ningún hombre tocará mi cuerpo para convocar al
mar u otra cosa.
—Qué extraño —respondió Pallas—. ¿Acaso los mortales no te dan ofrendas
por sus bodas? Te suplican que veles por sus matrimonios.
—Lo hacen. —La cazadora se hundió aún más en el agua hasta tocar su
barbilla—. No quiero sus mechones de cabello, ni sus oraciones. Pero desean que las
guíe desde la niñez hasta el matrimonio. Entonces Hera vela por ellas.
Eso era fascinante.
—¿Qué te ofrecen? —preguntó Kore. 72
—Mechones de cabello. Tejen coronas de flores que me dejan para que las
encuentre después de su boda. —Artemisa hizo burbujas en el agua salada—.
Realmente ridículo, pero si el ritual las hace sentir mejor en cuanto a tomar un
marido, entonces aceptaré las ofrendas.
Ofrendas para casarse. Qué pensamiento tan extraño.
Kore flotó en el agua y dejó que las voces burbujeantes de las ninfas
chocasen contra su cabeza. Hablaron más sobre los hombres mortales, pero no tenía
ningún interés en un mortal cuya vida fuera fugaz. Era aburrido de ver.
No, su mente estaba en una oscura figura en sombras que le había tomado las
manos con tanta dulzura. Un guardián que la había cuidado cuando estaba en sus
puntos más bajos.
Hades debe haber eliminado todos los cuerpos antes de que Artemisa
regresara. Eso era todo en lo que podía pensar. Había sido quien había ocultado lo
que ella había hecho, pero ¿por qué? ¿De modo que nadie supiera lo que podía
hacer?
Debería haberla asustado. En su lugar, sintió como si alguien finalmente
estuviera de su lado.
Tenía un secreto que sostenía contra su pecho como una perla dentro de su
caparazón. Se aferró a él con toda su alma y esperó que nadie se enterara jamás.
Hades era suyo y solo suyo.
Pero ahora, con las voces de las ninfas burbujeando a su alrededor, se
preguntó si él sabría lo que significaba convocar al mar dentro de una mujer.

73
L as ninfas se quedaron dormidas, sus sueños llamándolas lejos del
reino de los vivos. Pero Kore permaneció despierta, mirando las
estrellas.
Habían hablado durante horas sobre cómo eran los hombres. Cómo se sentía
cuando alguien presionaba sus labios contra los suyos. Aunque Artemisa se había
reído y las había llamado tontas, Kore no estaba muy segura que lo fueran.
Su madre quería que siga siendo una niña para siempre, pero ¿era parte de
convertirse en mujer permitir que otra persona toque su cuerpo? Decidió que no; no
lo era.
Convertirse en mujer significaba tener control sobre su propio cuerpo.
Sabiendo lo que quería que alguien haga y permitiéndoles hacerlo. No tener a nadie 74
más decidiendo lo que podía y no podía hacer.
Presionó sus labios contra sus dedos como él lo había hecho, pero no fue lo
mismo sin la calidez del toque de Hades. No podía replicar la forma en como él la
había hecho sentir. Y ahora, tenía aún más preguntas que hacerle.
Tenía que ser la persona que se había ocupado de esos cuerpos. Debe
haberlos escondidos por ella, y la sangre. No podía imaginar cómo había hecho tal
cosa. ¿Qué hechizo había lanzado para limpiar todo el templo? ¿Un templo que no
era suyo?
Apoyó el codo en la ventana y miró a la luna. La luz plateada se filtraba por
la abertura y calmaba su alma dolorida.
Kore se había dado cuenta, mientras las ninfas hablaban sobre el matrimonio,
que nunca había conversado con otra persona sobre su futuro. Se esperaba que viva
aquí con su madre para siempre. Sería la doncella colocada en un pedestal pero
nunca tocada por nadie más que ella.
Ese futuro era tan sombrío.
Quería aventuras. Quería encontrar formas nuevas de encontrar inspiración,
emoción, de experimentar sentimientos nuevos. Ahora que había probado a Hades,
no creía que pudiera regresar.
Su madre habría gritado si escuchara los pensamientos de su hija. Deméter no
quería aventuras. La única forma de vivir la vida ante sus ojos era siendo callada,
tranquila y aburrida. Oh, muy aburrida.
Apoyó la mejilla en su palma y dejó escapar un suspiro largo.
—Una vida aburrida en un lugar aburrido —murmuró.
El aroma dulce de una flor de narciso llegó a su nariz. Imposible. Deméter
odiaba las flores de narciso. Decía que nacieron de la magia y la angustia. Tales
plantas no tenían lugar en su reino.
Pero Kore los había olido antes. Y cuando echó un vistazo por debajo de su
ventana, una cama entera de ellos había florecido justo ante sus ojos. Otro capullo se
acercaba a su ventana como si quisiera que ella lo toque. Los pétalos se desplegaron
muy despacio en un baile elegante. Estaba hipnotizada.
Kore sintió que sus ojos se abrieron por completo a medida que se estiraba y
tocaba el pétalo con un dedo. El plateado polvo brillante se le pegó a la yema del 75
dedo como si fuera savia.
—¿De dónde vienes? —susurró la pregunta como si alguien pudiera
escucharla.
Otra voz respondió, profunda y suave como un buen vino.
—Temo que están ansiosos por verte otra vez. Es mi culpa, querida diosa.
¿Cómo la había encontrado? ¿Cómo se había deslizado más allá de Deméter
y hacia sus tierras sagradas sin que su madre supiera que estaba allí?
La emoción ardió en su pecho. Tenerlo aquí era un riesgo. Su madre podría
encontrarlo, y entonces ambos estarían en problemas. Hades podría ser poderoso,
pero la ira de Deméter era conocida entre los Olímpicos.
Aun así, cuando alzó la vista, estaba parado frente a ella. Completamente a
gusto con el riesgo que estaba tomando y sin ninguna preocupación en el mundo.
Llevaba sus túnicas grises, los bordes bordados con escenas nuevas. Esta vez
pudo ver todos los ríos del Inframundo entretejiendo alrededor de la tela. Cada río
estaba lleno de almas, algunas gritando, otras mirando hacia adelante con esperanza
en sus ojos. Supuso que si la muerte era inevitable para los humanos, algunos no
deben temerla.
No podía imaginar vivir una vida así. Especialmente no cuando el Señor del
Inframundo se paraba ante ella con una mirada ardiente que casi la arrastró al suelo.
—Kore —dijo, y su voz fue un estruendo atronador como el cielo
partiéndose—. ¿Guardaste nuestro secreto? —Nuestro secreto.
Para él, era más que una niña. Era la guardiana secreta de algo que habían
hecho juntos. Algo que habían escondido.
Asintió, aclarándose la garganta.
—Nadie sabe nada de lo que pasó. Artemisa cree que Dolus tuvo algo que ver
con eso. —El color rosa ante sus ojos se desvaneció, y entrecerró sus ojos con una
mirada sospechosa—. ¿Le hiciste mentir por nosotros?
Hades se apoyó contra la pared junto a su ventana, obligándola a estirarse
para poder seguir viéndolo. Su rostro tenía un perfil encantador y notó todos los
detalles que una vez se había perdido. El borde afilado de su nariz era demasiado
puntiagudo. Su frente era ancha y plana, pero su mandíbula era lo suficientemente
afilada como para competir con un cuchillo. 76
Si él no hubiera estado a su lado, habría suspirado y habría apoyado su
mejilla en un puño mientras lo observaba fijamente. Era tan apuesto. Tan
increíblemente atractivo, pero diferente a los otros dioses.
Kore había adulado a Apolo toda su vida. Su belleza abrasadora estaba
demasiado lejos de ella para alcanzarla. Era un hombre con quien era seguro soñar
porque nunca miraría a la ninfa insignificante hija de Deméter.
Hades era atractivo pero peligroso. Hacía que su corazón diera un vuelco
cada vez que la miraba con esos ojos oscuros. Él sabía la forma en que su pulso latía
en su piel, como cada nervio de su cuerpo cobraba vida solo por su proximidad.
Hades era real.
Estaba lo suficientemente cerca para tocarlo y, a veces, pensó, quería que ella
lo toque.
Eso era más de lo que ningún hombre le hubiera dado jamás. Más de lo que
ningún dios le hubiera dado jamás. El lado oscuro de su poder quería que se
aproveche de eso. Que extienda sus alas y lo atraiga aún más profundamente a sus
brazos y cuerpo de modo que finalmente pudiera saber lo que se siente ser mujer.
Con esa oleada de deseo y poder surgió un pensamiento nuevo. Se apoyó en
los codos y preguntó en voz baja:
—Hades, ¿por qué estás aquí?
—Por ti.
Debería haberse quedado callada. Al igual que su madre, él era el tipo de dios
que podía borrarla de la tierra. Su poder era tan grande que incluso Deméter tendría
dificultades para luchar contra él. Si quería matar a Kore, borrar su memoria de la
mente de todos, entonces podía hacerlo.
Pero no creía que lo haría. Y eso la hizo atrevida.
—No sé por qué estás tan interesado en mí. Antes pensaste que era una ninfa.
Luego te encontraste conmigo para demostrar que soy una diosa, pero ¿ahora por
qué? ¿Por qué estás aquí?
Al menos tuvo la decencia de parecer avergonzado.
—Kore, si tuviera la respuesta a eso, ya te lo habría dicho. Hay algo en ti que
me llama.
Sacudió su cabeza. 77
—No, no creo que sea eso. El romance es maravilloso y tus palabras son
hermosas, pero esa no es la manera en que actúan los dioses. Hades, no somos
mortales, y siglos de tiempo desgastan nuestra capacidad de ver lo bueno en la vida.
—¿Eso es lo que hace la inmortalidad? —Alzó una mano y se apartó un
mechón de cabello oscuro de los ojos.
Una emoción parpadeó en las profundidades de las sombras dentro de sus
ojos. No sabía qué era, ni cómo llamarlo. Pero podía ver que él sabía más sobre la
inmortalidad de lo que ella jamás podría soñar comprender. Había visto el principio
y el final de los dioses. Había visto el icor drenarse de sus venas hasta que
simplemente no quedara oro dentro de ellos.
—La inmortalidad es tanto una bendición como una maldición —susurró
ella—. Podemos ver el fin del mundo, pero con eso viene tanta angustia que el amor
es casi imposible.
—¿Amor? —Inclinó la cabeza hacia un lado, con la mejilla casi presionada
contra la piedra de su casa. Esos ojos evaluaban los suyos como si hubiera dicho
algo igualmente hermoso y aterrador—. ¿Quién dijo algo sobre el amor, Doncella?
Sus mejillas ardieron.
—Nadie lo hizo. Simplemente digo que la inmortalidad viene con
limitaciones, y la idea de que estés interesado en mí carece de razón.
—Eres la única otra diosa o dios que he visto alguna vez tener una conexión
con la tumba. Trajiste a esas criaturas de entre los muertos e intercambiaste sus
almas por los hombres. Eres más interesante que cualquier diosa que haya vivido. —
Se movió más cerca hasta que su respiración abanicó sobre sus labios—. Los
Olímpicos están hechos de ambrosía y codicia. Pero tú, querida, estás hecha de
sombras y vicios.
No, no era esa persona. Nadie había visto nunca la oscuridad en ella y la
había reconocido como algo más que el deseo juvenil de rebelarse. No es que su
magia quisiera devorar y deleitarse con las almas que veía. Kore quería castigar a
quienes la hacían daño, y ese deseo de venganza había ardido de adentro hacia
afuera desde que era solo una niña.
Tragando con fuerza, se aferró al alféizar de la ventana de modo que él no
viera sus manos temblando.
—No soy esa persona.
—Lo eres. 78
—No —espetó la palabra—. Soy una doncella verde. Una ninfa hecha diosa.
La hija de Deméter que está destinada a ayudar a que la tierra crezca y florezca.
Parpadeó y Hades ya no estaba apoyado contra la pared de piedra. Estaba
justo enfrente de ella, sus ojos oscuros clavados en los suyos, sus manos en el
alféizar de la ventana. Movió su pulgar lentamente hasta que presionó contra el de
ella.
—¿Y si pudieras ser más que eso?
El canto de sirena de sus palabras llamó a su alma. ¿Y si pudiera ser algo más
que una hija? Vendería su alma para ser más de lo que era ahora.
En contra de todo su entrenamiento, en contra de los deseos de su madre, y en
contra de la fibra misma del mundo, Kore se inclinó más cerca.
—¿Cómo?
Sus ojos destellaron con deseo. Él echó un vistazo a sus labios y luego de
vuelta a sus ojos y supo lo que estaba pensando. Era lo mismo que ella estaba
pensando.
Aunque sus labios eran delgados, se preguntó si serían suaves. ¿La
perdonarían si lo besaba? ¿O se haría cargo del beso y devoraría su alma? Kore
quería saber dónde desaparecía el dios gentil y dónde comenzaba el Señor del
Inframundo.
Se inclinó ligeramente hacia adelante, muy ligeramente. Haciendo una pausa
solo cuando su respiración se atascó en su garganta.
—¿Estás segura que quieres esto? —susurró él.
Más que nada.
Kore se puso de puntillas y presionó sus labios contra los de él. Solo era una
niña, y besar era un concepto extraño. ¿Se tenía que mover? ¿Hacía algo más que
absorber el calor de su aliento?
Hades permaneció inmóvil por un segundo antes de soltar el alféizar de la
ventana.
Sus manos se alzaron, una hundiéndose en el cabello de la parte posterior de
su cabeza y la otra acunando su garganta. Sin apretar, no lo suficientemente tenso
para asustarla. Solo lo suficientemente fuerte para mantenerla quieta.
79
La besó con una pasión que la dejó sin aliento. El aliento caliente entró en sus
propios pulmones, encendiendo un fuego en su interior. Ardía. Dolía. Y Kore de
repente supo lo que significaba ser mujer.
Se lanzó hacia adelante, apoyando las manos en sus hombros para mantenerlo
en su lugar. Sus labios se aferraron a los de él, luego sacó la lengua para saborearlo.
¿La esperaría el sabor de la tumba?
Su gemido gutural la atravesó y envió una ráfaga dolorosa hasta los dedos de
sus pies. Él retorció su mano en su cabello, inclinando su cabeza hacia atrás hasta
que ella no pudo hacer nada más que aferrarse a él y tomar lo que sea que le diera. Y
Hades cedió.
Exhaló una tempestad en su alma. Avivó una tormenta y, de repente, supo
que la vida nunca volvería a ser igual. Su beso la había marcado para siempre. Más
que marcada.
El veneno de su toque se extendió por sus venas. Cuando finalmente se echó
hacia atrás y ella abrió los ojos, Kore ya no era la niña que no sabía nada sobre la
pasión. Él la había plantado dentro de su alma y las raíces se enredaban entre sus
dedos. Ya quería besarlo de nuevo. Enterrar sus dedos en su cabello y tocar los
mechones sedosos.
Hades dejó escapar un suspiro entrecortado y gruñó:
—Cásate conmigo.
—¿Qué? —No podía haber dicho las palabras que ella pensó que dijo. El
Señor del Inframundo no le pediría que…
—Cásate conmigo —repitió—. Nunca ha habido otra diosa que pudiera poner
de rodillas al dios del Inframundo por sí sola. No puedo sobrevivir sin ti a mi lado.
Gobierna conmigo en un trono hecho de humo y hueso.
No debería. Se acababan de conocer, y las palabras que dijo eran una locura.
El frenesí en su mirada después de un solo beso debería haber sido una advertencia.
Debería levantar las manos y tejer una red de enredaderas y espinas tan apretadas de
modo que él no pudiera romperlas jamás.
Los labios de Kore se abrieron, y una palabra se deslizó de su lengua en un
susurro ligero como la nieve.
—Sí.
Una vez más, sus ojos destellaron, y se dio cuenta que había más que solo
calor en esa mirada. Había una llama azul tan caliente que podía quemar la carne del 80
hueso.
—Entonces, que así sea. Serás una reina.
Se desvaneció de sus brazos como humo flotando en el viento. Pero ella sabía
que regresaría.
S
u beso… su beso.
Hades presionó sus dedos en un puño solo para mantenerse
quieto.
Quiso volver corriendo al templo en ese claro floreciente. No
sabía qué haría una vez que llegara. Probablemente volver a mirarla o disfrutar de su
belleza y la inocencia de su mirada.
Había olvidado lo que era tener a alguien mirándolo sin miedo. Sin juicio.
Ella no lo veía como el aterrador Señor del Inframundo. En cambio, lo veía
como Hades y eso era increíblemente refrescante.
Quizás la propuesta había sido una reacción instintiva, pero no sabía qué más 81
hacer con los sentimientos floreciendo en su interior. Ella había plantado semillas
dentro de sus pulmones y podía sentirlas extendiéndose por todo su cuerpo.
Tomando el control de todos sus sentidos.
Tenía que tenerla.
No como un objeto, porque era demasiado gloriosa para eso. No la pondría en
un pedestal en el Inframundo y nunca más volvería a verla. Hades quería avivar los
fuegos de su poder y ver lo que pasaría.
Pero sobre todo, quería volver a sentirse como una persona. No un símbolo de
miedo y muerte.
De ahí su plan. Llegó al Olimpo y cruzó las puertas. Aterrizó en las nubes
rodeando el templo de Zeus y se resolvió a discutir con él.
Aparentemente, Zeus había organizado otra fiesta a la que Hades no estaba
invitado. Quizás el resto de la familia aún estaba festejando desde la primera vez que
conoció aquí a Kore. No le sorprendería.
Innumerables Olímpicos, dioses y ninfas yacían sobre los cojines esparcidos
por el suelo. Cada uno en alguna forma de estado de ebriedad.
Poseidón estaba medio en la fuente, medio afuera. Una oceánida se posaba
sobre su brazo y una ninfa sobre las baldosas, con la espalda apoyada contra las
piedras frías.
Apolo dormía junto a la mesa de ambrosía y néctar, lo que no era de extrañar
considerando su adicción. Su hermana yacía a su lado, con una copa aún en las
manos de la cazadora.
¿Cuántos dioses y diosas más podrían elegir entre los montones de cuerpos
esparcidos por ahí? Demasiados para contar, y no le importaba ni uno solo. Podían
yacer allí y pudrirse por todo lo que le importaba. Hades estaba aquí por una razón,
y solo una única razón.
Había querido decir lo que le dijo a Kore. Quería casarse con ella, por loco
que parezca.
Mientras se abría camino entre los montículos de dioses y diosas durmientes,
pensó en los detalles de su plan. Necesitaba que Zeus aceptara su matrimonio.
Primero, porque Zeus era su padre. Y segundo, porque necesitaba a alguien de su
lado para convencer a Deméter.
Deméter sería una pesadilla. No tenía ninguna intención de que su hija se 82
case con nadie. Y si lo hiciera, habría sido alguien elegido por Deméter.
No Hades. Nunca Hades.
Lo sabía.
Suspirando, pasó por encima de Afrodita donde yacía en medio de dos
mortales gemelos. No estaba seguro de cómo la diosa los había llevado al Olimpo,
considerando que los humanos no estaban permitidos aquí. Quizás eran semidioses.
Un movimiento desde el balcón trasero llamó su atención. La cortina se
movió, los hilos de gasa enganchándose en un cuerpo más hermoso que cualquier
creación artística. Las curvas del cuerpo de la diosa eran justo de lo que los poetas
balbuceaban tonterías de adoración y lo habían hecho durante muchos siglos. Su
cabello negro azabache caía sobre sus hombros en ondas suaves y enmarcaba un
rostro como el mármol. En forma de corazón, con labios rojo baya y piel
acaramelada. Era casi demasiado hermosa para mirarla.
—Hera —dijo—. Me sorprende que no hayas disfrutado con los demás de las
juergas de anoche.
Resopló y apartó la cortina.
—¿Desde cuándo pierdo el tiempo con tonterías Olímpicas?
—Muchas veces —respondió Hades. Aunque había pocos dispuestos a
discutir con Hera, sabía que su relación era peculiar. Ambos estaban atados a Zeus y
ninguno quería estarlo—. ¿Dónde está tu marido errante?
—En la cama con algunas de las ninfas favoritas de Atenea. —Hera se miró
las uñas y él notó que se estaban convirtiendo en garras lentamente—. Si quieres
hablar con él, tendrás que hacerlo antes que yo.
—¿Tienes un asunto que resolver?
—Varios. —Se encontró con su mirada, con brillantes ojos dorados—. Pensé
que podría tomar algunas costillas para que se dé cuenta de lo mucho que me
avergonzó esta vez.
Hizo una mueca. Hera era la única diosa que no asumía que estaba
bromeando cuando decía cosas como esa. Donde los demás podrían querer destrozar
a Zeus miembro por miembro, nunca lo harían. Hera sí, en muchas ocasiones, solo
para volver a recomponer a su marido. Muy despacio.
Hades no quería esperar hasta que Hera terminara. Además, Zeus estaría
después de muy mal humor.
—Si no te importa, prefiero encargarme de mis asuntos antes de que tomes 83
alguna costilla.
Ella se encogió de hombros.
—Haz lo que quieras. De todos modos, ¿de qué quieres hablar con él? ¿Algo
nuevo en el Inframundo? —Su risa cruel siguió a las palabras.
Sabía lo que pensaban de él. Cómo el Inframundo nunca cambiaba y los
espíritus en él lo adoraron más que a Zeus. Algunos Olímpicos dirían que desearían
estar en su lugar, pero ninguno de ellos lo decía en serio. Ni siquiera visitaban las
tierras malditas de los mortales.
—Oh, Hera. ¿Aún tienes miedo de que la muerte se me pegue?
Entrecerró la mirada.
—Ambos sabemos que sí.
Ese sería Tánatos, pero no la corregiría. Aún olía a tierra de tumba y
podredumbre humana. Lo sabía. Los Olímpicos estaban acostumbrados a perfumes
más…agradables.
—No —corrigió—. No estoy aquí para hablar del Inframundo. Deseo tomar
una esposa.
Ella hizo un sonido ahogado. Si hubiera estado bebiendo, estaba seguro que
lo habría escupido.
—¿Una qué? Estoy segura que no te escuché bien, querido. ¿Dijiste que estás
aquí porque quieres la bendición de Zeus para tomar esposa?
—Así es. —Sabía lo extraño que debe sonarle. Sonaba extraño incluso para
él.
Pero no tenía elección en el asunto, y tampoco Zeus cuando terminara con él.
Su afecto por Kore era más profundo que el río Estigia, y lo había golpeado como
una piedra en la cabeza.
Hera lo miró de arriba abajo, pareciendo sopesar sus palabras. Siempre
sopesaba todo antes de aceptarlo. Asintió, finalmente.
—Está bien, de acuerdo. Esperaré hasta mañana para gritarle. Tómate tu
tiempo, Hades. Espero que sea buena contigo.
Escuchó el dolor devastador en sus palabras. Había visto cómo Zeus la había
tratado a lo largo de los años, y sabía cuán profundo era su dolor. Siglos
encontrando otro niño con sus ojos, sus labios, su nariz. Sabiendo que se habían
aprovechado de ella otra vez, o peor aún, que su marido ni siquiera se lo hubiera 84
preguntado antes de otorgar su “regalo” a una mujer mortal.
Pero Hera era demasiado fuerte para romperse. Incluso cuando su marido era
una pesadilla andante.
Sin darse cuenta que ya se había movido, Hades dio unos pasos hacia
adelante y tomó sus manos con las suyas. Se inclinó sobre una rodilla, inclinándose
ante la Reina de los Dioses.
—Te lo prometo, Hera. La trataré bien.
Su voto ardió en su garganta y convirtió las manos de la diosa en oro líquido.
Ella acunó su mejilla y le sonrió, de repente una mujer hecha de luz abrasadora.
—Te obligaré a hacerlo, Aidoneus.
A pesar de que lo estaba obligando a hacer un voto, se sintió bien escuchar a
alguien decir su verdadero nombre. No solo Zeus, sino alguien que se preocupaba
por él.
Suspiró y se puso de pie.
—¿En dónde está?
Señaló detrás de ella.
—Por allí. Tómate tu tiempo, Hades. Convéncelo tranquilamente. Ha tenido
una noche larga.
De repente, parecía ser la esposa cariñosa una vez más. Sabía que la máscara
que se había puesto sobre la cara era una que la preparaba para los dioses del más
allá. Los despertaría y los enviaría de regreso a sus propios palacios en el Olimpo.
Luego, Hera volvería con su marido infiel y plasmaría una sonrisa dulce en su
rostro.
La mujer era una leyenda tanto como un terror.
Asintió y atravesó la puerta. La vaporosa tela blanca ondeaba en los bordes
del pabellón. Un estrado sostenido por columnas de mármol se elevaba diez
escalones hasta un gran colchón de plumas lleno de innumerables almohadas
doradas y mantas amarillas. Las pieles blancas se derramaban de la cama al suelo. El
colchón se había desgarrado en algún momento, y unas plumas blancas cubrían a los
tres ocupantes de la cama.
Zeus con toda su gloria dorada yacía bocabajo, desnudo, con una ninfa debajo
de cada brazo. Una con cabello verde y otra rosa. 85
—Hermano —probó Hades.
Ninguno de los ocupantes de la cama se movió.
Estaba bien. Prefería despertar a Zeus de formas más creativas.
Hades agarró el borde de una manta y tiró con fuerza. Una ninfa cayó de la
cama con chillidos de sobresalto, y la otra cayó por un lado asustada, con las
extremidades volando en todas direcciones. Zeus intentó sentarse erguido, pero no
estaba en la posición apropiada para tal maniobra. En su lugar, todo lo que logró fue
enredarse aún más en sí.
—¡Quién se atreve a molestar al Rey de los Dioses! —gritó Zeus a medida
que se quitaba las mantas de golpe.
Sí, ciertamente el Rey de los Dioses. Con el cabello erizado de punta como si
lo hubieran electrocutado y dos ninfas corriendo lejos de él como si hubieran visto el
fin de los tiempos en su mirada.
Hades sonrió y se apoyó en un pilar de mármol.
—Veo que tuviste una buena noche. ¿Qué tal estuvieron las ninfas?
Zeus finalmente se fijó en quién lo había despertado. Se estiró hacia atrás y
tiró de una manta sobre su regazo, luego miró a su hermano con el ceño fruncido.
—¿Qué estás haciendo aquí? ¿No te eché?
—No puedes echarme del Olimpo, Zeus. Este es mi hogar.
Zeus lo señaló con severidad.
—Tienes un hogar. Te di uno nuevo para mantenerte fuera del mío. Todo el
Inframundo y aun así aquí estás, pidiendo sobras. ¿Cierto?
Oh, su hermano sabía que era mejor no usar palabras como esas. Pero Hades
necesitaba algo, de modo que también estaba intentando ser un hermano bueno y no
perder los estribos. Respiró profundo y se encogió de hombros.
—Nada en el Olimpo me tienta, lo sabes bien. Vengo a pedir tu bendición.
—No te daré bendiciones —refunfuñó Zeus—. Se supone que ni siquiera
debes estar aquí. Mira lo que les hiciste a las ninfas. Se fueron corriendo y estaba
planeando disfrutar de mi mañana con un poco de néctar.
De alguna manera, Hades estaba seguro que el néctar del que hablaba Zeus no
tenía nada que ver con la bebida que quedaba en la mesa. La mera idea le hizo 86
estremecerse de disgusto.
Dio un paso adelante y se paró junto a la cama.
—No. Necesito tu bendición para una unión. Un matrimonio.
—¿Ahora qué mortal es? —Zeus lo miró, y luego se protegió los ojos—.
Maldita sea, ¿por qué Helios levantó el sol tan temprano? Le dije que espere y nos
dé un poco de tiempo para despertarnos. Bueno, termina con eso. ¿Es esa semidiosa
con la que estás tan obsesionado? No recuerdo su nombre.
Hades no estaba obsesionado con ninguna semidiosa a menos que estuvieran
muertas, e incluso entonces descubrió que las criaturas eran más problemáticas de lo
que valían la pena. Era más probable que Zeus vigilara a los de su especie, pero eso
también se debía a que era el padre de la mayoría de ellos.
—No, Zeus. Quiero que des tu bendición sobre mi matrimonio. —Hades
sabía que ese sería el final de la resaca de Zeus, para bien o para mal.
Y así fue.
Los ojos de Zeus se despejaron, abriéndose de par en par, y luego se echó a
reír.
—¿Tú? ¿Casado? ¿A qué mujer maldeciría a esa vida?
Apretó los dientes.
—Kore. La hija de Deméter.
El Rey de los Dioses se volvió blanco como el interior de una concha. Hades
había pensado que Zeus sería un poco más atrevido, pero aparentemente estaba
equivocado.
Zeus se aclaró la garganta, luchó por encontrar palabras, y entonces
simplemente negó con la cabeza.
—Hermano —intentó Hades—. Me debes.
—No tanto. ¿Recuerdas la última vez que alguien peleó con Deméter? ¿No?
Yo sí. Cada mortal dejó de ofrecer sacrificios a todos los dioses, y sufrimos durante
casi diez años. Si quiere mantener a su hija encerrada en una jaula toda su vida,
entonces puede hacerlo. —Zeus luchó para levantarse de la cama, tropezando con
las sábanas enredadas y estando a punto de caer antes de enderezarse—. Esta vez
estás por tu cuenta.
—No te lo estoy preguntando, Zeus. 87
—Creo que eso es exactamente lo que estás haciendo. Quieres que te dé
permiso y sé con certeza que Deméter tendría mi cabeza. Ya tengo a una mujer
sedienta de sangre buscando matarme. —La mirada de Zeus se dirigió a la puerta—.
Hablando de eso, ¿has visto a mi esposa?
Hades no tenía tiempo para esto. Necesitaba conseguir una respuesta, y la
necesitaba ahora.
En un abrir y cerrar de ojos, se teletransportó directamente frente a Zeus.
Agarró los hombros del dios cuando Zeus se tambaleó hacia atrás, obligándolo a
permanecer en su lugar y mirar a Hades directo a los ojos.
—Eres su padre —gruñó—. Eres el único que puede entregarla, y te estoy
pidiendo que me la entregues a mí.
Zeus agitó un dedo en el aire.
—Ah, no. De hecho, eso nunca ha sido demostrado. Le soy fiel a mi esposa.
Hades señaló a las ninfas alejándose corriendo de su templo.
—Son ninfas —respondió su hermano con un resoplido—. No cuentan.
—Zeus, no tengo tiempo para esto. No voy a discutir contigo. Te estoy
diciendo que estoy aquí porque me debes una deuda y quiero tu bendición. —Hades
miró a los ojos de su hermano con una mirada pétrea—. Me enviaste al Inframundo.
Me engañaste para convertirme en su Señor y ahora me mantengo fuera de tu
camino. ¿Quieres que los Olímpicos sepan lo que sucedió en realidad cuando
dividimos el mundo?
El temblor en los hombros de Zeus era probablemente de miedo y a Hades no
le importó. Su hermano podía sufrir por toda la eternidad, y nunca compensaría lo
que Poseidón y él habían hecho.
Hades pudo haber estado intrigado por el Inframundo. Pero lo habían
engañado para que lo tome. Ahora, tendría una retribución por eso.
Zeus respiró profundo, y luego suspiró.
—Entonces, ¿qué quieres que haga? ¿Dar mi bendición?
—Sí.
—Entonces, la tienes. Toma a la chica. No me importa lo que le hagas, solo
mantenlo en secreto. —Zeus tiró de su manta hacia arriba y por encima de su
hombro como una toga—. No me interesa para qué la quieres o por qué la obsesión 88
repentina. Has lo que quieras con la chica, pero si Deméter hace un escándalo…
—No notará nada hasta que la chica se haya ido.
—Bien. —Zeus inclinó la nariz en el aire y siguió a las ninfas—. Entonces,
tienes mi bendición, Aidoneus. Con esa condición. ¡No quiero escuchar ni pío de
Deméter!
Hades no estaba seguro de poder mantener callada a la diosa, pero podía
alejar a Kore de ella sin que nadie se diera cuenta hasta que fuera demasiado tarde.
cortarlo.
D eméter cepilló el cabello de Kore con un peine de dientes finos,
tarareando en voz baja.
—Tu cabello está muy largo, hija. Quizás deberíamos

Kore se echó la pesada longitud por encima del hombro y se miró en el


espejo. Ahora casi le llegaba a las caderas, las hebras de caramelo oscuro brillando a
la luz del sol.
—Me gustaría conservarlo largo.
—Bueno, entonces tendremos que ponerlo en una trenza. No puedo cepillarlo
por ti todo el tiempo. —Deméter pasó el cepillo desde la corona hasta los extremos
una vez más—. Aunque lo disfruto. 89
Kore también. Eran momentos como estos cuando se sentía más cercana a su
madre. No estaban discutiendo ni teniendo un desacuerdo. Simplemente estaban
disfrutando de su tiempo juntas.
Suspiró y se reclinó contra el pecho de su madre.
—Gracias por dejarme conservarlo largo. Quiero usarlo como tú.
Deméter siempre tenía una diadema o una corona encima de la cabeza. Donde
la mayoría de las mujeres usaban el cabello en intrincadas trenzas, Deméter dejaba
sueltos sus rizos salvajes. Escapaban incluso del peso de la diadema y caían
alrededor de su rostro en ondas elegantes.
Su madre pasó una mano por la cabeza de Kore una vez más antes de volver a
poner el cepillo sobre la mesa.
—Entonces puedes usarlo como quieras, mi querida niña. Ahora, déjame
verte.
Kore se puso de pie, y su alma se sintió más ligera de lo que se había sentido
en mucho tiempo. Se veía hermosa en el espejo con su cabello castaño
resplandeciente cayendo hasta su cintura. Las túnicas pálidas que llevaba se parecían
más a un vestido que a un peplos. La tela transparente insinuaba la forma de su
cuerpo debajo de ella, y era la primera vez que notó sus curvas naturales. Podría no
ser la diosa más hermosa, pero era encantadora a su manera.
Tal vez podría contarle a su madre sobre Hades. Tal vez podría explicar que
ya no era una niña, y quería convertirse en mujer. Quería estar con él, de cualquier
forma que eso signifique.
Deméter lo entendería. Su madre ya estaba permitiendo que ocurrieran
cambios. Obviamente, no le importaba si Kore dejaba su cabello largo. Quizás eso
significaba que estaba dispuesta a dejar crecer a Kore. De hecho, podría convertirse
en la diosa que siempre había querido ser.
Abrió la boca para dejar que la historia se derrame.
Su madre la atrajo hacia sus brazos antes de que Kore pudiera decir una sola
palabra. Con la boca presionada contra el hombro de Deméter, se vio obligada a
permanecer en silencio mientras Deméter hablaba.
—Mi pequeña niña. Eres tan hermosa como el día que te tuve. —Deméter se
apartó y la sacudió—. No puedo imaginar cómo sería dejarte crecer alguna vez. Eres
mi niña para siempre, querida. Por siempre y para siempre. 90
Y solo así, volvió a ser la niña bajo el pulgar de su madre.
Era un sueño imposible pensar que Deméter le daría el margen suficiente para
casarse. Deméter quería que Kore permanezca exactamente donde estaba. Por
siempre y para siempre.
Suspirando, le sonrió a su madre y aceptó otro abrazo.
—Te amo, madre.
—Y yo a ti. Ahora corre. Encuentra a Artemisa y Pallas, ¿quieres? Sé que
Pallas aún está aquí. No volvería corriendo con sus padres tan pronto, y necesito que
Artemisa te cuide esta tarde.
Eso solo podía significar que Deméter no quería que su hija vea a un dios o
una diosa.
—¿Quién viene a visitar? —preguntó Kore. No creía que Deméter responda
en realidad. Su madre no le decía nada sobre sus visitantes.
Pero esta vez fue diferente. Deméter frunció el ceño y respondió:
—Zeus viene. No sé por qué ni qué quiere, pero de todos los dioses, no te
quiero cerca de él.
¿Su padre?
Kore solo había visto a Zeus unas pocas veces, y siempre actuó como si ella
no existiera. Había crecido sin la figura paterna que la mayoría de los niños habrían
tenido. Pero a él no le importaba si estaba feliz o sana. Diría que a él no le importaba
en absoluto que existía.
Solo por esa razón, a ella tampoco le importaba conocerlo.
Retrocedió, asintiendo.
—Las encontraré. Pallas puede convocar a Artemisa si tiene que hacerlo.
—Buena chica. —Deméter presionó su mano contra la mandíbula de Kore
por última vez—. Eres tan hermosa, y Zeus es tentado con demasiada facilidad.
La mandíbula de Kore se abrió cuando su madre salió de la habitación.
¿Deméter había olvidado que Zeus era el padre de Kore? ¿Por qué miraría a su
propia hija de esa manera?
Pero, supuso que los Olímpicos habían hecho cosas peores que encontrar a
sus hijas… no. Se negó siquiera a terminar el pensamiento. Su estómago dio un
vuelco sin darle vida a la imagen en su mente. 91
Necesitaba encontrar a Artemisa, y rápidamente. La cazadora no dejaría que
nadie la toque.
Ni siquiera Zeus.
Kore salió disparada de su habitación y corrió a los campos de trigo más allá.
Las plantas se aferraron a sus piernas y brazos, acariciando su cabello recién
cepillado y enredando los mechones largos. No le importó que los nudos fueran
imposibles de quitar más adelante, o que su madre tirara con fuerza de su cuero
cabelludo para deshacerse de ellos.
En este momento, era libre de nuevo. Finalmente, infinitesimalmente, libre.
Sus pies se levantaron del suelo hasta que sintió que podía emprender el
vuelo. Sus brazos bombearon a los lados, sus bíceps se flexionaron y sus músculos
se tensaron. Su cuerpo sabía qué hacer y cómo llevarla adónde quería ir.
Y eso era a cualquier lugar menos aquí.
Su madre podría ser maravillosa a veces, pero otras veces insistía en su deseo
de mantener inmóvil a Kore. Kore quería correr. Divertirse con las ninfas.
Encontrarse con otros dioses y sentir que era uno de ellos.
Ahora, todo lo que tenía que hacer era esconderse de ellos. Pero no por
mucho tiempo.
Mientras corría hacia el bosque al borde del mar donde las ninfas y las
oceánidas la esperaban, vio flores de narciso creciendo donde nunca antes habían
crecido. Vio el capullo de un ciprés elevándose con los pinos. Y supo que él estaba
viniendo por ella.

Después de todo su tiempo esperando, hoy era por fin cuando le pediría la
mano a su madre.
¿Qué diría Deméter? Al principio, por supuesto, diría que no.
Kore apartó una rama de su rostro y dejó escapar un suspiro frustrado. Su
madre ni siquiera consideraría un matrimonio para su hija, y Hades tendría que
disuadirla. Ella lo ayudaría. Su madre tendría que entrar en razón.
Irrumpió en el claro. Seis oceánidas estaban en su charco de agua salada.
Agitaron los brazos con entusiasmo con Pallas entre ellas. Tres ninfas se sentaban en
el borde de las rocas con los pies en el agua.
—¡Hemos estado aquí todo el día! —gritó Pallas—. ¡Tu madre dijo que 92
estarías aquí hace horas!
Cyane apareció detrás del hombro de Pallas. Su amiga era la única que le
importaba. Pero incluso los ojos de Cyane estaban completamente abiertos.
—¡Pensamos que te había pasado algo!
Sin aliento, Kore se dejó caer al suelo junto a las ninfas.
—Lamento hacerla esperar, su alteza. —Incluso sentada, logró una reverencia
exagerada—. Madre y yo estábamos pasando un tiempo de calidad juntas. ¿Dónde
está Artemisa?
Pallas se encogió de hombros. El sol brillaba en ellos como si estuviera hecha
de obsidiana suave. Las yemas de sus dedos resplandecían con todos los colores de
una concha de abulón. En resumen, hoy estaba particularmente hermosa. Y Kore se
sintió aún menos mujer a su lado.
Envolviendo sus brazos alrededor de su cintura, Kore lo intentó de nuevo.
—Madre dijo que llamarías a Artemisa para que me cuide.
—¿Y eso por qué? ¿No eres una diosa?
—Zeus está aquí.
Pallas se puso pálida y sus ojos se abrieron de miedo.
—¿Zeus? Bueno, entonces supongo que deberíamos buscar a Artemisa.
Sus ojos se cerraron cuando la ninfa llamó a su amiga más querida. Kore
sintió solo un ligero ardor de celos porque Artemisa le había dado permiso a la ninfa
para contactarla a través de sus mentes. La diosa era quisquillosa sobre a quién se le
permitía entrar en sus pensamientos.
Cyane flotó más cerca y apoyó la mano en la rodilla de Kore.
—No te preocupes. Artemisa te protegerá.
Y, aun así, Kore no estaba muy preocupada.
Artemisa apareció a la vista junto a ellas, estirando los brazos por encima de
la cabeza y bostezando.
—¿Qué quieren ustedes dos? ¡Estaba durmiendo!
En realidad, con los círculos oscuros alrededor de sus ojos y la forma
alborotada de su cabello, Kore se preguntó si Artemisa tendría resaca. Había visto a 93
su madre luciendo así más veces de las que podía contar.
—Zeus está aquí —intervino Pallas antes de que Kore pudiera responder.
La resaca desapareció de inmediato del rostro de Artemisa. El poder vibró a
través de su cuerpo y enderezó sus hombros. Giró su mano, arco y flechas
apareciendo en su espalda con el simple movimiento.
—¿Dónde?
Ambas miraron a Kore como si fuera ella quien se suponía que las guiaría a la
batalla. No sabía dónde estaba Zeus. Ni siquiera sabía si ya estaba aquí.
Kore levantó las manos y se encogió de hombros.
—No lo sé. Madre dijo que vendría hoy a visitarla, y que se suponía que tú
debías evitar que me meta en problemas.
Artemisa lanzó un suspiro de alivio.
—Oh, eso es todo. —El arco y las flechas desaparecieron de su espalda—.
Pallas, me preocupaste.
—¡Bueno, estaba preocupada! —Pallas le tendió la mano a Artemisa para que
la tomara—. Atenea podría ser mi hermana, pero tú…
Las palabras se interrumpieron. Kore tenía el presentimiento de que se estaba
perdiendo algo importante aquí, pero estaba demasiado alejada de su amistad para
saber qué era.
—¿Está pasando algo que no sé? —preguntó, entrecerrando sus ojos.
Tanto la ninfa como la cazadora se apartaron la una de la otra. Artemisa se
pasó una mano por sus rizos rebeldes y sacudió la cabeza con firmeza.
—No, Kore. Para nada. Las dos estamos aquí para asegurarnos que Zeus no
quiera casarse contigo, eso es todo. —El mero pensamiento era ridículo. ¿Un padre
casándose con su hija?
Estallando en carcajadas, Kore dejó que el sonido se filtre a través del claro
con las oceánidas y las ninfas. Los recuerdos de su conversación anterior en este
lugar fluyeron por su mente como las olas sobre las rocas.
Inspirada, se inclinó y agarró un cuchillo del cinturón de Artemisa. Se cortó
un mechón de cabello de la cabeza rápidamente, y se lo tendió a Artemisa para que
lo tome.
—Bueno, si ese es mi destino, entonces creo que estoy destinada a
sacrificarte esto. 94
Artemisa tomó el mechón de cabello y Kore sintió un pulso profundo en su
estómago. La magia se retorció en sus entrañas y supo que la ofrenda era más que
una broma. Era real. Y el día en que Hades pediría su mano, tal vez incluso el día en
que ella se casara, esto era significativo.
Quizás la cazadora no sintió lo mismo que Kore. Simplemente tomó el
mechón y se rio.
—Ah, sí, por supuesto, Doncella hija de Deméter. Acepto tu ofrenda.
El cabello estalló en llamas y desapareció, dejando atrás solo su olor acre.
Pero la sensación de magia arremolinándose sobre los hombros de Kore permaneció.
Aún podía sentir la unión, la magia temblando a través de su cuerpo.
Excepto que esta magia tiró de su propia alma. Le susurró que se interne en el
bosque. Deje atrás a las ninfas. Algo la esperaba en la oscuridad y las sombras.
Miró por encima del hombro. ¿Había una figura de pie junto a los troncos
sólidos de los árboles? ¿O fue un truco de sus ojos?
Se puso de pie lentamente. Las ninfas no notaron su movimiento, e incluso
Cyane flotó más cerca de Pallas para poder unirse a las demás en sus juergas.
Estaban demasiado ocupadas burlándose de Artemisa y Pallas por su pánico ante la
idea de que Zeus esté aquí. Reconoció vagamente las historias de cómo el Rey de los
Dioses amaba a las ninfas. Cómo disfrutaba de su compañía más que a su propia
esposa.
Las ninfas afirmaban que ningún dios era fiel. Por eso era mejor ser doncella.
Para evitarlos a toda costa.
La esperanza la fortaleció. Hades no era como su hermano, ni como ninguno
de los otros dioses. Si quería casarse, y Kore lo hacía, entonces se casaría con él. Era
el único dios del que estaba segura que no seguía los pasos de todos los demás.
Sus dedos desnudos golpearon el suave musgo del bosque. La tela pálida de
sus túnicas flotó a su alrededor como si fuera una rosa blanca comenzando a
florecer. Sus pétalos se desplegaron, floreciendo mientras se preparaba para volver a
verlo.
¿Qué diría cuando le hablara? ¿Le diría más palabras hermosas de adoración
y belleza?
Kore podría vivir de esas palabras para siempre. Tenía una forma de tomar lo
mundano y hacerlo glorioso. Todo lo que escurría de su lengua era cautivador. 95
Apoyó una mano en el tronco del árbol más cercano y se preparó. Un haz de
luz revelaba un pequeño claro en el bosque. Un musgo espeso cubría el suelo,
creando una alfombra de felpa para sus pies. Motas de polvo dorado flotaron y
bailaron ante su mirada. Pero fue la única flor de narciso en el medio del claro lo que
más llamó su atención.
Los hermosos pétalos blancos eran prístinos en su pureza. El centro amarillo
era tan vivo que parecía miel dorada. De alguna manera, sabía que este era el
momento en el que tenía que tomar una decisión.
¿Se quedaría en este lugar con su madre? ¿Se quedaría con Deméter por el
resto de su vida como la niña pequeña que todos pensaban que era adorable, pero
que nunca maduraría?
Pensó en las ninfas que la extrañarían. Eran criaturas delicadas, y anhelaría la
compañía de Cyane.
Artemisa pensaría que era su culpa. Y por eso, Kore sintió algo de culpa. Si
sacaba a Hades del Inframundo y lo subía aquí para encontrarse con su madre,
Artemisa sería la que más gritaría.
Aun así, no era exactamente lo que quería. Esta vida no era para Kore, y
nunca lo sería.
Entró en el claro y se arrodilló ante la flor. Extendiendo la mano, agarró el
tallo, lista para tirar.
Unas voces parecieron gritar desde el bosque, y una sola sonó como Cyane
gritando:
—Kore, ¿qué estás haciendo? ¡No!
Kore no escucharía a aquellos que querían seguir encadenándola. Ya no sería
la doncella, y en este momento, tomó su vida en sus propias manos.
Con un fuerte tirón, arrancó la flor de narciso del musgo.

96
E l narciso se alzó desde la raíz. Una ráfaga de poder salió disparada del
agujero pequeño que habían creado las raíces. Los árboles que la
rodeaban cayeron al suelo. Kore sostuvo el narciso aferrado en su
mano, pero presionó sus puños contra sus oídos mientras los ecos de los gritos se
filtraron desde la grieta pequeña en el suelo.
Oyó a Cyane gritar su nombre débilmente, pero no podía concentrarse en las
palabras de su amiga. Todo lo que podía mirar era el musgo a sus pies que se volvió
negro lentamente y luego se fundió en cenizas.
El agujero en el suelo era de donde provenía toda esta muerte. Estalló un
humo negro, y el musgo se desvaneció. El agujero se estaba haciendo más grande,
ya no una herida punzante en el suelo, sino una grieta desgarradora.
97
La flor se soltó de su agarre y presionó su mano contra su boca. Kore se
apresuró a retroceder. Había hecho lo único que nadie querría hacer jamás.
Había abierto un portal al Inframundo.
El retumbar de unos cascos resonó desde el interior de las fauces cavernosas.
No podía moverse por miedo a temblar de pies a cabeza. No sabía qué ejército
estaba arrastrándose del Inframundo, pero sabía que venían por ella.
Un corcel negro con cascos plateados centelleantes salió disparado del
desgarro en la tierra. Se encabritó sobre sus patas traseras, pateando el aire con los
cascos de metal destellando. La bestia rechinó los dientes y sacudió su gran cabeza.
Sus ojos rojos y abiertos la fulminaron con una mirada a medida que sus flancos
temblaban de ira.
Encima de la bestia cabalgaba un monstruo más horrible de lo que su mente
podría conjurar. Con un quitón negro y capa negra, su cuerpo parecía estar hecho
completamente de humo. El yelmo de hierro negro en su cabeza ocultaba la mayoría
de sus rasgos, pero esos ojos deslumbrantes de un azul profundo solo podían
pertenecer al Señor del Inframundo. Incluso la pluma sobre el yelmo era negra, con
humo saliendo de la parte superior y cayendo sobre sus hombros.
Dos hombreras cubrían sus hombros. Bocas de león abiertas con colmillos
revelados en gruñidos malvados. Sostenía una espada en la mano, que luego blandió
en alto con un grito enfadado.
¿La mataría? ¿Esa era la única forma de convertirse en la esposa de Hades?
Levantó un brazo sobre su rostro y se preparó para cualquier terror que
pudiera caer sobre ella. Hace mucho tiempo, una vez, Kore se había cortado con un
cuchillo. Recordó el trozo de carne que se separó y el extraño momento en el que no
le había dolido en absoluto. ¿Eso era lo que estaba sintiendo ahora?
El mayor tormento era esperar el dolor que sabía que sucedería. La muerte de
su virginidad proviniendo de la mano de un dios que de repente demostraba que no
tenía ninguna piedad.
—¡Kore! —Esta vez el grito vino de la propia Artemisa.
El grito de batalla de la cazadora resonó, fuerte y certero. Kore giró sobre
manos y rodillas, corriendo hacia su amiga con la esperanza de que la diosa pudiera
salvarla. Solo podía imaginar que Artemisa sería una oponente buena para Hades.
Seguramente la cazadora clavaría una flecha a través del yelmo del Señor del
Inframundo. 98
Pero, cuando corrió frenéticamente hacia su amiga, se dio cuenta que
Artemisa no estaba mirando para nada a Hades. Ni siquiera podía ver al dios.
El yelmo.
Entonces, los rumores eran ciertos. El yelmo de Hades de hecho lo hacía
invisible para todos aquellos quienes no deseaba que lo vieran.
Extendió la mano hacia Artemisa, rezando para que la cazadora enganchara
sus dedos a tiempo, pero un brazo grueso la rodeó por la cintura. La alzaron
bruscamente en la dirección opuesta y la sostuvieron contra un pecho ancho. Con la
espalda presionada contra su corazón, pudo sentir el latido atronador contra su
columna.
¿Estaba nervioso? ¿Temía que huyera de él para siempre?
No se suponía que sucediera de esta manera. Se suponía que él era el
pretendiente cariñoso que la alejaría de su familia con palabras delicadas y un toque
aún más delicado. No el guerrero en plena majestuosidad tronando a la tierra de
arriba y arrancándola de todo lo que conocía y amaba.
—¡Kore! —volvió a gritar Artemisa.
Hades tiró de las riendas y el caballo giró. Corrieron de regreso al
Inframundo con una velocidad que rivalizaba con el pegaso más veloz de las tierras.
Echó la cabeza hacia atrás y miró hacia el sol para echar un último vistazo.
Una última mirada a la vista más magnífica del cielo azul y las nubes blancas
mullidas. Saltaron a la oscuridad y el musgo se cerró sobre sus cabezas. Sellándola
en la oscuridad para siempre.
Por unos momentos, no vio nada en absoluto. Temió perder la vista para
siempre. ¿Eso no era lo que les pasaba a las almas que eran arrastradas al
Inframundo? Los mortales afirmaban que necesitaban monedas para cruzar el río, y
¿qué tenía ella? Nada más que el poder de hacer crecer las flores donde quisiera.
Luego vinieron corrientes de vista. Como la luz parpadeante de un rayo.
Vio un destello del azul, resplandeciendo en las profundidades más allá de su
visión. Entonces, las almas fueron fáciles de ver. Flotaban en el aire, como si
estuvieran bajo el agua. O quizás ella lo estaba. Sus ojos estaban cerrados en reposo
y la tela que vestían ondeaba alrededor de sus cuerpos.
El caballo debajo de ellos resopló, y Kore de repente se dio cuenta que estaba
presionada contra Hades. La parte posterior de su cabeza golpeaba contra su 99
clavícula con cada movimiento. Sus muslos sujetaban los de ella, manteniéndola
segura en su lugar pero también creando una jaula viviente de la que no podría
escapar.
Kore respiró profundo, cerró los ojos y trató de centrarse. Calma. Se esforzó
por aquietar el latido de su corazón y secar el sudor de sus palmas. Había querido
esto. Casarse con el Señor del Inframundo había sido el plan desde el principio.
Simplemente no se había dado cuenta que sería tan veloz.
Cuando volvió a abrir los ojos, todo el Inframundo se desplegó ante ella.
Dispuesto como un mapa, pudo ver cada detalle mientras el caballo galopaba por el
aire.
El río Estigia serpenteaba a través de arenas negras, con las almas penando en
sus orillas. Hacían gestos violentos, alzando sus puños en el aire y empujándose
unos contra otros. La tenue luz azul, emitida por alguna fuente que no podía ver a
través de la niebla, destellaba en las monedas en sus manos.
El Estigia burbujeaba, hirviendo de ira y odio. Un solo toque incineraría a
cualquiera de las almas, pero no parecían tener miedo en lo más mínimo. En su
lugar, aún luchaban y empujaban el uno al otro para llamar la atención de un solo
barquero.
Kore apartó el rosto de la locura. Intentó no mirar los horrores debajo de ella.
Pero concentrarse en su propia situación era de alguna manera peor.
Sin distracciones significaba que todo lo que podía sentir eran sus bíceps
gruesos presionados contra los costados de sus brazos. El calor de su aliento en la
nuca. Podía sentir los músculos de sus muslos ondeando mientras guiaba al caballo
lejos del río y hacia… algo. No sabía qué esperar de esta pesadilla de hombre.
Kore había pensado que era amable.
Había pensado que él era generoso y tranquilo con sus ojos oscuros llenos de
secretos.
Pero era como cualquier otro dios. Como cualquier otro hombre. Había
tomado lo que quería y, al hacerlo, la secuestró de todo lo que amaba.
Kore se sorprendió dando vueltas por ese carril de pensamiento y luego se
detuvo. No sonaba como su voz en su cabeza, sino como la de su madre. Sonaba
como una mujer que tenía miedo al cambio y que quería permanecer oculta en un
mundo que había creado.
Esa no era la voz que susurraba aventuras en su mente. No era la voz que le
pedía que sea algo más que una niña. Más que Kore, la doncella, de la que nadie 100
esperaba mucho.
Y se negaba a seguir siendo esa niña.
Moviéndose hacia adelante, aferró la melena del caballo y se inclinó sobre su
cuello grueso. Ignoró el miedo que se encendió en su pecho cuando sus ojos rojos se
giraron para mirarla. En cambio, miró hacia el Inframundo y se obligó a asimilarlo
todo.
Los espíritus los vieron pasar con los ojos completamente abiertos. Podía
verlos claramente ahora y el miedo que Hades inspiraba en ellos. Las almas que
flotaban en el aire, todas dirigiéndose al río Estigia donde pagarían sus deudas,
abrieron los ojos para observarla.
No sabían nada sobre una diosa en el Inframundo. Nadie les había dicho
cuando murieron que alguien estaría junto a Hades en sus juicios. Quizás este
conocimiento eventualmente volvería a los otros humanos.
Quizás sabrían que el Inframundo ahora tendría una reina.
Y si así eran las cosas, entonces necesitaba dar una mejor impresión.
Kore señaló el río Estigia.
—Sé muy poco sobre eso. Cuéntame.
No se había dado cuenta de lo rígido que se había mantenido Hades. En un
momento, era el señor de la guerra y al siguiente, se relajó. Las hombreras se
sumergieron con su alivio y sus manos aflojaron el agarre tenso en las riendas.
—¿Qué te gustaría saber?
Las aguas parecían despedir olas temblorosas de calor. Sin embargo, el fango
burbujeante no parecía caliente. Parecía helado como un río congelado.
Las olas se extendían desde el bote del barquero. Sostenía un palo en sus
manos que guiaba su nave a través del agua hasta un muelle sencillo donde
esperaban las almas. Batallaban, sosteniendo sus monedas para que sus ojos las
vieran.
Pero no eran estas personas las que más le interesaban. Kore señaló a un
grupo que esperaba a los lados. Los dedos de sus pies estaban tan cerca del agua que
una brisa simple los habría empujado hacia dentro.
—¿Por qué no están luchando por su lugar?
Echó un vistazo en su dirección. 101
—No tienen monedas.
Ella frunció el ceño.
—Sé que los mortales tienen que pagar para cruzar el río, pero nunca he
entendido por qué.
—Sus seres queridos deben asumir cierta responsabilidad en su muerte. Si no
pagan, no les permitiré pasar a la siguiente etapa de su vida. —Hades apretó las
riendas cuando bajaron al suelo. El corcel golpeó el suelo negro del Inframundo y de
sus pies salieron bocanadas de humo.
Hades se bajó del lomo de la bestia y pisó el suelo suavemente. Levantó las
manos hacia ella y esperó.
Para un hombre que acababa de completar un secuestro, no podía imaginar
por qué ahora estaba esperando. Pero se había dicho que sería más fuerte que la
diosa débil que él esperaba. Así que, no tomó sus manos.
Kore pasó sola su pierna sobre el lomo del caballo y aterrizó en el suelo con
pies ligeros. Inmediatamente, apoyó sus manos en sus caderas y sacudió la cabeza.
—Pero no lo entiendo. ¿Por qué tienen que pagar?
—Porque ese fue el decreto de los dioses. Saben lo que les exigimos, y
cuando sus seres queridos no demuestran ser dignos, ellos son los que pagan. —
Hades soltó las riendas, y el caballo se alejó—. Kore, podrás cambiar algunas cosas
por aquí. Pero la mayoría no lo hará.
Pero eso no le sentó bien. Eso no estaba bien.
Quería convertirse en su esposa porque había sentido que podía hacer algo.
Podía ayudar a la gente y cambiar la forma en que los dioses castigaban a los
humanos.
Deméter se había asegurado que Kore estuviera rodeada de mortales toda su
vida. De todos los dioses, estaba segura que era la que más se compadecía de ellos.
Adoraban a los mismos dioses en la tierra sobre la que caminaban, sacrificaban las
vidas de animales y personas para que los dioses fueran felices.
¿Y para qué?
¿Para ser arrojados al Inframundo sin una moneda presionada contra su ojo o
debajo de su lengua y luego vagar por toda la eternidad?
Se quedó mirando al grupo desafortunado con el corazón en la garganta.
102
—Si te doy monedas, ¿los dejarías pasar?
Hades suspiró. Alzó la mano y se quitó el yelmo, revelando ese rostro
hermoso pero demasiado perfecto. Como su hermano. Como todos los Olímpicos.
Otro suspiro, y supo que no le gustaría lo que iba a decir.
—Las monedas no serían suficientes. El pago debe provenir del reino mortal
y sus cuerpos donde sea que estén enterrados. No de una diosa.
Su voz se atascó en su garganta. Cuando finalmente respondió, sonó como un
graznido horrible.
—Pero tengo el oro. Si lo que quieres es oro…
—No lo es —la interrumpió.
Hades le tendió la mano para que ella la tome. Solo lo miró con repentina
aprehensión y miedo.
Este no era el Inframundo que había pensado que encontraría.
Este no era el hogar que había pensado que haría.
Se dio cuenta que era la niña que su madre decía que era.
Inocente. Ingenua. Y ahora iba a ser reina.

103
H ades supo cuando ella no tomó su mano que estaba lamentando su
decisión. O quizás simplemente le tenía miedo a este frío lugar
oscuro.
Muchas diosas habían venido aquí, esperando encontrar algo más que el
Inframundo de las leyendas. Pensaban que estaba escondiendo un reino de su propia
creación, uno que superaba los sueños más salvajes de Zeus.
Pero Hades no fue quien creó el Inframundo. No había construido los muros
del Tártaro, ni había dado vida a los Campos Elíseos. Él era su cuidador y su rey,
pero ese era el único título que reclamaba aquí.
Dejó que su mano vuelva a su costado e inclinó la cabeza hacia la diosa
hermosa que tenía ante él. 104
—Esposa, el Inframundo es tuyo.
Se puso rígida ante la palabra.
—Aún no hemos tenido una boda.
Otro recordatorio más de que era muy joven. ¿Demasiado joven? Esperaba
que no.
Hades se dio cuenta que sus pensamientos eran fantasiosos. Soñar con casarse
con la diosa más bonita que hubiera visto en su vida y luego llevarla al Inframundo
donde asumiría el trono sin dudarlo era… bueno. Un cuento de hadas.
Este lugar era tan monstruoso como su rey, y necesitaba recordarlo. Ya había
dicho las palabras floridas. Había hecho un trato con su padre y eso significaba que
ella se quedaría aquí, se arrepintiera o no de sus elecciones.
Esperaba que no se arrepintiera. Aunque nunca le había gustado vivir en el
Inframundo, no era un castigo tan terrible como la mayoría de la gente podría
pensar. Podría mostrarle los Campos Elíseos con su trigo ondulante y los espíritus
de héroes. Podría demostrarle que el Tártaro no era un reino de pesadilla, aunque los
Titanes contenidos podrían ser aterradores a su manera.
Solo tenía que darle la oportunidad de mostrarle todo lo que deseaba que ella
pudiera ver.
Un espíritu avanzó hacia ellos tambaleándose, con las manos vacías
extendidas.
—Por favor, señorita. ¿Una moneda?
—Diosa —lo corrigió, palmeando el hombro de Kore y alejándola del
muerto—. Fuera de aquí, espíritu. No encontrarás ningún refugio.
Considerando la forma en que ella se puso rígida bajo su toque, no fue la
respuesta correcta. Necesitaba recordar que ella tenía un corazón más blando que la
mayoría. Lo primero que había preguntado, después de ver todo el Inframundo
desplegado ante ella, era cómo salvar estas almas.
Era un tonto.
Kore lo miró fijamente con ira temblando a través de sus miembros. Tenía el
ceño fruncido y las manos en puños a los lados. Sin embargo, Hades no entendía su
enfado.
Eran espíritus mortales. No tenían nada que ver con los dioses una vez que 105
morían, y vivían una vida de lujo si eran buenos. No podía imaginar por qué le
importaría a ella, una diosa y una criatura que nunca vendría aquí después de su
muerte.
La muerte de un dios era permanente. Las luces se apagaban. Eran inmortales
por una razón y no tenían alma. Su inmortalidad era su otra vida. De modo que, ¿por
qué le importaba lo que sufrían los mortales?
Abrió la boca para explicar su proceso de pensamiento, pero ella ya se estaba
alejando de él. Pisando fuerte a través de la arena negra en dirección de su propia
elección. Lejos de él. Lejos de los espíritus.
—¿A dónde vas? —la llamó.
—¡A cualquier lugar excepto aquí!
Bueno, eso no era del todo posible. No sabía dónde estaban las puertas del
Inframundo, y ciertamente no las encontraría por su cuenta. Y se estaba dirigiendo
en la dirección correcta hacia su casa, así que supuso que no la obligaría a hablar
con él.
Hades la siguió y se preguntó con qué clase de criatura se había casado.
Y estaban casados, aunque no habían tenido una boda mortal. ¿Pensaba que
los dioses lo hacían?
Tenía que recordar que no se había criado en el Olimpo, donde su madre
debería haberla llevado. No sabía que los dioses no eran ritualistas. Le había pedido
la mano a su padre, y eso significaba que estaban casados. Listo.
Deméter tenía poco que decir en el asunto, gracias a todos los cielos porque
nunca los habría dejado casarse. Zeus era el fin de todo.
Pero si quería una ceremonia, supuso que podría dársela. Aunque,
considerando la ira irradiando a su alrededor en oleadas, no estaba seguro que aún
quisiera una ceremonia con él.
Entrecerró los ojos a medida que veía el suelo brillar a sus pies. ¿Estaba
usando magia?
Era una diosa de la tierra, al igual que su madre. Y eso significaba que
debería haber estado arrojando plantas en ira. Podía justificar la vista extraña al decir
que el Inframundo se negaba a cultivar cualquier tipo de planta, y que por eso se
veía extraño a su alrededor.
Pero las manchas negras en el suelo sugerían lo contrario. De hecho, casi 106
parecía que la tinta se esparcía con cada una de sus huellas. Filtrando muerte y
veneno dondequiera que pisara.
Quizás debería haber observado a esta diosa por más tiempo del que lo hizo.
Aparentemente, era mucho más poderosa de lo que jamás hubiera imaginado, y al
saberlo, se preguntó qué haría en el Inframundo.
Se llevó los dedos a la boca sin pensarlo y dejó escapar un silbido tan agudo
que ningún otro mortal o dios podía oírlo. Pero había una criatura en el Inframundo
que podía.
Unos pasos acolchados atravesaron la arena. Cerbero cargó hacia ellos con
los colmillos al descubierto y las tres cabezas ladrando con entusiasmo.
Por supuesto, su muchacho estaría encantado de que su maestro esté en casa.
Cerbero siempre hacía un estruendo cuando Hades regresaba. El perro no sabía
cómo mantener la boca cerrada la mayor parte del tiempo, o bueno, al menos los
tres.
Desafortunadamente, había olvidado advertirle a Kore qué esperar. Cerbero
ya estaba cargando hacia ella como si hubiera escapado de las puertas del Tártaro.
Una parte de él había esperado que ella se arrodillara y le diera la bienvenida
a la bestia gigante con los brazos abiertos. Era una persona que amaba a los
animales, había visto lo amable que era con los gatos callejeros alrededor de los
templos y cómo alimentaba a las ardillas fuera de la ventana de su dormitorio.
Pero esa no fue la reacción que dio. Kore chilló y alzó las manos. Un escudo
apareció entre Cerbero y ella, resplandeciendo con chispas de magia que podrían
haber dañado a la bestia si fuera un perro normal.
Cerbero había sido criado con magia toda su vida. Sabía cuándo un dios no lo
quería cerca, y había sido bien entrenado. Los espíritus mortales eran una presa fácil,
pero se mantenía alejado de la magia Olímpica enojada.
Las cuatro patas se clavaron en el suelo y patinó hasta detenerse justo antes
del escudo. Cerbero cerró la mandíbula, y miró a su alrededor para encontrar la
mirada de Hades con una pregunta en sus seis ojos.
Cerbero no le agradaba a los dioses. El monstruo sabía que a algunas
personas no les agradaría porque era una gran bestia con tres cabezas y espinas
afiladas en la espalda. Sin mencionar el movimiento de la cola que sospechosamente
parecía que podría haber sido una serpiente en una vida anterior.
107
Hades debería haber sabido que el perro sería demasiado aterrador para
alguien que nunca antes había estado en el Inframundo. Sin embargo, descubrió que
no le importaba que Kore tuviera miedo de la criatura. Estaba más avergonzado de
haber puesto a Cerbero en otra situación en la que alguien no veía la bondad en su
mirada.
Hades suspiró y rodeó su escudo.
—Incluso los animales aquí no son como arriba, diosa. —Hizo un gesto hacia
Cerbero—. Tendrás que acostumbrarte.
Miró a su perro como si fuera a atacarla.
—¿Todos son así?
Cerbero no era el mejor ejemplo de aquellos que fueron enviados a vivir al
Inframundo. No podía evitar que sus padres fueran tan monstruosos como él. Todo
lo que importaba era que el perro se portaba bien, estaba bien entrenado y
probablemente era la mejor persona que protegía el Inframundo. Y eso incluía a los
otros dioses que vivían aquí.
Hades se pasó las manos por el rostro y trató de recordarse que sabía que esto
sucedería. Nadie venía al Inframundo y pensaba: “Vaya, me encantaría vivir aquí el
resto de mi vida. ¿Dónde está mi nueva casa?”
La gente temía a las criaturas aquí. Temían a los monstruos que acechaban en
las sombras, y ciertamente no se enamoraban de ellos.
Si le daba más tiempo, disfrutaría de este lugar tanto como él. Eso esperaba.
Hades se dio la vuelta y señaló el enorme castillo que se alzaba en la niebla.
—Bienvenida a casa, diosa.
Ella miró hacia el palacio monolítico, aquel que había modelado según el
propio Olimpo. Deseó poder verlo a través de sus ojos por primera vez. Las paredes
circulares que habían inspirado el Coliseo. Los seis niveles se alzaban hacia la
oscuridad del cielo y se proyectaban en una impresionante luz azul. Las pasarelas
que estaban protegidas de la lluvia y la niebla por columnas negras talladas para
parecer mortales sosteniendo los techos. Era su refugio. Su hogar. El lugar más
hermoso que jamás hubiera visto o construido.
Y de repente, le aterrorizó darse la vuelta y ver su expresión. ¿Y si no estaba
impresionada? ¿Y si pensaba que este lugar era horrible y lamentaba haber venido 108
aquí?
Hades no tenía elección. Tenía que darse la vuelta. Tenía que ver su reacción
porque este lugar también sería su hogar.
Cerbero dejó escapar un gemido pequeño y se sentó a sus pies. Él echó un
vistazo por encima del hombro, sabiendo que incluso si ella tenía miedo, eso no
apartaría sus pensamientos de este lugar.
Afortunadamente, no mostraba una expresión de disgusto.
Aunque aún había un cierto nivel de miedo en sus rasgos, miraba al castillo
con asombro.
—¿Aquí es donde vives? —preguntó, su voz poco más que un susurro.
—Sí. —La palabra sonó reverente en su lengua—. Este es mi hogar.
¿Alguien más había mirado alguna vez el castillo del Inframundo con esa
mirada? Había calor en sus ojos, más que la curiosidad de una persona que estaba
viendo algo imposible, sino una mirada que significaba que en realidad podría
enamorarse de este edificio. Quizás este lugar.
No podía esperar que ella se enamorara de él. El amor era para hombres y
mujeres mortales. Los dioses tenían que contentarse con estar satisfechos unos con
otros.
Al menos, eso era lo que siempre había pensado. Ahora, la miraba con los
pies descalzos en la arena negra y se preguntó si podría estar equivocado.
La luz azul creaba un halo alrededor de su cuerpo, acentuando la fuerza de
sus brazos y la firmeza de sus hombros. La tela blanca de su túnica se movía con el
viento sutil. Los largos rizos de su cabello castaño que tocaban su cintura llamaron
su atención, y tuvo que apretar los puños a los lados para no envolver un puñado
alrededor de su muñeca.
Luego, su mirada se posó en sus labios rojos como bayas. Sabía que no era
solo el color lo que lo llamaba, sino el sabor a frambuesa de su lengua.
Era una luz resplandeciente en la oscuridad de este reino. Un faro brillante, a
pesar de que sabía que tenía que quedarse aquí. En la oscuridad.
Quizás su luz podría guiarlo.
Hades le tendió la mano para que la tome nuevamente. Le ofreció paz
después de toda la rabia que sentía y la ira que había dejado pisadas venenosas en su 109
tierra.
—Ven conmigo —murmuró—. Déjame mostrarte tu habitación.
Kore encontró sus ojos con una mirada dura. Aquí, no solo era la hija de
Deméter. Ya había entrado en el camino que él esperaba que tomara. El poder la
atravesaba y hacía vibrar el aire a su alrededor como olas de calor.
Ella extendió la mano y puso sus dedos delicados en los de él, suavemente,
lentamente, recordándole claramente que su toque era un honor.
—Me mostrarás mi castillo, Hades. —Sus palabras sonaron llenas de poder—
. Después de todo, soy reina.
El Duelo

110
A
mbrosius miró fijamente al oráculo y frunció el ceño.
—Dijiste que ella quería ir al Inframundo con él. Esa
historia aún suena como si la hubiera engañado.
—¿Lo hizo? —Las cejas del oráculo se levantaron hasta la
línea del cabello—. Extraño. Habría pensado que todo se debió a que Kore quería
vivir en el Inframundo. Porque Perséfone quería salir de la niña y tomar el control.
Él sacudió la cabeza.
—Creo que él la engañó. Dijiste que la historia estaba mal, pero él le
prometió un matrimonio y, en su lugar, le dio un Inframundo.
Su respuesta fue una risa cruel. 111
—Ves tan poco, mortal. ¿Quería casarse con Hades? ¿Cómo una virgen como
ella sabría que quería tocar y ser tocada? No. No estaba en absoluto interesada en él.
Quería un trono, y eso fue lo que él le dio.
Ambrosius no sabía cómo reconciliar eso con las historias que siempre había
escuchado sobre su diosa. Ella era la razón por la que no temía a la muerte. Había
dedicado toda su vida a estudiarla a ella y a su madre, pero ahora, se preguntaba si
debería haber estado estudiando a su esposo.
Se movió hacia adelante con la espalda dolorida, y se puso de pie.
—Oráculo, no entiendo tus palabras. La historia que prometiste cambiaría mi
opinión sobre la Reina de los Muertos, pero…
Saltó del altar y caminó hacia él con fuego en sus ojos.
—¿Cuál crees que era su intención al casarse con Hades?
—Dijiste que deseaba la oscuridad…
Lo silenció con un dedo acusador.
—Nunca dije que ella sabía lo que deseaba. La oscuridad era su esperanza y
su sueño. Es en lo que estaba destinada a convertirse. Pero eso no significa que
estaba dispuesta. No sabía en qué se estaba metiendo.
Pero eso tenía poco sentido. Perséfone era la diosa más poderosa que jamás
haya existido, al menos en su opinión. Por supuesto que sabía lo que quería. Por eso
había tomado el trono, pero también, fue una lucha para ella llegar allí.
Conocía la historia de su violación. Sabía que Hades salió del suelo y la
secuestró, pero no había sido su elección.
Deméter vagó por la tierra durante años, convirtiendo los campos en nieve
mientras buscaba a su hija. Los mortales habían sufrido horriblemente y su
sufrimiento era definitivamente culpa de Hades.
Perséfone no había sabido lo que haría Hades. No había disfrutado del
Inframundo cuando llegó y ciertamente no era la diosa que había entrado en la
pesadilla y pensó, esto servirá.
Había llorado durante cien años cuando la arrastró hasta allí. De ahí provenía
todo su poder, el dolor, la angustia.
Estaba feliz de volver con su madre y tuvo que ser arrancada de los brazos de 112
Deméter para regresar al Inframundo. Esa era la historia que conocía. La que les
dijeron cuando eran solo niños y una razón para temer a Hades.
Él era el monstruo.
No Perséfone.
Ambrosius sacudió la cabeza y abrió la boca para discutir.
La Oráculo lo señaló una vez más con el ceño fruncido.
—No digas nada, mortal.
Cerró la mandíbula con un chasquido audible.
—Bien —murmuró—. Sé que estás luchando con las historias que te han
contado, especialmente teniendo en cuenta la multitud con la que te encuentras.
Crees que Perséfone es la inocente en esta historia, ¿no? —Él asintió—. Crees que
ella era la pobre flor marchita que el hombre monstruoso del Inframundo le quitó a
su madre.
Una vez más, asintió, esta vez de forma más agresiva. Hades era el monstruo
de la historia, el villano definitivo que había destruido una luz vibrante y la había
convertido en la Reina del Inframundo, donde se esperaba que satisficiera todos sus
caprichos.
La Oráculo chasqueó la lengua.
—Mortales tontos, contando historias sobre personas de las que no tienen ni
idea. No, el monstruo no se la llevó. Ella era el monstruo.
El mero pensamiento fue aún peor. Perséfone era la diosa a la que llamaba
cuando le sucedían las peores cosas de su vida. Cuando perdió a su esposa e hija en
un accidente de carrera. Cuando sus padres habían muerto después de que una
hambruna golpeara sus cultivos. Era la única diosa que le había ofrecido consuelo y
ayuda.
—No es un monstruo —gruñó.
—¿Por qué crees eso? ¿Porque volvió con su madre y la luz?
—Sí —respondió, con convicción en la palabra.
—No. No regresó voluntariamente, mortal. Quería la oscuridad y la granada.
—La Oráculo hizo una pausa y humedeció sus labios—. Ella lo deseaba.
113
K ore miró hacia el techo oscuro de su habitación. Las sombras y la
niebla nunca se disipaban en este lugar. Siempre colgaban como una
manta húmeda sobre sus labios y boca.
Ya se había acostumbrado a eso, después de unas semanas en las
profundidades del Inframundo. Pero aún se sentía mal. Como si fuera una planta
regada en exceso e incapaz de crecer sin el sol.
En realidad, solo pensamientos tontos. No estaba más atrapada aquí de lo que
había estado en su propia casa hace unas semanas.
A veces se preguntaba si su madre sabía que se había ido. Deméter pasaba
semanas sin hablar con su hija, y tal vez este era uno de esos momentos. Podría ni
darse cuenta que Kore no había regresado con Artemisa y Pallas. 114
Apoyó la cabeza en sus manos rodando sobre su costado, y miró fijamente las
cortinas oscuras rodeando su ventana. Negras, como todo lo demás en el
Inframundo. Ébano como la noche o un azul marino profundo que rivalizaba con la
luz tenue que resplandecía en el cielo nublado.
Hades había intentado visitarla varias veces. Siempre llamaba a su puerta
respetuosamente, se aclaraba la garganta y le preguntaba si lo dejaría entrar. Kore
apreciaba su amabilidad, pero aún no estaba segura de querer verlo.
Tenía que resolver las cosas en su propia mente. No podía soportar ser la
mocosa hosca a la que no le gustaba la elección que había hecho. Pero este lugar era
tan…
Se sentó, su cabello revoloteando alrededor de su cabeza en todas
direcciones, la electricidad estática lo ponía de punta. Las sombras permanecían
demasiado cerca para su comodidad, pero no recordaba haberse sentido así cuando
llegaron por primera vez. Había una luz azul alrededor de los ríos.
Quizás había más rayos en todos los otros lugares del Inframundo y no había
explorado lo suficiente.
Al levantarse de la cama, se cubrió con un himatión transparente sobre su
túnica fina. Al menos no hacía mucho frío aquí, como decían los rumores.
Intentó con todas sus fuerzas no mirar hacia la puerta mientras planeaba
escapar de su habitación. Hades había sido respetuoso hasta ahora, y sabía que no
estaba siendo complaciente considerando que ahora estaban casados. Sabía lo que
debía esperar.
El matrimonio venía con ciertos beneficios para los hombres. Ella debería
estar sentada a su lado en el trono. Calentando su cama por las noches cuando la
visitara. En cambio, se encerró en su habitación y se negó a salir.
Una parte pequeña de ella, el lado malvado que quemaba campos enteros de
trigo cuando estaba enojada, quería ver qué pasaba. ¿Se volvería loco si le negaba
sus derechos divinos sobre su cuerpo? Después de todo, ¿probaría ser igual que sus
hermanos?
Tiró del himatión con más fuerza alrededor de su hombro. Hasta ahora,
Hades había demostrado que no era para nada como los otros Olímpicos. Y había
mantenido una distancia respetuosa, como lo había hecho cuando decidieron casarse
en un principio.
115
Kore no estaba segura si debería sentirse agradecida o frustrada.
De cualquier manera, necesitaba más tiempo para acostumbrarse a este lugar
y no… a él. No podía hacer dos cosas a la vez, y él tampoco podía esperar que ella
lo haga. Al menos, eso es lo que se decía.
Y esa era la razón por la que miró alrededor de la habitación buscando otra
forma de escapar. Quién sabía si tenía a ese perro esperando a que ella abra la puerta
para poder correr y decirle a su amo que estaba libre.
La única otra opción era la ventana. Kore se asomó y miró hacia abajo, cuatro
pisos más abajo, hacia la pasarela que conducía hacia otro río. No estaba segura de
cuál era, aunque no escuchó ningún llanto. Quizás era el Lete, el río del olvido.
Podría lavar su comida con el agua y olvidar que alguna vez había venido a este
lugar.
Dramática, habría dicho su madre. Tenía que dejar de ser una niña y
concentrarse en la tarea que tenía entre manos.
Kore se mordió el labio. Hasta ahora, no había tenido suerte cultivando
plantas en esta habitación. Pero había algo de luz ahí fuera, aunque tenue. Quizás
podría cultivar algo que suavizara la caída.
Extendiendo su mano, llamó a cualquier planta que pudiera florecer aquí.
Pensó que tal vez sería algo retorcido y repugnante. Una planta de cueva con
exudado escurriendo. Ante sus ojos, el musgo se convirtió en una gruesa cama
felpuda que esperaba a que cayera en sus brazos expectantes. Unos diminutos
helechos blancos relumbraban en medio de la cama gruesa, sus espirales tan
brillantes que podía verlos desde cuatro pisos más arriba.
—Vaya —susurró—. No sabía que crecías aquí.
Casi podía oír estas plantas en su cabeza. Como si tuvieran el espíritu de un
mortal dentro de ellas, o al menos más vida que las miles de plantas sobre el suelo.
La llamaban, esperando tenerla en sus brazos.
Sin tiempo para dudar. Kore se subió las faldas y las metió en la cinturilla de
sus túnicas, ciñendo sus caderas para el siguiente paso. Caer tan lejos al suelo no
sería fácil, pero no estaba dispuesta a dejar que nadie supiera que estaba
deambulando por el castillo.
Saltó por la ventana y cayó por el aire. El viento silbó en sus oídos y por un
momento perdió todo el aliento en sus pulmones. ¿En serio había saltado a la
muerte?
116
Los helechos la atraparon primero, estirándose para ayudarla a bajar sobre el
lecho de musgo. Eran casi como dedos, acariciando sus costados y cepillando su
cabello antes de soltarla. Sana y salva, sin rasguños ni magulladuras en ella.
Kore miró hacia la ventana por la que había caído. En serio era muy alto.
—Gracias —susurró—. Eso fue muy amable de tu parte.
Las plantas se disolvieron debajo de ella hasta que estuvo tendida en el
camino de piedra. Volvieron de dondequiera que vinieran, pero aún podía sentir sus
pensamientos tiernos y su naturaleza amable. Quizás no era tan malo aquí si las
plantas eran de ese tipo.
Los pilares negros del castillo se alzaban a su alrededor. Algunos de ellos
eran pilares regulares como estaba acostumbrada, pero otros estaban tallados en
figuras grotescas de hombres esforzándose por sostener el peso significativo del
techo sobre su espalda. Algunas mujeres hermosas y diosas sosteniendo urnas de las
que brotaba agua. Una en particular le llamó la atención.
Era la figura de un hombre sin camisa. Llevaba el quitón bajo a la cintura,
atado alrededor de sus caderas en lugar de tirado por encima del hombro. Su cabello
oscuro era totalmente liso y caía sobre los hombros como si fuera agua. El mármol
blanco de su cuerpo tallado brillaba a la luz, como si el artista lo hubiera pulido.
Unas alas de mármol negro se extendían detrás de él, cada pluma tallada con tanto
cuidado que podía ver las líneas tenues donde una vez habían estado rizadas.
Y entonces se movió.
Jadeó y se arrastró lejos de él hasta que su espalda golpeó otra columna. La
estatua avanzó hacia ella con una sonrisa maligna.
No, no una estatua. Había visto hombres tan apuestos antes, y eran muy
reales.
—Hola —dijo el hombre. Su voz sonó ronca, como si alguien le hubiera
cortado la garganta y no se hubiera curado bien—. Me preguntaba cuándo conocería
a la nueva reina.
Tragó con fuerza.
—Mi nombre es Kore. ¿Cuál es el tuyo?
Él se rio entre dientes, y el sonido fue como clavos chirriando sobre piedra
recién cortada.
—Tánatos. Aquel a quien los mortales olvidan.
117
Tánatos. Dios de la Muerte. Él era el único cuyo aliento olía a carne podrida y
cuyo tacto podía matar. Incluso Deméter le temía con sus dientes puntiagudos y su
sonrisa malvada. Podía quitarle la vida a un dios si lo deseaba.
Respirando con dificultad, intentó alejarse aún más de la criatura mortal, pero
se encontró total y absolutamente atrapada. Tánatos abrió sus alas ampliamente,
extendiéndolas a su alrededor hasta que no hubo ningún lugar adonde escapar.
Nunca debería haber salido de su habitación. Hades le advirtió que aquí había
criaturas que podían lastimarla, criaturas que…
—Tánatos —espetó una voz—. ¿Estás intentando asustar a la chica? Ya sabes
los rumores aterradores que han difundido los Olímpicos. Estoy segura que ha oído
más que suficiente sobre tu pasado tortuoso.
Una mujer salió de las sombras. Esta era oscura como la noche. Su cabello
era negro como la obsidiana y su piel de un tono oscuro como los árboles
centenarios del bosque. La luz azul del Inframundo la hacía brillar, o tal vez era
simplemente la estática de la magia a su alrededor. Se había trenzado el cabello en
mil mechones de trenzas apretadas y, en los extremos, las cuencas chocaban entre sí.
Kore miró más de cerca y se dio cuenta que cada cuenca estaba tallada en un cráneo
diminuto. Una única llave esquelética colgaba de su cuello, y orbes pequeños como
rayos de luna creaban un halo alrededor de su cabeza.
—Hécate —susurró.
La diosa de la brujería. Otra figura aterradora que adorarían los mortales. Los
había visto sacrificar cachorros a esta mujer, y siempre la hacía llorar cuando lo
hacían.
Hécate clavó su codo en el costado de Tánatos, a través de su ala.
—¿Ves? Te dije que los mortales hablaban de mí.
—No soy mortal —corrigió Kore.
—Oh, lo sabemos, querida. Pero bien podrías haber sido criada como una.
Verás, te hemos estado observando durante mucho tiempo. —Hécate señaló a
Tánatos—. Él está bastante obsesionado con espiar a los otros dioses, y tú fuiste
todo un espectáculo. Tu madre en serio te encerró allí por un tiempo.
¿Estos eran los dioses terroríficos? ¿Estas eran las dos figuras de la muerte
que asustaban tanto a los mortales como a los dioses?
Kore frunció el ceño.
—Pensé que se suponía que ustedes dos son más…
118
—¿Aterradores? —preguntó Hécate.
Tánatos desplegó sus dientes puntiagudos en una sonrisa.
—¿Monstruosos?
Arrugó la cara, frunciendo el ceño y frunciendo los labios.
—Sí, ambos. Pero no parecen para nada así.
Hécate volvió a dar un codazo en el costado de Tánatos.
—¿Ves? Te dije que era más inteligente de lo que parecía.
—Nunca dije que sería simple —refunfuñó.
—No, dijiste que sería una campesina después de crecer con Deméter. Ahora,
paga. —Hécate extendió su mano por un par de monedas que Tánatos puso en su
palma.
Kore de repente se dio cuenta por qué se había sentido tan incómoda aquí
mientras languidecía en su habitación. Los espíritus que habían pasado, los que
esperaban sin una sola persona que los ayude. Esas eran las personas que aún la
estaban molestando.
Quería ayudarlos. No quería que se queden en las orillas del río Estigia por
toda la eternidad solo porque su familia no podía permitirse un entierro. Y esas
monedas parecían muy familiares.
—¿Qué son esas? —preguntó, sentándose y cruzando las piernas.
Se llevó las manos a las rodillas con gracia y esperó mientras los dos dioses
se miraban entre sí. Era casi como si se hicieran la misma pregunta en silencio.
¿Podemos decírselo?
Ahora que no tenía tanto miedo de los dos dioses extraños, Kore no iba a
permitir que la despidieran. Chasqueó los dedos.
—Vamos, no hay nada de malo en decirme qué monedas tienen.
Hécate las levantó.
—Los mortales no pueden pasar al Inframundo sin ellas, pero estas están en
todas partes por eso. Las usamos para hacer apuestas entre nosotros.
—Apuestas que suelo ganar —gruñó Tánatos. Se cruzó de brazos y pareció
un niño al que habían engañado.
—Claro que sí —respondió la diosa. Palmeó las monedas y las puso en una 119
bolsa pequeña en su cintura—. De cualquier manera, tengo una habitación entera
llena de ellas. También Tánatos. Es difícil hacer un seguimiento de quién gana y
quién pierde.
—¡Voy ganando! —espetó.
A Kore no le importaba quién ganaba o quién perdía. Todo lo que le
importaba era poner sus manos en algunas de esas monedas.
Empujándose hacia arriba, se puso de pie y se quitó el polvo de las manos
sobre su himatión.
—Si hiciera una apuesta con ustedes, ¿podría ganar un par de monedas?
Ambos dioses ante ella se pusieron firmes. Se enderezaron y la observaron
con sospecha. Como deberían. Kore estaba tramando algo, y era un plan que a
Hades no le gustaría. Pero quería un par de esas monedas, y las quería ahora.
Tánatos la miró de arriba abajo.
—¿Qué tienes para apostar?
—Soy la nueva Reina del Inframundo. Seguro que tengo algo que querrías.
—Kore se cruzó de brazos—. ¿O crees que no puedo convencer a Hades de que
pague si pierdo?
Hécate se rio.
—Oh, para nada una campesina. Mi reina, si deseas hacer una apuesta con
nosotros, ni Tánatos ni yo te lo negaremos. ¿Qué te gustaría apostar?
No había esperado que se inclinaran ante ella tan fácilmente. Ahora, tenía que
pensar en una apuesta que sabía que ganaría.
Se llevó un dedo a los labios, y tramó durante unos momentos. Se tomó su
tiempo, asegurándose de tener todas las oportunidades de ganar esas monedas.
—Te apuesto a que puedo vencer a Tánatos en una pelea —respondió Kore al
final.
El silencio repentino fue ensordecedor. Fue Hécate quien respondió con un
tartamudeo:
—¿Disculpa?
—No en una pelea a muerte, por supuesto. Y no con armas. Pero estoy segura 120
que puedo hacer que se congele en su lugar y no podrá poner ni un solo dedo sobre
mí. —Kore apretó sus manos en puños contra sus costillas. Era una declaración
severa, lo sabía. Y tal vez no le creerían.
Tánatos miró a Hécate, luego a ella.
—Eso es indignante.
—Solo necesito que aceptes la apuesta.
Hécate frunció el ceño.
—¿Por qué quieres tanto las monedas?
No, no estaba dispuesta a caer en esa trampa. Kore sacudió la cabeza y agitó
los dedos hacia ellos.
—No voy a decirte eso. Acepta el trato o no.
Los otros dos se miraron entre sí y después volvieron a mirarla.
—Bien, acepto. Pero no en una pelea o Hades me matará. La primera persona
en poner de rodillas al otro, esa es la victoria —refunfuñó Tánatos.
Supuso que podía hacer eso.
—De acuerdo.
No le dio otro segundo para pensar. Tánatos se lanzó hacia ella con las alas
desplegadas y los brazos extendidos. Había olvidado que ella había crecido con
Deméter y todas las cosas verdes que acudían a su llamado. Y que ya había
descubierto que su magia funcionaba aquí.
Con un movimiento de su muñeca, Kore convocó a las enredaderas que
habitaban en las cuevas para que salieran del techo como látigos. Se enredaron
alrededor de sus alas, brazos y piernas. Como si hubiera volado hacia una red, quedó
suspendido entre el suelo y el techo en cuestión de segundos.
Sus ojos se abrieron por completo en estado de shock. Tánatos dejó escapar
un gruñido:
—¿Qué? —Antes de que ella lo dejara ir.
Hécate se estaba riendo con tanta fuerza que lágrimas brotaron de sus ojos.
Hizo un gesto con la mano.
—Tenga, reina. ¡Tómalas, tómalas!
Ella arrebató las monedas antes de que ninguno de los dos pudiera cambiar de 121
opinión. Kore aferró el oro contra su corazón, se giró y avanzó hacia los ríos.
Ahora, solucionaría este problema que la había molestado durante
demasiadas noches. Con o sin el permiso de Hades.
—T ú, ¿qué? —preguntó Hades. Se pellizcó el puente de la
nariz e intentó con todas sus fuerzas mantener la calma y
la compostura.
Tánatos y Hécate estaban frente a él. El primero se frotaba el cuello como
solo hacía cuando se estaba metiendo en problemas. Esta última lo miraba como si
estuviera loco por regañarlos.
Hécate fue la primera en responder.
—Le dimos algunas monedas y la dejamos vagar. Es la Reina del
Inframundo, Hades. Puede hacer lo que quiera.
—Estoy de acuerdo. —Se inclinó sobre su escritorio de caoba y reunió sus
dedos, tocándose los labios—. Y puede ir dónde quiera una vez que le enseñe los 122
alrededores. ¿En serio crees que vagar por el Inframundo sin protección es una idea
inteligente para nuestra futura reina?
Tánatos estiró uno de sus hombros con una mueca obvia.
—Creo que puede cuidar de sí misma.
Hades se negó incluso a mirar al dios de la muerte después de eso. Tánatos
sabía que su opinión era innecesaria, y completamente indeseable si todo lo que
podía hacer era decir tonterías. Hades centró toda su atención en Hécate, la única en
la habitación, aparentemente, que podía tener algún sentido.
—¿Quiero saber?
—No, mi lord.
Por supuesto que no. Se metían en el peor de los problemas cuando estaban
juntos, y nunca debería haberlos dejado salir antes de primero presentarles a Kore. O
al menos hacerles saber que ninguno de los dos la tocaría.
Monedas. Dijeron que quería monedas. Bueno, ¿a dónde iría con eso?
La respuesta le llegó clara como el día. Lo había estado evitando desde que
fue cruel con ese espíritu, aunque quería contarle por qué temió la intención del
mortal. Se había abalanzado sobre Kore para salvarla, y su gruñido enojado no tenía
ningún merito. Jamás habría lastimado a un espíritu.
Y, sin embargo, aún estaba molesta. Estaba seguro que ese era el problema, y
que era algo que pensaba que podía solucionar.
Nunca debería haberle dicho que las monedas eran especiales. Lo primero
que haría una vez que se liberara de sus habitaciones sería frustrarlo. Era una niña y
además poderosa.
Estaba hecha para rebelarse, preparada y lista para descargar sus frustraciones
con alguien, cualquiera. Y esa persona resultó ser él porque su madre no estaba
cerca.
Se puso de pie y se estiró.
—Voy a encontrarla. Con suerte, Cerbero no se ha salido con la suya con ella.
—¿Qué, besándola hasta morir? —preguntó Hécate—. Parte de la razón por
la que todo el mundo le tiene miedo al Inframundo es que fomentas sus rumores. Tú
y yo sabemos que mientras ella se mantenga alejada de las puertas del Tártaro, está
bien.
123
Ninguno de los dos podía saberlo con certeza.
—Aún planeo castigarlos a ambos por esto —los regañó—. Pero primero
tengo que encontrarla.
Hécate palideció y Tánatos volvió a rascarse la nuca.
Mientras salía de la habitación, se preguntó por su propia ira. No debería ser
tan controlador sobre lo que hacía o a quién veía. Hades sabía que era mejor no
involucrarse tan emocionalmente como para perder la coherencia. Ella solo era una
niña aprendiendo sobre el lugar nuevo donde vivía. Eso era todo.
Y, aun así, no pudo evitar pensar que era más que eso. ¿No había sido más en
el templo de Artemisa? ¿No había sido más cuando ella arrancó el narciso del suelo
y lo liberó al mundo de Deméter?
Era la chica que todos pensaban que era una niña que entregó su alma al
Señor del Inframundo sin miedo alguno. Y aunque se estremeció cuando llegaron
por primera vez, no se inmutó ante las vistas que la aguardaban.
Seguro, podría subestimarla. Pero Hades se creía más inteligente que eso.
Considerando que ya sabía dónde encontrarla, se tomó su tiempo para
caminar por la playa de arena negra. Sin embargo, no tardó en darse cuenta que lo
estaban siguiendo. Con un suspiro profundo, llamó por encima del hombro:
—¡Pensé que te había despedido, Hécate!
La diosa de la brujería se materializó de la nada detrás de él. Sostenía sus
brazos cruzados sobre el pecho y un ceño fruncido estropeaba su rostro
generalmente bonito.
Hades esperó unos minutos mientras avanzaban por la playa. No dijo nada.
Por lo general, una mala señal teniendo en cuenta que significaba que estaba a punto
de estallar de decepción o estaba a punto de gritar. Rara vez había una opción en la
que no lo regañara cuando tenía que pensar en lo que iba a decir.
Hécate eligió sus palabras, finalmente.
—Tal vez deberías dejarla explorar por un tiempo por su cuenta.
—¿Por qué habría de hacer eso? —Hades se detuvo, volviéndose
completamente hacia la diosa en quien confiaba su vida—. Pensé que había dejado
muy claro por qué era peligroso para ella deambular sola.
124
—Teniendo en cuenta que colgó a Tánatos por sus alas con nada más que
enredaderas que convocó de la nada, creo que estará bien. —Hécate dejó que sus
brazos caigan a los lados—. Es una diosa, Hades. No una ninfa que has traído hasta
aquí como sueles hacer.

Hizo una mueca.


Tenía que sacar a relucir sus errores pasados. Las ninfas eran un poco…
bueno.
Antes había disfrutado de su compañía, y temía que los otros dos Olímpicos
pensaran que la había elegido como esposa solo porque era muy similar a una ninfa.
Sin duda, Kore era lo más cercano que podía estar de casarse con una de las
criaturas ágiles. Sería impropio que se case con una ninfa, pero ¿Kore? Era una
diosa criada por ninfas.
No, no era por eso que estaba tan interesado en ella. Hades se sintió atraído
más por su poder y todas las cosas que la convierten en una diosa, no por los rasgos
que eran semejantes a una ninfa.
Se dijo a sí mismo que esa era la verdad y entrecerró la mirada sobre Hécate.
—¿Qué estás sugiriendo?
—Estoy sugiriendo que dejaste a Minthe aquí a su suerte durante mucho
tiempo, y Kore podría ser fácilmente la próxima ninfa que dejes de lado. —Hécate
no arrojó ninguno de sus puñetazos normales. Aterrizó sus golpes en forma de
palabras espetadas que de todos modos dolieron igual—. Esta es diferente, mi lord.
No es un juguete para jugar.
—Soy muy consciente de eso. ¿Por qué crees que me casé con la chica en
lugar de traerla aquí por entretenimiento? —Se pasó los dedos por su cabello—. No
veo por qué esto es de tu interés.
—Todas las mujeres son de mi interés, Hades. —La mirada de Hécate se
volvió hacia un lado, hacia el Lete donde tantos espíritus femeninos bebían para
olvidar—. Conozco el dolor de sus almas.
Y, oh, cómo gritaban. Algunas noches, sus lamentos hacían que incluso
Hades se pusiera blanco como el papel. No sabía cómo ayudarlas y, a decir verdad,
nadie podía. Solo las aguas del Lete eliminarían el dolor que habían sufrido durante
sus vidas mortales. Y cuando salieran del otro lado, volverían a estar enteras.
Él suspiró. 125
—Escúchame, Hécate. Estoy haciendo mi mejor esfuerzo. Y creo que lo
mejor que puedo hacer por ella es asegurarme de introducirla a nuestro mundo
gradualmente.
—Solo ten cuidado con ella, Hades. Te lo vuelvo a recordar, no es como las
demás. —Hécate arqueó una ceja—. Especialmente no como la última ninfa que
trajiste a casa.
—Entiendo que Minthe no es muy querida en el Inframundo. —No había
nada que pudiera hacer al respecto. Él le había prometido una vida aquí, y aunque ya
no disfrutaban de la compañía del otro, eso no significaba que iba a incumplir su
palabra.
Minthe solo era una ninfa para el resto del mundo. Y una ninfa podía ser
utilizada y abusada por cualquiera que quisiera tocarla. Así había sido antes de que
le diera refugio a Minthe en el Inframundo. Antes de que él cayera bajo su hechizo.
Era hermosa a su manera. De cuerpo ágil con cabello oscuro y ojos límpidos
que siempre se llenaban de lágrimas cuando no conseguía lo que quería. Odiaba eso
de ella y lo amaba al mismo tiempo. Sabía cómo tirar de sus hilos, incluso ahora.
Hades inclinó su cuello hacia un lado intentando relajarlo.
—¿Asumo que mencionaste a Minthe por alguna razón?
Hécate se encogió de hombros.
—Solo un pensamiento para tener en mente mientras tu nueva novia vaga por
el Inframundo. Podrías haberla cortejado aquí, Hades. Pero eso no es igual al amor.
—Somos dioses —respondió, las viejas palabras escociendo incluso mientras
las decía—. No amamos.
Los ojos de la diosa se oscurecieron con tristeza.
—Pero ¿y si pudiéramos?
Se alejó de él, dejando una pregunta ardiendo en su mente. ¿Y si los dioses
pudieran enamorarse? Siempre había pensado que no podían. Ese era el precio de la
inmortalidad. A Hades le habían dicho eso durante toda su vida, de los otros
Olímpicos, incluso de los Titanes en lo profundo de los fuegos ardientes del Tártaro.
Tampoco creían en el amor por los inmortales.
Y aun así…
Dirigió su mirada hacia la playa donde podía ver el ligero faro de su luz. Una
mujer pequeña, solo una mancha en el horizonte, pero tan pálida y hermosa que casi 126
parecía un fantasma.
Sabía que si quería el mundo a sus pies, arrasaría las tierras por ella. Y si
quería las estrellas en el cielo, las arrancaría solo para que ella pudiera sonreírle. Esa
cantidad de emoción por otra persona era sorprendente en tan poco tiempo.
Ese miedo le advirtió que se lo tome con calma. No le importaba si ella se
escondía en su habitación, porque tampoco sabía lo que le diría.
—Amor —dijo resoplando—. Eso es imposible.
¿Pero lo era?
Se llevó los dedos a los labios y silbó con fuerza. Al menos si iba a dejarla
vagar, quería que alguien la vigile. No tendría tiempo para ayudarla si un espíritu se
arrojaba hacia ella nuevamente.
O peor aún, si otro dios decidía que querían bajar y visitar a Hades, una
posibilidad remota, pero aún una posibilidad. No quería arriesgarse a que Deméter
supiera quién se había llevado a su hija.
Al menos, aún no.
Su nueva suegra tendría un ataque al corazón cuando se diera cuenta que
Kore se había casado con su enemigo jurado. Si no intentaba ahogarlo con plantas,
la primera vez que se volvieran a ver, definitivamente intentaría robarle a Kore.
Habría tiempo para resolver todo esto. Pero primero, Hades quería que se
enamore de su nuevo hogar.
Cerbero se acercó a su lado, dejando su puesto a las puertas del Inframundo.
Con las tres lenguas colgando, el perro miró de Kore a Hades, y luego de regreso.
—Voy a darle tiempo para ella —murmuró—. Cuida de ella, muchacho.
Asegúrate que no se meta en problemas.
Cerbero entrecerró los ojos y pareció asentir bruscamente antes de correr
hacia la novia de Hades. Había muchas diferencias entre su perro y los animales
mortales que vagaban por las tierras de arriba, y la más grande era que Cerbero
entendía el idioma que hablaba Hades. Si sus lenguas tuvieran una forma diferente,
la bestia incluso podría haber hablado.
Su padre ciertamente lo hacía.
Resoplando, Hades avanzó tranquilamente por el Lete. Quería ver qué haría
esta vez con Cerbero. ¿Volvería a gritar? ¿Desmayarse? No sabía qué esperar de la 127
mujer, porque una parte de él aún pensaba que era lo suficientemente valiente como
para enfrentar directamente a Cerbero.
Después de todo, había luchado con el dios de la muerte.
Y ganó.
K ore caminó por el Lete hasta el lugar donde se encontraba con el
Estigia. Era extraño estar de pie junto a las aguas legendarias cuando
había escuchado tanto sobre ellas. Deméter solía contarle historias
de dioses y héroes que hicieron votos junto a las aguas del Estigia.
Lo había construido en su mente como este lugar glorioso donde solo los
dignos podrían pararse. Pero en realidad, era frío y húmedo.
A diferencia del Lete, el Estigia no parecía burbujear con gritos o llantos. Las
aguas hirviendo solo eran agua, aunque recordaba bien las historias. Era el río del
odio, y las aguas eran más venenosas que cualquier sustancia de la tierra. Sin
embargo, este era el río por el que se transportaba a las almas cuando querían pasar a
la siguiente etapa de su existencia mortal.
128
Un alma era algo frágil, pero algo con lo que los mortales fueron bendecidos.
Los observó mientras veían el agua esperanzados. Deseaban un lugar de descanso
final en los Campos Elíseos, donde reposaban todos los héroes. O tal vez
simplemente esperaban los Prados Asfódelos, un lugar que no era divino pero que
ciertamente no era el peor. La neutralidad era lo mejor para la mayoría de los
mortales.
Ninguno de ellos esperaría los Campos de Duelo, aunque tenía la sensación
de que algunos espíritus podrían hacerlo. Si no querían olvidar con las aguas del
Lete, tal vez querían pasar el resto de su existencia de duelo.
Enroscó los dedos alrededor de las monedas. No había muchas de ellas, por lo
que tendría que tomar sus decisiones sabiamente. Es posible que algunas de estas
personas no sean dignas de ir a los Campos Elíseos, o incluso a los Prados
Asfódelos.
Algunos de ellos podrían merecer permanecer en los bancos.
Kore no sabía cómo se suponía que debía elegir.
Todos los espíritus se agrupaban en las orillas del río con sus ojos totalmente
abiertos observando al barquero mientras remaba lentamente hacia ellos. Caronte
estaba de pie en la embarcación de madera con piernas robustas y brazos nervudos.
Se aferraba al único palo que hundía continuamente en las aguas y empujaba el bote
hacia adelante. Desde donde estaba Kore, no podía adivinar qué aspecto tenía,
además de esquelético y misterioso.
No debería concentrarse en él. En su lugar, debería mirar a los espíritus
azules que querían algo más que una eternidad de espera. No, no querían más; se
merecían más de lo que Hades les estaba dando.
Con las monedas clavándose en sus palmas, dio unos pasos más cerca. Kore
esperaba que alguien se diera cuenta que los estaba observando y se acercara a ella.
No sabía si era inteligente caminar hacia un grupo de almas mortales desesperadas
con monedas limitadas en sus manos.
¿Qué harían? ¿Tragarla con sus manos apretadas? ¿Arrancarle miembro a
miembro?
Se recordó que había vencido al dios de la muerte en una apuesta. Pero las
plantas no eran un gran arma contra las almas hambrientas que no podían ser tocadas
por nada vivo.
Temblando con un miedo repentino, Kore dejó caer las manos a los costados.
Una fría nariz húmeda se presionó contra sus dedos, y acarició al perro intentando 129
consolarla sin pensarlo. A Kore siempre le habían gustado los perros. Había muchos
de ellos deambulando por su hogar.
Otra nariz se presionó contra su otra mano, y una tercera le dio un empujón
ligero en la espalda.
No estaba acariciando a un perro cualquiera. Esta era la bestia de Hades.
Echó un vistazo al animal babeante detrás de ella. Cerbero. El guardián del
Inframundo y la criatura que destrozaría a cualquier persona que intentara entrar sin
el permiso de Hades. Había escuchado miles de historias sobre las cosas horribles
que podía hacer esta criatura.
Las personas les tenían miedo a los lobos, pero deberían temer mucho más a
esta criatura.
Excepto que, las tres lenguas colgaban, y se sentaba en cuclillas con una
sonrisa en cada uno de sus rostros. Sus ojos eran cálidos y su mirada era amable, no
la de una bestia que la haría pedazos si tuviera la oportunidad.
Este no era un monstruo como había dicho su madre. Y parecía que su madre
estaba equivocada sobre muchas cosas sobre el Inframundo.
Se giró, suspirando, y se arrodilló ante el perro.
—Hola, chico. Lamento mucho haberte asustado la primera vez que nos
vimos.
La cola de Cerbero azotó en la arena negra. El sonido era como si golpeara un
tambor con el apéndice grueso. El suelo se sacudió y tembló bajo la fuerza de su
felicidad.
Kore alzó una ceja hacia el animal.
—No eres tan aterrador. Solo eres un chico grande, ¿eh?
Su cola azotó más rápido, casi como si entendiera lo que estaba diciendo.
Kore supuso que no debería asumir que no podía hacerlo. Este no era solo un
perro en el reino de los mortales. Se trataba de una criatura mágica cuya ascendencia
era materia de leyendas. Bien podría ser capaz de entender cada palabra que decía.
Levantó las manos temblorosas, lentamente, muy despacio.
—¿Te importa si te doy algunas palmaditas?
Al parecer, Cerbero no quería esperar el afecto. Dos de sus cabezas se
agacharon bajo sus manos y se frotaron contra sus palmas. Sus ojos se pusieron en
blanco mientras disfrutaba plenamente de que ella lo tocara. 130
—Solo eres un bebé grande, ¿no? —Frotó debajo de sus orejas y su pierna
derecha golpeó el suelo con fuerza.
La cabeza del medio la miró con grandes ojos conmovedores. Eran tan
anchos, tan infantiles que le partió el corazón.
—Lo siento, cariño. Solo tengo dos manos. —Dejó escapar un gemido largo.
Entonces, aparentemente, a la bestia aterradora que custodiaba las puertas del
Inframundo le gustaba ser acariciado por cualquiera que lo tocara. Kore supuso que
tenía sentido. Dudaba que alguien lo tocara a menudo. Y todos necesitaban un
abrazo de vez en cuando.
Ella miró sus dientes.
—No me muerdas, amiguito. Eso es todo lo que pido.
Cerbero pareció asentir y luego movió su trasero más cerca de ella,
arrastrándolo por la arena.
Kore se inclinó y envolvió sus brazos alrededor de sus grandes hombros,
atrayéndolo tan cerca de su corazón que podía sentir el suyo atronador contra su
clavícula. Cerbero exhaló un suspiro profundo y apoyó las tres cabezas contra su
espalda.
Kore no había pensado en todas las ninfas y oceánidas que la tocaban
constantemente. Lo había olvidado todo hasta que Cerbero apoyó la cabeza en su
hombro y, de repente, recordó muy claramente lo mucho que necesitaba el contacto
físico.
Todas las ninfas lo hacían.
—Gracias —susurró contra el cuello de Cerbero—. Ahora me siento mejor.
Su cola golpeó un par de veces más antes de retorcerse en su agarre. No
luchando contra ella, pero definitivamente haciéndole saber que quería ser liberado.
Soltó su cuerpo musculoso de mala gana.
Cerbero despegó corriendo por las arenas, ladrando como una criatura
enloquecida a las almas esperando a que Caronte atraque su bote. Todos los espíritus
huyeron de la bestia aterradora y formaron una línea a empujones.
Caronte bajó del bote, pero no miró a las almas en absoluto. En su lugar, la
miró directamente.
131
Era mucho más esquelético de lo que esperaba. Sin embargo, sus brazos
nervudos eran fuertes, y cuando la señaló con ese dedo delgado, supo que no había
otra opción. Tenía que ver lo que quería.
Kore vagó por la arena. Se miró los pies descalzos y se dio cuenta con
vergüenza que su ropa aún estaba ceñida a la cintura. Debe verse como una especie
de demonio que había entrado en el Inframundo sin la aprobación de nadie.
Los dedos de sus pies tocaron la madera gastada del muelle. Crujió bajo su
peso, gimiendo a medida que avanzaba por la madera desvencijada para pararse
frente al barquero. Las almas susurraron cuando pasó junto a ellas. Su tenue
resplandor azul disminuyó cuanto más se acercó. Casi como si se estuvieran
alejando de ella por miedo. No deberían temerla, pero descubrió que saberlo le dio
un estallido de valentía. Levantando la barbilla, se encontró con su mirada con más
valor del que sentía.
Sus ojos eran de un intenso azul ardiente que resplandecía dentro de los
rasgos esqueléticos de su rostro. Su cabeza estaba completamente afeitada y sus ojos
estaban hundidos en la oscuridad de su cráneo, sombras proyectadas por una frente
espesa.
—Hola, mi reina —murmuró.
La voz profunda pareció retumbar, a pesar de que no había hablado en voz
alta.
Se preguntó si tal vez no podía hablar en voz baja después de años gritando a
las almas mortales.
—Hola —saludó, su propia voz poco más que un susurro tranquilo—. ¿Eres
Caronte?
—El barquero. —Se inclinó ante ella, extendiendo el brazo en un gran
gesto—. Llevo las almas a su lugar de descanso final.
Miró por encima del hombro a los mortales que esperaban. Ahora estaban
pacientes, observando a Cerbero, quien estaba detrás de ella con un gruñido en sus
facciones. Esos dientes terribles aparentemente podían tocar a los espíritus.
Kore respiró profundo y se acercó al barquero. Quizás esta era la forma en
que podía ayudar a algunas almas sin que la acosen.
—Me gustaría pagar por algunos pocos cuyas familias no se encargaron.
La expresión de Caronte se suavizó.
—Mi reina, ¿con qué dinero vas a pagar para que crucen? Las monedas 132
mortales son las únicas que acepto.
Extendió su mano hacia adelante y dejó caer las monedas en su mano
expectante. Solo había diez de ellas, suficientes para que cruzaran cinco espíritus.
—No es mucho, pero es suficiente para unos pocos.
Observó las monedas con los ojos completamente abiertos. Su boca se abrió
muy despacio, y la miró con incredulidad nublando su mirada.
—¿De dónde sacaste esto?
—Hice una apuesta. —Se encogió de hombros—. Y gané.
Echó un vistazo a las monedas en su mano una vez más antes de sonreír como
un lunático.
—¿Ganaste una apuesta con Tánatos? ¿O Hécate?
Sus mejillas ardieron de vergüenza.
—Tánatos.
—Impresionante, mi reina. Muy, muy impresionante. —Se guardó las
monedas en el bolsillo y luego señaló las almas detrás de ella—. ¿A quién vas a
escoger?
Quería saber cómo tomar esa decisión. Sus destinos por la eternidad
descansaban en sus manos, aunque suponía que podía intentar ganar algunas
apuestas más. Aunque, ahora que Tánatos sabía lo que podía hacer, tenía el
presentimiento de que no sería tan fácil vencerlo otra vez.
Se volvió hacia las almas que aún esperaban en la playa suspirando, y trató de
ver en sus corazones. ¿Quiénes fueron como persona en sus vidas?
¿Debería hablar con ellos? Los mortales eran especialmente buenos
mintiendo, de modo que hablar con ellos parecía un plan equivocado. Le dirían
cualquier cosa que quisiera oír para poder subir al bote.
Dio un paso lejos de Caronte y se acercó a Cerbero.
—¿Sabes cómo hacer esta parte? —susurró, apenas por la comisura de su
boca.
Él la miró con expresión indiferente.
133
Entonces, aparentemente no.
Mordiéndose el labio, respiró profundo nuevamente y trató de adoptar la
mentalidad de una diosa. ¿Qué habría hecho su madre? Pero no fue el poder de su
madre lo que le llegó.
En cambio, esa oscuridad en lo profundo de su pecho alzó la cabeza. Esa
oscuridad a la que temía desesperadamente. El monstruo en el que jamás querría
convertirse porque ese poder le pedía que haga horribles cosas locas.
Desplegó sus alas oscuras en su mente con un sentido de confianza. Todo lo
que tenía que hacer era dejarlo ir, aceptar que este poder era suyo, tal como lo había
hecho cuando los hombres profanaron el templo de Artemisa. Tal como lo había
hecho cuando supo que esos animales necesitaban vivir, y esos hombres debían ser
intercambiados por sus vidas.
Kore liberó el agarre tenso que siempre mantenía sobre sí y dejó que la magia
fluya de su cuerpo con una ráfaga brutal que le robó el aliento y corrió por sus
venas. Apenas podía respirar, pero ahí estaba. La verdad.
El poder dentro de ella no era solo algo que pudiera usar para matar plantas y
resucitar cosas de entre los muertos. Era un poder que le había sido negado durante
toda su vida.
De repente, los espíritus en la orilla no solo eran figuras azules revoloteando
hechas de niebla y vida. Ahora podía verlos como habían sido en vida. El hombre de
la parte de atrás era un borracho al que le gustaba golpear a su esposa. La mujer del
frente había ahogado a su bebé porque tenía miedo de lo que haría su madre cuando
se enterara. El niño que seguía amenazando con hundir los dedos de los pies en el
Estigia había sido asesinado por un caballo cuando salió corriendo al campo por su
cuenta.
Una y otra vez, vio a través de sus almas y sus acciones pasadas. Conocía sus
errores. Su odio. Todas las cosas que habían hecho que los condenarían.
Podía pesar sus almas por sus acciones y más. Kore podía ver a través de
cada pedacito de su alma y en la oscuridad más allá.
—Ellos —dijo, señalando a cinco personas.
Pero no fue su voz. Las palabras temblaron con el poder de una diosa
enfurecida. El juicio barrió la orilla con un viento que agitó los bordes de los
espíritus. Las almas restantes en la orilla, las que no había elegido, cayeron de
rodillas con las manos levantadas por encima de sus cabezas.
Cuando se volvió para mirar a Caronte, él también se había inclinado hacia 134
otra reverencia. Con las manos extendidas con las monedas listas, murmuró:
—Como quieras, mi reina.
Los espíritus que había elegido avanzaron arrastrando los pies. Podía
escuchar el sonido del viento azotando la tela envuelta alrededor de sus cuerpos.
Pero fue el niño quien se detuvo y le tendió la mano para que ella la tome.
—Gracias, Señora del Inframundo.
Las palabras atravesaron su mente. Señora del Inframundo.
Solo la habían llamado Kore, Doncella, Hija de Deméter.
Mientras el niño subía al bote con Caronte y despegaban a través del río
hirviente, se cuestionó el nuevo nombre.
Y la oscuridad en su pecho gritó de placer.
H ades la vio enviar las almas con Caronte. Les había dado un regalo,
probablemente uno que los mortales nunca entenderían.
La mayoría de ellos acabarían en los Prados Asfódelos, ese
lugar intermedio que no era ni bueno ni malo. Allí estarían felices. Quizás la familia
los esperaba y continuarían con sus vidas como si la muerte nunca los hubiera
tocado.
Pero no le importaba dónde terminaban. Aunque era rey de estas tierras, poco
le importaban los mortales que lo temían. Lo que más le interesaba a Hades era su
esposa. Su magia ardió a través de su tierra. Las sombras oscuras alcanzando las
cinco almas que ella había seleccionado.
Caronte se fue y las otras almas se inquietaron. Aunque a Hades le habría 135
gustado esperar y ver qué más podía hacer, sabía que era mejor no tentar al destino.
Enderezó el borde de su quitón sobre su pecho, luego se quitó el yelmo de
invisibilidad.
Resplandeció a la vista e incluso los espíritus se apartaron de él.
—El Señor del Inframundo —murmuraron.
Era lo mismo de siempre. Los espíritus mortales pensaban que estaba aquí
para castigarlos, pero ese no era el trabajo de Hades. No le importaba lo que hicieran
siempre que no lo molestaran. Incluso entonces, era más probable que enviara a
Tánatos en lugar de ocuparse de los problemas por sí mismo. Tenía que asegurarse
que todo el Inframundo funcionara por sí solo, y sin problemas. ¿Por qué sería él
quien cazara a los espíritus que se portaban mal?
Caminó a grandes zancadas hasta el muelle donde esperaba Cerbero. Su perro
gimió, dos de sus rostros observaban a Kore donde estaba parada al final del muelle.
El tercer rostro miró a Hades con expresión preocupada.
Palmeó la cabeza preocupada.
—Está bien, muchacho. Ya estoy aquí. Buen trabajo.
Las tres lenguas colgaron, y Cerbero se alejó tranquilamente. Las puertas
permanecían abiertas aunque Cerbero no estaba allí, y aunque muy pocos mortales
encontraban las entradas al Inframundo, Cerbero aún estaba preocupado.
El viento azotaba el cabello de Kore. Hoy sus rizos hasta la cintura caían
libres para enredarse, y no quiso nada más que sentarla y cepillar sus mechones
rebeldes. El impulso fue tan repentino y poderoso que tuvo que apretar los dedos en
puños a sus costados.
Su expresión era de completa y absoluta esperanza. Observó cómo las almas
fueron transportadas como si las hubiera salvado. No tenía la fuerza de decirle que
las almas aún tenían un buen viaje una vez que cruzaran el río. Algún día se lo diría,
pero no podía arruinar el momento.
—Les diste consuelo —dijo, su voz atrapada en la brisa—. Fue muy amable
de tu parte.
—Encontré monedas.
—Sí, lo escuché —dijo Hades riendo—. Has causado una gran impresión en
mis dos guardias.
—¿Guardias? —Kore miró por encima de su hombro y la sonrisa suave en su 136
rostro casi lo hizo caer de rodillas—. En el mejor de los casos, invitados rebeldes.
—Estoy de acuerdo con esa observación. —Dio un paso más cerca—. ¿Has
salido de tu exilio?
Tal vez la broma era de mal gusto, pero aún le dolía el rechazo de su parte.
Hades debería haberse acostumbrado. No era uno de los Olímpicos favoritos, según
los estándares mortales o dioses. Había pensado que su esposa estaría eventualmente
más interesada en él que en los espíritus del muelle.
Hades esperó a ver si se enojaba con él. ¿Gritaría como lo hizo a los hombres
en el templo? ¿Intentaría atarlo como a Tánatos?
De hecho, no le importaría si ella intentaba atarlo.
Kore simplemente inclinó la cabeza hacia un lado y respondió:
—Creo que he terminado con eso. Gracias por darme tiempo para adaptarme.
Bueno, no esperaba en absoluto esa reacción. Estaba acostumbrado a por lo
menos un poco de sarcasmo por parte de Hécate, o peor aún, de Minthe. Esta mujer
nunca dejaba de sorprenderlo.
Hades frunció el ceño.
—¿Eso es todo?
Parpadeó hacia él con esos hermosos ojos amplios.
—¿Qué quieres decir?
—No vas a… —Hizo un gesto salvaje con las manos y luego se dio cuenta
que podría estar pidiéndole inadvertidamente que lo ataque por esto.
Hades no sabía si debía seguir hablando o mantener la maldita boca cerrada.
Abrió y cerró la mandíbula, como un pez que ella hubiera sacado del río. Al final, se
dijo que debía dejar de intentar hablar. Su mandíbula se cerró de golpe con un
crujido audible, y después solo se quedó allí luciendo como un idiota.
¿Por qué estaba así? Era obvio que ella disfrutaba de su compañía, o nunca
habría aceptado casarse con él. Debe haber visto algo en él que él no veía.
Pero, por otro lado, en realidad no se habían conocido en absoluto antes de
proponerle matrimonio como un admirador enloquecido. Y Kore solo era una niña
bajo el control de su madre. Por supuesto que aceptaría su propuesta.
Había habido miedo real en sus ojos cuando fue a buscarla. Una comprensión
real de que podría haber tomado la decisión equivocada, y él no sabía qué hacer para 137
corregir eso.
Respiró profundo, volvió a abrir la boca para disculparse, pero entonces
comprendió que no podía obligarse a hablar. Un dios milenario del Inframundo y no
podía hablar con esta diosa que había sido criada como ninfa.
A estas alturas, debería volver a su castillo y esconderse debajo de la cama.
Claramente, era incapaz de funcionar.
Kore sonrió, y la risa llegó a sus ojos, iluminándolos con un brillo esmeralda.
—¿Pensaste que me enojaría contigo? —Él asintió—. ¿Pensaste que iba a
gritar o discutir?
De nuevo, asintió. Como un niño regañado por su nodriza.
Kore negó con la cabeza.
—No soy propensa a gritar. Encuentro que, al final, no ayuda en nada.
Bueno, eso era… refrescante. Se había acostumbrado a los Olímpicos y
diosas a quienes les encantaba discutir o pelear. Incluso su amiga Artemisa estaba
más interesada en la lucha libre que hablar de sus sentimientos.
Hades se rascó la nuca.
—Bueno, estoy de acuerdo.
—Pareces estar mucho de acuerdo conmigo. —Se llevó una mano a la boca, y
él sintió que ocultaba otra sonrisa—. Hades, ¿por qué estás aquí?
El suspiro entrecortado que precedió a sus palabras fue vergonzoso, pero si en
realidad quería saberlo, suponía que tenía derecho a saberlo.
—Sé que la historia afirma que Zeus me engañó para gobernar el Inframundo,
pero no fue exactamente así. Soy el hijo mayor de Cronos. Debería haber gobernado
sobre todo, pero fue Zeus quien nos salvó a todos. Fue él quien lideró la lucha con
Poseidón a su lado. Poseidón obviamente se quedaría con el mar. Tiene una
conexión diferente a cualquiera de nosotros. Zeus deseaba el cielo y yo… —Hades
hizo una pausa, se humedeció los labios y luego continuó—: Les dejé elegir
primero. El Inframundo es mi hogar, y la conexión que siento con él es más fuerte
que la de los otros dioses. Me alegra estar aquí y gobernar estas costas oscuras,
aunque a veces parezca una prisión.
Sus ojos se abrieron más con cada palabra. Y cuando terminó, sus cejas se
fruncieron, creando líneas gemelas entre sus ojos.
—Me alegra que te sientas lo suficientemente cómodo como para contarme 138
esa historia, aunque no te la estaba pidiendo. Quería saber por qué estabas aquí. ¿En
el muelle?
No se había sonrojado desde que era niño. Hades borró su expresión de toda
emoción y miró por encima de su hombro izquierdo. Debe pensar que es un idiota,
derramándole su corazón cuando solo quería saber por qué estaba parado frente a
ella.
Tenía que irse de inmediato.
Sí, ese era el único plan. Hades tenía que darse la vuelta, volver sobre sus
pasos y esconderse de ella durante el próximo siglo.
Hizo una reverencia, baja y profunda.
—Mi reina, puedes explorar el Inframundo como quieras. Te dejo con tus
aventuras.
Enviaría a Cerbero a cuidarla. Quizás tomar el lugar del perro resguardando
las puertas del Inframundo lo doblegaría y despejaría su mente.
Era solo estar frente a ella para sentirse como un niño otra vez. Quería
ponerse poético sobre la textura de su cabello y el brillo sedoso que la luz azul de su
reino le daba a su piel. Las canciones deberían escribirse sobre el sonido de su voz o
la forma en que entrecerraba los ojos cuando escuchaba a una persona.
Pero por su obsesión, parecía que no podía hablarle como una persona
normal. Había perdido el control sobre su propia divinidad.
Había estado bien antes cuando la visitaba en la casa de Deméter.
¿Por qué aquí no podía ser también normal? ¡Maldita sea, esta era su casa!
—¿Hades? —llamó a medida que él avanzaba por el muelle y caía a la arena.
No podía negarle nada, incluso cuando quería correr.
—¿Qué pasa, Kore?
Podía escuchar sus pasos mientras caminaba hacia él. Llevaba su ropa como
una mujer que va a la guerra. Como una espartana que sabía que estaba a punto de
luchar durante horas y horas.
El problema con la forma en que vestía su ropa era que él podía ver la mitad
de sus piernas. Hades había visto muchas mujeres desnudas en su tiempo y sabía
cómo eran unas pantorrillas. Solo era que sus tobillos se veían tan delicados y de
huesos finos, como un pajarito. Y los músculos de sus pantorrillas eran tan 139
pronunciados, encantadores y redondeados como sabía que sería el resto de su
cuerpo.
Nunca pensó que ver a alguien de rodillas para abajo sería su perdición, pero
lo era. Se sentía absoluta e inexplicablemente incómodo solo porque había visto sus
piernas.
Kore dio un paso a su alrededor hasta que sus pies descalzos entraron en su
línea de visión.
—¿Hades? —repitió.
Tuvo que levantar la vista. Pero su rostro en forma de corazón y sus labios
rojo baya le hicieron sentir como si estuviera hambriento.
—¿Sí?
Los abanicos de sus pestañas rozaron los suaves picos de sus pómulos. Y allí
estaba de nuevo, pensando poético cuando debería prestarle atención. Le estaba
hablando, o al menos, podía escuchar su voz pero no podía procesar las palabras.
—¿Cómo dices? —preguntó.
Ella levantó la mirada y se encontró con sus ojos.
—Solo conozco rumores del Inframundo. Y considerando que has vivido aquí
durante mucho tiempo y ahora eres mi esposo, pensé que tal vez te tomarías el
tiempo para mostrármelo.
Hades estaba asombrado con que lo llamara su esposo. La palabra hizo que su
corazón se apriete en su pecho y no pudo recuperar el aliento.
—¿Mostrarte qué?
Kore se rio, y el sonido fue como música.
—El Inframundo, Hades. Quiero verlo todo, pero no me siento muy cómoda
deambulando por mi cuenta.
No, era más inteligente que eso. Era peligroso, como le había dicho a Hécate.
Asintió, sacudiéndose del estupor extraño.
—Sí, estaría más que feliz de mostrarte el Inframundo. ¿Hay algo en
particular que te gustaría ver?
Todos sus rasgos se iluminaron de felicidad. Se echó hacia adelante, casi
como si fuera a abrazarlo, pero entonces se apartó al último momento.
140
Tragó pesado, se encogió de hombros y luego respondió:
—¿Todo? —Quizás Hécate tenía razón.
Quizás después de todo el amor no era imposible para los inmortales.
K ore sabía que era un riesgo pedirle a Hades que le muestre el
Inframundo. Pero quería verlo. La curiosidad era un hambre dentro
de su estómago que no podía alimentar lo suficiente. Y era peligroso
para ella deambular con todas esas almas esperando aprovecharse. Quién sabía
cuántos otros dioses vivían también aquí.
Al menos, esas eran las razones que se decía. No es que sus deseos fueran
completa y absolutamente egoístas. Lo había visto parado en ese muelle y su
estómago se hizo un nudo.
O quizás eran mariposas revoloteando en su caja torácica. ¿Eso no era lo que
decían los mortales?
Quería estar cerca de él, a pesar de que la asustaba. Pero casi porque ese lado 141
oscuro de su alma quería ver algo más que un muelle. Más que unas pocas pobres
almas que no habían logrado cruzar. Y ciertamente más que Caronte, aunque el
barquero había parecido amable.
Kore solo podía esperar que él aceptara mostrarle los alrededores. Apretó sus
manos en su cintura y esperó su respuesta.
Hades se aclaró la garganta. Una, dos, luego tres veces.
—Sí, puedo mostrarte todo. Pero tendrás que entender que, eso llevará algún
tiempo.
—Lo sé.
—¿Lo sabes? —La miró parpadeando de esa manera como un búho.
—Sí —respondió con una risita—. El Inframundo es enorme. Y solo sé lo
que me dijo mi madre de su naturaleza vasta. Dijo que era casi tan grande como el
propio reino de los mortales.
Él resopló.
—Es más grande que eso. Todas las vidas de cada mortal están aquí. Por
supuesto que es más grande que su reino. —Hades le tendió el brazo para que ella lo
tome—.Temo que hoy tengo asuntos que atender. ¿Quizás podría convencerte de
que esperes hasta mañana?
Intentó no sentirse demasiado decepcionada. El mañana no estaba tan lejos
cuando ya había sobrevivido tanto tiempo. Unas pocas semanas por su cuenta eran
una buena práctica para esperar unas pocas horas.
Kore asintió en lugar de quejarse, como obviamente estaba esperando que
haga.
—De acuerdo. Puedo esperar.
Caminó con ella todo el camino de regreso al castillo en silencio. No
torpemente, como podría haber sido con sus amigas ninfas. Kore descubrió que el
silencio para Hades era simplemente un estado del ser.
Cuando no se sentía cómodo, hablaba. Al menos, eso es lo que había
observado. Cada vez que lo veía sonrojarse o tocando la parte posterior de su
cabeza, parecía como si estuviera nervioso. Un Hades fuera de lugar era entretenido.
Pero el silencio parecía ser su modo por defecto.
Kore se detuvo frente a sus aposentos privados y asintió.
142
—Entonces, ¿mañana?
—Vendré a recogerte. —Hizo una reverencia profunda, y luego desapareció
una vez más.
No pensaba que alguna vez se acostumbraría a que él parpadeara dentro y
fuera de la vista de esa manera.
La larga espera hasta la mañana siguiente se sintió como si hubiera pasado
una eternidad en su habitación. Kore ni siquiera durmió. Simplemente paseó de un
lado a otro, de una pared a la siguiente. ¿Qué le mostraría en el Inframundo? ¿Sería
tan mágico y aterrador como lo había hecho parecer su madre?
No, mágico no era la palabra adecuada para describirlo. Deméter dejó muy
claro que era una tierra para los muertos, y Kore era una parte muy importante de los
vivos. Pero ¿y si quería visitar a los muertos? Seguramente también necesitaban
dioses y diosas.
Llevaba horas lista cuando Hades llamó a su puerta. Kore casi salió volando
de su habitación y entró en el pasillo donde esperaba. Y esta vez, Hades se veía muy
diferente.
Llevaba pantalones, una elección inusual que los mortales aún no estaban
seguros si les gustaba. Aunque aún tenía una camisa suelta atada al hombro, era más
como una sola tela drapeada dejando un brazo musculoso completamente desnudo.
Y esos músculos distraían bastante.
Se apoyaba contra la pared, con los tobillos cruzados. La tela de sus
pantalones abrazaba a sus piernas con fuerza. No se había dado cuenta que era tan
musculoso.
—Oh —susurró—. Yo… eh…
Él sonrió con una sonrisa lobuna.
—Hoy saldremos al Inframundo, querida. No creo que puedas ir en eso.
Kore echó un vistazo al quitón rosa pálido que se había puesto con el
himatión de color rosa. Estos eran sus colores, y eran telas impresionantes. Pequeñas
rosas estaban bordadas en el borde del himatión porque eran la flor favorita de su
madre. Miró de vuelta entre su ropa y la suya, frunciendo el ceño.
—¿Por qué estás vestido así?
—A veces es mejor si los espíritus no saben que los dioses están vagando 143
entre ellos. —Hizo un gesto hacia su ropa—. ¿Puedo?
No sabía a qué se refería, pero si pensaba que podía elegir una ropa mejor,
ciertamente podía intentarlo. Kore asintió, dándole permiso para hacer lo que
quisiera.
Entonces Hades sonrió, y oh dioses, esa sonrisa fue tan hermosa que le dolió
todo el cuerpo. Se mantuvo muy quieta, de modo que no se estirara para tocar su
cara. Luego tal vez deslizar su mano a lo largo de esa mandíbula afilada y atraerlo
hacia ella de modo que pudiera ver si recordaba correctamente su sabor. Como vino
y granadas.
Hades levantó la mano y la bajó lentamente. Su palma estuvo frente a ella
todo el tiempo y ella pudo ver el aire ondeando alrededor de las yemas de sus dedos,
como si las olas cálidas salieran de su cuerpo. Para cuando su mano llegó a su
costado una vez más, sintió que la tela de su ropa se movió y cambió por completo.
Echó un vistazo hacia abajo para ver ahora un quitón negro adornando su
cuerpo. Los bordes estaban cosidos con hilos plateados que brillaban en la
penumbra. Ningún himatión se envolvía alrededor de sus hombros, pero no sintió el
frío. Unos zapatos plateados estaban ahora en sus pies, sus correas cruzando sus
piernas, hasta sus muslos.
—Qué bonito —murmuró—. Pero ¿por qué esto no me haría destacar?
Difícilmente parezco una mortal.
Cuando se encontró con su mirada, todo lo que vio en ellos fue hambre.
—No —respondió—. Creo que nada podría hacerte parecer menos diosa.
Nunca nadie le había dicho que parecía una diosa. Una ninfa, sí. Toda su
vida. ¿Pero una diosa? Iba a hacerla brillar por todos los elogios.
Kore extendió la mano y se colocó un mechón de cabello detrás de la oreja,
sus dedos tocando los pétalos de una flor que había florecido allí.
—Gracias.
Sus ojos se abrieron por completo, y por un momento pareció que no podía
apartar la mirada de ella. Solo se quedó mirando fijamente. Congelado. Tan
intensamente que se preguntó si había hecho florecer toda su cabeza en lugar de solo
una rosa detrás de su oreja.
Hades se sacudió y luego preguntó:
—¿Qué te gustaría ver primero?
144
La pregunta era demasiado inmensa para responder. Quería ver los ríos,
acercarse tanto que los dedos de sus pies casi tocaran sus aguas embravecidas.
Quería ver los campos donde iban los héroes y tal vez hablar con algunos héroes. El
Tártaro también la llamaba, a pesar de que sabía que no estaba permitida una visita.
Quería hablar con sus abuelos y saber por qué fueron tan brutales. Tan animalistas.
Abrió la boca para dejar escapar todas las palabras, y entonces se dio cuenta
rápidamente que no sabía cómo verbalizarlas.
—¿Todo? —preguntó, la palabra tentativa.
¿Era demasiado esperar que él le muestre todas las maravillas de este lugar?
Tenía que ser un hombre muy ocupado manteniendo el control de todo aquí. Aunque
no era él quien reunía las almas, era quien se aseguraba que todos estuvieran…
bueno. Comportándose.
Sonrió, y sus ojos resplandecieron con orgullo. Hades extendió su brazo para
que ella descanse su mano y dijo:
—Comencemos con el viaje del alma, ¿de acuerdo? Después veremos el resto
más adelante.
Supuso que eso tendría que ser suficiente. Había dicho que el Inframundo era
más grande que el reino de los mortales. Le tomaría mucho tiempo verlo todo. No
solo un día.
Se deslizaron juntos por los pasillos de su castillo y salieron a la playa de
arena negra. En este momento se sentía como la Reina del Inframundo, y Kore se
dio cuenta que se sentía bien. Mejor de lo que se hubiera sentido antes.
La arena se movió bajo sus pies, amortiguando cada movimiento como si en
realidad la estuviera guiando al lugar donde había estado ayer. Hades se sintió fuerte
debajo de su mano, poderoso y real cuando nunca había tocado a un hombre durante
tanto tiempo. Había músculos en su antebrazo que se agrupaban bajo las yemas de
sus dedos cada vez que los movía.
Músculos. Nunca había pensado que el cuerpo de un hombre pudiera ser tan
tentador y, sin embargo, quería acariciar esos músculos. Sentir a dónde llevaban,
más arriba en sus brazos hasta sus bíceps y hombros.
Los dioses eran suaves. Esa era la palabra que siempre había pensado para
explicarlos, mientras que los humanos estaban endurecidos por años de trabajo.
Aunque algunos dioses parecían musculosos, la mayoría solo fueron creados de esa
manera debido a su amor por la guerra. No un trabajo duro. 145
Hades avanzó con ella hacia el muelle y miró a las almas detrás de ellos.
—Cuando llegan al Inframundo, todos esperan aquí. Sin importar quiénes
sean.
Ella miró con él a las brillantes almas azules que estaban tan esperanzadas.
Algunas de ellas se inclinaron ante el rey y la reina, aunque parecieron hacerlo con
la esperanza de que les proporcionara un trato preferencial. Ninguno de ellos estaba
intentando rezarle a Hades o Kore, aunque dudaba que siquiera supieran su nombre.
—¿Y las que son malas? —preguntó.
Él arqueó una ceja.
—¿Qué hay de ellas?
—¿Pueden caminar con aquellos que fueron dignos en la vida? —Algo en su
interior se retorció al pensarlo. No merecían estar junto a los héroes o los humanos
que se habían tomado el tiempo para ser personas buenas en sus vidas.
Los malvados merecían ser castigados. Merecían sentir que el Inframundo
pesaba sobre sus hombros hasta que sintieran sus malas acciones sobre ellos.
El poder ardió detrás de sus ojos. Ella podía castigarlos. Ella podía obligarlos
a entender por qué fueron malos, si tan solo dejara que su poder salga.
Hades se movió y Kore salió del trance extraño. A pesar de que la oscuridad
seguía presionando contra su garganta y labios, al menos ahora era un poco más
fácil de controlar. Levantó la vista y se encontró con su mirada oscura, y vio algo
que inquietantemente pareció lástima en sus ojos.
Le tendió la mano para que la tome y solo habló una vez que ella entrelazó
sus dedos con los de él.
—El peso de sus almas no es algo en blanco y negro. La gente buena hace
cosas horribles, y la gente mala puede finalmente mostrar misericordia. Estos tonos
de gris hacen que sea difícil saber quién merece ser castigado.
No, eso no estaba bien. Ella sabía lo que estaba bien y lo que estaba mal, y si
alguien era una persona terrible en la vida, entonces merecía tener una vida difícil en
el más allá. Así es como debería funcionar.
Sacudió la cabeza en negación.
—No. Los tonos de gris no existen en lo que está bien o mal.
146
Él arqueó una ceja.
—¿Ah, no? Tú fuiste quien mató a todos esos hombres en el templo. ¿Esa era
la elección correcta o la incorrecta?
Su corazón saltó ante la mención, pero sabía la respuesta.
—Eso era lo correcto que hacer. Estaban profanando el templo de Artemisa.
—¿Y qué les hizo Artemisa? —La arrastró hasta el final del muelle donde
Caronte se había unido en silencio a ellos en su barco—. Kore, no es la diosa amable
que pareces pensar. Uno de sus hombres perdió su favor, simplemente porque se
negó a seguir luchando en la guerra. Ella destruyó sus cultivos y mató a su líder más
venerado. Todo porque pensó que este hombre ya no sería su juguete. Por supuesto,
otra vez lo es. Para salvar a su familia. Pero aún estaban muy enojados.
Vio sin palabras cómo Hades soltó su mano y entró en el barco. Él la miró,
aún con esa mirada compasiva, pero su mente no podía procesar las palabras que
había dicho.
¿Artemisa era la culpable?
Aunque su amiga era conocida por ser intrépida y despiadada, eso no podía
ser cierto. No habría abandonado a uno de sus héroes elegidos… ¿verdad?
La verdad golpeó a Kore como una montaña cayendo alrededor de sus oídos.
Sí. La diosa absolutamente dañaría a quienes fueran en su contra. Aunque Artemisa
era amable con Kore, aún pensaba en los mortales como nada más que juguetes.
Sintió que no podía respirar. El aire se atascó en sus pulmones antes de que
pudiera respirar profundamente, y entonces su mente cayó en picada. Todo lo que
pensaba que sabía se estaba resquebrajando como el cristal aquí en el Inframundo.
Todo.
Y ahora no sabía a quién creer.
Hades esperó a que recupere el aliento antes de mirar al barco
intencionalmente.
—¿Vienes? Tengo mucho que mostrarte.
Kore no sabía cuánto más quería saber. Si Artemisa no era buena
fundamentalmente, ¿qué más encontraría en este lugar?
Pero quería saber. Quería saberlo todo, y si su instinto había estado en lo
cierto todo este tiempo. Kore quería saber si había algo mal con los Olímpicos y la
forma en que gobernaban a su gente. 147
Así que, subió al bote.
Se balanceó de lado a lado con su movimiento, pero ni una sola gota del
Estigia salpicó en la nave de madera. Hades la sujetó por el codo y la ayudó a
acomodarse en la pequeña tabla que servía de asiento. Caronte esperó pacientemente
antes de empujarlos fuera del muelle y cruzaron juntos el río.
Kore observó las aguas burbujeantes. No podía sentir el calor proveniente del
Estigia, aunque podía ver los vapores moviéndose en el aire. Sabía que este río la
envenenaría con una sola gota. Las historias afirmaban que muy pocas personas lo
habían intentado, que nadie sabía lo que haría beberlo.
Permanecieron en silencio, casi reverentes a medida que cruzaban las aguas.
Caronte los acopló con cuidado en el otro lado.
Hades saltó primero. Se volvió rápidamente para ayudarla, pero no lo
suficientemente rápido.
La mano esquelética de Caronte apareció ante ella, desplegándose
suavemente como las ramas ásperas de un árbol.
—Mi Reina —murmuró—. Me permite.
Ella colocó su mano en la de él y se maravilló de las diferencias. Sus dedos,
aunque delicados y esbeltos, estaban colmados de juventud. Sus ancianas palmas
moteadas se sintieron ásperas contra su piel, callos formados por años de transportar
almas de lado a lado. Pero la fuerza de su agarre la sorprendió más. Aunque
terriblemente delgado, aún podía subir sin problemas a una mujer al muelle.
—Gracias —dijo, una vez de pie sobre el muelle—. Eres muy amable.
Las líneas finas alrededor de sus ojos se profundizaron en una sonrisa sutil.
—Eres la primera en decirlo en mucho tiempo.
Lo vio remar en el barco de regreso a la orilla donde esperaban las almas. Y
por primera vez en su vida, se preguntó si el barquero del Inframundo era feliz. O lo
que podría hacer para ayudar a facilitar su trabajo.
—Tienes un buen corazón —dijo Hades. Colocó una mano en la parte baja de
su espalda, y ella sintió una chispa de calor bajo su toque—. Caronte ha estado aquí
durante mucho tiempo, y nadie nunca se ha preocupado por él.
Un destello de ira ardió en su pecho al instante. Se dio la vuelta para discutir
con él, solo para detenerse cuando vio su sonrisa.
148
Hades curvó sus dedos en su cintura, acercándola un poco más antes de que
sus ojos se abrieran en estado de shock. La soltó como si fuera una brasa caliente de
una hoguera, y Kore se preguntó si no se había dado cuenta que la estaba acercando.
—Nadie se ha preocupado por él hasta que llegaste —corrigió—. Y en
realidad eso es interesante.
Kore se preguntó a medida que él se alejaba qué tan interesante pensaba que
era.
La curiosidad la empujó hacia adelante, pero de hecho, fue Hades llamándola
como una sirena para seguir sus pasos. Ansiaba un momento en el que estuviera
cerca de él una vez más.
H ades se dijo a sí mismo, que no debía presionarla demasiado rápido.
Aún era nueva aquí. Kore estaba experimentando el Inframundo por
primera vez, y le había revelado que ella mató a innumerables
hombres porque no conocía suficientemente a Artemisa.
Insensible. Eso es lo que era. Tenía que respetar que el tiempo lejos de su
familia sería difícil. No necesitaba a nadie colgando de ella como un cachorro
enamorado.
Sin embargo, había mostrado tanta amabilidad con la única persona en el
Inframundo de la que todos se olvidaban. Incluso a Hades le costaba recordar que
Caronte necesitaba ser tratado con un poco más de amabilidad que los demás. Era la
primera persona que veían las almas cuando entraban en este lugar oscuro y rara vez
eran agradables. 149
Pero ella vio a Caronte por lo que era. Otra persona que merecía ser
considerada como tal, no solo un trabajo.
Luego, cuando él se burló de ella, se giró con fuego en los ojos. Era tan
jodidamente hermosa que le dolió hasta la raíz de los dientes. Quiso darle un
mordisco en el hombro, o tal vez besarla. Hades no había sabido cuál.
Así que, la acercó más a su pecho. Casi gruñó con el deseo que lo atravesó
hasta que se dio cuenta de lo que estaba haciendo.
Abrió y cerró las manos, flexionando sus dedos porque aún podía sentir el
movimiento suave de su cintura cuando la había agarrado. Dioses, estaba perdiendo
la cabeza. No debería mostrarle el Inframundo cuando todo lo que quería hacer era
arrastrarla de regreso al castillo. A su habitación. A...
Hades se pasó los dedos por el cabello. No. Tenía que detener estos
pensamientos.
—¿Hades? —Su voz empeoró las cosas. Quiso atraerla de un tirón, cubrir su
boca con la suya y ver si podía hacerla perder todas las palabras.
—¿Sí? —preguntó, su voz poco más que un graznido.
—¿A dónde van las almas después de esto?
Cierto, se suponía que le estaba mostrando el Inframundo de modo que
pudiera enamorarse de él. De modo que nunca quisiera irse, y él pudiera confiar en
que su madre no se la robaría.
Se aclaró la garganta.
—Cierto. Una vez que las almas están aquí, entran por las puertas.
Al menos esto era algo familiar. Sabía cómo contarle todas las cosas que
amaba de este lugar. Y esta era una de las mejores cosas. Hades se dio la vuelta,
empapándose de su belleza cegadora.
Y al momento en que la miró a los ojos, sintió todo de nuevo. Era tan
hermosa que hizo que toda su alma cantase.
No era una diosa dorada intocable y creada a partir de la imaginación de los
mejores artistas. Era real y vívida. Como una flor que podía encontrar en cualquier
campo, perfectamente creada, aterciopelada al tacto y fácil de aplastar.
No, no era fácil de aplastar. Había visto lo que podían hacer sus poderes, y
resucitar animales de entre los muertos no era fácil. 150
Pero Hades quería averiguar cómo lo hizo. Necesitaba tiempo para
comprender su magia.
El rostro hermoso de Kore se arrugó en confusión.
—¿Las puertas? Pensé que las puertas salían del Inframundo. ¿No es cierto?
—Hay muchas formas de entrar al Inframundo, pero solo hay una puerta para
entrar al más allá. —Se encogió de hombros—. Los mortales son los que inventan
los nombres. Estoy de acuerdo, es confuso.
Su rostro se iluminó con una sonrisa radiante que rivalizó con el sol.
—¿Los mortales nombraron todo?
Sus mejillas ardieron de vergüenza.
—Prefiero que los mortales se sientan cómodos aquí. Si eso significa llamar a
los lugares por cualquier nombre que se les ocurra, que así sea.
Se inclinó hacia adelante, y fue la primera vez que agarró su mano por su
cuenta. Y cuando entrelazó sus dedos, sintió como si estuviera entrelazando sus
almas.
—Creo que eso es muy dulce.
—Dulce —se burló—. Nadie me había llamado dulce nunca antes.
El suave apretón de sus dedos fue toda la respuesta que necesitaba. Quizás
nadie tampoco la había llamado nunca dulce. No podía imaginar que ese fuera el
caso, pero entendió cómo se sintió. Sabía lo que era tener a alguien que pudiera ver
más en él.
Su corazón se hinchó.
Maldita sea, se estaba convirtiendo en un poeta con el solo toque de su mano.
Este no era él. Era el dios apático y aterrador del Inframundo.
Sin embargo, aquí estaba. El dios peligroso derritiéndose bajo el toque suave
de una portadora de flores.
Dioses, estaba tan jodido. Hécate tenía razón. Era demasiado para él.
Aclarándose la garganta nuevamente, les hizo un gesto para que avancen.
—Creo que alguien nos está esperando en la puerta a quien quizás
reconozcas.
151
—¿En serio?
No había pensado bien dónde estaban. O tal vez pensó que Cerbero solo
vigilaba las entradas al Inframundo, no al más allá. Si bien su perro guardián era
ciertamente impresionante al saber cuándo entraba alguien, solo podía vigilar una
puerta a la vez.
Por eso Hades lo puso aquí.
Como si supiera que se estaban acercando, la puerta al más allá apareció entre
la niebla. Con la altura de diez hombres, los arcos estaban tallados en obsidiana
negra y resplandecían con una luz interna azul profundo. Algunos orbes azules
parpadeantes se arrastraban a través de las columnas gemelas a cada lado. Casi
parecían almas atrapadas dentro de la piedra.
Kore miró hacia arriba hasta que casi se cae hacia atrás.
—Guau —susurró.
—Es impresionante, ¿no? —Hades miró los arcos con orgullo—. Yo mismo
los diseñé.
—Son bastante simples, ¿no crees? —preguntó—. Muy… minimalista.
¿Minimalista? No los había diseñado para que sean ornamentados o incluso
hermosos. Eran intimidantes y también acogedores al mismo tiempo. Arcos que las
almas recordarían por el resto de sus vidas, incluso más que el perro aterrador que
custodiaba las puertas.
Hades abrió la boca para discutir, solo para detenerse cuando vio el regocijo
en su mirada. Sus ojos se arrugaban en los bordes y lo observaba con la lengua
atrapada entre los dientes.
¿Estaba bromeando con él? ¿Burlándose de él?
Quizás estaban más lejos de lo que pensaba. Hades soltó una risa suave,
después inclinó la cabeza.
—Sí, Kore. Supongo que son bastante minimalistas. Pero ¿qué esperabas? ¿El
rostro de Zeus mirándolos?
—Oh Dios, no. Nunca pensé que pondrías a Zeus en el Inframundo. —Se
estremeció un poco con miedo falso—. Pensé que pondrías tu propia cara allí,
fulminándolos como el lord imponente que eres.
—Qué…
152
No tuvo tiempo de aclarar. Ella corrió hacia adelante, llamando:
—¡Cerbero!
Y como el tonto ridículo que era su perro, la bestia de tres cabezas se acercó a
ellos desde detrás de un pilar. Con las tres lenguas colgando y la cola moviéndose
tan rápido que era un borrón, Cerbero corrió directamente hacia Kore. Con un “uf”
audible, cayó de espaldas con las patas del perro sobre sus hombros.
—Está bien, ya es suficiente Cerbero. —Hades sabía que la orden fue muy
poco entusiasta, en el mejor de los casos. Le habría quitado a la bestia de encima y
lo habría arrojado a un lado si Kore gritaba o lloraba.
Había visto a Cerbero hacer llorar a muchas personas. Era una criatura
aterradora, y ninguna mujer lo había mirado con suavidad en su mirada. Ninguna, al
menos, hasta Kore.
Se estaba riendo con tanta fuerza que ni siquiera salía ningún sonido de su
boca. Con los ojos cerrados con fuerza, frotó sus manos de arriba abajo por los
costados de Cerbero mientras sus tres cabezas la lamían desesperadamente. Seguía
girando la cabeza de un lado a otro, intentando esquivar la avalancha de lenguas,
pero sin importar hacia dónde se volviera, había otra cara que intentaba lamerla.
Hades le deseó suerte. Cerbero era implacable y no se detendría hasta que se
le ordenara.
Cuando Cerbero hubo recibido suficiente amor, se bajó de Kore y se acercó
junto a Hades. La sonrisa en sus tres caras era vergonzosa, incluso para Hades. Puso
una mano en la cabeza más cercana y le dio una palmadita.
—¿Ya estás feliz?
Un asentimiento brusco fue su respuesta cuando Cerbero se sentó sobre su pie
y juntos, vieron a Kore levantarse. Se sacudió la arena negra de su quitón y negó con
la cabeza.
—Ese animal es ridículo.
—Sí, sí lo es. —Hades palmeó la cabeza una vez más—. Pero es mío.
—Nuestro —corrigió, y luego sonrió—. Creo que como tu esposa, él también
es mío.
Esposa. La palabra era tan agradable de escuchar, aunque sabía que lo decía
como una broma. El corazón le latía con fuerza en el pecho.
Hades miró a Cerbero y se dio cuenta que tanto él como el perro habían 153
reaccionado de la misma manera. Si Cerbero hubiera podido seguirla hasta el fin de
la tierra, lo habría hecho. Al menos sabía que el perro guardián protegería a su
esposa con su vida.
Le dio una última palmada a Cerbero antes de acercarse junto a Kore. Hades
usó la esquina de su propio quitón para limpiar la baba de su mejilla.
—Entonces, nuestro. No creo que le importe que lo compartan.
—Creo que le gustará. —Se inclinó alrededor de él para mirar al perro—.
¿Siempre tiene que vigilar la puerta?
—Sí, ¿por qué?
—Solo me preguntaba si alguna vez le gustaría visitar el castillo. —Frunció
los labios—. Aún me siento incómoda al escuchar algunos sonidos por las noches.
Podría estar menos nerviosa si tuviera un perro guardián que investigue por mí.
Allí estaba. Su corazón se partió y todo el amor que pudo reunir se derramó
por el suelo. Hades sabía que tenía la voz ahogada cuando respondió:
—Sí, bueno. Eso estaría bien. Puedo encontrar a alguien más para que cuide
las puertas cuando estés descansando. Estoy seguro que a él le encantaría.
Ella sonrió, y vio cómo una docena de gipsófilas florecieron en los mechones
relucientes de su cabello.
—¿Oh, en serio? No pensé que dirías que sí.
Quiso gritar que no podía negarle nada. Si quería abrir el Inframundo y dejar
que la luz del sol se derrame, entonces lucharía contra el resto de los Olímpicos por
la eternidad para que eso suceda por ella. Desentrañaría las fibras mismas del mundo
si ella lo deseara.
Tomó una respiración profunda.
—Lo que sea que te haga sentir más cómoda aquí, diosa. Te proporcionaré
todo lo que desees.
Tal vez fue la esperanza lo que le hizo ver una chispa de fuego en sus ojos.
Más que calor. Era deseo. Necesidad. Un ardor doloroso que se reflejaba en su
propio pecho cuando la miraba.
Hades sabía que la idea era una tontería. Ella no lo miraba como otra cosa que
un dios que la había robado lejos de su familia sin su permiso. Quizás podría llegar a
verlo como un amigo.
154
Este lugar oscuro era demasiado aterrador para que ella lo ame. O al menos,
le llevaría siglos ceder a sus sentimientos finalmente. Lo había sabido cuando se la
había robado. Nadie quería vivir en el Inframundo, incluso si pensaba que tal vez
querrían.
Pero cuando ella se acercó y puso una mano en su mandíbula, supo que no
estaba confundiendo el fuego en sus ojos.
—Eres demasiado amable, mi rey —susurró—. Gracias. Ahora, ¿por qué no
atravesamos las puertas del más allá?
—Como desees —murmuró, inclinándose hasta que pudo sentir su aliento
como un fantasma en sus labios.
—¡Maravilloso! —chilló alegre. Luego se soltó de sus brazos y se lanzó a
través de las puertas como si eso no fuera algo peligroso.
Parpadeó un par de veces, mirando sus brazos vacíos repentinamente. Miró a
Cerbero y luego de vuelta al espacio que acababa de habitar.
—¿Qué acaba de pasar? —preguntó al perro.
Cerbero pareció encogerse de hombros antes de irse también al más allá. Al
menos el perro sabía que tenía que vigilar a la reina. Hades aún estaba congelado
como un idiota.
Sacudiéndose del estupor, corrió tras los otros dos. Lo último que necesitaba
era que ella corra directamente a los brazos de algún héroe que le robaría el corazón
con los encantos que solo tenía un mortal.
Atravesar las puertas siempre se sentía como si estuviera atravesando una
barrera invisible. La magia de este lugar se aferraba a sus hombros, intentando
echarlo hacia atrás ya que aún estaba vivo. No lo quería aquí cuando este era un
lugar para los muertos.
Hades siempre lo convencía que lo dejara pasar solo porque era el Rey del
Inframundo. ¿Cómo se las había arreglado Kore sin ningún problema?
La magia lo arrojó a los reinos de los muertos, y la luz del sol azotó su cara.
Levantó un brazo, y se tapó los ojos hasta que se adaptaron a la luz cegadora. Aún
estaba entrecerrando los ojos cuando finalmente vio a Kore.
No fue difícil de encontrar. Era la única persona parada en medio de los
campos de trigo. Habían crecido demasiado desde la última vez que estuvo aquí. El 155
oro ondulante le llegaba hasta los codos y casi se la tragaba entera.
Avanzando a través de ellos, se detuvo a su lado y vio las emociones
parpadear en su rostro. Felicidad al sentir el sol en su piel, fue entonces cuando cerró
los ojos e inclinó la cabeza hacia atrás. Arrepentimiento de haber dejado atrás un
lugar como este, eso fue evidente cuando aferró sus dedos en su cintura. Esperanza
de poder volver aquí cuando quisiera, fue entonces cuando abrió los ojos de par en
par y se encontró con su mirada.
—¿Feliz? —preguntó.
—No sabía que era así.
Nadie lo hacía nunca. Todos pensaban que el Inframundo era la oscuridad
lúgubre del lugar intermedio, donde hacían esperar a los mortales todo el tiempo que
necesitaban. Pero ¿el más allá?
Este era el lugar al que los mortales deseaban ir.
Hades le tendió el brazo para que ella lo tome.
—Nadie lo hace.
—¿Por qué es tan…? —Luchó por las palabras claramente. Con el tiempo,
dejó de intentar describir este lugar. Simplemente levantó la mano y luego la apoyó
en su antebrazo.
—El más allá no es un castigo para la mayoría de las personas —respondió—
. ¿Te gustaría conocer a los jueces? Ya que hoy estabas tan interesada en lo bueno o
lo malo.
—¿Jueces? —preguntó. La curiosidad elevó su voz a un chillido agudo—.
Entonces, ¿hay personas aquí que deciden adónde van las almas mortales? ¿Y no
eres tú?
Hades estaba tan emocionado de mostrarle esta parte. Iba a encantarle, lo
sabía en el fondo de sus entrañas.
—Ah, diosa. Los mortales que viven aquí nacen del suelo de la tierra, no de
los dioses. ¿Quién soy yo para juzgarlos cuando nunca he vivido como ellos viven?
Esperó a que ella respondiera, conteniendo la respiración. ¿Qué pensaría de
esto? ¿Entendería lo que estaba intentando decirle? ¿O ella, como todos los demás
dioses y diosas, intentaría pensar en alguna otra posibilidad?
Kore parpadeó un par de veces, frunció el ceño y entonces preguntó muy 156
lentamente:
—¿Los mortales son juzgados por otros mortales?
Él sonrió.
—Precisamente.
Forcejeó con las palabras antes de que todas las preguntas vinieran corriendo
de sus labios.
—¿Por qué dejarías que los mortales juzguen la vida del otro? ¿Quiénes son?
¿Cómo decidiste qué mortales serían los mejores jueces? ¿Cómo pesan sus almas?
Había demasiadas preguntas para responder. Hades levantó las manos riendo
para obligarla a detenerse.
—Sus nombres son Radamantis, Minos y Aeacus. Fueron reyes mortales y
medio hijos de Zeus. Vienen de ambos mundos, pero fueron hombres buenos en su
tiempo. Han aceptado el puesto de juez, y observan cada decisión en la vida terrenal
y lo que sucedió por ella. Hay muchas cosas que pesan, pero sobre todo se aseguran
de que el impacto de la vida mortal sea bueno o malo.
Kore se llevó un dedo a la barbilla, dio unos golpecitos hasta que finalmente
preguntó:
—¿Puedo conocer a estos hombres?
Exactamente lo que esperaba que dijera.
—Sí, mi reina. Puedes conocerlos.
Caminaron juntos por el más allá dorado y, por primera vez desde que tomó
esta posición, Hades sintió que no estaba solo en el Inframundo.

157
D urante las próximas semanas, Kore despertó todas las mañanas con
Hades llamando a su puerta. A veces la hacía sentir culpable al saber
que lo estaba alejando de su trabajo. Pero Hades le aseguró que esto
era más importante que cualquier papeleo que le aguardara.
Además, Hécate podía hacer el papeleo. Aparentemente.
Al menos Kore pudo explorar. Y Hades pareció disfrutar de estos momentos
robados con ella casi tanto como ella.
Miraron juntos a través de cada parte del Inframundo. Todo menos el Tártaro,
por supuesto, aunque Hades afirmó que era imposible para cualquier dios explorarlo.
Le advirtió una y otra vez sobre los peligros de ver a los Titanes.
Supuso que él tenía razón. Los Titanes habían sido arrojados al pozo por una 158
razón. Eran monstruos. Bestias. Criaturas aterradoras que podían desgarrarle
miembro a miembro en un abrir y cerrar de ojos. No debería querer verlos.
Pero lo hacía.
Rodando en la cama, tiró de las sábanas hacia arriba y por encima de sus
hombros. Hades no había llamado tan temprano como lo hacía normalmente, y las
horas de sueño robadas se sintieron maravillosas. O tal vez solo era el tiempo extra
acurrucada junto al cuerpo cálido y peludo junto a ella.
Abriendo los ojos, aturdida y mucho más somnolienta de lo que pensó que
estaría, Kore apartó la manta de donde Cerbero se la había puesto sobre la cabeza. El
perro gruñó, chasqueando una de sus mandíbulas antes de acurrucarse más cerca.
—Buenos días, muchacho —dijo, su voz ronca por el sueño—. Hoy dormiste
hasta tarde. ¿No se supone que debes estar en las puertas?
Cerbero refunfuñó de nuevo, luego se hundió más profundo en las sábanas.
Al parecer, tenía el día libre. O tal vez encontraría a Hades en pánico porque alguien
había vagado en el más allá y no se suponía que debía hacerlo. O peor aún, alguien
había salido del más allá.
Un golpe resonó en la puerta.
—Justo a tiempo —murmuró a medida que salía a trompicones de las mantas
y se dirigía a la puerta.
Su ropa de dormir estaba enredada alrededor de sus piernas y revelaba
bastante piel. Kore se tomó un momento para asegurarse que la tela cubriera todo
antes de abrir la puerta.
—Hola, esposo. Hoy llegas tarde.
Se congeló de miedo cuando se dio cuenta que no era Hades el que estaba al
otro lado de la puerta. Para nada.
El hombre de pie en su puerta era bastante desarmante con sus rasgos
hermosos. Su quitón solo consistía en la parte de la falda y un lazo de tela delgada
sobre sus hombros, mostrando todos los músculos calientes con una piel que parecía
cubierta en bronce. Todo eso lo habría marcado como cualquiera de los Olímpicos,
pero nadie más tenía los zapatos alados que adornaban sus pies.
Hermes.
Su madre siempre había dicho que el mensajero de los dioses era alguien de
quien mantenerse alejado. Era lindo, sí. Y tal vez era más encantador que los demás
dioses. Pero seguía siendo igualmente peligroso porque podía robar el corazón de 159
una mujer con solo una sonrisa.
Tragando pesado, alzó la vista y se encontró con su mirada. Hermes le sonrió
de inmediato.
Oh no, era demasiado pronto para esto.
Kore cerró la puerta de golpe y retrocedió. Nunca había sabido que Hermes
bajaba al Inframundo, y ciertamente no sabía por qué estaba llamando a su puerta.
¿Dónde estaba Hades?
Cerbero gruñó desde la cama. Se puso de pie lentamente sobre el colchón,
sacudiéndose el sueño de los hombros. Saltando con una gracia anormal, corrió
hacia la puerta y se sentó. Echándole un vistazo por encima del hombro, luego miró
hacia la puerta significativamente.
—No voy a dejarte salir —dijo ella—. No sé lo que quiere, pero no creo que
el perro guardián del Inframundo deba morderlo.
Una risa resonó desde el otro lado de la puerta.
—No sería la primera vez que me muerde.
Bueno, si el propio Hermes estaba dispuesto a correr el riesgo, ¿quién era ella
para negarlo? Abrió la puerta una vez más, frunciendo el ceño. Cerbero se movió
para sentarse a sus pies, pero no salió. En cambio, se quedó a su lado con un gruñido
en sus tres caras.
Hermes miró entre los dos, aun sonriendo de esa manera deslumbrantemente
hermosa.
—La pregunta es por qué tienes al perro guardián del Inframundo en tu
habitación. —Se puso de puntillas y miró detrás de ella—. ¿En tu cama?
Kore sintió un gruñido cruzar su propio rostro, como el perro monstruoso a
sus pies.
—No veo cómo eso es asunto tuyo, Hermes.
Quizás era una bravuconería porque ahora era reina en estas tierras. O tal vez
sintió que ahora podía insultarlo. La ira oscura dentro de ella se estaba acumulando
muy despacio, y no sabía qué podría pasar si la dejaba salir al mundo.
¿Su lado oscuro lo enmarañaría en enredaderas como lo hizo con Tánatos? ¿O
haría algo más parecido a lo que les había sucedido a los hombres en el templo de
Artemisa? 160
Probablemente Hermes no estaba preocupado. Se inclinó ante sus palabras y
se rio.
—¡Ah, bueno, entonces sabes quién soy!
—Por supuesto que sé quién eres. —Puso su mano sobre la cabeza de perro
más cercana, acallando el gruñido que retumbó a través de Cerbero—. Lo que no sé
es por qué estás aquí.
—Ah. —Hermes agitó una mano en el aire—. Estoy aquí para mostrarte el
Inframundo.
Claro. Porque iba a caer en eso tan fácilmente. Kore arqueó una ceja y dijo:
—Hades me está mostrando el Inframundo. No tú.
—Sí, pero hoy Hades está ocupado, y justo estaba aquí dispuesto a ayudar. —
Hermes le dio otra sonrisa deslumbrante que estaba segura que funcionaba en
algunas mujeres.
No funcionaba en ella.
Kore miró a Cerbero, luego volvió a mirar al extraño hombre en su puerta.
—¿Por qué debería creerte?
—No tengo ninguna razón para mentir.
—Tienes todas las razones para mentir. Soy la nueva Reina del Inframundo y
tú eres un Olímpico. Ves ventajas en cada acción o reacción. —No estaba dispuesta
a confiar en cualquier dios que vagara por el Inframundo y dijera que debería
hacerlo. Kore ya no era una niña tonta.
Cerbero se agitó bajo su mano, de modo que Kore la levantó y lo dejó ir. Pasó
a hurtadillas a Hermes con otro gruñido infeliz antes de alejarse tranquilamente por
el pasillo. Parecía que la bestia noble había decidido que el dios no era una amenaza.
Kore probablemente podría tomar eso como algo positivo.
—¿Ves? —Hermes señaló en la dirección en que Cerbero se había ido—. Si
él confía en mí, entonces no hay razón para que tengas miedo. Ven, déjame
mostrarte el castillo.
Le tendió el brazo para que ella lo tome, pero no iba a hacerlo. Kore lo miró
de arriba abajo antes de suspirar.
—Bien. Pero primero déjame cambiarme.
161
No esperó su respuesta. Si él quería mostrarle los alrededores tan
desesperadamente, lo permitiría. Pero cerrarle la puerta en la cara una vez más fue
satisfactorio.
Kore se tomó su tiempo para prepararse. Después de todo, El peplo perfecto
era una elección difícil. La tela tenía que ser la adecuada para este momento. El rosa
ya no parecía ser su color, pero el negro era un poco demasiado brusco para vagar
por el castillo.
Al final, se decidió por una tela azul medianoche decorada con estrellas. El
mismo Hades se lo había enviado, y se sentía hermosa en él. O tal vez era porque
sus ojos se volvieron fuego cuando la miró usando los peplos y el himatión que le
había dado.
Un escalofrío la sacudió por los hombros y la estremeció hasta la médula.
Hades no había sido más que un caballero perfecto desde que se mudó. Le había
dado tiempo para disfrutar de la vida en el Inframundo sin las complicaciones de su
relación, y estaba agradecida por ello.
Ahora, quería que él la bese otra vez. Quería sentir sus labios sobre los suyos,
y no sabía cómo pedirlo.
Tal vez hoy lo averiguaría.
Sin embargo, retrasar la apertura de la puerta nuevamente solo funcionaría
durante un tiempo. Se sacudió, presionó sus dedos en la cintura y luego se dirigió
hacia Hermes. Kore apretó los dientes cuando lo vio de nuevo.
—Entonces, ¿qué vas a mostrarme?
La sonrisa en su rostro no vaciló ante su tono. Parecía completamente
inquebrantable.
—Vamos a caminar por los pasillos y estoy aquí para ver cómo estás.
—No necesito que vean cómo estoy. —Al menos, aún no. Aún estaba atónita
de que aún no hubiera sentido nostalgia alguna.
Kore no había estado lejos de su familia… nunca. Sin embargo, había mucho
aquí para que vea, experimente y piense cuando se estaba quedando dormida por las
noches. No sabía si eso cambiaría eventualmente. Tener un perro grande durmiendo
en la cama con ella también había ayudado.
Avanzó por el pasillo, sin esperar a que él la siguiera.
—Aún no he explorado mucho el castillo. Esperaba que fuera igual a
cualquier hogar divino. 162
—No lo es —respondió Hermes, corriendo tras ella—. Ningún Olímpico
tendría una casa normal. Aparte de tu madre, por supuesto, pero ella siempre ha
tenido debilidad por la humanidad. Creo que sería humana si eso no significara
renunciar a su inmortalidad.
Kore pensaba lo mismo. Sin duda, Deméter amaba las cualidades sencillas de
los mortales y la forma en que sus vidas eran tan simplistas.
Se encogió de hombros.
—Entonces, ¿qué tiene de diferente?
Se apresuró frente a ella, caminando hacia atrás de modo que tuviera que
mirar la sonrisa radiante en su rostro.
—Bueno, no has mirado para nada en las profundidades del castillo. Hay
tantas cosas aquí de las que alguien como tú se enamoraría, justo delante de tus
narices. No estoy seguro de por qué Hades sigue alejándote de este lugar oscuro y
llevándote al más allá de los humanos. Es tan aburrido.
¿Aburrido? No diría en absoluto eso. Era infinitamente más interesante que la
piedra fría bajo sus pies y las paredes con sus antorchas colgadas de cadenas. Podía
oír el viento silbando a través del hierro incluso cuando intentaba quedarse dormida.
Se encogió de hombros una vez más, haciendo todo lo posible por no creer
una palabra de lo que dijo Hermes.
—No lo sé. Quizás pensó que me gustaría más la vegetación del más allá.
Soy una diosa de las plantas.
—No, de hecho no lo eres. —Hermes se dio la vuelta con un silbido agudo,
metiendo las manos en la banda alrededor de su pecho—. Pero supongo que aún no
te has dado cuenta.
—¿Disculpa?
Esos malditos zapatos alados lo empujaron hacia adelante mucho más rápido
que ella. Casi tuvo que correr para seguirle el ritmo. Se negó a responder a su
pregunta, incluso cuando ella lo acribilló con más.
¿Cómo sabía algo de ella?
¿Por qué pensaba que no era una diosa de la cosecha como su madre?
No era como Zeus. Había intentado convocar el clima para ayudar con los
campos y eso había sido decididamente decepcionante. No podía esperar que sea
algo más de lo que era. Una diosa de las plantas. 163
Llegaron a las partes inferiores del castillo y todas las palabras
desaparecieron de su mente. Un centenar de escaleras desaparecían en las
profundidades de un cráter gigante. La niebla (¿o eran nubes?) fluía alrededor de los
escalones, ocultando dónde empezaban y terminaban. Ninguna escalera parecía
descender hasta la oscuridad. En su lugar, cada una parecía comenzar y detenerse en
patrones caprichosos adheridos a la pared, pero imposibles de escalar.
—¿Qué es este lugar? —preguntó.
Hermes levantó los brazos y flotó hacia el aire libre de la caverna. La miró
con ojo crítico.
—Esta es la parte del castillo donde van todos los trabajadores. Aquellos que
mantienen el castillo en marcha y todas las almas en orden. ¿No lo sabías?
No, no sabía nada de personas trabajando dentro del castillo. Por supuesto
sabía sobre Tánatos y Hécate. Pero eran dioses de la muerte y la magia, seguramente
habían vivido en el Inframundo todo el tiempo. ¿Había más?
Retorció sus manos en la tela de sus peplos, mirando hacia la oscuridad con
una expresión preocupada. Era la reina de estas personas, o al menos, había pensado
que lo sería cuando aceptó casarse con Hades.
¿Por qué no le había hablado de ellos?
—Supongo que debería presentarme —susurró. El viento arrebató las
palabras de sus labios y las arrojó a la niebla.
—Sí, deberías. —Hermes extendió sus manos para que ella las tome—. Ven,
tomará una eternidad si usas las escaleras.
—¿Puedo usarlas? —Miró las estructuras irregulares y desmoronadas—. No
parece que puedan soportar mi peso.
Tuvo la visión repentina de sí misma cayendo a través de las nubes y
golpeando lo que fuera que estuviera en el fondo. Tal vez eran las fauces gigantes de
una criatura con la que Hermes estaba a punto de alimentarla.
Un escalofrío repentino sacudió sus hombros. Metió las manos alrededor de
sus costillas y se abrazó con fuerza. Hades no debe haberle mostrado esto porque
sabía que la habría asustado.
Hermes gruñó.
—Vamos, su Alteza. Se supone que eres la reina de esta gente. Déjalos ver
quién eres. 164
Tragó con fuerza y se recordó que era más fuerte que esto. Podía confiar en el
dios extraño que había aparecido en su puerta. Ni Hades ni Cerbero le habrían
permitido acercarse a ella si hubiera querido hacerle daño.
Así que, extendió la mano y dejó que la tomara en brazos. Los músculos
duros rodearon su espalda, aunque no se sintió tan bien como Hades. Sus músculos
se sentían… ¿falsos? Claramente había deseado alcanzar la perfección en lugar de
trabajar duro para verse tan hermoso.
Kore lo odió por eso.
No les tomó mucho tiempo hundirse en la nube. Debajo de su cubierta
brumosa, pudo ver que había una gran habitación en la parte inferior. El suelo había
sido tallado y luego alisado hasta convertirlo en algo suave al tacto, casi como vidrio
cuando Hermes la dejó sobre su superficie. Se extendían sábanas de tela de punta a
punta sobre sus cabezas, creando un dosel colorido que ocultaba la gran altura de las
paredes de piedra circundantes.
—Guau —dijo—. Esto es hermoso.
—Lo es. —Hermes extendió su brazo y señaló para que ella mirara hacia otro
lado. —Y también eso.
Se dio la vuelta y jadeó. Toda la caverna estaba construida alrededor de un
árbol diferente a todo lo que hubiera visto antes. Aunque sus ramas eran cortas,
limitar su vista al sol probablemente había atrofiado su crecimiento, las hojas
brillaban en rojo y dorado radiante. Cada rama había crecido, de modo que hubiera
espacio suficiente para que las hojas estuvieran completamente solitarias, como un
árbol bonsái con la altura de más de diez hombres.
La luz le quemó los ojos, pero no podía dejar de mirar la vista gloriosa ante
ella.
—Guau —repitió—. No sabía que existía esto.
—Pocos lo hacen. —Hermes le dio un empujón en la parte baja de la
espalda—. Entonces, ve, explora. Estaré justo aquí.
¿Podía? Kore miró a su alrededor y confirmó que no había nadie más.
—Pensé que se suponía que había trabajadores en las profundidades.
Hermes echó un vistazo a sus uñas, extendiendo los dedos para mirar su
propia mano.
—Existen. Pero eres la reina de este lugar, ¿no? Nadie te hará daño a menos 165
que quiera sufrir la ira del rey. —Sacó la lengua—. Y créeme cuando digo que nadie
quiere arriesgarse a eso.
Fue lo suficientemente bueno para ella. Kore se apartó de su lado y se alejó
corriendo.
No se había dado cuenta que explorar el Inframundo la llevaría a tal belleza.
Tales… vistas increíbles. Desafortunadamente, tampoco se dio cuenta que había
personas en la base del árbol.
No hasta que fue demasiado tarde para evitarlos.
K ore miró hacia las ramas brillantes y dejó escapar un suspiro de
felicidad. No se había dado cuenta de lo mucho que echaba de
menos las plantas. Claro, había algunas rezagadas alrededor del
castillo que había notado. Pero las plantas que habitan en las cuevas no eran iguales
que un árbol como este.
Necesitaba sentir las raíces de un árbol hundiéndose profundamente en el
suelo. Necesitaba escuchar el gemido profundo de un ser antiguo que había estado
estirando sus extremidades durante siglos. Y este árbol era viejo.
Muy, muy viejo.
Trepando por encima de las raíces, subió a los brazos esperando del árbol.
Sabía que no le importaría. En su experiencia, los árboles apreciaban cuando la 166
gente los trepaba. Era un recordatorio de que fueron útiles. Más que crecer hasta
tocar el centro de la tierra.
Puso su mano sobre la corteza de este y pudo sentir lo poderoso que era este
ser. El árbol había empujado sus raíces hasta el Tártaro. El calor de la lava en las
profundidades dándole la capacidad de crecer sin luz solar. Era notable, pero más
que eso, era imposible.
Se acomodó en una rama, y se hundió en el hueco de un tronco. El árbol
estaba ridículamente complacido de que alguien lo tocara. Kore estaba ridículamente
complacida de estar en los brazos de algo verde.
Colocando su mano plana contra la corteza, vertió algo de su magia en ella.
Las hojas que estaban más cerca de ella se desplegaron. El resplandor se iluminó
hasta que tuvo que apartar la mirada. Perfecto. Exactamente como debía ser el árbol.
Kore apoyó la cabeza contra el tronco y sintió que las ramas se movieron para
acunarla. Finalmente. Finalmente, tenía un momento para ella que estaba lleno de
paz.
—No lo entiendo —se elevó una voz a través de las hojas—. ¿Una reina?
¿Ahora? Después de todos estos años, decidió que necesitaba tener una contraparte,
y tiene poco sentido.
Se quedó quieta. ¿La gente que trabajaba en el Inframundo estaba hablando
de ella? No podía imaginar cómo sería para ellos. Aún no la habían conocido, y ya
hacía un mes que estaba aquí. Y les había quitado a su rey. Hades no se había
concentrado en su propio trabajo mientras la guiaba por todo el más allá.
—¡Estoy de acuerdo! —se unió otra voz a la primera, ésta más aguda y
enojada—. Después de todo este tiempo. ¿Y qué tiene ella que no tenga yo?
Mordiéndose el labio, se preguntó si debería hacerles saber que estaba en el
árbol o no. Obviamente estaban hablando de ella, y no querrían que ella escuchara lo
que estaban diciendo. Una conversación privada debe permanecer privada.
Pero estaban hablando de ella. Y Kore quería saber qué iban a decir a
continuación.
—Eres mucho más bonita que ella —aseguró la primera voz—. Estoy segura
de eso.
—Ni siquiera la has visto.
—¡Bueno, otros lo han hecho! Escuché lo que la gente dijo cuando la vieron.
Solo es una niña, Minthe.
167
Kore no pudo evitarlo. Tenía que ver quiénes eran esas personas que eran tan
groseras con su reina. Se inclinó hacia adelante y apartó algunas de las hojas
brillantes. Al menos el brillo la escondería de sus ojos.
Las dos mujeres le sorprendieron por varias razones, pero la razón principal
era que eran náyades. Había crecido con mujeres como ellas toda su vida. Una era
más baja que la otra, pero no menos impresionante en su belleza. El cabello oscuro y
los ojos oscuros la hacían mezclarse fácilmente con su entorno. La curva de su
cintura era tan pequeña que Kore se sintió cohibida.
Sin embargo, la otra ninfa fue quien llamó su atención. Esta mujer tenía un
borde duro donde la mayoría de las ninfas eran blandas. Su mandíbula afilada podría
haber cortado como un cuchillo, y el arco de su nariz era tan recto que se preguntó si
lo habría cambiado por medio de la magia. Sus ojos eran de un amarillo vivo que
combinaba con el rubio casi blanco de su cabello.
La rubia se echó el cabello por encima del hombro. Ni una sola hebra fuera de
lugar.
—Sé que solo es una niña, Byze. Y, sin embargo, aún está más interesado en
ella. ¿Sabes que no ha venido a visitarme desde que ella está aquí?
¿Esta Minthe era una amante anterior de Hades? Debería haber sabido que él
no habría sido célibe en los siglos de su vida. Pero si no la había visitado desde que
Kore llego al Inframundo, eso significaba que estuvo visitando a la náyade mientras
aún estaba cortejando a Kore.
La ira ardió en su pecho, tan caliente que rivalizó con la luz del árbol. Quiso
arrojarse al suelo y… bueno. No sabía qué haría una vez que esté frente a la otra
mujer. Luchar contra la náyade sería una decisión tonta. No era culpa de Minthe que
hubiera captado la mirada de Hades. Y no era culpa suya que hubiera decidido que
Kore era más interesante.
Pero aun así dolió. Más de lo que Kore estaba preparada.
Envolviendo sus brazos alrededor de su cintura, miró hacia las ramas del
árbol y trató de no concentrarse en las palabras que estaban diciendo. Pero aún podía
oírlas, como si las náyades estuvieran justo a su lado.
—Todos dicen que solo es una niña —dijo la primera—. Minthe, no eres una
niña. Se cansará de su inocencia y volverá a ti. ¿Qué hombre quiere acostarse con
una niña?
—Sé que tienes razón, pero sigo pensando que sería mejor si conociera a la 168
reina. —Minthe hizo una pausa para lograr un efecto dramático—. Después de todo,
una vez que me vea bien, la campesina insulsa volverá corriendo con su madre. ¿Te
imaginas? Me verá como la última mujer con la que Hades se acostó. Tocó. Sostuvo
en medio de la noche y lo hizo gemir como un mortal común. Hades no se
enamorará de una chica como ella. Es mío.
Ambas se rieron y el sonido la hizo sentir como si alguien le hubiera abierto
el estómago y se lo hubiera tendido.
Así que, habían sido íntimos. No sabía por qué eso le dolió tanto, pero lo
hizo.
La náyade tenía razón. Minthe era más hermosa que Kore. Era encantadora y
ágil. Más afilada que una espada y mucho más inteligente. Minthe era cosmopolita y
sabía lo que querían los hombres. La náyade no tendría miedo de besar a Hades o
preguntarle cómo sería pasar la noche. Ni una sola fibra de su ser tendría miedo
cuando estén juntos.
Kore era la niña que decían que era. O al menos, así se sentía en ese
momento. Solo una niña.
Decepcionante.
¿Él se sentiría de la misma manera? No tenía forma de saber si eso es lo que
pensaría Hades. Hasta el momento, no le había dado ninguna razón para cuestionar
su intención.
Pero ahora, escuchó las palabras de estas otras mujeres y se preguntó si
simplemente no había notado las señales. Quizás estaba cansado de ella. Quizás por
eso Hermes había acudido hoy a ella y no el propio Hades.
Ahora temblando por otra razón, Kore intentó con todas sus fuerzas calmar la
furia salvaje dentro de su pecho, pero aun así algo se derramó. El árbol resplandeció
más y las dos mujeres detuvieron su conversación.
—¿Qué está haciendo la hierba? —espetó Minthe.
—No lo sé. Nunca antes la había visto hacer eso.
Detente, se dijo para sus adentros. Van a ver que estás aquí. Sabrán que lo
escuchaste todo y luego lo arruinarás todo.
No podía parar. Sin importar cuántas veces Kore se reprendió, la ira hirvió
debajo de su piel hasta que no pudo pensar en nada más. El calor abrasó su alma y
ardió detrás de sus ojos. La parte oscura de su alma susurró:
169
—Déjalo salir.
Kore no sabía qué pasaría si liberaba estos pensamientos oscuros. No sabía si
el poder dentro de ella intercambiaría sus vidas por otra solo porque estaba celosa, y
no podía hacer eso. No otra vez. No cuando ya había matado a mortales porque
habían profanado el templo de una diosa que había considerado una amiga.
Intentó controlarse, apretando sus dedos en su regazo. Intentó convencerse de
que esto estaba mal. No estaba bien estar tan enojada. Tenía que hacer algo.
Cualquier cosa.
¿Por qué no podía controlarse a sí misma?
—¿Qué están haciendo ustedes dos aquí? —La voz sonó familiar, tajante y
llena de sarcasmo.
¿Hécate?
La náyade baja tartamudeó, pero aparentemente Minthe no tenía problemas
discutiendo con Hécate.
—A veces se nos permite respirar. Mi vida no es solo lidiar con los espíritus
cuando tienen algún tipo de queja.
La respuesta de Hécate fue cortante y amarga.
—Sí, de hecho, esa es tu vida entera. Tienes un papel aquí en el Inframundo,
Minthe. Y ese papel es garantizar que los mortales se sientan cómodos en su otra
vida.
—Preferiría morir.
—Podemos arreglar eso. —Cuando Kore se inclinó y miró a través de las
hojas brillantes, vio que la boca de Hécate se había extendido en una sonrisa de
dientes afilados—. Me encantaría arreglar eso personalmente, náyade.
Minthe resopló y pasó junto a Hécate con toda la gracia de un ciervo.
—Claro, Hécate. Dile eso a Hades y mira lo que dice.
Las dos náyades abandonaron el área cerca del árbol, y Kore observó
mientras subían unas escaleras y desaparecían en la niebla. Se habían ido.
Finalmente. Pero la ira aún ardía en su pecho.
—Ya puedes salir —llamó Hécate—. Sé que estás ahí.
Kore se hundió más profundamente en las hojas. No había forma de que la 170
otra diosa supiera que estaba acechando. Quizás había otra persona ahí afuera
viendo lo que estaba sucediendo con Minthe y su amiga.
Pero si Hécate sabía que ella estaba allí, entonces Kore nunca se había
sentido más avergonzada.
—Mi reina —gritó Hécate.
Entonces, quizás sabía que Kore estaba escondida entre las hojas. Con las
mejillas de un rojo brillante, bajó por las ramas y se dejó caer frente a Hécate. La ira
finalmente se desvaneció, aunque sus dedos aún hormigueaban por la fuerza.
—Hola, Hécate.
—¿Cuánto escuchaste?
No quería decirlo. Eso significaría que su poder cobraría vida y tronaría de su
cuerpo con la fuerza de un tifón. O peor, como el rayo que su padre desataba desde
el cielo.
No, se negaba a ser esa persona. No podía ser esa persona.
Kore apretó los labios y negó con la cabeza.
—Kore —dijo Hécate, su voz un susurro suave—. Deberías saber que,
Minthe no es…
Levantó la mano y silenció a la otra diosa. Kore no podía oír nada sobre
Minthe, quien una vez fue la amante de su esposo. El hermoso, curvilíneo y brillante
rayo de sol que habría calentado su cama con mucha más eficacia que ella.
Quizás creía lo que habían dicho las otras mujeres. Lo decepcionante que era
Kore y cómo no era nada más que una niña. Que sus propios súbditos la consideren
carente cuando ni siquiera le habían dado tiempo para ser reina.
La ira volvió a arder dentro de ella. No, no podía oír más palabras sobre la
náyade o desgarraría a la mujer miembro por miembro.
Los celos eran una emoción peligrosa. Especialmente para una diosa que
sabía que podía intercambiar la vida de Minthe sin esfuerzo y nadie sabría nunca que
fue ella. Podía terminar con la náyade mientras sonreía, sabiendo que era su propia
decisión enviar a la mujer a la tumba.
Los pensamientos la asustaron. El estómago de Kore se retorció y dio vueltas
hasta que pensó que podría estar enferma. No porque estuviera horrorizada de que
tal oscuridad viviera dentro de ella. 171
No.
Porque quería alimentar a la peligrosa cosa retorcida que le susurraba que
mate.
—Tengo que irme —murmuró, huyendo hacia las escaleras y el refugio de
sus propias habitaciones.
K ore caminaba de pared a pared dentro de su habitación, recordándose
que la conversación que había escuchado no era tan importante. ¿Y
si no le agradaba a algunas náyades? Ni siquiera deberían estar en el
Inframundo, y ella debería tener una conversación con Hades sobre eso.
Por supuesto, no era tan simple. Ni siquiera se atrevía a pedirle que la bese
nuevamente. Y por la forma en que Minthe estuvo hablando, querría mucho más que
besos de su esposa.
¿Por qué no le había pedido más? Ni siquiera estaba intentando besarla, por
lo tanto, tenía que asumir que no estaba interesado en hacerlo. Pero eso tenía poco
sentido porque había sido muy persistente en asegurarse de poder besarla cuando
quisiera.
172
No podía empezar a comprender sus deseos. Era una diosa virgen. Tenía que
saber que ella no estaba al tanto de lo que él quería. ¡Ni siquiera sabía lo que ella
quería!
Girándose agresivamente, pisó fuerte hacia el otro lado de la habitación.
Había demasiados asuntos. No sabía lo que quería. Él no estaba explicándole lo que
podría querer. ¡Y su ex estaba deambulando por ahí diciéndole a todo el mundo que
era una niña como si Kore tuviera cinco años y llevara flores en el cabello!
Extendió la mano y tocó la flor que había crecido sobre su oreja. Se la
arrancó de la cabeza y la arrojó al otro lado de la habitación con un chillido
ahogado.
Kore había pensado que venir aquí significaría que ya no sería la doncella de
las flores. Era la esposa del Rey del Inframundo, el hombre al que todos temían. En
su lugar, solo era igual que antes. Aun débil. Aún vista como un peón.
—Harta —murmuró—. Estoy harta de vivir así.
La única verdad desafortunada era que no sabía cómo cambiar. Solo era la
hija de Deméter, una diosa de la cosecha que era extremadamente poderosa, pero
nada en comparación con Zeus. Y estaba segura que su madre no querría hablar con
Kore estando aquí.
Kore se quedó paralizada. ¿Deméter sabía que su hija estaba en el
Inframundo?
No, probablemente. No era como si Kore hubiera dejado una nota, y Hades
no se lo había dicho a su madre o nunca la habría traído aquí.
Se llevó una mano a la frente, gimiendo frustrada.
—Estúpida, estúpida, estúpida —murmuró.
Y todo lo que quería era que su madre estuviese en la misma habitación y le
diese algún tipo de consejo. Quería que Deméter le diese un abrazo que solo las
madres podían dar, y tal vez algunas palabras de aliento. El matrimonio era duro.
Tener esposo era duro.
Pero Deméter nunca se había casado. No sabía nada sobre esa parte de la
vida.
Surgió una idea.
Tal vez Deméter no sabría sobre el matrimonio, pero Deméter no era la única
familia femenina que tenía Kore. Al menos, no ahora que estaba en el Inframundo.
—No —murmuró, sacudiendo la cabeza y negándose a sí misma incluso la 173
idea de un plan tan loco.
Debería hablar con Hades, preguntarle si las afirmaciones hechas por la que
claramente era una de sus ex eran ciertas. Y eso sería todo. Le diría la verdad y
entonces ella lo sabría con certeza. Pero no podía hacerlo, por mucho que supiera
que era lo correcto. Hablar con Hades sobre algo como esto hacía que se le revuelva
el estómago.
Sin embargo, si intentaba su otro plan, no habría vuelta atrás. Su abuela era
uno de los Titanes. Una de las criaturas aterradoras que casi habían destruido el
mundo entero cuando los Olímpicos se alzaron contra ellos.
Deméter nunca quiso hablar de su abuela. A pesar de que Kore le pidió mil
veces escuchar algo sobre Rea, no hubo ninguna posibilidad de que tuviera una sola
historia. Sin embargo, los otros Olímpicos hablaban de su madre monstruosa.
Una vez escuchó a Artemisa decir que Rea era más grande que una montaña.
Que su boca se partía de oreja a oreja, porque era como Cronos. Las fauces abiertas
de su boca devorarían cualquier cosa que se le acercara. Aparte de sus propios hijos.
Tal alimento era para el consumo de su marido.
Kore siempre tuvo dificultades para creer esas historias. Y estaba lo
suficientemente desesperada como para descubrir si eran ciertas.
Abrió la puerta lentamente, asomándose al pasillo a medida que contenía la
respiración. Nadie vagaba por los pasillos de piedra. Nadie la vería si escapaba.
Quizás debería haber encontrado extraño que ningún guardia la estuviera
vigilando. La nueva reina obviamente tendría algunos enemigos, y ya había
encontrado al menos dos de ellos.
Con ese pensamiento, Kore corrió de regreso a su habitación y agarró el
himatión sencillo que Hades le había dado cuando vagaron por primera vez por el
Inframundo. El que él afirmó que la haría lucir como cualquier otra alma aquí.
—Perfecto —murmuró. Arrojándolo sobre sus hombros, huyó del castillo y
salió a las arenas oscuras.
Pasaría por alto a Caronte. Hades le había mostrado que había un camino solo
para los dioses que la alejaría de los ríos y la dejaría pasar sobre ellos sin verse
afectada por ninguno de sus venenos. Sus pies golpearon la arena mojada y las aguas
gélidas que la arrastraban en todas direcciones.
Cada río le susurró que se acercara a ellos. Pero el que más la llamó fue 174
Cocito, el río del llanto y el dolor.
Sacudió la cabeza, frunciendo el ceño.
—Hoy no iré a visitarte.
—Pero estás sufriendo —pareció responder—. Ven y derrama tus lágrimas
por mi orilla.
Una idea terrible. Terminaría allí por toda la eternidad y luego, ¿dónde
estaría? No, Kore necesitaba hacer esto por su cuenta. Necesitaba conseguir una
aclaración de la única mujer que había sufrido un matrimonio en toda su familia.
Una vez que cruzó el río, se dirigió hacia las puertas del Tártaro. La abertura
era una boca esquelética sostenida abierta, ya que Tártaro había sido una vez un
dios. Hace mucho, mucho tiempo, antes de que lo mataran y su vientre fuera
utilizado como prisión para todos los que negaron a los Olímpicos. Una niebla
oscura se arremolinaba más allá de los dientes de estalactita, sin revelar nada de lo
que contenía la criatura.
El viento silbaba desde lo más profundo de la boca abierta, casi como si la
criatura muerta estuviera gimiendo. Kore supuso que eso era posible. Nada estaba
realmente muerto en el Inframundo.
Respirando hondo, se sumergió en la oscuridad. El viento azotó sus hombros,
empujándola de vuelta a la entrada, pero levantó un brazo y se lanzó hacia adelante.
Al principio sus pies se deslizaron hasta que se contuvo. Con los muslos
temblorosos, Kore se abrió camino hacia el Tártaro.
Tan repentinamente como comenzó, el viento se calmó. En su lugar, el calor
abrasó su piel. Toda la saliva de su lengua se secó, y sintió que se le agrietaron los
labios. Aquí no había humedad en el aire, solo el calor seco de un desierto.
Bajando el brazo, miró hacia un paisaje desolado lleno de lagos de lava y
árboles en llamas. Las lágrimas escocieron en sus ojos. Se paró en la cima de una
montaña y miró hacia un reino de dolor y angustia.
Los Titanes estaban encadenados al suelo hasta donde alcanzaba la vista.
Algunos de ellos eran tan grandes como montañas, mientras que otros eran del
mismo tamaño que los Olímpicos. Algunos incluso eran tan pequeños como niños
humanos, pero podía ver el poder fluyendo de ellos como las gotas de sudor que
brotaron de sus cejas.
Los incendios ardían a su alrededor. En el suelo. Sobre las plantas dispersas.
Chispas volando en el aire y aterrizando sobre sus hombros. Y sobre sus cabezas, las
tormentas rodaban. Un rayo crujió en el aire y golpeó el suelo cerca de uno de los 175
Titanes más pequeños. La criatura parecía muy similar a un toro, aunque era más
grande que cualquier toro que hubiera visto antes, y tenía dos patas. Dejó escapar un
gruñido, sacudiendo su enorme cabeza peluda y luego volvió a sentarse en cuclillas.
El corazón de Kore se rompió por ellos. Una vez fueron los dioses de este
mundo, los que habían creado todo lo que ella conocía y amaba. Los Olímpicos
habían heredado una tierra a la que estas criaturas dieron vida.
Serían castigados por toda la eternidad. Kore sabía que no tenía permitido
tocarlos o sería castigada por el propio Zeus.
Sin embargo, las reglas no decían que no podía hablar con ellos.
Trepó por el sendero de la montaña hasta las llanuras donde estaban
encadenados los Titanes. Ahora que estaba más cerca, podía ver que los eslabones
de la cadena eran tan grandes como ella para la mayoría de los gigantes.
¿Estarían siquiera de acuerdo en ayudarla?
Lamiendo sus labios, se acercó al Titán más cercano. Su piel era pálida como
la luz de la luna y su cabello de un tono negro que parecía tragarse la luz. Llevaba
una corona en la cabeza que representaba los planetas y las estrellas girando
alrededor… de él.
—¿Ceo? —preguntó.
Sabía muy poco sobre el Titán más grande, aparte de que él era el eje sobre el
que giraba la tierra. Algunas personas pensaron que estaba loco porque era uno de
los pocos Titanes que había intentado escapar del Tártaro. Obviamente, no lo había
logrado.
Se arrodillaba sobre una rodilla, con la otra pierna apoyando su grueso
antebrazo. Las cadenas se enredaban sobre sus hombros y cuello, claramente
pesando. Y aunque no podía ver dónde estaban enganchadas, tenía la sensación de
que él no podía ponerse de pie incluso si los enlaces estuvieran sueltos.
Él la miró y ella vio que sus ojos eran negros como el cielo nocturno con
motas de estrellas a lo largo de ellos.
—¿Quién eres tú?
Su gruñido retumbó a través del Tártaro como el trueno que sigue a un
relámpago.
Tragó pesado y de repente se preguntó si había sido una buena idea.
—Mi nombre es Kore —respondió, presionando una mano contra su pecho— 176
. Estoy buscando a Rea.
—¿Qué quieres con Rea? —La miró de arriba abajo—. Un Olímpico como tú
no tiene cabida en el Tártaro.
—Oh, no soy un Olímpico. —En realidad, supuso que ahora que estaba
casada con Hades lo era. Aunque, nunca se había considerado como una, a pesar de
que su madre era Deméter. Solo era una ninfa. Kore se aclaró la garganta—.
Necesito hablar con mi abuela. Por favor.
Arqueó una ceja delicada antes de asentir a su derecha.
—Sigue por ahí. Es difícil no ver a Madre.
El suelo quemaba las suelas de sus zapatos y sus pies ya estaban llenos de
ampollas. El dolor era tan intenso, que se giró y se puso en marcha antes de darse
cuenta de lo grosera que había sido.
Haciendo una pausa, Kore se dio la vuelta y gritó:
—¡Gracias!
Ceo se estremeció debajo de las cadenas, luego la miró con una mirada de
censura.
—Olímpica, los de tu clase no agradecen a los Titanes.
Sus mejillas enrojecieron de vergüenza y se fue sin decir una palabra más.
Ceo tenía razón. Era fácil encontrar a Rea.
No era tan grande como una montaña, pero ciertamente era una mujer muy
grande. Rea probablemente tendría la altura de dos hombres si hubiera estado de pie.
Su cabello se derramaba sobre sus hombros en mechones castaños que podrían haber
sido hermosos alguna vez. Ahora, cada rizo estaba encrespado y partido en los
extremos. Sus brazos aún eran gruesos y tensos con músculos, y su cintura aún era
redondeada saludablemente. Estaba sentada con las piernas cruzadas, sus cadenas
colocadas sobre sus hombros como una bufanda de metal.
Aunque los ojos del Titán estaban cerrados, Kore estaba segura que Rea sabía
que estaba allí. En lugar de decir una palabra o interrumpir la paz del Titán, Kore se
dobló en una posición coincidente ante Rea.
Esperó hasta que el Titán abrió los ojos con un suspiro.
—Olímpica —dijo Rea—. ¿Por qué estás aquí?
Respiró profundo y trató de calmar el temblor de su voz. 177
—Abuela, necesito hablar contigo sobre el matrimonio.
Rea parpadeó un par de veces, mirando a Kore como si hubiera perdido la
cabeza. Y tal vez lo había hecho. ¿Cuántos Olímpicos venían hasta el Tártaro solo
para hablar con una Titán? Especialmente Rea. Después de todo, su esposo se había
comido a los niños que habían creado juntos.
Kore solo podía esperar que Cronos no estuviera cerca.
Tragó pesado y se encontró con la mirada de sorpresa de Rea con más
confianza de la que en realidad sentía. Esperó de nuevo a que Rea dijera algo.
Cualquier cosa.
—¿Por qué vendrías a mí para eso? —preguntó Rea al final.
Kore tenía mil respuestas. Su propia locura, esperanza, desesperación por la
familia. Pero en cambio, dijo:
—No tengo a nadie más.
Y entonces todo lo que pudo hacer fue contener la respiración y esperar que
el Titán la compadezca. Apretó los dedos en su regazo y se encorvó sobre sí,
acurrucándose sobre sus rodillas y esperando. Por lo menos, se sentía bien estar
rodeada de la familia.
Los ojos de Rea se abrieron por completo, y luego las lágrimas se acumularon
en las esquinas.
—Eres la hija de Deméter, ¿verdad? —Kore asintió—. Creí reconocer la
sensación de tu magia. De todas mis hijas, ella siempre fue mi favorita. —Rea se
inclinó hacia adelante, las cadenas repiqueteando con su movimiento—. ¿Por qué
querrías saber algo sobre el matrimonio? Recuerdo a Deméter. No tenía ningún
interés en vincularse a un hombre.
—¡Porque me casé con Hades! —soltó Kore abruptamente, y de repente, no
pudo detenerse—. Pensé que quería casarme con él porque mi madre siempre me
dijo que no podía. Me gustó la forma en que me trató, y la forma en que me besó.
¿Era tan malo querer eso? Pero ahora estoy aquí, y me siento perdida. No sé cómo
pedirle a mi esposo que vuelva a besarme. Mis cualidades como reina no están a la
altura de ninguno de sus súbditos. Madre me convirtió en una ninfa virginal, y ahora
incluso las amantes antiguas de Hades hablan de mí en un tono desagradable con
todos los demás. Y lo peor es que tienen razón. Solo soy una niña y no sé cómo
madurar. 178
Kore se tapó la boca con las manos antes de que salieran más palabras. No
había querido compartir la mitad de eso con Rea, y sin embargo… ahí estaba. Todo
sobre la mesa. Todas sus preocupaciones, sus miedos y, lo que es peor, sus
debilidades.
El rostro de Rea se arrugó en algo suave y cálido.
—Oh, querida niña, el matrimonio nunca es fácil. No lo conocías mucho
antes de casarte con él, ¿verdad?
—No —susurró—. Supongo que no.
—Entonces ambos aún se están descubriendo, querida. —Rea se movió,
estirando el cuello como si las cadenas le doliesen—. Hades siempre fue mi favorito,
sabes. Si estuvieras con ese tonto de Zeus, esta sería una conversación
completamente diferente. Pero Hades es un chico bueno. Siempre lo fue.
Casi se rio entre dientes al escuchar a alguien llamar chico a Hades. Sin
embargo, Rea probablemente lo veía así. Era mucho mayor que él.
Kore asintió vacilante.
—Supongo que sí. Pero ¿cómo hablo con él sobre cosas como esta? Necesito
saber que tengo a alguien aquí. Alguien que no sea una ninfa, una náyade… o mi
familia.
—Querida, no tienes que esforzarte tanto. Solo habla con él. Dile cómo te
sientes, y si quieres algo… —Los ojos de Rea brillaron con algo parecido a picardía.
Hizo un gesto para que Kore se inclinara hacia adelante y luego susurró—: Si
quieres algo, tómalo. Tienes más que poder suficiente dentro de ti para hacerlo.
Kore supuso que era un mejor consejo del que le habría dado su madre.
Aunque, no calmó los nervios de su estómago.
Retorció los dedos en la tela de su himatión, poniéndose de pie.
—Gracias por el consejo, abuela.
Rea sonrió, y la expresión fue tan triste que habría hecho llorar incluso al
corazón más frío.
—Eres tan joven, pequeña. Tienes mucho que aprender.
Por lo tanto, Kore se alejó de su abuela y comenzó la caminata fuera del
Tártaro. Supuso que era hora de charlar con su esposo. 179
—M i señor, Cerbero vio a la reina entrando en el Tártaro.
Pensamos que le gustaría saberlo.
Las palabras se repitieron en su mente incluso
mientras corría hacia las puertas del pozo. ¿Por qué? ¿Por qué su nueva esposa
pensaría que era una buena idea entrar al Tártaro sola?
De todas las ridículas ideas tontas y estúpidas, ¿esta era la que seguía?
Preferiría que se desnudara y caminara por el castillo que entre en el Tártaro. Jamás.
Pero, especialmente, no sola.
No sabía con qué emoción quedarse. La ira de que ella lo hiciera estaba
haciendo que todo su cuerpo tiemble. Pero la preocupación también estaba haciendo
que le suden las palmas de las manos y se le ericen los vellos de los brazos. ¿Y si 180
uno de los Titanes la agarraba? ¿Y si sus cadenas no estaban tan atadas como él
pensaba?
Hades se dio cuenta que era una tontería. Ningún Titán había escapado del
Tártaro, aunque algunos de ellos se habían soltado de sus cadenas. Incluso entonces,
dudaba de que alguno fuera tan tonto como para atacar a su esposa.
Sabrían que ella era suya. Su olor estaba sobre ella y sabía que primero se
concentrarían en eso. Sin importar lo mucho que les gustara presentarse a sí mismos
como iguales a los Olímpicos, los Titanes eran mucho más animales.
Preocupado, se decidió. Esa era la emoción en la que debía asentarse porque
sin importar cuántas veces resolviera el problema más nuevo que surgiese en su
mente, había otros miles más para ocupar su lugar.
Podría morir tan fácilmente en las garras del Tártaro.
No la dejaría. Decidido a nunca dejar que un solo Titán la toque, Hades llegó
al suelo fuera de la boca del Tártaro con un golpe sólido que estalló en la arena
circundante. Apretó el puño en la tierra, esperando que cuando mirara hacia arriba
ella estuviera allí.
Cuando miró la abertura, se sintió decepcionado al encontrarla vacía. La
niebla pálida se arremolinaba y no había ninguna imagen de su esposa allí.
¿Qué iba a hacer? Hades tendría que caminar hacia el lugar prohibido donde
luego sería tentado más allá de todo reconocimiento. Los Titanes intentarían
convencerlo de que podía hacer mucho más si los dejaba ir.
Podría tomar el Monte Olimpo como suyo.
Podría derrocar a su hermano y asumir el cargo de Rey de los Olímpicos.
Sin embargo, Hades no quería nada de eso, y necesitaba recordar quién era.
Quién quería ser.
En medio de su lucha, las olas grises se separaron y revelaron a una joven
avanzando a través de ellas. Arrodillado como estaba, Hades ya estaba a sus pies
cuando salió ilesa del Tártaro. Era hermosa y poderosa a la vez. Sus rizos castaños
estaban perfectamente en su lugar y no tenía ni una sola marca en su cuerpo de los
Titanes que deben haber estado hambrientos por devorarla tanto a ella como a su
poder.
De hecho, Kore parecía menos preocupada de lo que la hubiera visto en un
tiempo. Su expresión era de serenidad y una calma pacífica que lo perturbó hasta la 181
médula.
—¿Kore? —preguntó. Por un momento, se preguntó si la mujer que salió del
Tártaro no era en absoluto su esposa.
—Hola, Hades —respondió—. ¿Qué estás haciendo aquí?
La rabia volvió a ocupar el primer plano de su mente. ¿Cómo se atreve a
hacer una pregunta cómo esa? Él estaba aquí porque ella se había encargado de
ponerse en peligro con los dioses más indignos de confianza de todo el reino. Entró
al único lugar al que le había dicho que no vaya jamás y, ¿entonces tenía el descaro
de preguntarle qué estaba haciendo allí?
—¡Salvándote! —gritó.
La palabra resonó, sacudiendo los dientes de la gran cabeza que conducía al
Tártaro. Solo una vez que su voz desapareció, Kore parpadeó y respondió:
—No necesitaba que me salven, pero gracias por tu preocupación.
Todo el viento desapareció de sus velas furiosas. Tenía razón. No necesitaba
que la salven y él estaba corriendo en su rescate como si fuera el único que podía
arreglar esto.
De pie con las piernas temblorosas, dio unos pasos hacia ella, deteniéndose
fuera de su alcance. Pero no pudo evitar levantar una mano y agarrar uno de sus
rizos que sopló hacia él con el viento. Envolvió la hebra de seda alrededor de su
dedo.
—No sabía lo que te había pasado —dijo con voz ronca—. Los Titanes son
muy peligrosos, Kore. Podrías haber muerto.
Ella se humedeció sus labios y la vista de esa lengua rosada casi lo hizo caer
de rodillas.
—Hades —suspiró—. Creo que tenemos que hablar.
No quería hablar. No podía cuando el alivio se estaba extendiendo a través de
él como un incendio forestal. No tenía idea de lo fácil que era para ella romperlo.
Era el aterrador Rey del Inframundo. Se comunicaba con los muertos y caminaba
con monstruos todos los días.
Pero ¿saber que ella estaba a salvo cuando él había estado tan preocupado?
Le hizo temblar como un niño.
—Aún no —respondió—. Aún no, esposa mía.
182
Hades rompió la naturaleza incómoda de su relación y la alcanzó. La sujetó
por los hombros y la atrajo contra su pecho, sosteniéndola firmemente contra su
corazón. Su aroma llenó sus fosas nasales, aliviando el tormento de su alma, y por
primera vez desde que había escuchado a dónde iba, Hades respiró profundo.
Presionó sus labios contra su cabello.
—Pensé que te había perdido para siempre, y no sé si podría sufrir eso.
Ella giró la cabeza hacia un lado, presionando su mejilla contra su hombro y
dejando escapar un suspiro en respuesta.
—Hades, ni siquiera sabía que me extrañarías.
—¿Por qué no? —Se echó hacia atrás para mirar fijamente hacia sus vívidos
ojos verdes—. ¿Por qué incluso lo dudarías? Mi vida ha sido consumida por ti desde
que te vi por primera vez.
—Ese es el problema —susurró.
Pudo ver la vacilación en sus ojos. La sombra de la incertidumbre que le
rompió el corazón al saber lo ansiosa que estaba. Siempre había pensado que era
solo porque era muy joven, pero entonces recordó que no era una niña.
Su madre hizo que todos pensaran que solo era una niña, pero Kore era
mucho más que eso. Era una diosa, al igual que el resto de ellos y había sido echada
a un lado por todos durante tantos años.
Había visto lo que podía hacer. Esta timidez, no era por su edad ni por ser
inocente. Era algo completamente diferente.
—Cuestionas mi sinceridad —dijo Hades, aunque las palabras no fueron una
pregunta. Ahora sabía cuáles eran sus nervios. Los entendía de una manera
profunda.
Había sido un mal marido. Aunque la había estado llevando por todo el
Inframundo, aún no la había convencido de que lo estaba haciendo porque quería
pasar tiempo con ella. Hades no estaba seguro de dónde se había equivocado en ese
esfuerzo, pero le había fallado a ella y a sí mismo.
Se acercó entre ellos y acunó su mejilla en su mano.
—Cuestionas mi sinceridad todos los días —susurró nuevamente—. No sabes
cuánto quiero estar a tu lado con cada respiración.
Ella sacudió su cabeza. Esos grandes ojos verdes estaban completamente
abiertos y si no se equivocaba, se llenarían de lágrimas en cualquier momento. 183
—Escúchame, Kore, y necesito que escuches cada palabra que digo.
Hades esperó hasta que estuvo seguro que ella estaba escuchando con
atención. Se tomó un tiempo. Sus ojos siguieron apartándose hacia un lado, como si
estuviera intentando escapar de las emociones feroces entre ellos.
Pero esperó, y cuando estuvo lista, continuó.
—Nunca en mi vida había conocido a alguien que brillara desde lo más
profundo de su alma. Eres la luz de mis tinieblas. El faro de mi noche sin fin. Sé que
puede ser difícil de entender o creer.
Ya sentía que la estaba perdiendo. Ella se derritió lejos de su cuerpo como si
estuviera buscando una salida. No quería escuchar estas palabras, a pesar de que
eran las que acababa de pedir.
—No me crees —dijo con una risa pequeña—. Está bien. Sé que me llevará
algún tiempo convencerte, pero tenemos todo el tiempo del mundo. Desde el primer
momento que te vi, supe que esto era diferente.
—Pensaste que era una ninfa —lo corrigió. Pero al menos esta vez lo miró a
los ojos.
—Nunca pensé que fueras una ninfa. —Hades se detuvo ante su mirada
conocedora, luego cedió—. Está bien, tal vez lo hice. Pero sabía que no eras como
las demás. Tienes un poder en ti que nadie puede negar. Una luz cegadora que una
vez pensé que era igual al sol, pero ahora sé que son todas las estrellas en el cielo.
Sus mejillas se encendieron de un rojo brillante. Así que al menos sabía que
estaba llegando a algún lado con los cumplidos. Hades se inclinó un poco más cerca,
dudando en asustarla pero también deseando nada más que presionar sus labios
contra los de ella y estar seguro que no fuera a ninguna parte.
—¿Cómo lo supiste? —susurró ella, su respiración abanicando sus labios.
—¿Qué supe?
—¿Que era diferente?
Hades apretó los dedos en la tela de su himatión, atrayéndola contra él una
vez más.
—Porque pensar en ti me consume.
Se negó a esperar más. Hades la besó como si fuera un hombre ahogándose y
ella fuera el único refugio que pudo encontrar. La devoró, casi como castigo por la 184
forma en que se había apoderado de todos sus pensamientos.
Quiso magullar sus labios. Dejar una marca de modo que nadie pensara que
pertenecía a nadie más que a él.
Quiso marcarla con el sabor y la sensación de su lengua de modo que nunca
se apartara de su lado.
Quizás eso lo convertía en un bastardo egoísta. Pero no se atrevía a
preocuparse por eso.
Finalmente, se retiró para dejarlos respirar a ambos. Hades presionó su frente
contra la de ella y exhaló un suspiro de alivio.
—He querido hacer eso desde que llegaste a casa.
Ella se rio entre dientes.
—Me preguntaba por qué no estabas haciendo eso y estaba segura que te
había fallado en algún aspecto.
—No —respondió con vehemencia—. Has sido perfecta y encantadora. No
quería apresurarte.
—No estabas esperando porque yo... —Tropezó con las palabras, haciendo
una pausa durante largos segundos antes de terminar en una gran bocanada de aire—
. ¿Porque solo soy una niña y no estabas seguro si querías una esposa como yo?
—Oh, esposa mía, te he fallado de muchas maneras. —Sacudió la cabeza—.
Nunca ha sido eso, ni ese pensamiento jamás cruzó por mi mente. Eres lo único que
quiero. Lo único.
Se acurrucó en su abrazo, pero le preocupó que esto estuviera lejos de
terminar.

185
L as cosas mejoraron un poco después de la conversación, o al menos,
eso pensó Kore. Ahora sabía dónde estaba su cabeza, y ese era un
buen comienzo. La tranquilizó saber que el Rey del Inframundo no
estaba en esta relación solo porque quisiera un poco de entretenimiento. De hecho,
disfrutaba estar cerca de ella.
Pero Hades tenía trabajo que hacer. Después de todo, aún era un rey.
Sus excursiones al Inframundo y al más allá de los mortales fueron cada vez
menores. Pasaron dos semanas con visitas mínimas e interludios tranquilos que
incluyeron besos pero muy poco de otra cosa.
Kore se dijo que era suficiente. Podía disfrutar de su compañía y del efecto
relajante que tenía en su alma. Y cuando él se iba, ella se acurrucaba con Cerbero 186
por las noches y repetía cada momento una y otra vez en su cabeza.
No ayudó.
Soltó un suspiro y se miró en el espejo. Se suponía que esta noche irían a su
primera cena oficial, como marido y mujer. Los otros dioses estarían allí. Al menos
los que vivían en el Inframundo. Supuso que algunos de los sirvientes se les unirían.
Solo podía esperar que no hubiera nadie que pensara que ella era solo una
niña. La idea de escuchar a otro habitante del Inframundo hablar mal de su reina le
hizo apretar los dientes.
Hades le había enviado el atuendo perfecto. El himatión era de la malla más
fina que hubiera visto en su vida, negro pero completamente transparente. Se habían
cosido pequeños diamantes por todas partes, de modo que parecía una franja del
cielo nocturno. Debajo, sus peplos oscuros eran del rojo más profundo que cualquier
tinte pudiera crear. Más oscuro que la sangre, y quizás incluso más oscuro que el
vino.
Se había sujetado el cabello en lo alto de su cabeza, con rizos cayendo
alrededor de su rostro en ondas sueltas. Delineó sus ojos profundamente, y se había
pintado los labios de un rojo oscuro a juego con las túnicas. Ya no parecía una niña;
lo sabía bien.
Incluso si alguien quisiera llamarla niña, no podría hacerlo. No esta noche.
Sonó un golpe en la puerta al otro lado de la habitación y su estómago se hizo
un nudo. Ese sería Hades. ¿Quién más podría ser? No podía esperar a ver qué
pensaría de ella con la ropa que le había encargado.
No te sonrojes, se dijo. No arruines la imagen.
Kore quería que él la viera como una mujer sexy que tomaba la vida por los
cuernos y conseguía lo que quería. O tal vez solo quería que la viera como la diosa
que era.
Abrió la puerta y clavó sus ojos en el hombre apuesto esperándola. El cabello
de Hades estaba peinado hacia atrás y llevaba la armadura que una vez le había
asustado tanto. Las mandíbulas abiertas de león a ambos lados de sus hombros ya no
la intimidaban. En cambio, solo aumentaban el ancho de sus hombros y la fuerza del
cuerpo debajo.
Antes incluso de darse cuenta de su reacción, se apoyó en el marco de la
puerta con un suspiro de felicidad. Kore debe haber parecido una cachorrita
enamorada. Sin embargo, no le importó, porque se alzó frente a ella como el
guerrero más apuesto posible que había venido a robársela. 187
Él sonrió.
—Hola, esposa.
—Nunca me cansaré de oírte decir eso.
—Bien —se acercó y la agarró por la cintura. Atrayéndola firmemente contra
su pecho, Hades se inclinó y presionó sus labios contra la curva de su cuello—, no
planeo llamarte nunca más de otra forma.
Allí estaban de nuevo. Las mariposas que vivían en su estómago y estallaban
en vuelo cada vez que él estaba cerca de ella. Inclinó la cabeza hacia un lado y le dio
más acceso a su garganta.
—¿Estás seguro que tenemos que ir a cenar?
Retrocedió ante eso, mirándola con los ojos entrecerrados.
—¿Qué quieres decir?
Ella miró por encima del hombro a la cómoda cama lujosa, luego volvió a
mirarlo.
—Bueno.
Le ardieron las puntas de las orejas. Aunque definitivamente habían trabajado
para que se sintiese más cómoda al expresar sus sentimientos, Kore aún no sabía
cómo abordar este tema. Los mortales hacían esto todo el tiempo. Incluso se había
cruzado con algunos de ellos que se habían escapado para tener citas en el bosque.
Los dioses estaban aún más hambrientos de experiencias como la que ella
estaba sugiriendo. Los había oído hablar de acostarse entre ellos, con mortales,
incluso animales una o dos veces. Y aunque Kore siempre había sido la diosa virgen,
ya no quería serlo. ¡Era una mujer casada!
Los rasgos virginales no tenían cabida en un matrimonio como el de ellos, y
además. Kore tenía curiosidad.
Los ojos de Hades se abrieron por completo a medida que procesaba lo que
estaba diciendo. Y mientras ella miraba, un rubor hermoso ardió en sus mejillas. Se
aclaró la garganta una, dos, tres veces, y finalmente gruñó:
—¿Estás segura que estás lista para eso?
Sí, estaba bastante segura o no le habría preguntado.
—¿Estás listo para eso? —preguntó, sonriendo tímidamente.
188
Él balbuceó, intentando buscar palabras e incapaz de encontrarlas en
absoluto.
Aunque debería haber estado un poco nerviosa, todo lo que Kore sintió fue
una emoción de placer porque había aturdido al temido Hades en silencio. Solo
podía mirarla, con los ojos totalmente abiertos, la boca abierta, y luego se preocupó
si tal vez lo había roto.
Poniendo los ojos en blanco, pasó su brazo por el de él y lo empujó hacia el
pasillo.
—Está bien, tenemos que ir a la cena. ¿Pero quizás después?
Parpadeó un par de veces más, permitiéndole guiarlo por el pasillo como un
completo tonto.
—¿Después?
—Bien. Me alegra que estés de acuerdo.
No se había sentido tan poderosa desde que usó sus poderes por primera vez
para hacer crecer las plantas. Kore enderezó los hombros e hizo todo lo posible por
canalizar a las ninfas que siempre vio desde lejos. Si balanceaba las caderas, tal vez
él pensaría que era aún más hermosa. Todo lo que tenía que hacer era fingir ser
como ellas.
Como si tuviera confianza y no se derrumbara por dentro porque no sabía lo
que sucedería después.
Y no lo sabía. En realidad no. Las ninfas siempre habían hablado de sus
encuentros con los hombres mortales y de cómo mantener su atención. Se habían
reído y bromeado sobre el tamaño y las diferentes partes de los cuerpos masculinos.
Pero nada de eso tenía sentido cuando nunca antes había visto a un hombre
completamente desnudo.
Mientras avanzaron por los pasillos, se dio cuenta que nunca había estado
interesada en ver a un hombre desnudo hasta él. Y ahora no podía sacárselo de la
cabeza.
Caminaron hacia el comedor, con los brazos aún unidos, ambos rostros aún
de un rojo brillante. Nunca había estado en esta habitación, pero estaba contenta de
ver que era un comedor al aire libre. Pilares negros sostenían el techo y vides se
enredaban alrededor de los pilares. Había una gran mesa en medio del pabellón con
sillas a su alrededor. Cada silla estaba llena con al menos una cara vagamente
familiar, aunque estaba molesta al ver que Minthe y su amiga ninfa estaban sentadas 189
al final.
Un sudor frío le recorrió el cuerpo, y no supo qué decir. Cómo actuar.
De repente, ya no quería fingir ser una ninfa. No quería parecerse a esas
mujeres. Minthe era la amante que Hades no quería, y ella quería ser algo diferente
de lo que él ya había dejado de lado.
Sus hombros se curvaron ligeramente, relajándose a medida que regresaba a
su propio ser. Kore dejó que la tensión abandone su espalda para que nadie supiera
que estaba nerviosa, o incluso molesta al ver a Minthe.
Hades la guio hasta la cabecera de la mesa y la ayudó a sentarse en su silla.
La colocó directamente junto a Hécate, quien la observó con los ojos entrecerrados.
Mientras Hades se sentaba junto a Tánatos, la diosa de la brujería se inclinó
hacia ella.
—¿Estás bien?
Kore tomó la barra de pan más cercana y la partió. Dejando cada pieza
triturada en su plato, arqueó una ceja.
—¿Por qué no estaría bien?
Hécate miró intencionadamente al final de la mesa donde las dos ninfas ya
estaban susurrando detrás de sus manos.
—¿Me pregunto por qué?
Su gente no debería preguntarse si estaba molesta porque hubiera una mujer
sentada en su mesa a la que no le agradaba. Deméter siempre dijo que las diosas no
estaban hechas para todos, por eso los mortales adoraban a quien quisieran.
Claramente, Minthe no adoraría a Kore a corto plazo.
Y eso estaba bien con ella.
Hades las interrumpió, acercándose a Kore y susurrándole al oído:
—¿Dijiste en serio lo que dijiste en tu habitación?
¿Seguía pensando en eso? Podría acostumbrarse a hacer que su mente
divague durante las reuniones de negocios importantes.
Kore sonrió y respondió en un susurro:
—Sí. Por supuesto que lo hice. ¿En serio crees que diría tal cosa sin quererlo?
No tuvo que mirarlo a los ojos para saber adónde miraba. Minthe. La ninfa 190
que los observaba como si una simple mirada pudiera chamuscar a Kore hasta
cenizas. Si la ninfa la quería muerta, bueno, tendría que intentar algo mejor que
simplemente mirarla enojada.
Un estallido de celos iracundos se envolvió en la mente de Kore. Quería
hacer que la ninfa sienta todas las cosas que había sentido cuando escuchó las
palabras desagradables que Minthe y su amiga habían dicho.
Arrojando toda precaución o incomodidad al viento, Kore colocó su mano
sobre la de Hades. Ella apretó sus dedos, y luego con cuidado, retiró su mano de la
mesa y la colocó sobre su muslo.
Sus dedos se flexionaron contra su piel, marcando la carne a través de la tela
de su ropa. El calor se filtró a través y supo que su rostro estaba rojo por el rubor.
Cuando lo miró, pudo ver que la cara de Hades también estaba roja.
—Cuidado, esposa —murmuró, en voz baja para que nadie pudiera oír—. No
estoy seguro que sepas lo que estás haciendo.
En realidad no tenía ni idea de lo que estaba haciendo. Pero podía ver que
Minthe se había puesto de un hermoso color violeta de ira y susurraba aún más
fuerte con su amiga. Se acurrucaban juntas, lanzando miradas de odio a Kore a
medida que fingían no mirar al rey y la reina.
La victoria la hizo sentir valiente. Se encontró con la mirada de Hades con
una sonrisa maliciosa y los ojos entrecerrados.
—No sé lo que estoy haciendo, esposo. Pero ¿quizás te importaría
mostrármelo?
Su mano se cerró con tanta fuerza sobre su pierna que casi le dolió.
—No quieres hacer esto aquí, no en público.
—Quizás eso es exactamente lo que quiero. Estoy tan cansada de que todos
me digan qué hacer y quién soy. —Sostuvo sus dedos entre los suyos y con cuidado
deslizó su mano más arriba en su pierna—. Quiero descubrir lo que me gusta, y lo
que no. Pensé que estarías dispuesto a ayudarme.
Un músculo en su mandíbula saltó como un latido. Mientras ella observaba,
él luchó consigo mismo. Mientras tanto, sus dedos se movieron. Sutil. Suave y
gentil, avanzando hacia adelante y hacia atrás sobre su muslo.
Tal como habían afirmado las oceánidas, un calor floreció entre sus piernas. 191
Se sintió muy similar a una flor desplegando sus pétalos. Sus rasgos se relajaron, la
tensión desapareció de sus hombros, y todo lo que pudo ver era Hades. Sus ojos se
oscurecieron de deseo. Su frente se arrugó por la concentración.
Todos los demás en la mesa se desvanecieron. Lo único en lo que podía
concentrarse era en el calor entre sus piernas, la suavidad resbaladiza que nunca
antes había sentido. Y el movimiento ligero de sus dedos a medida que los movía
más arriba por su pierna, más y más hasta que casi estuvo en la cima de sus muslos.
Casi en esa parte de ella que ardía por él.
¿Qué haría él cuando llegara a ese cálido lugar húmedo, se preguntó? Una
parte vaga de su mente recordó que aún estaban sentados con sus súbditos en una
mesa que probablemente los estaban mirando. Personas a las que debería causar una
mejor impresión.
Esa parte oscura de su alma gritó por más. Tócame, suplicó. Y déjalos ver.
Aunque Kore temía ese lado de sí, no podía evitar que esto suceda más que
evitar que el sol se eleve en el cielo. Quería que él la toque. Quería sentir su toque.
Un movimiento más y la tocaría. La acariciaría con esos fuertes dedos
delgados y entonces...
—¡Mi rey!
El grito los sorprendió a ambos. Hades apartó su mano de ella y Kore
retrocedió con tanta fuerza que se golpeó la rodilla contra la mesa. Sin embargo,
cuando miró a los otros dioses y diosas, ninguno de ellos parecía haber notado lo
que había sucedido. Claro está, ninguno, aparte de Minthe y su amiga que estaban
fulminándola con la mirada.
Bien. Qué la odien. Ya habían decidido quién era mucho antes de conocerse.
Un sirviente se había lanzado a través de las puertas, respirando con
dificultad con su cabello castaño enredado como un nido sobre su cabeza.
—¡Un hombre ha entrado por una de las puertas!
Hades se sentó más erguido, aunque sus manos aún estaban apretadas en su
regazo.
—¿Qué hombre?
El sirviente tragó pesado y respondió:
—Se llamó a sí Heracles, mi señor.
192
¿Dónde antes había escuchado ese nombre? Le resultaba tan familiar y, sin
embargo, no podía comprender por qué.
Kore miró a Hades mientras se ponía de pie, luego le tendió la mano para que
ella la tome. No dudó en deslizar sus dedos entre los de él.
—¿Ya nos vamos? La cena ni siquiera ha comenzado.
—Lo sé. —Él le sonrió a los ojos, y ella supo que era la única mujer en la
habitación para él—. Ven mi reina, tenemos trabajo que hacer.
K
ore repitió sus palabras en su cabeza mientras caminaban juntos
por los pasillos.
—Ven, mi reina, tenemos trabajo que hacer.
¿Cuánto tiempo había estado esperando esas palabras
exactas? Aquí en serio era una reina, no un peón que hubiera traído para
entretenerse. No como habían dicho las ninfas. Y si la llevaba a conocer a un héroe
que había viajado al Inframundo en busca de un favor, entonces seguramente
confiaba en ella.
O creía en ella.
Tal vez era porque pensaba que podía aprender algo, pero de cualquier
manera, le estaba dando acceso no solo a su vida. Le estaba dando acceso al propio 193
trono en el que estaba sentado.
Hades tomó su mano y la apretó en la suya.
—¿Estás lista?
Asintió, inhalando una profunda respiración tranquilizadora.
—Sí, estoy lista. —Entonces Kore se detuvo un momento y agregó—: ¿Para
qué?
Él rio entre dientes, el sonido profundo vibrando a través del pabellón por el
que atravesaron. En el otro extremo había un gran edificio donde el humo negro
parecía arremolinarse. Si lo miraba desde el ángulo correcto, ocultaba por completo
de dónde habían venido. Casi como si el edificio de pilares negros flotara en el aire.
Así es cómo ocultaban todo el castillo de los ojos de los mortales. A nadie se
le ocurriría rodear este lugar siniestro donde esperaban encontrarse con el rey.
Simplemente cruzarían las puertas y asumirían que los dioses vivían en otro lugar.
Dondequiera que mirara era una prueba de lo astuto e inteligente que era en
realidad Hades. Aunque debería haberla hecho sospechar un poco, Kore estaba muy
orgullosa de lo que había logrado su esposo.
Prueba, una vez más, de que había tomado la decisión correcta.
Hades la llevó a la parte de atrás del templo y le abrió la puerta.
—Los héroes se encuentran aquí frecuentemente para suplicar a los dioses del
Inframundo que los ayuden. Pero este héroe, es mucho más importante que el resto.
Nunca antes había escuchado a un dios decir eso sobre un mortal. Atravesó
las puertas hacia la oscuridad más allá, frunciendo el ceño.
—¿Por qué es más importante?
—Porque es hijo del propio Zeus.
Ahí es donde había escuchado antes el nombre. Su madre había estado tan
furiosa al hablar de este héroe en particular, algo que ver con Hera enojada y Zeus
sin saber cómo controlar su quitón.
Kore se paró en el centro de la habitación oscura inclinando la cabeza hacia
un lado mientras Hades cerraba la puerta detrás de ellos.
—¿Qué tiene este de especial? —preguntó, genuinamente curiosa por este
mortal—. Zeus tiene muchos hijos.
194
Los hombros de Hades se sacudieron y la risa brotó de su boca. Áspera y un
poco cruda, el sonido sonó como música para sus oídos incluso si sonaba un poco
oxidado.
—Sí, supongo que Zeus tiene muchos hijos.
—Fácilmente cien, y esos solo son los que conocemos. —Miró alrededor de
la habitación, asimilando los detalles.
Al parecer, estaban en una especie de cámara de espera. No había mucho
aquí, aunque sospechaba que las habitaciones más allá eran más lujosas. En cambio,
esto era simplemente una cámara negra sin ventanas y solo dos antorchas en el otro
extremo de la pared. Resplandecían a ambos lados de una puerta que tenía la altura
de dos hombres y estaba tallada con lo que parecía un trono vacío.
Hades se acercó a ella, le ofreció el brazo, y después la guio hacia la puerta.
—Más allá es donde nos sentaremos y escucharemos su súplica. Si ha venido
al Inframundo, entonces es probable que sea una prueba de otro dios que lo ha
enviado a negociar con nosotros. Por lo general, decido si les daré alguna
indulgencia dependiendo de qué dios los envió.
Kore asintió, intentando asimilar la mayor cantidad de información posible.
—¿Qué hay de su situación? ¿Seguramente eso debería tener algún mérito en
si le brindamos asistencia al héroe?
—Si Zeus es quien lo envió, entonces es más un castigo que un razonamiento
normal. —Luego la miró a los ojos y se suavizó—. Pero quizás los he estado
juzgando mal. ¿Te gustaría tomar la decisión final en este caso, esposa mía?
Eso sonaba a mucha responsabilidad. ¿Y si tomaba la decisión incorrecta?
Kore fácilmente podía pensar en cien razones por las que no debería asumir
ese papel en esta situación. Después de todo, nunca antes había visto a un juez. Solo
debería sentarse a su lado, observar los procedimientos y luego planificar sus
decisiones a partir de ese momento.
Pero ese lado oscuro de su corazón volvió a asomar la cabeza. El juicio de un
héroe era una oportunidad única para finalmente, después de todo este tiempo,
decidir lo que quería.
Los héroes eran notoriamente dignos de castigo. Eran criaturas terribles,
influidas por la voluntad de los dioses, y sometidas a la manipulación y crueldad.
Por primera vez en su vida, podría tener el control de una situación que
cambiaría la estructura misma del mundo. 195
—Está bien —dijo—. Eso me gustaría mucho.
El pecho de Hades se hinchó con lo que esperaba que sea orgullo.
—Entonces atraviesa las puertas, Kore. Mira lo que el mundo te ofrece.
Era como si le hubiera leído la mente. Se adelantó, abrió la puerta y entró en
la sala del trono.
La decoración relativamente sencilla la sorprendió. Había estado en el lugar
donde su madre se reunía con hombres y mujeres mortales. Incluso esa sala era
brillante y dorada. Como metal derramado sobre una base de piedras preciosas. Sin
embargo, esta sala estaba tallada en oscuridad. Los suelos negros lisos eran como un
espejo por el que caminó, sorprendentemente resbaladizo aunque mantuvo el
equilibrio. Los pilares negros parecían tragados por la niebla oscura
arremolinándose a través de ellos, casi como si serpientes fantasmales se
entretejieran alrededor de la piedra.
Dos tronos se encontraban al final. Uno estaba hecho de piedra negra, como
el resto de la habitación. El otro hecho de madera y vid, con zarcillos oscuros
cubriendo cada centímetro de la superficie.
Considerando que el héroe aún no estaba en la habitación, se dio la vuelta y
señaló el trono de madera.
—¿Ese es mío?
—Sí. —Metió las manos detrás de su espalda y se dirigió hacia su propio
trono lentamente—. Pensé que ese diseño te podría gustar. ¿Será suficiente? —
¿Suficiente? No tenía palabras para describir lo mucho que apreciaba su atención al
detalle. No solo era una diosa, había venido de la cosecha y la tierra. Saber que se
había tomado el tiempo de considerar su historia la conmovió.
Quería que se sintiera cómoda aquí. Pero también le había hecho un trono. Su
propio trono.
Se llevó las manos al corazón y lo miró con toda la felicidad que sentía en su
corazón. Esperaba que las emociones se transmitieran en el gesto y en su mirada,
porque nada saldría de su boca.
Hades pareció comprender sus sentimientos. Le tendió la mano para que la
tome y asintió con la cabeza hacia los tronos.
—¿Vamos?
196
Dejando que la llevara a los tronos se sintió como si estuviera dando el
primer paso hacia su vida real. La vida que estaba destinada a tener. La vida que
siempre había deseado, pero que nunca había soñado que sería el camino que
tomaría.
Kore se sentó en el trono de madera y sintió que esa cosa oscura dentro de
ella despegó. Florecieron algunas flores a lo largo del trono. Flores blancas con
gotas de néctar cayendo de sus pétalos y acumulándose en el suelo como el jarabe de
un árbol. Puso sus manos en los brazos y las espinas crecieron entre sus dedos,
mortales y afiladas.
Echó un vistazo a Hades, quien tomó su propio asiento, descansando
cómodamente mientras la observaba con orgullo en sus ojos. Quizás una reina
peligrosa no era lo que había pensado que iba a conseguir cuando se casó con ella.
Pero esa era la mujer que consiguió.
Mirando hacia la puerta, dejó que su voz se eleve como un trueno.
—Deja entrar al héroe.
Las puertas se abrieron y un hombre monstruoso las atravesó. Si no hubiera
sabido que se suponía que este hombre era Heracles, se habría preguntado si el
propio Zeus atravesó la puerta.
Heracles solo vestía un taparrabos sobre la cintura, con una piel de león sobre
los hombros. Las fauces abiertas se extendían sobre su cabeza como el manto de una
gran capa. Las patas caían por sus brazos y descansaban en unos bíceps que eran
más grandes que la vida. Su pecho enorme se hinchaba con cada respiración, los
músculos resbaladizos de su torso ondulándose como agua cuando se movió. Una
barba cubría su rostro, aunque podía ver los rasgos hermosos debajo.
Sí, este era hijo de Zeus. Y uno poderoso además.
Esperó a que él cruzara la sala del trono, entrecerrando los ojos. Midió y
sopesó en su mente cada detalle de su estatura.
No mostró ninguna sensación de miedo mientras caminaba hacia ellos. Sus
hombros se mantuvieron erguidos y orgullosos, su mandíbula apretada y sus ojos
entrecerrados. Este tipo de determinación ya lo diferenciaba del resto de los hombres
que hubiera visto antes.
Y cuando llegó al estrado ante ellos, Heracles no fue demasiado orgulloso
para arrodillarse ante el rey y la reina del Inframundo.
—Mis más grandes respetos —dijo, su voz humilde y baja—. Es un honor
recibir unos momentos de su tiempo. 197
Ella miró a Hades y vio odio escrito en sus rasgos. A él no le agradaba en
absoluto este hombre mortal, aunque tenía que preguntarse cuánto de eso estaba
relacionado con su hermano y no con Heracles en sí.
El héroe les había mostrado respeto. Un respeto que la mayoría de los
mortales parecían olvidar cuando estaban en presencia de dioses.
Kore inclinó la cabeza, lo suficiente para devolverle el favor.
—Hermano —respondió ella—. Bienvenido al Inframundo.
La primera palabra envió un escalofrío a través de Heracles. Sus hombros se
tensaron, sus manos cerrándose en puños, y ella se preguntó si era la primera vez en
su vida que alguien lo tomaba desprevenido. Parecía tener todas las características
de un héroe. El cuerpo grande. El coraje y la valentía que lo ayudarían a superar
cualquier prueba. Incluso sus rasgos eran los de un guerrero, y llevaba la piel del
león de Nemea sobre sus hombros.
Sin embargo, mientras observó, su palabra de parentesco se instaló en su
alma y se extendió por todo su cuerpo. Se inclinó más hasta que su cabeza casi se
presionó contra el suelo.
—Mi reina. He pasado largos meses aprendiendo sobre tu madre y tú. Los
mortales te adoran mucho más que a cualquier otra diosa oscura, y es un honor para
mí conocerte.
Notó que, no le devolvió el favor de llamarla su hermana. Pero Kore estaba
más interesada en los otros detalles que había revelado.
—¿Los mortales?
—Sí. En Eleusis adoran tus enseñanzas.
¿Enseñanzas? Quería decir que no tenía enseñanzas, ni que les había dado a
los mortales ninguna orientación. Estaba sorprendida de que incluso supieran que
estaba aquí.
Al mirar a Hades, notó que un ceño fruncido se había extendido por sus
rasgos. Aparentemente, tampoco sabía que los mortales habían hecho correr la voz
de su secuestro. Inquieta, se volvió hacia Heracles y decidió que era mejor terminar
con esto más temprano que tarde.
—¿Qué es lo que quieres, Heracles? —preguntó. Aunque se esforzó mucho
por no ser la aterradora diosa oscura como él decía que los mortales pensaban que
era. Quería ser una luz en el Inframundo, no aumentar su misterio y terror. 198
—Estoy intentando reparar los hechos que deberían haber sido castigados —
gruñó—. Sirvo al rey mortal Euristeo y se me han otorgado doce hazañas para
limpiar mi alma. Según lo declarado por el Oráculo de Delfos. Esta es mi última
prueba, y lo único que se interpone entre la pureza y yo una vez más.
¿Quién era ella para evitar que intente limpiar su propio nombre? Y doce
pruebas no eran una cantidad pequeña.
La cosa oscura dentro de ella susurró. Cuando Kore abrió la boca, fue como
si otra persona estuviera hablando a través de ella.
—¿Qué hiciste para merecer tales pruebas?
Entonces la miró, en lugar de mirar al suelo como si los adorara. El pesar en
sus ojos hizo que sus propios ojos se llenaran de lágrimas.
—Hera me lanzó un hechizo de locura. Me ha odiado desde que no era más
que un bebé. Pero bajo esta locura, esta rabia que envió a mi mente, maté a mi
esposa. Maté a mis hijos. —Se miró las manos como si aún pudiera ver la sangre
allí—. Aún puedo escuchar sus gritos.
Kore quiso castigarlo. Quiso negarle cualquier indulgencia y evitar que
purifique su alma. ¿Los había matado? ¿Su esposa e hijos?
Pero la cosa oscura en su alma no estuvo de acuerdo. Volvió a sentarse en su
trono y permitió que el poder siniestro la inundara. Heracles no tenía la culpa, y ya
se castigaba a sí mismo mucho más que ella. Hera era la que estuvo mal aquí.
Los recuerdos parpadearon en su mente apoderándose de ella. Recuerdos de
dioses manoseándola y el miedo aterrador que la recorrió cuando la tocaron.
Kore sabía lo que era para los dioses controlar su vida, mientras comprendía
que no podía hacer nada al respecto. Y solo por esa razón, compadeció a Heracles.
Hizo cosas terribles, horribles que cambiarían su vida para siempre, pero ella no
sería la que se interpondría en su camino hacia la redención.
—¿Cuál es tu tarea final? —preguntó.
—Ir al Inframundo y robar a Cerbero. —Miró a Hades, asintiendo al dios en
su trono—. Esta última tarea fue la que me confirmó que Hera está controlando a
Euristeo. No podría robarte, Lord Hades. Pensé que sería más prudente pedir tu
amabilidad.
Hades señaló a Kore. 199
—Entonces pregúntale, muchacho. No a mí. Cerbero resguarda sus sueños
por las noches, pero si ella se separa de él, te permitiré que te lleves la bestia.
Kore no sabía si quería dejar ir a Cerbero. Era un perro excepcionalmente
bueno y un compañero maravilloso para la hora de dormir. Pero cuando miró a
Hades a los ojos, se dio cuenta que el compañero para la hora de dormir de ahora en
adelante podría ser su esposo.
Asintió con firmeza, mirando de vuelta a Heracles.
—Con una condición. Cerbero no sufrirá ningún daño, Heracles, y volverá en
un mes.
Heracles asintió.
—Tienes mi palabra.
—Ni un solo rasguño. —Kore lo fulminó con fuego ardiendo detrás de sus
ojos—. Si encuentro que falta un pelo, llenaré tus pulmones de espinas. —Los
bordes afilados entre sus dedos se convirtieron en dagas largas—. Tus huesos se
convertirán en raíces que obligarán a tus pies a permanecer donde te coloque. Puedo
hacer muchas cosas para torturarte, Heracles. Y durante mucho tiempo. El
Inframundo no te dará la bienvenida hasta que hayas sufrido durante siglos.
Sus ojos se abrieron cada vez más con cada palabra.
—No te fallaré, reina del Inframundo.
Se lamió los labios y decidió que era suficiente. Silbando agudamente, esperó
hasta que Cerbero irrumpió por la puerta. Le gruñó a Heracles, pero se dispuso a
sentarse junto a ella.
—Ve con Heracles. Demuestra a este rey mortal que un hijo de Zeus debe ser
absuelto de sus actos pasados. Una vez que el rey te vea, aterrorízalo. Entonces
regresa a casa conmigo —ordenó a Cerbero pasando una mano por su espalda.
Cerbero tenía una sonrisa en sus tres cabezas.
Señaló a Heracles y la bestia del Inframundo se acercó pesadamente junto al
héroe.
—Gracias —dijo Heracles una vez más—. Es un honor.
—Sí, lo es.
200
Esperó hasta que se fue antes de sonreír y preguntar:
—¿Y? ¿Cómo lo hice?
—E stuviste perfecta —respondió. Hades no sabía cómo
reconciliar a la niña que había conocido por primera vez
con esta diosa impresionante ante él.
Era aterradora. Poderosa. Tan confiada en sus palabras y segura que podía
hacer lo que quisiera. Heracles no tuvo ninguna posibilidad cuando fue juzgado por
esta diosa.
Ella se sonrojó de un rojo profundo encantador ante sus palabras.
—No fui perfecta —dijo—. Si fuera perfecta, entonces no le habría dado a
Cerbero. Mató a su esposa e hijos, Hades.
—Bajo la influencia de Hera —respondió. Recostándose en su trono, miró
hacia la puerta por la que había salido su amado perro—. No será la primera vez que 201
Cerbero abandona el Inframundo. ¿Por qué crees que los mortales le tienen tanto
miedo?
Supuso que esto estaría bien, sin importar lo extraño que se sintiera para él
haber dejado ir a la bestia. Cerbero no dañaría a nadie que no mereciera daño. Y
fácilmente podría desgarrar a Heracles miembro por miembro si el semidiós no
dejaba que su mascota regrese.
Ahora, quería volver a retomar la conversación que habían tenido antes de
que ocurrieran todas estas tonterías. Quería ver el calor en sus ojos y la curiosidad
que solo él podía satisfacer.
Hades refrenó sus pensamientos. Supuso que alguien más podría satisfacer
esa curiosidad, pero los mataría si lo intentaban. Nadie pondría ni un solo dedo sobre
su esposa.
Kore enarcó una ceja y preguntó:
—¿Qué piensas de los mortales que ya hablan de mí como si les hubiese
enviado algún tipo de mensaje desde el Inframundo?
—Pienso que eso significa que tu madre sabe dónde estás —respondió—
Solo era cuestión de tiempo.
Y si era realista, era probable que Deméter derramara un castigo sobre su
cabeza. La diosa de la cosecha podía hacer mucho daño si quisiera, y seguramente
querría hacer todo lo posible para dañarlo.
Hades solo había tenido una cantidad pequeña de tiempo con Kore a su lado.
Y la urgencia se apoderó de él, temblando hasta los dedos de los pies sabiendo que
tendría que luchar para mantenerla con él.
Se levantó del trono y se arrodilló ante ella. El rey del Inframundo de rodillas
ante la reina aún sentada en su trono.
—Hoy hemos tenido muchas distracciones —dijo, esperando que ella
entienda las palabras subyacentes—. ¿Estás lista para retirarte a tu habitación?
Esperó que estuviera confundida con su pregunta. Quizás le preguntaría a qué
se refería o si quería volver a la fiesta.
Sin embargo, Kore siempre lo sorprendía.
Arqueó una ceja y preguntó:
—¿Te refieres a retirarme a dormir o tienes otra cosa en mente?
Sus palabras enviaron fuego directo entre sus piernas. Se puso 202
inmediatamente duro dolorosamente.
—Fuiste tú quien primero lo mencionó, esposa mía.
—Supongo que sí. —Miró las espinas que tenía entre los dedos, y se
hundieron nuevamente en su trono—. Después de todo, aún tengo curiosidad. Y no
creo que nadie nos extrañe en la cena.
Lo dudaba. Sin importar lo mucho que hubiera intentado mantenerla alejada
de Minthe, había visto a la ninfa fulminar a la nueva reina con la mirada. Lo último
que quería era que las dos discutieran. O se encontraran.
Mantenerlas lo más lejos posible la una de la otra era el mejor de los casos.
Pero también, tendría el honor de convertir a Kore en su verdadera esposa. Por
primera vez.
Ya no sería una doncella.
—No creo que se den cuenta de nuestra ausencia —respondió.
Honestamente, no le importaba si lo hacían. Déjalos hacer preguntas. Estaría
orgulloso de decirles que era privado lo que pasara con su esposa a puerta cerrada.
Hades no estaba dispuesto a perder el tiempo. Se inclinó y la levantó del
trono, rodeando sus piernas en su cintura. Suspirando dramáticamente, miró sus
labios con lo que estaba seguro era una mirada ardiente.
—Ha pasado demasiado tiempo desde que me besaste, esposa.
—Supongo que puedo ayudar con eso —susurró.
Kore se inclinó y lo besó con un abandono que aún no había experimentado.
O tal vez esta era la emoción de lo que estaba por venir.
Ella mordió su labio inferior, tirando lo suficientemente fuerte como para
hacer que una chispa de dolor recorriera su cuello. Haciendo una mueca, él la
mordió en respuesta, disfrutando del chillido pequeño que la hizo golpear sus
hombros.
—Tentador —susurró.
—Sí —respondió—. Eso es lo que hago. Después de todo, mi pasatiempo
favorito es tentar a Hades.
Él gruñó contra sus labios y salió del salón del trono. Continuó besándola con
cada paso. Devorando sus labios y hundiéndose en su suavidad delicada. 203
No tenía idea si pasaron junto a alguien en los pasillos. No importaba si lo
hacían, no estaba dispuesto a detenerse ni siquiera por otro dios vagando por el
Inframundo. Qué luchen contra los suelos negros.
En este momento, Kore era más importante que cualquier otra cosa.
Pateando la puerta de su habitación para abrirla, dejó que se cerrara de golpe
detrás de ellos. Hades la acostó en la cama con infinito cuidado, tomándose su
tiempo para saber que estaba cómoda. A gusto.
Ahora que se arrodilló sobre ella, contemplando su cuerpo recostado con sus
rizos castaños extendidos a su alrededor, Hades se congeló. Era virgen. Nunca antes
había estado con una virgen. Todas las mujeres que buscaran su cama estaban muy
bien versadas en los actos del amor, y querían ver cómo sería estar con un rey.
Kore no era así. Era tan virginal e inocente como el día en que nació, y sabía
que presionarla demasiado rápido solo haría que se asustara de este acto.
Ahora, deseaba haber escuchado a Poseidón cuando hablaba de acostarse con
vírgenes. Zeus había hecho lo mismo, y tal vez él…
No. Hades se corrigió por ambos caminos. Ninguno de sus hermanos tenía
idea de lo que era hacer que el sexo sea en absoluto placentero para las mujeres, y
mucho menos para una virgen. Probablemente habían tomado lo que querían y no se
habían preocupado en absoluto por la pobre mujer que había sido sometida a sus
caprichos.
Quería, no, necesitaba que ella lo disfrute. Si lo hiciera, entonces querría
hacer esto otra vez. Querría que él... Tenía que dejar de pensar y comenzar a hacer.
Se inclinó sobre ella tomándose su tiempo, y puso su mano a un lado de su
cuello. Trazó la columna en forma de cisne gentilmente, observando como sus dedos
se movían sobre su hermosa piel bronceada. Presionó la yema del dedo en cada peca
individual allí.
—Cuando te vi por primera vez, quise pasar la eternidad contando cada una
de estas —murmuró.
—¿Por qué perderías tu tiempo haciendo eso?
—Entonces sabría cuántas estrellas hay en tu cuerpo. —No le importaría
saber cuántas galaxias había en su piel celestial. Si pudiera, se habría pasado toda la
noche contándolas.
Se derritió debajo de él, y Hades supo que esto no sería tan difícil como
pensó originalmente. Esta mujer era una extensión de él. Un pedazo de su alma que 204
había sido rasgada, tal como le había dicho cuando se conocieron en el jardín.
Quizás ese mito tenía más mérito de lo que le había dado crédito. Ciertamente
se sentía como si fueran la misma persona, y que él la estuvo esperando durante
mucho tiempo.
Pasando sus manos por los costados, volvió a besarla. Deslizó su lengua
contra la de ella, aliviando sus preocupaciones y temores. Cuando su mano subió por
sus costillas, sobre los huesos delicados hasta la hinchazón de su pecho, ella no se
tensó. En cambio, se arqueó ante su toque con un suspiro suave que resonó en su
mente.
El peso de ella en su palma hizo que su corazón se acelere. Los suspiros
pequeños que dejó escapar a medida que lo besaba hicieron que sus manos
temblasen. Era tan indigno de su atención. Tan indigno del derecho a tomar lo que
no era suyo.
Excepto que quizás Kore lo sabía.
Se inclinó, se apoderó de sus manos y lo agarró por los hombros con fuerza.
—Quiero que lo tomes, Hades —susurró—. Quiero que me tomes. —No tuvo
que decir nada más.
Hades le dedicó toda su atención. Preparando su cuerpo con sus labios,
manos y lengua. La guio a través de todo el proceso, murmurando palabras de
aliento y elogios mientras memorizaba cada textura y sabor de su cuerpo. Quizás no
estaba al tanto de la mayoría de las cosas que él hacía, quizás ni siquiera sabía que
los hombres le hacían eso a las mujeres, pero quería estar seguro que ella estuviera
absolutamente preparada para él.
Hades se negaba a causarle ningún dolor. Sin importar el costo para su propia
comodidad.
Y cuando estuvo seguro que ella estaba bien y absolutamente preparada,
Hades se obligó a ir despacio. Se hundió en su cuerpo centímetro a centímetro
divino. Ni una sola vez se zambulló como deseaba, aunque estuvo muy tentado.
Al final, asentado hasta la raíz, se inclinó y presionó sus labios contra los de
ella.
—¿Estás bien?
Kore asintió.
—Sí.
205
—¿Quieres que…? —No pudo terminar la frase.
—¡Sí! —Casi gritó la palabra—. ¡Por favor, por el bien del Olimpo, muévete!
Y así lo hizo.
Hades la ayudó a encontrar un ritmo que se adaptara a ambos, y juntos
alcanzaron el nirvana. Permaneció lento, firme, mesurado. Había tenido miles de
años para conocer el cuerpo de una mujer, y cada uno lo había estado preparando
para este momento. Para asegurarse de que ella disfrutara.
Entonces Kore se flexionó a su alrededor. Sus piernas aferraron sus caderas
en un agarre firme e inclinó la cabeza hacia atrás. Con los ojos completamente
abiertos en estado de shock, lo miró como si en realidad fuera el Señor del
Inframundo. Como si fuera la primera vez que lo hubiera visto como tal.
Sonriendo, Hades se hundió en ella con más fuerza. Más profundo. Dejándola
cabalgar sobre las olas de su propio orgasmo mientras él buscaba el suyo. Solo
entonces se permitió encontrar su propia liberación.
Hades se dejó caer en la cama junto a ella, tirando de las mantas hacia arriba
y sobre ambos. Metió los bordes antes de acercarla a su corazón. Ella se acomodó,
presionando su mejilla contra los latidos de su corazón.
—Sabes —dijo, su voz un susurro oscuro—. Ya no eres una doncella.
—No, supongo que no —respondió con una risa discreta—. Creo que te
encargaste de eso a fondo.
—Ya no sé si puedo seguir llamándote Kore. —Hades pasó sus manos de
arriba abajo por sus brazos, calmando la piel de gallina que había aparecido—. Sería
como si te estuviéramos llamando mentira.
—El significado de mi nombre no tiene nada que ver con mi condición de
doncella. —Kore hizo una pausa y luego añadió—: Bueno, supongo que sí. ¿Qué
sugieres?
Lo pensó largo y tendido. Había muchos nombres que se adaptarían a su
estatus como reina, pero pocos que también permitirían a la gente conocer el
verdadero poder que tenía dentro de ella.
Finalmente, se decidió por el único nombre que funcionaría. El único nombre
que resonó con la verdad dentro de él.
—Perséfone —dijo.
—Nunca antes lo he escuchado. —Se tocó la barbilla mientras pensaba en 206
ello. Al final, Kore preguntó—: ¿Qué significa?
El rostro de Hades se calentó, y se alegró que las luces estuvieran tenues de
modo que no pudiera ver lo rojo que estaba su rostro.
—Portadora de la Muerte.
Se preguntó si ella pensaría que eso era ridículo. Después de todo, era hija de
una diosa de la cosecha. Pero el nombre le había llegado con tanta seguridad como
el diseño del Inframundo. Puede que Portadora de la Muerte no sea el nombre más
exacto, pero aseguraría que los humanos la temieran. Y al final, era la verdad. Podría
no ser la diosa recolectando sus almas, provocando su muerte o incluso
lastimándolos. Pero era la reina del Inframundo y tenía un papel en la tarea.
—Me gusta —dijo—. Me gusta mucho.
—Perséfone —repitió. La palabra pareció florecer en la oscuridad a su
alrededor—. Mi reina.
P
erséfone, pensó. El nombre adecuado.
Por supuesto, aún le estaba tomando algo de tiempo
acostumbrarse.
Había sido conocida como Kore durante la mayor parte de su
vida, y eso solo podía significar que llevaría algún tiempo.
Pero ahora todos en el Inframundo la llamaban Perséfone, y eso era bastante
agradable.
Reina Perséfone.
Portadora de la muerte.
En realidad, podía acostumbrarse a que la gente la llamara así. 207
Perséfone caminó por los Campos Elíseos, hablando con todos los héroes que
pudo encontrar. Después de conocer a Heracles, estaba interesada en saber más
sobre los mortales conectados al Monte Olimpo.
¿Cómo fueron sus vidas? ¿Qué hazañas tan grandes habían hecho? ¿Qué
actos horribles habían cometido?
La mayoría de ellos había intentado ser honorables en sus vidas. Quisieron
ser hombres buenos con una historia de la que se hablaría durante siglos. Otros
fueron descarriados por los dioses.
Cuanto más analizó Perséfone sus vidas, más se dio cuenta de lo horribles
que fueron los Olímpicos. Se metieron con la vida de los mortales como si fueran
muñecos con los que jugar. Obligando a unos a enamorarse de otros que nunca les
corresponderían. Enviar a una ninfa para que la violaran y luego maldiciéndola con
cabello hecho de serpientes. Una y otra vez, las historias que contaron los héroes se
entretejieron entre sí en un tapiz horrible de dolor.
Perséfone no sabía cuánto más podía oír. ¿Qué otras historias le contarían
estas personas que harían que su corazón se desgarrara?
Pasó los dedos por las puntas mullidas de los campos de trigo. Dejó que el sol
tocara su cara para calmar el dolor de su pecho. Pero nada de eso satisfaría su
necesidad de arreglar las cosas. No cuando sabía la gran cantidad de culpa que tenía
su gente.
Un huerto apareció delante de ella. Los árboles verdes estaban floreciendo
con tanta intensidad que, pensó que tal vez incluso los ciegos podrían sentir su
resplandor. De cada rama colgaban pesados bulbos rojos arrastrando las hojas hacia
el suelo.
Al principio, pensó que eran manzanas. Pero cuando se acercó, se dio cuenta
que eran mucho más emocionantes.
Granadas.
Con una sonrisa brillante en su rostro, Perséfone corrió hacia el huerto con las
manos extendidas. No había comido una granada en lo que parecía una eternidad.
Las había visto un par de veces cuando visitaba a los mortales con su madre, y había
probado a escondidas algunas con sus jugos deliciosos, pero Deméter las odiaba.
A las ninfas ni siquiera se les permitía tocar una granada. Su madre pensaba
que era una fruta maligna. 208
Palmeó uno de los bulbos pesados y lo arrancó de la rama. Necesitaba un
cuchillo para abrirla. Desafortunadamente, no había traído uno con ella.
—Si fuera tú, no comería eso. —La voz sonó vacilante, y mucho más cansada
de lo que esperaba en los Campos Elíseos.
Perséfone se dio la vuelta, con la granada aún agarrada en la mano.
—¿Por qué no?
El hombre que estaba detrás de ella era bastante hermoso. Rizos dorados
caían sobre sus ojos y su quitón blanco liso revelaba unas piernas fuertes con muslos
poderosos que lo llevaban a través de los campos. Sostenía una canasta con tijeras
de podar, algunas granadas ya arrancadas, y una manta blanca dentro.
Él la inspeccionó, con sus ojos de un azul intenso.
—Debes ser Perséfone.
Lo era, pero él no había respondido a su pregunta.
—¿Por qué no debería comer la fruta?
—Porque si comes algo del huerto del Inframundo, nunca podrás irte. —
Alargó la mano y tomó otra granada, colocándola con cuidado sobre la tela blanca
de su cesta—. Y de alguna manera, no creo que quieras estar atrapada aquí para
siempre.
Nunca antes había oído hablar de esa regla. Perséfone frunció el ceño, y miró
al árbol de aspecto inocente. No le provocó ningún tipo de advertencia de que la
granada estuviera envenenada, ya que seguramente esa podría ser la única causa de
que nunca saliera del Inframundo.
Le entregó la granada al extraño.
—Entonces, tómala.
—Gracias. —Se la arrancó de la mano y la agregó a las demás—. Ten
cuidado por aquí, Alteza. Muchas cosas oscuras se esconden en el Inframundo.
Caminó alrededor de ella para volver a recorrer la fila, obviamente
observando cada una de las granadas en busca de las perfectas. Tenía que admitir
que tenía buen ojo para las que eran más vibrantes y claramente serían las más
sabrosas.
—¿Quién eres? —gritó. 209
El jardinero se detuvo un momento, y luego miró por encima del hombro.
—Ascálafo. Hijo de Aqueronte.
¿El Aqueronte? ¿El río de la aflicción?
No sabía que los ríos podían engendrar hijos, pero en el Inframundo había
muchas cosas imposibles. Deseó poder hacerle más preguntas sobre su linaje, quién
era su madre, qué estaba haciendo en el huerto. Desafortunadamente, el jardinero ya
estaba fuera de la vista.
¿Cómo se suponía que iba a averiguar los detalles sobre este lugar si nadie se
detenía y le contaba su historia?
Un gruñido de frustración escapó de sus labios antes de que pudiera evitarlo.
Perséfone sabía que era demasiado mayor para ese tipo de reacción, ¡pero por el
Olimpo! Estas personas eran difíciles.
Vio al hombre extraño alejarse antes de que dejara los Campos Elíseos.
Hades estaba ocupado hoy, aparentemente tenía mucho que hacer antes de poder
pasear con ella nuevamente. Al menos había ido a verla anoche como un esposo
debía hacer.
Pronto, le pediría que se quedara después. Ella entendía. Era un hombre
ocupado, considerando que dirigía todo el Inframundo. ¿Pero seguramente no le
importaría quedarse al menos algunas noches a la semana? Con Cerbero aún fuera
del Inframundo, se sentía un poco perdida en la cama gigante y la habitación
desconocida.
Cruzó el portal de los Campos Elíseos y entró en el resto del Inframundo. La
arena negra se aplastó entre los dedos de sus pies, moviéndose debajo de sus pies y
ralentizándola.
El ritmo le dio tiempo para pensar. Pero supuso que eso era todo lo que hacía
en el Inframundo. Pensar y esperar a que Hades volviera a estar libre.
Quizás ese era un problema que debería investigar.
En el otro extremo del río Estigia, vio cómo una luz brillante floreció. Un
portal abriéndose al reino de los mortales y permitiendo que alguien entrara al
Inframundo. Extraño, considerando que no era uno de los portales normales para las
almas. Frunció el ceño. ¿Quién podría estar pasando?
Cerbero apareció de repente y corrió hacia ella a la velocidad de diez
caballos. 210
La arena se disparó bajo sus patas y se elevó al aire en montones salvajes.
Riendo, cayó de rodillas y le tendió los brazos.
La gran bestia del Inframundo se estrelló contra ella, con las tres lenguas
colgando cuando la derribó al suelo para poder lamerle la cara frenéticamente.
—Yo también te extrañé, amiguito —dijo, riendo todo el tiempo—. ¿Cómo
has vuelto hasta aquí?
—Lo recogí. —Hermes cruzó el portal a continuación y se unió a ellos, con
una sonrisa irónica en su rostro—. Veo que ya ha encontrado a su persona favorita
en el Inframundo.
—Por favor —murmuró, apartando a Cerbero de ella y obligándolo a
quedarse quieto en la arena—. Entonces, ¿Heracles ya terminó?
—Hera lo liberó, si eso es lo que estás preguntando. —Hermes puso los ojos
en blanco—. Otro hijo más de Zeus que se sale con la suya.
Perséfone no estaba segura que fuera una forma precisa de describirlo.
Heracles había estado al capricho de los dioses, y no podía hacer nada más que
intentar enmendar su crueldad. No estaba bien lo que le había hecho Hera. No estaba
bien lo que le habían hecho a ninguno de los héroes en los Campos Elíseos.
Frunciendo el ceño, miró a Hermes fijamente y se puso de pie.
—Me alegra que Cerbero pudiera ayudarlo. Y cuando sea su momento, le
daremos la bienvenida al Inframundo para que ocupe su lugar con los otros héroes.
Hermes agitó una mano en el aire.
—Sí, sí. Puedes decir todo lo que quieras, querida Kore.
—De hecho, ahora es Perséfone.
La miró de arriba abajo.
—Interesante elección de nombre. ¿Quién te dio ese?
No le parecía bien decir que Hades la había nombrado. En realidad, no lo
había hecho. Claro que a él se le había ocurrido el nombre, pero fue ella la que lo
aceptó como suyo. Si no le hubiera gustado, habrían pensado en otro nombre.
¡Cómo se atrevía Hermes a manchar ese recuerdo!
Resopló y puso su mano sobre la cabeza más cercana de Cerbero. 211
—Hermes, no sé qué travesura crees que estás tramando, pero ya has
entregado a mi perro. Ahora puedes irte.
—¿Por qué me iría justo cuando las cosas se están poniendo interesantes? —
Hermes tenía un aspecto que lo hacía poco confiable.
Perséfone no podía identificarlo. Quizás era la forma en que se comportaba.
Sus ojos furtivos que siempre miraban en direcciones diferentes, sus dedos siempre
moviéndose a su costado, el tono astuto de su voz que claramente buscaba chismes.
Fuera lo que fuera, ella confiaba en su instinto. Hermes tenía que irse del
Inframundo. Ahora.
—No sé por qué serían interesantes para ti, de todas las personas. —
Entrecerró los ojos y le dio una sonrisa fría—. Hermes, estoy segura que sabes que
no tengo que pedirte que abandones el Inframundo. Podría obligarte.
—¿Cómo harías eso, pequeña reina? —Sus propios ojos entrecerrados
sugirieron que le encantaría pelear con ella.
Qué lo intente.
Apretó los dedos en la parte posterior del cuello de Cerbero y él dejó escapar
un gruñido largo.
Hermes se centró en la bestia que prefería a Perséfone por encima de la
mayoría. Y levantó las manos.
—Está bien, entonces, me iré. No hay necesidad de echarme a los perros, sé
cuándo no me quieren.
Dudaba mucho de eso considerando que había discutido con ella en cuanto a
irse. El estómago de Perséfone se retorció. Los ojos de Hermes aún albergando un
destello de picardía, como si tuviera algo bajo la manga que ella no sabía. Otro
secreto. Otro truco para hacerla enojar o molestar.
Perséfone apretó de nuevo a Cerbero y dijo con un fuerte:
—Vamos, muchacho. —Se apartó del mensajero de los dioses y trató de no
mirar atrás. Al menos, no hasta que la llamó con una risa:
—¿Ya conociste a Minthe?
Se dijo que debía seguir adelante. No había ninguna razón para considerar
cualquier historia que estuviera a punto de contarle. Hécate la había tranquilizado. Y 212
ya no había nada entre Hades y Minthe, de lo contrario, no habría ido a la cama de
Perséfone. ¿Cierto?
Incluso Cerbero gimió cuando se dio la vuelta, como si la bestia del
Inframundo le estuviera advirtiendo que no se entretuviera con el drama de Hermes.
Y debería haberlo escuchado. Estaba gritando en su propia cabeza que no lo mirara.
No preguntara a qué se refería.
—He conocido a Minthe —respondió—. Es una ninfa. Soy una diosa y la
reina del Inframundo. Sé lo que estás insinuando, pero no caeré en tus palabras
venenosas.
Hermes se encogió de hombros.
—Solo quería saber si la conociste, eso es todo. Cualquier conexión que
hicieras está en tu propia cabeza, su Alteza.
Perséfone resopló y sacudió la cabeza.
—No sé por qué Hades te deja entrar al Inframundo.
Quizás fue un último esfuerzo de su parte, o quizás Hermes había
coreografiado todo este intercambio. Terminó su conversación con un elocuente:
—Entonces, ¿no estás preocupada por ella?
—No —espetó Perséfone—. No tengo nada de qué preocuparme.
Giró sobre sus talones y se alejó. Su risa quemó sus oídos e hizo que su
estómago se rebelara. Quería vomitar. Dejar que todos esos sentimientos horribles y
emociones se purgaran de su cuerpo en ácido y bilis.
¿La peor parte? Incluso a medida que caminaba de regreso a su castillo, a sus
habitaciones hermosas que ahora llamaba su hogar, Perséfone no pudo quitarse las
palabras de la cabeza.
—¿No estás preocupada por ella?
Hades había demostrado una y otra vez que no tenía ninguna razón para
estarlo. Solo tenía ojos para ella, y su toque la hacía doler en medio de la noche. La
besaba con tanta dulzura que, no podía imaginar que el afecto fuera una mentira. Le
había dado un nombre nuevo y más poderoso.
Pero sí, Hermes.
Perséfone estaba preocupada por Minthe.
213
P
erséfone estaba avergonzada de admitir que sus palabras la
siguieron adónde fuera.
—¿No estás preocupada por Minthe?
No, se negaba a preocuparse por una ninfa cuando era una
diosa. ¿Pero no había venido de una crianza de ninfas? ¿Era por eso por lo que
Hades estaba interesado en ella y en ninguna otra diosa? ¿Estaba intentando
reemplazar a una amante abandonada de su pasado?
Sabía que los pensamientos eran peligrosos. Se infectaban en su mente,
plantando semillas de duda y sembrándolas profundamente en los campos de su
corazón.
Comenzó a buscar cosas que sabía que no debería. Señales de que Hermes 214
tuviera razón, y era demasiado inocente para verlo. Demasiado ciega. Una vez, los
vio hablando en un campo. Y aunque Hades estaba gesticulando salvajemente con
una mirada bastante fanática en sus ojos, se preguntó si era una pelea de amantes.
Minthe comenzó a mirar a Hades durante las comidas con el resto de dioses y
diosas. Hizo girar su cabello alrededor de su dedo, sonriendo con una expresión
tímida. Y cada vez que notó que Perséfone la estaba observando, esa sonrisa solo se
hizo más profunda. Como si supiera un secreto que la diosa no conocía.
Perséfone sabía que algunas de estas cosas probablemente eran exageraciones
salvajes de su propia mente. Debía dejar de pensar así y preguntarle a Hades lo que
estaba pasando. De hecho, aún no le había hablado de Minthe, y necesitaba una
aclaración de su parte y solo de él.
Pero la obsesión no terminaría.
Al final, abandonó el castillo del todo y regresó al Estigio. Quizás si se
quedaba donde habían compartido por primera vez un recuerdo en el Inframundo,
recordaría por qué había confiado en él.
Las arenas negras eran tan gloriosas como la primera vez que las vio. Las
almas con su luz azul flotando a través de las costas eran, bueno... impresionantes
por decir lo menos. Eran hermosas y puras, y quería salvarlas a todas.
Tal vez debería pedirle a Hécate y Tánatos que jugaran otra vez con ella.
Podría vencerlos por unas monedas y volver al mismo estado en el que había estado
cuando descubrió por primera vez sus sentimientos por Hades.
Sin embargo, aún tenía que poner nombre a esos sentimientos. Sus celos
nublaban la posibilidad de la fuerza de la otra emoción.
Un movimiento cerca de un portal llamó su atención. ¿Otro? ¿Cuántas
personas vivientes entraban y salían del Inframundo a la vez? Juró que esto era
mucho más a menudo de lo que le habían hecho creer. Se suponía que el Inframundo
era el único lugar al que los mortales no podían ir, a menos que estuvieran muertos.
Tres hombres salieron a la arena, aunque reconoció muy bien al primero.
—¿Heracles? —preguntó, sacudiendo la cabeza con incredulidad— No pensé
que te vería aquí tan pronto.
Hizo una reverencia profunda.
215
—Mi reina. Gracias a ti, mi alma ha sido limpiada de una vez por todas.
—Y me alegra escucharlo. —Frunció el ceño a sus amigos—. Pero esta vez
has regresado con invitados.
Heracles se volvió e hizo un gesto a los otros dos hombres para que se
acercaran.
Eran apuestos, mucho más que la mayoría de los hombres mortales que había
visto en su vida. No podían compararse con Heracles cuando se trataba de su
aspecto bélico, estaba segura. Eran más suaves. Más delgados. Quizás más artísticos
que brutos.
Uno de ellos era blanco como la luz de la luna, sus ojos azules eran vivos y su
pelo rubio pálido estaba desprovisto de todo color. El otro era moreno y prieto, su
cabello negro cayendo en rizos que cubrían sobre su frente. Era él quien la
observaba. Quizás con demasiada intención.
Heracles señaló al primero, la hermosa criatura de luz de luna.
—Este es Teseo. —Señaló al otro—. Este es Pirítoo. Ambos me pidieron que
les mostrara el camino al Inframundo, y ahora mi promesa a Teseo se ha
completado.
Ella lo vio entrecerrar sus ojos hacia los otros dos hombres. Algo tácito pasó
entre ellos, aunque no podía adivinar cuál era esa advertencia.
Heracles volvió a inclinarse ante ella.
—Si tuviera la amabilidad de considerar su situación difícil, estoy seguro que
estos dos cretinos se lo agradecerían mucho. Sin embargo, debo despedirme de ti,
doncella del Inframundo.
—Ahora es Perséfone —corrigió.
—Lo sé —respondió. El brillo atractivo en sus ojos la hizo sonrojar—. Para
mí, siempre serás la doncella bendita.
Cruzó el portal y luego desapareció. Perséfone tenía la clara sensación de que
no volvería a verlo mientras estuviera vivo, aunque llevaría la virilidad de Zeus
incluso hasta la muerte. Aún echaría de menos ver el calor y la vida fluyendo por sus
venas.
Regresó su atención a los otros dos hombres, quienes la observaban con ojos
acalorados.
—Porque respeto a Heracles, ¿qué puedo hacer por ustedes dos? 216
Necesitaban saber que no estaba haciendo esto porque quisiera ayudarlos. Los
hombres mortales no tenían lugar en el Inframundo, y si Heracles no hubiera estado
aquí para ayudarlos, entonces los habría dejado pudrirse. Caronte podría averiguar
qué hacer con ellos por lo que a ella le importaba.
El barquero se acercó remando justo cuando pensó en él. El sonido de sus
remos golpeando las aguas letales un sonido tranquilizador.
Pirítoo fue el primero en hablar, su voz tan hermosa como su rostro.
—Mi reina, es un honor conocerle. —Hizo una reverencia profunda—.
Hemos escuchado que el Inframundo estaba dirigido por una mujer hermosa, pero
no tenía idea de lo asombrosa que sería en persona.
Frunció el ceño. ¿Por qué le estaba dando tantos cumplidos?
—Gracias. ¿Heracles mencionó que necesitabas algo?
—Todos los mortales hablan de su belleza con reverencia. —Se acercó de
nuevo, tan cerca que sintió que su corazón se aceleraba en señal de advertencia—.
Hablan de su bondad para con los muertos.
Supuso que no era tan imposible que los humanos se enteraran que había
dado algunas monedas a las almas. Si fueran de los pocos cuyas familias no podían
permitirse darles un entierro apropiado, entonces los mortales podrían haberlo
apreciado. Aunque no podía estar segura.
Una parte de ella se preguntó si debería correr. Él no debería saber tanto
sobre ella, y ciertamente no debería estar mirándola con tanto calor.
Pero la parte oscura de su alma se deleitó con el conocimiento de que quería
devorarla por completo. El dolor abrasador de los celos fue calmado por este hombre
mortal, guapo y diferente de Hades en todos los sentidos.
Claramente Pirítoo la deseaba. Trazaría su cuerpo con las yemas de sus dedos
y la adoraría como aparentemente lo hacían ahora muchos mortales. ¿Podría Hades
hacer eso? ¿Podría adorarla como a una diosa cuando era su igual?
Dejó que el mortal se acercara un paso más, tan cerca que podía oler la
terrenalidad de su piel. Sudor, suciedad de los viajes, reales y crudos.
Pirítoo se inclinó hacia adelante, lentamente, permitiéndole los segundos que
necesitaba para retroceder si quería. Cuando Perséfone no se movió, tomó su
mandíbula con la mano y acarició su barbilla con el pulgar. 217
—Eres la mujer más hermosa del mundo, Perséfone. Vine hasta aquí para
llevarte lejos de este lugar oscuro y lúgubre. He venido para llevarte de regreso al
reino de los mortales. A tu hogar.
La palabra resonó en su mente y, lo pensó por un segundo. No había estado
en casa en tanto tiempo y probablemente su madre la extrañaba. Tendría sentido
para ella ir con este hombre mortal.
Tal vez sintió la facilidad con la que podía dejarse influir. La mano de Pirítoo
apretó su mandíbula.
—Conviértete en mi esposa y te daré todo lo que deseas.
Solo así, todos los pensamientos en su cabeza se silenciaron. ¿Esposa? Esa
única palabra fue en todo lo que pudo concentrarse. ¿Por qué iba a ser la esposa de
este mortal?
—Ya tengo esposo —respondió, confundida e insegura de hacia dónde iba
esta conversación.
—De hecho, así es. —La voz de Hades cortó el aire, segura como una espada
e igual de mortal.
Los dos hombres se quedaron paralizados, e incluso Perséfone no supo qué
debería hacer. Hades había atrapado a un mortal con su mano en su rostro. Y aunque
quería explicar lo que estaba sucediendo, en realidad no podía. Este mortal la había
alcanzado, y ella le había permitido tocarla. Ni siquiera se había quejado.
Mordiendo su labio inferior, se volvió con los mortales para ver que Hades
había acechado la playa detrás de ellos.
Nunca antes lo había visto así. Si bien Hades solía estar armado, y muy bien,
esta vez parecía un hombre mortal. El sudor le empapaba la piel y los músculos
planos de su pecho desnudo. La suciedad manchaba sus manos y antebrazos donde
claramente había estado trabajando en la tierra. Tenía algunas otras manchas en la
mandíbula, pero fueron los músculos de sus brazos los que más le llamaron la
atención.
Potentes y flexionados por la ira, sus bíceps se contraían con cada
movimiento que hacía. Era glorioso. Un guerrero saliendo del campo de batalla para
reclamar a su mujer frente a otro hombre.
Si no se hubiera sentido ya calentada por su presencia, Perséfone estaba
segura que se habría incendiado al verlo así.
218
Hades no perdió el tiempo.
—Quita la mano de mi esposa.
Pirítoo podía ser mortal, pero tenía la valentía de un dios.
—Depende de ella si quiere que continúe tocándola. Esa decisión no es tuya.
Podría haberse impresionado con la amabilidad del mortal si no hubiera
conocido mejor a Hades. Solo tomaría esas palabras como un insulto, como si no
respetara las opiniones de su esposa. Y Perséfone sabía que lo hacía.
Dio un paso firme alejándose del mortal.
—Mi esposo es mi primera opción. Siempre.
Pirítoo entrecerró los ojos.
—No ibas a decir eso. Pude ver que estabas dispuesta a regresar conmigo.
Perséfone no necesitó mirar a Hades para conocer su expresión. Podía sentir
las olas de ira rodando fuera de él como un mar tempestuoso. Se dirían palabras
sobre este momento, pero tenía la sensación de que él no la regañaría primero.
El sonido atronador de sus pasos golpeando la playa fue su primera
advertencia. Perséfone se sacudió hacia un lado justo cuando Hades pasó junto a
ella. Tomó a Pirítoo por la garganta y lo levantó en el aire. Las piernas del mortal
colgaron salvajemente a medida que luchaba, aunque no iba a vencer al rey del
Inframundo.
—¿Piensas robar a mi esposa? —gruñó Hades—. ¿Qué sigue, mortal?
¿Quieres el trono?
—Me vendría mejor —graznó Pirítoo.
Era la respuesta incorrecta.
Hades dejó que los pies del hombre cayeran en la arena, después lo arrastró
lejos del Estigia. El gruñido en el rostro del rey fue suficiente para enviar un
escalofrío por la columna de Perséfone. ¿Qué estaba planeando?
Sabía que era mejor no interrumpir. Tanto Teseo como ella corrieron tras
ellos, pero sin importar lo mucho que intentara alcanzarlos, Hades siempre estaba un
paso por delante de ella. Una y otra vez corrieron detrás del hombre que luchaba por
zafarse y el dios enfurecido hasta que un trono apareció en la arena. Se alzó como si
lo hubiera convocado una mano invisible. 219
Negro e irregular, se diferenciaba del trono en el que se sentaba Hades, pero
no era menos intimidante. La silueta parecía la boca abierta de una bestia de las
profundidades, con los colmillos extendidos y esperando a su presa.
Hades arrojó a Pirítoo hacia el trono donde el mortal cayó sobre sus manos y
rodillas.
—Si crees que el trono te vendría mejor —gruñó Hades—. Entonces, tómalo.
Si el mortal se hubiera tomado el tiempo para evaluar la situación, entonces
tal vez se habría salvado. Habría sentido la naturaleza ominosa del aire. Podría haber
entendido el peligro del trono mismo.
En su lugar, estaba abrumado por el deseo, o quizás la codicia. Pirítoo se
lanzó hacia el trono y se sentó con un ruido sordo que resonó en su mente.
Esperó para ver si el trono le quitaría toda la vida a Pirítoo. No lo hizo. En
cambio, vio cómo su rostro se relajó lentamente. Toda la personalidad abandonó su
cuerpo como si nunca hubiera estado allí en primer lugar. Donde una vez se había
sentado un vibrante hombre emocionado y encantador, no había nada más que la
cáscara de una persona.
—¿Qué le hiciste? —jadeó Teseo. Dio un paso atrás, decidiendo claramente
entre correr o salvar a su amigo.
El brazo de Hades se lanzó hacia adelante y su mano se cerró alrededor del
cuello de Teseo.
—Verás, mortal. Eres el próximo.
Otra voz los interrumpió.
—¡Espera!
Perséfone frunció el ceño.
—¿Heracles? —¿De nuevo?
El hijo de Zeus corrió por la arena a su lado, respirando con dificultad y
agitando los brazos dramáticamente.
—¡Lo necesito!
Hades vaciló. Sostuvo a Teseo en el aire como un muñeco de trapo y
preguntó:
—¿A este? Es tan patético como su amigo. 220
—Y, sin embargo, su vida cambiará la historia —jadeó Heracles. Se detuvo
ante ellos, con los costados agitados por cada respiración—. Necesita sus recuerdos.
Los Destinos le exigen que viva su vida como ya está planeada, no acabada como
quieres verla.
Hades sacudió con fuerza a Teseo.
—El tejido del tiempo se volverá a tejer.
—No esta vez. —Heracles cayó de rodillas ante Hades, no muy orgulloso de
suplicar—. Me enviaron de regreso para salvarlo. No me importa lo que hagas con el
otro, pero Teseo debe recordar este intercambio. Debe recordar la voluntad de los
dioses.
Perséfone no podía permitir que esto sucediera. Si Heracles dijo que Teseo
era importante, entonces era importante y tenía que vivir. Para bien o para mal,
confiaba en su medio hermano.
—Hades —dijo, su voz un susurro en el aire—. Déjalo ir.
Él la miró, su mirada ardía y la ira irradiaba de él como olas de calor.
—Dame una buena razón.
—Porque no fue él quien me tocó.
Hades pensó en sus palabras y finalmente cedió. Liberó a Teseo arrojándolo a
Heracles. El semidiós atrapó a Teseo antes de que golpeara la arena, y juntos
desaparecieron de la vista.
El silencio resonó entre ellos, más fuerte que los truenos del Olimpo.
Ella señaló a Pirítoo.
—¿Qué vas a hacer con él? ¿Enviarlo a casa?
Sacudió la cabeza.
—Se queda aquí. Cualquier hombre que se atreva a tocar a mi esposa no
abandonará el Inframundo.
Quizás Heracles estaría interesado en regresar para salvar a su amigo. Tendría
que comunicarse con él eventualmente, o enviar a alguien para proporcionar ese
mensaje. Hasta entonces, Pirítoo permanecería donde estaba. Pegado al trono como
si Hades hubiera colocado una piedra sobre sus hombros.
Extendió los brazos a ambos lados.
221
—Entonces, hazlo, Hades. Sé que tienes algunas palabras para mí.
—Tengo más que unas pocas palabras, esposa —gruñó. Hades dio un paso
ominoso hacia adelante—. Pero creo que primero me gustaría entender por qué la
reina del Inframundo dejaría que un mortal ensucie su piel con su toque.
U na diosa más inteligente podría haberse asustado. Una mujer que
temía por su vida podría haber admitido que había sido una tonta y
no sabía por qué lo había hecho.
Perséfone no era ninguna de esas cosas. Solo estaba enojada. Él era el que
había mantenido a una ex amante demasiada cerca para su comodidad. Él era quien
hablaba con Minthe, le permitía hablar de Perséfone a sus espaldas e incluso
alentaba dicho comportamiento con su silencio.
Se negó a permitir que continuara por más tiempo. No podría sobrevivir a
eso, sin importar cuán fuertemente argumentara. Si estaba enojado con ella por
entretener el toque de un mortal, que así sea. Ahora sabía cómo se sentía.
Perséfone azotó el aire con un dedo, apuntándolo con severidad. 222
—Fuiste tú quien causó esto, Hades. No me culpes por ello.
—¿Yo lo causé? —La señaló a su vez—. Fuiste tú quien estaba vagando por
la arena. Fuiste tú quien estaba hablando con los mortales, y no me quedé allí
pidiéndole que te tocara. ¿Cierto? ¿Cómo es que todo esto es culpa mía?
—¡Solo es un mortal! ¿Por qué te importa en absoluto lo que hago?
Sus cejas se alzaron hasta la línea del cabello. Hades ahogó un sonido
irregular.
—Los dioses han sido tentados por hombres inferiores. Eres mi esposa. ¿En
qué estabas pensando?
—Exactamente —respondió ella—. Hombres inferiores. Sé exactamente lo
que hacen los Olímpicos. Mi madre me contó historias sobre tu gente y tú, y sé que
la idea de tener una esposa no es normal. La fidelidad tampoco es algo en lo que
crean. Entonces, ¿dónde está el esqueleto en tu armario, Hades? ¿Qué vas a
mostrarme que demuestre que en realidad eres un Olímpico?
La miró como si le hubiera crecido una segunda cabeza.
—¿De qué estás hablando?
—¡Te he visto con ella! —Perséfone decidió que soltarlo todo sería lo más
fácil—. He visto la forma en que ustedes dos se miran el uno al otro. Sé lo
tentadoras que son las ninfas para los dioses. ¿No recuerdas? Crecí con ellas. Y
cuando ella dijo que yo no era más que un juguete para ti, un reemplazo, decidí no
creerlo. Pero ahora he visto con mis propios ojos lo equivocada que estaba.
Su mandíbula se abrió lentamente con cada palabra que decía. Para el
momento en que se quedó sin aliento, él estaba atónito y paralizado en silencio.
Quizás había tenido razón. O, más bien, Hermes la había tenido.
Perséfone se esforzó por no dejar que se le llenaran los ojos de lágrimas. Se
negó a permitirle verla llorando o débil. Una diosa no lamentaba la pérdida de un
hombre infiel.
Sin embargo, aun así no quería lastimarlo. Sorbió con fuerza, encogiéndose
de hombros impotente.
—No sé qué quieres que te diga, Hades. Una ninfa es solo una ninfa, sé que
eso es lo que tus hermanos le dirían a sus esposas. Pero no quiero ser como ellas.
Echó un vistazo al hombre del trono falso y luego a ella.
223
—¿Es por eso por lo que lo permitiste?
—Estaba celosa —soltó entre dientes—. Nunca lo habría dejado ir más allá
de un toque sin sentido.
Hades se pasó una mano por la cara. Plantó la otra firmemente en su cadera y
pareció estar considerando todas sus opciones. Como había aprendido hace mucho
tiempo sobre su esposo, rara vez decía algo sin pensarlo muy bien.
Finalmente, exhaló un suspiro.
—Perséfone, pensé haber dejado muy claro que eres la única que siempre he
querido.
—Pero eso sería una mentira. —Lo miró a los ojos, fuerte y segura de sus
palabras—. La quisiste.
—¿Y esperas que no tenga relaciones pasadas? —Sacudió la cabeza,
acercándose un paso—. Sabes que hubo otras antes que tú. Tengo miles de años.
Anciano comparado a ti. ¿Diré que fue algo sin sentido? No. Fueron útiles en su
momento y sí, sentí algo por ellas. Pero ninguna de ellas me hizo sentir como tú.
Ninguna otra mujer me ha hecho sentir tan fuerte y débil como tú. Perséfone,
podrías ponerme de rodillas con una sola mirada y, sin embargo, todos los días me
envuelvo en la armadura de tu adoración.
—Unas palabras bonitas —susurró—. Pero eso no cambia lo que vi.
Hades la sujetó por la cintura, arrastrándola cerca de él y presionando sus
manos contra su corazón.
—¿Sientes esto?
Podía sentir su corazón tronando en su pecho. Los latidos fuertes arrullándola
hasta la sumisión. Recordó estar acostada contra su pecho en medio de la noche,
después de que él amara su cuerpo, y la hiciera sentir como una diosa de verdad.
Este corazón la había hecho quedarse dormida innumerables veces, tan
profundamente que ni siquiera se había dado cuenta cuando él se fue para regresar a
sus propias habitaciones.
—Sí —susurró—. Lo siento.
—Bien. Porque late por ti. —Hades la atrajo más cerca, colocando su cabeza
contra su hombro para poder descansar su barbilla en su cabello—. Minthe no es
nada. Ninguna. ¿En serio crees que podría compararse contigo? Un error pasado
queda en el pasado. Sé lo afortunado que soy. 224
El nudo en su pecho se alivió. Se puso roja como una remolacha al admitir
que ella era la que estaba equivocada aquí. De alguna manera, había hecho todo esto
mucho peor solo porque había escuchado a otro dios que no sabía nada sobre su
relación.
Hades era un hombre bueno. No era como los otros Olímpicos.
Tenía que confiar en que él permanecería fiel, sin importar nada.
Perséfone presionó su mejilla contra su hombro y dejó escapar un sonido
suave de remordimiento.
—Lo siento —susurró—. Todo esto es culpa mía.
—Comparto parte de la carga. Desde el principio debí haber sido sincero
contigo sobre Minthe. —Se echó hacia atrás para asegurarse que lo mirara, y la
sinceridad hizo que sus ojos se volvieran aún más oscuros—. No tenía idea de que la
habías conocido, o que estaba hablando mal de ti. Créeme cuando digo que esto se
manejará como corresponde. No volverá a decir ni una palabra sobre ti.
No era eso lo que quería. El lado feo de su poder, la diosa oscura que quería
venganza, volvió a asomar la cabeza. Perséfone negó con la cabeza con firmeza.
—No. Si alguien va a resolverlo, no quiero que seas tú. Eso es exactamente lo
que ella quiere. Más de tu atención.
Ni una sola fibra de ella dudaba que Minthe no se aprovecharía de la
situación si Hades intentaba hablar con ella. De alguna manera, todo el argumento se
retorcería contra Perséfone. Volvería a parecer una niña pequeña, incapaz de
comprender las relaciones adultas.
Y sí, había algo de verdad en eso. Quizás si tuviera más experiencia, entonces
no estaría tan celosa de Minthe. Puede que fuera capaz de manejar el conocimiento
de que Hades había tocado una vez a otra mujer de la forma en que la tocaba, pero
eso no lo hacía más fácil.
Debió haber visto el pánico aumentando en sus ojos. Hades asintió con
firmeza y le pasó las manos por la espalda.
—Entiendo. Si prefieres que Hécate se encargue, entonces eso es lo que
haremos. No quiero que te sientas incómoda aquí, Perséfone. Especialmente no
cuando se trata de nosotros.
Fueron unas palabras bonitas que aliviaron el tormento de su alma, pero aún
estaba preocupada. ¿Y si Minthe hacía algo mientras Perséfone no estaba junto a 225
Hades? ¿Sería capaz de sobrevivir sabiendo que la ninfa había tocado a su esposo?
Y ahí estaba. Ahora entendía su reacción cuando vio al humano tocándola.
Perséfone ya quería cortarle las manos a Minthe, y aún no le había hecho nada
abiertamente a Hades. Perséfone solo los había visto tocarse inocentemente. Todo lo
que había visto era a una mujer celosa intentando enojar a la esposa de Hades.
Maldita sea. En serio había caído en la trampa de Hermes y ahora todo lo que
podía hacer era esperar recoger los pedazos antes de que Hades dejara de confiar en
ella por completo.
Perséfone entrelazó sus dedos, mirando el marcado contraste. Sus manos eran
pequeñas y esbeltas, pero aún bronceadas por el sol a pesar de haber pasado mucho
tiempo desde que hubiera estado en el reino de los mortales. Las manos de él
estaban manchadas de tierra y suciedad de la tumba, y eran mucho más fuertes así
como más poderosas. Se veían bien juntos. Perfectamente entrelazados, tal como lo
estaban sus dos almas.
—Hoy me he pasado de la raya —dijo—. Sé que las palabras no son una
disculpa suficiente, y trabajaré para hacerlo mejor cada día. Dejé que los celos
nublaran mi mente cuando debí haber confiado en ti. Te conozco mejor que pensar
que estarías con otra a mis espaldas.
—Lo haces —respondió.
—Y sé que no eres como los Olímpicos que he conocido antes. No te casaste
conmigo como un premio para poner en un pedestal, y ciertamente no tengo ninguna
razón para suponer que eres como tus hermanos. Has demostrado innumerables
veces que eres digno de confianza. —Perséfone se humedeció los labios, con
lágrimas ardiendo en sus ojos—. Esto es mi culpa. Acepto la responsabilidad total
por eso.
Hades apoyó un dedo debajo de su barbilla, inclinando su cabeza hacia arriba
para que tuviera que mirarlo a él y no al suelo.
—No aprecio ese comportamiento, esposa mía. Sé que estabas celosa y tengo
el presentimiento de que alguien provocó esta rebelión en tu mente. También sé que
me casé contigo por ese fuego, y que es tan parte de ti como la magia que arde
dentro de tu alma. Acepto tus disculpas, Perséfone, pero asegúrate que esto no
vuelva a suceder.
Bien reprendida, agachó la cabeza para mirar hacia el suelo.
—No lo haré, Hades. Trabajaré en esto y ya verás. Cada día será un poco
mejor. 226
Una vez más, inclinó su mirada hacia arriba.
—Y trabajaré para tranquilizarte de la manera que necesitas. Esto no es del
todo culpa tuya, Perséfone. Lo reconozco. Juntos encontraremos la manera de hacer
que ambos confiemos en lo que estamos construyendo. Juntos.
Parecía que no había forma de escapar de él, incluso cuando lo deseaba. Pero
no la obligó a seguir hablando de sus sentimientos o de la situación.
En su lugar, presionó sus labios contra los de ella en un beso suave que alivió
cada pensamiento en su mente. Todo desapareció con su toque.
—¿Estás lista para ir a casa? —preguntó.
—Sí, por favor.
Mientras se volvían hacia el castillo, Perséfone se dijo que esto mejoraría.
Sería mejor para los dos, y todo saldría perfectamente. Después de todo, se había
casado con él por una razón.
Pero un viento inquietante acarició sus hombros con dedos largos, y
Perséfone temió que, después de todo, este podría no ser el final de su conversación.
H ades intentó en las próximas semanas ser mejor para Perséfone. Fue
más inclusivo. Pasó horas a su lado, asegurándose que supiera lo
mucho que apreciaba que estuviera en su vida.
Y aun así no fue lo mismo.
Sin importar lo mucho que hizo, o intentó, o incluso le dijo, ella aún siguió
alejándose. Tal vez ella misma estaba intentando andarse con mucho más cuidado.
Cada decisión y cada paso debió haberse sentido como si estuviera caminando sobre
fragmentos de vidrio. Cualquier cosa podría percibirse como un desaire contra
Minthe, o como si estuviera dando un paso atrás en la confianza.
No sabía qué más podía hacer para tranquilizarla. No quería que se sintiera
incómoda aquí. ¿Pero de qué otra manera podía convencerla de que Minthe no era 227
alguien de quien preocuparse?
Incluso había considerado sugerir que la arrojaran a las llamas del Tártaro y
terminar con eso de una vez. De todos modos, Minthe nunca había sido tan
importante. Si tenía que desaparecer para que Perséfone se sintiera cómoda,
entonces que así fuera.
Frustrado y enojado, se puso la armadura ceremonial que siempre usaba para
cenas y funciones más importantes. La armadura era incómoda en el mejor de los
casos, pero hacía una declaración por sí sola. Y en el Inframundo, todo era una
declaración.
Perséfone le había informado que se iría antes de que él estuviera listo.
Conocía el camino al comedor, eso dijo. No tenía que perder el tiempo en venir a
buscarla cuando podía encontrarse allí con él.
Avanzar solo por los pasillos se sintió vacío. Como si hubiera regresado a los
momentos antes que ella, cuando estaba tan hastiado de estar solo. Cuando había
querido a alguien a su lado en quien pudiera confiar y saber que siempre estaría de
su lado.
¿No era eso lo que debería hacer una esposa? No lo sabía, pero esperaba que
fuera mejor de lo que era ahora.
Entró al comedor solo, suspirando. Hades hizo todo lo posible por no mirar a
Minthe, quien sabía que tenía una sonrisa triunfante en su rostro. Sabía que había
problemas en el paraíso, y probablemente era ella quien había causado todos los
problemas. ¿Cómo podía olvidar que a ella le gustaba esa clase de drama? Todas las
ninfas lo hacían.
Perséfone se sentaba al final de la mesa en su silla. Mantenía la espalda recta
y orgullosa, sus ojos apenas viendo lo que estaba sucediendo frente a ella. Con los
hermosos rizos alrededor de su rostro, se veía cada centímetro de la diosa que era.
No quería nada más que abrazarla. Quería atraerla a sus brazos,
independientemente de la gente observando, y besarla hasta que volviera a ser ella
misma una vez más. Hades extrañaba su inocencia y entusiasmo por cada aspecto
del Inframundo. Cada detalle de su esperanza y amabilidad estaba grabado en su
memoria, y anhelaba volver a ver ese lado de ella.
Hoy aparentemente no sería ese día. Ella le sonrió como lo haría una esposa,
pero no llegó a sus ojos. Aún había una nube en ellos. Aún un aire de incomodidad.
Se sentó junto a ella y puso sus manos sobre la mesa. Sin mirar a Perséfone
en absoluto. En cambio, observaba a su gente.
228
—Esposa.
—Esposo.
Incómodo. Era tan incómodo. No sabía cómo mejorar esto porque confiaba
en que ella sería esa burbujeante versión singular de sí misma para sacarlo de su
caparazón. Era por eso por lo que luchaba tan duro con los otros Olímpicos.
¿Acaso no veía eso? Cuando estaba feliz, era fácil estar cerca de ella. No
tenía que preocuparse, y podía ser él mismo sin miedo a lo que otros pudieran
pensar.
A lo que ella pensaría.
Hades retiró las manos de la mesa y las apretó en su regazo.
—¿Dormiste bien?
—Sí.
—¿Cerbero?
Murmuró profundamente en su garganta y alcanzó un racimo de uvas cerca
de su plato. Con cuidado, Perséfone quitó cada uva individual y las alineó en su
plato.
¿También se sentía incómoda? Si se sentía molesta, entonces tal vez esto no
fuera tan malo como pensó inicialmente. Ambos se sentían de la misma manera. Y
él podría arreglar esto.
Tánatos se sentó a su mano derecha y se inclinó hacia adelante con un susurro
en voz baja:
—Mi Lord, tenemos una visita para la cena.
Lo último que Hades quería era entretener una visita. Necesitaba arreglar su
relación con su esposa. ¿Por qué tenía que ser rey?
—¿Quién? —preguntó, gruñendo.
Las puertas del comedor se abrieron de golpe y Hermes las atravesó. Esta
vez, el mensajero apuesto vestía muy poco. Un taparrabos sencillo colgaba entre sus
piernas y un fino arco dorado estaba colgado en su espalda. Le faltaban las flechas
sospechosamente, aunque Hades dudaba que el dios alguna vez tuviera la intención
de usar el arma. Simplemente estaba allí para hacerlo lucir más atractivo.
Hades no tenía tiempo para esto. Si bien a veces apreciaba las payasadas de
Hermes, ahora no tenía la intención de complacer al dios extraño.
229
—¿Qué quieres? —refunfuñó Hades—. Quiero terminar con esta cena,
Hermes. No hacer que dure ocho noches.
Hermes levantó las manos en el aire con las palmas hacia afuera.
—Tranquilo, rey del Inframundo. Lo haré rápido ya que sé que no le agrado a
tu esposa. —Le guiñó un ojo a Perséfone.
¿Hermes no le agradaba? ¿Cuándo Perséfone incluso tuvo tiempo para
conocer a Hermes?
Hades miró entre los dos con el ceño fruncido, y decidió preguntarle más
tarde. Tal vez cuando se disculpara por actuar como un niño embelesado que no
sabía cómo hablar con la chica de la que estaba enamorado.
—Está bien —respondió—. Haz tu pregunta y vete.
—No es una pregunta. —Hermes se miró las uñas, frunció el ceño y luego
alzó la vista con una sonrisa traviesa que Hades sabía que significaba problemas—.
Estoy aquí para llevarla de vuelta al reino de los mortales.
El silencio resonó en todo el comedor. Ni un solo dios, diosa, ninfa o
semidiós se atrevió a poner un tenedor en un plato. No cuando Hermes había entrado
a zancadas en la sala alegando que iba a quitarle a Hades su mujer.
Incluso Hermes comprendió su propio error. Levantó un dedo y se aclaró la
garganta.
—Para aclarar. Son órdenes de Zeus.
Hades podía sentir que todo su cuerpo se tensaba con las palabras. ¿Cómo
Zeus se atreve a intentar intervenir de esta forma? Fue él quien envió a su hija al
Inframundo, y fue él quien le entregó la mano en matrimonio. Zeus no podía alejar a
Perséfone de Hades, no cuando aún no había arreglado las cosas.
Sin embargo, fue Perséfone quien respondió. Y aunque había anticipado que
ella estaría lista para irse, se puso de pie y dijo:
—Puedes regresar y decirle a Zeus que me quedo en el Inframundo.
Hermes le dio una mirada indiferente.
—Si quieres decirle al rey del Olimpo, el rey de todos los Dioses si necesita
que te lo recuerde, que no seguirás sus órdenes, entonces puedes hacerlo tú misma.
No voy a decirle que no. Nadie le dice que no.
—Bueno, hay una primera vez para todo. —Se mantuvo firme, fulminándolo
con todo su poder ardiendo en sus ojos—. No voy a ninguna parte. 230
—Lo harás, absolutamente —respondió Hermes—. No puedes quedarte aquí
si Zeus quiere que te vayas. No tienes idea de lo que está pasando allí arriba.
Fueron esas palabras que llamaron la atención de Hades. Zeus no era del tipo
que ordenara a la gente al azar. Por mucho que quisiera creer que su hermano era
una persona terrible que quería jugar con sus súbditos, Hades sabía que esa no era la
verdad. Zeus quería ser rey, pero no quería hacer nada del trabajo para serlo.
Hades colocó su mano sobre la de Perséfone y la silenció.
—¿Por qué Zeus la quiere de vuelta en el reino mortal? —preguntó a Hermes,
poniéndose de pie.
Hermes puso los ojos en blanco y Hades supo que no quería que nadie le
hiciera esa pregunta. A Hermes le gustaba el drama y las cosas eran mucho más
interesantes cuando había humo y espejos.
Se resignó.
—Por su madre, por supuesto.
—¿Mi madre? —preguntó Perséfone. Hubo una pizca de esperanza en su voz,
y Hades entendió ese dolor profundo.
Ambos eran los parias en su familia. Siempre querían que alguien viera su
valía o los echara de menos. Y quizás Deméter se había dado cuenta por fin de la
joya que tenía en su hija.
Aunque había lugares mejores para esta conversación que frente a toda su
corte, Hades sabía que no tenían otra opción.
—Hermes, solo dinos lo que está haciendo Deméter.
—Ha decidido que el mundo sufrirá si no recupera a su hija. Ha estado
corriendo por todo el reino buscándola y descuidando todo lo demás en sus ataques
de locura. Todo el reino de los mortales está cubierto de nieve. —Hermes extendió
su mano y una bola de fragmentos de hielo apareció en su puño—. Es bastante
difícil para los humanos comer o cosechar cuando el agua se congela.
Maldita sea. Por supuesto, ¿por qué otra razón Zeus enviaría al mensajero de
los dioses a buscar a Perséfone?
Hades iba a perderla.
El pensamiento traqueteó en su mente, sonando las campanas de advertencia.
La conocía. Perséfone no lo elegiría por encima del bienestar de todo el reino 231
mortal. Había luchado por recolectar monedas para las almas que no podían seguir
adelante. No le permitiría enviar al resto de la humanidad al Inframundo por su
culpa.
Debería hacerlo. Hades dejaría morir al mundo entero y haría de su reino el
más poderoso de todos los reinos. También se encargaría de todas las almas si
vinieran aquí, siempre y cuando ella se quedara a su lado.
Perséfone echó un vistazo y encontró su mirada. Las lágrimas en sus ojos
eran por él. Brillando en las puntas de sus pestañas como diamantes pequeños.
—Hades —susurró.
—Liberaré a los Titanes —respondió. Algunas de las ninfas jadearon ante su
sugerencia—. Puedo evitar que tengas que volver.
Ella se inclinó hacia adelante y acunó su mejilla, acariciando su mandíbula
con el pulgar cuidadosamente. Como si estuviera intentando memorizar la textura de
su piel.
—No puedes hacer eso. No por mí.
—Puedo y lo haría —dijo con voz ronca—. Mil veces más.
—¿Y dónde dejaría eso al Inframundo? —preguntó, y sus palabras resonaron
con verdad—. Tu deber es con este lugar. Estas personas.
—Y tú eres su reina. —Hades discutiría hasta que perdiera el aliento. Quería
que se quedara, y sabía en su corazón que ella también quería quedarse con él. No
podía querer irse cuando había tantas cosas sin decir entre ellos.
—Mi deber es aquí y en la tierra de arriba. —Dejó que su mano cayera de su
rostro, flácida a su costado—. Ojalá pudiera decir que permaneceré aquí para
siempre contigo, pero no tendré millones de muertes en mis manos solo por no
volver y ver a mi madre.
—Nunca te dejará volver —gruñó.
—Tal vez no. Pero creo que ambos sabemos que ninguno de los dos dejaría
que eso suceda. Ni siquiera mi madre pudo mantenernos alejados el uno del otro. —
Perséfone volvió a mirar a Hermes—. Voy a acompañarte. Pero, ¿te importa si como
algo antes de irnos?
—Zeus tiene un montón de comida —respondió el mensajero. Hizo un gesto
con la mano para que se diera prisa—. Vamos, deja de dar rodeos. No tengo todo el
día. 232
Hades sintió que se le estaba rompiendo el corazón. Desgarrado en dos
pedazos, uno palpitando en su mano y el otro flácido y sin vida dentro de su pecho.
Sin ella, el Inframundo regresaría al frío lugar gris que lo había enfermado tanto
antes de que ella estuviera aquí.
No estaba seguro de sobrevivir.
Pero entonces, lo miró con ese calor en sus ojos, y supo exactamente lo
mucho que lo deseaba. Podía sentirlo.
Cuando ella se inclinó sobre la mesa, se quedó atónito en silencio absoluto.
Seguramente no sabía lo que estaba haciendo cuando recogió la granada.
Seguramente no entendía que al tomar seis piezas rojas sangre y colocarlas en su
lengua se había comprometido a sí misma a permanecer en el Inframundo por esa
cantidad de tiempo.
Seis semillas.
Seis meses.
Hermes gruñó.
—¡Oh, vamos, no tenías que hacer eso! ¿Por qué insistes en hacer las cosas
tan complicadas?
—Porque lo amo —respondió ella, después se volvió hacia Hades—. Te amo.
Las palabras fueron lo que había esperado escuchar toda su vida, aunque su
corazón estaba destrozado al haberlas escuchado en ese momento. Hades se acercó a
ella, atrayéndola en un abrazo fuerte que probablemente le quitó el aliento de los
pulmones.
—Yo también te amo —respondió—. Y esperaré tu regreso. Cada día habrá
otra daga en mi corazón hasta que saques cada una.
Ella se rio contra su hombro, luego se apartó para mirarlo.
—Volveré, mi corazón. Ahora tengo que hacerlo.
Hades la besó con desesperación, lujuria y tristeza en su lengua. Ella le
devolvió el beso con el mismo fervor hasta que no pudo decir de quién saboreaba las
lágrimas.
Cuando finalmente la soltó, lo hizo con renuencia. Se apartó de él y se detuvo
junto a Hermes, y entonces se fue. 233
El Ascenso

234
A mbrosius miró a la Oráculo con la boca abierta. Aunque antes estaba
seguro que esta historia no cambiaría su opinión sobre Perséfone,
ahora estaba tan absorto que apenas podía contenerse.
—¿La dejó ir? —preguntó, aturdido—. Pero ella era su reina. La mujer de la
que se había enamorado.
—¿Qué opción tenía? —La Oráculo cambió de posición, caminando hacia el
pozo de fuego más cercano donde algunos de sus seguidores se calentaban en los
meses más fríos. Con un movimiento de su mano, las llamas estallaron más altas.
Ambrosius no se había dado cuenta que la Oráculo era poderosa, como los
dioses. Había rumores sobre quién era, que era inmortal. O tal vez incluso una diosa
misma. 235
Se obligó a considerar sus palabras y no sus acciones.
—Pudo haber peleado contra Zeus. Dijiste que consideró usar a los Titanes,
¿y eso no sería bueno? Los Titanes fueron los dioses originales de esta tierra.
Merecen ser desatados.
—Sí, esa es la teoría de tu gente, ¿no? —Puso los ojos en blanco—. Dejar
salir a los monstruos del Tártaro y devolver el mundo a los poderes legítimos. ¿Está
bien?
Asintió frenéticamente.
—Sí, exactamente eso. Entonces, Hades y Perséfone podrían vagar por el
reino de los mortales, no solo por el Inframundo.
—¿Y no sería maravilloso? Gigantes empuñando fuego. Criaturas horribles
con bocas llenas de espadas comiéndose a los humanos como bocadillos. Ese es el
mundo en el que quiero vivir. —Nuevamente, puso los ojos en blanco—. Mortales.
Son todos tan miopes.
No estaba tan seguro de eso. Sin los mortales, los dioses no serían nada. Se
negaba a creer que no tuvieran una parte poderosa en este reino y en el mundo en
general. Pero más que eso, estaba seguro que la historia de Perséfone estaba girando
en otra dirección que conocía muy bien.
Confiado, mantuvo los hombros erguidos a medida que se unía a la Oráculo
en su fogata. Ambrosius extendió las manos y se calentó los dedos helados.
—Entonces, cuando regresó a casa, vio a la gente adorándola, ¿cierto?
—Sí, así es.
—Y es entonces cuando se da cuenta de lo mucho que mi gente hace por ella.
—Los eleusinianos eran un grupo reservado, pero amaban a su diosa más que a la
vida misma—. Aquí es cuando ella nos proporcionó sus decretos.
La Oráculo le lanzó una mirada de censura.
—¿No escuchaste en absoluto mi historia? El mismo Heracles pasó por tus
pruebas. Hizo todo esto antes de que Perséfone tuviera idea de que los humanos la
adoraban.
Frunció el ceño.
—Esto no tiene sentido. Tenía que saberlo porque vivimos por sus palabras.
236
El retumbar de un trueno acompañó sus pensamientos. Se agachó, temiendo
que el propio Zeus estuviera a punto de derribarlo desde el cielo.
La Oráculo se rio. La lluvia comenzó a caer en serio, una tormenta repentina
azotando toda la montaña de la Oráculo. Pero ni una sola gota los tocó debajo del
techo de tejas de terracota.
¿Había sabido que estaba a punto de llover? Al mirar la sonrisa maliciosa en
su rostro, Ambrosius estuvo seguro que había predicho el clima. Y por eso los
movió debajo del área protegida.
—Hades podría haber luchado más para que ella se quedara —refunfuñó. Dio
un paso más hacia el fuego de modo que la lluvia no le enfriara la espalda.
—¿Y empezar otra guerra en el Olimpo? Perdería. —La Oráculo negó con la
cabeza—. Siempre pierden contra Zeus.
—Debería haber hecho algo. —El amor feroz por su diosa ardió intensamente
en su estómago y en su corazón—. Yo lo habría hecho.
—No, no lo harías. —La Oráculo le hizo un gesto para que se sentara junto al
fuego—. El amor de una madre es fuerte. Y Deméter estaba obsesionada. Se
convertiría en una mártir de sí misma y de todos los dioses si no devolvieran a su
hija. Zeus sabía eso. Hermes sabía eso. Incluso la propia Perséfone sabía que, si no
volvía junto a su madre, todo el mundo sufriría. ¿No es por eso por lo que amas a tu
diosa? ¿Ella provee a su gente?
—Sí.
—Entonces, no juzgues las decisiones que tuvo que tomar. Quería que los
mortales vivieran. Quería a su esposo. Y al final, eligió a los mortales sobre él. ¿O
no has escuchado la historia?
Ambrosius conocía esta parte, aunque todo estaba retorciéndose en su mente.
—Sí, era buena con los mortales. Regresó, y nos dio una razón para creer que
la otra vida sería buena para nosotros. Todos los que la seguían serían provistos.
La Oráculo rio de nuevo.
—Olvidé que eso es lo que todos creen. Sí, por supuesto que lo hizo. Pero no
solo por la gente de Eleusis. Perséfone no es una persona tan severa como para
permitir que solo aquellos que siguen sus leyes tengan vida eterna.
Ambrosius volvió a tomar asiento.
—¿Qué más pasó? 237
—Bueno —respondió la Oráculo—. Primero, tuvo que encontrar el camino
de regreso al Inframundo.
P erséfone no discutió mientras Hermes la llevaba de regreso a casa.
¿Qué podía decir?
El Inframundo era su hogar. Él lo sabía, y aun así estaba
cumpliendo las órdenes de Zeus. El mismo Zeus tenía que ser consciente de que se
había enamorado del lugar que había construido Hades. Y todos ellos todavía
querían que volviera para apaciguar a su madre.
Una parte de ella quería volver a casa. Echó un vistazo detrás de ellos a la
entrada al Inframundo que se cerraba lentamente. Toda esa oscuridad vívida, la
naturaleza gloriosa de quienes vivían dentro de él, ahora estaban lejos de su vista.
Volvió su atención al mundo mortal que había cambiado tanto, suspirando.
La nieve cubría el suelo con un fino manto plateado y blanco. Las hojas 238
cubiertas de escarcha resplandecían a la luz del sol y su aliento se empañaba cada
vez que exhalaba. Era hermoso, pero también aterrador ver cómo su cálida tierra
natal se convirtió en algo tan diferente. Todo por parte de una diosa que se enfadó
porque su hija se quedaba con su marido durante un tiempo.
Hermes los llevó cerca del templo de su madre y la sujetó por la cintura hasta
que estuvo equilibrada.
—¿Bien? —preguntó.
—No, no estoy bien. —Miró el templo dorado de Deméter y dejó escapar un
suspiro—. No creo que esté “bien”, como dices, hasta que esté de vuelta al
Inframundo.
Le dio una sonrisa radiante.
—Parece que te encargaste de eso cuando te comiste esa granada, querida.
Sin importar lo mucho que luche tu madre por ti, esas semillas te enviarán de
regreso al Inframundo.
—Estoy segura que Zeus se pondrá furioso —murmuró en respuesta.
Desafortunadamente, él era el único que podía obligarla a quedarse aquí. Junto a su
madre.
Hermes se encogió de hombros.
—Lo dudo. Quiere lavarse las manos de esta tontería, y Deméter tendrá que
lidiar con eso de ahora en adelante. Ni siquiera los dioses pueden evitar que los
muertos regresen a sus tierras.
—¿Los muertos? —Perséfone frunció el ceño, pero Hermes ya se había ido.
Cualquier pregunta que podría haber hecho se desvaneció en la luz fría de la
mañana.
Dio otro paso adelante, sus pies crujiendo sobre el hielo. No recordaba que
hubiera habido antes un río aquí, y no era propio de Deméter querer más agua en su
reino. A su madre no le gustaba que las ninfas fueran tan frecuentes en los
alrededores.
Inclinándose, presionó las yemas de sus dedos contra el hielo, y lo sintió
cálido al tacto. Tan caliente que el hielo incluso se rompió un poco, casi como si la
conociera. Como si el río intentara decirle algo.
La voz de Deméter flotó a través del aire helado.
—Es Cyane, si no la reconoces.
239
Estaba de pie en medio del campo, pareciendo como si hubiera parpadeado a
la existencia. Hermosa y atemporal como siempre, su madre vestía una túnica
dorada que parecía como si hubieran derramado metal fundido sobre su cuerpo. Su
cabello color trigo se derramaba sobre sus hombros en rizos perfectos que
enmarcaban la tristeza en su expresión.
Si alguien más la hubiera mirado, habría pensado que era la imagen de la
melancolía. Una madre de luto a la que finalmente se le había dado la oportunidad
de reunirse con su hija.
Perséfone lo sabía bien. Este solo era otro de los trucos de su madre.
—¿Cyane? —Bajó la vista y comprendió con horror lo que significaban las
palabras de su madre.
Cyane había visto a Perséfone siendo robada al Inframundo, y Perséfone era
su amiga más querida. Habían crecido juntas, una al lado de la otra, y la idea de
Perséfone yéndose por una eternidad era sin duda una de las pocas cosas que
obligaría a una oceánida a tomar una decisión difícil.
Solo había oído que esas cosas sucedían en las peores circunstancias. Una
oceánida perdiendo a un amante, un padre, pero nunca un amigo.
Cyane había llorado a sí misma en un río. Se había convertido en un cuerpo
de agua en lugar de vivir sabiendo que Perséfone nunca regresaría.
—¿Por qué? —preguntó—. ¿Por qué haría eso?
—Porque sabía que su amiga más querida, la hermana de su alma, pasaría el
resto de sus días en las garras de un villano. —Deméter extendió los brazos para que
Perséfone fuera y la abrazara—. Hija, todos estábamos muy preocupados.
Acarició a Cyane una última vez antes de prometerse que arreglaría esto.
Alguien debería ser capaz de devolver a la oceánida a su forma física. Deberían
poder deshacer este error.
Perséfone no abrazó a su madre. En su lugar, avanzó y se detuvo a un metro y
medio de distancia. Fuerte y orgullosa.
—Me convocaste. Escuché lo que has estado haciendo, madre, y tiene que
parar.
—Kore. —La palabra fue dicha con el chasquido brusco de una madre
regañando a su hijo. La palabra como un latigazo que podría haber hecho retroceder
a Perséfone, pero ahora era más que una niña doncella.
240
Era la reina del Inframundo. Había sobrevivido y experimentado mucho más
que la ira de Deméter.
Y ahora tenía su propio poder.
Con los ojos destellando con la oscuridad ardiendo en su alma, mantuvo su
temperamento bajo control. En cambio, simplemente respondió con:
—Ahora mi nombre es Perséfone.
—Sí, escuché el nombre horrible que te dio. Las cosas que ha hecho. Aquí
eres Kore.
Deméter dejó caer los brazos.
—No, no lo soy. Me llamarás Perséfone porque ese es mi derecho como
reina. —No cedería en esto. Su madre tendría que reconocer que su hija era ahora
diferente, y Perséfone no estaba bajo su control.
Al menos la nieve alrededor de los pies de Deméter se había derretido.
Pequeños parches de trigo creciendo entre sus dedos y ya extendiéndose hasta su
cintura. Deméter tocó uno con un dedo.
—No te llamaré por ningún nombre que te haya dado otro.
—Entonces, regresaré al Inframundo.
Los zarcillos de las plantas de trigo se marchitaron. Una plaga negra atrapó
sus bordes y cayeron a los pies de Deméter.
—No harás tal cosa, Kore.
Ahí estaba otra vez. Ese nombre que había hecho dolorosamente obvio que ya
no era suya. ¿Por qué su madre no podía entender eso? Perséfone era una reina, una
mujer por derecho propio, y ya no la doncella.
Comprendía que Deméter la hubiera extrañado. Por el Olimpo, Perséfone
también había extrañado a su madre. Este era su hogar y el lugar donde se había
convertido de niña a mujer.
Deméter merecía una oportunidad más. Después de todo lo que la mujer
había hecho por Perséfone, le daría una oportunidad más de llamarla por el nombre
correcto.
—Madre —dijo—. Mi nombre es Perséfone. Sé que no entiendes por qué lo
cambié, ni espero que te guste. Pero espero que te dirijas a mí por el nombre
correcto.
241
Las manos de Deméter se flexionaron a su lado.
—Kore, creo que llevas demasiado tiempo fuera de los prados. Estás cansada
y deberías descansar antes de tener esta conversación. —Eso fue todo.
Perséfone ya no era una niña, y sabía que Deméter lo sabía. Teniendo en
cuenta que Perséfone también estaba casada, Deméter debía saber que el nombre ya
no aplicaba. Y aunque podría querer discutirlo, Perséfone era una mujer en todos los
sentidos del término.
Una ráfaga de poder oscuro emanó de su cuerpo. Se hinchó, se derramó sobre
ella como las aguas hirvientes del Estigia y se derramó sobre el prado. El hielo y la
nieve crepitaron, chisporroteando instantáneamente con el calor e inundando la
tierra con tanta agua que le llegó a los tobillos.
—Mi nombre —gruñó, su voz un trueno como si su padre estuviera hablando
a través de su cuerpo—, es Perséfone.
Los ojos de Deméter se abrieron por completo, primero con miedo, luego con
ira.
—Ese no es el nombre que te di.
Ya se estaban formando destellos dorados en las palmas de su madre. A
veces, cuando esgrimía su magia parecía polen. Y la gente solo podía ver el poder
cuando Deméter estaba particularmente enojada. De lo contrario, usaba las plantas
para pelear sus batallas por ella.
—No me hagas pelear contigo, madre —respondió Perséfone. Mantuvo su
voz firme y tranquila. Deméter nunca sabría lo mucho que estaba temblando.
No quería lastimar a Deméter. Y ciertamente no quería saber quién ganaría en
una pelea, porque saldría victoriosa. Perséfone podría no haber sido muy poderosa
cuando vivía aquí, pero ahora lo era.
El Inframundo le había dado más confianza en sus poderes. Más que eso,
estaba llena de la magia que se había hundido en su piel por estar muy cerca de
todos esos ríos. Toda la vida creciendo dentro del Inframundo.
O quizás era algo más. Algo que nunca había experimentado hasta que los
humanos la adoraron aquí en el reino mortal.
Recordó las palabras que había dicho Pirítoo. Cómo se había empeñado en
que los mortales pensaran que ella era la diosa que se encargaría de que su viaje al
Inframundo fuera placentero. Cómo los mortales le rezaban día y noche. 242
Eso era algo que podría darle más poder. Era más de lo que conseguiría su
madre.
Entrecerró sus ojos y fulminó a Deméter con propósito renovado.
—Sé lo que los mortales dicen de mí, y tienen razón. Ahora soy una diosa,
una que es igualmente poderosa y no permitiré que intentes pisotearme, madre.
Estoy aquí porque quiero que detengas este castigo estúpido sobre los mortales. Pero
volveré al reino que es mío legítimamente.
—Tu reino es este —gruñó Deméter. Sus ojos resplandecieron de un amarillo
brillante—. El Inframundo es uno que solo te fue dado por un monstruo, y no tiene
derecho a mantenerte allí. Pensé que te alegrarías de que por fin te sacara de ese
lugar oscuro.
—Allí encontré consuelo. Encontré a mi gente. —Dejó que el poder subiera
por sus palmas hasta que llamas azules lamieron entre sus dedos y sus brazos—. Los
mortales no son míos para guiarlos mientras estén vivos. Son míos una vez que estén
muertos, y me quedaré con ellos.
Los ojos de Deméter se abrieron del todo con cada palabra hasta que
finalmente cedió. Todo el poder se drenó de las manos de su madre, hundiéndose en
la tierra donde crecieron pequeños ásteres.
—Entonces, que así sea. Si quieres condenarte a ese reino monstruoso y a ese
hombre horrible, solo puedo intentar convencerte de que te quedes conmigo. ¿Eso es
lo que estás intentando decir?
Perséfone no dejaría que su madre pensara que podía ganar esta discusión.
—Madre, me comí seis semillas de granada. Volveré al Inframundo. Te guste
o no.
El estremecimiento de su madre no debería haber sido tan satisfactorio como
lo fue. Perséfone antaño nunca habría querido lastimar a Deméter. La sola idea
habría hecho que se le llenaran los ojos de lágrimas porque había amado a su madre
ciegamente.
Ahora, sabía que el amor de su madre en realidad era una forma de control.
Deméter haría todo lo posible para mantener feliz a Perséfone, pero solo si
Perséfone escuchaba cada palabra que ordenara Deméter.
Quizás siempre lo había sabido. Pero ahora que Perséfone era una mujer 243
adulta y Deméter de hecho no podía controlarla, su madre estaba menos interesada
en la niña que había sido.
—Creo que deberías quedarte aquí más de seis meses —refunfuñó
Deméter—. Aquí te necesitan.
—¿En serio? —preguntó—. ¿Por qué me quedaría aquí cuando puedo ser
más útil en el Inframundo?
—Porque te extraño. —Los ojos de Deméter se llenaron de lágrimas—. Eres
mi única hija, ¿sabes? La única hija que tuve y la única que tendré.
Sí, lo era. Y Perséfone solo podía imaginar lo desgarrado que debía estar el
corazón de Deméter al saber que su propia hija se había ido.
Suspiró y caminó hacia los brazos de su madre.
—También te extrañé, madre. Más de lo que sabes.
—Entonces, ¿por qué no te quedas? —susurró Deméter contra su cabello.
Deseó tener palabras para explicar el sentimiento oprimiendo su corazón.
Pero sabía que Deméter nunca entendería cómo se sentía. Así que Perséfone
permaneció callada, planeando su próxima vía para escapar y regresar a su hogar.
De vuelta a su esposo.

244
H ades intentó continuar sus días como de costumbre. Primero, se
despertaría y comprobaría los portales con Cerbero a su lado. Luego
hablaría con Hécate y Tánatos, asegurándose que nadie se portara
mal cuando deberían haber estado trabajando. Incluso los héroes no le estaban
causando problemas. Sorprendentemente, considerando que por lo general querían al
menos discutir con Hades.
Quizás todos sabían que había perdido a su esposa. No le sorprendería que el
rumor ya se hubiera extendido entre los muertos. A los espíritus les encantaba saber
lo que estaba sucediendo en la vida de los vivos. Y saber más de los dioses era su
favorito.
Ahora, ya había hecho todas las cosas que tenía que hacer. Ya había
verificado a todos. Incluso había ido al Tártaro para probar las cadenas que 245
mantenían atados a los Titanes.
Todos estuvieron muy felices de mencionar lo adorable que era su esposa, y
lo sabrosa que sería si se deleitaran con su carne. Sus amenazas no habían ayudado a
sus preocupaciones.
¿Qué estaría haciendo en el reino de los mortales? Deméter había demostrado
ser una madre decente, al menos manteniendo viva a su hija hasta el momento. Lo
que solo podría significar que ahora podría mantener a Perséfone a salvo en el reino
mortal.
Pero cuando Perséfone había estado originalmente con su madre, los mortales
no la habían adorado. No había estado conectada con el rey del Inframundo, y eso
pintaba un objetivo bastante grande en su espalda.
Los mortales harían cualquier cosa para mantenerse alejados de la muerte.
Deseaban la inmortalidad, aunque no podía imaginar por qué. Como él mismo era
inmortal, sabía lo horrible que era esa vida. Siempre aferrándose a la vida, aunque a
veces fuera terrible.
Como este momento en el que todo lo que quería era estar en los brazos de su
esposa.
Pasando sus dedos por su cabello, se alejó del castillo y se dirigió en una
dirección diferente. A un lugar en el que no había estado en mucho tiempo,
principalmente porque odiaba los campos más que cualquier otro lugar en todo el
Inframundo.
Pero ahora mismo, con la forma en que se sentía, los Campos de Duelo
podrían ser el único lugar para él.
Habían creado los campos para las almas que no podían ir a ningún otro lado.
Era una rareza que alguien pidiera siquiera ir allí, porque en su opinión ese lugar era
casi peor que el Tártaro.
Algunas almas fueron llevadas al Inframundo antes que su pareja. O peor
aún, algunos de ellos los habían perdido para siempre. A pocos espíritus no se les
permitía estar con la otra mitad de su alma, la parte que les habían arrancado cuando
aún eran una cosa de cuatro miembros y dos cabezas. Pero aquellos que fueron
reemplazados o que se habían enamorado de alguien que nunca los amaría,
terminaban en los Campos de Duelo.
Cruzó el portal, sabiendo exactamente lo que encontraría. Algunas personas
pensaban que los campos eran un espantoso lugar lúgubre. Que siempre llovía o al
menos estaba muy neblinoso y se formaban ríos con las lágrimas de las mujeres que 246
lloraban hasta marchitarse por completo.
Los campos no eran así en absoluto. Los pájaros canturreaban desde los
árboles, sus canciones tan hermosas que le dolió el corazón. Una hierba verde
exuberante mezclada con musgo amortiguó sus pasos en el claro del bosque que
parecía extenderse por una eternidad. Rayos de luz solar estallaban alrededor de
cada tronco perfectamente redondo, calentándole los dedos de los pies tan pronto
como salió de las sombras.
Este no era un lugar para castigar a estas almas delicadas. Era un lugar para
que sanaran a medida que sus almas se reparaban.
Deambuló por el bosque con las manos detrás de la espalda, los ojos en el
suelo para poder concentrarse en realidad en lo que estaba sintiendo.
Aquí, nadie le juzgaría por sentirse un poco perdido. Nadie pensaría que su
amor era una tontería o que no era un guerrero lo suficientemente fuerte como para
manejarlo. Ningún héroe diría que una mujer no valía su tiempo. No había dioses de
los que preocuparse cuando seguiría haciendo su trabajo. Sin almas preguntándose
qué estaba haciendo su rey.
Aquí, solo era Hades. Hades y las almas que sabrían lo que se siente perder a
un ser querido, incluso cuando no estaban muertos.
—¿Mi rey? —La voz vino de alrededor de un árbol cercano y una mujer se
levantó de donde había estado sentada, acurrucada en las raíces.
Había sido una belleza en vida y aún era más impresionante en la muerte. El
cabello oscuro caía alrededor de su rostro en una cascada de sombras. Su piel
bruñida estaba bronceada por el sol, incluso muerta. Llevaba unas sencillas túnicas
blancas, pero eso no ocultaba la fuerza de sus brazos ni la amplitud de sus hombros.
Aunque Dido no había sido una guerrera, había luchado toda su vida por lo
que era correcto. Y Cartago había florecido bajo su toque. Era una lástima que
terminara aquí después de todas las hazañas impresionantes que había hecho.
—Hola, Dido. —Hades se inclinó ante la otrora reina mortal—. Parece que
hoy te ves mejor.
Normalmente estaba pálida y demacrada. Había luchado contra sus mejores
impulsos durante mucho tiempo. Su alma seguía atravesando el recuerdo de su
primer marido, Pigmalión, y Eneas. El joven guerrero apuesto que le había robado el
corazón mucho después de la muerte de su esposo. 247
Algunos días eran buenos, otros no. Pero era una maestra en tomar un día a la
vez.
Dido respiró profundo y se acercó a él. Siempre estaba tan asustada con
Hades, aunque él no hubiera hecho nada para lastimarla o preocuparla por cómo la
trataría. Solo le recordaba aún más su situación.
Eneas la había hecho enamorarse de él, de eso estaba seguro Hades. El
guerrero joven era un rompecorazones, y Dido aún afirmaba que estaban casados el
uno con el otro. Sin embargo, Eneas no creía eso.
Cuando dejó Cartago para siempre, Dido había construido una pira. Le dijo a
su hermana y a la gente que simplemente iba a quemar todas las cosas que él había
dejado en la cama y la habitación matrimonial. Desafortunadamente, eso era
mentira. Mientras Eneas navegaba en sus barcos de batalla, ella se arrojó sobre la
pira y se empaló con una espada que él había dejado atrás. Allí, su cuerpo se había
quemado mientras la sangre se arrastraba sobre las llamas.
Era una historia trágica. Dido podría haber seguido cambiando el mundo e
impactando a todo el reino. En cambio, un único hombre lo había arruinado todo
para ella.
Y para todos los demás.
Se aclaró la garganta, atrayendo de nuevo su atención hacia el espíritu que
tenía delante. Retorciéndose las manos a los costados, dijo:
—Escuché que tu esposa se ha ido.
—Sí, regresó con su madre. —También se aclaró la garganta, incómodo en su
presencia—. ¿Confío en que estás bien?
—Estoy bien, mi rey. —Dido agachó la cabeza, mirándolo a través de los
rizos oscuros de su cabello—. ¿La extrañas?
Todo el aire de sus pulmones escapó en una ráfaga gigante.
—Sí —suspiró. Y el alivio en su voz aflojó un nudo que no se había dado
cuenta que tenía en su pecho—. Sí, la extraño tanto que a veces es difícil respirar.
Dido rio entre dientes.
—Sí, puede doler así. Pero ella volverá, ¿no?
Lo esperaba. La granada que había comido se aseguraría de eso, pero
tampoco era infalible. Zeus aún podría intervenir, y Deméter parecía tenerlo 248
envuelto alrededor de sus dedos. Había muchos que podían encontrar una manera de
mantener a Perséfone donde estaba. Y lejos de él.
Así que, en lugar de responder con confianza como podría haberle gustado,
Hades se encogió de hombros.
—Espero que sí.
—También yo. —Dido sonrió, y el dolor desapareció de sus ojos por unos
momentos—. Me agradó mucho.
Sus cejas se arquearon. ¿Se habían conocido antes? ¿Cuándo Perséfone
habría venido a los Campos de Duelo de todos los lugares?
Antes de que pudiera pedir una aclaración, intervino otra voz.
—Por supuesto que te agradó, Dido. Era una niña sonriente suspirando por un
hombre mayor. Básicamente es como tú.
El espíritu brilló, cambió y luego desapareció de vista. Dido volvía a las
raíces de su árbol, lamiendo sus heridas en forma de palabras. Las había visto
golpearla, azotar su alma y hacer agujeros en la tela de su ser.
Los espíritus eran más sensibles que los humanos. Donde había un escudo
físico entre las heridas emocionales cuando estaban vivos, aquí en el Inframundo,
incluso las palabras podían doler.
Enojado, se volvió hacia Minthe con fuego ardiendo detrás de sus ojos.
—¿Qué quieres? Eso fue cruel.
Ella se apoyaba contra uno de los árboles, todo cuerpo ágil y extremidades
esbeltas. Una vez fue condenadamente hermosa para él, pero ahora, todo lo que veía
era una mujer que quería derribar a quienes se interpusieran en su camino. Y todos
se interponían en el camino de Minthe.
Llevaba una túnica negra ceñida, la tela cortada apenas cubriendo parte de su
piel. Cuando dio un paso hacia él, se deslizó de su hombro derecho y le enseñó su
pecho.
—Nadie lo sabrá —dijo—. Dido no habla con nadie.
—No importa si alguien sabe que fuiste cruel —refunfuñó—. No debiste
hacerlo.
—¿Por qué no? Ya están muertos. 249
Ahí radicó el problema principal cuando estuvieron juntos. Ella no miraba a
los muertos como algo más que eso. Muertos. Los mortales no eran entretenidos a
menos que desempeñaran algún papel en el juego de su vida. Los mortales muertos
no podían hacer mucho más que estar muertos.
—Nunca entendiste nuestro propósito aquí —murmuró. Hades extendió una
mano hacia adelante y tocó el rastro persistente del alma de Dido—. Se supone que
debemos hacer esto más fácil para ellos.
—¿Y por qué no deberíamos hacernos la vida más fácil en su lugar? —Se
acercó demasiado y presionó la mano contra su pecho. Pasó sus dedos por la llanura
de sus músculos, luego hundió sus uñas profundamente—. Sé que has estado
sufriendo desde que te dejó tu esposa. Qué cosa tan horrible, que una mujer deje a
un hombre tan grandioso.
—No me dejó. —Hades se preguntó a qué se estaba refiriendo Minthe.
Siempre decía las cosas con un propósito, así que...
—Hades. —Minthe se acercó, presionando su pecho contra el de él e
interrumpiendo sus pensamientos—. Te dejó. Todos vimos lo que pasó. Podría
haberse quedado si hubiera querido, incluso le ofreciste los Titanes y ella no los
aceptó. Obviamente quería irse.
Las palabras se agitaron en su mente, clavándose en el vientre suave donde le
preocupaba que Perséfone en realidad se fuera porque quería hacerlo. Porque no
quería estar con él.
Pero debía tener fe en que no le haría eso. No después de todo lo que habían
sobrevivido juntos.
¿Y desde cuándo confiaba en Minthe, de todas las personas? No tenía sus
mejores intereses en el corazón. Nunca lo había hecho. Así que, asumiendo que estas
palabras fueran remotamente verdaderas iría en contra de todo lo que Perséfone y él
habían construido. Su relación podría no ser más fuerte que un Titán, pero conocía a
una mujer buena cuando la veía.
Minthe no era una de esas mujeres.
Se alejó de ella, levantando la mano para evitar que ella lo siguiera.
—Para. Sé lo que estás intentando hacer.
—¿Intentando hacer? —Frunció el ceño, luego frunció los labios—. No estoy
intentando hacer nada, Hades. Todo lo que he hecho es apoyarte y esta mujer te está
rompiendo el corazón.
250
—¿Rompiendo mi corazón? —Hades apenas podía creer las palabras que
estaba diciendo. ¿En serio pensaba que él se quedaría aquí y la escucharía hablar
mal de Perséfone? ¿Pensaba que creería alguna de estas palabras venenosas?—. Me
liberó de la vida melancólica que me había construido. Confío en ella
explícitamente. Sé que regresará por mí. Por todos nosotros.
El rostro bonito de Minthe se retorció en ira.
—Piensas tan bien de ella, Hades, pero ella no te ama. Nunca pudo. Puedes
negarlo todo lo que quieras, pero yo soy la única persona que te satisfará alguna vez.
Se retiró alegremente, y Hades se dio cuenta con sorprendente claridad que
estaba en más problemas de los que jamás habría imaginado.
—Oh, Perséfone —murmuró—. ¿Cuándo vendrás a casa?
¿C uánto tiempo había estado aquí? Perséfone sentía como si hubiera
vuelto con su madre durante largos meses, aunque sabía que solo
eran unas pocas semanas. No estaba segura de cómo se las
arreglaría durante seis meses enteros lejos de su hogar sin Hades a su lado.
Cada día se sentía como si fuera una semana. Estaba loca de aburrimiento y
no podía imaginar cómo había hecho esto todos los días durante toda su vida. ¿Por
qué no se había dado cuenta de lo condenadamente aburrido que era este lugar?
Perséfone despertaba, hablaba con las ninfas, vagaba por los campos y
derramaba parte de su magia en ellos. Pero eso era todo. No había nadie con quien
hablar aparte de las ninfas insípidas que no eran Cyane. Su madre no estaba
interesada en escuchar sus opiniones, especialmente ahora que había elegido el
Inframundo como su hogar. 251
De nuevo deambulaba por los campos, el trigo tocándole los costados a
medida que caminaba entre las olas. Quizás hoy volvería a hablar con Cyane.
Perséfone se había acostumbrado a caminar junto al río y contarle todo a su
amiga. Todos los detalles del Inframundo y su vida nueva. Habló de todas las cosas
nuevas y maravillosas que había visto. La suavidad de Hades cuando estaba con ella.
La amabilidad de la gente de allí.
Le habló de Minthe, y de lo enojada que la puso esa ninfa. Perséfone incluso
le dijo a Cyane lo mucho que extrañaba escuchar su voz, y que esperaba que algún
día la oceánida recuperara su verdadera forma.
Algún día. Esperaba.
—¡Perséfone! —gritó Deméter, apareciendo en medio del campo y
caminando hacia ella—. ¡Por favor, ven aquí!
Al menos en estos días su madre la estaba llamando por el nombre correcto.
No había esperado que Deméter aceptara el cambio. No era el nombre que le había
dado a su hija y, por lo tanto, era el incorrecto. Pero Deméter la sorprendió.
Quizás eso significaba que su madre estaba madurando.
Perséfone tan solo podía esperar.
Avanzó por los campos de trigo hasta el lado de su madre y rezó para que no
fuera nada malo. Deméter a veces quería que hiciera las cosas que había realizado
antes. Pero esta vez, ya parecía diferente.
Deméter estaba haciendo una mueca. No, sonriendo.
¿Era algo bueno? ¿O era muy, muy malo?
Se armó de valor antes de pararse ante su madre.
—¿Qué pasa?
—Los mortales nos han invitado a su ceremonia para celebrarnos. —Deméter
agitó una mano en el aire—. Pensé que tal vez te interesaría ver cómo los mortales
adoran a sus diosas. Teniendo en cuenta que tu nombre también está en sus
oraciones.
Se había vuelto más fuerte día a día mientras estaba aquí. Perséfone pensó
que solo se trataba de estar por tanto tiempo bajo la luz del sol y rodeada de tantas
plantas, pero tal vez los mortales habían escuchado que había regresado a su reino y
que podía ser convocada. 252
Sopesó sus opciones. Quedarse aquí, aburrida y sola, pero plantando un punto
obvio a su madre. O podía ir con Deméter y ver qué estaban haciendo con sus vidas
los mortales. Y cómo adoraban a la reina del Inframundo.
Evidentemente, iba a elegir lo último.
—Bien —suspiró—. Entonces, veamos cómo adoran los mortales.
Su madre aplaudió encantada.
—¡Perfecto! ¿Has oído algo del festival? Estarás tan emocionada de ver lo
que hacen. Es una combinación perfecta de lo que nos gusta tanto a ti como a mí.
—No, no había oído hablar de un festival, en absoluto. —Eso era mucho más
que una simple adoración. ¿Todo un festival celebrándola a ella y a Deméter?—.
¿Quién participa? ¿Los hombres?
Si Pirítoo estaba tan obsesionado con ella, Perséfone esperaba que los
hombres estuvieran involucrados en los festivales. Para empezar, su madre siempre
había tenido hombres interesados en ella. Aunque la cosecha podría representar la
maternidad, era un trabajo realizado por la ardua labor de los hombres.
—¡No! Esa es la parte más emocionante. Nunca he tenido un festival
dedicado en mi honor exclusivamente por mujeres, pero aquí lo tenemos. —Ante su
mirada de incredulidad, Deméter se encogió de hombros—. Aparentemente, una
madre congelando al mundo entero solo para recuperar a su hija tiene a algunas
personas afines.
Claro, porque por eso lo había hecho su madre. No porque no le hubiera
gustado que alguien la venciera.
Sin embargo, Perséfone mantuvo la boca cerrada ante ese pequeño detalle.
—¿Cómo se llama? —preguntó a medida que seguía a su madre hacia el
templo.
—La Tesmoforia —respondió Deméter—. ¿No es una palabra encantadora?
Lo era, pero de alguna manera también hizo que Perséfone se sintiera un poco
mal del estómago. Le preocupaba lo que los humanos habían pensado como algo
que ella les había dicho que hicieran. Cuando en realidad, era probable que fuera
otro humano quien había dicho que realizaran algunos rituales extraños.
—Sí —respondió, a pesar de que su boca ahora sabía a bilis—. Es una
palabra encantadora. ¿Qué hacen precisamente? 253
—Bueno, no estoy segura de los detalles, pero sé que las mujeres se abstienen
de tener relaciones sexuales con sus esposos durante nueve días enteros. —Los ojos
de Deméter brillaron de júbilo—. Duermen en cabañas separadas, comen tanto ajo
que lo sudan e incluso beben extracto de lygos para estimular la llegada de la
menstruación. ¿Qué encantador, verdad?
En realidad, sonaba como una carga. Pero al menos estas mujeres se estaban
uniendo en un ritual. Habían creado un espacio para ellas en un mundo donde eso
era raro.
Perséfone arqueó una ceja.
—Sin hombres... ¿en serio?
—Sin hombres.
Bueno, eso era interesante. Supuso que no estaría de más visitar a estas
mujeres. ¿Cómo se habían tomado su tiempo cada año para estar juntas, y ni un solo
hombre dijera nada al respecto?
—Entonces, vamos —dijo Perséfone.
Deméter hizo un gesto con la mano, y apareció un portal. Lo atravesaron
juntas, subieron a un estrado construido específicamente para las apariciones de los
dioses. Un centenar de mujeres estaban cavando en la tierra, sus lomos ceñidos, con
sudor y suciedad en la frente.
Perséfone observó cómo una soltó un grito de satisfacción, luego sacó de la
tierra un cadáver de cerdo podrido. Estaba seco por la edad, aunque no podía
adivinar cuánto tiempo había estado allí.
—¡Encontré uno! —gritó la mujer mientras lo sacaba de la tierra—. ¿Quién
tiene el nuevo?
¿Cuánto tiempo había estado en el Inframundo? Los rituales parecían
transmitidos de generación en generación.
Frunció el ceño y miró a su madre.
—¿Cuánto tiempo han estado haciendo este festival?
—Cinco años —respondió Deméter—. De hecho, desde que te fuiste.
—Extraño —respondió. No se había sentido tanto tiempo en el Inframundo.
De hecho, solo se sintieron como unos meses. 254
Deméter levantó su mano y una ola de magia pasó por su cuerpo. Se convirtió
en algo menos brillante, una mujer mortal lista para realizar sus tareas en el festival.
—El tiempo pasa de manera diferente aquí que en la tierra de los muertos,
querida. Ahora cúbrete. Quiero ver lo que hacen estas mujeres.
Perséfone la vio alejarse y entonces se dio cuenta que estas mujeres de hecho
la estaban honrando. No solo a Deméter, aunque la cosecha era ciertamente lo que
estaban pidiendo. Pero en cada movimiento, cada cambio en la forma de caminar de
las mujeres, susurraban oraciones a Perséfone.
—Por favor, guía a mi esposo a los Campos Elíseos —pidió una mientras se
alejaba con carne de cerdo—. Murió prematuramente, pero es un hombre bueno que
no merecía morir.
Otra mujer cavó en el suelo. Cada vez que su pala golpeó la tierra blanda,
murmuró la misma frase.
—Por favor, mata a mi hermano. Sé que su hora no está cerca, pero golpea a
su esposa. Mató a su amante. Se merece morir.
Más y más deseos hasta que se sintió abrumada por todos ellos. Perséfone no
podía hacer nada por la mayoría de ellos. Después de todo, no era la diosa de la
muerte. Sin importar lo tentador que pudiera resultar.
Exhaló un suspiro, dejó que la magia dentro de sí se vertiera a través de su
piel. Para cualquiera que mirara, no sería más que una mujer pasajera. Simple.
Sencilla. Fácil de pasar por alto, y si intentaban recordarla más tarde, se darían
cuenta que no podían pensar en ninguna característica en particular.
Caminó a grandes zancadas a través de los muchos grupos de mujeres. Se
reían como viejas amigas, a pesar de que estaban realizando un trabajo agotador.
Perséfone se detuvo junto a un grupo en particular y tomó una pala.
—¿Puedo?
La mujer la miró de arriba abajo, claramente sin reconocerla, pero asintió.
—Por favor.
Pasó todo el día trabajando junto a las mujeres. Cavaron. Sacaron la carne del
suelo y luego la llevaron hasta un altar donde esperaban muchos cadáveres. Una vez
que todo terminó, pensó que regresarían a sus camas. Sin duda, Perséfone estaba 255
cansada, y podía ver en la postura de los hombros de las otras mujeres que ellas
también lo estaban.
Pero aún no habían terminado.
Juntas, todas arrastraron los cuerpos todavía sangrando de los cerdos para
enterrarlos nuevamente. Para el próximo año, le explicó una mujer.
Perséfone siguió a su madre de regreso a una cabaña que, según las mujeres,
estaba desocupada. Todas cayeron en un sueño profundo hasta que despertaron al
día siguiente.
—¿Qué vamos a hacer hoy? —preguntó a su madre, tambaleándose hacia las
otras mujeres con ojos somnolientos.
—Ayer les pregunté a algunas de ellas. Dijeron que hay una ceremonia nueva
este año, más dos días agregados al festival. —Los ojos de Deméter aún brillaban de
felicidad—. Dijeron que esta vez es un honor a ti, no solo por mí.
—¿Los cerdos fueron por ti?
Deméter se encogió de hombros.
—Son buenos fertilizantes. Las plantas aman sus cuerpos.
Repugnante. Perséfone se unió a un grupo de mujeres alrededor de una
fogata, sentándose en una manta junto a una que reconoció.
—Alguien me dijo que este año hay una incorporación nueva al festival.
La mujer le entregó en silencio un cuenco de semillas de granada.
—Se supone que no debemos hablar.
Tomó el cuenco de semillas, tan familiar y sin embargo no tan poderosas
como las semillas del Inframundo. No esperaba verlas aquí. Tomando algunos
bocados, tomó exactamente seis y se las colocó en la lengua.
El sabor estalló y miró a las otras mujeres alrededor del fuego. Contemplaban
las llamas con ojos apagados, como si estuvieran pensando en cosas importantes.
Y así pasó el día. Solo comieron semillas de granada, y todas ayunaron.
Algunas de las mujeres mayores mezclaron las semillas con los cadáveres de cerdo
podridos de ayer, pero la mayoría se quedó donde estaba.
Exhaló un poco de poder, siguió los zarcillos de magia en las mentes de las
otras mujeres y se sorprendió al darse cuenta que estaban pensando en ella.
Esperaban que Perséfone estuviera a salvo. Que hubiera regresado a casa con su 256
madre y que la cosecha fuera buena este año. Pero algunas de ellas también
esperaban que pudiera volver con su esposo eventualmente. Algunas de ellas
esperaban que fuera feliz en su matrimonio.
Pasó el día. Helios hizo subir y bajar el sol con su carruaje hecho de fuego, y
solo entonces las mujeres rompieron su ayuno. Sacaron pasteles con forma de
pétalos delicados entre las piernas de una mujer. Se rieron. Bailaron y este subidón
inducido por el azúcar continuó durante toda la noche.
El sol volvió a salir, y las mujeres siguieron bailando. Cantaron canciones en
los idiomas antiguos, orando por Deméter y Perséfone. Cuando el sol estaba en el
pico más alto del cielo, se detuvieron y repartieron la mezcla de granadas y restos de
cerdo.
Después, todas se fueron. Regresando a sus casas donde le dijeron a
Perséfone que enterrarían la mezcla en sus campos.
—Esto es para que Deméter sepa bendecir tus tierras, y que hiciste todo lo
posible para mantenerla feliz —dijo la anciana, luego le pasó el cuenco lleno de
carne y granada.
—Gracias —respondió ella. Se lo devolvió a su madre con un ceño confuso
en el rostro—. Creen que esto les asegurará una cosecha buena.
Deméter lo tomó en sus manos.
—Y así será. Nos han honrado a ambas con este ritual, y no lo olvidaré.
Perséfone observó cómo la expresión del rostro de su madre se suavizó al
mirar a las mujeres. Y por primera vez, se sintió como una Olímpica. Como una
diosa real que podría impactar la vida de las personas y alentar sus deseos para que
se hicieran realidad.
—Supongo que lo hará —susurró, mirando también a las mujeres.
Si alguno de los mortales mirara hacia los terrenos ceremoniales, no habría
visto a dos humanas allí paradas. En cambio, verían un pilar dorado tan brillante que
rivalizaba con el sol. Y a su lado, una mujer hecha de sombras retorcidas y llamas
azules.

257
—V
amos al Olimpo —anunció Deméter unos días
después del festival.
Sin duda. Solo una orden, como lo habría
hecho cuando Perséfone solo era una niña.
Dejó su libro sobre la mesa a su lado, suspirando. Perséfone se había
acostumbrado a quedarse en las habitaciones que solían ser sus aposentos privados.
Estaba cansada de caminar por los campos y tratar de volver a la misma vida que
había tenido antes.
Lo que quería era volver al Inframundo. Ya estaba cansada de vivir aquí y
aún le quedaban algunos meses más.
—¿Por qué? —preguntó—. No hay nada para ninguna de las dos en el 258
Olimpo. Estoy segura que pueden divertirse sin nosotras.
Deméter hizo un puchero.
—Hubo un tiempo en que solías rogarme por ir al Olimpo. ¿Qué pasó?
Tomó su libro nuevamente y lo abrió con el pulgar hacia la página que había
dejado.
—Me casé con un Olímpico. Eso en cierto modo arruina la imagen del Monte
Olimpo, ¿no te parece?
Ni de casualidad le diría a su madre lo que había sucedido la última vez que
habían ido al Olimpo. Deméter haría algo tonto, como intentar iniciar una guerra con
Poseidón por tocar a su hija. Cuando en realidad, simplemente era la cultura de los
Olímpicos. Tomaban lo que querían. Sus vidas giraban en torno a lo que deseaban y
no les importaban los deseos de los demás.
Deméter resopló en respuesta a su broma.
—No me casé con un Olímpico. Aparentemente, no fui tan tonta, a diferencia
de mi hija. —Chasqueó los dedos—. Así que vamos, no tenemos tiempo para que te
sientes y te entretengas.
—¿Pensé que dijiste que íbamos al Olimpo más tarde?
—No, dije que íbamos al Olimpo ahora.
Por lo visto, Deméter no quiso avisar a su hija con suficiente antelación para
que luciera bien. Perséfone sabía que era una forma más de controlarla. Su madre
probablemente pensaba que si se presentaba al Olimpo en una túnica sencilla, los
otros dioses pensarían que no era una líder en el Inframundo. Apoyarían las
afirmaciones de Deméter de que Perséfone necesitaba estar bajo el ala de su madre
por un tiempo más.
Siguiendo el método de Hades, agitó una mano sobre la tela de su ropa.
Desapareció en un glorioso vestido negro con estrellas plateadas decorando el
dobladillo. Las mismas estrellas que el propio Hades le había dado todos esos meses
atrás.
—¿Vamos? —dijo. Arqueando una ceja, esperando a que su madre abriera el
portal al Olimpo.
Salieron juntas a las nubes gloriosas rodeando la cima de la montaña. Las
columnas doradas sugerían que estaban nuevamente en los templos privados de
Zeus. Aunque, ¿quién más organizaría una fiesta donde todos los Olímpicos 259
pudieran reunirse?
Perséfone se dirigió inmediatamente a las mesas donde había comida y
bebida. Su madre la siguió.
—Perséfone, querida, ¿por qué no tomas algo un poco menos...?
Deméter dejó de hablar al momento en que Perséfone tomó un vaso de néctar.
No tomaría algo menos alcohólico y no, absolutamente no se abstendría de beber.
No cuando tenía que estar aquí, con los Olímpicos, con quienes ya no estaba
interesada en hablar.
Su madre suspiró y levantó las manos.
—Es como si ya no tuviera ningún tipo de control.
—No lo tienes —respondió ella con una ceja levantada.
Con un movimiento de balanceo, Deméter se alejó de su hija y se dirigió
hacia los otros dioses. Probablemente para quejarse de su hija y de todo el trabajo
que no valoraba. Los niños eran unas bestias tan terribles, ¿no?
Al menos eso significaba que Perséfone podría beber en paz.
Por supuesto, no pasó mucho tiempo antes de que otra diosa la molestara. Al
menos esta era Artemisa, quien se acercó a su lado como si se dirigiera a la guerra.
Perséfone nunca antes había visto la tormenta oscura de emociones en el rostro de su
amiga.
—¿Dónde has estado? —espetó Artemisa.
—En el Inframundo. —Perséfone se esforzó por sonreír y no fulminarla
como si tuviera algún asunto pendiente con la cazadora—. Me casé, en caso de que
no lo hayas escuchado.
—Estaba allí cuando te secuestraron. Pero esa no es excusa para que te vayas
como si no tuvieras responsabilidades aquí. —Artemisa se estiró detrás de ella y
alcanzó un trago de néctar para sí. Engulló el vaso entero de un trago rápido.
Quizás esa era la primera señal de advertencia para Perséfone. O tal vez era
apenas que Artemisa estaba bebiendo.
—¿Estás bien? —le preguntó.
—Muchas cosas han cambiado desde que me abandonaste —gruñó Artemis
en respuesta.
260
Perséfone no supo qué decir. Artemisa no era exactamente el tipo de persona
que estuviera interesada en hablar sobre sus emociones. Era más probable que
peleara con alguien a que se sincerara sobre cómo se sentía.
Podría preguntar por sus amigas. Conseguir que Artemis hablara de los
demás le daría la oportunidad de valerse de sus dificultades en lugar de las suyas.
Perséfone tomó un sorbo de su bebida y preguntó en voz baja:
—¿Cómo está Palas?
—Muerta.
La palabra sacudió su mente. ¿Muerta? Palas no podía estar muerta. Incluso
era una tontería considerarlo. La habría visto en el Inframundo... o al menos, habría
oído hablar de la muerte de la ninfa hermosa.
Pero cuando miró el rostro de Artemisa, supo que era verdad. El dolor
convirtió la expresión generalmente feroz de la cazadora en algo desesperado y
perdido.
—¿Cómo? —preguntó Perséfone.
—Atenea. —Artemisa echó un vistazo a la otra diosa que caminaba entre la
multitud como si nada hubiera pasado—. Estuvieron en un duelo, mostrando sus
destrezas. Atenea dice que fue un accidente, pero no sé qué tan cierto sea. Siempre
estuvo celosa de que Palas pudiera pelear mejor que ella. En realidad, nunca le gustó
la ninfa.
—Eran hermanas —susurró. Atenea era brutal, eso era cierto. Y era más
probable que la diosa matara a alguien que permitirle salir de su vista. Pero eso no
significaba que mataría a su propia familia.
—Eso es lo que dice todo el mundo. —Artemisa arrojó la copa por encima
del hombro y alcanzó otra—. ¿Tú lo crees?
Ya no creía en los Olímpicos. No después de su primera experiencia aquí y
ver cómo era el Inframundo.
El Monte Olimpo podría ser algo glorioso. Zeus podría haber convertido esto
en un refugio para los mortales de modo que de hecho pudieran encontrar consuelo.
Podían subir a la montaña para hablar directamente con los dioses, quienes debían
escuchar con benevolencia y bondad.
En su lugar, todos estos dioses eludían sus responsabilidades. Les importaban 261
poco los mortales y, si lo hacían, era simplemente para su propio entretenimiento.
Sacudió la cabeza, suspirando.
—No, no creo que a ella le importe en absoluto si son hermanas.
—Entonces, bienvenida de nuevo al Olimpo, su Alteza. —Artemisa brindó
por ella con el néctar y se alejó tambaleándose—. Estás tan maldita como el resto de
nosotros. —Supuso que lo estaba.
Perséfone permaneció donde estaba, de pie al borde de la multitud y con la
esperanza de vislumbrar una tela oscura. Todos aquí estaban vestidos de blanco o
dorado. Opulento. Cegadoramente precioso.
Todo lo que deseaba era un solo vistazo de alguien en negro.
Como era de esperar, el próximo dios la encontró rápidamente. Quizás
estaban esperando en fila para hablar con la nueva reina del Inframundo, aunque no
era un dios que hubiera adivinado.
El mismísimo Zeus se acercó a ella y la miró de arriba abajo.
—Así que eres la que ha estado detrás de todo este alboroto. ¿Sabes cuánto
trabajo me has provocado?
—Padre —respondió con un gruñido.
Examinó su cuerpo, una vez más. La sonrisa lasciva en su rostro haciéndola
temblar de pavor.
—Es una pena que seas mi hija. Eres una cosa bonita, ¿no?
—¿Qué quieres, Zeus?
—Solo quería conocer a la mujer detrás de todo este alboroto. —Se enderezó
un poco más, hinchando el pecho y haciendo el ridículo por completo. ¿Estaba
intentando impresionarla? Después de todo lo que había hecho, obviamente estaba
olvidando quién era ella.
O tal vez simplemente no le importaba. No podía sorprenderse si Zeus
quisiera cruzar la línea de lo que era aceptable para una persona normal. Tomaba
regularmente la forma de un animal para crear a sus hijos. ¿Sería demasiado para él
una hija que engendró anteriormente?
No, probablemente.
Dejó el néctar sobre la mesa y cruzó los brazos sobre el pecho.
—¿Dónde está Hades? 262
—¿Quién? —Frunció el ceño antes de darse cuenta por qué le hizo la
pregunta. Zeus puso los ojos en blanco—. Sigues pensando en ese esposo tuyo, ¿eh?
Escúchame bien. No está invitado a cenas como esta. Arruina el ambiente.
—Entonces, al parecer, yo también. —Lo miró fijamente, la ira
resplandeciendo en su mirada y el poder acumulándose en sus puños—. Qué
vergüenza. Entiendo que la gente del Inframundo te recuerda tu propia inmortalidad,
pero Zeus, incluso los dioses pueden morir.
Dejó escapar un bufido.
—Oh, pequeña diosa, obviamente no llevas tanto tiempo por aquí. No puedes
matar a un dios.
Una mano se deslizó alrededor de su abdomen. Se tensó por un momento
breve antes de sentir el calor saliendo de la palma. Los callos se adhirieron a la fina
tela de sus peplos, pegándose al bordado de las estrellas y tirando un poco de ellas.
Solo había un dios que conocía que tuviera callos como esos.
El placer floreció a través de su piel, extendiéndose hasta que apenas pudo
pensar con claridad. Tragando con fuerza, inclinó la cabeza hacia atrás hasta que
descansó contra su clavícula.
La voz de Hades tembló con poder y una rabia apenas contenida.
—Un siglo por un siglo, inmortalidad por inmortalidad. Despoja el alma de
un dios con una galaxia de poder bajo las yemas de los dedos del asesino. Un dios
por un dios, hermano. ¿O has olvidado lo fácil que es para nosotros matarnos entre
nosotros?
Zeus dio un paso gigantesco lejos de ellos. Se aclaró la garganta, una, dos
veces, y luego respondió:
—No fuiste invitado.
—Nunca lo soy.
—Siempre arruinas el ambiente —repitió Zeus, murmurando a medida que
tomaba una copa de néctar de la mesa—. Por eso no te invito.
Hades se inclinó y le murmuró al oído:
—¿Qué tal si nos vamos de aquí?
—Nada me gustaría más —suspiró.
Corrieron hacia los jardines donde se habían conocido por primera vez. Aún 263
podía ver la forma en que se había sentado en el banco con estrellas en sus ojos y
esperanza en su corazón. Había sido tan amable cuando ninguno de los demás había
sido capaz de sentir esa emoción.
Se llevó un dedo a los labios y entonces, se escabulleron por el jardín,
pasaron junto a un par de ninfas envueltas en Apolo, y se adentraron en el bosque.
Las ramas gruesas de los árboles los cubrieron de la mirada de las estrellas, y el
musgo suavizó sus pasos.
Hades se volvió hacia ella y sus ojos ardieron con lujuria. Extendió un dedo y
lo trazó por la línea de su cuello. Ella se inclinó de inmediato hacia él, dándole la
libertad que quisiera con su cuerpo.
Su dedo atrapó el borde de los peplos, enganchando la tela fina y deslizándola
por encima de su hombro. Ella se rindió a sus caprichos, deslizándolo sobre su
pecho, sus caderas, sus muslos, amontonándola a sus pies y desnudándose a su
mirada.
Entonces la alcanzó, sus callos cálidos deslizándose sobre su piel como la
aspereza de la corteza. Hades la colocó suavemente sobre el musgo. Presionó sus
labios contra el ritmo acelerado en su cuello y susurró:
—Te extrañé. Oh, cuánto te he extrañado, amor de mi vida.
No tenía energía para hacer nada más que gemir.
Las estrellas no vieron lo que sucedió esa noche en el jardín. Ella se arqueó
bajo su toque, observando las hojas sobre su cabeza desplegarse y florecer. Y
cuando sintió que la tensión aumentaba hasta que no pudo soportarlo más, las flores
se abrieron y llovieron polen brillante sobre sus cuerpos entrelazados.
Hades se movió, sosteniéndose por encima de ella, y su piel pareció como
una galaxia. Las estrellas hechas de polen cubriéndolo de la cabeza a los pies.
La besó nuevamente con una sonrisa irónica, esta vez cerniéndose en sus
labios por más tiempo. Como si estuviera intentando recordar su sabor, su textura,
cómo se aferraba a él incluso cuando él se apartaba.
—Tengo que irme —dijo con un suspiro.
—Lo sé —susurró ella, presionando un beso en la comisura de su boca—. Lo
sé y no puedo soportarlo.
—Yo tampoco. —Tomó su mejilla con una mano—. Pronto, mi amor. Pronto
volverás a mí.
Y luego se desvaneció, como si en un primer momento nunca hubiera estado 264
allí. Perséfone se enderezó, buscó su peplo y lo colocó sobre su piel repentinamente
helada. La piel de gallina decoraba sus brazos y piernas, pero por primera vez en
mucho tiempo, se sintió entera otra vez.
T iró con fuerza del borde de su peplo, asegurándose que todo estuviera
exactamente como debía ser. Hoy era el día.
Finalmente, después de lo que le parecieron años con su madre,
se iba a casa. No sabía cómo procesar la emoción haciendo que le sudaran las
palmas de las manos y que el corazón le latiera con fuerza en el pecho.
¿Qué pasaría cuando regresara? Estaba segura que algunas personas no se
emocionarían al verla. Sin duda, Minthe la fulminaría con furia. Pero estaba
emocionada por ver algo más que a Hades, si bien eso estaba presente en su mente.
Había extrañado a Cerbero, Hécate, Tánatos, incluso las sonrisas maliciosas
de Caronte y los chistes que le contaba. Cada persona en el Inframundo la hacía
sentir que importaba. Como si fuera más que la hija de una gran diosa a la que los 265
mortales veneraban.
Un golpe en la puerta interrumpió sus pensamientos, y ya sabía quién era.
Se volvió hacia la puerta, suspirando y dijo:
—Adelante.
Como era de esperar, Deméter entró y se acercó a ella con los brazos
extendidos.
—Ojalá no tuvieras que irte, querida.
Aceptó el abrazo, pero no apretó demasiado.
—Conoces el trato que hicimos, madre. Seis meses y volveré.
—Seis meses es demasiado. Te extrañaré todos los días.
—Madre. —Perséfone se reclinó y le lanzó a su madre una mirada de
censura—. No te desquites con los mortales. ¿Recuerdas? Eso es lo que dijimos. La
cosecha irá bien y volveré en seis meses más.
De alguna manera, tenía una sensación de malestar que le decía que su madre
no cumpliría con su parte del trato. Quizás la cosecha saldría bien. Eso tenía que
pasar. De lo contrario, los mortales dejarían de rezarle a su madre, y eso era lo único
que le quedaba a Deméter en estos días.
A Perséfone le preocupaba volver al reino de los mortales y encontrar una vez
más a los humanos hambrientos.
Deméter suspiró.
—Sí, recuerdo el trato, querida. Por supuesto que sí. Los mortales no sufrirán
ningún daño.
—Seguiré la pista de cuántas almas son llevadas al Inframundo. —Arqueó
una ceja—. ¿Crees que no lo haré?
—Lo harás. —Deméter señaló la puerta—. Alguien ya te está esperando. No
puedo soportar verte partir.
O tenía que estar en otro lugar y ya iba a desaparecer al momento en que
Perséfone apartara la mirada. O era la verdad, y supuso que no sería el fin del mundo
si su madre no quería despedirla.
Perséfone la sostuvo en un último abrazo.
—Voy a extrañarte —susurró contra el hombro de su madre—. Aunque no 266
hemos estado en los mejores términos desde que he regresado. En serio te extraño
cuando me voy.
Quizás lo que hizo vacilar a Deméter fue la sorpresa. O tal vez solo quería
terminar con esta despedida. Cualquiera que fuese la razón, abrazó a Perséfone un
poco más fuerte, y después la empujó hacia la puerta.
—Lo sé —respondió—. También te extrañaré.
Perséfone no miró hacia atrás. Salió de sus aposentos personales y se dirigió
al sol donde Hermes la esperaba.
Él abrió sus bonitos brazos y sonrió.
—Ah, sí. ¡Pequeña reina! ¿Estás lista para volver a la tierra de los muertos?
—Más que nunca —respondió. Deteniéndose ante él, apoyo las manos en las
caderas—. ¿En serio tenemos que volar?
Arqueó una ceja, e incluso ella supo que era una pregunta tonta. Este era
Hermes. Por supuesto que tenían que volar.
Perséfone le permitió tomarla en sus brazos y dejaron el reino de los
mortales. Los hizo volar sobre innumerables campos de glorioso trigo dorado y
hermosas tierras de cultivo que su madre y ella habían ayudado a construir.
Perséfone se sintió orgullosa de saber que ellas habían ayudado a crear este lugar.
Los mortales sobrevivirían gracias a ellas.
—¿Qué te parece? —preguntó Hermes.
—Como si estuviera a horcajadas en la línea entre los vivos y los muertos —
respondió. Y eso era lo que hacía. Una reina de los Vivos y una reina del
Inframundo, asegurando que los humanos sobrevivieran felices y sin problemas en
ambas vidas.
Y decidió que, estaría con ellos a través de todo. De principio a fin.
Hermes los guio a través del portal más cercano y luego aterrizó en las arenas
negras. La soltó de inmediato, se llevó un dedo a la frente, y entonces despegó sin
siquiera una despedida.
Supuso que era lo mejor. De todos modos, no le gustaba hablar con él.
Ahora, podía concentrarse en la sensación maravillosa en su pecho. La
esperanza que floreció, estirándose como el tallo de un gran girasol y echando raíces
en su alma.
267
Su hogar.
El nudo en su pecho se deshizo y pudo respirar de nuevo. Inhalaciones
profundas que estiraron su caja torácica y enviaron una sensación tranquilizadora a
todo su cuerpo. Todos los músculos se relajaron. Cada nudo en su espalda se soltó y
de repente, se alzó erguida y orgullosa nuevamente.
Inclinándose, hundió las manos en las arenas negras y dejó que los granos
viajaran a través de sus dedos.
—Te he echado mucho de menos —susurró al mismísimo espíritu del
Inframundo.
Se escucharon unos pasos pesados aproximándose, atronadores a través de las
planicies inmensas junto a ella.
Perséfone apenas tuvo la oportunidad de alzar la vista cuando un colosal
cuerpo musculoso chocó contra el de ella. Tres caras lamieron la suya. Tres cabezas
ladraron y gimieron de placer porque finalmente estaba en casa.
Intentó apartar sus cabezas, riendo, mientras lo regañaba.
—¡Cerbero! Cerbero, detente. ¡Para!
La derribó sobre su trasero y continuó lamiendo su cara. Afortunadamente, no
la había olvidado. Perséfone había estado tan preocupada por sus amigos más
queridos, ahora que Cyane se había ido hace mucho tiempo, siguieran vivos y en
buen estado.
—Eso es suficiente Cerbero. —Su voz profunda envió escalofríos por todo su
cuerpo.
Hades.
Por supuesto que la estaría esperando, aunque no había estado tan segura.
Solo lo había visto una vez, y cuanto más lejos estuvo de ese momento en el Monte
Olimpo, más se preguntaba si no había sido más que un sueño.
Perséfone empujó al perro y se sentó derecha para mirar a su esposo con los
ojos totalmente abiertos.
—Hola —dijo.
—Parece que ya te has puesto como en casa —respondió con una sonrisa
irónica.
Sentía como si lo hubiera hecho. Este lugar era la única área en la que quería 268
estar, y había visto muchos de los reinos a estas alturas de su vida. El reino mortal
no podía satisfacerla. El Olimpo era demasiado falso.
—Este es mi hogar —respondió ella.
Perséfone se humedeció los labios, nerviosa de repente porque no la quisiera
aquí. Se había ido durante seis meses enteros. Y aunque estaban casados, había
hecho cambiar de opinión a muchos antes.
La expresión de Hades se suavizó, y dijo en voz baja:
—¿Sabes cuánto tiempo he estado esperando escucharte decir eso?
Aproximadamente tanto tiempo como ella había estado esperando decírselo.
Perséfone se disparó del suelo y se arrojó a sus brazos. Presionó sus labios contra los
de él, besándolo con toda la frustración reprimida y el deseo que había tenido
acumulado en su cuerpo desde el momento en que dejó este lugar.
Él era su corazón.
Él era su alma.
Y maldita sea si no aprovechaba cada momento en sus brazos.
Hades la envolvió cerca de su pecho, devorándole la boca y vertiendo todas
sus preocupaciones en ella. Pudo saborear su vacilación cuando la había visto,
amarga y dolida. La bilis de su miedo a que ella podría no querer regresar después
de pasar demasiado tiempo en el reino humano. El alivio dulce cuando comprendió
que lo había extrañado tanto como él la había extrañado a ella.
Oh, cuánto amaba a este hombre. Era tan parte de ella como el órgano
latiendo en su pecho.
Perséfone se apartó al final para respirar profundamente.
—Te amo —espetó.
Sus ojos se abrieron del todo, pero una risa retumbó a través de su pecho.
—Sí, lo sé. Me lo dijiste antes de irte, ¿recuerdas?
—Lo hice. Pero no lo dije de la manera que quería. No debí haberlo dicho
delante de cien personas mientras me iba. Debí habértelo dicho de la manera
correcta.
Aún la atormentaba, la forma en que había salido. No quería que él pensara
que solo se lo había dicho por la amenaza inminente de su partida. Como si quisiera 269
controlarlo incluso cuando se hubiera ido.
Pero también quería que él lo supiera. Las palabras se habían quedado
atascadas en su garganta durante mucho tiempo, mientras esperaba a que una de
ellas escapara y las dijera. Pero se había enamorado de él en los jardines. La primera
vez que lo vio fue la primera vez que se dio cuenta de lo mucho que él podía
cambiarla. Si dejaba que eso sucediera.
Ahora, hundiéndose en sus brazos, recordó lo mucho que necesitaba a Hades
en su vida. Lo mucho que sentía como si hubiera perdido una parte de sí hasta que se
paró frente a él y volvió a estar entera.
Presionó la cara contra el costado de su cuello y aspiró su dulce esencia
áspera.
—Solo quería decirlo otra vez. Cuando solo nosotros dos pudiéramos
escuchar, para que supieras cuán ciertas son las palabras.
—Sé que son ciertas. —Envolvió un brazo firmemente alrededor de su
cintura y la atrajo hacia sí. La banda de hierro de su brazo la sostuvo segura, fuerte y
reconfortantemente—. También te amo, lo sabes. Más de lo que las palabras pueden
decir.
—Bien. —El último nudo de su alma se aflojó—. Tendría que desperdiciar
mucha energía convenciéndote de lo contrario.
Él rio entre dientes.
—Oh, ¿convenciéndome?
—Sí, creo que con el tiempo habrías visto lo útil que soy en tu vida.
—Ah. —Movió su mano, apoyando su palma sobre sus costillas, justo sobre
su corazón—. No creo que habría sido necesario convencerme mucho, querida.
Desde el primer momento en que te vi, supe que ya habías plantado semillas en mi
pecho. No pude sacarte de mi cabeza. Aún no puedo.
—¿Incluso después de todo este tiempo? —Lo miró con los ojos totalmente
abiertos y el corazón en la superficie.
Su mayor temor era que la distancia los desgastara eventualmente. Ambos
sabían que esto no solo era una cosa de una sola vez. Su madre la obligaba a volver
a casa cada seis meses y encontrar tiempo con Hades en el reino mortal sería casi
imposible. Aquí lo necesitaban, y los encuentros en el Monte Olimpo no eran lo
mismo que verse de verdad.
270
Hades alzó una mano y pasó su cabello detrás de la oreja. Metió la hebra
suavemente, siguiendo su camino y deslizando sus dedos sobre el rizo.
—El tiempo no es nada en comparación con el amor que siento por ti. Podrías
haberte ido un siglo, y los fuegos seguirían ardiendo en mi pecho. Te adoro,
Perséfone. Kore. Hija de Deméter y Zeus. Jamás me habría casado contigo si no
pensara que el amor sería duradero y verdadero.
Quiso argumentar un poco. Que los Olímpicos se casaban por otras razones, y
que la mayoría de sus matrimonios eran infelices. Había visto los horrores de lo que
habían provocado esos matrimonios.
Zeus y Hera, con todo su adulterio y odio mutuo.
Afrodita y Hefestos, y la forma en que destrozaban la autoestima del otro.
Poseidón y Anfitrite, la esposa a la que nadie había conocido ni visto durante
siglos.
La lista seguía y seguía, cada historia más espantosa que la anterior.
Perséfone no había pensado en ninguna de esas personas cuando se casó con Hades.
Simplemente se había quedado embobada de que un dios como él quisiera pasar
algún tiempo con ella.
Él debió haber visto los pensamientos danzando en su cabeza. Se inclinó y
presionó sus frentes entre sí, respirando su exhalación.
—No somos como ellos —gruñó—. Jamás seremos como ellos. ¿Lo
entiendes?
Lo hacía, pero el ardor de los celos y la ansiedad aún dolía en su pecho.
Perséfone asintió contra él.
—Sí, esposo. Lo entiendo.
—Entonces, vamos a casa.

271
H ades silbaba a medida que caminaba por las arenas negras unas
semanas después. En su mano, sostenía un palo para que Cerbero lo
persiguiera, aunque la bestia seguía mirando detrás de ellos. Cerbero
se detenía cada pocos pasos, dejaba caer su trasero en el suelo, y gemía mientras
miraba el castillo.
—Sé que ella está allí —dijo con una risa discreta—. Hoy no va a pasear con
nosotros.
Al parecer, tal pensamiento era insultante para Cerbero. Las tres cabezas
resoplaron antes de que Cerbero marchara otra vez. Permaneció diez pasos por
delante, mirando por encima del hombro cada pocos momentos para dejar escapar
otro bufido frustrado.
272
Hades entendía el deseo de la bestia de pasear con Perséfone. También
prefería que sus paseos fueran con su esposa.
Y ahora finalmente estaba en casa. Después de todo este tiempo esperando y
anhelando que estuviera a salvo. En su opinión, había tardado demasiado en
recuperarla, y ahora estaba siempre presente la conciencia de que volvería al reino
de los mortales.
Porque Deméter no descansaría hasta que su hija estuviera de nuevo en sus
brazos. Aunque, según Perséfone, tenía muy poco que hacer mientras estaba en el
reino mortal. Lo último que disfrutaba era estar aburrida, y siempre estaba aburrida
con su madre.
Ella se había concentrado en el trabajo alrededor de su castillo. Hades sonrió
y volvió a arrojar el palo. La bestia despegó a correr, la arena negra disparándose
bajo sus patas.
Perséfone se había encargado de llenar su reino de vegetación. Todo tipo de
plantas que crecieran en los oscuros lugares húmedos. El Inframundo ahora emanaba
el aroma de las cosas verdes creciendo y la belleza que solo ella podía crear.
Podía verla, dondequiera que pisara. En los casquetes de los hongos en las colinas en
la distancia, los árboles creciendo imposiblemente en la oscuridad. ¿Qué maravilloso
era saber que su esposa había regresado? ¿Que estaba aquí con él, después de tantos
meses de oscuridad sin su luz?
Cerbero regresó con el palo, respirando con dificultad y con los costados
agitados. Una de sus cabezas miró alrededor de Hades, y entonces esa cabeza soltó
el palo. Las otras dos cabezas se asomaron a su alrededor, y luego su cola se sacudió
con fuerza contra el suelo.
—Ah —murmuró Hades—. Así que, después de todo vino a pasear.
Se giró y vio a su esposa hermosa cruzar la arena. Llevaba una túnica blanca
ondulando con la brisa. Se pegaba a su silueta hermosa, aferrándose a la redondez de
sus caderas y vientre, revelando una cintura pulcramente ceñida y unas piernas
fuertes por semanas de trabajo duro.
Nadie podía decir que Perséfone era una diosa afable o delicada. Era una
reina, en todos los sentidos.
Llegó a su lado y supo de inmediato que algo andaba mal. Su expresión lucía
apagada. No era una sonrisa, pero tampoco era una mueca. La expresión era una
mezcla de unos labios torcidos en pensamientos y unas cejas fruncidas por la
preocupación. 273
—¿Qué pasa? —preguntó, acercándose a ella con las manos extendidas.
Mil posibilidades pasaron por su mente. Un dios vecino podría haber ido al
Inframundo. Eso causaría problemas, aunque no estaba seguro de qué querrían de
ellos. Quizás era otro problema con Minthe causando estragos nuevamente. Su
participación tampoco lo sorprendería en lo más mínimo. También podría ser algo
malo con los héroes, los Campos Elíseos, los Titanes...
Tenía que detenerse. Hades tomó sus manos entre las suyas y la acercó a su
pecho.
Perséfone le sonrió y las arrugas de su frente se suavizaron.
—Hola, esposo. ¿Cómo estás hoy?
—Puedo decir que algo está mal —respondió—. Solo dilo.
—No pasa nada malo, en sí —respondió. Aunque las arrugas surcaron su
frente inmediatamente—. Solo diferente. Y no estoy segura de cómo vas a
reaccionar cuando te lo diga.
Bueno, eso sonó siniestro. No estaba seguro de lo que podría estar pasando
ahora en su mente.
—Está bien —dijo, enderezando los hombros y preparándose para lo peor—.
Entonces, termina con eso.
—¿Recuerdas cuando dije que tenía que quedarme atrás por un rato? Que
necesitaba hablar con alguien antes de salir a pasear.
—Sí. —Hizo un gesto a Cerbero—. Al igual que el aterrador perro guardián
del Inframundo. Ambos echamos de menos tu compañía en nuestra excursión
matutina.
Ella sonrió, aunque sus mejillas se pusieron rojas.
—También lo extrañé, pero tuve una charla con Hécate. Entre las dos,
descubrimos por qué me he estado sintiendo tan mal últimamente.
Ni siquiera la recordaba diciendo que no se estaba sintiendo muy bien. ¿Por
qué Perséfone no le había dicho que tenía el estómago revuelto? Tal vez había
comido algo que no estaba bien con ella, y necesitaba asegurarse que nunca
volvieran a servir esa comida.
Perséfone pareció ver cuáles eran sus pensamientos. Dejó escapar una risa
breve antes de sacudir la cabeza.
274
—No, Hades. No es algo que comimos, ni estoy enferma.
Su mente se quedó en blanco. ¿Qué quería decir? Si no estaba enferma y no
estaba comiendo algo malo, entonces no había otras opciones en su mente que
pudiera ser. Negó con la cabeza, frunciendo el ceño.
—Entonces, ¿qué es?
Respiró hondo.
—Supongo que simplemente terminaré con esto. He estado enferma por las
mañanas. Ciertos alimentos me han estado cayendo mal. Lloro todo el tiempo y no
sé cómo detenerlo, especialmente cuando veo cosas adorables. —Inclinó la cabeza
hacia un lado—. ¿Entiendes lo que estoy intentando decir?
—No —respondió con sinceridad—. No tengo idea.
—Hades —dijo, riendo de nuevo—. Estoy intentando decirte que estoy
embarazada.
Toda la sangre se disparó a su cabeza. Sintió que sus mejillas se tornaron de
un rojo brillante, pero de alguna manera tampoco pudo oír nada. Incluso su vista
desapareció cuando una visión de túnel no le permitió ver nada más que ella y la
mirada preocupada en su rostro.
—¿Hades? —preguntó—. ¿Vas a desmayarte?
No, no creía que se fuera a desmayar, pero eso era una preocupación. No
estaba seguro de lo que sentía que iba a hacer.
—¿Un bebé? —preguntó, su voz tan callada que apenas pudo oírla.
—Sí. —Esta vez Perséfone sonó vacilante, como si estuviera preocupada por
lo que él diría si continuaba—. Pensé que estarías feliz.
¿Feliz? Estaba más que feliz. Nunca había pensado que sería padre y, sin
embargo, este era el momento. Y no era como Zeus. Esta no era una situación en la
que se había acostado con una ninfa al azar que lo había engañado para dejarla
embarazada, o que fuera descuidado con sus amantes.
Estaba teniendo un hijo con la mujer que amaba más que al sol. Y ahora,
habían creado una vida juntos.
Se dejó caer de rodillas, sin dudarlo. Hades deslizó sus manos por sus
costados hasta que pudo poner una palma contra su vientre y presionarla allí donde
su hijo crecía.
—¿Nuestro bebe? —preguntó, aunque sabía la verdad. 275
—Sí —respondió con una risa—. ¿De quién más sería? Tontito. Estuvimos
juntos en el Monte Olimpo, y el momento es el adecuado.
—¿Cuánto tiempo falta? —La miró y esperó que el amor irradiara de su
mirada—. ¿Cuánto tiempo hasta que llegue a conocerlo?
—¿Conocerlo? —repitió Perséfone como un loro y luego presionó una mano
contra su pecho con fingido horror—. ¿Qué te haría pensar que vamos a tener un
niño?
—Porque es mío. —Intentó mantener su voz segura y confiada—. Si vamos a
tener un hijo, entonces será un niño.
Arqueó una ceja.
—Lo dudo de alguna manera, pero ya veremos. Y hay unos cuantos meses
más por delante, mi vida. No podemos verla hasta que esté lista.
Ni siquiera sabía cuánto tiempo tardaba una diosa en dar a luz a un niño.
¿Eran como las humanas? Tampoco sabía cuánto tiempo tendrían que esperar.
Hades no sabía casi nada sobre bebés, aparte de que era raro que vinieran al
Inframundo, pero que otros espíritus se ocupaban de ellos.
Pero esta, esta vida latiendo dentro de su esposa, iba a ser la mitad de su
fuerza vital. La mitad de él.
El niño podría tener sus ojos. Aunque, ahora que lo pensaba, Hades preferiría
que la niña tuviera sus ojos. Le gustaba ver a Perséfone a los ojos. Y ahora
probablemente podría tener dos seres con quien podría hacer eso. Tragando pesado
alrededor del nudo repentino en su garganta, Hades intentó hablar.
—¿Un bebé? —preguntó de nuevo.
Perséfone sonrió.
—Un bebé con diez dedos en las manos, diez dedos en los pies y, con suerte,
el mismo tipo de poder que tú y yo tenemos. Quién sabe qué dios o diosa habremos
creado, mi amor.
Él presionó ambas manos contra su vientre, como si pudiera sentir la vida
dentro de ella. A pesar de que el niño aún no se estaba moviendo, juró que aun así
podía sentir allí a su hijo. El poder que era único y la vida que eventualmente se
fusionaría con la suya.
Habían hecho algo tan maravilloso, y no tenía ni idea de qué había sucedido.
276
Se inclinó hacia adelante con lágrimas en los ojos, y besó suavemente su
estómago aún plano.
—Prometo amar a este niño con todo mi ser. Lo protegeré de aquellos que
intentarían dañar nuestra creación, y desafío a cualquiera a que se interponga en mi
camino.
Alzó la vista con fuego en sus ojos, para ver sus propios ojos llenos de
lágrimas.
Perséfone se inclinó y acunó sus manos con las de ella, sosteniéndolas contra su
vientre.
—Será la bebé más querida en todos los reinos, no solo en el Inframundo. Y
eso es porque la amaremos más que a las estrellas en el cielo.
—¿Querida? —repitió su acción, arqueando una ceja y mirándola con
incredulidad—. ¿Qué te hace estar tan segura que es una niña?
—Solo un presentimiento —respondió con un brillo en sus ojos que le hizo
preguntarse si era más que un simple presentimiento—. ¿Qué harías si tuviéramos
una hija?
No lo sabía. ¿Destruir el mundo entero de modo que nada pudiera dañarla?
¿Soltar a los Titanes de modo que ni una sola persona pensara en venir al
Inframundo con un corazón oscuro o una mente malvada?
Alzó la mirada y se encontró con los ojos de Perséfone, la confianza
irradiando en su voz.
—Cualquier cosa. Haría cualquier cosa si tuviéramos una hija.
Perséfone se dejó caer de rodillas ante él, extendiendo una mano por su
rostro.
—No tienes idea de lo feliz que me hace eso. Pensé... bueno. No sabía si
querías tener hijos.
Ni siquiera había considerado alguna vez ese pensamiento en su futuro.
¿Cómo habría adivinado que esta mujer entraría en su vida, y mucho menos saber
que traería consigo un niño que podría tener sus ojos? ¿Su nariz? ¿Quizás incluso su
boca?
Hades estaba tan atónito que no supo qué decir. Cómo expresar las emociones
corriendo por su cabeza. En este momento estaba tan infinitamente enamorado de
ella que, todo lo que salió fue: 277
—Estoy feliz. Estoy muy, muy feliz. —Y luego la abrazó contra su corazón
donde esperaba que se quedara para siempre.
Quizás las cosas podrían volver a ponerse difíciles en sus vidas. Ciertamente,
unos meses separados los habían ayudado a acercarse más cuando ella regresó. No
habían lidiado con ningún problema de celos o que ella se estuviera preguntando si
aún la amaba. Sin embargo, era posible que todo eso volviera a suceder. Sabía que,
eventualmente, se equivocaría y volverían a tener una conversación difícil.
Por ahora, estaba feliz de abrazarla. De abrazarlos, se dio cuenta con
repentina claridad. Su esposa. Su hijo. Todo envuelto en un ser que hacía que su
corazón cantara con solo mirarla.
—Que el Olimpo me salve —susurró contra su corazón, luego presionó un
beso donde sus palabras habían llegado—. Te adoraré hasta el día en que seas
arrancada de mis brazos y conducida a la muerte. E incluso entonces, mi esposa, mi
reina, te seguiré hasta el final que tengan los dioses.
C
uanto más tiempo estuvo en el Inframundo, más pudo sentir las
oraciones mortales. Perséfone se sentó fuera del castillo en un banco
en los jardines, su mano contra su vientre hinchado y sus ojos
cerrados. Inclinó la cabeza hacia atrás y escuchó todas las esperanzas y sueños de
los mortales.
—Reina Perséfone, por favor concédeme un hijo —gritó una—. Sé que no
está en tus poderes normales, pero temo que la única forma en que seré bendecida es
con el alma de un niño que no lo logró. Si pudieras enviarme un bebé del
Inframundo, le daré la vida que se merece.
Si tan solo eso fuera posible. Ella reuniría a todos los bebés del Inframundo y
los enviaría a madres mortales que estuvieran luchando por quedar embarazadas.
Pero esas cosas no eran posibles, por mucho que lo intentara. 278
Perséfone se pasó la mano por el vientre.
—Pronto —susurró—. Pronto estarás en mis brazos, pequeña.
No podía esperar a conocer al niño. Hades y ella se habían quedado
despiertos toda la noche hablando de cómo esperaban que se viera el bebé. Él quería
que fuera una pequeña Perséfone. Con sus rizos de chocolate, sus ojos y una sonrisa
que podría iluminar el sol.
Por el contrario, Perséfone preferiría un niño pequeño que se pareciera a
Hades. Quería un hijo con cabello oscuro, ojos oscuros y una expresión solemne en
su rostro incluso mientras jugaba.
En estos días pasaba mucho tiempo soñando despierta sobre cómo se vería el
bebé. Un montón de tiempo.
Solo unos meses más y estaría de regreso en el reino de los mortales, aunque
era tiempo de sobra para tener al niño y prepararse para manejarlo por su cuenta.
Hades ya estaba planeando comenzar una guerra al momento en que alguien
intentara quitarle a su esposa e hijo. Pero sabía que no tenían otra opción al respecto.
Algún día pronto ella tendría que irse con su hijo. Pero afortunadamente,
tenían todo el tiempo del mundo juntos.
Los pensamientos no la estaban ayudando con sus nervios. Presionando su
puño contra su vientre, eructó una burbuja ácida de ansiedad y decidió que debería ir
a buscar a Hades.
Podría frotarle la espalda, calmarla y recordarle que todo iba a estar bien. Sin
importar lo difícil que se pusiera, las cosas iban a ser mucho más fáciles porque los
dos de ellos se estarían encargando de todo.
Se puso de pie y empezó a recorrer los pasillos hacia su habitación. No estaba
tan grande como para andar como un pato, aunque su estómago era definitivamente
más grande de lo que hubiera sido. La casa bulbosa de su hijo abrió el camino a
medida que se dirigía a la habitación de Hades.
Al final del pasillo, tanto Hécate como Tánatos estaban esperando afuera de
la puerta. Perséfone frunció el ceño, y se detuvo justo detrás de ellos, y ninguno de
los dioses la miró. Continuaron mirando hacia la puerta como si estuviera a punto de
estallar en llamas.
—¿Puedo ayudarlos? —preguntó. 279
Hécate se giró con tanto horror en sus ojos que Perséfone se preguntó si
alguien había muerto. Tánatos se puso blanco como la nieve, toda una hazaña para
alguien que ya era tan pálido, y luego extendió sus alas torpemente para evitar que
ella entrara.
—No pasa nada —balbuceó—. Todo está bajo control. —Nadie podría
acusarlo jamás de ser sutil.
La inquietud estalló en su estómago y burbujeó en su boca.
—¿Qué está pasando?
—¡Nada! —dijo Hécate, saltando frente a Perséfone como si pudiera
detenerla incluso de mirar a la puerta—. Nada en absoluto, mi reina. Todo está bajo
control y te sugiero que busques tus propias recámaras por un tiempo. Deja que
Tánatos y yo nos encarguemos de esto.
—¿Encargarse de esto? —Perséfone la miró directo a los ojos y le dirigió la
mejor mirada fulminante que pudo—. No sé qué es lo que están haciendo ustedes
dos, pero creo que puedo entrar en la habitación de mi esposo si lo deseo.
—Sí, por supuesto. —Hécate echó un vistazo a Tánatos, luego de nuevo a
Perséfone—. ¿Pero tal vez ahora no?
Eso fue todo. Perséfone no se sentaría aquí y esperaría a que estos dos tontos
inventaran qué historia querían contarle. El nudo en su estómago se tensó tanto que
casi pudo saborear el metal, y no desaparecería hasta que supiera exactamente lo que
estaba pasando detrás de esa puerta.
Con una flexión ligera de su poder, envió tentáculos de enredaderas desde el
techo. Rodearon los brazos de Tánatos, tirando de él contra la pared, y obligándolo a
congelarse en su lugar.
—¡Mi reina! —gritó antes de que un fajo de hojas se metiera en su boca y le
impidiera decir nada más.
Hécate se apartó de Perséfone con las manos levantadas.
—No me ates con un montón de vegetación, no necesito que lo hagas.
—¿Vas a evitar que entre a las habitaciones de mi esposo? —preguntó
Perséfone.
—No, simplemente no creo que debas entrar allí ahora mismo.
—¿Por qué no? —Sus ojos ardían de ira y furia pura. El corazón le dio un
vuelco en el pecho hasta que sintió como si un tambor estuviera golpeando contra su 280
esternón.
Hécate suspiró y sus hombros se inclinaron hacia adelante en derrota.
—A estas alturas bien podrías verlo por ti misma. Pero no digas que no te lo
advertí.
Las palabras sonaron siniestras, y Perséfone tuvo la sensación clara en su
interior de que cualquier cosa que viera a través de esas puertas sería culpa suya. Si
no le gustaba lo que había más allá, entonces no podía descargar su enojo con
Hécate o Tánatos.
Perséfone soltó su magia y dejó que Tánatos cayera al suelo. Sus alas
golpearon primero el suelo, el golpe pesado resonando en su cabeza.
—Bien —respondió—. Entonces, será mi culpa.
La mirada en los ojos de Hécate fue de sincero pesar.
—Lo intenté.
Se alejaron a grandes zancadas, acelerando el paso hasta que estuvieron
corriendo. Alejándose lo más que pudieran de Perséfone. O tal vez estaban huyendo
de lo que había al otro lado de la puerta.
Esa sensación de malestar en su estómago se multiplicó. Tragó con fuerza y
se secó las manos en sus peplos negros. Nada más allá podría lastimarla. Era la reina
del Inframundo y nada se atrevería a alzarse contra la reina.
Perséfone apoyó las manos en las puertas y empujó.
La habitación de más allá era la misma que recordaba. Detalles en negro y
hermosas tallas de espíritus subiendo en espiral por los cuatro postes de la cama. La
tela negra de las fundas de terciopelo y el retrato hermoso de Hades y su familia
sobre el fuego en la esquina trasera. Este lugar había sido un refugio para ella, y una
habitación donde había aprendido con qué facilidad podía amar a un hombre.
Algo se agitó entre las sábanas. Por un momento, pensó que Hades se había
quedado dormido y que Hécate y Tánatos estaban intentando darle a su señor algo
de tiempo para descansar.
Luego, una larga pierna esbelta se deslizó por debajo de las mantas. La pierna
suave de una mujer muy hermosa y muy desagradable.
Su primer instinto fue enfurecerse. Quiso volar hasta la cama con ira y
arrancar a la mujer de las sábanas de Hades. Quiso desgarrarla miembro por
miembro solo por atreverse a tocar lo que era de Perséfone. 281
Sin embargo, la cosa oscura dentro de ella levantó la cabeza antes de que
pudiera hacer eso. Susurró palabras de poder. Palabras que significaban mucho más
que una pelea de amantes.
—Ve lo que quiere —decía—, luego castígala.
Así que Perséfone no corrió hacia la cama, gritando como una banshee
enfurecida. En cambio, caminó hacia adelante silenciosamente, pasos ligeros
imposibles de escuchar. Después, se apoyó en uno de los postes de la cama y
preguntó:
—¿Cuánto tiempo llevas aquí?
Como era de esperar, una cabellera rubia salió inmediatamente de las mantas.
Minthe, como mínimo, se recuperó bien al escuchar la voz de Perséfone. Tiró de las
mantas hasta su pecho y escondió su cuerpo desnudo. Luego se echó el cabello por
encima del hombro con un movimiento demasiado elegante.
—Mi reina —dijo Minthe, su voz un balbuceo cuidadoso—. Lo siento. No
escuché lo que dijiste.
—Estoy segura que no —respondió Perséfone. Se apoyó con tanta fuerza
contra el poste de la cama que le preocupó que pudiera romperse.
¡¿Cómo esta ramera se atrevía a estar en la cama de su esposo?! Perséfone
intentó no dejar que su mente vagara por los senderos donde yacían sus miedos
oscuros. ¿Y si Hades hubiera invitado hasta aquí a Minthe? Entonces, los mataría a
ambos. ¿Y si Minthe estaba esperando a su esposo, como hacía todas las noches
mientras Perséfone no estaba? Se enfurecería y convertiría el Inframundo en su
propia versión de la locura oscura.
Pero jamás hubo motivo para que su esposo la engañara. Y aunque sabía que
él no lo haría, teniendo en cuenta lo mucho que la amaba y la vida que estaban
construyendo, esa pizca de miedo aún punzaba en su corazón.
—Dije —repitió—: ¿Cuánto tiempo llevas aquí, Minthe? —La ninfa miró a
la ventana como si estuviera siguiendo el sol—. Algún tiempo, imagino.
—¿Y debo creer que te encuentran a menudo aquí, en esta habitación, en este
momento? —Perséfone arqueó una ceja y esperó a ver qué mentira inventaría la
ninfa.
Minthe ni siquiera dudó en su respuesta.
—Bueno, sí. Escuchaste a Hécate y Tánatos intentando impedirte entrar. ¿Por
qué crees que fueron tan inflexibles? Mis disculpas, Perséfone. Pensé que sabías. 282
Era una buena mentira, y una que drenó la sangre del rostro de Perséfone.
Incluso creyó las palabras por unos momentos antes de darse cuenta que Minthe
había cometido un error.
Si hubiera estado aquí mientras estaba Hades, entonces en realidad habría
estado dormida. Pero, según sus propias palabras, había escuchado a Hécate y
Tánatos discutiendo con Perséfone. ¿La amante de su esposo no habría intentado al
menos esconderse? ¿No fingir dormir y luego esperar el momento en que Perséfone
le haría una pregunta?
No. No era tan débil, y no se dejaría engañar por las mentiras de una mujer
celosa. Su esposo era sincero y amable, y le había prometido que su relación no sería
como la de los Olímpicos en la montaña.
Tenía que confiar en él. Y no tenía ninguna razón para confiar en esta
pequeña mala hierba tendida en la cama de su esposo.
Perséfone suspiró, se inclinó hacia adelante, y arrancó las mantas del cuerpo
delgado de Minthe.
—Me estás mintiendo.
—No tengo ninguna razón para mentir —siseó Minthe. Se inclinó hacia
delante y trató de agarrar las mantas que Perséfone le había quitado, dejándola
desnuda y al descubierto a su vista—. Hades y yo tenemos una historia, lo sabes.
—Lo sé, pero también sé que mi esposo nunca haría lo que estás sugiriendo
que hizo. Lo que solo podría significar que estás mintiendo, aunque no veo qué
puedes sacar de este ardid ridículo. —Perséfone tiró las mantas—. Vas a decirme
cuál era tu plan.
Minthe cubrió su desnudez con sus manos, temblando en medio de la cama.
—No había ningún plan.
—¿No lo había? —Perséfone podía sentir ese poder oscuro ardiendo en sus
ojos. Podía sentir cómo tiraba de su alma, intentando convencerla de que hiciera
algo horrible. Algo que cambiaría la fibra misma de quién era Minthe como persona.
—No, no había ningún plan. —Minthe la miró directamente a los ojos, pero
Perséfone pudo ver la mentira. Estaba allí mismo, en el lado oscuro de su alma, el
borde que la hizo recordar con bastante claridad por qué disfrutaba tanto siendo la
diosa del Inframundo.
Las personas malas merecían ser castigadas. Y Minthe no era una persona 283
buena.
—¿Ibas a seducir a mi esposo? —preguntó, su voz resonando con poder.
Minthe se llevó una mano a la garganta y abrió los ojos por completo. Las
palabras salieron, aunque obviamente no quería que lo hicieran.
—Sí.
—¿Cómo ibas a hacer eso?
Minthe se arañó la boca, intentando mantener la mandíbula cerrada. Como si
eso detendría el poder de Perséfone.
—Iba a suplicarle que se acostara conmigo. Que aceptara la relación que una
vez tuvimos como algo que ambos necesitamos. Y si no lo hacía, entonces fingiría
ser tú.
—¿Por qué?
—Porque está estresado. Estoy estresada. Deberíamos estar estresados juntos.
—Al final, la magia se disolvió, y Minthe agregó con un chasquido enojado—:
Pagarás por usar tu poder de esa manera. Va contra las reglas del Inframundo
obligar a otro a contar sus pecados.
Perséfone sonrió, pero no fue una expresión feliz.
—Entonces, sabes que esto estaba mal.
Un músculo en la mandíbula de Minthe saltó cuando apretó los dientes. Su
respuesta fue un siseo:
—Él primero era mío, y ahora es mío.
—No —respondió—. No lo es.
Perséfone liberó a ese ser oscuro al mundo y sintió la magia correr a través de
su cuerpo. Ahora era más fuerte, más poderosa, pero igualmente más letal.
Su brazo se alzó de golpe y su mano se envolvió alrededor de la garganta de
Minthe. Se aferró a la ninfa como si no pesara nada, arrastrándola fuera de la
habitación por el cuello y hacia los pasillos más allá.
Podía oír gritar a Minthe, vagamente. El sonido sacando a mucha gente de sus
habitaciones. La siguieron para ver qué pasaría entre la reina enojada del
Inframundo y la que alguna vez fue amante del rey.
Arrastró a Minthe pateando y gritando hasta el patio central, donde arrojó a la
ninfa sobre el adoquín. Aunque la hierba creció, Perséfone no la usaría en su contra. 284
No, tenía planes más grandes para esa pequeña mala hierba.
—Intentaste robarme a mi esposo —gruñó. Sus palabras resonaron en el patio
y rebotaron en las piedras—. ¿Pensaste que podías colarte en su cama y él te
elegiría? ¿Por encima de mí?
—¡Lo hice! —gritó Minthe, sus manos levantadas como garras—. ¡Y no hay
nada que puedas hacer al respecto! Sin importar lo mucho que intentes ser nuestra
reina, siempre serás la niña que él trajo a casa. La niña inocente, ingenua y aburrida
que no podría entretenerlo aún si lo intentaras. No eres nadie. Nada. Y nunca podrás
entenderlo, lo que ha hecho, o sus deseos.
Perséfone se irguió aún más. Dejó que todo el poder desapareciera de su
cuerpo hasta convertirse en sí misma. Fuerte. Capaz. Una reina incluso sin la furiosa
magia negra.
—Soy digna de él —respondió—. Pero estoy cansada de ti.
Todo ese poder la atravesó nuevamente y se disparó hacia Minthe como una
flecha. Se incrustó en la carne de la ninfa y ella gritó de dolor.
Perséfone asumió que al menos era dolor. La ninfa se marchitó ante sus ojos,
encogiéndose y arrugándose hasta convertirse en una planta de bordes irregulares
que era hermosa y olía tan dulce a la vez. Pero sabía que, si intentaba saborearla,
entonces la abrumaría con el frío del corazón de esta maldita mala hierba.
El grito de Minthe resonó, luego se apagó en un silencio absoluto mientras
toda la corte miraba lo que su diosa había forjado. Respirando pesadamente, también
miró fijamente la planta de menta. Había cambiado a la ninfa para siempre, y esa
culpa ardió en su corazón.
Al menos, ardió hasta que recordó las palabras como si la ninfa las hubiera
vuelto a gritar.
—Nunca podrás entenderlo, lo que ha hecho, o sus deseos.
Dejando escapar un grito de rabia, pisoteó la planta de menta hasta que no fue
más que una mancha debajo de su talón.

285
T
ánatos entró en su oficina y cerró la puerta silenciosamente detrás
de él.
—Mi lord, tenemos un problema.
Por favor, no más problemas. No podía manejar nada más
saliendo mal hoy cuando había mil cosas que hacer. Se pellizcó el puente de la nariz
suspirando, y agitó una mano en el aire.
—Entonces, termina con eso. Ahora, ¿qué ha pasado?
Tánatos respiró profundo, abrió la boca y las palabras salieron tan rápido que
fueron casi imposibles de entender.
—Perséfone atrapó a Minthe desnuda en tu cama y cuando se enteró de que 286
Minthe estaba intentando seducirte otra vez, la arrastró al patio, la convirtió en una
planta y luego la pisoteó.
Su mandíbula se abrió. Seguramente no había escuchado eso correctamente.
Con los ojos totalmente abiertos, se encontró con la mirada de Tánatos que estaba
igualmente sorprendida. El otro dios no se movió. ¿Cómo podía? Era el que acababa
de decirle al rey del Inframundo que su esposa había convertido a una amante
anterior en una planta.
—¿Al menos, era una planta buena? —preguntó.
—Creemos que creó una nueva. Olía deliciosa y era muy refrescante. —
Tánatos se frotó la nuca y dejó escapar una risa breve—. Hay más creciendo donde
ella… uh… encontró su muerte. No estamos seguros si son Minthe, o si Perséfone
simplemente las deja crecer porque son nuevas.
Plantas nuevas que había creado a partir del cuerpo de una ex amante.
Hades intentó ordenar las emociones atravesando su mente. No estaba tan
molesto porque Minthe se hubiera ido, aunque probablemente debería haberlo
estado. La muerte era algo que intercambiaba con tantos mortales y dioses por igual,
al menos debería haber reconocido que era algo triste perder así a una ninfa.
Pero no estaba muy triste. De hecho, sintió un alivio abrumador de que se
hubiera resuelto el problema. Sí, podría haber enviado a Minthe muy lejos. Aun así,
de alguna manera, esto era más fácil para él.
Sin embargo, Hades necesitaba entender cómo se sentía Perséfone sobre todo
el asunto. Se imaginaba que estaba más que un poco enojada al encontrar a la ninfa
en su cama. Y considerando todo el trabajo que habían hecho para solidificar su
relación, esto podría haberlo deshecho todo.
Maldita sea. Todo el trabajo que había hecho. Arruinado por una tonta bruja.
Volvió a frotarse la cara.
—¿Por qué Minthe estaba en mi cama?
Tánatos arrastró los pies por el suelo.
—Bueno, aparentemente pensó que, si aparecía desnuda en tus sábanas, te
enamorarías otra vez locamente de ella. Algo en ese sentido. Eso es lo que
entendimos de su otra amiga ninfa. La bajita.
No le importaba lo que su amiga tuviera que decir. Ese plan era ridículo, pero
más mortífero de lo que jamás se hubiera imaginado. 287
—¿Tengo que poner un guardia en mi habitación en estos días? ¡Nadie
debería entrar por mis habitaciones privadas sin permiso! —Hades estampó su mano
contra el escritorio—. ¿Crees que habría caído en esa estupidez?
—No, mi lord. Creo que eres mucho más inteligente que eso, y después de
todos estos años, sabes cómo resistirte a una mujer hermosa.
—Resistir —resopló—. No me estoy resistiendo a nada en absoluto. Mi
tiempo con Minthe ha pasado, y ella siempre pensó que la tentación de su forma
física estaría allí. Vi en su corazón y en su alma, y supe que no la quería.
Físicamente. Emocionalmente. Cualquiera de eso. No quedó ninguna tentación
porque su belleza murió a raíz de su verdadero rostro.
Tánatos palideció con cada palabra, observando la boca de Hades como si no
pudiera creer que las palabras fueran reales. Y tal vez no podía. Después de todo,
Tánatos era uno de los Olímpicos, y la tentación de la forma femenina a menudo era
demasiado para su especie.
Sin embargo, él no era como ellos. Una mujer desnuda podría encontrarse mil
veces en este mundo. Pero una mujer con un corazón puro y brillante como un
diamante, eso era lo que había buscado durante toda su vida.
Hades se levantó de su escritorio, olvidando todo el papeleo que necesitaba
terminar. Estaría allí mañana para él. Como siempre.
—¿Dónde está Perséfone ahora?
—Creemos que está en el Lete. —Tánatos salió de su oficina y avanzó al
pasillo—. Aunque lo último que supe es que alguien la vio caminando hacia el
Tártaro.
¿Qué le pasaba a su esposa y su obsesión por ese lugar? El Tártaro estaba
fuera del límite de todos, incluso él no entraba a menudo. Sin embargo, ella parecía
estar más interesada en los Titanes que en los de su propia especie.
Suspiró y salió al pasillo.
—La encontraré. Déjamelo a mí.
—¿Necesitas que haga algo mientras estás fuera?
Hades se giró bruscamente, sorprendido de que Tánatos preguntara. Su amigo
solo se quedó allí con confianza en sus ojos, seguro que podría completar cualquier
cosa que Hades le pidiera hacer. Y Hades comprendió que no estaba solo. Nunca
había estado solo. 288
Qué extraño darse cuenta que sus amigos eran capaces de ayudarlo. No tenía
que cargar solo con la carga de todo el Inframundo.
—Sí, de hecho —respondió, las palabras lentas—. Hay algunos héroes en los
Campos Elíseos a los que les gustaría pedir una segunda vida. Creen que podrían
hacer más bien en el reino de los mortales, y no estoy seguro de si quiero permitirles
que lo hagan.
—¿Y confías en mí para tomar esta decisión?
Hades frunció el ceño, desplegó ese pensamiento en su mente y luego asintió.
—Sí, lo hago. Eres el Dios de la Muerte, Tánatos. Fuiste tú quien los mató y
trajo sus almas aquí. Si crees que pueden hacer más bien por su propia especie,
entonces deja que lo hagan.
Tánatos hizo una reverencia.
—Se hará tu voluntad, mi lord.
Se separaron, y Hades se sintió más ligero. Como si parte del estrés, la
responsabilidad, todas las dificultades de su puesto aquí, no fueran tan malas. Ahora,
solo tenía que encontrar y lidiar con su pobre esposa, quien probablemente pensaba
que había destruido algo que él amaba.
Un amor pasado no era tan malo. Minthe ya había pasado su tiempo en el
Inframundo, y debería haber aprendido lo poderosas que fueron sus acciones.
Hades cruzó las arenas negras y encontró a Perséfone sentada ante la
desembocadura del Tártaro. Tenía sus brazos envueltos alrededor de sus rodillas.
Los peplos negros sencillos que llevaba se derramaban a su alrededor como un
charco de tinta. Junto a ella, Cerbero estaba sentado de guardia, asegurándose de que
no hiciera nada tonto, como sumergirse en la oscuridad del Tártaro.
Él se quedó allí un rato, observándola a medida que ella miraba la boca de la
gran bestia. Perséfone apenas parpadeó. Claramente, no estaba mirando al Tártaro.
Estaba perdida en su propia cabeza y mente, pensando en lo que había hecho y lo
que eso significaría para ella.
Desafortunadamente, también conocía los peligros de que su esposa pensara
así. Pensaría demasiado cada palabra que hubiera dicho, y luego él tendría que pagar
el precio más tarde.
Avanzando hasta su lado, se sentó en la arena junto a ella y se apoyó en sus 289
manos.
—Hola, mi amor.
Ella se estremeció, acurrucándose un poco más. Notó cómo se curvaba
alrededor de la hinchazón de su vientre. Incluso cuando estaba enojada consigo
misma y con sus propias acciones, aún se aseguraba de que su hijo estuviera sano y
salvo.
Sería una madre maravillosa. Y odiaba verla tan alterada.
—Hola, Hades —susurró, presionando sus labios contra sus antebrazos que
estaban envueltos alrededor de sus rodillas—. ¿Cómo estás?
—Estoy bien. —Esperó para ver si seguiría hablando.
Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero se negó obstinadamente a dejarlas caer
por sus mejillas. Perséfone continuó observando hacia adelante, sin mirarlo a él ni a
Cerbero, y luego se dio cuenta que estaba conteniendo la respiración para evitar que
los sollozos la atravesaran.
Se inclinó suspirando, y le pasó un brazo por los hombros. Ella dejó que la
atrajera hacia la seguridad de su abrazo, y entonces rompió a llorar.
Hades decidió dejarla llorar por esto antes de hacerle más preguntas.
Perséfone ya había tenido un día difícil, y el embarazo no le estaba haciendo
manejar bien ese tipo de situaciones. Se esforzaba demasiado por ser una persona
buena, sin importar lo difícil que fuera, y convertir a Minthe en una planta
probablemente le estaba pesando en los hombros.
Se echó hacia atrás una vez que su camisa estuvo completa y absolutamente
empapada. Frotándose la cara, se pasó la mano por debajo de la nariz y luego
lloriqueó:
—Lo siento. Lo siento mucho, no sé qué me pasó.
—¿Lo sientes por llorar o pisotear a Minthe hasta convertirla en papilla?
Al parecer eso no fue lo correcto para decir. Perséfone estalló en lágrimas
nuevamente, haciéndose un ovillo mientras se apretaba contra el costado de Cerbero.
El perro lo fulminó con la mirada, como si todo fuera culpa de Hades, cuando en
realidad no había hecho nada para causarlo.
De hecho, quizás eso no era cierto. Debería haberse ocupado de Minthe la
primera vez que su esposa se quejó de ella. No permitir que se hubiera elevado a tan
horribles alturas. 290
Suspiró una vez más y la atrajo a sus brazos.
—Perséfone. Perséfone, para esto. Deja de llorar.
—¡No puedo! —Le dio una palmada en el pecho—. ¡Acabo de matar a
alguien y estás haciendo bromas!
Sí, lo hacía. Pero ambos eran dioses, y sabían lo fugaz que era la vida para
todos menos para los de su propia especie. Minthe podría haber llorado hasta
convertirse en un río. Podría haber sido violada por otro Olímpico y obligada a tener
un hijo monstruoso. En lo que respectaba a las historias de su especie, ser convertida
en una planta no era tan malo.
Presionó sus labios contra la parte superior de su cabeza y le pasó las manos
por la espalda.
—Perséfone, no estoy enojado contigo.
—Deberías estarlo. —Sorbió con fuerza, y después se limpió la nariz con su
camisa—. No se merecía eso. Ni siquiera recuerdo haberlo hecho. Estaba tan
enojada de que me llamara niña. Que nunca podría entender lo que querías, y que
ella era la única que podía satisfacerte. Solo… solo…
Se enojó ante la sugerencia. Hubo un tiempo en que Minthe había sido lo que
él quería. Cuando estaba enojado e intentaba convertirse en una persona diferente,
pero aún aferrándose al pasado. Estaba tan enojado todo el tiempo cuando estuvo
enamorado de Minthe.
Hades se quedó mirando hacia la abertura del Tártaro y vio lo que veía
Perséfone. Un reflejo de todas las cosas que había hecho mal en su vida.
—Minthe estaba estancada en el pasado —murmuró—. Siglos atrás, no
habría sido digno de ti. Cuando estaba tan enojado con mi destino y el mundo, que
la única persona que podía aliviar ese dolor era alguien tan destrozado como yo.
Éramos malos el uno para el otro, y empeoramos nuestras vidas.
—No me hagas sentir lástima por ella —dijo.
—Deberías. Sé que eres capaz de una gran empatía, mi amor, y Minthe era
una mujer rota que nunca quiso cambiar. Vivía en esa oscuridad y la esparcía por
dondequiera que iba. Ese tipo de veneno es peligroso y, a veces, adictivo.
Se llevó una mano a la cara, ocultando los ojos de su mirada.
—Y en lugar de ayudarla, la convertí en una planta de menta y la pisoteé.
Aún puedo sentir lo pegajosa que se sintió en mis talones. 291
Bleh, qué cosa tan horrible para recordar. Solo podía imaginar que eso le
estaba pesando en la mente y en el alma.
Hades le pasó de nuevo la mano por la espalda, acercándola aún más a él.
—No te culpo.
—No sé por qué lo hice. No soy como los otros Olímpicos. —Se
estremeció—. Se sintió mal castigarla y al mismo tiempo muy bien.
—¿Cuándo vas a darte cuenta que todos tenemos un poco de Olímpico en
nosotros? —Hades hizo un gesto hacia el Tártaro—. También los llevamos en
nosotros. A los dioses peligrosos. A los monstruos terroríficos. El hecho de que
tengas la capacidad de ser cruel no te hace menos amable.
Metió la cara en el hueco de su cuello, y él la abrazó hasta que lloró hasta
quedarse dormida. Se puso de pie con ella en sus brazos y miró a Cerbero, quien
gimió a sus pies.
—Lo sé, muchacho —dijo—. Vamos a llevarla a casa.
P erséfone despertó demasiado temprano, y no había nadie más
alrededor cuando se levantó de la cama. Hades aún estaba dormido. Se
había dado la vuelta con la mano extendida hacia ella, pero no se había
despertado. Esperaba que se quedara así por un tiempo. Los círculos oscuros debajo
de sus ojos la preocupaban, y necesitaba descansar desesperadamente.
No podía dormir con el bebé rodando en su estómago mientras la piel tensa
en su abdomen se sentía tan incómoda. Ya tenía meses llevando a este niño, y estaba
más que lista para que el bebé estuviera en sus brazos.
Frotando su vientre una vez más, hizo una mueca cuando otro dolor agudo
viajó desde entre sus piernas hasta la base de su columna. Últimamente había estado
teniendo muchos de esos. Lo único que ayudaba era caminar.
292
Y había caminado mucho.
Con la mano presionada contra la parte baja de la espalda, Perséfone se alejó
del castillo y bajó hacia los ríos más allá. Últimamente se había acostumbrado a
seguir sus corrientes burbujeantes y a ver adónde la llevaban. Cada río parecía tener
sus propios secretos extraños que nadie había visto antes.
Hoy, pensó, tal vez el Cocito sería el más reconfortante. El río de los
lamentos era un lugar de curación para aquellos que necesitaban llorar, y ahora que
el dolor le llegaba a las rodillas, Perséfone necesitaba consuelo.
Cada paso alivió la tensión en su espalda, aunque no ayudó con el dolor entre
sus piernas.
—Vamos —murmuró, frotando su otra mano sobre su vientre—. Aún no te
toca. Ponte en una posición que sea más cómoda para tu pobre madre, ¿quieres?
El bebé se movió otra vez, y luego se quedó completamente quieto.
Perséfone sintió como si su propio corazón se hubiera detenido. No se había
dado cuenta de lo mucho que se movía el bebé. Se movía constantemente,
retorciéndose o agitando sus dedos dentro de su útero. Pero ahora, con la quietud
absoluta, solo podía esperar que su hijo estuviera dormido.
Frotando de nuevo su vientre prominente, dejó escapar un suspiro bajo.
—¿Dónde estás, florecita? —susurró—. Necesito sentir que te mueves otra
vez.
Perséfone no sabía cuánto tiempo estuvo caminando por esa playa. El Cocito
era un recordatorio constante de que no estaba sola. El dolor de innumerables
mujeres acompañándola hasta que se acercó demasiado a las aguas y fue salpicada
en las orillas.
Se congeló, el miedo haciendo que su corazón latiera a toda marcha. Se
suponía que nadie debía tocar el agua. Nunca había preguntado qué podía hacer el
Cocito, pero considerando que era el río de los lamentos, asumió que era algo
horrible.
Pero cuando miró hacia abajo, sus pies no estaban cerca del agua.
Sin embargo, sus piernas y peplos estaban cubiertos de líquido, pero no del río.
Exhaló un murmullo leve, y asintió.
—Ah. Así que esa es la forma en que vamos a hacerlo. No podías esperar a
que tu madre estuviera con tu padre, ¿verdad?
293
Otro dolor se disparó entre sus piernas, a través de su espalda y hasta su
columna. Ella gruñó, se inclinó hacia adelante y apoyó las manos en las rodillas.
Este era un tipo de dolor diferente, uno por el que apenas podía respirar.
¿Iba a hacer esto sola? Perséfone sabía que muchas de las mujeres mortales lo
habían hecho. Por lo general, terminaban aquí, en el Inframundo, aunque estuvieran
orgullosas de lo que habían logrado. Aún habían traído vida al mundo, a pesar de
que había tomado la suya propia.
Sin embargo, una diosa como ella no podía morir. No tan fácil.
Otro dolor agudo la hizo caer sobre una rodilla. Apoyó la mano en el suelo, y
luego se dejó caer lentamente sobre la arena. El bebé no la dejaría caminar ni un
paso más hasta que su hijo viera la luz del Inframundo.
Perséfone respiró hondo y se decidió a reconocer que estaría sola. Aunque
podía hacerlo. Había sobrevivido a cosas peores. Incluso si no podía pensar en un
momento peor que este.
La cosa oscura dentro de ella levantó la cabeza y el poder inundó sus venas.
Casi podía oír a ese segundo ser susurrando que estarían bien. No estaba sola. ¿Por
qué alguna vez pensaría que estaba sola?
Y mientras observaba, espíritus de mujeres resplandecientes salieron del
Cocito. Caminaron hacia ella con los brazos llenos de mantas y sábanas. Luces
parpadeantes que deberían haber sido imposibles y, sin embargo, ahí estaban. Los
espíritus brillantes colocaron las mantas a su alrededor y pudo sentir la suavidad
contra su piel. Imposible, pensó, y, sin embargo, así era.
Juntas, trabajaron para traer a su hijo al mundo. Y hubo momentos en que
Perséfone estaba segura que moriría.
Horas y horas con las mujeres sentadas a su alrededor, cantando mientras
avanzaban para darle fuerza. Sus oraciones por la virtud de su hijo. Las almas de las
mujeres que habían perdido la batalla y que sabían que era lo suficientemente fuerte
para sobrevivir.
El dolor irradió por su espalda. Abrasando entre sus piernas hasta que algo
caliente y crudo la partió en dos. Y entonces, pudo sentir al niño. Nacido de la
magia, el dolor y el poder. No sabía cuántas horas trabajó para traer a su bebé al
mundo, pero al final, los fantasmas le pusieron en brazos al niño llorando.
Diez dedos en las manos y en los pies, tan hermosos que le hicieron arder los
ojos.
294
Una bebé.
La mata de cabello oscuro en su cabeza rivalizaba con la de su padre, tan
oscura que absorbía la luz. Y cuando su hija abrió los ojos y dejó escapar un chillido
pequeño, Perséfone supo que sus voces eran las mismas. Los ojos de la niña eran los
mismos que los de Perséfone, y la niña combinaba perfectamente a sus dos padres.
Dejando escapar un sollozo feliz, abrazó a su hija contra su pecho y miró
fijamente hacia las mujeres fantasmales que ya se estaban dirigiendo de regreso al
río.
—Gracias —gruñó, su voz ronca por los gritos—. Gracias por ayudarme a
superar el parto.
Un espíritu miró por encima de su hombro y sonrió. La mirada suave en sus
ojos era la de una mujer que sabía por lo que había pasado Perséfone.
El último lazo con la vida anterior de Perséfone finalmente se aflojó.
Los espíritus de estas mujeres se llevaron su virginidad con ellas. Aunque se
había acostado con un hombre, aún solo era una niña. Ahora, con su propio bebé en
brazos, Perséfone sabía que cualquier cosa que quedara de Kore finalmente se había
ido. Su infancia caminó de la mano con los espíritus, de regreso al río donde pasaría
el resto de sus días. Feliz, aunque triste, su pasado había concluido.
La bebé se quejó y, con ese ruido, Perséfone volvió su atención sobre su hija.
—Hola —dijo, tocando las mejillas de su hija con un dedo.
La piel de la bebé era tan suave. Como terciopelo de felpa. Y claro, aún
estaba cubierta con los fluidos del cuerpo de Perséfone, pero seguía siendo perfecta.
Unos pasos se acercaron, cuidadosos y mesurados. Cuando Perséfone alzó la
vista, se encontró con la mirada oscura de Hécate.
—Mi reina —dijo la diosa. Su voz corrió en el viento, llena de poder y
brujería—. Has hecho una hija como yo.
—¿Como tú? —Miró a la bebé, que se movía en sus brazos—. ¿Qué quieres
decir?
Hécate se agachó junto a ella y apoyó un dedo en el brazo de la niña.
—Es poderosa, Perséfone. Más poderosa de lo que tú o yo podríamos saber.
Pero reconozco la misma magia que corre por mis venas, porque no corre por nadie
más. —Sonrió—. Hasta ahora. 295
Perséfone miró a su hija y luego a Hécate.
—De hecho, no conozco tu poder, Hécate. Siempre pensé que eras una diosa
como el resto de nosotros.
—Lo soy, pero no como el resto. Solo ha habido una diosa de la luna, y ahora
hay dos. Nuestra magia proviene de las artimañas femeninas, la brujería y la
oscuridad entre las piernas de una mujer. Somos el poder divino y femenino, y
caminamos en la línea entre lo mortal y la magia. —Pasó su mano suavemente sobre
la cabeza de la bebé—. Vístela de rojo. Se supone que solo debemos vestirnos de
carmesí cuando uno es divino, como nosotras.
Las palabras casi se sintieron como un presagio, como si Hécate hubiera
susurrado palabras que cambiarían el tejido mismo del tiempo. No le negaría esto a
la diosa, especialmente cuando su propia hija estaba tan ligada a su poder.
Perséfone pasó una mano sobre la bebé, y una tela roja cubrió su cuerpo.
Hécate dejó escapar un suspiro pequeño.
—Gracias. Eso ayudará.
Ni siquiera podía adivinar qué ayudaría a prevenir o curar, pero no
cuestionaría a Hécate.
—¿Quieres sostenerla? —preguntó Perséfone. No quería entregar a la bebé
tan pronto. Quería presionar la piel de la niña contra la de ella, contar los dedos de
su hija cien veces y acariciar sus bracitos regordetes de bebé. Pero si Hécate estaba
conectada con ella como sugirió, entonces Perséfone asumía que Hécate también
tenía algún derecho sobre su hija.
La diosa de la brujería sacudió la cabeza.
—No, no me gusta cargar bebés. Son demasiado frágiles y no soy muy gentil.
Perséfone podría discutir. Hécate era maravillosamente detallada en todo su
trabajo y la había visto mover montañas con su magia, mientras también sacaba una
sola aguja de un alma herida. De todas las personas que vivían en el Inframundo,
Hécate era la primera en la fila que podía sostener a su hija.
Cuando estuviera lista.
Asintiendo bruscamente, metió a la bebé en el hueco de su brazo y extendió
la otra mano para que Hécate la tomara.
296
—Entonces, ven, ayúdame a ponerme de pie.
—Deberías esperar unos minutos más. Necesitas tiempo para sanar.
Perséfone podía sentir el desgarro mientras se movía. La sangre cubría sus
muslos y se deslizaba hasta sus pies donde había estado recostada en las arenas
empapadas de sangre. Pero no, no esperaría a regresar al castillo, aunque acabara de
dar a luz.
Esperar solo prolongaría el tiempo antes de que Hades pudiera ver a su hija.
Y quería que su esposo viera lo que habían creado.
—Hécate —espetó—. Si quisiera esperar y sanar, estaría aquí el resto del día.
Estoy segura que Hades está muy preocupado, y me niego a hacerle esperar más.
Hécate asintió. Ayudó a Perséfone a ponerse de pie, y luego respondió:
—Hades me envió a buscarte. Estaba preocupado, pero podía sentir lo que
estaba pasando. Sentí a tu hija mucho antes de que viniera al mundo.
—Entonces, le dijiste lo que estaba pasando, ¿no?
—Le dije que este era el camino de las mujeres, y él simplemente se
interpondría. —Hécate se rio entre dientes—. Eso no le gustó.
—No, estoy segura que no. —Perséfone hizo una mueca con el primer paso,
pero luego se rio entre dientes al pensar en la cara de Hades—. ¿Cómo se veía
cuando le dijiste?
—Como si hubiera comido una granada mala.
Juntas, se rieron a medida que regresaban al castillo. Y Perséfone sanó con
cada paso. Sintió el poder dentro de ella corriendo a través de cada herida, cada
desgarro, y calmando todo el dolor que la bebé había causado. Estaría bien en unas
pocas horas, tal vez, con el icor corriendo por sus venas.
Perséfone se compadeció de las mujeres humanas que no sanaban tan rápido
después de semejante prueba. Sintió lástima por las mujeres Titanes que habían dado
a luz a mil niños, aunque se preguntaba por qué intentarían tener otro. Llegaron al
castillo y Hécate la estabilizó cuando se tambaleó.
—Con calma —dijo Hécate—. Solo unos pocos pasos más, mi reina.
Se detuvo y se inclinó hacia adelante con la palma manchada de sangre. Con
cuidado, tomó el costado del rostro de Hécate con su mano.
—Gracias —dijo, su voz sonando con sinceridad—. Gracias por todo lo que
has hecho, amiga mía. Mi más querida amiga. 297
Los ojos de Hécate se llenaron de lágrimas y asintió bruscamente.
—Ven, mi reina. Mostrémosle a tu esposo su hija nueva.
H écate le había dicho que la bebé venía y, para su disgusto inmenso,
Hades se había congelado por completo. Mil pensamientos pasaron
por su mente al mismo tiempo, y no recordaba cómo moverse.
Perséfone estaba teniendo al bebé.
Estaba a punto de averiguar si tenía un hijo o una hija.
Podría perderla. Aunque sabía que era imposible que una diosa muriera de
parto, eran mucho más resistentes que eso, había visto a las mortales que llegaban al
Inframundo después de la tarea. Había visto la forma en que sus cuerpos estaban
marchitos y rotos. Había pensado que entendía su dolor.
Ahora, comprendía que nunca podría entender el dolor por el que pasaron.
Los horrores cuando su cuerpo se retorcía para liberar al niño dentro de ellas. O peor 298
aún, que su propia esposa lo hiciera sola y sin él.
Se paseó de un lado a otro en sus habitaciones privadas, esperando a que
regresaran. Hécate había dicho que iría a buscar a la reina y la ayudaría a regresar al
castillo. Tenía que confiar en que su mano derecha se aseguraría de que Perséfone
regresara de una pieza. Tenía que saber con certeza que estaba bien.
Su corazón se retorció sabiendo que no estaba allí con ella. En su mente,
había idealizado la experiencia terrible. La sostendría en sus brazos mientras ella
daba a luz a su hijo en el mundo, dejándola agarrar sus antebrazos y susurrándole
aliento al oído. Sería indoloro para ella. El rey del Inframundo se aseguraría de eso.
En cambio, estaba sola.
Sufriendo.
Probablemente necesitando ayuda y él nunca lo sabría.
Iba a enfermarse si seguía preocupándose tanto. Así que, cuando llamaron a
la puerta, saltó tan rápido que golpeó su pie con el poste de la cama y tuvo que
tambalearse hacia la puerta. Abriéndola, se apoyó en el marco y miró a la mujer que
lo esperaba al otro lado.
Hades ya había pensado que su esposa era hermosa. Conocía cada centímetro
de su cabello castaño y la belleza de su rostro. Sabía cómo se le levantaban las
pestañas en los extremos y cómo se le arrugaba la nariz cuando estaba enojada.
Conocía la cara que hacía cuando estaba feliz, triste y en el medio.
Pero nunca la había visto tan hermosa como ahora. De pie frente a él con un
bebé en sus brazos, una tela roja envuelta en ambos.
—Mi reina —dijo, el murmullo resonando por la habitación—. Has
regresado.
—Y te traje un regalo. —Levantó al niño para que así pudiera ver la cara del
bebé—. Tienes una hija, Hades.
Sus rodillas se debilitaron. Se aferró al marco de la puerta y esperó que lo
sostuviera a medida que perdía toda la sensibilidad en sus piernas.
—¿Una hija? —gruñó.
—Con diez dedos en las manos, diez dedos en los pies y una cabeza llena de
cabello que se parece al tuyo. —Arqueó una ceja y miró la habitación más allá—.
¿Podríamos entrar o vas a hacer que me pare aquí sosteniéndola?
299
Saltó a la acción. Qué tonto era por hacerla estar de pie cuando podía sostener
a su propia hija. Hades alcanzó a su hija, y luego llevó a su esposa al dormitorio con
él. Si Hécate aún estaba afuera de pie, no tenía ni idea. No veía nada más que a la
hermosa esposa que le había dado el regalo más preciado de todos.
Hades se dijo que debía respirar, y se sentó en el borde de la cama con su
bebé en brazos.
—Mírala —susurró. Tocó su frente con un dedo y rozó la parte superior de
sus mejillas perfectas—. Es tan hermosa. Como su madre.
—Oh, calla —dijo Perséfone con una carcajada. Hizo una mueca mientras se
sentaba a su lado, y eso no escapó a su atención—. Me halagas.
—¿Aún tienes dolor? —Frunció el ceño, atrapado entre mirar al pequeño ser
que habían creado y cuidar a su esposa.
—Un poco.
Chasqueó los dedos, y apareció una bañera al otro lado de la habitación. En
un abrir y cerrar de ojos, la había llenado con agua caliente, lo suficiente para
mantenerla abrigada y cómoda mientras cuidaba al bebé.
Hades se puso de pie, extendiendo una mano para ayudarla a medida que
sostenía a su hija con el otro brazo.
—Ven aquí y entra en la bañera. Debería haberla tenido lista mucho antes de
que llegaras.
Ella dejó escapar una risa breve.
—Bueno, solo te llevó unos segundos conjurarlo.
Quizás, pero aun así sentía que debería haber estado más preparado. Había
estado sentado aquí, esperando a que ella regresara, cuando podría haber estado
preparando cosas para sus dos chicas.
Sus chicas.
Suspirando felizmente, conjuró otra bañera mucho más pequeña para la bebé.
—Vamos a limpiarla también.
Mientras Perséfone se acomodaba en el agua caliente, él se tomó el tiempo de
bañar a su hija. La bebé se portó bien, aunque también notó la tristeza extraña en los
ojos de su hija. Veía demasiado. El poder en ella ya había envejecido el espíritu
dentro de su cuerpo. 300
Había una leyenda sobre los hijos de los dioses. Que, aunque los Olímpicos
nacieran completamente formados, sus hijos nacerían como bebés. Pero dentro de
ese cuerpo pequeño había una criatura que conocía y veía más que solo un niño. Ella
ya era una diosa y ya sabía cosas imposibles.
Se preguntó qué vería en él. ¿Veía a un padre adecuado? ¿Un hombre que la
cuidaría sin importar el costo personal? ¿O veía a un hombre aterrorizado que no
tenía idea de lo que estaba haciendo?
—¿Hades? —preguntó Perséfone.
Enjuagó la última espuma de su hija, luego levantó a la bebé en una toalla.
—Creo que dormirá.
—Nunca había visto a una niña tan tranquila.
—Quizás porque no es una niña —murmuró—. El poder en ella me parece…
familiar. De alguna manera.
Perséfone levantó un brazo y lo apoyó en el costado de la bañera. La forma
alargada y delgada de sus músculos hizo que el calor floreciera en su pecho. Un
calor que parecía más una esperanza que una atracción física.
Ella sonrió, casi como si supiera los pensamientos corriendo por su mente.
—Hécate dijo que es como ella.
Toda la sangre desapareció de su rostro.
—¿Disculpa?
—Dijo que una diosa de la luna. Raro.
—Extremadamente. —Por el Olimpo, ¿qué habían creado? Su hija sería más
poderosa que la mayoría, y podría matar a un panteón entero si quisiera.
Volvió a mirar a su hija e inhaló entrecortadamente. ¿Qué iban a hacer con
una niña como ella? Supuso que era bueno que hubiera nacido en el Inframundo. Al
menos de esta forma sabría que estaría a salvo.
Tánatos le había dicho que necesitarían encontrar una cama nueva para el
bebé. Pero esta era su hija, y la acababa de conseguir. Hades no podía soportar que
ella durmiera lejos de su lado.
De modo que, cuando la niña bostezó, la colocó en el centro de su propia
cama, donde podrían abrazarla más tarde. Juntos.
301
Su hija bostezó por segunda vez, luego se acurrucó entre las mantas como si
supiera exactamente lo que se esperaba de ella. Dormir. Relajarse. Dejar que su
madre y su padre conectaran después de las pruebas del día.
Se volvió hacia Perséfone, y luego se unió a ella en la bañera, sacudiendo la
cabeza.
—Los hijos de los dioses son tan extraños. Lo había olvidado.
—No actúa como una niña mortal, ¿verdad? —Perséfone se inclinó sobre el
borde de la bañera para mirar a su hija antes de volver a meterse en el agua—. Aún
no la he escuchado hacer ni pío. No habla en absoluto.
—Lo hará cuando esté lista. —Se arrodilló junto a la bañera y agitó los dedos
en el agua roja—. Estoy seguro que lo que diga nos sorprenderá. ¿Has visto el poder
en sus ojos?
—Como Hécate. Un poder incómodo que me hace temblar un poco, pero el
tipo de poder que me gustaría que tenga para protegerse por sí misma. En caso de
que alguna vez lo necesite.
No podía imaginarla alguna vez necesitando protegerse, pero habían sucedido
cosas más extrañas. Se inclinó hacia adelante y acunó su cara.
—¿Fue horrible?
—No. —Negó con la cabeza—. No fue placentero, pero fue una experiencia.
No creo que quiera volver a hacerlo.
No podía imaginar que lo hiciera. Enroscó uno de sus rizos alrededor de su
dedo y lo dejó caer sobre su hombro.
—Ninguno de los dos tiene que preocuparse por eso, mi amor. Nunca te lo
dije, pero siempre pensé que era estéril. Nunca he tenido hijos con nadie más que tú,
y no puedo evitar pensar que esto era el destino.
Perséfone apoyó una mano en su antebrazo, acariciando la piel con un ritmo
tranquilizador.
—Pienso lo mismo. Pero no podemos seguir llamando a nuestra hija de esa
forma. Quizás deberíamos darle un nombre.
¿Un nombre? Debería haber pensado en eso. Todo este tiempo había estado
pensando que era un niño, así que pensó en nombres fuertes que reflejarían el poder
de un hijo. Ahora, le regalaron una hija.
Y era mucho más poderosa que cualquier sueño que hubiera pensado para un 302
hijo. Era más única y su magia podía dejar una marca en su cabeza por el resto del
tiempo. Era, sin duda, una rareza por la que estaba infinitamente agradecido. Una
que lo preocuparía para siempre.
Miró detrás de él. Notó su cabello oscuro y lo pálida que era su piel, casi
como si hubiera nacido para este reino de los muertos.
—¿Qué hay de Melinoë? —preguntó.
El nombre significaba tener la palidez de la muerte, o quizás se podría
argumentar que hacía referencia al color oscuro de su cabello. Aunque, sin importar
lo que significara la palabra, la sintió resonar en su pecho. Ese era el nombre de su
hija. No se la podía llamar de otra forma.
Perséfone dejó escapar un suspiro suave, y supo que estaba de acuerdo.
—Sí, Melinoë, ese es el nombre perfecto.
Melinoë.
Podría acostumbrarse a llamarla así. Tal vez comenzaría a susurrárselo al
oído mientras ella dormía, de modo que supiera que ese era su nombre.
Perséfone se levantó de su baño, el agua corriendo por su cuerpo. Mientras miraba,
se dio cuenta que no estaba acostumbrado a verla sin el vientre hinchado, aunque
solo había bajado un poco. Su imagen en su mente había sido la de una mujer
embarazada durante tanto tiempo que, ver su cuerpo volviendo lentamente a su
forma de diosa era extraño. Casi incómodo, considerando lo mucho que había
adorado la versión maternal de ella.
Salió de la bañera y extendió la mano en busca de una toalla. Después de todo
lo que había hecho, y el regalo que le había dado, Perséfone no se secaría por sí
misma.
Hades se puso de pie, sintiendo como su espalda crujió cuando agarró una
toalla mientras se levantaba. Y con cuidado, oh, con mucho cuidado, se tomó su
tiempo para secar a su esposa. Limpió cualquier resto de sangre o manchas que aún
se adherían a su piel. Se hundió en los músculos de sus piernas y alisó las llanuras
de su espalda. Si ella sintió alguna incomodidad, quiso saberlo para poder verter su
magia en ella, sanando a medida que avanzaba.
Y cuando terminó, le tendió la mano para que ella la tomara.
—Ven, esposa. ¿Estás lista para irte a la cama?
—Nunca he estado más lista.
La guio hasta las mantas de felpa y la colocó junto a su hija. Luego, rodeó el 303
otro lado y las juntó a ambas cerca de su corazón. No estaba cansado. ¿Cómo podría
estarlo cuando su vida había cambiado para siempre?
Pero se acostaría con ellas y cuidaría de sus dos chicas de modo que nunca
volvieran a tener un mal sueño.
L as lágrimas se acumularon en sus ojos, pero se negó a dejarlas caer.
Dos meses. Eso es todo lo que había conseguido con su bebé antes de
tener que irse. Y aunque había pensado que Deméter la dejaría llevar
a su hija, la respuesta fue no.
Hermes estaba al otro lado de la puerta del dormitorio. Esperó a que ella se
despidiera, una gran diferencia con respecto a la primera vez que la había buscado.
Pero esta vez fue infinitamente más difícil.
¿Cómo se suponía que iba a despedirse de Melinoë? ¿Su hija?
¿Cómo se suponía que iba a despedirse de Hades? La mera idea de no volver
a verlo le dejó el corazón ampollado y sangrando.
Eran todo. Su vida entera se había vuelto tan envuelta alrededor de ellos dos 304
que la idea de no verlos ni siquiera durante seis meses era demasiado para soportar.
Sin embargo, no podía llorar. No podía ponerle esto más difícil.
—Lo siento —susurró, aún mirando hacia la puerta—. Pensé que mi madre
sería más razonable. Siempre dijo que disfrutaba tenerme cerca cuando era un bebé,
y ahora…
Hades dio un paso adelante, sosteniendo a su hija en el hueco de un codo y
acercándola a su corazón con el otro.
—Sabíamos que uno de los dos tendría que soportar este dolor, mi amor.
Siento mucho que tengas que ser tú.
—Tal vez deberíamos usar a los Titanes —refunfuñó contra su pecho—.
Entonces mi madre no podría decir nada en absoluto. Tendría que luchar contra ellos
y entonces sabría cuán sincera soy con mi propia hija.
—Sabes que no podemos hacer eso. No cuando hay mucho más en juego.
Sí, por supuesto que lo sabía. Los Titanes destruirían todo el reino mortal y lo
reharían a su imagen. Dos lados de ella batallaban dentro de su pecho. El primero,
queriendo proteger a su hija y no volver a apartarse de su lado. El otro, sabiendo que
nació para ayudar a los mortales y asegurar que sus vidas fueran tranquilas y fáciles.
Se echó hacia atrás y se secó las lágrimas que le habían caído por las mejillas.
—Sí, sé que este no es el momento para que me derrumbe. Necesito ser fuerte
por ustedes dos.
Hades acunó su mejilla, limpiando una gota con el pulgar.
—Cariño, necesitas ser fuerte por ti. Me ocuparé de Melinoë, y volverás antes
de que te des cuenta.
Tocó la mejilla de su hija, acariciando el suave terciopelo de su piel.
—Será tan diferente cuando regrese.
—Y me aseguraré de que sepa lo hermosa, fuerte y maravillosa que es su
madre. Que sacrificó mucho para que su familia pudiera estar junta y los mortales
pudieran sobrevivir al verano.
Un sollozo sacudió sus hombros y le hizo temblar todo el cuerpo. ¿Por qué
tenía que ser tan comprensivo? ¿Tan solidario? Debería haberle estado gritando que
era un hombre ocupado que no podía cuidar solo a un bebé.
Atrapó otra de sus lágrimas y murmuró:
305
—Solo es por seis meses, mi amor. Volverás a casa.
—Seis meses es demasiado.
Hades le pasó la mano por la nuca, y Perséfone le permitió acercarla.
Presionó su frente contra la de ella.
—Te amo, Perséfone. Esposa de Hades. Madre de Melinoë. Reina del
Inframundo. Volverás a mí y serás fuerte mientras estés fuera. ¿Entendido?
—Sí —respondió, su voz un poco acuosa—. Lo hago.
—Ahora dime que me amas antes de irte.
Dejó escapar una triste risa espesa.
—Te amo. Te amo más que a la vida misma, más que al aliento, más que a
los mortales que he jurado proteger. Derribaría el cielo si eso te salvaría a ti y a
nuestra hija.
—Ahí está mi esposa feroz. —Se inclinó hacia adelante y presionó sus labios
contra los de ella—. Ahora, ve.
Se estabilizó y se dirigió a la puerta donde esperaba Hermes.
Al menos tuvo la amabilidad de parecer un poco melancólico por ella.
—¿Lista? —preguntó Hermes.
—Nunca.
Él extendió los brazos y ella dejó que la levantara. Las alas de sus zapatos se
agitaron. Echaron a volar y se dirigieron hacia el portal más cercano, mientras
Perséfone miraba por encima de su hombro y mantenía los ojos abiertos hasta que le
lloraron. Quería una vista más del Inframundo. Un último recuerdo para ayudarla a
pasar los próximos seis meses.
El reino de los mortales había perdido su brillo ahora que sabía lo que la
esperaba. Hermes la dejó en los campos de trigo y se frotó la nuca.
—Bueno, supongo que esta es la despedida.
—¿De repente te sientes culpable, Hermes? —preguntó.
—Mira. Todos los Olímpicos tienen un complejo maternal, eso es todo lo que
digo. Hay algo malo en alejar a un niño de su madre. —Frunció el ceño—. O tal vez
está en alejar a una madre de su hijo. De cualquier manera. No se siente bien estar
haciendo esto. 306
—No, no lo es. —Volvió a mirar el templo dorado que su madre había
construido en su ausencia—. Pero es el camino de mi vida y el castigo que debo
soportar. Te libero de tu culpa, Hermes. Simplemente estás haciendo lo que te dicen.
Cuando él no respondió, asumió que ya se había ido volando. Pero Perséfone
se volvió y vio que aún estaba allí observándola.
Dejó que sus manos cayeran flácidas a los costados, e incluso las alas en sus
tobillos parecieron caer.
—Tal vez ya no quiero hacer lo que me dicen —susurró, su voz arrastrada
con el viento.
—Ojalá fuera una opción para cualquiera de los dos, pero ambos sabemos
que no lo es. La vida como Olímpico se trata de tomar decisiones que satisfagan las
necesidades de los demás. —E incluso si alguno de los dos quisiera salir de esta
vida, no podrían. Esa era la brutalidad de ser inmortal.
Una vida eterna dedicada a todos menos a ellos mismos.
Avanzó por los campos y tocó las puntas del trigo con los dedos. Aliviaron un
poco el tormento en su alma, aunque aún sentía como si algo estuviera
horriblemente mal. Había dejado una parte de sí en el Inframundo.
El nacimiento de Melinoë la había convertido en una mujer. Una madre. Otra
etapa de la vida en la que había necesitado pasar un tiempo alejada de su madre para
convertirse en esta versión de sí. Y su madre, la diosa de la cosecha que era
conocida como oradora por todas las madres, no le permitiría hacer eso.
Porque necesitaba parecerse a la diosa doncella.
Entró en el templo donde Deméter ya estaba esperando. Su madre estaba de
pie con los brazos extendidos, puro espectáculo, aunque no hubiera nadie aquí para
verlas.
—¡Mi hija! Cómo te han extrañado.
Perséfone abrazó a su madre porque la había extrañado. Sin importar lo difícil
que pudiera ser Deméter, Perséfone aún la habría querido allí durante el parto. Había
deseado que su madre pudiera tomar su mano y responder a sus preguntas. Deméter
había dado a luz. Conocía esta etapa de la feminidad y, sin embargo, nunca habría
puesto un pie en el Inframundo.
—Hola, madre —dijo.
—¿Confío en que estés bien?
307
—He sanado, si eso es lo que estás preguntando. —Se echó hacia atrás y
abrió los brazos para que Deméter pudiera mirarla de arriba abajo—. Los poderes de
una diosa. Es como si el nacimiento nunca hubiera ocurrido.
—Bien. —Deméter la miró críticamente—. Preferiría que los mortales no
supieran que la niña está viva. Necesitan que sigas siendo la diosa virgen.
—¿La niña? —Frunció el ceño y se esforzó mucho en darle a su madre el
beneficio de la duda—. ¿Te refieres a tu nieta?
Deméter agitó una mano en el aire.
—Sí, sí, nieta. He oído. Hermes me ayudó mientras me contaba lo que habías
hecho. Ciertamente te mantienes ocupada, querida.
¿Cómo podía no importarle a su madre que tuviera una nieta? ¿Que había
nacido una niña en su familia?
—¿Ni siquiera quieres conocerla? —preguntó. Claro, Melinoë no se parecía
en nada a Deméter, y obviamente era una hija del Inframundo, pero eso no
significaba que no fuera adorable. Deméter era su abuela, ¡por el Olimpo!
Deméter suspiró.
—Querida. Hay muy poco en este mundo que requiera cambios. No sé por
qué pensaste que sería inteligente traer un niño a este mundo, pero puedo prometerte
que no es algo que yo habría hecho. Estoy segura que es una bebé adorable, pero
aquí tenemos trabajo que hacer. Tienes trabajo que hacer. Y necesito que te
concentres mientras estás en el reino mortal conmigo.
Y eso fue todo.
Perséfone no podía discutir con ella. Tenía mucho trabajo que hacer aquí y, a
la larga, tendría que hacerlo. Los mortales la necesitaban para que Deméter les diera
una buena cosecha. A pesar de todo su poder, Perséfone no podía asegurarse de que
la tierra les proporcionara recompensa. Ese era el papel de Deméter, y Perséfone
solo podía representar su papel.
Así que, lo hizo.
Perséfone hizo todo lo que le pidió su madre. Fue amable con los mortales.
Fue a sus festivales y bailó cuando quisieron. Susurró palabras de aliento a las
madres nuevas que habían escuchado los rumores de que tenía un hijo. Y cuando
quisieron ver magia, ella fue particularmente buena para asegurarse de que la vieran.
Seis meses de trabajo arduo. Seis meses convenciendo a su madre de que no 308
pasaba nada, por supuesto que no. No lloraba hasta quedarse dormida por las
noches.
Las ninfas vieron la diferencia en ella. Supieron que algo andaba mal, y
quisieron ayudar. La luz brillante de una diosa maravillosa se había atenuado de
alguna manera. Volviéndose más oscura y más peligrosa con cada día que pasaba. El
Inframundo se reflejaba a través de los ojos de su amada Perséfone. Y eso les daba
miedo.
En lo que a ella respectaba, deberían tenerle miedo. Le había tomado mucho
tiempo desarrollar todo el poder dentro de su pecho. Había convencido a los
humanos para que la adoraran, e incluso el grupo de culto que ahora seguía tanto a
su madre como a ella misma, pensaba que Perséfone era la más fuerte de las dos.
Susurró historias locas en sus oídos, para entretenerse. Cómo era ella a quien
temían en el Inframundo. Cómo juzgaba a las almas y las castigaba cuando
necesitaban ser castigadas. Se construyó un nombre de terror y brutalidad.
Deméter odiaba lo que estaba haciendo. La cantidad de regaños que recibió
diariamente la habría mandado a esconderse cuando era joven.
Ahora, Perséfone asumió que estaba haciendo algo bien si Deméter estaba
enojada.
En comparación con la primera vez, estos seis meses se prolongaron aún
peor. Sí, la cosecha fue maravillosa. Los humanos la adoraron tanto a ella como a su
madre mucho más de lo normal. Pero estaba cansada.
Perséfone estaba condenadamente cansada.
Y cuando llegó el momento de irse, Deméter llamó a su hija a su lado y la
abrazó.
—He disfrutado mucho estos meses, querida.
—También yo. —Pero las palabras se sintieron como una mentira.
Se sintió culpable por ellas. Solo tenía una madre. Deméter era la única
persona que tenía en este mundo que era su familia, y debería darle más tiempo. Más
amor.
Pero entonces recordó que los Olímpicas en realidad no eran madres, y que Hades y
ella eran los atípicos en sus familias. Nadie era como ellos, y Deméter no era la
madre solidaria que le gustaba que pensaran los mortales.
A Deméter no le importaba si Perséfone estaba aquí. Solo le importaba si la
gente pensaba que Perséfone estaba aquí.
309
Alejándose de los brazos de su madre, dejó escapar un suspiro largo y se
relajó por primera vez en tanto tiempo.
—Hermes, estoy lista para irme a casa.
La tomó en sus brazos, y juntos, buscaron el portal más cercano que la
llevaría a casa.
A terrizó en el Inframundo y corrió lejos de Hermes. Aunque debería
haberse despedido, no había tiempo. Su hija probablemente había
crecido. Su esposo había estado tan lejos de ella, y necesitaba sentir
sus labios sobre los suyos nuevamente.
Había extrañado este lugar con cada fibra de su ser. Por mucho que hubiera
soñado con el Inframundo, no era lo mismo que sentir las arenas negras debajo de
sus pies o el aire brumoso en sus mejillas.
Sus pies golpearon la orilla hasta llegar al castillo. Irrumpiendo a través de las
puertas, corrió hacia su oficina. No estaría en el dormitorio a esta hora del día. Y
Cerbero no la había vencido para hacerle saber a su amo que la reina había
regresado.
310
Quería sorprenderlo por sí misma. Quería que la viera volver con él antes de
que nadie más lo supiera.
Solo unos momentos con su familia. A solas. Antes de que todos quisieran
dar la bienvenida a su reina a casa.
Se deslizó hasta detenerse frente a la puerta abierta de la oficina y se deleitó
con los detalles más allá. Hades se sentaba junto a un moisés. Sostenía un libro de
contabilidad en una mano, evaluando las marcas grabadas en él mientras usaba un
pie para empujar la cuna de Melinoë. La bebé tenía al menos el doble del tamaño
que esperaba Perséfone, ya tan grande. Con una cabeza llena de cabello negro y
unos ojos que observaron a su madre con una consciencia inquietante para su edad.
—Hola, esposo —dijo.
Él saltó. Hades alzó la mirada para verla parada en la puerta y luego se
levantó como un hombre que hubiera visto un fantasma. Dejó el libro con cuidado
sobre la mesa, sus movimientos mesurados y lentos.
Después estaba corriendo hacia ella. Tan rápido que podría haber creído que
se había teletransportado para estar frente a ella más rápido. Tomó su rostro entre
sus manos y la besó con todo el dolor profundo que ambos habían sentido durante
estos largos meses separados el uno del otro.
Hades devoró sus labios. Consumió su alma y se tragó toda la tristeza y culpa
que había sentido en las noches largas que había estado lejos de su lado. Y cuando
ambos necesitaron respirar, él se apartó solo un poco de modo que pudiera presionar
sus labios contra los de ella mientras hablaba.
—Te extrañé —susurró contra sus labios—. Te extrañé tanto que apenas
podía pensar.
Se dio cuenta que había estado tan preocupada de que él la olvidara. Y eso era
una tontería para pensar, considerando que su esposo también estaba cuidando a su
hija. No podría olvidarla cuando un bebé le recordaba todos los días lo conectados
que estaban. Pero aun así había tenido miedo.
Ahora de pie frente a él, sabía cuán equivocados estuvieron los pensamientos.
Hades siempre estaría con ella porque adoraba el mismo suelo que pisaba. Y en
respuesta, ella lo amaba con todo su corazón, cuerpo y alma.
Le rodeó el cuello con los brazos, hundiéndose en su abrazo con un zumbido
silencioso de placer.
—Mi esposo, te extrañé más de lo que las palabras pueden decir.
La besó una vez más y se perdió en su abrazo. El mundo se desvaneció hasta 311
que no fue consciente de nada más que sus labios, su lengua y sus manos aferrando
su cintura.
Si tan solo tuvieran unos minutos más juntos. El tiempo suficiente para
escabullirse de modo que pudiera disfrutar del toque de su esposo sin dejar una
cicatriz de por vida en su hija. Melinoë veía demasiado con esos ojos ancestrales.
Alguien tosió detrás de ellos, aclarándose la garganta de una manera bastante
exagerada antes de que escuchara sus pasos acercándose aún más. Se apartó de su
esposo suspirando, y miró por encima del hombro.
—¿Sí?
Hécate estaba detrás de ellos, con las manos cruzadas detrás de la espalda
mientras intentaba contener su sonrisa claramente.
—Bienvenida a casa, mi reina.
—Gracias.
—¿Quizás te gustaría que cuide a la pequeña mientras Hades y tú se ponen al
día? —Arqueó una ceja—. Imagino que ustedes dos tienen mucho de qué… hablar.
A Perséfone no le gustaría nada más. Hécate debe haber visto la respuesta en
sus ojos, porque permaneció esperando a medida que Perséfone se desenredaba de
los brazos de Hades y caminaba hacia su hija.
Levantando a Melinoë en sus brazos, abrazó a la bebé de olor dulce. Al
inhalar el aroma de su cabello, Perséfone suspiró de felicidad.
—También te extrañé, dulce hija mía. Eres lo más maravilloso que me ha
pasado. Lamento haber tenido que dejarte por tanto tiempo.
Melinoë extendió la mano y agarró un puñado del cabello de Perséfone.
Balbuceando unas cuantas palabras extrañas, se metió los mechones de cabello en la
boca y gorgoteó más galimatías.
—Sí —respondió Perséfone—. Sé que has crecido mucho desde que me fui.
Si pudiera haber estado aquí para verlo, lo habría hecho. Pero mamá ahora está aquí.
Te veré crecer durante otros seis meses enteros, y entonces tendrás que crecer un
poco con tu padre. Pero hasta entonces, eres toda mía.
Besó la mejilla del bebé antes de entregársela a Hécate, quien esperaba con
los brazos abiertos.
Melinoë, mostrando una inteligencia obvia mucho más allá de sus años, le dio 312
a su madre una mirada de descontento por encima del hombro de Hécate.
Perséfone se encogió de hombros.
—Eres toda mía, en un momento. Primero déjame hablar con tu padre, luego
iré a buscarte y podrás mostrarme todas las cosas que has aprendido mientras no
estaba.
Eso pareció apaciguar a la niña inusualmente inteligente. Melinoë presionó su
mejilla contra el hombro de Hécate, y se alejaron por el pasillo. Probablemente se
metería en algún tipo de problema, si conocía a Hécate. La diosa de la luna le
enseñaría a su hija a ser una criatura salvaje que tendría a todo el Inframundo bajo su
pulgar.
A Perséfone no le extrañaría que Melinoë incluso tuviera a los Titanes de su
lado.
Sin embargo, una vez que su hija fue manejada adecuadamente, pudo
concentrarse en su esposo. Perséfone se hundió en sus brazos, besándole la cara cien
veces más.
—Pensé que sería más fácil cada vez, pero no es así. Se vuelve más difícil
cada momento que tengo que estar lejos de ti.
Él aceptó sus besos con una risa radiante, pero se apartó antes de que ella
pudiera escalar aún más.
—¡Perséfone! Mi amor, detente. Detente. ¡Tengo una sorpresa para ti!
Por mucho que quisiera devorarlo, una sorpresa sonaba encantadora.
Echándose hacia atrás, respiró profundo y asintió.
—Está bien, de acuerdo. Si debemos. Espero que sea una sorpresa agradable,
de lo contrario, podría tener que volver con mi madre.
—No podríamos permitir eso, ¿verdad? —Agitó sus cejas y le hizo un gesto
para que saliera de la oficina—. Está en la sala del trono.
—¿La sala del trono? —repitió. ¿Qué podría tener para ella en la sala del
trono?
Perséfone lo siguió a medida que caminaba a zancadas por los pasillos. Hades
silbaba mientras avanzaban, con las manos metidas detrás de la parte baja de la
espalda y un vaivén en su paso. Teniendo en cuenta que había regresado, tal vez solo
se sentía más feliz de lo habitual. Pero Perséfone pensaba que era más probable que
estuviera disfrutando demasiado con esta sorpresa.
313
Una vez que llegaron a la oscura sala del trono, él permitió que ella entrara
primero. Perséfone lanzó su mirada alrededor de la habitación, buscando algo
diferente a las muchas veces que había juzgado a la gente aquí. Recordó estar
sentada en el trono mientras Heracles le suplicaba ayuda. Recordó haber mirado a
hombres mortales que querían algo de ella y sabiendo que tenía el poder para no
dárselo.
Todos parecían iguales. Pero estaba más feliz en este momento que en
muchos años.
—Muy bien —dijo, girando para mirarlo una vez más—. Entonces, ¿cuál es
esta sorpresa?
Le tendió el brazo para que ella lo tomara.
—Ven conmigo, esposa. Sentémonos en los tronos para que pueda decírtelo.
Una vez más, qué extraño pedido de su esposo, quien nunca había estado
interesado en pasar mucho tiempo aquí. Tenía demasiadas cosas que hacer, y no era
del tipo que disfrutara sentarse en un trono más de lo que disfrutaba haciendo cosas
en su reino.
Aun así, dejó que la guiara hasta su asiento espinoso y la acomodó en el cojín
negro.
Se inclinó frente a ella, de rodillas ante su esposa. La miró fijamente, sus
manos entre las suyas. Sus ojos se llenaron de una emoción sin nombre que ni
siquiera podía adivinar.
—Hades, me estás asustando. —Apretó sus dedos con fuerza—. Dijiste que
había una sorpresa, pero ¿por qué estamos aquí?
—No quiero asustarte. Solo quiero que sepas lo profundo que corre mi amor
por ti. Lo mucho que aprecio que estés aquí, en este reino, apoyándome a mí y a
nuestra hija. Me has dado una vida que nunca creí posible, Perséfone. Y despierto
todas las mañanas agradeciendo a cualquier dios que te haya enviado. Eres un
regalo, pero más que eso, eres lo que trae la luz a mi alma.
Las lágrimas se acumularon en sus ojos.
—El honor es mío. Me has dado un hogar y me has dejado ser quien quería
ser.
Levantó sus manos y presionó los labios contra sus dedos.
314
—Pasé muchas horas mientras no estabas intentando pensar en el único
regalo que te mostraría la intensidad de mi amor, pero luego me di cuenta que no
podía ser solo un regalo mío. Tenía que ser de todo el Inframundo a quien has
encantado con tu bondad y corazón.
Se inclinó alrededor del trono y reveló un aro delicado hecho de piedra de
obsidiana con astillas de rubíes rojos. La roca había sido tallada imposiblemente en
giros elegantes y arcos que se enroscaban alrededor de su frente y se ocultaban en
los rizos largos de su cabello. Hades levantó el aro y se lo puso sobre la cabeza.
—Una vez te pedí que te casaras conmigo —murmuró, mirándola fijamente a
los ojos—. Pero nunca te pedí que fueras una reina. Nunca te pregunté si querías
algo de esto, pero lo aceptaste con gracia y aplomo. Ahora, te corono como la reina
del Inframundo de modo que sepas que sin importar dónde estés, tu familia, tu
gente, están aquí esperándote.
Las lágrimas ardieron en sus ojos y corrieron por sus mejillas. No sabía cómo
agradecerle por esto. ¿Cómo había sabido que lo único que ella había querido era ser
aceptada? Plenamente, no solo por lo que alguien más quisiera que fuera, sino por la
magia que la hacía Perséfone.
La oscuridad dentro de ella se elevó y se fundió con la otra mitad. Y por
primera vez en su vida, Perséfone sintió que no eran dos personas en guerra dentro
de un cuerpo.
Era una sola.
—Gracias —susurró, acercándose a él y atrayéndolo. Lo besó con todo el
dolor y alivio que sintió en su interior. Lo besó hasta que pudo saborear la sal de sus
propias lágrimas—. No tienes idea de lo mucho que significa esto para mí.
—Creo que sí —respondió Hades. Hundió sus dedos en los mechones
espesos de su cabello y la abrazó con fuerza—. Perséfone, eres mi familia. Mi
esposa, mi alma, mi amor. No puedo decirte lo afortunado que soy de tenerte, pero
te prometo que pasaré el resto de mi vida demostrándote que soy digno.
—Sé que eres digno —respondió—. Lo sé todos los días.
Se inclinó hacia adelante y lo besó nuevamente. Él se estremeció bajo su
toque. El poder dentro de ella dejó escapar un suspiro de felicidad, y supo que era
reina por una razón.
Incluso el dios de la muerte temblaba ante su toque.
315
A
mbrosius se apoyó en sus manos, sentado en el suelo ante el
fuego.
—Eso es muy diferente de la historia que me contaron.
—Ah, sí, el secuestro. La violación. Obligarla a comer las
semillas de granada cuando lo único que quería era volver con su madre. Esa es la
historia que conocías, ¿no? —La Oráculo arrojó un trozo de madera al fuego—. Esa
es la historia que todos cuentan.
—Ni siquiera pensé que podría haberlo amado. —Se rascó la barbilla,
mirando fijamente las llamas vacilantes como si pudieran tener algunas respuestas
para él—. O que él la amaría tanto.
—Pocos lo hacen. Quieren pensar en él como el monstruo, cuando ambos son 316
criaturas bastante monstruosas que se encontraron.
Supuso que era la forma correcta de pensarlo. Una persona no puede arreglar
a un monstruo, y tampoco un monstruo puede amar a una persona. Pero podrían
unirse y encontrar consuelo en los brazos del otro.
Sabiendo que se acercaba el final, se inclinó un poco más hacia el fuego. Un
escalofrío ya se había apoderado de sus hombros, deslizándose por sus brazos,
dejando la piel de gallina a su paso.
—Gracias por contarme la historia.
—Fuiste tú quien insistió hasta lograrlo. —La Oráculo se movió para pararse
frente a él, y él juró que sus rasgos cambiaron.
Donde antes había sido una hermosa mujer joven y ágil, ahora parecía mayor.
No del todo anciana, más parecida a una madre que a una vieja. Se agachó ante él y
le tendió la mano. Tocando su mejilla.
Fue gentil cuando trazó las líneas de su rostro. Relajante a medida que lo
tranquilizaba:
—Todo será indoloro.
Había intercambiado su vida por esta información. Esta historia que iría con
él por el resto de sus días. Y ahora sabía la verdad que muy pocas personas habían
descubierto.
—¿Me arrepentiré de esto? —preguntó.
Otra voz los interrumpió. Esta era suave, tranquila y tan profunda como el
océano.
—No creo que te arrepientas, Ambrosius. Pero solo el tiempo lo dirá.
Cerró los ojos con fuerza contra las lágrimas repentinas. No podía ser ella. No
podría sobrevivir si estaba parada al otro lado de ese fuego, esperando para
recogerlo por sí misma. No su diosa. No era digno de tal honor.
Pero cuando abrió los ojos, ella estaba allí. Vestida con un peplo gris que
parecía la niebla de una mañana de principios de verano. Sus rizos castaños se
enredaban alrededor de su rostro y volaban con una brisa que él no podía sentir. Era
increíblemente hermosa allí parada con una sonrisa leve en su rostro.
—Hola —saludó, su voz espesa con sus lágrimas—. Entonces, ¿has venido a
recogerme?
317
—Debería ser Tánatos —respondió. Perséfone se acercó a él y se sentó junto
a la Oráculo—. Después de todo, es el dios de la Muerte. Pero creo que puedo hacer
una excepción por ti.
—¿Por qué?
—Porque fuiste el primer mortal que vino a este lugar, dispuesto a cambiar su
propia vida para entender quién era. Quién soy. Y porque te preocupaste lo
suficiente como para saber que estoy aquí por ti, y que, de todas las personas, podría
tienen una historia diferente a la que cuentan otras personas.
Tragó pesado.
—No merezco ese reconocimiento.
Ella sacudió la cabeza y le tendió la mano para que la tomara.
—Oh Ambrosius, vales mucho más que eso.
Él tomó su mano. La mismísima Perséfone lo puso de pie, casi como si lo
hubiera sacado de su cuerpo. Y cuando miró por encima del hombro, se dio cuenta
que aún estaba sentado en el suelo. Su forma física se inclinó hacia un lado y cayó a
los brazos expectantes de la Oráculo.
Cuando volvió a mirar a Perséfone, ella volvió a sonreír.
—Ven —repitió—. Cuidaré de ti. Siempre.

FIN

318
Ellos la llamaban monstruo.
Él la llamaba su amiga.
Pero aun así le cortó la cabeza.
Se suponía que enviar a Medusa a
trabajar en el templo de Atenea la
mantendría a salvo. Protegerla de
miradas errantes, porque su madre temía
que tal belleza pudiera traerle la muerte.
Pronto, aprendería, que el temor era de
hecho una profecía.
Todo lo que hizo falta fue un
vistazo para que Poseidón supiera que 319
tenía que tenerla. Una mirada. Una noche
fatídica. Y la vida nunca volvería a ser la
misma.
Atenea, furiosa por lo que sucede
esa noche entre su sacerdotisa y su
hermano, no le importa que Medusa haya
sido una participante involuntaria y la maldice para que ningún hombre la desee
nuevamente.
Pero a Perseo no le importa que Medusa sea un monstruo. Sin importar a
cuántas mujeres encuentre, su memoria lo atormenta. De modo que, la apoya, un
amigo… hasta que se le da la oportunidad de casarse con una princesa y ocupar el
lugar que le corresponde como hijo de Zeus.
Ahora no se detendrá ante nada para conseguir su trono. Incluso si eso
significa matar a su amigo.

Myths and Monsters #2


L a autora más vendida del momento, Emma Hamm, creció en una
ciudad pequeña rodeada de árboles y animales.
Sus libros son siempre un poco feministas y están orientados a
empoderar tanto a hombres como a mujeres para que se sientan cómodos en su
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propia piel.

Myths and Monsters:


1. Tempting Hades
2. Becoming Medusa
3. TBA
Moderación
LizC

Traducción
LizC

Corrección
Carib Mari NC 321
Imma Marques Sareta
Vickyra

Recopilación y revisión
LizC

Diseño
Tolola
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