Erya Reinos Malditos 2 El Espiritu Del Espejo
Erya Reinos Malditos 2 El Espiritu Del Espejo
Erya Reinos Malditos 2 El Espiritu Del Espejo
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© 2020 Erya
© Ilustració n de cubierta: Ana Paula Lomas (@hadadeincognito)
© Ilustraciones de interior: Ana Paula Lomas (@hadadeincognito)
© Ilustracion carteles: Designed by macrovector / Freepik
Correcció n: Ana Escudero e Iria Conde Romero
Primera edició n: diciembre 2020
Derechos de edició n en españ ol reservados para todo el mundo.
© 2020, Ayaxia Ediciones
www.ayaxiaediciones.com
ISBN: 978-84-122390-4-1
Queda rigurosamente prohibida sin autorizació n por escrito del editor cualquier forma de
reproducció n, distribució n, comunicació n pú blica o transformació n de esta obra, que será
sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a CEDRO (Centro Españ ol de
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esta obra (www.conlicencia.com; 91702 19 70 / 93 272 04 47).
Para Ana, porque sin ti, Blancanieves
no tendría ese toque que la hace especial…,
y por darle nombre a Rolan.
É rase una vez, en un reino donde…
Espera. De nuevo, lector, debo advertirte algo antes de que te
adentres en una nueva historia.
¿Para qué?
Para creer en la magia.
Para creer que a veces todo sucede por un motivo, y ese motivo
puede ser muy simple y a la vez muy complicado: cosa de magia.
La magia responde muchos porqués.
¿Quieres una respuesta ló gica a todo?
Entonces, quizá s no estés preparado para adentrarte en esta historia.
Porque ella es pura magia.
Si me conoces de La maldición de los reinos, ya sabes quién soy. Si no,
me presento:
Soy quien todo lo sabe. También soy quien nada sabe.
Soy la magia que va y viene.
Soy las palabras que a veces todo te explicará n y otras confusió n te
creará n.
Soy quien entra y sale de los personajes, quien te muestra sus
pensamientos o los mira desde fuera.
Soy quien te sumergirá en una historia real e irreal, una historia de
sueñ os y pesadillas.
En definitiva: soy quien te contará una historia portadora de magia.
Tú decides ahora, lector; adentrarte y creer o pasar a ciegas y no vivir
lo que encierran estas pá ginas…
Bienvenido a El espíritu del espejo.
Capítulo 1
Surgieron rumores por el color de su piel, que distaba mucho del de los
reyes. Todos se preguntaban có mo era posible.
Magia, respondían unos.
Para otros, la respuesta era otra pregunta: ¿era la princesa la
verdadera heredera?
Ella crecía ajena a todo ello. Jugaba por los jardines reales con su
mejor amigo, el hijo de un soldado, que fingía ser un cazador a las
ó rdenes la reina. Blancanieves, simulando ser la soberana, le mandaba
los má s peculiares trabajos, como que le trajera una semilla má gica o
una lá grima de hada.
—Espero que, cuando sea mayor y me convierta en tu cazador, me
mandes misiones má s acordes con mi ocupació n y no cosas tan raras.
—¿Raras? —inquirió la pequeñ a princesa, alzando las cejas sobre los
ojos color caramelo que destacaban en su rostro de ébano—.
¡Posesiones propias de una reina! —Puso los brazos en jarras y alzó el
mentó n.
É l bajó su arco de juguete.
—¿Y para qué sirven?
Tras unos instantes meditá ndolo, la niñ a se encogió de hombros y
respondió :
—¿Para poder decir que yo las tengo y otros reyes no?
Ambos estallaron en las carcajadas que llenaban a diario los pasillos
y jardines de palacio.
Pasaron los añ os y Blancanieves creció en edad y belleza.
Cuando alcanzó la adolescencia, su padre, el rey, volvió a casarse con
una hermosa mujer que apareció en un baile encandilando a todos con
su porte y elegancia. Nadie la conocía, nadie sabía de dó nde venía, pero
se ganó la admiració n de los presentes y el favor del mismísimo
soberano.
La princesa la aceptó con entusiasmo. Deseaba que su padre fuera
feliz, y también una figura maternal que le enseñ ara.
Al principio, su madrastra le dedicaba sonrisas y regalos. Una vez,
incluso le mostró su má s preciado tesoro: una manzana má gica que le
aportaba belleza sin igual.
La nueva reina había ordenado limpiar y adecentar la torre del ala
oeste. Allí llevó algunas de sus pertenencias: libros de magia, frascos
llenos de los líquidos má s extrañ os, un pequeñ o caldero y un espejo que
añ os atrá s había pertenecido a su antecesora, madre de la princesa de
tez oscura.
Blancanieves, de la mano de la reina, descubrió este lugar con gran
interés. No alcanzó a comprender de qué trataban los có dices que
adornaban una de las vitrinas. Aunque sabía leer, no distinguió el
idioma en el que estaban escritos, mas no preguntó ; los libros nunca
habían llamado especialmente su atenció n. Sí se entretuvo, sin
embargo, con los frascos de diversos colores que había en otra vitrina.
Algunos brillaban levemente. Le parecieron má gicos.
—Acércate —le ordenó la reina.
Su hijastra desvió la atenció n de los líquidos brillantes y fue junto a la
mujer, que tenía el brazo extendido hacia ella. Cogió su mano y su
madrastra la colocó a su lado.
—Espejo, espejo má gico, ven a mi llamada.
Un denso humo negro cubrió parte de la superficie y unos ojos de un
azul grisá ceo resplandeciente aparecieron. Blancanieves dio un paso
atrá s, asustada.
—No temas —dijo la mujer, y la colocó ante sí con las manos sobre
sus hombros.
Una voz habló :
—¿Qué deseá is, mi reina?
—Dime, ¿quién es en este reino la má s hermosa?
El humo desapareció para mostrar el reflejo de la propia soberana, al
tiempo que la voz grave y penetrante respondía:
—Vos, Majestad, sois la má s bella del reino y má s allá . Nadie os
supera en beldad, pues poseéis una belleza sin igual.
La mujer sonrió complacida, ejerciendo una suave pero firme presió n
en los hombros de la princesa.
Capítulo 4
Con el paso de los añ os, el rico mercader fue perdiendo poco a poco
toda su fortuna. Invirtió en nuevos productos y modificó el negocio
para evitar las pérdidas, mas no sirvió de nada. Llegó el día en que no
podían permanecer en la ciudad. Las deudas le ahogaban y apenas
podía mantener a todos sus hijos.
Tuvieron que volver al pueblo donde él y su difunta mujer habían
crecido, al sur de donde se situaba el castillo de la reina Selene y el rey
Endimió n. Allí todavía conservaba la casa de sus padres. Con la ayuda
de sus hijos y de Bella, logró que fuera un hogar en el que atravesar
aquella mala época. Sus otras hijas se sentaban a quejarse,
desconsoladas. Habían perdido sus elegantes vestidos, sus brillantes
joyas y a cuantos las pretendían. Ahora formaban parte del
campesinado.
Ahora no eran nada.
Los chicos hicieron un huerto y plantaron diversos vegetales con los
que autoabastecerse. Su padre acudía al pueblo cada día mendigando
un trabajo. A veces se pasaba las horas de un lado a otro sin conseguir
nada; otras, conseguía algunas monedas a cambio de trabajos pesados
poco duraderos.
Bella se encargaba de la casa y se esforzaba por cocinar platos
exquisitos con lo que conseguían del huerto y el mercado a cambio de
las míseras monedas de su padre. Se inventaba juegos para pasar las
tardes y hacer reír a sus hermanas mientras los chicos se esforzaban en
aprender técnicas de lucha para entrar a formar parte del ejército del
rey. Así al menos tendrían un futuro y una paga con la que mantener a
la familia.
—¿Có mo voy a salir con este vestido? —decía una.
—Siento como si mi cuello estuviera desnudo sin un diamante —
comentaba la otra.
La menor les proponía salir al pueblo a pasear y siempre recibía las
mismas negativas.
Aquel día, Bella decidió coger el escaso dinero que tenía ahorrado y
gastarlo en algú n regalo con que animarlas. Se colocó su capa azul
desgastada, agarró una cesta de junco y se despidió de ellas, que solo
movieron la cabeza en un gesto vago.
Los chicos, como era costumbre, ya estaban trabajando la tierra.
Bromeaban y reían. También echaban de menos la riqueza, y en
ocasiones se les hacía dura aquella nueva vida. Sin embargo, habían
conseguido adaptarse y ser optimistas. Confiaban en que su padre
pronto saldría a flote de nuevo.
Los tres le dijeron adió s con la mano y ella les devolvió el gesto.
Varios pueblerinos la saludaron cuando se cruzaron con la muchacha.
Bella les dedicó una sonrisa amable.
Se dirigió a la librería, que no era má s que una pequeñ a tiendecita
con trece libros. Bella los había devorado todos en su tiempo libre, pero
le gustaba ir cada semana por si había alguno nuevo para leer, una
historia nueva por vivir. Había intentado compartir las lecturas con sus
hermanas para que vivieran aventuras con ella, mas solo mostraban
desprecio por los libros. Consideraban que servían para perder su
tiempo sin aportar nada.
Ellas no lo entendían.
Cuando entró , se encontró con una niñ a de cara dulce tumbada sobre
una alfombra con uno de los libros abierto delante de ella. Admiraba los
dibujos mientras se apoyaba sobre sus codos y balanceaba sus piernas.
Sus cabellos rubios enmarcaban su rostro de mirada oscura.
—¡Hola! —exclamó Bella con entusiasmo.
La niñ a levantó la mirada y sonrió , pero enseguida volvió a
concentrarse en las apasionantes ilustraciones. Algú n día aprendería a
leer con soltura y sabría qué escondían los libros. ¿Dragones? ¿Hadas?
¿Sirenas? Quería saberlo todo.
Bella pasó su mirada de la niñ a al resto de la estancia. A la derecha
había varias mesas pequeñ as, ahora vacías, dispuestas de forma
ordenada con algunas sillas a su alrededor. Y a la izquierda, un sofá
ajado y una estantería maltrecha que contenía los libros. Aparte de la
librería, allí se podía tomar uno de los mejores tés que había probado
en su vida, y eso que en la ciudad había gran variedad. El té sostenía
aquel lugar.
Unos pasos se acercaron tras la ú nica puerta que había aparte de la
de la entrada. Daba a unas escaleras que subían a la humilde casa de la
niñ a y sus padres. Una mujer de aspecto jovial y gran parecido con la
pequeñ a apareció . Le dedicó una sonrisa a Bella y se dirigió a la niñ a,
tendiéndole una cesta con un mantel blanco tapando su contenido.
—Rubí, necesito que le lleves la comida a la abuelita.
—¡Estoy viviendo una aventura! —se quejó ella, golpeando la
alfombra con un puñ o.
—El libro no se va a ir a ninguna parte.
La pequeñ a se levantó refunfuñ ando y cogió su capa rubí de un
perchero que había en la entrada. Se colgó la cesta del brazo y se
despidió de ambas. Pero antes de cerrar la puerta, su madre le dijo:
—¡No se te ocurra entrar en el bosque!
—Que no…
Y la puerta se cerró tras ella.
—¿El bosque? —preguntó Bella.
—La casa de su abuela está junto a él y a Rubí le encanta ir por la
linde. Le fascina el Bosque del Invierno Má gico; cree que en él podría
vivir las aventuras que cuentan los libros. No comprende que es
peligroso.
Bella sonrió mirando la puerta por la que se había ido la pequeñ a. La
imaginació n de los niñ os no conocía límites y mucho menos peligros.
—¿Hay algo nuevo?
La mujer le indicó que la siguiera hasta la estantería, cogió un libro y
se lo tendió . Una pareja bailaba en él, ajena a la malvada mirada de una
hermosa mujer de cabellos negros.
—Hace unos días alguien nos lo dejó en la puerta. Trata sobre
sueñ os, un amor má gico y unas hermosas hadas que en realidad son
malvadas. Seguro que te encanta.
Bella lo cogió encantada por tener una nueva aventura por vivir.
¿Hadas malvadas? Inconcebible. Seguro que era una historia
fascinante.
Capítulo 5
Cada noche era peor que la anterior. El frío se colaba por cualquier
rincó n de la cabañ a, por mucho empeñ o que pusieran en reparar cada
recoveco. Su padre cayó enfermo. Empezó siendo un vulgar resfriado
que poco a poco fue a peor.
Sus hijos le dejaron la mejor de las mantas que poseían y el resto
compartió las otras dos. Pero al mercader le costaba conciliar el sueñ o.
La garganta le ardía al respirar, el pecho le daba pinchazos y tenía la
nariz tan fría que creía que en cualquier momento se le caería por
congelació n.
Se levantó en mitad de la noche y paseó por la casa para entrar en
calor. Entonces escuchó unos golpes en la puerta. Al principio creyó que
se trataría del viento que soplaba con furia como cada noche, pero al
mirar por la ventana apreció que tan solo caían algunos copos de nieve,
que reflejaban la luz de las dos lunas que brillaban esa noche. Una
menguante y otra creciente. La tercera, la celeste, se hallaba en su fase
de luna nueva. No corría el aire. Los golpes se repitieron y, temeroso, se
acercó a la entrada. Pensando que podría tratarse de alguien que
necesitara ayuda, se armó de valor y abrió una pequeñ a rendija. Al otro
lado vio a un ser menudo de orejas puntiagudas, ojos dorados y ropas
verdes, seguramente hechas a partir de plantas.
—¡Gran noche! —saludó con voz chillona.
El hombre no respondió . Entrecerró los ojos.
—Veo que eres hombre de pocas palabras. O ninguna, debería decir.
—El ser rio con su propio chiste—. Iré al grano, anciano. Tendréis una
riqueza ilimitada para siempre. —El mercader abrió mucho los ojos por
la sorpresa. Se pellizcó la mejilla por si estaba soñ ando, pero el ser no
desapareció —. ¡Pues claro que esto es real! Si fuera un sueñ o, tú
estarías mejor y yo sería má s alto. —Volvió a reír.
—¿Y qué pides a cambio?
El hombre sabía que nadie ofrecía algo a cambio de nada. El
altruismo no estaba a la orden del día en el Reino de la Rosa Escarlata.
—Poca cosa, algo muy insignificante: quiero que me entregues al
primero de tus hijos que vaya a verte al salir el sol.
Al mercader se le cortó la respiració n.
—¿Y eso te parece insignif…?
Le dio tal ataque de tos que no pudo terminar de hablar. El ser levitó
y le dio unas palmadas en la espalda.
—Vamos, vamos. Tienes seis hijos. Uno menos no se notará . —Soltó
una risilla.
Pero el hombre se enfureció y se dispuso a cerrar la puerta.
—Está s muy enfermo y es probable que tus hijos corran tu misma
suerte. —Las palabras del duende le detuvieron—. No sobreviviréis a
este invierno. Te ofrezco la vida de todos ellos, incluida la tuya.
Suspiró antes de mirar de nuevo al ser, que ahora flotaba a la altura
de sus ojos con las piernas cruzadas.
—Me entregaré yo.
—¿Crees que me voy a conformar con un perro viejo pudiendo tener
un cachorro fuerte y dispuesto a lo que yo necesite?
El mercader resopló disgustado.
—No puedo…
—Tú decides, anciano. Mañ ana por la noche volveré. Solo tendrá s
una oportunidad. Si rechazas mi oferta, condenará s a tu familia.
Dicho esto, el ser desapareció .
El hombre cerró la puerta y se quedó apoyado en ella un buen rato,
pensativo. No se veía capaz de entregar a ninguno de sus hijos a ese
duende; a saber qué planes tenía para él o para ella. Pero tenía razó n. Si
no aceptaba, era muy probable que todos murieran.
Regresó a la cama con el rostro surcado de lá grimas. En cuanto se
tapó con la manta, deseó que fuera uno de sus hijos, y no de sus hijas,
quien fuera a verle por la mañ ana. Eran fuertes; seguro que podrían
soportarlo.
Mas cuando la luz del sol acarició su cara y abrió los ojos, todavía
adormilado, se encontró con el rostro de la má s pequeñ a de sus hijas.
Haciendo acopio de sus pocas fuerzas, se incorporó y la abrazó con
pesar.
—¿Padre?
Bella no entendía su reacció n. É l no respondió y ella prefirió no darle
importancia. Le ofreció unas gachas bien calientes para desayunar.
El resto del día el mercader lo pasó sentado junto al fuego con la
mirada perdida en las bailarinas llamas. Debía tomar una decisió n, pero
no se atrevía. No podía tomarla solo.
—Hijos míos, venid.
Dejaron lo que tenían entre manos y se sentaron alrededor de su
padre. Los miró con ojos tristes y los seis hermanos se temieron lo peor.
Las dos mayores se cogieron fuertemente de la mano, prepará ndose
para la terrible noticia.
Les narró lo acontecido la noche anterior. Los chicos se enfurecieron
y ellas chillaron asustadas. Bella se tapó la boca con las manos,
consciente al momento de que había sido ella la primera en ir a ver a su
padre. Este la miró a los ojos, mas ella no le devolvió la mirada. Sus ojos
recorrieron la cabañ a, a sus hermanos y hermanas, y después sí se
posaron en el débil hombre en quien se había convertido su padre.
Respiró hondo.
—Lo haré.
—¿Te has vuelto loca? —le gritó su hermana mayor.
—¡No te dejaremos! —le dijo uno de sus hermanos.
—Podemos ir uno de nosotros en tu lugar.
—El trato era claro —respondió Bella—. Debe ser el primero que fue
a ver a nuestro padre, y he sido yo. Me corresponde a mí.
Los tres chicos se levantaron y planearon matar al ser cuando
volviera. El mercader no decía nada. Las dos hermanas mayores se
abrazaban, esperando una solució n que ellas no propondrían. Ninguna
quería ofrecerse en lugar de la menor, aunque tampoco querían
perderla.
Harta, Bella se levantó y se hizo oír por encima de todos.
—¡Mirad có mo vivimos! No podremos soportarlo mucho má s. Padre
necesita medicinas y calor con urgencia y nosotros no podemos
proporcioná rselo. Apenas conseguimos algo de comer y nuestras ropas
de abrigo está n tan rotas que ya no nos protegen del frío. Necesitamos
una solució n y esta es la ú nica que se nos ha presentado. Si la
desaprovechamos, ¿có mo lograremos salir adelante?
Nadie fue capaz de rebatirlo. Sus hermanas la abrazaron entre
gemidos, agradecidas por su sacrificio. Bella temblaba de miedo, pero
sabía que no había otra opció n. Como había dicho, no podían
desaprovechar aquella oportunidad. Tal vez no se presentase otra.
Antes de caer la noche, entre todos prepararon la mejor cena con lo
que tenían. Era una despedida y un modo de agradecer el sacrificio que
haría su hermana pequeñ a. Con el miedo en sus cuerpos, disfrutaron de
la escasa pero deliciosa comida.
Al terminar, Bella se levantó y cogió el libro que su padre le había
regalado.
—Quiero que os lo quedéis. Así os recordará a mí.
Sus dos hermanas, emocionadas, se miraron con complicidad y
asintieron y, a la vez, le dieron las pulseras que Bella les había regalado.
—Gracias por todo, hermanita —dijeron.
Los tres chicos le dieron otra pulsera. Esta era de acero con tres hilos
de metal trenzado.
—Cada hilo nos representa a cada uno.
Sin decir nada má s, la abrazaron uno por uno con fuerza.
Cuando Bella se dirigió a su padre, cuyos ojos lagrimeaban sin
descanso, le envolvió en sus brazos.
Fue un abrazo breve.
Tres golpes en la puerta los interrumpieron.
Capítulo 9
Era un rojo tan intenso que parecía má gico e irreal. Blancanieves giraba
la manzana en sus dedos, deleitá ndose con su color. Desde la llegada de
su madrastra, los manzanos habían mejorado su aspecto y su fruto se
había convertido en algo demasiado cautivador. Las manzanas parecían
llamar a cualquiera que osara mirarlas. Hilaban una silenciosa melodía
capaz de hipnotizar al ser má s poderoso.
A la joven le encantaba recoger manzanas cuando maduraban. Era
uno de los trabajos impuestos por la reina que disfrutaba de verdad.
Miró a su alrededor. Eran pocas las sirvientas que recogían la fruta
con ella y la llevaban al castillo. Era habitual que la mayoría se dedicara
a aquella tarea. Pero en cuanto un llanto llegó a sus oídos, supo el
porqué.
Había llegado el día.
Por el camino hacia las puertas de palacio se encaminaban varias
doncellas. Algunas iban con la cabeza bien alta; otras, entre sollozos. La
muchacha cargó con su cesta y corrió hacia ellas recogiendo los bajos
de su vestido para no tropezar. Fue ofreciendo una manzana a cada
muchacha que salía de los jardines reales. Unas se lo agradecieron con
el rostro inundado de lá grimas.
—¿Qué voy a hacer ahora? —gimió una mientras cogía el fruto que la
princesa le tendía—. ¿Quién va a querer casarse conmigo a mi edad?
—Puedes hacer muchas cosas —la animó Blancanieves.
—Claro, ¡qué fá cil de decir para una princesa que lo tiene todo! —
espetó una mujer, rechazando la manzana y saliendo con paso
apresurado.
—No sé hacer nada. Solo servir a una reina malvada —repuso la
primera con odio mirando hacia el castillo y apretando el fruto entre
sus dedos.
—Has sido la ayudante del maestro herrero del castillo. ¿Por qué no
dedicarte a eso? —le propuso la joven de piel de ébano.
La joven la miró con los ojos como platos.
—¿Una mujer herrera?
—¿Por qué no? Hay mujeres panaderas, pasteleras, pescaderas…
¿Por qué no herreras? ¿Quién dice que es un trabajo solo para
hombres?
Un brillo de esperanza cruzó los ojos de la doncella y sus labios se
curvaron en una sonrisa de agradecimiento.
—Claro… ¡Claro!
Dio las gracias y se marchó con grandes planes en su mente.
Blancanieves sonrió y miró hacia el castillo. Una vez al añ o, la reina
despedía a las criadas que consideraba demasiado mayores para
servirla. Una cana o una arruga en la piel era motivo de expulsió n. La
mayoría entraban al servicio de su madrastra con doce añ os y pasaban
allí tanto tiempo que, cuando eran despedidas, no sabían manejarse en
el mundo exterior. Y aunque a la princesa le apenaba, sabía que no
podía hacer nada por ellas. No podía inmiscuirse con las sirvientas má s
de lo estrictamente necesario. Como futura reina, debía dar una imagen
y comportarse como tal, por mucho que su madrastra la tuviera
haciendo tareas de sirvientes.
No. Tareas no. Eran pruebas para convertirse en una reina justa y
poderosa. Ya tendría tiempo de arreglar el reino cuando fuera
coronada.
Podría subir los impuestos a los ricos y repartir lo recaudado entre la
població n má s pobre. Alguna vez había pasado por su cabeza
desprenderse de algunas de sus riquezas, pero enseguida la había
rechazado. Una reina debía ser rica, vestir siempre con los trajes má s
elegantes y las má s brillantes joyas. Si no mostraba su poder y riqueza,
¿có mo iba a respetarla el pueblo?
Escoltadas por un soldado, nuevas doncellas entraron en los jardines.
Blancanieves dejó sus quehaceres y se dirigió a paso veloz a la sala del
trono, donde debía estar para la selecció n de las nuevas sirvientas del
castillo.
Pasó por sus aposentos a adecentarse. Su piel tenía manchas de
tierra, así que se lavó rá pidamente y colocó su níveo pelo enmarcando
su oscura tez. Sus labios rojos sonreían en el reflejo del diminuto espejo
que decoraba su bañ o.
Se puso un vestido que conjugaba a la perfecció n con el escarlata de
su sonrisa y corrió por los pasillos hacia donde su madrastra debía de
estar esperá ndola.
—Llegas tarde.
—Lo siento, Majestad. —Hizo una reverencia—. Tenía que
presentarme perfecta para vos.
La mujer la miró de soslayo.
—Casi perfecta. La ú nica que siempre está perfecta es la reina. No lo
olvides.
—No, Majestad.
Con un gesto, su madrastra indicó a los soldados que abrieran las
puertas y dejaran pasar a las futuras doncellas. Siempre había pensado
que para servirla eran mejor muchachas dispuestas y fuertes. Tan
jó venes la temían má s y, por ello, trabajaban mejor y hacían cuanto ella
quería, aunque estuvieran al borde del desmayo. Así era como
funcionaban tan bien las cosas en su palacio.
—¡En fila! —ordenó el soldado que las guiaba—. ¡Postraos ante
vuestra reina!
Todas obedecieron.
La mujer se levantó y, con un gesto, mandó a Blancanieves que
siguiera sus pasos. Se dirigió a la primera de las doncellas y la obligó a
levantarse cogiéndola de la barbilla. Era jovencita, no tendría má s de
catorce añ os. No se atrevió a mirarla a los ojos.
—Bien, bien, me gustas.
Pasó a la siguiente mientras su hijastra le preguntaba el nombre a la
elegida y le indicaba que esperara ante el estrado del trono a que
terminara la selecció n.
La reina repitió la acció n con la segunda. Era má s mayor y a la
princesa le pareció una muchacha hermosa. Demasiado hermosa.
—Tú no eres digna de ser doncella de la reina. Tú y tu familia quedá is
desterrados del Reino de la Manzana de Plata.
La joven se echó a llorar sin entender aquel castigo, pero no se
atrevió a preguntar. Un soldado se acercó a ella y se la llevó de allí.
La tercera se incorporó temblorosa, temiendo correr la misma suerte
que su antecesora. Tenía varias imperfecciones en la piel, algo que
afeaba su rostro. Mas la reina, con un movimiento de su mano, las hizo
desaparecer.
—Mucho mejor. Ante la reina hay que estar con una piel impoluta.
¿Qué pensaría la clase alta si me viera rodeada de doncellas feas y
defectuosas?
Pasó a la cuarta, a la que también aceptó . Ya solo quedaba una joven,
quizá s de la edad de Blancanieves, con el cabello castañ o y unos ojos
avellana rodeando una nariz pecosa que le daba un toque exó tico. Tenía
una cá lida mirada que llamó la atenció n de la princesa. Era la ú nica que
no mostraba miedo, sino curiosidad y valentía.
—Eres demasiado mayor, por lo que veo… —La reina frunció el ceñ o
—. Mas aprecio una gran fortaleza en ti —comentó la reina mirá ndola
complacida.
En cuanto terminó su evaluació n, se dirigió a su hijastra.
—Ya sabes lo que debes hacer.
Se retiró caminando altiva y sensual, con el verdadero porte de una
reina. La princesa la vio alejarse sin ocultar su expresió n de sorpresa;
se preguntaba có mo era posible que la reina hubiera aceptado como
doncella a una joven tan hermosa como aquella que tenía ante sus ojos.
—¿Có mo te llamas?
—Mi nombre es Bella, alteza.
Capítulo 10
Bella echó una ú ltima mirada a su hogar antes de seguir al extrañ o ser
lejos del pueblo. ¿Qué le deparaba el futuro? Cogió aire y lo expulsó
lentamente. No importaba. No mientras su familia pudiera tener la vida
que merecía.
—Aquí está bien —dijo el duende deteniéndose.
Ya no se veía nada má s que el tenue paisaje iluminado por la luz de
las tres lunas, que daba un aspecto tétrico a su acompañ ante. La joven
se envolvió bien en su capa raída. Sin el abrigo de casas ni á rboles, la
brisa corría libre y salvaje, amenazando con helar cada rincó n de su
cuerpo.
É l dio un chasquido y todo desapareció .
El sol rompió la noche.
Estaban en lo alto de una colina y a sus faldas se extendía un
frondoso bosque que nada tenía que ver con el Bosque del Invierno
Má gico. Má s allá se alzaba un esplendoroso palacio, a cuyos pies se
arrodillaba una ciudad.
—¿Dó nde estamos?
—Este es el Reino de la Manzana de Plata, querida.
Bella lo observó con admiració n. Había oído hablar de él, gracias a su
padre, que le contaba sus viajes cuando comerciaba con otros reinos.
Algo se revolvió dentro de ella: la nostalgia. Pero también había otro
sentimiento: la emoció n.
Emoció n por descubrir otros lugares. Siempre había querido viajar y
conocer todo aquello que su padre le describía cuando regresaba.
Atravesaron el bosque. Ella caminaba observando todo en silencio,
mientras él flotaba, iba y volvía, se servía copas de vino o se alimentaba
de frutos que la joven desconocía. Sus tripas rugían y sus pá rpados
amenazaban con cerrarse por el cansancio.
Le llamó la atenció n ver varios manzanos, y supuso que el nombre
del reino debía de tener que ver con aquello. Se acercó a uno, muerta de
hambre, y cogió el fruto amarillento que el á rbol le ofrecía, como si
supiera que estaba hambrienta. Su padre siempre le había dicho que
morder una manzana ayudaba a mantenerse despierto, así que ademá s
de saciar su hambre la ayudaría a despejarse.
—¿A dó nde vamos?
—A palacio, por supuesto.
Bella dio un segundo mordisco y notó có mo remitía el ruido de sus
tripas.
—¿Vives allí?
El duende rio con ganas. No respondió .
—¿Quién eres?
—Eres una niñ a muy curiosa. —Se plantó frente a ella, que se detuvo
en seco, observá ndola con sus ojos dorados—. No necesitas saber quién
soy. Solo necesitas saber que no debes romper un trato conmigo. Así
todo irá bien, para ti y para tu familia.
El duende retomó el camino, flotando ante ella. Se apresuró a
seguirle y se armó de valor para hablar de nuevo.
—Entonces… ¿Nunca volveré a ver a mi familia?
—Eso depende de ti. Si cumples hasta el final, daré el trato por
concluido.
La muchacha asintió , aunque él no lo viera porque estaba de
espaldas. ¿Cuá nto tiempo tendría que aguantar? ¿Semanas? ¿Meses?
¿Añ os? La sola idea la hizo estremecer.
—También podrías descubrir mi nombre y quedarías libre al
momento, pero… —Se relamió los labios y la miró de medio lado con
una sonrisa burlona—. Eso es harto improbable.
—¿Tu nombre? —preguntó sin comprender.
Sin embargo, él se limitó a reír como un loco y continuó el camino sin
responder a má s preguntas.
Llegaron hasta una amplia avenida flanqueada por á rboles en flor
que conducía hasta el castillo. Entonces, Bella fue consciente de que
desde que habían penetrado en el bosque no había sentido nada de frío.
Todo estaba verde y florido, y la calidez era palpable.
—¿No es invierno en este reino?
El duende se mantuvo en silencio y ella dio por hecho que esta
pregunta tampoco sería contestada. Así que se sorprendió en cuanto
escuchó su voz chillona.
—Estamos en el Bosque de la Primavera Eterna.
Se detuvo tras un grueso tronco y ella se detuvo junto a él, dirigiendo
los ojos hacia el mismo lugar que el duende. Un grupo formado por un
soldado y cuatro muchachas apareció en la lejanía, caminando por la
avenida en direcció n al palacio.
—Ahora, presta atenció n. Te acercará s a ellos. —Se giró y la miró con
seriedad. Chasqueó sus dedos y el vestido de ella cambió por uno
limpio y sencillo de color verde pá lido—. Le dirá s al soldado que te
presentas también al servicio de la reina. Te convertirá s en sirvienta de
la soberana del Reino de la Manzana de Plata. Tendré que hechizarte
para que, ante los ojos de la reina, parezcas una muchacha vulgar. Tu
belleza sería una grave ofensa para ella. —Soltó una risilla. Pareciera
que la situació n le divertía.
Bella frunció el ceñ o con confusió n.
—¿Voy a servir a la reina? ¿Y eso en qué te beneficia?
El duende levantó un dedo, ordená ndole callar. La joven tragó saliva,
asustada por la expresió n de él.
—Cada cosa a su tiempo.
Dicho esto, desapareció . No estaba segura de si era una suerte que su
destino fuese servir en palacio en lugar de a un ser tan extrañ o o había
algo oscuro en todo aquello.
En cuanto el grupo llegó a su altura, se armó de valor e hizo lo que el
duende le había ordenado. El soldado la examinó de arriba abajo y le
indicó que se colocara tras la cuarta muchacha.
Así, Bella se encaminó a un futuro incierto. Pero la curiosidad venció
al miedo. Se mostró tan fascinada por lo que sus ojos veían que no fue
capaz de sentir temor por lo que la esperaba. Estaba en otro reino,
atravesando los hermosos jardines reales llenos de manzanos con
frutos de un rojo tan apetecible que tuvo ganas de abandonar la fila y
robar uno.
Las enormes puertas se abrieron para ellos y el hombre las condujo a
una ingente sala. Bella soltó un bufido de admiració n. Todas rompieron
la formació n y giraron sobre sí mismas, examinando el lugar y
susurrando entre ellas.
—¡En fila! —ordenó el soldado que las guiaba—. ¡Postraos ante
vuestra reina!
Obedecieron al instante por temor a ser castigadas.
Se atrevió a levantar un poco la mirada y vio a una mujer
increíblemente hermosa acercarse a ellas. Tenía los cabellos negros
recogidos con diamantes que ornamentaban su cabeza junto a una
corona de oro y rubíes en forma de manzana. Llevaba un vestido rojo
sangre que realzaba su perfecta figura. Se movía con la elegancia propia
de una reina. Y Bella percibió un aura de poder a su alrededor. Tras ella
iba una joven de gran hermosura, cuya oscura piel competía con el
crepú sculo. Sus labios rojos se mantenían serios y firmes y su pelo
blanco como la nieve caía ordenado a su espalda. Era la princesa,
Blancanieves. Bella había oído hablar de ella a su padre. Su nacimiento
había sido una sorpresa, especialmente el color de su piel, tan diferente
al de sus progenitores. Sin embargo, a la joven campesina le pareció una
auténtica belleza, incluso má s que la actual reina.
Llegó su turno de ser evaluada. Se levantó con lentitud y soportó la
mirada recelosa de la mujer.
—Eres demasiado mayor, por lo que veo… —La reina frunció el ceñ o
—. Mas aprecio una gran fortaleza en ti —finalizó con una mirada
complacida.
A continuació n se dirigió a la joven de tez oscura.
—Ya sabes lo que debes hacer.
Se retiró caminando fría y orgullosa.
—¿Có mo te llamas?
Los ojos color avellana se encontraron con los ojos reales, de color
caramelo.
—Mi nombre es Bella, alteza.
Capítulo 11
Sus pasos se dirigían a la sala de la corona, como cada mañ ana cuando
se levantaba. Su primera tarea y la ú nica sencilla, antes siquiera de
desayunar, consistía en hacer brillar la corona de la reina. Otra doncella
la estaría esperando con lo necesario para la labor.
Sin embargo, nadie la esperaba en la puerta. Esto le extrañ ó y entró
sin esperar. Vio a una de las nuevas muchachas, Bella, colocando la
corona de oro en su sitio ante los ojos de la doncella que sostenía lo
necesario para limpiarla.
—¿Qué haces? —La apartó de la joya real y comprobó que no le
faltara ni un rubí—. ¿Ya está s robando a la reina?
Bella frunció el ceñ o, extrañ ada.
—Me ha ordenado que haga relucir la corona.
—Ese es mi cometido.
La princesa la miró con dureza. La otra joven no sabía qué decir. Solo
había cumplido ó rdenes.
—Alteza, es cierto. La reina se lo ha ordenado —intervino la tercera
muchacha.
Blancanieves apretó los labios y se marchó .
Recorrió los pasillos hacia el gran comedor, al que tan solo ella y su
madrastra tenían acceso. Aunque no podían coincidir. La joven debía
comer antes o después que la reina, nunca con ella. Cuando su padre
vivía, siempre lo hacían todos juntos. Pero las cosas habían cambiado.
«Y parece que siguen cambiando», se dijo, recordando lo que acababa
de pasar.
Se sentó a la mesa en su lado correspondiente y esperó a que le
sirvieran el desayuno. Unas gachas edulcoradas con caramelo, fruta y
un batido. Ya no comía tortitas o sus habituales tostadas con
mermelada; su madrastra le había cambiado la dieta, alegando que la
nueva le daría fuerzas para cumplir con sus quehaceres diarios. Al
menos, sus gachas tenían el toque de caramelo, no como las que
tomaban los demá s habitantes del castillo, y podía tomarse un buen
batido del sabor que quisiera.
Después, abrigá ndose lo justo, salió de los jardines reales en
direcció n a su segunda tarea. Llevaba una cesta bien profunda colgada
del brazo. Los soldados de la puerta la dejaron pasar sin ningú n reparo.
Si Blancanieves quería salir en otro momento del día, le era má s difícil,
pues las ó rdenes de la reina eran claras: nadie podía abandonar el
castillo sin su permiso.
En cuanto cerraron a sus espaldas, la joven soltó un suspiro de
resignació n. No terminaba de acostumbrarse a ello. Su trabajo consistía
en recoger aquello que estuviera fuera de lugar a lo largo de la avenida,
como hojas o pétalos caídos, plumas arrastradas por el viento o,
incluso, animales muertos. El amplio camino debía estar siempre
impoluto, decía su madrastra, por si se presentaba de improviso
algunos de los reyes vecinos.
Aquella tarea le solía llevar toda la mañ ana y le hacía llegar tarde a su
tercer trabajo impuesto por la reina. Por suerte, no era algo que debiera
hacer día tras día, sino que lo alternaba con una sirvienta; los días que
la princesa no debía recorrer la avenida, se sumergía en firmar y
ordenar cientos de documentos que la reina le ordenaba tener al día.
Empezó , empleando todos sus sentidos para no dejarse nada. Cuando
llegaba a la ciudad y hacía el camino de vuelta, hacía una revisió n
minuciosa, y siempre, o casi siempre, se encontraba algo que la primera
vez no estaba ahí. El aire era su gran enemigo en aquellas horas. Habían
sido numerosas las ocasiones que había terminado y, al regresar, su
madrastra la esperaba con una maléfica sonrisa en el rostro. No se le
escapaba nada gracias a su espejo má gico.
—Hay una pluma en la avenida.
—Majestad, el aire…
—¡Silencio! Tu trabajo consiste en dejarla impecable, no en ponerme
excusas. ¡Guardias! Aplicadle el castigo correspondiente.
Así durante añ os.
El castigo consistía en encerrarla en lo alto de la torre este, que se
había habilitado como celda para aquellos con un alto estatus. Aunque
Blancanieves nunca había visto que se encerrara allí a nadie má s que a
ella.
Suspiró , recogiendo los restos de un fruto que algú n animal había
mordisqueado. Aquellas largas noches, encerrada sin compañ ía, sin
agua y sin comida, sin má s abrigo que las paredes de piedra, la habían
hecho comprender lo que su madrastra trataba de enseñ arle para llegar
a ser una gran reina y demostrar que no estaba maldita, que su color de
piel no importaba. Si gobernaba con la perfecció n absoluta, nadie osaría
rebelarse contra ella.
Como cada día, al volver sobre sus pasos vio varias hojas caídas. Cada
poco miraba hacia atrá s y comprobaba que todo estuviera en su lugar.
Mas ese día estaba de suerte: apenas soplaba una leve brisa. Esto le
hizo sonreír y terminar la tarea con má s á nimo.
Como tenía un poco de tiempo, se cambió y llevó su vestido lleno de
polvo y sudor a la lavandería del castillo, donde otra de las nuevas
doncellas se afanaba por limpiar unas sá banas, remangada hasta los
codos.
—Debes frotar con má s fuerza o, cuando encuentres manchas
difíciles, no saldrá n.
La muchacha se sobresaltó al escuchar a Blancanieves. Asintió y
siguió con su trabajo.
La princesa pasó por las cocinas y se hizo con una de las manzanas
rojas de los jardines reales, que mordió con gusto mientras pedía que le
trajeran su abrigo y se dirigía a su siguiente tarea: el corcel de la reina.
Debía estar limpio y bien cepillado, que sus crines reflejaran la luz del
sol. Odiaba ese trabajo. El caballo tenía un establo para él solo, pues la
montura real no debía mezclarse con animales por debajo de su
estatus.
Los criados masculinos que se encargaban de él contaban con graves
quemaduras y en varias ocasiones se habían dado casos de huesos
rotos por causa de violentas coces.
El caballo era un bagual, un poderoso animal capaz de echar fuego
por sus ojos cuando se enfurecía. La propia Blancanieves contaba con
una cicatriz por culpa de la primera quemadura que sufrió en su brazo,
algo que se afanaba por ocultar, especialmente a su madrastra. Esa
imperfecció n bien podía costarle incluso la corona. ¿Có mo iba una reina
imperfecta a gobernar?
Tras meses de duro trabajo, había logrado hacerse con el animal y
lograr que confiara en ella. Sin embargo, a pesar de esto, no dejaba de
ser una tarea peligrosa, pues era imposible prever el cambio de humor
del caballo, y má s de una vez la había sorprendido. La ú ltima, tuvo que
cortarse su precioso cabello chamuscado y pintarse las cejas hasta que
volvieron a crecer.
Cuando llegó , vio que el bagual estaba fuera. Su pelaje negro con
reflejos azules relucía como las estrellas y sus crines eran de un blanco
tan inmaculado como el cabello de la princesa. Había alguien al otro
lado de él, cepillá ndolo con cariñ o.
—¿Otra vez tú ? —escupió en cuanto vio que se trataba de Bella.
La joven salió del abrigo del caballo y la miró con la cabeza ladeada.
Sus pecas se acentuaban a la luz del sol y sus ojos avellana relucían en
su rostro sudoroso.
—Solo estoy cumpliendo ó rdenes de la reina —respondió
encogiéndose de hombros.
Se había recogido su cabello castañ o con un lazo azul en una coleta,
pero algunos mechones rebeldes caían libres.
—¿Có mo has conseguido amansarlo tan rá pido? —No podía creer
que lo que a ella le había costado semanas, a aquella vulgar doncella tan
solo unas horas o menos.
—Los animales solo necesitan comprensió n y cariñ o.
La princesa levantó la cabeza, altiva, y con un elegante movimiento
colocó su precioso pelo blanco detrá s de su espalda.
—¿Pretendes ganarte el favor de la reina? Yo soy la princesa y su
sucesora. Deberías tenerlo presente.
Bella la miró con una expresió n de incomprensió n total. Avanzó unos
pasos hacia ella y le tendió el cepillo. La muchacha lo miró con
desconfianza.
—No pretendo usurparos nada, princesa. Seguid vos.
Pero la apelada lo apartó de un manotazo y el objeto cayó al suelo.
—No necesito tu caridad.
La doncella cogió el cepillo y lo sacudió contra su vestido amarillento
para limpiarlo. Abrió la boca para decir algo, pero una joven de trece
añ os se lo impidió al llegar ante ellas con la respiració n agitada.
—La reina os reclama, princesa.
Blancanieves echó una ú ltima mirada de desprecio a Bella y se dirigió
a palacio con andares orgullosos, haciendo ver quién estaba por encima
de todos, después de la reina.
Capítulo 12
Como cada primer día de la semana, la reina recibía a sus sú bditos para
escuchar sus problemas y poner soluciones. A quien se quejaba de falta
de dinero, le subía los impuestos. A quien se quejaba de no poder
alimentar a su familia, enviaba a sus hijos como esclavos de los nobles
del reino, tuvieran la edad que tuvieran.
Así eran las soluciones de la malvada reina.
Blancanieves siempre estaba presente, tomando nota. Comprendía
las decisiones de su madrastra: subir los impuestos obligaría a esa
persona a ser má s productiva; eso era bueno para el reino. Separar a los
hijos de sus padres ayudaría a estos a mantenerse y, también, ser má s
productivos. Les estaba haciendo un favor.
Ese día, como los demá s, había una pequeñ a fila esperando a ser
atendida por la reina. La princesa se había apartado a un lado junto a
otras doncellas para registrar la subida de impuestos de una familia o el
lugar al que debían ir los hijos de otra.
Cada vez eran menos los que acudían a solicitar ayuda a la mujer;
solo los má s desesperados, los que no veían otra salida. Había quienes
reunían el valor suficiente para abandonar el reino, pero otros no
estaban tan convencidos de que fuera lo mejor. ¿A dó nde ir? ¿Al Reino
de la Rosa Escarlata, donde los reyes solo se preocupaban de sí
mismos? ¿Al Bosque de las Hadas, de donde nadie regresaba jamá s? No.
Algunos preferían lo conocido, aunque no fuera precisamente bueno, a
lo desconocido, pues podrían hallar algo peor.
Entre las cabezas de las doncellas que la rodeaban, mientras ella
hacía el registro, sosteniendo jarras, fruta y todo lo que la reina
requiriese, Blancanieves apreció que había alguien que no encajaba con
los sú bditos del reino. Vestía ropas elegantes y tenía aires de
superioridad. Miraba a los presentes con gesto altivo y sonreía con
condescendencia cuando los campesinos exponían sus problemas.
Era raro que un noble se presentara en palacio sin cita previa. Esto
aumentó la curiosidad de la joven, que observaba intrigada al
desconocido. Tenía el pelo castañ o oscuro, casi negro; facciones
angulosas, mirada marró n y labios finos que de vez en cuando se
alzaban en una sonrisa despectiva. Era alto y musculoso. Llevaba una
cota de malla de oro blanco que parecía má s ligera de lo que debería,
sobre una camisa azul y pantalones de piel blancos. A su espalda, una
capa roja con un broche negro.
La reina no le prestó la má s mínima atenció n. Escuchaba, aburrida,
dictaminaba con rapidez y bebía de su copa de diamante dando paso al
siguiente con un gesto de la mano. Una vez terminada la fila, los
campesinos esperaron su turno junto a las doncellas y la princesa, que
se afanaban por organizar cada situació n. El desconocido se acercó
hasta el trono, seguido de su séquito. Captó enseguida el interés de la
mujer.
—Majestad —dijo, haciendo una exagerada reverencia que la reina
aprobó .
—¿Qué hace un príncipe tan lejos de su reino?
Blancanieves alzó la mirada.
Un príncipe…
—Solo estoy de paso, Alteza. Recorro los reinos en busca de trofeos
de caza singulares que exhibir en mi futuro reinado. —Alzó la barbilla
—. Me dirijo al Reino de la Aurora. He oído que sus bosques esconden
un dragó n dormido.
—Qué interesante… —comentó la mujer, acariciá ndose el mentó n sin
quitarle la vista de encima.
Una discreta tos sonó a la espalda del príncipe. Este se giró , molesto,
y vio a uno de los consejeros de su padre, un hombre mayor de pelo
blanco recogido en una cola de caballo. Sostenía un papiro enrollado en
una mano. El joven suspiró con exasperació n. Le arrebató el documento
y se volvió hacia el trono.
—También es deseo de mi padre que regrese con una princesa para
convertirla en mi esposa y futura reina.
Los ojos de la mujer brillaron.
—Pero —continuó él— solo lo haré con una mujer de belleza sin
igual. Belleza que, sin duda, puede apreciarse en vos, Majestad.
La reina sonrió , complacida y halagada. Se levantó .
—Os aseguro que no hallaréis a lo largo y ancho de los reinos belleza
capaz de superar la que vuestros ojos admiran ahora.
—No me cabe ninguna duda, Alteza. Los rumores que circulan sobre
vos no os hacen justicia. —Ella amplió su sonrisa—. También hablan de
la princesa y de una belleza exó tica.
Blancanieves se preparó para presentarse ante el recién llegado. Sin
embargo, no tuvo ocasió n de hacerlo.
—Esos rumores no son má s que palabrería de quienes envidian mi
esplendor. —La reina se acercó a él y se cogió a su brazo, sonriéndole
con sensualidad—. Acompañ adme. Vos y yo tenemos mucho de qué
hablar…
El séquito del príncipe se quedó plantado en la sala del trono sin
saber muy bien qué hacer. Las doncellas terminaron con los
campesinos y se dirigieron a ellos para asignarles aposentos.
Blancanieves se quedó mirando el lugar por el que habían
desaparecido el príncipe y la reina.
Su madrastra era la mujer má s bella del reino, sin duda. Y cuando ella
fuera reina, se convertiría también en la má s bella.
Una belleza exó tica, como decían las habladurías.
Llegarían a su palacio de todos los reinos solo para admirarla, para
comprobar cuá nta verdad había en esos rumores. Y descubrirían que
ella estaba muy por encima de ellos.
En belleza y en poder.
Capítulo 14
Por la mañ ana, todos los habitantes del castillo fueron invitados a
presenciar el castigo de Bella. Y no faltarían ni la reina ni la princesa,
quien se puso un vestido sencillo, quizá s no digno de ella, pero lo
suficiente como para destacar entre las doncellas.
En el patio se había dispuesto un poste al que ya estaba atada la
muchacha, con la espalda desnuda y la cabeza apoyada en la madera.
Blancanieves chasqueó la lengua con disgusto. La primavera todavía no
había llegado, por lo que el frío no los había abandonado, y le parecía
inhumano que alguien, aunque sirviente, hubiera pasado la noche a
merced de las gélidas corrientes invernales.
Los mismos guardias que se habían llevado a Bella por la noche la
flanqueaban, por si a alguien se le ocurría cometer la estupidez de
acercarse a liberarla.
Varios sirvientes llegaron con un pesado trono negro y dorado y dos
sillas, que colocaron a cada lado. Después hizo su aparició n el príncipe,
que se acercó a la princesa, besó su mano con galantería y ocupó su
lugar, a la izquierda del trono. Unas trompetas anunciaron la llegada de
la soberana. Llegó caminando con la elegancia propia de ella, luciendo
un vestido azul como la noche, con transparencias que permitían
apreciar su perfecto cuerpo. Tras ella iba el cazador, quien solía
acompañ arla cuando no estaba en una misió n. La reina extendió su
mano delante del apuesto príncipe y tomó asiento, indicando con un
gesto que podía comenzar el espectá culo. Su fiel cazador se situó tras
ella tras dedicar una mirada a modo de saludo a la princesa.
Blancanieves también se sentó , a su diestra, y se preparó para lo que
presenciaría.
Los sirvientes habían hecho un círculo alrededor de Bella. Uno de los
guardias se alejó y el otro sacó un lá tigo de tres puntas que prometían
no tener compasió n. Los criados ampliaron el círculo por temor a que el
castigo los alcanzara. El ejecutor miró a su príncipe, y la princesa vio
por el rabillo del ojo có mo este asentía dando su aprobació n.
La sanció n dio comienzo.
El soldado echó el lá tigo hacia atrá s y con un rá pido movimiento lo
hizo restallar sobre la espalda de Bella, que se encogió de dolor. Apretó
los dientes y cerró los ojos con fuerza, pero no emitió ningú n sonido.
Blancanieves la observaba sin perder detalle. La muchacha hacía
esfuerzos por no gritar, por no conceder ese regalo a los oídos de los
presentes.
El segundo y tercer latigazos tampoco le arrancaron sonido alguno.
La princesa la admiró . Sus ojos se cruzaron con los de la condenada y
pudo sentir en su propia piel el dolor que la desgarraba.
El cuarto latigazo logró sonsacarle un gemido que hizo estremecer a
la princesa. Miró a su madrastra y después al príncipe. Ambos parecían
saborear con gusto ese sufrimiento.
—¿Cuá ntos latigazos será n? —preguntó cuando restallaba el quinto y
un nuevo gemido inundaba sus oídos.
—Quince —respondió él sin mirarla—. Debe estar agradecida. Es la
pena mínima. Me siento generoso hoy.
Blancanieves abrió los ojos, horrorizada. Si haber mantenido a Bella a
merced del invierno le había parecido inhumano, aquel castigo le
pareció desalmado.
Era conocedora de los rumores que circulaban sobre la maldad de su
madrastra, y aunque la había visto imponer castigos, todos los había
considerado justos y merecidos. El resto era solo eso, rumores, pues
ella jamá s la había visto ser desmesurada con nadie. Dura e implacable,
así era. Pero porque debía imponerse. Porque debía enseñ ar a su
sucesora a gobernar con mano de hierro para la prosperidad del reino.
El sexto estallido vino acompañ ado de un grito de dolor capaz de
hacer temblar los cimientos del castillo. La princesa se llevó la mano al
pecho. Sentía una angustia desconocida para ella y no tenía muy claro si
se debía a lo que estaba presenciando o a la injusticia que estaba
pagando Bella.
Se aferró a su silla hasta que los nudillos se le pusieron blancos y
soportó los latigazos siete y ocho junto con los alaridos
correspondientes. En el noveno cerró los ojos, queriendo alejarse de
allí, como si de esta forma pudiera hacerlo, pudiera volar lejos y dejar
de escuchar, dejar de sentir…
Décimo latigazo.
—¡Basta!
Se puso en pie y corrió a interponerse entre el lá tigo y Bella. Miró al
príncipe, que se había inclinado hacia delante mostrando gran interés.
—Es suficiente.
La espalda de la doncella sangraba y, aunque no podía asegurarlo, no
le cabía duda de que ardía como las llamas de un fuego indó mito.
—El castigo no ha terminado, alteza —dijo el príncipe.
La reina se mantuvo en silencio, con un brillo especial en sus ojos.
—Aquí se hacen las cosas de otra forma, majestad —repuso ella—.
Creo que ya ha quedado claro lo que pretendíais demostrar. No hace
falta continuar.
É l se levantó , pero no se movió de su sitio.
—Veo que no solo falta disciplina entre los sirvientes. Me gusta
vuestra compasió n, pero ella no os hará llegar muy lejos cuando
gobernéis. ¿No está is de acuerdo, Majestad? —preguntó dirigiéndose a
la reina.
Ella se limitó a sonreír con malicia. Para él fue la respuesta que
necesitaba.
—Apartaos o sufriréis el castigo por ella, alteza.
Blancanieves entrecerró los ojos. No. No se atrevería a ponerle una
mano encima. Ella era la princesa, la heredera, y él, por muy príncipe
que fuera, no dejaba de ser un invitado en el Reino de la Manzana de
Plata. Mas su madrastra seguía sin intervenir, lo cual puso en duda su
convicció n.
Escuchó un nuevo estallido y sintió un dolor punzante tan intenso
que la hizo arrodillarse. El latigazo nú mero once había ido dirigido a
ella. Ni siquiera le había dado tiempo de gritar. Quiso levantarse, pero el
doce llegó enseguida, desgarrando su vestido y arrancando má s que
sangre con él.
—Marchaos… —suplicó Bella a la princesa.
Su voz le llegó débil. Blancanieves le devolvió la mirada.
—No es… vuestro castigo…
La princesa no tuvo ocasió n de responder, pues el siguiente
chasquido la empujó contra el suelo. Esta vez no intentó hablar ni
levantarse. Esperó con entereza lo que quedaba, rezando por que
pasara rá pido. Y así fue. Fugaz pero doloroso. La espalda le ardía, tal y
como había supuesto que le pasaría a Bella.
El guardia enrolló el lá tigo y quedó a la espera de nuevas ó rdenes.
La reina y el príncipe se levantaron. Desde el suelo, la joven pudo
apreciar que su madrastra sonreía. Había disfrutado viéndola sufrir el
mismo castigo que una vulgar sirvienta. Sus ojos oscuros le decían que
se lo tenía merecido. Después, su mirada se clavó en la gris azulada del
que una vez fuera su amigo: el niñ o que se había convertido en cazador.
Buceó en ellos buscando algo, un resquicio de la amistad que los había
unido, má s solo encontró un frío muro de metal. Como las puntas de sus
flechas.
Refugiada en su torre, la soberana creía que su hijastra se había ganado
a pulso aquella sentencia. Sin embargo, Blancanieves tenía razó n en
algo: en su reino las cosas se hacían de otra forma. La visita de aquel
príncipe había llegado a su fin. No solo le usurpaba su autoridad y se
creía con poder para imponer sus ó rdenes, sino que le mostraba a la
princesa diversos caminos que no debía seguir.
Meditó sobre los pasos que debía dar. Tenía que ser meticulosa si
quería que sus planes continuasen el rumbo que había trazado.
Sometería a Blancanieves a unas pruebas tales que se vería incapaz
de superarlas y, por ende, de ser coronada reina. Mandaría al príncipe
bien lejos y se las ingeniaría para que no volviera a poner un pie en su
reino jamá s. Por un momento, la idea de acabar con él cruzó su mente,
mas era demasiado complicado. No iba a cometer ninguna
imprudencia. Ella no era así.
Era la reina bella y malvada que necesitaba el Reino de la Manzana de
Plata.
Capítulo 18
Era la primera vez que se veía obligada a pasar la noche en una fría
mazmorra, sin má s compañ ía que el sonido de gotas lejanas cayendo
sobre alguna superficie dura. Un pequeñ o y enrejado agujero en la
pared había permitido el paso de los rayos del sol, hasta que finalmente
estos habían sucumbido a la oscuridad.
Se envolvió bien en su capa mientras su mirada se perdía en los
rincones má s oscuros de la celda, pensando… Intentando comprender
qué había sucedido. Tal y como la doncella le había indicado, ella había
ido al tendero corpulento y le había preguntado por el polvo de dragó n.
¿Y después qué? Unos soldados la habían arrestado. No comprendía
qué había hecho mal. Era consciente de que cada reino tenía leyes
diferentes, mas ¿cuá l había incumplido ella?
Varios pasos se acercaron a donde estaba. Levantó la cabeza y vio un
par de antorchas. Pasaron de largo y dejó de prestarles atenció n. Por los
sonidos y las voces, supo que habían traído a un nuevo preso. Se
preguntó si él sabría qué había hecho mal, por qué estaba allí, o lo
ignoraba como ella.
Bella apoyó la cabeza en la gélida pared y un escalofrío recorrió su
espalda haciéndola temblar. Antes se había calentado las manos cuando
el sol todavía las podía acariciar.
Los guardias dejaron un mendrugo de pan duro y una jarra de agua
en su celda y la contigua y volvieron a marcharse, hablando sobre lo
que harían en cuanto terminaran su jornada. Uno volvería al calor de su
hogar; el otro lo buscaría en casa ajena.
La joven se acercó a su escasa cena antes de que apareciera algú n
roedor y se la robara. Antes de llevá rselo a la boca, evaluó si dosificarlo.
Era la primera vez que le llevaban algo de beber y comer desde que la
habían encerrado. Quizá s el día siguiente se presentara igual y hasta la
noche no le dieran nada. ¿Podría aguantarlo? El rugir de sus tripas le
hizo olvidar cualquier previsió n. Tenía hambre e iba a saciarla.
Estuvo un buen rato dando pequeñ os mordiscos y masticando bien,
alargando lo posible la cena. En cuanto dio buena cuenta del pan, bebió
media jarra y el resto la guardó para má s adelante.
—¿Quieres compartir mi cena?
Una mano apareció detrá s de los barrotes, ofreciéndole un pedazo de
pan má s pequeñ o que el que se había comido. La voz que había hablado
era masculina y aguda; calculó que debía de pertenecer a un chico
algunos añ os mayor que ella.
—No, gracias. Es tu porció n.
—He tenido una buena comida. —La mano se agitó , incitá ndola a
coger el pan—. El hambre ahora no es un problema para mí. Mas, por
có mo has apurado hasta la ú ltima miga, no puede decirse lo mismo de
ti.
—Deberías guardarlo para má s adelante —respondió sin quitar los
ojos del brazo.
—No estaré mucho. Si no lo coges tú , se lo daré a cualquier animalillo
que pase por aquí.
Bella se acercó y tomó el pan, agradecida. Todavía tenía hambre, así
que aquel gesto, por pequeñ o que pareciese, para ella significaba un
banquete.
—Gracias. No sé có mo podré pagá rtelo.
Volvió a su sitio con la espalda apoyada en la piedra y empezó a
mordisquearlo.
—¿Qué hace una joven en esta prisió n?
Bella giraba el pan picando aquí y allá .
—No lo sé.
—¿En serio? —La voz sonó sorprendida.
—Fui a comprar al mercado, el tendero llamó a los guardias y ellos
me trajeron.
Suspiró al recordarlo y revivir la enorme frustració n que entonces la
había invadido.
—Cada día los soldados hacen cosas má s incomprensibles. O la reina
malvada, quién sabe quién está detrá s de las absurdas normas.
Se hizo el silencio entre los dos, roto ú nicamente por el roer de los
dientes de Bella, hasta que su segunda cena improvisada terminó .
—¿Y a ti por qué te han encerrado? —preguntó mientras volvía a
colocarse la capa y cerraba los ojos.
No necesitaba ver. Tan solo escuchar.
—Los monstruos no deben deambular por las calles y asustar a los
niñ os.
Bella volvió a abrir los ojos de golpe.
—¿Monstruo?
—Compruébalo por ti misma.
La muchacha frunció el ceñ o, pero se acercó a los barrotes muerta de
curiosidad. La celda de él hacía esquina con la suya. Se aferró a dos
varas de formaban parte de su prisió n y agudizó la vista. Sus ojos, ya
acostumbrados a la oscuridad, vieron a alguien que a simple vista
parecía normal: ropas verdes y marrones propias de un campesino y
botas de piel. Sin embargo, al observar su rostro, comprobó con
sorpresa que lo que debía ser la cara de un joven era en realidad la de
una rata, que le devolvía la mirada con unos ojillos pequeñ os.
—¿Dó nde está el monstruo?
É l se señ aló la cabeza.
—Yo no veo tal.
—Entonces será porque eres alguien capaz de ver el interior.
Bella se encogió de hombros y sonrió .
—No hay que juzgar nada por su apariencia. Algunas de las criaturas
má s peligrosas que existen son también las má s hermosas.
Se quedaron callados, pero solo hasta que ella se atrevió a preguntar:
—¿Qué pasó ?
Su compañ ero de prisió n se sentó y apoyó la espalda en la pared, y
ella hizo lo propio, ansiando escucharle.
—Fui contratado por una tienda para limpiarla de ratas. Un
herbolario regentado por una niñ a. Me dijo que sus padres estaban
fuera del reino y ella se encargaba del negocio familiar. Toqué la flauta y
las devolví a las cloacas. Mas, al parecer, una rata vieja y sorda no
sucumbió bajo los efectos de mi mú sica. Me mordió y, ante los ojos de la
niñ a que decía que no me pagaría por mi incompetencia, me pasó lo
que ves. En fin; no todo sale como esperamos.
—Me encanta la mú sica. Las melodías esconden historias no
narradas y sentimientos no mostrados cuyas notas son las palabras que
los expresan.
Bella se echó hacia atrá s y volvió a su sitio con la espalda en la pared.
El chico no dijo nada má s tampoco.
Una dulce melodía acarició los sentidos de la muchacha, que se dejó
llevar por ella allí donde otros no podían llegar.
Capítulo 23
La penú ltima tarea de Bella, que le ocupaba toda la tarde, consistía enº
sacudir las cortinas de palacio para quitar el polvo que hubiera
decidido habitar en ellas. La primera vez que le tocó hacerlo se había
torcido una muñ eca que había curado con rapidez gracias a Angela. La
doncella mayor le había contado que era lo mejor que le podía pasar,
pues en las zonas del castillo donde las ventanas llegaban a la altura de
tres pisos, la tarea resultaba peligrosa. Hubo una sirvienta que llegó a
morir al colgarse de la propia cortina y balancearse dentro y fuera a
través del ventanal abierto. Había creído que soportaría su peso. Otras
habían acabado con huesos rotos y ciá tica.
La ú nica manera era con la alta escalera y sacudir como mejor se
pudiese manteniendo el equilibrio sobre ella. Pero esto no impedía
terminar con los brazos doloridos e incluso padecer desgarros en sus
articulaciones.
Bella, a pesar de todo, cada día intentaba ver el lado positivo: podía ir
por cualquier sala del castillo, explorar cada rincó n y a la vez disfrutar
de las maravillosas vistas que las ventanas ofrecían: ya fuera el precioso
jardín, el má gico bosque o la lejana ciudad.
Aquella tarde una pareja de colibrís golondrina siguieron su
recorrido desde el exterior deleitá ndola con su mú sica. A cada nueva
ventana que iba, ellos estaban esperá ndola. Nunca había visto unos
pá jaros tan bellos, de color morado, azul y un verde azulado
arrebatadores. Al final, la tarea fue má s rá pida de lo que pensaba, con el
juego de intentar llegar antes que ellos a la pró xima ventana y
escucharlos piar.
Solo le quedaba una habitació n situada en una de las partes má s altas
del castillo, que no se encontraba en ninguna de las torres. En estas no
había cortinas, salvo en la torre de la reina, donde iría una vez
terminado su trabajo de sacudir los telares.
Abrió la puerta y se encontró con una sala que hasta ahora siempre
había estado vacía. En ese momento, una gran montañ a de semillas
adornaba el centro. Tras ella estaba la princesa, arrodillada, moviendo
rá pidamente las manos. Muerta de curiosidad, Bella olvidó la ventana y
a los colibrís y se acercó a Blancanieves. Estaba separando los
diferentes tipos de semillas: de amapola, de sésamo y de girasol.
—¿Qué hacéis, alteza?
La apelada le lanzó una rá pida mirada de fastidio y continuó
clasificando.
—Debo superar Las Pruebas de la Reina si quiero ser coronada. Esta
es mi primera prueba.
Bella alzó una ceja. No conocía tales pruebas.
—¿Y qué aprenderéis de esta prueba? —preguntó con cierto
escepticismo, que la joven de piel morena captó .
Blancanieves desvió su atenció n hacia ella, levantando la barbilla por
si a la doncella se le había olvidado su posició n. Esta casi rio ante este
gesto, pero se contuvo y esperó la respuesta.
—Separar las semillas me ayudará a separar la razó n de los
sentimientos; la mente del corazó n. Para ser una buena reina no debo
dejarme llevar por lo que siento sino por lo que debe ser. Si no sé
separar las semillas, entonces no sé actuar como la reina que debo ser.
Al amanecer debo haber finalizado, así que no me distraigas, sirvienta.
Continuó con su arduo trabajo mientras Bella la miraba con angustia.
Observó la montañ a y supo que era humanamente imposible llevar a
cabo aquella tarea. Pero Blancanieves no lo veía…, o no quería verlo.
Bella terminó su quehacer y, tras mirar de soslayo una ú ltima vez a la
princesa, se dirigió a la torre de la reina.
Arriba se halló sola; los pá jaros no la siguieron. Esto le provocó una
leve desazó n que no desapareció ni cuando estaba a punto de finalizar
la limpieza. Y se preguntó si aquel sentimiento no sería por la princesa.
No había dejado de pensar en ello.
La reina no quería que Blancanieves fuera coronada. Lo veía claro.
Las Pruebas no eran má s que una excusa para arrebatarle a la princesa
lo que le pertenecía por derecho. Y Bella no comprendía có mo esta se
dejaba humillar en lugar de reclamar lo que era suyo.
En realidad, no entendía qué vínculo podía unirlas. Eran madrastra e
hijastra.
Soltó un suspiro y se regañ ó a sí misma. Quizá s estaba siendo
demasiado dura con la reina y no fuera tan malvada… Miró las
manzanas. Sí era malvada. Aunque tal vez no con Blancanieves. Tal vez
la quisiera de verdad y solo fuera dura con ella por hacerla mejor.
Se plantó delante del espejo para limpiarlo y, antes de empezar, este
le mostró a su familia, como cada noche. Cenaban, hablaban. Sus
hermanas presumían de joyas. A menudo no podía evitar preguntarse si
la habrían olvidado, pero su respuesta era respondida cuando, varias
noches, después de los postres, se sentaban todos junto al fuego y leían
el libro de la rosa. Esto provocaba una sensació n de calidez y añ oranza
en la joven que observaba a través del espejo.
En cuanto puso el pañ o sobre la superficie para limpiarla, vio a
Blancanieves en el reflejo. Se había ovillado en el suelo. Un río de
lá grimas recorría su tez morena. Su pelo yacía desparramado en todas
direcciones y su rostro mostraba la má s absoluta desesperació n.
Una fría mano estrujó el corazó n de Bella. Terminó rá pido y corrió a
la habitació n de las semillas. Los colibrís no se habían movido de la
ventana y esto provocó una sonrisa en la doncella; se habían quedado
para cuidar de la princesa. Los miró con agradecimiento antes de
agacharse junto a Blancanieves y coger sus manos en la semioscuridad
reinante.
—Os ayudaré.
La joven tumbada la miró y negó con la cabeza.
—Claro que sí. Con mi ayuda iréis má s rá pido y culminaréis la prueba
con éxito.
Blancanieves se incorporó y limpió las lá grimas con la manga.
—Si lo hago con ayuda, fracasaré.
Bella acarició sus manos.
—Princesa, hasta el ser má s poderoso precisa de ayuda a lo largo de
su vida. Necesitar ayuda no nos hace débiles o incapaces. Nos hace
personas.
Estas palabras calaron en la princesa, que asintió aceptando su
apoyo. Dos sirvientes entraron con candelabros de pie alto encendidos
y las chicas se pusieron manos a la obra con á nimo.
Avanzada la noche, se dieron cuenta de que, por mucho que llevaran,
la montañ a no menguaba. Incluso Bella empezó a desesperarse, pero no
quiso mostrarlo para no desanimar a la princesa, cuyo rostro iba
perdiendo la luz de la esperanza poco a poco.
Entonces, una dulce melodía las envolvió y, ante ellas, un ejército de
hormigas se acercó y empezó a separar las semillas. Ambas se
apartaron, observando aquel inusual espectá culo.
La mú sica seguía sonando, suave, abrazando sus corazones con
calidez y esperanza, con luz y felicidad.
Bella miró hacia la ventana, ahora abierta, y vio sentado en el alféizar
al flautista, entonando con su flauta aquellas notas que bailaban
alrededor.
Capítulo 29
Cuando por fin la bajaron, tuvo que caminar apoyada contra las
paredes. Sentía un gran mareo, y lo que era peor: tenía la visió n
borrosa. El haber estado parte de la noche colgada boca abajo le había
provocado una gran presió n en los ojos. Mientras se dirigía al comedor,
se preguntó si sería temporal o se quedaría así para siempre. Estuvo
tentada de llorar solo de pensar que podía ser permanente.
Algunas de las tareas no le supusieron gran problema, como limpiar
la corona o cepillar al bagual. Donde lo pasó realmente mal fue al
revisar los trajes de la soberana. Tuvo que hacer uso del tacto y confiar
en sus manos y en su olfato. Esta tarea sustituía algunos días a la
limpiar los cristales por dentro y por fuera, que hacía otra sirvienta,
pues la mayoría de los trabajos eran rotativos.
La tarea consistía en examinar todas las prendas y seleccionar
aquellas que tuvieran una mancha o una arruga para llevar a la
lavandería.
Al dirigirse de nuevo al comedor, sintió una punzada de esperanza al
darse cuenta de que veía algo má s nítido. ¿O era simplemente que había
má s claridad? Procuró ser positiva. La doncella que tenía a su lado se
compadeció de ella y la ayudó con el plato de caldo. El resto
conversaban por lo bajo sobre la princesa y la tercera prueba. Ninguna
sabía en qué consistía, y se preguntaban unas a otras.
—Ha ido a la ciudad bien pronto por la mañ ana, sin darse siquiera un
bañ o. ¿La habéis visto?
—Tampoco ha desayunado con normalidad. Está muy entregada a
esas pruebas.
—¿Merece la pena?
—Yo, si fuera ella, desistiría. Ya puede disfrutar de ciertos privilegios,
¿para qué arriesgarlos?
Los cuchicheos aumentaron de tono.
—No lo hace por ella. Lo hace por el Reino de la Manzana de Plata y
por darle una soberana mejor.
Las voces se apagaron al momento y Bella sintió có mo contenían la
respiració n. Nadie se atrevía a faltarle al respeto a la reina, aunque no
estuviera presente. Solía enterarse de todo. Mas a ella no le importaba.
¿Qué má s podía hacerle? No conseguiría callar lo que pensaba.
Como después de cada comida, tuvieron un pequeñ o descanso que la
muchacha agradeció . Estaba cansada de forzar la vista. Se dirigió
tambaleante a su habitació n y se tumbó sobre la cama con los ojos
cerrados. Escuchó unos pasos, pero supuso que sería una de las
doncellas con las que compartía dormitorio e hizo caso omiso a su
llegada. Hasta que sintió peso sobre su cama. Alguien se había sentado.
—No abras los ojos —le ordenó una voz que reconoció al instante.
—¿Vienes a ayudarme o a quitarme de en medio de una vez por
todas?
Aquella mujer la tenía confusa. Le curó las heridas y luego la había
engañ ado.
Escuchó un suspiro por su parte. Notó algo muy frío sobre los ojos y
se revolvió .
—No te muevas y aguanta. Te ayudará con la circulació n y tu visió n
mejorará .
Bella hizo caso.
—¿Por qué?
Un nuevo suspiro.
—Porque te importa la princesa. Y a mí también.
No hubo má s palabras. La muchacha tumbada sintió alivio con el
pañ o helado y obvió la incomodidad que le provocaba el contacto frío.
Rezó por que su visió n mejorara de verdad.
Al principio, su vista siguió igual, pero, mientras pasaba la tarde
limpiando pescado en las cocinas, percibió que se aclaraba. Sintió una
inmensa alegría. Su humor mejoró y se dirigió a la torre acompañ ada
del candelabro, canturreando. Limpió rá pido y de buena gana. De vez
en cuando echaba miradas al espejo que en esos momentos le mostraba
a sus hermanos entrenando. A veces observaba a su familia durante un
rato al terminar su tarea; otras, mientras limpiaba, y de esta forma, de
algú n modo, se sentía parte de sus vidas.
En cuanto terminó , dejó los utensilios de limpieza a un lado. Ya casi
había oscurecido. Se situó delante del espejo y le pidió que le mostrase
a Blancanieves. Vio a la princesa, oculta bajo una capucha y una
bufanda, salir a paso rá pido de la librería que la había maravillado días
atrá s.
«¿Qué puede haber de interesante en esa librería cuando tienes
cientos de libros en tu propio castillo?», se preguntó intrigada.
No podía ver la expresió n de la princesa; supuso que quería ocultar
su identidad a los ciudadanos. Se sentó frente al espejo y continuó
observando có mo la princesa vagaba por las calles mirando en todas
direcciones. ¿En qué consistiría la tercera prueba? En esta ocasió n sería
una simple espectadora. Se mordió el labio con nerviosismo y
entrecruzó los dedos, infundiéndole á nimos silenciosos a Blancanieves.
La princesa se detuvo frente a un pozo. Se asomó y frunció el ceñ o. La
espectadora hizo lo mismo. Estiró el cuello, mas solo vio oscuridad. La
joven del espejo lanzó el cubo ajado atado a una cuerda y esperó a que
llegara al fondo. Luego lo subió y examinó . Bella esperaba verlo mojado,
pero no fue así. Supuso que la princesa esperaba lo mismo. Esta se
acercó a un hombre fornido, le dio varias monedas de oro y le indicó
algo señ alando el pozo. É l la miró como si estuviera loca, pero accedió a
su petició n. ¿Qué le habría pedido?
—¡No! —exclamó tapá ndose la boca cuando vio a la heredera subir al
borde del pozo y sujetarse a la soga.
El hombre agarró la cuerda y la fue soltando hasta que la princesa
desapareció de la vista. Algunos curiosos se detuvieron a mirar.
—Ese pozo lleva añ os seco, ¿qué pretende? —le decía una mujer a su
marido, que llevaba a su hija de la mano.
El corazó n de Bella latía con fuerza. La oscuridad a su alrededor era
casi total, salvo allí donde los rayos lunares se atrevían a posarse o el
propio reflejo del espejo. Debía marcharse cuanto antes. Quería ver si
Blancanieves tenía éxito, mas permanecer allí supondría ser
descubierta por la reina. Y no le importaba que la encontrara allí, pero
no quería que la soberana descubriera que hacía uso del espejo.
Deseaba mantener ese privilegio que ningú n otro habitante del
castillo tenía.
Recogió y bajó a toda prisa. Se encontró con la mujer justo al inicio de
las escaleras. Como de costumbre, la reina no se dignó a prestarle la
má s mínima atenció n.
Bella no se dirigió al comedor para cenar como las demá s. Sus pies la
llevaron a los jardines. Quería esperar a Blancanieves. Quería ver su
triunfo, porque sí, sabía que lo iba a lograr. Ya había superado dos
pruebas y la tercera no iba a poder con ella. Estuvo unos minutos allí,
con la mirada fija en la puerta, a varios metros de ella. Entonces se miró
las manos.
«¡No puedo recibirla con las manos vacías!».
Pensó qué sería digno de una princesa. Recorrió los jardines hasta
llegar a un manzano con un rosal a su alrededor. Las rosas eran rojas
como la sangre. Algunas lucían esplendorosas, abiertas, permitiendo
que su aroma inundara a todo aquel que se acercara. Otras estaban
semicerradas. Escogió una no muy abierta ni muy cerrada. La forma
perfecta, a su parecer. Con cuidado la cortó , se la llevó a la nariz y cerró
los ojos con deleite. Definitivamente, la rosa era su flor favorita.
Corrió a las puertas en el momento en que se abrían y aparecía ella.
Cuando la tuvo má s cerca llegó a ver sus níveos cabellos, ahora grises,
sucios y despeinados. Su piel manchada y magullada. Sus ropas rotas,
dejando a la vista arañ azos con sangre seca. Pero lo que má s llamó la
atenció n de la doncella, fue su mirada. Una mirada de orgullo.
Y supo que Blancanieves lo había conseguido.
—Princesa —pronunció con emoció n. Esta la miró y sonrió —, quería
recibiros y ofreceros algo digno de vos, mas esto es lo ú nico que puedo
daros.
Se sintió estú pida. ¿Una rosa? ¿Para una princesa que podía tener
cuanto quisiera? Seguramente la despreciaría. Por eso se sorprendió
cuando Blancanieves la cogió con cariñ o, la olió y miró a Bella con
intensidad.
—Es el mejor regalo que me han hecho nunca.
El corazó n de la doncella se vio envuelto por un sentimiento
indescriptible. La princesa se acercó a uno de los manzanos, tomó su
fruto rojo y se lo tendió a Bella.
—Sé que no es comparable a tu regalo.
Bella no respondió , desconcertada. Aquella manzana era infinitas
veces mejor que la simple flor que había arrancado de los jardines del
castillo. Las manzanas reales, aunque podían ser recogidas por las
sirvientas, no podían ser comidas por nadie má s que por la princesa y
la reina. No sabía qué podía pasar si se atrevía a morder una, pero no
había querido averiguarlo, pues había escuchado terribles historias
sobre venenos, transformaciones y, sobre todo, castigos por parte de la
soberana. Solo podían probar aquel fruto prohibido si la reina o la
princesa lo permitían. Y eso jamá s había sucedido… hasta ahora.
—No tenéis que regalarme nada…
La princesa puso la manzana en las manos de Bella y las envolvió
entre las suyas, con la rosa entre ellas también. Se miraron a los ojos.
—He superado la tercera prueba gracias a ti, Bella.
Capítulo 35
A pesar del dolor que exprimía sus ojos y su cabeza, Bella realizaba sus
tareas matutinas con una sonrisa en el rostro. Varias doncellas
cuchicheaban al pasar por su lado, mas ella no las escuchaba. Solo
pensaba en la princesa y la buscaba con la mirada siempre que tenía
ocasió n.
Había pasado gran parte de la noche contemplando el regalo de
Blancanieves: la manzana. No quería comérsela, ni probarla siquiera.
Quería conservarla, aunque sabía que en algú n momento la fruta
empezaría a marchitarse y tendría que dar cuenta de ella.
Comió ansiosa ante las disimuladas miradas que le echaban sus
compañ eras y se levantó rauda en direcció n a la biblioteca. Tenía un
rato antes de que comenzaran los trabajos de la tarde, y quería hacer
algo que llevaba mucho tiempo sin hacer: sumergirse en una buena
historia. Todavía no se creía el regalo que le había hecho la princesa. Su
rosa, en comparació n, era una minucia. Sentía vergü enza.
El lugar se hallaba sumido en la soledad má s absoluta. Bella sintió
pena. Algo tan hermoso no merecía estar abandonado. Los libros
necesitaban ser leídos, no sentirse huérfanos. Así es como sobreviven
las historias: siendo contadas, siendo escuchadas. Si no hay nadie para
recibirlas, entonces mueren… A la muchacha se le encogió el corazó n al
contemplar tantos y tantos libros que debían de llevar añ os sin ser
tocados. Era como estar en un cementerio que nadie visitaba, cuyas
almas habían caído en el olvido…
Sus pasos resonaron entre las estanterías mientras su mirada leía los
títulos, a cada cual má s interesante. Vio varios que llamaron su atenció n
y se sintió indecisa. ¡Quería empezarlos todos a la vez!
Sus ojos toparon con Frankenstein y su corazó n dio un vuelco. Era su
libro favorito desde pequeñ a. Llevaba añ os sin leer esa historia, desde
que su padre perdió su fortuna y se vieron obligados a dejar la ciudad.
En la tetería de Esmeralda había pocos libros y ninguno era aquel. Lo
cogió entre sus manos con delicadeza. Era un auténtico tesoro. Lo abrió
y lo hojeó , leyendo frases por encima que la hicieron viajar junto a
Frankenstein y su creació n. Bella siempre había sentido una extrañ a
conexió n con el monstruo; ambos eran juzgados por el exterior y no por
lo que había en sus corazones. É l, por ser deforme. Ella, por no ser
como sus hermanas: presumida y coqueta. El monstruo solo quería
estar con su padre y tener amigos. Y, a cambio, recibía desprecio. Todos
huían de él… hasta que esto le hizo cambiar.
Bella suspiró y abrazó el libro, cerrando los ojos con tristeza al
recordar la segunda parte de esa historia. De repente, se le ocurrió una
idea. Sostuvo el libro ante sí y sonrió . ¿Por qué no llevá rselo a la
princesa para que lo leyera? Estaba segura de que le gustaría y le
enseñ aría mucho. Ademá s, ardía en deseos de hacerle un buen regalo, y
no se le ocurría nada mejor que compartir con ella su libro favorito, una
historia especial para Bella.
Con esta ilusió n llameando en sus entrañ as, se olvidó de buscar un
libro para sí y salió a todo correr de la biblioteca en busca de
Blancanieves. Fue a sus aposentos, pero los halló vacíos e intactos. La
hora de comer ya había pasado. Quizá s estaría cabalgando o paseando
por los jardines. Salió , mas no la encontró , y su caballo estaba en los
establos. Empezó a preocuparse.
Entonces vio Rolan y obligó a sus pies a que le alcanzaran. El soldado
se dirigía al bosque, tirando de las riendas de un caballo marró n. El
animal iba cargado con unas mantas y una bolsa llena de algo que Bella
no logró adivinar.
—¿Dó nde está ?
Escuchó un suspiro por parte de él, pero no obtuvo respuesta. La
doncella le cogió del brazo y le hizo detenerse.
—Por favor… —suplicó .
El hombre la miró con ojos cansados.
—Ha ido a cumplir la cuarta y ú ltima prueba de la reina.
Bella le soltó y él continuó . Parecía llevar prisa. Sin embargo, se
detuvo y echó una ú ltima mirada a la muchacha. Se compadecía de
aquella joven de expresió n confusa.
—No sé si volverá .
A la doncella no se le escapó el dolor del que iban cargadas aquellas
palabras. É l se giró y retomó su camino. Los soldados que custodiaban
la entrada a los terrenos del castillo le abrieron las puertas y el cazador
desapareció entre los á rboles, cabalgando a gran velocidad.
Todavía se quedó un rato má s parada, asimilando lo que el cazador
acababa de decirle. ¿En qué consistiría la cuarta prueba? Había salido
victoriosa de las anteriores, ¿por qué no iba a hacerlo de esta? Sus ojos
recorrieron cada piedra del palacio hasta llegar al balcó n de la torre de
la reina. ¿Qué cruel prueba le habría impuesto a su hijastra en esta
ocasió n? Desvió la mirada hacia sus manos, que todavía sostenían el
libro. Tendría que esperar para descubrirlo.
Se encaminó de vuelta a su habitació n, dejó el libro junto a la
manzana y realizó sus tareas. Se moría de ganas de que llegara el
momento en que el sol iniciara su descenso, indicando así la hora a la
que debía subir a la torre. Necesitaba saber dó nde estaba Blancanieves.
Necesitaba saber si estaba bien. Necesitaba saber si…
«No, ella no te necesita», se dijo mientras frotaba un jarró n de oro.
«Ella puede hacerlo sola. Eres tú quien la necesita…». Suspiró .
Y llegó la hora. Tuvo que hacer grandes esfuerzos por no correr torre
arriba. Si se cruzaba con la reina o con otra sirvienta, podría levantar
sospechas. Hizo su trabajo todo lo rá pido que pudo, evitando la
tentació n de preguntar al espejo. Hasta que por fin pudo ponerse frente
a él. No llegó a formular nada. Su reflejo desapareció dando lugar al de
la princesa. El corazó n de Bella no se relajó , sino que se aceleró hasta
alcanzar una velocidad inhumana. Sus ojos estaban viendo a
Blancanieves, sí. Pero la joven flotaba en el océano, a orillas de la playa,
con sangre manando de sus muñ ecas.
«¿Qué has hecho?».
Capítulo 37
Bella vio a la princesa detenerse y mirar hacia donde estaba ella con
expresió n confusa. La doncella frunció el ceñ o. ¿La había escuchado?
Eso era imposible.
Ambas permanecieron quietas, esperando algo que nunca sucedió .
Blancanieves, con el rostro abatido, dio media vuelta. El corazó n de
Bella se aceleró al verla marchar. No podía dejarla ir, mas ¿có mo
detenerla?
—¡No!
De nuevo, la princesa se detuvo. Esta vez no se giró , sino que esperó …
—¿Puedes oírme?
Blancanieves volvió sobre sus pasos mirando en todas direcciones.
En sus ojos, Bella pudo leer que había reconocido su voz.
—¿Có mo…? —Las palabras murieron en los labios de la princesa.
—El espejo —respondió la doncella.
La joven de piel oscura se situó delante del objeto y miró su reflejo.
Sus ojos recorrieron el cristal y se detuvieron en un punto concreto. Por
un momento, Bella pensó que la estaba mirando a ella, pero no. No
podía verla.
—¿Puedes verme?
Bella sonrió y asintió , colocando la mano en el cristal. Entonces
recordó que Blancanieves no podía verla.
—Sí, puedo verte.
Vio a la princesa sonreír también. Parecía aliviada a pesar de la
situació n. Bella adivinó el porqué: ahora no estaba sola. No se sentía
sola porque la doncella estaba con ella, de alguna forma. Lejos pero
muy cerca a la vez.
—Gracias por la luz que has traído a mi vida.
Bella cerró los ojos sin apartar la mano del espejo.
—Gracias a ti por demostrarme que merece la pena vivir y luchar.
—Creía que debía hacer lo que se esperaba de mí —siguió hablando
la princesa con los ojos clavados en la doncella, aunque no pudiera
verla—, pero aprendí que debo seguir a mi corazó n… aunque ya sea
tarde.
La muchacha de cabello y mirada castañ os abrió los ojos de nuevo.
—Nunca es tarde, princesa.
—Para mí lo es —respondió mirando el mundo exá nime que se
convertiría en su hogar—. Bella, no dejes que mi madrastra…
—¡No!
—Bella…
La princesa levantó su mano y acarició la superficie plateada. Las dos
manos se unieron aunque ninguna pudiera sentirlo. Ambas cerraron los
ojos sin saber bien qué má s decir.
Una no podía volver.
La otra no podía recuperarla.
Bella quería abrir los ojos y verla por ú ltima vez, mas, por otro lado,
temía que al hacerlo ella ya no estuviera. Que la hubiera perdido para
siempre.
Sintió un cá lido abrazo sobre su mano. Dirigió a ella su mirada y la
vio arropada por una mano oscura. La princesa estaba a su lado.
Se miraron sin comprender qué había pasado, pero ninguna se
preocupó por ello. Estaban las dos allí y estaban juntas. Eso era lo que
importaba. Bella quiso abrazarla, pero vio las muñ ecas sangrantes y su
palidez. Le pidió que se arrodillara, rasgó su vestido y vendó ambas
heridas.
—¿Có mo se te ocurre? —preguntó con voz temblorosa.
—Era la ú nica forma… —Blancanieves tenía la voz débil, pero llena
de vida—. Ademá s, estaba todo controlado. É l impediría que llegara
má s lejos de no lograr mi objetivo.
Rolan. Bella lo comprendió . Por eso se había marchado del castillo.
Por eso le vio a través del espejo en el lugar en el que Blancanieves
había desaparecido momentos antes de llegar él. É l protegía a la
princesa. La habría reanimado.
Bella, sin poder contener las lá grimas por la tensió n contenida y por
la emoció n que la embargaba en aquel momento, pegó su frente a la de
la princesa. Sus narices se rozaron y disfrutaron de ese poderoso
contacto que hacía estremecer a cada una y envolvía sus corazones en
un cá lido abrazo. Sus labios se fueron acercando, luchando por
disminuir la distancia que los separaba, ansiando beber del otro,
ansiando saborear un manjar nunca antes probado y que prometía ser
mejor que la mismísima ambrosía. Mas cuando apenas llegaron a
rozarse, unos pasos soberbios y una voz capaz de congelar el fuego
detuvieron el momento.
—Has vuelto, querida hija.
Capítulo 41
Una sonrisa que no podía borrar coloreaba el rostro de Bella desde que
se había levantado en la habitació n de la princesa. No había encontrado
a Blancanieves, pero sí una flor sobre la almohada: una rosa, la misma
que Bella le regaló . Le bastó para saber que, aunque la princesa no
estaba, esa rosa la representaba. Habría acudido a atender sus
obligaciones. Lo mismo que debía hacer ella, que se apresuró por los
pasillos hacia el comedor.
Allí ya estaban desayunando todas las sirvientas. Al verla llegar,
algunas cuchichearon mirando en su direcció n. Bella las obvió . Nada iba
a estropearle el día. Absolutamente nada.
Fue la ú ltima en terminar. La encargada de recoger la mesa resopló
varias veces de mala manera, metiendo prisa a la doncella. Bella se
disculpó , bebió de su taza tragando con tanta rapidez que se atragantó
y abandonó la sala tosiendo sin parar. Se dirigió hacia la sala de la
corona, preparada para limpiarla con los utensilios y esa sonrisa que no
había forma de borrar.
Y que no quería borrar.
Cuando llegó , se quedó parada en la puerta. Había una sirvienta
haciendo el trabajo que ella se disponía a realizar.
—¿Qué…?
No fue capaz de finalizar la pregunta.
La otra muchacha se giró y sus mejillas se sonrojaron.
—La reina ha ordenado que me encargue de esta tarea. —Se encogió
de hombros—. Pregunta a Angela.
Confusa, Bella dejó los objetos, se marchó de allí e hizo caso a la
chica. La sonrisa dio paso a un gesto de duda.
Con indicaciones de varias sirvientas, encontró a Angela
encargá ndose de seleccionar los vestidos de la reina que ya no servían y
que debían ser sustituidos por otros. Al verla aparecer, soltó un suspiro
con un deje molesto.
—La reina quiere que te encargues de la limpieza de las mazmorras.
La joven de cabellos castañ os frunció el ceñ o sin comprender. La
doncella mayor estiró uno de los vestidos sobre la cama endoselada
negra, que ocupaba gran parte de la habitació n real.
—Mira, no sé qué habrá s hecho ni me importa. Pero má s vale que
hagas caso y dejes a un lado tu rebeldía antes de que salpique a alguna
de nosotras.
—Pero yo… —trató de excusarse.
Angela levantó un dedo para hacerla callar mientras se alejaba y
observaba la prenda.
—He dicho que no me importa. Ve a las cocinas, te dará n lo necesario.
Tendrá s que permanecer allí abajo de sol a sol, por lo que no tendrá s
derecho má s que al desayuno y la cena.
Bella se mordió el labio. ¿Habría descubierto la reina que de alguna
forma había ayudado a Blancanieves a regresar del otro lado? Agachó la
cabeza. Lo que má s le dolía no era el hecho de tener que pasar el día en
las mazmorras de palacio ni perderse una comida. Era alejarse del
espejo, su ú nica ventana al mundo exterior, a su familia.
—¿Cuá nto tiempo? —preguntó levantando la mirada con las lá grimas
contenidas.
—Hasta que termines.
Con un movimiento de su mano, Angela le ordenó que se marchara.
Bella salió y se quedó en el pasillo, apoyada en la pared con la
respiració n agitada. Pensó en Blancanieves y ello la reconfortó . Podría
ir a verla por la noche, cuando terminara de cenar y se hubiera
adecentado. Sonrió . Sí, era una buena recompensa tras un duro día de
limpieza sin descanso en lo má s profundo del castillo.
Siguió las directrices de Angela y, tras preguntar a los guardias,
encontró el camino a las mazmorras. Apenas se fijó en nada… tan solo
en soportar el castigo que le había sido impuesto.
Tras una puerta de madera con una pequeñ a reja en la parte superior
había cinco escalones que daban a un largo pasillo, ú nicamente
iluminado por antorchas colgadas a izquierda y derecha, entre las
cuales se abrían espacios con barrotes: las celdas. Avanzó sin prestar
demasiada atenció n hasta el final, creyendo que encontraría una pared,
mas no fue así: halló un recodo arqueado con otros cinco escalones que
conducían a un nuevo pasillo exactamente igual que el anterior. Suspiró .
Dos niveles de celdas hasta arriba de suciedad. Iba a ser una tarea
tediosa y larga…
Sacudió la cabeza.
«Lo haré y todo volverá a la normalidad», se dijo para darse á nimos.
Sin embargo, mientras avanzaba hacia el final del pasillo, halló un
nuevo recodo y cinco nuevos escalones que descendían hasta un tercer
nivel de la prisió n.
Ella siempre tenía esperanzas difíciles de apagar, mas en esos
momentos sentía que la llama estaba a punto de extinguirse.
Descendió cogiendo aire y pensando en cosas positivas: en
Blancanieves, en volver a ver a su familia a través del espejo… Y por fin
encontró el final. Una pared maciza la aguardaba al otro lado del
silencioso corredor. A su derecha, una celda con barrotes. A su
izquierda, otra. Dejó todo lo que llevaba y puso los brazos en jarras,
examinando sus instrumentos de limpieza. Junto a ellos vio un cá ntaro
de barro volcado sobre el suelo. Sus ojos se movieron hacia el calabozo
de su derecha y, con horror, vio un esqueleto humano, pequeñ o, cuyos
brazos sobresalían entre los barrotes como si tratara de alcanzar la
jarra.
Presa de tan aterradora imagen, se alejó hasta que desapareció de su
vista. Apoyó su cuerpo en las gélidas barras de otra de las celdas y cerró
los ojos, respirando hondo.
Unas frías y fuertes manos rodearon su cuello.
Capítulo 43
Tras cabalgar durante horas sin descanso, se detuvo para darle tregua a
su montura. Ambos necesitaban abastecerse, especialmente ella, que no
había llegado a desayunar. A través de las hojas de los á rboles pudo
apreciar la caída de la tarde. No sabía cuá nto le quedaba para dejar
atrá s el Bosque de la Primavera Eterna, pero calculaba que no debía ser
mucho. Apoyó la espalda en un tronco y se dejó caer con una de las
bolsas sobre su regazo, mientras el caballo se alimentaba de lo que
pillaba a su alrededor.
Sacó un bollo blanco que todavía estaba templado. Su dulce olor llegó
hasta sus fosas nasales y aspiró con gusto. No tardó en invadirla la
nostalgia. Partió el bollo por la mitad y descubrió su interior beis
esponjoso. La boca se le hizo agua. Le dio un primer mordisco y disfrutó
de aquel manjar, preguntá ndose cuá ndo podría volver a saborear esos
bollos.
Cerró los ojos mientras comía y respiraba hondo, tratando de
ordenar sus pensamientos. Mas era difícil con una imagen invadiendo
su mente como un aterrador presagio: el cazador. No sabía cuá nto
tiempo podría conseguirle el soldado, pero sí sabía que nada escapaba
de él. Todo el reino lo sabía. Si la reina mandaba al cazador, su presa
podía darse por perdida. Jamá s fallaba. Cuando él disparaba una flecha,
esta siempre atravesaba un corazó n.
Ambos habían prometido ser fieles a la reina. Ambos habían jurado
lealtad y, a pesar de ello, su madrastra la quería muerta.
Muerta a manos de quien una vez formó parte de su vida como sus
padres.
Su mente viajó …
Recordó …
Y unas risas chillonas la despertaron, sobresaltá ndola. Se había
quedado dormida sin darse cuenta. Buscó su caballo. Seguía a su lado,
descansando. Sus ojos se alzaron y buscaron el sol. No debía de haber
pasado mucho tiempo, algo que la alivió . No quería perder má s del
necesario.
Escuchó de nuevo las voces. Todas femeninas. Gritaban y reían. Y un
murmullo masculino…
Se levantó silenciosa, sacó su daga y, sin soltar la bolsa de comida, se
acercó al sonido. Antes de que sus ojos vieran nada, llegó a sus oídos un
chapoteo juguetó n. ¿Agua? No había ningú n río ni lago donde ella se
encontraba. Examinó los alrededores. Estaba segura de que no se había
equivocado de direcció n; el capitá n se lo había dejado muy claro. Debía
abandonar el sendero principal y caminar bosque a través en direcció n
noroeste, con el sol a sus espaldas.
Se escondió tras un amplio tronco y observó la escena que tenía lugar
a varios metros de ella. Había un hombre desnudo a la orilla de una
laguna cristalina cuyas aguas resplandecían por la luz del sol. Aunque
má s bien parecían ellas iluminar el claro y no el astro. Alrededor de él,
algunas nadando y otras recostadas a su lado, vio a varias mujeres de
corta estatura cuyas partes íntimas estaban tapadas con… ¿agua?
Blancanieves frunció el ceñ o. Sí, agua era lo que usaban por ropa. Sus
orejas eran puntiagudas y sus cabellos variaban entre el blanco y el azul
con diferentes tonalidades. Su piel era blanca e iban descalzas fuera del
agua. Dentro, sus cuerpos brillaban con un azul intenso que parecía
querer hacer sombra al propio sol.
—Yo… tengo que irme ya… —decía el hombre.
Se le veía có modo con todas las atenciones que estaba recibiendo; su
cuerpo lo delataba.
—¿No quieres quedarte a jugar un poco má s? —preguntó una con
melodiosa voz, acariciando sus muslos y subiendo lentamente.
—Yo… —Soltó un gemido placentero.
Una voz ajena a las del claro se alzó entre las copas de los á rboles.
Las mujeres se apartaron de él, que se incorporó recobrando la cordura.
—Mi familia me busca, debo volver.
Como respuesta recibió varias risas traviesas.
—¡Claro que sí!
—Pero antes…
—… ¡debes encontrar tu ropa!
—La hemos escondido por el bosque.
Rojo de vergü enza, el campesino se perdió entre los á rboles en
direcció n contraria a la que estaba la princesa. Ellas se reunieron sobre
las aguas y, tras aparecer alas acuá ticas a sus espaldas, salieron volando
en pos del hombre entre risas cargadas de diversió n.
«Oceá nides», se dijo Blancanieves una vez que se quedó sola.
Seres acuá ticos, de buen corazó n, pero muy traviesos. Nunca había
tenido oportunidad de verlas, tan solo de escuchar historias acerca de
ellas. De có mo jugaban con hombres y mujeres por puro placer y luego
se entretenían con ellos escondiendo sus pertenencias por el bosque o
jugando a un escondite en el que ellas eran las protagonistas. También
era cierto que ayudaban a aquellos que se perdían a encontrar el
camino de vuelta, aunque en muchas ocasiones tras divertirse a su
manera.
Sin darse apenas cuenta, Blancanieves se encontró a las orillas de la
laguna. En cuanto las oceá nides terminaran su juego, volverían y
desaparecerían con el agua para aparecer en otro lugar del Bosque de la
Primavera Eterna y buscar una nueva víctima para sus juegos.
Miró el lugar por el que habían desaparecido. ¿Cuá nto tardarían en
volver? Quizá s dependiera de la paciencia del hombre. O de su nivel de
cordura. Solían llevar al objeto de su diversió n hasta el límite. O quizá s
no siempre fuera así. En cualquier caso, podían volver en cualquier
momento.
La princesa no pensó en lo que hacía. Llevada por una fuerza
invisible, una voz en su cabeza que la apremiaba a hacerlo, guardó su
daga y sacó de la bolsa un frasco lleno de leche. Se la bebió de un trago
y se agachó junto a las aguas, que ahora permanecían tranquilas. Sintió
un tacto que distaba mucho de lo que era el agua que ella siempre había
conocido. Mas no se detuvo a admirarlo; simplemente sumergió bien el
frasco y, una vez lleno, lo sacó y guardó de nuevo.
Echó una ú ltima mirada al lugar. Se respiraba magia, pura y traviesa,
blanca y alegre.
Blancanieves se alejó , montó sobre su caballo blanco y cabalgó hasta
bien entrada la noche, rezando por no encontrarse con el hombre ni las
oceá nides en su camino. Quizá s tuvieran buen corazó n, pero ¿qué
pasaría si descubrían que alguien había robado su agua?
Capítulo 46
El cansancio pudo con ella esa noche. Las manos le escocían del agua
fría y de frotar sin descanso. Ni siquiera tuvo las fuerzas suficientes
para ir en busca de Blancanieves, aunque fuera para desearle las
buenas noches.
«Por la mañ ana», se prometió cerrando los ojos sobre la almohada.
En cuanto escuchó có mo sus compañ eras de habitació n se ponían en
marcha, Bella se levantó y se vistió . Miró con una sonrisa la manzana
que descansaba sobre su mesilla y, atropellando a las otras doncellas,
que la miraron con disgusto, salió corriendo de la habitació n. Quería
ver a la princesa antes del desayuno y le daba igual que no le diera
tiempo de comer algo antes de bajar a trabajar. Ver su sonrisa sería
suficiente para soportarlo.
Llamó a la puerta de los aposentos de Blancanieves y esperó con
impaciencia. Cambiaba el peso de una pierna a otra y miraba hacia uno
y otro lado del corredor vacío. Volvió a llamar. No recibió respuesta.
¿Estaría dormida? Podría abrir con cuidado y comprobarlo, solo por
asegurarse; mas, cuando por fin se envalentonó , Angela apareció por
una de las esquinas con ropa de cama sobre sus brazos. Se detuvo en
seco al verla.
—¿Qué haces aquí?
—Solo quería… —Bella no supo explicar su presencia allí.
Angela la miró y sus ojos pasaron enseguida a la puerta de la
princesa.
—Deberías ir a desayunar si no quieres desfallecer hoy.
Posó la mano en el pomo de la puerta y Bella colocó la suya sobre su
antebrazo.
—Dile que he venido, por favor.
La otra doncella asintió con un suspiro y abrió para entrar. Las
prendas perdieron el equilibro que mantenían sobre su brazo y se
desparramaron por el suelo. Angela soltó un improperio antes de
agacharse a recogerlo todo, con la ayuda de Bella, que no se lo pensó
dos veces. La doncella apreció varios mechones que escapaban del
recogido de la mujer, algunos blancos. Angela, al darse cuenta de su
mirada, dejó enseguida lo que estaba haciendo y rehízo su peinado, de
tal forma que esos mechones quedaban ocultos. Bella adivinó al
momento que Angela tendría que haber abandonado el castillo hacía
tiempo, pues una arruga o un ú nico pelo blanco era símbolo de vejez y,
por tanto, debilidad (en opinió n de la reina). Se levantaron al mismo
tiempo, mirá ndose la una a la otra. La joven comprendió que Angela
solo podía tener un motivo para querer quedarse allí el má ximo tiempo
posible: fuera no la esperaba nada… ni nadie.
Se compadeció de ella. Ahora comprendía muchas cosas. Que se
hubiera sentido reemplazada y amenazada por su presencia desde que
llegara al castillo. La mujer no quería perder lo ú nico que tenía.
Bella le mostró una sonrisa de cariñ o. Una de esas sonrisas que lo
dicen todo. Le decía que la entendía. Le decía que la perdonaba. Y le
decía que no la delataría.
Angela asintió y entró en los aposentos de la princesa. Bella intentó
otear el interior, pero no le dio tiempo de ver nada.
Encaminó sus pasos tristes hacia el comedor, donde el desayuno
llegaba a su fin. A pesar de no sentir hambre, se obligó a comer algo por
poco que fuera, consciente de que hasta la noche su estó mago no
recibiría nada. Sin embargo, cuando nadie la miraba, guardó bajo el
vestido un bollo pá lido e insípido. Daba energías, por eso todos los
sirvientes del castillo lo desayunaban: para que su trabajo no se viera
afectado por una debilidad alimenticia. Bella incluso estaba segura de
que contenían algú n tipo de magia, porque a pesar del cansancio que
pudiera invadirlos, su energía no disminuía. Tras haber trabajado en
persona en la torre de la reina, sus sospechas estaban casi confirmadas.
En cuanto se hizo con los utensilios de limpieza, dirigió sus pasos a
las mazmorras. Miraba con ansia a cada persona que se cruzaba,
deseando que fuera Blancanieves. Mas supuso que debía de estar muy
ocupada en sus tareas reales como para andar de paseo por palacio.
Como para preocuparse por ella.
Una gran desazó n la sobrevino, mezclada con confusió n y dudas. Algo
había pasado entre ellas, estaba segura. Y si la reina no las hubiera
interrumpido aquella noche… Sus mejillas se sonrojaron al recordarlo.
Durmieron juntas y, por la mañ ana… La princesa había desaparecido.
¿Se arrepentiría de todo? ¿De haberse dejado llevar? ¿De verse con una
sirvienta?
Apartó estos pensamientos de sí y se centró en frotar las paredes con
el cepillo, cuyas cerdas habían perdido su fuerza y la obligaban a
emplearse a fondo para sacar toda la suciedad. El agua fría del cubo,
con un potente jabó n, goteaba entre sus dedos, recorriendo sus
muñ ecas y colá ndose por las mangas de su vestido. Le escocía,
especialmente en las manos, donde se estaban reabriendo heridas del
día anterior y alguna ampolla nacía por el roce constante.
Cuando estaba limpiando la celda vacía que había frente a la del
príncipe, se fijó en la comida intacta de este y le miró , deteniendo su
tarea.
—¿No coméis?
A la luz de las antorchas, le vio sentado junto a los barrotes con la
mirada perdida frente a sí.
—Debo racionar la ú nica comida que se me da.
Los ojos de ella se posaron en el trozo de carne seca y salada, el
mendrugo de pan duro y una jarra a medio llenar de agua. Suspiró y
sacó el bollo blanco, que dejó junto a la escasa comida del prisionero. É l
la miró con desdén.
—¿Crees que necesito tu caridad?
Bella volvió a su trabajo, dá ndole la espalda.
—Podéis coméroslo o podéis dejarlo a merced de las ratas. La
decisió n es vuestra.
Al poco, y con una sonrisa triunfal en sus labios, la doncella le
escuchó comer.
—Una vulgar sirvienta compadeciéndose de mí. Lo que me faltaba —
espetó él masticando con placer aquel insípido manjar.
—Una vulgar sirvienta con má s dignidad que vos, me atrevería a
decir.
El príncipe iba a responder, pero fue interrumpido por un soldado.
—La reina ha ordenado que nos presentemos en la sala del trono de
inmediato.
Bella dejó lo que tenía entre manos y se marchó sin mirar atrá s.
La sala estaba abarrotada, no solo de los sirvientes del castillo, sino
de nobles y campesinos que susurraban intrigados, preguntá ndose el
motivo por el que habían sido llamados. La doncella se abrió paso entre
ellos hasta colocarse junto a Angela y la escena que vio le hizo fruncir el
ceñ o; la reina estaba sentada en el trono rodeada por tres sirvientas.
Lloraba ruidosamente y se pasaba un pañ uelo negro para secar las
lá grimas que salían de sus ojos.
—La princesa… —Las palabras murieron en sus labios. Sollozó antes
de continuar. Bella tembló . ¿Qué le pasaba a Blancanieves?—. La
princesa ha sido secuestrada.
Gritos de sorpresa, incredulidad e ira nacieron en cada rincó n de la
sala. La boca de la doncella se abrió y Angela se llevó las manos al
pecho.
—Hace días recibimos la visita de un príncipe que pidió su mano. —
Hizo una pausa—. Pero como mi querida Blancanieves no aceptaba ser
su esposa, me negué a tal petició n… —Un gemido lastimero muy
exagerado—. No puedo casar a mi querida Blancanieves con alguien a
quien ella no desea. —Miró a los presentes a los ojos—. El príncipe
partió , mas al poco regresó … y se la llevó con él en contra de su
voluntad. Envié soldados que lo confirmaran y solo uno regresó
malherido… —Se levantó , secó sus ú ltimas lá grimas y su rostro se
enfrió —. ¡Su reino nos ha declarado la guerra!
Varios gritos se unieron al suyo y muchos de los presentes alzando
sus puñ os clamando venganza por el secuestro de su princesa.
Bella, sin embargo, se había quedado lívida. No acababa de
comprender la situació n.
El príncipe estaba encerrado en las mazmorras y solo ella y algunos
soldados lo sabían. La doncella entendió que la malvada reina tenía
gran influencia sobre muchos de los habitantes del castillo si estos
estaban dispuestos a guardar su secreto y mentir por ella. Incluso sobre
ella misma, al tenerla amenazada con sus seres queridos. La soberana
no sabía de la familia de Bella, pero con la ayuda de su espejo podría
descubrirlo en menos de un parpadeo. Así que la doncella no podía
revelar lo que sabía. Y ya no solo por proteger a su familia. Miró a su
alrededor. ¿Quién no era leal a la reina? ¿En quién se podía confiar?
Y lo má s importante, ¿dó nde estaba Blancanieves?
Capítulo 47
Le llevó toda la mañ ana y parte de la tarde dejar atrá s el bosque. Una
inmensa ladera roja y amarilla por el otoñ o la saludó . La princesa se colocó
la capa y echó hacia delante su capucha, má s por discreció n que por el frío
que arreciaba fuera del abrigo del bosque má gico.
Desmontó para dar un respiro a su caballo y juntos avanzaron con calma
hasta encontrar el camino. Permitió al jamelgo pastar mientras ella se
sentaba en una piedra y miraba los carteles.
Aunque seguía con las manos vendadas, despertó con un gran alivio en
ellas.
—Me ha dicho Angela que te diga que las mantengas así hasta la
noche —le dijo su compañ era de habitació n antes de salir.
Bella la siguió hasta el comedor. Quiso agradecérselo a la doncella
mayor, mas esta se había sentado al otro lado, bien lejos de ella, y en
ningú n momento le dirigió la mirada. La muchacha se sintió culpable
por haberla ofendido. No había sido su intenció n. Tan solo quería
hacerle ver que la reina malvada era llamada así por una razó n. Y
precisamente Angela debería saberlo mejor que nadie.
El tema que inundó el desayuno no fue otro que el secuestro de
Blancanieves. Bella tuvo que contener el impulso de contar lo que sabía.
Angela no había querido creerla y ni siquiera se había molestado por
comprobarlo. ¿Tanta influencia tenía la reina sobre los habitantes del
castillo? ¿Có mo era posible?
Porque todos le tenían miedo, así que nadie osaba dudar de sus
palabras.
La joven se dirigió a las cocinas a coger los habituales utensilios de
limpieza y se encaminó hacia las mazmorras. Pasó delante de varias
ventanas que dejaban entrar la brillante luz del sol y miró con envidia a
quienes podían disfrutarla, aunque fuera trabajando. Ella debía
sumergirse en una oscuridad ú nicamente rota por un fuego que, si bien
aportaba la luz suficiente, no transmitía la calidez que debería. Las
mazmorras estaban frías, alejadas de toda vida.
Intentó ser positiva. Ese día empezaba con la segunda planta. Estuvo
tentada de visitar al príncipe antes de empezar con su trabajo, mas, al
llegar al final, donde empezaría su quehacer, se encontró con un nuevo
guardia apostado. La miró ceñ udo, pero no le dijo nada, y Bella supo
que estaba allí para impedirle el paso. ¿A ella o a algú n curioso? ¿Habría
dicho algo Angela de su conversació n? ¿Se lo habría dicho a la reina? El
soldado le hizo un gesto y descendió hasta la tercera planta. Parecía
haberla esperado para que fuera consciente de que, aunque no le viera,
estaba allí y no la dejaría pasar.
Bella suspiró y empezó a trabajar.
Las dos primeras celdas le llevaron toda la mañ ana y gran parte de la
tarde. Cuando llegó a las siguientes, quiso gritar de sorpresa, pero su
voz se quedó atrapada en algú n rincó n de su garganta.
En una de las celdas había cojines, comida en abundancia, juegos y, lo
má s importante: un niñ o acurrucado con un libro de dibujos entre las
manos, cuyas pá ginas pasaba lentamente.
¿Có mo no lo había visto antes, cada vez que había pasado por allí? Se
respondió a sí misma: iba tan ensimismada pensando en sus cosas, que
apenas se había fijado en cuanto la rodeaba.
—¿Qué haces tú aquí?
É l se giró y la miró con interés.
—Vivo aquí —respondió encogiéndose de hombros.
Bella le miró estupefacta.
—¿Có mo puedes vivir aquí?
—El mundo exterior es malo. Aquí estoy a salvo.
La doncella estaba ató nita. Ni siquiera sabía qué decir.
—¿La reina malvada te mantiene prisionero?
El niñ o dejó a un lado el libro y se levantó para mirarla. Tenía el pelo
oscuro que le tapaba las orejas, unos ojos castañ os y un rostro pecoso.
Lucía un cuerpo rollizo, seguramente por la comida y el hecho de no
salir nunca de allí. Bella no le echaba má s de siete u ocho añ os.
—¿Malvada? Ella me salvó la vida. Y me protege. No deja que ningú n
monstruo entre aquí. Ni una mujer mala que quiere hacerme dañ o.
—No deberías estar aquí… solo… —musitó .
—No estoy solo. —Volvió a encogerse de hombros y señ aló con la
cabeza hacia la celda que quedaba de espaldas a la joven.
Esta se giró mientras el niñ o perdía interés y volvía al libro de
dibujos.
Al principio, Bella no distinguió nada, pero en cuanto sus ojos se
acostumbraron a la semioscuridad de la celda y se acercó , vio una
figura oscura en ella. También disponía de ciertas comodidades, pero
má s estropeadas que las que había en la del niñ o.
—Hola, jovencita —la saludó una voz femenina, seguida de una tos
seca.
Una anciana.
Un niñ o y una anciana estaban encerrados en las mazmorras del
castillo.
Capítulo 53
Bella recogía las manzanas de esa semana junto con las demá s
doncellas. Una capa amarilla de lana muy usada abrigaba su cuerpo. Las
demá s no tenían mejores prendas que ella. Todas daban saltitos para
entrar en calor.
La joven había recuperado algunas de sus tareas habituales, aunque
no todas: ya no le tocaba limpiar la torre de la reina. Esto le había hecho
preguntarse si la reina sospechaba algo o simplemente ya no quería
confiarle su lugar.
Y lo peor era no poder ver a su familia ni a Blancanieves. Suponía que
ellos estaban bien, no había motivos para lo contrario. Pero la
princesa… Suspiró . La echaba de menos. Cuando pensaba en ella, las
lá grimas se hacían dueñ as de sus ojos y galopaban por sus mejillas sin
piedad.
Ya se acercaba la hora de comer. Cogió su cesta llena de manzanas
apetitosas y dirigió sus pasos al interior del castillo. Las manzanas no
se llevaban a la cocina. Había una sala, cerca de la torre del ala oeste,
donde debían dejarlas en vitrinas, ordenadas por fecha de recogida. Al
entrar en la estancia, se sintió extrañ a. Estaba rodeada de manzanas sin
á rbol. Manzanas que no maduraban, sino que se mantenían tal y como
las habían recogido. Suspiró y colocó con otras dos doncellas las de ese
día en un armario de cristal vacío, donde habían estado otras que ya
habían cumplido su funció n para la reina. ¿Qué funció n? Eso solo lo
sabía la soberana. Bella sospechaba que experimentaba con ellas, sobre
todo después de ver las de la torre. Pero ¿qué má s buscaba la reina?
Ademá s, tenía la sensació n de que en los ú ltimos días estaban
recogiendo muchas má s manzanas de lo que era habitual. ¿Para qué
querría tantas la reina?
—Bella. —Angela estaba en el umbral de la puerta—. Ven conmigo a
las cocinas. Tienes algo que hacer.
La apelada se extrañ ó , pero la siguió sin rechistar. Nunca había tenido
que ayudar en la cocina, ni siquiera para fregar.
Cuando llegaron, vio sobre una mesa un cofre oscuro que la doncella
le señ aló con la mirada. A su lado había una botella de una bebida
alcohó lica muy fuerte que al usarse para cocinar endulzaba y daba un
toque exquisito a la comida.
—Debes cocinar para la reina lo que hay en el cofre.
A Bella le extrañ ó tanto misterio. Se acercó a la mesa y lo abrió . Dio
un paso hacia atrá s con una exclamació n al descubrir su interior. Las
cocineras se acercaron a mirar.
—¿Un corazó n?
Se miraron asqueadas.
—A veces la reina pide cosas raras para comer…
—Pero es la primera vez que quiere algo así.
Los murmullos inundaron la cocina y las chicas empezaron a
cuchichear entre sí.
—Hay a quienes les gustan todas las partes de los animales. Mi
abuelo se comía hasta los testículos de los cerdos —comentó una
arrugando la nariz—. Decía que era una exquisitez.
—¡Qué asco!
—¡Basta ya, a trabajar! —ordenó Angela, y se dirigió a Bella—: No
tardes, la comida de la reina debe estar a su hora.
La joven se puso manos a la obra en silencio. Limpió el corazó n y lo
troceó en una sartén en la que previamente había dorado y endulzado
cebolla. Lo rehogó y echó la bebida. Cuando estuvo hecho, lo sirvió en
un plato de oro y lo puso en una bandeja para que se lo llevaran a la
soberana.
Angela regresó .
—La reina quiere que se lo lleves tú .
—¿Por qué? —Bella miró el plato con confusió n.
La mujer se encogió de hombros antes de responder con mirada
cansada.
—Son ó rdenes de la reina.
—Espera, Angela… —Comprobó que las demá s no les prestaban
atenció n antes de hablar—. Creo que tu hijo no murió . —Captó la
atenció n de la mujer—. Hay un niñ o encerrado en las mazmorras, tal
vez…
La doncella mayor se apartó con brusquedad de ella.
—¿Qué pretendes? —Elevó la voz, lo que provocó que las demá s las
miraran—. ¡Deja de hacerme dañ o! —Y salió corriendo con lá grimas en
los ojos.
Bella sabía que podía hacerle dañ o, pero al final había creído que, si
aquel niñ o era su hijo, Angela tenía derecho a saberlo. A luchar por él. A
recuperar lo que le habían quitado.
Con un suspiro, la doncella cogió la bandeja y se dirigió al comedor,
donde encontró a la soberana en un extremo de la mesa elegantemente
servida. Tenía sobre ella recipientes de cristal y oro con frutas variadas
y coloridas, panes de diferentes formas y tonalidades, quesos y
mermeladas. También jarras de agua, zumo y vino. Todo perfectamente
ordenado, aunque no al alcance de la mujer, pues normalmente había
un criado que se encargaba de servir lo que pidiera. En esta ocasió n,
mientras Bella se acercaba, se percató de que estaban solas.
Hizo una reverencia antes de llegar hasta ella y esperó a obtener su
permiso. La reina la miró de reojo mientras se comía una uva azul y la
degustaba con tranquilidad.
—¿Qué manjar me traes?
—Lo que habéis ordenado, Majestad.
—Acércate.
Bella hizo caso y puso delante de la mujer el plato con la comida
perfectamente dispuesta. Se alejó tres pasos y esperó . La reina cerró los
ojos y aspiró con gusto aquel aroma que llegaba hasta su nariz.
—Delicioso. —Cogió el tenedor y pinchó el primer trozo, que sostuvo
ante sus ojos—. ¿Sabes? No muchos, por poderosos y ricos que sean,
han tenido la oportunidad de degustar algo así.
Se lo llevó a la boca y soltó gemidos de placer que incomodaron a la
sirvienta.
La soberana cogió un tenedor y se lo ofreció .
—¿No te gustaría probarlo? Te aseguro que no comerá s nada igual en
toda tu vida.
Bella la miró má s confusa de lo que ya estaba. Se acercó y cogió el
tenedor, dudosa. ¿De verdad la reina le estaba ofreciendo algo a ella? ¿O
había alguna trampa que no alcanzaba a vislumbrar?
La mujer extendió el plato y la animó con la mirada a pinchar un
trozo. Un brillo cruel cruzó sus ojos y Bella tragó saliva, aunque
obedeció . Cogió una porció n pequeñ a, mas no se atrevió a llevá rsela a la
boca.
—No seas tímida. Te gustará .
—Yo…
—¿De verdad vas a rechazar un manjar de tu propia reina?
«No eres mi reina». Con gusto lo habría dicho en voz alta, mas sabía
que solo significaría buscarse má s problemas.
Suspiró , cerró los ojos y se llevó el trozo a la boca.
No le gustó y lo escupió a un lado sin poder evitarlo.
Evitó la mirada de la reina, esperando unas palabras ofensivas por su
gesto. Sin embargo, lo que escuchó la dejó descolocada.
Una risa.
Una risa malvada.
Una risa fría.
La reina se reía.
Cogió su copa de vino y dio un sorbo.
—Tanto aprecio que le tienes a mi hijastra, pensé que te gustaría
catarla.
Bella palideció y miró el desagradable trozo que yacía en el suelo.
¿El corazó n de Blancanieves? No. No podía ser…
—He estado añ os instruyendo a esa chica para que fuera la princesa
que necesitaba que fuera… —Meció el contenido de la copa con la
mirada perdida—. Toda gran reina necesita una princesa a su sombra.
Pero Blancanieves me falló . —Dio otro sorbo—. Ahora hay una vacante.
—Miró a Bella y se levantó . La joven no se atrevía a moverse. Todavía
intentaba asimilar el horror de lo que la reina había hecho—. Y tengo la
sensació n de que eres la má s indicada para ocupar este puesto.
—No… —Le habría gustado ser má s tajante, pero su voz se negaba a
salir.
—Querida. —Se acercó má s a ella—. No te lo estaba pidiendo.
Sin que la doncella pudiera reaccionar, la soberana acercó la mano
derecha al pecho de la joven. Entonces ya no pudo moverse, tan solo
sentir có mo una garra fría y oscura la atravesaba y abrazaba con
violencia su corazó n…
Capítulo 63
Cuando abrió los ojos, observó con deleite su nueva habitació n. Sabía
que antes le había pertenecido a ella, pero ahora era suya y solo suya.
Sonrió y llevó las manos detrá s de su cabeza.
Alguien llamó a la puerta. Se incorporó .
—Adelante —ordenó con voz autoritaria.
Angela entró , llevando con ella un vestido negro y plateado. Esa
misma mañ ana se celebraría el funeral de Blancanieves, y todos, por
orden de la reina, debían estar presentes para honrar a la nueva
princesa.
La doncella lo dejó sobre la silla del tocador y permaneció allí,
mirando a la muchacha.
—¿Qué esperas? ¡Prepá rame el bañ o!
Angela vaciló y Bella se levantó con impaciencia.
—¿Acaso no me has oído?
—Sí.
La mujer bajó la cabeza y se encaminó a la habitació n contigua, mas
la joven la detuvo.
—A partir de ahora, cuando te dirijas a mí, lo hará s diciendo: sí,
alteza. A ver si voy a tener que enseñ arte yo modales.
—Sí, alteza.
—Bien, retírate —ordenó con un gesto despectivo de la mano.
Bella se dirigió descalza hacia la mesa de cristal que adornaba el
centro de la habitació n. Allí reposaban, sobre un recipiente cristalino,
varias manzanas de un negro arrebatador. Cogió una y fue hacia la
ventana para contemplar el nuevo día de su nueva vida. Mordió el fruto
con placer y sintió có mo un líquido resbalaba desde sus labios hasta su
camisó n blanco. Mientras masticaba con gusto aquel manjar, vio en el
cristal de la ventana la mancha roja que decoraba su vestimenta. Alzó la
manzana ante sus ojos. Estaba sangrando.
Bella le dio un segundo mordisco.
Capítulo 65
—¡Esto es increíble!
Los gritos llegaron desde el interior de la mina a oídos de la princesa,
que se había retrasado para preparar zumo de melocotó n y canela a los
enanitos y dá rselo mientras trabajaban.
—¡Qué pasada!
Era la voz de Zaf. O quizá s de Ó nix. ¿Tal vez Zirc? Blancanieves
todavía no los distinguía. Sabía que no se trataba de Topacio, pues no se
lo imaginaba gritando de alegría. Jamá s había mostrado una sonrisa
delante de ella. Aunque llevaba poco tiempo con ellos; quizá s en
cualquier momento se rompiera la barrera que había erigido alrededor
de él y permitiera el acercamiento de la muchacha igual que había
hecho con los demá s.
Cuando llegó a la sala principal, antes de que le diera tiempo siquiera
de ver quién estaba allí, un nuevo grito y un fuerte empujó n la
sorprendieron. La bota de piel cayó de sus manos y el líquido
anaranjado se esparció por el suelo.
—¡Zirc! ¿Cuá ntas veces tengo que decirte que mires antes de probar
esas cosas?
Junto a la joven estaba Ó nix, que era quien la había tirado al suelo.
Sobre sus cabezas, clavados en la pared, había dos objetos, uno azul y
otro verde: dos cuchillas con forma de estrella. Blancanieves abrió
mucho los ojos, sorprendida; nunca había visto nada igual.
—¡Uy! —Zirc se fijó en la joven y se acercó corriendo a ella,
ignorando a su hermano—. ¿Está s bien?
La ayudó a levantarse.
—Sí… ¿Qué es eso?
El otro enanito resopló , molesto, se sacudió la ropa y se fue a su mesa
de trabajo. Zirc sonrió orgulloso mientras arrancaba las estrellas.
—Esto, querida, es una nueva arma que he inventado. Estas cuchillas
—señ aló los filos de las estrellas— cortan má s que el acero.
—¿Son de zircó n? —preguntó interesada.
—Tú lo has dicho. Son pequeñ as y se pueden usar a gran distancia.
Llevo meses trabajando en ellas y por fin he conseguido mi objetivo.
¡Será n todo un éxito en el mercado!
—¡Oh, baja ya de las nubes, Zirc! A nadie le van a interesar esas cosas.
La princesa y el apelado miraron a Ó nix, que se había girado,
sujetando un cincel en la mano derecha.
—A la gente le gusta comprar cosas raras, especialmente las que
facilitan el trabajo —se defendió Zirc.
—¿En qué se diferencian de las flechas o los cuchillos arrojadizos?
Solo has perdido el tiempo en lugar de dedicarlo a algo de provecho, a
algo que nos dé dinero para vivir, como hacemos los demá s. Deja ya de
soñ ar. Tú no eres papá .
Con lá grimas en los ojos, el má s pequeñ o de los enanitos abandonó la
mina, abrazando sus pequeñ as posesiones con delicadeza. Ó nix suspiró
y volvió a su quehacer. Blancanieves se quedó mirando con angustia el
lugar por el que había desaparecido Zirc, pero prefirió dejarle un rato a
solas para no agobiarle.
—¿Por qué le has dicho todas esas cosas? —inquirió acercá ndose a
Ó nix.
Tardó unos momentos en responder.
—Todos hemos tenido sueñ os y nos hemos hecho ilusiones con crear
algo que nos hiciera ricos y famosos. Pero es imposible, y cuanto antes
lo sepa, mejor. No quiero que sus sueñ os se rompan como nos ha ido
pasando a todos. Mejor que se dé cuenta ahora.
—A mí me gusta su invento. Sería muy ú til para un ejército. Un arma
pequeñ a que se puede esconder en cualquier parte.
—A la realeza no le interesan los objetos de unos vulgares enanos.
Esto es la vida real.
Blancanieves se mordió la lengua. A ella sí le interesaba, incluso lo
que él mismo estaba tallando: un tablero octogonal amarillo y varias
figuras negras que todavía no tenían una forma definida. Un juego al
que ella había jugado de pequeñ a y que sabía que muchos niñ os
querrían tener en sus casas.
Suspiró .
Miró el zumo derramado y se marchó a por algo para limpiarlo. De
camino a la casita buscó a Zirc con la mirada, pero no le encontró .
Deseó que estuviera mejor y que en el fondo supiera que su hermano
ú nicamente se preocupaba por él.
Capítulo 70
Si tuviera que definir un día como el peor, sin duda sería ese. La noche
llegó como un salvavidas, ya que pudo encerrarse en su habitació n y
lidiar con lo que le estaba pasando.
—¿Y qué es lo que me está pasando?
No lo sabía.
Un fuerte dolor de cabeza.
Visiones de una vida que no recordaba. ¿Retazos de sueñ os, tal vez?
Había sido difícil mantener la compostura ante la malvada reina.
Se tumbó sobre la cama sin desvestirse y luchó por quedarse
dormida.
Un duende que la apartaba de su familia.
Ser criada en un glorioso palacio bajo las órdenes
de una malvada reina.
Un espejo mágico.
Una bella joven de piel de ébano y cabellos níveos
venida del Más Allá.
La joven despertó cubierta por una capa de sudor frío que adhería el
vestido de la noche anterior a su piel. Tenía la respiració n acelerada y el
corazó n bombeaba má s rá pido de lo que podía soportar. Quiso pedir
ayuda. ¿En quién podía confiar que no corriera a contá rselo a la reina?
Y entonces vio su salvació n: Angela.
No sabía por qué, no lo recordaba, pero sabía que esa doncella era de
confianza.
La mujer llegó , como cada mañ ana, con la fuente llena de manzanas.
En esta ocasió n, Bella las miró con reticencia. A su estó mago no le
agradaba la idea de comer manzanas.
—¿Puedes traerme un zumo de algo que no sean manzanas?
A lo mejor era eso lo que necesitaba, comer algo diferente. Había
comido tantas manzanas que seguramente le estaba afectando.
Un rato después, volvió Angela con una jarra y una copa sobre una
bandeja de cristal. Bella se aseguró de que el líquido era naranja y nada
tuviera que ver con las manzanas.
—Gracias —dijo con amabilidad mientras ella misma, para sorpresa
de la doncella, se servía.
Al ir a beber, la heredera se percató de có mo la miraba.
—¿Qué pasa?
Esta desvió la mirada.
—Nada, alteza. Soy yo quien debería daros las gracias.
Sus ojos se tornaron vidriosos. Bella no comprendió sus palabras, y
se limitó a contestar:
—Bien.
Se lo bebió de un trago olvidá ndose de todo protocolo. Estaba sola en
la habitació n con la ú nica presencia de una sirvienta. No hacía falta
andarse con finezas.
Se alisó el vestido, colocó los mechones rebeldes de su pelo y se
perfumó antes de salir. ¿Para qué cambiarse? Lo que llevaba puesto era
perfecto para aquel nuevo día.
En el desayuno con la reina y el príncipe, la mujer sí se fijó en que su
aprendiza llevaba el mismo vestido de la noche anterior. Cogió una
copa, la llevó a sus hú medos labios sin quitarle la vista de encima y
habló :
—Llevas el mismo vestido de ayer.
No era una pregunta. Bella notó cierto tono despectivo en su
comentario. Mas alzó la barbilla con orgullo.
—¿Por qué no repetir una prenda que es de mi agrado? Si un vestido
tiene calidad y se ajusta bien a mi cuerpo, considero que sacarle el
mayor partido posible es lo mejor.
El príncipe la miró , sorprendido por su respuesta. Bella se dio cuenta
y lo utilizó en su favor.
—¿Veis?
La mujer miró de reojo al joven, pero sonrió .
—Creo que hoy he aprendido una importante lecció n.
Ambas brindaron entrechocando sus copas y bebieron con gusto el
dulce vino que ú nicamente la reina podía permitirse para desayunar.
—Bien. Creo que ha llegado el momento.
Bella y el príncipe se miraron sin comprender. La reina se levantó y
ambos supieron que debían ir tras ella. Con paso tranquilo, los guio
hasta su torre. É l se quedó rezagado; no estaba muy seguro de que le
estuviera permitida la entrada. A esas alturas ya estaba al tanto del
funcionamiento del castillo y de dó nde estaban los límites. Mas la mujer
se giró e indicó a ambos que subieran tras ella.
Estaban confusos. Bella especialmente, y no solo por el hecho de que
el príncipe las acompañ ara a un lugar que la reina tan solo había
compartido con ella, sino también porque, de nuevo, algunas imá genes
golpeaban su mente. Imá genes de aquel mismo lugar.
El príncipe, nada má s cruzar las cortinas que separaban la sala de la
escalera espiral, se fijó , anonadado, en la belleza terrorífica que
envolvía la estancia. Pó cimas de colores, libros antiguos y una vitrina a
la que no se atrevió a acercarse, pero en la que creyó vislumbrar…
manzanas. Manzanas de diferentes tamañ os y colores.
Tragó saliva.
Con un codazo, Bella le indicó que se colocara al lado izquierdo de la
reina, un paso por detrá s, tal y como estaba ella. É l vio que se
encontraban ante un espejo de marco plateado que les devolvía el
reflejo.
—Hoy quedará patente quién es la má s bella de los reinos. Y si
alguien me supera en beldad, conocerá mi crueldad —les dijo a los
muchachos mirando sus reflejos en la fría luna.
Ambos se limitaron a esperar sin decir nada. La reina, tras
examinarlos coplacida, volvió a hablar:
—Espejo, espejo má gico, ven a mi llamada.
El muchacho alzó una ceja y miró con disimulo a Bella, quien tenía
sus ojos fijos en el cristal.
Cuando un denso humo negro cubrió parte de la luna y unos ojos
á mbar resplandecientes aparecieron, él ahogó un gemido. Ninguna de
las dos mujeres parecía asustada ni perturbada lo má s mínimo por la
presencia del ente.
Una voz habló :
—¿Qué deseá is, mi reina?
Esta sonrió antes de preguntar:
—Dime, ¿quién es en los reinos la má s hermosa?
Bella frunció el ceñ o. No recordaba que fuera esa la pregunta que la
malvada reina soliera hacer al espejo. No. Siempre preguntaba por la
má s bella del reino, es decir, del Reino de la Manzana de Plata. Y
siempre recibía la misma respuesta: ella. Sin embargo, ahora había
preguntado por la má s hermosa de todos los reinos. ¿Podía existir
alguien que la superara en belleza? Sin entender por qué, se inquietó .
¿Cuá n grande podía ser la có lera de la reina si descubría que había
alguien má s bella que ella? Ya había ordenado asesinar a su propia
hijastra.
El espejo ya les estaba mostrando una imagen. Había una joven
agachada sobre un huerto. Los guantes y la capucha de su capa les
impedían ver quién era. Tarareaba una canció n mientras recogía los
frutos maduros. Entonces se irguió y miró hacia atrá s, escudriñ ando los
alrededores, como si supiera que la estaban observando.
Bella tragó saliva.
Era la hijastra de la reina.
La antigua y verdadera heredera a la corona.
Era Blancanieves.
Y Bella la recordaba muy bien. Sí, recordaba cada momento que había
vivido con ella en el castillo. Recordaba haberla ayudado en las pruebas.
Y… recordaba su repentina desaparició n. Y có mo, obligada por la reina,
había tenido que cocinar sus entrañ as para ella. Pero no eran sus
entrañ as. No podían serlo, porque Blancanieves estaba viva.
Para su sorpresa, la reina no dijo nada; mas la tensió n de sus labios
apretados lo decía todo. Se marchó con violencia de allí, atropellando lo
que tuviera a su paso.
Sus ojos se cruzaron con los del príncipe y leyó el má s absoluto de los
terrores en ellos.
Ella no sentía miedo. Y no sabía por qué.
Se acercó a la imagen del espejo y posó la mano en el rostro frío de
Blancanieves. Recordaba haber sentido algo por ella. Y al igual que sus
recuerdos, lo había olvidado. Mas ¿por qué había recuperado sus
recuerdos y no los sentimientos?
—Manzanas para olvidar…
Volteó la cabeza y vio que el príncipe, en ausencia de la reina, se
había atrevido a acercarse a la vitrina de las manzanas y sus ojos
estaban clavados en una de color negro.
Bella se llevó una mano al pecho mientras devolvía su atenció n al
espejo y la imagen de este se desvanecía. Nada latía en su interior,
porque le había sido arrancado.
Recordaba gracias a que alguien —Angela, sin duda alguna— había
cambiado las manzanas.
Ahora tenía que recuperar su corazó n.
Capítulo 75
—Sois detestable.
Ni siquiera esperó a verla para pronunciar estas palabras. Sabía bien
que los pasos que se acercaban pertenecían a Bella.
Habían sido citados por la reina al atardecer y ya se imaginaban para
qué.
Se giró y la observó acercarse con parsimonia por el pasillo. La
mandíbula se le desencajó al ver su atuendo: Bella había elegido un
vestido de terciopelo ajustado que resaltaba sus curvas y arrastraba por
detrá s una pequeñ a cola. Mas no era esto lo que le había sorprendido,
sino el color. Era de un rojo intenso, un rojo atrayente, un rojo como la
sangre… como la cinta que había robado la vida de Blancanieves.
El príncipe abrió la boca para emitir un nuevo insulto, pero ninguno
de los que le venían a la cabeza bastaban para definir a aquel ser que se
erguía ante él, frío y cruel.
La joven hizo caso omiso de sus palabras y de su mirada cargada de
odio. Tal y como le había visto hacer en las mazmorras cuando estuvo
preso, alzó la barbilla y mostró una porte altiva propia de una reina.
—¿Vamos?
É l gruñ ó como respuesta, inclinó la cabeza y le cedió el paso.
Bella estaba tranquila. Se cogió la falda y subió dando pasos seguros,
sabiendo lo que se iban a encontrar.
Y acertó .
La malvada reina los esperaba frente al espejo, que le devolvía su
propia imagen: la de una mujer hermosa, de piel blanca de porcelana,
pelo negro recogido en un moñ o cuyos cabellos enmarcaban su perfecto
rostro, labios morados que sonreían con malicia y un vestido verde
oscuro, de terciopelo, bien parecido al que llevaba su pupila, en la que
no se fijó cuando entraron.
—Observad mi obra maestra.
Bella se colocó un par de pasos tras ella, a su izquierda, mientras que
él hizo lo propio a su derecha. El espejo les devolvió su imagen tan solo
unos segundos, pues enseguida su interior cambió para mostrarles una
cabañ a en medio de un bosque nevado.
El príncipe contuvo la respiració n y se revolvió su pelo negro,
nervioso, con la mínima esperanza de ver algo diferente a lo que
esperaba. Miró a Bella, quien parecía imperturbable y no alcanzaba a
entender por qué.
—Esto… no está bien —se le escapó sin poder evitarlo.
La joven le miró sin expresió n. La reina se giró , ampliando su
maléfica sonrisa. Extendió el brazo señ alando hacia la escena del
espejo.
—¿No creéis que el fin justifica los medios, príncipe?
É l tragó saliva. Sí, siempre había pensado así. Había sido uno de sus
mayores lemas. ¿Qué importaba lo que hiciera o có mo? Todos sus actos
al final conducían hacia un final: su coronació n. Y lo má s importante
para un rey era contar con el apoyo pleno de la nobleza, por lo que él
había desterrado, embargado y condenado en favor de los nobles de su
reino. Todo por un fin. Mas aquello… era diferente.
—No creo que esto lo justifique —se atrevió a decir sosteniendo la
mirada de la reina.
—¿Qué te parece? ¡Un príncipe con algo de moral! Podría esperarlo
de cualquiera, pero no de vos. —É l bajó la mirada—. Parece que todavía
no comprendéis mi gran propó sito.
—¿Usurpar todos y cada uno de los tronos de los reinos?
La mujer se humedeció los labios.
—Vedlo de este modo, alteza: ¿por qué reinos diferentes, leyes
diferentes y culturas diferentes? ¿Acaso no sería mejor aunarlo todo en
uno solo y vivir en paz sin diferencias ni posibles guerras?
—¿Y la libertad?
—Oh, habría libertad, príncipe, por supuesto. —Se llevó las manos a
la espalda y ladeó la cabeza, permitiendo que su cabello oscuro cayera a
un lado—. Siempre y cuando se cumplan las normas impuestas en el
nuevo reino.
—Eso no es libertad.
—Todos los reinos necesitan normas que seguir para su buen
funcionamiento; si no, reinaría el caos absoluto, la delincuencia, las
rebeliones… ¿O me vais a decir que vuestro reino carece de normas?
Tras la reina, el príncipe pudo ver có mo seis hombrecitos se
acercaban a la casita dejando un rastro en la nieve. Volvió a centrar su
atenció n en la reina.
—No es lo mismo establecer leyes en favor de la ética y la moral que
establecer normas que limiten los privilegios y las decisiones de cada
uno.
La mujer rio.
—Sois realmente admirable, querido príncipe. Admiro vuestra
hipocresía. Defendéis algo de lo que no sois partidario. Será un honor
teneros de nuestro lado.
Con estas palabras, zanjó la conversació n, y giró su cuerpo con
elegancia para deleitarse con lo que el espejo les enseñ aba.
Los seis enanitos estaban entrando. Los primeros gritaron de
sorpresa y horror al hallar a Blancanieves desplomada sobre el suelo,
pá lida y sin respirar.
—¿Se ha desmayado? —preguntó uno de ojos zafiro.
—¡Buscad alguna herida! —ordenó otro de ojos obsidiana.
—¡No tiene pulso! —confirmó el de ojos ó nix.
Se formó un gran revuelo entre ellos mientras trataban de averiguar
qué le había pasado a la joven.
—¡Un momento! —Un enanito de ojos pardo amarillento como el
topacio impuso el silencio—. ¿Qué es eso? —Señ aló la cinta que se
enredaba con el cabello de Blancanieves. Todos la miraron con
curiosidad y él estiró la mano para cogerla.
—¡No la toques! —El hombrecito de ojos berilo le dio sus guantes de
trabajo y su hermano procedió a apartar la cinta de la joven.
La observaron con ceñ os fruncidos y miradas recelosas hasta que
escucharon un gemido femenino.
Blancanieves abrió los ojos.
El príncipe sonrió .
Y la reina gritó de rabia.
Capítulo 79
Morir.
Siempre se había preguntado có mo sería: imaginaba que se
reencontraba con su madre y su padre en un jardín lleno de esplendor.
Así que debía esperar a que fueran a por ella para cruzar al otro lado,
nada má s.
Blancanieves se sentó en medio de aquella decolorada y neblinosa
oscuridad. No comprendía có mo era capaz de ver la niebla o de apreciar
que aquel lugar carecía de brillantes colores.
«Los ojos del espíritu son capaces de apreciar mucho má s que los
nuestros».
Las palabras de su padre llegaron a ella como un susurro meló dico en
medio de la nada.
Palpó el suelo, o lo que se suponía que era el suelo. Era muy extrañ o,
porque, aunque estaba sentada, aunque, en teoría, estaba sobre algo, su
mano no notó nada. Ni duro ni blando; simplemente había vacío.
Tampoco estaba flotando… No, estaba segura de que su cuerpo se había
sentado sobre algo que no podría tocar.
Cantó .
Tarareó .
Silbó .
Mas nada sucedió . No apareció el barquero de almas para llevarla al
otro lado. Se palpó . No llevaba ninguna moneda… Eso significaba que
no podía pagarle y, por tanto, no podía cruzar. ¿Era ese el motivo de que
el barquero no hubiera aparecido? ¿Porque sabía que no llevaba una
moneda de plata?
Se levantó y giró sobre sí misma para mirar en derredor. Todo era
igual. Oscuridad. Un paisaje con poco color. Una espesa niebla. Si
tuviera que definir qué veían sus ojos, no sabría có mo hacerlo.
«¿Có mo va a encontrarme nadie en medio de… nada?».
Estas palabras la impulsaron a moverse en una direcció n que eligió al
azar. Se dejó guiar por su instinto; caminó sobre la nada para intentar
llegar a algú n lugar.
Pensó en sus padres y los imaginó esperá ndola con los brazos
abiertos. Esta imagen la ayudó a continuar a buen ritmo y con buen
humor.
Nadie sabía qué había después de la muerte, así que era normal que
nadie supiera qué hacer una vez llegaba la hora. Había leyendas sobre
apariciones de fantasmas, mas estos se dedicaban a asustar, a vengarse
de quienes acabaron con ellos o a terminar aquello que dejaron
inacabado en vida.
Era extrañ o. Blancanieves sentía su cuerpo, hasta el dedo má s
pequeñ o de sus pies. Sin embargo, no sentía hambre o sed. Tampoco
cansancio, al menos por el momento. ¿Y dolor? No, dolor no podía
sentir porque ya estaba muerta. Se pellizcó en el brazo.
—¡Ay!
Convencida de que no sentiría nada, había aplicado demasiada
fuerza. Y sí, había dolido. Había dolido mucho. Pero no era un dolor
normal, sino que del brazo pasaba al resto de su cuerpo, como cuando
se tira una piedra al agua y las ondas se extienden, cada vez con menor
intensidad. Eso mismo había sentido.
Deseaba llegar rá pido al otro lado. Empezaba a sentir miedo.
—¿Hola?
Su voz salió con fuerza de ella para perderse en aquella nada.
Y no recibió respuesta.
¿Estaba sola? Quizá s nadie má s había muerto en ese momento… O
quizá s cada persona tenía un camino marcado en solitario que debía
superar para llegar al otro lado.
Así que la vida era una prueba…
… y la muerte otra.
Y para ninguna de las dos se estaba preparado.
Continuó su camino.
Un zumbido cargado de una melancó lica melodía se acercó .
Blancanieves se detuvo y se agachó , como si ello pudiera ocultarla de
alguna forma. Al poco vio una mariposa.
¿Una mariposa?
¿En el mundo de los muertos?
Se levantó .
La mariposa desprendía mú sica con cada aleteo, y hasta luz. No una
luz brillante que permitiera ver el lugar, pero sí la suficiente para que la
joven pudiera ver su propio cuerpo. Observó al animal y descubrió mil
ojos mirá ndola. Soltó una exclamació n y se apartó . La mariposa volvió a
acercarse, y Blancanieves comprendió que eran sus propios ojos lo que
estaba mirando. Las alas de la mariposa estaban hechas de un mosaico
de espejos que la reflejaban.
—Qué extrañ a eres…
Quiso tocarla, mas tuvo miedo de que desapareciera. O de asustarla. Y
no quería quedarse sola. La compañ ía de la mariposa le infundía
esperanza.
El pequeñ o animal comenzó a alejarse.
—¡Espera!
La mariposa aleteaba cada vez má s lejos. La princesa se apresuró . Tal
vez no la condujera a ninguna parte, pero por lo menos no estaría sola
en aquel mundo que parecía un castigo. ¿Por qué?
Por tantas cosas…
Por abandonar a su reino.
Por no seguir los pasos de su padre.
Por ser una princesa cuya piel oscura y pelo blancos la convertían en
ilegítima.
Nadie la quería a ella con la corona.
Nadie quería a una princesa negra en el trono del Reino de la
Manzana de Plata.
Capítulo 84
No había llegado a ver nada. Una oscuridad leve, marró n, rota durante
un instante por una claridad desconocida. Y, luego, oscuridad de nuevo.
Blancanieves condujo sus pesados pies hacia la puerta del panteó n.
Miró por encima del hombro al espejo, que la volvía a mostrar. ¿Y si lo
había imaginado, sugestionada por la convicció n de que aquel espejo
podía ser como el de su madrastra y mostrarle el otro lado?
Sin embargo, no se atrevió a salir de allí. No quería alejarse por si era
cierto que había visto algo. Necesitaba cerciorarse. Total, ¿acaso tenía
alguna prisa?
El exterior se había apagado. Los espejos flotantes ya no brillaban. La
ú nica luz provenía de copos de nieve que caían con suavidad. La
mariposa de espejos revoloteó hasta ella jugando con uno de los copos
y Blancanieves extendió la mano para cobijarlos a ambos.
Los copos eran también espejos, que irradiaban una luz blanquecina
y azulada.
Cerró los ojos, apoyada en el marco de la puerta. Aquel paisaje le
había recordado a la celebració n de la Noche del Abeto. No todos los
reinos la llamaban igual, pero sí la celebraban la misma noche y
partiendo de una misma base.
En el Reino de la Manzana de Plata, en su ciudad, decoraban con
luces má gicas el abeto má s grande que encontraran. Había una
competició n, incluso: hombres y mujeres se adentraban en el Bosque
de la Primavera Eterna y volvían horas después con los má s grandes y
hermosos abetos. La ú ltima vez que se celebró el festival, antes de que
comenzara el mandato de la malvada reina, la ganadora había sido una
fornida mujer, que despertó la admiració n de Blancanieves.
Después, todas las luces de la ciudad se apagaban y tan solo las del
abeto y su reflejo en la nieve iluminaban el lugar, y empezaba a sonar
un tintineo que daba paso a la tradicional melodía.
Sí, podía sentirlo.
Podía escucharlo.
El tintineo estaba allí, la envolvía.
Abrió los ojos y fue consciente de que lo estaba escuchando de
verdad. Y después el violín. Giró sobre sí misma, pero, salvo la mariposa
que revoloteaba a su alrededor, no había nada allí.
Tan solo ella, el espejo y la mú sica que invadió sus sentidos.
Capítulo 88
Sé que son muchas las preguntas que ahora mismo cruzan vuestra
mente. Así que os dejo aquí algunos porqués y curiosidades que quizá s
logren responderos… o no.
La primera, la má s importante, la que quizá s os haya dejado en un
estado indescriptible: ¡Blancanieves tiene la piel oscura y el pelo
blanco! Cuando empecé, escribí el deseo de la reina de tener un hijo tan
negro como la noche, tan blanco como la nieve y tan rojo como la
sangre. Compartí este fragmento por historias en Instagram, y cuando
mi correctora lo leyó , dijo que le vino a la cabeza que Blancanieves tenía
la piel oscura y el pelo blanco. Me quedé parada, pensando… «¿Por qué
no?». En primer lugar, esto es una reinterpretació n de los cuentos, y en
segundo lugar, con ese deseo, en el cuento clá sico en ningú n momento
se expresa có mo debe ser el color de piel, de pelo, de ojos… así que, en
realidad, no he tergiversado la historia. La he reinterpretado.
Adrien es en realidad mayor que Blancanieves y Bella, pero por culpa
de una pó cima creada especialmente por la malvada reina, su
crecimiento se retrasa, por eso en su historia aparece joven,
aparentemente con la misma edad que Aneris. Sí, os lo tengo que
confesar: cuando comencé con esta historia, se me ocurrió que el
cazador de la historia de Blancanieves fuera el que salvara a Adrien y
Rubí del lobo. Sin embargo, cuando terminé de escribir, me di cuenta de
la gran incoherencia que había metido, pues eso significaría que Adrien
era de la edad de Blancanieves y Bella. Y, aunque pasan añ os de esta
historia a la siguiente, él se nos presenta bastante joven, por lo que me
he tenido que idear el tema de la pó cima… Soy un desastre, ¿verdad?
Pero bueno, eso ya lo sabíais.
Ay, Rubí y Día. Han vuelto a aparecer. Me lo han pedido a gritos. Sí, y
vosotros también. Y tendrá n su historia. De hecho, creo que se está
cociendo la de Rubí… (guardadme el secreto).
Encontramos dos transformaciones en este libro. No sé si he logrado
impresionaros o no. Respecto a la del príncipe: él era en realidad el
príncipe del cuento original de Blancanieves, es decir, un personaje que
pasa sin pena ni gloria. Pero me gustó su paso por aquí y decidí
alargarlo. Cuando llegó el momento de desatar la maldició n de la
malvada reina, se me ocurrió : el príncipe rana. Perfecto para otra
historia, ¿no?
Y en cuanto a la de Bella. ¡Una bestia! Pero, Erya, ¿te has vuelto loca?
No (bueno, quizá s un poco). Estuve bastante tiempo pensando en qué
animal transformarla, hasta que la imagen vino volando a mi cabeza.
¿Acaso no estoy reinterpretando el cuento de Blancanieves y de La Bella
y la Bestia? Pues toma, Bella transformada en Bestia.
Ademá s, esto me lleva a otro punto: cuando Bella, transformada en
una bestia, desaparece de repente para luego aparecer con su cuerpo.
Quizá s os hayá is preguntado qué ha pasado ahí, o quizá s lo hayá is visto.
En el cuento original, en cuanto Bella le confiesa su amor a Bestia, esta
desaparece. Y al día siguiente aparece transformado en príncipe. He
querido recrearlo también.
Ah, los enanitos. ¿De dó nde habrá salido que el séptimo sea mujer?
La historia misma lo pidió . Es imposible negarse a lo que la historia y
los personajes piden. Si algú n escritor me está leyendo, seguro que
ahora mismo está sonriendo y asintiendo (sí, Ana, con la cabeza).
Los siete cabritillos como historia de los enanitos. No sé si conoceréis
el cuento, pero junto con Caperucita Roja y Los tres cerditos era de mis
cuentos favoritos de pequeñ a, de esos que mi madre me contaba cada
noche. Al crear la historia de los enanitos, me di cuenta de que no me
apetecía simplemente sacá rmela de la manga. Y este cuento vino a mi
cabeza como por arte de magia.
Má s detalles. Al principio de la historia, tan solo se pueden ver los
ojos del mendigo y de Á mbar en el espejo; sin embargo, cuando Bella
está al otro lado (y también Blancanieves), se la puede ver de cuerpo
entero. Esto es por decisió n del propio espíritu. Por eso, cuando
Blancanieves creía que Bella era su asesina, miraba al otro lado, pero no
se dejaba ver. Bella no la veía. Porque la princesa así lo decidió .
No, no me he olvidado de la bruja. En el cuento original, muere de
bailar y bailar con esos zapatos al rojo vivo. ¿Por qué no lo he cumplido
también? Oh, vamos, no me digá is que no es difícil… ¿Habéis visto su
carita? Tan mona ella…
Me apetecía darle su propia historia. Y pensaréis que ya la ha tenido,
pero no. Aquí ha compartido la historia con Blancanieves y Bella, que
son tan acaparadoras que se han quedado con todo el protagonismo.
Así que he buscado la forma de continuar la historia de la malvada
reina y, ¡mira por dó nde!, hay un cuento que se llama El cuervo, o La
cuerva, segú n la fuente.
Ahí lo dejo.
Y no me olvido de los mú sicos de Bremen. Tuve que incluirlos para
que el viaje de Blancanieves no fuera aburrido. También porque crecí
con ellos y los amaba, y necesitaban tener su hueco en estos reinos.
Para finalizar, tan solo quería confesaros que para la creació n de esta
historia me he nutrido de cuentos populares que ya habréis apreciado y
de otras versiones del propio cuento de La Bella y la Bestia, como son:
Al este del sol y al oeste de la luna, Cupido y Psique y El cerdo mágico. Las
pruebas a las que Blancanieves es sometida o la forma en la que Bella
debe abandonar a su familia para salvarlos de la pobreza son solo unos
ejemplos de lo que he sacado de ellos. Espero que os haya gustado.
Agradecimientos
Erya
Erya nació en Granada aunque se ha criado en Madrid, por lo que siente que pertenece a ambas
provincias.
Se introdujo en el mundo de la lectura al encontrar unos tebeos de su padre de Mortadelo y
Filemón, y Astérix y Obélix, y poco a poco fue descubriendo nuevos mundos hasta meterse de lleno
en la fantasía.
Entre sus obras se puede encontrar Estrella Fugaz, una obra con la que se ha lanzado a la aventura,
uniendo ciencia ficció n y fantasía en una ú nica historia. Una short saga llamada Dioscuros ya
finalizada y publicada y su ú ltimo proyecto: una serie de retellings autoconclusivos en un mundo
de reinos y cuentos que ella misma ha creado basándose en los clásicos. El primero de la serie es La
maldición de los reinos, donde los protagonistas son la sirenita y la bestia…
Serie retelling:
@eryaescribe y @eryawrites
@eryaescribe
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