Emma Godoy - Amaron A Sus Muertos

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AMARON A SUS MUERTOS

(1985)
EMMA GODOY

De niña, mi nana me emperifollaba con el vestido de salir y el


moño color de rosa en lo alto de la cabeza, cuando mi madre me elegía
entre sus diez hijos para acompañarla a una visita rumbosa: iríamos a
donde doña Lupita Montenegro, dama de polendas.
El mayordomo que nos abría la puerta nos conducía
ceremoniosamente a la sala Luis XV, alfombrada, de muebles y espejos
dorados, penumbrosa por los pesados cortinajes que velaban la luz de
ventanas y puertas que daban a los jardines. Allí nos aguardaban la
señora de la casa y su célebre esposo, el doctor Montenegro. El cual en
nada se mostraba cortés. Ni siquiera se levantaba a saludarnos,
permanecía imperturbable, sentado en el sillón de siempre, contrastaba
con las finezas y halagos que recibíamos de su esposa.
Aquel señor tan serio siempre me intrigaba con su inmovilidad y
su silencio. Además lo juzgaba absolutamente horrible, aunque a mis
cinco años de edad no le cabían aún lecciones de estética. De tan feo
hasta dolían los ojos; pero yo no podía dejar de mirarlo. Tenía un
semblante gris y arrugado, adornado con piocha triangular a la
francesa, patillas canosas y antiparras con arillo de oro que permitían
ver sus párpados tan cerrados como si estuviera durmiendo.
Lo que ocurría es que el doctor era un muerto. Había fallecido
hacía largo tiempo y conoció la tumba muchos años. Pero en vida se
~2~

había hecho querer tanto, que un buen día esposa e hijos decidieron
unirse a la venerable tradición de mi terruño y lo sacaron de su frío
refugio para instalarlo de nuevo en su hogar.
¡Así que era un difunto…! Eso todos lo sabían, mas a mí nadie
me lo dijo hasta meses después.
Su familia se esmeraba en que estuviera bien vestido, como
corresponde a un caballero aristócrata. La mucama a diario le pasaba el
plumero y luego un cepillo de ropa. Se le cambiaba el traje cuando
daba la menor señal de deterioro. Lucía reloj de bolsillo con esa cadena
que llamaban leontina; en el dedo, un anillo de enorme esmeralda; en
la pulcra camisa, mancuernas y corbata con fistol de diamante.
Además, calzaba polainas como si hiciera frío.
Durante toda la visita, yo no le quitaba la vista de encima,
aunque me habían enseñado que era de mala educación observar de
arriba a abajo con impertinencia a una persona. Entretanto doña Lupita
y mi mamá charlaban animadamente y saboreaban la consabida taza
de chocolate con bollos domésticos calientes; aunque la viuda, sin dejar
de conversar, ponía de vez en cuando la mano cariñosa sobre los
huesos femorales de su amadísimo señor esposo, para hacerlo sentir
partícipe de la tertulia.
Fue el doctor Montenegro quien me dio pie para pensar que los
difuntos son personas comunes y corrientes, sólo que muy calladas y
feas.
~3~

También eran fieles a la tradición del culto a los muertos los


Aranda, que conservaron en su casa acostadita en su cama de
cortinillas de tul y encaje, a la sobrinita Lolis que murió a los once años,
pocos días antes de recibir la Primera Comunión.
¡Qué ganas tenía yo de verla, pues era famosa! Mis hermanas
mayores sí la visitaban y después se hacían lenguas de los bellos
vestiditos que sus tías, con aquellas habilidades de las mujeres
antiguas, le confeccionaban en cada cambio de estación, copiando y
hasta mejorando los modelos de los magazines de moda europea. Y
ponderaban asimismo el lujoso y angelical traje de Primera Comunión
que le vestían cada año conmemorado la fecha en que debió de recibir
el Sacramento eucarístico, y con él, los accesorios como las perlas finas
que esperaban las Avemarías en el rosario, el misal de concha nácar
con incrustaciones de plata, el adorno artesanal de la vela que jamás se
encendería en su manita. Decían que la colcha de la cama pequeña era
de primorosos tejidos o de encajes importados.
Adoraban todos a la Lolis, igual su familia que los visitantes. Y
de seguro mi vestido de Primera Comunión no pudo ser tan elegante
como el de la preciosa occisa. Por eso yo quería verla, para pedir un
trajecito semejante.

En mi ciudad natal se momifican espontáneamente los finados


que inhuman en cierta zona del cementerio municipal. No necesitan
ser sometidos a aquel complicado proceso egipcio un tanto profanador
de la sacralidad de la muerte. Acá, los deudos amorosos se limitan a
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sepultar por un tiempo a sus difuntos consentidos en ese lugar mágico


del panteón, aprovechando el gratuito embalsamiento faraónico, para
luego exhumarlos y llevarlos de retorno a sus hogares. Por tanto,
imagino que muchas otras familias habrían gozado la dicha de
conservar vivos a sus muertos, como Juana la Loca o Pedro el Cruel.
(Pero emigré con mi familia a la Capital poco antes de entrar en la
adolescencia y sólo tuve la oportunidad de enterarme del doctor
Montenegro y de Lolis Aranda).
Nosotros, allá en mi casa solariega de provincia, no
disfrutábamos de ninguna momia, pues mi madre se negó a adoptar
aquella buena costumbre egipcíaca. Rehusó tercamente enterrar a dos
de sus hijos que habían fallecido mucho antes de que yo naciera. Se
llamaban David y Guillermo y no habían alcanzado a cumplir los tres
años de edad. En el álbum de retratos se ve que eran hermosos como
príncipes de cuento. Sin buen entierro mis hermanitos no se
momificaron, corrieron la suerte común de “polvo eres y en polvo te
convertirás”.
Al expirar David en la hacienda, mi papá no tuvo corazón para
desprenderse del niño y se lo ocurrió dejar el cuerpecito exánime en la
más alejada azotea de la casona del latifundio, a que allí se corrompiera
y le comieran la carne los majestuosos pajarotes negros del cielo en vez
de los gusanos de la tierra. Se ve que mi padre era menos partidario de
los hipogeos egipcios que de las solemnes torres del silencio usuales
entre los persas de Darío, Ciro y los poetas.
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Años después hizo igual cuando expiró Guillermo, Memito, que


era un amor, el niño más rubio que hayan conocido los siglos y que un
fotógrafo retrató –con las mañas de su oficio– en un montaje donde la
criatura más parecía de sueño que real, sentadita en la hoz de la luna
creciente. Dicen que a eso se debió que haya muerto a edad tan
prematura, pues la luna lo reclamó con sus antiquísimas artes de
magia. Bien sabemos todos que a ese astro van primero y directamente
las almas desencarnadas, para partir de allí a correr otras vicisitudes
que las conducirán al averno o al Eliseo. Guillermito, por culpa del
fotógrafo, se fue pronto a la Luna, digo, a la azotea de la hacienda.
Años más tarde, mi familia, todavía sin que yo naciera, se mudó
de la hacienda a la ciudad cercana por causa de la revolución y
naturalmente se llevó consigo a los dos niños para instalarlos en la
nueva casa.
Mi padre preparó para ellos –aunque también en la amplísima
azotea– un mausoleo suntuoso, con techos verdes a la manzard, que
era al mismo tiempo un valioso museo, pues en las paredes se
ostentaban cuadros valiosos; bibelots1 franceses en las vitrinas; estatuas
y esculturillas de diosas griegas semidesnudas o desnudas, o acaso
mujeres mortales graciosamente impúdicas, sustentadas sobre
columnas de mármol. En fin, allí se reunían los souvenires traídos de
Europa por mi padre, cuando fue allá en los tiempos de Don Porfirio y
del can can, a darse la gran vida haciéndose pasar por soltero.

1 Bibelot: figura pequeña de adorno.


~6~

Había, pues, un tesoro de piezas artísticas para los gustadores de


la belle époque, aunque ninguna obra comparable con aquel precioso
féretro de plata repujada con incrustaciones de esmalte azul donde
posaban querubines infantiles de dos alitas –¿o serán amorcitos del
estilo francés dieciochesco?–. Allí, en el centro del museo, se erguía el
alegre catafalco montado en elegantísima consola de ébano. Y en la
sagrada urna se guardaban los restos de los hermanitos que no conocí.
Bueno, sí los conocí; porque el premio cuando los chicos nos
portábamos bien era verlos. Subíamos a la azotea. A Camilo, el viejo
mozo, se le asignaba el honor de cargarnos en sus brazos porque con
nuestra breve estatura no alcanzábamos a llegar sino a la consola.
Luego mi papá, con verdadero ritual lleno de ternura y hieratismo,2
alzaba la primorosa tapa del féretro y nos era dado contemplar y hasta
tocar, las dos calaveritas, los costillares y muchos otros huesecillos
revueltos en un polvo semejante al talco gris.
La verdad es que yo sufría desconcierto porque ese polvillo y las
osamentas no parecían poder ser dos niños, niños como los que yo
conocía, juguetones, peleoneros, chillones. Tenían los huesos cierto aire
de alfeñique que en dulces formas de calaveras se vendían por las
calles en noviembre con motivo del día de muertos, y hasta quise
probarlos a ver si eran de azúcar, o bien, se asemejaban a la comida de
huesos que se le daban al perro. Sí, cualquier cosa menos hermanitos.

2Hierático: Que tiene o afecta solemnidad extrema, aunque sea en cosas no sagradas. Hieratismo:
Cualidad hierática de los estilos y formas que afectan solemnidad extrema.
~7~

Guardo pocos recuerdos de mi venturosa infancia, pero los aquí


relatados me son de lo más tenaces y gozosos.
Al irse a iniciar mi pubertad, la familia fue a vivir a la Capital y
allí se ve con malos ojos nuestra provinciana costumbre de vivir con
los muertos, por lo que mi madre dejó enterrados a mis hermanitos en
la parroquia del suelo natal.
Pero allá se quedó la casa intacta, con muebles y todo, pues
íbamos a pasar en ella largas temporadas de vacaciones. Por fortuna,
en una de esas oportunidades yo morí de pulmonía a los dieciocho
años –cuando me daba por tener dos o tres novios simultáneamente–, y
me enterraron en la zona mágica del cementerio, para que pasado un
tiempo me momificara.
Así ocurrió. Ya tengo cinco lustros apoltronada en un bellísimo
sillón de oro y raso. Enfrente de mí está la puerta abierta al jardín que
tanto me gustaba y también se halla un espejo en el que veo que por mí
no pasa la edad. Conservo mi juventud triunfante, pese a mi palidez
que tiende a un color morado y un ojo carcomido que escapó a la
acción momificadora de nuestro cementerio.
La hija de Camilo el mozo, que está por terminar sus estudios
universitarios, se encarga de mí. Y aunque mis padres transpusieron ya
los ochenta años están conmigo, volvieron a la casa del terruño. Mi
madre viene a tejer primores junto a mí horas y horas y me acaricia,
mientras mi padre lee el periódico para comentarme las noticias.
También me visitan los sobrinos y los sobrinos nietos que son muy
cariñosos.
~8~

La hija de Camilo posee muy buen gusto y me engalana con


modelos de última moda. Pero mi papá, que ya chochea, se empeña en
que esos vestidos se alternen con los que usan los varones, pues no se
cura de la nostalgia que le dejaron David y Memo. De manera que a
veces luzco atuendo de futbolista o ando en traje de etiqueta. En
verano se impone la moda actual juvenil con pantalones de mezclilla y
camisa abierta. En invierno vuelvo a la antigüedad con abrigo de paño,
bufanda y hasta unas molestas polainas, porque quieren abrigarme lo
más posible. Y ya dos veces me han plantado un tétrico hábito de
monje franciscano con capucha y rosario de quince, pues mi mamá es
muy devota del Santo de Asís.
Yo estoy en el cielo porque, a pesar de los novios, me porté bien.
Pasé de panzazo con un 6, como decimos los estudiantes. Pero allá
somos libres de vagar por el universo y no nos quemamos con los soles
de las galaxias. Vago por doquier, mas me encanta venir a mi tierra a
visitar los hogares donde hay momias, pues el amor, aun el humano, es
una de mis delicias. Algunos de esos muertos se hallan en el
purgatorio y no tienen para cuando salir. Otros gozan como yo de la
bienaventuranza de Dios; mas también encuentro a condenados que se
niegan a conversar conmigo porque en el infierno odian a todos sin
discriminación incluyéndose hasta a sí mismos. No les hago caso.
Mejor asumo la figura de zenzontle y, mezclada con los gorriones, me
pongo a cantar, de preferencia en los cipreses como hacían las almas
egipcias, al atardecer; y con mi canto las familias aman un poco más la
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vida y la querrán infinita y eterna, porque todo amor acerca a la gloria


celestial.
Así han transcurrido estos veinticinco años de dulzura entre el
cielo, el cosmos y mi hogar. Mas todo en este mundo se acaba. Unos
fisgones capitalinos y las malas lenguas han destruido las tertulias con
mi familia. Denunciaron a la policía nuestra felicidad y hace una
semana mi anciano padre fue a dar con sus huesos a la cárcel; a mi
madre la declararon loca; y a mí, tras enojosos trámites burocráticos,
hoy me entierran. La inhumación será en el panteón recién
inaugurado, que a todos les parece el más elegante. Y no se dan cuenta
de que, una vez más, la estupidez humana cambia la lámpara
hechizada de Aladino por una nueva y reluciente, pero que carece de
magia.
Mas no diré adiós por ahora, pues me resisto a ser sólo la mitad
de mí, a perder este cuerpo que un día resucitará más hermoso que
nunca. Entretanto, hoy mi gloria sería incompleta si perdiera mi
momia que tan frecuentemente vengo a visitar.
Así que anoche hablé en sueños al sepulturero, anciano que fue
campesino y, por tanto, de tradiciones muy arraigadas. Me
desenterrará al atardecer en cuanto se vayan las autoridades. Tiene ya
otras momias en su humilde casa del suburbio en la falda de un cerro;
mas son de ancianos amargados y de insoportables muchachos
neuróticos que no pasaron de la edad de la punzada. Por lo cual ya no
cabe en sí de gozo al apropiarse de una joven guapa que llenará de
alegría su hogar. Y yo lo querré tanto como quise a mi padre.
~ 10 ~

¡Bendito sea Dios que conserva este culto a los muertos, que se
viene celebrando desde que nació el primer hombre, y aun ahora se
alberga en corazones sensitivos! Mi momia está salvada y hoy la
adorna una adorable e irónica sonrisa provocada por la burla que el
sepulturero y yo hicimos a los brutos legisladores. Ya ardo en deseos
de verme esa sonrisa en algún espejo.

Mayo, 1984.

GODOY, Emma. La mera verdad o ¿puros cuentos? 5ª. edición, Editorial


Jus, México, 1990, pp. 19-27.

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