El Ceremonial

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El Ceremonial

(The Festival-1923)

H.P. Lovecraft

Efficiunt Daemones, ut quae non sunt, sic tamen quasi sint, conspicienda hominibus
exbibeant
(Los demonios hacen que lo que no es, sin embargo, se convierta en visible a los
ojos de los hombres)

Lactancio

Me encontraba lejos de casa, y caminaba fascinado por el encanto de la mar


oriental. Empezaba a caer la tarde, cuando la o� por primera vez, estrell�ndose
contra las rocas. Entonces me di cuenta de lo cerca que la ten�a. Estaba al otro
lado del monte, donde los sauces retorcidos recortaban sus siluetas sobre un cielo
cuajado de tempranas estrellas. Y porque mis padres me hab�an pedido que fuese a
la vieja ciudad que ahora ten�a a paso, prosegu� la marcha en medio de aquel
abismo de nieve reci�n ca�da, por un camino que parec�a remontar, solitario, hacia
Aldebar�n -tembloroso entre los �rboles-, para luego bajar a esa antiqu�sima
ciudad, en la que jam�s hab�a estado, pero en la que tantas veces he so�ado
durante mi vida.

Era el D�a del Invierno, ese d�a que los hombres llaman ahora Navidad, aunque en
el fondo sepan que ya se celebraba cuando a�n no exist�an ni Bel�n ni Babilonia ni
Menfis ni aun la propia humanidad. Era, pues, el D�a del Invierno, y por fin
llegaba yo al antiguo pueblo marinero donde hab�a vivido mi raza, mantenedora del
ceremonial de tiempos pasados aun en �pocas en que estaba prohibido. Al viejo
pueblo llegaba, cuyos habitantes hab�an ordenado a sus hijos, y a los hijos de sus
hijos, que celebraran el ceremonial una vez cada cien a�os, para que nunca se
olvidasen los secretos del mundo originario. Era la m�a una raza vieja; ya lo era
cuando vino a colonizar estas tierras, hace trescientos a�os. Y era la m�a una
gente extra�a, gente solapada y furtiva, procedente de los insolentes jardines del
Sur, que hablaban otra lengua antes de aprender la de los pescadores de ojos
azules. Y ahora estaba esparcida por el mundo, y �nicamente se reun�a a compartir
rituales y misterios que ning�n otro viviente podr�a comprender.

Yo era el �nico que regresaba aquella noche al viejo pueblo pesquero como ordenaba
la tradici�n, pues s�lo recuerdan el pobre y el solitario.

Despu�s, al coronar la cuesta del monte, domin� la vista de Kingsport, adormecido


en el fr�o del anochecer, nevado, con sus vetustas veletas, sus campanarios, sus
tejados y chimeneas ' los muelles, los puentes, los sauces y cementerios. Los
interminables laberintos de calles abruptas, estrechas y retorcidas, serpenteaban
hasta lo alto de la colina donde se alzaba el centro de la ciudad, coronado por
una iglesia extra�a que el tiempo parec�a no haber osado tocar. Una infinidad de
casas coloniales se amontonaban en todos los sentidos y niveles, como las
abigarradas construcciones de madera de alg�n ni�o. Las alas grises del tiempo
parec�an cernerse sobre los tejados y las nevadas buhardillas. Los faroles y las
ventanas emit�an en la oscuridad unos reflejos que iban a juntarse con Ori�n y las
estrellas primordiales. Y la mar romp�a incesante contra los muelles miserables,
aquella mar de la que emergiera nuestro pueblo en los viejos tiempos.

Junto al camino, una vez arriba de la cuesta, hab�a una colina yerma barrida por
el viento. No tard� en ver que se trataba de un cementerio, en donde las negras
l�pidas surg�an de la nieve como las u�as destrozadas de un cad�ver gigantesco. El
camino, sin huella alguna de tr�fico, estaba solitario. Unicamente me parec�a o�r,
de cuando en cuando, unos crujidos como de una horca estremecida por el viento. En
1692 ahorcaron a cuatro de mi raza por brujer�a.

Una vez que la carretera comenz� a descender hacia la mar, prest� atenci�n por si
o�a el alegre bullicio de los pueblos anochecer, pero no o� nada. Entonces record�
la �poca en que est�bamos, y se me ocurri� que el viejo pueblo puritano
conservar�a tal vez costumbres navide�as, extraigas para m�, y que entonces
estar�a entregado a silenciosas oraciones. As� que abandone mis esperanzas de o�r
el bullicio propio de estas fiestas, dej� de buscar viajeros con la mirada, y
segu� mi camino. Fui dejando atr�s, a uno y otro lado, las silenciosas casas de
campo con sus luces ya encendidas. Despu�s me intern� entre las oscuras paredes de
piedra, en las que el aire salitroso mec�a las chirriantes ense�as de antiguas
tiendas y tabernas marineras. Las grotescas aldabas de las puertas, bajo los
soportales, brillaban a lo largo de los callejones desiertos reflejando la escasa
luz que se escapaba de las estrechas ventanas encortinadas.

Tra�a conmigo el plano de la ciudad y sab�a d�nde se encontraba la casa de los


m�os. Se me hab�a dicho que ser�a reconocido y que me dar�an acogida, porque la
tradici�n del pueblo posee una vida muy larga. De modo que apresur� el paso y
entr� en Back Street hasta llegar a Circle Court; luego continu� por Green Lane,
�nica calle pavimentada de la ciudad, que va a desembocar detr�s del Edificio del
Mercado. A�n serv�a el antiguo plano, y no me tropec� con dificultades. Sin
embargo, en Arkham me hab�an mentido al decirme que hab�a tranv�as; al menos yo no
ve�a redes de cables a�reos por ninguna parte. En cuanto a los ra�les, es posible
que los ocultara la nieve. Me alegr� de tener que caminar, porque la ciudad,
revestida de blanco, me hab�a parecido muy hermosa desde el monte. Por otra parte,
estaba impaciente por llamar a la puerta de los m�os, por llegar a esa s�ptima
casa de Green Lane, a mano izquierda, de tejado puntiagudo y doble planta, que
databa de antes de 1650.

Hab�a luces en el interior y, por lo que pude apreciar a trav�s de la vidriera de


rombos de la ventana, todo se conservaba tal y como debi� de ser en aquellos
tiempos. El piso superior se inclinaba por encima del estrecho callej�n invadido
de yerba y casi tocaba el edificio de enfrente, que tambi�n se inclinaba
peligrosamente, formando casi un t�nel por donde caminaba yo. Los pelda�os del
umbral estaban enteramente limpios de nieve. No hab�a aceras y muchas casas ten�an
la puerta muy por encima del nivel de la calle, lleg�ndose hasta ella por un doble
tramo de escaleras con barandilla de hierro. Era un escenario verdaderamente
singular; acaso me pareci� tan extra�o por ser yo extranjero en Nueva Inglaterra.
Pero me gustaba, y a�n me hubiera resultado m�s encantador si hubiera visto
pisadas en la nieve, gentes en las calles y alguna ventana con las cortinillas
descorridas.

Al dar los golpes con aquella vieja aldaba de hierro, me sent� preso de una alarma
repentina. Se despert� en m� cierto temor que fue tomando consistencia, debido tal
vez a la rareza de mi estirpe, al fr�o de la noche o al silencio impresionante de
la vieja ciudad de costumbres extra�as. Y cuando en respuesta a mi llamada, se
abri� la puerta con un chirrido quejumbroso, me estremec� de verdad, ya que no
hab�a o�do pasos en el interior. Pero el susto pas� en seguida: el anciano que me
atendi�, vestido con traje de calle y en zapatillas, ten�a un rostro afable que me
ayud� a recuperar mi seguridad; y aunque me dio a entender por se�as que era mudo,
escribi� con su punz�n, en una tablilla de cera que tra�a, una curiosa y antigua
frase de bienvenida.

Me se�al� con un gesto una sala baja iluminada por velas. Ten�a la pieza gruesas
vigas de madera y recio y escaso mobiliario del siglo XVII. Aqu�, el pasado
recobraba vida; no faltaba ning�n detalle. Me llamaron la atenci�n la chimenea, de
campana cavernosa, y una rueca sobre la que una vieja, ataviada con ropas holgadas
y bonete de pa�o, de espaldas a m�, se inclinaba afanosa pese a la festividad del
d�a. Reinaba una humedad indefinida en la estancia, y por ello me extra�� que no
tuvieran fuego encendido. Hab�a un banco de alto respaldo colocado de cara a la
fila de ventanas encortinadas de la izquierda, y me pareci� que hab�a alguien
sentado en �l, aunque no estaba seguro. No me gustaba nada de lo que ve�a all� y
nuevamente sent� temor. Y mi temor fue en aumento, porque cuanto m�s miraba el
rostro suave de aquel anciano, m�s repugnante me parec�a su suavidad. No
pesta�eaba, y su color era demasiado parecido al de la cera. Por �ltimo, llegu� a
la plena convicci�n de que aquello no era un rostro sino una m�scara confeccionada
con diab�lica habilidad. Entonces sus flojas manos, curiosamente enguantadas,
escribieron con pasmosa soltura en la tablilla, inform�ndome de que yo deb�a
esperar un rato antes de ser conducido al sitio donde se celebrar�a el ceremonial.

Me se�al� una silla, una mesa, un mont�n de libros, y sali� de estancia. Al echar
mano de los libros, vi que se trataba de vol�menes muy antiguos y mohosos. Entre
ellos estaban el viejo tratado sobre las Maravillas de la Naturaleza de Morryster,
el terrible Saducismus Triumphatus de Joseph Glanvil, publicado en 1681; la
espantosa Daemonotatreia de Remigius, impresa en 1595 en Lyon, y el peor de todos,
el incalificable Necronomicon, del loco Abdul Alhazred, en la excomulgada
traducci�n latina de Olacius Wormius. Era �ste un libro que jam�s hab�a tenido en
mis manos, pero del cual hab�a o�do decir cosas monstruosas. Nadie me dirigi� la
palabra; lo �nico que turbaba el silencio eran los aullidos del viento en el
exterior y el girar de la rueca mientras la vieja segu�a con su silencioso hilar.
Tanto la estancia como aquella gente y aquellos libros me daban una extra�a
impresi�n de morbosidad e inquietud; pero, puesto que se trataba de una antigua
tradici�n de mis antepasados, en virtud de la cual se me hab�a convocado para tan
extra�a conmemoraci�n, pens� que deb�a esperarme las cosas m�s peregrinas, Conque
me puse a leer. Interesado por un tema que hab�a encontrado en el Necronomicon no
tard� en darme cuenta que la lectura aquella me encog�a el coraz�n. Se trataba de
una leyenda demasiado espantosa para la raz�n y la conciencia. Luego experiment�
un sobresalto, al o�r que se cerraba una de las ventanas situadas delante del
banco de alto respaldo. Parec�a como si la hubiesen abierto furtivamente. A
continuaci�n se oy� un rumor que no proven�a de la rueca. Sin embargo, no pude
distinguirlo bien porque la vieja trabajaba afanosamente y, justo en aquel
momento, el vetusto reloj se puso a tocar. Despu�s, la idea de que hab�a personas
en el banco se me fue de la cabeza, y me sum� en la lectura hasta que regres� el
anciano, con botas esta vez, vestido con holgados ropajes antiguos, y se sent� en
aquel mismo banco, de forma que no le pude ver ya. Era enervante aquella espera, y
el libro imp�o que ten�a en mis manos me desazonaba m�s a�n. Al dar las once, el
viejo se levant�, se acerc� a un enorme cofre que hab�a en un rinc�n, y extrajo
dos capas con caperuza; se puso una de ellas, y con la otra envolvi� a la vieja,
que dej� de hilar en ese momento. Luego, ambos le dirigieron hacia la puerta. La
mujer arrastraba una pierna. El viejo, despu�s de coger el mism�simo libro que
hab�a estado leyendo yo, me hizo una ser�a y se cubri� con la caperuza su rostro
inm�vil ... o su m�scara,

Salimos a la tenebrosa y enmara�ada red de callejuelas de aquella ciudad


incre�blemente antigua. A partir de ese momento, las luces se fueron apagando una
a una tras las cortinas de las ventanas, y Sitio contempl� la muchedumbre de
figuras encapuchadas que surg�an en silencio de todas las puertas y formaban una
monstruosa procesi�n a lo largo de la calle, hasta m�s all� de las ense�as
chirriantes, de los edificios de tejados inmemoriales, de los de techumbre de
paja, y de las casas de ventanas adornadas con vidrieras de rombos. La procesi�n
fue recorriendo callejones empinados, cuyas casas leprosas se recostaban unas
contra otras o se derrumbaban juntas, y atraves� plazas y atrios de iglesias y los
faroles de las multitudes compusieron constelaciones vertiginosas y fant�sticas.

Yo caminaba junto a mis gu�as mudos, en medio de una muchedumbre silenciosa. Iba
empujado por codos que se me antojaban de una blandura sobrenatural, estrujado por
barrigas y pechos anormalmente pulposos, y no obstante segu�a sin ver un rostro ni
o�r una voz. La columnas espectrales ascend�an m�s y m�s por las interminables
cuestas y todos se iban aglomerando a medida que se acercaban a los l�bregos
callejones que desembocaban en la cumbre, centro de la ciudad, donde se elevaba
una inmensa iglesia blanca. Ya la hab�a visto antes, desde lo alto del camino,
cuando me detuve a contemplar Kingsport en las �ltimas luces del atardecer y me
estremec� al imaginar que Aldebar�n hab�a temblado un instante por encima de su
torre fantasmal.

Hab�a un espacio despejado alrededor de la iglesia. En parte era cementerio


parroquias y, en parte, plaza medio pavimentada, flanqueada por unas casas
enfermas de puntiagudos tejados y aleros vacilantes, donde el viento azotaba y
barr�a la nieve. Los fuegos fatuos danzaban por encima de las tumbas revelando un
espeluznante espect�culo sin sombras. M�s all� del cementerio, donde ya no hab�a
casas, pude contemplar de nuevo el parpadeo de las estrellas sobre e� puerto. El
pueblo era invisible en la oscuridad. S�lo de cuando en cuando se ve�a oscilar
alg�n farol por las serpenteantes callejas, delatando a alg�n retrasado que corr�a
para alcanzar a la multitud que ahora entraba silenciosa en el templo. Esper� a
que terminaran todos de cruzar el p�rtico, para que acabaran as� los empujones. El
viejo me tir� de la manga, pero yo estaba decidido a entrar el �ltimo. Cruzamos el
umbral y nos adentramos en el templo rebosante y oscuro. Me volv� para mirar hac�a
el exterior; la fosforescencia del cementerio parroquial derramaba un resplandor
enfermizo sobre la plaza pavimentada. Y de pronto, sent� un escalofr�o: aunque el
viento hab�a barrido la nieve, a�n quedaban rodales sobre el mismo camino que
conduc�a al p�rtico. Y sobre aquella nieve, para asombro m�o, no descubr� ni una
sola huella de pies, ni siquiera de los m�os.

La iglesia apenas resultaba iluminada, a pesar de todas las luces que hab�an
entrado, porque la mayor parte de la multitud hab�a desaparecido. Todos se
dirig�an por las naves laterales, sorteando los bancos, hacia una abertura que
hab�a al pie del p�lpito, y se deslizaban por ella sin hacer el menor ruido.
Avanc� en silencio; me met� en la abertura y comenc� a bajar por los gastados
pelda�os que conduc�an a una cripta oscura y sofocante. La cola sinuosa de la
procesi�n era enorme. El verlos a todos rebullendo en el interior de aquel
sepulcro venerable me pareci� horrible de verdad. Entonces me di cuenta de que el
suelo de la cripta ten�a otra abertura por la que tambi�n se deslizaba la
multitud, y un momento despu�s nos encontr�bamos todos descendiendo por una
escalera abominable, por una estrecha escalera de caracol h�meda, impregnada de un
color muy peculiar- que se enroscaba interminablemente en las entra�as de la
tierra, entre muros de chorreantes bloques de piedra y yeso desintegrado. Era un
descenso silencioso y horrible. Al cabo de much�simo tiempo, observ� que los
pelda�os ya no eran de piedra y argamasa, sino que estaban tallados en la roca
viva. Lo que m�s me asombraba era que los miles de pies no produjeran ruido ni eco
alguno. Despu�s de un descenso que dur� una eternidad, vi unos pasadizos laterales
o t�neles que, desde ignorados nichos de tinieblas, conduc�an a este misterioso
acceso vertical. Los pasadizos aquellos no tardaron en hacerse excesivamente
numerosos. Eran como imp�as catacumbas de apariencia amenazadora, y el acre olor a
descomposici�n que desped�an fue aumentando hasta hacerse completamente
insoportable. Seguramente hablamos bajado hasta la base de la montar�a, y quiz�
est�bamos por debajo incluso del nivel de Kingsport. Me asustaba pensar en la
antig�edad de aquella poblaci�n infestada, socavada por aquellos subterr�neos
corrompidos.

Luego vi el c�rdeno resplandor de una luz desmayada y o� el murmullo insidioso de


las aguas tenebrosas. Sent� un nuevo escalofr�o; no me gustaban las cosas que
estaban sucediendo aquella noche. Ojal� que ning�n antepasado m�o hubiera exigido
mi asistencia a un rito de ese g�nero. En el momento en que los pelda�os y los
pasadizos se hicieron m�s amplios hice otro descubrimiento: percib� el doliente
acento burlesco de una flauta; y s�bitamente, se extendi� ante m� el paisaje
�limitado de un mundo interior: una inmensa costa fungosa, iluminada por una
columna de fuego verde y ba�ada por un vasto r�o oleaginoso que manaba de unos
abismos espantosos, insospechados, y corr�a a unirse con las simas negras del
oc�ano inmemorial.

Desfallecido, con la respiraci�n agitada, contempl� aquel Averno profano de


leproso resplandor y aguas mucilaginosas; la muchedumbre encapuchado form� un
semic�rculo alrededor de la columna de fuego. Era el rito del Invierno, m�s
antiguo que el g�nero humano y destinado a sobrevivirle, el rito primordial que
Promet�a solsticio y primavera despu�s de las nieves; el rito del fuego, del
eterno verdor, de la luz y de la m�sica. Y en aquella gruta estigia vi c�mo
ejecutaban todos el rito y adoraban la nauseabunda columna de fuego y arrojaban al
agua pu�ados de viscosa vegetaci�n que resplandec�a con una fosforescencia p�lida
y verdosa. Y vi tambi�n, fuera del alcance de la luz, un bulto amorfo,
achaparrado, que tocaba la flauta de modo repugnante. Y mientras ta��a la criatura
monstruosa, me pareci� o�r tambi�n unas notas apagadas en la f�tida oscuridad
donde nada pod�a ver. Pero lo que m�s me llenaba de espanto era la columna de
fuego. brotaba como un surtidor volc�nico de las negras profundidades; no arrojaba
sombras como una llama normal, y ba�aba las rocas salitrosas de un verdor sucio y
venenoso. Toda aquella hirviente combusti�n no produc�a calor, sino �nicamente la
viscosidad de la muerte y la corrupci�n.

El hombre que me hab�a guiado se escurri� ahora hasta colocarse junto a la


horrible llama y ejecut� unos r�gidos ademanes rituales hacia el semic�rculo que
le miraba. En determinados momentos del ceremonial, los asistentes rindieron
homenaje de acatamiento, especialmente cuando levant� por encima de su cabeza
aq�el detestable Necronomicon que llevaba consigo. Yo tambi�n tom� parte en todas
las reverencias, puesto que hab�a sido convocado a esta ceremonia de acuerdo con
los escritos de mis antecesores. Despu�s, el viejo hizo una se�al al que tocaba la
flauta en la oscuridad; �ste cambi� su d�bil zumbido por un tono m�s, audible,
provocando con ello un horror inimaginable e inesperado. Falt� poco para que me
desplomara sobre el limo de la tierra, traspasado por un espanto que no proven�a
de este mundo ni de ninguno, sino de los espacios enloquecedores que se abren
entre las estrellas.

En la negrura inconcebible, m�s all� del resplandor gangrenoso de la fr�a llama,


en las tart�reas regiones a trav�s de las cuales se retorc�a aquel r�o oleaginoso,
extra�o, insospechado, apareci� danzando r�tmicamente una horda de mansos,
h�bridos seres alados que ning�n ojo, ning�n cerebro en su sano juicio, ha podido
contemplar jam�s. No eran cuervos, ni topos, ni buharros, ni hormigas, ni
vampiros, ni seres humanos en descomposici�n; eran algo que no consigo -y no debo-
recordar. Daban saltos blandos y torpes, impuls�ndose a medias con sus pies
palmeados y a medias con sus alas membranosas. Y cuando llegaron hasta la
muchedumbre de celebrantes, las figuras encapuchadas se agarraron a ellos,
montaron a horcajadas, y se alejaron cabalgando, uno tras otro, a lo largo de
aquel r�o tenebroso, hacia unos pozos y galer�as p�nicos donde venenosos
manantiales alimentan el caudal tumultuoso y horrible de las negras cataratas.

La vieja hilandera se hab�a marchado con los dem�s, y el viejo se hab�a quedado,
porque yo me negu� a cabalgar sobre una de aquellas bestias como los otros. El
flautista amorfo hab�a desaparecido, pero dos de aquellas bestias permanec�an all�
pacientemente. Al resistirme a cabalgar, el viejo sac� su punz�n y su tablilla, y
me comunic� por escrito que �l era el verdadero delegado de aquellos antepasados
m�os que hab�an fundado el culto al Invierno en este mismo venerable lugar, que
hab�a sido decretado que yo volviera all�, y que faltaban por celebrarse los
misterios m�s rec�nditos. Escribi� todo esto en un estilo muy antiguo, y a�n
dudaba yo cuando saco de sus amplios ropajes un sello y un reloj con las armas de
mi familia, para probar que todo era seg�n hab�a dicho �l.

Pero la prueba era espantosa, porque yo sab�a por ciertos documentos antiqu�simos
que aquel reloj hab�a sido enterrado con el tatarabuelo de mi tatarabuelo en 1698.

Al poco rato, el viejo ech� hacia atr�s su capucha y me mostr� el parecido


familiar de su rostro; pero aquello me hizo estremecer, porque yo estaba
convencido de que se trataba solamente de una diab�lica m�scara de cera. Las dos
bestias voladoras aguardaban y ara�aban inquietas los l�quenes del suelo, y me di
cuenta de que el vicio estaba a punto de perder la paciencia. Cuando uno de
aquellos animales comenz� a moverse, alej�ndose del lugar, el viejo se volvi�
r�pidamente y lo detuvo, de suerte que, con la rapidez del movimiento, se le
desprendi� la m�scara que llevaba en el lugar correspondiente a la cabeza. Y
entonces, al ver que aquella pesadilla se interpon�a entre la escalera de piedra y
yo, me arroj� al fondo oleaginoso del r�o pensando que sin duda desembocar�a, por
alguna cavidad, en el fondo del oc�ano. Me lanc� en aquel jugo p�trido de las
entra�as de la tierra antes que mis locos chillidos pudieran hacer caer sobre m�
las legiones de cad�veres que aquellos abismos pestilentes ocultaban.

En el hospital me dijeron que me hab�an encontrado en el puerto de Kingsport,


medio helado, al amanecer, aferrado a un madero providencial. Me dijeron que la
noche anterior me hab�a extraviado por los acantilados de Orange Port, cosa que
hab�an deducido por las huellas que encontraron en la nieve. No hice ning�n
comentario. Mi cabeza era un caos. Nada encajaba con mi experiencia de la noche
anterior. Los ventanales del hospital se abr�an a un panorama de tejados de los
que apenas uno de cada cinco pod�a considerarse antiguo. Las calles vibraban con
el estr�pito de tranv�as y autom�viles. Me insistieron en que esto era Kingsport,
cosa que yo no pude negar. Al verme caer en un estado de delirio cuando me enter�
de que el hospital se encontraba cerca del cementerio parroquias de Central Hill,
me trasladaron al Hospital St. Mary, de Arkham, donde me atender�an mejor. Me
gust�, en efecto, porque los m�dicos eran de mentalidad m�s abierta, y aun me
ayudaron, ya que gracias a su influencia pude conseguir un ejemplar del censurable
Necronomicon de Alhazred, celosamente guardado en la Biblioteca de la Universidad
del Miskatonic. Dijeron que sufr�a una especie de �psicosis� y convinieron en que
el mejor sistema de alejar las obsesiones de mi 'cerebro era provocar mi cansancio
a base de permitirme ahondar en el tema.

De esta suerte llegu� a leer el espantoso cap�tulo aquel, y me estremec�


doblemente, puesto que no era nuevo para m�: lo que contaba, lo hab�a visto yo,
dijeran lo que dijesen las huellas de mis pies, y era mejor olvidar el sitio donde
lo hab�a presenciado. Nadie durante el d�a me lo hac�a recordar pero mis sue�os
son aterradores a causa de ciertas frases que no me atrevo a transcribir. Si
acaso, citar� �nicamente un p�rrafo. Lo traducir� lo mejor que pueda de ese
desgarbado lat�n vulgar en que est� escrito:

�Las cavernas inferiores -escribi� el loco Alhazred- son insondables para los ojos
que ven, porque sus prodigios son extra�os y terribles. Maldita la tierra donde
los pensamientos muertos viven reencarnados en una existencia nueva y singular, y
maldita el alma que no habita ning�n cerebro. Sabiamente dijo lbn Shacabad:
bendita la tumba donde ning�n hechicero ha sido enterrado y felices las noches de
los pueblos donde han acabado con ellos y los han reducido a cenizas. Pues de
antiguo se dice que el esp�ritu que se ha vendido al demonio no se apresura a
abandonar la envoltura de la carne, sino que ceba e instruye al mismo gusano que
roe, hasta que de la corrupci�n brota una vida espantosa, y las criaturas que se
alimentan de la carro�a de la tierra aumentan solapadamente para hostigar�a, y se
hacen monstruosas para infestarla. Excavadas son, secretamente, inmensas galer�as
donde deb�an bastar los poros de la tierra, y han aprendido a caminar unas
criaturas que s�lo deber�an arrastrarse.�

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