El Ceremonial
El Ceremonial
El Ceremonial
(The Festival-1923)
H.P. Lovecraft
Efficiunt Daemones, ut quae non sunt, sic tamen quasi sint, conspicienda hominibus
exbibeant
(Los demonios hacen que lo que no es, sin embargo, se convierta en visible a los
ojos de los hombres)
Lactancio
Era el D�a del Invierno, ese d�a que los hombres llaman ahora Navidad, aunque en
el fondo sepan que ya se celebraba cuando a�n no exist�an ni Bel�n ni Babilonia ni
Menfis ni aun la propia humanidad. Era, pues, el D�a del Invierno, y por fin
llegaba yo al antiguo pueblo marinero donde hab�a vivido mi raza, mantenedora del
ceremonial de tiempos pasados aun en �pocas en que estaba prohibido. Al viejo
pueblo llegaba, cuyos habitantes hab�an ordenado a sus hijos, y a los hijos de sus
hijos, que celebraran el ceremonial una vez cada cien a�os, para que nunca se
olvidasen los secretos del mundo originario. Era la m�a una raza vieja; ya lo era
cuando vino a colonizar estas tierras, hace trescientos a�os. Y era la m�a una
gente extra�a, gente solapada y furtiva, procedente de los insolentes jardines del
Sur, que hablaban otra lengua antes de aprender la de los pescadores de ojos
azules. Y ahora estaba esparcida por el mundo, y �nicamente se reun�a a compartir
rituales y misterios que ning�n otro viviente podr�a comprender.
Yo era el �nico que regresaba aquella noche al viejo pueblo pesquero como ordenaba
la tradici�n, pues s�lo recuerdan el pobre y el solitario.
Junto al camino, una vez arriba de la cuesta, hab�a una colina yerma barrida por
el viento. No tard� en ver que se trataba de un cementerio, en donde las negras
l�pidas surg�an de la nieve como las u�as destrozadas de un cad�ver gigantesco. El
camino, sin huella alguna de tr�fico, estaba solitario. Unicamente me parec�a o�r,
de cuando en cuando, unos crujidos como de una horca estremecida por el viento. En
1692 ahorcaron a cuatro de mi raza por brujer�a.
Una vez que la carretera comenz� a descender hacia la mar, prest� atenci�n por si
o�a el alegre bullicio de los pueblos anochecer, pero no o� nada. Entonces record�
la �poca en que est�bamos, y se me ocurri� que el viejo pueblo puritano
conservar�a tal vez costumbres navide�as, extraigas para m�, y que entonces
estar�a entregado a silenciosas oraciones. As� que abandone mis esperanzas de o�r
el bullicio propio de estas fiestas, dej� de buscar viajeros con la mirada, y
segu� mi camino. Fui dejando atr�s, a uno y otro lado, las silenciosas casas de
campo con sus luces ya encendidas. Despu�s me intern� entre las oscuras paredes de
piedra, en las que el aire salitroso mec�a las chirriantes ense�as de antiguas
tiendas y tabernas marineras. Las grotescas aldabas de las puertas, bajo los
soportales, brillaban a lo largo de los callejones desiertos reflejando la escasa
luz que se escapaba de las estrechas ventanas encortinadas.
Al dar los golpes con aquella vieja aldaba de hierro, me sent� preso de una alarma
repentina. Se despert� en m� cierto temor que fue tomando consistencia, debido tal
vez a la rareza de mi estirpe, al fr�o de la noche o al silencio impresionante de
la vieja ciudad de costumbres extra�as. Y cuando en respuesta a mi llamada, se
abri� la puerta con un chirrido quejumbroso, me estremec� de verdad, ya que no
hab�a o�do pasos en el interior. Pero el susto pas� en seguida: el anciano que me
atendi�, vestido con traje de calle y en zapatillas, ten�a un rostro afable que me
ayud� a recuperar mi seguridad; y aunque me dio a entender por se�as que era mudo,
escribi� con su punz�n, en una tablilla de cera que tra�a, una curiosa y antigua
frase de bienvenida.
Me se�al� con un gesto una sala baja iluminada por velas. Ten�a la pieza gruesas
vigas de madera y recio y escaso mobiliario del siglo XVII. Aqu�, el pasado
recobraba vida; no faltaba ning�n detalle. Me llamaron la atenci�n la chimenea, de
campana cavernosa, y una rueca sobre la que una vieja, ataviada con ropas holgadas
y bonete de pa�o, de espaldas a m�, se inclinaba afanosa pese a la festividad del
d�a. Reinaba una humedad indefinida en la estancia, y por ello me extra�� que no
tuvieran fuego encendido. Hab�a un banco de alto respaldo colocado de cara a la
fila de ventanas encortinadas de la izquierda, y me pareci� que hab�a alguien
sentado en �l, aunque no estaba seguro. No me gustaba nada de lo que ve�a all� y
nuevamente sent� temor. Y mi temor fue en aumento, porque cuanto m�s miraba el
rostro suave de aquel anciano, m�s repugnante me parec�a su suavidad. No
pesta�eaba, y su color era demasiado parecido al de la cera. Por �ltimo, llegu� a
la plena convicci�n de que aquello no era un rostro sino una m�scara confeccionada
con diab�lica habilidad. Entonces sus flojas manos, curiosamente enguantadas,
escribieron con pasmosa soltura en la tablilla, inform�ndome de que yo deb�a
esperar un rato antes de ser conducido al sitio donde se celebrar�a el ceremonial.
Me se�al� una silla, una mesa, un mont�n de libros, y sali� de estancia. Al echar
mano de los libros, vi que se trataba de vol�menes muy antiguos y mohosos. Entre
ellos estaban el viejo tratado sobre las Maravillas de la Naturaleza de Morryster,
el terrible Saducismus Triumphatus de Joseph Glanvil, publicado en 1681; la
espantosa Daemonotatreia de Remigius, impresa en 1595 en Lyon, y el peor de todos,
el incalificable Necronomicon, del loco Abdul Alhazred, en la excomulgada
traducci�n latina de Olacius Wormius. Era �ste un libro que jam�s hab�a tenido en
mis manos, pero del cual hab�a o�do decir cosas monstruosas. Nadie me dirigi� la
palabra; lo �nico que turbaba el silencio eran los aullidos del viento en el
exterior y el girar de la rueca mientras la vieja segu�a con su silencioso hilar.
Tanto la estancia como aquella gente y aquellos libros me daban una extra�a
impresi�n de morbosidad e inquietud; pero, puesto que se trataba de una antigua
tradici�n de mis antepasados, en virtud de la cual se me hab�a convocado para tan
extra�a conmemoraci�n, pens� que deb�a esperarme las cosas m�s peregrinas, Conque
me puse a leer. Interesado por un tema que hab�a encontrado en el Necronomicon no
tard� en darme cuenta que la lectura aquella me encog�a el coraz�n. Se trataba de
una leyenda demasiado espantosa para la raz�n y la conciencia. Luego experiment�
un sobresalto, al o�r que se cerraba una de las ventanas situadas delante del
banco de alto respaldo. Parec�a como si la hubiesen abierto furtivamente. A
continuaci�n se oy� un rumor que no proven�a de la rueca. Sin embargo, no pude
distinguirlo bien porque la vieja trabajaba afanosamente y, justo en aquel
momento, el vetusto reloj se puso a tocar. Despu�s, la idea de que hab�a personas
en el banco se me fue de la cabeza, y me sum� en la lectura hasta que regres� el
anciano, con botas esta vez, vestido con holgados ropajes antiguos, y se sent� en
aquel mismo banco, de forma que no le pude ver ya. Era enervante aquella espera, y
el libro imp�o que ten�a en mis manos me desazonaba m�s a�n. Al dar las once, el
viejo se levant�, se acerc� a un enorme cofre que hab�a en un rinc�n, y extrajo
dos capas con caperuza; se puso una de ellas, y con la otra envolvi� a la vieja,
que dej� de hilar en ese momento. Luego, ambos le dirigieron hacia la puerta. La
mujer arrastraba una pierna. El viejo, despu�s de coger el mism�simo libro que
hab�a estado leyendo yo, me hizo una ser�a y se cubri� con la caperuza su rostro
inm�vil ... o su m�scara,
Yo caminaba junto a mis gu�as mudos, en medio de una muchedumbre silenciosa. Iba
empujado por codos que se me antojaban de una blandura sobrenatural, estrujado por
barrigas y pechos anormalmente pulposos, y no obstante segu�a sin ver un rostro ni
o�r una voz. La columnas espectrales ascend�an m�s y m�s por las interminables
cuestas y todos se iban aglomerando a medida que se acercaban a los l�bregos
callejones que desembocaban en la cumbre, centro de la ciudad, donde se elevaba
una inmensa iglesia blanca. Ya la hab�a visto antes, desde lo alto del camino,
cuando me detuve a contemplar Kingsport en las �ltimas luces del atardecer y me
estremec� al imaginar que Aldebar�n hab�a temblado un instante por encima de su
torre fantasmal.
La iglesia apenas resultaba iluminada, a pesar de todas las luces que hab�an
entrado, porque la mayor parte de la multitud hab�a desaparecido. Todos se
dirig�an por las naves laterales, sorteando los bancos, hacia una abertura que
hab�a al pie del p�lpito, y se deslizaban por ella sin hacer el menor ruido.
Avanc� en silencio; me met� en la abertura y comenc� a bajar por los gastados
pelda�os que conduc�an a una cripta oscura y sofocante. La cola sinuosa de la
procesi�n era enorme. El verlos a todos rebullendo en el interior de aquel
sepulcro venerable me pareci� horrible de verdad. Entonces me di cuenta de que el
suelo de la cripta ten�a otra abertura por la que tambi�n se deslizaba la
multitud, y un momento despu�s nos encontr�bamos todos descendiendo por una
escalera abominable, por una estrecha escalera de caracol h�meda, impregnada de un
color muy peculiar- que se enroscaba interminablemente en las entra�as de la
tierra, entre muros de chorreantes bloques de piedra y yeso desintegrado. Era un
descenso silencioso y horrible. Al cabo de much�simo tiempo, observ� que los
pelda�os ya no eran de piedra y argamasa, sino que estaban tallados en la roca
viva. Lo que m�s me asombraba era que los miles de pies no produjeran ruido ni eco
alguno. Despu�s de un descenso que dur� una eternidad, vi unos pasadizos laterales
o t�neles que, desde ignorados nichos de tinieblas, conduc�an a este misterioso
acceso vertical. Los pasadizos aquellos no tardaron en hacerse excesivamente
numerosos. Eran como imp�as catacumbas de apariencia amenazadora, y el acre olor a
descomposici�n que desped�an fue aumentando hasta hacerse completamente
insoportable. Seguramente hablamos bajado hasta la base de la montar�a, y quiz�
est�bamos por debajo incluso del nivel de Kingsport. Me asustaba pensar en la
antig�edad de aquella poblaci�n infestada, socavada por aquellos subterr�neos
corrompidos.
La vieja hilandera se hab�a marchado con los dem�s, y el viejo se hab�a quedado,
porque yo me negu� a cabalgar sobre una de aquellas bestias como los otros. El
flautista amorfo hab�a desaparecido, pero dos de aquellas bestias permanec�an all�
pacientemente. Al resistirme a cabalgar, el viejo sac� su punz�n y su tablilla, y
me comunic� por escrito que �l era el verdadero delegado de aquellos antepasados
m�os que hab�an fundado el culto al Invierno en este mismo venerable lugar, que
hab�a sido decretado que yo volviera all�, y que faltaban por celebrarse los
misterios m�s rec�nditos. Escribi� todo esto en un estilo muy antiguo, y a�n
dudaba yo cuando saco de sus amplios ropajes un sello y un reloj con las armas de
mi familia, para probar que todo era seg�n hab�a dicho �l.
Pero la prueba era espantosa, porque yo sab�a por ciertos documentos antiqu�simos
que aquel reloj hab�a sido enterrado con el tatarabuelo de mi tatarabuelo en 1698.
�Las cavernas inferiores -escribi� el loco Alhazred- son insondables para los ojos
que ven, porque sus prodigios son extra�os y terribles. Maldita la tierra donde
los pensamientos muertos viven reencarnados en una existencia nueva y singular, y
maldita el alma que no habita ning�n cerebro. Sabiamente dijo lbn Shacabad:
bendita la tumba donde ning�n hechicero ha sido enterrado y felices las noches de
los pueblos donde han acabado con ellos y los han reducido a cenizas. Pues de
antiguo se dice que el esp�ritu que se ha vendido al demonio no se apresura a
abandonar la envoltura de la carne, sino que ceba e instruye al mismo gusano que
roe, hasta que de la corrupci�n brota una vida espantosa, y las criaturas que se
alimentan de la carro�a de la tierra aumentan solapadamente para hostigar�a, y se
hacen monstruosas para infestarla. Excavadas son, secretamente, inmensas galer�as
donde deb�an bastar los poros de la tierra, y han aprendido a caminar unas
criaturas que s�lo deber�an arrastrarse.�