Espana Salvaje - AA. VV
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España salvaje
Los otros Episodios
Nacionales
ePub r1.0
Titivillus 01.02.2020
Título original: España salvaje
AA. VV., 2019
Cubierta
España salvaje
Agradecimientos
Notas
«¡Amemos la guerra y adelante!», lema
publicado inicialmente en el número 58 de
Libertad (18 de julio de 1932). Ilustración de
Stefan Frank para Onésimo Redondo. Caudillo
de Castilla (1937)
NOTA EDITORIAL:
«DIOS MÍO, ¿QUÉ ES
ESPAÑA?»
«A las masas, como a las
mujeres, hay que ofrecerles
fiestas, guerras, pasiones,
botines, torbellinos,
indecibles enbriagueces»
¡Gloria! ¡Gloria!
¡Gloria y victoria!
Con el cuerpo y con el alma,
con las armas en la mano,
por la Patria.
H la península ibérica
era un jardín
profundo, fragante y
sombrío. Nosotros,
unos nosotros antiguos, llegamos
abriendo cicatrices tal como ruge La
Historia: con fuego y con sangre.
El jardín retrocedió aterrorizado
ante el fragor de los combates y aún
continúa haciéndolo ya marcado por la
muerte. Cualquier vecino es susceptible
de convertirse en el más fiero enemigo y
una discusión por unos metros de terreno
puede generar una masacre. La ira es un
mecanismo bien considerado en estas
latitudes y dependiendo de su alcance
obtiene justificación, gloria o incluso
oscuros dividendos. Iberia es un
perpetuo campo de batalla en el que
combaten tanto individualidades como
ejércitos tumultuosos.
No todo se reduce al agua negra en
los ojos de un Pascual Duarte; desde
antiguo se han alcanzado coras de
crueldad que repugna recordar. Los
íberos ajusticiaban a los que
consideraban abyectos haciéndoles la
mariposa, operación que consiste en
abrir la espalda del individuo
rompiendo las costillas, extrayendo los
pulmones por atrás y dejando que la
naturaleza haga el resto del trabajo. La
gloria de la sangre tiene ecos tan
antiguos que incluso las curtidas
legiones romanas se aterrorizaban ante
los interminables cantos de los
guerreros astures que ellos mismos
habían crucificado boca abajo y que
cargados de estramonio se resistían a la
muerte con fiereza.
No hay país libre de crimen pero la
sangre fluye aquí con una naturalidad y
soltura difícilmente alcanzables.
Cualesquiera que sean las causas:
afecciones sociales, envidias,
supersticiones, desprecio, temores o
prejuicios, han encontrado aquí un fértil
terreno de crecimiento y expansión. La
paz mundial, lejos de ser una estafa, es
un imposible porque nosotros estamos
aquí y así seguirá siendo por mucho que
anochezca y vuelva a amanecer. Los
tercios españoles, apasionados en lo
violento, vencieron por el
convencimiento de que todo el mundo
debería adorar lo que ellos adoraban y
quemar lo que ellos quemaban. Ni los
huidizos hugonotes escaparon a tan
universal ruina. La epopeya francesa y
Napoleón toparon con el más rudo
empeño de sabor español. Un muro de
navajas barberas, tridentes, aperos de
labranza, y otros instrumentos, que la
viveza de la fantasía hispana transformó
en armamento, generaron una sangría
más abundante que la Guerra de
Sucesión española, guerra esta última
que debería considerarse la primera
guerra mundial ya que en ella
contendieron todas las potencias
importantes de la época. En un país
altamente religioso, el Cristo
ensangrentado es visto como un atleta,
un gladiador lleno de dignidad varonil
atravesando una momentánea derrota.
Curiosa forma de excitar la devoción.
ACTO PRIMERO:
EL TRIUNFO DE LA
CALAVERA
«Soy un hombre a quien la suerte / hirió
con zarpa de fiera; / soy un novio de la
muerte / que va a unirse en lazo fuerte /
con tal leal compañera»
¡Pobrecitas madres,
cuanto llorarán,
al ver que sus hijos
a la guerra van!
(otras versiones: «ya no volverán»)
Ni me lavo ni me peino
ni me pongo la mantilla,
hasta que venga mi novio
de la guerra de Melilla.
Melilla ya no es Melilla,
Melilla es un matadero
donde van los españoles
a morir como corderos»
«Virgen de Atocha,
dame un trabuco
para matar franceses
y mamelucos»
S anonadamiento sombrío y
desesperado, colgué la
pluma por algunos días.
¡Hablan con tal elocuencia
el cañón y el telégrafo, que es
enteramente ociosa la labor del
comentarista! ¡Oh…, si las máquinas de
imprimir no fueran al fin y al cabo
máquinas, e indiferentes como tales a
los matices del dolor, yo enviaría mis
cuartillas en blanco, arrugadas por las
redondeces de las lágrimas, como las
cartas de la lejana mujer querida!
¡Dejemos de lado el llanto! El dolor
es hermoso, pero inútil, completamente
inútil. España tenía que decir «sí» a la
guerra; y al hacerlo descontaba sus
catástrofes. El llanto enerva: hacinemos
energías, fundamos nuestros cuerpos en
los cuerpos de los marinos y de los
soldados, infundamos nuestra alma en la
suya, nuestra vida en su vida, y
luchemos todos juntos; luchemos, porque
nuestra razón de ser siempre ha sido la
lucha y no íbamos a desmentirnos en la
hora suprema.
Tal vez cuando estas cuartillas se
publiquen haya noticias del combate
decisivo que ha de librarse en el
Atlántico.
Yo espero que las campanas han de
echarse al vuelo al conocerse el
resultado; espero en ello, porque quiero
seguir creyendo en la Justicia. Pero si
así no fuere, si las fuerzas ignoradas que
rigen los destinos de los pueblos han
condenado al nuestro a perder una tras
otra sus colonias en el siglo que expira,
si la Historia expansiva y conquistadora
de nuestra patria ha de acabarse con la
centuria; si los cañones yanquis han de
borrar el plus ultra de nuestra raza,
quiero, al menos, como español y como
artista, que nuestra caída sea bella;
quiero, al menos, que, si no hemos
sabido decir «sí» a la vida, sepamos
decírselo a la muerte, haciéndola
gloriosa, digna de España.
Más ¡parece mentira! Hay, por lo
visto, quien no quiere que sea hermoso
el gesto. Los mismos que, a todo trance,
han sido obstáculos para toda solución
de paz, se revuelven ante las primeras
noticias catastróficas. Por aquí asoma el
motín, allá amenazan las partidas
armadas… ¿Qué es eso? ¿Vamos a
reproducir el caso de París de la
Commune?
… Eso ya no sería la muerte serena
del que espera tranquilo el juicio de la
Historia; esa es la agonía repugnante del
condenado que forcejea en el patíbulo,
destrozándose su propio cuerpo,
desmintiendo la leyenda de su valor,
malgastando sus últimos minutos,
deshonrando el prestigio de la muerte.
«Castilla cumple mil años», portada de Fotos
(28 de agosto de 1943)
GRANDEZAS DE
UNAMUNO
Publicado en la revista La Conquista
del Estado (21 de marzo de 1931,
número 2)
quí estamos, frente a la
A realidad
falanges
española,
jóvenes
las
de La
Conquista del Estado. Ante nosotros se
sitúa la faena intensa de dotar a
deslealtad histórica que en trance de
resurgimiento se nos quiere introducir en
el futuro hispánico. Hombres jóvenes,
repetimos, que traen a España el fervor
de la época nueva. El afán de
potenciación de su país y de valorar sus
valores. Difícilmente nos rendiremos en
presencia de las vejeces tortuosas, ni
acataremos otra normalidad que aquella
que se elabore con la sangre misma de
España. Venimos ansiosos de
hispanidad, que es como ansia de vida y
de atmósfera respirable. Y clamamos
contra el régimen social injusto:
exigiendo nuevas estructuras.
Antes de nosotros, ninguna actuación
valiosa que podamos recoger. Todo
sombras y llamas interminables, sin flor
alguna. En los últimos treinta años, ni
una minoría intelectual sensible ha
creído necesaria una exaltación de los
valores universales que entraña la
hispanidad. No hablemos de actuaciones
políticas. Polarizadas las fuerzas en
torno a conceptos trasnochados, en cuya
elaboración España no intervino, han
sido pura ineficacia. Pero hoy convergen
en el mundo; dos rutas fecundísimas de
un lado, el afán imperioso de convertir
las nacionalidades en crisoles de
grandeza, creadoras de cultura; de otro,
la licitud de los problemas económicos
que entraña el marxismo. En esa
corriente estamos nosotros, en proceso
postliberal y actúa lista.
Si no podemos recoser tradiciones
inmediatas, esfuerzos precursores
articulados, sí. En cambio, disponemos
de tareas solitarias y gigantes. Así,
Unamuno, producto racial, voz de cinco
siglos en el momento español. El hecho
de que Unamuno esté allí, patente,
hablando, escribiendo, es una prueba de
la vigencia hispánica. En la iniciación
nuestra, en los minutos tremendos que
anteceden a todo ponerse en marcha
hacia algo que requiere amplio coraje,
Unamuno, desde su palpitar trágico, nos
ha servido de animador, de lanzador.
Este hombre, que imaginó una cruzada
para rescatar el sepulcro de don Quijote,
lanzó a los aires, hacia 1908, las
páginas más vigorosas de que el espíritu
universal de estos años últimos —
movilizado con bayonetas al grito
imperial de predominio— ha dispuesto
para expresar sus entusiasmos.
Unamuno, en 1908, soñaba tareas
geniales para el pueblo hispano. No han
acontecido aún. Siguen los leguleyos su
batallar en torno a los artículos
constitucionales. Pero otros pueblos de
Europa recogieron las voces aquellas, y
ahí están victoriosos y resonantes.
Aquella «locura colectiva», que decía
Unamuno había que «influir en las
pobres muchedumbres». Ahí está Italia,
en pie, viviendo horas igualmente
triunfales, en pos de las esencias de la
Roma imperial, con sentido actual y
fidelísimo. Ahí está la Germania
hitleriana, vencida en la guerra y
vencedora en la postguerra, con los ojos
en las afirmaciones de estos tiempos. ¿Y
España? ¿Qué ocurre aquí?
Unamuno, antes que nadie, en 1908,
dio el tono de guerra, y hoy nosotros,
falanges jóvenes, desprovistas de
literatura y de cara a la acción y a la
eficacia política, vamos a recogerlo en
sus mismas fuentes. Párrafos que son
hoy familiares a todo europeo de menos
de cuarenta y cinco años, y que nadie
recuerda aquí en los momentos en que
miles y miles de ciudadanos juegan a la
revolución.
Escribía y aconsejaba Unamuno:
«¡En marcha, pues! Y echa del
sagrado escuadrón a todos: los que
empiecen a estudiar el paso que habrá
de llevarse en la marcha y su compás y
su ritmo. Sobre todo, ¡fuera con los que
a todas horas andan con eso del ritmo!
Te convertirán el escuadrón en una
cuadrilla de baile, y la marcha en
danza».
Unamuno daba a ese escuadrón el
sentido de interpretar una locura
colectiva. Sabiendo bien que los
pueblos nunca están locos. Cuando
hacen algo que a un espectador parece
locura, el loco es él, el espectador. De
ahí que los pueblos tengan siempre
razón, con eficacia. ¿No cree que el
liberalismo tiene que hacer concesiones,
podar algunos de sus brazos?
Y responde:
«No, no. Dentro de lo liberal,
también son posibles los engranajes
colectivos. España es anarquista, y, sin
embargo…».
De nuevo tendremos ocasión de
dialogar con Unamuno sobre esto. Pues
nosotros, postliberales, postuladores de
eficacia, negamos rotundamente esa
posibilidad. Llega el momento de decir:
¡el liberalismo ha muerto! Lo más, lo
más, por tanto, que concedemos al
liberalismo, es un sepulcro glorioso.
Hasta otra, don Miguel.
Fotografía del funeral de Unamuno en Vértice
(número 7 y 8, diciembre de 1937)
Portada de Vértice (número 17, diciembre de
1939)
En la página siguiente: jura del cargo de los
Consejeros de Falange en el Monasterio de
Santa María de las Huelgas. Burgos (1937)
Plaza de Cascorro de Madrid con la estatua
dedicada a Eloy Gonzalo García, soldado
español de la Guerra de Cuba que llegaría a ser
conocido como el «héroe de Cascorro», en
Legiones y Falanges (número 12, octubre de
1941).
EL SEPULCRO DE DON
QUIJOTE
MIGUEL DE UNAMUNO
«El sepulcro de Don Quijote», fue
publicado, como texto previo, a la
segunda edición de la obra de Unamuno
Vida de don Quijote y Sancho (1914),
aunque originariamente apareció en La
España Moderna (núm. 206, Madrid,
febrero de 1906, pp. 5-17)
e preguntas, mi
M buen amigo, si sé
la manera
desencadenar un
de
delirio, un vértigo,
una locura cualquiera sobre estas pobres
muchedumbres ordenadas y tranquilas
que nacen, comen, duermen, se
reproducen y mueren. ¿No habrá un
medio, me dices, de reproducir la
epidemia de los flagelantes o la de los
convulsionarios? Y me hablas del
milenario.
Como tú siento yo con frecuencia la
nostalgia de la Edad Media; como tú
quisiera vivir entre los espasmos del
milenario. Si consiguiéramos hacer
creer que un día dado, sea el 2 de mayo
de 1908, el centenario del grito de
independencia, se acababa para siempre
España; que en ese día nos repartían
como a borregos, creo que el día 3 de
mayo de 1908 sería el día más grande de
nuestra historia, el amanecer de una
nueva vida.
Esto es una miseria, una completa
miseria. A nadie le importa nada de
nada. Y cuando alguno trata de agitar
aisladamente este o aquel problema, una
u otra cuestión, se lo atribuyen o a
negocio o a afán de notoriedad y ansia
de singularizarse.
No se comprende aquí ya ni la
locura. Hasta del loco creen y dicen que
lo será por tenerle su cuenta y razón. Lo
de la razón de la sinrazón es ya un hecho
para estos miserables. Si nuestro señor
don Quijote resucitara y volviese a esta
su España, andarían buscándole una
segunda intención a sus nobles
desvaríos. Si uno denuncia un abuso,
persigue la injusticia, fustiga la
ramplonería, se preguntan los esclavos:
¿qué irá buscando en eso? ¿A qué
aspira? Unas veces creen y dicen que lo
hace para que le tapen la boca con oro;
otras que es por ruines sentimientos y
bajas pasiones de vengativo o
envidioso; otras que lo hace no más sino
por meter ruido y que de él se hable, por
vanagloria; otras que lo hacen por
divertirse y pasar el tiempo, por
deporte. ¡Lástima grande que a tan pocos
les dé por deportes semejantes!
Fíjate y observa. Ante un acto
cualquiera de generosidad, de heroísmo,
de locura, a todos esos estúpidos
bachilleres, curas y barberos de hoy no
se les ocurre sino preguntarse: ¿por qué
lo hará? Y en cuanto creen haber
descubierto la razón del acto —sea o no
la que ellos se suponen— se dice: ¡bah!,
lo ha hecho por esto o por lo otro. En
cuanto una cosa tiene razón de ser y
ellos la conocen perdió todo su valor la
cosa. Para eso les sirve la lógica, la
cochina lógica.
Comprender es perdonar, se ha
dicho. Y esos miserables necesitan
comprender para perdonar el que se les
humille, el que con hechos o palabras se
les eche en cara su miseria, sin hablarles
de ella.
Han llegado a preguntarse
estúpidamente para qué hizo Dios el
mundo, y se han contestado a sí mismos:
¡para su gloria!, y se han quedado tan
orondos y satisfechos, como si los muy
majaderos supieran qué es eso de la
gloria de Dios. Las cosas se hicieron
primero, su para qué después. Que me
den una idea nueva, cualquiera, sobre
cualquier cosa, y ella me dirá después
para qué sirve.
Alguna vez, cuando expongo algún
proyecto, algo que me parece debía
hacerse, no falta nunca quien me
pregunte: ¿y después? A preguntas tales
no cabe otra respuesta que una pregunta.
Y al «¿y después?» no hay sino dar de
rebote un «¿y antes?».
No hay porvenir; nunca hay
porvenir. Eso que llaman el porvenir es
una de las más grandes mentiras. El
verdadero porvenir es hoy. ¿Qué será de
nosotros mañana? ¡No hay mañana!
¿Qué es de nosotros hoy, ahora? Esta es
la única cuestión.
Y en cuanto a hoy, todos esos
miserables están muy satisfechos porque
hoy existen, y con existir les basta. La
existencia, la pura y nuda existencia,
llena su alma toda. No sienten que haya
más que existir.
¿Pero existen? ¿Existen de verdad?
Yo creo que no; pues si existieran, si
existieran de verdad, sufrirían de existir
y no se contentarían con ello. Si real y
verdaderamente existieran en el tiempo
y en espacio, sufrirían de no ser en lo
eterno y lo infinito. Y este sufrimiento,
esta pasión, que no es sino la pasión de
Dios en nosotros, Dios que en nosotros
sufre por sentirse preso en nuestra
finitud y nuestra temporalidad, este
divino sufrimiento les haría romper
todos esos menguados eslabones lógicos
con que tratan de atar sus menguados
recuerdos a sus menguadas esperanzas,
la ilusión de su pasado a su ilusión de su
porvenir.
¿Por qué hace eso? ¿Preguntó acaso
nunca Sancho por qué hacía don Quijote
las cosas que hacía?
Y vuelta a lo mismo, a tu pregunta, a
tu preocupación: ¿qué locura colectiva
podríamos imbuir en estas pobres
muchedumbres? ¿Qué delirio?
Tú mismo te has acercado a la
solución en una de esas cartas con que
me asaltas a preguntas. En ella me
decías: ¿no crees que se podría intentar
alguna nueva cruzada?
Pues bien, sí; creo que se puede
intentar la santa cruzada de ir a rescatar
el sepulcro de don Quijote del poder de
los bachilleres, curas, barberos, duques
y canónigos que lo tienen ocupado. Creo
que se puede intentar la santa cruzada de
ir a rescatar el sepulcro del Caballero
de la Locura del poder de los hidalgos
de la Razón.
Defenderán, es natural, su
usurpación y tratarán de probar con
muchas y muy estudiadas razones que la
guardia y custodia del sepulcro les
corresponde. Lo guardan para que el
Caballero no resucite.
A esas razones hay que contestar con
insultos, con pedradas, con gritos de
pasión, con botes de lanza. No hay que
razonar con ellos. Si tratas de razonar
frente a sus razones estás perdido.
Si te preguntan, como acostumbran,
¿con qué derecho reclamas el sepulcro?,
no les contestes nada, que ya lo verán
luego. Luego… tal vez cuando ni tú ni
ellos existáis ya, por lo menos en este
mundo de las apariencias.
Y esta santa cruzada lleva una gran
ventaja a aquellas otras santas cruzadas
de que alboreó una nueva vida en este
viejo mundo. Aquellos ardientes
cruzados sabían dónde estaba el
sepulcro de Cristo, dónde se decía que
estaba, mientras que nuestros cruzados
no sabrán dónde está el sepulcro de don
Quijote. Hay que buscarlo peleando por
rescatarlo.
Tu locura quijotesca te ha llevado
más de una vez a hablarme del
quijotismo como de una nueva religión.
Y a eso he de decirte que esa nueva
religión que propones y de que me
hablas, si llegara a cuajar, tendría dos
singulares preeminencias. La una, que su
fundador, su profeta, don Quijote —no
Cervantes, por supuesto—, no estamos
seguros de que fuese un hombre real, de
carne y hueso, sino que más bien
sospechamos que fue una pura ficción. Y
su otra preeminencia, sería la de que ese
profeta era un profeta ridículo, que fue
la befa y el escarnio de las gentes.
Es el valor que más falta nos hace:
el de afrontar el ridículo. El ridículo es
el arma que manejan todos los
miserables, bachilleres, barberos, curas,
canónigos, y duques que guardan
escondido el sepulcro del Caballero de
la Locura. Caballero que hizo reír a todo
el mundo, pero que nunca soltó un
chiste. Tenía el alma demasiado grande
para parir chistes. Hizo reír con su
seriedad.
Empieza, pues, amigo, a hacer de
Pedro el Ermitaño y llama a las gentes a
que se te unan, se nos unan, y vayamos
todos a rescatar ese sepulcro que no
sabemos dónde está. La cruzada misma
nos revelará el sagrado lugar.
Verás cómo así que el sagrado
escuadrón se ponga en marcha,
aparecerá en el cielo una estrella nueva,
solo visible para los cruzados, una
estrella refulgente y sonora, que cantará
un canto nuevo en esta larga noche que
nos envuelve, y la estrella se pondrá en
marcha en cuanto se ponga en marcha el
escuadrón de los cruzados, y cuando
hayan vencido en su cruzada, o cuando
hayan sucumbido todos —que es acaso
la manera única de vencer de veras—,
la estrella caerá del cielo, y en el sitio
donde caiga, allí está el sepulcro. El
sepulcro está donde muera el escuadrón.
Y allí donde está el sepulcro, allí
está la cuna, allí está el nido. Y de allí
volverá a resurgir la estrella refulgente y
sonora, camino del cielo.
Y no me preguntes más, querido
amigo. Cuando me haces hablar de estas
cosas me haces que saque del fondo de
mi alma, dolorida por la ramplonería
ambiente que por todas partes me acosa
y aprieta, dolorida por las salpicaduras
del fango de mentira en que
chapoteamos, dolorida por los arañazos
de la cobardía que nos envuelve, me
haces que saque del fondo de mi alma
dolorida las visiones sin razón, los
conceptos sin lógica, las cosas que yo
no sé lo que quieren decir, ni menos
quiero ponerme a averiguarlo.
¿Qué quieres decir con esto? —me
preguntas más de una vez—. Y yo te
respondo: ¿lo sé yo acaso?
¡No, mi buen amigo, no! Muchas de
estas ocurrencias de mi espíritu que te
confío ni yo sé lo que quieren decir, o,
por lo menos, soy yo quien no lo sé. Hay
alguien dentro de mí que me las dicta,
que me las dice. Le obedezco y no me
adentro a verle la cara ni a preguntarle
por su nombre. Solo sé que si le viese la
cara y me dijese su nombre, me moriría
yo para que viviese él.
Estoy avergonzado de haber alguna
vez fingido entes de ficción, personajes
novelescos, para poner en sus labios lo
que no me atrevía a poner en los míos y
hacerles decir como en broma lo que yo
siento muy en serio.
Tú me conoces, tú, y sabes bien cuán
lejos estoy de rebuscar adrede
paradojas, extravagancias y
singularidades, piensen lo que pensaren
algunos majaderos. Tú y yo, mi buen
amigo, mi único amigo absoluto, hemos
hablado muchas veces, a solas, de lo
que sea la locura, y hemos comentado
aquello del Brand ibseniano, hijo de
Kierkegaard, de que está loco el que
está solo. Y hemos concordado en que
una locura cualquiera deja de serlo en
cuanto se hace colectiva, en cuanto es
locura de todo un pueblo, de todo el
género humano acaso. En cuanto una
alucinación se hace colectiva, se hace
popular, se hace social, deja de ser
alucinación para convertirse en una
realidad, en algo que está fuera de cada
uno de los que la comparten. Y tú y yo
estamos de acuerdo en que hace falta
llevar a las muchedumbres, llevar al
pueblo, llevar a nuestro pueblo español
una locura cualquiera, la locura de uno
cualquiera de sus miembros que esté
loco, pero loco de verdad y no de
mentirijillas. Loco, y no tonto.
Tú y yo, mi buen amigo, no hemos
escandalizado en eso que llaman aquí
fanatismo, y que, por nuestra desgracia
no lo es. No; no es fanatismo nada que
esté reglamentado y contenido y
encauzado y dirigido por bachilleres,
curas, barberos, canónigos y duques; no
es fanatismo nada que lleve un pendón
con fórmulas lógicas, nada que tenga
programa, nada que se proponga para
mañana un propósito que puede un
orador desarrollar en un metódico
discurso.
Una vez, ¿te acuerdas?, vimos a
ocho o diez mozos reunirse y seguir a
uno que les decía: ¡vamos a hacer una
barbaridad! Y eso es lo que tú y yo
anhelamos, que el pueblo se apiñe y
gritando ¡vamos a hacer una barbaridad!
se ponga en marcha. Y si algún
bachiller, algún barbero, algún cura,
algún canónigo o algún duque les
detuviese para decirles: «¡hijos míos!,
está bien, os veo henchidos de heroísmo,
llenos de santa indignación; también yo
voy con vosotros; pero antes de ir todos
y yo con vosotros, a hacer esa
barbaridad, ¿no os parece que debíamos
ponernos de acuerdo respecto a la
barbaridad que vamos a hacer? ¿Qué
barbaridad va a ser esa?», si alguno de
esos malandrines que he dicho les
detuviese para decirles tal cosa,
deberían derribarle al punto y pasar
todos sobre él pisoteándole, y ya
empezaba la heroica barbaridad.
¿No crees, mi amigo, que hay por ahí
muchas almas solitarias a las que el
corazón les pide alguna barbaridad, algo
de que revienten? Ve, pues, a ver si
logras juntarlas y formar escuadrón con
ellas y ponernos todos en marcha —
porque yo iré con ellos y tras de ti— a
rescatar el sepulcro de don Quijote, que,
gracias a Dios, no sabemos dónde está.
Ya nos lo dirá la estrella refulgente y
sonora.
Y ¿no será —me dices en tus horas
de desaliento, cuando te vas de ti mismo
—, no será que creyendo al ponernos en
marcha caminar por campos y tierras,
estemos dando vueltas en torno al mismo
sitio? Entonces la estrella estará fija,
quieta sobre nuestras cabezas y el
sepulcro en nosotros. Y entonces la
estrella caerá, pero caerá para venir a
enterrarse en nuestras almas. Y nuestras
almas se convertirán en luz, y fundidas
todas en la estrella refulgente y sonora
subirá esta más refulgente aún,
convertida en un sol, en un sol de eterna
melodía a alumbrar el cielo de la patria
redimida.
En marcha, pues. Y ten en cuenta no
se te metan en el sagrado escuadrón de
los cruzados bachilleres, barberos,
curas, canónigos o duques disfrazados
de Sanchos. No importa que te pidan
ínsulas; lo que debes de hacer es
expulsarlos en cuanto te pidan el
itinerario de la marcha, en cuanto te
hablen de programa, en cuanto te
pregunten al oído, maliciosamente, que
les digas hacia dónde cae el sepulcro.
Sigue a la estrella. Y haz como el
Caballero: endereza el entuerto que se te
ponga delante. Ahora lo de ahora, y aquí
lo de aquí.
¡Poneos en marcha! ¿Qué adonde
vais? La estrella os lo dirá: ¡al sepulcro!
¿Qué vamos a hacer en el camino,
mientras marchamos? ¿Qué? ¡Luchar!
Luchar, y ¿cómo? ¿Cómo? ¿Tropezáis
con uno que miente?, gritarle a la cara:
¡mentira!, y ¡adelante! ¿Tropezáis con
uno que roba?, gritarle: ¡ladrón!, y
¡adelante! ¿Tropezáis con uno que dice
tonterías, a quien oye toda una
muchedumbre con la boca abierta?,
gritarles: ¡estúpidos!, y ¡adelante!
¡Adelante siempre!
¿Es que con eso —me dice uno a
quien tú conoces y que ansia ser cruzado
—, es que con eso se borra la mentira,
ni el ladrocinio, ni la tontería del
mundo? ¿Quién ha dicho que no? La más
miserable de todas las miserias, la más
repugnante y apestosa argucia de la
cobardía es esa de decir que nada se
adelanta con denunciar a un ladrón
porque otros seguirán robando, que nada
se logra con llamarle en su cara
majadero al majadero, porque no por
eso la majadería disminuirá en el
mundo.
Sí, hay que repetirlo una y mil
veces: con que una vez, una sola vez,
acabases del todo y para siempre con un
solo embustero, habríase acabado el
embuste de una vez para siempre.
¡En marcha, pues! Y echa del
sagrado escuadrón a todos los que
empiecen a estudiar el paso que habrá
de llevarse en la marcha y su compás y
su ritmo. Sobre todo, ¡fuera con los que
a todas horas andan con eso del ritmo!
Te convertirían el escuadrón en una
cuadrilla de baile, y la marcha en danza.
¡Fuera con ellos! Que se vayan a otra
parte a cantar a la carne.
Esos que tratarían de convertirte el
escuadrón de marcha en cuadrilla de
baile se llaman a sí mismos, y los unos a
los otros entre sí, poetas. No lo son. Son
cualquier otra cosa. Esos no van al
sepulcro sino por curiosidad, por ver
como sea, en busca acaso de una
sensación nueva, y por divertirse en el
camino. ¡Fuera con ellos!
Esos son los que con su indulgencia
de bohemios contribuyen a mantener la
cobardía y la mentira y las miserias
todas que nos anonadan. Cuando
predican libertad no piensan más que en
una: en la de disponer de la mujer del
prójimo. Todo es en ellos sensualidad, y
hasta de las ideas, de las grandes ideas,
se enamoran sensualmente. Son
incapaces de casarse con una grande y
pura idea y criar familia de ella; no
hacen sino amontonarse con las ideas.
Las toman de queridas, menos aún, tal
vez de compañeras de una noche. ¡Fuera
con ellos!
Si alguien quiere coger en el camino
tal o cual florecilla que a su vera sonríe,
cójala, pero de paso, sin detenerse y
siga al escuadrón, cuyo alférez no habrá
de quitar ojo de la estrella refulgente y
sonora. Y si se pone la florecilla en el
peto sobre la coraza, no para verla él,
sino para que se la vean, ¡fuera con él!
Que se vaya, con su flor en el ojal, a
bailar a otra parte.
Mira, amigo, si quieres cumplir tu
misión y servir a tu patria, es preciso
que te hagas odioso a los muchachos
sensibles que no ven el universo sino a
través de los ojos de su novia. O algo
peor aún. Que tus palabras sean
estridentes y agrias a sus oídos.
El escuadrón no ha de detenerse sino
de noche, junto al bosque o al abrigo de
la montaña. Levantará allí sus tiendas,
se lavarán los cruzados sus pies,
cenarán lo que sus mujeres les hayan
preparado, engendrarán luego un hijo en
ellas, les darán un beso y se dormirán
para recomenzar la marcha al siguiente
día. Y cuando alguno se muera le
dejarán a la vera del camino;
amortajado en su armadura, a merced de
los cuervos. Quede para los muertos el
cuidado de enterrar a sus muertos. Si
alguno intenta durante la marcha tocar
pífano o dulzaina o caramillo o vihuela
o lo que fuere, rómpele el instrumento y
échale de filas, porque estorba a los
demás oír el canto de la estrella. Y es,
además que él no la oye. Y quien no
oiga el canto del cielo no debe de ir en
busca del sepulcro del Caballero.
Te hablarán esos danzantes de
poesía. No les hagas caso. El que se
pone a tocar su jeringa —que no es otra
cosa la «syringa»— debajo del cielo,
sin oír la música de las esferas, no
merece que se le oiga. No conoce la
abismática poesía del fanatismo, no
conoce la inmensa poesía de los templos
vacíos, sin luces, sin dorados, sin
imágenes, sin pompas, sin aromas, sin
nada de eso que llaman arte. Cuatro
paredes lisas y un techo de tablas: un
corralón cualquiera.
Echa del escuadrón a todos los
danzantes de la jeringa. Échalos, antes
de que se te vayan por un plato de
alubias. Son filósofos cínicos,
indulgentes, buenos muchachos, de los
que todo lo comprenden y todo lo
perdonan. Y el que todo lo comprende
no comprende nada, y el que todo lo
perdona nada perdona. No tienen
escrúpulo en venderse. Como viven en
dos mundos pueden guardar su libertad
en el otro y esclavizarse en este. Son a
la vez estetas y perezistas o lopezistas o
rodríguezistas.
Hace tiempo se dijo que el hambre y
el amor son los dos resortes de la vida
humana. De la baja vida humana, de la
vida de tierra. Los danzantes no bailan
sino por hambre o por amor; hambre de
carne, amor de carne también. Échalos
de tu escuadrón, y que allí, en un prado,
se harten de bailar mientras uno toca la
jeringa, otro da palmaditas y otro canta a
un plato de alubias o a los muslos de su
querida de temporada. Y que allí
inventen nuevas piruetas, nuevos
trenzados de pies, nuevas figuras de
rigodón.
Y si alguno te viniera diciendo que
él sabe tender puentes y que acaso
llegue ocasión en que se deba
aprovechar sus conocimientos para
pasar un río, ¡fuera con él! ¡Fuera el
ingeniero! Los ríos se pasarán
vadeándolos, o a nado, aunque se
ahogue la mitad de los cruzados. Que se
vaya el ingeniero a hacer puentes a otra
parte, donde hacen mucha falta. Para ir
en busca del sepulcro basta la fe como
puente.
Si quieres, mi buen amigo, llenar tu
vocación debidamente, desconfía del
arte, desconfía de la ciencia, por lo
menos de eso que llaman arte y ciencia y
no son sino mezquinos remedos del arte
y de la ciencia verdaderos. Que te baste
tu fe. Tu fe será tu arte, tu fe será tu
ciencia.
He dudado más de una vez de que
puedas cumplir tu obra al notar el
cuidado que pones en escribir las cartas
que escribes. Hay en ellas, no pocas
veces, tachaduras, enmiendas,
correcciones, jeringazos. No es un
chorro que brota violento, expulsando el
tapón. Más de una vez tus cartas
degeneran en literatura, en esa cochina
literatura, aliada natural de todas las
esclavitudes y de todas las miserias. Los
esclavizadores saben bien que mientras
está el esclavo cantando a la libertad se
consuela de su esclavitud y no piensa en
romper sus cadenas.
Pero otras veces recobro fe y
esperanza en ti cuando siento bajo tus
palabras atropelladas, improvisadas,
cacofónicas, el temblar de tu voz
dominada por la fiebre. Hay ocasiones
en que puede decirse que ni están en un
lenguaje determinado. Que cada cual lo
traduzca al suyo.
Procura vivir en continuo vértigo
pasional, dominado por una pasión
cualquiera. Solo los apasionados llevan
a cabo obras verdaderamente duraderas
y fecundas. Cuando oigas de alguien que
es impecable, en cualquiera de los
sentidos de esta estúpida palabra, huye
de él; sobre todo si es artista. Así como
el hombre más tonto es el que en su vida
ha hecho ni dicho una tontería, así el
artista menos poeta, el más antipoético
—y entre los artistas abundan las
naturalezas antipoéticas—, es el artista
impecable, el artista a quien decoran
con la corona, de laurel de cartulina, de
la impecabilidad de los danzantes de la
jeringa.
Te consume, mi pobre amigo, una
fiebre incesante, una sed de océanos
insondables y sin riberas, un hambre de
universos, y la morriña de la eternidad.
Sufres de la razón. Y no sabes lo que
quieres. Y ahora, ahora quieres ir al
sepulcro del Caballero de la Locura y
deshacerte allí en lágrimas, consumirte
en fiebre, morir de sed de océanos, de
hambre de universos, de morriña de
eternidad.
Ponte en marcha, solo. Todos los
demás solitarios irán a tu lado, aunque
no los veas. Cada cual creerá ir solo,
pero formaréis batallón sagrado, el
batallón de la santa e inacabable
cruzada.
Tú no sabes bien, mi buen amigo,
cómo los solitarios todos, sin conocerse,
sin mirarse a las caras, sin saber los
unos los nombres de los otros, caminan
juntos y prestándose mutua ayuda. Los
otros hablan unos de otros, se dan las
manos, se felicitan mutuamente, se
bombean y denigran, murmuran entre sí y
va cada cual por su lado. Y huyen del
sepulcro.
Tú no perteneces al cotarro, sino al
batallón de los libres cruzados. ¡Por qué
te asomas a las tapias del cotarro a oír
lo que en él se cacarea! ¡No, amigo mío,
no! Cuando pases junto a un cotarro
tápate los oídos, lanza tu palabra y sigue
adelante, camino del sepulcro. Y que en
esa palabra vibren toda tu sed, toda tu
hambre, toda tu morriña, todo tu amor.
Si quieres vivir de ellos, vive para
ellos. Pero entonces, mi pobre amigo, te
habrás muerto.
Me acuerdo de aquella dolorosa
carta que me escribiste cuando estabas a
punto de sucumbir, de derogar, de entrar
en la cofradía. Vi entonces cómo te
pesaba tu soledad, esa soledad que debe
ser tu consuelo y tu fortaleza.
Llegaste a lo más terrible, a lo más
desolador; llegaste al borde del
precipicio de tu perdición: llegaste a
dudar de tu soledad, llegaste a creerte en
compañía. «¿No será —me decías— una
mera cavilación, un fruto de soberbia,
de petulancia, tal vez de locura, esto de
creerme solo? Porque yo, cuando me
sereno, me veo acompañado, y recibo
cordiales apretones de manos, voces de
aliento, palabras de simpatía, todo
género de muestras de no encontrarme
solo, ni mucho menos». Y por aquí
seguías. Y te vi engañado y perdido, te
vi huyendo del sepulcro.
No, no te engañas en los accesos de
tu fiebre, en las agonías de tu sed, en las
congojas de tu hambre; estás solo,
eternamente solo. No solo son
mordiscos los mordiscos que como tales
sientes, lo son también los que son como
besos. Te silban los que aplauden, te
quieren detener en tu marcha al sepulcro
los que te gritan ¡adelante! Tápate los
oídos. Y ante todo cúrate de una
afección terrible, que por mucho que te
la sacudes vuelve a ti con terquedad de
mosca: cúrate de la afección de
preocuparte cómo aparezcas a los
demás. Cuídate solo de cómo aparezcas
ante Dios, cuídate de la idea que de ti
Dios tenga.
Estás solo, mucho más solo de lo
que te figuras, y aun así no estás sino en
camino de la absoluta, de la completa,
de la verdadera soledad. La absoluta, la
completa, la verdadera soledad consiste
en no estar ni aun consigo mismo. Y no
estarás de veras completa y
absolutamente solo hasta que no te
despojes de ti mismo, al borde del
sepulcro. ¡Santa Soledad!
Todo esto dije a mi amigo y él me
contestó en una larga carta, llena de un
furioso desaliento, estas palabras:
«Todo eso que me dices está muy
bien, está bien, no está mal; pero ¿no te
parece que en vez de ir a buscar el
sepulcro de don Quijote y rescatarlo de
bachilleres, curas, barberos, canónigos y
duques, debíamos ir a buscar el sepulcro
de Dios y rescatarlo de creyentes e
incrédulos, de ateos y deístas, que lo
ocupan, y esperar allí, dando voces de
suprema desesperación, derritiendo el
corazón en lágrimas, a que Dios resucite
y nos salve de la nada?».
EPISTOLARIO
ANTIFALANGISTA
CARTA DE
UNAMUNO
A RAMIRO
LEDESMA
(4 de marzo de 1931)
a política es cosa de
L realidades,
actuales y
concretas
no
pseudoconceptos. ¿El Estado? ¿La
supremacía del Estado? Esto es una
y
de
C impresiones de un asustado
Ramiro de Maeztu, futuro
diputado en las Cortes de la formación
de extrema derecha Renovación
Española, serán bastante comunes: el
crimen se había apoderado de la vida
española. De pronto, coincidiendo con
el derrumbe del antiguo poderío
español, la perdida de las colonias, el
desarrollo de las ciudades y el paro, se
vivió una ola de pánico contra la
delincuencia y el crimen. El desánimo
había cundido en nuestro país. Tanto la
bohemia como algunos escritores
(Unamuno, Azorín, Baroja…) o la
extrema derecha coincidían en pedir una
«renovación», un nuevo brío cultural y
político al país. Lo mismo sucedía en
París, donde por entonces reinaban los
apaches, la subcultura delincuente que
aterrorizaba a Francia. La prensa, que
relataba casi a diario los choques de
estos contra los agentes, así como
ataques, robos y asesinatos
supuestamente cometidos por hordas
sanguinarias y bandas apachescas
sumamente organizadas, extendió el
miedo sobre todo entre los burgueses.
La vida en las ciudades cambiaba; se
creaban nuevos terrores ante lo
desconocido.
Sin embargo, las estadísticas sobre
incremento de crímenes parecían
contradecir esta impresión. En realidad
no habían aumentado enormemente los
índices delictivos, pero sí la percepción
social sobre el crimen y el desorden
social, coincidiendo con el auge de
movimientos socialistas y anarquistas,
que protagonizaban disputas laborales o
políticas que, en ocasiones, acababan
con disturbios callejeros y
levantamientos que eran violentamente
reprimidos. Al mismo tiempo, en los
diarios obreros se lanzaban proclamas
que anunciaban la inminente llegada de
un nuevo orden, es decir, la pérdida de
privilegios de una clase social, la
burguesía.
En nuestro país sucedía algo
parecido. Tampoco había un repunte
alarmante de la criminalidad, pero
numerosos intelectuales, políticos y
escritores exigieron al gobierno mano
dura y una política de tolerancia cero
respecto al crimen. Maeztu, en la época
en que publicó La propaganda del
crimen, estaba viviendo su particular
calvario. Sus padres, que tenían
negocios en La Habana, entraron en
bancarrota. Pasó de llevar una vida sin
preocupaciones económicas a tener que
ganarse la vida como periodista para
todo tipo de periódicos. Visitó París y,
posteriormente, hará de corresponsal en
Londres para La Correspondencia de
España, Nuevo Mundo y Heraldo de
Madrid.
En 1903, en su artículo «Plumas
hidalgas», Maeztu criticará a los
modernistas españoles fascinados por lo
macabro y lúgubre. Posiblemente
conectaba lo morboso de la prensa
criminal con el decadentismo francés y
lo «degenerado»: «Nuestros hidalgos de
la pluma hablan de la luna, de los
nardos, de los murciélagos, del
crepúsculo, de las hojas secas, de la
noche, de la muerte y del jardín donde
florecen rosas, rosas mustias de amor y
melancolía. Harto de misticismos y de
miserias seculares, nuestro pueblo
quiere vivir, y vivir bien. Nuestros
hidalgos de la pluma pretenden
despertar su interés con adjetivos
arrancados de los devocionarios. Pero
lo nímbeo, lo litúrgico y lo eucarístico,
que sirven de aliciente para una nueva
picardía a la cocota de París, tienen en
España un salón macabro que nos llena
de hostilidad y antipatía […].
Compañeros míos: si vuestras quejas
son sinceras y aspiráis de verdad a que
el público os siga, ocupaos algo menos
de la luna y del crepúsculo y algo más
de los fletes de la Compañía
Trasatlántica. Estudiad los problemas
españoles, sentidlos […]. Salid de
vuestra torre de marfil y sed pueblo, sed
España, con el corazón, que es el mejor
sistema para que vuestra cabeza se
destaque […]. Os conozco; hidalgos por
fuera, en verso y prosa; mendigos y
parásitos por dentro, en el diario
vivir…».
La llegada de la prensa criminal y de
sucesos a nuestro país sacudió el
periodismo. Hasta la fecha, existían
pequeños periódicos que contaban con
su correspondiente sección de crímenes
y delitos, pero no existía un periódico
similar a los que ya se vendían, con gran
éxito, en Francia o Inglaterra. Pero todo
cambió con la aparición de Los Sucesos,
que llevaba como subtítulo de su
cabecera el de Revista ilustrada de
actualidades, siniestros, crímenes y
causas célebres y se publicó entre 1882
y 1885. En la editorial de su primer
número, titulada «A los lectores», se
decía lo siguiente:
(FRAGMENTO)
A 12 de diciembre, por la
mañana. Quedé anoche en
medio de las tinieblas y de las olas,
entre Europa y África, entre la paz y la
guerra, vacilante el ánimo a merced de
encontrados afectos, y hasta ignorando a
qué puerto nos dirigíamos.
Todo desapareció con las tinieblas
de la noche; y, al rayar el alba del día de
hoy, fijóse el cuadro que ensoñaba en
indefinible expectativa, y que ahora no
se cansan de contemplar mis ojos.
En torno nuestro se dilataba el mar,
plateado por la agonizante luna y
sonrosado hacia levante por el reflejo
de la aurora. Los veinte vapores de
nuestra escuadra estaban esparcidos en
una legua de radio, ostentando cada cual
una pálida luz en el tope del palo mayor,
menos la nave capitana, que se
distinguía por otra luz colocada en el
trinquete. A nuestra izquierda se
percibía un elevadísimo peñón, que
salía bruscamente de entre las aguas,
partido verticalmente en dos mitades…
¡Era Gibraltar! Por la parte de proa
dilatábase hasta perderse de vista un
brazo de agua, semejante a
poderosísimo río…
¡Era el Estrecho; el camino del
Océano; la temerosa puerta del por
tantos siglos desconocido Occidente! A
nuestra derecha, por último, alzábase
entre la bruma matutina un extenso y
bravío litoral, erizado de formidables
rocas, que se perdían de vista hacia
levante, y que, por el lado de poniente,
terminaban en otro peñón parecido al de
Gibraltar… ¡Era la costa de África! ¡Era
Ceuta!
No diré mi rubor al contemplar la
colonia extranjera enclavada en
territorio español; no recordaré la
historia de las vicisitudes por qué ha
pasado aquel peñón aborrecido, ni la
manera como llegó a manos de sus
actuales poseedores… ¡Permítaseme,
por el contrario, apartar de sus
artilladas cumbres mi triste y rencorosa
mirada, y fijarla con mayor o menor
equidad, pero siempre con júbilo y
ufanía, en la ciudad de Ceuta y en su
campo!…
Decía que estaba acabando de
amanecer… En tal momento percibimos
lejano y confuso clamor de cometas y
tambores, y luego los entremezclados
ecos de muchas músicas militares. ¡Era
la diana del campamento español!…
Mi corazón retembló de amor y de
alegría. ¡Al fin encontrábamos a
nuestros hermanos! ¡Allí estaban! ¡Salud
a los valientes que ya habían luchado
por la patria, y cuyas proezas habíamos
festejado al lado de sus familias!
¡Gloria y paz a los muertos en el campo
del honor!
El sol apareció, por último, y a sus
primeros resplandores divisamos la
fortaleza del Hachó: después el famoso
Presidio, recinto de la expiación y de la
tristeza, visión de los insomnios de
tantas madres y esposas e hijas de
infelices penados, y, finalmente, la
ciudad de Ceuta, dispuesta en escalones,
graciosa y bella en su conjunto, rodeada
de jardines, y huertos, y limpia y
cuidada como todos los pueblos
encerrados en estrechos límites.
Luego, al otro lado de sus recias
murallas, vimos una verde pradera,
teatro ayer de las algaradas y
provocaciones de los moros, y
perteneciente a España desde hace un
mes… En aquella pradera pacían
tranquilamente muchas vacas (propias
de nuestra administración militar), y por
cierto que la bucólica quietud de
aquellos animales chocaba a la vista y a
la imaginación, preparadas a cuadros
trágicos y tumultuosos.
Más allá distinguimos como otro
rebaño blanco que formaba líneas
regulares en la ladera de una colina:
encima de este se veía otro más
numeroso, y después otro mayor,
rodeando un gran edificio medio
arruinado, en una de cuyas torres
ondeaba la bandera española…
¡Aquellos rebaños eran las tiendas de
campaña de nuestro ejército, acampado
en las alturas del Otero y al lado del
Serrallo!
Filialmente, cerraba este pintoresco
cuadro una doble cadena de montañas,
verde la de delante y blanca y escarpada
la de detrás, hendida esta verticalmente
en su parte más abrupta. ¡Aquella
hendedura era el temido Boquete de
Aughera!
En cuanto al nombre de todas las
alturas que he citado, y que, arrancando
de la misma orilla del mar, van a
eslabonarse con las derivaciones del
atlas, nuestra historia lo registra ya con
letras de sangre: se llaman
colectivamente Sierra-Bullones, y son el
lugar de los reñidos combates en que
hace un mes se cubre de gloria nuestro
ejército.
Tal fue el espectáculo que
contemplamos esta mañana al salir el
sol… y que, lo repito, no nos hemos
cansado todavía de mirar… Ahora, que
son las nueve de la mañana, recibimos
al fin la orden de desembarco… ¡Una
idea culminante me domina en tan
solemne momento!… ¡Voy a pisar el
suelo de África!
Al saltar en tierra.
Teneo te, África. ¡Estoy en
ÁFRICA!… Es decir, no solo me
encuentro fuera de España, si no fuera
de Europa; en otro continente, en otra de
las cinco partes en que se divide nuestro
planeta.
PERDERSE EN
MARRUECOS
PABLO COLOMER
Legionarios y soldados de la policía indígena
del general Cabanellas enseñan como trofeo la
cabeza cortada de un líder moro (Mundo
Gráfico, 19 abril de 1922)
¿Q uétodotienedegenere,
que suceder para que
se pudra, se
envilezca? ¿Cómo pasamos de los
cuadros de Fortuny, con sus grandes
angulares limpios, sus trazos coloristas,
al horror expresionista, kafkiano del
Guernica? ¿De la prosa épica,
donairosa de Alarcón a la casquería
atropellada y chulesca de Santa Marina?
¿Cómo pasa un país de Espartero a
Franco? ¿Del heroísmo sencillo de los
héroes de Baroja al fanatismo impío de
las bestias de Chaves Nogales? ¿Cómo
degenera el nacionalismo en
imperialismo, el imperialismo en
jingoísmo, el jingoísmo en fascismo?
¿Cómo pasan los militares de un país
civilizado, ¡europeo, decimonónico!, de
honrar al enemigo muerto a gasear al
enemigo vivo? ¿Cómo se va a la mierda
todo? ¿Cómo se llega, cómo llegamos a
Millán Astray?
José Millán Astray y Terreros,
quintaesencia de lo macabro en España,
de la cultura de la muerte y lo salvaje.
Atado para siempre a ese oxímoron
necrófilo, demencial —¡Viva la muerte!
— que, por lo visto, nunca pronunció:
no ante Unamuno, no aquel día. Sí,
españoles, ahora resulta que Millán
Astray no gritó a Unamuno, en el
paraninfo de la Universidad de
Salamanca, el 12 de octubre de 1936,
sus míticas «¡Muera la inteligencia!
¡Viva la muerte!». No, el general
rebelde fue más comedido y espetó al
rector salmantino un modesto «¡Muera la
intelectualidad traidora!». Que no está
mal, pero que no tiene los ecos
wagnerianos de los anteriores. ¿Qué
cabreó a Millán Astray, por cierto? De
Unamuno, todo y nada, suponemos.
Quizá su mera existencia, trágica y
monumental, vivísima, insoportable para
alguien como Millán Astray, que solo
veía naturaleza muerta a su alrededor,
sobre todo cuando se miraba al espejo.
A Unamuno la muerte, sin embargo, le
sentaba muy bien. Pero no fue esto lo
que cabreó al general rebelde aquel 12
de octubre. En sus palabras de aquel día
de la raza, con los hombres de Franco a
tiro de piedra de Madrid, Unamuno se
despachó a disgusto contra el concepto
de antiespañoles que manejaban los
sublevados —los catalanes eran
antiespañoles, los vascos eran
antiespañoles, los marxistas eran
antiespañoles— y contra la brutalidad
agresiva e incivil de los militares. Pero
tampoco fue esto lo que colmó el vaso
de la paciencia de Millán Astray. Lo que
detonó al general rebelde fue algo más
mundano: una mención a José Rizal,
héroe de la independencia de Filipinas,
citado por Unamuno como ejemplo de
hispanidad. ¿Un vendepatrias ejemplo
de hispanidad? Millán Astray era
veterano de aquella guerra, entre otras, y
consideraba a Rizal —que murió
fusilado— un traidor a España. Así,
cuando Unamuno elogió a Rizal no es de
extrañar que a Millán Astray se lo
llevasen los demonios, unos demonios
con los que convivía desde hacía cuatro
décadas. Desde que puso un pie en
Filipinas, con 17 años; voluntario y
voluntarioso. Los españoles, por cierto,
nos acordamos mucho de Cuba y poco
de Filipinas. Pero fue allí, en la guerra
de Filipinas, donde yo creo que
comenzó a joderse todo.
O quizá no. Quizá todo se fue a la
mierda un poco antes, en Marruecos.
Marruecos: el Vietnam español, por
simplificar. La comparación es
sugestiva, poderosa, pero hay una
salvedad: España ganó en Marruecos;
sí, ganó en 1860, ganó en 1894, ganó en
1909 y ganó en 1926. Entre victoria y
victoria, sin embargo, España lo fue
perdiendo todo: el imperio, la
autoestima, la decencia y, por último, la
cordura. España se perdió a sí misma en
Marruecos, recorriendo el camino
violento que va del nacionalismo al
colonialismo, del colonialismo al
imperialismo y del imperialismo al
fascismo. Como colofón, cuando los
españoles ya no tuvieron más moros que
matar, se mataron a sí mismos. Ya lo
advertía Pedro Antonio de Alarcón en su
Diario de un testigo de la guerra de
África: el colonialismo era una misión
providencial de la que España no podía
quedarse fuera, un «horizonte en que
desenvolver la actividad de nuestro
pueblo, que no siempre ha de estar
condenado a destrozarse en guerras
civiles».
Y así fue durante más de medio
siglo. Todo comenzó en 1859, con un
par de escudos mancillados. Ese año, el
gobierno presidido por O’Donnell firmó
un acuerdo con el sultán de Marruecos,
Mohamed IV, para tratar de evitar los
ataques que, desde los años cuarenta,
venían produciéndose contra las
posesiones españolas en el norte del
país. España contaba entonces con cinco
plazas de soberanía: Ceuta, Melilla, las
islas Chafarinas, las islas Alhucemas y
el peñón de Vélez de la Gomera. En
total, poco más de treinta kilómetros
cuadrados que los cabileños sentían —
sobre todo en los casos de Ceuta y
Melilla— como una afrenta cotidiana.
El sultán de Marruecos se comprometió
a contener a los habitantes del bled siba,
o tierra insumisa, una región
históricamente díscola —no solían
pagar sus impuestos—, pero fracasó.
Poco después de la firma del acuerdo,
España comenzó a levantar un fortín a
las afueras de Ceuta, en los conocidos
como «campos del moro», y a los
cabileños, claro, no les gustó. En agosto,
un grupo asaltó el fuerte y arrancó un
escudo con las armas de España,
labrado en piedra, y lo arrojó al mar, o
quizá defecaron en él, no está claro. Dos
semanas después, los cabileños
repitieron ataque —escudo de armas
incluido— y en España prendió la
indignación. El general O’Donnell,
también ministro de la guerra, vio la
oportunidad de dar un golpe de
autoridad, cabalgando la ola de
patriotismo que comenzaba a formarse
en el horizonte, y exigió al sultán un
castigo ejemplar para los agresores. En
septiembre, el cónsul español en Tánger
presentó un ultimátum a Marruecos,
exigiendo la reposición de los escudos,
que estos fueran saludados por las
tropas del sultán y que los autores de los
ataques fuesen castigados en Ceuta ante
la guarnición española. La respuesta de
Marruecos fue tibia, dilatoria. El 22 de
octubre O’Donnell propuso al Congreso
declarar la guerra y los 187 diputados
presentes secundaron la propuesta por
unanimidad. Los españoles recibieron la
nueva de la guerra con alborozo. La ola
de patriotismo anegó el país, algo que
no se veía desde la guerra de la
independencia contra los franceses.
Carlistas y liberales, vascos y catalanes
corrieron a enrolarse. Otros, no pocos,
pagaron para no tener que hacerlo.
O’Donnell reunió un ejército de cuarenta
y cinco mil hombres, a cuyo frente se
puso él mismo.
La guerra duró unos meses y, como
todas, fue un éxito y un fracaso.
Conquistamos Tetuán y ocupamos el
puerto de Tánger, derrotando por el
camino no solo a los «moros del Rey»,
también a los más curtidos rifeños. Pero
el precio a pagar fue alto: murieron más
de cuatro mil españoles, tres cuartos a
causa del cólera y la disentería; a lo que
hay que sumar unos cinco mil heridos.
De vuelta en España, el fervor patriótico
calentó los corazones de los veteranos
de África que, a la espera de un gran
desfile triunfal por la capital, acamparon
en la dehesa de Amaniel, al norte de
Madrid. Con los cañones capturados a
los moros fundimos los leones del
Congreso. Mientras, los meses pasaban
y el desfile no se producía. La fiebre
imperialista fue remitiendo y el
campamento pasó de provisional a
permanente. Al nuevo barrio se le acabó
llamando el Tetuán de las Victorias;
luego, Tetuán, sencillamente. Aquellos
soldados nunca desfilaron por Madrid.
La llamada guerra de África fue una
guerra de honor, de prestigio,
decimonónica e insustancial. Una guerra
por dos «marmolillos» que ya mostró
las miserias del ejército español —mala
planificación, mal aprovisionamiento,
mala memoria: los muertos por cólera se
enterraban de tapadillo para no
desmoralizar a los supervivientes— que
tan letales resultarían décadas más
tarde. Una guerra sangrienta, pero no
salvaje, que contrasta con lo que vino
después.
En Monte Arruit, por ejemplo, la
guinda del pastel del desastre de
Annual. Saltamos a julio de 1921,
cuando lo que queda del ejército del
general Silvestre, después de retirarse
del campamento avanzado de Annual,
busca refugio en la posición de Arruit, a
treinta kilómetros de Melilla. Al mando
está el general Navarro porque Silvestre
se ha pegado un tiro en Annual, cuando
ya todo estaba perdido y aquello era el
sálvese quien pueda. El 29 de julio
Navarro y sus hombres llegan a Monte
Arruit y allí quedan sitiados por los
rifeños de las cabilas de Beni Bu Ifrur,
Metalza y Beni Bu Yahi. Tres mil
españoles, la mayoría soldados de
reemplazo, exhaustos, desmoralizados,
con escasas provisiones y sin agua. Sí,
como en el Álamo, pero sin Hollywood
para recordárnoslo. Pasan los días y el
socorro no llega, mientras los moros
cañonean la posición sin cesar. Salir de
aguada es un suicidio, pero se sale, un
día tras otro. Hay deserciones,
espoleadas por el hambre y la sed. Los
muertos se acumulan. Desesperado,
después de dos semanas de asedio,
Navarro pacta con los jefes de las
cabilas la rendición. Esta se produce el
11 de agosto. Los españoles deponen las
armas y comienzan a abandonar la
posición. De pronto, los rifeños atacan.
A Navarro lo respetan, cayendo
prisionero junto a otros oficiales y
algunos soldados. Al resto de españoles,
no: sus cadáveres quedan desnudos,
mutilados, insepultos durante mes y
medio. Unos dos mil muertos.
¿Cómo se empieza mancillando un
escudo y se acaba pasando a cuchillo a
un hombre desarmado, mancillando
luego su cadáver? Supongo que todo es
empezar. Y que el descenso es, por lo
general, paulatino, progresivo, con
saltos al vacío de tanto en tanto. Más de
sesenta años de conflicto acaban dando
mucho de sí, en cuestión de horrores.
Así, de primeras, me recuerda a la
degeneración de la Primera Guerra
Mundial, que comenzó como una cacería
de verano en el campo, con los soldados
franceses vestidos con uniformes de
colores vivos —parecidos en su viveza
a los uniformes de los voluntarios
catalanes que pintó Mariano Fortuny en
su cuadro de La batalla de Wad-Rass,
Fortuny acompañó al ejército de
O’Donnell comisionado por la
diputación de Barcelona, una especie de
corresponsal de guerra pictórico, con
una misión, claro, publicitaria, que el
tono épico del cuadro corrobora—;
decía, la Gran Guerra, que comenzó
cargada de épica, de romanticismo, y
acabó encallada en el barro, bajo un
capote de miseria gris, un punto cubista,
con los bandos atrincherados
masacrándose sin contemplaciones. En
Marruecos los bandos también se
atrincheraron, si no físicamente —que
también, véanse los blocaos—, sí
moralmente. Campaña a campaña, el
conflicto degeneró sin remedio.
Supongo que el espíritu de la época
no ayudaba. Son tiempos de chovinismo,
de imperialismo, de jingoísmo; de
misiones civilizadoras, eugenesia,
limpiezas étnicas y genocidios; de la
supervivencia del más fuerte, cuando la
fuerza se confundía con la crueldad;
tiempo de superhombres —y de
infrahombres, por tanto—; de espacios
vitales cada vez más amplios y de
espacios mentales cada vez más
estrechos; de los primeros campos de
concentración, por llamarlos de algún
modo: en Suráfrica, en Estados Unidos,
en Argentina, ¡en Cuba!; tiempos de
Nietzsche, de Spencer, de Sabino Arana.
Tiempos para la deshumanización, en
definitiva, no solo del arte.
Ya lo dijo Freud y lo recordó
Adordo: la civilización engendra por sí
misma anticivilización.
En Marruecos, el siguiente conflicto,
el de 1893, anuncia lo que vendrá más
tarde. El salto cualitativo es evidente.
De nuevo, el detonante es una
fortificación, en este caso a las afueras
de Melilla; las obras del fortín español
violan suelo sagrado: el morabito de
Sidi Aguariach, «la tumba de un santón»,
en palabras del historiador y crítico
literario José Carlos Mainer. Los
rifeños atacan la posición y los
españoles responden. Días después,
suponemos que por error, la artillería
española destruye una mezquita y la
rebelión de los rifeños se convierte en
yihad. Los cabileños acaban cercando
Melilla. En esta ocasión, la pieza que se
cobran es de caza mayor, nada de
escudos de armas: en el asedio matan de
un tiro al mismísimo gobernador de la
ciudad, el general García y Margallo,
bisabuelo del exministro de Asuntos
Exteriores García-Margallo, por cierto.
Y yo me pregunto: cuando has declarado
una guerra por dos escudos, ¿qué tienes
que hacer cuando te matan un general a
las primeras de cambio?
Uno de los soldados que participó
en la campaña de 1893-1894, Manuel
Ciges, futuro periodista, escritor y
político —y padre del actor Luis Ciges,
las vueltas de la vida—, cuenta que al
embarcar en Barcelona rumbo a Melilla
unas muchachas gritaban enfervorizadas:
«¡Traednos las orejas de un morito!».
Supongo que de eso se trata: matadlos a
todos, y matadlos bien. Cuando la guerra
ya no es suficiente, ¿qué queda? Las
orejas, eso queda.
Ciges no disparó un solo tiro en
Marruecos, sirviendo de ejemplo a su
hijo Luis, que continuó con la tradición
familiar en Rusia —ser una buena
persona y un mal soldado—, enrolado el
futuro actor en la División Azul para
expiar los pecados de su padre, al que el
golpe de Estado de 1936 lo pilló como
Gobernador civil de Ávila y a los pocos
días fue fusilado. Antes, en Marruecos,
Ciges padre fue testigo de que el
conflicto hispano-marroquí se resistía a
dejar el siglo XIX atrás: un compañero
de Ciges, un tal Farreu, fue fusilado, en
este caso por acceder a la petición de
las muchachas del puerto de Barcelona:
el muchacho le había cortado las orejas
a un moro.
En Cuba y en Filipinas, mientras
tanto, las autoridades militares no se
andaban con tantos miramientos ante los
desmanes de sus subordinados. De
hecho, en algunos casos los alentaban.
Ahí está el general Polavieja, veterano
de la guerra de África —fue herido en la
batalla de Wad-Rass— y de las de
Cuba. En los ochenta, Polavieja fue
gobernador del departamento de Oriente
en la isla, donde ganó fama de «duro e
implacable». Además de adaptar el
ejército a la guerra de guerrillas,
Polavieja levantó en Cuba una amplia
red de informantes y espías. Su obsesión
era saber en qué andaban sus
adversarios. Y si hacía falta torturar,
pues se torturaba. De regreso a España,
ayudó a sofocar las revueltas en
Andalucía provocadas por la sociedad
anarquista conocida como Mano Negra.
Y en Filipinas, donde solo estuvo cuatro
meses, este militar «cruel y enérgico»
replicó el modus operandi. Sus
subordinados encarcelaban, torturaban y
fusilaban a los enemigos de la patria; a
veces, también a los amigos. Es el caso
de Rizal, acusado de rebelión, sedición
y asociación ilícita. Nada más llegar a
Filipinas, Polavieja mantuvo la condena
a muerte de Rizal, a todas luces un
error: el amigo de Unamuno se oponía a
la lucha armada y defendía la autonomía
de Filipinas, no su independencia. Su
muerte lo convirtió en un mártir, dando
nuevas alas a la insurrección.
La de Polavieja era una lucha contra
los elementos: independentistas en Cuba
y Filipinas, anarquistas en Andalucía…
Me pregunto qué habría conseguido en
Marruecos, donde España dio un salto al
vacío en 1906, empujada por el
enfrentamiento entre Francia y
Alemania, comprometiéndose a ocupar
(y ocuparse) del norte del país. «Mejor
españoles que alemanes», debieron de
pensar franceses y británicos. El reparto
formal de Marruecos llegó en 1912, con
la creación del protectorado, pero antes
España ya pudo saborear lo que
significaba entrar de lleno en
Marruecos, en busca de ese «Ultramar
no ingrato». En los combates sangrientos
y salvajes de Ait Aixa y del Barranco
del Lobo, por ejemplo, remate este
último de la Semana Trágica de
Barcelona, que empezó con motines
contra la movilización de reservistas
para el matadero marroquí y acabó en
revuelta anticlerical, con la quema y
destrucción de iglesias, colegios de
curas y conventos.
Durante la Primera Guerra Mundial,
España mantuvo un perfil bajo en el
protectorado. Fueron años de levantar
escuelas, hospitales y carreteras; y,
sobre todo, años de hacer caja, repartida
esta entre la Sociedad de Minas del Rif
y la Compañía del Norte Africano, con
políticos del más alto nivel —
Romanones, por ejemplo— con
intereses comerciales en juego. El
general Aizpuru, «activo, humanitario,
lúcido y resuelto», asume el mando de la
comandancia de Melilla, mientras
España se sumerge en la política de las
cabilas, tejiendo y destejiendo alianzas
para asegurarse la paz y algunas
victorias. Aquí emerge como aliado Abd
el Krim, al que de todos modos, durante
un tiempo y a petición de los franceses,
mantuvimos encarcelado. En el Rif no te
podías fiar de nadie, y menos de los
españoles.
Terminada la Gran Guerra, los
reveses para España se suceden. En
enero de 1920, el general Silvestre es
nombrado comandante general de
Melilla. Tiene experiencia sobre el
terreno, pero es temerario y ufano; en
resumen, un optimista pésimo. La cosa
no pinta mejor en la península: en mayo,
Luis de Marichalar y Monreal, vizconde
de Eza, es nombrado ministro de la
Guerra. No tarda en realizar una visita
de inspección a Marruecos, justo un año
antes del desastre de Annual. El abuelo
de Álvaro y Jaime de Marichalar
«entiende poco, pregunta menos, se
muestra atento y sonríe mucho». El ideal
de Ortega y Gasset —que «se hablara de
Marruecos en todos los ministerios
menos en los de Guerra y Marina»—
está lejos de cumplirse.
Los siguientes meses, el general
Silvestre los dedicará a espolvorear la
tierra ácida y reseca del Rif —pienso en
la piel de los limones olvidados en el
estómago inclemente de mi nevera, en el
pan cocido y endurecido que daban a los
condenados a galeras, al que llamaban
bizcocho o costra— con soldados de
reemplazo y animales, blocaos, puestos
avanzados y delicadas líneas de
aprovisionamiento. Son meses de tentar
a la suerte y cabalgar el alambre.
Silvestre va en busca de una victoria
definitiva: la bahía de Alhucemas; tan
lejos, tan cerca. Agazapado, el desastre
espera. Las señales se suceden, pero
Silvestre opta por ignorarlas y en julio
de 1921 el castillo de naipes se viene
abajo. Prefiero no detenerme en ello —
sirva como botón de muestra lo de
Monte Arruit—, aunque Annual da para
mucho. Sí me interesan, aquí y ahora, las
consecuencias de Annual, los cachorros
destetados en Annual. Me interesan
Franco y Millán Astray.
En Annual, además de un régimen,
muere también un ejército. Y de sus
cenizas nace otro: profesional,
despiadado, eficaz. El 12 de agosto, el
alto comisario de Marruecos, el general
Berenguer, informa a Marichalar de la
carnicería de Monte Arruit, sin darle una
cifra aproximada de bajas; no la sabe,
aunque la sospecha, claro. A Melilla
solo han llegado sesenta y nueve
«espectros», y los prisioneros suman
dieciocho, Navarro incluido. En
resumen, faltan tres mil hombres. Ese 12
de agosto, el ministro y el alto comisario
acuerdan el empleo de la guerra química
en Marruecos. «Siempre fui refractario
al empleo de los gases asfixiantes contra
los indígenas, pero después de lo que
han hecho y de su traidora y falaz
conducta, he de emplearlos con
verdadera fruición», afirma Berenguer.
Dos meses y medio después, el 24
de octubre de 1921, durante la campaña
de reconquista del territorio perdido tras
el desastre, una columna llega por fin a
Monte Arruit. En ella va el comandante
Franco, de la primera Bandera de la
Legión, que en su Diario de una
Bandera renuncia a «describir el
horrendo cuadro que se presenta a
nuestra vista». «La mayoría de los
cadáveres han sido profanados o
bárbaramente mutilados —escribe
Franco—. Los hermanos de la Doctrina
cristiana recogen en parihuelas los
momificados y esqueléticos cuerpos, y
en camiones son trasladados a la enorme
fosa».
Esta es la educación sentimental que
recibe Franco en Marruecos. Parecida,
supongo, a la que recibió Millán Astray
en Filipinas, de donde el futuro fundador
del Tercio de Extranjeros regresó con
varias condecoraciones y una idea
truculenta de la vida. Allí luchó cuerpo
a cuerpo, a la bayoneta, y según he leído
en algunas biografías apresuradas, allí
se embebió del culto japonés a la
muerte. Del Bushido o camino del
samurái, cuyo código de honor intentó
inocular, con mayor o menor fortuna, en
el credo del Tercio. Así visto, y ahora
que los tenemos juntos, Millán Astray,
comparado con Franco, se me antoja un
romántico, un místico de tendencias
necrófilas, eso sí, un hijo de puta
sentimental, pero no un psicópata.
Franco, en cambio… El generalísimo es
un monstruo ininteligible, inaprensible,
por muchas biografías que le echemos
encima. Cuenta la leyenda negra —me lo
cuenta un amigo, al que se lo contó un
librero del Rastro de Madrid, que lo
leyó en un Blanco y Negro de la época,
en fin—, la leyenda blanquinegra, que
cuando Franco asume el mando del
Tercio oye a dos legionarios quejarse
del rancho. Los legionarios son
condenados a muerte y sus cabezas
ensartadas en picas a la entrada del
c a mp a me nto . Here’s Johnny! El
psicópata en jefe. Miss Canarias 1936.
Los psicópatas… ¿Nacen? ¿Se
hacen? Psiquiatría aparte, a raíz de los
reveses en Marruecos, España montó
dos talleres: uno de gases en Melilla y
otro de psicópatas en Ceuta, el ya
mencionado Tercio de Extranjeros, esto
es, la Legión. Su fundador y primer
comandante, ya lo hemos dicho, es
Millán Astray, que no tarda el ponerle
música y letra, adaptando un charlestón
—Soy el novio de la muerte— que oye
cantar a la cupletista Lola Montes en
Melilla. Pero es Franco quien, como
hemos visto, le da alas, cogiendo las
riendas del cuerpo entre 1923 y 1926. Y
Luys Santa Marina el que le pone
literatura con Tras el águila del César,
obra no apta para almas sensibles, pero
que no deja de ser importante, según
Mainer, en la perra historia de las letras
españolas. Publicada en 1924, «está
salpicada de cabezas de mojamés
cortadas, de actos de heroísmo y de
abyección, de destinos trágicos y
fusilamientos de desertores». Un
fragmento: «Quedamos quince.
Rematamos a machetazos a los heridos
moros, y como se hacían los muertos,
para evitar olvidos, acuchillamos a
todos. Se terminó. Algunos les cortaban
las cabezas. Otros limpiábamos la
sangre de las bayonetas en las chilabas.
Hacía mucho sol. Tenía sed». Según el
filólogo Jorge Urrutia, Santa Marina
inaugura para nuestra cultura
contemporánea una literatura en la que
«la violencia no es pura anécdota, sino
sentido profundo de la vida española».
Mientras los legionarios saciaban su
sed de sangre y aventuras en los cuerpos
de los moros, los generales africanistas
daban rienda suelta a su sed de venganza
a los mandos de una maquinaria de
guerra nunca más decimonónica, sino
plenamente moderna, soberbia y
deshumanizada. Detengámonos en la
guerra química, por ejemplo. Los
franceses ya usaron iperita o gas
mostaza en 1920, en Fez. Y el Ejército
Rojo lo empleó, por orden de Lenin,
para aplastar la revuelta campesina de
Tambov en 1921. Pero fue España quien
llevó la guerra química un paso más
allá, antes de que la sociedad
internacional condenase su uso en 1925
mediante el Protocolo de Ginebra.
Durante la Primera Guerra Mundial,
ninguno de los combatientes (y mira que
le echaron imaginación a esto de matar)
se atrevió a utilizar agresivos químicos
vía aérea, solo mediante la artillería.
Los españoles fuimos los primeros en
hacerlo: el 13 de julio de 1923, la
aviación española arrojó dos bombas de
gases (iperita, probablemente) sobre
Amesauro, de la cabila de Tensaman, en
rigurosa primicia mundial. Luego
siguieron otras incursiones sobre
poblados rifeños con bombas
rompedoras, de trilita e incendiarias.
Me pregunto qué habríamos hecho
los españoles con napalm. Porque
también corresponde a un español el
honor de ser el primero en concebir el
concepto de bombardeo en alfombra, o
de saturación, para destruir
sistemáticamente el potencial enemigo,
sea en el frente o en la retaguardia.
Pensemos en Guernica. O en Dresde. El
alto comisario Silvela solicitó en 1923,
sin éxito, bombardear los poblados de
cabilas de Tensaman y Beni Urriaguel
con bombas de trilita, y las cosechas con
bombas incendiarias. Silvela pidió que
no quedase «un metro sin batir», pero su
solicitud fue denegada por falta de
medios, que no de ganas.
Antes, los cabileños ya tuvieron
oportunidad de comprobar la que se les
venía encima en el zoco de Bu Hermana,
de la cabila de Beni Said. Todas las
semanas más de 4000 rifeños se
acercaban hasta el fondo del barranco
del monte Mauro, donde se celebraba el
zoco, para comprar y vender
mercancías. Este fue localizado gracias
a fotografías aéreas y confidencias
recibidas por los servicios de
información, que habrían hecho las
delicias del general Polavieja. El 22 de
enero de 1922 una escuadrilla despegó y
enfilo el zoco con los motores reducidos
al mínimo de vueltas para no ser
advertidos. «Cada avión lanzó dos
bombas que explotaron en el centro del
mercado, y después de varias pasadas
en cadena, terminaron haciendo fuego
con sus ametralladoras —escribe el
historiador militar Salvador Fontenla—.
Las bajas producidas en el zoco
ascendieron a 260, entre muertos y
heridos, y el efecto moral sobre la
cabila de Beni Said fue demoledor».
Y así, por tierra, mar y aire, a sangre
y fuego, los españoles llegamos (¡Alahu
Akbar!) hasta la bahía de Alhucemas,
donde en 1925 realizamos el primer
desembarco anfibio moderno con la
ayuda de Francia. Al frente de las tropas
iba el presidente del gobierno, Miguel
Primo de Rivera, a la manera de
O’Donnell; como se ve, más de 60 años
después, las cosas seguían igual en
ambas orillas del Mediterráneo. Para
cuando el Protocolo de Ginebra es
ratificado por España, en 1929, ya
hemos vuelto a ganar en Marruecos. Por
el camino han quedado, sin embargo,
miles de muertos, millones de pesetas y
un régimen, la monarquía, cuyo apoyo a
la dictadura de Primo de Rivera —cuyo
primer objetivo fue poner orden en el
protectorado— señaló el principio del
fin para la dinastía Borbón.
La guerra, de todos modos, no
termina aquí. ¿Terminan alguna vez,
acaso? La mecha volverá a prender en
Marruecos, pero en esta ocasión la
contienda —urdida por veteranos de las
campañas africanas— cruzará el
Estrecho y estallará en la cara de los
españoles. A Millán Astray, el golpe de
Estado de 1936 lo pilla en Buenos
Aires, dando una conferencia, pero
regresa de inmediato a la península, vía
Lisboa, para ponerse a las órdenes de
los generales rebeldes. Por lo visto, el
fundador del Tercio no participó en la
conspiración. Ni falta que le hacía.
Retirado del ejército, no estaba para
muchos trotes: la Legión había sido
generosa con él, concediéndole todos
sus deseos; entre ellos, un tiro en la cara
que lo dejó tuerto, sordo de un oído y
con vértigo cada vez que giraba el
cuello. Cuidado con lo que le pides a la
vida, supongo. Unamuno lo vio claro
aquel 12 de octubre de 1936, apoteosis
intelectual de la España macabra.
¿Qué pensaban aquellos que dieron
vivas a la muerte en el paraninfo? ¿Qué
pensaban O’Donnell y compañía cuando
decidieron lanzarse de cabeza,
insensatos, a la guerra en Marruecos?
¿Y todos los que vinieron detrás de
ellos, qué pensaban? ¿Qué pensó el
propio Unamuno, antes de rebelarse
contra todos, también contra sí mismo,
cuando apoyó el alzamiento?
A saber. Ante estas cosas, yo
siempre pienso en el relato de Ramiro
Pinilla titulado Julio del 36, donde un
viejo advierte a uno de sus nietos —
ansioso por echarse al monte con su
escopeta de caza— de lo que se
avecina: «Las guerras que empiezan no
se acaban nunca».
El viejo tiene razón.
Tribunal marroquí impartiendo justicia. Abajo:
Miguel Primo de Rivera visita a las tropas en
Marruecos
Montañas de cadáveres de soldados españoles
en la batalla de Annual, Marruecos (1921)
Españoles vestidos con ropa tradicional de
Marruecos (alrededor de 1921)
Vértice, número dedicado a Marruecos
(número 13, agosto de 1938).
En la página anterior: un
soldado español muerto en la
batalla de Annual, Marruecos,
en 1921, que se saldó con una
gran masacre de soldados
nacionales, por lo que se
conocería como el «desastre de
Annual». Enero de 1921. Meses
después de la batalla (julio-
agosto) los restos continuaban
dispersos
REO DE MUERTE
JOSÉ DÍAZ-FERNÁNDEZ
Página anterior: plaza de
Lavapiés (Madrid), 29 de
mayo de 1945, acto de
hermanamiento
hispanomarroquí. En las
imágenes se puede ver al
hijo mayor del Jalifa del
Protectorado, el Emir o
príncipe Muley el Mehdi,
colocando los brazaletes a
la nueva Centuria del Frente
de Juventudes madrileña del
Distrito Universitario
«Llano Amarillo». El líder
de la Centuria citó lo
importante del acto junto al
representante marroquí
«como homenaje al lugar
donde fue iniciado el
Movimiento liberador de
España y en homenaje
también a tantos hijos de
aquella hermosa tierra
marroquí que vinieron a dar
su sangre en un trance difícil
de nuestra patria». Tras
ello, el Emir fue nombrado
«jefe honorífico» de la
Centuria
Incluido en El Blocao
(1928)
uando llegamos a la nueva
C posición, los
Mi querida madre:
(Censura)
Te abraza y te besa mil veces tu hijo,
Fernando,
Septiembre, 1921
Amigo Segismundo:
27 octubre, 1921
Josefilla de mi arma:
1 novienbre, 1921
2 nobienbre, 1921
Mi Josefilla de mi arma y de mi
corasón, que güeña ere. La arsión que
acabas de asé, poniendo un ramo de
flore en la sepurtura de los sordaíto en
Sevilla es lo mejó que a echo en toa tu
bida, y yo te la agradesco y tos mis
conpañeros, que querían conoserte; pero
se quedaron con las gana, porque tu
retrato es pa mí solo, ¡pa mí!, ¿lo
entiendes tú? Cuando estoi triste, porque
no beo la manera de irme pa Sevilla,
como no sea en aropiano, saco tu retrato
y comienso a pensá en qué sitio te boi a
da un beso: la oreja que te se be la tengo
gastá de besos que le e dao; tu carita
sanduguera, que siempre sestá riendo,
está ya comía por mí, porque argunas
beses me figuro que es de carne, y le
quiero tírá un bocao; ¡y me da una rabia
cuando me convengo que es de papé! Cá
uno tiene su manera de pensá; ai quien
yeba en er pecho un escapulario con una
birgon, y er pobresiyo tiene fe en eya y
cree que lo ba á sarbá, y le dan un
balaso como si no yebara ná. Yo yebo tu
retrato, que es pamí mi amor y mi fe, y
con cuatro balasos ensima toabía estoi
más firme que la Girarda con su
campana gorda. ¡Chiquiya, yo no sé qué
tiene la Girarda, que macuerdo ella lo
mismo que de tii!
Pos berá, Josefilla, emos estao de
operasione, y por eso no te é podio
escribí, y te tengo que conta un caso
particulá, pa que bea que un sordao
sevillano oa a toas parte como er
primero que baya.
Salimo a combatí con unos poquiyos
de moro, porque se ban acabando los
que están enfrente; aora los moro peore
son arguno cristiano que quedan a la
esparda. Ai aquí un lío en er mando, que
nadie sabe lo que es, ni de dónde parte.
Delante de nosotro van los boluntario
que se llaman legionario, eso que dise la
gente que se comen a los toros cruos. No
se asustan de na y abansan como si
tubieran ganas de morí. En el abanse que
isimos eramos nosotro junto a eyo, y yo
mo puse ar laode uno, en la misma fila,
sin oí la boz de mi teniente, que me
desia:—¡Quico, Quico… a tu sitio!—
Pero yo me dije:—Donde baya este
extranjero ba tanbién este sevillano!—y
el abansabá un poco, y yo abansaba otro;
y el mataba un moro, y yo mataba otro
moro; y el se tira por un barranco,
porque aquí se biene a peleá con los
moro y no con los barranco. No me naso
ná, Josefilla; unos balaso a de
refilónsillo por la cabesa, que me
tiraron der chapeo que gastan por aquí, y
argunos piojos muerto, porque aquí ai
más piojos que moro. Totá, que si por cá
balaso me dieran aquí un asenso, era yo
otro Merengué pa la entra de año nuebo.
Esto que yo te digo no te baya a creé
que son pueblo ni siudade, no; tó son
posisione, que están casi tan solo como
la caye de la Sierpe en un domingo o
fiesta de guarda. Por aquí no ai ná que
barga dos peseta, y ar paso que damo, un
día peleando y dos semana jugando á la
piola, nos bamos á poné biejo.
Josefilla, tengo más barba que un
fraile capuchino. Si me viera, me iba a
desí: Este no es mi Quico, que me lo an
canbiao. No tasuste, Josefilla, del
peligro que corro, porque yo, siempre
que pueo, me arrimo detrá de cuarquié
ballao; pero argunos bese se encorajina
uno y sale pa fuera, que es cuando le dan
un balaso ó una pedrá que ase más daño
que un tiro.
Del rancho no te quiero desí ná; unas
beses ai más papas que carne, y otras
beses ni papa, ni carne, porque yega pa
tirarlo.
¡Ay, Josefilla! Aquel poyo con
tomate que nos guisamo en Burón, junto
a los olivillos, ¡quién lo cogiera por
aquí!
Josefilla: Muchos besos pa ti y pa
tus amiguitas: que tú se los dé á toas las
que te acompañaron; y si tú no se los
quiere dá, cuando yo baya se los daré si
tu no te enfaas, porque esos beso no son
con mala intensión, sino de
agradesimiento.
Tu Quico.
17 noviembre, 1921
Quico.
30 Noviembre, 1921
A Josefa Gutiere La Resolana (junto ar
callejón de las bihoras)
Sevilla
6 de diciembre, 1921
Jósefilla de mi arma:
ÚLTIMA ENTREVISTA
A BENSALEM AL-JABRI
TRANSCRIPCIÓN Y TRADUCCIÓN DE
FRANCISCO JOTA-PÉREZ
«No ha faltado quien ponga
en duda el comportamiento
de los jefes, oficiales y
tropa en la trágica retirada
de Annual. Puede y no se
puede negar que en aquel
día alguien faltara a su
deber; que algunos se
llenaron de pánico
perdiendo la serenidad,
puesto que hubo hasta quien
perdió el habla y otros se
volvieron locos, pero el
conjunto fue de una sublime
grandeza y aisladamente se
cuentan actos de
extraordinario valor,
proezas sin cuento y
pujanzas sin límites rayanas
en el más grande heroísmo.
Epopeya sangrienta que no
se borrará jamás de la mente
de los que quedaron vivos»
filosofía de vanguardia
contemporánea. Nacido en Marruecos,
sus padres, sus dos hermanas y él
emigraron al norte de España cuando
la
6. Mi preferida es la de Hepfer al
referirse a las teorías de la
conspiración, aplicable a las leyendas
urbanas y que en mi opinión sigue
totalmente vigente por mucho que nos
perdamos en el encendido debate sobre
los límites de Lo Real y su simulación y
la opacidad estética de la comunicación:
«modelos simplificados de
interpretación de la realidad».
IV
En el resto de la casa merodeaban otras
vidas. En los pasillos la madera reseca
del suelo crujía bajo las pisadas. En una
de las alas reinaba el dolor. El dentista
había tomado en traspaso la clínica de
un dentista jubilado. Fue poco antes de
que estallara la Guerra Civil. Las
circunstancias de la guerra, la Segunda
Guerra Mundial y el bloqueo
internacional impidieron que renovara el
instrumental que procedía, en su mayor
parte, del siglo XIX. Las piezas estaban
talladas primorosamente a mano y
poseían un valor histórico. De hecho,
bastantes años después de realizada la
transacción, al limpiar a fondo un
escritorio, apareció un sobre amarillo en
una gaveta oculta. El dentista lo rasgó
con un pequeño bisturí y encontró una
nota manuscrita en la que el antiguo
propietario declaraba su voluntad de
donar el consultorio al museo de la
Facultad de Medicina. Su familia no
cumplió aquel propósito. De manera que
el instrumental, los muebles, los
aparatos de rayos, las prótesis y las
piezas de anatomía patológica pasaron a
manos del señorito en su integridad.
También una imagen de santa Polonia,
patrona de la Odontología; una cerámica
alegórica proveniente de la civilización
precolombina de Otavale; un barco
realizado con elementos de la profesión
y, especialmente, con muelas y dientes y
un grabado litográfico francés titulado
Perro con dolor de muelas que colgaba
de la pared de la sala de espera.
En esta zona de la casa hay poca luz.
El aire huele obstinadamente a cloro y a
veces a quemado. Las puertas corredizas
de la sala de espera están entreabiertas.
Dentro nadie habla. Cuando paso solo
logro distinguir fragmentos de los
cuerpos que aguardan. El resto son
sombras. Vislumbro una uña que muerde
como una serpiente el brazo gastado del
sillón, destellos de ojos que giran y se
multiplican, labios que se hunden en las
bocas, mandíbulas que se tambalean en
el aire.
Al otro lado del pasillo, he visto
solo en una ocasión una boca abierta,
una muela invisible tras un arrecife de
tinieblas que el dentista perfora con el
punzón del torno, mientas acciona la
máquina con un pie y mantiene el
equilibrio con el otro. Alguien cierra la
puerta de la consulta de golpe y los
chillidos retumban como en un callejón
sin salida. Aquel tumulto de dolor que,
amortiguado, atraviesa el pasillo
provoca el espanto en la sala de espera,
se incrusta en los nervios de todos los
que aguardan someterse a un sufrimiento
tan riguroso como innecesario que,
ahora lo sé, reproducía en un minúsculo
glóbulo, el comportamiento generalizado
de una parte del país, organizado según
las normas de una dictadura.
Celebración en Valladolid del 2.º Aniversario
del Alzamiento
Cartel con cita de José Antonio Primo de
Rivera publicado en la revista Destino (1938)
En la página anterior: portada del número 14
del periódico del derechista y ultracatólico
C. E. D. A. (diciembre de 1939) dedicado a
«los que cayeron»
Franco, junto a Astray, ascendido a general
(febrero de 1924)
EL BUSHIDO
MILLÁN ASTRAY
Preámbulo incluido en El bushido, el
alma de Japón, de Inazo Nitobe
(Gráficas Ibarra, 1941)
s muy interesante y muy ameno
E l i b r o El Bushido, de Inazo
Nitobe, profesor de la
Universidad Imperial de Tokio,
miembro de la Academia Imperial del
Japón; es bellísimo estudio del alma
heroica del japonés. El Bushido es el
código de moral ascética de los
samuráis antiguos guerreros medievales;
su origen es antiquísimo, quizá de hace
varios miles de años. Se ajusta a las
virtudes del alma japonesa: caballerosa,
guerrera, sencilla, de culto profundo a
los antepasados y veneración religiosa a
su Emperador, que representa para ellos
a Dios y a la Patria.
El cristianismo se conoció en el
Japón en el siglo XVI. Los principios de
la moral cristiana no están en pugna, ni
mucho menos, con el Bushido, que es
anterior a Jesucristo.
El Bushido se inspira en reglas de la
más pura moral e iguala en su práctica,
como el Cristianismo, a todos los
hombres, sin separaciones ni privilegios
de castas ni edades.
Los cuatro principios fundamentales
del Bushido son:
NO DEJARSE SOBREPASAR POR
NADIE EN SUS IDEALES.
SERVIR AL JEFE SUPREMO.
SER FIEL A LOS PADRES.
SER PIADOSOS Y
SACRIFICARSE EN BIEN DE LO
DEMÁS.
Los cuatro votos que impone el
Bushido SON:
LA MUERTE, LA FIDELIDAD, LA
DIGNIDAD Y LA PRUDENCIA.
Las pestes del Bushido son:
EL SUEÑO, LA DISIPACIÓN, LA
SENSUALIDAD Y LA AVARICIA.
El camino del Bushido o la Vía de
los Caballeros es:
CULTO Al HONOR, CULTO AL
VALOR, CULTO A LA CORTESÍA,
CULTO A LA PATRIA, representada
por el Emperador.
Traduzco el Bushido limitándome a
poner en castellano la edición francesa.
Es homenaje de antigua gratitud a que un
ejemplar de este libro me fue dedicado
por el Representante del Japón en
España, y porque estoy profundamente
convencido de que el Bushido es, como
camino, vía o regla de conducta de los
caballeros, un perfecto credo.
Es interesantísimo y muy provechoso
libro para las juventudes de un pueblo
que después de larga época de
decadencia renace y quiere ser
esplendorosamente grande y libre. Es
eminentemente espiritualista y desprecia
el materialismo grosero y sensual.
En el Bushido inspiré gran parte de
mis enseñanzas morales a los cadetes de
Infantería en el Alcázar de Toledo,
cuando tuve el honor de ser maestro de
ellos en los años de 1911-1912. Y
también en el Bushido apoyé el credo de
la Legión, con su espíritu legionario de
combate y muerte, de disciplina y
compañerismo, de amistad, de
sufrimiento y dureza, de acudir al fuego.
El legionario español es también
samurái y practica las esencias del
Bushido: Honor, Valor, Lealtad,
Generosidad y Espíritu de sacrificio. El
legionario español ama el peligro y
desprecia las riquezas.
Asimismo, en las normas difundidas,
en mi ya larga vida, de moral militar y
patriótica, las basé en las sabias
Ordenanzas militares de Carlos III y las
que emanan, como ellas mismas, del
acervo de nuestra excelsa historia
militar, añadiendo en parte las normas
del Bushido, que transmite sus reglas
por la leyenda y ordena cómo el
caballero ha de vivir dentro del camino
recto e invariable del honor, el valor, la
cortesía, el culto a Dios y a la Patria y el
espíritu de sacrificio. ¡Y es tan
patriótico y espiritual, tan arrogante, tan
bello, tan apartado del materialismo, del
egoísmo, de las ruindades, de las
cobardías, de las vilezas, de la ambición
y de la envidia —ese ruin veneno que
todo lo corrompe, que todo lo mancha,
que todo lo entorpece—, que en él se ve
el camino del soldado caballero! ¡Y
canta con tanto esplendor y con tanta
sublimidad el espíritu de sacrificio, que,
con el Bushido, se confunden las normas
de nuestra Moral cristiana! Ha de
tenerse en cuenta que Inazo Nitobe, el
autor del libro que traducimos, es
cristiano.
El japonés fue siempre caballeroso,
militar y guerrero. Vivía tranquilo,
atrasado, ignorante, sin fuerzas militares
debidamente organizadas para luchar
contra el enemigo exterior. Un triste día
sufrió una afrenta que le infligió el
extranjero. En lo íntimo de su alma
nacional reconoció su debilidad militar,
que exasperó su espíritu guerrero
ancestral, y desde aquel momento
decidió emprender un camino de marcha
difícil y penosa, de trabajo y de
sacrificio, para llegar a ser un pueblo
fuerte y, por lo tanto, virtuoso y
guerrero. Era el año de 1855, y estamos
en el año 1941. Todos sabemos dónde
está hoy el Japón, con su fuerza y su
pujanza y el papel preeminente e
importante que ocupa hoy en el mundo.
Pues todo eso es principalmente debido
a la práctica del Bushido o Camino de
los Caballeros.
Es el Japón un alto y deslumbrante
ejemplo de camino a seguir por el
pueblo, que, atesorando en su alma las
condiciones más puras de la religión
cristiana y de la caballerosidad y el
valor heroico, hubo de caer en el
envilecimiento por olvido de esas
virtudes, y dejándose seducir por el
materialismo recibió la afrenta y el
pisoteo del enemigo, y que desde aquel
momento quiere renacer y renace para
ocupar el puesto que la voluntad de
Dios, sus propios méritos y virtudes y su
historia le conceden, utilizando para
llegar a ello el camino de la moral
cristiana, del honor, del valor y,
principalmente, el del sacrificio —que
es opuesto al del beneficio personal—,
ya que sin sacrificio no puede haber ni
honor, ni valor, ni Religión, y por lo
tanto, ninguna clase de adelantos, ni
menos de grandezas.
No os cansa más el traductor. Este
saludo de proemio no es más que una
cortesía en reverencia al Japón
caballeroso, a Inazo Nitobe, el autor de
tan bellísimo libro, y a vosotros, los que
vais a leerlo, traducido a la lengua de
Cervantes por vuestro servidor.
CASQUERÍA LEGIONARIA
LEGIÓN 1936
PEDRO GARCÍA SUÁREZ
(FRAGMENTO)
A aburridos, disparan
trinchera a trinchera.
de
«Frente de Madrid…».
«… Voltaire y Schopenhauer decían que
necesitada de un amo, la mujer joven se
entrega a su amante y la vieja, a un
confesor». Esta afirmación, bárbara y
cínica, me estuvo mucho tiempo royendo
el alma, como aún lo hacen hoy otras
muchas cosas que me exasperan y
rompen el equilibrio de esa ponderación
humana que es el ideal.
¿Te acuerdas de aquel día
guadalmineño, camino del Palo? Tú te
asustaste de mí y hasta me creíste loco,
¿verdad? Lo que tú sospechaste un
momento, a mí, me desvela muchas
noches y, más de una vez, el canto de los
gallos se ha ligado a esta pregunta que
me hago: ¿estoy loco? No lo sé
contestar. Vivo, sí, entre gentes extrañas.
He venido a parar —¿por un impulso
subconsciente?, ¿por la voz de la
manada?— a la Legión, donde ¡te lo
juro!, cada vez me convenzo más de que
no hay un cerebro cuerdo. Cada hombre
tiene aquí una manía, un gesto
extravagante, una oculta personalidad.
Antes de llegar aquí, me parecieron
hombres sobrenaturales, héroes de
leyenda, prototipos inigualables. Al
estar entre ellos vi que eran seres
vulgares, vulgares en la charla, vulgares
en todo menos en la guerra y en la
locura. Y ahora… Ahora cada vez los
entiendo menos, cada día contemplo una
faceta distinta, una cara desconocida, un
lado impenetrable de estas gentes
extrañas.
Tienen un sentido originalísimo de
las cosas y pocas veces están de
acuerdo en ellas. ¿Esto se llama
personalidad? ¿Se apellida carácter? Si
es así, nunca encontré otros más fuertes,
más inasequibles a la mediatización,
más nobles y más oscuros al tiempo
mismo. Yo veo las manías de los demás;
pero ¿no verán ellos las mías? Un
compañero flaco, anguloso, taciturno y
misógino, me contó anteanoche alguna
cosas de su vida y me preguntaba
anhelante: «¿tú crees que yo estoy
loco?»… No me reía a carcajadas
porque esa es mi propia obsesión ahora;
pero la cosa no deja de ser trágica en
exceso y cómica también, porque la vida
plagia a veces de esas «barras» de bar,
donde te sirven ginebra y vino dulce, en
una combinación que hace reír de
embriaguez y llorar de rabia.
Conozco una de las más recientes
teorías sobre la locura. Afirma que
nadie se vuelve loco. En potencia, los
locos, lo son ya. Tienen el cerebro
desequilibrado y la enfermedad está
latente. Algunos mueren sin manifestarla
y otros llegan al total desenvolvimiento
de su tara física, que puede manifestarse
súbitamente, en unos segundos,
producida por una emoción fuerte:
miedo, alegría, placer, dolor… Y yo
pienso que esto que se da con tanta
frecuencia en la paz, ha de darse
también y quizá con más motivo, ahora
en la guerra.
El héroe que se manifiesta de
improviso, ¿no puede ser un loco en
ebullición? Si alguno de esos hombres
que se lanzan sobre el enemigo con un
heroísmo terrible y matan, desgarran,
triunfan y mueren, fuesen sometidos a
observación clínica, ¿cuántos saldrían
de ella con la camisa de fuerza? A
veces, la muerte glorifica a un hombre,
le carga de laureles, de honores, de
medallas. Y ese mismo hombre, si
hubiese vivido después de su gesta,
estaría quizá recluido en un
manicomio…
Esas cosas las pienso muy
íntimamente. Nunca las comuniqué a
nadie, ya que son, absorbentemente,
mías. Pero, ahora, te las cuento a ti
porque, ¿no me ayudarán a obtener tu
perdón? Aquel día vi en tus ojos odio y
después desprecio. Yo te quiero. Te
quiero de verdad y ahora más que nunca,
porque sé que te doy asco. ¿No querrás
perdonarme…?
Quiero que sepas que he luchado
casi medio año para no escribirte esta
carta, porque me duele torcer mi
soberbia: mi demoniaca soberbia. Me
duele pedir perdón. Quiero que sepas
que, desde hace muchos años, no
confieso, porque hacerlo me obliga a
solicitar de Dios —de Dios en quien
creo— el perdón de mis pecados. ¡No
he querido que nadie me perdone mis
yerros, de los que me consideré,
siempre, enteramente responsable! ¡No
he querido perdón de los cielos ni de los
hombres, porque agostaban en mí el
amargo placer del remordimiento!
Ahora todo está roto, doblegado ante
ti… ¿Sabes por qué lo hago? ¡Qué
asquerosa es la vida! ¡Cómo tuerce un
microbio la voluntad de un hombre!
¡Cómo puede una gota minar los más
sólidos cimientos…!
Lo hago, porque ayer, Felipe Ortega,
un legionario borracho y camorrista que
me sirve de asistente, me pidió permiso
para ir a casarse a Salamanca. Me
enseñó una fotografía de su novia y una
carta. Ella acaba de tener un hijo y le
escribe desde el hospital. Como Felipe
estaba ayer bebido, se pasó dos horas
desnudándose el alma ante mí.
—¡Yo soy un borracho, mi
alférez…!
Lo es y lo era ya, cuando conoció a
aquella mujer. ¿De qué se enamoraría
ella? Felipe tenía treinta años y
trabajaba en un comercio de Salamanca.
Llegaba a su trabajo tambaleándose,
hasta que los dueños del establecimiento
se cansaron y le expulsaron. Teresa fue
a verlos. Pidió, lloró, hizo promesas y,
al fin, consiguió que le admitiesen de
nuevo. Algún tiempo Felipe se portó
bien; pero, en seguida, olió a sus
antiguas costumbres. Cuando comenzaba
a perder el equilibrio, ella, para
impedirle que siguiese bebiendo,
apuraba los vasos de vino. ¿Lo notaba
Felipe? Claro que lo notaba, pero
gozaba haciéndola como él. Después
exigía otra cosa y ella se negaba.
Llegaron a un acuerdo: Teresa cedería y
él abandonarla las botellas:
—Se lo juré y fue mía…
Pero se cansó pronto. Tornó a beber.
Le echaron definitivamente del comercio
y Teresa quedó en cinta:
—Un día quise venderla cuando nuestro
hijo ya se gestaba en sus entrañas…
Esto me mueve a escribirte. ¿Puedo
esperar tu perdón? ¿Es el alma de la
mujer tan generosa? Porque Teresa
perdonó a este canalla y yo… ¿crees que
lo soy?
Cerró el sobre y escribió con letra
firme la dirección. Quedó después un
rato ensimismado y, al fin, se levantó
despacio y despacio salió y, despacio,
se dirigió por la trinchera hacia el bar…
Parecía que el sol le había puesto
una lente que hacía converger los rayos
en un vértice sobre la nuca. Al pasar
Juan Ramón, los centinelas saludaban
rápidamente y muchas veces tuvo que
cruzar sobre los cuerpos desnudos de
los legionarios, que dormitaban en las
sombras, con el cuerpo pegado a la
tierra, buscando en ella un poco de
frescor No se oía un ruido. Todo el
frente dormía bajo el zarpazo del sol…
A lo lejos, Madrid se estiraba y, muy
cerca, en las primeras casas de la línea
de fuego, fulgía, en una ventana
derruida, un trozo de cristal,
superviviente milagroso en medio de la
hecatombe. Parecía un espejo, tan
próximo y tan cegador, que molestaba.
Un centinela apuntó cuidadosamente y
disparó después, El tiro resonó como un
trallazo y los acerados destellos se
disiparon en un segundo…
Juan Ramón, bajó hasta el bar
subterráneo, fresco, sumido en una
agradable semioscuridad. Se sentó en
una mesita, con Puntilla y Chamaco y la
charla de los dos le sirvió de sedante a
los nervios…
—En el Canadá encontrarías pocas
«parientas» —decía el americano—.
Puntilla fue enumerando, una a una,
poblaciones con miles y miles de
habitantes, llenas de mujeres modernas y
activas, despreocupadas y libres.
Chamaco le escuchaba, con su sonrisa
de oro —oro en los dientes y en las
ensortijadas manos—, y le rebatía.
—Pero en Mackenzie no las hay… Si tú
quieres vivir esa vida de las novelas de
Oliver Curwood, tendrás que alejarte de
toda la civilización, marchar de cara al
Norte helado, manejar la piragua y
prescindir del sexo…
Esto, a Puntilla, le dejaba un poco
pensativo. A él le gustaría vivir las
salvajes soledades de Alaska, cazar en
los bosques de abetos, trampear en las
llanadas de hielo… Pero con las
mujeres cerca. Quería, en fin el mar y la
montaña: un sitio alejado de la
civilización, pero con la civilización
cerca… Y asaeteaba a preguntas a
Chamaco, un teniente legionario que
buscaba allá lejos, en el rincón de sus
recuerdos perdidos, los paisajes y el
sabor de sus tierras nativas de América.
Chamaco, había sido un singular
aventurero. Trabajó en Chicago;
descargó mercancías en el puerto de
Buenos Aires; llevó una draga en el
Paso Culebra del Canal de Panamá y,
por fin, se alistó a la Legión francesa,
desertó y pasó al Tercio español.
Desde simple legionario fue
ascendiendo a cabo, a sargento, a
brigada y ahora era teniente. Un teniente
simpático y cordial, jacarandoso y
bromista. Quince años en la Legión le
habían hecho conocer miles de hombres
distintos, de tragedias diversas, de
farsas múltiples. Le gustaba evocar los
viejos recuerdos y enseñar su emblema
legionario, bajo el cual llevaba
bordadas tres barras doradas: cinco
años de servicio cada una.
En la bandera había otros dos
oficiales legionarios. Oficiales que
habían llegado a serlo ascendiendo
desde simples soldados. Uno, Tino,
tenía una historia fantástica y divertida.
Durante muchos años, enrolado en una
troupe circense, fue el número más
llamativo en las ferias de España.
Levantaba pesos enormes, sostenía
sobre una escalera apoyada en su vientre
a una docena de personas; doblaba
barras enormes de hierro. Aun ahora,
cuando sus músculos de hércules se
habían recubierto de grasa y la gordura
le daba un aspecto de tonel viviente,
levantaba con una mano pesadas mesas
o sostenía, colgados de su brazo
extendido, a varios hombres. El otro
oficial legionario era un francés
pequeño y fornido, de ademanes
rotundos y enérgicos, que gozaba
poniendo cara de fiera, aunque en el
fondo era un hombre sencillamente
bueno…
De todos ellos, Chamaco, las
gozosas aventuras de Chamaco, eran
célebres en toda la Legión.
Poco a poco fueron entrando en el
bar algunos oficiales y la charla se
generalizó. Apoyados en el burdo
mostrador, Tino el forzudo y Tesada
bebían copa tras copa de coñac y se
gruñían, enseñándose los dientes, como
lobos. Siempre estaban igual. No podían
vivir separados y se buscaban
constantemente, pero nunca estaban de
acuerdo en las cosas y discutían, con
terrible tenacidad, espiándose
mutuamente las ideas, para machacarlas
después en la incesante polémica. Tino
llevaba al cinto su pistola de guerra.
Tesada, un puñal afilado y agudo.
Discutían, con la mano derecha sobre
las armas y en la izquierda la copa de
alcohol.
En un rincón estaban Guansito,
Emeterio y Ricardo Jerez. El nuevo
médico tenía —¿quién no la tiene?—
una obsesión: las mujeres. Cuando
bajaba a las tascas de los legionarios o
al Hospitalillo, cuando veía el revuelo
de una falda, perdía el sosiego. Ya no
prestaba atención a nada: vivía ausente,
ensimismado. Y a la primera
oportunidad se escabullía hacia la
atracción y no volvía a aparecer en
varias horas. A veces, se le veía
caminando junto a una hembra, y su
figura tenía un aire de pavo real
haciendo la corte.
Ahora hablaban de mujeres y
Guansito aprovechaba el tema para
mortificar a Emeterio, que se revolvía y
manoteaba inquieto, pero que ni un solo
día dejaba de acudir a las
mortificaciones del enano. El pequeño,
rabioso, dijo algo bárbaro y Jerez soltó
una carcajada estruendosa. Emeterio se
quedó asombrado. Estaba pidiendo, en
aquel momento, una copa al camarero, y
no se enteró de la broma sangrienta,
pero imaginó algo, porque el enano
cabezón la había tomado con él.
Comenzó a cacarear, satisfecho…
Chamaco había ido derivando la
charla, poco a poco, hasta sus recuerdos
viejos de la Legión. Relataba cosas
pintorescas, llenas de luz; cosas
trágicas, plagadas de sombras.
Un día avanzó hasta Dar-Driuch, un
poblado sucio, pequeño y perdido en la
llanura enorme, a muchos kilómetros de
Melilla.
—La guerra en África era muy distinta a
esta. Allí detrás de nosotros, se cerraba
el enemigo y los moros nos acosaban
por todos los lados. Avanzar, cubrir una
posición, suponía quedar encerrados…
¡Allí hubiese querido yo ver a muchos
guapitos fanfarrones!
Encerrados quedaron en Dar-Driuch,
días y días. De los montes lejanos, de
las cabilas del Rif, se descolgaban a
miles las harcas, y el camino de Melilla,
que era el camino del pan y de la paz,
estaba cerrado. Los convoyes no
llegaron en mucho tiempo y tuvieron que
comer galleta podrida, maloliente y
cuajada de gusanos.
—Teníamos agua de un pozo, pero
¡hasta el pozo se secó!, y entonces lo
pasamos mal. Fueron dos o tres días —
los dos o tres días finales—, tremendos.
Por el heliógrafo pedimos agua. Comer
nos hacía falta, pero allí lo más urgente,
era beber. Beber y defenderse. Porque
lo moros atacaban a todas las horas y las
ametralladoras no tenían agua para la
refrigeración. Los cañones de las armas
automáticas se ponían al rojo,
inservibles… Empezamos a beber
nuestros orines, hasta que el
comandante, lo prohibió, bajo pena de
muerte. Las máquinas eran antes que los
hombres, y así teníamos que aguantarnos
las ganas de beber y las ganas de orinar;
hasta que, cuando los ataques
comenzaban, un sargento, con escolta,
iba recorriendo los parapetos con un
cubo en el que hacíamos eso. El cubo
olía a pestes, pero ¡de qué buena gana
hubiésemos bebido de aquello hasta
reventar! Así estuvimos, cinco días,
enfriando los cañones de las
ametralladoras con aquella cerveza
rojiza, hasta que, por fin, un convoy
consiguió entrar, diezmado, en la
posición.
Como vinieron de noche para hacer
menos ruido, los soldados traían a
cuestas los odres de agua y los macutos
con comida. Víveres nos llegaron muy
pocos, pero pudimos beber. Tocamos a
un vaso por cabeza y a una lata de
sardinas. Y, a seguir pegando tiros…
Cuando Chamaco recordaba esto, su
cara se regocijaba:
—Con los que entraron llegó un
capitancito joven, montado en un caballo
gordo y reluciente. Por la mañana
recorrió las murallas, muy plantado en
su jaca, sonriendo a todo el mundo:
felicitándonos. Cuando yo vi las ancas
del caballo, me relamí… Aquello estaba
bien… El capitán vio cómo íbamos
rodeándole cariñosamente, y nos
hablaba desde su observatorio, con
admiración. Nadie dijo nada. Yo no
hablé. Pero segundos después, el
caballo cayó, coceando y nos lo
comimos vivo aún. Mientras nosotros
devorábamos los trozos sangrantes, el
capitán estaba arrinconado junto a una
pared, descabalgado, horrorizado y
gimoteando: «¡No me comáis! ¡No me
comáis a mí también, hijos míos! ¡Por
Dios no me comáis…!».
Estaban riéndose aún de las cosas
absurdas de Chamaco, cuando la puerta
del bar se cerró con estrépito. El cristal
grande que le había colocado el nuevo
camarero, en un alarde coquetería, cayó
hecho pedazos, impulsado por la mano
de Ulceta que aparecía, por primera vez
en su vida, precedido del escándalo. Le
embromaron desde varios sitios a la
vez:
—Ulceta, ¿estás borracho?
—¡¡El fantasma, señores…!!
—Sí, un fantasma rompe cristales.
—¿Y las cadenas…?
—¡Qué bruto!
—¡Que le den la oreja…!
—¿La de quién…?
—Emeterio ofrece la suya. La pone a su
disposición…
—Sí, que la ponga Emeterio, que está
acostumbrado a poner cosas…
El ayudante clavó en Guansito una
mirada envenenada y murmuró, en voz
baja, algo de una madre y un burdel.
Mientras, Ulceta, con la mejor de sus
sonrisas, con la más simpática de sus
muecas, fue, a paso rápido, hasta el
mostrador:
—¡Coñac…!
El camarero le preguntó:
—¿Doble…?
Ulceta se volvió de espaldas y fue
contando los oficiales que se reunían en
torno a las mesas. Cuando terminó, dijo
al camarero:
—Once botellas. Pon una a cada oficial,
a mí una copita pequeña…
Cada grupo había vuelto a sus cosas,
a discutir o a jugar. Chamaco estaba
ahora contando su vida de jornalero en
el Canal panameño. Él —Chamaco—
había llegado allí al final del año 13, y
el Canal estaba listo y terminado en
agosto del año siguiente. Chamaco
dejaba volar su fantasía y hablaba,
hablaba de aquella tierra maravillosa,
eternamente verde, entre la que se había
agazapado el vómito negro que
ocasionó, al principio de los trabajos,
cuando éstos eran dirigidos por
ingenieros franceses, miles y miles de
muertes. Una horda enloquecida, de
todas las naciones y de todas las razas,
llegó a las tierras vírgenes atraída por
los jornales y por la gran empresa. Las
enfermedades tropicales machacaron la
masa humana, tundiéndola, diezmándola.
Cada metro de tierra ocultó, a poco, un
cadáver. Después se arregló todo. Y, al
fin, las obras terminaron.
—Aquello es todo verde. Las flores
crecen a millares y hay una, una sobre
todo, que es maravillosa. Enorme, tiene
un tamaño descomunal, muy grande, y un
color rojo, muy rojo. ¿Sabéis cómo la
llaman? Pues se llama, ¡ejem! «papo de
reina».
—¿Por qué…?
—Pues…, por el color y por lo bonita
que es…
—¿Y qué? ¿Por ser bonita tiene que ser
flor de reina…?
Chamaco guiñó un ojo y enrojeció de
placer:
—Claro, «manito», claro. Y soy testigo
«vidente» —y al decir esto, se estiraba
con el índice de la mano derecha, el
párpado del ojo, hasta hacerlo casi
oblicuo—, yo soy «vidente» —
afirmaba, confundiendo lamentablemente
la metafísica con otra cosa.
—Y, ¿cómo lo «viviste»? ¿Dónde? ¿En
qué sitio?
—En su sitio, «manito». Pues, ¿qué
creía? ¿Dónde iba a ser?
Cuando Chamaco hablaba
emocionado, tenía un claro acento
mexicano. Pero su nacionalidad
cambiaba todos los días. Amanecía
argentino y se acostaba nicaragüense y,
muchas veces, a mediodía, era cubanito
«no más». Esas cosas preocupaban poco
y hacían reír mucho a sus compañeros.
Al ingresar en la Legión se es,
únicamente, legionario. ¿Quién podría
adivinar dónde había nacido Chamaco?
¿Era este su nombre verdadero? Alguna
vez, borracho, contaba cómo se
enganchó en el Tercio:
—Llegué al banderín y me colocaron en
una habitación.
Muchos carteles en las paredes, con
gritos de color y llamadas de
entusiasmo. «¡La Legión te espera!
¡Alístate en la Legión! Allí encontrarás
las glorias del guerrero, hermandad
sellada en el duro yunque de la guerra,
comida sana y abundante, ascensos…
Puedes llegar a comandante; siempre
serás un caballero legionario… ¿De
dónde vienes? ¡No importa! ¿Cómo te
llamas? Olvida, empieza a vivir y entra
en el combate cantando… ¡viva la
muerte! ¡Viva la Legión…!».
Chamaco, leyendo los carteles, se
encontró ante una mesa ancha. Al otro
lado, frente a él, sentado, un sargento
moreno y patilludo le meraba con fijeza,
en silencio;
Chamaco le indicó:
—Quiero alistarme…
El sargento escrutó el alma del
novato, durante diez minutos
insoportables:
—¿Sabes lo que es la Legión…?
Y como el neófito no contestaba,
empezó con las palabras del ritual:
—Vas a ir a la guerra. La vida es dura
en el Tercio. Disciplina de hierro…
Algo vio en la mirada de Chamaco, que
le hizo detenerse. El sargento era un
buen conocedor de hombres y aquel que
estaba delante tenía pinta de serlo:
—¿Naturaleza…?
—América…
—¿América…?
—Sí…
El otro no escribió. Con la pluma en alto
le dijo:
—Tienes que indicar algo más. Solo un
poco más…
—Soy chileno…
—¿Profesión…?
—Soldado…
La pluma que garrapateaba sobre la
cuartilla blanca, escribió aprisa y la
cabeza que se inclina dijo roncamente:
—Es la mejor profesión…
Después:
—¿Por cuánto tiempo firmas?
—¿Por cuánto tengo que firmar para que
me den el máximo dinero?
—Cinco años…
—Pues, cinco años…
—¿Nombre?
Chamaco titubeó. La pluma quedó en
suspenso y después de unos segundos
volvió a garrapatear. Trazó un nombre,
dos apellidos.
—Firma aquí…
El novato se inclinó para firmar y leyó:
«León Chamaco Ruiz…».
—¿Te gusta…?
—No está mal…
Firmó, le pagaron, se emborrachó
con los cuartos y volvió al día siguiente
para marchar a Ceuta, con su
expedición. Llegó un poco tarde, cuando
ya sus compañeros de viaje estaban
formados en el pequeño patio del
banderín. El sargento, el mismo sargento
que le había enrolado, pasaba lista,
leyendo los nombres de los quintos:
—¡León Chamaco…!
Le pareció ingenioso contestar con un
rugido y así lo hizo: Brrrrrrr.
El sargento dejó de leer y se acercó
rápido. Chamaco sonreía de su broma,
contento y alegre. El sargento levantó la
fusta y le cruzó la cara con la tralla:
—En las filas no se bromea. Está usted
en la Legión.
Chamaco siguió sonriendo, con la
boca llena de sangre y un trazo
renegrido cruzándole la cara. La sangre
empezó a correrle por la barbilla y se
limpió con la manga del traje de
paisano, que aún llevaba puesto. Cuando
bajó la mano, un latigazo le restalló
sobre los ojos y le dejó cegado por el
dolor y por la violencia del golpe. La
voz tranquila y serena del sargento, le
advirtió:
—Cuando un legionario está firme, no se
mueve ¡para nada! Apréndalo bien…
¡No se mueva para nada!
Chamaco se recobró poco a poco:
—Creí que me había dejado ciego aquel
bárbaro. ¡Cómo pegaba el animal…!
—Y tú, ¿qué hiciste?
—¿Qué iba a hacer, «manito»? Me queé
derecho. Tan iguá como si me hubiese
tragao un poste…
El camarero comenzó a poner ante cada
uno, su botella de coñac. Se armó un
gran revuelo de preguntas y
exclamaciones:
—¿Qué es esto?
—¿Quién paga…?
Cuando se enteraron de quién era,
Ulceta recibió una ovación
ensordecedora. Le acosaron a preguntas
y con abrazos. Al fin, cuando se hizo la
calma, Ulceta respondió a todos:
—Es mi despedida…
Consultó su reloj de pulsera y agregó
después:
—Son las diez y siete minutos. Es mi
despedida, porque a las doce en punto,
me suicido. ¡Os invito a mi muerte,
amigos! ¡Os invito a mis funerales! Yo
también voy a beber. Quiero que, al
morir salga de mi cuerpo un espíritu. El
más puro. El único de verdad. ¡El
espíritu del alcohol…!
En boca de Ulceta, aquellas palabras
eran todo un discurso. Fueron acogidas
con fuertes aplausos.
—El fantasma está curda… ¡Viva el
fantasma…!
—¡¡Vivaaa…!!
Y después, volubles, como humanos,
gritaron los mismos que vitoreaban:
—¡Muera el fantasma…!
—¡¡¡¡Muera…!!!!
En su rincón, Tino y Tesada se
miraban furiosos, gruñían como lobos.
Tesada tenía el puñal fuera de la funda y
amenazaba con sacarle las tripas a aquel
marrano saltimbanqui. Tino, prometía al
extocólogo, separarle la cabeza del
tronco de un puñetazo. Tesada que,
como todos los pequeños, tenía el
complejo de su inferioridad física,
enseñaba los lomillos y lanzaban
fanfarronadas tremendas, bravatas
terribles:
—A los grandes cerdos como tú, los
corto yo por la mitad.
—¿Tú? ¡Qué vas a cortar tú, chino…!
—¡Sal conmigo fuera…!
—No me gustas. Eres muy feo. Te
pareces a Fu-Manchú…
Ninguno tomó en serio las palabras
de Ulceta. Estaba «trompa». Pero, a
costa de él, se bromeó un rato. Puntilla,
propuso que llamasen a los del ku-kus-
clán. Se aceptó en seguida la idea y, a
poco, ya estaban allí los componentes de
la banda. Esta no tenía nada de
terrorífico, ni evocaba las exóticas
sectas de negros norteamericanos. Muy
al contrario. Los del ku-kus-clán
formaban una buena orquesta de
instrumentos de cuerda. Uno tocaba el
violín, dos la guitarra, otros dos la
bandurria; un «chelo», un bajo y una
guitarra hawaiana. Había entre ellos
buenos músicos, porque en la Legión se
encuentra de todo: desde carpinteros
excelentes hasta economistas, pasando
por algún sacristán, que había sentido
tanto amor a los cepillos de su iglesia,
que necesitó llevarlos consigo para
siempre, por toda la vida, amén… Los
del ku-kus-clán, interpretaban piezas
escogidas, trozos de teatro o cantaban
flamenco.
—Taca, taca, taca, ta tatatata.
Después de «Un mercado persa»,
sonaron las palmas en el pequeño
tablado, y un gitano, verde de tan
moreno, cantó por bulerías:
«Quién será “esa” flamenquilla que está
en la esquinita pará, con la fió en la
cábesa y la batíta colorá…».
—Olé turnare…
—Venga, niñio…
—¡Vamo ave…!
Ahora las palmas sonaban con una
suave monotonía: tata, tata…
«Tú andá buscando quien te tretenga
para má martirio darme».
Juan Ramón estaba un poco inquieto.
No le gustaba la actitud de Ulceta. Le
observaba constantemente y notaba en
sus ojos un fuego tremendo, una decisión
inquebrantable. Ulceta no estaba
borracho: estaba desesperado.
Consultaba el reloj con frecuencia y
apenas tocaba la copa con los labios.
Juan Ramón le creyó muy capaz de hacer
lo que entre bromas les había anunciado
y procuró estar junto a él, al lado de la
pistola que le pendía del costado.
—¡Olé los flamencos!
—¡Viva Andalusía…!
—¡Venga otra…!
Tesada se separó del mostrador.
—No. Ahora me toca a mí. Eu soy
andaluseiro…
Anunció que iba a cantar una copla
alegre
—Muy alegre, lo más alegre que hay…
Con voz profunda de bajo y un deje
flamenco de lo mejor que hay por
Orense, cantó por fandangos:
«En un cementerio entré pisé un hueso y
me dio frío…».
—¡Fuera! ¡Fuera!
Tino, desde su rincón, aulló:
—¡Herodes!
¿Qué hizo, Dios mío? Tesada saltó
sobre él y si no lo sujetan en el camino,
hace, allí mismo, una barrabasada.
Porque de todos los insultos que
pudiesen lanzarle, el que más le dolía al
extocólogo era aquel que le recordaba
los fracasos de su profesión.
En el escenario, dos legionarios
comenzaron a batirse. En sus manos no
aparecían espadas, pero sí dos palillos
de tambor. Uno de ellos, cayó al fin,
llevándose las manos a la herida:
—«¡Mala peste a vuestras familias…!
¡Voto va…! ¡Un perro, un ratón, una
rata, un gato, matar así a un hambre de
un arañazo! ¡Un fanfarrón, un pícaro, un
canalla, que se batía por las reglas de la
aritmética!».
Guansito protestó desde su sitio, puesto
de pie y excitado:
—¡Muy mal…! ¡Muy mal…! ¡Muy mal!
¡Más brío en la voz! ¡Más crispada la
cara! Ese Mercurio parece que está
vendiendo sardinas. ¡No sabéis morir,
imbéciles! ¿Desde cuándo un hombre
que está agonizando pone cara de
besugo…? El herido se puso en pie y
quedó un poco mohíno. Estaban
ensayando, por aquellos días, para el
aniversario de la fundación del Tercio,
la obra de Shakespeare. Marisa Alerte
—una enfermera del Hospitalillo—
sería Julieta. Guansito dirigía los
ensayos y no había quien le aguantase.
Sobre todo, le exasperaba que aquella
gente no supiese poner cara de «morir».
Unos eran amanerados; otros, trágicos;
los más, idiotas…
Tino y Tesada estaban juntos otra
vez. Chamaco, contaba sus cosas.
Emeterio, manoteaba. Ulceta, pidió:
—¡Silencio…!
Como no le hicieron caso o no le
oyeron, volvió a decir:
—¡Silencio…!
Se echó atrás sobre el mostrador y
levantó en alto la copa de coñac llena
hasta los bordes. En la otra mano, Juan
Ramón, que se había descuidado un
momento, le vio la pistola amartillada.
Avanzó hacia él, pero Ulceta le apuntó
al pecho.
—¡Quieto! ¡No te muevas…! ¡Si das un
solo paso más, disparo! ¡Que no se
mueva nadie…! ¡Si das un solo paso
más, disparo! ¡Que no se mueva
nadie…!
El tono de su voz no dejó el menor
resquicio a la duda. Dispararía. Juan
Ramón sabía que dispararía sobre
cualquiera que adelantase hasta él. Hizo
un ademán de que estuviesen quietos a
los demás, que se habían malhumorado
al verse amenazados con la pistola.
Quedó inmóvil, espiando una ocasión:
—Amigos… ¡Son las doce menos
cinco…!
Ulceta, sin dejar de apuntarles, fue
andando hasta el rincón más alejado del
bar y solo cesó en sus pasos, cuando sus
espaldas tocaron la pared. Entre él y los
demás, quedó una distancia de dos
metros. La suficiente.
—Amigos… Dentro de cinco minutos,
me voy a la m… Un tiro, un agujerito en
la sien y… Las doce de la noche es una
hora estupenda para morir. Entre dos
días. ¡Cuánto me gustaría que hoy fuese
31 de diciembre! Así, no quedaría nada
de mí. Ni siquiera la fecha de ni muerte,
porque las doce de la noche de un año a
otro no se marcan en el tiempo.
Levantó la copa en alto y brindó:
—¡Por la Legión! ¡Por vosotros! ¡Por
aquel simio peludo y grotesco que
engendró amoroso en mi madre: en
nuestra madre mona!
Apuró de un trago la copa. La rompió
entre los dientes y escupió después los
trozos de vidrio, mezclados con sangre.
Miró su reloj:
—Las doce menos medio minuto…
Cuando Juan Ramón se decidió a jugarlo
todo, la tierra tembló. Durante unos
segundos, los gases buscaron mortíferos
una salida y, al fin, reventaron con una
explosión sorda y violentísima.
—¡¡¡Una mina…!!!
Empezaron a crepitar las
ametralladoras y sonaron los secos
estampidos de las bombas de mano,
mezclado al detonar cercano los
morteros. Salieran todos
apresuradamente, corriendo por la
trinchera fantásticamente iluminada por
las explosiones. El ataque se
desencadenó con una violencia inaudita.
Como siempre, los rojos cubrieron el
sector de trinchera volado por la carga
de dinamita, con una cortina de
morterazos. Las ametralladoras
enemigas convergían los fuegos sobre
aquel sitio desguarnecido, porque los
defensores de la posición estaban
heridos o habían quedado bajo tierra.
Dispararon las pistolas de señales y, a
la luz lenta de las bengalas, se iluminó
el combate. Los rojos avanzaban.
Guansito, en medio de aquel
infierno, saltó como un demonio. Tras
él, Ulceta y sus legionarios. Se
encontraron con el enemigo sobre la
tierra recién removida y allí lucharon
como fieras, a machetazos, a mordiscos.
Los fusiles, empuñados como mazas, se
astillaban en los cráneos y los huesos
triturados crujían… El ataque fue
decreciendo, hasta extinguirse como una
llamita que atizó la ferocidad…
Los legionarios aullaban a coro, de pie
sobre los parapetos:
—¡Otro toro…! ¡Otro toro…! ¡Otro
toro…!
—¿Y el padre Cabal…?
Ricardo Jerez preguntó a Ulceta:
—¿Y el padre Cabal…?
—Está herido…
El padre Cabal había saltado
también de los primeros, a la posición
volada. No llevaba armas. Buscó por el
suelo a los agonizantes. Entre aquel
caos, fue dando bendiciones. Como
todos morían revueltos, más de un rojo
sintió sobre su frente el signo de la Cruz.
A la luz de las bengalas, el padre Cabal
saltaba de uno a otro herido. Un
momento, vio brillar una bayoneta rusa,
avanzando hacia el cuerpo de un
legionario. Se interpuso… Cayó…
Ulceta decía emocionado:
—Me salvó la vida. Tiene un
bayonetazo en el vientre y lloraba
cuando se lo llevaron. Quería quedarse
a seguir confesando…
—¿Dónde lo llevaron…?
—Al Hospitalillo…
El médico quedó pensativo unos
instantes. Ya no se oía un solo disparo.
De tarde en tarde llegaba, desde las
negruras de enfrente, el gemido de un
hombre. Se apagaba después… Volvía a
alzarse… Nada más.
—Es que Guansito se muere… Está muy
mal herido… No hay nada que hacer…
—¿Dónde está…?
—En el bar…
Fueron allí y encontraron al pequeño
teniente tumbado sobre su camilla. El
comandante y varios oficiales estaban
allí. Guansito sonreía, aunque estaba un
poco pálido, pálido como una talla de
marfil. Al ver a Ulceta su sonrisa se
acentuó…
—Se cambian las cosas, fantasma… El
que se va soy yo…
El comandante salió fuera, requerido, al
teléfono de su puesto de mando, por el
jefe del sector.
—Se cambian las cosas, ¿eh, fantasma?
Jerez le animó:
—Eso no es nada, hombre. Los bichos
malos, como tú, no mueren nunca…
—Déjate de tonterías. Si no me
estuviese muriendo, ¿me ibas a dejar
aquí? No te atreves siquiera a mandarme
al Hospitalillo. Tienes miedo de que me
vaya antes, en el camino…
Quiso bromear con Emeterio, pero, a
poco, tuvo que callar fatigadísimo.
Respiró entrecortadamente y llamó a
Jerez:
—Acércate…
El otro le tomó el pulso y se inclinó
hacia él:
—Tu cochina ciencia, ¿sirve para algo?
Bueno… Pues si sirve, dime: ¿cuánto
tiempo me queda de vida…?
—No te desplomes, hombre…
Por los ojos de Guansito pasó un
relámpago de ira. Después dijo
despacio:
—¿Me quedará media hora…?
El médico asintió, sin mucha fe.
—¿Media hora? ¡Que vayan en seguida
por los del ku-kus-dán! ¡Que me traigan
un espejo! ¡Pronto! ¡Pronto! Media hora
es poco, pero en media hora puedo yo
enseñar muchas cosas. ¡El espejo o me
levanto por él! ¡En seguida!
Le trajeron el espejo que quería y
llamaron a los del ku-kus-dán. Cuando
los tuvo reunidos, en torno a él, habló
otra vez:
—¡Vais a ver cómo muere un hombre…!
¡Miradme a la cara…! ¡Aprended cómo
se muere de verdad! Y tú, ¡marica!,
cuando caigas, como Mercucio, herido,
¡pon el gesto que te voy a enseñar!
¡Burros! ¡Comicastros!
Ordenó a uno de ellos que
mantuviese enfrente a él el espejo. Se
miró, pálido, blanco, estertoreante. Su
cara se suavizó. Y allí estuvo,
mirándose morir, componiendo los
músculos de la cara a su gusto, hasta que
sus ojos se empañaron y cayó hacia
atrás pesadamente…
Le enterraron en el pequeño
cementerio de campaña. En el
cementerio que se abre bajo el arco
blanco. Dos trozos de madera de pino en
cruz, unas letras gordas y negras,
señalaron su nombre…
Nada más.
Portada de la revista de las tropas coloniales
África (diciembre de 1927)
Juan Martí, Gozos al Santísimo Cristo de la
Sangre (Valencia, 1864-1967)
Soldado de las tropas moras con bandera
española (Vértice, 1937)
La «despedida» del combatiente falangista en
Vértice (número 2, mayo de 1937)
Campamento del Frente de Juventudes. Misa de
campaña
Portada de la revista de las tropas coloniales
África (marzo de 1926)
PALABRAS Y SANGRE
Son estas, palabras de uno de tantos
como vives —por un espacio breve de
cura— de las líneas de extrema
vanguardia. Son estas, palabras y
sangre, como aquellas de Giovanni
Papini. Las palabras que escribo,
desfiguradas tal vez por una transición
tan brusca como es el paso urgente de la
trinchera —arma al brazo y en lo alto de
las estrellas— a confortable abrigo de
una ciudad de retaguardia, podrán a
algunos parecer escritas con pasión de
alta maldad o, cuando menos, con
ciertas líneas de exageración. Pudiera
ser… Pero las palabras —que se
escriben con un sentir de dolor, de
sangre— son siempre justas.
Con esa justicia del combatiente os
digo, respetables señores de la
retaguardia —debiéramos de borrar este
nombre con un quehacer propio de
vuestra situación— que, hasta la fecha,
los camaradas de la primera línea sufren
una pena de agrio descontento: la ciudad
—¡cuán diferente el campo!— no
responde a la voz unida de los frentes.
Quisiéramos, en el triunfal retorno
de nuestras banderas, encontrar un logro
de la Patria, una ambición conseguida
del Pan, una vigorosa, dura y fuerte
victoria de la Justicia.
No está solo la gloria de la Falange
en el exacto desfile.
Hay un fondo estricto de lucha y
sacrificio que no debe ser exclusivo de
los que han respondido a la vocación
cruel, pero dignísima del único cielo
verdadero. La vida debe ser lucha para
todos. Lucha y sacrificio. Que si a los
camaradas que tutean, en una incierta
cotidianidad, a la muerte, se nos ha
dejado como exclusiva la promesa de
los buenos luceros, no es justo, no es
justo que la ciudad —Dios mío, ¿la
ciudad alegre y confiada otra vez?—
encienda fuegos artificiales de diversión
y holgorio, mientras allá se lucha y se
muere.
El tiempo exacto de hoy exige otra
cosa. Lucha y lucha. Sacrificio y
sacrificio.
Sin rencor ni mala pasión escribo.
Son estas, palabras de quien quiere
incrustar en la ciudad esta súplica rota
de corazón y de alma. Preparadnos,
aquí, la alegre realidad de una Patria
encima de salvación y de reconquista.
Y no pongáis en duro olvido estas
consideraciones. Que son palabras. Pero
que tienen una virtud de sangre.
ROMANCE DE SANGRE Y
LUNA
Y era una noche acribillada a tiros y de
estrellas. Y con luna y altavoces
distintos. Sin sangre. Hasta que se
derramó la suya.
Venía hacia nosotros, con una mano
abierta, y los ojos acaso en posición de
ensueño delirante, el corazón transido y
el fusil en banderola, como señal de paz,
como voz de tregua y cuartel, le veíamos
llegar esquivando las balas, y luego un
silencio sin aliento en nuestros fusiles y
un seguro de amor en nuestras bombas
de mano.
Le veíamos ahora, después; una mata
escondía su figura que adivinábamos
esbelta. Y entre tanto, la luna, la maldita
luna, espía bellísima de la oculta acción.
Las ametralladoras rojas buscaban
sin cesar, cruzando fuegos: la «Niña de
los peines», tras el flamenco cantaor de
notas altas que se les iba…
Pero él jugaba contra tiros y luna, y
como una culebra se enroscaba a un
árbol y parecía morirse en la tierra, y
otra vez se levantaba y corría.
Venía hacia nosotros, pero no llegó.
Cerca de nuestra alambrada se
quedó para siempre su ilusión de llegar,
que era también nuestra. Cayó segado
por una mala ráfaga en flor de
desesperación y desconsuelo.
Cuando vimos debatirse
pesadamente su figura, enroscarse con
bárbaro ademán y rodar después por
tierra hecho un ovillo y un dolor amargo
y agudísimo, y una rabia definitiva y
resuelta de puños crispados y labios con
sangre…
Él no dijo nada cuando lo mataron.
No pudo decir algo, porque un tapón de
hierro vendó su clamor último. Yo sé
esto: los rojos aullaban desde sus
parapetos. Nosotros cantábamos nuestra
canción y gritábamos las justas voces
del rito falangista. Y yo sé también que
nosotros gritamos y cantamos lo que él
no pudo cantar ni gritar. Y lo sabe sobre
todo el Señor de la Muerte y de la
Gloria.
ÚLTIMA VOZ
Fue por abril. Una serena lluvia
hacía hoyitos bellos en la acera
de su casa. Y un viento que era gubia
cortaba luz a la claridad rubia
y robaba los trigos de su era.
El bello son del aire con las balas
le encendía penúltimos colores,
y su pasión guerrera ya sin alas
todavía estrujaba las escalas
del himno de los altos luchadores.
Sin fe en su vida, echado en la camilla,
una copla redonda hacía de llanto
y el cigarro en la boca era la astilla
que alumbraba los chistes en la orilla
del legionario pecador y santo.
Un color diluido en el semblante
hecho de lirios pálidos y breves,
escribía la rúbrica brillante:
el frío de los muertos y delante
definitivas y crueles nieves.
Nieve en abril, sobre la Primavera.
Nieves en abril con lluvia, flor y soles.
La última voz del legionario era:
—Que corra vino, y cante cuando muera,
sin quejas y sin lágrima y con oles.
PRECURSORES Y FALSOS
PROFETAS
La actividad desplegada por el PNE y su
extravagante líder, el doctor José M.ª
Albiñana, durante la crisis de los años
1930-31 imponen una revisión de su
papel en las formulaciones iniciales de
una derecha antiparlamentaria y
fascistizante vinculada a una praxis
política violenta[2]. El periodo que
media entre la creación del PNE en abril
de 1930 y su primera gran crisis interna
motivada por la proclamación de la
República se caracteriza por la lenta
conformación de un acervo ideológico
monárquico autoritario situado a medio
camino entre el tradicionalismo
histórico centrado en la confesionalidad
católica del Estado, la recusación del
sistema liberal-parlamentario en pro de
una «dictadura honrada» o del
fortalecimiento de las prerrogativas
regias y la enemiga a las doctrinas
extranjerizantes: marxismo, separatismo,
masonería, etc. Su filofascismo oscilaba
entre la admiración a la dictadura de
Mussolini por su carácter
contrarrevolucionario y su prevención
ante el carácter popular, anárquico y
subversivo que adoptó en su origen el
movimiento escuadrista. Tampoco hay
que desdeñar el influjo de la extrema
derecha francesa en la adopción de un
nacionalismo xenófobo y excluyente de
raíz barresiana, un antisemitismo
inspirado en Dérouléde y los Protocolos
de los Sabios de Sión y un activismo
contrarrevolucionario agresivo, juvenil
y violento que quiso asemejarse al
ejercido por los Camelots du Roi.
Los «Legionarios de España» —
nombre probablemente inspirado en la
propuesta paramilitar de La Acción de
fines de 1922— fueron un pálido
remedo de milicia uniformada, cuya
actuación se acercó más a la tradicional
«partida de la porra» que a las «ligas
patrióticas» francesas o los «fasci»
italianos[3]. Aunque, para su creador, los
«legionarios» fueran los «centinelas
permanentes de la seguridad patria,
actuando intensamente para que el país
no se derrumbe» o «el voluntariado
ciudadano con intervención directa,
fulminante y expeditiva en todo acto
atentatorio o depresivo para el prestigio
de la Patria»[4], nunca entró en los
cálculos de Albiñana la creación de una
fuerte milicia popular.
El PNE estaba nutrido por
monárquicos intransigentes y nostálgicos
de la Dictadura procedentes de todas las
clases sociales, lo cual le acercaba tanto
a la clientela tipo de los movimientos
fascistas como de los activistas de las
«uniones cívicas» de posguerra. El
sector más militante fue reclutado entre
el lumpen urbano, movilizado
precisamente en los prolegómenos de la
coyuntura depresiva de los años treinta:
vagabundos, delincuentes comunes,
excombatientes del Tercio (donde se
habían refugiado algunos pistoleros
profesionales de la década anterior) y
antiguos militantes líbrenos de Aragón y
Cataluña, donde la «Peña Deportiva
Ibérica» actuaba como filial oficiosa del
albiñanismo.
Con todo, el PNE mantuvo contactos
con ciertas instancias gubernamentales
de marcado talante inmovilista, en
especial las fuerzas de seguridad, que ya
habían tenido algunos conflictos de
competencia con upetistas y
somatenistas, y veían con buenos ojos el
establecimiento de un grupo represivo
paralelo al oficial. Pero las necesidades
materiales de la milicia albiñanista
apenas fueron cubiertas en periodos muy
puntuales por los grupos de la extrema
derecha (en especial la Unión
Monárquica Nacional) y por el «fondo
de reptiles» de la Dirección General de
Seguridad regentada por Mola.
La acción violenta desplegada por
los «legionarios» fue espectacular pero
en ningún momento decisiva. No superó
el nivel de la algarada en mítines
contrarios (como el presidido por el
recién retornado Unamuno en el Cine
Europa de Madrid el 4 de mayo de
1930) o en los propios, el acoso a
organizaciones e instituciones
revolucionarias (campaña contra el
Ateneo en mayo de 1930; asalto a los
talleres de la publicación izquierdista
Nosotros el 18 de septiembre; choques
con miembros de la FUE en las
Universidades de Madrid y Valladolid,
etc.), las agresiones o intimidaciones a
personalidades de la izquierda, la
divulgación de libelos
contrarrevolucionarios y la intervención
«cívica» de los «legionarios» para
contrarrestar las huelgas generales de 16
de noviembre y 15 de diciembre de
1930. En suma, una actividad
esporádica e inconexa que causó cierto
revuelo propagandístico por lo
novedoso, pero que no supuso un acicate
para las conformación de un núcleo
social conservador de resistencia
armada a la ofensiva revolucionaria.
Una vez proclamada la República,
comenzó la concienzuda labor de
desarticulación del PNE, hasta la
disolución formal del partido poco
tiempo después. El relanzamiento del
PNE en febrero de 1932 le acercó cada
vez más a la ultraderecha monárquica,
con quien participó en la conspiración
de agosto. Desterrado a Las Hurdes,
Albiñana se incorporó demasiado tarde
a la carrera por el liderazgo del
fascismo hispano, y tras la aparición de
Falange optó por reorientar a su partido
en la dirección de un conservadurismo
agrarista, ultra-católico y corporativo
que no abandonó hasta su muerte
violenta en la Cárcel Modelo en agosto
de 1936. Confirmando su talante
reaccionario, los militantes
nacionalistas participaron activamente
en las labores represivas de retaguardia
(sobre todo en los alrededores de
Burgos[5]), e integraron sus milicias en
el Requeté cuando la Junta Suprema
ordenó la disolución del partido en el
seno de la Comunión Tradicionalista el
8 de enero de 1937[6].
FALANGE ESPAÑÓLA Y LA
«DIALÉCTICA DE LOS PUÑOS Y
PISTOLAS»
La polémica fascismo-antifascismo,
candente en España desde inicios de
1933, quedó desdibujada durante cerca
de un año por la inexistencia de una
formación política potente que
reivindicara sin ambages este programa
totalitario. Durante ese tiempo, José
Antonio Primo de Rivera fue decantando
su actuación pública en ese sentido,
hasta lograr presentarse como el
personaje más adecuado para liderar un
movimiento fascista de masas.
Ya desde sus primeros escarceos
fascistizantes, Primo de Rivera
consideraba la violencia como algo
secundario en la defensa de la propia
alternativa doctrinal. En su cordial
polémica con Juan Ignacio Luca de Tena
con motivo de la aparición de El
Fascio, afirmó que «el fascismo no es
una táctica —la violencia—. Es una
idea: la unidad»[22], lo que no era óbice
para confiar poco después a su amigo
Julián Pemartín que «si no hubiera otro
medio que la violencia [para conquistar
el poder], ¿qué importaría? […]. La
violencia no es censurable
sistemáticamente. Lo es cuando se
emplea contra la justicia. Pero hasta
Santo Tomás, en casos extremos,
admitía la revuelta contra el tirano»[23].
A diferencia de Ledesma, la lucha
callejera no tenía para José Antonio
motivaciones sociales o
revolucionarias, sino ideológicas y
morales. La «dialéctica de los puños y
las pistolas» quedaba justificada en
defensa de la razón, la justicia y la
Patria cuando las vías legales de
confrontación se agotaban y la violencia
había sido impuesta por el adversario
político[24].
Las milicias de Falange, aún en
estado embrionario, empezaron a ser
disciplinadas por el comandante de
Infantería Luis Arredondo, con la ayuda
del teniente coronel Ricardo Rada y del
coronel de Estado Mayor Román Ayza;
todos ellos retirados voluntarios del
Ejército y destacados conspiradores
antirrepublicanos desde primera hora.
En noviembre de 1933, el aviador Julio
Ruiz de Alda fundó, junto al exfueísta y
exjonsista Matías Montero y los
estudiantes Alejandro Salazar Salvador
y Manuel Valdés Larrañaga, el Sindicato
Español Universitario (SEU). A fines
del curso académico 1933-34, Ruiz de
Alda impulsó un proceso de integración
de los estudiantes del SEU en las
milicias falangistas. El objetivo,
confesado abiertamente en la primavera
siguiente, era «[…] la destrucción de la
FUE, a la que tendremos que hacer
desaparecer, bien absorbiéndola,
dividiéndola o suprimiéndola […]. El
sindicato nos dará juventudes entusiastas
para nuestra Primera Línea […].
Nuestras juventudes, dentro de la
disciplina, disciplina necesaria para que
la acción sea eficaz, serán la fuerza más
aguerrida y mejor de nuestras milicias.
Funcionarán dentro y fuera de la
Universidad. Se especializarán en
distintas clases de lucha: en
movilizaciones civiles, de servicios y en
luchas violentas de la calle […]. La
calle, dentro de un año, tiene que estar
llena de nuestra prensa, de nuestros
gritos, de nuestras ideas y de nuestros
escritos»[25].
Poco a poco, el SEU se fue abriendo
camino, merced a la violencia propia y
la benevolencia de las organizaciones
estudiantiles de derecha. El ambiente de
crispación política que se respiraba en
los centros docentes es recordado por el
seuista David Jato de esta manera: «Al
lado del libro, la porra de alambre
retorcido, con una cabeza de plomo, o la
pistola, eran insustituibles compañeros.
Algunos vaciaban un libro viejo, dando
la forma de pistola en su interior, y de
esta forma resultaba más discreto y
seguro el llevar armas y esconderlas en
casa, donde la familia, por reacción
natural, realizaba una labor
complementaria de la policía»[26].
Despliegues callejeros de la milicia
para proteger la venta de las
publicaciones propias; incidentes en las
universidades e institutos de Madrid,
Zaragoza, Sevilla, Cáceres, Badajoz,
Toledo, Murcia, Oviedo, Huelva,
Málaga y Granada; asaltos como el de la
«Primera Línea» del SEU y los
estudiantes carlistas a la sede de la FUE
en la Facultad de Medicina de la Central
el 25 de enero de 1934[27], y la
represalia subsiguiente que produjo la
muerte de Matías Montero (el
«estudiante caído», uno de los
organizadores de los primeros raids
anti-FUE, protomártir del falangismo
mitificado a la manera de Horst
Wessel), se transformaron en moneda
corriente en Madrid y otras ciudades. El
ambiente en torno al partido de Primo de
Rivera se enrareció. Los primeros
brotes de indisciplina se produjeron
precisamente en el entierro de Montero,
y el debate sobre la actitud a adoptar en
estos casos se abrió en el seno de
Falange con una violencia inusitada.
José Antonio representaba la postura
más conciliadora, mientras que
exoficiales como Ruiz de Alda, José
Sainz, Arredondo o Rada proponían
acentuar las represalias para obtener
ventajas políticas y económicas de sus
financiantes alfonsinos, que desde el
verano de 1933 apoyaban al partido con
unas 100 000 pesetas mensuales y
esperaban ver resultados inmediatos.
Sin embargo, esta polémica pasó a
un segundo plano ante la culminación
del proceso de convergencia de los
distintos grupos fascistas, forzada
precisamente por los grupos financieros
y políticos de la extrema derecha
monárquica. A pesar de sus recelos por
el conservadurismo de Falange, el 13 de
febrero de 1934 las JONS aceptaron la
fusión como el mal menor y con la
secreta esperanza de controlar el nuevo
partido gracias a su doctrina fascista
más madura. La nueva formación
política mantuvo la estructura jonsista
del triunvirato ejecutivo (constituido por
Primo, Ledesma y Ruiz de Alda) y su
simbología.
La violencia presidió el
alumbramiento de la agrupación: tras el
mitin por la fusión celebrado en el
Teatro Calderón de Valladolid el 4 de
marzo de 1934, considerado por los
propios falangistas como «el primer
acto fascista puro»[28], se produjeron
violentas colisiones con la izquierda
local que se saldaron con un muerto y
varios heridos. La polémica sobre el
carácter desestabilizador del fascismo
se amplió con la oscura muerte el 27 de
marzo de 1934 de Jesús Hernández,
simpatizante falangista de 15 años que
se encontraba al acecho frente a la Casa
del Pueblo de la calle Augusto Figueroa
de Madrid. El partido fue acusado de
reclutar para acciones peligrosas a
niños seducidos por la violencia, y el
Gobierno prohibió ese verano la
exhibición de todo símbolo político o
indumentaria paramilitar, promulgando
el 28 de agosto un nuevo decreto donde
se vedaba toda militancia política a
menores de 16 años y a los menores de
23 sin autorización expresa de los
padres o tutores[29].
Además de los enfrentamientos en la
Universidad y en los Institutos de
Bachillerato de Madrid y provincias, las
primeras intervenciones callejeras de
las milicias falangistas se centraron en
la venta provocativa de su prensa con
escolta armada —en ocasiones, con
participación de Primo de Rivera— y en
la celebración de concentraciones con
fines propagandísticos, como la
efectuada por unos centenares de
escuadristas en el aeródromo particular
de Estremera (Carabanchel) de 3 de
junio de 1934, dentro de una dinámica
demostrativa generalizada de la derecha
en los prolegómenos de la revolución de
octubre[30].
Integraban el partido adheridos y
militantes. Estos últimos podían acceder
a los grupos de acción, llamados
retóricamente «Falange de la Sangre» y
luego «Primera Línea». Los más
veteranos integraban la «Segunda
Línea», dedicada a labores de
organización, proselitismo y
propaganda, en colaboración con el SEU
—que disponía de sus propias escuadras
— y la incipiente Sección Femenina.
Los jefes nacionales de milicias
(Arredondo desde febrero de 1934,
Ansaldo desde abril, Rada desde julio
hasta la crisis interna de inicios de
1935, y Agustín Aznar desde febrero de
1935 hasta su detención a fines de marzo
de 1936) dependían directamente de
Triunvirato Ejecutivo Central, y tras el
Primer Consejo Nacional celebrado en
octubre de 1934, de Primo de Rivera
como jefe supremo del partido. La
organización de la milicia estaba
inspirada a partes iguales en la
estructura del Tercio de África y en la
de los fasci di combattimento italianos:
dos escuadristas con un jefe formaban un
elemento, tres elementos con un jefe y un
subjefe formaban una escuadra, tres
escuadras (33 hombres) formaban una
falange, tres falanges una centuria, tres
centurias un tercio, tres tercios una
bandera y tres banderas una legión[31],
aunque los tercios y banderas no
existieron como tales hasta el gran take
off falangista de la Guerra Civil, y las
legiones no fueron jamás unidades
operativas.
LA VIOLENCIA COMO
PRECIPITANTE Y SUPERADORA
DE LAS CRISIS INTERNAS
CONSPIRACIÓN Y GUERRA
CIVIL
En el momento de la disolución de las
Cortes el 7 de enero de 1936, Falange se
encontraba en la más incómoda de las
situaciones políticas. La táctica de un
acercamiento a monárquicos y cedistas a
través de la idea de un Frente Nacional
impulsada tras su Segundo Consejo
Nacional (noviembre 1935) fue un
fracaso[41], y los escarceos con
representantes de las fracciones más
heterodoxas de las organizaciones
proletarias, como Prieto o Pestaña,
tampoco lograron los resultados
apetecidos. En el momento de las
elecciones, FE disponía de un máximo
de 25 000 afiliados, de ellos 3000 en
Madrid y 10 000 afiliados al SEU[42],
que campaban por sus respetos en la
Universidad, donde un atribulado
profesor socialista confió al doctor
Marañón que el 90 % de sus alumnos
eran fascistas[43]. El eco era también
apreciable en ciertos sectores
proletarios marginales de las ciudades y
en las zonas campesinas del norte de
España. Falange se había logrado
introducir también entre la oficialidad
joven, a través de una «sección militar»
dirigida por Fernando Primo de Rivera
que tenía cierta fuerza en las
guarniciones africanas y contactos
privilegiados con la UME.
La campaña electoral falangista
corrió paralela a un incremento de los
actos violentos en toda España. El
partido logró menos de 30 000 sufragios
(el 1,7 del total nacional) y Primo no
revalidó el escaño obtenido con la
ayuda de los monárquicos en 1933. Pero
este fracaso personal quedó subsumido
en el fiasco generalizado de la derecha:
el eclipse de la «táctica» cedista
transformó a Falange de la noche a la
mañana en uno de los grandes baluartes
defensivos de un conservadurismo
español que se iba alejando cada vez
más de los métodos de acción
democráticos. Al tiempo, la izquierda
triunfante agudizó su sentimiento
antifascista, mientras que el gabinete
Azaña comenzaba a tomar medidas
preventivas y represivas contra las
formaciones políticas y los militares que
conspiraban a la luz del día.
Con la nueva espiral de violencia
iniciada inmediatamente después de las
elecciones, Falange se fue ganando una
justificada fama de intransigencia entre
una juventud derechista desencantada
con Gil Robles: entre 10 y 15 000
miembros de la JAP se pasaron a FE
con armas y bagajes[44] al tiempo que,
previendo tiempos difíciles, José
Antonio organizaba al partido para el
combate clandestino. En el trimestre
previo al golpe militar, Falange sufrió
40 muertos y más de un centenar de
heridos, pero había infligido una cifra
similar si no mayor de víctimas a sus
rivales políticos. La clandestinidad
aceleró también un proceso conspirativo
que arrancaba de mediados del año
anterior. Primo de Rivera había
mantenido contactos con Mola el 8 de
marzo de 1936 y con Franco el 12.
Desde la Cárcel Modelo, el líder
falangista ordenó el 20 de ese mes a los
mandos provinciales y locales que
procedieran a la reorganización
clandestina del partido por el sistema
celular, la sustitución de los jefes
presos, la reorganización de la «Primera
Línea» con la incorporación del SEU, la
revisión de los elementos de
movilización y encuadramiento y el paso
a la ofensiva con la obtención de armas
y medios de transporte[45]. En otra carta
a los militantes fechada al día siguiente
se les encarecía no perder el contacto
con sus jefes y camaradas presos en
expectativa de un levantamiento
inminente. La situación resultaba tan
insostenible que el gobierno Casares
Quiroga, situado voluntariamente como
«beligerante contra el fascismo»,
presentó a mediados de junio un tardío
proyecto de ley contra el terrorismo[46].
A fines de marzo, el papel de
Falange en el movimiento militar estaba
definido en sus líneas generales, y los
delegados del Jefe Nacional (Mateo,
Alvargonzález, Rodríguez Gimeno,
Garcerán, Hedilla) recorrían la
península transmitiendo las primeras
instrucciones. Pero el debate interno
sobre la participación en la insurrección
no había hecho sino comenzar. La
decepcionante experiencia de 1934 no
debía repetirse, y FE exigió desde sus
primeros contactos con los
conspiradores, una mayor presencia
política y la garantía de que la
intervención militar no eclipsaría a la
Falange en favor del puro y simple
reaccionarismo. Trasladado a Alicante,
José Antonio envió el 24 de junio una
nueva circular a los jefes territoriales y
provinciales para que no se dejasen
embaucar por cualquier tipo de agentes
conspirativos que considerasen a FE
como un simple elemento auxiliar. Toda
invitación de esa índole debía ser
notificada al Jefe Nacional, temeroso de
verse rebasado o incluso usurpado por
jerarcas locales más moldeables a los
dictados de Mola y sus adláteres[47]. Sin
embargo, una nueva circular fechada
cinco días después revela que Falange y
los militares habían llegado por fin a un
acuerdo, tras una reunión de la Junta
Política presidida accidentalmente por
Ruiz de Alda en la Cárcel Modelo y la
comunicación de la decisión favorable a
Primo de Rivera.
Falange, que había comprometido
todas sus fuerzas disponibles en la
conspiración, permaneció durante unos
días en tensa espera. La evaluación de
sus fuerzas en la víspera del golpe
militar resulta tarea casi imposible,
dada la situación de desorden y
clandestinidad en que vivía la
organización. Los testimonios son muy
contradictorios: el 27 de mayo Rafael
Garcerán, expasante de José Antonio y
delegado suyo en las negociaciones con
los militares, aseguró a un incrédulo
Mola que Falange disponía de 4000
hombres rápidamente movilizables
como vanguardia de choque[48], mientras
que José Andino, jefe provincial de
Navarra, ofreció posteriormente al
«Director» una fuerza de 6000
falangistas movilizables en cuatro
horas[49]. A mediados de julio, las
milicias falangistas recibieron la orden
de concentrarse en determinados
puntos[50], mientras que la impaciencia
que gana a toda la organización decide a
José Antonio a presentar al siempre
dubitativo Mola un ultimátum el día 14:
«Si en 72 horas la rebelión no se
desencadena, la Falange comenzará por
su propia cuenta en Alicante».
Precisamente el 17, el Jefe Nacional
enviaba a sus leales un postrer
manifiesto que no pudo ser distribuido a
tiempo.
Una nueva etapa, ciertamente la más
difícil, se abría ante Falange. Al
fracasar el golpe militar y comenzar la
Guerra Civil, cambiaron los supuestos
de su relación con los otros partido de
la derecha y sobre todo con el Ejército.
Debilitada por la clandestinidad,
Falange necesitó algún tiempo para
adaptar la táctica, organización y
objetivos de sus milicias a la nueva
situación. Se constituyeron grupos
armados más potentes, pero con menor
autonomía política, no adscritos a la
estricta obediencia del partido y
privados del objetivo supremo de la
conquista del Estado. En octubre de
1936 los efectivos de las milicias
falangistas sumaban 36 809 hombres, lo
que suponía el 56 % del total de
voluntarios encuadrados en las diversas
organizaciones paramilitares de los
partidos de derecha[51]. La organización
armada de Falange, estructurada ahora
en Centurias y Banderas[52], aumentó de
forma espectacular. Una de las primeras
preocupaciones de FE al inicio de la
guerra fue la movilización de
voluntarios para el combate, mediante el
reclutamiento, entrenamiento,
organización de unidades e intendencia.
Según los datos disponibles, los factores
estrictos de clase no fueron
especialmente determinantes en la
opción por tal o cual milicia armada.
Más bien influyó la cultura política y la
situación militar y social imperantes en
cada región en el momento de la
sublevación. En zonas como Castilla la
Vieja y Galicia, el reclutamiento para el
Ejército regular fue particularmente
intenso, entorpeciendo notablemente la
labor proselitista de Falange. El caso
opuesto sucedía en Aragón, donde las
unidades militares eran particularmente
débiles y las fuerzas paramilitares
hubieron de desarrollarse en mayor
escala para cubrir un frente de amplias
dimensiones. En Navarra el
desequilibrio en el reclutamiento de las
milicias se explica por la omnipresencia
del carlismo, de suerte que 2/3 del
voluntariado ingresó en el Requeté y 1/3
en las milicias de Falange, estos últimos
procedentes antes de núcleos urbanos
que de zonas rurales. En muchas zonas,
el enrolamiento en las Banderas de FE,
aparte de suponer una opción política
deliberada para las clases medias rural
y urbana no manifiestamente hostiles al
proceso modernizador, significaba para
muchos antiguos izquierdistas un
auténtico «seguro de vida» de cara a las
inevitables represalias de
[53]
retaguardia . Con la incorporación de
estos «camisas nuevas», las milicias
falangistas fueron adquiriendo una fama
de escasa eficacia y fiabilidad, al
alistarse además en ellas elementos que
querían eludir la rigurosa disciplina
militar o quedar integradas por
combatientes rechazados de las unidades
regulares.
A pesar de haber quedado diezmada
en sus líderes políticos y milicianos, la
nueva jerarquía de Falange manifestó
enseguida su afán por obtener un papel
más importante y autónomo para sus
unidades de combate. Aspiración
recortada abruptamente cuando Mola
prohibió el 25 de septiembre de 1936 la
creación de nuevas unidades[54]. Desde
su nombramiento como Generalísimo,
Franco utilizó las Banderas de Falange
como elemento auxiliar de las fuerzas
regulares, y a golpe de decreto fue
militarizándolas gradualmente hasta
colocarlas a fines de 1936 bajo el
control operativo y jurídico y el mando
directo castrense, aunque prefirió que
los oficiales destinados a las unidades
de FE fueran afiliados o simpatizantes
del partido[55]. A pesar de esta estrecha
fiscalización, las milicias carlistas y
falangistas pudieron disponer de sus
propias Academias de formación de
oficiales —las de FE estaban situadas
en La Jarilla (Sevilla) y Pedro Lien
(Salamanca), esta última escogida a
buen seguro por su proximidad a los
centros de poder del Partido y del
Estado—, que fueron el precedente y
modelo de las Academias de Alféreces
Provisionales[56].
La militarización de las milicias y la
autodisolución de algunas formaciones
partidistas como Renovación Española y
el PNE fueron el prólogo necesario de
la unificación del resto de las fuerzas
políticas. El declive de la milicia
falangista como fuerza armada con cierta
autonomía coincidió con una profunda
crisis de liderazgo en el seno del partido
que se zanjó abruptamente con la
asunción por Franco de la Jefatura
Nacional de Falange Española
Tradicionalista y de las JONS y la
inmediata caída en desgracia del
presidente de la Junta de Mando
Provisional Manuel Hedilla[57]. El
decreto de unificación dejaba
meridianamente claro que «la Milicia
Nacional es auxiliar del Ejército» y que
el Jefe del Estado era el Jefe supremo
de ambas entidades, pero un general del
Ejército actuaría como Jefe directo de la
Milicia y contaría con dos subjefes
militares procedentes de Requeté y
Falange y dos asesores políticos del
mando con similar adscripción
política[58]. Los nuevos Estatutos de
FET de las JONS, promulgados el 4 de
agosto de 1937, señalaban que las
milicias «representan el espíritu
ardiente» del partido y eran «el
Movimiento mismo, en actitud heroica
de subordinación militar» (art. 27).
Pero, dejando a un lado la retórica, se
recordaba (art. 28) que «el mando
supremo de las Milicias lo encarna el
Caudillo, quien delegará sus
prerrogativas en un Jefe directo y
responsable», y que la distribución y
ordenación jerárquica de las Milicias
serían objeto de un Reglamento
especial[59].
EPÍLOGO: LA DESACTIVACIÓN
DE LA MILICIA FALANGISTA
Virtualmente estancadas en su
reclutamiento desde octubre de 1936
hasta abril de 1937, las milicias casi
doblaron el número de sus combatientes
al finalizar la Guerra Civil. En concreto,
las Banderas de FE encuadraban a
72 608 hombres, lo que representaba el
75 % del total de milicias
nacionales[60]. Pero esta última
incorporación masiva de voluntarios no
supuso un cambio sustancial en el status
político-castrense de la milicia
falangista. Los excombatientes no
acabaron asimilándose al Ejército como
en la Italia fascista o fiscalizando toda
actividad social a través de cometidos
parapoliciales, como en la Alemania
nazi. Las Fuerzas Armadas continuaron
siendo por largo tiempo el puntal del
régimen franquista, con lo que la milicia
falangista fue pasando lentamente a un
segundo plano, y de ahí al olvido más
absoluto. Por de pronto, una orden de 14
de septiembre de 1939 obligó a dar de
baja en las Milicias y a pasar al Ejército
a los reemplazos de 1937 a 1941, lo que
suponía la virtual disolución de la
mayoría de las Banderas de Falange y
los Tercios de Requeté.
Nombrado Secretario General del
Movimiento y Jefe directo de la Milicia
de FET el 9 de agosto de 1939, el
general Muñoz Grandes quedó
encargado de la progresiva
desactivación de los restos de estas
unidades combatientes. Los veteranos
fueron agrupados en la Organización
Nacional de Excombatientes, dirigida
por José Antonio Girón desde el 21 de
agosto de 1939. Menos de un año
después, cuando el militar alfonsino
Valentín Galarza, enemigo declarado de
Falange, ostentaba su mando directo[61],
las Milicias fueron reorganizadas en
cuatro secciones: fuerzas permanentes
encargadas del orden interno del
Movimiento, la instrucción premilitar de
la juventud y el encuadramiento de los
efectivos de primera línea; milicia
premilitar de los jóvenes afiliados
desde los 18 años hasta la edad de
ingreso en el Ejército; milicia de
primera línea de los afiliados que ya
habían cumplido su servicio militar
hasta la edad en que la Ley de
Reclutamiento señalase el término del
servicio militar, y milicia de segunda
línea, formada por veteranos fuera de
edad militar y hasta los 55 años, todas
ellas férreamente controladas por
oficiales del Ejército[62].
Durante la Guerra Mundial, las
Milicias de Falange se fueron
transformando en un simple club de
veteranos y en un instituto de formación
premilitar cercano al SEU y al Frente de
Juventudes[63]. Aunque con los primeros
reveses del Eje los representantes del
sector más intransigente de Falange
trataron en vano de organizar en Madrid,
con el apoyo de la Delegación
Provincial de Excombatientes, unas
«banderas de choque» encargadas de
perseguir a los enemigos del
régimen[64], el giro que tomaba la guerra
aconsejaba reducir al mínimo las señas
de identidad fascista del Estado. Fue
José Luis de Arrese quien, fiel a los
deseos expresados por Franco, ordenó
la disolución definitiva de las Milicias
por decreto de 27 de julio de 1944.
H últimos
Monarquía
años
y
de la
más
concretamente a la segunda mitad de la
época de la Dictadura —cuando
menguaba el entusiasmo que había
saludado la subida al poder del general
Primo de Rivera y las críticas crecían
de tono—: hay que volver a los medios
universitarios de entonces, para
apercibir los primeros síntomas de
inquietud, de desasosiego espiritual de
una generación que intuía cómo no era
posible aplazar una revolución nacional
insoslayable, tantas veces intentada y
siempre fallida desde las guerras
carlistas, desde hacía un siglo. Eran
aquellos días en que los intelectuales
más destacados íbanse alejando
paulatinamente de las instituciones y
cuando los estudiantes se valían de la
menor reforma del pobre Callejo, el
ministro de Instrucción Pública, para
alborotos interminables.
Ídolo de la juventud estudiosa de
aquel entonces era Ortega y Gasset (y tal
vez Unamuno, en especial desde que la
Dictadura le obligó a refugiarse en el
País Vasco francés) y el buen
universitario no se consideraba en sazón
hasta haberse empapado de cultura
germánica, como pensionado o como
lector de español en alguna universidad
alemana. Aunque es cierto que otro
grupo se volvía de preferencia al
Humanismo italiano y en definitiva a la
Catolicidad, a Roma y al Imperio;
tendencia, que más que de Ortega derivó
tal vez de Eugenio d’Ors, alimentada
con los escritos de Rafael Sánchez
Mazas y los ensayos de Montes y de
Mourlane Michelena en El Sol. A unos y
otros cupo el mérito de despertar, de dar
un contenido a la juventud; mas tocaba a
Giménez Caballero —justo es reconocer
su prioridad— sintetizar esas tendencias
y proponer a los jóvenes nuevas y más
ambiciosas metas, aun si no articuladas
en un programa de acción. Tal fue su
traducción de Bárbara de Malaparte, tal
su famosa carta abierta a José Francisco
Pastor y sobre todo, su Gaceta
Literaria, donde se afirmó toda la joven
literatura española y donde Roma
dejaba de ser la ciudad de césares y
papas para aparecer como el centro del
fascismo.
Entre tanto los jóvenes, teniendo ya
un órgano literario-político donde
escribir, instigados por los supuestos
mensajes clandestinos de Unamuno, los
artículos de Ortega, se habían
abandonado a la lucha política,
divididos entre la Asociación de
Estudiantes Católicos y la FUE, cada
vez más laica e insolente. A Primo de
Rivera había sucedido el general
Berenguer; la Monarquía iba cuesta
abajo hacia su caída.
De entonces, de marzo de 1931 para
ser exactos. Es la aparición del
semanario La Conquista del Estado,
donde por vez primera se hablaba de
construir una Patria Única, grande y
libre, y en el que los obreros contaban
antes por españoles que por
trabajadores; donde aludíase a los
valores históricos de España y a las
fuerzas nuevas de Europa. Había ya, por
culpa de la FUE, demasiado comunismo
señoritil de aficionados, demasiado
ginebrismo cobardón y era mucho
renegar de los valores que han
determinado la génesis de nuestra
Nación, para seguir tolerando aquel
estado de cosas. Y a Ramiro Ledesma,
un joven filósofo de la que cabría llamar
escuela germánica de Ortega, estaba
reservado levantar la voz con el
semanario de referencia; y junto a él,
Giménez Caballero y Juan Aparicio;
formando el primer triunvirato en la
larga serie de los que debían sucederse
hasta la unificación de los varios grupos
de tendencia totalitaria en Falange
Española de las JONS y aún más allá;
hasta el día que José Antonio Primo de
Rivera fue reconocido como Jefe
Nacional del Movimiento.
Ramiro Ledesma Ramos, que en su
doble calidad de pensador y de modesto
empleado de la Administración había
tenido ocasión de ahondar sea en la
crisis espiritual de los intelectuales sea
en las angustias de las clases menos
pudientes, estaba llamado a erigirse —
por obra de su lógica inexpugnable— en
el alfil de una juventud desorientada.
Mas para ello era menester el desenlace
fatal del proceso agónico de la
Monarquía en aquella República que se
antojaba a los más como un jirón de luz
esperanzada; la deserción, poco
después, de aquellos mismos
intelectuales que —como Unamuno y
Ortega— mayor parte habían tomado en
su alumbramiento; y el paulatino
embotamiento de izquierdas y derechas
en la gobernación del país, agostando
toda esperanza de que desde arriba se
operase la revolución nacional sonada:
solo a ese precio hubiera sido
escuchada la palabra iluminada de
Ramiro y tomada como consigna por los
mejores.
Y así se explica que la República
adviniera a los cuatro o cinco números
d e La Conquista del Estado y que las
acostumbradas gentes de orden, en el
ínterin convertidas en fervientes
republicanas, olvidando el periódico,
creyeran de buena fe que tras él se
escondiese cierto industrial bilbaíno
conocido por su fidelidad a la Corona,
cuando bastara el nombre del semanario
para entender lo que se proponía el
movimiento dirigido por Ledesma; es
decir, que partiendo de la esterilidad
espiritual del Estado no había más
remedio que adueñarse de él con una
campaña previa de agitación política, a
la que había de seguir el asalto por
medio de las células de acción
adiestradas al efecto; con lo que dicho
está que Ramiro fue el primero en
comprender la importancia que para tal
renovación podía tener la organización
de la CNT, cambiando en nacional su
signo apolítico.
De aquel entonces, hacia junio de
1931, es el movimiento surgido en
Valladolid, en el corazón de Castilla
agrícola, en torno al semanario
Libertad. Su jefe es Onésimo Redondo,
un abogado que había sido lector de
español en la alemana Mannheim.
Onésimo quiere un partido único,
nacional, contra izquierdas y derechas;
el trilema España, Cristo y Occidente
contra URSS-Marx-Asia: unidad y
revolución, y por tanto un plantel de
militares. Esto fue la Junta Castellana de
Actuación Hispánica fundada en el
siguiente mes de agosto y perfeccionada
en las JONS al unirla con el grupo de
Ledesma. Y empezaron los alborotos
callejeros, hubo los primeros caídos
entre los voceadores voluntarios del
periódico, y las primeras expediciones
de castigo. Y fueron la revista JONS y
las famosas cartas abiertas al
comandante Franco y a un obrero de la
CNT y el folleto «Hay que hacer la
Revolución hispánica», la vieja estampa
de los «guindillas» con su anacrónico
casco y el sable como alfanje, era
substituida por los musculados e
incansables guardias de asalto que
resolvían todo incidente a
cachiporrazos. El decrépito Estado se
desvelaba.
Mas el llamamiento debía ser
atendido de modo singular en una gran
ciudad como Barcelona, donde los
sentimientos regionalistas o por lo
menos pancistas de la burguesía
constituían una constante provocación al
cimentado patriotismo de los millares de
forasteros allí afincados por razones de
trabajo: y donde mayor que en sitio
alguno es la masa obrera, con más clara
conciencia de clase y con más probada
experiencia sindical. Pues Valladolid,
aunque tenga una masa de ferroviarios
—por aquel entonces socialcomunistas
—, está constituida, en su mayor parte,
por una población agraria de firmes
creencias religiosas: mientras Barcelona
era el baluarte de CNT y FAI; de los
anarcosindicalistas, de los centenares de
millares de desarraigados y sin más
sentimiento que un vago españolismo,
debido precisamente a esa su cualidad
de forasteros: aragoneses, murcianos,
andaluces. Existía, por otra parte, en
Barcelona la tradición de los sindicatos
libres (obreros católicos templados en
la lucha callejera) y las incesantes
peleas entre estudiantes catalanistas y
españolistas (hijos de los empleados no
catalanes y jóvenes aristócratas). De
modo que no fue difícil organizar las
primeras JONS, especialmente en los
suburbios industriales, e ir desplazando
progresivamente hacia su aspecto social
y revolucionario todas las JONS de
España. Los nombres de Poblador, Lupo
y demás están ligados con aquel periodo
primigenio.
También de aquella época son los
primeros números de una pequeña
revista mensual, Azor, sacada a luz por
un literato puro, Luys Santa Marina, en
unión de un grupo heterogéneo donde el
profesor de Universidad y el aficionado
se codeaban con el camarero. Santa
Marina, que con anterioridad a este su
periodo hermético y retirado había
cortado toda relación con su linaje (uno
de los más ilustres de la Montaña),
cambiando incluso su apellido, y que
había combatido en África como
legionario, mantuvo en torno a Azor un
núcleo de hispanidad completamente
prefalangista, que luego había de
constituir la levadura de esa falange
catalana tan activa en el sabotaje, desde
los Pirineos a Alicante, durante los años
de dominio rojo.
Mas todas esas energías dispersas,
que aun habiendo creado el deseado
clima de agitación no habrían cuajado,
probablemente, en un movimiento
concreto y de avalancha, debía hacerlas
coherentes José Antonio Primo de
Rivera, hijo del general, el joven
abogado que ya en el 32 se había
distinguido por su brillante defensa, ante
la Comisión de Responsabilidades, de
los exministros de la Dictadura José
Antonio, que al formar en 1933 la
Falange Española supo añadir a los
anteriores intentos la base espiritual, el
sentido poético que, infundiendo belleza
al sacrificio y a las penalidades sufridas
por la causa, había de ser el mejor
vehículo para la propaganda del
Movimiento. Y donde los demás
parecían predicar en el desierto y
corrían el riesgo de agotar sus esfuerzos
en los incidentes de suburbio, José
Antonio dio ámbito al Movimiento, creó
un estilo, se prodigó con su presencia de
un rincón a otro de la península,
asistiendo doquiera al multiplicarse de
sus camaradas y ganándose el respeto de
los enemigos: y él logró que los
postulados comunes a esos movimientos
se erigiesen en norma de vida y de
suprema elegancia espiritual,
Al nombre evocador de su padre no
faltaron conservadores que ofrecieran su
apoyo a José Antonio para la Falange
naciente, en los días de su despacho de
Alcalá Galiano y del local en la Cuesta
de Santo Domingo. Mas supo
desengañarles, dándoles a entender que
nada tenía que ver ni con la Dictadura ni
con la reacción. Y sus hombres los
buscó entre los intelectuales jóvenes
(Sánchez Mazas y Montes, Alfaro y
Valdecasas y Foxá y tantos más) y los
jóvenes oficiales, como el aviador Ruiz
de Alda, que habían dado buena prueba
de su patriotismo: y la masa, entre los
estudiantes, especialmente los que
sentían la angustia de su generación,
provenientes en gran parte de la misma
republicanísima FUE.
En las universidades se repartían
octavillas y el número de gregarios iba
creciendo como espuma. En marzo de
aquel 1933 había aparecido el primer
número de El Fas ció, destinado a
quedar sin sucesión gracias al celo de la
policía. Luego vino F. E.; y de noche,
grupos de camaradas pegaban las
misteriosas iniciales de F. E. por las
calles de las ciudades. Pero la crisma
del partido tuvo lugar el 29 de octubre,
en el histórico acto de la Comedia,
cuando tras Alfonso García Valdecasas
y Julio Ruiz de Alda trazó José Antonio
el cuadro de las miserias españolas y
propugnó la unidad de destino de las
gentes de España y el advenimiento de
un Estado totalitario favorecedor de
pequeños y grandes.
Desde aquel día las falanges ganaron
la calle y el campo: los oficiales
jóvenes y los que habían abandonado su
carrera por no transigir con las leyes
antimilitaristas de Azaña prestaron su
ayuda al Movimiento: campesinos y
obreros constituían los primeros
sindicatos falangistas, mientras los
estudiantes formaban en aquel SEU
siempre presente en los puestos de
peligro. Y como, en el fondo, entre
Falange Española y las JONS no había
diversidad de fines (y aquella, si acaso,
era un genial desarrollo de estas), a los
pocos meses integrábanse ambas en
Falange Española de las JONS, suyo
primer acto público celebróse,
precisamente en Valladolid, en marzo
del 34.
La Falange unida había echado
raíces por doquiera y en medio de la
traición general y de la cobardía de los
políticos permaneció en el puesto de
honor, prodigando el ejemplo de una
juventud alerta e insatisfecha, de una
minoría confiada —pese a las
adversidades— en los destinos patrios.
Antes que nadie la Falange intuyó la
inminencia de la subversión
socialseparatista y en octubre de aquel
año ofrecía al entonces ministro de la
Gobernación sus cuadros para meter en
cintura a los sediciosos: oferta, dicho
sea de paso, que no solo fue rechazada
sino que señaló el principio de la caza a
los falangistas. Más precisamente de esa
persecución sin cuartel había de nacer el
heroísmo del Movimiento, su prestigio y
su historia triunfalmente completada
durante la guerra de liberación.
Obreros asesinados. Fotografía propagandística
del bando «nacional»
«Agredir para vencer», lema del grupo fascista
barcelonés Lolita Roldós (1936). El lema fue
principalmente usado por las brigadas de
Flechas Azules y Flechas Negras formadas por
españole e italianos
SELECCIÓN DE
ARTÍCULOS
DE LA CONQUISTA DEL
ESTADO
El día 14 de marzo de 1931,
justamente un mes antes de la
proclamación de la República,
comenzó a publicarse en Madrid un
semanario político, La Conquista
del Estado, en cuyos números se
encuentran todos los gérmenes, las
ideas y las consignas que luego, más
tarde, dieron vida y nombre a las
organizaciones y a los partidos
fascistas que hoy conocemos. El
grupo fundador estaba constituido
por jóvenes recién llegados a la
responsabilidad nacional, todos
alrededor de los veinticinco años, e
inició sus tareas apenas salida
España de la Dictadura de Primo de
Rivera. En este grupo destacó como
director Ramiro Ledesma Ramos,
que pronto se convirtió en el más
importante de los primeros fascistas,
un seguidor del fascio y amante de
la violencia. El periódico era la
versión española del periódico
italiano La Conquista dello Stato,
dirigido por Curzio Malaparte. La
filiación fascista se la damos ahora,
al situarlo en la historia, pero ellos,
en el periódico, nunca se llamaron
fascistas ni se definieron como tales.
Tanto los textos de La
Conquista del Estado, herederos
del estilo insurreccional y
panfletario que buscaba movilizar a
las masas, como de Ramiro
Ledesma y Onésimo Redondo se
escudaban en una violencia que
calificaban de «defensiva». En
realidad, desde un primer momento
los cuadros fascistas usaron la
violencia como elemento
desestabilizador, extendiendo el
matonismo en las calles e intentando
adueñarse de organizaciones
universitarias como la FUE, y
muchas otras, desde la instauración
de la República. Tanto ellos como
las juventudes tradicionalistas,
carlistas o alfonsonianos, idearon un
sinfín de asonadas, fundaron grupos
paramilitares, planearon golpes de
mano y provocaciones que
perseguían llevar al nuevo régimen
al abismo y forzar su derrumbe. Su
violencia, lejos de ser
autodefensiva, a imitación de las
escuadras italianas, era claramente
directa, en ocasiones gratuita y
siempre sanguinaria y sumamente
organizada, como se señala en
Camisas de fuerza (ver esta
antología). Su continua campaña
alertando de una revolución
comunista inminente, acentuada tras
el fracaso insurreccional de octubre
de 1934, alimentó las llamadas a
crear grupos de asalto y al ataque y
la violencia incesantes en las calles
y en el lenguaje guerrero de la
política. Se falsificaron informes
que aseguraban que a mediados de
1936 España caería en manos
soviéticas, exageraron gestos como
la quema de iglesias y conventos a
comienzos de 1931, enmarcándolos
en un paso previo a la anarquía y, de
forma incansable, afirmaron que
solamente una violencia
higienizadora sería capaz de
regenerar el país.
¡ESPAÑOLES JÓVENES:
EN PIE DE GUERRA!
LA FIRMEZA
REVOLUCIONARIA. LA
REVOLUCIÓN Y LA
VIOLENCIA. LA
LEGITIMIDAD Y LA
FECUNDIDAD DE LA
VIOLENCIA
LA DEGENERACIÓN
PACIFISTA
Por muy varios conceptos, la
Constitución que se aprueba y discute en
las actuales Cortes va a merecer el
calificativo de antiespañola. Unos
señores infestados de peste marxistoide,
logran introducir en ellas tales
afirmaciones que en caso de regir
convertiría a nuestro gran pueblo en una
lucidísima vaca lechera, de esas que
pastan y florecen en los contornos
suizos.
Así el artículo vergonzoso de que
España renuncia a la guerra. Solo una
generación de eunucos, de gentes
cobardes que desconocen la gran
fecundidad de los recursos heroicos,
puede comprometer el bien de la Patria
con indicaciones de esa índole. ¿Qué
otros procedimientos sino los guerreros
se esgrimieron contra España para
arrebatarle su poderío, sus colonias y su
papel preeminente en el mundo? Habría
de darse el caso de que los demás
pueblos, felices en su actual abundancia,
hubieran expresado sinceramente esa
renuncia, y todavía era explicable que
España se reservase aceptar un
compromiso así.
¿Cómo se atreve nadie a hipotecar el
futuro de la Patria achicando sus
ilusiones y sus propósitos, impidiendo
la fortaleza y la voluntad del dominio
con educación plañidera y cobarde?
Podría tolerarse que la opinión
pacifista, dueña hoy de las rutas
nacionales, ejecutase una política de
previsión contra la guerra, procurando
esquivarla en lo posible, pero de ahí a
la renuncia solemne de acudir a la
guerra, dista el mismo trecho que hay de
un pueblo en pie, vigoroso y capaz, a un
pueblo en ruinas, asustadizo y mediocre.
Precisamente ahora, cuando las
dificultades mismas interiores requieren
la intervención de gentes decididas,
dispuestas si es preciso a empuñar las
armas para los gérmenes de disolución,
en este momento, repetimos, es cuando
la ola pacifista ramplona trata de
envenenar y destruir el coraje del
pueblo
Solo así, en pleno triunfo del
achicamiento y del derrotismo, se
pueden permitir unos señores el crimen
histórico de provocar la desmembración
de la Patria. En otro caso, el solo intento
hubiera provocado un inmediato y
ejemplar castigo.
Bien saben los actuales dominadores
que una vez impuesta la ruta boba
pueden impunemente hacer con el
cuerpo de España todas las maniobras
que deseen. ¡Nadie se levantará! ¡Nadie
pedirá soluciones heroicas, de guerra!
Solo miradas pánfilas, incapaces,
desoladas, contemplando el páramo.
Detalle del interior del libro ¡Hay que hacer
la revolución hispánica! de Ramiro Ledesma.
El lema «No parar hasta conquistar» fue creado
por Ledesma, que incluso lo tenía bordado, con
garra incluida, en un jersey amarillo que solía
llevar a esquiar
Octavilla propagandística de la Sección
Femenina
Homenaje a los caídos en Santander (octubre
de 1937)
ONÉSIMO REDONDO
SELECCIÓN DE TEXTOS
El vallisoletano Onésimo Redondo
Ortega fue fundador, tras el
advenimiento de la Segunda
República, de las Juntas Castellanas
de Actuación Hispánica,
organización política embrión junto
al grupo de La Conquista del Estado
de Ramiro Ledesma de las Juntas de
Ofensiva Nacional Sindicalista
(JONS), cuya ideología, el
nacionalsindicalismo, se ha llegado
a considerar como una primigenia
expresión de «fascismo a la
española». Antisemita, conspirador
entre bambalinas durante la
República y declarado defensor de
la violencia, en su periódico
Libertad lanzó soflamas
antimarxistas. El 19 de marzo de
1936 fue detenido en Valladolid. El
25 de junio fue trasladado a la
cárcel de Ávila, de la que fue
liberado la madrugada del 19 de
julio por los militares sublevados al
iniciarse la Guerra Civil española.
Se dirigió a Valladolid, donde
formó y dirigió durante los días
siguientes la sanguinaria «patrulla
del amanecer». Posteriormente, se
puso a la cabeza de un grupo armado
de falangistas que marchó hacia
Madrid. Su muerte es uno de los
episodios más singulares de la
Guerra Civil. Redondo, al ver un
puesto de hombres armados junto a
una bandera rojinegra, se dirigió
tranquilamente hacia estos pensando
que eran compañeros suyos
falangistas. Sin embargo, eran
cenetistas, cuya bandera era y es
muy similar, que lo reconocieron de
inmediato y acabaron con su vida.
Tras el suceso, los líderes golpistas
y fascistas prohibieron la exhibición
de la bandera falangista en la línea
del frente para evitar malentendidos
y consecuencias fatales.
LAS MILICIAS
NACIONAL-
SINDICALISTAS
Ya aludimos antes al propósito de las
JONS de organizar un ejército civil de
juventudes, las Milicias nacional-
sindicalistas. Es una de nuestras
consignas permanentes la de cultivar el
espíritu de una moral de violencia, de
choque militar, aquí, donde todas las
decrepitudes y todas las rutinas han
despojado al español de su proverbial
capacidad para el heroísmo. Aquí,
donde se canta a los revolucionarios sin
sangre y se apaciguan los conatos de
pelea con el grito bobo de «¡ni
vencedores ni vencidos!», las «Juntas»
cuidarán de cultivar los valores
militares, fortaleciendo el vigor y el
entusiasmo guerrero de los afiliados y
simpatizantes. Las filas rojas se
adiestran en el asalto y hay que prever
jornadas violentas contra el enemigo
socialista. Además, la acción del
partido necesita estar vigorizada por la
existencia de una organización
disciplinada y vigorosa que se encargue
cada día de demostrar al país la eficacia
y la rotundidad de las «Juntas». Nuestro
desprecio por las actuaciones de tipo
parlamentario equivale a preferir la
táctica heroica que puedan desarrollar
los grupos nacionales. Del seno de las
«Juntas» debe movilizarse con facilidad
un número suficiente de hombres
militarizados, a quienes corresponda
defender en todo momento el noble torso
de la Patria contra las blasfemias
miserables de los traidores. Varios
camaradas nuestros, especializados en
técnica militar, organizan a toda prisa
las Milicias nacional-sindicalistas, en
las que encuadraremos a todos los
españoles que secunden nuestra acción.
LA ESTACA, EL PUÑAL Y
LA PISTOLA
Donde haya un grupo antimarxista con la
estaca, el puñal y la pistola o con
instrumentos superiores, hay una JONS.
Nuestra razón de existencia no está en la
defensa teórica del Estado corporativo
ni en la afición práctica a los cargos y al
escalafón. Eso se queda para los
partidos parlamentarios. Nosotros
creemos en el derecho de los españoles
a una Patria grande, libre y unida.
Nosotros sabemos que hay enemigos
visibles de esa España que
ambicionamos, a los que los primeros
sirven de instrumento. Contra los que se
empeñan en deshacemos la posibilidad
de vivir una vida nacional digna,
huelgan desde hace mucho tiempo las
razones, por la sencilla razón de que
ellos amenazan y ejecutan por el camino
de la violencia. ¿La quieren? ¡Pues sea!
La nuestra es justa y será santa, ya que
se ejercita en servicio directo de
España. La juventud, además, necesita el
tónico de la lucha verdad, de la lucha
física, sin la que toda energía creadora
perece. La violencia nacional y juvenil
es necesaria, es justa, es conveniente.
¡MILICIAS, MILICIAS!
Solo la instrucción militar y la
disciplina de los jóvenes pueden redimir
a los pueblos.
Para salir del barro marxista es
indispensable armarse. ¿Qué es la
JONS? Una idea, una ilusión de libertad
española y un horizonte de Justicia y de
Imperio. Pero es también, y antes que
nada, una milicia española. Donde haya
un puñado de cuatro hombres armados e
instruidos, resueltos a defenderse del
marxismo, hay una JONS. Para la
defensa de nuestro pan, nuestra libertad
y nuestro honor. Para salvaguardar la
dignidad de nuestros hijos, la honradez
de nuestras hermanas y la honestidad de
nuestras mismas esposas, debemos
detener, como sea, la invasión creciente
de la barbarie roja. Es hombre sin honor
el joven español que por cobardía no se
alista en las milicias nacionales. No
puede haber trabajo tranquilo y libertad
de vivir donde la criminalidad marxista
domina. Y no se librará el pueblo de la
criminalidad marxista si no la hace
frente con una organización militar de
jóvenes.
En todos los pueblos debe haber, al
menos, una escuadra de hombres
decididos y serenos, agrupados
militarmente. ¡Camaradas campesinos
antimarxistas! ¡Haced instrucción!
¡Sin milicias nacionales no hay
salvación! Un pueblo con miedo es un
pueblo esclavo. Si los separatistas
quieren la guerra, ¡viva la guerra! La
canalla roja, cobarde y protegida, quiere
extenuar por el crimen el movimiento
nacional-sindicalista. No lo
conseguirán, pero están dando
fundamento a nuestra implacable justicia
del mañana.
Portada de ¡Hay que hacer la revolución
hispánica! de Ramiro Ledesma. En la página
siguiente: Homenaje a los caídos por dios en
Santander (octubre de 1937)
RAMIRO LEDESMA
SELECCIÓN DE TEXTOS
Tras la creación de las JONS
(Juntas de Ofensiva Nacional-
Sindicalista) y ya como aliado de
Onésimo Redondo, Ledesma
comenzó un acercamiento a Falange
Española, que le condujo al
triunvirato, por fusión de ambas
formaciones políticas, de FE de las
JONS junto a Julio Ruiz de Alda y
José Antonio Primo de Rivera en
febrero de 1934. La unificación
entre dichas organizaciones surgió
de la iniciativa del propio Ledesma
Ramos, asistente al acto fundacional
de Falange Española. Sin embargo,
Ledesma Ramos fue expulsado de la
formación en enero de 1935,
interpretándose su salida desde los
antiguos jonsistas como fruto de su
disconformidad con la evolución de
FE de las JONS, próxima al
reformismo burgués y alejada de la
vía revolucionaria proletaria que
decían defender sus partidarios. En
1935 había publicado el libro
¿Fascismo en España? (con el
seudónimo de «Roberto Lanzas»),
que incluía fuertes descalificaciones
contra Primo de Rivera y la Falange.
De 1935 es también su Discurso a
las juventudes de España que puede
considerarse como la obra doctrinal
más consistente del fascismo
español. Con la llegada de la Guerra
Civil se sumó al golpe, al tiempo
que soñaba con la puesta en práctica
de sus ideas y el uso de la violencia
fascista. Sin embargo, Madrid
resistió las acometidas de las tropas
sublevadas y no cayó. Ledesma fue
detenido en el barrio de Cuatro
Caminos, de Madrid, cerca de su
domicilio, por milicianos socialistas
e internado en la prisión de Ventas.
De allí fue «sacado», junto a otros
presos, entre los que se encontraba
el destacado intelectual
contrarrevolucionario Ramiro de
Maeztu y el jefe de Falange
Española de Villaverde Albino
Hernández Lázaro. Fue fusilado en
las tapias del cementerio de
Aravaca el 29 de octubre de 1936.
LA ACTUACIÓN DE LAS
JUNTAS
A las Juntas de Ofensiva Nacional-
Sindicalista se les ofrecen, naturalmente,
varias tácticas para luchar contra sus
poderosos enemigos. Desde luego
rechazan la táctica electoral y
parlamentaria, sin que esto quiera decir
que no la utilicen de un modo ocasional.
Son más adecuados y eficaces a sus
propósitos los métodos de acción
directa, y, puesto que acusan al Estado
de no vigilar con suficiente intensidad
las maniobras de los enemigos de la
Patria, subsanarán con sus propios
medios las deficiencias que adviertan.
No se olvide que nuestro nacional-
sindicalismo acepta con alegría la
realidad revolucionaria. Creemos que la
revolución es aquí imprescindible y
debe hacerse. Pues no estamos
dispuestos a que los medios
insurreccionales, con su gran fecundidad
creadora, sean exclusivamente utilizados
por los charlatanes de izquierda. De otra
parte, el hecho de que las Juntas se
denominen de «Ofensiva», señala con
claridad nuestro carácter
revolucionario, es decir, que nos
reservamos la aspiración de subvertir el
actual régimen económico y político e
implantar un Estado de eficacia
española. Es indudable que la tendencia
liberal y parlamentaria que hoy asfixia a
la vitalidad del país, procurará por
todos los medios desprestigiar e
inutilizar nuestra acción. Las esferas
«provisionalmente» directoras hacen
hoy todo lo posible por desvitalizar al
pueblo, despojándolo del heroísmo
proverbial de nuestra raza. Se pretende
reducirlo así a la impotencia, supliendo
con esbirros dóciles la actuación
ejecutiva del pueblo patriota. Hay
castigos, como los que merecen los
separatistas, los anarquizantes y todos
los afiliados a partidos antinacionales,
cuya ejecución no debe ser
encomendada a mercenarios, sino al
pueblo mismo, a grupos decididos y
generosos que aseguren con su acción la
íntegra salvaguardia de la Patria. La
acción directa que las Juntas proclaman
como su método predilecto de lucha, no
ha de entenderse como una práctica
exclusiva de la violencia. Más bien
como una táctica que prescinde del
actual Estado liberalburgués, como
protesta contra la inercia de este frente a
las audacias de los grupos
antinacionales. Pero la acción directa es
asimismo violencia. El hecho de que la
decrepitud pacifista imponga hoy en
España que solo la Guardia Civil puede
batirse contra la anarquía, y rechace con
pavor análogo al de una virgencita el
uso viril y generoso de las armas contra
los enemigos de la Patria, este hecho,
repetimos, no puede ni debe influir en la
táctica de las Juntas.
EL ASALTO A LAS
OFICINAS DE LOS
AMIGOS DE RUSIA
El día 14 de julio una de esas patrullas
jonsistas realizó un hecho, que tuvo gran
resonancia y preocupó
considerablemente al Gobierno. Los
diputados de la mayoría azaño-marxista,
con gran nerviosismo, mostraban y
comentaban el hecho como una prueba
de la potencia fascista, y pedían graves
sanciones. La cosa fue así: dicho día 14,
a las once de la mañana, tres individuos
penetraron, pistola en mano, en la
oficina que los titulados Amigos de la
Unión Soviética tenían establecida en la
Avenida de Dato, número 9. Se trataba
de uno de tantos centros y asociaciones
como, so capa de cultura y admiración
apolítica por la URSS, crean los
comunistas, siendo en realidad centros
de agitación y propaganda bolchevique.
Parece que los jonsistas sabían que en
esa oficina había documentación
importante acerca del plan para la
jornada comunista del próximo 1.º de
agosto, además de un magnífico archivo
y pruebas de los propósitos de la
Internacional comunista con relación a
España. El asalto se hizo con una
perfección y una audacia insuperables.
Los jonsistas se mostraron violentos,
pero sin efusión innecesaria de sangre.
En el interior de la oficina se
encontraban entonces el conocido
dirigente comunista y profesor
Wenceslao Roces, y un secretario.
Ambos fueron atados a las sillas y
amordazados por dos de los asaltantes,
mientras el tercero se apoderó de todo
el archivo, ficheros y documentación
oficial de la entidad, a más de
pulverizar todo el mobiliario. No hay
que olvidar que la oficina de Los
Amigos de la URSS se hallaba en un
tercer piso, de acceso peligroso por una
escalera bastante estrecha, y que en la
casa hay más de cien oficinas. Sin que
se supiese de fijo qué patrulla jonsista
realizó el hecho, aquellas semanas
circuló por el Partido una versión
detallada de él, así como de todas sus
incidencias. Parece que mientras
destruían los muebles y ataban a los que
se encontraban dentro, el jefe comunista
Roces mascullaba protestas,
entremezcladas con frases de verdadera
preocupación religiosa, como: «¡Ay,
Dios mío, estos son fascistas y nos
matan!». No les hicieron, sin embargo,
el menor daño, a no ser el formidable
susto de las pistolas al pecho,
presionándoles con fuerza si iniciaban el
menor propósito de gritar. El plan para
el 1.º de agosto fue, en efecto, hallado.
También documentación de suma
importancia, más tarde utilizada por el
Partido. Semejante hecho, repetimos,
alcanzó gran resonancia, tanto por la
audacia de los realizadores como
porque delataba tener estos detrás una
organización fuerte y poderosa. El
periódico Ahora, al día siguiente, fecha
15, publicó, como el resto de la prensa,
una nota que revela cuanto decimos.
Hela aquí: Después de la sesión,
acudieron al despacho de ministros del
Congreso, donde se entrevistaron con el
señor Casares Quiroga, los diputados
señores Hidalgo, Gomáriz, Menéndez
(don Teodomiro) y Balbontín, y los
señores Montilla y Roces, de la
A. Amigos de la URSS. Según manifestó
a la salida don Diego Hidalgo, habían
hecho ver al ministro de la Gobernación
que la actitud en que se han colocado las
JONS es una cuestión puramente
política, y que es necesario terminar con
ese brote fascista. La policía se puso a
actuar con frenesí. Las altas autoridades
gubernativas exigían la detención rápida
de los autores. Durante una semana
fueron detenidas más de cien personas
como sospechosas de participación,
teniendo luego que ser puestas en
libertad al no ser reconocidas por los
asaltados. Entre esas cien, apenas había
dos jonsistas, lo que prueba el hecho de
que antes hicimos mención, el de que los
militantes de las JONS, por ser jóvenes
y no figurar en libros de socios ni en
ninguna parte, eran en casos tales de
identificación casi imposible. En vista
de que no encontraban socios de las
JONS, los agentes detenían a todos los
que figuraban en la Dirección de
Seguridad como activos y calificados
derechistas. Palos auténticos de ciego.
LA DISCIPLINA Y EL
CORAJE DE UNA
ACCIÓN MILITAR
Una consigna permanente de las
«Juntas» es la de cultivar el espíritu de
una moral de violencia, de choque
militar, aquí donde todas las
decrepitudes y todas las rutinas han
despojado al español de su proverbial
capacidad para el heroísmo. Aquí,
donde se canta a las revoluciones sin
sangre y se apaciguan los conatos de
pelea con el grito bobo de «¡Ni
vencedores ni vencidos!». Las «Juntas»
cuidarán de cultivar los valores
militares, fortaleciendo el vigor y el
entusiasmo guerrero de los afiliados y
simpatizantes. Las filas rojas se
adiestran en el asalto y hay que prever
jornadas violentas contra el enemigo
bolchevique. Además, la acción del
partido necesita estar vigorizada por la
existencia de organizaciones así,
disciplinadas y vigorosas, que se
encarguen cada día de demostrar al país
la eficacia y la rotundidad de las
«Juntas». Nuestro desprecio por las
actuaciones de tipo parlamentario
equivale a preferir la táctica heroica que
puedan desarrollar los grupos
nacionales. Del seno de las «Juntas»
debe movilizarse con facilidad un
número suficiente de hombres
militarizados, a quienes corresponda
defender en todo momento el noble torso
de la Patria contra las blasfemias
miserables de los traidores. A todas
horas, favorecidos por la inmunidad, se
injuria a España por grupos de
descastados, que se sonríen de nuestra fe
en la Patria, que medran con la sangre
del pueblo que trabaja, acaparando esos
sueldos que les permiten dilapidar el
tiempo en las tertulias antinacionales.
Esos grupos, esas personas, esos
periódicos que calumnian a España, que
odian su espíritu secular y su cultura,
merecen el más implacable castigo, que
debe ejecutarse supliendo la inacción
del Estado con la acción violenta de
unas cuantas patrullas heroicas.
ACCIÓN DIRECTA
Que las juventudes tienen que adoptar
una táctica de acción directa, es decir,
una moral de desconfianza hacia todo lo
que no proceda de ellas y una decisión
de imponer por sí mismas las nuevas
normas, es algo en realidad
incuestionable. Eso va implícito en la
actitud que antes hemos dicho
corresponde a nuestros jóvenes: la
actitud del soldado. El soldado practica
siempre la acción directa, y es, por su
propia calidad, el único que la
representa en toda su gran fecundidad y
relieve moral. Las juventudes son,
asimismo, como sector social, las únicas
que imprimen a la acción directa, no un
sentido particularista, de exacerbación y
desorbitación de una clase, sino el
carácter íntegramente nacional y
humano, la justificación profunda de su
violencia para con los valores parásitos
y para con los intermediarios provistos
de degradación. La acción directa
garantizará a nuestras juventudes su
liberación de todo mito parlamentarista,
de todo respeto a lo que no merece
respeto, de toda prosternación ante
ídolos vacíos y falsos. Pues se verá
siempre en peligro, al aire, en plena
vida ascética y de gran dimensión
emocional, de gran potenciación
histórica. En la práctica de la acción
directa se efectúa, además, algo que en
nuestra Patria es urgentísimo: la posible
aparición y selección de las nuevas
minorías rectoras, procedentes de las
masas, surgidas de ellas, y
substituidoras, por propio y auténtico
derecho de conquista, de las minorías
tradicionales o procedentes de los
partidos y sectas políticas dominantes.
La acción directa no es siempre ni
equivale a la violencia armada. Es, en
primer lugar, la sustentación de una
actitud de ruptura, de una moral de
justicia rígida contra la decrepitud o la
traición, de una confianza plena,
totalitaria, en lo que se incorpora y trae.
La violencia, la ruptura, tendrá en
nuestras juventudes, como realizadoras e
impulsadoras de la revolución nacional,
un eco profundo de realización moral,
de heroísmo, de firmeza y de entereza.
Precisamente por ello cabe adscribir
tres justificaciones, tres dimensiones, a
la violencia de las juventudes, de las
cuales una sola, cualquiera de ellas,
bastaría y se autojustificaría de modo
suficiente: a) Como valor moral de
ruptura, como desprendimiento y
rebelión contra valores decrépitos,
traidores e injustos, b) Como necesidad,
es decir, como principio obligado de
defensa, como táctica ineludible en
presencia de los campamentos enemigos
(España está hoy poblada de verdaderos
campamentos, en pie de guerra), c)
Como prueba, como demostración de
entereza, de capacidad y de la licitud
histórica que mueve a los soldados de la
revolución nacional. Estas
justificaciones vedan a la acción directa
de las juventudes, toda caída en el
crimen, en el bandidaje y en la violencia
política vituperable, que es la que va
siempre ligada a un signo individual,
anárquico y de pequeños grupos
visionarios.
LA VIOLENCIA POLÍTICA
Y LAS INSURRECCIONES
Ramiro de Ledesma escribió este
artículo bajo el pseudónimo de
«Roberto Lanzas». Publicado en el
número 3 de JONS (agosto de 1933)
L
inicial
Futurista el 20 de febrero de
1909, mediante su publicación
en Le Fígaro para ser
inmediatamente replicado en otras
muchas publicaciones, supuso un
cataclismo para el ambiente artístico y
literario. El futurismo y los futuristas,
con Filippo Tommaso Marinetti a la
cabeza como su indiscutible líder,
hombre y amigo de confianza de
Mussolini, inspiró el nacimiento del
fascismo. Al primer manifiesto le
siguieron muchos otros en los que se
abogaba, entre otras cosas, por «la
guerra como higiene del mundo», el
feroz y violento rechazo al pasado y la
«desvaticanización» de Italia. Su
agresivo y ultramilitante nacionalismo,
su defensa de la antigua e imperial
Roma, que se añoraba, el enfrentamiento
contra la burguesía y, por supuesto, los
izquierdistas, hizo que cuando Marinetti
viajó hasta Rusia tiempo después fuese
boicoteado por los futuristas rusos, que
enarbolaban lavandera de la revolución
y el internacionalismo proletario.
Marinetti y muchos otros futuristas
se integraron en los arditi (de ardire,
esto es, «los osados»), es decir, en los
grupos de asalto, la bestia negra
callejera en los años venideros y que los
falangistas españoles, en su intento por
emular el fascio, que desde un principio
les fascinó, replicaron y llevaron a la
realidad española. Inicialmente, no
todos los futuristas pertenecían al
fascismo, ya que entonces no se había
fundado formalmente. Los arditi, como
unidades de asalto y cuerpos de élite
italianos, expertos en llegar hasta las
trincheras enemigas de forma sigilosa y,
una vez allí, emplear con saña sus
dagas, se crearon durante la Primera
Guerra Mundial. La siguiente generación
de combatientes tendrá una impronta
genuinamente futurista y fascista.
Empleaban un uniforme con camisas
negras y un fez negro, más tarde
adoptado por los Camisas Negras de
Mussolini. Mucha de su iconografía fue
imitada por los fascistas españoles, que
la reprodujeron una y otra vez en sus
publicaciones, como su insignia de un
cráneo con una daga entre los dientes
(curiosamente, los llamados Arditti del
Popolo, en este caso antifascistas, tenían
una insignia muy similar, mantenía el
cuchillo entre los dientes pero el cráneo
tenía los ojos rojos), publicada en
varias revistas españolas.
En 1909 parecía que el futurismo era
ante todo un movimiento artístico de
vanguardia, como muchos otros, pero
poco a poco comenzó a vislumbrarse
una estrategia política y el intento por
poner en práctica un programa
revolucionario que se asemejaría mucho
al del fascismo. En septiembre de 1918
apareció Roma futurista, que llevaba
como subtítulo Periódico del Partido
Futurista, y que por supuesto publicó el
correspondiente manifiesto-programa
del Partido Político Futurista. En
invierno de ese mismo año los futuristas
se sumaban formalmente al proyecto de
Mussolini.
Los futuristas ejercieron mucha
influencia en el primer programa del
fascio propiamente dicho. En una
entrevista para El Pueblo Vasco en
febrero de 1928 Marinetti afirmó que
«el futurismo ha sido la cuna del
fascismo y que ambos, futurismo y
fascismo, se complementan. Ya que el
fascismo ha puesto en práctica el lema
futurista de síntesis y simplificación: de
terminar con la burocracia, los
contratiempos y las tradiciones. Además
los fascistas, han imitado la doctrina
futurista de la violencia, así como la
glorificación de la velocidad, la fuerza y
la revolución»[1].
Marinetti, a su vez, se convirtió en
miembro del Comité Central y, como
buen propagandista que era y hábil con
la pluma, entró en la comisión de
propaganda y prensa. El bautismo de
fuego de sus arditi fue en abril de 1919
cuando «bajo la instigación de
Mussolini y de Marinetti, los arditi de
Ferruchio Vecchi tomaron por asalto y
saquearon los locales de Avanti! en
Milán. Una sana reacción contra el
“chantaje leninista”, “primer episodio
de la guerra civil”, tales fueron los
términos empleados por Mussolini al
reivindicar para los fascistas “toda la
responsabilidad moral del acto”»[2].
Aquella primera acción de matonismo se
parecerá mucho a los otros tantos actos
de violencia y terrorismo de las
escuadras y milicias falangistas durante
la República, que imitaron a los camisas
negras (squadristi, las escuadras de
asalto) y arditi. Durante la Marcha
sobre Roma (1922), doscientos mil
camisas negras armados, que
amenazaban con arrasar todo a su paso y
liquidar a quienes se opusieran, se
hicieron con el poder en Italia.
Comenzaba así la dictadura fascista.
La firma del inagotable Marinetti
puede seguirse en el Manifiesto de los
intelectuales fascistas (21 de abril de
1925). A pesar de su virulencia contra
el mundo de la cultura y el arte oficiales,
no dudó en aceptar formar parte de la
Academia de Italia.
En España, antes de la aparición del
Manifiesto Futurista, en 1906, el
españolista y anticlerical Alejandro
Lerroux publicó un manifiesto que
adelantó la furia del inminente futurismo
italiano. No era obviamente un texto
futurista pero parecía adelantarlo. El
texto, que alcanzaría una gran
repercusión, era un llamamiento a la
violencia iconoclasta en manos de los
jóvenes. «¡Rebeldes!, ¡Rebeldes!»,
como se titulaba, fue inicialmente
difundido por el periódico ¡Cucut!, un
semanario satírico catalanista cuya
redacción sería asaltada por militares
por la publicación de una viñeta en la
que se ironizaba sobre las derrotas del
ejército español. «Jóvenes bárbaros de
hoy: entrad a saco en la civilización
decadente y miserable de este país sin
ventura [proclamaba el manifiesto];
destruid sus templos, acabad con sus
dioses, alzad el velo de las novicias y
elevadlas a la categoría de madres para
virilizar la especie. Romped los
archivos de la propiedad y haced
hogueras con sus papeles para purificar
la infame organización social. Penetrad
en sus humildes corazones y levantad
legiones de proletarios, de manera que
el mundo tiemble ante sus nuevos jueces.
No os detengáis ante los altares ni ante
las tumbas… Luchad, matad, morid». El
texto tuvo un gran eco. A partir de
entonces, los disturbios callejeros y
ataques a católicos parecían haber sido
alimentados por aquellos espectrales
jóvenes bárbaros. Se reclamó la
detención de Lerroux por exaltar el
crimen y promover la violencia
anticlerical, incluso el asesinato. El
político se defendió escudado en las
licencias de la retórica. Sus jóvenes
bárbaros, como se conocía a sus
seguidores más jóvenes, tenían su
propio local en la calle Relatores de
Madrid. Resultaban amenazantes: era la
idea junto al puño americano:
«Muchachos, haced saltar todo eso
como podáis: como en Francia o como
en Rusia. Cread ambiente de
abnegación. Difundid el contagio del
heroísmo. Luchad, matad, morid»,
proclama al final del manifiesto.
Existía escasa diferencia en el
ímpetu incansable, su fervor callejero y
matonista, de militancia y martirio, de
aquellos primeros jóvenes bárbaros y
los falangistas de Primera Línea, para
los que sirve la descripción que Cario
Emilio Gadda, en Eros y priapo
(Garzanti, 1967), hizo de los
mussolinianos: la «banda eufórica».
Los futuristas italianos, a su vez,
firmaron manifiestos similares. El
pasado debía perecer bajo el rodillo y
el puño futuristas. El propio Marinetti,
en junio de 1910, lanzó el manifiesto
Proclama futurista a los españoles,
expresamente escrito para ser publicado
e n Prometeo, revista modernista, y
secundado por Ramón Gómez de la
Serna (aunque con el pseudónimo de
«Tristán»). Fue la primera ocasión en
que las ideas futuristas se difundían en
nuestro país. Seguidamente, la editorial
valenciana Sempere publicaría en 1911
una selección de manifiestos con el
título de El Futurismo y que recoge sus
principales textos, declaraciones y
manifiestos. Nuestro país había tratado
bien al futurismo en aquellos sus
primeros pasos. El manifiesto
fundacional se publicó en Prometeo en
abril de 1909, solamente un par de
meses después de ver la luz en Le
Fígaro y, posteriormente, en la revista
italiana Poesía.
En su publicación original, en
italiano, la Proclama, que se incluyó en
Guerra sola igiene del mondo (1915),
se llamó Contro la Spagna pasatista.
En realidad era una adaptación, en clave
española, de uno de los manifiestos
futuristas más célebres, Contro Venezia
pasatista. La virulencia del texto no
ejerció por entonces una gran influencia
entre ultraístas y vanguardistas. En El
Futurismo (una nueva escuela
literaria) de Andrés Gómez Blanco,
publicado un poco antes en Nuestro
Tiempo (marzo de 1910), se afirma que
el único interés de los artistas españoles
por el futurismo está en sus
implicaciones exclusivamente literarias,
pero no se compartía su violencia
iconoclasta.
Aunque la Proclama es posterior al
libro de Blanco, no cambió la situación.
En esta, Marinetti, empleando su
habitual lenguaje de guerra, advierte de
la necesidad de un cambio de rumbo y
de la imparable fuerza del porvenir. En
caso de no atender al llamamiento, «será
el momento de la república radical-
socialista con Lerroux y Pablo Iglesias,
que harán una incisión profunda y quizás
definitiva en la carne leprosa del país»,
advierte: «¡En cuanto a vosotros los
jóvenes, los valientes, pasad por
encima! ¿Qué hay ahí aún? ¿Un nuevo
obstáculo? ¡No es más que un
cementerio! ¡Al galope! ¡Al galope!
¡Atravesadle saltando como una banda
de estudiantes en vacaciones! ¡Abatid
las hierbas, las cruces y las tumbas!…
Reirán nuestros antepasados con una
alegría futurista, feliz, formidable y
desusadamente feliz, por sentirse
hollados por pies más pujantes y más
inauditos que los suyos. ¿Qué lleváis?
¿Azadas?… ¡Desembarazaos de ellas,
porque no han hecho más que fosas
funerarias!… Para devastar la tierra de
la vid sombría, forjaréis nuevas azadas
fundiendo el oro y la plata de los
exvotos».
El manifiesto, por entonces, con
Marinetti aún sin alcanzar una
proyección internacional como
instigador del futurismo fascista (no
todos los futuristas, ni mucho menos, se
adscribieron al fascismo), circuló
exclusivamente en los ambientes
vanguardistas, sobre todo alrededor de
Gómez de la Serna y los ultraístas.
Ninguno de ellos, sin embargo, defendió
la dimensión política, de auténtico
programa político protofascista, del
futurismo. Fue Giménez Caballero, el
fascista más europeizante, a finales de
los años veinte, quien haría uso de la
figura de Marinetti para reclamar la
aplicación de sus ideas en España. En
1927, fundó La Gaceta Literaria, que
convirtió en una plataforma para
exponer las ideas tanto del fascismo
como de Marinetti. El número 28 (15 de
febrero de 1928) está dedicado casi
exclusivamente a Italia, incluyendo una
entrevista de Caballero a Marinetti.
Caballero no escatima en elogios y
arremete contra la prensa española, que
mostró poco interés por este: «Hoy se
desprecia a Marinetti entre los
enterados. ¿Enterados de qué? [… ]. En
el agua chirle de Europa nonagentista,
fue un renovador. De esa agua
purificada salió en Italia un Pirandello,
un Bontempelli. Salió un país latino con
más fuerza que uno germánico. Salió una
política original y sin préstamos
nórdicos. ¡Marinetti! Te saludamos con
la eterna admiración española ante lo
que se mueve, grita, se desenfrena y
revoluciona». También Guillermo de
Torre (otro de los grandes impulsores
del ultraísmo junto a Cansinos Assens)
firmó una «Efigie de Marinetti», donde
afirmaba que el italiano «trató de
ejercer, no solamente una influencia
literaria y estética —como los demás
movimientos similares—, sino también
un influjo moral y político, mediante una
exaltación de los valores nacionales: el
orgullo, el patriotismo, el
anticlericalismo, el militarismo, el afán
bélico, etc.».
Ese mismo año Caballero viajó a
Italia. El efecto que el viaje tuvo en él
fue enorme. A partir de entonces, aún
con más ahínco, reclamará su puesta en
práctica en España. Además, coincidió
con un hecho decisivo: el viaje de
Marinetti a España en 1928[3]:
En Barcelona, posteriormente y
siguiendo a Menéndez, el itinerario fue
similar, con visitas y conferencias:
La prensa madrileña, en particular La
Gaceta Literaria, ABC, y El Debate,
ocuparán sus páginas con las
controversias suscitadas por la figura
marinettiana, incluso tras abandonar la
capital, el sábado 18, día en el que
Marinetti y esposa emprenden el regreso
a Barcelona, donde permanecerán
únicamente hasta el miércoles,
hospedados en el Hotel Colón, situado
en la Placea de Catalunya. Allí, en la
playa de Las Arenas asistirán a una
novillada, que inspirará al autor la
última parte de Spagna veloce e toro
futurista, puesto que el resto de la obra
evoca el viaje en coche realizado de
Barcelona a Madrid, con el propósito de
llegar a tiempo para dar la consabida
conferencia en la Residencia de
Estudiantes. La jornada posterior estará
llena de compromisos: por la mañana
será entrevistado por Angel Ferrán,
periodista de La Publicitat;
seguidamente, él y Benedetta, junto al
cónsul de Italia en Barcelona, irán a la
Casa degli italiani, fundada en 1866, en
torno a la cual se aglutinaba la colonia
italiana en la ciudad, donde el autor
firmara el libro de honor de esta
institución, encargada de anunciar
además la intervención en el Teatre
Novetats, prevista para ese mismo día,
más tarde, Cappa y Marinetti, se
dirigirán a la exposición en honor a
Josep Dalmau, donde el fundador del
futurismo realizará el discurso inaugural
de este acontecimiento, organizado en
las Galeries Dalmau, al que asistirán
múltiples personalidades de la vida
cultural. Más tarde pronunciará la
esperada conferencia en el Teatre
Novetats, tal y como había anunciado El
Noticiero Universal de forma reiterada
la semana previa, motivando la
asistencia de unos ciento cincuenta
espectadores.
La declamación de los poemi
paroliberi que cerrarán la charla,
exactamente igual a aquella pronunciada
en Madrid, causará un «alegre
desconcierto», relatado el 21 de febrero
de 1928 en, por ejemplo, La Publicitat
o en La Ñau. En este acto además el
autor informará de que la Compañía de
Teatre Intim, dirigida por Adrià Gual,
dedicaría una sesión al teatro futurista,
que no llegará a producirse debido a su
repentina marcha a bordo del Conte
Rosso destino a Génova, el día 22, no
sin antes reunirse con el pintor Rafael
Barradas. Fruto de este viaje nacerá
Contra el viento adusto, comandante de
las fuerzas del pasado, publicado por
primera vez en el número 39 de La
Gaceta Literaria, en agosto de 1928,
apenas seis meses después de que
Marinetti abandonase España.
Sin embargo, tuvo aún tiempo para una
última parada, esta vez en Bilbao, sin
que su estancia y conferencia generase
grandes apoyos o excesiva repercusión:
Tristán
(seudónimo de Ramón Gómez de la
Serna)
I
¡He soñado en un gran pueblo: sin duda
en el vuestro, españoles! Le he visto
caminar de época en época,
conquistando las montañas, siempre más
a lo alto, hacia la gran lumbrarada
encendida al dorso de las cimas
inaccesibles.
Desde lo alto del cénit, en sueños,
he contemplado vuestros barcos
formando un largo cortejo como de
hormigas sobre la pradería verde del
mar, que entrelazaba las islas a las islas
como en los aledaños de sus
hormigueros, sin el temor de los
ciclones, formidables puntapiés de un
dios que no os arredraba tampoco.
Os he visto, trabajadores y soldados
construir ciudades y caminar con tan
firme paso, que con vuestra huella
construíais los caminos, llevando una
extensa retaguardia de mujeres y de
frailes.
Esa retaguardia era y sigue siendo
por lo visto la que os ha traicionado,
atrayendo sobre vuestra caravana de
conquistadores en marcha toda la
pesadez del clima africano que a la vez
por paradoja rastreaba a vuestro
alrededor como una conspiración de
brujas y proxenetas en un sombrío
desfiladero de Sierra Nevada.
Mil vientos ponzoñosos os
solicitaban en el trayecto, y mil
primaveras maliciosas con alas de
vampiro os enervaban de voluptuosidad
y de languor.
Mientras los lobos de la lujuria
aullaban en lo umbroso de los bosques,
bajo las lentas tufaradas carmines del
incendiado crepúsculo, los hombres se
destruían dando besos a las mujeres
coritas en sus brazos. Quizá esperaban
ver enloquecer a las estrellas
inaccesibles como idas a fondo en el
pantano negro de la noche o quizás
tenían miedo a morir y por eso no
terminaban de jugar en sus lechos esos
juegos de la muerte. Las últimas llamas
del infierno que ya se extingue, lamían
sus nalgas de machos encarnizados
sobre los bellos sexos glotones como
ventosas.
Como fondo al panorama el gran sol
cristiano moría en un tumulto de
insólitas nubes veteadas de sangre,
congestionadas de la que vertieron en la
Revolución francesa, la formidable
borrasca de justicia.
En la inmensa inundación de
libertad, todos los autoritarismos
borrados, habéis alimentado vuestra
angustia en los frailes, que con toda
socarronería han hecho la rueda
cautelosamente alrededor de vuestras
riquezas hieratizadas.
Y heles aquí todos inclinados sobre
vosotros, murmurando muy leve: «¡Oh,
hijos míos, entrad con nosotros en la
Catedral del buen Dios!… ¡Él es viejo
pero sólido! ¡Entrad, ovejas mías a
abrigaros en el redil! ¡Oíd a las santas y
amorosas campanas que se balancean en
sus campanadas como las andaluzas
mecen sus mórbidas caderas. Hemos
cubierto de rosas y de violetas el altar
de la Virgen. La penumbra de su capilla
tiene perfumes de alcoba. Los cirios
arden como los claveles rojos en la
dentadura de vuestras mujeres!
¡Tendréis amor, perfumes, oro y seda y
canciones también, porque la Virgen es
indulgente!».
Ante estas palabras habéis desviado
los ojos de las indescifrables
constelaciones y vuestro miedo a los
firmamentos os ha arrojado a las
ogaresas puertas de la Catedral, bajo la
voz lagrimosa del órgano que ha
acabado de debilitar vuestras rodillas.
¿Qué más he visto? En la noche
impenetrable la negra Catedral tiembla
bajo la ráfaga fiera de la lluvia. Un
sofocante terror eleva difícilmente hacia
allá, sobre el arco del horizonte,
bloques caliginosos y pesados. El
chaparrón acompaña con una voz
desolada los largos gemidos del órgano,
y de hora en hora sus voces,
entremezcladas como en una lucha
cuerpo a cuerpo, se prolongan en un
fracaso de hundimiento. Los tabiques del
claustro caen ruinosos, en este cuadro de
éxodo.
¡Españoles! ¡Españoles! ¿Qué
esperáis así de abatidos, besando las
losas sagradas entre el hedor
desangrante del incienso y de las flores,
podridas en este arca inmunda de
Catedral, que no puede salvaros del
diluvio, ni conduciros al cielo, rebaño
cristiano?…
¡Levantaos! ¡Escalad los vitrales aún
lustrados de luna mística y contemplad
el espectáculo de los espectáculos!
¡He aquí erigida en un prodigio más
alto que las sierras de ébano la sublime
Electricidad, única y divina madre de la
humanidad futura, la Electricidad con su
busto palpitante de plata viva, la
Electricidad de los mil brazos o de las
mil alas fulgurantes y violentas!
¡Hela aquí! ¡Lanza en todas
direcciones sus rayos diamantados,
jóvenes, danzantes y desnudos, que
trepan por zigzageantes espirales azules,
en serpentinismos maravillosos al asalto
de la negra Catedral!
Son más de diez mil, hirvientes,
faltos de alientos, lanzados al asalto
bajo la lluvia, escalando los muros,
introduciéndose por doquier, mordiendo
el hierro inflamado de las gárgolas, y
rompiendo de un chapuzón de fuerza la
multitud de vírgenes pintadas en los
vitrales.
Pero tembláis de rodillas, como
arboles maltrechos, quebrados en un
torrente…
¡Levantaos! Que los más ancianos se
apresuren a llevarse sobre los hombros
lo mejor de vuestras riquezas… ¡A los
más jóvenes un trabajo más digno y más
jovial! ¿Sois los hombres de veinte
años? Bien.
Escuchadme: blandid cada uno un
candelabro de oro macizo y serviros de
él como de una maza voltejeándola para
fracturar el misticismo marrullero de
frailes y cabildos.
¡Papilla sangrienta y bermeja con la
que adornaréis los huecos de los
abovedados, los ábsides y los vitrales
rotos! ¡Jadeante andamiaje de diáconos
y subdiáconos, de cardenales y de
arzobispos, encajados los unos en los
otros, brazos y piernas trenzados, que
sostendrá el resto de los muros rendidos
de la nave!
¡Pero precipitad vuestros pasos
antes de que los rayos ya en triunfo
caigan sobre vosotros para haceros
purgar vuestra falta milenaria… Porque
sois culpables del crimen de éxtasis y de
sueño. Porque sois culpables de no
haber querido vivir y de haber
saboreado la muerte en pequeñas dosis,
en pequeños buches. Culpables de haber
apagado en vosotros el espíritu, la
voluntad y el orgullo conquistador, bajo
tristes molicies acolchadas, de amor, de
nostalgia, de lujuria y de oración!…
¡Y ahora echad abajo las batientes
de la gran puerta que giran sobre sus
goznes añosos! La bella tierra española
esta tendida ante vosotros, supina, toda
abrasada de sed y el vientre maltratado,
sequeroso, por la ferocidad de un sol
dictatorial… ¡Libertadla!… ¡Ahí una
fosa se os opondrá, la gran fosa
medieval!… ¡Pero no importa,
terraplenadla, valetudinarios, arrojando
a ella las riquezas que abruman vuestro
espinazo!… ¡Ese petimetre, ese
charivari, de cuadros sagrados, estatuas
inmortales, violas y harpas
embadurnadas de claro de luna, útiles
preferidos por los antepasados, metales
y maderas preciosas!… Pero la fosa es
demasiado vasta y no tenéis apenas nada
para llenarla hasta el ápice… ¡Ha
llegado vuestro momento!…
¡Sacrificaos! ¡Arrojaos dentro!
¡Vuestros senectos cuerpos,
amontonados, prepararan el vado al gran
espíritu del mundo!…
¡En cuanto a vosotros los jóvenes,
los valientes, pasad por encima! ¿Qué
hay ahí aún? ¿Un nuevo obstáculo? ¡No
es más que un cementerio! ¡Al galope!
¡Al galope! ¡Atravesadle saltando como
una banda de estudiantes en vacaciones!
¡Abatid las hierbas, las cruces y las
tumbas!… Reirán nuestros antepasados
con una, alegría futurista, feliz,
formidable y desusadamente feliz, por
sentirse hollados por pies más pujantes
y más inauditos que los suyos. ¿Qué
lleváis? ¿Azadas?… ¡Desembarazaos de
ellas, porque no han hecho más que
fosas funerarias!…
Para devastar la tierra de la vid
sombría, forjaréis nuevas azadas
fundiendo oro y la plata de los exvotos.
¡Ya al fin debéis desenfrenar
vuestras miradas, en libertad bajo el
recio flamear revolucionario de la gran
bandera de la aurora! ¡Los ríos en
libertad os indicaran el camino! Los ríos
que desdoblan sus verdes y sedeñas
echarpes lozanas y frescas, sobre la
tierra, de la que habéis barrido las
inmundicias clericales
¡Ahora sabedlo bien, españoles, ese
viejo cielo católico, de un viejo temple
desconchado, llorando sus ruinas ha
fecundado mal que le pese la sequedad
de vuestra gran meseta central! ¡Para
calmar vuestra sed, durante vuestra
caminata entusiasta, morded vuestros
labios hasta hacedlos sangrar, porque
querrán aún rezar, sin querer aprender a
dominar el destino esclavo! ¡Andad todo
seguido! ¡Es necesario deshabituar de la
tierra a vuestras rodillas maceradas y no
doblarlas más que para anonadar a
vuestros viejos confesores! ¡Oh, cuan
grotescos reclinatorios! ¿No les sentís
agonizar ya bajo este derrumbamiento de
piedras y estos recios choques de
escombros que acompasa vuestro
avance?… ¡Guardaos bien de volver la
cabeza!… ¡Que la vieja Catedral, toda
negra, se siga desplomando lienzo a
lienzo, con sus vitrales místicos y sus
claraboyas en la bóveda adornadas del
manchón fétido de la clericalla de sus
cráneos mondos!…
II. CONCLUSIONES
FUTURISTAS SOBRE
ESPAÑA
El progreso de la España
contemporánea no podrá verificarse sin
la formación de una riqueza agrícola y
de una riqueza industrial.
¡Españoles! Llegaréis infaliblemente
a este resultado por la autonomía
municipal y regional que hoy resulta
indispensable, y por la instrucción
popular a la que el Gobierno debería
consagrar todos los años. SESENTA
millones de pesetas absorbidos por el
culto y clero.
Es necesario para esto, extirpar de
un modo total y no parcial el
clericalismo y destruir su corolario,
colaborador y defensor, el carlismo.
La monarquía, defendida por
Canalejas con talento, está en camino de
hacer esta bella operación quirúrgica.
Si la monarquía no llega a llevarla a
cabo, si muestra de parte de su primer
ministro debilidad y traición, será el
momento de la república radical-
socialista con Lerroux y Pablo Iglesias,
que harán una incisión profunda y quizás
definitiva en la carne leprosa del país.
En espera, los hombres políticos, los
literatos y los artistas deben cooperar
enérgicamente, en sus discursos, en sus
libros y sus periódicos a transformar
completamente la intelectualidad
española.
1. Deben exaltar para esto el orgullo
nacional bajo todas sus formas.
2. Desenvolver y defender la
dignidad y la libertad individuales.
3. Glorificar la ciencia victoriosa y
su heroísmo en la labor, ese heroísmo
cotidiano.
4. Diferenciar resueltamente la idea
del militarismo de la idea de otros
poderes y de la reacción clerical. Lo
que es tanto más lógico, cuanto que
todos los pueblos agonizantes de Europa
contradiciendo su origen violento y
batallador, como debilitados, se
adhieren fatalmente al pacifismo a todo
precio con la cobardía y la astucia
diplomática preparándose así un lecho
en que morir.
5. Los hombres políticos, los
literatos y los artistas deben fundir la
idea del ejército poderoso y de la guerra
posible con la idea del proletariado
libre industrial y comerciante.
6. Deben transformar sin destruirlas
todas las cualidades esenciales de la
raza, a saber: la afición al peligro y a la
lucha, el valor temerario, la inspiración
artística, el orgullo arrogante y la
habilidad muscular, cosas que han
aureolado de gloria a vuestros poetas,
vuestros pintores, vuestros cantantes,
vuestros bailaores, vuestros Don Juanes
y vuestros matadores. Todas estas
energías desbordantes pueden ser
canalizadas en los laboratorios y en las
fábricas, sobre la tierra, sobre el mar y
sobre el cielo, por las innumerables
conquistas de la ciencia.
7. Deben combatir la tiranía del
amor, la obsesión de la mujer ideal, los
alcoholes del sentimentalismo y las
monótonas batallas del adulterio, que
extenúan a los hombres de veinticinco
años.
8. En fin, deben defender a España
de la más grande de las epidemias
intelectuales: el arcaísmo, es decir, el
culto metódico y estúpido del pasado, el
inmundo comercio de nostalgias, de
historietas, de añoranzas funerales, que
hace de Venecia, de Florencia y de
Roma las tres últimas plagas de nuestra
Italia convaleciente.
Sabed, españoles que la gloriosa
España de otro tiempo no será nada
comparable a la España que forjen un
día vuestras manos futuristas.
Simple problema de voluntad, que es
necesario resolver quebrantando
férvidamente, brutalmente, el círculo
vicioso de sacerdotes, de toreros y de
caciques en que vivís aún.
Se lamenta en vuestro país que los
picaros golfos de vuestras ciudades
muertas maten el ocio tirando cantos
contra las preciosas blondas pétreas de
vuestras Alhambras y contra las
vidrieras inimitables de vuestras
iglesias.
Regalad a estos hombres generosos,
porque os salvan sin pensarlo, de la más
inferné y perniciosa de las industrias: la
explotación de los extranjeros. Ante los
turistas millonarios, impotentes viajeros
pasmados, que aspiran las huellas de los
grandes hombres de acción y se
divierten a veces vistiendo sus cráneos
inconsistentes, de un viejo casco
guerrero, tened un gran desprecio,
desdeñad su necia locuacidad y el
dinero con que os pueden enriquecer.
Sé bien que se os querrá alucinar
con los grandes provechos que eso
reporta… ¡Escupid encima, volved la
cabeza!…
Sois más dignos de ser trabajadores
heroicos y mal recompensados que no
cicerones, ni proxenetas, pintores
copistas, restauradores de cuadros
vetustos, pedantes, arqueólogos y
fabricantes de falsas obras de museo,
como nuestros Venecianos, nuestros
Florentinos y nuestros Romanos, contra
los que estamos haciendo una campaña
trágicamente necesaria.
Guardaos de atraer sobre España las
grotescas caravanas de ricos
cosmopolitas, que pasean su esnobismo
ignorante, su inquieto cretinismo, su sed
maligna de nostalgia y sus sexos reacios,
en lugar de emplear sus últimas energías
y sus riquezas en la construcción del
futuro.
Vuestros hoteles son malos, vuestras
catedrales se desmoronan en polvo…
¡Tanto mejor! ¡Tanto mejor! ¡Alegraos!
… Os hacen falta grandes puertos
comerciales, ciudades industriosas y
campiñas fertilizadas por vuestros
jugosos ríos aún sin canalizar…
¡No queráis hacer de España otra
Italia de Baedecker!: estación climática
de primer orden, mil museos, cien mil
panoramas y ruinas a placer.
Visita a España de Ciano, Ministro Asuntos
Exteriores de Italia (Fotos, número 125, julio
de 1939)
D e JERARQVIA. Guía
nacionalsindicalista del Imperio, de la
Sabiduría, de los Oficios, aparecieron
tan solo cuatro números en Pamplona.
Esta revista, dirigida por Fermín
Yzurdiaga y editada por Ángel M.ª
Pascual, reunía a una serie de
intelectuales y periodistas falangistas y
tuvo un fuerte componente clasicista,
tanto en su presentación formal y
estilística como en el contenido, en
cierta medida siguiendo a su homologa
italiana Gerarchia[16]. En los cuatro
números que se publicaron los temas de
Roma, el imperio y la civilización
cristiana son recurrentes.
Como señala Andrés Trapiello, el
protagonismo cultural de Pamplona
viene dado, en gran medida, por el mapa
de la sublevación militar de julio de
1936, que solo triunfe en dos grandes
ciudades, Zaragoza y Sevilla, lo que
realza el papel de otras de menor
entidad, Pamplona o Burgos por
ejemplo[17]. En aquella «pequeña
Atenas militarizada», en palabras de
M. Sánchez-Ostiz recogidas por
Trapiello, se dieron cita entonces
numerosos intelectuales que participan,
entre otras iniciativas, en
JERARQVIA[18].
La revista incluía en cada número
una serie de artículos, así como unas
secciones fijas («Poesía», «Textos» y
«Notas»). Ofrecía una presentación muy
cuidada, con impecable tipografía de
fuerte impronta clasicista (versales muy
cesáreas y romanas, sustitución de las U
por V, números romanos, etc.), formato
de infolio, cuatro tintas (rojo, azul,
negro y purpurina) y buen papel, de
modo que su precio era alto (5 pts. cada
número). La presentación gráfica era
responsabilidad de Ángel M.ª Pascual,
que aportó una sobriedad presuntamente
«romana», aunque no siempre con
aprobación general[19].
JERARQVIA se subtitulaba Revista,
negra de la Falange, en alusión a la
portada, de ese color y quizá como
homenaje al fascismo italiano[20];
también Guía Nacionalsindicalista del
Imperio, de la Sabiduría, de los
Oficios, con una declaración de
principios a favor del imperio, la cultura
y una determinada concepción del
trabajo[21]. Además, en la portada del
primer número aparece tras el título
JERARQVIA Ediciones de las dos
espadas. Las páginas iniciales recogen
el título y subtítulo con la «Escvadra»
(el equipo de redacción)[22], un «Soneto
Imperial», de Hernando de Acuña,
acompañado del signo de la espada, con
las flechas y la corona de laurel y la
leyenda Caisarís Dei / Caisari Deo, que
se repite en todos los números, la
«Tabla» (índice), una dedicatoria «Para
Dios y para el César» y sendas páginas
con recordatorios a Cristo, José Antonio
y los muertos de la Falange. En las
páginas finales de la revista aparecen
una «Corona de laurel» y propaganda de
la Editorial JERARQVIA[23]. Bajo la
dirección de Luis Rosales, se anuncia su
«Plan» de publicaciones, con obras de
los distintos miembros de la «Escvadra»
y otros colaboradores[24].
2.2. REDACTORES Y COLABORADORES
En la revista intervienen o colaboran de
una u otra manera la mayoría de las
voces más significativas de la
intelectualidad falangista, muchos de
ellos paladines de un decidido fascismo
católico. Encontramos nombres ya
consagrados como Ernesto Giménez
Caballero, Eugenio d’Ors o José María
Pemán junto con otros más jóvenes o
conocidos en el ámbito local de
Pamplona, como el propio Ángel María
Pascual, el editor. Varios se encontraron
en la capital navarra por las vicisitudes
de la contienda y muchos de ellos,
periodistas y escritores, colaboraron
también en el primer diario
nacionalsindicalista, ¡Arriba España!,
puesto en marcha igualmente por el
tándem Fermín Yzurdiaga-Ángel M.ª
Pascual en Pamplona en agosto de
1936[25]. Entre ellos se cuentan algunos
de los miembros de la llamada «corte
literaria» de José Antonio[26].
A la cabeza de la «Escvadra» de
JERARQVIA, como «Jefe», figura el
cura navarro Fermín Yzurdiaga, primer
responsable de la Delegación Nacional
de Prensa y Propaganda recién creada
por Falange[27]. Allí colocará al
falangista Dionisio Ridruejo y al carlista
Eladio Esparza como jefes de Prensa y
Propaganda respectivamente. Yzurdiaga
aúna un falangismo ortodoxo, un
profundo reaccionarismo y una especie
de permanente exaltación mística, que,
dice José Carlos Mainer, le llevaba a
menudo al ridículo[28].
Particular entidad tienen las figuras
de Ernesto Giménez Caballero y
E u g e n i o d’Ors, ambos personajes
destacados de los ambientes culturales
anteriores a 1936 y de notable impronta
clasicista. El primero, fundador La
Gaceta Literaria (1927-31) fue
ferviente propagandista del fascismo en
España a partir de 1928, tras un viaje a
Italia[29]. Estrechamente vinculado al
fascismo mussoliniano, publica en
Gierarchia y Critica fascista y recibe
incluso un premio en Italia, por su
ensayo Roma risorta nel mundo[30]. En
JERARQVIA colaboró en los dos
primeros números. Por su parte, Eugenio
d’Ors, antes ya intelectual de prestigio
en Cataluña, se acercó progresivamente
al fascismo en la década de los 30 y se
incorporó a Falange en Pamplona en
1936, con ceremonia simbólica de velar
las armas incluida[31]. Nombres también
conocidos y con importantes
responsabilidades políticas y culturales
en el nuevo régimen son los de José M.ª
Pemán, Pedro Laín Entralgo, Dionisio
Ridruejo, Agustín de Foxá o Gonzalo
Torrente Ballester. Otras firmas menos
conocidas incluyen a periodistas y
autores locales, generalmente también
colaboradores de Arriba España, como
Teófilo Ortega, Francisco Uranga,
Fermín Sanz, José M.ª Salazar, Miguel
Iribarren o Eladio Esparza. También
colaboran historiadores y profesores
universitarios, como Manuel Ballesteros
Gaibrois, Pascual Galindo o Fray Justo
Pérez de Urbel, cuyos trabajos se
comentarán más adelante.
4. DE LA ESCUELA ROMANA
DE LOS PIRINEOS A LA ROMA
IMPERIAL DE JERARQVIA
VALLE-INCLÁN
Y LA TENTACIÓN
ROMANA
JAIME BURGOS
Valle-Inclán a bordo del «Ciudad de Cádiz» a su
regreso de Italia (Ahora, noviembre de 1934)
álle-Inclán soñaba con un
V cargo en Roma.
oportunidad le llegó cuando
el 8 de marzo de 1933 fue nombrado
Director de la Academia Española de
La
GUINEA ECUATORIAL,
EL ÚLTIMO INTENTO
PABLO RABASCO
«Muchas han sucumbido allí en plena
juventud, porque es dura la garra del
bosque»
amos tarde hacia el poblado.
Miguel de Unamuno
PREDICADORES
ARMADOS:
«Muy de mañana,
Aún de noche,
Antes de tocar diana,
Como presagio funesto
Cruzó el patio la sotana.
¡Más negro, más, que la noche
Menos negro que su alma
El cura verdugo de Ocaña!»
REVISIONISMO,
HAUNTOLOGÍA Y
NECROPOLÍTICA DEL
FRANQUISMO
DAVID BIZARRO
«Menard no define la
historia como una
indagación de la realidad
sino como su origen. La
verdad histórica, para él, no
es lo que sucedió; es lo que
juzgamos que sucedió»