El Campamento Del Lago Maldito - R. L. Stine

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Sarah detesta el campamento del

Lago Frío. Es asqueroso y está lleno


de barro. Además, ha empezado
con mal pie con sus compañeros,
que la odian. Pero a Sarah se le
ocurre un plan: fingirá que se ahoga
y todos los chicos se compadecerán
de ella y la cuidarán.
Sin embargo, las cosas no salen
como ella ha previsto. Porque allí,
en ese lago frío y oscuro, alguien
está espiando.
Alguien de cuerpo intangible con
unos ojos pálidos como la muerte…
R. L. Stine

El campamento
del lago maldito
Pesadillas - 54
ePub r1.3
Titivillus 15.04.16
Título original: Goosebumps #56: The
Curse of de Camp Cold Lake
R. L. Stine, 1999
Traducción: Gloria Montserrat

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2
Empecé con mal pie mis vacaciones
en el campamento del Lago Frío.
Cuando llegué, estaba nerviosa y
creo que hice algunas tonterías.
Para empezar, yo no quería ir a un
campamento de deportes acuáticos.
No me gusta estar al aire libre. Odio
la sensación del roce de la hierba en los
tobillos. Ni siquiera me gusta tocar los
árboles y menos aún mojarme.
Claro que me divierte ir a nadar de
vez en cuando, ¡pero no cada día! ¿Qué
gracia tiene eso?
Me gusta nadar en una piscina
agradable y limpia. En cuanto vi aquel
lago sentí náuseas. Supe que habría
cosas horribles en el agua.
Criaturas repugnantes que
acecharían bajo la superficie, pensando:
«Te esperamos, Sarah Maas. Vamos a
tocarte las piernas con nuestros cuerpos
viscosos cuando estés nadando. Nos
comeremos los dedos de tus pies, uno a
uno».
¡Qué asco! ¿Por qué tengo que nadar
en el lodo?
Aaron, por el contrario, casi
reventaba de emoción.
Cuando nos bajamos del autobús del
campamento, no paraba de saltar ni de
hablar como un papagayo. Estaba tan
enloquecido que pensé que se arrancaría
la ropa y se metería en el lago.
A mi hermano le gustan los
campamentos, los deportes y salir al
aire libre. Le gustan casi todas las cosas
y personas.
Y a todo el mundo siempre le cae
bien Aaron. Es tan entusiasta, tan
divertido…
Oh, a mí también me gusta
divertirme, pero ¿cómo puede una
divertirse donde no hay centros
comerciales, cines ni restaurantes donde
pedir un pedazo de pizza o una bolsa de
patatas fritas?
¿Qué tiene de divertido remojarse en
un lago helado todos los días, en un
campamento a kilómetros de distancia
de cualquier ciudad, rodeado por todas
partes de un bosque impenetrable?
—¡Esto va a ser impresionante! —
exclamó Aaron y echó a correr con el
petate a rastras para encontrar su
cabaña.
—Sí, impresionante —murmuré
desanimada. El sol ardiente ya me hacía
sudar.
¿Que si me gusta sudar? Por
supuesto que no.
¿Por qué fui al campamento del Lago
Frío? Responderé con tres palabras:
mamá y papá.
Aseguraron que un campamento de
deportes acuáticos me daría confianza
en mí misma, que me ayudaría a
sentirme más cómoda en el campo.
También dijeron que allí tendría la
ocasión de hacer nuevos amigos.
De acuerdo, lo admito: no me resulta
fácil hacer amigos. No soy como Aaron.
No puedo acercarme a alguien, sin más,
y ponerme a hablar y a bromear.
Soy un poco tímida. Quizá se deba a
que soy mucho más alta que los demás.
Le saco una cabeza a Aaron, aunque
sólo tiene once años, uno menos que yo.
Soy alta y muy delgada. A veces,
papá me llama «saltamontes».
Imaginaos cuánto me gusta.
Casi tanto como nadar en un lago
frío lleno de criaturas ocultas.
—Inténtalo, Sarah —dijo mamá.
Miré hacia arriba.
—Dale una oportunidad al
campamento —añadió papá—. Quizá te
lleves una sorpresa y lo pases bien.
Levanté la vista de nuevo.
—Cuando regreses a casa al final
del verano, seguro que nos suplicarás
que te llevemos de acampada —bromeó
papá.
Quería volver a poner los ojos en
blanco pero ya empezaban a dolerme de
tanto hacerlo.
Suspiré resignada. Nos abrazamos
para despedirnos, y luego seguí a Aaron
hasta el autobús del campamento.
No dejó de sonreír en todo el
trayecto. Estaba realmente deseoso de
aprender a esquiar en el agua y
preguntaba una y otra vez a todos si
había un trampolín alto en el lago.
Aaron hizo tres o cuatro buenos
amigos en el viaje.
Yo miraba por la ventana y veía
desfilar un sinnúmero de granjas y
árboles. Pensaba en mis afortunados
amigos que se habían quedado en casa y
pasarían el rato en el centro comercial.
Por fin llegamos al campamento del
Lago Frío.
Los chicos sacaban sus bolsas del
autobús entre risas y bromas. Los
monitores, que llevaban camisetas verde
oscuro, daban la bienvenida a todo el
mundo y les señalaban el camino.
Empecé a alegrarme un poco.
«Es posible que haga nuevos amigos
—pensé—. Quizá conozca gente
parecida a mí, y pasemos un verano
estupendo».
Pero entonces entré en mi cabaña,
donde se hallaban mis tres compañeras
de habitación. Miré en torno a mí.
—¡Oh, no! ¡Imposible! —grité.
Supongo que no debí ponerme tan
histérica.
Causé una primera impresión muy
mala.
Pero ¿qué tenía que haber hecho?
Había cuatro literas en la cabaña.
Las otras tres chicas ya habían escogido
las suyas. Sólo quedaba una y se
encontraba justo delante de la ventana,
en la que no había mosquitero.
Esto significaba que mi litera estaría
infestada de insectos. Eché un vistazo y
supe que pasaría todo el verano matando
mosquitos cada noche.
Además, no puedo dormir en la
litera de arriba. Me revuelvo mucho
cuando duermo. Si me acostara arriba,
me caería de cabeza.
Tenía que dormir abajo, y en la cama
más distante de la ventana abierta.
—No… no puedo hacerlo —solté.
Las tres se volvieron a mirarme. Una
de ellas era rubia y llevaba cola de
caballo. A su lado había una muchacha
rechoncha y bajita, con el cabello largo
y castaño.
En la litera inferior, pegada a la
pared, al otro lado de la habitación, una
chica de color, de largas y numerosas
trenzas, me observaba fijamente.
Supongo que querían saludarme y
presentarse, pero no les di la
oportunidad.
—¡Alguien tiene que cambiar su
cama por la mía! —chillé. No pretendía
sonar tan desesperada, pero la verdad es
que lo estaba.
Antes de que pudieran responder, se
abrió la puerta de la cabaña y un joven
rubio con camiseta de color verde
oscuro asomó la cabeza.
—Soy Richard —dijo—, el
cabecilla, el mandamás, el jefazo. ¿Va
todo bien aquí?
—¡No! —grité. No era capaz de
contenerme. Estaba demasiado nerviosa
y descontenta—. ¡No puedo dormir en
esta litera! —le dije—. No quiero estar
cerca de la ventana y tengo que dormir
abajo.
Noté que mi reacción sobresaltó a
las chicas.
Richard se dirigió a la muchacha que
estaba sentada en la litera inferior junto
a la pared.
—Briana, ¿podrías cederle la cama
a…?
—Sarah —aclaré.
—¿Podrías cederle tu cama a Sarah?
—preguntó Richard a Briana.
Ella sacudió la cabeza con tanta
fuerza que las bolitas de sus trenzas
entrechocaron.
—La verdad es que no quiero —
respondió en voz baja. Señaló a la
muchacha gordita de cabello largo y
castaño, sentada sobre su maleta—. Meg
y yo fuimos compañeras de litera el año
pasado —le dijo a Richard— y nos
hacía ilusión estar juntas.
Meg asintió. Tenía la cara redonda,
de bebé, y cachetes de ardilla. Llevaba
correctores dentales azules y rojos.
—No puedo dormir delante de la
ventana —insistí—. De verdad, no
puedo. Odio los insectos.
—¿Qué dices a esto? —preguntó
Richard con la vista fija en Briana.
—Oh…, de acuerdo —resopló ella
y me miró con el gesto torcido.
—Gracias —dijo Richard. Noté que
me observaba con atención.
«Sin duda piensa que soy un
incordio», me dije.
Briana se levantó de la litera
inferior. Arrastró su petate a través de la
habitación hasta la litera de la ventana.
—Toda tuya —refunfuñó.
Su tono no era amistoso.
Me sentí fatal. «Mis compañeras ya
me odian», pensé.
¿Por qué hago siempre lo mismo?
¿Por qué me pongo nerviosa y quedo
mal con la gente en cuanto la conozco?
Decidí que debía esforzarme mucho
para que quisieran ser mis amigas.
Pero sólo un minuto más tarde, hice
algo horrible.
—Oye, gracias por cambiarme la
litera, Briana —dije—. Eres muy
amable.
Asintió con la cabeza pero no dijo
una palabra. Meg abrió su maleta y
empezó a guardar pantalones cortos y
camisetas en su cajón de la cómoda.
La tercera muchacha me sonrió.
—Hola, me llamo Janice —se
presentó con una voz áspera y ronca—.
Todo el mundo me llama Jan.
Jan, que era rubia y llevaba cola de
caballo, tenía una bonita sonrisa, los
ojos de color azul oscuro y las mejillas
sonrosadas. Parecía que se ruborizase
sin cesar.
—¿Estuviste aquí el año pasado? —
le pregunté.
Sacudió la cabeza.
—No. Briana y Meg sí vinieron,
pero para mí es el primer verano. El año
pasado fui a un campamento de tenis.
—Yo nunca había estado en ningún
tipo de campamento —confesé—. Creo
que por eso estoy un poco nerviosa.
—¿Nadas bien? —me preguntó
Briana.
Me encogí de hombros.
—Bastante bien, supongo. No
practico mucha natación porque la
verdad es que no me gusta.
—¿No te gusta nadar y vienes a un
campamento de deportes acuáticos? —
dijo Meg, dejando la maleta y
volviéndose hacia mí.
Briansa y Jan se echaron a reír.
Sentí que me sonrojaba. No quería
explicarles que mis padres me habían
obligado a ir. Sonaba demasiado
infantil. Pero no sabía qué decir.
—A mí… eh… a mí me gustan otras
cosas —balbuceé.
—¡Oh! ¡Me encanta este bañador! —
exclamó Briana. Extrajo un traje de
baño amarillo brillante de la maleta de
Meg y lo mantuvo en alto delante de sus
ojos—. ¡Es espectacular!
Meg lo guardó de nuevo.
—¡Como si te viniera a medida! —
espetó, haciendo una mueca. Cuando
hablaba, sus correctores castañeteaban.
Meg, redonda y baja, parecía un
tapón al lado de Briana, que era alta y
esbelta.
—¿Has perdido peso este invierno?
—le preguntó Briana a Meg—. Estás
estupenda. De veras.
—He adelgazado un poco —le
respondió Meg. Después suspiró—.
Pero no he crecido nada.
—Yo crecí casi treinta centímetros
este año —tercié—. Soy la chica más
alta de la escuela. Todo el mundo me
mira cuando camino por los pasillos.
—Pobrecita —soltó Meg con
sarcasmo—. Qué pena me das.
¿Preferirías ser un renacuajo como yo?
—Bueno…, la verdad es que no —
contesté.
Huy. Caí en la cuenta de que había
dicho una inconveniencia.
En los ojos de Meg apareció una
expresión de dolor.
«¿Por qué he dicho esto? —me
pregunté—. ¿Por qué no paro de meter
la pata?».
Recogí la mochila del suelo, donde
la había tirado, y la llevé hasta mi litera
para sacar las cosas.
—Oye, ¡ésta es la mía! ¡No la
toques! —Jan se acercó a mí a toda
prisa.
Miré la mochila.
—No. Es la mía —insistí.
Empecé a abrir la cremallera, y se
cayó al suelo.
Un montón de cosas se desparramó
con gran estrépito por el suelo de la
cabaña.
—¡Oh! —exclamé sorprendida.
Aquello no era mío.
Había frascos de píldoras, botellas
de jarabe, inhaladores pequeños de
plástico…
—¿Medicinas para el asma? —
pregunté.
Jan se puso de rodillas y empezó a
recogerlo todo. Me miró enfurecida.
—Muchísimas gracias, Sarah —
gruñó—. Muchísimas gracias por hacer
que todos se enteren de que tengo asma.
¿Por qué no te pones de pie esta noche
en la fogata y lo anuncias a todo el
campamento?
—Lo siento —musité.
—Te dije que era mi mochila —
replicó Jan.
Meg se agachó y recogió un
inhalador para dárselo a Jan.
—No hay por qué avergonzarse de
tener asma —le dijo.
—Quizá prefiera guardar ciertas
cosas en secreto —repuso Jan. Introdujo
todas las medicinas en la bolsa y la
llevó al otro lado del cuarto.
—Lo siento —repetí—. De veras.
Las tres me clavaron la vista. Briana
sacudió la cabeza. Meg chasqueó la
lengua en señal de desaprobación.
«Ya me odian las tres», pensé.
Me sentía mal; muy mal.
Me odiaban, y sólo era el primer
día. La primera hora.
Suspiré y me dejé caer en la litera.
«¿Pueden empeorar las cosas?», me
pregunté.
A que no sabéis la respuesta.
Aquélla misma noche se celebró la
primera reunión en torno a la fogata. Se
encendió en un claro llano y espacioso,
en medio del bosque. Alrededor habían
colocado troncos descortezados a modo
de bancos.
Me senté sola en un tronco de
espaldas a los árboles. Las llamas
brillantes de la enorme hoguera bailaban
bajo el cielo gris del atardecer. El fuego
chisporroteaba, crepitaba y desprendía
un olor delicioso. Aspiré
profundamente.
Los monitores echaron más leña al
fuego, y pronto las llamas se elevaron
por encima de sus cabezas.
El aire nocturno era caliente y seco,
y yo sentía las mejillas ardientes por el
calor de la fogata.
Me volví hacia el bosque. Los
árboles oscuros se agitaban en la suave
brisa, y a la tenue luz alcancé a ver una
ardilla que pasó corriendo por entre la
maleza.
Me preguntaba qué otros animales
acecharían en el bosque. Imaginaba que
habría bestias mucho más grandes que
las ardillas. Más grandes y más
peligrosas.
Un fuerte estallido del fuego me
sobresaltó.
«Resulta espeluznante estar aquí
fuera, de noche —pensé—. ¿Por qué no
encenderán las fogatas dentro? En la
chimenea, por ejemplo».
Aplasté un mosquito contra mi
cuello.
Al volver la vista al frente, vi a
Briana y a Meg en otro tronco. Se reían
por algo mientras hablaban con dos
chicas que yo no conocía.
Aaron, al otro lado de la hoguera,
hacía el tonto con otros dos chicos.
Forcejeaban y se empujaban unos a
otros para tirarse del tronco.
Exhalé un suspiro. «Aaron ya tiene
un montón de amigos —me dije—. Todo
el mundo ha hecho amistades, excepto
yo».
Aaron se percató de que lo miraba.
Me saludó con la mano y continuó
jugando con sus amigos.
En el tronco contiguo, tres
muchachas entonaban a voz en cuello la
canción del campamento, con las
cabezas echadas hacia atrás.
Escuché con atención, intentando
aprenderme la letra, pero rompieron a
reír a media canción y no la terminaron.
En el otro extremo de mi tronco se
habían sentado dos muchachas mayores,
de unos quince o dieciséis años. Iba a
saludarlas pero estaban muy ocupadas
charlando.
Una de ellas tenía una bolsa de
caramelos de goma en forma de gusano.
Los extraía de la bolsa uno a uno y los
engullía despacio aspirándolos como
espaguetis.
Richard, el jefe de monitores, se
situó delante de la fogata. Llevaba una
gorra de béisbol negra con la visera
hacia atrás y unos pantalones cortos muy
anchos, descosidos y sucios por haber
estado encendiendo el fuego.
Levantó ambas manos por encima de
la cabeza.
—¿Estamos todos aquí? —gritó.
Yo apenas oía lo que decía porque
todo el mundo seguía hablando y riendo.
A través de las llamas, vi que Aaron se
levantaba y meneaba todo el cuerpo,
como si bailara.
Sus amigos se morían de risa y uno
chocó la mano con él.
—¿Podemos empezar? —preguntó
Richard—. ¿Podemos inaugurar nuestra
fogata de bienvenida?
Un tronco crepitó en el fuego y
saltaron chispas en todas direcciones.
—¡Oh! —exclamé al sentir una mano
en mi hombro.
—¿Quién…? —Me volví con
rapidez, asustada, y vi a Briana y a Meg
que se inclinaban sobre mí con
expresión de miedo, a la luz parpadeante
de las llamas.
—¡Sarah, corre! —susurró Briana
—. ¡Levántate, deprisa!
—¡Corre! —me apremió Meg
tirándome del brazo.
—¿Por qué? ¿Qué pasa? —farfullé.
Me levanté temblando de pies a
cabeza.
—¿Qué sucede?
—Aquéllos chicos —musitó Meg,
señalando al otro lado de la hoguera—.
¡Han echado petardos al fuego! ¡Van a
estallar!
—¡Corre! —gritaron las dos al
unísono.
Meg me dio un empujón para
ponerme en movimiento. Di un traspié y
salí disparada. Mientras corría, cerré
los ojos, esperando la explosión de un
momento a otro.
¿Tendría tiempo de alejarme?
¿Habrían escapado también Meg y
Briana?
Me detuve en seco cuando escuché
las carcajadas, alegres y estridentes.
—¿Qué? —Tragué saliva y giré
sobre mí misma. Vi que la mitad del
campamento se reía de mí y que Meg y
Briana chocaban las manos.
—No. Oh, noooo —murmuré.
¿Cómo había podido caer en una trampa
tan tonta?
¿Cómo podían jugar tan sucio
conmigo?
Seguro que habían avisado a todos
para que miraran. Permanecí sola al
borde del claro, sintiendo sus ojos
clavados en mí. Oía sus risas y
comentanos.
Vi que Jan se carcajeaba, y que
Richard y otros instructores sonreían y
sacudían la cabeza.
Lo sé, lo sé. Debía haberme reído
también. Debía haberlo tomado a broma
y no permitir que me trastornara. Pero el
día completo había sido un desastre.
¡Estaba tan nerviosa y tan ansiosa por no
cometer más errores…!
Me eché a temblar y sentí los ojos
bañados en lágrimas.
«¡No! —me ordené a mí misma—.
¡No debes llorar! No puedes darte el
lujo de llorar delante del campamento
entero».
«Seguro que te sientes como una
completa idiota, Sarah. ¿Qué más da?
Sólo ha sido una broma, una broma
estúpida».
Alguien me tocó el brazo. Me separé
con brusquedad.
—Sarah… —Aaron se hallaba a mi
lado y me observaba con los ojos muy
abiertos bajo aquella luz llena de
sombras.
—Estoy bien —espeté—. Vete.
—No sabes perder —dijo con
suavidad—. ¿Por qué te tomas las cosas
tan a pecho? Sólo era una broma. ¿Por
qué te preocupas por una broma tonta?
¿Sabéis qué me molesta de verdad?
Me molesta cuando Aaron tiene
razón.
Quiero decir que él es mi hermano
menor, ¿no? ¿Qué derecho tiene a ser la
persona sensata y serena de la familia
Maas?
Se me sube la sangre a la cabeza
cuando Aaron actúa como un hermano
mayor.
—¿Te he pedido consejo? —
refunfuñé—. Vete a paseo. —Le di un
empujoncito para que se apartase.
Se encogió de hombros y regresó
corriendo con sus amigos.
Me acerqué con sigilo a la fogata
pero no regresé al mismo tronco; se
encontraba demasiado cerca del fuego y
de Briana y Meg.
Me senté en el extremo de un tronco
a un paso del bosque, alejada del
resplandor del fuego. La oscuridad me
refrescó y ayudó a calmarme.
Richard llevaba rato hablando pero
yo no había oído una palabra.
Estaba delante de la enorme
hoguera. Su voz era profunda y vibrante
pero todos escuchaban con atención para
no perder detalle.
Eché un vistazo al círculo de
campistas, sus rostros aparecían
anaranjados a causa del resplandor de
las llamas, y sus ojos centelleaban.
Me pregunté si alguno de ellos sería
mi amigo. Sabía que estaba
compadeciéndome de mí misma. Me
pregunté si alguien más se sentiría como
yo.
El vozarrón de Richard me zumbaba
sin cesar en los oídos; decía algo acerca
de la sala de reunión comunitaria y del
horario de comidas. Después empezó a
hablar de toallas.
Le presté atención cuando nos
presentó a la monitora de actividades
acuáticas. Se llamaba Liz.
Todo el mundo rompió a aplaudir
cuando se colocó al lado de Richard y
uno de los chicos soltó un fuerte aullido.
—¡Es impresionante! —gritó otro, y
nadie fue capaz de contener la risa.
Liz también sonrió pues sabía que su
aspecto era, en efecto, impresionante.
Llevaba unos tejanos ceñidos,
recortados por encima de las rodillas y
una blusa corta azul marino. Pidió
silencio con la mano en alto al tiempo
que saludaba.
—¿Lo estáis pasando bien? —
preguntó.
Todos gritaron y aplaudieron y
varios muchachos silbaron.
—Bien, mañana pasaréis vuestro
primer día en el lago —anunció Liz—.
Y antes de que os metáis, hay un montón
de reglas que debéis conocer.
—Por ejemplo, no os bebáis el agua
—terció Richard—. A menos que estéis
muriéndoos de sed.
Algunos se rieron. Yo no. La idea de
beber aquella agua asquerosa y llena de
limo me producía náuseas.
Liz tampoco se rió; miró a Richard
con el ceño fruncido.
—Hay que tomarse esto en serio —
le recriminó.
—¡Hablaba en serio! —bromeó
Richard.
Liz no le hizo caso.
—Cuando regreséis a vuestras
cabañas, hallaréis una lista de reglas
para deportes acuáticos sobre vuestras
literas —continuó, echándose hacia
atrás el cabello rojizo, largo y rizado—.
Hay veinte reglas en la lista. Y es
preciso que os las aprendáis todas.
«¿Qué? ¿Veinte reglas? —repetí
para mis adentros—. ¿Cómo puede
haber veinte reglas? Tardaremos todo el
verano en memorizarlas».
Liz mostró una hoja de papel.
—Ahora repasaré la lista con
vosotros. Si tenéis alguna pregunta, no
dudéis en hacérmela.
—¿Podemos ir a nadar ahora? —
gritó un muchacho para hacerse el
gracioso.
Se oyeron carcajadas pero Liz ni
siquiera sonrió.
—Regla número ocho —replicó—:
no se nada de noche, aunque los
monitores estén con vosotros.
—Nunca nadéis con los monitores
—bromeó Richard—. ¡Tienen
microbios!
«Richard es bastante simpático —
pensé—. Parece un buen tipo. En
cambio a Liz se la ve muy seria».
El papel ondeó en el viento y Liz lo
sujetó con las dos manos. Su cabello
rojo brillaba con el resplandor del
fuego.
—La regla más importante en el
campamento del Lago Frío es el Sistema
de Compañeros —anunció Liz—.
Cuando os metáis en el lago, siempre
debéis estar con un compañero.
Echó una ojeada rápida a los
campistas sentados alrededor de ella.
—Aunque el agua os llegue sólo
hasta las rodillas, debéis tener al lado a
un compañero —señaló—. Podéis
cambiar de compañero cada vez o
escoger a uno fijo para todo el verano.
Pero siempre debéis tener un
compañero. —Aspiró profundamente—.
¿Alguna pregunta?
—¿Querrás ser mi compañera? —
gritó un chico.
Todo el mundo estalló en carcajadas,
incluso yo. Lo había dicho en el
momento más oportuno.
Sin embargo, Liz tampoco sonrió
esta vez.
—Como consejera de actividades
acuáticas, seré compañera de todos y
cada uno —replicó con seriedad—.
Atención; regla número dos —prosiguió
—: nunca nadéis a más de tres botes de
distancia de una de nuestras lanchas de
salvamento. Regla número tres: no gritar
ni fingir estar en dificultades en el agua.
Nada de juegos violentos. Nada de
bromas pesadas. Regla número cuatro…
Habló sin parar hasta que hubo leído
las veinte reglas.
«¡Qué pelma! Nos habla como si
tuviéramos cinco años», pensé.
Había tantas reglas para deportes
acuáticos…
—Repetiré una vez más la regla del
Sistema de Compañeros… —estaba
diciendo Liz.
Fijé la mirada más allá de la fogata
y vislumbré el lago oscuro, liso, negro,
silencioso.
Las olas eran muy pequeñas y no
había corrientes ni mareas peligrosas.
«Entonces, ¿por qué tantas reglas?
—me pregunté—. ¿De qué tienen
miedo?».
Liz habló por lo menos durante
media hora seguida, y Richard siguió
soltando comentarios jocosos con el
ánimo de hacerla reír, pero ella ni
siquiera sonrió.
Habló un poco más acerca de cada
regla de la lista y luego nos indicó que
la repasásemos con atención cuando
regresáramos a nuestras cabañas.
—¡Disfrutad de un verano seguro!
—recomendó—. ¡Nos veremos en el
lago!
De nuevo se escucharon silbidos y
aplausos mientras Liz se apartaba del
fuego. Bostecé y estiré los brazos por
encima de la cabeza pensando que
aquello había sido muy aburrido.
Nunca habría creído que en un lugar
hubiese tantas reglas.
Aplasté otro mosquito contra mi
cuello; ya empezaba a picarme todo.
Esto es lo que me ocurre cuando estoy al
aire libre; me irrito.
El fuego casi se había apagado y
sólo quedaba un manto de brasas
resplandecientes sobre el suelo oscuro.
Había refrescado un poco.
Para terminar la reunión, Richard
pidió que todos nos levantáramos y
entonásemos la canción del
campamento.
—Los nuevos campistas
probablemente no os sabéis la letra —
dijo—. ¡Qué suerte la vuestra!
Todos se rieron y Richard empezó a
cantar. Poco a poco se incorporaron más
voces.
También lo intenté pero no entendía
todas las palabras, sólo algunos
fragmentos de la canción…
Cuanto más mojados, mejor…

Practiquemos la natación.

Mostremos vigor y buena intención…

Todos absolutamente
saltemos al agua inmediatamente,
al líquido frío, frío,
del campamento del Lago Frío.

¡Qué asco! Estaba de acuerdo con


Richard respecto a los versos de la
canción. No pegaban ni con cola.
Vi, al otro lado de la fogata, que
Aaron cantaba a pleno pulmón, como si
ya se hubiese aprendido la letra.
«¿Cómo se las arregla para ser tan
perfecto, para encajar en cualquier
situación?», me pregunté mientras me
rascaba las piernas.
Cuando terminó la canción, Richard
levantó los brazos, pidiendo silencio.
—Tengo que hacer unas últimas
aclaraciones —anunció—. En primer
lugar, ninguno de vosotros tiene oído
musical. En segundo…
No quise escuchar el resto. Cuando
me volví, encontré a Briana y a Meg a
mi lado.
Di un paso atrás.
—¿Qué ocurre? —gruñí.
—Queremos pedirte perdón —dijo
Briana.
—Sí —asintió Meg—, sentimos
haberte gastado una broma tan estúpida.
La voz de Richard sonaba a nuestras
espaldas. Briana me posó la mano sobre
el hombro.
—Hemos empezado mal —dijo—.
Volvamos al principio. ¿De acuerdo,
Sarah?
—Sí, empecemos de nuevo —
corroboró Meg.
Sonreí con sinceridad.
—Bien —dije—. Excelente.
—¡Excelente! —repitió Briana,
sonriendo también y me dio una
palmadita en la espalda—. ¡Empecemos
de nuevo!
—Mañana a las cuatro y media —
continuaba anunciando Richard—,
aquellos que estén interesados en el
windsurfing…
«Sin duda Aaron se apuntará», pensé
mientras observaba a Briana y Meg
alejarse de mí.
«Empezar de nuevo», me dije. Me
sentía mejor por momentos, pero la
agradable sensación duró unos dos o
tres segundos, porque entonces sentí una
picazón en la espalda y, a lo lejos, vi
que Briana y Meg me miraban y se
retorcían de risa. Algunos chicos más
habían dejado de atender a Richard y me
observaban también.
—Ooohh —solté un aullido al sentir
que algo se retorcía en mi espalda.
Era algo tibio y seco que se agitaba
debajo de la camiseta.
—Ooohh —exclamé cuando se
movió de nuevo.
Me llevé la mano a la espalda y
palpé debajo de la ropa.
¿Qué sería? ¿Qué me había puesto
Briana?
Agarré aquella cosa y la saqué.
Entonces empecé a gritar.
Lo que se retorcía en mi mano era
una serpiente. Parecía el cordón, largo y
negro, de un zapato, pero ¡tenía ojos! Y
una boca que se abría y se cerraba sin
parar.
—¡Noooooo! —Perdí el control por
completo.
Solté un alarido penetrante y arrojé
la serpiente hacia el bosque con todas
mis fuerzas.
La espalda me escocía
horriblemente, y aún sentía como si algo
se deslizase sobre mi piel. Traté de
rascarme con las dos manos.
Los chicos se reían y comentaban
entre ellos lo que había hecho Briana.
No me importaba; lo único que
quería era librarme de la sensación de
tener la serpiente encima. El picor
resultaba insoportable, y lancé un grito
de rabia.
—¿Cómo habéis podido? —chillé
mirándolas—. ¿Qué pasa con vosotras?
Aaron corrió a mi lado para actuar
como adulto una vez más.
Justo lo que me faltaba: el señor
Hermano Pequeño Maduro.
—Sarah, ¿te ha mordido? —
preguntó con delicadeza.
Negué con la cabeza.
—Todavía la siento —gemí—. ¿La
has visto? Medía casi un metro.
—Cálmate —susurró Aaron—. Todo
el mundo está mirándote.
—¿Crees que no lo sé? —repliqué
con brusquedad.
—Bueno, no era más que una
serpiente pequeña —dijo—.
Absolutamente inofensiva. Intenta
recobrar la compostura.
—Yo… yo… yo —balbuceé. Estaba
demasiado alterada, demasiado
enfadada para hablar.
Aaron levantó la vista hacia Briana
y Meg.
—¿Por qué se meten contigo esas
dos? —preguntó.
—No lo sé —respondí con un
lamento—. Porque… porque son unas
desgraciadas. Por eso.
—Bueno, bueno, intenta calmarte —
repitió—. Mírate, Sarah, estás
temblando.
—Tú también temblarías si te
hubiesen puesto una serpiente
repugnante en la espalda —repuse—. Y
la verdad es que no necesito tus
consejos para nada.
—De acuerdo —contestó. Dio
media vuelta y regresó con sus amigos.
—Es increíble —mascullé.
Papá es médico, y Aaron se
comporta exactamente igual que él.
Piensa que debe cuidar de todo el
mundo, pero yo sé cuidar de mí misma;
no me hace falta que mi hermano
pequeño me diga que me tranquilice a
cada momento.
Richard seguía hablando pero no me
interesaba. Salí del círculo de la fogata
y tomé el camino de la cabaña.
El sendero serpenteaba a través de
un bosquecillo en la ladera de la colina,
en cuya cima se encontraban las
cabañas. Ya lejos del resplandor del
fuego, me rodeaba la oscuridad.
Encendí la linterna y enfoqué mis
pies con el haz de luz amarilla. Las
hojas y ramitas secas crujían debajo de
las suelas de mis zapatillas. Los árboles
susurraban en lo alto.
¿Por qué había empezado tan mal?,
me pregunté una vez más.
¿Por qué me odiaban tanto Briana y
Meg?
«Quizá simplemente son así de
crueles —concluí—. Quizá son unas
miserables desdichadas. Quizá sean
crueles con todo el mundo. Se creen
importantes porque ya estuvieron aquí el
año pasado».
Sin darme cuenta, me había salido
del sendero.
—Epa… —Dirigí la linterna hacia
uno y otro lado, en busca del camino. La
luz recorrió los árboles que se
inclinaban por encima de mí, los
matorrales y un tronco caído:
El pánico me cerró la garganta.
¿Dónde quedaba el camino?
¿Dónde?
Avancé unos pasos haciendo crujir
las hojas secas. De pronto, un pie se me
hundió en algo blando.
¡Arenas movedizas!
No. No eran arenas movedizas.
No existen las arenas movedizas.
Recordaba haberlo leído en un libro de
ciencias de quinto grado.
Me alumbré los pies.
—Oooh. —Lodo. Lodo espeso y
pegajoso.
Mi zapatilla estaba cubierta por
completo de lodo.
Levanté la pierna resoplando, perdí
el equilibrio y casi me caí de espaldas.
«No es más que fango —me dije—.
Es asqueroso pero no hay peligro».
Sin embargo, en aquel momento vi
las arañas. Docenas de arañas. Las más
enormes que había visto en mi vida. Sin
duda había pisado un nido escondido en
el lodo. Empezaron a trepar por el
zapato y la pernera.
—¡Ooohh. Qué asco!
Montones de arañas pululaban por
mis piernas, y las agité con fuerza,
dando patadas al aire. Después empecé
a sacudírmelas con la mano que tenía
libre.
—¡Odio este campameeeento! —
chillé.
Aparté algunas con la linterna y, de
repente, se me ocurrió una idea.
Quizá podría vengarme de Briana y
de Meg y pagarles con la misma
moneda.
Me habían avergonzado delante del
campamento entero, y yo apenas les
había hecho nada.
Extraje las baterías de la linterna y
respiré profundamente. Después me
agaché y con el hueco de la mano
introduje unas cuantas arañas en la
linterna, tan deprisa como pude.
¡Qué horror! Sentía náuseas.
¿Os lo imagináis? ¡Yo, recogiendo
arañas!
Pero sabía que valdría la pena. Muy
pronto.
Llené la linterna y después enrosqué
la, tapa, dejando bien encerrados a
aquellos bichos negros e inquietos.
Salté por encima de un tronco caído
y, por fin, encontré el camino y eché a
correr hacia la cabaña, sujetando la
linterna con mucho cuidado.
Me detuve delante de la puerta
porque vi luz en el interior de la
habitación y asomé la cabeza a la
ventana abierta. No había señales de
vida.
Entré con sigilo.
Levanté el cobertor de la cama de
Briana y vacié la mitad de las arañas
sobre la sábana. Las cubrí con la manta
y la alisé para dejarla como estaba.
Cuando vertía el resto de las arañas
en la cama de Meg, oí ruido de pasos
detrás de mí, De inmediato cubrí la
sábana con la manta y di media vuelta.
Jan entró en la cabaña.
—¿Qué hay? —preguntó con aquella
voz suya, ronca y cascada.
—Nada —respondí, al tiempo que
ocultaba la linterna tras la espalda.
Jan bostezó.
—En diez minutos se apagan las
luces —dijo.
Eché un vistazo a la litera de Briana
y advertí que había dejado suelta una
esquina del cobertor. «No lo notará»,
pensé.
Me percaté de que sonreía y al
momento cambié mi expresión. No
quería que Jan me hiciera preguntas.
Abrió el cajón de la cómoda y sacó
un camisón blanco que le llegaba hasta
los pies.
—¿A qué te has apuntado para
mañana? —quiso saber—, ¿a natación?
—No. A piragüismo —le respondí.
Prefería remar en una canoa, seca y
limpia, a chapotear en un lago sucio
lleno de peces y otros bichos viscosos.
—¡Vaya! Yo también —dijo.
Iba a preguntarle si querría ser mi
compañera cuando Meg y Briana
cruzaron la puerta tranquilamente.
Me miraron… y se echaron a reír.
—¿Qué clase de danza salvaje
bailabas en la fogata? —se mofó Briana.
—Parecía que tuvieras una serpiente
en la espalda o algo así —apuntó Meg.
Se rieron un poco más.
«Muy bien —pensé—. Reíd cuanto
queráis ahora, pues en unos minutos seré
yo quien se ría cuando os metáis en la
cama».
Estaba impaciente.
Unos minutos más tarde, cuando Jan
apagó las luces, yo estaba echada en el
duro colchón, observando el de Meg,
justo encima del mío, con una sonrisa en
los labios. Esperando…
Esperando…
Meg se revolvió en la litera
superior.
Escuché un grito sofocado y, en
seguida, ambas rompieron a chillar.
No pude contenerme y estallé en
carcajadas.
—¡Me ha picado! ¡Me ha picado! —
aulló Briana.
Se encendieron las luces.
—¡Socorro! —exclamó Meg. Saltó
de la cama y sus pies golpearon el suelo
con gran estrépito, como si hubiera
aterrizado un elefante.
—¡Me ha picado! —berreó Briana
de nuevo.
Ambas se sacudían y agitaban y se
daban manotazos en los brazos, las
piernas, los hombros…
Me mordí el labio para dejar de reír.
—¡Arañas! ¡Arañas por todas
partes! —gritó Meg fuera de sí—. ¡Ay!
¡También me han picado! —Se remangó
el camisón—. ¡Oh! ¡Cómo duele!
Jan había permanecido al lado del
interruptor, y yo no me había movido de
la cama. Me divertía mucho verlas saltar
y contorsionarse.
Pero las palabras de Jan me
borraron la sonrisa del rostro.
—Sarah ha puesto las arañas debajo
de las mantas —les dijo—. Al entrar la
he sorprendido hurgando en las camas.
¡Menuda chivata! Supongo que
todavía estaba enfadada conmigo por
desparramarle las medicinas.
Con esto se acabó la diversión.
Meg y Briana me habrían
estrangulado si hubieran podido.
Tuvieron que ir a la enfermería y
despertar a la enfermera para asegurarse
de que las picaduras no eran venenosas.
¿Cómo iba yo a saber que aquellas
arañas eran de las que picaban?
Al fin y al cabo, sólo era una broma.
Intenté pedirles disculpas cuando
regresaron de la enfermería, pero se
negaron a dirigirme la palabra, al igual
que Jan.
«Está bien —suspiré—. Así que no
serán amigas mías. Bueno, ya haré otras
amistades…».

A la mañana siguiente, desayuné sola


en el comedor. Había dos mesas largas
que se extendían de una pared a otra; una
para los chicos y la otra para las chicas.
Me senté al extremo más apartado de
la mesa de chicas y me comí los
cereales en silencio. Las demás
charlaban muy animadas, y desde el
extremo opuesto, Briana y Meg me
lanzaban miradas asesinas.
Vi a Aaron en la mesa de los chicos,
que bromeaban y hacían el payaso.
Aaron mantenía un buñuelo en equilibrio
sobre la frente hasta que otro lo tiró de
un manotazo.
«Por lo menos, él se divierte»,
medité con amargura.
Sentí el impulso urgente de ir a
contarle lo triste que estaba, pero sabía
que me diría que no le diera
importancia.
Así que permanecí en mi extremo
solitario de la mesa, masticando los
cereales.
¿Me fueron mejor las cosas cuando
llegué al lago para navegar en la canoa?
Os doy tres oportunidades para
adivinado.
Los chicos ya habían empezado a
tirar de las canoas para echadas al agua
y todos parecían tener pareja.
Liz se me acercó. Llevaba un
bañador blanco que brillaba con los
rayos del sol matinal y el cabello, rojo y
rizado, recogido en la nuca.
Dejó caer de sus labios un silbato
plateado.
—¿Cómo te llamas? —preguntó, con
la vista en el lago.
—Sarah —contesté—. Me apunté a
piragüismo, pero…
—Necesitas una compañera —dijo
—. Encuentra una. Las canoas están allí.
—Señaló con un dedo y se alejó.
En aquel momento se oyó el
chapoteo de las canoas al entrar en el
agua, y el golpeteo de los remos de
madera resonó por toda la orilla. Corrí
hacia el grupo de canoas en busca de
una compañera; pero ya todos habían
elegido pareja. Estaba a punto de darme
por vencida cuando divisé a Jan, que
tiraba de una canoa para meterla en el
agua.
—¿Tienes compañera? —le
pregunté.
Negó con la cabeza.
—Bien, ¿quieres ir conmigo?
—Me parece que no —replicó con
hostilidad—. ¿Te quedan arañas por
soltar todavía?
—Jan, por favor… —imploré.
—¿Vais juntas vosotras dos? —Liz
apareció por detrás de repente y nos
sobresaltó.
—No. Yo… —empezó a decir Jan.
—Yo quiero ser su compañera, pero
ella se niega —expliqué. Sonó como si
quisiera acusarla, aunque no era mi
intención.
Jan me puso mala cara.
—Llevad la canoa al agua —ordenó
Liz—. Sois las únicas que faltan.
Jan iba a protestar pero se encogió
de hombros con un suspiro.
—Vamos, pues, Sarah. Salgamos.
Nos pusimos los chalecos
salvavidas y arrastramos la embarcación
hasta el agua; yo tenía un remo en una
mano y con la otra sujetaba la
embarcación. El bote se balanceaba y
golpeaba contra la orilla. La corriente
del lago era más fuerte de lo que
pensaba. Pequeñas olas rompían sobre
la orilla cubierta de hierba. Jan subió y
se sentó en la parte delantera.
—Gracias por avergonzarme delante
de Liz —masculló.
—Yo no quería… —traté de
disculparme.
—Ya, ya. Empuja —me ordenó.
Arrojé el remo dentro de la canoa,
así la borda con ambas manos y empujé
con todas mis fuerzas. Se deslizó con
suavidad, apartándose de la orilla. Tuve
que meterme en el agua para llegar a
ella y subirme.
—¡Uuuff! —Con el impulso que me
di estuve a punto de volcar la canoa.
—¡Cuidado! —gritó Jan—. Qué
patosa eres, Sarah.
—Lo siento —murmuré. Estaba tan
contenta de haber conseguido una
compañera, que no quería causar más
problemas ni discutir por nada.
Por fin subí y me coloqué detrás de
Jan.
La canoa se balanceó bastante
cuando empezamos a remar. La agitada
superficie centelleaba como la plata
bajo los fuertes rayos del sol matutino.
Tardamos un poco en alcanzar el
ritmo correcto, y las dos permanecimos
en silencio.
Los únicos sonidos que se oían eran
los del chapaleo de los remos y el del
agua al golpear la pequeña embarcación.
El lago relucía frente a nosotras como un
espejo redondo y gigantesco y, a lo
lejos, se divisaban varias canoas. Jan y
yo íbamos muy por detrás.
Los salvavidas de goma eran
pesados y calurosos, por lo que nos los
quitamos y los dejamos en el suelo del
bote. Remábamos de un modo constante,
ni muy rápido ni muy lento. Eché un
vistazo a mis espaldas y me pareció que
la orilla estaba a kilómetros de
distancia.
Me recorrió un escalofrío; no era
una buena nadadora y no sabía si sería
capaz de nadar hasta la orilla desde allí.
—¡Aaay! —La canoa había
empezado a balancearse.
—¡Ooohh! —Me así a la borda y me
volví para descubrir, horrorizada, que
Jan se había puesto en pie.
—¡Jan… deténte! ¿Qué vas a hacer?
—chillé—. ¿Qué vas a hacer?
El bote se movió con más violencia,
y me agarré a los costados intentando
estabilizarlo.
Jan dio un paso. La canoa se inclinó,
y el agua me salpicó los pies.
—¡Jan… ya basta! —grité de nuevo
—. ¡Siéntate! ¿Qué estás haciendo?
Me miró con los ojos entornados,
maliciosamente.
—Adiós, Sarah.
El bote se ladeó más todavía cuando
pasó la pierna por encima de la borda.
Se quitó la camiseta que llevaba encima
del bañador y la tiró al suelo.
—¡No…, por favor! —supliqué—.
No me dejes aquí sola. No sé nadar muy
bien. ¿Qué pasará si el bote se vuelca?
¡No creo que pueda llegar a la orilla
desde aquí!
—Tú me has arruinado el verano —
me acusó—. Ahora todos saben que
tengo asma y por eso no me permitirán
participar en la excursión de seis días en
canoa.
—Pero… pero fue un accidente —
balbuceé.
—Y, además, también estás
haciéndoles la vida imposible a Briana
y a Meg —añadió enfadada.
—No. Espera… —farfullé—. Les
pedí disculpas. Yo no…
Se apoyó en la otra pierna; la canoa
se inclinó hacia el otro lado; luego
cambió de pierna una vez más.
Balanceaba la canoa adrede. Intentaba
asustarme.
—No la hagas volcar, Jan, por
favor… —le rogué.
Ladeó la embarcación todavía más
de manera que se bamboleó tanto que
creí que me caería al agua.
—De verdad que no sé nadar muy
bien —repetí—. No sería capaz de…
Soltó un gruñido de fastidio, se echó
el cabello para atrás, levantó los brazos
por encima de la cabeza, dobló las
rodillas y… se lanzó al agua.
—¡Nooooo! —solté el alarido al
tiempo que la canoa se balanceaba con
violencia. La zambullida de Jan levantó
una ola espumosa.
La canoa se inclinó…, osciló…, y se
volcó.
Salí despedida y golpeé el agua
estrepitosamente, sintiendo que el
líquido helado me envolvía mientras me
hundía.
El pánico me había paralizado.
La canoa rebotó en la superficie por
encima de mí.
Sentí que me ahogaba cuando el agua
se me metió en la nariz y la boca y, entre
convulsiones, comencé a agitar brazos y
piernas con desesperación.
Luché por impulsarme hacia arriba
y, por fin, saqué la cabeza a la
superficie.
Sin parar de toser y escupir, aspiré
una bocanada de aire fresco, y luego
otra.
La canoa cabeceaba flotando boca
abajo.
Me esforcé por recobrar el aliento y
calmar mi corazón desbocado.
Después, nadé hasta la embarcación
y, pasando un brazo por encima, me
aferré a ella como a una tabla de
salvación.
A merced de la corriente, entrecerré
los ojos para protegerlos de la luz e
intenté localizar a Jan.
—¡Jan! ¡Jan! —la llamé—. ¿Jan?
¿Dónde estás?
Busqué y miré en todas direcciones.
Un pánico agudo me atenazó el
pecho.
—¿Jan? ¿Jan? ¿Me oyes? —grité.
Me sujetaba a la canoa con una mano
y me protegía los ojos con la otra.
—¿Jan? ¿Jan? —grité su nombre tan
fuerte como pude.
Y entonces la vi.
Vi su cabellera rubia que lanzaba
destellos bajo la intensa luz y vi su
bañador rojo. Braceaba con firmeza
pero delicadamente, y sus pies dejaban
un rastro de espuma.
Se dirigía a la orilla.
«Se ha alejado a nado y me ha
dejado aquí», advertí.
Di la vuelta para buscar las otras
canoas y, con la mano a modo de visera,
las divisé, muy a lo lejos. Demasiado
lejos para que pudieran oír mis gritos de
auxilio.
«Quizá logre enderezar la canoa —
decidí—. Entonces subiré y remaré
hasta la orilla».
Pero ¿dónde estaban los remos?
Miré hacia el campamento y vi que
Jan hablaba con Liz; gesticulaba
frenética y señalaba el lago. Me
señalaba a mí.
Los campistas se habían agrupado
alrededor de ella. Oía sus voces
exaltadas. Gritos y lamentos. Entonces,
Liz metió una canoa al agua.
«Viene a rescatarme —pensé—.
Seguro que Jan le ha dicho que no puedo
nadar una distancia tan larga».
De repente, sentí vergüenza. Sabía
que todos me observaban desde la orilla
y que debían de comentar lo miedica que
era.
No me importaba. Lo único que
quería era poner los pies en tierra firme.
Liz no tardó mucho en remar hasta
donde yo estaba. En cuanto subí a la
canoa, me dispuse a darle las gracias,
pero me cortó en seguida.
—¿Por qué lo has hecho, Sarah? —
preguntó.
—¿Cómo? —resoplé—. ¿Por qué he
hecho qué?
—¿Por qué has volcado la canoa?
Abrí la boca para protestar pero
sólo emití un gemido.
Liz me miró con el ceño fruncido.
—Jan dice que has volcado la canoa
a propósito. ¿Acaso no sabes que eso es
muy peligroso, Sarah?
—Pero… pero…
—Voy a convocar a una reunión
especial por ese motivo —dijo—. La
seguridad en el agua es muy importante.
Las reglas de seguridad deben cumplirse
en todo momento. El campamento del
Lago Frío no existiría si los campistas
no obedecieran todas y cada una de las
reglas, sin excepción.
—Preferiría que no existiera —
murmuré desanimada.

Así pues, Liz mantuvo una reunión


interminable en la sala común. Todos los
campistas debían asistir.
Repasó todas las reglas de seguridad
en el agua, una por una.
Y luego proyectó cientos de
diapositivas acerca del Sistema de
Compañeros.
Me senté a un lado y fijé la vista en
el suelo pero, cada vez que levantaba
los ojos, veía que Briana, Meg y Jan me
observaban enfurecidas.
Había otros que también me
miraban, y supongo que todos me
culpaban por esa reunión larga y
aburrida. Sin duda Jan les había contado
que había sido yo quien había volcado
la canoa.
—Quiero que memoricéis las veinte
reglas de seguridad en el agua —decía
Liz.
Algunos campistas más me miraron
con mala cara.
«Todos, absolutamente todos me
odian —pensé, sacudiendo la cabeza
con tristeza—. Y no puedo hacer nada
para arreglarlo».
De repente, en aquel momento, se me
ocurrió una idea.
—Me escaparé —le dije a Aaron.
—Adiós —respondió tranquilo—.
Buena suerte.
—¡Hablo en serio! —insistí—. No
estoy bromeando. Te aseguro que voy a
escaparme de este campamento.
—Mándame una postal —se mofó.
Lo había hecho salir del comedor
después de la cena. Necesitaba
imperiosamente hablar con él. Lo llevé
al borde del lago.
No había nadie allí; todo el mundo
se encontraba en el comedor del refugio.
Eché una ojeada a las canoas,
apiladas de tres en tres cerca del agua.
Me acordé de la cabellera rubia de Jan,
de su bañador rojo. La visualicé
alejándose a nado, dejándome en medio
del lago.
Y después, mintiéndole a Liz para
meterme en un lío…
Sacudí a Aaron por los hombros.
—¿Por qué no me crees? —mascullé
con los dientes apretados.
Soltó una risita.
—No deberías zarandear a alguien
que acaba de comer carne del
campamento. —Soltó un eructo
descomunal.
—Qué basto eres —gruñí.
—Es una tradición familiar —
sonrió.
—Deja ya de bromear. Voy a hacerlo
—afirmé—. No estoy nada bien, Aaron.
Odio este campamento donde no hay ni
un teléfono para llamar a papá y mamá.
Por lo tanto, tengo que escaparme.
La expresión de su rostro cambió.
Comprendió que hablaba en serio.
Hizo rebotar una piedra plana en la
superficie del lago. Vi las ondas
extenderse y luego desaparecer.
El cielo gris del atardecer se
reflejaba en el agua. Todo era gris. El
suelo, el cielo, el agua. El reflejo de los
árboles temblaba en el agua gris.
—¿Adónde vas a ir? —me preguntó
con suavidad. Noté que se transformaba
en el hermano maduro y sabio, una vez
más. Pero no me importaba.
Debía contarle mi plan. No
abandonaría el campamento sin
decírselo.
—Me escaparé por el bosque —
señalé—. Hay un pueblo al otro lado, y
cuando llegue llamaré a papá y mamá y
les diré que vengan a buscarme.
—¡No puedes hacer eso! —protestó.
Adopté una expresión desafiante.
—¿Y por qué no?
—No nos está permitido entrar en el
bosque —repuso—. Richard dice que el
bosque es peligroso, ¿recuerdas?
Lo zarandeé de nuevo. Estaba tan
tensa, tan enfadada, que no sabía qué
hacer con las manos.
—¡No me importa lo que diga
Richard! —rugí—. Me escaparé,
¿entiendes?
—Dale una oportunidad al
campamento, Sarah —suplicó—. No ha
transcurrido ni una semana completa.
¡Inténtalo!
En este momento, perdí la calma del
todo.
—¡Me repugna que seas tan sensato!
—bramé, furiosa.
Lo empujé con las dos manos y abrió
la boca, sobresaltado. Perdió el
equilibrio y cayó en el lago.
Aterrizó de espaldas en el lodo de la
orilla.
—¡Ufff! —El golpe, lo dejó sin aire.
—Lo siento… —imploré—. Ha sido
sin querer, Aaron. Yo…
Se levantó trastabillando,
arrastrando con él residuos grasientos y
trozos de algas, agitando los puños e
insultándome.
Suspiré al comprender que incluso
mi hermano estaba furioso conmigo.
«¿Qué voy a hacer? ¿Qué puedo
hacer?», me pregunté.
De regreso a la cabaña, otro plan
comenzó a formarse en mi mente.
Un plan desesperado del todo.
Un plan terriblemente peligroso.
—¡Mañana —musité— sabrán quién
soy!
Pasé toda la mañana siguiente
perfeccionando mi plan. Me
atemorizaba, pero sabía que debía
llevarlo a cabo.
Nuestro grupo tenía natación libre
por la tarde. Por supuesto, todos tenían
compañero, excepto yo.
Hundí los pies descalzos en el fango
de la orilla y observé que todos se
emparejaban y se dirigían al agua.
Grupos de nubes blancas y
algodonosas flotaban en el cielo y se
reflejaban en el agua, que apenas se
movía.
Unos minúsculos mosquitos de agua
saltaban sobre la superficie del lago.
Los contemplé sin entender por qué no
se mojaban.
—Sarah, es hora de nadar —dijo
Liz, corriendo hacia donde yo estaba.
Llevaba un traje de baño rosa debajo de
unos livianos pantalones cortos blancos.
Me acomodé la parte superior del
biquini con manos temblorosas. Lo que
había planeado hacer me asustaba.
—¿Por qué no estás nadando
todavía? —preguntó Liz y me espantó
una mosca del hombro.
—Yo… yo no tengo compañero —
tartamudeé.
Miró alrededor para ver si
encontraba a alguien que me
acompañara pero ya todos chapoteaban
en el agua.
—Bueno… —torció el gesto,
impaciente—. Adelante, nada tú sola
pero manténte cerca de la orilla. No te
perderé de vista.
—Magnífico. Gracias —dije. Le
sonreí y me acerqué con entusiasmo a la
orilla. No quería que adivinara que no
sería un baño normal, que tenía en mente
algo terrible de verdad…
Metí los pies en el agua.
¡Qué fría estaba!
Una nube tapó el sol, el cielo se
oscureció y el aire se hizo más fresco.
Los pies se me hundieron en el fondo
lodoso del lago; encima de mi cabeza
revoloteaban cientos de mosquitos.
«¡Puaj! —pensé—. ¿Por qué me
obligan a nadar en el barro con los
mosquitos?».
Respiré profundamente y me adentré
un poco más. Cuando el agua me llegaba
a la cintura, me sumergí por completo y
empecé a nadar.
Di unas cuantas brazadas para
acostumbrarme al agua fría y recobrar la
respiración.
Un poco más allá, Briana y otras
chicas competían en una especie de
carrera de relevos. Lo pasaban bien, se
reían y gritaban.
«En unos minutos se les acabará la
alegría», me dije con amargura.
En aquel momento, una masa de agua
se abalanzó sobre mí, Grité, y al instante
otra ola me golpeó el rostro. No tardé
mucho en descubrir que alguien me
salpicaba. Era Aaron.
Apareció frente a mí y me escupió
un chorro de agua a la cara.
—¡Asqueroso! ¿Cómo eres capaz de
meterte esta agua en la boca? —grité,
escandalizada.
Se rió y se alejó a reunirse con su
compañero.
«Él también dejará de reírse en un
momento —pensé—. A partir de hoy, me
tratará de otro modo».
«Todos me tratarán de otro modo».
De repente, me sentí culpable. Debía
haberle dicho a Aaron lo que planeaba
para que no se asustara. Sólo quería
asustar a los demás. Pero si le contaba
el plan al sensato y práctico Aaron,
intentaría convencerme de que no lo
hiciera o se chivaría a Liz para que me
lo impidiese.
«No, no. Nadie me detendrá», juré.
¿Habéis adivinado ya mi plan de
urgencia?
En realidad, era muy simple.
Planeaba ahogarme.
Bueno…, no ahogarme de verdad.
Me proponía bucear hasta el fondo y
permanecer allí tanto tiempo como me
fuera posible, y hacer creer a todos que
me había ahogado.
Puedo aguantar la respiración
durante mucho tiempo, debido a que
toco la flauta, por lo que he desarrollado
muchísimo mi capacidad pulmonar.
Creo que resisto bajo el agua hasta
casi tres minutos.
Tiempo suficiente para darles un
susto de muerte.
Quedarán petrificados. Incluso Meg,
Briana y Jan.
El lago era poco profundo cerca de
la orilla, pero hacia el interior el fondo
descendía abruptamente.
Me impulsé con fuerza con los pies
para alejarme de los demás y me
enderecé del todo, con las piernas
rígidas y extendidas.
Sí.
Pegué brazos y manos a los costados
y me dejé caer.
Y bajé, y bajé.
Mientras descendía, abrí los ojos y
no vi más que verde. Ondas de pálida
luz brillaban a través del verde.
«Estoy flotando dentro de una
esmeralda —pensé—. Estoy sumergida
en el fondo de una joya verde y
reluciente».
Recordé la pequeña esmeralda del
anillo de mamá, que nunca se quitaba
porque era su alianza. Me acordé de
papá y mamá y pensé en lo tristes que se
sentirían si me ahogara de verdad.
«Nunca debimos mandar a Sarah a
aquel campamento de deportes
acuáticos», dirían.
Mis pies golpearon el suelo mullido
del lago y una burbuja escapó de mi
boca. Apreté los labios para no perder
aire.
Me dejé llevar despacio hacia la
superficie.
Cerré los ojos y permanecí inmóvil
para que pareciera que me había
ahogado.
Me imaginé el horror reflejado en el
rostro de Liz cuando viera mi cuerpo
flotando tan quieto, por debajo de la
superficie y con los cabellos
meciéndose al compás de las olas.
Casi me reí al pensar en Liz saltando
al agua para rescatarme, viéndose
obligada a mojarse sus lindos
pantalones blancos.
Me esforcé por no moverme, apreté
los párpados con más fuerza y me puse a
pensar en Briana, Meg y Jan.
«Se sentirán tan culpables —me dije
— que nunca podrán perdonarse
haberme tratado tan mal».
«Después de esta señal de alarma,
comprenderán que se portaron de
manera abominable y querrán ser mis
mejores amigas».
«Todas seremos buenas amigas y
pasaremos un verano maravilloso».
Empecé a notar una opresión en el
pecho, y la garganta me quemaba.
Entreabrí los labios y dejé salir unas
pocas burbujas más. Sin embargo, la
garganta aún me ardía y sentía como si
el pecho fuera a estallarme.
Flotaba boca abajo, con las piernas
estiradas y los brazos sueltos.
Agucé el oído para captar los gritos
de alarma.
A estas alturas, ya debían de
haberme visto.
Esperaba oír las llamadas de
socorro y las voces de los chicos al
avisar a Liz.
Pero sólo percibí el silencio, el
silencio pesado que reina debajo del
agua.
Solté otra burbuja.
El dolor en el pecho se volvió
intenso, sentía que iba a reventar.
Abrí los ojos. ¿Había alguien cerca?
¿Llegaría alguien a rescatarme?
Nada más que verde por todas
partes.
«¿Dónde está la gente? —me
pregunté—. Sin duda Liz ya me habrá
localizado. ¿Por qué tarda tanto en
sacarme del agua?».
De nuevo la visualicé en mi mente,
con sus pantalones de tenis blancos, sus
brazos y piernas morenos, su cabello
rojizo…
«Liz ¿dónde estás?».
«Liz ¿no ves que me ahogo? Dijiste
que no me perderías de vista,
¿recuerdas?».
«No resistiré mucho más».
«Tengo el pecho a punto de estallar;
me tiembla todo el cuerpo, me arde; mi
cabeza está partiéndose en dos».
«¿Es que nadie sabe dónde estoy?».
Sentí que me mareaba.
Cerré los ojos pero el mareo no
desapareció.
Exhalé el aire que me quedaba en
los pulmones.
«Sin aire —pensé—. No hay más
aire…».
Los brazos y las piernas me dolían,
el pecho me quemaba.
Vi unos puntos amarillos, brillantes,
a pesar de que tenía los ojos cerrados.
Las luces amarillas bailaban, cada
vez más fulgurantes… Realizaban una
danza enloquecida en torno a mí, en
torno a mi pobre cuerpo tembloroso y
ardiente.
El pecho… estallaba… estallaba…
Tenía tanto frío, de repente. Tanto
frío…
Las luces amarillas bailaban y
brillaban cada vez más, cegadoras como
focos, como grandes linternas que me
deslumbraban.
Destellaban alrededor de mi cuerpo
helado, estático.
El frío me hizo estremecer. La boca
se me llenó de agua, espesa y gélida.
Me di cuenta de que había pasado
demasiado tiempo bajo la superficie.
Nadie vendrá. Nadie vendrá a
salvarme.
Demasiado tiempo… demasiado
tiempo.
Me esforcé por ver algo pero las
luces relucían demasiado.
«No puedo ver nada…, nada…».
Tragué agua por segunda vez.
«No puedo ver. No puedo respirar».
«No puedo quedarme por más
tiempo bajo la superficie. No puedo
esperar más».
Intenté sacar la cabeza del agua pero
me pesaba mucho; una tonelada.
«No aguanto más…».
«No puedo respirar».
Sacando fuerzas de flaqueza, sacudí
los hombros y me impulsé hacia arriba
con la cabeza erguida.
Pesaba tanto… Tenía el cabello
empapado y me pesaba muchísimo. El
agua me chorreaba por el rostro, por
encima de los ojos.
Miré hacia la orilla, forzando la
vista ante las luces refulgentes.
Achiqué los ojos para ver a través
del agua que me chorreaba del cabello.
Agucé la vista…
Allí no había nadie.
Di media vuelta y escruté la
superficie del lago.
Nadie; no había un alma en el agua,
ni en la orilla.
«¿Dónde están? —me pregunté,
tiritando, con escalofríos—. ¿Adónde se
han ido?».
Conseguí llegar a la playa.
Tenía los pies dormidos y no sentía
el suelo fangoso al salir del lago dando
traspiés.
Me froté los brazos y tampoco sentí
las manos, ni el agua que se escurría por
mi espalda.
No sentía nada. Estaba entumecida;
insensible por completo.
—¿Dónde está todo el mundo? —
grité.
Pero ¿había emitido algún sonido?
¿Tenía voz?
Yo no me oí.
Di unos pasos por la hierba y me
sacudí, como hacen los perros para
secarse, con la esperanza de producir
alguna sensación en mi cuerpo
insensible y helado.
—¿Adónde se han ido?
Abrazándome, avancé unos pasos,
trastabillando. Me tropecé con las
canoas y me detuve. Estaban
amontonadas boca abajo y amarradas
junto a la orilla.
¿No habían salido ese día con las
canoas? ¿No estaban todas en el lago?
—¡Hola! —grité.
¿Por qué no oían mis llamadas?
—¿Dónde estáis?
Ni un alma en ninguna parte. Giré
sobre mí misma y casi perdí el
equilibrio. Ni un alma en el agua.
Nadie. Absolutamente nadie.
Pasé al lado de los chalecos
salvavidas y los botes de caucho,
cubiertos con una lona protectora.
«¿Es que ya nadie los usa? —me
pregunté—. ¿Por qué están tapados?».
¿Por qué se habían marchado del
lago tan de repente?
Tiritando y abrazándome, emprendí
el camino del refugio y cuando los
árboles aparecieron ante mí, me
sobresalté.
Estaban desnudos, deshojados como
en pleno invierno.
—¡Noooooooo! —Un alarido de
pánico escapó de mi garganta. Un
alarido silencioso.
¿Había alguien que pudiera oírme?
¿Cuándo se habían caído las hojas?
¿Por qué se habían caído en pleno
verano?
Arranqué a correr hacia el albergue.
¡Qué frío hacía! Estaba aterida.
Algo me rozó la espalda. Algo
hormigueó en mis párpados.
¿Nieve?
Sí. Caían diminutos copos de nieve,
mecidos por una brisa suave. Los
árboles pelados crujían y se agitaban.
Me sacudí la nieve del cabello
mojado.
¿Nieve?
Eso era imposible. Todo era
imposible.
—¡Hooolaaa! —Mi grito resonó por
entre los árboles, ¿o no?
¿Había alguien que escuchara mi
llamada de auxilio?
—¡Socoooorro! —grité—. ¡Qué
alguien me ayude!
Silencio. Sólo se oía el rumor de las
ramas por encima de mi cabeza.
Eché a correr de nuevo. Mis pies
descalzos avanzaban en silencio sobre
el suelo helado.
Por fin, al salir del bosque, divisé
las cabañas. Sobre los tejados planos
había una fina capa de nieve.
El suelo aparecía tan gris como el
firmamento. Las cabañas estaban a
oscuras, las paredes de planchas
presentaban un tono grisáceo. Todo lo
que me rodeaba era gris.
Un mundo frío y gris.
Abrí la puerta de la primera cabaña
que encontré.
—¡Hola…, necesito ayuda! —grité.
Lo que vi era una habitación vacía.
Allí no había nadie, ni mochilas ni
prendas de vestir esparcidas por todas
partes.
Levanté los ojos hasta las literas
adosadas a la pared. Mantas, sábanas,
colchones…, todo había desaparecido.
«Supongo que nadie se aloja en esta
cabaña», me dije.
Retrocedí hasta la puerta, giré y
recorrí la hilera de cabañas, todas a
oscuras y silenciosas.
Mi cabaña se hallaba donde el
sendero torcía hacia la cima de la
colina. Con un suspiro de alivio, me
acerqué y empujé la puerta.
—¿Briana? ¿Meg?
Vacía y oscura.
No había colchones. Habían
arrancado los carteles de las paredes.
No vi ropa, ni bolsas, ni maletas.
Ni rastro de que alguien hubiera
vivido allí alguna vez.
—¿Dónde estáis? —gemí—. ¿Dónde
estoy?
¿Dónde estaban mis cosas? ¿Dónde
estaba mi cama?
Proferí un alarido de miedo y huí de
la cabaña.
Entumecida y helada, con el bañador
mojado, corrí en medio del aire gélido.
Vagué por todo el campamento,
abriendo puertas, asomándome a las
habitaciones vacías y desnudas.
Gritando. Pidiendo que alguien,
cualquiera, me ayudara.
Entré en el edificio principal, y el
techo de madera me devolvió el eco de
mi voz.
¿Seguro? ¿De verdad emitía
sonidos?
¿Por qué no lograba escucharme?
Irrumpí en el comedor. Habían
apilado los largos bancos de madera
sobre las mesas. La cocina estaba vacía
y oscura.
«¿Qué ha ocurrido?», me pregunté,
tiritando de manera incontenible.
¿Dónde se habían metido? ¿Por qué
se habían marchado todos? ¿Cómo
habían conseguido irse tan rápidamente?
¿Cómo es posible que esté nevando?
Salí al frío exterior dando traspiés.
La neblina ya empezaba a formarse
sobre la tierra gris. Me froté el cuerpo,
tratando de entrar en calor.
Vagué de un edificio a otro,
aterrorizada y confundida. Sentía que
todavía estaba nadando. Nadando en la
neblina gris espesa. Nadando en un gris
infinito.
Y, entonces, oí una voz y me detuve.
Una voz muy débil, de muchacha.
Una voz que cantaba.
Una voz frágil y aguda que cantaba.
—¡No estoy sola! —grité.
Escuché atentamente la canción. Era
una canción triste entonada con extrema
melancolía.
Comencé a dar voces.
—¿Dónde estás? ¡No te veo! ¿Dónde
estás?
Seguí la voz hasta el edificio
principal y, al llegar allí, vi a una chica
sentada en los escalones de madera.
—¡Hola! —exclamé—. ¡Hola!
Hacía rato que buscaba a alguien.
¿Puedes ayudarme?
Siguió cantando como si no me
hubiera visto. Cuando me acerqué a ella,
me percaté de que cantaba el himno del
campamento del Lago Frío, con aquella
voz quebradiza y apenas perceptible.
El cabello rubio, casi blanco, le caía
a ambos lados de la cara, ondulado y
largo. Era bonita, delicada y pálida.
Increíblemente pálida.
Llevaba una camiseta blanca sin
mangas y pantalones muy cortos, blancos
también. La nieve continuaba cayendo
alrededor, y yo temblaba; en cambio,
ella no parecía sentir frío.
Movía la cabeza de un lado al otro
mientras cantaba, con los ojos azules y
redondos fijos en el cielo. Parecían dos
canicas incrustadas en el rostro pálido.
Me planté delante de ella y me
sacudí la nieve de la frente. No me miró
hasta que hubo terminado de cantar y
luego me sonrió.
—¿Qué tal, Sarah? —Su voz, al
hablar, era tan suave como cuando
cantaba.
—¿Cómo… cómo sabes mi nombre?
—tartamudeé.
Su sonrisa se hizo más amplia.
—Te esperaba —dijo—. Me llamo
Della.
—Della…, tengo mucho frío —le
dije quejumbrosa.
Se levantó, dio media vuelta y
extrajo un bulto de detrás de la escalera.
Era un albornoz blanco. Lo puso sobre
mis hombros temblorosos.
Sus movimientos eran tan delicados
que apenas noté sus manos. Me ayudó a
anudarme el cinturón. Me sonrió de
nuevo.
—Te esperaba, Sarah —repitió. Su
voz era un suspiro, un susurro.
—No entiendo —exclamé—. ¿Dices
que me esperabas?
Asintió. Su cabello casi blanco
flotaba con cada movimiento de la
cabeza.
—No puedo irme sin ti, Sarah.
Necesito una compañera.
La observé, intentando comprender.
—¿Dónde está la gente? —pregunté
desesperada—. ¿Adónde se han ido?
¿Por qué no hay nadie más que tú? —Me
quité la nieve de las cejas—. Della
¿cómo es posible que haya llegado el
invierno? .
—Tú serás mi compañera, ¿verdad,
Sarah? —Sus ojos azules me miraron
con pasión. El cabello formaba un halo
que enmarcaba su cara descolorida.
Pestañeé, sorprendida.
—No entiendo —dije—. Por favor,
responde a mis preguntas.
—¿Verdad que serás mi compañera?
—repitió con ojos suplicantes—. He
esperado mucho tiempo para tener una,
Sarah. Mucho tiempo…
—Pero, Della…
Empezó a cantar de nuevo. Metí las
manos en los bolsillos del albornoz,
temblando. No conseguía que se me
pasara el frío ni la tiritera.
¿Por qué entonaba la canción del
campamento con tanta tristeza?
¿Por qué no quería contestar mis
preguntas?
¿Cómo había sabido mi nombre? ¿Y
por qué había dicho que me esperaba?
—Della, por favor… —le rogué.
Flotó por los escalones de madera
hacia el vestíbulo sin dejar de tararear
su extraña canción. Su cabello lanzaba
destellos dorados en la luz grisácea, y
jirones de neblina se enroscaban en
torno a su cuerpo mientras avanzaba.
—¡Oh! —exclamé al descubrir que
veía a través de ella.
—¿Della…?
Continuó caminando sin tocar el
suelo, meneando la cabeza de un lado a
otro, modulando la voz en un susurro.
—¿Della…?
Dejó de cantar y me sonrió de
nuevo. Tenía el cabello cubierto de
nieve. La neblina aún la envolvía. Veía
las oscuras tablas de madera del
vestíbulo a través de su cuerpo.
—Sarah, ahora eres mi compañera
—susurró—. Necesito una. Todo el
mundo debe tener un compañero en el
campamento del Lago Frío.
—¡Pero… pero si estás muerta! —
solté horrorizada.
«Della está muerta —repetí para mis
adentros, intentando hacerme a la idea.
Y yo soy su compañera. Lo que
significa… ¡Significa que también estoy
muerta!».
Della se acercó a mí flotando, pálida
y ligera. El viento le hacía ondear el
cabello, que brillaba como una aureola.
—Estás muerta —murmuré—. Y yo
también.
Al pronunciar estas palabras, me
estremecí.
Comencé a aceptar la verdad, a
comprender qué había sucedido.
Probablemente Della se había
ahogado allí, en el lago.
Por ello todos insistían tanto sobre
las reglas de seguridad.
Esto explicaba las charlas
interminables acerca de las reglas de
seguridad en el agua. Y la larga lista. Y
por qué que los instructores recalcaban
la importancia del Sistema de
Compañeros una y otra vez.
Della se ahogó aquí y ahora soy su
compañera. Soy su compañera porque
también me he ahogado.
—¡Noooooo! —Lancé un aullido de
horror y de incredulidad.
Eché la cabeza hacia atrás y aullé
como un animal. Aullé de compasión de
mí misma.
Della flotaba sobre mí,
observándome, esperando que me
calmara. Sabía lo que me bullía en la
cabeza. Sabía que lo había comprendido
todo.
Aguardó pacientemente. ¿Durante
cuánto tiempo había esperado que
llegase para tener una compañera, una
compañera muerta? ¿Durante cuánto
tiempo había esperado que otra
infortunada muchacha se ahogara?
—¡Nooo! —gemí—. ¡No, no lo haré,
Della! ¡No puedo hacerlo! ¡No seré tu
compañera! ¡No!
Le di la espalda, tan alterada, que
por poco caigo de rodillas.
Arranqué a correr. Se me abrió el
albornoz, y la tela aleteaba como un
pájaro mientras me alejaba de ella.
Corrí descalza sobre la nieve y por entre
remolinos de niebla, rodeada de gris.
—¡Regresa, Sarah! —oí que me
llamaba Della—. ¡Vuelve! ¡Tienes que
ser mi compañera! ¡Estoy atrapada aquí
como un fantasma. No puedo marcharme
del campamento, no puedo irme al otro
mundo sin una compañera!
Pero no me detuve. Continué
corriendo por el campamento; pasé por
delante de las cabañas y del almacén, al
borde del bosque.
Huía de su llamada, de su voz
fantasmagórica.
«No quiero ser su compañera —me
dije—. ¡No quiero ser un fantasma!».
Levantaba la nieve con los pies, en
mi loca carrera por entre los árboles
deshojados, sin mirar atrás.
Al llegar a la orilla del lago, me
detuve. Sentir el agua helada en los pies
me hizo parar.
El agua fría y gris.
Me esforcé por recuperar el aliento
pero me dolía el pecho, como si fuese a
estallar.
Me volví, jadeando, y vi que Della
se acercaba flotando entre los árboles,
con los ojos resplandecientes de fuego
azul.
—Tú tampoco podrás irte sin mí,
Sarah —dijo—. No podrás salir de
aquí.
Aparté la vista de ella y miré el
lago.
El pecho, la cabeza, todo me dolía
mucho. Me ahogaba; el pecho iba a
explotarme.
Me dejé caer en el barro mientras el
gris se convertía en negro.
Por encima de mí revoloteaban
miles de diminutos puntos blancos.
Pensé que eran luciérnagas en su
paseo nocturno por la hierba.
Las lucecitas se hicieron más
brillantes, redondas como chorros de
luz.
Más brillantes.
Hasta que me encontré ante una bola
de oro resplandeciente.
Parpadeé.
Tardé bastante en darme cuenta de
que lo que estaba mirando era el sol.
Aparté los ojos.
De repente, me sentía pesada.
Notaba el suelo debajo de mí y el peso
de mi cuerpo sobre él.
Mi cuerpo, estaba recobrando un
cuerpo sólido.
Oí que alguien se movía muy cerca.
Pestañeé unas cuantas veces más y
vi a Liz.
Tenía el rostro enrojecido y la boca
torcida en un gesto de preocupación.
—Ooohh —me quejé cuando
presionó con ambas manos. Las levantó
y apretó de nuevo.
Noté que me salía agua de la boca
abierta.
Me atraganté y, al momento, otro
chorro de agua me resbaló por la
barbilla.
—Está volviendo en sí —anunció
Liz. Volvió a presionarme el pecho—.
¡Está viva! —gritó emocionada.
Detrás de ella, vislumbré piernas,
bañadores, campistas.
Sí, eran los otros campistas.
Gemí de nuevo y Liz continuó
ocupándose de mí.
«Estoy echada de espaldas —pensé
—. Estoy en la orilla del lago y Liz está
practicándome la respiración artificial».
«Los otros campistas me rodean,
mirando cómo Liz me salva la vida».
—¡Estoy… VIVA! —El grito se me
escapó de la garganta.
Me incorporé y los miré uno por
uno.
Todos han regresado. Incluso yo.
Liz soltó un suspiro y se dejó caer
de rodillas.
—¿Sarah, cómo te encuentras? —
preguntó sin aliento. Se enjugó el sudor
de la frente con el dorso de la mano—.
¿Estás bien?
—Creo que… sí —murmuré.
Notaba un sabor amargo en la lengua
y todavía me sentía algo mareada.
Detrás de Liz, algunos campistas lo
celebraron aplaudiendo.
—Por un momento, pensamos que te
habíamos perdido —dijo Liz—. Dejaste
de respirar. ¡Qué susto!
Entre dos instructores me ayudaron a
ponerme en pie y luché por combatir el
mareo.
—¡Estoy bien! —exclamé—.
Gracias a ti, Liz. Me… me has salvado
la vida.
La abracé y también a Aaron, que se
hallaba a su lado.
Briana y Meg andaban cerca y se
sobresaltaron cuando las abracé también
a ellas.
Me alegraba tanto estar viva, lejos
de aquel invierno gris y de la espantosa
chica fantasma en el campamento
desierto.
—Sarah, ¿qué ha ocurrido? —
preguntó Liz, posando la mano sobre mi
hombro húmedo y apartándome con
suavidad el cabello del rostro.
—No estoy segura —titubeé—. No
sé qué ha pasado exactamente.
—Cuando vi que no respirabas, me
asusté muchísimo. —Liz se estremeció.
—Ya estoy bien —la tranquilicé con
una sonrisa—. Gracias a ti.
—Lo ha hecho para llamar la
atención —oí que susurraba alguien. Me
volví y vi que Jan cuchicheaba con otra
chica—. Ahora, todo el mundo se verá
obligado a decir: «¡Pobre Sarah!» —
susurró con malicia—. Ahora todos
tenemos que hacernos los simpáticos
con ella.
Me sentí dolida y abrí la boca para
replicarle, pero estaba tan contenta de
haber regresado, de seguir con vida, que
preferí no hacer caso.
Me apoyé en Aaron y dejé que me
acompañara a la cabaña.
—Voy a sacar partido de lo que
queda de campamento —le dije—. De
veras que sí.

La enfermera me examinó
minuciosamente. Después me fui a
descansar y dormí una larga siesta.
Cuando desperté, me moría de
hambre y caí en la cuenta de que no
había comido en todo el día.
Me puse unos tejanos y una camiseta
del campamento y eché a correr en
dirección a la fogata.
Mientras bajaba por el sendero que
conducía al claro del bosque, percibí el
aroma de los perritos calientes y de las
hamburguesas al asarse en la barbacoa.
Richard me dio la bienvenida al
círculo de la fogata.
—¡Sarah, tienes muy buen aspecto!
—exclamó—. Me han explicado lo que
te pasó esta tarde en el lago.
—Bueno, estoy bien ahora —le dije
—. Me siento fenomenal.
—Te lo advierto: no nos des más
sustos como éste —me reprendió— o te
haremos nadar en la piscina de los
niños.
—Tendré mucho cuidado —prometí.
—Más te vale, porque aquí no hay
piscina para niños —bromeó.
Solté una carcajada.
—Siéntate —dijo, señalando el
círculo de troncos—. ¡Sentaos todos! —
gritó—. Celebraremos una reunión antes
de comer.
La mayoría de los campistas ya
habían ocupado sus sitios. Miré
alrededor, en busca de un asiento libre.
—¿Sarah…? —oí que llamaba
alguien—. Sarah, estoy aquí.
Cuando vi a Della solté un grito de
espanto.
Della. A solas en un tronco apartado
cercano al bosque, con el rubio cabello
flotando en torno a su pálido rostro y la
luz del crepúsculo atravesando su
cuerpo.
Traspasándola por completo.
—¡Nooo! —sollocé.
—Ven, Sarah —decía—. Por favor,
siéntate conmigo. ¡Sé mi compañera!
Me cubrí el rostro con las manos y
rompí a chillar.
—¡No! ¡Tú no estás aquí! —bramé
—. ¡Eres un fantasma! ¡No perteneces
aquí! ¡Ahora estoy viva! ¡Viva!
Me volví y vi que Richard y Liz
corrían hacia mí. Aaron se levantó de un
salto y se acercó a toda prisa.
—¿Sarah, qué pasa? ¿Qué te ocurre?
—me preguntó.
—¿Es que no la ves? —grité,
señalando el tronco donde se encontraba
—. ¡Es un fantasma! ¡Pero yo estoy viva!
Liz me abrazó.
—Cálmate, Sarah —dijo en voz baja
—. Todo está bien.
—¡Pero si ella está sentada allí! —
balbuceé.
Todos miraron el tronco.
—Allí no hay nadie —aseguró
Richard, observándome con los ojos
entornados.
—Has sufrido un terrible accidente
—dijo Liz con mucha delicadeza—, una
impresión muy fuerte. Todavía estás
alterada, Sarah.
—Pero… pero… —tartamudeé.
Advertí que Briana, Meg y Jan,
sentadas en un mismo tronco, hablaban
en voz baja y me observaban.
«¿Qué estarán diciendo de mí?», me
pregunté.
—¿Quieres que te acompañe a la
cabaña? —se ofreció Richard.
Sacudí la cabeza.
—No. Quiero comer.
Liz se rió.
—¡Éste es el problema! ¡Tienes tanta
hambre que ves cosas raras! Vamos a
darte un perrito caliente en seguida.
Después de un par de salchichas,
empecé a sentirme mejor. La reunión
alrededor de la fogata comenzó y me
senté junto a unas chicas de otra cabaña.
Mientras Richard hablaba, eché un
vistazo al círculo de campistas y estudié
sus rostros, iluminados por el fuego.
Buscaba a Della.
Della, la fantasma…
¿Seguiría allí, mirándome,
esperando que fuera su compañera?
Me incliné hacia delante con todo el
cuerpo entumecido por la tensión y forcé
la vista para descubrir aquella cara
palidísima.
Pero había desaparecido.
Por el momento.
Liz tomó la palabra. La mayoría de
los campistas refunfuñaron cuando
empezó a leer las reglas de seguridad en
el agua.
—Hoy hemos tenido un aviso —dijo
—, un accidente que por poco acaba en
tragedia.
Sabía que todos me observaban y me
sonrojé. Desvié la vista hacia las llamas
amarillas de la fogata.
Cuando levanté los ojos, vi que
Briana, Meg y Jan cuchicheaban en el
tronco contiguo al mío. ¿Acerca de mí?
—¡Son tan importantes las reglas de
seguridad en el agua, aquí, en el
campamento del Lago Frío! —decía Liz
—. Algunos se burlan y dicen que este
montón de reglas es la maldición del
campamento del Lago Frío, porque
hablamos de ellas sin cesar.
Se puso en jarras y nos escrutó con
la mirada uno por uno.
—Sin embargo, tal como pudimos
comprobar esta tarde —prosiguió—, el
Sistema de Compañeros no es una
maldición. Es una bendición.
Por detrás de las alborotadas llamas
de la gran hoguera, apareció una cara.
Perdí el aliento.
¡Della!
No. Era una chica de otra cabaña
que se había levantado para servirse
otro bocado.
Me relajé un poco.
«Debo abandonar este lugar —
decidí—. Es imposible que me divierta
si tengo que estar pendiente de Della».
Liz siguió machacando el tema de
las reglas.
Richard anunció algunas
actividades.
Los campistas entonaron canciones
de acampada.
Cuando terminó la reunión, me puse
en marcha en dirección a la cabaña, sin
perder tiempo.
No había avanzado mucho cuando oí
pisadas a mi espalda. Y alguien que
pronunciaba mi nombre.
¿Sería el fantasma?
Di media vuelta y vi a Aaron que se
acercaba corriendo.
—¿Por qué gritabas? —preguntó—.
¿De verdad crees que has visto un
fantasma?
—No voy a decírtelo —gruñí y
apreté el paso—. Te burlarías de mí.
—Ponme a prueba —repuso,
acelerando también—. No me reiré. Te
lo prometo.
—He visto el fantasma de una chica
—le confesé—. Te juro que lo he visto.
Me llamaba. Quiere que sea su
compañera.
Aaron soltó una carcajada.
—No, en serio —dijo—. ¿Qué fue
lo que viste? No bromees.
—¡No estoy bromeando! —grité—.
Debo salir de este lugar, Aaron. Voy a
escaparme, buscaré un teléfono y
llamaré a papá y mamá. Ésta noche. Y
les diré que vengan a buscarme.
—¡No puedes! —exclamó. Me tomó
del brazo y me obligó a detenerme. Los
chicos que pasaban por nuestro lado nos
miraban extrañados—. Mamá y papá no
querrán venir más que una vez, por lo
tanto, si los llamas me obligarán a irme
a casa también —protestó—, y yo no
quiero marcharme. ¡Lo estoy pasando en
grande!
—Tú no lo comprendes —dije—.
No puedo quedarme. No puedo…
—Por favor, Sarah —suplicó—.
Aguanta un poco más. No te rindas. Lo
que pasa es que estás un poco confusa
por lo que ocurrió esta tarde en el lago
pero lo superarás. Espera un poco.
No accedí ni me negué.
Sólo le di las buenas noches y me
dirigí a la cabaña.
Las luces estaban encendidas, y mis
compañeras charlaban en voz baja.
Cuando entré, se callaron de golpe.
Las tres me clavaron la vista, con
expresión tensa. Se levantaron y me
acorralaron en el centro de la
habitación.
—¿Qué queréis? ¿Qué vais a hacer?
—Queremos pedirte disculpas —
aclaró Briana.
—No nos hemos portado nada bien
contigo —añadió Jan con su voz áspera
—. De veras, lo sentimos.
—Hemos estado hablando de ello —
dijo Briana— y hemos…
—Hemos decidido que fuimos muy
injustas contigo —interrumpió Meg—.
Perdónanos, Sarah.
—Yo… también lo siento —
balbuceé. Me sentía tan aturdida, que
apenas era capaz de hablar.
—Empecemos de nuevo —sugirió
Briana, tendiéndome la mano—. Mucho
gusto, Sarah. Me llamo Briana.
—¡Excelente! A partir de cero —
exclamó Jan.
—Gracias. Me alegro mucho —les
dije. Y lo decía de corazón.
Jan se volvió hacia Briana.
—¿Cuándo te hiciste eso en las
uñas? —le preguntó.
Briana sonrió y levantó ambas
manos. Llevaba las uñas pintadas de
morado brillante.
—Es un color nuevo —explicó—.
Me las pinté después del baño.
—¿Cómo se llama ese color? —
preguntó Meg.
—Mosto, creo —contestó Briana—.
Todos tienen nombres extravagantes. —
Extrajo el frasco de esmalte de su bolsa
y me lo ofreció—. ¿Quieres probarlo?
—Bueno… claro que sí —acepté.
Las cuatro estuvimos pintándonos
las uñas de morado hasta mucho después
de la orden de apagar las luces.
Más tarde, ya acostada en mi litera y
sintiendo que el sueño me invadía,
pensaba en mis tres compañeras de
cuarto con una sonrisa en los labios. Mis
tres amigas.
Habían conseguido que me animara.
Sin embargo mi alegría se
desvaneció cuando oí una voz susurrante
que me llegaba desde la oscuridad.
—Sarah… Sarah…
Contuve el aliento.
Y, entonces, aquella voz frágil y
suave como la brisa sonó muy cerca de
mi oído.
—Sarah, creía que eras mi
compañera. ¿Por qué me has
abandonado?
—No… por favor —imploré.
—Sarah, te esperé mucho tiempo —
musitó la voz fantasmal—. Ven conmigo;
ven conmigo Sarah…
Una mano helada se posó en mi
hombro.
—¡Ooohh!
Me incorporé en la cama como
impulsada por un resorte y me encontré
ante los ojos negros de Briana, que
apartó la mano.
—Sarah —susurró—. Estabas
llorando dormida.
—¿Qué? ¿Cómo? —dije con voz
entrecortada.
El corazón me latía con fuerza y
estaba bañada en sudor.
—Estabas llorando dormida —
repitió—. Gemías y te quejabas y pensé
que era mejor que te despertara.
—Gracias, Briana —barboteé—.
Supongo que tenía una pesadilla.
Asintió con un gesto y luego regresó
a su litera.
Permanecí sentada en la cama con la
mirada perdida en la oscuridad.
¿Una pesadilla?
No me lo parecía…

—Si no quieres participar en la


prueba de larga distancia, no hay
problema —me comunicó Liz a la hora
del desayuno, la mañana siguiente.
Estaba inclinada sobre mí y pude
oler el dentífrico en su aliento.
—Bueno… ¿Cuánto dura la prueba?
—Se trata de nadar hasta la mitad
del lago y regresar —me explicó—. Yo
estaré en un bote en el punto medio. En
realidad, no es una gran distancia pero
si prefieres hacer novillos…
Dejé la cuchara sobre la mesa. Meg
y Briana me observaban desde el lado
opuesto y, junto a mí, Jan luchaba por
tragarse un gofre, mal tostado y frío.
—Venga, ven a nadar con nosotras
—insistió Briana.
—Seré tu compañera —se ofreció
Jan—. Nadaré a tu lado, Sarah.
Me vino a la mente la desagradable
aventura con la canoa y, por enésima
vez, recordé el horrible momento en que
Jan saltó al agua, volcó la canoa y me
dejó sola.
Pero ahora todo era diferente.
Éramos amigas, las cuatro. Debía
olvidar el suceso de la canoa y lo mal
que habíamos empezado.
—De acuerdo —accedí—. Gracias,
Jan. Seré tu compañera. —Me volví
hacia Liz y le dije—: Estoy dispuesta a
nadar.

El sol todavía estaba bajo en el


cielo; grandes nubes grises lo ocultaban
a menudo y, cada vez que esto ocurría,
el aire se enfriaba tanto como el agua.
¡Estaba tan frío el lago por la
mañana…!
Cuando me metí, entendí por qué lo
llamaban «Lago Frío».
Todos avanzábamos con cautela,
tiritando y quejándonos. Cuando el agua
me mojó los tobillos, tuve la sensación
de que se me clavaban cientos de agujas.
Me detuve, conteniendo la respiración, y
esperé para acostumbrarme a la baja
temperatura.
Al oír el sonido de un motor, levanté
los ojos y vi a Liz, que navegaba hacia
el centro del lago. Cuando llegó al punto
acordado, paró el motor y tomó un
megáfono eléctrico.
—Haced un poco de
precalentamiento —nos indicó.
Nos reímos por lo bajo.
—¿Precalentamiento? ¿Cómo vamos
a calentarnos? ¡Está helada!
Dos muchachas que se hallaban
cerca de la orilla empezaron a
salpicarse.
—¡No hagas eso! ¡Me muero de frío!
—gritó una de ellas.
Me adentré un poco más, caminando
sobre el fondo blando del lago y me
acomodé la parte superior del biquini
azul.
—Debemos mojarnos del todo —le
dije a Jan.
Asintió y avanzó hasta que el agua le
llegó a la cintura.
—Ven, Sarah. No nos separemos —
dijo, haciéndome un gesto con la mano.
Respiré profundamente y me sumergí
en el agua.
Me invadió un frío intenso pero me
deslicé bajo la superficie y di unas
cuantas brazadas. Después saqué la
cabeza del agua y miré a Jan.
—¡Qué presumida! —bromeó y
sumergió las manos, esforzándose por
aclimatarse a la temperatura.
Solté una carcajada.
—Es refrescante —exclamé,
echándome el cabello chorreante para
atrás—. No tengas miedo, sólo métete.
No es tan terrible.
Jan se inclinó hacia el agua. La
mayoría de las chicas ya estaba
bañándose, nadando en círculo,
haciendo el muerto y manteniéndose a
flote pataleando bajo el agua.
—¡Poneos en fila! —ordenó Liz
desde el bote. Su voz, amplificada por
el megáfono, resonó en el bosque a
nuestras espaldas—. ¡En fila. De dos en
dos. Vamos, vamos!
Tardamos un poco en formarnos. Jan
y yo éramos las segundas de la fila.
Observé las primeras dos chicas que
salieron. Una de ellas mostraba un estilo
depurado y elegante, la otra chapoteaba
desmañadamente.
Las demás las animábamos.
Jan y yo salimos dos minutos
después.
Traté de copiar los rítmicos
movimientos de la primera chica para no
parecer un pato, pues sabía que los
demás nos observaban. Pero a decir
verdad, estaba lejos de participar en
unos juegos olímpicos. Jan tomó la
delantera sin dificultad, aunque volvía la
cabeza sin cesar para asegurarse de que
la seguía.
El punto en que debíamos dar la
vuelta se encontraba justo detrás del
bote de Liz. Mantuve los ojos fijos en él
mientras seguía a Jan. ¡Parecía hallarse
a mucha distancia!
Jan aceleró, y empezaron a dolerme
los brazos; más o menos, a medio
camino del bote.
«No estoy en forma —me reproché
—. Tengo que comenzar a hacer
ejercicio o algo así».
El bote cabeceaba dulcemente allá a
lo lejos, y Liz decía algo a través del
megáfono, pero el ruido que producía al
nadar no me permitía entenderla.
Bastante adelantada, Jan mantenía su
ritmo.
—¡Eoo! ¡No tan deprisa! —grité.
Pero era imposible que me oyese.
Pese al dolor en los brazos me lancé
en su persecución, moviendo con más
rapidez las piernas y levantando un
montón de agua detrás de mi. El sol se
ocultó una vez más, el cielo se oscureció
y el agua pareció enfriarse.
Me hallaba ya más cerca del bote de
Liz, quien tenía la vista fija en Jan y
contemplaba sus brazadas acompasadas
y la cabellera que subía y bajaba en el
agua como una especie de animal
marino. «Cuando Jan dé media vuelta,
yo lo haré también», decidí. Nadé más
deprisa. «Regresa ya —supliqué en
silencio—. Jan, ya hemos llegado. Ya
estamos a la altura del bote. Estoy lista
para regresar».
Sin embargo, para mi sorpresa, Jan
siguió nadando en línea recta, con la
cabeza bajo el agua. Braceaba sin
esfuerzo y cada vez se alejaba más de
mí.
—¿Jan…?
Los brazos me dolían y sentía una
opresión en el pecho.
—¿Jan… cuándo vamos a dar la
vuelta?
Continuó avanzando, imperturbable.
Aumenté la velocidad con un
esfuerzo mayúsculo.
—Jan, espérame… —grité—.
¡Hemos de regresar!
Se detuvo.
¿Me había oído?
Con la respiración agitada y el
pecho ardiendo, nadé a su encuentro.
Se volvió hacia mí.
No. No era Jan.
¡Era Della!
Sus ojos azules centellearon y una
sonrisa de satisfacción iluminó su
semblante.
—No dejes de nadar, Sarah —
susurró—. Vamos a nadar más lejos,
mucho más lejos. Ahora eres mi
compañera.
Me agarró del brazo.
Di un tirón para soltarme y su mano
resbaló por mi brazo mojado pero, al
llegar a la muñeca, se detuvo y apretó
con más fuerza. Empezó a tirar de mí,
arrastrándome con ella.
—¡Ayyyy!
Era fuerte, mucho más de lo que
cabía esperar de una muchacha de
aspecto tan frágil.
De un fantasma de aspecto tan
frágil…
—¡Suéltame! —chillé.
Empecé a retorcerme y a manotear
en el agua, pegando patadas y
resistiéndome.
—¡Della…, no iré contigo!
Giré con rapidez, me impulsé y
conseguí liberarme. Al hacerlo me
hundí, pero levanté los brazos y salí a la
superficie, tosiendo y escupiendo.
¿Dónde se había metido? ¿Dónde?
¿Estaría justo detrás de mí, lista para
arrastrarme tan lejos que ya no pudiera
regresar?
Me aparté de allí dándome impulso
con las piernas. El agua estaba revuelta.
Las nubes, a su paso por el cielo,
parecían rugir.
—¿Sarah… Sarah? —¿Estaba
llamándome?
¿Por qué no la veía?
Di la vuelta otra vez y mis ojos
toparon con el bote.
Claro, el bote.
No hice caso de los acelerados
latidos de mi corazón, ni del dolor en
los brazos y me lancé hacia delante.
«El bote… debo llegar ahí antes de
que me atrape de nuevo».
Nadé con furia, pataleé hasta agotar
la última brizna de energía. Estiré los
brazos cuanto pude…
Y me así a la borda con ambas
manos, casi ahogada y sin aliento.
Intenté auparme con los brazos.
—Liz… ayúdame. —Las palabras
salieron como un susurro áspero—.
Liz… ayúdame a subir.
El sol apareció por detrás de las
nubes y me deslumbró.
—Liz… por favor…
Vi unas manos que se alargaban
hacia mí. Se inclinó para ayudarme a
subir al bote.
Cegada por el sol, levanté los ojos
para mirarla a la cara.
¡No!
No era el rostro de Liz. ¡No era Liz!
¡Era Della quien tiraba de mí!
—¿Qué te sucede, Sarah? —musitó
—. Sarah, todo está bien. Te encuentras
perfectamente.
—¡Suéltame! —aullé.
Con un tirón fuerte, logré liberar mi
brazo y me esforcé por ver, a pesar de la
luz cegadora.
Y vi a Liz.
No a Della. Era Liz, con expresión
preocupada.
—Sarah, todo está bien —repitió.
—Pero… —La miré con temor,
esperando que su cara cambiara de
nuevo, que se transformase de nuevo en
Della.
¿Quizá sólo había imaginado que
veía el rostro de Della? ¿Me había
confundido a causa de la luz?
Suspiré y le permití que me ayudara
a subir a bordo.
Caí de rodillas. La lancha se
bamboleaba como un columpio, arriba y
abajo. Liz me miró con ojos
escrutadores.
—¿Qué te ha ocurrido en el agua? —
preguntó.
Me disponía a responder cuando oí
un chapoteo junto al bote.
¿Della?
El miedo me paralizó.
No. Jan apareció por un costado del
bote y se retiró unos mechones del
rostro.
—¿Sarah, no oías que te llamaba?
—interrogó.
—Jan, no podía verte. Pensaba
que… —Las palabras se ahogaron en mi
garganta.
—¿Por qué te alejaste de mí? —
preguntó—. Soy tu compañera,
¿recuerdas?

Liz me llevó hasta la orilla. Me


cambié de ropa y fui a ver a Richard. Lo
encontré en su oficina de jefe de
monitores, una habitación pequeña del
tamaño de una despensa, en la parte
posterior del edificio principal.
Sus pies descansaban sobre el
pequeño escritorio y un mondadientes se
movía sin cesar entre sus labios.
—Hola, Sarah, ¿cómo va todo? —
Me dirigió una sonrisa amigable y me
señaló una silla plegable al otro lado
del escritorio, invitándome a tomar
asiento.
Noté que sus ojos me estudiaban.
—Me han dicho que has tenido otro
pequeño contratiempo en el lago —
comentó en voz baja. Desplazó el palillo
de una comisura a la otra—. ¿Qué está
ocurriendo?
Aspiré profundamente antes de
responder.
«¿Le digo que hay una chica
fantasma que ha estado persiguiéndome
por todas partes y que me quiere por
compañera?».
«Pensaría que estoy loca», concluí.
—Ayer sufriste un grave accidente
—dijo Richard—. Por un momento
creímos que te habías ahogado.
Bajó los pies de la mesa y se inclinó
hacia delante, mirándome.
—Quizá no debías volver al agua tan
pronto —señaló—. El accidente es
demasiado reciente.
—Quizá —murmuré.
Y entonces solté la pregunta que no
lograba sacarme de la cabeza.
—Richard, háblame de la muchacha
que se ahogó aquí.
Abrió la boca, desconcertado.
—¿Cómo? —El mondadientes cayó
sobre su regazo.
—Me consta que una chica se ahogó
aquí, en el lago —insistí—. ¿Puedes
contarme algo de ella?
Richard sacudió la cabeza.
—Ninguna chica se ha ahogado en el
campamento del Lago Frío —aseveró—.
Nunca.
Resultaba evidente que mentía.
Al fin de cuentas, yo disponía de
pruebas. Había visto a Della y había
hablado con ella.
—Richard, te lo suplico, es
necesario que lo sepa. Cuéntame cómo
era —imploré.
Frunció el ceño.
—¿Por qué no me crees, Sarah? Te
estoy diciendo la verdad. Ningún
campista se ha ahogado en este
campamento; ni chicos, ni chicas.
Oí un débil suspiro a mis espaldas.
Di la vuelta y vi la puerta abierta y a
Della apoyada en el quicio.
Me levanté de un brinco y señalé
con el dedo.
—¡Richard! —grité—. ¡La
muchacha que se ahogó! ¡Está allí! ¿Es
que no la ves?
Richard dirigió la mirada a la
puerta.
—Sí —replicó con calma—. La veo.
—¿Qué? —resoplé, y me agarré al
borde del escritorio—. ¿La ves? ¿De
verdad la ves? —chillé.
Richard asintió. La expresión de su
cara era muy seria.
—Si te ayuda a sentirte mejor, te
diré que la veo.
—Pero, entonces… ¿no la ves en
realidad? —pregunté.
Se llevó una mano a la cabeza y se
revolvió el cabello rubio.
—No. No veo absolutamente nada.
Me volví de nuevo hacia la puerta
para ver si el fantasma todavía estaba
allí.
Della me miraba burlona.
—Siéntate, por favor —ordenó
Richard—. A veces la mente nos juega
malas pasadas, ¿sabes? Sobre todo
cuando hemos pasado por una
experiencia desagradable.
No me senté. Me quedé de pie frente
a su escritorio y clavé la vista en Della.
Miré a través de ella.
—¡No está en mi mente! ¡Está aquí!
—grité—. ¡Está de pie, justo aquí,
Richard. Se llama Della y se ahogó en
este campamento y ahora intenta que me
ahogue yo también!
—Sarah, cálmate, por favor —dijo
Richard con suavidad. Rodeó la mesa,
posó una mano sobre mi hombro y
después me acompañó hasta la puerta.
Della y yo quedamos cara a cara.
Me sacó la lengua.
—¿Te das cuenta? No hay nadie —
dijo Richard.
—Pero… te aseguro que… —
balbuceé.
—¿Por qué no te mantienes alejada
del lago durante unos días? —sugirió—.
Ya me entiendes. Paseas por aquí y te
relajas.
Della repetía sus palabras sólo
moviendo los labios.
Me aparté de ella y dejó escapar
unas risitas.
—¿Qué no vaya al lago? —pregunté.
—Ajá. Tómate unos días y descansa.
Te sentirás mucho mejor.
Sabía que no me sentiría mejor.
Della seguiría persiguiéndome a todas
partes, presionándome para que fuese su
compañera.
Exhalé un suspiro.
—Esto no servirá de mucho —le
dije.
—Tengo una idea mejor, entonces —
insistió—. Elige un deporte que nunca
hayas practicado. Uno muy difícil. Esquí
acuático, por ejemplo.
—No entiendo —repuse—. ¿Por qué
motivo?
—Porque tendrás que dedicarte tan a
fondo a lo que hagas, que no te quedará
tiempo para pensar en fantasmas.
Levanté la vista.
—Sí, claro. Desde luego.
—Intento ayudarte —dijo con
aspereza.
—Bien… Gracias —respondí. No
sabía qué más decir—. Me parece que
voy a ir a almorzar, ahora.
Me escabullí de la oficina y, ya en el
vestíbulo, respiré a fondo. El aire era
mucho más fresco aquí.
Doblé la esquina y me dirigí al
comedor, en la parte delantera del
edificio. En el siguiente recodo, oí la
frágil voz de Della detrás de mí.
—No te escaparás, Sarah. Eres mi
compañera. No hace falta que corras
porque siempre serás mi compañera.
Aquéllas palabras, pronunciadas con
tanta suavidad y tan cerca de mi oído,
me erizaron la piel.
Algo dentro de mí se rebeló.
Ya no era capaz de contener mi
rabia.
—¡CÁLLATE! —chillé—.
¡CÁLLATE! ¡CÁLLATE! ¡CÁLLATE Y
DÉJAME EN PAZ!
Di media vuelta para asegurarme de
que me había escuchado.
Y me quedé petrificada.
Ahí estaba Briana, boquiabierta.
—Bueno, bueno. Me voy —dijo,
retrocediendo—. No es necesario que
seas tan desagradable, Sarah. Sólo venía
a ver cómo te encontrabas.
Uf… Me sentí fatal.
Briana había creído que le hablaba a
ella.
—Yo… yo… —tartamudeé.
—Pensé que querías que fuéramos
amigas —espetó Briana—. No he
abierto la boca y tú casi me muerdes.
—¡No te hablaba a ti! —conseguí
exclamar—. ¡Le hablaba a ella!
Señalé a Della, apoyada en la pared.
Me sonrió y me saludó con la mano.
La luz que entraba por la ventana
iluminó la cabellera rubia de Della
desde atrás.
Veía la ventana a través de su
cuerpo.
—¡Le hablaba a ella! —repetí.
Briana miró la ventana.
Y entonces su rostro adoptó una
expresión de lo más extraña.

A la mañana siguiente, engullí unos


huevos revueltos gomosos y luego me
dirigí al muelle donde estaban
amarrados los botes.
No me preguntéis por qué decidí
probar el esquí acuático. En realidad no
sé la respuesta.
Creo que lo hice por Aaron. La
noche anterior me había rogado una vez
más que no llamase a nuestros padres.
Aaron no quería ni pensar en irse a
casa. Decía que era el mejor verano de
su vida.
«Claro —pensé—. Para ti resulta
fácil pasarlo bien. A ti no te persigue
ningún fantasma».
—Por favor, trata de aguantar un
poco más —insistió.
«No iré al lago —decidí—. Me
quedaré en la cabaña y leeré o algo así».
Pero, por la mañana, me percaté de
que era una mala idea.
Me entraría demasiado miedo si me
quedaba sola en la cabaña mientras
todos los demás estaban en el lago. No
sabría cómo protegerme de Della.
Sí, sé que no razonaba con claridad.
Tenía los nervios tan alterados, que
apenas era capaz de pensar.
Debía haberme mantenido lo más
lejos posible del agua.
Pero no me atrevía a estar sola; por
eso seguí el consejo de Richard, me
encaminé al muelle, y, una vez allí, le
dije a Liz que quería probar el esquí
acuático.
—¡Esto es fantástico, Sarah! —
exclamó, sonriéndome complacida—.
¿Lo has practicado alguna vez? Es más
fácil de lo que parece.
Le contesté que nunca lo había
practicado.
Extrajo un chaleco salvavidas
amarillo inflado y un par de esquís del
almacén de materiales.
Después me dio una lección
resumida. Me mostró cómo echar el
cuerpo, para atrás y cómo doblar las
rodillas.
Un rato después me encontraba en el
agua esperando a que llegara la lancha
motora. En ese momento tiraba de Meg.
La veía deslizarse sobre el agua, detrás
del bote. Su bañador anaranjado
brillaba bajo el sol.
El zumbido del motor reverberaba
en el agua, que se agitaba en la estela
del bote.
Cuando el piloto se acercó al
muelle, Meg lanzó un chillido y soltó la
cuerda. Cayó al agua y, acto seguido, se
quitó los esquís y se acercó caminando a
la orilla.
—Ahora me toca a mí —dije sin
mucho aplomo. Sentía un nudo en el
estómago.
Meg levantó los pulgares para darme
ánimos.
Me costó ponerme los esquís pero al
fin lo conseguí. Después levanté la
cuerda y me aferré a la barra con las dos
manos.
El motor tosió y comenzó a
ronronear. El bote cabeceaba, delante de
mí, sobre el agua azul y burbujeante.
Recobré el equilibrio, me incliné tal
como Liz me había enseñado y respiré
profundamente.
—¡Preparada! —grité.
El motor tosió de nuevo… y luego
rugió.
La lancha arrancó con tanta
violencia que casi se me escapó la
cuerda de las manos.
—¡Uaaaaauuuu! —Un alarido
interminable salió de mi garganta
cuando la cuerda se tensó,
arrastrándome sobre la superficie.
¡Sí! Los esquís rebotaron sobre el
agua. Doblé las rodillas y me así con
más firmeza a la barra.
«¡Estoy haciéndolo! ¡Estoy
esquiando sobre el agua!», pensé,
asombrada de mí misma.
El bote aceleró y avanzamos en línea
recta. El agua me rociaba la cara, el
cabello, todo el cuerpo.
De repente, perdí el equilibrio.
Logré enderezarme, no me solté y
continué la marcha.
—¡Síííí! —grité a pleno pulmón.
¡Qué sensación tan emocionante!
Y, justo en ese momento, la persona
que pilotaba el bote volvió la cabeza.
Reconocí la maligna sonrisa de
Della.
Mientras manipulaba los mandos,
sus cabellos casi blancos le
revoloteaban alrededor del rostro
descolorido. Sus ojos azules
centelleaban como el agua del lago.
Su sonrisa se hizo más amplia
cuando advirtió el horror reflejado en
mi cara.
—¡Da la vuelta! ¡Regresa! ¡Por
favor! —le rogué.
De pronto, hizo virar la lancha.
Casi me desplomé pero conseguí
sujetarme a la cuerda.
Los esquís golpearon la superficie y
un dolor intenso me subió hasta las
rodillas. El oleaje me rociaba sin cesar.
Me atraganté y luché por respirar.
Della echó la cabeza hacia atrás y
rompió a reír, pero el rugido del motor
ahogó sus carcajadas.
Veía el cielo a través de su cuerpo.
La luz del sol la traspasaba.
—¡Da la vuelta! —repetí—.
¡Deténte! ¿Adónde me llevas? ¿Adónde?
Della no me respondió. Me dio la
espalda y sólo vi su cabellera, que se
agitaba desordenadamente.
La lancha rebotaba en el agua,
levantando grandes olas de espuma.
Las frías olas me caían encima y me
entorpecían la visión.
Presa del pánico, tardé bastante en
darme cuenta de que había un modo fácil
de salir de aquella situación.
Solté la cuerda; al hacerlo, mis
manos se levantaron. La barra al final de
la cuerda golpeó el agua con furia.
Me mantuve sobre los esquís unos
segundos mientras braceaba
frenéticamente. Al fin, caí de costado al
agua y me hundí.
El chaleco salvavidas me impulsó
hacia arriba de nuevo, y ahí me quedé
escupiendo y boqueando en medio del
oleaje. Mi corazón latía desbocado.
Me hallaba al límite de mis fuerzas.
En torno a mí sólo había luz cegadora.
¿Qué dirección debía tomar? ¿Dónde
estaba la orilla?
Me volví y divisé la lancha a lo
lejos.
—¡Ésta vez no has podido
atraparme! —grité.
Entonces vi que el bote viraba
levantando una ola enorme. La sangre se
me heló en las venas.
Dio la vuelta hasta que quedó
orientado hacia mí.
El motor empezó a rugir, y yo flotaba
indefensa sin saber qué hacer.
La lancha aceleró, deslizándose
veloz sobre la superficie ondulada.
«Viene a por mí —pensé—. Viene
para convertirme en su compañera para
toda la eternidad».
«Estoy atrapada».
«Va a atropellarme».
Permanecí a flote mientras
observaba horrorizada la lancha que se
acercaba a toda velocidad.
«Tengo que sumergirme y nadar por
debajo del bote —pensé—. La única
forma de escapar es por debajo».
Respiré profundamente. Todos mis
músculos estaban en tensión. Era
consciente de que debía calcular con
exactitud el momento de bucear.
El sonido del motor se aproximaba,
y ya veía claramente a Della, inclinada
sobre los mandos, conduciendo el bote.
Apuntándome con él.
Volví a llenar mis pulmones de aire
y, sólo entonces, caí en la cuenta de que
no podría bucear.
El chaleco salvavidas no me
permitiría zambullirme. Me resultaría
imposible mantenerme bajo la
superficie.
Lanzando un gemido, agarré la
pechera del chaleco con ambas manos.
Y tiré.
«¡No lo conseguiré! ¡No podré
quitarme esto de encima a tiempo!».
A medida que la lancha se acercaba,
el oleaje se hacía más fuerte. Parecía
que todo el lago se embravecía.
«¡Éste bote me hará pedazos!»,
pensé.
Tiré del chaleco, lo estrujé.
«¡Por favor, por favor, por favor,
deslízate por encima de mi cabeza!».
No había tiempo.
«¡No puedo sumergirme!».
El rugido del motor ahogó mi
alarido.
Con desesperación, tiré del chaleco
para quitármelo por encima de la
cabeza.
Demasiado tarde.
La proa de la lancha se abalanzó
sobre mí.
Y las hélices, que zumbaban sin
cesar, me cortaron la cabeza.
Esperé que llegara el dolor.
Esperé que llegara la oscuridad.
El agua se arremolinaba en torno a
mi cuerpo; azul primero, más tarde,
verde.
Braceé hasta la superficie con la
boca llena de agua, casi ahogándome.
Con aliento entrecortado, me dejé llevar
por las olas.
—¡El chaleco salvavidas! —
balbuceé.
En cada mano tenía una mitad del
chaleco.
Las hélices habían cortado en dos el
chaleco salvavidas.
Arrojé las dos piezas al agua y
rompí a reír.
—¡Estoy viva! —clamé a los cuatro
vientos—. ¡Todavía estoy viva!
Me volví y vi el bote, que surcaba el
lago a toda velocidad. ¿Creería Della
que había triunfado?
Ya no me importaba. Miré alrededor,
descubrí la orilla y comencé a nadar.
Éste segundo aviso me había
proporcionado nueva energía. La fuerte
corriente me ayudó, empujándome hacia
la orilla.
Oí que me llamaban cuando di los
primeros pasos tambaleantes sobre la
hierba y vi que Liz corría hacia mí.
—¡Sarah…! —llamó—. ¡Sarah…
espera!
No le hice caso. Ni a ella ni a los
demás. Arranqué a correr.
Sabía muy bien lo que debía hacer.
Tenía que huir del campamento del Lago
Frío, escaparme cuanto antes.
Allí no estaba a salvo. Mientras
Della me quisiera por compañera y
desease que me ahogara como ella, no
me encontraba a salvo.
Nadie creería mis palabras. Todos
decían que deseaban ayudarme, pero ni
uno de ellos sería capaz de ayudarme
contra un fantasma, por mucho que lo
desearan.
Entré en la cabaña como una
exhalación y me quité el bañador
mojado de un tirón; lo arrojé al suelo y,
a toda prisa, me puse unos pantalones
cortos y una camiseta.
Me peiné con las manos y me puse
calcetines y zapatillas deportivas.
«Tengo que irme. Tengo que irme»,
me repetía sin cesar.
«¿Qué voy a hacer? ¿Adónde iré?».
«Atravesaré el bosque hasta el
pueblo que hay al otro lado —determiné
—. Desde allí, llamaré a mamá y papá.
Les diré que estoy escondida en el
pueblo y que me recojan allí».
En la puerta de la cabaña, me
detuve.
¿Debía decírselo a Aaron?
«No. De ninguna manera», decidí.
Intentaría detenerme.
«Le mandaré un mensaje desde el
pueblo —resolví—. Le diré dónde estoy
cuando me sienta a salvo, cuando me
encuentre lejos de este lugar, no antes».
Asomé la cabeza al exterior y me
aseguré de que no hubiera nadie por ahí.
Luego, salí y me dirigí a la parte
posterior de la cabaña.
Y allí topé con Briana.
Achicó los ojos y me escrutó el
rostro.
—¿Te vas? —preguntó en voz baja.
Asentí.
—Sí. Me voy.
La expresión de Briana cambió por
segunda vez. La luz en su mirada pareció
desvanecerse.
—Buena suerte —musitó.
«¡Qué manera tan extraña de
comportarse!», reflexioné.
No tenía tiempo de pensar en ello y
me despedí de Briana agitando la mano.
Después, pasé por su lado y penetré en
el bosque.
Miré hacia atrás mientras seguía el
sendero entre los árboles y vi a Briana,
aún de pie detrás de la cabaña. Me
observaba.
Respiré a fondo y proseguí mi
camino, a buen paso.
Las copas de los árboles impedían
la entrada de la luz y, a medida que
avanzaba, el ambiente era más fresco y
oscuro.
Al tratar de cruzar un seto silvestre
de zarzas y endrinos me arañé brazos y
piernas y lamenté no llevar puestos mis
tejanos y un jersey de manga larga que
me habrían protegido mejor.
Resbalé sobre una gruesa capa de
hojas muertas y hube de sortear las
ramas caídas y los hierbajos punzantes.
Las raíces sobresalían de la tierra, y
montones de cañas, altas y resecas, se
inclinaban a mi paso como si quisiera
atraparme.
El angosto sendero se dividió en
dos. Me detuve, exhausta, intentando
adivinar cuál sería el camino correcto.
¿Conducirían los dos al pueblo?
Oí una voz que cantaba y contuve la
respiración.
¿Un pájaro?
No. Era una voz suave, de muchacha.
—¡Oh, no! —gemí. Me volví hacia
donde procedía la voz y vi a Della,
sentada en la rama baja de un árbol.
Cantaba llevando el compás con la
cabeza y me miraba con sus azules ojos
centelleantes.
—¡M… me has seguido! —
tartamudeé—. ¿Cómo has sabido que…?
—No pude terminar la frase.
Soltó una risita.
—Eres mi compañera —replicó—.
No debemos separarnos.
—¡Ni lo sueñes! —le espeté con
rabia—. Has perdido la partida, Della.
Nunca seré tu compañera porque nunca
regresaré al lago. ¡Jamás me ahogaré
como tú!
Su sonrisa se esfumó.
—¿Ahogarme, yo? —Sacudió la
cabeza—. ¿Por qué dices eso? Estás
muy confundida. Yo no me ahogué.
—¿Cómo? —La miré boquiabierta,
sin comprender nada.
—Cierra la boca, Sarah, o te entrará
una mosca. —Echó la cabeza para atrás
y se rió.
Sacudió de nuevo la cabeza.
—Es imposible que alguien se
ahogue en el campamento del Lago Frío
—afirmó—. ¡Repiten las reglas de
seguridad en el agua cada cinco minutos!
¡Nadie se ha ahogado en este lugar,
nunca!
—¿Qué no te ahogaste? —exclamé
—. ¿Entonces, cómo te moriste?
Apoyó las manos en la rama y se
inclinó hacia delante, clavándome la
mirada. A través de su cuerpo, veía las
hojas sacudidas por la brisa.
—Es una historia muy sencilla —
suspiró—. Una noche, en la fogata, me
cansé de oír el sermón de las reglas de
seguridad y me adentré en este bosque
sin llamar la atención. —Sacudió la
cabeza para apartarse los cabellos de la
cara—. Cometí un grave error —
continuó—. No sabía que el bosque
estaba infestado de serpientes
venenosas.
Tragué saliva.
—¿Éste bosque? ¿Serpientes?
Della asintió.
—Es casi imposible cruzar este
bosque sin recibir alguna picadura —
aseveró—. Yo morí de una picadura de
serpiente, Sarah.
—Pero… siempre has estado en el
lago. ¿Por qué te he visto siempre en el
lago? —titubeé.
—¿No lo entiendes? —replicó—.
Éste era mi plan. Hice que le tuvieras
miedo al lago. Hice que te aterrase ir
allí, Sarah, porque sabía que intentarías
escapar por el bosque. Sabía que te
internarías en el bosque y que morirías
como yo y que, por fin, serías mi
compañera.
—¡No…! —protesté—. No lo seré.
Yo…
—¡Sarah, mira! —Della señalaba al
suelo.
Bajé la vista y vi una serpiente
gorda y negra que se enroscaba en torno
a mi pierna.
—Eternas compañeras —tarareó
alegremente—. Compañeras para
siempre.
Me quedé petrificada de espanto.
Miraba la serpiente que trepaba por mi
pierna y sentía que su cuerpo tibio y
seco me rozaba la piel desnuda.
—Nooooooo. —El quejido escapó
de mi boca cuando el reptil arqueó la
cabeza.
—No te dolerá mucho —comentó
Della, animada—. Es como la picadura
de una abeja, Sarah. Ni más, ni menos.
La serpiente siseó y separó las
mandíbulas.
Sentía que se apretaba a mi pierna,
como una cuerda caliente.
—Eternas compañeras —cantó de
nuevo—. Compañeras para siempre.
—¡No! ¡Sarah no es tu compañera!
—gritó alguien.
Intenté volverme pero no era capaz
de moverme. La serpiente cada vez se
ceñía más a mi pierna.
—¡Briana! —exclamé—. ¿Qué
haces aquí?
Salió de detrás de un macizo de
cañas.
Con un movimiento rápido, atrapó la
serpiente en una mano, me la desprendió
de la pierna y la tiró contra un árbol.
Briana se encaró con Della.
—¡Sarah no puede ser compañera
tuya, porque es mi compañera! —gritó.
Los ojos de Della se agrandaron y
lanzó una exclamación de sorpresa. Se
agarró a la rama para no caer.
—¡Tú! —exclamó—. ¿Qué estás
haciendo aquí?
—¡Sí, soy yo! —contestó Briana con
aspereza—. He vuelto, Della.
—Pero… pero ¿cómo…? —su voz
se interrumpió.
—El año pasado intentaste hacer lo
mismo conmigo —la acusó Briana—.
Me atosigaste durante todo el verano
para que fuera tu compañera. Me
aterrorizaste, ¿verdad, Della? —Briana
chilló con furia—: ¡No pensaste que
regresaría, pues lo he hecho! ¡Éste
verano he regresado al campamento…
para proteger a la siguiente muchacha!
—¡Nooo! —aulló Della.
Por fin lo comprendí todo. Me subí a
un árbol próximo a Briana.
—¡Briana es mi compañera! —
aseveré—. ¡Y el próximo verano
volveré para advertir a la siguiente
chica!
—¡No! ¡No! ¡Noooo! —se enfureció
Della—. ¡No podéis hacerme esto! ¡He
esperado demasiado! ¡Demasiaaaaado!
Se soltó de la rama y agitó los
puños, sin quitarnos la vista de encima.
Perdió el equilibrio.
Al caer, levantó los brazos e intentó
agarrarse a la rama pero falló.
Y cayó al suelo en silencio.
Después desapareció.
Se había esfumado.
Suspiré, agotada, y puse los pies en
el suelo. Sacudí la cabeza.
—¿Se ha ido para siempre? —
murmuré.
Briana se encogió de hombros.
—No lo sé. Espero que sí.
Miré a Briana a los ojos.
—¡Me… me has salvado la vida! —
exclamé—. ¡Gracias por seguirme,
gracias por rescatarme!
Lancé un grito de alegría y me
acerqué a ella.
—¡Gracias! ¡Gracias!
Extendí los brazos para abrazarla, y
mis manos atravesaron su cuerpo.
Tragué saliva. Llevé la mano hasta
su hombro pero no sentí el tacto de su
piel.
Desconcertada, salté hacia atrás.
Briana entornó los párpados.
—Della me mató el verano pasado,
Sarah —dijo con suavidad—. El último
día. Pero yo no quería ser su compañera.
Ella nunca me cayó bien.
Despegó los pies del suelo y se me
acercó flotando en el aire.
—Me hace falta una compañera —
musitó—. Todos necesitamos un
compañero. Tú serás la mía. ¿Verdad,
Sarah?
La serpiente siseaba en su mano.
Pero yo no era capaz de moverme.
—Serás mi compañera, ¿verdad,
Sarah? —repitió—. Serás mi eterna
compañera.

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