Sharon Olds
Sharon Olds
Sharon Olds
Sharon Olds nació en 1942 en San Francisco (California, EEUU). A los treinta y siete
años publicó su primer libro, Satan Says (1980), que la convirtió en una de las figuras
centrales de la poesía estadounidense contemporánea. Después publicó, entre otros
títulos, The One Girl at the Boys’ Party (1983), The Dead and the Living (1984), The
Father (1992), The Unswept Room (2002) y Stag´s Leap (2012), por el que obtuvo el
Premio Pulitzer en 2013 y el National Book Critics Circle Award. En la Argentina, la
editorial Gog & Magog publicó la antología La materia de este mundo (2015) con
traducciones de Inés Garland e Ignacio Di Tullio, y La habitación sin barrer (2019),
traducido por Inés Garland. La suya es una poética del cuerpo, protagonizada por el
cuerpo; una poética anclada en la materia y en las emociones -íntimas, universales,
contundentes- que suscita la materia.
Madre primeriza
De pronto pensé en ti
de chico en esa casa, los cuartos sin luz
y la chimenea caliente con el hombre frente a ella,
silencioso. Te movías a través del aire pesado
en tu belleza, un niño de siete años,
indefenso, inteligente, había cosas que el hombre
hacía a tu lado, y era tu padre,
el molde del que estaba hecho. Abajo en el
sótano, los barriles de manzanas dulces,
recogidas del árbol bien maduras, se pudrían y
se pudrían, y más allá de la puerta del sótano
el arroyo corría y corría, y algo no te fue
dado, o algo te fue
quitado, algo con lo que habías nacido, de modo que
aún a los 30 y 40 te llevabas
cada noche la medicina aceitosa a los labios para que te ayudara
a caer en la inconsciencia. Siempre pensé que
el punto era lo que nos hiciste a nosotros
como hombre grande, pero después recordé a aquel
niño formándose delante del fuego, los
pequeños huesos dentro de su alma
retorcidos y rotos desde el tallo, los pequeños
tendones que sujetaban el corazón en su lugar
se quebraron. Y lo que te hicieron
tú no me lo hiciste. Cuando te amo ahora,
me gusta pensar que le estoy dando mi amor
directamente a ese niño en el cuarto del fuego,
como si pudiera llegarle a tiempo.
La promesa
Con el segundo trago, en el restaurant,
tomados de la mano sobre la mesa vacía,
hablamos de eso otra vez, renovamos nuestra promesa
de matarnos el uno al otro. Estás tomando gin,
el enhebro azul noche
se disuelve en tu cuerpo, yo tomo Fumé,
mastico su tierra fragante y ahumada, estamos
recibiendo tierra, ya somos en parte polvo,
y donde sea que estemos, estamos también en nuestra
cama, encajados, desnudos, a lo largo uno del otro,
cercanos, embriagados
después del amor, entrando y
saliendo del borde de la conciencia,
nuestros cuerpos felices, entrelazados. Tu mano
se tensa sobre la mesa. Te da miedo
que me acobarde. Lo que no quieres
es agonizar en una cama de hospital por un año
después de un infarto, incapaz
de pensar o de morir, no quieres
que te aten a una silla como a tu impecable abuela,
profiriendo insultos. El cuarto en penumbras
a nuestro alrededor,
globos de marfil, cortinas rosadas
ceñidas por la cintura —y afuera
un anochecer de verano tan leve,
alto, luminoso. Te digo que no me
conoces si creer que no te
mataré. Piensa en cómo hemos flotado juntos,
mirándonos a los ojos, pezón contra pezón,
sexo sobre sexo, las mitades de una criatura
resurgiendo hasta el borde de la materia
y sobrepasándola —me conoces de la brillante
sala de partos salpicada de sangre, si un león
te tuviera entre sus dientes yo lo atacaría, si las sogas
que ataran tu alma fueran tus propias muñecas, yo las cortaría.
Más vieja
Quizás yo soy lo que ella siempre quiso,
mi padre en mujer,
quizás soy lo que ella quería ser
cuando lo vio por primera vez, alto e inteligente,
parado en el patio de la universidad con la
luz dura y masculina de 1937
brillando en su pelo engominado. Ella quería ese
poder. Quería ese tamaño. Tironeó
y tironeó a través de él como si él fuera caramelo
oscuro de bourbon, tironeó y tironeó y
tironeó a través de su cuerpo hasta que me sacó,
pegajosa y brillante, su vida después de su vida.
Quizás yo sea como soy
porque ella quería exactamente eso,
quería que hubiera una mujer
muy parecida a ella, pero que no se retaceara, así que
se apretó fuerte contra él,
apretó y apretó la pelota clara
y suave de sí misma como un palo de crema batida
contra el agrio rallador metálico manchado
hasta que yo salí atravesando el cuerpo de él,
una mujer alta, manchada, agria, filosa,
pero con esa leche en el centro de mi naturaleza,
estoy recostada aquí como estuve alguna vez recostada
en la curva de su brazo, su criatura,
y la siento mirándome como el
hacedor de una espada mira el reflejo de su cara en
el metal de la hoja.
Última hora
En el medio de la noche, me hice una cama
en el piso, alineándola fielmente a mi madre,
la cabecera hacia las colinas, los pies hacia la Bahía donde
los pájaros vadean para buscar moluscos —me acosté,
y el primer cascabel de la muerte sonó
con su autoridad del desierto. Ella tenía ese aspecto de
niño cantor en un ventarrón,
pero su cara se había vuelto más material,
como si los tejidos, almacenados con su vida,
estuvieran siendo reemplazados desde algún abastecimiento general
de jaleas y resinas. Su cuerpo la respiraba,
crujidos y chasquidos de mucosidad, y después
ella no respiraba. A veces parecía
que no era mi madre, como si hubiera sido sustituida
por un ser más adecuado a esa tarea,
una criatura más simple y más calma, y sin embargo
saturada del anhelo de mi madre.
La palma de mi mano le rodeaba la coronilla
donde latía su corazón feroz, la otra mano sobre su
hombro pequeño, me mantuve a la par de ella,
y entonces empezó a apurarse,
a adelantarse, después se quedó quieta y su
lengua, manchada como motas de maná,
se levantó, y un jadeo se formó en su boca,
como si lo hubieran forzado a entrar, después la calma. Después otro
suspiro, como de alivio, y después
la paz. Esto siguió por un rato, como si ella estuviera
expresando, sin apuro,
sus sentimientos sobre este lugar, su tierna
y apesadumbrada conclusión, y después, contra
la palma de mi mano en su cabeza, el regalo de no
sufrir, ningún latido;
por momentos, sus latidos parecían curvarse—
y después sentí que ella no estaba allí,
sentí como si ella siempre hubiera querido
escaparse y ahora se hubiera escapado.
Entonces se transformó,
despacio, en una cosa de hueso,
que marcaba el lugar donde ella había estado.
El pujo
New mother
A week after our child was born,
you cornered me in the spare room
and we sank down the bed.
You kissed me and kissed me, and my milk undid its
burning slip-knot through my nipples,
soaking my shirt. All week I had smelled of milk,
fresh milk, sour. I began to throb:
my sex had been torn easily as cloth by the
crown of her head, I’d been cut with a knife and
sewn, the stitches pulling at my skin—
and the first time you’re broken, you don’t know
you’ll be healed again, better than before.
I lay in fear and blood and milk
while you kissed and kissed me, your lips hot and swollen
as a teen-age boy’s, your sex dry and big,
all of you so tender, you hung over me,
over the nest of the stitches, over the
splitting and tearing, with the patience of someone who
finds a wounded animal in the woods
and stays with it, not leaving its side
until it is whole, until it can run again.
The Older