Jarpa y Arriagada TSC en Tensiones Modelo Colonial

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Como citar este artículo:

Jarpa, C. G. (2020). Prácticas de resistencia y trabajo social comunitario: forcejeos y tensiones ante
las lógicas de dominación del modelo colonial y capitalista. Revista Eleuthera, 22(2), 309-326 DOI:
10.17151/eleu.2020.22.2.18.

Prácticas de resistencia y trabajo social


comunitario: forcejeos y tensiones ante las lógicas
de dominación del modelo colonial y capitalista*
Practices of resistance and community social work: struggles and tensions
in the face of the logics of domination of the colonial and capitalist model

Carmen Gloria Jarpa-Arriagada**

Resumen
Objetivo. Este artículo de reflexión discute la praxis de trabajo comunitario de inserción
barrial-territorial y sus tensiones actuales ante la persistencia de lógicas de dominación y la emergencia
de prácticas emancipatorias. Metodología. La reflexión crítica y el debate teórico del artículo transita
desde conceptos de dominación y resistencia hasta el análisis de lo decolonial y el Trabajo Social-Otro, en
un esfuerzo por tejer conexiones entre distintas categorías de análisis para el trabajo social. Resultados.
Esta reflexión surge desde una praxis concreta desarrollada al alero del Centro de Intervención e
Investigación Social de la Escuela de Trabajo Social (CIISETS) de la Universidad del Bío-Bío, Chile.
Las prácticas de resistencia al modelo neoliberal-capitalista encuentran vigencia desde un trabajo social
ético-político emancipatorio. Conclusión. En la academia puede existir sinergia entre la recuperación de
los saberes populares y la investigación activista como compromiso para la producción de conocimiento
situado, histórico y crítico.

Palabras clave: emancipación, dominación, decolonialidad, intervención comunitaria, trabajo social.

Abstract
Objective: This reflection article discusses the praxis of community work of neighborhood-territorial
insertion and its current tensions in the face of the persistence of logics of domination and the emergence
of emancipatory practices. Methodology: The critical reflection and theoretical debate of the article go
from concepts of domination and resistance, to the analysis of the decolonial and the Social-Other Work
in an effort to weave connections between different categories of analysis for Social Work. Results: This
reflection arises from a concrete praxis developed under the wing of the Center for Social Intervention
and Research of the School of Social Work (CSIRSSW) of Universidad del Bío-Bío, Chile. The practices
of resistance to the neoliberal-capitalist model find validity from an emancipatory ethical-political
social work. Conclusion: Synergy between the recovery of popular knowledge and activist research as
a commitment to the production of situated, historical and critical knowledge can exist in the academy.

Key words: emancipation, domination, decoloniality, community intervention, social work.

* El artículo recoge la praxis realizada en CIISETS, centro que se dedica a la intervención social bajo con una concepción de
trabajo social ético-político emancipatorio
** Universidad del Bío-Bío. Chillán, Chile. E-mail: [email protected]
orcid.org/0000-0002-9896-5649 Google Scholar

rev. eleuthera. Vol 22 No. 2, julio-diciembre 2020, 309-326


Recibido:21 de octubre de 2019. Aprobado: 5 de mayo de 2020
ISSN 2011-4532 (Impreso) ISSN 2463-1469 (En línea) DOI: 10.17151/eleu.2020.22.2.18
Prácticas de resistencia y trabajo social comunitario: forcejeos y tensiones ante las lógicas de dominación del modelo colonial y capitalista

Introducción

Este artículo invita a un debate sobre la coherencia teórico-práctica y las adhesiones a


determinadas matrices epistémicas del trabajo social, específicamente en lo que a intervención
comunitaria se refiere. Esta reflexión surge desde una praxis concreta desarrollada al alero del
Centro de Intervención e Investigación Social de la Escuela de Trabajo Social (CIISETS), de la
Universidad del Bío-Bío, Chillán, Chile.

La Universidad del Bío-Bío es una institución de educación superior, pública y estatal, ubicada
en el sur de Chile. Esta institución proporciona formación profesional en las cinco áreas
del conocimiento, y debido a que desarrolla docencia, extensión e investigación científica,
se considera universidad compleja. La carrera de trabajo social en la UBB tiene 25 años de
trayectoria y CIISETS tiene siete años de implementación. Uno de los propósitos centrales
de la creación de CIISETS fue responder, por una parte, al principio de responsabilidad social
universitaria y su consecuente vinculación bidireccional con el medio, y por otra parte, buscar
una forma de resistencia a las prácticas institucionalizadas de los estudiantes para poder
proporcionar una experiencia de fuerte compromiso barrial-poblacional. De esta manera,
hemos dado una respuesta a una interpelación ético-política al mantener una relación estable
con territorios aledaños a la universidad, que se caracterizan por ser poblaciones con alta
marginalidad y exclusión.

La tesis de este artículo postula la re-significación del paradigma crítico y su vigencia en nuestra
profesión como imprescindible para el trabajo social chileno. Específicamente, planteamos la
recuperación del trabajo social ético-político emancipatorio (Guerra, 2007, 2018; Montaño,
2004, 2007), desde un enfoque comunitario de inmersión barrial-territorial.

Afirmo que los trabajadores sociales debemos mantener una vigilancia epistemológica
reflexiva-crítica de nuestros saberes, creencias, prejuicios y lógicas de poder. En efecto,
nuestra “intervención” (desde su origen lingüístico inclusive), nos debe llevar a preguntarnos
constantemente si lo que hacemos lo hacemos desde la predominancia del bien-estar o buen
vivir del “otro/a” o desde alguna lógica de dominación o reproducción de desigualdad, como
resabio del positivismo incubado en nuestra profesión y de la ideología neoliberal con su
fuerte cargamento de embriagadores conceptos como libertad, igualdad de oportunidades,
meritocracia e individualismo.

En este contexto, la discusión respecto del desafío de construir un “trabajo social-otro” precisa
clarificar el concepto de lo decolonial, la resistencia, la investigación activista, la educación
popular, la exclusión, la emancipación, entre otros elementos que hemos ido construyendo
como matriz epistemológica, axiológica y praxiológica de nuestro quehacer en CIISETS.

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La estructura del artículo considera un análisis de las tensiones de la intervención comunitaria;


un debate sobre las prácticas de resistencia en un país fuertemente capitalista; una precisión de
lo que comprendemos por decolonial y trabajo social-otro; una reflexión sobre la viabilidad del
trabajo social ético-político emancipatorio en intervención comunitaria; concluyo con algunas
consideraciones finales que incluyen propuestas de cómo hacer intervención comunitaria
desde un trabajo social-otro.

Discusión

La intervención comunitaria en trabajo social: tensiones entre emancipación y


dominación

La tensión entre dominación y emancipación constituye una discusión sin clausura en el trabajo
social. El examen de distintas perspectivas reconoce la existencia de un trabajo social conservador,
un trabajo social crítico y un trabajo social neoconservador (Vivero-Arriagada, 2017b, 2020a).
Resulta interesante que, en el despliegue de estas ideas, se realice el reconocimiento explícito
de un trabajo social concebido como el aceite que mantiene engrasadas las ruedas del sistema,
aludiendo a nuestro papel como productores, mantenedores y reproductores de desigualdades
sociales (Guerra, 2007, 2018). En una postura más crítica del trabajo social (a la que adhiero),
resulta explícito un rechazo/oposición a las relaciones de poder que impregnan los encuentros
de los trabajadores sociales con los usuarios, clientes, sujetos de intervención, actores sociales
(conceptos que desde el lenguaje, ya construyen diferencias). Esta postura de rechazo a la
asimetría en la intervención social se alimenta de ideas marxianas, gramscianas y freirianas,
aludiendo a la tensión dominación/emancipación en nuestra praxis (Drago, Moulian y Vidal,
2011; Jarpa-Arriagada, 2015; Vidal-Molina & Vargas-Muñoz, 2019; Vivero-Arriagada, 2017b,
2020b), incluyendo además como cuestión estructural al capitalismo y su versión tecnologizada
del trabajo social como herencia positivista y eurocéntrica.

En Chile varios/as trabajadores sociales y profesionales de las ciencias sociales se han


ocupado de las tensiones del propio trabajo social y del concepto de intervención como
herencia eurocentrada. Suárez (2018, 2019) afirma que la política social neoliberal instala
la intervención como asimétrica y postula la desinstalación de dicha categoría lingüística por
otra como la praxis; Vivero-Arriagada (2017a, 2017b, 2020a) afirma la vigencia de un trabajo
social neoconservador que aviva la presencia de lo tecnocrático y se mantiene asépticamente
distante de las luchas sociales; Canales (2016) plantea la necesidad de que el trabajo social,
en código gramsciano, re-descubra el diálogo y la conversación como registros para facilitar
procesos autogestionados de reflexión comunitaria; Molina (2012, 2016), analiza el trabajo
social posdictadura y apela a la recuperación de la praxis como relación de transformación
emancipadora; Vidal-Molina (2016, 2017, 2019) se aproxima al concepto de justicia y a la
relación entre ideología, modelo de desarrollo y política social, especialmente de tono

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Prácticas de resistencia y trabajo social comunitario: forcejeos y tensiones ante las lógicas de dominación del modelo colonial y capitalista

neoliberal; en suma, existe una discusión abierta respecto de la tensión entre acciones
profesionales encaminadas a la emancipación y la preservación de lógicas dominantes.

Reconocida la tensión, como plantea Fals-Borda (2015), el reto es epistemológico. Ergo,


abandonar la dominación supone un esfuerzo genuino y consciente para entender a fondo
las implicaciones teórico-prácticas y filosóficas de lo que se hace (Fals-Borda, 2015) y,
seguidamente, abandonar aquellas prácticas que están aún en el territorio de la infantilización
del otro/a, de la dependencia, de la práctica erudita y de todas aquellas formas de dominación
que, vestidas de altruismo, no hacen más que reproducir actuaciones profesionales asistenciales,
clientelares y autoritarias.

Si de intervención comunitaria se trata, entonces, la praxis debe entenderse como una acción
política para cambiar estructuralmente la sociedad (Fals-Borda, 2015; Gramsci, 1999; Mejías
y Suárez, 2017; Suárez, 2019; Vivero-Arriagada, 2017b), a partir de la recomposición del
tejido social, de las redes vecinales y barriales, del sentido de la existencia en comunidad, de
la lucha por los derechos sociales y de todas aquellas acciones que nos mantengan fuertemente
comprometidos con la transformación social. Parte fundamental de esta práctica sub-versiva es
la comprensión profunda de los procesos históricos como constituyentes del ser social y como
componente de la existencia humana en las comunidades, territorios y lugares, cada uno con
sus rasgos subyacentes y peculiares.

Prácticas de resistencia: (de) construcción del saber y hacer sentipensante en


un trabajo social gobernado por el mercado

Las prácticas de resistencia pueden conceptualizarse desde distintos lugares, pero comparten,
medularmente, un enérgico cuestionamiento hacia los principios enarbolados por el
capitalismo y el modelo de desarrollo neoliberal. De esta manera, una práctica de resistencia
puede incluir y anidar cuestiones relativas a la epistemología de la implicación, al aprendizaje
relacional, la visibilización de la desigualdad, la asunción de una mirada crítica sobre el cambio
social y el poder (Sánchez, 2013), así como una clara oposición a las relaciones de dominación
(Zamanillo y Martín, 2011), tanto como la búsqueda incesante de desmantelar la estructura
simbólica y social de las asimetrías que mantienen lo subalternizado en el margen (Méndez
y Rojas, 2015). Con todo, la riqueza de las prácticas de resistencia proviene de su amplia
gama de manifestaciones, desde la más micro y pequeña expresión de desafío a las prácticas
anquilosadas y conservadoras, hasta los gigantescos empeños de trabajadores sociales que
ejercen la profesión desde una postura militante y crítica.

Resistir es un acto político (Jarpa-Arriagada, 2015) y, fundamentalmente, es un acto ético-


político. Para lograr que se convierta en un trazo firme es preciso (de)construir nuestro saber
y hacer en la disciplina. En efecto, la formación profesional fuertemente mercadizada y los

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enérgicos embates de un modelo de desarrollo que ha puesto en juego una serie de maniobras
muy estables y sofisticadas para asegurar su mantenimiento y consolidación, han instalado o re-
instalado rasgos fuertemente conservadores en la profesión (Vivero-Arriagada, 2017b, 2020a),
con una defensa acérrima de las “competencias” como cimiento de la formación, cuestión que
es un guiño incuestionable al mercado. Lamentablemente, el modelo de competencias ya está
instalado en las instituciones de educación superior, y hoy solo queda hacer resistencia para
tensionar la recuperación de la ética, de la consciencia, de la reflexividad y de lo político, como
fundamentos de una actuación profesional comprometida con lo subalterno.

Para “ser” un trabajador social sentipensante y actuar coherentemente, debe existir una dosis
fundamental de indignación ante a la desigualdad; de creatividad para buscar incesantemente
maneras nuevas y mejores de actuación profesional; de pasión inclaudicable para luchar por
cambios sustanciales en las formas actuales de existencia; en fin, un trabajo social que piensa,
pero que siente, esto es, un trabajo social sentipensante. En este sentido y tal como plantea
Walsh (2013a), no existe un estado nulo de la colonialidad, ergo, no es posible pensar en
la negación absoluta de lo colonial, sino más bien en un despliegue incesante de posturas,
posicionamientos, horizontes y proyectos de resistir, transgredir, intervenir, in-surgir, crear e
incidir (Walsh, 2013a). Con todo, la resistencia debería entenderse como una consciencia viva,
fuerte, enérgica, en clara oposición a lo meramente discursivo. Decir que resistimos sin resistir
es una declaración muerta y marchita.

Las prácticas de resistencia ocurren en un Chile gobernado por el mercado. Los trabajos de
Gaudichaud (2015a, 2015b) iluminan en este tema. Franck Gaudichaud nos describe como
un país que hace una “vía al neoliberalismo” en un contexto histórico fuertemente propicio.
El golpe de Estado encabezado por Pinochet y la consecuente instalación de una cruda tiranía
cívico-militar ofrecieron condiciones suficientes para una persecución violenta del movimiento
popular, de la clase obrera y de los sindicatos. La impunidad permitió no sólo detener y torturar a
los adherentes de la Unidad Popular, sino que además permitió detenciones forzosas, exiliados,
ejecutados políticos y detenidos desaparecidos. El miedo dio paso a la individualidad y luego,
el desarrollo de una economía expansiva, a un brutal consumismo que se sostiene sobre un
altísimo endeudamiento. Las relaciones de Pinochet con los ideólogos de la Universidad de
Chicago logran instalar profundas reformas económicas y laborales que han consolidado uno
de los modelos capitalistas más despiadados del mundo.

En este contexto, Gaudichaud (2015a, 2015b) postula algunas “fisuras” que son expresión de
movimientos sociales, pero principalmente del movimiento estudiantil de los años 2006 y
2011, que abre paso a una “crisis de legitimidad” del modelo capitalista-neoliberal. No obstante,
Gaudichaud postula que estas fisuras no indican un desmantelamiento del modelo, sobre todo
porque la relación capital-trabajo sigue intacta. La preservación del modelo instalado durante
la dictadura de Pinochet se explica por la continuidad de las bases económicas y laborales

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Prácticas de resistencia y trabajo social comunitario: forcejeos y tensiones ante las lógicas de dominación del modelo colonial y capitalista

que hicieron los gobiernos de la Concertación de Partidos por la Democracia y luego por el
retorno de gobiernos de derecha y la creación de una nueva coalición denominada “Nueva
Mayoría”.

En este escenario, el capitalismo se mantiene sobre la base de un nuevo tipo de ciudadano,


consumidor y desafectado de la política.Trabajo social, como oferta de pregrado, mercadizada y
ampliamente diversificada en educación superior, tanto como profesión y disciplina, no escapa a
ello. Es justamente allí, en ese intersticio, donde capitalismo, precariedad laboral, visión aséptica
y despolitizada confluyen, que asistimos a un trabajo social conservador y neoconservador
(Vivero-Arriagada, 2020a), pero también a un país con una enorme desigualdad, segmentación
educativa, segregación habitacional, precariedad laboral y nuevas vulneraciones de los derechos
humanos (Molina, 2012, 2016); así también emergen las tensiones propias entre las visiones
conservadoras, neoconservadoras y críticas. En representación de estas últimas, Suárez
(2019) afirma: “Escribo… bajo la ‘sospecha’ de promover un pensamiento reflexivo-político,
estéticamente denso y radicalmente crítico…, ausente de levedad, sin atisbos de inocuidad y
en algunos casos con claridad anti-sistémica o detractor de la modernidad colonizadora” (p.
17), lo que representa un nuevo aire, una utopía tal vez, pero que alimenta decididamente las
prácticas de resistencia.

Lo de-colonial como fundamento de un trabajo social-otro, o ¿cómo nos


deshacemos del trabajo social positivista, eurocéntrico y capitalista?

El trabajo social chileno es un producto cultural y sociohistórico diverso, complejo y


paradojal, coherente en sí mismo con nuestra esquizofrenógena sociedad y sus forcejeos entre
desigualdad, libertad, arribismo, individualismo y adhesión a uno de los capitalismos más
feroces del mundo. Aloja en su trayectoria histórica hitos tan relevantes como haber sido el
primer país de América Latina que funda una escuela de formación profesional (la Escuela
Alejandro del Río en 1925); haber sido fuente de significativas experiencias para que Paulo
Freire, luego de huir de la dictadura brasileña en 1964, consolidará su obra en nuestro país;
haber mostrado una clara y enérgica defensa de los derechos humanos en la larga y sangrienta
dictadura que nos azotó entre 1973 y 1989, entre algunos ejemplos. Sin embargo, nuestro país
también muestra una adhesión importante al modelo de desarrollo neoliberal instalado en la
dictadura y consolidado en los gobiernos democráticos desde los 90; mantiene una formación
profesional aún gobernada por el positivismo y el modelo funcionalista estructural; aún existen
prácticas con altas dosis de asistencialismo, clientelismo, beneficencia y altruismo apolítico;
en fin, y como plantea Muñoz (2018), el trabajo social chileno muestra diversidad teórica y
contradicciones endémicas que, a mi juicio, es fruto de su devenir histórico.

Diversos autores plantean que hacer el giro decolonial constituye una urgencia histórica. En
efecto, los aportes de Catherine Walsh, Aníbal Quijano, Walter Mignolo y Nelson Maldonado-

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Torres, coinciden en presentar el pensamiento decolonial como una llave maestra para transitar
hacia una transformación no solo epistémica, sino que también cultural, política y humana
(Maldonado-Torres, 2008; Quijano, 2007; Walsh, 2007). Desde esta noción, la construcción
de un “trabajo social-otro” constituye un ejercicio permanente de reflexión crítica, de agudeza
política, de ética-acción1, de compromiso inquebrantable con lo subalterno, lo invisible, lo
negado y lo no nombrado. En esta lógica, el chileno Pablo Suárez afirma que los trabajos
sociales-otros no implican ruptura, sino que es expresión de una rebeldía presente en los
pensamientos críticos de América Latina (Suárez, 2018), y que por tanto pertenece a una
matriz cognitiva viva en cada trabajador/a social que logra sacudirse de la osificación que
produce la ferocidad del modelo de desarrollo capitalista-neoliberal.

La emergencia de expandir el pensamiento decolonial constituye un desafío y hacerlo en


la formación profesional es una exigencia. Para Walsh (2005), nos permite cuestionar “el
diseño colonial e imperial de la geopolítica dominante del conocimiento y la subalternización
epistemológica, ontológica y humana que esta geopolítica ha venido promoviendo” (p. 17); ergo,
lo decolonial supone desmantelar una de las estrategias substanciales de la modernidad, esto es,
el planteamiento de un conocimiento científico único y válido, destinado a generar verdades
absolutas, casi omniscientes y omnipresentes, en el contexto de un uni-verso incuestionable,
al borde del dogma. Desestabilizar el modelo colonial/moderno, capitalista y eurocentrado
(Walsh, 2005, 2013b), implica plantear “otro” modelo o modelos posibles; entonces, esta
“otra” producción de conocimientos rescata saberes, haceres, poderes, experiencias, vivencias,
devenires subalternizados. Lo “otro” es una invitación, pero a la vez una interpelación para que
la producción epistémica “otra” promueva la emancipación, integre lo excluido, se haga cargo
de la subjetividad “otra” y proponga conscientemente un propósito distinto.

Desde una agudeza y perspicacia desbordante, Walsh (2005) afirma “lo que ofrece un
pensamiento-otro es abrir posibilidades críticas, analíticas y utopísticas de trabajar hacia la
descolonización de uno mismo, pero más específicamente hacia la decolonialidad de la existencia,
del conocimiento y del poder” (p. 21). Por consiguiente, el trabajo social-otro debe respirarse
y vivirse desde dentro, como una necesidad, como una pretensión constante, un ideal, sueño o
utopía. Ciertamente, muchas urgencias se han ido apagando y asfixiando al alero de un modelo de
desarrollo individualista, egoísta y consumista y se ha extendido a la formación profesional con el
retorno de una mirada aséptica, despolitizada, objetiva, neutral y descomprometida de un trabajo
social funcionalista, clientelista, asistencialista, precario y mercadizado.

Al parecer no existe una fórmula para conseguir un giro decolonial, pero existen proposiciones
frescas y trascendentales: Maldonado-Torres (2008) habla de “actitud de-colonial” para

1
He querido, de manera atrevida, plantear el término ética-acción para interpelar aquella ética de bolsillo que se queda en las
palabras, pero que no muestra coherencia en el desempeño profesional.

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Prácticas de resistencia y trabajo social comunitario: forcejeos y tensiones ante las lógicas de dominación del modelo colonial y capitalista

visibilizar lo que la gente hace, sus prácticas sociales, epistémicas y políticas; Walsh (2005)
propone confrontar “lo propio”, la deshumanización, el racismo, la racialización, así como
la negación y destrucción de los campos-otros del saber; Fals-Borda (2015) nos interpela a
rechazar las técnicas que cosifican la relación social y advertir el riesgo de que se conviertan
en armas ideológicas a favor de la clase dominante; García-García (2018) pone el acento en
hacernos cargo de la violencia epistémica aún presente en nuestras acciones profesionales
(juicios, terminología, sello culturalista colonial). En suma, el giro decolonial supone que la
principal transformación debe ocurrir en el sujeto, en nosotros mismos, en nuestro devenir
cotidiano, en suma, en nuestra existencia. Nada cambiará si nos quedamos en el discurso
políticamente correcto, pero radicalmente vacío.

Coincido plenamente con Walsh (2007), en el sentido de que un trabajo social-otro debe
asumir la relacionalidad como principio fundante, para explicitar la urgencia de integración,
articulación e interconexión entre los elementos de la existencia. Alrededor de este principio
clave se tejen redes de conexión, compromiso, sensibilidad y ética-acción para ocuparse del
intercambio permanente de saberes y la construcción colectiva del conocimiento. Walsh
(2007) resume tres ideas fundamentales para conseguir este principio clave: (i) tensionar
los significados mantenidos y reproducidos por las universidades y las ciencias sociales sobre
qué es el conocimiento científico; (ii) abrir espacio a los pensamientos/conocimientos otros,
entendido como un pensamiento/conocimiento plural desde la(s) diferencia(s) colonial(es);
(iii) pensar nuevos lugares de pensamiento dentro y fuera de la universidad, lugares que
permitan el debate, diálogo y discusión lógica, así como racionalidades diversas.

Desde los planteamientos de Walsh se desprende la necesidad de crear, configurar, proponer


lugares epistémicos de pensamiento-otro donde, de manera situada, los seres humanos
podamos experimentar una reconstrucción de nuestras lógicas de poder y de saber, en el
marco de nuestra existencia cotidiana y para acelerar el tejido de sociedades más inclusivas,
diversas, respetuosas, auténticas y de buen vivir.

El trabajo social ético-político emancipatorio: lo luminoso y lo nebuloso en la


intervención comunitaria

Si partimos de las ideas de Gramsci (1970, 1981, 1999), quien afirma que el conflicto es un
recurso y la autonomía una conquista progresiva y no un estado de cosas, podríamos inferir
que la emancipación debe fraguarse en el campo de la consciencia de clase y la disposición a
actuar como “clase” (Jarpa-Arriagada, 2015). En este sentido, la dialéctica en Gramsci recupera
a un sujeto (individual o colectivo), que se niega constantemente y en esa negación se despliega
su ser otro. Esto supone un sujeto inmerso en una red de relaciones que lo modifican y lo
reconstituyen en su proceso de desarrollo. Dialécticamente, por tanto, un proceso social es,
y al mismo tiempo no es, porque continuamente se niega y se supera. Para Gramsci, en eso

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consiste el devenir. En este devenir, la contradicción es permanente. Desde esta perspectiva,


podemos plantear que la hegemonía “se hace” en un proceso contradictorio que involucra a
los sujetos dominados desde el conformismo y a los sujetos dominantes desde la persuasión. A
no dudarlo, desde el pensamiento gramsciano la hegemonía adquiere ribetes de complejidad,
ya que supone una renegociación permanente del “sentido común” como lugar primario de la
lucha ideológica.

En efecto, este proceso lo entendemos no como algo exterior y que sucede fuera de los sujetos,
sino como un proceso donde los sujetos son protagonistas, incluyendo ideas diversas y hasta
antagónicas. En este sentido, el concepto gramsciano de hegemonía aplicado a la educación
(en trabajo social o en cualquier disciplina) define una forma de dominación que ejerce el
control social a partir del uso de instrumentos ideológicos, con el propósito de imponer una
determinada y única visión del mundo sobre los dominados. Lo peculiar de la hegemonía, en el
sentido gramsciano, es justamente que esta dominación no se ejerce por imposición o inculcación
ideológica, sino que ella radica en la naturalización del control social, que mediante un proceso
de saturación, se vuelve cotidiano y por tanto habitual y no cuestionable (Jarpa-Arriagada, 2015).

En atención a lo expresado, afirmo que la relación entre hegemonía y educación se traduce


en la utilización de un dispositivo de transmisión ideológica que eleva el capital cultural de
los individuos para la adquisición de la conciencia de clase. Este proceso, para Gramsci, lo
realizan “los intelectuales” y particularmente los intelectuales que él llama “orgánicos”. De aquí
la importancia de la educación, ya que ella desempeña un rol esencial en la formación de los
intelectuales del bloque emergente, como también lo desempeña en la gestación del bloque
dominante. Por consiguiente, el proceso educativo es trascendente en la construcción de un
nuevo sujeto, de un nuevo ciudadano con conciencia de clase (Jarpa-Arriagada, 2015).

En la experiencia de CIISETS, hemos fraguado un proceso de intervención comunitaria que,


desde las ideas gramscianas, recupera la necesidad de actuar como intelectuales orgánicos.
Bajo esta mirada, hemos dado importancia a la inserción paulatina en los barrios, con respeto
irrestricto a sus tiempos y velocidades, reconociendo sus saberes populares y situándolos en una
relación comprometida y responsable. Nos miramos continuamente para escudriñar cualquier
trazo de asistencialismo o paternalismo. Actuamos, entendiendo al otro/a como un sujeto
histórico/a, situado/a en un espacio y momento específico, particular, pero trayendo consigo
su memoria, su identidad, sus experiencias. Hacemos grandes esfuerzos para manejar los ciclos
de adherencia y desconexión hacia los procesos desarrollados; intentamos comprender que
una praxis ética-política emancipatoria no puede caer en el juego de los egos, de las evidencias,
de las lógicas del management. Podríamos decir que ese es un lado luminoso.

Un aspecto luminoso, pero a la vez nebuloso, por las constantes contradicciones que genera
en la profesión, es la discusión de lo ético-político. Si seguimos a Gramsci, lo político es la

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ética de lo colectivo, y desde ese “estar” en la profesión, deberíamos lograr coherencia con la
revitalización del tejido social perdido, deberíamos renunciar a la neutralidad y a la objetividad
y apostar por una mayor “politización”, deberíamos ejercitar más la comprensión de las
estructuras sociales que provocan desigualdad y “estar menos” en la queja. En este sentido,
coincido con Zamanillo y Martín (2011), cuando afirman “el quehacer político está relacionado
con la ética porque la política es ética y viceversa. Se trata pues de la ética-política” (p. 103).
En esta misma línea, Zamanillo y Martín (2011) apuestan por un trabajo comunitario que
pueda contribuir a contrarrestar los efectos negativos del individualismo, de la atomización,
de la fragmentación social, impulsando la co-construcción de un nuevo sujeto individual y
colectivo. Adherimos a esta propuesta y la experiencia nos indica que es un proceso que se
teje y que discurre lentamente, con vaivenes, avances y retrocesos, y que además nos pone de
frente al dilema profundo de estar surcando rumbos que requieren de una deconstrucción de
la identidad profesional ligada al saber erudito, para transitar los senderos de la emancipación,
recuperando la educación popular.

Uno de los aspectos sombríos lo constituye el dispositivo conceptual inclusión/exclusión o


“inclusión excluyente” (Ezcurra, 2011). Esto es, el fenómeno de la exclusión se configura en
un difuso recorrido entre la implementación de políticas de inclusión y la exclusión como una
manifestación multifactorial de la reproducción social asociada a diferencias socioeconómicas
o de capital cultural (Giraldo-Zuluaga, 2015). En este sentido, debemos estar alertas cuando
estamos “excluyendo” en una acción de “inclusión”, ya que como inclusión y exclusión no
constituyen polos opuestos sino una trayectoria, reconocemos que hay acciones que podrían
entramparnos en una paradoja que deviene históricamente de la discusión sobre nuestro
“objeto de intervención”. Cuando intervenimos sobre una comunidad catalogada como
problemática, ¿lo hacemos para disminuir la desviación de lo estipulado como “normal” o para
sumergirnos en esos procesos respetando sus patrones culturales? ¿Cuánto de exclusión hay en
las categorías mujer, pobre, jefe de hogar, niño, vulnerable, carencia, problema? ¿Creemos que
lo popular es marginal? Hago una invitación a reflexionar sobre los nudos paradójicos entre
conceptos como inclusión/exclusión; colonial/decolonial; libertad/coacción; voluntariedad/
obligatoriedad; participación/manipulación; emancipación/control; derechos universales/
derechos focalizados; entre muchos ejemplos.

Es urgente que reflexionemos profundamente respecto de la inclusión y su ejercicio genuino.


Siguiendo a Mezzadra y Neilson (2017), existe “una necesidad urgente de cuestionar la
noción generalizada de que la inclusión siempre es un bien que carece de ambigüedades y que
promueve una disminución de las desigualdades sociales y económicas” (p. 188). Por cierto,
son muchos los que hoy ponen en duda no solo la inclusión per se, sino también las prácticas
de acción afirmativa, ya que la frontera entre inclusión y exclusión se ha vuelto difusa y las
acciones de exclusión mucho más sofisticadas (Arriagada, 2006; Mezzadra, 2013; Mezzadra
y Neilson, 2017; Zepke, 2015, 2018). Por consiguiente, hay que estar alerta a las nuevas y

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Carmen Gloria Jarpa-Arriagada

elegantes formas de colonialidad que se expresan en los dispositivos de frontera. No cabe


duda que la frontera tiene una función excluyente (García-García, 2018), que para el caso
de nuestra experiencia en Villa Las Almendras2 se manifiesta en exclusión, discriminación,
violencia policiaca desmedida, estigmatización de los medios de comunicación, ejecución de
acciones que responden a clientelismo o paternalismo, en fin, una amalgama de maniobras que
naturalizan una dominación enmascarada.

Desde una consciencia política debemos ocuparnos de advertir tempranamente si la relación


profesional que construimos con las comunidades sigue enfatizando el asistencialismo y
paternalismo, favoreciendo relaciones asimétricas desde la ayuda y la caridad, desde la
dominación y el poder. Por cierto, la dominación y la dependencia ocurren en procesos de
coerción y consenso como lo afirma Gramsci, que implica no solo fuerzas exteriores sino también
fuerzas interiores que mantienen jerarquías anquilosadas, reproduciendo la heterogeneidad
colonial jerárquica (Maldonado-Torres, 2008). Afirmo, por tanto, que la relación profesional
se desarrolla en un ambiente donde la tensión de poderes está de parte del profesional, quien
asume un rol activo y experto, y promueve en los actores sociales roles más bien pasivos. Esta
relación asimétrica en muchas ocasiones ubica al profesional en un territorio de comodidad.
Esto es, en tanto el poder nos es asignado por “el otro/a”, los trabajadores sociales parecemos
solo responder frente al tipo de relación definido (Jarpa-Arriagada, Castillo y Toro, 2014).

Por otra parte, coincido con Duarte (2012), en el sentido de que las condicionantes del trabajo
comunitario en Chile se constituyen en otro aspecto opaco del trabajo social emancipatorio.
En efecto, tanto el sistema económico que genera pobreza y desigualdad como las políticas
sociales basadas en el asistencialismo y la precariedad laboral, se levantan como fuertes
limitantes a una perspectiva más crítica. Si sumamos a ello la primacía del cambio visto como
reforma o la actividad reformista en general, podemos identificar la naturalización de procesos
que contribuyen más a la perpetuación de las relaciones de opresión que a la emancipación de
los sujetos. En suma, el dominio paradigmático del estructural-funcionalismo nos ha hecho
pensar que, al reformar, estamos transformando, cuando todo indica que cuando reformamos
solo estamos adaptándonos y adaptando a los sujetos/as a condiciones precarias de vida, a la
conculcación de muchos o todos sus derechos, a la naturalización de relaciones de dominación
y a la reproducción de estas, adquiriendo como trabajadores sociales un papel protagónico en
dichos patrones de perpetuación.

Ergo, un trabajo social ético-político emancipatorio requiere de trabajadores sociales “activistas”,


que cuestionen las estructuras de opresión, conscientes en su clase y de su clase; y produciendo
concienciación. En efecto, la conciencia modificada es una precursora fundamental del cambio
2
Villa Las Almendras es un territorio aledaño a la Universidad del Bío-Bío, sede La Castilla. Es un sector de 64 casas, fuertemente
estigmatizado por el microtráfico de drogas. CIISETS trabaja con este territorio desde 2014 y actualmente existe praxis ligada a
mujeres y niños, niñas y adolescentes.

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Prácticas de resistencia y trabajo social comunitario: forcejeos y tensiones ante las lógicas de dominación del modelo colonial y capitalista

estructural (Healy, 2001). Posiblemente, desde esta conciencia modificada se logre conseguir la
lucha de despliegue múltiple en palabras de Gutiérrez-Aguilar (2017), y re-pensar la memoria
y lo “popular” para volver indispensable el análisis de lo cotidiano y de las subalternidades,
para resignificar lo político y lo ideológico en nuestras prácticas. Como afirma Duarte (2012),
precisamente es en la dimensión pragmática donde los conflictos éticos se despliegan y donde
tenemos que administrar nuestra adscripción institucional, nuestra vinculación con otras
instituciones y nuestras proximidades con las personas, los grupos y las comunidades.

Para desafiar aquello nebuloso y sombrío de las intervenciones comunitarias actuales, planteo
como un reto el desarrollo de la investigación activista. Esta modalidad ha sido conocida en
nuestra profesión como investigación-acción participativa, pero viene renovada a partir de
experiencias concretas en situaciones de fuerte compromiso social de los investigadores. En
particular, Lipman (2017), desde la experiencia de trabajo con comunidades afroamericanas en
Chicago, traduce este concepto como producción colaborativa del conocimiento, organización
de la vida cotidiana como comunidad de lucha, aseguramiento de la no maleficencia y
organización social centrada en la transformación. En tanto, para Fals-Borda (2015) una I-A-P
asume la plena identificación del investigador con los investigados; su genuino interés supera la
mera recogida de datos y asume un papel de colaborador activo de los propósitos de cambio de
los sujetos que acompaña y estudia. El resultado es una disminución del papel de intelectual-
observador, monopolizador y contralor de la información científica (Fals-Borda, 2015), para
convertirse en un investigador activista, militante y político.

Hablamos de una inserción comunitaria donde las personas no son solo meros sujetos de
investigación. El investigador se vuelve un activista de la causa emprendida por el grupo; lo
acompaña, lo asesora y trabaja con ellos desde una lógica de compromiso social. Aquí no
caben los utilitarismos y las comodidades. Las personas retoman su calidad de seres humanos
con derechos, las comunidades retoman su conciencia e identidad propia. Los movimientos
se nutren de sus saberes y los saberes populares nutren las intervenciones, por tanto, resulta
imperioso conectarse con los sentidos barriales, populares, poblacionales.

Además, siguiendo a Netto (2008), debemos conocer nuestros límites profesionales, en el


sentido de que ninguna acción profesional por sí misma, suprimirá la pobreza y la desigualdad
del orden del capital. Conocer esos límites nos posibilita superar el mesianismo (creer que
tenemos poderes redentores) y el fatalismo, como adhesión a-crítica a la burocracia elemental,
omnisciente, omnipresente y omnipotente. En suma, adhiero a un trabajo social ético-político
emancipatorio, que supera el colonialismo imperante. En palabras de Sousa Santos (2006),
“responder al otro como sujeto de conocimiento es progresar en el sentido de elevar al otro
del estatus de objeto al estatus de sujeto. Esta forma de conocimiento como reconocimiento es
la que denomino solidaridad” (p. 26).

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Carmen Gloria Jarpa-Arriagada

Consideraciones finales

La politicidad del trabajo social debe rescatarse desde las fauces del capitalismo. Una vía para
ese rescate son los trabajos sociales-otros. Si logramos poner en juego, pero además en tensión,
nuestra matriz cognitiva con nuestra matriz operativa, podríamos experimentar una intensa
relación dialéctica entre teoría y práctica. Ocuparnos sentipensantemente de las luchas y de los
antagonismos de nuestras praxis, nutriría perfectamente una intervención comunitaria situada,
con lectura histórica y recuperación de identidad y memoria, dónde emerja espontáneamente
la red compleja de poder y donde superemos nuestras contradicciones en dirección a un
trabajo social ético-político emancipatorio.

Afirmo que las universidades debemos avanzar hacia un mayor compromiso social con las
comunidades aledañas a nuestros campus. En esta perspectiva proponemos un modelo de
intervención comunitaria des-institucionalizado, que implica su materialización desde centros
de estudio o formación, con acompañamiento directo de académicos/as universitarios/as.

Propongo la inmersión de grupos de estudiantes que, en ciclos, etapas o periodos, vayan


desarrollando un despliegue múltiple en las comunidades y territorios, considerando cinco
fases:

i. Inserción comunitaria consensuada con la comunidad;


ii. Rescate de la identidad comunitaria: mediante procesos de recuperación de
memoria histórica;
iii. Consolidación de vínculos: renegociando permanentemente la necesidad de la
praxis a la luz de una reflexión crítica sobre el asistencialismo;
iv. Investigación activista: con compromiso académico situado en los barrios;
v. Reflexión crítica permanente: que otorgue y verifique el sentido político de la
práctica y de la formación.

Si un grupo de estudiantes, con asesoría académica directa, desarrolla procesos como este
durante un periodo mínimo de tres años, estamos apostando a la co-construcción de un modelo
de trabajo social ético-político emancipatorio. A lo menos, es nuestra experiencia en Villa Las
Almendras, de la comuna de Chillán, Chile. Trabajar en comunidades y territorios desde una
lógica situada nos permite lograr pertinencia en la intervención, pero también respeto por los
sujetos; en palabras de Walsh (2007), “la especificidad del lugar como noción contextualizada y
situada de la práctica humana” (p. 106), debe ser un componente ineludible en intervenciones
críticas y congruentes con un trabajo social-otro.

Si los barrios participantes están inmersos en un territorio común se pueden potenciar nuevas
conexiones, transmisión de experiencias, transferencia de buenas prácticas, reforzamiento del

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Prácticas de resistencia y trabajo social comunitario: forcejeos y tensiones ante las lógicas de dominación del modelo colonial y capitalista

tejido social. Podríamos estar actuando orgánicamente en código gramsciano y estaríamos


construyendo sujetos con conciencia de clase. Desde los planteamientos de Fals-Borda (2015),
investigar para transformar y combinar lo vivencial con lo racional es un imperativo para el
cambio radical. Ergo, como se trata de un problema ontológico, para poder materializar este
modelo “se requiere de educadores que, en su condición de intelectuales orgánicos, realicen
un ejercicio de su práctica pedagógica orientada a generar las condiciones necesarias
para la elevación de la conciencia social, ética y política de los educandos” (Jarpa-Arriagada,
2015, p. 133). En efecto, nos desafía a profundizar la formación ético-política de los nuevos/
as trabajadores/as sociales, pero también nos desafía a crear más proyectos fuera de la lógica
funcional-estructural. Proyectos que encarnen el perfil de egreso declarado, donde la conexión
con lo popular no sea sinónimo de lo que está al margen, sino de aquello que adquiere valor
a la luz de las luchas diarias de actores sociales que afrontan día a día la desigualdad y la
discriminación. Como afirma Scribano (2011): “Las marcas de los bordes constituyen los
volúmenes relativos de vivencia del juego autonomía/heteronomía…” (p. 310). En nuestra
postura de formación y praxis activista apostamos por la emancipación, esto es, por la
autonomía.

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