En El Fondo Me Tienes Anny Peterson PDF
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En El Fondo Me Tienes Anny Peterson PDF
Y ahora quiero dar profusamente las gracias a todos los lectores y lectoras que
me han apoyado en la iniciativa de sacar inicialmente este libro en papel como
queja contra la piratería. Sois los mejores, gracias por haber confiado en mí,
os debo muchísimo apoyo y hacerme sentir especial todos los días. En mi
mundo Facebook están:
Mi querida Maria José Valiente, la fantástica Jarroa Torres, mi Loli
Palomo Lorite, también gracias a Nieves López Sánchez, a Raquel Morante
Morales, a Loli Zamora, a Marta Hernández Francisco, a mi mapita, Marisa
Guillén Guerrero, a Kuki Pontis Sarmiento por estar siempre ahí, a Yoli Perez,
a Esmeralda Fernandez, Laura Ortiz, Lorena de La fuente y Estela, mis
tertulianas eróticas. A la divina Tania Espelt, Elisa Mayo, Sonia puente, mi
Rose Gate, mi Mary Izan, el genal Ulises Novo, a Pilar Sanabria, a La lectura
de Liliana, a Saniñabonita, a María Cruz Muñoz Pablo, Vanesa Dominguez, mi
querida Alicia Ester Toro, Yolanda García, Verónica Naves, Julia García
Barrachina, Soley Aragonés Rieke y Lourdes Triñanes Patiño. Y si me dejo a
alguien, decírmelo y os añadiré enseguida.
También mil gracias a mi gente de Instagram, ¿qué haría sin vosotros? Sois mi
mundo. Todos los que voy a nombrar confiasteis en mí cuando saque la
iniciativa de "solo en papel" y me siento muy afortunada de teneros. Mil
gracias, de verdad, a Tati de Lecturitatis, a Yadira de El baúl de mis libros, a
Arisleyda_5, a Nieves de Aprovecha la vida cada día, a Super Cristina de
el.olvido.esta.en.los.libros, a Mlectora, alcanzandoutopias, a mi querida
Turka120, a siguensiendoellas, a mi niña Dejamequetelea, a Noedevoralibros,
a super Taramay Sánchez, a Natalia_bahillo, Mrs.svetacherry, a me.leo.toa, a
mi fantástica Tintina de leer_esincreible, a vero_malaga, a la genial
mati_cazalibros, a mi tocaya ana_en_su_mundo, magic_nook_,
literariamaxime, martuska_92, luciaanddogs, a Samy de viveexperiencias, a
marbibooks, a beautifuldreamsofworld, a lumae_lu, a Paula de
loslibrosdepaula, a mariabarbosaalm, la guardiana de libros, sanemade,
litlleparadisebooks, lozamor67, s_ilviagallardo, y si te he olvidado, no dudes
en decírmelo y serás añadida.
Por otro lado, hay tres personas en concreto que son partícipes de este
libro y que, sin ellas, no sería ni remotamente parecido:
1- NAÚFRAG O9
2- AQUAMAN 24
3- WATERWORLD 30
4- INMERSIÓN LETAL 43
5- INFIERNO AZUL 52
6- LA HORA DECISIVA 60
7- BUSCANDO A DORI 72
8- EL PROTEGIDO 84
9- BUSCANDO A NEMO 95
10- EL CABALLERO OSCURO 106
11- SERENDIPITY 117
12- EL CORAZÓN DEL MAR 124
13- ALGO CASI PERFECTO 140
14- POSEIDON 148
15- EL EXORCISTA 161
16- TORMENTA BLANCA 172
17- LA FORMA DEL AGUA 187
18- FAST & FURIOUS 197
19- LA BELLA DURMIENTE 206
20- LA OTRA FAMILIA 215
21- UN NIÑO GRANDE 227
22ASES CALIENTES239
23- PD: TE QUIERO 248
24- CALL ME BY YOUR NAME 264
25- ÚLTIMA LLAMADA 275
26- 30 DÍAS DE OSCURIDAD 289
27- LOS JUEGOS DEL HAMBRE 296
28- DÍAS DE FÚTBOL 311
29- PRETTY WOMAN 323
30- EL MAGO DE OZ 341
EPÍLOGO 353
Prólogo
«Querido diario:
Mamá está mal. Ayer, en una de sus crisis, mencionó
que tengo un hermano al que nunca he conocido. He
decidido internarla en un centro. Creo que ya no es
seguro dejarla sola en casa. Maldito Alzheimer…».
12-03-2004
«Querido diario:
Mamá está peor. Hoy se ha vuelto a enfadar porque no
le he creído cuando me ha hablado de un hermano
perdido, sin embargo, en la merienda, ha recalcado con
vehemencia que fui hija única…».
14-04-2005
«Querido diario:
Mamá ha muerto. Ya no me queda nada. Solo un trozo
de papel con una frase, un nombre y una dirección que
han encontrado en su pálida y rígida mano: «busca a tu
hermano», decía, después de años de negar que jamás
tuvo ningún otro hijo».
27-10-2007
…
«Querido diario:
¡Le he encontrado! Mi hermano vive en Byron Bay,
Australia. No puedo esperar para ir a conocerle. ¡Va
llevarse la sorpresa de su vida!».
03-10-2018
«Cojo el avión y que sea lo que Dios quiera», pensé mientras avanzaba en
la fila del embarque como si fuera una fugitiva.
Dicen que ninguna buena acción queda sin castigo. Mi intención siempre fue
ayudar, pero en aquel momento no podía seguir con mi vida como si nada;
debía hacer algo. Restaurar el equilibrio del cosmos. El mío. El de ella. En
vez de quedarme mirando cómo lo había jodido todo con mi torpeza. Y más,
después de la conversación con aquel policía en el hospital.
—¿No la ha reconocido? —preguntó extrañado.
—Al principio, no.
—Se va a armar una buena —sentenció nervioso—. Menos mal que mi
turno termina ya. Váyase a casa, la avisarán para declarar frente a los del
seguro.
—Pero… ¡espere! ¿La va a dejar sola? —pregunté alucinada al ver que se
iba.
—Si quiere puede quedarse con ella hasta que aparezca alguien de su
familia, pero está sedada y no creo que la despierten pronto. Aunque el coche
no iba a gran velocidad, al estar agachada… —hizo un silencio macabro—. Va
a estar meses en el hospital, eso si sobrevive.
Tragué saliva y recordé el impacto.
Lo más horrible y destructivo que había visto nunca. Ni siquiera pude gritar
de lo grotesco que me pareció el sonido de la colisión. Me quedé sin aliento.
El coche en cuestión se detuvo un poco más adelante, aunque a mí solo me
preocupaba que otro vehículo volviera a golpearla porque estaba tendida en
medio de la calzada en una postura antinatural. Cuando detuve el tráfico,
algunas personas se acercaron, pero el responsable no se apeó de su
automóvil. Más tarde, me enteré de que la conductora, una joven que se
encontraba en estado de shock, había sido incapaz de moverse. Seguramente,
no sabría qué había atropellado. Puede que pensara que había sido un perro o
un niño…, pero sin duda había notado que era algo blando y palpitante. Lo
habría sentido en sus manos a través del volante comprendiendo que su vida
acababa de romperse. Igual que la mía.
—Me quedaré con ella, de momento…
—Como quiera. ¿Seguro que no llevaba bolso? Me extraña que no lo
hayamos encontrado, o en su defecto, algo donde llevara su cartera, el móvil y
demás —soltó enfurruñado.
Me callé que la víctima llevaba su Iphone en la mano y se convirtió en un
objeto volador no identificado que posiblemente terminaría en una
alcantarilla.
Fue entonces cuando se fijó en la riñonera que yo sujetaba.
—Es mía —La apreté contra mí.
—No me cabe duda. Si fuera de ella, como mínimo, sería de Louis Vuitton
—repuso grosero. Aún así, me la quitó de las manos a la vez que murmuraba
un «me permite» que no sonaba a pregunta.
Abrió la cremallera y comenzó a depositar las cosas en una silla de la sala.
Mapas y más mapas. Es lo único que había dentro.
Y ese maldito diario. Un bloc de hojas lleno de pensamientos que no
entendió o no quiso entender. Después de ojearlo superficialmente, me lo
devolvió perezoso.
—De acuerdo. Tenemos sus datos. Buenos días, señorita.
—Adiós —respiré aliviada al ver que se alejaba.
Por lo general, solía tenerle respeto y confianza a las fuerzas de seguridad
del estado, pero ese poli parecía el típico corrupto en una película de bajo
presupuesto, en la que enfatizaban su aspecto cruel y desaliñado para dejar
claro que era uno de los malos.
La riñonera no era mía, es más, juraría que se habían extinguido. Y quien
osara llevar una hoy en día, debía guardar algo muy importante dentro. Cuando
supe quien era la víctima, sentí que debía proteger ese cuaderno a toda costa.
Esa chica estaba sola en una cama de la UCI e iba en contra de mis
principios irme a casa. No podía pensar en comer, en dormir o en ver Netflix.
Solo podía pensar en la historia que relataba ese condenado diario que el
incompetente policía había dejado sobre la silla junto a más papeles.
Recogí su contenido y empecé a ordenarlo. Había mapas de muchos lugares
del mundo con anotaciones subrayadas y puntos tachados. Egipto, Ecuador,
Malasia, Australia, México, Costa Rica, Argentina… Localizaciones que se
me antojaban disparatadas hasta que descubrí el denominador común.
De repente, mi móvil comenzó a sonar haciendo que la canción del verano
retumbara contra las paredes de la estancia hospitalaria.
—¿Sí?
—Emma, ¿cómo sigues? —preguntó mi jefe fingiendo ser una persona
decente que piensa en algo más que en el trabajo.
—Todavía en shock. La policía acaba de marcharse.
—Estooo… ya sé que has tenido un casi accidente pero… necesito para
mañana los informes del caso Landía.
—Antonio —le corté—, me han dado un parte médico para unos días…
Ahora mismo no podría ni sumar dos más dos.
—Ah… vale, pero Sandra me ha dicho que deberías haberlos tenido listos
para hoy.
—Lo que le dije a Sandra es que ni se le ocurriese mandarlos así. Están
fatal redactados. Iba a corregirlos yo, pero…
—Pues mándamelos luego por e-mail. Que no se te olvide, por favor, eran
para ayer —dijo exigente.
Me separé el teléfono de la cara y le odié profundamente. ¿No se daba
cuenta de que ese no era mi trabajo? Iba a hacerlo como favor para que no se
nos cayera la cara de vergüenza en el bufete. La culpa era suya por permitirse
contratar a una niñata que se ha sacado la carrera a base de visitas al despacho
del profesor.
—Dile a Sandra que se ponga un momento —le pedí.
—Está en el descanso. No quiero molestarla.
«Pero ¿a mí sí, sabiendo lo que me ha pasado?». Estuve a punto de colgarle
directamente, pero en el último momento se me ocurrió algo mejor.
—Claro, luego te lo mando. Oye, tengo que dejarte. Adiós.
Corté la llamada asqueada e intenté aspirar profundamente, pero hacía
meses que no podía hacerlo, algo en mi pecho me lo impedía. La puta
ansiedad.
Mi mierda de vida empezaba por mi mierda de trabajo. Cobraba tres veces
menos y metía el doble de horas que otras personas que no daban un palo al
agua. A mi superior le salvaba el culo cada dos por tres, por no hablar de las
escabechinas que me obligaban a resolver las arpías de las becarias, que lo
único que sabían hacer era salir a fumar y hablar de zapatos y de Justin Bieber.
Pero se les perdonaba todo por usar la talla 36. ¡Que nadie ose importunarlas!
Así que, al día siguiente, ni corta ni perezosa, me planté en la oficina a
primera hora de la mañana con un papel en la mano que amparaba mi derecho
a estar —un año menos un día—, de excedencia para que me guardaran el
mismo puesto que ocupaba indefinidamente desde hacía cinco años. Para
chula, yo. La cara de mi jefe no tuvo precio. Contárselo a mi madre no fue tan
divertido…
—¡¿Cómo que has dejado el trabajo?!
—No lo he dejado, he cogido una excedencia.
—Pero… ¡¿por qué?! Precisamente ahora, que es cuando más lo necesitas.
Te recuerdo que Carlos te ha dejado.
—No te confundas. Yo le he dejado a él —mascullé.
—Te provocó para que le dejaras… que es muy distinto —aclaró con
maldad—. Y ahora vas y pierdes el trabajo. ¡Perfecto! ¡Era un buen bufete,
Emma!
—No lo he perdido, lo he aplazado. Y sabes que lo odio. Cada día sueño
con que un francotirador me alcanza justo antes de entrar al edificio.
—¡Qué cosas dices, hija!
—Las que pienso…
—¿Y qué vas a hacer ahora sin trabajo? ¿Quedarte a vivir en mi casa para
siempre?
Casi me atraganto de la risa al ver su cara de espanto. Salvé la vida de
milagro. ¿Ella y yo juntas en un espacio reducido?
—No, mamá. Tengo ahorros. Voy a viajar.
—¿Tú sola?, pero… ¿a dónde?
—Ya veré, mamá. Necesito pensar.
Falso.
Tenía una ruta muy concreta, todo recto hasta Australia, pero no iba a
pelearme con la única neurona que brincaba impertinente en su cerebro.
—Hija, ¿por qué no te buscas un piso antes de irte e intentas ordenar un
poco tu vida? Llevas aquí dos semanas… —dijo desesperada—. Podrías
apuntarte al gimnasio, conocer a alguien… y… darme un nieto… Solo es una
idea.
Nunca había conocido un ser tan egoísta. Yo, yo, y luego yo.
—Ya tengo un piso buscado —mentí descaradamente, porque al día
siguiente cogería la primera pocilga que encontrara. Era obvio que estaba
deseando perderme de vista. Sentir ese tipo de repulsión por su parte
resultaba… superagradable…, pero ya era una constante en mi vida.
—¿Cuándo te irás? —preguntó con avidez para confirmarlo.
—Mañana. Ya te llamaré —Me levanté y omití un esperanzador «hasta
nunca» que me habría sabido a gloria. ¿Apuntarme al gimnasio? La madre que
la…
La animadversión que le profesaba a mi «mami» debería estar en el puto
libro Guinness de los récords.
El primer recuerdo que tenía de ella era su rabia cuando dejó de poder
vestirme como a una niña repollo. Por lo visto, fui una monada hasta los seis
años, pero luego engordé y la ropa ya no me lucía igual. A partir de aquel
momento, todos mis movimientos fueron un desacierto. Pero el último
recuerdo que guardaba de ella era peor, el de culparme de que mi última
relación amorosa terminara como lo hizo. Con un ojo morado.
«Amor de madre». Estaba a un suspiro de tatuármelo en la frente.
Antes de abandonar la cocina miré a mi padre, que estaba ausente y callado,
como siempre. Se le daba de maravilla hacerse el mueble cuando mi madre y
yo discutíamos. Y esta vez no iba a ser diferente. Nunca tenía nada que decir.
Jamás. Quizá fuesen los años que pasó en alta mar. Era marinero y apenas le
veíamos. Cada seis meses volvía a casa y no haciendo una entrada triunfal
mientras yo corría hacia sus brazos, con revolverme el pelo tenía suficiente. Y
ahora que por fin se había jubilado, nada había cambiado.
Nada más llegar a Sidney, busqué un hotel y me peleé a muerte con el jet
lag. Pero, después de más de veinte horas de vuelo, dos escalas y soportar un
cambio horario leonino, perdí la batalla y caí desmayada sobre la cama. En
cuanto me desperté, mandé un par de mensajes confirmando que seguía de una
pieza e hice una llamada.
—Hola, Guille, ¿cómo está Pepo? —pregunté preocupada.
—Te ha olvidado por completo en cuanto ha descubierto los flecos de mi
alfombra persa.
—¿No está triste y maullando a todas horas? —insistí esperanzada.
—Para nada. ¿Qué tal estás tú? ¿Ya has descubierto algo?
Guille era un vecino de toda la vida. Puede decirse que me crié en su casa.
Teníamos planeado ir juntos a la universidad siendo los mejores amigos, pero
mi pésima nota de acceso nos obligó a separarnos. Él se quedó en Madrid y yo
terminé en el País Vasco, así que le perdí la pista durante un par de años; hasta
que una noche, después de una fuerte discusión con uno de mis problemáticos
novios, le llamé y se plantó en San Sebastián para corregir mi patética
trayectoria. Pero fue inútil, porque tenía un puto imán para los imbéciles. Fue
su sofá el que me había acogido hacía dos semanas, la noche que a mi ex se le
cruzó el cable y me pegó en la cara, en vez de en otro sitio, como siempre. Al
resto le dije que me había comido un armario (cosa que no les extrañó, dada
mi torpeza innata), pero a Carlos le amenacé con denunciarle asegurándole
que el tema trascendería hasta el colegio donde trabajaba como docente. No
volví a verle. Esa noche dormí en casa de Guille y por la mañana recogí mis
cosas (no todas, solo las pocas que me importaban) y me fui a casa de mi
madre alias el infierno.
—Por favor, cuida mucho a Pepo —supliqué a través del auricular—, y no
te olvides de ir a ver a Laura todos los días al hospital. Las enfermeras se
tragaron que eres su prometido. ¡Tienes que protegerla!, o, probablemente, su
propia tía trate de asfixiarla con una almohada.
—No te preocupes, Emma, lo estoy haciendo. Ayer me pasé la tarde
hablándole del día que lograste clavarme un boli Bic en el brazo a pesar de
tener la punta redonda. Le encantó.
Sonreí melancólica. Esa era yo cuando me rodeaba de la gente adecuada.
—Gracias, te lo agradezco.
—De algo. Recuerda nuestro acuerdo.
—Por supuesto.
Guille vivía anclado en la época medieval, le encantaban los trueques.
Decía que deber un favor era como si alguien sujetara tus genitales en una
mano y jugara traviesamente con una navaja en la otra. Ni hablar. Él siempre
aseguraba el intercambio y, esta vez, como el favor era grande, me había
pedido algo que llevaba largo tiempo implorándome. No quería ni
recordarlo…
Cuidar de Pepo era admisible, pero cuidar de Laura no podía pedírselo a
cualquiera. Él era autónomo, podía organizarse. Y claro que tenía dos o tres
amigas íntimas de mis años de la facultad, pero todas estaban —felices o
condenadamente— casadas, trabajaban y tenían peques en edades terroríficas.
Entiéndase aquellas en las que no se visten solos, su boca es un surtidor y, de
vez en cuando, defecan lejos del inodoro sin razón aparente. Bajo tales
circunstancias, mi instinto maternal estaba tumbado con los pies en alto, las
manos en la nuca y esquivando posibles ofertas imperfectamente válidas.
Después de coger un tren y un autobús llegué a Byron Bay con el pelo hecho
un desastre. Odiaba sudar. Me ponía de mal humor porque me obligaba a
hacerme una coleta, cosa que me molestaba bastante, ya que mi melena era
sagrada para mí. Podría decirse que era mi posesión más preciada y lo único
que me gustaba de mi físico.
Una vez mi madre me dijo algo que se me quedó grabado, ¡algo positivo
sobre mí!, como para olvidarlo. Acababa de vomitar por quinta vez debido a
una gastroenteritis bizarra y me tumbé sobre la cama moribunda. Ella vino
hacia mí y me acarició la cabeza susurrando «Tienes el pelo de un ángel, no te
lo ensucies». Supongo que, al verme agachada hacia la taza, había llamado su
atención. Tenía quince años y nunca me había dicho nada ni remotamente
parecido.
En cuanto bajé del autobús una traidora brisa marina terminó de convertir
«mi único encanto» en una bola de pelo como las que escupía mi gato.
Fantástico.
Pude comprobar que Byron era un pueblo costero que atraía a todo tipo de
amantes de los deportes acuáticos. Un emplazamiento pequeño y pintoresco.
Bastante selvático, según mi acondicionador. No me esperaba encontrar un
lugar tan paradisíaco en Australia.
En el ambiente flotaba una idiosincrasia hippie que extrañamente te
obligaba a relajarte y a pensar «don´t worry, be happy». Pero yo no estaba allí
de vacaciones, estaba intentando descubrir el paradero de alguien y decidir
qué iba a hacer de ahora en adelante con el resto de mi lamentable vida. Algo
que mereciera la pena y me hiciera salir del ostracismo inútil en el que estaba
sumida.
El taxi que cogí en la estación de autobuses me dejó directamente en la
entrada de la escuela de buceo Blue Days, la marcada en el círculo. Arrastré
mi maleta hacia el interior y me quedé embobada apreciando una moderna
terraza con sofás que no le haría sombra al garito de copas más puntero de
Madrid.
—¿Se ha perdido? —preguntó una voz a mi espalda en inglés.
Me giré y tuve una visión de cómo sería el 2054. Un chico que no parecía
de mi misma especie me observaba con el ceño fruncido. Debió pensar lo
mismo que yo, porque se fijó en mis pies, en mi maleta y me sentí una versión
cutre de una de las chicas de Sexo en Nueva York, cuando viaja a un lugar
exótico en el que no encaja por ser tan urbanita.
—¿Puedo ayudarla? —insistió expectante.
Tenía un pendiente en la nariz y otros tres le atravesaban la oreja. Gran
parte de su cuerpo estaba cubierto por tatuajes, algunos le llegaban hasta las
manos. Puede que alguien nacido antes de los 80 hubiera temido por su bolso,
pero una Millenial como yo podía captar una curiosa amabilidad en sus ojos
solo reservada para los seres más indefensos.
—Sí, hola —contesté en mi chapucero inglés.
—¿Es española? —preguntó de pronto en castellano.
—Sí… —sonreí—, vaya ¿tan mal lo hablo?
—Bueno, su entonación no es muy buena.
Me quedé cortada. La amabilidad al carajo.
—¿Puedo ayudarla? —repitió confuso.
—Sí. Vale, eh… estoy buscando a alguien.
—¿A quién?
¡Horas enclaustrada en un avión y ni siquiera había pensado en lo que diría
al llegar a mi destino!
No quería provocarle un infarto a nadie. Mencionar a un famoso tampoco
era buena idea. Quería ser discreta. Y estaría muy bien encontrar al hermano
de Laura sin que supiera que le estaba buscando porque, si Laura le había
localizado, ¿por qué no se había puesto en contacto con él antes?
—Estoy de vacaciones —atajé—. Una chica española que estuvo aquí hace
poco me recomendó este sitio. Quizá la recuerdes. Algo más joven que yo,
pelo largo y moreno, ojos… marrones, cuerpo bonito, sonrisa espectacular, ¿te
suena de algo?
—Pasa mucha gente por aquí con esas características.
—Ah, ¿sí? —contesté sorprendida.
¿Dónde coño estaba, en la serie Los Vigilantes de la playa?
—¿Fue clienta nuestra?
—Sí, creo que sí. —Aunque realmente no tenía ni zorra idea—. Se llama
Laura.
Él se quedó pensativo.
—Por aquí no ha pasado ninguna Laura que coincida con esa descripción.
—¿Estás seguro?
—La única Laura que hemos tenido últimamente era de Valladolid.
Veintiséis años. Rubia, no morena. Índice de masa corporal superior a
veintisiete, no diría que tenía un cuerpo bonito.
Me quedé patidifusa por la detallada descripción.
—Perdón —añadió arrepentido—. No te asustes. Tengo memoria
fotográfica. Mi cabeza es como un ordenador japonés. Suele memorizar datos
sin mi permiso.
—Pues yo que tú lo mantendría en secreto…
—Será mejor que hables con Jon, mi jefe. Se le dan mejor estas cosas. Es
más… normal.
¡Qué rico! No pude evitar que me cayera bien al momento. Su preocupación
por seguir incomodándome me dio buenas vibraciones, y pensé que su don
podría servirme de ayuda. Quizá la hubiera visto.
—¿Cómo te llamas? —pregunté interesada.
—Me llamo Daniel —respondió dándole una graciosa entonación a la a,
como si llevara una tilde ficticia.
—Es esta. ¿La has visto alguna vez? —dije mostrándole el móvil.
Levantó un ceja y noté cómo su cerebro buscaba en archivos recónditos.
—Me suena de algo… pero no de la escuela.
En ese momento, entró en el local un chico al que, podría jurarlo, conocía
de otra vida. Me clavó la mirada y vino directamente hacia mí. Le dio igual
estar accediendo a un lugar en el que se desarrollaba una actividad acuática
concreta, él parecía estar allí solo por mí y me lo demostró diciendo:
—Hola, ¿puedo ayudarte?
¡Y yo que no creía en ángeles de la guarda!
Pelo rubio. Ojos azules. Seguramente no tendría ni sexo.
—Debo ser invisible… ¿No ve que ya la estoy ayudando yo? —gruñó Jack
Daniels molesto. Pensaba apodar así al de los tatuajes porque, al verle, su
imagen te azotaba como un chupito de whisky. Por no hablar de cuando abría
la boca…
No atendí al resto de la conversación entre ellos. No pude. Porque una
presencia oscura entró en mi campo de visión y mi sentido gatuno lo advirtió
erizando todo el vello de mi cuerpo.
Parecía humano, pero era un tío diametralmente opuesto al querubín que
tenía al lado. Pelo oscuro. Bronceado. Gafas de sol opacas marcando una
irresistible tendencia vampírica… y una barba incipiente que prometía raspar
en lugares que una dama finge no tener. Te daban ganas de ponerle un
Martini… Agitado, no revuelto.
«¡¿En qué extraña dimensión acabo de meterme?!», pensé desconcertada
observándoles a los tres. No sé qué estrellas se habrían alineado para reunir
frente a mí a un ángel, un vampiro y un moderno, pero aquello parecía el
purgatorio de una hooligan anti-gallardos como yo. Debía andarme con ojo,
quería a cualquier hombre a cien metros de mí, pero sobre todo, a la especie
del vampiro en particular. Porque eso no era un simple chico guapo, como
esos que ves muy de vez en cuando y te da la risa pensando que es una
alucinación o que, en compensación, la tiene como un cacahuete. No, señor. El
vampiro era un tío con estilo, nivel olímpico, y esos eran harto peligrosos.
Capítulo 2 - Aquaman
Y allí estaba yo, saliendo del centro de buceo con el maldito neopreno
atado a la cintura. Anduvimos doscientos metros hasta un muelle, cada uno con
una bolsa numerada que ocultaba el equipo, donde esperaba un barco moderno
de dos plantas que parecía confortable.
—Dejad las bolsas en el suelo e id subiendo —ordenó Superman al grupo
que se había formado en el pantalán.
A pesar de sus supuestos poderes, el superhéroe contaba con varios
ayudantes. Todos llevaban una camiseta azul cielo con el emblema de la
escuela y asistían a los clientes para que subieran al barco sin peligro.
Dani me tendió una mano educadamente, pero me entró la risa cuando su
cara cambió al descubrir que Iker venía detrás de mí. Quizá fuese cierto que le
odiaba, como me había insinuado mi compañero el día anterior. Habían tenido
una conversación de lo más interesante mientras yo revisaba las fotos en el
ordenador de Jon. Sin embargo, Iker tenía muy claro que debía agarrarse a
alguien para cruzar y no romperse su portentosa pierna de lateral izquierdo.
Esperó a que le tendiera la mano y Daniel se la ofreció a regañadientes.
Disimulé una sonrisa cuando usó su hombro de punto de apoyo y los ojos de
Daniel se agrandaron al no esperarse todo el peso de su potencial deportivo
cayendo sobre él.
—Gracias —gruñó Iker. Daniel ignoró su gratitud.
Nos dirigimos a la zona trasera del barco y esperamos a que el personal de
la escuela apareciera.
—Buenos días a todos —saludó el adonis con aire serio y competente.
Obvié en el ambiente varios suspiros femeninos—. Bienvenidos a Blue Days.
Antes de partir, Steve os enseñará las diferentes zonas del barco, para que
podáis moveros libremente por él sin molestar al Capitán en las maniobras.
Después, montaremos los equipos y zarparemos para llegar al punto de buceo
Julian Rocks, una maravilla de la naturaleza. Nos reuniremos por grupos según
el grado de inmersión. Este es Moby Dick —dijo señalando a Dani—, le
llamamos así porque le obsesionan las ballenas, podéis hacerle todo tipo de
preguntas respecto a ellas, hoy se ocupará de los «bautizos», yo bajaré con los
«Open water» y Steve y Kate acompañarán a los «Advance».
Me alegré al momento de que confirmase que él no iba a ser mi instructor.
¿Por qué? Muy sencillo. La gente que iba de guay, me ponía enferma. Y él no
solo iba, sino que lo era.
No le pegaba enseñar a una orca a bucear, él se encargaría de un par de
sirenas suecas que, al final del día, harían un «open» en todos los sentidos,
estaba segura. Pero al pobre Iker no le hizo tanta gracia la persona que nos
había tocado a los principiantes.
—Mierda —se lamentó—. Primera vez que buceo y nos toca la ballena
asesina de profesor, ¡qué mala suerte!
Me eché a reír. Y fue una sensación tan nueva que noté algo diferente en mi
cara. Parecía que mis músculos casi habían olvidado cómo hacerlo.
—No te rías, joder. ¿Por qué le caeré mal?
—No le caes mal —me mofé.
—Está muy loco. Y me ha amenazado. Se comporta como si fuésemos
animales y le hubiese quitado su comida —murmuró torturado mirándole de
reojo.
Intenté contener la diversión y quitarle hierro al asunto cuando vi auténtica
aprensión en sus ojos.
—¡Son todo imaginaciones tuyas, Iker! Prueba de que estás demasiado
acostumbrado a que te tengan en palmitas, niño bonito.
Quizá sí fuese un «niño bonito», porque, desde que pisó suelo australiano,
todo le había salido a pedir de boca.
Un buen amigo, en pleno ataque de ansiedad, le dijo mirándole a los ojos
que el mejor lugar del mundo para escapar era Byron Bay. «No es un pueblo,
es una forma de ser», citó después de añadir que le había sido imposible no
pensar en él al visitarla.
Iker buscó información y vio que era el emplazamiento perfecto para
deshacerse del estrés. Acto seguido, hizo una llamada para aparcarlo todo por
un tiempo indefinido y viajó hasta allí. Aquel lugar era el pueblo más cool y
bohemio del mundo. Un paraíso para surfistas. Y eso era exactamente lo que
necesitaba, deslizarse por un mar en el que nadie le reconociese.
Australia quedaba muy lejos de casa, y, fuera de Europa, era bastante fácil
pasar desapercibido.
No había volado con su inseparable tabla, así que lo primero que hizo tras
dejar las maletas en el alojamiento, fue ir directo a una tienda de surf para
comprar material.
Por primera vez en mucho tiempo sintió la emoción del crío de veinticinco
años que era al ser huésped de un albergue con acceso a una cocina colectiva,
una zona de salón común con televisión y unos baños compartidos a los pies
de la playa principal. Su mánager le habría recomendado un hotel de cinco
estrellas en el que, seguramente, la media de edad sería de cincuenta años o
más, haciendo juego con las frustrantes directrices de su vida.
Un deportista de élite no tiene infancia. Vive enjaulado en el entrenamiento,
los horarios y la dieta. Incluso le aconsejan reservar las sonrisas para los
actos públicos, no vaya a ser que se canse de llevar esa mueca en la boca
durante varias horas mientras no deja de recibir apretones de manos y
palmadas en la espalda. Cuando sonreír se convierte en una obligación, dejas
de verle la gracia.
Aquel inhóspito lugar ya iba a ser un cambio muy drástico para él, así que
decidió coger una habitación individual, en vez de una litera en los
multitudinarios cuartos compartidos de seis, nueve o doce personas. Tenía que
ir poco a poco.
Se tomó un café con hielo tumbado en un puf de los muchos que se
amontonaban alrededor de una pequeña piscina exterior y se sintió de todo
menos solo. Varios grupos de surfistas que compartían anécdotas de las olas
de la mañana entraban y salían de sus habitaciones en el segundo piso del
edificio que bordeaba todo el jardín. Se sentía bien. Se sentía mejor que bien.
Byron Bay le provocaba una fuerte sensación de libertad, relajación y
despreocupación y, sin saber muy bien cómo, se sintió parte de algo.
Aquel lugar era todo lo que le habían prometido y más. Hasta su luz era
diferente. Todo lucía con una intensidad distinta. Sus calles estaban llenas de
bicicletas, gafas de sol, pelos largos y gente descalza. Parecía una puta broma.
Como cuando te toca la lotería y te cuesta creerlo. Era el paraíso.
Cada rincón olía a surf. Sabía que para los australianos era casi una
religión, por eso no le dolió gastar hasta el último dólar en aquella tienda
específica en la materia, a su parecer, de precios desorbitados. Después de
dejar la tabla en el albergue, buscó un supermercado e hizo una pequeña
compra para la cena de esa noche. No tenía problemas con el inglés puesto
que, desde hacía varios años, vivía en Liverpool.
Tuvo gracia que, cuando se disponía a realizar su primera fechoría en la
cocina (cenar hidratos de carbono), empezó a socializar con la gente. Le
acogieron de forma natural y fue chocante darse cuenta de lo que significaba
realmente ser una persona libre en todos los sentidos.
—¿A qué te dedicas? ¿Te gusta el surf?
No hizo falta más.
A partir de aquel instante, la conversación se hilvanó de manera espontánea
y un par de chicos mostraron mucho interés por su pequeña obsesión: la
fotografía acuática. Les enseñó un par de sus mejores fotos en la pared de una
ola y se quedaron fascinados. A los tres días, todo el mundo quería una y su
popularidad subió como la espuma. Capturar instantes se le daba bien y, en su
día, hubiera matado por ir a la universidad para aprender mucho más sobre el
tema, pero aún recordaba a su padre insistiendo para que cambiara de idea.
—¿Para qué vas a ir? —replicó ante sus súplicas cuando aún no había
cumplido los dieciocho.
—Quiero estudiar algo. El fútbol no lo es todo y, aunque acabe triunfando, a
los treinta y siete no tendré oficio ni beneficio.
—Iker… ya habrá tiempo de estudiar después. Tú mismo lo has dicho,
tendrás todo el tiempo del mundo ¡y la vida solucionada! Tienes un don, hijo.
No lo desperdicies para ser uno más.
Fichado antes de los doce, con representante desde los dieciséis, no había
tenido espacio ni tiempo para nada más que no fuera entrenar, mejorar e
impresionar. En la liga sub21 varios equipos de segunda le ofrecieron
contratos y estuvo un par de años moviéndose de un club a otro. Mejorando las
condiciones, hasta que, por fin, llegó una buena oferta de un equipo de primera
división, pero, para su sorpresa, su mánager la rechazó. No encontraba
palabras para describir lo mal que se sintió al entender que él no tenía la
última palabra en las decisiones de su vida. Otros se habrían rebelado, él no.
«Hay que confiar en la estrategia de Markus», aconsejó su padre, «es un
visionario». Lo bueno fue que, para aplacar la desilusión, le dejaron cursar el
Grado Superior en Iluminación, Captación y Tratamiento de la Imagen.
Compaginó los entrenamientos durante dos años con los estudios de FP que,
algún día, le permitirían ser fotógrafo, cámara de cine o iluminador. Menos
daba una piedra, aunque realmente, él lo hacía por hobby.
El proyecto de Markus consistía en llevarle a la cantera del Liverpool o del
Arsenal y destacar rápidamente en los equipos ingleses. «Esos clubs son
superiores en sentido técnico, incluso pagan mejor, pero les falta el talento»,
aclaró su manager. «Es más fácil que un equipo español gordo se fije en ti
haciéndote famoso en el extranjero. Les jode horrores que un don nacional no
se quede en casa», sonreía al decirlo. Y así fue como terminó en Liverpool. El
estadio de Anfield se convirtió en su hogar. Y le gustaba. Se respiraba fútbol
por todas partes, tenía un ambiente único. En cuatro años no dejó de jugar y
aprendió inglés perfectamente, lo malo fue… la fama. Ya no podía dar un paso
sin que alguien le parase por la calle. Salir solo era impensable, hacer cosas
normales, imposible. Y, un día, antes de volver a renovar el contrato por otros
cuatro años, Lucas, un buen amigo que intentó impedir que se ahogara en el
fondo de un vaso o entre las piernas de otra profesional, le susurró: «No lo
hagas, no te vendas». Y no firmó.
Quiso irse para desoír los gritos de su círculo más íntimo y no se le ocurrió
un lugar mejor donde perderse que Byron Bay.
—Para ser un simple fotógrafo se te dan muy bien los deportes —comentó
alguien en la cena, después de darle una paliza en un partido de fútbol playa.
—Me encantan —sonrió Iker—, sobre todo en la arena. Siempre he vivido
cerca del mar. En San Sebastián, mi hogar, también hay mucha afición al surf
en la playa de La Zurriola.
—¿Alguna vez has buceado? —saltó otro.
—No, no he tenido el placer.
—¡Pues tienes que hacerlo! Te encantará y estás en el sitio perfecto.
—Puede que lo pruebe —contestó alegremente fantaseando con cuántas
cláusulas de su contrato violaría esa actividad.
Al día siguiente, entró en la Escuela de buceo que le recomendaron y
conoció a Emma.
Llevaba algunos días notando que un par de chicas le ponían ojitos golosos
en el grupo del albergue, pero no quería meterse en problemas en aquel idílico
lugar, al menos, hasta que no fuera peor el remedio que la enfermedad. Sin
embargo, cuando la vio a ella, una fuerza le atrajo a nivel celular. No era la
típica atracción sexual, sino un canto de sirena de una recién llegada apurada,
con la maleta a cuestas y la desesperación en la cara. Aunque pareciera
imposible, estaba incluso más perdida que él y, al oír que era española, su
deseo de ayudarla se impuso a la vergüenza de entrarle tan directamente.
—Hola, ¿puedo ayudarte?
Ella lo miró perpleja.
—Debo ser invisible —murmuró el tío que estaba a su lado frunciendo el
ceño—, ¿no ve que ya la estoy ayudando yo?
En buena hora. El principio del fin.
—¿Necesita algo? —insistió enfadado.
Iker giró la cabeza hacia el temido Moby Dick y respondió tranquilamente.
—Quiero bucear.
—Pues siéntese en esa mesa y espere su turno, ¿vale?
Iker calibró si merecía la pena enzarzarse con él, pero varias personas le
habían recomendado ese sitio y no quería tener que buscar otro peor. Él solo
había querido ser amable.
—De acuerdo —cedió mirándole fijamente, pero le habló a Emma antes de
alejarse—. Si necesitas ayuda, cualquier cosa, no dudes en pedírmela. Me
llamo Iker.
Cuando se sentó a esperar con parsimonia en una de las sillas, observó que
el encargado del centro de buceo había aparecido y se acercaba a ellos con
cara de venir de una extracción de muelas.
Tras un pequeño intercambio de palabras, fue Moby Dick el que terminó
reuniéndose con él.
—Buenos días —dijo frustrado sentándose enfrente—, ¿en qué puedo
ayudarle?
Iker alucinó.
«¿Me vuelve a preguntar lo mismo? El tío está pirado…».
—Quiero bucear… —repitió confuso.
—¿Qué experiencia tiene? —tanteó Daniel echándose hacia atrás y
entrelazando los dedos en el pecho.
Por momentos, iba adquiriendo más pinta de psicópata.
—Ninguna… —admitió el futbolista.
—Entonces, es un bautizo —reaccionó enderezándose—. Se trata de una
clase teórica y una inmersión de siete a diez metros para un primer contacto
con el equipo en el mar. Estaremos unos cuarenta minutos bajo el agua.
¿Cuándo quiere empezar? —preguntó abriendo una agenda sin mirarle a los
ojos.
—No lo sé… —reculó Iker—. ¿Cuándo podría?
—Hoy mismo, mañana, cuando quiera —expuso fijando sus ojos sin vida en
él como si fuera una jodida máquina a pilas.
—¿Contigo? —preguntó Iker sin poder evitarlo.
Le pareció ver en su cara una ligera sombra de diversión.
—¿Eso le supone un problema?
—No, qué va… solo me preguntaba si sería posible confiar mi vida a otra
persona…
Le mantuvo la mirada y vio una sonrisa luchando por abrirse camino en sus
labios.
—¿Es que tiene miedo? —preguntó Daniel turbador.
—Lo que me da miedo es que no me tutees con la edad que tenemos… —
masculló sin pensar.
El muy tarado no parecía superar los treinta, ¡y él aparentaba veinte!
—No te va a pasar nada, querido Iker —comenzó con una inquietante
amabilidad—. Aquí cuidamos muy bien de nuestros clientes.
Ya estaba cagado. Porque esa frase dicha con esa mueca perversa no era
nada tranquilizadora. No parpadeaba, recordaba su nombre, y era raro de
cojones, pero a la vez…
—¿Vas a atreverte o no? —inquirió impaciente.
Dios… ¡Era peor que Hannibal Lecter!
Después de aguantar sus impertinencias, te ridiculizaba llevándote a una
situación límite.
Iker se mordió los labios y pensó rápido.
«¿No querías riesgo? ¿Perder el control? ¿Lanzarte a la aventura?»,
barruntó su cabeza.
—Vale. Me apunto.
En cuanto pronunció las palabras, Daniel se activó.
—Muy bien. Rellena estos formularios, son por si la palmas, y luego
reúnete conmigo en la parte de atrás para elegir el material —ordenó
levantándose de la mesa.
¡Iba a morir fijo!
Hasta escribir su nombre le costó, le sudaban las manos.
—Hola —escuchó una dulce voz detrás de él. Era Emma.
—Eh, ¿qué tal? ¿También vas a bucear? —preguntó fingiendo calma.
—No. Quería preguntarte… bueno, si tienes alguna recomendación que
hacerme… Llevo aquí cinco minutos y estoy más perdida que una monja en un
puticlub —resopló.
Tras soltar una risita, procedió a darle información.
—Me hospedo en un albergue a pie de playa —explicó entusiasmado—,
nunca lo había hecho, ¡pero está siendo una experiencia fantástica! Si has
venido sola, te lo recomiendo. Formamos todos una gran familia, aunque
también te dejan a tu aire. Yo he cogido una habitación para mí solo. No sé si
quedará alguna porque casi todas son compartidas. Y el baño, por supuesto,
también lo es —sonrió torturado—, pero estoy feliz. ¡De verdad, es una gran
aventura!
—¿Dónde está ese magnífico lugar? —preguntó interesada.
—Al final de la calle. Se llama Sweet Home Beach.
—¡Gracias!, iré a preguntar. Yo soy Emma, y si necesitas algo…
—Necesito algo, Emma —le cortó con aprensión.
Ella sonrió en respuesta.
—¿Qué quieres?
—¿Puedes hacer conmigo el bautizo de buceo? Creo que ese tío planea
matarme por interrumpir antes vuestra conversación…
Después de reírse con ganas, respondió:
—¿Jack Daniels? ¡Si es inofensivo!
—Por favor… ¿no te apetecería? ¡Estamos en Australia! ¡En el gran arrecife
de coral! Te lo suplico. ¡Me ha hecho firmar un documento por si muero! —
insistió con un deje histérico.
—Bucear aquí vale un pastón —replicó ella insegura—, y ya me acabo de
dejar un dineral en el vuelo.
—¡¿Y si te lo pago yo?! —ofreció Iker sin titubear.
Y por cómo abrió los ojos, se dio cuenta de que estaba empezando a
asustarla.
—Piénsatelo, por favor, podemos empezar mañana —sugirió más calmado
—. Es solo un poco de teoría y una inmersión corta a poca profundidad. ¿No te
apetece?
—Bueno…
—¡Genial! Le diré a tu amiguito que lo dejamos para mañana, así te
acompaño hasta el albergue —dijo poniéndose de pie, animado.
Lo cierto era que, por momentos, se estaba echando atrás.
¡Aquel viaje era solo una salida de tiesto! No iba a hacer nada mínimamente
peligroso por lo que su entrenador, su mánager o sus padres fueran a ponerse
las manos en la cabeza, ¿verdad?
—Oye, mejor lo dejamos para mañana —le anunció al psicópata cuando dio
con él. Este le miró perplejo.
—Has dicho que te apuntabas…
—Sí, pero mañana. Hoy tengo que ayudar a Emma. Nos vemos, tío —Y se
fue como si el suelo le estuviera quemando los pies.
Hicimos una ruta diferenciando la zona seca de la zona mojada del barco.
Información muy útil para alguien como yo, que desafía constantemente los
límites de las leyes de Murphy.
Daniel reunió al grupo de bautizo, que incrementó su número con una nueva
adquisición de última hora. Larisa, una chica rusa que tampoco había buceado
nunca.
—Hola a todos —comenzó en un inglés depurado después de acomodarnos
a los tres con un café en una zona tranquila de la proa—. Hoy es un día muy
especial para vosotros. La vida, tal y como la conocéis, va a terminar.
Iker comenzó a toser alejando el vaso que sostenía de su boca.
—Observar por primera vez las profundidades marinas es un momento
único —continuó Daniel—, es descubrir un nuevo mundo. El que conoces
empequeñece y tu mente no puede evitar expandirse al entender que lo que
sabes es solo una gota comparado con lo que falta por saber. Después solo
queda rendirte a su belleza, a su misterio, a su infinitud y dar gracias porque su
grandeza te haga sentir tan insignificante.
Mi boca se abrió sola. Creo que la de los tres.
Nuestro instructor sonrió como si guardara un secreto. Fue una mueca
privada tan personal que era imposible que la tuviera ensayada. Su pasión por
el mar no era puro marketing, más tarde descubriría lo mimetizado que estaba
en realidad con el medio.
Moby Dick era un hombre extravagante donde los haya. Su pelo
profundamente negro poblaba su cabeza recordándome al cantante Zayn Malik.
Sus ojos marrones claros refulgían en la oscuridad de su tez, como si de un
color inusual se tratase. Sus tatuajes rivalizaban con su poética y sosegada
forma de hablar. En sus rasgos no había nada especialmente bello, pero era
una de esas personas en las que su espíritu se impone a los detalles físicos,
devolviendo una visión de conjunto que, unida a su actitud asocial, desprendía
un misticismo muy singular.
—¿Cuándo vamos a montar el equipo? —preguntó Iker ansioso, señalando
cómo el resto de la gente lo hacía—. Habrá que revisar que todo funcione
bien, ¿no?
—En el bautizo no se aprende a montar el equipo, solo a respirar
correctamente y a saber qué hacer en caso de problemas.
—¿Y cuándo vamos a llegar a tan necesaria parte? —interpeló el futbolista.
—Calma. Todo a su tiempo.
—Si subo a la superficie a toda velocidad, ¿me explotarán los pulmones?
—saltó de repente la rusa en un inglés aceptable.
—¡Buena pregunta! —señaló Iker nervioso.
—A nadie va a reventarle nada —contestó Daniel apacible—. Os voy a
poner el equipo, nos vamos a tirar al agua y solo vais a tener que respirar
normalmente. No es difícil, se trata de aspirar y exhalar. Seréis capaces —
afirmó con sarcasmo.
—¿Y si me canso de nadar? —preguntó la rusa preocupada—. Cuarenta
minutos es mucho tiempo y no estoy acostumbrada a hacer deporte.
—Os lanzareis al agua con el chaleco medio hinchado, así que flotareis sin
hacer nada —respondió Daniel con seguridad—. Para bajar, solo tendréis que
apretar un botón que deshincha el chaleco y os hundiréis gracias al cinturón de
plomos que llevareis en la cadera, respirando ya con el regulador en la boca.
No vais a dejar de respirar en ningún momento. Es más, la primera norma del
buceo es nunca mantener la respiración bajo el agua. Lo importante hoy es que,
a medida que vayamos bajando, notaréis una presión en el oído. Solo tenéis
que taparos la nariz y soplar para que desaparezca —dijo imitando el gesto—.
Lo haremos cada medio metro y, una vez abajo, todo el mundo seguirá
respirando con normalidad y no os dolerá nada. Nos pondremos en posición
horizontal en grupos de dos y, con un lento y uniforme aleteo, viviréis el mejor
momento de vuestras vidas hasta la fecha, ¿de acuerdo?
Los tres asentimos guardando silencio. Parecía sencillo. Un juego de niños.
Y, aunque todo el mundo quiso replicar ante esa última frase, nadie dijo una
palabra.
Instantes antes de tirarme desde el barco al mar más añil que había visto en
mi vida, encontré los ojos pensativos de mi ángel de la guarda. La rusa ya se
había lanzado y esperaba con Dani en el agua.
—Tírate tú primero.
Eso me sonó a «No, cuelga tú», pero…
—Si me tiro yo, creo que tú no lo harás —acerté a decir—. Mejor, pasa
delante.
Él me mantuvo la mirada y se mordió los labios, pero no se movió.
—¿Qué ocurre? No te va a pasar nada —le aseguré.
—Ya lo sé, es solo que…
No continuó la frase. Parecía que estaba entrando en pánico, pero era algo
más. Estaba actuando como si fuera un momento clave de su vida. Todavía no
entendía las verdaderas razones por las que estaba allí una estrella del
deporte, haciendo todo lo posible por sabotear su carrera realizando deportes
de riesgo para su profesión, pero intuí que estaba a punto de averiguarlo.
Iker cerró los ojos rindiéndose a una misteriosa vergüenza.
—Aunque te cueste creerlo… toda mi vida he hecho lo que me han
ordenado —dijo mirándome intensamente—, y lanzarme de este barco es dar
un paso definitivo, porque es aceptar la sentencia de que, a partir de ahora,
estoy solo. Y eso me aterra.
Me pareció lo más humilde y valeroso que había oído en años y le sonreí
porque creo que, cuando realmente se es valiente, es cuando se tiene miedo.
—Entonces, ¿a qué esperas? Abraza tu libertad —le animé.
Dio varios pasos hacia el borde del barco y observó el agua.
—¡Es para hoy! —vociferó Daniel mecido por el vaivén de unas olas
ligeras.
Fijó su vista en él, resopló, y desapareció de mi vista tragado por el mar.
Cuando me dio por pensar que tenía que sujetarme las gafas y el cinturón
para no perderlos en la caída, ya estaba volando hacia el Índico.
—¡Tranquila! —exclamó Dani sujetándome y tomando el control de mis
chapoteos—. Poneos todos el respirador en la boca y sujetad el hinchador
hacia arriba como os he enseñado, vamos a descender. Recordad que haremos
una parada de tres minutos a unos cuatro metros antes de subir a la superficie.
Que nadie suba directamente. Y no hinchéis el chaleco para ayudaros a
ascender o lo lamentaréis.
—¡¿Por qué?! —preguntó Iker alterado.
—Simplemente no lo toques y todo irá bien, ¿vale? —le dijo acercándose a
él y comprobando su equipo de nuevo—. ¡Descendemos!
¿Sabéis esos corchos rojos y blancos con los que la gente pesca? Pues esa
era yo. Mi chaleco estaba completamente deshinchado y yo seguía en la
superficie flotando como una peonza. El músculo no flota, pero la grasa sí.
Veía a los demás bajar poco a poco y a Daniel ayudándoles.
—Eh —me llamó una voz desde el barco.
El que faltaba.
Superman estaba mirándome preocupado.
—No bajo… —gimoteé.
Y, sin más, se lanzó al agua. Sin chaleco, sin gafas, ¡sin nada!, y nadó hasta
mí.
—Voy a ponerte un plomo más en el cinturón y bajarás —me informó antes
de empezar a meterme mano descaradamente en la cintura. Sentía su dedos por
todas partes y me agarré a él porque las piernas no me respondían.
Dios… ¿Qué hacía un desconocido tocándome así?
—Escucha —dijo acercándose más a mí, intentando captar mi atención.
Tenía gotas de agua posadas en sus espesas pestañas y no podía dejar de
mirarlas—. Vas a hacer lo siguiente: expulsa todo el aire de tu interior y
comenzarás a hundirte. Ponte el regulador en la boca, pero no lo uses hasta que
no puedas aguantar más. Bajaremos juntos, lentamente.
Asentí en respuesta y lo hicimos. En el último momento, se bajó unas gafas
enanas que tenía emboscadas en su pelo y, como por arte de magia,
empezamos a descender muy despacio, todavía agarrados. Él me hizo un gesto
para recordarme que me tapara la nariz y soplara para aliviar el dolor que
empezaba a tener en el oído. Muy propio de mí, evadirme del mundo físico
mientras pienso en otras cosas. Como por ejemplo, que Jon no llevaba
respirador, o que no llevaba plomos, o que parecía que ya no pensaba
soltarme nunca más, así se ahogara.
A unos cuatro metros, nos encontramos con el resto del equipo que esperaba
abajo. Daniel y Jon se hicieron un gesto tras el cual Superman volvió a subir a
la superficie.
Lo admito. Solía ponerle apodos a la gente, era otra de mis manías. Como al
tío gordo, pervertido y con bigote que estaba en el Departamento de Recursos
Humanos de mi empresa al que llamaba acertadamente «Torrente», pero puede
que, en esta ocasión, hubiera dado aún más en el clavo con Jon, porque
terminaría rescatándome en todos los sentidos.
No hay palabras para describir lo que vi al llegar abajo. Supongo que hay
que vivirlo. Me quedé extrañamente suspendida sin tener que hacer nada… Y
sentir que vuelas mientras observas la placidez con la que la vida acuática
transcurre en su inconmensurable belleza multicolor es… —a falta de una
palabra que lo transmita mejor— la hostia.
Daniel empezó el paseo conmigo, pero no dejaba de controlar a los otros
dos buceadores y de preguntarles si estaban bien por medio de gestos,
haciendo el símbolo de «Ok», juntando su dedo pulgar con el índice.
De vez en cuando, llamaba nuestra atención con sonidos metálicos y nos
preguntaba con otra señal cuánto oxígeno nos quedaba en la botella. Con los
dedos y un gesto que significaba «cien», íbamos informándole, hasta que, a la
tercera vez, Iker contestó que le quedaban solo cincuenta milibares.
Daniel abrió mucho los ojos y comprobó su reloj. Discerní en su cara una
encrucijada y una posterior decisión, comunicándonos finalmente que la
inmersión había finalizado y que íbamos a subir, a pesar de llevar solo
veinticinco minutos bajo el agua. Pero, de repente, Iker le agarró del brazo y le
hizo un gesto negativo, pues sabía que todavía no era la hora. Él le respondió
que iba a quedarse sin oxígeno pronto y que debíamos subir. Todos pudimos
sentir la impotencia de Iker al darse cuenta de que, por su culpa, nos
quedaríamos sin bucear otros veinte minutos. Negó con la cabeza y fijó sus
ojos en los de nuestro instructor exigiendo una solución. Fueron segundos
tensos ante la nueva negativa implacable de Daniel, lo que hizo que Iker bajara
la cabeza desilusionado. Sin embargo, con un gesto de rendición, Daniel le
tocó el brazo, alzó la mano con cuidado y la llevó hacia un respirador de color
amarillo que llevaba en su chaleco. Era el regulador de emergencia. Nos había
comentado por encima que, en caso de que se atascara o rompiera el primer
regulador, debíamos usar ese. Le indicó que podía usar el de su equipo si
quería continuar e imitó el gesto que debía hacer al sacarse el actual regulador
de la boca y coger con calma el otro para colocárselo.
Iker asintió con énfasis y Daniel, cogiéndole el hombro, le ordenó que lo
hiciera despacio. Iker asintió hechizado mientras se agarraba a sus ojos como
un náufrago a una balsa. Dani se quedó muy cerca de él y observó el
movimiento cuando le dio luz verde para hacerlo. Sin mayor problema, Iker
soltó un regulador y se colocó el otro sin dejar, en ningún momento, de
mantenerle la mirada.
Cuando Daniel comprobó que todo iba bien, guardó el regulador antiguo de
Iker en su chaleco y siguieron juntos la visita avanzando muy pegados por el
corto cable que distaba de la boca de Iker al chaleco de Daniel.
Nada más salir a la superficie, escuché el grito de júbilo del futbolista.
—¡Madre mía, ha sido increíble! ¿Has visto esas mantas leopardo?
—¡Sí! —chillé—. ¡Eran impresionantes!
Me pareció extraño que Dani mantuviera un sepulcral silencio ante nuestra
alegría y durante todo el trayecto a nado hasta la escalerilla para subir al
barco.
«Hinchad el chaleco», ordenó secamente.
«Subid ya», fueron las únicas frases que salieron de su boca.
Fue ayudándonos uno a uno a encajar la botella de oxígeno en su molde
redondo correspondiente y a salir del chaleco armado. En cuanto Iker fue
libre, se giró hacia él y empezó la pelea.
—No vuelvas a hacerlo —le espetó cabreado—. Nos has puesto a todos en
peligro.
—¿Qué? —preguntó Iker desconcertado.
—En una inmersión, el instructor es quien tiene la última palabra. La
responsabilidad es mía. Y si digo que subimos, se sube sin cuestionar nada.
—¡Apenas había pasado la mitad del tiempo! —se quejó Iker—. Hemos
pagado para estar cuarenta y cinco minutos abajo.
—También habéis pagado para seguir vivos. No puedo arriesgarme a que
alguien que no ha buceado nunca, no acierte a colocarse bien el regulador, le
entre pánico, trague agua y tenga que rescatarle dejando a dos personas —
también novatas—, abandonadas a su suerte a doce metros de profundidad.
Eres un egoísta. ¡Y muy imprudente! —escupió severo.
—Yo no he sido imprudente en mi vida —aseguró ofendido Iker—. Mi
regulador estaba roto. Igual tengo que exigirle a tu jefe que me des otro paseíto
gratis.
—No en esta escuela —replicó Daniel haciendo ademán de marcharse, sin
embargo, se giró de nuevo para decir unas últimas palabras—. A los
kamikazes como tú les vetamos la entrada. No queremos problemas. Y no
estaba roto. Nunca había visto a nadie acabar con el oxígeno tan rápido, eso
solo les pasa a los deportistas de élite o a los cobardes que respiran igual que
un perro asfixiado por perseguir la rueda de un coche.
—Soy deportista de élite, bocazas. Tenías que habérmelo advertido.
—¿Qué me has llamado? —murmuró amenazante Daniel acercándose a él.
Iker era, a todas luces, más grande y fornido que Moby Dick, pero la actitud
de este era mucho más peligrosa.
—¿Qué coño pasa aquí? —interrumpió Jon saliendo del agua con otro
grupo.
—Nada —reculó rápidamente Daniel alejándose de Iker y mirando al suelo.
Mi amigo le siguió con la mirada, pero no era odio lo que encontré en ella,
sino cierto desasosiego.
Yo, que me había quedado petrificada ante semejante escena, descubrí de
pronto que Superman me miraba a mí buscando explicaciones.
—¡No ha pasado nada! —salté. No me creyó ni por asomo.
—Lavad el equipo y dejadlo en esas cajas —gruñó señalando una esquina
—. Aletas, gafas, tubo, incluso el neopreno.
—¡Sí, señor! —contesté como si estuviésemos en el ejercito. Jon se fue en
busca de su subalterno.
—¿Por qué te has puesto así? —le susurré a Iker.
—¿Quieres la verdad?
Parecía desolado.
—Ya estás tardando.
—Me ha encantado la inmersión. Y quiero volver a hacerlo, pero necesito
que sea con él…
—¿Por qué? —pregunté extrañada.
—Porque es la primera persona que me permite salirme con la mía… —
dijo maravillado—. No quería subir todavía. No quería dejar mi libertad tan
pronto constreñido una vez más por mi condición, y él lo ha visto… Me lo ha
concedido, y no es el típico tío que hace favores. He sentido que me entendía y
que confiaba en mí para hacer un movimiento arriesgado. Pero sube y me grita
todo eso, incluido que no volveré a bucear con él… —lamentó—. Me ha
sentado como una patada en el estómago en un momento que estaba siendo muy
especial para mí…
El cabreo de Iker tenía sentido, pero… ¿el de Moby Dick?
De repente, lo vi claro. No, no había sido un favor.
—Tranquilo, volveremos a bucear juntos —dije convencida.
—¿Por qué estás tan segura?
—Porque creo que él también quiere volver a bucear con nosotros —sonreí
ladina.
Capítulo 5 - Infierno Azul
Cuando Dani se fue, quise irme a casa. El augurio de una noche catastrófica
seguía en el aire e instintivamente pensé en Emma. No podía dejar la fiesta sin
asegurarme de que ella y toda la fauna de la escuela estuviera a salvo. Le dije
a la sueca que se quedara con su amiga y con Juan Manuel hasta que volviera a
por ellos. Dejaría a Emma en su hotel y regresaría para asegurarme de que
aquellos tres no terminaban haciendo una barbaridad, convirtiendo la noche
del cántabro en la mejor y la peor de su vida.
Me costó localizarla, pero la encontré sentada en una de las macetas
mirando al suelo.
—Emma, ¿estás bien? —pregunté preocupado.
Ella negó con la cabeza.
—¿Qué te pasa? ¿Estás mareada?
—No, es peor. No oigo.
—¿Qué? —pregunté extrañado.
—Que no oigo nada, y a mí misma me oigo en estéreo. Tampoco puedo
hablar… ¿me estás entendiendo? —preguntó angustiada.
—Sí, claro que te entiendo.
Le cogí de los brazos con cuidado y la levanté.
—Ven, vamos a alejarnos un poco de la música y del jaleo.
La llevé hacia la salida. Parecía que le costaba caminar.
—¿Te duele algo? —pregunté al ver que se apoyaba en mí de forma extraña.
—Tengo vértigo —admitió—. El suelo está muy lejos.
Me quedé mirándola estupefacto y até cabos.
—¿Qué coño has tomado, Emma? —pregunté molesto.
—¡Nada! Nada raro. Solo bebida.
—¿Qué bebida? Aparte del vino y las copas.
—La maría luisa esa… ¡No entiendo mis palabras al hablar! —exclamó
afligida.
—Dirás hierba luisa… ¡Eso es solo un digestivo!
—Estoy segura de que ha sido la puta maría luisa —insistió enfadada.
Y, de repente, caí.
Era hierba, pero ella decía «maría». Cerré los ojos y recordé los clásicos
síndromes de un colocón de cannabis.
—Creo que ese cóctel llevaba marihuana.
—¡Mierda! —lamentó incrédula—. ¿Y cuándo se me va a pasar? ¡No soy
dueña de mis sentidos! ¡No oigo! Solo me oigo a mí misma como si estuviera
dentro de un altavoz, ¡y no entiendo lo que digo! —chilló nerviosa.
—Tranquila, se te pasará. A la mayoría les da por reírse, pero si no sabes
qué te pasa y empiezas a notar cosas raras, puedes llegar a rayarte mucho.
Intenta relajarte.
—¡No puedo! ¡Quiero que se me pase! —me rogó cogiéndome con fuerza de
la camiseta.
No sabía que algunas personas podían ponerse agresivas con la maría, o
quizá es que ya no filtraba su pequeña aversión hacia mí.
—Hay un truco para que se te pase antes… —murmuré.
—¡¿Cuál es?!
—Beber más.
Sus ojos se abrieron con sorpresa.
—Si bebes, se te pasan rápido las fumadas, pero comenzarán los efectos del
alcohol…
—Al menos podré dejar de hablar como si tuviera un calcetín en la boca —
dijo arrastrándome con ella—. Ven conmigo. Tengo la sensación de estar a
punto de caer desde la Torre Eiffel. Acompáñame a la barra, por favor.
No sabía si era buena idea que bebiera más, pero su mirada era agónica.
—¡Un chupito de Absenta! —le gritó al camarero.
—¿Sabes lo que haces? —pregunté preocupado.
Una vez, esa bebida en concreto me había dado una cura de humildad
cuando se me ocurrió decir que no era para tanto.
—Necesito que sea rápido —se justificó.
Cogió el chupito y desapareció por su garganta. A continuación, tosió un
poco y no pude evitar sonreír.
—Distráeme, por favor —suplicó—. Cuéntame algo. No me hagas hablar.
Cuéntame si tienes novia o qué pasó con la última.
No tenía intención de contarle detalles de mi vida, pero empecé a hablar
como si me acabara de inyectar el jodido suero de la verdad.
—¿Novia? Por Dios… Ni tengo ni existe intención de tenerla —aclaré
reacio—. Valoro demasiado mi libertad. Soy un culo inquieto.
—¿Nunca has tenido novia? —preguntó perpleja—. ¿Qué edad tienes?
—¿Qué edad me echas?
—Unos cinco mil. Y tu verdadero nombre, Satanás.
—¿Por qué? —me reí, pero mi risa se ahogó en un extraño escepticismo—,
¿por qué te caigo mal? No lo entiendo.
—Porque me has visto las tetas —soltó envalentonada, y mientras lo decía,
pidió otro chupito.
Me quedé momentáneamente sin aire al recordar esa visión.
—¿Crees que es buena idea pedir otro?
—Absolutamente —respondió sonriéndole al camarero.
—Oye, entonces, ¿todos los que te han visto las tetas te caen mal?
—Pues… ahora que lo mencionas, ¡sí! —sonrió ebria.
Creo que ya he dicho que tenía una sonrisa preciosa, pero me veo en la
obligación de repetirlo.
Se tomó el chupito y comencé a rezar. Dos Absentas. Dos.
—Te has montado una filosofía cojonuda —comenzó a decir—, y ahora te
va bien porque eres joven, guapo y nunca te falta compañía, pero el tiempo
termina poniéndolo todo en su sitio.
—¿Y cómo terminaré?
—Solo. Completamente solo.
—No me importa. Me gusta estar solo.
—A mí también —admitió—, pero mi mejor amigo dice que pienso así
porque no he conocido a la persona adecuada.
—Creo que nada es para siempre.
—Amén.
Esa respuesta me sorprendió. Yo tenía excusa, ¿cómo no iba a pensarlo, si
un día a las ocho de la tarde sonó mi móvil y me dijeron que ya no vería nunca
más a mi hermana? La duda era por qué lo creía Emma.
Le mantuve la mirada, curioso, y, sin saber por qué, resbaló hacia sus
labios. ¡Hora de poner distancia!
—¿Por qué no te acompaño a tu hotel? —dije poniendo un billete encima de
la barra.
—No pienso acostarme contigo —contestó tajante.
La forma en la que lo dijo dejó muy claro que sería lo último que haría
aunque de ello dependiera la paz en Oriente Medio. Se frotó la cara y noté que
no estaba en condiciones de responder racionalmente a una de mis
mordacidades, y que, seguramente, al día siguiente no recordaría nada, así que
le seguí la corriente.
—¿Y por qué no te acostarías conmigo?
—Para empezar, no se te pondría dura.
Una carcajada histérica saltó desde mis labios y se mató.
—Prueba con la sueca —cuchicheó—, esa sí está a tu nivel.
—¿Mi nivel? —balbuceé perdido.
—Sí, una jodida Barbie —dijo arrastrando las palabras—. Una de esas
chicas que lleva sin comer galletas desde los once años.
Me tapé la cara con las manos solo para esconder mi sonrisa. No quería que
nadie la viera. Yo, el que menos. No quería sentirla en mi piel manifestando lo
divertida que me parecía porque, en realidad, era la conversación más
chocante que había tenido en mi vida.
—¿Me dejas acompañarte a casa, por favor? —insistí—. Solo para que
llegues bien, necesitas dormir. Estás a salvo conmigo.
—Ya sé que estoy a salvo —murmuró de mal humor, y emprendió la
marcha, pero tuve que sujetarla antes de que terminara en el suelo.
Emma no era, lo que se dice, manejable. La transformación de persona a
engendro había comenzado, y oré para que llegara por sí misma a la cama
antes de que empezara su particular descenso a los infiernos.
A mitad de camino, cuando ya le había preguntado tres veces si recordaba
dónde estaba su albergue, empezaron las fases provocadas por los chupitos
psicodélicos.
Lo primero que sucedió fue el desdoblamiento de personalidad. La nueva
Emma me adoraba, no dejaba de darme las gracias y de acariciarme la
barbilla con un dedo como si fuera un melocotón; supongo que se dio cuenta
de lo perjudicada que estaba y de que mi ayuda iba a ser inestimable para
llegar a buen puerto. También se diluyó el concepto de espacio vital. Se
agarraba a mí con más ímpetu que la sueca, convirtiéndose en una lapa
antropomórfica capaz de dejarme sin aire, pero gracias a eso, pude apreciar lo
bien que olía su pelo, igual que lo haría un maldito asesino en serie.
Cuando dejó de responder a mis preguntas sobre el paradero de su
domicilio, decidí llevarla a mi casa. No veía otra opción y tampoco era una
extraña. Al entrar, chocamos contra una pared y un cuadro cayó al suelo. Eso
le hizo recobrar un poco el sentido.
—¿Dónde estamos? —musitó extrañada mirando sin ver.
—En mi casa. No sé dónde vives…
Fijó sus ojos en mí durante un segundo y después volvió a cerrarlos para
apoyar su frente en mi pecho.
—¿Vas a follarme? —murmuró.
Me quedé de piedra.
¿Qué había en su voz? ¿Esperanza?
—No, claro que no —se respondió a sí misma—, ni para eso valgo.
Esa última coletilla cargada de desprecio me molestó especialmente y no
pude morderme la lengua.
—¿Sabes que no he dejado de pensar en tus tetas en toda la puta semana?
Así que deja de decir tonterías de que no vales.
—Pues hazlo… —alegó arrinconándome—, fóllame…
Se hizo un silencio.
No me atreví a moverme. No quería analizar esa opción. Era tan
apetecible… Pero únicamente debía llevarla hasta el sofá y salir corriendo de
ese piso. Sin embargo, ¿quién espera que un viernes a las cuatro de la mañana
hagas lo que debes y no lo que quieres?…
Planteármelo me dio pánico. ¡No tenía sentido! El reto estaba resuelto.
Emma ya había sucumbido a mí, lo inaudito fue descubrir cuánto deseaba
realmente acostarme con ella. Sin juegos, sin retos. Pero sobria, no así.
Por suerte, no dijo nada más. Dormitó en mi cuello y, con bastante
docilidad, la transporté hasta su destino quedándose tranquilamente tumbada
en el sofá. Después de quitarle las sandalias de cuña, fui a por una palangana y
a por agua, pero cuando volví al salón, se desató el holocausto. Apenas le dio
tiempo a decir «estoy muy mareada», cuando la cena salió despedida a modo
«Carry», es decir, tipo aspersor, salpicando por todas partes. El sofá, el suelo,
a ella…
Joder…
Tardé más de veinte minutos en dejarlo todo en condiciones. No quería
volver a verla en mi vida, sobre todo, porque le dije que se quitara la camisa y
se pusiera una camiseta de las muchas que tenía por casa de propaganda y tuve
que entrar al baño y ayudarle a ponérsela. Sé desnudar a una chica, pero
vestirla es otro cantar. Fueron segundos eternos mirando a cualquier otro sitio
menos hacia la zona prohibida. Más que nada, porque volver a verla me
mataría. Así que le encajé la cabeza de mala manera y tiré con fuerza hacia
abajo.
—¡No seas animal! —se quejó.
—Si quieres volver a vomitar, el baño está ahí…
—¿Crees que me queda algo dentro? —gruñó.
—Es poco probable…
La acompañé al salón y se tumbó de nuevo.
—¿Estás bien? —pregunté desconfiado—. Te dejo aquí la palangana. Te
ruego que la utilices.
—No voy a volver a vomitar —rezongó más allá que acá con los ojos ya
cerrados.
—Vale, pero si lo haces, úsala, por Dios.
—Descuida y… lo siento mucho.
—No tienes la culpa, pero Katy está muerta. Aprenderá a pedir hierba luisa
en vez de maría luisa… —gruñí.
—No le digas nada, pobrecilla…
—Pobre yo —repliqué malhumorado.
—Lo siento… —repitió sinceramente—. Y siento que hayas tenido
pesadillas con mis tetas —añadió seria.
—¿Qué…? Yo no… Joder, no han sido pesadillas —admití ruborizado
apretándome el puente de la nariz con dos dedos.
Esa chica estaba como una jodida regadera.
—Debió ser traumático para ti, mis pezones son como galletas Digestive.
Busqué la puerta y me fui.
Emma me superaba. Punto. No podía ser así. ¡No debía!
Llegué de nuevo a la fiesta y, en menos de un minuto, tenía
la lengua en la boca de la sueca, porque, joder… ¡Me encantaban esas putas
galletas! ¡Desde siempre! Y no estaba dispuesto a meter la mano en un tarro
tan goloso para mí.
Lo único que me quedaba por hacer en esos momentos, tumbado en la cama
con la luz del sol acariciando un colchón notoriamente mancillado, era rezar
para que Emma se hubiera marchado, pero algo me decía que no tendría tanta
suerte.
Capítulo 9 - Buscando a Nemo
Cuando volvimos a donde estaba aparcada la moto, casi una hora y dos
litros de agua después, tenía la sensación de que habían pasado días desde la
comida con Iker.
—Se me ha despejado el globo —anunció Jon—. Pero en cuanto coja mi
mullida cama, me desmayaré.
—Qué suerte… Solo son las ocho y media. En el albergue hay mucho
barullo, y pasarán horas antes de que reine el adorado silencio que necesito
para dormir.
Él sonrió pillo.
—¿Quieres que te lleve a un sitio donde el silencio se oye? Es
impresionante. Y es la mejor hora para verlo, está a punto de anochecer…
Esa misma mañana, me habría sido muy fácil rechazar cualquier tipo de
sugerencia por su parte, pero en aquellos momentos, al mirarle a los ojos y ver
una ilusión innata por enseñarme algo que consideraba muy suyo, me fue
imposible.
—Vale, así hago tiempo.
Nos sumergimos en una carretera de frondosa vegetación nada más
traspasar el límite del pueblo y poco después, llegamos al faro de Byron Bay.
Era un paraje emblemático al que tenía apuntado subir sin falta en mi lista
de quehaceres. Amurallado en un monte que se alzaba majestuoso ante el mar,
era un punto estratégico para la observación de la migración anual de ballenas,
y una visita obligada en todas las Oficinas de Turismo de Australia.
El aparcamiento resultaba un lugar oscuro por la espesura que lo bordeaba.
El sol ya se besaba con el horizonte a punto de desaparecer. Nos quitamos los
cascos y Jon los amarró a la moto con una cadena antirrobo. Después, me
cogió de la mano y me arrastró por una larga pasarela que llegaba hasta el
faro.
Yo no miraba hacia delante, solo hacia el mar, que reflejaba cientos de
esquirlas en el agua como si fuese de oro. Al final del camino, perdí el calor
de sus dedos cuando se apoyó en la barandilla.
—¿Qué te había dicho? —susurró clavando la vista en el océano.
Era cierto. El silencio eran tan aplastante que parecía amplificar los demás
sentidos. Notabas la humedad en la brisa y se distinguía un aroma a salitre que
casi te dejaba saborear el mar. Aspiré profundamente bebiéndome aquel
momento, aquella invitación a ser feliz de nuevo por un instante. Nunca había
visto una puesta de sol tan impresionante. Los colores parecían sacados de un
cuadro de Monet.
Tuve un escalofrío y Jon se acercó a mí.
—¿Tienes frío?
—No —Pero me pegué a él igualmente.
La llegada de la noche era inminente. Quizá fuera el momento o la
compañía, pero me pareció un pecado no compartir esa imagen con nadie más
en el mundo.
—Dicen que ver un atardecer alarga la vida —susurró en mi oído—. Al
parecer, diversos estudios terapéuticos señalan que tu mente y tu cuerpo se
ausentan por unos segundos al ver caer el sol, entrando en un estado de
reflexión y relajación, parecido al que se tiene durante un beso.
Volví a estremecerme al imaginar sus labios sobre los míos.
«Joder, Emma, olvídalo». No estaba lista, ¿o sí?
El pareció captar mis pensamientos y en respuesta me frotó los brazos con
rapidez hasta convertirlo en un masaje lento que finalmente detuvo sin llegar a
soltarme.
—Esto es precioso —dije aguantando la respiración. Porque estábamos
demasiado cerca y olía demasiado bien. A ningún aroma comercial que yo
reconociese. Era una esencia única que fabricaba su piel y de la que mi
naturaleza no estaba dispuesta a alejarse.
Giré la cara despacio hacia la suya como si mi cuerpo supiera que el
espectáculo estaba detrás y no delante de mí. Su fragancia me envolvió
definitivamente y tuve una imagen clara de nuestras bocas devorándose. Casi
podía sentir la suavidad de su lengua, atesorando el sabor adictivo que
tendría. Él bajó la mirada y la perdió entre mis labios sin poder evitarlo.
—Gracias por traerme —se me ocurrió decir para romper el hechizo, y
volví a mirar hacia el mar.
—No me las des, traigo aquí a todos mis ligues. No falla.
Sonreí divertida por la capacidad que tenía de hacer bromas en un tono
completamente serio.
—Pues funciona. Me están entrando ganas de follarte aquí mismo.
—Bienvenida a mi mundo. Llevo así desde que te vi las tetas…
Me encendí como una traca en plenas Fallas de Valencia.
Tenía micro palpitaciones por todas partes que no me dejaban pensar.
Mi cuerpo se volvió loco. Mis hormonas eran una avalancha después de
meses nevando sobre mi libido.
Mi silencio caldeó el ambiente y su respiración cambió cuando se acercó
más a mí afianzando su abrazo alrededor de mi cuerpo. Un preludió sexual nos
agitó a ambos. Me esperaba cualquier cosa, pero solo se inclinó de nuevo y
susurró:
—Menos mal que solo somos amigos…
Me temblaron las piernas y me arqueé instintivamente hacia él rogándole en
silencio que no parara.
Madre mía… ¡Eso era seducción nivel Pro!
No recordaba haber estado nunca tan excitada. Jadeé al imaginar cómo sería
sentirme colmada por un tío así. Me refiero a uno que me gustara de verdad,
para variar, y me lo tirara con verdaderas ganas, no por aprovechar la ocasión
de que alguien —que no me asqueaba del todo—, quisiera acostarse conmigo.
De repente, una mano atrevida se coló por debajo de mi camiseta junto con
un beso a medio camino entre mi cuello y mi hombro. La necesidad de que me
tocase era tan apremiante que no sentí ni vergüenza. ¿Para qué? Me había visto
en bañador y menos y, al parecer, la peor parte de mi cuerpo le había puesto
cachondo.
—¿Sabes lo que daría ahora mismo por comprobar si te gusto tanto como
creo?… —musitó acariciándome con las palabras que salían de su boca.
Eso me distrajo de las travesuras que intentaban cometer sus dedos, porque
de repente, me desabrochó el botón del pantalón y pensé que me moría. Mi
instinto me gritaba que era hora de comportarme como la metedora de pata de
primera división que era para joder el momento. Pero en vez de eso…
—Pues hazlo… —balbuceé.
Era la misma frase que le lancé en su casa el día que me dio el siroco y me
ofrecí en sacrificio a él. Solo esperaba que no volviera a romper mi
autoestima en mil pedazos.
Metió la mano sin preámbulos y la hundió en mi excitación. Solté un gemido
sordo y me agarré a la barandilla. Él comenzó a hacer maravillas con sus
dedos, que resbalaban con facilidad por mi sexo excesivamente húmedo.
—Joder… —exhaló alucinado—. ¿Quién necesita más amigos? Están
completamente sobrevalorados, ¿no crees?
Sonreí y no pude reprimirme más. Necesitaba comprobarlo. Deslicé la
mano hacia atrás encontrando lo que buscaba y lo palpé cuidadosamente.
Estaba durísimo.
—Uf… Emma —suplicó moviéndose un poco contra mí.
En ese momento tuve un flash de Carlos cogiéndome del pelo con una
amabilidad fingida diciéndome: «Si quieres que te folle, tienes que ayudarme
un poco, Em. Chúpamela, si no, ya sabes que no me excito lo suficiente…».
Menudo cabronazo. Jon no parecía tener ese problema…
Lo constaté de nuevo y volvió a quejarse de gusto, pero de pronto, oímos
unas voces. Unos pasos acercándose, y tuvimos que separarnos violentamente.
Romper el contacto con él fue como si alguien acabara de rociarme con un
extintor a un metro de distancia.
Capítulo 13 - Algo casi perfecto
Nada más despertar, Iker se tapó los ojos y, por primera vez desde que llegó
a Australia, deseó haber amanecido en su cama de Liverpool.
QUÉ. COÑO. HABÍA. HECHO.
Estaba muy confuso ahora que los efectos del alcohol —y a saber qué más
—, habían desaparecido de su organismo.
Consultó la hora y no quiso creer que, en menos de cuarenta y cinco
minutos, debía volver a la escuela puntualmente para terminar el Advance y
toparse de nuevo con los labios de Daniel.
Se duchó, se vistió y bajó a desayunar en piloto automático porque era
incapaz de seguir durmiendo. El clima cálido y aterciopelado de Byron te
invitaba a saltar de la cama y disfrutar del mar y del sol, pero le diría a Emma
que pasaba de asistir a la clase.
«Sí, sería lo mejor», porque no quería volver a coexistir en el mismo
espacio que ningún sujeto que hubiera participado en las extrañas actividades
de la noche anterior.
Aunque la culpa era suya. Y creía que, de algún modo, se merecía
apechugar con ello.
Todo comenzó cuando salieron de la escuela sobre las diez de la noche tras
la inmersión nocturna. Emma insistió en que se fueran y se divirtieran, porque
ella necesitaba descansar y tenía pensado meterse en la cama pronto.
Daniel le llevó a cenar a un restaurante llamado Byron Bay Brewery, donde
según él elaboraban una sabrosa cerveza artesanal que debía probar antes de
abandonar el pueblo.
(Y en ese instante, sospechaba que sería pronto).
Ese maligno líquido regó toda la cena y siguió encharcándoles el cerebro
llegando a ese punto en el que ya te ríes de todo y por todo.
—Mañana tenemos que bucear, será mejor que frenemos —aconsejó Daniel
travieso sin ninguna intención de parar.
—Es verdad, además estamos más cerca de una intoxicación que de una
borrachera. ¿Qué cojones llevará esta cerveza?
Se troncharon de risa y volvieron a brindar.
—Podemos ir a un bar que conozco, tomarnos la última y jugar una partida
de billar. ¿Te hace?
—Me hace.
Iker no entendía dónde estaba el viejo Daniel. Ese tan esquivo y distante.
¡Casi le echaba de menos!, era tan gracioso… Pero con el nuevo tenía esa
conexión que había captado a veces entre algunas personas y que siempre
había envidiado. Y supo que ellos la tendrían desde que Daniel leyó en sus
ojos el primer día debajo del agua que, no es que quisiera seguir buceando, es
que lo necesitaba.
A mitad de la partida, comenzaron los problemas.
—Vamos a hacerlo más emocionante —se le ocurrió decir a Iker—. Si gano
yo, en vez de irnos a casa como buenos chicos que bucean mañana, propongo
un plan alternativo.
Dani escrutó sus ojos e intentó descifrar qué tenía planeado exactamente.
Era un tío desconfiado por naturaleza. De los que observan antes de hablar.
De los peligrosamente perspicaces.
Le vio estudiar la mesa y midió que el juego estaba más o menos igualado.
—Vale, pero, ¿y si gano yo? ¿Qué me llevo?
Iker subió las cejas. En ese momento no se le ocurrió nada que pudiera
tentarle. ¿Tan poco tenía para ofrecerle? Eso le entristeció. Unas entradas para
el fútbol, no valían. Y merchandising de los productos que anunciaba,
tampoco.
—Puedo hacerte un par de fotos cogiendo una ola…
—No sé surfear.
—Pues puedo enseñarte a surfear y luego echarte una foto.
Se mantuvieron la mirada. Estaba a punto de dejarse ganar porque le
apetecía mucho pagar ese premio. Pero tenía un objetivo más importante
aquella noche. Hacerle entender a Daniel cómo era en realidad su mundo, y
una vez lo conociese, pudiera volver a aconsejarle cómo solucionar su dilema
vital.
—De acuerdo —accedió pensativo.
Le dio pena machacarle, pero cuando te has criado con un billar en casa, es
difícil que alguien que juega esporádicamente te supere.
—¿Cuál es el plan alternativo? —preguntó Daniel quejica, pero su mirada
no le engañaba, lo último que quería en aquel momento era irse a casa. Más
bien vislumbró en sus ojos la intención de hacer algo loco y poder
comportarse como el excéntrico que era.
Iker salió a la calle y sacó el móvil. Se subieron a un taxi y vocalizó una
dirección.
—¿A dónde vamos? —preguntó Daniel intrigado.
Iker sonrió.
—A una fiesta en una casa muy exclusiva. Fue un amigo el que me
recomendó venir a Byron Bay. Cuando estuvo aquí hizo nuevas amistades y me
ha dicho que esta noche, al ser Halloween, dan una fiesta a la que estamos
invitados.
—Aquí no se celebra Halloween.
—Ya lo sé, pero son americanos, para ellos es una fiesta sagrada.
—¡¿Americanos?! —exclamó asustado—. ¡No podemos presentarnos sin
disfraz o no nos abrirán la puerta! ¡Son así! ¡Truco, trato, o trocotró como no
lleves disfraz! ¡Nos odiarán!
—Pero no tenemos ninguno…
—Vaya a Gordon Street, por favor —le ordenó al taxista.
Iker lo miró confuso.
—Vamos a mi casa a coger algo para disfrazarnos. Por suerte, en America
el Halloween no se centra en muertos vivientes y brujas, allí la gente se
disfraza de lo que le da la real gana y tengo un par de ideas muy fáciles. Si
vamos a ir a una fiesta, vamos a hacerlo bien.
Iker sonrió de oreja a oreja y se animó como lo haría un niño pequeño
ansioso por recaudar cantidades ingentes de golosinas.
Le dijeron al taxista que les esperase diez minutos y entraron en casa de
Dani a toda mecha.
—Qué chula —murmuró Iker quedándose embobado olvidando el motivo
por el que estaban allí.
Se sorprendió a sí mismo estudiando cada rincón con ávida curiosidad.
Esperaba un lugar más desordenado, más descuidado, o, sencillamente, más
juvenil. Dani había desaparecido en su habitación y se escuchaba el típico
barullo de quien está revolviendo cielo y tierra para encontrar algo.
Había muchos libros y enciclopedias en una pequeña estantería que
predominaba en el salón, y la misma cantidad de películas documentales en su
mueble gemelo.
—¡Ya está! —exclamó el dueño de la casa apareciendo de nuevo—. Tú irás
de Maverick en Top Gun. Tengo esta chaqueta, una camiseta blanca y unas
Rayban de imitación.
Le enseñó la clásica cazadora de cuero marrón, estilo aviador, que
cuadraba perfectamente con el look que Tom Cruise llevaba en la película.
—¡Genial!, y tú, ¿de qué vas a ir? —preguntó observando una tela marrón
chocolate.
—De Jedi.
Iker parpadeó e intentó disimular el pitorreo en su cara.
—Qué… sexy.
—Lo que tú digas, pero a partir de ahora llámame «Maestro».
Iker explotó de risa y se quitó la camiseta para colocarse la que le había
traído.
—¿Tienes gomina? —preguntó con aire enigmático.
—Puede.
Dani desapareció por el pasillo y le siguió intuyendo que iba al baño.
—Toma. De milagro.
Iker se colocó frente al espejo y se peinó con un cepillo que encontró a
mano.
—¡Listo para volar!
—Vámonos antes de que el taxi se pire —respondió Dani.
En poco más de diez minutos llegaron a la casa en cuestión.
Al bajarse del taxi un silbido cruzo el aire.
—¡Menudo casoplón! —valoró su instructor.
Se hallaban frente a una casa de lujo de estilo vanguardista. Acristalada en
su mayor parte y armada con gruesos muros de piedra donde la madera
cobraba un mínimo protagonismo.
No les costó mucho entrar después de verificar que eran amigos de un
famoso futbolista que había sido nombrado Caballero del Imperio Británico.
Cuando les vieron aparecer disfrazados, les dieron una calurosa bienvenida
chocándoles los cinco.
La fiesta estaba más abarrotada de lo que cabía esperar. Parecía una de esas
casas ocupada por universitarios salvajes (aunque demasiado bien vestidos)
cuando sus padres no estaban en casa, pero esa imagen se diluyó cuando
conocieron a los extrovertidos dueños.
—¡Iker, qué gusto tenerte aquí! Soy Paul —le saludó el más joven, que
debía rondar los cuarenta—, Deivid me ha avisado de que vendrías. Es un
honor.
—Gracias —dijo estrechándole la mano.
—¡Oh! ¡Qué muchacho más divino, querido! —se adelantó el hombre que
aguardaba a su lado. A veces dudaba de si ese tipo de personas eran gays o es
que eran tan rematadamente snobs que les gustaba hablar como tales. Pero algo
le decía, por el modo en que le estaba acariciando el pectoral, que más bien
era lo primero.
—James, quieto —le reprendió Paul—. Lo siento, tiene los ojos en las
manos y todo lo tiene que tocar.
—No pasa nada…
—¡Debe estar acostumbrado!, ¿verdad, bombón?
Todos sonrieron ante la efusiva risa de su nuevo acosador.
—Este es mi amigo Daniel —indicó Iker.
Paul le saludó con normalidad, pero cuando llegó el turno de su cónyuge, le
observó con detenimiento.
—Oh, qué interesante. Un Jedi bohemio. Con tatuajes y pendientes.
—Encantado.
—Si eres su acompañante, tu «fuerza» debe ser muy grande… —comentó
James lascivo.
—Anda, déjales que se vayan por ahí —intervino el dueño con desparpajo
—, querrán mezclarse con la gente. Pasadlo bien, estáis en vuestra casa. Os
ofrecerán bebidas allí.
Había señalado un mueble bar al que se dirigieron con celeridad. Daniel no
dejaba de observarlo todo con ojo crítico. Vestidos imposibles exhibidos
sobre modelos de diferentes nacionalidades, servicio con uniforme, una
piscina entrando en la casa por el oeste del salón y mucho dinero flotando en
el ambiente. En las joyas, en los relojes, en la ropa, en los coches aparcados
fuera y en los ojos de todos en forma de dolar sintiendo como a cada minuto
que pasaba sus dividendos crecían a la par que su ego.
—La mitad de la gente no va disfrazada —susurró Iker para romper el
hielo.
—Unos pringados.
Una sonrisa escapó de sus labios. Volvía a estar rodeado de la misma
mierda, pero con Daniel a su lado todo era diferente.
—Dime la verdad, te morías por usar tu disfraz de Jedi. No lo compraste
aquí, lo trajiste a Australia, porque sabías que en algún momento sería de vital
importancia ponértelo.
—Tal cual.
—Voy conociéndote —repuso Iker con suficiencia—. ¿Te gusta Star Wars?
—Sí de verdad me conocieras, no me harías esa pregunta, mi pequeño
padawan.
Iker puso los ojos en blanco y el camarero se les acercó.
—¿Truco o trato? —saludó.
—Soy más de trucos. Ponme un Gin de Botanical´s, por favor —dijo como
si fuera lo más normal del mundo.
No le había contado a nadie que llevaba años sin probar el alcohol. El
viernes pasado en la fiesta, fingió que bebía cuando en realidad se mojaba los
labios, pero cuando Daniel le dijo que tenía que probar esa cerveza casera, se
la bebió sin mirar atrás. Y eso estaba causando estragos en su cuerpo a pesar
de su desarrollada masa muscular. Se sentía mareado y travieso. Una
combinación peligrosa. Y se moría por catar un gintonic como Dios manda. En
cuanto vio la exclusiva botella que tantos premios había ganado, no pudo
resistirse. El problema fue que le sentó como una patada en el sentido común.
La graduación de la cerveza era baja, sin embargo la ginebra…
Veinte minutos después, lo lamentó cuando, deambulando por algún rincón
de la casa, encontraron a un grupo de gente jugando a un curioso juego.
—Dejad de mirar y sentaos —les dijo alguien.
Sobre una mullida alfombra gigante descansaba una mesa baja de cristal
arropada por ocho personas sentadas en pufs. Dos de ellas, posicionadas en
lugares opuestos, se levantaron cediéndoles el sitio. Iker vio, de reojo, que
desaparecían juntas con una actitud extremadamente cariñosa.
—El juego consiste en lo siguiente —comenzó una chica disfrazada de
conejita de PlayBoy—. Cada uno tiene cinco cartas en las que hay unos
peculiares dibujos. El jugador, es decir, la persona a la que le pertenece el
turno, dirá una palabra que una de sus cartas le evoque, y el resto debe buscar
esa misma evocación en alguna de las suyas. Cada uno echará la carta cuyo
dibujo mejor represente la palabra que ha dicho el jugador y la dejará encima
de la mesa boca abajo para que se junten todas. Después se barajan y son
colocadas encima de la mesa boca arriba. Uno, dos, tres, cuatro… las ocho.
Cada uno de nosotros deberá elegir cuál es la carta que más se asemeja a
dicha palabra colocando su ficha sobre ella, y quien logre adivinar la carta del
jugador, tendrá que fundirse en un beso con él, puesto que quedará demostrada
la afinidad sensorial que comparten entre ellos.
—Irresistible —opinó Daniel ocupando uno de los huecos vacíos.
Iker se sentó tambaleante en el otro y ojeó sus cartas. Le parecieron muy
extrañas. Eran ilustraciones animadas poco comunes y bastante ambiguas.
Alzó la mirada y se fijó en la gente. Curiosamente, de todas las caras que
formaban parte del juego —llevadas al límite en sacarse el máximo partido
por medios profesionales—, la de Daniel era la que más le llamaba la
atención. Le horrorizaban los aspectos superficiales, y su amigo tenía la
frescura de lo genuino intacta a pesar de todos sus adornos. Era como si una
llamativa y cautivadora «fuerza» vital le acompañara. Soltó una risita
recordando su simpática adicción a Star Wars y varias personas le miraron
extrañadas, incluido Daniel.
La chica de su izquierda comenzó la ronda.
—Violación —soltó de pronto lanzando una carta boca abajo encima de la
mesa.
Iker contempló sus cartas y eligió un dibujo de una mujer con la cara triste
mirando por una ventana. Decidió que era mejor que la del elefante rojo
jugando a los dardos…
Cuando las destaparon todas sobre la mesa, observó el resto. Algunas no
había por donde cogerlas. Dudaba entre un dibujo de un conejo muerto de
miedo acorralado por un lobo, una chica desnuda en lo que parecía un
probador de ropa, o una mujer embarazada sujetando una tripa en avanzado
estado de gestación.
La mayoría de la gente eligió al lobo y al simbólico conejo, pero Iker y
Daniel eligieron a la embarazada, lo que les proclamó campeones.
—¿Por qué la has elegido? —le preguntó la jugadora. Una preciosa morena
que no iba disfrazada. Lástima. Pero ¿cómo iba a disfrazarse alguien que
parecía que todos los días se bañaba en semen de unicornio? Le brillaba tanto
la piel que parecía un Cullen al sol.
Ella misma se incorporó y, acercándose a Iker, le dio un beso directo y
agresivo al que apenas pudo responder porque sus reflejos en aquel estado
iban, definitivamente, a otra velocidad. No le sorprendió que ese «muerdo» no
consiguiera despertarle gran cosa. Cada día estaba más seguro de que la gente
mentía o exageraba lo que sentía al intimar físicamente con otra persona.
La jugadora se alejó de él y llegó hasta el otro ganador, pero en vez de
proceder, se arrodilló a su lado y dijo:
—No te conozco, ¿a qué te dedicas?
Supongo que la princesa querría saber en qué pozo desabrido iba a meter la
lengua.
—Soy Daniel. Informático. Acabo de venderle a google por siete ceros una
aplicación capaz de predecir el día de tu muerte por causas naturales a los
pocos segundos de nacer. Se consigue combinando miles de parámetros
extraídos de una simple muestra de sangre.
Sin decir nada, la chica le agarró del pelo echándole la cabeza hacia atrás y
le besó con fiereza desde su posición privilegiada.
—Como me ponen los frikis —susurró ella antes de levantarse.
Iker quiso reírse, pero esa imagen, le había calentado la sangre. ¡Puto Dani!
Sus rarezas, o te horrorizaban o te extasiaban, no había más. Aún recordaba
cómo se encaró al novio de la chica de verde advirtiéndole que se disculpara
con la camarera. Negó con la cabeza divertido y admitió que,
irremediablemente, ya formaba parte de sus admiradores.
Lo mejor de todo era sentir que Dani se había abierto con él, aunque se
mantuviera reacio a los demás. A menudo se interrumpía a sí mismo
avergonzado porque su espontaneidad hablaba de más, y era todo un
privilegio.
—Jugador, te toca —le avisó el chico de su derecha.
Miró sus cartas y decidió usar una que le había llamado especialmente la
atención. Además, no quería ponerlo fácil y que una desconocida le besara de
nuevo.
—Hogar.
Dani le taladró con la mirada un segundo antes de centrarse en sus cartas.
La gente fue echando sus opciones sobre la mesa siendo este el último en
hacerlo.
Iker las barajó y las fue colocando una a una encima de la mesa.
Todos estudiaron las cartas ensimismados, pero nadie había acertado a
colocar una ficha en su carta, excepto Dani, que todavía no había elegido una.
Reticente, su amigo colocó la pieza y dijo:
—Esta es la que yo elegiría…
No. Podía. Creerlo.
¡La había acertado! Significaba eso que…
—¿Cuál es la tuya, jugador? —preguntó alguien.
—Esta.
—Vaya… Tenemos un extraordinario caso de almas gemelas —se burló otro
—, ¿cómo es posible que un dibujo del mar te evoque «hogar»? ¿Es que eres
un sireno?
Las risas fueron generalizadas, pero él era incapaz de reírse. Iba a besar a
un tío…
—Venga —le instó otra chica señalando a Dani.
Le daba vergüenza negarse como si tuviera cinco años, porque suponía que
ahí estaba la gracia del juego, en presumir de lo modernos que eran todos.
¡No era para tanto!, ¿verdad?
Además, tampoco era un desconocido…
Se levantó recordando que estaba en Australia para vivir nuevas
experiencias. Hacer algo estrambótico debía ser un puto requisito, y aquello lo
era.
Se arrodilló a su lado y la calma en la mirada de Daniel le transmitió
serenidad.
Besar a un tío. Tocar su lengua. Saborearle… Podía hacerlo. Solo eran unos
labios más…
«Y, ¡qué coño! ¡La vida son dos días! ¡Vive y deja de rayarte por todo!»,
le gritó su conciencia. Y tenía razón.
Lo estaba enfocando como algo serio y aquello no era más que un juego. Un
juego que tenía gracia si se la querías ver. Así que sonrió tunante y soltó:
—¡Qué ganas tenía de pillarte!
Le cogió de la barbilla y lo hizo.
Sus labios encajaron con una naturalidad asombrosa. Notó cómo sus bocas
se adaptaban perfectamente en una caricia que le pareció decididamente
placentera. Había algo muy especial en sus movimientos, en el arrullo de su
lengua, tan delicado y elegante. Le estaba pareciendo…
Daniel le empujó suavemente alejándole de él y recobró bruscamente la
conciencia al privar a su boca de ese inaudito bienestar.
Miró alrededor y solo vio ojos saliéndose de sus órbitas.
¿Nunca habían visto un beso?
Se levantó notando una ligera licencia en la unión de sus extremidades, pero
la ignoró.
—¿A quién le toca? —preguntó alguien abrumado.
Eso no le importaba. Se sentía extraño. Quizá empezara a estar demasiado
borracho. Buscó los ojos de Daniel y descubrió a cámara lenta que se había
ido.
¿Dónde diablos estaba?
Se irguió como lo haría un animal que hubiera extraviado algo vital para su
supervivencia.
Pero ojalá se hubiera quedado quietecito en su sitio.
Ojalá no le hubiera encontrado nunca.
Capítulo 16 - Tormenta blanca
Estaba fatal rebajarse a pensar así pero… «estaba bueno hasta decir basta».
Las cosas claras y el chocolate espeso.
Nunca había sido muy fan de los musculitos, pero Iker era la excepción que
confirmaba la regla, porque ni su cuerpo ni su cara le permitían concentrarse
en una jodida cosa racional.
Inaudito.
Había estado con un par de chicos en su vida. Encuentros de poca
conversación. Encuentros experimentales, sin enredos personales. La primera
vez que le ocurrió, se sorprendió con los labios de un hombre en la boca al
salir de la cocina donde se había servido más bebida en una fiesta
universitaria. Al principio no reaccionó, pero le llamó la atención que no le
desagradara del todo el hecho. Era uno de los dueños de la casa. Después de
un morreo cañero y un cariñoso pellizco en el culo, siguió a lo suyo. Él, sin
embargo, abandonó la cocina perplejo.
Las siguientes horas, el juego de miradas estuvo servido. El sujeto no estaba
mal. Era uno de esos tipos interesantes que hace que tú parezcas interesante. Y
no dejaba de pensar cómo sería volver a compartir un beso con él, o incluso
que se masturbaran juntos.
Es un tema más común de lo que la gente cree. Un hombre con ganas de
compartir con otros momentos sexuales por simple camaradería o exhibición
de una afianzada heterosexualidad. Cuando llegó la hora de abandonar la casa
en grupo para ir a un local, se le acercó y le dijo:
—¿Te vas ya? Iba a enseñarte mi colección de comics.
No contestó enseguida al notar que en aquella frase había tigre encerrado.
Porque aquello no era un lindo gatito.
Le siguió entre la gente hasta su habitación y cuando vio sus veintidós
ejemplares de Star Wars, lo consideró una señal inequívoca de afinidad que no
le permitió rechistar cuando volvió a entrarle sin grandes florituras. Aquella
noche entendió que no le hacía ascos a nada. Después de aquello, estuvo con
chicas y lo pasó tan bien como siempre. Conclusión: no había cambiado de
acera milagrosamente. La otra ocasión fue algo parecido. Alguien le buscó y le
encontró, pero siempre había tenido la sensación de no provocarlo él. Con
Iker, sin embargo, las tornas habían cambiado. ¿Iba a llevar la voz cantante?
¿Seriusly? Porque sus dotes sociales dejaban bastante que desear y estaba muy
mal acostumbrado.
Recibía señales constantes por su parte, pero tan sutiles que se convencía a
sí mismo de que eran imaginaciones suyas.
Cuando le propuso lo de la fiesta, no pudo evitar pasar antes por su casa.
Nunca rechazaba la oportunidad de disfrazarse. Pero cuando vio a Iker
engominado, con su sonrisa made in L.A., la chupa de cuero y esas gafas de
sol…
Joder.
Casi se pajea allí mismo, ¡no era más que un «Muggle»!
La cerveza de Brewery también tendría su parte de culpa. Sabía que no era
inmune a ella, que le daría fuerzas para llevar a cabo cualquier confabulación
sexual aquella noche orquestada por esa parte de él a la que a veces le
apetecía algo diferente. Que se pusiera en su camino el juego de las cartas
evocadoras fue una ocasión de oro para tantearle y no pudo rechazarla.
Lo que no vio venir es que todo explotaría de golpe.
Hogar.
Sabía que Iker no tenía un lugar al que llamar hogar entre sus familiares, que
siempre se había sentido —y seguía sintiéndose— acorralado por ellos. Solo
había un sitio en el que se sentía libre… con el surf, en el mar.
Captó su poco interés en que alguien le babeara de nuevo y entendió que la
carta no sería evidente. Fue desconcertante tenerlo tan claro en cuanto la vio,
pero no se atrevía a tirar de la manta en esa mesa llena de vajilla de cristal de
bohemia. Porque podría salir bien y ser un truco espectacular, o mal y que
todo se rompiera.
Cuando señaló su elección, vio que Iker se agobiaba, y él no se quedó atrás,
pero había tomado una decisión. Intentó no hiperventilar y centrarse en fingir
que no tenía importancia que fuera a acariciar su lengua por fin. La cara del
deportista indicaba que iba a abortar la misión en cualquier momento, porque
parecía claramente reticente a ello, pero volvió a sorprenderle. Cambió el
chip, sonrió con guasa y apenas tuvo tiempo de asimilar sus palabras: «Qué
ganas te tenía…».
Su forma de besar hizo polvo su autodominio. La tentación de apretarle la
cara y establecer un ritmo salvaje le abrumaron. Aún era un misterio cómo
consiguió detenerlas, porque él no cogía, a él le cogían. Le movían. Le
separaban. Le arrastraban. Y para su sorpresa, estaba peligrosamente cerca de
responderle como necesitaba hacerlo.
En lugar de eso, le apartó cuando notó que Iker se aceleraba cada vez más
avivando sus deseos.
Estaba claro que iba algo cocido. Y que estaba a punto de sal…
«Dios…»
Unas ganas de follárselo muy fuerte contra cualquier cosa le invadieron
arrasando sus principios. Tenía que olvidarlo. El futbolista se lo estaba
tomando como un juego metiéndose demasiado en el papel, por eso se levantó
antes de que oliera su desesperación por continuarlo más allá de las cartas.
Pero, en su inocencia, su amigo le siguió y le buscó cuando le echó en falta.
Cayó en la cuenta cuando entró en una habitación aislada, creyendo que era un
baño en el que podría encerrarse y refrescar su calentón pero…
Ese cuarto era una trampa. Había un sofá de cuero, una alfombra suave y
una televisión con porno. ¡Solo faltaba lubricante, un látigo y unas esposas!
—¿Dani? —preguntó una voz a su espalda.
Solos… en su estado de venado en celo. Mala idea.
—¿Qué te ocurre, te encuentras mal?
—Estoy bien —aclaró sin volverse.
—Pues no lo parece…
—¿A qué coño ha venido eso? —se giró violentamente exigiendo
explicaciones.
Iker parpadeó alucinado.
—¿El qué?
—Casi me arrancas la camisa, pensaba que eras hetero.
Iker se quedó blanco y Daniel aprovechó para proseguir.
—Y ¡eh!, no pasa nada, a mí me atraen todo tipo de personas, pero pensaba
que a ti solo te gustaban las mujeres y me ha pillado por sorpresa…
—¿Eres bisexual? —preguntó Iker alucinado.
—No me gustan esas etiquetas, cada uno que haga lo que le apetezca, esa es
mi filosofía.
—¿Pero te gustan los hombres?
—No. Me gustan las personas. Al margen de su orientación sexual. Cuando
superas ese prejuicio, las barreras físicas caen, créeme.
—Pues eso, eres bisexual.
—Me gusta la persona y ya está… no me cierro a nada.
—Entonces, ¿a veces eres gay?
Daniel resopló y se frotó la cara. ¡No entendía nada!
—Déjalo, da igual. La cuestión es: ¿y tú?
—¡¿Yo?!
—¡Sí, tú! El que se ha empalmado besando a un tío.
—¡Eso es mentira! —replicó Iker ofendido.
—Si no te has dado cuenta, es que vas más borracho de lo que creía. ¡Y has
sido muy efusivo!
—Joder, ¡era un juego!
—Pues te lo has tomado muy a pecho. ¿Pensabas dejar de besarme con ese
ímpetu algún día de estos? He tenido que pararte antes de que la gente
empezara a tocarse.
—No digas tonterías…
La incomodidad crecía por momentos en la habitación.
Le cabreaba sobremanera que no fuera consciente de las reacciones de su
propio cuerpo y encima le tachara de loco.
—¿Tonterías? Iker, creo que tienes un problema serio y no tiene nada que
ver con jugar al fútbol.
—No tengo ningún problema.
—Varios, diría yo. El primero que no te conoces ni tú mismo —alegó
esquivándole para salir.
—¡Espera un momento! ¿Por qué dices eso? —le cogió del brazo para
impedirle que se fuera y Daniel reaccionó invadiendo su espacio bruscamente
y encajando sus bocas después de decir: «por esto».
Le cogió la cara y empezó a besarle con fogosidad hasta que Iker dejó de
resistirse y correspondió el movimiento de su mandíbula. Para no gustarle el
rollo, el cabrón defendía la técnica con maestría. Su estilo era insuperable. Un
lengüetazo cadencioso y sensual que te hacía desear cada vez más.
La situación comenzó a ponerse al rojo vivo en una lucha de titanes. Sus
respiraciones se agitaron sin control, sus manos buscando piel, todo
endureciendo por momentos, hasta que Iker se separó de él con un violento
empujón jadeando mientras le mantenía la mirada furioso.
—¿Esto son imaginaciones? —resolló Daniel enfadado.
—No soy gay.
Observó su pantalón señalando la evidencia e Iker se dio por aludido.
—Cualquiera puede ponerse cachondo por un beso así.
—Cualquiera menos tú, ¿no?, que ni sientes ni padeces… Si quieres
engañarte, por mí vale, ya eres mayorcito, pero si quieres averiguar qué coño
te pasa… búscame. Yo no pienso dar un paso más en tu dirección si ni siquiera
lo admites.
Dani abandonó la estancia y entendió que Iker no iba a seguirle.
«Un orgulloso, qué bien…», pensó con ironía. Porque era indiscutible que,
homosexual o no, había algo entre ellos. Algo inconfesable al parecer, pero
incontrolable al fin y al cabo.
Al salir de la casa, paseó la lengua por su paladar descubriendo de nuevo
su sabor. Sabía a quemazón en su autoestima. A ganas de sexo duro. Y, una vez
más, a sufrimiento. A no ser correspondido ni entendido.
Al día siguiente por la mañana, llegó a la escuela y guardó silencio hasta
que fue obvio que los españoles no iban a aparecer.
Jon tenía una actitud similar. No le preguntó ni una sola vez por ellos, era
como si tampoco les esperara.
—No han venido —murmuró simplemente, mientras hacía otra cosa.
Parecía distraído, pero captó que estaba intentando quitarle importancia con
cierta tozudez.
—¿Sabes por qué?
—No —contestó Jon contrito sin mirarle a la cara—, ¿y tú? —contraatacó
levantando la vista—. ¿No salisteis ayer?
—Sí, pero nos recogimos pronto.
Vio la mentira reflejada en sus ojos, pero su jefe no insistió.
—Pues ellos se lo pierden, el curso está pagado.
Se fue de su lado resentido, tratando de ocultar un escozor evidente
provocado por algo igual de gordo que lo que se reservaba él, o quizá más.
El cielo se estaba poniendo feo cuando aparecieron los grupos de buceo
dando por terminada la jornada. Eran las cinco de la tarde y todo el mundo se
marchó rápido para guarecerse de la tormenta.
—Me voy al bar, estaré allí si quieres venir —le informó Jon.
Su jefe se pasaba las tardes en aquel antro en una mesa apartada navegando
en su portátil. Decía que le gustaba escuchar el ambiente, pero él siempre
creyó que, en realidad, en casa se sentía solo.
—Me pasaré dentro de un par de horas.
Cuando terminó de ducharse, cerró la escuela y comenzó a andar hacia su
casa, como siempre hacía al llegar el ocaso, pero de camino se cruzó con
varios grupos de surfistas que volvían de la playa e inevitablemente pensó en
Iker. Al pasar por delante de su albergue, tuvo la intuición de que no estaba
allí, sino en el mar, a pesar de que estaba anocheciendo. Se apostaría algo
valioso, porque es a donde él huiría si se sintiese igual de perdido.
Se detuvo y miró hacia la playa. Se moría de ganas por acercarse hasta la
orilla y divisarle entre las olas, pero se había propuesto que el futbolista
acudiera a él y no al revés, así que decidió seguir su camino cabizbajo.
—¡Dani…! —oyó una voz a lo lejos diez pasos después.
Se giró y distinguió a Iker acudiendo a su encuentro. Vestía un neopreno
corto y cargaba con una tabla de proporciones considerables.
—Hola.
—Hola…
No tenía intención de decirle mucho más, porque era él quien le había
detenido.
—Siento lo de ayer —soltó el futbolista—. Honestamente, no sé qué me
paso. Bueno sí, que hacía cinco años que no bebía.
—No habéis venido hoy a bucear —se quejó Dani evitando ese tema.
—Emma no quería. Le sucedió algo con Jon y yo… necesitaba pensar.
—¿Y cómo te ha ido?
Se mantuvieron la mirada midiéndose en silencio.
—Estoy mejor.
—Me alegro…
No tenía ni idea de lo que significaba aquello.
¿Había decidido admitir que podía estar abierto a más cosas de las que
imaginaba?
¿Había decidido que todo había sido un maldito disparate?
Estaba en blanco.
—¿A dónde vas? ¿Tienes prisa? —preguntó Iker en tono amigable.
—No…
—Pues quédate a cenar. Puedes tomarte una cerveza mientras me ducho y
enseguida estoy contigo.
Accedió a su petición siguiéndole lentamente, imaginando las mil y una
cosas que podían ocurrir de nuevo entre ellos. Sin embargo, mejor que fuera
olvidándose de catar nada más porque aquello olía a reconciliación amistosa
por los cuatro costados. Nada de mojar solo la puntita, bajo ningún concepto.
Se mordió los labios y entró en el recinto.
—Esta es la cocina —dijo Iker abriendo la nevera.
Sacó una cerveza y se la tendió—. Puedes esperarme donde quieras. Aquí
dentro o fuera, pero tiene pinta de que va a caer el diluvio universal. Yo
enseguida vuelvo.
Iker desapareció hacia la zona de las habitaciones y veinte minutos después
aparecía vestido y con el pelo seco.
—¿Otra cerveza? —le ofreció.
—Claro.
El salón estaba lleno de gente puesto que fuera ya arreciaba la tormenta.
—¿Hay algún sitio en el que podamos hablar más tranquilos? —inquirió
Daniel acusando el jaleo del ambiente.
—Vamos a mi cuarto.
«¡Alerta roja!».
¿Ese crío aún no había entendido lo que ocurría cuando se quedaban a
solas?
Aún así le siguió cuando dio media vuelta y echó a andar.
Entraron en su habitación e Iker encendió la luz. Tenía una cama de un
tamaño decente que se comía casi todo el espacio, lo que le hizo tragar saliva
recordando cuánto hacía que no echaba un polvo.
El ventanal advertía que el aguacero estaba en su punto álgido. En Australia
llovía poco, pero cuando lo hacía, se caía el cielo. Iker se lanzó sobre la cama
y apoyó la espalda en la pared con un par de cojines.
No dijo nada, estrelló el botellín de cerveza contra sus labios y Dani tuvo
un recuerdo gráfico de lo bien que los manejaba.
—¿Qué te cuentas? —le preguntó cogiendo la única silla que había y
sentándose hacia el respaldo con las piernas abiertas.
—He recibido un e-mail —soltó Iker enigmático.
—¿Algo importante?
—Mis padres están preocupados.
—¿Saben que estás bien?
—Les dije que me había ido y que mantendría el contacto. Saben que estoy
vivo, pero no es eso lo que les quita el sueño, sino que estoy sin contrato. No
firmé la permanencia y el mercado de fichajes de invierno no se abre hasta
enero. Creo que han puesto una excusa rebuscada por ausentarme y exigen que
vuelva ipso facto antes de que alguien sospeche que he desaparecido.
—Entonces, ¿cuándo te vas?
—Aún no lo he decidido. Necesito respuestas.
—¿A qué preguntas?
—A mis problemas en plural, según tú, y creo que en ti está la solución.
Se le heló la sangre.
—¿En mí?
—Respóndeme a esto, ¿crees que soy gay?
«¡Y dale con la preguntita!». ¿No se daba cuenta de que la cuestión iba
mucho más allá?
—Creo que no eres sincero contigo mismo, nada más.
—¿Has estado con hombres? —preguntó de pronto Iker.
—¿Y qué si es así? ¿Qué importancia tiene?
—¿Has estado enamorado?
—Iker… —dijo levantándose de la silla. Quería cortar el rumbo de esa
conversación. Le inquietaba que se acercara peligrosamente a ciertas
conclusiones. Se arrimó a la ventana y contempló la lluvia. Siempre le había
parecido hipnótica.
—Te lo pregunto porque yo no, y tengo miedo de que ese sea mi problema,
que no amo nada de lo que hago en mi vida.
Esa frase le hizo volver la cabeza para encontrar sus ojos.
—No está mal como confesión para alguien que gana cuatro ceros a la
semana, ¿verdad? —sonrío el futbolista afligido, y la vulnerabilidad en su
cara logró conmoverlo.
—¿Por qué no llamas a alguien, a algún amigo?
—¿A quién quieres que llame? —dijo dolido—. No puedo confiar en nadie.
Y si tuviera que hacerlo, ahora mismo, creo que sería en ti. Mi vida es así de
penosa, ¿aún no te has dado cuenta?
Dani se mordió los labios. Nunca había sido buen loquero.
—No, el único problema que veo es que nunca te han dejado hacer lo que
quieres, y ya es hora, si tienes el valor de admitirlo…
Iker le mantuvo la mirada y sintió el calor de sus ojos abrasándole.
—¿Y si no sé lo que quiero?
«¿Era tonto o se lo hacía?».
Su grado de paciencia con la humanidad nunca había sido muy generoso. A
decir verdad, era diminuto, por eso se acercó a él y se sentó a su lado
decidido a acabar con la farsa y con las dudas de un plumazo. Ese era su
estilo. Su lema. «Había tiempo para todo, menos para perder el tiempo», y no
dejaba de pensar que lo estaban malgastando siendo demasiado corteses. Era
la hora de la verdad.
Capítulo 18 - FAST & FURIOUS
Aquella mañana Daniel había aparecido por la escuela a primera hora como
un mono cabreado, incapaz de disimular su rictus después de haberse pasado
la noche recordando su encontronazo con Iker y el final que tuvo. O mejor
dicho, que no tuvo.
«Será mejor que te vayas», recordó sus tajantes palabras.
¿Mejor para quién?
¡Menudo zarpazo! Pero con el guante de Freddy Krueger.
Jon también apareció temprano y captó sus ondas negativas al dejar rebotar
de golpe un montón de tubos en una cesta de plástico.
—Buenos días —y pareció una pregunta que demandaba si de verdad lo
eran.
—Hola…
—¿Va todo bien?
—Todo lo bien que puede ir —contestó Dani seco.
Jon se quedó pensativo pero no dijo nada. Y mejor, porque odiaba mentir. Y
total, con Jon era una pérdida de tiempo. Era el peligro de abrirse a alguien,
que das demasiada información para ser usada en tiempo de batalla.
—Emma e Iker van a venir a bucear hoy —comentó Jon con un atisbo de
emoción en la voz.
Dani le miró confundido y ambos se observaron con atención.
—Tus ojos ayer estaban apagados, ¿por qué hoy están encendidos?
—Los tuyos antes de ayer estaban encendidos, ¿qué los ha apagado?
No iba a responder a eso. No podía. Jon no tenía ni idea de hasta dónde
llegaba su extravagancia. Y no soportaría otro rechazo. Menos, el suyo.
—¿Te has peleado con Iker? —le preguntó de repente.
Puto Jon. Era más avispado que el jodido Sherlock Holmes.
—¿Qué pasó cuando salisteis el martes? ¿Hubo algún problema?
—Lo siento, tío, pero no es asunto tuyo.
Le esquivó cargando con la caja de los tubos hacia el cuarto de material.
—No te estoy juzgando…, solo me preocupo por ti.
«¿Por mí o por tu negocio?», pensó herido.
—Pues no te preocupes. Si vienen, me comportaré. Seré el instructor
amable y servicial que quieres que sea.
Oyó que Jon chasqueaba la lengua y la conversación finalizó, pero no sería
la última vez que hablarían de ello aquel día.
En cuanto llegaron los primeros clientes, cambió el chip. Los españoles
iban a aparecer en cualquier momento y lo último que quería era que Iker
notara que su pelea le importaba más de lo que merecía. No le gustaba
perseguir las cosas más allá de cierto punto. De uno cruel que precozmente ya
habían alcanzado. No estaba molesto por no haber continuado el polvo hasta el
final, sino por no sentirse suficiente. Otra vez.
No hay nada peor que hacerse ilusiones y que se te rompan en las manos. Y
más cuando ya estabas acariciándolas… Cuando ya eran reales. Cuando
habías confiado en tu instinto y en tu capacidad para descubrirlas.
Negó con la cabeza huyendo de esas ideas y decidió ser lo más agradable y
complaciente que pudiera con la gente que se cruzara ese día. Un gran esfuerzo
porque, siempre que lo hacía, le surgía algún problema. Sin ir más lejos, su
nueva clienta, una chica joven con el pelo rubio casi platino. Había sido
afable con ella y ahora sentía un incómodo y desmesurado interés sobre él por
su parte. Por eso prefería ser un «Ñu» la mayor parte del tiempo. Se escondía.
Cuando era agradable, la gente respondía como las polillas a la luz, y a él no
le gustaba tanta atención… Estaba abierto a que le agradase cualquiera, pero
muy pocas veces le ocurría realmente. Y notar lo opuesto sin tener ganas de
nada, era bastante embarazoso, teniendo en cuenta su bajo grado de empatía
hacia los sentimientos de los demás.
Sin embargo, cuando sus retinas reflejaron la imagen de Iker en la puerta del
almacén, todo cobró sentido de nuevo. «Cojonudo…», pensó, «Justo cuando
había decidido pasar de él».
Aunque su cara de alucine le envalentonó al sentir una extraña ventaja sobre
él. Una que quería recuperar desde que le echó de su habitación. Sin embargo,
cuando volvió a verle en cubierta, sonriendo despreocupadamente como
siempre hacía, resaltó a sus ojos como un diamante en mitad de una cantera de
carbón.
«Mierda…».
No es que Iker fuera guapo, era lo siguiente. Ese punto que jode. Pero en su
energía y optimismo radicaba su verdadera belleza.
Le había pedido a Jon ocuparse aquel día de los bautizos para evitarle y,
por el brillo de los ojos de su amigo, sabía que no pondría pegas para bajar al
barco hundido con Emma. Pero ahí estaba, sin poder quitarle los ojos
de encima ya que todos estaban en la misma zona dando explicaciones de
última hora.
Intentaba hacer que sus miradas coincidieran, pero no lo consiguió. Los
deportistas son expertos en fuerza de voluntad, no obstante, a él, las risitas que
estaba compartiendo Iker con sus compañeros, le estaban poniendo enfermo.
Todo ello mezclado con tener que dar explicaciones a sus alumnos, sin dejar
de escuchar lo que se cocía en los demás grupos.
—Ya sabéis muchas cosas del mar, pero ¿alguien sabe por qué es azul? —
les preguntó Jon a los suyos, desafiante.
—¿Por el reflejo del cielo? —escuchó que decía Iker.
—Esa es una falsa creencia. ¡Dani! —le llamó su jefe—. Explícales por qué
el agua del mar es azul, por favor. Con esas palabrejas superguays que sueles
utilizar tú.
Daniel se acercó al grupo y clavó su vista en Iker pasando descaradamente
del resto ahora que tenía su atención. Puede que fuera la última oportunidad de
ver esos ojos añiles que le estaban terminado de volver completamente loco.
—Bueno, antes un apunte, el agua es transparente, no azul. Así que su color
depende completamente de la incidencia de la luz. El ojo humano es capaz de
detectar los colores del arcoíris en un rango de longitud de onda muy concreto.
Si te sumerges más de diez metros con algo rojo, se verá verde o azul. Sobre
los quince desaparecen el naranja y el amarillo. El verde y el violeta resistirán
un poco más, pero a partir de treinta metros cualquier color se transformará en
azul, porque el agua apenas absorbe ese tono, por eso puede penetrar a mayor
profundidad. Y cuanta más agua tenga que atravesar la luz, más azul oscura nos
parecerá.
—Increíble —opinó Emma. Dani no desvió la vista hacia ella. No quería
despegar sus ojos de Iker. No quería ni parpadear, así que siguió hablando.
—Pero, en realidad, los tonos de azul del océano dependen de un
microorganismo llamado fitoplacton, que tiene un papel fundamental, aunque
sea más pequeño que la cabeza de un alfiler. Esa «planta» es la responsable de
generar aproximadamente la mitad del oxígeno que los humanos consumimos.
Los bosques canadienses molan mucho, pero su fotosíntesis no es suficiente
para dejarnos respirar a todos. Si el fitoplacton se reduce, pronto nos
ahogaremos. Y aviso, se está reduciendo debido al calentamiento global. Cada
vez hay más desiertos oceánicos, donde estos seres no flotan.
—¿De verdad dependemos de esa planta? —preguntó alguien incrédulo.
—Hay un montón de gente en la NASA controlando constantemente el color
del mar, porque es el reflejo de la precaria salud del planeta —contestó
Daniel con ganas de bombardearles con uno de sus discursos ecologistas.
Se hizo un silencio complice asimilando la importancia vital de dicha
información.
—Pues nada, ¡a vivir que es día y medio! —saltó Emma animada. Todo el
mundo lo secundó con una risita. Y Jon le sumó una cara de tonto que no se
podía aguantar.
—¡Exacto! —corroboró Dani enigmático—, así que no perdáis el tiempo y
no os toméis la vida tan en serio. Al fin y al cabo, nadie va a salir vivo de
ella.
La indirecta velada rebotó en Iker, que al entenderla, apartó los ojos
atormentado.
Sabina decía en una canción que «No hay ser humano que le eche una mano
a quien no se quiere dejar ayudar». Y era cierto. La mayor parte de la gente
entiende las cosas como le conviene, no como realmente son y Dani no estaba
en el mundo para educar a nadie.
Se propuso pasar de Iker, aunque su rival número uno para lograrlo fuese él
mismo.
Cuando concluyeron las inmersiones, no le apetecía volver a verle para que
su instinto le humillara de nuevo al revolotearle cientos de animales alados en
su estómago, así que, en vez de juntarse con todo el mundo en el piscolabis
que ofrecían a esas horas, se escabulló hacia la tercera cubierta en busca de un
solarium que algunos usaban durante las travesías para broncearse. Seguro que
en aquel momento allí no habría nadie.
Antes de irse, vio a Emma sola y se acercó a ella.
—Emma. Hola. Perdóname. Lo siento. He sido un borde contigo. ¿Me
perdonas?
Ella sonrió como si acabara de contarle un chiste.
—¿Por qué me hablas como si me hubieses escrito un telegrama?
—Lo siento. Tengo un mal día, pero no quería molestarte…
—No te preocupes —correspondió risueña.
—¿Cómo va tu investigación? ¿Sabes algo de lo que buscaba esa chica
atropellada? Si puedo ayudarte…
—Sí, buscaba a su hermano. Un tal Sam o Samuel, ¿te suena de algo? ¿Lo
conoces? —preguntó esperanzada.
Él se quedó pensativo.
—Me quiere sonar… pero no, lo siento. Últimamente, tengo la cabeza fatal.
Ando acelerado.
Ella sonrió enternecida.
—Mi abuela decía que «el que tiene paciencia, puede tenerlo todo».
Captó de maravilla a la abogada de Iker y le sonrío.
—A las abuelas, querida, las carga el diablo —dijo con guasa y huyó
rápidamente de su lado guiñándole un ojo, temiendo que el innombrable
pudiera aparecer en cualquier momento.
A la última cubierta se accedía por una escalera pegada a la pared de la
cabina de mando y, en cuanto pisó el escalón que le permitió poner los ojos a
la altura del suelo, advirtió unos gemelos poco probables en una persona que
no se dedicara al deporte profesionalmente.
«Joder».
No le hizo falta comprobar que era Iker. La explicación era sencilla. Hogar.
La carta. La conexión de sus mentes. Y las abuelas. Porque cuando había
decidido tener paciencia y darle espacio, los hados se lo ofrecían en bandeja.
Cerró los ojos y tomó una decisión. Si la vida le empujaba hacia él, ¿por
qué tratar de evitarlo?
Terminó de subir y el futbolista se volvió al escuchar el crujido de la
escalera. Únicamente llevaba un bañador de Quicksilver a cuadros, a juego
con su maldita tableta abdominal. Un flash de su lengua lamiendo esos
músculos en los que se podría rayar queso parpadeó en su mente. Él nunca
sería uno de esos tíos, más que nada, porque no pensaba molestarse en
alcanzar esas cotas de sacrificio para lograrlo, pero joder… en ese momento,
se sentía misteriosamente sometido por ellos. Debilitado. Y más ansioso que
un perro delante de un filete. Odiaba esas nuevas hormonas de telenovela
mejicana en él.
—¿Tomando el sol? —saludó su boca impidiéndole salivar.
—Algo así…
Iker se sentó en el suelo huyendo de la altura de sus ojos y Daniel se apoyó
en la barandilla a su lado.
—¿Te ha gustado el barco hundido?
—Mucho. Ha sido una pasada... El casco estaba impecable y había un
montón de peces alrededor que habían decidido quedarse a vivir en él.
También ha sido impresionante ver las ametralladoras en cubierta, intactas…
—¿Y los ejercicios de después? —indagó interesado.
A Iker se le dibujo esa sonrisa que buscaba ver en su cara.
—Reconozco que han sido divertidos.
Lamentaba habérselo perdido. Las sorpresas del Advance no solían dejar
indiferente a nadie. Los aspirantes debían demostrar su completo manejo del
equipo bajo el agua. Era el día de las novatadas. El examen consistía en dar
una voltereta alrededor de un cuadrado grande sin llegar a tocar ninguno de los
lados con la botella de oxígeno amarrada a la espalda. No era fácil. También
debían hacer el pino sin manos, manteniéndose en el mismo sitio sin llegar a
tocar el suelo con la cabeza, o quitarse y volver a colocarse el chaleco.
—Emma casi desmonta el cuadrado. Y a Jon le ha dado un ataque de risa a
treinta metros. Pensábamos que se ahogaba.
—Es peligroso reírse a esa profundidad.
—Lo que es peligroso es lo que se está cociendo entre ellos.
—¿Por qué lo dices?
—Porque los dos tienen cara de que esto es algo más que un escarceo
amoroso, y hay muchos obstáculos entre ellos. Más que la evidente distancia
geográfica.
—Quien quiere buscar excusas, las encuentra. Dos no están juntos si uno no
quiere. El secreto está en las ganas, ¿no?
—No lo veo así.
—Si no ves eso, no hay más preguntas, señoría.
—Hay muchas otras cosas que juegan en contra por mucho que te apetezca
hacer algo… —defendió Iker con brusquedad.
—¿Seguimos hablando de ellos?
El futbolista bajó la cabeza avergonzado.
—Sé lo que piensas de mí, pero simplemente tenemos modos distintos de
ver la vida. No somos tan afines como decía el juego. Yo soy mucho más
prudente de lo que parezco.
—Una fina línea separa la prudencia de la cobardía.
—Entonces seré un cobarde —zanjó resignado—. Uno sin respuestas.
Un silencio retador se abrió paso entre ellos. No le quedaban opciones, olía
la derrota, pero no se rendiría.
—Para obtener respuestas, tienes que hacerte las preguntas adecuadas,
¿sabes?, por ejemplo, ¿por qué te gusta tanto el mar? Piénsalo bien y contesta.
Iker respiró profundamente pareciendo no entender a qué venía esa
pregunta, pero aún así, se tomó su tiempo para responder.
—Porque es… no sé… rotundo. Ingobernable. Libre. Poderoso.
Daniel sonrió.
—A menudo las cosas que más nos satisfacen son aquellas que consiguen
neutralizar nuestras carencias. Tu problema es que estás encadenado en
muchos sentidos, pero solo tú puedes liberarte. Tienes la llave en la mano.
Iker absorbió las palabras y alzó sus ojos con dudas.
—¿Y a ti… por qué te gusta el mar?
Que le retornara la pregunta justificó su vergonzoso apego hacia él.
—Porque es de todos y para todos —soltó sin pensar—. Sin condiciones. Y
porque, cuando crees que ya no puede sorprenderte más, vuelve a superarse.
No hay nada comparable a la riqueza del océano. Todo empieza y termina en
él.
—Me alucina que sientas las cosas con tanta intensidad…
—El ser humano no valora lo que tiene ni lo que es, pero la naturaleza es lo
más deslumbrante que hay. Y nosotros formamos parte de ella como especie
que aún no ha descubierto todo su potencial. No nos damos cuenta porque
estamos demasiado ocupados odiando, o mirando el móvil, o teniendo envidia,
celos, miedo… en lugar de concentrarnos en ser felices y avanzar. Si un tío no
hubiera buscado el modo de inventar una bombilla, todavía usaríamos
candelabros. ¿Crees que escuchó las quejas de sus padres cuando iba por el
intento número 79? No. Pasó olímpicamente de lo que le decían los demás.
Creo que todo en esta vida es un problema de autoestima. La jodida autoestima
es esencial… es… lo que determina la grandeza del espíritu.
—Cuando hablas así pareces distinto al tío que ayer no entendió que para
mí todo estaba yendo demasiado deprisa…
—Lo siento, pero sentirme rechazado es algo que daña esa frágil y valiosa
autoestima de la que te he hablado, por eso procuro no entablar muchas
relaciones personales. Hace muchos años me enamoré de mi mejor amiga, y
después de un encuentro rápido, decidió que no era suficiente para ella. Me
deseaba, me quería, pero prefería a alguien que los demás admiraran. Un
trofeo. El capitán del equipo. Un chico que impresionara a sus padres. Y,
aunque adoraba estar conmigo, en realidad, no me quería a mí. A lo que, en el
fondo, yo soy. Quizá por eso me haya fijado en ti. Tú eres todo eso, Iker, el
pack completo. Yo, sin embargo, no sirvo para contentar a nadie. Y además
soy pobre —sonrió para meterle un toque de humor y evitar que sus ojos se
humedecieran.
—Eres feliz haciendo lo que te gusta. Eso es ser más rico que nadie.
—¡Tú podrías hacer lo que quisieras, joder! Lo que quisieras… —
respondió Dani enfadado. Iker se puso de pie para encararle.
—No es cierto. Quiero estar contigo y no puedo. ¡Es superior a mis fuerzas!
Querer no es poder —dijo fijando sus ojos en él. Por un momento, su vista
resbaló hacia sus labios, pero los cerró con fuerza retrocediendo y centrando
su atención en el mar.
Dani se acercó a él y se detuvo cerca de su oído.
—Me has tenido en tu boca —dijo acariciando su estómago con suavidad.
Iker se estremeció cuando su mano se deslizó lentamente hacia abajo.
—Y puedes tenerme mucho más… O no, depende de ti. Ven esta noche a mi
casa, ya sabes donde es. Si necesitas una excusa, ven a devolverme el disfraz
de Maverick. No tiene por qué pasar nada entre nosotros, podemos hablar.
Sin darle tiempo de responder, se alejó de él sonriendo.
«Abran juego», pensó Daniel ilusionado, porque acababa de envidarle a la
vida con un arriesgado «doble o nada».
La tarde se le hizo eterna. Cuando Jon y él se quedaron solos recogiendo la
escuela, se preparó para «la conversación». Una que tenían pendiente desde
hacía tiempo. Y su humor ayudaría, porque no dudaba de que Iker se
presentaría aquella noche en su casa.
—¿Qué tal el día? ¿Mejor? —le entró Jon con cautela.
—Sí, mejor. No tan bien como tú, pero mejor.
Media sonrisa escapó de la boca de su jefe y no pudo evitar que le
molestara, sencillamente porque apestaba a Emma.
—¿Sales esta noche? —le preguntó Jon con curiosidad.
—No, pero he quedado con Iker en mi casa…
Su reacción le extrañó, era como si no le hiciera gracia que le dejara tirado.
—Tú saldrás con Emma, ¿no? —se aseguró.
—Sí.
—Pues ya está…
—Oye, ¿te pasa algo? —preguntó Jon sorprendido.
No sabía por qué hablaban, si bien podrían dedicarse a mantenerse la
mirada y decírselo todo sin palabras, como en un partido de ping pong ocular.
Sin duda, era como mejor se comunicaban.
—Nos pasa algo, en plural. No te excluyas… —murmuró Dani incómodo.
Jon dejó lo que estaba haciendo y le prestó toda su atención. Vio cómo se
cruzaba de brazos intentando impedir que accediera a un compartimento
secreto en su interior.
—Lo diré sin rodeos —empezó Jon—, parece que te molesta que esté
divirtiéndome con Emma.
—A ti tampoco parece que te emocione que me haya hecho tan amigo de
Iker…
—¿Qué hay entre vosotros?
—¿Qué más te da? ¿Es que estás celoso? —le picó Dani.
A Jon le impactó la acusación porque tenía razón, y no parecía entender de
dónde salía ese nuevo sentimiento de pertenencia.
—¡Puede que sí! —admitió enfadado.
Dani sonrió. Debía explicárselo o se volvería loco.
—Yo también tengo celos de Emma —comenzó—, pero lo estaría de
cualquiera que apareciera en tu vida y significara algo importante para ti…
—¿Por qué nos pasa esto? —preguntó Jon desconcertado.
Dani se acercó a él y vio que tragaba saliva.
—No lo sé, pero cada vez que conoces a una chica, me da miedo perderte.
Eres lo único que tengo… La única relación que quiero conservar, y no quiero
que nada nos separe.
A Jon le cambió el semblante al entenderlo.
Dani notó una presión extraña en las mejillas. Era su emoción luchando por
abrirse paso en sus ojos en forma de agua.
—Yo… siento lo mismo —admitió Jon—. Y no quiero que me
malinterpretes pero… también me preocupa que te enamores y me abandones.
Además, y no flipes con lo que te voy a decir, pero me ofende que… si
también te gustan los tíos… ¡¿por qué coño no te gusto yo?! —preguntó con
pitorreo abriendo las manos.
Dani soltó una risita aliviada.
—Tu vanidad podría comerse China, tío.
Jon sonrió con culpabilidad.
—Vale, pero, si yo fuera gay, me casaría contigo sin dudarlo. Por lo que…
¡me siento rechazado, cabrón! —exclamó divertido, a pesar de lo profundo de
su significado—. Pero tendré que conformarme con ser amigos… ya que no te
pongo.
Dani se tapó la cara con las manos para detener una carcajada y
recomponerse. Sabía que estaba de broma, pero le emocionaba que le valorara
tanto como para sentirse repudiado en ese aspecto. Nunca habían hablado tan
sinceramente. Y a eso no le ganaba nadie.
—Somos más que amigos, Jon, y lo sabes. Cuando llegué aquí no me
gustaste, ¡me fascinaste! Tu carisma me volvió loco… Pero con el tiempo pasé
de querer meterme dentro de ti, a preferir no separarme de ti nunca más.
—¿En serio?
—Sí. Y pasé de desearte a desear que fuéramos un pack indivisible. Sobre
todo, porque no podía permitir que alguien como tú estuviera solo en el
mundo… Para mí, somos hermanos, «bro». Noto cómo cuidas de mí, cómo
respondes por mí y es… un honor. Así que no te preocupes, por mi parte, pase
lo que pase, siempre me tendrás.
La cara de asombró de Jon alcanzó cotas imprevistas. No dijo nada… solo
se acercó a él y le abrazó con fuerza.
—Yo no buscaba pareja, pero sí buscaba un hermano… y contigo lo
encontré —reconoció en su oído.
Dani cerró los ojos conmovido.
—¡Y ya vale! —dijo Jon empujándole teatralmente—. Que entre todos me
vais a matar. Menuda semanita llevo…
Le vio alejarse tranquilamente y pensó que no hay amor más grande que
cuando decides que alguien sea tu familia.
Capítulo 21 - Un Niño Grande
«Maldita, Emma».
¡¿Cómo se atrevía a gustarme tanto?!
Seré sincero. Claro que al principio todo se reducía a una cuestión de
vanidad. Me ninguneó con desdén y caí al pie de la letra en el dicho de «lo
fácil aburre y lo difícil atrae», pero se me olvidó la última parte: que «lo
imposible, enamora».
Cuanto peor me trataba, más me apetecía seducirla. Quería hacerle ver que
estaba equivocada conmigo, pero de repente un día, en mitad de toda aquella
pantomima por salirme con la mía, me hizo sonreír y algo dentro de mí
cambió. No soy de los que se engañan. Esa chica empezaba a gustarme en
serio.
¿Qué hace que una persona nos llame la atención? Es difícil de explicar. A
mí, en particular, me atraían las chicas a las que no era capaz de abarcar en
una sola conversación. Intrigantes. Chicas ingeniosas, graciosas e inteligentes.
Y no hacía falta que lo fuesen conmigo, me bastaba con captarla desplegando
esas cualidades hacia los demás. Si había una chica sarcástica en un kilómetro
a la redonda, yo me sentía atraído por ella. Pero, ¿para qué engañarnos?
También me gustaban las guapas y las que estaban buenas, como a todo hijo de
vecino. Al menos hasta que abrían la boca. Pero, a mi edad, ni la belleza más
sublime era suficiente para volver a llamarlas si veía que no encajaba
psicológicamente con ellas.
En el caso de Emma, existía un fuerte componente mental. Nuestras propias
experiencias crearon un mapa determinante para desencadenar una cascada
química entre nosotros, pero cuando caímos en lo físico… provocamos fuegos
artificiales.
¿Cómo? ¿Cuándo? ¡¿Por qué?!
No tenía ni idea, pero aquello distaba mucho de ser producto del romántico
concepto del amor. Me convencería mucho más una explicación basada en
reportajes de National Geographic, que se apoyara en el complejo sistema
encargado de perpetuar la especie. Lo que me ocurría cuando follaba con ella
era algo muy primario. Puede que fuera la presencia de nuestras feromonas en
el aire, dicen que son peor que la droga, y ratifico que me sentía igual de
eufórico y ansioso que estando bajo el efecto de una. Era como si tuviera una
necesidad biológica.
Existe la leyenda de que, cuando la conexión emocional entre dos personas
es muy fuerte, el sexo puede ser extraordinario, pero nosotros ¡apenas nos
conocíamos!
Cuando estaba con una chica, llevaba siempre una especie de coraza.
Quería que todo se desarrollara correctamente, sin imprevistos, y vigilaba muy
bien todos mis movimientos, pero con ella me había sentido extrañamente
libre de ser yo mismo. En la cama, nos habíamos inventado una danza poco
convencional donde la coordinación, la confianza y la entrega eran tan
espontáneas que la ejecución resultaba perfecta. Tanto que, a los dos minutos,
ya estaba sudando por retener el orgasmo que me fabricaban esas dos
gloriosas piernas rodeándome la cintura. Era un nexo sexual único que, ahora
que lo pienso bien, puede que sintiera desde el primer día, cuando me escoció
la piel al verla marcharse de la escuela.
Otro tema importante: su olor. Fascinante. Me volvía loco, y cada vez más.
Era algo casi enfermizo. Me desconcertaba. Me desconcertaba lo mucho que
me gustaban todos sus sabores…
Una vez conocí a un chamán que me explicó que poca gente era consciente
de toda la energía que trafica entre dos personas durante un encuentro íntimo.
Decía que algunos chakras se entrelazaban de tal modo que el intercambio era
sorprendente, formándose lazos energéticos capaces de captarse
conscientemente al momento. Y creo que eso nos sucedió a nosotros.
Cuando me enteré de que arrastraba un trauma de ese calibre por su anterior
pareja, decidí cesar en mi empeño. Adormecí mi impulso sexual y quise ser su
amigo ante todo porque me interesaba mucho como persona. Pero cuando
llegamos al faro, algo irracional me poseyó. Mi juicio se nubló. Ni un
exorcismo hubiera sido capaz de obedecer una negativa y, cuando desperté del
trance, me avergoncé tanto de mi actitud que la llevé de vuelta al albergue. Lo
que sucedió en el despacho fue algo similar. Intenté decirle que me frenara si
quería —porque iba despendolado—, y no se le ocurrió otra cosa que
meterme mano. Ideal para que se me fuera la pinza del todo.
Al día siguiente, me sentí mal cuando no apareció por la escuela, aunque no
es que tuviera dudas cuando esa misma noche había ido a verla para
disculparme y no me había abierto la puerta. Creí enloquecer. Me pasé todo el
día con su cara en la cabeza. Esa que no había visto en mi despacho al
hundirme en ella y me oprimía las entrañas pensar que pronto se iría de la isla,
que era una visitante, que tenía sus días contados allí. Sorprendente, siendo lo
primero a lo que daba gracias a Dios cuando me interesaba por alguien.
Me arrastré hasta el bar de Sheyla y cuando crucé el umbral y la vi…
…
Con decir que desperté de ese sueño en mitad de la ducha mientras la
besaba lentamente será suficiente.
La palabra «destino» perreaba dentro de mí restregándome el trasero
mientras yo intentaba ignorarla a toda costa.
Me costó no abalanzarme sobre ella en esa barra. No atosigarla. Pero me
tocó y al segundo la tenía aprisionada entre mis brazos como un maldito
drogadicto en su peor fase del mono.
¿Qué era aquella fuerza incontrolable?
¿Deseo? No me cuadraba, ¿desde cuándo era un necesitado ninfómano
repugnante?
«Espera un segundo… ¿no sería —Amor—?».
Esa palabra fue pronunciaba en mute en mi cerebro.
No quería escucharla. Me había jurado hacer oídos sordos para que no se
colara en mi vida, pero nunca pensé que la corriente de ese río pudiera ser tan
fuerte.
Dani sonrió ante esa última respuesta porque, al escucharla, captó algo
opuesto a la negativa que se adivinaba.
Se levantó para traer lo que había cocinado y cuando volvió al salón, verlo
en su sofá, hizo que una cálida sensación de bienestar le naciera en el pecho.
Comprendió entonces que le daba igual no hacer nada sexual aquella noche. El
mero hecho de estar con él era suficiente. Y sentir eso le pareció valioso.
Tanto, que estuvo forzando una atmósfera divertida hasta bien entrada la
noche. Hablaron de los entresijos del deporte, de lesiones famosas, de un
mundo que les unía, la competición profesional. Y descubrió que Iker no
odiaba tanto su trabajo como se imaginaba, lo que odiaba era no entender
porqué no le hacía sentir pleno. Y para él estaba cristalino. Aún no se había
aceptado a sí mismo y él iba a intentar que lo consiguiera. Pero sin
presionarle. Al contrario. Haciéndole sentir tan bien que volviera a lanzarse a
su boca, como la última vez.
Avanzada la noche, Dani consultó la hora.
—¿Quieres que me vaya? —preguntó Iker—. Es tarde.
—Mañana tengo que abrir la escuela. Jon se tomará el día libre porque a
Emma le quedan pocas horas aquí.
—Esos dos…
—Hacen bien, que disfruten mientras puedan —dijo Dani dejando en el aire
un mensaje subliminal sobre ellos.
—Bueno, pues me voy —concluyó Iker levantándose.
Dani le imitó y hubo un silencio extraño, como quien sabe que debe
moverse más rápido hacia la salida, pero va despacio porque en realidad no
quiere irse.
Cuando abrió la puerta, notó en Iker un extraño malestar, y lo confirmó
cuando se giró y le miró abatido.
—Adiós…
—¿Te pasa algo?
—No… es solo que… ¿puedo darte un abrazo?
La pregunta le pilló desprevenido, así que solo pudo asentir. Iker dio un
paso al frente y se apoyó en él como si no fuera a volver a verle nunca más.
«¿Es eso? ¿Se está despidiendo?»
Automáticamente, puso una mano en su espalda para no dejarle ir, pero Iker
se separó de su cuerpo esquivando su mirada.
—Oye… ¿vendréis mañana a la escuela a echaros la foto y a recoger la
tarjeta que os acredita como Advance?
El futbolista pareció pensarlo y asintió.
—Claro, nos vemos por la mañana —dijo antes de desaparecer por las
escaleras.
«¿Qué mosca le había picado?», pensó Dani preocupado.
No lo entendía, pero su mente había desarrollado un plan de acción cuando
ver a Iker alejándose por la escalera le quemó la retina.
Había advertido una huida en sus ojos, pero le quedaba «la foto». Y por
extensión, otra cena de viernes en el buffet coreano. Les convencería para
asistir y buscaría una excusa para conseguir que se rindiera a sus deseos.
Porque en ese abrazo había muchos. De quedarse. De sentirle. De vivirle. Y
los deseos a menudo nos convierten en esclavos de nosotros mismos.
Capítulo 23 - PD: Te quiero
Cuando llegué al albergue (en una puta nube voladora), descubrí que tenía
un aviso de llamada de Guille, probablemente de algún momento en el que
habría fallado la cobertura. Pero no tuve tiempo de devolvérsela porque era
viernes, día de barbacoa coreana, e iba contrarreloj para arreglarme y llegar a
tiempo. Aunque pensé en lo orgulloso que estaría de mí por estar haciéndole
caso.
Iker y Dani, en su afán de que reinara la paz, parecían haberse puesto de
acuerdo para olvidar lo bien que se les daba a sus lenguas chocar
acaloradamente.
A su vez, Jon y yo creábamos recuerdos cada minuto que pasaba envueltos
en una perfección de detalles propios de un flechazo con menos
probabilidades de que salga bien que de que te toque el Euromillón. 1 entre 76
millones, por dar datos.
Aquel día se proclamó perfecto al dar las doce, dando lugar al comienzo
del día más fatídico de mi vida.
Fui tan tonta…
¿Por qué no pude sujetar mi lengua?, y ¿hasta qué punto podía culpar a
media botella de vino, tres gintonics y dos chupitos de Jagger? Dios…
Si has bebido eso, ¡no subas a una azotea! ¡Y no te asomes, te puedes caer,
idiota! Pero de ahí a saltar, hay un abismo… Y cuando, tatuada en su cuerpo,
el despertador sonó atroz a las ocho de la mañana anunciando que era hora de
irme a España, no lo pensé más y salté al vacío. Para que doliera menos
morirme. Porque ya estaba sentenciada.
—Es la hora —murmuró Jon adormilado.
—No quiero irme.
—Ya lo sé, pequeña.
—¿Y si no me fuera? —pronuncié bajito abriendo los ojos y buscando su
mirada.
Jon centró la vista en mí pensativo sin mover una sola pestaña.
—Pensaba que querías solucionar lo de Laura Hernández personalmente…
—Sí, pero también quiero quedarme aquí, contigo…
Jon desvió la mirada en uno de sus juicios velados.
—¿Qué opinas? Lo cierto es que no tengo prisa… —le tanteé nerviosa. El
augurio de malas noticias era indiscutible por la cara que puso.
—Que saltaría de alegría si eso no te convirtiese en una egoísta y una
cobarde.
—¡¿Qué?!… ¿Por qué?
—Mala señal si te lo tengo que explicar… —se levantó de la cama y, justo
antes de entrar al baño, cerró los ojos y volvió a hablar—. No es culpa tuya,
el amor es una mierda. Le pasa a mucha gente. Les ciega. Yo, sin embargo,
creo que el amor es el final del deber, por eso nunca me dejo llevar por los
sentimientos, porque te distraen de la meta. De lo que realmente quieres. Te
hacen olvidar tus principios. Te hacen débil…
Me miró un instante y apartó la vista para reunir valor y continuar hablando.
—Vuelves a tapar tus problemas, Emma. Esta vez, detrás de nuestros besos.
Y, aunque no quieras verlos, siguen estando ahí. Hace una semana te sentías
mal por estar de fiesta mientras Laura estaba en coma en la cama de un
hospital… ¿y ahora quieres quedarte? —Negó con la cabeza decepcionado,
respiró hondo y se encerró en el baño.
Yo ya no estaba.
¿Sabéis esas películas en las que mantienen el plano cuando un veloz
autobús, de un plumazo, borra literalmente del mapa al protagonista?
Esa era yo.
Jon nunca cambiaría su estilo de vida por nadie, y menos por mí. Si
sucediera ese milagro sería por alguien diez. Pero lo que más miedo me dio
fue pensar que quizá tuviera razón.
¿Qué leches estaba haciendo? ¡Aquello era algo pasajero! ¿En qué momento
había perdido la perspectiva? Seguramente, cuando la noche anterior en el bar
le murmuré un «me encantas» y él me respondió al oído: «Lo mío sí que es
grave, pienso en ti incluso cuando estoy contigo… ¿Qué me has hecho,
pequeña?».
Dos minutos después, salió del baño y comenzó a vestirse. Sin mediar
palabra entré en el aseo con la ropa en la mano y llamé a un taxi para que en
diez minutos estuviera allí.
No quería que me acompañara con la moto. No quería despedirme de él. No
quería hundirme en su presencia. Ni asimilar la realidad hasta que estuviera
subida en el avión, y no pudiera volver corriendo y montar una escenita
degradante, pero no tuve tanta suerte. Al parecer, el día que la repartieron, yo
no estaba ni a la cola.
Me duché rápidamente para no oler a nosotros —porque captar eso cuando
dejara el país, me mataría— y abandoné el baño con la cabeza mojada, lista
para salir pitando.
Ojalá no hubiera tenido que volver a hablar con él ni memorizar la
expresión de sus tristes ojos.
—¿Estás lista? —preguntó al verme.
—Sí. Me voy. Tengo un taxi esperándome abajo.
Lo solté de manera impersonal, tranquila y sin mirarle, mientras sentía su
vista clavada sobre mí.
—Pero… iba a acompañarte…
—¿Para qué? —repliqué subiendo un instante la mirada.
Mala idea. No quería que viera la verdad. Que leyera en mi espejo del alma
que de esta me moría, cuando racionalizara que jamás volvería a verle.
—Quería despedirme bien…
—¿Te quedan ganas de besar a una egoísta cegada por amor?
—No seas cría.
—Espero que todo te vaya genial, Jon, de verdad. Gracias por… esto.
Fuera lo que fuera.
Fijé la vista en la puerta de salida escuchando únicamente mis macabros
pasos avanzando hacia ella. Él no se movió. Y fue igual de doloroso que
cuando te cortas con un papel. ¿Cómo puede doler tanto algo tan pequeño?
¡¿Tan corto?!
Nunca olvidaría que los últimos cinco segundos que compartimos espacio,
me hizo sentir que éramos mentira.
Llamé al ascensor con el portazo retumbando en mis oídos. Era vaga hasta
para huir por las escaleras.
«Para, Emma. Ahora, no».
Presioné el botón varias veces como si así fuera a darse más prisa en venir,
pero a la vez deseaba que Jon abriera la puerta y me abrazara exclamando que
era él el que se venía conmigo a España, porque ya no concebía seguir
viviendo sin mí.
¡Qué daño han hecho las novelas románticas!
Antes de que pudiera darme cuenta, la puerta del ascensor se estaba
cerrando en mis narices sin reclamación «Hollywoodiense».
Mantuve la respiración al descender los tres pisos preparada para explotar
en llanto cuando aterrizara en la planta baja, pero, por suerte, el taxista estaba
entrando en el portal en ese momento.
—¿Ha pedido un taxi?
Le hice un gesto afirmativo. Si hablaba, me desmoronaría y se rompería la
barrera de insultos que llevaba varios días sin profesarme.
Durante los siete minutos de trayecto no derramé ni una lágrima. Seguía en
tensión. La adrenalina no me dejaba sentir nada. Llegué a mi habitación y
ultimé la maleta con rapidez. Me cambié de ropa y me sequé el pelo
mecánicamente sin dejarme coincidir con mis ojos en el espejo.
No quería encontrarme con ellos y obtener todas las respuestas a las
preguntas que revoloteaban sobre mi cabeza.
Cuando terminé, fui en busca de Iker, pero nadie me abrió la puerta de su
cuarto.
Saqué el teléfono y me dio miedo desbloquearlo. No quería leer nada que
me llevara a hacerme bicho bola en el suelo. Conociéndome, cuando volviera
en mí, habría perdido el avión.
Pero hice un esfuerzo y busqué rápidamente el nombre de Iker, no sin
absorber la información de que tenía varios WhatsApp de Jon.
—¿Sí? —respondió adormilado.
—¡¿Dónde coño estás?! —No reconocí mi voz al decirlo.
—¡Joder!
Se escuchó barullo y más tacos.
—Ve al aeropuerto. Nos vemos allí —dijo Iker serio, y la llamada se cortó.
Decidí no analizarlo. Mis emociones estaban amordazadas y retenidas por
los brazos. No me permití tener curiosidad ni fantasear con la idea de dónde o
con quién estaría Iker. Prefería continuar en piloto automático.
Media hora después, llegaba al aeropuerto de Ballina, el que me enlazaría
con el de Sydney para coger mi vuelo internacional.
Y, como una idiota, comencé a buscarle entre la gente que se despedía de
sus seres queridos.
¿Se podía caer más bajo?
¿Cómo iba Jon a coger la moto, presentarse allí y montar una escena en el
aeropuerto? ¡Eso solo ocurría en las series americanas! Maldito ser humano,
está claro que la dignidad se pierde mucho antes que la esperanza.
Iker tampoco apareció. Ya no daba un duro por tener compañía de regreso a
casa, pero casi mejor, porque prefería estar en silencio. Es lo mejor cuando no
tienes nada agradable que decir.
Desde que me puse en la fila de facturación de equipaje hasta que me senté
junto a la puerta de embarque, pasaron casi tres horas en las que estuve
recordando paso a paso todas sus frases y movimientos desde que conocí a
Jon. Ahí es nada. A veces me sorprendía sonriendo con la vista perdida o
cerrando los ojos para rememorar sensaciones únicas, pero llegó el momento
de revivir lo de aquella mañana y me dolió la cara. El hundimiento de mis
mejillas desafió la gravedad como si pesaran una tonelada. Intenté respirar
profundamente y fijarme en algo que me distrajera. Algo real. Y entonces vi a
una chica sonriéndole a alguien que se acercaba a ella y le plantaba un beso
con caricia de nariz incorporado.
Me ardieron los pulmones. ¿Volvería alguien a hacerme eso a mí? No lo
sabía, pero la única persona que quería que lo hiciera ya no estaba. La había
perdido… PARA SIEMPRE.
No pude más y consulté el móvil desesperada por obtener una dosis más de
él:
El día anterior, cuando vio a Iker aparecer por la escuela para echarse la
foto, percibió su esperada actitud huidiza, pero no pensaba dejarle escapar. Le
costó fingir normalidad al recordar su último abrazo y las ganas que transmitía
rescindiendo su negativa a que ocurriera algo entre ellos.
Pero ese hombre era too much. ¡Una puta veleta!, porque, cuando ya había
perdido toda esperanza, lo vio sentado en los sofás exteriores con la vista
perdida a pesar de que Emma y Jon ya se habían ido de excursión. No tuvo
más remedio que acercarse a él intentando disimular que se moría de ganas.
—¿Aún por aquí?
—Sí, no tengo prisa. Y he estado pensando en lo de enseñarte a surfear,
¿aún quieres aprender?
—¡Pues claro! Me encantaría.
—Quedamos a las dos enfrente de mi albergue. Traeré un par de bocadillos
y unas cervezas para después de la clase. No llegues tarde.
Dicho esto, se levantó y se fue.
¡Con todos ustedes: El gran Iker Uribe! (Aplausos).
Más que un futbolista parecía un jodido asesino a sueldo, porque más que
una propuesta le había parecido una amenaza, pero se descubrió sonriendo.
¿Él sabía que en el fondo sabía que lo sabía?
Él se entendía. La cuestión era: ¿«Entendería» Iker?
Se dio la vuelta esperanzado y se frotó las manos. Y qué imbécil se sentía
ahora, echando la vista atrás.
Iker estuvo la mayor parte del día muy técnico hablando de surf, mientras él
ofrecía su mejor interpretación de alguien relajado y casquivano.
Él. Casquivano. Si eso no era amor…
—Eres un misterio —dijo de pronto Iker sentándose en la toalla cuando
decidieron parar a comer.
—¿Por qué lo dices?
—Porque cuando te conocí no eras así. Tan amable… Era lo que más
confianza me daba de ti, ¿qué te ha pasado? —sonrió.
—¡¿Lo dices en serio?! —preguntó Dani alucinado—. ¡Me estoy muriendo
por intentar hacer el papelón de mi vida! ¿Tienes idea de lo que me está
costando actuar así para que te sientas cómodo?
Iker soltó una risita.
—¿Sabes?, no eres tan listo como crees. ¡Ese perfil de gente me da «yuyu»!
No son de fiar, sin embargo, tu reticencia… era genial.
Dani se sentó a su lado confiado en el significado de lo que acababa de
escuchar.
—Entonces… ¿la gente como tú te da yuyu? ¡Porque tú eres así!
Iker sonrió satisfecho.
—A esto me refería. ¡Sin filtro! ¡Me encanta!
— ¿Te gusto más cuando… soy raro?
—Me gustas más cuando eres tú mismo.
—Joder, ¡y yo haciendo el paripé! Estaba a punto de suicidarme.
Iker se rio con más soltura.
—Pues no es necesario que lo hagas. Estoy bien. Tengo las cosas muy
claras.
—Me alegro, yo también.
Se miraron a los ojos y, a pesar de la incertidumbre, sonrieron. ¿Se
referirían a lo mismo?
—Pensaba que se te iba a dar peor el surf… —comentó Iker.
—En el mar todo me parece fácil.
—Eres tú el que lo hace fácil…
Volvieron a mirarse y tuvo unas ganas locas de arrasar sus labios.
«Mierda. Resiste».
Pero… ¿por qué iba a hacerlo? ¿No le acababa de decir que le gustaba que
fuera él mismo?
—Ahora mismo te besaría —soltó Dani volviendo a mirar al mar, pero
pronto sus ojos buscaron su reacción.
—¿Aquí, en medio de la playa? —preguntó Iker asustado.
—Australia es uno de los cinco países más tolerantes del mundo con el
LGTBi, junto con España… Y Byron Bay, bueno, ya sabes lo especial que es
este lugar. La única norma que hay es la de sentirse libre para hacer lo que te
nazca.
—¿Por qué este pueblo mola tanto? No me lo explico…
—Yo tardé en descifrarlo, pero Byron te hace entender que lo mejor de la
vida… es gratis. Si lo piensas bien, las cosas más valiosas, no tienen precio.
Iker sonrió embelesado.
—¿Como el mar?
—Exacto —dijo Dani, con una sonrisa tan sincera y desnuda que le dio
fuerza para confesar su secreto.
—¿Sabes?, anoche no pude dormir pensando en que tenía que haberte dado
un beso en tu casa…
«¡Dios existía! Y se parecía a Brad Pitt. LO SABÍA».
Dani apoyó una mano hacia atrás y giró el cuerpo hacia él.
—Me gustaría solucionarlo ahora mismo, si no te importa.
Una sonrisa vergonzosa apareció en la cara de Iker, justo lo que necesitaba
para que sus planes de permanecer distante se fueran por la borda.
Se acercó a él y, cogiéndole de la barbilla, le giró lentamente la cara hasta
rozar sus labios con los suyos. Fue un movimiento suave y húmedo que dejó
una estela de placer adictiva entre ambos. Iker lo continuó con languidez,
saboreando cada segundo, cada caricia de su lengua, convirtiéndolo en un
beso de categoría.
Para alguien que no se sentía cómodo en el mundo, encontrar paz en un
rincón tan complicado como la boca de Iker era, cuanto menos, caótico.
Parecía que ninguno de los dos estaba dispuesto a parar porque no había
mucho más que decir. Solo sentir cómo se deseaban. Era cierto que tenían las
cosas muy claras.
—¿Ya no tienes hambre? —preguntó Iker tiempo después.
—Al contrario, tengo mucha… —respondió Dani lascivo.
—A mí tampoco me entra nada… de comida. Solo me apetece una cosa.
—¿Nos vamos? —preguntó Dani directo, sin filtro, sin pensar en las
repercusiones, como le gustaba a Iker, solo pensando en lo que necesitaba de
él.
—Vale.
Recogieron rápido y, cuando Daniel enfiló hacia su casa, Iker le agarró del
brazo.
—Echa el freno, no vamos a tu casa.
—Entonces, ¿a dónde? ¿A tu albergue?
—He alquilado una villa de lujo para relativizar mis preocupaciones con el
tío más raro que he encontrado en el pueblo.
La sorpresa no impidió que Dani soltara una sonora carcajada. Algo
insólito en él.
—¡Puto loco!, ¿en serio?
—¿Pensabas que no tenía ninguna estridencia de estrellita de segunda?
—Eres idiota —dijo con una sonrisa muy prometedora—. Solo por estar
contigo me hubiera metido en cualquier ratonera, mi piso de bohemio se quedó
con las ganas…
—Perdona por no querer destrozar los muebles de tu casa.
Dani agrandó los ojos y se mordió el labio inferior manifestando una
repentina urgencia física.
—¿Dónde está ese lugar?
—En las cabañas Kaylani Beach House.
—¿Qué dices?… Son la hostia. ¡Vamos!
Iker hizo una llamada y diez minutos después alguien les esperaba en el
lugar indicado con las llaves.
—Que la disfruten, señor —sugirió el agente inmobiliario.
Cerraron la puerta y, tras dejar las cosas en el suelo, estudiaron el espacio.
—Alucinante… —murmuró Dani pasmado.
Buscó ese alojamiento porque él lo mencionó una vez. Quería que fuera
especial. Era una villa con cuatro dormitorios y un jardín precioso. El espacio
era moderno y abierto. Un acogedor salón con moqueta en tonos beige
desembocaba en una terraza a la que salieron para obviar una espectacular
piscina.
Iker se quitó la camiseta dejándole noqueado unos segundos y se lanzó al
agua. Cuando sus ojos coincidieron en la distancia, sintió que su maquiavélica
mente maquinaba algo perverso a sus espaldas. Algo sucio e indecente, y lo
corroboró el hecho de que, no solo se quitó la camiseta, sino también el
bañador y se reunió con él en el agua.
Se zambulló a su lado y un segundo después estaba entre sus brazos
besándole con una emoción bañada en agradecimiento.
—Gracias por hacer esto. ¡No puedo creer que lo tuvieras planeado
mientras yo hacía el gilipollas con la única intención de robarte un beso al
final de la noche! ¿Por qué has cambiado de idea?
—Porque, a la larga, me hubiera arrepentido. Me gustas mucho, Dani, y
quiero descubrir cómo soy cuando soy quien quiero ser.
—Así se habla —sonrió acercándose a su boca—. Tú también me gustas…
un poco demasiado, me temo.
—¿Por qué? —preguntó Iker sin llegar a entenderlo.
Le sorprendió que tuviera dudas. Debería estar harto de oírselo decir a la
gente. Entonces entendió que esperaba una valoración más allá de la estrella
del deporte que era, porque confiaba en que no fuera eso lo que le atrajera de
él. Y, por descontado, no lo era. Pero quería que entendiera que su habilidad
formaba parte de su persona. Quería que lo aceptara.
—Porque —comenzó solemne—, eres un animal exultante y precioso con
dotes físicas fuera de lo común para transportar un objeto de un sitio a otro
mientras alguien trata de impedírtelo, y eso, aplicado al mundo físico, denota
una superioridad de superviviencia alucinante —sonrió guasón—, por otro
lado, tu bondad innata me tiene apabullado… ¡y tu sonrisa! Creo que es el
gesto más bonito y puro que he visto en mi vida… me invita a sonreír, y eso es
muy poco frecuente en mí —susurró mordiéndole los labios.
Iker le devolvió el beso emocionado con un salvajismo desconocido, pero
poco después le frenó recordando que para el futbolista sería su primera vez.
Por Dios…, ¡ni siquiera tenían lubricante para ayudar un poco…! ¡Ni
condones!
—Salgamos de la piscina —propuso Iker excitado—. Solo quería quitarme
la sal y la arena. Vamos dentro.
Pues sí que tenía las cosas claras el chaval…
¡Y él sin armamento! Cogió la toalla que le lanzó al salir y le siguió hasta la
habitación.
—Iker… no tenemos nada para…
Al entrar en ella, un arsenal de productos sexuales golpearon su vista.
—¡Joder!
Había de todo. Geles, juguetes, preservativos.
—Muy discreto no has sido, no.
—Si sueltas más pasta, hay servicio de habitaciones. Quería estar
preparado…
—Justo iba a mencionártelo, me preocupaba que…
—Ya está solucionado. Confío en ti —dijo acercándose a él para besarle de
nuevo.
Estaba tan excitado que no podía analizar qué era ese minúsculo malestar
que vagaba por alguna parte de su entendimiento. Pero lo ignoró porque, con
semejante concentración de cariño entre las piernas, se imponía el deshacerse
de esa indiscreta molestia primero.
Se escuchó un bañador mojado cayendo al suelo mientras le besaba con los
ojos cerrados, y Dani no sabría decir quién arrastró a quién hasta la cama
King size, revueltos en un nudo de extremidades. El corazón le iba a mil por
hora. ¿Cuánto hacía que no se sentía así, tan deseoso de poseer a alguien?
El cuerpo de Iker era perfecto, no había discusión posible. Una
combinación de dureza y suavidad completamente desquiciante. Un placer que
conseguiría enloquecer al más ateo entendiendo que disfrutar de él era lo más
cercano a una experiencia religiosa. Porque era un Dios.
«Para tener éxito debe proyectarse una imagen de éxito en todo momento».
Nunca olvidaría esa frase que entendió por primera vez en el contexto de la
película American Beauty, pero que, curiosamente, su entrenador se la repetía
todos los días.
Quizá temiendo que se le viera el plumero, o en este caso, la pluma…, o
puede que se la dijeran a todos los veinteañeros que tendrían una reacción
esquizoide si realmente se pararan a pensar cuánto había en juego cada vez
que fallaban un pase, un penalti o perdían un partido en primera división.
«Finge, por lo que más quieras, finge y no dejes que vean cuánto te afecta o
estás perdido», recordó las palabras. Y eso había hecho. Tomó la decisión de
dar un paso adelante en su recién descubierta homosexualidad y adoptó la
actitud que necesitaba para llevarlo a cabo. No es que fuera a convertirse en
un robot, sencillamente, era otra persona. Esa que todos veían en televisión.
La interesante. La que parece tenerlo todo bajo control. La que le hacía
sentirse tan incómodo porque era una farsa y nadie parecía querer darse
cuenta. Lo preferían a él. Al jugador. Al número de su camiseta.
Un punto de tristeza y alivio se arraigó en su pecho al comprobar que Dani
no era distinto. Parecía entusiasmado con su propuesta. ¿Eso quería? Sí. Solo
una aventura con Uribe, la estrella, no con el chico que hace un par de días se
había acobardado en su habitación incapaz de continuar. Pero ese era el
verdadero Iker. Y había intentado dejarle ser, pero finalmente, Uribe tuvo que
volver a coger las riendas para meter ese gol —que de fallarlo—, le
perseguiría de por vida. El problema era que no sabía cuánto tiempo podría
mantener la patraña, porque algo le decía que, esta vez, no iba a ser como las
otras…
Los besos violentos que se prodigaban eran cada vez más fogosos y Dani se
apartó preocupado.
—¿Estás bien? —preguntó exhalando en su boca.
Iker ignoró la cuestión y aprovechó el movimiento para responderle
cogiendo un preservativo de la mesilla antes de volver a lanzarse a sus labios
con brusquedad.
—Espera un momento —le frenó Dani.
—¿Qué ocurre?
—No quiero que sea así.
—¿Así cómo? —preguntó Iker perdido.
—Las cosas con prisa nunca salen bien, quiero disfrutarlo con calma…
—Pero…
Dani le cogió la cara con ternura y le puso una mano en el pecho. Uribe
comenzó a sentirse acorralado.
—Relájate. Quiero que me beses, no como crees que tienen que hacerlo dos
hombres, sino como quieras besarme tú. Nadie va a juzgarte, ni a verte, ni a
evaluarte.
Intentó resistirse a la pequeña conmoción que comenzó a aflorar en su
pecho. Dani te atrapaba, llegando a ser un estado mental. Uno donde es fácil
entrar, pero muy difícil salir.
Cuando le acarició el pelo y le atrajo con cuidado hacia su boca
entreabierta, le regaló un beso húmedo que le embriagó.
Tenía razón. Lento era diez veces mejor, aunque demasiado intenso. Su
máscara se derretiría enseguida y no tenía ni idea de lo que podía ocurrir
entonces. Puede que fallara el disparo.
La mano que jugueteaba con la parte de atrás de su pelo viajó por su cuerpo
hasta llegar a su miembro sin llegar a tocarlo. Eso le puso frenético. Eso y el
merodeo que decidió dar Dani cuando era obvio que él estaba más listo. Le
había pedido calma, pero se encontraba intentando reprimir un arranque de
agresividad como el que tendría un toro salvaje ante una bandera roja.
Justo cuando iba a lanzarse de nuevo, Dani le agarró los testículos con
fuerza y le retuvo doblegándole.
«Dios…», ¡Estaba a cien!
¿Cómo no iba a gustarle? Ese gesto le era muy familiar. Metafóricamente,
siempre le habían tenido agarrado por los huevos, manejándole, dirigiéndole,
y quería que esto fuera distinto. Quería estar al mando por una vez.
Con movimientos gráciles, Iker le cogió la cara y comenzó a besarle
lentamente. Eso hizo que Daniel aflojara su mano y prosiguiera acariciándole
otras partes de su cuerpo.
Tenía un condón en la mano. No lo había olvidado, y tenía intención de
usarlo.
De alguna forma, consiguió que Dani acercara su boca a donde más lo
deseaba, llevándole a un grado de dureza que no había experimentado en su
vida. Y se lo dijo. Se lo dijo sin palabras cuando su instructor preguntó
silencioso en qué punto estaba. Pudo leer su deseo imperioso por hacer algo
más, y al momento, Iker se levantó, y empujó suavemente a Dani hacia la
cama. Al tumbarse, Iker se pegó a su cuerpo y comenzó a frotar su miembro
contra él con una necesidad impostergable mientras le besaba el cuello, los
hombros y rozaba su cabeza contra la suya sin cesar.
Dani hizo un movimiento extraño y se llevó la mano al lugar en el que su
miembro no dejada de rozarse.
—Hazlo ya, Iker… Haz lo que estás deseando hacer.
Poco a poco su excitación se abrió paso entre las nalgas de Dani y tanteó su
entrada. Tenía los nervios destrozados y todos sus sentidos concentrados en un
solo punto.
—¿Y el lubricante? Te haré daño…
—Pasando de él. No puedo más…
Cuando escuchó su súplica no tuvo más remedio que presionarse contra él y
notó que su punta roma se introducía milagrosamente por donde debía.
Veinte segundos. Es lo que duraron las gloriosas embestidas hasta que
explotó en un placer insoportable. Algo parecido a cuando se te sube la bola
del gemelo, pero terroríficamente agradable.
Se quedó encima de él resoplando con los ojos cerrados y deseando no
tener que abrirlos al nuevo mundo. Uno en el que por fin había encontrado su
lugar. Puede que los gemidos de Dani le hubieran ayudado a batir un jodido
récord a la hora de correrse, y se sintió en deuda con él, por experimentar la
sensación más alucinante que había tenido en su vida.
De repente, se acordó del condón que guardaba aplastado en su mano y le
inundó el terror.
—Mierda… No me he puesto condón.
—No te preocupes, estoy limpio. Nunca lo hago sin protección, pero me
figuro que alguien como tú estará bajo reconocimientos médicos constantes.
—Sí, tú puedes estar tranquilo…
—Y tú también. De verdad.
Respiró aliviado y se despegó de él quedándose tumbado en la cama con un
brazo sobre los ojos, asimilando lo que acababa de hacer. Se había follado a
Dani. Y le había encantado. Se sentía sin fuerzas. Casi de gelatina, hasta que
sintió de nuevo sus labios sobre su cuello cuando se juntó a él y todo lo blando
que había en su cuerpo se volvió duro al momento.
Sabía que no había acabado. Y está vez, no se echaría atrás, aunque
estuviera muerto de miedo.
—Confía en mí —susurró Dani leyéndole el pensamiento sin dejar de besar
su piel.
Intentó relajarse, a pesar del grado de excitación que estaba alcanzando por
momentos gracias a las caricias que ya le prodigaba. Sobre todo, cuando le
instó a darse la vuelta y continuó husmeando otros rincones de su cuerpo.
—Disfrútalo. Olvida cualquier preocupación, solo siénteme.
Y lo hizo.
Sería justo resaltar que antes, Dani casi lo llevó a la locura.
Comenzó curioso, fingiendo juguetear inocentemente con sus dedos en cierta
zona aplicando lubricante mientras le besaba y le clavaba su dureza donde
buenamente se terciaba.
Era muy agradable, pero después comenzó a ser exasperante. Necesitaba
más. Su propio trasero buscaba un mayor roce contra su mano que maniobraba
perezosa a un ritmo insuficiente.
«¿Iba a tener que suplicar?», porque le faltaba un pelo.
En ese momento, jadeando como si acabara de llegar corriendo, oyó que
Dani se ponía un preservativo y su corazón comenzó a galopar. Notaba la zona
en cuestión muy resbaladiza y sus ganas al límite, pero el no saber qué esperar
jugaba en su contra.
Dani se situó encima suyo y comenzó a rozarse contra él, pasando de largo
una y otra vez por el punto en cuestión, hasta que perdió los nervios.
—Vamos… —suplicó apretando los dientes.
Sintió una caricia en el hombro que desvió por un segundo su atención y lo
siguiente que notó fue un movimiento certero de Dani entrando en su interior
que le hizo poner los ojos en blanco.
«Dios mío…».
Su gemido debió oírse hasta en Liverpool, pero en aquel momento no le
hubiese importado. Solo entendió que necesitaba más y, sin tener que
pedírselo, Dani se lo dio. Comenzó a follarle con ganas efectuando
movimientos perfectos. El placer que sentía no le dejaba pensar con claridad.
Daniel tenía razón. No se conocía a sí mismo ni conocía su cuerpo o lo que era
capaz de hacer, a pesar de llevarlo al límite como deportista de alto
rendimiento.
«¿Que a qué venía tanto escándalo con el sexo? Madre mía… ¿Cómo hacía
la gente para concentrarse en una puta cosa existiendo esto?».
Acababa de despertarse en los quince, teniendo un contrato millonario que
firmar en 24 horas al otro lado del mundo.
Capítulo 25 - Última llamada
Doy gracias por la gente valiente, esa que no aparta la vista y sigue con su
vida como si nada cuando es testigo de la miseria humana más denigrante.
Porque creo que, en mitad de uno de los vuelos, me morí. Y las filas
consecutivas a mi asiento lo vivieron conmigo acongojadas. Estoy segura de
que pensaron que venía de un funeral. Y era cierto. Del mío.
El deceso empezó cuando dejé atrás esa tierra en la que había sido
asquerosamente feliz, y llegó a su fin cuando se me ocurrió escuchar música.
(Emoticono pulgar hacia abajo)
Había grabado algunas canciones que no dejaba de escuchar justo antes del
accidente. Había ido al cine a ver la película de Lady Gaga y Bradly tío bueno
Cooper y me había fascinado la banda sonora. Cuando me puse esa canción,
esa que sonaba fantástica y desgarradora en la increíble voz de la artista, mi
cabeza la tradujo sin esfuerzo porque llevaba dos semanas oyendo hablar
inglés, y me llevé un palazo en el pecho que me dejó sin aire:
Joder… claro que había encontrado mi luz… Pero acababan de saltar los
plomos de mi vida y no tenía fuerza para encender de nuevo el interruptor
general.
Al aterrizar en Barajas y ver la cara de Guille en la puerta de llegadas fui
realmente consciente de la pena que daba mi demacrada imagen.
No sé quién le avisó de la hora. Yo, no. O no lo recuerdo. Pero ahí estaba.
Dispuesto a recoger mis restos y cobrarse la recompensa por estar de niñero
gatuno y hospitalario.
Debía tener mala pinta porque giró la cabeza hacia un lado mientras abría
los brazos y esperaba mi abrazo.
Cuando llegué hasta él, me hundí en su olor. En ese recodo calentito tan
familiar que siempre estaría ahí para mí, pero sentí que despegaba un brazo de
mi espalda y le daba un apretón de manos a Iker. Un Iker que había estado todo
el vuelo callado pensando en sus propias miserias, pero había dejado que
apoyara la cabeza en su hombro para dormir. También tuvo la amabilidad de
no poder pegar ojo, para tener ojeras a juego conmigo. Éramos la pareja
fantasma.
—Parecéis cansados —señaló Guille con cautela.
—Ha sido un viaje muy largo —respondió Iker abatido.
—Eso parece, que habéis llegado más lejos que nunca…
Silencio. Miradas.
Yo no contesté nada e Iker tampoco. La mala educación tenía disculpa en
aquellos momentos. Solo quería meterme en la cama y no salir nunca más. Y
de repente me acordé.
—Quiero ir a ver a Laura.
—Respecto a eso…
—Me da igual que sean las nueve de la noche. Para eso he vuelto. Quiero ir
ahora —anuncié tajante.
Mi tono no dejó lugar a discusión. Una sombra envolvió mis palabras
amenazando llanto y Guille no rechistó.
Me despedí de Iker y prometimos volver a vernos.
—Te dejo en buenas manos.
—¿Tú estarás bien?
—Sí —mintió resignado—. Voy a coger un taxi y me llevará directo al
hotel. Mis padres me están esperando allí…
«¿Y quién te protegerá de ellos?», pensé hundida.
Me sentí egoísta, pero estaba agotada y, por primera vez en mi vida, admití
que no tenía fuerza para nada más. Mi losa era demasiado grande, pero me
prometí ir en su ayuda cuando estuviera mejor. Más entera. Cuando dejara de
ser una sombra de mí misma que se dedica solo a cumplir con las funciones
vitales básicas.
Nos subimos al coche de Guille y noté que quería decirme algo y no sabía
cómo.
—¿Qué pasa? —rezongué.
—Joder… ¿cómo lo sabes?
—No has metido la llave en el contacto. Estás jugueteando con ella, ¿qué
pasa?
—Deberías haber sido una jodida policía —bufó apretándose los ojos con
dos dedos y juntándolos en su nariz.
—Suéltalo ya.
—Laura ha despertado.
—¡¿Qué?! —exclamé atónita—. ¡¿Cuándo?!
—Hace un par de días… te llamé varias veces.
—Joder… —Me tapé la cara con las manos y la culpabilidad lo arrasó
todo.
Jon tenía razón. ¡Me había desviado un huevo del objetivo! Apartándolo a
un segundo plano. Justo detrás de mi gran vanidad. ¡Maldita niñata!
—¡¿Por qué no me escribiste un WhatsApp?! —exclamé enfadada.
Guille tardó en hablar, intentando ordenar sus ideas para ocultar algo que no
quería que supiera.
—Al ver que no me contestabas no insistí…
—¡¿Por qué no?!
—¡Porque llegabas en un par de días! Y sabía que no estarías muy bien.
—¿Y cómo coño lo sabías?
—¡Precisamente porque no me llamaste para preocuparte por Laura! Pero
Emma… —dijo rápidamente cuando hice un mohín acongojada—. No pasa
nada. Realmente, Laura no es tu responsabilidad. Te fuiste por un motivo y
creo que estabas cumpliendo con él. Tienes que dejar de preocuparte tanto por
los demás y empezar a pensar más en ti misma.
—No me vengas con esas…
—¡Lo creo de verdad! —me interrumpió ofendido—. Además, Laura me
tenía a mí. Esa era mi misión, ¿recuerdas? Podemos ir a verla mañana, no hay
prisa.
—Quiero ir ahora. ¡Tengo que ir!
Le agarré del abrigo y Guille vio en mis ojos que hablaba en serio. No dijo
nada más y arrancó el coche pensativo.
—No va a conocerte con tu mejor cara, parece que vienes del infierno… —
comenzó con tiento—. ¿Tan mal ha ido?
—No. Nada grave. Solo me estoy muriendo, y va en serio.
—¿Por qué?
—Porque esto no es vida, Guille. Esta… ¡inútil y descolorida existencia
que llevo debería estar prohibida! Ahora sé cómo puede llegar a ser, y mi vida
daba más pena de lo que creía —dije asqueada.
—Pues cámbiala —sentenció contundente sin atisbo de compasión.
Giré la cara hacia la ventanilla y guardé silencio dando por concluida la
conversación. Quería dejar de pensar en mí y pensar en Laura. Ya solo
importaba ella. Estaba despierta. Y la habían atropellado por mi culpa.
—¿Has hablado con Laura? ¿Sabe quién soy?
—Sí. Tu nombre salió a colación cuando tuve que explicarle quién era yo.
—Y… ¿me odia mucho? —pregunté con miedo.
—Emma… ni te imaginas cómo es. Solo puedo decirte que estés tranquila,
no te preocupes por eso —dijo con una sonrisa muy peculiar que parecía
guardar un secreto.
Un segundo antes de entrar en la habitación de mi víctima frené mis pasos
muerta de vergüenza.
—¿Quieres que entre yo primero y le diga que estás aquí?
Asentí con la cabeza y, sin perder tiempo, Guille empujó la puerta y la dejó
entornada.
—Hola… —escuché que le decía—. Emma está aquí. Acaba de aterrizar y
quiere verte… no he podido convencerla para venir mañana.
—Oh, está bien. Que pase —escuché una voz adormilada.
Guille vino a buscarme y me adentré en el espacio, pero bajo ningún
concepto estaba preparada para lo que vi.
Tenía la pierna derecha en alto sujeta por mil cables. La otra estaba
escayolada igual que parte de su brazo izquierdo, que se apoyaba suavemente
en la cama, pero lo que más me impresionó es ver que tenía la cabeza rapada.
Automáticamente junté las manos en mi boca.
—Dios mío…
Mis ojos inundándose lentamente de agua salada. «Y no querías volver…»,
dijo mi enemiga poniendo la puntilla.
—Emma —pronunció Laura en respuesta—. Tenías razón, es guapísima —
le dijo sonriente a Guille, que le correspondió embelesado.
Subí las cejas al divisar ambas sonrisas. ¿Era de recibo estar tan feliciano
al enfrentarte por fin al culpable de tu lamentable estado?
—¿Cómo te ha ido por Australia? —me preguntó ella pizpireta.
Parpadeé despacio. Yo la hacía moribunda, y esto…
Al ver mi cara de pasmo, Guille reaccionó divertido.
—Laura despertó hace un par de días mejor de lo que cabía esperar. Los
médicos están flipando. Tiene una pierna… muy rota, la verdad sea dicha, y
una fractura limpia de tibia y peroné en la otra. Lo del cúbito partido a
cachitos es una tontería. Es una quejica —dijo vacilón.
Laura puso los ojos en blanco, pero sonrió derretida.
¡¿WTF?!
—No recordaba nada de lo sucedido —comenzó la aludida—, desperté y
me secuestraron para hacerme todo tipo de pruebas, y, cuando regresé a la
habitación, Guille estaba esperándome. Fue muy gracioso, porque las
enfermeras me habían dicho que era mi prometido y yo me lo creí. Decían que
tenía pérdida de memoria selectiva y que no me acordaba de él… Imagínate…
Cuando me contó la verdad, nos tronchamos de risa. Cuando finalmente me la
contó… —dijo echándole una pulla a Guille.
—¿No pensaste que era un psicópata? —pregunté alucinada.
—¿Guille? —preguntó con sorna—. Bueno, digamos que… me ayudó a
superar muy bien el impacto inicial y luego, básicamente le perdoné a cambio
de acuerdos que ahora no vienen al caso —resolvió intrigante.
—Guille y sus acuerdos —opiné cansada—. Entonces, ¿estás tan bien como
pareces? —insistí con aflicción.
—Sí. Bueno, mi corte de pelo es un desastre, pero mi cabeza está bien. Solo
necesito rehabilitación. ¡Soy joven y lo superaré! —dijo imitando alegría—, o
eso dicen los médicos.
—Joder, ¡lo siento mucho! ¡Fue culpa mía! —exclamé sintiéndome fatal—.
Típico en mí, siempre lo jodo todo…
Laura levantó su mano sana para cortar mi diatriba.
—No es culpa tuya. Y no vuelvas a decirlo.
—Pero si…
—Estas cosas pasan, Emma —respondió conciliadora—, y encima hay que
estar agradecidos porque no hay que lamentar males mayores. Al contrario. Mi
mano derecha está sana, puedo usar el móvil y el ordenador. Es un poco
hardcore darme cuenta de que mi vida se reduce a eso, pero, de momento, no
necesito nada más. Solo tener a mi tía lejos, y Guille ha resultado perfecto
para eso. Os lo agradezco a ambos.
La miré y su sonrisa me eclipsó como la primera vez que la vi. Ella sí era
jodidamente guapa, porque, si consigues brillar teniendo ese aspecto, es que
irradias un aura única imposible de no adorar. Miré a Guille y me alegró saber
que no era la única que lo pensaba.
—Menos mal que estás bien… Vine contigo en la ambulancia. Encontré tu
riñonera y… leí tu libreta, ¡perdona! Pero al saber quién eras, quise ocultarla.
Y luego quise que tuvieras a tu hermano a tu lado, yo…
—Emma, está bien, no pasa nada. Fue muy valiente querer hacer eso por mí.
Eres increíble. Dejarlo todo y lanzarte a buscar lo que creías que necesitaba…
eso es suficiente para demostrarme cómo eres.
—Te equivocas. Soy lo peor. Una egoísta. ¡Una perdida! Una imbécil
cegada… —solté antes de taparme la cara y dejar que la presa de lágrimas
desbordara de nuevo. Pero pronto me repuse al pensar que no tenía ningún
derecho a sufrir, teniendo a la peor parada de todo aquel asunto delante.
—Lo siento —repetí intentando secarme los ojos a manotazo limpio.
—Yo no. Me alegro de que fueras a Australia, ¿cómo te fue? —preguntó
risueña, como si supiera algo de mis líos de faldas.
—Pues… HORRIBLE. Con mayúsculas. No encontré a tu hermano, estaba
más perdida que un hijo puta el día del padre.
Laura soltó una risita extrañamente maternal, a pesar de que era más joven
que yo. Malditos «viejóvenes», siempre preparados para dar una lección a los
treintañeros idiotas.
—Pues no hacía falta. Sé quién es mi hermano y dónde encontrarle.
—¡¿En serio?!
Me sentí tonta del culo.
—Hace meses que su madre apareció en una de mis firmas de libros. Me
recordaba, y ahora es una fiel admiradora. No rechazó ir a tomar un café
conmigo y le conté quién era en realidad. Ella me dijo que tenía miedo de
contarle el asunto a su hijo por teléfono y decidimos que lo haría yo en
persona.
—¿Miedo? ¿Por qué?
—Porque su padre murió cuando él tenía año y medio y después su madre
se casó con otro. Tomaron la decisión, buena o mala, de hacerle creer que era
su padre a todos los efectos. Ahora hay que decirle que no es del todo correcto
y le da pavor que se enfade.
—Entonces, ¿le tienes localizado? —pregunté con avidez.
—Sí, sé que trabaja en la escuela de buceo Blue Days.
—¡Estuve allí, y no hay ningún Sam! —dije alterada.
—¿Sam? Espera… —dijo cayendo en la cuenta de algo—. ¿Has ido a Blue
Days preguntando por Sam? —se tapó la boca e intentó no reírse. Después,
cogió el teléfono y buscó en sus fotografías.
—Este es mi hermano.
Una foto de Dani apareció en pantalla.
—¡Le conozco! ¡Es Daniel!
—Lo sé. Cuando su madre me dijo que su nombre era Dan y no Sam, supe
que la vecina, una viejecita encantadora, se habría confundido al escucharlo.
No te preocupes, ¡yo estuve años buscando a Sam como si fuera el puto Wally!
—dijo echándose a reír—. ¿Conoces bien a mi hermano? Su madre me dijo
que es un reputado preparador físico bastante perseguido en las plantillas de
equipos de competición de todo el mundo. Por eso ha trabajado tanto fuera de
España. ¡Dicen que es capaz de arreglarte hasta la vida! —sonrió ilusionada
—. Y ahora mismo, a mí, no me vendría nada mal… Cuéntame ¡¿cómo es?!
—Joder…
Fue la única respuesta que pude darle ante tal información.
¡Puta vieja! Con perdón.
Dani. Dani. ¡Dani!
¡Lo había tenido tan cerca! Estaba obcecada con que Laura tuviera a su
hermano, y resultaba que era la primera persona con la que hablé en Australia.
¿Bastaría con explicarle que le apodaba secretamente Jack Daniels?
Deseché la idea e intenté pensar en algún adjetivo que estuviera a la altura de
JD.
—Es… la bomba. Le llaman Moby Dick, porque es un asesino de la
intolerancia humana. Es… bastante especial.
Esa cruda descripción pareció hacerla feliz.
—¿Y qué vas a hacer ahora? —pregunté con interés.
—Yo no puedo ir a Australia. Tendré que decírselo por teléfono… —
respondió apurada—, pero le parecerá una broma pesada. Sin embargo, si
alguien de su confianza se lo dijera…
—Podría hacerlo yo —salté sin preámbulos—. Él sabe que andaba
buscando a un hermano desaparecido e intentó ayudarme.
—¿Lo harías? —preguntó con los ojitos muy abiertos.
—Claro… —contesté rápidamente. Luego me acobardé.
—¡Bien! —celebró. Después, suspiró agotada.
—Deberías descansar —se anticipó Guille atrapando el mando de la cama
para bajar el respaldo.
—Sí, papá.
Cruzaron una mirada juguetona y ella cerró los ojos.
—¿Volverás mañana con noticias? —me preguntó la herida justo antes de
irme.
—Dalo por hecho.
De camino a mi casa, Guille llevaba una sonrisa tatuada en los labios y no
pude evitar resoplar irritada.
—¿Qué te pasa ahora? —preguntó cansado.
—Nada, que conozco muy bien esa sonrisa.
—¿Qué sonrisa?
—La de gilipollas. Es la misma que tenía yo en Australia. Pero ¿sabes qué?
No quiero saberlo. Seguro que hay una gran historia detrás de ella, pero estoy
demasiado deprimida para escucharla y alegrarme por ti.
—Algún día te la contaré. Cuando vuelvas a sonreír.
—¿Crees que volveré a hacerlo? —pregunté aprensiva. En aquel momento
lo veía imposible.
—Claro que sí, lo predican en Sexo en Nueva York, y será cuando algo te
haga mucha, pero que mucha gracia. Te lo prometo.
—Si tú lo dices… —dije abriendo la puerta del coche al parar frente a mi
portal.
—Te acompaño hasta arriba.
—No hace falta. Mañana nos vemos, ¿vale?
Él me miró desconfiado. Y hacía bien.
—Mañana —dijo buscando confirmación en mi tono triste.
—Tranquilo, por la tarde me paso por el hospital.
—De acuerdo.
Entré en mi casa y el vacío me tragó.
Ni siquiera abrí la maleta. Seguramente mi ropa olería a Jon. Pensaba
tirarla toda a la basura. Maleta incluida.
Había un montón de cajas por todas partes, debido a mi forzoso traslado
antes del viaje, pero no había deshecho casi ninguna, por falta de ganas.
Me quité las deportivas y me lancé sobre la cama dispuesta a no
abandonarla en días. Pero tenía una última cosa que hacer. Una llamada. Era
buena hora, en Australia sería mediodía.
Descubrí que tenía el teléfono en la mano como si hubiese querido olvidar
su presencia allí, y metí la clave de acceso con verdadero pánico. No sabía lo
que iba a encontrarme.
Tenía más de 60 WhatsApp sin leer y solo esperaba que no fueran todos de
la misma persona.
Por suerte, solo 50 eran de él. Los otros diez eran de Guille, Iker, mi madre
(sorprendente), y de un número desconocido. Comencé por ese.
¡Menuda sabelotodo!
¿Tanto se me notaba que mis impulsos trotamundos me habían destrozado el
corazón? El dicho popular jura que solo se aprende a palos, y yo era una
apaleada en todos los sentidos. Lo tenía asimilado… hasta que un Flower
Power me había convencido de lo especial que era y me lo había creído.
Bueno, había querido creérmelo. De nuevo, culpa mía. Pero ya había
aprendido la lección definitiva: «no le gustas a nadie. Punto. No lo suficiente.
Tu evaluación siempre será un *Necesita Mejorar».
Pero sin dramas, eh, por favor, que ya lo sabía… No me quería ni mi madre,
me iba a querer otra persona que no llevara ese vínculo incondicional de serie
cosido en las entrañas… Seguramente, un hada gafe se asomó a mi cuna el día
en que nací.
Y cuando la esperanza muere, ¿qué hay detrás de ella? Barro. Solo barro
para ensuciarlo todo. «En el Fondo». Ahí es donde nos quedamos los que
nunca ganamos.
«¡Sé sincera por una vez contigo misma! ¿No notabas que Jon se estaba
enamorado de ti?», insistió mi conciencia en un último esfuerzo por no
desaparecer.
Solo había una respuesta posible. Me metí en la conversación y lo leí todo.
Todo lo que venía detrás del mensaje que empecé a leer en el aeropuerto. Sus
sentimientos, minuto a minuto después de explicarme que éramos una
casualidad otoñal.
Cerré los ojos y pensé: «Pero los sueños, sueños son. Y esto no ha sido más
que El sueño de una noche de verano».
Siempre he sido mucho de cortar por lo sano. De alejar lo malo, lo que
estorba, lo que hiere. Hasta que conocí a mi ex y comenzó una dura partida de
ajedrez entre mi amor propio y mis férreos principios. Cada vez que me ponía
en jaque, ignoraba la evidencia de maltrato psicológico para no matar la
relación y terminar la partida. Como si mi vida dependiera de ello. Por suerte
para mí, fue a más, reaccioné y pude alejarme de él, pero el daño estaba
hecho, le había creído.
Y no volvería a caer en lo mismo. No estaba para juegos psicológicos
amorosos. No estando a tantos kilómetros de distancia. Además, Jon era un tío
con una capacidad desbordante para hacer sentir a alguien igual de grande que
de pequeño. Era demasiado arriesgado para una reincidente como yo. Para una
asesina de la autoestima.
Tuvo la oportunidad de atraparme entre sus garras cuando decidí quedarme,
y gracias a Dios, la dejó escapar. No quería desaprovechar la ventaja de no
estar bajo su efluvio para decidir romper con él del todo. Necesitaba ser libre.
Necesitaba resolver mi crisis existencialista antes de volver a las trincheras.
Alcé el teléfono convencida y marqué el número de la escuela Blue Days,
porque no tenía el número de Dani.
Primer tono.
—Blue Days, buenos días —se escuchó una voz en inglés.
No me salieron las palabras. El inconfundible timbre de Jon había
conseguido dejarme muda, con ese tono profesional tan falso que siempre
hacía que se me escapara una risita cuando le escuchaba dirigirse al público.
Tan lejos de su rasgada e insinuante voz en mi oído, a solas.
—Hola —reaccioné—. Necesito hablar con Dani…
—¡Emma! ¡¿Cómo estás?! ¡¿Acabas de llegar?! ¡Estaba esperando tu
llamada! ¿Como que con Dani? —preguntó de repente sorprendido al analizar
la frase.
—Sí… Estoy bien. Ya he llegado.
—¿Y quieres hablar con Dani…? —repitió molesto.
—Sí. Es importante.
—No como yo —masculló a la defensiva.
—Me parece que ya definiste muy bien dónde quedaba nuestro pequeño
idilio en el orden de las cosas. Y menos mal que uno de los dos conservó la
cabeza fría, te lo agradezco.
—Pues ojalá hubiese perdido la cabeza por una vez.
Tragué saliva.
Aún recordaba el roce de su piel, su olor, sus besos, sus caricias… ¡Basta!
—Fue bonito mientras duró, pero sabíamos que había un final —dije
fríamente.
—El problema es que el amor no se acaba, Emma. No es finito. Y si lo
hace, es que no era amor del bueno.
—¡¿Amor?! ¿Ese que te ciega tanto que no te deja ver la realidad? ¿Ese que
te desvía del camino? Te agradezco que me despertaras, menos mal que tú
nunca llegaste a dormirte…
—Se llama miedo. ¿Puedo tenerlo o tengo que ser un puto G.I. Joe?
Siempre conseguía callarme. Era menos orgulloso que yo y eso,
normalmente, da cierta ventaja.
—Ese miedo es lógico —reaccioné tranquilamente—. Míranos. No
pegamos ni con cola. ¿Ibas a tirarte a la piscina por alguien como yo? Esta
misma semana una Ariel entrará por la puerta de la escuela y te hará volver a
soñar muy fuerte, no te preocupes.
—Nunca me han gustado los golpes bajos —dijo molesto—. Ni las
autoestima bajas, que ciegan más que nada en este mundo, más incluso que el
amor. Que te vaya bien, Emma. Enseguida te paso con Dani.
Me puse a temblar cuando escuché un golpe al depositar el auricular en su
mesa.
Conversación superada. Creo. ¿Jon me había hablado de amor? Dios santo.
Quizá habría tragado demasiada agua de mar…
Yo, por mi parte, a pesar de mi seguridad inquebrantable, había sido
escuchar su voz y apretar el culo para no hacerme popo encima.
—Emma —sonó extrañada la voz de Dani—. ¿Qué ocurre?
—Hola, Dani… —comencé, pero me quedé callada.
—¿Va todo bien? —preguntó perdido.
—Sí, bueno… es que…
—¿Qué pasa, Emma?
—Lo diré rápido, ¿vale? Laura Hernández se ha despertado. Me ha dicho
que fue una idiotez que fuera a buscar a su hermano porque ella ya había
hablado con su madre antes del accidente. Tenía su foto y sabía donde
encontrarlo…
—¿Qué puedo hacer yo? ¿Quieres que le busque? ¿Sabes dónde está? —se
ofreció solícito.
—Sí… Eres tú, Dani…
Se hizo un silencio al otro lado del mundo.
—Laura quería ir a verte, decírtelo en persona, contártelo todo ella misma,
pero no puede moverse…
—Un momento, ¿mis padres tuvieron más hijos?
—Es algo más complicado que eso… Laura me ha pedido que te llame.
Quiere que vengas a España, quiere contártelo ella, y no podrá moverse en
mucho tiempo… —dije culpable—. ¿Vendrás?
—Yo… Tengo que hablar con mis padres, esto es…
No pude evitarlo y lo escupí todo. Hasta luego, Lucas.
Imposible detenerme, porque sentí que aquella situación era como un globo
de agua hinchándose a toda velocidad; y cuando traspasara su límite elástico,
terminaría en tragedia. En un baño húmedo, inesperado y brutal de los labios
de un familiar que no merecía su ira y que jamás le perdonaría esa reacción.
Dani necesitaba reflexionar antes de enfrentarse a la verdad y se la solté yo.
—Tu verdadero padre murió un año después de nacer tú. Después tu madre
conoció a su actual marido y decidieron escondértelo. Hace pocos meses se
enteró de que tu legítimo padre tenía otra hija. Una hija a la que abandonó por
ti… Laura encontró a tu madre y quería encontrarte a ti. Por lo visto, eres su
única familia.
—¡¿Cómo?! —exclamó desconcertado. Podía imaginármelo frotándose la
cara aturdido.
—Perdona la brusquedad, pero creo que tenías que saberlo. Tienes mucho
en qué pensar, Dan, y, en mi opinión, deberías hacer las maletas lo antes
posible.
Capítulo 26 - 30 días de Oscuridad
3 meses después
Fueron noventa días en la más aberrante y absoluta oscuridad. Mis
ilusiones, silenciadas; Mister Hyde sumido en una depresión lírica, y yo
intentando no echarme la culpa de sentirme incorrecto en el mundo.
Actualmente, me costaba hasta respirar. Uno no sabe a lo que es adicto hasta
que le falta y comienza a consumirle.
La última conversación con Emma fue muy dañina. ¡Esa mujer me
noqueaba! Pero la última conversación con Dani fue… mortal.
¿Me estaría equivocando? Tanto, que todos los poros de mi cuerpo habían
aprendido a hablar para chillarme al unísono que sí.
Siete días. Ese fue el tiempo que Dani soportó estar a mi lado tras esa
fatídica llamada.
—Haz algo, estás insoportable —dijo pateando una caja de material cuando
recogíamos el equipo al final de la jornada.
—¿Qué he hecho ahora? —me quejé desganado.
—Desde que Emma llamó preguntando por mí, ¡tienes una cara de
desequilibrado que da miedo!
—Vaya, gracias, tío —sonreí sardónico.
Me fui a mi despacho y, cinco segundos después, Daniel irrumpió enfadado.
—¡¿Tengo yo la culpa de que no os despidierais bien?! ¡Al menos tú tuviste
la oportunidad! Yo me desperté solo en una cama…
—Entonces fue mejor que lo nuestro, créeme.
—Insisto, y ¿tengo yo la culpa? Haz memoria del momento en el que todo
comenzó a torcerse. ¡Exacto! Fuiste tú el que le dijo no sé qué tontería de que
debía marcharse para no ser la persona más egoísta de la tierra.
—¿Es que no se puede ser sincero con tu pareja? Por eso no tengo, ¡todo es
un jodido teatrillo!
—¡¿Pareja?! ¡Aún no erais ni eso! Pero si lo que sentías por ella era tan
fuerte, deberíais haber hablado del tema de su vuelta con más naturalidad, ¡no
como lo hicisteis, animal! ¿Le hablarías en ese tono a un perro que has
acogido en tu casa, que viene de un hogar donde le han sometido a todo tipo de
vejaciones y está empezando a confiar en ti? ¡Esto es lo mismo! Y déjame
decirte que no me suena que en las películas el patoso se quede con la chica
—soltó abandonando la habitación.
Arrastré la silla hacia atrás cabreado y le seguí para continuar con nuestro
familiar toma y daca.
—¡Te agradezco que me digas eso! ¡Es justo lo que necesito oír en este
momento, que no merezco su perdón porque yo me lo he buscado, ¿no?!
—¡No es eso, Jon! —exclamó girándose hacia mí—. Te lo he dicho mil
veces. No puedo con la torpeza sentimental —murmuró—. Te digo que vengas
conmigo a España para arreglar las cosas y prefieres quedarte aquí
convencido de que nunca volverás a conocer a nadie como ella. ¡Pero, eh!
Convenientemente a salvo. Eso tiene un nombre…
—¡¿Y qué quieres que haga?! No puedo irme sin más. Eso solo podéis
hacerlo los niños ricos como Emma y tú, porque no tenéis ninguna carga
adicional, ¡pero yo soy padre de esta empresa! Empieza la temporada alta, ¡y
no puedo cruzar el mundo por una chica que ni siquiera contesta a mis
WhatsApps!
—¿No te ha contestado?
—Al último, no —rezongué malhumorado.
—¿Qué fue lo último que te escribió?
Ni tuve que pensarlo. ¡Me lo sabía de memoria!
—Puso: «Debemos volver a la normalidad. Tú a la tuya y yo a la mía. Hasta
siempre, Jon».
—¿Y si juntos fuerais extraordinarios, en vez de normales?
Cerré los ojos y frené un sentimiento agónico al recordar cómo nos
devoramos a besos bajo mi cascada secreta. Había llevado allí a varias
chicas, y la comparación me abrumó. Con Emma había conectado a un nivel
subatómico. Nunca mejor dicho, porque sin ella me sentía antimateria.
—Esta es mi realidad, Dani —dije derrotado extendiendo los brazos—. No
tengo nada más. Esto es lo palpable. Si me fuera ahora mismo, me causaría
serios problemas financieros.
Dani examinó mis gestos como si fuera un maldito escáner de radiaciones
ionizantes.
—Si no te conociera, diría que, por un lado, eso te alivia.
No tenía sentido negarlo. No con él.
—Tienes razón, ¡estoy hecho un lío! No sé qué hacer… pero Blue Days es
una razón de peso para quedarme.
Me llevé una mano a los ojos porque me molestaban.
—Yo tampoco sé qué debes hacer, pero lo que está claro es que no puedes
seguir así. ¿Desde cuándo no duermes?
Ese tono… Esa preocupación por mí…
Quizá estuviera tan mal porque en realidad le perdía a él. ¡Tenía sentido!
Dani se iba a España y no sabía si volvería a verle, y en esos momentos, era la
única persona que al preguntarme por mi vigilia le importaba lo suficiente la
respuesta.
Llevaba días sin conciliar el sueño profundamente, y de repente, mis ojos
cedieron inundándose de lágrimas lentamente. Había tenido ganas de llorar
muchas veces a lo largo de aquella semana y había podido aplazarlo sin
problema, pero en ese momento, sentí que no tenía el control. ¡Estaba
perdiéndoles a todos! Y me parecía un despropósito porque… hay personas
que han nacido para estar juntas, así de sencillo.
Me di la vuelta antes de que me viera y murmuré un: «da igual, se me
pasará», que no me creí ni yo.
No vino a consolarme, dejándome mantener mi dignidad, pero sé que se
quedó preocupado porque esa misma noche recibí un mensaje suyo muy poco
sutil.
Dani: Vuelo FHK330, a las 12.30.
Y fui tan tonto que hasta busqué el precio: 1300€. Una locura, porque era
eso, más todo lo que perdería mientras la escuela permaneciera cerrada.
Jon: Me es económicamente imposible.
Dani: ¿Y si el dinero no fuera un problema, vendrías?
Empecé a escribir varias respuestas pero las terminaba borrando todas.
Dependía del alter ego que conseguía el mando en ese momento en la batalla
campal que se desarrollaba en mi cabeza. Estaba mi yo herido, el prepotente,
el desesperado…
Dani: Tranquilo, no contestar también es una respuesta. Quédate y
encuéntrala.
Jon: Vale… Mucha suerte con lo tuyo… porque no vas solo a conocer a tu
hermana, ¿verdad? Buscarás a Iker…
Quería haber hablado más sobre eso con él, porque sabía que también
estaba sufriendo, pero joder, Dani era duro. Mucho más que yo. Aparte de un
kamikaze y mi puto ídolo porque yo nunca me había atrevido a meterme en su
vida sentimental, pero él arrollaba la mía para intentar abrirme los ojos sin
compasión. Y eso significaba algo. Me quería. Así que debía hacer un esfuerzo
y ponerme a su altura como ser humano.
Dani: Sí, buscaré a ese tontolaba e intentaré ayudarle. Está perdido.
Jon: No te culpo, el tío está para entrar a vivir. :)
Dani: Jajaja! Eso es solo un daño colateral. Lo que realmente me jode es
que algo dentro de mí necesita hacerle feliz… y sé que ahora mismo no lo
es. No lo será hasta que asimile quién es. Y si cree que yéndose así voy a
dejarle en paz, va listo.
Jon: Preveo una futura orden de alejamiento.
Dani: Pensaba que tenías más fe en cómo hago las cosas.
Jon: Es verdad. Además no sé quien querría alejarse de ti… Voy a echarte
de menos, bro. Espero que vuelvas pronto por aquí.
Dani: Volveremos a vernos, estoy seguro. Cuando sigas la luz.
Jon: ¿Qué luz?
Dani: La única que hará que todo vuelva a brillar.
Una vez en territorio español, no me costó mucho dar con Emma. Bueno, me
costó saltar de Dani a su hermana, luego a Guille (mi clon, al que quería
conocer con urgencia) y de él a Emma.
Esperé en la acera cerca del portal de su casa dispuesto a asaltarla con
flores, ponerme de rodillas y confesarle mi amor. Pero no llevaba flores ni
tenía un discurso preparado. Eso no habría sido espontáneo. Y no había nada
más espontáneo y bonito que nuestro amor. Cada día lo tenía más claro.
Iban a dar las nueve de la noche, cuando una chica torció la esquina
hablando por teléfono y me tensé.
Falsa alarma. No era ella.
Era más alta y delgada. Iba con un vestido marrón, unos legins de licra
brillantes del mismo tono y unas botas de ante beige, de las que llegan a medio
muslo. Un abrigo de paño con botones cruzados marcaba su bonita figura.
Y su pelo era…
Un segundo…
¡…!
Mi corazón se volvió loco cuando se acercó y su voz me confirmó que sí,
que era ella. Que eran sus ojos, su risa, su cara… Pero nada más, ¡lo juro!
No pude evitarlo y me escondí detrás de una columna.
Estaba catatónico y en ese estado era incapaz de reaccionar. Porque era ella
pero… llevaba el pelo corto a lo chico y había perdido por lo menos quince
kilos.
Dios… ¿Había llegado tarde?
Una sensación de profunda pérdida se clavó en mi estómago y tuve miedo,
porque algo me decía que la «Emma» que yo conocía ya no estaba entre
nosotros.
Capítulo 27 - Los Juegos del Hambre
Guille entró en casa de Emma, recorrió el pasillo y la encontró en su
habitación, de espaldas, intentando ponerse un pendiente.
—¡Coño! —exclamó ella al girarse—. Desde que tienes llaves, me pegas
unos sustos de muerte.
Su sonrisa final le fundió parte del pecho izquierdo. Fue una sensación
parecida a cuando una hija mira a un padre con adoración y consigue borrar de
un plumazo todas las jugarretas perversas que ha cometido en el pasado.
Eso era Emma para él, una debilidad. Y ahora se enorgullecía de ella
porque, no hacía tanto, la misma situación habría desembocado en una sarta de
insultos seguida de sapos y culebras saliendo por su boca, junto a su mala cara
de rigor.
Guille tenía un don y, en cuanto vio la oportunidad, la aprovechó
exigiéndole a Emma lo que tantas veces había deseado para ella: un cambio de
look.
Menuda frivolidad, ¿verdad? Pero sabía muy bien de lo que hablaba.
Era su trabajo e iba más allá de hacerse unas mechas en el pelo o aconsejar
una crema de cara para la noche. Él salvaba almas, joder, almas perdidas. Las
salvaba de su propia destrucción y lo había hecho ya muchísimas veces.
No era un enfermo de la moda, ni un puto superficial obsesionado con la
belleza exterior, al contrario, solo era un experto en hacer sentir bien a la
gente consigo misma y, aunque quedara arrogante decirlo, se le daba de puta
madre.
Emma era uno de esos casos con los que los asesores de imagen sueñan. Se
podían hacer maravillas con ella porque tenía una increíble materia prima a la
que sacarle partido y no solo a nivel externo, sino interno. Era preciosa, por
dentro y por fuera.
Su mierda de vida, como ella la llamaba, era maravillosa, pero no era capaz
de apreciarla. No estaba en paz consigo misma y Guille llevaba deseando
dársela desde hacía mucho tiempo.
Pero, ¿cómo convencer a alguien que se siente tan inferior de que vale tanto
como los demás? Con pruebas visuales. La expresión «hasta que no lo veo, no
lo creo» era un mantra para los más escépticos, y él hacía lo posible por
lograr resultados.
Aún recordaba lo que ocurrió cuando, al día siguiente de llegar a Madrid,
no apareció por el hospital. Simplemente envió un mensaje a Laura,
asegurándole que su hermano estaba informado de toda la verdad.
Guille decidió dejarle un día de descanso, pero al día siguiente, en cuanto
tuvo un rato, se acercó a su casa. Estuvo veinte minutos llamando al timbre
hasta que se cansó. Y había luz.
«Será perra…».
Tampoco contestaba a los mensajes, y de repente se le ocurrió una gran
idea.
«Ten amigos hasta en el infierno», recordó.
Cuando por fin consiguió acceder a su piso, por poco se santigua. Divisó un
bulto enorme encima de la cama que parecía llevar la misma ropa que cuando
la recogió en el aeropuerto. Y olía tan mal que pensaba que estaba muerta.
—¿Emma?
Algo se removió bajo la sábana. Quizá el pastor alemán que la estaba
devorado.
—¿Cómo leches has entrado? —sonó una voz de ultratumba.
—Juan me ha abierto. Por cierto, necesitas una cerradura nueva.
—No me jodas.
—Haber abierto.
—¿Qué quieres?
—¿A ti qué te parece? Cobrar una deuda legendaria.
—El año que viene. Empezamos el 1 de Enero, ¿vale? Ahora, puerta.
—No. Yo no te dije «cuidaré de Laura dentro de dos semanas», lo haremos
ahora. Desde este instante, estás en mis manos. Me obedecerás en todo, hasta
que vuelvas a ser alguien tan alegre y optimista que se tire un pedo y se lo
cuente a todo el mundo.
—Yo no he sido así en mi vida.
—En el instituto lo eras. Antes de encontrarte al primer soplapollas que te
hizo sentir escoria. Vas a salir ganando con todo esto, nena, ya verás, vas a
volver a ser feliz.
—Ser más rubia no va a hacerme más feliz.
Puso los ojos en blanco, pero no contestó a esa provocación.
—Me lo debes. Punto. Harás lo que te diga.
Emma se incorporó al escuchar sus tajantes palabras.
—Así que, ¿cuando más hecha mierda estoy, quieres matarme de hambre y
de cansancio? ¡¿Por qué no me apuñalas por la espalda con un arpón?! Sería
más efectivo… —dijo escondiéndose de nuevo entre las sábanas.
Miró alrededor y encontró lo que buscaba.
—¿Qué has comido en las últimas 48 horas?
—Comida.
Cogió con dos dedos un trozo de cuerda con el final de un fuet roido.
—¡Esto no es comida, es veneno!
—Cada uno se mata a su manera.
—Emma… —rezó conteniéndose—. Hazme caso, ahora es el mejor
momento. Estás triste. ¡Y enfadada! Aprovecha esa rabia. Yo cuando estoy
cabreado limpio de maravilla. Además, ¡no tienes que ir a trabajar! Solo dame
tiempo, ¿vale? ¡Me lo debes, joder! Podía haberme metido en un buen lío con
lo de Laura.
—Y en vez de eso, te has enamorado de ella, ¡de nada!
—¡Déjate de historias y concéntrate! Va a ser duro, pero los sueños no son
blandos.
—¡Nunca lo conseguiré, Guille! —dijo saliendo de debajo del edredón—.
¿Crees que voy a ser como una de esas mujeres de «el Antes y el Después»?
¡Ni lo sueñes! ¡Les lavan el cerebro!, sé que no vuelven a comer sólido, ¡se
alimentan de batidos!, y hacen ejercicio a cada hora que tienen libre, por no
hablar de esa sonrisa de secta que se les queda…
—¿No creerás en serio todas las «chuminadas» que dices?
—Guille, soy incapaz. Acéptalo. Me gusta demasiado comer cosas
altamente cancerígenas.
—Emma, ya no sé cómo decírtelo. Escúchame bien: Te queda toda la vida
por delante, pero solo TÚ puedes decidir cómo va a ser. No programes tu
fracaso, por favor, ¡puedes conseguir todos tus sueños!, si tienes el valor de
perseguirlos.
Ella le miró desconfiada.
—¿Te envía Disney?
—¡Emma! ¡Harás lo que te diga y punto! Así podré decirte «Te lo dije»,
¡¿estamos?!
—No puedo… No tengo fuerzas, de verdad.
—Sí puedes. No confundas fuerza con voluntad.
—¡Mi fuerza de voluntad es nula!
—Por eso estoy yo aquí. Y voy a mudarme a tu casa.
—¿Cómo? ¡No!
—Sí. Unos meses. Lo que nos lleve.
—¡¿Meses?!
Vio sus llaves encima de la cómoda y las sustrajo veloz.
—Esas ya no funcionan. Por idiota. No pienso dejarte ni a sol ni a sombra.
—¡Pues pienso tirarme todos los pedos que pueda!
Guille sonrió ufano.
—Me apunto. Tienes que deshincharte. Porque tu principal problema no es
que la gente piense que estás gorda, el principal problema es que TÚ lo crees.
Y ya no vas a poder escudarte en eso nunca más.
Salió de la habitación y encontró a Juan en la puerta terminando de cambiar
la dichosa cerradura.
—Estas son las nuevas llaves —dijo tendiéndoselas.
—Muchas gracias, tío.
Sacó cien euros de su bolsillo y se los dio.
—Cuando quieras. Hasta otra.
Cerró la puerta y comenzaron los juegos del hambre.
Primera orden: (la más urgente) ducharse y cambiarse de ropa; segundo: ir
al supermercado y llenar el carro de alimentos sanos; y por último, pasar por
su casa a por todo el material que le hacía falta para limar su mente.
—¿Qué es eso? —preguntó escéptica cuando lo vio aparecer muy cargado
un par de horas después.
Le pareció curioso encontrarla en el mismo sillón donde la había dejado,
descalza, con las piernas encima del sofá y envuelta en la penumbra.
—¿Qué haces a oscuras? —respondió seco.
—Me gusta la oscuridad.
—Pues a mí no me gustan los psicópatas. Enciende las luces. Ya.
—¿Vas a hablarme mediante órdenes todo el tiempo?
—Solo hasta que dejes de hacer idioteces —colocó una bolsa encima de la
mesita de centro.
—¿Qué has traído ahí? ¿Se puede comer?
—¡No! Es mi Kit de instrucción mental —dijo sacando un disco duro y
varios cables—. Si crees que todo es cuestión de alimentación, estás muy
equivocada.
—¡Bienvenidos a la secta! —exclamó teatrera—. ¿Vamos a ver videos de
Claudia Schiffer haciendo abdominales?
—No, vamos a ver ciertas películas donde explica para tontos por qué
tienes que quererte a ti mismo. Y unas cuantas series. Tenemos muuucho
tiempo por delante.
—Ver la tele engorda.
—Cierto. Por eso he comprado una bicicleta estática. La traerán mañana a
primera hora, junto con una tele de 60 pulgadas, la tuya dan ganas de
ahorcarse.
—¿Que les pasan a mis 32 pulgadas? ¿Es que voy a ser más feliz por tener
una tele más grande?
—¡Pues sí!
—Menuda gilipollez.
—No lo es —dijo mirándola fijamente—. Confía en mí. Hay cosas así de
absurdas que están completamente probadas por estudios de universidades
como Hardvard. ¿Me dejas hacer mi trabajo, por favor?
Emma levantó las manos en señal de rendición.
Una semana después, no pudo negar que, cada vez que la veía… tan negra,
tan brillante, y tan dispuesta a emitir a un tamaño grotesco las imágenes que
quisiera ver, la puta tele le daba un subidón de alegría desconocido.
A los diez días, mientras daban su habitual paseo de dos horas por el
parque, comenzó a sospechar sobre sus verdaderas razones para llevar a cabo
todo aquello. Le había contado detalladamente toda su estancia en Australia y
lo que había pasado con el estúpido de Jon. Hicieran lo que hicieran, su
nombre salía a colación porque le recordaba a algo que hizo o dijo. Era…
superdivertido…
Sin embargo, estaba callando lo más importante sobre él.
—¿Por qué nunca te quejas? —le preguntó intrigado.
—Porque estaba a dos kilos de que Green Peace me protegiera.
—En serio, dímelo.
Seguimos caminando y se pensó un poco la respuesta.
—Al principio te odié, ¿sabes? Yo quería abandonarme por completo,
exiliarme a un lugar en el que no se sintonizara ni Radio María, pero rebusqué
en el baúl de los recuerdos y encontré unas viejas fotos del instituto. Parecía
tan feliz… Me he dado cuenta de que llevo años siendo los restos de alguien
que fui. Una chica que cantaba en la ducha, que se compraba maletas fucsias
porque era así de notas, alguien que me gustaba ser y que ya no soy. Ahora soy
alguien que vive en modo «meter tripa» por miedo al rechazo.
—Lo entiendo, te apetece verte bien, como antes.
—Sí, pero me he dado cuenta de otra cosa. En Australia sentí amor, ¡amor
del bueno!, por Jon, y fue flipante. Pero lo más importante, también por mí.
Durante mucho tiempo pensé que no tenía derecho a enamorarme. Yo, no. Y en
Byron Bay, cedí. Me lo permití, y, de algún modo, decidí que «merecía amar y
ser amada». Solo decir estas cursiladas me da urticaria, pero bueno…
Guille puso los ojos en blanco. Siempre había sido mejor mujer que ella.
—Es genial que hayas llegado a esa conclusión después de todo —opinó
satisfecho.
—Ya… ni yo misma me lo creo, y, aunque Jon no me apreciara lo suficiente,
quiero volver a sentirme así de bien otra vez, con otra persona…
—No hables así de él. Jon es lo mejor que te ha pasado, Emma. No le
guardes rencor al hombre que te impulsó hacia la luz desde ese oscuro agujero
en el que estabas. Te ha salvado. Y aunque hayas decidido dejarle en aquella
oscuridad, yo le estaré eternamente agradecido.
—Os parecéis tanto… —musitó soñadora.
—¿Y si volvieras a verle?
—Imposible.
—No lo es. Dani terminará viniendo a España a ver a Laura y, por lo que
me has contado, son inseparables. ¿Y si te busca?
—No lo hará. Hace días que no contesto a sus WhatsApp.
—¿Te ha escrito y no le has contestado? ¡Bruja mala!
—Quiero dejarle donde debe estar, en el recuerdo. Necesito a un tío
normal, este era demasiado. Un superhombre que te envía tu ángel de la guarda
solo para salir del infierno, pero es un ermitaño. Cuando la realidad nos
alcanzó, lo vi de verdad. Jon no es para mí y yo no soy para él —dijo
queriendo zanjar el tema.
«Típico de ella. Plis, plas, y a otra cosa, mariposa».
Pero cuando Dani apareció en el hospital sin Jon, su cara no fue
precisamente de indiferencia. Estaban visitando a Laura y acababan de llamar
a Emma por teléfono. En cuanto oyó que colgaba, salió a su encuentro.
—¡Era Dani! ¡Está aquí! —le gritó.
—¿Aquí, en España?
—¡No, aquí en el hospital! ¡Ha venido a ver a Laura! ¡Joder, joder, joder,
qué emoción! —dijo juntando las manos en su boca.
—¿Crees que habrá venido solo o con Jon?
Sus pupilas se dilataron al escuchar su nombre.
—Dios… —susurró confirmando su inminente ataque al corazón.
Cuando el hermano perdido apareció, lo hizo solo con su madre, y abrazó a
Emma en cuanto la vio.
—Ey… Gracias por avisarme —susurró en su oído—. ¿Cómo estás? —
preguntó preocupado—. Te veo más delgada, ¿va todo bien?
Emma asintió con la cabeza y forzó una sonrisa.
—Entra, Laura te espera, luego hablamos.
—Vale, ¡deséame suerte! —dijo el tal Daniel nervioso, pero,
justo antes de entrar, su mirada recayó sobre él y levantó una ceja.
«Joder, este tío impone», pensó Guille disimulando. Sus tatuajes, sus
pendientes… Esa mirada que pretendía atravesar su alma… pero, sobre todo,
esa lucidez para resolver el acertijo de que su presencia allí se debía a que
amaba a alguna de esas dos chicas; y manifestando que, en ningún caso, le
parecía bien.
Cuando desapareció, se acercó a una Emma decaída.
—Oye, ese tío, ¿no practicará el ocultismo, no?
Su amiga luchó por no sonreír, porque estaba empeñada en estar triste.
—¿Vudu, tal vez?
—¡No! Cállate —sonrió al fin—. Es super molón. No le conoces.
—Pero a ti sí, ¿qué leches te pasa?
—Nada —rebufó—, que me ha visto más delgada y en vez de decirme lo
estupenda que estoy, me ha preguntado si me ocurría algo terrible. ¿Cómo
tengo que tomármelo?
—Es alguien que te ha conocido muy feliz en tu antiguo estado, y el nuevo le
parece indicativo de que algo va mal.
—Pensaba que se alegraría de verme más… mejor.
—Emma, cielo, tú eres la única que tenía un problema con tu peso. Has
perdido varios kilos, estás diferente, pero aún no has conseguido ser más feliz.
Y de eso trata realmente este proyecto. Quiero que entiendas que estar más
delgada no da la felicidad, ni estar gordo la infelicidad. Eso lo elige cada uno.
—Jon no ha venido —masculló clavando la vista en el suelo—. Supongo
que él también ha elegido no verme.
Comenzó a andar hacia la salida y le obligó a seguirla.
Después de aquello, dejó de mencionar a Jon.
Dani y Laura encajaron muy bien, o eso le pareció las pocas veces que
coincidió con él en sus últimas visitas a Laura. El problema fue que su mayor
temor se convirtió en realidad, iba a ser sustituido.
—Gracias por velar por ella todo este tiempo —le dijo Daniel mandándole
el mensaje nítido de «deja de venir por aquí, ¿vale? Ya no tiene sentido».
Laura le miró, pero no dijo nada. El momento pasó y cerró los ojos
angustiado, porque esperaba que ella defendiera su frágil amistad. Era ella la
que tenía que haber dicho que siguiera viniendo a visitarla y, aunque en sus
pupilas vislumbró las ganas de decirlo, su boca no las avaló.
Y así fue como dejó de verla. Tenía su teléfono, pero odiaría ser el típico
tío agobiante que conoce a un famoso y no le deja en paz.
Quince días después, una noche, tumbado en el sofá junto a Emma viendo su
nueva supertele, no pudo más y explotó.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —comenzó titubeante.
—Dispara —dijo ella sin dejar de ver la televisión.
—¿Lo echas de menos? ¿Cómo lo soportas?
Emma le miró fijamente y notó que era un tema de actualidad en su cabeza,
que pensaba en Jon a menudo, porque respondió con rapidez y con mucha
seguridad.
—Pienso en él todos los días, pero se ha convertido en algo abstracto. En
una idea, en una ilusión. No la de volver a verle, sino la de que seré capaz de
volver a encontrar el amor.
—¿Jon es una idea? No lo entiendo.
—Ya no recuerdo su olor —musitó pensativa— pero recuerdo cómo me
cogía la cara y saqueaba mi boca; cómo nos desgastábamos en un arrebato
imposible de frenar… sé que es complicado volver a encontrar algo así, tan
intenso, pero lo intentaré. Jon no es una posibilidad.
—¿Porque vive lejos?
—Y porque no me fío de él. Ya te lo dije, es un alma libre, un «hic et nunc»,
un aquí y ahora que no quiere sentar cabeza. Y ya es hora de que acepte el
estilo de vida que yo quiero llevar, por mucho que me pese: quiero tener
pareja, crear un híbrido simbiótico que salga de mi interior y quiero comer los
domingos en casa de mi madre y ver en sus ojos que adora al menos un pedazo
de mi ser.
Ahí estaba. Su mayor problema. Y le sorprendió que acabara de admitirlo.
—¿Has visto a tu madre desde que has vuelto?
—No.
—Emma… —se lamentó—, ¿y luego te preguntas porque vuestra relación
es insana? No me creo que no te haya llamado estos meses.
—Sí, lo ha hecho. Para cotillear. Para meterse conmigo.
—¿Sabes?, creo que, por mucho que cambies físicamente, si no resuelves
los problemas con tu madre, nunca serás feliz. Tenéis que sentaros y tener una
conversación civilizada.
—Lo haré cuando no me interrumpa para saber exactamente qué y cuánto he
comido ese día, con su habitual cara de asco.
—Em…
—¡Lo haré cuando vuelva a trabajar! Para que no empiece a echarme en
cara ese tema tampoco. No lo soportaría. No quiero verla y se lo he dicho.
Tampoco se ha echado a llorar…
—¿Vas a volver a tu antiguo empleo?
—Seguramente.
—¿Te gustaba?
—En el fondo, sí. Lo que no me gustaba era el horario desorbitado y que no
me valoraran como es debido cuando la mitad de las veces son mis ideas las
que les sacan las castañas del fuego.
—Esa es mi chica, ¿y qué vas a hacer?
—Hablaré con ellos, y si no aceptan mis condiciones, buscaré otra cosa.
Estoy cansada de vivir como una esclava.
—¡Perfecto! —sonrió satisfecho.
—¿Tú echas de menos a Laura?
La pregunta le pilló por sorpresa. ¿Tan evidente era?
—Bueno… me gustaría saber cómo está… Y preguntarle cómo evoluciona
su pelo.
Emma se rio divertida y murmuró: «nunca cambiarás».
—Hablando de eso —la cortó—. Ha llegado la hora de renovar tu vestuario
y cortarte un poco el pelo. Quiero que confíes en mí, que no te den
microinfartos si insisto en hacerte un corte Bob.
—¿Qué Bob? ¿Esponja?
Se tapó los ojos con las manos y reprimió una carcajada.
—Olvídalo, déjalo en mis manos. ¿Te fías de mí?
—Sí. Total, ¿qué más dá?…
—Estás guapísima, pequeñaja. Estás más tú —señaló con una media sonrisa
—. Pero necesitas renovarte.
Dejó de sonreír al oír el apelativo, pero se recompuso.
—Soy más yo, pero siempre he estado ahí, muy al fondo…
—No. Se te había comido alguien con muy mala hostia. Alguien que debería
hablar con su madre, alguien que huye del tío del que está enamorada. Alguien
que permite que le chuleen en todos los sentidos. Esa no eras tú.
Le tendió la mano y se la agarró.
—Gracias por quedarte a mi lado… a pesar de mí —murmuró ella con una
mueca triste.
—No me las des aún, pretendo cortarte el pelo a lo chico.
Ella se río como si fuera una broma. Pero vio que Guille no le
correspondía.
—Estás de coña, ¿no?
—No.
—Ni hablar. ¡Mi pelo! ¡Ni de coña!
—¿Por qué no?
Ella se quedó callada buscando desesperada un motivo.
—¡Porque es lo mejor que tengo, mi único encanto! —dijo acariciándoselo.
Guille sonrió.
—Era justo lo que quería que dijeras. Solo quiero demostrarte que te
equivocas. Lo mejor que tienes eres TÚ. Toda tú, y tu mente. Deja de
escudarte en ese matojo celestial. Lo haces desde cría. No tienes por qué
esconderte en él, eres maravillosa…
—Jon me dijo eso una vez… —dijo embebida en un recuerdo con la mirada
perdida—. Pero le encantaba mi pelo. Tan corto estaré horrible, Guille…
—No, Emma. Sé que te estoy pidiendo un salto de fe. Pero necesito que te
cures… Necesito que lo entiendas… ¡Necesito demostrártelo! Confía en mí,
por favor. Nunca haría nada que te hiciera daño.
Ella lo miró con dudas.
—El pelo crece, Em, hazlo por ti. Suelta tu antigua vida. Córtala YA.
No dijo que sí porque pronunciarlo le daba pánico, pero lo vio en su
mirada.
Según ella, no durmió en toda la noche después de pedir cita en la
peluquería. Por supuesto, la acompañó. Por si había que atarla con cadenas,
pero no hizo falta. La resignación en su cara fue aplastante cuando dio permiso
a la peluquera para empuñar las tijeras, y tuvo los ojos cerrados con fuerza
mientras se lo cortaban, como si realmente le doliera.
—Abre los ojos —le dijo Guille cuando terminaron.
Ella se palpó la cabeza y ahogó un grito. Acto seguido se tapó los ojos con
las manos.
—Prefiero no verlo. No quiero ofender a la peluquera….
Se giró en la silla dando la espalda al espejo. Y él la frenó acercándole un
espejo.
—Mírate.
—¿Cómo te sientes al saberte el responsable de que no volveré a echar un
polvo en cinco años? —dijo Emma aún con las manos en la cara.
Él rio mientras se las apartaba, y ella se observó con miedo.
—¿Y bien? —preguntó altanero.
Emma se mordió los labios, que se curvaron ligeramente hacia arriba.
—No me reconozco…
—Lo dices porque te gustas, ¿no? —dijo socarrón.
Ella giró la cabeza hacia los lados y la bajó sin creérselo.
—¿No es un poco…?
—¿Original? ¿Moderno? ¿Guay?
Emma se sonrojó y supo que había acertado.
«¡Era jodidamente bueno, coño!». Y siempre supo que a Emma le quedaría
fenomenal ese look, como a Shailene Woodley en la peli de Insurgente.
—Ahora queda chulo porque estoy peinada y maquillada, verás mañana
cuando me despierte… —intentó recular.
—¿Chulo? ¡Joder, es más de lo que esperaba oírte decir!
Emma puso los ojos en blanco y Guille se alegró de que no estuviera
llorando, sin embargo, dijo:
—De esta, mi madre me deshereda…
Y supo que tenía que hacer algo al respecto. Lo que no esperaba es que Jon
le llamara cinco días después para pedirle exactamente lo mismo. Su
«cuñado» ya le caía bien.
Al día siguiente, viendo las noticias a mediodía, Emma subió el volumen
mientras sus ojos adquirían un nuevo tamaño.
—¡Es Iker! —exclamó señalando el televisor.
—¡No fastidies!
Era el chico del aeropuerto. La nueva adquisición del Atlético de Madrid
que había goleado sin piedad en los tres primeros partidos de liga que había
jugado. Las imágenes mostraban cómo un pelotón de gente abordaba su coche
al salir de un entrenamiento en busca de un autógrafo. Se había convertido en
la estrella del momento. Acto seguido, la repetición de sus magníficas jugadas
justificaron tanta admiración.
—Es muy bueno —opinó Emma orgullosa.
—Y está muy bueno —apuntó Guille.
—La cámara le odia, al natural es todavía más espectacular. Dani se volvió
loco por él…
—¿Dani, el hermano de Laura?
—El mismo.
—¿Se han vuelto a ver?
—No —sonrió ella intrigante—. No conoces a Dani, está preparando su
truco final. Ni siquiera creo que Iker sepa que él era el hermano de Laura.
Dani me advirtió que no se lo contara, pero puede estar tranquilo. Llevo sin
hablar con él desde que nos despedimos en el aeropuerto.
Emma pareció sentirse culpable y alcanzó el teléfono.
—¿Vas a llamarle? —preguntó Guille interesado.
—¿Debería?
—¿Por qué no?
—Ahora que es famoso, le llamo, ¿no? ¡Qué casualidad!
—Si te conoce aunque sea un poco, no creo que piense eso de ti.
—Creo que Laura tampoco lo pensaría de ti si lo hicieras…
El touché le cayó encima como un piano. «Dulce Emma».
—Él tampoco me ha llamado y podía haberlo hecho —concluyó ella
alejando el móvil de sus dedos caprichosos.
—Creo que todos necesitabais desconectar de aquel viaje.
—Puede ser… y a unos nos cuesta más que a otros. Iker y Jon son dos
chulazos y se olvidaron rápido en otros brazos. Fijo.
—¿Chulazos?
—Sí, dos tíos a los que tú no les podrías arreglar nada para que brillasen
más.
—Entiendo.
—Son titanes. Mitad hombres, mitad dioses. Y altamente peligrosos, porque
te prendas de ellos irremediablemente.
Guille la miró con cariño y le cogió de la mano.
—El día que entiendas que tú eres así, estarás curada.
Le encantaba dejarla sin palabras, pero ya iba siendo hora de que
entendiera lo especial que era.
—Repite lo que te digo siempre —le ordenó.
—Está biennn —cedió aburrida—. «Soy un puto lujo para la humanidad»,
¿contento?
—Otra vez.
—Soy… un puto lujo para la humanidad… —dijo más convencida.
—Así me gusta.
Milagrosamente (porque no daba un duro) un mes después comenzó a estar
más contenta. Entró en la dinámica de perder peso de manera natural y apenas
le prestaba atención al proceso de adelgazar. Nunca había visto a nadie que le
costara tan poco esfuerzo someterse a un cambio tan drástico de rutinas y de
alimentación. ¡Sería una tortura para cualquiera!
¿Tan acostumbrada estaba a sufrir? ¿O era que a nivel emocional estaba tan
devastada (debido a una palabra de tres letras que empezaba por J y acababa
por N), que cualquier otro esfuerzo le parecía insignificante en comparación
con no tenerle a él?
Guille había llegado a esa conclusión porque, el día que apareció
completamente pálida en casa, se dio cuenta de que solo había una cosa que le
podía haber afectado así.
La reaparición de esas tres letras.
Capítulo 28 - Días de fútbol
La vida le sonreía. En plan Joker, pero le sonreía.
Estaba en ese momento en el que, a pesar de todo, sigues alucinando de que
las cosas aún puedan mejorar. Como si le saliesen todo cincos en el juego de
la oca, o como robar el cuarto comodín en la primera vuelta de una partida de
cartas.
Lo único que le distraía de no sentirse la persona más afortunada de la
tierra eran ciertos flashes que se cruzaban en su mente en el instante más
inoportuno.
Dani. Byron Bay. Fundido a negro.
Normalmente, le bastaba con aplastar sus ojos con los dedos y parpadear un
par de veces para centrarse de nuevo. Lo más difícil era cruzarse con alguien
que se pareciese a Dani y notar cómo su corazón daba una voltereta mortal; o
escuchar un «¡Iker!», que sonara casi idéntico al que emitiría su voz.
Eso era lo que peor llevaba, definitivamente.
Porque era muy consciente de que estaba en el punto de mira de mucha gente
y no estaba preparado para disimular delante de él. Sus padres, los
compañeros de equipo, los asistentes, todos querían vivir aquella oportunidad
lo más cerca posible del individuo de moda, y no tenía tiempo de pensar en el
único día desde que nació que se había sentido orgulloso de ser él mismo. Su
último día en Byron Bay.
Tenía que dejar atrás todo aquello. No era momento de flaquear, pero
últimamente, hasta tenía alucinaciones. Veía a Dani por todas partes, y dos
segundos después, había desaparecido.
(La palabra que estás buscando es… «preocupante».)
Por eso, cuando entró en la sala donde le daban su rutinario masaje de
recuperación y mantenimiento, controló su rictus cuando vio a Dani en la cara
del chico que solía atenderle.
«Disimula», se dijo mordiéndose el carrillo.
Apartó la vista deprisa y se concentró en continuar mecánicamente con su
cometido.
—Buenos días —murmuró quitándose el pantalón de chandal con rapidez.
Después se tendió de espaldas y esperó para recibir el habitual aceite
relajante que le rociaban antes de cada friega, pero nada sucedió. Ni un solo
roce, y eso le extrañó.
Giró la cabeza y vio a Dani sentado frente a él, en su típica postura con las
piernas abiertas hacia el respaldo de la silla y los brazos apoyados en él.
Se mantuvieron la mirada y su antiguo instructor le sonrió.
—Te preguntaría cómo te va, pero odio a la gente que pregunta obviedades.
Iker abrió los ojos de golpe, pero no reaccionó. O las alucinaciones estaban
siendo cada vez más graves o…
—¿Qué haces aquí? —fue capaz de formular.
—Bueno, que yo sepa, no me dejaste atado a aquella cama de Kaylani
beach.
—Baja la voz —reprendió preocupado. Las paredes tenían ojos y oídos en
aquel lugar.
—Tranqui, superstar —dijo levantándose por fin—. Sé que te mueres por
llamar a seguridad, pero trabajo aquí. Mala suerte —sonrió con inquina.
—¿Es una puta broma? —contestó tenso—. ¿Qué quieres? —preguntó
intranquilo al advertir su actitud agresiva. Estaba claro que Dani sabía que
tenía la sartén por el mango. Una palabra suya y su carrera se hundiría.
«Y aún así, lo hiciste», señaló su cabeza. O quizá era su corazón, pero el
muy ingenuo no pensó en cuánto le costaría silenciar aquello.
—¿Que qué quiero? Pues, para empezar, ¡un poco de reconocimiento!
¿Tienes idea de lo que me ha costado llegar hasta aquí?
—Me lo imagino.
—Lo dudo, pero da igual. Tampoco espero que lo entiendas, me dejaste más
colgado que a un chorizo. Aunque, después de todo, solo soy un ligue de una
noche.
—Dani, yo…
—¡Vale!, ¡está bien!, si insistes, voy a preguntártelo —le cortó
atropelladamente—. ¿Qué tal te va? ¿Eres feliz? Dime que sí y ya está, así de
fácil —soltó acelerado—. Me lo creeré y me iré, ¿de acuerdo?
Se miraron con miedo por ambas partes.
«¡Reacciona, joder!», se gritó en silencio sin mover un músculo.
¿Dónde estaba en aquel momento el gran Iker Uribe? El que siempre le
sacaba de cualquier entuerto, el que daba la respuesta que todo el mundo
quería oír, el que solía salvarle de sí mismo…
Atrapado en aquella mirada.
Perdido en el recuerdo de sus sabores.
Olvidado.
Así que no pudo mentir. Solo se levantó y comenzó a vestirse de nuevo a un
ritmo irritantemente lento.
—Contéstame —inquirió Dani.
—Sigue siendo una pregunta obvia de la que ya sabes la respuesta.
Se retaron en silencio al entender su negativa. No, no era feliz. Y si no lo
era ya, nunca lo sería.
—No te vistas, Iker. Tengo que darte un masaje —ordenó Dani tajante—. Sé
que tienes molestias cada vez que juegas. La pelea de Byron…
—Estoy bien —sentenció severo.
—Estás forzando la pierna. Déjame echarle un vistazo.
Iker obedeció a regañadientes y volvió a tumbarse, pero mantuvo una parte
del pantalón metido por la pernera por si tenía que salir corriendo.
Daniel pareció centrarse en el punto problemático y solo se escucharon sus
respiraciones bailando en silencio.
—¿Cómo has conseguido que te contraten? —preguntó Iker intentando
disimular lo impresionado que estaba por ello.
Dani sonrió indulgente.
—Si mi hermana no fuera quién es, nunca lo habría conseguido.
—¿Tu hermana? ¿Quién es?
—Por lo visto… Laura Hernandez, la chica atropellada.
—¡¿Qué dices?!
—Sí. Cuando Emma llegó a España, ella había despertado. Al final, Laura
ya me tenía localizado por mi madre. Y una semana después, vine para
conocerla.
—¿Llevas aquí tres meses? —preguntó asombrado.
—Sí, y ha sido duro verte en televisión y en la prensa brillando como un
jodido meteoro mientras yo me apagaba cada día un poco más.
—¿Has usado esa palabra al azar? —acusó Iker dolido—. Porque, hasta
donde yo sé, los meteoritos son bastante destructivos.
—Hay una significativa diferencia entre un meteoro y un meteorito.
—Ilústrame, por favor.
—Un meteoro es un asteroide que ha traspasado la atmósfera y brilla por el
rozamiento del aire dada su velocidad, solo recibe el nombre de meteorito
cuando dicho asteroide se estrella contra la tierra. Y tú todavía no lo has
hecho, aún brillas, pero por poco tiempo.
—¿Has venido a destruirme? —preguntó sin tapujos clavándole la mirada.
Con Dani nunca sabías si había sido una amenaza o estaba intentando ayudarte.
—Eso ya lo haces de coña tú solito —soltó dejando el masaje de lado—.
Tienes líquido. Algo no está bien sellado. Necesitas reposo, si sigues jugando
así…
—Hago lo que tengo que hacer —se defendió molesto.
—¿Y cuándo haces lo que QUIERES hacer?
—Solo cuando estoy en Byron Bay —contestó chulesco.
Dani tragó saliva ante sus osadas palabras. Le lanzó un aviso a sus labios y
notó que reprimía un movimiento.
Estaba en la cuerda floja. Tambaleándose entre el deber y el querer. Y,
joder, cómo lo quería. El cabronazo había aparecido más Dani que nunca. Ese
aire de perturbado… puff… cómo le ponía. No entendía cómo podía gustarle
tanto, pero a la vez era obvio: Dani no tenía miedo de nada. Hacía lo que
quería. Hacía lo que sentía. Todo lo contrario que él en aquellos momentos…,
porque si negara que estaba conmovido con aquella visita, mentiría. Y
excitado, sería un perjurio. Y sí, halagado, después de noches en vela
cuestionándose si Dani había disfrutado tanto como él esa noche en Byron o es
que era un romántico chiflado.
—¿Para qué has venido? —insistió apaciguando sus ganas de besarle.
—¿Es el día de las preguntas tontas? Ya sabes por qué he vuelto…
—Solo fue una noche…
—Para mí lo fue todo.
Eso era incontestable. Porque fue todo y más pero…
—No sé tú —continuó Dani—, pero a mí estas cosas no me pasan muy a
menudo. Esta conexión.
—Tampoco entrar en mi equipo predilecto y que mi caché suba como nunca
creí posible. Tuve que elegir, Dani, las dos cosas no podían ser.
—¿Quién lo dice?
Iker desvió los ojos al suelo buscando la lógica que perdía por momentos al
escuchar la avidez con la que le hablaba.
—Lo dicen mis padres, mis compañeros de equipo, mi entrenador, mis
médicos. Lo dicen los aficionados. Lo dice la gente que me importa.
—¿Tanto te importan?
—¡Pues sí! —exclamó enfadado.
—¿Y tú a ellos?
El futbolista cerró los ojos devastado. Dani aprovechó para acercarse más a
él, cogerle la cara y obtener toda su atención.
—Futbolistas hay muchos, Iker, y muy buenos, pero tú eres especial… ¿Por
qué conformarte con ser uno más? Osa tener grandeza. Está dentro de ti…
Podrías ser un icono para toda esa gente con prejuicios. «Iker Uribe, el
innegable portento, es gay», ¡y tiene sentido! Es el fenómeno de la película
300.
—¿Qué?
—¿A cuántos tíos les sedujo? Los guerreros más audaces embarcados en
una misión de patriotismo, fuerza y honor, casi como la de meter un gol, y si
hubieran colado algún morreo esporádico en mitad de la batalla, creo que a
más de la mitad de los espectadores no les hubiera extrañado porque ¡eran la
hostia!, no nos engañemos.
—Tú sí que eres la hostia…
Y no pudo evitar lanzarse a sus labios.
Esa boca era su paraíso. Besarla y escucharla, a partes iguales.
Jugueteó con su lengua revolcándose en esa añorada suavidad. Esa sublime
sensación podía torcer su férrea fuerza de voluntad como si de un liquen se
tratara.
Comenzó a besarle desaforadamente y arrasó con todo lo que encontró a su
paso hasta aprisionarle contra la pared.
—Eres un puto tarado, Dani… —gimió en su boca—. ¿Por qué me has
buscado?
—Porque me importas de verdad, no como al resto.
Continuaron luchando con sus bocas por dominar al otro incesantemente.
Cuando rebotaron contra un armario metálico, Daniel pareció respirar
agitadamente y leyó en sus ojos que, aunque no hubiera aparecido una hermana
secreta, hubiera tenido que perseguir su adictivo sabor hasta Madrid.
—¿Y por qué te importo, joder?…
—¡Porque te quiero! —estalló Dani soltándole—. Te quiero y te quiero
conmigo. A ti, solo a ti. No me importa tu maldita cuenta corriente, esa que no
te deja vivir. Por mí, puedes donarlo todo.
A Iker le palpitaba frenéticamente el corazón, cosa que no solía suceder ni
cuando daba el cien por cien en el terreno de juego.
Volvieron a adaptarse el uno al otro como dos imanes y siguieron besándose
y metiéndose mano desesperadamente, pero esa vez fue Iker quien se apartó.
—No podemos hacer esto aquí.
Se giró resignado apoyándose de nuevo en la camilla.
—¿Por qué no? En vez de tocarte la pierna, puedo tocarte esto… —le
susurró al oído al acercarse, capturando su erección en la mano.
Iker sofocó una risita ronca.
—Estás loco…
—Sí, por estar dentro de ti.
No hizo falta más para convencerle. Puso los ojos en blanco al sentir su
dureza presionándole donde más le necesitaba y dejó de luchar contra su
bárbaro deseo. Él también quería sentirle. Quería sentir algo auténtico para
variar. Algo intenso. Algo real.
Dani no dejó de acariciarle mientras confinaba su cuerpo desde atrás. Sus
manos surcaban su piel apartándole la ropa, igual que su boca, y cuando quiso
darse cuenta estaba tanteando su entrada mientras murmuraba:
—¿Sabes cuántas veces he pensado en esto desde aquel día?
Con un movimiento brusco invadió su cuerpo. Ambos ahogaron un gemido
sordo en el aire.
Daniel resopló y comenzó a moverse con fluidez. Iker apoyó las manos
cerrando los ojos devastado por el placer. Seguramente, Dani se habría
humedecido previamente con un poco de saliva, porque si no, no se explicaba
semejante fluidez. Era demencial. Quería repetir aquello todos los días de su
vida. No había nada más certero en su interior, pero mientras se dedicara al
fútbol…
Cuando escuchó que Dani estaba a punto de culminar, se dejó ir
prodigándose unas caricias definitivas. Y cuando por fin le soltó, fue a lavarse
la mano donde guardaba el resultado de su excitación. Le pareció una buena
alegoría, porque pronto todo se iría por el desagüe, como pudo comprobar al
día siguiente.
De buena mañana, después de despedirse de Dani tras una noche
inolvidable, quedó para tomar un vermut con su padre. Y la conversación que
tuvieron rasgó su ilusión por la mitad.
—Vienes muy contento, hijo —comentó al saludarle.
—Sí, anoche me encontré a un amigo. Un chico al que le enseñé a surfear en
Australia.
—¿Le encontraste? ¿Dónde? —preguntó interesado. Y apreció una nota
discordante en su tono de voz que conocía muy bien. Una que le advirtió que
no le diese demasiada información.
—En realidad, él me encontró a mí.
—Qué oportuno…
—Papá, no es lo que crees. Es un buen amigo. Un amigo muy especial —
soltó con miedo.
Su padre no le perdió de vista mientras bebía un trago de su Aquarius.
—No quiero que vuelvas a verle.
—¡¿Qué?! ¡¿Por qué?!
—Iker, madura un poco, hijo. Date cuenta de quién eres y de dónde estás —
explicó su progenitor con cierta vergüenza ajena.
—¿Y dónde estoy?
—En una posición en la que… ¿cómo decirlo? Mariconadas, las justas —
sentenció con dureza mirando a un punto fijo en el horizonte.
Lo sabía. Claro que lo sabía.
Lo notó en sus ojos hace mucho tiempo.
Suponía que si nunca habías bromeado con tu padre sobre lo bien que la
mamaba tal o cual tía, acabaría entendiendo que algo no encajaba.
Quiso contestarle. Quiso gritarle que no estaba al mando de su vida. Quiso
decirle que aquel era verdaderamente él.
¿Que quién era? Ya lo sabía, Daniel le había ayudado a descubrirlo, el
problema es que los demás no le permitían ser más que lo que a ellos les
convenía.
Era un futbolista venido a más con ínfulas de modelo que no era capaz de
ser sincero ni consigo mismo ni con los demás.
¿Su posición? Muy jodida, la verdad.
A veces pasan cosas que te cambian la vida de tal manera, que te sorprende
que el resto del mundo continue como si nada.
En realidad, no había habido ningún cambio radical en mi entorno, pero la
actitud con la que enfrentarme a él era diametralmente opuesta a la de antes.
Todo me hacía ilusión. Mi punto de vista era más positivo y no tendía a
echarle la culpa a nadie, sino a buscar soluciones. ¡Era maravilloso! Salvo por
los lapsos de tiempo en los que una extraña tristeza me embargaba y me dejaba
muda. Y no pensaba que fuera por Jon hasta que volví a verle.
—Tu próximo cliente está esperando en la salita —me avisó Ricardo, un
compañero que, desde que volví al trabajo, me miraba como si fuera agua en
el desierto. Y eso molaba.
Cuando abrí la puerta y me topé con Jon, noté que mi cuerpo soltaba un
estruendoso alarido. ¡Traidor! El cabrito lo echaba tanto de menos que quiso
lanzarse hacia él, pero le retuve agarrándome al marco de la puerta y solo le
dejé acariciar su nombre con la lengua.
—Jon…
—Hola, pequeña.
Mis púas se activaron con alerta al oír el cariñoso mote que tantas veces
había susurrado en mi oreja.
Me extrañó mucho que no se sorprendiera al verme.
Me moría por preguntarle qué estaba haciendo allí, pero no quería
parecerme a uno de esos seres que terminan extinguiéndose por pura tontería.
«¡¿Qué hostias quería?!».
Mejor.
—Probablemente te preguntarás qué hago aquí —comenzó.
«¡Piensa rápido, Emma, piensa! Ahora tomas suplementos vitamínicos. Y
fruta, ¡tu cerebro debería responder tarde o temprano!».
—Necesitas un abogado —dije secamente.
Su sonrisa provocó una descarga eléctrica en mis bragas, pero mantuve cara
de poker. Joder… qué difícil era hacer eso. Fingir que algo no ha sido chiripa
cuando por dentro todo tu organismo está de fiesta por sacar el ingenio en el
momento oportuno.
—Eres tan lista… —dijo burlón resbalando su vista hacia mis piernas.
—No tanto, ¿qué otra cosa podría ser si no? —le piqué.
Así era la nueva yo. Directa a la yugular. Y noté cómo se tragaba una
réplica ardiente y peligrosa. Joder, conocía esa mirada, y me daba demasiado
calor, pero la siguiente me puso aún más nerviosa, cuando volvió a repasar mi
vestuario. Llevaba una falda corta de cintura alta y con vuelo. Unas medias
tupidas, bailarinas y un jersey blanco con cuello barco por el que asomaban
mis ahora huesudos hombros. Si me hubieran jurado hacía seis meses que
llevaría algo parecido, me habría muerto del ataque de risa. Pero ya no era esa
Emma, y estaba segura de que ninguno de los dos mencionaría algo tan obvio.
Al menos en voz alta, pero sus ojos le delataban.
—¿Es por Henry? —me aventuré.
—Sí, me han citado para declarar.
—¿Por qué no has buscado un abogado en Australia? —pregunté con
desdén.
Él giró la cabeza evaluándome mientras mi corazón palpitaba con fuerza,
ocasionando un eco atronador que retumbaba en todos los rincones de mi
cuerpo. Si no me estuviera mirando tan fijamente con esos ojos de vampiro
travieso (que se debate entre si comerme o no), daría rienda suelta a mis tics
nerviosos de adolescente «crepusculera».
Alucinante en mí. Siempre había sido muy madura para mi edad. Pero el
amor es eso, que alguien consiga arrancarte una sonrisa tontísima con tan solo
una mirada. Y yo tenía que reprimirla.
—Quería a la mejor —explicó halagador—. Y también he vuelto porque
necesitaba ver a mi madre y arreglar las cosas con ella.
—¿Tú necesitando algo de alguien? Que el mundo se pare.
—¿Tienes un despacho en el que encerrarnos para hablar en privado?
Pff…
¿Era buena idea? Aquello olía a ganas de arrinconarme.
—Claro —accedí indiferente dándome media vuelta con mi conocida
maniobra de erizo.
«¡Espinete, te necesito!».
Suerte que mis púas estaban más afiladas que nunca para él. Esta vez no
rebotaría en «grasuqui» blanda, aunque por dentro me estuviera volviendo
líquido. Lava, para ser justos, porque era tan obscenamente atractivo… El
muy… había aparecido vestido como un mojabragas en vez de como el chico
de la piscina al que estaba acostumbrada, consiguiendo despertar de nuevo mi
volcán interior.
Mi mente lo había afeado en su ausencia. Quería recordarlo peor porque
alguien tan cruel no podía ser tan agraciado, ¿verdad?
Al karma, a veces, le gusta que las equivocaciones se paguen con humillante
baba. Y babear no es salivar. Cuando salivas, eres perfectamente consciente
de lo que estás haciendo. Lo controlas. Si babeas, adiós. Eso es que estás más
allá de la razón.
—Te estuve llamando —dijo en cuanto cerró la puerta de mis dominios—.
¿Por qué no me respondiste?
—Nos despedimos, Jon, como siempre debió ser. Era el final.
—Yo no quería un final.
—Tú querías que me marchara y lo hice —le acusé.
—No seas cabezota, ya te lo expliqué, tenía miedo. Era demasiado joven
para morir.
—¿Qué?
—Emma, conocerte me ha matado. Ya no soy el que era, pero en ese
momento necesitaba alejarte de mí antes de desaparecer por completo. Todo
sucedió tan rápido… pero ya no había nada que hacer. Debías marcharte por
muchos motivos, pero nunca pensé en dejar de tener contacto contigo. No
podría. No puedo.
—Eso es precioso, pero poco práctico. ¿De qué serviría? Coger aviones
cada dos o tres meses, vernos unos días, tener una relación tecnológica sin
poder tocarnos hasta que se nos cruzara otra persona de carne y hueso. ¡Me
hubiera ido a la PUTA, directamente! Y, desde luego, no habría recuperado las
riendas de mi vida, así que te doy las gracias. ¡De verdad! Por echarme de tu
lado. Por hacerme ver que estaba completamente cegada.
—¡Mierda, Emma! ¿No vas a perdonarme nunca esa palabra? ¡Yo también
me cegué!, ¿quién no iba a hacerlo? Pero cuando vi que me ahogaba, coleé
como lo haría un pez fuera del agua. Luchando por volver a mi medio. A lo
cómodo. A lo conocido.
—A estar solo —zanjé con seguridad—. Pues espero que seas muy feliz,
Shrek, y otra vez, gracias. Te debo mucho.
—No me debes nada —dijo desolado.
—Es en serio. Fuiste un catalizador increíble para cambiar mi vida. Igual
que Laura. Al menos, para tener ganas de cambiarla y creer que lo merecía.
—Joder —masculló incrédulo presionándose la nariz —. ¿Por eso has
adelgazado tanto y te has cortado el pelo?
Me giré hacia la ventana mientras confesaba las siguientes palabras.
—No fue solo por eso… Tú tenías razón. Mi baja autoestima iba a
arruinarme la vida. Pensaba que la gente no me valoraba, pero era yo la que no
lo hacía, empezando por descuidar mi cuerpo y mis ganas ante todo. Quería
tener un motivo para estar enfadada con el mundo. Para odiarme. Pero ya no lo
hago. Me he perdonado, Jon. Y todo gracias a ti. Gracias a caricias como las
tuyas y a amigos como Guille que siempre han estado esperando en la sombra
una oportunidad para interceder por mí. Ahora estoy fenomenal —mentí.
Porque iba bien, pero iría genial cuando dejara de dormirme llorando
algunas noches por él. Y mis dedos se encargaron de recordármelo
apretándose en puños por no poder ir corriendo a abrazarle.
—No te creo, Emma… ¿de verdad estás bien? Yo no.
—Estuve mal cuando me fui de Byron, pero tú no tienes la culpa. Una
aventura amorosa es una goma que dos personas que están cara a cara
mantienen tensa sujetándola con los dientes. Cuando alguno de los dos, por el
motivo que sea, no aguanta más y la suelta, el otro se lleva un gomazo en todos
los morros. En este caso, yo, y es lógico que te sientas culpable por no poder
evitar las consecuencias de haber soltado algo que ya no eras capaz de
sostener. Pero te doy las gracias por ello. Mírame ahora…
—No, gracias a ti —respondió con calma—. Porque, aunque ese corte de
pelo es deslumbrante, me gustaba más tu cuerpo de antes, te lo aseguro, y verte
así, tan de «mírame y no me toques», me ayuda a superar mis ganas de saltar
sobre ti.
Me giré hacia él con una sonrisa perversa dispuesta a hacer que se
arrepintiera de esas palabras y de lo mucho que habían calado en mi corazón.
Porque, en el fondo, había una verdad escondida en su sobreactuación
desinteresada. No es que le gustara ni más ni menos. Le gustaba yo, y su alter
ego había estallado en mil pedazos al ver que, aunque ambos sabíamos lo que
significaba que estuviera allí, yo no había saltado a sus brazos a la primera de
cambio. Y ahora quería venganza. Porque había vuelto a sorprenderle, cuando
ya daba por supuesto que aquella noche dormiría entre mis piernas.
—Tengo novio —dije de pronto. Eso le enseñaría—. Así que no me vengas
con tu cara de canalla adorable recordándome que podrías follarme nivel Dios
durante tu estancia en este continente, porque no estoy disponible.
Por un instante pareció descolocado, pero enseguida sonrió poniendo los
ojos en blanco.
—Ay, Emma… ¡No sabes lo que has hecho! Retos a mí… Nunca hagas eso.
Y, perdona, ¿nivel Dios? Te la estás jugando, pequeña…
—No me llames pequeña —resoplé excitada.
—¿Sabes por qué te lo llamaba? —preguntó melancólico acercándose
peligrosamente a mí—. Porque te sentía tan menuda entre mis brazos… Te
deshacías en ellos, nena. Nunca nadie se había entregado tanto a mí y esa
sensación me encantó. Te deshojaba como a una margarita preguntándome si
podrías amarme o no y si sería capaz de hacerte sentir como tú a mí.
—Pero, en el momento de la verdad, quisiste que me fuera…
—Sí, lo quise. Hasta recé por ello, porque me dabas pánico. Y si no
hubieras tenido un billete de vuelta cerrado, nunca te hubiera disfrutado sin
barreras, créeme. Me amparaba en tu marcha para intimar contigo, si no, creo
que nunca lo hubiera hecho.
—¿Y por qué has vuelto ahora? ¿Por qué no la semana pasada o el mes que
viene?
—Porque por fin lo he visto.
—¿El qué?
—Que eres el resto de mi vida.
Empecé a negar con la cabeza, acojonada, por si se me ocurría ilusionarme
de nuevo. Hasta me prometí castigarme sin ver el final de GOT como cediera.
—Emma —dijo acariciándome los brazos—. Yo no te di mi corazón, pero
te lo llevaste igualmente. Me lo robaste. Me he enamorado, Emma.
—Eso es muy bonito, pero, lamentablemente, soy muy orgullosa y tú has
tardado demasiado tiempo en darte cuenta.
—No es cierto, solo he tardado en admitirlo.
Afianzó su amarre con suavidad y se acercó más a mí.
—Soy consciente de que apenas nos conocemos, pero no quiero que lo que
siento por ti huya de mí. Ya no. Sé que quiero estar contigo… siempre.
—Ahora muchos quieren estar conmigo —solté con aspereza apartando la
cara. No soportaba tenerle tan cerca.
—Tíos superficiales que te admiran por tu cuerpo —terció desafiante—. Se
encaprichan de una belleza e intentan moldear la mente que la acompaña
procurando que les moleste lo menos posible. Pero a mí lo que más me
interesa es tu interior. La persona que eres. Ese va a ser el gran privilegio de
mi vida, estar a tu lado.
JODER. ¡Cuando quería era un maldito Hemingway!
A esas alturas, mi ropa interior tenía vida propia, pero no iba a caer a sus
pies tan fácilmente. Además, me había abandonado al hambre durante meses y
también me merecía tener al Karma de mi parte, es decir, a notar sus
humillantes babas sobre mí.
—¿Entonces no te gusto más así? —pregunté melosa adaptando una postura
que exhibía más mi nueva figura.
Jon dio un repaso a lo que veía y fingió un gesto de pena, cosa que me irritó
sobremanera.
—No me gusta lo que veo, Emma. Me alegro de que estés más sana y de que
te sientas mejor, pero cuando te has follado a una chica tres veces sin sacarla,
es porque ya te gusta todo lo que podría gustarte, no hay un siguiente nivel. Te
crees que has cambiado porque te lo dice el espejo, pero sigues siendo la
misma cobarde de siempre, solo que ahora te escudas en tu delgadez para no
afrontar las cosas, como por ejemplo, que tú también estás enamorada de mí.
Le miré a caballo entre ofendida y encandilada.
—No sabes nada, Jon Nieve.
Él intentó mantener el tipo, pero una sonrisa desobediente amaneció en sus
labios y respiré aliviada. Quería usar el humor para borrar esa terrible
conclusión que me daba más miedo que nada, pero no funcionó porque volvió
a la carga.
—Puedo probarlo. ¿Has solucionado las cosas con tu madre? ¿Has hablado
con ella?
—Aún no —rezongué intentado que me soltara.
—Ahí lo tienes. La de siempre, pero con menos culo y menos tetas, qué
pena… —se quejó con un gesto que evidenciaba lo hambriento que estaba de
mí.
Negué con la cabeza dejando escapar una sonrisa incrédula.
«¡Será…!», pensé totalmente seducida.
¿Cómo lo hacía? ¿Decir justo lo que sabía que necesitaba escuchar
asegurando que le gustaba más antes?
—Tenemos que hablar con nuestras madres —concluyó seductor cerca de
mi boca—. Después, seremos libres para amarnos. Hasta entonces…
Solté una carcajada y levanté una ceja retadora. Era yo quien debía
rechazarle, ¿y me venía con imposiciones antes de poder liarnos? No conocía
a la nueva Emma. No iba a dejar que abandonara esa habitación estanca sin
haber intentado apropiarse de mis labios para ser posteriormente repudiado.
—¿Ves este cuerpo que tanto aborreces? Pues no vas a tocarlo ni con un
palo. Ni ahora ni cuando hable con mi madre, aunque de todos modos, eso no
va a pasar este año —sonreí fingiendo seguridad—. Porque paso de que una
palabra suya baste para irme de morros al suelo con mi hinchada autoestima.
Él sonrió con chulería. Y me puse como una moto.
Al contrario que yo, tenía una seguridad en sí mismo que me dejaba a
cuadros, porque era auténtica. Me gustaría ser como él, no solo fingirlo. Y una
vez más, me abrumó que alguien así tuviera tan claro que quisiera estar
conmigo. Me hacía dudar. Me hacía desear cosas. Y eso era peligroso.
Acarició mi pelo, (el poco que caía graciosamente hacia uno de los lados) y
me observó atentamente.
—A esta distancia casi puedo reconocerte —musitó cerca de mis labios.
Intenté retroceder pero me fue imposible, porque me había llevado contra la
mesa.
—Estás increíble… —reconoció—. Te noto muy Kye. Poderosa. Y me
gusta. Aunque lucharé por que vuelva a aparecer ese candor en tus mejillas.
A falta de tres milímetros me aparté de sus labios. Jon nunca me retendría
en una situación así, y eso me gustó.
—Este es mi lugar de trabajo —dije huyendo de él—. Si quieres que te
represente en el juicio, lo haré. Puedo mandarte un e-mail con todo el papeleo
que necesito para la defensa y las preguntas que te haré durante el pleito. Será
sencillo. Eres inocente.
Ponerme en modo trabajo me dio una tregua. Y vi un cambio de planes en
sus ojos.
—¿Entonces vas a echarme sin un adelanto? —dijo granuja.
Intenté no sonreír, pero me pilló y avanzó hacia mí.
—Vete, Jon. Tengo que trabajar.
Sonrió como un chico malo que en el fondo es bueno porque se ha
enamorado y sentí que me derretía.
—Por favor —supliqué cuando vi en sus ojos que quería estar dentro de mí,
aunque nos arrestaran por escándalo público.
Fue un momento decisivo. Porque si volvía a atraparme, me entregaría. Por
la expresión de su cara, no tardaría ni dos segundos en subirme la falda,
romperme las medias y hacerme gritar de placer hasta que me oyeran en la
planta baja.
Pero conseguí apartar la mirada, para que no captara mis pensamientos,
aunque me costara la vida misma.
—Me voy, pero con una condición, que esta tarde a las ocho quedes
conmigo en un bar de tu elección para repasar todo lo del caso y hablemos.
—Está bien —cedí.
Porque necesitaba que se fuera ipso facto. Y ya tenía pensado un plan
maestro. Acudiría con Guille, mi sombra. Eso le pararía los pies. Y le haría
ver que nuestras vidas, la mía aquí y la suya allí, no encajaban.
—Respuesta correcta. Te has librado.
No repliqué a su última provocación, aunque me reventara, porque sabía
que, si jugábamos a ese juego, perdería. Nunca me había considerado muy
sexual, pero con Jon me convertía en una ninfómana. Y estaba a un pelo de
perder el poco juicio que me quedaba viéndolo con un jersey de punto de
Billabong en varios tonos azules. ¿Se podía estar más bueno? Putos suferos…
Como toda mujer, tenía un cupo de huidas ante un hombre como ese, y notaba
que mis pies ya no cooperarían para distanciarme de él.
—A las ocho. No llegues tarde —sonrió satisfecho, como si acabara de oír
mis pensamientos.
Se dio media vuelta y se fue, alejándose de mí tan campante, mientras yo
jadeaba como un perro al sol en agosto.
«La madre que lo…».
Cuando llegué a casa a las cinco de la tarde le conté el encuentro a Guille al
preguntarme preocupado: «¿Y esa cara, qué te ha pasado?». Alucinó en
colores, y no era para menos, pero me prometió estar puntual a las ocho en
«Barullo y sin Juicio», uno de mis bares favoritos.
Que cierto es eso de que las palabras se las lleva el viento, porque al final
son los acciones las que más demuestran. Los gestos. Los hechos. Y casi me da
un infarto cuando entré en el bar a las ocho y diez (para asegurarme de no estar
sola con Jon de nuevo, ya que Guille es la persona más puntual del planeta. De
hecho, siempre llega cinco minutos antes a las citas, porque dice que ir
contrarreloj envejece) y me encontré en nuestra mesa habitual a mi madre.
Ella alzó los ojos y me vio sin verme, porque al momento volvió a fijarse y
sus cejas llegaron al límite de su pelo.
Abrió la boca y, aunque parezca increíble, fue incapaz de decir nada.
—Hola, mamá —murmuré sentándome a su lado—. ¿Qué haces aquí?
—Guille me dijo… —formuló, pero sus ojos dominaban las acciones de su
cuerpo, y todavía requería aunar su atención para asimilar mi nuevo aspecto.
—Voy a matarle —juré—, el muy imbécil sabe que he quedado aquí con
alguien. No es buen momento para hablar.
—¿Con Jon? —dijo como si nada.
La miré y tragué saliva. ¿Que hacía ese nombre en sus labios?
—¿Qué te ha contado de él?
—Nada, llevo hablando con él media hora. Guille me dijo a las siete y
media, y apareció tu amigo Jon para hablar conmigo.
—¡¿Qué?!
No me lo podía creer. ¡Lo sabía! ¡Lo del juicio era mentira! No me
cuadraba nada. Olía a excusa, pero ¡para llevarme a la cama, no para reunirme
con mi madre!
—Cariño, es un chico estupendo.
—Ahora mismo, le odio. Y a Guille. No tenían ningún derecho a hacerme
esta encerrona.
—¿Por qué no querías verme? —protestó mi madre—. ¿Por qué no me
contaste lo del accidente de Laura? ¿Por qué…?
—¡Porque no te aguanto, mamá!
Lo había soltado. Y me sorprendió ver su cara desencajada. Genial…
Encima, estaba loca porque me dolía haberle dicho eso.
—Antes de nada, ¿puedo decir yo algo? —dijo tranquila, en vez de con su
acostumbrada mordacidad.
No sé qué sería peor. Aquello tenía pinta de estocada final, pero me encogí
de hombros y que fuera lo que Dios quisiera.
—Estás impresionante… —soltó alucinada.
Perfecto. Ahora la mala era yo.
—¿Cuánto has perdido? —preguntó intrigada.
—¿Eso es lo único que te importa?
Noté como mis ganas de llorar hacían estragos en mi organismo. Unas
amargas lágrimas que no tenían nada que ver con el amor. Miento, tenían que
ver con el amor de madre y con el amor propio.
—No es lo único que me importa, pero es como siempre he deseado verte,
hija. Sabía que esta tú estaba ahí, pero no querías alcanzarla.
—¿Por eso me machacabas? ¿Querías verme o que la gente me viera guapa?
¿Y qué pasa con mis sentimientos? ¿No te importaba pisotearlos por el
camino?
—Sí me importaba, Emma, pero no sabía cómo llegar a ti. Siempre has sido
muy fuerte, y yo no tengo tu agudeza. ¡Intentaba picarte para que reaccionaras!
—¡¿Cómo?! ¡¿Adelgazando para volver a ganarme tu aprobación?! —dije
furiosa—. Llegué a odiarte en la adolescencia, ¿sabes?… Nadie merece
aguantar la cara de pena que ponías tú al verme, ¡eras mi madre!, esa que se
supone que es la única que ve maravilloso a su recién nacido aunque esté
morado y arrugado. Siempre he tenido la sensación de que te decepcionaba a
nivel físico y eso duele… Parecías no ver nada más allá. ¿Tanto te molestaba
que estuviera rellenita?
—No, cariño —dijo calmada—. Me molestaba que te molestara a ti y no
hicieras nada al respecto. Los niños son crueles, y tú lo eras más que ninguno.
Guille ha sido el único que ha podido convencerte siempre, a pesar de tu
tozudez. Si yo te decía que comieras mejor y que te apuntaras al gimnasio, te
lo tomabas como algo personal.
Esa frase me dejó sin habla porque era mentira. ¡Yo podía haber sido una
gorda feliz, joder! Si no fuera por sus críticas.
—¿A mí? ¡A mí no me molestaba! Eras tú la que me hacías sentir que no
valía nada.
—Y tú, te lo creíste, como siempre —dijo echándome la culpa de nuevo.
—Vete a la mierda, mamá —musité angustiada.
—Pero Emma… —comenzó alucinada.
—¡No quería verte precisamente para no ver esa sonrisa orgullosa en tu
cara al verme así! ¡Sigo siendo la misma, ¿sabes?! A pesar de mi cuerpo.
Estoy igual de jodida que antes porque nunca me querrás como necesito que
me quieras —escupí.
Me miró con sus ojos amenazando agua.
—Siento mucho haberte hecho daño, de verdad, y no haber sabido ser mejor
madre, pero entiende de una vez que no puedes exigirle eso a nadie, ni
siquiera a mí… —dijo ella muy seria—. Igual que no podías exigirle a Carlos
que te valorara y te quisiera como querías. ¡Era un ser deleznable! Tóxico.
Pero te tenía muy bien cogida la medida. Y tu cabezonería, y no otra cosa, te
incitó a seguir con él. Eso y tu penosa autoestima.
—¡Autoestima que tú jodiste!
—Vale, ¡lo siento! Cúlpame si quieres, pero no puedes eludir tu
responsabilidad detrás de mí, porque, en el fondo, sabías que no te convenía.
Hay muchas hijas que nos se llevan bien con sus madres, pero son fuertes, y
las mandan a la mierda, como acabas de hacer tú. Por eso sonreía, porque se
nota que has cambiado por dentro además de por fuera, y estoy muy orgullosa
de eso…
No pude evitar emocionarme un poco. Solo un poco.
—Estaba muy baja cuando las cosas se torcieron con Carlos, ya no podía
salir de allí. Estaba vacía.
—Lo entiendo, y sé que pensabas que nadie más te querría y luchabas a
muerte por solucionar algo que es una lacra mental de la sociedad muy
arraigada, el machismo. Pero, cariño, quien lo padece, está sentenciado a ser
un paleto ignorante. Sin embargo, un chico como Jon…
Abrí los ojos como platos.
—No quiero ni pensar en lo que habéis estado hablando —lamenté cerrando
los ojos con fuerza—. Solo es un chico que conocí en Australia.
—Me lo ha contado, y cómo te resististe a pensar que le gustabas de verdad
por tus prejuicios.
Me sostuve la nariz y negué con la cabeza.
—¿Cómo no? Estás de su parte. Aunque lo pasamos muy bien, es un amor
irreal de vacaciones, mamá. Nada más.
—Me ha dicho que está muy enfadado de que hayas cambiado físicamente,
que él quería a la Emma de hace tres meses… —sonrió encantada.
No pude agarrar a tiempo la sonrisa que se coló en mis labios. ¡Maldito
Jon!
—Es tonto —solté como si tuviera cinco años.
—Solo me ha contado todo lo que le gusta de ti —dijo con calma—, y
cariño, me ha dicho cosas preciosas que me ha encantado oír, pero ¿sabes
qué? Yo ya las sabía...
Mis ojos estaban inevitablemente encharcados. ¿Ella pensaba que yo tenía
cosas buenas, desde cuándo?
—Entonces ¿por qué querías que me marchara de tu casa, por qué me haces
sentir siempre una molestia?
—¿Una molestia? No. Yo quiero lo mejor para ti, y vale, quizá ese sea mi
fallo, que no tengo en cuenta lo que quieres tú, pero yo me pasé parte de mi
vida queriendo huir de casa de mis padres para tener libertad, y pensaba que
te agobiaba estar allí con nosotros. A mí me agobiaría. Y Jon me ha hecho ver
que vivo obsesionada con que no cometas los mismos errores que yo, que
aproveches la vida porque cada día que pasa me doy cuenta de lo corta que ha
sido, y me fastidiaba mucho que no fueras feliz. Quiero que lo seas, de
verdad...
—Pues te necesito para ser feliz —repliqué encogiéndome de homros—.
Esa es mi mayor desgracia —dije con las lágrimas cayendo por mis mejillas.
—De acuerdo, cariño, lo intentaré —dijo acercándose a mí y abrazándome
—. Siento haberte hecho sufrir… Siento haber sido tan… dura.
—Dirás arpía…
—Arpía, vale —se rio—. Pero no podía contigo… no sabía de qué otra
forma hacerte ver que te estabas equivocando con la vida que llevabas.
—Está bien, mamá…
—Y mírate… estás…. —dijo separándose de mí y observándome de nuevo
—. Has pegado un cambio total... Te noto mucho más segura de ti misma.
—¿Qué opinas del pelo?
—Creo que Guille es un genio. Estás sexy, actual, distinguida… ¡me
encanta! Y ese conjunto es sensacional, me alegra no verte con vaqueros.
Puse los ojos en blanco, pero sonreí.
¡Al fin lo sentía en mi piel! Mi madre estaba orgullosa de mí, y no me iba a
parar a leer la letra pequeña, porque era como era y nunca cambiaría, pero era
un principio de paz.
—Jon me ha dicho que iba a volver…
—¿Qué? —dije entrando en pánico de repente.
Ella sonrío.
—Percibo cierto temblor de piernas… ¿le quieres?
—¡¿Yo?! ¡Qué vaaaa…!
—Es imposible no quererle —dijo mi madre bizqueando lascivamente—.
Menudo maromo…
Solté una carcajada al escuchar esa frase.
—Seguro que es tremendo en la cama…
—¡Mamá!… —la reñí, pero me sonrío y se la devolví cómplice.
—Me voy, hija. Llámame y cuéntamelo todo. ¡Ah!, y, por si sirve de algo,
me gustaría volver a ver a Jon porque… adoro su genética. Un nieto con sus
ojos…vamos, me muero.
—Hola, Emma —sonó una voz detrás de mí.
Mi Superman, ¡siempre tan oportuno!
Me di la vuelta y su sonrisa —una mueca a caballo entre un abrazo y un
lametazo—, hizo que me hormiguearan las manos por tocarle.
—Hola… —respondí vergonzosa. Volví a girarme hacia mi madre y susurré
un «¡Vete!».
Ella me guiñó un ojo y me esquivó para despedirse de Jon.
—Un placer conocerte, «Jonazhan».
«¿Cómoooo?».
Aunque mi madre hubiese pronunciado el nombre en tono jet set americano,
a mí no dejaba de retumbarme en modo «El Jonathan», de Aída.
Me guardé el chascarrillo para más tarde y le miré levantando una ceja
cuando mi madre desapareció.
—Menuda encerrona. Lo de Henry era mentira, ¿no?
Él sonrió enseñando los dientes y dejó su chaqueta en una silla.
—Hay juicio, pero yo no estoy imputado. Creo que el caso está bastante
claro, como te conté, él iba borracho… una mala decisión por su parte, y la
escuela le permitió bajar a treinta metros, nada menos, por lo que el instructor
de la inmersión tiene parte de responsabilidad. Solo espero que se haga
justicia y cierren esa escuela de buceo para que no le pase a nadie más…
Bueno, y tú, ¿qué tal con tu madre?
—Bien —resumí seca—. Le gusta mi pelo. Llevaba diez días sin dormir
pensando en eso.
Jon soltó una risita encantadora. Demasiado encantadora. ¡Basta!
—¿Cómo has conseguido esto, te has puesto en contacto con Guille? —
pregunté a bocajarro.
—Sí. Conseguí su teléfono. Llevo aquí cinco días. He estado con Dani.
—Laura —resolví el acertijo—. Oye, ahorremos tiempo, ¿para qué querías
verme?
Me mantuvo la mirada analizando si era una pregunta trampa. pero lo cierto
es que no. Yo no le había llamado, y no quería mantener una relación a
distancia, ¿entonces?
—He traspasado Blue Days.
…
No pude contestar ni «¿qué?». Mucho menos formular lo que de verdad me
preguntaba, «¡¿Por qué?!».
—Por una cuestión de necesidades —contestó él solo.
—¿Qué necesidades?…
—Las de Dani. Las mías. Las tuyas… Necesitabas hablar con tu madre.
Cuando llamé a Guille y me presenté tuvimos una conversación muy
interesante.
—Debió ser raro hablar con tu doble —maticé burlona.
—Sí, no fue extraño que él pensara exactamente igual, que esa mujer y la
sombra que proyectaba en tu vida era tu principal problema. ¡Ah!, y que te
pesaba más la tontería que el culo.
—Voy a asesinarle —zanjé con los ojos en un punto fijo.
—No lo hagas, seguramente yo moriré con él. Somos uno.
Muy gracioso… Pero yo ya no tenía ganas de bromear, solo de respuestas.
—Y… ¿qué necesidades perseguías tú? —tanteé, y noté que mis hormonas
ponían toda su atención.
Él sonrió con esa boca de pecado, mientras yo decidía si podía permitirme
una noche más enterrada en su cuerpo… aunque me costara otro mes volver a
la realidad.
—Perseguir suena muy incitante… —comenzó ladino—, pero en realidad
caí en la cuenta de que todo lo que necesito está aquí. Quería volver a ver a mi
madre. Recordarle que un día tuvo una familia además de la de su infancia…
también necesitaba volver a ver a Dani y… te necesitaba a ti.
—¿A mí? —dije incrédula, mientras todas mis células brindaban con
champán.
—Sí, ya te lo he dicho, me niego a vivir un solo día más lejos de ti.
Era surrealista… ¡Llevábamos tres meses sin vernos!
—¿Has hablado con tu madre? —pregunté desviando esa arma de mi
cabeza.
—Sí, y no hizo falta que dijera nada porque, en cuanto me vio, se puso a
llorar; y eso, extrañamente, curó una herida que llevaba años sin cicatrizar.
Era un llanto distinto al que le generaba la muerte de mi padre y mi hermana.
Vino corriendo hacia mí, nos abrazamos y nos perdonamos. Reconocimos que
nunca debimos enterrar el dolor en el olvido, y que duele más echar de menos
algo que es posible tener, que algo imposible. Porque no te resignas, no te
rindes, y el dolor permanece... Estaba deseando verme, ¿te lo puedes creer?
Pasamos la tarde juntos y fue genial, como antes, y ahora sé que, aunque no
estés con alguien durante mucho tiempo, bastan un puñado de situaciones, de
recuerdos, de gestos… para grabarlo en tu corazón para siempre… Y es justo
lo que me pasó contigo.
—¿Eso es lo que le has dicho a mi madre?
—Naaa… a tu madre solo le he contado lo enamorado que estoy de ti, no el
cómo ni el por qué.
«Dioses…»
Uno de sus dedos se posó sobre mi mano y empezó a hacer circulitos en mi
piel mientras su profunda mirada se clavaba entre mis piernas.
—Me equivoqué, nunca debiste irte de mi lado…
—Yo no me fui, me dejaste ir…
—Y pronto entendí que había sido un error, porque a partir de ese momento,
fue como si no pudiera respirar bien… me faltaba algo tan vital como el aire.
—Quizá lo que no te dejaba respirar es que nunca me fui… —me atreví a
decir.
Jon leyó entre líneas y traspasó mi espacio vital, lo que me puso nerviosa
por sentir el calor celestial que irradiaba su cuerpo.
—Desde luego, de mi cabeza no te fuiste ni de mi corazón… —secuestró la
mano que acariciaba y le dio un beso furtivo.
—Yo tampoco volví entera… —admití—, creo que una parte de mí se
quedó allí para siempre.
—Me pasó lo mismo la primera vez que fui, pero para mí, Byron ya no
brilla sin ti. Quiero estar donde tú estés.
OMG.
¿Existían hombres así, capaces de querer como yo necesitaba que lo
hicieran?
—Apenas nos conocemos… —murmuré en sus labios, en un último intento
de agarrarme a la razón al asomarme al vacío de su boca, del que estaba a
punto de dar un buen salto.
—Ya lo sé pero… nunca he sentido nada parecido por nadie. Me gustaría
que entendieras lo seguro que estoy de nosotros… Te puedo jurar que nunca he
creído en flechazos ni en medias naranjas, pero contigo noté algo especial
desde el principio. Fue como… ver mi futuro alcanzándome. Y me negaba a
creerlo, pero cada segundo que pasamos juntos me dieron la razón.
Debí hacer algo con los ojos que le obligó a arrasar mi boca con un beso
fiero para licuarme el cerebro. Se me doblaron desde las pestañas hasta los
dedos de los pies. Dios… ese sabor, su convicción… Lo nuestro no era ni
medio normal, y yo tampoco quería alejarme de esa sensación. De esa
capacidad de inventarse un beso que me dejara del revés.
Un minuto después, no recordaba ni cómo cojones me llamaba, pero tenía
unas cuantas cosas claras:
1. Que en el plano de seducción siempre iba a perder contra él. Porque si
él ganaba, yo ganaba.
2. Que había venido hasta aquí por mí y no quería volver a sentir su vacío
nunca más.
3. Que media hora con mi madre y le había convencido para que me
soltara un «te quiero», lo cual era el fin de una era. Una en la que
estaría dolorosamente orgullosa de mí.
Un año después
—Lo siento mucho, intentaré compensarte… —resopló Jon.
Y los pocos segundos que me permití apartar los ojos de la carretera, vi su
carita de arrepentimiento.
—No te preocupes, ya iremos otro fin de semana.
—Ya sé que deberíamos estar yendo al aeropuerto en vez de a casa de
Laura, pero ¡está histérica! Quiere meter cambios de última hora en la novela
que está a punto de salir. ¡Se le ha ido la pinza! Recuérdame que no me haga
escritor…
Yo sonreí. Desde que Dani le presentó a su hermana se habían vuelto
inseparables. Empezó como simple lector cero y en menos de dos meses pasó
a formar parte de su equipo gracias a sus increíbles correcciones y
matizaciones que mejoraban la obra de una forma apabullante. Por otro lado,
yo llevaba meses insistiéndole en que maquetara y corrigiera un manuscrito
suyo que tenía olvidado en un cajón, pero no quería. Decía que tenía que
pulirlo mucho antes de que un profesional le pusiera la vista encima y
últimamente no tenía tiempo para nada. Desde que trabajaba para Laura,
pasaba más tiempo en la editorial que en casa.
—Cariño, es que… ¿a quién se le ocurre nacer en abril? ¡El mes del libro
por excelencia! ¡Con Sant Jordi a la vuelta de la esquina! —bromeé.
Él negó con la cabeza sonriente.
—Lo siento, de verdad. Sé que tenías todo pagado.
—Quería regalarte para tu cumpleaños una escapadita a Menorca para
quitarte un poco el mono que tienes por volver a Byron.
—Gracias, mi vida —dijo agradecido poniéndome una mano en la pierna
—. Me habría encantado. Me parece el regalo perfecto, pero ahora mismo
Laura está de los nervios. Me necesita. Ella confió en mí y se lo debo. ¿Sabes
lo que es sacar un libro nuevo después de una trilogía super ventas? ¿Las
expectativas que genera en la gente y la presión que supone la inevitable
comparación? Yo me estaría muriendo, tengo que ayudarla a pasar el mal trago
de esa terrible incertidumbre.
—Ya lo sé —dije orgullosa de él—. Esto es importante. Te dejo en su casa
y me voy de compras con Guille, no hay problema.
—Vale —suspiró.
Volvió a consultar el móvil, agobiado, pero no quitó la mano de mi pierna.
Me encantaba que la dejara allí olvidada a propósito. Claro que estaría más
cómodo usando las dos y corrigiendo su postura, pero la vida es cuestión de
prioridades, y parecía que sentirme un poco más antes de despedirnos era la
suya. Muriendo de amor en 3, 2, 1…
Ya había pasado un año y, a pesar de que nuestras vidas habían dado un gran
vuelco a nivel profesional, sobre todo la de Jon, seguíamos reservándonos ese
espacio privado de tiempo para nosotros. Para mirarnos a los ojos al hablar,
para acariciarnos las manos mientras tomábamos algo, para abrazarnos cada
vez que nos veíamos y oler a casa.
Me encantaba lo cariñosos que éramos entre nosotros. A la mínima ocasión
nos rozábamos, y dicen que el roce hace el cariño… fácil perder la cuenta de
cuánto lo quería. Con él a mi lado, sentía tanta energía positiva a mi alrededor
que no era capaz de abarcarla. Todo me parecía bien, y si algo iba mal, lo
único que hacía era dar las gracias mentalmente por tener a gente tan
importante en la que apoyarme, que hacía un año ni conocía.
La vida me dio una lección: que «nunca hay que perder la esperanza, porque
nunca se sabe lo que traerá la marea». La frase no es mía, es de la película
Náufrago. Y creo que es una metáfora épica que sirve para afrontar cualquier
adversidad.
—Trabaja mucho —le dije a modo de despedida cuando paré el coche
frente a la mini mansión de Laura. Ella se partía de risa cuando me oía
denominarla así, pero es lo que era, una mansión enana.
Él guardó sus cosas y me prestó toda su atención cogiéndome la cara.
—Gracias por no enfadarte, por ser como eres, por… ¡existir! —sonrió
aliviado—. Esta noche lo celebraremos juntos por todo lo alto, ¿vale?
—¿Será sucio y pervertido?
—Será romántico y sin protección.
Puse los ojos en blanco y le di largas con un «ya veremos». Desde hacía
meses insistía en que la naturaleza siguiera su curso.
Nos besamos con ternura, terminando el gesto con un roce de frentes y luego
de mejillas, a modo de abrazo pequeñito, y se separó de mí.
—Que vaya muy bien —solté cuando se bajó del coche después de
guiñarme un ojo, y le vi adentrarse en el hall de la casa.
Al momento, cogí el móvil y contesté una llamada entrante de Facetime de
Guille. La pantalla se activó justo a tiempo para la entrada triunfal de Jon en la
casa.
—¡SORPRESA! —oí que gritaba un coro de gente a través de mi Iphone. La
cara de Jon fue… impagable.
¡Por fin le había pillado! Desde que le conocía no había sido capaz de
sorprenderle nunca. Su maldita manía de leerme la mente no me dejaba.
Siempre imaginaba mis jugadas, o se le ocurría el mismo plan a él. Era…
escalofriante. Y frustrante.
Cualquier regalo que yo tuviera en mente, él lo verbalizaba como una
ocurrencia, petición o deseo en sus labios, y se convirtió en un reto vengarme
en su cumpleaños.
Había comprado unos billetes de avión, hecho la reserva de un hotel en
Menorca, buscado una excusa creíble e ineludible para aplazar el viaje y todo
para que no se esperase esa fiesta sorpresa. Maléfica, a mi lado, era Winnie
de Pooh.
Bajé del coche y entré en la casa complacida. Todo el mundo le saludaba
sonriente. Estaban Iker y Dani, compañeros de la editorial, Guille, e incluso
mis padres y la madre de Jon, que había venido desde Gijón y la abrazaba en
ese momento.
Ella me señaló para responder a su pregunta acusándome de haberla
avisado y cuando la mirada chocolate de mi superhéroe recayó sobre mí, se
volvió felina. ¡Una de mis favoritas!
Se disculpó con su madre y se acercó hacia donde estaba yo con aires
gatunos y peligrosos. Cuando se lo proponía, aún era capaz dejarme sin aliento
al asegurarme con sus ojos que más tarde me daría las gracias «a su manera».
—Estás desequilibrada… —dijo abrazándome con fuerza.
—No sabes hasta qué punto, chaval…
Nos fundimos en un abrazo corto y me separé para mirarle satisfecha.
—Ha merecido la pena. No sabías ni por dónde te daba el aire.
—Cierto, pero me apetecía muchísimo esa escapada contigo.
—Ya lo sé, y la haremos en cuanto Laura lance el libro. Esta gente te quiere
y le da importancia al día que llegaste al mundo. Pero yo, la que más…
Jon sonrió vergonzoso y me prometió cien cosas con los ojos. La primera,
que tenía su corazón en mis manos.
Aunque ya lo sabía… ¿cómo si no, alguien que una vez me dijo que nunca
tendría hijos, me rogaba intentarlo todas las noches últimamente?
—¿Por qué has cambiado de opinión? —recordé haberle preguntado
hipócrita. Porque yo era la primera que miraba hacia otro lado al pensar en
ese tema, pero desde que estuve con él en Byron, mi forma de verlo había
mutado. No por él, sino porque yo no creía que existiera un amor como el que
él me ofrecía, igual que tampoco creía a mis amigas cuando me decían que ser
madre era una sensación única. Pensar que pudiera estar perdiéndome un tipo
de amor similar, o incluso mayor, me oprimió el pecho. Y en ese momento, me
di cuenta de cuánto lo deseaba en realidad.
—No he cambiado de opinión, me da pavor tener un hijo, pero no sé qué
hacer con todo este amor que generas en mí. Me desborda. Se me sale por
todas partes y necesito enfocarlo hacia una prolongación tuya. ¿Me harías ese
favor antes de que explote?
Me descojoné y nos besamos ensimismados.
—Te quiero con toda mi alma —dijo más serio—. Nunca pensé que pudiera
querer tanto a nadie… corrijo, sé que nunca querré tanto a nadie… solo habría
una posibilidad que lo igualase: un hijo nuestro. Últimamente veo críos por
todas partes, ¡creo que me persiguen! Y nos imagino con uno —dijo culpable.
—Ay pobre… ¡es tu reloj biológico el que te persigue!
—¿A ti no? —preguntó con aprensión—. Ya sé que estamos muy bien solos,
que aún no nos hemos disfrutado lo suficiente, y sé que todo cambia cuando
tienes un hijo. Pero nosotros no somos así… No dejaremos que nos cambie. Al
menos, no a peor. Es todo mental. Siempre he querido estar solo por no tener
limitaciones, pero este año he aprendido que las limitaciones nos las ponemos
nosotros mismos.
Me miró preocupado y sonreí.
—Creo que nunca he querido tener un hijo porque es algo que nace del
amor, y yo no lo había experimentado antes. Cuando lo conocí contigo,
automáticamente esa idea volvió a ser una posibilidad…
Él me sonrió de una forma… que solo podría superar yendo a terapia, y
empezamos a besarnos apasionadamente hasta que terminamos en algo
parecido a Pompeya cuando fue arrasada por el Vesubio.
FIN
Sobre el autor
Anny Peterson nació en Barcelona en 1983. Estudió Arquitectura e hizo un
Master en Marketing, Publicidad y Diseño Gráfico. Actualmente vive con sus
hijas y su pareja en Zaragoza.
Lectora acérrima del género romántico en todas sus versiones. Devoradora
de series y películas. Adicta a la salsa boloñesa y a la CocaCola Zero.
www.ladyfucsia.com
@Lady_Fucsia Lady Fucsia