El guadián de las palabras: Don Juan Manuel, señor de Peñafiel
Por Blas Malo
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A su vez, mientras los halcones de los cetreros vuelan libres y alto en las vallisoletanas tierras de Peñafiel, un fraile es arrancado de su convento y lucha en cuerpo y espíritu por sobrevivir a la angustia, encadenado a la escritura al servicio de su nuevo señor. Sólo maese Zag, sabio tesorero judío de don Juan, ve en él al hombre perfecto que dará gloria eterna al díscolo nieto del rey Santo.
Pero contra el Ángel Negro de la Muerte que asola el reino, que abate por igual a campesinos y villanos, a frailes y legos, a nobles y damas, a clérigos y reyes, y que quebranta una y otra vez las ansias de inmortalidad de don Juan y de fray Rodrigo, hay un único poder que pueda oponérsele: el amor de otro Ángel.
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El guadián de las palabras - Blas Malo
PRIMERA PARTE
(1294-1303)
CAPÍTULO 1
UNA ENSEÑA ENSANGRENTADA
MURCIA, 4 DE JUNIO DE 1294
Cientos de campesinos corrieron asustados con sus familias y sus pobres posesiones a buscar refugio en la ciudad. Las puertas aún permanecían abiertas. La hueste castellana había avanzado durante días desde Escalona acumulando caballeros, lanceros y peones, y tras ellos una larga caravana de carretas y acémilas portaba armas, lorigas y suministros. Gómez Fernández no dejaba de observar al adelantado, que cabalgaba ceñudo a su izquierda, delante del pendón de la casa del infante Manuel. Las caras asustadas de los murcianos causaban una profunda impresión en su joven señor, aún muy mozo. Que llevara una espada de renombre, que fuera nieto y primo de reyes no lo hacía más valiente ni sería más diestro frente a los moros de Granada. Los moderados días de la meseta se habían transformado en el camino hacia el sur en jornadas de calor sofocante, preludio del solsticio de verano. Los soldados resoplaban, sudando por la larga marcha apresurada y el sol inclemente. El ayo ofreció agua a su señor, acercándole un rozado pellejo a medio consumir. El joven negó con la cabeza. Gómez Fernández de Osorio bebió y se refrescó el rostro sin dejar de avanzar a caballo entre las palmeras.
* * *
Las murallas de Murcia no habían sido reforzadas en mucho tiempo y Juan Sánchez de Ayala, comendador de la plaza y mayordomo del adelantado, había demandado nuevos dineros para restaurar los muros. La Corona se los había negado. Parecía cosa del diablo. Justo en el momento en el que los nazaríes habían decidido cruzar la frontera. Las noticias de sus algaradas causaron pánico en la corte del rey Sancho en Burgos.
–Sin duda son murallas recias, aunque sean obra de moros. Y bien que se requieren así, porque Aragón también ansía esa ciudad. Juan Sánchez de Ayala te agradará. Es un buen vasallo y administrador. –El joven señor no respondió–. Ahijado, mañana partiremos a combatir. ¿Estás asustado?
Juan Manuel no dijo nada. Negó por segunda vez con la cabeza, pero su rostro serio estaba pálido y deslizó la mano derecha por la vaina de su espada, buscando una seguridad que no tenía y el calor y la fuerza de su linaje. El gesto no pasó desapercibido a la mirada vigilante del ayo, quien además sabía por el médico que el adelantado llevaba dos días con indisposición de vientre y mal sueño. Pensó que de soldados inseguros estaban las fosas llenas.
* * *
Juan Sánchez de Ayala los recibió a caballo junto a las murallas, tras ser avisado por un mensajero de la proximidad de su joven señor. Descabalgó y besó su mano. La hueste recién llegada recibió órdenes de acampar frente a los muros de Murcia. Sólo el adelantado y su séquito más cercano acompañaron a Ayala hasta el alcázar y agradecieron la sombra fresca de la fortaleza. En la zona de residencia abundaban las mesas y sillas de buena factura y amplios lienzos cubrían las paredes. Se habían dispuesto bebida y carne en abundancia en la gran sala del alcázar, y unos mudéjares tocaban rabeles desde uno de los rincones, amenizando la estancia.
–No descansaremos nada más que lo justo. Ayala, decidnos, ¿son muchos los moros? ¿Se sabe quién los dirige? –preguntó el ayo.
El mayordomo se mesó la barba recortada, ya entrecana, y bebió el vino que le ofreció un sirviente.
–Han entrado por Vera. Son cientos de caballeros; algunos dicen que cerca de mil. Esquilman pagos y quiñones. Saquean alquerías y casas, matan cuanto ganado no se llevan y propagan el pánico y el temor. ¿Os encontráis bien, adelantado? ¿Los aires del sur no os han favorecido? Bebed, el vino os despejará.
El médico y consejero, que estaba detrás del joven noble, se agachó y habló a su oído en voz baja. Aquél asintió y rechazó la copa que le ofrecían.
–No es conveniente, mayordomo, que don Juan Manuel beba vino ahora. Sufre malestar de estómago y tampoco debiera comer cerdo hasta que se restablezcan sus humores. Quizás un caldo depurativo de acelgas le sentara mejor.
El ayo miró al médico judío con desaprobación.
–Para la batalla se requieren hombres fuertes, ¿desde cuándo las acelgas dan fuerza nutricia? Ahijado, estoy preocupado. No estás en condiciones de seguirnos mañana. Temo por lo que pueda ocurrirte. Sería sensato que permanecieras aquí a resguardo.
El joven noble, contrariado, replicó con voz débil, tosiendo antes de hablar. El jubón le agobiaba.
–Ayo, mayordomo, no temo correr hasta los musulmanes. Ya se me pasará. ¿Qué diría mi primo, el rey, si supiera que no intervengo en cumplimiento de mi cargo cuando me envía por vez primera a la frontera? Hoy no beberé ni comeré si así lo dice maese Zag –el médico judío inclinó la cabeza, agradecido por su reconocimiento–, pero mañana partiré con vosotros, a airear mi espada y mi linaje.
–Sois noble, pero aún mozo, señor. Tememos por vos. ¿Qué edad tenéis? ¿Once años? –preguntó Ayala, haciendo un gesto para que los músicos dejaran de tocar.
–Doce y un mes cumplido –corrigió Zag, inclinándose hacia él y mostrando el kipé blanco que cubría su despoblada coronilla.
–Y porto conmigo mi espada Lobera, ¡la espada de Fernando III el Santo, mi ancestro! –exclamó el joven–. Me obliga mi linaje, ¡me obliga la honra!
Gómez Fernández se irguió en la silla apartando el plato suculento y dejando a un lado la copa.
–No irás, ahijado. Aún debes fortalecerte y eres el adelantado de Murcia, y por eso mismo buscarán matarte. ¡Matarte! –Y golpeó la mesa con un puño cerrado, haciendo saltar la vajilla y sobresaltando al joven noble–. No ha llegado aún el día en que veas batalla. No se trata de montar a caballo y blandir una espada, sino de tener el arrojo y coraje para no huir ni espantarse, ni orinarse ni cagarse en los calzones cuando esos infieles vociferen contra ti y te embistan. Aún estás a mi cargo en minoría y no veo tu pulso firme.
–Pero ayo, ¿y qué dirá de mí el rey mi primo?
–Señor –replicó suavemente el médico, en plena madurez, con sus ojos astutos y oscuros–. El rey sufre mala salud, eso me cuenta mi hermano, y entenderá que mandéis vuestro pendón delante, con Ayala y Fernández, mientras os restablecéis. Tened por sensato esto: que los grandes hombres de armas, si son cabales y prudentes, mandan a otros por delante antes de ir ellos mismos. Por eso mismo el rey os envía a vos. Yo no os veo con fuerzas para enfrentaros a un encarnizamiento.
–Haced caso a sus palabras, don Juan Manuel –apoyó el comendador Ayala–. Tiempo tendréis de curtiros. Estáis aquí, hemos cumplido con el rey. Yo llevaré vuestro pendón y todos verán cómo la gloria que ganemos engrandece vuestro nombre.
El médico volvió a asentir. Si su honra quedaba a salvo nada tenía que objetar y se libraba de un terror que le atenazaba hacía semanas.
–Sea –dijo el joven, sin poder contener un temblor repentino, al que siguió un alivio y un suspiro–. Ayo, Ayala te seguirá en mi nombre. Él ondeará mi pendón.
–Se hará como ordenas, ahijado. Ahora, comamos y bebamos, y brindemos por ti y nuestra victoria, si así Dios lo quiere.
* * *
Desde lo alto de las murallas y junto a su médico, el joven noble observó a su hueste alejarse tras el pendón cuartelado, donde una mano alada sostenía una espada y los leones hablaban de su sangre real. Ante él se mostraban los campos feraces de la vega del río Segura, sembrados de alquerías y palmeras. Hasta donde se perdía la vista y más allá, todo aquello era suyo, y por eso mismo le remordía haberse dejado convencer.
–Fiel Zag, ahora en Murcia me repudiarán.
–Sois muy joven, no importa cuánto deseéis demostrar que sois un hombre.
–Siento vergüenza. He de preguntarte algo, y no sé cómo. –Su mano derecha no soltaba el pomo de la espada. Zag asintió, comprensivo y paciente–. Sé que debía estar junto a mi ayo, pero a la vez siento alivio de seguir a salvo, y no sé si eso es cobardía.
–Ningún soldado es inmune al miedo, señor Juan Manuel. No sintáis vergüenza. Sois el adelantado, no obstante, y deberéis sobreponeros a él, porque de vos dependerá la guía buena o mala de vuestros caballeros, y esa debilidad es señal de que aún no estáis dispuesto, y ¿deberían vuestros hombres morir por ello?
–No. Creo que ahora ya entiendo lo que dices.
–Si vuestro ayo vence, la gloria será vuestra; si es vencido, no será culpa vuestra. Ved además que los soldados veteranos son más robustos que vos y os superan en muchos años. Debéis enreciar antes de enfrentaros a ellos. Sois joven. Os lo repito: no sintáis vergüenza. Cuando os sintáis más fuerte, llegará el momento de guerrear.
El joven suspiró con el corazón más animado.
–Espero que los dos regresen, médico.
–Seguidme y conoceréis la ciudad. Y así, además, hablaremos.
* * *
La amenaza de la guerra llenaba todas las conversaciones. Los mudéjares murcianos que aún permanecían en la ciudad al cuidado de norias, molinos y acequias callaban con discreción, bajo miradas de reprobación y velado rechazo. Mientras, seguían llegando refugiados indecisos que habían sufrido la algarada de los musulmanes. El médico judío les preguntó para que su joven señor prestara atención. Uno de los campesinos estaba alterado.
–Llegaron con sus veloces caballos, dando grandes gritos. Prendieron fuego a mis graneros y a mi casa. No esperé a que nos hicieran cautivos. Huimos al campo con lo puesto, ocultándonos a su paso entre los herbazales y las quebradas. ¡Dios bendito!
–¿Eran nazaríes o africanos? –preguntó Juan Manuel.
–¡Africanos, de rostros negros y picados de viruela, que se ocultaban tras pañuelos!
–Zenetes, señor –aventuró el judío.
–Atacan, avanzan y, si encuentran resistencia de gente armada, la atraen a celadas y los emboscan. ¿Nos ayudará el rey?
–Para eso está aquí el adelantado –respondió el judío, pero no presentó a su joven señor. Un cuerpo de guardias los seguía como escolta a una distancia prudente.
–¡Dios lo guarde! Pero dicen que aún es muy niño. –Fue entonces cuando el campesino miró a Juan Manuel con suspicacia y calló de pronto. Se retiró el sombrero de paja maltrecha con que cubría su cabeza y, balbuceando perdón, inclinó la cabeza y se apartó de ellos.
–Estos tienen más miedo que yo, Zag.
–¿Verdad que es una ciudad hermosa?
–Sí. Lo es.
–Sabed que dicen los viejos que aquí reinó un rey lobo que la gobernó antes de que fuera cristiana. Y aquí estáis vos, con vuestra espada Lobera. Es una ciudad domada a vuestros pies, rodeada de campos fértiles, herencia de vuestro padre el infante Manuel. No la abandonéis a su suerte. Los lobos aragoneses la ansían, y también los granadinos.
–No lo haré.
–Ahora, he de hablaros del rey. –El judío se aseguró de que estaban solos en la gran sala del alcázar. Cerró las puertas para no ser escuchados por los soldados de guardia–. Sabéis que mi hermano Abraham cuida del rey Sancho. Vuestro primo nunca ha tenido buena salud; y mi hermano me dice que se le está quebrantando más aún. Sé por mi hermano que el rey estará en Valladolid por septiembre, y ése será buen momento para que os encontréis con él, que os vea y os conozca. Vuestro padre el infante Manuel siempre apoyó su causa, incluso contra la voluntad de su propio padre, el rey sabio. Que vea en vos un apoyo y no un enemigo.
–¿Por qué habría de ver en mí un enemigo? –Se sorprendió el noble casi niño, pero el judío no contestó nada más–. Estoy harto de esperar. Saldré a cazar, ¿no tienen buenos cotos en Murcia? ¿Sí? ¿Entonces por qué niegas con la cabeza?
–Que como adelantado os deis al ocio sin saber cuál será el devenir de los próximos días no os granjeará amistades entre vuestros súbditos murcianos.
–¡De qué me sirve el título, si nada de lo que digo parece contar con vuestra aprobación! Está bien, no saldré. Al menos, que venga mi maestro de armas; con él sí podré desfogarme sin temer a la muerte.
* * *
Al cuarto día las trompetas anunciaron el retorno del pendón de don Juan Manuel. Los hombres llegaban erguidos y orgullosos a pesar del cansancio y de los golpes. La victoria había sido suya. En el alcázar el joven noble abrazó a su ayo y a su mayordomo, contento por el regreso de ambos. El olor rancio del sudor de su protector y las magulladuras que mostraba su rostro lo impresionaron. Eran los signos de los soldados esforzados, de la sangre derramada y de los vencedores.
–¡Ah, ahijado, bien hicimos en no llevarte! Los encontramos acercándose a día y medio de aquí, rodeando las montañas y atalayas. No nos esperaban y no les dimos oportunidad. ¡Vino! –Un sirviente se apresuró a llenarle la copa por segunda vez. Bebió a grandes sorbos y con gruesos borbotones el caldo rubí rebosó de su boca barbada, deslizándose por su garganta y por la sobreveste rasgada y ensangrentada–. Los desbaratamos sin caer en sus engaños y matamos a cuantos pudimos, persiguiéndolos hasta que se agotó el día. ¡Esos africanos aúllan sin temor de Dios y son como demonios cuando se ven rodeados! Se apresuraron a volver sobre sus pasos, temerosos de tu pendón, que no conocían.
–¡Una gran victoria! –recalcó Ayala, cojeando, pero con una sonrisa satisfecha.
–Uno de ellos se detuvo en su huida como si quisiera recordar las manos aladas y los leones; luego continuó la fuga, y sus hombres con él. En la frontera dejé un destacamento para vigilar los pasos que guardan la fortificación de Lorca. Sí, ahijado: tu pendón ha ganado honra, y es toda tuya.
* * *
El joven lo escuchaba absorto en sus palabras, imaginando cuanto le contaba: los caballos musulmanes con sus pinjantes, sus estribos de bronce y sus jinetes de ropajes oscuros portando estandartes con bordados en lenguas extrañas. Recreó el fragor del encuentro con sus caballeros castellanos cubiertos de metal y los pasos firmes de los peones contra las espadas agarenas.
–¿Hicisteis prisioneros, ayo?
–No, Juan Manuel. Ninguno se dejó capturar. Luchan bravos estos africanos, pero una cosa es tener enfrente a campesinos y otra a fieros cristianos armados. El rey Sancho se alegrará de este éxito.
Juan Manuel comparó el robusto brazo de su ayo con el suyo propio. Sí, se esforzaría.
–Ahora, médico –amenazó Gómez Fernández–, mi ahijado brindará con nosotros. ¡Vino! ¡Buen vino!
El judío se retiró con discreción en medio de las risotadas del ayo y del mayordomo. El joven noble gozó del reconocimiento de los hombres de su casa. El calor de la camaradería entre soldados y los múltiples halagos por la batalla ganada le hicieron sentirse eufórico, y rió con ellos y sometió a escarnio y burla a los juglares que los amenizaban y a las sirvientas, que fueron acosadas con lascivia entre grandes carcajadas. El convite lo llevó del éxtasis a la ebriedad e inconsciencia. A la mañana siguiente, se encontró sobre un lecho mullido y con las manos de su médico obligándolo a beber un brebaje nauseabundo. Cerró los ojos y lo apartó de sí. Se llevó las manos a la cabeza; se sentía terriblemente mareado.
–Por Dios hermoso y todos los santos apóstoles, aparta eso de mí, ¡déjalo! –Su expresión atormentada dio paso a una mirada atrevida y descarada–. Así es la celebración de una victoria. Ahora ya lo sé.
Su rostro se convulsionó y la sonrisa desapareció. Tuvo arcadas y vomitó a un lado de la cama. Zag el judío se mantuvo inexpresivo, pero sus ojos mostraban la previsión de tal desenlace. Al lado del lecho había colocado una gran palangana sobre el suelo embaldosado.
* * *
El regreso desde Murcia al castillo de Peñafiel, próximo a Valladolid, fue triunfal para el joven Juan Manuel. Por donde quiera que pasara, por sus villas y posesiones, sus habitantes celebraban a sus hombres y su pendón, y eso era algo que le gustaba. Ayala permaneció en Murcia, atento a confusas informaciones sobre el interés del Reino de Aragón por la ciudad. El ayo sí cabalgaba a su lado y no se cansaba de contarle sobre la valentía mostrada frente a los africanos infieles.
–Además, deberás aprovechar este momento, ahijado. El rey sigue en Valladolid y aún no te conoce en persona. ¿Qué mejor momento que anunciarte con una batalla ganada y con un regalo?
–¿Un regalo, ayo? No sé a qué te refieres.
–Guardo algo para que se lo entregues y que agradecerá. –Gómez Fernández sonrió. Soltó la mano derecha de las riendas y giró su corpulencia para alcanzar la bolsa que le colgaba detrás del arzón. Abrió uno de los dos broches y de la bolsa extrajo un paño plegado que tendió a su ahijado. El tacto era suave y de un vivo color verde–. Lo recogí tras derribar a su portador cuerpo a cuerpo, así que verás sangre entre esos signos bordados. La suya.
Era un estandarte musulmán de forma triangular con signos en oro.
–¡Te lo agradezco, ayo! ¿Qué significan esto signos?
–Yo no sé leerlos. Harán mención a su profeta, supongo. ¡De poco les sirvió!
* * *
El joven practicó sin descanso durante todo el resto del verano. Quería fortalecerse y dar buena impresión a su primo el rey Sancho, quien lo recibió en el alcázar de Valladolid con sentida alegría. Era robusto, pero un mal parecía consumirlo, según manifestaban sus ojos cansados, la tez cetrina y apagada y el aspecto gastado. Gómez Fernández de Osorio y Zag el judío flanquearon la entrada de don Juan Manuel en el palacio. Las nubes del día no quitaron calidez a su encuentro con el monarca. El joven, presentado por el mayordomo del rey, se arrodilló ante él y besó su mano derecha con el sello regio, pero el rey Sancho lo tomó por los hombros, lo obligó a levantarse y lo abrazó.
–¡Juan Manuel, hijo del infante Manuel! Eres fiel reflejo de tu padre, mi tío, que en gloria esté. He oído que tu pendón hizo retroceder a las gentes del islam que el sultán de Granada envió contra Murcia.
–Mi ayo se portó con honor, señor. Y yo con gusto os entrego la enseña que fue arrancada al enemigo. –El ayo le acercó la prenda, que el rey Sancho examinó a su satisfacción–. La próxima ocasión espero yo mismo verter sangre de infieles.
–Hablas como un hombre, y te escucho –respiró hondo y calló, al tiempo que cerraba los ojos. Un hombre de ascendencia judía y de gran parecido al propio médico del joven noble dio dos pasos hacia él, pero el rey recuperó el resuello y evitó un paso vacilante–. Primo, envidio tu juventud. ¡Buenos médicos aseguran una buena vida! Ah, veo esa luz aún inocente en tus ojos. Cuánto daría por encontrar una mirada así aquí, ¡sí, aquí, en palacio!
Su voz tronó fuerte. Era temido cuando la ira lo dominaba, y en ella se mostraba el carácter fuerte que le había hecho rey como segundo hijo del rey sabio Alfonso, por delante de los infantes de la Cerda, sus sobrinos e hijos del primogénito muerto.
–Acércate, acércate más. Escucha: honra y linaje es lo único que debe temer perder un auténtico hombre. No pierdas nunca el celo por defender tu honra.
–La defenderé siempre, rey Sancho.
–¡Ved aquí a un buen vasallo! –exclamó el rey con furia hacia sus consejeros. Eso levantó un coro de murmullos incómodos. El mayordomo se acercó a él y le mencionó algo al oído. El rey asintió, visiblemente descontento–. Otros asuntos me reclaman, pero luego comeremos juntos. Siempre es motivo de alegría contar con parientes en los que confiar, ¡parientes que escuchan al rey!
El joven noble estaba impresionado por su corpulencia y por sus palabras. Inclinó la cabeza, con el corazón galopando en el pecho. Apenas se atrevió a mirar a su alrededor, donde muchos se preguntaban qué futuro le depararía el destino a ese primo del rey que nunca antes había conocido la corte.
CAPÍTULO 2
LA MALDICIÓN DE LOS REYES
CASTILLO DE PEÑAFIEL (VALLADOLID), MAYO DE 1295
–Ahora, declinad conmigo: «Neque porro quisquam est qui dolorem ipsum quia dolor sit amet, consectetur, adipisci velit¹...».
–Oh por Dios, calla, consejero –le cortó el joven Juan Manuel, soltando la pluma con desgana sobre el pliego a medio completar. Empujó la mesa, arrastrando la silla, y se puso en pie–. No apuremos hoy sábado el repaso de las lecciones. ¡Qué día, qué sol entra por la ventana! Y me tienes aquí encerrado cuando afuera mis amigos se solazan con perros y halcones. ¡Basta, ten piedad! Hoy no puedo pensar con claridad.
El judío detuvo su deambular por la cámara y dormitorio. Dos braseros de ascuas caldeaban la fría estancia de gruesos muros de piedra. Un armario abierto mostraba su interior lleno de manuscritos y copias atesoradas sobre anaqueles. La mayoría era herencia del difunto padre del noble. Entre ellas algunas habían pertenecido a su abuelo. Zag pensó cómo contestar para calmar a su díscolo alumno.
–Señor, no debe daros pereza el latín. Quizás deberíais liberaros de esa pesadumbre que parece distraeros. ¿Puedo preguntar de qué se trata?
El joven miraba por la ventana geminada que revelaba más allá de las murallas la amplia llanura de cereal sembrado dominada por Peñafiel. Evocaba recuerdos, y un enigma.
* * *
Después de conocer al rey el último otoño, don Sancho había aparecido de improviso en Peñafiel con toda su escolta, en el solsticio de invierno. El regio huésped había sido tratado con deferencia. El propio Zag había dedicado lo mejor de su ciencia al monarca, quien había perdido peso y color del rostro. Disfrutó del calor de la lumbre y de su conversación. Tal talante de cordialidad le pareció inusitado después de su primer encuentro. Cuando el rey explicó que viajaba al sur hacia Toledo en busca de buenas aguas y mejor clima, Juan Manuel miró a su médico, quien no ocultó la verdad a sus ojos. El rey Sancho se moría. Pero, satisfecho con todo, palmeó con fuerza la espalda del joven primo.
–Te daré dinero para reforzar las murallas de tu castillo y, además, estoy en buena relación con el rey de Mallorca. Te propongo que te desposes con su hija Isabel, aunque aún sea niña. ¿Ves qué generoso soy? Quiero que aceptes –le había dicho.
–Recuerdo aquellas veladas con sentimientos enfrentados, Zag. Me sentí honrado de su visita y disfrutamos a caballo y con los halcones, pero hay algo que no me desveló. Y no me refiero a sus anécdotas sobre mi padre Manuel o mi abuelo Fernando, o de mi tío Enrique en Tierra Santa.
–¿Qué es, señor?
–No entiendo por qué vino a verme, a mí. Mi abuelo tuvo diez hijos y mi padre fue el último de los varones. ¿Por qué entonces llegarse a Peñafiel, si el tiempo se le acaba? ¿No querría arreglar sus asuntos con sus hermanos, con los infantes de la Cerda y con otros nobles antes que conmigo?
–Ya os lo conté, don Juan Manuel. Mi hermano Abraham me reveló que vuestra franqueza impresionó al rey. Ahora ha nombrado heredero a su hijo, el joven infante Fernando, que no llega a diez años de edad. El rey necesita saber quién lo apoya y quién no, y sus sobrinos los infantes de la Cerda reclaman desde el Reino de Aragón la primacía de la primogenitura perdida, porque aún no dan por perdidos sus derechos a la Corona de Castilla. Creo, señor, que las desavenencias que vendrán en el futuro no se resolverán con sólo palabras.
–Entonces no entiendo qué razón hay para recibir más instrucción en letras. ¡Armas, caballos, gloria! Los libros no me ayudarán a dirigir hombres.
Por respuesta, el judío se acercó al armario. Cogió uno de los gruesos manuscritos y se lo dio al joven, quien lo abrió con una mirada interrogativa, haciendo crujir las páginas de pergamino. El judío se alarmó y tendió las manos hacia el libro, dejándolas en el aire mientras el joven leía una de las dos columnas de texto con letras capitales miniadas y adornos florales en verde, rojo y azul.
–La General Historia de las Españas. Ya sé que es herencia de mi casa. Creí me sacarías otro opúsculo de esos latinos con los que me das lecciones y me atormentas.
–Pero no sabéis por qué lo escribió vuestro tío Alfonso el Sabio.
El joven lo miró, confuso.
–Dímelo. ¿Por qué?
–Para que los hechos de los reyes no se olvidaran. Y ahora está en vuestras manos. En sus años, mi padre me contó que en Toledo se escribía, se traducía y se copiaban éste y más libros, y vuestro tío Alfonso X los enviaba a los reyes de Francia y de Aragón y hasta a Constantinopla, y a cambio aquellos señores le remitían libros propios que hacía traducir y consignar.
El joven siguió leyendo. Deshizo el trecho hasta la mesa y se sentó en la silla sin levantar la vista del manuscrito. Algún fraile bien dotado había iluminado la escritura con una escena. En el dibujo un rey vestido de leones y castillos sostenía su cetro en una corte y parecía escuchar a unos embajadores.
–¿Del imperio de Oriente, dices?
–Sí. Y, si no os lo han dicho antes, os lo diré yo ahora. Vuestro abuelo Fernando III el Santo casó con doña Beatriz de Suabia...
–Eso ya lo sabía yo, consejero.
–... pero no lo que sigue, y es que doña Beatriz era nieta del emperador romano de Constantinopla, y por esa filiación la sangre imperial de los antiguos ha llegado a vuestra familia.
–¿Tengo sangre de emperadores?
–Que amaban el saber antiguo, señor. Y ese saber está en otras lenguas que no son el romance. Algunas las hizo traducir vuestro tío, pero otras sólo las hizo copiar por escribanos. ¿Y cómo podréis descubrir sus consejos si no os aplicáis a las lenguas? –El judío tomó con suavidad el manuscrito que tenía su pupilo y señor, lo cerró y lo besó. Lo depositó en el armario. El joven seguía sumido en el desconcierto y el asombro–. Si me pidierais consejo, yo os diría: no hagáis caso a vuestro ayo, que con sumar y restar y balbucear el latín ya no quiere aprender más. Los libros son cosa mágica, señor. En ellos perdura la palabra y experiencia de los muertos, y en ellos los que han de venir conocerán a los que ya se fueron. La verdad y la mentira se tergiversan y en los libros lo que escrito está, escrito queda. Sed paciente, que hay tiempo para todo; vos soy noble y no tenéis que desterronar la tierra. Tiempo para cazar con lebreles, para requebrar mujeres, para abatir enemigos y empuñar espada, y también para aprender. Y lo que se aprende, queda para toda la vida. Eso me dijo mi padre, y eso es lo que yo os diría. Que, señor, aprender es señal de alto linaje, y el vuestro lo es.
–Hablas tan bien que convences. –El joven, con bozo incipiente en el rostro, había sentido que viajaba en su imaginación según lo escuchaba. Los libros tenían el don de engañar a la muerte. Su linaje estaba en ellos contenido y había otros tomos que aún no podía leer. Quiso saber más–: ¿Y escribió también mi padre, a quien tú sí conociste?
–No todo cuanto quiso, y eso fue un pesar para él, ya que se dolió de que vos, su hijo, no llegarais a entender sus pensamientos.
Juan Manuel tomó la pluma. Mojó la punta afilada en la tinta férrica y se asentó convenientemente en la silla.
–Maese Zag, prosigue con el dictado, ¡prosigue!
* * *
Aquella conversación caló hondo en el joven noble. Ni siquiera en la excitación de la cetrería, cuando el halcón descendía de los cielos como una centella destrozando el cuello de una liebre desdichada, podía él evitar pensar que aquellos que le precedían ya habían vivido aquello mismo y escrito sobre ello. Pero su ayo se burlaba del judío. Cuando el joven comentaba el progreso de sus lecciones y sus balbuceos en otras lenguas, Gómez Fernández se reía de él a la par que lanzaba a gritos a los perros a cercar al oculto jabalí en la espesura.
–¡Desengáñate, ahijado, que tanta letra te llenará la cabeza de tonterías y para nada! ¡Lo único que da experiencia es enfrentarse a la vida y correr mundo! –Los perros habían encontrado el rastro del puerco y obligaron a los lanceros a seguirlos en el bosque sombrío. Ayo y señor espolearon a sus caballos–. El día que seas hombre no tendrás tiempo para manuscritos y comprenderás lo que te digo. ¿Tanto gozo te da leer libros añejos? ¿Más que la caza?
–No, ayo –mintió el joven, enrojeciendo con vergüenza bajo su mirada inquisitiva, pero necesitaba disculparse y mostrarse bravo–, no tanto quizá; pero tampoco es desdeñable.
–Escucha: el judío es buen consejero, pero él no entiende de soldados y no debiera llenar tu cabeza de palabras. Baja a la tierra, ahijado, y deja el cielo a los gavilanes. Tendrás hombres y vasallos que atender y sufrir, y dominios y honra que cuidar. ¡Poco te queda de juventud indolente!
El ayo cargó hacia el bosquete donde los lanceros ya tocaban un cuerno, avisando de tener acorralada a la bestia. El joven Juan Manuel estaba confuso. Los dos mentores que guiaban su vida hacia la hombría opinaban de manera divergente.
* * *
El jabalí era temible. Estaba acorralado en un pequeño claro en la espesura, semioculto en la oquedad de una encina centenaria. Un perro se atrevió a buscar su garganta con las fauces abiertas. El puerco, con sus colmillos retorcidos, abrió su enorme bocaza para atraparle por el cuello y de una cabezada brutal lo arrojó lejos. El can chilló, dejando en el aire un arco de sangre escupido a borbotones de su cuello destrozado, por donde escapaba su vida. Una docena de hombres mantenían a raya al animal, amenazándolo con las puntas de las lanzas. Los demás perros aullaron, acosándolo y confundiéndolo, incitándole a que abandonara su refugio. Ayo y noble descabalgaron y tomaron sendas lanzas que les entregó un servidor.
–Mantén tu cuchillo a mano, ahijado. –Se persignó la señal de la cruz, y Juan Manuel le imitó–. ¡Atento! ¡Ahora, azuzad a los perros!
Las voces y ladridos enloquecieron al animal. El jabalí de lomo plateado y pelaje hirsuto agachó el morro, arruando fieramente, se lanzó hacia adelante con desesperación. Un servidor lo alanceó desde un costado, de lado, distrayéndolo. Otro lo atacó por el otro flanco y el ayo se precipitó hacia él con decisión, clavando su punta profundamente en el cuello del animal. Herido de muerte, aún tuvo fuerzas para empujar su carne contra la punta de acero y arrollar al veterano soldado. Con los ojos ciegos por el dolor se movió hacia adelante varios pasos más hacia el joven. Juan Manuel retrocedió, sin atreverse a oponérsele ni a responder a su ayo. La bestia cayó muerta a sus pies, babeando sangre y expirando al fin. Los hombres lo remataron y sujetaron con toas las fuertes pezuñas antes de rajarle el cuello de lado a lado. Varios contuvieron a los perros, que bramaban excitados. Cuando Gómez Fernández le arrancó los colmillos con su cuchillo, la bestia se removió con una última convulsión de la carne muerta. El ayo tendió los trofeos sangrantes a su ahijado.
–Seguro que esto no lo has leído en los libros. La próxima vez serás tú quien hinque la lanza. ¡Desangradlo y atadlo!
Sólo entonces el joven, mudo, se atrevió la a tocar la cabeza enorme y triangular del animal. Palpó su pelaje recio, olió su tufo porcino, sintió el calor de la vida que huía de él. Tendría que tragarse el miedo si quería hacerlo como su ayo. Con decisión. Con voluntad.
* * *
Llegaron al castillo celebrando la cacería y rodeados por los perros. Apenas habían descabalgado en el patio de armas cuando Zag salió a su encuentro, inclinándose ante ellos y frotándose y retorciéndose las manos una contra otra compulsivamente, como una vieja. Los dos nobles lo miraron extrañados. El ayo se quitó los guantes de cuero y los entregó a un criado. Juan Manuel hizo otro tanto.
–¿Qué sucede? ¿Qué significan esos gestos?
–Ayo, señor. Mi hermano me ha mandado un emisario desde Alcalá de Henares que ha llegado corriendo a uña partida. Ya lo he mandado de vuelta, para que confirme que partiremos. El rey agoniza. ¡El rey reclama vuestra presencia!
–¿Sólo pregunta por él? –preguntó Gómez Fernández, rascándose la barba poblada de sus mejillas con preocupación.
–«Que corran sin descanso, el alma se le escapa a cada resuello y antes de expirar le urge hablar ante ellos, ¡es su voluntad de moribundo!», me ha escrito Abraham. Y yo también he de acompañaros. Hay caballos frescos preparados. ¿Comeréis algo antes? Ya declina la tarde.
–¡No! –ordenó Juan Manuel, recuperando los guantes–. ¡Traed nuestras armas, que aparezcamos dignos, y los caballos! El rey ha hablado. ¡He de oír lo que quiere decirnos!
* * *
De villa en villa recorrieron el camino al centro del reino. El rey había dejado Toledo con destino a Burgos junto a la reina María, aparentemente con mejor salud, pero al poco había perdido súbitamente la consciencia y en Alcalá de Henares, urgentemente, la comitiva hubo de detenerse. Uno de los freires que lo acompañaba hizo que lo llevaran a la casa de su orden. No era una recaída más; era la última. Con toda la urgencia que pudieron, noble, consejero y ayo llegaron a la ciudad y entraron en la casa donde el rey yacía entre grandes dolores. En la antecámara, la reina María de Molina y sus doncellas, vestidas de luto, rezaban el rosario junto al arzobispo de Toledo y dos diáconos. Sus rostros mostraban los surcos salados de las huellas de las lágrimas. El joven Juan Manuel besó la mano de la reina y preguntó con voz temblorosa:
–¿Dónde está? ¿Llegamos tarde...? ¿Hemos venido con premura suficiente?
–No llegáis tarde. Aún está entre los vivos, pero... –La reina suspiró y se detuvo–. Pasad, pasad inmediatamente. Os están esperando.
* * *
El rey no estaba solo. Abraham, su médico, lo atendía en todo momento. Junto a él estaba el camarero mayor del reino, un abad y otro alto noble. Juan Manuel se encontró allí con su mayordomo, Juan Sánchez de Ayala, que había corrido desde Murcia al requerimiento real y también el anciano Alfonso García, a quien besó la mano. Era otro de sus tutores, y el hombre lo abrazó al reconocerlo con su mala vista, su espalda encorvada por lustros de vida difícil, su rostro arrugado y sus manos temblorosas de venas marcadas.
–¿Cómo vos por aquí? –murmuró el joven, emocionado.
–El rey así lo ha querido.
El rey contuvo la respiración, y luego, con un estallido ronco, despertó del intranquilo dormitar que lo tenía postrado entre almohadones. Los braseros templaban la sala. A pesar del día soleado el aire era frío y los hombres recios temieron que entre ellos estuviera ya la muerte dispuesta con su guadaña. El rey abrió los ojos tras esputar un moco espeso que Abraham limpió. Su hermano Zag lo ayudó a incorporar un poco al enfermo y el rey tendió la mano derecha a su primo recién llegado. Gómez Fernández animó a su ahijado a acercarse al moribundo. Juan Manuel besó la mano ofrecida y se arrodilló junto a la cama.
–¡Mi señor y rey!
–¡Ah, primo, has llegado! Y en buena hora. No espero vivir mucho más. –Su voz sonaba rota, ronca y gastada, y en su mirada buscaba descargar su conciencia. El joven frente a él había crecido y lo miraba con ojos compasivos. El rey, haciendo un gran esfuerzo, lo tomó por un hombro y lo abrazó, y lo hizo levantarse para sentarlo junto a él a un lado de la cama–. A todos, tengo mucho que contaros y quiero que lo oigáis de mi propia boca. Primo, me ves morir y nada puede hacerse, porque no es muerte de enfermedad, sino que es muerte merecida por mis pecados y por la maldición que recibí de mis padres, por rebelarme contra mi padre Alfonso X el Sabio.
Una tos detuvo sus palabras y tan fuerte fue, como si quisiera arrancar un mal agarrado de su pecho que no quisiera soltarse, que cuando paró quedó como inánime. El duelo y el quebranto se apoderaron de todos los testigos de aquel sufrimiento, pero su médico lo tocó. Su pulso era débil y al rato volvió a abrir los ojos. El rey manisfestaba un gran dolor y sus ojos se cerraban mientras hablaba, llevándose al mismo tiempo una mano engarfiada al pecho.
–Mis pecados claman a Dios y ahora me avergüenzan. Te ruego, primo, que te duelas de mi muerte, porque con ella pierdes a un señor y a un rey, pero también a un primo hermano que deseó siempre tu bien desde que te conoció. Te pido que sirvas con lealtad a la reina y a mi único hijo, como vasallo fiel que has sido mío. Confío en ti; no en otros.
»Quisiera darte mi bendición, pero no puedo. Mi padre Alfonso me maldijo en vida por arrebatar el trono a mis dos sobrinos los de la Cerda, y a voz en grito me maldijo otra vez revolviéndose furioso en su lecho de muerte. E igual ha hecho mi madre, maldiciendo su vientre y creo que volverá a hacerlo a su muerte. Maldito soy. Maldito por derramar mi propia sangre.
»Y has de saber que, aunque tuvieran oportunidad, piedad y misericordia, no podrían darme su bendición tampoco. Porque, primo, ninguno de ellos la obtuvo de sus padres. El rey santo Fernando no se la dio a mi padre Alfonso porque no cumplió promesas que le pidió; y mi madre tampoco la obtuvo de su padre, porque sospechaba que por ella había muerto su hermana Constanza. Malditos todos, por derramar la propia sangre. ¡Todos malditos!
»Pero primo, escúchame y no lo olvides... –Otro acceso de tos detuvo sus palabras. Estaba lívido y con un gran sofoco cuando pudo volver a respirar. Su voz se hizo aún más baja–. El rey Fernando, en su lecho de muerte, repartió herencia a todos sus hijos y el último de ellos fue tu padre Manuel. Lo atrajo hacia sí –el rey imitó sus propias palabras, acercando su aliento pestilente al rostro del boquiabierto joven–, y le dijo: «eres mi postrero hijo con mi bella Beatriz, que te ama tanto como yo, pero nada puedo darte. Nada me queda, salvo mi espada, de gran virtud; un escudo para tu linaje; y mi bendición, que no di a nadie más, y que tú podrás dar a tus herederos. Y con eso, siento que ninguno de los otros va a tener mejor herencia que tú».
»Y yo no puedo bendecirte, primo. Mi alma arderá si Dios no la salva, pero no lo requieres, porque tú, Juan Manuel, recibiste bendición de tu padre y de tu madre, y eso que tienes no lo tienen los otros de nuestra casa, para pasar a tu descendencia. Ahora ya lo sabes, y que Dios me tenga esto al menos en cuenta, al hacer balance de mis actos. –El rey lo besó en la mejilla y luego, resoplando, se dejó caer sobre los cojines, agotado–. Y ahora marchaos. Necesito... dormir... Que Dios te guarde por siempre, primo. Cuidad de él. Marchaos... dormir...
Su rostro se relajó y todos quedaron en silencio. No había muerto, pero su vida se agotaba. El médico les hizo salir en silencio y luego entró la reina para rezar junto a su esposo.
CAPÍTULO 3
LA TERCERA MUERTE
La entrevista con el rey sumió al joven noble en una profunda reflexión. La espada Lobera del rey santo yacía junto a él en su vaina, recordándole la herencia recibida y que depositaba sobre sus hombros una gran responsabilidad, la de legitimar su linaje con tanta o más autoridad que la línea de los reyes. ¿O acaso no debía sentirse por encima de ellos? ¿Qué derecho divino podrían invocar ellos para superar una bendición transmitida y no interrumpida? Rezó a san Fernando, sintiéndose a través de su acero en íntima conexión con él, con su honra y su memoria más allá del tiempo y de la muerte.
* * *
Ayala lo convenció de la conveniencia de acudir a Murcia, donde se oían voces que alertaban de las intenciones del reino aragonés, y allí estaba cuando recibió de su ayo la noticia de la muerte del rey Sancho, llena de agonía y pesadumbre.
–El aire le faltaba y no dejaba de ansiar bocanadas. Su sufrimiento se prolongó días y semanas, sin respirar ni descansar ni dormir, hinchado como un sapo, gimiendo y gritando que prefería que lo mataran porque los suicidas tienen cerradas las puertas del cielo para toda la eternidad. Eso me ha contado el camarero del rey. Ha sido una mala muerte, una muerte horrible. Descanse en paz –le comunicó su ayo.
–¿Y el infante Fernando, qué será de él? –quiso saber el joven, pero no se atrevió a preguntar si él mismo podía conservar esperanzas de alcanzar el trono.
Sin embargo, Gómez Fernández no era hombre de poca inteligencia.
–Su madre la reina quiere la regencia en minoría, pero otros apoyan a los infantes de la Cerda, y algunos al infante don Juan, hermano del difunto y primo tuyo, que aspira a cercenar Castilla y gobernar como rey de León. Tu padre no era más que el último varón. Nunca alcanzarás el trono de Castilla.
–¡Tengo derechos que ellos no tienen! ¡El rey Sancho lo dijo!
–Pero no tienes armas, ni hombres suficientes, ni fuerza. –Y el ayo, repentinamente, se levantó de la silla en toda su corpulencia y le empujó, derribándolo. El joven cayó al suelo en presencia del mayordomo Ayala, que quedó petrificado. Juan Manuel se dolió de la espalda y del golpe contra el suelo embaldosado–. ¡Fuerza, ahijado! ¿Qué harás? Porque otros sí tienen de lo que tú aún careces: malicia y ambición. Y hombres. Mira a Juan Núñez de Lara, y a la casa de Haro.
–Seré vasallo del infante Fernando y de la reina –se levantó, rechazando con furia la ayuda del mayordomo. Su cara estaba roja de ira, pero no se atrevía a levantar la mano a su ayo. No todavía–. Lo prometí al rey.
–¡Que está muerto! Esa promesa no te obliga a nada.
–¡Me obliga mi honra, que esta espada representa!
–Ayala, quedas en el adelantamiento. Yo marcho de regreso a Valladolid, a proteger tus intereses, ahijado. Mucho tienes que aprender aún, pero lo aprenderás aunque sea a la fuerza.
–Quiero ir contigo, ayo.
Por primera vez su voz sonó fuerte y como una amenaza.
–No es conveniente, señor –comentó el mayordomo–. Podéis perder más que ganar. El ayo tiene razón. Dejad que sean otros los que se desgasten y no corráis a embarcaros en ningún bando, no sea que elijáis el equivocado. Ya os reclamarán si les interesa contar con vos, y en ellos veréis sus debilidades y podréis decidir con ventaja.
–Me sumís los dos de nuevo en la inacción –se quejó el joven adelantado–, pero eso cambiará en menos de dos años.
–Hasta entonces respetarás nuestro consejo. –Y Gómez Fernández dio por terminada la conversación.
* * *
Con todo eso, Juan Manuel no acudió a la proclamación del nuevo rey en Toledo ni apoyó a ninguno de los bandos enzarzados ni acudió junto a otras tropas del rey en defensa de las tierras andaluzas cuando los nazaríes intentaron sacar provecho de la situación convulsa. Las reclamaciones de los infantes de la Cerda contaron con el apoyo efectivo de un nuevo rey en Aragón. Era Jaime II, que, llegado desde Sicilia, estaba dispuesto a reconocer a Alfonso de la Cerda como legítimo rey de Castilla y a tomar para sí Murcia como contraprestación. Así, el reino de Murcia sufrió la invasión de las tropas aragonesas, y el mayordomo Ayala, cubierto del polvo del camino y el susto aún en el cuerpo, le trajo en pocos días desasosegadoras noticias.
–¡Alicante ha caído y Elche quiere capitular, señor! Han rodeado la ciudad y han rechazado a los hombres de nuestros concejos, infringiéndonos muchas muertes. Nada puede hacerse. ¡Están perdidas!
–¡No! El rey no puede permitirlo. ¡Son mis tierras más fértiles y con ellas tienen camino franco hasta Murcia capital! ¡Traed mi espada!
Un sirviente se la proporcionó. El hijo del infante Manuel la desenvainó, pasó sus dedos por sus filos, la tomó por la cruz y la besó. Había fortalecido sus brazos, había mejorado su monta y se sentía dispuesto a verter su primera sangre, por su propia mano, protegido por una espada santa.
–Preparad caballos y peones. Esta vez no me quedaré quieto.
–¡Pero, señor...!
–¡Mi ayo no está aquí! Yo soy el señor y adelantado. –Sus ojos castaños brillaron con rabia. La llegada de su consejero interrumpió más exabruptos.
El judío Zag entró en la sala con un mensaje. Se asombró de ver a su señor con la espada santa desenvainada frente al mayordomo. Se inclinó ante ellos antes de hablar, y le fue difícil soportar la mirada de ira del joven.
–Señor, Ayala tenía razón, todo está hecho. La reina ha cedido ante el rey Jaime de Aragón y no hará nada por ayudaros, ya que no acudisteis a Toledo. Elche está perdida.
El joven noble bajó la mano de la espada, conteniéndose.
–¿Y qué aconsejáis los dos? ¿Dejar que devoren mis tierras? ¿Es eso?
–Cededla –dijo el judío–, que no os conviene desgastaros y que es eso lo que quieren en palacio, que os desgastéis o que muráis en una refriega inútil.
–Entonces pide treguas, gana tiempo, ¡lo que sea!
* * *
La resistencia fue inútil. Cuando se convenció de que nadie acudiría a su llamada hizo que Elche capitulara, perdiendo su feraz vega. Con ello, el rey aragonés vio satisfechas sus aspiraciones del momento y la reina aceptó las condiciones de paz, que exigían que Juan Manuel no atacara las ciudades perdidas. Y aunque la corona compensó al joven noble con la ciudad de Alarcón, en su corazón se sembró la semilla de la deshonra.
–Ya lo dicen los libros, fiel Zag, que los grandes hombres de grandes linajes antes prefieren morir que quedar deshonrados. Nada puedo hacer sin tener antes apoyos, y el ayo tenía razón.
Y mandó escribir inmediatamente a la reina de Castilla para transmitirle que se consideraba ofendido; al rey de Aragón para declararle la guerra aun a pesar de las cláusulas; y al rey de Mallorca para reiterarse en sus futuros esponsales con su hija Isabel. Porque pronto ya no tendría ayo. Sería señor de sus dominios.
PEÑAFIEL, 6 DE MAYO DE 1296
Aquel era un día diferente. El sol radiante manifestaba la alegría del joven Juan Manuel. Él mismo había encabezado al rayar el alba la partida de caza en busca de gamos y jabalíes, cuyas carnes rollizas ya se asaban en sus jugos en la amplia chimenea del salón. Un agradable baño a su regreso y la habilidad del barbero adecentando su rostro y perfilando su barba creciente dieron presencia a su faz curtida. Poco a poco llegaron los comensales invitados por él. Fieles a su casa, todos lo abrazaban y se arrodillaban para besar su mano en actitud de vasallaje. Cumplía catorce años y alcanzaba la hombría y la posesión plena de sus títulos y dominios.
De los últimos en llegar fue su ayo, retrasado en su viaje desde Toledo, y lo abrazó con fuerza y orgullo nada más encontrarlo entre hombres y sirvientes. Incluso Violante, su hermana de padre, había mandado una misiva desde Portugal. Gómez Fernández habló fuerte, haciendo callar a juglares y músicos de laúd, y todos los comensales prestaron atención.
–¡Callad todos! Juan Manuel, hijo del infante Manuel y de doña Beatriz de Saboya, desde hoy por la gracia de Dios eres titular y poseedor de tus dominios, de tus fueros, tus señoríos. Tu padre me encomendó junto a otros a velar por tus derechos. Hoy recibes tu herencia, y el anillo de tu casa –intentó quitárselo de su dedo anular de la mano derecha, pero se hizo difícil. Hacía muchos años que lo portaba en su nombre y sus dedos habían engrosado.
–¡No sale! ¿Tanto te has apegado a él? –exclamó uno de los hombres, haciendo reír a los demás presentes–. ¡Untadle con grasa caliente!
–¡Ah, bribones! –sonrió el ayo, luchando por sacarlo. Lo hizo girar y por fin salió. Los hombres dejaron de reír. Todos ellos estaban de pie y atentos–. Aquí está: es vuestro, señor –se arrodilló, tomó su mano, colocó el anillo y lo besó–, y nosotros vuestros vasallos. ¡Larga vida a don Juan Manuel!
–Levanta, buen ayo. –Los vítores volvieron a silenciarse para escuchar sus palabras–. Aún me harán falta tus consejos y los del resto de mis consejeros. ¡Comed y bebed! ¡Que suene la música, que corra el vino! ¡Trinchad la carne y que no olvidéis este día!
Los sirvientes iban de un lado a otro con los platos rebosantes. Un cocinero cortaba porciones generosas de los cuartos de los jabalíes, rociándolos con un cucharón con el caldo lleno de grasa suculenta y caliente mientras un ayudante giraba sin cesar los trinchos al fuego y a las brasas. Los hombres bebidos buscaban las faldas de las sirvientas, que corrían asustadas con las manos ocupadas sosteniendo platos y jarras y grandes hogazas de pan. Las risas crecían y las sillas crujían arrastradas. Los golpes y juramentos resonaban sobre las mesas.
–Dime, ayo, ¿dónde está mi médico? Lo vi está mañana, pero no ahora.
–¿Queréis que esté?
–Sí. –Y ésa fue su primera orden. El judío, de naturaleza frugal, no disfrutaba de los grandes festejos llenos de hombres desatados, pero acudió y se puso a su lado–. ¡Ah, Zag! ¡Come, bebe! No rechaces mi mesa.
–Sabéis que amo la moderación, señor. Pero comeré y beberé por vos.
–¿Será así también con las mujeres de su casa? –rio el ayo. El judío lo miró inexpresivamente–. Por Dios, Zag, ¿vuestra religión os prohíbe reír? Señor Juan Manuel, pronto se cumplirán las cláusulas convenidas con el rey de Mallorca. Tened en cuenta que con esa boda emparentaréis con el reino de Aragón y eso levantará recelos en la corte de Toledo, colocándoos en una difícil posición. Tendréis que contentar a ambos reinos y a sus poderosos.
–Pero en ello también veo ventajas, ayo. ¡Vino! –Un sirviente corrió a servirle más, llenando su copa no sabía si por tercera o cuarta vez–. Espero ganar respeto y la posibilidad de elegir mis apoyos.
–Es un juego peligroso.
–En cualquier caso, señor –intervino Zag, inclinándose hacia ellos–, debeos a vos mismo, a vuestros intereses. No a los de Castilla, no a los de Aragón.
–Eso haré, desde hoy.
–Jaime de Xérica es el noble en el que parece delegará el rey Jaime de Aragón para gobernar las tierras de Elche –informó el ayo–. Os interesará conocerlo, no sólo por estar lindando con tus dominios, sino porque también lee.
–¡Oh! Bien, bien. Haré por conocerlo. Ahora decidme, contadme, los dos: ¿sabéis cómo es Isabel de Mallorca? ¿Es hermosa?
* * *
Pero los festejos de aquel día quedaron pronto olvidados cuando el rey Jaime de Aragón ocupó la ciudad de Murcia dos meses después, escudándose en las promesas del infante Alfonso de la Cerda. Desde su castillo de Villena, el señor de Peñafiel entendió el miedo de la guerra que estaba a sus puertas e hizo caso a su ayo. Reclutó hombres, aseguró graneros y se dispuso a apaciguar a los invasores, escribiendo al dictado junto a su mayordomo y a su médico.
–«... y tened presente no sólo las treguas acordadas, sino también que en breve emparentaré con vuestra casa real a través de Mallorca y su infanta; y por eso respetad mis privilegios y tierras, que yo haré igual...». –El escribano se detuvo. El noble se volvió hacia su mayordomo–. ¿Creéis que bastarán palabras? No sé qué fuerza tendrán. Si quieren, avanzarán.
–El administrador que ahora se hace cargo ha prometido que nada hará en tanto no reciba contestación desde Barcelona –aseguró Ayala–, y la diplomacia es conveniente, no sea que luego busquen causas imaginarias.
–Además, una carta no supone nada, es un papel, y en cambio puede evitar muertes y pérdidas de vuestros derechos en la ciudad.
–Pero fiel Zag, ¿no es traición a nuestro rey que yo entable conversaciones con el de Aragón?
–La otra opción es no hacer nada de esto, señor, y presentar batalla, pero como nadie os ayudará será una matanza. Y, si rechazan dialogar y prosiguen hacia acá, entonces podréis mostraros como adelantado que sois y reclamar ayuda a la corona con total legitimidad. Creedme, que no hay que tener prisa para buscar la muerte en una batalla desigual.
–¿Sigo, señor? ¿He de irme? –balbuceó el escribano.
–No, ¿te he ordenado yo nada? ¡Escribe! «... pero como adelantado tengo un deber hacia mi rey, y él ha de encontrar en vuestra osadía una amenaza, por lo que es conveniente aclarar los términos en los que vuestra llegada a estas tierras ha de terminar». –Mayordomo y judío aprobaron silenciosamente sus palabras. Se sentía crecido, como si aquello fuera reflejo de una pequeña corte. Súbditos a sus pies, consejeros a sus órdenes y misivas a reinos vecinos, con la esperanza de su próximo parentesco con reyes, él, que era descendiente de reyes y emperadores. Inspiró llenando su pecho de propio orgullo antes de rubricar el pie de firma con su sello–. Está hecho.
* * *
Y para que Peñafiel fuera una corte, necesitaba una reina. Las negociaciones tomaron cuatro años en fructificar. Cuatro años de consejos, de viajes, de crecimiento, de fortalecimiento. El señor de Peñafiel se sentía nervioso en su castillo de Requena aquel domingo de Cuaresma. Movía sin parar las puntas de los dedos contra las perneras. Había llegado el momento. Los capítulos de la boda se habían firmado un año antes por poderes y la delegación mallorquina presentó ante el noble hijo del infante Manuel a la princesa Isabel.
–Señor don Juan Manuel, doña Isabel de Mallorca. –La joven avanzó al ser nombrada por el mayordomo Ayala. Era agraciada, trigueña y de ojos grises y vivaces en su rostro menudo, con el cabello peinado y recogido bajo una diadema, y su cuerpo engalanado con un brial azul de escote bordado. Graciosamente hizo una reverencia. Su tez pálida mostraba nerviosismo–. La acompañan don Fernando Martín y don Aria Pedro, testigos de los esponsales firmados en Perpiñán. Ellos os ofrecen en plata la parte de la dote acordada.
El señor de Peñafiel respondió a la reverencia de ambos y ofreció su mano a la infanta. Iba elegantemente vestido en terciopelo rojo bordado, costosísimo, y la espada de su herencia le acompañaba. Detrás, su ayo y su médico eran testigos de la entrega de la mujer. La joven le tomó la mano con sus dedos finos y delicados. El ayo le había dicho que ella era tres años mayor que él, pero era agraciada y quiso oír su voz.
–Sed bienvenidos, todos. Ahora, Isabel, ¿deseáis acompañarme? El día es fresco, pero espléndido. ¿Os gustaría cabalgar conmigo?
–Sí –y en su afirmación reveló una voz cristalina–, sí, me agradaría.
–Ayala, cuida de que nada falte a los invitados. No tardaremos.
* * *
El día frío resplandecía con el sol en Requena. Fuera del castillo y de las murallas, el paisaje mostraba los desnudos campos de cereal de la llanura blanqueados por el rocío escarchado allá