La Perla Numero 5

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La

PERLA apareció sorprendentemente, causando un gran escándalo, en julio


de 1879 en Londres, proclamándose a sí misma como la única revista erótica
para todos los gustos.
Floreció en el mercado Underground hasta diciembre de 1880.
Los dieciocho números incluyeron, además de muchas anécdotas, cuentos,
chistes y chascarrillos, seis novelas completas, en forma serializada, que
pronto pasaron a formar parte de las obras maestras de la literatura erótica.

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Anónimo

La Perla número 5
Colección de lecturas sicalípticas, sarcásticas y voluptuosas
LA PERLA - 05

ePub r1.0
Titivillus 21.08.15

www.lectulandia.com - Página 3
Título original: The Pearl
Anónimo, 1879
Traducción: Ediciones POLEN
Ilustraciones: Felicien Rops
Diseño de cubierta: Titivillus

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2

www.lectulandia.com - Página 4
BAJO LAS SOMBRAS O LA DIVERSIÓN ENTRE
LAS BOBAS

(Continuación del número 4).

A la mañana siguiente, Annie y sus hermanas se burlaron de nosotros, debido a


nuestra tardía aparición para el desayuno, observando con mirada burlona, «que
indudablemente no nos importaba mucho su compañía, ya que nos quedábamos en la
cama hasta muy tarde, dejándola sola a ella gran parte del día, en realidad la mejor, y
que Rosa era tan mala como el resto, pues en realidad aún seguía en camisón, y
tomaba el desayuno en su cuarto».
En este punto, su madre se interpuso, añadiendo:
—Además, Walter, me asombra que copies la ociosidad de Frank, tú que cuando
llegaste aquí estabas tan ansioso por dar grandes caminatas de mañana temprano,
mira a Annie, su rostro no tiene ni los colores ni la animación que tenía después de
vuestro primer paseo.
Un profundo rubor asomó al rostro de Annie, ante esta alusión a nuestra primera
caminata dichosa, cuando tuvimos la aventura con el toro, pero evité que sus padres
siguieran con estas observaciones, al decirles:
—Bueno, quienes residimos en las ciudades siempre tenemos mucha prisa por
gozar del aire fresco, pero parece que este suele tener un extraordinario efecto de
somnolencia sobre mí, pues apenas si puedo mantener abiertos los ojos en la cena, o
levantarme temprano por la mañana.
FRANK. —Me alegro de que te hayas dado cuenta que no todo es ociosidad.
Bien, Walter, estarás conmigo si digo que es la natural modorra de la juventud, a la
que nos vemos empujados con rapidez por el aire tan puro que respiramos todo el día.
El padre hizo unas cuantas observaciones incrédulas e irónicas sobre la juventud
de hoy día y así acabamos el desayuno. Cuando nos levantábamos de la mesa, nos
dijo:
—Walter, te importaría cabalgar una docena de millas para hacerme un favor,
pues Frank no estará listo antes de una hora, por lo menos; además, confío más en ti
que en él con la señorita a quien tengo que enviarle una nota: la señora del coronel
Leslie es joven y alegre, y me contentaría no tener que correr el riesgo de ver un día a
Frank como parte comprometida en un juicio por divorcio, y te prevengo de que te
cuides tú mismo también.
Con disposición asentí, muy en especial cuando noté una sombra de ansiedad
celosa en el rostro indiscreto de Annie. El caballo ya estaba listo junto a la puerta, la

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atmósfera era deliciosamente fresca y mis pensamientos inclinados hacia el amor, de
tal forma que cuando frené ante la cancela que da entrada a los terrenos del coronel,
sentía que era capaz de joderme a cualquier cosa con faldas, des de a una bruja al
poste de una cama. El portero pronto me hizo pasar y saltando de la montura ante la
puerta de la bellísima residencia isabelina, pronto vi cómo respondían al golpe de mi
puño en la puerta. Era el hombre de color más guapo que había visto en mi vida. En
su rostro se marcaban los rasgos de los hindúes.
La señora Leslie estaba en casa y me rogó que excusara su momentánea ausencia,
y que pasase al salón, pues ella aún estaba maquillándose, pero me recibiría en
seguida en su boudoir privado.
Este mensaje cortés revivió todas las ideas románticamente amorosas en que me
había complacido, mientras me dirigía hacia su casa.
Tras entrar en el boudoir, vi a la señora de la casa; era una hermosa morena de
unos veintitrés años, con la más hechizadora expresión de aliento hacia todo que
había nunca visto, mientras sus grandes, preciosos y oscuros ojos parecían leerme el
alma al extenderme la mano y conducirme hasta un asiento junto al suyo. Entonces
dijo:
—Así que tú eres el primo Walter; bueno, supongo, pero ¿cómo es que Frank no
ha venido con el mensaje de su padre? Pero dile —agregó con una mirada de
entendimiento— que no me hubiese agradado tanto verle a él como verte a ti, pues
considero que su primo es tan fascinante como él mismo.
Después, llamando a la campana, continuó:
—¿Quisiera tomar una taza de chocolate conmigo después de la cabalgata?, me
renovará el vigor que necesito para el asunto de la nota de su tío.
Abrió un cajón y sacando varios pliegos de papel que parecían documentos
legales, los puso en la mesa, en el mismo momento en que entraba el criado (era el
guapísimo indio que me había abierto la puerta).
MRS. LESLIE. —Vishnu, trae chocolate para dos tazas y algunas galletas, y no
olvides el frasco de aguardiente.
Al marcharse me dijo:
—¿No es un precioso pagano? El coronel lo tenía desde mucho tiempo antes de
casarse conmigo, y yo lo llamo por el nombre de su deidad principal; siempre que le
miro me hace recordar a José y la esposa de Putifar, en especial ahora, que el coronel
está fuera. ¿No crees que es una vergüenza tremenda el dejar sola a una joven
esposa?
Así siguió hablando, de esta forma curiosa, sin dejarme darle una contestación u
observación, a modo de respuesta, mientras se ocupaba de colocar y ordenar los
papeles pretendiendo tener que hacer muchísimas cosas al mismo tiempo.
El sirviente trajo el chocolate y las demás cosas, y se marchó con la orden de
decirle a Annette que su señora estaría muy ocupada durante un rato y que no la
molestara hasta que la llamase para que la acabara de vestir.

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Mi hermosa anfitriona era un objeto lleno de encanto en la forma en que se movía
dentro de sus ropas íntimas, que estaban abiertas por el cuello y exhibían la parte
superior de las prominencias nevadas de su lujurioso pecho, además de lo cual pude
ver parte de sus piernas desnudas, que no llevaban nada encima, salvo las zapatillas
más pequeñas que pueda imaginarse, de satén azul.
En aquel momento sirvió las dos tazas de chocolate, vertió un poco del
aguardiente y entregándome una se sentó junto a mí, sobre un suave y mullido sofá.
—Tómatelo de un golpe, tal como hago yo; te hará más bien que si empiezas a
sorberlo poco a poco, permitiendo así que se enfríe.
Ambos bebimos nuestras pequeñas copitas de aguardiente y casi al instante sentí
un temblor de calidez voluptuosa que me corría por todo el cuerpo, y mirando a mi
hermosa compañera noté que en sus ojos brillaba una llama que significaba el fuego
del deseo.
El demonio me poseía, y en menos que canta un gallo puse la taza vacía en la
mesa y con el brazo libre le rodeé el cuello, le moví su cabeza hacia la mía y le di
varios besos en sus labios y mejillas, mientras mi otra mano tomaba posesión de
aquel incitante pecho. Ella estaba llena de sonrojo y exclamó:
—¡Por favor, por favor, señor! ¿Cómo puede tomarse estas libertades cuando yo
no puedo defenderme sin tirar al suelo mi taza?
—Querida señora, perdone mis libertades y no se sienta ofendida; me siento
obligado a quitarle la taza o, por lo menos, a ayudarla, pero ¿cómo puedo mirar tanta
hermosura sin sentirme tentado, sí, tentado? Me vuelve loco la vista de tantos
encantos, perdóneme. Le ruego que me perdone todos mis atrevimientos, por favor —
le dije, mientras caía de rodillas y escondía la cara en su regazo y la rodeaba
nerviosamente por la cintura.
Entonces pude sentir cómo todo su cuerpo temblaba de emoción. De pronto
empezó a quejarse de dolor, exclamando:
—¡Ah, Dios mío! ¡Oh, oh, oh! El calambre de mis piernas. ¡Oh, oh! —y la taza
cayó al suelo—. ¡Oh! ¡Ayúdame, por favor! ¡Oh, Walter, alíviame; perdóname pero
tengo que darme un masaje!
Aquí estaba la oportunidad espléndida que mejoraría una suerte verdaderamente
dichosa.
—Permítame, pobre dama; veo que sufre muchísimo, y yo soy estudiante de
medicina —le dije, atreviéndome a levantarle la falda.
Y empecé a masajearle sus hermosas pantorrillas con mis ansiosas manos. ¡Qué
piernas tan bonitas veía en aquel momento! y en apariencia no parecían mostrar
ningún vestigio de enfermedad. La sangre me hervía y mis dedos gradualmente se
fueron aventurando hacia arriba, cada vez más arriba, y no pude evitar besarle
apasionadamente la deliciosamente suave y rosada carne, mientras ella parecía más
suspirar que hablar:
—¡Oh, gracias, gracias! Le ruego que lo deje y no falte a su delicadeza; el

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calambre ya ha desaparecido.
—No, no, querida señora, la contracción nerviosa de sus hermosos muslos me
convence de que ahora lo tiene más arriba y que volverá dentro de pocos minutos, a
menos que la alivie de verdad. En realidad no debería importarle; ya sabe que soy un
hombre dedicado a la medicina —le contesté con rapidez, haciendo avances más
atrevidos a cada momento y tomando ventaja del temperamento caliente que ella
poseía.
—Eres un atrevido, un canalla; tus toquetees y besos me están deshaciendo.
¿Cómo puedo resistirme a un guapo estudiante? ¡Oh, Walter, oh, Walter, tengo que
poseerte! Sólo traté de calentarte un poquito. ¡Quién podía imaginar que serías tan
atrevido, y ahora me veo cogida en mi propia telaraña! ¡Ah! Pero no tengas tanta
prisa. Nunca me tendrás, y lo echarás a perder todo con tu impetuosidad. Nunca me
tendrás a menos que me beses primero el santuario del amor, Walter —y me empujó
cuando yo trataba de meterme entre sus encantadores muslos.
—Desnúdate, desnúdate; quiero ver a mi Adonis primero, como tú verás a tu
Venus, que ahora se desnuda.
Y tiró su camisón (el cual, ahora lo vi, era la única prenda que la cubría), y
juntando su rostro al mío me metió la lengua en la boca, llegándome hasta la garganta
en la forma más deliciosa de abandono voluptuoso, y cogiéndome la polla, llena de
delicia, así como los cojones, todo al mismo tiempo. Todo esto era demasiado para mi
vigor y me corrí copiosamente sobre sus manos y cuerpo casi instantáneamente.
—¡Ah! ¡Qué chico tan pícaro e impaciente eres, mira que correrte tan rápido!
Quítate todo y quédate en pelotas y gocemos en la cama, como Dios manda. Mi
esposo se lo merece, por dejarme así, abierta a toda tentación. ¡Oh, querido
muchacho, cómo voy a amarte! Vaya polla tan hermosa que tienes y… y…, ¿cómo la
llamáis? (Y se sonrojó con sus propias palabras). ¡Tan dura! Eso es lo que el coronel
dice de los chicos jóvenes. ¿No te parece una palabra terriblemente grosera, Walter?
Pero tan llena de significado. Cada vez que dice tal cosa no puedo evitar el deseo de
poseer a un caballero joven y que la tenga muy dura, tal como el que tu tío me ha
enviado hoy.
Y así siguió hablando, mientras yo me despojaba de cuanta ropa llevaba, y me
quedé desnudo con mayor rapidez que un pestañeo. Después, restregándonos,
besándonos, vientre contra vientre y tocándonos nuestros encantos en todas las
formas posibles, poco a poco fuimos avanzando hacia la invitante cama que nos
esperaba en el otro cuarto. Una o dos veces nos detuvimos e intenté meterle la polla
con ella de pie, pero no le gustaba, y por fin, cuando su culo descansó sobre el borde
de la cama, me ordenó que me arrodillase y le besase el templo del amor. ¡Cómo le
buscó mi lengua su duro y precioso clítoris, que le asomaba unos tres centímetros
desde los labios de su vagina! Se lo chupé lleno de éxtasis y le hice cosquillas en sus
órganos sensibles, hasta que en uno o dos minutos se corrió profusamente, pero me
siguió sosteniendo la cabeza con sus manos para que yo siguiera haciendo lo mismo.

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Fue una de las más ricas mamadas que he hecho en mi vida; la lengua se complacía
en su leche cremosa, hasta que me rogó que me echase en la cama, pues tenía ganas
de gozar con mi picha. Así terminé este preludio, con una juguetona y amorosa
mordida de su excitado clítoris, y luego, saltando sobre los pies, nos metimos en la
cama, mientras con la mano lista me cogía el nabo y yo montaba aquel tentador
cuerpo.
—¡Qué vergüenza! —suspiró—. Vaya las veces que te has corrido, pícaro
muchacho. Mucho no me habrás dejado para que yo goce, pero sigue dura y es
estupenda —y me la apretaba con la mano, y con rapidez me llevó el capullo hasta su
increíble y caliente raja.
La hallé deliciosamente apretada y hasta hubiera podido jurar que era virgen.
—Y así debería ser, mi querido Walter, para que tú me desvirgaras. Pues el
coronel tiene una polla tan chica que no me da gusto, y con lo estrecha que soy,
apenas ni se la siento. Pero ahora, con ese pollón de placer que tú tienes, me haces
sentirme inundada de delicia y carne dura.
Sus movimientos eran tan lascivos como sus palabras. Se movía y se hundía, con
las nalgas arriba y abajo llenas de extraordinaria rapidez y energía, mientras con igual
rapidez y ansia yo le perforaba cada vez más aquel coño delicioso.
Estaba tan caliente como si nunca antes me hubiera corrido, y ambos nos
sumergimos en una corrida mutua, casi inmediatamente, que superó y ahogó a todos
nuestros sentimientos con delicias y éxtasis. Esto sólo duró un minuto, pues en
seguida la tirantez y movimientos de su coño pronto volvieron a despertar a mi
ansiosa polla con renovados esfuerzos. Con rapidez nos acercamos a una nueva
corrida, cuando me detuvo y me rogó que se la sacase un poquito, luego me divertiría
y me diría el momento en que querría que volviese a metérsela, y después añadió:
—Gozaré más si hago que te demores en correrte más tiempo. Siéntate sobre mi
cuerpo, Walter querido, y ponme la polla entre las tetas; así te correrás la próxima
vez. ¡Dios mío! No puedo evitar elogiarte la polla una y otra vez. ¡Qué grande,
hermosa y cabezona la tienes!
Siguió acariciándomela con la mano y pegándole las tetas para que pudiera
sacarla y meterla entre ellas. Fue otra idea deliciosa, pero aún no había agotado todas
sus formas de excitarme. Su otra mano me la pasó por la cadera y creí que me iba a
hacer cosquillas, pero hizo el movimiento sólo para mojarse el dedo en el coño
húmedo, cosa preparatoria antes de meterme el dedo en el culo. Esto hizo que casi me
corriera al instante.
—Bien, ahora soy yo quien te va a cabalgar, y haré que tardes en correrte
muchísimo. ¡Venga, invirtamos las posiciones!
Tras hacerlo, ella empezó a cabalgarme y nos deteníamos de vez en cuando; así
estuvimos unos veinte minutos, hasta que al final nos mojamos de tanta leche como
echamos ambos.
—¿Qué te parece eso? —exclamó tan pronto como recuperó el aliento. Ahora nos

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levantaremos y contestaremos la carta de tu tío, y me prometerás volverme a ver bien
pronto.

(Continuará en el próximo número).

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Franz von Bayros

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UN JOSÉ NEGRO
(Juicio contra Mrs. Inglefield, esposa de Mr. J. R. Nicholson Inglefield,
capitán del buque de Su Majestad «Escipión», por adulterio con John
Webb, criado negro, en el Tribunal del Consistorio, en 1786).

John Webb —un segundo José—, lacayo negro del capitán Inglefield, fue la única
evidencia material contra la dama. Antes de ser despedido había vivido con la pareja
durante dos años, principalmente en Singlewell, pequeño pueblo cercano a
Gravesend. Cuando entró a su servicio, la familia estaba formada por el matrimonio y
tres hijos, todos niñas; a los dos o tres meses de este hecho la señora tuvo un niño.
Desde el primer momento en que entró a su servicio él creyó que ella se fijaba
más en él de lo debido. Con frecuencia le sonreía y le cogía la mano, que le apretaba,
aunque con gentileza. Al cabo del mes de haber parido, y sucediendo que estaba sola
con el criado, ella le puso la mano en el cuello y le besó. Al cambiar de color el negro
por la vergüenza, ella se echó a reír.
Al día siguiente a este hecho, y mientras la peinaba, ella le puso la mano bajo el
delantal, le desabotonó la bragueta y empezó a tocarle y a jugar con sus partes
privadas, pero el testigo, al no gustarle esto, declaró que no terminaría de peinarla si
no le dejaba quieto. Por lo tanto, la dama de nuevo se echó a reír.
Al día siguiente, a la hora de la siesta, al ser llamado por el sonido de la campana
del dormitorio, él fue al cuarto, donde encontró a la señora sola, sentada al pie de la
cama. Él, de acuerdo a su testimonio, evitó acercársele todo lo que pudo, pero a la
larga ella lo cogió por las colas de su librea, se lo sentó en el regazo y le sacó sus
partes privadas fuera del pantalón, mientras le preguntaba:
—¿No sabes hacer nada? No temas, tu amo no sabrá nada sobre esto.
Sin embargo, todo esto no hizo ningún efecto en los poderes genéticos de nuestro
héroe africano. Por espíritu era eunuco, aunque no por sus partes, y se marchó
corriendo, mas no se sabe si en este momento dejó a la señora riéndose o llorando.
Al día siguiente, sin embargo, la señora renovó su gloriosa lucha, mientras él la
peinaba; de nuevo volvió a tocarle con sus delicadas manos las partes rudas de Míster
Peine, y cuando procedía a desabotonarle, él se marchó corriendo, dejando que la
señora se riera en la intimidad, mientras le atemorizaba diciéndole que aquella noche
tendría que venir a su cama, pues dejaría la puerta abierta, y que si no lo hacía así,
que se preparase para las consecuencias.
El señor Webb, al no cumplir tal amenaza, se encontró al día siguiente con la
señora que, furiosa, echaba chispas por todos los poros, quien en aquel momento le
dirigió la palabra en tono duro y despreciativo.
Durante todos estos intentos parece que el capitán no estaba en casa, que, según el
criado, eran los momentos en que ella más lo atormentaba. Pero lo que más le afectó

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fue que un día le besó sin ningún temor ante una de sus hijas, niña de unos cuatro
años de edad.
Hacia el final del verano, el capitán y su señora solían pasar un mes a bordo del
«Escipión», anclado cerca de Scheerness. Una mañana, hacia las diez, y tras llevar
allí unos quince días, y haber ido a tierra el capitán, la señora le llamó a la cabina del
barco y le dijo que le vaciase el lavabo de agua, tras de lo cual ella cerró la cabina, le
abrazó por la cintura con ambos brazos, le besó y luego, como cosa lógica, le tocó sus
partes privadas por encima del pantalón, pues él se opuso a que le desabotonase la
bragueta.
Todos estos cálidos ataques sobre nuestro joven negro de diecinueve años los
aguantó virilmente, y después de debatirse durante cierto tiempo logró liberarse de las
garras de su señora, que le atenazaban el dulce y deseable cuerpo, pero al pasar fue
observado por Charles McCarthy, oficial del buque, que le preguntó qué había estado
haciendo así, a lo cual él respondió:
—Nada.
Dos o tres días después de esta aventura acuática fue interrogado por el capitán
sobre todos los previos particulares, y él, como fiel criado, le contó todo lo que sabía.
En consecuencia, el capitán Inglefield, desde ese momento, dejó de cohabitar con su
esposa. La declaración concluyente de Webb fue la siguiente:
—Que ni él ni su señora, a pesar de las situaciones críticas en que se habían
encontrado, nunca llegaron a la posesión carnal ni al conocimiento de sus cuerpos.
McCarthy, el oficial, corroboró el incidente de la cabina, pero al final el juez
declaró que no había pruebas de la culpa de la señora, y ordenó al capitán Inglefield a
que volviese a llevar a su hogar a su señora y la tratase con afecto matrimonial, y que
para certificar lo anterior debería jodérsela a diario y hacerle cuantos hijos su leche le
permitiese.

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Achille Devéria

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LADY POKINGHAM O TODAS HACEN ESO
Relato de sus aventuras lujuriosas antes y después de su matrimonio
con Lord Crim-Con

(Continuación del número 4).

Con rapidez escribió la dirección en su agendilla y nos dimos prisa para volver a los
salones de los que nos habíamos ausentado más de veinte minutos. Al cabo de un
ratito, mientras yo estaba sentada junto a Alice, susurrándole mi aventura al oído,
Lady Montairy, a quien habíamos sido presentadas previamente, entró y se sentó
junto a mí:
—¡Ah! —me dijo con una mirada pícara—. Estás en buen camino de llevarte el
gran premio, mi hermana Corisande no va a tener ninguna oportunidad.
—Sólo he bailado unas cuantas danzas con él —le contesté prudentemente.
—¡Ah! —sonrió—. No me refería al baile de los lanceros, sino a vuestro sigiloso
paseo por la sala de música y el jardín. Bien que habréis tenido un «tête-à-tête»
amoroso.
—Pero no nos complacimos en un jueguecito parecido al vuestro con su alteza —
sonreí gozando de su confusión.
Se quedó sin habla, sorprendida; los ojos se le saltaban de miedo. Mas pronto me
apresuré a asegurarle:
—Soy vuestra amiga, Lady Montairy; vuestro secreto está seguro dentro de mí, y
espero que no haréis ninguna observación en relación a Lothair y a mí.
Nerviosa me apretó la mano y me preguntó:
—¿Te acuerdas del cumpleaños de Fred? Yo estaba allí, pero mi hermano Bertram
estaba con sus primos los Vavasour, y se hizo pasar por hermano suyo, por Charlie,
que dio la casualidad que estaba enfermo y no pudo acompañarles. Ya he sido
iniciada en tu sociedad. Debemos vernos otra vez —y añadió con una sonrisa—:
Debo marcharme para cumplir mis compromisos.
La cena fue un banquete espléndido, y volvimos a casa de Lady St. Jerome
encantadas con todo, en especial con el estupendo porvenir que parecía
presentársenos de futuros gozos.
Al día siguiente di una excusa para poder salir sola y dije que tenía que visitar a
una antigua compañera de colegio. Cuando el reloj daba las dos en punto cruzaba yo
Burlington Arcade.
Lothair llegó puntualmente y con gentileza me susurró al oído, mientras yo
miraba una tienda de muñecas:
—Bien, cuán gentil es vuestra señoría. Este acto me prueba que en vos se puede

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confiar. Todo lo he arreglado estupendamente; sólo tenemos que cruzar la calle hacia
el Bristol Hotel, en los jardines de Burlington, donde ya he pedido que nos
preparasen el almuerzo para una prima mía y para mí en un apartamento privado.
Además, me conocen demasiado bien como para que vayan a entrometerse en mis
asuntos.
La camarera me atendió en el dormitorio, y tan pronto como me despojé de la
capa, sombrero y demás prendas, me junté de nuevo con Lothair, que me esperaba en
la salita de al lado, donde habían servido un fantástico almuerzo.
Lothair, cuya timidez de la noche anterior parecía haber desaparecido en gran
parte, galantemente insistió en que primero comiéramos, antes de que le contase ni
una sola palabra de lo que yo sabía.
—Además —dijo—, un poquitín de champagne os dará valor, si es que lo que me
tenéis que contar es desagradable, pues la escena de anoche en realidad mucho nos
sorprendió a los dos, y si ahora preferís guardar silencio, no os presionaré sobre lo
que mencionasteis en medio de la excitación de aquel momento.
Su conversación fue muy viva durante todo el almuerzo, y cuando casi habíamos
acabado le pedí que llamase y pidiese un poco de leche, la cual me trajeron en
seguida; en ese momento él observaba abstraídamente los restos del «pâte de foie-
gras», y aproveché y vertí parte de la leche en dos copas de champagne, añadiéndole
sigilosamente unas diez gotas de un afrodisíaco muy fuerte que Alice me había
conseguido para esta ocasión.
—Bien, señor mío —le dije—, os reto a que me sigáis en la bebida de uno de mis
combinados preferidos: leche y champagne, pues oreo que la mezcla es deliciosa.
Diciendo esto le quité la copa de vino de la mano y le ofrecí la de champagne,
que primero toqué con mis labios.
Sus ojos brillaron llenos de delicias mientras se la bebía de una sola vez; luego
tiró la copa sobre uno de sus hombros y exclamó:
—Nadie podrá volver a posar los labios en esa copa de nuevo. En realidad, me
habéis retado, Lady Beatrice, después de lo cual, nada, salvo la realidad, me satisfará.
Luego se levantó y persistió en reclamar el beso que, según él, yo le había retado
a robarme.
—Bien —continuó, llevándome hacia un sofá—, sentémonos y oigamos la
terrible información que escuchasteis. ¿Quiénes eran esos hombres malvados?
—Monseñor Berwick y el padre Coleman —repliqué—. ¿Nunca habéis oído
hablar de una congregación secreta llamada de St. Bridget, en la cual sus monjas se
dedican en cuerpo y alma al servicio de la iglesia?
—No, nunca, pero seguid —dijo Lothair.
Así que yo continué:
—Dichas monjas son todas damas aristocráticas, que se dedican, como ya os he
dicho, totalmente a los intereses de la Santa Madre Iglesia para satisfacer y apaciguar
las lujurias de sus sacerdotes, así como a casarse con cuanto hombre influyente creen

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que pueden atar con el sedoso lazo del matrimonio. ¿Sabéis, señor, quiénes son
monjas de esta orden? Lady St. Jerome y Mis Arundel.
—¡Increíble! —exclamó Lothair—, pero no puedo dudar de vuestra palabra,
querida Beatrice. Permitidme que os llame así.
Sus ojos me miraron amorosamente, evidentemente emocionado por la tremenda
dosis de afrodisíaco que le había administrado. Le tomé la mano entre las mías —
ardía de tan caliente— y luego le miré con sonrojos a la cara.
—Mi querido señor, no seguiría aquí ni un segundo si pudiese pensar que
dudabais de mi palabra.
—Llámame Lothair, querida; arroja todas tus incómodas reservas —me dijo,
mientras me ponía una mano en la cintura y me daba un beso en la mejilla.
—Sigue, dime todo lo que sepas sobre esos diabólicos sacerdotes que conspiran
contra mí para cogerme en sus redes.
—Sigue mi consejo, Lothair —continué—, verás que Miss Arundel ha cambiado
mucho; su aspecto discreto y prudente se ha vuelto cautivador e insinuante. Las
órdenes del cardenal son que no se repare en nada, ni en su honor si fuera necesario,
con tal de conseguir lo que quieren, aunque del honor te puedo decir que la vi
entregárselo al confesor.
Luego le describí la escena de la que había sido testigo en la capilla, lo cual
aumentó los efectos del afrodisíaco que pareció llevarle a un estado de excitación
amorosa.
—¡El honor! ¡El honor! —exclamó excitadísimo—. ¡Ay! Querida Beatrice,
anoche me sentía capaz de perder la vida antes que tal cosa, pero ahora ese
sentimiento ha desaparecido, ha volado como una sombra; pero ¿qué es, después de
todo, sino una vergüenza mezquina y llena de desconfianza? Tienes que ser mía, no
puedo contener el fuego del amor que me está consumiendo; el mismo pecado hace
que esta idea me resulte mucho más deliciosa.
Mis débiles esfuerzos fueron inútiles, era un hombre joven, fuerte y guapo, y en
un instante me vi echada de espaldas sobre el sofá, y sus manos tomaron posesión de
mi coñito lleno de anhelos; el furor de la lujuria lo poseía, pero para disimular hice
algunas muestras de resistencia, que parecieron ceder sólo ante la fuerza, y cerré mis
ojos como sí temiese verle cómo se desnudaba.
Con rudeza me separó los muslos y echándoseme encima, pude sentir la suave
cabeza de su capullo que forzaba su camino entre los labios de mi vagina.
Luché y me contraje todo lo que pude, mas habiéndome previamente bañado mis
partes con una solución de alumbre y agua, él experimentó una gran estrechez y
resistencia a la penetración, como si en realidad yo fuera virgen.
Mis gritos de sometimiento por el dolor fueron verdaderos, pues su gran pollón
me causó una sensación dolorosa, pero gradualmente me fue poseyendo, lo que en el
último momento vio recompensado con una copiosa corrida de leche espesa.
—Ah, querida, qué delicia —gritó, mientras sentía yo dentro cómo aquel

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maravilloso nabo me llegaba hasta las entrañas.
Seguía latiendo y saltando con lascivas contracciones de la corrida, lo que hizo
que yo le ofreciese a él la misma cantidad de leche, llena de contracciones y ayes de
placer, mientras yo también me derramaba.
Teníame sus labios pegados a los míos; y la suave punta aterciopelada de su
lengua era un manjar que yo no podía despreciar, y se la chupé y chupé hasta que casi
lo dejé sin respiración.
Se volvió a correr bajo las estimulantes emociones con que le inspiraba. Se quedó
quieto unos momentos, mientras recuperábamos el aliento; luego, con un movimiento
hacia arriba de mi pelvis, le reté a que siguiera jodiéndome.
Fue la conjunción erótica más voluptuosa que recuerdo. No podía agotarle;
continuamente, una y otra vez, seguía arrojando leche por aquella polla divina, dentro
de mi insaciable coño, y pasó más de una hora antes de que alguno de los dos
consintiera en cesar el juego.
Todo ese tiempo estuvimos tan pegados como lo están los hermanos siameses,
sólo un corazón y un alma parecía animamos, mientras continuamente volvíamos a la
inundación de leche, tanto uno como otro, de la manera más emocionante.
Después de que nos hubimos lavado y refrescado, me pidió que le perdonara por
su impulsividad, y yo le hice prometer que me haría su esposa, y encima le recordé
las palabras suyas de la noche anterior:
—Lo mejor que podría hacer un hombre es no casarse nunca, y que por mi parte
creía que líos tan dulces como el que acabábamos de tener, nunca se gozaba entre la
«gente casada».
—¡Ah! ¡Ah! —me reí—. Tienes a las dos monjas de St. Briget, para gozarías.
Sigue mi consejo y simula que caes en sus redes. Ya te presentaré yo a otra sociedad
secreta, de la que no tienes ni idea. Se dedica a los placeres del amor, pero no está
bajo el gobierno de ningún cura lleno de lujuria. Nos volveremos a ver dentro de una
semana, un día como hoy, y me contarás cómo te van las cosas.
Se separó de mí con mucho amor, y al regresar a St. James’s Square me encontré
con que Lady Montairy había traído una invitación de la duquesa para nosotros, para
que pasásemos unos días en Crecy House, antes de que volviéramos al campo.
—¡Qué maravilla! —dijo Alice—. El duque ha marchado a París por unos
asuntos, y la duquesa a menudo se encuentra indispuesta. Nos vamos a hallar en las
entrañas de la jodienda, amiga mía.
Lothair cenó con nosotras aquella noche, pero ninguno de los dos nos
traicionamos sobre nuestra cita de aquella tarde, ni en palabra ni en mirada, y nadie
sospechó la nueva unión que nos juntaba.
Miss Arundel estaba muy atractiva, y hasta incitante en sus maneras con el
caballero. Su rostro era todo sonrisa, mientras se dirigía a él en tonos de simpatía y
hasta de ternura.
Tenía tanto encanto que era capaz de atraer hasta a las personas de su mismo sexo

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(aún más que al mismo Lothair). Aparecía radiante, vestida con una maravillosa
túnica blanca, cuyos bordes iban adornados con violetas que acababan de llegar de
París, en su cabeza llevaba una corona también de violetas, oscuras y brillantes como
sus ojos, que contrastaban admirablemente con su pelo entre moreno y dorado
oscuro.
Pude ver que él estaba fascinado. Nos pidió que fuéramos con él hasta Richmond
y que cenásemos con él al día siguiente.
Alice delicadamente rehusó la invitación en su nombre y en el mío, pues teníamos
que partir inmediatamente aceptando la invitación de la duquesa, y con el permiso de
Lady St. Jerome, abandonaríamos su casa rumbo a Crecy House, al otro día de
mañana temprano.
Me di cuenta de que este plan les proporcionaba gran placer e infinita
satisfacción.
Así que al día siguiente fuimos recibidas muy bien en Crecy House, por Lady
Bertha St. Aldegonde, en nombre de la duquesa, que se había retirado a sus
habitaciones.
Lady Montairy nos llevó a nuestras habitaciones, y despidiendo a la servidumbre
tan pronto como pudo, me abrazó primero a mí, y luego a Alice, añadiendo:
—Qué maravilla, queridas, que hayáis venido tan pronto. Llegáis justo a tiempo
para asistir a una ceremonia muy importante. Mañana, mamá piensa que todos vamos
a ir a la Academia, pero en realidad iremos a un sitio bastante diferente. En efecto,
Corisande va a ser recibida como miembro del Círculo Pollístico, que es como ahora
llamamos a la sociedad que nosotras ayudamos a fundar. St. Aldegonde, tan
indiferente e inútil como siempre parece ser, es la vida y alma de la misma, y Bertha
deja que se complazca en todo lo que le dé la gana. No conocemos los celos en
nuestra familia. Conoceréis a Bertram, Carisbrooke, y a Breçon, allí mismo. Sólo
queremos que Lothair la lleve a la perfección, pues Corisande quiere probar y meterle
mano a todo lo que ella cree que es la crema del mundo.
ALICE. —Pero, sin duda alguna, no tenemos por qué esperar hasta mañana. Esta
noche, ¿no podrías organizamos una fiestecilla en nuestras habitaciones?
—Sí —respondió—. Pero será una fiesta sólo de gallinas, nosotras y Corisande.
Mi habitación está junto a la vuestra.
Se quedó dudando un momento y luego añadió:
—Los caballeros estarán esta noche en el club. St. Aldegonde nunca posee a una
mujer de noche, pues dice que por la mañana es el momento adecuado, ya que
entonces es cuando más dura se le pone la polla, pues un estómago vacío antes del
desayuno le inspira mucho más que cualquier otra cosa.

(Continuará en el próximo número).

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Martin Van Maële

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EL ÚLTIMO INVENTO

Nos informan que existe una nueva patente de calzador para poder meter grandes
pollas en apretados ojos de culo; la misma ha sido inventada por una dama que
pertenece a la Comedie Française. También nos dicen que el tal invento consiste,
según lo practica su inventora, en colocar media piel de un melocotón, vuelta para
arriba, sobre el capullo de la picha de su amante, antes de permitirle que le dé por
culo a su querida amie, quien prefiere un buen polvo por detrás, que no la ortodoxa y
antigua jodienda por delante.

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André Collot

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LA CONFESIÓN DE MISS COOTE O LAS
VOLUPTUOSAS EXPERIENCIAS DE UNA
SOLTERONA
(En una colección de cartas dirigidas a una amiga).

(Continuación del número 4).

CARTA V

Mi querida Nellie:
Pasé casi cuatro años junto a Miss Flaybum antes de que considerasen que había
completado mi educación. Sólo me faltaba medio año para terminar y podrás
imaginarte cómo esperaba el día de mi emancipación de la esclavitud de Miss Herbert
y de su superiora. Lady Clara, Laura y la Van Tromp ya se habían marchado. Cecile
era entonces mi amiga íntima, a ambas ya nos habían crecido los pelos del coño, que
por cierto llamaban plumas, y yo quería muchísimo a Mademoiselle Fosse, de forma
tal que arreglamos con las vigilantas para vivir juntas en el futuro, así como con mis
tutores, quienes me habían concedido una buena cantidad para montar mi propia casa
cuando me marchase. Además de Cecile y yo, había en el colegio, nada menos que
nueve o diez señoritas, que estaban dispuestas a marcharse para siempre, como
Mademoiselle, cuando llegasen las próximas fiestas de Navidad.
Miss Flaybum parecía muy molesta ante la perspectiva de perder casi un tercio de
todo el alumnado de golpe, lo que la hizo que se volviese verdaderamente vengativa
en su pequeña tiranía, y que los castigos infligidos pareciesen complacerse con las
chicas mayores, a quienes ataba al caballo; nos azotaba por la más mínima ofensa, a
veces hasta en grupos de tres o cuatro a la vez; tales hechos no podían sino engendrar
resentimientos en nuestros pechos, y todas deseábamos alguna oportunidad para
vengamos. Yo me había vuelto una especie de líder en la escuela, y con las otras
chicas a menudo hacíamos los que llamábamos sacrificios a la vara, especialmente
con las chicas más jóvenes, en nuestros dormitorios respectivos, quienes no se
atrevían a quejarse a Miss Flaybum, pues temían que algo peor pudiese ocurrirles
entre sus manos.

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Se acercaban los últimos días, y en menos de una semana esperaba marcharme
para siempre de Edmonton, mas no deseaba abandonar el sitio sin hacer pagar las
deudas que se me debían. Me reuní con Mademoiselle y con Cecile, para ver las
posibilidades de nuestra venganza. Como resultado reunimos a todas las chicas
mayores que también se marchaban, para que nos ayudasen, además de confiarnos a
una docena o más de las otras, quienes por lo menos prometieron ser testigos
neutrales, aunque asustados. Miss Flaybum, en su cuidadosa sabiduría, hacía que
todos los sirvientes, salvo María, durmiesen en una parte distante de la casa, y con
una puerta realmente atrancada, prevenía el acceso de ellos por la noche. Miss
Flaybum, invariablemente, daba una fiesta a las señoritas que se marchaban para
siempre de la escuela, la noche anterior a la partida.
Por lo tanto, decidimos sobornar a María para que nos fuera leal y nos ayudase en
el tratamiento con el que someteríamos a Miss Flaybum, Miss Herbert y Frau
Bildaur, para azotarlas a todas, en especial a las dos primeras. No tuvimos dificultad
con María, que últimamente había agotado parte de sus ahorros, por lo que le prometí
una buena suma y un sitio en mi casa, lo que aceptó encantada, pues ya estaba
cansada, según sus palabras, de las locuras de las maestras.
También estuvo de acuerdo en darnos todo lo necesario para nuestro propósito:
cuerdas y tres de los vestidos penitenciales que pondríamos a nuestras víctimas.
Llegó, por fin, la noche deseada, las conspiradoras habían decidido irritar a Miss
Flaybum derramando mucho champagne, del cual, en tales ocasiones, se hacía gala,
aunque se servía en muy pequeñas cantidades a los invitados. María, ayudada por
otras dos criadas, era la mayordoma, y durante la cena, siguiendo sus consejos, cada
una de nosotras se bebió unas tres copas, en vez de la única que se suele tomar en
dichas ocasiones. Miss Flaybum abrió los ojos asombrada mientras veía cómo nos
complacíamos con la segunda copa; pero cuando nos vio abusando profusamente de
su hospitalidad, explotó sin más:
—Miss Coote, Miss Deben, me asombráis; ¿cómo os atrevéis, junto con
Mademoiselle, y animáis a las demás señoritas a entregarse a tal intemperancia? —y
levantándose de su asiento rabiosa, añadió—: Si seguís así la mitad de mis pupilas se
embriagarán; María, saca esas botellas inmediatamente. Tienes que haber perdido la
cabeza.
María, que vigilaba cómo se cocía la tormenta, acababa de despedir a las otras
dos sirvientas y había pasado el pestillo que daba a la parte de los criados, a los que
les había entregado previamente una buena cantidad de refrescos, para que se
divirtiesen también.
Dándome cuenta de que el campo era nuestro, me levanté con una copa en la
mano y dije, con un gesto de deferencia burlona:
—Espera un momento, María, aún no hemos acabado con el champagne. Miss
Flaybum, Miss Herbert y vosotras, señoritas (mirando alrededor de la mesa); muchas
de nosotras, quizás todas, partiremos mañana temprano y nunca volveremos a esta

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feliz institución, y yo, en nombre de todas, tengo la seguridad de que estamos de
acuerdo en beber una copa llena hasta los bordes a la salud de nuestras respetadas y
queridas maestras.
Miss Flaybum, casi sin respiración, agitada, se sentó en el sillón, como si
presintiese que no le quedaba más remedio que rendirse a su destino. Parecía como si
no le quedasen fuerzas para ayudarse a sí misma. Todas las chicas recibieron la
propuesta con un aplauso ensordecedor; se llenaron y bebieron de un sorbo todas las
copas.
—Bien —exclamé, subiéndome a la silla y colocando un pie sobre la mesa—.
Debemos beber a la salud de tan ilustre y amable dama, con todos los honores,
siguiendo el rito escocés, con un pie sobre la mesa, tirando luego todas las copas
sobre los hombros, tras haberlas vaciado hasta el fondo, en su honor. A la salud de
Miss Audrey Clementine Flaybum:

Es una chica excelente,


es una chica excelente,
es una chica excelente,
y así lo decimos,
y así lo decimos,
y así lo decimos,
con un hip, hip, ¡hurra!
con un hip, hip, ¡hurra!
¡hurra!, ¡hurra!, ¡hurra!

Y se oyeron caer todas las copas.


Mis aliadas repitieron el brindis, en coros regulares y, debo decirlo, con maneras
bastante masculinas.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! —exclamó Miss Flaybum, mientras caían las copas al
suelo o donde cayese—. Todas las señoritas están borrachas, ¿qué puedo hacer, Miss
Herbert?; ¡qué horror!, ¿dónde han aprendido ese brindis de taberna y mujerzuelas?
—¡Qué insulto! —le contesté—. ¿Estamos borrachas, señoritas? Cecile,
Mademoiselle Fosse, ¿soportaréis ser estigmatizadas como borrachas?
Todas nos acercamos a Miss Flaybum y a las gobernantas inglesa y alemana,
estas dos rojas de pasión, mientras que la Flaybum temblaba de ira.
—Esto no es asunto de risas —continué—. Todas hemos sido insultadas; Miss
Audrey Clementine Flaybum, ha llegado nuestro momento, usted tendrá que
arrepentirse de esto y tendrá que pedirnos la más humillante excusa por insultar a
tantas señoritas de la más alta sociedad. Y usted, Miss Dido Herbert, será castigada
también, pues debidamente está de acuerdo en todo. Pero creo que debemos
comenzar con Frau Bildaur, pero no debemos de encarnizarnos con ella, ya que tiene
un corazón bastante tierno. María, cumple con tu deber; no, no te retires, desnúdalas

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y ponles las vestimentas de castigo ante todas nosotras.
Miss Flaybum, ya pálida y temblando de la ira y el miedo, me contestó:
—Cómo se atreve a hablarme de esa manera; María, limpie la habitación y eche a
estas señoritas impúdicas; todas están embriagadas con el vino.
Sus peticiones a María fueron todas en vano; primero desnudó y vistió a Frau
Bildaur, la pobre criatura estaba a punto de desmayarse de miedo y vergüenza y no
ofreció resistencia, pero Miss Herbert se sentía indignada y resistió extremadamente,
mientras que Miss Flaybum era aguantada en su sillón gracias al esfuerzo de media
docena de las señoritas más fuertes.
—No os molestéis en vestir a ese viejo putón —exclamó—. Atadla a la mesa y
levantarle las ropas.
Casi como por arte de magia la mesa quedó limpia de todo y todos los
desperdicios de aquella noche se recogieron a un lado. La víctima, que se debatía
enérgicamente, nada pudo tan pronto como María, con la ayuda de Cecile y de
Mademoiselle Fosse, la arrastraron llenas de resolución a la mesa y la ataron a la
caoba. Mademoiselle le levantó las ropas y se las ató arriba, sentándose luego sobre
sus hombros para mantenerla quieta, mientras que las otras dos le sostenían los
brazos. Cecile le abrió los calzones y dejó al aire un culo más bien flaco.
Entonces dijo:
—No está muy gordita, querida Rosa, pero sin duda la harás chillar.
ROSA. —Arráncale los calzones y déjala totalmente en cueros; tengo que hacerle
pagar todos sus azotes de una vez.
Tras hacer esto de forma muy especial, la víctima pidió clemencia y se opuso a tal
indecencia, pero todo fue en vano, mientras Miss Flaybum miraba llena de terror y
sin hablar, casi sin resuello y respirando indignada, pensó en las indignidades
vergonzosas a que se vería sometida dentro de poco.
Rosa, tras dar un chasquido en el aire con el látigo, dijo:
—¿Le queda algo de sentimiento, Miss Dido Herbert? Espero que todo esto no le
duela mucho, pero habéis sido una puta vengadora y cochina con todas nosotras
durante mucho tiempo.
Y el látigo la cruzó y la cruzó y la cruzó hasta que el humillado culo empezó a
llenarse de tintes rosáceos.
—¿Nos pedirá perdón y prometerá ser más amable con sus pupilas en el futuro?
Y dándole un azote con toda mi fuerza, casi le hice saltar la sangre.
MISS HERBERT. —¡Oh, oh! Nunca os castigamos de esta manera. ¡Oh, qué
vergüenza, Miss Coote!
ROSA. —¿Cómo os atrevéis, Miss Dido? Dígame qué es vergonzoso. ¿En
realidad quiere decir lo que sus palabras dicen?
El látigo calló ansioso y pronto gotitas de sangre empezaron a correrle por las
llagas doloridas.
Miss Herbert, llorando histéricamente:

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—¡Oh, oh! No quise decir tal cosa. ¡Oh, oh, ahhhhhr! ¡Tened misericordia! ¡Dios
mío! ¡Qué crueles son vuestros azotes!
ROSA. —Yo creí que os gustarían, Miss Dido. Rogad a Dios para que no
conozcáis mi forma de azotar de verdad. ¿O queréis que ponga más fuerza en ello?
Seguí azotándola sin parar. Sus nalgas, en carne viva, ofrecían un hermosísimo y
encarnado panorama.
La víctima se retorcía y pedía ayuda.
ROSA. —Podéis gritar. Es una delicia oíros y así saber que tenéis algo de
sentimiento. ¿Nos pediréis perdón ahora?
MISS HERBERT. —¡Oh, sí, sí! ¡Lo pediré, lo pediré! ¡Por favor, deteneos! ¡Por
favor, tened algo de misericordia! No volveré a ser mala otra vez en mi vida.
Siguió gimiendo histéricamente:
¡Oh, Dios mío, Dios mío! Voy a desmayarme; sé que estoy sangrando. ¡Oh,
querida Miss Coote! ¿Cómo podéis ser tan cruel?
ROSA. —¿Creéis que alguna de nosotras está borracha? ¿No cree que fue muy
impropio y muy canalla por parte de Miss Flaybum el decir lo que dijo e insultarnos
de tal forma, como si nos hiciera un gran honor? ¿Qué piensa de ello, Miss Dido?
MISS HERBERT. —¡Oh, ah, ah, ah, ah! ¡Oh, qué mal se ha portado la directora!
¡Oh, os pido excusas! Dejadme ir. ¡Oh, misericordia!
Siguió retorciéndose de la forma más agonizante.
ROSA. —Debéis darme las gracias y prometerme que os retiraréis calladamente a
vuestro cuarto cuando os lo permita, y que sacaréis provecho de esta lección que
acabáis de recibir, pues no es ni la mitad de mala que debería ser. ¡Tomad, tomad! —
y le di dos azotes entre los muslos—. Arrodillaos y besad la vara y dadme las gracias.
MISS HERBERT. —¡Ah, ah, qué horror! ¡Oh, me moriré! ¡Oh, tened
misericordia! —y siguió gimoteando y llorando.
Luego la soltamos y tuvo que arrodillarse y besar la vara y darme las gracias más
humillantes que imaginarse puedan, así como excusas y promesas, lo que causó un
gozo infinito al público, que totalmente gozaba con la humillación de verla de
rodillas, bañada en lágrimas y vergüenza. Cuando se puso de pie la recibió una
tormenta de silbidos que la acompañó hasta que abandonó la habitación con la cresta
caída y dolida por tanta degradación.
ROSA. —Bien, Miss Audrey Clementine Flaybum: ¡ha llegado su turno!
Resístase y será castigada diez veces peor que lo que ha recibido esa furcia de
Herbert.
La directora estaba bastante apocada por la escena que acababa de ver. Imploró
misericordia y nos rogó que no la degradásemos delante de todo el colegio, pero Rosa
y sus compañeras estaban decididas y no admitían lloriqueos.
María, gradualmente, fue desnudando a la directora, que era una hermosa mujer
de tipo gordo, rubio y cuarentón, con ojos azules y saltones y pelo casi blanco. Al
desvestirla quedaron al aire el hermoso cuello y un prominente pecho, rojo de

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vergüenza, que se movía agitado, mientras que amargas lágrimas de vejación corrían
por sus mejillas. Luego se quedó con sólo un camisón y los calzones, estos últimos
tan bien rellenos que prometían un hermosísimo y gordo culo. Los calzones estaban
adornados en sus extremos con un precioso encaje carísimo, debajo de los cuales
podían verse un par de bonitas y gorditas piernas, bajo las medias de seda color carne,
así como unos zapatos de tacón alto con hebillas enjoyadas.
Pero cuando le pusieron el traje de penitencia más bien parecía una benevolente
matrona que se quejaba de alguna depravación humana.
—¡Ahí! —dijo Rosa—. Hace bien en no resistirse. Pero dejémosla de momento y
que vea cómo Frau Bildaur recibe su castigo. Yo también descansaré. Tú, querida
Cecile, toma una vara nueva y castígala ligeramente.
Era preciso ver a la alegre Cecile, de cabellos castaños y gordezuela, mover el
látigo contra la temblorosa Frau, que estaba atada a la espalda de María, con los
calzones bajados, el camisón subido y lista para recibir su castigo, y mostrando un
muy bonito y duro culo sobre el cual trabajar.
CECILE. —Frau Augusta Bildaur: sólo os daré una docena de agudos azotes, y os
dejaré marchar cuando beséis la vara y me deis las gracias por haberos castigado.
Tras decir estas palabras fue lentamente contando el número de cada azote,
mientras estos producían marcas perfectamente visibles que pronto hicieron que toda
la superficie expuesta tomase un cálido y rosáceo tinte, dejando luego marcas
profundamente rojas.
La víctima recibió su castigo muy firmemente, con los labios cerrados todo el
tiempo, pero cuando la soltamos fue muy rica en sus agradecimientos y besó el
instrumento de su flagelación. Había desaparecido su mirada tímida, ocupada ahora
por lágrimas que dejaban traslucir unos ojos que mostraban un nuevo brillo sensual.
Rogó, casi en un susurro, que le permitiésemos ver el castigo de Miss Flaybum.
ROSA. —¡Qué lástima que no tengamos un verdadero poste para atarla! Pero nos
valdremos de la mesa. Poned a Miss Flaybum en la misma posición que ocupara Miss
Herbert.
La víctima no se resistió, pues se daba cuenta de que sería inútil y sólo le
proporcionaría mayor dolor. Le quitaron totalmente los calzones, lo que exhibió a las
curiosas chicas un hermoso y rosáceo culo y un blanco vientre adornado con un
tremendo coño, cubierto de muchísimos pelos rizados de color claro, del que
asomaba la punta de un clítoris, que te nía apariencia de lujurioso, entre los labios de
su raja.
La extendieron como un águila sobre la mesa y cuatro chicas le sostuvieron las
piernas bien separadas, mientras que otras la aguantaban por los brazos y
Mademoiselle de nuevo se sentaba sobre la espalda de la víctima para que no pudiera
moverse.
ROSA. —¡Qué hermosa vista me ofrecéis, qué maravilla tener que someter el
espíritu al que pertenece figura tan espléndida! Miss Audrey Clementine Flaybum,

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sois culpable de habernos torturado grandemente a mí y a otras señoritas, y debéis
retractaros de todas vuestras acusaciones de que estábamos borrachas. Y espero
convenceros totalmente de nuestro sobrio estado. ¿Os azoto como un borracho o erais
vos la que estaba borracha de rabia cuando dijisteis tal cosa?
Primero la azoté lentamente.
—¿Hablamos como putas de taberna? Espero no dañaros vuestro delicado culo,
que empieza a llenarse de rubores, pero quizás se ruborice de vuestra misma grosería.
Y seguí pegándole y calentándome mientras la veía.
La cara de Miss Flaybum mostraba la profundidad de su indignación, mientras
que su culo gordo y rosáceo temblaba con cada azote. Creo que de nada valía que las
compañeras la siguieran aguantando: estaba decidida a no decir palabra, pero Rosa
aumentó el dolor con golpes plantados con tal conocimiento y malicia que al final se
vio obligada a pedir que la soltásemos.
ROSA. (Riendo). —¡Ah, ah, ah! Es obstinada y no responderá. Quiere que la
azote más fuerte aún. María, tenme preparada una nueva vara pesada, pues esta no
durará mucho. Empiezo a pensar que Miss Audrey Clementine Flaybum está
borracha (risotadas por todas partes), de lo contrario ya se hubiera excusado, pero la
haré volver al sentido sobrio. ¿Qué, os gusto eso? ¿Y este?
Y me cercioré de que cada latigazo le pegase en la parte interna de sus dos nalgas
y le tocara los labios protuberantes del coño, el cual se le veía claramente por detrás.
Sin duda alguna, eran azotes muy dolorosos que hicieron que al final soltase un
agudo grito de pena.
MISS FLAYBUM. —¡Ah, ah, ah! ¡Oh, qué criatura del diablo sois para pegarme
así! ¡Qué crueldad!
Rosa volvió a reír.
—¡Ah, ah! Ya empieza a volverse sobria; un poco más de leña le sacará todo el
champagne del cuerpo. Los borrachos siempre suelen acusar a los demás de
borrachera.
Volví a azotarle el culo e hice que la sangre le saltase y empezase a correr por los
muslos abajo y a mojarle los pelos del coño. Yo me empecé a sentir muy excitada con
el espectáculo, así como todas las demás, pero no por simpatía hacia la víctima, cuyos
sufrimientos parecían proporcionarnos una voluptuosidad exquisita, y muchas de las
chicas se tiraron al suelo en parejas y empezaron a hacer tortillas por doquier, llenas
de gozo sensual.
La víctima entonces gritó:
—¡Misericordia, misericordia! ¡Oh, oh! Tened piedad, Miss Coote. ¡Oh, oh, me
desmayaré, me moriré!
Rosa, llena de excitación furiosa:
—No, no temáis morir; vuestro gordo culo soportará mucho más todavía. Sois tan
obstinada que no os puedo soltar; el abedul impedirá que os desmayéis. ¿Por qué, por
qué, por qué no os excusáis?

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Le di un terrible golpe en la tierna superficie de sus caderas con cada pregunta,
haciendo que la pobre directora resollara y suspirase en agonía, pero su terco espíritu
aún se negaba a pedir perdón.
Casi estaba a punto de desmayarse cuando Rosa, que se sentía bastante cansada
con el ejercicio, pidió una botella de champagne.
—Bien, chicas, ella está tan ruborizada que debemos beber a su salud. Tomad una
botella cada una y a la señal de Rosa le tiraremos todos los corchos al culo sangrante,
que presenta su famosa marca.
Así hicieron y todas rieron al brindar por la «chica ruborizada», que estaba tan
humillada en su indignidad desnuda.
Miss Flaybum parecía que iba a morir, y por fin gritó pidiendo misericordia:
—¡Misericordia! ¡Oh, oh, oh! —sollozaba—. Dejadme marchar, querida Miss
Coote. Os lo ruego. Debo de haber estado borracha. ¡Oh, perdonadme!, y nunca
repetiré una palabra igual. ¡Oh, oh!, lo juro si me perdonáis la vida —añadió con una
voz totalmente histérica.
ROSA. —Y nos perdonaréis a todas, y nos daréis las gracias por haberos vuelto a
la sobriedad de nuevo. Venga, venga, Miss Flaybum: ¿estabais borracha, no?
VÍCTIMA. —¡Sí, sí, sí, oh, ahhhr! Siento mucho el haberme olvidado de ello y os
agradezco el haberme corregido con vuestra firmeza. ¡Oh, oh, tened misericordia
ahora! Dejadme arrodillarme y besar la vara.
¡Qué objeto tan lleno de vergüenza parecía! Arrodillada enfrente de mí, mientras
besaba la vara rota de abedul, que ahora estaba totalmente teñida con su sangre.
Además tuvo que arrodillarse con las ropas aún alzadas, lo que ofrecía una visión de
humillación muy difícil de igualar o imaginar.
No sé lo que me poseyó, pero me sentí tan extraordinariamente excitada que
apenas si sabía lo que estaba haciendo. Mi única idea era que se escapaba con muy
poco castigo. Así que dije:
—¡Ah, ah! Miss Audrey Clementine Flaybum: ahora sabéis lo que son unos
buenos azotes. Pero debo examinaros el culo para ver si los habéis recibido bien.
Creo que no lo he torturado bastante —y le pasé una mano.
—Estará bien dentro de una semana, aunque está lleno de sangre. Mirad, mirad
—y le abofeteé la cara, lo que hizo que se sintiese aún más disgustada y avergonzada.
Esta fue la última indignidad que le hicimos pasar antes de que se retirase a sus
habitaciones.
Por lo que a nosotras respecta, estábamos tan contentas del éxito que primero nos
entregamos a una tortilla general y luego cada pareja se retiró a su lecho a gozar las
delicias de la intimidad. Nunca olvidaríamos aquella última noche en el colegio. No
dejamos que el sueño nos rindiera y sólo la luz del alba puso fin a aquella orgía
desenfrenada de clítoris, culos besados y pezones duros como pollas.
No vimos a Miss Flaybum al otro día, y la única referencia que hizo sobre la
escena memorable en que le hicimos pagar su injusticia fue un enorme cargo, en la

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factura de la escuela, por las copas rotas.
Así termino mi carta, de momento. Pero, querida Nellie, cuando vuelva a
escribirte te contaré cosas aún más ricas de todas mis experiencias.
Tu querida amiga,
ROSA BELINDA COOTE

(Continuará en el próximo número).

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Artista chino desconocido

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