Nunca Fui Virgen - Henry Mallet PDF

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Sonia

se ha fugado de su hogar para convertirse en una cantante famosa. Y


lo consigue. Pero ¿a que precio? Las pruebas a que la someten los agentes
de artistas, los críticos y los empresarios de la industria del disco no tienen
nada que ver con los méritos de su voz. Es su cuerpo lo que todos
ambicionan poseer y no precisamente de la manera más convencional.
Quienes tienen en sus manos el destino de Sonia son hombres y mujeres
obsesionados por la necesidad de satisfacer apetitos innombrables y vicios
aberrantes. Contagiada por la depravación circundante, Sonia olvida que
alguna vez fue virgen.

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Henry Mallet

Nunca fui virgen


Selecciones eróticas Sileno - 00

ePub r1.0
Titivillus 23.09.17

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Título original: Singing Sex
Henry Mallet, 1991
Traducción: Jordi Vidal
Diseño de cubierta: Rosa María Sanmartí

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2

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—…Querido, querido mío, qué feliz soy de pertenecerte otra vez… ¡Oh, sí!…
Fóllame más rápido, más fuerte, Henry, amor mío…
Sonia se retuerce en todos los sentidos bajo mi cuerpo, con la boca exangüe, los
labios carmíneos abiertos en busca de una respiración difícil, los pómulos
encarnados, la frente empapada en sudor, los ojos en blanco, murmurando frases de
amor, palabras de gratitud, mi amante se entrega con todo el impulso de su cuerpo
joven, con todo su amor, que reencuentra para mí al cabo de varios meses de
ausencia.
Actuando con lentitud, yo hago entrar y salir mi sexo en su vientre sediento de
placer; su vagina, rezumando jugo, se encoge poco a poco en proximidad del
espasmo que la sacudirá por entero.
Sonia cierra los ojos, con los párpados crispados. El repentino rubor de su tez
habitualmente pálida, su cuerpo arqueándose bajo el mío, sus muslos estrechándose
sobre mis riñones, su respiración jadeante, su gran boca abierta, todo en su
comportamiento me anuncia que mi tierna amiga está a punto de conocer un orgasmo
descomunal.
—¡Oh!… Henry, Henry…, te amo…
La hermosa niña se deja caer, abatida, sobre la cama. Sus muslos se separan más
aún, su minino, repleto de líquido, relaja su presión en torno a mi miembro viril; por
un instante, ella permanece sumida en una aparente inconsciencia y luego,
comoquiera que yo persisto en mi ataque con golpes bruscos y regulares, parece salir
de un profundo desvanecimiento, me mira fijamente a los ojos como si acabara de
redescubrirme, me sonríe con amor y, sin más espera, se incorpora de nuevo al juego,
vuelve a cerrar las piernas sobre mis riñones, me estrecha el busto con sus brazos
largos y tibios, pega sus labios a los míos, encoge el vientre para alojar mi falo en el
torno sedoso de sus carnes íntimas, se contrae con una intensidad tal, que yo, el
macho, el hombre fuerte, ya no puedo resistir más e inundo la ardiente cavidad de mi
amiga con un estallido de licor de amor.
Personalmente, al haberme contenido durante tanto tiempo, estoy reventado, soy
incapaz de reanudar la lucha sin un instante de respiro; lentamente, retiro de la
viscosa funda mi sexo, que inicia un rápido reblandecimiento.
Sonia me come a besos; sus piernas, enroscadas sobre mis riñones, me impiden
un retroceso más pronunciado. Con su mano derecha, ella trata de infundirme un
renovado vigor acariciándome el escroto mientras la palma de su mano izquierda me
recorre los riñones.
Yo le devuelvo sus besos, le amaso los senos con una mano y con la otra, que he
deslizado por entre nuestros vientres, le acaricio el pubis. A Sonia le encanta que le
incruste el dedo en la vagina y que, con el resto de la mano, oprima con fuerza su
monte de Venus al mismo tiempo que le froto, con la tercera falange del dedo medio,

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el clítoris, que nunca tarda en erguirse.
Pero, sorprendido por la llegada de Sonia (que no me había anunciado su
regreso), he pasado toda la noche anterior gastando mis fuerzas sin contar con mi
amiga y esta tarde, pese a todo el deseo que ella me inspira, no puedo multiplicarme.
Entonces, despacio pero con decisión, consigo zafarme de su presa, sonriéndole
para suavizar el efecto provocado por mi esquiva.
—Pero ¡querido!…
—Perdona, pero ya no tengo veinte años…
—No me vengas con cuentos. No hace ni seis meses que repetías varias veces al
día… ¡Dime al menos que te has agotado con otra, esta última noche!…
—Sí… Con Eliane. Pero dime, querida, ¿serías tu capaz de ayunar todo este
tiempo?… No lo creo, a juzgar por todo lo que han contado los periódicos sobre tu
vida privada…
—Bah…, en parte verdades, en parte mentiras. Pero te aseguro que estoy en
ayunas de amor desde hace casi un mes…, es cierto. Pero sí admito que mi vida en
París no ha sido como la de una monja. Dios, ¿qué he sacado con ello?… Y, a fin de
cuentas, ¿para qué? Para una celebridad de unos meses.
Sonia suspira.
—Pareces harta del mundo del espectáculo. Creí haberte perdido cuando salió tu
segundo disco, ¡tuvo mucho éxito!
—Oh, sí, un éxito sensacional, dos millones de copias, dinero a porrillo… para el
editor, no para mí, porque mi contrato no preveía ningún porcentaje de las ventas…
¿Ves de qué va la historia?
—¡Bueno!… Esto me recuerda una canción de Michel Sardou, Les gens du
showbusiness, ya sabes, esa en la que describe las ilusiones frustradas de esas chicas
víctimas de su sed de triunfo y que, para estar en primera plana de la actualidad, están
dispuestas a encontrarse, a cualquier hora del día o de la noche, con los famosos del
mundo del espectáculo.
—No fue este mi caso. Yo he sacrificado mi virtud, o mejor dicho, la que tú me
dejaste… He tenido mis momentos de gloria, y si caigo en el olvido es un poco por
voluntad propia. Ya te lo contaré con detalle un día de estos. Pero antes abrázame y
bésame, que tengo sed de tus caricias, hambre de tu amor. Acuérdate que un día me
dijiste: «Tu boca es un infierno, tus besos son el paraíso». Demuéstrame que sigues
creyéndolo…
Y, para forzarme a demostrárselo, se me escapa, se desliza a lo largo de mi
cuerpo, me obliga a tenderme sobre la espalda con las piernas separadas, entre las
cuales se arrodilla y luego se inclina hacia delante, con la lengua extendida hacia la
madurez de mi sexo, cuyas proporciones se vuelven aduladoras.
¡Santo Dios, qué bien chupa Sonia! Bajo mi dirección, hace un año, aprendió el
arte de la felación. Gracias a un artículo sobre esta forma de amor oral, leído en una
pequeña revista especializada en la armonía de la pareja, Sonia y Eliane estudiaron la

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manera de chupar a su compañero.
Su lengua parte de la raíz de mi sexo, en las inmediaciones de la bolsa genital,
entre ésta y el ano, asciende hacia el glande rozando al pasar mi escroto, cuyos pelos
se erizan por el estremecimiento nervioso de los testículos, se desliza a lo largo de la
vena azul, donde efectúa una parada para dar tiempo a los labios de mordisquear la
verga haciendo, con este delicioso mordisqueo, que mi falo se ponga más tieso, que
mi pene hinche un poco más y que yo me prepare para una caricia más estimulante.
Los labios mordisquean el tallo, la lengua reanuda su ascensión hacia la parte
superior de la columna y se detiene en el paso donde esta vez son los dientes los que,
con golpecitos rápidos, excitan lo que yo llamo el clítoris masculino, ya saben, esa
cavidad entre la base del frenillo y el cuerpo fálico propiamente dicho, bajo la verga,
que forma como un nudo… Siento cómo mi cuerpo se pone rígido, mis riñones se
hunden, abro todavía más el compás de mis piernas, espero con gozo el instante
preciso en que mi subconsciente despegará, el instante en que Sonia cerrará sus labios
sobre mi sexo.
Ella acaba de cerrar su boca sobre mí aparato sagrado; sus labios húmedos, que
aprietan suavemente mi carne, empiezan a subir y bajar por el tallo, provocándome la
ilusión de disfrutar de un coito dentro de una alcoba de dulzura infinita.
Pero ella ya relaja su opresión labial, su boca ya vuelve a explorar mi amor, ahora
orgullosamente erguido, se desliza hacia la base, la punta de su lengua roza el pico de
Venus, sigue bajando, llega al escroto, por el que pasa sin detenerse, alcanza por fin el
ojo del ano y allí, apostándose muy hábilmente, encorvándose en forma de rodillo
(como sólo ella sabe hacerlo al contraer la lengua), penetra mi ano muy
profundamente, tan adentro, que me parece ser sodomizado por el miembro de un
niño. Yo no soy del género homo; si bien soy pederasta porque me gusta follar a una
mujer por el ano, si no desprecio un beso negro, jamás se me ha ocurrido, acoplarme
con un hombre. En cambio, si una mujer experta como son Sonia o Eliane, mi amante
habitual, me folla con su lengua mimosa, me dejo hacer y obtengo placer.
La puntita hunde su mucosa en mi conducto anal y al mismo tiempo, tras sujetar
mi miembro con una mano cariñosa, ella lo masturba, casi logrando por dos veces
hacerme eyacular al vacío. Por fortuna, yo sé controlar mis sentidos, consigo siempre
retardar el instante en que brota mi esperma.
Sonia conoce su tarea, por así decirlo, y prosigue su sodomización lingual, aprieta
un poco más mi sexo entre sus dedos hechiceros, sacándome ya algunas gotas de
esperma. Entonces, no queriendo gozar en el vacío, me libero de sus caricias, me
coloco de un salto encima de ella, le separo los muslos y pego mi boca a su vagina,
todavía viscosa y llena de esperma de la lucha precedente.
Parece que Sonia no esperaba otra cosa. Tan pronto como su clítoris queda
aprisionado entre mis labios, todo su cuerpo se arquea y un chorro de líquido se
escapa de su ardiente alcoba, un chorro que me apresuro a recoger con la lengua para
no perderme ni una sola gota. Cuando he apurado el último sorbo, vuelvo al clítoris,

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tan erecto, tan sensible también, puesto que Sonia gime como una niña sometida a un
martirio, quiere escapar de mis lamidos, pero yo la mantengo bien sujeta después de
hacer pasar mis brazos, y luego todo el busto, por entre sus muslos, mi boca adherida
a su vulva, ella no puede escapar a mi beso perverso, obligada a soportar las
succiones que efectúo en su tallo sensible.
Es entonces cuando ella apresura su felación para acortar su suplicio, un suplicio
sin duda delicioso, ya que hace perder la razón y provoca unos espasmos nerviosos
tan deliciosos como un goce físico, pero suplicio al fin y al cabo, por cuanto
desquicia los nervios. Ella bombea con avidez el miembro que le he incrustado en la
boca, sus dientecitos de loba mordisquean la punta de mi pene, aspira con fuerza, me
agarra las pelotas, me hunde un dedo en el ano y entonces la pequeña ramera alcanza
su fin. Yo no puedo resistir el bombeo unido a la sodomía digital. Mi autocontrol ha
sido vencido, y un potente chorro de esperma brota fuera de mi glande y desaparece
en oleadas dentro de su garganta, ávida de esta secreción lechosa. Sonia engulle
golosamente mi goce y sigue bombeando. Pero esta vez soy yo quien escapa a su
ventosa: mi carne, irritada, no puede soportar más.

Tendidos uno junto al otro, con la respiración regular, disfrutamos de un merecido


descanso.
Ahora que ha renacido la calma, que mi sorpresa al ver a Sonia ya se ha
extinguido, evoco el pasado reciente y mi encuentro con ella.
Yo era un poli; ya me disculparán si esto no es ninguna referencia, pero
especificaré que era gendarme, un poli de moral irreprochable, recto en el deber, fiel,
hasta un poco demasiado, a las tradiciones. Así pues, militando en ese cuerpo de élite,
siendo jefe interino de una bridada perdida en las montañas de Lozère, entre la
Gargeride y el Aubrac, una mañana de invierno fui avisado por una afligida mamá de
que su hija Sonia, de diecinueve años (la mayoría de edad era aún a los veintiuno),
había desaparecido aquella noche. Desde que se había marchado a un baile a las 21
horas de la víspera, no había regresado al domicilio paterno.
En esos países pequeños, los gendarmes tienen la suerte de SABERLO TODO.
Enseguida supe en qué dirección debía conducir mis investigaciones, y ese mismo día
encontré a la joven fugitiva en casa de su amiguito, en una cabaña del Gévaudan.
Para llegar hasta esa cabaña, mi compañero y yo tuvimos que esquiar durante
cuatro horas campo a través, sobre nieve en polvo, un esquí de fondo cuyas
características extenuantes son bien conocidas por los especialistas que lo practican.
Sonia se había marchado del baile con Jean-Noél, un pastorcillo de veintidós años
que mantenía muy malas relaciones con su padre, un dictador recalcitrante, fiel
también a las tradiciones ancestrales y que, para castigar a su hijo por un desliz de
juventud, le obligaba a vivir todo el año entre el rebaño bovino, su perro, un hornillo
de gas, una mesa, dos sillas, un viejo colchón y las consiguientes mantas para

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combatir el frío siberiano que reina durante el invierno en esos pagos olvidados de
Dios. Para comer, pan y queso, y para beber, agua. El muchacho solo tenía permiso
para ausentarse de su cabaña una vez por semana, el domingo, para ir al baile.
—Soma, pequeña, debe volver a casa. Su madre está preocupada, y me temo que
su padre tomará otras medidas.
La chiquilla, sin decir nada, bajando la cabeza, aceptó el par de raquetas que le
habíamos llevado y nos siguió hasta el jeep, abandonado a ocho kilómetros de aquel
lugar.
Mi compañero, que conocía mi influencia sobre las chicas de la zona (no en vano
las gentes de la región me calificaban de «caballero»), no decía nada. Había visto,
igual que yo, la mirada que Sonia había clavado en mí. La chica tenía fama de
inteligente, pero también de fogosa, por lo que ya no debía de ser virgen, y yo
esperaba ocuparme activamente de lo que quedaba de su virtud. Ya me
comprenderán: el futuro con un pastor como Jean-Noel no podía aportar nada a esa
muchacha, mientras que aleccionada por mí sobre las cosas de la vida… Sí, para ser
un gendarme, poseo bastantes conocimientos…, pero por más recto y honesto que
fuera en el cumplimiento del deber, me mostraba muy vulnerable a los placeres de la
carne. Los caminos del sexo son inescrutables para la razón. ¡Gracias a Dios!
—¿De modo que ya has abandonado tus aspiraciones de ser una gran estrella de
la canción?
Yo tuteaba a casi todas las chicas de la región. A mis treinta y siete años, habría
podido ser su padre…
—No, pero mi viejo no quiere que vaya a Paría a probar suerte, y mi madre
tampoco está muy convencida, tiene miedo de que me coja por banda un hampón y,
en vez de subirme a un escenario, me ponga en una esquina.
—Claro… Eso es que tu madre ha ido a París y sabe lo que se cuece allí… ¿Eres
virgen?
—Vuelva a insultarme y le arañaré.
—No te enfades, bonita; si no eres virgen, me interesas… Eso es todo.
—No se burle de mí. Sé que usted ya es gato viejo para que una chica como yo
pueda interesarle.
—Mira, me gustan las jovencitas, y aunque como tú no sean demasiado expertas
en la materia, su belleza y buena voluntad pueden compensar su inexperiencia. ¿Qué
te parecería si te convirtiera en una chica moderna, una chica que ya no tendría miedo
de enfrentarse a un amante y de parecer una tonta, como suelen serlo la mayoría de
muchachas?
Mirando hacia un lado, Sonia dirigió mi atención hacia mi colega, quien,
aparentemente sordo a nuestra conversación, conducía el jeep con destreza a través de
la nieve acumulada, a menudo difícil de franquear, pese a circular con cadenas en las
cuatro ruedas.
—No temas, Marc es la discreción personificada. Ya tiene bastante con su

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amiguita como para ocuparse de las mías.
Aprovechando el ruido infernal del jeep al atravesar una barrera de nieve
particularmente hostil, Sonia, con una sonrisa maliciosa en los labios, me susurró:
—Una amiguita de la que usted se habrá tu ocupado un poco antes de dársela.
—Eso es cosa del pasado. Ahora mismo, tú eres la única que ocupa mis
pensamientos… Y…
—¿Sus pensamientos?… ¿Nada más?
Ella se echó a reír con una risa gutural enloquecedora para un hombre, ya bastante
excitado por el cariz que estaba tomando la situación.
Ya la tenía en el saco. Me levanté del asiento delantero y me reuní con Sonia en el
de atrás. Allí, sin más preámbulos verbales inútiles, tomé su cabeza entre mis manos
y pegué su boca a la mía. No fui yo quien se acercó a ella, sino que la atraje hacia mí,
para comprobar su grado de resistencia.
De resistencia, nada. Pero de respuesta al beso, mucha.
Ella besaba como una tonta, dejándome follarle la boca con mi lengua ágil,
Entonces deslicé mi guante forrado sobre la tapicería del jeep, y mi mano desnuda
bajo la falda de Sonia. Ella quiso juntar los muslos, pero demasiado tarde: mis dedos
ya habían alcanzado su leotardo, que desgarré para abrirme paso hacia sus braguitas.
Unas braguitas secas, que ninguna emoción había ensuciado. Curioso…
Esta vez estuve a punto de dejarlo, porque si después de un beso, ese inicio de
violación consumada por el desgarramiento del leotardo, la chica no se mostraba
excitada, es que debía de ser frígida. Mi lengua seguía follándole la boca, y tuve la
suerte de encontrar su lengua, que empezaba a activarse. Ella era realmente muy
torpe en el arte del beso, pero su buena voluntad lo compensaba, y pronto nos unió un
delicioso hora a boca. De humedad, nada; de emoción, un poco, traicionada por la
respiración que se agitaba, y esos malditos muslos que se empeñaban en cerrarse…
Un poco disgustado, le pellizqué la entrepierna y, esta vez, las piernas se abrieron.
Con el dedo medio, hurgué como un grosero dentro de la alcoba, por fin húmeda.
¡Mierda! ¡El himen!
—¿Me tomas por un estúpido? Eres virgen.
Y ya está, se echó a llorar como una magdalena. Maldita sea, si hay algo que me
horroriza, es ver llorar a una chica.
—Snif…, yo…, snif…, soy virgen, es verdad.
—¿Por qué me engañas entonces?
—Si tú…, si usted…
—¡Tu!
—Si tú lo hubieras sabido, ¡no habrías hecho esto! Entonces… Snif…
—¡Bueno! ¿Y si, creyendo que ya habías sido desflorada, Marc y yo te
hubiésemos poseído aquí, en la nieve, sin preocuparnos de tu virginidad…?
—Bah… Sea hoy o mañana, quiero perderla, y como quisiera que fueras tú…
¿entiendes?

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—Entiendo… Pero ¿sabes una cosa?, a mí, las flores de azahar…
—Si dejo de ser virgen, ¿me poseerás?
—¡Mierda!

Llevamos a Sonia a casa de sus padres, en Javols, pero, una vez allí, ni mamá ni
papá quisieron saber nada de su hija fugitiva.
—Devuélvanla allí donde la han encontrado, a esta fresca —ordenó papá.
—Ya no eres hija mía —lloriqueó mamá.
Y aquí nos tienen, Marc y yo, a cargo de una virgen de la que ni él ni yo teníamos
intención alguna de aprovecharnos.
De regreso al cuerpo, telefoneamos al oficial de la compañía.
—Esta noche ya es demasiado tarde para solucionarlo, custódiela en su casa,
confíela a su mujer, y mañana notifique a las autoridades locales.
Dicho en otras palabras: «Búscate la vida, amigo. Si surgen problemas, allá tú,
que no has entendido las órdenes». La gendarmería también es esto: un cuerpo de
policía donde se dejan las responsabilidades al subordinado. Si éste las asume con
éxito, carta de felicitación y puntos para un ascenso; si fracasa, la suspensión de rigor.
Les presentaré a mi concubina, Eliane. Rubia como el trigo, con ribetes de
ramera, y los ribetes son gruesos…, ella ha sabido, desde el principio de nuestro
concubinato, darme los placeres más deliciosos que puedan existir.
Y, esa noche, le presenté a Sonia. Mi amiga se dio cuenta enseguida de una
complicidad tácita entre la fugitiva y yo. Con un suspiro, me preguntó si esa noche
debía ceder su sitio en el lecho pseudoconyugal.
Eliane comparte mis gustos por los juegos entre amigos, no le importa que yo
invite a nuestros conocidos para que, entre personas inteligentes, intercambiemos
ideas y… parejas. A raíz de estas orgías nos sentimos cada vez más enamorados el
uno del otro. Es este el interés que reside en los intercambios: acercar a los esposos,
que, cómplices de sus locuras mutuas, se admiran cada vez más y encuentran su
relación cada vez mejor.
Los intercambiadores no me contradirán.
—No, ella es virgen, no desea seguir siéndolo e incluso me habría escogido para
poner fin a ese estado físico deplorable. Sólo que a mí no me interesa mientras ella no
resuelva su situación.
—Bah, a los diecinueve años no hay demasiado riesgo. Vamos, querido, esta
noche yo te la prepararé moralmente, y luego tendrás que cumplir con tu deber como
hombre.

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ESA noche me habían designado para una visita de inspección a la comisaría con otro
gendarme que no era Marc y, a pesar del cansancio consiguiente a ocho horas de
esquí, decidí salir. Sobre todo para dejar tiempo a Eliane de preparar moralmente a la
chica, ya que había dado a entender a mi concubina que deseaba su presencia en la
cama cuando yo desflorase a Sonia. Así pues, Eliane debía preparar a Sonia en
presencia de un testigo para su gran evasión…
Terminé el servicio a medianoche y regresé al apartamento. En el dormitorio se
oían cuchicheos, risas de muchachas con cosquillas. ¿Acaso Eliane, siendo lesbiana,
se había aprovechado de la ingenuidad de Sonia para convertirla al safismo?
Entré en la habitación. Las dos hembras estaban acostadas en la cama, desnudas,
con las piernas separadas, cogiéndose cada una los senos a manos llenas.
Por supuesto que he visto a otras, pero al ver a esas dos admirables ninfas en traje
de Eva, una tan morena como la otra rubia, esculturas perfectas, ni un solo gramo de
grasa en los muslos, cinturas estrechas, pechos redondos como frutas apetitosas,
pezones morados, vientres lisos, caderas de curvas perfectas, uno las habría
imaginado talladas por el mismo escultor o fundidas en el mismo molde.
—Oye, Henry —me dijo Sonia sonriendo—, no me habías dicho que Eliane era
tortillera. Si le hubiese dejado hacer, habría terminado la noche con ella. Pero
tranquilízate, que aún no ha nacido la chica capaz de seducirme. Hembra quiero ser, y
hembra seré. Ven con nosotras, que ya estoy harta de ser virgen.
—¡Ni hablar! —la interrumpió Eliane—. Yo estaré con mi hombre antes que tú.
—Sí, sí, ya lo he entendido… ¿Sabes, Henry?, tu mujer te ama… O, por lo
menos, lo finge muy bien.
¡Plas!
—¡Vaya! ¿Te has vuelto loca? —rugió Sonia, frotándose la mejilla que acababa
de recibir una torta magistral.
—Basta, chicas. No temáis, que ya sabré recompensaros a las dos.
De hecho, si, convencido de la virginidad de Sonia, de la complicidad de Eliane
en el asalto a la inocencia que se me ofrecía, no hubiese estado excitado como un
ciervo, creo que esa noche no habría deseado otra cosa que abandonarme en los
brazos de Morfeo, de tan reventado como estaba por las ocho horas de esquí
efectuadas durante el día.
Pero el hecho de saber que una virgen estaba impaciente por conocer mi ley, que
esa noche iba a poseer una flor de azahar en presencia de mi amada concubina, el
imaginar que sería ella, Eliane, quien tal vez abriría los labios de su joven amiga para
facilitarme el acceso, me ponía caliente como un toro. Cuando me bajé los
calzoncillos, apareciendo desnudo ante las dos bellas mujeres, orgulloso del regio
miembro que les mostraba, la mayor tuvo un estremecimiento, y la más joven soltó

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un grito de sorpresa al ver, aparentemente por primera vez en su vida, a un macho en
todo el esplendor de su virilidad.
—¿Es…, es… con eso?…
—Sí, querida, es con eso que va a hacerte mujer, es con eso que va a entrar dentro
de ti, primero por delante, luego por la boca y, al final, por el ano, pero no todo en
una noche… Ya verás, Henry folla duro, es una sensación divina.
—¿Folla duro?… ¿Por qué, acaso hay hombres que follan blando?
—Así es… Los que tienen una verga larga, demasiado larga para mantenerse
dura. Como ves, él tiene un sexo grande, pero sólo lo bastante largo como para
mantenerse erecto durante todo el acoplamiento.
Se volvió hacia mí:
—Ven, querido. Enseñaremos a esta potrilla cómo sabemos hacer el amor.
Dicho esto, mi tierna amiga abrió más ampliamente su compás carnal, en el
centro del cual se me exhibía la concha rosa de una feminidad empañada de rocío y
que, en su parte superior, dejaba asomar un bolón erecto a pedir de boca y para el
cual yo reservaba siempre besos prolongados.
Me abalancé prácticamente sobre la cama. Ellas se separaron para hacerme un
hueco entre las dos, pero esto no serviría para dar a Sonia una perfecta visión del dúo
que Eliane y yo queríamos ofrecerle. Entonces Eliane se colocó en el medio y, desde
ese momento, sin detenerme para nada en mi progresión perversa, me ocupé de mi
tierna amiga.
Hicimos como si hubiésemos estado solos. De hecho, ¿acaso los enamorados no
están solos ni el mundo, incluso rodeados de gente?
Estrechando a Eliane con el brazo derecho, colocando mi mano izquierda sobre su
pecho, acerqué la boca a ese hermoso fruto purpúreo que son sus labios. Ella los abrió
antes de que yo los alcanzara, y Sonia pudo ver mi lengua uniéndose a la de mi
amante. Al mismo tiempo que se mezclaban nuestras salivas, mi mano izquierda
descendía por el busto, por el vientre liso, rozaba el vellocino de oro, y un dedo
extendido hacia delante se incrustaba en la garganta carnal. Allí, el dedo encontró un
túnel ya viscoso de emoción, en el que se deslizó.
De pronto Eliane, excitada como estaba por la situación particularmente erótica
en que nos encontrábamos, empezó a gemir como una hembra en celo. Su pelvis se
movía y oscilaba como una larga serpiente flotando en un mar agitado; separando aún
más las piernas de su compás, se abría y daba golpes de riñón hacia delante, tratando
de hacer entrar más profundamente mi dedo en su cueva de amor.
—Mmm…, querido, qui…, quisiera… que, que me…, me chuparas…, ¡oh, sí!
Amor mío, tu boca, tu lengua en mi minino… y… dame también tu cola. Sí, querido,
¡pronto!
¿Cómo resistirse a tales súplicas? Díganmelo.
Así pues, me acosté sobre mi hermosa yegua. Ella levantó las rodillas, dobló las
piernas y me ofreció su escudilla. Pongo a Dios por testigo que esa es la caricia que

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prefiero dar de todas: besar, chupar, mordisquear, beber a lengüetadas, lamer una
vulva tibia y rosada, sentir debajo de mí a la hembra excitarse, gemir, suspirar, jadear,
chuparme obstinadamente como si quisiera desencadenar mi espasmo en el mismo
segundo en que va a estallar el suyo.
Eliane, con la boca llena de mi erección, su higo comido y chupado, perdía la
razón visiblemente. Los sonidos sordos que escapaban de su boca repleta, los
movimientos desordenados que hacía para pegar aún más su sexo a mi boca si eso
fuera posible, la corriente viscosa y deliciosa que fluía de su vagina inundada de
emoción, todo hacía presagiar que su orgasmo estaba próximo.
Excitado desde esa tarde, engolosinado por la idea de la presencia de Eliane en el
transcurso del desfloramiento de Sonia, yo me hallaba en plena forma; tan excitado
que, tan pronto como Eliane me descargó su deflagrante humedad en la garganta,
noté cómo se me hinchaba el glande y un fogonazo que recorría todo mi falo.
Normalmente, Eliane conserva largo rato el esperma en su boca, como para
saborearlo antes de tragarlo, pero, esta vez, yo apenas había recuperado el sentido
después de un placer tan intenso cuando tuve la sorpresa de ser rechazado por mi
amante, que, ágil como una anguila, se precipitó sobre Sonia.
La chica tardó en comprender lo que le iban a hacer. Eliane pegó la boca a la
suya, y yo vi, extasiado, cómo mi concubina insuflaba con fuerza mi esperma en la
garganta de la joven aprendiz.
Mientras Sonia no hubo engullido mi simiente, Eliane mantuvo sus labios
adheridos a los de la muchacha. Vi que mi amiga soplaba, como para obligar al
cremoso obsequio a descender.
Por fin, vi cómo mi futura amante tragaba la totalidad de mi placer con una
sonrisa en los labios, Eliane quiso prolongar ese beso en el que su temperamento
lesbiano debía de complacerse, pero Sonia la rechazó con vigor.
—No, Eliane, no, yo no seré nunca una tortillera, ni siquiera contigo, que me caes
muy bien.
—Idiota, no sabes lo que te pierdes… Cuando Henry te coma la almeja, ya verás
cómo te gusta. Pero debes saber que con una mujer es mucho mejor.
—Puede ser… Quizá tengas razón, pero no me gusta… No puedo aceptarlo, por
más que me esfuerzo por hacerlo desde la primera vez que has intentado…
—¡Bueno, bueno! Ya vale, para el carro —la interrumpió Eliane, quien no
soportaba que Sonia le recordara su fracaso en mi presencia.
¿Por qué trataba Eliane de seducir a esa muchacha todavía virgen? ¿Para alejarla
de mí? Sin embargo, yo no veía nada en la actitud de Sonia que pudiera suscitar celos
en Eliane. Es cierto que sólo soy un hombre y Eliane ya había detectado el amor que
Sonia sentía por mí, mientras que yo lo he comprobado mucho más tarde, incluso
demasiado tarde.
Interrumpí bruscamente su discusión colocándome esta vez entre ellas y, de
espaldas a mi legítima, tomé a Sonia entre mis brazos.

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Acurrucada contra mi cuerpo, con su vientre ligeramente prominente pegado a mi
renaciente erección, sus redondos senos oprimidos contra mi pecho velludo, ella
acercó la boca a mi oído pura murmurar tiernamente que me amaba y que deseaba ser
poseída por mí.
—Deja que te prepare un poco, gatita, ya que has rechazado los preparativos que
Eliane le ha ofrecido y que…
—No. Viendo cómo chupabas a Eliane, y cómo te chupaba ella, y tragando tu
esperma, a la tuerza, lo admito, eso me ha puesto en condiciones y… tócame un poco,
ya verás que estoy lista.
En efecto, estaba lista. Aunque físicamente seguía siendo virgen por unos
instantes, moralmente estaba entregada, y su líquida emoción impregnó mi dedo
cuando lo alojé en su coño, caliente como un brasero.
No tenía más que acostarme sobre ella, acercar mi pene a sus labios vaginales y
empujar. No había duda de que ella lo tomaría sin siquiera gemir, pero yo, un pobre
latino escrupuloso, no acababa de aceptar la idea de poseer a esa niña como un
grosero. De hecho, ya me costaba trabajo imaginarme follando a una prostituta de ese
modo, y cada vez que lo había intentado no había logrado gozar. Ahora bien, Sonia
no era una prostituta, sino una jovencita un tanto traviesa, pero ingenua, pura de
cuerpo si no de espíritu. Yo no podía cubrirla, tomarla y gozar de ella, aun cuando
ella obtuviera placer.
Eliane, que conocía mi galantería en este aspecto, comprendió enseguida qué me
reprimía. Mientras que Sonia trataba desesperadamente de deslizarse bajo mi cuerpo,
yo, reticente, pasivo e inerte, se lo impedía.
—Mira, Sonia, no hay que entregarse nunca a un hombre si éste no te ha
acariciado primero, acariciado e incluso chupado, porque, ¿sabes?, un hombre no
obtiene placer poseyendo a una chica joven como lo haría con una profesional.
Incluso deberías resistirte si no tiene la corrección de mostrarse amable contigo.
Sonia comprendió muy pronto las explicaciones que le suministraban, esta vez
quizá comprendió con mayor rapidez, puesto que Eliane todavía no había terminado
de hablar cuando la chiquilla pegó su boca a la mía, me ofreció su lengua, tendió su
cuerpo a mis caricias y, tomando mi mano libre, la puso sobre su vientre, entre el
ombligo y el pubis. Yo era muy dueño de subir hacia los senos o bajar hacia el templo
de los amores.
Siempre me ha gustado la manera de besar de Sonia. Mientras que la mayoría de
mujeres se contentan con abrir la boca para recibir la lengua del hombre y no
empiezan a jugar con su propia lengua hasta más tarde, cuando ya están a punto de
quedarse sin aliento, Sonia entrega enseguida su lengua y no acepta la intrusión de la
del hombre hasta más adelante. Es, por lo demás, el modo de actuar de todas las
grandes enamoradas. Por supuesto que Eliane forma parte de esta categoría.
¡Dios, qué placer sentir una lengua caliente y ágil en tu boca! Tu lengua juega con
la visitante, la provoca, la lame, la atrae para rechazarla, es algo delicioso y muy

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excitante. A mí me encanta.
No amasé mucho tiempo los senos de la morenita, Ella se retorcía, efectuaba
algunos movimientos desordenados, como si me invitara a dejar su pecho tranquilo
para ocuparme más pronto de su precioso minino, que bostezaba de impaciencia.
Deslicé la palma de la mano sobre el busto, el vientre y, por último, el sedoso
pubis de mi joven alumna. Una vez allí, me detuve para juzgar la impaciencia de la
chiquilla. Ella sacudió el vientre hacia delante, y mi mano resbaló con toda
naturalidad hacia la tibia guarida. Ciertamente, Sonia no mentía. Estaba lista.
Tuve la deliciosa sensación de descubrir con el dedo una secreción vaginal que lo
atestiguaba mejor que las palabras de loca excitación de la joven virgen.
Una virgen que se entregaba con toda el alma al hombre, al macho que ella había
elegido y que, orgulloso de esta elección, se aprestaba a la estocada con toda la
delicadeza, pero también con todo el ardor de que era capaz.
Sonia estaba mojada a más no poder. Impaciente por ser cubierta y abierta, esta
vez ya no esperó a que yo diera un paso suplementario sino que fue ella quien, con su
juvenil pasión, me rechazó, me hizo tenderme boca arriba y, con un ágil salto de
cabrita, me montó.
—Ahora, querido, ya no puedes resistirte más, estás cachondo, me deseas, yo me
muero de ganas de entregarme y… seré yo quien, en lugar de acogerte, voy ^tomarte.
La voz de la muchacha era ronca, sus ojos estaban turbados, un rubor anormal
coloreaba sus mejillas, sus húmedos labios parecían abrirse penosamente para dejar
paso a las palabras. Sí, Sonia me sorprendió esa noche, como de hecho seguiría
sorprendiéndome más tarde.
Eliane sonreía, burlona al verme subyugado por una mocosa y admirada por
Sonia, quien, para tomar el mazo de dimensiones considerables que yo le ofrecía, no
vacilaba en quemar etapas. En una situación en la que no pocas pavitontas se habrían
mostrado reacias y temerosas, y habrían hecho todo lo posible para retardar el
desenlace, Sonia, en cambio, se daba toda la prisa del mundo.
Pero fue Eliane quien acudió en auxilio de la pequeña. En efecto, Sonia no
conseguía sujetar con los labios mi pene hinchado, demasiado móvil debido a mi
excitación. La chiquilla estaba en cuclillas sobre mi bajo vientre, necesitaba las dos
manos para mantener el equilibrio, y yo, un poco perverso, no hacía nada por
ayudarla. De modo que cada vez que ella encontraba el extremo de mi falo, cuando
empezaba a bajar sobre él para insertárselo, el sexo, demasiado viril, sacudiéndose de
excitación, se salía de sitio y se escurría más arriba o más abajo. Eliane, apiadándose
de Sonia, se inclinó hacia delante y me cogió la verga con dos dedos al mismo tiempo
que abría los grandes labios de la chiquilla. Teniéndome inmovilizado, guio el templo
de Venus hacia el pico erecto colocando una mano sobre las nalgas juveniles, y luego,
cuando todo estuvo en orden, el falo inmóvil y apuntando hacia el cielo, la vagina
situada en la vertical del glande, presionó suavemente sobre los riñones de Sonia.
En esta ocasión, Sonia me engulló con un solo movimiento. Mi pene, así tragado,

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logró atravesar la antecámara del amor hasta topar con el himen. Entonces Sonia se
detuvo. La observé atentamente y pude ver una leve crispación en su rostro cuando la
cabeza del pene tropezó con la membrana virginal.
—Vamos, querida, es el momento decisivo —susurró Eliane, que no había pasado
por alto la vacilación de Sonia—. Si retrocedes, ya no tendrás valor para volver a
empezar. Y, ¿sabes una cosa?, si fracasas esta noche, no aceptaré nunca más que
Henry te toque.
—No te preocupes, mi bella rival —dijo Sonia sonriendo—. No temas, que sólo
me estoy, preparando.
Y ¡crac! De un solo golpe, sujetándome por la cintura, empujó hacia abajo.
Una mueca de dolor y luego, tras una sonrisa embelesada, con lágrimas
humedeciendo su hermoso semblante y mordiéndose el labio inferior, Sonia era
mujer. Una niña se iba al mismo tiempo que una criatura más bella, más completa,
nacía.
Sonia no se movió durante más de un minuto. Yo respeté su inmovilidad. Con los
ojos cerrados, tal vez saboreando la presencia de mi sexo dentro de ella, Sonia
parecía esperar quién sabe qué. De repente, abrió de nuevo los ojos; su mirada me
turbó: una mirada de mujer enamorada, una mirada de hembra transformada por d
amor. Sus labios se entreabrieron y, con una voz ronca que yo no sospechaba en ella,
dijo:
—Ya está.
—¡Querida!… Yo…
—Ahora —me interrumpió, —te toca a ti.
Se volvió sobre el costado, se tendió boca arriba, separó los muslos y, fijando la
mirada en mi sexo, descubrió la sangre que la manchaba y sonrió.
In Salvaje, me has hecho daño… Ya lo ves, era realmente virgen. Vamos, querido,
ahora soy tuya, fóllame y hazme gozar, siento que voy a subir al cielo.
No fue con violencia que la monté, sino al contrario, con una delicadeza infinita.
No hacía falta lubricar mi sexo; su jugo vaginal, mezclado con la sangre, mantenía la
polla húmeda. No tuve que esperar mucho para acceder a su paraíso, ella me ayudó lo
mejor que supo y también fue ella quien, notando el glande en el linde de su boca
íntima, se sacudió hacia delante para tomarme.
Me hundí hasta el fondo, hasta la raíz de mi sexo. Mi verga quedó atrapada en
toda su longitud dentro de un estuche de terciopelo caliente. Creí notar sus pequeños
músculos vaginales agitándose en torno a mi miembro para suministrarle un delicioso
masaje, y tuve que esforzarme para no eyacular enseguida.
Habiendo logrado contener mi placer, inicié entonces un lento vaivén en el
conducto ahora ardiente del sexo recientemente desflorado. Sonia tenía los ojos
cerrados, la cabeza vuelta hacia un lado, la boca entreabierta, los labios temblorosos,
el cuerpo sacudido por intensos escalofríos. Había separado las piernas al máximo
para acogerme y luego, una vez empalada hasta el fondo de su vagina, había vuelto a

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cerrar las piernas en torno a mis riñones, empujando hacia delante cada vez que yo
hacía lo propio.
Eliane, que seguía con ojo clínico las transformaciones que se registraban en el
rostro de su joven rival, sonriendo de dientes para afuera, no pudo evitar burlarse:
—¿Qué te parece? ¿Virgen?… No sé. Fíjate en la muy marrana, no tardará en
correrse.
En efecto, las paredes vaginales de mi joven amante ya se estrechaban en torno a
mi sexo en movimiento, una humedad más abundante empapaba la funda en la que
me hallaba, las piernas, pegadas a mis riñones, se cerraban un poco más, sus
embestidas hacia mi amor se hacían más rápidas, más frenéticas. Sonia jadeaba,
gruñía como un animal martirizado; entre sus balbuceos, una palabra más clara:
—Querido… ¡Vamos!
Y fui.
¡Ah, amigos míos! Búsquense una virgen, tómenla y consigan, igual que yo,
hacerla gozar al mismo tiempo que ustedes; y no duden que se sentirán los seres más
dichosos de la tierra.
Cuando Sonia abría desmesuradamente la boca para exclamar su dicha en un tono
gutural, yo sentí dispararse fuera de mi meato una larga eyaculación que me aturdió
hasta tal punto, que me desplomé sobre mi joven compañera.
Confieso que esa noche no habría tenido el valor de retirarme a tiempo, tal como
me aconsejaba la prudencia más elemental. Más tarde, es decir, a partir del día
siguiente, Eliane suministró píldoras a Sonia, quien desde entonces pudo recibirme
sin temor. Pero aquella bendita noche, ni ella ni yo pensamos en el posible riesgo de
embarazo.

Cualquiera estaría cansado por menos; me disculpé ante Eliane, que naturalmente
trataba de despertar mi virilidad para obsequiarse a su vez con un merecido coito.
Sonia se acostó en el cuarto de las visitas, y yo me dormí antes incluso de que mi
legítima amante regresara del baño.

—Si esta noche vienes a vernos —dijo Eliane a nuestra joven amiga—, serás
sodomizada. Pero quizá tus padres te vigilarán…
—Ni pensarlo —aseguró Sonia entre dos tragos de café con leche—, me
repudiaron ayer. Bueno, que se pudran en la granja criando vacas, que yo quiero vivir
mi vida.
—¿Qué quieres decir con eso? —intervino Eliane—. No creo que puedas confiar
en vivir eternamente con nosotros… Ya me entiendes, el trabajo de Henry por un
lado, los rumores de la gente por otro… Y además…
—No temas, mi vida, que yo quiero ser una estrella de los escenarios, del music-
hall, del mundo discográfico, igual que Sheila, Vartan, Sardou y otras figuras de la

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canción ligera. —Y añadió—: No saldremos hacia Javols hasta las nueve y sólo son
las siete. Tenemos dos horas pura gozar un poco del placer. ¿Me permites hacer el
amor con «tu hombre»?
Eliane se lo permitió, pero no sin una cierta reticencia traicionada por una mueca.
Esa mañana parecía temer a Sonia mucho más que la víspera, y le advirtió con una
sonrisa un tanto cruel:
—Tienes razón, Henry va a gozar contigo en uno de sus placeres preferidos: te
enculará esta mañana mismo. Si vienes esta noche, podrás pasar a la siguiente
experiencia.
Sonia, que se había levantado de la mesa al pedir permiso para hacer el amor, se
había pegado a mí, que, con manos juguetonas, le había cogido los senos por debajo
de la bata que le había prestado Eliane. Al oír la expresión «te enculará», sentí que
Sonia se ponía rígida junto a mí, y permaneció tensa durante toda la perorata de mi
amiga.
—¿Te has vuelto loca o qué? ¿Crees que voy a dejarme penetrar por detrás por
primera vez por un sexo como el de Henry? Ya conoces ese glande-martillo, me
destrozará.
—Bah, yo también era virgen por el ano cuando conocí a mi marido, y te aseguro
que no llegué a morirme la primera vez. Ya verás, si él tiene la suficiente paciencia
para prepararte bien, hasta correrás el riesgo de mojarte mientras te dejas socavar el
culo. Pero no perdáis más tiempo y pasad a la habitación.
Como desde hacía unos momentos yo acariciaba delicadamente con una mano el
pecho de Sonia, y con la otra su hermoso mapamundi, debía de haber despertado su
apetito, ya que ella se me escurrió para precipitarse hacia la habitación, se quitó la
bata en un instante y se tendió boca abajo en la cama, con el trasero levantado y las
piernas separadas.
Yo sólo llevaba puestos unos calzoncillos, y me desnudé tan rápido como ella
antes de lanzarme al campo de batalla.
—Vamos, querido, ven a hacerme daño, porque sé que me harás daño, pero me
importa un bledo. Antes de dejaros, quiero saber todo sobre el amor, tal como lo
entendéis Eliane y tú.
—Y luego, hermosa zorrita —susurró Eliane al oído de Sonia inclinándose sobre
ella—, si quieres triunfar como estrella tendrás que estar rodada por todas partes.
—¡Exacto! Vamos, Henry, encúlame enseguida.
Señoras, les habla el autor: diríjanse un día a su amante con estas palabras y ya
pueden estar seguras de que él les mandará a paseo o bien les sodomizará como un
soldado que viola a la hija de un enemigo.
Yo… jamás he forzado a una niña, por lo menos no más que a una mujer. Y no
pretendía estrenarme esa mañana. Sonia me inspiraba demasiado afecto, y yo me
debía demasiado a sus futuros sentimientos como para ceder a su capricho. No, yo no
quería empalarla como ella me invitaba a hacerlo; encularla sí, pero con suavidad.

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Así pues, fue con cierta brutalidad que golpeé las hermosas posaderas que se me
ofrecían, ordenando a aquella boba que se cubriera.
Pero no había tenido en cuenta a Eliane, que seguía fiel a su idea.
—Ah, no, amigo mío. Ella quiere que la encules, y yo te pido que lo hagas, y te
ruego que no utilices ni un gramo de lubricante.
—Vamos, querida… No pretenderás que…
—¡Mierda, mierda y mierda! O la enculas como ella y yo te lo pedimos, o te
prohíbo que vuelvas a verla. Si no, me largaré a Aubrac, a casa de mis padres y… se
acabó la bella Eliane, ya se la beneficiará otro. ¿Sabes?, después de seis meses en que
me has follado por todos los agujeros, ya empiezo a estar harta… ¡Ay! ¡Oh!… ¿Es
que te has vuelto loco?
Yo me frotaba la mano calentada por el par de tortas que acababa de sacudirle.
—Adelante, querida, lárgate, lárgate ahora mismo. Tu maleta está sobre el
armario, aprovecha la ocasión, y deja las llaves antes de salir por la puerta.
Eliane, amansada, quiso asegurarme su amor, aclarar que estaba bromeando, pero
me había herido en mi orgullo masculino y, pese a los tiernos sentimientos que me
inspiraba, no di el brazo a torcer. Al cabo de media hora, cuando Sonia había vuelto a
vestirse y Eliane también, acompañé a esta última al garaje para quitarle las llaves
después de que hubiese cogido su coche, un pequeño bólido italiano como los que
sólo las «rameras» de su clase poseen.
Cuando regresé al cuartel, Sonia ya se había acomodado en el jeep para ir a Javols
a ver a sus padres. Esta vez la muchacha no pudo leer el menor indicio de bondad en
mi expresión. ¿Acaso no era culpa suya que la mujer de mi vida acabara de dejarme?
De repente, tomé una resolución sádica. Sonia me las pagaría muy pronto.
Llamé a Marc y le llevé aparte.
—¿Has visto a la chica? Pues bien, hoy nos la tiraremos los dos a la vez si, como
sospecho, sus padres vuelven a repudiarla. Si es así, ella quiere marcharse a París esta
noche, pero antes nos la pasaremos por la piedra.
—De acuerdo, confía en mí. Tu piso no está muy insonorizado y lo he oído todo
desde el despacho. No temas: estaba solo. Eliane se ha ido por culpa de esa chica, y
yo te ayudaré a vengarte.
A la chita callando, Marc y yo fuimos a casa a buscar ropa civil, sobre todo Marc,
quien no deseaba dar explicaciones a su mujer y, en lugar de coger el jeep, cogimos
mi DS 21.
Como ya era previsible, en Javols no hubo nada que hacer. Los padres rechazaron
a su hija, y el padre redactó un documento por el cual cedía a Sonia completa libertad
de movimientos y la responsabilidad sobre sus actos. Una emancipación un tanto
somera, que Sonia hizo avalar por quién sabe qué autoridad provincial en cuanto
llegamos a Marvejols. Una emancipación que se había concedido de buena fe y
aceptado como tal por su beneficiaría, feliz de poder volar con sus propias alas.
—Bueno, querida, ya eres libre. ¿Dónde quieres que te dejemos?

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—Esta noche, hacia las nueve, sale de Marvejols un rápido a París. Hasta
entonces soy toda tuya, querido.
—Mía y de Marc, porque has de saber que mi colega es como un hermano: nos
repartimos la buena y la mala suerte. Tú eres una buena suerte, y la vamos a
aprovechar.
—¡Oh! Pero… Tú, tú solo, dos hombres no. ¡Oh, no! Eso no.
—Vamos, deja de lloriquear. Vendrás con nosotros al hotel y, allí, prepara las
posaderas, que las probaremos, y más de una vez.
—Seréis…, seréis buenos, ¿eh?
—¡Y que Id digas! —se burló Marc—. Seremos buenos como los ángeles.
Sonia se volvió hacia mí, como si esperase un estímulo para su abandono. Si no
quería escandalizarla, tenía que mostrarme como un jugador limpio.
—Tranquilízate, pequeña. Ayer fui amable contigo, ¿por qué no tendría que serlo
hoy? Además, Marc no es un grosero; te follará como Dios manda mientras yo…
—¿Tú?… ¿Qué…, qué harás?
—¡Te encularé! Ahora ya lo sabes. Cierra la boca, que ya llegamos.
Sin ficha previa, entramos por una puerta oculta que daba al campo y pronto nos
hallamos en la habitación. Asistimos al deshojamiento, un poco forzado, de una Sonia
débil de carácter, sin una pizca de coquetería, y que se esperaba lo peor de aquellos
dos sádicos.
—Discúlpame, pequeña, pero esta vez no habrá preámbulos. Esta mañana querías
ser poseída por las buenas; ahora es el momento.
—Con suavidad, ¿eh? ¡Tengo tanto miedo…!
—Que sí, que sí, vamos, tiéndete sobre Marc, toma su polla en tu minino y echa
el trasero hacia atrás. Yo me mojaré la verga con saliva.
Y como ella parecía vacilar sobre la resolución que debía tomar, la cogí por los
cabellos y la arrastré hasta la cama donde Marc, ya desnudo, excitado como un
ciervo, la esperaba.
Lloriqueando, ella accedió por fin a colocarse sobre el inopinado amante que yo
le asignaba. Logró insertarse torpemente sobre el miembro erguido de mi amigo, un
acoplamiento bastante inhábil debido a la sequedad de sus órganos en ese momento.
Yo la seguí a la cama. Apenas se había introducido el falo de Marc hasta el fondo
de su tierna vagina cuando yo me arrodillé detrás de ella, le separé las nalgas después
de humedecerme el glande y luego, apuntando mi dardo tirante hacia su estrecho
orificio, aferrándola por los riñones para mantenerla inmóvil, me hundí con un
movimiento lento pero firme. Hasta la raíz de mi rabo.
¡Oh, amigos míos, qué dulce música era ese j quejido desgarrador! Sonia, a quien
yo había prohibido gritar, apretando los labios, dejó escapar un prolongado gemido
capaz de partir el corazón. Yo veía a la chiquilla desde mi posición, con la boca
cerrada y mordiéndose el labio inferior con los labios, los ojos llenos de lágrimas, una
figura descompuesta por el dolor.

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Yo forzaba a una chica por primera vez en mi vida. Y en aquel preciso instante,
juré que jamás volvería a hacerlo.
Con el falo atenazado por el esfínter forzado, pero todavía un poco rencoroso
contra la pobre niña, la manejé a fuerza de brazos, adelante y atrás, sobre el doble
acoplamiento.
Durante un buen rato Marc y yo conseguimos demorar nuestro placer, durante un
buen rato hice deslizarse a la hembra sobre nuestras respectivas virilidades, de
manera que, incomprensiblemente, fue ella quien acabó por maniobrar sin mi ayuda,
y pronto la oímos gemir en un tono en el que el dolor no tenía cabida. La maldita
hembra consiguió, ignorándose masoquista, encontrar el placer en el dolor.

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DURANTE todo el día, y también toda la noche, usamos y abusamos de la hermosa
niña, un abuso que incluso terminó por encantarle, ya que al final fuimos nosotros,
los dos valerosos adversarios, los que tuvimos que pedir clemencia. Pero ya era un
poco tarde y cuando, al percatarnos de la hora, corrimos hasta la estación, era
demasiado tarde: la luz roja del tren se alejaba en la gélida noche.
A velocidad moderada, por una nacional 9 helada, regresamos al cuartel. Una vez
allí, ¡sorpresa! Eliane, abrigada con sus fieles de visón, aguardaba en el umbral de la
puerta de nuestra vivienda. Con lágrimas en los ojos, se arrojó en mis brazos en
presencia de Marc y Sonia, quienes quedaron boquiabiertos ante aquella escena
enternecedora como pocas.
Sonia residió casi un mes en nuestra casa. Yo tenía dificultades para saciar el
apetito carnal de las dos mujeres, y varias veces tuve que recurrir a Marc para que me
ayudara a calmarlas.
Eliane suministró píldoras a Sonia, que así ya no corrió ningún riesgo. Pero no
tardó en sentirse turbada ante el cariz de la ternura que nacía entre la muchacha y yo,
y fue ella quien provocó la partida definitiva de la futura estrella, facilitándole incluso
direcciones adonde ir a su llegada a la capital.
Así había comenzado y concluido mi aventura con Sonia.

Acostado en la cama junto a ella, solté un largo suspiro. Tras seis meses de
separación, casi me había olvidado de Sonia. ¿Por qué había vuelto a mí? Entretanto,
yo había renunciado a la gendarmería a cambio de un trabajo tranquilo, para mayor
gozo de Eliane, quien desde entonces podía invitar cuando quería a los amigos que
habíamos hecho y que compartían nuestros gustos en materia de intercambios.
—¿En qué piensas, querido?
—En ti, querida, en nuestros primeros contactos… Y sobre todo en aquella tarde
en Marvejols, durante la cual Marc y yo abusamos de tu inocencia. Yo no creía que
me lo perdonarías tan pronto.
—Tonto. Es cierto que abusaste de mi inocencia, pero sobre todo conquistaste mi
amor. ¿Sabes, querido?, sea lo que sea lo que me hayas hecho o lo que me hagas, mi
amor no se arrepentirá. Estoy dispuesta a todo para complacerte… Te amo.
—Sonia, querida, cuéntame tus comienzos, tu trayectoria como cantante…
Supongo que habrás tenido que acostarte con bastantes tipos para poder triunfar…
—Tipos y tipas… Sí, lo mismo que negué a Eliane he tenido que conceder a otras
mujeres… Pero si quieres, te contaré toda mi vida con detalle, ya verás qué locura.

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»Creo que es inútil extenderme sobre mi llegada a París, la búsqueda de una
vivienda y mis intentos, a menudo infructuosos, de conseguir una entrevista con
productores. Como habrás adivinado, antes de llamar a la puerta de los capitostes del
show-business cuyas direcciones me había dado Eliane, traté en vano de introducirme
por mí misma en este mundo corrupto. Pero no hubo nada que hacer, recibí la típica
respuesta: “Deje su dirección y ya nos pondremos en contacto con usted”, allí donde
no se negaron en redondo a concertarme una cita.
»Entonces, maldiciendo la suerte que se ensañaba conmigo, saqué la libreta en la
que Eliane me había escrito las direcciones y me presenté al primer señor de la lista.
»Un edificio suntuoso, moqueta por todas partes, varios despachos que cruzar
antes de llegar al sanctasanctórum, un ejército de secretarias a cual más bella, que me
miraban de hito en hito con una sonrisa entre chanzas y veras, un poco socarrona y
horripilante, algunas incluso se permitían hacer comentarios halagadores sobre mi
anatomía, y llegué por fin en presencia del Jefe». —Hola, pequeña. De modo que eres
tú la recomendada de Eliane. ¿Cómo está nuestra querida amiga? Espero que bien…
Siempre tan bella, sí, no hay duda de que Eliane no puede envejecer ni afearse… Si
fueses un hombre, te preguntarías si todavía folla tan bien… Aunque… Creo recordar
que nuestra rubia amiga tampoco le hace ascos a la lencería rosa. Dime, ¿te has
acostado con ella?
»¡Vaya!, por fin una pregunta a la que me dejaba responder.
»—Emm… No, señor, Eliane no me ha hecho ni la menor alusión a lo que usted
dice.
»—Está bien, ya veo que mientes como una hembra de verdad. Me gustan las
hembras. Supongo que tú lo eres…
»—Bueno… Ehm… Yo… En fin…
»—¿Follas o no follas?
»—¿Qué? Sí, claro, ¿por qué?
»—Muy bien. Pasa a la salita de al lado y desnúdate. Vendré enseguida.
»—Es que… Yo venía para…
»—Sí, para cantar, ya lo sé. Pero antes de cantar, preciosa, hay que subir al
trapecio. Así pues, ¿follas o no?
»Cerré los ojos y pensé en ti, tan viril. ¿Iba a engañarte con aquel ser repugnante?
¡No! Pero ¿quería cantar, convertirme en una estrella? ¡Sí! Entonces, acallando mi
repulsión, le miré directamente a la cara.
»—Sí, estoy dispuesta. Follaré. No tarde.
»Me mostró la puerta de su gabinete particular y me precipité al interior.
»Todo estaba previsto para las recepciones íntimas: un diván largo y ancho,
cubierto con una enorme piel de oso blanco, inmaculada como la nieve; un bar bien
provisto de toda clase de licores; una nevera, que abrí por curiosidad y en la que

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descubrí champán de la mejor marca; un pequeño cuarto de aseo con un bidé de
porcelana rosa… En fin, todo estaba concebido para una casa de citas.
»Me desvestí a toda prisa. Una vez desnuda, dejándome puestos las botas de
cuero negro, las medias y el liguero, como me había aconsejado Eliane antes de
marcharme, me tendí en la cama.
»Tenía que estar húmeda para cuando él llegara. Entonces, cerrando los ojos,
empecé a pensar en ti, en tus besos, tus caricias y también tu sexo, que creía sentir
dentro de mí… Y eso, amor mío, te aseguro que bastó para mojarme.
»Cuando entró aquel cerdo, mantuve los ojos cerrados. Quería convencerme de
que eras tú quien se metía en la cama conmigo, tú quien me cogía los muslos para
separarlos, tú quien se acostaba sobre mí, tú quien ponía los labios sobre mi boca,
pero ¡basta! La ilusión se quebró. Primero fue el peso, luego aquella boca pegajosa de
labios adiposos, su aliento abrasador, sus dedos, que notaba ahora sudorosos y
tibios…, todo me devolvió a la cruda realidad. Y cuando abrí los ojos para mirarle,
estuve a punto de rechazarle, de tan descorazonada como me sentía y tan
avergonzada como estaba de mí y de nuestro amor.
»Logrando vencer el asco que me invadía, jurándome que no volvería a
pertenecer nunca más a aquel hombre repugnante, separé los muslos un poco más,
esperando ser penetrada por un miembro proporcionado con el hombre.
»Pero a la hora de la verdad sólo me introdujo un pene minúsculo, que,
comparado con el tuyo… Apenas si podía notar su miembro en mis carnes, que no
entró mucho en mi cavidad y no debía de superar el diámetro del pulgar de una niña.
»En cambio, el tipo descargaba todo su peso sobre mí, resoplaba como un buey
en plena labor, su pringosa saliva fluía a lo largo de sus labios colgantes y caía gota a
gota sobre mi pecho, porque, acostado sobre mí, con su bajo vientre a la altura del
mío, ni siquiera podía alcanzar mis labios para besarme. Y mejor así.
»A partir de ese momento comprendí que no te engañaba. Hacer el amor como un
hombre como aquel era prostitución, y yo entiendo que una prostituta no engaña a su
hombre.
»Por suerte, el tipo no debía de obsequiarse con gatitas de mi clase muy a
menudo, o al menos eso creí en ese momento, porque más tarde me enteré de que
todas sus bonitas secretarias pasaban por turnos por ese diván, en ocasiones hasta tres
a la vez, y que, mientras él se follaba a una, las otras dos tenían que montárselo entre
ellas para excitar al señor. En cualquier caso, fue un polvo rápido. No resistió mucho
tiempo. Esperando al menos gozar de su lidia, obligué mis músculos a contraerse, y el
tipo eyaculó de primera con un rugido espantoso.
»—¡Vaya, preciosa! Tú sí que eres fuerte… Llegar a oprimir mi aparato como tú
lo has hecho es una proeza, ¿o acaso te han desvirgado hace poco?
»—Sí, debe de ser eso. Me desvirgaron hace apenas un mes.
»—En cualquier caso follas bien… Con mi peso encima, has conseguido
menearte. Me parece que voy a convertirte en una gran estrella.

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»Idiota de mí, llegué a creerme sus camelos. Loca de gratitud, rechacé a Hervé. Él
se dejó caer boca arriba; parecía un cerdito patas arriba, con una muestra de verga no
más grande que un dedal y tan larga como un minuto de amor… Dicho de otro modo,
corta, cortísima… Incluso estuve a punto de echarme a reír.
»Con la boca abierta, me lancé sobre aquella menudencia. Me metí en la boca la
verga y las pelotas. Mastiqué, aspiré, chupé, lamí todo aquel instrumental en
miniatura; y cuanto más aspiraba yo, menos se agrandaba. Aunque estaba empinado a
más no poder, ocupaba poco espacio en mi boca, hasta el punto de que apenas noté
cómo se ensanchaba su glande en el momento del espasmo. Me lo tragué todo, el
equivalente a una lágrima de cocodrilo, y me fui al bar para servir dos whiskies.
»—Uf, me has hecho gozar como un dios… Vuelve mañana. Te mandaré al
estudio número 1, el de las debutantes. Ya tenemos la música y tengo una idea para la
canción. Vendrás, ¿eh?… Ahora ve a acostarte, que son casi las nueve y mañana
tengo trabajo.
»Y, como dice Michel Sardou en su canción: “Una vez en el taxi, su carrera ha
terminado”, porque a la mañana siguiente, cuando llamé para preguntar la hora de la
entrevista, que Hervé había olvidado decirme, su “secretaria particular” me respondió
que el señor Bazraf me daba las gracias por la agradable velada que había pasado en
mi compañía, pero que le resultaba imposible dar curso a sus proyectos con relación a
mi carrera. Y aquella zorra, con una voz dulzona, del tipo “me caes simpática y voy a
ayudarte”, me aconsejó que fuese a ver al señor Gilíes Marquis de su parte. Crítico
influyente, el señor Marquis sabría adónde dirigirme y de qué manera.
»Anotada la dirección, cogí un taxi. No eran más que las 9 de la mañana.

»El despacho del crítico se encuentra en el cuarto piso de un hermoso edificio de


la calle Rochefoucauld. Ascensor, anchos pasillos profusamente iluminados, hasta el
punto de hacer creer que el ahorro energético sólo se estila en provincias, puerta
acolchada, placa de mármol blanco grabada con letras doradas: “MARQUIS, Gilíes,
crítico”.
»Pulsé el timbre. Una mujer pequeña y morena, muy bonita y bien formada, me
abrió sonriendo. El brillo de sus blancos dientes iluminaba su sonrisa, ya radiante de
por sí.
»No me dejó hablar.
»—¡Ah! La señorita Sonia… Maryse, la secretaria del señor Bazraf, me ha
anunciado su visita. Entre, el señor Marquis la recibirá enseguida.
»“Vaya —pensé—, ya has vuelto a meterte en una emboscada”. Porque te aseguro
que nada más entrar en la casa del crítico, tuve el presentimiento que del gabinete de
Bazraf al piso de Marquis no había más que un paso y muy poca diferencia.
»En realidad, la diferencia era considerable. Si con Hervé Bazraf sólo había
conocido una “monta” chabacana y una chupada clásica, con el tal Marquis y la zorra

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de su mujer, Solange, la cosa iba a ser muy distinta…

No es que su relato fuese muy excitante, pero experimenté un loco deseo de


poseer a la tierna Sonia y, al cabo de un momento, la provoqué con la punta de los
dedos, describiendo con la diestra largas caricias entre la entrepierna y el pecho de mi
bella amante.
La recorrió un largo estremecimiento, y ella se acurrucó entre mis brazos.
—Querido, antes de proseguir mi historia, tómame. Tengo ganas de ti, ¿sabes?
No respondí; ¿para qué? Mis gestos inmediatos fueron la mejor respuesta que
podía darle. Mi exacerbado deseo se pegó a su vientre, ella separó lentamente los
muslos, mi sexo se deslizó en las tibias intimidades, se escurrió entre sus grandes
labios y, acto seguido, mi falo se bañó en un estuche ardiente y empapado de espeso
jugo vaginal. Acostados de lado, cara a cara, permanecimos inmóviles un buen rato,
saboreando cada cual la dicha de poseer al otro.
Yo me hubiera pasado horas así, sin moverme, feliz simplemente de tener mi
virilidad escondida en la vulva caliente, de notar los músculos vaginales de Sonia
palpitando y dando un masaje a mi sexo. Pero ya conocen a las mujeres; son raras las
que se contentan con un abrazo inmóvil. Lo que quieren todas es un
«deshollinamiento», golpes de riñón por parte del macho al que se entregan, idas y
venidas rápidas de un miembro erecto en el interior de su túnel íntimo, idas y venidas
de un glande que las atraviese sin violencia desde la entrada hasta el fondo de la
vagina, impulsos fálicos ante los cuales se creen perforadas, bajo el yugo de los
cuales se creen desfallecer y morir de placer.
Sonia no era la excepción a la regla. Como buena hembra, pronto cansada de ese
coito demasiado tranquilo, y adivinando que yo no haría nada por alterar la situación,
me empujó hacia un lado, me montó y fue ella quien se impulsó arriba y abajo, sobre
mi espléndida erección.
Me miraba sin pestañear, sus fosas nasales palpitaban, sus mejillas se sonrojaban,
su frente se cubría de gotas de sudor, su vientre se hundía, pero en ningún momento
ralentizó su fantástica cabalgada.
Luego una crispación deformó sus rasgos, su boca se abrió, sus ojos parecieron
salirse de las órbitas, su mandíbula tembló, ella palideció y empezó a balbucir
palabras ininteligibles. Detuvo su carrera en seco, me miró fijamente, pareció estar a
punto de desmayarse y, luego, un grito, casi una profesión de fe:
—¡Henry, te amo!
Se desplomó sobre mi cuerpo, anonadada de lujuria y vencida por el placer que
yo le había proporcionado.
Ver a Sonia gozar como acababa de hacerlo bastaba para colmar mi felicidad.
Decidí, pues, aguardar hasta más tarde para apaciguar mi deseo. Dejé que recobrara
la conciencia acariciándole el pecho, fortalecido por su reciente excitación, y cuando

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volvió a abrir los ojos y me miró con toda la gratitud de una hembra satisfecha por el
hombre al que ama, le sonreí y la atraje hacia mí.
Ella me devolvió el beso con un ardor digno de la más experta de las bacantes,
suspiró, se levantó para mirarme de nuevo y, al observar que mi virilidad palpitaba,
todavía erguida dentro de su vientre, desenvainó el puñal de carne que albergaba
deliciosamente y de un salto, antes de que yo pudiese retenerla (¿quería hacerlo en,
realidad?), me encontré con el falo introducido en su boca pulposa.
Me gustan las mamadas en general, pero prefiero una mamada realizada por
Sonia a todas las demás. Así pues, sin pensar siquiera en devolverle el cumplido, me
dejé chupar, aspirar y succionar durante un buen rato. Hubiese querido retardar el
instante de mi placer, pero por un lado Sonia es toda una experta en extraer la leche
de un hombre y, por otro lado, ávido de saber más sobre la vida que adivinaba
tumultuosa en el mundo del espectáculo, no retuve mi gozo y cuando éste estalló,
proyectándose al interior de aquella boca sedienta, no puede evitar proferir un grito
en el que se mezclaban placer y dolor, un dolor delicioso.
—No has cambiado, sigues teniendo ese exquisito sabor a mango un poco verde.
¡Dios, cómo me gusta chuparte!…
—Y pensar que a mi verdadera mujer le horrorizaba…
—¡Bah! Quizá no sabía hacerlo, o puede que el tipo con el que estuvo antes
gozaba más deprisa que tú cuando le chupaban, porque tú… Normalmente te haces
de rogar…
—Contigo, nunca…, o muy pocas veces a lo sumo. Eres una mamadora muy
buena.
—Gracias a ti y a Eliane, habéis sido tan buenos maestros… De hecho, es gracias
a los vicios que me inculcasteis que me he desenvuelto tan bien en París. Por cierto,
¿quieres que siga con mi relato?
—Claro, iremos a cenar a la ciudad. Tengo que ver a Eliane en el café de Tourny
antes de cenar. Esta mañana se marchó a hacer un reportaje y, poco antes de tu
llegada, me ha llamado para decirme que regresará esta noche. Así pues, pasaremos
la noche los tres juntos. Se alegrará de volver a verte.
—De acuerdo. Entonces ya no volveremos a follar antes de ver a Eliane.
Resérvate para esta noche, que yo estoy sedienta de amor y creo que tu concubina no
escupirá sobre tu aparato… excepto para que se deslice mejor.

»Seguí a Solange Marquis a una especie de saloncito, con las paredes cubiertas de
tapices antiguos. Las ventanas estaban camufladas con gruesas cortinas opacas que
no dejaban pasar ni un resquicio de luz exterior. Una débil bombilla difundía una luz
anaranjada por la sala y yo, procedente de la claridad artificial del pasillo, me quedé
unos instantes sin distinguir nada.
»Cuando por fin pude discernir los objetos y las personas que me rodeaban, vi a

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un hombre en la fuerza de la edad, de unos 45 a 50 años, alto, con un rostro de oficial
de las SS, cabello rubio cortado al cepillo, los ojos de un azul demasiado pálido para
ser simpáticos. Iba completamente vestido de un color verdoso, y la chaqueta
recordaba curiosamente a una guerrera de oficial alemán. Hasta me sorprendió que no
llevara monóculo.
»¿MARQUIS?… Estoy convencida de que no ha heredado ese apellido de su
padre. Su acento gutural confirmó mis sospechas.
»—Buenos días, señorita. Hervé me ha llamado, o más exactamente su secretaria,
para anunciarme su inminente visita. Ella me ha dicho que usted quiere cantar. Muy
bien, pero debe usted saber que, para llegar a la cima, para hacerse un nombre, para
aparecer en las revistas o incluso en los semanarios de escándalos, hay que recorrer
un camino largo y difícil. Por largo, tú eres lo bastante joven como para recorrerlo.
Pero también me pareces muy joven para afrontar esas dificultades morales y físicas.
Ya me disculparás por ir directamente al grano, pero comprenderás que siendo tan
hermosa y deseable todos los que pueden ayudarte a llegar a la cima querrán quedarse
con un trozo del pastel. El pastel eres tú, y con frecuencia tendrás que ceder a los
deseos de personas influyentes que te prometerán tan sólo darte el empujoncito
necesario. No importa que tengas una bonita voz; debes de conocer estrellas que, sin
megafonía, no podrían hacer nada porque son casi afónicas. Bueno… Este es mi
trato. Conozco muy bien a un tipo. Si te mando a su estudio, él te convertirá en una
estrella, pero para eso hace falta que yo te encamine hacia ese hombre, y antes…
»Ya lo había entendido: para que me pusieran en contacto con ese artífice de
estrellas, antes debía someterme a los caprichos de aquel hombre y seguramente de su
mujer, ya que él se permitía exponerme las condiciones del trato en su presencia.
»Se había interrumpido, mirándome fijamente con una expresión fría e
interrogativa, esperando visiblemente que yo terminara la frase.
»—Antes —dije con voz temblorosa por la rabia contenida—, antes debo
satisfacer sus deseos… Es eso, ¿no?
»—Ya has satisfecho los de Hervé, y si me miro en un espejo no creo ser más
repugnante que él.
»—Sin duda alguna, usted es cien veces mejor que él, pero todas esas condiciones
de cama me parecen un poco duras…
»—Escucha, Sonia, preciosa, eres bonita y ya me pones cachondo, pero te dejo
reflexionar. O te sometes a nuestros caprichos y te doy la dirección de mi amigo, o
nos rechazas y prosigues por tu cuenta el camino hacia la popularidad. Pero te
advierto amistosamente que si recurres a mí, se te abrirán muchas puertas; en cambio,
si prefieres actuar sola, yo accionaré desde mi despacho el cierre hermético de todas
esas puertas en tus narices. En cualquier caso, no te desanimes: yo no controlo todas
las puertas del mundo del espectáculo.
»Un pequeño chantaje al que hubiera podido escapar con una buena dosis de
paciencia, pero jamás la he tenido. Quería triunfar, y pronto. Ya que Gilíes podía

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abrirme algunas puertas, yo no tenía más que cerrar los ojos de nuevo y entregarme a
él.
»Esta vez, armándome de valor, despreciando a ese tipo y a su esposa, pero
queriendo hacerles frente con insolencia, pasé al ataque:
»—Tengo prisa. Si te pongo cachondo, adelante, fóllame, soy tuya, pero…
»“No quiero que tu mujer me toque”, iba a añadir. Pero ella no me dejó terminar
la frase; se había situado a mi lado y, con sus dedos ágiles, me quitó la blusa, me bajó
el pantalón vaquero, me cogió los tobillos uno tras otro para despojarme de él, y me
encontré con el torso desnudo, vestida tan sólo con las botas, las bragas y el liguero
rococó, que llevaba siguiendo los consejos de Eliane.
»—¡Caramba! Un hermoso pecho, bonitas caderas…, un delicioso bocado.
»—¡Oh, vamos! No pensarás follarla hasta mañana, ¿verdad? —le interrumpió
Solange.
»—Disculpa a mi mujer —se burló Gilíes—. Tiene celos de todas las gatitas que
me cepillo, y es por eso que te parecerá cruel.
»—¡Ay!… ¡Uy!… No, basta, ¿se ha vuelto loca?…
»—¿Lo has entendido? ¿No?
»Cruel, acababa de decir Gilíes. ¿Cruel?… En todo caso sádica.
»¡La muy loca! Porque desde el instante en que la había diagnosticado como tal,
la loca acababa de cogerme por los cabellos y me arrastraba a través de la sala hacia
la puerta camuflada por una cortina.
»La frialdad de un suelo embaldosado dejó paso a la tibieza de la moqueta sobre
la que Solange me arrastraba como un saco de trapos sucios. Por más que le cogía las
muñecas para aliviar la tracción que infligía a mi cabellera, era inútil, ella me daba
unas sacudidas terribles y mis cabellos me hacían aullar de dolor.
»En el cuarto de baño, ella tiró con mayor intensidad y, a fuerza de brazos, me izó
sobre la bañera. Me dejó caer en el recipiente de loza verde, abrió los grifos y me
ordenó que me bañase antes de su regreso para, me dijo con una sonrisa que me hizo
estremecer, cardarme el cuero antes de que su hombre me pusiera la mano encima.
»Cerró la puerta con llave al salir, dejándome presa de un canguelo terrible. ¿En
qué berenjenal me había metido?
»Luego me encogí de hombros. Debía de haberme topado con una maniática de la
propiedad sustituida por una celosa peligrosa. De todos modos, pensé, Gilíes sabría
protegerme de la furiosa locura de Solange.
»Ella volvió al cabo de cinco minutos, con un guante de cerdas en la mano, y me
ordenó que me levantara. Obedecí. Dios mío… A menudo, mi madre me había
frotado la piel con un guante de cerdas para, según decía, quitarme el hedor de
Auvernia que llevamos todos pegado a la piel en Lozére, pero un guante de cerdas
aplicado por Solange era una experiencia demencial. La muy zorra me frotó desde los
tobillos hasta el cuello con una fuerza pasmosa para su pequeña estatura, pero cuando
ya creía que aquel calvario tocaba a su fin, se armó con un dedal de plástico

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recubierto de pelos duros. Aquel objeto tenía la longitud y el grosor de un sexo de
pollino. Impregnó el dedal de una crema maloliente y antiséptica y, obedeciendo a su
orden seca, me tendí sobre una especie de camilla de ginecólogo.
»Fuego, ácido, eso debía de haber puesto en el dedal. Cuando hundió aquel
instrumento en mi vagina, creí desfallecer de dolor, de tan insoportable como era.
Grité, me sacudí, pero ella había colocado su mano libre sobre mi vientre,
impidiéndome cualquier intento de escapatoria.
»—No te preocupes, puerca, esto te ayudará a gozar.
»Era vulgar a propósito, pero yo no la escuchaba por cuanto sufría demasiado.
Decididamente estaba loca, porque tan pronto como me sacó el dedo del coño me lo
hincó en el ano. Entonces dejé de gritar y perdí el sentido.

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4
—RECOBRÉ el sentido en su dormitorio, tendida en una especie de diván, acostada
boca abajo, con las muñecas y los tobillos atados con correas de cuero a los pies del
mueble. El diván era bastante alto, lo que situaba mi cuerpo a la altura del bajo
vientre de Gilíes, que, con un puro entre el pulgar y el índice de la mano izquierda y
una copa de licor en la derecha, observaba con una sonrisa maliciosa los preparativos
de Solange.
»También Solange estaba desnuda. Tenía un cuerpo juvenil. Era hermosa, pero lo
que me impresionó de entrada fueron las marcas de golpes recientemente recibidos en
el vientre y la región renal, así como franjas antiguas visiblemente infligidas por un
látigo. Unos puntos rosados en sus pechos atestiguaban quemaduras de cigarrillo o
puro. Tenía la mitad del vello púbico arrancado, y una marca hecha con un hierro al
rojo representaba un águila en la que creí identificar el emblema de un regimiento
nazi. Si bien el rostro de Solange había conservado su frescura y belleza, su cuerpo
reflejaba mil tormentos que había sufrido. Su cara aparentaba veinte años como
mucho, pero su cuerpo aparentaba cincuenta.
»—¿Temes por tu suerte al ver a Solange? Tranquilízate, tú sólo estás de paso;
Solange es propiedad mía; me pertenece y… sobre todo no la compadezcas, a ella le
gusta. ¿No es cierto, Fráulein?
»—¡Ja!
»¡Ay!… Ella acentuó su asentimiento con un latigazo en mis riñones. La cinta de
cuero, manejada con habilidad, acababa de lacerarme la espalda de una cadera a la
otra. Yo grité. Pero ya caía un segundo golpe, rasgándome los hombros de parte a
parte. A partir de ese momento ya no reaccioné con cordura. El látigo silbaba
siniestramente y de inmediato una violenta quemadura me perforó un trozo de piel.
Yo aullaba, me dolía la garganta de tanto gritar de dolor, pero creo que cuanto más
exteriorizaba mi dolor, más excitaba a la loca, quien, sudando sangre y agua,
descargaba un latigazo tras otro a un ritmo lento pero continuo. Al fin, un resplandor
rojo pasó ante mis ojos; sentí que me elevaba por los aires y luego caía por un pozo
sin fondo. Caía, caía…
»Una quemadura atroz me sacó de mi bienaventurada inconciencia. Solange, con
un guante de algodón en la mano y una botella de alcohol en la otra, me frotaba las
partes lastimadas por el látigo. Esta vez el dolor, más terrible que el látigo, me
impidió hundirme y tuve que soportar esa espantosa friega hasta el final.
»—¿Estás satisfecho, querido? ¿Podrás encularla ahora?
»—¡Ja! ¡Ja!…
»—¡No! ¡No!… —protesté, sorprendida—. No puedo ser encu… sodomizada,
no, no así, no por él… ¡Oh, no!…
»Aquel monstruo acababa de levantarse y se acercaba. Si contigo o con Marc,

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aquella primera vez, ya fue doloroso, pero soportable, me sentía incapaz de soportar a
Gilíes. Entiéndeme, se aproximaba con el sable desenvainado, su aparato tenía unas
proporciones enloquecedoras. Imagínate el sexo de un asno, tan largo y tan grueso…
Y aparentemente fláccido. Entonces pensé: “Si es tan grande ahora, ¿cómo será
cuando se excite?…”.
»De hecho, se trataba de una picha fofa, como dice Perret, pero yo no lo sabía. Y
aunque ya se hubiera excitado, sus proporciones eran ya terribles.
»—Cállate, puta —me interrumpió Solange, administrándome una lluvia de
bofetadas en las nalgas ya lastimadas—. Lo tomarás en silencio, yo ya he probado ese
rabo tan grueso y, aunque era mucho más joven, sobreviví, y tú tampoco vas a
morirte por eso.
»Atada como estaba, cualquier resistencia era inútil, porque ahora Solange se
había sentado sobre mis riñones y me separaba las nalgas con las dos manos; creí que
iba a arrancarme la piel, de tan fuerte como tiraba. Cuando noté la punta del falo
rozarme el ojete, quise gritar de nuevo, pero un pellizco desgarrador en la cintura me
hizo callar y, muerta de miedo, convencida de que no iba a salir viva de aquel trato
demencial, esperé.
»No tuve que esperar mucho: guiada por los dedos de Solange, la verga,
embadurnada de pomada, me forzó el ano. Gilíes empujaba hacia delante y yo
también, para resistirme a la penetración, pero entonces recordé que tú, en el
momento de mi primera sodomización, me habías hecho empujar precisamente para
facilitar la entrada. Esta vez creí que mi ano estallaba. Cuanto más empujaba Gilíes,
más se resistía mi esfínter, aunque se abría. Notaba cómo mis carnes se
resquebrajaban ante el empuje del glande; aullaba con todas mis fuerzas, pero no
servía de nada: aquel miembro torturador penetraba cada vez más.
»Cuando el frenillo del pene franqueó la barrera, pensé que un loco me atravesaba
con un asador ardiente. La cabeza me daba vueltas; ya no podía respirar, por cuanto
mi cuerpo se había convertido en una hoguera dolorosa. Me parecía que aquella verga
lacerante iba a salirme por la boca, de tan repleta como me sentía… Por fin, cuando
la base del capuchón hubo pasado, pude respirar un poco. Recuerdo que contigo, una
vez que hubo pasado la cabeza, el resto se deslizó casi por sí solo, pero con Gilíes
ocurrió todo lo contrario. Si tú tienes un sexo martillo, de cabeza gruesa y luego
normal, él tiene un verdadero piolet que va ensanchándose hasta la base del miembro.
»En resumen, aquella penetración, que sin duda no llegó a durar más de treinta
segundos, me pareció eterna. Por fin, la penetración terminó, el avance fue detenido
por mis nalgas, que servían de dique al bajo vientre de Gilíes, quien, a pesar de todo,
empujó más, esperando sin duda, pero en vano, introducir un poco más su chuzo en el
túnel rectal.
»—Bueno, pequeña zorra —rio Solange burlonamente—, ya estás bien
rellenita… Ya no podrás decir que el pasillo que tienes bajo los riñones es virgen…
¡Ah, ah, ah!… ¡Qué abertura!…

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»Entonces se me acercó, se inclinó y, con su boca junto a mi oído, me susurró en
un tono dulzón que me dio miedo:
»—¿Sabes que el puerco de Gilíes mide más de cinco centímetros de diámetro en
la base del rabo? Pobre angelito, ese cerdo se ha hundido hasta el fondo… Pero ahora
te machacará el agujero, el pistón está dentro del cilindro, sí, pero es necesario que
pueda moverse fácilmente, ¿comprendes?
»Yo no podía contestar, y, aunque hubiera podido, mi respuesta habría sido un
insulto.
»—Contesta, carroña, contesta o te reviento.
»—Yo… yo… no… no puedo… ha… ha… hablar… Quiero…
»—Quiero, quiero… ¿Qué quieres? Aquí tan sólo puedes desear y nada más, si
hay alguien que quiere, es Gilíes, ¿entendido? Ahora responde a mi pregunta:
¿entiendes que es necesario que te machaque el agujerito?
»—Sí, sí, en… entiendo.
»—Está bien. Entonces, querido —dijo a Gilíes—, adelante, machácale el culo,
deprisa y bien.
»Bien, no lo sé, pero deprisa, ¡ya lo creo que sí! Empezó sin rodeos. Desde ese
mismo momento, aferrándome por las caderas, Gilíes procedió a follarme por detrás a
un ritmo demencial.
»Habría querido desmayarme, pero el dolor era tan intenso que cada vez que
sentía ofuscarse mi razón, un terrible escozor me sacaba de la letargia en la que me
hundía, y empezaba a gemir de nuevo.
»Como Solange me había prohibido chillar amenazándome con el látigo, me
mordía los labios para mantener la boca cerrada. Con el sabor de sangre en la boca,
mi sangre en realidad, con fuego en el ano, el pecho comprimido por una asfixia que
no acertaba a explicarme, el deseo de morir cuanto antes para escapar a ese calvario
insoportable, aquel día viví una mañana de martirio.
»Entonces sucedió lo más terrible. Gilíes, que ya martilleaba mi ojete a un ritmo
de locura aceleró todavía más sus embates, creí que su sexo triplicaba su volumen y,
antes de gozar, me separó las nalgas un poco más y consiguió hundirse no sé cuántos
centímetros dentro de mí. Él aulló de placer mientras que yo, no pudiendo
contenerme más, chillé de dolor.
»No sentí su esperma estallar en mis entrañas; sólo tuve el placer de notar cómo
su estaca disminuía de volumen.
»Se retiró por fin, pero antes de que él me liberase por completo, su mujer me
desató las muñecas y los tobillos. Por fortuna, ya que tan pronto como él se hubo
separado de mis riñones, tuve que salir corriendo hacia el cuarto de baño.
»Al fin liberada, me dirigí a la ducha. Más muerta que viva, ni siquiera regulé la
temperatura del agua y, bajo una lluvia helada, recobré la conciencia del mundo
exterior. Sólo entonces abrí el grifo del agua caliente y me enjaboné enérgicamente
para quitarme el sudor que embadurnaba mi cuerpo.

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»Andando de puntillas, logré abrir la puerta sin hacer rechinar los goznes y me
colé en la especie de despacho donde Gilíes me había recibido. Recogí la ropa a toda
prisa. Me puse tan sólo los vaqueros y la blusa y, con los pies descalzos, alcancé la
puerta que daba al pasillo.

Sonia parece haber perdido el sentido, como acaba de contarme. Pero no, rendida
por dos lidias amorosas consecutivas, por el relato en el transcurso del cual sus
nervios se han desquiciado como el día en que le ocurrió aquella aventura,
simplemente se ha dormido en mis brazos.
Sonia duerme acurrucada entre mis brazos hasta las seis de la tarde. La
respiración tranquila, la sonrisa que tensa sus labios al pasarle mi mano por el cuerpo
desnudo y el estremecimiento que la sacude por entero cuando uno de mis dedos se
incrusta en la horquilla de sus muslos, me hacen comprender lo feliz que se siente
hoy la muchacha.
Sonia abandona los brazos de Morfeo. Se estira como una gata al sol y yo miro la
hora: las seis. Mis ojos tropiezan con el manuscrito que mi editor aguarda y que la
llegada de la joven estrella me ha hecho interrumpir, si bien ya me he retrasado en su
redacción.
—Oh, querido, perdóname, no tenías por qué dejarme dormir… —Consulta su
reloj—. ¡Oh!, rápido, vamos a llegar tarde a la cita con Eliane; no quisiera que te
hiciera una escena por mi culpa.
Sonia comprende también que su regreso entre nosotros podría provocar
tempestades. Se interrumpe al vestirse, permanece pensativa unos instantes,
aparentando reflexionar en no sé qué.
—Querido —murmura—, ¿cómo crees que me recibirá Eliane?
—Mal, tiene miedo de ti, de tu juventud y de tu amor por mí.
—¿Y si… —se sonroja—, y si le demostrara amor tanto a ella como a ti?…
¿Sabes?, si renuncié momentáneamente a los hombres en París para complacer a
Jacques Gal, un productor, podría volver a empezar con Eliane, y esta vez sin
obligarme. Pero tú, ¿aceptarás que haga el amor con Eliane?
—Claro, os amo lo suficiente a las dos para que me guste. Es más, presenciar una
relación lésbica con Eliane me haría feliz.

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5
LLEGAMOS al café de Tourny; tengo dificultades para encontrar un hueco en el
parking de la plaza Montaigne a pesar de los parquímetros, que habitualmente
repelen más que atraen a los automovilistas.
Eliane me espera en la terraza del café. Me ve llegar de lejos y yo veo cómo
frunce el ceño cuando reconoce a Sonia, cogida de mi brazo. Sonia se da cuenta
también de la reacción desfavorable de mi amiga.
—Ay, no tiene aspecto de celebrar especialmente mi presencia en Périgueux…
Creo que tendré que obrar con cautela si quiero ser aceptada sin mucho ruido.
—No temas: yo sigo siendo el cabeza de familia y no creo que a Eliane se le
ocurra refunfuñar mucho.
De hecho, Eliane es demasiado astuta para demostrar su resentimiento largo
tiempo, al menos abiertamente, ya que cuando llegamos a su altura, su cara se
ilumina y recibe a su rival con una sonrisa aparentemente sincera.
—¡Vaya!… ¡Si ha venido a visitarnos nuestra gran estrella!… Qué alegría volver
a verte. ¿Te quedarás mucho tiempo en Périgueux?
—Hola, querida —responde Sonia con zalamería—, estoy tan contenta de volver
a verte…
Y, soltando mi brazo, se lanza a los brazos de mi amiga y, delante de todo el
mundo, indignados algunos, divertidos los demás, ofrece su boca al beso de Eliane,
quien se aprestaba a besarla sólo en las mejillas.
Ni que decir tiene que Eliane prefiere, con mucho, chupar los labios de Sonia que
lamerle las mejillas. Así pues, los demás clientes de la terraza y yo mismo asistimos
al beso lésbico de dos espléndidas criaturas, un beso que, sin duda alguna, debe de
hacer que ambas se mojen abundantemente.
—No has contestado a mi pregunta —consigue murmurar Eliane cuando recobra
el resuello.
Tiene las mejillas encarnadas, los ojos turbios, un hirviente deseo se lee en su
rostro, y yo tengo la impresión de que esa noche no nos aburriremos los tres.
—Sí, bueno, me quedaré mucho tiempo en Périgueux, dejo el estrellato de la
canción, estoy más que harta de esta vida corrupta como pocas.
—Haces mal; tu carrera parecía muy prometedora… Pero dejemos tus proyectos
por ahora, has vuelto, por lo que veo con buenas intenciones, y eso es lo que importa.
Volviéndose hacia mí, me besa en los labios y agrega:
—¿Y si vamos a casa? Prepararé la cena.
Durante la cena, Eliane no deja de sorprenderme: mientras que yo me esperaba
una prisa excesiva por abreviar la comida para retirarnos enseguida al dormitorio, mi
amiga no se cansa de escuchar la narración de las aventuras acaecidas a Sonia.
Brevemente, la joven cantante refiere lo que ya sabemos, y luego, a invitación de

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Eliane, prosigue el relato de su trepidante vida en París.

—Cuando abandoné a Solange y Gilíes, fui a ver a Jacques Gal, productor de


discos de 45 y 33 revoluciones. Jacques edita discos que reproducen algo así como
los últimos éxitos del día: el «Hit Parade».
»Jacques me recibió amablemente; primero me, miró a la cara con curiosidad, y
luego, sonriendo, me preguntó si me lo había pasado bien con Gilíes.
»—Hum… Sí, claro, creo que sería inútil negarlo.
»—Muy bien, ya que eres sincera, yo lo seré contigo. Me gustas mucho, acabas
de salir de casa de Gilíes, tengo la impresión de que todavía sientes el amor y eso me
pone cachondo. Quiero follarte, tengo ganas de ti, pero me planteo no hacerlo más
que si te apetece de veras. No tengas en cuenta el hecho de que yo puedo lanzarte al
mundo de la canción; folles o no folles, tendrás derecho a un ensayo grabado, y, si
aceptas, no me condicionará para nada en lo que se refiere a tu futuro.
»Me quedé estupefacta ante tanta honestidad. Estudié a Jacques sonriéndole con
la mayor naturalidad del mundo. El tipo me gustaba: alto, sienes grises, aparentaba
unos cuarenta años, atlético, ancho de espaldas, estrecho de pelvis, rostro agradable,
sonrisa resplandeciente, no debía de tener ningún problema para follarse a cualquier
mujer por difícil que fuera, y, seguro de su modo de obrar, se levantó, rodeó su mesa
de trabajo y se me acercó muy despacio mientras hablaba.
»No creo en la sensatez de las mujeres; todas somos unas putas en el fondo, y no
serán los hombres quienes me contradigan. Antes de alcanzarme, yo ya estaba de pie,
dispuesta a recibirle como vencedor. Poco me importaba en ese momento que me
convirtiera en una estrella o que me rechazara en cuanto hubiese utilizado mi cuerpo.
Me gustaba. Tenía ganas de él, quería que me follara, que me sodomizara; quería
chuparle, hacerle feliz; en fin, le deseaba, y enseguida.
»—¿No respondes?
»—¿Necesitas mi respuesta?
»Él estaba allí, a mi lado. No, aquel sátiro no tenía ninguna necesidad de mi
aquiescencia. Sus brazos se abrieron y me refugié en ellos. Sus brazos se estrecharon
sobre mí. Sus ágiles dedos me desabrocharon la blusa. Yo le ayudé lo mejor que pude
y, con el pecho desnudo, esta vez fui yo quien le desabotoné la camisa, bajo la cual
no llevaba prenda alguna; al mismo tiempo que yo le dejaba con el torso al
descubierto, él se ocupaba de la cintura de mis vaqueros, bajaba la cremallera y,
poniéndose en cuclillas delante de mí, me quitó el pantalón. Liberé las piernas y me
quedé ante él en braguitas, incluso diría mini braguitas, ya que lo único que él
preservó de mi intimidad fueron los tres centímetros del abultamiento de mi coño,
mis sempiternas botas de cuero negro y el liguero, que ahora ni siquiera sujetaba las
medias, que había dejado en casa de Gilíes. Debí de gustarle un poco más, ya que se
levantó de inmediato, dejó caer su pantalón, envió sus calzoncillos a la otra punta del

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despacho e, izándome en brazos, me precipitó, más que me llevó, sobre el sofá que
ocupaba un rincón de la estancia.
»Mis braguitas no le incomodaron. Estaba excitado como un ciervo. Su enorme
banderilla, larga y gruesa como a mí me gustan, palpitaba en el aire, y cuando me
acostó en el asiento tuve ese pedazo selecto justo sobre mi nariz. Locamente excitada,
aproveché la proximidad del sexo deseado para darle un lengüetazo de abajo arriba.
»Tilt… Dejó de moverse, como paralizado por mi atrevimiento o por la
embriaguez que le proporcionaba mi lamida. Me dejó seguir durante unos minutos, y
luego, cuando nada hacía prever su reacción, se acostó sobre mí, buscó con la punta
del glande mi pasillo íntimo y asestó un golpe seco.
»Mis braguitas no fueron una barrera terrible; de un empujón hacia delante, su
sexo acababa de desgarrar la fina tela de mi taparrabo, y noté un nudo de carne viva
subiendo por mi vagina. Su pene chocó contra mi matriz, lo que me hizo el daño
suficiente como para darme deseos de que Jacques repitiera su acción.
»Tendida boca arriba, con las piernas abiertas, sufrí primero los ataques de mi
amante sin reaccionar, pero, muy pronto, el calor del miembro que me barrenaba el
vientre, la turbación que me dominaba rápidamente me hizo participar en el dúo.
Entonces flexioné las rodillas, levanté las piernas a ambos lados de Jacques y,
finalmente, apuntalé los tacones de mis botas sobre sus riñones para anticiparme a sus
sacudidas.
»Nunca desde que te dejé había gozado tanto. Jacques se sumergía una y otra vez.
Cada golpe de su miembro me mandaba al séptimo cielo. Ya no sabía muy bien
dónde estaba, perdía la noción del espacio y el tiempo, ya no era yo; no era más que
un cuerpo, una vagina revestida de humedad, una boca con un falo, un sexo que
acogía en su seno otro sexo y que gozaba de él sin tregua.
»Abierta en forma de V, ofreciendo mi chocho, una fuente en la que mi amante se
sumergía sin parar jadeando como un pura sangre de carreras, yo deliraba
francamente, pronunciando verosímilmente palabras incoherentes que ni yo misma
comprendía, porque no sabía muy bien qué estaba diciendo.
»—Aprieta el minino, preciosa ramera —rugió Jacques—. Estás mojada como
una perra y yo nado dentro de ti.
»Esta orden resultó inútil; con sólo oír la palabra “ramera”, no sé por qué, mi
subconsciente reaccionó de tal modo que me sentí ascender a la cúspide de los
placeres y, cada vez que gozaba, mis carnes se apretaban por sí solas. Me faltaba el
aire, creí que iba a aullar de emoción y Jacques debió de creerlo también, por cuanto
se dejó caer sobre mí y me amordazó con sus labios, al mismo tiempo que un chorro
de líquido abrasador se derramaba en mis órganos inflamados.
»Yo acababa de gozar como una perra, y mi amante, cuyo placer había sido tan
violento como el mío, permanecía tendido sobre mí, sin reaccionar.
»No sé cuántos minutos, o simplemente segundos, nos quedamos así los dos, sin
movernos, recuperando poco a poco el resuello, pero sí sé que al salir de ese estado

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de semiinconsciencia ya era tarde.

Sonia acentúa su relato con un prolongado suspiro, reproducido en eco por


Eliane, cuyos ojos brillantes denotan el estado de ánimo que la historia de la joven
estrella acaba de infundirle.
—Y…, umm…, dime, Sonia —murmura Eliane muy lentamente—, ¿cuál era el
proyecto de Jacques?
—¡Ah!… Ésa es otra historia. Por favor, déjame conservar un poco de orden en el
desarrollo de mi relato. Habrá de bastarte saber que, a modo de gratitud hacia
Jacques, tuve que seducir a su mujer, y más tarde a su hija. Pero sé amable, deja que
te lo cuente cuando llegue el momento. Por ahora, y por lo que puedo juzgar, ni tú ni
Henry parecéis en condiciones de seguir escuchando los avatares de mi vida.
—Digamos —admitió Eliane —que estoy dividida entre mi curiosidad y el deseo
de estrecharte entre mis brazos. Supongo que Henry ha debido de aprovecharse de tu
belleza esta tarde, y no creo que vea ningún inconveniente en que esta noche sea yo la
primera que se beneficie de tu nueva experiencia.
Este comentario, dirigido a Sonia, es a la vez una pregunta para mí.
—Por supuesto, querida, te cedo a Sonia, para toda la noche si lo deseas. Yo
dormiré en la otra habitación.
—¡Ah, no!
Las benditas mujeres me han respondido muy conjuntadas.
—¡Ah, no! —prosigue Eliane—. Sabes muy bien que aunque me gusta comer un
coño o que me coman el mío, me gusta sobre todo sentir, una polla de verdad dentro
de mí. Y supongo que a Sonia le ocurre lo mismo…
—Naturalmente, si bien he descubierto la dulzura del lesbianismo, prefiero ante
todo, antes o después del acto homosexual, que me perforen el chocho a golpes de
verga.
—De acuerdo, queridas, os juro que me dividiré y ninguna tendrá por qué sentir
celos de la otra.
Aunque soy un luchador animoso, tengo la sensación de haberme excedido en mis
promesas. Esta tarde me he prodigado sin reservas para la bella cantante y, esta
noche, ¡bueno!, no sé muy bien qué proezas podré realizar.
Mientras yo me sumerjo en mis pensamientos, inquietándome por mis
posibilidades físicas, esas zorras se despreocupan de mí. Sonia me ha dado a entender
que para ser aceptada por mi amiga, se esforzará por agradarla. Cuando caigo en la
cuenta de que estoy observando a las dos rameras, advierto que no es Eliane, como
esperaba, la que asedia a Sonia, sino que es esta última quien se ocupa febrilmente de
desnudar a mi amiga.
De repente, adiós a mis inquietudes, mis pensamientos platónicos se desvanecen.
El espectáculo que se desarrolla ante mis ojos basta holgadamente para ocupar mi

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espíritu y tensar mis calzoncillos.
Hay quien, con una mueca ridícula, ocultando quizá sus deseos secretos, tira
piedras a los homosexuales, hombres o mujeres. No habiendo tenido la suerte, como
yo, de asistir a un dúo lésbico, no acierta a imaginar toda su poesía.
A mí, mucho antes de presenciar estas justan lésbicas, me había bastado con
imaginármelas para obtener una loca excitación, que, siendo adolescente, y más tarde
recluta en los Aurés, se transformaba en fantasmas y me ayudaba sumamente a
alcanzar el orgasmo en mis maniobras solitarias.
Recuerdo, con una sonrisa interior causada por una especie de nostalgia, de
aquellas noches del verano argelino cuando, solo con mi fusil en una cresta de la
Cabilia, con los gritos de los chacales o el murmullo del viento entre los árboles
canijos como único ruido de fondo, sin poder fumar, dejaba volar mis pensamientos
hacia mi novia. Ella me escribía todos los días, pero sólo recibíamos correo una vez
por quincena y, durante unas jornadas deliciosas, leíamos las cartas de nuestros seres
queridos.
Un día, sus cartas empezaron a hablarme de otra muchacha, prometida también
con un recluta que servía en Argelia. Puesto que las dos chicas no querían salir ni
divertirse, habían ligado su soledad y, de un día a otro, intuí en las cartas de mi novia
una creciente amistad hacia esa amiga. Por fin, una carta me hizo ver que, si yo no
era un cornudo, al menos estaba siendo engañado con esa tal Ghislaine. En un día de
tristeza, Odette, mi prometida, se había unido sentimentalmente a Ghislaine. Me
explicaba que sus sentimientos hacia mí no habían cambiado, pero sus palabras de
amor se volvían más tibias, sus cartas empezaron a elogiar la dulzura, la ternura de
Ghislaine. En resumen, una chica me había robado la que ocupaba mis pensamientos.
En vez de sumirme en la desesperación, como había visto hacer a tantos
compañeros al enterarse de que otro les había remplazado allá, en Francia, en el
corazón frívolo de la perra a la que amaban, yo me puse a imaginar las escenas que
podían acontecer entre Odette y la otra chica. Así, durante las horas de guardia, me
masturbaba mientras presenciaba, con los ojos de la imaginación, fragmentos de
lesbianismo. No tenía ninguna necesidad de imaginar que yo participaba en sus
amores; el mero hecho de verlas (en el pensamiento) comerse el higo ya bastaba para
aportarme placer.
Y fue así como, a petición mía, Odette comenzó a describirme, en sus cartas, las
justas amorosas con su amiga. Y, por la noche; yo me sacudía el miembro al recordar
lo que había leído aquella tarde.
Disculpen este paréntesis y volvamos, si lo desean, a mis dos perras.
Como he dicho antes, no es Eliane, sino Sonia, quien toma la iniciativa, lo cual no
me sorprende; me ha bastado con ver esta tarde los ojos de la zorrita cuando hizo
alusión a las experiencias vividas con otras «tipas», como ella dice, para no
asombrarme por sus acciones y actitudes de esta noche.
Sonia ha desvestido a Eliane y ésta, encantada por el cariz que toma su aventura,

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se deja deshojar con complacencia. Se pega voluptuosa mente contra el rostro de
Sonia, que se ha puesto en cuclillas para quitarle las braguitas a mi amiga.
Sonia permanece arrodillada por un instante, parece contemplar a Eliane,
espléndida en su desnudez, los senos erguidos, la cintura estrecha, la pelvis arqueada,
más atrayente que el pecado original; tentaría a cualquier ser humano que lleve
sangre en las venas. Sonia, admirada, con los ojos brillantes, la lengua pasando una y
otra vez por sus labios repentinamente secos, desliza sus manos por las piernas de
Eliane, separando los tobillos y volviendo a subir hasta la redondez de las nalgas.
Entonces, colocando las palmas de las manos sobre las curvas encantadoras, atrae a
su compañera hacia ella y, cuando el pubis de la rubia se encuentra en proximidad del
rostro de la chiquilla, veo cómo ésta abre la boca y deja salir la lengua, que, ante mis
ojos extasiados, se incrusta entre los labios mayores del sexo dorado.
Esta vez, Eliane olvida todo aquello que no tenga que ver con su placer. Se
abandona a la caricia lingual de Sonia, se echa hacia delante, abre más ampliamente
el compás de sus muslos y pega su fuente vaginal a los labios, ya embadurnados de
jugo, de una Sonia que, visiblemente, ha aprendido mucho en París.
Eliane gruñe como una hembra saciada por un millar de machos, pero su amante
de esta noche es una chica; es una chica quien, a la manera de todas sus congéneres,
le aporta el vicio. Pronto, con la almeja aspirada y lamida, el clítoris chupado y
mordisqueado, el ano sodomizado por un dedo ágil, Eliane ya no puede sostenerse
sola. La veo titubear, inclinarse peligrosamente hacia atrás, y elijo este momento para
intervenir.
Me abalanzo en auxilio de la bella víctima, la rodeo por el pecho, me pego contra
su espalda, le manoseo los senos y la ayudo a entregarse más generosamente. Tal
como estoy situado, por el modo en que actúo, un espectador que entrara por sorpresa
en nuestro comedor podría pensar que soy yo quien ofrece mi compañera a la
glotonería lésbica de otra mujer. Bien plantado sobre mis piernas, casi levanto a
Eliane, quien, no teniendo que preocuparse por su equilibrio, se deja comer el minino
emitiendo gruñidos de enloquecida lujuria, unos gruñidos obscenos que me excitan al
máximo.
Sonia me toca la pantorrilla. Yo la miro, y ella me indica que me tienda boca
arriba sobre la alfombra, con Eliane encima. Obedezco con cautela, y Eliane ni
siquiera se da cuenta de la maniobra. Ahora me encuentro con mi amiga boca arriba
sobre mi vientre, tengo el sexo tirante entre sus muslos, y cuál será mi alegría al
sentir cómo Sonia me humedece el glande con su saliva, lo toma entre el pulgar y el
índice y lo coloca bajo el ano de mi prisionera.
Sonia reanuda inmediatamente sus lamidos en el coño de Eliane, una degustación
que debe de apreciar, por cuanto la oigo deglutir sin cesar.
Y, tan pronto como Eliane vuelve a sumirse en el delirio, Sonia, que no ha
perdido ni un ápice de su autocontrol, me da a entender mediante una tracción sobre
mi pene, que debo empujar hacia delante.

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Cumplo la orden con el placer que es de suponer, siento mi verga hundirse
deliciosamente en las entrañas de mi amiga, quien, de repente, pierde la razón por
completo.
—¡Oh, sí! ¡Sí! ¡Querida, oh sí! Sonia, amor mío, encúlame, más fuerte, más
adentro… Oh, cómo me gusta… Henry, Sonia, queridos, yo quiero, quiero… ¡Ohhh!
Sí, qué bueno…
Sonia no escucha; yo oigo su boca, que, pegada al minino de su víctima, emite un
gorgoteo cuando aspira el jugo que brota abundantemente de los órganos
revolucionados de una Eliane completamente desbordada por los acontecimientos.
No tengo que hacer nada, no me muevo, es la propia Eliane quien, con rápidos
movimientos de la pelvis, hace ir y venir mi tranca dentro de su ano flexible.
Estoy seguro de que muchas mujeres han soñado, si no lo han confesado, con
disfrutar de una situación como ésta. Imaginen el placer que puede experimentar
Eliane. Con una verga de buenas dimensiones hincada hasta los riñones, y una boca
de mujer, o incluso de hombre, que sorbe y lame la vagina, hay para enloquecer a
cualquier hembra mínimamente sensual.
Referente a esto, me propongo para el futuro, cuando un amigo venga a compartir
nuestra cama, hacer un sesenta y nueve con Eliane mientras nuestro amigo la trabaja
por detrás. Se trata de un recurso que no me había atrevido a plantearme, pero esta
vez, en vista del placer que obtiene la rubia, no queda lugar a dudas.
Y yo, además del placer de comerle el chocho a Eliane, ¿no me deleitaría acaso
viendo el sexo de un hombre penetrar el ano que prestaría en esa ocasión?
Y luego, puesto que todo lo bueno tiene su final, Eliane empieza de pronto a
gritar de placer; se retuerce en todas direcciones y está a punto de desalojar mi polla
de su túnel anal. Oigo a Sonia beber sin parar del manantial íntimo.
Nuestra víctima se yergue nerviosamente sobre mí; abre los muslos al máximo y
los cierra con violencia, aprisionando la cabeza de Sonia, los vuelve a abrir
furiosamente y, no pudiendo soportar por más tiempo las succiones en su clítoris
ahora demasiado sensible, escapa de mi presa.
Volvemos a encontrarnos: Sonia de rodillas, con la cabeza a la altura de mi falo, y
yo acostado boca arriba, todavía cachondo.
Tras un vistazo a Eliane, tendida casi inconsciente a mi lado, la joven estrella me
sonríe y, abriendo la boca, se ocupa de mi virilidad pese a unas manchas que me
repugnarían. Pero no soy más que un hombre y, por tanto, más remilgado… Las
mujeres no dejarán nunca de sorprenderme.
Me dejaría mamar hasta la eyaculación, pero sólo permito a Sonia que me limpie
el miembro y la rechazo con delicadeza. Tiene los labios impregnados de jugo
vaginal, y se los lame. Yo le sonrío y, tras levantarme, la desvisto.
Desnuda, Sonia parece la copia exacta de Eliane, creo que ya lo he dicho. La
única diferencia entre ambas reside en el color del vello: Eliane está adornada por un
felpudo dorado, mientras que Sonia deja florecer sobre su vientre un jardín de espigas

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negras como las alas de un cuervo. La primera noche en que Sonia se me apareció
desnuda al lado de Eliane en traje de Eva, tenía los labios vaginales cerrados, pero
esta noche, como perfecta hembra que ha recibido más de lo que le correspondía,
ofrece un coño abierto, con las carnes coloradas, los labios ensombrecidos por el
abundante vello y un clítoris capaz de superar en tamaño al pito de un bebé.
Tiendo la mano a Sonia, que cree por un instante que voy a poseerla en el acto; el
estado de mi erección le da derecho a esperar tal cosa. Pero, en lugar de eso, hago lo
mismo que con Eliane: la cojo por detrás, le tomo los senos a manos llenas, paso una
pierna por entre sus muslos para que los separe, y por último llamo a mi concubina.
—No seas egoísta, querida. Mira a Sonia; te la he preparado, está desnuda y sin
duda le gustaría también que la lamieras un poco.
—Mentiroso —me susurra Sonia—. Sabes muy bien que es tu rabo lo que
desearía…
Eliane parece salir de un profundo sueño, se estira voluptuosamente, nos observa
a Sonia y a mí, de pie ante ella, nos sonríe y con un salto de gacela, flexible como una
liana, se levanta y se arrodilla, a su vez, a los pies de Sonia.
—¿Me encularás? —suplica Sonia, que se deja seducir como he hecho con Eliane
un momento antes cuando es ella la que ofrece su coño para que se lo coman.
—Sí, te encularé… y gozaré dentro de ti.
Eliane no presta atención a este diálogo, por otro lado apenas audible, por cuanto
Sonia y yo murmuramos en voz muy baja. La rubia devora literalmente el higo que se
le ofrece e, imitando a Sonia, me agarra la polla y la ensarta en el ano de la
muchacha.
El trío que formamos ahora no dura una eternidad. Por más que Sonia diga que
prefiere mi rabo, no goza menos de las expertas succiones de Eliane. Hace gorgoritos,
gime, gruñe, goza dos o tres veces antes de experimentar un violento espasmo que le
hace comprimir el ano con una fuerza tal, que, estrangulado, apenas si consigo
disparar mi esperma.
Esta vez, los tres recibimos nuestra ración de placer. Sin malgastar palabras
inútiles, nos dirigimos de común acuerdo hacia la cama, en la que nos tendemos con
abandono.
Eliane ha cogido una grabadora y, con un candor desarmarte, invita a Sonia a
reanudar el relato de sus aventuras:
—A ti, mi querida cochina, lo que te interesa no son mis grabaciones, ni tampoco
mis episodios de piernas al aire con caballeros, sino el modo en que aprendí a follar
con mujeres, ¿verdad?
—Bueno, sí, sobre todo eso. Pero tus relaciones con los hombres no me dejan
precisamente indiferente, como acabas de comprobar hace un momento.

—Había gozado con Jacques, y él había experimentado un placer tan intenso que

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me prometió una grabación para el día siguiente en un tono de excesiva ternura.
»Con las piernas temblorosas, regresé a mi habitación con un cassette donde
había una música grabada. Jacques me había entregado también la letra de una
canción que debía aprenderme de memoria y cantar sobre la música. Aprendí
enseguida la letra y el aire, y a medianoche me metía en la cama con un hambre de
polla terrible en las profundidades del vientre. Una experiencia sexual con Gilíes por
la mañana y otra con Jacques por la tarde no me bastaban y, nerviosa como estaba, no
podía decidirme a cerrar los ojos para dormir.
»Además, ¿podía decir sin rubor que estaba sin blanca?… La poca pasta que me
había concedido mi padre antes de ponerme de patitas en la calle empezaba a
disminuir peligrosamente. Entonces, rabiosa por permitirme pensar en el dinero,
furiosa conmigo misma por estar tan excitada, me puse apresuradamente una
minifalda y una blusa transparente y bajé a la acera.
»Nada más salir del edificio fui abordada por dos tipos morenos, del sur, a juzgar
por su acento.
»—¿Cuánto?
»Mierda, me tomaban por una profesional. ¿Y si aprovechaba la situación?
»—Diez talegos, pero para uno.
»Al hablar, me fijé en el más joven de los dos. Me gustaba, y aunque sólo hubiera
intentado ligar, habría tenido sus opciones.
»—Somos dos, y eso hace doscientos francos. ¿Estás conforme?
»—Venid conmigo.
»No me lo pensé dos veces; aquel precio me permitiría pagar una semana, y
sumaría lo práctico a lo agradable.
»—¿Haces mamadas? —preguntó el mayor de los dos—. Lo que me gusta de las
putas es que me chupen el rábano; si tú no chupas, no voy.
»—¿Te dejas encular? —me preguntó el más joven.
»—Sí, a veces.
»Tan pronto como llegamos a la habitación, el mayor de ellos me dio dos billetes
de cien francos, con los que no supe qué hacer por un instante. Luego, al ver una
hucha que me habían regalado por no sé qué cumpleaños, introduje los billetes en la
ranura. Estaba húmeda como una marrana sólo de pensar que dos tipos iban a echarse
sobre mí, quizá los dos a la vez.
»Me volví hacia mis clientes; el mayor se lavaba el pito mientras el más joven se
desnudaba. Yo hice lo propio y, ya desnuda, me pegué a su dardo victorioso. Me
estremecí un poco; si me follaba el culo con su aparato, me lo iba a pasar en grande.
Un garrote como ese haría soñar a más de una hembra.
»—Dime, amor mío, ¿es con esto que quieres sodomizarme? Todavía soy un poco
estrecha de ahí, y…
»—No tengas miedo, pichona, que no soy el marqués de Sade. Me he follado a
nenas muy jóvenes con todas las precauciones del mundo, y contigo haré lo mismo.

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Tú me inspiras, palomita, me siento bueno como un monaguillo. Además, debes de
tener lo necesario, ¿no?
»—Bueno, no… Un poco de espuma de jabón debería de bastar.
»—Exacto, trae espuma y te encularé cuantío estés lista.
»—¡Despacio, amiguitos! No voy a esperar a que el señor esté satisfecho para
empezar yo, de modo que lo haremos a trío. Tú, Fernand, la ensartas, y yo, de rodillas
delante de ella, le ofrezco el santo sacramento. Así matará dos pájaros de un tiro, esta
moza.
»Así lo hicimos. El tal Fernand se untó el cipote con un jabón muy espumoso y el
mayor, con el tallo en alto y tembloroso como una rama al viento, se arrodilló ante mi
cara una vez que me hube colocado a cuatro patas sobre la cama. Si bien el mayor
deseaba gozar enseguida, Fernand era más refinado. Cuando me esperaba ser
penetrada de buenas a primeras, él se inclinó sobre mí y me prodigó uno de esos
besos negros que pondría celosa a Eliane. Con el ano lamido por Fernand, y la boca
llena del miembro de su amigo, me apresté lo mejor que pude a sorber furiosamente
la verga, obligándome a no dejarme invadir por la confusión que me proporcionaba
aquel beso.
»Jules, así se llamaba el mayor, no estaba cerca de gozar, pues ya no tenía veinte
años. Con una mano sobre mi cabeza y la otra sobre su tetilla derecha, que toqueteaba
suavemente, se dejaba mamar el carajo suspirando bastante a menudo para
estimularme en mi deliciosa tarea.
»Por fin llegó el momento tan esperado y temido a la vez. Fernand se irguió
detrás de mí. Me había puesto el ano en ebullición, y yo aguardaba con impaciencia
el instante en que su cipote se abriría paso al interior de mis lomos.
»—Por Dios, tienes un culito precioso. Suerte que te he mojado bien el agujero,
porque si no, te dolería.
»Y, sin más comentarios, me abrió las nalgas. Con dos dedos mantuvo mis
posaderas separadas y, con la mano libre, dirigió su polla hacia la abertura, tan
delicada y estrecha, mientras yo temblaba ligeramente tanto de excitación como de
temor. Contuve la respiración al notar su glande contra mi ojete. Entonces cerré
inconscientemente las nalgas, con tanta fuerza que al fin, comprendiendo que jamás
lograría clavar su dardo, suspiró rabiosamente.
»—¿Qué pasa, nena, te burlas de mí? Si aprietas de esta manera, te lo advierto
amablemente: asestaré un buen golpe y te reventaré el culo. Así pues, relájate y
empuja, en vez de apretar.
»¡Buen chico! Notó que me relajaba. Habría podido aprovecharlo para intentar
una nueva introducción pero, en lugar de eso, se inclinó por segunda vez sobre mi
grupa y reanudó el beso negro. En esta ocasión fui yo quien le ordenó:
»—Vamos, Fernand, puedes hacerlo. Estoy lista.
»Y volví a tomar en la boca el estoque de Julos, que no parecía a punto de gozar
en mi garganta. Esta vez empujé, tal como me pedían, cuando el pene de Fernand

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estuvo en el lindero de mi ojete. Creí que mi esfínter había vuelto a soldarse, de tan
grande y difícil de albergar como me parecía aquella masa caliente de carne viril. Él
empujaba para entrar, yo empujaba para abrir y ensanchar los músculos anales. Él
entraba despacio, su enorme glande se abría paso a duras penas y avanzaba milímetro
a milímetro sin brusquedad alguna. Pensé que para ser un tipo que había pagado por
encularme, lo hacía con gran delicadeza.
»Por fin, la cabeza pasó, seguida por el resto del cuerpo y, con un movimiento
largo e ininterrumpido, me atravesó hasta la raíz de su falo rígido.

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—LA velada, o debería decir la noche, se desarrolló de un modo inesperado para mí,
pero antes dejadme terminar el relato de aquella reunión.
»Me gusta mucho chupar a un hombre, y todavía me gusta más recibir su licor en
la boca, pero Jules se eternizaba y mis músculos faciales se agarrotaban poco a poco.
Cada vez que creía tenerlo en el bote, su verga perdía rigidez y me costaba tener que
reanudar mi actividad felatoria casi desde cero. Por último, cansada de lamer en vano,
me disponía a abandonar la secuencia de succiones cuando se me ocurrió una idea.
»Pasé un brazo alrededor de la cintura de Jules para mantenerme firme y ceder a
Fernand el placer de joderme. Con la mano libre, empecé a acariciar las pelotas de
aquel amante de mamadas parisinas. Eso hizo que su miembro se irguiera más
victoriosamente, pero suponía que no bastaba para inducirle a gozar con la suficiente
rapidez. Entonces, armándome de valor, al acordarme de que con Henry hay que
actuar de igual manera cuando está cansado, pasé mis dedos por la raja de su culo y
luego le introduje la punta del dedo medio en el ano. En vez de la reacción salvaje
que me esperaba, el tipo recobró, ante mi asombro, toda su lucidez:
»—No podré nunca gozar en la boca de esta chavala, tendré que buscarme un
chico para cepillármelo. No hay nada que hacer, no me gustan las tías.
»—Si quieres echar un polvo, hazlo en mi culo… Ahora retírate de su boca para
que ella pueda disfrutar de mi polla, y luego, mientras ella me la chupa, tú me
follarás.
»¡Uf!… Jules se retiró de mis labios. Yo ya no podía más, y me tomé un instante
para olvidar los dolores de los calambres maxilares antes de poder gozar plenamente
de la sodomización. De hecho, parecía que Fernand sólo esperaba que su amigo se
retirase. En cuanto éste me hubo liberado, intensificó sus sacudidas, haciendo esta
vez que la cabeza me diera vueltas. Al fin gocé como un adulto, y al mismo tiempo
que él.
»Me quedé un buen rato lánguida sobre la cama. Fernand fue a lavarse y Jules,
con la mirada incierta, sentado en un sofá, se mantenía en estado febril aplicándose
un lento masaje manual a lo largo de su minga.
»En cuanto se hubo lavado, Fernand, el bello mancebo, volvió hacia mí. Se acostó
a mi lado y empezó a acariciarme con sabiduría. Yo volví a humedecerme en
abundancia, esperando, en vano, que él renunciara a su proyecto de mamada y que
me follara de la forma más natural del mundo. Pero de eso ni hablar, lo que el señor
quería era que le chupase la banderilla. Yo ya desesperaba cuando, con un murmullo
de amante atento al placer de su compañera, Fernand me susurró al oído:
»—He visto cómo chupabas a Jules, ¿sabes? Si me chupas así, no tardaré en
llenarte el gaznate. Además, como eres amable y me gustas terriblemente, en vez de
una simple mamada en plan egoísta podemos hacer un sesenta y nueve.

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»Me estreché más contra él. Ese muchacho me obsequiaba los oídos, iba a
hacerme lo que nadie me había hecho desde mi partida de Lozére, desde que Henry
me había dejado marchar.
»—Sí —logré murmurar con voz ronca—, hace mucho tiempo que no me lamen,
y me gustaría que me hicieras gozar… Pero Jules va a tomarte por el ano, ¿sabes?…
¿No te molestará eso para gozar?
»—No tiene importancia, me dejo follar a menudo. Si no me impide sentir placer,
no me molesta para nada. Si tú me chupas bien, disfrutaré como un rey.
»—Entonces vamos, tengo ganas de un buen lamido, y estoy segura de que lo
harás muy bien.
»Y, después de un breve beso, me escapé y me puse debajo de él, con la boca a la
altura de su verga erguida y el coño bajo su boca, que él pegaba ya a mi entrepierna,
chorreando de emoción. Reprimí una mueca cuando vi a Jules aproximándose a
nosotros con el falo erecto, excitado como un ciervo y dispuesto a penetrar el ano de
mi amante. Pero al poco rato ya no lamenté nada. Cierto: el hecho de ver aquella
espada victoriosa avanzando hacia el ojete de Fernand me puso frenética. Cuando la
palpitante verga se incrustó en la angostura anal, asistí involuntariamente a una
película superporno en primer plano. Me quedé turbada ante aquel acoplamiento
extraordinario, y tomé el miembro de Fernand en la boca con avidez.
»Con los ojos clavados en el ano de Fernand, que Jules perforaba con elegancia,
los labios aprisionando un hermoso pedazo de carne viva, y el chocho sabiamente
comido por mi amante, alcancé el placer varias veces antes incluso de que mi clítoris
se endureciera en proximidad del espasmo. Fue Jules el primero en gozar. Le vi
acelerar sus embates, la luz ambiental me permitía seguir con claridad los sobresaltos
de su sexo, y cuál no sería mi alegría cuando distinguí las contracciones de su pene
amoratado de cuyo interior brotaban ráfagas de esperma. Se desalojó de su refugio
renal. Una gota de esperma cayó sobre la punta de mi nariz, pero no le presté ninguna
atención porque, una vez liberado de su sodomizador, Fernand se aplicaba más si
cabe a su labor. Se hundió todavía más entre mis muslos. Tras pasarme los hombros,
brazos incluidos, por entre las piernas, me levantó la pelvis y se puso a trabajar en mi
almeja.
»Como un perro sediento, lamía, aspiraba, sorbía, devoraba sin tregua ni respiro
mi intimidad, que, agradecida, le obsequiaba con chorros de jugo vaginal
burbujeante. Yo, por mi parte, notaba ya su sabor amargo, unas gotitas de líquido
lubrificante asomaban por su meato. Esto me brindaba un anticipo de lo que tendría
que tragar al poco rato, y me insuflaba un frenesí terrible para chuparle.
«Demasiado pronto para la continuación de la noche, demasiado tarde en función
de mi deseo de bebería, noté cómo se hinchaba el miembro. Se estremeció entre mis
labios, y yo recibí en el paladar un torbellino de líquido amargo, deleitable para mi
gusto, que engullí hasta la última gota antes de correrme a mi vez.
»Aquellos señores declinaron mi invitación a hacerme compañía el resto de la

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noche. Loca de gratitud hacia Fernand, molesta por el hecho de que no aceptasen mi
hospitalidad, fui lo bastante torpe como para decirles la verdad. No estaba en la calle
para prostituirme, sino simplemente para ligar. Cierto que estaba apurada
económicamente pero, si querían, les podía devolver el dinero que me habían pagado
por los servicios prestados.
»Fernand, siempre elegante, interrumpió a Jules, quien se disponía a recuperar su
pasta.
»—Verás, pequeña, todo lo que dices ya me lo había imaginado un poco, todo lo
más he pensado que empezabas en el oficio. Pero si hubiéramos estado con una
verdadera profesional, habríamos pagado por mucho menos placer. Así pues,
guárdate el dinero y, si aceptas, mañana…, o mejor dicho la próxima noche, si estás
libre, volveré solo y, esta vez, lo haremos gratis.
»—Oh, sí, vuelve. Estaré abajo hacia las nueve, delante de la puerta. Si no estoy,
será porque…
»—Ya… Será porque un productor te habrá retenido. Entiendo.
»En realidad no he vuelto a ver a Fernand. Sin duda, volvió esa noche… Pero más
tarde, cuando yo estaba libre, no regresó. ¡En fin!…
»Al día siguiente…
—Espera un poco —la interrumpe Eliane—. Dices que te excitó ver la
introducción de la verga de Jules en el ano de Fernand… ¿Es tan hermoso de ver?
Sonia se queda estupefacta ante la pregunta que acaban de hacerle.
—¡Bueno!… ¿No has hecho nunca un sesenta y nueve con una chica mientras un
tipo la sodomizaba?
—Es extraño, pero no… Lo que más me interesa es el hecho de que un hombre se
cepillara a otro hombre mientras tú tenías la boca llena. Explícamelo con detalle.
—Es difícil, no estoy demasiado instruida en vocabulario. Lo ideal sería que lo
experimentaras por ti misma.
Y aquella morbosa me mira y extiende una mano hacia el cajón de la mesita de
noche, de dónde saca un consolador. Lo esgrime ante las narices de Eliane. Su
mímica es lo bastante explícita, por cuanto Eliane me mira directamente a los ojos y,
con una sonrisa desarmadora, dice:
—Querido, vas a pasártelo en grande. Tú y yo haremos un sesenta y nueve y
Sonia, después de un beso negro, te joderá el culo. Dime qué aceptas, querido,
compláceme.
¿De qué serviría negarse? Cada una de estas dos hembras sabe pertinentemente
que no detesto los besos negros y que, una vez excitado, me encanta dejarme ensartar
un consolador. Como creo haber dicho antes, no aceptaría una verdadera
sodomización por parte de un hombre, pero cuando se trata de un consolador
manejado por una mano femenina, me gusta.
—¡De acuerdo!… Me coloco en la posición adecuada y me entrego a ustedes,
señoras…

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—Míralo, el muy guarro, qué excitado está —ríe Sonia, que saca la lengua como
lo hará dentro de un instante con más determinación.
Eliane se tiende debajo de mí, con los muslos muy separados y la cabeza
ligeramente levantada para sujetar mejor mi pitón rígido. Ella me ofrece la profunda
perspectiva de una vagina profunda, abierta como la boca del infierno, que no debe
de estar más caliente.
Tengo ante mis ojos la puerta sagrada del paraíso, dos grandes labios ya viscosos
de excitación, dos ninfas rosadas y palpitantes y un clítoris rígido. El olor que emana
de esa almeja palpitante es idóneo para embriagarme y, si yo me excito, las fragancias
afrodisíacas del sexo de mi amiga bastarían para hacer erguirse orgullosamente el
pene de un moribundo.
Sonia anda atareada detrás de mí. Adivino que está lubrificando el consolador con
una pomada.
Entonces Sonia, la tierna morenita que ha conquistado mi corazón y mis sentidos,
pone las palmas de las manos sobre mis riñones. Se ha suavizado la piel con polvos
talco y, a partir de entonces, sus caricias se convierten en un hechizo. Me recorre la
grupa detenidamente, me acaricia las nalgas, la entrepierna, sube hacia el mapamundi
glúteo y, separando los globos que le ofrezco generosamente, pega su rostro al ojete.
Su lengüecita puntiaguda barrena el estrecho orificio, se inserta más adentro y,
una vez allí, empieza a girar como si quisiera ensanchar el pasillo, prepararlo para
que reciba muy pronto el encantador volumen del consolador que, volviendo los ojos,
puedo ver derecho sobre la mesita de noche.
Eliane espera, aparentemente, a que Sonia haya pegado su hocico a mi
entrepierna para, por su lado, tomar en la boca el falo erguido, tieso y palpitante por
una terrible excitación.
Mi amiga toma la verga en su boca y las pelotas en sus manos. Me acaricia
suavemente la bolsa genital mientras sus labios me chupan el pene, que siento
carmesí y ya a punto de estallar.
Sé que a Sonia le gusta ensartar la lengua en el ano de sus amantes, pero la chica
debe interrumpir su lamido preferido cuando Eliane, que quiere ser la directora del
juego, le ordena que me «encule».
Tras un último lengüetazo, tierno y profundo, en mis riñones siento la punta del
consolador rozando el orificio.
Un poco sádica, sin duda, Sonia no se anda con miramientos a la hora de
empalarme de un golpe seco: introduce el falso sexo en toda su longitud en mis
entrañas anales. Me gusta tanto esa penetración, que creo voy a eyacular de un
momento a otro. Pero aunque yo consigo retener mi placer, Eliane, a quien le como la
vulva, no se toma esa molestia. El mero hecho de ver a su «hombre» penetrado como
lo estoy provoca en ella un espasmo tan violento, que se retuerce sobre mí, arquea el
cuerpo y me descarga en el rostro un torrente de líquido oloroso.
Tengo la cara, los ojos, las mejillas, cubiertos de jugo. Estoy literalmente

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empapado y, si el jugo vaginal tuviera las propiedades de una crema rejuvenecedora,
seguro que me quitaría diez años de encima en este momento.
Sodomizado de primera por Sonia, que barrena mi ano con intensidad, chupado
como un príncipe por Eliane, que mama como un bebé hambriento, inflamado por la
deglución del regalo orgánico de Eliane, esta vez ya no puedo contener la emoción
que me invade y, con un grito lamentable, dejo que mi meato escupa todo el placer
que experimento.
Eliane goza una vez más y querría proseguir sus fantásticas succiones en mi
glande irritado.
Me escapo de ella mal que bien y veo a Sonia tomar el relevo. Entonces su
sesenta y nueve asume un ritmo enloquecido.

Las dos tortilleras están acostadas una junto a la otra en la cama a mi lado, con la
respiración todavía algo alterada, los ojos cerrados, las mejillas encarnadas, el rostro
mojado por el goce de la compañera. Suspiran a cuál mejor. Una extraordinaria
felicidad se lee en su expresión radiante.
—Entonces, tontita —murmura Eliane sin siquiera abrir los ojos ni menearse—,
¿no crees que perdiste tiempo al rechazar mis atenciones el primer día?
—Sin duda… Pero ¿sabes?, llegué a esto por necesidad profesional, si no, nunca
habría conocido estos placeres.
—Bien. Ahora puedes, si quieres, reanudar tu relato. A la mañana siguiente…

—A la mañana siguiente —prosigue Sonia —fui a casa de Jacques, o más


exactamente al estudio cuya dirección me había facilitado.
»Antes de empezar, un técnico me destiló la música de la canción en los
auriculares. Yo repelía la letra mentalmente y, cuando estuve lista, comenzamos la
grabación. Tenía canguelo…
»En la cabina de grabación, los técnicos controlaban las agujas de los diales, el
director artístico me miraba haciendo gestos como un director de orquesta a sus
músicos. Al parecer, seguí tan bien sus consejos que, en cuanto las últimas notas
pasaron a la cinta magnética, todos los presentes en el estudio, Jacques incluido,
aplaudieron.
»—Bravo, querida, eres estupenda… Ahora ven a mi despacho y hablaremos.
»—Prepara el culo —me murmuró una técnico cuando pasé por su lado para
alcanzar a Jacques, quien me aguardaba a la puerta de su despacho.
»—Eso está hecho, querida —le dije deteniéndome a su altura—. ¿Acaso estás
celosa?
»Ella se echó a reír, una risa cristalina, delicada, e interpeló a los demás:
»—¡Eh, amigos! La señorita Sonia me desafía. Me pregunta si acaso estoy celosa

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de ella, como si no tuviese derecho a estarlo. La señorita va a dejarse follar por mi
marido y encima pone en duda mis derechos…
»Entonces, mientras todos reían a carcajadas, ella me dijo:
»—Vamos, pequeña, Jacques es mi marido, ya sé que ayer se te cepilló y que
ahora volverás a pasar por la piedra. Eres bonita, estás bien hecha, no estoy celosa,
incluso al contrario —añadió en voz más baja para que sólo yo pudiese oírla—, hasta
te llevaría la cesta. —Y seguidamente, en voz alta—: Adelante, monina, ve a buscar
tu recompensa y diviértete.
»Si los demás no se hubiesen reído, si ella me hubiese interpelado en voz baja, si
no me hubiese mostrado tan estúpida, me habría reunido con Jacques de buena gana,
pero el principio de excitación que me invadió cuando él me llamó, se había
esfumado y, en vez de correr hacia él, me precipité hacia la puerta de la calle.
»—Sonia, Sonia, no seas niña, vuelve —gritó la esposa de Jacques—. Sólo que…
»Tal vez sólo quería bromear, que es sin duda lo que iba a decirme en el momento
en qué salí, pero me importaba un bledo; jamás volvería a poner los pies en ese
estudio.
»En mi habitación, avergonzada de mí misma por haber provocado, con mi
estúpido orgullo, los exabruptos de… ¿cómo se llamaba esa mujer? Me daba igual…
Lloré como una chiquilla, sacudida por los sollozos y tendida en la rama. Pensé que
la vida parisina estaba demasiado llena de obstáculos, que había que renunciar
demasiado al orgullo y el pudor, y que jamás podría adaptarme a esa clase de vida.
Decidí, pues, hacer las maletas y regresar a mi tierra. Además, sabía que allí estaríais
vosotros, que me consolaríais de mis desengaños. Ya me levantaba para bajar la
maleta de lo alto del armario cuando llamaron a la puerta. Me disponía a abrir con
cautela cuando el visitante entró por su cuenta en la habitación. Había olvidado echar
la llave.
»—Toma, te has dejado el bolso en el estudio.
»Jacques estaba en el umbral, y su brazo extendido me ofrecía el bolso, en cuyo
interior debía de haber encontrado un recibo del hotel por el pago de mi habitación, lo
que le había permitido localizarme. Iba a coger el bolso, pero él no lo soltó. Yo
mantenía una expresión severa; las mejillas, mojadas por las lágrimas, debían de
tener un aspecto horroroso; los ojos hinchados por el llanto…, sabía que no estaba
muy seductora, pero me importaba un bledo. Ya no tenía ninguna necesidad de
gustarle, no más a él que a los demás.
»—Gracias, ya habría pasado a recogerlo al marcharme. Adiós, señor.
»—Eso ni pensarlo, preciosa, no nos dejarás así. En primer lugar, te reservo para
un single que quiero sacar este verano. Segundo, tú y yo todavía no estamos en paz:
yo te debo la remuneración del contrato por la grabación de esta mañana, y además…
»—¿Y además…? —dije yo con el corazón acelerado, por cuanto apreciaba con
claridad el bulto que hinchaba su pantalón.
»—Y además me gustas, me excitas, quiero follarte a menudo, no te preocupes

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por lo que ha dicho Véronique. Tan sólo bromeaba. En el estudio tienen la costumbre
de pitorrearse de las chicas que entran en mi despacho, aunque no entren para hacer
el amor. ¡Por Dios, trata de entenderlo! Acabas de llegar a nuestro mundo, que es una
gran familia donde nadie ignora la vida privada de los demás. Hacemos el amor como
quien respira, compartimos experiencias sexuales antes, después e incluso durante las
grabaciones, tenemos la misma consigna que los mosqueteros: “Uno para todos, y
todos para uno”. Cuando alcances la condición de favorita, mi favorita, serás de todos
y de nadie en particular. Pero tú, Sonia, tú eres algo más que las demás chicas para
mí; serás mi favorita durante mucho tiempo pero, además, quiero convertirte en
cómplice. Contigo y por ti, quiero conseguir algo que no he podido alcanzar ni lograr
solo. Así pues, querida, no pongas mala cara y acompáñame al estudio.
»—¿Para qué? —dije, temblando de rabia y excitación—. ¿Acaso es en el estudio
donde pretendes descongestionar el instrumento que veo rígido bajo tus calzoncillos?
»Me sentía furiosa conmigo misma por estar dispuesta a seguirle, pero estaba
entusiasmada por el orgiástico porvenir que él me auguraba, a la vez que por el éxito.
»—Bueno, sí… He prometido a Véro que no te follaría aquí, sino que te llevaría
al estudio…
»—Si no lo he entendido mal, ¿tengo que dejarme follar delante de todo el equipo
reunido a nuestro alrededor?…
»—Claro que no, boba, eso se hace cuando la chica se convierte en una propiedad
común. Tú, en cambio, eres y seguirás siendo, te lo prometo, mi propiedad privada
o…
»—¿O…?
»—O, a lo sumo, te entregarás a los tipos que yo elija en las orgías que se
organicen, pero hoy el único testigo que tendremos será mi mujer, Véro, que quiere
ver si jodes tan bien como le he contado.
»—¡De acuerdo! Vamos.

»—Me alegro de que hayas vuelto. Pasa.


»Ella me precedió al interior del despacho de Jacques. Se parecía mucho al
despacho de la sede social de la editorial donde me había recibido la víspera, con la
sola excepción de que, en lugar de un simple sofá, eran dos divanes los que hacían las
veces de cama y el bar, tras el cual se colocó Véro, estaba bien surtido de toda clase
de licores.
»—Bien, te presento, un poco tarde y me disculpo por ello, a mi mujer,
Véronique. Todos la llaman Véro. Es mi cómplice en todas mis actividades, tanto
profesionales como privadas. Asiste muy a menudo a mis orgías y, en esta ocasión,
presenciará uno de mis dúos.
»Yo no sabía muy bien qué decir. Me disponía a estrechar la mano a “mi patrona”
cuando ella me atrajo resueltamente hacia sí para besarme en las mejillas.

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»—¿Amigas?
»—¡Oh, sí, por supuesto!
»—¿No me guardas rencor?
»—Oh, no, de hecho me he comportado como una estúpida. Soy yo quien le pide
disculpas.
»—En ese caso tutéame, nada de cursilerías. Ahora muéstrame con Jacques cómo
jodes. Me encanta ver a mi marido cepillándose a un ratoncito.
»El ratoncito, tal como me había llamado, se desnudó muy despacio; en la sala
contigua, un técnico ensayaba la grabación de un blues, y esa música se adaptaba
perfectamente a mi strip —tease. Para reunirme con Véro y satisfacer sus deseos de
mirona, me había puesto una minifalda, una túnica india bajo la cual no llevaba nada,
unas exiguas braguitas negras, medias con ligue ro y un par de botas de ante de color
marrón claro.
»Véro silbó entre los dientes para demostrar su admiración. Clavaba en mí una
mirada tan concupiscente, que creí por un instante estar ante una lesbiana.
»—Bravo —murmuró—, tú sí que sabes lucir tus encantos, pequeña. Pero
apresúrate, o de lo contrario Jacques va a correrse en los calzoncillos. Ven, querido,
yo te desnudaré. Tal como veo tu mirada, Sonia está dispuesta a dejarse violar ahora
mismo. Fíjate en lo duros que tiene los pezones.
»Era verdad, los pezones casi me dolían de tan excitada como estaba. Cuando
Jacques se hubo desnudado, no me dejó acabar de desvestirme; se acercó a mí, me
levantó la falda, tomó mis braguitas, que prácticamente arrancó, y, sujetándome por
los hombros, me hizo volverme hacia su mesa de trabajo, de perfil respecto a Véro,
quien seguía instalada detrás del bar.
»Apoyó una mano sobre mis hombros para hacerme encorvar hacia delante y, con
la otra mano, me quitó la falda. Con el culo al descubierto y las piernas un poco
separadas, me ofrecí a mi amante. Éste aproximó su polla rígida, la introdujo entre
mis labios mayores y, de un poderoso golpe, me la hincó como un soldado. Yo estaba
agradablemente embargada por la emoción; en la postura en que me hallaba, mis
carnes ceñían estrechamente el falo bien proporcionado de Jacques, de suerte que,
follada como una perra, no tardé en gozar como tal.
»Jacques, por su parte, exasperado por una espera demasiado larga, gozó tan
pronto como yo, pero su lanza caballeresca no se ablandó. Permaneció erecto dentro
de mí, aparentemente dispuesto a reanudar su carrera hacia el placer. Pero eso no me
convenía. Había decidido mostrar a mi generosa rival mis talentos de enamorada más
ocultos. Así pues, me erguí y, tras volverme hacia Jacques, le abracé.

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—AH no, buen mozo, no seguirás jodiéndome como si fuese una mujer de la limpieza
que saca brillo al parquet… No olvides que Véro te observa… ¡Nos observa!
»Le hice tenderse en el diván. Boca arriba, con la verga temblorosa, me permitió
asediarle. Con las manos bajo la nuca y las piernas separadas, me dejó arrodillarme a
su lado, y yo me incliné sobre su cara. Habitualmente, en estos primeros contactos, es
el hombre el que embiste la boca de la mujer. Pero a mí me encanta introducir la
lengua en la boca del hombre para que me la chupe; así, con la mayor naturalidad del
mundo, retorcí los labios de Jacques para meter mi lengua en su boca y jugar con la
suya. Tal como estaba situado, con la cabeza recostada sobre las manos, no podía
estrecharle por el cuello, de modo que empecé a acariciarle con ambas manos. Con la
diestra palpándole el busto, pasando de la cintura a los dos senos, y con la izquierda
rozándole el vientre entre el ombligo y la comisura de los muslos, extendí mis suaves
caricias por todo su cuerpo, hasta que mi mano derecha abandonó la mitad superior
del tronco para secundar a su hermana gemela en la parte inferior.
»A partir de entonces abandoné la boca de Jacques, rodeé la cintura de mi amante,
dejando que mi mano se deslizara hasta sus nalgas, y, con la diestra libre, me ocupé
exclusivamente de los testículos y del pene que se ofrecían a mi entera discreción.
»Mi dedo medio escarbó un momento la raja del culo. Jacques separó todavía más
las piernas, lo que permitía a mi dedo insinuarse lentamente en el ano de esfínter
quebrado, ya que el músculo era flexible, casi aspirante. Luego, suavemente y muy
despacio, acerqué la boca hacia la cúspide de la columna de carne viva, en cuyo
meato una gota de licor lubrificante brillaba bajo la luz de los focos. Sacando la
lengua, me apoderé de aquel testimonio vivo de excitación.
»Cada vez que aproximaba la boca a su falo, ahora congestionado, él levantaba la
pelvis, esperando sin duda estimularme para que lo acogiera totalmente en mi boca.
Una felación que, estaba convencida, habría desencadenado su gozo inmediato.
»Por último, me apiadé de él. Me escapé de un salto cuando él trataba de
sujetarme y me senté a horcajadas sobre su cuerpo.
«Naturalmente, la verga oblicua entró mal en mi hoquedad, y no pude reprimir un
gemido de dolor cuando el glande frotó con cierta dureza la pared de la vagina, pero,
loca de orgulloso deleite, miré a Véro con arrogancia. A continuación, colocando las
palmas de las manos sobre el busto del hombre, me sumí en una fantástica cabalgada.
Jadeando, resoplando y sudando, accionaba los músculos de los muslos a un ritmo
demencial para permitir deslizarse el sexo de Jacques en toda su longitud dentro del
mío.
»El hombre, al principio de nuestro espectáculo erótico para Véro, se había
instalado como un pachá, cómodamente tendido, con las manos bajo la nuca, pero al
cabo de un momento ya había perdido toda su compostura y tenía los brazos oblicuos

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a lo largo del cuerpo, la boca abierta en busca de un aire difícil de aspirar, jadeaba y
gemía como un mártir, quería pero no podía gozar de tanto contenerse, pero siempre
excitado como un ciervo. Parecía un pelele desarticulado al que una histérica había
armado con un sexo y sobre el cual se masturbaba sin tener en cuenta a su amante de
paja.
»Yo ya no podía más, me dolían los muslos de tanto imponerles la violencia de mi
deseo, me dolían los músculos del vientre de tanto contraer las carnes de mi vagina,
pero chorreaba sin cesar y quería gozar muy pronto para desempalmarme y llevarme
el sexo de mi amante a la boca. Véronique me contemplaba en mi carrera hacia el
placer, mientras que su marido deliraba literalmente y pronunciaba palabras
incoherentes, entre las cuales una súplica: “QUIERO GOZAR”.
»“Yo primero”, pensé, y me hundí sobre él a resultas de una convulsión orgánica
de todo mi ser. Notaba cómo fluía en mi vientre un torrente de jugo, y si no me
hubiese empeñado en conceder a Jacques el placer que se merecía, me habría dejado
llevar por el cansancio y me habría quedado dormida en la misma postura en que me
había sorprendido el orgasmo.
»Penosamente, me desenganché de Jacques. Tenía la verga colorada de tanta
fricción. Me limpié el conejo con la sábana y seguidamente me incliné con la boca
abierta sobre aquella cosita. ¿Cosita?… No exactamente… Con la polla en mi boca,
pasé una mano por la juntura de las nalgas de Jacques y, al mismo tiempo que le
mamaba la verga, le masturbaba con el pulgar. Tan pronto como sintió mi dedo en el
ano, su erección se intensificó, su pene se hinchó y, casi de inmediato, me inundó la
garganta con un chorro ardiente. Esta vez, incapaz de reaccionar, me quedé inmóvil,
con su sexo entre los labios y mi dedo en su orificio anal. Fue así como nos
quedamos dormidos los dos.
»—Muy bien, cochinos… —murmuró Véronique al abandonar la estancia.
»Jacques y yo despertamos mucho más tarde, al caer la noche; cuando su mujer
vino a socorrernos con una copa de whisky en cada mano.

»—¡Oh! ¡Querida, vienes de echar un polvo!


»—Bueno… Después de la escena que me habéis ofrecido, comprenderás que me
ha sido difícil mantenerme fría. Entonces… como el señor estaba visiblemente
rendido después de la exhibición de Sonia, he ido a pedir a Alain lo que tú no habrías
podido darme.
»—Has hecho bien, pichona —respondió Jacques, sonriendo—. Perdóname, pero
esta pequeña zorra —me señaló con la barbilla —me ha dejado extenuado.
»—Espero que para esta noche te hayas repuesto; he invitado a Alain a pasar la
noche con nosotros.
»—¿Sí? De acuerdo, pero… Puesto que vendrá Alain, ¿qué importancia tiene mi
forma física? Alain sabrá complacerte. Yo seré más modesto y me limitaré a mirar.

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»—De eso ni hablar, tesoro, ya sabes que los placeres a tres me horrorizan. Sonia
también está invitada.

»No vi razón para protestar, ya que Jacques me había advertido ese mismo día de
la posibilidad de orgías; la primera se presentaba más pronto de lo que me esperaba.
Pero en tres días había visto lo suficiente como para aprestarme a esa clase de juegos.
»Alain llegó a casa de Jacques, adonde me había conducido la pareja, hacia las
nueve. Era un guapo muchacho alsaciano, de unos 23 a 25 años, rubio y de ojos
azules, bastante corpulento. No me cayó especialmente simpático pero, comoquiera
que estaba, por así decirlo, sujeta a las decisiones de Jacques y en consecuencia de
Véronique, me propuse hacer de tripas corazón y seguirles la corriente.
»Sabiendo que esa noche tendría ocasión de hacerme el amor, Alain no se cortó y
me abrazó con bastante ternura para pegar sus labios a los míos. Su forma de besar
era tan ruda como su acento gutural. Enroscaba la lengua en mi boca como si quisiera
perforármela; sus manos, apoyadas en mis hombros, pesaban tanto que yo me
doblegaba involuntariamente sobre las piernas. El muy bruto creyó que me encorvaba
a propósito entre sus brazos y, en vez de aliviar su abrazo, lo intensificó, de suerte
que me encontré tendida sobre la alfombra, con las piernas al aire y aferrada a su
cuello para no hacerme daño al caer.
»—¡Vaya! Esta chica sí que es fogosa —rio Véronique, quien también había
interpretado mal el motivo de mi caída.
»—No creo que sea eso —murmuró Jacques, que había observado mi expresión
de angustia al verme desamparada en brazos del alsaciano.
»Por esta vez, tratándose de mi primer contacto con Alain, no hice nada, le dejé
quitarme las braguitas y levantarme la falda y, cuando se acostó sobre mí, me
contenté con separar las piernas. Le recibí con el chocho seco, y él debió de
encontrarme demasiado estrecha, porque se retiró para humedecerse el glande con
saliva y seguidamente, tras volver a introducir su herramienta en mis carnes, se
meneó durante varios minutos hasta que eyaculó con un gruñido sordo. Véronique
había calculado su estrategia: con ocasión de mi primera orgía, había invitado al más
gilipollas de sus amigos. ¿Por qué? Por celos… Ella me temía y yo adivinaba, un
poco tarde, que el rubio actuaba de ese modo por orden de su amante.
»Así pues, tan pronto como Alain terminó de correrse dentro de mí, le rechacé
con violencia. Me dirigí al cuarto de baño e hice una seña a Jacques para que me
siguiera.
»—Ese tipo es un jilipollas. ¿Qué mosca le ha picado para follarme como una
perra nada más llegar?
»—¿Acaso no querías?
»—¡Vaya!… ¿A ti qué te parece? Puede que sea una cachonda, pero no hasta el
extremo de comportarme como una puta en casa de mis anfitriones… Además, no me

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gusta. ¡Mándale a su casa, no quiero joder más con ese tío!
»—No podemos hacer eso, es nuestro ingeniero jefe de sonido. Además, si
quiere, puede sabotear completamente tus grabaciones, créeme. Es mejor que tengas
paciencia, y te pido que me perdones; todo es culpa mía.
»Véronique estaba inmóvil en el umbral del cuarto de baño.
»—¿Dónde está?
»—Saborea su victoria como un soldado consciente de haber cumplido con su
deber. Ha actuado por encargo. No se lo reproches, te digo que es culpa mía.
Normalmente es muy amable y tierno, también muy perverso, y jamás follaría a una
chica sin hacerla participar del placer.
»—Bueno… ¡ya está! Pero en lo sucesivo sé amable, Véro. No tienes ningún
motivo para detestarme, al menos no hasta el extremo de hacer que me violen.
»—Vuelvo a pedirte sinceramente que me disculpes. ¿Te tranquiliza eso?
»—Sí.
»Nos reunimos con Alain en el salón. Apoltronado en un sofá, copa en mano,
sonreía como un bendito.
»—¡Alain, se acabó la comedia! Sonia sabe por qué has actuado de ese modo.
Ahora, compórtate como el hombre que eres en realidad.
»—De acuerdo. Perdóname, Sonia —dijo el rubio, sonriendo—, no las tenía todas
conmigo, pero no sé por qué Véro quería que actuara así.
»Yo sí lo sabía: Véronique deseaba convencer a Jacques de que yo no era más que
una puta presuntuosa. Había fracasado. En cualquier caso, Véronique había invitado a
Alain sobre todo en su propio interés. Esa noche, yo no tenía más que aprovechar los
tiernos ataques de Jacques. Aunque estaba cansado, había remontado la pendiente
enseguida y en cuatro ocasiones, entre medianoche y las seis, me satisfizo
deliciosamente por todos los orificios.
»Pero donde me desenvolví a las mil maravillas fue en el transcurso de una sesión
de piernas al aire en una postura que me encanta especialmente. Pero antes de entrar
directamente en nuestros placeres, quizá sería preferible empezar por el principio y
describiros con todo lujo de detalles las peripecias de aquella velada. Creo, en efecto,
que el relato de una cama redonda integral, mi primera experiencia de esa clase desde
que os había dejado, os interesa más que saber cómo me hizo gozar Jacques.
»Habíamos cenado en compañía de Alain. Así pues, pasamos directamente al café
y los licores. La cadena estéreo de nuestros anfitriones destilaba ininterrumpidamente
un slow detrás de otro. Yo bailaba con Alain. Después, cuando estimó que ya había
sido lo bastante amable conmigo, abrazó a Véronique, con lo que pude bailar con
Jacques todos los slows que siguieron.
»Evolucionamos estrechamente pegados el uno al otro. Bebimos nuestras salivas
en un beso que parecía no tener fin. Nos acariciamos dulcemente con las manos
colgando. Yo frotaba el bajo vientre contra el de mi amante, que sentía en plena
forma debajo de sus calzoncillos. Y el simple hecho de notar la erección de Jacques

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contra mi pubis, desnudo bajo la falda, me hacía derretirme por dentro.
»Con el rabillo del ojo, vi a Alain abrir su bragueta y quitar la falda a su pareja.
Ésta no llevaba braguitas, y las carnes de ambos estaban en contacto. La luz,
demasiado tamizada, no me permitía ver el sexo de Alain. Sabía que no era grueso,
pero sí de una longitud considerable. Igual que su nariz, una nariz aguileña… Jacques
me subía la falda lentamente. Yo le bajé la cremallera de la bragueta y separé los
calzoncillos para tomar, a manos llenas, su hermosa erección, cálida y suave al tacto.
»—Estás cachondo como un toro…
»—Tú podrías excitar a un moribundo, querida. Te deseo, te quiero aquí y
ahora…
»—¿Por qué no?
»No esperó más. Me condujo, bailando, hacia la maciza rinconera del salón y, una
vez allí, me hizo casi sentarme sobre el tablero del mueble, se deslizó entre mis
piernas, que separé cuanto pude, y sentí su polla, dura como una roca, perforándome
el coño. Yo segregaba ya en abundancia, pero a partir de cuando él me tomó, ya no
supe realmente si el licor que impregnaba mi alcoba era atribuible a Jacques o,
simplemente, el testimonio de mi emoción carnal. Me tranquilicé pronto: Jacques no
había gozado; era yo quien chorreaba como una marrana, era yo quien inundaba el
antro de los amores. Destilaba tal cantidad de jugo, que hacía nuestra unión
demasiado fácil. Jacques nadaba literalmente en mi vagina. Yo debía estrecharme
para que él pudiera disfrutar un poco de nuestro dúo, pero me sentía tan bien, tan
bien, que la languidez que me invadía sofocaba por completo mi voluntad.
»Sólo cuando gocé contraje involuntariamente la vagina sobre Jacques, que, de
repente, ahora bien ceñido, aceleró sus sacudidas. Esa aceleración intensificó mi
placer. Con una sincronización poco menos que prodigiosa, ambos experimentamos
un placer increíble, que tradujimos en un prolongado gemido recíproco.
»Véronique y Alain, por su lado, no perdían el tiempo. Acostados uno sobre otro
casi a nuestros pies, fornicaban con una especie de furia extraña. Su unión era más un
duelo que un dúo; parecían dos luchadores de feria. Se arañaban, se mordían al
besarse, se decían palabras vulgares más repugnantes que estimulantes, al menos para
mi gusto personal. Jacques miró a su mujer con una mueca de desprecio, me sonrió y
me abrazó para invitarme a un nuevo slow.
»Jacques no me hacía daño, al contrario. Sus manos habían iniciado una detallada
exploración de mi cuerpo, y cada roce de sus dedos mágicos me arrancaba largos
suspiros y me hacía estremecer deliciosamente.
»—Querido, deja de tocarme así. Vas a volverme loca y seré yo quien acabara
violándote.
»—Eso es, mi palomita dorada, viólame, pero antes aguarda a que me reponga
porque, de momento, pese a la excitación que me inspiras, mi cuerpo no sigue al
espíritu.
»—¿Qué te apuestas a que te caliento enseguida?

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»—¡Adelante!
»Descendí a lo largo de su cuerpo y me arrodillé a sus pies, como una iluminada
ante el altar mayor. Hasta esa noche, sólo había tomado en la boca virilidades
triunfales; esta vez era una verga fláccida lo que me llenaba la garganta. Entonces, sin
querer tocar el sexo con nada que no fuese mi boca, limitándome a mantenerlo lo
bastante alto sujetándolo por la base con dos dedos, saqué la columna de carne.
Apretando suficientemente los labios, coloqué la punta del falo justo frente a mi boca
y empujé hacia delante, obligando al prepucio a desnudar el glande bajo mi impulso.
»Cuando volví a introducirme la virilidad, utilicé la punta de la lengua para
cosquillear el pene, que experimentó casi de inmediato un leve endurecimiento. Pero
no era suficiente para decir que mi amante estaba en erección. Para culminar mi obra,
penetré el ano de Jacques con el dedo medio y lo sodomicé digitalmente. Esta vez no
pudo resistirlo. Su miembro se hinchó, se endureció, se irguió y se alargó. Jacques
estaba preparado de nuevo.
»En el salón, Alain y Véronique evolucionaban lentamente girando alrededor de
nosotros. Véro, más fisgona de lo que creía, no apartaba los ojos de mi boca, y
comprendí que se excitaba sólo de ver aquella felación. Sin esa observación continua,
puede ser que, tras ganar mi apuesta, me habría levantado para seguir bailando pero,
puesto que tenía una admiradora, no quería decepcionarla.
»Pensé que conseguiría hacer gozar a Jacques con sólo chuparle, pero sería un
proceso demasiado largo, por lo que decidí llevar a mi paciente a un estado de
excitación tal, que terminaría por pedirme clemencia y me penetraría para correrse en
mí.
»Así pues, armándome de paciencia, empecé a sorber, mordisquear y aspirar el
hermoso rabo. Cuando estaba dentro de mí, le barrinaba el meato con la punta de la
lengua. Cuando estaba fuera, le pellizcaba con los labios o le mordisqueaba con la
punta de los dientes la vena azul, tan sensible en el macho. Tomaba los testículos en
mi boca y aspiraba. Esto le hacía gemir quejosamente; pero él no hacía nada por
escapar, al contrario: abría más las piernas y empujaba contra mi boca como para
incitarme a tomar un poco más de la bolsa genital.
»Luego, al ver que mis esfuerzos daban fruto, deslicé un dedo en su raja y
reanudé la masturbación anal. De la primera a la tercera falange, mi índice iba y venía
por el angosto orificio. Mis labios, cerrados sobre el falo ahora en plena erección,
iban y venían a su manera en torno a la estaca viril, hasta que, sin poder contenerse
más, Jacques quiso gozar. Pero, contrariamente a lo que yo esperaba, no se zafó de mi
presa bucal para cubrirme. Me sujetó la cabeza entre sus manos e hizo ir y venir mi
boca sobre su deseo.
»Demasiado sacudida para poder controlar el movimiento del índice, lo hundí tan
profundamente como pude y me dejé hacer. Esto me divirtió primero, y luego me
excitó el hecho de ser manejada de ese modo por un hombre. Notaba cómo se
humedecían mis muslos; el vientre se ponía duro; el deseo quemaba mis carnes, y

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habría dado diez años de mi vida por ser follada en ese momento.
»El coito bucal de Jacques parecía eternizarse, y yo empezaba a sentir calambres
en la mandíbula. Así, relajé involuntariamente la presión sobre el falo. Privado de ese
orificio bucal que trabajaba con tanto entusiasmo, Jacques lo abandonó y,
empujándome bruscamente hacia atrás, me hizo caer con las piernas al aire y los
muslos abiertos. Se tendió sobre mí y, con un ímpetu que habría bastado para
desflorar a una virgen, me invadió. La naturaleza debía de haber previsto que mi
almeja iba a ser follada porque, segundos después de que me hubiese penetrado como
un salvaje, le sentí hincharse dentro de mí y la matriz se estremeció ante el impacto
de los chorros de esperma que salían disparados de su meato. Yo también gocé como
una reina.

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—TODO eso está muy bien, pero cuéntanos cómo te hiciste lesbiana y cuál fue el
episodio más picante de tu vida de desenfreno.

—Bueno, disco tras disco, en seis meses alcancé una halagadora celebridad con el
nombre de Sonia Pinoeil, pero cada nuevo disco me hacía más dependiente de
Jacques, a quien ya no podía negar nada. Seguía siendo su favorita, y no pasé nunca a
la categoría común en que cada chica pertenece al macho que la desea. Es verdad que
participé en varias orgías con otros tipos, todos ellos más inteligentes y elegantes que
Alain, pero la cama redonda extraordinaria que Jacques llegó a celebrar es a mí a
quien la debe.
»Jacques quería contratar a una cantante y su amante, también cantante, muy
famosos los dos (dejadme que me reserve sus nombres). La cantante es lesbiana,
conocía a Véronique y había dado a entender a Jacques que sólo firmaría un contrato
con él con la condición de que Véro fuese su compañera en la cama. Al cantante, por
su parte, le gustan las niñas; pues bien, Jacques tiene una hija de catorce años, una
preciosidad, pero tortillera. Además, el propio Jacques quería montárselo con su hija
antes de cederla a otro. ¿Entendido?
»El objetivo de mi misión después del decimotercer disco era seducir a Véronique
y convertirla en lesbiana, que a partir de entonces aceptaría acostarse con la estrella;
papá es un amante maravilloso, meter a la niña en la cama de su padre y, todo eso,
para organizar una orgía teniendo por invitados a la pareja de estrellas y Chantal.
Durante ocho días no me aparté de Véronique. La colmé de mil atenciones, me las
arreglé para que rompiera con su amante predilecto, un tal Alex, haciendo que éste se
marchara, y al fin pude mimar a una Véronique desalentada.
»—Pero ¿qué mosca te ha picado? —me dijo una noche—. Pareces un hombre
que quiere seducirme.
»—Bueno, querida —le susurré—, ¿quién sabe si por ahora, y de hecho desde
que te conozco, no me siento como el alma de Don Juan ante una chica hermosa? Es
cierto no te enfades, en mis tierras de montaña amé a una chica que se parecía a ti;
ella murió y, en cuanto le vi, se me encogió el corazón… Entonces, a pesar de mis
esfuerzos por luchar contra esa atracción, he sentido que también te amaba. Ahora, o
me echas o me conservas, pero si me conservas junto a ti, no pararé de seducirte para
amarte.
»—¿De modo que eres tortillera? Jamás lo habría supuesto.
»—No, no soy tortillera, sólo lesbiana. Como has podido ver, me gustan tanto los
hombres como las mujeres, o debería decir la mujer, porque sólo te quiero a ti.
»—Y… ¿qué crees que diría Jacques si se enterase de que somos tan amigas,

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amigas como tú deseas?
»—Nada, hasta le haría feliz. Le oí decir a uno de los chicos del laboratorio que
iba a ver un espectáculo de cuadros vivientes en que salen chicas amándose. Estoy
segura de que le encantaría verte gozar con mis caricias.
»Mentía desde el principio; yo nunca había acariciado a una chica, y me
preguntaba incluso cómo me las arreglaría para proseguir con mis atenciones hacia
Véronique si se le ocurría ceder a mis insinuaciones. Y esto fue lo que pasó.
»La miré fijamente a los ojos, le lancé miradas tiernas que sé irresistibles, y la vi
acercarse insensiblemente hacia mí. Una vez entre la espada y la pared, no tuve más
que abrir los brazos y ella se refugió amorosamente en ellos. ¡Mierda! ¿Qué debía
hacer?
»Entonces me acordé que tú, Eliane, habías intentado seducirme y cuánto trabajo
me costó resistirme. Deslicé lentamente las palmas de las manos por sus hombros, su
espalda, la ceñí ligeramente por la cintura y ella la arqueó, turbada ya por mis
tocamientos. Dejé que mis manos descendieran más abajo, hasta su grupa rolliza, y
ella la tendió hacia mis roces. La chica era mía, ya sólo me quedaba turbarme yo
misma para que cuando Véronique abandonara su pasividad y se atreviera a tomar la
iniciativa, no encontrase mi vulva seca como lo estaba en ese momento.
»Así, cerrando los ojos, pensé en Henry, en sus caricias, en tu presencia cuando
perdí la virginidad, y llegué a reprocharme el haberte rechazado aquella noche. Me
convencí tan bien, que llegué a imaginar cómo habría sido nuestro trío si, en vez de
un hombre solo, me lo hubiera montado con el hombre y su mujer, los dos reunidos
para darme placer. Ya empezaba a estar mojada y, al mismo tiempo que imaginaba
cómo habría sido nuestro trío, lo que tú, Eliane, me habrías hecho, yo hacía lo mismo
con Véronique. Pegué mis labios a los labios pulposos de Véronique. No me costaba
nada hacer el papel de macho porque, como sabéis, lo primero que hago cuando me
besan es ofrecer la lengua para que mi amante la chupe. Véronique me chupó la
mucosa como debía de hacerlo con la lengua de un hombre. Se frotaba contra mí,
buscando ya osadías más íntimas por mi parte. Le abrí la blusa, desabroché su
sujetador y tomé sus pezones, uno detrás de otro, para chuparlos. Ella gemía y se
hundía entre mis brazos, hasta el extremo de que tuve que conducirla lentamente
hacia el diván, en el que se tendió languidecida, con los ojos cerrados, las fosas
nasales temblorosas, visiblemente presa de la turbación y el temor ante lo que le
esperaba a continuación.
»Me imaginé por un instante que era un recién casado con su joven esposa, tan
virgen como él. Poco más o menos, la situación era idéntica. Lamenté no haber
empezado con Chantal, la tortillera, quien habría sabido seducirme, y lo que ella me
hubiese enseñado yo lo habría aprovechado con Véronique. Sin embargo, me había
precipitado. Prosiguiendo las succiones en el pecho de mi nueva amante, desabroché
la cintura de su falda india, hice bajar la tela por sus caderas en forma de ánfora y
descubrí sus minúsculas braguitas, transparentes como el cristal. De sus labios

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vaginales se escapaba un rocío blanquecino. Véronique estaba muy excitada; de
hecho, cuando le quité el taparrabo, ella levantó las nalgas para facilitar su strip-
tease.
»Yo permanecía vestida.
»Arrodillada junto al diván, con el cuerpo desnudo de Véronique al alcance de
mis manos y mi boca, me sentía como un cirujano ante el paciente al que debe abrir
sin saber exactamente dónde se encuentran los músculos que tiene que intervenir.
»Entonces me dije: “Eres boba, Sonia; si estuvieras en el lugar de Véronique,
¿qué te gustaría que te hicieran, dónde te gustaría que te acariciaran?”. Era muy
simple, ¿no? De hecho, con una mano palpando el pecho, la otra rozando el pubis y la
comisura de los labios mayores, mi boca besuqueando el pliegue de la cintura, tuve el
gozo de notar, bajo el dedo que provocaba la comisura de los labios vaginales, cómo
se erguía un clítoris orgulloso.
»Levantando la barbilla hacia la de Véronique, le tomé la boca. Nuestro beso era
un hechizo de cada fibra de mi cuerpo y, deseosa yo también de experimentar unas
caricias sin par, me desnudé con una mano mientras proseguía el beso y la ligera
masturbación vaginal. La lengua de Véro era ágil; ella abría al máximo sus largos y
torneados muslos, empezaba a menearse seriamente gracias a mis tocamientos y, si
yo quería aprovecharme un poco de sus caricias, tenía que apresurarme. Por fin, una
vez desnuda, me tendí junto a ella. Nuestros cuerpos calientes se estrecharon
amorosamente. La voluptuosidad invadía todo mi ser, Véronique gemía suavemente,
sus suspiros atestiguaban su estado de lujuria y, para poner fin a mi primera
experiencia lésbica, me lancé al agua. De un salto de la carpa, me situé pies contra
cabeza sobre ella, con su almeja bajo mi boca y mi vulva sobre su cara.
»Ella no vaciló ni un segundo. A la vez que yo llevaba mi beso a su feminidad ya
mojada de excitación, ella pegaba su boca a mi intimidad no menos húmeda. ¡Ah,
amigos míos, qué delicia dejarse comer el chocho por un hombre! Es un poco brutal y
torpe, pero delicioso. Pero dejarse mamar por una mujer… es el paraíso terrenal, una
sensación que no se puede comparar con ninguna otra, y desde ese momento lamenté,
y de qué manera, el no haber cedido a los deseos de Eliane aquella primera noche…
De hecho, comprendí sin necesidad de explicación el motivo de esa maravillosa
embriaguez que me invadió de repente desde el momento en que ella pegó su boca a
mi coño, porque yo misma supe desde el principio dónde tenía que chupar y
mordisquear para transportar a mi nueva amiga. En efecto, pensé, ¿quién sabría
chupar mejor a una mujer que otra mujer? Un hombre no, por más dulce, tierno y
mimoso que fuese. Si es cierto que sólo un hombre sabrá hacer una mamada a un
compañero de su mismo sexo, sólo una mujer sabe complacer a su compañera.
»Yo abría mucho los muslos, pegaba cuanto podía la vulva a los labios de
Véronique, y ella, levantando las piernas en lo alto, ofrecía sin trabajo su minino a mi
glotonería, como si se tratara de un plato de nata tibia. Tibia y áspera, un tanto ácida,
de un sabor muy distinto al del esperma viril, pero delicioso para mi gusto, y engullí

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todo el jugo que mi boca podía aspirar. Fue, tanto para ella como para mí, un
deslumbramiento, la revelación de los verdaderos placeres lésbicos. Me juré entonces
que ya no volvería a vacilar a la hora de abandonarme a las insinuaciones
homosexuales de mis congéneres y, en mi fuero interno, soñé enseguida con Eliane,
prometiéndome entregarme a ella tan pronto como fuera posible. Mientras ella
chupaba, mordisqueaba, aspiraba, comía mi chocho, yo le devolvía el cumplido.
Nuestras manos se afanaban sobre el cuerpo de la otra; yo la acariciaba, ella me
magreaba los senos, la entrepierna, los riñones, incluso el ano era objeto de nuestros
tocamientos lascivos. Me sumergí digitalmente en lo más profundo de su orificio. Me
hacía daño, de tanto como mi lengua trataba de penetrar lo más adentro posible en su
cavidad vaginal.
»—Querida, amor mío, te lo ruego, quiero que…
»—¿Sí, querida?
»—Quisiera que tú… (vacilaba a la hora de traducir sus pensamientos, que, por
otra parte, yo no acertaba a adivinar).
»—Lo que quieras, Véro querida, dímelo.
»—Quiero que me hagas daño. Aráñame, muérdeme, me gusta gozar en el
sufrimiento.
»¡Mierda!, me dije. Eso no iba conmigo. Mostrarme tierna y mimosa, ¡perfecto!
Pero hacer sufrir para dar placer, de eso ni hablar.
»—Querida, yo soy mujer igual que tú, y no podría hacerte daño ni aunque te
guste. Precisamente, mi amor, aprovecha que estás con una mujer para olvidar la
brutalidad de los hombres; trata de desintoxicarte del masoquismo que esos salvajes
te han inculcado. El dolor es como una droga; intenta gozar sin brutalidad por mi
parte y ya verás cómo jamás querrás sufrir ningún daño mientras experimentas placer.
»¡Uf! Menuda perorata me salió al ponerme a filosofar… Qué boba; ya que ella
deseaba sufrir, ¿por qué no la satisfacía? Y aquella estúpida, para poder hablar, había
interrumpido sus lengüetazos en mi coño; para responderle, yo había hecho otro
tanto, y la situación no podía ser más ridícula. Reanudé, pues, mi labor, tratando de
recuperar el tiempo perdido con palabras inútiles.
»—Voy…, sí, voy a tratar de gozar sin violencia, pero me llevará algún tiempo, te
ruego que me perdones.
»“Eso ya lo veremos”, pensé, porque durante ese tiempo yo me recreaba en su
vulva, siempre viscosa y generosa en su secreción.
»Ella reemprendió sus lamidos en mi platillo íntimo. Sus lengüetazos, que partían
del clítoris y subían hasta la comisura de mis labios íntimos, eran un verdadero
regalo, sobre todo cuando, después de haber acariciado mi botón sensible, su lengua,
para ascender por el cráter vaginal, se encorvaba profundamente entre mis labios
mayores, lamiendo a su paso las delicadas ninfas.
»Y, siempre, nuestras sodomizaciones mutuas y digitales, que no nos dejaban
precisamente insensibles. Muy pronto noté cómo subían por mi vientre las olas de un

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espasmo que presentía vertiginoso. Por más que traté de reprimir ese orgasmo, no lo
conseguí y, con un aullido casi salvaje, sacrifiqué a Safo, mi nueva diosa.
»Ya fuese por la abundancia de mi gozo, o bien porque la había chupado con arte,
el caso es que la rubia Véronique me sirvió una copa tan generosa como la mía.
Engullí su regalo con una sed, incluso una glotonería, terrible. Tras gozar
intensamente las dos, permanecimos inmóviles durante largo rato, con mi boca unida
a su vulva y sus labios pegados a mi coño.
»Fue ella la primera en salir de esa semiinconsciencia en que el placer nos había
sumido. Quiso reanudar enseguida sus lengüetazos en mi entibiada emoción, pero yo
tenía el clítoris demasiado irritado por los lamidos precedentes como para soportar
inmediatamente una segunda ración de placer. Lentamente, para no alterar nada, y
sobre todo para no contrariarla, me zafé de nuestro abrazo tras un postrero y sabio
lengüetazo a su botón erguido.
»—¡Ha sido divino!
»Fue lo único que me dijo mientras se vestía, pero bastaba para convencer a mi
conciencia del deber cumplido. Y, antes de que la dejara, añadió:
»—¿Cuándo volverás?
»—Mañana, querida. Te quiero.

»Al día siguiente di cuenta a Jacques del éxito de mi labor de corrupción.


»—¿Sabes?, me has puesto en un verdadero apuro, pero a fin de cuentas no me
arrepiento de nada. Es una locura de sensaciones, y te confieso sin la menor
vergüenza que estoy dispuesta a repetir la experiencia esta tarde con Véro. Pero
antes…
»Inútil decir que me había entendido. Sonriendo ampliamente, mirándome con
ternura, avanzó hacia mí y abrió los brazos, entre los cuales me acurruqué como una
gatita enamorada se enrosca contra su gato.
»—Querida, eres maravillosa, no te agradeceré nunca bastante lo que has hecho
por mí. Y si además consigues inducir a Chantal, te guardaré una gratitud eterna.
»—Por ahora, procura darme las gracias como un vencedor, hazme el amor como
se gana una guerra, como un soberano.
»—¡Mmmm!… ¿Imitas a Mireille Darc?
»—No, pero su canción es tan bonita, tan viva, dice tan bien lo que muchas
mujeres piensan…
»Me estrechó más tiernamente y me condujo hacia el diván que ocupa un rincón
de su despacho. Apartó de un manotazo algunos papeles esparcidos y, empujándome
suavemente hacia atrás, me hizo tenderme boca arriba.
»—No te desnudes, quiero tomarte vestida, separando sólo tus braguitas y…
desabrochándote un poco la blusa. Tienes unos pechos tan bonitos…
»Me desabotoné la blusa, levanté la falda hasta la cintura y le tendí los brazos. Él

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se colocó entre mis muslos. De rodillas, se bajó la cremallera de la bragueta, tuvo
alguna dificultad para sacar el falo de debajo de los calzoncillos, de tan tieso como lo
tenía, y, una vez hubo desenvainado la espada, una verga palpitante por cuyo meato
asomaba ya una gota de líquido opaco, se tendió sobre mí. Yo no necesitaba
preparación, por cuanto ya estaba mojada. Sin estar demasiado excitada de antemano,
requeriría más tiempo para gozar y, como él, por su parte, había sido cogido en frío,
la justa prometía durar un rato considerable.
»Separé mis braguitas para abrir la vía sacra. Él puso la boca sobre mi pezón
derecho, palpó el seno izquierdo con la mano derecha, y sentí su miembro hinchado
hundirse deliciosamente en mis carnes con la delicada lentitud que un macho educado
se impone con una joven hembra. ¡Dios todopoderoso, qué placer sentir en el propio
interior la entrada de una carne tan caliente, viva y rígida de un sexo como el de
Jacques!
»Eso me provocó un vértigo pasajero que hubiese querido que durara una
eternidad. Pero cuando la estaca, enteramente clavada en mis carnes, empezó a
moverse arriba y abajo, accionada por el lento balanceo del cuerpo de mi amante,
empecé casi inmediatamente a ver mariposas.
»Jacques abandonó la punta del seno que succionaba para depositar sus labios
sobre los míos, que entreabrí para deslizar mi lengua en su boca. Con la lengua
chupada con devoción, la vagina pulida con suavidad y el pecho magreado con
destreza, me sentía la mujer más dichosa. Hembra totalmente satisfecha, hubiese
deseado que el tiempo suspendiera el vuelo y que Jacques y yo nos quedáramos
fijados en esa postura amorosa para la eternidad, experimentando
ininterrumpidamente la inolvidable sensación que provoca un dúo tan perfecto.
»Jacques evolucionaba muy despacio en mí. Iba y venía sin interrumpirse en su
lento galope de amor; me miraba amorosamente con sus ojos turbadores y yo, ya
próxima al abismo, me retorcía debajo de él, me abría cada vez más, elevaba las
piernas al aire para finalmente, sintiendo el placer fluir inexorablemente hacia mi
boca íntima, apoyar los tacones de las botas sobre sus riñones.
»No era él solo quien realizaba el coito, sino que éramos dos. Cada vez que se
hundía en mí, yo me anticipaba a su penetración, y, cuando él hacía marcha atrás, yo
hacía otro tanto, lo cual duplicaba la velocidad de nuestra justa. Era simplemente
maravilloso. A ese ritmo, con esa suavidad, yo hubiera querido que aquel instante
fuese eterno. Mis órganos destilaban un río discontinuo de jugo lubrificante que hacía
nuestro acoplamiento algo sencillamente divino. Yo quería ver a mi amante y los
rasgos de su cara, que seguían una evolución perfecta conforme a la ascensión de su
placer, pero, por otro lado, tal vez no me creeréis, pero un recuerdo me obligaba a
cerrar los ojos, a mantenerlos cerrados para que se instalara en mi mente la imagen
tan querida de Henry.
»Muy a mi pesar, tuve que olvidar a mi primer amante para tomar conciencia del
que me trabajaba a un ritmo tan regular y que, con sus reiteradas sacudidas, me hacía

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retorcerme bajo su cuerpo, abrir más la boca en busca de una respiración cada vez
más dificultosa, de tanto como jadeaba mi pecho.
»Con el aliento entrecortado, el vientre casi dolorido al retener un orgasmo que
me invadía demasiado aprisa, los riñones hundidos para sacar el vientre por delante
de los embates que martilleaban mi sexo, me sentí vencida por el vértigo orgiástico y,
muy pronto, al no poder más de tanto contraer mis órganos inflamados, abrí la boca
desmesuradamente mientras que del fondo del sexo se elevaba una ola efervescente y
un grito de milagrosa agonía se escapaba de mi garganta contraída.
»Como ya sabéis, cuando la mujer goza, y goza como yo acababa de hacerlo, sus
músculos vaginales se contraen y encierran en un estuche de terciopelo el falo que la
trabaja. Así pues, mi amante, sin poder mantener tampoco la calma que se imponía,
pareció presa de un repentino ardor debido a la opresión de mi vagina, y aceleró sus
sacudidas como un poseído. Me gusta, me encanta incluso sentir la matriz golpeada
por el esperma del hombre, lo cual redobla mi placer y, nueve de cada diez veces, me
manda al séptimo cielo. Tal fue el caso en aquella ocasión y, cuando el tributo
espermático chocó contra mi útero, salí volando por segunda vez hacia el paraíso de
Eros. Jacques y yo dedicamos un buen rato a degustar el descanso posterior al amor.
Permanecimos así, enlazados uno al otro, hasta que el ruido de la puerta del despacho
al girar sobre los goznes nos rescató de nuestro letargo.
»—¡Vaya, muchachos! Vosotros no dejáis de joder nunca, por lo que veo.
»Desde mi relación con Jacques, yo había perdido el pudor; ya no me importaba
ser sorprendida por alguien en la postura en que me hallaba. Así pues, sin
preocuparme para nadá del recién llegado, tomé los labios de Jacques en mi boca con
la intención de provocarle una segunda llamarada, deseosa como estaba de volver a
ser poseída. Pero mi amante se separó de mí lentamente, se incorporó e hizo frente al
visitante.
»—¡Hola, Charles! Te esperaba, pero más tarde… Ya me disculparás, pero estaba
ocupando el tiempo antes de la hora de la cita.
»—Ya veo, y lo ocupabas alegremente… con una real moza. ¡Preséntamela!
»—Pero, querido, es a ella precisamente a quien iba a presentarte hoy. Te presento
a Sonia Pinoeil, una promesa de mi productora. Me gustaría que la oyeras, creo que
está en condiciones de grabar un buen single para las vacaciones. Bien dirigida, esta
chica tiene un gran porvenir.
»—Ya la oí en tu último cóctel. Precisamente tengo dos músicas y dos canciones
para ella.
»Me entregó dos hojas manuscritas. Leí la primera: “Me gusta, me gusta el
hombre, le quiero, cuando le siento, cuando está sobre mí, en mí, me vuelvo loca,
hembra, soy una hembra…”. Título de la canción: “Soy una hembra”.
»El segundo, que conocéis por el clamoroso éxito que está teniendo este verano,
me entusiasma de inmediato.
»—Te presento, y ya empieza a ser hora —bromeó Jacques—, a Charles, mi

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compositor y letrista. Si te considera capacitada, escribirá muchas más canciones para
ti, pero si le decepcionas con estas…
»—Me gustan las letras, sólo me queda por oír la música.
»—Un rock y un slow, preciosa —especificó Charles.
»Al mismo tiempo, hizo una seña a Jacques como diciendo “ahora verás” y puso
en funcionamiento un aparato de cassette. De la música del rock, nada que decir, un
rock siempre es un rock, y este se adaptaba perfectamente a las palabras de una chica
que proclamaba su condición de hembra. Era la cara B del single. El slow, en cambio,
era lascivo, voluptuoso, y sólo se concebía restregándose estrechamente contra la
pareja. En cuanto al rock, teniendo ya la letra grabada en la memoria, aunque sólo la
había leído una vez, tarareé la canción contorsionándome al ritmo endiablado del
rock que hace las delicias de las orquestas de moda que tocan en las playas. Cuando
sonó el slow, yo no había retenido la letra que acompañaba la música, pero empecé a
contonearme delante de Charles.
»Él hizo lo que yo esperaba: dejó el cassette sobre la mesa y me abrazó
estrechamente. Durante los tres minutos y veinte segundos que dura la grabación,
evolucionamos lascivamente pegados uno al otro; me estrechaba tan fuerte, su pubis
estaba tan adelantado hacia el mío, que, por otra parte, yo no retiraba, que sentí cómo
se le hinchaba el miembro a través de nuestras ropas. No olvidéis que Jacques me
había poseído totalmente vestida.
»Su mejilla ya rozaba la mía; yo le había pasado los brazos en torno al cuello; mi
vientre, pegado al suyo, se movía voluptuosamente, y él se disponía a posar sus labios
sobre los míos cuando la música cesó.
»—¡Mierda!… Tendría que haberla hecho más larga…
»—Vuelve a ponerla y empecemos de nuevo.
»—Es inútil, ya estoy cachondo, te has pegado lo bastante a mí como para
informarme de tus deseos. Imaginemos que el slow sigue sonando y no te preocupes
de nada más.
»Volví a echarle los brazos al cuello y reanudamos el baile, pero esta vez Charles,
en lugar de estrecharme por la cintura, deslizaba las manos sobre mi cuerpo,
magreándome sin tapujos a través de mi ropa. Yo había conservado la blusa abierta
después del dúo con Jacques. Charles la abrió un poco más y puso su boca sobre el
pezón derecho. Mientras me succionaba sabiamente la fresa erguida, sus manos,
febriles, desabrochaban la cintura de mi falda, bajaban ésta hasta el suelo y,
ocupándose de mis braguitas ceñidas, tan ceñidas como irritantes, el hombre desgarró
el nilón para liberar mi bajo vientre.
»—No te preocupes de nada más —me había dicho.
»Yo me dejaba hacer, no hice nada por ayudarle, ni tampoco por defenderme. En
condiciones normales, habría sido yo quien le hubiese abierto la bragueta para sacar
su tallo al aire, pero dejé que se desenvolviera con su herramienta, limitándome
simplemente a retroceder para dejarle el camino libre. Yo estaba desnuda o casi, tan

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sólo vestida con mis botas y la blusa abierta de par en par. Me ofrecía a sus apetitos
carnales, deseosa ya de que me precipitara hacia el diván. No tardó en hacerlo…
Incluso demasiado pronto… Aquel patán, hasta entonces tierno y galante, se convirtió
en un verdadero sátiro en cuanto tuvo la polla al aire. Me levantó literalmente y me
llevó al diván, sobre el cual me dejó caer desde su altura. Apenas me había tendido
cuando él ya se acostaba, a su vez, sobre mí y me introducía violentamente su
miembro sin cerciorarse siquiera de «mi temperatura».
»En realidad, ese acoplamiento del que tanto esperaba, por lo menos el goce, me
dejó casi lastimada. Me montó como he visto los novillos montar las vacas de mi
padre, con furiosas sacudidas que casi me atravesaban la carne. Su sexo era largo, no
muy grueso ni rígido, en fin, no gran cosa… Me hizo pensar en los cilindrines que
describe P. Perret en su último éxito. Hasta sonreí y, por suerte, Charles no se dio
cuenta. De repente, mientras él se aliviaba en mí, al no disfrutar de su cópula, pensé
en mis obligaciones y compromisos. “¡Por todos los santos! —pensé—. ¿Y
Véronique?”. Eché un vistazo al reloj: iba a llegar tarde si aquel bruto no se
apresuraba un poco. Y el muy puerco parecía sumamente complacido en mí. Follaba
como un loco, pero cada vez que debía de sentir su inminente placer, lo contenía y yo
tenía que seguir soportándole.
»Por un lado Charles, a quien debía tener en cuenta si quería tener futuro en la
empresa de Jacques; por el otro Véronique, a cuya cita iba a llegar tarde y que,
también ella, tenía voz y voto en el capítulo referente a mis esperanzas in the show
business.
»“Sigámosles la corriente”, pensé y, acto seguido, representé el papel de la chica
satisfecha, cariñosa, agradecida al macho que la cubría como un cerdo. Charles se
dejó engañar por mis artes de prostituta, acusó claramente el estrechamiento de mi
vagina y, con un bufido animal, me inundó literalmente con su pegajoso esperma. Yo
fingí gozar a mi vez y él se retiró, orgulloso de sí mismo.

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—CUANDO llegué al despacho de Jacques, éste discutía acaloradamente con Charles
sobre mí.
»—Mira, aquí la tienes, a esa puta. Te la cedo, ya que consideras que folla tan
bien. Eres un cerdo, nada te autorizaba a tirártela hoy mismo… Y tú —dijo,
fusilándome con la mirada—, ¿es cierto que le has provocado para que te follara?
»—Umm… Bueno, yo…
»—¿Sí o no?
»—Pues sí, ¿y qué?… Creía que tú lo habías previsto.
»—De acuerdo, de acuerdo, tú lo creías, pero no era este el caso. Y como la
señorita no sabe decir que no, irás con las demás zorras de la casa, quedas degradada.
¡Largo de aquí!
»Así fue como perdí la condición de favorita. “¡A la mierda! —pensé—. Me da lo
mismo con tal que pueda cantar”.
»—Bien, si ya has dejado de gritar, ¿puedo hablar contigo?
»—Sí, déjanos, Charles, que lo que ella quiere decirme es importante.
»—Ya está —dije cuando nos quedamos solos—. Esta noche, si quieres, tu hija
será tuya, y con la complicidad de Véronique. ¿Contento?
»—Me da igual, he roto las relaciones con esas dos. Chantal puede dejarse follar
por quien quiera.
»—No seas estúpido, la chica está lista y Véro está entusiasmada ante la idea de
ofrecerte a su hija. Aprovéchalo.
»—Bien, de acuerdo, gracias, me tiraré a Chantal, pero he terminado contigo.
»Se sujetó la cabeza con ambas manos, apoyó los codos sobre su mesa de trabajo
y, estupefacta, vi dos lágrimas caer sobre el vidrio y manchar una hoja de papel. No
daba crédito a mis ojos: estaba llorando; ¿significaba eso que me quería? Quise
acercarme para tratar de consolarle, pero él agitó nerviosamente un brazo en
dirección a la puerta, mostrándome con el índice extendido la salida. Segura de
recobrar mi influencia sobre él muy pronto, franqueé la puerta esperando que el resto
del personal ignorase mi nueva situación de «chica de todos». Mi intuición no me
había fallado: vencedora en un terreno, perdía mucho más en el otro.
»¡Ay!, mis esperanzas resultaron vanas. Todo el mundo sabía ya que acababa de
ser «repudiada» por el patrón. Apenas había dado un paso en la sala cuando un tal
Pierrot me agarró por la cintura, me llevó a un diván, y dos muchachas me
desnudaron durante el corto trayecto de la puerta del despacho al mullido diván sobre
el que casi me proyectaron, desnuda y disponible a todos los machos, por cuanto tres
chicas del servicio se ocuparon de mantenerme inmovilizada y con los muslos
abiertos. Y durante más de tres horas, los seis hombres del personal común, los dos
ingenieros de sonido y Charles, me pasaron por encima. Cada vez que uno de ellos

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me había rellenado un orificio, una de las chicas se precipitaba sobre la alcoba
abandonada para aspirar el esperma que el macho acababa de depositar allí. Me
montaron no sé cuántas veces, ya que cada uno de los hombres regresaba tan pronto
como recobraba el vigor suficiente. Fui follada, sodomizada y chupada por quién
sabe cuántos y cuántas, porque varias chicas se repartían a veces mi coño para
arrancarme gritos de goce. Pues sí, violada, gocé varias veces seguidas.
»Cuando uno de los hombres no podía excitarse lo bastante rápido, me introducía
la polla en la boca, dejando a mi cargo la restitución de una erección suficiente para
poder joderme de nuevo como una perra. En un momento dado, tuve tres vergas
dentro de mí. Me hicieron acostarme sobre un hombre, en el que tuve que insertarme;
otro vino por detrás y me hincó su herramienta entre las nalgas mientras que un
tercero, arrodillado ante mí, se hacía mamar hasta la eyaculación. En cuanto este
último me hubo llenado la boca con su esperma, una de las chicas, creo que la más
gorda, que se llamaba Margot, me puso su almeja pringosa en la boca y descargó una
ración de semen que acababa de recibir de no sé quién. Seguidamente, me obligó a
chuparla hasta el orgasmo. Esa noche, al volver a casa, escribí una carta a Henry, una
carta que jamás llegué a enviar, pero que empezaba así:
»“Me he equivocado de camino; mi camino, mi vida, eres tú. Me arde el cuerpo
cuando pienso en ti y, hoy, regreso a ti, al amor…”.
»Pero mis lágrimas emborronaban la carta, y acabé por romperla. Sentía
vergüenza de mí misma, del mundo entero, y decidí morir. Gracias a Dios, mi cuerpo
y mi juventud fueron más fuertes, y desperté a la mañana siguiente con la cabeza
turbia, la boca pastosa, la lengua reseca, el pelo revuelto, el rostro enmascarado por
las lágrimas y el rímel, y el estómago en el umbral de la boca. Me precipité hacia el
lavabo y vomité una cantidad demencial de cápsulas de Gnardenal.
»“Maldita estúpida —me dije—, ¿qué habrías sacado con digerir estas
porquerías?”.
»Loca de rabia, me metí en un taxi y me presenté en casa de Jacques. La criada
que abrió la puerta quiso entrometerse, diciéndome que el señor y la señora estaban
todavía en la cama. La aparté de un empujón, subí los peldaños de la escalera de
cuatro en cuatro y entré como un vendaval en el dormitorio de mi patrón.
»Estaban allí los tres: Véronique a la derecha, Jacques en medio y Chantal a la
izquierda. Despertando sobresaltados, me miraron como si hubiesen visto aparecer un
muerto.
»—Puerco, basura infecta, ¿sabes lo que me hicieron tus esbirros anoche? Me
pasaron todos por encima, sin duda obedeciendo tus órdenes. Fue para darme las
gracias por haber corrompido a tu mujer y tu hija, ¿verdad?
»—Cállate, lo siento.
»—Cállate tú, voy a contárselo todo a tus mujeres.
»¡Plof!… La oscuridad completa. Jacques acababa de administrarme un crochet
de derecha justo debajo del mentón.

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»Cuando volví en mí, Véronique y Chantal habían desaparecido. Jacques estaba
inclinado sobre mí, con lágrimas en los ojos, una copa de licor en la mano y, junto a
él, una palangana con una esponja flotando en el agua.
»—¿Has terminado, idiota?… Te amo, ¿entiendes?, he sufrido tanto al saber que
ese jilipollas de Charles, que folla como un bruto, te había pasado por la piedra…
Toma tu puesto, si quieres; ¿aceptas?
»—Demasiado tarde, ya no volverás a tocarme, aparta tus sucias patas. Tú me has
mandado con las zorras de tu burdel, y allí me quedaré. Todos me tendrán, ¡todos!
Pero tú no.
»Él suspiró, resopló como un chiquillo llorón y, tras volverme la espalda,
descolgó el teléfono y ordenó a Charles que grabase lo antes posible el single. Mi
single… Me presenté inmediatamente en el estudio, y allí grabé el slow lascivo, el
slow voluptuoso que incita a las parejas a restregarse en las salas de baile, el cómplice
innato de los ligones, el slow gracias al cual tantos muchachos se cepillan a la chica
que se les resistía hasta entonces. Lo grabé con una chica entre las piernas para
chuparme y un chico por detrás para sodomizarme. Eso explica la voz única y
voluptuosa que pongo en el disco. Ni decir tiene que gocé como una marrana.
—Pero después de ese, ¿grabaste otros discos que todavía no se han difundido por
las ondas? —pregunta Eliane, cuya respiración alterada denota una profunda
turbación carnal.
—No, me negué a seguir grabando. Aquel mismo día salí del estudio después de
rescindir el contrato que me hacía casi millonaria por los cócteles en los que había
participado y, sobre todo, por el single que acababa de grabar. A pesar de los ruegos
de Jacques, que renovó sus promesas de amor, y de las súplicas de Véro y Chantal,
me mantuve firme y fui a ahogar mi tristeza por haber sido engañada y mi vergüenza
por haber participado de todo aquello en un club de moda.
»El Sapho-Club es un local equívoco y oscuro donde se consume poco, ya que las
bebidas alcohólicas se sirven a precios prohibitivos, pero se baila mucho, y, cuando
yo entré, la radio emitía en exclusiva Brisa de amor, interpretada por la talentosa
Sonia Pinoeil, es decir, apenas una hora después de la grabación. Jacques no
escatimaba ni su pena ni su dinero para lanzarme. Lo cierto es que me importaba un
bledo.
»Fui abordada por una corpulenta pelirroja, que me llevó a la pista para bailar «mi
slow». A medida que las palabras atravesaban la pantalla acústica, yo revivía el
momento de la grabación. “Patricia me chupa el higo, Pierrot me sodomiza”, gocé al
final del disco y precisamente, al extinguirse las últimas notas de la canción, gocé
entre los brazos de la lesbiana, que me estrechaba con fuerza y que creía ser la
causante de aquel espasmo por el hecho de magrearme, con destreza, debo admitirlo.
»Me condujo a un rincón del club, me hizo sentarme en una banqueta y,
escurriéndose bajo la mesa y situándose entre mis piernas, pegó su boca a mi húmeda
intimidad. Volví a gozar, una y otra vez, dejando escapar pequeños gemidos. Pero

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cuando ella me dejó por fin y se incorporó a mi altura, vio que estaba llorando. No
insistió y me abandonó para reunirse con un hombre que entraba en ese momento, al
que indicó el lugar en el que yo estaba. El tipo vino hacia mí, me reconoció de
entrada, me cogió del brazo y me arrastró hacia una puerta oculta detrás de un grueso
papel pintado.
»—¿Qué pasa, Sonia, por qué no disfrutas de tu éxito?
»—¡Yves!… ¿Frecuentas este local?
»—No, te he seguido, he esperado fuera a que salieras, y finalmente he entrado.
Conozco a la pelirroja, es mi hermana. Es tortillera, pero es una tía legal.
»—Me ha hecho gozar… Yo también soy tortillera a ratos, pero prefiero a los
hombres.
»—Ven a mi casa, eres demasiado elegante para dejarte corromper en nuestro
ambiente. ¿Sabes?, anoche yo fui el único que no abusé de ti. Me vinieron ganas de
romperles la cara a esos jilipollas.
»—Gracias. Ahora podrás abusar de mí, y tú solo.
»En cuanto llegamos a su piso de soltero, fui yo quien se volvió hacia él y le
ofreció la boca. Él aceptó mi invitación; sus labios, cálidos y tan pulposos como los
de una chica, me sorbieron la lengua que yo había deslizado en su boca, sus manos
toqueteaban lascivamente mi cuerpo, me desabrochaban lentamente la blusa, me
bajaban la falda hasta el suelo, me quitaban las braguitas con una ternura infinita y
luego, cuando estaba desnuda y me ofrecí a él, me estrechó con ternura y me acarició
detenidamente por todas partes antes de osar aventurarse más íntimamente hacia el
ángulo sedoso de mi intimidad.
»—Yves, te deseo, tómame enseguida, ya nos lameremos luego, pero ahora estoy
desesperada, dame tu amor, lo necesito.
»—Querida…
»Me llevó en brazos hasta la cama; me depositó suavemente sobre las sábanas y,
tras desvestirse a toda prisa, me montó, haciendo penetrar su miembro profundamente
en mí. Era largo, grueso y, ¡sorpresa!, paradojas de la naturaleza, tan duro y erecto
como un falo corto. Me llenó toda, mi vagina apenas podía contener su grosor, y el
glande chocaba contra mi matriz cuando sus testículos se aplastaban contra mis
nalgas. Así colmada, me encontré en el paraíso. Le dejé dirigir el ritmo de nuestro
acoplamiento. Primero, iba y venía a velocidad moderada; luego, acelerando el ritmo,
recorrió mi intimidad en toda la longitud de su miembro paradisíaco. Su voluminoso
glande, del tipo “sexo-martillo”, estaba prisionero a lo largo de mi funda por mis
músculos, vibrantes de placer. Cada una de mis fibras íntimas estaba tensada al
máximo. No gocé de inmediato, como temía, sino que degusté largo tiempo el gozo
incomparable de nuestro dúo y, cuando le sentí hincharse en mí, cuando supe que iba
a desahogarse en mis entrañas, no pude evitar decirle que me esperase.
»Qué chico tan majo. Si hubiera sido egoísta, tan sólo se habría ocupado de su
placer, pero, educado como era, ralentizó sus sacudidas y me concedió tiempo para

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aturdirme por efecto de la deliciosa caricia de su mazo carnal. Por fin, sentí crecer en
mí el vértigo turbador que iba a precipitarme en el abismo aturdidor del espasmo.
Fundiéndome en una sola masa con la espada que hendía mi vientre a golpes
ralentizados, deliré literalmente debajo de él, dejé finalmente que mis órganos
abrieran sus compuertas, y mi emoción se desbordó en chorros continuos sobre el
falo divino al que debía tanto placer.
»El orgasmo me hizo estrechar tanto mis músculos íntimos, que Yves quedó casi
inmovilizado por ellos. Logré relajar el cuerpo y mi amante reanudó, por un breve
instante, su alocada carrera hacia el placer. Cuando eyaculó, eso desencadenó en mí
un segundo espasmo, y tuve la sensación de que me atravesaba hasta el corazón.
Permanecimos largo rato conectados uno a otro, estremeciéndonos de dicha,
imaginando el futuro a la luz de los mejores auspicios.
—Y ahora, ¿qué vas a hacer? —inquiere Eliane—. ¿Has decidido definitivamente
dejar de cantar?
—Se acabó, el mundo del espectáculo está demasiado corrupto. Soy viciosa,
perversa, llevo el vicio a flor de piel, pero no hasta el extremo de soportar la
decadencia moral que imponen algunos productores a sus estrellas.
—¿Sabes, querida?, no todos son como Jacques.
—Lo sé, pero el contrato que firmé con Jacques establece que le debo las diez
grabaciones siguientes. Y como no quiero volver a ver a ese ser repugnante…
—¡Bueno! —dije yo—, ¿y por qué no te casas? Mi hermano sueña contigo, tiene
todas tus fotos colgadas en su habitación, sabe que te conozco y me ha pedido a
menudo que te presente. Está bien situado en la administración, y, no temas, es tan
vicioso como yo; la prueba está en que los tres, Eliane, él y yo, compartimos cama
con frecuencia. Si te comprometes con él, no me perderás, ganarás un marido o un
amante (según tu conveniencia) y compartiremos cama los cuatro muy a menudo.
—¡Mmm! ¡Sí! ¿Por qué no? Preséntame a tu hermanito, debería de gustarme si,
como dices, es tan perverso como yo.
—En este sentido, puedes estar tranquila —interrumpió Eliane—. Te follará como
a ti te gusta; tiene, igual que Henry, un sexo-martillo, y jode divinamente.
—¡Perfecto! Mientras tanto, tú, Eliane, cómeme el higo, y yo le haré una mamada
a Henry.
Dicho y hecho. Yo me tiendo boca arriba, con la verga en la boca de Sonia, y
Eliane, de cuatro patas detrás de la joven, empieza a emitir los ruidos característicos
de una succión.
La vida es bella, ¿no?…

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