El Poema

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SELECCIONES ERÓTICAS SILENO

«Marión se jactaba de no haber


dicho jamás que no a un hombre
guapo», leemos en la primera línea
de esta novela singular. Introducida
en la atmósfera viciosa de un
castillo habitado por los aristócratas
más depravados de la comarca,
Marión fue descubriendo desde muy
joven todas las gamas de la
perversión sexual. Hasta que,
después de leer la historia clásica
de los amores de Gamiani con un
asno, decidió probar, ella también,
los placeres del bestialismo. No
dejó de amar a los hombres, ni a
las mujeres, pero puso especial
pasión en las relaciones con las
bestias de Eros.
Germain Le Mamer

Amores
bestiales
Selecciones eróticas Sileno - 0
ePub r1.0
Titivillus 24.11.2017
Título original: Folies paysannes
Germain Le Mamer, 1996
Traducción: Aurelio Crespo

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2
1

MARIÓN se jactaba de no haber dicho


jamás que no a un hombre guapo. Pero
no decía que, a menudo, había dicho que
sí a alguno «menos guapo». Por otra
parte, de acuerdo con el viejo proverbio
que afirma que, especialmente en
asuntos sentimentales, «quien calla
otorga», ni siquiera asentía con la
cabeza antes de tenderse de espaldas,
con las piernas abiertas cuando sólo le
habían pedido que se sentara.
Nadie podía reprochárselo, su
naturaleza la impulsaba a aprovechar
plenamente todos los goces de los
sentidos y como, por otra parte, vivía
más o menos de sus encantos, podía
decirse que sabía conjugar lo útil y lo
agradable.
Aunque no fuera partidaria de
discurrir, complacientemente o no, sobre
su comportamiento, ahora que estaba a
punto de cumplir los treinta, de vez en
cuando se volvía hacia su pasado y,
entonces, no lamentaba nada. Y sobre
todo no el hecho de haber sido siempre
bastante fácil. Ya cuando era muy
pequeña, se divertía con su sexo sin ni
siquiera tener conciencia de poseer uno.
«Fue la muy puta de su abuela quien
le enseñó a acariciarse para
dormirse…», suspiraba su madre, una
buena mujer que trabajaba de fregona
para alimentar a su familia, lo que no le
impedía darse un revolcón con el hijo
del castellano en las escaleras. De todos
modos, como tenía principios, se había
visto obligada a atarle las manos antes
de que se durmiera, para impedirle que
se magreara el conejito suspirando de
satisfacción. Pero la niña, precozmente
taimada, pronto fingía roncar y, una vez
desatada, aprovechaba el hecho de tener
las manos libres para cascarse,
subrepticiamente, una de esas pajas que
tanto le gustaban.
La manía no había desaparecido con
la edad, muy al contrario, pues había
crecido más en salacidad que en
sabiduría.
En los bancos del aula, se la cascaba
por debajo del pupitre cantando los
rudimentos del alfabeto y, muy pronto,
siendo de temperamento altruista
comenzó a cascársela a los demás.
La mayoría de sus compañeras de
escuela habían apreciado muy pronto su
delicada destreza en los respectivos
capullitos.
Conseguía incluso cascársela en la
iglesia, durante el catecismo, pero el día
de su primera comunión, al verse
obligada a arremangarse el largo vestido
blanco, había sido agarrada con las
manos en la masa o, mejor dicho, en las
bragas, por el vicario que pasaba por
detrás… Entonces, habiéndose
levantado de pronto la gran saeta que
colgaba bajo la sotana de éste, había
querido cerrar los ojos mientras seguía
espiando, por entre las pestañas, los
entrecortados movimientos de la manita
infantil, cuyos dedos no se humedecían
precisamente de agua bendita. Al no
querer ser aquel por quien llegara el
escándalo, como puede leerse en las
escrituras, el digno eclesiástico esperó a
la mañana siguiente del gran día para
permitirse un pequeño escándalo,
personal y privado, en la penumbra de la
sacristía, en compañía de la juvenil
pecadora que llevó a cabo así su
primera paja a un adulto del sexo
opuesto, pues se la había cascado ya a
todos los chiquillos de la aldea. Fue
para ella toda una revelación tener en
sus manos tan imponente verga. Nunca
habría creído que una picha pudiera
hincharse tanto antes de escupir los
recios jugos que mancillan los dedos de
las pajilleras.
El asunto le hizo perder la cabeza
hasta el punto de que se la cascó con la
mano izquierda mientras la diestra se
encargaba de sacudir el grueso pijo del
señor cura.
Este, viéndola tan ingenuamente
perversa y tan interesada por la cosa, no
se limitó a eso e insistió en que se
metiera en la boca su instrumento, que
babeaba todavía por su eyaculación.
Fue el primer francés de Marión.
Puso mucha seriedad en él, siguiendo al
pie de la letra los ilustrados consejos de
su iniciador, que le indicaba,
minuciosamente, cómo manejar de modo
adecuado la lengua y los labios para
hacer el bien al prójimo. Lo hizo tan
bien, para ser principiante, que tuvo
derecho a una nueva infusión de cálida
materia seminal, en plena boca esta vez,
mientras la paternal mano del
bendecidor patentado acariciaba sus
rubios tirabuzones.
Pero una sola vez no bastó a alguien
que, más tarde, podría querer dedicarse
a una carrera en la que un buen
conocimiento de esa especialidad sería
una baza primordial; aceptó, pues,
visitar varias veces por semana la
sacristía para que el buen maestro le
diera clases.
Pronto se convirtió en tal cumplida
mamona que todos los pillastres de la
región aprovecharon, hasta la saciedad,
sus dones conjugados con una
sorprendente habilidad para una
chiquilla de su edad.
Incluso su pobre abuelo fue el
afortunado beneficiario cierta tarde de
estío, mientras tomaba el fresco
tranquilamente instalado a la sombra del
gran roble que se erguía tras el caserío
familiar. Era un veterano de las dos
guerras mundiales, al igual que de las
desastrosas expediciones de ultramar
que habían seguido a la segunda, pues
era suboficial de carrera en la artillería
de marina. Tras haberse hecho
abrillantar los cojones en todos los
burdeles del Extremo Oriente y África
del Norte, era hombre muy cualificado
para apreciar el talento de su nieta.
—Marión —declaró a quemarropa
mientras, primaveral y espontánea, la
chiquilla estaba, según la expresión
popular, tocando la flauta—, sigue así y
serás una verdadera reina de la
mamada…
—Ñam, ñam —dijo por toda
respuesta la golosa chiquilla,
degustando aparentemente aquella
venerable picha que tanto había corrido
por el vasto mundo antes de hincharse
como la de un jovenzuelo para
condecorar aquella lengua de guarra con
una hermosa medalla de esperma.
La abundancia de los jugos seniles,
por otra parte, la había asombrado
mucho pues, mientras que sólo esperaba
unas escasas gotitas, tuvo que tragarse
un buen plato, mucho más que la ración
matinal de leche para la gatita.
Había aprendido a tragárselo todo,
según las instrucciones del vicario, al
que le gustaba verla delectarse con sus
obras mientras ponía cara de chiquilla
comiéndose un helado de nata.
El distinguido ensotanado siguió
derramando, por mucho tiempo, la buena
simiente de sus testículos en la boca de
su joven alumna, para variar un poco la
que prodigaba, desde lo alto del púlpito,
a los devotos de la parroquia. Durante
esas clases, muy especiales, se las
arreglaba siempre para hacer gozar a la
pilluela con su dedo perfumado por los
vapores del incienso, pero la puso en
guardia contra cualquier intrusión de un
órgano viril en su raja. El yayo era el
único a quien le concedía el derecho a
intentar penetrarla, sabiendo
perfectamente que no lo lograría pues,
aunque le gustara todavía andar
tonteando con sus antiguallas, su
miembro viril se doblaba por la mitad a
cada tentativa, lo que acababa con
cualquier peligro de desfloración. Sin
embargo, la necesidad de una presencia
se dejaba sentir, cada vez más, en la
carne ardiente de la ninfómana en
pañales y, cuando estaba sola, se
entregaba secretamente a ciertas
experiencias apasionantes con todas las
hortalizas de forma fálica que caían en
sus manos. Le gustaban especialmente
ciertas zanahorias, algo puntiagudas, que
utilizaba con precaución para
apuñalarse la entrepierna.
Evidentemente, nadie asistía a esos
tímidos intentos, salvo un pequeño
chucho llamado Tom que no se apartaba
de su joven dueña. Siendo de naturaleza
carnívora, no le interesaban las
hortalizas con las que se divertía en
solitario, pero los efluvios de su almeja
en fusión le cosquilleaban tan
intensamente el hocico que, pese a los
pescozones de Marión, cada vez insistía
más en participar en la íntima fiestecita.
Cierto día, tras haber gozado ella
como una reina excitándose con un nabo
mientras se manoseaba el pimpollo, el
chucho consiguió meter su fresco hocico
precisamente en el lugar donde
acababan de concluir las diversiones.
Derribada por el orgasmo en una
vieja butaca de mimbre, la perversa niña
había permanecido inmóvil, con los
muslos muy abiertos.
Tom sacó una lengua desmesurada y
probó, glotonamente, la fruta prohibida
que debió de gustarle pues la devoró
con voracidad de piraña.
El efecto sobre los sentidos de la
futura mujer fue radical.
Una cálida lengua que os barre la
muesca sexual no puede dejaros
indiferente. La niña no vio mal alguno en
permitir que le hicieran el bien, aunque
fuese su compañero de cuatro patas.
Unos minutos más tarde, tras algunos
profundos suspiros, se vio sacudida por
una voluptuosidad insensata que la elevó
a lascivias de un nuevo éxtasis.
Avergonzándose de haberse
abandonado a un pecado de bestialidad,
no se lo dijo a nadie, ni siquiera a su
confesor.
Pero a la primera ocasión volvió a
hacerlo.
Los hábitos se adquieren muy
deprisa cuando son agradables. Los
lengüetazos del chucho relevaron, casi
cotidianamente, carantoñas con
zanahorias recientes o nabos fálicos del
jardín del abuelo, incluso a la lisa y
redonda cabeza de un muñequito de
celuloide que Marión utilizaba para
mimarse la raja. Mientras se pegaba un
meneo con uno u otro de aquellos
hallazgos, espiaba por el rabillo del ojo
al pequeño can, que sacaba una lengua
golosa antes de metérsela en el coño,
pues el órgano tenía la ventaja de ser
vivido y vivaz, caliente y saltarín en la
mojadura orgánica. El contacto del
fresco hocico con su hinchado pimpollo
ponía especial pimienta al salaz
ejercicio y no necesitaba ni siquiera dos
minutos para experimentar una de
aquellas sacudidas orgásmicas de las
que ya no podía prescindir.
Pero siendo la naturaleza lo que es,
el perro sintió necesidad de algo distinto
a su lengua y se lo hizo comprender a la
chiquilla con rítmicos movimientos de
su tren posterior, mientras bajo su
vientre asomaba, indecente, el extremo
rojo y puntiagudo de su chirimbolo.
Caliente como una loca ante aquella
lúbrica visión, Marión no resistía el
deseo de palpar aquella zanahoria viva
y, una vez la tuvo en la mano, la sometió
instintivamente al tratamiento que
dispensaba a la del cura.
Puesto que las mismas causas
producen los mismos efectos, tuvo
derecho a un buen diluvio, cálido y
grasiento, en su palma, mientras que el
perro ponía los ojos en blanco. Se sintió
muy excitada por haberlo hecho gozar
pero también algo asustada al
comprobar que el objeto había salido
por completo de su funda de velluda
piel, adornado en la base por una
hinchazón redonda y dura que le
impedía, estaba muy claro, regresar a su
vaina natural. Era un espectáculo
sorprendente, perfectamente obsceno,
tanto más cuanto la punta de la zanahoria
seguía secretando intermitentes
emisiones de materia seminal.
La pobre Marión se sintió muy
turbada, temiendo la inesperada llegada
de alguien pero, por fortuna, nadie se
presentó y la picha del perro tuvo
tiempo de deshincharse. ¡A la chiquilla
le había ido de un pelo!
Aquellas diversiones,
particularmente perversas, duraron
algunos meses hasta el día en que, presa
de un irresistible deseo, Marión se puso
a cuatro patas para hacer de perra.
El pequeño Tom no le pidió
explicaciones. Tras haber olido bien
aquella olorosa y vertical sonrisa, se
irguió sobre sus patas traseras, envolvió
las caderas de la consentidora hembra
con sus patas anteriores, empujó con el
culo y, «¡plam!», le dio de lleno al
conejo de la chiquilla.
Su puntiagudo fragmento penetró,
reventando la membrana virginal.
Marión lanzó un grito de vergüenza,
había permitido que la desvirgara un
perro. Pero el duro miembro iba y venía,
frenéticamente, por su carne recién
abierta y la sensación le resultaba muy
excitante; comenzó a mover el culo para
recibir los pistonazos caninos y su
primera experiencia de jodienda fue un
castillo de fuegos artificiales.
La sacudida sexual había resultado
de un tipo mucho más intenso que las
que había conocido anteriormente, por
lo que se sintió especialmente
agradecida al animal que se la había
procurado con tanta espontaneidad.
Celebró, por otra parte, no haberse
visto obligada al momentáneo pegado
que tanto temía, sabiendo ya lo que
ocurría a veces con las perras que
pegaban un polvo.
Liberada de esa angustia, ya sólo le
quedaba repetirlo cuando el deseo se
hiciera sentir. Y lo hizo, claro está, pues
el bueno de Tom estaba siempre
dispuesto, como un buen boy-scout, para
la buena acción cotidiana.
De ese modo, la niña afrontó la vida
sexual con la almeja bien rodada por
una picha de perro.
Eso no le impidió, por otra parte,
mantener relaciones con el vicario, cuyo
vigor vital le llenaba la boca de
cremosos chorros que le gustaban cada
vez más.
Se reunía con él por las tardes, en la
sacristía, donde le esperaba después de
las cuatro, cuando ella salía de la
escuela municipal.
Ahora bien, un buen día, puesto que
el maestro se había encontrado mal,
llegó con una hora de adelanto.
Cruzó, como de costumbre, la
iglesia, no sin haberse persignado al
entrar como le habían recomendado.
Puesto que la puerta de la sacristía
había quedado entornada, se dispuso a
empujarla para entrar cuando escuchó
una especie de extraño lamento que le
hizo aguzar el oído.
Asomando entonces el hocico por la
abertura de la puerta, descubrió un
cuadro que la dejó petrificada de
estupor.
Su vicario, sentado en una silla
antigua, en mitad de la estancia, estaba
siendo cabalgado por la castellana de la
región, aquella en cuya casa trabajaba su
mamá. Aquella gran dama altiva, cuyo
vestido estaba arremangado hasta los
lomos, estaba siendo empitonada por el
pijo del eclesiástico, sobre el que subía
y bajaba su culo albo y grande.
Atónita ante aquel descubrimiento,
Marión veía con toda claridad los
negruzcos cojones del vicario, por
debajo del erguido venablo que era
devorado por los menudos labios de la
dama, que se empalaba, gozosamente, en
él.
Las enormes manos del cura
palpaban con avidez aquellas grandes
nalgas desnudas en movimiento y
separaban tanto los carnosos globos que
descubrieron a la jovencita el orificio
del culo de la dama del castillo.
Marión había quedado pasmada,
pero el espectáculo era en exceso
interesante para batirse en retirada,
como había pensado hacer al principio.
Una euforia sensual se apoderó de su
cuerpecito e instintivamente, su
minúscula mano se posó entre los
muslos, bajo la falda que acababa de
levantar.
Bajo las bragas de algodón, todo
estaba ya mojado.
Su dedo encontró la pequeña perla,
muy erguida ya, y la acarició con
experta falange, mientras seguía
visionando los vaivenes de aquel
desnudo culo sobre la jarra de leche del
vicario.
Era la primera vez que veía una
pareja que estaba jodiendo, y su carne
juvenil se puso patas parriba. No cabía
duda de que aquello le resultaba
agradable a la castellana, oyéndola
arrullar y gemir mientras sacaba brillo a
la broca del varón ensotanado con su
velludo conejo.
Movía la popa cada vez más deprisa
y Marión le oyó soltar incontables
marranadas.
—Cerdo —jadeaba entre dos
suspiros—, cerdo, me estás follando…
qué buena es esa picha tuya… se te ha
puesto dura… la siento, me la has
metido en el coño…
¿Era posible que una dama tan
distinguida se expresara de aquel modo?
La pequeña campesina no podía
creerlo, pero no por ello dejaba de
excitarse, sin perder ni un detalle de la
escena.
Su dedo cosquilleaba con frenesí el
endurecido pimpollo y sintió nacer en su
interior la voluptuosa euforia que
precede las grandes sacudidas.
Sin duda, la hermosa castellana se
hallaba en el mismo punto pues la oyó
exclamar de pronto:
—Me haces gozar, cura, descarga de
una vez en mi coño para que pueda
gozar de tu picha.
—Ahí voy, Armande —respondió
éste con una voz sorda que Marión
conocía muy bien pues enronquecía así
cuando le contaba horrores antes de
eyacular en su boca.
Dame tu leche, me muero —clamó la
viciosa aristócrata…—; chorreo,
Hubert… gozo… gozo con tu pulía.
Toma, Armande, tómalo todo —
gruñó el vicario.
Aquello era demasiado para la
pequeña mirona, mientras los dos
culpables estaban descargando encima,
ella se inundó los dedos con los chorros
de sus jugos amorosos, pues estaba
corriéndose como los demás.
Hundiéndose entonces el índice en
su cavidad vaginal, en plena fusión,
pudo ver el esperma que chorreaba del
velludo conejo de la castellana y fluía
en un largo reguero blanco por los
cojones negruzcos del vicario, que
resoplaba como un buey.
Astuta como era ya, comprendió que,
habiendo terminado la sesión, era ya
hora de desaparecer para que no la
sorprendieran.
Desapareció pues sin pedir la vuelta
y de puntillas.
Refugiada en la capilla consagrada a
san Antonio, encendió un cirio al
bienaventurado que era conocido por
haber tenido un cerdo. Desde allí vio a
la gran dama del castillo dirigirse a la
salida, con la cabeza cubierta por la
capellina blanca que se había quitado
antes de que el cura la empitonase con la
picha.
Marión prefirió permanecer oculta
unos instantes y aguardo a que el reloj
de la iglesia diera las cuatro
campanadas de la hora en la que, en
teoría, tenía que llegar, antes de regresar
a la sacristía.
Mientras, contempló la estatua de
san Antonio y se preguntó si en soledad,
éste no habría magreado un poco, de vez
en cuando, a su cerdo.
Un el corral del tío Deschamps, el
vecino de su madre, había visto a un
verraco cubriendo a una enorme cerda.
Su gran sexo rojo la había impresionado
mucho y, ahora que había fornicado con
un perro, se preguntó si algunas mozas
no lo harían con un cerdo.
La idea la excitó tanto que se
arremangó de nuevo y volvió a cascarse
una paja, imaginando que se la estaba
metiendo un cerdo.
Al cabo de un momento, sintió de
todos modos cierta vergüenza y pensó
que era realmente una guarra. Pero no
por ello el deseo de gozar desapareció
de sus órganos de chiquilla caliente.
Se presentó, pues, con un aspecto de
gata golosa ante el vicario, que apenas
si estaba recuperando el aliento.
—Aquí estás, chiquilla —le dijo
pellizcándole el mentón—, ¿qué vienes
a hacer aquí?
—Bueno, como de costumbre, señor
cura…
—¿Sabes que es un gran pecado?
—Bueno, aquí está usted para
barrerlos…
El vicario soltó la carcajada y palpó
con una mano de entendido las nalgas de
la perversa chiquilla.
—¿Sabes? —le dijo—, no todos los
días son fiesta. Te daré tres francos para
que te compres un caramelo… así no te
sentirás demasiado decepcionada;
tendrás algo para meterte en la boca…
Enojada porque la trataba como a
una niña, Marión replicó:
—Tal vez no sea en la boca donde
me apetezca tener algo…
—Caramba, caramba —murmuró el
vicario súbitamente interesado…—,
¿tienes algo nuevo en la cabeza?
—Más me gustaría tenerlo en mis
bragas —replicó Marión
arremangándose.
Luego se inclinó y, tras haber tirado
de la cintura de sus bragas, contempló
los nacientes pelos que decoraban su
hermosa almeja, murmurando:
—Siento deseo en mi conejito…
—Mirad eso —rió el eclesiástico
adelantando su rubicundo hocico para
lanzar una ojeada al bajo vientre de la
muchacha.
Comprobando su interés, Marión se
bajó directamente las bragas y exhibió
su triángulo ya velludo, en cuyo centro
brillaba como una concha abierta la
rosada raja.
—Guarrita —suspiró el cura—, ya
te dije que eras demasiado joven…
—¿No os gusta esto, señor cura?
—Claro que sí, claro que sí,
idiota… Pero no hay que, no hay que…
—Decid, más bien, que no podéis…
—se burló Marión con un extraño
aspecto…
—¿Por qué lo dices, zorruela?
—Porque acabáis de empitonar a la
dama del castillo… de modo que tenéis
los huevos vacíos…
—Eres una maldita peste, ¿Quién te
lo ha dicho?
—Os he visto, estabais sentado ahí,
y la castellana danzaba sobre vuestra
picha con su gran culo.
El vicario, muy desconcertado por
esta revelación, no tardó en
sobreponerse y clavó su mirada en los
ojos de la chiquilla, que le miraba
desafiante.
—¡Estoy seguro de que te ha gustado
mirar, niña mala!
—Bueno, ejem… Sí…
—¿Qué has hecho?
—Ya lo imagináis…
—Dilo…
—He hecho lo que hago cuando
chupo el pijo…
—¿Te has masturbado?
—Sí, señor. Entonces, señor cura,
¿tengo que confesarme?
—Eso es —se rió el hombre de la
sotana—, arrodíllate en este
reclinatorio.
Marión, cada vez más provocadora,
se arremangó la falda, puso las rodillas
en el rojo almohadón y apoyó los codos
en la parte alta de aquel sitial de cortas
patas.
—Padre, me acuso… —comenzó
con la mayor seriedad del mundo.
—Repetid ante mí el gesto que
habéis hecho, hija mía.
Los ojos viciosos de la niña se
iluminaron, se levantó la falda hasta el
ombligo y pasó su dedo por la abertura
de sus bragas, algo sueltas, para tocarse
el clítoris.
—Vamos, pequeña, te estoy mirando
—suspiró el gran vicario.
Entonces la niña abrió mucho los
muslos, echó las bragas a un lado para
descubrir bien la raja en la que el dedo
meñique estaba ya actuando. Con
experta falange, giraba ligeramente en
torno al minúsculo capullito rosa,
acariciando la punta intermitentemente, y
luego regresaba a la base, a las playas
de carne juvenil, rosada como
langostinos.
Acariciarse así ante el sacerdote la
humedecía en abundancia y el rocío
aparecía en los bien dibujados labios de
su joven coño.
—¿De modo que así lo has hecho?
—murmuró el hombre ensotanado, con
una voz enronquecida por el deseo
sexual—, ¿y has gozado?
—Sí, padre —respondió Marión sin
bajar los ojos, mirándole por el
contrario intensamente, con las pupilas
brillantes de concupiscencia.
—Y si prosiguieras esa interesante
demostración, tal vez volverías a gozar,
pequeña descastada.
—Sin duda, padre, pero como os he
dicho hace un momento, preferiría que
me jodieran por las buenas… Veo que lo
estáis deseando. ¿Qué está haciendo en
el bolsillo vuestra mano diestra, padre?
Si tuviera dentro una picha muy grande
no me extrañaría.
El vicario sonrió torcidamente,
rindiendo homenaje a la sagacidad de
aquella niña que veía ya las cosas muy
claras. En efecto, por debajo de su
sotana había extraído su gran pijo de los
calzones y lo palpaba suavemente,
mirando a Marión, que se la meneaba
ante él.
—Soy un gran pecador —dijo en
tono zalamero—, también yo voy a
arrodillarme para hacer penitencia.
Efectivamente, se puso de rodillas
aunque colocándose justo detrás de la
pequeña, arrodillada en el reclinatorio.
Febrilmente, se desabrochó la sotana
y su gran dardo blanco como un nabo,
brotó como un diablo que saltara de la
caja impulsado por un resorte.
Presintiendo que algo ocurría,
Marión se dio la ella y soltó una
exclamación admirada ante aquella
hermosa erección.
—No te preocupes, hija mía, de lo
que ocurra a tus espaldas —dijo el cura.
Entonces, arremangó la falda de la
chiquilla y le bajó las bragas, para
liberar las redondas mejillas de su
pequeño culo.
Cuando sintió que el glande
penetraba en la raya las nalgas, la niña,
recordando las bestiales penetraciones
de Tom, se arqueó, entró los lomos y
levantó el culo para ofrecer su
albaricoque sexual.
Por fin había llegado el gran día.
Finalmente le iban a meter una buena
picha de hombre, lo que, a fin de
cuentas, le parecía muy natural pues su
conejo no estaba hecho, precisamente,
para los perros.
Pero, curiosamente, el cura, que
tenía en las manos su largo pene, no
parecía impaciente por hincarlo en el
pequeño coño que, sin embargo, lo
aguardaba con cierta angustia glotona.
Pero ¿por qué perdía tanto tiempo
frotándole el ojo del culo con el glande
en vez de hundírselo en la raja?
Pronto creyó comprender a dónde
quería llegar cuando empujó con fuerza
sobre su pequeño y plisado anillo.
—Pero señor cura, os equivocáis de
agujero —suspiró.
—En absoluto, tontuela. Puesto que
insistes en que te penetre, voy a
complacerte pero no en un lugar donde
mi simiente pueda transformarse en
mocoso.
Algo decepcionada, aunque
comprendiendo, sin embargo, lo fundado
de la observación, Marión se prestó a la
empresa lo mejor que supo.
Por lo demás, aquello le interesaba
mucho, pues se sentía ávida de
conocerlo todo, y el hecho de sentir
aquel gran pedazo de carne muy caliente
en la raya de su culo no le era del todo
desagradable.
No tardó en desencantarse. El viril
venablo, con toda su fuerza, se hizo cada
vez más apremiante a pesar de las
reticencias, muy naturales, del
minúsculo anillo culero.
Tras haber sido untado,
subrepticiamente, con una buena porción
de saliva lubrificante, se mostraba
decididamente peligroso.
Cada vez más virulento tras tan
excitantes tentativas, se puso duro como
una barra de hierro y, cuando estuvo
bien ajustado al lugar deseado, un
empujón de los lomos le hizo penetrar
en el interior de la pastilla cuyo
estallido había provocado.
Marión lanzó un aullido de dolor,
nunca habría esperado tan dolorosa
efracción de su intimidad posterior.
—¡Ah, carajo! —exclamó, mientras
el cura, desconcertado por su grito,
había interrumpido su avance fálico.
—Esa educación, hija —masculló
sujetándola con fuerza por las caderas
—. Ésta no es razón para olvidar los
buenos modales; si te relajaras un poco
más, tontuela, no lo lamentarías. Vamos,
abandónate y pon un poco de buena
voluntad, todo irá muy bien y ya verás
cómo estarás contenta.
Marión lo hizo lo mejor que pudo,
ávida como estaba de experimentarlo
todo en el terreno del sexo, pero en
cuanto el pene volvió a hurgar en su culo
gritó de nuevo como si la degollaran.
—¿Vas a callarte de una vez? —
gruñó el vicario—, si sigues armando
ese jaleo alertarás a todo el vecindario y
nos sorprenderán en plena sesión de
sodomía, ¡que espectáculo!
Rindiéndose al argumento, la
chiquilla se limitó a gemir sordamente a
cada pistonazo, pues el dolor le
resultaba intolerable en las
profundidades de sus posaderas,
martilleadas por aquel enorme ingenio
carnal. El innoble personaje proseguía,
en efecto, atareándose en el estrecho
conducto del ano, impulsado por sus
bajos instintos.
Poco a poco, sin embargo, las cosas
parecieron arreglarse. El esfínter se
abría con mayor facilidad a la
penetración, pues el canal se había
cubierto de una espuma que facilitaba el
vaivén.
El vicario, advirtiendo que su
víctima se calmaba quiso hacerla
participar de la locura lúbrica que se
había apoderado de él y pasó su manaza
por el bajo vientre juvenil, para
cosquillearle el capullo mientras le daba
por el culo.
La ardiente chiquilla se concentró en
el bienestar que le procuraba aquella
excitante caricia y olvidó su dolor.
El masaje anal, por lo demás,
comenzaba a procurarle pasmosos
efectos en sus entrañas. Cuando el pene
comenzó a moverse más deprisa,
comprendió que cierto goce comenzaba
a ser posible por ese lado, y se
abandonó a las extrañas sensaciones que
sacudían su cuerpo.
Los asaltos se hicieron pronto
frenéticos y cuando, por primera vez en
su vida, percibió en su seno el estallido
del gozo viril, furiosamente masturbada
por el dedo del vicario y sodomizada
hasta la guarda por su picha, disfrutó del
más intenso orgasmo que había
experimentado hasta entonces.
Así fue como, ya en su más tierna
edad, Marión, desvirgada por un perro y
sodomizada por un cura, inició una
hermosa carrera de zorra.
2

EN aquella época, Marión era ya muy


mona. La hermosa niña, prematuramente
granada, comenzaba a rellenarse por
todos lados, tanto por delante como por
detrás. Las tímidas mandarinas se
volvían agresivas bajo el delantal de la
colegiala y la faldita se tensaba sobre
las redondeces de un nalgamen lleno de
promesas. Sus cabellos, de un castaño
claro, aureolados de reflejos dorados,
habrían caído libremente por sus
hombros, en ondulantes oleadas, si
mamá no hubiera insistido en
domesticarlos con dos trenzas, una a
cada lado del rostro. Así, pese al
aspecto infantil de su peinado, su rostro
se ovalaba desde hacía algún tiempo
como si la naturaleza se sintiera
impaciente por mostrar la belleza
prometida a la mujer que sucedería al
frescor de aquella adolescente.
Sus grandes ojos claros, de un
incierto matiz que tendía al verde pálido
y al azul descolorido, no eran el menor
de sus encantos. El viejo castellano, el
señor Rodolphe de R…, que era un buen
conocedor ante el Eterno, llegó a la
conclusión, no se sabe muy bien por qué,
de que su pequeño conejo debía de
humedecerse con facilidad. Esta
evocación gratuita le procuró,
físicamente, una especie de cosquilleo
en la punta de su fatigada verga, y
aquello le alegró mucho.
Aprovechó, pues, la ocasión de
pellizcarle la barbilla en cuanto se
presentó la ocasión, cierta noche en la
que la niña había ido a buscar a su
mamá.
—Estás creciendo —masculló tras
sus mostachos a lo Pancho Villa y
mirándola con un aire que a la niña le
pareció ambiguo.
Al día siguiente, le pellizcó el
trasero.
Día tras día, se hizo más osado y
llegó a meterle la mano bajo el corpiño,
para comprobar la firmeza de sus
teticas, a las que llamó pequeños huevos
fritos.
Cuando jugueteó con un pezón, la
chiquilla protestó sin vergüenza alguna.
—Basta, señor Barón, acabaréis
excitándome.
—Esta chiquilla… —exclamó él—,
ni siquiera sabes lo que eso significa.
—Claro que sí, señor Barón.
—Muy bien, explícamelo.
—Bueno —comenzó sin hacerse
rogar—, cuando me pellizcáis los
pezones, eso me produce un extraño
picor en la entrepierna.
—Qué granujilla —murmuró el
viejo verde—, ¿y qué haces cuando te
pica? Por lo general, uno se rasca…
—Y es lo que hago, señor Barón,
pero sólo cuando estoy sola, claro.
—¿Y por qué no vas a hacerlo
delante de mí?
—Porque sería de mala educación.
—Al diablo con tu jodida educación
—se carcajeó el Barón—, ven al
tocador de la baronesa, que se ha
marchado a la ciudad, y me demostrarás
que sabes aliviar tus picores.
Marión era astuta, no se hizo rogar y
siguió a aquel tipo, que la llevó hasta el
tocador de la baronesa, una estancia
pequeña con muebles del siglo XVIII.
El castellano, tras haberse instalado
en una poltrona Luis XVI y haberla
contemplado de pie ante él con ojos
lascivos, le pidió que le hiciera una
demostración del modo como se
aliviaba cuando «aquello» le picaba
demasiado.
Sin la menor reticencia, la chiquilla
se levantó la falda descubriendo las
pequeñas braguitas de algodón blanco y
posó su mano sobre la almeja.
—Aquí está la cosa —declaró sin
bajar los ojos.
—Y entonces —prosiguió el viejo
—, ¿ahí te rascas?
—Naturalmente, señor Barón…
—¿Pues a qué esperas para
rascarte?
—No hay razón para hacerlo puesto
que ya no me pica.
El castellano sonrió ante aquella
provocación que le pareció ingenua.
—Procuraré que el picor vuelva —
dijo—. Acércate.
En cuanto ella estuvo a su lado, posó
ambas manos en el hermoso pecho y
palpó, lascivamente, las dos firmes
colinas de carne bajo el corpiño de tela
clara.
—Noto que se ponen de punta —
masculló—, quítate la blusa para que yo
pueda ver lo que ocurre…
Marión accedió a su deseo sin
protestar y desnudó mis pequeñas tetas
puntiagudas, cuyos pezones parecían
frambuesas maduras.
—Qué hermoso es esto —cacareó el
hombre—, me lo comería…
Adelantó entonces su viejo hocico y
tomó en sus labios uno de aquellos
apetecibles frutos de carne fresca para
chuparlos glotonamente.
—Mmmmm…, mmmm… —
murmuró la niña—, creo que me vuelven
los picores…
—¿Y a qué esperas para rascarte?
—No me atrevo porque…
—¿Porque qué? Veamos, no seas
tímida, sabes muy bien que no quiero
hacerte daño…
—Bueno, señor Barón —dijo la
chiquilla con un arrumaco—, es que
para rascarme bien tendría que quitarme
las braguitas… y no me atrevo.
—Atrévete, pequeña… vamos, no
seas tonta… ver tu almejita no va a
dejarme ciego…
—Pero enseñárosla me produce un
efecto extraño, señor Barón.
—¡Caramba! —se impacientó éste
tirando del elástico de las braguitas—;
consuélate pensando que a mí me hará
un efecto extraño mirarlo… Mmmmm…
—añadió—, la tienes ya llena de pelos.
—Me han crecido mucho desde hace
un año, señor Barón…
—Ya veo, ya veo, es un vello muy
bonito… vamos, quítate eso…
Con mano febril le bajó las bragas a
la niña y, cediendo a su deseo, la
pequeña se las quitó, dejándolas caer a
sus pies y, levantando una pierna para
librarse de ellas, dejó ver su raja rosada
en medio del oscuro vello.
El Barón babeaba ya de lubricidad
tras su enorme bigote de foca.
—¡Ahora enséñame cómo te rascas!
—Así… no es tan complicado…
El dedo mayor de la mano derecha
se posó delicadamente en lo alto de la
muesca sexual de la chiquilla e inició un
movimiento circular en torno al
capullito, que se hinchaba ya entre los
nacarados labios.
Congestionado, con los ojos fuera de
las órbitas, el castellano no perdía
detalle de aquel apetecible espectáculo,
llevándose de vez en cuando la mano al
corazón, cuyos precipitados latidos le
hacían temer un ataque.
—iAh, pequeña Marión —gruñó—,
estás masturbándote…!
—Usted mismo puede verlo, señor
Barón.
—¿Y si sigues así, conseguirás
hacerte gozar, marranita?
—Naturalmente, señor Barón; por
eso me la estoy cascando.
La desvergonzada niña aceleró los
movimientos de su dedo y algunos
estertores brotaron de su joven garganta,
pues le gustaba exhibirse así ante un
caballero con cuello postizo, y el placer
irradiaba en su pequeño vientre.
El varón no pudo aguantarlo más…
Abandonando su papel de espectador, se
abrió la bragueta para extraer su
cilindro viril, reconfortado por los
desvergonzados manejos de la pequeña
campesina.
Ésta descubrió pasmada que aquel
anciano estaba tan empalmado como el
vicario, y la visión de su erecto
miembro multiplicó el ardor que ponía
en masturbarse.
La mano del envejecido aristócrata
se puso también en marcha, para agitar
su hinchada polla.
—Ah, maldita zorruela —murmuró
el Barón—, me la has puesto dura.
—Ya lo veo —suspiró Marión sin
que el pícaro carrusel de su dedo se
demorase.
—Acércate, hija mía, para que
pueda tocarte un poco —rogó el viejo
que, presa de un frenesí lúbrico, le
sacaba brillo al venablo.
La niña lo hizo así y la mano
izquierda del Barón le palpó enseguida
las nalgas, mientras la diestra seguía
agitando su chirimbolo.
—¡Ah, qué hermoso culito, qué
estupendo culito desnudo tengo en las
manos! —suspiró…
Locamente excitada también, Marión
tomó la iniciativa de alargar la mano
hacia los cojones del Barón, que se
bamboleaban en su bolsa de piel
arrugada, a efectos de su rabiosa paja.
—Ah, sí, guarra, sí, acaríciame los
cojones —suspiró el viejo marrano—,
tira de ellos mientras me la casco…
Ella tiró tanto que el Barón soltó un
grito de dolor cuyo eco atravesó el
tabique del tocador.
Isabelle, la nieta del Barón, que
salía de su alcoba, aguzó el oído
intrigada.
¿Qué le pasaba a su abuelo que
aullaba de aquel modo?
Corrió hacia la puerta del tocador de
donde procedía el grito que la había
alertado. Pero cuando iba a abrir la
puerta, escuchó rumor de voces y
prefirió lanzar, primero, una mirada por
el ojo de la cerradura para ver de qué
iba la cosa.
Lo comprendió enseguida al
descubrir el libidinoso cuadro.
—¡Ah, el viejo cerdo! —suspiró
para sí al descubrir a su abuelo
meneándosela mientras le palpaba el
culo a una pequeña campesina.
Pero por repugnante que le pareciera
la escena, no dejó por ello de mirar. Así
pudo pronto advertir, gracias al espejo
de un entrepaño colocado sobre la
chimenea, tras el sillón donde estaba su
abuelo, que la jovencita estaba también
masturbándose.
—¡Qué cosas! —se dijo metiéndose
la mano entre los muslos.
Su dedo mayor penetró enseguida
por la abertura de sus bragas y encontró
la perla de carne que el deseo sexual
había comenzado a hinchar. Se acarició
al compás de Marión.
En esta posición la descubrió su
hermano mayor Arsène, un bribón de
quince años que daba muchas
preocupaciones a su familia.
Habiéndose acercado a hurtadillas a
su hermana, no dudó en echarle mano a
las nalgas, tratándola de zorruela.
—Chitón —le dijo ésta—, habrías
podido avisarme, he estado a punto de
gritar.
—Pero ¿qué estás espiando mientras
te la cascas? —preguntó el gran Arsène.
—Míralo tú mismo, es el abuelo que
fornica con la hija de la sirvienta…
—¿La que jode con papá?
—Eso es.
En el castillo todo el mundo sabía
que el hijo del barón se pasaba por la
piedra a la madre de Marión, pero la
cosa parecía muy natural.
Isabelle cedió, pues, su lugar a
Arsène, que actuó de mirón mientras, a
petición del viejo, la pequeña Marión se
había inclinado hacia el bajo vientre de
éste para chuparle el pijo.
—Esa zorruela tiene un culo
prometedor —aseguro el joven
contemplando la mano de su abuelo, que
magreaba con ardor las nalgas de su
juvenil mamona.
—Déjame seguir mirando —protestó
Isabelle—; estás haciendo trampa, yo
estaba antes…
A regañadientes, Arsène le cedió el
lugar pero, como estaba muy
empalmado, descubrió su picha y la
metió sin más preámbulos entre los
muslos de su hermana, que acababa de
recuperar su puesto.
Ésta se volvió, enojada.
—¡Que te den por el culo!
Arsène se rio.
—Dame tú el tuyo y cállate…
—¡Cerdo! —suspiró la joven
castellana abriendo las piernas para
facilitarle el acceso al lugar donde se
sentía ya muy empapada.
Hacía más de un año que su hermano
mayor la había desvirgado en un montón
de heno, en el granero de la granja
vecina. Le gustaba bastante que aquella
gran picha, siempre muy dura, le
deshollinara la almeja, pero creyó que
exageraba un poco haciéndolo en un
corredor del castillo.
Pero la penetración de la verga
fraterna le fue especialmente agradable,
pues tenía el coño mojado de deseo
sexual mientras contemplaba la picha de
su abuelo metida en la boca de la
pequeña Marión.
Las pequeñas campesinas son, pues,
tan guarras como nosotros, se decía,
¡qué cosa más extraña!
Su hermano mayor, que la sujetaba
por las caderas, le metía hasta la guarda
la picha en el conejo, y el placer nació
rápidamente en su carne de niña mala,
ya muy hecha a los goces del sexo.
Mientras se hacía empitonar de esa
suerte, vio que el abuelo había hundido
un dedo en el culo de la joven Marión y
que, según los movimientos de su mano,
estaba frotándole el conducto anal.
Este descubrimiento empeoró el
estado de su libido, ávida de estupro y,
con un apagado gemido, se lanzó a un
magnífico orgasmo mientras Arsène,
consciente de su placer, vertía su
simiente en sus nalgas.
El tunante se había retirado a tiempo
pues, por muy divertido que fuera, le
quedaba aún caletre bastante para
procurar no preñar a su hermana menor.
Colmado tras haber derramado su
leche, quiso saber lo que ocurría en el
tocador.
Jadeando todavía tras la sacudida
sexual, Isabelle levantó su hocico de
bribona, enrojecido por el placer si no
por la vergüenza, y declaró:
—La zorruela se ha sentado sobre la
picha del abuelo.
Arsène se inclinó para comprobarlo
y vio que su hermana decía la verdad.
La joven campesina, sentada en los
muslos del vejestorio, se había metido
en la almeja el viejo miembro, cuan
largo era, hasta la guarda, y del aparato
sexual del Barón sólo se veían los
huevos.
—Si por casualidad goza ahí dentro
—suspiró levantándose—, tal vez nos
encontremos con un tío de más.
—A menos que sea una tía —
rectificó Isabelle.
Luego añadió, muy interesada:
—¿Crees que puede eyacular
todavía, a su edad?
—Lo supongo —respondió Arsène
—, pero habría que ver cuál es el vigor
de sus espermatozoides.
La muchacha volvió a inclinarse
para asistir al final de la sesión, tras
haberse secado el culo con un pañuelo
de fina batista bordado con el escudo de
la familia, para a no mancharse las
faldas con la leche de su hermano
mayor.
Puesto que éste, liberado de su
tormento sexual, se había alejado, la
muchacha metió de nuevo la mano entre
sus muslos para cascarse de nuevo una
paja mientras contemplaba la jodienda.
Se lanzó así a un nuevo orgasmo
precisamente cuando su abuelo gritaba
que iba a descargar.
Rápidamente, la pequeña Marión se
levantó y el cohete de esperma brotó con
orgullo de la congestionada picha que el
viejo aristócrata tenía en la mano.
Hubo otro, más modesto, y el tercero
se redujo a tres gotas que resbalaron por
el viril mástil, que comenzaba a
aflojarse.
Isabelle, profundamente conmovida
por el espectáculo, hurgó largo rato en
el coño con su dedo, felicitándose por
haber sabido pasar tan buen rato.
Aquella niña tan viciosa tenía un
aspecto angelical que engañaba a todo el
mundo. Alta y delgada, pero redondeada
ya en los lugares adecuados, tenía un
rostro de madona iluminado por grandes
ojos de un azul brillante que evocaban
los personajes de Fra Angélico, tanto
más cuanto su larga cabellera parecía
tejida en oro fino.
Tímida y reservada, tenía fama de
ser una niña modelo, aunque un lujurioso
demonio no dejara de atormentar su
pequeño sexo.
Sin embargo, hasta entonces, puesto
que casi nunca salía del castillo
familiar, sólo había fornicado con su
hermano mayor a falta de ocasiones para
divertirse con alguien más.
La creían estudiosa, pues se
encerraba en su habitación para trabajar
con sus libros. En realidad, se trataba
sobre todo de devorar a escondidas
obras eróticas,, de las que su abuelo
Rodolphe tenía una sorprendente
colección oculta en el estante más alto
de la biblioteca, tras una serie de libros
encuadernados de autores especialmente
aburridos, como Boileau o
Vauvenargues.
Tras haber leído (con una sola mano,
claro) las aventuras de la condesa
Gamiani, había soñado durante mucho
tiempo en una picha de asno, matándose
a pajas mientras pensaba que una mujer
podía divertirse con semejante
instrumento.
Le había pedido entonces a su padre
que le comprara uno para su
cumpleaños. Este, que adoraba a su hija,
accedió a su deseo, pero la pequeña se
sintió muy decepcionada pues, al recibir
el encantador animalillo gris, uncido a
una hermosa carreta, advirtió enseguida
no tenía nada bajo el vientre, dado que
se trataba de una burra.
Supo, sin embargo, ocultar su
desilusión, pues era evidente que no
podía confesar al autor de sus días el
inconfesable deseo que había inspirado
su petición.
3

FUE necesario, de todos modos, que


Isabelle pusiera a mal tiempo buena
cara. Tras haber recibido aquel tiro
como regalo, lo utilizó.
La burra, bautizada Cadichonne, la
paseó al trote de sus nerviosas patas por
todos los rincones del gran parque, y
aún más allá, tirando alegremente de la
carreta barnizada en cuyo banco reinaba
su joven dueña.
El hermano de ésta, el gran Arsène,
se dignaba do vez en cuando a
acompañar a su hermana menor en
alguno de esos paseos que le parecían
irrisorios.
Y se equivocaba, pues la burra era
bonita, la carreta rutilante y el tiro no
carecía de encanto, pero id a explicarle
eso a un granuja de su edad, apasionado
por las grandes motos cuyo tubo de
escape trucaba para hacerlas más
ruidosas todavía. Nadie podía pedirle
que degustara el encanto antañón de
semejante entretenimiento, que parecía
salido de algunas de las obras de la
colección Pimpinela.
Si alguna vez acompañaba a su
hermana, era con la firme intención de
magrearla durante el paseo y obligarla a
acariciarle con vistas a aliviar su exceso
de savia juvenil.
Una hermosa mañana de estío, la
pequeña burra gris les llevó, con el paso
tranquilo de sus finas patas, hacia las
tupidas sombras del gran bosque
contiguo al parque del castillo.
Arsène, abrazando a su hermana
menor en cuanto la mansión hubo
desaparecido tras un recodo del camino
que el tiro había tomado, comenzó a
manosearle ardientemente las tetas;
luego, metiendo la mano bajo a ligera
blusa, tomó una al desnudo para
degustar con la palma el pezón erguido
de emoción sexual.
—¡Basta, marrano! —le riñó la
chiquilla—, lograrás excitarme y no es
un buen día.
Sin comprender aquella alusión, el
joven tunante continuó pellizcándole los
pezones, que hacía rodar entre sus dedos
sin atender a las protestas de Isabelle.
Puesto que aquel ejercicio le
produjo una hermosa erección, sacó
deliberadamente el sexo de los calzones
y puso encima la mano de su hermana.
—Tengo ganas de follarte —suspiró.
Pero la niña se negó a cerrar los
dedos alrededor del pijo.
—Ya le he dicho que no era un buen
día…
Pese a la segunda advertencia,
Arsène se empecinó y, sabiendo lo
caliente que era su hermana, intentó
meterle la mano entre los muslos para
tocarle el sexo, pues por lo general en
cuanto un dedo rozaba tan sólo su
pequeño pimpollo, ella se derretía y
quería hacer el amor.
Esla vez, sin embargo, rechazó con
firmeza la osada mano, protestando en
un tono turbado pero firme.
—Realmente, si no lo entiendes eres
idiota. Hay días en que las chicas
estamos indispuestas.
—¡Mierda! —masculló el bribón—,
había olvidado a horrible detalle.
Enojado, apartó por fin su mano y, a
falta de algo mejor, la posó en la precoz
virilidad que apuntaba su descapullado
glande hacia las copas de los árboles
donde arrullaban unos palomos que
sufrían males de amor.
—Me pregunto qué voy a hacer con
mi pobre picha —musitó lanzando una
mala mirada a su hermana—, de todos
modos podrías cascarme una pajita…
—Ni hablar del peluquín —
respondió la pequeña—, cuando te toco
la picha me excito demasiado y tengo
muchas ganas de joder. Y ya te he dicho
que no es el momento.
—¡Qué mierda que te moquee el
coño! —Exclamó el bribón, que se
fingía peor educado de lo que realmente
estaba—. ¿Qué voy hacer yo ahora con
mi picha?
—Le das por el culo a la burra —se
burló Isabelle que, a pesar de su natural
distinción, tenía la boca tan sucia como
su hermano.
Este lanzó una obscena mirada a la
carnosa grupa del animal.
—Tiene buenas nalgas —advirtió—,
tal vez no sea una mala idea…
Ambos soltaron la carcajada y los
ecos de sus despreocupadas risas
resonaron en los bosquecillos
circundantes.
—Eso me recuerda una historia que
uno de los mayores me contó el otro día,
en el colegio…
—¡Vamos, cuéntamela!
—Ocurre en Inglaterra —explicó el
joven—. Hay un tipo que pasea por un
campo a orillas de un río, turbado por
unos furiosos deseos de joder. La
campiña está desierta. Va empalmado
como un caballo y está preguntándose si
se verá obligado a masturbarse cuando
de pronto, advierte que una hermosa
borrica se le acerca. «Te envía el
cielo», grita… Deja que se aproxime y
la acaricia para darle confianza,
comienza luego a magrearle las nalgas.
Y eso se la pone más dura aún.
»Saca entonces su picha e intenta
meterla en la vulva de la borrica. Ésta
parece aceptarlo, pero el tipo es
demasiado bajo y no lo consigue.
»Muy cerca de allí hay una cabaña
en la que encuentra una banqueta que le
sirve a la granjera para ordeñar a las
vacas.
»—Estoy salvado —exclama.
»Coloca el banco tras el culo del
animal y sube encima. De este modo está
justo a la altura requerida.
—¿Y entonces —preguntó Isabelle,
muy interesada y excitada por la
situación—, la jode?
—¡Y un huevo! Precisamente cuando
adelanta la picha, la burra se aleja y se
queda allí, como un imbécil en el banco
con la picha en la mano.
—No es una historia muy divertida,
¿tengo que reírme o qué?
—No seas impaciente, no he
terminado… Pues bien, el tipo baja,
toma el pequeño banco y alcanza a la
burra… La acaricia de nuevo y le
recomienda que no se mueva mientras
vuelve a subir al banco. Es inútil,
cuando la punta de su glande alcanza los
labios de la negra vulva… el animal se
larga de nuevo…
—Tu historia comienza a cansarme,
ya veo lo que va a ocurrir, el tipo sube
otra vez al banco… la burra se larga…,
etc.; y no hay motivos para que la cosa
termine…
—Cállate y déjame continuar… Las
cosas ocurren, efectivamente, como has
dicho, pero de pronto el tipo escucha un
grito procedente del río. Corre y ve a
una muchacha que acaba de caer al agua
y se agita en la corriente gritando:
«Socorro, no sé nadar…».
»Atendiendo sólo a su valor, se
arroja al agua y devuelve a la joven sana
y salva a la orilla.
»Esta es muy hermosa, el vestido se
pega a su hermoso cuerpo y revela unas
apetecibles formas, abre unos ojos
llenos de agradecimiento y también sus
desnudos brazos a su salvador…
»“—Ah, caballero, os debo la vida,
pedidme cualquier cosa, os obedeceré…
»Entonces el tipo se levanta y,
señalando a la burra, que está paciendo
junto a ellos, dice:
»“—Si pudierais sujetarme a la
borrica —responde…
Esta vez la pequeña Isabelle se rio
de buena gana ante aquella imprevista
salida. Luego, puesto que su hermano
sigue abrillantándose la picha, le dice:
—Si deseas que te preste el mismo
servicio con Cadichonne, estoy a tu
disposición, Arsène…
—Estás como una cabra —responde
el muchacho—, mejor sería que me
hicieras una mamadita, tengo ganas de
descargar…
Isabelle no responde porque es del
tipo obstinado. Cuando se le mete una
idea en la cabeza, allí se queda.
Precisamente están atravesando un
hermoso claro absolutamente desierto,
donde los leñadores de papá acaban de
talar algunos grandes árboles.
—Ya ves, Arsène —dice ella
deteniendo el tiro—, si te subes en uno
de estos tocones estarás a la altura
adecuada para empitonar a la burra,
exactamente como el tipo de tu historia
con su banco de ordeñar vacas, y yo
representaré, de buena gana, el papel de
la ahogada…
—Realmente eres aún más viciosa
que yo —suspiró el hermano mayor—.
Tienes cada idea…
—Palabras, palabras, pero tú acabas
de darme esa idea, no jodas, amiguito…
Y entonces bajó de la carreta,
desunció a la burra y mostró el tocón a
su hermano.
—Súbete ahí arriba, cerdo, y
desenvaina la picha…Vamos a ver de
qué eres capaz… Mira qué hermoso
culo tiene la muy zorra de la burra…
Estoy segura de que tu gran trasto va a
gustarle.
Puso la mano en la bragueta del
muchacho y sacó su polla con cierta
dificultad, porque estaba tan empalmado
que se atascaba en los calzoncillos.
—Cáscame una paja —suplicó el
chiquillo.
—Jamás de la vida, quiero que
jodas a la burra.
—Tú lo habrás querido —rugió el
joven monstruo levantando la cola del
animal mientras su hermana, haciéndola
retroceder, lo ponía a su alcance.
Puso la punta de su verga en la raja
de la hembra y, con un buen empujón de
los riñones, se la hundió por completo
en el sexo.
El animal se estremeció y lanzó un
rebuzno de gozo para saludar aquella
curiosa intromisión, pues no parecía en
exceso extrañada de lo que ocurría en su
popa. Hasta el punto de que era posible
preguntarse si ti antiguo propietario no
la habría acostumbrado a semejante
tratamiento.
En cualquier caso, el joven
castellano había comenzado un frenético
vaivén en aquella funda cálida que tan
bien le hacía en la polla.
—¡Llénala bien! —suspiró Isabelle,
que a duras penas podía evitar
masturbarse ante aquel inédito
espectáculo que hacía perder la chaveta
a sus sentidos de joven viciosa. Pero
temía asquear a su hermano mayor con
la visión de su paño higiénico, cuya
presencia incluso la atormentaba, pues
hacía poco tiempo que había tenido su
primera regla.
De todos modos, Arsène no parecía
en absoluto asqueado por la fechoría
que alegremente estaba realizando.
Babeaba de excitación, con la cabeza
hacia adelante contemplando su dura
verga que iba y venía, entre los oscuros
labios de la vagina del animal.
—La muy zorra, creo que mi pijo le
gusta —suspiró mirando a su hermana,
cuyos encendidos ojos no se perdían ni
una mirada de aquel extraño
acoplamiento en el soleado claro.
—Dale tu leche —murmuró con voz
sorda—. Dale el jugo de tus cojones…
llénala de esperma… me excita…
—Ya está… ya está… descargo…
Mmmm. Ah… Sí, qué bueno es… ¡Ah,
ahí va todo…!
—Estoy celosa —suspiró Isabelle
apretando con sus muslos el paño
higiénico.
4

ALGUNOS días después de la


memorable aventura, Isabelle se
encontró con Marión, que iba a buscar a
su madre al salir de la escuela
municipal.
Ésta la saludó con cierta deferencia,
pues sólo la conocía de vista, pero su
mamá le había enseñado que debía
mostrarse muy cortés con los castellanos
que le permitían ganarse el pan.
Desde que la había sorprendido
fornicando con su abuelo, la
incandescente Isabelle había pensado a
menudo en aquella pequeña marrana que
también sabía meneársela para que los
viejos señores se empalmaran antes de
chuparles la polla y sentarse encima.
Muy experta, al menos en teoría
gracias a sus lecturas, en lo concerniente
a las cosas del sexo, no ignoraba que las
chicas podían divertirse entre sí y
conocer los goces de la carne sin tener
necesidad de muchachos.
La joven Marión le parecía una
compañera muy adecuada para
experiencias de este tipo.
De modo que se hizo azúcares y miel
para domesticarla, fingiendo ignorar la
diferencia de clase que la separaba.
—Creo que vas al castillo.
—Sí, señorita.
—Llámame Isabelle, tenemos la
misma edad. Y tú ¿cómo te llamas?
—Marión…
—Es muy bonito. ¿Tu mamá trabaja
en casa, no es cierto?
—Sí… señorita…
—Te he dicho que me llamaras
Isabelle…
—Sí… Hum… Isabelle… —la
pequeña Marión sonrió ruborizándose
ante tanta amabilidad por parte de
aquella niña rica.
—Ven conmigo, voy a llevar una
carta al correo y las dos volveremos
juntas al castillo… Me aburre pasear
sola.
Quiso también que Marión la
tutease, pero no lo logró sin dificultades,
aunque al cabo de unos minutos, la
intimidad se había establecido por
completo entre las dos niñas, que no
habrían actuado de otro modo si
hubieran sido educadas juntas.
La madre de Marión se extrañó
mucho al ver aparecer a su hija en la
gran avenida del castillo, con el brazo
apoyado en el de la señorita Isabelle.
Y no creyó en lo que estaba oyendo
cuando advirtió que las dos niñas se
tuteaban.
—Dile que te quedas conmigo,
Marión, volverás un poco más tarde, eso
es todo.
—No te das cuenta, Isabelle, me
necesita para que la ayude.
—Yo misma se lo diré, no te
preocupes.
La madre de Marión había oído la
conversación mientras las niñas pasaban
bajo la terraza donde ella estaba
terminando su trabajo.
—Señora Louise —gritó Isabelle—,
Marión se queda conmigo un rato, ¿no le
molesta?
—Bueno… ejem… No, señorita
Isabelle…
La pobre mujer estaba toda
trastornada.
—Espero que te comportes como es
debido —dijo, dirigiéndose a su hija
que estaba tan pasmada como ella.
—Claro, mamá, claro.
Encantada de poder disponer de
Marión, Isabelle la tomo de la mano y la
llevó hasta su habitación por los
corredores y las escaleras del antiguo
edificio. Un poco extrañada por tan
súbita amistad, Marión había seguido a
la joven castellana preguntándose a
dónde querría ir a parar.
No iba a tardar en saberlo.
—Eres bonita, ¿sabes? —le dijo
ésta en cuanto tuvieron en la alcoba
tapizada de tela de Jouy…—. Me
pareces muy guay… Si fuera un
muchacho, te cortejaría… —Marión
tragó saliva con dificultad, sin
comprender muy bien todo aquello—.
¿Sabes? —prosiguió Isabelle—, tengo
unos vestidos que no me pongo nunca,
¿te gustaría probarte uno? Podrías
llevártelo…
—No lo sé —farfulló Marión,
impresionada por el número de vestidos
colgados del armario que la joven
aristócrata acababa de abrir.
—Mira esto —le dijo descolgando
un vestido de flores multicolores sobre
fondo azul celeste—, creo que te sentará
bien, Marión.
Quítate el que llevas para
probártelo…
Inocentemente, la chiquilla se quitó
la camisa y la falda de algodón. Se
quedó desnuda, salvo por las pequeñas
braguitas blancas.
Isabelle se acercó insidiosamente,
pasándole una mano acariciadora por
los hombros…
—Hmmmm —suspiró—, realmente
estás muy bien hecha.
—¿Tú crees? —preguntó Marión,
algo turbada de todos modos…
—Mmmmm —prosiguió la pequeña
viciosa—, tienes las tetas como
manzanas, ¿me permites?
Y sin esperar la respuesta, las
envolvió con sus dos, manos, palpando
ávidamente los pequeños montículos de
carne firme y pasando un pulgar lascivo
por los pezones que, instintivamente, se
irguieron ante aquella caricia.
—Se te han empalmado las puntas,
marrana —gruñó Isabelle sacudiendo su
larga cabellera rubia, que acariciaba
con sus hebras de oro el pecho desnudo
de la joven campesina.
—Perdóname —suspiró Marión—,
no sé por qué, pero siempre me hace el
mismo efecto.
—¿Te excita que te toque? —
preguntó Isabelle, encendiéndose ante la
ingenua reacción de Marión.
—Claro —asintió ésta.
—¿Y si te chupara los pezones?
Isabelle no aguardó la respuesta y se
inclinó sacando la lengua para
abrillantar los hermosos frutos de carne,
ya muy hinchados.
—¡Ah! —suspiró Marión cuando los
labios de la muchacha rubia se cerraron
sobre uno de sus pezones—, me das
tanto gusto…
Isabelle degustaba con arrobo
aquella carne juvenil. Los autores
libertinos no engañaban. Es muy
excitante besar las tetas de una
muchacha, aunque tú lo seas.
Recordando el modo como chupaba
la polla de su hermano mayor, hizo lo
mismo para cosquillear,
alternativamente, las duras y pequeñas
puntas de las tetas de Marión. Es decir,
que, tras haber apretado los labios sobre
su consistencia, las acarició con la punta
de la lengua y, luego, aspiró con fuerza
como si quisiera sacarles el jugo. A
continuación, dejó que su lengua se
ablandara para lamer lascivamente todo
el pezón y luego hacerla resbalar en
redondo por las aureolas, siguiendo su
trazado, antes de picotear, de nuevo,
punta de un modo muy excitante…
Aquello resultaba muy interesante y
sus braguitas estaban ya empapadas.
Deseando comprobar si su
compañera sentía entre los muslos los
mismos efectos, puso allí la mano y
encontró una mojadura que la
entusiasmó.
Uno de sus tunantes dedos se metió
entonces bajo la braga y tocó los labios
mayores, muy velludos, de la niña ya
mujer.
—Mmmm —dijo ésta—, ¿qué estás
haciéndome?
—Te casco una paja —respondió la
castellana aumentando la presión de su
dedo, que acababa de encontrar la
elástica consistencia de una hermosa
perla oculta en el pelo del conejo.
—Me das gusto —afirmó Marión,
abandonándose a la dulce euforia de que
se la meneara tan encantadora
compañera.
—Dame la mano —murmuró ésta—,
me gustaría que me hicieras lo mismo.
De este modo, súbitamente
desencadenadas, las dos muchachas se
la cascaron hasta que llegó el goce…
—Sí… sí… —suspiraba Isabelle—,
menéamela bien… me gusta tu dedo en
mi clítoris… dale vueltas…sí,
cáscamela… ¡Ah, qué gusto…! ¿Te gusta
a ti?
—Oh, sí, Isabelle, me harás gozar…
Era muy sencillo, y el resultado no
se hizo esperar indefinidamente. Unos
minutos más tarde, las dos almejas
gozaban entre aquellos dedos, inundando
las falanges con sus jugos de mozas en
celo.
Tras haberse puesto las botas, se
encontraron abrazadas, boca contra
boca, y fue Isabelle quien metió una
lengua agradecida entre los labios de la
joven campesina…
—Me has hecho gozar mucho,
¿sabes?… Qué gusto, querida. ¿Y tú?…
—No me hables, nunca había gozado
tanto…
—¿Ni siquiera con mi abuelo? —
preguntó Isabelle con una aviesa
sonrisa…
—¿Qué quieres decir con eso?…
—Te vi el otro día, en el tocador…
Jodías con el viejo, ¿no te da
vergüenza?
—Bueno, ¿sabes?, no me atrevía a
decir no…
—Te jodió, zorra, ¿no te avergüenza
joder así con un vejestorio?
—Me sentó a la fuerza en su dura
polla, me habría gustado verte allí…
—Te empitonó enseguida, mi pobre
amiga…
Estaba muy empalmado para su
edad.
—No podía creérmelo —reconoció
Isabelle.
—¿Nunca ha intentado joderte? —
preguntó Marión.
—¡Estás loca! Es mi abuelo…
—¿Y qué? El mío lo intenta a
menudo, afortunadamente no puede, su
picha se dobla por la mitad…
Isabelle soltó una carcajada y,
artera, volvió a magrear los muslos de
su nueva compañera.
—¿Jodes con los muchachos de tu
edad?
—No… Se la mamo…
—Guarra… ¿Cuántas pichas habrás
chupado?
—No lo sé, ya no las cuento… Al
salir de la escuela municipal, los chicos
me siguen en grupos de a cinco… nos
detenemos
detrás de un seto y, luego, me pongo
de rodillas en la hierba, lo hago en
serie.
—Realmente eres una zorra…
Muéstrame cómo lo haces.
Las dos niñas reían nerviosamente
tan calientes una como la otra ante
aquella salaz evocación.
Isabelle se levantó el vestido, bajo
el que no se había puesto las bragas, y
gritó:
—Haz como si yo fuera un
muchachito de la escuela municipal…
Sin hacerse de rogar, Marión se
arrodilló en la alfombra de la alcoba,
levantó el antebrazo para fingir que le
cascaba una paja a una imaginaria picha
y, luego, abrió los labios y sacó la
lengua para lamer uno de sus dedos…
—Lástima que no tenga una pequeña
picha —suspiró Isabelle—, te la metería
en la boca… debe de dar un gusto que te
la chupen…
La manita de Marión se volvió como
sopesando un par de testículos
infantiles.
—Mientras se la chupo, levanto sus
cojones en mi mano, me gusta sentir las
dos bolas en su bolsa de piel…
—Me excitas —murmuró Isabelle,
cerrando de pronto los muslos para
aprisionar la mano de su amiga—. Yo no
tengo cojones, pero sí un pequeño
conejo que me da ahora muchos picores,
si metes un dedo dentro, será un gusto…
—¿Así?
Marión levantó su hocico con aire
interrogador mientras hacía ir y venir su
índice en el hueco de su cómplice.
—Sí, qué bueno, me gusta mucho, es
como si me jodieras… ¿Sabes lo que
podrías hacer también?… Podrías
intentar chuparme…
—No puedo, no tienes polla…
—¿Y qué es eso? —preguntó con
una sonrisa la pequeña castellana
pellizcándose el pimpollo.
—¡Qué ideas se te ocurren…!
—No invento nada, he leído en los
libros que las mujeres se chupan el
clítoris para hacerse gozar mutuamente.
Es una moda que nació en Lesbos.
—¿Dónde está este lugar?
—No lo sé, en Grecia… pero,
créeme, eso lo hacen también en Saint-
Tropez… No te preocupes y no me
mires de ese modo, toma mi botoncito
entre los labios y aspíralo, luego
veremos…
La pequeña campesina pegó su boca
redondeando los labios como si quisiera
beber un huevo y luego los cerró sobre
el clítoris amablemente ofrecido a la
espera de la caricia aspiradora.
—¡Mmmm!, es delicioso… —
suspiró Isabelle tendiendo su vientre
hacia adelante—, continúa, es extra…
¡ah, sí! Chúpame muy fuerte… Ah…
sí… qué gusto… pasa la lengua
alrededor… me excitas. ¡Ah, qué gusto
me das, marranita…! Vas a hacerme
gozar…
Los jugos de su emoción corrían por
la barbilla del Marión, que chupaba
hasta perder el aliento la pequeña
prominencia carnosa que se hinchaba
entre sus labios.
Locamente excitada también, ponía
todo su ardor en la tarea, sufriendo sin
inmutarse las idas y venidas del bajo
vientre, que se apoyaba
espasmódicamente en su boca, mientras
Isabelle le apretaba lo alto del cráneo
para que no retrocediera y siguiese
trabajando con su experta lengua.
Arrastrada por una desenfrenada
pasión, hundió sus dedos en la raya del
culito que estaba magreando
nerviosamente mientras chupaba el
capullo de Isabelle, luego le frotó el
orificio anal antes de forzar su abertura
con la yema de un índice tunante.
—Qué estás haciendo, bribona, me
das por el culo?
—¿Quieres?
—Hazlo —suspiró la joven libertina
—, húndeme tu dedo en el agujero del
culo mientras me mamas el clítoris…
gozaré en tu boca.
Marión no se hizo de rogar, feliz de
haber encontrado una compañera tan
guarra como ella misma. Su dedo forzó
la abertura del pequeño orificio y se
introdujo en la estrecha cavidad
frotando las mucosas del conducto anal
y produciendo unos gemidos de
perverso goce en su compañera medio
extasiada.
—Más fuerte, marrana, dame más
fuerte por el culo, descargaré en tu
lengua…
Había aprendido aquellas palabras
en los textos porno que leía desde hacía
semanas, y se sentía muy excitada
pronunciándolas a sabiendas, en vez de
murmurarlas en secreto mientras se
hacía gozar a solas en su camita.
Aquella profunda caricia unida a la
diversión clitórica no tardó en producir
su efecto. De pronto, sus dedos se
crisparon en la cabellera de Marión y
gimió sordamente.
—Gozo, querida… toma mis zumos
en tu boca… Bébeme toda… Me
derrito…
Siguió jadeando suavemente
mientras duró su orgasmo, y la pequeña
devoradora de conejos lamía Ion
chorros de su goce con igual glotonería.
Como siguiera lamiéndola cuando
los espasmos del éxtasis sexual se
habían calmado ya, Isabelle apartó con
un gesto de dulzura la frente húmeda de
la pequeña mamona.
—Me has hecho gozar
maravillosamente… No sabía que
pudiera dar tanto gusto que una chica te
chupara.
—Estoy contenta, ha sido muy
excitante, Isabelle, y eso me ha dado
ganas de…
Marión se había llevado la mano a
la entrepierna y se tocaba el clítoris sin
vergüenza alguna, ante su amiga,
ruborizada aún de placer.
—¿Quieres que ahora te chupe yo,
marranita? ¿Te gustaría, verdad…?
—No me atrevía a pedírtelo,
Isabelle…
—Tiéndete en el suelo, voy a
ponerme al revés para besarte la almeja,
así tu podrás divertirte, al mismo
tiempo, con la mía…
En los libros, a eso lo llaman hacer
el sesenta y nueve.
—Yo creía que sólo podía hacerse
con un chico…
—¿Por qué no con una chica? —rio
la joven ninfómana poniéndose a cuatro
patas sobre el hermoso cuerpo
abandonado, con los muslos abiertos, a
su juvenil salacidad.
Marión sintió su cálido aliento en
los pelos de su conejo y avanzó su
vientre al encuentro de la lengua que se
dirigía a su inflamado capullo.
El contacto de ambos órganos fue de
una extremada suavidad, y la joven
campesina comenzó a gemir enseguida.
—Qué bueno es… es maravilloso…
Ah, sí, lámeme… chúpame el coño…
menéamela con la boca… ah, guarra qué
gusto me da…
Mientras se dejaba devorar así, tenía
ante los ojos la hermosa raja rosada de
su compañera, que brillaba muy húmeda
entre sus pelos dorados. Posó en ella un
dedo acariciador e, inmediatamente,
Isabelle respondió moviendo su
pequeño culo mientras gruñía de placer,
con la nariz metida entre las nalgas de su
compañera.
Luego, poco a poco, fue bajando su
grupa y acabó sentándose de lleno sobre
el rostro de Marión.
Ésta sintió el húmedo conejo que se
aplastaba de nuevo en sus labios y
volvió a sacar la lengua para hundirla en
la ofrecida vulva.
Muy pronto dejó de resistir el deseo
de hundir de nuevo su índice en el
agujero de aquel culo en movimiento, lo
que complació mucho a Isabelle,
incitándola a hacer lo mismo con la
cómplice de sus perversos juegos.
Puesto que las mismas causas
producen los mismos efectos, tras unos
instantes deliciosos consagrados, por
ambas partes, a ese doble ejercicio, dos
vibrantes orgasmos estallaron al mismo
tiempo, sacudiendo los jóvenes y
conmocionados cuerpos.
Acurrucándose gualdrapeadas,
ambas chiquillas se descargaron en la
boca durante más de un minuto,
gimiendo como condenadas…
Ha sido cojonudo —suspiró Isabelle
levantándose muy satisfecha de aquella
experiencia lésbica.
5

TRAS este episodio tan logrado, las


dos niñas se hicieron inseparables.
Llegado el tiempo de las vacaciones,
Marión pasaba todos los días en el
castillo.
Isabelle la llevaba en su carreta, al
breve trote de su borrica, privada de su
ardiente caballero, el apuesto Arsène,
que se había ido con mamá a la orilla
del mar.
La joven castellana había confesado
a su nueva amiga que follaba con su
hermano mayor y, un día que estaba de
humor confidencial, le contó cómo le
había obligado a joder, ante sus ojos, a
la borrica… Contrariamente a lo que
había creído, Marión no se mostró
horrorizada ante la evocación de aquel
acto de bestialidad, y ella misma
reconoció que mantenía relaciones
sexuales con su perrito.
—Me gustaría probarlo —suspiró
Isabelle—; tendrás que dejarme
disfrutar de tu Tom… siempre que no te
sientas celosa…
—No hay celos en las marranadas
—replicó la amoral chiquilla—. Todo lo
que puede hacer gozar, debe
compartirse… Incluso si quisieras
probar al vicario, un día te llevaría a la
sacristía.
—Exageras un poco —observó la
joven aristócrata—, hacerlo con un
perro o un asno, de acuerdo, pero creo
que con el vicario sería un pecado
mortal.
—Tu madre no piensa lo mismo —
se rió Marión.
De este modo, la pequeña damisela
del castillo supo de los extravíos de su
mamá, la baronesa Armande.
—Con un abuelo asqueroso y una
madre que es una zorra, no es extraño
que me sienta atraída por el sexo.
—De todos modos, tienes que ser
muy viciosa para joder con tu hermano
mayor —observó Marión.
—¿Sabes?, eso no es nuevo,
querida. Si fueras más culta sabrías que
la historia está llena de las hazañas
incestuosas de los grandes de este
mundo. Ya el emperador Calígula se
pasaba alegremente por la piedra a mi
hermana mayor. Claro que también se
jodía a su caballo.
—¡Hala, que no pare! —suspiró
Marión.
Aquellas palabras parecieron muy
sibilinas a la pequeña campesina, pero
el hecho de fornicar con un caballo le
pareció muy interesante…
—¿Has visto las pichas que tienen?
… realmente dan miedo… Me gustaría
cascársela a una, debe de llenarte las
manos.
Me has dado una idea —exclamó
Isabelle—, ven a los establos, papá
acaba de comprar un caballo muy dócil,
lo magrearemos sólo para ver…
Unos minutos más tarde, las dos
bribonas se deslizaban en el box de
Agamenón, un hermoso semental bayo
oscuro, al que Isabelle tranquilizó
dándole un mendrugo de pan que un
mozo había olvidado en una mesa.
—Vamos —le dijo a su cómplice—,
mientras yo le acaricio el cuello cuida
de no recibir una patada… pásale
suavemente la mano por el vientre, ya
veremos…
No tardaron en ver, en efecto. Desde
que la osada manita de la chiquilla rozó
las regiones sensibles del abdomen,
saliendo de su funda negruzca, apareció
In picha del caballo.
Un largo cilindro de carne rosada
empezó a crecer, como una monstruosa
flauta, y colgó más de 40 centímetros,
por lo menos, bajo el vientre del animal.
—Le has empalmado, guarra —
suspiró Isabelle locamente estimulada
por aquella visión lúbrica.
—¿Crees que puedo tocarlo?
—Prueba…
La chiquilla acercó un dedo a la
punta de la inmensa columna y ésta se
enderezó enseguida y, luego, cayó de
nuevo arrastrada por su peso, mientras
seguía balanceándose a impulsos de los
aflujos sanguíneos que la hinchaban.
—Eso sí que es un cacho de carne
—suspiró Marión fascinada por el
descubrimiento.
—Cáscasela —ordenó Isabelle con
voz ronca.
—No me atrevo, hazlo tú…
—De acuerdo, déjame hacer, mira,
yo no me rajo…
Los pequeños dedos de la joven
castellana eran demasiado cortos para
poder abarcar por completo aquel
vibrante cilindro, pero se cerraron de
todos modos, a duras penas, e iniciaron
un lento movimiento vertical de
pajillera.
Satisfecho por la ganga, Agamenón
comenzó a relinchar agitando su crin.
—Bien hecho, marrana —murmuró
Marión tendiendo a la vez el brazo.
—Será necesario echarte una mano
—rio, con el corazón palpitante de
emoción.
—Hay lugar para dos —declaró
Isabelle, con la mayor seriedad del
mundo. ’
Uniendo sus salaces esfuerzos, las
dos chiquillas, enloquecidas por el
estupro, se pusieron entonces a
masturbar al animal que, en teoría, se
sentía muy encantado.
—La tiene como un caballo —
bromeó Isabelle…
—¿Crees que va a gozar? —
preguntó Marión.
—¿Por qué no?, me excita pensar en
todo lo que va a sacar … tengo ganas de
chupársela…
—No puedes chuparle la picha a un
caballo, idiota, tienes la boca
demasiado pequeña…
—Tal vez podría lamerle la punta…
—¡Estupendo!
Olvidando cualquier prudencia, la
damisela del castillo se acuclilló bajo el
vientre del semental y el inmenso pene
de éste, bien dirigido por la mano de
Marión, rozó su boca…
—¡Vamos, lame!
Isabelle sacó la lengua y la pasó por
el extremo llano de aquel sexo tan
caliente.
—Es estupendo —exclamó—,
deberías probarlo también…
Tras unos instantes de vacilación, la
pequeña se decidió y se reunió con su
compañera. Mejilla contra mejilla, las
dos excitadas palpaban la enorme polla
con sus dedos ávidos, limpiando la
pegajosa punta con idéntico frenesí.
Cuando la inmensa picha se puso de
pronto muy dura, Marión comenzó a
sentir miedo.
—Va a descargar —exclamó
retirando un poco su hocico.
Pero Isabelle, enloquecida por el
estupro, la sujetó firmemente por el
cuello, obligándola a permanecer
expuesta al peligro, y lo que temía
sucedió.
Lo recibió todo en pleno rostro y su
compañera recibió también su parte en
la distribución.
Unos violentos chorros de materia
animal brotaron de la picha del caballo
e inundaron los dos rostros crispados de
las chiquillas.
Cegados por los chorros de leche,
con los cabellos empapados de aquella
espesa crema, con los labios manchados
del esperma chorreante que no dejaba de
manar, se batieron por fin en retirada,
secándose como pudieron con sus
brazos, incapaces de pronunciar una
palabra por la impresión y el miedo que
les estrechaba ahora la garganta. ¡Ya era
hora!
Agamenón, mientras, celebraba la
liberación orgánica con alegres
relinchos que habrían atraído al mozo de
cuadra si no hubiera estado ya allí,
viendo solapadamente esta escena
bestial desde el momento en que,
intrigado por los primeros relinchos del
animal, se había colocado detrás de su
box para ver lo que ocurría.
No había tardado en estar seguro y
plantar allí mismo la estupefacción
primero y la excitación sexual más
tarde, había acabado sacando su gran
polla de la bragueta patinada para
sacudírsela mirando a las jóvenes zorras
que se masturbaban y chupaban la picha
del caballo.
Llevado por su impulso seguía
cascándosela frenéticamente cuando,
librándose por fin del esperma que le
tapaba los ojos, Isabelle le descubrió.
—Pero… —exclamó sorprendida—
¿qué estáis haciendo aquí, Thomas?
¿Qué modos son esos…?
—Es una pregunta que yo podría
haceros también, señorita —repuso el
patán, decidido a aprovechar la ocasión.
—Supongo que se lo contaréis todo
a papá —murmuro la joven algo
desconcertada, de todos modos—; no
importa, diré que no es cierto y que
habéis querido violarnos. Me creerá a
mí…
—Sería, en efecto, menos increíble
que lo que acabo de ver —replicó el
mozo, que no carecía de sesera, aun
manoseándose la
polla ante su joven dueña.
Marión, que hasta entonces no había
dicho nada, creyó oportuno meterse en
la discusión.
—Creo que mejor sería dejarlo
correr —le sugirió a su compañera,
cuyos ojos brillaban de cólera bajo su
melena, que brillaba con aquella extraña
gomina.
—La pequeña señorita tiene razón
—admitió Thomas ; podríamos
arreglarlo…
Esa era también la opinión, no
formulada todavía, de Isabelle, que no
apartaba los ojos del gran pijo
campesino, sintiendo en su interior un
súbito deseo que le daba calambres en
la almeja.
—Bueno —dijo acercándose al
mozo y tendiendo, un remilgos, la mano
hacia su bajo vientre—; si te damos
gusto, ¿mantendrás la boca callada,
Thomas?
—Claro, señorita Isabelle —declaró
el rústico y, levantando la mano derecha,
añadió—: ¡lo juro!
Como para hacer el juramento había
soltado unos instantes su polla, la joven
castellana se apoderó de ella sin
rechistar y comenzó a acariciarla
suavemente con sus finos dedos de
aristócrata.
—Ah, sí —gimió Thomas—, qué
gusto me estáis dando, señorita
Isabelle…
Para no quedarse atrás, Marión
metió también su mano entre las piernas
del tipo.
—Voy a sacar sus cojones —
murmuró, registrando en la bragueta muy
abierta ante la oscura y recia pilosidad
del muchacho.
Era un joven campesino de unos
veinte años, cuyo labio superior se
adornaba ya con un tupido mostacho, no
muy alto, pero robusto y ciertamente
bien provisto por la naturaleza en lo que
a sexo se refiere, pues la joven
castellana tenía de momento las manos
llenas y la pequeña Marión, por su
parte, sopesaba como una entendida el
gran paquete de los velludos cojones
que acababa de extraer del pantalón.
—Qué dura la tiene —suspiró
Isabelle—. Tócala, querida, parece un
pedazo de madera…
—Me gusta más eso que un pedazo
de madera —respondió la niña—.
Dámela, voy a chuparla…
—De acuerdo; pero no hagas que
descargue enseguida, de todos modos
quiero aprovecharla… —suspiró la
rubia abandonando a regañadientes su
paja.
—No os preocupéis, señorita
Isabelle, tendréis lo vuestro —prometió
el muchachote, encantado ante aquella
aventura poco frecuente.
Mientras, Marión se había ya
arrodillado para tomar en su boca el
glande carmesí del mozo.
Sus labios juveniles se cerraron tras
el collarín y comenzó a bruñir aquel
dardo con pequeños lengüetazos, y el
muchacho suspiraba de placer.
Isabelle, muy excitada por aquel
espectáculo y agitada aún por el diluvio
de esperma que le había salpicado el
rostro, se arremangó rápidamente el
vestido y, poniendo un dedo bajo las
bragas, comenzó a acariciarse el
capullo.
—¿Puedo permitirme ayudaros,
pequeña señorita? —preguntó el paleto
acercando la mano a los muslos
desnudos.
—Si lo deseas, Thomas, espera que
me quite las bragas, será más fácil para
ti con esos sucios dedazos.
El cateto no se enojó por aquella
observación y metió la mano en la
entrepierna que su joven patrona le
ofrecía complacida. Un robusto índice
se hundió en los labios viscosos de licor
y desapareció en la cavidad de la vulva
donde se agitó torpemente, procurando
mii embargo una dulce euforia a la
muchacha, cuyo coño se adaptaba a
cualquier presencia.
Aunque se sintiera, por su lado, muy
satisfecha con la gran polla en la boca,
Marión no dejaba de retorcerse, pues
los adoquines del establo le magullaban
las rodillas…
Fue el mozo quien, advirtiéndolo,
sugirió que fueran a proseguir tan
interesante conversación a tres en la
paja que se hallaba al fondo del
edificio.
Empalmado aún, con la picha en la
mano, siguió a las dos chiquillas que,
sin remilgos, se quitaron los vestidos
para estar más cómodas, pues el tiempo
se anunciaba tormentoso.
Pero cuando Marión quiso meterse
de nuevo en la boca la estaca del mozo
de cuadra, Isabelle, que se había tendido
con las piernas al aire, protestó.
—Quiero metérmela en el conejo…
Ven a follarme, dame un buen revolcón
que me haga gozar.
Le dio unos cuantos, claro, y aquella
soberbia polla empitonó a la muchacha
mucho mejor que el aristocrático
instrumento de su hermano mayor.
El miembro no era muy largo, pero
sí grande y muy duro.
El hombre la embestía con fuerza,
con grandes movimientos de sus lomos,
e Isabelle deliraba de placer mientras
Marión, tirando de los huevos del
jodedor, se cosquilleaba el botoncito
con los dedos de la otra mano.
—Va a hacerme gozar con su enorme
polla —suspiró la damisela del castillo,
cuyas hermosas piernas, levantadas
hacia el techo del establo, se agitaban al
compás de los pistonazos que le
destrozaban la vagina.
—Date prisa —le pidió Marión—,
yo también quisiera mi parte. Lo
necesito de veras, tengo el conejo
ardiendo…
—Demasiado tarde —rio sarcástica
Isabelle—, está descargando en mi
vientre… ¡Carajo, cómo me está
poniendo! Más, Thomas, más, vacía en
mí tus cojones, voy… toma… ah… ya
está, gozo con tu leche… Ah, que
gusto… Ah, me corro… toma… toma…
ja, ja —gozo…
—Pandilla de guarros —suspiró
Marión acelerando el vaivén de su dedo
sobre el botoncito para precipitar el
hermoso orgasmo que asomaba la nariz
en sus órganos de hembra lúbrica antes
de tiempo.
—Gozo también —suspiró abriendo
los brazos en cruz, tendida en la paja
junto a la pareja que resoplaba al
unísono tras aquella común sacudida.
Cuando el mozo se desconectó de
aquel joven cuerpo jadeante, Marión se
deslizó entre los muslos de su amiga y
hundió allí el rostro, sacando una lengua
demente para lamer el jugo de los
cojones del patán, que goteaba del borde
de los viscosos labios…
—Ah, sí —suspiró Isabelle—,
lámelo todo, cómete el esperma, sé una
guarra, me estás excitando; lámeme el
botón, voy a arrancar de nuevo…
Entonces Marión se desmelenó
devorando el coño de la hermosa rubia,
que clamaba de nuevo su placer,
poniendo las piernas sobre la cabeza de
la mamona.
Thomas contemplaba aquel
espectáculo con un interés que iba
creciendo al igual que su polla. Cuando
ésta estuvo muy dura, volvió a
masturbarse con los ojos clavados en la
lengua marrana que iba y venía por los
rosados pliegues del joven coño de su
patrona.
—Chupa bien a esa guarra —
murmuró sin pensar en nada malo.
Pero Isabelle, a pesar del goce que
le inflamaba el cuerpo, le reconvino.
—Permaneced en vuestro lugar,
Thomas, ésa no es manera de hablarme.
—Quería decir… —suspiró el
muchacho manoseando su gran picha ya
muy dura—, es que… creedme, señorita
Isabelle, eso me excita tanto que no sé
ya lo que me digo…
Tranquilizada, Isabelle lanzó una
lúbrica mirada a la gran ciruela de su
glande, que se agitaba bajo los vaivenes
de los torpes dedos por la columna
carnal.
—¿Por qué no se la metes en el culo
en vez de discutir? —dijo.
La oferta era ambigua, incluso para
un simplón como Thomas. Meter la
polla en el culo de una moza significa a
menudo, simplemente, follarla. Ahora
bien, entonces precisamente el tipo se
sentía fascinado por el joven nalgamen
desnudo que tenía ante los ojos.
—¡Cagüendiós! —murmuró—, de
buena gana le daría por el culo a esa
zorra…
—Hazlo —le alentó Isabelle entre
dos gemidos de placer.
—Ten cuidado —dijo entonces
Marión volviéndose hacia la gran polla
rígida que le amenazaba las nalgas—.
Eres muy potente y tengo miedo de que
me destroces…
—Lo haré despacio —suspiró el
bueno del muchacho, magreando los
carnosos globos ofrecidos a su
lubricidad.
Los abrió tanto como pudo y,
metiendo sus dedos en el húmedo coño
de la chiquilla, untó su ojete con una
buena decocción de materia grasa
obtenida de la misma fuente, sólo para
lubrificar la reticente pastilla que se
contraía bajo los reiterados tocamientos.
—Ya ves —murmuró el mozo—,
entra solo… mi dedo se te mete en el
culo sin ninguna dificultad, ¿por qué no
va a hacerlo mi picha?
—Porque es mucho más grande —
respondió la chiquilla entre dos
vaivenes al capullito de su cómplice—,
no es lo mismo…
—Siempre podemos probarlo —
suspiró el muchacho ajustando el
extremo de su polla al agujero del culo
de Marión.
—¡Ah, te siento! —suspiró ésta
cuando el mozo empujó.
—Claro —repuso el patán—,
cuando estoy empalmado así, debe de
notarse…
—Carajo, me la estás metiendo —
aulló la chiquilla cuando el grueso
instrumento se infiltró en la carne de su
cavidad anal.
Sodomizada ya por el vicario,
evidentemente no le venía ya de una
polla pues, una vez abierto el camino,
todo el mundo puede pasar. Pero el pene
de aquel mozo de cuadra le parecía
especialmente poderoso y muy grande
para meterse en su pequeño orificio.
—¡Ah! —gimió—, vas a
destrozarme el culo…
El muchacho tuvo un momento de
vacilación, pero la bella Isabelle,
impulsada por la pasión y enojada por
aquellas interrupciones verbales que le
dejaban el coño a la espera, dijo
bruscamente:
Dale por el culo, Thomas, y no te
preocupes de lo demás…
El mozo no dudó ya, dio un buen
empujón y su enorme pene de patán se
hundió de cabeza en el orificio anal de
Marión, que aulló de dolor.
—Me desgarra, me destroza el
culo…
—Calla, tonta, y chúpame —repuso
la joven aristócrata—, tengo el capullo
ardiendo, mejor harías lamiéndome en
vez de discutir y hablar de ese modo.
—Guarra —suspiró Marión—, sólo
piensas en que te den gusto mientras a
mí me destrozan el culo.
—¿Por qué no? —respondió la
joven de buena familia—, cada uno en
su lugar…
Pero el rudo Thomas había ya
decidido hundir su m venablo, sin
remisión, en el pequeño y frágil culo.
—Toma —masculló tras el gran
bigote negro—, te doy por culo, zorra.
La pobre Marión lo notaba muy bien.
¡Qué potencia! Era abominable y le
hacía mucho daño. Sin embargo, al
mismo tiempo, la excitaba mucho pues,
cuando se es una zorra se es zorra de
verdad y una polla demasiado grande en
el culo no va a hacerte protestar, se
carga a pérdidas y ganancias, como
dicen los comerciantes…
De todos modos, aunque le hacía
mucho daño, aquella guarra lo
aprovechaba. ¡Qué polla! Carajo…, le
gustaba ser agredida por un deseo de
macho. Y éste era de los buenos y ponía
todo su ardor en expresarse en las
profundidades de sus violadas entrañas.
Para olvidar su dolor, decidió
concentrarse en su lamida de almeja y lo
logró perfectamente, dando un intenso
placer a Isabelle, que no dejaba de
gozar en su lengua.
Había estallado ya tres o cuatro
veces mientras la infeliz chiquilla sufría
los asaltos demenciales de la gruesa
polla hundida en el agujero de su culo.
—¡Ah, mierda! —suspiró—, va a
matarme…
—Nunca he oído decir —observó
Isabelle al salir de un orgasmo demente
—que una buena picha en el agujero del
culo haya hecho morir a alguien…
—Lo decía por decir —repuso
Marión, volviendo a chupar el conejito
de su compañera de guarradas.
Mientras, el porculizador comenzaba
ya a excitarse por las buenas, con su
gruesa picha prisionera en el estrecho
reducto…
—Voy a descargar —declaró,
anunciando su juego.
—Rellénala de leche, Thomas —le
animó Isabelle, muy interesada por la
cosa.
—¡Cagüendiós! —exclamó entonces
el mozo—, voy a soltarlo en su culo…
—Lo noto —aulló la porculizada—,
lo noto. ¡La de leche que me está
metiendo! Es increíble… me ha llenado
el vientre… Joder, todavía no ha
terminado… es un verdadero reparto…
Jadeando y espumeando, el buen
Thomas seguía vaciándose,
tranquilamente, los huevos. ¡Ah,
aquellas guarras embadurnadas de
esperma de caballo que se secaba en su
pelo… Ah, qué maravillosa historia
para recordar en una aburrida vida de
mozo de cuadra.
Había descargado en el coño de la
señorita Isabelle, por segunda vez en el
culo de la pequeña Marión, la hija de la
sirvienta que el hijo del viejo barón se
pasaba por la piedra, como todo el
mundo sabía en el castillo… En
resumen, ya sólo quería retirarse, pero
aquello era no conocer a la ardiente
Isabelle.
Esta se inclinó hacia su polla en
cuanto acabó de sacarla del agujero del
culo, que tan bien había regado.
—Mmmmm —dijo oliéndola—, qué
bien huele… está para comérsela…
Y uniendo el gesto a la palabra se
metió el cebo, aunque tuviera un aspecto
sospechoso por los regueros marrones
que lo decoraban en toda su longitud.
Pero como olía a leche caliente, a la
pequeña castellana le parecía bien, ¡y al
diablo con los detalles!
—Y ahora vuelve a mamármela —
suspiró Thomas dirigiéndose a Marión,
que se secaba el agujero del culo con el
dedo para gozar de la presencia de la
espesa leche.
—¿Volverás a empalmarte, guarro?
—preguntó ésta, llevándose a la boca el
dedo manchado.
—No lo sé, Marión —suspiró este
último—, se está poniendo dura.
—Siempre que se ponga dura, es
todo lo que la zorra de Isabelle pide.
—Ah, sí, zorra os aseguro que lo es
—murmuró el doméstico acariciando los
largos cabellos de lino, pegajosos por la
esperma de caballo—. Será necesario
un buen lavado —añadió sacudiendo sus
dedos llenos de cola animal.
—De momento, te está haciendo un
buen lavado a la saliva, la muy guarra
—suspiró Marión, que volvía a
magrearse la entrepierna…
—Han, han —jadeaba Isabelle
chupando aquel puerro muy hinchado de
nuevo. Luego, levantó el rostro hacia
Thomas.
—¿Me das tu leche en la boca, o no?
—Haré lo que pueda, señorita
Isabelle —respondió el mozo de cuadra
concentrándose en la próxima emisión
seminal, que tardaba en llegar.
—Descarga en su boca —suspiró
Marión que, a fuerza de cascársela,
volvía a tener hambre—. ¡Ah!, me
gustaría tanto que me la metieras de
nuevo, esta vez en el conejo; porque me
gustaría gozar de tu polla, marrano…
—No puedo estar en todas partes a
la vez —protestó Thomas mostrando la
boca de la mamona que subía y bajaba
por su columna de carne.
—Lástima, volveré a verte y me la
meterás…
—Nada de chanchullos a mi espalda
—protestó Isabelle soltando por un
instante el grueso venablo para expresar
su descontento—. Thomas forma parte
del personal del castillo, no está ahí
para montar a las del pueblo…
—Chupa y déjanos en paz —repuso
Marión molesta—, que te llene la boca y
trágalo todo.
Así sucedió segundos más tarde de
tan acerba observación. Thomas abrió
las compuertas de su leche e inundó el
paladar y la lengua de Isabelle, que
disfrutó sin vergüenza alguna…
—¡Ah, el muy cerdo! —suspiró ella
—, de todos modos ha podido llenarme
la boca… ¡Qué salud!
—Puede decirse que esas damiselas
me han escurrido bien los huevos —
murmuró con cierta satisfacción el mozo
de cuadra—. Esta noche podré
acostarme directamente, sin ir a que me
la lame el ternero.
—Pero ¿qué estás diciendo,
Thomas? Supongo que bromeas…
—En absoluto, señorita Isabelle, a
cada uno sus placeres. Nunca os hubiera
confesado eso si no os hubiera
encontrado a las dos tomando una ducha
de leche de caballo; pero, ya en el punto
al que hemos llegado, no me importa
poneros al corriente. En vez de
cascármela como un tonto antes de
dormirme, voy a que un pequeño ternero
me haga una buena mamada.
—Qué asqueroso eres, Thomas. ¿Y
se lo sueltas todo en la lengua?
—Ya lo creo, señorita; y además le
gusta.
—¿Y la chupa tan bien como una
chica?
—Mejor aún, dicho sea con todos
los respetos, señorita Isabelle. Digamos
que pone en ello mayor avidez que vos.
—A la fuerza —rio Marión, a quien
pensar en la cosa le excitaba mucho—;
creerá que está mamando de una vaca.
—Me gustaría verlo —suspiró
Isabelle.
—Por mí, de acuerdo —respondió
Thomas, que veía en ello ocasión para
una nueva partida de métemela en el
ojete en compañía de aquellas dos
zorras—, cuando queráis, será un placer
haceros una demostración.
—¿Y por qué no enseguida? —
preguntó la ardiente niña, con los ojos
encendidos por la lujuria.
—Por la simple razón de que no me
queda ya nada en los huevos, me lo
habéis chupado todo.
—De todos modos, probémoslo,
vayamos hasta el establo… Tal vez, de
aquí a allá, tus glándulas hayan destilado
un poco de licor seminal…
—No es razonable, señoritas, vais a
matarme a lechazos…
—Por eso te paga mi padre,
muchacho.
Tras haber discutido todavía unos
instantes, el mozo acabó aceptando y
acompañó a las dos chicas con la cabeza
tan gacha como su polla, hasta el lugar
donde estaba encerrado el ternero en
cuestión.
Éste, que estaba tendido en su
yacija, se levantó rápidamente y se
acercó trotando al mozo.
—Reconoce a su proveedor de
yogur —se burló Marión.
—Pues hoy no cogerá una
indigestión —suspiró el pobre tipo
desabrochando de todos modos su
bragueta, contra la que el joven animal
frotaba ya su húmedo hocico.
—¡Vamos, saca la polla! —ordenó
la pequeña castellana.
Thomas lo hizo sin entusiasmo, pero
en cuanto hubo extraído de su escondrijo
aquel gran pijo blanduzco, el ternero
abrió la boca y lo atrapó glotonamente,
tirando de él como hubiera hecho con
las ubres de su madre.
—¿No temes que se la coma? —
preguntó Marión.
—No puede, no tiene dientes.
—Es como si te la mamara un recién
nacido —explicó Isabelle—; leí en un
libro histórico que eso era uno de los
pasatiempos favoritos del emperador
Nerón.
—Pues debía de ser un tío
asqueroso… —suspiró el patán.
—¡No más que tú, so guarro! —dijo
enseguida Isabelle.
Thomas estuvo a punto de responder
«¡mira quién habla»!, pero se abstuvo,
consciente, a pesar de las
circunstancias, de su condición de
asalariado.
Mientras, bajo el efecto de la lengua
rasposa y las dementes aspiraciones del
animal, volvía a empalmarse, a pesar de
todo, ante los interesados ojos de ambas
niñas, que se habían tomado gentilmente
de la mano para contemplar aquel
espectáculo
inédito.
—De todos modos, podrás darle una
pequeña ración —aseguró Marión.
—No lo sé, tendríais que ayudarme,
señorita Marión… si os arremangarais
al menos un poco, para que pudiera ver
vuestra almejita, la cosa ayudaría.
—Sólo para complacer al pobre
animal —respondió ella haciéndolo.
Se levantó pues el vestido hasta el
vientre y, como se había puesto de nuevo
las bragas, las apartó lo bastante para
descubrir su raja, de modo que el guarro
de Thomas pudo darle gusto a sus ojos
mientras le chupaban el chirimbolo.
—¿Funciona? —preguntó Isabelle,
divertida.
—Funcionaría más aún si hicierais
lo que vuestra pequeña compañera,
señorita Isabelle.
Ésta accedió de buena gana a la
proposición y exhibió, también, su
velludo triángulo, abriendo los húmedos
labios de su conejo para mostrar los
nacarados tesoros de su vulva infantil.
El pene del campesino adquirió
entonces unas hermosas proporciones y
el ternero mamó, cada vez con mayor
avidez, de aquel biberón de carne firme.
Encendidas de nuevo, las dos
jóvenes zorras habían comenzado, por lo
demás, a cosquillearse amablemente el
capullito, cada una por su lado, lo que
aceleró las cosas.
—Dios mío —suspiró Thomas—,
creo que podré soltar un poco más de
puré.
—Pues yo también —gimió Marión,
acelerando los movimientos de su activa
falange—, ver eso me excita.
—Pues mira que a mí… —asintió
Isabelle, cuyo dedo revoloteaba, cada
vez con mayor rapidez, alrededor de su
pequeña perla rosada.
De pronto, el mozo se puso a gritar.
—Ya está, le voy a llenar las
fauces… ¡Mirad cómo lo traga el muy
marrano!
—Ah, carajo —suspiró Isabelle—,
estoy poniéndome las botas…
—Y yo también —dijo como un eco
Marión—. Ah, sí… qué gusto…
Mmmmm… me corro…
A Thomas le costó Dios y su madre
arrebatar su polla al feroz apetito del
rumiante, que sin duda creía que su
ración era escasa con respecto a las
abundantes decocciones que Thomas
solía proporcionarle cada noche.
Isabelle y Marión, prosiguiendo
hasta el fin la apasionante experiencia,
quisieron meter sus dedos en la boca del
ternerillo y quedaron pasmadas por el
modo cómo se los mamó.
—Debe de ser guay para la polla un
buen fregado con esa lengua rasposa —
declaró la castellana—, lamento no ser
un chico para probar tan delicado
placer…
Luego, recordando las tradiciones de
generosidad vigentes en su familia, sacó
de su bolso un hermoso billete de diez
francos y lo puso en manos del mozo.
—Eso para que te compres un buen
reconstituyente, muchacho —dijo.
—La señorita es muy buena —
tartajeó el joven rústico embolsándose
la bien ganada propina—; reconozco
que un buen trago me irá de perlas para
recuperar la moral.
—Olvídalo todo, sólo te pido eso,
amigo mío —añadió la aristócrata
recuperando sus aires de gran dama—, y
piensa en nosotras cuando te la hagas
mamar de nuevo.
—No dejaré de hacerlo, señoritas
—repuso el mozo de cuadra
abrochándose la bragueta para cubrir
unos adminículos definitivamente
vaciados de sustancia.
Tras ello, se separaron, y las dos
chicas, abrazadas, regresaron al castillo
para ir a lavarse los cabellos, pues lo
necesitaban de verdad.
Desnudas en el cuarto de baño,
tomaron juntas una buena ducha y, como
el agua tibia las hiciera languidecer un
poco, volvieron a acariciarse,
inundándose mutuamente la entrepierna
con el pomo móvil de la ducha, que
pronto les proporcionó un nuevo
orgasmo, poniendo de ese modo un
estupendo punto final a los excesos de la
jornada.
6

ARSÈNE y su mamá, la baronesa


Armande, regresaron muy bronceados de
sus baños de mar.
Al día siguiente mismo de su regreso
al redil, reanudaron cada uno por su
lado las diversiones lúbricas que tanto
habían añorado durante sus vacaciones,
pues se vigilaban mutuamente de
acuerdo con la maquiavélica idea del
barón.
Armande hizo una visita al vicario,
el cual se mostró muy satisfecho, pues
desde que Marión trataba asiduamente
con Isabelle su pequeña protegida le
abandonaba.
Arsène se sintió encantado de
conocer a Marión, pues su hermana le
había puesto enseguida al corriente de
sus libidinosas relaciones.
—¿Me la dejarás probar, hermanita?
—le preguntó tras haber fornicado
ardientemente con ella para festejar el
reencuentro.
Fue así como los tres se reunieron en
la carreta de la borrica para dar un
paseo por el bosque.
Sentado en la banqueta, entre las dos
chicas, el muchacho las enlazó con sus
grandes brazos envolventes y cada una
de sus manos, pasando bajo las axilas de
las chiquillas, tomó una pequeña teta
erguida cuyas puntas hizo que se
irguieran enseguida, cosquilleándolas
lascivamente a través del ligero tejido
de sus vestidos veraniegos.
—Creo que Marión tiene los pechos
más grandes que tú, Isabelle —observó
manoseando los pequeños globos
carnosos de ambas.
—No lo creo —respondió ésta
enojada.
—En ese caso —dijo entonces el
muchacho—, lo mejor será
enseñármelos libremente para repetir el
juicio de París.
Las dos muchachas se
desabrocharon la parte superior de sus
vestidos y sus hermosas tetas surgieron
al aire libre.
—Pues sí que voy listo… —suspiró
el muchacho toqueteando los
endurecidos pezones—, creo, en efecto,
que son absolutamente iguales; sin
embargo —añadió—, concedería cierta
ventaja a las de Marión, pues sus
pezones están más desarrollados.
Parecen hermosas tetinas mientras los
tuyos, Isabelle, son más semejantes a
capullos de gavanza.
—Capullos o tetinas, lo mismo da
—declaró Isabelle—, olisquea los unos
y chupa los otros, así todo el mundo
estará contento.
—Y yo el primero —repuso Arsène
inclinándose hacia el rosado pezón de su
hermana menor, para olisquearlo
frotándolo con la nariz. Luego,
volviéndose hacia el pecho de Marión,
se metió ávidamente un pezón en la boca
para acariciarlo con los labios y la
lengua.
—Me da la impresión de que está
haciéndole efecto —declaró Isabelle,
que había posado la mano en la hinchada
bragueta de su hermano.
Marión, por su lado, suspirando con
fuerza bajo la ardiente succión de la que
era feliz víctima, seguía por el rabillo
del ojo los manejos de los dedos de su
amiga, que habían asido la columna
fraterna a través de la franela de sus
pantalones gris claro y palpaban,
sabiamente, su consistencia.
Experta ya en desabotonar braguetas,
no tardó en extraer la virulenta
cachiporra y, tomándola en la mano, tiró
hacia atrás de la elástica piel para
descapullarla.
La pequeña campesina sacó entonces
una lengua rosada y se la pasó,
glotonamente, por los labios para
mostrar el interés que sentía por aquel
hermoso dardo en erección.
Mientras, Arsène, tras haber atacado
la otra teta, palpaba sin vergüenza el
interior de los muslos de su nueva
conocida. Ésta separó bien las rodillas
para facilitarle la cosa, por lo que sus
dedos no tardaron en llegar a las
húmedas regiones de su intimidad
moldeadas por las pequeñas bragas de
algodón blanco.
—Acaríciala bien —suspiró
Isabelle agitando las riendas de la
borrica—. Vigilo el camino y de
momento, no hay nadie; menéasela pues
a esa pequeña guarra en vez de estar
tonteando alrededor de sus bragas; estás
deseando que le abrillantes el clítoris…
Y al decirlo le frotaba la estaca, que
vibraba ya, delicadamente, en la cálida
palma de su mano.
Deseosa de complacer al joven
castellano, Marión levantó el culo para
librarse de las bragas, y éste pudo
entonces entregarse tranquilamente a los
tesoros de la feminidad desprovistos de
cualquier velo.
—Tiene el conejo muy negro —
suspiró—, es terriblemente excitante.
Y le hundió entonces el dedo hasta la
guarda, provocando un gemido de placer
en la garganta de la ardiente hembra,
cuya mucosa vaginal se hacía agua bajo
el redondo movimiento de las suaves
falanges.
Cuando comenzaba a mover las
nalgas en el forrado asiento de la
hermosa carreta, el muchacho decidió
que deseaba hacer el amor, y le propuso
sin ambages que se sentara en su polla.
Marión no pedía otra cosa, pero
Isabelle la detuvo justo cuando iba a
levantarse para acceder a su petición.
—No quememos etapas, Arsène…
Le he prometido a mi amiga una
diversión especial, y no debemos
decepcionarla.
—¿Qué quieres decir con eso? —
preguntó el chico rojo de emoción
sexual.
—¿Acaso no reconoces este
hermoso claro, hermano mío? —
exclamó su hermana menor deteniendo
el tiro.
Arsène no respondió, algo molesto
pues Isabelle le señalaba con el dedo el
tocón en el que había subido, antes de
vacaciones, para poder fornicar con la
burra.
—No querrás que… —murmuró…
—Eso es… Arsène… se lo he
contado a Marión, y a ella le gustaría
verlo, ¿no es cierto, querida?
—Sí… —dijo ésta sin demasiado
entusiasmo—, pero… tal vez no
enseguida…
—Vamos, ahora te rajas; creía que
iba a excitarte terriblemente ver cómo
mi hermano empitonaba a la borrica…
—Cada cosa a su tiempo, Isabelle;
habría preferido que primero me la
metiera…
—No sabes lo que quieres… me
decepcionas…
—Bueno —suspiró Arsène—.
Puestos a hacer guarradas, mejor
comenzar por la más difícil…
Saltó entonces a tierra, con toda
desenvoltura, y ayudó a su hermana a
desuncir al cuadrúpedo.
Frustrada en el deseo que le
abrasaba la almeja. Marión, cuya
profunda salacidad se alegraba, sin
embargo, pensando en lo que iba a
suceder ante sus ojos, se instaló en un
tocón próximo y miró.
La borrica fue llevada, a reculones,
hasta el lugar del sacrificio mientras
Arsène se la meneaba para ponerse en
forma, cosa que se vio facilitada por el
devorador deseo de gozar que le había
despertado su coqueteo con la hermosa
Marión.
Cuando su polla estuvo muy dura,
paseó su punta por la raja de los labios
sexuales del animal, que se estremecía
de impaciencia presintiendo la
carantoña que se aproximaba.
Luego, empuñando la carnosa grupa
de la bella borrica, enfundó su largo en
la vaina vulvar, donde inició enseguida
sus vaivenes.
—¡El muy cerdo! —Exclamó la
pequeña campesina—. Y pensar que he
deseado tanto esa hermosa polla que
está dando a una borrica.
No obstante, como el espectáculo la
enloquecía de lubricidad, se levantó las
faldas y se acarició la entrepierna.
Sujetando al animal, Isabelle
contemplaba la monstruosa cópula
lamiéndose la boca, babeando como una
perra en celo ante los violentos
sobresaltos de los dos desencadenados
participantes.
—¡Gózale dentro! —gritó con las
mejillas inflamadas por una pasión
bestial.
—¡Ah, no! —protestó Marión—. Yo
quería que me jodiera…
—Pues bien, le chuparás la polla
para que se empalme de nuevo, eso es
todo; así probarás el licor de
Cadichonne y la cosa te pondrá a cien,
guarra —le lanzo la joven aristócrata
libertina…
—Eres monstruosa —suspiró
Marión cascándosela que daba gusto.
Mientras, el bello Arsène había
llegado al punto de no retorno y lanzó
una especie de bestial lamento al
eyacular con fuerza en el sexo de la
borrica.
—Gozo —explicó, aunque su
mímica fuera lo bastante explícita para
que las chiquillas supiesen de qué
trataba.
Agotado por su esfuerzo, se tendió
en la hierba.
Cadichonne, hecha unas Pascuas,
pacía a su lado.
—Te toca a ti hacer la borrica —rio
Isabelle—, ve a ocuparte un poco de tu
asno.
Marión no se hizo rogar. Fue a
tenderse junto a Arsène y le metió
enseguida la mano en la bragueta que,
como es lógico, había desdeñado cerrar,
sabiendo que la pequeña fiesta
campestre no hacía sino comenzar.
Encontró el deshinchado cilindro e
hizo lo que pudo para devolverle las
fuerzas.
Había magreado ya tantas pollas,
pese a su corta experiencia en la vida,
que obtuvo rápidamente su objetivo y el
pene del muchacho volvió a erguirse
bajo sus excitantes caricias.
Tenía un modo muy suyo de pasar el
pulgar por la punta del glande, tras
haberlo humedecido con saliva, que
hacía maravillas con los hombres. El
vicario le había enseñado el truco,
cuando, tras haber descargado, la tenía
floja y pendulante. Entonces, la pequeña
no tenía que chuparse el pulgar antes de
pasarlo por el glande, pues quedaba
siempre leche bastante para facilitar el
deslizamiento en las delicadas mucosas,
dispuestas a conmoverse ante la fricción
de un cuerpo extraño.
—Ah, la muy zorra —suspiró el
bello Arsène volviendo a la vida tras la
gran sacudida sexual—, se la pondrías
dura a un moribundo.
—Tenéis la polla vivita y coleando,
señor Arsène —suspiró Marión
inclinándose hacia el descapullado
glande que brillaba al sol.
Mientras ella lo tomaba en su boca,
él arremangó a la hermosa y le magreó
las nalgas pasando sus dedos por la
ofrecida raya y haciéndolos bajar,
solapadamente, a lo largo del velludo
perineo para hacerlos maniobrar en la
entreabierta grieta de su húmedo sexo.
—Mmmmm… mmm… —dijo
Marión para demostrar su satisfacción
sin tener que soltar la prenda que
manaba con tanto fervor.
Isabelle se había acercado,
interesada por el comportamiento de la
pareja, y acariciaba algunas veces el
culo de su amiga y otras los cojones de
su hermano, alentándolos a ambos con
obscenidades que acudían
automáticamente a sus labios.
—Vamos, guarra, chúpale el pijo y
dame el culito para que meta el dedo
dentro; dame tus cojones, Arsène, me
llenan la mano, se están recargando de
leche para hacer los honores a mi amiga,
ah, cómo se moja la muy marrana,
menéasela bien para que se excite antes
de montarla como una bestia.
Tan bien la acarició, metiéndole los
dedos en la vulva o pellizcándole con
delicadeza el clítoris, que pronto la
joven campesina no pudo más y, sin
decir una palabra, soltó el dardo que
tenía en la boca y se sentó encima. Su
manita condujo la gran cabeza roja hacia
el agujero de su vulva en celo y, cuando
estuvo bien enfrente, bajó la grupa para
empalarse.
—La tengo dentro —suspiró con los
ojos en blanco mientras Isabelle se
magreaba el capullito.
—Eso está bien, amiguita, muévete
ahora, fóllale… goza con su gran polla
rígida.
Consejo absolutamente superfluo
pues Marión bailaba ya, en vertical,
sobre la jabalina viril, hundiéndosela
hasta las profundidades del conejo y
gimiendo de gozo.
—Qué gusto, me gusta su polla…
¡Ah!, qué gusto me da… Más, fóllame
fuerte, más rápido, más aún… qué ganas
tenía.
Desmelenada, sintiendo que el
orgasmo se acercaba, Isabelle se
arrodilló sobre el rostro de su hermano
y le aplastó el conejo en la boca.
Arsène, sacando la lengua, se la
metió dentro, mientras ella introducía la
suya entre los labios de Marión. De este
modo el trío se dio placer hasta que
espesos chorros invadieron el coñito de
Marión mientras Isabelle gozaba en la
boca de su hermano…
—Me corro con su esperma —
suspiró Marión—; gozo con su leche…
tengo el coño lleno… cómo sale…
siento los chorros… lo adoro…
mmmm… qué gusto, es de locura… sí…
sí… sí…
Vencido por aquella nueva
eyaculación, el muchacho pidió gracia a
las empecinadas hembras, que seguían
frotándose, una sobre su boca y la otra
sobre sus partes sexuales, aunque el
objeto activo de éstas se hubiera
deslizado fuera de la vaina donde
acababa de escupir, habiendo perdido su
rigidez primera.
—Voy a echar un sueñecito —
suspiró—, hace demasiado calor, estoy
empapado…
—Pobre querido —suspiró Isabelle
secando su rostro cubierto de sudor,
pero también de los jugos de su almeja
en fusión, con los que ella le había
embadurnado abundantemente la boca y
el mentón.
Por lo que a Marión se refiere, le
metió con precaución la polla blancuzca
en los calzoncillos, sin duda para que no
cogiera una insolación.
Luego, aparentemente saciadas
también, se tendieron en la hierba una al
lado de la otra, dándose la mano pues, a
pesar de sus comunes extravíos,
comenzaban a sentir una por otra una
especie de sentimiento muy tierno y por
completo inesperado.
El respiro fue de corta duración,
especialmente por lo que se refiere a las
hembras pues, tratándose de apetitos
sexuales, se recuperaban más deprisa
que el macho.
La cosa empezó con una caricia de
Marión en los dorados cabellos de
Isabelle, espléndidamente diseminados
entre las malas hierbas.
De los cabellos la mano se deslizó
hacia la nuca y bajó hacia lo alto del
vestido, que seguía desabrochado. Los
dedos se infiltraron por la suave piel,
bajo el ligero tejido de algodón, y
jugaron maquinalmente con la erecta
punta de una tetica.
—Basta ya, niña mala, o harás que
se me ocurra alguna idea…
—Como si no las tuvieras siempre,
querida mía.
Isabelle soltó la carcajada, volvió su
rostro arrobador, iluminado por una
mirada de un claro azul, hacia los claros
ojos de su amiga y, luego, hizo un leve
movimiento con los labios simulando un
beso.
Marión, sin poder resistir aquella
tácita llamada, aproximó el rostro y los
labios de ambas mozas se tocaron.
Entreabiertos como estaban, era
inevitable que las lenguas, a su vez, se
acariciaran delicadamente antes de
hundirse con pasión en las bocas ávidas.
Las manos acudieron a los lugares
carnosos de jóvenes hembras, cuyas
rodillas se levantaron liberando sus
muslos desnudos.
Ninguna de las dos se había vuelto a
poner las bragas, de modo que dos
hermosos y velludos conejos se
exhibieron bajo sus vientres desnudos,
provistos de peludos triángulos.
Con toda naturalidad, sus manos se
posaron en aquellos cálidos puntos y
unos dedos ágiles rozaron los clítoris
que despertaban.
—¿Te da gusto que nos la casquemos
las dos, Marión?
—Sí, Isabelle, adoro acariciarte el
capullo. Me excita ver que te doy
gusto…
—A mí también, amor mío; dame tu
lengua… vamos a disfrutar un poco
más… No hagas tanto ruido —añadió,
pues la pequeña castellana comenzaba a
gemir de placer—; despertarás a tu
hermano mayor…
—Pues mejor —suspiró ésta—,
espero que le excite ver cómo nos
damos gusto, estoy segura de que se
empalmará de nuevo.
—¿Querrías que te la metiera,
guarra?
—Claro que sí, tú has tenido ya tu
ración de polla, pero yo no…
—Deja que te bese un poco la
almeja mientras espera, tesoro mío,
tengo ganas de mamártela.
—Sé bienvenida, querida… Mis
muslos están siempre abiertos para ti…
Marión se puso entonces de rodillas
en la hierba y se inclinó hacia delante,
hundiendo el rostro entre las piernas de
su pequeña compañera, que la excitaba
como solía…
—Ah, sí, lámeme bien, sé muy
marrana, húndeme tu lengua en el coño,
hurga, muévela bien… sí, chúpame el
botoncito, aspira… mmm… qué bien…
otra vez.
Comenzó entonces a lanzar unos
grititos que despertaron al durmiente.
Este abrió los ojos sin moverse,
satisfecho de asistir a aquellos retozos
lésbicos que volvían a despertar el
deseo en sus lomos.
Algunos instantes de aquella idílica
visión al aire libre bastaron a la libido
del joven vicioso para hinchar de nuevo
su pene.
Cuando la polla estuvo rígida, la
sacó de su bragueta y comenzó a
cascarse una paja sin miramientos,
contemplando cómo su hermana se
dejaba magrear por la hermosa Marión.
—Ven a ponerme la polla en la boca
—le dijo entonces Isabelle—, quisiera
chupártela cuando goce en la lengua de
mi querida amiga.
El chico reptó hasta la pareja y
ofreció su congestionado dardo a los
ávidos labios de su hermana, que
comenzó a chuparla enseguida.
Tendido de costado, cerró los ojos
para mejor disfrutar la euforia de
aquella incestuosa mamada mientras
que, sintiendo que el orgasmo se
aproximaba, Isabelle había cerrado
también los párpados como para
encerrar el placer que la sumergía por
completo bajo los dementes lengüetazos
que le titileaban el clítoris.
Por eso, ni el uno ni la otra
advirtieron la llegada de un gran perro
de caza que acababa de salir de la
maleza. Ni tampoco Marión, por otra
parte, que seguía arrodillada entre los
muslos de su amiga y en exceso ocupada
ramoneándole el coño como para
interesarse en lo que ocurría en su
espalda.
El animal era un gran perdiguero
alemán, con manchas marrones sobre
fondo gris, que acompañaba a sus
dueños, una pareja de parisinos que
estaban de vacaciones y daban un paseo
por el bosque.
A éstos, que se entretenían cogiendo
setas, no les preocupaban las frecuentes
desapariciones de su cuadrúpedo, pues
Brutus, que éste era su nombre, se
pasaba el tiempo siguiendo las huellas
de algún conejo en mi radio de dos o
trescientos metros, aunque siempre
regresaba.
Esta vez, su seguro olfato había
interrumpido la habitual búsqueda, pues
los especiales olores que le llevaba la
brisa parecían de esencia distinta que
aquellos a los que estaba acostumbrado.
Así se dirigió directamente, con los
ollares dilatados, hacia el pequeño culo
de Marión, que aparecía desnudo en su
redondez, pues la viciosa chiquilla se
había arremangado hasta los riñones
para cascársela mientras devoraba el
coño de Isabelle.
Antes de que ésta tuviera tiempo de
advertir su presencia, se arrojó sobre
ella sin vacilar y, sujetándole con fuerza
por los flancos con sus patas anteriores,
como hacen todos los perros del mundo
con las perras en celo, le metió la larga
zanahoria roja en su velludo
albaricoque, perfectamente vulnerable
en lo alto de sus muslos abiertos.
Cuando la pequeña soltó un muy
comprensible aullido, era ya demasiado
tarde, estaba ya empitonada hasta las
guardas por la gran picha del perro.
Pasado el primer momento de
estupor, la excitación perversa dio paso
al asustado pasmo que había seguido a
aquella agresión de un tipo muy poco
frecuente.
—Deja que lo haga, guarra —
murmuró Isabelle—, el Cielo te envía a
este jodedor de cuatro patas…
—Digamos que ha sido el Infierno
—rio Arsène—, pero al cuadro no le
falta ni sal ni pimienta…
—Y cómo te la mete el chucho —
comentó Isabelle cada vez más
estimulada por aquel bestial
acoplamiento…
Pero Marión no estaba en absoluto
de acuerdo. El perro era de un tamaño
monstruoso y los pistonazos que le daba,
frenéticamente, aporreaban
dolorosamente las profundidades de su
conejo.
—El muy puerco va a
destrozarme…, salvadme, os lo ruego…
es atroz…
—Relájate —le aconsejó Isabelle
—, a fin de cuentas, también te jode tu
Tom… el animal debe de saberlo…
debe de advertir que no es el primer
chucho que te abrillanta la almeja.
—Tiene una polla tres veces más
grande —protestó la desflecada
pequeña.
—Razón de más para que te pongas
las botas, guarra… Deja que te miremos,
es terriblemente erótico…
—¿Erótico? ¡Hala y que te den por
el culo! —gritó Marión.
—No le des ideas, sería capaz de
sodomizarte —bromeó Isabelle.
Había vuelto a tomar en sus manos
la polla de su hermano mayor y le
masturbaba a fondo mientras éste le
magreaba el pimpollo.
Mientras, Julien y Christine, los
dueños del perro, comenzaban a
preocuparse por su desaparición.
Eran una pareja de comerciantes,
muy estimados en su barrio, querían a su
perro, Brutus, pero al considerar que su
presencia en la tienda era anticomercial,
lo confiaban durante el día a la conserje
del inmueble, que lo guardaba en su
garita.
Pero el marido de esta última, que
era vigilante nocturno, dormía todo el
día, acostándose cuando ella acababa de
levantarse y marchándose al trabajo
cuando ella se disponía a acostarse. De
modo que, al no tener ocasión de
encontrarse en un lecho, prácticamente
nunca hacían el amor. La portera, que
era muy aficionada a la cosa, se había
acostumbrado a masturbarse a
escondidas, en su cocina, durante las
horas muertas. Brutus, que solía olfatear
los relentes de su conejo abandonado,
contemplaba muy de cerca los
movimientos espasmódicos de la mano
entre aquellos glandes muslos abiertos.
Arrastrada por las lúbricas fantasías que
acunaban su masturbación, la mujer lo
rechazaba cada vez con menos firmeza
cuando aproximaba el hocico al centro
de operaciones donde se llevaba a cabo
el alivio.
Cierto día lo que debía suceder,
sucedió. Por una razón cualquiera —
¿tuvo tal vez ganas de sonarse?—,
apartó un instante la mano diestra de su
entrepierna y la punta, negra y fresca,
del hocico canino se metió dentro. Su
lengua, ávida de probar el fruto
prohibido que deseaba cada día más,
lamió toda la entraña de punta a cabo,
procurando una divina sorpresa a la
caliente joven. Intentó, claro está,
interrumpir aquel contacto bestial, pero
Brutus era un perro tozudo que no quiso
abandonar su preciado y cremoso
hallazgo, como tampoco hubiera
aceptado soltar un hueso cualquiera…
El resultado fue probatorio y
decisivo. Tras haber soportado tres
minutos de vaivenes linguales, tuvo un
orgasmo de excepcional intensidad.
Y entonces, ¡Dios mío!, puesto que
la Providencia le había mandado aquel
cómplice caritativo, ¿por qué no
aprovecharlo? Cada día se hacía lamer
por Brutus y, como su instinto de macho
le impulsaba a lanzarse a ejercicios más
serios, de oca a oca llegó lo que toca…
La cosa sucedió cierto día, mientras
estaba fregando las baldosas de la
cocina. Siendo de origen español, se
ponía a cuatro patas para pasar la
bayeta. El gran perdiguero contempló
aquella opulenta grupa con mucho
interés, luego, siguiendo su instinto
ancestral, trepó encima. Asustada, sin
poder gritar por miedo a despertar a su
esposo que dormía en la habitación
contigua, la portera sufrió el demencial
asalto de la bestia, a cuatro patas,
tranquilizada por el hecho de que
llevaba bragas. Pero no contaba con la
virulencia de los pistonazos del animal.
La aguda punta de su raíz sexual acabó
agujereando las bragas en el lugar donde
el tejido, desgastado por las humedades
propias de la naturaleza femenina, era
más vulnerable.
No hubo ya entonces barreras para
el acoplamiento de aquellos dos
mamíferos de especies distintas, aunque
provistos del mismo tipo de sexo.
La hembra humana se mostró
satisfecha del macho canino. Nunca su
vigilante nocturno la había honrado con
tan desmelenado entusiasmo.
Y así, el bueno de Brutus se había
aficionado a las mozas de dos patas que
tenían, sobre las cuadrúpedas, la ventaja
de no estar sujetas a períodos especiales
para poder follar.
No comprendía, sin embargo, por
qué su hermosa patrona, la morena
Christine, se enojaba hasta golpearle
cuando él le olisqueaba las partes
pudendas.
—Este perro es un vicioso —se
quejaba a su marido, Julien, vividor y
gran aficionado al sexo—, siempre esta
oliéndome…
—De tal dueño tal perro —
respondía él—; también a mí me parece
que te huele bien la entrepierna, con el
tiempo que hace que te lamo el
chirimbolo y no he conseguido aún
cansarme de tu olor.
—Mira que eres asqueroso, mi
pobre Julien.
—Pues no lo dices cuando te sueltas
en mi lengua…
—¡Bah! No es sólo mi perfume
personal el que te interesa, la noche que
cenamos en casa de los Mengano no
pusiste inconveniente alguno en
ramonear a la dueña de la casa.
—Cuando alguien te invita a cenar,
no sería cortés hacer remilgos ante los
platos que te ofrecen… Por lo demás,
tampoco tú desdeñaste probar la
salchicha del anfitrión… Podríamos
decir que tampoco hiciste demasiados
remilgos…
—Claro, con lo bien provisto que
está…
Los buenos dueños de Brutus tenían
la manga muy ancha y, desde hacía algún
tiempo, practicaban sin complejos un
intercambio de buena ley.
De modo que, cuando llegados al
claro en mitad del cual disfrutaba su
compañero de cuatro patas, quedaron
muy favorablemente impresionados por
la lubricidad de la escena que se
desarrollaba ante sus ojos.
—Hemos dado con alguien más
vicioso que nosotros —murmuró Julien.
—No es posible que a esa edad sea
tan guarra —declaró Christine turbada
hasta la médula.
Consciente, pese a todo, de sus
responsabilidades comenzó a gritar:
—¡Brutus, ven aquí!
Por completo en balde, pues Brutus
no era perro que soltara su presa.
Isabelle, no obstante, soltó la polla
de su hermano, que éste volvió a meter
en sus pantalones mientras ella se
bajaba rápidamente las faldas para
cubrir su intimidad sin bragas a los ojos
de los recién llegados.
Éstos se acercaban tímidamente al
pequeño y molesto grupo.
Julien hizo lo que pudo para que se
pusieran cómodos.
—No os molestéis por nosotros, si
jugar con nuestro perro divierte a la
damisela… aguardaremos… de todos
modos, no es feroz…
—¿Julien, no te da vergüenza? —se
indignó Christine ruborizándose de
confusión—, ¿No vas a permitir algo
así?… Brutus, ¿lo dejarás de una vez?
Pero ¿qué maneras son ésas?…
También hubiera podido dirigir su
observación al marido, que comenzaba a
palpar, desvergonzadamente, la furiosa
erección que acababa de producirse en
su bajo vientre. Isabelle, que se había
sobrepuesto, comprendiendo que aquel
hombre apuesto estaba decidido a
participar, creyó conveniente intervenir
a su vez.
—No os enfadéis, señora; a mi
compañera le gusta… Lo hace en casa
con su chucho… Claro que, al vuestro,
no lo ha llamado… Ha venido solo…
—Es un entendido —suspiró Julien,
fascinado por las hermosas nalgas que
se movían bajo los pistonazos del
animal.
Cuando su mujer se inclinó para
sujetarle por el collar, se interpuso y,
agarrándole la mano, la llevó hasta
hinchazón que formaba su polla erguida
en sus pantalones…
—Deja que Brutus se divierta, mejor
harías interesándote por eso —suspiró.
Más emocionada sexualmente de lo
que habría deseado, la hermosa morena
sintió que los dedos se le i crispaban, a
su pesar, envolviendo el endurecido
cilindro de la columna viril.
—Eres un cerdo, Julien —murmuró,
mientras ante las encendidas miradas de
Isabelle y los ojos taimados de su
hermano mayor, éste le magreaba
ostensivamente las nalgas.
Conmovida al fin, también ella, por
los embates de la polla del perro,
Marión gemía lánguidamente expresando
así el insidioso placer que se derramaba
en su vientre.
Isabelle remetió la manita en la
bragueta fraterna e hizo brotar de nuevo
el chirimbolo lleno de euforia.
Para no quedarse atrás, éste le
levantó las faldas, puso al descubierto el
pequeño conejo rubio ante los ojos de la
pareja adulta, cada vez más animada, y
metió su dedo en el agujero de la vulva
entre los labios rosados, muy
lubrificados por el deseo.
Estaba organizándose un buen
festival de culos al aire en la serenidad
de aquel lugar idílico.
Puesto que las piernas de Christine
comenzaban a temblar, a Julien no le
costó en absoluto tumbarla en la hierba,
junto a los juveniles e incestuosos
fornicadores, que se la cascaban
frenéticamente sin preocuparse de lo
demás.
Entonces, el parisino arremangó las
faldas de su mujer, le bajó las bragas de
seda salmón, que aterrizaron entre las
margaritas, y le acarició el clítoris
mientras se abría la bragueta con la otra
mano, para extraer de allí una soberbia
estaca cuyas dimensiones hicieron
estremecer a Isabelle.
—Mira la polla del caballero —le
dijo a Marión—, es más grande aún que
la de su perro.
Por toda respuesta, la chiquilla,
agitando sus largos rizos, comenzó a
gemir sordamente.
—Estoy gozando —dijo con voz
ronca.
—Goza, ¿lo oyes, Christine? —
suspiró Julien, que se había puesto a
cien…
—¡Ah, la muy guarra! —murmuró
Christine ofreciendo la almeja a las
caricias de su esposo—, la muy guarra,
parece imposible… ¡Lo que hay que
ver…!
—Pues no habéis visto aún la polla
de Arsène —se rio Isabelle—, mirad
qué dura se ha puesto…
—Zorruela, ¿no te da vergüenza, a tu
edad? —protestó la joven no sin
acariciar, con muy húmeda mirada, la
verga del muchacho.
—En absoluto —respondió Isabelle
inclinándose para lamer el glande de
Arsène—, si os apetece, podéis tomarla
en la boca…
—Sí —gritó Julien con entusiasmo
—, mámasela…
—Estás loco… Un niño al que no
conozco… A fin de cuentas, no sabemos
con quién estamos tratando…
—Podéis hacerlo, señora, respondo
por él, es mi hermano.
—Ya sólo faltaba eso —gritó la
parisina… pero no por ello dejó de
inclinarse hacia la polla de Arsène, cuya
punta comenzó a lamer mientras sujetaba
el tallo por las manos.
Isabelle comenzó entonces a
magrearle los pechos, extasiándose ante
su plenitud, pues la dama estaba
especialmente bien provista.
Complaciente, el marido desabrochó
la blusa, soltó el sujetador y las dos
generosas mamas se ofrecieron al
lubrico magreo de unas manitas
infantiles.
—Chúpale la teta derecha —le dijo
a la muchacha—, yo le chuparé la
izquierda…
Sin dejar de mirarse, espiando sus
sincronizadas succiones, comenzaron a
tocarse recíprocamente el sexo.
La mano de Isabelle se cerró sobre
el pijo de Julien, mientras éste le hundía
un dedo en la vulva.
Por lo que a la polla de Arsène se
refiere, había desaparecido por
completo en la glotona boca de
Christine, que le palpaba los huevos
mientras se la chupaba.
Sin embargo, mientras Marión se
abandonaba a un intenso orgasmo que le
abrasaba las carnes, el perro, que había
soltado hasta la última gota de su
simiente, se retiró de aquella hoguera
humana y, satisfecho, se tendió en la
hierba, azotándola con la cola, feliz de
haber gozado y de recuperar a sus
buenos dueños…

***

La ardiente y pequeña campesina,


viendo lo que Isabelle tenía en la mano,
se arrastró de rodillas para
contemplarlo más de cerca. Luego, sin
haber dicho una sola palabra, se inclinó
hacia delante para dar un lengüetazo al
extremo de la picha que agitaban los
dedos de su pequeña compañera.
El contacto de sus ensalivadas
papilas le resultó muy dulce a Julien,
que interrumpió la succión del pezón de
su mujer para rogar a la chiquilla que
tomara su polla en la boca.
Y ésa lo hizo, claro está, pues era la
intención que tenía.
Mmm, qué grande y agradable de
chupar era la hermosa polla de ese
caballero desconocido, cuya mujer
estaba mamando la de Arsène.
Deseoso de organizar mejor aquella
interesante partida de métemela en el
ojete, el hombre ordenó a Isabelle que
ramoneara el conejo de su compañera
mientras ésta le chupaba la polla.
Isabelle se colocó, pues, a cuatro
patas, detrás de su amiga, que le ofrecía
la luna a pleno sol, y le hundió la lengua
en la vulva.
Julien, tras haber gozado bien con
aquella visión, decidió darle gusto a
Christine y comenzó a devorarle el coño
con una pasión que nada tenía de
conyugal.
Brutus, con la lengua colgante,
contemplaba aquella interesante oruga
humana y, como le quedaban aún algunas
reservas en los testículos, decidió
beneficiar con ellas las primeras
posaderas que se pusieran al alcance de
su pijo de perro.
Esta vez, la heredó Isabelle.
Lanzó un gran grito y, levantando el
hocico hacia los demás participantes,
exclamó:
—Mirad, el perro me está jodiendo.
—¡Qué guarra! —murmuró
Christine, luego tomó de nuevo el glande
de Arsène entre sus labios.
—¿Te da gusto, marranita? —
preguntó Julien…
—Es guay, tranquilizaos, voy a
gozar, podéis seguir ramoneando el coño
de la señora…
Por lo que a Marión se refiere, con
la polla del hombre en la boca, no podía
decir nada, pero no por ello dejaba de
pensar, satisfecha de que su compañera
descubriese el incomparable placer que
podía procurar aquel agudo sexo de
animal.
Los juegos bucales prosiguieron por
algún tiempo en el mayor silencio, sólo
interrumpidos por algunos gargarismos
de babosa saliva. Luego, cuando la
tensión comenzó a aumentar en los
sexos, las parejas decidieron de tácito
acuerdo pasar a otra diversión, dictada
por su deseo sexual.
Arrancando su coñito de la lengua
de Isabelle, que quedó colgando como la
del perro que la empitonaba, la pequeña
campesina, excitada, puso sus rodillas
una a cada lado de las caderas del
caballero tendido de espaldas y bajó su
nalgamen sobre la enorme jabalina que
tan bien acababa de chupar.
—Tengo ganas de joder —explicó
sin ruborizarse…
—Figuraos que lo sospechaba, hija
mía —sonrió Julien, abandonado
también por la entrepierna de su esposa,
que acababa de cerrarse, nerviosamente,
sobre la polla que Arsène le hundía en
la vagina…
El tunante se había tendido sobre
ella empichándola con ardor, vientre
contra vientre, y metiéndole la lengua en
la boca, una mano en las nalgas y la otra
en las tetas.
Christine nunca había gozado de
semejante festival.
Con obscena mirada contemplaba su
perro, que estaba rellenando a la
hermosa rubia cuyo rostro, asolado por
la lujuria bestial, aparecía intermitente
entre los largos hilos de lino de su suelta
cabellera.
Espiaba también el placer que
invadía el vicioso palmito de Marión,
que cabalgaba con frenesí la polla de su
marido.
Tanto la excitaba aquella situación
que gozó prematuramente.
—¡Ah, querido, mi pequeño y
asqueroso querido! Me das gusto —le
dijo en un suspiro al bello Arsène, cuya
polla le parecía dura como una barra de
hierro en las profundidades de su vientre
en fusión.
Éste, tras haber eyaculado gracias a
la puta de aquella borrica, que seguía
pastando tranquilamente muy cerca, y
también en el coño de aquella zorra
tortillera, amada por su hermana, se
sentía muy capaz de prolongar a su guisa
aquella jodienda, cuya sal y pimienta le
complacían.
—Me gusta tu hermosa polla,
jódeme con más fuerza… Qué gusto, ah,
qué gusto me das —suspiró la hermosa
morena gimiendo debajo de él.
—Es un placer metérosla —le
susurró al oído—, me gustaría volver a
veros…
—También a mí, pollito —murmuró
Christine—, me quedaré algunos días
por aquí… Podremos volver a vernos…
¿Me la darás otra vez, verdad?…
—Oh, sí, señora; me siento muy a
gusto en vuestra pequeña almeja.
—Pero llámame Christine, Arsène;
estamos jodiendo…
—Es cierto… Perdonad…
La joven sonrió ante tan buenos
modales, muy poco frecuentes en nuestra
época, y siguió meneando el culo bajo
los pistonazos, cada vez más rápidos,
que le propinaba aquella polla en las
profundidades de su matriz…
—Vas a hacerme gozar de nuevo…
—gritó con mucha fuerza, para que su
marido lo oyera…
—Goza, marrana —le respondió
éste contemplando su. pasmo—, yo
descargaré en el coño de mi chiquilla
marrana… No dejes de ponerte las
botas…
—Lejos de mí semejante idea —
repuso Christine, y sus palabras se
vieron ahogadas inmediatamente por la
ardiente lengua de su joven amante, que
acababa de pendrar en su boca.
Marión, a su vez, se derramaba
lujuriosamente sobre la estaca que le
empalaba el vientre…
Es grande y me da gusto —le
explicaba a su compañero, muy excitado
por aquellas pequeñas tetas tiesas que
tenía en las manos, mientras la chica
retorcía la grupa como si quisiera
atornillarse en el pene.
Los jadeos se hicieron cada vez más
cortos, a medida que los orgasmos iban
ascendiendo en los cuerpos
atormentados por el deseo de gozar…
Incluso el perro soltaba apasionados
gemidos, que Isabelle repetía como un
eco a cada golpe de la larga zanahoria
en su estrecho coñito.
Cuando Marión gozó, se derrumbó
sobre el pecho de su jodedor, como un
pelele desarticulado, jadeando como una
yegua de trote al cruzar la llegada del
hipódromo de Vincennes.
En el mismo momento, brotó
abundante esperma del venablo de su
macho y le inundó el coño con su espesa
consistencia.
—Está gozando dentro —gimió—,
tengo la almeja llena…
—También yo —aulló Christine,
agitando sus dos pies por encima de los
riñones de Arsène—, el muy marrano
descarga… ¡Jo, cuánta leche suelta y
qué suave es!
El perro, tras haber hecho como todo
el mundo, volvió a tenderse en el suelo,
completamente extenuado, sacando una
lengua de quince centímetros mientras
Isabelle se contorsionaba, sujetándose el
conejo agitado por los espasmos de un
éxtasis sin nombre.
—¡Ah, qué relleno! —suspiró Julien
magreando el culo tembloroso de su
esposa, que acababa por fin de librarse
de su jinete.
—Acabarás convirtiéndome en una
zorra-se quejó ésta con toda seriedad, lo
que produjo una gran carcajada en el
varón satisfecho.
Marión, caída en la hierba
amarillenta, descansaba con las piernas
abiertas y el coño sacudido todavía por
el orgasmo, con los labios abiertos y
húmedos de leche, un reguero de la cual
le corría por la raya de las nalgas.
Isabelle, advirtiéndolo, fue a limpiar
a su amiga con su pequeña lengua,
degustando sin vergüenza aquella
substancia cremosa que tanto le gustaba
a pesar de su corta edad.
—Cuando hayas terminado de
limpiar el culo de tu compañera —le
dijo Julien interesado por su ardor—,
puedes limpiarme la polla, mira qué
sucia está… Eso me evitará manchar los
calzoncillos…
—Claro, querido señor —repuso la
viciosa chiquilla lanzándose sin dudar
sobre el pegajoso miembro, con la
lengua fuera y la boca abierta,
naturalmente.
—Carajo —se rió el varón—, qué
apetito en tan joven damisela… Que te
sirva de ejemplo, Christine, nunca me la
has bruñido de ese modo…
—¿Ejemplo de esa pequeña zorra?
—murmuró ésta, interesada sin embargo
en el vaivén de la ágil lengua por el
chirimbolo de su esposo.
—Límpiale tú la almeja —le dijo
éste—, así conocerás el sabor de las
obras de tu chucho…
—Asqueroso —respondió ella, pero
no dejó de arrodillarse para lamer el
coño mancillado por la polla de su
perro.
—Proseguid, señora, me interesáis
—suspiró ésta—, chupadme bien el
capullo y metedme un dedo en el agujero
del culo mientras me introducís el pulgar
en la vulva, lo adoro…
—La chiquilla irá lejos —aseveró
Julien, superado por semejante
salacidad juvenil…
—Ya se ha pasado de rosca —
masculló Christine, ejecutando sin
embargo su lúbrica plegaria.
Era la primera vez que metía la
lengua entre los muslos de una chica, y
aunque el coño de ésta estuviera
perfumado por leche canina, degustó
aquella extraña suavidad que la hacía
humedecerse de nuevo.
De modo que, cuando el bello
Arsène, excitado por la locura
ambiental, le metió de nuevo la polla en
el conejo, no tuvo dificultad alguna en
penetrar hasta el fondo de la vaina
vaginal.
Isabelle, agradecida, gemía como
una loca con la boca llena del pene,
hinchado de nuevo, del parisino.
Aquel gran pijo la tentaba hasta el
punto de que, en un momento dado,
levantó el rostro para preguntar si podía
sentarse encima.
—Con mucho gusto, querida niña —
respondió Julien—, precisamente iba a
proponértelo.
Repitiendo los gestos de su amiguita,
instaló su almeja sobre el erguido dardo
y, cosquilleándose un poco el conejo
con el extremo carmesí, se dio algunas
caricias circulares en torno al capullo,
que le arrancaron hermosos lamentos de
amor, pues le gustaba aquel tipo de
premisas. Luego, insensiblemente,
hundió la estaca en la húmeda caverna,
hizo temblar los labios mayores de su
sexo alrededor del glande prisionero de
su calidez y, luego, bajó por completo su
culito para empalarse hasta las cachas.
Marión había vuelto a acariciarse
contemplando a las dos parejas que se
empitonaban. Arsène, que jodía a
Christine por detrás, le pidió que le
magreara los huevos, y ella lo hizo con
gran amabilidad pues le parecía
estupendo.
Mientras las pequeñas bolas se
agitaban en sus manos, pasó un dedo por
la raya de las nalgas de la dama y
hundió una osada falange en el agujero
de su culo. Christine respondió con un
gemido de placer y la estrecha vaina de
su ano virgen se cerró, voluptuosamente,
sobre aquel índice bribón que le
mostraba una nueva alegría de vivir.
El dorso de su mano activa se
hallaba entonces aprisionado entre los
hermosos globos nalgares y el velludo
pubis del jodedor, que se activaba con
frenética celeridad. Aquella sensación
hizo que el mejillón le hormigueara de
nuevo y, abandonando a la pareja, fue a
aplastarlo sobre la boca de Julien, al
que le pareció de perlas.
Se hallaba así frente a Isabelle y las
dos muchachas, locas de estupro,
volvieron a gozar una vez más, al mismo
tiempo, mientras se chupaban con ardor
la lengua.
La leche del parisino inundó el
conejo de la joven castellana mientras el
joven castellano soltaba la suya en la
almeja de la parisina.
Así, todo el mundo estuvo contento y
los chorros de aquellos orgasmos
simultáneos fueron la traca que coronaba
aquel hermoso castillo de fuegos estival.
7

CHRISTINE y Julien habían alquilado


una casita de campo muy cerca del
bosque.
Arsène, invitado por la mujer, fue a
la mañana siguiente de la memorable
sesión silvestre.
Christine no había dicho nada a su
esposo.
Conociendo su afición a los paseos
por el bosque, en busca de algunas
criptógamas, sabía que no regresada
antes de la hora de comer, con una bolsa
llena de extrañas setas que sería
necesario limpiar para hacer con ellas
un plato.
Podía estar perfectamente tranquila
pues él, por su lado, había citado en
secreto a Isabelle y Marión en el mismo
lugar donde habían celebrado la
improvisada fiesta de la víspera.
Brutus le acompañaba, saltarín, sin
saber que formaba parte del programa
de festejos.
Las niñas llegaron en la carreta de la
borrica, fieles a la cita.
Se besaron como viejos conocidos y,
sin más ambages, Brutus olisqueó bajo
las faldas de las mozas, sintiendo que
tenía allí de qué satisfacerse, pues los
cuadrúpedos caninos están dotados de
gran memoria.
El caballero de París propuso que
sortearan, a la pajita más corta, a cuál
de las dos iba a joderse primero,
debiendo la otra, como es lógico,
contentarse con el perro.
A Isabelle se le ocurrió entonces
tomar tres briznas de hierba, para hacer
las veces de pajitas, pidiéndole a Julien
que participara también del sorteo.
—Pero ¿qué haríais si yo perdiera?
—preguntó éste.
—Tendríamos el perro —replicó la
pequeña aristócrata.
—¿Y yo?
—Vos podríais follar con la
borrica…
Aquella salida verbal le divirtió
mucho, pues demostraba que la moza iba
salida… y no precisamente de verbo.
Pero la viciosa Isabelle le confesó
lo que había ocurrido antes de su
llegada al claro con Brutus, relatando
también que no era la primera vez que el
bello Arsène se pasaba por la piedra a
Cadichonne.
Al parisino le divirtió mucho
aquella perversidad infantil, pero
cometió el error de tentar la suerte, pues
perdió en el juego.
—Ah, no, de ningún modo —gritó
—, no joderé con una burra…
—Maricón el que no cumpla —
exclamó Isabelle—, debéis meterle la
polla en el culo u os quedaréis sin
nuestras almejas…
—Jamás de los jamases, no sabéis
quién soy…
Por toda respuesta, Isabelle
desunció la hermosa burra y,
magreándole la grupa, le levantó la cola
para mostrar que tenía ya la vulva
húmeda, acostumbrada como estaba a
recibir en aquel claro alguna golosina
sexual.
—Sois unas verdaderas guarras —
protestó Julien—, no lo haré.
—Peor para vos, nosotras nos
divertiremos con Brutus y si nos tocáis
gritaremos que nos estáis violando, ¿Y
qué cara pondríais sentado, como un
tonto, en el banco de los acusados?
—Además —añadió Marión—, si
quisiéramos podríamos decir que nos
habéis obligado a dejarnos empalar por
vuestro perro, para aprovecharos de
nosotras; ¿imagináis adonde podría
llevar todo eso…?
—Bueno, de acuerdo —repuso el
pobre tipo—, no os tocaré puesto que he
perdido a la paja más corta, pero
tampoco tocaré a vuestra jodida borrica,
eso no estaba previsto en el juego.
—Reconozco que era un juego
jodido —dijo Isabelle—, pero de todos
modos os hemos dado pol culo…
—Reconozco —repuso él —que
sois unas zorras de mierda.
—Bueno, no nos andemos por las
ramas —decidió la pequeña castellana
—; nosotras vamos a magrearnos un
poco en plan tortillera, eso os dará
ganas de hacer los honores a
Cadichonne.
—Sois unas guarras —rugió Julien
fuera de sí.
—Naturalmente, señor parisino, y
como tal actuaremos…
Las dos chicas se abrazaron, de pie,
ante la mirada del hombre, y se dieron
sus bocas, agitando ante él la lengua
para excitarle.
Luego, Isabelle arremangó las faldas
de Marión y metió su grácil manita en la
descubierta entrepierna, levantando con
delicado dedo el borde de las braguitas
de algodón blanco, para mostrar la
negrura de los pelos púbicos, en cuyo
centro la almejita de la perversa niña
formaba un rosado trazo vertical.
—Zorras —masculló el hombre
locamente excitado por lo que veía—,
podéis seguir, soy un buen público.
Entonces Marión levantó, a su vez,
las faldas de Isabelle y su mano se
introdujo entre los muslos desnudos para
palpar su intimidad.
Entre dos profundos besos, las
excitadas chiquillas se palpaban las
tetas, que aparecían, libres, bajo sus
desabrochadas blusas. Sus pequeños
culos se habían puesto en marcha y
reproducían los rítmicos movimientos
del coito. Gemían amablemente,
diciéndose marranadas sin cuenta.
—Cáscamela bien, guarra, tócame el
capullo, estoy a cien…
—Y yo a doscientos, marrana; voy a
darte gusto, estás muy mojada, deja que
te empitone el conejo…
Brutus, sentado sobre los cuartos
traseros, ante los manejos de las
chiquillas aguardaba tranquilamente que
le llegara el turno.
—Tiéndete —le dijo Isabelle a
Marión—, te lameré mientras el perro
me jode…
Lo hicieron así en un abrir y cerrar
de ojos o, mejor, en un abrir y cerrar de
piernas, sobre la hierba del claro por el
que, afortunadamente, nunca pasaba
nadie.
Las dos jóvenes zorras habían
arrojado al suelo sus bragas e iniciaron,
así, el proceso del programa anunciado.
En cuanto Isabelle estuvo a cuatro
patas, metiendo su hocico en la
entrepierna de Marión, el perro se
levantó para ventear su trasero.
Luego, con la mayor naturalidad del
mundo, trepó sobre ella y le hundió la
larga legumbre de carne roja en lo más
profundo de la vulva.
—Ya me ha jodido —suspiró
Isabelle—, qué gusto me da… Me gusta
su gran polla, ¿meteréis vos la vuestra
en el coño de la borrica o no?
Empalmado como un toro semental,
el hombre había descubierto su
instrumento.
—No sé cómo hacerlo —suspiró—,
nunca lo conseguiré.
—Os ayudaremos —dijo Marión.
Presa de un súbito frenesí lúbrico,
Julien las vio levantarse, no sin
problemas pues a Isabelle le costó
librarse de la polla del perro que, ahora,
le pisaba los talones, babeando y
gruñendo de deseo, con el hocico
husmeando su culito.
La muchacha fue a buscar la burra,
que pacía tranquilamente en el prado, la
llevó luego hacia el tocón que había
servido para los primeros coitos
bestiales.
—Subíos ahí, señor Julien… Con la
polla que tenéis, Cadichonne va a estar
muy contenta…
Refunfuñando pero, de todos modos,
divertido ante tanta perversidad infantil,
el hombre lo hizo y aguardó la grupa que
reculaba al encuentro de su venablo.
Marión levantó la cola del animal y
dio la orden de ejecución.
—Vamos, metédsela.
Presa de una especie de locura
erótica, Julien lanzó una blasfemia, tomó
al animal por los flancos y le hundió su
gran chirimbolo en el conducto vaginal,
extrañándose del infinito bienestar que
experimentó entonces.
—Es mucho más caliente que una
mujer —suspiró—. Podéis vestiros,
señoritas.
Viendo que la cosa comenzaba bien,
las dos zorras, por el contrario, se
desnudaron y cuando estuvieron en
pelotas, se revolcaron en la tierna
hierba, gualdrapeadas, chupándose
mutuamente el coño.
—¡Hijas de puta! —exclamó el
parisino—, cuando pienso que me hacen
follar con una burra…
De todos modos, acabó gozando
pues, con sólo contemplar las dos ágiles
lenguas que se agitaban sobre los
rosados capullitos que asomaban la
nariz entre los sedosos pelos de las
niñas, logró una espléndida eyaculación
que inundó la vaina sexual en la que se
había agitado frenéticamente.
Satisfecho pero muy confundido, no
sabía qué hacer con su instrumento, pues
no se le aflojaba a causa del lúbrico
cuadro que tenía ante los ojos.
Marión, de rodillas, chupaba la
almeja de Isabelle, con los muslos
abiertos y los pies en el aire, mientras
Brutus, sintiendo que su hora había
llegado, trepaba sobre el cuerpo de la
joven campesina y le hacía los honores,
por decirlo de algún modo, de su gran
venablo canino rebosante de salud.
—Mira, Julien —suspiró Isabelle al
borde del orgasmo—, le está rellenando
el coño, su polla la hará gozar.
—Preferiría que fuese la mía —
murmuró el pobre hombre
manoseándose el instrumento.
—Un poco de paciencia, amigo;
mientras, si eso puede distraeros,
metédmelo en la boca, no sé qué coño
hacer con la lengua.
Julien se arrodilló, apartando los
ojos para no ver las dilatadas pupilas de
su perro, que le miraban mientras estaba
cubriendo a Marión.
Acarició la suave cabellera de ésta,
que se derramaba sobre el vientre de
Isabelle mientras ésta, tras tomar la
picha con sus manos, se la metía
glotonamente en la boca para chuparla
mientras la chupaban. La sorbió con
pasión, y con gran lujo de gluglús,
haciendo girar su lengua alrededor del
glande y propinando pequeños
lengüetazos a la sensible membrana
llamada frenillo del prepucio, vaya
usted a saber por qué, pues sabe Dios
que no frena nada de nada, muy al
contrario.
Se abandonó él a la euforia que se
apodera de los hombres cuya polla se
encuentra en la boca de una buena
mamona pero, de pronto, Marión,
rellenada hasta las cachas por el perro,
comenzó a aullar de gusto y Julien
estuvo a punto de soltar su esperma.
Afortunadamente, la ardiente
Isabelle soltó la prenda, para tratar a su
amiga de zorra mientras contemplaba
cómo saltaba por los aires.
Luego, cuando el perro puso las
cuatro patas en el suelo para descansar
de aquella excelente sacudida, Marión
lamió, a su vez, el garrote del dueño,
mezclando la lengua con la de su joven
cómplice, y para él fue maravilloso ver
a aquellas dos zorras besándose por
encima de su polla mientras unas
delicadas manilas le manipulaban los
cojones.
Se las pasó a ambas por la piedra,
una tras otra, comenzando por Isabelle,
pues consideró que Marión había tenido
ya su ración de picha en el coño gracias
a los servicios de su compañero
cuadrúpedo. Luego, cuando ésta le
limpió la leche que tenía encima, la
polla volvió a empalmarse alegremente
y le propinó un memorable revolcón,
que la hizo gozar mientras gritaba ante
los lúbricos ojos de su compañera que,
por su parte, volvía a manipularse el
clítoris.
Cuando Julien regresó a casa,
agotado, con la bolsa de las setas vacía,
encontró a su mujer tendida en un sofá,
absolutamente agotada por los dementes
asaltos que le había dedicado Arsène,
cuya polla sentía una feroz avidez por su
conejo.
Le confesó ella su traición, le contó
él la suya omitiendo, sin embargo, el
episodio de la burra, que le parecía algo
infamante.
—¡Qué puercos somos! —comentó
Christine—. Dame tu polla para que la
chupe, necesito volver a excitarme… —
y tendiéndose a su lado, él abrió su
bragueta y la mujer la chupó hasta
conseguir una descarga. En plena boca,
claro está, pues había aprendido a
tragarse aquella delicada sustancia viril.
—Y ahora a descansar —dijo al
regresar del cuarto de baño, tras haberse
lavado la boca.
—Tienes razón —suspiró él—, esas
cosas no son ya para gente de nuestra
edad…
—De todos modos, están muy bien
—murmuró Christine recordando los
pistonazos que le había propinado el
bello Arsène con un vigor juvenil al que
no estaba ya acostumbrada.

***

El hombre propone, o tal vez la mujer…


y Dios dispone… o tal vez Satán.
A la mañana siguiente, saliendo de
nuevo en busca de setas, dieron con
Marión, que se paseaba en bicicleta por
el bosque.
La moza llevaba unos pantaloncitos
blancos, regalo de Isabelle, y la visión
de sus redondos muslos enrojeció
inmediatamente el rostro del parisino.
—Qué contenta estoy de veros —
zalameó la niña bajando de la bici—,
¿han encontrado alguna seta?
—Bah, no es que haya muchas —
suspiró Christine.
—Venid conmigo, os mostraré un
lugar donde encontraréis algunos
boletos… Mi abuelo me lo enseñó. A
partir del mes de julio, el vejestorio no
come más que eso, pero como los fríe
con ajo, le canta el gaznate y me asquea
cuando me mete la lengua en la boca…
—¿No te da vergüenza que tu abuelo
te meta la lengua en la boca?
—Bueno, así son las cosas y así hay
que tomarlas. Afortunadamente, ya no se
le empina, de lo contrario me metería el
pijo en la almeja, le basta con que se la
mamen… Y es desagradable porque su
polla parece una zanahoria podrida…
—No creo lo que estoy oyendo —
suspiró Christine—, ¿en qué mundo
vives, pobre niña? Los parisinos no son
tan asquerosos.
—Pues el señor Julien bien que se la
metió a la borrica de Isabelle…
—¿Julien? ¿No es posible?
—Lamentablemente, sí —respondió
el hombre agachando la nariz—. ¿Qué
quieres?, esas dos guarras casi me
obligaron a ello…
—Me asqueas, eso es demasiado…
—No os lo toméis tan a pecho,
señora Christine, a Isabelle y a mí el
caballo de su papá se nos corrió en la
cara. Una más o una menos…
—No comprendo que pueda hacerse
eso con los animales, es algo que me
supera —afirmó Christine.
—Pues bien que os excitabais
cuando me follé a vuestro perro…,
estuvo bien, ¿verdad, Brutus? Miradle,
ya está olisqueándome el culo; el muy
marrano sabe de qué va la cosa…
—¡Tiéndete! —ordenó Christine al
gran perdiguero, que agitaba su cola
cortada, mientras la que tenía, y entera,
bajo el vientre mostraba la roja cabeza
fuera ya de la ganga.
—Tiene ganas, Christine —suspiró
Julien—. Y si a Marión le gusta, ¿por
qué privarle?
—¡Ah, sí por ti fuera…! —murmuró
la parisina acurrucándose, de todos
modos, contra su esposo, signo evidente
de su conmoción.
Instantes más tarde, Marión, a cuatro
patas en las amarillentas hojas, sufría
una vez más los asaltos del perro
mientras Christine le cascaba,
frenéticamente, una paja a su marido,
excitado por el atractivo espectáculo.
—Deja que te joda de pie, apóyate
en el tronco de este árbol…
—No, eres un cerdo. Jamás de los
jamases…
—Vamos, dadle gusto al conejo,
señora —le alentó la perversa niña, que
albergaba la polla del perro—, no hay
nada mejor…
De este modo, los dos esposos, tan
excitados el uno como la otra, pegaron
un polvo de pie entre el follaje de una
gran haya mientras que, empitonada
furiosamente por Brutus, Marión hacía
resonar en el bosque sus dementes
clamores cuando llegó el orgasmo.
Satisfecho ya el perro, la niña se
levantó para ayudar a la pareja de
fornicadores, que seguían agitándose
frenéticamente. Palpó los cojones del
marido, acarició las nalgas de la mujer
y, extrayendo sus pesados pechos, los
mamó ávidamente, uno tras otro.
Cuando ella llegó al orgasmo, le
pidió que le metiera la lengua en la boca
para chuparla bien mientras gozaba con
la densa leche de su hombre.
Tras aquel silvestre intermedio,
Marión los llevó al lugar lleno de
boletos que le había enseñado el abuelo.
Los parisinos llenaron una gran bolsa y,
para agradecérselo, invitaron a la
chiquilla a comer para que los probara.
Inútil es decir que la cosa concluyó
en una gran cama campesina donde las
dos hembras, con las piernas abiertas, se
pasaron las lenguas por el coño mientras
Julien se las pasaba, alternativamente,
por la piedra.
Así se establecieron unas excelentes
relaciones que iban a tener una
influencia preponderante en el destino
de Marión.
8

A partir de entonces se vieron cada


día, y vivieron prácticamente juntos
durante todas las vacaciones.
La madre de la pequeña no se
preocupaba demasiado, pues Isabelle
solía participar de la fiesta. De acuerdo
con Marión, le decía a su mamá que
pasaba todo el tiempo con ella.
El joven barón se la tiraba cada día
en las escaleras del castillo y a ella le
parecía muy bien. La baronesa Armande
lo sabía y, de vez en cuando, a fuerza de
espiar su comportamiento, le sorprendía
en plena jodienda sin que la vieran.
Apreciaba en gran modo el vigor de
su esposo y se retiraba a su habitación
para cascársela antes de ir a que la
jodiera a su vez el vicario, cuyo vigor le
gustaba.
Las cosas iban pues a las mil
maravillas.
El único que se sentía frustrado era
el anciano barón, al que no le bastaban
ya sus libros eróticos desde que había
probado los encantos juveniles de la
hija de su sirvienta.
—Esa querida zorra —mascullaba
—, me pregunto por qué no la veo ya
merodeando por los corredores del
castillo.
Un día le hizo esta observación a su
propia nieta Isabelle, sabiendo que era
su compañero de juegos, ¡y muy poco
inocente!
La muchacha le dijo, haciendo
algunos arrumacos, que tenía trabajo
fuera, con una pareja de parisinos que
estaba de vacaciones, y preguntó,
haciéndose la ingenua, por qué su abuelo
se preocupaba por la pequeña
campesina…
—¡Oh, por nada! —masculló el
anciano.
—Mentiroso, abuelo; no está bien
mentir a tu edad…
—¿Qué estás insinuando con eso,
tontuela?
—No tan tonta, abuelo; buscáis a
Marión para que os divierta
sexualmente…, a mí no me vengáis con
cuentos chinos…
El anciano barón la miró entonces
con mucha ternura.
—Añoro el tiempo en que te
sentabas en mis rodillas para
escucharlos…
—Y todavía puedo sentarme,
querido abuelo… ya sabéis que sigo
siendo vuestra nieta.
—Ah, querida mía —suspiró el
anciano cuando ella hubo puesto su
culito en los viejos muslos—, no tienes
ya edad para que te cuente la
Caperucita…
—Y mucho más —repuso la
pizpireta —cuando cada vez me da
menos miedo el globo…
Como su abuelo comenzó a
empalmarse, ella sintió contra sus nalgas
el pijo del viejo que iba creciendo y,
posando dulcemente la mano encima,
preguntó:
—¿Éste tiene también grandes
orejas?
—Marranita —suspiró el anciano
cuando la mano infantil apretó
nerviosamente la columna muy hinchada
de su abuelo—, ¿sabes de qué se trata
cuando hablamos del globo?
—Se le ve la cola —rió la chiquilla
abriendo la bragueta de su yayo.
—Dios mío —suspiró el anciano
empuñado por una mano firme—,
apiádate de nosotros…
—Le importa un comino, abuelo; lo
bueno es que tú puedes empalmarte
todavía —murmuró amablemente la
hermosa agitando la vieja polla.
—¿Te das cuenta de lo que estás
haciendo, pequeña guarra?
—Os casco una paja, querido
abuelo…
—¿Y eso no te asquea?…
—En absoluto, las pollas me gustan,
me excitan…
—Pero la mía es muy vieja…
—Pues no se nota: cuando está tiesa,
no tiene arrugas.
¿Qué responder a semejante lógica?
«La verdad, decididamente, brota de la
boca de los niños», se dijo el viejo
asqueroso, que permitió que se la
menearan hasta que tres gotas de
esperma brotaron en la cresta de su
antigualla.
Isabelle se inclinó para contemplar
aquel milagro y pasó una lengua golosa
por la simiente delicuescente que
parecía leche aguada.
—Ya te gusta, tunantuela…
—Ñam, ñam —hizo la bribona
poniendo los ojos en blanco para
mostrar a su abuelo cómo le gustaba el
zumo de sus fatigados huevos.
—Qué extraordinaria zorra eres, mi
pobre Isabelle, claro que tienes a quien
parecerte. Tu padre se jode a la asistenta
en las escaleras, al parecer tu madre se
folla al vicario y yo no he sido
precisamente un modelo de virtudes
durante mi larga existencia. Recuerdo
cuando tenía tu edad, me castigaban
severamente cuando me pasaba por la
piedra algún pato…
—¿Patos, abuelo? ¿Y cómo lo
hacías?, no es posible.
—En mis tiempos, hijita, se decía
que imposible no era una palabra
francesa; pero no importa, por lo que se
refiere a los patos es el abecé del arte.
Me comunicó el modo de operar mi
propio abuelo, que había participado
con Bugeaud en la conquista de Argelia.
Se agarra el ave, naturalmente, luego le
sujetas la cabeza en un cajón y, ¡paf!, le
metes la polla en el agujero de bala.
Está muy bien, primero porque puedes
menearla en caliente, y luego porque el
ave, que intenta huir corriendo, te
magrea los cojones con sus patas
palmeadas.
—¡Genial! —exclamó la niña dando
palmadas—; ¡cuántas cosas sabéis,
abuelo!
—Son cosas de la edad, hija mía; me
gustaría saber menos y que se me
levantara más.
—Pero si os defendéis muy bien,
abuelo…; estoy orgullosa de vuestro
chirimbolo.
al decirlo dio un papirotazo al
miembro, que consiguió entonces
hincharse una pizca.
—Si me la mamas un poco, pequeña,
creo que tendrá mejor aspecto.
—De acuerdo, adoro sentir una
picha que se hincha entre mis labios…
La bribona se inclinó de nuevo para
tomar en su boca la babosa geriátrica
del viejo verde. Éste había metido las
manos en su blusa para palpar las
hermosas tetas con sus viejas y largas
manos aristocráticas, de las que la
izquierda llevaba un anillo de oro con el
escudo de armas de la familia.
Cuando hubo disfrutado pellizcando
los pequeños pezones tiesos, mientras la
chiquilla le mamaba el venablo, el barón
metió una mano bajo las enaguas y tocó
las bragas en el lugar donde se habían
humedecido.
—Te gusta, marrana; tienes las
bragas mojadas.
La pequeña hizo «han, han»,
asintiendo con ligeros movimientos de
cabeza, lo que significa «claro» en
lenguaje de mamona.
Prosiguiendo sus investigaciones por
el húmedo valle adornado con sedoso
vello, el viejo marrano halló el clítoris
de su nieta y pudo comprobar que estaba
muy rígido e hinchado, justo para una
hermosa paja familiar.
Su índice, algo retorcido a causa de
la gota, actuó de todos modos con
bastante agilidad y, muy pronto, la
chiquilla dejó oír un profundo arrullo
gutural, mientras seguía tocando la flauta
en el utensilio del achacoso, que no
estaba todavía para tirar, pues se había
empalmado mucho. Cierto es que la
pequeña lengua que se encargaba de él
comenzaba a saber de qué iba la cosa,
gracias a las lecciones de Arsène y a los
últimos ejercicios practicados con el
grueso miembro del parisino.
Cuando el viejo, cansado de la paja,
metió su dedo en las profundidades de la
vulva, encontró tal inundación, que se le
ocurrió la idea de meter allí su vieja
polla, que se adaptaría muy bien a aquel
entorno acuoso.
—¿Te gustaría sentarte un rato sobre
mi antigualla, que se ha puesto dura? —
bromeó obsceno.
—Claro que sí, yayo; tengo incluso
muchas ganas.
—Ya veo que nos entendemos bien,
ratita; por el trabajo que te tomas,
añadiré en mi testamento un codicilo a tu
favor.
—Sois muy bueno, abuelo, no os he
hecho algunas caricias con doble
intención; con codicilo o sin él voy a
sentarme en vuestra polla porque tengo
el coño ardiendo…
—Me turbas —bromeó el viejo
verde, que apreciaba mucho las
desenvueltas maneras de la guarra de
Isabel.
—Se me ocurre una idea —exclamó
ésta quitándose las bragas—, abriré el
primer cajón de esta cómoda Luis XV,
meteré la cabeza dentro, vos me la
sujetaréis y me joderéis como si fuera un
pato…
—¡Ah, es un invento maravilloso! —
se entusiasmó el barón, que siguió a la
desvergonzada moza por toda la
habitación, hasta llegar a la cómoda
donde pusieron en práctica
inmediatamente la cosa.
Una vez que la rubia cabecita quedó
atrapada en el rajón, el yayo le
arremangó las faldas a su nieta, dándole
primero gusto a las manos en los
hermosos globos nalgares
completamente desnudos, guiando luego
su antiguo venablo, que estaba en plena
forma, hacia el rajado fruto de su carne
infantil.
—¡Ah, abuelo, noto vuestra polla!
Qué gusto da cuando me la metéis…
—Tómala, guarra de mi corazón,
voy a darte un buen revolcón como a los
pobres patos de antaño.
—¡Mmmm!, qué gusto, voy a
lustraros los cojones con mis patitas.
Lamento no tenerlas palmeadas, pero
pongo la mayor buena voluntad…
—La buena voluntad es lo
importante —gruñó el asqueroso
vejestorio—, sobre todo en los asuntos
del culo.
Y al decirlo palpaba con avidez
aquella interesante parte carnosa y,
mientras se divertía separando sus
lobos, cosquilleaba con travieso dedo la
oscura circunferencia, que se estremecía
bajo aquella uña tan pulida como
bribona.
—Podéis metérmelo dentro, abuelo,
no tengáis vergüenza; adoro que me
metan un dedo en el culo cuando me
están jodiendo.
—Ah, qué cuidado vocabulario es el
tuyo, hija mía; me parece escuchar a una
de tus antepasadas en tiempos del Bien
Amado.
Tras haberse chupado la yema del
dedo, volvió al punto crucial y, tras dos
o tres intentos, consiguió que entrara
hasta las cachas.
—Tu negro bombón ya es mío —
exclamó tras sus bigotes de foca.
—Sacudidme el agujero del culo,
querido abuelo, porculizadme con fuerza
mientras me deshollináis la almeja; voy
a pegar una buena corrida.
—Qué bien me acaricias el pijo con
tus músculos de zorra, pequeña; tienes
buena madera, realmente estás dotada
para el asunto.
—Llenadme bien, abuelo, repicad en
el fondo de mi conejo, adoro los golpes
de polla… Mmmm, qué guay… tu dedo,
cerdo, menéalo en mi culo…¡Ah, lo
noto… me porculizas!
Encantado por aquel inesperado
tuteo, el vejestorio puso mayor
celeridad en empitonar a su nieta, y ésta
no tardó en gemir dando con el culo
golpes, cada vez más fuertes, en el
vientre de su abuelo.
—Voy a correrme, no te pares, ya
voy…
—¡Ah, divina guarra! Creo que voy
a honrarte aún con una buena descarga
de leche…
—Jodedme, abuelo… sí, así, a
fondo… Venid a gozar en lo más
profundo… sí… en el fondo… ah… sí,
sí… ¡han, han!
Soltó unos «han» más prolongados y
se zambulló en un enloquecido orgasmo.
Los sobresaltos de su cuerpecito
provocaron la eyaculación del
vejestorio, que gruñó como un cerdo
mientras se libraba de su esperma.
Pero la sacudida había sido excesiva
para un tipo de su edad. Se llevó la
mano al corazón y vivió unos minutos de
espanto ante sus acelerados latidos,
preguntándose si sus huesos podrían
soportar el golpe.
—Soltadme la cabeza, abuelo, no
vais a dejarme reventar como un pato al
que le habéis dado por el culo… como
los valientes del mariscal Bugeaud…
Como no respondía y seguía sin
moverse, la niña sintió miedo y tiró
violentamente de sus cojones, lo que
tuvo por efecto devolver al barón a la
realidad.
—Vas a arrancármelos, jodida,
suéltalos de una vez, pero ¿qué significa
eso?
—¡Uf! —dijo ella cuando se hubo
librado de su cárcel dieciochesca—, he
estado a punto de espicharla…
—Y yo también —suspiró el anciano
con la mano en el corazón—, la próxima
vez te empitonaré tendido en el sofá,
será más prudente… Ha faltado un pelo
para que te encontraras con un cadáver
en el coño…
—Qué apasionante comienzo para
una novela policíaca —exclamó la
chiquilla poniéndose las bragas…
—¡Pero qué fin para un barón! —
suspiró el vejestorio.
9

AUNQUE muy acaparada —y bien


puede decirse —por los parisinos que
querían verla cada día para gozarla, la
pequeña Marión no pasaba jornada sin
ir a ver a su amiga Isabelle, por la que
sentía cierta debilidad.
Se contaban sus extravíos paseando,
cogidas del brazo por el gran parque
solitario y protegido del sol por las altas
copas que le daban su encanto.
Al fondo del parque, un prado
cercado por barreras blancas estaba
reservado a los pocos animales de la
granja. Algunas vacas pacían allí
serenamente, sólo turbadas por los
tábanos, de los que se libraban, a duras
penas, azotándose los lomos con la cola.
Había también media docena de
cabras que ramoneaban los matorrales y
tenían más inconvenientes que ventajas,
pero el viejo barón quería conservarlas
porque le gustaba mucho su leche, de la
que en el desayuno tomaba un gran bol
caliente y recién ordeñado, y no habría
terminado una comida sin degustar uno
de aquellos suculentos quesitos blancos
que le eran presentados sobre grandes
hojas de parra.
Thomas se ocupaba de todos esos
animales.
Obtenía de ello ciertas ventajas en
especies pues, comenzando por uno
mismo la calidad bien entendida, gozaba
de los quesos de cabra que le gustaban
tanto como al viejo señor.
Utilizaba también aquellas pequeñas
criaturas con cuernos para fines que la
moral reprueba, pero así había sido
siempre. Que el barón recordara, nunca
había existido doméstico alguno que no
empitonase alguna cabra.
Thomas no había faltado a aquella
excelente tradición.
Cierto día que Isabelle y Marión se
paseaban junto al cercado, su atención
fue atraída por unos intempestivos y
repetidos balidos que turbaban el
silencio de la campiña adormecida al
sol.
Habiéndose acercado sin segundas
intenciones, descubrieron a Thomas, que
se la estaba metiendo a una pequeña
cabra gris detrás de un matorral.
—No es sorprendente que bale así
—exclamó Isabelle—, debe de hacerle
mucho daño con su enorme salchicha
blanca…
—Y un huevo, querida, grita de
placer, eso es todo, de lo contrario
huiría; mira qué bien responde con los
lomos a los golpes de la polla de ese
mastuerzo.
—No nos dejemos ver, Marión, pues
el muy cerdo querrá jodernos como el
otro día…
—Tal vez eso te hiciera tanto bien
como a la cabra, ¿no crees, guarra de mi
corazón?
Puesto que Marión le magreaba
amistosamente las nalgas mientras
profería tan insidiosa observación,
Isabelle se levantó las enaguas para que
la mano de la amiga pudiera entrar en
contacto directo con sus globos
nalgares…
—No lo sé, querida, la última vez
me hizo mucho daño con aquel gran
chirimbolo tan duro… Preferiría
contemplar la sesión con la cabra, la
cosa me parece cojonuda, ¿a ti no?
—Sí, a mí también, y además,
tratándose de cojones, comienzo a
motivarme… Si no me crees, puedes
comprobarlo.
Como también se había
arremangado, Isabelle le echó mano a
las bragas y acarició su capullito, muy
hinchado efectivamente y dispuesto ya
para la paja.
—Casquémonosla, querida, mientras
contemplamos —suspiró Isabelle
tomando la mano de Marión para
metérsela entre los muslos.
—¡Cómo la está poniendo! —
suspiró ésta metiendo su dedo en el
conejo de su compañera.
—A esta velocidad, querida mía, no
tardará en llenar de leche la almeja de la
cabra.
—Me gustaría verlo más de cerca…
tengo ganas de gozar… menéamela bien,
me da gusto en el coño… me gusta…
—También a mí me gusta; dame la
lengua para chuparla mientras nos
masturbamos, es bueno…
—Mmmmm… mum… mmmmmm…
—dijo Marión hurgando en la boca de
Isabelle.
Las pequeñas no se equivocaban.
Efectivamente el zumo de los cojones de
Thomas estaba corriendo ya hacia la
salida de su enorme instrumento hundido
en el sexo encantador del animal…
Soltó un buen gruñido y hundió hasta las
cachas su instrumento viril mientras éste
soltaba chorros de crasa simiente en la
vaina sexual de la cabra.
—Cagüendiós, qué gusto —masculló
el joven monstruo—; me sentiré más ágil
para ordeñar a esas marranas, ahora que
me he librado de mi exceso de crema
fresca.
Pero cuando extraía su enrojecida
polla de la casa encantada donde tanto
se había complacido, el parloteo de las
dos chiquillas llegó a sus oídos. Cuando
se volvió, apesadumbrado, metiendo su
enorme venablo en los pantalones
mugrientos, comprendió que las muy
zorras de aquellas niñas lo habían visto,
sin duda, todo, pero no por ello dejó de
saludar cortésmente levantándose la
gorra de lona blanca.
—Buenos días, señoritas, no es
frecuente veros por aquí…
—No tenemos nada que hacer —
repuso Isabelle…
—Bueno, yo tengo que ordeñar
todos estos animales, y eso no va a
hacerse solo…
—Claro que has comenzado por
lograr que te ordeñaran, guarro —se rio
Marión—, espero que haya sido
agradable…
El mozo bajó la cabeza,
apesadumbrado, y tomó su cubo para
colocarse junto a una cabrita que le
miraba con ojos estúpidos pero en los
que podía leerse no sé qué
agradecimiento.
—Te han preguntado si ha sido
agradable —repitió Isabelle…
—Bueno —dijo el hombre—, puesto
que lo habéis visto todo, no vale la pena
perdernos en discursos, no hay
demasiado que decir…
—¿Jodes a menudo con las cabras…
guarro?
—Bueno, cada vez que la cosa me
da picores; no siempre tengo una
hermosa chica que echarme al coleto,
como aquella vez en las cuadras, ¿no lo
recordáis?
—Te dije que no volvieras a hablar
de ello…
—Y no lo habría hecho si no
hubierais charlado vos la primera…
—Sabe que nos divierte charlar de
eso, como tú dices; no te enfades por tan
poco, Thomas, nada te reprochamos,
muchacho —suspiró Isabelle mirando la
bragueta que el mozo no había tenido
tiempo de abrochar.
Como no llevaba calzones, podía
verse el nacimiento de su blanco
cilindro que emergía de una mata de
negro pelo.
Se hizo el silencio cuando Marión
miró a su vez la abertura del pantalón de
tela.
Molesto, Thomas metió delante su
mano y balbuceó algunas excusas.
—No he tenido tiempo de
abrocharme, no os burléis…
—No nos burlábamos, estábamos
mirando; aparta la mano…
Entonces, excitado por la
persistencia con que las dos chiquillas
le miraban el bajo vientre, Thomas
volvió a empalmarse y sacó su pene del
escondrijo, exhibiéndolo a pleno sol con
su rutilante y gran cabeza roja.
—Si es eso lo que queréis ver, pues
bueno, ya estáis servida —rió sacando
los cojones como propina.
—Un buen bocado —suspiró
Isabelle…
—Para comérselo —añadió Marión,
cuyas rojas mejillas revelaban su
emoción.
—Pues no hagan cumplidos, si les
aprieta el gusanillo —bromeó, no sin
humor—; yo, cuando eso me sucede, voy
a comer un bocado.
Sin decir la menor palabra, aquellas
dos hambrientas de sexo dieron un paso
hacia delante, de común acuerdo, y sus
manos se tendieron hacia la columna de
carne.
—No os peleéis, habrá para ambas
—murmuró el campesino viendo como
entrelazaban sus hermosos dedos
alrededor de su enorme polla.
Aunque el miembro era más bien
corto, las manos eran pequeñas y hubo,
en efecto, bastante para las dos. Las de
Marión tomaron la base peluda y las de
Isabelle se cerraron sobre la
descapullada cabeza. Las presiones de
aquellos dedos encantaron al tipo, que
comenzó a suspirar con mucha fuerza.
—¿Será que deseáis darme gusto,
amables señoritas?… En ese caso,
mejor será que nos pongamos a cubierto
en aquel bosquecillo, de lo contrario
podrían sorprendernos y eso daría al
traste con nuestros esfuerzos…
Las mozas asintieron siguiendo al
doméstico, que les condujo tras unos
matorrales bastante tupidos y, cuando se
instaló allí con el culo en la hierba, se
colocaron a su lado, arremangándose
ambas para no manchar sus hermosas
faldas de verano.
Viendo sus muslos desnudos y sus
redondas pantorrillas sobre los
calcetines blancos, Thomas se empalmo
más todavía y, señalando su polla,
declaró con voz algo quebrada:
—¿Quién es la primera, señoritas?
Isabelle, la más hambrienta de
ambas, pues Marión acababa de
terminar una memorable sesión con
Christine, Julien y Brutus. Isabelle, pues,
siempre deseosa de tener una buena
polla en la boca, se inclinó para
comenzar la mamada que la suerte le
ofrecía en tan agreste decorado.
Mientras que sus labios, convertidos
en anillo, subían y bajaban por aquella
asta, la mano de Marión se dirigió a la
entrepierna del muchacho para palparle
los testículos.
—¿Te gustan mis grandes huevos,
Marión?
—Son tan pesados como melones —
se rió ésta tomándolos en la palma de su
mano.
Sin embargo, deseosa de hacerla
participar en aquel juego perverso,
Isabelle dejó salir de su boca el grueso
capullo violáceo y, en vez de fingir que
tocaba el saxo, imitó el estilo de una
tocadora de ocarina, mimando el
instrumento de costado e invitando, con
un gesto, a su amiga a titilar el otro lado
de la verga.
Ésta lo hizo, claro está, pues de
todos modos lo deseaba, pese a las
recientes satisfacciones que había
concedido a su carne en casa de los
parisinos.
Las pequeñas y ágiles lenguas subían
y bajaban a lo largo de aquella columna
en erección y se reunían, mariposeando
en torno a la roja punta. Era un ejercicio
especialmente estimulante para el
macho, tanto como apasionante para las
dos jóvenes zorras.
Sin saber qué hacer con sus manos,
el bueno de Thomas creyó oportuno
meterlas entre los muslos abiertos de las
dos muchachas, donde sus torpes dedos
comenzaron a palpar la reveladora
humedad de las bragas.
Isabelle apartó la suya para facilitar
el acceso a su botoncito y el dedo hizo
lo que pudo para satisfacer el deseo que
hinchaba la hermosa perla rosada,
mientras la otra mano, desesperando de
conseguir el mismo resultado en Marión,
cuyas bragas eran demasiado estrechas,
se cerraba con ardor sobre el hinchado
monte.
Aquellos felices tocamientos
excitaron tanto a las niñas que ambas
sintieron deseos de joder, algo
absolutamente normal a fin de cuentas.
Isabelle, como siempre, fue la
primera en quitarse las bragas y, tras
empujar el torso del varón para que
tendiera en la hierba, lo cabalgó y,
empuñando su enorme estaca, se la
metió en el coño gimiendo de lúbrica
felicidad.
Viéndola empalada en aquel pijo
adornado con un hermoso par de
velludos cojones, Marión se libró a su
vez de la molesta ropa interior y la
arrojó a la hierba, donde formó una
hermosa mancha rosada junto a las
bragas azules de la bella Isabelle.
Precisamente cuando ésta
comenzaba a acelerar los movimientos
de su culito, Marión, siempre servicial,
hundió allí un dedo, lo que excitó más
aún a la chiquilla.
—Sí… Oh, sí… porculízame,
guarra, mientras su gran polla me jode,
me darás gusto en el culo mientras
descargo con el conejo.
—¡Lo que hay que oír! —murmuró
el mozo, cubierto de sudor.
La zorra de la señorita le había
arrancado, literalmente, los botones de
su camisa para poder meter las gráciles
manos en el abundante vello que
adornaba su pecho. Aquello le excitaba
mucho a la zorra, que le pellizcaba los
pezones apretando los dientes de placer.
De pronto, comenzó a gritar sin
contenerse. Por fortuna, no había ni un
alma por la vecindad, pues sus gritos se
habrían escuchado a doscientos metros a
la redonda.
—¿Qué pasa… qué tiene? —
murmuró Thomas, a quien la
intempestiva manifestación le había
cortado el impulso.
—¿No ves que está gozando, tonto?
—se rió Marión hundiendo su dedo
hasta las cachas en el agujero del culo
de su compañera, sacudido por los
estremecimientos de los espasmos
lúbricos.
Luego, como se sintiera
prodigiosamente interesada por aquella
jodienda, no vaciló ni un segundo, se
metió el dedo en el coño y frotó con
fuerza sus buenas mucosas, para darse
placer también. Se había desabrochado
la delgada blusa para liberar una
pequeña teta, que acariciaba con la
mano izquierda mientras la derecha se
agitaba entre sus muslos.
Pero los dementes sobresaltos de
Isabelle habían acabado calmándose y,
viendo que su compañera se masturbaba,
le indicó con la barbilla el pijo, siempre
triunfante, del apuesto mozo de cuadras
que seguía empalmado como un caballo.
—Acaba ahí, querida, yo ya me he
puesto las botas —murmuró secándose
el conejo.
—Que venga —gritó Marión
abriendo los muslos—, que me la meta,
estoy dispuesta a recibir su enorme
polla.
Thomas contempló el abierto
compás de aquellos hermoso muslos
juveniles, entre los que brillaban los
acogedores labios de un adorable
coñito. Pronto se puso en posición sobre
aquellos esplendores ofrecidos a su
salacidad y, sin ni siquiera dirigir la
hinchada verga, la metió en el coño de
la pequeña campesina.
—Toma eso —masculló mientras
comenzaba el pistoneo.
—Ya lo hago —replicó la chiquilla,
excitada—; y es un gusto…
El abrazo fue rápido. El hombre
tenía ganas de gozar, la moza también.
Los vaivenes de la gran picha en el coño
inundado de licor no tardaron en
producir el orgasmo en la joven Marión,
que lanzó gritos de placer echando las
piernas al aire por encima de los lomos
de su jodedor.
Éste, loco de estupro, había abierto
la boca para lamer el rostro de su
consentidora víctima, y su lengua
paseaba tanto por los labios como por la
nariz; resoplaba como un buey,
chorreando sudor, y comenzó a goza i
inundando la vagina de la pequeña con
su esperma pesado y abundante.
—¡Qué bueno ha sido! —dijo
simplemente algunos instantes más tarde,
mientras se levantaba secándose la
húmeda frente con su velludo antebrazo.
Marión, aniquilada por el goce
sexual, permaneció tendida en la hierba
con las piernas abiertas, la almeja al
viento, mientras un hilillo de leche
brotaba de su cono dirigiéndose a las
nalgas.
Reunidas alrededor del matorral, las
cabras les miraban con ojos torvos,
esperando dar su leche a quien acababa
de dar su simiente.
Thomas recuperó el cubo y fue a
ordeñar la cabra que, momentos antes,
había llenado con su polla.
Apaciguadas, las chiquillas se
pusieron sus braguitas y le siguieron
para verle ordeñar.
—Te las has follado todas —
preguntó Isabelle.
—Claro —repuso el mozo sin
ruborizarse—; al fin y al cabo, para eso
son las cabras…
—El abuelo me ha contado —dijo
entonces Isabelle —que un legionario,
que vivía en un puesto avanzado con su
cabra, le dijo un día acariciándole el
cuello: «Ah, sí también supieras
cocinar…».
Thomas, que era bastante simple, no
comprendió la gracia de aquella historia
y se limitó a contestar:
—Son buenos animales y eso les
gusta.
Luego añadió, súbitamente
interesado por una idea que acababa de
nacer en su cerebro algo obtuso:
—Decidme, mis pequeñas señoritas,
¿os gustaría ver cómo el macho cabrío
de la tía Léonard monta a la cabra que
yo me he jodido?
—Pero ¿qué estás diciendo, mi
pobre Thomas?
—Sólo digo lo que es. Mañana tengo
que llevar a Julie a que la monten.
—Se llama Julie, qué bonito…
—Así es, señorita Isabelle, pero
mañana, precisamente, tendrá que pasar
por la piedra porque, si he de deciros la
verdad, yo no soy capaz de hacerle un
cabritillo…
10

LA tía Léonard tenía un macho cabrío.


Vivía de él. Todos los propietarios de
cabras de los alrededores llevaban sus
animales para que los montara aquella
bella muestra de la raza cabril.
El macho se llamaba Théodore y
olía mal, naturalmente. Pero era todo un
macho, siempre dispuesto a complacer a
las cabras en celo e… incluso algunas
mujeres, incluida la tía Léonard.
En resumen, los rumores afirmaban
que aquella buena mujer, de unos
cincuenta años, viuda desde haría
lustros y poseedora de un temperamento
que la había llevado a engañar a su
esposo, cuando aún vivía, no debía de
mostrarse de mármol conviviendo con
un chivo en permanente erección.
Pues bien, el rumor por una vez tenía
fundamento y la tía Léonard, en
definitiva, no lo ocultaba.
Para los aficionados a lo inédito,
doblaba el precio de la cubrición de una
cabra para exhibirse jodiendo con el
macho cabrío.
Su casa estaba muy separada del
pueblo y por completo aislada de las
demás. Por fortuna, además, puesto que
en cuanto te acercabas a ella un
poderoso olor te saltaba a las narices.
Unos bromistas pesados, cierto día,
habían colgado de la barrera un pedazo
de madera en el que habían pintado la
inscripción «Villa Kepeste». La tía
Léonard, que pocas veces salía, no lo
descubrió y los pasmarotes se
tronchaban al pasar, gritando al unísono:
«¡Es el macho cabrío!».
Los malos olores tienen el don de
provocar la risa de los aficionados a las
bromas, especialmente en el país de los
galos (aunque los íberos tampoco
puedan desdeñarse) y cuando a todo ello
se mezcla una evocación más o menos
salaz, como ocurría en el caso del
macho cabrío.
Las dos chiquillas soltaron la risa
tapándose la nariz en cuanto percibieron
los primeros efluvios nauseabundos que
arrastraba una brisa favorable. Trotaban
alegremente desde que habían
abandonado los establos del castillo en
compañía de Thomas, que llevaba a
Julie con una cuerda al cuello. De vez en
cuando, el animal se negaba a proseguir,
no porque temiera lo que le aguardaba
sino, sencillamente, para ramonear un
poco de hierba al borde del camino,
salpicado de margaritas y amapolas.
La tía Léonard hizo una mueca al
verlas llegar.
—Eso no es cosa de niñas —
murmuró.
—Están mucho más despabiladas de
lo que crees, María —se carcajeó el
buen Thomas palmeándole las nalgas—,
incluso piensan darte una buena propina
si aceptas hacer tu número con Jules…
Jules era, claro está, el nombre que
tenía el macho cabrío.
—¡Jamás de los jamases! —gritó la
tía Léonard—; sólo lo hago delante de
hombres, ni por todo el oro del mundo
les enseñaría el vicio a unas niñas.
—¿Ni siquiera si insisto? —
preguntó tímidamente Isabelle sacando
del bolso un gran billete de banco.
Los ojos de la arpía brillaron de
codicia, pero se empecinó.
—No estaría bien por mi parte y,
además, no es para ofenderos, mi
pequeña señorita, pero a vuestra edad
habláis por los codos y si la cosa
llegase a oídos de los guindillas, ¡adiós,
Jules!
Thomas sabía mostrarse artero como
muchos campesinos y halló la manera de
arreglar las cosas. Tomó por un lado a
las niñas, por el otro a la tía Léonard y
les susurró al oído su plan.
Se pusieron de acuerdo, pues
aquello satisfacía a los tíos bandos
encontrados.
La tía Léonard haría su número
guarro, pero sólo ante Thomas en el
interior de la cabaña donde estaba el
chivo; las niñas, por su parte, pasearían
por el huerto y probarían unas fresas
esperándole.
Naturalmente, la cabaña estaba
hecha de tablas mal unidas y, si las
señoritas querían espiar por las
rendijas, la Marie nada podría hacer
para impedirlo.
Dicho y hecho: minutos más tarde, la
Julie fue llevada a Jules, en la olorosa
cabaña cuya puerta se cerró a espaldas
de Thomas y la dueña del lugar.
Inmediatamente, las niñas regresaron
del huerto donde habían recogido
algunos fresones, muy rojos, para
probarlos mientras veían aquella
película de tipo bastante especial.
Cuando llegaron a su puesto de
observación, el macho había trepado ya
sobre la cabra y la cópula estaba en su
punto álgido. Era un espectáculo muy
edificante. Fascinadas, las damiselas
sólo tenían ojos para el inflamado sexo
del animal, del que sólo veían, a veces,
la base, pues lo demás, vástago básico
de la operación, ejecutaba
frenéticamente su trabajo en la
acogedora vulva de la Julie. Ésta se
mantenía como una cabra buena, con las
patas abiertas, para aguantar el choque
mientras Jules, agitándose como un
demonio, con los ojos brillantes y los
ollares dilatados, parecía una bestia del
Apocalipsis.
Indiferentes a esta escena, la tía
Léonard y Thomas hablaban de la sequía
y de su repercusión en el precio de las
legumbres, aunque ni el uno ni la otra las
compraran.
Sin embargo, el chivo practicaba el
acto breve y no tardó en caer sobre sus
cuatro patas regresando, tranquilamente,
a su pesebre para degustar un buen
puñado de heno, pues la emoción le
había despertado el gusanillo.
Entonces Thomas se sacó del
bolsillo el hermoso billete de banco que
la joven Isabelle había puesto allí y lo
tendió a la tía Léonard, que se lo metió
enseguida en el bolsillo de su delantal
negro.
La fiesta iba a comenzar.
La picha del chivo, roja y viscosa,
no había entrado todavía en su funda, y
cuando aquella mujerona la tomó en su
mano, el animal lanzó una especie de
jadeo satisfecho.
La hembra humana tenía, sobre las
de su raza, la ventaja de tener dedos
capaces de acariciarle delicadamente el
instrumento, y al bueno del animal le
gustaban aquella clase de mimos.
—Marie, estás consiguiendo que
vuelva a empalmarse —se rió Thomas
tocándose la bragueta.
—Lo que hay que hacer hay que
hacerlo —respondió seriamente la tía
Léonard.
Luego, cuando consideró que el
animal estaba ya dispuesto, inclinó el
torso hacia delante para sujetarse con
una mano a uno de los barrotes del
pesebre, mientras con la otra se
arremangaba rápidamente hasta los
riñones, descubriendo su enorme grupa
redonda y desnuda, pues nunca llevaba
bragas. Eso le evitaba tener que
quitárselas para mear y permitía que
Jules la empitonara, cuando el uno o la
otra lo deseaban.
—Qué curioso —observó Isabelle
—, tiene los pelos del coño negros
aunque sus cabellos sean blancos…
—En cualquier caso —murmuró
Marión—, al chivo parecen gustarle,
mira como mete el hocico dentro,
diríase que va a pastar.
Era, en efecto, lo que estaba
haciendo, aunque en sentido figurado, ni
más ni menos como un tipo que
ramoneara un conejo. Con el de la tía
Léonard tenía mucho trabajo, pues sus
labios sexuales colgaban como anchas
escalopas entre las que iba y venía la
lengua de aquel animal cornúpeta.
Sin preocuparse de los ojillos
brillantes que espiaban por los
intersticios de las tablas de la choza,
Thomas había sacado la polla de su
bragueta y se acariciaba suavemente,
mirando el enorme culo de la Marie.
Isabelle se había metido la mano
entre los muslos, imitada enseguida por
Marión, y las dos damiselas habían
comenzado a cascarse, amablemente,
una paja.
Satisfecho por su cremosa
degustación, el chivo se levantó de
pronto sobre sus patas traseras y,
agarrando a la tía Léonard por las
caderas, comenzó a mover los cuartos
posteriores, con la polla erecta como
una espada flameante y dirigida hacia el
negruzco coño del que colgaban los
grandes labios de carne.
—¡Vamos, Jules! —gritó Thomas
obsceno—, métesela hasta las cachas…
La cabeza buscadora del bestial
misil encontró el agujero adecuado y,
con un buen empujón de los lomos,
penetró hasta el fondo de la cavidad
vulvar.
La Marie dejó ir un gemido y se
arqueó para facilitar el vaivén del pene
animal en su vagina, estaba tan húmeda
que, tras unos pocos movimientos, un
orillo blancuzco se formó en sus
escalopas, que rodeaban al invasor.
—Dale lo suyo, cerdo… —exclamó
Thomas.
—No es un cerdo, es un macho
cabrío que está haciendo su trabajo; el
cerdo eres tú, Thomas… Deja ya de
cascártela… ¿Te parece que eso son
modos?…
—Tú a lo tuyo, vieja; folla que
luego, para agradecértelo, también yo te
daré un par de pistonadas en las
posaderas…
La vieja no replicó, pues aquella
segunda monta formaba parte del
acuerdo.
Le gustaba el dinero y la picha; por
lo tanto, un asunto como aquél le
permitía unir lo útil y lo agradable.
Mientras, encajaba con lúbrica
alegría los pistonazos que le daba el
macho cabrío, excitado por su enorme
culo de sólida campesina.
—A la muy guarra le gusta —suspiró
Isabelle—; estoy segura de que va a
correrse.
—También yo —murmuró Marión
acelerando la paja.
—Cállate, ¡qué vergüenza!; también
yo voy a gozar —murmuró su amiga.
De pronto, el chivo lanzó un extraño
grito y la mujer también.
—Descarga en mi vientre —gimió
ella—; me está rellenando el coño…
—Te estás poniendo las botas,
guarra —le lanzó Thomas, que apenas si
podía contener su eyaculación…
En el exterior de la nauseabunda
cabaña, las dos damiselas se besaban en
la boca magreándose el culo, mientras
ambas le daban al dedo.
—Ha sido una sesión muy lograda
—se felicitó Isabelle, ignorando que la
representación tenía un tercer acto.
—Mira —le dijo Marión—, el
guarro de Thomas va a joderse a la
vieja.
En efecto, éste se había acercado al
enorme culo y magreaba con avidez los
dos enormes hemisferios en cuya
epidermis se hundían sus rollizos dedos.
—Has gozado con el chivo, marrana
—masculló—y él ha gozado en tu
almeja, es un asco, mira eso.
Tras haber hundido sus dedos en
aquel horno vulvar, los sacó húmedos y
viscosos y los sacudió con aire
asqueado.
—Si no te gusta, empitona la
cabra… —masculló la mujerota, que se
impacientaba esperando.
—Sería más de lo mismo y, a fin de
cuentas, prefiero tu hermoso culo…
—¿Qué esperas entonces, gilipollas?

—Apresúrate un poco… Y méteme
el pijo en el culo para terminar de una
vez —canturreó Thomas, paseando el
hinchado extremo de su verga entre los
labios, como escalopas, de la tía
Léonard.
—Jódeme, jódeme de una vez —
murmuró ésta reculando para que sus
nalgas se acercaran a la polla y poder
meterla en su hambrienta vagina.
—¡Toma, zorra! —masculló el mozo
de cuadra—. Ahí está mi polla, puesto
que tanto la deseas…
Los ojos desorbitados de las dos
damiselas comenzaron a brillar con
nuevo fulgor cuando la picha de Thomas
desapareció por completo en el coño de
la mujeruca.
—¿Te doy gusto, Marie? ¿Te gusta
mi polla…?
—Comparada con la de Jules, es un
fracaso; apenas si la noto —suspiró la
mujerona agitando, sin embargo, su
enorme culo para mejor satisfacer al
conejo.
—Claro, con un coño semejante
baila un poco —repuso el joven, algo
enojado.
—Si no te gusta, te aguantas…
—No es momento de aguantarse,
vacaburra… Pero lo que digo es cierto,
lo que tienes no es un coño, es la boca
de un horno.
—Métemela en el culo si te gusta
más apretado… —murmuró la buena
mujer.
—No me atrevía a pedírtelo, zorra,
pero siendo así…
Retiró su húmedo pijo y, abriendo
bien los enormes globos nalgares,
colocó el viscoso extremo sobre el
fruncido orificio que se hallaba en mitad
de la raya del culo.
—Va a darle por el culo, el muy
guarro —dijo Marión terriblemente
excitada.
—Eso parece —asintió Isabelle
metiéndole un dedo en el trasero.
Marión le devolvió inmediatamente
la caricia y, mientras se pistoneaban el
ano, las dos desvergonzadas seguían
actuando de mironas mientras el aliento,
cortado por la emoción, se les agarraba
a la garganta.
Empujando con los lomos, Thomas
había hecho penetrar su utensilio en el
conducto anal de la mujer, que gemía de
placer. Adoraba que le metieran la cosa
en el culo a aquella guarra, y las
ocasiones se hacían cada vez más
escasas, pues el nuevo cartero era
maricón y prefería el culo de los
hombres. Al antiguo, por el contrario, le
gustaba bastante «la tierra amarilla»,
como el decía, y le daba un buen
revolcón culero cada vez que le llevaba
las piadosas revistas a las que estala
suscrita. La pobre Marie había perdido
con aquel cambio.
—¿Te gusta, Marie, que te
deshollinen el culo?
—Claro que me gusta, si no, no te lo
hubiera propuesto.
Bien está lo que bien acaba.
Isabelle y Marión estaban en plena
fiesta. Meneándose mutuamente el culo y
el coño y contemplando la sesión de
sodomía, avanzaban alegremente por el
camino de un nuevo orgasmo.
La tía Léonard también, pues se
cosquilleaba con frenesí el clítoris
mientras la polla iba y venía por su
agujero posterior. Su capullo, bruñido
desde hacía casi medio siglo, tenía ya
las proporciones de una pichulina
infantil. Podía tomarla entre dos dedos e
imaginar que estaba cascándole una paja
a un niño de primera comunión.
Cuando el goce brotó en su vientre,
lanzó una especie de gemido que puso a
su sodomizador al corriente de su
éxtasis. De modo que, excitándole
mucho la cosa, no contuvo ya su
eyaculación y derramó grandes chorros
de pesado esperma en el ano de la
campesina del chivo.
Menos lúbricos que los humanos, la
pareja de rumiantes balaba de vez en
cuando, mordisqueando un poco de heno
con aire satisfecho.
Isabelle y Marión habían llegado a
la satisfacción, gozando mutuamente de
sus dedos, y ahora se los metían
recíprocamente en la boca, incluso
aquéllos con los que se habían
empitonado el culo, y los chupaban
glotonamente con caras de gatas golosas.
—Bueno, ha sido un buen negocio
—decía Thomas metiéndose la polla en
los calzones.
Luego, dio una palmada amistosa en
la grupa de su cabra, diciendo:
—Tú, al menos, dentro de ciento
cincuenta días nos soltarás dos o tres
cabritillos.
11

CUANDO Marión contó lo que había


ocurrido en casa de la mujerona del
buco, la pareja de parisinos se sintió
muy impresionada.
—Es más de lo que podía imaginar
—declaró Christine—; que te la meta un
perro, pase; pero con un macho cabrío
es realmente asqueroso…
—Estás hablando y ya te humedeces,
zorra —se rio Julien—; estoy seguro de
que, en secreto, envidias a la tía
Léonard.
—No digas tonterías, cariño, sabes
muy bien que soy de lo más normal…;
no me gustan los actos contra natura.
—Pero te dan por el culo como a
una reina, querida mía —le hizo
observar su esposo magreándole las
nalgas.
—Eso es distinto —murmuró
Christine, excitada sin embargo por la
historia del macho cabrío…
—Reconoce que te gustaría verlo.
—Claro, verlo es otra cosa…
—Mañana iremos —decidió el
marido—; nos llevamos a Marión… y si
le apetece…
—Ah, no —protestó ésta—, con el
buco no, prefiero al bueno de Brutus.
—¿Pues a qué estás esperando? —
preguntó Julien, que comenzaba a notar
una buena erección…
Sin protestar, la complaciente
chiquilla se puso a cuatro patas tras
haberse quitado las bragas y Brutus,
olisqueándola bien, se le puso encima
para joderla.
Con un nudo de excitación en la
garganta, Christine permitió que le
quitaran el vestido y las bragas y,
cuando estuvo en pelotas, también ella
se puso a cuatro patas mientras su
marido se arrodillaba detrás de sus
nalgas.
—¿Lo deseas, guarra?; di…
—Sí, querido… Dame por el culo si
quieres… Me has pervertido,
aprovéchalo…
El tipo no se hizo rogar y ante los
ojos, brillantes de lujuria, de la niña
follada por el perro hundió su enorme
chirimbolo en el agujero posterior de su
esposa, porculizándola hasta las cachas.
—¿Te gusta así?; dime, ¿te da gusto
en el agujero del culo?
—Sí… oh, sí, métemela a fondo…
Cómo la noto…
—Claro —presumió Julien,
orgulloso de su enorme polla.
Se agitó con fuerza, tras haber
pasado el antebrazo bajo el vientre de
Christine para masturbarla mientras la
sodomizaba.
Los gemidos gozosos de Marión, los
roncos quejidos del animal, dispuesto a
descargar, activaron el goce de los
viciosos esposos y, muy pronto, grandes
chorros viscosos se vertieron en el ano
de la mujer, cuyo coño vertía el zumo de
su éxtasis en los dedos de su hombre.
Marión, tras haber sufrido la
eyaculación del animal, se tendió junto a
sus anfitriones en el sofá del salón,
donde se había celebrado la lúdica
orgía, y se acariciaron los tres con
dulzura, admirando recíprocamente sus
desnudeces y sus partes sexuales,
exhibidas sin vergüenza.
Revitalizado por ciertos tocamientos
en la verga, Julien pidió a Marión que se
volviera y, ante la encendida mirada de
su esposa, porculizó a muchacha, que lo
estaba deseando.
Cuando Christine se sintió en exceso
caliente para limitarse al pasivo papel
de mirona, se arrastró hacia la pequeña
y le ofreció el conejo para que
ramoneara mientras su esposo le
martilleaba las nalgas con grandes
golpes de polla.
Puesto que le aplicaba el mismo
tratamiento que a su mujer, no tardó en
gozar sobre sus dedos, y una buena
descarga de leche le inundó el culo
mientras los jugos de la dama le
llenaban la boca.
Al día siguiente, el trío se dirigió a
la granja que olía a macho cabrío.
—Ya hemos llegado a Viña Kepeste
—dijo Marión, que conocía la anécdota.
La tía Léonard les recibió dividida
entre la sonrisa a la joven damisela del
otro día y la mirada suspicaz, si no
torva, a la pareja de parisinos, demando
elegantes para ser honestos.
—¿Qué desean los señores? —dijo
interrogadora.
—Explícaselo, Marión —respondió
Julien pellizcando a la chiquilla que, sin
embargo, había prometido no rajarse.
—Bueno, verá, tía Léonard —
balbuceó ésta—, hemos venido para ver
el buco…
—Ah, bueno; si sólo es eso voy a
enseñároslo…Tengan los señores la
bondad de seguirme…
Christine se tapó la nariz al entrar en
la madriguera de Jules, pero le pareció
que se daba aires de príncipe cuando se
dignó acercarse para olerla, como si
tuviera la intención de besarle la mano.
—Hermoso animal —declaró algo
conmovida, de todos modos, al pensar
en lo que era capaz de hacer.
—Podéis acariciarlo, vamos, señora
—la incitó tía Léonard—; no es un mal
bicho…
—… y las mujeres le gustan
especialmente… —creyó oportuno
insinuar la viciosa Marión…
—Sí —repuso Julien—; aunque no
gratis et amore, supongo.
Y al decirlo sacó su cartera.
Inmediatamente, los ojos de tía
Léonard brillaron. Estaba claro que los
negocios parecían mejorar.
—¿Debo suponer que tenéis una
cabra para cubrir? —preguntó
arteramente.
—Sí-repuso Julien, que se aguantaba
las ganas de reír—; ésta —añadió
señalando a Christine.
—¡Oh, qué malo eres! —exclamó
ella—; no lo crea, señora, mi marido
está bromeando.
—En absoluto —replicó Julien—;
hemos venido precisamente por eso…
—Nunca hemos hablado de eso —
protestó Christine—; pero ¿qué estás
inventando, especie de maníaco…?
—Bueno, tendrán que ponerse de
acuerdo —interrumpió la Marie—; yo
querré lo que ustedes quieran, pero a ver
si se aclaran…
Marión tuvo entonces la inteligencia
de cortar la discusión dando un rodeo.
—A esos señores les gustaría que
les hiciera usted una demostración con
el chivo —susurró con una vocecita.
—¡Dios mío! —respondió la buena
mujer—; por mí no hay inconveniente,
pero habrá que ponerse de acuerdo en la
tarifa.
Estoy dispuesto a quintuplicar el
precio de una cubrición —declaró
Julien.
—En ese caso, de acuerdo —
admitió la vieja—; aunque me molesta
un poco hacerlo delante de la
chiquilla…
—Ya sabe que lo vi todo por los
agujeros de la cabaña —repuso esta
última—; no juegue ahora al inocente.
Lo toma o lo deja.
—¡Cómo son hoy las niñas! —
suspiró la vieja levantando los brazos
—. ¡Qué época!
Julien sacó un fajo de billetes y los
puso ante las narices de la vieja, que los
olisqueó.
—Huele bien —dijo—, ¿cuándo va
a ser?
—Enseguida, señora Léonard… sin
esperar ni un minuto —bromeó Julien
excitado, a su pesar, por aquella gran
campesina de pesadas tetas cuya
opulenta grupa le daba ideas muy
precisas.
—Bueno, bueno, bueno; en ese caso
—dijo la Marie metiendo los billetes en
el bolsillo de su delantal —haremos lo
que se pueda, ¿no es cierto, mi buen
Jules? añadió acariciando el cuello del
cornudo animal.
Éste dejó huir un gritito de
satisfacción, como si supiera de
antemano que de nuevo iba a darle gusto
a la picha.
La tía Léonard, recuperando los
gestos de la antevíspera, se inclinó ante
el pesebre, se levantó las manchadas
faldas y mostró la luna.
—¡Oh, hermoso culo! —exclamó
Julien.
—Cállate, cerdo, me avergüenzas —
suspiró Christine terriblemente excitada
muy a su pesar.
También el chivo lo estaba, al
parecer, pues esta vez la tía Léonard ni
siquiera necesitó manosearle el
miembro para que se empalmara.
Su larga y roja zanahoria salió sola
de la velluda funda e, irguiéndose sobre
sus patas traseras, trepó sobre la hembra
humana cuyo culo se ofrecía a su
salacidad de macho cabrío concienzudo.
—Va a jodérsela —suspiró Marión
palpando la bragueta de Julien.
—Es asqueroso —murmuró
Christine apretando sus hermosos
muslos contra sus ganas de sexo.
—Me excita —reconoció Marión…
En resumen, la cosa no fue larga.
Jules estaba acostumbrado a follarse a
su dueña e hizo una estupenda
demostración a los pasmados visitantes.
La polla de Julien estaba ya en la
mano de Marión y sus cojones en la de
su esposa. La tía Léonard gemía como
una condenada, pero de placer, puesto
que estimaba en alto grado la vitalidad
de su animal.
—Va a lograr que me corra —dijo
volviéndose hacia el trío de mirones—;
¡ah, qué buena picha…!
—Le gusta —suspiró Christine—;
parece imposible.
—Pues ya ves que no lo es —
respondió Julien—; me gustaría que la
sucedieras… ¿Lo harás?
—Jamás de los jamases… ¿Estás
loco?
—En absoluto —insistió el marido
—, ¿recuerdas el visón que te negué?…
Pues bien, si me hicieras este pequeño
favor, tal vez el invierno que viene lo
tengas…
—Cerdo —respondió la joven…
—¿Y yo? —preguntó Marión
súbitamente interesada—. Si lo hiciera
por vos, ¿tendría también un hermoso
regalo?
—Tú ya tienes mi polla —repuso
Julien—, ¿de qué le quejas, niña?
—No, si lo decía por decir —
suspiró ésta.
—Cáscame una paja y no te
preocupes —prosiguió el hombre, muy
estimulado por el espectáculo—; no te
olvidaré en mis oraciones.
—De todos modos —prosiguió la
viciosa chiquilla—, no me disgustaría
intentar la experiencia…; me follado ya
algunos perros, un caballo me ha
descargado en plena cara; ¿por qué no
voy a joder con un macho cabrío?
—Buena pregunta, en efecto —
susurró Julien magreándole el culo.
Pero la tía Léonard lanzaba ya sus
acostumbrados mugidos, pues el
orgasmo le arrasaba el bajo vientre…
—Me corro —clamaba, sabiendo
que eso excitaría a sus clientes, pero
satisfecha, sin embargo, de decirlo
porque era la pura verdad.
El chivo, tras haber lanzado sus
chorros de leche, se retiró dignamente
agitando la cornuda cabeza mientras
Marión, loca de estupor, se lanzaba
hacia su gran salchicha roja para
magrearla.
—Debe de dar gusto por donde pasa
—murmuró en pleno éxtasis—; qué
ganas tengo de tenerla en el coño…
—Pues ocupa mi puesto, hermosa —
le lanzó la tía Léonard—, no soy celosa
y mi Jules es infatigable.
Luego, dirigiéndose a Christine, que
hacía una mueca, añadió:
—Tiene más de un as en la manga…
de sus huevos.
—Cómo habéis gozado, señora
Léonard —dijo Julien metiendo las
manos bajo su falda mugrienta para
magrearle el culo—; cómo os ha puesto
el muy cabrón…
—Con él no hay restricciones —dijo
la vieja—, es mucho más seguro que un
tío…
—Tal vez —asintió Julien—, pero
¿qué me decís de eso, señora Léonard?
Y al decirlo, claro, le había puesto
su gran polla en las manos.
—Es un buen instrumento, caballero
—admitió la mujer—; está para
comérselo…
—Pues no os privéis de probarlo,
señora Léonard —repuso el parisino
empujándole la cabeza.
Dócilmente, la buena mujer se puso
de rodillas en la manchada yacija del
animal y, tomando la gruesa picha en sus
manos, comenzó a lamerla mirando con
ojos interesados al macho cabrío que,
ahora, estaba emprendiéndola con
Marión.
—Es inaudito —suspiró Christine
—, va a metérsela…
—Lo contrario me extrañaría —
suspiró Julien, cuya polla había
desaparecido en la boca de la tía
Léonard.
Luego miró a su mujer, que se
levantaba sin rubor las faldas para
rascarse el capullo.
—Reconoce que eso te excita,
guarra.
—Reconozco lo que quieras, pero
estás haciéndomelas pasar canutas…
Mientras, el pijo del chivo había
penetrado directamente en el coñito de
la niña, que clamaba su goce a los
cuatro vientos.
—Me la ha metido, me está
llenando, qué gusto… ¡Carajo! Qué
polla… es una locura, me perforará el
vientre.
—Ya ves —suspiró Julien
dirigiéndose a su esposa—, ya ves el
gusto que le da… reconoce que también
tienes ganas…
—Tal vez, pero es asqueroso… No
quiero… Haz que te la mamen, cerdo, y
déjame en paz…
—Tendrás tu abrigo de visón,
palomita, si te portas bien con el
chivo…
—Acabaré estando como una cabra
—masculló, no sin humor, la hermosa
morena palpándose la almeja.
Pero el macho cabrío había soltado
ya su segunda emisión seminal, pero esta
vez en el coño de una chiquilla
prematuramente viciosa…
—Vamos, piensa en el abrigo de
visón —insistió Julien—; siempre será
mejor que estar cascándose una paja
como una gilipollas.
Marión insistió.
—Venid, señora Christine, colocaos
ante el pesebre, yo le explicaré a Jules
lo que debe hacer.
—No necesita explicaciones —
protestó la señora Léonard soltando por
un instante la polla de don Julien—. Más
bien necesita un poco de reposo, tras sus
dos cubriciones sucesivas; por más
chivo que sea, hace lo que puede y no es
una máquina.
Tras aquella frase, volvió a tocar la
flauta, pues le gustaba el venablo que
aquel parisino le hundía en el gaznate.
Era una hermosa polla, palabra, y hacía
tiempo que no había podido chupar otra
más grande.
Maquinalmente, los sentidos
exacerbados de Christine la impulsaban
a obedecer a su vicioso esposo, pero de
momento se limitaba a cosquillearse
frenéticamente el botón, a la espera de
un orgasmo que moderara su deseo de
experiencias inéditas.
Entre tanto, Marión, satisfecha de
haber gozado del demencial sexo del
chivo, se había arrodillado para
acariciarle y probarle su
agradecimiento. Feliz de que le palpara
aquella juvenil manita, el animal se
ofrecía a la paja que la hermosa estaba
cascándole. Ésta se excitó de nuevo a la
vista de aquella polla de chivo
continuamente enhiesta y se inclinó
hacia el vientre del animal cornudo
para, tímidamente, pasar una lengua ágil
por aquel puntiagudo pene que tanto le
excitaba.
—Mámasela —le gritó Christine
fuera de sí, perdida ya cualquier
dignidad, con las faldas levantadas y la
mano agitándose entre sus muslos
abiertos…
—Voy a hacerle una buena mamada,
mi querida Christine —le dijo Marión
—, y así le prepararé para que os pegue
un polvo…
—¡Ah, qué decadencia! —suspiró la
joven—. ¡Tener ganas de que te la meta
un chivo, es el colmo!
Con ojos enloquecidos miraba a
Marión, que había tomado el sexo del
animal en su boca y la chupaba con una
suerte de pasión muy próxima a la
demencia sexual.
—Basta —le dijo—, lograrás que se
corra… ¡A la mierda con todo! Me
apetece, ayúdale a que me la meta.
Se había instalado ya ante el pesebre
y, arremangada, arqueando los lomos,
ofreciendo las nalgas, gemía de
antemano aguardando el asalto de la
bestia inmunda.
La pequeña Marión arrastró al chivo
por la perilla hasta el desnudo culo de la
hermosa mujer y aquél lo olisqueó
enseguida, como un verdadero
entendido. Sacó una desmesurada lengua
y lamió el húmedo coño de la parisina,
soltando un estornudo provocado por el
perfume caro con que se vaporizaba el
velo del coño, pues sin duda pensaba
que olía mal. A pesar de todo, aquella
nueva almeja humana le excitó lo
bastante como para disponerse a
honrarla con su picha de macho cabrío
rebosante de salud.
Se incorporó de nuevo sobre sus
cuartos traseros y ciñó los flancos de su
nueva y consentidora víctima.
—¡Haz que te la meta! —aulló
Julien en el paroxismo de la excitación
morbosa.
—¡No! —gritó ella, pero arqueó los
lomos y ofreció el hermoso trasero.
La verga de la bestia cornuda se
infiltró inmediatamente en su carne,
llenándole la vagina con su virulenta
presencia.
—Me está jodiendo —suspiró—; me
cubre como si fuera una bestia.
—Tendrás tu abrigo de visón —le
gritó Julien para alentarla.
Luego, recordando el relato de
Marión, empuñó a su mamona por la
canosa melena para que se levantara,
pues temía eyacular en su boca si seguía
mamándosela de aquel modo.
—Tengo ganas de daros por el culo
—le dijo—, ¿tenéis algún
inconveniente?
—Ninguno, caballero; diré incluso
que sois bienvenido en mi ojete…
—¡Ah, qué hermoso es! —gruñó el
hombre cuando la mujer se levantó las
faldas para ofrecerle su hermoso trasero
—. ¡Es el blanco ideal para hacer diana.
—No andéis con tiento, caballero;
me gusta meterme una buena polla en el
conducto excusado.
Dócilmente, se apostó junto a
Christine y se sujetó con ambas manos
en los vetustos barrotes del pesebre del
chivo. Lanzó luego una especie de
estertor animal cuando el pene del
parisino se abrió paso por el estrecho
conducto de su ano.
—¡Ah, marrano! Qué bien me
porculizas —suspiró olvidando por unos
instantes el tratamiento, pues una buena
picha en el coño le hacía desdeñar los
buenos modales.
Le tocaba ahora a Marión cascarse
sola una paja y lo hizo con encomiable
ardor, locamente excitada por el chivo
que se follaba a Christine y por aquella
sodomización que se efectuaba al mismo
tiempo.
Sin embargo, puesto que era viciosa,
empleaba la mano izquierda para
magrear, por turnos, los negros cojones
del macho cabrío o los rosados de
Julien.
El grupito comenzó a gozar casi al
mismo tiempo, incluido el chivo; pues
los clamores de unos provocaban el
orgasmo de los otros. Con el dedo
clavado en el coño, Marión saboreó el
suyo lamiéndose los labios.
Fue una sesión que no podría olvidar
fácilmente.
12

LOS días se sucedieron y se


asemejaron, para los parisinos de
vacaciones, en aquel rincón de campiña
donde habían ido a buscar la
tranquilidad.
Sin embargo, en vísperas ya de la
partida, Julien, que se había
acostumbrado al juvenil culo de Marión,
se había puesto de acuerdo con Christine
que, por su parte, no era insensible a los
encantos de la perversa chiquilla. Y
decidieron ambos llevársela a París.
La madre de la niña puso algunas
objeciones, pero acabó cediendo a las
instancias de los elegantes caballero y
señora que le prometían labrar una
situación a sui hija.
—La tomaremos como vendedora en
nuestra tienda de marroquinería —le
dijeron —y más tarde, cuando nos
retiremos, podrá ser la gerente. Se le
abre un hermoso porvenir y no tiene
usted derecho a negárselo.
Considerando que en aquel villorrio
donde vivían ambas no le quedaba más
salida que ser sirvienta en el castillo, la
mamá acabó aceptando.
Marión se despidió por tanto de
Isabelle, y también del bello Arsène,
que lo aprovechó para levantarle las
faldas por última vez; en presencia de su
hermana, claro. Las chiquillas
tortillearon durante varias horas,
llorando entre dos orgasmos y jurando
que se verían con la mayor frecuencia
posible.
Durante el viaje, Marión, que iba en
el asiento trasero en compañía de
Brutus, le cascó a éste una buena paja
hasta que descargó en su mano.
Julien, que espiaba aquel manejo por
el retrovisor, tuvo tan gran erección que
Christine tuvo que procurar aplacarle, lo
mejor posible, magreándole la polla.
Pero la cosa, a ciento treinta
kilómetros por hora, resultaba peligrosa
y decidieron detenerse en un área de
descanso, no para descansar sino para
concluir aquella entrevista de un tipo
muy especial.
Por desgracia, había allí un autobús
repleto de niños que regresaban de una
colonia de vacaciones y el lugar no les
pareció adecuado para hacerlo bien.
De modo que el trío, tras saltar la
valla que separaba el área del bosque
vecino, se hundió en la espesura
acompañado por Brutus, al que le
gustaba olisquear los silvestres aromas
de los caminos forestales.
Llegados a un rincón tranquilo, a
unos centenares de metros del punto de
partida, se dispusieron a detenerse y
organizarse amablemente cuando,
apenas instalados en el suelo,
escucharon unos lamentos procedentes
de una mata vecina.
Julien, poniéndose el dedo en los
labios, se levantó para averiguar de qué
iba la cosa. Como pasaban los minutos y
no volvía, las dos muchachas
decidieron, a su vez, ir a ver qué
ocurría.
Encontraron a Julien cascándose una
paja bajo un árbol, con los ojos
clavados en una escena muy excitante.
Dos hermosas y jóvenes mujeres,
una rubia y otra morena, se dedicaban a
la tortilla entre los helechos.
En la posición clásica del sesenta y
nueve se devoraban el coño con sin
igual ardor.
Sus hermosos culos se meneaban
como si estuvieran jodiendo y era muy
excitante escuchar los gemidos de placer
que provocaban los juegos de las ágiles
lenguas en los hinchados capullos.
—¡Ah, las muy guarras! —suspiró
Christine—; se correrán en la boca.
—Eso me despierta el apetito —
suspiró a su vez Marión, metiéndole la
mano debajo del vientre.
—Basta —le dijo Christine—, no
olvides que a partir de ahora soy tu
patrona y ésos no son modos…
—Pero es que eso me ha puesto a
cien —protestó la chiquilla—; y sé que
lo mismo ocurre con vos…
—Callad —susurró Julien—; si os
oyen hablar vais a estropearlo todo.
Christine y Marión callaron ante lo
acertado de la observación, pero no por
ello la chiquilla dejó de buscar el
conejo de su patrona. Ésta, que no era de
piedra, se levantó el vestido veraniego
para que la mano de Marión pudiera
meterse en sus bragas y se dejó
masturbar contemplando el encantador
espectáculo ofrendo por ambas
lesbianas retozando en plena naturaleza.
Puesto que Julien había puesto en
descubierto su verga en erección, ella la
tomó en sus manos e inició una hermosa
paja que fue muy bien venida.
En su conmoción, Christine recordó
que tenía otra mano y la metió bajo las
faldas de Marión para acariciarle la
almeja.
El trío se la meneaba, pues,
amablemente, excitándose con la lúbrica
visión que las dos lesbianas ofrecían
cuando Brutus les aguó la fiesta.
Puesto que no podía cascársela y
notando el olor a sexo, se lanzó sobre
ambas tortilleras que, ante su irrupción,
lanzaron gritos de espanto.
—¡Socorro, socorro!, ¿qué significa
este animal?
—Es un perdiguero —exclamó
Julien, que apareció entonces, sin haber
tenido tiempo de abrocharse la bragueta
—. Os pido que le perdonéis, la cosa le
atrae mucho y su olfato le ha llevado
hasta vosotras.
—Di enseguida que olemos mucho
—se rió la morena, que tenía los
cabellos cortados como un quinto.
—Lejos de mí semejante idea —se
excusó Julien—; no me perdonaría
turbar vuestra intimidad. ¡Ven aquí,
Brutus!… Deja que las damas prosigan
su conversación…
Algo furiosas, pero divertidas por el
tono burlón del desconocido, ambas
mozas se habían, sin embargo, puesto de
pie, sacudiendo sus vestidos para
librarlos de las hojas muertas y las
agujas y la pinaza.
—No es la primera vez que nos
molesta un mirón —masculló la
morenita—; ven, Marinette, nos
alejaremos un poco.
—No soy un mirón —protestó Julien
—, paseaba con mi perro y mi familia.
Miren, ésta es mi mujer y ésta mi hija.
Se las presento, Christine y Marión…
La rubia a la que había llamado
Marinette se ruborizó entonces y
balbució:
Perdón… —luego, dirigiéndose a su
compañera, le dijo—: Ya ves, te lo
había avisado; estamos demasiado cerca
de la autopista y podemos dar con
alguna familia que…
Y entonces Marión, viciosa como
siempre, tuvo una intervención genial:
—Tranquilícense, hablando de
familia no es cierto que sea mi madre, es
mi futura patrona y estaba cascándole
una paja mientras contemplábamos sus
tortilleos…
—¡Ah, caramba! —se carcajeó la
morena rapada; así, las cosas son
distintas…
—Tanto —prosiguió Julien —que
les propongo proseguir a cinco la
entrevista que habían ustedes comenzado
a dos…
—Ni soñarlo —repuso Marinette—;
pero ¿por quién nos ha tomado?
—Por unas chicas hermosas que
desean gozar de su cuerpo en plena
naturaleza, como lo deseamos nosotros,
¿no es cierto, Christine?
—Claro que sí —repuso ésta
abrazando a Marión para meterle en la
boca su hermosa lengua.
Al verlo, las dos lesbianas, que se
habían apretado una contra otra, se
relajaron un poco y, como tenían todavía
en el vientre su deseo de gozar, no
protestaron ya más.
—Sentémonos pues —propuso
Julien posando el mío en el muslo—.
¿Por qué no continúan con sus retozos
mientras nosotros nos ocupamos de
nosotros mismos en familia…?
—En familia, ¡y un huevo! —se rió
la morena abrazando de nuevo a su
compañera para darle un beso de rosca
en plena boca.
—Basta, Claudie, me excitas —
protestó la rubia.
Pero la Claudie en cuestión había ya
arremangado a su compañera y, como
ésta no llevaba bragas, los tres
cómplices de la «familia y un huevo»
pudieron alegrarse la vista con aquel
negro conejo que levantaba serias dudas
sobre la autenticidad de su melena rubia.
Cuando comenzó a acariciarle el
clítoris, la rubia, verdadera o falsa, no
importa, levantó a su vez las faldas de la
morena de pelo casi al cero, desvelando
un hermoso pelo castaño que parecía
auténtico. Su dedo se acercó al centro y
se inició entonces, por uno y otro lado,
una hermosa paja.
Para no quedarse atrás, los tres
cómplices comenzaron a magrearse, la
polla de don Julien fue extraída
enseguida de su bragueta, que
permanecía abierta, y el coño de
Christine apareció ante la pajillera
manita de Marión mientras ésta,
magreada a su vez por ambos esposos,
mostró su culito a las dos tortilleras, que
gozaban del espectáculo.
Sólo el bueno de Brutus no
participaba, de momento. Tascando el
freno, observó con ojos interesados
aquellos hermosos culos femeninos,
preguntándose dónde metería el hocico.
Arrastrado por la fuerza de la
costumbre, muy desarrollada en los
perros, olisqueó el coño de Marión,
magreada por el experto dedo de
Christine que, con la otra mano, se la
cascaba a su vicioso marido.
—Es realmente la familia y un huevo
—le susurró Marinette a su amante, que
comenzaba a trepar sobre ella para
poseerla al modo de las tríbadas, es
decir, frotando su conejo contra el suyo.
—Creo que el gran chucho pronto
participará en la fiesta —dijo ésta, muy
vivida ya.
En efecto, bien lamida por Brutus en
lo más cálido que tenía, la pequeña
Marión se había puesto a cuatro patas y
el perro se le subía tranquilamente
encima, con el dardo apuntando hacia el
pequeño sexo rosado.
—¡Ah, la muy zorra! —murmuró
Marinette, a quien su tortillera se la
cascaba a fondo—, ¿cómo es posible?
—Así son las cosas, entre gustos no
hay disputas respondió la rapada
Claudie hundiéndole la lengua en la
boca para terminar con cualquier otro
comentario.
Pero desprendiéndose de ella,
Marinette exclamó, pasmada ante el
espectáculo…
—Mira, está como una cabra, el
perro se la pasa por la piedra.
—¿Y qué? —respondió Claudie—,
no es más asqueroso que un tío
cualquiera. Se trata de saber si te gustan
o no las pollas.
—Menéamela —suspiró Marinette
—, voy a correrme, eso me ha hecho
efecto.
—Eres una guarra —se rió la
tortillera—; también a te podría joderte
un perro…
—Jamás de los jamases…
—Sí, sí, te conozco, follas con los
tíos… ¿Crees que no lo sé…?
—Pero, querida, a fin de cuentas es
más natural.
—Una polla es una polla, pequeña…
Punto y aparte… Mientras, déjame que
te lama la almeja; es mucho mejor que
todas esas porquerías de pichas…
A Marinette le parecía que su
compañera exageraba en exceso su
ostracismo para el sexo fuerte. Entre
tanto, mientras la ardiente lesbiana le
chupaba el pimpollo, no perdía detalle
de las lúbricas escenas que se
desarrollaban ante sus ojos…
Christine se había puesto a cuatro
patas para hacer como Marión, y su
marido la porculizaba, pues ese modo
de hacer el amor era su debilidad.
Marión gemía como una bestia,
trabajada en lo más profundo de su
conejo por la ardiente polla del enorme
perro, que babeaba de salaz goce.
—¡Ah, las muy zorras! —suspiró la
rubia—; y yo creía ser viciosa…
—Dime, ¿te excita? —preguntó
Claudie levantando su hocico reluciente
de néctar—, ¿quisieras participar en
estas infectas guarradas…?
—Cállate, Claudie, me da
vergüenza…
—Te da vergüenza pero estás
mojada… ¿A cuál de esos viciosos
prefieres? ¿El coño de la pequeña
Marión, el de la hermosa morena o la
enorme polla del caballero? Claro que
también podría ser la del perro…
Perdiendo todo control sobre sí
misma y enojada de que le tratara así,
Marinette respondió:
—Tengo ganas de que me folle el
perro, si quieres saber la verdad.
Entonces, Claudie se dirigió al trío.
—¡Eh, mi compañera quiere probar
el chucho! ¿Pueden prestárselo…?
—Claro —repuso Julien ya muy
interesado—, pero será difícil lograr
que suelte el culo de Marión…
En efecto, costó mucho separar el
animal de la niña. Los hombres tienen
ideas que los perros no tienen. En
resumen, tirando del collar le
desconectaron del buen coño con aire
apesadumbrado, pero su buen dueño le
condujo enseguida hacia otra abertura
que olía a pescado como la primera.
—Jódela, jódela, Brutus, vamos,
quiere tu picha.
Marinette, loca de estupro, se había
puesto a cuatro patas, medio para
molestar a su compañera, medio porque
deseaba probar una polla de perro…
Cada uno con sus opiniones, a ella eso
le parecía especialmente excitante. ¿Por
qué no, a fin de cuentas?; todo es
cuestión de gustos…
—¡Qué guarra! —exclamó Claudie
—, va a meterse en el coño la polla del
chucho…
Y eso fue lo que sucedió, en efecto.
Brutus no lo dudó ni un momento,
agarrando las caderas de la hembra
ofrecida a su salacidad canina, le metió
su gran venablo en el coño y la jodió
con sorprendente rapidez.
—Lo que le está dando —suspiró
Christine, que se preguntaba si algún día
iba también a sucumbir a las agresiones
de Brutus…
No pudo suspirar mucho tiempo
mientras contemplaba a Brutus
empitonando a la hermosa Marinette,
cuyos ojos azul claro desaparecían
detrás de los párpados por efecto del
placer. La morena Claudie se había
reunido con ella en su parcela de musgo
y, tras haberla abrazado, le metía una
lengua ferozmente agresiva en plena
boca.
—Mmmm… mmmm —intentó
resistirse, pero la lesbiana tenía buenos
músculos y sabía mantener a una moza
pegada al suelo, pues era ferviente
practicante de las artes marciales.
Además, Christine se defendía con
muy poca fuerza. En cuanto le tocaban el
conejito no sabía ya lo que hacía,
limitándose a abandonarse a los
deliciosos calambres que le
atorbellinaban la carne.
Esta vez, como de costumbre, sintió
que se deshacía de goce físico. Claudie
la masturbaba con exquisita delicadeza y
destreza incomparable, sabiendo excitar
el pequeño pimpollo antes de rozarlo
con una caricia circular capaz de
volverla loca, mientras los demás dedos
se ocupaban de toda la raja; era
demencial lo que aquella joven le estaba
haciendo a doscientos metros de la
autopista, mientras su compañera le
ponía los cuernos con un perro.
Interesado por la cópula bestial,
Julien se había arrodillado ante
Marinette y le mostraba su polla en
plena erección.
La joven tortillera no era muy
partidaria de la mamada, pero aquella
picha le pareció perfectamente adecuada
y, como la tenía ante las narices, ya sólo
tenía que abrir la boca.
Y lo hizo.
Entonces Julien metió su cipote
dentro y los suaves labios de la
muchacha se cerraron sobre el grueso
artilugio, mamando enseguida como al
hombre le gustaba, es decir, con cierta
suavidad, sin bruscas aspiraciones, con
los labios resbalando suavemente a lo
largo de la columna que vibraba de
placer.
Marión se encontraba entonces en
una posición muy desagradable, pues se
había quedado sola. Como era una moza
decidida, se reunió con Claudie y
Christine, entregadas de lleno a la paja,
y se mezcló en sus íntimos retozos.
A la morena le encantó aquella
ganga, pues adoraba palpar la carne de
coñito fresco. Se sintió tan excitada que
se la puso debajo y, pimpollo contra
pimpollo, comenzó a frotarse
vigorosamente sobre su vientre.
Al mismo tiempo, chupaba la almeja
de Christine, que se había presentado,
espontáneamente, ante su boca mientras
su culo, colocado ante el rostro
extasiado de Marión, recibía en su raya
la visita de una pequeña lengua viciosa
que la llenaba de goce.
Todo aquello sólo podía terminar en
unos orgasmos dementes, y fue lo que
sucedió muy pronto.
Christine se corrió en la boca de
Claudie, que gozaba sobre el clítoris
ardiente de Marión la cual, por su parte,
estaba poniéndose las botas. Brutus
participaba en la misma fiesta, pues
soltaba chorros de esperma canino en el
coño de la hermosa Marinette, cuya
boca se vio de pronto invadida por los
cremosos chorros de leche que le
ofrecía la gran polla del caballero
desconocido.
Cuando todo el grupito se levantó,
hubo unos instantes de incomodidad,
pero el silencio no duró mucho pues se
vio interrumpido, de pronto, por el par
de sopapos que Claudie administró a la
hermosa Marinette; ésta comenzó a
llorar enseguida y se lanzó a sus brazos
pidiéndole perdón…
—Es una zorra —suspiró Claudie
acariciándole, sin embargo, la nuca,
pues no era una mala chica a pesar de su
aspecto de bestia joven.
Julien se interpuso y ella aceptó
depositar un beso en la pequeña boca
acorazonada que se le ofrecía
mendigando un gesto de perdón.
Se intercambiaron direcciones y
promesas de verse muy pronto, para una
sesión intramuros donde podrían
ponerse cómodos para compartir puntos
de vista; es decir, todo el mundo en
pelotas, naturalmente.
13

CHRISTINE y Julien poseían una


elegante marroquinería en uno de los
mejores barrios de la capital. Marión
quedó deslumbrada ante todos aquellos
objetos lujosos, cuya existencia ni
siquiera podía sospechar en el villorrio
perdido donde había transcurrido su
infancia.
Julien, para festejar su llegada, le
ofreció un hermoso bolso de lagarto
negro con un vestido a juego.
Iniciada muy pronto en el comercio,
la pequeña campesina se convirtió en
una parisina pizpireta, de tomo y lomo,
en muy poco tiempo. Las clientes y,
sobre todo, los clientes apreciaban su
amabilidad y también su fresca belleza
rubia, pues había pasado también por
una buena peluquería para aclarar su
cabellera y ponerla a la última moda.
Pero la pareja, aunque muy liberal y
algo más, velaba celosamente su
virtud…
Su virtud por lo que se refiere a los
demás, claro, pues en el apartamento
situado sobre la tienda ocurrían cosas
muy raras.
La chiquilla pasaba por allí todas
las tardes. No había días de fiesta, ni
semana inglesa, ni puentes, ni
vacaciones. Su culito trabajaba a
destajo. Y no se quejaba, pues era
laboriosa y, además, le gustaba.
Unas veces con Christine, otras con
Julien, otras, la mayoría, con ambos a la
vez, pues la pareja se había
especializado en tríos. Sabían lamerse
en cadena que era un verdadero gusto,
arreglándose cada uno de ellos para
gozar en la boca del otro precisamente
cuando su propia boca recibía un zumo
cualquiera, de macho o de hembra. Y
luego estaba Brutus, el eterno recurso,
siempre dispuesto a satisfacer a Marión
cuando la polla de Julien pedía gracia.
Christine acabó cayendo también. A
fin de cuentas, tras haber sufrido los
asaltos de una polla de chivo en su
pequeña almeja, qué importaba ya una
polla de perro.
Para agradecerle su buena voluntad,
su amante esposo le regaló un soberbio
abrigo de visón, como había prometido.
Quiso que lo inaugurara desnuda y,
levantando las preciosas pieles, la
porculizó de pie, ante los extasiados
ojos de Marión, que no tuvo más
remedio que follarse al perdiguero para
apagar el incendio que le abrasaba el
culo.
De vez en cuando recibían la visita
de la pareja de lesbianas de la autopista.
Bebían unas copas y, luego, era el
desnudo general. Christine quería
incluso que le quitaran el collar a
Brutus, que podía así joder desnudo
como todo el mundo.
Por lo demás, jodió con todas las
mujeres, incluida Claudie, a pesar de su
repulsión por todas las pollas, fueran de
quien fuesen, pues no quería parecer
menos viciosa que el resto de la
concurrencia. Julien, en cambio, se puso
rojo de cólera cuando ésta insistió en
que se dejara sodomizar por su animal.
—Antes me la corto —masculló.
—Pues en Marruecos lo hacen
habitualmente, pequeño —bromeó
Claudie—; y cuando te hayas provisto
de una vagina artificial, convirtiéndote
en una tía buena, te enseñaré con mucho
gusto los placeres de la tortilla.
—Ya puedes esperar sentada, vieja
zorra —gruñó.
Pero, salvo por esos detalles, todo
iba estupendamente en casa de los
marroquineros.
Marión estaba tan al corriente de los
negocios que, a menudo, le confiaban la
tienda pues, por otra parte, era la
honestidad personificada y nunca se le
hubiera ocurrido coger un céntimo de la
caja.
Cierta tarde recibió la visita de una
cliente muy hermosa y extremadamente
elegante, acompañada por un galgo ruso,
un inmenso perro de largo pelaje dotado
de un hocico interminable en un gran
cuerpo flaco y desgarbado.
La dama quería un bolso de
cocodrilo. Marión se apresuró a
enseñarle lo mejor que había en la
tienda, pero era una cliente difícil. No
importándole el precio, exigía una
calidad irreprochable.
El galgo ruso, suelto, daba vueltas
de un extraño modo alrededor de la
joven dependienta y, cuando ésta se
inclinó para coger un bolso de un cajón
situado junto al suelo, sintió el hocico
de la bestia que se metía bajo sus faldas
para olisquearle el culo.
—¡Igor! —riñó la hermosa mujer—,
tiéndete aquí…
El animal obedeció a regañadientes,
se tendió muy apesadumbrado pues su
dueña había levantado la correa de
cuero trenzado a guisa de látigo.
Advirtió que la dependienta se había
ruborizado y se sintió muy confusa.
Ignoraba que aquella vaharada de súbito
calor que había invadido las mejillas de
Marión no estaba provocada por la
turbación sino sólo por el placer. El
fresco hocico del galgo le había tocado
la entrepierna, provocando de inmediato
un largo estremecimiento de sexualidad
bestial en el cuerpo de la cálida
chiquilla.
Mientras se inclinaba para mostrar
la belleza de un bolso, cuya piel se
componía sólo de pequeñas escamas, el
perro volvió a la carga y posó el largo
hocico en sus nalgas.
Esta vez, llevando la mano a su
espalda, le acarició la cabeza como para
alentarle.
El gesto no escapó a la gran dama.
—Parece que le gustan los animales,
pequeña —le dijo—, no permita que
Igor la moleste, tiene costumbres
bastante especiales.
—Me gusta y no me molesta en
absoluto —replicó la pequeña viciosa; y
añadió, mirando directamente a la dama
—: ¡Muy al contrario!
La cliente sonrió con aire ambiguo y
siguió examinando la mercancía
expuesta en el mostrador, espiando por
el rabillo del ojo el comportamiento de
la pequeña y el perro.
Cuando la muchacha se volvió para
acariciar al animal, éste había apoyado
el hocico en su bajo vientre, de lleno
sobre el conejo.
En vez de retroceder, Marión se lo
permitió ofreciéndose, por decirlo de
algún modo, al lascivo contacto.
La dama sonrió de nuevo y sus
pupilas brillaron con un fulgor especial.
—He elegido este bolso —dijo—;
¿podrán entregarlo a domicilio? Es en
La Muette, muy cerca de aquí, le daré
una buena propina y, si lo desea, le
dejaré jugar con Igor.
Había dejado su tarjeta en el
mostrador y, una vez hubo salido de la
tienda, altiva y distinguida como su
animal, Marión vio que se trataba de la
condesa de B…, una persona muy
conocida en la sociedad parisina y cuya
foto había visto en las revistas que su
peluquero ponía a disposición de la
clientela.
Cuando Christine regresó, le dijo
que tenía que hacer una entrega en casa
de aquella persona, pero olvidó hablarle
del galgo ruso.
La condesa habitaba en lo alto de un
fastuoso edificio, y su apartamento tenía
una inmensa terraza con piscina,
decorada con coníferas y una profusión
de flores. Marión, deslumbrada por
aquel lujo, había sido recibida por un
criado relativamente joven que, a pesar
de su rayado chaleco, tenía aspecto de
primer actor de cine americano.
La condesa la aguardaba en un salón
Directorio, vestida con un peinador
verde pálido cuyo escote revelaba un
opulento pecho. Estaba tendida, con los
pies desnudos, en una silla Récamier,
adoptando la pose favorita de la
hermosa Jeanne-Françoise-Julie-
Adélaïde del mismo nombre,
inmortalizada por David. Su rizada
melena era de ese rojo oscuro que se
denomina caoba y sus ojos verdes
iluminaban un rostro de pómulos algo
salientes que denunciaban sus orígenes
eslavos.
Sonrió a Marión, le ordenó que
abriera el paquete y llamó a su gran
perro, que dormía al sol en la terraza.
El animal llegó enseguida meneando
la cola y se dirigió directamente hacia la
muchacha, olisqueando de inmediato su
grupa.
—Igor, veamos, sé bueno, amigo
mío, asustarás a la pequeña damisela.
—No tengo miedo en absoluto,
señora condesa —exclamó la bella—.
Además, usted me dijo que podría jugar
con su hermoso perro.
—Juegue, hija mía, es lo propio de
su edad —respondió la condesa con una
sonrisa que mostró una admirable
dentición de bestia carnívora.
Marión dejó el bolso en una consola
de madera clara y se volvió palmeando
hacia Igor. El animal hizo algunas
cabriolas de alegría y, luego,
incorporándose sobre sus cuartos
traseros, puso las patas delanteras en los
hombros de la muchacha, a la que le
sacaba la cabeza.
Comenzó enseguida a lamerle el
rostro, el pelo y la boca.
—Tiéndete —le ordenó la condesa
—, vamos Igor, sé razonable…
Pero el perro estaba demasiado
excitado para obedecer a su dueña. En
cuanto se puso de nuevo a cuatro patas,
volvió a meter el hocico en el bajo
vientre de la visitante… Marión, que
sentía en su pubis su cálido aliento, a
través del ligero vestido, volvió a
ruborizarse bajo las oleadas de calor
provocadas por su emoción sexual.
—Si se lo permite —dijo la condesa
con una voz muy rara—, no tardará en
levantarle las faldas…
—No importa, señora… no
importa… me gustan mucho los
perros…
La dueña de la casa se preguntó
hasta dónde llegaría ese amor por los
animales, pero no tardó en saberlo.
El galgo, en efecto, había pasado la
nariz por debajo de las faldas y su largo
hocico desapareció…
—Ve lo que le estaba diciendo,
señorita… Si se lo permite, no sé lo que
va a ocurrir…
—Ya veremos —farfulló Marión—,
de momento no me hace daño, me
lame…
—¿Le lame la entrepierna? —
preguntó la condesa con voz sorda.
—Bueno, ejem… sí, señora…
—Hum —tosió la hermosa mujer—,
si le gusta… que le aproveche, yo no
respondo de nada…
—Me da mucho gusto, señora… —
admitió la viciosa niña abriendo las
rodillas…
—Me gustaría ver lo que sucede
debajo de tu vestido, tunantuela —
prosiguió la condesa.
—Nada más fácil… —y Marión se
levantó las faldas hasta la cintura,
descubriendo los manejos de Igor que,
efectivamente, estaba lamiéndole las
bragas con hermoso frenesí.
—Caramba… —exclamó la condesa
—; llevas unas bragas de seda muy
hermosas, hija mía…; el muy asqueroso
acabará estropeándolas…
—Tal vez haría mejor
quitándomelas.
—No me atrevía a sugerírtelo… En
efecto, sería mucho mejor.
Marión sonrió a su vez, de un modo
muy ambiguo; no se había equivocado;
la aristocrática persona era una viciosa
que quería verla jodiendo con su
perro… Con la mayor sencillez del
mundo se quitó entonces las bragas de
seda de color melocotón y las dejó en la
alfombra de Aubusson para ofrecer de
nuevo su vientre, desnudo ahora, a las
caricias del galgo ruso.
—Me da la impresión —continuó la
dama —de que no te estás estrenando,
niña mala… Reconoce que te ha lamido
ya algún perro…
—¿Por qué no voy a reconocerlo,
señora condesa…? ¿Sabe usted?, a mí
me gusta…
—Es el colmo del cinismo…,
figúrate que lo he sospechado cuando he
visto que te dejabas olfatear, en la
tienda…
—¿Y por eso me ha hecho usted
venir?
—No se te escapa nada —exclamó
la hermosa mujer—, y, siendo así, no te
ocultaré tampoco que me interesa
verlo…
Sin vergüenza alguna, Marión abría
los muslos y con las dos manos posadas
en lo alto de éstos abría los labios de su
sexo para que la lengua del animal
pudiera lamerle bien el clítoris…
—¿Te excita, bribonzuela?
—A la fuerza… —reconoció la
pequeña, que comenzaba a menear el
culo—; me despierta el apetito…
—Reconozco que también a mí…
la hermosa condesa abrió su
peinador verde pálido, desnudando unos
largos muslos bronceados y una absoluta
carencia de cualquier ropa interior, de
modo que Marión pudo comprobar que
era naturalmente pelirroja.
Pasándose una mano por el pecho, se
acarició largamente un seno mientras
seguía mirando los juegos linguales del
perro en la abierta almeja de la pequeña
marroquinera; luego, abriendo las
rodillas, metió la otra mano en la
entrepierna y su dedo mayor curvó las
largas falanges hacia un clítoris muy
hinchado entre los velludos labios
mayores de su sexo.
—Que te lama bien, marranita… Me
gusta ver el placer en tu rostro… ¿Te da
gusto, dime?
—Sí… Es bueno… Es guay… Me
gusta…
—Ya lo veo, bribonzuela… Me
excitas, ¿sabes?
—Qué gusto —gimió de nuevo
Marión mientras su pubis ondulaba bajo
su estrecha cintura…
Como un eco de sus gemidos, la
condesa dejaba escapar un suave
estertor mientras se masturbaba.
Luego, de pronto, cansada de
limitarse al papel de espectadora, se
levantó para participar en la fornicación
bestial.
Con gesto rápido se quitó el
peinador de seda verde pálido, que cayó
junto a las bragas de color melocotón. Y,
completamente desnuda, se arrodilló
detrás de la chiquilla para lamerle las
nalgas…
—Tu culo —suspiró—; dame tu
hermoso culo…
A Marión le extrañó que una gran
dama pudiese proferir semejantes
palabras, pero recordó que el viejo
barón, en sus momentos pasionales, no
usaba precisamente un lenguaje
aristocrático.
Sentía la cálida lengua pasearse
lascivamente por sus globos de carne,
que dos manos ávidas separaron muy
pronto para que pudiera penetrar en la
raya, que lamió de arriba abajo,
demorándose, a cada paso, en el
pequeño ojete que palpitaba ante el
suave contacto.
Cuando el orificio anal estuvo bien
húmedo de saliva, la condesa desnuda
metió su dedo dentro, con una facilidad
que no dejó de extrañarle…
—Dime, niña mala, ¿por casualidad
has utilizado ya ese lugar para fines
inconfesables?
—No se le oculta nada —rió Marión
entre dos suspiros de satisfacción.
—¡Oh, la muy guarra! —farfulló la
hermosa mujer, locamente excitada por
una niña tan joven ya sodomizada…
Alentada por aquel lúbrico
pensamiento e imaginando una gran
polla moviéndose en el pequeño agujero
redondo, tan fresco y tan mono, dio unos
ardientes pistonazos a la cavidad anal,
arrancando gemidos de placer a la
pequeña, que adoraba aquel tipo de
perversa diversión.
Luego, inflamándose de pronto,
sustituyó el dedo por su lengua, que se
endureció para penetrar en el agujero
del culo de la niña. El vaivén del órgano
entusiasmó de tal modo a la chiquilla
que gritó…
—No se pare, no se pare, qué
gusto… Adoro que me porculicen… qué
gusto da su lengua en mi culo… Más,
jódame mucho, voy a correrme.
La condesa lanzó un gruñido de
salaz gozo y aceleró sus guarros
manejos.
La pequeña había echado hacia atrás
una mano y le acariciaba nerviosamente
la cabellera; de pronto, sus dedos se
crisparon en los rizos caoba, estaba
gozando en la lengua del animal.
—Mmmmmm… mmmmmm —dijo la
hermosa mujer—; te estás corriendo,
gatita…
—Sí, señora —respondió
cortésmente Marión entre dos hipidos de
placer.
—Ah, cómo me excitas, cómo me
excitas —prosiguió la condesa
hurgándose el coño con una mano llena
de brillantes—; tengo unas enormes
ganas de que me la metan… siento
deseos de entregarme…
Marión se volvió para ver cómo se
masturbaba, con ojos demenciales, de
rodillas en la alfombra de Aubusson.
—Si lo desea, puedo besarla un
poco —propuso sacando una
prometedora lengua.
—Sí… Ven… Ven… Devórame,
pequeña, me derrito, voy a correrme…
Ven…
Se había tendido en el suelo con las
piernas muy abiertas y la niña se
arrodilló a su vez para meter el hocico
donde más caliente estaba.
Su lengua barrió la inundada raja,
lamió el zumo que manaba de la
profundidad de los órganos y cosquilleó
activamente el clítoris,
desmesuradamente desarrollado,
erguido como un sexo de varón.
Mientras la condesa gemía meneando las
nalgas y palpándose los pechos, cuyos
gruesos pezones pellizcaba, el perro,
interesado por la operación, olisqueó el
coño de Marión…
—Todavía no —rugió la condesa—,
ven aquí, Igor.
El animal obedeció y fue a lamer el
extasiado rostro de su dueña, que abrió
la boca para que aquella enorme lengua
se metiera dentro.
Luego tendió el brazo para empuñar
la picha del perro, que brotaba de su
ganga, roja y puntiaguda como todas las
de su especie, y acarició la
descapullada punta arrancándole a Igor,
que apreciaba aquella atención, unos
gruñidos de placer.
El sexo bestial se hinchó
desmesuradamente y adquirió las
proporciones de una hermosa polla
humana. Entonces, arrastrada por la
perversa pasión, la aristocrática criatura
se incorporó para tomarla,
decididamente, en su boca.
Marión, que había levantado la nariz
para observar lo que ocurría, no creyó
lo que estaba viendo. La condesa estaba
mamándosela a su perro…
Decididamente, la perversidad de
aquella mujer superaba todo lo
imaginable.
El perro, enloquecido de excitación
por aquella felación demente, meneaba
los cuartos traseros como si estuviera en
plena cubrición…
—Tiene ganas de joder —exclamó
la condesa soltando la rutilante
zanahoria—, ¿aceptarías que te follase,
niña?
—Sí… oh, sí; lo quiero en mi
coño… Ven, Igor —gritó—, ven a
metérmela…
El perro no se hizo rogar, estaba
acostumbrado a aquel tipo de
diversiones pues hacía ya tiempo que
empitonaba a su dueña. Ésta, con los
ojos desorbitados por el deseo sexual,
le miró trepar a la espalda de Marión,
tratándola como a una perra en celo.
—Jódete a la muy puerca —suspiró
—, jódela bien, Igor, descarga en su
vientre… Métele tu polla en el coño…
Rellénala… Le gusta…
Luego, acarició la cabeza de su
mamona cuando se produjo la bestial
penetración…
—Notas su gran picha, ¿dime?, la
notas en tu vulva…
—Sí… la tengo dentro, me jode…
Qué gusto…
—Entrégate bien, puerca, lámeme…
Quiero gozar en tu lengua… Vamos…
Chúpame bien el clítoris, voy a
correrme…
Al revés que Brutus, el gran Igor se
tomaba su tiempo, jodiendo como un
tipo, pues había sido bien adiestrado
para eso por su dueña…
Ésta meneaba el culo cada vez más
deprisa, bajo los lengüetazos de Marión,
y soltó pronto un lamento desgarrador,
había llegado a la cima del éxtasis
carnal y los zumos de su conejo
inundaron el mentón de la pequeña
marroquinera, que tan bien lamía a las
mujeres mientras se hacía joder por un
perro.
—Cómo he gozado —suspiró
instantes después de haber delirado
durante todo el orgasmo.
—Mmmm… Ah… mmmm… sí… —
exclamó Marión—. Yo también, ah… Ya
está… Me corro… Ah, qué gusto da una
buena picha… Es bueno… Me corro…
Mmmm… Me corro…
—Ah, marrana, adorable zorruela,
ah, cómo me excitas, tengo ganas
todavía… No puedo más… ah, necesito
algo sólido… ¡Héctor! —gritó—.
¡Héctor!…
Se abrió la puerta empujada por el
criado de chaleco rayado, que no
pareció extrañado por la lúbrica escena
que se desarrollaba ante sus ojos…
—¿Me ha llamado la señora…?
—Sí, ven, Héctor; ven pronto, te
necesito.
—Bien, señora condesa —respondió
el elegante criado quitándose con
rapidez los pantalones.
Se quitó también los calzoncillos,
aunque conservó el chaleco amarillo y,
habiéndose puesto la dueña a cuatro
patas, se arrodilló tras ella
masturbándose delicadamente para
ponerse en forma.
—¿La señora condesa desea que se
la meta en el coño o en el culo?
—En el culo, amigo mío, hágalo
pronto… como de costumbre.
Ella misma le había pedido que
empleara aquellas vulgares palabras
cuando se sintiera en semejante estado
de calor. Lo prefería así y, puesto que el
perfecto doméstico lo hacía con gran
cortesía, aquello no podía escandalizar
a nadie.
Marión, de todos modos, quedó
pasmada cuando vio al apuesto Héctor
inclinarse hacia el soberbio culo de la
condesa para escupirle en la raya.
Formaba parte del programa habitual. A
ella le gustaba aquella acción infamante,
por una especie de masoquismo
instintivo que debió de pervertir a sus
antepasados en la gran Rusia de los
zares.
Dame tu polla, bribón,
porculízame…
—Enseguida, señora condesa; estoy
dispuesto para la sodomización.
—Sodomiza entonces, amigo mío,
sodomízame a fondo; dame tu hermosa
picha dura, destrózame el culo.
Marión no creía lo que estaba
oyendo. El perro acababa de gozar en su
coño y se metió los dedos dentro para
untarlos con aquel maná graso que le
excitaba mucho, con el recuerdo de las
antiguas eyaculaciones del pequeño
Tom, el primero que le había hecho
conocer esos goces prohibidos.
—Nos estás mirando, marranita, te
excita ver cómo le dan por el culo a una
mujer, dilo, reconócelo…
—Sí, señora, también yo lo deseo…
—No te preocupes, chiquitina;
Héctor es un superdotado, te dará una
buena sacudida en el culo si queda
algo…
—Quedará, señora condesa…
—Ya ves, zorrita, habrá para ti; la
gran polla de Héctor hará que tu culo
goce como mi perro te ha abrillantado el
coño…
Luego siguió alentando al criado
diciéndole increíbles obscenidades.
—Destrózame el culo, cerdo, vacía
tus cojones en mis entrañas, quiero notar
cómo brota tu leche, pronto, siento que
voy a gozar como una bestia,
porculízame mucho. Vamos… Vamos…
¡Muévete, muévete, muévete…!
Excitado por aquel obsceno delirio,
al que sin embargo estaba ya
acostumbrado desde que sodomizaba a
la condesa, Héctor aceleró sus
movimientos y, de pronto, gritó:
—Ya está… mmmmm… qué gusto…
mmmmm…, me corro… —Luego,
resoplando como un buey, añadió—: La
señora condesa está servida…
—¡Gozo, ah, cómo me haces gozar
con tu esperma, ah! Me has llenado de
leche… Ah… qué bueno es eso en el
culo…
—Ha sido muy bueno para mí,
señora condesa.
—Perfecto, amigo mío, nos
ocuparemos de devolver el temple a tu
bajo vientre, para esta encantadora
damisela será un placer chuparte la
picha, ahora que me has destrozado con
ella el culo… ¿verdad, pequeña? Por
cierto, niña, ¿cómo te llamas? Ni
siquiera sé tu nombre…
—Me llamo Marión —dijo
sacándose de la boca los dedos que
había metido para lamer la leche del
perro.
—Pues bien, pequeña Marión; ése es
un hermoso nombre que añadir a mis
listas galantes; a partir de ahora puedes
tutearme, cuando estemos en la
intimidad, y llamarme Alexandra; te doy
permiso también para que me trates de
guarra si te pasa por la cabeza, en el
futuro, cuando las cosas se desborden;
es un calificativo que me sienta tan bien
como a ti.
—¡Sí, guarra de mierda! —se rió
Marión.
—¡Ah, no! Te he dicho cuando las
cosas se desborden.
—Precisamente —insistió la
pequeña granuja—, ¿cree acaso que no
se desborda? Perdón… ¿Crees que no se
desborda tu culo? Pues te equivocas…
Se está desbordando bastante, y también
a mí me rebosa el coño…
—Puesto que mi culo se desborda,
¿a qué esperas para lamerlo, zorra?
—Enseguida, mi amada guarra —se
rió Marión muy desenvuelta ante la
condesa en pelotas.
Poniéndose a cuatro patas, limpió,
en un santiamén, el agujero del culo de
los abundantes zumos que goteaban
sobre el vello rojizo. Metió incluso la
lengua en el agujero del ano para ver si
quedaba algo en el interior.
Luego, sin tomarse un respiro tras
haberlo tragado lodo, se inclinó hacia la
blanda polla de Héctor, que había
instalado el culo sobre la alfombra, sin
más ambages, para verla degustando su
esperma…
—Pocas veces he visto una joven
damisela tan guarra —murmuró
dirigiéndose a la condesa, que la miraba
mientras mamaba el cipote que, como el
ave fénix, renacía de sus cenizas.
En efecto, aspirada por la juvenil
boca, la polla recuperaba unas
proporciones decentes y la hermosa
Alexandra comprobaba el aumento del
volumen sólo por la base que salía de
los labios de Marión.
Contribuyó amablemente a la
mamada magreando los huevos del
criado, y éste se lo agradeció con una
deferente mirada, como si le dijera: la
señora condesa es demasiado buena.
—Estoy listo —se limitó a murmurar
acariciando la nuca de la mamona, para
comunicarle que podía descansar de sus
esfuerzos.
—Pues métesela en el culo, amigo
mío —exclamó la condesa muy excitada
de nuevo.
Ella misma condujo la cabeza del
misil sexual hasta el fruncido orificio en
el que se apoyó con fuerza.
—Escupe encima para que resbale
—aconsejó la aristocrática zorra.
Héctor lo hizo y untó con su saliva la
punta de su estremecido venablo; luego,
empujó con fuerza sobre el estrecho
anillo que, cediendo, aceptó la longitud
de aquel miembro al que se adaptó
divinamente.
—Rellénala bien, reviéntale el culo,
marrano —murmuró la señora de la
casa; luego llamó a Igor para que le
lamiera el coño, pues comenzaba a tener
ganas.
El animal, siempre dispuesto a hacer
favores, le metió la lengua en la almeja,
que ella abría con sus grandes dedos de
uñas pintadas, revelando los nacarados
tesoros de su feminidad para
ofrecérselos a la salaz bestialidad.
Comenzó pronto a ronronear y
proferir barbaridades, mientras miraba a
Héctor, que sodomizaba vigorosamente
a Marión. De vez en cuando, extendía la
mano para atrapar al vuelo el hermoso
par de cojones que se balanceaba bajo
la polla en acción, y tiraba de ellos
hasta que el tipo pedía gracia.
Se puso luego a cuatro patas, en la
posición de las perras, para que la
follara su galgo ruso, que tenía muchas
ganas.
La gran picha del animal le llenó la
cavidad vulvar y gritó de goce agitando
violentamente los lomos para que la
empitonara a fondo.
—Volverás a correrte, guarra —le
gritó Marión entre dos gemidos de
placer.
—Sí, marrana, como tú; goza con el
culo, hermosa, que te porculicen bien;
que te llene el zumo de sus enormes
huevos, te inundará hasta las cachas…
—Es guay —suspiró la pequeña—,
me porculiza a las mil maravillas, tengo
la impresión de que me la mete hasta el
corazón.
Folladas así, la una por el culo la
otra por el coño, ambas viciosas
hicieron resonar la habitación
Directorio con sus lúbricos clamores
cuando el orgasmo las zambulló al
mismo tiempo.
El perro balanceó su cipote canino
en las profundidades de la vagina, y el
apuesto Héctor, con su chaleco rayado,
llenó con su esperma de hombre guapo
la cavidad anal de la muchacha
sodomizada.
Epílogo

HAN pasado los años. Marión es


ahora una hermosa mujer floreciente. No
se quedó mucho tiempo en la
marroquinería de Christine y Julien,
pues comprendió enseguida que podía
hacer mejores cosas sin hacer nada en
absoluto.
La condesa Alexandra colaboró
mucho en su evolución. Para empezar, ya
tras su primer encuentro, le entregó una
regia propina que representaba la mitad
del salario que cobraba, mensualmente,
de sus patronos.
Se habría quedado en su casa, pues
les quería mucho, pero se mostraron
exigentes, prohibiéndole en redondo que
saliera durante el día, salvo por razones
profesionales, y nunca después de
trabajar, pues las noches se consagraban
a sus comunes diversiones con Brutus.
De modo que la condesa, que se
había encoñado, se vio obligada a hacer
inútiles compras varias veces a la
semana para que Marión pudiera
entregarlas a domicilio.
Aquellas repetidas entregas le
pusieron a Christine la mosca en la
nariz, pues se había enamorado de su
hermosa dependienta.
Cierto día puso de patitas en la calle
a la condesa, pues la pequeña había
acabado reconociendo lo que ocurría en
su casa.
—Nos la confió su madre,
comprenda usted, tenemos
responsabilidades… Además, entre
usted y yo, no va usted a darme el pego,
por muy condesa que sea; la pequeña
tarda dos horas para entregar un paquete
a quinientos metros; no hay que
exagerar…
Así pues, para poder encontrarse
con la chiquilla y entregarse con ella a
una buena orgía, en compañía del galgo
ruso, Alexandra tuvo que recurrir a
algunas amigas íntimas que hacían, en su
lugar, algunas compras que debían
entregarse a domicilio.
A esa velocidad, la condesa no sabía
ya qué hacer con las existencias de
marroquinería que se veía obligada a
comprar; calculó, pues, que haría mejor
comprando toda la tienda, pero no
estaba en venta.
Propuso entonces a Marión pagarle
una confortable mensualidad y montarle
un coquetón estudio, donde sería
independiente.
La hermosa aceptó y aún está allí.
No lamentó haber dirigido la barca a
su guisa, pues tuvo la suerte de labrarse
una envidiable situación, aunque su culo
contribuyera mucho a ello. Se ha hecho
mayor, claro está, adquiriendo
redondeces mayores que las que tenía
cuando llegó de su villorrio, siendo
todavía niña aunque ya pervertida.
Tampoco sus pechos tienen nada que
ver con los pequeños huevos fritos que
encantaban al viejo y jodedor barón.
Son ahora dos grandes tetas, muy firmes;
no les ha llegado aún el tiempo de
convertirse en colgantes estandartes.
Forman parte de sus encantos al
igual que su magnífico rostro, sin arruga
alguna, sus ojos siempre indecisos entre
el azul y el verde, según los cielos y las
estaciones.
Ha aprendido mucho y recuerda
bastante de su carrera de mujer fácil, tal
vez demasiado aficionada al sexo para
convertirse en una verdadera
profesional, pero que sabe aprovechar,
no obstante, las ocasiones para no
carecer nunca de nada y amasar, a pesar
de todo, una pequeña fortuna a fuerza
de… brazos… si se quiere… o de
cualquier otra cosa… Pero ¿qué
importa? Lo que cuenta es el resultado,
¿verdad?
La han pedido muchas veces en
matrimonio, pero nunca ha dado su mano
a nadie, sólo sus nalgas… y siempre con
suavidad.
Su único vicio es el chucho. No
tiene remedio, adora joder con los
perros. Ciertamente tiene buen recuerdo
de la polla del caballo en los establos
del castillo, pero aquella monstruosidad
fue sólo un episodio de su vida sexual.
El chivo, por el contrario, la marcó. A
menudo ha sentido deseos de volver a la
aldea, para visitar a la tía Léonard, pero
ha sabido que ésta había muerto, de una
perforación intestinal de cuyo origen no
le cupo duda alguna. No detuvieron al
chivo. Jules murió libre aunque privado
de hembras humanas tras el lamentable
incidente.
El único vínculo que le queda de su
infancia feliz, dejando al margen su
buena madre, es Isabelle. Precisamente
la está esperando de un momento a otro,
pues pocas veces viene a París, casada y
madre de familia en el Midi de Francia,
caritativa dama en la aldea y presidenta
de un montón de asociaciones familiares
y benéficas…
Marión comienza a impacientarse, su
amiga se retrasa.
Para distraer su nerviosismo, hojea
un libro ilustrado sobre la bestialidad a
través de los tiempos. Hacer el amor
con los perros no fue un invento suyo.
Muchas grandes damas cedieron a esta
pasión, sin mencionar las desconocidas
que no salen en los libros.
Con los años, son legión.
Recuerda a Arsène y se pregunta si
seguirá jodiendo con las borricas, el
muy guarro.
Las hay que se divirtieron con
leones, ¡hay que tenerlos bien puestos!,
ella no se arriesgaría nunca a ello, pese
al respeto que siente por el rey de los
animales…
Con monos nada tiene de extraño.
Hay tipos que son más asquerosos que
los chimpancés.
Aunque haya hecho una buena
carrera galante, nunca ha aceptado joder
con alguien que le repugnara. Pero hay
fealdades excitantes y bellezas sosas,
que no incitan a hacer el amor; es
cuestión de gustos.
Las mujeres, en cambio, le gustan
mucho más; tiene tendencias lésbicas
que no han hecho más que desarrollarse
desde su relación con la hermosa
condesa Alexandra. Por cierto, también
ésta murió. No con una polla en el culo,
como la tía Léonard, sino sencillamente
de cáncer. Tuvo la excelente idea de
incluirla en su testamento tras haberla
incluido, tan a menudo, en sus orgías de
la alfombra, en compañía de Héctor y el
galgo ruso, sin mencionar a todos los
amigos y amigas que desfilaron por allí
para conocer las fantasías de la pequeña
Marión.
Así consiguió relaciones y una renta
vitalicia.
Volviendo a los animales, leyó con
interés la confesión de una domadora de
serpientes que utilizaba a sus
pensionistas apuñalándose la almeja con
su cola, algo absolutamente asqueroso.
Su afición a los perros le pareció de una
terrible trivialidad comparada con
aquellas fantasías contra natura.
—Pero ¿qué le pasa a Isabelle?
Hace varios años que no la ha visto
y se pregunta si seguirá siendo tan bella,
tan alta, la rubia de ojos azules que tan
guarra era de niña.
Qué encantador descubrimiento
cuando ambas, por primera vez, se
entregaron a la tortilla. Sólo con pensar
en ello a Marión se le estremece el
conejo.
Se remueve en el sillón, deja caer el
libro y se remanga las faldas. Lleva
medias de seda pues, afortunadamente,
vuelven a estar de moda. Por encima de
la media se ve la piel desnuda del
muslo. Su mano derecha se desliza hacia
el interior, sus largos y finos dedos
llegan a la braguita de encaje negro, a
juego con un liguero muy sexy. Adora la
lencería fina y la ropa interior excitante.
El dedo mayor pasa por debajo y
hurga en el sedoso musgo de su bien
cuidado vello, cortado lo necesario,
como si fuera césped inglés, para formar
un triángulo negro perfecto, sin pelos
intempestivos. Y en el centro, el deseo
que la atormenta casi sin cesar. Su dedo
produce beneficiosas ondas en todo su
vientre sólo con rozar el pequeño botón
erecto. Lo aplasta un poco para
calmarlo, pero eso no resuelve nada, lo
pellizca, lo hace girar como si fuera una
bola, lo toma por la base… y luego, ¡al
carajo!, está demasiado excitada,
comienza a cascarse una paja.
Por lo demás, la cosa termina
siempre así. Cuando está con alguien,
jode; cuando está sola, se masturba. Esta
criatura consagrada a Eros no deja de
gozar. Su naturaleza la hizo así y no
puede remediarlo.
No era, sin embargo, el momento
oportuno. Llaman a la puerta. Es
Isabelle. Dios mío, cómo ha cambiado.
Va vestida de negro porque lleva luto,
una verdadera maruja de provincias.
Lleva el cabello recogido en un gran
moño, en la nuca. No va maquillada, es
un verdadero desastre.
—¡Ah, querida —exclama sin
embargo, con una sonrisa entristecida—,
qué contenta estoy de verte!
Marión, que ha tenido el tiempo
justo para ponerse las bragas, está a
punto de meterle un dedo en la nariz
anunciándole:
—Estaba meneándomela…
Pero renuncia a hacerlo…
—Entra… ¿cómo estás?
—¡Bah!…
Se quedará en París hasta mañana…
No, no tiene nada que hacer por la tarde,
está muy contenta de poder consagrar
unas horas a su compañera de la
infancia.
Ésta ni siquiera se atreve a evocar
los ardientes recuerdos de su
perversidad infantil. Pero, poco a poco,
la gran dama comienza a hacerlo.
Ha recogido el libro…
—Caramba, siguen interesándote
esas cosas.
—Ya lo creo, más que nunca… ¿a ti
no?
—¡Bah!
Un gesto hastiado… luego, a pesar
de todo, una sonrisita que quiere ser
cómplice.
—¿Te acuerdas del caballo?
—¡Y cómo! —exclama Marión
aprovechando la ocasión—: ¡menuda
polla!
—¡Oh, querida!… ¿no te avergüenza
decir esas palabras?
—Por aquel entonces, tampoco a ti
te avergonzaba, Isabelle…
Ésta se limita a suspirar. Pero tiene
algo de calor.
Se quita el sombrero. Pensándolo
bien, sigue siendo muy hermosa a pesar
de sus tensos rasgos y su aspecto algo
triste.
—Aquellos polvos trajeron esos
lodos —suspira…
—Pues pegamos algunos —insiste
Marión tomándola de la mano…
—Chiist…, ya lo he olvidado…
—Pero debes hacer el amor de vez
en cuando, Isabelle.
—Una vez al mes, o menos… y ya
no me interesa, siempre es lo mismo…
—¿No tienes amante?
—Claro que no… con mi posición…
—Y tampoco… una amiguita para
pasar el rato…
—Ni lo sueñes, en una aldea como
la que vivo esas cosas no existen…
—Pues es una lástima… sigues
gustándome, ¿sabes?
Le ha tomado la mano, los dedos de
la joven estrechan los suyos. Posa su
rubia cabeza en el hombro de su
compañera…
—Tú no has cambiado…
—Un poco sí, querida, mira…
Se abre el corpiño de su vestido y
brotan sus pesados senos, redondos y
poderosos pero lo bastante firmes como
para prescindir aún del sujetador.
—Ya ves, Isabelle, nada tiene ya que
ver con las pequeñas tetas que te gustaba
chupar…
—Cállate…
—Pero ¿por qué?… tócalas…
vamos, dame tu mano, así podrás
comprobar la diferencia…
El rostro de la enlutada se ha
ruborizado cuando los grandes pezones
erectos se han incrustado en las palmas
de sus manos, pues Marión se las ha
cogido para ponerlas sobre sus grandes
senos.
—Tócalas, querida, acaricialas, no
queman…
—Sí, precisamente… me siento muy
extraña…
La voz ha enronquecido como
antaño, cuando se excitaba… Y ahora
vuelve a estarlo…
—Pero ¿qué me obligas a hacer… a
mi edad?
—Ni siquiera tienes treinta años,
Isabelle, ¿qué estás diciendo? —Y luego
añade, susurrando al oído de su amiga
—: Pellízcame los pezones, me excita…
La provinciana vacila unos instantes,
pero el deseo es demasiado fuerte. Toma
entre sus pulgares y sus índices cada uno
de los pezones y los hace rodar,
comprimiéndolos.
—Qué gusto… me excitas… deja
que te bese…
—No, te lo ruego.
Aparta el rostro para evitar que la
ardiente boca de Marión se pose en la
suya, pero ésta la toma por las orejas y
consigue plantar un prolongado beso en
sus labios. Éstos se han entreabierto,
como en los buenos tiempos; las lenguas
de las dos hembras se encuentran al
mismo tiempo que sus ardores uterinos.
El beso parece no terminar. Marión
ha derribado a Isabelle en el sofá y casi
le devora la boca… Su mano busca los
pechos, abre el vestido negro,
desabrocha el sujetador, se apodera de
una teta que sigue siendo pequeña y
firme y excita el pezón con un índice
experto…
—Déjame, estás loca… vas a
hacerme perder la cabeza…
—Por eso lo hago, vamos,
abandónate… eso nos quita quince años
de encima…
—Estás loca, te lo ruego.
Pero Marión sabe lo que quiere. Ha
conseguido meter sus manos debajo del
vestido y asciende a lo largo de las
pantys negros… Luego, sus dedos llegan
a la entrepierna, cuya humedad le
satisface.
La «presumida» desea que la
acaricien tanto como ella.
Si no llevara los jodidos pantys…
—Deberías ponerte medias; mira, es
mucho más práctico para que te
acaricie…
Se ha levantado las faldas hasta el
ombligo y se exhibe loca de lubricidad
ante su turbada amiga.
—Pero, Marión, ni siquiera llevas
bragas…
—Me las he quitado para
meneármela pensando en ti y en la leche
de caballo que nos empapó la cara… ¿lo
recuerdas? Tú tenías los cabellos
llenos…
—Cállate…
—Dame tu mano… ponía aquí…
sí… ya sabes dónde tengo el pimpollo…
Ahí… así… sí… sí… cáscame una paja,
Isabelle…
—Me obligas a hacer locuras,
Marión…
—Y yo quisiera también hacértelas;
quítate esos trapos…
Isabelle levanta las nalgas y Marión
tira de los pantys y las bragas, que
pronto son una bola en la moqueta de un
verde manzana.
—¡Ya era hora! —grita.
Su mano se mete entre los blancos
muslos que se han abierto para recibirla,
los dedos abren los velludos labios
mayores del sexo que se estremece,
penetran, acarician suavemente la raja y
se encargan del clítoris en erección.
—Te humedeces como antaño,
querida… qué bueno es tocarse las dos,
dame tu boca…
—Oh sí… sí… tu lengua.
Mmmmm… sí…
Las dos jóvenes se masturban con el
recuperado ardor de sus catorce años, se
chupan la lengua hasta perder el aliento,
el ridículo moño de Isabelle se ha
deshecho y sus largos cabellos de oro
caen en oleadas sobre sus hombros.
—Quítate el vestido, desnudémonos.
La provinciana no protesta ya. El
deseo de gozar le ciñe los lomos.
Enfebrecida, se desprende de todo lo
que lleva encima. Dos desnudeces se
enfrentan ahora en el sofá. Dos hermosas
y jóvenes mujeres, animadas por el
mismo deseo de su carne magnífica que
florecerá, una vez más, con sus
recíprocas caricias.
Las bocas se deslizan hacia los
pechos, los labios tragan los erguidos
pezones, las lenguas se arrastran hacia
los vientres adornados por sedosos
triángulos, la saliva corre por los pelos,
las lenguas hurgan en los suaves labios
ya muy húmedos. Los capullos son
aspirados, cosquilleados, acariciados
sin cesar… Sube la fiebre en los
exacerbados órganos sexuales.
Se han colocado gualdrapeadas para
devorarse mutuamente. Los dedos
penetran en inundadas vulvas, las
falanges se mueven en redondo para
acariciar las mucosas internas, la
voluptuosidad nace en los cuerpos.
Marión es la primera en recuperar el
perverso gesto de la infancia. Hunde su
dedo en el trasero de Isabelle…
—Lo recuerdas —murmura con la
nariz hundida en sus nalgas…
—Sí…; qué gusto, deja que te lo
haga también…
—Sí… oh, sí; porculízame, voy a
gozar en tu lengua…
—Yo también…
Un doble orgasmo corona sin tardar
aquel loco abrazo. Ambas mujeres
beben su placer recíproco gimiendo al
unísono.
Un poco más tarde, cuando los
espasmos del éxtasis carnal se han
apaciguado por fin, las amigas de la
infancia, abrazadas, desnudas, boca
contra boca, vuelven a evocar los
ardientes recuerdos del pasado entre dos
largos besos que enlazan lascivamente
sus lenguas…
Luego, de pronto, la provinciana
murmura al oído de Marión.
—Tengo que hacerte una
confidencia… evidentemente con mi
marido las cosas del sexo no
funcionan… no tengo amante, ni una
amiga… pero quiero confesarte algo que
no me he atrevido a decir hace un rato…
—¡Dímelo, querida Isabelle,
dímelo!
—Tengo un perro lobo..

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