El documento describe la historia de Marión, una niña que descubre muy temprano los placeres de la sexualidad. A una edad temprana experimenta con masturbación y actividades sexuales con otros niños, el sacerdote local y su abuelo. Eventualmente experimenta con bestialidad al ser lamida por su perro, lo cual le produce un fuerte placer.
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El documento describe la historia de Marión, una niña que descubre muy temprano los placeres de la sexualidad. A una edad temprana experimenta con masturbación y actividades sexuales con otros niños, el sacerdote local y su abuelo. Eventualmente experimenta con bestialidad al ser lamida por su perro, lo cual le produce un fuerte placer.
El documento describe la historia de Marión, una niña que descubre muy temprano los placeres de la sexualidad. A una edad temprana experimenta con masturbación y actividades sexuales con otros niños, el sacerdote local y su abuelo. Eventualmente experimenta con bestialidad al ser lamida por su perro, lo cual le produce un fuerte placer.
El documento describe la historia de Marión, una niña que descubre muy temprano los placeres de la sexualidad. A una edad temprana experimenta con masturbación y actividades sexuales con otros niños, el sacerdote local y su abuelo. Eventualmente experimenta con bestialidad al ser lamida por su perro, lo cual le produce un fuerte placer.
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SELECCIONES ERÓTICAS SILENO
«Marión se jactaba de no haber
dicho jamás que no a un hombre guapo», leemos en la primera línea de esta novela singular. Introducida en la atmósfera viciosa de un castillo habitado por los aristócratas más depravados de la comarca, Marión fue descubriendo desde muy joven todas las gamas de la perversión sexual. Hasta que, después de leer la historia clásica de los amores de Gamiani con un asno, decidió probar, ella también, los placeres del bestialismo. No dejó de amar a los hombres, ni a las mujeres, pero puso especial pasión en las relaciones con las bestias de Eros. Germain Le Mamer
jamás que no a un hombre guapo. Pero no decía que, a menudo, había dicho que sí a alguno «menos guapo». Por otra parte, de acuerdo con el viejo proverbio que afirma que, especialmente en asuntos sentimentales, «quien calla otorga», ni siquiera asentía con la cabeza antes de tenderse de espaldas, con las piernas abiertas cuando sólo le habían pedido que se sentara. Nadie podía reprochárselo, su naturaleza la impulsaba a aprovechar plenamente todos los goces de los sentidos y como, por otra parte, vivía más o menos de sus encantos, podía decirse que sabía conjugar lo útil y lo agradable. Aunque no fuera partidaria de discurrir, complacientemente o no, sobre su comportamiento, ahora que estaba a punto de cumplir los treinta, de vez en cuando se volvía hacia su pasado y, entonces, no lamentaba nada. Y sobre todo no el hecho de haber sido siempre bastante fácil. Ya cuando era muy pequeña, se divertía con su sexo sin ni siquiera tener conciencia de poseer uno. «Fue la muy puta de su abuela quien le enseñó a acariciarse para dormirse…», suspiraba su madre, una buena mujer que trabajaba de fregona para alimentar a su familia, lo que no le impedía darse un revolcón con el hijo del castellano en las escaleras. De todos modos, como tenía principios, se había visto obligada a atarle las manos antes de que se durmiera, para impedirle que se magreara el conejito suspirando de satisfacción. Pero la niña, precozmente taimada, pronto fingía roncar y, una vez desatada, aprovechaba el hecho de tener las manos libres para cascarse, subrepticiamente, una de esas pajas que tanto le gustaban. La manía no había desaparecido con la edad, muy al contrario, pues había crecido más en salacidad que en sabiduría. En los bancos del aula, se la cascaba por debajo del pupitre cantando los rudimentos del alfabeto y, muy pronto, siendo de temperamento altruista comenzó a cascársela a los demás. La mayoría de sus compañeras de escuela habían apreciado muy pronto su delicada destreza en los respectivos capullitos. Conseguía incluso cascársela en la iglesia, durante el catecismo, pero el día de su primera comunión, al verse obligada a arremangarse el largo vestido blanco, había sido agarrada con las manos en la masa o, mejor dicho, en las bragas, por el vicario que pasaba por detrás… Entonces, habiéndose levantado de pronto la gran saeta que colgaba bajo la sotana de éste, había querido cerrar los ojos mientras seguía espiando, por entre las pestañas, los entrecortados movimientos de la manita infantil, cuyos dedos no se humedecían precisamente de agua bendita. Al no querer ser aquel por quien llegara el escándalo, como puede leerse en las escrituras, el digno eclesiástico esperó a la mañana siguiente del gran día para permitirse un pequeño escándalo, personal y privado, en la penumbra de la sacristía, en compañía de la juvenil pecadora que llevó a cabo así su primera paja a un adulto del sexo opuesto, pues se la había cascado ya a todos los chiquillos de la aldea. Fue para ella toda una revelación tener en sus manos tan imponente verga. Nunca habría creído que una picha pudiera hincharse tanto antes de escupir los recios jugos que mancillan los dedos de las pajilleras. El asunto le hizo perder la cabeza hasta el punto de que se la cascó con la mano izquierda mientras la diestra se encargaba de sacudir el grueso pijo del señor cura. Este, viéndola tan ingenuamente perversa y tan interesada por la cosa, no se limitó a eso e insistió en que se metiera en la boca su instrumento, que babeaba todavía por su eyaculación. Fue el primer francés de Marión. Puso mucha seriedad en él, siguiendo al pie de la letra los ilustrados consejos de su iniciador, que le indicaba, minuciosamente, cómo manejar de modo adecuado la lengua y los labios para hacer el bien al prójimo. Lo hizo tan bien, para ser principiante, que tuvo derecho a una nueva infusión de cálida materia seminal, en plena boca esta vez, mientras la paternal mano del bendecidor patentado acariciaba sus rubios tirabuzones. Pero una sola vez no bastó a alguien que, más tarde, podría querer dedicarse a una carrera en la que un buen conocimiento de esa especialidad sería una baza primordial; aceptó, pues, visitar varias veces por semana la sacristía para que el buen maestro le diera clases. Pronto se convirtió en tal cumplida mamona que todos los pillastres de la región aprovecharon, hasta la saciedad, sus dones conjugados con una sorprendente habilidad para una chiquilla de su edad. Incluso su pobre abuelo fue el afortunado beneficiario cierta tarde de estío, mientras tomaba el fresco tranquilamente instalado a la sombra del gran roble que se erguía tras el caserío familiar. Era un veterano de las dos guerras mundiales, al igual que de las desastrosas expediciones de ultramar que habían seguido a la segunda, pues era suboficial de carrera en la artillería de marina. Tras haberse hecho abrillantar los cojones en todos los burdeles del Extremo Oriente y África del Norte, era hombre muy cualificado para apreciar el talento de su nieta. —Marión —declaró a quemarropa mientras, primaveral y espontánea, la chiquilla estaba, según la expresión popular, tocando la flauta—, sigue así y serás una verdadera reina de la mamada… —Ñam, ñam —dijo por toda respuesta la golosa chiquilla, degustando aparentemente aquella venerable picha que tanto había corrido por el vasto mundo antes de hincharse como la de un jovenzuelo para condecorar aquella lengua de guarra con una hermosa medalla de esperma. La abundancia de los jugos seniles, por otra parte, la había asombrado mucho pues, mientras que sólo esperaba unas escasas gotitas, tuvo que tragarse un buen plato, mucho más que la ración matinal de leche para la gatita. Había aprendido a tragárselo todo, según las instrucciones del vicario, al que le gustaba verla delectarse con sus obras mientras ponía cara de chiquilla comiéndose un helado de nata. El distinguido ensotanado siguió derramando, por mucho tiempo, la buena simiente de sus testículos en la boca de su joven alumna, para variar un poco la que prodigaba, desde lo alto del púlpito, a los devotos de la parroquia. Durante esas clases, muy especiales, se las arreglaba siempre para hacer gozar a la pilluela con su dedo perfumado por los vapores del incienso, pero la puso en guardia contra cualquier intrusión de un órgano viril en su raja. El yayo era el único a quien le concedía el derecho a intentar penetrarla, sabiendo perfectamente que no lo lograría pues, aunque le gustara todavía andar tonteando con sus antiguallas, su miembro viril se doblaba por la mitad a cada tentativa, lo que acababa con cualquier peligro de desfloración. Sin embargo, la necesidad de una presencia se dejaba sentir, cada vez más, en la carne ardiente de la ninfómana en pañales y, cuando estaba sola, se entregaba secretamente a ciertas experiencias apasionantes con todas las hortalizas de forma fálica que caían en sus manos. Le gustaban especialmente ciertas zanahorias, algo puntiagudas, que utilizaba con precaución para apuñalarse la entrepierna. Evidentemente, nadie asistía a esos tímidos intentos, salvo un pequeño chucho llamado Tom que no se apartaba de su joven dueña. Siendo de naturaleza carnívora, no le interesaban las hortalizas con las que se divertía en solitario, pero los efluvios de su almeja en fusión le cosquilleaban tan intensamente el hocico que, pese a los pescozones de Marión, cada vez insistía más en participar en la íntima fiestecita. Cierto día, tras haber gozado ella como una reina excitándose con un nabo mientras se manoseaba el pimpollo, el chucho consiguió meter su fresco hocico precisamente en el lugar donde acababan de concluir las diversiones. Derribada por el orgasmo en una vieja butaca de mimbre, la perversa niña había permanecido inmóvil, con los muslos muy abiertos. Tom sacó una lengua desmesurada y probó, glotonamente, la fruta prohibida que debió de gustarle pues la devoró con voracidad de piraña. El efecto sobre los sentidos de la futura mujer fue radical. Una cálida lengua que os barre la muesca sexual no puede dejaros indiferente. La niña no vio mal alguno en permitir que le hicieran el bien, aunque fuese su compañero de cuatro patas. Unos minutos más tarde, tras algunos profundos suspiros, se vio sacudida por una voluptuosidad insensata que la elevó a lascivias de un nuevo éxtasis. Avergonzándose de haberse abandonado a un pecado de bestialidad, no se lo dijo a nadie, ni siquiera a su confesor. Pero a la primera ocasión volvió a hacerlo. Los hábitos se adquieren muy deprisa cuando son agradables. Los lengüetazos del chucho relevaron, casi cotidianamente, carantoñas con zanahorias recientes o nabos fálicos del jardín del abuelo, incluso a la lisa y redonda cabeza de un muñequito de celuloide que Marión utilizaba para mimarse la raja. Mientras se pegaba un meneo con uno u otro de aquellos hallazgos, espiaba por el rabillo del ojo al pequeño can, que sacaba una lengua golosa antes de metérsela en el coño, pues el órgano tenía la ventaja de ser vivido y vivaz, caliente y saltarín en la mojadura orgánica. El contacto del fresco hocico con su hinchado pimpollo ponía especial pimienta al salaz ejercicio y no necesitaba ni siquiera dos minutos para experimentar una de aquellas sacudidas orgásmicas de las que ya no podía prescindir. Pero siendo la naturaleza lo que es, el perro sintió necesidad de algo distinto a su lengua y se lo hizo comprender a la chiquilla con rítmicos movimientos de su tren posterior, mientras bajo su vientre asomaba, indecente, el extremo rojo y puntiagudo de su chirimbolo. Caliente como una loca ante aquella lúbrica visión, Marión no resistía el deseo de palpar aquella zanahoria viva y, una vez la tuvo en la mano, la sometió instintivamente al tratamiento que dispensaba a la del cura. Puesto que las mismas causas producen los mismos efectos, tuvo derecho a un buen diluvio, cálido y grasiento, en su palma, mientras que el perro ponía los ojos en blanco. Se sintió muy excitada por haberlo hecho gozar pero también algo asustada al comprobar que el objeto había salido por completo de su funda de velluda piel, adornado en la base por una hinchazón redonda y dura que le impedía, estaba muy claro, regresar a su vaina natural. Era un espectáculo sorprendente, perfectamente obsceno, tanto más cuanto la punta de la zanahoria seguía secretando intermitentes emisiones de materia seminal. La pobre Marión se sintió muy turbada, temiendo la inesperada llegada de alguien pero, por fortuna, nadie se presentó y la picha del perro tuvo tiempo de deshincharse. ¡A la chiquilla le había ido de un pelo! Aquellas diversiones, particularmente perversas, duraron algunos meses hasta el día en que, presa de un irresistible deseo, Marión se puso a cuatro patas para hacer de perra. El pequeño Tom no le pidió explicaciones. Tras haber olido bien aquella olorosa y vertical sonrisa, se irguió sobre sus patas traseras, envolvió las caderas de la consentidora hembra con sus patas anteriores, empujó con el culo y, «¡plam!», le dio de lleno al conejo de la chiquilla. Su puntiagudo fragmento penetró, reventando la membrana virginal. Marión lanzó un grito de vergüenza, había permitido que la desvirgara un perro. Pero el duro miembro iba y venía, frenéticamente, por su carne recién abierta y la sensación le resultaba muy excitante; comenzó a mover el culo para recibir los pistonazos caninos y su primera experiencia de jodienda fue un castillo de fuegos artificiales. La sacudida sexual había resultado de un tipo mucho más intenso que las que había conocido anteriormente, por lo que se sintió especialmente agradecida al animal que se la había procurado con tanta espontaneidad. Celebró, por otra parte, no haberse visto obligada al momentáneo pegado que tanto temía, sabiendo ya lo que ocurría a veces con las perras que pegaban un polvo. Liberada de esa angustia, ya sólo le quedaba repetirlo cuando el deseo se hiciera sentir. Y lo hizo, claro está, pues el bueno de Tom estaba siempre dispuesto, como un buen boy-scout, para la buena acción cotidiana. De ese modo, la niña afrontó la vida sexual con la almeja bien rodada por una picha de perro. Eso no le impidió, por otra parte, mantener relaciones con el vicario, cuyo vigor vital le llenaba la boca de cremosos chorros que le gustaban cada vez más. Se reunía con él por las tardes, en la sacristía, donde le esperaba después de las cuatro, cuando ella salía de la escuela municipal. Ahora bien, un buen día, puesto que el maestro se había encontrado mal, llegó con una hora de adelanto. Cruzó, como de costumbre, la iglesia, no sin haberse persignado al entrar como le habían recomendado. Puesto que la puerta de la sacristía había quedado entornada, se dispuso a empujarla para entrar cuando escuchó una especie de extraño lamento que le hizo aguzar el oído. Asomando entonces el hocico por la abertura de la puerta, descubrió un cuadro que la dejó petrificada de estupor. Su vicario, sentado en una silla antigua, en mitad de la estancia, estaba siendo cabalgado por la castellana de la región, aquella en cuya casa trabajaba su mamá. Aquella gran dama altiva, cuyo vestido estaba arremangado hasta los lomos, estaba siendo empitonada por el pijo del eclesiástico, sobre el que subía y bajaba su culo albo y grande. Atónita ante aquel descubrimiento, Marión veía con toda claridad los negruzcos cojones del vicario, por debajo del erguido venablo que era devorado por los menudos labios de la dama, que se empalaba, gozosamente, en él. Las enormes manos del cura palpaban con avidez aquellas grandes nalgas desnudas en movimiento y separaban tanto los carnosos globos que descubrieron a la jovencita el orificio del culo de la dama del castillo. Marión había quedado pasmada, pero el espectáculo era en exceso interesante para batirse en retirada, como había pensado hacer al principio. Una euforia sensual se apoderó de su cuerpecito e instintivamente, su minúscula mano se posó entre los muslos, bajo la falda que acababa de levantar. Bajo las bragas de algodón, todo estaba ya mojado. Su dedo encontró la pequeña perla, muy erguida ya, y la acarició con experta falange, mientras seguía visionando los vaivenes de aquel desnudo culo sobre la jarra de leche del vicario. Era la primera vez que veía una pareja que estaba jodiendo, y su carne juvenil se puso patas parriba. No cabía duda de que aquello le resultaba agradable a la castellana, oyéndola arrullar y gemir mientras sacaba brillo a la broca del varón ensotanado con su velludo conejo. Movía la popa cada vez más deprisa y Marión le oyó soltar incontables marranadas. —Cerdo —jadeaba entre dos suspiros—, cerdo, me estás follando… qué buena es esa picha tuya… se te ha puesto dura… la siento, me la has metido en el coño… ¿Era posible que una dama tan distinguida se expresara de aquel modo? La pequeña campesina no podía creerlo, pero no por ello dejaba de excitarse, sin perder ni un detalle de la escena. Su dedo cosquilleaba con frenesí el endurecido pimpollo y sintió nacer en su interior la voluptuosa euforia que precede las grandes sacudidas. Sin duda, la hermosa castellana se hallaba en el mismo punto pues la oyó exclamar de pronto: —Me haces gozar, cura, descarga de una vez en mi coño para que pueda gozar de tu picha. —Ahí voy, Armande —respondió éste con una voz sorda que Marión conocía muy bien pues enronquecía así cuando le contaba horrores antes de eyacular en su boca. Dame tu leche, me muero —clamó la viciosa aristócrata…—; chorreo, Hubert… gozo… gozo con tu pulía. Toma, Armande, tómalo todo — gruñó el vicario. Aquello era demasiado para la pequeña mirona, mientras los dos culpables estaban descargando encima, ella se inundó los dedos con los chorros de sus jugos amorosos, pues estaba corriéndose como los demás. Hundiéndose entonces el índice en su cavidad vaginal, en plena fusión, pudo ver el esperma que chorreaba del velludo conejo de la castellana y fluía en un largo reguero blanco por los cojones negruzcos del vicario, que resoplaba como un buey. Astuta como era ya, comprendió que, habiendo terminado la sesión, era ya hora de desaparecer para que no la sorprendieran. Desapareció pues sin pedir la vuelta y de puntillas. Refugiada en la capilla consagrada a san Antonio, encendió un cirio al bienaventurado que era conocido por haber tenido un cerdo. Desde allí vio a la gran dama del castillo dirigirse a la salida, con la cabeza cubierta por la capellina blanca que se había quitado antes de que el cura la empitonase con la picha. Marión prefirió permanecer oculta unos instantes y aguardo a que el reloj de la iglesia diera las cuatro campanadas de la hora en la que, en teoría, tenía que llegar, antes de regresar a la sacristía. Mientras, contempló la estatua de san Antonio y se preguntó si en soledad, éste no habría magreado un poco, de vez en cuando, a su cerdo. Un el corral del tío Deschamps, el vecino de su madre, había visto a un verraco cubriendo a una enorme cerda. Su gran sexo rojo la había impresionado mucho y, ahora que había fornicado con un perro, se preguntó si algunas mozas no lo harían con un cerdo. La idea la excitó tanto que se arremangó de nuevo y volvió a cascarse una paja, imaginando que se la estaba metiendo un cerdo. Al cabo de un momento, sintió de todos modos cierta vergüenza y pensó que era realmente una guarra. Pero no por ello el deseo de gozar desapareció de sus órganos de chiquilla caliente. Se presentó, pues, con un aspecto de gata golosa ante el vicario, que apenas si estaba recuperando el aliento. —Aquí estás, chiquilla —le dijo pellizcándole el mentón—, ¿qué vienes a hacer aquí? —Bueno, como de costumbre, señor cura… —¿Sabes que es un gran pecado? —Bueno, aquí está usted para barrerlos… El vicario soltó la carcajada y palpó con una mano de entendido las nalgas de la perversa chiquilla. —¿Sabes? —le dijo—, no todos los días son fiesta. Te daré tres francos para que te compres un caramelo… así no te sentirás demasiado decepcionada; tendrás algo para meterte en la boca… Enojada porque la trataba como a una niña, Marión replicó: —Tal vez no sea en la boca donde me apetezca tener algo… —Caramba, caramba —murmuró el vicario súbitamente interesado…—, ¿tienes algo nuevo en la cabeza? —Más me gustaría tenerlo en mis bragas —replicó Marión arremangándose. Luego se inclinó y, tras haber tirado de la cintura de sus bragas, contempló los nacientes pelos que decoraban su hermosa almeja, murmurando: —Siento deseo en mi conejito… —Mirad eso —rió el eclesiástico adelantando su rubicundo hocico para lanzar una ojeada al bajo vientre de la muchacha. Comprobando su interés, Marión se bajó directamente las bragas y exhibió su triángulo ya velludo, en cuyo centro brillaba como una concha abierta la rosada raja. —Guarrita —suspiró el cura—, ya te dije que eras demasiado joven… —¿No os gusta esto, señor cura? —Claro que sí, claro que sí, idiota… Pero no hay que, no hay que… —Decid, más bien, que no podéis… —se burló Marión con un extraño aspecto… —¿Por qué lo dices, zorruela? —Porque acabáis de empitonar a la dama del castillo… de modo que tenéis los huevos vacíos… —Eres una maldita peste, ¿Quién te lo ha dicho? —Os he visto, estabais sentado ahí, y la castellana danzaba sobre vuestra picha con su gran culo. El vicario, muy desconcertado por esta revelación, no tardó en sobreponerse y clavó su mirada en los ojos de la chiquilla, que le miraba desafiante. —¡Estoy seguro de que te ha gustado mirar, niña mala! —Bueno, ejem… Sí… —¿Qué has hecho? —Ya lo imagináis… —Dilo… —He hecho lo que hago cuando chupo el pijo… —¿Te has masturbado? —Sí, señor. Entonces, señor cura, ¿tengo que confesarme? —Eso es —se rió el hombre de la sotana—, arrodíllate en este reclinatorio. Marión, cada vez más provocadora, se arremangó la falda, puso las rodillas en el rojo almohadón y apoyó los codos en la parte alta de aquel sitial de cortas patas. —Padre, me acuso… —comenzó con la mayor seriedad del mundo. —Repetid ante mí el gesto que habéis hecho, hija mía. Los ojos viciosos de la niña se iluminaron, se levantó la falda hasta el ombligo y pasó su dedo por la abertura de sus bragas, algo sueltas, para tocarse el clítoris. —Vamos, pequeña, te estoy mirando —suspiró el gran vicario. Entonces la niña abrió mucho los muslos, echó las bragas a un lado para descubrir bien la raja en la que el dedo meñique estaba ya actuando. Con experta falange, giraba ligeramente en torno al minúsculo capullito rosa, acariciando la punta intermitentemente, y luego regresaba a la base, a las playas de carne juvenil, rosada como langostinos. Acariciarse así ante el sacerdote la humedecía en abundancia y el rocío aparecía en los bien dibujados labios de su joven coño. —¿De modo que así lo has hecho? —murmuró el hombre ensotanado, con una voz enronquecida por el deseo sexual—, ¿y has gozado? —Sí, padre —respondió Marión sin bajar los ojos, mirándole por el contrario intensamente, con las pupilas brillantes de concupiscencia. —Y si prosiguieras esa interesante demostración, tal vez volverías a gozar, pequeña descastada. —Sin duda, padre, pero como os he dicho hace un momento, preferiría que me jodieran por las buenas… Veo que lo estáis deseando. ¿Qué está haciendo en el bolsillo vuestra mano diestra, padre? Si tuviera dentro una picha muy grande no me extrañaría. El vicario sonrió torcidamente, rindiendo homenaje a la sagacidad de aquella niña que veía ya las cosas muy claras. En efecto, por debajo de su sotana había extraído su gran pijo de los calzones y lo palpaba suavemente, mirando a Marión, que se la meneaba ante él. —Soy un gran pecador —dijo en tono zalamero—, también yo voy a arrodillarme para hacer penitencia. Efectivamente, se puso de rodillas aunque colocándose justo detrás de la pequeña, arrodillada en el reclinatorio. Febrilmente, se desabrochó la sotana y su gran dardo blanco como un nabo, brotó como un diablo que saltara de la caja impulsado por un resorte. Presintiendo que algo ocurría, Marión se dio la ella y soltó una exclamación admirada ante aquella hermosa erección. —No te preocupes, hija mía, de lo que ocurra a tus espaldas —dijo el cura. Entonces, arremangó la falda de la chiquilla y le bajó las bragas, para liberar las redondas mejillas de su pequeño culo. Cuando sintió que el glande penetraba en la raya las nalgas, la niña, recordando las bestiales penetraciones de Tom, se arqueó, entró los lomos y levantó el culo para ofrecer su albaricoque sexual. Por fin había llegado el gran día. Finalmente le iban a meter una buena picha de hombre, lo que, a fin de cuentas, le parecía muy natural pues su conejo no estaba hecho, precisamente, para los perros. Pero, curiosamente, el cura, que tenía en las manos su largo pene, no parecía impaciente por hincarlo en el pequeño coño que, sin embargo, lo aguardaba con cierta angustia glotona. Pero ¿por qué perdía tanto tiempo frotándole el ojo del culo con el glande en vez de hundírselo en la raja? Pronto creyó comprender a dónde quería llegar cuando empujó con fuerza sobre su pequeño y plisado anillo. —Pero señor cura, os equivocáis de agujero —suspiró. —En absoluto, tontuela. Puesto que insistes en que te penetre, voy a complacerte pero no en un lugar donde mi simiente pueda transformarse en mocoso. Algo decepcionada, aunque comprendiendo, sin embargo, lo fundado de la observación, Marión se prestó a la empresa lo mejor que supo. Por lo demás, aquello le interesaba mucho, pues se sentía ávida de conocerlo todo, y el hecho de sentir aquel gran pedazo de carne muy caliente en la raya de su culo no le era del todo desagradable. No tardó en desencantarse. El viril venablo, con toda su fuerza, se hizo cada vez más apremiante a pesar de las reticencias, muy naturales, del minúsculo anillo culero. Tras haber sido untado, subrepticiamente, con una buena porción de saliva lubrificante, se mostraba decididamente peligroso. Cada vez más virulento tras tan excitantes tentativas, se puso duro como una barra de hierro y, cuando estuvo bien ajustado al lugar deseado, un empujón de los lomos le hizo penetrar en el interior de la pastilla cuyo estallido había provocado. Marión lanzó un aullido de dolor, nunca habría esperado tan dolorosa efracción de su intimidad posterior. —¡Ah, carajo! —exclamó, mientras el cura, desconcertado por su grito, había interrumpido su avance fálico. —Esa educación, hija —masculló sujetándola con fuerza por las caderas —. Ésta no es razón para olvidar los buenos modales; si te relajaras un poco más, tontuela, no lo lamentarías. Vamos, abandónate y pon un poco de buena voluntad, todo irá muy bien y ya verás cómo estarás contenta. Marión lo hizo lo mejor que pudo, ávida como estaba de experimentarlo todo en el terreno del sexo, pero en cuanto el pene volvió a hurgar en su culo gritó de nuevo como si la degollaran. —¿Vas a callarte de una vez? — gruñó el vicario—, si sigues armando ese jaleo alertarás a todo el vecindario y nos sorprenderán en plena sesión de sodomía, ¡que espectáculo! Rindiéndose al argumento, la chiquilla se limitó a gemir sordamente a cada pistonazo, pues el dolor le resultaba intolerable en las profundidades de sus posaderas, martilleadas por aquel enorme ingenio carnal. El innoble personaje proseguía, en efecto, atareándose en el estrecho conducto del ano, impulsado por sus bajos instintos. Poco a poco, sin embargo, las cosas parecieron arreglarse. El esfínter se abría con mayor facilidad a la penetración, pues el canal se había cubierto de una espuma que facilitaba el vaivén. El vicario, advirtiendo que su víctima se calmaba quiso hacerla participar de la locura lúbrica que se había apoderado de él y pasó su manaza por el bajo vientre juvenil, para cosquillearle el capullo mientras le daba por el culo. La ardiente chiquilla se concentró en el bienestar que le procuraba aquella excitante caricia y olvidó su dolor. El masaje anal, por lo demás, comenzaba a procurarle pasmosos efectos en sus entrañas. Cuando el pene comenzó a moverse más deprisa, comprendió que cierto goce comenzaba a ser posible por ese lado, y se abandonó a las extrañas sensaciones que sacudían su cuerpo. Los asaltos se hicieron pronto frenéticos y cuando, por primera vez en su vida, percibió en su seno el estallido del gozo viril, furiosamente masturbada por el dedo del vicario y sodomizada hasta la guarda por su picha, disfrutó del más intenso orgasmo que había experimentado hasta entonces. Así fue como, ya en su más tierna edad, Marión, desvirgada por un perro y sodomizada por un cura, inició una hermosa carrera de zorra. 2
EN aquella época, Marión era ya muy
mona. La hermosa niña, prematuramente granada, comenzaba a rellenarse por todos lados, tanto por delante como por detrás. Las tímidas mandarinas se volvían agresivas bajo el delantal de la colegiala y la faldita se tensaba sobre las redondeces de un nalgamen lleno de promesas. Sus cabellos, de un castaño claro, aureolados de reflejos dorados, habrían caído libremente por sus hombros, en ondulantes oleadas, si mamá no hubiera insistido en domesticarlos con dos trenzas, una a cada lado del rostro. Así, pese al aspecto infantil de su peinado, su rostro se ovalaba desde hacía algún tiempo como si la naturaleza se sintiera impaciente por mostrar la belleza prometida a la mujer que sucedería al frescor de aquella adolescente. Sus grandes ojos claros, de un incierto matiz que tendía al verde pálido y al azul descolorido, no eran el menor de sus encantos. El viejo castellano, el señor Rodolphe de R…, que era un buen conocedor ante el Eterno, llegó a la conclusión, no se sabe muy bien por qué, de que su pequeño conejo debía de humedecerse con facilidad. Esta evocación gratuita le procuró, físicamente, una especie de cosquilleo en la punta de su fatigada verga, y aquello le alegró mucho. Aprovechó, pues, la ocasión de pellizcarle la barbilla en cuanto se presentó la ocasión, cierta noche en la que la niña había ido a buscar a su mamá. —Estás creciendo —masculló tras sus mostachos a lo Pancho Villa y mirándola con un aire que a la niña le pareció ambiguo. Al día siguiente, le pellizcó el trasero. Día tras día, se hizo más osado y llegó a meterle la mano bajo el corpiño, para comprobar la firmeza de sus teticas, a las que llamó pequeños huevos fritos. Cuando jugueteó con un pezón, la chiquilla protestó sin vergüenza alguna. —Basta, señor Barón, acabaréis excitándome. —Esta chiquilla… —exclamó él—, ni siquiera sabes lo que eso significa. —Claro que sí, señor Barón. —Muy bien, explícamelo. —Bueno —comenzó sin hacerse rogar—, cuando me pellizcáis los pezones, eso me produce un extraño picor en la entrepierna. —Qué granujilla —murmuró el viejo verde—, ¿y qué haces cuando te pica? Por lo general, uno se rasca… —Y es lo que hago, señor Barón, pero sólo cuando estoy sola, claro. —¿Y por qué no vas a hacerlo delante de mí? —Porque sería de mala educación. —Al diablo con tu jodida educación —se carcajeó el Barón—, ven al tocador de la baronesa, que se ha marchado a la ciudad, y me demostrarás que sabes aliviar tus picores. Marión era astuta, no se hizo rogar y siguió a aquel tipo, que la llevó hasta el tocador de la baronesa, una estancia pequeña con muebles del siglo XVIII. El castellano, tras haberse instalado en una poltrona Luis XVI y haberla contemplado de pie ante él con ojos lascivos, le pidió que le hiciera una demostración del modo como se aliviaba cuando «aquello» le picaba demasiado. Sin la menor reticencia, la chiquilla se levantó la falda descubriendo las pequeñas braguitas de algodón blanco y posó su mano sobre la almeja. —Aquí está la cosa —declaró sin bajar los ojos. —Y entonces —prosiguió el viejo —, ¿ahí te rascas? —Naturalmente, señor Barón… —¿Pues a qué esperas para rascarte? —No hay razón para hacerlo puesto que ya no me pica. El castellano sonrió ante aquella provocación que le pareció ingenua. —Procuraré que el picor vuelva — dijo—. Acércate. En cuanto ella estuvo a su lado, posó ambas manos en el hermoso pecho y palpó, lascivamente, las dos firmes colinas de carne bajo el corpiño de tela clara. —Noto que se ponen de punta — masculló—, quítate la blusa para que yo pueda ver lo que ocurre… Marión accedió a su deseo sin protestar y desnudó mis pequeñas tetas puntiagudas, cuyos pezones parecían frambuesas maduras. —Qué hermoso es esto —cacareó el hombre—, me lo comería… Adelantó entonces su viejo hocico y tomó en sus labios uno de aquellos apetecibles frutos de carne fresca para chuparlos glotonamente. —Mmmmm…, mmmm… — murmuró la niña—, creo que me vuelven los picores… —¿Y a qué esperas para rascarte? —No me atrevo porque… —¿Porque qué? Veamos, no seas tímida, sabes muy bien que no quiero hacerte daño… —Bueno, señor Barón —dijo la chiquilla con un arrumaco—, es que para rascarme bien tendría que quitarme las braguitas… y no me atrevo. —Atrévete, pequeña… vamos, no seas tonta… ver tu almejita no va a dejarme ciego… —Pero enseñárosla me produce un efecto extraño, señor Barón. —¡Caramba! —se impacientó éste tirando del elástico de las braguitas—; consuélate pensando que a mí me hará un efecto extraño mirarlo… Mmmmm… —añadió—, la tienes ya llena de pelos. —Me han crecido mucho desde hace un año, señor Barón… —Ya veo, ya veo, es un vello muy bonito… vamos, quítate eso… Con mano febril le bajó las bragas a la niña y, cediendo a su deseo, la pequeña se las quitó, dejándolas caer a sus pies y, levantando una pierna para librarse de ellas, dejó ver su raja rosada en medio del oscuro vello. El Barón babeaba ya de lubricidad tras su enorme bigote de foca. —¡Ahora enséñame cómo te rascas! —Así… no es tan complicado… El dedo mayor de la mano derecha se posó delicadamente en lo alto de la muesca sexual de la chiquilla e inició un movimiento circular en torno al capullito, que se hinchaba ya entre los nacarados labios. Congestionado, con los ojos fuera de las órbitas, el castellano no perdía detalle de aquel apetecible espectáculo, llevándose de vez en cuando la mano al corazón, cuyos precipitados latidos le hacían temer un ataque. —iAh, pequeña Marión —gruñó—, estás masturbándote…! —Usted mismo puede verlo, señor Barón. —¿Y si sigues así, conseguirás hacerte gozar, marranita? —Naturalmente, señor Barón; por eso me la estoy cascando. La desvergonzada niña aceleró los movimientos de su dedo y algunos estertores brotaron de su joven garganta, pues le gustaba exhibirse así ante un caballero con cuello postizo, y el placer irradiaba en su pequeño vientre. El varón no pudo aguantarlo más… Abandonando su papel de espectador, se abrió la bragueta para extraer su cilindro viril, reconfortado por los desvergonzados manejos de la pequeña campesina. Ésta descubrió pasmada que aquel anciano estaba tan empalmado como el vicario, y la visión de su erecto miembro multiplicó el ardor que ponía en masturbarse. La mano del envejecido aristócrata se puso también en marcha, para agitar su hinchada polla. —Ah, maldita zorruela —murmuró el Barón—, me la has puesto dura. —Ya lo veo —suspiró Marión sin que el pícaro carrusel de su dedo se demorase. —Acércate, hija mía, para que pueda tocarte un poco —rogó el viejo que, presa de un frenesí lúbrico, le sacaba brillo al venablo. La niña lo hizo así y la mano izquierda del Barón le palpó enseguida las nalgas, mientras la diestra seguía agitando su chirimbolo. —¡Ah, qué hermoso culito, qué estupendo culito desnudo tengo en las manos! —suspiró… Locamente excitada también, Marión tomó la iniciativa de alargar la mano hacia los cojones del Barón, que se bamboleaban en su bolsa de piel arrugada, a efectos de su rabiosa paja. —Ah, sí, guarra, sí, acaríciame los cojones —suspiró el viejo marrano—, tira de ellos mientras me la casco… Ella tiró tanto que el Barón soltó un grito de dolor cuyo eco atravesó el tabique del tocador. Isabelle, la nieta del Barón, que salía de su alcoba, aguzó el oído intrigada. ¿Qué le pasaba a su abuelo que aullaba de aquel modo? Corrió hacia la puerta del tocador de donde procedía el grito que la había alertado. Pero cuando iba a abrir la puerta, escuchó rumor de voces y prefirió lanzar, primero, una mirada por el ojo de la cerradura para ver de qué iba la cosa. Lo comprendió enseguida al descubrir el libidinoso cuadro. —¡Ah, el viejo cerdo! —suspiró para sí al descubrir a su abuelo meneándosela mientras le palpaba el culo a una pequeña campesina. Pero por repugnante que le pareciera la escena, no dejó por ello de mirar. Así pudo pronto advertir, gracias al espejo de un entrepaño colocado sobre la chimenea, tras el sillón donde estaba su abuelo, que la jovencita estaba también masturbándose. —¡Qué cosas! —se dijo metiéndose la mano entre los muslos. Su dedo mayor penetró enseguida por la abertura de sus bragas y encontró la perla de carne que el deseo sexual había comenzado a hinchar. Se acarició al compás de Marión. En esta posición la descubrió su hermano mayor Arsène, un bribón de quince años que daba muchas preocupaciones a su familia. Habiéndose acercado a hurtadillas a su hermana, no dudó en echarle mano a las nalgas, tratándola de zorruela. —Chitón —le dijo ésta—, habrías podido avisarme, he estado a punto de gritar. —Pero ¿qué estás espiando mientras te la cascas? —preguntó el gran Arsène. —Míralo tú mismo, es el abuelo que fornica con la hija de la sirvienta… —¿La que jode con papá? —Eso es. En el castillo todo el mundo sabía que el hijo del barón se pasaba por la piedra a la madre de Marión, pero la cosa parecía muy natural. Isabelle cedió, pues, su lugar a Arsène, que actuó de mirón mientras, a petición del viejo, la pequeña Marión se había inclinado hacia el bajo vientre de éste para chuparle el pijo. —Esa zorruela tiene un culo prometedor —aseguro el joven contemplando la mano de su abuelo, que magreaba con ardor las nalgas de su juvenil mamona. —Déjame seguir mirando —protestó Isabelle—; estás haciendo trampa, yo estaba antes… A regañadientes, Arsène le cedió el lugar pero, como estaba muy empalmado, descubrió su picha y la metió sin más preámbulos entre los muslos de su hermana, que acababa de recuperar su puesto. Ésta se volvió, enojada. —¡Que te den por el culo! Arsène se rio. —Dame tú el tuyo y cállate… —¡Cerdo! —suspiró la joven castellana abriendo las piernas para facilitarle el acceso al lugar donde se sentía ya muy empapada. Hacía más de un año que su hermano mayor la había desvirgado en un montón de heno, en el granero de la granja vecina. Le gustaba bastante que aquella gran picha, siempre muy dura, le deshollinara la almeja, pero creyó que exageraba un poco haciéndolo en un corredor del castillo. Pero la penetración de la verga fraterna le fue especialmente agradable, pues tenía el coño mojado de deseo sexual mientras contemplaba la picha de su abuelo metida en la boca de la pequeña Marión. Las pequeñas campesinas son, pues, tan guarras como nosotros, se decía, ¡qué cosa más extraña! Su hermano mayor, que la sujetaba por las caderas, le metía hasta la guarda la picha en el conejo, y el placer nació rápidamente en su carne de niña mala, ya muy hecha a los goces del sexo. Mientras se hacía empitonar de esa suerte, vio que el abuelo había hundido un dedo en el culo de la joven Marión y que, según los movimientos de su mano, estaba frotándole el conducto anal. Este descubrimiento empeoró el estado de su libido, ávida de estupro y, con un apagado gemido, se lanzó a un magnífico orgasmo mientras Arsène, consciente de su placer, vertía su simiente en sus nalgas. El tunante se había retirado a tiempo pues, por muy divertido que fuera, le quedaba aún caletre bastante para procurar no preñar a su hermana menor. Colmado tras haber derramado su leche, quiso saber lo que ocurría en el tocador. Jadeando todavía tras la sacudida sexual, Isabelle levantó su hocico de bribona, enrojecido por el placer si no por la vergüenza, y declaró: —La zorruela se ha sentado sobre la picha del abuelo. Arsène se inclinó para comprobarlo y vio que su hermana decía la verdad. La joven campesina, sentada en los muslos del vejestorio, se había metido en la almeja el viejo miembro, cuan largo era, hasta la guarda, y del aparato sexual del Barón sólo se veían los huevos. —Si por casualidad goza ahí dentro —suspiró levantándose—, tal vez nos encontremos con un tío de más. —A menos que sea una tía — rectificó Isabelle. Luego añadió, muy interesada: —¿Crees que puede eyacular todavía, a su edad? —Lo supongo —respondió Arsène —, pero habría que ver cuál es el vigor de sus espermatozoides. La muchacha volvió a inclinarse para asistir al final de la sesión, tras haberse secado el culo con un pañuelo de fina batista bordado con el escudo de la familia, para a no mancharse las faldas con la leche de su hermano mayor. Puesto que éste, liberado de su tormento sexual, se había alejado, la muchacha metió de nuevo la mano entre sus muslos para cascarse de nuevo una paja mientras contemplaba la jodienda. Se lanzó así a un nuevo orgasmo precisamente cuando su abuelo gritaba que iba a descargar. Rápidamente, la pequeña Marión se levantó y el cohete de esperma brotó con orgullo de la congestionada picha que el viejo aristócrata tenía en la mano. Hubo otro, más modesto, y el tercero se redujo a tres gotas que resbalaron por el viril mástil, que comenzaba a aflojarse. Isabelle, profundamente conmovida por el espectáculo, hurgó largo rato en el coño con su dedo, felicitándose por haber sabido pasar tan buen rato. Aquella niña tan viciosa tenía un aspecto angelical que engañaba a todo el mundo. Alta y delgada, pero redondeada ya en los lugares adecuados, tenía un rostro de madona iluminado por grandes ojos de un azul brillante que evocaban los personajes de Fra Angélico, tanto más cuanto su larga cabellera parecía tejida en oro fino. Tímida y reservada, tenía fama de ser una niña modelo, aunque un lujurioso demonio no dejara de atormentar su pequeño sexo. Sin embargo, hasta entonces, puesto que casi nunca salía del castillo familiar, sólo había fornicado con su hermano mayor a falta de ocasiones para divertirse con alguien más. La creían estudiosa, pues se encerraba en su habitación para trabajar con sus libros. En realidad, se trataba sobre todo de devorar a escondidas obras eróticas,, de las que su abuelo Rodolphe tenía una sorprendente colección oculta en el estante más alto de la biblioteca, tras una serie de libros encuadernados de autores especialmente aburridos, como Boileau o Vauvenargues. Tras haber leído (con una sola mano, claro) las aventuras de la condesa Gamiani, había soñado durante mucho tiempo en una picha de asno, matándose a pajas mientras pensaba que una mujer podía divertirse con semejante instrumento. Le había pedido entonces a su padre que le comprara uno para su cumpleaños. Este, que adoraba a su hija, accedió a su deseo, pero la pequeña se sintió muy decepcionada pues, al recibir el encantador animalillo gris, uncido a una hermosa carreta, advirtió enseguida no tenía nada bajo el vientre, dado que se trataba de una burra. Supo, sin embargo, ocultar su desilusión, pues era evidente que no podía confesar al autor de sus días el inconfesable deseo que había inspirado su petición. 3
FUE necesario, de todos modos, que
Isabelle pusiera a mal tiempo buena cara. Tras haber recibido aquel tiro como regalo, lo utilizó. La burra, bautizada Cadichonne, la paseó al trote de sus nerviosas patas por todos los rincones del gran parque, y aún más allá, tirando alegremente de la carreta barnizada en cuyo banco reinaba su joven dueña. El hermano de ésta, el gran Arsène, se dignaba do vez en cuando a acompañar a su hermana menor en alguno de esos paseos que le parecían irrisorios. Y se equivocaba, pues la burra era bonita, la carreta rutilante y el tiro no carecía de encanto, pero id a explicarle eso a un granuja de su edad, apasionado por las grandes motos cuyo tubo de escape trucaba para hacerlas más ruidosas todavía. Nadie podía pedirle que degustara el encanto antañón de semejante entretenimiento, que parecía salido de algunas de las obras de la colección Pimpinela. Si alguna vez acompañaba a su hermana, era con la firme intención de magrearla durante el paseo y obligarla a acariciarle con vistas a aliviar su exceso de savia juvenil. Una hermosa mañana de estío, la pequeña burra gris les llevó, con el paso tranquilo de sus finas patas, hacia las tupidas sombras del gran bosque contiguo al parque del castillo. Arsène, abrazando a su hermana menor en cuanto la mansión hubo desaparecido tras un recodo del camino que el tiro había tomado, comenzó a manosearle ardientemente las tetas; luego, metiendo la mano bajo a ligera blusa, tomó una al desnudo para degustar con la palma el pezón erguido de emoción sexual. —¡Basta, marrano! —le riñó la chiquilla—, lograrás excitarme y no es un buen día. Sin comprender aquella alusión, el joven tunante continuó pellizcándole los pezones, que hacía rodar entre sus dedos sin atender a las protestas de Isabelle. Puesto que aquel ejercicio le produjo una hermosa erección, sacó deliberadamente el sexo de los calzones y puso encima la mano de su hermana. —Tengo ganas de follarte —suspiró. Pero la niña se negó a cerrar los dedos alrededor del pijo. —Ya le he dicho que no era un buen día… Pese a la segunda advertencia, Arsène se empecinó y, sabiendo lo caliente que era su hermana, intentó meterle la mano entre los muslos para tocarle el sexo, pues por lo general en cuanto un dedo rozaba tan sólo su pequeño pimpollo, ella se derretía y quería hacer el amor. Esla vez, sin embargo, rechazó con firmeza la osada mano, protestando en un tono turbado pero firme. —Realmente, si no lo entiendes eres idiota. Hay días en que las chicas estamos indispuestas. —¡Mierda! —masculló el bribón—, había olvidado a horrible detalle. Enojado, apartó por fin su mano y, a falta de algo mejor, la posó en la precoz virilidad que apuntaba su descapullado glande hacia las copas de los árboles donde arrullaban unos palomos que sufrían males de amor. —Me pregunto qué voy a hacer con mi pobre picha —musitó lanzando una mala mirada a su hermana—, de todos modos podrías cascarme una pajita… —Ni hablar del peluquín — respondió la pequeña—, cuando te toco la picha me excito demasiado y tengo muchas ganas de joder. Y ya te he dicho que no es el momento. —¡Qué mierda que te moquee el coño! —Exclamó el bribón, que se fingía peor educado de lo que realmente estaba—. ¿Qué voy hacer yo ahora con mi picha? —Le das por el culo a la burra —se burló Isabelle que, a pesar de su natural distinción, tenía la boca tan sucia como su hermano. Este lanzó una obscena mirada a la carnosa grupa del animal. —Tiene buenas nalgas —advirtió—, tal vez no sea una mala idea… Ambos soltaron la carcajada y los ecos de sus despreocupadas risas resonaron en los bosquecillos circundantes. —Eso me recuerda una historia que uno de los mayores me contó el otro día, en el colegio… —¡Vamos, cuéntamela! —Ocurre en Inglaterra —explicó el joven—. Hay un tipo que pasea por un campo a orillas de un río, turbado por unos furiosos deseos de joder. La campiña está desierta. Va empalmado como un caballo y está preguntándose si se verá obligado a masturbarse cuando de pronto, advierte que una hermosa borrica se le acerca. «Te envía el cielo», grita… Deja que se aproxime y la acaricia para darle confianza, comienza luego a magrearle las nalgas. Y eso se la pone más dura aún. »Saca entonces su picha e intenta meterla en la vulva de la borrica. Ésta parece aceptarlo, pero el tipo es demasiado bajo y no lo consigue. »Muy cerca de allí hay una cabaña en la que encuentra una banqueta que le sirve a la granjera para ordeñar a las vacas. »—Estoy salvado —exclama. »Coloca el banco tras el culo del animal y sube encima. De este modo está justo a la altura requerida. —¿Y entonces —preguntó Isabelle, muy interesada y excitada por la situación—, la jode? —¡Y un huevo! Precisamente cuando adelanta la picha, la burra se aleja y se queda allí, como un imbécil en el banco con la picha en la mano. —No es una historia muy divertida, ¿tengo que reírme o qué? —No seas impaciente, no he terminado… Pues bien, el tipo baja, toma el pequeño banco y alcanza a la burra… La acaricia de nuevo y le recomienda que no se mueva mientras vuelve a subir al banco. Es inútil, cuando la punta de su glande alcanza los labios de la negra vulva… el animal se larga de nuevo… —Tu historia comienza a cansarme, ya veo lo que va a ocurrir, el tipo sube otra vez al banco… la burra se larga…, etc.; y no hay motivos para que la cosa termine… —Cállate y déjame continuar… Las cosas ocurren, efectivamente, como has dicho, pero de pronto el tipo escucha un grito procedente del río. Corre y ve a una muchacha que acaba de caer al agua y se agita en la corriente gritando: «Socorro, no sé nadar…». »Atendiendo sólo a su valor, se arroja al agua y devuelve a la joven sana y salva a la orilla. »Esta es muy hermosa, el vestido se pega a su hermoso cuerpo y revela unas apetecibles formas, abre unos ojos llenos de agradecimiento y también sus desnudos brazos a su salvador… »“—Ah, caballero, os debo la vida, pedidme cualquier cosa, os obedeceré… »Entonces el tipo se levanta y, señalando a la burra, que está paciendo junto a ellos, dice: »“—Si pudierais sujetarme a la borrica —responde… Esta vez la pequeña Isabelle se rio de buena gana ante aquella imprevista salida. Luego, puesto que su hermano sigue abrillantándose la picha, le dice: —Si deseas que te preste el mismo servicio con Cadichonne, estoy a tu disposición, Arsène… —Estás como una cabra —responde el muchacho—, mejor sería que me hicieras una mamadita, tengo ganas de descargar… Isabelle no responde porque es del tipo obstinado. Cuando se le mete una idea en la cabeza, allí se queda. Precisamente están atravesando un hermoso claro absolutamente desierto, donde los leñadores de papá acaban de talar algunos grandes árboles. —Ya ves, Arsène —dice ella deteniendo el tiro—, si te subes en uno de estos tocones estarás a la altura adecuada para empitonar a la burra, exactamente como el tipo de tu historia con su banco de ordeñar vacas, y yo representaré, de buena gana, el papel de la ahogada… —Realmente eres aún más viciosa que yo —suspiró el hermano mayor—. Tienes cada idea… —Palabras, palabras, pero tú acabas de darme esa idea, no jodas, amiguito… Y entonces bajó de la carreta, desunció a la burra y mostró el tocón a su hermano. —Súbete ahí arriba, cerdo, y desenvaina la picha…Vamos a ver de qué eres capaz… Mira qué hermoso culo tiene la muy zorra de la burra… Estoy segura de que tu gran trasto va a gustarle. Puso la mano en la bragueta del muchacho y sacó su polla con cierta dificultad, porque estaba tan empalmado que se atascaba en los calzoncillos. —Cáscame una paja —suplicó el chiquillo. —Jamás de la vida, quiero que jodas a la burra. —Tú lo habrás querido —rugió el joven monstruo levantando la cola del animal mientras su hermana, haciéndola retroceder, lo ponía a su alcance. Puso la punta de su verga en la raja de la hembra y, con un buen empujón de los riñones, se la hundió por completo en el sexo. El animal se estremeció y lanzó un rebuzno de gozo para saludar aquella curiosa intromisión, pues no parecía en exceso extrañada de lo que ocurría en su popa. Hasta el punto de que era posible preguntarse si ti antiguo propietario no la habría acostumbrado a semejante tratamiento. En cualquier caso, el joven castellano había comenzado un frenético vaivén en aquella funda cálida que tan bien le hacía en la polla. —¡Llénala bien! —suspiró Isabelle, que a duras penas podía evitar masturbarse ante aquel inédito espectáculo que hacía perder la chaveta a sus sentidos de joven viciosa. Pero temía asquear a su hermano mayor con la visión de su paño higiénico, cuya presencia incluso la atormentaba, pues hacía poco tiempo que había tenido su primera regla. De todos modos, Arsène no parecía en absoluto asqueado por la fechoría que alegremente estaba realizando. Babeaba de excitación, con la cabeza hacia adelante contemplando su dura verga que iba y venía, entre los oscuros labios de la vagina del animal. —La muy zorra, creo que mi pijo le gusta —suspiró mirando a su hermana, cuyos encendidos ojos no se perdían ni una mirada de aquel extraño acoplamiento en el soleado claro. —Dale tu leche —murmuró con voz sorda—. Dale el jugo de tus cojones… llénala de esperma… me excita… —Ya está… ya está… descargo… Mmmm. Ah… Sí, qué bueno es… ¡Ah, ahí va todo…! —Estoy celosa —suspiró Isabelle apretando con sus muslos el paño higiénico. 4
ALGUNOS días después de la
memorable aventura, Isabelle se encontró con Marión, que iba a buscar a su madre al salir de la escuela municipal. Ésta la saludó con cierta deferencia, pues sólo la conocía de vista, pero su mamá le había enseñado que debía mostrarse muy cortés con los castellanos que le permitían ganarse el pan. Desde que la había sorprendido fornicando con su abuelo, la incandescente Isabelle había pensado a menudo en aquella pequeña marrana que también sabía meneársela para que los viejos señores se empalmaran antes de chuparles la polla y sentarse encima. Muy experta, al menos en teoría gracias a sus lecturas, en lo concerniente a las cosas del sexo, no ignoraba que las chicas podían divertirse entre sí y conocer los goces de la carne sin tener necesidad de muchachos. La joven Marión le parecía una compañera muy adecuada para experiencias de este tipo. De modo que se hizo azúcares y miel para domesticarla, fingiendo ignorar la diferencia de clase que la separaba. —Creo que vas al castillo. —Sí, señorita. —Llámame Isabelle, tenemos la misma edad. Y tú ¿cómo te llamas? —Marión… —Es muy bonito. ¿Tu mamá trabaja en casa, no es cierto? —Sí… señorita… —Te he dicho que me llamaras Isabelle… —Sí… Hum… Isabelle… —la pequeña Marión sonrió ruborizándose ante tanta amabilidad por parte de aquella niña rica. —Ven conmigo, voy a llevar una carta al correo y las dos volveremos juntas al castillo… Me aburre pasear sola. Quiso también que Marión la tutease, pero no lo logró sin dificultades, aunque al cabo de unos minutos, la intimidad se había establecido por completo entre las dos niñas, que no habrían actuado de otro modo si hubieran sido educadas juntas. La madre de Marión se extrañó mucho al ver aparecer a su hija en la gran avenida del castillo, con el brazo apoyado en el de la señorita Isabelle. Y no creyó en lo que estaba oyendo cuando advirtió que las dos niñas se tuteaban. —Dile que te quedas conmigo, Marión, volverás un poco más tarde, eso es todo. —No te das cuenta, Isabelle, me necesita para que la ayude. —Yo misma se lo diré, no te preocupes. La madre de Marión había oído la conversación mientras las niñas pasaban bajo la terraza donde ella estaba terminando su trabajo. —Señora Louise —gritó Isabelle—, Marión se queda conmigo un rato, ¿no le molesta? —Bueno… ejem… No, señorita Isabelle… La pobre mujer estaba toda trastornada. —Espero que te comportes como es debido —dijo, dirigiéndose a su hija que estaba tan pasmada como ella. —Claro, mamá, claro. Encantada de poder disponer de Marión, Isabelle la tomo de la mano y la llevó hasta su habitación por los corredores y las escaleras del antiguo edificio. Un poco extrañada por tan súbita amistad, Marión había seguido a la joven castellana preguntándose a dónde querría ir a parar. No iba a tardar en saberlo. —Eres bonita, ¿sabes? —le dijo ésta en cuanto tuvieron en la alcoba tapizada de tela de Jouy…—. Me pareces muy guay… Si fuera un muchacho, te cortejaría… —Marión tragó saliva con dificultad, sin comprender muy bien todo aquello—. ¿Sabes? —prosiguió Isabelle—, tengo unos vestidos que no me pongo nunca, ¿te gustaría probarte uno? Podrías llevártelo… —No lo sé —farfulló Marión, impresionada por el número de vestidos colgados del armario que la joven aristócrata acababa de abrir. —Mira esto —le dijo descolgando un vestido de flores multicolores sobre fondo azul celeste—, creo que te sentará bien, Marión. Quítate el que llevas para probártelo… Inocentemente, la chiquilla se quitó la camisa y la falda de algodón. Se quedó desnuda, salvo por las pequeñas braguitas blancas. Isabelle se acercó insidiosamente, pasándole una mano acariciadora por los hombros… —Hmmmm —suspiró—, realmente estás muy bien hecha. —¿Tú crees? —preguntó Marión, algo turbada de todos modos… —Mmmmm —prosiguió la pequeña viciosa—, tienes las tetas como manzanas, ¿me permites? Y sin esperar la respuesta, las envolvió con sus dos, manos, palpando ávidamente los pequeños montículos de carne firme y pasando un pulgar lascivo por los pezones que, instintivamente, se irguieron ante aquella caricia. —Se te han empalmado las puntas, marrana —gruñó Isabelle sacudiendo su larga cabellera rubia, que acariciaba con sus hebras de oro el pecho desnudo de la joven campesina. —Perdóname —suspiró Marión—, no sé por qué, pero siempre me hace el mismo efecto. —¿Te excita que te toque? — preguntó Isabelle, encendiéndose ante la ingenua reacción de Marión. —Claro —asintió ésta. —¿Y si te chupara los pezones? Isabelle no aguardó la respuesta y se inclinó sacando la lengua para abrillantar los hermosos frutos de carne, ya muy hinchados. —¡Ah! —suspiró Marión cuando los labios de la muchacha rubia se cerraron sobre uno de sus pezones—, me das tanto gusto… Isabelle degustaba con arrobo aquella carne juvenil. Los autores libertinos no engañaban. Es muy excitante besar las tetas de una muchacha, aunque tú lo seas. Recordando el modo como chupaba la polla de su hermano mayor, hizo lo mismo para cosquillear, alternativamente, las duras y pequeñas puntas de las tetas de Marión. Es decir, que, tras haber apretado los labios sobre su consistencia, las acarició con la punta de la lengua y, luego, aspiró con fuerza como si quisiera sacarles el jugo. A continuación, dejó que su lengua se ablandara para lamer lascivamente todo el pezón y luego hacerla resbalar en redondo por las aureolas, siguiendo su trazado, antes de picotear, de nuevo, punta de un modo muy excitante… Aquello resultaba muy interesante y sus braguitas estaban ya empapadas. Deseando comprobar si su compañera sentía entre los muslos los mismos efectos, puso allí la mano y encontró una mojadura que la entusiasmó. Uno de sus tunantes dedos se metió entonces bajo la braga y tocó los labios mayores, muy velludos, de la niña ya mujer. —Mmmm —dijo ésta—, ¿qué estás haciéndome? —Te casco una paja —respondió la castellana aumentando la presión de su dedo, que acababa de encontrar la elástica consistencia de una hermosa perla oculta en el pelo del conejo. —Me das gusto —afirmó Marión, abandonándose a la dulce euforia de que se la meneara tan encantadora compañera. —Dame la mano —murmuró ésta—, me gustaría que me hicieras lo mismo. De este modo, súbitamente desencadenadas, las dos muchachas se la cascaron hasta que llegó el goce… —Sí… sí… —suspiraba Isabelle—, menéamela bien… me gusta tu dedo en mi clítoris… dale vueltas…sí, cáscamela… ¡Ah, qué gusto…! ¿Te gusta a ti? —Oh, sí, Isabelle, me harás gozar… Era muy sencillo, y el resultado no se hizo esperar indefinidamente. Unos minutos más tarde, las dos almejas gozaban entre aquellos dedos, inundando las falanges con sus jugos de mozas en celo. Tras haberse puesto las botas, se encontraron abrazadas, boca contra boca, y fue Isabelle quien metió una lengua agradecida entre los labios de la joven campesina… —Me has hecho gozar mucho, ¿sabes?… Qué gusto, querida. ¿Y tú?… —No me hables, nunca había gozado tanto… —¿Ni siquiera con mi abuelo? — preguntó Isabelle con una aviesa sonrisa… —¿Qué quieres decir con eso?… —Te vi el otro día, en el tocador… Jodías con el viejo, ¿no te da vergüenza? —Bueno, ¿sabes?, no me atrevía a decir no… —Te jodió, zorra, ¿no te avergüenza joder así con un vejestorio? —Me sentó a la fuerza en su dura polla, me habría gustado verte allí… —Te empitonó enseguida, mi pobre amiga… Estaba muy empalmado para su edad. —No podía creérmelo —reconoció Isabelle. —¿Nunca ha intentado joderte? — preguntó Marión. —¡Estás loca! Es mi abuelo… —¿Y qué? El mío lo intenta a menudo, afortunadamente no puede, su picha se dobla por la mitad… Isabelle soltó una carcajada y, artera, volvió a magrear los muslos de su nueva compañera. —¿Jodes con los muchachos de tu edad? —No… Se la mamo… —Guarra… ¿Cuántas pichas habrás chupado? —No lo sé, ya no las cuento… Al salir de la escuela municipal, los chicos me siguen en grupos de a cinco… nos detenemos detrás de un seto y, luego, me pongo de rodillas en la hierba, lo hago en serie. —Realmente eres una zorra… Muéstrame cómo lo haces. Las dos niñas reían nerviosamente tan calientes una como la otra ante aquella salaz evocación. Isabelle se levantó el vestido, bajo el que no se había puesto las bragas, y gritó: —Haz como si yo fuera un muchachito de la escuela municipal… Sin hacerse de rogar, Marión se arrodilló en la alfombra de la alcoba, levantó el antebrazo para fingir que le cascaba una paja a una imaginaria picha y, luego, abrió los labios y sacó la lengua para lamer uno de sus dedos… —Lástima que no tenga una pequeña picha —suspiró Isabelle—, te la metería en la boca… debe de dar un gusto que te la chupen… La manita de Marión se volvió como sopesando un par de testículos infantiles. —Mientras se la chupo, levanto sus cojones en mi mano, me gusta sentir las dos bolas en su bolsa de piel… —Me excitas —murmuró Isabelle, cerrando de pronto los muslos para aprisionar la mano de su amiga—. Yo no tengo cojones, pero sí un pequeño conejo que me da ahora muchos picores, si metes un dedo dentro, será un gusto… —¿Así? Marión levantó su hocico con aire interrogador mientras hacía ir y venir su índice en el hueco de su cómplice. —Sí, qué bueno, me gusta mucho, es como si me jodieras… ¿Sabes lo que podrías hacer también?… Podrías intentar chuparme… —No puedo, no tienes polla… —¿Y qué es eso? —preguntó con una sonrisa la pequeña castellana pellizcándose el pimpollo. —¡Qué ideas se te ocurren…! —No invento nada, he leído en los libros que las mujeres se chupan el clítoris para hacerse gozar mutuamente. Es una moda que nació en Lesbos. —¿Dónde está este lugar? —No lo sé, en Grecia… pero, créeme, eso lo hacen también en Saint- Tropez… No te preocupes y no me mires de ese modo, toma mi botoncito entre los labios y aspíralo, luego veremos… La pequeña campesina pegó su boca redondeando los labios como si quisiera beber un huevo y luego los cerró sobre el clítoris amablemente ofrecido a la espera de la caricia aspiradora. —¡Mmmm!, es delicioso… — suspiró Isabelle tendiendo su vientre hacia adelante—, continúa, es extra… ¡ah, sí! Chúpame muy fuerte… Ah… sí… qué gusto… pasa la lengua alrededor… me excitas. ¡Ah, qué gusto me das, marranita…! Vas a hacerme gozar… Los jugos de su emoción corrían por la barbilla del Marión, que chupaba hasta perder el aliento la pequeña prominencia carnosa que se hinchaba entre sus labios. Locamente excitada también, ponía todo su ardor en la tarea, sufriendo sin inmutarse las idas y venidas del bajo vientre, que se apoyaba espasmódicamente en su boca, mientras Isabelle le apretaba lo alto del cráneo para que no retrocediera y siguiese trabajando con su experta lengua. Arrastrada por una desenfrenada pasión, hundió sus dedos en la raya del culito que estaba magreando nerviosamente mientras chupaba el capullo de Isabelle, luego le frotó el orificio anal antes de forzar su abertura con la yema de un índice tunante. —Qué estás haciendo, bribona, me das por el culo? —¿Quieres? —Hazlo —suspiró la joven libertina —, húndeme tu dedo en el agujero del culo mientras me mamas el clítoris… gozaré en tu boca. Marión no se hizo de rogar, feliz de haber encontrado una compañera tan guarra como ella misma. Su dedo forzó la abertura del pequeño orificio y se introdujo en la estrecha cavidad frotando las mucosas del conducto anal y produciendo unos gemidos de perverso goce en su compañera medio extasiada. —Más fuerte, marrana, dame más fuerte por el culo, descargaré en tu lengua… Había aprendido aquellas palabras en los textos porno que leía desde hacía semanas, y se sentía muy excitada pronunciándolas a sabiendas, en vez de murmurarlas en secreto mientras se hacía gozar a solas en su camita. Aquella profunda caricia unida a la diversión clitórica no tardó en producir su efecto. De pronto, sus dedos se crisparon en la cabellera de Marión y gimió sordamente. —Gozo, querida… toma mis zumos en tu boca… Bébeme toda… Me derrito… Siguió jadeando suavemente mientras duró su orgasmo, y la pequeña devoradora de conejos lamía Ion chorros de su goce con igual glotonería. Como siguiera lamiéndola cuando los espasmos del éxtasis sexual se habían calmado ya, Isabelle apartó con un gesto de dulzura la frente húmeda de la pequeña mamona. —Me has hecho gozar maravillosamente… No sabía que pudiera dar tanto gusto que una chica te chupara. —Estoy contenta, ha sido muy excitante, Isabelle, y eso me ha dado ganas de… Marión se había llevado la mano a la entrepierna y se tocaba el clítoris sin vergüenza alguna, ante su amiga, ruborizada aún de placer. —¿Quieres que ahora te chupe yo, marranita? ¿Te gustaría, verdad…? —No me atrevía a pedírtelo, Isabelle… —Tiéndete en el suelo, voy a ponerme al revés para besarte la almeja, así tu podrás divertirte, al mismo tiempo, con la mía… En los libros, a eso lo llaman hacer el sesenta y nueve. —Yo creía que sólo podía hacerse con un chico… —¿Por qué no con una chica? —rio la joven ninfómana poniéndose a cuatro patas sobre el hermoso cuerpo abandonado, con los muslos abiertos, a su juvenil salacidad. Marión sintió su cálido aliento en los pelos de su conejo y avanzó su vientre al encuentro de la lengua que se dirigía a su inflamado capullo. El contacto de ambos órganos fue de una extremada suavidad, y la joven campesina comenzó a gemir enseguida. —Qué bueno es… es maravilloso… Ah, sí, lámeme… chúpame el coño… menéamela con la boca… ah, guarra qué gusto me da… Mientras se dejaba devorar así, tenía ante los ojos la hermosa raja rosada de su compañera, que brillaba muy húmeda entre sus pelos dorados. Posó en ella un dedo acariciador e, inmediatamente, Isabelle respondió moviendo su pequeño culo mientras gruñía de placer, con la nariz metida entre las nalgas de su compañera. Luego, poco a poco, fue bajando su grupa y acabó sentándose de lleno sobre el rostro de Marión. Ésta sintió el húmedo conejo que se aplastaba de nuevo en sus labios y volvió a sacar la lengua para hundirla en la ofrecida vulva. Muy pronto dejó de resistir el deseo de hundir de nuevo su índice en el agujero de aquel culo en movimiento, lo que complació mucho a Isabelle, incitándola a hacer lo mismo con la cómplice de sus perversos juegos. Puesto que las mismas causas producen los mismos efectos, tras unos instantes deliciosos consagrados, por ambas partes, a ese doble ejercicio, dos vibrantes orgasmos estallaron al mismo tiempo, sacudiendo los jóvenes y conmocionados cuerpos. Acurrucándose gualdrapeadas, ambas chiquillas se descargaron en la boca durante más de un minuto, gimiendo como condenadas… Ha sido cojonudo —suspiró Isabelle levantándose muy satisfecha de aquella experiencia lésbica. 5
TRAS este episodio tan logrado, las
dos niñas se hicieron inseparables. Llegado el tiempo de las vacaciones, Marión pasaba todos los días en el castillo. Isabelle la llevaba en su carreta, al breve trote de su borrica, privada de su ardiente caballero, el apuesto Arsène, que se había ido con mamá a la orilla del mar. La joven castellana había confesado a su nueva amiga que follaba con su hermano mayor y, un día que estaba de humor confidencial, le contó cómo le había obligado a joder, ante sus ojos, a la borrica… Contrariamente a lo que había creído, Marión no se mostró horrorizada ante la evocación de aquel acto de bestialidad, y ella misma reconoció que mantenía relaciones sexuales con su perrito. —Me gustaría probarlo —suspiró Isabelle—; tendrás que dejarme disfrutar de tu Tom… siempre que no te sientas celosa… —No hay celos en las marranadas —replicó la amoral chiquilla—. Todo lo que puede hacer gozar, debe compartirse… Incluso si quisieras probar al vicario, un día te llevaría a la sacristía. —Exageras un poco —observó la joven aristócrata—, hacerlo con un perro o un asno, de acuerdo, pero creo que con el vicario sería un pecado mortal. —Tu madre no piensa lo mismo — se rió Marión. De este modo, la pequeña damisela del castillo supo de los extravíos de su mamá, la baronesa Armande. —Con un abuelo asqueroso y una madre que es una zorra, no es extraño que me sienta atraída por el sexo. —De todos modos, tienes que ser muy viciosa para joder con tu hermano mayor —observó Marión. —¿Sabes?, eso no es nuevo, querida. Si fueras más culta sabrías que la historia está llena de las hazañas incestuosas de los grandes de este mundo. Ya el emperador Calígula se pasaba alegremente por la piedra a mi hermana mayor. Claro que también se jodía a su caballo. —¡Hala, que no pare! —suspiró Marión. Aquellas palabras parecieron muy sibilinas a la pequeña campesina, pero el hecho de fornicar con un caballo le pareció muy interesante… —¿Has visto las pichas que tienen? … realmente dan miedo… Me gustaría cascársela a una, debe de llenarte las manos. Me has dado una idea —exclamó Isabelle—, ven a los establos, papá acaba de comprar un caballo muy dócil, lo magrearemos sólo para ver… Unos minutos más tarde, las dos bribonas se deslizaban en el box de Agamenón, un hermoso semental bayo oscuro, al que Isabelle tranquilizó dándole un mendrugo de pan que un mozo había olvidado en una mesa. —Vamos —le dijo a su cómplice—, mientras yo le acaricio el cuello cuida de no recibir una patada… pásale suavemente la mano por el vientre, ya veremos… No tardaron en ver, en efecto. Desde que la osada manita de la chiquilla rozó las regiones sensibles del abdomen, saliendo de su funda negruzca, apareció In picha del caballo. Un largo cilindro de carne rosada empezó a crecer, como una monstruosa flauta, y colgó más de 40 centímetros, por lo menos, bajo el vientre del animal. —Le has empalmado, guarra — suspiró Isabelle locamente estimulada por aquella visión lúbrica. —¿Crees que puedo tocarlo? —Prueba… La chiquilla acercó un dedo a la punta de la inmensa columna y ésta se enderezó enseguida y, luego, cayó de nuevo arrastrada por su peso, mientras seguía balanceándose a impulsos de los aflujos sanguíneos que la hinchaban. —Eso sí que es un cacho de carne —suspiró Marión fascinada por el descubrimiento. —Cáscasela —ordenó Isabelle con voz ronca. —No me atrevo, hazlo tú… —De acuerdo, déjame hacer, mira, yo no me rajo… Los pequeños dedos de la joven castellana eran demasiado cortos para poder abarcar por completo aquel vibrante cilindro, pero se cerraron de todos modos, a duras penas, e iniciaron un lento movimiento vertical de pajillera. Satisfecho por la ganga, Agamenón comenzó a relinchar agitando su crin. —Bien hecho, marrana —murmuró Marión tendiendo a la vez el brazo. —Será necesario echarte una mano —rio, con el corazón palpitante de emoción. —Hay lugar para dos —declaró Isabelle, con la mayor seriedad del mundo. ’ Uniendo sus salaces esfuerzos, las dos chiquillas, enloquecidas por el estupro, se pusieron entonces a masturbar al animal que, en teoría, se sentía muy encantado. —La tiene como un caballo — bromeó Isabelle… —¿Crees que va a gozar? — preguntó Marión. —¿Por qué no?, me excita pensar en todo lo que va a sacar … tengo ganas de chupársela… —No puedes chuparle la picha a un caballo, idiota, tienes la boca demasiado pequeña… —Tal vez podría lamerle la punta… —¡Estupendo! Olvidando cualquier prudencia, la damisela del castillo se acuclilló bajo el vientre del semental y el inmenso pene de éste, bien dirigido por la mano de Marión, rozó su boca… —¡Vamos, lame! Isabelle sacó la lengua y la pasó por el extremo llano de aquel sexo tan caliente. —Es estupendo —exclamó—, deberías probarlo también… Tras unos instantes de vacilación, la pequeña se decidió y se reunió con su compañera. Mejilla contra mejilla, las dos excitadas palpaban la enorme polla con sus dedos ávidos, limpiando la pegajosa punta con idéntico frenesí. Cuando la inmensa picha se puso de pronto muy dura, Marión comenzó a sentir miedo. —Va a descargar —exclamó retirando un poco su hocico. Pero Isabelle, enloquecida por el estupro, la sujetó firmemente por el cuello, obligándola a permanecer expuesta al peligro, y lo que temía sucedió. Lo recibió todo en pleno rostro y su compañera recibió también su parte en la distribución. Unos violentos chorros de materia animal brotaron de la picha del caballo e inundaron los dos rostros crispados de las chiquillas. Cegados por los chorros de leche, con los cabellos empapados de aquella espesa crema, con los labios manchados del esperma chorreante que no dejaba de manar, se batieron por fin en retirada, secándose como pudieron con sus brazos, incapaces de pronunciar una palabra por la impresión y el miedo que les estrechaba ahora la garganta. ¡Ya era hora! Agamenón, mientras, celebraba la liberación orgánica con alegres relinchos que habrían atraído al mozo de cuadra si no hubiera estado ya allí, viendo solapadamente esta escena bestial desde el momento en que, intrigado por los primeros relinchos del animal, se había colocado detrás de su box para ver lo que ocurría. No había tardado en estar seguro y plantar allí mismo la estupefacción primero y la excitación sexual más tarde, había acabado sacando su gran polla de la bragueta patinada para sacudírsela mirando a las jóvenes zorras que se masturbaban y chupaban la picha del caballo. Llevado por su impulso seguía cascándosela frenéticamente cuando, librándose por fin del esperma que le tapaba los ojos, Isabelle le descubrió. —Pero… —exclamó sorprendida— ¿qué estáis haciendo aquí, Thomas? ¿Qué modos son esos…? —Es una pregunta que yo podría haceros también, señorita —repuso el patán, decidido a aprovechar la ocasión. —Supongo que se lo contaréis todo a papá —murmuro la joven algo desconcertada, de todos modos—; no importa, diré que no es cierto y que habéis querido violarnos. Me creerá a mí… —Sería, en efecto, menos increíble que lo que acabo de ver —replicó el mozo, que no carecía de sesera, aun manoseándose la polla ante su joven dueña. Marión, que hasta entonces no había dicho nada, creyó oportuno meterse en la discusión. —Creo que mejor sería dejarlo correr —le sugirió a su compañera, cuyos ojos brillaban de cólera bajo su melena, que brillaba con aquella extraña gomina. —La pequeña señorita tiene razón —admitió Thomas ; podríamos arreglarlo… Esa era también la opinión, no formulada todavía, de Isabelle, que no apartaba los ojos del gran pijo campesino, sintiendo en su interior un súbito deseo que le daba calambres en la almeja. —Bueno —dijo acercándose al mozo y tendiendo, un remilgos, la mano hacia su bajo vientre—; si te damos gusto, ¿mantendrás la boca callada, Thomas? —Claro, señorita Isabelle —declaró el rústico y, levantando la mano derecha, añadió—: ¡lo juro! Como para hacer el juramento había soltado unos instantes su polla, la joven castellana se apoderó de ella sin rechistar y comenzó a acariciarla suavemente con sus finos dedos de aristócrata. —Ah, sí —gimió Thomas—, qué gusto me estáis dando, señorita Isabelle… Para no quedarse atrás, Marión metió también su mano entre las piernas del tipo. —Voy a sacar sus cojones — murmuró, registrando en la bragueta muy abierta ante la oscura y recia pilosidad del muchacho. Era un joven campesino de unos veinte años, cuyo labio superior se adornaba ya con un tupido mostacho, no muy alto, pero robusto y ciertamente bien provisto por la naturaleza en lo que a sexo se refiere, pues la joven castellana tenía de momento las manos llenas y la pequeña Marión, por su parte, sopesaba como una entendida el gran paquete de los velludos cojones que acababa de extraer del pantalón. —Qué dura la tiene —suspiró Isabelle—. Tócala, querida, parece un pedazo de madera… —Me gusta más eso que un pedazo de madera —respondió la niña—. Dámela, voy a chuparla… —De acuerdo; pero no hagas que descargue enseguida, de todos modos quiero aprovecharla… —suspiró la rubia abandonando a regañadientes su paja. —No os preocupéis, señorita Isabelle, tendréis lo vuestro —prometió el muchachote, encantado ante aquella aventura poco frecuente. Mientras, Marión se había ya arrodillado para tomar en su boca el glande carmesí del mozo. Sus labios juveniles se cerraron tras el collarín y comenzó a bruñir aquel dardo con pequeños lengüetazos, y el muchacho suspiraba de placer. Isabelle, muy excitada por aquel espectáculo y agitada aún por el diluvio de esperma que le había salpicado el rostro, se arremangó rápidamente el vestido y, poniendo un dedo bajo las bragas, comenzó a acariciarse el capullo. —¿Puedo permitirme ayudaros, pequeña señorita? —preguntó el paleto acercando la mano a los muslos desnudos. —Si lo deseas, Thomas, espera que me quite las bragas, será más fácil para ti con esos sucios dedazos. El cateto no se enojó por aquella observación y metió la mano en la entrepierna que su joven patrona le ofrecía complacida. Un robusto índice se hundió en los labios viscosos de licor y desapareció en la cavidad de la vulva donde se agitó torpemente, procurando mii embargo una dulce euforia a la muchacha, cuyo coño se adaptaba a cualquier presencia. Aunque se sintiera, por su lado, muy satisfecha con la gran polla en la boca, Marión no dejaba de retorcerse, pues los adoquines del establo le magullaban las rodillas… Fue el mozo quien, advirtiéndolo, sugirió que fueran a proseguir tan interesante conversación a tres en la paja que se hallaba al fondo del edificio. Empalmado aún, con la picha en la mano, siguió a las dos chiquillas que, sin remilgos, se quitaron los vestidos para estar más cómodas, pues el tiempo se anunciaba tormentoso. Pero cuando Marión quiso meterse de nuevo en la boca la estaca del mozo de cuadra, Isabelle, que se había tendido con las piernas al aire, protestó. —Quiero metérmela en el conejo… Ven a follarme, dame un buen revolcón que me haga gozar. Le dio unos cuantos, claro, y aquella soberbia polla empitonó a la muchacha mucho mejor que el aristocrático instrumento de su hermano mayor. El miembro no era muy largo, pero sí grande y muy duro. El hombre la embestía con fuerza, con grandes movimientos de sus lomos, e Isabelle deliraba de placer mientras Marión, tirando de los huevos del jodedor, se cosquilleaba el botoncito con los dedos de la otra mano. —Va a hacerme gozar con su enorme polla —suspiró la damisela del castillo, cuyas hermosas piernas, levantadas hacia el techo del establo, se agitaban al compás de los pistonazos que le destrozaban la vagina. —Date prisa —le pidió Marión—, yo también quisiera mi parte. Lo necesito de veras, tengo el conejo ardiendo… —Demasiado tarde —rio sarcástica Isabelle—, está descargando en mi vientre… ¡Carajo, cómo me está poniendo! Más, Thomas, más, vacía en mí tus cojones, voy… toma… ah… ya está, gozo con tu leche… Ah, que gusto… Ah, me corro… toma… toma… ja, ja —gozo… —Pandilla de guarros —suspiró Marión acelerando el vaivén de su dedo sobre el botoncito para precipitar el hermoso orgasmo que asomaba la nariz en sus órganos de hembra lúbrica antes de tiempo. —Gozo también —suspiró abriendo los brazos en cruz, tendida en la paja junto a la pareja que resoplaba al unísono tras aquella común sacudida. Cuando el mozo se desconectó de aquel joven cuerpo jadeante, Marión se deslizó entre los muslos de su amiga y hundió allí el rostro, sacando una lengua demente para lamer el jugo de los cojones del patán, que goteaba del borde de los viscosos labios… —Ah, sí —suspiró Isabelle—, lámelo todo, cómete el esperma, sé una guarra, me estás excitando; lámeme el botón, voy a arrancar de nuevo… Entonces Marión se desmelenó devorando el coño de la hermosa rubia, que clamaba de nuevo su placer, poniendo las piernas sobre la cabeza de la mamona. Thomas contemplaba aquel espectáculo con un interés que iba creciendo al igual que su polla. Cuando ésta estuvo muy dura, volvió a masturbarse con los ojos clavados en la lengua marrana que iba y venía por los rosados pliegues del joven coño de su patrona. —Chupa bien a esa guarra — murmuró sin pensar en nada malo. Pero Isabelle, a pesar del goce que le inflamaba el cuerpo, le reconvino. —Permaneced en vuestro lugar, Thomas, ésa no es manera de hablarme. —Quería decir… —suspiró el muchacho manoseando su gran picha ya muy dura—, es que… creedme, señorita Isabelle, eso me excita tanto que no sé ya lo que me digo… Tranquilizada, Isabelle lanzó una lúbrica mirada a la gran ciruela de su glande, que se agitaba bajo los vaivenes de los torpes dedos por la columna carnal. —¿Por qué no se la metes en el culo en vez de discutir? —dijo. La oferta era ambigua, incluso para un simplón como Thomas. Meter la polla en el culo de una moza significa a menudo, simplemente, follarla. Ahora bien, entonces precisamente el tipo se sentía fascinado por el joven nalgamen desnudo que tenía ante los ojos. —¡Cagüendiós! —murmuró—, de buena gana le daría por el culo a esa zorra… —Hazlo —le alentó Isabelle entre dos gemidos de placer. —Ten cuidado —dijo entonces Marión volviéndose hacia la gran polla rígida que le amenazaba las nalgas—. Eres muy potente y tengo miedo de que me destroces… —Lo haré despacio —suspiró el bueno del muchacho, magreando los carnosos globos ofrecidos a su lubricidad. Los abrió tanto como pudo y, metiendo sus dedos en el húmedo coño de la chiquilla, untó su ojete con una buena decocción de materia grasa obtenida de la misma fuente, sólo para lubrificar la reticente pastilla que se contraía bajo los reiterados tocamientos. —Ya ves —murmuró el mozo—, entra solo… mi dedo se te mete en el culo sin ninguna dificultad, ¿por qué no va a hacerlo mi picha? —Porque es mucho más grande — respondió la chiquilla entre dos vaivenes al capullito de su cómplice—, no es lo mismo… —Siempre podemos probarlo — suspiró el muchacho ajustando el extremo de su polla al agujero del culo de Marión. —¡Ah, te siento! —suspiró ésta cuando el mozo empujó. —Claro —repuso el patán—, cuando estoy empalmado así, debe de notarse… —Carajo, me la estás metiendo — aulló la chiquilla cuando el grueso instrumento se infiltró en la carne de su cavidad anal. Sodomizada ya por el vicario, evidentemente no le venía ya de una polla pues, una vez abierto el camino, todo el mundo puede pasar. Pero el pene de aquel mozo de cuadra le parecía especialmente poderoso y muy grande para meterse en su pequeño orificio. —¡Ah! —gimió—, vas a destrozarme el culo… El muchacho tuvo un momento de vacilación, pero la bella Isabelle, impulsada por la pasión y enojada por aquellas interrupciones verbales que le dejaban el coño a la espera, dijo bruscamente: Dale por el culo, Thomas, y no te preocupes de lo demás… El mozo no dudó ya, dio un buen empujón y su enorme pene de patán se hundió de cabeza en el orificio anal de Marión, que aulló de dolor. —Me desgarra, me destroza el culo… —Calla, tonta, y chúpame —repuso la joven aristócrata—, tengo el capullo ardiendo, mejor harías lamiéndome en vez de discutir y hablar de ese modo. —Guarra —suspiró Marión—, sólo piensas en que te den gusto mientras a mí me destrozan el culo. —¿Por qué no? —respondió la joven de buena familia—, cada uno en su lugar… Pero el rudo Thomas había ya decidido hundir su m venablo, sin remisión, en el pequeño y frágil culo. —Toma —masculló tras el gran bigote negro—, te doy por culo, zorra. La pobre Marión lo notaba muy bien. ¡Qué potencia! Era abominable y le hacía mucho daño. Sin embargo, al mismo tiempo, la excitaba mucho pues, cuando se es una zorra se es zorra de verdad y una polla demasiado grande en el culo no va a hacerte protestar, se carga a pérdidas y ganancias, como dicen los comerciantes… De todos modos, aunque le hacía mucho daño, aquella guarra lo aprovechaba. ¡Qué polla! Carajo…, le gustaba ser agredida por un deseo de macho. Y éste era de los buenos y ponía todo su ardor en expresarse en las profundidades de sus violadas entrañas. Para olvidar su dolor, decidió concentrarse en su lamida de almeja y lo logró perfectamente, dando un intenso placer a Isabelle, que no dejaba de gozar en su lengua. Había estallado ya tres o cuatro veces mientras la infeliz chiquilla sufría los asaltos demenciales de la gruesa polla hundida en el agujero de su culo. —¡Ah, mierda! —suspiró—, va a matarme… —Nunca he oído decir —observó Isabelle al salir de un orgasmo demente —que una buena picha en el agujero del culo haya hecho morir a alguien… —Lo decía por decir —repuso Marión, volviendo a chupar el conejito de su compañera de guarradas. Mientras, el porculizador comenzaba ya a excitarse por las buenas, con su gruesa picha prisionera en el estrecho reducto… —Voy a descargar —declaró, anunciando su juego. —Rellénala de leche, Thomas —le animó Isabelle, muy interesada por la cosa. —¡Cagüendiós! —exclamó entonces el mozo—, voy a soltarlo en su culo… —Lo noto —aulló la porculizada—, lo noto. ¡La de leche que me está metiendo! Es increíble… me ha llenado el vientre… Joder, todavía no ha terminado… es un verdadero reparto… Jadeando y espumeando, el buen Thomas seguía vaciándose, tranquilamente, los huevos. ¡Ah, aquellas guarras embadurnadas de esperma de caballo que se secaba en su pelo… Ah, qué maravillosa historia para recordar en una aburrida vida de mozo de cuadra. Había descargado en el coño de la señorita Isabelle, por segunda vez en el culo de la pequeña Marión, la hija de la sirvienta que el hijo del viejo barón se pasaba por la piedra, como todo el mundo sabía en el castillo… En resumen, ya sólo quería retirarse, pero aquello era no conocer a la ardiente Isabelle. Esta se inclinó hacia su polla en cuanto acabó de sacarla del agujero del culo, que tan bien había regado. —Mmmmm —dijo oliéndola—, qué bien huele… está para comérsela… Y uniendo el gesto a la palabra se metió el cebo, aunque tuviera un aspecto sospechoso por los regueros marrones que lo decoraban en toda su longitud. Pero como olía a leche caliente, a la pequeña castellana le parecía bien, ¡y al diablo con los detalles! —Y ahora vuelve a mamármela — suspiró Thomas dirigiéndose a Marión, que se secaba el agujero del culo con el dedo para gozar de la presencia de la espesa leche. —¿Volverás a empalmarte, guarro? —preguntó ésta, llevándose a la boca el dedo manchado. —No lo sé, Marión —suspiró este último—, se está poniendo dura. —Siempre que se ponga dura, es todo lo que la zorra de Isabelle pide. —Ah, sí, zorra os aseguro que lo es —murmuró el doméstico acariciando los largos cabellos de lino, pegajosos por la esperma de caballo—. Será necesario un buen lavado —añadió sacudiendo sus dedos llenos de cola animal. —De momento, te está haciendo un buen lavado a la saliva, la muy guarra —suspiró Marión, que volvía a magrearse la entrepierna… —Han, han —jadeaba Isabelle chupando aquel puerro muy hinchado de nuevo. Luego, levantó el rostro hacia Thomas. —¿Me das tu leche en la boca, o no? —Haré lo que pueda, señorita Isabelle —respondió el mozo de cuadra concentrándose en la próxima emisión seminal, que tardaba en llegar. —Descarga en su boca —suspiró Marión que, a fuerza de cascársela, volvía a tener hambre—. ¡Ah!, me gustaría tanto que me la metieras de nuevo, esta vez en el conejo; porque me gustaría gozar de tu polla, marrano… —No puedo estar en todas partes a la vez —protestó Thomas mostrando la boca de la mamona que subía y bajaba por su columna de carne. —Lástima, volveré a verte y me la meterás… —Nada de chanchullos a mi espalda —protestó Isabelle soltando por un instante el grueso venablo para expresar su descontento—. Thomas forma parte del personal del castillo, no está ahí para montar a las del pueblo… —Chupa y déjanos en paz —repuso Marión molesta—, que te llene la boca y trágalo todo. Así sucedió segundos más tarde de tan acerba observación. Thomas abrió las compuertas de su leche e inundó el paladar y la lengua de Isabelle, que disfrutó sin vergüenza alguna… —¡Ah, el muy cerdo! —suspiró ella —, de todos modos ha podido llenarme la boca… ¡Qué salud! —Puede decirse que esas damiselas me han escurrido bien los huevos — murmuró con cierta satisfacción el mozo de cuadra—. Esta noche podré acostarme directamente, sin ir a que me la lame el ternero. —Pero ¿qué estás diciendo, Thomas? Supongo que bromeas… —En absoluto, señorita Isabelle, a cada uno sus placeres. Nunca os hubiera confesado eso si no os hubiera encontrado a las dos tomando una ducha de leche de caballo; pero, ya en el punto al que hemos llegado, no me importa poneros al corriente. En vez de cascármela como un tonto antes de dormirme, voy a que un pequeño ternero me haga una buena mamada. —Qué asqueroso eres, Thomas. ¿Y se lo sueltas todo en la lengua? —Ya lo creo, señorita; y además le gusta. —¿Y la chupa tan bien como una chica? —Mejor aún, dicho sea con todos los respetos, señorita Isabelle. Digamos que pone en ello mayor avidez que vos. —A la fuerza —rio Marión, a quien pensar en la cosa le excitaba mucho—; creerá que está mamando de una vaca. —Me gustaría verlo —suspiró Isabelle. —Por mí, de acuerdo —respondió Thomas, que veía en ello ocasión para una nueva partida de métemela en el ojete en compañía de aquellas dos zorras—, cuando queráis, será un placer haceros una demostración. —¿Y por qué no enseguida? — preguntó la ardiente niña, con los ojos encendidos por la lujuria. —Por la simple razón de que no me queda ya nada en los huevos, me lo habéis chupado todo. —De todos modos, probémoslo, vayamos hasta el establo… Tal vez, de aquí a allá, tus glándulas hayan destilado un poco de licor seminal… —No es razonable, señoritas, vais a matarme a lechazos… —Por eso te paga mi padre, muchacho. Tras haber discutido todavía unos instantes, el mozo acabó aceptando y acompañó a las dos chicas con la cabeza tan gacha como su polla, hasta el lugar donde estaba encerrado el ternero en cuestión. Éste, que estaba tendido en su yacija, se levantó rápidamente y se acercó trotando al mozo. —Reconoce a su proveedor de yogur —se burló Marión. —Pues hoy no cogerá una indigestión —suspiró el pobre tipo desabrochando de todos modos su bragueta, contra la que el joven animal frotaba ya su húmedo hocico. —¡Vamos, saca la polla! —ordenó la pequeña castellana. Thomas lo hizo sin entusiasmo, pero en cuanto hubo extraído de su escondrijo aquel gran pijo blanduzco, el ternero abrió la boca y lo atrapó glotonamente, tirando de él como hubiera hecho con las ubres de su madre. —¿No temes que se la coma? — preguntó Marión. —No puede, no tiene dientes. —Es como si te la mamara un recién nacido —explicó Isabelle—; leí en un libro histórico que eso era uno de los pasatiempos favoritos del emperador Nerón. —Pues debía de ser un tío asqueroso… —suspiró el patán. —¡No más que tú, so guarro! —dijo enseguida Isabelle. Thomas estuvo a punto de responder «¡mira quién habla»!, pero se abstuvo, consciente, a pesar de las circunstancias, de su condición de asalariado. Mientras, bajo el efecto de la lengua rasposa y las dementes aspiraciones del animal, volvía a empalmarse, a pesar de todo, ante los interesados ojos de ambas niñas, que se habían tomado gentilmente de la mano para contemplar aquel espectáculo inédito. —De todos modos, podrás darle una pequeña ración —aseguró Marión. —No lo sé, tendríais que ayudarme, señorita Marión… si os arremangarais al menos un poco, para que pudiera ver vuestra almejita, la cosa ayudaría. —Sólo para complacer al pobre animal —respondió ella haciéndolo. Se levantó pues el vestido hasta el vientre y, como se había puesto de nuevo las bragas, las apartó lo bastante para descubrir su raja, de modo que el guarro de Thomas pudo darle gusto a sus ojos mientras le chupaban el chirimbolo. —¿Funciona? —preguntó Isabelle, divertida. —Funcionaría más aún si hicierais lo que vuestra pequeña compañera, señorita Isabelle. Ésta accedió de buena gana a la proposición y exhibió, también, su velludo triángulo, abriendo los húmedos labios de su conejo para mostrar los nacarados tesoros de su vulva infantil. El pene del campesino adquirió entonces unas hermosas proporciones y el ternero mamó, cada vez con mayor avidez, de aquel biberón de carne firme. Encendidas de nuevo, las dos jóvenes zorras habían comenzado, por lo demás, a cosquillearse amablemente el capullito, cada una por su lado, lo que aceleró las cosas. —Dios mío —suspiró Thomas—, creo que podré soltar un poco más de puré. —Pues yo también —gimió Marión, acelerando los movimientos de su activa falange—, ver eso me excita. —Pues mira que a mí… —asintió Isabelle, cuyo dedo revoloteaba, cada vez con mayor rapidez, alrededor de su pequeña perla rosada. De pronto, el mozo se puso a gritar. —Ya está, le voy a llenar las fauces… ¡Mirad cómo lo traga el muy marrano! —Ah, carajo —suspiró Isabelle—, estoy poniéndome las botas… —Y yo también —dijo como un eco Marión—. Ah, sí… qué gusto… Mmmmm… me corro… A Thomas le costó Dios y su madre arrebatar su polla al feroz apetito del rumiante, que sin duda creía que su ración era escasa con respecto a las abundantes decocciones que Thomas solía proporcionarle cada noche. Isabelle y Marión, prosiguiendo hasta el fin la apasionante experiencia, quisieron meter sus dedos en la boca del ternerillo y quedaron pasmadas por el modo cómo se los mamó. —Debe de ser guay para la polla un buen fregado con esa lengua rasposa — declaró la castellana—, lamento no ser un chico para probar tan delicado placer… Luego, recordando las tradiciones de generosidad vigentes en su familia, sacó de su bolso un hermoso billete de diez francos y lo puso en manos del mozo. —Eso para que te compres un buen reconstituyente, muchacho —dijo. —La señorita es muy buena — tartajeó el joven rústico embolsándose la bien ganada propina—; reconozco que un buen trago me irá de perlas para recuperar la moral. —Olvídalo todo, sólo te pido eso, amigo mío —añadió la aristócrata recuperando sus aires de gran dama—, y piensa en nosotras cuando te la hagas mamar de nuevo. —No dejaré de hacerlo, señoritas —repuso el mozo de cuadra abrochándose la bragueta para cubrir unos adminículos definitivamente vaciados de sustancia. Tras ello, se separaron, y las dos chicas, abrazadas, regresaron al castillo para ir a lavarse los cabellos, pues lo necesitaban de verdad. Desnudas en el cuarto de baño, tomaron juntas una buena ducha y, como el agua tibia las hiciera languidecer un poco, volvieron a acariciarse, inundándose mutuamente la entrepierna con el pomo móvil de la ducha, que pronto les proporcionó un nuevo orgasmo, poniendo de ese modo un estupendo punto final a los excesos de la jornada. 6
ARSÈNE y su mamá, la baronesa
Armande, regresaron muy bronceados de sus baños de mar. Al día siguiente mismo de su regreso al redil, reanudaron cada uno por su lado las diversiones lúbricas que tanto habían añorado durante sus vacaciones, pues se vigilaban mutuamente de acuerdo con la maquiavélica idea del barón. Armande hizo una visita al vicario, el cual se mostró muy satisfecho, pues desde que Marión trataba asiduamente con Isabelle su pequeña protegida le abandonaba. Arsène se sintió encantado de conocer a Marión, pues su hermana le había puesto enseguida al corriente de sus libidinosas relaciones. —¿Me la dejarás probar, hermanita? —le preguntó tras haber fornicado ardientemente con ella para festejar el reencuentro. Fue así como los tres se reunieron en la carreta de la borrica para dar un paseo por el bosque. Sentado en la banqueta, entre las dos chicas, el muchacho las enlazó con sus grandes brazos envolventes y cada una de sus manos, pasando bajo las axilas de las chiquillas, tomó una pequeña teta erguida cuyas puntas hizo que se irguieran enseguida, cosquilleándolas lascivamente a través del ligero tejido de sus vestidos veraniegos. —Creo que Marión tiene los pechos más grandes que tú, Isabelle —observó manoseando los pequeños globos carnosos de ambas. —No lo creo —respondió ésta enojada. —En ese caso —dijo entonces el muchacho—, lo mejor será enseñármelos libremente para repetir el juicio de París. Las dos muchachas se desabrocharon la parte superior de sus vestidos y sus hermosas tetas surgieron al aire libre. —Pues sí que voy listo… —suspiró el muchacho toqueteando los endurecidos pezones—, creo, en efecto, que son absolutamente iguales; sin embargo —añadió—, concedería cierta ventaja a las de Marión, pues sus pezones están más desarrollados. Parecen hermosas tetinas mientras los tuyos, Isabelle, son más semejantes a capullos de gavanza. —Capullos o tetinas, lo mismo da —declaró Isabelle—, olisquea los unos y chupa los otros, así todo el mundo estará contento. —Y yo el primero —repuso Arsène inclinándose hacia el rosado pezón de su hermana menor, para olisquearlo frotándolo con la nariz. Luego, volviéndose hacia el pecho de Marión, se metió ávidamente un pezón en la boca para acariciarlo con los labios y la lengua. —Me da la impresión de que está haciéndole efecto —declaró Isabelle, que había posado la mano en la hinchada bragueta de su hermano. Marión, por su lado, suspirando con fuerza bajo la ardiente succión de la que era feliz víctima, seguía por el rabillo del ojo los manejos de los dedos de su amiga, que habían asido la columna fraterna a través de la franela de sus pantalones gris claro y palpaban, sabiamente, su consistencia. Experta ya en desabotonar braguetas, no tardó en extraer la virulenta cachiporra y, tomándola en la mano, tiró hacia atrás de la elástica piel para descapullarla. La pequeña campesina sacó entonces una lengua rosada y se la pasó, glotonamente, por los labios para mostrar el interés que sentía por aquel hermoso dardo en erección. Mientras, Arsène, tras haber atacado la otra teta, palpaba sin vergüenza el interior de los muslos de su nueva conocida. Ésta separó bien las rodillas para facilitarle la cosa, por lo que sus dedos no tardaron en llegar a las húmedas regiones de su intimidad moldeadas por las pequeñas bragas de algodón blanco. —Acaríciala bien —suspiró Isabelle agitando las riendas de la borrica—. Vigilo el camino y de momento, no hay nadie; menéasela pues a esa pequeña guarra en vez de estar tonteando alrededor de sus bragas; estás deseando que le abrillantes el clítoris… Y al decirlo le frotaba la estaca, que vibraba ya, delicadamente, en la cálida palma de su mano. Deseosa de complacer al joven castellano, Marión levantó el culo para librarse de las bragas, y éste pudo entonces entregarse tranquilamente a los tesoros de la feminidad desprovistos de cualquier velo. —Tiene el conejo muy negro — suspiró—, es terriblemente excitante. Y le hundió entonces el dedo hasta la guarda, provocando un gemido de placer en la garganta de la ardiente hembra, cuya mucosa vaginal se hacía agua bajo el redondo movimiento de las suaves falanges. Cuando comenzaba a mover las nalgas en el forrado asiento de la hermosa carreta, el muchacho decidió que deseaba hacer el amor, y le propuso sin ambages que se sentara en su polla. Marión no pedía otra cosa, pero Isabelle la detuvo justo cuando iba a levantarse para acceder a su petición. —No quememos etapas, Arsène… Le he prometido a mi amiga una diversión especial, y no debemos decepcionarla. —¿Qué quieres decir con eso? — preguntó el chico rojo de emoción sexual. —¿Acaso no reconoces este hermoso claro, hermano mío? — exclamó su hermana menor deteniendo el tiro. Arsène no respondió, algo molesto pues Isabelle le señalaba con el dedo el tocón en el que había subido, antes de vacaciones, para poder fornicar con la burra. —No querrás que… —murmuró… —Eso es… Arsène… se lo he contado a Marión, y a ella le gustaría verlo, ¿no es cierto, querida? —Sí… —dijo ésta sin demasiado entusiasmo—, pero… tal vez no enseguida… —Vamos, ahora te rajas; creía que iba a excitarte terriblemente ver cómo mi hermano empitonaba a la borrica… —Cada cosa a su tiempo, Isabelle; habría preferido que primero me la metiera… —No sabes lo que quieres… me decepcionas… —Bueno —suspiró Arsène—. Puestos a hacer guarradas, mejor comenzar por la más difícil… Saltó entonces a tierra, con toda desenvoltura, y ayudó a su hermana a desuncir al cuadrúpedo. Frustrada en el deseo que le abrasaba la almeja. Marión, cuya profunda salacidad se alegraba, sin embargo, pensando en lo que iba a suceder ante sus ojos, se instaló en un tocón próximo y miró. La borrica fue llevada, a reculones, hasta el lugar del sacrificio mientras Arsène se la meneaba para ponerse en forma, cosa que se vio facilitada por el devorador deseo de gozar que le había despertado su coqueteo con la hermosa Marión. Cuando su polla estuvo muy dura, paseó su punta por la raja de los labios sexuales del animal, que se estremecía de impaciencia presintiendo la carantoña que se aproximaba. Luego, empuñando la carnosa grupa de la bella borrica, enfundó su largo en la vaina vulvar, donde inició enseguida sus vaivenes. —¡El muy cerdo! —Exclamó la pequeña campesina—. Y pensar que he deseado tanto esa hermosa polla que está dando a una borrica. No obstante, como el espectáculo la enloquecía de lubricidad, se levantó las faldas y se acarició la entrepierna. Sujetando al animal, Isabelle contemplaba la monstruosa cópula lamiéndose la boca, babeando como una perra en celo ante los violentos sobresaltos de los dos desencadenados participantes. —¡Gózale dentro! —gritó con las mejillas inflamadas por una pasión bestial. —¡Ah, no! —protestó Marión—. Yo quería que me jodiera… —Pues bien, le chuparás la polla para que se empalme de nuevo, eso es todo; así probarás el licor de Cadichonne y la cosa te pondrá a cien, guarra —le lanzo la joven aristócrata libertina… —Eres monstruosa —suspiró Marión cascándosela que daba gusto. Mientras, el bello Arsène había llegado al punto de no retorno y lanzó una especie de bestial lamento al eyacular con fuerza en el sexo de la borrica. —Gozo —explicó, aunque su mímica fuera lo bastante explícita para que las chiquillas supiesen de qué trataba. Agotado por su esfuerzo, se tendió en la hierba. Cadichonne, hecha unas Pascuas, pacía a su lado. —Te toca a ti hacer la borrica —rio Isabelle—, ve a ocuparte un poco de tu asno. Marión no se hizo rogar. Fue a tenderse junto a Arsène y le metió enseguida la mano en la bragueta que, como es lógico, había desdeñado cerrar, sabiendo que la pequeña fiesta campestre no hacía sino comenzar. Encontró el deshinchado cilindro e hizo lo que pudo para devolverle las fuerzas. Había magreado ya tantas pollas, pese a su corta experiencia en la vida, que obtuvo rápidamente su objetivo y el pene del muchacho volvió a erguirse bajo sus excitantes caricias. Tenía un modo muy suyo de pasar el pulgar por la punta del glande, tras haberlo humedecido con saliva, que hacía maravillas con los hombres. El vicario le había enseñado el truco, cuando, tras haber descargado, la tenía floja y pendulante. Entonces, la pequeña no tenía que chuparse el pulgar antes de pasarlo por el glande, pues quedaba siempre leche bastante para facilitar el deslizamiento en las delicadas mucosas, dispuestas a conmoverse ante la fricción de un cuerpo extraño. —Ah, la muy zorra —suspiró el bello Arsène volviendo a la vida tras la gran sacudida sexual—, se la pondrías dura a un moribundo. —Tenéis la polla vivita y coleando, señor Arsène —suspiró Marión inclinándose hacia el descapullado glande que brillaba al sol. Mientras ella lo tomaba en su boca, él arremangó a la hermosa y le magreó las nalgas pasando sus dedos por la ofrecida raya y haciéndolos bajar, solapadamente, a lo largo del velludo perineo para hacerlos maniobrar en la entreabierta grieta de su húmedo sexo. —Mmmmm… mmm… —dijo Marión para demostrar su satisfacción sin tener que soltar la prenda que manaba con tanto fervor. Isabelle se había acercado, interesada por el comportamiento de la pareja, y acariciaba algunas veces el culo de su amiga y otras los cojones de su hermano, alentándolos a ambos con obscenidades que acudían automáticamente a sus labios. —Vamos, guarra, chúpale el pijo y dame el culito para que meta el dedo dentro; dame tus cojones, Arsène, me llenan la mano, se están recargando de leche para hacer los honores a mi amiga, ah, cómo se moja la muy marrana, menéasela bien para que se excite antes de montarla como una bestia. Tan bien la acarició, metiéndole los dedos en la vulva o pellizcándole con delicadeza el clítoris, que pronto la joven campesina no pudo más y, sin decir una palabra, soltó el dardo que tenía en la boca y se sentó encima. Su manita condujo la gran cabeza roja hacia el agujero de su vulva en celo y, cuando estuvo bien enfrente, bajó la grupa para empalarse. —La tengo dentro —suspiró con los ojos en blanco mientras Isabelle se magreaba el capullito. —Eso está bien, amiguita, muévete ahora, fóllale… goza con su gran polla rígida. Consejo absolutamente superfluo pues Marión bailaba ya, en vertical, sobre la jabalina viril, hundiéndosela hasta las profundidades del conejo y gimiendo de gozo. —Qué gusto, me gusta su polla… ¡Ah!, qué gusto me da… Más, fóllame fuerte, más rápido, más aún… qué ganas tenía. Desmelenada, sintiendo que el orgasmo se acercaba, Isabelle se arrodilló sobre el rostro de su hermano y le aplastó el conejo en la boca. Arsène, sacando la lengua, se la metió dentro, mientras ella introducía la suya entre los labios de Marión. De este modo el trío se dio placer hasta que espesos chorros invadieron el coñito de Marión mientras Isabelle gozaba en la boca de su hermano… —Me corro con su esperma — suspiró Marión—; gozo con su leche… tengo el coño lleno… cómo sale… siento los chorros… lo adoro… mmmm… qué gusto, es de locura… sí… sí… sí… Vencido por aquella nueva eyaculación, el muchacho pidió gracia a las empecinadas hembras, que seguían frotándose, una sobre su boca y la otra sobre sus partes sexuales, aunque el objeto activo de éstas se hubiera deslizado fuera de la vaina donde acababa de escupir, habiendo perdido su rigidez primera. —Voy a echar un sueñecito — suspiró—, hace demasiado calor, estoy empapado… —Pobre querido —suspiró Isabelle secando su rostro cubierto de sudor, pero también de los jugos de su almeja en fusión, con los que ella le había embadurnado abundantemente la boca y el mentón. Por lo que a Marión se refiere, le metió con precaución la polla blancuzca en los calzoncillos, sin duda para que no cogiera una insolación. Luego, aparentemente saciadas también, se tendieron en la hierba una al lado de la otra, dándose la mano pues, a pesar de sus comunes extravíos, comenzaban a sentir una por otra una especie de sentimiento muy tierno y por completo inesperado. El respiro fue de corta duración, especialmente por lo que se refiere a las hembras pues, tratándose de apetitos sexuales, se recuperaban más deprisa que el macho. La cosa empezó con una caricia de Marión en los dorados cabellos de Isabelle, espléndidamente diseminados entre las malas hierbas. De los cabellos la mano se deslizó hacia la nuca y bajó hacia lo alto del vestido, que seguía desabrochado. Los dedos se infiltraron por la suave piel, bajo el ligero tejido de algodón, y jugaron maquinalmente con la erecta punta de una tetica. —Basta ya, niña mala, o harás que se me ocurra alguna idea… —Como si no las tuvieras siempre, querida mía. Isabelle soltó la carcajada, volvió su rostro arrobador, iluminado por una mirada de un claro azul, hacia los claros ojos de su amiga y, luego, hizo un leve movimiento con los labios simulando un beso. Marión, sin poder resistir aquella tácita llamada, aproximó el rostro y los labios de ambas mozas se tocaron. Entreabiertos como estaban, era inevitable que las lenguas, a su vez, se acariciaran delicadamente antes de hundirse con pasión en las bocas ávidas. Las manos acudieron a los lugares carnosos de jóvenes hembras, cuyas rodillas se levantaron liberando sus muslos desnudos. Ninguna de las dos se había vuelto a poner las bragas, de modo que dos hermosos y velludos conejos se exhibieron bajo sus vientres desnudos, provistos de peludos triángulos. Con toda naturalidad, sus manos se posaron en aquellos cálidos puntos y unos dedos ágiles rozaron los clítoris que despertaban. —¿Te da gusto que nos la casquemos las dos, Marión? —Sí, Isabelle, adoro acariciarte el capullo. Me excita ver que te doy gusto… —A mí también, amor mío; dame tu lengua… vamos a disfrutar un poco más… No hagas tanto ruido —añadió, pues la pequeña castellana comenzaba a gemir de placer—; despertarás a tu hermano mayor… —Pues mejor —suspiró ésta—, espero que le excite ver cómo nos damos gusto, estoy segura de que se empalmará de nuevo. —¿Querrías que te la metiera, guarra? —Claro que sí, tú has tenido ya tu ración de polla, pero yo no… —Deja que te bese un poco la almeja mientras espera, tesoro mío, tengo ganas de mamártela. —Sé bienvenida, querida… Mis muslos están siempre abiertos para ti… Marión se puso entonces de rodillas en la hierba y se inclinó hacia delante, hundiendo el rostro entre las piernas de su pequeña compañera, que la excitaba como solía… —Ah, sí, lámeme bien, sé muy marrana, húndeme tu lengua en el coño, hurga, muévela bien… sí, chúpame el botoncito, aspira… mmm… qué bien… otra vez. Comenzó entonces a lanzar unos grititos que despertaron al durmiente. Este abrió los ojos sin moverse, satisfecho de asistir a aquellos retozos lésbicos que volvían a despertar el deseo en sus lomos. Algunos instantes de aquella idílica visión al aire libre bastaron a la libido del joven vicioso para hinchar de nuevo su pene. Cuando la polla estuvo rígida, la sacó de su bragueta y comenzó a cascarse una paja sin miramientos, contemplando cómo su hermana se dejaba magrear por la hermosa Marión. —Ven a ponerme la polla en la boca —le dijo entonces Isabelle—, quisiera chupártela cuando goce en la lengua de mi querida amiga. El chico reptó hasta la pareja y ofreció su congestionado dardo a los ávidos labios de su hermana, que comenzó a chuparla enseguida. Tendido de costado, cerró los ojos para mejor disfrutar la euforia de aquella incestuosa mamada mientras que, sintiendo que el orgasmo se aproximaba, Isabelle había cerrado también los párpados como para encerrar el placer que la sumergía por completo bajo los dementes lengüetazos que le titileaban el clítoris. Por eso, ni el uno ni la otra advirtieron la llegada de un gran perro de caza que acababa de salir de la maleza. Ni tampoco Marión, por otra parte, que seguía arrodillada entre los muslos de su amiga y en exceso ocupada ramoneándole el coño como para interesarse en lo que ocurría en su espalda. El animal era un gran perdiguero alemán, con manchas marrones sobre fondo gris, que acompañaba a sus dueños, una pareja de parisinos que estaban de vacaciones y daban un paseo por el bosque. A éstos, que se entretenían cogiendo setas, no les preocupaban las frecuentes desapariciones de su cuadrúpedo, pues Brutus, que éste era su nombre, se pasaba el tiempo siguiendo las huellas de algún conejo en mi radio de dos o trescientos metros, aunque siempre regresaba. Esta vez, su seguro olfato había interrumpido la habitual búsqueda, pues los especiales olores que le llevaba la brisa parecían de esencia distinta que aquellos a los que estaba acostumbrado. Así se dirigió directamente, con los ollares dilatados, hacia el pequeño culo de Marión, que aparecía desnudo en su redondez, pues la viciosa chiquilla se había arremangado hasta los riñones para cascársela mientras devoraba el coño de Isabelle. Antes de que ésta tuviera tiempo de advertir su presencia, se arrojó sobre ella sin vacilar y, sujetándole con fuerza por los flancos con sus patas anteriores, como hacen todos los perros del mundo con las perras en celo, le metió la larga zanahoria roja en su velludo albaricoque, perfectamente vulnerable en lo alto de sus muslos abiertos. Cuando la pequeña soltó un muy comprensible aullido, era ya demasiado tarde, estaba ya empitonada hasta las guardas por la gran picha del perro. Pasado el primer momento de estupor, la excitación perversa dio paso al asustado pasmo que había seguido a aquella agresión de un tipo muy poco frecuente. —Deja que lo haga, guarra — murmuró Isabelle—, el Cielo te envía a este jodedor de cuatro patas… —Digamos que ha sido el Infierno —rio Arsène—, pero al cuadro no le falta ni sal ni pimienta… —Y cómo te la mete el chucho — comentó Isabelle cada vez más estimulada por aquel bestial acoplamiento… Pero Marión no estaba en absoluto de acuerdo. El perro era de un tamaño monstruoso y los pistonazos que le daba, frenéticamente, aporreaban dolorosamente las profundidades de su conejo. —El muy puerco va a destrozarme…, salvadme, os lo ruego… es atroz… —Relájate —le aconsejó Isabelle —, a fin de cuentas, también te jode tu Tom… el animal debe de saberlo… debe de advertir que no es el primer chucho que te abrillanta la almeja. —Tiene una polla tres veces más grande —protestó la desflecada pequeña. —Razón de más para que te pongas las botas, guarra… Deja que te miremos, es terriblemente erótico… —¿Erótico? ¡Hala y que te den por el culo! —gritó Marión. —No le des ideas, sería capaz de sodomizarte —bromeó Isabelle. Había vuelto a tomar en sus manos la polla de su hermano mayor y le masturbaba a fondo mientras éste le magreaba el pimpollo. Mientras, Julien y Christine, los dueños del perro, comenzaban a preocuparse por su desaparición. Eran una pareja de comerciantes, muy estimados en su barrio, querían a su perro, Brutus, pero al considerar que su presencia en la tienda era anticomercial, lo confiaban durante el día a la conserje del inmueble, que lo guardaba en su garita. Pero el marido de esta última, que era vigilante nocturno, dormía todo el día, acostándose cuando ella acababa de levantarse y marchándose al trabajo cuando ella se disponía a acostarse. De modo que, al no tener ocasión de encontrarse en un lecho, prácticamente nunca hacían el amor. La portera, que era muy aficionada a la cosa, se había acostumbrado a masturbarse a escondidas, en su cocina, durante las horas muertas. Brutus, que solía olfatear los relentes de su conejo abandonado, contemplaba muy de cerca los movimientos espasmódicos de la mano entre aquellos glandes muslos abiertos. Arrastrada por las lúbricas fantasías que acunaban su masturbación, la mujer lo rechazaba cada vez con menos firmeza cuando aproximaba el hocico al centro de operaciones donde se llevaba a cabo el alivio. Cierto día lo que debía suceder, sucedió. Por una razón cualquiera — ¿tuvo tal vez ganas de sonarse?—, apartó un instante la mano diestra de su entrepierna y la punta, negra y fresca, del hocico canino se metió dentro. Su lengua, ávida de probar el fruto prohibido que deseaba cada día más, lamió toda la entraña de punta a cabo, procurando una divina sorpresa a la caliente joven. Intentó, claro está, interrumpir aquel contacto bestial, pero Brutus era un perro tozudo que no quiso abandonar su preciado y cremoso hallazgo, como tampoco hubiera aceptado soltar un hueso cualquiera… El resultado fue probatorio y decisivo. Tras haber soportado tres minutos de vaivenes linguales, tuvo un orgasmo de excepcional intensidad. Y entonces, ¡Dios mío!, puesto que la Providencia le había mandado aquel cómplice caritativo, ¿por qué no aprovecharlo? Cada día se hacía lamer por Brutus y, como su instinto de macho le impulsaba a lanzarse a ejercicios más serios, de oca a oca llegó lo que toca… La cosa sucedió cierto día, mientras estaba fregando las baldosas de la cocina. Siendo de origen español, se ponía a cuatro patas para pasar la bayeta. El gran perdiguero contempló aquella opulenta grupa con mucho interés, luego, siguiendo su instinto ancestral, trepó encima. Asustada, sin poder gritar por miedo a despertar a su esposo que dormía en la habitación contigua, la portera sufrió el demencial asalto de la bestia, a cuatro patas, tranquilizada por el hecho de que llevaba bragas. Pero no contaba con la virulencia de los pistonazos del animal. La aguda punta de su raíz sexual acabó agujereando las bragas en el lugar donde el tejido, desgastado por las humedades propias de la naturaleza femenina, era más vulnerable. No hubo ya entonces barreras para el acoplamiento de aquellos dos mamíferos de especies distintas, aunque provistos del mismo tipo de sexo. La hembra humana se mostró satisfecha del macho canino. Nunca su vigilante nocturno la había honrado con tan desmelenado entusiasmo. Y así, el bueno de Brutus se había aficionado a las mozas de dos patas que tenían, sobre las cuadrúpedas, la ventaja de no estar sujetas a períodos especiales para poder follar. No comprendía, sin embargo, por qué su hermosa patrona, la morena Christine, se enojaba hasta golpearle cuando él le olisqueaba las partes pudendas. —Este perro es un vicioso —se quejaba a su marido, Julien, vividor y gran aficionado al sexo—, siempre esta oliéndome… —De tal dueño tal perro — respondía él—; también a mí me parece que te huele bien la entrepierna, con el tiempo que hace que te lamo el chirimbolo y no he conseguido aún cansarme de tu olor. —Mira que eres asqueroso, mi pobre Julien. —Pues no lo dices cuando te sueltas en mi lengua… —¡Bah! No es sólo mi perfume personal el que te interesa, la noche que cenamos en casa de los Mengano no pusiste inconveniente alguno en ramonear a la dueña de la casa. —Cuando alguien te invita a cenar, no sería cortés hacer remilgos ante los platos que te ofrecen… Por lo demás, tampoco tú desdeñaste probar la salchicha del anfitrión… Podríamos decir que tampoco hiciste demasiados remilgos… —Claro, con lo bien provisto que está… Los buenos dueños de Brutus tenían la manga muy ancha y, desde hacía algún tiempo, practicaban sin complejos un intercambio de buena ley. De modo que, cuando llegados al claro en mitad del cual disfrutaba su compañero de cuatro patas, quedaron muy favorablemente impresionados por la lubricidad de la escena que se desarrollaba ante sus ojos. —Hemos dado con alguien más vicioso que nosotros —murmuró Julien. —No es posible que a esa edad sea tan guarra —declaró Christine turbada hasta la médula. Consciente, pese a todo, de sus responsabilidades comenzó a gritar: —¡Brutus, ven aquí! Por completo en balde, pues Brutus no era perro que soltara su presa. Isabelle, no obstante, soltó la polla de su hermano, que éste volvió a meter en sus pantalones mientras ella se bajaba rápidamente las faldas para cubrir su intimidad sin bragas a los ojos de los recién llegados. Éstos se acercaban tímidamente al pequeño y molesto grupo. Julien hizo lo que pudo para que se pusieran cómodos. —No os molestéis por nosotros, si jugar con nuestro perro divierte a la damisela… aguardaremos… de todos modos, no es feroz… —¿Julien, no te da vergüenza? —se indignó Christine ruborizándose de confusión—, ¿No vas a permitir algo así?… Brutus, ¿lo dejarás de una vez? Pero ¿qué maneras son ésas?… También hubiera podido dirigir su observación al marido, que comenzaba a palpar, desvergonzadamente, la furiosa erección que acababa de producirse en su bajo vientre. Isabelle, que se había sobrepuesto, comprendiendo que aquel hombre apuesto estaba decidido a participar, creyó conveniente intervenir a su vez. —No os enfadéis, señora; a mi compañera le gusta… Lo hace en casa con su chucho… Claro que, al vuestro, no lo ha llamado… Ha venido solo… —Es un entendido —suspiró Julien, fascinado por las hermosas nalgas que se movían bajo los pistonazos del animal. Cuando su mujer se inclinó para sujetarle por el collar, se interpuso y, agarrándole la mano, la llevó hasta hinchazón que formaba su polla erguida en sus pantalones… —Deja que Brutus se divierta, mejor harías interesándote por eso —suspiró. Más emocionada sexualmente de lo que habría deseado, la hermosa morena sintió que los dedos se le i crispaban, a su pesar, envolviendo el endurecido cilindro de la columna viril. —Eres un cerdo, Julien —murmuró, mientras ante las encendidas miradas de Isabelle y los ojos taimados de su hermano mayor, éste le magreaba ostensivamente las nalgas. Conmovida al fin, también ella, por los embates de la polla del perro, Marión gemía lánguidamente expresando así el insidioso placer que se derramaba en su vientre. Isabelle remetió la manita en la bragueta fraterna e hizo brotar de nuevo el chirimbolo lleno de euforia. Para no quedarse atrás, éste le levantó las faldas, puso al descubierto el pequeño conejo rubio ante los ojos de la pareja adulta, cada vez más animada, y metió su dedo en el agujero de la vulva entre los labios rosados, muy lubrificados por el deseo. Estaba organizándose un buen festival de culos al aire en la serenidad de aquel lugar idílico. Puesto que las piernas de Christine comenzaban a temblar, a Julien no le costó en absoluto tumbarla en la hierba, junto a los juveniles e incestuosos fornicadores, que se la cascaban frenéticamente sin preocuparse de lo demás. Entonces, el parisino arremangó las faldas de su mujer, le bajó las bragas de seda salmón, que aterrizaron entre las margaritas, y le acarició el clítoris mientras se abría la bragueta con la otra mano, para extraer de allí una soberbia estaca cuyas dimensiones hicieron estremecer a Isabelle. —Mira la polla del caballero —le dijo a Marión—, es más grande aún que la de su perro. Por toda respuesta, la chiquilla, agitando sus largos rizos, comenzó a gemir sordamente. —Estoy gozando —dijo con voz ronca. —Goza, ¿lo oyes, Christine? — suspiró Julien, que se había puesto a cien… —¡Ah, la muy guarra! —murmuró Christine ofreciendo la almeja a las caricias de su esposo—, la muy guarra, parece imposible… ¡Lo que hay que ver…! —Pues no habéis visto aún la polla de Arsène —se rio Isabelle—, mirad qué dura se ha puesto… —Zorruela, ¿no te da vergüenza, a tu edad? —protestó la joven no sin acariciar, con muy húmeda mirada, la verga del muchacho. —En absoluto —respondió Isabelle inclinándose para lamer el glande de Arsène—, si os apetece, podéis tomarla en la boca… —Sí —gritó Julien con entusiasmo —, mámasela… —Estás loco… Un niño al que no conozco… A fin de cuentas, no sabemos con quién estamos tratando… —Podéis hacerlo, señora, respondo por él, es mi hermano. —Ya sólo faltaba eso —gritó la parisina… pero no por ello dejó de inclinarse hacia la polla de Arsène, cuya punta comenzó a lamer mientras sujetaba el tallo por las manos. Isabelle comenzó entonces a magrearle los pechos, extasiándose ante su plenitud, pues la dama estaba especialmente bien provista. Complaciente, el marido desabrochó la blusa, soltó el sujetador y las dos generosas mamas se ofrecieron al lubrico magreo de unas manitas infantiles. —Chúpale la teta derecha —le dijo a la muchacha—, yo le chuparé la izquierda… Sin dejar de mirarse, espiando sus sincronizadas succiones, comenzaron a tocarse recíprocamente el sexo. La mano de Isabelle se cerró sobre el pijo de Julien, mientras éste le hundía un dedo en la vulva. Por lo que a la polla de Arsène se refiere, había desaparecido por completo en la glotona boca de Christine, que le palpaba los huevos mientras se la chupaba. Sin embargo, mientras Marión se abandonaba a un intenso orgasmo que le abrasaba las carnes, el perro, que había soltado hasta la última gota de su simiente, se retiró de aquella hoguera humana y, satisfecho, se tendió en la hierba, azotándola con la cola, feliz de haber gozado y de recuperar a sus buenos dueños…
***
La ardiente y pequeña campesina,
viendo lo que Isabelle tenía en la mano, se arrastró de rodillas para contemplarlo más de cerca. Luego, sin haber dicho una sola palabra, se inclinó hacia delante para dar un lengüetazo al extremo de la picha que agitaban los dedos de su pequeña compañera. El contacto de sus ensalivadas papilas le resultó muy dulce a Julien, que interrumpió la succión del pezón de su mujer para rogar a la chiquilla que tomara su polla en la boca. Y ésa lo hizo, claro está, pues era la intención que tenía. Mmm, qué grande y agradable de chupar era la hermosa polla de ese caballero desconocido, cuya mujer estaba mamando la de Arsène. Deseoso de organizar mejor aquella interesante partida de métemela en el ojete, el hombre ordenó a Isabelle que ramoneara el conejo de su compañera mientras ésta le chupaba la polla. Isabelle se colocó, pues, a cuatro patas, detrás de su amiga, que le ofrecía la luna a pleno sol, y le hundió la lengua en la vulva. Julien, tras haber gozado bien con aquella visión, decidió darle gusto a Christine y comenzó a devorarle el coño con una pasión que nada tenía de conyugal. Brutus, con la lengua colgante, contemplaba aquella interesante oruga humana y, como le quedaban aún algunas reservas en los testículos, decidió beneficiar con ellas las primeras posaderas que se pusieran al alcance de su pijo de perro. Esta vez, la heredó Isabelle. Lanzó un gran grito y, levantando el hocico hacia los demás participantes, exclamó: —Mirad, el perro me está jodiendo. —¡Qué guarra! —murmuró Christine, luego tomó de nuevo el glande de Arsène entre sus labios. —¿Te da gusto, marranita? — preguntó Julien… —Es guay, tranquilizaos, voy a gozar, podéis seguir ramoneando el coño de la señora… Por lo que a Marión se refiere, con la polla del hombre en la boca, no podía decir nada, pero no por ello dejaba de pensar, satisfecha de que su compañera descubriese el incomparable placer que podía procurar aquel agudo sexo de animal. Los juegos bucales prosiguieron por algún tiempo en el mayor silencio, sólo interrumpidos por algunos gargarismos de babosa saliva. Luego, cuando la tensión comenzó a aumentar en los sexos, las parejas decidieron de tácito acuerdo pasar a otra diversión, dictada por su deseo sexual. Arrancando su coñito de la lengua de Isabelle, que quedó colgando como la del perro que la empitonaba, la pequeña campesina, excitada, puso sus rodillas una a cada lado de las caderas del caballero tendido de espaldas y bajó su nalgamen sobre la enorme jabalina que tan bien acababa de chupar. —Tengo ganas de joder —explicó sin ruborizarse… —Figuraos que lo sospechaba, hija mía —sonrió Julien, abandonado también por la entrepierna de su esposa, que acababa de cerrarse, nerviosamente, sobre la polla que Arsène le hundía en la vagina… El tunante se había tendido sobre ella empichándola con ardor, vientre contra vientre, y metiéndole la lengua en la boca, una mano en las nalgas y la otra en las tetas. Christine nunca había gozado de semejante festival. Con obscena mirada contemplaba su perro, que estaba rellenando a la hermosa rubia cuyo rostro, asolado por la lujuria bestial, aparecía intermitente entre los largos hilos de lino de su suelta cabellera. Espiaba también el placer que invadía el vicioso palmito de Marión, que cabalgaba con frenesí la polla de su marido. Tanto la excitaba aquella situación que gozó prematuramente. —¡Ah, querido, mi pequeño y asqueroso querido! Me das gusto —le dijo en un suspiro al bello Arsène, cuya polla le parecía dura como una barra de hierro en las profundidades de su vientre en fusión. Éste, tras haber eyaculado gracias a la puta de aquella borrica, que seguía pastando tranquilamente muy cerca, y también en el coño de aquella zorra tortillera, amada por su hermana, se sentía muy capaz de prolongar a su guisa aquella jodienda, cuya sal y pimienta le complacían. —Me gusta tu hermosa polla, jódeme con más fuerza… Qué gusto, ah, qué gusto me das —suspiró la hermosa morena gimiendo debajo de él. —Es un placer metérosla —le susurró al oído—, me gustaría volver a veros… —También a mí, pollito —murmuró Christine—, me quedaré algunos días por aquí… Podremos volver a vernos… ¿Me la darás otra vez, verdad?… —Oh, sí, señora; me siento muy a gusto en vuestra pequeña almeja. —Pero llámame Christine, Arsène; estamos jodiendo… —Es cierto… Perdonad… La joven sonrió ante tan buenos modales, muy poco frecuentes en nuestra época, y siguió meneando el culo bajo los pistonazos, cada vez más rápidos, que le propinaba aquella polla en las profundidades de su matriz… —Vas a hacerme gozar de nuevo… —gritó con mucha fuerza, para que su marido lo oyera… —Goza, marrana —le respondió éste contemplando su. pasmo—, yo descargaré en el coño de mi chiquilla marrana… No dejes de ponerte las botas… —Lejos de mí semejante idea — repuso Christine, y sus palabras se vieron ahogadas inmediatamente por la ardiente lengua de su joven amante, que acababa de pendrar en su boca. Marión, a su vez, se derramaba lujuriosamente sobre la estaca que le empalaba el vientre… Es grande y me da gusto —le explicaba a su compañero, muy excitado por aquellas pequeñas tetas tiesas que tenía en las manos, mientras la chica retorcía la grupa como si quisiera atornillarse en el pene. Los jadeos se hicieron cada vez más cortos, a medida que los orgasmos iban ascendiendo en los cuerpos atormentados por el deseo de gozar… Incluso el perro soltaba apasionados gemidos, que Isabelle repetía como un eco a cada golpe de la larga zanahoria en su estrecho coñito. Cuando Marión gozó, se derrumbó sobre el pecho de su jodedor, como un pelele desarticulado, jadeando como una yegua de trote al cruzar la llegada del hipódromo de Vincennes. En el mismo momento, brotó abundante esperma del venablo de su macho y le inundó el coño con su espesa consistencia. —Está gozando dentro —gimió—, tengo la almeja llena… —También yo —aulló Christine, agitando sus dos pies por encima de los riñones de Arsène—, el muy marrano descarga… ¡Jo, cuánta leche suelta y qué suave es! El perro, tras haber hecho como todo el mundo, volvió a tenderse en el suelo, completamente extenuado, sacando una lengua de quince centímetros mientras Isabelle se contorsionaba, sujetándose el conejo agitado por los espasmos de un éxtasis sin nombre. —¡Ah, qué relleno! —suspiró Julien magreando el culo tembloroso de su esposa, que acababa por fin de librarse de su jinete. —Acabarás convirtiéndome en una zorra-se quejó ésta con toda seriedad, lo que produjo una gran carcajada en el varón satisfecho. Marión, caída en la hierba amarillenta, descansaba con las piernas abiertas y el coño sacudido todavía por el orgasmo, con los labios abiertos y húmedos de leche, un reguero de la cual le corría por la raya de las nalgas. Isabelle, advirtiéndolo, fue a limpiar a su amiga con su pequeña lengua, degustando sin vergüenza aquella substancia cremosa que tanto le gustaba a pesar de su corta edad. —Cuando hayas terminado de limpiar el culo de tu compañera —le dijo Julien interesado por su ardor—, puedes limpiarme la polla, mira qué sucia está… Eso me evitará manchar los calzoncillos… —Claro, querido señor —repuso la viciosa chiquilla lanzándose sin dudar sobre el pegajoso miembro, con la lengua fuera y la boca abierta, naturalmente. —Carajo —se rió el varón—, qué apetito en tan joven damisela… Que te sirva de ejemplo, Christine, nunca me la has bruñido de ese modo… —¿Ejemplo de esa pequeña zorra? —murmuró ésta, interesada sin embargo en el vaivén de la ágil lengua por el chirimbolo de su esposo. —Límpiale tú la almeja —le dijo éste—, así conocerás el sabor de las obras de tu chucho… —Asqueroso —respondió ella, pero no dejó de arrodillarse para lamer el coño mancillado por la polla de su perro. —Proseguid, señora, me interesáis —suspiró ésta—, chupadme bien el capullo y metedme un dedo en el agujero del culo mientras me introducís el pulgar en la vulva, lo adoro… —La chiquilla irá lejos —aseveró Julien, superado por semejante salacidad juvenil… —Ya se ha pasado de rosca — masculló Christine, ejecutando sin embargo su lúbrica plegaria. Era la primera vez que metía la lengua entre los muslos de una chica, y aunque el coño de ésta estuviera perfumado por leche canina, degustó aquella extraña suavidad que la hacía humedecerse de nuevo. De modo que, cuando el bello Arsène, excitado por la locura ambiental, le metió de nuevo la polla en el conejo, no tuvo dificultad alguna en penetrar hasta el fondo de la vaina vaginal. Isabelle, agradecida, gemía como una loca con la boca llena del pene, hinchado de nuevo, del parisino. Aquel gran pijo la tentaba hasta el punto de que, en un momento dado, levantó el rostro para preguntar si podía sentarse encima. —Con mucho gusto, querida niña — respondió Julien—, precisamente iba a proponértelo. Repitiendo los gestos de su amiguita, instaló su almeja sobre el erguido dardo y, cosquilleándose un poco el conejo con el extremo carmesí, se dio algunas caricias circulares en torno al capullo, que le arrancaron hermosos lamentos de amor, pues le gustaba aquel tipo de premisas. Luego, insensiblemente, hundió la estaca en la húmeda caverna, hizo temblar los labios mayores de su sexo alrededor del glande prisionero de su calidez y, luego, bajó por completo su culito para empalarse hasta las cachas. Marión había vuelto a acariciarse contemplando a las dos parejas que se empitonaban. Arsène, que jodía a Christine por detrás, le pidió que le magreara los huevos, y ella lo hizo con gran amabilidad pues le parecía estupendo. Mientras las pequeñas bolas se agitaban en sus manos, pasó un dedo por la raya de las nalgas de la dama y hundió una osada falange en el agujero de su culo. Christine respondió con un gemido de placer y la estrecha vaina de su ano virgen se cerró, voluptuosamente, sobre aquel índice bribón que le mostraba una nueva alegría de vivir. El dorso de su mano activa se hallaba entonces aprisionado entre los hermosos globos nalgares y el velludo pubis del jodedor, que se activaba con frenética celeridad. Aquella sensación hizo que el mejillón le hormigueara de nuevo y, abandonando a la pareja, fue a aplastarlo sobre la boca de Julien, al que le pareció de perlas. Se hallaba así frente a Isabelle y las dos muchachas, locas de estupro, volvieron a gozar una vez más, al mismo tiempo, mientras se chupaban con ardor la lengua. La leche del parisino inundó el conejo de la joven castellana mientras el joven castellano soltaba la suya en la almeja de la parisina. Así, todo el mundo estuvo contento y los chorros de aquellos orgasmos simultáneos fueron la traca que coronaba aquel hermoso castillo de fuegos estival. 7
CHRISTINE y Julien habían alquilado
una casita de campo muy cerca del bosque. Arsène, invitado por la mujer, fue a la mañana siguiente de la memorable sesión silvestre. Christine no había dicho nada a su esposo. Conociendo su afición a los paseos por el bosque, en busca de algunas criptógamas, sabía que no regresada antes de la hora de comer, con una bolsa llena de extrañas setas que sería necesario limpiar para hacer con ellas un plato. Podía estar perfectamente tranquila pues él, por su lado, había citado en secreto a Isabelle y Marión en el mismo lugar donde habían celebrado la improvisada fiesta de la víspera. Brutus le acompañaba, saltarín, sin saber que formaba parte del programa de festejos. Las niñas llegaron en la carreta de la borrica, fieles a la cita. Se besaron como viejos conocidos y, sin más ambages, Brutus olisqueó bajo las faldas de las mozas, sintiendo que tenía allí de qué satisfacerse, pues los cuadrúpedos caninos están dotados de gran memoria. El caballero de París propuso que sortearan, a la pajita más corta, a cuál de las dos iba a joderse primero, debiendo la otra, como es lógico, contentarse con el perro. A Isabelle se le ocurrió entonces tomar tres briznas de hierba, para hacer las veces de pajitas, pidiéndole a Julien que participara también del sorteo. —Pero ¿qué haríais si yo perdiera? —preguntó éste. —Tendríamos el perro —replicó la pequeña aristócrata. —¿Y yo? —Vos podríais follar con la borrica… Aquella salida verbal le divirtió mucho, pues demostraba que la moza iba salida… y no precisamente de verbo. Pero la viciosa Isabelle le confesó lo que había ocurrido antes de su llegada al claro con Brutus, relatando también que no era la primera vez que el bello Arsène se pasaba por la piedra a Cadichonne. Al parisino le divirtió mucho aquella perversidad infantil, pero cometió el error de tentar la suerte, pues perdió en el juego. —Ah, no, de ningún modo —gritó —, no joderé con una burra… —Maricón el que no cumpla — exclamó Isabelle—, debéis meterle la polla en el culo u os quedaréis sin nuestras almejas… —Jamás de los jamases, no sabéis quién soy… Por toda respuesta, Isabelle desunció la hermosa burra y, magreándole la grupa, le levantó la cola para mostrar que tenía ya la vulva húmeda, acostumbrada como estaba a recibir en aquel claro alguna golosina sexual. —Sois unas verdaderas guarras — protestó Julien—, no lo haré. —Peor para vos, nosotras nos divertiremos con Brutus y si nos tocáis gritaremos que nos estáis violando, ¿Y qué cara pondríais sentado, como un tonto, en el banco de los acusados? —Además —añadió Marión—, si quisiéramos podríamos decir que nos habéis obligado a dejarnos empalar por vuestro perro, para aprovecharos de nosotras; ¿imagináis adonde podría llevar todo eso…? —Bueno, de acuerdo —repuso el pobre tipo—, no os tocaré puesto que he perdido a la paja más corta, pero tampoco tocaré a vuestra jodida borrica, eso no estaba previsto en el juego. —Reconozco que era un juego jodido —dijo Isabelle—, pero de todos modos os hemos dado pol culo… —Reconozco —repuso él —que sois unas zorras de mierda. —Bueno, no nos andemos por las ramas —decidió la pequeña castellana —; nosotras vamos a magrearnos un poco en plan tortillera, eso os dará ganas de hacer los honores a Cadichonne. —Sois unas guarras —rugió Julien fuera de sí. —Naturalmente, señor parisino, y como tal actuaremos… Las dos chicas se abrazaron, de pie, ante la mirada del hombre, y se dieron sus bocas, agitando ante él la lengua para excitarle. Luego, Isabelle arremangó las faldas de Marión y metió su grácil manita en la descubierta entrepierna, levantando con delicado dedo el borde de las braguitas de algodón blanco, para mostrar la negrura de los pelos púbicos, en cuyo centro la almejita de la perversa niña formaba un rosado trazo vertical. —Zorras —masculló el hombre locamente excitado por lo que veía—, podéis seguir, soy un buen público. Entonces Marión levantó, a su vez, las faldas de Isabelle y su mano se introdujo entre los muslos desnudos para palpar su intimidad. Entre dos profundos besos, las excitadas chiquillas se palpaban las tetas, que aparecían, libres, bajo sus desabrochadas blusas. Sus pequeños culos se habían puesto en marcha y reproducían los rítmicos movimientos del coito. Gemían amablemente, diciéndose marranadas sin cuenta. —Cáscamela bien, guarra, tócame el capullo, estoy a cien… —Y yo a doscientos, marrana; voy a darte gusto, estás muy mojada, deja que te empitone el conejo… Brutus, sentado sobre los cuartos traseros, ante los manejos de las chiquillas aguardaba tranquilamente que le llegara el turno. —Tiéndete —le dijo Isabelle a Marión—, te lameré mientras el perro me jode… Lo hicieron así en un abrir y cerrar de ojos o, mejor, en un abrir y cerrar de piernas, sobre la hierba del claro por el que, afortunadamente, nunca pasaba nadie. Las dos jóvenes zorras habían arrojado al suelo sus bragas e iniciaron, así, el proceso del programa anunciado. En cuanto Isabelle estuvo a cuatro patas, metiendo su hocico en la entrepierna de Marión, el perro se levantó para ventear su trasero. Luego, con la mayor naturalidad del mundo, trepó sobre ella y le hundió la larga legumbre de carne roja en lo más profundo de la vulva. —Ya me ha jodido —suspiró Isabelle—, qué gusto me da… Me gusta su gran polla, ¿meteréis vos la vuestra en el coño de la borrica o no? Empalmado como un toro semental, el hombre había descubierto su instrumento. —No sé cómo hacerlo —suspiró—, nunca lo conseguiré. —Os ayudaremos —dijo Marión. Presa de un súbito frenesí lúbrico, Julien las vio levantarse, no sin problemas pues a Isabelle le costó librarse de la polla del perro que, ahora, le pisaba los talones, babeando y gruñendo de deseo, con el hocico husmeando su culito. La muchacha fue a buscar la burra, que pacía tranquilamente en el prado, la llevó luego hacia el tocón que había servido para los primeros coitos bestiales. —Subíos ahí, señor Julien… Con la polla que tenéis, Cadichonne va a estar muy contenta… Refunfuñando pero, de todos modos, divertido ante tanta perversidad infantil, el hombre lo hizo y aguardó la grupa que reculaba al encuentro de su venablo. Marión levantó la cola del animal y dio la orden de ejecución. —Vamos, metédsela. Presa de una especie de locura erótica, Julien lanzó una blasfemia, tomó al animal por los flancos y le hundió su gran chirimbolo en el conducto vaginal, extrañándose del infinito bienestar que experimentó entonces. —Es mucho más caliente que una mujer —suspiró—. Podéis vestiros, señoritas. Viendo que la cosa comenzaba bien, las dos zorras, por el contrario, se desnudaron y cuando estuvieron en pelotas, se revolcaron en la tierna hierba, gualdrapeadas, chupándose mutuamente el coño. —¡Hijas de puta! —exclamó el parisino—, cuando pienso que me hacen follar con una burra… De todos modos, acabó gozando pues, con sólo contemplar las dos ágiles lenguas que se agitaban sobre los rosados capullitos que asomaban la nariz entre los sedosos pelos de las niñas, logró una espléndida eyaculación que inundó la vaina sexual en la que se había agitado frenéticamente. Satisfecho pero muy confundido, no sabía qué hacer con su instrumento, pues no se le aflojaba a causa del lúbrico cuadro que tenía ante los ojos. Marión, de rodillas, chupaba la almeja de Isabelle, con los muslos abiertos y los pies en el aire, mientras Brutus, sintiendo que su hora había llegado, trepaba sobre el cuerpo de la joven campesina y le hacía los honores, por decirlo de algún modo, de su gran venablo canino rebosante de salud. —Mira, Julien —suspiró Isabelle al borde del orgasmo—, le está rellenando el coño, su polla la hará gozar. —Preferiría que fuese la mía — murmuró el pobre hombre manoseándose el instrumento. —Un poco de paciencia, amigo; mientras, si eso puede distraeros, metédmelo en la boca, no sé qué coño hacer con la lengua. Julien se arrodilló, apartando los ojos para no ver las dilatadas pupilas de su perro, que le miraban mientras estaba cubriendo a Marión. Acarició la suave cabellera de ésta, que se derramaba sobre el vientre de Isabelle mientras ésta, tras tomar la picha con sus manos, se la metía glotonamente en la boca para chuparla mientras la chupaban. La sorbió con pasión, y con gran lujo de gluglús, haciendo girar su lengua alrededor del glande y propinando pequeños lengüetazos a la sensible membrana llamada frenillo del prepucio, vaya usted a saber por qué, pues sabe Dios que no frena nada de nada, muy al contrario. Se abandonó él a la euforia que se apodera de los hombres cuya polla se encuentra en la boca de una buena mamona pero, de pronto, Marión, rellenada hasta las cachas por el perro, comenzó a aullar de gusto y Julien estuvo a punto de soltar su esperma. Afortunadamente, la ardiente Isabelle soltó la prenda, para tratar a su amiga de zorra mientras contemplaba cómo saltaba por los aires. Luego, cuando el perro puso las cuatro patas en el suelo para descansar de aquella excelente sacudida, Marión lamió, a su vez, el garrote del dueño, mezclando la lengua con la de su joven cómplice, y para él fue maravilloso ver a aquellas dos zorras besándose por encima de su polla mientras unas delicadas manilas le manipulaban los cojones. Se las pasó a ambas por la piedra, una tras otra, comenzando por Isabelle, pues consideró que Marión había tenido ya su ración de picha en el coño gracias a los servicios de su compañero cuadrúpedo. Luego, cuando ésta le limpió la leche que tenía encima, la polla volvió a empalmarse alegremente y le propinó un memorable revolcón, que la hizo gozar mientras gritaba ante los lúbricos ojos de su compañera que, por su parte, volvía a manipularse el clítoris. Cuando Julien regresó a casa, agotado, con la bolsa de las setas vacía, encontró a su mujer tendida en un sofá, absolutamente agotada por los dementes asaltos que le había dedicado Arsène, cuya polla sentía una feroz avidez por su conejo. Le confesó ella su traición, le contó él la suya omitiendo, sin embargo, el episodio de la burra, que le parecía algo infamante. —¡Qué puercos somos! —comentó Christine—. Dame tu polla para que la chupe, necesito volver a excitarme… — y tendiéndose a su lado, él abrió su bragueta y la mujer la chupó hasta conseguir una descarga. En plena boca, claro está, pues había aprendido a tragarse aquella delicada sustancia viril. —Y ahora a descansar —dijo al regresar del cuarto de baño, tras haberse lavado la boca. —Tienes razón —suspiró él—, esas cosas no son ya para gente de nuestra edad… —De todos modos, están muy bien —murmuró Christine recordando los pistonazos que le había propinado el bello Arsène con un vigor juvenil al que no estaba ya acostumbrada.
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El hombre propone, o tal vez la mujer…
y Dios dispone… o tal vez Satán. A la mañana siguiente, saliendo de nuevo en busca de setas, dieron con Marión, que se paseaba en bicicleta por el bosque. La moza llevaba unos pantaloncitos blancos, regalo de Isabelle, y la visión de sus redondos muslos enrojeció inmediatamente el rostro del parisino. —Qué contenta estoy de veros — zalameó la niña bajando de la bici—, ¿han encontrado alguna seta? —Bah, no es que haya muchas — suspiró Christine. —Venid conmigo, os mostraré un lugar donde encontraréis algunos boletos… Mi abuelo me lo enseñó. A partir del mes de julio, el vejestorio no come más que eso, pero como los fríe con ajo, le canta el gaznate y me asquea cuando me mete la lengua en la boca… —¿No te da vergüenza que tu abuelo te meta la lengua en la boca? —Bueno, así son las cosas y así hay que tomarlas. Afortunadamente, ya no se le empina, de lo contrario me metería el pijo en la almeja, le basta con que se la mamen… Y es desagradable porque su polla parece una zanahoria podrida… —No creo lo que estoy oyendo — suspiró Christine—, ¿en qué mundo vives, pobre niña? Los parisinos no son tan asquerosos. —Pues el señor Julien bien que se la metió a la borrica de Isabelle… —¿Julien? ¿No es posible? —Lamentablemente, sí —respondió el hombre agachando la nariz—. ¿Qué quieres?, esas dos guarras casi me obligaron a ello… —Me asqueas, eso es demasiado… —No os lo toméis tan a pecho, señora Christine, a Isabelle y a mí el caballo de su papá se nos corrió en la cara. Una más o una menos… —No comprendo que pueda hacerse eso con los animales, es algo que me supera —afirmó Christine. —Pues bien que os excitabais cuando me follé a vuestro perro…, estuvo bien, ¿verdad, Brutus? Miradle, ya está olisqueándome el culo; el muy marrano sabe de qué va la cosa… —¡Tiéndete! —ordenó Christine al gran perdiguero, que agitaba su cola cortada, mientras la que tenía, y entera, bajo el vientre mostraba la roja cabeza fuera ya de la ganga. —Tiene ganas, Christine —suspiró Julien—. Y si a Marión le gusta, ¿por qué privarle? —¡Ah, sí por ti fuera…! —murmuró la parisina acurrucándose, de todos modos, contra su esposo, signo evidente de su conmoción. Instantes más tarde, Marión, a cuatro patas en las amarillentas hojas, sufría una vez más los asaltos del perro mientras Christine le cascaba, frenéticamente, una paja a su marido, excitado por el atractivo espectáculo. —Deja que te joda de pie, apóyate en el tronco de este árbol… —No, eres un cerdo. Jamás de los jamases… —Vamos, dadle gusto al conejo, señora —le alentó la perversa niña, que albergaba la polla del perro—, no hay nada mejor… De este modo, los dos esposos, tan excitados el uno como la otra, pegaron un polvo de pie entre el follaje de una gran haya mientras que, empitonada furiosamente por Brutus, Marión hacía resonar en el bosque sus dementes clamores cuando llegó el orgasmo. Satisfecho ya el perro, la niña se levantó para ayudar a la pareja de fornicadores, que seguían agitándose frenéticamente. Palpó los cojones del marido, acarició las nalgas de la mujer y, extrayendo sus pesados pechos, los mamó ávidamente, uno tras otro. Cuando ella llegó al orgasmo, le pidió que le metiera la lengua en la boca para chuparla bien mientras gozaba con la densa leche de su hombre. Tras aquel silvestre intermedio, Marión los llevó al lugar lleno de boletos que le había enseñado el abuelo. Los parisinos llenaron una gran bolsa y, para agradecérselo, invitaron a la chiquilla a comer para que los probara. Inútil es decir que la cosa concluyó en una gran cama campesina donde las dos hembras, con las piernas abiertas, se pasaron las lenguas por el coño mientras Julien se las pasaba, alternativamente, por la piedra. Así se establecieron unas excelentes relaciones que iban a tener una influencia preponderante en el destino de Marión. 8
A partir de entonces se vieron cada
día, y vivieron prácticamente juntos durante todas las vacaciones. La madre de la pequeña no se preocupaba demasiado, pues Isabelle solía participar de la fiesta. De acuerdo con Marión, le decía a su mamá que pasaba todo el tiempo con ella. El joven barón se la tiraba cada día en las escaleras del castillo y a ella le parecía muy bien. La baronesa Armande lo sabía y, de vez en cuando, a fuerza de espiar su comportamiento, le sorprendía en plena jodienda sin que la vieran. Apreciaba en gran modo el vigor de su esposo y se retiraba a su habitación para cascársela antes de ir a que la jodiera a su vez el vicario, cuyo vigor le gustaba. Las cosas iban pues a las mil maravillas. El único que se sentía frustrado era el anciano barón, al que no le bastaban ya sus libros eróticos desde que había probado los encantos juveniles de la hija de su sirvienta. —Esa querida zorra —mascullaba —, me pregunto por qué no la veo ya merodeando por los corredores del castillo. Un día le hizo esta observación a su propia nieta Isabelle, sabiendo que era su compañero de juegos, ¡y muy poco inocente! La muchacha le dijo, haciendo algunos arrumacos, que tenía trabajo fuera, con una pareja de parisinos que estaba de vacaciones, y preguntó, haciéndose la ingenua, por qué su abuelo se preocupaba por la pequeña campesina… —¡Oh, por nada! —masculló el anciano. —Mentiroso, abuelo; no está bien mentir a tu edad… —¿Qué estás insinuando con eso, tontuela? —No tan tonta, abuelo; buscáis a Marión para que os divierta sexualmente…, a mí no me vengáis con cuentos chinos… El anciano barón la miró entonces con mucha ternura. —Añoro el tiempo en que te sentabas en mis rodillas para escucharlos… —Y todavía puedo sentarme, querido abuelo… ya sabéis que sigo siendo vuestra nieta. —Ah, querida mía —suspiró el anciano cuando ella hubo puesto su culito en los viejos muslos—, no tienes ya edad para que te cuente la Caperucita… —Y mucho más —repuso la pizpireta —cuando cada vez me da menos miedo el globo… Como su abuelo comenzó a empalmarse, ella sintió contra sus nalgas el pijo del viejo que iba creciendo y, posando dulcemente la mano encima, preguntó: —¿Éste tiene también grandes orejas? —Marranita —suspiró el anciano cuando la mano infantil apretó nerviosamente la columna muy hinchada de su abuelo—, ¿sabes de qué se trata cuando hablamos del globo? —Se le ve la cola —rió la chiquilla abriendo la bragueta de su yayo. —Dios mío —suspiró el anciano empuñado por una mano firme—, apiádate de nosotros… —Le importa un comino, abuelo; lo bueno es que tú puedes empalmarte todavía —murmuró amablemente la hermosa agitando la vieja polla. —¿Te das cuenta de lo que estás haciendo, pequeña guarra? —Os casco una paja, querido abuelo… —¿Y eso no te asquea?… —En absoluto, las pollas me gustan, me excitan… —Pero la mía es muy vieja… —Pues no se nota: cuando está tiesa, no tiene arrugas. ¿Qué responder a semejante lógica? «La verdad, decididamente, brota de la boca de los niños», se dijo el viejo asqueroso, que permitió que se la menearan hasta que tres gotas de esperma brotaron en la cresta de su antigualla. Isabelle se inclinó para contemplar aquel milagro y pasó una lengua golosa por la simiente delicuescente que parecía leche aguada. —Ya te gusta, tunantuela… —Ñam, ñam —hizo la bribona poniendo los ojos en blanco para mostrar a su abuelo cómo le gustaba el zumo de sus fatigados huevos. —Qué extraordinaria zorra eres, mi pobre Isabelle, claro que tienes a quien parecerte. Tu padre se jode a la asistenta en las escaleras, al parecer tu madre se folla al vicario y yo no he sido precisamente un modelo de virtudes durante mi larga existencia. Recuerdo cuando tenía tu edad, me castigaban severamente cuando me pasaba por la piedra algún pato… —¿Patos, abuelo? ¿Y cómo lo hacías?, no es posible. —En mis tiempos, hijita, se decía que imposible no era una palabra francesa; pero no importa, por lo que se refiere a los patos es el abecé del arte. Me comunicó el modo de operar mi propio abuelo, que había participado con Bugeaud en la conquista de Argelia. Se agarra el ave, naturalmente, luego le sujetas la cabeza en un cajón y, ¡paf!, le metes la polla en el agujero de bala. Está muy bien, primero porque puedes menearla en caliente, y luego porque el ave, que intenta huir corriendo, te magrea los cojones con sus patas palmeadas. —¡Genial! —exclamó la niña dando palmadas—; ¡cuántas cosas sabéis, abuelo! —Son cosas de la edad, hija mía; me gustaría saber menos y que se me levantara más. —Pero si os defendéis muy bien, abuelo…; estoy orgullosa de vuestro chirimbolo. al decirlo dio un papirotazo al miembro, que consiguió entonces hincharse una pizca. —Si me la mamas un poco, pequeña, creo que tendrá mejor aspecto. —De acuerdo, adoro sentir una picha que se hincha entre mis labios… La bribona se inclinó de nuevo para tomar en su boca la babosa geriátrica del viejo verde. Éste había metido las manos en su blusa para palpar las hermosas tetas con sus viejas y largas manos aristocráticas, de las que la izquierda llevaba un anillo de oro con el escudo de armas de la familia. Cuando hubo disfrutado pellizcando los pequeños pezones tiesos, mientras la chiquilla le mamaba el venablo, el barón metió una mano bajo las enaguas y tocó las bragas en el lugar donde se habían humedecido. —Te gusta, marrana; tienes las bragas mojadas. La pequeña hizo «han, han», asintiendo con ligeros movimientos de cabeza, lo que significa «claro» en lenguaje de mamona. Prosiguiendo sus investigaciones por el húmedo valle adornado con sedoso vello, el viejo marrano halló el clítoris de su nieta y pudo comprobar que estaba muy rígido e hinchado, justo para una hermosa paja familiar. Su índice, algo retorcido a causa de la gota, actuó de todos modos con bastante agilidad y, muy pronto, la chiquilla dejó oír un profundo arrullo gutural, mientras seguía tocando la flauta en el utensilio del achacoso, que no estaba todavía para tirar, pues se había empalmado mucho. Cierto es que la pequeña lengua que se encargaba de él comenzaba a saber de qué iba la cosa, gracias a las lecciones de Arsène y a los últimos ejercicios practicados con el grueso miembro del parisino. Cuando el viejo, cansado de la paja, metió su dedo en las profundidades de la vulva, encontró tal inundación, que se le ocurrió la idea de meter allí su vieja polla, que se adaptaría muy bien a aquel entorno acuoso. —¿Te gustaría sentarte un rato sobre mi antigualla, que se ha puesto dura? — bromeó obsceno. —Claro que sí, yayo; tengo incluso muchas ganas. —Ya veo que nos entendemos bien, ratita; por el trabajo que te tomas, añadiré en mi testamento un codicilo a tu favor. —Sois muy bueno, abuelo, no os he hecho algunas caricias con doble intención; con codicilo o sin él voy a sentarme en vuestra polla porque tengo el coño ardiendo… —Me turbas —bromeó el viejo verde, que apreciaba mucho las desenvueltas maneras de la guarra de Isabel. —Se me ocurre una idea —exclamó ésta quitándose las bragas—, abriré el primer cajón de esta cómoda Luis XV, meteré la cabeza dentro, vos me la sujetaréis y me joderéis como si fuera un pato… —¡Ah, es un invento maravilloso! — se entusiasmó el barón, que siguió a la desvergonzada moza por toda la habitación, hasta llegar a la cómoda donde pusieron en práctica inmediatamente la cosa. Una vez que la rubia cabecita quedó atrapada en el rajón, el yayo le arremangó las faldas a su nieta, dándole primero gusto a las manos en los hermosos globos nalgares completamente desnudos, guiando luego su antiguo venablo, que estaba en plena forma, hacia el rajado fruto de su carne infantil. —¡Ah, abuelo, noto vuestra polla! Qué gusto da cuando me la metéis… —Tómala, guarra de mi corazón, voy a darte un buen revolcón como a los pobres patos de antaño. —¡Mmmm!, qué gusto, voy a lustraros los cojones con mis patitas. Lamento no tenerlas palmeadas, pero pongo la mayor buena voluntad… —La buena voluntad es lo importante —gruñó el asqueroso vejestorio—, sobre todo en los asuntos del culo. Y al decirlo palpaba con avidez aquella interesante parte carnosa y, mientras se divertía separando sus lobos, cosquilleaba con travieso dedo la oscura circunferencia, que se estremecía bajo aquella uña tan pulida como bribona. —Podéis metérmelo dentro, abuelo, no tengáis vergüenza; adoro que me metan un dedo en el culo cuando me están jodiendo. —Ah, qué cuidado vocabulario es el tuyo, hija mía; me parece escuchar a una de tus antepasadas en tiempos del Bien Amado. Tras haberse chupado la yema del dedo, volvió al punto crucial y, tras dos o tres intentos, consiguió que entrara hasta las cachas. —Tu negro bombón ya es mío — exclamó tras sus bigotes de foca. —Sacudidme el agujero del culo, querido abuelo, porculizadme con fuerza mientras me deshollináis la almeja; voy a pegar una buena corrida. —Qué bien me acaricias el pijo con tus músculos de zorra, pequeña; tienes buena madera, realmente estás dotada para el asunto. —Llenadme bien, abuelo, repicad en el fondo de mi conejo, adoro los golpes de polla… Mmmm, qué guay… tu dedo, cerdo, menéalo en mi culo…¡Ah, lo noto… me porculizas! Encantado por aquel inesperado tuteo, el vejestorio puso mayor celeridad en empitonar a su nieta, y ésta no tardó en gemir dando con el culo golpes, cada vez más fuertes, en el vientre de su abuelo. —Voy a correrme, no te pares, ya voy… —¡Ah, divina guarra! Creo que voy a honrarte aún con una buena descarga de leche… —Jodedme, abuelo… sí, así, a fondo… Venid a gozar en lo más profundo… sí… en el fondo… ah… sí, sí… ¡han, han! Soltó unos «han» más prolongados y se zambulló en un enloquecido orgasmo. Los sobresaltos de su cuerpecito provocaron la eyaculación del vejestorio, que gruñó como un cerdo mientras se libraba de su esperma. Pero la sacudida había sido excesiva para un tipo de su edad. Se llevó la mano al corazón y vivió unos minutos de espanto ante sus acelerados latidos, preguntándose si sus huesos podrían soportar el golpe. —Soltadme la cabeza, abuelo, no vais a dejarme reventar como un pato al que le habéis dado por el culo… como los valientes del mariscal Bugeaud… Como no respondía y seguía sin moverse, la niña sintió miedo y tiró violentamente de sus cojones, lo que tuvo por efecto devolver al barón a la realidad. —Vas a arrancármelos, jodida, suéltalos de una vez, pero ¿qué significa eso? —¡Uf! —dijo ella cuando se hubo librado de su cárcel dieciochesca—, he estado a punto de espicharla… —Y yo también —suspiró el anciano con la mano en el corazón—, la próxima vez te empitonaré tendido en el sofá, será más prudente… Ha faltado un pelo para que te encontraras con un cadáver en el coño… —Qué apasionante comienzo para una novela policíaca —exclamó la chiquilla poniéndose las bragas… —¡Pero qué fin para un barón! — suspiró el vejestorio. 9
AUNQUE muy acaparada —y bien
puede decirse —por los parisinos que querían verla cada día para gozarla, la pequeña Marión no pasaba jornada sin ir a ver a su amiga Isabelle, por la que sentía cierta debilidad. Se contaban sus extravíos paseando, cogidas del brazo por el gran parque solitario y protegido del sol por las altas copas que le daban su encanto. Al fondo del parque, un prado cercado por barreras blancas estaba reservado a los pocos animales de la granja. Algunas vacas pacían allí serenamente, sólo turbadas por los tábanos, de los que se libraban, a duras penas, azotándose los lomos con la cola. Había también media docena de cabras que ramoneaban los matorrales y tenían más inconvenientes que ventajas, pero el viejo barón quería conservarlas porque le gustaba mucho su leche, de la que en el desayuno tomaba un gran bol caliente y recién ordeñado, y no habría terminado una comida sin degustar uno de aquellos suculentos quesitos blancos que le eran presentados sobre grandes hojas de parra. Thomas se ocupaba de todos esos animales. Obtenía de ello ciertas ventajas en especies pues, comenzando por uno mismo la calidad bien entendida, gozaba de los quesos de cabra que le gustaban tanto como al viejo señor. Utilizaba también aquellas pequeñas criaturas con cuernos para fines que la moral reprueba, pero así había sido siempre. Que el barón recordara, nunca había existido doméstico alguno que no empitonase alguna cabra. Thomas no había faltado a aquella excelente tradición. Cierto día que Isabelle y Marión se paseaban junto al cercado, su atención fue atraída por unos intempestivos y repetidos balidos que turbaban el silencio de la campiña adormecida al sol. Habiéndose acercado sin segundas intenciones, descubrieron a Thomas, que se la estaba metiendo a una pequeña cabra gris detrás de un matorral. —No es sorprendente que bale así —exclamó Isabelle—, debe de hacerle mucho daño con su enorme salchicha blanca… —Y un huevo, querida, grita de placer, eso es todo, de lo contrario huiría; mira qué bien responde con los lomos a los golpes de la polla de ese mastuerzo. —No nos dejemos ver, Marión, pues el muy cerdo querrá jodernos como el otro día… —Tal vez eso te hiciera tanto bien como a la cabra, ¿no crees, guarra de mi corazón? Puesto que Marión le magreaba amistosamente las nalgas mientras profería tan insidiosa observación, Isabelle se levantó las enaguas para que la mano de la amiga pudiera entrar en contacto directo con sus globos nalgares… —No lo sé, querida, la última vez me hizo mucho daño con aquel gran chirimbolo tan duro… Preferiría contemplar la sesión con la cabra, la cosa me parece cojonuda, ¿a ti no? —Sí, a mí también, y además, tratándose de cojones, comienzo a motivarme… Si no me crees, puedes comprobarlo. Como también se había arremangado, Isabelle le echó mano a las bragas y acarició su capullito, muy hinchado efectivamente y dispuesto ya para la paja. —Casquémonosla, querida, mientras contemplamos —suspiró Isabelle tomando la mano de Marión para metérsela entre los muslos. —¡Cómo la está poniendo! — suspiró ésta metiendo su dedo en el conejo de su compañera. —A esta velocidad, querida mía, no tardará en llenar de leche la almeja de la cabra. —Me gustaría verlo más de cerca… tengo ganas de gozar… menéamela bien, me da gusto en el coño… me gusta… —También a mí me gusta; dame la lengua para chuparla mientras nos masturbamos, es bueno… —Mmmmm… mum… mmmmmm… —dijo Marión hurgando en la boca de Isabelle. Las pequeñas no se equivocaban. Efectivamente el zumo de los cojones de Thomas estaba corriendo ya hacia la salida de su enorme instrumento hundido en el sexo encantador del animal… Soltó un buen gruñido y hundió hasta las cachas su instrumento viril mientras éste soltaba chorros de crasa simiente en la vaina sexual de la cabra. —Cagüendiós, qué gusto —masculló el joven monstruo—; me sentiré más ágil para ordeñar a esas marranas, ahora que me he librado de mi exceso de crema fresca. Pero cuando extraía su enrojecida polla de la casa encantada donde tanto se había complacido, el parloteo de las dos chiquillas llegó a sus oídos. Cuando se volvió, apesadumbrado, metiendo su enorme venablo en los pantalones mugrientos, comprendió que las muy zorras de aquellas niñas lo habían visto, sin duda, todo, pero no por ello dejó de saludar cortésmente levantándose la gorra de lona blanca. —Buenos días, señoritas, no es frecuente veros por aquí… —No tenemos nada que hacer — repuso Isabelle… —Bueno, yo tengo que ordeñar todos estos animales, y eso no va a hacerse solo… —Claro que has comenzado por lograr que te ordeñaran, guarro —se rio Marión—, espero que haya sido agradable… El mozo bajó la cabeza, apesadumbrado, y tomó su cubo para colocarse junto a una cabrita que le miraba con ojos estúpidos pero en los que podía leerse no sé qué agradecimiento. —Te han preguntado si ha sido agradable —repitió Isabelle… —Bueno —dijo el hombre—, puesto que lo habéis visto todo, no vale la pena perdernos en discursos, no hay demasiado que decir… —¿Jodes a menudo con las cabras… guarro? —Bueno, cada vez que la cosa me da picores; no siempre tengo una hermosa chica que echarme al coleto, como aquella vez en las cuadras, ¿no lo recordáis? —Te dije que no volvieras a hablar de ello… —Y no lo habría hecho si no hubierais charlado vos la primera… —Sabe que nos divierte charlar de eso, como tú dices; no te enfades por tan poco, Thomas, nada te reprochamos, muchacho —suspiró Isabelle mirando la bragueta que el mozo no había tenido tiempo de abrochar. Como no llevaba calzones, podía verse el nacimiento de su blanco cilindro que emergía de una mata de negro pelo. Se hizo el silencio cuando Marión miró a su vez la abertura del pantalón de tela. Molesto, Thomas metió delante su mano y balbuceó algunas excusas. —No he tenido tiempo de abrocharme, no os burléis… —No nos burlábamos, estábamos mirando; aparta la mano… Entonces, excitado por la persistencia con que las dos chiquillas le miraban el bajo vientre, Thomas volvió a empalmarse y sacó su pene del escondrijo, exhibiéndolo a pleno sol con su rutilante y gran cabeza roja. —Si es eso lo que queréis ver, pues bueno, ya estáis servida —rió sacando los cojones como propina. —Un buen bocado —suspiró Isabelle… —Para comérselo —añadió Marión, cuyas rojas mejillas revelaban su emoción. —Pues no hagan cumplidos, si les aprieta el gusanillo —bromeó, no sin humor—; yo, cuando eso me sucede, voy a comer un bocado. Sin decir la menor palabra, aquellas dos hambrientas de sexo dieron un paso hacia delante, de común acuerdo, y sus manos se tendieron hacia la columna de carne. —No os peleéis, habrá para ambas —murmuró el campesino viendo como entrelazaban sus hermosos dedos alrededor de su enorme polla. Aunque el miembro era más bien corto, las manos eran pequeñas y hubo, en efecto, bastante para las dos. Las de Marión tomaron la base peluda y las de Isabelle se cerraron sobre la descapullada cabeza. Las presiones de aquellos dedos encantaron al tipo, que comenzó a suspirar con mucha fuerza. —¿Será que deseáis darme gusto, amables señoritas?… En ese caso, mejor será que nos pongamos a cubierto en aquel bosquecillo, de lo contrario podrían sorprendernos y eso daría al traste con nuestros esfuerzos… Las mozas asintieron siguiendo al doméstico, que les condujo tras unos matorrales bastante tupidos y, cuando se instaló allí con el culo en la hierba, se colocaron a su lado, arremangándose ambas para no manchar sus hermosas faldas de verano. Viendo sus muslos desnudos y sus redondas pantorrillas sobre los calcetines blancos, Thomas se empalmo más todavía y, señalando su polla, declaró con voz algo quebrada: —¿Quién es la primera, señoritas? Isabelle, la más hambrienta de ambas, pues Marión acababa de terminar una memorable sesión con Christine, Julien y Brutus. Isabelle, pues, siempre deseosa de tener una buena polla en la boca, se inclinó para comenzar la mamada que la suerte le ofrecía en tan agreste decorado. Mientras que sus labios, convertidos en anillo, subían y bajaban por aquella asta, la mano de Marión se dirigió a la entrepierna del muchacho para palparle los testículos. —¿Te gustan mis grandes huevos, Marión? —Son tan pesados como melones — se rió ésta tomándolos en la palma de su mano. Sin embargo, deseosa de hacerla participar en aquel juego perverso, Isabelle dejó salir de su boca el grueso capullo violáceo y, en vez de fingir que tocaba el saxo, imitó el estilo de una tocadora de ocarina, mimando el instrumento de costado e invitando, con un gesto, a su amiga a titilar el otro lado de la verga. Ésta lo hizo, claro está, pues de todos modos lo deseaba, pese a las recientes satisfacciones que había concedido a su carne en casa de los parisinos. Las pequeñas y ágiles lenguas subían y bajaban a lo largo de aquella columna en erección y se reunían, mariposeando en torno a la roja punta. Era un ejercicio especialmente estimulante para el macho, tanto como apasionante para las dos jóvenes zorras. Sin saber qué hacer con sus manos, el bueno de Thomas creyó oportuno meterlas entre los muslos abiertos de las dos muchachas, donde sus torpes dedos comenzaron a palpar la reveladora humedad de las bragas. Isabelle apartó la suya para facilitar el acceso a su botoncito y el dedo hizo lo que pudo para satisfacer el deseo que hinchaba la hermosa perla rosada, mientras la otra mano, desesperando de conseguir el mismo resultado en Marión, cuyas bragas eran demasiado estrechas, se cerraba con ardor sobre el hinchado monte. Aquellos felices tocamientos excitaron tanto a las niñas que ambas sintieron deseos de joder, algo absolutamente normal a fin de cuentas. Isabelle, como siempre, fue la primera en quitarse las bragas y, tras empujar el torso del varón para que tendiera en la hierba, lo cabalgó y, empuñando su enorme estaca, se la metió en el coño gimiendo de lúbrica felicidad. Viéndola empalada en aquel pijo adornado con un hermoso par de velludos cojones, Marión se libró a su vez de la molesta ropa interior y la arrojó a la hierba, donde formó una hermosa mancha rosada junto a las bragas azules de la bella Isabelle. Precisamente cuando ésta comenzaba a acelerar los movimientos de su culito, Marión, siempre servicial, hundió allí un dedo, lo que excitó más aún a la chiquilla. —Sí… Oh, sí… porculízame, guarra, mientras su gran polla me jode, me darás gusto en el culo mientras descargo con el conejo. —¡Lo que hay que oír! —murmuró el mozo, cubierto de sudor. La zorra de la señorita le había arrancado, literalmente, los botones de su camisa para poder meter las gráciles manos en el abundante vello que adornaba su pecho. Aquello le excitaba mucho a la zorra, que le pellizcaba los pezones apretando los dientes de placer. De pronto, comenzó a gritar sin contenerse. Por fortuna, no había ni un alma por la vecindad, pues sus gritos se habrían escuchado a doscientos metros a la redonda. —¿Qué pasa… qué tiene? — murmuró Thomas, a quien la intempestiva manifestación le había cortado el impulso. —¿No ves que está gozando, tonto? —se rió Marión hundiendo su dedo hasta las cachas en el agujero del culo de su compañera, sacudido por los estremecimientos de los espasmos lúbricos. Luego, como se sintiera prodigiosamente interesada por aquella jodienda, no vaciló ni un segundo, se metió el dedo en el coño y frotó con fuerza sus buenas mucosas, para darse placer también. Se había desabrochado la delgada blusa para liberar una pequeña teta, que acariciaba con la mano izquierda mientras la derecha se agitaba entre sus muslos. Pero los dementes sobresaltos de Isabelle habían acabado calmándose y, viendo que su compañera se masturbaba, le indicó con la barbilla el pijo, siempre triunfante, del apuesto mozo de cuadras que seguía empalmado como un caballo. —Acaba ahí, querida, yo ya me he puesto las botas —murmuró secándose el conejo. —Que venga —gritó Marión abriendo los muslos—, que me la meta, estoy dispuesta a recibir su enorme polla. Thomas contempló el abierto compás de aquellos hermoso muslos juveniles, entre los que brillaban los acogedores labios de un adorable coñito. Pronto se puso en posición sobre aquellos esplendores ofrecidos a su salacidad y, sin ni siquiera dirigir la hinchada verga, la metió en el coño de la pequeña campesina. —Toma eso —masculló mientras comenzaba el pistoneo. —Ya lo hago —replicó la chiquilla, excitada—; y es un gusto… El abrazo fue rápido. El hombre tenía ganas de gozar, la moza también. Los vaivenes de la gran picha en el coño inundado de licor no tardaron en producir el orgasmo en la joven Marión, que lanzó gritos de placer echando las piernas al aire por encima de los lomos de su jodedor. Éste, loco de estupro, había abierto la boca para lamer el rostro de su consentidora víctima, y su lengua paseaba tanto por los labios como por la nariz; resoplaba como un buey, chorreando sudor, y comenzó a goza i inundando la vagina de la pequeña con su esperma pesado y abundante. —¡Qué bueno ha sido! —dijo simplemente algunos instantes más tarde, mientras se levantaba secándose la húmeda frente con su velludo antebrazo. Marión, aniquilada por el goce sexual, permaneció tendida en la hierba con las piernas abiertas, la almeja al viento, mientras un hilillo de leche brotaba de su cono dirigiéndose a las nalgas. Reunidas alrededor del matorral, las cabras les miraban con ojos torvos, esperando dar su leche a quien acababa de dar su simiente. Thomas recuperó el cubo y fue a ordeñar la cabra que, momentos antes, había llenado con su polla. Apaciguadas, las chiquillas se pusieron sus braguitas y le siguieron para verle ordeñar. —Te las has follado todas — preguntó Isabelle. —Claro —repuso el mozo sin ruborizarse—; al fin y al cabo, para eso son las cabras… —El abuelo me ha contado —dijo entonces Isabelle —que un legionario, que vivía en un puesto avanzado con su cabra, le dijo un día acariciándole el cuello: «Ah, sí también supieras cocinar…». Thomas, que era bastante simple, no comprendió la gracia de aquella historia y se limitó a contestar: —Son buenos animales y eso les gusta. Luego añadió, súbitamente interesado por una idea que acababa de nacer en su cerebro algo obtuso: —Decidme, mis pequeñas señoritas, ¿os gustaría ver cómo el macho cabrío de la tía Léonard monta a la cabra que yo me he jodido? —Pero ¿qué estás diciendo, mi pobre Thomas? —Sólo digo lo que es. Mañana tengo que llevar a Julie a que la monten. —Se llama Julie, qué bonito… —Así es, señorita Isabelle, pero mañana, precisamente, tendrá que pasar por la piedra porque, si he de deciros la verdad, yo no soy capaz de hacerle un cabritillo… 10
LA tía Léonard tenía un macho cabrío.
Vivía de él. Todos los propietarios de cabras de los alrededores llevaban sus animales para que los montara aquella bella muestra de la raza cabril. El macho se llamaba Théodore y olía mal, naturalmente. Pero era todo un macho, siempre dispuesto a complacer a las cabras en celo e… incluso algunas mujeres, incluida la tía Léonard. En resumen, los rumores afirmaban que aquella buena mujer, de unos cincuenta años, viuda desde haría lustros y poseedora de un temperamento que la había llevado a engañar a su esposo, cuando aún vivía, no debía de mostrarse de mármol conviviendo con un chivo en permanente erección. Pues bien, el rumor por una vez tenía fundamento y la tía Léonard, en definitiva, no lo ocultaba. Para los aficionados a lo inédito, doblaba el precio de la cubrición de una cabra para exhibirse jodiendo con el macho cabrío. Su casa estaba muy separada del pueblo y por completo aislada de las demás. Por fortuna, además, puesto que en cuanto te acercabas a ella un poderoso olor te saltaba a las narices. Unos bromistas pesados, cierto día, habían colgado de la barrera un pedazo de madera en el que habían pintado la inscripción «Villa Kepeste». La tía Léonard, que pocas veces salía, no lo descubrió y los pasmarotes se tronchaban al pasar, gritando al unísono: «¡Es el macho cabrío!». Los malos olores tienen el don de provocar la risa de los aficionados a las bromas, especialmente en el país de los galos (aunque los íberos tampoco puedan desdeñarse) y cuando a todo ello se mezcla una evocación más o menos salaz, como ocurría en el caso del macho cabrío. Las dos chiquillas soltaron la risa tapándose la nariz en cuanto percibieron los primeros efluvios nauseabundos que arrastraba una brisa favorable. Trotaban alegremente desde que habían abandonado los establos del castillo en compañía de Thomas, que llevaba a Julie con una cuerda al cuello. De vez en cuando, el animal se negaba a proseguir, no porque temiera lo que le aguardaba sino, sencillamente, para ramonear un poco de hierba al borde del camino, salpicado de margaritas y amapolas. La tía Léonard hizo una mueca al verlas llegar. —Eso no es cosa de niñas — murmuró. —Están mucho más despabiladas de lo que crees, María —se carcajeó el buen Thomas palmeándole las nalgas—, incluso piensan darte una buena propina si aceptas hacer tu número con Jules… Jules era, claro está, el nombre que tenía el macho cabrío. —¡Jamás de los jamases! —gritó la tía Léonard—; sólo lo hago delante de hombres, ni por todo el oro del mundo les enseñaría el vicio a unas niñas. —¿Ni siquiera si insisto? — preguntó tímidamente Isabelle sacando del bolso un gran billete de banco. Los ojos de la arpía brillaron de codicia, pero se empecinó. —No estaría bien por mi parte y, además, no es para ofenderos, mi pequeña señorita, pero a vuestra edad habláis por los codos y si la cosa llegase a oídos de los guindillas, ¡adiós, Jules! Thomas sabía mostrarse artero como muchos campesinos y halló la manera de arreglar las cosas. Tomó por un lado a las niñas, por el otro a la tía Léonard y les susurró al oído su plan. Se pusieron de acuerdo, pues aquello satisfacía a los tíos bandos encontrados. La tía Léonard haría su número guarro, pero sólo ante Thomas en el interior de la cabaña donde estaba el chivo; las niñas, por su parte, pasearían por el huerto y probarían unas fresas esperándole. Naturalmente, la cabaña estaba hecha de tablas mal unidas y, si las señoritas querían espiar por las rendijas, la Marie nada podría hacer para impedirlo. Dicho y hecho: minutos más tarde, la Julie fue llevada a Jules, en la olorosa cabaña cuya puerta se cerró a espaldas de Thomas y la dueña del lugar. Inmediatamente, las niñas regresaron del huerto donde habían recogido algunos fresones, muy rojos, para probarlos mientras veían aquella película de tipo bastante especial. Cuando llegaron a su puesto de observación, el macho había trepado ya sobre la cabra y la cópula estaba en su punto álgido. Era un espectáculo muy edificante. Fascinadas, las damiselas sólo tenían ojos para el inflamado sexo del animal, del que sólo veían, a veces, la base, pues lo demás, vástago básico de la operación, ejecutaba frenéticamente su trabajo en la acogedora vulva de la Julie. Ésta se mantenía como una cabra buena, con las patas abiertas, para aguantar el choque mientras Jules, agitándose como un demonio, con los ojos brillantes y los ollares dilatados, parecía una bestia del Apocalipsis. Indiferentes a esta escena, la tía Léonard y Thomas hablaban de la sequía y de su repercusión en el precio de las legumbres, aunque ni el uno ni la otra las compraran. Sin embargo, el chivo practicaba el acto breve y no tardó en caer sobre sus cuatro patas regresando, tranquilamente, a su pesebre para degustar un buen puñado de heno, pues la emoción le había despertado el gusanillo. Entonces Thomas se sacó del bolsillo el hermoso billete de banco que la joven Isabelle había puesto allí y lo tendió a la tía Léonard, que se lo metió enseguida en el bolsillo de su delantal negro. La fiesta iba a comenzar. La picha del chivo, roja y viscosa, no había entrado todavía en su funda, y cuando aquella mujerona la tomó en su mano, el animal lanzó una especie de jadeo satisfecho. La hembra humana tenía, sobre las de su raza, la ventaja de tener dedos capaces de acariciarle delicadamente el instrumento, y al bueno del animal le gustaban aquella clase de mimos. —Marie, estás consiguiendo que vuelva a empalmarse —se rió Thomas tocándose la bragueta. —Lo que hay que hacer hay que hacerlo —respondió seriamente la tía Léonard. Luego, cuando consideró que el animal estaba ya dispuesto, inclinó el torso hacia delante para sujetarse con una mano a uno de los barrotes del pesebre, mientras con la otra se arremangaba rápidamente hasta los riñones, descubriendo su enorme grupa redonda y desnuda, pues nunca llevaba bragas. Eso le evitaba tener que quitárselas para mear y permitía que Jules la empitonara, cuando el uno o la otra lo deseaban. —Qué curioso —observó Isabelle —, tiene los pelos del coño negros aunque sus cabellos sean blancos… —En cualquier caso —murmuró Marión—, al chivo parecen gustarle, mira como mete el hocico dentro, diríase que va a pastar. Era, en efecto, lo que estaba haciendo, aunque en sentido figurado, ni más ni menos como un tipo que ramoneara un conejo. Con el de la tía Léonard tenía mucho trabajo, pues sus labios sexuales colgaban como anchas escalopas entre las que iba y venía la lengua de aquel animal cornúpeta. Sin preocuparse de los ojillos brillantes que espiaban por los intersticios de las tablas de la choza, Thomas había sacado la polla de su bragueta y se acariciaba suavemente, mirando el enorme culo de la Marie. Isabelle se había metido la mano entre los muslos, imitada enseguida por Marión, y las dos damiselas habían comenzado a cascarse, amablemente, una paja. Satisfecho por su cremosa degustación, el chivo se levantó de pronto sobre sus patas traseras y, agarrando a la tía Léonard por las caderas, comenzó a mover los cuartos posteriores, con la polla erecta como una espada flameante y dirigida hacia el negruzco coño del que colgaban los grandes labios de carne. —¡Vamos, Jules! —gritó Thomas obsceno—, métesela hasta las cachas… La cabeza buscadora del bestial misil encontró el agujero adecuado y, con un buen empujón de los lomos, penetró hasta el fondo de la cavidad vulvar. La Marie dejó ir un gemido y se arqueó para facilitar el vaivén del pene animal en su vagina, estaba tan húmeda que, tras unos pocos movimientos, un orillo blancuzco se formó en sus escalopas, que rodeaban al invasor. —Dale lo suyo, cerdo… —exclamó Thomas. —No es un cerdo, es un macho cabrío que está haciendo su trabajo; el cerdo eres tú, Thomas… Deja ya de cascártela… ¿Te parece que eso son modos?… —Tú a lo tuyo, vieja; folla que luego, para agradecértelo, también yo te daré un par de pistonadas en las posaderas… La vieja no replicó, pues aquella segunda monta formaba parte del acuerdo. Le gustaba el dinero y la picha; por lo tanto, un asunto como aquél le permitía unir lo útil y lo agradable. Mientras, encajaba con lúbrica alegría los pistonazos que le daba el macho cabrío, excitado por su enorme culo de sólida campesina. —A la muy guarra le gusta —suspiró Isabelle—; estoy segura de que va a correrse. —También yo —murmuró Marión acelerando la paja. —Cállate, ¡qué vergüenza!; también yo voy a gozar —murmuró su amiga. De pronto, el chivo lanzó un extraño grito y la mujer también. —Descarga en mi vientre —gimió ella—; me está rellenando el coño… —Te estás poniendo las botas, guarra —le lanzó Thomas, que apenas si podía contener su eyaculación… En el exterior de la nauseabunda cabaña, las dos damiselas se besaban en la boca magreándose el culo, mientras ambas le daban al dedo. —Ha sido una sesión muy lograda —se felicitó Isabelle, ignorando que la representación tenía un tercer acto. —Mira —le dijo Marión—, el guarro de Thomas va a joderse a la vieja. En efecto, éste se había acercado al enorme culo y magreaba con avidez los dos enormes hemisferios en cuya epidermis se hundían sus rollizos dedos. —Has gozado con el chivo, marrana —masculló—y él ha gozado en tu almeja, es un asco, mira eso. Tras haber hundido sus dedos en aquel horno vulvar, los sacó húmedos y viscosos y los sacudió con aire asqueado. —Si no te gusta, empitona la cabra… —masculló la mujerota, que se impacientaba esperando. —Sería más de lo mismo y, a fin de cuentas, prefiero tu hermoso culo… —¿Qué esperas entonces, gilipollas? … —Apresúrate un poco… Y méteme el pijo en el culo para terminar de una vez —canturreó Thomas, paseando el hinchado extremo de su verga entre los labios, como escalopas, de la tía Léonard. —Jódeme, jódeme de una vez — murmuró ésta reculando para que sus nalgas se acercaran a la polla y poder meterla en su hambrienta vagina. —¡Toma, zorra! —masculló el mozo de cuadra—. Ahí está mi polla, puesto que tanto la deseas… Los ojos desorbitados de las dos damiselas comenzaron a brillar con nuevo fulgor cuando la picha de Thomas desapareció por completo en el coño de la mujeruca. —¿Te doy gusto, Marie? ¿Te gusta mi polla…? —Comparada con la de Jules, es un fracaso; apenas si la noto —suspiró la mujerona agitando, sin embargo, su enorme culo para mejor satisfacer al conejo. —Claro, con un coño semejante baila un poco —repuso el joven, algo enojado. —Si no te gusta, te aguantas… —No es momento de aguantarse, vacaburra… Pero lo que digo es cierto, lo que tienes no es un coño, es la boca de un horno. —Métemela en el culo si te gusta más apretado… —murmuró la buena mujer. —No me atrevía a pedírtelo, zorra, pero siendo así… Retiró su húmedo pijo y, abriendo bien los enormes globos nalgares, colocó el viscoso extremo sobre el fruncido orificio que se hallaba en mitad de la raya del culo. —Va a darle por el culo, el muy guarro —dijo Marión terriblemente excitada. —Eso parece —asintió Isabelle metiéndole un dedo en el trasero. Marión le devolvió inmediatamente la caricia y, mientras se pistoneaban el ano, las dos desvergonzadas seguían actuando de mironas mientras el aliento, cortado por la emoción, se les agarraba a la garganta. Empujando con los lomos, Thomas había hecho penetrar su utensilio en el conducto anal de la mujer, que gemía de placer. Adoraba que le metieran la cosa en el culo a aquella guarra, y las ocasiones se hacían cada vez más escasas, pues el nuevo cartero era maricón y prefería el culo de los hombres. Al antiguo, por el contrario, le gustaba bastante «la tierra amarilla», como el decía, y le daba un buen revolcón culero cada vez que le llevaba las piadosas revistas a las que estala suscrita. La pobre Marie había perdido con aquel cambio. —¿Te gusta, Marie, que te deshollinen el culo? —Claro que me gusta, si no, no te lo hubiera propuesto. Bien está lo que bien acaba. Isabelle y Marión estaban en plena fiesta. Meneándose mutuamente el culo y el coño y contemplando la sesión de sodomía, avanzaban alegremente por el camino de un nuevo orgasmo. La tía Léonard también, pues se cosquilleaba con frenesí el clítoris mientras la polla iba y venía por su agujero posterior. Su capullo, bruñido desde hacía casi medio siglo, tenía ya las proporciones de una pichulina infantil. Podía tomarla entre dos dedos e imaginar que estaba cascándole una paja a un niño de primera comunión. Cuando el goce brotó en su vientre, lanzó una especie de gemido que puso a su sodomizador al corriente de su éxtasis. De modo que, excitándole mucho la cosa, no contuvo ya su eyaculación y derramó grandes chorros de pesado esperma en el ano de la campesina del chivo. Menos lúbricos que los humanos, la pareja de rumiantes balaba de vez en cuando, mordisqueando un poco de heno con aire satisfecho. Isabelle y Marión habían llegado a la satisfacción, gozando mutuamente de sus dedos, y ahora se los metían recíprocamente en la boca, incluso aquéllos con los que se habían empitonado el culo, y los chupaban glotonamente con caras de gatas golosas. —Bueno, ha sido un buen negocio —decía Thomas metiéndose la polla en los calzones. Luego, dio una palmada amistosa en la grupa de su cabra, diciendo: —Tú, al menos, dentro de ciento cincuenta días nos soltarás dos o tres cabritillos. 11
CUANDO Marión contó lo que había
ocurrido en casa de la mujerona del buco, la pareja de parisinos se sintió muy impresionada. —Es más de lo que podía imaginar —declaró Christine—; que te la meta un perro, pase; pero con un macho cabrío es realmente asqueroso… —Estás hablando y ya te humedeces, zorra —se rio Julien—; estoy seguro de que, en secreto, envidias a la tía Léonard. —No digas tonterías, cariño, sabes muy bien que soy de lo más normal…; no me gustan los actos contra natura. —Pero te dan por el culo como a una reina, querida mía —le hizo observar su esposo magreándole las nalgas. —Eso es distinto —murmuró Christine, excitada sin embargo por la historia del macho cabrío… —Reconoce que te gustaría verlo. —Claro, verlo es otra cosa… —Mañana iremos —decidió el marido—; nos llevamos a Marión… y si le apetece… —Ah, no —protestó ésta—, con el buco no, prefiero al bueno de Brutus. —¿Pues a qué estás esperando? — preguntó Julien, que comenzaba a notar una buena erección… Sin protestar, la complaciente chiquilla se puso a cuatro patas tras haberse quitado las bragas y Brutus, olisqueándola bien, se le puso encima para joderla. Con un nudo de excitación en la garganta, Christine permitió que le quitaran el vestido y las bragas y, cuando estuvo en pelotas, también ella se puso a cuatro patas mientras su marido se arrodillaba detrás de sus nalgas. —¿Lo deseas, guarra?; di… —Sí, querido… Dame por el culo si quieres… Me has pervertido, aprovéchalo… El tipo no se hizo rogar y ante los ojos, brillantes de lujuria, de la niña follada por el perro hundió su enorme chirimbolo en el agujero posterior de su esposa, porculizándola hasta las cachas. —¿Te gusta así?; dime, ¿te da gusto en el agujero del culo? —Sí… oh, sí, métemela a fondo… Cómo la noto… —Claro —presumió Julien, orgulloso de su enorme polla. Se agitó con fuerza, tras haber pasado el antebrazo bajo el vientre de Christine para masturbarla mientras la sodomizaba. Los gemidos gozosos de Marión, los roncos quejidos del animal, dispuesto a descargar, activaron el goce de los viciosos esposos y, muy pronto, grandes chorros viscosos se vertieron en el ano de la mujer, cuyo coño vertía el zumo de su éxtasis en los dedos de su hombre. Marión, tras haber sufrido la eyaculación del animal, se tendió junto a sus anfitriones en el sofá del salón, donde se había celebrado la lúdica orgía, y se acariciaron los tres con dulzura, admirando recíprocamente sus desnudeces y sus partes sexuales, exhibidas sin vergüenza. Revitalizado por ciertos tocamientos en la verga, Julien pidió a Marión que se volviera y, ante la encendida mirada de su esposa, porculizó a muchacha, que lo estaba deseando. Cuando Christine se sintió en exceso caliente para limitarse al pasivo papel de mirona, se arrastró hacia la pequeña y le ofreció el conejo para que ramoneara mientras su esposo le martilleaba las nalgas con grandes golpes de polla. Puesto que le aplicaba el mismo tratamiento que a su mujer, no tardó en gozar sobre sus dedos, y una buena descarga de leche le inundó el culo mientras los jugos de la dama le llenaban la boca. Al día siguiente, el trío se dirigió a la granja que olía a macho cabrío. —Ya hemos llegado a Viña Kepeste —dijo Marión, que conocía la anécdota. La tía Léonard les recibió dividida entre la sonrisa a la joven damisela del otro día y la mirada suspicaz, si no torva, a la pareja de parisinos, demando elegantes para ser honestos. —¿Qué desean los señores? —dijo interrogadora. —Explícaselo, Marión —respondió Julien pellizcando a la chiquilla que, sin embargo, había prometido no rajarse. —Bueno, verá, tía Léonard — balbuceó ésta—, hemos venido para ver el buco… —Ah, bueno; si sólo es eso voy a enseñároslo…Tengan los señores la bondad de seguirme… Christine se tapó la nariz al entrar en la madriguera de Jules, pero le pareció que se daba aires de príncipe cuando se dignó acercarse para olerla, como si tuviera la intención de besarle la mano. —Hermoso animal —declaró algo conmovida, de todos modos, al pensar en lo que era capaz de hacer. —Podéis acariciarlo, vamos, señora —la incitó tía Léonard—; no es un mal bicho… —… y las mujeres le gustan especialmente… —creyó oportuno insinuar la viciosa Marión… —Sí —repuso Julien—; aunque no gratis et amore, supongo. Y al decirlo sacó su cartera. Inmediatamente, los ojos de tía Léonard brillaron. Estaba claro que los negocios parecían mejorar. —¿Debo suponer que tenéis una cabra para cubrir? —preguntó arteramente. —Sí-repuso Julien, que se aguantaba las ganas de reír—; ésta —añadió señalando a Christine. —¡Oh, qué malo eres! —exclamó ella—; no lo crea, señora, mi marido está bromeando. —En absoluto —replicó Julien—; hemos venido precisamente por eso… —Nunca hemos hablado de eso — protestó Christine—; pero ¿qué estás inventando, especie de maníaco…? —Bueno, tendrán que ponerse de acuerdo —interrumpió la Marie—; yo querré lo que ustedes quieran, pero a ver si se aclaran… Marión tuvo entonces la inteligencia de cortar la discusión dando un rodeo. —A esos señores les gustaría que les hiciera usted una demostración con el chivo —susurró con una vocecita. —¡Dios mío! —respondió la buena mujer—; por mí no hay inconveniente, pero habrá que ponerse de acuerdo en la tarifa. Estoy dispuesto a quintuplicar el precio de una cubrición —declaró Julien. —En ese caso, de acuerdo — admitió la vieja—; aunque me molesta un poco hacerlo delante de la chiquilla… —Ya sabe que lo vi todo por los agujeros de la cabaña —repuso esta última—; no juegue ahora al inocente. Lo toma o lo deja. —¡Cómo son hoy las niñas! — suspiró la vieja levantando los brazos —. ¡Qué época! Julien sacó un fajo de billetes y los puso ante las narices de la vieja, que los olisqueó. —Huele bien —dijo—, ¿cuándo va a ser? —Enseguida, señora Léonard… sin esperar ni un minuto —bromeó Julien excitado, a su pesar, por aquella gran campesina de pesadas tetas cuya opulenta grupa le daba ideas muy precisas. —Bueno, bueno, bueno; en ese caso —dijo la Marie metiendo los billetes en el bolsillo de su delantal —haremos lo que se pueda, ¿no es cierto, mi buen Jules? añadió acariciando el cuello del cornudo animal. Éste dejó huir un gritito de satisfacción, como si supiera de antemano que de nuevo iba a darle gusto a la picha. La tía Léonard, recuperando los gestos de la antevíspera, se inclinó ante el pesebre, se levantó las manchadas faldas y mostró la luna. —¡Oh, hermoso culo! —exclamó Julien. —Cállate, cerdo, me avergüenzas — suspiró Christine terriblemente excitada muy a su pesar. También el chivo lo estaba, al parecer, pues esta vez la tía Léonard ni siquiera necesitó manosearle el miembro para que se empalmara. Su larga y roja zanahoria salió sola de la velluda funda e, irguiéndose sobre sus patas traseras, trepó sobre la hembra humana cuyo culo se ofrecía a su salacidad de macho cabrío concienzudo. —Va a jodérsela —suspiró Marión palpando la bragueta de Julien. —Es asqueroso —murmuró Christine apretando sus hermosos muslos contra sus ganas de sexo. —Me excita —reconoció Marión… En resumen, la cosa no fue larga. Jules estaba acostumbrado a follarse a su dueña e hizo una estupenda demostración a los pasmados visitantes. La polla de Julien estaba ya en la mano de Marión y sus cojones en la de su esposa. La tía Léonard gemía como una condenada, pero de placer, puesto que estimaba en alto grado la vitalidad de su animal. —Va a lograr que me corra —dijo volviéndose hacia el trío de mirones—; ¡ah, qué buena picha…! —Le gusta —suspiró Christine—; parece imposible. —Pues ya ves que no lo es — respondió Julien—; me gustaría que la sucedieras… ¿Lo harás? —Jamás de los jamases… ¿Estás loco? —En absoluto —insistió el marido —, ¿recuerdas el visón que te negué?… Pues bien, si me hicieras este pequeño favor, tal vez el invierno que viene lo tengas… —Cerdo —respondió la joven… —¿Y yo? —preguntó Marión súbitamente interesada—. Si lo hiciera por vos, ¿tendría también un hermoso regalo? —Tú ya tienes mi polla —repuso Julien—, ¿de qué le quejas, niña? —No, si lo decía por decir — suspiró ésta. —Cáscame una paja y no te preocupes —prosiguió el hombre, muy estimulado por el espectáculo—; no te olvidaré en mis oraciones. —De todos modos —prosiguió la viciosa chiquilla—, no me disgustaría intentar la experiencia…; me follado ya algunos perros, un caballo me ha descargado en plena cara; ¿por qué no voy a joder con un macho cabrío? —Buena pregunta, en efecto — susurró Julien magreándole el culo. Pero la tía Léonard lanzaba ya sus acostumbrados mugidos, pues el orgasmo le arrasaba el bajo vientre… —Me corro —clamaba, sabiendo que eso excitaría a sus clientes, pero satisfecha, sin embargo, de decirlo porque era la pura verdad. El chivo, tras haber lanzado sus chorros de leche, se retiró dignamente agitando la cornuda cabeza mientras Marión, loca de estupor, se lanzaba hacia su gran salchicha roja para magrearla. —Debe de dar gusto por donde pasa —murmuró en pleno éxtasis—; qué ganas tengo de tenerla en el coño… —Pues ocupa mi puesto, hermosa — le lanzó la tía Léonard—, no soy celosa y mi Jules es infatigable. Luego, dirigiéndose a Christine, que hacía una mueca, añadió: —Tiene más de un as en la manga… de sus huevos. —Cómo habéis gozado, señora Léonard —dijo Julien metiendo las manos bajo su falda mugrienta para magrearle el culo—; cómo os ha puesto el muy cabrón… —Con él no hay restricciones —dijo la vieja—, es mucho más seguro que un tío… —Tal vez —asintió Julien—, pero ¿qué me decís de eso, señora Léonard? Y al decirlo, claro, le había puesto su gran polla en las manos. —Es un buen instrumento, caballero —admitió la mujer—; está para comérselo… —Pues no os privéis de probarlo, señora Léonard —repuso el parisino empujándole la cabeza. Dócilmente, la buena mujer se puso de rodillas en la manchada yacija del animal y, tomando la gruesa picha en sus manos, comenzó a lamerla mirando con ojos interesados al macho cabrío que, ahora, estaba emprendiéndola con Marión. —Es inaudito —suspiró Christine —, va a metérsela… —Lo contrario me extrañaría — suspiró Julien, cuya polla había desaparecido en la boca de la tía Léonard. Luego miró a su mujer, que se levantaba sin rubor las faldas para rascarse el capullo. —Reconoce que eso te excita, guarra. —Reconozco lo que quieras, pero estás haciéndomelas pasar canutas… Mientras, el pijo del chivo había penetrado directamente en el coñito de la niña, que clamaba su goce a los cuatro vientos. —Me la ha metido, me está llenando, qué gusto… ¡Carajo! Qué polla… es una locura, me perforará el vientre. —Ya ves —suspiró Julien dirigiéndose a su esposa—, ya ves el gusto que le da… reconoce que también tienes ganas… —Tal vez, pero es asqueroso… No quiero… Haz que te la mamen, cerdo, y déjame en paz… —Tendrás tu abrigo de visón, palomita, si te portas bien con el chivo… —Acabaré estando como una cabra —masculló, no sin humor, la hermosa morena palpándose la almeja. Pero el macho cabrío había soltado ya su segunda emisión seminal, pero esta vez en el coño de una chiquilla prematuramente viciosa… —Vamos, piensa en el abrigo de visón —insistió Julien—; siempre será mejor que estar cascándose una paja como una gilipollas. Marión insistió. —Venid, señora Christine, colocaos ante el pesebre, yo le explicaré a Jules lo que debe hacer. —No necesita explicaciones — protestó la señora Léonard soltando por un instante la polla de don Julien—. Más bien necesita un poco de reposo, tras sus dos cubriciones sucesivas; por más chivo que sea, hace lo que puede y no es una máquina. Tras aquella frase, volvió a tocar la flauta, pues le gustaba el venablo que aquel parisino le hundía en el gaznate. Era una hermosa polla, palabra, y hacía tiempo que no había podido chupar otra más grande. Maquinalmente, los sentidos exacerbados de Christine la impulsaban a obedecer a su vicioso esposo, pero de momento se limitaba a cosquillearse frenéticamente el botón, a la espera de un orgasmo que moderara su deseo de experiencias inéditas. Entre tanto, Marión, satisfecha de haber gozado del demencial sexo del chivo, se había arrodillado para acariciarle y probarle su agradecimiento. Feliz de que le palpara aquella juvenil manita, el animal se ofrecía a la paja que la hermosa estaba cascándole. Ésta se excitó de nuevo a la vista de aquella polla de chivo continuamente enhiesta y se inclinó hacia el vientre del animal cornudo para, tímidamente, pasar una lengua ágil por aquel puntiagudo pene que tanto le excitaba. —Mámasela —le gritó Christine fuera de sí, perdida ya cualquier dignidad, con las faldas levantadas y la mano agitándose entre sus muslos abiertos… —Voy a hacerle una buena mamada, mi querida Christine —le dijo Marión —, y así le prepararé para que os pegue un polvo… —¡Ah, qué decadencia! —suspiró la joven—. ¡Tener ganas de que te la meta un chivo, es el colmo! Con ojos enloquecidos miraba a Marión, que había tomado el sexo del animal en su boca y la chupaba con una suerte de pasión muy próxima a la demencia sexual. —Basta —le dijo—, lograrás que se corra… ¡A la mierda con todo! Me apetece, ayúdale a que me la meta. Se había instalado ya ante el pesebre y, arremangada, arqueando los lomos, ofreciendo las nalgas, gemía de antemano aguardando el asalto de la bestia inmunda. La pequeña Marión arrastró al chivo por la perilla hasta el desnudo culo de la hermosa mujer y aquél lo olisqueó enseguida, como un verdadero entendido. Sacó una desmesurada lengua y lamió el húmedo coño de la parisina, soltando un estornudo provocado por el perfume caro con que se vaporizaba el velo del coño, pues sin duda pensaba que olía mal. A pesar de todo, aquella nueva almeja humana le excitó lo bastante como para disponerse a honrarla con su picha de macho cabrío rebosante de salud. Se incorporó de nuevo sobre sus cuartos traseros y ciñó los flancos de su nueva y consentidora víctima. —¡Haz que te la meta! —aulló Julien en el paroxismo de la excitación morbosa. —¡No! —gritó ella, pero arqueó los lomos y ofreció el hermoso trasero. La verga de la bestia cornuda se infiltró inmediatamente en su carne, llenándole la vagina con su virulenta presencia. —Me está jodiendo —suspiró—; me cubre como si fuera una bestia. —Tendrás tu abrigo de visón —le gritó Julien para alentarla. Luego, recordando el relato de Marión, empuñó a su mamona por la canosa melena para que se levantara, pues temía eyacular en su boca si seguía mamándosela de aquel modo. —Tengo ganas de daros por el culo —le dijo—, ¿tenéis algún inconveniente? —Ninguno, caballero; diré incluso que sois bienvenido en mi ojete… —¡Ah, qué hermoso es! —gruñó el hombre cuando la mujer se levantó las faldas para ofrecerle su hermoso trasero —. ¡Es el blanco ideal para hacer diana. —No andéis con tiento, caballero; me gusta meterme una buena polla en el conducto excusado. Dócilmente, se apostó junto a Christine y se sujetó con ambas manos en los vetustos barrotes del pesebre del chivo. Lanzó luego una especie de estertor animal cuando el pene del parisino se abrió paso por el estrecho conducto de su ano. —¡Ah, marrano! Qué bien me porculizas —suspiró olvidando por unos instantes el tratamiento, pues una buena picha en el coño le hacía desdeñar los buenos modales. Le tocaba ahora a Marión cascarse sola una paja y lo hizo con encomiable ardor, locamente excitada por el chivo que se follaba a Christine y por aquella sodomización que se efectuaba al mismo tiempo. Sin embargo, puesto que era viciosa, empleaba la mano izquierda para magrear, por turnos, los negros cojones del macho cabrío o los rosados de Julien. El grupito comenzó a gozar casi al mismo tiempo, incluido el chivo; pues los clamores de unos provocaban el orgasmo de los otros. Con el dedo clavado en el coño, Marión saboreó el suyo lamiéndose los labios. Fue una sesión que no podría olvidar fácilmente. 12
LOS días se sucedieron y se
asemejaron, para los parisinos de vacaciones, en aquel rincón de campiña donde habían ido a buscar la tranquilidad. Sin embargo, en vísperas ya de la partida, Julien, que se había acostumbrado al juvenil culo de Marión, se había puesto de acuerdo con Christine que, por su parte, no era insensible a los encantos de la perversa chiquilla. Y decidieron ambos llevársela a París. La madre de la niña puso algunas objeciones, pero acabó cediendo a las instancias de los elegantes caballero y señora que le prometían labrar una situación a sui hija. —La tomaremos como vendedora en nuestra tienda de marroquinería —le dijeron —y más tarde, cuando nos retiremos, podrá ser la gerente. Se le abre un hermoso porvenir y no tiene usted derecho a negárselo. Considerando que en aquel villorrio donde vivían ambas no le quedaba más salida que ser sirvienta en el castillo, la mamá acabó aceptando. Marión se despidió por tanto de Isabelle, y también del bello Arsène, que lo aprovechó para levantarle las faldas por última vez; en presencia de su hermana, claro. Las chiquillas tortillearon durante varias horas, llorando entre dos orgasmos y jurando que se verían con la mayor frecuencia posible. Durante el viaje, Marión, que iba en el asiento trasero en compañía de Brutus, le cascó a éste una buena paja hasta que descargó en su mano. Julien, que espiaba aquel manejo por el retrovisor, tuvo tan gran erección que Christine tuvo que procurar aplacarle, lo mejor posible, magreándole la polla. Pero la cosa, a ciento treinta kilómetros por hora, resultaba peligrosa y decidieron detenerse en un área de descanso, no para descansar sino para concluir aquella entrevista de un tipo muy especial. Por desgracia, había allí un autobús repleto de niños que regresaban de una colonia de vacaciones y el lugar no les pareció adecuado para hacerlo bien. De modo que el trío, tras saltar la valla que separaba el área del bosque vecino, se hundió en la espesura acompañado por Brutus, al que le gustaba olisquear los silvestres aromas de los caminos forestales. Llegados a un rincón tranquilo, a unos centenares de metros del punto de partida, se dispusieron a detenerse y organizarse amablemente cuando, apenas instalados en el suelo, escucharon unos lamentos procedentes de una mata vecina. Julien, poniéndose el dedo en los labios, se levantó para averiguar de qué iba la cosa. Como pasaban los minutos y no volvía, las dos muchachas decidieron, a su vez, ir a ver qué ocurría. Encontraron a Julien cascándose una paja bajo un árbol, con los ojos clavados en una escena muy excitante. Dos hermosas y jóvenes mujeres, una rubia y otra morena, se dedicaban a la tortilla entre los helechos. En la posición clásica del sesenta y nueve se devoraban el coño con sin igual ardor. Sus hermosos culos se meneaban como si estuvieran jodiendo y era muy excitante escuchar los gemidos de placer que provocaban los juegos de las ágiles lenguas en los hinchados capullos. —¡Ah, las muy guarras! —suspiró Christine—; se correrán en la boca. —Eso me despierta el apetito — suspiró a su vez Marión, metiéndole la mano debajo del vientre. —Basta —le dijo Christine—, no olvides que a partir de ahora soy tu patrona y ésos no son modos… —Pero es que eso me ha puesto a cien —protestó la chiquilla—; y sé que lo mismo ocurre con vos… —Callad —susurró Julien—; si os oyen hablar vais a estropearlo todo. Christine y Marión callaron ante lo acertado de la observación, pero no por ello la chiquilla dejó de buscar el conejo de su patrona. Ésta, que no era de piedra, se levantó el vestido veraniego para que la mano de Marión pudiera meterse en sus bragas y se dejó masturbar contemplando el encantador espectáculo ofrendo por ambas lesbianas retozando en plena naturaleza. Puesto que Julien había puesto en descubierto su verga en erección, ella la tomó en sus manos e inició una hermosa paja que fue muy bien venida. En su conmoción, Christine recordó que tenía otra mano y la metió bajo las faldas de Marión para acariciarle la almeja. El trío se la meneaba, pues, amablemente, excitándose con la lúbrica visión que las dos lesbianas ofrecían cuando Brutus les aguó la fiesta. Puesto que no podía cascársela y notando el olor a sexo, se lanzó sobre ambas tortilleras que, ante su irrupción, lanzaron gritos de espanto. —¡Socorro, socorro!, ¿qué significa este animal? —Es un perdiguero —exclamó Julien, que apareció entonces, sin haber tenido tiempo de abrocharse la bragueta —. Os pido que le perdonéis, la cosa le atrae mucho y su olfato le ha llevado hasta vosotras. —Di enseguida que olemos mucho —se rió la morena, que tenía los cabellos cortados como un quinto. —Lejos de mí semejante idea —se excusó Julien—; no me perdonaría turbar vuestra intimidad. ¡Ven aquí, Brutus!… Deja que las damas prosigan su conversación… Algo furiosas, pero divertidas por el tono burlón del desconocido, ambas mozas se habían, sin embargo, puesto de pie, sacudiendo sus vestidos para librarlos de las hojas muertas y las agujas y la pinaza. —No es la primera vez que nos molesta un mirón —masculló la morenita—; ven, Marinette, nos alejaremos un poco. —No soy un mirón —protestó Julien —, paseaba con mi perro y mi familia. Miren, ésta es mi mujer y ésta mi hija. Se las presento, Christine y Marión… La rubia a la que había llamado Marinette se ruborizó entonces y balbució: Perdón… —luego, dirigiéndose a su compañera, le dijo—: Ya ves, te lo había avisado; estamos demasiado cerca de la autopista y podemos dar con alguna familia que… Y entonces Marión, viciosa como siempre, tuvo una intervención genial: —Tranquilícense, hablando de familia no es cierto que sea mi madre, es mi futura patrona y estaba cascándole una paja mientras contemplábamos sus tortilleos… —¡Ah, caramba! —se carcajeó la morena rapada; así, las cosas son distintas… —Tanto —prosiguió Julien —que les propongo proseguir a cinco la entrevista que habían ustedes comenzado a dos… —Ni soñarlo —repuso Marinette—; pero ¿por quién nos ha tomado? —Por unas chicas hermosas que desean gozar de su cuerpo en plena naturaleza, como lo deseamos nosotros, ¿no es cierto, Christine? —Claro que sí —repuso ésta abrazando a Marión para meterle en la boca su hermosa lengua. Al verlo, las dos lesbianas, que se habían apretado una contra otra, se relajaron un poco y, como tenían todavía en el vientre su deseo de gozar, no protestaron ya más. —Sentémonos pues —propuso Julien posando el mío en el muslo—. ¿Por qué no continúan con sus retozos mientras nosotros nos ocupamos de nosotros mismos en familia…? —En familia, ¡y un huevo! —se rió la morena abrazando de nuevo a su compañera para darle un beso de rosca en plena boca. —Basta, Claudie, me excitas — protestó la rubia. Pero la Claudie en cuestión había ya arremangado a su compañera y, como ésta no llevaba bragas, los tres cómplices de la «familia y un huevo» pudieron alegrarse la vista con aquel negro conejo que levantaba serias dudas sobre la autenticidad de su melena rubia. Cuando comenzó a acariciarle el clítoris, la rubia, verdadera o falsa, no importa, levantó a su vez las faldas de la morena de pelo casi al cero, desvelando un hermoso pelo castaño que parecía auténtico. Su dedo se acercó al centro y se inició entonces, por uno y otro lado, una hermosa paja. Para no quedarse atrás, los tres cómplices comenzaron a magrearse, la polla de don Julien fue extraída enseguida de su bragueta, que permanecía abierta, y el coño de Christine apareció ante la pajillera manita de Marión mientras ésta, magreada a su vez por ambos esposos, mostró su culito a las dos tortilleras, que gozaban del espectáculo. Sólo el bueno de Brutus no participaba, de momento. Tascando el freno, observó con ojos interesados aquellos hermosos culos femeninos, preguntándose dónde metería el hocico. Arrastrado por la fuerza de la costumbre, muy desarrollada en los perros, olisqueó el coño de Marión, magreada por el experto dedo de Christine que, con la otra mano, se la cascaba a su vicioso marido. —Es realmente la familia y un huevo —le susurró Marinette a su amante, que comenzaba a trepar sobre ella para poseerla al modo de las tríbadas, es decir, frotando su conejo contra el suyo. —Creo que el gran chucho pronto participará en la fiesta —dijo ésta, muy vivida ya. En efecto, bien lamida por Brutus en lo más cálido que tenía, la pequeña Marión se había puesto a cuatro patas y el perro se le subía tranquilamente encima, con el dardo apuntando hacia el pequeño sexo rosado. —¡Ah, la muy zorra! —murmuró Marinette, a quien su tortillera se la cascaba a fondo—, ¿cómo es posible? —Así son las cosas, entre gustos no hay disputas respondió la rapada Claudie hundiéndole la lengua en la boca para terminar con cualquier otro comentario. Pero desprendiéndose de ella, Marinette exclamó, pasmada ante el espectáculo… —Mira, está como una cabra, el perro se la pasa por la piedra. —¿Y qué? —respondió Claudie—, no es más asqueroso que un tío cualquiera. Se trata de saber si te gustan o no las pollas. —Menéamela —suspiró Marinette —, voy a correrme, eso me ha hecho efecto. —Eres una guarra —se rió la tortillera—; también a te podría joderte un perro… —Jamás de los jamases… —Sí, sí, te conozco, follas con los tíos… ¿Crees que no lo sé…? —Pero, querida, a fin de cuentas es más natural. —Una polla es una polla, pequeña… Punto y aparte… Mientras, déjame que te lama la almeja; es mucho mejor que todas esas porquerías de pichas… A Marinette le parecía que su compañera exageraba en exceso su ostracismo para el sexo fuerte. Entre tanto, mientras la ardiente lesbiana le chupaba el pimpollo, no perdía detalle de las lúbricas escenas que se desarrollaban ante sus ojos… Christine se había puesto a cuatro patas para hacer como Marión, y su marido la porculizaba, pues ese modo de hacer el amor era su debilidad. Marión gemía como una bestia, trabajada en lo más profundo de su conejo por la ardiente polla del enorme perro, que babeaba de salaz goce. —¡Ah, las muy zorras! —suspiró la rubia—; y yo creía ser viciosa… —Dime, ¿te excita? —preguntó Claudie levantando su hocico reluciente de néctar—, ¿quisieras participar en estas infectas guarradas…? —Cállate, Claudie, me da vergüenza… —Te da vergüenza pero estás mojada… ¿A cuál de esos viciosos prefieres? ¿El coño de la pequeña Marión, el de la hermosa morena o la enorme polla del caballero? Claro que también podría ser la del perro… Perdiendo todo control sobre sí misma y enojada de que le tratara así, Marinette respondió: —Tengo ganas de que me folle el perro, si quieres saber la verdad. Entonces, Claudie se dirigió al trío. —¡Eh, mi compañera quiere probar el chucho! ¿Pueden prestárselo…? —Claro —repuso Julien ya muy interesado—, pero será difícil lograr que suelte el culo de Marión… En efecto, costó mucho separar el animal de la niña. Los hombres tienen ideas que los perros no tienen. En resumen, tirando del collar le desconectaron del buen coño con aire apesadumbrado, pero su buen dueño le condujo enseguida hacia otra abertura que olía a pescado como la primera. —Jódela, jódela, Brutus, vamos, quiere tu picha. Marinette, loca de estupro, se había puesto a cuatro patas, medio para molestar a su compañera, medio porque deseaba probar una polla de perro… Cada uno con sus opiniones, a ella eso le parecía especialmente excitante. ¿Por qué no, a fin de cuentas?; todo es cuestión de gustos… —¡Qué guarra! —exclamó Claudie —, va a meterse en el coño la polla del chucho… Y eso fue lo que sucedió, en efecto. Brutus no lo dudó ni un momento, agarrando las caderas de la hembra ofrecida a su salacidad canina, le metió su gran venablo en el coño y la jodió con sorprendente rapidez. —Lo que le está dando —suspiró Christine, que se preguntaba si algún día iba también a sucumbir a las agresiones de Brutus… No pudo suspirar mucho tiempo mientras contemplaba a Brutus empitonando a la hermosa Marinette, cuyos ojos azul claro desaparecían detrás de los párpados por efecto del placer. La morena Claudie se había reunido con ella en su parcela de musgo y, tras haberla abrazado, le metía una lengua ferozmente agresiva en plena boca. —Mmmm… mmmm —intentó resistirse, pero la lesbiana tenía buenos músculos y sabía mantener a una moza pegada al suelo, pues era ferviente practicante de las artes marciales. Además, Christine se defendía con muy poca fuerza. En cuanto le tocaban el conejito no sabía ya lo que hacía, limitándose a abandonarse a los deliciosos calambres que le atorbellinaban la carne. Esta vez, como de costumbre, sintió que se deshacía de goce físico. Claudie la masturbaba con exquisita delicadeza y destreza incomparable, sabiendo excitar el pequeño pimpollo antes de rozarlo con una caricia circular capaz de volverla loca, mientras los demás dedos se ocupaban de toda la raja; era demencial lo que aquella joven le estaba haciendo a doscientos metros de la autopista, mientras su compañera le ponía los cuernos con un perro. Interesado por la cópula bestial, Julien se había arrodillado ante Marinette y le mostraba su polla en plena erección. La joven tortillera no era muy partidaria de la mamada, pero aquella picha le pareció perfectamente adecuada y, como la tenía ante las narices, ya sólo tenía que abrir la boca. Y lo hizo. Entonces Julien metió su cipote dentro y los suaves labios de la muchacha se cerraron sobre el grueso artilugio, mamando enseguida como al hombre le gustaba, es decir, con cierta suavidad, sin bruscas aspiraciones, con los labios resbalando suavemente a lo largo de la columna que vibraba de placer. Marión se encontraba entonces en una posición muy desagradable, pues se había quedado sola. Como era una moza decidida, se reunió con Claudie y Christine, entregadas de lleno a la paja, y se mezcló en sus íntimos retozos. A la morena le encantó aquella ganga, pues adoraba palpar la carne de coñito fresco. Se sintió tan excitada que se la puso debajo y, pimpollo contra pimpollo, comenzó a frotarse vigorosamente sobre su vientre. Al mismo tiempo, chupaba la almeja de Christine, que se había presentado, espontáneamente, ante su boca mientras su culo, colocado ante el rostro extasiado de Marión, recibía en su raya la visita de una pequeña lengua viciosa que la llenaba de goce. Todo aquello sólo podía terminar en unos orgasmos dementes, y fue lo que sucedió muy pronto. Christine se corrió en la boca de Claudie, que gozaba sobre el clítoris ardiente de Marión la cual, por su parte, estaba poniéndose las botas. Brutus participaba en la misma fiesta, pues soltaba chorros de esperma canino en el coño de la hermosa Marinette, cuya boca se vio de pronto invadida por los cremosos chorros de leche que le ofrecía la gran polla del caballero desconocido. Cuando todo el grupito se levantó, hubo unos instantes de incomodidad, pero el silencio no duró mucho pues se vio interrumpido, de pronto, por el par de sopapos que Claudie administró a la hermosa Marinette; ésta comenzó a llorar enseguida y se lanzó a sus brazos pidiéndole perdón… —Es una zorra —suspiró Claudie acariciándole, sin embargo, la nuca, pues no era una mala chica a pesar de su aspecto de bestia joven. Julien se interpuso y ella aceptó depositar un beso en la pequeña boca acorazonada que se le ofrecía mendigando un gesto de perdón. Se intercambiaron direcciones y promesas de verse muy pronto, para una sesión intramuros donde podrían ponerse cómodos para compartir puntos de vista; es decir, todo el mundo en pelotas, naturalmente. 13
CHRISTINE y Julien poseían una
elegante marroquinería en uno de los mejores barrios de la capital. Marión quedó deslumbrada ante todos aquellos objetos lujosos, cuya existencia ni siquiera podía sospechar en el villorrio perdido donde había transcurrido su infancia. Julien, para festejar su llegada, le ofreció un hermoso bolso de lagarto negro con un vestido a juego. Iniciada muy pronto en el comercio, la pequeña campesina se convirtió en una parisina pizpireta, de tomo y lomo, en muy poco tiempo. Las clientes y, sobre todo, los clientes apreciaban su amabilidad y también su fresca belleza rubia, pues había pasado también por una buena peluquería para aclarar su cabellera y ponerla a la última moda. Pero la pareja, aunque muy liberal y algo más, velaba celosamente su virtud… Su virtud por lo que se refiere a los demás, claro, pues en el apartamento situado sobre la tienda ocurrían cosas muy raras. La chiquilla pasaba por allí todas las tardes. No había días de fiesta, ni semana inglesa, ni puentes, ni vacaciones. Su culito trabajaba a destajo. Y no se quejaba, pues era laboriosa y, además, le gustaba. Unas veces con Christine, otras con Julien, otras, la mayoría, con ambos a la vez, pues la pareja se había especializado en tríos. Sabían lamerse en cadena que era un verdadero gusto, arreglándose cada uno de ellos para gozar en la boca del otro precisamente cuando su propia boca recibía un zumo cualquiera, de macho o de hembra. Y luego estaba Brutus, el eterno recurso, siempre dispuesto a satisfacer a Marión cuando la polla de Julien pedía gracia. Christine acabó cayendo también. A fin de cuentas, tras haber sufrido los asaltos de una polla de chivo en su pequeña almeja, qué importaba ya una polla de perro. Para agradecerle su buena voluntad, su amante esposo le regaló un soberbio abrigo de visón, como había prometido. Quiso que lo inaugurara desnuda y, levantando las preciosas pieles, la porculizó de pie, ante los extasiados ojos de Marión, que no tuvo más remedio que follarse al perdiguero para apagar el incendio que le abrasaba el culo. De vez en cuando recibían la visita de la pareja de lesbianas de la autopista. Bebían unas copas y, luego, era el desnudo general. Christine quería incluso que le quitaran el collar a Brutus, que podía así joder desnudo como todo el mundo. Por lo demás, jodió con todas las mujeres, incluida Claudie, a pesar de su repulsión por todas las pollas, fueran de quien fuesen, pues no quería parecer menos viciosa que el resto de la concurrencia. Julien, en cambio, se puso rojo de cólera cuando ésta insistió en que se dejara sodomizar por su animal. —Antes me la corto —masculló. —Pues en Marruecos lo hacen habitualmente, pequeño —bromeó Claudie—; y cuando te hayas provisto de una vagina artificial, convirtiéndote en una tía buena, te enseñaré con mucho gusto los placeres de la tortilla. —Ya puedes esperar sentada, vieja zorra —gruñó. Pero, salvo por esos detalles, todo iba estupendamente en casa de los marroquineros. Marión estaba tan al corriente de los negocios que, a menudo, le confiaban la tienda pues, por otra parte, era la honestidad personificada y nunca se le hubiera ocurrido coger un céntimo de la caja. Cierta tarde recibió la visita de una cliente muy hermosa y extremadamente elegante, acompañada por un galgo ruso, un inmenso perro de largo pelaje dotado de un hocico interminable en un gran cuerpo flaco y desgarbado. La dama quería un bolso de cocodrilo. Marión se apresuró a enseñarle lo mejor que había en la tienda, pero era una cliente difícil. No importándole el precio, exigía una calidad irreprochable. El galgo ruso, suelto, daba vueltas de un extraño modo alrededor de la joven dependienta y, cuando ésta se inclinó para coger un bolso de un cajón situado junto al suelo, sintió el hocico de la bestia que se metía bajo sus faldas para olisquearle el culo. —¡Igor! —riñó la hermosa mujer—, tiéndete aquí… El animal obedeció a regañadientes, se tendió muy apesadumbrado pues su dueña había levantado la correa de cuero trenzado a guisa de látigo. Advirtió que la dependienta se había ruborizado y se sintió muy confusa. Ignoraba que aquella vaharada de súbito calor que había invadido las mejillas de Marión no estaba provocada por la turbación sino sólo por el placer. El fresco hocico del galgo le había tocado la entrepierna, provocando de inmediato un largo estremecimiento de sexualidad bestial en el cuerpo de la cálida chiquilla. Mientras se inclinaba para mostrar la belleza de un bolso, cuya piel se componía sólo de pequeñas escamas, el perro volvió a la carga y posó el largo hocico en sus nalgas. Esta vez, llevando la mano a su espalda, le acarició la cabeza como para alentarle. El gesto no escapó a la gran dama. —Parece que le gustan los animales, pequeña —le dijo—, no permita que Igor la moleste, tiene costumbres bastante especiales. —Me gusta y no me molesta en absoluto —replicó la pequeña viciosa; y añadió, mirando directamente a la dama —: ¡Muy al contrario! La cliente sonrió con aire ambiguo y siguió examinando la mercancía expuesta en el mostrador, espiando por el rabillo del ojo el comportamiento de la pequeña y el perro. Cuando la muchacha se volvió para acariciar al animal, éste había apoyado el hocico en su bajo vientre, de lleno sobre el conejo. En vez de retroceder, Marión se lo permitió ofreciéndose, por decirlo de algún modo, al lascivo contacto. La dama sonrió de nuevo y sus pupilas brillaron con un fulgor especial. —He elegido este bolso —dijo—; ¿podrán entregarlo a domicilio? Es en La Muette, muy cerca de aquí, le daré una buena propina y, si lo desea, le dejaré jugar con Igor. Había dejado su tarjeta en el mostrador y, una vez hubo salido de la tienda, altiva y distinguida como su animal, Marión vio que se trataba de la condesa de B…, una persona muy conocida en la sociedad parisina y cuya foto había visto en las revistas que su peluquero ponía a disposición de la clientela. Cuando Christine regresó, le dijo que tenía que hacer una entrega en casa de aquella persona, pero olvidó hablarle del galgo ruso. La condesa habitaba en lo alto de un fastuoso edificio, y su apartamento tenía una inmensa terraza con piscina, decorada con coníferas y una profusión de flores. Marión, deslumbrada por aquel lujo, había sido recibida por un criado relativamente joven que, a pesar de su rayado chaleco, tenía aspecto de primer actor de cine americano. La condesa la aguardaba en un salón Directorio, vestida con un peinador verde pálido cuyo escote revelaba un opulento pecho. Estaba tendida, con los pies desnudos, en una silla Récamier, adoptando la pose favorita de la hermosa Jeanne-Françoise-Julie- Adélaïde del mismo nombre, inmortalizada por David. Su rizada melena era de ese rojo oscuro que se denomina caoba y sus ojos verdes iluminaban un rostro de pómulos algo salientes que denunciaban sus orígenes eslavos. Sonrió a Marión, le ordenó que abriera el paquete y llamó a su gran perro, que dormía al sol en la terraza. El animal llegó enseguida meneando la cola y se dirigió directamente hacia la muchacha, olisqueando de inmediato su grupa. —Igor, veamos, sé bueno, amigo mío, asustarás a la pequeña damisela. —No tengo miedo en absoluto, señora condesa —exclamó la bella—. Además, usted me dijo que podría jugar con su hermoso perro. —Juegue, hija mía, es lo propio de su edad —respondió la condesa con una sonrisa que mostró una admirable dentición de bestia carnívora. Marión dejó el bolso en una consola de madera clara y se volvió palmeando hacia Igor. El animal hizo algunas cabriolas de alegría y, luego, incorporándose sobre sus cuartos traseros, puso las patas delanteras en los hombros de la muchacha, a la que le sacaba la cabeza. Comenzó enseguida a lamerle el rostro, el pelo y la boca. —Tiéndete —le ordenó la condesa —, vamos Igor, sé razonable… Pero el perro estaba demasiado excitado para obedecer a su dueña. En cuanto se puso de nuevo a cuatro patas, volvió a meter el hocico en el bajo vientre de la visitante… Marión, que sentía en su pubis su cálido aliento, a través del ligero vestido, volvió a ruborizarse bajo las oleadas de calor provocadas por su emoción sexual. —Si se lo permite —dijo la condesa con una voz muy rara—, no tardará en levantarle las faldas… —No importa, señora… no importa… me gustan mucho los perros… La dueña de la casa se preguntó hasta dónde llegaría ese amor por los animales, pero no tardó en saberlo. El galgo, en efecto, había pasado la nariz por debajo de las faldas y su largo hocico desapareció… —Ve lo que le estaba diciendo, señorita… Si se lo permite, no sé lo que va a ocurrir… —Ya veremos —farfulló Marión—, de momento no me hace daño, me lame… —¿Le lame la entrepierna? — preguntó la condesa con voz sorda. —Bueno, ejem… sí, señora… —Hum —tosió la hermosa mujer—, si le gusta… que le aproveche, yo no respondo de nada… —Me da mucho gusto, señora… — admitió la viciosa niña abriendo las rodillas… —Me gustaría ver lo que sucede debajo de tu vestido, tunantuela — prosiguió la condesa. —Nada más fácil… —y Marión se levantó las faldas hasta la cintura, descubriendo los manejos de Igor que, efectivamente, estaba lamiéndole las bragas con hermoso frenesí. —Caramba… —exclamó la condesa —; llevas unas bragas de seda muy hermosas, hija mía…; el muy asqueroso acabará estropeándolas… —Tal vez haría mejor quitándomelas. —No me atrevía a sugerírtelo… En efecto, sería mucho mejor. Marión sonrió a su vez, de un modo muy ambiguo; no se había equivocado; la aristocrática persona era una viciosa que quería verla jodiendo con su perro… Con la mayor sencillez del mundo se quitó entonces las bragas de seda de color melocotón y las dejó en la alfombra de Aubusson para ofrecer de nuevo su vientre, desnudo ahora, a las caricias del galgo ruso. —Me da la impresión —continuó la dama —de que no te estás estrenando, niña mala… Reconoce que te ha lamido ya algún perro… —¿Por qué no voy a reconocerlo, señora condesa…? ¿Sabe usted?, a mí me gusta… —Es el colmo del cinismo…, figúrate que lo he sospechado cuando he visto que te dejabas olfatear, en la tienda… —¿Y por eso me ha hecho usted venir? —No se te escapa nada —exclamó la hermosa mujer—, y, siendo así, no te ocultaré tampoco que me interesa verlo… Sin vergüenza alguna, Marión abría los muslos y con las dos manos posadas en lo alto de éstos abría los labios de su sexo para que la lengua del animal pudiera lamerle bien el clítoris… —¿Te excita, bribonzuela? —A la fuerza… —reconoció la pequeña, que comenzaba a menear el culo—; me despierta el apetito… —Reconozco que también a mí… la hermosa condesa abrió su peinador verde pálido, desnudando unos largos muslos bronceados y una absoluta carencia de cualquier ropa interior, de modo que Marión pudo comprobar que era naturalmente pelirroja. Pasándose una mano por el pecho, se acarició largamente un seno mientras seguía mirando los juegos linguales del perro en la abierta almeja de la pequeña marroquinera; luego, abriendo las rodillas, metió la otra mano en la entrepierna y su dedo mayor curvó las largas falanges hacia un clítoris muy hinchado entre los velludos labios mayores de su sexo. —Que te lama bien, marranita… Me gusta ver el placer en tu rostro… ¿Te da gusto, dime? —Sí… Es bueno… Es guay… Me gusta… —Ya lo veo, bribonzuela… Me excitas, ¿sabes? —Qué gusto —gimió de nuevo Marión mientras su pubis ondulaba bajo su estrecha cintura… Como un eco de sus gemidos, la condesa dejaba escapar un suave estertor mientras se masturbaba. Luego, de pronto, cansada de limitarse al papel de espectadora, se levantó para participar en la fornicación bestial. Con gesto rápido se quitó el peinador de seda verde pálido, que cayó junto a las bragas de color melocotón. Y, completamente desnuda, se arrodilló detrás de la chiquilla para lamerle las nalgas… —Tu culo —suspiró—; dame tu hermoso culo… A Marión le extrañó que una gran dama pudiese proferir semejantes palabras, pero recordó que el viejo barón, en sus momentos pasionales, no usaba precisamente un lenguaje aristocrático. Sentía la cálida lengua pasearse lascivamente por sus globos de carne, que dos manos ávidas separaron muy pronto para que pudiera penetrar en la raya, que lamió de arriba abajo, demorándose, a cada paso, en el pequeño ojete que palpitaba ante el suave contacto. Cuando el orificio anal estuvo bien húmedo de saliva, la condesa desnuda metió su dedo dentro, con una facilidad que no dejó de extrañarle… —Dime, niña mala, ¿por casualidad has utilizado ya ese lugar para fines inconfesables? —No se le oculta nada —rió Marión entre dos suspiros de satisfacción. —¡Oh, la muy guarra! —farfulló la hermosa mujer, locamente excitada por una niña tan joven ya sodomizada… Alentada por aquel lúbrico pensamiento e imaginando una gran polla moviéndose en el pequeño agujero redondo, tan fresco y tan mono, dio unos ardientes pistonazos a la cavidad anal, arrancando gemidos de placer a la pequeña, que adoraba aquel tipo de perversa diversión. Luego, inflamándose de pronto, sustituyó el dedo por su lengua, que se endureció para penetrar en el agujero del culo de la niña. El vaivén del órgano entusiasmó de tal modo a la chiquilla que gritó… —No se pare, no se pare, qué gusto… Adoro que me porculicen… qué gusto da su lengua en mi culo… Más, jódame mucho, voy a correrme. La condesa lanzó un gruñido de salaz gozo y aceleró sus guarros manejos. La pequeña había echado hacia atrás una mano y le acariciaba nerviosamente la cabellera; de pronto, sus dedos se crisparon en los rizos caoba, estaba gozando en la lengua del animal. —Mmmmmm… mmmmmm —dijo la hermosa mujer—; te estás corriendo, gatita… —Sí, señora —respondió cortésmente Marión entre dos hipidos de placer. —Ah, cómo me excitas, cómo me excitas —prosiguió la condesa hurgándose el coño con una mano llena de brillantes—; tengo unas enormes ganas de que me la metan… siento deseos de entregarme… Marión se volvió para ver cómo se masturbaba, con ojos demenciales, de rodillas en la alfombra de Aubusson. —Si lo desea, puedo besarla un poco —propuso sacando una prometedora lengua. —Sí… Ven… Ven… Devórame, pequeña, me derrito, voy a correrme… Ven… Se había tendido en el suelo con las piernas muy abiertas y la niña se arrodilló a su vez para meter el hocico donde más caliente estaba. Su lengua barrió la inundada raja, lamió el zumo que manaba de la profundidad de los órganos y cosquilleó activamente el clítoris, desmesuradamente desarrollado, erguido como un sexo de varón. Mientras la condesa gemía meneando las nalgas y palpándose los pechos, cuyos gruesos pezones pellizcaba, el perro, interesado por la operación, olisqueó el coño de Marión… —Todavía no —rugió la condesa—, ven aquí, Igor. El animal obedeció y fue a lamer el extasiado rostro de su dueña, que abrió la boca para que aquella enorme lengua se metiera dentro. Luego tendió el brazo para empuñar la picha del perro, que brotaba de su ganga, roja y puntiaguda como todas las de su especie, y acarició la descapullada punta arrancándole a Igor, que apreciaba aquella atención, unos gruñidos de placer. El sexo bestial se hinchó desmesuradamente y adquirió las proporciones de una hermosa polla humana. Entonces, arrastrada por la perversa pasión, la aristocrática criatura se incorporó para tomarla, decididamente, en su boca. Marión, que había levantado la nariz para observar lo que ocurría, no creyó lo que estaba viendo. La condesa estaba mamándosela a su perro… Decididamente, la perversidad de aquella mujer superaba todo lo imaginable. El perro, enloquecido de excitación por aquella felación demente, meneaba los cuartos traseros como si estuviera en plena cubrición… —Tiene ganas de joder —exclamó la condesa soltando la rutilante zanahoria—, ¿aceptarías que te follase, niña? —Sí… oh, sí; lo quiero en mi coño… Ven, Igor —gritó—, ven a metérmela… El perro no se hizo rogar, estaba acostumbrado a aquel tipo de diversiones pues hacía ya tiempo que empitonaba a su dueña. Ésta, con los ojos desorbitados por el deseo sexual, le miró trepar a la espalda de Marión, tratándola como a una perra en celo. —Jódete a la muy puerca —suspiró —, jódela bien, Igor, descarga en su vientre… Métele tu polla en el coño… Rellénala… Le gusta… Luego, acarició la cabeza de su mamona cuando se produjo la bestial penetración… —Notas su gran picha, ¿dime?, la notas en tu vulva… —Sí… la tengo dentro, me jode… Qué gusto… —Entrégate bien, puerca, lámeme… Quiero gozar en tu lengua… Vamos… Chúpame bien el clítoris, voy a correrme… Al revés que Brutus, el gran Igor se tomaba su tiempo, jodiendo como un tipo, pues había sido bien adiestrado para eso por su dueña… Ésta meneaba el culo cada vez más deprisa, bajo los lengüetazos de Marión, y soltó pronto un lamento desgarrador, había llegado a la cima del éxtasis carnal y los zumos de su conejo inundaron el mentón de la pequeña marroquinera, que tan bien lamía a las mujeres mientras se hacía joder por un perro. —Cómo he gozado —suspiró instantes después de haber delirado durante todo el orgasmo. —Mmmm… Ah… mmmm… sí… — exclamó Marión—. Yo también, ah… Ya está… Me corro… Ah, qué gusto da una buena picha… Es bueno… Me corro… Mmmm… Me corro… —Ah, marrana, adorable zorruela, ah, cómo me excitas, tengo ganas todavía… No puedo más… ah, necesito algo sólido… ¡Héctor! —gritó—. ¡Héctor!… Se abrió la puerta empujada por el criado de chaleco rayado, que no pareció extrañado por la lúbrica escena que se desarrollaba ante sus ojos… —¿Me ha llamado la señora…? —Sí, ven, Héctor; ven pronto, te necesito. —Bien, señora condesa —respondió el elegante criado quitándose con rapidez los pantalones. Se quitó también los calzoncillos, aunque conservó el chaleco amarillo y, habiéndose puesto la dueña a cuatro patas, se arrodilló tras ella masturbándose delicadamente para ponerse en forma. —¿La señora condesa desea que se la meta en el coño o en el culo? —En el culo, amigo mío, hágalo pronto… como de costumbre. Ella misma le había pedido que empleara aquellas vulgares palabras cuando se sintiera en semejante estado de calor. Lo prefería así y, puesto que el perfecto doméstico lo hacía con gran cortesía, aquello no podía escandalizar a nadie. Marión, de todos modos, quedó pasmada cuando vio al apuesto Héctor inclinarse hacia el soberbio culo de la condesa para escupirle en la raya. Formaba parte del programa habitual. A ella le gustaba aquella acción infamante, por una especie de masoquismo instintivo que debió de pervertir a sus antepasados en la gran Rusia de los zares. Dame tu polla, bribón, porculízame… —Enseguida, señora condesa; estoy dispuesto para la sodomización. —Sodomiza entonces, amigo mío, sodomízame a fondo; dame tu hermosa picha dura, destrózame el culo. Marión no creía lo que estaba oyendo. El perro acababa de gozar en su coño y se metió los dedos dentro para untarlos con aquel maná graso que le excitaba mucho, con el recuerdo de las antiguas eyaculaciones del pequeño Tom, el primero que le había hecho conocer esos goces prohibidos. —Nos estás mirando, marranita, te excita ver cómo le dan por el culo a una mujer, dilo, reconócelo… —Sí, señora, también yo lo deseo… —No te preocupes, chiquitina; Héctor es un superdotado, te dará una buena sacudida en el culo si queda algo… —Quedará, señora condesa… —Ya ves, zorrita, habrá para ti; la gran polla de Héctor hará que tu culo goce como mi perro te ha abrillantado el coño… Luego siguió alentando al criado diciéndole increíbles obscenidades. —Destrózame el culo, cerdo, vacía tus cojones en mis entrañas, quiero notar cómo brota tu leche, pronto, siento que voy a gozar como una bestia, porculízame mucho. Vamos… Vamos… ¡Muévete, muévete, muévete…! Excitado por aquel obsceno delirio, al que sin embargo estaba ya acostumbrado desde que sodomizaba a la condesa, Héctor aceleró sus movimientos y, de pronto, gritó: —Ya está… mmmmm… qué gusto… mmmmm…, me corro… —Luego, resoplando como un buey, añadió—: La señora condesa está servida… —¡Gozo, ah, cómo me haces gozar con tu esperma, ah! Me has llenado de leche… Ah… qué bueno es eso en el culo… —Ha sido muy bueno para mí, señora condesa. —Perfecto, amigo mío, nos ocuparemos de devolver el temple a tu bajo vientre, para esta encantadora damisela será un placer chuparte la picha, ahora que me has destrozado con ella el culo… ¿verdad, pequeña? Por cierto, niña, ¿cómo te llamas? Ni siquiera sé tu nombre… —Me llamo Marión —dijo sacándose de la boca los dedos que había metido para lamer la leche del perro. —Pues bien, pequeña Marión; ése es un hermoso nombre que añadir a mis listas galantes; a partir de ahora puedes tutearme, cuando estemos en la intimidad, y llamarme Alexandra; te doy permiso también para que me trates de guarra si te pasa por la cabeza, en el futuro, cuando las cosas se desborden; es un calificativo que me sienta tan bien como a ti. —¡Sí, guarra de mierda! —se rió Marión. —¡Ah, no! Te he dicho cuando las cosas se desborden. —Precisamente —insistió la pequeña granuja—, ¿cree acaso que no se desborda? Perdón… ¿Crees que no se desborda tu culo? Pues te equivocas… Se está desbordando bastante, y también a mí me rebosa el coño… —Puesto que mi culo se desborda, ¿a qué esperas para lamerlo, zorra? —Enseguida, mi amada guarra —se rió Marión muy desenvuelta ante la condesa en pelotas. Poniéndose a cuatro patas, limpió, en un santiamén, el agujero del culo de los abundantes zumos que goteaban sobre el vello rojizo. Metió incluso la lengua en el agujero del ano para ver si quedaba algo en el interior. Luego, sin tomarse un respiro tras haberlo tragado lodo, se inclinó hacia la blanda polla de Héctor, que había instalado el culo sobre la alfombra, sin más ambages, para verla degustando su esperma… —Pocas veces he visto una joven damisela tan guarra —murmuró dirigiéndose a la condesa, que la miraba mientras mamaba el cipote que, como el ave fénix, renacía de sus cenizas. En efecto, aspirada por la juvenil boca, la polla recuperaba unas proporciones decentes y la hermosa Alexandra comprobaba el aumento del volumen sólo por la base que salía de los labios de Marión. Contribuyó amablemente a la mamada magreando los huevos del criado, y éste se lo agradeció con una deferente mirada, como si le dijera: la señora condesa es demasiado buena. —Estoy listo —se limitó a murmurar acariciando la nuca de la mamona, para comunicarle que podía descansar de sus esfuerzos. —Pues métesela en el culo, amigo mío —exclamó la condesa muy excitada de nuevo. Ella misma condujo la cabeza del misil sexual hasta el fruncido orificio en el que se apoyó con fuerza. —Escupe encima para que resbale —aconsejó la aristocrática zorra. Héctor lo hizo y untó con su saliva la punta de su estremecido venablo; luego, empujó con fuerza sobre el estrecho anillo que, cediendo, aceptó la longitud de aquel miembro al que se adaptó divinamente. —Rellénala bien, reviéntale el culo, marrano —murmuró la señora de la casa; luego llamó a Igor para que le lamiera el coño, pues comenzaba a tener ganas. El animal, siempre dispuesto a hacer favores, le metió la lengua en la almeja, que ella abría con sus grandes dedos de uñas pintadas, revelando los nacarados tesoros de su feminidad para ofrecérselos a la salaz bestialidad. Comenzó pronto a ronronear y proferir barbaridades, mientras miraba a Héctor, que sodomizaba vigorosamente a Marión. De vez en cuando, extendía la mano para atrapar al vuelo el hermoso par de cojones que se balanceaba bajo la polla en acción, y tiraba de ellos hasta que el tipo pedía gracia. Se puso luego a cuatro patas, en la posición de las perras, para que la follara su galgo ruso, que tenía muchas ganas. La gran picha del animal le llenó la cavidad vulvar y gritó de goce agitando violentamente los lomos para que la empitonara a fondo. —Volverás a correrte, guarra —le gritó Marión entre dos gemidos de placer. —Sí, marrana, como tú; goza con el culo, hermosa, que te porculicen bien; que te llene el zumo de sus enormes huevos, te inundará hasta las cachas… —Es guay —suspiró la pequeña—, me porculiza a las mil maravillas, tengo la impresión de que me la mete hasta el corazón. Folladas así, la una por el culo la otra por el coño, ambas viciosas hicieron resonar la habitación Directorio con sus lúbricos clamores cuando el orgasmo las zambulló al mismo tiempo. El perro balanceó su cipote canino en las profundidades de la vagina, y el apuesto Héctor, con su chaleco rayado, llenó con su esperma de hombre guapo la cavidad anal de la muchacha sodomizada. Epílogo
HAN pasado los años. Marión es
ahora una hermosa mujer floreciente. No se quedó mucho tiempo en la marroquinería de Christine y Julien, pues comprendió enseguida que podía hacer mejores cosas sin hacer nada en absoluto. La condesa Alexandra colaboró mucho en su evolución. Para empezar, ya tras su primer encuentro, le entregó una regia propina que representaba la mitad del salario que cobraba, mensualmente, de sus patronos. Se habría quedado en su casa, pues les quería mucho, pero se mostraron exigentes, prohibiéndole en redondo que saliera durante el día, salvo por razones profesionales, y nunca después de trabajar, pues las noches se consagraban a sus comunes diversiones con Brutus. De modo que la condesa, que se había encoñado, se vio obligada a hacer inútiles compras varias veces a la semana para que Marión pudiera entregarlas a domicilio. Aquellas repetidas entregas le pusieron a Christine la mosca en la nariz, pues se había enamorado de su hermosa dependienta. Cierto día puso de patitas en la calle a la condesa, pues la pequeña había acabado reconociendo lo que ocurría en su casa. —Nos la confió su madre, comprenda usted, tenemos responsabilidades… Además, entre usted y yo, no va usted a darme el pego, por muy condesa que sea; la pequeña tarda dos horas para entregar un paquete a quinientos metros; no hay que exagerar… Así pues, para poder encontrarse con la chiquilla y entregarse con ella a una buena orgía, en compañía del galgo ruso, Alexandra tuvo que recurrir a algunas amigas íntimas que hacían, en su lugar, algunas compras que debían entregarse a domicilio. A esa velocidad, la condesa no sabía ya qué hacer con las existencias de marroquinería que se veía obligada a comprar; calculó, pues, que haría mejor comprando toda la tienda, pero no estaba en venta. Propuso entonces a Marión pagarle una confortable mensualidad y montarle un coquetón estudio, donde sería independiente. La hermosa aceptó y aún está allí. No lamentó haber dirigido la barca a su guisa, pues tuvo la suerte de labrarse una envidiable situación, aunque su culo contribuyera mucho a ello. Se ha hecho mayor, claro está, adquiriendo redondeces mayores que las que tenía cuando llegó de su villorrio, siendo todavía niña aunque ya pervertida. Tampoco sus pechos tienen nada que ver con los pequeños huevos fritos que encantaban al viejo y jodedor barón. Son ahora dos grandes tetas, muy firmes; no les ha llegado aún el tiempo de convertirse en colgantes estandartes. Forman parte de sus encantos al igual que su magnífico rostro, sin arruga alguna, sus ojos siempre indecisos entre el azul y el verde, según los cielos y las estaciones. Ha aprendido mucho y recuerda bastante de su carrera de mujer fácil, tal vez demasiado aficionada al sexo para convertirse en una verdadera profesional, pero que sabe aprovechar, no obstante, las ocasiones para no carecer nunca de nada y amasar, a pesar de todo, una pequeña fortuna a fuerza de… brazos… si se quiere… o de cualquier otra cosa… Pero ¿qué importa? Lo que cuenta es el resultado, ¿verdad? La han pedido muchas veces en matrimonio, pero nunca ha dado su mano a nadie, sólo sus nalgas… y siempre con suavidad. Su único vicio es el chucho. No tiene remedio, adora joder con los perros. Ciertamente tiene buen recuerdo de la polla del caballo en los establos del castillo, pero aquella monstruosidad fue sólo un episodio de su vida sexual. El chivo, por el contrario, la marcó. A menudo ha sentido deseos de volver a la aldea, para visitar a la tía Léonard, pero ha sabido que ésta había muerto, de una perforación intestinal de cuyo origen no le cupo duda alguna. No detuvieron al chivo. Jules murió libre aunque privado de hembras humanas tras el lamentable incidente. El único vínculo que le queda de su infancia feliz, dejando al margen su buena madre, es Isabelle. Precisamente la está esperando de un momento a otro, pues pocas veces viene a París, casada y madre de familia en el Midi de Francia, caritativa dama en la aldea y presidenta de un montón de asociaciones familiares y benéficas… Marión comienza a impacientarse, su amiga se retrasa. Para distraer su nerviosismo, hojea un libro ilustrado sobre la bestialidad a través de los tiempos. Hacer el amor con los perros no fue un invento suyo. Muchas grandes damas cedieron a esta pasión, sin mencionar las desconocidas que no salen en los libros. Con los años, son legión. Recuerda a Arsène y se pregunta si seguirá jodiendo con las borricas, el muy guarro. Las hay que se divirtieron con leones, ¡hay que tenerlos bien puestos!, ella no se arriesgaría nunca a ello, pese al respeto que siente por el rey de los animales… Con monos nada tiene de extraño. Hay tipos que son más asquerosos que los chimpancés. Aunque haya hecho una buena carrera galante, nunca ha aceptado joder con alguien que le repugnara. Pero hay fealdades excitantes y bellezas sosas, que no incitan a hacer el amor; es cuestión de gustos. Las mujeres, en cambio, le gustan mucho más; tiene tendencias lésbicas que no han hecho más que desarrollarse desde su relación con la hermosa condesa Alexandra. Por cierto, también ésta murió. No con una polla en el culo, como la tía Léonard, sino sencillamente de cáncer. Tuvo la excelente idea de incluirla en su testamento tras haberla incluido, tan a menudo, en sus orgías de la alfombra, en compañía de Héctor y el galgo ruso, sin mencionar a todos los amigos y amigas que desfilaron por allí para conocer las fantasías de la pequeña Marión. Así consiguió relaciones y una renta vitalicia. Volviendo a los animales, leyó con interés la confesión de una domadora de serpientes que utilizaba a sus pensionistas apuñalándose la almeja con su cola, algo absolutamente asqueroso. Su afición a los perros le pareció de una terrible trivialidad comparada con aquellas fantasías contra natura. —Pero ¿qué le pasa a Isabelle? Hace varios años que no la ha visto y se pregunta si seguirá siendo tan bella, tan alta, la rubia de ojos azules que tan guarra era de niña. Qué encantador descubrimiento cuando ambas, por primera vez, se entregaron a la tortilla. Sólo con pensar en ello a Marión se le estremece el conejo. Se remueve en el sillón, deja caer el libro y se remanga las faldas. Lleva medias de seda pues, afortunadamente, vuelven a estar de moda. Por encima de la media se ve la piel desnuda del muslo. Su mano derecha se desliza hacia el interior, sus largos y finos dedos llegan a la braguita de encaje negro, a juego con un liguero muy sexy. Adora la lencería fina y la ropa interior excitante. El dedo mayor pasa por debajo y hurga en el sedoso musgo de su bien cuidado vello, cortado lo necesario, como si fuera césped inglés, para formar un triángulo negro perfecto, sin pelos intempestivos. Y en el centro, el deseo que la atormenta casi sin cesar. Su dedo produce beneficiosas ondas en todo su vientre sólo con rozar el pequeño botón erecto. Lo aplasta un poco para calmarlo, pero eso no resuelve nada, lo pellizca, lo hace girar como si fuera una bola, lo toma por la base… y luego, ¡al carajo!, está demasiado excitada, comienza a cascarse una paja. Por lo demás, la cosa termina siempre así. Cuando está con alguien, jode; cuando está sola, se masturba. Esta criatura consagrada a Eros no deja de gozar. Su naturaleza la hizo así y no puede remediarlo. No era, sin embargo, el momento oportuno. Llaman a la puerta. Es Isabelle. Dios mío, cómo ha cambiado. Va vestida de negro porque lleva luto, una verdadera maruja de provincias. Lleva el cabello recogido en un gran moño, en la nuca. No va maquillada, es un verdadero desastre. —¡Ah, querida —exclama sin embargo, con una sonrisa entristecida—, qué contenta estoy de verte! Marión, que ha tenido el tiempo justo para ponerse las bragas, está a punto de meterle un dedo en la nariz anunciándole: —Estaba meneándomela… Pero renuncia a hacerlo… —Entra… ¿cómo estás? —¡Bah!… Se quedará en París hasta mañana… No, no tiene nada que hacer por la tarde, está muy contenta de poder consagrar unas horas a su compañera de la infancia. Ésta ni siquiera se atreve a evocar los ardientes recuerdos de su perversidad infantil. Pero, poco a poco, la gran dama comienza a hacerlo. Ha recogido el libro… —Caramba, siguen interesándote esas cosas. —Ya lo creo, más que nunca… ¿a ti no? —¡Bah! Un gesto hastiado… luego, a pesar de todo, una sonrisita que quiere ser cómplice. —¿Te acuerdas del caballo? —¡Y cómo! —exclama Marión aprovechando la ocasión—: ¡menuda polla! —¡Oh, querida!… ¿no te avergüenza decir esas palabras? —Por aquel entonces, tampoco a ti te avergonzaba, Isabelle… Ésta se limita a suspirar. Pero tiene algo de calor. Se quita el sombrero. Pensándolo bien, sigue siendo muy hermosa a pesar de sus tensos rasgos y su aspecto algo triste. —Aquellos polvos trajeron esos lodos —suspira… —Pues pegamos algunos —insiste Marión tomándola de la mano… —Chiist…, ya lo he olvidado… —Pero debes hacer el amor de vez en cuando, Isabelle. —Una vez al mes, o menos… y ya no me interesa, siempre es lo mismo… —¿No tienes amante? —Claro que no… con mi posición… —Y tampoco… una amiguita para pasar el rato… —Ni lo sueñes, en una aldea como la que vivo esas cosas no existen… —Pues es una lástima… sigues gustándome, ¿sabes? Le ha tomado la mano, los dedos de la joven estrechan los suyos. Posa su rubia cabeza en el hombro de su compañera… —Tú no has cambiado… —Un poco sí, querida, mira… Se abre el corpiño de su vestido y brotan sus pesados senos, redondos y poderosos pero lo bastante firmes como para prescindir aún del sujetador. —Ya ves, Isabelle, nada tiene ya que ver con las pequeñas tetas que te gustaba chupar… —Cállate… —Pero ¿por qué?… tócalas… vamos, dame tu mano, así podrás comprobar la diferencia… El rostro de la enlutada se ha ruborizado cuando los grandes pezones erectos se han incrustado en las palmas de sus manos, pues Marión se las ha cogido para ponerlas sobre sus grandes senos. —Tócalas, querida, acaricialas, no queman… —Sí, precisamente… me siento muy extraña… La voz ha enronquecido como antaño, cuando se excitaba… Y ahora vuelve a estarlo… —Pero ¿qué me obligas a hacer… a mi edad? —Ni siquiera tienes treinta años, Isabelle, ¿qué estás diciendo? —Y luego añade, susurrando al oído de su amiga —: Pellízcame los pezones, me excita… La provinciana vacila unos instantes, pero el deseo es demasiado fuerte. Toma entre sus pulgares y sus índices cada uno de los pezones y los hace rodar, comprimiéndolos. —Qué gusto… me excitas… deja que te bese… —No, te lo ruego. Aparta el rostro para evitar que la ardiente boca de Marión se pose en la suya, pero ésta la toma por las orejas y consigue plantar un prolongado beso en sus labios. Éstos se han entreabierto, como en los buenos tiempos; las lenguas de las dos hembras se encuentran al mismo tiempo que sus ardores uterinos. El beso parece no terminar. Marión ha derribado a Isabelle en el sofá y casi le devora la boca… Su mano busca los pechos, abre el vestido negro, desabrocha el sujetador, se apodera de una teta que sigue siendo pequeña y firme y excita el pezón con un índice experto… —Déjame, estás loca… vas a hacerme perder la cabeza… —Por eso lo hago, vamos, abandónate… eso nos quita quince años de encima… —Estás loca, te lo ruego. Pero Marión sabe lo que quiere. Ha conseguido meter sus manos debajo del vestido y asciende a lo largo de las pantys negros… Luego, sus dedos llegan a la entrepierna, cuya humedad le satisface. La «presumida» desea que la acaricien tanto como ella. Si no llevara los jodidos pantys… —Deberías ponerte medias; mira, es mucho más práctico para que te acaricie… Se ha levantado las faldas hasta el ombligo y se exhibe loca de lubricidad ante su turbada amiga. —Pero, Marión, ni siquiera llevas bragas… —Me las he quitado para meneármela pensando en ti y en la leche de caballo que nos empapó la cara… ¿lo recuerdas? Tú tenías los cabellos llenos… —Cállate… —Dame tu mano… ponía aquí… sí… ya sabes dónde tengo el pimpollo… Ahí… así… sí… sí… cáscame una paja, Isabelle… —Me obligas a hacer locuras, Marión… —Y yo quisiera también hacértelas; quítate esos trapos… Isabelle levanta las nalgas y Marión tira de los pantys y las bragas, que pronto son una bola en la moqueta de un verde manzana. —¡Ya era hora! —grita. Su mano se mete entre los blancos muslos que se han abierto para recibirla, los dedos abren los velludos labios mayores del sexo que se estremece, penetran, acarician suavemente la raja y se encargan del clítoris en erección. —Te humedeces como antaño, querida… qué bueno es tocarse las dos, dame tu boca… —Oh sí… sí… tu lengua. Mmmmm… sí… Las dos jóvenes se masturban con el recuperado ardor de sus catorce años, se chupan la lengua hasta perder el aliento, el ridículo moño de Isabelle se ha deshecho y sus largos cabellos de oro caen en oleadas sobre sus hombros. —Quítate el vestido, desnudémonos. La provinciana no protesta ya. El deseo de gozar le ciñe los lomos. Enfebrecida, se desprende de todo lo que lleva encima. Dos desnudeces se enfrentan ahora en el sofá. Dos hermosas y jóvenes mujeres, animadas por el mismo deseo de su carne magnífica que florecerá, una vez más, con sus recíprocas caricias. Las bocas se deslizan hacia los pechos, los labios tragan los erguidos pezones, las lenguas se arrastran hacia los vientres adornados por sedosos triángulos, la saliva corre por los pelos, las lenguas hurgan en los suaves labios ya muy húmedos. Los capullos son aspirados, cosquilleados, acariciados sin cesar… Sube la fiebre en los exacerbados órganos sexuales. Se han colocado gualdrapeadas para devorarse mutuamente. Los dedos penetran en inundadas vulvas, las falanges se mueven en redondo para acariciar las mucosas internas, la voluptuosidad nace en los cuerpos. Marión es la primera en recuperar el perverso gesto de la infancia. Hunde su dedo en el trasero de Isabelle… —Lo recuerdas —murmura con la nariz hundida en sus nalgas… —Sí…; qué gusto, deja que te lo haga también… —Sí… oh, sí; porculízame, voy a gozar en tu lengua… —Yo también… Un doble orgasmo corona sin tardar aquel loco abrazo. Ambas mujeres beben su placer recíproco gimiendo al unísono. Un poco más tarde, cuando los espasmos del éxtasis carnal se han apaciguado por fin, las amigas de la infancia, abrazadas, desnudas, boca contra boca, vuelven a evocar los ardientes recuerdos del pasado entre dos largos besos que enlazan lascivamente sus lenguas… Luego, de pronto, la provinciana murmura al oído de Marión. —Tengo que hacerte una confidencia… evidentemente con mi marido las cosas del sexo no funcionan… no tengo amante, ni una amiga… pero quiero confesarte algo que no me he atrevido a decir hace un rato… —¡Dímelo, querida Isabelle, dímelo! —Tengo un perro lobo..