El Catequista y El Espiritu Santo
El Catequista y El Espiritu Santo
El Catequista y El Espiritu Santo
de su vocación y servicio. De hecho, la actividad catequética está puesta desde sus orígenes al servicio del proceso de
conversión, como se hacía antiguamente con el catecumenado. Al respecto el mismo Directorio recuerda la importancia
que la catequesis tiene en este proceso de conversión: El ministerio de la Palabra está al servicio de este proceso de
conversión plena. El primer anuncio tiene el carácter de llamar a la fe; la catequesis el de fundamentar la conversión,
estructurando básicamente la vida cristiana; y la educación permanente de la fe, en la que destaca la homilía, el carácter
de ser el alimento constante que todo organismo adulto necesita para vivir (DGC 57).
La formación que cada catequista debe recibir para realizar esta tarea correspondería igualmente a los dos momentos,
uno general en el que se aprenden las enseñanzas básicas del cristianismo y otro más específico, en el que el catequista
se prepara en a través de la vivencia del sacramento y de la formación específica para preparar a otras personas para él.
El centro de la catequesis es Cristo, conociéndolo mediante su Palabra en el Evangelios, la catequesis debe ser
Cristocéntrica. Uno de los aspectos generales para la formación de los catequistas, es el catequista debe tener un
conocimiento amplio de la cristología explicar quién fue Jesús, que hizo, explicar el mensaje de Él, el mesianismo. El
catequista debe conocer sobre cristología y ahondar en eses aspecto básico, más en concreto catequista en su
formación entra asumir esas características de la iglesia que es madre y maestra, adaptado el mensaje a sus necesidades
y en sus circunstancias. La formación tendrá presente, también, el concepto de catequesis que hoy propugna la Iglesia.
Se trata de formar a los catequistas para que puedan impartir no sólo una enseñanza sino una formación cristiana
integral, desarrollando tareas de «iniciación, de educación y de enseñanza». Se necesitan catequistas que sean, a un
tiempo, maestros, educadores y testigos (DGC.237)
La formación permanente está confiada a los mismos interesados. Todo catequista, por tanto, deberá hacerse cargo de
su propio y continuo progreso, mediante el mayor empeño posible, persuadido de que nadie puede reemplazarle en su
responsabilidad primaria (GCM 29). Las características hasta aquí mencionadas de la formación de los catequistas, esto
es, que debe ser general y específica, inicial y permanente se integran en unas dimensiones constitutivas que sirven
como ejes transversales de este proceso: la dimensión del ser, la dimensión del saber y la dimensión del hacer. La
primera dimensión, la del ser, se enfoca en la calidad humana del catequista. La segunda, la del saber, se enfoca en que
todo catequista debe conocer profundidad la misión que le corresponde dentro de la iglesia (tener una formación seria
teológica, espiritual, y que este abierto a las diversas necesidades de la comunidad, es decir que él o ella den respuesta a
las diversas necesidades que se suscita en la comunidad. La última, la del saber hacer, tiene de una parte unas
implicaciones en el conocimiento de la dinámica de conversión y debe proporcionar a los candidatos la preparación para
el encuentro sacramental con Cristo y de esta manera que haya una conversión y madurez en los destinatarios; de otra
parte, de tener unos conocimientos didácticos y pedagógicos incorporados en una comprensión mistagógica del
seguimiento de Cristo: “La catequesis litúrgica pretende introducir en el Misterio de Cristo, es ‘mistagógica’,
procediendo de lo visible a lo invisible, del signo a lo significado, de los "sacramentos" a los ‘misterios’” (CEC 1075).
La metodología
Dentro de la metodología general que debe conocer el catequista es bueno que se conozca algún método teológico y
alguna metodología que permita articular esta reflexión con la práctica catequética. Respecto al método, en
Latinoamérica se ha asumido desde hace medio siglo el método “Ver-Juzgar-Actuar”. Respecto a la metodología, en las
dos últimas décadas ha tenido mucha acogida la narratología. El método “Ver-Juzgar-Actuar” se ha asumido desde la
Conferencia de Medellín y luego en las siguientes conferencias. Este una aplicación práctica de lo que recomienda la
Gaudium Spes sobre el diálogo con las realidades actuales (GS 3) y con la atención a los ‘signos de los tiempos’ (GS 4). Al
tener una resonancia tan amplia en el magisterio de los obispos latinoamericanos es fácil incorporarlo en la reflexión de
los planes diocesanos y parroquiales. Todos los catequistas antes de hacer la planeación con su párroco, deben ver la
realidad de la comunidad en la que se encuentran de esta manera, la situación debe interpelar a los agentes, sin
embargo, para poder planear es necesario escuchar a la comunidad, ¿Cuáles son ideales y sueños en la catequesis?
¿Qué anhelan? La comunidad es la que tiene que ayudar a preparar las guías las temáticas. Es importante escuchar a la
comunidad. Recopilando la información es como se puede comenzar a planear. La metodología narratológica, por otra
parte, se aplicó en un comienzo al estudio de la Biblia, en especial de los evangelios y del Pentateuco. Luego se ha
extendido a la Agustín Márquez (2019). Formación de catequistas: criterios del magisterio para la formación integral 70
reflexión teológica y pastoral. Ahora se aplica con mucha eficacia en la catequesis porque permite vincular la narración
bíblica a los acontecimientos salvíficos que la iglesia experimente en su camino por la historia. También permite
conectar los relatos del creyente en una narrativa que le da continuidad a la ‘historia de la salvación’. Como se propone
en un congreso reciente, una de las finalidades de la catequesis es poner a la persona en relación viva con el Señor Jesús
en el seno de la comunidad cristiana y crear las condiciones para que este encuentro se lleve a cabo, dé comienzo una
nueva historia de fe que se profundice y llegue a su madurez (EEC, 2011, p. 9) Otro objetivo de la catequesis es vivir el
Evangelio, la catequesis no es para transmitir contenidos. Los agentes no están para informar, sino para ayudar en el
crecimiento de la fe y su madurez. Es por ello que los agentes y destinatarios deben conocer la vida de Jesús y vivir junto
con el la pasión, muerte y resurrección en sus vidas. La catequesis no es para tener conocimientos de la iglesia y su fe,
sino que la catequesis la deben llevar en su vida cotidiana experimentar en la vida, cómo Dios camina con ellos en su
historia de salvación, que ellos vallan descubriendo la Trinidad dentro de sus comunidades y vida. El testimonio es
indispensable dentro de la catequesis. El encuentro con Cristo ayuda a ser signo visible para la comunidad, la experiencia
debe ser anunciada de esta forma es cuando los agentes y candidatos maduran su fe. La confrontación con la Escritura
permite a catequistas y catequizandos entrar en un contacto profundo con los acontecimientos fundantes: la pascua de
Israel y la pascua de Jesús de Nazaret. Igualmente pone en contacto con los orígenes e intenciones del autor y con las
expectativas de la comunidad para la que lo escribe. La Escritura debe interpelar a sus lectores, conocer su historia de
salvación. Además, la confrontación con la Escritura me debe llevar a una conversión, maduración de fe, trasformación
en mi vida de modo que valla respondiendo a mis necesidades y contexto social. En las Escrituras debo encontrarme con
Dios, “el relato bíblico, que lleva en sí la memoria configurada de las historias pasadas, las hace posibles en el presente,
abriendo el acceso a un eventual encuentro con el Dios que les da sentido” (Barbi, 2011, p. 66). Agustín Márquez (2019).
Formación de catequistas: criterios del magisterio para la formación integral 71 Estas indicaciones metodológicas son
viables en la medida en que se articulan dentro de un plan formativo que haga parte de unos propósitos o de un plan
parroquial o diocesano. Si no es así, es muy probable que una vez que se cambia al ministro que está al frente de la
comunidad parroquial, el siguiente no asuma o no entienda el proceso y lo interrumpa o inicie otro, sin diálogo con la
comunidad o con los grupos pastorales, en especial, con los grupos de catequistas.
El catequista realiza su tarea convencido de esta verdad fundamental: «El Espíritu Santo es el agente
principal de la evangelización» (EN 75). Sabe que su misión esencial, como catequista, consiste en
trabajar por suscitar en los catequizandos las actitudes necesarias para acoger esa acción divina. El
Espíritu Santo,
es el maestro interior que, más allá de la palabra del catequista, hace comprender a los hombres el
significado hondo del Evangelio.
El catequista ha de ser sensible a una acción del Espíritu que no es uniforme con
relación a los miembros de su grupo catequético, sino que es una acción diferenciada,
es un «llamamiento que —Dios— dirige a cada uno» (CT 35). Puede actuar como
llamada, promesa, perdón, corrección, paz, sentido, apoyo, presencia, purificación y
exigencia.
El catequista sabe que es portador de una sabiduría que viene de Dios. «No es la sabiduría de este
mundo ni de los príncipes de este mundo» (1 Cor 2,6), no es la sabiduría de la modernidad, que hoy se
pone como criterio del verdadero progreso, sino la del Evangelio.
ESPÍRITU SANTO
NDC
La Iglesia tiene conciencia de que nada ocurre en ella sin que el Espíritu Santo
intervenga, y de que todo en la experiencia cristiana sucede por su inspiración y
su presencia. Por eso lo invoca frecuentemente en la oración y en las
celebraciones litúrgicas: 1) cada vez que se hace la señal de la cruz y se da o
se recibe la bendición; 2) cuando se recita la fórmula Gloria al Padre, y al Hijo,
y al Espíritu Santo, con la que se concluyen los salmos o los misterios del
rosario y otras oraciones; 3) cuando finaliza la oración colecta en la misa, así
como en laudes y vísperas; 4) en la celebración de los sacramentos, que se
realizan en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo (en la eucaristía
de cada domingo y fiesta solemne se proclama, en el credo, la fe en el Espíritu
Santo).
El Espíritu es, por tanto, un ser personal, con un actuar propio, unido
indisolublemente al del Padre y al del Hijo.
Llegar a esta confesión no fue nada fácil; de hecho hay una cierta diferencia de
matices entre los cristianos de Oriente y Occidente. Esta diferencia se ha
concretado en nuestra confesión en el Credo con la fórmula: «y del Hijo»
(Filioque), que no estaba contenida en la profesión de fe de Constantinopla,
sino que fue incluida más tarde por la Iglesia romana. Con ella, la Iglesia de
Roma y las otras Iglesias occidentales quieren acentuar más claramente que el
Hijo es de la misma naturaleza del Padre y está situado a su mismo nivel.
También en esto coinciden los ortodoxos, pero ellos utilizan: «del Padre por el
Hijo», queriendo expresar que en Dios sólo el Padre es origen y fuente.
Pero es, sobre todo, el que habló por los profetas. En ellos, el Espíritu se pone
al servicio del misterio de Jesús y prepara lentamente su venida, desde el
primer anuncio del Mesías hasta los umbrales del Nuevo Testamento.
Por los profetas nos va introduciendo en el misterio de Cristo: los rasgos del
Mesías esperado comienzan a aparecer en el libro del Emanuel (cf Is 6-12).
Se revelan, sobre todo, en los cantos del siervo de Yavé (cf Is 42,1-9; Mt 12,18-
21; In 1,32-34; después Is 49,1-6; Mt 3,17; Lc 2,32, y en fin Is 50,4-10 y 52,13—
53,12).
Por el Espíritu, Jesús fue «conducido al desierto» (Lc 4,1) y Juan Bautista lo
elevará a los ojos de Israel como Mesías, esto es, el Ungido por el Espíritu
Santo. El testimonio de Juan fue corroborado por otro superior: «Se abrió el
cielo y el Espíritu Santo descendió sobre él» (Lc 3,21-22); y, al mismo tiempo,
se oyó una voz del cielo que decía: «Este es mi hijo amado, mi predilecto» (Mt
3,17).
Jesús mismo se presenta como el manantial del Espíritu: «"De sus entrañas
brotarán ríos de agua viva". Eso lo dijo refiriéndose al Espíritu que habrían de
recibir los que creyeran en él» (Jn 7,38-39).
Recuerda Juan Pablo II que «el Espíritu actualiza en la Iglesia de todos los
tiempos y de todos los lugares la única revelación traída por Cristo a los
hombres, haciéndola viva y eficaz en el ánimo de cada uno» (TMA 44).
Quien anuncia la Palabra lo hace por la fuerza del Espíritu Santo, y el que la
acoge lo hace movido por la gracia del mismo Espíritu; pues si la Palabra divina
encuentra en nosotros un eco y una resonancia, parecida a la que se dio en los
apóstoles, es gracias al Espíritu de la verdad.
La Palabra y los sacramentos tienen vida por la eficacia operativa del Espíritu
Santo. Por eso la Iglesia, en la celebración de la eucaristía, pide en la epíclesis
la santificación de los dones ofrecidos sobre el altar: «Te pedimos que
santifiques estos dones con la efusión de tu Espíritu, de manera que sean para
nosotros cuerpo y sangre de Jesucristo, nuestro Señor».
San Pablo habla de un alimento espiritual, de una roca espiritual, de una bebida
espiritual (1Cor 10,35). Celebrando la eucaristía, la Iglesia revive la experiencia
de la que Juan da testimonio (Jn 9,35), cuando vio la fuente del costado de
Cristo abierta para colmar la sed: «El que tenga sed que venga a mí...» (Jn
7,37-38). Del costado abierto de Cristo nos viene el Espíritu. En la eucaristía se
hace presente el misterio de la muerte y resurrección de Cristo, en el que Dios
lo glorifica con la superabundancia del Espíritu.
La comunidad de los creyentes en Jesucristo, la Iglesia, que es, como dice una
bella imagen, icono de la Trinidad, es decir, reflejo de la comunión entre las tres
divinas Personas en su relación de amor, tiene como aglutinante al Espíritu.
«Del mismo modo que el trigo seco no puede convertirse en una masa
compacta y en un solo pan, si antes no es humedecido, así también nosotros,
que somos muchos, no podemos convertirnos en una sola cosa, sin el agua (el
Espíritu) que baja del cielo» (san Ireneo).
El Espíritu sostiene la comunión interna en la vida de la Iglesia y la anima a ser
testigo de unidad y de fraternidad en medio de un mundo dividido y
fragmentado. El Espíritu ensaya en la Iglesia y en la convivencia de los
cristianos un nuevo estilo de relaciones con el que el mundo se convierte en
reino de Dios.
5. CON MARÍA, DÓCILES AL ESPÍRITU. Los dones del Espíritu deben ser
acogidos con docilidad humana, con un sí de disponibilidad para aceptar la
voluntad de Dios que ama y salva. Un sí que es llamada a la generosidad, a la
audacia, a la grandeza, al heroísmo. Un sí que tiene como modelo el de la
Virgen María.
El Espíritu marca los caminos de la Iglesia, es el que con su venida abre las
puertas del cenáculo y saca a los apóstoles a las plazas y calles de Israel.
También es el que orienta el anuncio del evangelio a los gentiles. «Atravesaron
Frigia y la región de Galacia, pues el Espíritu Santo les impidió anunciar la
Palabra en Asia. Llegaron a Misia e intentaron entrar en Bitinia, pero el Espíritu
de Jesús no se lo permitió. Cruzaron, pues, Misia, y bajaron a Tróade» (He
16,6-8).
Lo recuerda el Vaticano II: «Por lo tanto [el Señor], por medio del Espíritu
Santo, que distribuye los carismas según quiere para común utilidad, inspira la
vocación misionera en el corazón de cada uno» (AG 23).
En definitiva, «es el Espíritu quien impulsa a ir cada vez más lejos, no sólo en
sentido geográfico, sino también más allá de las barreras étnicas y religiosas,
para una misión verdaderamente universal» (RMi 25).
Por las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad, nos permite ver,
pedir y amar al modo de Cristo.
La acción del Espíritu se cumple incluso más allá de los confines visibles de la
Iglesia. La comunidad cristiana y cada cristiano están llamados a buscar con
amor y reconocer la obra del Espíritu Santo dondequiera que se manifieste.
El Espíritu Santo habla a la Iglesia desde fuera, mediante los pueblos, las
culturas, los movimientos, los desafíos, los recursos de las diversas épocas.
El Espíritu, «que da vida y renueva la faz de la tierra» (cf Sal 103,29-30), entra
así constantemente «en la historia del mundo, a través del corazón humano:
suscita aspiraciones y realizaciones que encarnan valores humanos y, por eso,
cristianos; valores que son señales de los designios de Dios, que llama a la
humanidad a renovarse en Cristo y a transformarse en familia de Dios» (GS 11,
40).
Pero también los capacita para que disciernan en la historia lo que se opone al
designio de Dios, para que reconozcan el mal en su dimensión histórica, o para
que localicen las estructuras de pecado, que llevan al odio, a la opresión, a la
violencia, a la marginación y a la muerte, a la negación de la verdad sobre el
hombre.
La actividad catequética está siempre sostenida por él, y su eficacia es y será
siempre un don de Dios, mediante la obra del Padre y del Hijo (cf DGC 156).
b) Más tarde, entre los 6 y los 10 años, a medida que avanza su camino de fe,
el Espíritu aparecerá ligado a la vida de Jesús y también, aunque al principio
muy tenuemente, conocerá los signos del soplo del Espíritu en la Iglesia y en la
vida de cada cristiano. 1) El niño, entre los seis y ocho años, habrá de ser
ayudado a adquirir familiaridad con el espíritu de Jesús, que habita en nuestros
corazones y nos hace fuertes y felices. 2) Entre los ocho y los diez años se
pone de relieve el envío del Espíritu en Pentecostés para que el niño descubra
su presencia activa en la comunidad cristiana y en su propia vida. Desde aquel
día, la Iglesia emprende su tarea de decirle a todos que Jesús ha resucitado y
que el mal y la muerte han sido vencidos. La fuerza que la mueve en este
anuncio y abre los corazones de los que escuchan su mensaje es el Espíritu.
Descubren también que no es posible seguir a Jesús sin su luz y su fuerza.
c) Entre los diez y los doce años es el momento de presentarle al niño una
síntesis completa de la acción del Espíritu en la historia de la salvación, en la
vida de la Iglesia y en cada cristiano. Pero las palabras de la catequesis estarán
acompañadas por la fuerza del testimonio. Es necesario ayudar a los niños a
descubrir la presencia del Espíritu en las diversas experiencias comunitarias de
la Iglesia, en las cuales aparecen con particular transparencia los frutos del
Espíritu. Coincide esta etapa con una mayor capacidad de comprensión de
la espiritualidad de Dios.
«Como el viento a una vela, como el agua del torrente, el Espíritu es una
energía que se apodera de los seres. Como el agua de la fuente o el aire de los
pulmones, el Espíritu es un manantial de vida. Como el fuego de la forja, el
Espíritu es fuente de purificación y transformación» (Comisión nacional de
catequesis de Francia).
El Espíritu es al discernimiento una luz para ver, una brújula para orientar, una
flecha para indicar. El es quien aclara el camino por el que caminar, y ayuda a
resolver las dudas y a tomar las decisiones importantes; es decir, a discernir la
vocación. Se sirve para ello de los medios con que la Iglesia aclara y orienta la
vida de los creyentes: la Palabra, escuchada y acogida en la tradición viva de la
Iglesia; las comunidades cristianas, en las que se descubre, con la ayuda de
los pastores y de otros miembros, los caminos de Dios para la vida;
el acompañamiento de los catecúmenos y de los catequistas, que siguen
cuidadosamente el proceso de crecimiento en la vida cristiana de las personas
que tienen encomendadas; la oración, lugar privilegiado para orientar la vida en
el Espíritu.
El Espíritu es quien llama a todos a la santidad, quien descubre los caminos por
los que se pueden orientar los que se preguntan qué les pide Dios, y escuchan
su llamada a consagrarse por entero, en una de las múltiples formas que se
pueden dar en la Iglesia: el matrimonio cristiano, la vida consagrada, el
sacerdocio, laicos consagrados, etc. El Espíritu es también el que nos descubre
dónde están las necesidades de los hombres y nos invita a ir por los diversos
caminos de la entrega.
«La vocación es siempre un don de Dios a cada fiel personalmente. Cada uno
es llamado por su nombre en su propia situación de vida, pues el Espíritu,
siendo único, le distribuye a cada uno la gracia que quiere»7.