El Catequista y El Espiritu Santo

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Puesto que los catequistas prestan un servicio como evangelizadores, la exigencia permanente de conversión hace parte

de su vocación y servicio. De hecho, la actividad catequética está puesta desde sus orígenes al servicio del proceso de
conversión, como se hacía antiguamente con el catecumenado. Al respecto el mismo Directorio recuerda la importancia
que la catequesis tiene en este proceso de conversión: El ministerio de la Palabra está al servicio de este proceso de
conversión plena. El primer anuncio tiene el carácter de llamar a la fe; la catequesis el de fundamentar la conversión,
estructurando básicamente la vida cristiana; y la educación permanente de la fe, en la que destaca la homilía, el carácter
de ser el alimento constante que todo organismo adulto necesita para vivir (DGC 57).

La formación que cada catequista debe recibir para realizar esta tarea correspondería igualmente a los dos momentos,
uno general en el que se aprenden las enseñanzas básicas del cristianismo y otro más específico, en el que el catequista
se prepara en a través de la vivencia del sacramento y de la formación específica para preparar a otras personas para él.

El centro de la catequesis es Cristo, conociéndolo mediante su Palabra en el Evangelios, la catequesis debe ser
Cristocéntrica. Uno de los aspectos generales para la formación de los catequistas, es el catequista debe tener un
conocimiento amplio de la cristología explicar quién fue Jesús, que hizo, explicar el mensaje de Él, el mesianismo. El
catequista debe conocer sobre cristología y ahondar en eses aspecto básico, más en concreto catequista en su
formación entra asumir esas características de la iglesia que es madre y maestra, adaptado el mensaje a sus necesidades
y en sus circunstancias. La formación tendrá presente, también, el concepto de catequesis que hoy propugna la Iglesia.
Se trata de formar a los catequistas para que puedan impartir no sólo una enseñanza sino una formación cristiana
integral, desarrollando tareas de «iniciación, de educación y de enseñanza». Se necesitan catequistas que sean, a un
tiempo, maestros, educadores y testigos (DGC.237)

La formación permanente está confiada a los mismos interesados. Todo catequista, por tanto, deberá hacerse cargo de
su propio y continuo progreso, mediante el mayor empeño posible, persuadido de que nadie puede reemplazarle en su
responsabilidad primaria (GCM 29). Las características hasta aquí mencionadas de la formación de los catequistas, esto
es, que debe ser general y específica, inicial y permanente se integran en unas dimensiones constitutivas que sirven
como ejes transversales de este proceso: la dimensión del ser, la dimensión del saber y la dimensión del hacer. La
primera dimensión, la del ser, se enfoca en la calidad humana del catequista. La segunda, la del saber, se enfoca en que
todo catequista debe conocer profundidad la misión que le corresponde dentro de la iglesia (tener una formación seria
teológica, espiritual, y que este abierto a las diversas necesidades de la comunidad, es decir que él o ella den respuesta a
las diversas necesidades que se suscita en la comunidad. La última, la del saber hacer, tiene de una parte unas
implicaciones en el conocimiento de la dinámica de conversión y debe proporcionar a los candidatos la preparación para
el encuentro sacramental con Cristo y de esta manera que haya una conversión y madurez en los destinatarios; de otra
parte, de tener unos conocimientos didácticos y pedagógicos incorporados en una comprensión mistagógica del
seguimiento de Cristo: “La catequesis litúrgica pretende introducir en el Misterio de Cristo, es ‘mistagógica’,
procediendo de lo visible a lo invisible, del signo a lo significado, de los "sacramentos" a los ‘misterios’” (CEC 1075).

La metodología

Dentro de la metodología general que debe conocer el catequista es bueno que se conozca algún método teológico y
alguna metodología que permita articular esta reflexión con la práctica catequética. Respecto al método, en
Latinoamérica se ha asumido desde hace medio siglo el método “Ver-Juzgar-Actuar”. Respecto a la metodología, en las
dos últimas décadas ha tenido mucha acogida la narratología. El método “Ver-Juzgar-Actuar” se ha asumido desde la
Conferencia de Medellín y luego en las siguientes conferencias. Este una aplicación práctica de lo que recomienda la
Gaudium Spes sobre el diálogo con las realidades actuales (GS 3) y con la atención a los ‘signos de los tiempos’ (GS 4). Al
tener una resonancia tan amplia en el magisterio de los obispos latinoamericanos es fácil incorporarlo en la reflexión de
los planes diocesanos y parroquiales. Todos los catequistas antes de hacer la planeación con su párroco, deben ver la
realidad de la comunidad en la que se encuentran de esta manera, la situación debe interpelar a los agentes, sin
embargo, para poder planear es necesario escuchar a la comunidad, ¿Cuáles son ideales y sueños en la catequesis?
¿Qué anhelan? La comunidad es la que tiene que ayudar a preparar las guías las temáticas. Es importante escuchar a la
comunidad. Recopilando la información es como se puede comenzar a planear. La metodología narratológica, por otra
parte, se aplicó en un comienzo al estudio de la Biblia, en especial de los evangelios y del Pentateuco. Luego se ha
extendido a la Agustín Márquez (2019). Formación de catequistas: criterios del magisterio para la formación integral 70
reflexión teológica y pastoral. Ahora se aplica con mucha eficacia en la catequesis porque permite vincular la narración
bíblica a los acontecimientos salvíficos que la iglesia experimente en su camino por la historia. También permite
conectar los relatos del creyente en una narrativa que le da continuidad a la ‘historia de la salvación’. Como se propone
en un congreso reciente, una de las finalidades de la catequesis es poner a la persona en relación viva con el Señor Jesús
en el seno de la comunidad cristiana y crear las condiciones para que este encuentro se lleve a cabo, dé comienzo una
nueva historia de fe que se profundice y llegue a su madurez (EEC, 2011, p. 9) Otro objetivo de la catequesis es vivir el
Evangelio, la catequesis no es para transmitir contenidos. Los agentes no están para informar, sino para ayudar en el
crecimiento de la fe y su madurez. Es por ello que los agentes y destinatarios deben conocer la vida de Jesús y vivir junto
con el la pasión, muerte y resurrección en sus vidas. La catequesis no es para tener conocimientos de la iglesia y su fe,
sino que la catequesis la deben llevar en su vida cotidiana experimentar en la vida, cómo Dios camina con ellos en su
historia de salvación, que ellos vallan descubriendo la Trinidad dentro de sus comunidades y vida. El testimonio es
indispensable dentro de la catequesis. El encuentro con Cristo ayuda a ser signo visible para la comunidad, la experiencia
debe ser anunciada de esta forma es cuando los agentes y candidatos maduran su fe. La confrontación con la Escritura
permite a catequistas y catequizandos entrar en un contacto profundo con los acontecimientos fundantes: la pascua de
Israel y la pascua de Jesús de Nazaret. Igualmente pone en contacto con los orígenes e intenciones del autor y con las
expectativas de la comunidad para la que lo escribe. La Escritura debe interpelar a sus lectores, conocer su historia de
salvación. Además, la confrontación con la Escritura me debe llevar a una conversión, maduración de fe, trasformación
en mi vida de modo que valla respondiendo a mis necesidades y contexto social. En las Escrituras debo encontrarme con
Dios, “el relato bíblico, que lleva en sí la memoria configurada de las historias pasadas, las hace posibles en el presente,
abriendo el acceso a un eventual encuentro con el Dios que les da sentido” (Barbi, 2011, p. 66). Agustín Márquez (2019).
Formación de catequistas: criterios del magisterio para la formación integral 71 Estas indicaciones metodológicas son
viables en la medida en que se articulan dentro de un plan formativo que haga parte de unos propósitos o de un plan
parroquial o diocesano. Si no es así, es muy probable que una vez que se cambia al ministro que está al frente de la
comunidad parroquial, el siguiente no asuma o no entienda el proceso y lo interrumpa o inicie otro, sin diálogo con la
comunidad o con los grupos pastorales, en especial, con los grupos de catequistas.

El catequista está constantemente abierto a la acción del Espíritu Santo,


tanto a la que tiene lugar en el corazón de los catequizandos como a la
que acontece en su propio interior.
Comisión Arquidiocesana de Catequesis

El catequista realiza su tarea convencido de esta verdad fundamental: «El Espíritu Santo es el agente
principal de la evangelización» (EN 75). Sabe que su misión esencial, como catequista, consiste en
trabajar por suscitar en los catequizandos las actitudes necesarias para acoger esa acción divina. El
Espíritu Santo,

es el maestro interior que, más allá de la palabra del catequista, hace comprender a los hombres el
significado hondo del Evangelio.

El catequista ha de ser sensible a una acción del Espíritu que no es uniforme con
relación a los miembros de su grupo catequético, sino que es una acción diferenciada,
es un «llamamiento que —Dios— dirige a cada uno» (CT 35). Puede actuar como
llamada, promesa, perdón, corrección, paz, sentido, apoyo, presencia, purificación y
exigencia.

El catequista sabe que es portador de una sabiduría que viene de Dios. «No es la sabiduría de este
mundo ni de los príncipes de este mundo» (1 Cor 2,6), no es la sabiduría de la modernidad, que hoy se
pone como criterio del verdadero progreso, sino la del Evangelio.

El catequista ha de tratar de captar el carácter individualizado de esa acción divina y ayudar al


catequizando a descubrirla en sí mismo. Para ello ha de saber dotar a todo el proceso de catequización
de un clima religioso y de oración favorecedor del encuentro del hombre con Dios.

El catequista tendrá en cuenta que la catequesis es servicio, no dominio. Educar en la fe es posibilitar el


crecimiento de una semilla, el don de la fe, depositada por el Espíritu en el corazón del hombre. El
catequista está al servicio de ese crecimiento. Respeta la vocación cristiana concreta a la que Dios llama
a cada uno.   Una catequesis en la que todos se ajustasen, de un modo forzado, al molde de su
catequista sería una mala catequesis.

Luces.  «La catequesis, que es crecimiento en la fe y maduración de la vida cristiana


hacia la plenitud, es por consiguiente una obra del Espíritu Santo, obra que sólo Él
puede suscitar y alimentar en la Iglesia» (CT 72).  La realidad de esta acción del
Espíritu en medio del grupo catequético obliga a desarrollar una actitud de respeto
hacia los catequizandos, actitud que debe ser una cierta prolongación del mismo
respeto de la acción divina en los hombres.

El catequista es sólo un mediador de ese encuentro. No es él quien da directamente la fe sino el que


facilita, con su palabra catequizadora, el don de Dios y la respuesta del hombre: «Ni el que planta ni el
que riega es algo, sino Dios que hace crecer» (1 Cor 3,7). El catequista descubre la acción del Espíritu
Santo no sólo en el catequizando sino dentro de sí mismo, como fuente de la espiritualidad exigida por su
tarea.

ESPÍRITU SANTO
NDC
 

SUMARIO: I. El Espíritu Santo en el misterio de Dios: 1. El Espíritu Santo en la


Trinidad; 2. Persona distinta del Padre y del Hijo; 3. Fuente de amor y de
gracia; 4. Los símbolos del Espíritu. II. El Espíritu Santo en la Biblia: 1. El
Espíritu en el tiempo de las promesas; 2. El Espíritu en los pobres de Yavé; 3.
El Espíritu de Jesús; 4. El Espíritu prometido y enviado; 5. Los nombres del
Espíritu. III. El Espíritu Santo en la Iglesia: 1. El Espíritu vivifica la Palabra; 2.
Ministerios y carismas en la Iglesia; 3. El Espíritu en los sacramentos; 4. El
Espíritu unifica la comunidad; 5. Con María, dóciles al Espíritu; 6. El Espíritu y
la misión de la Iglesia. IV. El Espíritu Santo en la vida cristiana: 1. El maestro
que configura la existencia cristiana; 2. Fuente de dones y de gracias; 3. El
Espíritu ora en nosotros. V. El Espíritu Santo en el mundo. VI. El Espíritu Santo
en la catequesis: 1. El Espíritu, alma y pedagogo de la catequesis; 2. La
catequesis sobre el Espíritu en las distintas edades; 3. Sugerencias
pedagógicas; 4. Acción del Espíritu en el acompañante; 5. Evangelizar en el
Espíritu.

La Iglesia tiene conciencia de que nada ocurre en ella sin que el Espíritu Santo
intervenga, y de que todo en la experiencia cristiana sucede por su inspiración y
su presencia. Por eso lo invoca frecuentemente en la oración y en las
celebraciones litúrgicas: 1) cada vez que se hace la señal de la cruz y se da o
se recibe la bendición; 2) cuando se recita la fórmula Gloria al Padre, y al Hijo,
y al Espíritu Santo, con la que se concluyen los salmos o los misterios del
rosario y otras oraciones; 3) cuando finaliza la oración colecta en la misa, así
como en laudes y vísperas; 4) en la celebración de los sacramentos, que se
realizan en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo (en la eucaristía
de cada domingo y fiesta solemne se proclama, en el credo, la fe en el Espíritu
Santo).

Esta constante presencia del Espíritu Santo en la vida cristiana no se


corresponde, sin embargo, con un conocimiento profundo de su persona ni con
una relación frecuente con él. Ha de ser, por tanto, tarea de la catequesis
cultivar la vida en el Espíritu e iniciar en el conocimiento y en el trato con la
tercera persona de la Santísima Trinidad.

Conscientes de que el Espíritu Santo está en el origen de la vocación y la


misión de los catequistas, estos han de lanzarse a tientas, pero con la emoción
de saber que están buceando en el mundo íntimo de Dios, a la maravillosa
aventura de conocerlo y entregarlo a los que acompañan en el crecimiento de
su fe, sabiendo que esto sólo es posible si él concede a unos y a otros la luz
con la que atisbar la Verdad cegadora del misterio del Dios Amor.

I. El Espíritu Santo en el misterio de Dios

1. EL ESPIRITU SANTO EN LA TRINIDAD. Lo primero que hay que hacer para


conocerlo es acercarse a su vida íntima, a su relación con el Padre y con el
Hijo; porque hablar del Espíritu Santo es entrar en el misterio del Padre y del
Hijo. «Cuando digo Dios, entiendo el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo»1.

El Espíritu es la fuerza inmensa que impulsa al Padre hacia el Verbo y el


movimiento de amor que impulsa al Verbo hacia el Padre. Este movimiento
interno existe desde toda la eternidad, porque Dios, fuente inagotable y
manantial de amor, se entrega totalmente al Hijo en la fuerza del Espíritu Santo.

El Espíritu está en el corazón de esta relación eterna, pues como confiesa la


sabiduría de Oriente es «el éxtasis de Dios», Aquel en quien el Padre y el Hijo
salen de sí mismos para darse en el amor. Según esto, el Espíritu es el vínculo
de amor eterno, el que une al Padre y al Hijo: «Son tres: el Amante, el Amado y
el Amor»2. «El Padre es la fuente, el Verbo es el río, el Espíritu Santo es la
corriente del río»3.

2. PERSONA DISTINTA DEL PADRE Y DEL HIJO. Pero el Espíritu ha de ser


confesado como una persona distinta del Padre y del Hijo. Jesús se refiere con
frecuencia al Espíritu con el pronombre personal él: «El defensor, el Espíritu
Santo, el que el Padre enviará en mi nombre, él os lo enseñará todo y os
recordará todo lo que os he dicho» (Jn 14,26); «Cuando él venga demostrará al
mundo en qué está el pecado, la justicia y la condena» (Jn 16,8); «Cuando
venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará a la verdad completa» (Jn 16,13);
«El me honrará a mí» (Jn 16,14); «El dará testimonio de mí» (Jn 15,26).

El Espíritu es, por tanto, un ser personal, con un actuar propio, unido
indisolublemente al del Padre y al del Hijo.

Creer en el Espíritu Santo es profesar que es una de las personas de la


Santísima Trinidad, consustancial al Padre y al Hijo, como lo hacemos en el
símbolo de Nicea y Constantinopla: «Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador
de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una
misma adoración y gloria».

Llegar a esta confesión no fue nada fácil; de hecho hay una cierta diferencia de
matices entre los cristianos de Oriente y Occidente. Esta diferencia se ha
concretado en nuestra confesión en el Credo con la fórmula: «y del Hijo»
(Filioque), que no estaba contenida en la profesión de fe de Constantinopla,
sino que fue incluida más tarde por la Iglesia romana. Con ella, la Iglesia de
Roma y las otras Iglesias occidentales quieren acentuar más claramente que el
Hijo es de la misma naturaleza del Padre y está situado a su mismo nivel.
También en esto coinciden los ortodoxos, pero ellos utilizan: «del Padre por el
Hijo», queriendo expresar que en Dios sólo el Padre es origen y fuente.

En cualquier caso, ambas corrientes coinciden en confesar que así como el


Padre es el origen y la fuente del Hijo, y todo lo que él es lo da al Hijo, así
también el Padre y el Hijo, o el Padre por el Hijo, dan la plenitud de la vida y el
ser divino que le es propio, y producen así juntos al Espíritu Santo.

3. FUENTE DE AMOR Y DE GRACIA. Por esa plenitud de vida que el Espíritu


recibe del Padre y del Hijo, se convierte en don para el hombre, en fuente de la
que brota la vida, en dispensador de vida. Es la fuerza que inspira y crea la
nueva vida y la transformación final del hombre y del mundo.

«El Espíritu Santo, consustancial al Padre y al Hijo en la divinidad, es amor y


don (increado) del que deriva como una fuente (fons vivus) toda dádiva a las
criaturas (don creado): la donación de la gracia a los hombres mediante toda la
economía de la salvación. Como escribe al apóstol Pablo: "El amor de Dios ha
sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que nos ha sido
dado"» (DeV 10).
4. Los SÍMBOLOS DEL ESPÍRITU. El Catecismo de la Iglesia católica ofrece
un recorrido por la acción del Espíritu a partir de los símbolos por los que es
conocido: es agua, símbolo de la vida, que brota hasta la vida eterna en el
bautismo; es unción que consagra y enriquece con sus dones; es fuego que
purifica; es nube luminosa que cubre con su sombra protectora; es sello que
deja la impronta de Dios; es mano con la que se transmite la fuerza divina;
es dedo con el que Dios escribe sus preceptos en los corazones;
es paloma que reposa sobre el hombre, para que descubra la protección del
Altísimo (cf CCE 694-701).

II. El Espíritu Santo en la Biblia

1. EL ESPÍRITU EN EL TIEMPO DE LAS PROMESAS. Cada vez que Dios sale


de sí mismo para darse al hombre lo hace en el Espíritu: «El Espíritu de Dios
aleteaba sobre las aguas» (Gén 1,2); porque es el que todo lo crea, cuida y
conserva.

En el Antiguo Testamento, además de ser el poder que actúa en la promesa


(Gén 18,1-15), es la nube que acompaña el camino del pueblo,
el pedagogo que conduce al pueblo hacia Cristo y el que lo purifica de su
infidelidad.

Pero es, sobre todo, el que habló por los profetas. En ellos, el Espíritu se pone
al servicio del misterio de Jesús y prepara lentamente su venida, desde el
primer anuncio del Mesías hasta los umbrales del Nuevo Testamento.

Por los profetas nos va introduciendo en el misterio de Cristo: los rasgos del
Mesías esperado comienzan a aparecer en el libro del Emanuel (cf Is 6-12).

Se revelan, sobre todo, en los cantos del siervo de Yavé (cf Is 42,1-9; Mt 12,18-
21; In 1,32-34; después Is 49,1-6; Mt 3,17; Lc 2,32, y en fin Is 50,4-10 y 52,13—
53,12).

El mismo Jesús inaugura el anuncio de la buena noticia haciendo suyo un


pasaje de Isaías (Lc 4,18-19; Is 61,1-2). También el envío del Espíritu Santo es
anunciado en el Antiguo Testamento en Joel 3,1-4; el profeta Ezequiel tiene
una visión que concluye con la promesa del Espíritu (Ez 37,1-4), a la que se
refiere con la imagen de las aguas puras (Ez 36,25-27); Zacarías ve correr de
oriente a occidente un río, cuyas aguas nunca se estancan en aquel día sin
noche de una eterna primavera. Es el día en el que Yavé reinará sobre la tierra
(Zac 14).

En los Salmos se expresa la calidad espiritual del corazón del pueblo,


purificado e iluminado por el Espíritu.
2. EL ESPÍRITU EN LOS POBRES DE YAVÉ. En los umbrales del Nuevo
Testamento, el Espíritu está presente en los pobres de Yavé,
los anawin, testigos de la esperanza de Israel. En estos, totalmente entregados
a los designios de Dios, el Espíritu prepara, para el Mesías que ha de venir, un
pueblo bien dispuesto.

Entre ellos estaba María, que concibió en la fe antes incluso de concebir en la


carne, como predicaban san Ambrosio y san Agustín. En María habita el
Espíritu Santo, convirtiéndose en su morada, arca santa y esposa. Jesús de
Nazaret fue concebido y nació por el poder de Dios Espíritu Santo, sin destruir,
sino consagrando la virginidad de María, su madre. La encarnación se cumple
por obra del Espíritu Santo, por lo que la Iglesia confiesa: «Por obra del Espíritu
Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre».

3. EL ESPÍRITU DE JESÚS. Toda la existencia terrena de Jesús transcurre en


la presencia del Espíritu Santo. Jesús mismo proclama ser Aquel que posee la
plenitud del Espíritu: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha
ungido. Me ha enviado a llevar la buena nueva a los pobres, a anunciar la
libertad a los presos, a dar la vista a los ciegos, a liberar a los oprimidos y a
proclamar un año de gracia del Señor» (Lc 4,18-19).

Por el Espíritu, Jesús fue «conducido al desierto» (Lc 4,1) y Juan Bautista lo
elevará a los ojos de Israel como Mesías, esto es, el Ungido por el Espíritu
Santo. El testimonio de Juan fue corroborado por otro superior: «Se abrió el
cielo y el Espíritu Santo descendió sobre él» (Lc 3,21-22); y, al mismo tiempo,
se oyó una voz del cielo que decía: «Este es mi hijo amado, mi predilecto» (Mt
3,17).

La actividad de Jesús se desarrolla toda ella en la presencia del Espíritu Santo,


como narran los evangelios de Lucas y Juan. Toda la existencia de Jesús se
realiza en la perspectiva del Espíritu. Es con la fuerza del Espíritu con la que
Jesús proclama la palabra, obra milagros, sana a los enfermos, expulsa
demonios y perdona los pecados.

El Espíritu Santo está presente en toda la trama de la obra de Jesús. Los


evangelios, efectivamente, ponen en evidencia algunos momentos
particularmente significativos de esta presencia: su concepción virginal (Mt
1,18; Lc 1,35), el bautismo y la tentación (Mt 3,16; 4,1), el discurso inaugural en
la sinagoga de Nazaret (Lc 4,18), la oración de alabanza al Padre (Lc 10,21).
Con estas anotaciones, los sinópticos quieren presentarnos a Jesús no
solamente como el portador del Espíritu, sino como aquel que vive en la
obediencia al Padre y en la docilidad al Espíritu.

4. EL ESPÍRITU PROMETIDO Y ENVIADO. Este Espíritu, que acompaña la


vida de Jesús, es también prometido y dado por él. Es prometido a
Nicodemo como viento divino que viene desde lo alto (Jn 3,4-7). Es prometido
a la Samaritana como agua que salta hasta la vida eterna (Jn 4,4-14).

Jesús mismo se presenta como el manantial del Espíritu: «"De sus entrañas
brotarán ríos de agua viva". Eso lo dijo refiriéndose al Espíritu que habrían de
recibir los que creyeran en él» (Jn 7,38-39).

Cuando Jesús colgaba de la cruz, salieron de su costado, traspasado por una


lanza, sangre y agua (Jn 19,34), símbolos de la vida ofrecida en sacrificio y de
la vida transmitida a la humanidad en el Espíritu. San Hipólito nos ofrece una
bonita imagen para poner esto de relieve: «Así como del perfume que se rompe
surge un olor que se difunde, así de Cristo, roto en la cruz, mana el Espíritu»4.
Y el día de la Pascua, como símbolo de su respiración anterior, Jesús, desde lo
más íntimo de sí, sopló sobre sus discípulos y derramó su Espíritu (Jn 20,22-
23), que ellos recibirán como viento poderoso y lenguas de fuego el día de
Pentecostés. Pentecostés es, precisamente, el momento en el que se
manifiesta la Iglesia, y desde entonces el Espíritu inunda toda su vida. «Donde
está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia, y donde está la Iglesia allí está el
Espíritu de Dios y toda gracia»5.

Desde entonces, es tarea del Espíritu actualizar la obra de Cristo haciéndola


presente y operante. San Pablo en sus cartas hace ver el nexo que existe entre
Cristo y el Espíritu en la vida de la Iglesia: actúa en la predicación para que sea
escuchada (1Tes 1,5-6; 1Cor 2,5) y para que nazcan comunidades cristianas;
se hace presente en ellas para que sean templos del Espíritu (1Cor 3,16); actúa
en el corazón creyente para hacerlo hijo de Dios y coheredero de la gloria
futura en el Hijo (Gál 4,4-7; Rom 8,11.15-17); para gritar con nosotros y por
nosotros nuestra dignidad de hijos de Dios-Abbá (Gál 4,6; Rom 8,15.26-27); es
fuente de unidad, de vida y de santidad en la Iglesia (Rom 5,6; ICor 3,16; 12,13;
Ef 4,3-6).

5. Los NOMBRES DEL ESPÍRITU. Ha sido precisamente por esta tarea


permanente del Espíritu a favor del hombre por lo que este le ha dado un
nombre y lo ha identificado en sus símbolos.

El término Espíritu traduce el hebreo ruah, el griego pneuma y el


latino spiritus. En el lenguaje bíblico significó, en un principio, viento, aire,
impulso; después, aliento, como señal de vida. El Espíritu de Dios es
reconocido, por tanto, como el impulso y el aliento que da vida; es el que todo
lo crea, cuida y conserva. Es Aquel del que Jesús declaró: «Sopla donde
quiere; oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni adónde va» (Jn 3,8).
También se le conoce como el Paráclito, que se traduce como Consolador. El
mismo Jesús lo llama también Espíritu de verdad (Jn 16,13).

En la Escritura se le llama Espíritu prometido (Gál 3,14; Ef 1,13), Espíritu de


hijos adoptivos (Rom 8,15; Gál 4,6), Espíritu de Cristo (Rom 8,11), Espíritu del
Señor (2Cor 3,17), Espíritu de Dios (Rom 8,9.14; 15,19; 1Cor 6,11; 7,10) y
Espíritu de la gloria (lPe 4,14).

III. El Espíritu Santo en la Iglesia

1. EL ESPÍRITU VIVIFICA LA PALABRA. Por ser la Iglesia templo y morada del


Espíritu Santo, se puede afirmar que este es para ella como el alma en el
cuerpo; es decir, su principio vital. Ella tiene que vivir en el Espíritu y renovarse
constantemente en él. El la mantiene en la verdad y la guía por el camino de la
actividad misionera (cf AG 4).

La Iglesia, en el silencio, en la escucha y acogida de la palabra de Dios, se deja


enseñar, educar y desafiar por el Espíritu Santo, que habla a través de las
Escrituras. Así, mientras acoge la Palabra y hace de ella su alimento, se deja
conformar a Cristo, su Señor, y crece en la comunión y en la unidad del único
Espíritu. La Iglesia es la discípula de Cristo, que el Espíritu conduce a la
plenitud de la verdad.

Recuerda Juan Pablo II que «el Espíritu actualiza en la Iglesia de todos los
tiempos y de todos los lugares la única revelación traída por Cristo a los
hombres, haciéndola viva y eficaz en el ánimo de cada uno» (TMA 44).

Quien anuncia la Palabra lo hace por la fuerza del Espíritu Santo, y el que la
acoge lo hace movido por la gracia del mismo Espíritu; pues si la Palabra divina
encuentra en nosotros un eco y una resonancia, parecida a la que se dio en los
apóstoles, es gracias al Espíritu de la verdad.

2. MINISTERIOS Y CARISMAS EN LA IGLESIA. También le corresponde al


Espíritu Santo ser el principio de la unidad de la Iglesia en la multiplicidad de
sus carismas. La abundancia y la riqueza de sus carismas forma parte de la
esencia de la Iglesia y esta vive de la abundancia del Espíritu que sopla donde
quiere (cf Jn 3,8). Lo decisivo de la Iglesia está en sus manos.

Junto a los carismas, el Espíritu Santo suscita los distintos ministerios y


servicios. Además de los ministerios ordenados, confiriéndoles autoridad y
misión, llama a los laicos a que vivan su vocación de manera auténtica y a que
asuman responsabilidades en la Iglesia y en el mundo. Principalmente acogen
su llamada los santos, que son precisamente los que están más abiertos a la
acción del Espíritu.

3. EL ESPÍRITU EN LOS SACRAMENTOS. El Espíritu abre en Cristo el acceso


al Padre. Es el artífice de la vida filial (cf Rom 8,14ss): entronca en Cristo
haciendo participar de su filiación divina, de modo que, en Cristo, el Padre nos
ama ya como hijos en el Hijo. Esto es la vida de la gracia: ser hijos en el Hijo. Y
por ello podemos clamar Abbá, en un mismo Espíritu.
Esto lo hace a través del sacramento de la Iglesia, porque la Iglesia entera es el
sacramento de la efusión del Espíritu. Ella es el sacramento visible del
sacramento divino que es Cristo. Ella manifiesta en toda su vida que Cristo es
salvador de todos los hombres y del mundo.

La Iglesia realiza su capacidad sacramental a través de unas celebraciones de


santificación que se llaman sacramentos en un sentido más restrictivo. Ellos
son los canales por los que circula el Espíritu. En el recorrido de la vida del
hombre, los sacramentos de la Iglesia son como albergues en los que el
Espíritu permite al hombre recuperar fuerzas para seguir recorriendo otro trecho
del camino. El Espíritu nos entrega al comienzo un tesoro, un capital de gracia,
con el que nos ayuda en cada hora y en cada circunstancia de la vida.

a) Por el bautismo recibimos el Espíritu de adopción. Todo comienza en el


bautismo; por él el bautizado se convierte en persona del Espíritu (cf Rom 8,9-
11).

En el bautismo recibimos el Espíritu de adopción como hijos; renacidos del


agua y del Espíritu Santo, nos convertimos en nuevas criaturas; por eso nos
llamamos y somos hijos de Dios. El bautismo es el rito del comienzo, el agua
del nacimiento, en el que Dios es Padre, creador y salvador en el Espíritu. Es el
baño del nuevo nacimiento y de la renovación (cf Tit 3,5). «Todos nosotros
fuimos bautizados en un solo Espíritu, para formar un solo cuerpo» (1Cor
12,13).

El bautismo congrega a un pueblo, funda la Iglesia. La gracia bautismal es


también una fuerza de reunión y de comunión mutua: «Un solo cuerpo y un solo
Espíritu... un solo bautismo» (Ef 4,4ss).

b) Marcados con el sello del Espíritu. Por el sacramento de la confirmación, los


bautizados son más plenamente vinculados a la Iglesia, enriquecidos con una
fuerza especial del Espíritu Santo, y de este modo quedan obligados a difundir
y a defender la fe con palabras y obras, como verdaderos testigos de Cristo.

La confirmación desencadena en el bautizado un doble movimiento:


interiorización más profunda de su participación en el misterio de Cristo y
exteriorización que lleva al testimonio y a la profecía. Es el sacramento de la
riqueza interior y del testimonio exterior; de la madurez espiritual y de la
fortaleza moral y apostólica.

De este modo, la confirmación es desarrollo, fortalecimiento y plenitud de la


comunión del Espíritu Santo ya recibido en el bautismo, pues, precisamente, se
recibe para fortalecer y perfeccionar la gracia bautismal, ya que esta tiene que
crecer y madurar.

De un modo especial, la confirmación sella la pertenencia eclesial inaugurada


en el bautismo. Efectivamente, el Espíritu Santo refuerza la pertenencia a la
Iglesia para hacer compartir las responsabilidades de la comunidad. La gracia
de la confirmación nos hace participar más intensamente de la misión de
Jesucristo y de la Iglesia, nos hace testigos públicos de la fe y nos envía a
colaborar responsablemente en el ámbito de la Iglesia y del mundo.

c) Un alimento espiritual. La relación de la eucaristía con el Espíritu Santo


aparece bien clara en las palabras de Jesús, cuando anuncia la institución del
sacramento de su cuerpo y de su sangre: «El Espíritu es el que da vida» (Jn
6,63).

La Palabra y los sacramentos tienen vida por la eficacia operativa del Espíritu
Santo. Por eso la Iglesia, en la celebración de la eucaristía, pide en la epíclesis
la santificación de los dones ofrecidos sobre el altar: «Te pedimos que
santifiques estos dones con la efusión de tu Espíritu, de manera que sean para
nosotros cuerpo y sangre de Jesucristo, nuestro Señor».

El misterioso poder del Espíritu Santo convierte sacramentalmente el pan y el


vino en el cuerpo y la sangre del Señor e irradia su gracia en los participantes y
en toda la comunidad creyente.

El Espíritu que hace posible la celebración eucarística, es también fruto que


recogen los fieles. En la comunión en Cristo, a quien el Espíritu hace presente,
la Iglesia recibe el don del Espíritu.

San Pablo habla de un alimento espiritual, de una roca espiritual, de una bebida
espiritual (1Cor 10,35). Celebrando la eucaristía, la Iglesia revive la experiencia
de la que Juan da testimonio (Jn 9,35), cuando vio la fuente del costado de
Cristo abierta para colmar la sed: «El que tenga sed que venga a mí...» (Jn
7,37-38). Del costado abierto de Cristo nos viene el Espíritu. En la eucaristía se
hace presente el misterio de la muerte y resurrección de Cristo, en el que Dios
lo glorifica con la superabundancia del Espíritu.

4. EL ESPÍRITU UNIFICA LA COMUNIDAD. Toda experiencia de vida en el


Espíritu, desde Pentecostés, tiene lugar en la comunidad eclesial. Podemos
decir que todo lo decisivo de la Iglesia está en sus manos; es fuente de
santidad y de unidad e impulso para la misión. El Espíritu es, en la Iglesia,
como el alma en el cuerpo: la hace nacer, vive siempre en ella, la renueva y la
rejuvenece constantemente.

La comunidad de los creyentes en Jesucristo, la Iglesia, que es, como dice una
bella imagen, icono de la Trinidad, es decir, reflejo de la comunión entre las tres
divinas Personas en su relación de amor, tiene como aglutinante al Espíritu.

«Del mismo modo que el trigo seco no puede convertirse en una masa
compacta y en un solo pan, si antes no es humedecido, así también nosotros,
que somos muchos, no podemos convertirnos en una sola cosa, sin el agua (el
Espíritu) que baja del cielo» (san Ireneo).
El Espíritu sostiene la comunión interna en la vida de la Iglesia y la anima a ser
testigo de unidad y de fraternidad en medio de un mundo dividido y
fragmentado. El Espíritu ensaya en la Iglesia y en la convivencia de los
cristianos un nuevo estilo de relaciones con el que el mundo se convierte en
reino de Dios.

Esta tarea la hace de un modo especial en la catequesis, pues esta tiene su


razón de ser y su ámbito en la vida comunitaria de la Iglesia, que es «su origen,
su lugar y su meta».

5. CON MARÍA, DÓCILES AL ESPÍRITU. Los dones del Espíritu deben ser
acogidos con docilidad humana, con un sí de disponibilidad para aceptar la
voluntad de Dios que ama y salva. Un sí que es llamada a la generosidad, a la
audacia, a la grandeza, al heroísmo. Un sí que tiene como modelo el de la
Virgen María.

Es importante dejarse guiar por la fuerza del Espíritu, conscientes de que su


intervención no disminuye la responsabilidad del hombre. El no obliga a hacer
lo que no se quiere hacer. El sólo puede actuar en el corazón de aquellos que
se abren a Jesús y a su buena noticia.

Esta docilidad al Espíritu, que habita en el hombre, produce unos frutos


permanentes que son enumerados por Pablo: amor, alegria, paz, generosidad,
paciencia, bondad, benevolencia, dulzura, dominio de sí, justicia,
perseverancia, mansedumbre, verdad, pureza (cf Gál 5,22; Ef 5,9; Rom 14;
2Cor 6,6-7). Frutos que llegan a su expresión máxima en las bienaventuranzas,
proclamadas por Jesús en el Sermón de la montaña (cf Mt 5,1 ss).

6. EL ESPÍRITU Y LA MISIÓN DE LA IGLESIA. El que se hace disponible al


Espíritu descubre una capacidad que desconocía antes y se hace capaz de
entusiasmar a otros. En la primera Carta a los corintios, Pablo escribe que
nadie puede confesar que «Jesús es el Señor» sin el Espíritu Santo (1Cor
12,3).

El Espíritu es en la Iglesia fuente de misión y de apostolado. El Nuevo


Testamento es unánime en testimoniar que sólo el Espíritu es capaz de
transformar a un hombre en un misionero. Sin el Espíritu no hay misión. El
Espíritu hace la Iglesia, está siempre presente en ella y la hace misionera.

Efectivamente, el día de Pentecostés se cumple la promesa de Jesús de que


les enviará al Espíritu cuando él vuelva al Padre (Jn 5,17). En ese mismo día
comenzaron los hechos de los apóstoles (AG 4). Y desde ese momento, la
Iglesia permanece siempre en estado de misión, de tal manera que evangelizar
constituye para ella su razón de ser y su identidad más profunda.
Desde entonces el Espíritu da fuerza para ser testigo de la buena noticia y abre
los corazones para que sea escuchada, convirtiéndose de este modo en el gran
protagonista de la misión.

Como decía san Juan Crisóstomo: «Los apóstoles no descendieron como


Moisés trayendo en las manos tablas de piedra; salieron del cenáculo llevando
el Espíritu en sus corazones y derramando por todas partes los tesoros de
sabiduría y de gracia y los dones espirituales como un manantial. Fueron a
predicar por todo el mundo como si ellos mismos fuesen la ley viva, libros
animados por la gracia del Espíritu Santo»6.

El Espíritu es recibido en el envío misionero: «"¡La paz esté con vosotros!


Como el Padre me envió a mí, así os envío yo a vosotros". Después sopló
sobre ellos y les dijo: "Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los
pecados, les serán perdonados; a quienes se los retengáis, les serán
retenidos"» (Jn 20,21-23).

El Espíritu marca los caminos de la Iglesia, es el que con su venida abre las
puertas del cenáculo y saca a los apóstoles a las plazas y calles de Israel.
También es el que orienta el anuncio del evangelio a los gentiles. «Atravesaron
Frigia y la región de Galacia, pues el Espíritu Santo les impidió anunciar la
Palabra en Asia. Llegaron a Misia e intentaron entrar en Bitinia, pero el Espíritu
de Jesús no se lo permitió. Cruzaron, pues, Misia, y bajaron a Tróade» (He
16,6-8).

Lo recuerda el Vaticano II: «Por lo tanto [el Señor], por medio del Espíritu
Santo, que distribuye los carismas según quiere para común utilidad, inspira la
vocación misionera en el corazón de cada uno» (AG 23).

En definitiva, «es el Espíritu quien impulsa a ir cada vez más lejos, no sólo en
sentido geográfico, sino también más allá de las barreras étnicas y religiosas,
para una misión verdaderamente universal» (RMi 25).

A la Iglesia de este tiempo la sigue llamando a la tarea de anunciar la buena


noticia con nuevo ardor, nuevos métodos y nuevas expresiones en la nueva
evangelización (cf TMA 45).

IV. El Espíritu Santo en la vida cristiana

1. EL MAESTRO QUE CONFIGURA LA EXISTENCIA CRISTIANA. Es en los


sacramentos de la iniciación donde se configura la identidad cristiana. Esta
tarea se va realizando en un doble camino: catequético y sacramental. Por la
predicación y el bautismo, la Iglesia engendra vida nueva e inmortal en los hijos
concebidos por obra del Espíritu Santo y nacidos de Dios (Mc 19). En todo el
recorrido él, como maestro interior que configura nuestra existencia, está
presente y activo. Podemos decir que, aunque actúen muchas mediaciones,
toda la tarea es obra suya. Una tarea en la que, naturalmente, respeta siempre
la libertad del hombre: «Aquel que te ha creado sin ti, no te salvará sin ti» (san
Agustín).

El Espíritu espera y respeta el sí del hombre: infinitamente rico, acepta ser


pobre, para que el hombre pueda enriquecerse con su libertad.

El trabaja en el cristiano para hacerlo participar en su santidad, para que viva


según el precepto del Señor: «Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es
perfecto» (Mt 5,48).

El Espíritu acompaña en el camino de la santidad; es el maestro interior que


recuerda y actualiza cuanto nos ha enseñado Jesús; es huésped del alma y
artífice de su divinización. La vida cristiana es una vida en el Espíritu; por eso lo
esencial de la vida del cristiano es dejarse guiar por el Espíritu.

2. FUENTE DE DONES Y DE GRACIAS. Por la gracia santificante nos eleva a


la condición sobrenatural de participantes de la naturaleza y de la vida divina,
dotados de virtudes y de dones que nos llevan a actuar como verdaderos hijos
de Dios.

Por las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad, nos permite ver,
pedir y amar al modo de Cristo.

Por los dones, que actúan sobre el cristiano a modo de instrucciones o


movimientos del Espíritu, produce en él efectos admirables de santidad:
la sabiduría infunde en nosotros el gusto por las cosas divinas;
el entendimiento hace penetrar profundamente en los misterios y designios de
Dios; la ciencia nos lleva a darle a Dios el primer lugar en nuestra vida y a
considerarlo todo bajo la luz divina; el consejo nos ilumina y fortalece en las
opciones de vida, para que actuemos siempre según la voluntad de Dios;
la piedad profundiza la relación del cristiano con Dios y lo lleva a relacionarse
con él con ternura filial; y hace nacer en el interior del cristiano la delicadeza
hacia los demás, por el amor fraterno; la fortaleza capacita al cristiano para la
práctica de toda especie de virtudes heroicas, y también se recibe la energía
interior para perseverar en la gracia, a pesar de las dificultades; y el temor de
Dios defiende de todo cuanto pueda llevar al cristiano a ofender al Dios santo y
misericordioso.

3. EL ESPÍRITU ORA EN NOSOTROS. La docilidad al Espíritu se mantiene en


nosotros por la oración, que también es obra suya. El provoca y sostiene la
oración de los hijos. El Espíritu Santo infunde en nosotros esta actitud filial: «El
Espíritu atestigua a nuestro espíritu que somos hijos de Dios» (Rom 8,16) y
«como sois hijos, Dios infundió en vuestros corazones el Espíritu de su Hijo que
clama: Abbá, Padre» (Gál 4,6).
En efecto, la oración, «el soplo de la vida divina, el Espíritu Santo, en su
manera más simple y común, se manifiesta y se hace sentir en la oración... En
cualquier lugar del mundo donde se ora, allí está el Espíritu Santo, soplo vital
de la oración...»; y «de igual modo está extendida la presencia y la acción del
Espíritu Santo, que alienta la oración en el corazón del hombre» (DeV 65).

V. El Espíritu Santo en el mundo

La acción del Espíritu se cumple incluso más allá de los confines visibles de la
Iglesia. La comunidad cristiana y cada cristiano están llamados a buscar con
amor y reconocer la obra del Espíritu Santo dondequiera que se manifieste.

El Espíritu Santo habla a la Iglesia desde fuera, mediante los pueblos, las
culturas, los movimientos, los desafíos, los recursos de las diversas épocas.

El Espíritu actúa en la intimidad de cada persona y la lleva a descubrir y a


reconocer la dignidad de la naturaleza humana, la grandeza de la inteligencia,
el valor de la conciencia, la excelencia de la libertad; en una palabra, a abrirse a
Dios, su creador, y a su marca en la propia naturaleza. El corazón del hombre
es «el lugar recóndito del encuentro salvífico con el Espíritu Santo; con el Dios
oculto, y precisamente aquí el Espíritu Santo se convierte en fuente de agua
que brota para la vida eterna» (DeV 67).

El Espíritu, «que da vida y renueva la faz de la tierra» (cf Sal 103,29-30), entra
así constantemente «en la historia del mundo, a través del corazón humano:
suscita aspiraciones y realizaciones que encarnan valores humanos y, por eso,
cristianos; valores que son señales de los designios de Dios, que llama a la
humanidad a renovarse en Cristo y a transformarse en familia de Dios» (GS 11,
40).

Toda expresión y todo fragmento de unidad, de libertad, de justicia, de plenitud


de vida; toda aspiración a lo bueno, a la paz y todo lo que se ordena «a hacer
más humana la familia de los hombres y su historia» (GS 40), son señales del
Espíritu del Señor que llena el universo, señales que hay que discernir,
interpretar y acoger.

El Espíritu, don y amor de Dios en persona, nos revela la verdadera realidad de


la creación. En la misma creación actúa la gracia en un sentido amplio. Por eso,
nada es una simple trivialidad para el creyente; todo es don y gracia de Dios.
En las cosas, sucesos y acontecimientos más significativos y cotidianos puede
descubrir la huella del amor de Dios y de su Espíritu, y llenarse de gozo. Como
el Espíritu dirige toda la realidad a su plenitud definitiva, su ser y su acción se
manifiestan, sobre todo, dondequiera que se produce una vida nueva o se
impulsa la perfección en todos los órdenes, particularmente en la búsqueda y el
esfuerzo histórico de los hombres y los pueblos en favor de la vida, la justicia, la
libertad y la paz. De una manera especial, se hace presente allí donde los
hombres se despegan de su egoísmo, se reúnen en la caridad, se perdonan y
se disculpan, se hacen el bien y se ayudan sin esperar contrapartida, ni mucho
menos exigirla. Donde hay caridad, se anticipa ya algo de la plenitud y
transfiguración definitiva del mundo. Donde hay verdad, allí se encuentra el
Espíritu, misteriosamente presente.

El espíritu de Dios capacita a los cristianos para que disciernan, en el


sucederse de los acontecimientos, lo que es conforme a los designios de Dios,
para trabajar con vistas a que este designio, que obra ya en nuestro tiempo,
pueda crecer y dar sentido y significado al «misterio permanente de la historia
humana, que se ve perturbado por el pecado hasta la plena revelación de la
claridad de los hijos de Dios» (GS 40).

Pero también los capacita para que disciernan en la historia lo que se opone al
designio de Dios, para que reconozcan el mal en su dimensión histórica, o para
que localicen las estructuras de pecado, que llevan al odio, a la opresión, a la
violencia, a la marginación y a la muerte, a la negación de la verdad sobre el
hombre.

VI. El Espíritu Santo en la catequesis

1. EL ESPÍRITU, ALMA Y PEDAGOGO DE LA CATEQUESIS. Los últimos


grandes documentos sobre la evangelización y la catequesis hacen tomar
conciencia de que la misión de la Iglesia, al igual que la de Jesús, es obra del
Espíritu, protagonista de la misión y principio inspirador que suscita y alimenta
la catequesis (RMi 21-30; EN 75; CT 72). Pero será de la mano del Directorio
general para la catequesis (DGC), de 1997, como nos acerquemos, por último,
a la tarea del Espíritu en la misión evangelizadora de la Iglesia, y en concreto
en la catequesis.

El es, efectivamente, el agente principal del ministerio de la Palabra, por el que


la Iglesia hace llegar «la voz viva del evangelio» a todas partes y en la
diversidad de servicios. Porque «no hay catequesis posible, como no hay
evangelización, sin la acción de Dios por medio de su Espíritu» (DGC 288).

También la escucha del evangelio, desde un incipiente interés, que abre a la


búsqueda de la fe hasta una opción firme y una decisión madurada por un sí a
Jesucristo, se hace bajo el impulso del Espíritu (cf DGC 56). Él llama a la
conversión, al compromiso, a la esperanza y a descubrir el proyecto de Dios
para la vida (DGC 152).

La catequesis, forma privilegiada del servicio de la Palabra «encuentra tanto su


fuerza de verdad como su compromiso permanente de dar testimonio en el
inagotable amor divino, que es el Espíritu Santo» (DGC 143). Como reconoce
el Directorio general de pastoral catequética (DCG), de 1971, él es el alma de
la catequesis, el pedagogo que penetra cualquiera de los matices de la acción
catequética, y toda ella ha de moverse confiadamente en la acción del Espíritu
(cf DCG, Introducción).

El Espíritu está en la fuente misma de la catequesis, que no es otra que el


designio benevolente de Dios de comunicar a los hombres consigo mismo y
recibirlos en su compañía a lo largo de la historia (cf DGC 37). Comunicación
que, por obra del Espíritu Santo, está recogida en la Sagrada Escritura (cf DGC
96).

Está presente y acompaña a la misma Palabra definitiva de Dios,


Jesucristo, que la envía de parte del Padre después de la Resurrección, para
que anime a los discípulos a continuar su propia misión en el mundo entero (cf
DGC 34).

También está en el ámbito fundamental de la catequesis, la comunión de la


Iglesia (DGC 42), a la que fecunda constantemente, la hace crecer en la
inteligencia del evangelio y la impulsa y sostiene en la tarea de anunciarlo
(DGC 43), y para que pueda realizar fielmente su misión, el Espíritu la sostiene
en su magisterio, dándole el carisma de la verdad, con el que interpretar
auténticamente la palabra de Dios (cf DGC 44).

La actividad catequética está siempre sostenida por él, y su eficacia es y será
siempre un don de Dios, mediante la obra del Padre y del Hijo (cf DGC 156).

Las tareas específicas de la catequesis de promover la formación y maduración


de la vida cristiana por el conocimiento de la fe, la iniciación en la vida litúrgica
y el seguimiento de Cristo, son don suyo (cf DGC 175).

Su contenido, que no consiste sino en transmitir de generación en generación


la memoria de los acontecimientos salvíficos del pasado, para que sean luz que
ayuda a interpretar los hechos actuales, es también tarea del Espíritu, que todo
lo renueva (cf DGC 107).

Su estructura, no sólo contará siempre con su presencia («Por Cristo, al Padre,


en el Espíritu»), sino que también ha de ser seleccionada y expresada bajo la
guía del Espíritu, maestro que indica lo que hay que decir en una determinada
circunstancia (cf DGC 137).

Su lenguaje, con el que comunica el credo de la Iglesia, que es desarrollo y


continuación de la palabra de Dios, lo encuentra con gozo por la acción del
Espíritu (cf DGC 146).

La pedagogía en la que se inspira; es decir, la misma pedagogía de Dios, tal


como se realiza en Cristo se desarrolla bajo la guía del Espíritu (cf DGC 143).

Los métodos y las técnicas adquieren toda su eficacia en su acción silenciosa y


discreta (cf DCG 288).
La actividad de los catequistas está siempre sostenida e inspirada por él, pues
es el principal catequista y el maestro interior y «principio inspirador de toda
obra catequética y de los que la realizan» (DGC 288).

Los destinatarios de la catequesis son los que se dejan conducir por el Espíritu


(cf DCG 105).

2. LA CATEQUESIS SOBRE EL ESPÍRITU EN LAS DISTINTAS EDADES.


Hablar del Espíritu. Esta síntesis de la vida y de la acción del Espíritu muestra
cómo este trabaja en el corazón del cristiano a lo largo de todo el itinerario
catequético. A la catequesis le corresponde encontrar las claves pedagógicas y
las estrategias didácticas adecuadas que ayuden y hagan más fácil el diálogo
entre la acción generosa del Espíritu y las posibilidades de comprensión de
quien crece en sus capacidades como persona, dado que él se adapta a la
situación concreta de cada uno a lo largo de su proceso evolutivo. Es, por tanto,
imprescindible que el catequista –hombre o mujer– tenga presente las
características del psiquismo humano, diversas en cada etapa evolutiva, y sepa
presentar gradualmente la vida de la tercera persona de Dios.

La presencia del Espíritu en el recorrido catequético está íntimamente unida a


la evolución de la religiosidad y a la concepción de Dios del destinatario. Tanto
la representación como la concepción de Dios están condicionadas por el modo
de pensar y de sentir a lo largo de las etapas de la evolución psicológica y, por
tanto, de la capacidad para conocer la realidad.

La presentación del mensaje ha de ir unida a la posibilidad de comprensión que


se tenga en cada momento, especialmente en los primeros años del proceso
evolutivo.

En concreto, la concepción de Dios va pasando progresivamente de un Dios a


imagen o semejanza de sí mismo y visto en sus cualidades de un modo
antropomórfico, mágico, artificialista y animista, a un Dios que, poco a poco, se
va configurando en su alteridad y en sus cualidades espirituales. El Dios-
Espíritu se descubre sólo al final de la niñez y representa una concepción más
madura de la religiosidad.

La catequesis cuidará que poco a poco se vaya creciendo en la comprensión


de una terminología que habla de los atributos divinos, para lo que será
necesario encontrar el lenguaje adecuado que permita ver, más allá de las
imágenes, la diversidad de Dios.

a) En los primeros pasos del despertar de la fe, tarea fundamental de los


padres en la familia, Iglesia doméstica, será el ambiente religioso y de vida en
el Espíritu el que ayudará a percibir su presencia y su acción en el ambiente
familiar. El niño conocerá al Espíritu, si este es acogido y secundado por todos,
pues padres e hijos lo han recibido en el bautismo y son su morada. De un
modo especial se ha de manifestar en los frutos que su presencia produce en la
vida de los padres: amor, paz, generosidad, alegría, etc. Poco a poco se les
ayudará a descubrir que el Espíritu, presente en ellos, es el que les hace crecer
como hijos de Dios.

b) Más tarde, entre los 6 y los 10 años, a medida que avanza su camino de fe,
el Espíritu aparecerá ligado a la vida de Jesús y también, aunque al principio
muy tenuemente, conocerá los signos del soplo del Espíritu en la Iglesia y en la
vida de cada cristiano. 1) El niño, entre los seis y ocho años, habrá de ser
ayudado a adquirir familiaridad con el espíritu de Jesús, que habita en nuestros
corazones y nos hace fuertes y felices. 2) Entre los ocho y los diez años se
pone de relieve el envío del Espíritu en Pentecostés para que el niño descubra
su presencia activa en la comunidad cristiana y en su propia vida. Desde aquel
día, la Iglesia emprende su tarea de decirle a todos que Jesús ha resucitado y
que el mal y la muerte han sido vencidos. La fuerza que la mueve en este
anuncio y abre los corazones de los que escuchan su mensaje es el Espíritu.
Descubren también que no es posible seguir a Jesús sin su luz y su fuerza.

c) Entre los diez y los doce años es el momento de presentarle al niño una
síntesis completa de la acción del Espíritu en la historia de la salvación, en la
vida de la Iglesia y en cada cristiano. Pero las palabras de la catequesis estarán
acompañadas por la fuerza del testimonio. Es necesario ayudar a los niños a
descubrir la presencia del Espíritu en las diversas experiencias comunitarias de
la Iglesia, en las cuales aparecen con particular transparencia los frutos del
Espíritu. Coincide esta etapa con una mayor capacidad de comprensión de
la espiritualidad de Dios.

d) A partir de los doce años, en la adolescencia, descubrirán que es el Espíritu


quien mueve silenciosamente sus energías vitales, quien orienta su búsqueda y
quien da un horizonte a los problemas. El Espíritu, plenitud de vida, es el que
hace descubrir el sentido comunitario de la fe, guiando por el camino del Reino,
y el que anima el compromiso misionero, por el que el adolescente descubre su
misión en la Iglesia y en el mundo.

e) Coincidiendo con la preparación al sacramento de la confirmación, los


adolescentes irán descubriendo que en este sacramento son marcados con el
sello del Espíritu Santo, y que esto supone para ellos una participación en el
acontecimiento de Pentecostés. Poco a poco irán tomando conciencia de que
son los depositarios de los dones del Espíritu, y que esa riqueza les hace
preguntarse qué servicio han de prestar en la Iglesia, en la que hay un puesto y
tarea para todos, al servicio del reino de Dios. Descubrirán que, con la fuerza
del Espíritu, han de hacer su propio proyecto de vida, que les ha de llevar a una
fe creída, celebrada y testimoniada.

f) Los jóvenes descubren al Espíritu como el compañero que, desde una


secreta familiaridad, les ayuda a construir poco a poco su identidad cristiana, a
injertar su vida en la de Cristo.
El Espíritu es quien les ofrece las luces con las que descubrir su vocación y el
que les da fuerza para asumir tareas y servicios en la Iglesia y en el mundo.
Para los jóvenes es también la llamada a la profecía, porque les hace intuir
hacia qué senderos Dios está dirigiendo la historia y en qué pueden ellos
colaborar.

g) La catequesis de adultos, además de ser una buena ocasión para


reencontrarse con una síntesis de la teología del Espíritu y para renovar
y actualizar la acción del Espíritu en sus vidas, es también momento propicio
para profundizar sobre la acción del Espíritu en la Iglesia. De un modo especial,
los adultos han de reconocer al Espíritu de santidad, cómo él hace posible el
testimonio evangélico del cristiano, según su vocación, en la comunidad
eclesial, en la familia, en la profesión, en la sociedad civil... Lo reconocerán,
sobre todo, como el responsable del servicio de la caridad, porque como dice
san Agustín: «Pregunta a tu corazón, y si lo encuentras lleno de caridad,
entonces puedes decir que tienes al Espíritu Santo».

En el vivir diario de cada adulto, el Espíritu es quien le infunde el ánimo para


superar los fallos y las carencias, porque la vida de un cristiano ha de ser cada
día memorial de Pentecostés.

3. SUGERENCIAS PEDAGÓGICAS. Estas observaciones no son más que una


llamada de atención a los catequistas para que a lo largo del proceso
catequético, especialmente en el de iniciación cristiana, ofrezcan las noticias de
la fe gradualmente, conscientes de que el desarrollo mental y afectivo va por
etapas sucesivas y en secuencias variables e inevitables: no se puede alcanzar
un estadio si antes no se han atravesado los precedentes.

El educador habrá de ir dando, poco a poco, pasos adecuados a las piernas del


catecúmeno, pero siempre hacia delante. Cuidará de que no haya una
discrepancia abismal entre lo que es y lo que debe ser, modificando poco a
poco su visión de la realidad y acomodando a ella de un modo significativo los
contenidos que le son propuestos en la catequesis.

Dicho esto, es evidente que no es fácil hablar del Indecible; sin embargo, es


necesario hacerlo, porque su persona es un dato fundamental e imprescindible
de la fe y de la vida cristiana: sin el conocimiento del Espíritu y sin una
adhesión a él no se puede ser un verdadero cristiano.

El problema está en encontrar el modo y el lenguaje para hablar del Espíritu. Es


un problema que tienen todos los que asumen como tarea la comunicación de
la fe; porque, aunque existen extraordinarios tratados de teología, grandes
documentos sobre el Espíritu y síntesis buenísimas, sin embargo, los
catequistas pueden tener la sensación de que les faltan palabras en su discurso
sobre el Espíritu Santo.
A pesar de esa dificultad y a pesar de la espontaneidad espiritual con que hay
que hablar del Espíritu, veamos, a la luz de los datos de la psicología, qué decir
de él a lo largo del recorrido del proceso catequético de iniciación cristiana.

Lo hacemos teniendo en cuenta lo que dice el Directorio general para la


catequesis: se parte «de una sencilla proposición de la estructura íntegra del
mensaje cristiano, y la expone de manera adaptada a la capacidad de los
destinatarios. Sin limitarse a esta exposición inicial, la catequesis,
gradualmente, propondrá el mensaje de manera cada vez más amplia y
explícita, según la capacidad del catequizando y el carácter propio de la
catequesis» (DGC 112).

4. ACCIÓN DEL ESPÍRITU EN EL ACOMPAÑANTE. El Espíritu es el agente


principal de la catequesis, un agente que no suplanta, sino que acompaña y
anima. El «actúa en cada evangelizador que se deja poseer y conducir por él, y
pone en los labios las palabras que por sí solo no podrá hallar, predisponiendo
también el alma del que escucha para hacerla abierta y acogedora de la buena
nueva y del Reino anunciado» (EN 75).

El que acompaña los pasos de quien se inicia y crece en la vida cristiana ha de


ser consciente de que esa presencia trabaja tanto en él como en la persona
acompañada.

El acompañante es aquel que cuida y cultiva la vida que el Espíritu pone


cuidadosamente en el corazón de cada hombre y mujer que se abre a la fe. Es
aquel o aquella que es consciente de que «el amor de Dios ha sido derramado
en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que nos ha sido dado»
(Rom 5,5).

El acompañante ha de ser también consciente de que el Espíritu es nuestro


espíritu vital, el que los místicos llamaban alma del alma humana; de que el
Espíritu es fuente de nuestra identidad. El Espíritu es, en definitiva, el artesano
y el maestro interior que configura nuestra existencia.

«Como el viento a una vela, como el agua del torrente, el Espíritu es una
energía que se apodera de los seres. Como el agua de la fuente o el aire de los
pulmones, el Espíritu es un manantial de vida. Como el fuego de la forja, el
Espíritu es fuente de purificación y transformación» (Comisión nacional de
catequesis de Francia).

a) El discernimiento espiritual. En una vida iluminada por la luz del Espíritu se


dan las condiciones para que la inteligencia y la voluntad del hombre puedan
hacer sus opciones fundamentales y puedan descubrir los caminos de Dios.

El Espíritu es al discernimiento una luz para ver, una brújula para orientar, una
flecha para indicar. El es quien aclara el camino por el que caminar, y ayuda a
resolver las dudas y a tomar las decisiones importantes; es decir, a discernir la
vocación. Se sirve para ello de los medios con que la Iglesia aclara y orienta la
vida de los creyentes: la Palabra, escuchada y acogida en la tradición viva de la
Iglesia; las comunidades cristianas, en las que se descubre, con la ayuda de
los pastores y de otros miembros, los caminos de Dios para la vida;
el acompañamiento de los catecúmenos y de los catequistas, que siguen
cuidadosamente el proceso de crecimiento en la vida cristiana de las personas
que tienen encomendadas; la oración, lugar privilegiado para orientar la vida en
el Espíritu.

b) El discernimiento vocacional. De un modo especial, el Espíritu acompaña y


orienta el discernimiento vocacional. El Espíritu, fuente de nuestra dignidad y
nuestra libertad, enseña que sólo se es verdaderamente libre en la medida en
que se realiza el proyecto que Dios tiene para cada persona, un proyecto que
es siempre una llamada al amor; del amor a la responsabilidad; de la
responsabilidad a la entrega, y de la entrega al servicio.

El Espíritu es el consejero que descubre la voluntad de Dios para la vida de


cada hombre, y está en el origen de toda llamada, de toda vocación: es el que
da la luz para conocer lo que Dios quiere, muestra los motivos para
comprometerse y acompaña la decisión.

El Espíritu es quien llama a todos a la santidad, quien descubre los caminos por
los que se pueden orientar los que se preguntan qué les pide Dios, y escuchan
su llamada a consagrarse por entero, en una de las múltiples formas que se
pueden dar en la Iglesia: el matrimonio cristiano, la vida consagrada, el
sacerdocio, laicos consagrados, etc. El Espíritu es también el que nos descubre
dónde están las necesidades de los hombres y nos invita a ir por los diversos
caminos de la entrega.

«La vocación es siempre un don de Dios a cada fiel personalmente. Cada uno
es llamado por su nombre en su propia situación de vida, pues el Espíritu,
siendo único, le distribuye a cada uno la gracia que quiere»7.

Toda llamada del Espíritu, aunque en última instancia sucede en la intimidad de


los corazones, tiene lugar privilegiado para su nacimiento y desarrollo en la
catequesis, porque a medida que se crece y madura en la fe, se va tomando
también conciencia de lo que Dios le pide a cada creyente.

5. EVANGELIZAR EN EL ESPÍRITU. Para comunicar toda esa riqueza hay que


encontrar conceptos y palabras, pues la catequesis, «al exponer el contenido
del mensaje cristiano, debe poner siempre de relieve esta presencia del Espíritu
Santo, por la que los hombres son continuamente movidos a la comunión con
Dios y con los hombres, y al cumplimiento de sus deberes» (DCG 41). La
catequesis sólo puede hacer esta iniciación en la vida, en el Espíritu, si toma
conciencia de que todo en ella ocurre en la presencia inspiradora de la tercera
persona de la Santísima Trinidad.
«El Espíritu de Dios llena con su presencia la catequesis; su luz, la luz de la fe,
da autoridad al catequista. El Espíritu está presente en el catequista y en su
palabra, pues esta, en lengua muy humana, dice la palabra de Dios y está, por
la fe, en comunión con su luz. El Espíritu está también presente en la fe de los
niños que, en la palabra del catequista, oyen al Espíritu mismo... El Espíritu de
Dios está presente por doquier, y hay auténtica catequesis cuando se siente
que él es quien ilumina, que es el Espíritu a quien se escucha, cuando el alma
de los niños está henchida del sentimiento de admiración y respeto filial que
acompaña por doquier la presencia del Espíritu de Dios»8.
NOTAS: 1. SAN GREGORIO NACIANCENO, Oratio, 45. – 2 SAN AGUSTIN, De Trinitate 8,  10, 14. —3.
SAN GREGORIO NACIANCENO, O.C. — 4 SAN HIPÓLITO, Comentario al Cantar de los cantares, 13.1.
– 5. SAN IRENEO, Contra las herejías, III, 24, 1. – 6. SAN JUAN CRISÓSTOMO, Comentario al
Evangelio de Mateo,  Roma 1966, 27. — 7.  SAN CIRILO DE JERUSALÉN, Catequesis prebautismal. –
8. J. COLOMB, Manual de catequética. Al servicio del evangelio,  Herder, Barcelona 1971.

BIBL.: BERN JOCHEN HILBERATH, Pneumatología,  Herder, Barcelona 1994; CONFERENCIA


EPISCOPAL ALEMANA, Catecismo católico para adultos. La fe de la Iglesia,  BAC, Madrid 1988;
CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Esta es nuestra fe. Esta es la fe de la Iglesia,  Edice, Madrid
1987; CONFERENCIA EPISCOPAL FRANCESA, Catecismo para adultos. La alianza de Dios con los
hombres,  Desclée de Brouwer, Bilbao 1993; CONGAR Y., El Espíritu Santo, Herder, Barcelona 1991;
GUERRA A., Espíritu Santo, en DE FIORES S.-GOFFI T. (dirs.), Nuevo diccionario de
espiritualidad, San Pablo, Madrid 1991', 644-659; DURWELL F. J., El Espíritu Santo en la
Iglesia,  Sígueme, Salamanca 1990; FERLAY PH., Dios Espíritu Santo, Comercial, Valencia 1990;
FlzzoT E., Verso una psicologia della religione, 2,  1995; Dire «Dio» oggi,  Ldc, Leumann-Turín
1995; La religiositá del bambino, Ldc, Leumann-Turín 1993; JUAN PABLO II, Dominum et
vivificantem. El Espíritu Santo,  San Pablo, Madrid 1998'; MONTERO VIVES J., Psicología evolutiva y
educación en la fe, Ave María, Granada 1986; PABLO VI, Credo del pueblo de Dios, Madrid 1975.

Amadeo Rodríguez Magro

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