La Visita de La Vieja Dama

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FRIEDRICH DÜRRENMATT

LA VISITA DE LA VIEJA DAMA


(DER BESUCH DER ALTEN DAME)

COMEDIA TRÁGICA EN TRES ACTOS, CON UN EPÍLOGO

Traducción del alemán por JOSÉ A. MORAL-ARROYO


PERSONAJES
Visitantes:

 CLARA ZAJANASSIAN, nacida Waescher, multimillonaria


(Armenian-Oil).
 MARIDOS VII, VIII, IX.
 BOBBY, el Lacayo.
 TOBY y ROBY, monstruos que mastican chicle.
 KOBY y LOBY, ciegos.

Visitados (ciudadanos de Gula.):

 ELÍAS ILL
 SU MUJER
 SU HIJA
 SU HIJO
 EL ALCALDE
 EL PÁRROCO
 EL DOCTOR
 EL POLICÍA
 EL PRIMERO
 EL SEGUNDO
 EL TERCERO
 EL CUARTO
 EL PINTOR
 MUJER I
 MUJER II
 LUISA

Los otros:

 JEFE DE ESTACIÓN
 JEFE DEL TREN
 REVISOR
 RECAUDADOR

Los meticones:

 REPORTERO I
 REPORTERO II
 LOCUTOR
 CAMERAMAN

Lugar: Gula, una pequeña ciudad.


Época: La actual.

Descanso: Tras el segundo acto.


ACTO PRIMERO

Antes de alzarse el telón se oye la campanilla de una estación. Luego


se ve un cartel con la inscripción: GULA, el nombre de la ciudad
provinciana que se adivina al fondo, arruinada y en decadencia. El
edificio de la estación tiene también un aspecto de terrible abandono,
con un horario medio desgarrado en el muro y una puerta sobre la
que se lee: "Prohibida la entrada." En el centro, y también sólo
insinuada, la Avenida de la Estación, tan pobre y desolada como el
resto. A la izquierda, una pobre barraca con carteles que se caen de
viejos en las desnudas paredes y los consabidos letreros: "Señoras" y
"Caballeros", a la izquierda y derecha, respectivamente. Un cálido sol
de principios de otoño llena la escena. Junto a los lavabos, sentados
en un desvencijado banco, cuatro hombres. Otro vestido tan
andrajosamente como los del banco, está ocupado en pintar un gran
cartel, escribiendo con grandes letras rojas la leyenda: "Bien venida,
Clarita." Se oye el ruido atronador de un tren que pasa a toda marcha
sin detenerse. Los cuatro del banco siguen el movimiento del tren con
la cabeza, de izquierda a derecha. El JEFE DE ESTACIÓN saluda con la
mano.

EL PRIMERO.—El "Gudrun" Hamburgo-Nápoles.


EL SEGUNDO.—A las once y veintisiete pasará el rápido Venecia-
Estocolmo.
EL TERCERO.—Lo único que nos queda aún: ver pasar trenes.
EL CUARTO.—Hace cinco años aún paraban en Gula el "Gudrun" y el
"Rolando", sin contar el "Diplomático", el "Lorelei" y todos los
expresos de campanillas.
EL PRIMERO.—Todos de rango internacional.
EL SEGUNDO.—Ahora no paran ni los correos. ¿Para qué? Sólo un par de
bultos de mercancías y el correo de la una y trece.
EL TERCERO.—Es la ruina.
EL CUARTO.—La fábrica Wagner, en quiebra:
EL PRIMERO.—Igual que la Bockmann.
EL SEGUNDO.—Y que la fundición.
EL TERCERO.—Todos viviendo del subsidio de paro.
EL CUARTO.—O de la cocina de caridad.
EL PRIMERO.—¿A eso llamas vivir?
EL SEGUNDO.—O vegetar.
EL TERCERO.—Consumirse de asco.
EL CUARTO.—Y así toda la ciudad. (Toque de campanilla.)
EL SEGUNDO.—Ya era hora de que llegase la multimillonaria. Dicen que
ha regalado un hospital a Kalberstadt.
EL TERCERO.—Sí, y una Casa-Cuna a Kaffigen, y una iglesia a la capital.
PINTOR.—Y ha encargado un retrato a ese pintamonas naturalista de
Zimt.
EL PRIMERO.—¿Qué es eso para su dinero? Solo con la Compañía
Petrolífera Armenia, los Ferrocarriles del Pacífico, las minas de plata
panamericanas y el barrio chino de Saigón, por no citar más de lo que
tiene... (Se oye pasar otro tren. El JEFE DE ESTACIÓN saluda. Los cuatro
del banco siguen con la cabeza la dirección del convoy, de izquierda a
derecha.)
EL CUARTO.—El "Diplomático".
EL PRIMERO.—Nadie puede negar que Gula era un centro cultural.
EL SEGUNDO.—De los primeros.
EL TERCERO.—De rango europeo.
EL CUARTO.—Goethe pasó una noche aquí, en el Hostal de los
Apóstoles.
EL TERCERO.—Brahms compuso un cuarteto en Gula. (Toque de
campanilla.)
EL SEGUNDO.—¿Y quién inventó la pólvora sino nuestro Schwarz?
PINTOR.—Yo mismo. Terminar brillantemente los estudios en Bellas
Artes para verme ahora pintando pancartas... (Ruido de un tren que
frena. Por la izquierda aparece el JEFE DE TREN, que se supone acabado
de descender.)
JEFE DE TREN.—¡Guuula!
EL PRIMERO.—El correo de Kaffigen. (Ha descendido sólo un viajero,
que pasa ante el banco y desaparece por la puerta de "Caballeros".)
EL SEGUNDO.—Es el recaudador de impuestos.
EL TERCERO.—Creo que viene a embargar el Ayuntamiento.
EL CUARTO.—Eso pasa porque en política tampoco pintamos ya nada.
JEFE DE ESTACIÓN.—¡Señores viajeros, al tren! (El tren parte.
Procedentes de la ciudad aparecen el ALCALDE, el MAESTRO, el PÁRROCO y
ELÍAS, un hombre de unos sesenta y cinco años. Todos van vestidos
pobremente.)
ALCALDE.—Nuestro ilustre huésped llegará a la una y trece en el correo
de Kalberstadt.
MAESTRO.—El coro mixto del Círculo Juvenil cantará un himno.
PÁRROCO.—Y la única campana que aún no fue empeñada será echada
al vuelo en su honor.
ALCALDE.—La Banda Municipal dará un concierto en la plaza Mayor, y
el Club de Atletismo formará una pirámide dedicada a la
multimillonaria. Después habrá un banquete en el Hostal de los
Apóstoles. Lástima que los fondos no den para iluminar la catedral y
el Ayuntamiento por la noche. (El RECAUDADOR sale de los lavabos.)
RECAUDADOR.—Buenos días, señor alcalde.
ALCALDE.—¿Qué se le ha perdido por la ciudad?
RECAUDADOR.—¡Bien lo sabe usted, señor alcalde! Me ha tocado en
suerte una penosa labor. Embargar toda una ciudad.
ALCALDE.—Lo único que podrá llevarse del Ayuntamiento es una
máquina de escribir que no vale dos reales.
RECAUDADOR.—Olvida el Museo.
ALCALDE.—¿El Museo? Hace ya tres años que se lo vendimos a un
norteamericano. La caja está vacía. Aquí no hay quien pague
impuestos.
RECAUDADOR.—Me permitirá que haga mis averiguaciones. Es
incomprensible. Toda la nación prospera y es precisamente Gula, con
sus magníficas fundiciones, la que se arruina.
ALCALDE.—Crea que también para nosotros resulta un misterio. Pero
es así.
EL PRIMERO.—La culpa es de los francmasones.
EL SEGUNDO.—Una maquinación judía.
EL TERCERO.—Ahí se esconde la mano de los capitalistas.
EL CUARTO.—Es el comunismo internacional, que tiende sus redes.
(Toque de campanilla.)
RECAUDADOR.—Algo habrá. Eso es cosa mía. Tengo ojos de lince.
Echaré un vistazo a las arcas municipales, por si acaso. (Mutis.)
ALCALDE.—Mejor que lo haga ahora que no después de la visita de la
multimillonaria. (El PINTOR enseña su pancarta.)
ELÍAS.—¡Por Dios, alcalde! Me parece muy confianzudo eso de Clarita.
Que lo cambien por "Bien venida, Clara Zajanassian".
EL PRIMERO.—¡Pero si es Clarita!
EL SEGUNDO.—Clarita Waescher.
EL TERCERO.—Nacida en Gula.
EL CUARTO.—Su padre era albañil.
PINTOR.—Lo mejor es que escriba: "Bien venida, Clara Zajanassian", al
otro lado. Si la multimillonaria se conmueve, podemos dar la vuelta al
cartel.
EL SEGUNDO.—El "Rolando" Zurich-Hamburgo. (Un nuevo tren expreso
atraviesa Gula sin detenerse.)
EL TERCERO.—Exacto como siempre. Con este tren puede regularse el
reloj.
EL CUARTO.—Sí; ¿pero quién tiene reloj en Gula?
ALCALDE.—¡Señores! La multimillonaria es nuestra última esperanza.
PÁRROCO.—¡Después de Dios!
ALCALDE.—Claro.
MAESTRO.—Pero Dios no paga deudas.
ALCALDE.—Todo está en sus manos, don Elías. Usted era muy amigo
de Clara.
PÁRROCO.—Después que se separaron, he oído contar ciertas cosas.
¿Tiene usted algo que confesarme?
ELÍAS.—Éramos los mejores amigos del mundo. Los dos jóvenes y
fogosos. No hay que olvidar que yo, entonces, era muy apasionado.
Ya han pasado cuarenta y cinco años y aún me parece ver cómo
Clara venía por la noche al granero de Peter, alumbrando todo con su
presencia. O cómo corría descalza sobre el musgo y las hojas
muertas del bosque de Weiler, con el pelo rojo suelto al aire, ágil,
esbelta, delicada y condenadamente hermosa. Luego, la vida nos
separó... como tan a menudo.
ALCALDE.—Necesito algunos detalles biográficos sobre la vida de la
señora Zajanassian para el discurso después del banquete. (Saca una
agenda y se dispone a escribir.)
MAESTRO.—He repasado las calificaciones escolares de la época.
Desgraciadamente, las notas de Clara Waescher dejaban mucho que
desear. Lo mismo puede decirse de su comportamiento. El único
aprobado, en Zoología y Botánica.
ALCALDE.—Estupendo. Un aprobado en ambas materias está pero que
muy bien.
ELÍAS.—Una cosa importante: Clarita tenía un amor muy arraigado por
la justicia. Recuerdo que una vez dos guardas llevaban detenido a un
vagabundo y Clarita, indignada, apedreó a los policías.
ALCALDE.—Perfecto. Amor a la justicia. Eso es siempre de mucho
efecto. Sin embargo, acaso fuera mejor que no mencionásemos la
anécdota del vagabundo.
ELÍAS.—También era muy caritativa. Todo lo que tenía lo repartía.
Recuerdo que robaba patatas para una pobre viuda.
ALCALDE.—Amor a la beneficencia. Esto es algo que he de resaltar sin
falta. Una cosa: ¿Recuerda alguien un edificio en la ciudad construido
por su padre? Sería un detalle conmovedor.
TODOS.—No recuerdo.
ALCALDE.—Bien. Por mi parte, tengo bastante. El resto es cosa de don
Elías.
ELÍAS.—¡Lo sé! ¡Lo sé! Clara debía soltar algunos millones.
ALCALDE.—Eso es. Millones.
MAESTRO.—Pero en metálico. Una Casa-Cuna, por ejemplo, no nos
sacaría de miserias.
ALCALDE.—Querido don Elías... Ya hace tiempo que usted es la persona
más querida de Gula. Como usted sabe, en primavera termina mi
mandato municipal. He hablado con la oposición, y todos estamos de
acuerdo en que usted sea mi sucesor en la alcaldía.
ELÍAS.—Es demasiado honor...
MAESTRO.—Puedo confirmarle la noticia.
ELÍAS.—Por favor, señores míos... Ante todo, tendré que hablar con
Clara sobre el miserable estado de nuestra ciudad.
PÁRROCO.—Pero con mucho cuidado. Con mucha delicadeza.
ELÍAS.—Hemos de obrar con pies de plomo, lo sé. Cuestión de
psicología. Con que el recibimiento falle, puede irse todo al diablo. La
banda municipal y el coro mixto me parecen poco.
ALCALDE.—Don Elías tiene razón. No olvidemos que se trata de un
momento de la mayor trascendencia. La señora Zajanassian vuelve a
pisar el suelo bendito de su ciudad natal. La vuelta al hogar...
Emoción reprimida, lágrimas en los ojos, Clarita hundida en la
contemplación de lo que nos es tan caro. Nosotros no podemos
recibirla en mangas de camisa, como estamos ahora. Yo me pondré
mi levita de ceremonia y el sombrero de copa. A mi lado, mi señora
hará los honores. Delante, mis dos nietos, vestidos de blanco, la
recibirán con flores. ¡Dios mío! Espero que todo marche bien. (Toque
de campanilla.)
EL PRIMERO.—"La Flecha Azul."
EL SEGUNDO.—Rápido Roma-Estocolmo. Las once y veintisiete.
PÁRROCO.—Las once y veintisiete. Aún tenemos dos horas para
vestirnos de gala.
ALCALDE.—Concretemos: La pancarta "Bien venida, Clara Zajanassian"
se alzará, como expresión sincera de nuestro amor. (A los cuatro.)
Los otros agitarán los sombreros. Pero, por favor, nada de gritar
como cuando vino la comisión gubernamental el año pasado. La
impresión fue tan contraproducente, que hasta hoy no hemos recibido
ni un céntimo. La alegría desbordante no cuaja en esta ocasión. Es
más bien un gozo íntimo..., sollozos ahogados, la alegría por el hijo
pródigo que vuelve... En fin, sean naturales y dejen traslucir la
cordialidad que nos llena; sobre todo, mucha cordialidad. No lo
olviden. Otra cosa: que todo funcione como está previsto. Nada más
terminar el himno del coro mixto, ha de comenzar la campana. Ante
todo, he de hacer hincapié en que... (El tronar del tren hace
incomprensibles sus siguientes palabras. El tren se para con un
terrible chirriar de frenos. En todos los semblantes se pinta el
asombro. Los cuatro del banco se levantan de un salto.)
PINTOR.—¡Se ha parado!
EL PRIMERO.—¿En Gula?
EL SEGUNDO.—¡Increíble!
EL TERCERO.—¡En la miserable...
EL CUARTO.—...en la mezquina...
EL PRIMERO.—...en la más pobretona estación de la línea Roma-
Estocolmo!
JEFE DE ESTACIÓN.—El mundo se ha desquiciado. "La Flecha Azul" tiene
que aparecer en la curva como es su obligación, pasar como un rayo
y convertirse en un punto, hasta desaparecer en dirección opuesta.
(Por la derecha aparece CLARA ZAJANASSIAN. Sesenta y tres años,
pelirroja, con un gran collar de perlas y enormes pulseras de oro,
vestida exageradamente y con horribles modales; pero, acaso por
ello, una mujer de mundo de pies a cabeza, llena de una gracia
especial a pesar de los detalles grotescos. Detrás viene su séquito: el
LACAYO BOBY (unos ochenta años y con gafas negras), MARIDO VII (alto,
esbelto, con bigote negro), con equipo completo de pescador, y JEFE
DE TREN, agitadísimo, tocado con una gorra roja, que entra el último.)
CLARA.—¿Estamos en Gula?
JEFE DE TREN.—¿Fue usted quien tiró del freno de alarma?
CLARA.—Siempre lo hago.
JEFE DE TREN.—He de protestar enérgicamente. Sepa usted que en
nuestro país no se tira del freno de alarma ni en caso de extrema
necesidad. La puntualidad es el mandamiento máximo. Exijo una
aclaración.
CLARA.—Mira, Moby: estamos en Gula. Reconozco el pueblo. Allí está
el bosque de Weiler, donde podrás pescar truchas y salmones.
Aquello a la derecha es el tejado del granero de Peter.
ELÍAS.—(Reaccionando.) ¡Clara!
MAESTRO.—¡Es ella!
TODOS.—Sí, es ella.
MAESTRO.—¡Dios mío! Y el coro mixto no está.
ALCALDE.—Ni el Club de Atletismo, ni los bomberos.
PÁRROCO.—¡ Sacristán!
ALCALDE.—¿Dónde está mi levita? ¡Maldita sea! El sombrero de copa.
¡Rápido! Y los nietos. (El PRIMERO sale corriendo hacia la ciudad.)
ALCALDE.—(Gritando.) ¡No te olvides de mi mujer!
JEFE DE TREN.—Señora. Aún estoy esperando una aclaración. He de
conminarla a responder de su acto, en nombre de la Administración.
CLARA.—¡No sea imbécil! ¿No ve que quiero visitar la ciudad? No me
iba a tirar por la ventanilla.
JEFE DE TREN.—¿Quiere decir que ha tirado de la alarma de "La Flecha
Azul" solo por el capricho de visitar Gula? (El JEFE DE TREN no sabe qué
pensar.)
CLARA.—Naturalmente.
JEFE DE TREN.—Muy señora mía: Si usted quiere visitar Gula, no tenía
más que haber esperado en Kalberstadt el correo de las doce y
cuarenta, como todo el mundo. Llegada a Gula, a la una y trece.
CLARA.—¿Ese cacharro que se va parando en cada apeadero?
¿Pretende usted que me tire media hora contemplando este
condenado paisaje?
JEFE DE TREN.—Esto le saldrá muy caro.
CLARA.—Dale mil dólares, Boby.
TODOS.—(En un susurro.) ¡Mil dólares! (El LACAYO entrega el dinero al
JEFE DE TREN.)
JEFE DE TREN.—(Sin saber a qué atenerse.) Madame...
CLARA.—Y otros tres mil para la Fundación de Viudas de Ferroviarios.
TODOS.—¡Tres mil! (El LACAYO entrega el dinero.)
JEFE DE TREN.—Pero esa fundación no existe, Madame...
CLARA.—No importa. Creadla. (El ALCALDE habla al oído al JEFE DE TREN.)
JEFE DE TREN.—(Más confuso que nunca.) ¡Perdone la señora! ¿Es usted
Clara Zajanassian? Le pido mil perdones. Siendo así, no he dicho
nada. Pero, por Dios. Bastaba que me hubiese dicho una palabra y
hubiésemos parado en Gula. Ahí tiene su dinero. No, no... Cuatro
mil..., ¡imposible...!
TODOS.—¡Cuatro mil!
CLARA.—Guárdese esa pequeñez.
TODOS.—Dice que se quede con ello.
JEFE DE TREN.—¿Desea la señora que "La Flecha Azul" espere hasta que
haya visitado Gula? La Administración estaría encantada. Permítame
que le diga que el portal de la Catedral es de mucho mérito. Estilo
gótico..., representa el Juicio Final y...
CLARA.—¡Lárguese con su tren de una vez!
MARIDO VII.—(Lloriqueando.) ¡Pero vidita! La Prensa. Los periodistas
están todavía en el tren. Están cenando y no se han enterado de
nada.
CLARA.—Déjales que cenen, Moby. Ahora no los necesito. Además, ya
se las arreglarán para aparecer. (Mientras tanto, el PRIMERO ha llegado
con la levita del ALCALDE, que se la pone y avanza solemnemente
hacia la señora ZAJANASSIAN. El PINTOR y el CUARTO enarbolan la
pancarta con la inscripción "Bien venida, CLARA ZAJANASS...", quedada
incompleta por falta de tiempo.)
JEFE DE ESTACIÓN.—¡Señores viajeros, al tren! (Se oye partir el tren.)
JEFE DE TREN.—Si la señora tuviese la bondad de no quejarse a la
Administración... Ha sido un penoso equívoco. (El JEFE DE TREN hace
ademán de saltar a un estribo y desaparece.)
ALCALDE.—Estimada señora Zajanassian: En mi calidad de alcalde de
Gula, tengo el inmerecido honor de daros la más cordial bienvenida a
vuestra patria chica. En este día, cuando... (El ruido del tren ahoga
las palabras del ALCALDE, que sigue impertérrito con su discurso.)
CLARA.—Muchas gracias, alcalde. Ha sido un discurso muy bonito.
(CLARA se dirige a DON ELÍAS, que se siente un poco inseguro.)
ELÍAS.—¡Clara!
CLARA.—¡Elías!
ELÍAS.—Me alegro de veras de tu vuelta.
CLARA.—Siempre lo deseé desde que abandoné Gula.
ELÍAS.—(Nervioso.) Me alegro de veras, Clara.
CLARA.—Yo también. ¿Has pensado en mí?
ELÍAS.—Naturalmente que sí, Clara. Tú lo sabes.
CLARA.—¡Fueron maravillosos los días que pasamos juntos!
ELÍAS.—(Orgullosamente.) ¡Y tanto! (Dirigiéndose al MAESTRO.) ¿Ha
visto? La tengo en el saco.
CLARA.—Llámame como me llamabas entonces.
ELÍAS.—¡Gatita mía!
CLARA.—¿Y qué más?
ELÍAS.—¡Brujita de mi alma!
CLARA.—¿Te acuerdas? Yo te llamaba mi pantera negra.
ELÍAS.—Lo soy aún.
CLARA.—No digas tonterías. Estás lleno de canas, has echado tripa y
tienes nariz de borrachín.
ELÍAS.—Pero tú, sí, Clara. Tú estás como siempre.
CLARA.—¡Ah, bah! También yo he envejecido y engordado. Sin olvidar
la pierna izquierda, que se me quedó en un accidente de auto. Desde
entonces, solo viajo en tren. ¿A que no te habías dado cuenta? La
prótesis es magnífica. ¡Mira! (Se levanta la falda y le enseña la pierna
artificial.) Funciona como una de veras.
ELÍAS.—(Limpiándose el sudor.) Nunca lo habría notado.
CLARA.—¿Permites que te presente a mi séptimo marido? Alfredo.
(Presentando.) Un plantador de tabaco. Somos muy felices.
ELÍAS.—Con mucho gusto.
CLARA.—Ven aquí y saluda, Moby. En realidad se llama Pedro, pero
Moby me gusta más porque hace juego con mi lacayo, que se llama
Boby. Un lacayo es algo para toda la vida, y creo que los maridos han
de adaptarse a él y regirse por su nombre. (MARIDO VII se inclina
saludando.) ¿No es un sol con su bigote tan negro? Piensa, Moby. (El
MARIDO VII pone cara de pensar.) ¡Más profundamente, Moby! (El
MARIDO VII lo intenta.) ¡Aún más!
MARIDO VII—Pero, vidita, sabes que no puedo. ¡De veras que no!
CLARA.—Naturalmente que puedes. ¡Piensa como quiero ! (El MARIDO
VII hace otro intento. Toque de campanilla.) ¿Ves como sí que
puedes? Mira, Elías. ¿No le encuentras un algo demoníaco? Parece un
brasileño, aunque las apariencias engañan. Es un griego ortodoxo,
hijo de padre ruso. Quise que nos casase un pope legítimo. Fue una
experiencia muy interesante. Bien, ahora me gustaría echar un
vistazo a Gula. (Se pone los impertinentes, incrustados de piedras
preciosas, y contempla los lavabos.) ¡Mira, Moby! Lo construyó mi
padre. Un trabajo de primera calidad, como todo lo suyo. De niña me
solía sentar en el tejado durante horas enteras para escupir a los que
entraban. Pero solo escupía a los hombres, a decir la verdad.
(Mientras tanto ha llegado el coro mixto, agrupado en el fondo. El
MAESTRO se adelanta, sombrero de copa en mano.)
MAESTRO.—Dilecta señora nuestra: Como director del Instituto y
amante de la nunca bien ponderada musa de la música, séame
permitido agasajaros con una modesta canción folklórica,
interpretada por nuestro coro mixto.
CLARA.—¡Vaya por la modesta canción, maestro! (El MAESTRO toma un
diapasón, da el tono y el coro comienza a cantar. En el mismo
momento se oye el atronar de un nuevo tren. El JEFE DE ESTACIÓN
saluda, el coro canta desesperadamente y a toda voz y el MAESTRO se
mesa los cabellos a punto de llorar. Cuando el ruido del tren se
pierde, la canción ha terminado.)
ALCALDE.—(Desconsolado.) ¡Esa campana! ¿Qué pasa con esa
campana?
CLARA.—¡Bravo, bravo! Muy bien cantado. Sobre todo aquel bajo con
la nuez tan grande me ha gustado mucho. (El POLICÍA se abre paso
penosamente entre la gente y se cuadra ante CLARA ZAJANASSIAN.)
POLICÍA.—Inspector Hahncke, a sus órdenes.
CLARA.—Muy agradecida, pero por ahora no quiero meter en la cárcel
a nadie. Pero acaso tenga Gula pronto necesidad de usted. Dígame,
policía: ¿Hace usted la vista gorda de cuando en cuando?
POLICÍA.—¿Qué remedio, señora? ¿Qué sería de Gula, si no?
CLARA.—Le aconsejo que cierre los dos ojos. (El POLICÍA no sabe qué
pensar.)
ELÍAS.—(Riendo complacientemente.) Esta Clarita no cambia. Sigue
siendo la gatita de siempre. (ELÍAS se da golpes en los muslos al reír
la frase. El ALCALDE se pone el sombrero de copa del MAESTRO y empuja
a sus nietos hacia CLARA. Son dos mellizos de siete años, la niña con
trenzas rubias.)
ALCALDE.—Permítame que le presente a mis nietos, Herminia y
Adolfito. Mi señora está al caer. (El ALCALDE, muy nervioso, se limpia
el sudor de la frente. Ambos niños hacen una reverencia y entregan
rosas rojas a CLARA.)
CLARA.—Le felicito por los mocosos, alcalde. ¡Tome! (Entrega las rosas
al JEFE DE ESTACIÓN. El ALCALDE pasa a escondidas el sombrero de copa
al PÁRROCO, el cual se lo pone y avanza.)
ALCALDE.—Tengo el gusto de presentarle a nuestro párroco. (El
PÁRROCO se quita el sombrero y se inclina respetuosamente.)
CLARA.—¡Hombre, el párroco! ¿Usted es el que consuela a los
agonizantes, si no me equivoco?
PÁRROCO.—Hago lo que está en mis manos.
CLARA.—¿Consuela también a los condenados a muerte?
PÁRROCO.—(Desconcertado.) En nuestro país está abolida la pena de
muerte.
CLARA.—Puede que se reimplante. (El PÁRROCO devuelve,
consternadísimo, el sombrero de copa al ALCALDE, que se lo pone.)
ELÍAS.—(Riendo.) ¡Qué cosas se te ocurren, gatita!
CLARA.—¿Vamos a la ciudad? (El ALCALDE le ofrece el brazo.) ¡Qué
cosas se le ocurren, alcalde! ¡No creerá que voy a ir andando con mi
prótesis!
ALCALDE.—(Asustadísimo.) ¡Corriendo! El médico tiene un coche.
(Aclara.) Un Mercedes del año treinta y dos.
POLICÍA.—(Cuadrándose.) ¡A la orden, señor alcalde! Lo requisaremos.
CLARA.—No hace falta. Desde que tuve el accidente solo uso litera.
(Llamando.) ¡Roby! ¡Toby! ¡Venid! (Por la izquierda aparecen dos
monstruos hercúleos, mascando chicle y portando una litera. Uno de
los monstruos lleva una guitarra a la espalda.) Dos "gángsteres" de
Sing-Sing condenados a la silla eléctrica e indultados a instancias
mías. Cada indulto me costó un millón de dólares. La litera procede
del Museo del Louvre y es un regalo del presidente de la República,
un señor muy amable que tiene la misma cara que en las fotografías
de los periódicos. (Dirigiéndose a los MONSTRUOS.) ¡A la ciudad!
MONSTRUOS.—"Yes, mam."
CLARA.—Primero al granero de Peter y luego al bosque de Weiler.
Quiero visitar con Elías los lugares de nuestro amor juvenil. Mientras,
llevad el equipaje y el ataúd al Hostal de los Apóstoles.
ALCALDE.—(Desconcertado.) ¿El ataúd?
CLARA.—Sí, he traído uno. Nunca se sabe y es posible que lo
necesitemos. (A los MONSTRUOS.) ¡Andando! (Los MONSTRUOS levantan
la litera y hacen mutis hacia la ciudad. El ALCALDE hace una seña, y
todos comienzan a vitorear a la multimillonaria. Los vítores se cortan
en seco al aparecer dos criados cargados con un rico ataúd. En este
momento empieza a sonar la única campana de la iglesia.)
ALCALDE.—¡Ya era hora! (Los gulenses hacen mutis detrás del ataúd.
Siguen numerosas doncellas de CLARA y mozos de cuerda con una
enorme cantidad de maletas y baúles. El POLICÍA se pone a dirigir el
tráfico, y cuando todos han desaparecido hace ademán de iniciar el
mutis. En este momento aparecen dos viejos cogidos de la mano. Los
dos van vestidos con mucho esmero y hablan en voz baja, pero
comprensible.)
VIEJOS.—Estamos en Gula, estamos en Gula. Olemos, olemos que es
el aire de Gula.
POLICÍA.—¿Quiénes sois?
VIEJOS.—Somos de la señora Zajanassian. Somos de la señora
Zajanassian. Somos Koby y Loby.
POLICÍA.—La señora Zajanassian se aloja en el Hostal de los Apóstoles.
VIEJOS.—(Alegremente.) ¡Somos ciegos! ¡Somos ciegos!
POLICÍA.—¿Ciegos? Entonces os llevaré yo.
VIEJOS.—Muchas gracias, señor policía, muchas gracias.
POLICÍA.—(Asombrado.) ¿Cómo sabéis que soy policía, si estáis
ciegos?
VIEJOS.—¡Por el tono! ¡Por el tono! Todos los policías hablan igual.
POLICÍA.—(Desconfiado.) Mucha experiencia tenéis vosotros de la
Policía, buenos hombres.
VIEJOS.—¡Nos ha tomado por hombres, nos ha tomado por hombres!
POLICÍA.—¿Qué sois, si no?
VIEJOS.—Ya lo verás, ya lo verás.
POLICÍA.—¡Bueno! Al menos no os falta el humor.
VIEJOS.—Nos dan todos los días chuletas y jamón. Todos los días.
POLICÍA.—¡Así cualquiera tiene humor! Dadme la mano. ¡Estos
extranjeros tienen un humor...! (Se dirige a la ciudad con un viejo de
cada mano.)
VIEJOS.—Llévanos con Boby y Moby, con Roby y Toby.

Cambio de escena, sin echar el telón. La fachada de la estación y los


lavabos desaparecen. Interior del Hostal de los Apóstoles. Incluso
puede verse la muestra colgando: la digna figura de un apóstol
dorado, un emblema que cuelga en el centro de la escena. Lujo
apagado por el paso del tiempo y los malos tiempos. Todo
desgastado, empolvado, todo apolillado, la escayola cuarteada. Una
procesión interminable de mozos de cuerda que llevan, primero, una
gran jaula, y detrás, el equipaje. El ALCALDE y el MAESTRO, sentados a
una mesa en el primer término, a la derecha. Están bebiendo.

ALCALDE.—¡Vengan maletas! Montones y montones. Y antes han


subido una pantera negra en una jaula.
MAESTRO.—Ha alquilado una habitación especial para el ataúd. ¿No le
parece raro?
ALCALDE.—Las mujeres mundialmente famosas tienen sus manías.
MAESTRO.—Parece que se va a quedar mucho tiempo en Gula.
ALCALDE.—¡Tanto mejor! Don Elías la tiene en el saco. ¿Ha oído? Gatita
mía por aquí, brujita por allá. Seguro que le saca millones. ¡A la salud
de la multimillonaria, maestro! Porque sanee la factoría Bockmann.
MAESTRO.—¡Y la Wagner!
ALCALDE.—¡Y la fundición! Apuesto a que ahora se resuelve todo. La
iglesia parroquial, el Liceo, el nivel de vida de toda la ciudad...
(Brindan.)
MAESTRO.—Desde hace más de veinte años corrijo los cuadernos de
latín y griego de los alumnos de Gula. Sin embargo, no tuve nunca
una idea exacta de lo que era la palabra horror hasta que vi bajar hoy
del tren a la multimillonaria. Aquella figura vestida de negro me hizo
temblar. Tuve y tengo la impresión de haberme topado con una
Parca, con una diosa griega del destino. No debiera llamarse Clara,
sino Clotos. Aunque Clotos, al menos, hila los hilos de la vida. (Llega
el POLICÍA y cuelga el casco en una percha.)
POLICÍA.—¡Condenada ciudad! Aunque espero que cambie. Acabo de
ver a la multimillonaria y a nuestro amigo don Elías en el granero de
Peter. Una escena emocionante. Los dos estaban recogidos como en
una iglesia, hasta el punto de que me dio reparo y me alejé
discretamente. Me retiré cuando salieron para el bosque de Weiler.
¡No iba nadie, que digamos! Delante, la litera, don Elías al lado, y
detrás, el lacayo y el séptimo marido con la caña de pescar a cuestas.
MAESTRO.—Una devoradora de hombres. El marido no pasa de ser otro
lacayo.
POLICÍA.—Y luego esos dos ciegos. ¡El diablo sabrá qué pintan aquí!
MAESTRO.—Los ciegos son siniestros. Algo salido del Averno.
ALCALDE.—No termino de comprender qué andan buscando en el
bosque de Weiler.
POLICÍA.—Lo mismo que en el granero. Una peregrinación donde, por
así decir, ardió su pasión juvenil.
MAESTRO.—¡La llama de la pasión! Señores, aquí encaja lo de Romeo y
Julieta. Confieso que estoy emocionado. Por primera vez desde que
vivo en Gula me siento próximo a la sublimidad clásica.
ALCALDE.—Bien. Ahora brindemos por el bueno de don Elías, que se
toma todos los trabajos del mundo para mejorar nuestra situación.
Señores: ¡Brindo por el más querido ciudadano de Gula, por mi digno
sucesor!

Desaparece la decoración del Hostal. Por la izquierda aparecen los


cuatro del banco de la estación y colocan, a la izquierda de la escena,
un tosco banco sin labrar. El PRIMERO se sube sobre el banco con un
corazón de cartón rojo entre las manos con las letras E y C
entrelazadas. Los otros tres se colocan luego en torno al banco, con
ramas en las manos, simulando árboles.

PRIMERO.—Somos pinos, abetos, hayas...


SEGUNDO.—Somos esbeltos árboles de un verde oscuro...
TERCERO.—Musgo y líquenes, tupida hierba...
CUARTO.—Monte bajo y abrojos...
PRIMERO.—Somos nubes y cantar de pájaros...
SEGUNDO.—Espesura de la más tupida...
TERCERO.—Venados y tímidos corzos...
CUARTO.—Rumor de hojas y viejos sueños... (Por el fondo aparece la
litera con ELÍAS al lado. Los dos MONSTRUOS que la llevan no paran de
mascar. Detrás, el MARIDO VII y el LACAYO con un viejo de cada mano.)
CLARA.—¡El bosque de Weiler! ¡Para, Roby! ¡Para, Toby!
VIEJOS.—¡Roby, Toby, parad! (CLARA desciende de la litera y contempla
el bosque.)
CLARA.—Mira, Elías: ahí está el corazón con nuestras iniciales. Casi no
se ven ya. El árbol las ha separado al crecer. El tronco y las ramas
son casi tan gruesos como nuestros cuerpos. (CLARA se acerca a los
que figuran árboles.) ¡Ah la arboleda! Hacía mucho tiempo que no me
paseaba por el bosque de mi juventud, mucho tiempo que no
arrastraba los pies por la hojarasca y la hiedra. Vosotros, mascadores
de chicle, podéis retiraros. Tú, Moby, puedes ir al arroyo a ver si
pescas algo. (Los MONSTRUOS hacen mutis por la izquierda y el MARIDO
VII por la derecha. CLARA se sienta.) ¡Mira, un corzo! (El TERCERO da un
salto.)
ELÍAS.—Tiempo de veda. (Se sienta a su lado.)
CLARA.—En aquellas rocas nos besábamos ya hace cuarenta y cinco
años. Nos amamos bajo todos estos arbustos, bajo las hayas y entre
los macizos, sobre el musgo, por todo el bosque. Yo tenía diecisiete
años y tú apenas veinte. Después te casaste con Matilde y con su
mercería y yo con el viejo Zajanassian y con sus miles de millones en
Armenia. Me conoció en una casa de putas de Hamburgo, donde yo
trabajaba. Mi pelo rojo fue lo que atrajo a aquel abejorro dorado.
ELÍAS— ¡Clara!
CLARA.—¡Un Henry Clay, Boby!
VIEJOS.—¡Un Henry Clay, un Henry Clay! (El LACAYO aparece con una
caja de puros, le da uno y se lo enciende.)
CLARA.—Me gustan los puros. En realidad, debía fumar los de la
fábrica de mi marido, pero no tengo demasiada confianza.
ELÍAS.—Si me casé con Matilde, fue por tu bien.
CLARA.—Matilde tenía dinero y yo no.
ELÍAS.—Pero tú eras joven y hermosa. A ti te pertenecía el futuro y yo
no quise ser un estorbo a tu felicidad. Por eso renuncié a ti. Se
trataba de tu destino.
CLARA.—El destino ha llegado ahora.
ELÍAS.—Si te hubieses quedado en Gula, andarías tan arruinada como
yo.
CLARA.—¿Estás arruinado?
ELÍAS.—Un tendero arruinado en una ciudad en quiebra.
CLARA.—Pero yo tengo dinero.
ELÍAS.—Desde que te fuiste, mi vida ha sido un infierno.
CLARA.—Yo soy el infierno.
ELÍAS.—Todo el día a la gresca con mi familia, que me echa en cara
nuestra pobreza.
CLARA.—¿No te ha hecho feliz Matildita?
ELÍAS.—¿Qué más da? Lo importante es que tú lo seas.
CLARA.—¿Y tus hijos?
ELÍAS.—No tienen ideales.
CLARA.—Ya los tendrán más tarde. (Silencio. Los dos contemplan el
bosque, hundidos en recuerdos.)
ELÍAS.—Mi vida ha sido ridícula. Apenas si he visto otra cosa que Gula.
Un viaje a Berlín y otro a Tessin, eso es todo.
CLARA.—Viajar no vale la pena. Yo conozco el mundo.
ELÍAS.—Tú has podido viajar siempre. Por eso lo conoces.
CLARA.—Lo conozco porque me pertenece. (ELÍAS calla y CLARA fuma.)
ELÍAS.—Pero ahora cambiará todo.
CLARA.—No lo dudes.
ELÍAS.—(Espiando su reacción.) ¿Nos ayudarás?
CLARA.—No soy de las que dejan que su patria chica se pudra.
ELÍAS.—Necesitamos millones.
CLARA.—Eso no es nada.
ELÍAS.—(Entusiasmado.) ¡Gatita! (Emocionado le da una palmada en
la pierna izquierda y hace un gesto de dolor.)
CLARA.—¿Duele? Te has dado con un tornillo de la prótesis. (El PRIMERO
saca una llave y una pipa del bolsillo y da golpecitos con la llave en la
pipa.) ¡Escucha! Un pájaro carpintero.
ELÍAS.—Sí, nada ha cambiado. Todo sigue igual que cuando éramos
jóvenes y gozábamos de nuestro amor en este bosque. El sol sobre
los árboles, como un disco de oro, los rebaños de las nubes y el grito
del cuco entre la espesura.
CUARTO.—Cu-cu, cu-cu. (ELÍAS acaricia al PRIMERO.)
ELÍAS.—La madera fría y el viento en las ramas, un murmullo como la
resaca en el mar. Como antes. Todo está igual. (Los que simulan
árboles susurran y mueven los brazos como ramas.) ¡Ah! ¡Si pudiese
borrarse el tiempo, brujita mía! ¡Si la vida no nos hubiese separado!
CLARA.—¿Te gustaría?
ELÍAS.—Es todo mi sueño. ¡Aún te amo, Clara! (Besa su mano
derecha.) Tan blanca y tan fría como antes.
CLARA.—Te equivocas. También es falsa. Una prótesis de marfil. (ELÍAS
deja caer la mano, horrorizado.)
ELÍAS.—Clara: ¿es que no tienes más que prótesis?
CLARA.—Casi. Desde un accidente aéreo en Afganistán. Fui la única
superviviente. Murió hasta la tripulación, pero a mí no hay quien me
mate.
VIEJOS.—¡No hay quien la mate! ¡No hay quien la mate!

Se oye una marcha, tocada por la Banda Municipal. Mientras, cae de


nuevo la decoración del Hostal de los Apóstoles. Los gulenses colocan
mesas y sillas y cubren con pobres manteles remendados y
deshilachados vajilla y viandas. Una mesa en el centro, otra a la
izquierda y una tercera a la derecha, paralelas al público. El PÁRROCO
llega. Detrás, muchos gulenses, entre ellos uno vestido con "maillot"
de gimnasta. Llegan el ALCALDE, el MAESTRO y el POLICÍA. Los gulenses
aplauden cuando el ALCALDE se aproxima a la mesa donde ya están
sentados CLARA y ELÍAS. Los árboles, recuperada su humanidad, entre
los gulenses.

ALCALDE.—Esta ovación es un homenaje a usted, estimada señora


Zajanassian.
CLARA.—Es la banda quien la merece, alcalde. Toca muy bien. La
pirámide humana no desdecía y era un acierto. Me gustan los
hombres en "maillot". ¡Tienen un aspecto tan natural!
ALCALDE.—¿Me concede el honor de acompañarla a la mesa? (Se
dirigen a la mesa del centro, donde el ALCALDE presenta a su mujer.)
Mi señora. (CLARA examina a la ALCALDESA con los impertinentes.)
CLARA.—¡Pero si es Anita, la primera de nuestra clase! (El ALCALDE
presenta a otra mujer, tan desmirriada y amargada como la suya
propia.)
ALCALDE.—La señora de Ill.
CLARA.—Aún me acuerdo de Matilde. Me parece verla espiando a Elías
por las cortinas de la tienda de su padre. ¡Te veo muy flaca y
paliducha, querida! (Por la derecha entra precipitadamente el DOCTOR.
Cincuenta años, pequeño, con bigote y despeinado. Tiene la cara
cruzada por algunas cicatrices y lleva un frac muy viejo.)
DOCTOR.—Me parece que llego a tiempo.
ALCALDE.—El doctor Nüblin, nuestro médico. (El DOCTOR besa la mano a
CLARA, mientras esta le examina con los impertinentes.)
CLARA.—Tanto gusto. ¿Es usted quien extiende los certificados de
defunción?
DOCTOR.—(Extrañado.) ¿Los certificados de defunción?
CLARA.—¿Es que no se muere nadie en Gula?
DOCTOR.—Desgraciadamente. Sí, los extiendo. Es una formalidad
prescrita por la ley.
CLARA.—En el futuro le aconsejo pronosticar ataque al corazón.
ELÍAS.—(Riendo.) ¡Esta Clara! ¡Tiene un humor delicioso! (CLARA deja
al DOCTOR y se vuelve al ATLETA en "maillot".)
CLARA.—¿Quiere repetir? (El ATLETA hace algunas figuras gimnásticas.)
¡Qué músculos más maravillosos! ¿Ha estrangulado usted ya alguien?
ATLETA.—(En flexión de rodillas.) ¿Cómo?
CLARA.—Eche los codos hacia atrás. Así. Basta. Vaya a descansar.
ELÍAS.—Esta Clara tiene un humor que hay que ver. ¿De dónde se
sacará la sal?
DOCTOR.—(Aún no ha salido de su desconcierto.) No sé que le diga. A
mí ese humor me pone la carne de gallina.
ELÍAS.—(Secreteando.) Ha prometido millones. (El ALCALDE siente
ahogos.)
ALCALDE.—¿Millones?
ELÍAS.—¡Millones!
DOCTOR.—¡Cáspita!
CLARA.—(Volviéndose a ellos.) ¿Vamos a comer?
ALCALDE.—Estábamos esperando a su esposo.
CLARA.—No vale la pena. Anda por ahí pescando. Además, he decidido
divorciarme.
ALCALDE.—¿Divorciarse?
CLARA.—También será una sorpresa para Moby, que aún no sabe
nada. Pero he decidido casarme con un actor de cine alemán.
ALCALDE.—¡Pero usted dijo antes que era muy feliz en su matrimonio!
CLARA.—Todos mis matrimonios han sido felices. No se trata de ser
feliz o no. Toda mi juventud he soñado con casarme en la Catedral de
Gula y me parece que no tengo por qué no realizar mis sueños
juveniles. Haremos una gran ceremonia. (Se sientan todos, CLARA
entre el ALCALDE y ELÍAS. Siguen las esposas de estos dos. En la mesa
de la derecha, el MAESTRO, el PÁRROCO y el POLICÍA. En la de la izquierda,
los cuatro. Al fondo, más invitados, con sus señoras, bajo la pancarta
"Bien venida, Clarita". El ALCALDE se levanta, con cara de ceremonia y
la servilleta atada al cuello. Da unos golpes en un vaso con una
cuchara para llamar la atención.)
ALCALDE.—Querida señora Zajanassian, queridos gulenses todos: Hace
ya cuarenta y cinco años que abandonasteis nuestra amada ciudad,
esta ciudad fundada por el príncipe Carlos el "Noble", esta ciudad tan
maravillosamente asentada entre el bosque de Weiler y la hondonada
de Pückenried. Cuarenta y cinco años... más de cuatro decenios, un
tiempo muy largo para la ausencia. Durante ese tiempo, mal le ha ido
al mundo y mal nos ha ido a nosotros. En medio de todas nuestras
tribulaciones, señora.... querida Clarita... (Ovación.) En medio de
nuestras tribulaciones, jamás os olvidamos, querida Clarita. Ni a
usted ni a vuestra querida y respetable familia. Vuestra madre,
modelo de madres y con una salud de hierro... (ELÍAS le dice algo al
oído.) ... que el destino nos arrebató tan pronto, víctima de la artera
tuberculosis. Vuestro padre, tan popular y cuyos edificios son
admiración de expertos y legos (ELÍAS repite el juego.) ... que levantó
ese edificio de la estación que tanta atracción tiene para todos.
Ambos, señora, han quedado en nuestra memoria como los mejores
entre nosotros. Usted misma, señora, corriendo por nuestras hoy
arruinadas calles, con los rubios cabellos... (ELÍAS repite el juego.) ...
al aire los ígneos cabellos, ¿quién no os recuerda aún sin un
sentimiento de admiración y amor? Ya en aquel entonces intuía cada
uno de nosotros el encanto de vuestra personalidad. Y cada uno de
nosotros intuía vuestra gloriosa ascensión a la cima vertiginosa de las
más altas escalas de la humanidad. (Saca la agenda.) Jamás pudimos
olvidaros. Vuestros estudios primarios y las calificaciones que aún hoy
sirven de ejemplo en la boca del mentor para las jóvenes
generaciones, sobre todo la historia natural en sus disciplinas de
Zoología y Botánica, cosa que habla de vuestro amor a todo lo
creado, a todo lo desamparado... Vuestro amor a la justicia y vuestra
caridad asombraban ya entonces a vuestros paisanos... (Ovación.) Un
solo ejemplo para no herir vuestra modestia. ¿Quién, si no usted,
adquiría con el fruto de su dinero, penosamente ganado, patatas para
una pobre viuda condenada al hambre? (Estruendosa ovación.)
Querida señora, queridos gulenses: De aquella delicada semilla tan
bien dispuesta por la sabia naturaleza, ha surgido un fruto
esplendoroso. La pelirroja chiquilla se ha convertido en la dama que
asombra y colma el mundo con su filantropía. Citemos solamente las
obras sociales, fruto de su generosidad; las innumerables Casas-Cuna
y de Maternidad, las cocinas de caridad, su labor de Mecenas del arte,
los hospitales y tantos otros cuya enumeración sería demasiado
prolija. Solo me queda, queridos gulenses, pediros que os unáis a mí
en el grito espontáneo y sincero de "¡Viva nuestra hija predilecta"!
(Atronadores aplausos y gritos de "¡Viva!". CLARA se levanta.)
CLARA.—Alcalde, gulenses todos: Estoy conmovida por la
desinteresada alegría que mi vuelta os produce. Pero he de decir que
yo no era como el alcalde me ha pintado. De la escuela no he sacado
más que palizas. Las patatas las robamos Elías y yo, no para impedir
que se muriese de hambre una vieja Celestina, sino porque teníamos
ganas de amarnos una vez en una cama, cosa más cómoda que el
bosque de Weiler y el granero de Peter. Sin embargo, y para
contribuir a la alegría general, quiero anunciaros que he decidido
regalar mil millones a Gula: Quinientos para la ciudad y quinientos a
repartir en partes iguales entre las familias de Gula. (Silencio
sepulcral.)
ALCALDE.—(Tartamudeando.) ¿Mil millones? (El resto no sale de su
mudo asombro.)
CLARA.—Bajo una condición. (Todos empiezan a gritar sin orden ni
concierto, bailan, corren, se abrazan. El ATLETA hace piruetas. ELÍAS se
golpea orgullosamente el pecho.)
ELÍAS.—¡No hay otra como Clarita! i Qué extraordinaria! (La besa.)
ALCALDE.—Perdone, pero usted dijo algo de una condición.
CLARA.—La diré. Doy mil millones a cambio de la justicia. (Silencio.)
ALCALDE.—No comprendo lo que quiere decir.
CLARA.—Lo que he dicho.
ALCALDE.—¡Pero la justicia no puede comprarse...!
CLARA.—Todo puede comprarse.
ALCALDE.—Sigo sin comprender.
CLARA.—¡Acércate, Boby! (El LACAYO se adelanta al centro de la escena
y se quita las gafas.)
BOBY.—No sé si me reconoceréis.
MAESTRO.—¿No es usted el juez de primera instancia?
BOBY.—Exactamente. El juez Hofer. Hace cuarenta y cinco años estaba
de juez en Gula, de donde salí destinado al tribunal de apelación de
Kalberstadt. Allí estuve hasta que hace veinticinco años la señora
Zajanassian me hizo la oferta de entrar a su servicio como lacayo,
cosa que acepté. Acaso les parezca una profesión indigna para un
universitario, pero el sueldo era tan fantástico que...
CLARA.—Al grano, Boby.
BOBY.—Como habéis oído, la señora Zajanassian ofrece mil millones a
la ciudad de Gula a cambio de que se le haga justicia. O, mejor dicho,
ofrece mil millones por la reparación de una injusticia que se cometió
aquí contra su persona. Don Elías, ¿tiene la bondad de acercarse?
(DON ELÍAS se levanta confuso y un poco asustado.)
ELÍAS.—¿Qué se me quiere?
BOBY.—¡Acérquese, por favor!
ELÍAS.—Está bien. (Se adelanta hacia la mesa de la derecha,
encogiéndose de hombros y riendo forzadamente.)
BOBY.—Fue en mil novecientos diez. En este año, estando yo de juez
en Gula, recibí una solicitud de reconocimiento de paternidad. Clara
Zajanassian, llamada entonces Clara Waescher, le acusaba a usted de
ser el padre de su futuro hijo. (ELÍAS calla.) Usted, don Elías, negó la
paternidad, aportando dos testigos de descargo.
ELÍAS.—Viejas historias. La juventud es alocada.
CLARA.—¡Que vengan Koby y Loby! (Los dos monstruos, siempre
mascando, aparecen llevando de la mano a los dos viejos eunucos
ciegos, los cuales quedan en el centro de la escena, cogidos de la
mano y sonriendo.)
BOBY.—¿Los reconoce, don Elías? (DON ELÍAS calla.)
VIEJOS.—¡Somos Koby y Loby! ¡Somos Koby y Loby!
ELÍAS.—No los conozco.
VIEJOS.—¡Hemos cambiado mucho! ¡Hemos cambiado mucho!
BOBY.—Decid vuestros nombres.
VIEJO I.—Jacobo Huhnlein.
VIEJO II.—Luis Sparr.
BOBY.—¿Recuerda ahora?
ELÍAS.—No los conozco de nada.
BOBY.—(Dirigiéndose a los viejos.) ¿Conocéis a don Elías?
VIEJOS.—¡Somos ciegos! ¡Somos ciegos!
BOBY.—¿Le reconocéis por la voz?
VIEJOS.—¡Por la voz! ¡Por la voz!
BOBY.—En mil novecientos diez yo era el juez y vosotros los testigos.
¿Qué declarasteis bajo juramento ante el tribunal de Gula?
VIEJOS.—Que nos habíamos acostado también con Clara. Que nos
habíamos acostado también con Clara.
BOBY.—Así declarasteis ante mí, ante el tribunal y ante Dios. ¿Era la
verdad?
VIEJOS.—Juramos en falso. Juramos en falso.
BOBY.—¿Por qué?
VIEJOS.—Él nos compró. Él nos compró.
BOBY.—¿Por cuánto?
VIEJOS.—Por un litro de aguardiente. Por un litro de aguardiente.
CLARA.—Contad ahora lo que os he hecho.
VIEJOS.—La señora nos hizo buscar. La señora nos hizo buscar.
BOBY.—Así es. La señora os hizo buscar por todo el mundo. Jacobo
había emigrado al Canadá y Luis a Australia, pero los encontró. ¿Qué
os hizo?
VIEJOS.—Nos entregó a Toby y Roby. Nos entregó a Toby y Roby.
BOBY.—¿Y qué hicieron Toby y Roby con vosotros?
VIEJOS.—Castrarnos y cegarnos. Castrarnos y cegarnos.
BOBY.—Esta es la historia: Un juez, un acusado, dos testigos falsos,
un fallo errado, una injusticia cometida en mil novecientos diez. ¿No
es así, demandante?
CLARA.—(Levantándose.) ¡Así es!
ELÍAS.—(Dando una patada en el suelo.) ¡Prescrito! El delito ya ha
prescrito. Es una historia estúpida, ya pasada.
BOBY.—¿Qué ocurrió con el niño, demandante?
CLARA.—(Muy bajo.) Vivió un año.
BOBY.—¿Y qué fue de usted?
CLARA.—Tuve que hacerme prostituta.
BOBY.—¿Por qué?
CLARA.—El fallo del tribunal me había estigmatizado para toda la vida.
BOBY.—¿Exige la demandante una reparación?
CLARA.—¡Ahora que me lo puedo permitir, sí! Mil millones para Gula si
alguien asesina a Elías. (Silencio. La mujer de DON ELÍAS se lanza
sobre su marido y lo abraza con fuerza.)
MUJER.—¡Elías!
ELÍAS.—Pero, gatita... Tú no puedes exigir eso en serio. La vida
pasa...
CLARA.—La vida pasa, Elías, pero yo no olvido nada. Ni el bosque de
Weiler, ni el granero de Peter, ni la cama de la viuda, ni tu traición...
Ahora somos dos viejos. Tú, degenerado, y yo, despedazada por los
cirujanos. Pero yo quiero arreglar cuentas. Tú escogiste la vida que
querías y me arrojaste a la mía. Hace poco decías en el bosque que
te gustaría que el tiempo se aboliese. Está bien: ¡Ya está abolido!
Estamos en plena historia juvenil, con la única diferencia de que
ahora quiero justicia. Justicia contra mil millones. (El ALCALDE se
levanta palidísimo y digno.)
ALCALDE.—Señora Zajanassian, usted olvida que nos encontramos en
Europa y que no está tratando con salvajes. En nombre de la ciudad
de Gula, rechazo tajantemente la oferta. La rechazo en nombre de
toda la Humanidad. Antes morir de hambre que cubrirnos de sangre y
de vergüenza. (Gran ovación de los gulenses.)
CLARA.—Esperaré.

TELÓN
ACTO SEGUNDO

La ciudad, sólo insinuada. Al fondo, el Hostal de los Apóstoles por


fuera. Muros decrépitos. Un balcón. A la derecha, la tienda de DON
ELÍAS con una muestra que reza: "Comestibles y mercería." Un pobre
mostrador y una vacilante estantería donde se exponen pobres
mercancías. Cuando alguien empuja la imaginaria puerta de la tienda,
suena una campanilla. A la izquierda, otra muestra: "Policía."
Debajo, una mesa-escritorio con un teléfono. Dos sillas. Es por la
mañana. Los dos monstruos atraviesan la escena, en dirección al
Hostal, llevando coronas mortuorias. DON ELÍAS los mira al pasar. Su
HIJA friega el piso de la tienda, mientras el HIJO se dispone a encender
un cigarrillo.

ELÍAS.—Coronas.
HIJO.—Las traen todas las mañanas de la estación.
ELÍAS.—Coronas para el ataúd vacío.
HIJO.—No impresiona a nadie con su ataúd.
ELÍAS.—Es verdad. Toda la ciudad está a mi lado. (El HIJO enciende el
cigarrillo.) ¿Baja la madre a desayunar?
HIJA.—No. Está cansada y dice que se queda arriba.
ELÍAS.—Ahí tenéis lo que se dice una madre modelo. Una madre como
hay pocas. Hay que reconocerlo en justicia. Que se quede arriba y
que se cuide. Desayunaremos nosotros juntos. ¿De acuerdo? Hace
mucho tiempo que no lo hacemos. Convido a huevos y a una lata de
jamón americano. ¿Hace? Comeremos como reyes, como en los
buenos tiempos, cuando la fundición aún trabajaba.
HIJO.—Lo siento, pero me tendrás que disculpar. (Apaga el cigarrillo.)
ELÍAS.—¿No quieres desayunar con nosotros?
HIJO.—Me voy a la estación. Me han dicho que hay un peón enfermo y
acaso haya trabajo.
ELÍAS.—Trabajar en la vía a pleno sol no es una ocupación digna para
un hijo mío.
HIJO.—Mejor eso que nada. (Hace mutis. La HIJA se levanta.)
HIJA.—Yo también me voy, padre.
ELÍAS.—¿También tú? ¿Y adónde, si la señorita permite la pregunta?
HIJA.—A la Oficina de Trabajo. A lo mejor sale algo. (La HIJA hace
mutis. ELÍAS se suena, emocionado.)
ELÍAS.—¡Buenos chicos tengo, buenos! (Por el balcón se oyen
compases de guitarra.)
Voz DE CLARA.—¡Dame la pierna, Boby!
Voz DE BOBY.—No la encuentro.
Voz DE CLARA.—Mira detrás del ramo de novia, allí encima de la
cómoda. (El primer cliente llega a la tienda de DON ELÍAS. Es el
PRIMERO.)
PRIMERO.—Buenos días.
ELÍAS.—Muy buenos.
PRIMERO.—Cigarrillos.
ELÍAS.—¿Los de siempre?
PRIMERO.—No. Una marca mejor.
ELÍAS.—Son más caros.
PRIMERO.—Es igual. Apunta.
ELÍAS.—Lo haré por ser quien es y por el aquel de la solidaridad.
PRIMERO.—Alguien toca la guitarra.
ELÍAS.—Es uno de los gángsteres de Sing-Sing. (Los VIEJOS salen del
hotel, llevando cañas de pescar.)
VIEJOS.—Muy buenos días, Elías.
ELÍAS.—¡Id al diablo!
VIEJOS.—Vamos de pesca. Vamos de pesca. (Hacen mutis por la
izquierda.)
PRIMERO.—Van al arroyo.
ELÍAS.—Sí, con las cañas del séptimo marido.
PRIMERO.—Dicen que perdió todas sus plantaciones.
ELÍAS.—¡Claro! Ahora pertenecen a la multimillonaria.
PRIMERO.—La boda con el octavo parece que será sonada. Ayer
celebraron la petición de mano. (CLARA aparece en el balcón. Mueve la
mano derecha y la pierna izquierda mientras la guitarra acompaña el
presunto recitativo. Según el sentido del texto, los compases serán
de vals o retazos de himnos nacionales, etc.)
CLARA.—Ya estoy montada. ¡El himno armenio, Roby! (Melodía.) Era la
música preferida de Zajanassian. La oía cada mañana. Aquel zorro de
las finanzas era un tipo clásico con todas sus flotas petrolíferas, sus
caballos de carreras y sus millones. Un maestro en el baile,
conocedor de todas las diabluras. Aunque conmigo no le valió porque
le calé en seguida. (Dos mujeres con lecheras.)
MUJER I.—Leche, don Elías.
MUJER II.—Ahí va mi cacharro.
ELÍAS.—Buenos días, señoras. ¿Un litro para cada una? (Se dispone a
servir la leche.)
MUJER I.—De la otra, por favor.
MUJER II.—A mí también, pero dos litros. (DON ELÍAS sirve de otro
cántaro. CLARA mira con los impertinentes.)
CLARA.—Hace un día estupendo. Un poco de niebla en las callejas y
encima un cielo azul como los que acostumbraba pintar el conde, mi
cuarto marido. Aunque era ministro del Exterior, tenía la manía de
pintar paisajes. Además hay que reconocer que su pintura era
desastrosa. (Se sienta sin muchos miramientos.) La verdad es que
todo el conde era un desastre.
MUJER I.—Un cuarto de kilo de mantequilla.
MUJER II.—A mí, dos kilos de pan blanco.
ELÍAS.—¡Vaya, vaya! ¿Hemos heredado?
LAS DOS.—Apunte.
ELÍAS.—Está bien. Uno para todos, todos para uno.
MUJER I.—Una libra de chocolate.
MUJER II.—A mí, dos.
ELÍAS.—¿Apunto también?
MUJER I.—Apunte.
MUJER II.—El chocolate es para comer aquí. No lo envuelva.
MUJER I.—¡Se está tan bien aquí! (Se sientan al fondo y comen.)
CLARA.—¡Boby! Dame un Wiston. Ahora que estamos divorciados
probaré los puros de mi séptimo marido. ¡Pobre Moby! ¡Lo triste que
subió al tren de Lisboa! (BOBY le da un puro y fuego.)
PRIMERO.—Ahí está esa en el balcón, tirando de puro.
ELÍAS.—¡Y qué puros! Cada uno cuesta una fortuna.
PRIMERO.—¡Un derroche! Debía darle vergüenza, viendo tanta miseria.
CLARA.—(Fumando.) No lo habría creído. ¡Son buenos!
ELÍAS.—Esta vez no se saldrá con la suya. Yo soy un pecador, amigo
Hofbauer. Pero ¿quién no lo es? Fue una tontería propia de la
inexperta juventud... Ahora, la forma como rechazasteis la propuesta
en el Hostal de los Apóstoles, aquel momento de valentía, a pesar de
toda la miseria, fue el más feliz de mi vida.
CLARA.—¡Boby! Dame whisky, pero sin agua. (Llega otro cliente —el
SEGUNDO— tan pobremente vestido como los demás.)
SEGUNDO.—Buenos días a todos. Parece que aprieta hoy.
PRIMERO.—El verano se alarga este año.
ELÍAS.—Parece que hoy es día de clientes. Antes no venía una rata,
pero ahora no paran.
PRIMERO.—Es la prueba de que le respaldamos por entero. Usted es
uno de los nuestros. Toda la ciudad está a su lado, firme como una
roca.
MUJERES.—(Comiendo chocolate.) Como una roca.
SEGUNDO.—Al fin y al cabo, usted es la personalidad más estimada en
Gula.
PRIMERO.—La más importante.
SEGUNDO.—Nuestro futuro alcalde.
PRIMERO.—La próxima primavera, a la Alcaldía.
MUJERES.—(Comiendo.) Eso por descontado, don Elías.
SEGUNDO.—Déme una botella. (ELÍAS toma una botella del estante.
BOBY sirve "whisky" a CLARA.)
CLARA.—Despierta al nuevo. No me gusta que mis maridos duerman
tanto.
ELÍAS.—Tres diez.
SEGUNDO.—No quiero de ese.
ELÍAS.—Es el que tomas siempre.
SEGUNDO.—Hoy quiero coñac.
ELÍAS.—¿Sabes lo que cuesta? No creo que te lo puedas permitir.
SEGUNDO.—Una vez es una vez. (Atraviesa la plaza una muchacha
medio desnuda, perseguida por TOBY.)
MUJER I.—(Comiendo.) Parece mentira cómo se comporta la Luisa.
MUJER II.—(Comiendo.) Un verdadero escándalo. Y decir que está
prometida con ese músico rubio de la plaza... (ELÍAS alcanza una
botella de coñac.)
ELÍAS.—La botella.
SEGUNDO.—Tabaco de pipa.
ELÍAS.—Muy bien.
SEGUNDO.—Pero de importación. (ELÍAS hace la cuenta. El MARIDO VIII
sale al balcón. Es un artista de cine alto, esbelto, bigote pelirrojo. Va
con albornoz. Puede ser representado por el mismo que encarne el
papel de MARIDO VII.)
MARIDO VIII.—¡Qué maravilla, amor mío! Nuestro primer desayuno
juntos. ¿No parece un sueño? El balcón, los olmos que murmuran, el
cantar de la fuente, aquellas gallinas picoteando, mujeres que hablan
de sus pequeños problemas domésticos y, al fondo, la catedral.
¡Delicioso!
CLARA.—Siéntate y no hables tanto, Hoby. Tengo ojos para verlo yo
misma. Además, la lírica no es tu fuerte.
SEGUNDO.—Allí está el nuevo marido.
MUJER I.—(Comiendo.) El octavo.
MUJER II.—Un tipazo ese actor. Mi hija le vio de cazador furtivo en una
película.
MUJER I.—Y yo, de cura en otra. (MARIDO VIII besa a CLARA. Acorde de
guitarra.)
SEGUNDO.—(Escupiendo.) Con dinero se consigue todo.
PRIMERO.—(Dando un puñetazo sobre el mostrador.) ¡Menos en Gula!
ELÍAS.—Veintitrés ochenta.
SEGUNDO.—Apunte.
ELÍAS.—Esta semana haré una excepción. Pero a ver si me paga a
primeros, cuando cobre el subsidio de paro. (El SEGUNDO se dirige a la
puerta.) ¡Señor Helmesberger! (El SEGUNDO se para y DON ELÍAS se
acerca.) ¡Tiene usted zapatos nuevos!
SEGUNDO.—¿Y qué? (ELÍAS mira los pies del PRIMERO.)
ELÍAS.—¡Y tú también! ¿Qué os pasa? (Dirigiéndose a las MUJERES.)
¿Ustedes también? ¿Por qué tenéis todos zapatos nuevos?
PRIMERO.—No veo que la cosa tenga nada de particular.
SEGUNDO.—No va a ir uno con los mismos zapatos toda la vida.
ELÍAS.—Todo el mundo con zapatos nuevos. ¿De dónde habéis sacado
el dinero?
MUJERES.—Crédito, don Elías, crédito. Todo a crédito.
ELÍAS.—Ya lo veo. Igual que en mi tienda. Todo a crédito y de lo
mejor. Tabaco de primera, leche sin desnatar, coñac. ¿A cuento de
qué tenéis de repente todos crédito en los comercios?
SEGUNDO.—¿Por qué se extraña? ¿No lo tenemos en su tienda?
ELÍAS.—¿Y con qué queréis pagar? (Silencio. DON ELÍAS comienza a tirar
mercancías a la cabeza de los clientes, que huyen.) ¿Con qué
demonios queréis pagar? ¿Con qué dinero? (Hace mutis en la
trastienda.)
MARIDO VIII.—Parece que hay jaleo en la ciudad.
CLARA.—Cosas de provincias.
MARIDO VIII.—No sé qué ha pasado ahí en la tienda.
CLARA.—Habrán discutido sobre los precios. (Fuerte acorde de
guitarra. El MARIDO VIII se levanta aterrado.)
MARIDO VIII.—¿Has oído, Clarita? ¡Qué horror!
CLARA.—No te asustes. Es la pantera negra que bufa.
MARIDO VIII.—(Asombrado.) ¿La pantera negra?
CLARA.—Un regalo del rajá de Marruecos, que anda paseándose por el
salón. ¿No la has visto? Es un animal maravilloso, con unos ojos que
echan chispas. Lo quiero mucho. (El POLICÍA se sienta a la mesa-
escritorio y bebe cerveza. Habla lenta y reflexivamente. DON ELÍAS se
dirige a él.) Puedes servir, Boby.
POLICÍA.—Buenos días, don Elías. ¿Qué hay de bueno? Siéntese. (DON
ELÍAS permanece en pie.) ¿Qué le ocurre? ¡Está usted temblando!
ELÍAS.—Exijo la detención inmediata de la señora Zajanassian. (El
POLICÍA saca una pipa y la enciende calmosamente.) ¡Se lo exijo como
futuro alcalde!
POLICÍA.—(Fumando.) Aún no lo es.
ELÍAS.—¡Detenga usted a esa señora inmediatamente!
POLICÍA.—Si comprendo bien, usted desea presentar una denuncia
contra la señora Zajanassian. Si procede detenerla o no, es cosa que
incumbe solo a la Policía. ¿De qué acusa a la señora?
ELÍAS.—De instigar a los gulenses a asesinarme.
POLICÍA.—¿Y usted exige que la detenga? (Se sirve más cerveza.)
CLARA.—Ahí está el correo. Ike y Nehru nos escriben felicitándonos.
ELÍAS.—Es su deber.
POLICÍA.—Curioso. ¡Muy curioso! (Bebe.)
ELÍAS.—Es la cosa más clara del mundo.
POLICÍA.—Querido don Elías: La cosa no es tan clara ni natural como le
parece. Examinemos los hechos objetivamente. La señora
Zajanassian ofreció a Gula mil millones... a cambio de lo que usted
sabe. Eso es un hecho. Sin embargo, no estaría legitimada una acción
policíaca contra la vieja señora. No olvide que tenemos que atenernos
a la ley.
ELÍAS.—Es un caso clarísimo de instigación al asesinato.
POLICÍA.—Permítame que le aclare. Una instigación de tal clase solo
puede ser tomada en serio si la propuesta de asesinato hubiese sido
hecha en serio. Eso es claro.
ELÍAS.—Sí, claro.
POLICÍA.—¿Estamos en eso? La propuesta hecha por la señora
Zajanassian no puede ser tomada en serio, porque la recompensa de
mil millones es exagerada. Usted mismo habrá de reconocerlo. Un
ofrecimiento de dos o tres mil dólares sería otra cosa. Pero los mil
millones precisamente demuestran que la oferta no es ni puede ser
tomada en serio. ¿Comprende? Y si la señora Zajanassian la hiciese
en firme, demostraría que está loca, con lo que el caso se saldría de
la jurisdicción meramente policial. ¿Comprende?
ELÍAS.—Lo único que comprendo es que, loca o no loca, mi vida corre
peligro. Me parece lógico.
POLICÍA.—Nada de lógico. Usted no puede verse amenazado por una
propuesta, sino por la puesta en ejecución de tal propuesta.
Denúncieme usted un intento real de puesta en práctica de la
propuesta, por ejemplo: indíqueme a alguien que le haya amenazado
con un fusil, y actuaré sin más consideraciones. ¡Pero ahí está! No
hay nadie en Gula que tenga el propósito de terminar con usted. Todo
lo contrario. La reacción en el Hostal de los Apóstoles lo prueba más
que de sobra. A propósito, aún tengo que felicitarle. (Bebe.)
ELÍAS.—Yo no lo veo tan claro.
POLICÍA.—¿Cómo que no?
ELÍAS.—Mis clientes compran más y mejores cosas que antes.
Cigarrillos de marca, licores de primera...
POLICÍA.—¡Mejor para usted! Eso indica que los negocios marchan.
(Bebe.)
CLARA.—¡Boby! Da orden de comprar acciones Dupont.
ELÍAS.—Helmesberger se permitió hoy el lujo de comprar coñac,
cuando todos sabemos que desde hace cuatro años vive de la
beneficencia.
POLICÍA.—Espero que el coñac sea bueno. Estoy invitado hoy a su
casa. (Bebe.)
ELÍAS.—Luego, todos andan con zapatos nuevos.
POLICÍA.—¿Qué le han hecho a usted los zapatos nuevos? Yo también
los tengo. (Muestra los pies.)
ELÍAS.—¿También usted?
POLICÍA.—¿Por qué no?
ELÍAS.—(Mirando la botella.) Cerveza de importación.
POLICÍA.—Me gusta más.
ELÍAS.—Que yo recuerde, usted bebía antes cerveza nacional.
POLICÍA.—Es una porquería. (Música de radio.)
ELÍAS.—¿Oye usted?
POLICÍA.—¿Qué?
ELÍAS.—Música.
POLICÍA.—(Escuchando.) ¡Ah, sí! "La viuda alegre."
ELÍAS.—Una radio.
POLICÍA.—Es la de los Mayer. Por cierto que no debían ponerla tan
alta. (Toma nota en una agenda.)
ELÍAS.—¿Y desde cuándo se permiten los Mayer tener radio?
POLICÍA.—Eso es cosa suya.
ELÍAS.—¿Y cómo quiere usted pagar los zapatos nuevos y la cerveza
de importación?
POLICÍA.—Eso es cosa mía. (Suena el teléfono. El POLICÍA contesta.)
¡Diga!
CLARA.—Boby, telefonea a los rusos diciendo que estoy de acuerdo.
POLICÍA.—Está bien. (Cuelga.)
ELÍAS.—¿Y cómo pagarán mis clientes?
POLICÍA.—Usted verá. Eso no es cosa mía. (Se levanta y descuelga un
fusil de la pared.)
ELÍAS.—A mí me importa el cómo. Para mí que quieren pagar con mi
persona.
POLICÍA.—Por Dios, déjese de tonterías. Nadie le quiere mal, ni le
amenaza. (Comienza a cargar el fusil.)
ELÍAS.—La ciudad se mete en deudas. Con las deudas y los créditos
aumenta el nivel de vida y con el nivel de vida aumentan las
necesidades y la necesidad de asesinarme para salir de apuros.
Mientras tanto, la vieja no tiene más que sentarse al balcón, fumar
puros y esperar. Esperar le basta.
POLICÍA.—Imaginaciones suyas.
ELÍAS.—Todo Gula espera lo mismo. (Golpea con los puños sobre la
mesa para dar fuerza a sus palabras.)
POLICÍA.—Me parece que usted ha bebido más de la cuenta. (Maneja el
fusil.) Ya está cargado. Puede estar usted tranquilo. Aquí estoy yo
para hacer respetar la ley, mantener el orden y defender a los
ciudadanos. Conozco mi deber. En cuanto usted tenga la menor
sospecha real de una amenaza directa, la Policía estará a su lado.
Puede confiar en mí a ojos cerrados.
ELÍAS.—(Muy bajo.) ¿Desde cuándo tiene usted un diente de oro?
POLICÍA.—¿Cómo?
ELÍAS.—¿Con que tenemos dientes de oro?
POLICÍA.—¿Está usted loco? (ELÍAS se da cuenta de que el fusil está
dirigido contra él y levanta los brazos.) Ahora no tengo ganas de
discutir tonterías. Tengo que salir. A esa millonaria chalada se le ha
escapado el faldero. Me refiero a la pantera negra. Hay que terminar
con ella. (Hace mutis.)
ELÍAS.—¡Conmigo es con quien queréis terminar, conmigo...! (CLARA
lee una carta.)
CLARA.—Mi quinto marido, el modisto, me anuncia su llegada. Hasta
ahora ha diseñado siempre mis trajes de boda. ¡Roby! Toca un
minué. (Suenan compases de minué.)
MARIDO VIII.—Yo creí que tu quinto marido era cirujano.
CLARA.—Ese era el sexto. (Abre otra carta.) Es del ex propietario de
los Ferrocarriles del Oeste.
MARIDO VIII.—A ese no le conozco.
CLARA.—Mi cuarto marido. Ahora está arruinado y las acciones en mis
manos. Le conquisté en el palacio de Buckingham.
MARIDO VIII.—Perdona, pero al que conquistaste en palacio fue a lord
Ismael.
CLARA.—Tienes razón, Hoby. Lo había olvidado. Entonces este era mi
segundo marido. ¡Claro! Lo conocí en El Cairo. Recuerdo que nos
besamos bajo la esfinge. Una tarde inolvidable.
Cambio de escena. A la derecha, baja un letrero con la inscripción
"Ayuntamiento". El TERCERO retira la caja registradora de la tienda y
cambia el mostrador por un escritorio. Aparece el ALCALDE, coloca un
revólver sobre la mesa y se sienta. Por la izquierda, DON ELÍAS. En la
pared del despacho del ALCALDE cuelga un plano.

ELÍAS.—Tengo que hablar con usted.


ALCALDE.—Siéntese.
ELÍAS.—Quiero que hablemos de hombre a hombre, como su sucesor.
ALCALDE.—Veamos. (DON ELÍAS sigue en pie y contempla el revólver.)
La pantera de la señora Zajanassian se ha escapado y hay que andar
prevenido. Ahora anda rondando por la catedral.
ELÍAS.—¡Sí, claro!
ALCALDE.—He movilizado a todos los ciudadanos con permiso de
armas. Los niños están encerrados en la escuela.
ELÍAS.—(Desconfiado.) ¿Bajo qué pretexto?
ALCALDE.—Caza mayor.
BOBY.—¡Señora! Acaba de llegar de Nueva York el presidente del
Banco Mundial.
CLARA.—Dile que hoy no recibo. Que se vuelva a Nueva York.
ALCALDE.—Ahora dígame qué le pasa. Hable con toda confianza.
ELÍAS.—Veo que fuma una buena marca, señor alcalde.
ALCALDE.—Habano legítimo.
ELÍAS.—Es bastante caro.
ALCALDE.—La calidad no tiene precio.
ELÍAS.—Antes fumaba usted nacionales.
ALCALDE.—Es verdad.
ELÍAS.—Son mucho más baratos.
ALCALDE.—Me resultaban demasiado fuertes.
ELÍAS.—¿Corbata nueva?
ALCALDE.—De seda natural.
ELÍAS.—Me apuesto la cabeza a que tiene zapatos nuevos.
ALCALDE.—¿Cómo lo sabe?
ELÍAS.—Esa es la causa de mi venida.
ALCALDE.—¿Qué le ocurre? Le encuentro un poco pálido. ¿Se siente
mal?
ELÍAS.—Tengo miedo.
ALCALDE.—¿Miedo? ¿De qué?
ELÍAS.—El nivel de vida aumenta en Gula.
ALCALDE.—No vendría mal que fuese cierto.
ELÍAS.—Exijo la protección oficial.
ALCALDE.—¿Contra quién?
ELÍAS.—Usted ya me entiende, señor alcalde.
ALCALDE.—¿Desconfía?
ELÍAS.—Se han ofrecido mil millones por mi cabeza.
ALCALDE.—Diríjase a la Policía.
ELÍAS.—Ya lo hice.
ALCALDE.—¿Y no le han tranquilizado?
ELÍAS.—El inspector tiene un nuevo diente de oro.
ALCALDE.—¡Por Dios, don Elías! ¿Qué tiene de extraño? Usted olvida
que vivimos en Gula, una ciudad con tradición humanista. ¡Goethe no
pernoctó aquí en balde! Recuerde que Brahms compuso un cuarteto
en Gula. Eso obliga. (El TERCERO viene por la izquierda con una
máquina de escribir nueva.)
TERCERO.—La nueva máquina, señor alcalde. Una Remington.
ALCALDE.—Llévala a la oficina. (El TERCERO hace mutis.) No merecemos
esa ingratitud de que usted da muestra. Si no confía en la ciudad, no
me queda sino lamentarlo, pero no me esperaba eso de usted. Al fin
y al cabo vivimos en un estado que respeta sus leyes.
ELÍAS.—Si es así, que detengan a la señora Zajanassian.
ALCALDE.—Curioso, muy curioso.
ELÍAS.—Lo mismo me dijeron en la Policía.
ALCALDE.—De hombre a hombre, don Elías. El comportamiento de la
vieja señora es comprensible hasta cierto punto. Usted no puede
negar haber incitado al perjurio a dos testigos y abandonado a una
muchacha en la miseria.
ELÍAS.—Su miseria se cifra en miles de millones. (Silencio.)
ALCALDE.—Hablemos sin tapujos.
ELÍAS.—Es lo que pretendo.
ALCALDE.—De hombre a hombre, como quería. Usted no tiene el
derecho moral de exigir la detención de esa señora. Otra cosa:
Después de lo acaecido, es claro que usted tampoco se prestaría para
sustituirme en la Alcaldía. Siento tener que decirlo, pero...
ELÍAS.—¿Es una comunicación oficial?
ALCALDE.—En nombre del partido.
ELÍAS.—Comprendido. (Va lentamente hacia la ventana y se queda
mirando a la calle, dando la espalda al ALCALDE.)
ALCALDE.—El hecho de que condenemos la propuesta de la señora
Zajanassian no quiere decir que nos solidaricemos con el delito que
dio lugar a la propuesta. El puesto de alcalde exige un
comportamiento moral que usted no cumple, como no podrá por
menos de reconocer usted mismo. Esto no obsta para que todos,
privadamente, sigamos conservándole la estima y amistad de antes.
Espero que me comprenda. (Por la izquierda aparecen de nuevo ROBY
y TOBY con más coronas y entran en el Hostal.) Lo mejor será que
corramos un velo sobre el asunto. He rogado al Noticiero de Gula no
mencionar nada sobre el asunto y se hará así. (ELÍAS se vuelve.)
ELÍAS.—¡Mi ataúd aguarda, alcalde! Callar me parece demasiado
peligroso.
ALCALDE.—Créame si le digo que no le comprendo. Usted debía estar
agradecido de que no se hable de esta triste historia.
ELÍAS.—Si no me callo, tengo aún una posibilidad de salvarme.
ALCALDE.—¡Esto es el colmo! ¿Quiere decir que alguien le amenaza?
ELÍAS.—Sí. Todos vosotros.
ALCALDE.—(Levantándose.) ¿De quién sospecha? Diga usted un
nombre y le juro que abriré una investigación, sin consideración de
persona ni estado.
ELÍAS.—Sospecho de todos vosotros.
ALCALDE.—En nombre de toda la ciudad, protesto solemnemente
contra tal calumnia.
ELÍAS.—Nadie quiere matarme, pero todos esperan que lo haga
otro...; así hasta que alguien se decida.
ALCALDE.—¡Usted ve visiones!
ELÍAS.—Si no me equivoco, ese plano de la pared es para el nuevo
Ayuntamiento. (Da con el dedo sobre el plano.)
ALCALDE.—¡No querrá usted prohibirnos hacer planos! Es lo único que
nos queda.
ELÍAS.—Estáis especulando todos con mi muerte.
ALCALDE.—¡Pero hombre de Dios! Si yo como político no tuviese el
derecho a esperar tiempos mejores sin pensar al mismo tiempo en
cometer un delito, me retiraría inmediatamente. Puede creerme.
ELÍAS.—Lo cierto es que me habéis condenado a muerte.
ALCALDE.—¡Le prohíbo esas acusaciones!
ELÍAS.—(Bajo.) El plano lo prueba.
CLARA.—Onassis viene también. Y los duques con el Aga.
MARIDO VIII.—¿Alí?
CLARA.—Toda la banda de la Riviera.
MARIDO VIII.—¿Muchos periodistas?
CLARA.—Vendrán de todo el mundo. Basta con que me case para que
vengan en manadas. Ellos y yo nos necesitamos mutuamente. (Abre
otra carta.) Del conde Holk.
MARIDO VIII.—Escucha, querida: ¿Es necesario que te pases todo
nuestro primer desayuno juntos leyendo cartas de tus ex maridos?
CLARA.—No quiero perderles la pista.
MARIDO VIII.—(Doloridamente.) ¡También yo tengo problemas! (Se
levanta y se queda contemplando la ciudad.)
CLARA.—¿Qué te pasa? ¿Se te ha averiado el Porsche?
MARIDO VIII.—Estos pueblos me matan. Claro que los olmos murmuran
y los pájaros cantan, etc..., pero ya hace media hora que hacen lo
mismo. La naturaleza y los habitantes se dan la mano. Paz,
satisfacción..., pero qué falta de grandeza. ¡Nada de trágico! Falta
todo lo que define a una gran época... (El PÁRROCO aparece por la
izquierda armado de una escopeta. Extiende un paño blanco sobre la
mesa que antes sirvió de escritorio al POLICÍA y coloca una cruz
encima. Luego apoya la escopeta contra la pared del Hostal. El
SACRISTÁN le ayuda a ponerse el traje talar.)
PÁRROCO.—Pase a la sacristía, don Elías. (DON ELÍAS entra también por
la izquierda.) Está un poco oscuro, pero hace fresco.
ELÍAS.—Perdone la molestia, señor párroco.
PÁRROCO.—La casa de Dios está abierta a todos. (Se da cuenta de que
DON ELÍAS mira la escopeta.) No le llame la atención la escopeta. La
pantera de la señora Zajanassian se ha escapado y anda suelta por
ahí. Antes estaba en el coro de la iglesia y ahora la han visto por el
granero de Peter.
ELÍAS.—Busco protección.
PÁRROCO.—¿Contra quién?
ELÍAS.—Tengo miedo.
PÁRROCO.—¿De quién?
ELÍAS.—De la gente.
PÁRROCO.—¿Teme que la gente le mate?
ELÍAS.—Me dan caza como a una fiera.
PÁRROCO.—No hay que temer a los hombres, sino a Dios, no a la
muerte corporal, sino a la del alma. (Al SACRISTÁN.) Abróchame los
botones. (Por toda la escena aparecen gulenses armados, dispuestos
a disparar. Primero, el ALCALDE; luego, el POLICÍA; los CUATRO, el PINTOR,
el MAESTRO... Todos van estrechando el cerco.)
ELÍAS.—Se trata de mi vida.
PÁRROCO.—De la vida eterna.
ELÍAS.—El nivel de vida sube en Gula.
PÁRROCO.—Figuraciones suyas, de su mala conciencia, don Elías.
ELÍAS.—Toda la ciudad está como nueva. Las muchachas se arreglan,
los jóvenes llevan camisas de alegres colores... La ciudad se prepara
para la gran fiesta de mi asesinato y yo me muero de miedo.
PÁRROCO.—El sufrimiento purifica.
ELÍAS.—Es un infierno.
PÁRROCO.—El infierno está en usted mismo. Uno envejece y cree
conocer a las gentes; pero en realidad sólo nos conocemos a nosotros
mismos. Usted traicionó en su juventud a una muchacha por dinero y
ahora cree que todos los otros están dispuestos a traicionarle a usted
por dinero. Usted juzga a los otros según su concepción de la vida,
cosa natural. La semilla de nuestros miedos está en nuestros
corazones y en nuestros pecados. Basta con que reconozca esta
verdad para librarse de su angustia. La verdad le dará las armas con
que defenderse.
ELÍAS.—Los Müller se han comprado una lavadora.
PÁRROCO.—No tiene por qué preocuparle.
ELÍAS.—La han comprado a crédito.
PÁRROCO.—Preocúpese más bien de la salvación de su alma.
ELÍAS.—Mis vecinos tienen televisión.
PÁRROCO.—Acuda a la oración. (Al SACRISTÁN.) ¡El breviario! (El
SACRISTÁN se lo da.) Haga examen de conciencia. Arrepiéntase para
que no le asalte el temor del mundo. Es todo lo que está en nuestras
manos. (Silencio. Los hombres con los fusiles desaparecen. Comienza
a sonar la campana de alarma.) Excúseme, pero tengo un bautizo
ahora. Sacristán, déme la Biblia y el Libro de los Salmos. El niño
comienza a llorar en sus tinieblas. Hay que llevarle al único refugio
seguro, dándole entrada en la única luz que ilumina el mundo.
(Suena otra campana.)
ELÍAS.—¡Esa campana es nueva!
PÁRROCO.—¿Le gusta? El sonido es magnífico, con un tono lleno y
sonoro.
ELÍAS.—(Gritando.) ¡También usted, señor párroco! ¡También usted!
(El PÁRROCO se abalanza sobre DON ELÍAS y le abraza.)
PÁRROCO.—¡Huya, don Elías, huya! La carne es débil. ¡Huya! En Gula
comienza a sonar la campana de la traición. Huya y no nos induzca a
la tentación. (Se oyen dos tiros. DON ELÍAS se tira al suelo y el PÁRROCO
se agazapa a su lado.) ¡Huya! ¡Huya!
CLARA.—Se oyen tiros, ¡Boby!
BOBY.—Sí, señora.
CLARA.—¿Qué pasa?
BOBY.—La pantera, que se escapó.
CLARA.—¿Muerta?
BOBY.—Sí, señora. Allí está, frente a la tienda de don Daniel.
CLARA.—Lástima de animal. ¡Una marcha fúnebre, Roby!

ROBY toca una marcha fúnebre en la guitarra. El balcón desaparece.


Suena la campanilla de la estación. La escena como en el primer
acto, si bien sin tanto aspecto de miseria. En la pared cuelga un
nuevo horario, sin rasgar, mientras un cartel de vivos colores—con un
radiante sol en medio—invita a los gulenses a hacer turismo en el
Sur. Más carteles de turismo. Como nuevos elementos visibles:
algunas grúas al fondo, junto a casas de construcción. Se oye un tren
que pasa. El JEFE DE ESTACIÓN saluda, como siempre. Por el fondo,
mirando recelosamente en torno suyo, llega DON ELÍAS, con un viejo
maletín en la mano. Lentamente, y como por casualidad, van
llegando gulenses por todas partes. DON ELÍAS titubea al verlos.

ALCALDE.—Buenos días.
TODOS.—Buenos días.
ELÍAS.—(Recelosamente.) Buenos días.
MAESTRO.—¿Qué, de viaje?
ELÍAS.—A la estación.
ALCALDE.—Le acompañamos.
TODOS.—Sí, le acompañaremos. (Van llegando más gulenses.)
ELÍAS.—Déjenlo. De veras que no vale la pena.
ALCALDE.—¿De viaje?
ELÍAS.—De viaje.
POLICÍA.—¿Adónde?
ELÍAS.—No lo sé. De Kalberstadt en adelante.
MAESTRO.—Sin meta fija, entonces.
ELÍAS.—Acaso a Australia. Ya me las arreglaré para encontrar dinero.
TODOS.—Se va a Australia.
ALCALDE.—¿Por qué a Australia?
ELÍAS.—Es aburrido pasarse la vida en el mismo sitio. (Comienza a
correr hacia la estación. Todos le rodean.)
ALCALDE.—¿Emigrar a Australia? ¡Pero eso es ridículo!
DOCTOR.—El lugar más peligroso para usted.
MAESTRO.—Recuerde que uno de los eunucos había emigrado también
allí.
POLICÍA.—No lo dude. El lugar más seguro para usted es Gula.
TODOS.—El más seguro, sin duda. (DON ELÍAS mira angustiado en torno
suyo, como una fiera acorralada.)
ELÍAS.—(En un susurro.) He escrito al gobernador.
POLICÍA.—¿Y qué ha respondido?
ELÍAS.—No ha respondido.
MAESTRO.—De veras que no comprendo su desconfianza.
ALCALDE.—Aquí nadie piensa en asesinarle.
TODOS.—Naturalmente.
ELÍAS.—La oficina de Correos no envió la carta al gobernador.
PINTOR.—Imposible.
ALCALDE.—El funcionario de Correos es un hombre honrado.
TODOS.—Muy honrado.
ELÍAS.—Mirad ese cartel. (Leyendo.) "Viaje al Sur."
DOCTOR.—¿Qué tiene eso de malo?
ELÍAS.—(Leyendo.) "Acuda a los Festivales de la Canción."
MAESTRO.—¿Y qué?
ELÍAS.—Se está construyendo mucho en Gula.
ALCALDE.—¿Y qué?
ELÍAS.—Os veo a todos con pantalones nuevos.
PRIMERO.—¿Y qué?
ELÍAS.—Que os veo prosperar a todos.
TODOS.—¿Y qué? (Toque de campanilla anunciando la llegada del
tren.)
MAESTRO.—Como usted puede ver, todos le apreciamos.
ALCALDE.—Puede decirse que toda la ciudad ha acudido a despedirle.
ELÍAS.—No os lo he pedido.
SEGUNDO.—Pero todos queríamos despedirle.
ALCALDE.—Era un deber de amistad.
TODOS.—Un deber de amistad. (Ruido de frenos. Sale el JEFE DE
ESTACIÓN y luego el REVISOR, como si acabase de saltar del tren, y
grita:) ¡Gulaaaa!
ALCALDE.—Ahí está su tren.
TODOS.—El tren ha llegado.
ALCALDE.—Bueno, don Elías. ¡Buen viaje!
TODOS.—¡Buen viaje!
DOCTOR.—Le deseamos mucha suerte.
TODOS.—¡Que haya suerte! (Los gulenses estrechan el cerco.)
ALCALDE.—El tiempo pasa. Suba al tren.
POLICÍA.—Le deseo mucha suerte en Australia.
TODOS.—¡Que haya suerte! (DON ELÍAS no se mueve y se queda
mirando a sus conciudadanos.)
ELÍAS.—¿A qué habéis venido?
POLICÍA.—¿A qué viene esa pregunta?
JEFE DE ESTACIÓN.—¡Señores viajeros, al tren!
ELÍAS.—¿Por qué me rodeáis?
ALCALDE.—Nadie le rodea.
ELÍAS.—¡Dejadme pasar!
MAESTRO.—Pero nadie le está cerrando el paso.
TODOS.—Nadie se lo cierra.
ELÍAS.—Alguien me sujetará cuando suba al tren.
POLICÍA.—¡No diga tonterías! ¡Suba y se convencerá de que no es así!
ELÍAS.—¡Paso! (Nadie se mueve. La mayoría permanece impasible,
con las manos en los bolsillos.)
ALCALDE.—¡Créame que no le comprendo! Si no se va es porque no
quiere. ¡Suba usted al tren, hombre de Dios!
ELÍAS.—¡Fuera!
MAESTRO.—Su miedo es infantil. (DON ELÍAS se pone de rodillas.)
ELÍAS.—¿Por qué estáis tan cerca de mí?
POLICÍA.—¡Este hombre se ha vuelto loco!
ELÍAS.—Vosotros queréis retenerme.
ALCALDE.—Suba usted al tren de una vez.
TODOS.—¡Suba! ¡Suba! (Silencio.)
ELÍAS.—Me sujetaréis al subir.
TODOS.—(Protestando.) ¡Nadie lo hará!
ELÍAS.—Estoy seguro.
POLICÍA.—A este paso va a perder el tren.
MAESTRO.—¡Suba usted al tren, don Elías!
ELÍAS.—Estoy seguro. ¡Lo sé! Si lo intento me sujetaréis. Estoy
seguro. (El JEFE DE ESTACIÓN toca el pito y da la señal de partida. El
REVISOR hace ademán de montar en marcha, mientras DON ELÍAS se
cubre el rostro con aire derrotado, en medio de los gulenses que le
contemplan.)
POLICÍA.—¿Lo ve? Se lo ha dejado escapar. (Todos se apartan del
amilanado DON ELÍAS y hacen mutis lentamente.)
ELÍAS.—¡Estoy perdido!

TELÓN
ACTO TERCERO

CLARA está sentada en el granero de Peter, a la izquierda. Va vestida


de novia y permanece inmóvil en su litera. A la izquierda, una
escalera de mano. Un carro de mulas y un coche. Paja. En el centro,
un barrilito. Arriba cuelgan trapos viejos, sacos podridos y enormes
telas de araña. BOBY, el lacayo, aparece por el fondo.

BOBY.—¡El doctor y el maestro, señora!


CLARA.—Que pasen. (Ambos entran en escena, tanteando en la
oscuridad hasta que dan con la multimillonaria, inclinándose ante
ella. Los dos van ahora bien vestidos, con trajes de corte burgués y
ciertos ribetes de elegancia)
AMBOS.—¡Señora...!
CLARA.—(Mirando con los impertinentes.) Se han manchado un poco.
(Los dos se sacuden el polvo.)
MAESTRO.—Le pedimos mil perdones, pero tuvimos que salvar el
tílburi.
CLARA.—Me he retirado al granero porque necesito tranquilidad. La
boda en la catedral me fatigó demasiado. Se ve que una ya no es tan
joven. Siéntense ahí en el barril.
MAESTRO.—Muy amable. (Se sienta, mientras el DOCTOR permanece en
pie.)
CLARA.—Aquí se asa uno, pero este granero me encanta con su olor a
heno, paja y grasa. Recuerdos de otros tiempos... Aquí todo sigue
como en mi juventud.
MAESTRO.—Un lugar propicio para la meditación, no hay duda. (Se
limpia el sudor de la frente.)
CLARA.—El párroco ha predicado muy bien.
MAESTRO.—Epístola a los Corintios, versículo trece.
CLARA.—También quería felicitarle a usted, maestro. El coro se ha
portado muy bien.
MAESTRO.—Bach. Un trozo de la Pasión de San Mateo. Pero he de
confesar que estaba y estoy aún nervioso. En la catedral estaba toda
la crema de las finanzas y del cine.
CLARA.—Toda esa crema salió para la capital para asistir al banquete.
MAESTRO.—Señora Zajanassian. No queremos hacerle perder su
precioso tiempo. Su marido estará ya impaciente.
CLARA.—¿Hoby? Ya le he devuelto a su casa, con Porsche y todo.
DOCTOR.—(Sin comprender.) ¿A su casa?
CLARA.—Sí. Mis abogados han presentado ya la demanda de divorcio.
MAESTRO.—¿Qué dirán los invitados?
CLARA.—¡Oh! Están acostumbrados. Es casi mi matrimonio más corto.
Solo lo ha superado hasta ahora mi boda con lord Ismael. Pero,
vamos al asunto... ¿Qué deseaban?
MAESTRO.—Queríamos hablar del caso de don Elías.
CLARA.—No me digan que ha muerto...
MAESTRO.—¡Por Dios, señora! No olvide que somos un pueblo
civilizado.
CLARA.—¿Qué quieren, entonces?
MAESTRO.—¡Hum! Como usted habrá visto, los gulenses han comprado
bastantes cosas en los últimos tiempos y...
CLARA.—Muchas, diría yo... (Los dos se limpian el sudor.) ¿Muchas
deudas?
MAESTRO.—Hasta la camisa.
CLARA.—¿A pesar de la civilización y los ideales occidentales?
MAESTRO.—El hombre es débil.
DOCTOR.—Ahora llega la hora de pagar y...
CLARA.—Ya sabéis la solución.
MAESTRO.—(Cobrando ánimos.) Hablemos sin rodeos, señora
Zajanassian: Póngase en nuestro lugar. Hace veinte años que intento
plantar la semilla del humanismo en la ciudad. El doctor, por su
parte, se pasa el día en su coche de aquí para allá, luchando casi
inútilmente contra la tuberculosis y el raquitismo. ¿Por qué cree usted
que nos sometemos y estos sacrificios? ¿Por amor al dinero? ¡No lo
crea! Nuestros honorarios son mínimos. Yo he rechazado ascensos a
puestos mucho mejores fuera de Gula. Lo mismo puede decirse del
doctor, que hoy estaría de catedrático en una universidad, si quisiera.
¿Nos sacrificamos por amor a la Humanidad? Afirmarlo, sería mentira.
Si nos aferramos años y años a la ciudad —y con nosotros todos sus
habitantes— es porque nadie ha perdido la esperanza de que un día
recobre su esplendor, la esperanza de que algún día vuelvan a
explotarse las numerosas riquezas de nuestro suelo, riquezas
incomprensiblemente abandonadas. Como usted sabe, no somos
pobres. Ahí está el petróleo del valle, las inmensas riquezas mineras
del bosque. Lo que ocurre es que estamos abandonados y olvidados,
sin saber por qué. Lo único que necesitamos para rehacernos son
créditos, confianza y pedidos. Esto basta para que la economía y la
cultura de Gula vuelvan a ser lo que eran. Gula tiene grandes
posibilidades: la fundición, por ejemplo...
DOCTOR.—Las factorías Bockmann.
MAESTRO.—Las fábricas Wagner... y tantas otras. Cómprelas usted,
reorganícelas y Gula volverá a su esplendor. No se trata de tirar mil
millones, sino de invertir ventajosamente cien.
CLARA.—Puedo tirarlos. Me quedan dos mil millones más.
MAESTRO.—No nos condene a vegetar toda la vida, señora
Zajanassian. No se trata de limosnas. Le ofrecemos un negocio
excelente.
CLARA.—Lo sé. El negocio no sería malo.
MAESTRO.—Ya sabía yo que usted no nos dejaría en la estacada.
CLARA.—Poco a poco, amigo. Aclaremos. No puedo comprar la
fundición... porque es mía.
MAESTRO.—¿Suya?
DOCTOR.—¿También Bockmann?
MAESTRO.—¿Y la Wagner?
CLARA.—También. Todo Gula es mía: Todas las fábricas, todo el valle,
todo el bosque, este granero, todas las casas, todo. Mis agentes
compraron todos los centros de producción de Gula y los pusieron
fuera de servicio. Como veis, vuestras esperanzas eran estúpidas, tan
estúpidas como ese aferrarse sin sentido a Gula. Todos los sacrificios
han sido vanos y toda vuestra vida inútil. (Silencio.)
DOCTOR.—¡Eso es criminal!
CLARA.—Fue en pleno invierno cuando tuve que abandonar Gula,
embarazada y casi desnuda, mientras sus habitantes se reían. Medio
helada, tomé el tren para Hamburgo. Cuando el tren pasó frente a
este granero, me prometí solemnemente volver un día. ¡Aquí estoy!
Ahora soy yo la que dicta condiciones y determino el destino. (Alto.)
¡Roby! ¡Toby! ¡Llevadme al Hostal de los Apóstoles! Mi noveno marido
está a punto de llegar con sus libros y manuscritos. (Los dos
monstruos, masticando sin cesar, levantan la litera.)
MAESTRO.—Señora Zajanassian, usted es una mujer herida en su
amor. Usted se nos presenta ahora exigiendo una justicia absoluta, a
la manera de una heroína antigua, como una Medea. El hecho de
comprenderla, nos anima a exigir más de usted: Abandone el terrible
pensamiento de la venganza. ¡No nos empuje al abismo! Ayude a los
pobres, a los desvalidos y a los honrados a conseguir una vida
humana. ¡Esfuércese! ¡Haga vibrar la cuerda de su humanidad!
CLARA.—La Humanidad, señores míos, es una cosa creada para
engordar la bolsa de los millonarios. Con el dinero que yo tengo me
puedo crear el orden que me convenga. El mundo me convirtió en
una mujer de la calle y yo haré un burdel del mundo. El que no quiera
reventar, que baile al ritmo que yo toco. Vosotros veréis si os
conviene. Sólo es honrado quien paga..., y yo pago. Las condiciones
siguen en pie: Mil millones. Gula por un asesinato. Confort por un
cadáver. ¡Ahora, vamos! (Los monstruos hacen mutis con la litera.)
DOCTOR.—¡Dios mío! ¿Qué hacer?
MAESTRO.—¡Lo que nos dicta la conciencia, doctor!

Al fondo, a la derecha, se hace visible la tienda de DON ELÍAS, con un


nuevo letrero, mostrador reluciente, registradora moderna y los
estantes llenos de mercancías. Un cliente atraviesa la puerta, fingida,
y se oye el sonar de una clara campanilla. Detrás del mostrador,
MATILDE, la mujer de DON ELÍAS. Por la izquierda viene el PRIMERO,
vestido con un delantal de carnicero, con una mancha de sangre.

PRIMERO.—¡Vaya una fiesta! Todo el mundo se había concentrado en la


plaza de la Catedral.
MATILDE.—Todo se lo debemos a Clarita, después de tantas miserias.
PRIMERO.—Las damas de honor eran las más famosas artistas de cine.
¡Y qué pechos!
MATILDE.—Están de moda ahora.
PRIMERO.—Y una nube de periodistas. Creo que pasarán por aquí.
MATILDE.—Nosotros somos una familia modesta, señor Hofbauer. ¿Qué
pueden buscar los periodistas aquí?
PRIMERO.—Han preguntado por la dirección. ¡Cigarrillos, por favor!
MATILDE.—¿Importación?
PRIMERO.—Dos paquetes de Camel. Anoche tuvimos una buena fiesta
en casa de los Lehmann.
MATILDE.—¿A cuenta?
PRIMERO.—Sí, apunte.
MATILDE.—¿Cómo van los negocios?
PRIMERO.—Van tirando.
MATILDE.—Nosotros tampoco nos podemos quejar.
PRIMERO.—Tengo dos chicos nuevos.
MATILDE.—Yo también emplearé uno a primeros. (LUISA, muy elegante,
pasa de largo.)
PRIMERO.—Esa se hace ilusiones. No creerá que vamos a matar a su
marido.
MATILDE.—Es una sinvergüenza.
PRIMERO.—¿Dónde está su marido? Hace tiempo que no se le ve.
MATILDE.—Arriba. (El PRIMERO enciende un cigarrillo y escucha.)
PRIMERO.—Se oyen pasos.
MATILDE.—Hace días que se pasa las horas muertas de un lado a otro
de la habitación.
PRIMERO.—Los remordimientos por su comportamiento con la señora
Zajanassian.
MATILDE.—¡Yo también sufro, no crea usted!
PRIMERO.—Empujar a una muchacha a la desgracia no es moco de
pavo. (Decidido.) Espero que no se vaya de la lengua si vienen los
periodistas.
MATILDE.—No lo hará.
PRIMERO.—Con su carácter, no se sabe.
MATILDE.—¡Dígamelo usted a mí!
PRIMERO.—Si intenta poner en evidencia a Clarita, contando que ella
ha ofrecido tanto o cuanto por su vida, o cualquier otra fantasía,
hemos de evitarlo. No por la dichosa multimillonaria (Escupe.), pero
habría que contar con la indignación popular. La pobre señora
Zajanassian ya ha sufrido bastante por su culpa... (Mira en torno
suyo.) ¿Es esa la única entrada a la vivienda?
MATILDE.—Desgraciadamente, sí. Es poco práctico. Pero en primavera
haremos reformas.
PRIMERO.—Entonces me plantaré aquí, por si las moscas. Mejor es
prevenir. (El PRIMERO se coloca delante de la puerta que da a la
vivienda, cruzando los brazos como un centinela. Entra el MAESTRO.)
MAESTRO.—¿Dónde está don Elías?
PRIMERO.—Arriba.
MAESTRO.—Aunque no sea mi costumbre, creo que hoy necesito algo
fuerte.
MATILDE.—Ya era hora de que se acordase de nosotros. Tengo un
ajenjo estupendo.
MAESTRO.—¡Vaya por el ajenjo!
MATILDE.—(Dirigiéndose al PRIMERO.) ¿Otra para usted?
PRIMERO.—No, gracias. Tengo que salir con mi nuevo coche a la capital
para comprar unos lechones. (MATILDE sirve y el MAESTRO apura la copa
de un golpe.)
MATILDE.—Está usted temblando.
MAESTRO.—Me parece que bebo demasiado los últimos tiempos.
MATILDE.—Una copa más no tiene importancia. (El MAESTRO escucha.)
MAESTRO.—¿Se pasea?
MATILDE.—Todo el día.
PRIMERO.—Dios le pedirá cuentas. (El PINTOR llega con un cuadro bajo
el brazo. Traje nuevo, pañuelo al cuello, boina negra.)
PINTOR.—¡Cuidado! Dos periodistas acaban de preguntarme por la
tienda.
PRIMERO.—¡Me huele mal!
PINTOR.—Haced como que no sabéis nada.
PRIMERO.—Eso es.
PINTOR.—Para usted, señora. Acabo de terminarlo. La pintura está aún
fresca. (Enseña el cuadro. El MAESTRO se sirve otra copa.)
MATILDE.—¡Pero si es mi marido!
PINTOR.—El arte renace en Gula. ¿Qué le parece?
MATILDE.—Está clavado.
PINTOR.—Es óleo. Una pintura eterna.
MATILDE.—Lo colgaré en el dormitorio, encima de la cama. Elías
envejece y nunca se sabe lo que puede pasar. Siempre alegra tener
un recuerdo. (Las MUJERES I y II del segundo acto pasan
elegantemente vestidas y se detienen a curiosear las mercancías
donde se supone que está el escaparate.)
PRIMERO.—¡Esas brujas! Al cine en pleno día. Miran como si fuésemos
todos asesinos.
MATILDE.—¿Cuánto costaría?
PINTOR.—Trescientos.
MATILDE.—Ahora no podría pagarle.
PINTOR.—Esperaré. No tiene importancia.
MAESTRO.—¡Esos pasos! ¡Esos pasos!
SEGUNDO.—¡La Prensa!
PRIMERO.—¡Cuidado con la lengua! Es una cuestión de vida o muerte.
PINTOR.—Andad con ojo, no se le ocurra bajar ahora.
PRIMERO.—No tengáis miedo. (Los gulenses se colocan a la derecha. El
MAESTRO —que ya ha vaciado media botella— se queda apoyado en el
mostrador. Llegan dos REPORTEROS con cámaras.)
REPORTERO I.—A la paz de Dios, buenas gentes.
GULENSES.—Buenos días.
REPORTERO I.—Primera pregunta: ¿Cómo se sienten ustedes en este
día?
PRIMERO.—(Titubeando.) Nos sentimos muy honrados por la estancia
de la señora Zajanassian.
PINTOR.—Emocionados.
SEGUNDO.—Orgullosos.
REPORTERO I.—(Apuntando.) Orgullosos.
REPORTERO II.—Segunda pregunta, esta para la señora del mostrador:
Se dice que usted ganó la partida a la señora Zajanassian. (Silencio.
Los gulenses están asustados.)
MATILDE.—¿Quién lo dice? (Silencio. Los REPORTEROS escriben
indiferentemente en sus "blocks".)
REPORTERO I.—Los dos hombrecillos ciegos de la señora Zajanassian.
(Silencio.)
MATILDE.—(Insegura.) ¿Qué contaron?
REPORTERO II.—Todo.
PINTOR.—¡Maldita sea la...! (Silencio.)
REPORTERO II.—¿Es verdad que hace cuarenta años Clara y el
propietario de esta tienda casi se casan? (Silencio.)
MATILDE.—Es verdad.
REPORTERO I.—¿Es alguno de ustedes don Elías?
MATILDE.—No. Mi marido está de viaje.
TODOS.—Sí. Salió de viaje.
REPORTERO I.—Es igual. Podemos imaginarnos el romance. Elías y Clara
crecieron juntos, fueron juntos a la escuela, acaso eran vecinos...
Paseos por el bosque, el primer beso..., un beso fraternal,
naturalmente. Luego él la conoció a usted. El elemento nuevo surge,
lo desconocido y se transforma en una pasión.
MATILDE.—Eso es, pasión. Igualito que usted lo ha contado.
REPORTERO I.—¡Experiencia, señora mía! Clara comprende, renuncia a
su compañero y bendice su matrimonio de...
MATILDE.—...de amor.
GULENSES.—(Aliviados.) De amor.
REPORTERO.—(Apuntando.) Amor. (Por la derecha aparece ROBY
llevando de la oreja a los dos eunucos.)
VIEJOS.—(Llorando.) ¡No contaremos más! ¡No contaremos más! (ROBY
se los lleva hacia el fondo, donde espera TOBY con un látigo.)
REPORTERO II.—No se ofenda por la pregunta, señora: ¿No se ha
arrepentido su marido alguna vez..., es decir..., no...?
MATILDE.—El dinero solo no hace feliz.
REPORTERO II.—(Escribiendo.) No hace feliz.
REPORTERO I.—He aquí una verdad que el hombre moderno debía
grabarse en la frente. (HIJO, con una chaqueta de cuero.)
MATILDE.—Nuestro hijo Carlos.
REPORTEROS.—Un chicarrón.
REPORTERO II.—¿Sabe algo de las relaciones...?
MATILDE.—En nuestra familia no hay secretos. Nuestro lema es: "Lo
que Dios sabe, deben saberlo también nuestros hijos." (Entra la HIJA,
con un traje de tenis y una raqueta en la mano.) Nuestra hija Otilia.
REPORTERO I.—¡ Encantadora! (El MAESTRO se endereza de repente.)
MAESTRO.—Gulenses: ¡Soy vuestro viejo maestro! Todos lo sabéis. He
estado bebiendo mi aguardiente y cerrado la boca ante todo. Pero
ahora se acabó. Ahora hablaré y contaré toda la verdad sobre la
visita de la anciana. (Se sube al barril, que ha quedado allí de la
escena anterior.)
PRIMERO.—¿Se ha vuelto loco?
SEGUNDO.—¡Que se calle!
MAESTRO.—Gulenses: Quiero proclamar la verdad a los cuatro vientos,
aunque la verdad signifique nuestra ruina eterna.
MATILDE.—¿No le da vergüenza emborracharse?
MAESTRO.—¿Vergüenza dice usted? ¡Tú eres la que tenías que
avergonzarte, tú que te aprestas a traicionar a tu marido!
HIJO.—¡Cierre el pico!
PRIMERO.—¡Que se lo lleven!
SEGUNDO.—¡Fuera!
MAESTRO.—¡Mucho es ya lo que llevamos andado por el camino de la
perdición!
HIJA.—(En tono implorante.) ¡Señor maestro!
MAESTRO.—Me desengañas. Tú eres la que tenía que hablar. Pero ya
que no lo haces, será tu maestro quien proclame la verdad con voz
de trueno. (El PINTOR le golpea con el cuadro al óleo.)
PINTOR.—¿Es que quieres dejarme sin encargos?
MAESTRO.—¡Protesto! ¡Protesto ante la opinión pública mundial! En
Gula se prepara un crimen monstruoso. (En este momento los
gulenses se abalanzan sobre el MAESTRO, cuando aparece DON ELÍAS,
vestido con el mismo raído traje de siempre.)
ELÍAS.—¿Qué significa este escándalo en mi tienda? (Los gulenses
dejan al MAESTRO y miran asustadísimos a DON ELÍAS. Silencio lleno de
temor.) ¿Qué hacía usted sobre el barril? (El MAESTRO sonríe a DON
ELÍAS, dichoso de no tener que ser él quien cuente la verdad.)
MAESTRO.—Quería contar la verdad, Elías. Contaba a los periodistas la
pura verdad sobre lo que pasa en Gula. Con voz tronante, a la
manera de un arcángel. (Vacila.) Yo soy un humanista, amigo de la
antigüedad, un admirador de Platón...
ELÍAS.—¡Cállese!
MAESTRO.—¿Cómo?
ELÍAS.—¡Baje usted del barril!
MAESTRO.—Pero la Humanidad...
ELÍAS.—¡Siéntese! (Silencio.)
MAESTRO.—(Herido.) ¡Sentarse! ¡Decirle al humanismo que se siente!
Como usted quiera. ¡Si también usted está dispuesto a traicionar la
verdad...! (Baja del barril y se sienta en el mismo, con el cuadro aún
colgando del cuello.)
ELÍAS.—Les pido mil perdones. Este hombre está borracho.
REPORTERO I.—¿Es usted don Elías?
ELÍAS.—¿Qué desea?
REPORTERO II.—¡Encantado de verle! Necesitamos un par de fotos. ¿No
le molesta? (Mira en torno suyo buscando el motivo.)
REPORTERO I.—Comestibles, artículos de uso casero, ferretería... ¡Ya lo
tengo! Le fotografiaremos vendiendo un hacha.
ELÍAS.—(Titubeando.) ¿Un hacha?
REPORTERO II.—Sí. Haga como que vende un hacha al carnicero. Pero,
por favor, ¡naturalidad! ¡Venga el hacha! El cliente sopesa el hacha
con rostro pensativo, mientras usted se inclina sobre el mostrador
con cara de convencerle. ¿De acuerdo? (El REPORTERO II arregla la
escena.)
REPORTERO I.—Más naturalidad, señores. ¡Olviden la cámara! (Toma la
foto.) ¡Muy bien! Muchas gracias.
REPORTERO II.—Ahora pase un brazo por los hombros de su señora. El
hijo a la izquierda y la hija a la derecha. ¡Venga! Que se vea la
felicidad que les embarga. Que se note la paz interior de que
disfrutan, el contento, la tranquilidad de conciencia.
REPORTERO I.—Perfecto. ¡Así! (Por la izquierda aparecen corriendo otros
fotógrafos. Antes de desaparecer, uno grita: "La ZAJANASSIAN tiene uno
nuevo. Se han ido a pasear al bosque.") ¿Otro marido?
REPORTERO II.—Ahí hay una portada para el "Life". (Los dos
desaparecen a todo correr. En la tienda reina el silencio. El PRIMERO
tiene aún el hacha en la mano.)
PRIMERO.—Hubo suerte.
PINTOR.—Perdone usted, señor maestro, pero si hemos de arreglar el
asunto sin ruido hay que callar ante la Prensa. ¿Comprende? (Hace
mutis. El SEGUNDO le sigue, pero antes se para ante DON ELÍAS.)
SEGUNDO.—¡Muy bien! ¡Pero que muy bien! Has hecho bien en callarte.
Nadie prestaría crédito a las palabras de un sinvergüenza como tú.
(Mutis.)
PRIMERO.—¡Ahora saldremos en los papeles, don Elías!
ELÍAS.—¡Y tanto!
PRIMERO.—La fama.
ELÍAS.—Por así decir.
PRIMERO.—Déme un habano.
ELÍAS.—Tenga.
PRIMERO.—Apunte.
ELÍAS.—Muy bien.
PRIMERO.—Hablando sin rodeos: Lo que usted hizo a Clarita fue una
marranada. (Inicia el mutis.)
ELÍAS.—Olvida el hacha. (El PRIMERO vacila y le devuelve el hacha.
Nadie habla. El MAESTRO sigue sentado en el barril.)
MAESTRO.—Le ruego que me disculpe. Había bebido demasiado y...
ELÍAS.—Comprendo, comprendo. (La familia hace mutis por la
derecha.)
MAESTRO.—Sólo quería ayudarle, pero me lo impidieron a palos.
Incluso usted se opuso. (Se saca el cuadro.) Sí, don Elías. La
Humanidad es un asco. Los mil millones nos queman el alma. ¿Por
qué no lucha? ¡Anímese! Cuente todo a la Prensa. No le queda mucho
tiempo que perder.
ELÍAS.—Me he cansado de luchar.
MAESTRO.—(Asombrado.) ¿Qué le pasa? ¿Ha perdido la cabeza de
miedo?
ELÍAS.—No, pero he visto que no tengo derecho.
MAESTRO.—¿Que no tiene derecho? ¿Y qué pinta el derecho para esa
condenada vieja, esa puta arrastrada que cambia de marido como de
camisa ante nuestros ojos?
ELÍAS.—Al fin y al cabo, es mi culpa.
MAESTRO.—¿Pero culpa de qué?
ELÍAS.—Yo fui la causa de que Clara sea quien es y yo quien soy, un
pobre tendero de Gula. ¿Qué puedo hacer? ¿Insistir en mi inocencia?
Todo lo que vemos es mi culpa: los eunucos, el juez-lacayo, el ataúd,
los miles de millones... Soy un hombre sin otra salida... igual que
vosotros. (Toma el retrato y lo contempla.) ¿Es mi retrato?
MAESTRO.—Su mujer quería colgarlo en el dormitorio.
ELÍAS.—El pintor vuelve a su pintura. (Deja el retrato sobre el
mostrador. El MAESTRO se levanta, aún un poco vacilante.)
MAESTRO.—Se me pasó la chispa. De repente se me ha pasado. Ya veo
claro. (Se adelanta, un poco inseguro, hacia DON ELÍAS.) Usted tiene
razón, toda la razón. Usted tiene la culpa de todo lo que pasa. Si me
lo permite, le diré algo para que no le pille de sorpresa.
(Exageradamente estirado, para disimular su falta de equilibrio, se
enfrenta a DON ELÍAS.) ¡Le van a matar, don Elías! Lo sé desde el
principio y usted lo sabe también. ¿A qué engañarse, aunque todo
Gula no quiere admitirlo? La tentación es demasiado grande y la
miseria extrema. Ahora sé otra cosa: Yo colaboraré en su muerte.
Siento cómo se me va formando lentamente un alma de asesino y
que mi fe en la Humanidad es indefensa contra este cambio. Este
convencimiento es el que me ha llevado a la bebida. Tengo miedo,
don Elías, tanto miedo como usted pueda tener. Siento que un día
cualquiera nos llegará a todos una vieja señora que nos pida cuentas.
Y siento también que lo que entonces nos pase y lo que le pase a
usted ahora se olvidará pronto. (DON ELÍAS ofrece una botella al
MAESTRO, que la toma después de una ligera vacilación.) Apunte.
(Hace mutis lentamente. La familia regresa a la tienda, mientras DON
ELÍAS contempla las nuevas instalaciones como en sueños.)
ELÍAS.—¡Todo nuevo! Una tienda moderna, limpia y atractiva. Una
tienda así fue el sueño de toda mi vida.
(Toma la raqueta de manos de la HIJA.) ¿Juegas ahora al tenis?
HIJA.—He tomado algunas lecciones.
ELÍAS.—¿Por las mañanas? ¿Ya no vas a la Oficina de Trabajo?
HIJA.—Todas mis amigas juegan al tenis. (Silencio.)
ELÍAS.—¡Te he visto pasar en auto, Carlos!
HIJO.—Un "Opel-Olimpia". Muy barato.
ELÍAS.—¿Cuándo has aprendido a conducir? (Silencio.) ¿Ya no buscas
trabajo?
HIJO.—De vez en cuando. (El HIJO coloca el barril en un rincón, para
ocultar su confusión.)
ELÍAS.—Esta mañana, buscando el traje de los domingos, he visto un
abrigo de piel en el armario.
MATILDE.—Lo trajeron para verlo. (Silencio.) Todo el mundo vive a
crédito, Elías. Tú eres el único que pareces histérico. Tus miedos son
ridículos. Todo el mundo sabe que las cosas se arreglarán por las
buenas, sin que nadie te toque un pelo. Clarita no irá hasta el fin en
sus exigencias. La conozco bien y sé que tiene un corazón de oro.
HIJA.—¡De veras, padre!
HIJO.—Eso tienes que reconocerlo. (Silencio.)
ELÍAS.—Hoy es domingo. Me gustaría dar una vuelta en tu coche,
Carlos. ¡Que yo pruebe también nuestro auto!
HIJO.—(Inseguro.) ¡Como quieras!
ELÍAS.—Poneos los trajes nuevos. Daremos una vuelta todos juntos.
MATILDE.—¿También yo? No me parece muy prudente.
ELÍAS.—¿Por qué no? Ponte el abrigo. Es una buena ocasión de
estreno. Mientras tanto, yo haré la caja. (Madre e hija hacen mutis
por la derecha y el hijo por la izquierda. DON ELÍAS se ocupa con la caja
registradora. Por la izquierda entra el ALCALDE con una escopeta.)
ALCALDE.—Buenas tardes, don Elías. No se moleste, sólo vengo de
paso.
ELÍAS.—¿Qué hay? (Silencio.)
ALCALDE.—Le traigo una escopeta.
ELÍAS.—Gracias.
ALCALDE.—Está cargada.
ELÍAS.—Es igual. No la necesito. (El ALCALDE deja la escopeta sobre el
mostrador.)
ALCALDE.—Esta tarde tenemos una asamblea general en el salón de
actos del Hostal.
ELÍAS.—Iré.
ALCALDE.—Vendrán todos y trataremos su caso. Nos ha puesto usted
en un buen dilema.
ELÍAS.—Lo creo.
ALCALDE.—La propuesta de la vieja será rechazada.
ELÍAS.—Es posible.
ALCALDE.—Claro está que bien podría equivocarme.
ELÍAS.—Es posible. (Silencio.)
ALCALDE.—(Recelosamente.) Si fuese así: ¿Aceptaría usted la
sentencia? La Prensa asistirá también.
ELÍAS.—¿La Prensa?
ALCALDE.—Sí. La radio, la televisión, los noticieros cinematográficos.
Una situación francamente delicada... no solo para usted, sino para
todos. Como patria chica de la Zajanassian y por su matrimonio en la
catedral nos hemos hecho tan famosos que se rodará un reportaje
sobre las tradicionales instituciones democráticas de Gula.
ELÍAS.—(Siempre ocupado en la caja.) ¿Pretenden hablar
abiertamente de la propuesta de Clara?
ALCALDE.—No de forma directa. Solo los iniciados sabrán de qué se
trata y comprenderán el sentido oculto de la discusión.
ELÍAS.—Es decir, la discusión sobre mi muerte. (Silencio.)
ALCALDE.—He pensado hacerlo de forma velada. Ya he dejado traslucir
a la Prensa que la señora Zajanassian tiene la intención de hacer una
donación a la ciudad, donación que deberemos a usted, por su
amistad juvenil con la millonaria. Esta amistad no es un secreto para
nadie. Con esta fórmula, su reputación quedará limpia... pase lo que
pase.
ELÍAS.—¡Muy amable de su parte, señor alcalde!
ALCALDE.—Hablando claramente, le diré que no lo hago por usted, sino
por su familia, que, al fin y al cabo, no tiene la culpa de nada.
ELÍAS.—Comprendo.
ALCALDE.—Nosotros jugamos limpio. Espero que lo
comprenda y obre en consecuencia. Hasta ahora usted ha callado.
Eso está bien, ¿pero quién nos garantiza que seguirá callando? Si
usted tuviese la intención de hablar, tendríamos que arreglar el
asunto sin sesión plenaria.
ELÍAS.—Me hago cargo.
ALCALDE.—¿Y...?
ELÍAS.—Me alegra oír de una vez una amenaza abierta.
ALCALDE.—No se trata de amenazas. Es usted quien nos amenaza. Si
usted habla, nos obligará a actuar... antes.
ELÍAS.—Callaré.
ALCALDE.—¿Sea cual sea la decisión de la asamblea?
ELÍAS.—La acepto de antemano.
ALCALDE.—Así me gusta. (Silencio.) Me alegra de veras que acepte la
decisión común. Aún queda en su alma un resto de honradez. Pero
estoy pensando una cosa: ¿...no sería mejor que no hiciese falta
convocar a sesión plenaria?
ELÍAS.—¿Quiere explicarse?
ALCALDE.—Yo podría decir a la vieja dama que le habíamos
sentenciado y recibir el dinero. Esta solución me ha costado muchas
noches de insomnio. Usted, como hombre de honor, habría de
responder de sus actos... y poner fin voluntariamente a su vida. ¿No
le parece? Esto diría mucho en honor de su sentimiento de
comunidad y de su amor a los intereses de Gula, la ciudad que le vio
nacer. Recapacite un poco en la miseria que nos rodea, en los niños
hambrientos...
ELÍAS.—¡Ahora no os va tan mal!
ALCALDE.—¡¡Don Elías!!
ELÍAS.—Mire usted, señor alcalde: Yo he pasado por todos los infiernos
y sufrido todos los tormentos. He visto cómo os hundíais en deudas...
cada progreso en vuestro bienestar significaba que mi muerte era
más inminente. Yo he sentido cómo la muerte me rondaba cada día
más cerca y seguramente. Si me hubieseis ahorrado estos
sufrimientos, podríamos hablar de escopetas. ¡Pero ahora, no! Ahora
he superado todos los temores... yo solo en una lucha infernal y no
estoy dispuesto a desandar caminos. Ahora, vosotros tenéis que ser
mis jueces. Me someto a vuestra sentencia sin réplicas. Para mí, esto
es justicia y me importa poco cómo lo consideréis vosotros. Quiera
Dios que podáis sobrevivir a vuestra sentencia. Podéis matarme; me
es igual y no oiréis la más insignificante protesta de mi boca. Pero no
esperéis que os libre de la responsabilidad de vuestros actos. ¡Eso no!
(El ALCALDE toma la escopeta.)
ALCALDE.—Es una lástima. Usted desprecia una oportunidad magnífica
de reparar una falta con un gesto y recuperar, así, algo de su
dignidad humana. Naturalmente, podía haber adivinado que era
mucho exigir de una persona como usted.
ELÍAS.—¿Fuego, señor alcalde? (Le da fuego. Mutis del ALCALDE. Llega
MATILDE con un abrigo de piel y la HIJA con un vestido rojo.) ¡Te sienta
muy bien, Matilde!
MATILDE.—Astracán.
ELÍAS.—Estás hecha toda una señora.
MATILDE.—Sí, pero es algo caro.
ELÍAS.—¡Muy bonito tu vestido, Otilia! ¿Pero no te parece un poco
atrevido?
HIJA.—¡No tanto, padre! Tendrías que ver mi traje de noche...
(Desaparece la tienda. El HIJO llega en auto.)
ELÍAS.—¡Un hermoso auto! Durante toda mi vida me esforcé en
ahorrar para adquirir un auto como ese. Era un capricho. Ya que lo
tenemos, me gustaría saber cómo se siente uno dentro. Tú, Matilde,
te sientas detrás conmigo y los chicos delante. (Suben al auto.)
HIJO.—Verás cómo se pone en los ciento veinte.
ELÍAS.—¡Por favor, no tan de prisa! Me gustaría contemplar la ciudad y
el paisaje donde me he movido casi setenta años. ¡Cómo ha
cambiado! Humo en todas las chimeneas y las ventanas llenas de
geranios...; rosas en el parque, risas de niños, enamorados en cada
rincón. ¡Oh! ¿Qué es ese edificio tan moderno?
MATILDE.—Es el café de la Unión, reformado.
HIJA.—Allá va el doctor con su nuevo "Mercedes".
ELÍAS.—Todo parece nuevo... La colina y el valle, envueltos en un halo
de oro. Hermoso, ver cómo nos hundimos en las sombras y las
dejamos atrás. Y qué bien hacen las grúas de Bockmann y las
chimeneas de la Wagner en contraluz.
HIJO.—Vuelven a funcionar.
ELÍAS.—¿Cómo dices?
Hijo.—(Alzando la voz.) Que vuelven a funcionar. (Toca la bocina.)
MATILDE.—¡Qué auto más chiquitín!
HIJO.—Es un "Messerschmidt". Algo para aprendices.
HIJA.—¡C'est terrible!
MATILDE.—Otilia estudia francés e inglés.
ELÍAS.—Eso me gusta. Muy práctico. Allí está la acerería. Hacía
muchísimo tiempo que no venía por aquí.
HIJO.—La van a ampliar.
ELÍAS.—Habla más alto. No te entiendo.
HIJO.—(Más alto.) Que la van a ampliar. Mirad, allá va Federico,
adelantando a todos con su "Buick".
HIJA.—¡Un nuevo rico!
ELÍAS.—Sigue por la hondonada hasta el castillo. Es bonito el paisaje.
Me da la impresión de no haberlo mirado bien hasta hoy. Todas
aquellas nubes amontonadas como en verano.
HIJA. — Podría decirse una descripción de Adalbert Stifter.
ELÍAS.—¿Quién?
MATILDE.—Otilia estudia también literatura.
ELÍAS.—¡Caramba!
Hijo.—Ahí viene el carnicero en el nuevo "Volkswagen". Seguro, de la
capital.
HIJA.—Traerá cochinillos.
MATILDE.—¿Has visto qué bien conduce Carlos? Toma las curvas con
mucha elegancia. Con él una no tiene miedo.
HIJO.—Vamos en primera, por la cuesta.
ELÍAS.—Recuerdo que me quedaba sin aliento cuando la subía a pie.
MATILDE.—Ha sido una buena idea ponerme el abrigo. Parece que
refresca.
ELÍAS.—Te has equivocado de camino. Por aquí se va a Kalberstadt.
Da la vuelta y luego a la izquierda hacia el bosque. (El auto rueda
hacia el fondo. Los CUATRO vienen con el banco de madera, pero
vestidos de frac, y repiten el juego de simular árboles.)
PRIMERO.—Volvemos a ser pinos y abetos.
SEGUNDO.—Cucos y abrojos y tímidos corzos.
TERCERO.—El bosque prehistórico tan cantado por los
poetas.
CUARTO.—Pero hoy violado por las bocinas de los autos. (El HIJO toca la
bocina.)
HIJO.—Otra vez un gamo. Estas condenadas fieras no se mueven de la
carretera. (El TERCERO salta.)
HIJA.—¡Qué mansos! Ya no temen a la gente.
ELÍAS.—Párate bajo esos árboles.
HIJO.—¡Parado!
MATILDE.—¿Qué quieres hacer?
ELÍAS.—Me daré un paseo por el bosque. (Baja del auto.) Es hermoso
oír desde aquí cómo suenan las campanas de Gula.
HIJO.—Sí, sobre todo ahora que hay cuatro.
ELÍAS.—Todo es amarillo. Se ve que estamos en otoño. Todo cubierto
de hojas, como montones de oro. (Arrastra los pies por las hojas
caídas.)
HIJO.—Te esperamos junto al puente.
ELÍAS.—No hace falta. Iré a la ciudad por el bosque y luego a la sesión
plenaria.
MATILDE.—¿Qué os parece si nos vamos nosotros hasta Kalberstadt y
vemos una película?
HIJO.—¡Au revoir, paterno!
HIJA.—¡So long, Dady!
MATILDE.—¡Adiós! ¡Adiós! (Desaparece el auto, mientras las mujeres
se despiden de DON ELÍAS con la mano. Éste se queda un momento
mirando en esa dirección y luego se sienta en el banco, que se
encuentra a la izquierda. Ruido del viento. Por la derecha vienen los
monstruos portando la litera en la que se halla CLARA, vestida de
novia. ROBY lleva la guitarra a la espalda. Junto a la litera, va el
MARIDO IX, premio Nobel, alto, esbelto, con pelo castaño y bigote.
(Puede ser interpretado por el mismo actor que encarnó los otros
maridos.) Detrás de todos viene BOBY.)
CLARA.—Ya estamos en el bosque. ¡Parad! (CLARA desciende de la
litera, contempla el bosque con los impertinentes y luego acaricia al
PRIMERO.) ¡ Podrido! Este árbol está comido por la polilla. (Ve a ELÍAS.)
¡Alfredo! Me alegro de verte. Vengo a visitar nuestro bosque.
ELÍAS.—¿Has comprado el bosque también?
CLARA.—¡Claro! ¿Permites que me siente?
ELÍAS.—Te lo ruego. Acabo de dejar a mi familia que se iba al cine. Mi
hijo Carlos ha comprado un auto.
CLARA.—Es el progreso. (CLARA se sienta a la derecha de DON ELÍAS.)
ELÍAS.—Otilia estudia literatura, francés, inglés... y yo qué sé más.
CLARA.—¿Lo ves como al fin les van viniendo los ideales que les
echabas en falta? (Pausa.) ¡Ven, Zoby! Saluda. Te presento a mi
noveno marido, un premio Nobel.
ELÍAS.—Mucho gusto.
CLARA.—Lo bueno de este es la cara que pone cuando no piensa. ¡No
pienses, Zoby!
MARIDO IX.—¡Pero queridita...!
CLARA.—No te hagas de rogar.
MARIDO IX.—Bueno. (No piensa.)
CLARA.—¿Ves qué interesante? Se le pone cara de diplomático. Me
recuerda mucho al conde..., solo que ese no escribía libros. Este
quiere retirarse, escribir sus memorias y administrar mis bienes.
ELÍAS.—Le felicito.
CLARA.—Tengo una mala conciencia. Me parece que un hombre no ha
de servir de ostentación, sino como objeto de uso. ¡Vete a investigar,
Zoby! Las ruinas históricas están a la izquierda. (El MARIDO IX se va a
hacer sus investigaciones. DON ELÍAS mira en torno suyo.)
ELÍAS.—¿Dónde están los eunucos?
CLARA.—Comenzaban a irse de la lengua y los despaché esta mañana
hacia Hong-Kong a uno de mis fumaderos de opio. Allí podrán fumar
y soñar todo lo que quieran. Pronto les seguirá Boby, el lacayo. Ya no
me sirve para nada. (Alto.) ¡Boby, dame un Romeo y Julieta! (BOBY
avanza y le ofrece cigarrillos.) ¿Quieres fumar?
ELÍAS.—Gracias. (BOBY les da fuego. Ambos fuman.) ¡Huelen bien!
CLARA.—En este bosque fumamos juntos muchas veces. ¿Te
acuerdas? Fumábamos los cigarrillos que tú comprabas o robabas en
la tienda de Matilde. (El PRIMERO golpea con la llave sobre la pipa.)
Otra vez el pájaro carpintero.
CUARTO.—¡Cú-cú! ¡Cú-cú!
ELÍAS.—Y el cuco.
CLARA.—¿Te gustaría que Roby toque algo en la guitarra?
ELÍAS.—Con mucho gusto.
CLARA.—Toca muy bien. Necesito la música para los momentos de
melancolía. La radio y los gramófonos me revientan.
ELÍAS.—"El batallón marcha por los valles de África."
CLARA.—¡Eso es! Tu canción favorita. Se la enseñé al granuja de Roby.
(Silencio. Mientras fuman, ROBY toca la melodía. Se oyen a intervalos
el cuco, el rumor del viento y el murmullo del bosque.)
ELÍAS.—Tuviste... ¡Perdona! Tuvimos un niño.
CLARA.—Sí.
ELÍAS.—¿Era niño o niña?
CLARA.—Niña.
ELÍAS.—¿Cómo la llamaste?
CLARA.—Genoveva.
ELÍAS.—Un nombre muy bonito.
CLARA.—No la vi más que una vez, cuando nació. Luego me la
quitaron y la metieron en la Asistencia Cristiana.
ELÍAS.—¿Cómo tenía los ojos?
CLARA.—No los tenía abiertos aún cuando la vi.
ELÍAS.—¿Y el pelo?
CLARA.—Me parece que negro, pero creo que todos los recién nacidos
lo tienen negro.
ELÍAS.—Es verdad. (Silencio. Fuman. Ruido de guitarra.) ¿Dónde
murió?
CLARA.—En la casa donde la cuidaban. He olvidado cómo se llamaban.
ELÍAS.—¿De qué?
CLARA.—De meningitis. A lo mejor murió de otra cosa..., no lo sé. Me
lo comunicaron las autoridades.
ELÍAS.—Entonces fue meningitis. Las autoridades son muy minuciosas
en los detalles. (Silencio.)
CLARA.—Ahora que te he contado todo lo de nuestra hija, cuéntame
algo de mí.
ELÍAS.—¿Cómo de ti?
CLARA.—Sí. Cómo era yo a los diecisiete años, cuando tú me amabas.
ELÍAS.—Recuerdo que una vez te tuve que buscar durante mucho
tiempo. Te habías escondido y al fin te encontré oculta en el tílburi,
sólo con la camisa y mordiendo una paja.
CLARA.—Tú eres fuerte y valiente. Aún me parece ver cómo sacudiste
al ferroviario que andaba siempre detrás de mí. Te limpié la sangre
de la cara con mi falda roja. (La guitarra cesa de tocar.) La romanza
ha terminado.
ELÍAS.—Dile que toque "Oh dulce patria mía".
CLARA.—Se la he enseñado también. (Recomienza la guitarra.)
ELÍAS.—Te agradezco las coronas, crisantemos y rosas que has
comprado para mi ataúd. Se dice que ya hay dos habitaciones llenas.
No habrá que seguir amontonando flores. La hora ha sonado. Hoy es
la última vez que nos sentamos juntos en el bosque y escuchamos
juntos su murmullo. Esta tarde se reúne la ciudad en sesión plenaria
y me condenará a muerte. Luego cumplirán la sentencia. No sé quién
lo hará ni dónde. Lo único que sé es que una vida sin objeto toca a su
fin.
CLARA.—Te llevaré en el ataúd a Capri. He encargado un mausoleo
magnífico en el parque de mi palacio. Los cipreses son
impresionantes y se ve el mar.
ELÍAS.—Un paisaje como sólo he visto en postales.
CLARA.—El cielo es azul profundo y la vista grandiosa. Allí reposarás.
Un muerto bajo un ídolo de piedra. Tu amor murió hace muchos
años, pero el mío no moría ni podía vivirse. Entonces se me convirtió
en algo maligno como yo misma, venenoso hasta sus raíces, pero
dorado por el brillo de mis millones. Las raíces de mi venganza
tendían sus tentáculos hacia tu vida..., que ahora me pertenece para
siempre. Ahora ya no hay otra salida. Ahora estás perdido. Dentro de
poco solo quedará de ti un amante muerto en mi recuerdo, un
fantasma que se desvanece...
ELÍAS.—Ya ha terminado la balada. (Vuelve el MARIDO IX.)
CLARA.—¡Ahí viene el premio Nobel! ¿Qué tal las ruinas, Zoby?
MARIDO IX.—¡Precristianas! Destruido por los hunos.
CLARA.—¡Lástima! ¡Dame el brazo, Zoby! (Alto.) ¡La litera! (Sube.)
¡Adiós, Elías!
ELÍAS.—¡Adiós, Clara! (Los monstruos hacen mutis con la litera. DON
ELÍAS permanece sentado, mientras los CUATRO que simulan árboles se
desembarazan de las ramas.)

Cae el telón de un teatro normal, con cortinas y demás accesorios.


Encima, un letrero: "SERIA ES LA VIDA, ALEGRE EL ARTE." Llega el
Policía con un uniforme rutilante y se sienta junto a DON ELÍAS. Un
Locutor de la radio comienza a hablar en el micrófono, mientras los
gulenses van apareciendo. Todos van ceremoniosamente vestidos de
frac. Entre la multitud, se mueven periodistas, fotógrafos y
cameramans de los noticiarios y televisión.

LOCUTOR.—Queridos oyentes: Tras la visita a la Maternidad y la


interviú que el señor párroco tuvo la gentileza de concedernos,
tenemos el gusto de asistir a la sesión plenaria del Ayuntamiento de
Gula, una sesión que, nos dicen, será histórica. Estamos en el punto
culminante de la visita de la señora Zajanassian a esta ciudad tan
simpática, tan rebosante de tradición y hospitalidad que la vio nacer.
Aunque la ilustre dama no está presente, el señor alcalde hará una
importantísima declaración en su nombre, como acabamos de saber.
Nos encontramos, señoras y señores, en el salón de actos del Hostal
de los Apóstoles, un parador, queridos oyentes, que puede jactarse
como pocos de saber qué es tradición. ¡Un Hostal en el que pernoctó
una vez ni más ni menos que el inmortal Goethe! En la escena del
salón, escena acostumbrada al brillo de los actores y al sonoro verso
de los poetas, se reúnen los hombres de Gula. Se trata de una vieja
costumbre, como el señor alcalde tiene la amabilidad de aclararme.
Las mujeres se sientan separadas de los hombres, en el patio de
butacas..., también una tradición gulense, como tantas otras. En la
sala reina una atmósfera solemne. La tensión se palpa. ¡Qué día para
Gula, señores radioyentes! Mis compañeros de la televisión, los
representantes de los noticiarios, periodistas de todo el mundo, todos
concentran hoy su atención en Gula. ¡Pero atención! El señor alcalde
toma la palabra. (El LOCUTOR va con el micrófono hacia el ALCALDE, que
está en el centro de la escena. Los gulenses se encuentran en medio
círculo a su alrededor.)
ALCALDE.—Ante todo, saludo a la comunidad de Gula y declaro abierta
la sesión. Orden del día: Un solo punto... ¡Tengo el indecible honor de
anunciar que la señora Zajanassian, la hija de nuestro querido y
llorado conciudadano, el arquitecto Gottfried Waescher, tiene la
intención de donar mil millones a la ciudad de Gula! (Agitación entre
la Prensa.) Quinientos millones para la ciudad y quinientos millones a
repartir entre los ciudadanos. (Silencio.)
LOCUTOR.—(Con voz de circunstancias.) Queridos oyentes: ¡Una
sensación como hay pocas! Una donación extraordinaria que hace
ricos de un golpe a los ciudadanos de Gula y constituye, al mismo
tiempo, uno de los experimentos sociales más interesantes de
nuestra época. Los gulenses están como petrificados con la noticia.
En la sala puede oírse volar una mosca. Todos los rostros muestran
una felicidad y emoción indefinible...
ALCALDE.—El señor maestro tiene la palabra. (El Locutor se acerca con
el micrófono al MAESTRO.)
MAESTRO.—¡Gulenses!: Antes de aceptar la donación, hemos de
considerar una cosa vital para nosotros. La señora Zajanassian
persigue un fin determinado con esta donación. ¿Qué fin?, os
preguntaréis. ¿Se trata solamente de darnos la felicidad que el dinero
puede proporcionar? ¿De inundarnos de oro, porque sí? ¿De sanear la
industria local? ¿Se trata sólo de eso? ¡Todos vosotros sabéis que no
es así! La señora Zajanassian va mucho más lejos. Lo que la señora
Zajanassian pretende con su lluvia de millones es la implantación de
la justicia. Su intención es que Gula se convierta en una ciudad justa.
Esta exigencia nos hace vacilar y preguntarnos: ¿No fuimos justos
hasta ahora?
PRIMERO.—¡Nunca!
SEGUNDO.—¡Toleramos un crimen!
TERCERO.—¡Una sentencia errónea!
CUARTO.—¡Un perjurio!
voz DE MUJER.—¡A un canalla!
OTRAS VOCES.—¡Muy bien! ¡Eso!
MAESTRO.—¡Ciudadanos de Gula! Esta es la triste realidad: Durante
muchos años nos acomodamos y vivimos en la injusticia. No es que
yo pase por alto, ni lo pretendo, las posibilidades materiales que esos
millones traen aparejadas. No es que quiera pasar por alto que fue la
miseria la causa de la maldad. ¡No! Pero también os digo: ¡Aquí no se
trata de dinero!... (Gran ovación.) ... no se trata del confort y
bienestar, no se trata de lujos... Aquí se trata de si estamos
dispuestos o no a realizar el ideal de la justicia. Y no solo este ideal,
sino todos aquellos que rigieron la vida de nuestros mayores y por los
que nuestros mayores supieron morir, todos los ideales que
constituyen y conforman el valor intrínseco de nuestra patria... (Se
repite la ovación.) Cuando se desprecia el amor al prójimo, cuando se
pisa el sacrosanto mandamiento divino de amparar al débil, cuando
se mancha el sacramento del matrimonio y se induce a error a la
justicia, cuando se empuja a la miseria a una madre... (Gritos de
condena.) significa que la libertad está en juego. ¡Nosotros estamos
obligados a defender nuestros ideales en nombre de Dios y a
defenderlos hasta la sangre si es preciso! (Ovación ensordecedora.)
La riqueza solo tiene sentido si es una fuente de gracia. "Pero solo
obtendrá la gracia quien tenga hambre y sed de Gracia, hambre y sed
de Justicia." Ahora, gulenses, yo os pregunto: ¿Tenéis vosotros estas
ansias de Gracia, esta hambre espiritual y no solo las otras
apetencias humanas, las ansias de la carne? Esta es la pregunta que
os hago en mi calidad de Director del Instituto. ¡Sólo si sois incapaces
de sufrir el mal, sólo si os es imposible vivir en un mundo viciado por
el aire de la injusticia, podéis aceptar con la conciencia tranquila los
millones y cumplir la condición que la donación lleva implícita! ¡Esto
es lo que os pido que meditéis, hombres de Gula! (Inmensa ovación
como respuesta.)
LOCUTOR.—Señoras y señores: ¡Oigan la enorme ovación con que los
gulenses contestan a tal discurso! Queridos radioyentes: Yo mismo
estoy emocionado. El Discurso del Director del Instituto estaba
impregnado de una grandeza de espíritu como hoy día,
desgraciadamente, es raro encontrar. Ha sido una magnífica lección
de condena de los pecados de todo género, una condena de esos mil
pecados también que se dan en todas partes, allí donde los hombres
viven en sociedad.
ALCALDE.—¡Elías Ill!
LOCUTOR.—El señor alcalde vuelve a tomar la palabra...
ALCALDE.—Elías Ill: He de dirigirle una pregunta. (El POLICÍA da una
codazo a DON ELÍAS, que se levanta. El REPORTERO se acerca a él con el
micrófono.)
LOCUTOR.—Oigan ahora la voz del hombre a cuya propuesta fue hecha
la donación. La voz de Elías Ill, el amigo de la infancia de la
benefactora, la señora Zajanassian. El señor Ill es un hombre aún
robusto a sus setenta años, un gulense modelo de gulenses. Un
gulense que hoy, naturalmente, está emocionado y lleno de
agradecimiento, a la par que de satisfacción tranquila...
ALCALDE.—Señor Ill: Usted ha sido la razón de la donación. ¿Tiene
usted plena conciencia de lo que esto significa? (DON ELÍAS dice algo
en voz baja.)
LOCUTOR.—¡Hable más alto, buen hombre! Nuestros oyentes también
desean enterarse.
ELÍAS.—Sí.
ALCALDE.—¿Está usted dispuesto a respetar nuestra decisión, ya
aceptemos o rechacemos la donación de la señora Zajanassian?
ELÍAS.—¡La respeto!
ALCALDE.—¿Desea alguien hacer alguna pregunta al señor Ill?
(Silencio.) ¿Tiene alguien algo que objetar a la donación de la señora
Zajanassian? (Silencio.) ¿Usted, señor párroco? (Silencio.) ¿La
Policía? (Silencio.) ¿La oposición política? (Silencio.) Entonces
procederemos a la votación. (Silencio. Solo se oye el rodar de las
cámaras y el "flash" de los fotógrafos.) Los que estén por la
salvaguardia de la justicia que levanten la mano. (La levantan todos,
menos DON ELÍAS.)
LOCUTOR.—En la sala de actos, señoras y señores, hay un
recogimiento sagrado, como de iglesia... Solo se ve un mar de manos
levantadas en una conjuración emocionante por un mundo mejor y
más justo. Sólo el hombre a quien se debe esta dicha sigue sentado,
aplanado por la alegría. Su meta se ha cumplido... La donación de su
amiga de la infancia ha sido acogida por unanimidad.
ALCALDE.—La donación de la señora Zajanassian es aceptada por
unanimidad. No por el dinero...
TODOS.—No por el dinero...
ALCALDE.—...sino por la justicia...
TODOS.—...sino por la justicia...
ALCALDE.—...por escrúpulos de conciencia.
TODOS.—...por escrúpulos de conciencia.
ALCALDE.—Porque no podemos vivir si seguimos tolerando un crimen
entre nosotros...
TODOS.—Porque no podemos vivir si seguimos tolerando un crimen
entre nosotros...
ALCALDE.—...que hemos de extirpar...
TODOS.—...que hemos de extirpar...
ALCALDE.—...para que nuestras almas no se pierdan...
TODOS.—...para que nuestras almas no se pierdan...
ALCALDE.—...ni padezcan nuestros más caros y sagrados ideales.
TODOS.—...ni padezcan nuestros más caros y sagrados ideales.
ELÍAS.—¡Dios mío! (Todos están en pie, con las manos solemnemente
levantadas. Desgraciadamente, la cámara de uno de los noticiarios
cinematográficos se atascó y no pudo recoger todo.)
CAMERAMAN.—Perdone, señor alcalde. ¿Podríamos repetir el final? La
cámara no marchaba.
ALCALDE.—¿Otra vez?
CAMERAMAN.—Es para el noticiario.
ALCALDE.—¡Está bien!
CAMERAMAN.—¿Todos los focos en orden?
UNA voz.—¡Sí, señor!
CAMERAMAN.—¡Venga!
ALCALDE.—Los que estén por la salvaguardia de la justicia que
levanten la mano. (Se repite el juego de la votación.) La donación de
la señora Zajanassian es aceptada por unanimidad. No por el
dinero...
TODOS.—No por el dinero...
ALCALDE.—...sino por la justicia...
TODOS.—...sino por la justicia...
ALCALDE.—...por escrúpulos de conciencia.
TODOS.—...por escrúpulos de conciencia.
ALCALDE.—Porque no podemos vivir si seguimos tolerando un crimen
entre nosotros...
TODOS.—Porque no podemos vivir si seguimos tolerando un crimen
entre nosotros...
ALCALDE.—...para que nuestras almas no se pierdan...
TODOS.—...para que nuestras almas no se pierdan...
ALCALDE.—...ni padezcan nuestros más caros y sagrados ideales.
TODOS.—...ni padezcan nuestros más caros y sagrados ideales.
(Silencio.)
CAMERAMAN.—(A DON ELÍAS.) ¡Venga! ¡Ahora! (Silencio. El CAMERAMAN, un
poco picado, dice): ¡Como usted quiera! ¡Ha sido una lástima
perderse aquel Dios mío! Era impresionante.
ALCALDE.—Los señores de la Prensa, radio y televisión quedan
invitados a un vino de honor. Por favor, pasen al restaurante. Lo
mejor es que pasen por la escena. A las señoras les será servido un
té en el jardín. (Todos hacen mutis, menos los hombres. DON ELÍAS se
levanta y hace ademán de salir.)
POLICÍA.—¡Quieto! (Hace sentar a DON ELÍAS.)
ELÍAS.—¡No querréis hacerlo ahora!
POLICÍA.—Claro que sí.
ELÍAS.—Creí que sería mejor en mi casa.
POLICÍA.—¡Será aquí y basta!
ALCALDE.—¿Queda algún extraño en la sala? (TERCERO y CUARTO miran.)
TERCERO.—Nadie.
ALCALDE.—¿Y en el anfiteatro?
CUARTO.—Vacío.
ALCALDE.—Cerrad las puertas y que no entre nadie. (TERCERO y CUARTO
se dirigen a la sala.)
TERCERO.—¡Cerrado!
CUARTO.—¡Cerrado!
ALCALDE.—Apagad la luz. La luna está llena y su luz bastará. (La
escena se oscurece. Las formas se ven un poco esfuminadas por la
luz de la luna.) Formad el callejón. (Los gulenses se colocan en dos
filas. Al fondo, el ATLETA, vestido con un elegante "maillot" blanco y
una banda roja cruzada sobre el pecho.) ¿Señor párroco? (El PÁRROCO
se dirige lentamente a DON ELÍAS, se sienta a su lado y habla con
unción.)
PÁRROCO.—Hijo mío, ha llegado la hora.
ELÍAS.—Déme un cigarrillo.
PÁRROCO.—¿Tiene un cigarrillo, señor alcalde?
ALCALDE.—(Afectuosamente.) ¡No faltaría más! Uno de los buenos. (Da
la cajita al PÁRROCO y éste se la ofrece a DON ELÍAS que saca un
cigarrillo. El POLICÍA le ofrece fuego, mientras el PÁRROCO devuelve el
paquete al ALCALDE.)
PÁRROCO.—Como dijo el profeta Amos...
ELÍAS.—Por favor, no siga... (DON ELÍAS fuma.)
PÁRROCO.—¿No tiene miedo?
ELÍAS.—Ya no. (Fuma.)
PÁRROCO.—(Desconcertado.) Rezaré por usted.
ELÍAS.—¡Rece usted por Gula, señor párroco! (Fuma. El PÁRROCO se
levanta.)
PÁRROCO.—¡Que Dios nos perdone! (Se coloca en la fila, con los otros
gulenses.)
ALCALDE.—¡Levántese, señor Ill! (DON ELÍAS vacila.)
POLICÍA.—¡Levántate, cerdo! (El POLICÍA le levanta de un tirón.)
ALCALDE.—¡Compórtese, policía!
POLICÍA.—¡Perdón! Ha sido un pronto...
ALCALDE.—¡Acérquese, señor Ill! (DON ELÍAS se acerca lentamente, tira
el cigarrillo y lo apaga con el pie. Luego se coloca de espaldas al
público, ante las dos filas de gulenses.) ¡Adelante! (DON ELÍAS vacila de
nuevo.)
POLICÍA.—¿No oyes? (DON ELÍAS avanza lentamente entre las dos filas
de gulenses silenciosos. Al fondo resalta la figura del ATLETA que se
acerca. DON ELÍAS se para, da la vuelta y ve cómo las dos filas se
cierran despiadadamente, cortándole la retirada. Entonces, cae de
rodillas, cubriéndose la cara. Las dos filas se transforman en un
montón de hombres que, sin decir palabra, caen sobre DON ELÍAS.
Silencio absoluto. Poco después entran en escena algunos PERIODISTAS
y se enciende la luz.)
PERIODISTA I.—¿Qué pasa ahí? (El montón se deshace y los gulenses se
retiran al fondo, donde permanecen inmóviles y en el más absoluto
silencio. En el centro queda solamente el DOCTOR inclinado sobre un
cadáver cubierto con un mantel de dibujo escocés, como los de tantos
hoteles. El DOCTOR se levanta y guarda el estetoscopio.)
DOCTOR.—Ataque al corazón. (Silencio.)
ALCALDE.—Muerto de alegría.
PERIODISTA II.—¿Muerto de alegría?
PERIODISTA I.—La vida escribe las más bellas historias. (Los dos
PERIODISTAS salen corriendo hacia el fondo derecha. Por la izquierda
entra CLARA ZAJANASSIAN, seguida de BOBY. CLARA contempla el cadáver,
queda un momento inmóvil y luego se dirige al centro de la escena,
cara al público.)
CLARA.—¡Traedlo aquí! (Los dos monstruos aparecen con una camilla,
colocan el muerto y la depositan a los pies de la señora ZAJANASSIAN.
Ésta, inmóvil.) ¡Descúbrele la cara, Boby! (BOBY lo hace. CLARA
examina largo tiempo, inmóvil y sin decir palabra, el cadáver.) Vuelve
a ser el que era antes, mi pantera negra. Tápalo. (BOBY obedece.)
¡Metedlo en el ataúd! (Los monstruos hacen mutis con la camilla.)
¡Llévame a mi cuarto, Boby! Que hagan las maletas. Salimos
inmediatamente para Capri. (BOBY le ofrece el brazo. CLARA comienza
el mutis, hacia la izquierda. A medio camino se para y llama.) ¡Señor
alcalde! (El ALCALDE se destaca lentamente de la masa de gulenses
silenciosos y avanza.) El cheque. (Le da un papel y hace mutis con el
LACAYO. Telón.)

Mientras el guardarropa de los ciudadanos ha ido mejorando poco a


poco, sin prisas, discretamente, pero de forma que no pueda ser
pasado por alto, la escena ha seguido el mismo ritmo, reflejando
cómo la ciudad entera ha ido subiendo escalones económicos, de la
misma forma que en un paseo por la ciudad se va a pie de los
arrabales al centro, hasta llegar en la obra al marco de una ciudad
moderna con buen nivel de vida cuya apoteosis se da en esta escena
final. El antiguo mundo, pobre y gris, se ha transformado en un
mundo técnico y de brillos metálicos, en riqueza que rodea el "happy-
end" del nuevo mundo. Banderas, guirnaldas, carteles, luz neón, han
transformado la ruinosa estación de antes. Todos los gulenses están
vestidos de etiqueta: frac los hombres y traje de noche las mujeres,
formando dos coros que se asemejan a los coros de la tragedia
griega, no ocasionalmente, sino con entero propósito, como si diesen
a un barco averiado la última alarma antes de ser arrastrado por las
corrientes.

CORO I.
Infinito es el mal:
terribles terremotos,
volcanes desatados,
el mar enfurecido,
las guerras que devastan,
los campos arrasados
por los tanques pesados,
la seta apocalíptica
de las bombas atómicas.

CORO II.
Pero nada peor que la pobreza,
la pobreza que no sabe de aventuras,
que esclaviza a los pueblos despiadada
en monótona cadena de miserias.

MUJERES.
Con las madres que ven cómo sus hijos
son presas de la muerte.

HOMBRES.
Con los hombres que ven en cada esquina
la traición acechando su existencia.

PRIMERO.
Los hombres que marchan con los pies desnudos.

TERCERO.
Con la boca reseca por la rabia.

CORO I.
Con las manos vacías
frente a las muertas fábricas
que ya no dan el pan.

CORO II.
Con los trenes que pasan despreciando
la ciudad que antes fue.

TODOS.
Bienaventurados

MATILDE.
los que la pía suerte

TODOS.
liberó del horror.

MUJERES.
Dóciles telas nos ciñen la figura.

HIJO.
La juventud conduce raudos coches.
HIJA.
La pelota de tenis
rebota alegremente
sobre la roja arena.

DOCTOR.
En los blancos quirófanos
opera el cirujano.

TODOS.
Todas las chimeneas humean en las casas,
donde hombres bien calzados
ya no mascan la rabia.

MAESTRO.
Ávida aprende la juventud curiosa.

SEGUNDO.
Activos industriales coleccionan tesoros.

TODOS.
De Rembrandt a Rubens.

PINTOR.
El bienestar se amiga con las artes.

PÁRROCO.
En rebrote de fe,
las tres Pascuas del año
la población afluye a las iglesias.

TODOS.
Y los trenes que unen a los pueblos,
majestuosos y a la par veloces,
no cruzan sin parar.

(El REVISOR aparece por la izquierda.)

REVISOR.—¡Gulaaa!
JEFE DE ESTACIÓN.—¡Rápido Gula-Roma! ¡Señores viajeros, al tren!
¡Coches cama, a la cabeza! (Por el fondo llega CLARA ZAJANASSIAN, en la
litera, inmóvil como un viejo ídolo de piedra. Acompañada de su
séquito, atraviesa entre los dos coros.)
ALCALDE.—¡Ya parte!
TODOS.—¡Se va la bienhechora!
HIJA.—¡Ya parte aquella que nos cubrió de bienes!
TODOS.—¡Ya parte con su séquito! (CLARA ZAJANASSIAN hace mutis por el
foro derecha, siguiéndola una larga teoría de mozos y criados, que
portan el ataúd con el cuerpo de ELÍAS ILL.)
ALCALDE.—¡Por siempre viva!
TODOS.—¡Ya se lleva consigo los restos del amado! (El JEFE DE ESTACIÓN
da la salida.)
TODOS.—¡Que nos guarde por siempre...
PÁRROCO.—Dios!
TODOS.—¡Por los siglos de los siglos...
ALCALDE.—el bienestar!

TODOS.
Que nos guarde los bienes terrenales,
que nos guarde la paz,
la libertad por siempre.
¡Que aleje las tinieblas
de la ciudad!
Para que los dichosos
disfruten de la dicha
recién resucitada.

TELÓN
EPÍLOGO

La visita de la vieja dama es una historia que transcurre en una pequeña ciudad de
Europa central y está escrita por alguien que no pretende distanciarse de sus personajes,
ya que no está seguro de que obraría de distinta forma que los gulenses en la misma
situación. Lo que la historia entrañe de más es algo que no necesita ser dicho aquí ni
resaltado en la escena, cosa esta válida también para el final de la obra. Si bien es
verdad que los gulenses hablan al final más solemnemente de lo natural y se acercan a
lo que se da en llamar poesía, ha de atribuirse solamente a que los habitantes de Gula se
han vuelto ricos y, como nuevos ricos que son, se esfuerzan por hablar de forma más
rebuscada.. En esta obra describo personas y no marionetas, una acción y no una
alegoría, un mundo y no una moral, como a veces se me achaca. No intento ni siquiera
confrontar mi obra con el mundo, ya que esto se da naturalmente de por sí, siempre que
reconozcamos y consideremos que también el público es parte y pertenece al teatro. Una
obra de teatro se limita, para mí, a las posibilidades escénicas, independientemente del
ropaje de un estilo. Cuando los cuatro gulenses miman árboles y animales en escena, no
se trata de surrealismo, sino de hacer más soportable la penosa escena de amor que se da
en el bosque, es decir, el penoso acercamiento de un viejo a una dama medio inválida,
acercamiento más soportable en una atmósfera con tinte poético. Yo escribo siempre
con una confianza inmanente en el teatro y en el actor. Este es mi impulso primario. El
material me fascina. El actor necesita poco para encarnar un personaje. Solo su
epidermis, es decir, el lenguaje que, naturalmente, ha de concordar. En otras palabras:
de la misma forma que un órgano se revela exteriormente por la piel que lo cubre, la
obra de teatro se define por su lenguaje. El autor se preocupa solo del lenguaje, que es
su último resultado. Ahora bien: el autor no puede elaborar el lenguaje en sí, sino
solamente lo que hace el lenguaje; por ejemplo, el pensamiento y la acción. Solo los
diletantes se preocupan exclusivamente del lenguaje en sí y el estilo. La labor del actor,
en mi opinión, debe ser llegar al mismo resultado, es decir, a reflejar como natural lo
que es arte. La obra ha de interpretarse así como está, sin buscar segundas intenciones,
ya que lo que la obra entraña ajeno a la misma acción se dará por añadidura. No me
tengo por un autor de la vanguardia actual. Sin embargo, tengo mi propia teoría del arte
(¡hay tantas cosas que a uno le gustan!), pero la considero como una opinión privada y
me guardo de decirla, ya que entonces tendría que regirme por ella, y prefiero pasar por
una naturaleza un poco desquiciada con poco sentido de las formas.

Escenifíqueseme a la manera de una obra popular, como si fuese un Nestroy consciente


de lo que hace, que esta será la mejor forma de comprenderme. En el montaje de la
obra, respétense mis ideas sin meterse a buscar tres pies al gato. Respétese también mi
transformación escénica sin pausas ni telones; interprétese la escena del auto
sencillamente, lo mejor con un auto de teatro que tenga solo lo imprescindible para la
acción: asientos, volante, parachoques... y de forma que se vea con el capó frente a los
espectadores. El asiento trasero será más alto que el delantero. Se cuidará mucho de que
el auto tenga aspecto de nuevo, como lo han de tener los zapatos amarillos, trajes y
todas las prendas que indican el progresivo confort de los gulenses. (Que conste que
esta escena no tiene nada que ver con Wilder. ¿Que a qué viene esto? Por si los
críticos.) Clara Zajanassian no corporeíza ni la Justicia con mayúscula, ni el Plan
Marshall, ni el Apocalipsis. La vieja dama es lo que es, es decir, la mujer más rica del
mundo y en condiciones, gracias a su gigantesca fortuna, de obrar como una heroína de
la tragedia griega, de la manera cruel y absoluta que podría hacerlo Medea, por ejemplo.
Hace lo que hace porque puede permitírselo. La señora Zajanassian tiene sentido del
humor, cosa que hay que reconocerle. Tampoco hay que pasar por alto la distancia que
sabe guardar ante los humanos, como si estos fuesen mercancía en venta. Sin embargo,
también guarda las distancias frente a sí misma, a la vez que posee una gracia rara, una
gracia lejana mezclada a un maligno encanto. Como la vieja dama se mueve en un mun-
do fuera del orden humano, se convierte en algo inmutable y fatal, incapaz de
desenvolvimiento, tendente, cuando más, a convertirse en un ídolo petrificado. La
señora Zajanassian es una aparición poética, como lo es todo su séquito, incluidos los
dos eunucos, los cuales no deben ser representados con desagradables voces de
castrados, sino como algo irreal, legendario, tenue y fantasmal en su dicha vegetal,
como las víctimas de una venganza absoluta, lógica como las leyes de la prehistoria.
(Para facilitar el papel, los dos eunucos pueden hablar uno cada vez, no necesitando, en
este caso, repetir cada frase.) Mientras que Clara Zajanassian es una heroína desde el
principio y lo ha sido siempre, Elías Ill, su amante, se convierte en héroe a lo largo de la
acción. En su calidad de oscuro tendero, se siente víctima al principio, sin conciencia de
lo que pasa. Culpable, reacciona aduciendo que su delito ha prescrito con el tiempo.
Elías es un hombre sencillo que lentamente, al pasar por el miedo, el horror y la
resignación, llega a hacerse grande por su muerte, reconocida ya su culpa. (Su muerte
no carece de cierta monumentalidad.) Su muerte es simbólica y sin sentido al mismo
tiempo. Hubiese sido solamente simbólica si su muerte ocurriese en el reino mítico de la
antigua Polis, pero no lo es porque su historia transcurre en Gula. Rodean a los héroes
los gulenses, hombres como cualquiera de nosotros. No han de ser representados como
malvados, ni mucho menos. Al principio están firmemente decididos a rechazar la
oferta. Luego, se meten en deudas, pero no porque se propongan asesinar a Elías Ill,
sino porque en su despreocupación piensan que todo terminará del mejor modo, sin
necesidad de dramas. Así ha de entenderse y escenificarse el segundo acto, al igual que
la escena de la estación, donde la angustia existe sólo en la cabeza de Elías, el único en
comprender su situación. En la estación, los gulenses no se excitan ni insultan. El
cambio radical se da en el granero de Peter, donde la fatalidad se hace inevitable. A
partir de este momento los gulenses se van preparando para el crimen, se escandalizan
del delito de Elías, etcétera. Solo la familia Ill se aferra hasta el final a la idea de que
todo terminará bien. La familia no es malvada, sino tan débil como los demás. Se trata
de una comunidad que va cediendo lentamente a la tentación, como le pasa al maestro.
Este proceso ha de ser comprensible. La tentación es demasiado grande y la pobreza
demasiado extrema. La visita de la vieja dama es una obra donde la maldad surge; pero,
por lo mismo, no debe hacerse resaltar, sino representarse de la forma más humana, con
compasión y no con indignación por lo que pasa, pero, ¡por favor!, también con humor,
pues nada daña tanto a esta comedia, que termina tan trágicamente, como una seriedad
exagerada.

FIN DE "LA VISITA DE LA VIEJA DAMA"

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