La Visita de La Vieja Dama
La Visita de La Vieja Dama
La Visita de La Vieja Dama
ELÍAS ILL
SU MUJER
SU HIJA
SU HIJO
EL ALCALDE
EL PÁRROCO
EL DOCTOR
EL POLICÍA
EL PRIMERO
EL SEGUNDO
EL TERCERO
EL CUARTO
EL PINTOR
MUJER I
MUJER II
LUISA
Los otros:
JEFE DE ESTACIÓN
JEFE DEL TREN
REVISOR
RECAUDADOR
Los meticones:
REPORTERO I
REPORTERO II
LOCUTOR
CAMERAMAN
TELÓN
ACTO SEGUNDO
ELÍAS.—Coronas.
HIJO.—Las traen todas las mañanas de la estación.
ELÍAS.—Coronas para el ataúd vacío.
HIJO.—No impresiona a nadie con su ataúd.
ELÍAS.—Es verdad. Toda la ciudad está a mi lado. (El HIJO enciende el
cigarrillo.) ¿Baja la madre a desayunar?
HIJA.—No. Está cansada y dice que se queda arriba.
ELÍAS.—Ahí tenéis lo que se dice una madre modelo. Una madre como
hay pocas. Hay que reconocerlo en justicia. Que se quede arriba y
que se cuide. Desayunaremos nosotros juntos. ¿De acuerdo? Hace
mucho tiempo que no lo hacemos. Convido a huevos y a una lata de
jamón americano. ¿Hace? Comeremos como reyes, como en los
buenos tiempos, cuando la fundición aún trabajaba.
HIJO.—Lo siento, pero me tendrás que disculpar. (Apaga el cigarrillo.)
ELÍAS.—¿No quieres desayunar con nosotros?
HIJO.—Me voy a la estación. Me han dicho que hay un peón enfermo y
acaso haya trabajo.
ELÍAS.—Trabajar en la vía a pleno sol no es una ocupación digna para
un hijo mío.
HIJO.—Mejor eso que nada. (Hace mutis. La HIJA se levanta.)
HIJA.—Yo también me voy, padre.
ELÍAS.—¿También tú? ¿Y adónde, si la señorita permite la pregunta?
HIJA.—A la Oficina de Trabajo. A lo mejor sale algo. (La HIJA hace
mutis. ELÍAS se suena, emocionado.)
ELÍAS.—¡Buenos chicos tengo, buenos! (Por el balcón se oyen
compases de guitarra.)
Voz DE CLARA.—¡Dame la pierna, Boby!
Voz DE BOBY.—No la encuentro.
Voz DE CLARA.—Mira detrás del ramo de novia, allí encima de la
cómoda. (El primer cliente llega a la tienda de DON ELÍAS. Es el
PRIMERO.)
PRIMERO.—Buenos días.
ELÍAS.—Muy buenos.
PRIMERO.—Cigarrillos.
ELÍAS.—¿Los de siempre?
PRIMERO.—No. Una marca mejor.
ELÍAS.—Son más caros.
PRIMERO.—Es igual. Apunta.
ELÍAS.—Lo haré por ser quien es y por el aquel de la solidaridad.
PRIMERO.—Alguien toca la guitarra.
ELÍAS.—Es uno de los gángsteres de Sing-Sing. (Los VIEJOS salen del
hotel, llevando cañas de pescar.)
VIEJOS.—Muy buenos días, Elías.
ELÍAS.—¡Id al diablo!
VIEJOS.—Vamos de pesca. Vamos de pesca. (Hacen mutis por la
izquierda.)
PRIMERO.—Van al arroyo.
ELÍAS.—Sí, con las cañas del séptimo marido.
PRIMERO.—Dicen que perdió todas sus plantaciones.
ELÍAS.—¡Claro! Ahora pertenecen a la multimillonaria.
PRIMERO.—La boda con el octavo parece que será sonada. Ayer
celebraron la petición de mano. (CLARA aparece en el balcón. Mueve la
mano derecha y la pierna izquierda mientras la guitarra acompaña el
presunto recitativo. Según el sentido del texto, los compases serán
de vals o retazos de himnos nacionales, etc.)
CLARA.—Ya estoy montada. ¡El himno armenio, Roby! (Melodía.) Era la
música preferida de Zajanassian. La oía cada mañana. Aquel zorro de
las finanzas era un tipo clásico con todas sus flotas petrolíferas, sus
caballos de carreras y sus millones. Un maestro en el baile,
conocedor de todas las diabluras. Aunque conmigo no le valió porque
le calé en seguida. (Dos mujeres con lecheras.)
MUJER I.—Leche, don Elías.
MUJER II.—Ahí va mi cacharro.
ELÍAS.—Buenos días, señoras. ¿Un litro para cada una? (Se dispone a
servir la leche.)
MUJER I.—De la otra, por favor.
MUJER II.—A mí también, pero dos litros. (DON ELÍAS sirve de otro
cántaro. CLARA mira con los impertinentes.)
CLARA.—Hace un día estupendo. Un poco de niebla en las callejas y
encima un cielo azul como los que acostumbraba pintar el conde, mi
cuarto marido. Aunque era ministro del Exterior, tenía la manía de
pintar paisajes. Además hay que reconocer que su pintura era
desastrosa. (Se sienta sin muchos miramientos.) La verdad es que
todo el conde era un desastre.
MUJER I.—Un cuarto de kilo de mantequilla.
MUJER II.—A mí, dos kilos de pan blanco.
ELÍAS.—¡Vaya, vaya! ¿Hemos heredado?
LAS DOS.—Apunte.
ELÍAS.—Está bien. Uno para todos, todos para uno.
MUJER I.—Una libra de chocolate.
MUJER II.—A mí, dos.
ELÍAS.—¿Apunto también?
MUJER I.—Apunte.
MUJER II.—El chocolate es para comer aquí. No lo envuelva.
MUJER I.—¡Se está tan bien aquí! (Se sientan al fondo y comen.)
CLARA.—¡Boby! Dame un Wiston. Ahora que estamos divorciados
probaré los puros de mi séptimo marido. ¡Pobre Moby! ¡Lo triste que
subió al tren de Lisboa! (BOBY le da un puro y fuego.)
PRIMERO.—Ahí está esa en el balcón, tirando de puro.
ELÍAS.—¡Y qué puros! Cada uno cuesta una fortuna.
PRIMERO.—¡Un derroche! Debía darle vergüenza, viendo tanta miseria.
CLARA.—(Fumando.) No lo habría creído. ¡Son buenos!
ELÍAS.—Esta vez no se saldrá con la suya. Yo soy un pecador, amigo
Hofbauer. Pero ¿quién no lo es? Fue una tontería propia de la
inexperta juventud... Ahora, la forma como rechazasteis la propuesta
en el Hostal de los Apóstoles, aquel momento de valentía, a pesar de
toda la miseria, fue el más feliz de mi vida.
CLARA.—¡Boby! Dame whisky, pero sin agua. (Llega otro cliente —el
SEGUNDO— tan pobremente vestido como los demás.)
SEGUNDO.—Buenos días a todos. Parece que aprieta hoy.
PRIMERO.—El verano se alarga este año.
ELÍAS.—Parece que hoy es día de clientes. Antes no venía una rata,
pero ahora no paran.
PRIMERO.—Es la prueba de que le respaldamos por entero. Usted es
uno de los nuestros. Toda la ciudad está a su lado, firme como una
roca.
MUJERES.—(Comiendo chocolate.) Como una roca.
SEGUNDO.—Al fin y al cabo, usted es la personalidad más estimada en
Gula.
PRIMERO.—La más importante.
SEGUNDO.—Nuestro futuro alcalde.
PRIMERO.—La próxima primavera, a la Alcaldía.
MUJERES.—(Comiendo.) Eso por descontado, don Elías.
SEGUNDO.—Déme una botella. (ELÍAS toma una botella del estante.
BOBY sirve "whisky" a CLARA.)
CLARA.—Despierta al nuevo. No me gusta que mis maridos duerman
tanto.
ELÍAS.—Tres diez.
SEGUNDO.—No quiero de ese.
ELÍAS.—Es el que tomas siempre.
SEGUNDO.—Hoy quiero coñac.
ELÍAS.—¿Sabes lo que cuesta? No creo que te lo puedas permitir.
SEGUNDO.—Una vez es una vez. (Atraviesa la plaza una muchacha
medio desnuda, perseguida por TOBY.)
MUJER I.—(Comiendo.) Parece mentira cómo se comporta la Luisa.
MUJER II.—(Comiendo.) Un verdadero escándalo. Y decir que está
prometida con ese músico rubio de la plaza... (ELÍAS alcanza una
botella de coñac.)
ELÍAS.—La botella.
SEGUNDO.—Tabaco de pipa.
ELÍAS.—Muy bien.
SEGUNDO.—Pero de importación. (ELÍAS hace la cuenta. El MARIDO VIII
sale al balcón. Es un artista de cine alto, esbelto, bigote pelirrojo. Va
con albornoz. Puede ser representado por el mismo que encarne el
papel de MARIDO VII.)
MARIDO VIII.—¡Qué maravilla, amor mío! Nuestro primer desayuno
juntos. ¿No parece un sueño? El balcón, los olmos que murmuran, el
cantar de la fuente, aquellas gallinas picoteando, mujeres que hablan
de sus pequeños problemas domésticos y, al fondo, la catedral.
¡Delicioso!
CLARA.—Siéntate y no hables tanto, Hoby. Tengo ojos para verlo yo
misma. Además, la lírica no es tu fuerte.
SEGUNDO.—Allí está el nuevo marido.
MUJER I.—(Comiendo.) El octavo.
MUJER II.—Un tipazo ese actor. Mi hija le vio de cazador furtivo en una
película.
MUJER I.—Y yo, de cura en otra. (MARIDO VIII besa a CLARA. Acorde de
guitarra.)
SEGUNDO.—(Escupiendo.) Con dinero se consigue todo.
PRIMERO.—(Dando un puñetazo sobre el mostrador.) ¡Menos en Gula!
ELÍAS.—Veintitrés ochenta.
SEGUNDO.—Apunte.
ELÍAS.—Esta semana haré una excepción. Pero a ver si me paga a
primeros, cuando cobre el subsidio de paro. (El SEGUNDO se dirige a la
puerta.) ¡Señor Helmesberger! (El SEGUNDO se para y DON ELÍAS se
acerca.) ¡Tiene usted zapatos nuevos!
SEGUNDO.—¿Y qué? (ELÍAS mira los pies del PRIMERO.)
ELÍAS.—¡Y tú también! ¿Qué os pasa? (Dirigiéndose a las MUJERES.)
¿Ustedes también? ¿Por qué tenéis todos zapatos nuevos?
PRIMERO.—No veo que la cosa tenga nada de particular.
SEGUNDO.—No va a ir uno con los mismos zapatos toda la vida.
ELÍAS.—Todo el mundo con zapatos nuevos. ¿De dónde habéis sacado
el dinero?
MUJERES.—Crédito, don Elías, crédito. Todo a crédito.
ELÍAS.—Ya lo veo. Igual que en mi tienda. Todo a crédito y de lo
mejor. Tabaco de primera, leche sin desnatar, coñac. ¿A cuento de
qué tenéis de repente todos crédito en los comercios?
SEGUNDO.—¿Por qué se extraña? ¿No lo tenemos en su tienda?
ELÍAS.—¿Y con qué queréis pagar? (Silencio. DON ELÍAS comienza a tirar
mercancías a la cabeza de los clientes, que huyen.) ¿Con qué
demonios queréis pagar? ¿Con qué dinero? (Hace mutis en la
trastienda.)
MARIDO VIII.—Parece que hay jaleo en la ciudad.
CLARA.—Cosas de provincias.
MARIDO VIII.—No sé qué ha pasado ahí en la tienda.
CLARA.—Habrán discutido sobre los precios. (Fuerte acorde de
guitarra. El MARIDO VIII se levanta aterrado.)
MARIDO VIII.—¿Has oído, Clarita? ¡Qué horror!
CLARA.—No te asustes. Es la pantera negra que bufa.
MARIDO VIII.—(Asombrado.) ¿La pantera negra?
CLARA.—Un regalo del rajá de Marruecos, que anda paseándose por el
salón. ¿No la has visto? Es un animal maravilloso, con unos ojos que
echan chispas. Lo quiero mucho. (El POLICÍA se sienta a la mesa-
escritorio y bebe cerveza. Habla lenta y reflexivamente. DON ELÍAS se
dirige a él.) Puedes servir, Boby.
POLICÍA.—Buenos días, don Elías. ¿Qué hay de bueno? Siéntese. (DON
ELÍAS permanece en pie.) ¿Qué le ocurre? ¡Está usted temblando!
ELÍAS.—Exijo la detención inmediata de la señora Zajanassian. (El
POLICÍA saca una pipa y la enciende calmosamente.) ¡Se lo exijo como
futuro alcalde!
POLICÍA.—(Fumando.) Aún no lo es.
ELÍAS.—¡Detenga usted a esa señora inmediatamente!
POLICÍA.—Si comprendo bien, usted desea presentar una denuncia
contra la señora Zajanassian. Si procede detenerla o no, es cosa que
incumbe solo a la Policía. ¿De qué acusa a la señora?
ELÍAS.—De instigar a los gulenses a asesinarme.
POLICÍA.—¿Y usted exige que la detenga? (Se sirve más cerveza.)
CLARA.—Ahí está el correo. Ike y Nehru nos escriben felicitándonos.
ELÍAS.—Es su deber.
POLICÍA.—Curioso. ¡Muy curioso! (Bebe.)
ELÍAS.—Es la cosa más clara del mundo.
POLICÍA.—Querido don Elías: La cosa no es tan clara ni natural como le
parece. Examinemos los hechos objetivamente. La señora
Zajanassian ofreció a Gula mil millones... a cambio de lo que usted
sabe. Eso es un hecho. Sin embargo, no estaría legitimada una acción
policíaca contra la vieja señora. No olvide que tenemos que atenernos
a la ley.
ELÍAS.—Es un caso clarísimo de instigación al asesinato.
POLICÍA.—Permítame que le aclare. Una instigación de tal clase solo
puede ser tomada en serio si la propuesta de asesinato hubiese sido
hecha en serio. Eso es claro.
ELÍAS.—Sí, claro.
POLICÍA.—¿Estamos en eso? La propuesta hecha por la señora
Zajanassian no puede ser tomada en serio, porque la recompensa de
mil millones es exagerada. Usted mismo habrá de reconocerlo. Un
ofrecimiento de dos o tres mil dólares sería otra cosa. Pero los mil
millones precisamente demuestran que la oferta no es ni puede ser
tomada en serio. ¿Comprende? Y si la señora Zajanassian la hiciese
en firme, demostraría que está loca, con lo que el caso se saldría de
la jurisdicción meramente policial. ¿Comprende?
ELÍAS.—Lo único que comprendo es que, loca o no loca, mi vida corre
peligro. Me parece lógico.
POLICÍA.—Nada de lógico. Usted no puede verse amenazado por una
propuesta, sino por la puesta en ejecución de tal propuesta.
Denúncieme usted un intento real de puesta en práctica de la
propuesta, por ejemplo: indíqueme a alguien que le haya amenazado
con un fusil, y actuaré sin más consideraciones. ¡Pero ahí está! No
hay nadie en Gula que tenga el propósito de terminar con usted. Todo
lo contrario. La reacción en el Hostal de los Apóstoles lo prueba más
que de sobra. A propósito, aún tengo que felicitarle. (Bebe.)
ELÍAS.—Yo no lo veo tan claro.
POLICÍA.—¿Cómo que no?
ELÍAS.—Mis clientes compran más y mejores cosas que antes.
Cigarrillos de marca, licores de primera...
POLICÍA.—¡Mejor para usted! Eso indica que los negocios marchan.
(Bebe.)
CLARA.—¡Boby! Da orden de comprar acciones Dupont.
ELÍAS.—Helmesberger se permitió hoy el lujo de comprar coñac,
cuando todos sabemos que desde hace cuatro años vive de la
beneficencia.
POLICÍA.—Espero que el coñac sea bueno. Estoy invitado hoy a su
casa. (Bebe.)
ELÍAS.—Luego, todos andan con zapatos nuevos.
POLICÍA.—¿Qué le han hecho a usted los zapatos nuevos? Yo también
los tengo. (Muestra los pies.)
ELÍAS.—¿También usted?
POLICÍA.—¿Por qué no?
ELÍAS.—(Mirando la botella.) Cerveza de importación.
POLICÍA.—Me gusta más.
ELÍAS.—Que yo recuerde, usted bebía antes cerveza nacional.
POLICÍA.—Es una porquería. (Música de radio.)
ELÍAS.—¿Oye usted?
POLICÍA.—¿Qué?
ELÍAS.—Música.
POLICÍA.—(Escuchando.) ¡Ah, sí! "La viuda alegre."
ELÍAS.—Una radio.
POLICÍA.—Es la de los Mayer. Por cierto que no debían ponerla tan
alta. (Toma nota en una agenda.)
ELÍAS.—¿Y desde cuándo se permiten los Mayer tener radio?
POLICÍA.—Eso es cosa suya.
ELÍAS.—¿Y cómo quiere usted pagar los zapatos nuevos y la cerveza
de importación?
POLICÍA.—Eso es cosa mía. (Suena el teléfono. El POLICÍA contesta.)
¡Diga!
CLARA.—Boby, telefonea a los rusos diciendo que estoy de acuerdo.
POLICÍA.—Está bien. (Cuelga.)
ELÍAS.—¿Y cómo pagarán mis clientes?
POLICÍA.—Usted verá. Eso no es cosa mía. (Se levanta y descuelga un
fusil de la pared.)
ELÍAS.—A mí me importa el cómo. Para mí que quieren pagar con mi
persona.
POLICÍA.—Por Dios, déjese de tonterías. Nadie le quiere mal, ni le
amenaza. (Comienza a cargar el fusil.)
ELÍAS.—La ciudad se mete en deudas. Con las deudas y los créditos
aumenta el nivel de vida y con el nivel de vida aumentan las
necesidades y la necesidad de asesinarme para salir de apuros.
Mientras tanto, la vieja no tiene más que sentarse al balcón, fumar
puros y esperar. Esperar le basta.
POLICÍA.—Imaginaciones suyas.
ELÍAS.—Todo Gula espera lo mismo. (Golpea con los puños sobre la
mesa para dar fuerza a sus palabras.)
POLICÍA.—Me parece que usted ha bebido más de la cuenta. (Maneja el
fusil.) Ya está cargado. Puede estar usted tranquilo. Aquí estoy yo
para hacer respetar la ley, mantener el orden y defender a los
ciudadanos. Conozco mi deber. En cuanto usted tenga la menor
sospecha real de una amenaza directa, la Policía estará a su lado.
Puede confiar en mí a ojos cerrados.
ELÍAS.—(Muy bajo.) ¿Desde cuándo tiene usted un diente de oro?
POLICÍA.—¿Cómo?
ELÍAS.—¿Con que tenemos dientes de oro?
POLICÍA.—¿Está usted loco? (ELÍAS se da cuenta de que el fusil está
dirigido contra él y levanta los brazos.) Ahora no tengo ganas de
discutir tonterías. Tengo que salir. A esa millonaria chalada se le ha
escapado el faldero. Me refiero a la pantera negra. Hay que terminar
con ella. (Hace mutis.)
ELÍAS.—¡Conmigo es con quien queréis terminar, conmigo...! (CLARA
lee una carta.)
CLARA.—Mi quinto marido, el modisto, me anuncia su llegada. Hasta
ahora ha diseñado siempre mis trajes de boda. ¡Roby! Toca un
minué. (Suenan compases de minué.)
MARIDO VIII.—Yo creí que tu quinto marido era cirujano.
CLARA.—Ese era el sexto. (Abre otra carta.) Es del ex propietario de
los Ferrocarriles del Oeste.
MARIDO VIII.—A ese no le conozco.
CLARA.—Mi cuarto marido. Ahora está arruinado y las acciones en mis
manos. Le conquisté en el palacio de Buckingham.
MARIDO VIII.—Perdona, pero al que conquistaste en palacio fue a lord
Ismael.
CLARA.—Tienes razón, Hoby. Lo había olvidado. Entonces este era mi
segundo marido. ¡Claro! Lo conocí en El Cairo. Recuerdo que nos
besamos bajo la esfinge. Una tarde inolvidable.
Cambio de escena. A la derecha, baja un letrero con la inscripción
"Ayuntamiento". El TERCERO retira la caja registradora de la tienda y
cambia el mostrador por un escritorio. Aparece el ALCALDE, coloca un
revólver sobre la mesa y se sienta. Por la izquierda, DON ELÍAS. En la
pared del despacho del ALCALDE cuelga un plano.
ALCALDE.—Buenos días.
TODOS.—Buenos días.
ELÍAS.—(Recelosamente.) Buenos días.
MAESTRO.—¿Qué, de viaje?
ELÍAS.—A la estación.
ALCALDE.—Le acompañamos.
TODOS.—Sí, le acompañaremos. (Van llegando más gulenses.)
ELÍAS.—Déjenlo. De veras que no vale la pena.
ALCALDE.—¿De viaje?
ELÍAS.—De viaje.
POLICÍA.—¿Adónde?
ELÍAS.—No lo sé. De Kalberstadt en adelante.
MAESTRO.—Sin meta fija, entonces.
ELÍAS.—Acaso a Australia. Ya me las arreglaré para encontrar dinero.
TODOS.—Se va a Australia.
ALCALDE.—¿Por qué a Australia?
ELÍAS.—Es aburrido pasarse la vida en el mismo sitio. (Comienza a
correr hacia la estación. Todos le rodean.)
ALCALDE.—¿Emigrar a Australia? ¡Pero eso es ridículo!
DOCTOR.—El lugar más peligroso para usted.
MAESTRO.—Recuerde que uno de los eunucos había emigrado también
allí.
POLICÍA.—No lo dude. El lugar más seguro para usted es Gula.
TODOS.—El más seguro, sin duda. (DON ELÍAS mira angustiado en torno
suyo, como una fiera acorralada.)
ELÍAS.—(En un susurro.) He escrito al gobernador.
POLICÍA.—¿Y qué ha respondido?
ELÍAS.—No ha respondido.
MAESTRO.—De veras que no comprendo su desconfianza.
ALCALDE.—Aquí nadie piensa en asesinarle.
TODOS.—Naturalmente.
ELÍAS.—La oficina de Correos no envió la carta al gobernador.
PINTOR.—Imposible.
ALCALDE.—El funcionario de Correos es un hombre honrado.
TODOS.—Muy honrado.
ELÍAS.—Mirad ese cartel. (Leyendo.) "Viaje al Sur."
DOCTOR.—¿Qué tiene eso de malo?
ELÍAS.—(Leyendo.) "Acuda a los Festivales de la Canción."
MAESTRO.—¿Y qué?
ELÍAS.—Se está construyendo mucho en Gula.
ALCALDE.—¿Y qué?
ELÍAS.—Os veo a todos con pantalones nuevos.
PRIMERO.—¿Y qué?
ELÍAS.—Que os veo prosperar a todos.
TODOS.—¿Y qué? (Toque de campanilla anunciando la llegada del
tren.)
MAESTRO.—Como usted puede ver, todos le apreciamos.
ALCALDE.—Puede decirse que toda la ciudad ha acudido a despedirle.
ELÍAS.—No os lo he pedido.
SEGUNDO.—Pero todos queríamos despedirle.
ALCALDE.—Era un deber de amistad.
TODOS.—Un deber de amistad. (Ruido de frenos. Sale el JEFE DE
ESTACIÓN y luego el REVISOR, como si acabase de saltar del tren, y
grita:) ¡Gulaaaa!
ALCALDE.—Ahí está su tren.
TODOS.—El tren ha llegado.
ALCALDE.—Bueno, don Elías. ¡Buen viaje!
TODOS.—¡Buen viaje!
DOCTOR.—Le deseamos mucha suerte.
TODOS.—¡Que haya suerte! (Los gulenses estrechan el cerco.)
ALCALDE.—El tiempo pasa. Suba al tren.
POLICÍA.—Le deseo mucha suerte en Australia.
TODOS.—¡Que haya suerte! (DON ELÍAS no se mueve y se queda
mirando a sus conciudadanos.)
ELÍAS.—¿A qué habéis venido?
POLICÍA.—¿A qué viene esa pregunta?
JEFE DE ESTACIÓN.—¡Señores viajeros, al tren!
ELÍAS.—¿Por qué me rodeáis?
ALCALDE.—Nadie le rodea.
ELÍAS.—¡Dejadme pasar!
MAESTRO.—Pero nadie le está cerrando el paso.
TODOS.—Nadie se lo cierra.
ELÍAS.—Alguien me sujetará cuando suba al tren.
POLICÍA.—¡No diga tonterías! ¡Suba y se convencerá de que no es así!
ELÍAS.—¡Paso! (Nadie se mueve. La mayoría permanece impasible,
con las manos en los bolsillos.)
ALCALDE.—¡Créame que no le comprendo! Si no se va es porque no
quiere. ¡Suba usted al tren, hombre de Dios!
ELÍAS.—¡Fuera!
MAESTRO.—Su miedo es infantil. (DON ELÍAS se pone de rodillas.)
ELÍAS.—¿Por qué estáis tan cerca de mí?
POLICÍA.—¡Este hombre se ha vuelto loco!
ELÍAS.—Vosotros queréis retenerme.
ALCALDE.—Suba usted al tren de una vez.
TODOS.—¡Suba! ¡Suba! (Silencio.)
ELÍAS.—Me sujetaréis al subir.
TODOS.—(Protestando.) ¡Nadie lo hará!
ELÍAS.—Estoy seguro.
POLICÍA.—A este paso va a perder el tren.
MAESTRO.—¡Suba usted al tren, don Elías!
ELÍAS.—Estoy seguro. ¡Lo sé! Si lo intento me sujetaréis. Estoy
seguro. (El JEFE DE ESTACIÓN toca el pito y da la señal de partida. El
REVISOR hace ademán de montar en marcha, mientras DON ELÍAS se
cubre el rostro con aire derrotado, en medio de los gulenses que le
contemplan.)
POLICÍA.—¿Lo ve? Se lo ha dejado escapar. (Todos se apartan del
amilanado DON ELÍAS y hacen mutis lentamente.)
ELÍAS.—¡Estoy perdido!
TELÓN
ACTO TERCERO
CORO I.
Infinito es el mal:
terribles terremotos,
volcanes desatados,
el mar enfurecido,
las guerras que devastan,
los campos arrasados
por los tanques pesados,
la seta apocalíptica
de las bombas atómicas.
CORO II.
Pero nada peor que la pobreza,
la pobreza que no sabe de aventuras,
que esclaviza a los pueblos despiadada
en monótona cadena de miserias.
MUJERES.
Con las madres que ven cómo sus hijos
son presas de la muerte.
HOMBRES.
Con los hombres que ven en cada esquina
la traición acechando su existencia.
PRIMERO.
Los hombres que marchan con los pies desnudos.
TERCERO.
Con la boca reseca por la rabia.
CORO I.
Con las manos vacías
frente a las muertas fábricas
que ya no dan el pan.
CORO II.
Con los trenes que pasan despreciando
la ciudad que antes fue.
TODOS.
Bienaventurados
MATILDE.
los que la pía suerte
TODOS.
liberó del horror.
MUJERES.
Dóciles telas nos ciñen la figura.
HIJO.
La juventud conduce raudos coches.
HIJA.
La pelota de tenis
rebota alegremente
sobre la roja arena.
DOCTOR.
En los blancos quirófanos
opera el cirujano.
TODOS.
Todas las chimeneas humean en las casas,
donde hombres bien calzados
ya no mascan la rabia.
MAESTRO.
Ávida aprende la juventud curiosa.
SEGUNDO.
Activos industriales coleccionan tesoros.
TODOS.
De Rembrandt a Rubens.
PINTOR.
El bienestar se amiga con las artes.
PÁRROCO.
En rebrote de fe,
las tres Pascuas del año
la población afluye a las iglesias.
TODOS.
Y los trenes que unen a los pueblos,
majestuosos y a la par veloces,
no cruzan sin parar.
REVISOR.—¡Gulaaa!
JEFE DE ESTACIÓN.—¡Rápido Gula-Roma! ¡Señores viajeros, al tren!
¡Coches cama, a la cabeza! (Por el fondo llega CLARA ZAJANASSIAN, en la
litera, inmóvil como un viejo ídolo de piedra. Acompañada de su
séquito, atraviesa entre los dos coros.)
ALCALDE.—¡Ya parte!
TODOS.—¡Se va la bienhechora!
HIJA.—¡Ya parte aquella que nos cubrió de bienes!
TODOS.—¡Ya parte con su séquito! (CLARA ZAJANASSIAN hace mutis por el
foro derecha, siguiéndola una larga teoría de mozos y criados, que
portan el ataúd con el cuerpo de ELÍAS ILL.)
ALCALDE.—¡Por siempre viva!
TODOS.—¡Ya se lleva consigo los restos del amado! (El JEFE DE ESTACIÓN
da la salida.)
TODOS.—¡Que nos guarde por siempre...
PÁRROCO.—Dios!
TODOS.—¡Por los siglos de los siglos...
ALCALDE.—el bienestar!
TODOS.
Que nos guarde los bienes terrenales,
que nos guarde la paz,
la libertad por siempre.
¡Que aleje las tinieblas
de la ciudad!
Para que los dichosos
disfruten de la dicha
recién resucitada.
TELÓN
EPÍLOGO
La visita de la vieja dama es una historia que transcurre en una pequeña ciudad de
Europa central y está escrita por alguien que no pretende distanciarse de sus personajes,
ya que no está seguro de que obraría de distinta forma que los gulenses en la misma
situación. Lo que la historia entrañe de más es algo que no necesita ser dicho aquí ni
resaltado en la escena, cosa esta válida también para el final de la obra. Si bien es
verdad que los gulenses hablan al final más solemnemente de lo natural y se acercan a
lo que se da en llamar poesía, ha de atribuirse solamente a que los habitantes de Gula se
han vuelto ricos y, como nuevos ricos que son, se esfuerzan por hablar de forma más
rebuscada.. En esta obra describo personas y no marionetas, una acción y no una
alegoría, un mundo y no una moral, como a veces se me achaca. No intento ni siquiera
confrontar mi obra con el mundo, ya que esto se da naturalmente de por sí, siempre que
reconozcamos y consideremos que también el público es parte y pertenece al teatro. Una
obra de teatro se limita, para mí, a las posibilidades escénicas, independientemente del
ropaje de un estilo. Cuando los cuatro gulenses miman árboles y animales en escena, no
se trata de surrealismo, sino de hacer más soportable la penosa escena de amor que se da
en el bosque, es decir, el penoso acercamiento de un viejo a una dama medio inválida,
acercamiento más soportable en una atmósfera con tinte poético. Yo escribo siempre
con una confianza inmanente en el teatro y en el actor. Este es mi impulso primario. El
material me fascina. El actor necesita poco para encarnar un personaje. Solo su
epidermis, es decir, el lenguaje que, naturalmente, ha de concordar. En otras palabras:
de la misma forma que un órgano se revela exteriormente por la piel que lo cubre, la
obra de teatro se define por su lenguaje. El autor se preocupa solo del lenguaje, que es
su último resultado. Ahora bien: el autor no puede elaborar el lenguaje en sí, sino
solamente lo que hace el lenguaje; por ejemplo, el pensamiento y la acción. Solo los
diletantes se preocupan exclusivamente del lenguaje en sí y el estilo. La labor del actor,
en mi opinión, debe ser llegar al mismo resultado, es decir, a reflejar como natural lo
que es arte. La obra ha de interpretarse así como está, sin buscar segundas intenciones,
ya que lo que la obra entraña ajeno a la misma acción se dará por añadidura. No me
tengo por un autor de la vanguardia actual. Sin embargo, tengo mi propia teoría del arte
(¡hay tantas cosas que a uno le gustan!), pero la considero como una opinión privada y
me guardo de decirla, ya que entonces tendría que regirme por ella, y prefiero pasar por
una naturaleza un poco desquiciada con poco sentido de las formas.