Jacques Alain Miller Del Edipo A La Sexuacion

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C o l e c c ió n del In s t it u t o C l ín ic o de B u e n o s A ir e s

Directora de ia colección;
Silvia Gelter

Comité editorial

Secretaria:
Marina Recalde

Integrantes:
Angélica Marchesini
Fabián Naparstek
Raquel Vargas

Director det Instituto Clínico


de Buenos Aires:
Leonardo Gorostiza

Director responsable
de la publicación:
Oscar Sawicke

£1 Instituto Clmico de Buenos Aires es miembro de la Red


Internacional del Instituto del Campo Freudiano, y dene su
sede en la Escuela de la Orientación Lacaniana.
Del Edipo a la sexuación

Jacques-Alain Miller

Graciela Brodsky
Marie-Héléne Brousse
Jorge Chamorro
Luis Erneta
Robin Fox
Germán L. García
Claudio Godoy
Mariana Indart
Éric Laurent
Fran^ois Leguil
Angélica Marchesini
Roberto Mazzuca
Fabián Naparstek
Débora Nitzcaner
Marina Recalde
Graciela Ruiz
Fabián Schejtman
José Slimobich
Silvia E. Tendlarz
Beatriz Udenio
Oscar Zack

Instituto dinico de Buenos Aires / Paidós


D iseñ o e ilustración de cubierta: Daniel Iglesias y A sociad os

Corrección: N ora A. G on zález

159.954.2 Del Edipo a la sexuación / jacques-Alaín Miller íet al.].-


DEL 1a ed. 3a reimp. - Buenos Aíres : Paidós, 2011.
320 p .; 22x15 cm. - (Colección del Instituto C línico de
Buenos Aires)

ISBN 978-950-12-8803-2

I. Milier, jacques-Alain 1. Psicoanálisis

J"" reim presión, 2011

Reservados todos los derechos. Q ueda rigurosam ente prohibida, sin la autorización
escrita de los titulares del copyright, bajo las san cion es establecidas en las leyes,
la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier m edio o procedim iento,
com prendidos la reprografía y el tratamiento inform ático.

® 2001 Fundación Casa del C am po Freudiano

€) 2011 de esta edición


Editorial Paidós SAICF
Independencia 1682, B uenos Aires
difusión @ areapaidos.com.ar
w w w .paidosargentina.com .ar

Q ueda hecho el depósito que previene la ley 11.723


Impreso en Argentina. Printed in Argentina

Im preso en Bibliográfíka
Bucarelli 1160 CABA,
en junio de 2011

Tirada: 50 0 ejemplares

ISB N 9 7 8 -950-12-8803-2
índice

Prefacio ........................ 11

I. Del Edipo a la sexuación

L a o r ie n t a c ió n la c a n ia n a
Breve introducción al más allá del Ec^po
Jacqites-Alain 17
El secreto de las condiciones de amor
Jacqiies-Alnin M ilkr ............................................................... 23

E s t u d io s
Síntoma y sexuación
Graciela Brodsky ........................................................................ 43
Las femineidades: el Otro sexo entre metáfora y suplencia
Marie-Héléne Brousse.................................................................. 55
El barroco de las pasiones
Geiinán L. García....................................................................... 63
¿Puede el neurótico prescindir del padre?
ErícLanrent................................................................................. 75
El padre síntoma
Robeno Mazzuca........................................................................... 83
El Edipo femenino: un interrogante freudiano
Marina Recalde............................................................................ 103
Más allá del Edipo
Graciela R u iz .............................................................................. 117
El no lo sabía: discurso y escritura
José Slimobich.............................................................................. 125
Recorrido del falo en la sexualidad femenina
Silvia £. Tendíais........................................................................ 137
C l ín ic a
El Edipo en el pase: retrospectiva
Luis E m e ta ..................................................................................... 149
El Edipo: un impasse
Oscar Z ack....................................................................................... 159
Una bronca loca
Mariana Indart................................................................................ 169
U n padre que nombre
Débora N itzcaner............................................................................ 173
La construcción de un artificio: el padre (comentario)
Beatriz Udenio................................................................................ 179

C o n f in e s
La tragedia de Sófocles
Fabián N aparstek............................................................................ 187
El tonel de las Danaides y otros tormentos infernales
Fabián Schejtman............................................................................ 191

L ecturas
N ota introductoria al artículo de R. Fox
Angélica M archesini....................................................................... 201
Reconsideración sobre «Tótem y tabú»
Robin Fox......................................................................................... 207
Los avatares del cuerpo
Claudio Godoy................................................................................... 227

I). La enseñanza del psicoanálisis

C o n fe r e n c ia s
El ruiseñor de Lacan. Conferencia inaugural del ICBA
Jacques-Alain M iller....................................................................... 245
Lo imposible de enseñar
ÉricLaurent..................................................................................... 267
PRESENTAaÓN DE ENFERMOS
El encuentro del psicoanalista con el psicótico
Jorge Chamorro............................................................................ 289
La expeñencia enigmática de la psicosis en las
presentaciones clínicas
Frangois Leguil............................................................................... 295

D ocum entos
1, 2, 3, 4 (clase del 7 de noviembre de 1984)
Jacques-Alain M iller...................................................................... 309
Prefacio

El propósito que nos trazamos al emprender este camino fue el de in­


terrogamos ima vez más sobre el E^ipo. En nuestra práctica hemos
constatado la permanencia de este mito en el discurso analítico; su in­
clusión resulta necesaria para avanzar un poco más allá y poder re­
considerarlo a la luz de la sexuación.
Del Edipo a la sexuación es un pasaje en la enseñanza de Jacques
Lacan. De esta manera se llega a la pregimta por la actualidad del
mismo, la operatividad de la metáfora paterna, la constitución de las
identificaciones y el paso a la sexuación^ neologismo introducido por
Lacan para referirse a la asunción del sexo y no para dar cuenta del
sexo biológico. Por ello, el volumen se refiere a temas tan diversos
como el Edipo femenino, el padre, la psicosis, el síntoma, el falo y la
sexualidad femenina.
Solicitamos la colaboración de miembros de nuestra comunidad
analítica, de otras disciplinas y también de integrantes de los carteles
del pase. Evidentemente, su inclusión no es azarosa, dado que se tra­
ta de un dispositivo que tiene por finalidad ofrecer una formalización
de la clínica, orientada hacia un más allá del Edipo.
Los múltiples aportes promueven la enseñanza y la investigación
en psicoanálisis. El marco de las letras lo ofrece el Instituto Clínico
de Buenos Aires, cuya conferencia inaugural -a cargo de Jacques-
Alain M iller- impulsó desde el inicio la redacción del presente
volumen.
Desde esta perspectiva se incluyen documentos referidos a la
conformación de las diferentes secciones clínicas en el mundo.

11
Por nuestra parte, tuvimos la ocasión de conocer otra faceta de la
actividad del comité, interrumpida por breves pausas que anticipaban
una nueva instancia de discusión.
Tanto empeño hubiese sido insuficiente sin la colaboración de los
autores, que con sus respuestas contribuyeron a sostener un criterio
coherente en la línea propuesta. Así pues, quienes aparecen citados en
el volumen han colaborado muy estrechamente, de una u otra forma,
en la redacción final. Esperamos que esta publicación sea para el lec­
tor un reflejo fiel de esos esfuerzos.

A n g é u c a M archesini, Fabián N aparstek ,


M arina R ecalde , Raquel V argas

12
I
Del Edipo a la sexuación
La orientación lacaniana
Breve introducción al más allá del Edipo^

Jacques-Alain Miller

¡Psicoanalistas, hubiera podido decir-¡hubiera podido decir!-, psicoanalistas,


un esfuei'zo más! Un esfuerzo más para aplastar la infamia.
¿Quién querría hoy lanzar esta exhortación absurda en la que Sa-
(le se conjuga con Voltaire? Doscientos años después del siglo de las
luces «lo infame» prospera. Lo religioso retoma y resurge en el fana­
tismo. Jacques Lacan fue un buen profeta: Dios recuperó su fuerza, y
su pasado funesto amenaza con regresar, mientras Stalin es vilipen­
diado por todos. Pero no es cosa de examinar el destino del mundo,
sino solamente la parte que atañe al psicoanálisis, y el deber que le co­
rresponde en esta nueva coyuntura.
El psicoanálisis nació del siglo de las luces, de esas luces tardías
que ~en la segunda mitad del siglo XDC- dieron al culto de la razón
el giro del cientificismo. Que del psicoanálisis haya surgido una sec­
ta, que se haya vuelto, por voltmtad de su inventor, una iglesia guar-
diana de una ortodoxia, causa risa, da tema para la sátira. Lacan se
ejercitó en ella. Pero la risa no es suficiente, y no nos exime de inte­
rrogar lo que el psicoanálisis le debe a la religión -lo que de la reli­
gión pasó al psicoanálisis y se continúa en él.
¡Psicoanalistas, un esfuerzo más para ser científicos! Es la orden silen­
ciosa que atraviesa de cabo a rabo el seminario Los cuatro conceptos
fimdamentales del psicoanálisis, única cara visible del satélite lanzado
por Lacan bajo el nombre «Los nombres del padre» (el seminario
Los cuatro conceptos... es todo lo que conocemos del que Lacan anun­
ció con el título «Los nombres del padre», a excepción de su prime-

* Texto extraído de La Cause fretidienne N® 21, París, Navarin-Seuil, 1992, pp. 7-


10. Traducido y publicado con la gentil autorización de J.-A. Miller.

17
D el E dipo a la sexuación

ra clase). Sí, el psicoanálisis aún no es laico. Freud conserva la sus­


tancia misma de la religión, decía Lacan en 1970, con ese mito cu­
riosamente compuesto sobre el padre. ¿Fue mitológico? ¿Religión?
¿Teología psicoanalítica? Sin duda el mito freudiano del padre dio
nacimiento inmediatamente con Melanie Klein a una herejía mater­
na; e hizo falta Lacan con su retom o a Freud para devolver al padre
freudiano su figura y su función, su majestad y su operatividad. Pe­
ro también por haberlo exaltado y formalizado así Lacan pudo ir
más allá.
¿Ya llegó el psicoanálisis más allá del padre? Frecuentemente se ha
reducido la enseñanza de Lacan a un «aporte», y ese aporte se lo re­
dujo en ocasiones a la teoría del «Nombre del Padre», expuesta en el
escrito «De una cuestión preliminar...». Pero muchas veces se desco­
noció el recorrido que llevó a Lacan a derribar el ídolo que se le im­
putaba haber elevado, y fueron necesarios los dichos más explícitos,
más explicativos, de sus últimos seminarios de los años 70 para que se
aceptara percibir un cuestionamiento efectivo, sin embargo, desde
1963 por lo menos, cuando la facticidad del destino de Lacan en el
psicoanálisis lo condujo a designar como tal el deseo de Freud, a fin
de extf^aerlo -ese deseo de Freud- del psicoanálisis, en la medida de lo
posible. Eso que desde entonces llamamos entre nosotros «el discur­
so analítico» es el psicoanálisis más allá del Edipo, dicho de otro mo­
do, el psicoanálisis menos el deseo de Freud.
Tenemos el Edipo, los hechos edípicos; a saber: se constata que el
padre, la madre, su relación, la relación con su demanda, su deseo, su
goce, la familia, su configuración en cada caso, son términos y temas
electivos de la preocupación del sujeto. La relatividad antropológica
del mito edípico -y de las sociedades «patriarcales»- no quita nada a
lo que Lacan llamaba su radicalidad. Por el contrario, su relatividad
antropológica valoriza aún más su radicalidad en la experiencia ana­
lítica. El más allá del Edipo solo es concebible si el Edipo es situado
en su lugar.
No sin humor Lacan denuncia, al final de su «Proposición del 9
de octubre sobre el psicoanalista de la Escuela», que una misma lógi­
ca opera en el mito edípico, la sociedad analítica y el campo de con­
centración. Formula esta lógica en «El atolondradicho» por el par de
expresiones cuantificadas que él atribuye a «la sexuación masculina».
Resume así la lógica del complejo de Edipo como el de Massenpsycho-

i8
B reve introducción al más allá del E dipo

logie, pero es para mostrar que esta fórmula libera al mismo tiempo el
espacio de la otra «sexuación», fuera del M ipo.
La disyunción de dos fórmulas escritas con el mismo predicado
permite ver que ambas lógicas tienen el carácter paradójico, no per­
cibido por Freud, del predicado fálico. El error de Freud fue, en
efecto, haber creído que ese predicado era clasificante, que distribuía
a los seres humanos en dos clases según lo tuvieran o no. El error de
Lacan en esto, que se despliega en «Los complejos familiares...», fue
haber creído de entrada que la castración no era más que un fantas­
ma para inscribir en el capítulo del fantasma del cuerpo despedaza­
do, y que traducía en lo imaginario el daño causado al narcisismo del
sujeto.
Un segundo error de Lacan, que dejó su marca en la comprensión
común de su enseñanza, fue haber coordinado la castración con el
Edipo, como lo articula la fórmula paralingüística de la metáfora pa­
terna. Sin embargo, el escrito «La significación del falo» da cuenta
de la primacía del falo sin referencia al Edipo. Coordina dificultosa­
mente el falo con el significante como tal, y ya no con el significante
privilegiado del Nombre del Padre. ¿No es decir que la ley no es cul­
pable, ni tampoco el sujeto, pero sí que la ley es artificial, como sus
juristas, que la castración no procede del padre sino del lenguaje, que
ella traduce en forma dramática la pérdida de goce que afecta al suje­
to en tanto que es sujeto del lenguaje?
Alain M erlet hace bien en recordar que el significante como tal es
oblivium, olvido, y que opera antes que la represión, sobre la relación
originaria del sujeto con el goce. El Edipo no es menos que «Tótem
y tabú» lo que Kroeber (Freud se refiere a él, Lacan lo cita) llamaba
-al citarlo, Freud no rechaza la imputación- «una historia novelada».
Los mitos freudianos del padre, el Edipo que Freud recoge de los
griegos, como «Tótem y tabú», que inventa a partir de Darwin, son
otros tantos cuentos hechos para novelar la pérdida de goce. Hubo
entonces alguien que dijo de tu goce: «Eso es mío», y que te lo robó
para no devolverlo más. Así, donde estaba el deseo de la madre, don­
de estaba el goce, advino el padre, que te lo arrebató.
El parricidio no libera, pues el padre se lleva este goce con él has­
ta la tumba. El parricidio aquí no es más que gaudicidio, aprovechan­
do la palabra latina de donde proviene, pese al uso de Cicerón, nues­
tro goce igaudiurn), no sin equívoco con el god inglés.

19
D el E oipo a la sexuación

El parricidio, supuesto asesinato de goce, ¡^ócecidio, ¿es mito o no­


vela? ¿Cómo no designarlo técnicamente con el término «racionali­
zación»? Sería necesario que el psicoanalista al menos no lo creyera,
y pusiera esta «historia novelada» en el rango de «ficciones que el im­
passe sexual segrega para racionalizar -la frase es de Lacan- él impo­
sible del que proviene».
Un real responde por esas ficciones. ¿Cómo designar ese real
apropiadamente? ¿El objeto perdido no es también un mito? Y desig­
narlo como objeto a, ¿es ir más allá del semblante? El esfuerzo por un
psicoanálisis que no fuese más una mitología (un discurso que no fue­
se del semblante) no podría satisfacerse ubicando en el lugar del
Nombre del Padre un significante cualquiera en función de amo,
pues eso no es salir del semblante. Ubicar allí el objeto a, ¿es ir más
allá? ¿Este objeto a se opone al semblante? ¿No es más bien un sem­
blante que se opaca con el acercamiento a lo real? ¿Hasta dónde se
extiende exactamente el imperio del padre, es decir, del semblante
por excelencia? ¿Qué deja fuera de él?
No hago ninguna sobrevaloración especulativa. La apuesta de la
función del padre es, en el psicoanálisis, práctica. Concierne a la di­
rección de la cura. Por eso Lacan introdujo la función simbólica del
padre desde su informe de Roma. Leo la frase que sigue a la expre­
sión «Nombre del Padre»:

Esta concepción nos permite distinguir claramente en el análisis


de un caso los papeles inconscientes de esta función con las rela­
ciones narcisistas, incluso con las relaciones reales que el sujeto
sostiene con la acción de la persona que la encama, y resulta de
ello una nueva comprensión que resonará en la conducta misma
de las intervenciones. La práctica nos ha confirmado su fecundi­
dad, tanto a nosotros como a los alumnos que indujimos a este
método. Y hemos tenido frecuentemente la ocasión en los contro­
les, o en los casos comunicados, de subrayar las confusiones funes­
tas que se derivan de su desconocimiento.

La función del Nombre del Padre responde a un uso práctico. La


apuesta de un psicoanálisis más allá del Edipo no es menos práctica.
¿Cómo no reconocer la presencia, la incidencia, la virulencia, de
los nombres del padre, los semblantes del padre, en la experiencia
analítica? ¿Y cómo negar el uso que de él hacemos? ¿Cómo no res-

20
B reve introducción al más allá oel E dipo

jplónder al semblante del padre con el semblante de ser un


Si hay una sabiduría recomendable para el discurso analítico, es la
que enuncia la máxima de ser un incauto. Si a todos Ies está permi­
tido errar, ello no ocurre con quien se vuelve hmite de la errancia -el
analista.
Pero servirse prácticamente del padre no implica rendirle culto en
la teoría. Por el contrario, reconocer el Nombre del Padre en su dig­
nidad instrumental implica arreglárselas sin él en la teoría, si el psicoa­
nálisis quiere ser otra cosa que una mitología, si debe ser algo como
«una ciencia de lo real».
Aquí se nos abre otro registro del mito freudiano. No es verdad
que los mitos del padre sean los únicos que le debemos a Freud. Otro
ciclo los completa: son los mitos dé la libido. Si Freud se atreve a ad­
mitir al final de su estudio sobre Schreber la similitud de su teoría de
la libido con el delirio del Presidente, ¿por qué no reconocer que, una
vez traspasada a la teoría, la función del padre no es menos deliran­
te? Si el Edipo es «lo que le ahorra al psicoanálisis en extensión ser
por entero deducible del delirio de Schreber», no se lo ahorra de nin­
gún modo al psicoanálisis en intensión. Inversamente, purgar al psL
coanálisis en intensión de la función del padre, y reducirla al sem­
blante, requiere elaborar una lógica de la libido, la única capaz de li­
berar lo real que responde por las pulsiones —c<nuestros mitos», decía
Freud.
Ahora bien, el mito pulsional en el psicoanálisis cuenta una histo­
ria distinta que el mito paterno. Ante todo el mito pulsional es como
una variante del mito paterno, que no relata solamente el robo de la
libido, cómo fue usurpada por un cuerpo y luego de eso condenada al
desierto de goce: el mito pulsional cuenta las migraciones de la libido.
Tal vez ensaye aquí una alegoría.
Una vez robada, usurpada, Libido no sucumbió en la prisión don­
de la tenía el Padre (puede imaginarse esta prisión en Pompeya, bajo
el emblema del falo). Libido no murió sino que se hizo nube, agua,
manantial, torrente. Yo la vertía -dice el Padre- en el tonel de las Da-f
naides; allí está resguardada. Pero nosotros sabemos lo que él no sabía:
esa no era una caja que pudiera retenerla. ¿No ves, Padre, que huyo, que
me escapo, que inicio el incendio? No, Padre, no veía que Libido se iba,
y que en el desierto mil oasis florecían. Padre creyó ser enterrado
junto a Libido. Y el sujeto le creyó -creyó que el Padre la tem'a abra-

21
Del E dipo a la sexuación

zadá étf la timertMPva-áhié ése t i e m ^ se metabolizaba ale­


gremente sin q u f nadie la reconociera. Y el sujeto era feliz, y no lo

Esta breve alegoría es para decir que la metáfora del padre fraca­
sa siempre en barrar el goce. Si hay en el mito asesinato del padre, si
hay en el delirio asesinato del alma, muerte del sujeto, ntiñéá hay áse-
sinátb dél gbbéV Esto no impide que se lo entierre y se ponga en su
tumba eí signo fúnebre del falo, significante de la muerte del goce.
Pero: El goce ha muerto^ ¡viva el goce! Helo aquí, helo allá, no está me­
nos vivo que la verdad y, como ella, habla entre líneas.
Técnicamente: a la metáfora del padre respbndé la metonimia del
goce. Del lado de la metáfora el goce es imposible, del lado de la me­
tonimia es real -lo que aún no lo vuelve permitido. Para que lo sea
todavía hace falta, no matar al padre, vía sin salida, sino reconocerlo
en su semblante.
En la conducción de la cura eso significa:
- ir contra aquello que en el dispositivo mismo de la interpretación
lleva al sujeto supuesto saber a identificarse con la función del pa­
dre, y luego tener apartado al sujeto supuesto saber de los semblan­
tes del padre;
-separar el significante amo del plus de goce, pero en provecho del
segundo, no del primero, es decir, liberar los significantes amo, y
hacer consistir el plus de goce, y no a la inversa, como hacía el psi­
coanálisis más acá del Edipo;
-no someter al sujeto bajo una ley que no es más que ficción, sino de­
jarle descubrir el porqué de los semblantes y el cómo del goce.
Hace falta para esta operación sin precedentes un psicoanalis­
ta -cualquiera- que no se la crea, un psicoanalista sin infatuación.
Más allá del Edipo no entran los nombres del padre, ni La Mujer,
ni el hombre enmascarado. N o entran, más allá del Edipo, sabios, hé­
roes, ni víctimas, ni vencidos.

Traducción: Stella Palma

22
El secreto de las condiciones de amor^

Jacques-Alain Miller

La mujer e s t a b ú

Llegamos a la tercera de las contribuciones de Freud a la psicología


de ¡a vida amorosa o de la vida erótica, que siempre podremos situar
junto a las dos primeras. Tal vez dispongamos de tiempo para pasear­
nos un poco por dos obras que aparentemente nada aproxima: el An­
tiguo Testamento y Manon Lescaut.
A partir de la condición de amor llegamos, junto a Freud, al tabú
-tabú de goce, podemos agregar. Freud nos presenta esta dificultad
interpuesta para el acceso al goce sexual, por medio del folclore, co­
mo el tabú de la vir^id a d , pero no sin extenderlo hasta la fenúnei-
dad. Entre las verdades difíciles -de soportar y acordar entre sí- que
Freud nos brinda en este texto está la de que la mujer es tabú, en tan­
to que presenta de manera manifiesta para el hombre una dificultad
para acceder a ella, que según Freud no es más que el reverso de su
propia dificultad para soportar al hombre. La verdad más general, all-
gevteinest^ que puede extraerse de ese tratado freudiano del amor es
que fundamentalmente -¡los que entran aqm deben abandonar toda
esperanza!- las mujeres no soportan a los hombres.
La única esperanza que se esboza -hay que creer que Freud soste­
nía esta verdad puesto que la formula en este texto en 1917 y vuelve
exactamente a ello con los mismos términos en 1931- es la de los se­
gundos matrimonios. La Rochefoucauld dice: «Existen los buenos

* Texto extraído de la revista Qtiorto N® 62, Bruselas, ECF, 1997, pp. 4-10.
Traducido y publicado con la gentil autorización de J.-A. Miller.

23
D el E oipo a la sexuación

matrimonios, no los deliciosos». La tesis de Freud sería que no hay


buenos primeros matrimonios. El segimdo es mejor. Si se quisiera vol­
ver a Freud nuestro maestro en la vida amorosa -lo que no pretende
de ninguna manera-, se lo pKxlría reducir a: Señoras, cásense por segun­
da vez; Señores, cásense cm viudas o divorciadas. Después de todo, el tabú
de la virginidad está allí para indicar, de manera pintoresca, antrop>o-
lógica, que existe cierto peligro en estrenar una casa.
Encuentran con esta forma precisa el tabú general de la mujer for­
mulado por Freud: Se podría decir que la mujer; enteramente, es tabú. El
enunciado hay un tabú general de la mujer es un hito en el camino del
no hay relación sexual de Lacan, y Freud atribuye su fundamento a los
primitivos.
Cuando leemos en Freud que se trata de lo que pueden* experi­
mentar y pensar los primitivos, no olvidemos su uso del término «ar­
caico», un uso que hemos rechazado. Su referencia al pueblo primi­
tivo debe aproximarse a la función que hace jugar en el análisis a lo
arcaico; es decir, para darle la forma de un eslogan que tuvo su hora
de gloria: Todos somos primitivos. Cuando Freud viste lo que nos ofre­
ce como primitivo para congraciarse con nosotros, para que pensemos
que no estamos concernidos de la misma manera por lo que está en
juego, este distanciamiento apunta a llevar a lo más íntimo al llama­
do primitivo, que es xmo de los nombres de lo éxtimo en Freud. Dis­
fraza ese fundamento alejándolo de nosotros como de los primitivos, pe­
ro no formula menos expresamente una verdad que parece ima pero­
grullada -y que de ninguna manera lo es-: la mujer es Otrv que el hom­
bre; es decir, a ese pobre primitivo le parece incomprensible, llena de
secretos, extranjera y enemiga.
He aquí las significaciones con que Freud rodea a este Otro que
el hombre, que domestican, velan, la alteridad radical de la que se tra­
ta, y que tiene en la cabeza puesto que ustedes -que leyeron sus con­
tribuciones- captan qué ridículo resultaría querer razonar acerca de
eso como la perogrullada de Platón al hacer razonar a Sócrates sobre
las esencias, y concluir, a partir de que La Mujer es Otro que el hom­
bre, que el hombre es Otro que la mujer. Sin duda es lo que se podría
extraer de ese enunciado de Freud en el nivel del Perogrullo. Salvo
que ese enunciado de que la mujer es Otro que el hombre no es de
ninguna manera susceptible de ima reversión, no atestigua en abso­
luto el enunciado simétrico.

24
El SECRETO DE LAS CONOiaOMES DE AMOR

Si uno imaginara poder jugar allí como Lautréamont jugó con los
aforismos de La Rochefoucauld, por ejemplo, se pasaría de golpe de
lo sublime a lo ridículo. En el momento en que Freud evoca la hos­
tilidad fundamental de la mujer respecto del hombre, no está de nin­
gún modo en su concepción formular un tabú general del hombre.
Por el contrario, si se pueden oponer el hombre y la mujer, en esta
oportunidad es como lo Mismo y lo Otro -para utilizar los recursos
que encontramos en Platón. No es que el hombre sería a su vez Otro
que la mujer, sino, por el contrario, que el hombre es lo Mismo mien­
tras que la mujer es lo Otro.
Lacan saca fruto de Freud, en el curso del párrafo de esta tercera
contribución, de que la mujer es el Otro como tal, que se dice en
griego etepos -donde «eros» se hace escuchar-, este que Lacan re­
cuerda explícitamente en «El atolondradicho». La mayúscula que le
ponemos al O tro indica aquí que esta palabra no debe servir como
adjetivo, lo que introduciría en la búsqueda de qué es el Otro. El
Otro con mayúscula es el Otro radical, el no semejante. Obedezca­
mos la lógica que comporta. Otro armo tal significa no semejante aun
a ella misma, a saber, no semejante incluso a ella misma.
Encontramos aquí -haciendo un salto, quizá- lo que permite de­
signar al sujeto histérico a partir del materna que escribe la falta de sig­
nificante, esto es, tal como lo presenté ocasionalmente, la falta de
identidad de sí. S es lo que se escribe en el lugar de una igualdad en la
que S podría decirse equivalente a S. Ese no semejante incluso a ella mis­
ma tal vez puede aclarar además por qué desde hace mucho tiempo las
mujeres tienen la reputación de pasarse horas frente al espejo, hasta tal
punto que es un topos de la pintura figurarlas de esa manera. Esta pa­
sión del espejo no dice, por otra parte, si es para intentar reconocerse
o para asegurarse de ser Otro que la que es. Evidentemente podemos
complicar la alternativa, pasarla a un grado superior, al plantear la hi­
pótesis de que quizá solo se reconoce a condición de asegurarse de ser
Otro. Hubiera podido traerles las consideraciones baudelaireanas
acerca del maquillaje, pero guardo a Baudeiaire para im poco más tar­
de. Ya es bastante absolutizar aquí al Otro para introducir la fundón
de la máscara, del velo tras el cual no hay nada.

25
Del Edipo a u sixüÁctdN

ÉEHOMBRE SIN AMBAGES

¿Existe una erótica de Lacan? Ciertamente hay una, que no nos


confesó -salvo por haber señalado expresamente el valor erótico de la
máscara, tras la cual no hay nada, para aquellos que llama «hombres
sin ambages». Incluso es el único consejo acerca de lo erótico por
parte de Lacan, más complicado que el de Freud: Divórdense del pri­
mero, estarán bien. El consejo de Lacan es: Háganle llevar -a la dama,
eso supone la iniciativa del hombre que se supone sin ambages- un
lindo postizo bajo im disfraz de baile; ella ya nos dirá. Se trata, desde lue­
go, de un postizo ubicado en el buen lugar para evocar con su presen­
cia la ausencia de pene. Allí está el secreto de la máscara: detrás no
hay nada. Esta ausencia de pene precipita en la máscara y en la mas­
carada, es decir, en un dar a ver tanto más generoso cuanto que vela
y evoca a la vez lo que no puede verse -en el lugar esperado, según la
lógica universal que Freud imputa al niño.
La expresión «hombre sin ambages» puede conservarse, sin duda
es una forma de decir «el hombre verdadero», «el hombre digno de
ese nombre». Pero el ambage, justamente, es la vuelta. Desde hace
mucho tiempo el singular de esa palabra cayó en desuso -todavía se
lo encuentra en Saint-Simon. La propia palabra, su significación, in­
voca el plural. La vuelta no se hace sola, se pierde en ello. El hombre
sin ambages sería el hombre que no da vueltas, el hombre que se
orienta en el asunto de lo sexual y quizás incluso el hombre para el
cual no existe el tabú de la mujer.
Ambage viene de ambe, «alrededor», y agere, «moverse», «empu­
jar», etcétera; evoca «dar vueltas alrededor». Hasta tal punto que se
podría hablar de los ambages de la pulsión, por ejemplo, si se tiene en
la cabeza su modelo circular. Por eso los ambages señalan una turba­
ción. Se hacen ambages cuando se está confuso. El hombre sin am­
bages sería ese que en el asunto del sexo no está confundido, puesto
que tras el ambe latino está el amphi griego, que significa «de los dos
lados», lo que terminó dando el valor de «alrededor».
Aquí es altamente significativo puesto que se trata del asunto de
los sexos. El hombre sin ambages es el que está bien donde está.
Después de todo, es bastante curioso que el hombre que está bien
donde está sea calificado por Lacan con una especie de «directo al
grano», «el que no da vueltas», ya que el primer valor semántico del

26
El secreto de las condiciones de amor

término «ambages» actualmente lo vuelve muy próximo a «circun­


locución». En el Littré se da como sentido de «ambages» «el circui­
to de palabras».
El grafo del deseo de Lacan podría muy bien ser calificado de
ambage, puesto que allí está escrito precisamente el camino confu­
so, turbado que sigue el deseo, para el sujeto, en la palabra. Se cap­
ta que tras el tabú de la virginidad está la dialéctica de este hombre
sin ambages; lo que se antmcia no es tanto que él sea directo sino que
no estaría turbado por la castración, no estaría forzado a vueltas y
circunlocuciones por la castración. Podría apuntar en el objeto a su
«falta en tener» lo que se trata de tener en esta dialéctica: el órgano.
El hombre sin ambages es aquel capaz de hacer pareja con la mujer
como Otro. El hombre sin ambages, según Lacan, es más bien un
complicado que se nos presenta precisamente de manera indirecta,
por un subterfugio -en latín «subterfugio» es uno de los valores po­
sibles de «ambage». Este hombre sin ambages se nos presenta indi­
rectamente por un subterfugio para excitar en él el deseo, a saber,
obtener de su dama que se vista como hombre y que lleve, además,
un postizo fálico.
Sin duda nos tranquilizamos con la expresión «un disfraz de bai­
le», y mucho más por el hecho de que es el propio sujeto el que inci­
ta a esta mascarada. Si no fuera el iniciador, esta mascarada muy bien
podría conducir al famoso encuentro en el baile de la Opera: ¡Horror!
No era ella, tampoco era éL Se invoca la invención de un seudo Mismo.
Mandarle hacer de hombre a sabiendas..., seguramente es una mujer
la que lo hace para él. Es posible pensar que para Lacan el hombre
sin ambages no excluye forzosamente el rasgo de perversión.
Todo ese breve apólogo de la mujer disfrazada está construido pa­
ra extraer lo que se podría llamar la condición de amor del hombre sin
ambages. Su objeto desfila como castrado, es decir, se muestra llevan­
do los signos de la alteridad -aquí, precisamente, las marcas que in­
dican su alteridad. Eso supone sin duda la eficacia de un lindo posti­
zo, que se sepa todo el tiempo que es una mujer. En cambio, la per­
versión de travestismo exige que el haber esté bajo el velo del no boy.
El objeto ciertamente se disfraza, pero no de baile, lo cual no impide
llevarlo al baile. Aquí más bien es estar satisfecho de que no hay bajo
el velo del hay, es decir, exhibir bajo la forma de la perversión lo úni­
co normal \normale\ que se presenta ante nosotros a partir de Freud y

27
D el E dipo a u sexuación

de Lacan, la única norma del macho [norme du mdle], el testimonio de


que franqueó el tabú de la femineidad.
La tercera contribución de Freud que nos ocupa hoy revela el se­
creto de las condiciones de amor. El secreto de las condiciones de
amor es la castración. Freud presenta el complejo de castración en la
tercera oportunidad en que se ocupa de la psicología de la vida amo­
rosa. Lacan aprende de ello al mostrar que los atractivos [appats] fe­
meninos dependen principalmente de un no tiene [n^a pas], y nos in­
troduce ya en una dialéctica del ser y el tener en la vida amorosa. La
condición de amor aquí es un no tiene que vuelve deseable, que Lacan
traduce como la ausencia de pene que hace de la mujer falo, que es lo
opuesto al fantasma llamado de la mujer fálica.
Podemos ver bien por qué ese rasgo de perversión que formulé es
el de la perversión normal, puesto que está allí para señalar el no tiene.
Ese postizo no apunta en absoluto a que se olvide la castración del ob­
jeto. Aquí ese postizo paradójico solo tiene la función de indicar la cas­
tración del objeto, su castración de tener. Habrán percibido en mis am­
bages con ese término «perversión» que estamos en una frontera entre
el postizo que hace olvidar y el postizo que recuerda la castración. Por
otra parte, esto conduce a Lacan a formular que la perversión no hace
más que acentuar la estructura del deseo en el hombre.
La condición de amor -que ya enumeramos siguiendo la pista de
Freud- es un artificio para situar a la mujer en referencia al falo y así
someterla a condiciones de identidad. Esto estipula ciertas condicio­
nes de identidad constantes del objeto que en el ejemplo de Freud es
el objeto femenino, las mismas que nos hacen sonreír cuando las enu­
meramos. Esas condiciones de amor son diversas maneras de borrar
-según la palabra creada por Lacan para unir la manera [fagon] y el
borramiento [cjfagon]-, de emparejar la alteridad de la mujer, de do­
mesticarla, regularizarla, sin hacerla desaparecer.
Podemos volver sobre la condición de tercero, con la que Freud
comienza; que sea la mujer de otro. ¿No es una manera de abordar a
la mujer como Otro? Haciéndola O tro, esta vez por medio del falo
como símbolo, es dedr, instituyendo al Otro que tendría derecho a
ella.jQue sea la mujer de otro es una manera de mantener la alteridad
fundamental de la femineidad -en mi hipótesis- al mismo tiempo que
la regulariza (darle la significación de ser la mujer de O tro domesti­
ca, tempera y rebaja esta alteridad a simple ilegitimidad del lazo).

28
El secreto de las condiciones de amor

El aplastamiento de la alteridad amenaza al matrimonio, sobre to­


do al moderno, contemporáneo, en el que verdaderamente en esta di­
mensión se hace como si fueran semejantes. Es algo que se reivindi­
ca. Existe toda una dimensión del feminismo -para darle el nombre
que ese movimiento eligió- que sostiene la reivindicación de lo Mis­
mo. Lacan eligió el momento de la emergencia de la afirmación de
ese movimiento para hacer su seminario Aun, es decir, para fundar a
la mujer como Otro, para proponer algo diferente del feminismo, pa­
ra sostener lo que es diferente de ima identidad. ¿La condición de la
mujer ligera no es también la formulación ruda, grosera, de esta alte­
ridad radical bajo la forma de la infidelidad, la alteridad interpretada
como la que no se tiene, que no se puede llevar a lo Mismo? El tor­
mento señala lo imposible que resulta poseer \ma alteridad definida
precisamente por el hecho de que ella no se deja poseer y que, even­
tualmente, posea al sujeto, a saber, que lo engañe.

M an o n Lescaut o el e sple n d o r del objeto

Quizá podamos hacer un pequeño rodeo por Manon Lescaut (ese


rodeo se impone), del abate Prévost, que es un texto que tiene su mis­
terio. Esta historia titulada por el abate Prévost Histoire du cbevalier
Des Grieux et de Manon Lescaut versa, en realidad, para nosotros sobre
los esplendores de un objeto que prevaleció sobre el sujeto, puesto
que esta novela es designada comúnmente Manon Lescaut. El esplen­
dor del objeto borró al caballero Des Grieux, que es no obstante
quien narra la historia. Nunca se sabrá lo que ella piensa. Estamos co­
mo él, solo tenemos el relato desde su perspectiva. Ciertamente se
conserva una psicología de la vida amorosa. Y la claridad extrema de
esta escrimra, su transparencia, contribuye al denso misterio de la
historia. Está escrita de manera perfectamente elegante, según el es­
tilo estándar del siglo. No presenta ningún obstáculo. De acuerdo
con las notas, las correcciones de estilo son mínimas. El abate Prévost
escribió en la primera edición (de 1731) «la querida reina de mi co­
razón», y esto se convirtió, veinte años después, en «el ídolo de mi
corazón». Se pasa de un cliché a otro. Los méritos de la escritura no
son de una originalidad sorprendente. Por el contrario, todo está es­
crito en el estilo de miles de novelitas más tarde olvidadas, que a ve­
ces se pescan en las bibliotecas. En Manon Lescaut no hay en absolu­

29
D el E dipo a la sexuación

to divinos detalles. Para los detalles, hay que ir a la pesca.


Manon Lescaut no es una figura individualizada, se la describe,
simplemente, como «de lo más encantadora». Cada uno puede ha­
cerse su idea: «Un objeto tan encantador». N o está más individuali­
zada que las heroínas de Sade, quienes, también ellas, son de lo más
encantadoras. Pero ¿qué hizo escapar del olvido a esa novela elegan­
te, marcada todo el tiempo por cierta insipidez, que posee todos los
elementos de una novela rosa? Podría ser Bemardin de Saint-Pierre,
Paul et Virginie.
Manon Lescaut y Des Grieux tienen una historia de amor del tipo
novela rosa, continuamente socavada por un engaño atroz. ¿Qué en­
contramos? Están hechos para amarse. El tiene diecisiete años, ella,
dieciséis. El la ve, la ama desde la primera mirada. Ella también lo ama.
Podría detenerse allí. Aparentemente, no hay mucho para retener del
enamoramiento de Des Grieux por Manon Lescaut. Está junto a un
compañero suyo en Amiens. Ve llegar el coche de Arras. No tenemos
otro designio más que saber quiénes ocupan ese coche.

Salieron algunas mujeres, que se retiraron rápidamente. Solo que­


dó una, muy joven, que se detuvo sola en el patio, mientras un
hombre de edad avanzada que pareda servirle de conductor se
apuraba por sacar su equipaje de los cestos. Era tan encantadora
que yo, que jamás había pensado en la diferencia entre los sexos y
que quizá nunca miré a una joven más de un minuto, yo, al que
todos admiraban la sabiduría y la moderadón, me encontré en­
cendido de golpe, hasta el arrebato y la locura.

Se aproxima y se entera que es enviada por sus padres para ser re­
ligiosa.
¿Qué subyace tras esta historia? Allí está finalmente el misterio,
y es lo que se bautiza «la perfidia de Manon». En efecto, repetida­
mente, Manon dice demasiado que sí (la historia se compone de esas
cuatro o cinco repeticiones). Manon dice que sí a cierto número de
proposiciones deshonestas, cuando no las suscita ella misma. De ma­
nera siempre encantadora, se libera haciéndose raptar por los servi­
dores del padre de él. Tiene un dejo de tristeza en los ojos. Se in­
quieta y, de golpe, la raptan. Es la primera de sus perfidias, puesto
que hay otras más singulares, una más espantosa que otra. En la úl­
tima decide engañar a un señor de fortuna, a quien dice: «Seguro,

30
El SECRETO DE lAS CONDICIONES DE AMOR

vuelvo»; y luego le envía una notita: «Finalmente, me quedo aquí,


pero te mando a alguien en mi lugar». La perfidia de Manon indig­
na al pobre Des Grieux, que se ve reducido al estado de engañado
[dupe] -palabra que está en la novela y que solo existe en femenino,
la dupe [el engañado]. Uno es engañado y, de golpe, se feminiza. La
historia podría continuar por el impulso adquirido. Se casa con ella,
tienen muchos hijos, o bien olvida la perfidia para siempre. El pro­
blema es que a partir del momento en que está con ella todo se des­
vanece. La encuentra absolutamente sincera, amante, encantadora;
solo piensa en él, vierte lágrimas incluso para la historia de la reem­
plazante: «Creía que eso te agradaría. Solo te pido la fidelidad del
corazón». Repetidamente encontramos ese pasaje: «Las caricias de
Manon disiparon en un momento la tristeza que me habían produ­
cido las maldades que pudo hacerme».
¿Qué fascinó en esta historia? Es indudable que ella lo ama. Con
igual inspiración lo engaña repetidamente. Cuando expresa su amor,
como dice Des Grieux: «Me parecía imposible que Manon pudiera
engañarme». Existe una sorprendente ambigüedad en la novela. Por
un lado, es Bemardin de Saint-Pierre, una historia angelical, en la
tradición de la princesa de Cléves; f>or otro lado, tiene todos los mias­
mas románticos del amor por la diabólica, y aquí volvemos a encon­
trar a Baudelaire. Manon es el símbolo de la diabólica. Finalmente
uno es estafado por esa novela. Suceden pocas cosas, incluso, de ma­
nera ampliada, siempre es la misma historia. Es un estilo límpido que
impide que se vaya a ver detrás.
En los parajes de este enamoramiento, sin duda está el amigo, el
compadre, Tiberge, presente durante toda la historia, pero también
hay un hombre de edad avanzada que circula en el perímetro donde
conoce a Manon. Es el conductor del coche, que debe de cuidarla,
y al que más adelante ella llama su «viejo Argus». Nosotros, alerta­
dos por Freud, vemos que en el momento mismo en que encuentra
por primera vez el objeto de su amor, ya existe otro hombre, que
cuida de ella y que ya está en posición de hurtarla. También está pre­
sente que es enviada por sus padres para ser religiosa. La historia su­
giere que era la prometida del Otro. Con esta llave se percibe que
de manera discreta, con máscaras diferentes cada vez, esta instancia
no deja de acompañar ni un instante a Manon. Luego, su hermano,
el horrible señor Lescaut, pretende ser el rufián de su hermana y,

31
D el E oipo a ia sexuación

eventualmente, del joven Des Grieux, quien lo rechaza. Está tam­


bién ese propietario, hasta que se la arrebate propiamente la ley de
la justicia accionada por los viejos carcamanes de esta historia, el pa­
dre de Des Grieux y un señor algo libertino al que ella engañó, el
misterioso G. M.
En el final terrible de la historia, Des Grieux se exilia con su ama­
da en Norteamérica, país de salvajes en esa época. Parece que pagó el
precio para quererse con ella como tórtolos. Luego surge sin explica­
ción la figura tutelar del gobernador de Nueva Orleans, quien deci­
de casar a Manon con su sobrino, y arrancarla entonces a Des Grieux,
lo que lo fuerza a partir al desierto. Insistentemente y, al final, a la
manera de una verdadera resolución del comendador, vemos repetir­
se esta instancia de separación que parece indicar que Manon perte­
nece principalmente a otros en el orden.
También se puede ser sensible a una historia que en esa misma
novela es una duplicación singular. Manon comienza por seducir, es
decir, sacarle dinero a un viejo libertino, el señor de G. M. padre. Se­
gunda historia, un poco más tarde hace lo mismo con el señor de G.
M. hijo. Manon, que encama perfectamente a la Dime, se muestra
capaz de seducir al mismo tiempo al padre y al hijo.

E l m isterio de M a n o n

Esta novela conservó su misterio, hasta tal punto que las interpre­
taciones respecto de quién es Manon se oponen: ¿es ángel o demo­
nio? ¿Se trata de Berdardin de Saint-Pierre o de Baudeiaire?
Manon se resuelve con la llave de Freud. Por singular que parez­
ca, se puede dar cuenta de ella indicando que Manon es la madre
ffeudiana. Esta instancia vuelve compatible -lo que parece incom­
prensible en la lectura del texto- que por un lado ame a su Des
Grieux como una Julieta amaría a su Romeo y que, al mismo tiempo,
lo traicione repetidamente. Eso no impide que en el momento en que
la encuentra lo consuele de inmediato. Lo ama tanto como antes. Se
lo dice y él le cree. Lo que es presentado como algo «insensato» -la
palabra está en la novela- encuentra su equilibrio si se piensa que la
madre ffeudiana posee ella misma esta Dimenbafiigkeit. El encanto
de la novela está en la oscilación en la que se encuentra Des Grieux
-ese narrador masculino-, oscilación entre el encanto de su presen-

32
E l secreto de las condiciones de amor

cía, que borra todo, y la tristeza de su infidelidad, que le hace unir en


la misma frase los calificativos «sincera», atribuido a Manon, al mis­
mo tiempo que «versátil». Des Grieux se ve obligado a formular que
está frente a Manon como ante una figura desprovista de sentido y,
además, de buena fe. Ella lo engañó. Es perjurio. La infiel pasó la no­
che con el señor de G. M. hijo. El llega con la injuria en la boca. Ella
calla, luego; «Debo de ser culpable -m e dijo tristemente-, puesto que
pude causarle tanto dolor e inquietud, pero que el cielo me castigue
si creí o se me ocurrió serlo». El: «Ese discurso me pareció tan des­
provisto de sentido y de buena fe que no pude defenderme con un vi­
vo movimiento de cólera. Eres una pilla, y ima pérfida [...]».
Resulta claro que lo que fascinó en la figura de Manon, sin que sea
dado como motivo, es el modelo de una mujer amante que, no obs­
tante, no quiere ser toda para él. Sea como fuere, existe allí una pe­
queña indicación acerca de esta llave freudiana. En determinado mo­
mento su padre le reprocha seguir con esta prostituta. ¿Qué le dice
Des Grieux? «Acuérdese de mi madre. Usted, que la amaba tan tier­
namente, ¿hubiera soportado que la arrancaran de sus brazos? La
habría defendido hasta la muerte». Y el padre: «No me hables más de
tu madre, su recuerdo despierta mi indignación». Es la única alusión
a la madre.
Existe otro rasgo destacable. Al final de la novela ia pobre Manon
muere, y las últimas líneas son para indicar que el narrador se entera
de la muerte de su padre. Poco después del fallecimiento de Manon
nos enteramos de la muerte de esta figura con peso en toda la nove­
la, ese padre al que respeta, que regularmente le pide que le rinda
cuentas acerca de su pasión culpable.
¿Qué quiere Manon? Él no lo sabe bien. En determinado mo­
mento dice; «¿Por qué corre así tras los hombres de fortuna?». Y ella
explica muy claramente: «Corro tras ellos por ti». Esta prostituta
busca un rufián: «Trabajo para volver a mi caballero rico y feliz». El
equívoco de su figura es que se presenta como puta para ser madre,
es decir, para poder abastecer a Des Grieux, quien durante toda la
novela se presenta como un hijo. Ese rasgo es completamente deci­
sivo. Des Grieux nos narra la historia de un hijo. Se interroga, el po­
bre, no entiende lo que le atrae en otra parte. Dice: «Ella compren­
de el deseo ardiente. ¡Dios del amor! ¡Qué grosería de sentimien­
tos!». Es mucho más preciso. Manon está en la búsqueda del tener y

33
D el E díI’o a la sexuación

Des G rieux, como hijo, es fundam entalm ente el que no tiene.


Lo que aparece -casi invisible, en el corazón de esta novela- es
que entre ellos existe una relación de xm doble narcisista. Ambos es­
tán en la situación de no tener, lo que explica la permanente atracción
de Manon por esos hombres que tienen. Des Grieux dice en un mo­
mento -de pasada, pero tiene motivos para retener nuestra atención-:
«Ella no podía soportar el nombre “pobreza”». Manon Lescaut re­
chaza incesantemente el significante de la mujer pobre. Se presenta
de manera conmovedora -siempre en la interpretación de Des
Grieux- que ella engañó una vez más: «—M e amas, pues, extremada­
mente. / —^Mil veces más de lo que puedo decir. / — ¿No me dejarás
nunca entonces? / —No, jamás». Sigue; «Y me confirmó esta segu­
ridad con tantas caricias y promesas, que me pareció en efecto impo­
sible que ella pudiera olvidarlas alguna vez. Siempre estuve persuadi­
do de que era sincera; ¿qué razón tendría para contradecirse hasta ese
punto? Pero ella era aún más volátil; o mejor, ya no era nada, y no se
reconocía ella misma [he aquí el Otro]. Cuando tenía ante sus ojos
mujeres que vivían en la abundancia, se encontraba en la pobreza y
en la necesidad». He aquí lo más preciso que hay en esta historia so­
bre lo que le atrae. Es la presencia de la Otra mujer, que tiene. Ma­
non Lescaut es esta figura de mujer constituida sobre el rechazo del
significante de la mujer pobre, «Desprovista de sentido y de buena
fe», como dice el abate Prévost.
Sin duda esta escritura, que está en el grado cero, esta escritura sin
marca personal y sin detalle sobre el personaje, hizo que esta novela
fuera tan propicia para la proyección imaginaria. Esta ausencia de de­
talle hace de la novela una pantalla con una proximidad sorprenden­
te con la matriz lógica que vimos. N o alcanzamos a acomodarnos con
el personaje de Manon Lescaut, en el sentido de la óptica. Hay como
una diplopía de ese personaje. Des Grieux y Manon parecen tan se­
mejantes, tan hechos el uno para el otro, que se tom a mucho más
perturbadora la insistencia en la alteridad y la sxistracción.
Se capta en esta historieta cómo la relación especular, para reto­
mar los términos de Lacan, suministra tina pareja imaginaria homó-
loga a la relación simbólica madre-hijo. P or un lado, hay una relación
a-a'de Des Grieux y de Manon, en la que son efectivamente comple­
mentarios, encajan, son iguales. En esta historia de pillos, de engaño
atroz, son solidarios en la falta en tener. Por otro lado, esta relación

34
E l secreto de las condiciones de amor

narcisista, especular, es al mismo tiempo homologa a una relación en


lo simbólico en la que Manon parece siempre destinada al Otro en
tanto que tiene. El prestigio de la novela proviene precisamente del
carácter indeciso de Manon, que se reparte en esta oscilación de lo
imaginario a lo simbólico. Es lo que vuelve tan encantadores a esos
dos pillos, que juegan a engañar al Otro con xma inmoralidad fresca,
ingenua y muy convincente. Juegan a engañar al Otro, quien tiene los
derechos y los medios.
Toda la novela se desarrolla en el encanto -una historia de amor
en su vertiente novela rosa-, en la dimensión de que el padre no
sabe. En definitiva, el padre de los ojos cerrados es una figura del pa­
dre muerto. Si hiciéramos un tratado del padre, un tratado para el
padre, cómo ser un buen padre, se desprende de Manon Lescaut, co­
mo de Freud y de Lacan, que el padre debe saber cerrar los ojos. La
cuestión es saber si debe cerrar los dos o uno solo; es decir, es esen­
cial para el deseo que pueda no saber todo. Cuando el padre se iden­
tifica con todo el saber, las consecuencias son nefastas.

¿Qué otra c o s a quiere u n a mujer m á s q u e el a m o r ?

También se extrae de Manon Lescaut que el hombre ama a la mu­


jer como hijo, es decir, en tanto que no tiene, en particular en tanto
que no tiene todo lo necesario para colmarla. Por eso busca en otra
parte.
Manon encarna asimismo la pregunta ¿qué quiere una mujer? Aquí
bajo la forma de ¿qué otra cosa quiere una mujer mas que el amor? ¿Por
qué permanece marcada por un deseo que es otro, un deseo Otro?
Ahora se podría escribir la historia de Manon Lescaut cubierta de
regalos, lo que no le impide amar a tm don Nadie, que no tiene. En­
cuentran esta versión en el seminario ✓de Lacan cuando evoca a la mu-
jer colmada por el rico protestante. El la llena de joyas. Pero duran­
te la noche él guarda las joyas en el cofre. La mujer colmada por el
rico termina partiendo con el cartero.
En efecto, tenemos en Manon la presentación literaria de este des­
doblamiento interno de la figura femenina, que se encuentra en la de­
gradación más general bajo la forma del desdoblamiento extemo. Allí
es necesario volver a la tercera contribución de Freud, que exhibe una
figura que debe erigirse frente a Manon: la Judith bíblica, la Judith del

35
D el E dipo a ú sexu /^ión

dramaturgo Hebbel. Existen muchas otras Judith. Está la de Du Bar-


tas, por ejemplo, del siglo XVI, que es bastante ligera en algunos lu­
gares. Elstá la Judith de Giraudoux. Las tres contribuciones de Freud
a la psicología de la vida amorosa convergen en una figura femenina
completamente distinguida, la Judith de Hebbel, que orienta, escande
el conjunto de estas contribuciones. Esta contribución parece formu­
lar que también para la mujer el objeto es sustitutivo, y que este obje­
to es el padre.
Freud practica en esta tercera contribución un desciframiento edí­
pico. El padre que aparece como dominante no es el padre como
Nombre del Padre sino como objeto de deseo. También formula que
la mujer no tiene acceso al padre, de manera simétrica a la falta de ac­
ceso del hombre a la madre. Todo el recorrido de Freud sobre la se­
xualidad femenina será para desmentir esta simetría que sigue presen­
te en esta tercera contribución y que parece decir: El padre es para la
niña lo que la madre espara el niño. De este modo, Freud formulará que
la libido es masculina para ambos sexos. Incluso planteará a la madre
como objeto primordial para ambos, y al padre, como sujeto de una
identificación primordial para los dos sexos. Es como si asistiéramos
a esta prohibición del Nombre del Padre, que recae sobre el padre
como deseo.
NP

Freud nos prepara una introducción antropológica que comienza


por poner en evidencia, con la ayuda de los primitivos, una cuestión
y una antinomia de valor sexual: primero, una alta estimación del ca­
rácter intacto de la mujer, de su virginidad; segundo, la propia desflo­
ración; la primera relación sexual es objeto de una prohibición: su
nuevo esposo no debe cumplirla. ¿Cómo se conciban estas dos pro­
posiciones, que esta virginidad sea tan valorada y que al mismo tiem­
po no deba ser conquistada por el esposo? ¿Por qué el cumplimiento
del primer acto debe estar reservado a otro, a un funcionario, a un
empleado? Se destaca el lazo entre el permiso y la prohibición, como
si el estatuto primero del sexo, y especialmente el de la mujer, fuera
prohibido; y un espacio permitido podría abrirse, aimque se entre­
cruza en un punto, en una zona con la prohibición. De manera tal
que el primer acto sexual estaría de todos modos alcanzado por la

36
El secreto de las condicic»ies de amor

prohibición. Asistimos a ese desdoblamiento entre lo prohibido y lo


permitido, y cuando debería abrirse la dimensión de la sexualidad le­
gítima, esta zona, esta circunscripción permanece marcada por un
menos-uno.

P ro h ibid o P er m it id o

El primero no puede ser para ti. El no-todo de la mujer adquiere el


valor de una inoompletud. El no-todo es, en todo caso, menos el prime­
ro, que Freud extiende ocasionalmente al primer matrimonio. Pero no
se inquieten. Si eventualmente hay que llevar su maldición al primer
matrimonio legítimo, es porque sin duda se supone que este es al mis­
mo tiempo el momento en que la esposa accedió por primera vez al ac­
to sexual. Eso atenúa seriamente su maldición, pero tal vez no la borra
por completo. La cuestión, en todo caso, está planteada por Freud, a
quien vemos muy aficionado a los detalles antropológicos. ¿Quién lo
hizo? ¿Cómo? ¿Es simplemente perforar el himen o ir más lejos? A cau­
sa de la guerra, las obras, en inglés en su mayoría, no están disponibles.
Propone tres explicaciones: el tabú de la sangre, que sería una sus­
tancia peligrosa de hacer correr; el tabú del comienzo (el llamado pri­
mitivo rutinario tendría una angustia generalizada frente a lo desa­
costumbrado); la mujer tabú en su conjunto. Hace de la alteridad el
principio de la degradación. En este punto preciso introduce el com­
plejo de castración mediante el narcisismo de las pequeñas diferen­
cias, es decir, de esa relación entre los semejantes, donde señala, se­
gún Crawlay, el odio que se enlaza al detalle de la diferencia. La libi­
do se enlaza a ese detalle.

E l principio d e degradación de la mujer

En la misma línea, Freud introduce por primera vez en esta pro­


blemática de la vida amorosa el complejo de castración, en el que ve

37
Del Eo\po a la sexuación

el principio de la degradación de la mujer por parte del hombre, que


no figuraba en absoluto en su segunda contribución, y también el
principio de la hostilidad de la mujer hada el hombre. Formula: El
h&mbre degradará a la mujer y la mujer odiará al hombre. Es la maldi­
ción freudiana sobre la reladón entre los sexos, que se hace en térmi­
nos de juicio de valor. N o está simplemente el juicio de existencia, el
juicio atributivo, está además ese juicio de valor que parece tan esen­
cial en la problemática freudiana, y que mantendrá siempre. En 1931
formulará que cierta dosis de despredo por la mujer es lo que resta
de la influencia del complejo de castradón. Incluso verá allí, hacien­
do un salto, el principio de la homosexualidad masculina, su justifica­
ción. Existen otras salidas. En 1927, en su artículo sobre el fetichis­
mo, formula el fetichismo chino que consiste en lesionar el pie feme­
nino, lisiarlo, duplicar la castración con una enfermedad provocada,
y venerar ese pie. Así, el chino -el chino freudiano- agradece a la mu­
jer haberse sometido a la castración. Pero la palabra «desprecio» no
alcanza. Está también esta vía que Freud indica en forma divertida, de
pasada, que va hacia la sobrestimación de la mujer y, ocasionalmente,
la degradación del sujeto masculino (el caballero) ante la mujer para
agradecerle haberse sometido a la castración. Una vez que ella está
coordinada al falo, aparece la vía del desprecio y del reproche y la del
agradecimiento por haber aceptado padecer el orden del significante.
Los reproches masculinos ocupan un lugar importante en la que­
ja femenina hacia el hombre. Vemos al desdichado sorprendido por
el efecto de sus reproches. El reproche masculino apunta a la castra­
ción femenina a nivel del tener, por anodino que sea. Por eso siem­
pre hay algo para reprochar a las mujeres; esencialmente, se les pue­
de reprochar no ser hombres. Es un punto fundamental en Freud, in­
cluso cuando todavía no destacó el lazo entre la castración y el juicio
de valor. Para Freud el estado amoroso es principalmente lo que tras­
torna la facultad de juicio. El objeto toma el lugar del ideal del yo, de
manera tal que los reproches callan. El estado amoroso de un hom­
bre hacia una mujer existe cuando cesa de reprocharle ser una mujer.
El sujeto ya no puede juzgar al objeto, solo puede exaltarlo. Esto apa­
rece en la historia de Des Grieux y Manon. Vemos que el reproche
tan justificado de Des Grieux en presencia del objeto pierde rápida­
mente todo su sentido de realidad. Hay un pasaje que dice: «¿Quién
sería para poder juzgar a Manon?».

38
E l secreto de las condiciones de amor

Es necesario ahora que pase por las diferentes razones que Freud
enuncia de la hostilidad femenina fundada en el complejo de castra­
ción. Sin duda nota que el esposo nimca es más que un sustituto, que
el objeto originario de la mujer es el padre, pero desdoblado por otra
anotación que no es directamente edípica. Para él, decirlo en térmi­
nos edípicos equivale a afirmar que el goce que ella obtiene del obje­
to masculino no es el bueno; o sea, el hombre sustituto es en tanto tal
incapaz de satisfacerla. Y hay una falta en gozar que se instatua a par­
tir de que el hombre sustituto se mide con el falo. Da algunos ejem­
plos: la desfloración mediante el falo de madera en India; o en la cos­
tumbre romana, la joven casada se sentaba sobre un falo de piedra.
Medimos al hombre sustituto con el falo, y el padre no es forzosa­
mente la última palabra.
Rápidamente, puedo anunciarles cómo presentaré la próxima vez
la contribución de Lacan, la unión, justificada a partir de Freud, del
falo y la libido, es decir, de qué modo la libido es esencialmente un
valor móvil, puede ser escrita con un valor a partir del significante.
Lacan apunta aquí a mostramos cómo la libido está escrita en carac­
teres fálicos.

29 de marzo de 1989

Traducción: Silvia Elena Tendlarz

39
Estudios
Síntoma y sexuación

Graciela Brodsky

Si aceptamos la idea de que el síntoma es nn partenaire del sujeto -tal


vez el más fiel y el más necesario, porque aporta un goce que suple la
inexistencia de la relación sexual-, y admitimos que esa es su función
en la economía libidinal del sujeto, más allá de su envoltura formal y
de su sentido, es posible sospechar que dicha suplencia no ofrece la
misma solución a hombres y a mujeres, y que entonces no solo se
puede proponer la existencia de síntomas masculinos y síntomas fe­
meninos, sino también indicar que incluso un mismo síntoma cum­
ple su función de manera diferente según sea soportado por uno u
otro sexo. En resumen, se trata de interrogar la incidencia en el sín­
toma de las lógicas que rigen la sexuación.
Que los síntomas y las estructuras clínicas que los agrupan se re­
parten de manera desigual entre hombres y mujeres es algo que for­
ma parte de la dóxa psicoanalítica: la predominancia de la histeria en
las mujeres, de la obsesión en los hombres, la escasa incidencia de la
perversión femenina, bastan como ejemplos. La idea no es nueva y
Freud se ocupó de ella en su artículo «Algunas consecuencias psíqui­
cas de la diferencia anatómica entre los sexos». Atmque nuestra ópti­
ca difiere de la suya -porque allí donde él coloca la anatomía noso­
tros, siguiendo el camino trazado por Lacan, ubicamos la lógica- el
problema que hay que resolver sigue siendo el mismo.
Ilustraremos nuestro punto de vista con im caso clínico que elegi­
mos, precisamente, porque presenta un síntoma que Freud examina
en su texto de 1925: los celos. Es verdad que él no los ubica como un
síntoma sino como un rasgo de carácter, pero no es difícil demostrar,
según la orientación del curso de Jacques-Alain Miller, que a partir de
determinado momento -especialmente de «El yo y el ello»- Freud

43
D el E dipo a ia sexuación

extiende la categoría de síntoma a la totalidad de la existencia del su­


jeto. Por cierto que esta perspectiva no hace ni al síntoma ni a los ce­
los dóciles al tratamiento psicoanalítico, y esto por distintas razones.
En primer lugar, es frecuente que los celos no se presenten como
un significante enigmático cuya significación el sujeto busca a través
del analista, sino que parecen en gran medida comprensibles, carga­
dos de significación y ubicados a nivel de los afectos, tal como los tra­
tó la tradición literaria y filosófica, que hizo de ellos una pasión. Al
mismo tiempo es evidente que los celos son pensamientos («Víboras
mis pensamientos que en mis entrañas se ceban», escribe Cervantes),
pero se trata de pensamientos que rechazan el inconsciente, puesto
que se los toma como índices de ima verdad que podría verificarse.
De todos modos, veremos más adelante el carácter ambiguo de esta
verificación y su relación problemática con el saber. Lo cierto es que
si los celos son una pasión, son pasión de la ignorancia. Esta pasión
-que se acompaña en el celoso con una obstinada búsqueda de la ver­
dad- los transforma en un obstáculo, tanto para la asociación libre
como para la interpretación, que pone de manifiesto el síntoma en su
aspecto menos descifrable y más resistente.
Freud se refiere a esta dificultad en «Sobre algunos mecanismos
neuróticos en los celos, la paranoia y la homosexualidad», donde reco­
mienda que en el tratamiento del paciente celoso se evite poner en
entredicho el material en que se apoya, y da la siguiente indicación:
«sólo puede procurarse moverlo a que lo aprecie de otro modo». Este
otro modo responde a las dos grandes tesis de Freud sobre los celos.

I) La proyección de la propia infidelidad, que reserva para los celos


masculinos como una consecuencia de la represión de la corrien­
te sensual dirigida al objeto materno a raíz del Edipo, y cuyas con­
secuencias describió en sus «Contribuciones a la psicología del
amor». Los celos por proyección podrían formularse así: No soy yo
el infiel, es ella.
II) La homosexualidad inconsciente, que si bien Freud vincula con
los celos típicamente masculinos y delirantes, es también una re­
ferencia que emplea para dar cuenta de los celos femeninos y neu­
róticos como los de Dora por la Sra. K. Elsta segunda forma se re­
sume en la fórmula: No soy yo quien lo ama, es ella, o su equivalen­
te femenino No soy yo quien la ama, es él.

44
S íntom a Y SEXUAaóN

Desde la perspectiva freudiana podría decirse entonces que los ce­


los -especialmente los masculinos- corresponden a una gramática de
la vida amorosa derivada del complejo de Edipo.

C elos Y COMPLEJO DE E dipo

Es posible resumir así esta postura freudiana en tom o de los celos


masculinos: dificultad para la interpretación, origen edípico, meca­
nismo de proyección y ligazón con la homosexualidad inconsciente.
Podemos encontrar estos elementos en \m caso clínico sobre el que
nos gustaría hacer algunos comentarios, y que nos dará la ocasión de
considerar la fimdón de los celos desde un aspecto distinto del de
Freud.
Se trata de un hombre que consulta para resolver una situación en
la que se siente atrapado y cuya señal es la angustia. Tiene una mujer
y una amante y ambas lo presionan para que opte por una o por otra.
La lista de los pros y los contras se hace rápidamente tan intermina­
ble como inútil. Es claro, y él no se engaña en este punto, que su
mujer está al tanto, jra que no es la primera vez que esto sucede; tam­
poco ignora que para él no se trata de una u otra, sino de la una y la
otra. La una, su mujer, se diferencia del resto, y exceptuándose del
conjunto de las amantes, parece sostenerlas. Las otras son las que lo
enloquecen de celos. Estas mujeres tienen en común un rasgo que
define así: son «hembras al acecho», «hembras en celo». El equívo­
co entre celo y celw puso de relieve la relación entre el síntoma y la
idea que este hombre se hacía del goce ilimitado de La Mujer.
A estas amantes las llama por teléfono a toda hora y desde cualquier
lugar, las sigue, las espera durante horas, las espía. El relato de haber
pasado una noche entera agazapado tras una ventana dio ocasimi de in­
terpretar: «Ventanas y celosías», aludiendo al objeto en juego en sus
asechanzas nocturnas y evocando esas persianas que los musulmanes
inventaron para guardar celosamente a la mujer casada de las miradas
de los hombres de la calle, al mismo tiempo que le permitrín mirar sin
ser vista. Estas mujeres se ubican en la Imea materna. Su madre «no era
una santa», y él tiene grabada en la memoria una imagen de cuando era
niño y apenas disponm del lenguaje, en que la ve alejarse y desde el bal­
cón le grita, como el Hombre de las Ratas en su ataque de furia, la úni­
ca injuria que acude a sus labios: «¡Burra!».

45
Del Edipo a ía sexuación

Todas las variantes de este insulto son empleadas por él en la ac­


mé de la escena de celos. Nuestro celoso interroga a su amante hasta
obtener una confesión, y a partir de allí se despliega una secuencia
más o menos típica: la insulta, le pega; ella le responde; él se impone
hasta el punto en que ella cede, se doblega y pide perdón; entonces él
se excita, y terminan amándose. Mientras hacen el amor el interroga­
torio continúa: ¿qué sintió ella con el otro?, ¿con quién gozó más?,
etcétera.
¿Hasta dónde puede llegar un hombre para obtener de una mujer
la confesión de lo que se supone que sabe? En el libro de los Núme­
ros se describe, por ejemplo, eljuicio y ojhnda de los celos.

Si el marido sospecha algo y llega a sentir celos por ella, se haya o


no deshonrado en realidad, la llevará al sacerdote y ofrecerá por
ella cuatro kilos y medio de cebada [...]. El sacerdote llamará a la
mujer y la pondrá delante de Jehová. Echará agua santa en una va­
sija de barro y tomando un poco de tierra la mezclará con el agua.
Conjurará a la mujer así: «Si no te has acostado con otro hombre,
no te has desviado ni te has deshonrado siendo infiel a tu marido,
sea inofensiva para ti el agua de la maldición- Pero si te has des­
viado y deshonrado, si otros que no eran tu marido han dormido
contigo, que Jehová te haga objeto de maldición y execración en
tu pueblo, que se marchite tu fecundidad y se hinche tu vientre»,
[...] La mujer contestará: «Amén, amén».

Lo interesante de esta ceremonia es que solo debe realizarse: a) si


existen sospechas de que la mujer se desvía de su marido y le es infiel
teniendo relaciones camales con otro sin saberlo el marido; b) si se
ha deshonrado en secreto, sin que haya testigos contra ella y sin ha­
ber sido sorprendida en el acto. Es decir que el juicio solo es posible
si no hay pruebas. Se trata de obtener la revelación de la verdad allí
donde no hay verificación posible.
En el rito no es la mujer la que responde, el saber está puesto en
Dios y de él se espera un signo. Nuestro paciente, en cambio, está un
poco más acá. Como para él el sujeto supuesto saber es La Mujer, da
un paso más para encontrar detrás de las historias que su amante le
cuenta, aquello que no le dice. Entonces invita al rival de tum o a
compartir cama y mujer para ver la expresión del rostro de ella cuan­
do goza.

46
S íntoma y sexuación

Repasemos las piezas con que contamos:


Tenemos su propia infidelidad y la divergencia del objeto tal co­
mo Freud la describe en «Sobre la más generalizada degradación de
la vida amorosa»; y es interesante destacar que esos dos objetos que
le quedan disponibles al hombre tras la interdicción del Edipo, el
tierno y el sensual, se instalan con independencia de las característi­
cas reales del objeto materno. Que su madre entrara en la categoría
de la Dime no impidió que este hombre inventara una mujer, la pro­
pia, con la que el goce quedaba excluido, porque ella no entraba ja­
más en el juego de las sospechas y los interrogatorios.
Tenemos luego, dentro del conjunto de las amantes, una mujer li­
gera a la que hay que vigilar y que siempre deja entrever al rival en el
horizonte.
Tenemos por fin la ligazón homosexual con el rival, heredera del
amor al padre en el Edipo.

C elos Y SEXUACIÓN

Una vez ubicadas buena parte de las coordenadas que Freud nos
propone para armar el caso siguiendo las consecuencias del comple­
jo de Edipo en el varón, tomaremos una orientación diferente y,
guiados por Lacan, separaremos los celos masculinos del complejo
materno, para ubicarlos como una consecuencia de la sexuación, más
precisamente, como un efecto que la sexuación femenina produce
del lado masculino.
¿A qué nos referimos cuando hablamos de sexuación? En primer
lugar indicamos que, más allá de las condiciones biológicas, es nece­
saria una implicación subjetiva del sexo, que a lo largo de casi toda su
enseñanza Lacan llama «asunción»: «Asunción por el sujeto de su
propio sexo, que es, de hecho, que el hombre asuma el tipo viril, que
la mujer asuma cierto tipo femenino, se reconozca, se identifique con
su función de mujer». ^ Por cierto, la idea de asumir implica que bien
puede no hacerlo, rechazarlo, que la declaración «soy hombre» -o

1. J. Lacan, Le Séminaire, livre Les fitrm ations de Vinconscient, París, Seuil, 1998,
p. 166 (la traducción es nuestra).

47
D el E dipo a la sexuación

«soy mujer»- es siempre problemática y requiere que se precise des­


de dónde, desde qué punto de mira se ubica el sujeto para afirmarlo.
Juanito, por ejemplo, responde en el plano imaginario a los emble­
mas de la masculinidad, pero, por heterosexuales que sean sus elec­
ciones de objeto, su posición sexuada inconsciente es femenina, pro­
ducto de la identificación con el objeto del deseo materno.
El Hombre de los Lobos, para continuar con los casos paradigmá­
ticos de nuestra clínica, está pensado por Freud para distinguir, entre
otras cosas, los rasgos de identificación viril de los rasgos de identifi­
cación femenina, que se verifican, por ejemplo, en los síntomas intes­
tinales. En Schreber, por otra parte, ser la mujer que les falta a todos
los hombres no remite a una identificación imaginaria con los hábi­
tos que envuelven el objeto i(a), ni a una posición sexuada inconscien­
te, sino a un esfuerzo por limitar lo real de un goce que irrumpe ba­
jo la forma de lo hermoso que sería ser una mujer en el acoplamien­
to sexual. Se comprende entonces que en un sujeto pueden coexistir
posiciones encontradas provenientes de la diferencia entre lo que la
sexuación le debe a lo imaginario, a lo simbólico y a lo real.
La segunda cuestión que hay que tener en cuenta es que la sexua­
ción depende de la acción del significante sobre el sexo biológico, y
que solo hay sexuación si un sujeto se inscribe de alguna manera res­
pecto de la castración y su significante: O. Por un lado está el sexo
biológico localizado en un cuerpo eminentemente imaginario, que,
ignorante de los avances de la genética, solo se rige por el papel pro­
minente de los caracteres sexuales primarios y secundarios. Sobre es­
te cuerpo imaginario la acción del significante inaugura todas las sig­
nificaciones del tener o no tener, del ser o no ser, que abreviamos con
la letra (p. Se entiende que si el pasaje del cuerpo imaginario al cuer­
po sexuado depende del significante fálico, podría darse el caso de
que dicho pasaje no se produjera. Los fenómenos hipocondríacos en
las psicosis, así como ciertos trastornos de los llamados psicosomáti-
cos, dan cuenta de esta eventualidad en la clínica.
Pero la acción del significante no se ejerce solamente sobre el
cuerpo imaginario sino también sobre lo que lo parasita y lo agita. El
primero es un cuerpo que se ve, es la imagen del cuerpo. El segundo
es un cuerpo habitado por un goce que también debe inscribirse en
términos de goce fálico. El esquema es el mismo: transformación sig­
nificante tanto del cuerpo como del goce que le viene asociado.

48
S ín to m a y se x u a c ió n

(D O

C U ER PO LMAGINARIO G O C E REAL

No hay sexuación sino es a partir de la acción del significante fáli­


co, lo que no quita que para un sujeto haya maneras diversas de ins­
cribir su cuerpo y su goce respecto de ese significante. Para el psicoa­
nálisis, de esto depende que haya hombres y mujeres, y es lo que
escriben las famosas fórmulas de la sexuación.
Decimos que la sexuación depende del significante fálico, pero
también de cómo se posiciona el sujeto respecto de dicho significan­
te y, más aún, del consentimiento o la refutación del mismo. Esta
perspectiva, esta vinculación que hace Lacan entre el sujeto y el falo
en términos de aceptación o rechazo le permite hablar de la sexuación
como de una elección que, más allá de las identificaciones imagina­
rias y simbólicas, pone en juego «la insondable decisión del ser» en
cuanto al goce.
La heterogeneidad de la sexuación masculina y femenina produce
para ambos sexos un desdoblamiento de la vida amorosa, que Lacan
construyó en dos etapas. En la primera, desarrollada en 1958, trata de
ubicar, siguiendo la lógica atributiva, la divergencia entre el objeto de
amor y el del deseo. En lo referente a la posición masculina Lacan si­
gue la inspiración ffeudiana, pero lo novedoso es que ahora esta du­
plicidad vale también para la mujer. Ella tampoco puede amar allí
donde desea, ya que si su deseo requiere la fetichización de! órgano
del panenaire, el amor, en cambio, no puede obtenerlo sino «del
hombre muerto o del amante castrado», es decir, de aquel que está en
posición de dar lo que no tiene. Aun en el mismo hombre ella exige
dos, el portador del falo y el que, por no tenerlo, puede darlo en el
amor. Los celos masculinos no se explican por simple proyección de
la divergencia de su propia vida erótica sino que se derivan de esta du­
plicidad respecto del falo requerida por la mujer en su panenaire\ el
hecho de que ocasionalmente esta exigencia se satisfaga con dos hom­
bres no agrega nada a su infidelidad estructural.
En los años 70 Lacan da un paso más y con la escritura de las fór­
mulas de la sexuación demuestra que los celos masculinos no solo son
el resultado de la duplicidad del objeto de amor y de deseo en la mu­
jer, sino que se deducen del desdoblamiento de esta en lo que respec-

49
D el E dipo a la sexuación

ta a su goce. Allí donde el hombre la quiere toda para él, la cree to­
da, ella tiene un goce que no comparte con él y que en cambio la vin­
cula con el Otro, S(A). N o se trata de otro hombre, se trata de otro
goce. Pero ¿cómo hacérselo saber a él, que exige la confesión de to­
da la verdad, si ella misma nada sabe, «salvo que, a veces, lo siente»?
El extravío es sin remedio. El nada quiere saber {horrorfeminaé), na­
da puede saber -sujeto como está al para todo fálico- y ella nada sabe
de un goce que no es producto del inconsciente sino que ex-siste al
mismo.
En este punto, la estructura de ficción de la verdad se revela como
una solución posible que la amante de nuestro celoso descubrió cuan­
do, cual Scherezade, comenzó a contarle noche tras noche a modo de
confesión una historia en la que él ya no cree, pero que no deja de en­
cender su pasión.

C elos fe m e nino s

Hemos examinado de qué manera los celos masculinos podían


aclararse a partir de la sexualidad femenina. Veamos ahora qué luz es
posible echar sobre los celos en las mujeres.
A pesar de haber derivado los celos masculinos del complejo de
Edipo, a pesar de haber aplicado en su análisis del caso Dora una teo­
ría equivalente a la que más tarde reservará al varón, en 1925 para
Freud los celos femeninos provienen directamente del Penisneid, se
originan en la propia naturaleza femenina y por eso desempeñan en
la vida de la mujer un papel mayor que en la del hombre. Es como si
Freud pensara que lo real de la privación femenina no tuviera mejor
destino que los celos, puesto que serían la prueba de que la mujer
abandonó la demanda inútil dirigida a la madre para tomarla como ri­
val. «Pero ahora la libido de la niña [...] resigna el deseo del pene pa­
ra reemplazarlo por el deseo de un hijo, y con este propósito toma al pa­
dre como objeto de amor. La madre pasa a ser objeto de los celos y la
niña deviene una pequeña mujer.»^

2, S. Freud, «Algunas consecuencias psíquicas de la diferencia anatómica entre los


sexos», en Obras completas, Buenos Aires, Amorrortu, 1979, t. XIX, p. 274.

50
S íntoma Y SEXUACIÓN

Heredero de esta concepción, en «El seminario 6» Lacan ubica


los celos femeninos según la lógica que reparte las posiciones sexua­
das alrededor del falo: tenerlo -a condición de no serlo- para el va­
rón, serlo -a condición de no tenerlo- para la mujer. También para él
los celos desempeñan un papel aparte en la mujer: «El problema de
los celos, y especialmente de los celos femeninos, ha sido anudado en
el análisis bajo una forma muy diferente a la de los masculinos. Los
celos femeninos, de dimensiones tan marcadas, tan distintas como el
estilo del amor en uno y otro sexo, no pueden situarse sino en el pun­
to más radical».^ Acorde con esta lógica atributiva, la mujer, en tan­
to que no lo tiene, solo obtiene el signo de que lo es a condición de
hacerse objeto del deseo del hombre, objeto imaginario del fantasma
ijuc a esta altura de su enseñanza Lacan hace coincidir con el falo.
Así, para ocupar su lugar en esta dialéctica, el signo del deseo del otro
le es imprescindible, y si esta «prueba última» falla, si el deseo dei
hombre no le rinde homenaje, si le devuelve que ni lo tiene ni lo es,
se abre bajo sus pies la grieta por donde se deslizará fácilmente hacia
el pasaje al acto o el aaing out
Trece años más tarde Lacan insiste. Ya no se trata de ser el falo si­
no de ser la única. Ya no se trata de una lógica atributiva sino de una
lógica de cuantificadores, pero la exigencia de fidelidad del otro se
mantiene, aunque la mujer resulte más irremediablemente infiel,
puesto que ahora tiene a la soledad de compañera.
¿Para qué le sirve a una no-toda la fidelidad del hombre? Sigamos
el comentario que hace Jacques-Alain Miller en Los signos del goce de
la conocida página 37 de «El atolondradicho». Si de boca de Tiresias
obtenemos que una mujer es la única cuyo goce sobrepasa al que sur­
ge del coito -es decir, el goce fálico-, el paso de Lacan es trasladar la
posición femenina en el goce a una exigencia de reconocimiento:
«Por eso mismo quiere ser reconocida como la única por la otra par­
te». De esta manera, volviendo a echar mano al reconocimiento-que
ya había explotado en el informe de Roma bajo la célebre formula Tú
eres mi mujer-, Lacan deduce la exigencia de amor de la estructura del
goce femenino.

3. J. Lacan, «El seminario, libro 6, El deseo y su interpretación», clase del


17/6/1959 (inédito).

51
D el EDtpo a ia

Pero Lacan agrega la indicación de que, aun cuándo este recono-


cimiento -T ú eres la única- que establece un lazo con el Otro, aun
cuando esta exigencia absolutamente espedfica fuera satisfecha,
esto no impediría que «[...] el goce que se tiene de una mujer la
divide convirdendo su soledad en su pareja [...]». El amor -y su
exigencia- es del registro del reconocimiento y constituye un es­
fuerzo por inscribir el goce en la relación con el Otro. La indica­
ción de que la mujer sigue siendo compañera de su soledad en su
goce muestra el fhicaso de todo reconocimiento del amor para li­
berarla de ella.^

Esfuerzo por inscribir su goce en el Otro... Fracaso para liberarla


de su soledad... ¡Duro golpe a las pretendidas delicias de un goce ili­
mitado cuyo padecimiento la psicosis confiesa más abiertamente!

A MODO DE CONCLUSIÓN
Un afán de simetría podría habernos hecho suponer que, así co­
mo los celos masculinos encuentran su fundamento en la duplicidad
del lado femenino, los celos femeninos lo hallarían en la general de­
gradación de la vida erótica masculina, siempre repartida entre dos
objetos. Pero no fue así. Tanto para Freud como para Lacan los celos
femeninos se derivan de la propia femineidad y no de la naturaleza de
la masculinidad. Ya se los aborde, como Freud, a partir del Penisneid,
ya se los considere derivados de la dialéctica fálica o del goce femeni­
no, los celos en la mujer -al igual que los celos masculinos- son una
consecuencia de la sexualidad femenina.
Hemos mencionado anteriormente que la sexuación supone una
asunción del sexo por parte del sujeto y también que dicha asunción
se realiza respecto del significante fálico. Agreguemos ahora que la
sexuación no requiere solamente la asunción o rechazo del propio se­
xo sino que además exige que el varón descubra que hay mujeres y,
recíprocamente, que la mujer soporte que haya hombres. De este
modo, la asunción del propio sexo se acompaña de la admisión del se­
xo del Otro. Por cierto, no se trata tan solo de reconocer la diferen­
cia a nivel del imaginario corporal, momento traumático que Freud

4. J.-A Miller, Los signos d d goce, Buenos Aires, Paidós, 1998, p. 373.

52
S íntoma y sexuación

privilegió. Más allá de este mal encuentro, la tarea que se le impone


^ cada sexo -y que el síntoma evidencia si se lo examina de cerca- es
ta de confrontarse con la existencia de otra relación con la castración,
oO’a posición en el deseo, otro estilo en el amor, y Otro goce, distin­
to del de Uno.

53
Las femineidades: el Otro sexo entre
metáfora y suplencia*

Marie-Héléne Brousse

La sexualidad, en su definición misma, se halla radicalmente modifica­


da después de Freud, y esta modificación es previa a cualquier cuestión
que afronte la diferencia entre los sexos. Arrancada del reino biológi­
co, a despecho de cualquier tentativa, la sexualidad entró finalmente en
el campo freudiano, como testimonia el artículo decisivo de 1925,
«Algunas consecuencias psíquicas de la diferencia anatómica entre los
sexos». La especificidad introducida por el psicoanálisis surge de la ar-
riculación de esta diferencia con el inconsciente. Dicho en otros térmi­
nos, la sexualidad humana en psicoanálisis es la del sujeto del incons­
ciente -ya encontramos el testimonio en los primeros trabajos de
Freud sobre histeria. Esta especificidad de la sexualidad se revela tam­
bién en la elección ffeudiana de los términos «libido» y Trieb que, con­
trariamente a cierta tradición psicoanaUtica, no pueden ser asimilados
ú instinto. En psicoanálisis la sexualidad no es del orden del instinto,
pues, si lo fuera, las relaciones entre hombres y mujeres se reducirían a
la simplicidad del encuentro entre macho y hembra en el reino animal
o entre espermatozoide y óvulo en el orden biológico. Ahora bien, des­
de el comienzo, la cura provee la prueba de que justamente en el suje­
to humano, por el hecho de que posee im inconsciente, este orden na­
tural definido por la reproducción de la especie es desregulado, y que
entre uno y otro sexo las cosas no andan. Así, la sexualidad humana, en
términos de Trieb, desde «Tres ensayos de teoría sexual» está articula­
da con la perversión y, después, con el fantasma.
El término «sujeto» -del inconsciente- renovado y subvertido por
Lacan, quien le da el sentido de «sujetado», permite de entrada cla-

* Artículo publicado en Lapsicoanalisi'N^' 13, Roma, Astrolabio, 1993, pp. 92-99.

55
D el Edipo a w sexuación

rificar la posición freudiana en las dificultades enunciadas en el artí­


culo citado. En efecto, la posición de Freud tom a delicado el uso de
los términos «hombre» y «mujer». Justamente, él sostiene que res­
pecto del inconsciente la sexualidad no es al principio masculina o fe­
menina, según una dualidad que sirve tanto a la biología como a la
sociología, sino que es una o, para decirlo de otro modo, solo hay
sexuabdad fálica. Esta posición ha dado lugar a contrasentidos y al
malentendido que provocó una rebelión feminista.
Antes de cualquier debate sobre el Otro sexo, conviene por una
parte definir el falo y, por otra, postular que en lo que concierne al
inconsciente la verdad subjetiva nunca se puede reducir a la exactitud
de los hechos, poco imparta cuáles sean los campos de referencia que
los construyan.
En este sentido, la lectura de Freud que hace Lacan permite salir de
cierto número de aporías. Las dos tesis freudianas que han provocado
diversas confusiones son: el complejo de castración en el complejo de
Edipo, y la primada del falo. Aún hoy ambas tesis ocupan un lugar cen­
tral en el psicoanálisis, todo estudio psicoanalítico de la sexualidad pa­
sa por ellas. Las afirmaciones que de ellas derivan («la libido es fálica»
y «no hay otra vía de acceso a una posición subjetiva, a la sexualidad en
un ser humano, que no sea por los desfiladeros del complejo de castra­
ción») centraron el retomo a Freud efectuado por Lacan. Ser freudia­
no después de Freud implicaba la exigencia de encontrar soluciones allí
donde él se había topado con dificultades y contradicciones.
El primer impasse freudiano fue el biológico, froto de 1a ausencia
de una diferenciación clara entre pene y falo, resultado de una impre­
cisa definición del pene, el clítoris y la vagina. En un texto de 1931,
«Sobre la sexualidad femenina», Freud indica la necesidad de repen­
sar el complejo de Edipo en la niña en fundón de la subestimación
-hecha anteriormente por él mism o- del papel de la madre en el de­
sarrollo sexual de la hija.
De todas maneras, estos dos impasses no le impidieron mantener
lo que consideraba la dave* del psicoanálisis, el Edipo, que nosotros
vemos más como estructura lógica que como momento del desarro-

1. Clef de voute, término que proviene de la arquitectura, ha sido traducido por


«clave»: «piedra con que se cierra el arco ó la bóveda y que mantiene e! equilibrio de
la estructura». [N. de la T ]

56
Las femineidades: el Otro sexo entre metáfora y suplencia

lio. Ahora bien, el complejo de Edipo designa este proceso de trans­


formación de una sexualidad fálica, única e idéntica para los dos se­
xos, en dos posiciones subjetivas diferentes, hombres y mujeres, que
permanecen organizados por tina sola libido. Sabemos que Freud for­
mula las consecuencias de la «roca de la castración» sobre la sexuali­
dad humana del siguiente modo: lo que organiza la sexualidad mas­
culina es el temor a la castración, que produce la relación de los hom­
bres con las mujeres bajo la forma del «horror» o de la «repugnan­
cia». Para las mujeres la sexualidad se organiza en tom o al Penisneid
y la relación con los hombres se despliega entre la reivindicación y el
odio. Se entiende que tal pesimismo -uno y otro sexo extranjeros uno
para el otro- no responde a la demanda social de un siglo que pro­
movió el ideal de la felicidad sexual.
Manteniendo la identidad de la sexualidad con la libido fálica, y por
lo tanto la unicidad de la sexualidad en el inconsciente humano, La­
can retoma las cosas con una aclaración del concepto de falo y una di­
ferenciación entre el orden imaginario y el orden simbólico. En efec­
to, en el despliegue de las historias particulares el falo puede remitir a
la imagen del órgano masculino, al pene, cuya posición en punta, es­
cribe Lacan, predispone esta parte tomada del cuerpo al fantasma de
caducidad. Se trata de una función imaginaria definida como imagen
negativa en la imagen especular, tanto en el hombre como en la mu­
jer. «Freud ha dicho que tal función imaginaria preside la investidura
del objeto narcisista.» En el orden simbólico el falo no es una imagen
sino un significante, y por eso es muestra de lo arbitrario respecto de
la significación. La función fálica simbólica es definida por Lacan co­
mo función de castración, es decir, como «sacrificio de goce»: esta
función de la falta, cuyo símbolo es el falo, no deriva de la diferencia
anatómica de los sexos, sino de que el ser humano, hombre o mujer,
debe inscribirse forzosamente en el que es su único ambiente natural,
el lenguaje. Porque habla está implicado en un sacrificio de goce,
siempre silencioso: «Hay que distinguir pues del principio del sacrifi­
cio, que es simbólico, la función imaginaria que se consagra a él, pero
que lo vela al mismo tiempo que le da su in stru m en to » L a función
fálica entonces se define como castración producida por el hecho de

2. J. Lacan, «Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente freu­


diano», en Escritos 2, Buenos Aires, Siglo XXI, 1987, p. 802.

57
D el E dipo a la sexuación

habitar el lenguaje y tener que hablar. En otros términos, se trata de


la captura del aparato simbólico sobre lo real del organismo. Esta ope­
ración lleva a la pulsión (Jríeb) a sustituir el instinto por la demanda
del Otro, en la que el sujeto humano es tomado aun antes de su naci­
miento biológico: Freud habló de «apuntalamiento» y Lacan hace de
la superposición de la demanda del Otro, consecuencia de que el me­
dio humano es xm medio de lenguaje, a las necesidades fisiológicas la
condición misma del deseo. Este circula en la palabra.
El falo imaginario, en cambio, inscribe en el cuerpo, es decir, en
la imagen del cuerpo, este sacrificio de goce, y puede imaginarizarse,
como evidenciaba Freud, en la relación con el pene, el clítoris o la va­
gina. Es en este momento cuando articula el deseo con la diferencia
entre los sexos. Evocando a Freud, Lacan habla de «la caída sobre lo
heteróclito del complejo de castración»,^ que ordena por la distinción
entre símbolo e imagen. La clave de la aporía freudiana surge del pa­
saje del mito -incluso los mitos individuales, que son la historia de ca­
da uno- a la formalización: el mito edípico es llevado a la estructura,
al lenguaje, tal que el inconsciente es el resultado.
Solo hay sexualidad expresada en la pulsión (Trieb) y en el deseo si
está organizada por el complejo de castración, cuyo operador a nivel
simbólico es la función fálica. Pero notaremos que, mientras liga se­
xualidad y castración en uno de los axiomas del psicoanálisis como
ciencia del inconsciente, no permite todavía diferenciar uno del otro
sexo. Así Lacan es llevado a considerar que no hay sexualidad preedí-
pica, aun cuando exista una sexualidad pregenital. Es más, de modo
general, la sexualidad humana, el deseo, es siempre pregenital, o me­
jor aún, parcial. No existe un objeto sexual total. En el deseo huma­
no se trata siempre de una parte sin el todo, y el fantasma lo testimo­
nia. La parte faltante tomada del cuerpo del otro es investida fálica-
mente y cobra así el valor de objeto deseable.
Pero, entonces, ¿cómo se consideran las modalidades femeninas y
masculinas del deseo sexual? Lacan propone dos soluciones. Una po­
dría formularse así: del lado masculino se trata de tenerlo -la imagen
fálica- sin serlo, del lado femenino de serlo sin tenerlo. Lacan reto­
mará varias veces, con este propósito, el concepto de mascarada in­

3. Ibíd.

58
La s FEMINEIDADES: EL O tro sexo entre metáfora y suplencia

ventado por Joan Riviére en su famoso artículo «La féminité en tant


que mascarade».
Lacan trabajará este concepto en textos como «La significación
del falo», «Ideas directivas para un congreso sobre la sexualidad fe-
tnenina» y en algunos párrafos de «La dirección de la cura y los prin­
cipios de su poder». Citamos de «La significación del falo»:

Pero se puede, ateniéndose a la función del falo, señalar las estruc­


turas a las que estarán sometidas las relaciones entre los sexos. Di­
gamos que esas relaciones girarán alrededor de un ser y de un tener
que, por referirse a un significante, el felo, tienen el efecto contra­
riado de dar por una parte realidad al sujeto en ese significante, y
por otra parte irrealizar las relaciones que han de significarse. Esto
por la intervención de un parecer que se sustituye al tener, para pro­
tegerlo por un lado, para enmascarar la falta en el otro.^

Subrayamos que para cada sujeto el axioma de partida, deducido


de la definición del falo como significante, es que la cuestión de la re­
lación entre los dos sexos se afronta a partir de una apariencia, lo que
los inscribe en el registro del semblante. De allí resultan dos estruc­
turas que organizarán las dos posiciones sexuales, masculino y feme­
nino, en función de la articulación de esta sustitución con el registro
de ser y tener: proteger o enmascarar, ordenando entre los dos sexos
el juego del amor y del deseo. El hecho que se trate de sustituciones
permite enunciar que las posiciones sexuales son metáforas.
El punto de vista de Lacan puede ser tomado como una combina­
toria de cuatro elementos: el falo como significante, ser y tener, y la
negación. De ello resultan ocho versiones de la demanda de amor y
de deseo (modalidad de la demanda de amor al otro y de la respues­
ta de la demanda de amor del otro; modalidad del deseo como de­
seante y deseado, tanto del lado femenino como del lado masculino),
que organizan «enteramente en la comedia las manifestaciones idea­
les o típicas del comportamiento de cada uno de los sexos, hasta el
límite del acto de la copulación».^ Tal concepción, sin embargo, con­
serva bastante de la simetría entre femenino y masculino, debida al
falo, del que deriva el aspecto cómico subrayado por Lacan.

4. J. Lacan, «La signifícadón del falo», en ob. dt., pp. 673 y 674.
5. Ibíd., p. 674.

59
D el Edipo a la sexuación

La continuación del proceso de formalización del psicoanálisis im­


plica abandonar definitivamente la perspectiva simétrica y comple­
mentaria entre uno y otro sexo, aun cuando se mantenga la definición
de la sexualidad a partir de la función fálica, aun cuando se mantenga
la primacía de la castración simbólica. Partimos, pues, de la proposi­
ción de Lacan de El seminario 20, que en su tiempo produjo escánda­
lo en Milán: «La Mujer no existe». Segundo escándalo, después del
freudiano a propósito del falo. La formulación no sorprende menos
por sus efectos cuando adquiere mayor precisión como «no hay signi­
ficante de La Mujer», En efecto, si la fórmula se presenta como un
aforismo teórico, implica deducciones definitivas acerca de la clínica
de las posiciones femeninas. El significante idóneo específico para la
mujer -no como otro sexo, o sea, refiriéndola al hombre y a la función
de castración, sino como sexo «uno sin otro»- falta en el inconscien­
te. Esta falta es considerada según el esquema fundamental de cada
falta simbólica: la forclusión. Propondremos la hipótesis de que los
efectos de la falta del significante La Mujer son del mismo orden, en
el campo simbólico y en el imaginario, que los efectos de forclusión, y
no del de la represión ni de la denegación, como algunos autores pos-
freudianos han intentado demostrar. Si la forclusión, que implica un
agujero en lo simbólico, lleva a soluciones de suplencia, ¿no se podría
decir que la ausencia del significante La Mujer implica la necesidad de
suplencias, cada una responsable de una definición diferente de una
posición llamada femenina? Estas soluciones son modos de bordear el
agujero abierto en lo simbólico a nivel de la sexuación: he ahí lo que
obliga a hablar de «femineidades», en plural.
Según este punto de vista, las diversas «soluciones» encontradas
son otros tantos impasses ante la imposibilidad de la relación sexual.
Es probable que los impasses no conciernan solo a los sujetos llama­
dos femeninos, y que valgan para todo sujeto hablante desde el mo­
mento en que asume el riesgo del acto sexual. Al entender que Lacan
pone en evidencia las dos versiones de la demanda de amor y de de­
seo, y distingue entre «forma erotomaníaca y forma fetichista», dife­
renciamos las suplencias que acentúan la vertiente del amor de las
que resaltan la vertiente del deseo. Estas últimas se apoyan en el vec­
tor que Lacan escribe en Aun del lado masculino, & a, o sea, el fan­
tasma y la articulación que opera entre los dos registros heterogéneos
del sujeto del inconsciente y del objeto.

6o
Las femineidades: el O tro sexo entre metáfora y suplencia

[...] si la libido solo es masculina, nuestra querida mujer, solo desde


donde es toda, es decir, desde donde la ve el hombre, solo desde ahí
puede tener un inconsciente. ¿Y de qué le sirve? Le sirve, como es
bien sabido, para hacer hablar al ser que habla, que se reduce aquí
al hombre, o sea [...] para no existir más que como madre.^

La madre es la solución más clásica para responder a la pregunta


j^qiié es la mujer?, a partir de una posición deseante:«[...] la mujer no
será nunca tomada sino quo ad matrem. La mujer no entra en función
en la relación sexual sino como madre».^ Tomemos entonces el deseo
de niño como una suplencia del lado de la primacía del falo ante la
ausencia del significante La Mujer. Lacan sostiene que María Anto-
nieta puede hacer un llamado a todas las madres de Francia, lo que
permite la universalización de la función castración. Freud ya había
señalado la importancia de esta solución, en la medida en que hacía
del deseo de niño una de las salidas del Edipo femenino. De esta ma­
nera, la maternidad es el nombre dado a La Mujer, que no existe en
el campo marcado por la castración: la maternidad es uno de los
nombres de la castración del lado femenino. Cualquier aproximación
a la cuestión del niño implica para una mujer ya sea la movilización
de la castración, luego, el Nombre del Padre -lo que explica las difi­
cultades de una mujer psicótica en la maternidad-, ya sea el pasaje por
el fantasma, es decir, el objeto causa de deseo: una sólida escapatoria
que obtura el agujero significante con el niño-objeto.
Siempre en la vertiente dei deseo, la otra vía posible para una mujer
es la mascarada, en el sentido decisivo que Lacan le da en «Televisión»:

Ella se presta más bien a la perversión que tengo por la de El hom­


bre. Lo que la conduce a la mascarada que se sabe, y que no es la
mentira que los ingratos, por adherir a El hombre, le imputan.
Más bien el por-si-acaso de prepararse para que la fantasía del
hombre encuentre en ella su hora de verdad.®

6. J. Lacan, El senünario, libro 20, A un, Buenos Aires, Paidós, 1985, p. 119.
7. Ibíd., p. 47.
8. J. Lacan, «Televisión», en Psicoanálisis, radiofonía y televisión, Barcelona, Ana­
grama, 1993, p. 128.

6l
D el E dipo a la sexuación

Situando a una mujer del lado del objeto deseado, que consiente
en prestarse al fantasma, esto es, en funcionar como semblante de ser,
la mascarada es una solución en términos de ficción y, como tal, toca
al medio-decir de la verdad, al no-todo.
En la vertiente del amor, y siguiendo la misma línea, se perfilan dos
posiciones con los dos polos que Lacan recorta en el seminario sobre
la transferencia: amante-amado. Basándose en este criterio, en «La
significación del falo» Lacan diferencia la homosexualidad femenina
de la homosexualidad masculina: «[...] la homosexualidad femenina,
por el contrario, como lo muestra la observación, se orienta sobre
una decepción que refuerza la vertiente de la demanda de a m o r» .^ De
este modo, el amor por otras mujeres, cuyo paradigma encontramos
en el caso princeps de Freud de la joven homosexual, busca dar ser y
consistencia al O tro sexo: amar a una mujer para hacer existir el ser
allí donde falla el significante. Pero no es seguro que esto no nos con­
duzca al Otro prehistórico.
Del lado de la posición de la amada encontramos la erotomanía y
el «empuje a la mujer» que ello implica. El hecho de ser biológica­
mente mujer no obstaculiza ni facilita el «empuje a la mujer», tenta­
tiva que se define a partir de la forclusión del Nombre del Padre y de
la falta del significante La Mujer.
Nos queda la vía desarrollada por Lacan a partir de los místicos
como santa Teresa de Avila; solución que no ubicamos en la clasifica­
ción de psicosis. Sin duda, en este caso, amor y deseo están presen­
tes, pero prevalece el testimonio de un goce: goce otro a la sombra
del falo.
Esta es la hipótesis que les propongo investigar: a partir de la au­
sencia del significante La Mujer se elaboran tentativas para hacer
existir en las posiciones subjetivas lo que no existe: esto es el Otro se­
xo para el ser hablante.

Traducción: Ennia Favret

9. J. Lacan, «La significación del falo», en ob. cit., n. 2, p. 675.

62
El barroco de las pasiones

Germán L García

1' n el año 1977 aparece Laspasionesy los intereses, de Albert O. Hirsch-


man, cuyo provocativo subtítulo es el siguiente: Argumentos políticos
en favor del capitalismo previos a su triunfo. Por tratarse de un econo-
íMista, y no de cualquier economista, la fecha en que se interesa por
rl tema adquiere para mí un valor. Hirschman dice que la primera re­
dacción es de 1972-1973, que en 1975-1976 hizo pequeñas ediciones
porque «estaba ansioso por exponer mi creación al público, con todos
sus errores».
La tesis de Hirschman parte del barroco, con su concepto agonís-
(ico del alma humana y de la vida social, donde las pasiones contra­
dictorias se organizaban en la búsqueda de la gloria. Pero este com­
bate por el honor era autodestnictivo, impedía el gobierno de las
[icrsonas y de las ciudades.
La historia de cada uno, como la del conjunto, era librada a la dio­
sa Fortuna. Las pasiones heroicas, enfrentadas al azar, daban un rela­
to que -según Shakespeare en Macbeth- parecía algo contado por un
idiota «lleno de sonido y furia».
Pero los escoceses, guiados por Hume, creyeron que podían orde­
nar el conflicto de las pasiones barrocas mediante la introducción del
interés. El término, que en épocas de Maquiavelo era sinónimo de ra­
zón de Estado, pasó a designar el lucro, la pasión ambiciosa capaz de
dominar a las demás. Porque la ambición tiene la ventaja de ser ra­
cionalmente calculable, a diferencia de las otras pasiones.
De aquí surge el equilibrio de poderes (Locke y Montesquieu), la
jnano invisible (Adam Smith), la alquimia de los vicios privados que pro­
ducen vi'f'tudes pilblicas (Bernard de Mandeville).
Las naciones y las personas, puestas bajo el signo del interés, se

63
D el E dipo a la sexuación

puecien calcular de manera racional y, en consecuencia, se puede pro­


gramar el «progreso» a voluntad.
Hobbes advirtió que existían conflictos de intereses, que solo se ha­
bía desplazado el lugar del problema. Ya no eran las luchas de pasio­
nes contradictorias entre sí, ni la lucha del conjunto de las pasiones
con la pasión racional llamada interés, sino la lucha de intereses con­
trapuestos en un juego de suma cero -donde lo que uno gana, otro lo
pierde.
Entonces los intereses se oponen (propietario/inquilino) o bien
los intereses colectivos se oponen a los individuales.
Enrique Gil Calvo comenta sobre este punto:

Esta contraposición entre el interés público y los intereses privados


atravesará todo el destino de la modernidad hasta el presente,
constituyendo la divisoria entre las dos vertientes de la herencia
legada por la Ilustración: La vertiente liberal, utilitarista o neoclá­
sica (heredera de los moralistas escoceses y de la economía políti­
ca de los clásicos: Hume, Smith, Ricardo, Stuart Mili, etc.), que
define el progreso como el más libre desarrollo del propio interés
privado, frente a la vertiente socialista o jacobina (heredera del ro­
manticismo revolucionario vinculado a 1789), que lo define como
imposición deliberada del interés público, a partir de la rousseau-
niana volonté genérale.

En la fecha en que Hirschman investiga las pasiones barrocas y sus


transformaciones, Jacques Lacan dicta un seminario, Encoré, donde el
barroco es tomado como algo que ilustra una dimensión del goce. Es
el momento en que las explicaciones Jnncionales, incluso las del psi­
coanálisis, comienzan a desesperar de lo que excluyen. El tema de las
pasiones, como la impronta del goce y de lo real en ese momento de
Jacques Lacan, enfatiza la enunciación en el juego de los enunciados.
Es lo que ya se anuncia en «La instancia de la letra...», cuando Jac­
ques Lacan realiza una comparación -que yo sepa, descuidada en sus
consecuencias- entre los mecanismos de defensa del yo y las figuras
y los tropos de la retórica. Trabajo por hacer.
En cuanto al destino de los intereses, Freud los convierte en insti­
tuciones del yo.

64
El barroco de las pasiones

En la ciudad de Viena, el 7 de noviembre de 1955, Jacques Lacan


lial)la de la cosa freudiana y evoca las contingencias de la historia:
«Campanada del odio y tumulto de la discordia, soplo pánico de la
guerra, sobre estos latidos nos llegó la voz de Freud, mientras veía­
mos pasar la diáspora de los que eran sus portadores y en los que no
j)or azar ponía su mira la persecución»^
Luego se critica la aceptación de un «antihistoricismo» propio de
los Estados Unidos y requerido «para ser reconocido en la sociedad
constituida por esa cultura». De cualquier manera, esos analistas in­
migrantes, para hacer valer su diferencia, transportaban esa historia,
que su disciplina era la que había restablecido el puente que une
al hombre moderno con los mitos antiguos».
De esta manera, devolviendo la obra de Freud a su contexto euro-
j^eo, Jacques Lacan le da entrada en una tradición venerable:

Si Freud no ha aportado otra cosa al conocimiento del hombre si­


no esa verdad de que hay algo verdadero, no hay descubrimiento
freudiano. Freud se sitúa entonces en el linaje de los moralistas en
quienes se encama una tradición de análisis humanista, vía láctea
en el cielo de la cultura europea donde Baltasar Gracián y La Ro­
chefoucauld representan estrellas de primera magnitud y Nietzs-
che una nova tan fulgurante como rápidamente vuelta a las tinie­
blas. Ultimo en llegar entre ellos y como ellos estimulado sin du­
da por una preocupación propiamente cristiana de la autenticidad
del movimiento del alma, Freud supo precipitar toda una casuís­
tica en una ecarte du Tendre» en la que no viene a cuento una
orientación para los oficios a que se la destina.^

Recibido así en el salón de las preciosas, que se convierten en sus


precursoras, Freud está en condiciones de explayarse con autoridad:
la cosa habla por sí misma.

1. J. Lacan, «La cosa freudiana o sentido del retomo a Freud en psicoanálisis», en


Escritos ¡y Buenos Aíres, Siglo XXI, 1985, p. 385.
2. Ibíd., p. 389.

65
D el Edipo a la sexuación

II

El linaje de los moralistas nombrados por Jacques Lacan compar­


te, entre otras cosas, la crítica a lo que uno de ellos llamó el amor pro­
pio. Y veremos, una y otra vez, que Jacques Lacan invoca el nombre
de La Rochefoucauld para referirse a este tema. Ahí, en Viena, en
1955, se trata de un ataque frontal a la última realización dtlyo en una
psicología surgida del psicoanálisis y, más precisamente, de la llama­
da «segunda tópica»:

Este interés del yo es una pasión cuya naturaleza había sido ya en­
trevista por la estirpe de los moralistas entre los cuales se la llama­
ba amor propio, pero de la cual solo la investigación psicoanaiíti-
ca supo analizar la dinámica en su relación con la imagen del cuer­
po propio. Esta pasión aporta a toda relación con esta imagen,
constantemente representada por mi semejante, una significación
que me interesa tanto, es decir que me hace estar en una tal de­
pendencia de esa imagen, que acaba por ligar al deseo del otro to­
dos los objetos de mis deseos, más estrechamente que al deseo que
suscita en mí.^

El cuerpo de las pasiones, en tanto cuerpo del amor propio, ha si­


do constituido por un rechazo del cuerpo erógeno: «[...] el rechazo
del cuerpo fuera del pensamiento es la gran Veizuerfung de Descartes,
está signada por un efecto a reaparecer en lo real, es decir, en lo im­
posible. Es imposible que una máquina sea un cuerpo»."^
Para el cuerpo del amor propio Jacques Lacan recurre a la «esté­
tica trascendental» (definida por Kant como la ciencia de todos los
principios a priori de la sensibilidad) y la confronta con el sujeto del
inconsciente, ligado a fenómenos que introducen un n'est pas sans:
«Cuando digo “no es sin recursos”, “no es sin astucias”, justamente
quiero decir que sus recursos son oscuros -al menos para rm- y que
su astucia no es común».^
Este n'est pas sans supone que el sujeto no puede situarse de mane­
ra exhaustiva en la conciencia. Pero no mucho más. ¿Por qué aludir

3- Ibíd., p. 409.
4- J. Lacan, «El seminario, libro 15, El acto psicoanalítico», clase 5, 1968 (inédito).
5. id., «El seminario, libro 10, La angustia», clase 7, 9/1/1963 (inédito).

66
El BARROCO DE LAS PASIONES

A Kant? El problema, dirá Lacan, es la entrada del significante en lo


real, saber cómo de eso nace un sujeto.
Aquí, entonces, vuelve a entrar el cuerpo que nos presentifica los
unos a los otros: «Solo que tampoco ese cuerpo debe ser tomado en
las puras y simples categorías de la estética trascendental. Para decir­
lo de una vez, ese cuerpo no es constituible a la manera como Des­
cartes lo instituye en el campo de la extensión».^ El n'estpas sans des­
plaza tanto la estética trascendental como el cuerpo cartesiano:

En tal experiencia del espejo puede llegar un momento en que


esa imagen [...] nosotros, nuestra estatura, nuestra cara, nuestro
par de ojos, deja surgir la dimensión de nuestra propia mirada, y
el valor de la imagen comienza entonces a cambiar, sobre todo si
hay un momento en que esa mirada que aparece en el espejo co­
mienza a mirarnos a nosotros; initium, aura, aurora de un senti­
miento de extrañeza que es puerta abierta a la angustia.^

La mirada, como sabemos, es el soporte de la pasión de la envidia


{envidere, mirar con malos ojos) tanto como de los celos, a la vez que
está en la raíz de una división que suele llamarse vergüenza. Pero
también del pudor, del prestigio, de la bufonería y del heroísmo.
La envidia, dice Jacques Lacan, no se relaciona con la posesión de
los bienes del otro, que no tendrían ninguna utilidad: se envidia la
completud del sujeto con su objeto.

Así como la pasión de la envidia nos lleva a la mirada, la obstina­


ción y la avaricia llevaron a Freud a especular sobre la pulsión anal.
Pero las pasiones no son expresiones diversas de la insistencia pulsio-
nal, sino la respuesta del «gusto» al disgust (asco) provocado por los
modos de goces excluidos. «Formaciones reactivas», escribe Freud.
Empezamos por el cuerpo del amor propio, por la imagen que se
designa como moi, para advertir que el lenguaje de las pasiones supo­
ne tanto las pulsiones como las defensas del yo, que su potencia es la

6. Ibíd.
7. Ibíd.

67
Del E dipo a la sexuación

resolución (positiva y/o negativa) una tensión entre la pulsión, el yo


y sus objetos.
En una intervención realizada en 1949, Jacques Lacan afirma:

Los sufrimientos de la neurosis y de la psicosis son para nosotros


la escuela de las pasiones de alma, del mismo modo que el fiel de
la balanza psicoanalítica, cuando calculamos la inclinación de la
amenaza sobre comunidades enteras, nos da el índice de amorti­
zación de las pasiones de la civitas.^

El argumento que sostiene lo anterior gira en torno a una crítica


de la autonomía del yo, sostenida por la descripción de su función de
desconocimiento, patente en la Vayieinung (negación) y latente en la
fatalidad en que se manifiesta el ello.
En 1957, después de referirse a la intervención anterior, se agrega
una precisión al identificar a los mecanismos de defensas del yo -des-
criptos por Anna Freud- con las figuras retóricas:

La perífrasis, el hipérbaton, la elipsis, la suspensión, la anticipa­


ción, la retractación, la negación, la digresión, la ironía, son las fi­
guras de estilo (figiirae sententiarum de Quintiliano), como la ca­
tacresis, la litote, la antonomasia, la hipotiposis son los tropos, cu­
yos términos se imponen a la pluma como los más propios para
etiquetar a estos mecanismos. ¿Podemos acaso no ver en ellos si­
no una simple manera de decir, cuando son las figuras mismas que
se encuentran en acto en la retórica del discurso efectivamente
pronunciado por el analizado?^

Aquí podemos diferenciar la reacción emocional cuya descripción


y explicación se realiza en los términos del funcionamiento del siste­
ma límbico, etcétera, del lenguaje de las pasiones que implican al su­
jeto en su modo de ser. Se puede tener una reacción de temor sin ser
temeroso, de cólera sin ser colérico. El lenguaje de las pasiones des­
cribe «los intereses del yo», las emociones, una reacción funcional.

8. J. Lacan, «El estadio del espejo como formador d éla función del yo [je] tai co­
mo se nos revela en la experiencia psicoanalítica», en ob. cit., n. 1, p. 92.
9. Id., «La instancia de la letra en el inconsciente o la razón desde Freud», en
ibíd., p. 501.

68
El barroco de las pasiones

Si queremos seguir la indicación de Jacques Lacan y tomamos un


ilh iionario de retórica y, con paciencia, buscamos definiciones y
rjcinplos de cada una de las figuras citadas -algunas son sinonímicas-
y Icemos en el libro de Anna Freud para comparar, algo de lo que en­
tendemos adquiere otras resonancias.
De los humores al gen la explicación funcional de las emociones
intenta encontrar el equivalente general de las mismas, pero tropieza
unn y otra vez con la imprecisión a la hora de proponer un reperto­
rio «universal», o bien un número de emociones básicas que puedan
generalizarse.^^ Lo mismo ocurre con las pasiones, cuando se busca
una clasificación básica: Aristóteles, Descartes, Spinoza, difieren. La
tlifcrencia se encuentra al incluir las pasiones propuestas en el len­
guaje que las propone, haciendo de su enunciación particular la clave
de su explicación.
Estas pasiones del alma son locuaces porque no están en el cielo:
-De hecho el sujeto del inconsciente no toca al alma, más que a tra­
vés del cuerpo, introduciendo el pensamiento [...] disarmónico en
í u an to al alma»d^
La falta de armonía entre el pensamiento -cuya sustancia es goce,
recordemos- y el alma conduce al tema del afecto que se desplaza por
las figuras de las pasiones, comenzando por el afecto que produce el
lenguaje al convertir al sujeto en objeto -objeto de pasión para sí, en
el amor propio.
También en «Televisión» Jacques Lacan toma distancia con el
lenguaje de la depresión, invocando las pasiones del alma, a santo To­
más y a Platón. Luego dice:

Se califica por ejemplo a la tristeza de depresión, cuando se le da


el alma por soporte, o la tensión psicológica del filósofo Fierre Ja-
net. Pero no es un estado del alma, es simplemente una falla mo­
ral [...] que no cae en última instancia más que del pensamiento, o
sea, del deber de bien decir o de reconocerse en el inconsciente,
en la estructura.

10. D. Le Bretón, Las pasiones ordinarias, Buenos Aires, Nueva Visión, 1999.
11. J. Lacan, «Televisión», en Psicoanálisis, radiofonía y televisión, Barcelona, Ana­
grama, 1973, pp. 87 y 88.
12. Ibíd., p. 107.

69
D el E dipo a la sexuación

Esto es llevado al extremo de plantear la psicosis como el resulta­


do de una cobardía por el estilo, con el retom o en lo real del lengua­
je rechazado, convertido en una mortal excitación maníaca.
El paso siguiente es diferenciar la manía, la elación, de la alegría
como virtud: «Lo opuesto de la tristeza, el gay saber, el cual es una
virtud».
La virtud, se ha dicho, es la potencia que se nombra con el cora­
je, el valor, el ánimo. La virtud, según Aristóteles, es un medio entre
dos vicios.
Esta alegría, en El seminario 1, adquiere una relevancia especial:
«La dimensión de la alegría, de gran alcance, supera la categoría del
goce de un modo que sería preciso destacar. La alegrí'a implica una
plenitud subjetiva que merecería ser comentada».^"^
Heidegger pregunta: «¿A quién podría sobrecogerle la alegría
mientras sólo desease evitar la tristeza?».
Si para Descartes la alegría es suscitada por la consideración de un
bien presente, Spinoza la define como la pasión mediante la cual la
mente pasa a un estado de perfección mayor.
El contento {gaudiiim) se diferencia de la alegría ijoié), un estado
en que los más agudos dolores, como les ocurría a los mártires, pue­
den desaparecer.
Según Max Scheler, a consecuencia de la idea del deber en Kant y
del culto al heroísmo, la alegría habría sido traicionada en nuestra
época.
El temple {Stimmun^, más de una vez comparado con la alegría,
es definido por Heidegger en El ser y el tiempo de la siguiente mane­
ra: «lo que ontológicamente queremos indicar con el nombre de
temple, es ónticamente lo más conocido y cotidiano: el temple de
ánimo».
Si firente al ente está el aburrimiento, si la nada conduce a la an­
gustia, el temple es la tonalidad de la respuesta adecuada, efecto del
bien decir.

13. Ibíd.
14. J. Lacan, El seminario, libro 1, Los escritos técnicos de Freud, Buenos Aires, Pai­
dós, p. 299,

70
El barroco de las pasiones

IV

V^olvamos a Viena, cuando en 1955 Jacques Lacan propone en for­


ma l)arroca su programa, antes de exponer en forma explícita lo que
llama la pasión imaginaria, tratable por la acción analítica desde el lu­
gar de la palabra.
A lo largo de esta disertación memorable se desarrolla entre líneas
ima crítica a l p moderno, que es una crítica ai psicoanálisis, en tanto
es )uez y parte en su constitución.
Ls también una crítica a los Estados Unidos, tanto como a una
Europa que abandonó el estilo y la memoria «de los que salieron de
rila, con la represión de sus malos recuerdos».^^
Jacques Lacan parte de una inversión de la perspectiva de ese mo-
mriuo, en que los psicoanalistas se dedicaban a la exploración de las
dcíensas del yo. Para él, primero está la tendencia inconsciente.
En la extensa prosopopeya la crítica al yo moderno se encuentra
ion Fichte, quien lo corona con «las insignias de la trascendencia».
Por su parte, en el psicoanálisis, «tlyo desde ese momento es con­
siderado generalmente como el asesino, a menos que se le considere
tom o la víctima».^^ Para situar ¿quién habla? la diferencia entre moi y
¡c propone que sea sobre el hablar y no sobre el yo donde algo de la
respuesta se encuentre.
Previo recuerdo de la red sincrónica del significante y de la red
(iiacrónica del significado, Lacan advierte que ú je, en Hegel, «es de­
finido como un ser legal, en lo cual es más concreto que el ser real del
que antes se pensaba poderlo abstraer: como aparece por el hecho de
que comprende un estado civil y un estado contable».
Lo heterogéneo del síntoma testimonia que «ese sujeto del que
hablábamos hace un momento como del heredero de la verdad reco­
nocida, no es justamente el yo perceptible en los datos más o menos
inmediatos del gozo consciente o de la enajenación laboriosa».^®
Para mostrarlo, Jacques Lacan realiza un análisis de la sentencia
de Freud Wb Es zuar, solí Ich werden. Retomemos del mismo la crítica

15. J. Lacan, ob. cit., n. l, p. 386.


16. Ibíd., p. 394.
17. Ibíd., p. 398.
18. Ibíd., p. 399.

71
D el E dipo a la sexuación

a la objetivación que impide mantener la distinción fundamental «en­


tre el sujeto verdadero del inconsciente y ú y o como constituido en
su núcleo por una serie de identificaciones enajenantes».
El sujeto ha sido introducido por una homofonía entre el Es (ello)
alemán y la inicial de la palabra sujet (sujeto).
Después de esta formulación, Jacques Lacan enumera: «El yo es
una función, e\yo es una síntesis [...] ¡Es autónomo! Esa sí que es bue­
na. Es el último fetiche [...] Pero el último hallazgo es el mejor: el yo,
como todo lo que manejamos desde hace algún tiempo en las ciencias
humanas es una noción o-pe-ra-cio-nal».^®
El barroco de las pasiones, legible en la definición del amor como
encuentro entre dos saberes librados a la Fortuna, puede ftindamen-
tarse en la siguiente elipsis:

Dicho de otra manera, el privilegio del yo en relación con las co­


sas debe buscarse en otro sitio que en esa falsa recurrencia al infi­
nito de la reflexión que constituye el espejismo de la conciencia, y
que a pesar de su perfecta inanidad, sigue cosquilleando lo sufi­
ciente a los que trabajan con el pensamiento como para que vean
en ello un pretendido progreso de la interioridad, cuando es un
fenómeno topológico cuya distribución en la naturaleza es tan es­
porádica como las disposiciones de pura exterioridad que lo con­
dicionan, suponiendo que el hombre haya contribuido a propa­
garlas con una frecuencia inmoderada.^^

La topología de esta elipsis producida entre el foco del Es (sujeto),


articulado en el lenguaje por el je, y el foco del moi «que refleja la
esencia de los objetos que percibe» -percepciones en su mayor parte
inconscientes- es el soporte de las pasiones, entendidas como nudos
de lenguaje que afectan al cuerpo.
Un yo perfecto, dice la prosopopeya de la verdad, sustituye su dis­
curso por el de sus semejantes, lo que habla más de su fortaleza que
de su debilidad.
Si el lenguaje de las pasiones encuentra su retórica en las defensas

19. Ibíd.
20. Ibíd., pp, 403 y 404.
21. Ibíd., p. 406.

72
El barroco de las pasíones

del yo y tiene su topología en la elipsis constitutiva del sujeto, mues­


tra en la Urbild del yo la clave de la enajenación libidinal que da su di­
mensión paranoica al conocimiento humano.
Para esto, basta detenerse en la fortuna del término «proyección»
(|ue pretende explicar el discurso religioso (proyección en el cielo, se­
gún Engels, de las relaciones en la tierra), la magia y los sistemas me­
ta tísicos (proyecciones de la metapsicología del sujeto), la misma di­
visión entre forma y materia como proyección de la (ausencia de) re­
lación sexual. Dice Lacan:

Se ve a qué se reduce el lenguaje del yo: la iluminación intuitiva,


el mando recolectivo, la agresividad retorsíva del eco verbal. Aña­
damos lo que le corresponde de los desechos automáticos del dis­
curso común: la palabrería educativa y el ritonello delirante

Jacques Lacan entiende que la promoción que Freud hizo de la tó-


|)ica del yo tenía la función de restaurar en su rigor la separación
«hasta en su interferencia inconsciente, el campo del yo y el del in­
consciente».
Es lo que advierte Jacques-Alain Miller cuando escribe en el «In­
dice razonado...» de los Esadtos: «Así, pues, sólo hay una ideología de
la que Lacan haga teoría: la del “yo (moi) moderno”, es decir, del su­
jeto paranoico de la civilización cientifica, del que la psicología des­
caminada teoriza lo imaginario, al servdcio de la libre empresa».
El discurso de las pasiones, en sus sensibles variaciones históricas,
es el sismógrafo de los puntos de separación y de interferencia entre
las instancias de la topología del sujeto.

Blimos Aires, julio de 1999

22. Ibíd., p. 411.

73
¿Puede el neurótico prescindir del padre?*

Éric Laurent

Mi título «¿Puede el neurótico prescindir del padre?» forma parte


de una observación de Lacan en la cual decía que el neurótico pue­
de prescindir del padre pero a condición, como todo el mundo, de
hacer uso de él. Es una frase paradójica y sorprendente de la cual
querría desplegar algunas significaciones. En principio, una anécdo­
ta para introducirnos en el tema. Estando en un país extranjero tuve
la oportunidad de hacer una presentación de casos ante un público
compuesto por psicoanalistas y psiquiatras. Era en el extranjero, pe­
ro en un país donde uno puede encontrar gente de todos lados que
viene a pedir ayuda al hospital psiquiátrico, que son técnicos medios
en su ambiente social y que se expresan perfectamente en inglés. En
el transcurso de una entrevista con un sujeto psicótico logramos des­
pejar cómo se centraba la historia, el desencadenamiento de la psi­
cosis, las grandes escansiones de lo que evolucionaba desde hacía
una decena de años en torno al padre. Destacaba estos puntos en la
discusión. Al cabo de un rato, sed contra, objeción, una persona se le­
vanta y dice: «Está muy bien, pero es típicamente lacaniano. Uste­
des explican la psicosis con la ayuda de las referencias al padre. Sí,
existen, sin duda, pero usted subestima mucho la identificación con
la madre. En efecto, por muchos rasgos, este sujeto presenta una vi­
rilidad fingida, una mascarada que esconde, más bien, una identifi­
cación femenina con la hermana o con la madre». Esta objeción no
carecía de fundamento clínico y el caso se prestaba para demostrar
que todo lo que en el psicoanálisis, y por fuera de Lacan, se ubica ba-

* Trabajo publicado en Revue de PÉcole de ia Cause freudierme N® 21, París, Nava-


rin-Seuil, 1992.

75
D el E dipo a la sexuación

jo la rúbrica de la identificación con la madre, da cuenta del empuje


a la mujer, que no es identificación sino asunción de un goce. Era
particularmente interesante destacarlo ante quienes pensaban que la
doctrina lacaniana se reduce a la exaltación de un padre idealizado.
Por toda una serie de rasgos la obra de Lacan lleva a reconsiderar, en
los escritos psicoanalíticos posteriores a Freud, los fenómenos clasi­
ficados bajo la rúbrica de la identificación con la madre, por el ses­
go del goce de la mujer. Esto permite interrogar la consistencia del
complejo de Edipo según tres puntos: primero, el Edipo confronta­
do con el complejo de castración; segundo, castración y privación;
tercero, el Edipo concebido a partir de la privación.

E l E dipo a partir de la ca str a c ió n

Si hay en la obra de Lacan un más allá del complejo de Edipo, es­


te se manifiesta en los momentos de su enseñanza en que se elabora
la doctrina clásica de la relación del sujeto con el falo. Podemos to­
mar como fecha para este punto 1958, año magnífico, en el que La­
can elabora, redacta un número considerable de textos que establecen
la doctrina del falo. Quizá no hay equivalente salvo 1969, año de El
revmo del psicoanálisis, y, en la misma época, la publicación de «Radio­
fonía», de un prefacio a la tesis universitaria de Anika Lemaire, de
una serie de notas a la señora Aubry, de una conclusión del informe
sobre la infancia alienada y de la batalla por la «Proposición del 9 de
octubre sobre el psicoanalista de la Escuela». 1958 es el año del se­
minario Lasformaciones del inconsciente, que Lacan incorpora a su rees­
critura de «De una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de
la psicosis», donde elabora el materna de la metáfora paterna.
Este no debe hacemos olvidar el lugar de la madre aislado en el
esquema R como objeto primordial. Lasformaciones del inconsciente gi­
ra en tom o a las dificultades que representa el pasaje freudiano, fun­
damental para la mujer, de la madre como objeto primordial al padre
como objeto de amor. Lo que está marcado en la metáfora paterna
como elisión del deseo de la madre para dirigirse hacia el padre es una
escritura que resume toda una discusión sobre las aporias de la cas­
tración en la mujer. Estas se manifestaban en los autores posfreudia-
nos -que se interesaban en las mujeres, es decir, sobre todo las muje­
res mismas- que objetaron el pasaje de la madre al padre como lo que

76
¿P uede el neurótico prescindir del padre?

constituye el horizonte de la femineidad. Siempre es actual en el mo­


vimiento psicoanalítico la interrogación ante esta reivindicación de
las mujeres que en suma encuentran parcial el punto de vista freudia­
no según el cual la elección femenina es el amor al padre o la identi­
ficación con él.
Lacan comenta dos de las objeciones que surgieron en el movi­
miento analítico de principio de los años 50. Primero, las de Karen
Homey, que destacaba que si es normal que la niña se dirija hacia el
padre, no queda claro por qué quienes más se dirigen hacia el padre
son las homosexuales femeninas. De esto ella concluye que, al contra­
rio, para asumir su femineidad es necesario no solamente dirigirse ha­
cia el padre, sino tener una sólida fijación a la madre, para no estar en
la situación de querer solo a uno, al padre, y excluir a los demás hom­
bres. Luego Lacan considera la objeción de Helene Deutsch, quien
destacaba otra paradoja -cabe subrayar que ella misma era una para­
doja viviente, ya que sabemos por su biografía y su autobiográfica que
era un personaje estruendoso. Para ejemplo, esta anécdota; en una
oportunidad en que había sido invitada por lo mejor de la sociedad
bostoniana, en la que residía, se contrató una orquesta de cámara en
su honor, la orquesta de Boston, que desgraciadamente no pudo ir; la
dueña de casa, desolada, le dijo: «Han tenido un problema de trans­
porte y no podrán venir»; Helene Deutsch le respondió: «No se preo­
cupe, no tiene ninguna importancia, porque el espectáculo soy yo».
Helene Deutsch es conocida por su doctrina de la existencia necesaria
del masoquismo femenino, condición normal de la posición femenina.
un masoquismo muy particular al cual la vida de esta persona con­
fiere el carácter de un masoquismo extremadamente activo, en todo
caso de algo que no pone de relieve lo que la imaginación del maso­
quismo puede acarrear. Digamos que es un masoquismo muy sádico.
Helene Deutsch destacaba que el hecho de dirigirse hacia el padre
nunca es perfectamente logrado como amor y que implica siempre
una identificación. Hay sujetos que permanecen siempre lo suficien­
temente identificados con el padre como para no experimentar jamás
el goce femenino. En el rudo lenguaje de la época, no se hablaba de
goce sino de orgasmo vaginal. Entonces, no hay orgasmo vaginal si­
no, por otro lado, una asunción perfecta de la femineidad, y en parti­
cular del papel maternal: madres perfectas, esposas maravillosas que,
sin embargo, no tienen ninguna relación con este goce, no quieren sa­

77
D el E dipo a la sexuación

ber nada de ello. El consejo fundamental de Helene Deutsch en estos


casos era sobre todo no hacer nada, dejar a los sujetos como estaban y
no forzar el análisis, porque -y es un consejo de prudencia fundamen­
tal- no se sabe adonde puede conducir eso.

La privación

Lacan, en 1958, examina las aporias que dejó la comxmidad analí­


tica acerca del pasaje de la madre, como objeto primordial, al padre.
Para eso introduce un término suplementario en el examen del com­
plejo de castración en la niña, que no está en Freud, y es el de «pri­
vación». Destaca que lo que ha fallado en los comentadores es no
captar que en la sustitución de la madre por el padre, el deseo de hi­
jo, en principio orientado hacia la madre, ya no es el mismo cuando
se dirige hacia el padre. Hay un olvido en el pasaje de uno a otro, el
olvido de lo que quiere decir dirigirse hacia el padre, a saber, pedirle
un objeto que no tiene otra existencia que la de poder ser demanda­
do. Es un objeto que está íntegramente en la demanda, estrictamen­
te definido por ser un objeto imposible. Si este hijo del padre es re­
chazado, es que apunta a un deseo inscripto totalmente en el plano de
la demanda. A propósito de esto, Lacan utiliza el binario fundamen­
tal de esos años: deseo y demanda -deseo llevado a la potencia de la
demanda y enteramente reducido a eso- para interrogar el lugar del
Edipo. Sus advertencias (marzo, abril de 1958) nos recuerdan que no
se trata solamente del padre y de la madre, de papá y mamá. Lacan
desarrolla toda una vertiente contra-Edipo a partir del falo que orde­
na, en el doble registro de la castración y de la privación, la sexuali­
dad femenina. A propósito de la privación -privación del deseo, dice­
lo importante no es que sea algo real sino que el sujeto aspire a algo
que solo pueda ser demandado. La báscula es fundamental: de un la­
do, la madre como objeto primordial hacia el que van a dirigirse las
demandas, desde donde surgirá un deseo; después, del otro lado, el
padre y la demanda de hijo en tanto que ella solo puede ser rechaza­
da. El resultado de la operación, de este rechazo -Lacan, en 1958, no
teme al término «rechazo», Verwerfiing- es que por un lado hay pro­
ducción del padre idealizado y, por otro lado, castración.
Esta articulación de la privación y de la castración es el eje alrede­
dor del cual se ordenará, diez años más tarde, en El reverso delpsicoand-

78
¿P uede el neurótico prescindir oel padre?

¡tsis, la reconsideración del complejo de Edipo femenino, a partir de


una relectura de Dora. Estas relaciones del sujeto con la madre «con-
tlucen a que la hija le reproche a la madre que no la haya hecho chico,
decir que se traslada a la madre, en forma de frustración, lo que en
NUesencia significativa [...] se desdobla en, por una parte, castración del
padre idealizado [-■] y por otra parte, privación, asunción por parte del
NUjcto, femenino o no [aquí está lo esencial] del goce de ser privado».
Parece entonces que El reverso del psicoanálisis, en su reconsidera-
íTun de los lazos del complejo de Edipo y del complejo de castración,
generaliza de hecho lo que era aún particular del complejo de castra­
zón en la niña en 1958. A partir de ese momento, el estatuto del saje­
lo y el estatuto del padre serán considerados -sea el sujeto femenino
o no- a partir del complejo de castración en la niña tal como había si­
do trasmitido por Freud. Lacan lee la posición femenina de Dora co-
MIO aquella que allí donde estaba el padre quiere poner de relieve lo
que causaba su deseo, el de él. El punto en que Dora se detiene -ese
segundo sueño que marca el fin de su análisis con Freud- es leído de
manera nueva por Lacan, Dora, en lugar de dirigirse a la tumba de su
padre muerto, quiere hojear el diccionario, que da el saber como me­
dio de goce. En efecto, es lo esencial de lo que ella alcanzó en su aná­
lisis con Freud. Ella, que era considerada un sujeto mentiroso, extra­
viado, incluso perverso, había querido hacer valer la verdad de su po­
sición, de lo que ella sabía de las intrigas sexuales que circulaban en
esta familia. Al ir a ver a Freud, y más allá del destino de su análisis,
ella obtuvo esta satisfacción: hacer valer su verdad y sobre todo hacer
que se sepa. Ella hace saber esta verdad a los demás. Con el dicciona-
rio hay una transformación de la verdad en saber transmisible a los
demás. Pero no deber olvidarse a lo que apunta este saber. Cae sobre
el lugar del padre, ya no como idealizado, muerto, sino en tanto él es­
tá tomado por su causa sexual.

El Edipo a partir de la privación

Algunos años después de El reverso del psicoanálisis, Lacan puede


enunciar en el seminario «RSI», en 1975, que un padre solo tiene de­
recho al respeto, incluso al amor, si dicho amor está perversamente
\pere-versemmt\ orientado. la primera vez que introduce -el 2 1 de
enero de 1975- esta perversión [pere-version]. Es tomar al padre a par­

79
D el E oipo a ia sexuación

tir de la causa. Resituémoslo en el trayecto seguido por Lacan. Prime­


ro, a partir del complejo de castración femenino, tal como Freud nos
lo legó, destaca la necesidad de distinguir al padre idealizado, castra­
do, y la hija privada. Segundo momento, con El reverso del psicoanálisis
el padre idealizado está radicalmente cuestionado por el hecho de que
él solo está allí en un mito freudiano de garantía de lo universal. La­
can relee Dora mostrando que ciertamente hay producción del padre
idealizado, pero sobre todo se somete a discusión al padre en tomo de
una causa sexual. Tercer momento, Lacan hace la apuesta de definir al
padre únicamente a partir de la causa. Es una posición ética funda­
mental, porque por fuera del psicoanálisis, en los discursos que se sos­
tienen, ¿quién osaría decir que lo que merece el amor, el respeto, está
allí donde hay causa sexual? Muy por el contrario, se nos explica que
solo hay amor y respeto si verdaderamente el Otro está limpio de go­
ce, si uno está verdaderamente seguro de que el padre trabaja por la
felicidad de todos, o en la versión capitalista, que el nianagei^^ trabaja
para lograr soluciones óptimas, que no se queda con nada en el bolsi­
llo. Es necesario que calcule todo el día, noche y día para obtener ver­
daderamente la óptima posición. Este ideal, el del manager, el del pa­
dre, provoca un retom o feroz del goce que siempre escapa, y que re­
toma constantemente en los escándalos ante los cuales siempre se re­
gocija el sujeto. En el escándalo, en tanto que lo que aparece como la
política del discurso del manager es simplemente el retomo del males­
tar que surge ligado al hecho de que no hay amor que valga si no hay
causa sexual. Cuando Lacan dice que el padre solo tiene derecho al
respeto y al amor, si el amor está perversamente \pere-versement\
orientado, esto quiere decir que el padre hace de una mujer su causa,
que no es ningún ideal. Esta perspectiva es idéntica a la trazada en El
reverso del psicoanálisis, cuando Lacan dice que se trata de saber qué es
esta «castración que no es un fantasma y de la que resulta que no hay
causa del deseo más que la producida por esta operación [y que] el fan­
tasma da toda la realidad del deseo, es decir, de la ley». Afirmar que el
fantasma da toda la realidad del deseo y de la ley es idéntico a definir
este amor, este respeto, a partir del discurso anahtico, que no respeta
la ley más que en tanto ella es la puesta en juego de una ley del deseo
articulada en el fantasma.
Concluyendo, el recorrido de Lacan más allá del Edipo es una
destrucción sistemática del padre como ideal o como universal. La

8o
¿P uede el neurótico prescindir del padre?

ntisnia apunta a establecer un registro del amor, es decir, un registro


lid lazo social, que reconozca al padre, lo respete a condición de que
éi sepa que solo sostiene su existencia por el hecho de que ha afron­
tado la cuestión del goce de una mujer. Ya no un universal, ya no la
madre en tanto que estará justamente siempre prohibida -y por eso
será siempre universal-, sino de una mujer. Y que haya sabido hacer
de una mujer su causa, que haya sabido hacer de una mujer su color
cu el encuentro amoroso, hasta el resto. Por eso el más allá del Edi­
po en Lacan es inseparable de la respuesta dada al goce femenino que
l'Veud nos dejó como interrogante. Si la mujer se define a partir del
significante fálico, sin embargo, como dice Lacan, no está toda allí,
ya que es ella quien nos introduce en la asunción del sujeto que goza
de ser privado y ya no castrado. La mujer no está toda en el signifi­
cante fálico. Lacan lo decía en 1958 indicando que la sexualidad fe­
menina, lejos de ser pasiva, era un esfuerzo, «el esfuerzo de un goce
envuelto en su propia contigüidad»; esfuerzo de un goce siempre en
la proximidad de sí misma, necesidad topológica del goce femenino.
Si este goce no tiene significante y si es goce en su propia proximi­
dad, ¿qué límite puede presentar? El primer capítulo de Aun nos da
la respuesta destacando las relaciones de la sexualidad femenina con
un espacio tal que sea compacto, es decir que se presenta como un in­
finito actual. Lacan agrega a Freud la posibilidad de escribir el goce
íemenino como esfuerzo de envolmra sin el significante fálico.
«Prescindir del padre a condición de hacer uso de él» es una máxima
de desconfianza hacia el ideal. No es sin embargo la máxima del ci­
nismo del uso. Ella apunta a definir la actitud que conviene, desde el
|)unto de vista del psicoanálisis, con respecto a los ideales, una vez
(jue el plano de la identificación ha sido atravesado. En ese momen-
lí) subsiste aún el amor y el respeto, fundados estrictamente desde el
punto de vista del discurso psicoanalítico. Se trata del tipo de lazo so­
cial entre hombres y mujeres, que hay que fundar más allá del ideal.

Traducción: Marta Inés Negri

8i
El padre síntoma

Roberto Mazzuca

Hay un goce del padre -genitivo objetivo. La experiencia del análisis


y más en general, la clínica lo muestran. ¿O, más bien, ablativo? En
todo caso, se trata, no del O tro -el goce del Otro permanece siempre
problemático-, sino de una letra. En esto el padre es im síntoma. Pe­
ro este síntoma-padre puede ejercer la función de anudar registros. Y,
en este sentido, es sinthome. Puede leerse así la afirmación de Lacan:
«el padre es un síntoma o un sinthome, como ustedes quieran».*
Esto, en la perspectiva del sujeto que se analiza, del analizante. Y
nadie se analiza como padre -com o nos lo hizo ver Lacan y como la
experiencia del análisis también lo muestra. Sin embargo, hay un go­
ce del padre -esta vez genitivo subjetivo. O bien, en ima versión más
modesta, la satisfacción de ser padre o de ejercer esa función; de ha­
cer de padre, si se prefiere. Este goce del padre es diferente, sin du­
da, del deseo del padre y, aun, del deseo de ser padre que, como cual­
quier otro deseo, se sostiene de la insatisfacción. También aquí, y en
esto el padre no es una excepción, es el amor el que permite al goce
condescender al deseo.
Ahora bien, todos estamos de acuerdo con que el padre síntoma es
un concepto bien diferente del del significante del Nombre del Pa­
dre. Este consenso se esfuma rápidamente, sin embargo, si plantea­
mos que esta distinción no constituye una novedad del último Lacan
sino que, por el contrario, es una oposición temprana que tiene su
historia y sus avatares. El primer propósito de este trabajo puede
enunciarse de una manera muy simple: resaltar la diferencia entre la

1. J. Lacan, «Le Séminaire, livre X X m , Le sindiome», clase del 18/11/75 (inédito).

83
D el E dipo a la sexuación

función del significante del Nombre del Padre y la función del padre,
y destacar que, en la enseñanza de Lacan, el padre se define siempre
por su diferencia con el significante del Nombre del Padre. Esta hi­
pótesis no refleja la opinión corriente que, en cambio, suele superpo­
ner, y aun confundir, las funciones del padre y del significante del
Nombre del Padre.
En segundo lugar, se trata no solamente de operar una distinción
entre ellas, sino de aprehender que esta distinción es esencial. Y esto
a todo lo largo de la enseñanza de Lacan. Sin duda se modula de di­
ferentes maneras en cada momento de esa enseñanza. Pero en cual­
quiera de ellos la función paterna aparece siempre repartida entre
instancias heterogéneas entre sí, y hasta cierto punto antinómicas.
Nunca tan solo a partir del significante. Se trata de captar que esta
heterogeneidad en su composición es esencial para la función, para su
operación y su subsistencia.
De aquí se desprende, ante todo, que si bien es cierto que nadie
sería padre sin ese significante, que si el padre es quien está investido
con él, sin embargo, padre y significante tienen que permanecer dis-
yuntos. Que el padre no se ponga en el lugar del significante, como
representante de la ley, es una de las primeras indicaciones de Lacan,
prácticamente simultánea a la introducción en su enseñanza, y en el
psicoanálisis, del significante del Nombre del Padre. La función del
padre, para mencionar solo una de las referencias donde podemos
apreciar esta distinción en Lacan, no es representar la ley sino articu­
lar el deseo con la ley.^ Si un padre, por el contrario, se toma por el
Nombre del Padre, se desemboca en la psicosis. Esta es, por decirlo
de algún modo, un álgebra elemental de la enseñanza de Lacan, bien
conocida, que sin embargo no impide que la confusión señalada más
arriba subsista y se reitere de diversas maneras. Por eso conviene vol­
ver sobre ella para perfilar mejor las diferentes nociones y conceptos
que la componen, tanto negativa como positivamente.
Por una parte, negativamente, ser padre, esto es, satisfacer la fun­
ción o las funciones con que Lacan caracteriza esa posición, no pro­
viene de la identificación con el Nombre del Padre sino que más bien

2. J. Lacan, «Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente freu­


diano», en Escritos 2, Buenos Aires, Siglo XXI, 1987, p. 804.

84
El padre síntoma

requiere interponer cierta distancia en relación con ella. Ser padre no


es algo que ocurra o que se cumpla como consecuencia de esa iden­
tificación sino que, por el contrario, implica un más allá que solo pue­
de operar a partir de un obstáculo a esa identificación.
Por otra parte, positivamente, se requiere algo más. Porque no es
suficiente que el padre no se ponga en el lugar del significante; para
cumplir su fundón, tiene que hacer algo. Algo bien preciso y defini­
do de diferentes maneras en los distintos momentos de la enseñanza
de Lacan.
Es decir que encontramos en Lacan indicadones negativas y po­
sitivas para precisar la función del padre, lo que un padre no es o, si
se prefiere una formulación no óntica sino ética, lo que no debe ser,
y lo que un padre debe ser: un hacer que ha llevado hasta su ser de
deseo y su ser de goce.
La cuestión de la que me ocupo en este trabajo ha sido desarrolla­
da por Jacques-Alain Miller en diversas oportunidades en su semina­
rio de la Orientadón Lacaniana y, en espedal, en el que dictó con el
título Ce quifait insigne,^ donde encontramos una lúdda comparación
entre dos momentos de la enseñanza de Lacan en este tema, uno en
el que el Nombre del Padre opera la significación fálica en la metá­
fora paterna, otro en que el padre se define como excepción en rela­
ción con la función fálica. Miller matematiza allí el movimiento que
conduce desde uno hasta el otro, desde el significante del Nombre
del Padre como elemento interior del Otro, hasta el Nombre del Pa­
dre estatutariamente afuera, como ex-sistencia. Se destacan entonces
las diferencias -como partes de esas constelaciones- entre el juido de
existencia (propio de la problemática del significante del Nombre del
Padre, de su afirmación o de su forclusión, que condicionan el surgi­
miento -o no - de la signifícadón fálica, phi minúscula) y el cuantor
de existencia (que recae sobre la variable, una x, alguien para quien se
verifica -o no - la función fahca, phi mayúscula).
Ahora bien, de la lectura de ese seminario, sorprendentemente, se
ha deducido que la diferenda que quiero destacar en este trabajo ha-

3. J.-A. Miller, Seminario del curso 1986-87, publicado en castellano con la tra­
ducción de Graciela Brodsky, con el título Los signos del goce, Buenos Aires, Paidós,
1998.

85
D el E dipo a la sexuación

bría sido introducida por Lacan hacia el final de su enseñanza. Al de­


finir en «RSI» -se dice- al padre como un síntoma (o como un sintho­
me, como ustedes quieran), la función del padre se diferenciaría del
padre ley o del padre amo de su primera enseñanza. Se trataría en­
tonces de una distinción tardía. Nada es menos cierto. Plantear las
cosas así implica una distorsión muy especial, ya que esa diferencia no
solo existe siempre sino que, como dije, sin ella la función paterna no
podría cumplirse.
Este efecto en la lectura del seminario de Miller puede explicarse
por un desplazamiento desde otras nociones. Los dos momentos que
Miller distingue en la elaboración lacaniana sobre el padre, ya seña­
lados -el del significante en la metáfora paterna y el del padre en el
lugar de la excepción-, son presentados allí en correlación con las
mutaciones del concepto de síntoma, transformación que constituye
uno de los ejes principales a lo largo del cual se desarrolla el semina­
rio y, también, el que más se ha difundido. Luego de un extenso de­
sarrollo sobre las transformaciones del concepto de síntoma, en las
últimas clases se destacan las conexiones entre el primero de aquellos
momentos y el síntoma metáfora, y entre el segundo momento y el
síntoma goce. Como efectivamente el síntoma como función de go­
ce es un concepto tardío, se terminó por concluir que el padre dife­
rente del significante también lo era.
Para mencionar solamente un ejemplo, tomemos un fragmento de
una de las recientes convocatorias al trabajo en jornadas que dice:
«desde el síntoma-metáfora, cuando el Nombre del Padre coordina­
ba e! complejo de Edipo y el de castración en !a metáfora paterna,
hasta el síntoma como función de la letra, que fija el goce, cuando la
función paterna es arrancada definitivamente del universal y es encar­
nada en una existencia que permite su multiplicación». El subrayado es
mío, para destacar un enunciado que tiende a perfilar la idea de que
una encarnación de la función paterna sería distintiva de ese último
momento de la enseñanza de Lacan.
Conviene destacar, continuando con la propuesta de este trabajo,
que es imposible, desde un comienzo, entender la economía del sig­
nificante sin alguien que encame la función paterna. El significante
del Nombre del Padre puede afirmarse en ausencia de todo padre, es
cierto, porque, en definitiva, es en el discurso de la madre donde el
niño lo encuentra. El significante, no al padre. En cuanto al padre,
El padre síntoma

para que su función se cumpla, alguien tiene que encamarla -no ne­
cesariamente el padre del sujeto, aclara Lacan. Alguien que haya ins­
pirado o sostenido en una mujer el deseo de tener hijos. Y por ese ses­
go, según las ocasiones, aun el psicoanalista resulta sospechoso. En
cualquier caso, se trata de alguien que mantenga su distancia con el
significante.

La s determ ina cio n es negativas

Estos rasgos están claramente definidos en el seminario de Miller


que destaca los estragos del padre que se identifica con la función del
significante, estragos que Lacan ejemplifica paradigmáticamente con
el padre del presidente Schreber. N o se trata en este caso de Un-pa-
dre, ya que este no es más que la causa desencadenante -o, como di­
ce Freud, la ocasión- de la psicosis. Se trata del padre que la causa, el
padre que se confunde con la ley, el padre educador. O mejor, el pa­
dre legislador, destacando la impostura que implica en cualquier ca­
so (aun en el legítimo legislador) ocupar ese lugar. En esto Lacan, que
ha desdeñado siempre los psicologismos y ambientalismos de todo ti­
po, y que se ha burlado abiertamente de ellos (de la madre frustrante
a la madre hartante, entre el padre tenante y el padre bonachón, del
padre todopoderoso al padre humillado, etcétera), no vacila en ubicar
a este padre legislador como condición causal de la psicosis y en sostener
decididamente que ocupar el lugar del significante empuja a su for­
clusión. Por el contrario, la subsistencia de la distancia entre el padre
y el significante hace posible la aceptación, el consentimiento, la Be-
jahung, la afirmación del significante y, en esa medida, su operación
en la metáfora paterna.
El texto «De una cuestión preliminar...» no deja lugar a dudas so­
bre esta relación causal. Lacan la denomina «el principio de la forclu­
sión del Nombre del Padre»."^ Allí se refiere a los psicoanalistas que
ponen el acento en las relaciones de la madre con el padre, el lazo de
amor y de respeto por el cual la madre pone al padre en un determi­
nado lugar. Ante todo conviene, responde Lacan en primer lugar, dis-

4. J. Lacan, «D e una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la psico­


sis», en ob. c it, n. 2 ,p .5 5 9 .

87
D el E dipo a la sexuación

tinguir las relaciones con ia persona del padre y con su palabra. Es cu­
rioso, agrega a continuación, que no se tengan en cuenta los mismos
lazos en sentido inverso, es decir, del padre hacia la madre. Y final­
mente subraya que, más allá del caso que hace la madre de la palabra
del padre y de su autoridad -y este es el punto más relevante para
nuestro tem a- debe considerarse en sí misma la relación del padre con esa
ley. Para pasar a señalar, de inmediato, los efectos «devastadores» (el
término está en el texto) cuando el padre tiene la función de legisla­
dor o se la adjudica. En cualquier forma, haciendo las leyes o presen­
tándose como pilar de la fe, como servidor de una obra de salvación,
como virtuoso. Tampoco en esta oportunidad la enumeración termi­
na aquí; sigue, ya que Lacan tiene el cuidado -ante una afirmación
tan absoluta como la de localizar el principio de la forclusión del
Nombre del Padre- de desplegar las variedades en que su fenomeno­
logía se presenta en lo real. O, como dice en esta época, en el padre
real.
El rasgo común que las hilvana radica en que «demasiadas ocasio­
nes le ofrecen [al padre] de encontrarse en postura de demérito, de
insuficiencia, incluso de fraude, y para decirlo de una vez, de excluir
el Nombre del Padre de su posición en el significante». Párrafo que
nos muestra muy bien el juego entre instancias heterogéneas en las
que se reparte, como dije antes, la función paterna: el padre, alguien,
real, y el Nombre del Padre, significante. Instancias heterogéneas y
hasta cierto punto antinómicas: la presencia del padre legislador im­
plica la ausencia del Nombre del Padre. Hasta aquí, la determinación
negativa, lo que el padre no debe ser.

La s determ ina cion es po sitiv a s

En cuanto a las determinaciones positivas, es verdad que resultan


más claramente visibles en el último Lacan. En el periodo del semina­
rio «RSI» y alrededor del concepto de padre síntoma -leído en sus dos
direcciones, la función del síntoma como equivalente del padre y este
como síntoma (por una parte el síntoma es padre, por otra, el padre es
síntoma)- se define con precisión lo que he llamado las determinacio­
nes positivas del padre: su síntoma, su per-versión, una mujer como
causa de su deseo, adquirida para darle hijos, cuidar de ellos, mante­
ner en la represión la versión que le es propia de su perversión. Estas
El padre síntoma

<leterminaciones han sido recientemente objeto de múltiples comen­


tarios y resultan llamativas por la simplicidad con que en ellas Lacan
une los términos más rigurosos de la teoría con el sentido común.
Es habitual destacar que Lacan produjo una distinción entre mu­
jer y madre, a diferencia de la concepción freudiana, que superpone
ambas posiciones. Podríamos agregar, en cuanto a hombre y padre
que, allí donde Freud ve la constitución de la posición viril como con­
secuencia de la identificación con el padre, los conceptos del último
Lacan permiten introducir cierta distinción entre una y otra. Que no
haya certidumbre del propio sexo -más que en la psicosis- no impi­
de cierta identidad sostenida en la consistencia de una modalidad de
goce. El goce del cuerpo del Otro -aunque limitado por el goce feti­
chista del objeto a - puede subsistir sin la identificación en la posición
paterna. Heterosexualidad en muchos casos bien establecida sin re­
curso a la perversión paterna; es d ed r que la causa sea una mujer, pa­
ra hacerla madre.
Si hay alguna identificación en juego allí, no sería tanto una iden-
tificadón con el padre como con el síntoma del padre, con su perver­
sión. Pero es bien claro que este concepto de identificación con el
síntoma del otro -decisivo en Lacan para la clínica de la histeria- es­
tá ausente de lo que llamaría, si se me permite, la clínica del padre.
Aunque proporcione un modelo, no se trata de identificación. No es
el padre un modelo para el hijo, es modelo de la función de padre,
que es la función de síntoma. Se trata de que alguien «pueda hacer
excepción para que la función de la excepción devenga modelo».^

T r a nsfo r m acio nes de u n a an tin o m ia

La claridad con que hemos encontrado la definición negativa en


«De ima cuestión preliminar...» y la positiva en «RSI» ha conducido
a hacer creer que la primera es propia del primer Lacan, y la segun­
da, tardía. Que habría un desplazamiento de lo simbólico del padre a
lo real del síntoma. Y hay efectivamente un desplazamiento, que in­
cluso podría ser descrípto con esos mismos términos pero con un

5. J. Lacan, «El seminario, libro 22, RSI», clase del 21/1/75 (inédito).

Ro
D el E oipo a la sexuación

sentido muy diferente. Para circunscribir bien ese sentido, es necesa­


rio tener en cuenta que ambos elementos, simbólico y real, coexisten
antinómicamente en los diferentes momentos, y que esa antinomia se
va transformando, se va planteando de diferentes maneras. En esa
metamorfosis se produce un desplazamiento -que hay que definir-,
pero sin anular nunca esa distinción.
De este modo, lo que se opone al significante del Nombre del Pa­
dre -inerte como cualquier significante, padre simbólico, padre
muerto-, puede ser en algún momento, como señalé antes, el padre
deseante. Sin embargo, a medida que esta antinomia progresa, se ha­
ce claro que también el deseo, el deseo puro, queda del lado de la
muerte y se requiere entonces no solo un deseo reintegrado en el ob­
jeto, sino un viviente con su goce sintomático.
Así pues, una instancia paterna, digamos: real, para abreviar, en
oposición al padre muerto, existe siempre. Hacia el final puede for­
mularse también de otras formas, por ejemplo, entre el padre como
nombre y el padre que nombra. Me gustaría ahora, sin embargo, ex­
plorar cómo se plasma esta distinción en momentos anteriores de la
enseñanza de Lacan.

El s e m in a r io 5 y «De u n a c u e s t i ó n p r e lim in a r ...»

¿Por qué Lacan en «De una cuestión preliminar...» solo desarro­


lla con precisión las que llamé determinaciones negativas de la fim-
ción del padre? N o hay que olvidar que «De una cuestión prelimi­
nar...» es un escrito sobre la psicosis, no sobre ia función paterna. Si
perdemos esto de vista, no entenderemos cómo, en un escrito que
podemos considerar canónico sobre la concepción lacaniana de la
metáfora paterna, el padre, como distinto del significante, solo tiene
lugar en tanto Un-padre, como desencadenante de la psicosis, y en
tanto invasor del lugar de la ley, como su causa. Lacan no menciona
aquí en absoluto cuáles son efectivamente las funciones del padre.
Pero este escrito, reitero, no es un texto sobre el padre.
Por el contrario, en El seminario 5, que no es un seminario sobre
las psicosis y que coincide con el momento de la redacción de «De
ima cuestión preliminar...», la relación es inversa: una breve alusión a
Schreber y un amplio desarrollo de las funciones paternas. Uso aho­
ra el plural para recalcar que este es uno de los lugares donde Lacan

90
El padre SÍNTOft^

%c emplea en demostrar las multiplicidades de la función del padre.


Es decir que, junto con el concepto y la fórmula de la metáfora pa­
terna, despliega las condiciones y las vicisitudes de la eficacia -o n o -
iic su operación. A partir de la reciente publicación de este seminario
Hc ha producido un trabajo de relectura que, en mi caso por lo me­
nos, ha permitido apreciar en otra perspectiva lo que Lacan llama
aquí los tres tiempos del Edipo. Hasta ahora los había considerado
como la versión narrativa -y casi novelada- de la metáfora como es­
tructura. Sin dejar de ser esto, hoy veo sobre todo que es el modo que
eligió Lacan para desplegar la multiplicidad de formas, muchas veces
contrapuestas pero necesarias unas con respecto a las otras, de la in­
tervención paterna. La fórmula de la metáfora es monótona, da la
estructura en que la interpretación del deseo de ia madre permite ha­
cer surgir la significación fálica. Los tres tiempos del Eldipo nos dan,
en cambio, las condiciones reales de su operación en una sucesión ló­
gica que no deja, sin embargo, de ser temporal. Y que por otra parte
aportan algunos conceptos permanentes en la doctrina de Lacan.
Quiero decir que resistirán los sucesivos cambios en su enseñanza.
Entre otros, especialmente el de ubicar la perversión y su fuente en
el ordenamiento edípico. Esto no está en la cruda fórmula de la me­
táfora. Necesita de su temporalización. Metáfora paterna y tiempos
del Edipo: excelente lugar para quienes se ocupan de la relación es­
tructura-desarrollo en Lacan,
En estos tres tiempos hay que destacar, para este trabajo, el pasa­
je entre el segundo y el tercero, y el modo en el que Lacan llama la
atención e insiste en que lo decisivo en este paso es hacer intervenir,
esta vez, «efectivamente» al padre.^ Esto quiere decir que en los dos
primeros tiempos esa intervención es secimdaria y, aun, que se puede
prescindir de ella: «No digo que [el padre] no intervenga efectiva­
mente ya antes, pero mi discurso ha podido dejarle hasta el presente
en segundo plano, más todavía, ni siquiera mencionarlo».^ Esto es así
porque en el primer tiempo no se trata de la acción real deí padre; lo
efectivo allí es el significante del Nombre del Padre. Es el tiempo del

6. J. Lacan, Le Séminaire, livre V, Lesformations de l ’inconscient {1957-195S), París,


Seui!, 1998, p. 187 (texto establecido por J.-A. Miller).
7. Ibíd.

91
Del E dipo a la sexuación

padre simbólico, p>ero ni siquiera interviniendo de manera directa


con el niño sino fuera de él, en tanto padre simbólico instaurado en
la cultura. La presencia del padre está velada y el significante es sufi­
ciente para que, en esa relación en espejo entre el deseo de la madre
y el deseo del niño, se precipite la identificación del sujeto con el fa­
lo imaginario: ser el objeto que colma el deseo de la madre. He aquí
el efecto masivo de la metáfora paterna en la que el agente, efectiva­
mente, es el significante, no el padre.
Esta identificación que permite al niño ser el falo tendrá que, an­
tinómicamente, ser quebrada en el segundo momento. Solo tiene
sentido que sea quebrada en la medida en que previamente el niño se
haya instalado y gozado de esa posición. Es decisivo que este segun­
do tiempo se cumpla acabadamente para el pasaje al momento si­
guiente. De lo contrario, permanece un resto de identificación, el su­
jeto se atrinchera en el ser-el-falo, que es la fuente (no de la posición
perversa, ya que esta, estructuralmente hablando, tiene su fuente en
el primer tiempo, sino) de la posición perversa clínicamente hablan­
do. Es el tiempo del padre prohibidor y privador. En este tiempo
tampoco es necesaria ia intervención directa del padre, basta con la
madre. Esto es seguro en cuanto a desalentar las primeras manifesta­
ciones del instinto sexual, no tanto en cuanto a que la palabra del pa­
dre intervenga efectivamente sobre el discurso de la madre. Sin em­
bargo, esta intervención sigue ocurriendo desde afuera, no es direc­
tamente con el niño como opera el padre, ya que aquel encuentra a
este en el discurso de la madre, en el reenvío de la madre a una ley
que no es la suya sino la de Otro, que es quien además posee realmen­
te el objeto de su deseo.® El padre interdictor está mediado por el dis­
curso de la madre, y es el padre ivtaginario: «lo que vuelve al niño es
pura y simplemente la ley del padre en tanto que es imaginariamen­
te concebido por el sujeto como privando a la madre».^ En síntesis,
no se trata de que el padre real profiera la prohibición del incesto. En
este tiempo el padre opera mediado por la madre como padre imagi­
nario, padre todopoderoso, interdictor y privador -privador de la
madre, no del niño.

8. Ibíd., p. 192.
9. Ibíd.

92
El padre síntoma

El tercer tiempo es el más difícil de comprender, dice Lacan, y sin


embargo es la clave del Edipo y el que conduce a su salida. Ya en la
clase anterior a la que estamos comentando se detuvo en la delicada
cuestión del Edipo invertido, localizado en este tercer tiempo, y que pro-
¡iorciona la trama de esa salida, ya que el amor al padre permite la
identificación con que culminan las vicisitudes del Edipo. Elste es el
licnipo en que no se puede prescindir del padre, es necesaria su inter­
vención efectiva. No se trata entonces ni del significante del padre, ni
dcl padre imaginario, sino del padre. Es el padre dador. Del falo que
el padre era imaginariamente poseedor en el segundo tiempo, dando
razón de su papel como privador de la madre, el padre tiene que dar
pruebas de que, lo que la madre desea, él lo dene; y esa prueba no es
otra que darlo a la madre. No se trata del amor del padre a la madre,
i]ue normalmente puede existir también. Sin embargo, en el amor se
<la lo que no se tiene. Aquí se trata de dar lo que se tiene. Si en el se­
gundo tiempo se trata del padre privador -de la madre-, en este se
trata del padre dador -a la madre. En aquel se trataba del padre ima­
ginario omnipotente, en este del padre «real y potente».*^ Si en el an­
terior el padre actuaba en derecho, aquí opera en los hechos.
Este es el padre que sirve de soporte en el varón —según los concep­
tos freudianos que Lacan relee mediante estos tres tiempos- para la
identificación que da la llave de salida del Edipo; la identificación con
el padre que lo tiene y lo da a la madre. Con lo cual, de manera secun­
daria pero no menos decisiva, se vuelve también dador para el niño:
«Por intermedio del don y del permiso dado a la madre [el niño] ob­
tiene a fin de cuentas que le esté permitido tener un pene más tarde»,* *
que en los casos felices pueda asumir tranquilamente tener un pene, ser
alguien como el padre. En la niña no se trata de la puerta de salida; pe­
ro en su caso es mucho más simple: no se requiere ninguna identifica­
ción ni tampoco adquirir un título para el futuro. Se trata de haber ob­
tenido un saber que de ahí en más, también en los casos más felices, la
guiará con seguridad, lo que le permitirá un rasgo de extravío.
Este punto de pasaje entre el segundo y el tercer tiempo podría lla­
marse la báscula de la función paterna, porque se revierten todas las po-

10. Ibíd., p. 195.


11. Ibíd., p. 205.

93
D el E dipo a la sexuación

siciones, el tercero se opone al segundo (así como este se opom'a al pri­


mero) punto por punto. En ei segundo el padre es imaginario, en el
tercero es real; en uno está mediado por la madre, en el otro opera con
su intervención directa; uno donde «el padre interviene como prohibi­
dor y privador, y aquel en el que interviene como permisivo y dador». ^2
Pero a su vez, este tercer tiempo, al negar el segundo, reinstaura algo
del primero: lo que en el juego perverso el niño intentó recibir del
mensaje de la madre, y se tomó imposible en el segundo tiempo, aho­
ra lo recibe efectivamente del mensaje del padre. Es cierto que no ba­
jo la forma del ser, pero sí en la del tener. Un fragmento hegeliano he­
cho y derecho en el corazón del Lacan estructural.
No se puede omitir mencionar también las fallas de la función pa­
terna. El ejemplo de Juanito en el que, a pesar de que el significante
existe, el padre del segundo tiempo es inoperante porque a la madre
le importa poco lo que él dice, pero también porque falta lo que de­
bió producirse en el tercer tiempo. Y el de Schreber, en que la forclu­
sión del significante «está realizada por la intervención masiva, real,
del padre».
Este padre real del tercer tiempo, que interviene como dador a la
madre y al niño, y es decisivo para la eficacia de la operación paterna
¿no podría ser equiparado, mutatis mutandis, al padre per-versamen-
te orientado del último Lacan? Indudablemente no se trata de lo mis­
mo, pero no es necesario un desarrollo más extenso, para concluir es­
ta parte, destinado a mostrar cómo existe en el Lacan de «De una
cuestión preliminar...» y de El seminario 5 lo que para el Lacan de
«RSI» se dio en llamar «la encarnación en una existencia» de la fun­
ción paterna. Y, en consecuencia, que resulta en una distorsión con­
cebir el movimiento que va de un Lacan al otro como el pasaje del
significante a su encarnación, de lo universal al existente, del padre
muerto al padre viviente.
Correlativamente, si también comparamos entre un momento y
otro lo que llamé las determinaciones negativas de la función pater­
na, podemos verificar que «RSI» mantiene a su vez este aspecto de
las tesis de «De una cuestión preliminar...». En la clase mencionada

1 2 .Ibíd.
13. Ibíd., p. 204.

94
El padre síntoma

ik\ 2 1 de enero de 1975, en que se introduce el concepto de padre


NÍníoina, Lacan se refiere dos veces a la psicosis; y podemos ver que
lo hace en los mismos términos de El seminario 5 y de «De una cues­
tión preliminar...». Así, podemos leer: «Nada peor que el padre que
|irofiere la ley sobre todo. En especial, no al padre educador sino más
i)icn a distancia de todos los magisterios». Si agregamos que algo pa-
rr( ido ocurre con lo que, en esta época, Lacan sigue sosteniendo del
padre de Juanito, tenemos que concluir que hay \m núcleo de lo que
1 ;)can forjó en El seminario 5 sobre la función paterna que subsiste
inalterado en «RSI» y que ha resistido las sucesivas torsiones que La­
can impuso a sus nociones.

M o m e n t o s interm edios

Para calibrar mejor el tramo recorrido entre uno y otro, quisiera


ahora circunscribir algunos momentos intermedios. En este trayecto
jiarece afirmarse al principio la tesis de que el padre está muerto, lo
sepa o no. Y vemos a Lacan de manera reiterada, y con una frecuen­
cia sorprendente, volver a interrogar una y otra vez el mito freudia­
no del padre originario, del Urvater, formulando las paradojas que
ese mito construye y delineando cuáles podrían ser sus sentidos. En
el mito el padre sumerge, aplasta, se impone a todos los otros, y esto
en una contradicción evidente con lo dado en la experiencia, que es
()or la vía del padre como se opera la normalización del deseo en los
carriles de la ley.*"*
Sin embargo, más esporádicamente y sin desarrollos tan extensos,
con indicaciones más bien puntuales, vemos señalar en un lugar y
otro la necesidad de una instancia paterna diferente del padre muer­
to. O por lo menos su intervención. La verificamos cada vez que ana­
liza los casos de Freud, el padre impotente de Dora, el padre trans-
gresor del Hombre de las Ratas, el padre gentil de Juanito. Esta ins­
tancia cobra forma, en un primer momento, en la figura de un padre
deseante que se perfila más allá del fantasma del neurótico y en con­
traposición con él. Más allá de la imagen ideal de im padre que cerra­
se los ojos sobre los deseos. «El Padre deseado por el neurótico es

14. J. Lacan, «El seminario, libro 10, La angustia», clase 25 del 3/7/63 (inédito).

95
D el E dipo a la sexuación

claramente, como se ve, el Padre muerto. Pero igualmente un padre


que fuese perfectamente dueño de su deseo [...]».^^ De este modo se
destaca, en un párrafo que ya he citado anteriormente, que la verda­
dera función del padre es la de unir, no la de oponer, im deseo a la ley.
Me gustaría llamar la atención también sobre otro de estos seña­
lamientos puntuales que no pertenece a «Subversión del sujeto...» si­
no a un seminario bastante próximo y que, al menos que yo sepa, ha
sido menos comentado. Me refiero a «El seminario 10». Lo destaco,
en parte, porque se acentúa la función deseante del padre -de acuer­
do con los términos de ese seminario- en relación con el objeto a co­
mo causa. Pero, además, porque es uno de los lugares -hay otros-
donde la formulación que Lacan acuña sobre el deseo del padre está
muy próxima a la que usa para el deseo del analista. Hacia el final de
la última clase de este seminario (casi podríamos decir que se trata del
comienzo del seminario siguiente, de «Los nombres del padre»), lee­
mos que «el padre es el sujeto que ha ido suficientemente lejos en la
realización de su deseo para reintegrarlo en su causa, sea cual fuere,
en lo que hay de irreductible en esta función del [objeto] a». Y un po­
co más adelante: «conviene que el analista sea aquel que ha podido,
por poco que sea, por algún sesgo, por algún borde, hacer entrar su­
ficientemente su deseo en el a irreductible».*^
Sin embargo, y a pesar de estas indicaciones esporádicas, la función
del padre muerto predomina hasta tal punto que casi eclipsa toda otra
posibilidad de una instancia paterna que se distinga de ella. De allí que
en cierto momento el intento de simbolizar la función fálica (llevar phi
minúscula a phi mayúscula) encuentre su justificación en la necesidad
de cumplir esa función. Esto es lo que ocurre, por ejemplo, en «El se­
minario 8 », cuando Lacan realiza un intento de producir el falo simbó­
lico (anterior al de «Subversión del sujeto...» como significante del go­
ce), que dejará caer sin retomarlo ulteriormente. «¿Por qué llevarlo a
la función significante?», se pregunta. Y responde que es justamente
para ocupar ese lugar simbólico del que venía hablando, es decir, «el
punto muerto ocupado por el padre en tanto que ya muerto».*^

15. J. Lacan, ob. cit., n. 2, p. 804.


16- id., ob, de, n. 14, loe. cit.
17. id., Le Séminaire, livre VIII, Le trarisfert, París, Seuil, 1991, p. 345.

96
El padre síntoma

La b á sc u la de lo s d isc u r so s

El punto de báscula que esta vez resuelve esta antinomia de ma­


nera inversa surge con la introducción de los discursos, momento
propicio para que reaparezca de manera explícita la función paterna
como distinta del significante y en el registro de lo real. Si esto es así,
es porque corresponde al momento en que Lacan ya ha obtenido cla­
ramente la separación del Edipo y la castración. El seminario 17 ts
muy preciso en este sentido. N o es el padre ni ningún otro significan­
te especial el que introduce la castración, ya que esta es efecto del len­
guaje mismo -cuando está puesto en la forma de ese discurso prime­
ro que es el discurso del amo.
En efecto, «el significante amo no solo induce sino que determi­
na la castración».*^ Y en este sentido, todos los significantes equiva­
len entre sí, ya que cualquiera de ellos puede eventualmente venir a
ocupar la posición de significante amo en su función de representar a
un sujeto para los otros significantes.
Es claro entonces que no se requiere del significante del Nombre
del Padre para que la castración tenga lugar, ya que cualquier signifi­
cante puede cubrir la posición que la determine. También es claro
que la castración procede del significante, no de lo real. Es aquí, en
este contexto conceptual, donde volveremos a encontrar la función
paterna desatada de su confusión con el significante y despojada de la
imaginería del padre privador como origen de la castración.
Se trata del padre como agente de la castración. Es notable que aquí
Lacan retome a sus categorías de El seminario 5, a la distinción entre la
frustración imaginaria, la privación real y la castración como operación
simbólica. La primera, de un objeto real, la segunda, de uno simbólico,
en la última, imaginario. También en el nivel de los agentes cada con­
cepto vuelve a su lugar, el padre imaginario, agente de la privación, el
padre real, agente de la castración. Pero aqm se despliega y se aclara es­
ta función del agente que otrora quedó en la ambigüedad. No es el
agente como autor de la operación, ni tampoco como su principio. No
se trata de introducir o determinar la castración -que es función del

18. Id,, Le Séminaire, livre XVU, V envas de la psychanaiyse», París, Seuil, 1991,
p.lOl.

97
Del E oipo a la sexuación

significante mismo-, sino del agente como intermediario, el que hace


el trabajo de la agencia. Como el agente publicitario o el agente de bol­
sa, cumple un papel para que la operación se haga efectiva, se realice.
Y no es un fiincionario automático. De su competencia depende que la
operación sea más o menos efectiva o, como de cualquier agente, las
condiciones en que se realice y sus costos. Y de esta manera ocupa un
lugar en la transmisión. Aunque sea efecto del lenguaje, el sujeto reci­
be la castración mediada y transmitida por el padre.
Si esto puede ser así, es solo en la medida en que el padre mismo
está castrado. Se puede hacer notar la ambigüedad al decir que el pa­
dre es el agente de la castración. Puede ser el agente del niño por me­
dio de quien este recibe y accede a la castración. Puede ser el agente
de la castración, por quien esta se transmite. Porque, en definitiva, es
específicamente de la castración de donde procede la sucesión.
En cualquier caso el padre real es transmisor. N o autor. El mismo
castrado, lo que quiere decir que se trata de un padre deseante. En la
sucesión, la castración se transmite de padre a hijo y, de este modo,
es «lo que le permite [a este] acceder por la vía justa a lo que tiene
que ver con la función del padre». Verificamos entonces una neta
distinción con el padre muerto. Por el contrario, se trata aquí de un
padre deseante, que transmite el deseo; que permite al hijo acceder a
la función de padre deseante que transmite el deseo.
Y es esto lo que el mito del asesinato del padre tiene la finalidad
de ocultar. El Edipo disimula el secreto del amo descubierto por los
histéricos: el padre está castrado. ¿Por qué Freud sustituyó con el mi­
to de Edipo ese saber que le ofrecían las histéricas? En esta pregun­
ta, y en su respuesta, radica el movimiento que empuja al Lacan de
esta época a alcanzar un más allá del Edipo y a extraer del psicoaná­
lisis el deseo de Freud. Es el Lacan de «Radiofonía», para quien el
discurso del psicoanálisis es el psicoanálisis menos el deseo de Freud.
El Edipo debe ser interpretado como un sueño de Freud. ¿Expresa
acaso el anhelo de que el padre sea inmortal? N o es seguro. Pero lo
cierto es que de ese modo Freud preserva en el corazón del psicoaná­
lisis lo que constituye el núcleo de la religiosidad: la idea de un padre
que merece el amor, o más todavía, un padre todo amor. Y esto, cu-

19. Ibíd., p-141.


El padre síntoma

Rosamente. ¿No fue acaso él mismo quien designó la sustancia de la


religión en el anhelo del padre protector? ¿Freud cree que el psicoa­
nálisis contribuiría a evaporar el porvenir de esa ilusión al mismo
tiempo que la conserva en sus entrañas? Así delimita Lacan la para­
doja freudiana del padre reconocido como merecedor del amor. Des­
pués nos ocuparemos del paso que da Lacan en este punto y en qué
medida logró disipar esa paradoja.
Si nos desprendemos del imaginario inducido por el mito podre­
mos reconocer en él, no ya una paradoja, sino un imposible: que el
padre muerto sea el goce. Un imposible lacaniano, es decir, un signo
de lo real, en el sentido de que lo real es lo que, en lo simbólico, se
enuncia como imposible. A esta equivalencia entre el padre muerto y
el goce, Lacan la denomina el operador estructural en el que reconoce­
mos en el corazón del sistema freudiano, más allá del mito, un térmi­
no de lo imposible, el padre real.
Hay que decir que existe cierta ambigüedad en este punto. Por
una parte Lacan denuncia la formulación freudiana, el imaginario mí­
tico que Freud prefirió al saber construido por los histéricos: «Es la
posición del padre real tal como Freud la articula, a saber, como un
imposible, lo que hace que el padre sea necesariamente imaginado
com o privador». Sin embargo, por otra parte, parece ubicar este efec­
to como una derivación necesaria:

No es en absoluto sorprendente que encontremos continuamente


al padre imaginario. Es una dependencia necesaria, estructural, de
algo que justamente se nos escapa, y que es el padre real. El padre
real que, para definirlo de una manera cierta, está estrictamente
excluido [hacerlo de otro modo] que no sea como agente de la cas-
tración.-o

Ahora bien, si enfocamos las cosas de cerca y comparamos con ma­


yor precisión, nos damos cuenta de que es solo aparente que Lacan
haya retomado sin modificaciones las categorías de las tres operacio­
nes de la época de la metáfora paterna. Hay un cambio sensible a ni­
vel de la castración. Al reconocer su principio en el significante amo
no ya el Nombre del Padre, sino cualquier significante que ocupe esa

20. Ibíd., p. 149.

9Q
D el E dipo a la sexuación

función-, la castración proviene del lenguaje, es cierto, y en este sen­


tido es una operación simbólica, como insistía en aquella época. Sin
embargo, a la altura del seminario que comentamos, la castración se
ha desplazado hacia lo real. Su origen es simbólico pero su efecto ocu­
rre en lo real. Es el efecto del lenguaje en lo real del goce de un vi­
viente. Y por lo menos una vez en El seminario 77 Lacan la llama ope­
ración real: «La castración es la operación real introducida por la inci­
dencia de cualquier significrante en la relación del sexo. Y va de suyo
que determina al padre como ese real imposible que dijimos»,^*
Se concluye, y se destaca de esta manera, que la castración no es
un fantasma. Es una operación real sin la cual no hay causa del deseo,
ya que esta solo surge como producto de esta operación. Aunque no
sea de una manera explícita, concebir la castración como operación
real, ya implica articular goce y deseo: la castración como pérdida de
goce, su recuperación en la forma de objeto a como plus de gozar, y
la puesta en función de este objeto como causa del deseo.

El r e sp e t o , si n o el a m o r

Este padre real, agente de la castración, constituye un estadio in­


termedio entre el padre dador de El seminario J y el padre síntoma de
«El seminario 22». Y contiene en germen los rasgos que delimitamos
anteriormente en el concepto del padre síntoma: la articulación go­
ce-deseo está, pero no todavía desplegada.
En «RSI», en cambio, esta articulación está plenamente desplega­
da porque, en primer término, determina la orientación perversa del
padre a partir del hecho de que hace a una mujer objeto a minúscula
que causa su deseo. E inmediatamente, en segundo término, define
que una mujer es un síntoma -para el que está estorbado con el falo,
se entiende. Se articula de este modo ima mujer síntoma -es decir,
como modo de gozar- con una mujer causa del deseo. Así el padre
cumple su función de padre que es función de síntoma, cuando ob­
tiene de un síntoma la causa de su deseo.
Esto en un padre que tiene derecho al respeto, si no al amor. ¿Có­
mo entender esta pequeña aclaración de Lacan que produce cierta va-

21. Ibíd.

100
El padre síntoma

cilacíón en su significación? Puede leerse, como muchos lo han he­


dió, que no es necesario que un padre sea amado (o más bien amable
cu el sentido de los dos espejos: digno de ser amado) para cumplir
rcs[>etablemence con su función. Por mi parte prefiero leer en ese do-
l)lc paso una referencia a la posición de Freud. Una persistencia de la
crítica de Lacan a la idea de un padre que merece el amor. Un padre
digno de su función, merece respeto, no tanto amor.
No tenemos desarrollada una teoría sobre el respeto y ni siquiera
usarnos ese término de una manera unívoca. En Lacan lo encontra­
mos como «respeto y veneración hacia los antepasados», pero tam­
icen en e! eje a-a' como respeto a la imagen del otro, es decir, como
cuidado narcisista por la propia imagen. En el párrafo que comenta­
mos, sin embargo, es posible ubicarlo en el registro de un afecto. N o
creo que pueda decirse del respeto que sea un afecto más real que el
;unor, pero se lo podría ubicar, algo kantianamente, en el rango de la
angustia, en el sentido de un afecto que no engaña. O por lo menos,
(|ue engaña menos que el amor. Se puede respetar a un padre que no
merece el amor, es cierto; pero también se puede amar a un padre que
no merece el más mínimo respeto.
¿Y qué decir de la relación con el analista cuando ha llegado a ese
punto en que ya no es objeto del amor del analizante? En una expe­
riencia llevada hasta el final, es decir que si la transferencia no se ha
liquidado, se ha desplazado y transformado: un analista que supo con­
ducir esa experiencia hasta su destitución. ¿No merece respeto, si no
ya amor?
De manera congruente con esta propuesta, vemos que en esta
época -«El seminario 22» pero también «El seminario 2 4 » , 22 cada
vez que Lacan se refiere a las tres identificaciones freudianas, conti­
núa localizando al padre amor en la primera forma de esas identifica­
ciones. El amor se presenta en composición con el significante del
Nombre del Padre.
¿Pudo Lacan llegar efectivamente a prescindir del padre? -p re­
gunta a la que indefectiblemente conduce el camino que hemos reco-
rrido.2^ ¿O más bien cabría decir, según una fónnula utilizada recien-

22. Ibíd., clases del 18/3/75 y 16/11/76.


23- Cf-J.-A. Milier, «Breve introducción al más allá del Edipo», en este volumen.

101
D el E dipo a la sexuación

temente, que fue más allá del Edipo, pero no más allá del padre?^^ Es
en el contexto de esta pregunta donde hay que reubicar la cuestión
acerca del sentido de las sucesivas transformaciones de las que llamé
antinomias de la función paterna. Solo de esa manera podremos re­
cuperar el tan mentado desplazamiento de lo simbólico a lo real. No
como un movimiento lineal sino como resultante de la reformulación
interna de los sucesivos estadios de esa antinomia.
Sostener esa pregunta requiere definir con mayor precisión cuál es
el estado y los rasgos que definen la antinomia paterna en el último
Lacan. Por mi parte, he tomado el concepto de padre síntoma como
punto de partida, pero no he indagado en intensión sobre sus modali­
dades y vicisitudes, ni sobre el despliegue y transformaciones de la
función paterna en este último periodo de la enseñanza de Lacan que,
contra algunas creencias, no es en absoluto homogéneo- En especial,
sobre los nombres del padre en el anudamiento de los tres registros.
Un trabajo que queda por hacer. Nos queda por hacer a nosotros.
En cuanto a Lacan, no cabe duda de que llevó adelante un labo­
rioso trabajo -la redundancia es necesaria en este caso- en el intento
de prescindir de ese cuarto nudo freudiano. Sin embargo, fue condu­
cido a ubicar allí la función del síntoma, y la función del padre. Por
eso tal vez pueda afirmarse -con una formulación aparentemente pa­
recida pero diferente de la que discuto en este trabajo- que fue más
allá del padre significante todo amor, que él mismo inventó en su pri­
mera lectura de Freud, para cribar, cerner mejor al padre real que, a
diferencia del padre freudiano, resulta de su propia invención. ¿Es
entonces su síntoma? Cuestión que, también sin duda, no resulta aje­
na a la conducta del psicoanalista en la cura.

24, G. Brodsky, seminario de 1998 en el Centro Experimental del Instituto del


Campo Freudiano, inédito.

102
El Edipo femenino: un interrogante freudiano

Marina Recalde

Desde sus más tempranos comienzos, Sigmund Freud se enfrentó con


lili gran problema: cómo curar los síntomas histéricos. En esta línea,
no deja de sorprender la frase del médico ginecólogo vienés Chrobak,
Penis normalis dosim Repetatur!, citada por Freud en su «Contribución
a la historia del movimiento psicoanalítico». Si bien allí distingue en­
tre «expresar una idea» y tomarla «al pie de la letra», no por ello de­
jó de reconocer la importancia de la abstinencia sexual en la génesis de
los síntomas histéricos. Importancia que podemos referir a ima hipó­
tesis: los síntomas histéricos se curarían teniendo satisfacción en el co­
mercio sexual.
Pero Freud no hace esta observación tan solo como analista, tam­
bién ia hace como padre. En 1908 escribía a su hija Mathilde, aque­
jada desde hacía mucho tiempo por diversos males: «Las mujeres
contraen a menudo estas cosas a poco de nacer y posteriormente se
les van sin causarles molestias ulteriores. Cuando llegue el momento
de pensar en tu matrimonio, te verás totalmente liberada de esto».*
Sería injusto creer que esta era la solución freudiana al conflicto
neurótico. Freud mismo se encarga de aclarar que el consejo de la
práctica sexual solo rara vez puede calificarse de buen consejo en el
caso de las psiconeurosis.
Sin embargo, a ninguna de sus pacientes mujeres les aconseja te­
ner hijos. Es decir, la maternidad no representa para Freud -ni si­
quiera «rara vez»—una solución para las neurosis. Paradójicamente,

* El presente trabajo es un resumen del ensayo presentado en 1995 en el marco


de la Sección Clínica de Buenos Aires.
1. S. Freud, «Carta 137», en Epistolario II, Argentina, Orbis, p. 305.

103
D el E dipo a la s e x u a c i On

considera la salida normal del Edipo femenino fundamentalmente


por la vía de ser madre.

E l E dipo en Freud
Situaré tres tiempos en función de la conceptualización del com­
plejo de Edipo a lo largo de la obra freudiana.
Tiempo uno (1905-1923): ya en «Tres ensayos de teoría sexual»
Freud articula su premisa fálica, tanto para los niños como para las
niñas. Recién veinte años después el desarrollo de la sexualidad segui­
rá caminos diferentes y la resolución del complejo de Edipo se arti­
culará de un modo distinto para ambos.
Sin embargo, en «El tabú de la virginidad» distingue una fase
masculina en la mujer, durante la cual le envidia al varón su pene. Es
una fase temprana, más cerca del narcisismo originario que del amor
de objeto.
Esta disimetría implícitamente esbozada quedará olvidada en
1923, en su artículo «La organización genital infantil». Hasta este
punto el complejo de castración está enlazado con la pérdida de los
genitales masculinos, pero la articulación del mismo no plantea nin­
guna diferencia entre hombres y mujeres. Freud aún no distingue la
amenaza de castración de la angustia de castración.
TTempo dos (1924-1930): cuando Freud se pregunta por la diso­
lución del complejo de Edipo -que pone fin a la premisa fálica-, su
teoría comienza a tambalear. En «El sepultamiento del complejo de
Edipo» establece entonces una disimetría. Para el varón el complejo
de Edipo se va a pique por la amenaza de castración. Para la niña...,
he aquí un problema: el material se le vuelve «incomprensiblemente
mucho más oscuro y lagunoso».-
Lo único claro es que no se produce de igual modo que en el va­
rón. La niña acepta la castración como algo consumado. Freud mis­
mo se encarga de aclarar que tanto el deseo de poseer un pene como
el de recibir un hijo permanecen en el inconsciente y contribuyen a
preparar al ser femenino para su posterior papel sexual. Queda así di­
ferenciada la amenaza de castración de la angustia de castración.

2. S. Freud, «El sepultamiento del complejo de Edipo», en Obras completas, Bue­


nos Aires, Amorrortu, 1985, t. XIX, p. 33, n. 9.

104
E l E d ip o fe m e n in o : un in ter r o g a n te freu d ia n o

En este artículo las salidas del Edipo para la mujer son dos: com­
plejo de masculinidad o renuncia al pene intentando compensar esta
pérdida por la vía de la ecuación simbólica pene = hyo.
Pero Freud no queda conforme con lo teorizado y un año después
retoma la cuestión. En 1925 escribe «Algunas consecuencias psíquicas
(le la diferencia anatómica entre los sexos», artículo de capital impor-
lancia en lo que a sexualidad femenina se refiere. Habla entonces por
|)rimera vez de una prehistoria del Edipo en el varón y en la niña, lo
{|uc inevitablemente lo conduce a tratar la relación con la madre.
Parte de una premisa: la madre es el primer objeto tanto para el
niño como para la niña. Esta afirmación hace retom ar en cierto sen­
tido lo planteado veinte años antes en «Tres ensayos...»: «Cuando la
primerísima satisfacción sexual estaba todavía conectada con la nutri­
ción, la pulsión sexual tenía un objeto fuera del cuerpo propio: el pe­
cho materno».^
En adelante plantea una oposición: ante la visión de la ausencia de
genitales en la niña, el varón la desestimará hasta que la amenaza de
castración la resignifique. La niña, en cambio, al advertir la diferen­
cia, cae víctima de la envidia del pene.
Se plantea entonces por primera vez la entrada en el Edipo. Y tal
como el título del artículo lo indica, Freud considerará diversas con­
secuencias psíquicas: complejo de masculinidad, la desmentida y el
reproche a la madre por la falta de pene.
Pero el efecto más importante de la envidia del pene es el aparta­
miento de la masculinidad y del onanismo masculino, lo que la con­
duce a nuevos caminos que llevan al despliegue de la femineidad. La
saViáa femenina entonces se desliza a lo largo de la ecuación simbóli­
ca pene = niño: la madre pasa a ser objeto de celos y el padre es toma­
do como objeto de amor -a la espera de un hijo de él. De este modo
la niña deviene para Freud una pequeña mujer.
Si esta ligazón con el padre por algún motivo se malogra, se iden­
tifica con él y regresa al complejo de masculinidad. Esto es lo que su­
cede, según Freud, en el caso de la joven homosexual.
Ahora el Edipo en la niña es una formación sectindaria y lo prima­
rio es la prehistoria. La niña entra en el Edipo por lo mismo que el

3. id-, «Tres ensayos de teoría sejoial», en ob. cit., t. VII, p. 202.

105
D e l E dipo a la s ex u a c ió n

niño sale: el complejo de castración. Freud no renunciará nunca a es­


ta asimetría incuestionable.
Tiempo tres (1931 en adelante). Freud se toma un respiro: seis
años de silencio, que son ahora quebrados con la aparición de un ex­
tenso artículo «Sobre la sexualidad femenina». Parte de las mismas
preguntas que en 1925 (¿cómo halla la niña su camino hacia el padre?
¿cómo se desliga de la madre?), pero el análisis es más detallado. El
Edipo ya no es el núcleo de las neurosis, sino que este lo constituye
la fase preedípica de la mujer: su ligazón con la madre. Fase que a
Freud le sigue pareciendo enigmática, «como si hubiera sucumbido a
una represión particularmente despiadada».^
Sin embargo, sostiene la misma esperanza que en 1920: quizás es­
to se deba a que sus analizantes mujeres reproducen con él su rela­
ción con el padre. Son vericuetos de la transferencia que se le presen­
tan como un obstáculo. Y en 1920 su recurso es derivar a la paciente
hoy conocida como «la joven homosexual» a una médica. En 1931
apela a las analistas mujeres para esclarecer esta cuestión.
Entiendo que la riqueza de este artículo consiste en el detallado re­
sumen que hace Freud de los factores que llevan al «extrañamiento del
objeto-madre», amado de manera intensa y exclusiva: celos hacia her-
manitos, la ausencia de satisfacción plena, el efecto del complejo de
castración -que sigue tres orientaciones: suspensión de la vida sexual,
hiperinsistencia en la virilidad y esbozos de la femineidad definitiva.
Y, sorpresivamente, Freud considera que la predilección de la ni­
ña por el juego de la muñeca, en que juega a ser madre, es un signo
del temprano despertar de la femineidad. Nuevamente nos encon­
tramos con cierta conexión demasiado próxima entre femineidad y
maternidad.
1932, «Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis»,
Freud se confiesa: el enigma de la femineidad ha hecho pensar a los
hombres de todos los tiempos. En este artículo hay algo que se des­
taca, y creo que marca una diferencia estructural entre hombres y
mujeres: la mujer necesita más ser amada que amar. El amor en mu­
jeres y hombres está dado por una diferencia de fase psicológica. La
mujer «parece tener más necesidad de que se le demuestre ternura y

4. S- Freud, «Sobre la sexualidad femenina», en ob. cit., 1994, t. XXI, p. 228.

106
E l E dipo fem en in o ; un in ter ro g an te freudiano

por eso ser más dependiente [,..]».^ Esta frase maravillosa de Freud
I icrrnite
pensar entonces un sustrato estructural y no fenoménico.

Freud an alista

La disimetría entre hombres y mujeres planteada por Freud pone


a\ descubierto un interrogante aún mayor: ¿qué quiere una mujer?
Al principio sostiene de manera firme que es precisamente aque­
llo que no tienen: un pene. Cuando todo empieza a confundirse,
Freud ya no sabe lo que quieren. Para comprender a las mujeres ya
no alcanza con el Edipo -tal como lo pensaba al principio-, sino que
hay que tener en cuenta el vínculo con la madre, núcleo de la neuro­
sis de las mujeres, anterior al complejo de Edipo. Así, no se las pue­
de comprender si no se tiene en cuenta esta fase de la ligazón-madre
preedípica; esto es, lo primero es la ligazón tiema con la madre. El
complejo de Edipo es posterior: querrá eliminar a la madre y susti­
tuirla junto al padre.
Para sorpresa de todos, finaliza su artículo con mucha precaución:
«Si ustedes quieren saber más acerca de la femineidad, inquieran a
sus propias experiencias de vida, o diríjanse a los poetas, o aguarden
hasta que la ciencia pueda darles una información más profunda y
mejor entramada».*^ De modo que Freud retorna -sin quererlo- al
punto de partida: las mujeres vuelven a desorientarlo.
Ahora bien, llama la atención la cantidad de casos de analizantes
mujeres presentados por Freud. Y aimque la mayoría de las veces
apela al por él denominado «observable analítico», la mujer se le pre­
senta como un enigma insoslayable. Recurre entonces a las analistas
mujeres, ya que supone que favorecen más la transferencia hacia el
modelo materno.
La cantidad de material clínico presentado es sin duda abrumado­
ra. Pero, de pronto, en 1920, Freud calla; no presente nunca más una
referencia clínica de sus analizantes mujeres. Como es obvio suponer
que no se trata aqm de falta de material, podemos preguntamos a qué
se debe este silencio.

5. Id., «Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis (conferencia 33: “La


femineidad”)», en ob. cit., 1993, t XXII, p. 122.
6. Ibíd., p. 125.

107
D e l E oipo a ia sexu a ció n

Todo comenzó con Anna O. Luego vinieron Cácilie M., Emmy


von N., Elizabeth von R., Lucy R., Katharina, Dora, la joven homo­
sexual... Y otras, menos conocidas, cuyo aporte fueron sus sueños: la
bella carnicera, la señora mayor del sueño de los abejorros, la señora
joven del aparato en el maxilar, la de las corridas y caídas, la del cofre
lleno de libros... En fin, mujeres sufrientes que pedían a Freud alivio
a su malestar mientras le aportaban saber, le permitían avanzar en su
teon'a y también, por qué no, le proporcionaban decepciones.
Obviamente, el Freud de finales de 1800 no es el mismo que el de
1920.
En esa dirección, me gustaría tomar algunos de los casos hacien­
do hincapié en las intervenciones freudianas, tratando de establecer
la relación existente entre estos decires y la teoría que subyace a ellos.
Y es que cabe preguntarse en primer lugar qué teoría sustenta Freud
cada vez que interpreta a sus analizantes mujeres.
Comenzaré por Cácilie. La elección no es azarosa. El mismo
Freud le asigna un lugar privilegiado cuando se refiere a ella como la
paciente a la que llegó a conocer mucho más a fondo que a las otras.
Los síntomas de esta paciente le proporcionaron los mejores ejem­
plos de conversión por simbolización.
Para esta época, el interés de Freud por la hipnosis es doble: por
un lado, la sugestión; por el otro, el método catártico, esto es, la cu­
ra por la palabra.
A modo de ejemplo, y frente a las repetidas neuralgias faciales de
la enferma, decide no tratarlas más como un ataque actual sino que
busca una causación psíquica. Así es suprimido el dolor taladrante en
la frente: «[...] indicó que la abuela la ha mirado de manera tan “pe­
netrante” que horadó hondo en su cerebro. Y es que tenía miedo de
que la anciana señora sospechara de ella Freud en este mo­
mento lo explica en términos de simbolización. Pero esta mirada agu­
da no deja de llamarle la atención, puesto que volverá una y otra vez
sobre este punto.
Conforme a lo avanzado en su teorización, sostiene una hipótesis:
se demuestra la génesis de los síntomas histéricos por simbolización
mediante la expresión lingüística. A esta altura, Freud entiende los

7. S. Freud, «Estudios sobre la histeria», en ob. d t., t. II, p. 190.

io8
El E dipo fem en in o : un in ter ro g an te freu dia n o

MÍiuoinas como operaciones espontáneas de la histeria que mantienen


con el trauma ocasionador un nexo muy estricto; es decir que está
atravesado por la teoría traumática, que entiende el trauma como una
zícena vivida y reprimida. Una vez vueltos a enlazar la representación
reprimida con la expresión en palabras del afecto concomitante
otrora ligado a otra representación-, el síntoma desaparece.
Por lo tanto, no existe nada que no pueda ser puesto en palabras.
El síntoma, como formación del inconsciente, no pone en juego nin­
gún real que, en términos lacanianos, no pueda ser aprehendido por
lo simbólico.
El mismo Freud descubrirá el nexo entre la histeria y la sexuali­
dad; esto es, la representación reprimida tiene carácter sexual y por
eso resulta intolerable. Este descubrimiento deja a Freud bastante so­
lo: la moral victoriana de la época no admitía semejante «disparate»
y su eminente colega y compañero Joseph Breuer esta vez no será de
la partida.
Debe dar su primer paso en soledad: descubre la etiología sexual
de la histeria. Esto abrió el camino al análisis de los sueños y poste­
riormente lo llevó a describir la sexualidad infantil y, por ende, el
complejo de Edipo.
Pero en 1897, en el conocido «Manuscrito N.», Freud considera
como elemento de la neurosis los impulsos hostiles hacia los padres.
Y es allí donde establece una diferencia entre niños y niñas: en los va­
rones el deseo de muerte es hacia el padre; en las niñas, hacia la ma­
dre. (Tal como señala Strachey al comentar este artículo, quizás este
sea el primer indicio sobre el Edipo.)
La realidad en juego ya no es la realidad objetiva sino la realidad
psíquica. Hecho inquietante que lo llevó a escribir a Fliess con pesar:
«Ya no creo en mi neurótica». Las fantasías histéricas en que el padre
aparece tan frecuentemente como el seductor sexual ya indican la
existencia del complejo de Edipo.
En 1899, al redactar «La interpretación de los sueños», su teoría
de la sexualidad (1905) no existía. La interpretación de los sueños ayu­
dó al análisis de las neurosis. Después esto se invierte y la compren­
sión más profunda de estas repercute en la concepción del sueño.
Quizás esto no sea rigurosamente exacto. Quiero decir que, pese
a no estar redactados aún sus «Tres ensayos de teoría sexual», estas
conceptualizaciones rondaban desde hacía tiempo por la cabeza de

109
D e l E d ipo a la s ex u a c ió n

Freud. Y esto se ve claramente en el modo en que interpreta, por


ejemplo, a la bella carnicera. Freud es claro: tratará el sueño como
trata un síntoma, con el mismo método de interpretación.
La «carnicera» en cuestión es una paciente suya que lo desafía:
ella soñó algo que contradice su teoría. Como vemos, ya desde el co­
mienzo, las analizantes mujeres representaban un problema para
Freud: Emmy no lo dejaba hablar. Al hacerlo, una «bella» dama quie­
re silenciarlo. Pero él no se amedrenta: la invita a asociar. Y allí Freud
interpreta: «Es justamente como si ante ese reclamo Ud. hubiera
pensado: tan luego a ti he de invitarte [se refiere a la amiga de la pa­
ciente], para que comas en mi casa, te pongas más gorda y puedas
gustarle a mi marido! ¡Más vale que no dé más comidas [...] Cumple
en su deseo de no contribuir en nada a redondear las formas del cuer­
po de su amiga».®
Tenemos entonces una primera interpretación que es aquella que
remite a los celos. Pero observa además que su paciente se esforzaba
por obtener un deseo denegado en la realidad -el bocadillo de caviar.
¿Por qué ella es la que se priva y no, su amiga? La cuestión se
plantea así en términos de identificación. Si bien Freud esclarece es­
te sueño teniendo en cuenta el deseo insatisfecho y el punto de iden­
tificación con la amiga, finaliza su interpretación diciendo que ella se
coloca en el lugar de su amiga en el sueño, porque esta última le ocu­
pa su lugar frente a su marido y ella, la paciente, quiere apropiarse de
dicho lugar. Preciosa observación en que Freud -sin explicitarlo- no­
ta que hay allí una pregunta en juego. Precisamente, lo que la bella
carnicera muestra es el modo en que en su sueño ella se pregunta qué
es ser una mujer. Y aunque ella no sabe eso, sabe en cambio que le su­
pone la respuesta a su flaca y fea amiga, esa que ha tomado su lugar
ante su marido.
Este sueño le permite a Freud pensar la estructura misma del de­
seo histérico: por definición, falta el objeto que lo satisfaga. Las puer­
tas al Edipo y a la sexualidad femenina comenzaban a abrirse.
1905: Freud publica el «caso Dora», historial al que presenta co­
mo una continuación de «La interpretación de los sueños» (de ahí su
primer nombre: «Sueños e histeria»). Dora fue su paciente en 1900,

8. S. Freud, «La interpretación de los sueños», en ob. cit., 1993, l lY p. 166.

110
E l E dipo fem en in o : un in terro g an te freudiano

aunque ya lo había visitado dos años antes, llevada por su padre. En


varios pasajes del historial Freud señala sus interpretaciones. Muchas
de ellas apuntan a lo mismo; Dora está enamorada del Sr. K. y este
amor sofoca un enamoramiento anterior hacia su padre. En este sen­
tido, Freud hace una lectura edípica del caso: Dora está celosa de la
Sra. K. y quiere que su padre se aleje de ella. Esta lectura edípica se
sostiene en la simetría sexual que mantendría hasta 1923. Quiere ha­
cer caer la rivalidad con la Sra. K., ya que supone que es ella la que
priva a Dora del amor de su padre.
Lo que obstaculiza a Freud es que Dora, como cualquier histéri­
ca, desea el deseo del Sr. K., a condición de no satisfacerlo. No ad­
vierte que la solución histérica es disfrutar de ia privación y buscar a
alguien que no lo esté.
Esta primera equivocación freudiana desemboca en una nueva in­
terpretación que no llega a comunicarle: ocuparse de la relación entre
su padre y la Sra. K. oculta el amor inconsciente por esta última. Sin
embargo, a pesar de insistir con la existencia de una corriente homo­
sexual, Freud advierte allí algo que no puede llegar a explicarse. Por
eso, al preguntarle por qué -esta vez- relata a sus padres lo sucedido
en el lago, da cuenta de su propia sorpresa: si el cortejo de K. mmca
había suscitado otra reacción más que el silencio, ¿por qué, esta vez,
la bofetada y posterior denuncia escandalosa? Es una pregimta clave
cuya respuesta pondría al desnudo la propia estructura. Pero Freud
aún no puede dar cuenta de ello. Pesquisa las palabras clave: «no me
importa nada de mi mujer», pero las toma como una afrenta al amor
propio de Dora, una afrenta también a sus celos.
Su interpretación entonces será en términos de «manía patológi­
ca de venganza».
1920: «Sobre la psicogénesis de un caso de homosexualidad feme­
nina». Así como en los comienzos Freud daba numerosos ejemplos
de su clínica con sus pacientes mujeres, este será el último historial
que escriba. Si con Dora la comprensión de la «homosexualidad» ha­
bía quedado inconclusa por su interrupción, con la joven homosexual
este tema se planteará de entrada, lo que le permite a Freud ir más
allá de lo teorizado sobre la histeria. Este historial abordará con ma­
yor precisión ciertos aspectos de la sexualidad femenina.
Con respecto al caso en sí mismo, plantea que el Edipo en esta pa­
ciente siguió un decurso normal. Pero hubo un acontecimiento que

111
D e l E d ipo a la sex u a c ió n

dio un giro inesperado a su elección de objeto, cuando todo parecía


indicar lo contrario: cuando se hallaba en la fase del refrescamiento
del complejo infantil de Edipo, se le hizo consciente el deseo de te­
ner un hijo del padre, pero como no sucedió, la que tuvo un hijo de
este fiie su madre y no ella.
Freud entonces piensa a esta joven instalada en un complejo de
masculinidad: desilusionada por no recibir ese hijo del padre, deses­
tima su femineidad y adopta con relación a la Dama un amor mascu­
lino. Para él este complejo provenía de sus años infantiles: al quedar
relegada por su hermano mayor, había una fuerte envidia del pene.
Es curioso, por un lado, el complejo de masculinidad será una de
las salidas del Edipo para la mujer; por el otro, Freud insiste en no
considerar neurótica a esta paciente, ni encuentra en ella ningún sín­
toma histérico. Y aunque juzga neuróticos los desplazamientos libidi-
nales, destaca que en esta joven se produjeron luego de la pubertad,
y no en la infancia. N o obstante, su nota a pie de página concluye con
una pregunta fundamental: «¿Acaso este factor temporal se revelará
un día como muy sustancial?».^
De modo que la sexualidad femenina vuelve a presentarle nume­
rosos puntos enigmáticos. Quizás estos interrogantes puedan respon­
derse en parte con lo desarrollado por Freud respecto del Edipo años
más tarde: ya que en la niña no hay nada que haga ir a pique el com­
plejo de Edipo, algo del orden de lo no concluido es específico de la
sexualidad femenina.
En términos estructurales podría decirse que la joven homosexual
muestra como ninguna que el falo no tiene el mismo valor para las
mujeres que para los hombres y, a su vez, indica la labilidad de las
identificaciones en las mujeres.
Pero Freud aún no puede advertir esto: su propósito será reenca-
minarla hacia una sexualidad «normal»: curarla de su inversión. La
respuesta de su paciente no se hace esperar: le «dedica» un sueño que
Freud escuchará con descreimiento. Le interrumpe el tratamiento y
aconseja la derivación a una médica.
1920: punto de impasse freudiano. Impasse teórico -escribe «Más

9. S. Freud, «Sobre la psicogénesis de un caso de homosexualidad femenina», en


ob. d t., 1992, t. XVIII, p. 151, n. 6.
E l E dipo fem en in o : un in ter ro g a n te freudiano

allá del principio de placer»- e impasse clínico: no escribe nunca más


un caso de una analizante mujer. Tomará obras literarias, pero no re­
ferirá sus propios casos de pacientes mujeres.
Sin embargo, la cuestión de la mujer siguió interrogándolo, y fue
dando algunas respuestas. El hecho de haberlas formulado al final de
su obra no implica que esto no estuviera presente desde el principio.
Quizá Freud se vio excedido por este saber que aún no teorizaba.
Pero sus observaciones clínicas dan cuenta de su agudeza al res­
pecto: Freud sabía más de lo que decía saber, y quizá supiera más de
lo que creía saber.
En un primer momento, plantea una simetría entre hombres y
mujeres respecto de la premisa fálica. Luego propone para la mujer
tres salidas: el complejo de masculinidad, la inhibición de la sexuali­
dad y la salida «femenina» -vía la ecuación simbólica pene - hijo. Es­
te deseo de tener un hijo del padre posteriormente tendrá un antece­
dente: en primer término fue un reclamo dirigido a la madre. Se re-
dimensiona entonces la relación con la madre, que ahora resulta ser
lo primario. El Edipo es secundario.
Finalmente, una vez teorizada la envidia del pene, la maternidad
será uno de los modos de resolver esta cuestión. O tro modo será la
vía del amor: buscará un partenaire con pene. Será este un modo de
tratar la falta. Una tercera modalidad será falicizar el propio cuerpo.
Así pues, la envidia del pene {Penisneid) tiene ahora un estatuto es­
tructural. La exigencia del falo ya no se resuelve vía la maternidad ni
vía la elección de un partenaire con pene -el falo no es el órgano mas­
culino. Ambos son modos imaginarios de intentar suturar una falta
irreductible. Tampoco se colma falicizando el propio cuerpo. Freud
mismo lo explicaba en términos de narcisismo. Por otro lado, la elec­
ción narcisista de objeto también será otra de las consecuencias de la
envidia del pene.
Entonces, si la exigencia de falo no se resuelve ni por la vía del ser
ni por la vía del tener, esto explica el desconcierto de Freud, quien si­
gue sin saber qué quiere una mujer. Sin embargo, de algo está segu­
ro. la cuestión de la femineidad no se resuelve por la vía del falo.
Curiosamente, lo que escribe al final de su obra sobre sexualidad
icinenina, en 1932, resulta ser el corazón mismo de la problemática
de la mujer; esto es, la pérdida del amor.
Freud concluye su teorización al respecto abordando una pregun­

113
D e l E dipo a la s ex u a c ió n

ta capital: ¿qué demanda la niña a su madre? Esta demanda será el eje


de la relación con este Otro primordial. Como afirma Lacan, esta de­
manda es siempre demanda de amor.
Pero si bien el amor comienza a funcionar como una brújula, la
pregunta insiste: Freud no sabe qué quiere una mujer. Y ya no es la
angustia de castración lo que se pone en juego, lo capital será el te­
mor de la pérdida del amor. Si es por la vía del amor por la que la mu­
jer se liga a ese falo que no dene, algo se conmueve si aparece en jue­
go la pérdida del amor.
Desde esta perspectiva, ¿podemos pensar hoy que las respuestas
de las pacientes freudianas (Cácilie, Dora, la joven homosexual) son
diferentes modalidades de posicionarse respecto de este temor?
Si desde Lacan es posible entender el ser del sujeto ligado al de­
seo de la madre, en tanto que implica un goce no acotado por el falo,
¿sería lícito suponer que la parálisis facial de Cácilie es un modo de
sintomatizar -y por ende articular con el significante- eso que apare­
ce como injuria? ¿La mirada penetrante de la abuela, la grave afren­
ta del marido -Freud coloca entre paréntesis «mortificación»-, no
ponen en juego precisamente este temor estructural y obligan al su­
jeto (en este caso, Cácilie) a dar una respuesta?
Distinta es aquella que da la joven homosexual: su respuesta, a mi
entender, está estrictamente relacionada con la mirada furiosa que le
dirige el padre. Esta mirada colérica provoca su intento de suicidio
«indudablemente real», señala Freud. Ella se desmorona. La joven
homosexual se deja caer luego de las terribles palabras de su amada:
déjame en el acto -la dama había hablado igual que el padre. La jo­
ven se desespera por haberla perdido para siempre. Como no hay po­
sibilidad para ella de amarrarse a ningún significante que la pacifique,
su respuesta es arrojarse desde el puente. Con Dora la resolución es
distinta: al caer la Sra. K., desata un escándalo.
Como vemos, las mujeres buscan de diversos modos arreglárselas
con la falta estructural, irreductible, que Freud advertía pero que lo
confrontó con sus propios límites. N o supo qué hacer con ese punto
que el falo no alcanzaba a cubrir. Quizás esto explique qué sucedió
luego de 1920, ya que a partir de allí Freud silencia, no presenta nun­
ca más un caso suyo de una analizante mujer.
Quizás el descubrimiento del masoquismo, de la pulsión de muer­
te y la imposibilidad de saber qué es lo que realmente quiere una mu-

114
El e d ip o FEMENINO: UN INTERROGANTE FREUDIANO

jcr hayan contribuido a este llamativo silencio incómodo que lo hizo


exclamar con pesar a Marie Bonaparte: «El gran interrogante que
nunca ha sido respondido y que hasta ahora yo no he podido respon-
ilcr, pese a mis treinta años de indagación del alma femenina, es: ¿qué
demanda una mujer?»,**^

10. S. Freud, «Algunas consecuencias psíquicas de la diferencia anatómica entre


los sexos», en ob. dt-, 1993, t. XIX, p. 262, n. 1.
Más allá del Edipo

Graciela Ruiz

Se diría que los universos m itológicos están desti­


nados a ser pulverizados apenas formados, para que de
sus restos nazcan nuevos universos. F. Boas*

N osotros (la indivisa divinidad que opera en noso­


tros) hem os soñado el mundo. L o hem os soñado resis­
tente, m isterioso, visible, ubicuo en el espacio y firme
en el tiempo; pero hem os consentido en su arquitectu­
ra tenues y eternos intersticios de sinrazón para saber
que es falso. J. L, Borges*

¿ P or q u é m As allá del E d ipo ?

;Por qué no decimos «abandonemos el mito de Edipo» por ana­


crónico y gastado, sino que proponemos pensar su «más allá»?
El mito del Edipo -com o todo mito después de Claude Lévi-
Strauss-, no es para el psicoanálisis un mero recurso explicativo que
pueda abandonarse rápidamente en favor de otros medios más acaba­
dos para expresar el conflicto del sujeto.
Freud consideró el complejo de Edipo como el núcleo de las neu­
rosis^ y Lacan tomó muy en serio el valor de este mito que analizó en

L F. Boas, introducción ajam esTeit, «Traditions oftheT hom pson River Indians
of British Colombia», en Menioirs o f the American Folklore Society, 1898, t. VI, p. 18.
Quise recordar la misma cita con que Claude Lévi-Strauss encabeza el famoso capí-
rulo 11, «La estructura de los micos», de su libro Antropología estructural, Barcelona,
Paidós, 1987.
2. J. L. Borges, «Avatares de la tortuga», en Disaisión, Madrid, Alianza, p. 171.
3. S. Freud, «Conferencias de introducción al psicoanálisis (Parte III)», en Obras
completas, Buenos Aires, Amorrortu, 1987, t. X \T, p. 307.

117
D e l E dipo a la sexu a c ió n

relación con el otro mito freudiano, el de «Tótem y tabú».^ Este aná­


lisis tiende a extraer ese resto fructífero al que alude Franz Boas en la
cita, antes de proceder a su pulverización.
El análisis de Lacan sigue una metodología en la que se reconoce
la propuesta de Lévi-Strauss inspirada en el análisis lingüístico de los
mitos. Así, Lacan tiene en cuenta las historias relatadas, las «grandes
unidades constitutivas» o «mitemas», y también la naturaleza de sus
relaciones. Llevando a cabo este procedimiento se comprueba, tal co­
mo lo anticipa Lévi-Strauss, que el estudio de los mitos nos conduce
a comprobaciones contradictorias.^'
En los mitos freudianos la contradicción se hace manifiesta al con­
siderar las consecuencias que el asesinato del padre tiene sobre el go­
ce. En el mito de Edipo la muerte del padre da acceso ai goce de ia
madre, y el efecto es el contrario en «Tótem y tabú», donde el asesi­
nato de este instala la prohibición y la culpa.
«La imposibilidad de conectar grupos de relaciones es superada
—o más exactamente reemplazada—por la afirmación de que dos rela­
ciones contradictorias entre sí son idénticas, en la medida en que ca­
da una es, como la otra, contradictoria consigo misma.»^ Este co­
mentario de Lévi-Strauss, inspirado en la lingüística estructural y en
la lógica del significante, tiene para Lacan el valor de demostrar que
el mito encama de la mejor manera «el medio decir [que] es la ley in­
terna de toda clase de enunciación de la verdad».^ De esta manera,
Lacan concluye que «todo lo que puede decirse sobre el mito es es­
to, que la verdad se muestra en una alternativa de cosas estrictamen­
te opuestas que hay que hacer girar una alrededor de otra».® Este tra­
tamiento del mito como saber interrogado en función de la verdad
-dentro del discurso analítico- le confiere el estatuto máximo de sus
posibilidades y lo aleja de su peor lugar (no para el mito, sin duda, si­
no para el psicoanálisis), como un saber en el lugar del agente, que
sostendría, así, el discurso universitario.

4. J. Lacan, E l seminario, libro 17, E l reverso del psicoanálisis, Buenos Aires, Paidós,
1992, pp. 107-124.
5- C. Lévi-Strauss, ob, cit., p. 230.
6. Ibíd., p. 239.
7. J. Lacan, ob. cit,, p. 116.
8. Ibíd.,pp. 116 y 117.

118
Má s a llá d e l E dipo

Cenando Lacan considera el mito como un sueño de Freud^ o un


contenido manifiesto, nos evidencia dos dimensiones posibles, tanto
la vertiente de la tontería, múltiples significaciones que proliferan,
como la otra, la más rica, esa que encierra una verdad difícil de de­
sentrañar. Por eso puede juzgar «el carácter estrictamente inservible
del complejo de Edipo», por un lado, y ai mismo tiempo dedicar tres
clases para poner el problema planteado por el Edipo y «Tótem y ta-
l)u» dentro de las coordenadas estructurales del discurso.
En este hacer girar una cosa alrededor de otra para que la verdad
se muestre, giran padre, muerte (asesinato), goce posible e imposible,
o sea, castración. El mito que se presenta como enunciado de lo im-
[)osible debe ser remitido a lo imposible del discurso amo, que es el
discurso cuyo agente -el amo- es el de ia castración y cuyo objetivo
es instalar la ley. Su imposibilidad remite a la imposibilidad de do­
mesticar el goce mediante el discurso.
Si en opinión de Lacan el analista debe apartarse del plano del mi­
to -o sea, de ese sueño-, es para no quedar adormecido junto al sue­
ño del neurótico, que inevitablemente apela a sustentar el semblante
de padre, con el cual encubre ese imposible.
¿Dónde encontramos la evidencia de ese semblante? En cada vuel­
ta de la clínica. En la espera de toda la vida del reconocimiento de los
«mayores». En la espera desilusionada del reinado de la justicia. En la
actitud provocadora que puede llevar a un sujeto a jugar siempre con
el límite entre lo que se puede y lo que no se puede, repitiendo esce­
nas en las que es sorprendido, avergonzado y reprendido. En la apues­
ta o renunciamiento del propio plus de goce en contra de la vida eter­
na, promesa ligada a un Otro íntegro, un dios sin fisura.**^ En los per­
sonajes privadores, en que se imaginariza el efecto de estructura. En la
sorprendente constatación de una sujeto al descubrir que su prolifera­
ción sintomática no empezó cuando su padre se fue, sino cuando se le
hizo evidente la impostura de su posición ética.
Así se anuda «el creacionismo significante al imposible que se es­
fuerza por resolver.»**

9. Ibíd., p.i24.
10. Ibíd., p.l04.
11. Frase final de la presentación del relato de la EOL-Bs. As., «Resolución cu­
rativa; Interrupciones y reanálisis», p. 4.

119
D e l E d ipo a la sexu a ció n

¿ C ómo en ten d er e s e m ás a ll á d e l E d ipo ?

Lacan ubica el más allá del mito de Edipo en la reducción del pa­
dre a un operador de estructura que, como tal, no es más que un
significante; es decir, la forma primera en la que entra en juego la
marca, el rasgo unario y de la cual el goce es correlativo. Esta afir­
mación extraída de E l seminario 17 indica cómo se desarrolla el más
allá del Edipo en ese momento de su enseñanza, en el pasaje del mi­
to a la estructura. Pero no debe pensarse que hay que esperar este
momento en la enseñanza de Lacan para atravesar el límite hacia es­
te más allá.
La superación del saber mítico está de diferentes formas, y desde
un principio, en la obra de Lacan. Esta orientación se reconoce, por
ejemplo, cuando se independiza la castración de la función del padre
al hacerla depender de la efectividad del lenguaje; cuando se demues­
tra la evidencia e importancia de la castración del padre, o se estable­
ce el objeto como perdido en lugar de prohibido, al hacer girar lo
esencial de la estructura del sujeto en torno a la falta de objeto en tan­
to causa y no a la presencia prohibida. Así:

[...] cuando se trata de asegurar la constancia del objeto, es probable­


mente en razón del carácter estrictamente inservible del comple­
jo de Edipo [...] Es algo estrictamente inservible, salvo porque
recuerda de forma grosera el valor de obstáculo de la ?nadre para to­
da investidura de un objeto como causa del deseo

En Lacan la estructura siempre superó al mito, de tal manera que


no me parece posible considerar la metáfora paterna como una for­
malización lógica del Edipo sin advertir que ya en ese punto está el
más allá del mito.
Lacan mismo es bastante explícito al respecto, como se lee en el
texto «El mito individual del neurótico»,*^ de 1953, donde insiste en
la importancia de escuchar en el nivel del uno por uno, de ahí lo de
mito «individual». Lacan demuestra por medio del Hombre de las

12. J. Lacan, ob. cit., p .l0 4 (d resaltado es nuestro).


13. Id-, «El mito individual del neurótico», en Intervenáonesy textos 1, Buenos Ai­
res, Manantial, 1985, p. 37.

120
Má s a llá d e l E dipo

liaras el valor de diferentes formaciones míticas, bajo la forma de fan-


iasnias, sueños:

Es allí donde verdaderamente puede mostrársele al sujeto las par­


ticularidades originales de su caso, de un modo mucho más riguro­
so y vivido para él que según los esquemas tradicionales surgidos
de la tematización triangular del complejo de Eldipo.*"*

Más adelante agrega:

El sistema cuaternario tan fundamental en los impasses, en las in­


solubilidades de la situación vital de los neuróticos [recordemos la
estructura cuaternaria de la metáfora y, más tarde, la de los discursos],
es de una estructura bastante diferente de la que se da tradicional­
mente: el deseo incestuoso por la madre, la interdicción del padre,
sus efectos de barrera y, alrededor, la proliferación más o menos
lujuriosa de síntomas. Creo que esta diferencia debería conducir­
nos a discutir la antropología general que se desprende de la doc­
trina analítica tal como ella ha sido enseñada hasta el presente. En
una palabra, todo el esquema del Edipo debe ser criticado.*^

En este texto temprano aparecen muchos conceptos que siguen


siendo elaborados y se reencuentran en la época de El seminario 11.
Por ejemplo, como anticipo de lo que desarrollará en los años 69 y
70, aparece la figura del amo; Lacan describe un espacio importante
en el que se desarrolla la relación analítica- entre la imagen del pa­
dre, siempre degradada, y esta imagen del amo, el maestro moral, que
prepara para el acceso a la sabiduría o la conciencia. Se trata del tema
i]ue luego abordará desde el discurso de la histérica, a partir de su pa­
radójica relación de solidaridad y denuncia, a la vez, con respecto a la
verdad -oculta- del amo, que es su castración.
Frente a la preservación freudiana del padre Lacan señala desde
un primer momento la importancia de su castración en la formación
de la neurosis.

14. Ibíd., pp. 50 y 51 (el resaltado es nuestro).


15. Ibíd-, pp. 55 y 56.

121
D e l E dipo a la sexu a c ió n

¿ Q ué hay m ás a llá d el E d ip o ?

En ia última parte de la enseñanza de Lacan, cuando aborda las


fórmulas de la sexuación, junto a la precisión e importancia que ad­
quiere la escritura en ese momento aparecen también algunas refe­
rencias míticas.
El mito de Tiresias, por ejemplo, le permite evocar el goce suple­
mentario del lado femenino: «el docto de Tlresias conocía bien los
placeres de Venus en uno y en otro sexo».*^ O bien, el mito «feme­
nino de Donjuán»,*^ que muestra cómo puede presentarse el sexo
masculino para las mujeres. Y es que se trata de aquel que puede ha­
cer una lista de mujeres y contarlas una por una.
O la paradoja de Aquilas y la tortuga,*® esta última reemplazada
por Briséis -Briseida, mujer de la litada. Pero ¿podría tomarse la pa­
radoja como un mito? De una forma más abierta y más explícita que
la del mito, esta paradoja nos confronta con un real imposible, cuyo
origen se sitúa en la categoría creciente del infinito.*^ Más descamada
de significaciones que el mito, porque encuentra su expresión en la
matemática, la paradoja nos deja con la realidad del espacio -y del
tiempo- conmovida. Con ella Lacan ilustra la dimensión de infinitud
del no-todo y la imposibilidad de ser alcanzada, por la medida fálica
representada por Aquiles.
En estos casos los mitos son «para hacer imagen» y para ilustrar,20
porque dentro de la enseñanza no soportan el peso de un real, impo­
sible, ya que para eso está la escritura lógico-matemática. Lo real no
se alcanza mediante el mito sino por los impasses de la escritura, es de­
cir, de la formalización.2*

16. Ovidio, Metamorfosis, Madrid, Alianza, p.l28.


17. Mito mencionado por Lacan en: Elseviinario, libro 20, A u n, Buenos Aires, Pai­
dós, 1991, p.l8.
18. Ibíd, p.15.
19. J. L. Borges, ob. cit., p.l48.
20. J. Lacan, ob. cit., n. 17, p.I8.
21. En reladón con la paradoja de Aquiles y la tortuga, sus referendas mitológi­
cas, filosóficas y matemáticas, sugiero leer E l goce sexual, de Geneviéve Morel, edita­
do por Literal.

122
MAS ALLÁ DEL E dipo

Un paso m ás

Recordando la definición de Lacan, el más allá del Edipo implica


la reducción del padre a un operador de estructura, que como tal no
es más que un significante; es decir, la forma primera en la que entra
en juego la marca, el rasgo imario, del cual el goce es correlativo.
De modo que «el significante es causa de goce [...] tiene una inci­
dencia de goce sobre el cuerpo. Eso es lo que Lacan llama el sínto-
ina».22 Articulamos así el pasaje de la función del padre y su contex­
to edípico al síntoma como lo que inscribe ima relación directa entre
el significante y el goce. Este síntoma en tanto tal determina el régi­
men de goce del ser hablante. Se trata de ubicar entonces la fórmula
significante -que produce goce- fundada y definida por el discurso.
A partir del Si y de su sinsentido la clínica ya no se ofrece a des­
cripciones abarcativas fácilmente identificables, como cuando descri­
bimos el sostenimiento del semblante del padre.
En resumen, he querido señalar que la obra de Lacan siempre es­
tuvo, aunque de diferentes maneras, más allá del mito del Edipo. Co­
mo se dice del padre -y viene muy bien en este caso-, ha ido más allá,
pero contando con él.

22, J.-A. Miller, El hueso de un análisis, Buenos Aires, Tres Haches, 1998, p. 68.

123
Él no lo sabía: discurso y escritura

José L Slimobich

Sigmund Freud pregunta de qué despierta el padre, en un bello sue­


ño que Jacques Lacan retoma y formaliza tn El seminario IL
Lo situamos en palabras de Lacan, en su resumen:

Recuerden a ese padre desdichado que ha ido a descansar un po­


co en el cuarto contiguo al lugar donde reposa su hijo muerto -de­
jando a un viejo, canoso, nos dice el texto, velar al niño- y que es
alcanzado, despertado por algo. ¿Qué es? No sólo la realidad, el
golpe, el knocking, de un ruido hecho para que vuelva a lo real si­
no algo que traduce, en su sueño precisamente, la casi identidad
de lo que está pasando, la realidad misma de una vela que se ha
caído y que está prendiendo fuego al lecho en que reposa su hijo.*

Y continúa Lacan;

—¿Qué despierta? ¿No es, acaso, en el sueño, otra realidad? Esa


realidad que Freud nos describe así: [...] que el niño está al lado de
su cama (.-] lo toma por un brazo, y le murmura con tono de re­
proche {...] Padre, ¿acaso no ves [...] que ardo? 2

lunalmente,

Y no es que en el sueño se afirme que el hijo aún vive. Sino que el


niño muerto que toma a su padre por el brazo, visión atroz, desig-

1 J - Lacan, El seminario, libro 11, Los aiatro conceptosfundam entales del psicoanálisis,
ftupnas Aires, Paidós, 1992, p. 65.
2 . IVn'd., p. 66.

125
D e l E d ipo a la sex u a c ió n

na un más allá que se hace oír en el sueño. En él, el deseo se pre-


sentifica en la pérdida del objeto, ilustrada en su punto más cruel.
Solamente en el sueño puede darse este encuentro verdaderamen­
te único. Sólo un rito, un acto siempre repetido, puede conmemo­
rar este encuentro inmemorable pues nadie puede decir qué es la
muerte de un niño -salvo el padre en tanto padre- es decir, nin­
gún ser consciente.
Porque la verdadera fórmula del ateísmo no es Dios ha muerto -pe­
se a fundar el origen de la función del padre en su asesinato, Freud
protege al padre-, la verdadera fórmula del ateísmo es Dios es in­
consciente?

Es el crepitar del fuego que ha tomado la cortina, y esto es lo cen­


tral, un fuego más terrible, de lo que arde el deseo en la pregunta que
no se puede contestar («Padre, ¿no ves que estoy ardiendo?»), pues
ella pone en juego algo que desborda las palabras, que solo puede ser
tomado en los términos de algo más allá de las palabras, aunque no
del lenguaje. De esto despierta el padre, de la respuesta imposible,
porque nadie sabe cómo se debe responder.
Quizá con un ¡Caramba, ese viejo idiota se durmió!, ¡No es posible que
esté sucediendo esto!, el carácter de la pesadilla. Pero lo cierto es que no
hay padre que responda. Entendemos así la frase de Frangois Reg-
nault de la nota a la edición argentina de su libro Dios es inconsciente,
donde señala: «Por eso vuestro padre es mudo»."*
¿Qué es el padre? Hay algo nombrado «padre», alguien que se
nombra de este modo, que puede ser nombrado así, pero no hay fór­
mula que ubique un ser del padre o leyenda que sitúe exactamente su
lugar. Cuando esto aparece, no es un hombre común. Según Freud,
es un padre poderoso, que debe ser asesinado, dueño de vidas y mu­
jeres, pleno de múltiple potencia. Es el padre de la horda, que está
destinado a ser traicionado, puesto que supone el amor de sus hijos o
cree que al menos el temor que Ies infunde logrará que el tiempo se
eternice en lo igual. La figura política de este padre es el padre de los
pueblos, que sabe regir y decidir, el padre gigante.
De este modo, para Freud se construirá una forma común de la ad-

3. Ibíd., p .67.
4, E Regnault, Dios es imonsaente, Buenos Aires, Manantial, 1986, p. 8,

126
É L NO LO SABÍA: DISCURSO Y ESCRITURA

quisidón de la palabra por todo ser que habla. El padre debe morir pa­
ra que la palabra advenga. Es lo que sucede, como resto pulverizado de
este real, en la neurosis obsesiva. El que espera la muerte de alguien,
cTjya traducción sublimada es el bellísimo verso de Borges: «la muerte
nos mejora». El complejo de Edipo dio lugar a lo que llamamos un apa­
rato de lectura, y fue una fuente de inspiración para la tragedia. Con él
los psicoanalistas -y no sólo ellos- encontraron un hilo para sus expli­
caciones, para dar cuenta de los conflictos que se presentaban, tanto en
los relatos de los parientes como en los trabajos de la crítica literaria,
inspirado en el relato griego de la tragedia de Edipo, pero fundado en
la larga serie de los padres (Jehová, 2^us, etcétera), Freud articula alre­
dedor de este complejo el anudamiento de la castración con la prohi­
bición del incesto y el de la figura del padre con Dios, en tanto fuente
de toda autoridad. Muestra al padre como fundamento del amor. Pero
este amor resxilta del asesinato de ese padre. Así, asesinato y amor pos­
terior es el modo de presentación del padre en Freud. Jacques Lacan
señala que, al elegir el mito de Edijx), Freud restringe la proliferación
de las verdades en los mitos, privilegia el mito de la muerte y el sexo.
Para Lacan, lo central del complejo de Edipo es el hecho de ubi­
car el saber inconsciente, el saber que no sabe, ya que lo fundamen­
tal de Edipo es que no sabe lo que hace. Ese es su estigma, la marca
de la castración: no sabe ni ve.

II

Con esa autoridad proveniente de un trabajo exhaustivo del texto


y de una actitud de respeto hacia el fundador del psicoanálisis, Jac­
ques Lacan trata el complejo de Edipo como payasada darwiniana. El
Edipo es una bella imagen del inconsciente. El no lo sabía, y si busca
la verdad, es para nada saber de ello.
Como señala Graciela Brodsky en el «Comentario de un frag­
mento de “Subversión del sujeto...”», en la crítica que hace Lacan del
Edipo freudiano un primer paso consiste en la distinción entre el pa­
dre muerto y el Nombre del padre. La autora propone que el padre
muerto le permite al neurótico explicar la castración por medio del
Edipo, y entiende por «castración» el hecho de que el ser hablante
no pueda gozar del objeto que desea. Lo que diferencia en este pun­
to a Freud de Lacan es el porqué. La respuesta ffeudiana es el Edipo:

127
D e l E d ipo a la sex u a c ió n

el padre prohíbe el goce y, más precisamente, el amor al padre muer­


to. Se ve, pues, un desplazamiento de la prohibición del goce, por
parte del padre, al sacrificio del goce por el componente de amor al
padre luego del asesinato primordial.
Lo sorprendente, subraya la autora, es que en la página 141 de la
edición francesa de E l seminario 17 Lacan señala que este anhelo en
el neurótico no se diferencia del anhelo freudiano, incluso, que hay
que entender el complejo de Edipo como un sueño de Freud, que
puede ser interpretado. La respuesta de Lacan a la castración -cita­
mos a G. Brodsky-: «no es el padre, ni siquiera la Ley, es el lenguaje
[y destaca la frase de Lacan]: “el goce está prohibido a quien habla”».^
Así, el Edipo, como expresión de la castración en su anudamiento
con el incesto, introduce el objeto que nunca estuvo, lo que da cuen­
ta del referente último del lenguaje y su última significación. Este es
el mito que revela la verdad de la estructura: nunca habrá, pues nun­
ca lo hubo. De este modo se funda el símbolo, ya que todo símbolo
nombra el objeto faltante.
Ahora bien, tenemos dos goces: el asesinato del padre y el gozar
déla madre, Y la marca de ambos es «él no lo sabía». El no sabía que
el asesinato del padre se causa en el gozar de la madre, y estos dos go­
ces quedan así anudados. Se puede hablar de dos textos (uno, el ase­
sinato del padre y otro, gozar de la madre) cuyo vínculo es imposible,
porque no hay ninguna relación que nos dé la dimensión del goce,
excepto que él no lo sabe, lo cual introduce otra dimensión, que im­
plica el inconsciente.
Edipo establece -y por ello nos permite presentir lo real- que «él
no lo sabía» constituye lo que es común a todo hablante, esto es, un
saber que no sabe. Así se fundamenta io que Freud sitúa como la re­
presión originaria, lo urverdrángt, lo reprimido primordial. En el
acontecer del lenguaje, en tanto discurso para todo ser hablante, so­
lo acaece si el ser hablante ha constituido esta represión, que no es
otra que el asesinato de la cosa por la palabra. Este momento ya su­
pone un desgarramiento, por donde se constituye la duplicación, por
ejemplo, entre las palabras que se dicen y lo que nunca se tendrá.

5. G. Brodsky, «Comentario de un fragmento de “Subversión del sujeto...”», en


Lacan y los dhairsos, Buenos Aires, Manantial, 1992, p. 52.

128
ÉL NO LO SABÍA: DISCURSO Y ESCRITURA

La frase «el padre es el lenguaje» nos introduce por definición en el


trabajo que Lacan realiza sobre el padre en tanto significante; es decir,
el significante del Nombre del Padre. Lacan realiza este primer movi-
luiento aún en el campo de la lingüística. El significante del Nombre
del Padre, expresión de origen religioso, designa la función paterna; es
toda expresión simbólica que represente la prohibición del incesto. Por
lo tanto, es cualquier expresión significante que ocupe el lugar de la
metáfora, tachando el deseo de la madre y permitiendo al hablante ac­
ceder a la significación fálica. El lugar del Nombre del Padre es siem­
pre Uno, aun cuando los elementos que lo ocupen sean múltiples. Así
pues, el Nombre del Padre es un término que pertenece al orden sig­
nificante; y «el esfiierzo de Lacan apiintó a articular la prevalencia fá­
lica [...] como un efecto de significación del Nombre del Padre».^

IV

Lacan sigue interrogando el Edipo freudiano en la producción del


discurso. ¿Qué es el discurso? La estructura de las pequeñas letras,
que muestran las posiciones del hablante en los vínculos sociales, más
allá de las palabras que prommcie. Más bien, las palabras que sostie­
ne son causadas, ordenadas, en un discurso.
Entonces, la notación por letras o discurso se hace operable sobre
una realidad de palabras. Una multiplicidad de términos utilizados
son articulados por notaciones que sitúan así la lógica que los anima.
Estas notaciones, por su parte, están desprovistas de ese elemento de
sentido, esa especie de sustancia -filosófica o psicológica- que apare­
ce cuando solo las palabras ocupan el escenario del lenguaje.
Es el abandono del mito y el paso a cuestionar dicha articulación,
en términos de garantía, percepción y sentido. Y es que la garantía no
puede provenir de ninguna sustancia o ser trascendental, ha de apo­
yarse en las determinaciones lógicas de las notaciones. Tampoco de la
percepción, porque como indica Lacan acerca de la ciencia en Else-
minario 17:

6. J.-A Miller, Los signos del goce, Buenos Ares, Paidós, 1998, p. 131.

129
D e l E d ipo a la s ex u a c ió n

En efecto, no debemos olvidar que la característica de nuestra


ciencia no es que haya introducido un conocimiento del mundo
mejor y más extenso, sino que ha hecho surgir en el mundo cosas
que no existían en modo alguno en el nivel de nuestra percep-
ciónJ

Ni del sentido, pues es abolido en favor de la causa lógica. De esta


manera está marcado el ser que habla, desde que un discurso lo toma.
Como ya señalamos, ubica una lógica para cada vínculo social. To­
maré la teoría de los discursos, solamente en lo que hace a este trabajo.
Uno de los términos del discurso -junto al significante amo, al
significante del saber y al sujeto- es el objeto a, el plus de gozar. Es
el que porta algo de goce, recupera el goce perdido en la acción del
significante. Pero esto se escribe, a, con una letra. Esto no quiere de­
cir que los significantes no se escriban como letras. En este momen­
to de la enseñanza de Lacan los significantes también son letras. Pe­
ro es una letra, a, la que entre significantes marca el lugar del objeto.
Y que sea una letra significa que se sitúa en una escritura, la de los ob­
jetos de la pulsión, que se escriben y se captan solo como letra. No es
el impulso, ni la inevitabilidad, lo que nos entrega el peso de la pul­
sión. Tomado por la pulsión en su empuje, el cuerpo del ser que ha­
bla solo muestra que, como todo lo que lo define como tal, proviene
del lenguaje. La pulsión solo se presenta, se muestra y se elucida co­
mo escritura. Así de radical es ia dependencia del ser que habla de su
apareamiento con el lenguaje. El habla habla, como bien señala H ei­
degger, y porta la escritura de la falta en ser. Es que el lenguaje no es
solo palabra, también es escritura.
Esta escritura que no se sostiene en material que no sea fonético,
que no se escribe sobre papel, ni con tiza, es la escritura propia al ac­
to analítico. Jacques Lacan construye la lógica de esta letra, su inven­
to. Ciertamente, Freud nos muestra que su leer es central en la inter­
pretación de los sueños, pero resulta tan natural que nunca transmi­
tió extrañeza que esto fuese posible. Desde el «leo trimetilamina»,
ejemplo princeps en el sueño de la inyección de Irma, hasta sus dis-

7. J. Lacan, E l seminario, libro 1 7, E l reverso del psicoanálisis, Buenos Aires, Paidós,


1992, p.l70.

130
Él no lo s a b ía : d is c u r s o y esc r it u r a

tnuos trabajos sobre el sueño, Freud nos entrega su capacidad asom­


brosa de leer: «Leo, claramente, dentro del sueño...».
Ahora bien, Lacan logifica esta operación de la letra en el discur­
ro. La operación consiste en tomar los objetos, representantes del ex­
ceso, recuperado en el plus de gozar, nunca libre ni del escrito ni del
cuerpo. Seno, excremento, voz, mirada y nada son ubicados en un
conjunto. De modo que: Tómense x elementos heterogéneos, colóqueselos
m un conjunto y otorgúesele a este conjunto una notación. En este caso, es­
tos objetos son elementos del conjunto a. A partir de ello la letra a
j)orta los efectos del conjunto. La letra es el objeto y su combinación
con otras letras y significantes porta una escritura, en cada discurso.
La letra a se desdobla: por un lado, será una letra del alfabeto, por
otro, será el objeto que juega, en tanto letra, en cada discurso- Esto
quiere decir que el objeto se presenta como letra en un discurso y
tendrá el efecto de escritura, lo cual corresponde al concepto de reaí.
Efectivamente, lo real es lo imposible, pero -esto es central- es lo po­
sible de ser escrito. El desdoblamiento de la letra en objeto y letra es
imposible. Por eso, su única posibilidad es mostrar su escritura.
En adelante, la letra toma su característica propia: representa el
lapsus en los cálculos operatorios de la teoría del discurso, localiza el
significante en su realización de la división del sujeto, pero ante todo
se respeta su carácter de letra. Escribe, en tanto letra, el objeto plus
de gozar en juego, localiza el significante en su división constitutiva
entre verdad y saber.
En verdad, con la teoría del discurso como estructura necesaria
Lacan introduce una ruptura sobre lo que predominaba en las cien­
cias del lenguaje. Una operación tradicional -la de Platón, Aristóte­
les, Hegel, Husserl- mantuvo en la lingüística la lengua y la palabra,
y dejó fuera de ella la escritura. Para Ferdinand de Saussure la escri­
tura es extraña, no es más que una imagen que usurpa, caprichosa­
mente, el papel principal; su acción es «viciosa y tiránica». Es la con­
cepción representativista de la escritura, según Jacques Derrida.
Saussure reconoce que limita su estudio a la escritura fonético-alfa-
bética. La escritura, para él, debe eclipsarse ante la palabra viva, re­
presentada en la transparencia de su notación, inmediatamente pre­
sente en el sujeto que la habla y en el que recibe el sentido, el conte­
nido y el valor. Esta escritura puramente fonética queda articulada a
xma lógica fonologista o falogocentrista.

131
D e l E d ipo a la s ex u a c ió n

Pero la escritura introduce, en verdad, que en cada término hay


síntesis y remisiones que hacen que en ningún sentido, en ningún
momento, un elemento simple esté presente en sí mismo y no remi­
ta más que a sí mismo. Ya sea en el orden de lo hablado o en el de lo
escrito, ningún elemento puede funcionar sin remitir a otro elemen­
to que, él mismo, tampoco está simplemente presente.
Desde este punto de vista, y a pesar del esfuerzo de Saussure, el
significante queda ligado a lo fónico. Por eso sitúa el vínculo natural
entre el pensamiento y la voz, y llega a enunciar un «pensamiento so­
nido». Sobre este fondo fonético se satura el pensamiento que apxm-
ta a lo trascendental.
Brevemente, Lacan abandona esa concepción fonética del signifi­
cante y lo convierte en un hecho de escritura. En la teoría del discurso
en Lacan los significantes son letras que operan en la cristalización del
vínculo social y que utiliza, como se señaló, un vínculo con las palabras
más o menos ocasional Esto rompe con el concepto de comunicación
resultante del fonocentrismo, que supone sujetos y objetos constituidos
con anterioridad a la operación significante.
Lacan construye el discurso despojándolo del sentido, desnudan­
do la articulación significante como un hecho de escritura lógica, po­
niendo en acto la producción de un sujeto, que es efecto del signifi­
cante. Pero este mismo es un hecho de escritura.
Y la palabra, ¿queda acaso ahora en una operación inversa, es aho­
ra la palabra el dato menor de devolver potencia a la escritura? Al
despojar al significante de su relación con lo fónico y articularlo co­
mo letra, se libera a la palabra, que queda como el suceder de los
nombres de las cosas. Pero las marcas que recortan esas cosas como
palabras que constituyen el mundo del sujeto vienen de otro lugar.
Estas marcas que recortan el peso de la palabra son el efecto de la in­
troducción del goce, que se sitúa en el discurso con la notación de la
letra a y, así, se relaciona con esas otras letras que constituyen la no­
tación de los significantes.
Argumenta Jacques-Alain Miller que a es lo que del goce no tiene
significante y que el falo es lo que del goce tiene significante. De es­
te modo, lo fonológico se cuestiona respecto del goce, puesto que el
significante del que se trata es aquel que asume el valor de la letra, el
valor del significante en tanto que escrito. «[...] Io que queda del sig­
nificante una vez que se ha eliminado la palabra-, puede asumir, en-

132
ÉL NO LO SABÍA: DISCURSO Y ESCRITURA

ronces, el valor de la letra, el valor del significante en tanto que escri­


to.»® Pero, entonces, ¿por qué un psicoanálisis se realiza con palabras
y no con escritos? Es que la escritura es lo que permite al ser hablan­
te sustraerse a los artificios del inconsciente, señala Miller citando la
página 289 de El seminario ü de Jacques Lacan. La palabra no deja
que el sujeto se sustraiga a sus artificios. Por eso en el análisis se ha­
bla y no se podría escribir.
Aclaramos que en el análisis se habla y no se podría escribir alfa-
héticamente; y por ello Jacques Lacan avanza para mostrar lo que se es­
cribe en la palabra mediante la topología de la escritura borromea.

¿Qué consecuencias puede tener lo anterior en relación con el te­


ína que estamos tratando, que versa de algún modo sobre el padre
edípico y su transformación en la enseñanza de Lacan?
Ante todo, el Nombre del Padre muestra cómo la palabra «padre»
es un hecho fonético y lo que respalda a dicho padre no es más que
el peso, el valor fonético del término y su intensa resonancia. Cierta­
mente, en el término «padre» hay, como nos indica el sueño del pa­
dre que Freud narra, invocación, llamada: «Mírame...».
De este modo se interroga el estatuto del saber, un saber que no se
sabe, por definición -agreguemos- de un discurso, el discurso anahti-
co. Continuemos con la interrogación de Lacan del Edipo freudiano.
Se trata de dar un tratamiento topológico a la cuestión. Es un mo­
do de mostrar el anudamiento de dos campos disyuntos, cuya rela­
ción es imposible. Solo es posible de ser escrita. Y más aún, ¿cómo
dar cuenta de este anudamiento si no por el acceso a esa escritura po­
sible de lo real? Recordamos que lo real es lo imposible en la lógica
de Lacan, y también es lo posible de ser escrito. El modo lógico de
situar lo real en la lengua.
El padre muerto en Freud se transforma en la enseñanza de La­
can. La introducción del significante del Nombre del Padre despoja
al padre muerto de sus atributos extraordinarios para presentarlo co­
mo un hecho de escritura. El Nombre del Padre es \m término que

8.J.-A Miller, ob. cit., p. 298.

133
D el E dipo a la s ex u a c ió n

prevalece al orden significante, pero, como señalamos, dicha escritu­


ra debe ser tomada en su formulación topológica.
El Nombre del Padre es ahora io que anuda términos en una es­
critura que Lacan llama topológica, que está constituida por nombres
del padre, que son los primeros nombres en tanto que nombran algo.
Los nombres son: real, simbólico e imaginario.
Cito a Lacan, en Omicar? N® 5: «Para demostrar que el Nombre
del Padre no es nada más que ese nudo, no hay otro modo de hacer­
lo más que suponer desanudados los redondeles».^ En ima palabra, el
Nombre del Padre no es más que ese nudo.
Frangois Regnault indica que es también lo que se le agrega al nu­
do nombrando el uno-de-más; es decir que el Nombre del Padre es
el nudo y lo que nombra el nudo, el uno-de-más.
Este modo de tomar el nudo hace surgir tres tiempos, tres espa­
cios; esto es, el nudo tiene una propiedad triadora. Y la nominación
es un cuarto elemento.
Así se puede aclarar que el Nombre del Padre es el nudo y lo que
nombra el nudo, que el nudo es lo real y hay real del nudo, y que
siempre se presenta un cuarto elemento: la nominación.
Así se pliega la tradición del padre, desaparecido en lo contemporá­
neo con la tradición de Dios. Efectivamente Dios es el que nombra, es­
cupe los nombres de todo lo existente. Dios y el padre se fundan don­
de algo queda nombrado. El lenguaje nombra los objetos con los nom­
bres del padre. Lo que da nombre: esta es la función del padre, quien
al dar nombre a las cosas, las hace posibles. Y de esta forma se hace si­
lencio sobre lo tumultuoso, sobre el rugir de lo real sin nombre.
Dichos nombres se instituyen luego de im juicio. Se los juzga por
ser objetos que portan goce. Así, el lenguaje se constituye de manera
simultánea a la producción de goce. Y ese goce prohibido, expulsado
por el hecho del lenguaje, será recuperado por el plus de gozar. Jus­
tamente, porque gozamos, creemos en El; porque el plus de gozar es
todo lo que el ser hablante tiene para llevarse a la boca, y lo hace
nombre. Es lo que nos muestra Jorge Luis Borges: «Imaginemos
ahora esa inteligencia estelar, dedicada a manifestarse, no en dinastías
ni en aniquilaciones ni en pájaros, sino en voces escritas».

9. J. Lacan, «Le Séminaire, RSI», en Omicar? N® 5, París, Seuil, 1987, p. 21.


ÉL NO LO s a b ía : d isc u r so y ESCRITURA

Subrayamos lo anterior con palabras de Lacan, citado el texto an­


tes mencionado de Fran^ois Regnault:

Los judíos han explicado bien lo que ellos llaman el Padre. Lo me­
ten en un punto del agujero que no podemos siquiera imaginar.
Soy el que soy, eso es un agujero, ¿no? Un agujero [...], eso engulle
y luego hay momentos en que eso vuelve a escupir. ¿Escupe qué?
El nombre, el Padre como nombre.*®

¿Cómo leer entonces la escritura del Edipo freudiano? El asesina­


to es un redondel, el goce incestuoso es otro, se anudan por el padre
muerto. El cuarto término es: «él no lo sabía», que nomina la opera­
ción por la cual Freud inventa el inconsciente, a la medida de un dis­
curso -el del analista.
Si la escritura borromea se nos presenta, es porque un lector la
existe. El analista lee. Es su función en relación con dicha escritura.
Freud nos lo muestra en el ejemplo citado -y tan conocido- del sue­
ño de la inyección de Irma: «Leo, claramente, trimetilamina». Freud
en este caso no lee cualquier cosa, lee la solución. Desde esta pers­
pectiva, como él mismo reconoce, en tanto lector de una escritura
que no es posible sin su descubrimiento del inconsciente, recupera
para los hombres el sentido de los sueños e introduce otro continen­
te donde el hombre puede interrogar el sentido y el valor de la exis­
tencia. ¿No es acaso Freud quien devela el sentido real de las voces
escritas que antes atribuimos a Dios?

10. Ibíd., p. 54. Véase también: F. Regnault, ob. cit., pp. 51-53.

135
D e l E dipo a la s ex u a c ió n

BiBLIOGRAFfA

Borges, J. L., Obras completas, Buenos Aires, Emecé.


Derrida, J., Posiciones, Valencia, Pre-textos, 1977.
Freud, S., Obras completas, Buenos Aires, Amorrortu.

136
Recorrido del falo en la sexualidad femenina

Silvia E. Tendlarz

l.a cuestión de la sexualidad femenina es un tema clave en la enseñan­


za de Lacan: involucra el trayecto que surca su teoría acerca del falo.
La concepción del falo fue modificándose. En un primer tiempo
es planteado como un significado, y queda situado así del lado de lo
imaginario. Su estatuto de significante es efecto de la prevalencia de
lo simbólico. De significante del deseo se volverá luego el del goce.
Como función fálica permitirá, finalmente, distinguir el goce fálico y
el otro goce, suplementario, propio de la sexualidad femenina.
Nos centraremos en este texto en la dialéctica fálica planteada por
Lacan en los años 50 para examinar desde esta perspectiva las vicisi­
tudes de la sexualidad femenina.*

R ecorrido inicial : la im agen fálica

Al comienzo de su enseñanza Lacan define el falo como un signi­


ficado. Esta perspectiva guardará cierta ambigüedad hasta el planteo
de su estatuto significante, que lo desplazará de lo imaginario a lo
simbólico.
En los primeros seminarios Lacan realza la «Gestalt fálica»^ arti­
culada a lo simbólico. La prevalencia de la «forma imaginaria del fa­
lo» funciona como tal en tanto que es un elemento simbólico central

1. Véase en particular: J. Lacan, «La significación de! falo» (1958) e «Ideas direc­
tivas para un congreso sobre la sexualidad femenina» (1960), en Escritos 2, Buenos A i­
res, Siglo XXI, 1987.
2. J. Lacan, E l seminario, libro 3, Las psicosis (1955-56), Buenos A res, Paidós, 1984,
p. 251.

137
D el Eoipo a la sexuación

del Edipo.^ En El seminario 2 señala que aquello «que se ve» se arti­


cula con un mundo simbólico preexistente/ A partir de esta afirma­
ción opera una distinción en El seminario 3: la forma imaginaria del
falo es un significado para la madre en la estructuración del Edipo; su
valor de símbolo, de disimetría significante, es vehiculizado por la ac­
ción del padre como significante. Se instaura así cierta oscilación en
su captación como significado y como significante.
En El seminario 4, La relación de objeto, Lacan dice: «[...] sólo es
concebible aislar este objeto en el plano de lo imaginario [...] La no­
ción de falicismo implica de por sí aislar la categoría de lo imagina­
rio». ^ Estas consideraciones se inscriben en su comentario sobre el
debate posfreudiano de los años 20 acerca del estadio fálico. Lacan
propone un desplazamiento de la cuestión: no se trata de un término
del desarrollo evolutivo sino de un significado que se produce en el
sujeto durante su estructuración edípica. La madre nunca está a solas
con el niño, siempre existe un tercer término que es el falo.^ Esta exi­
gencia de falo es una de las respuestas al Penisneid femenino.
Al introducir el esquema R, en «De una cuestión preliminar...»,
Lacan especifica el valor de imagen que cobra el falo: «El tercer tér­
mino del ternario imaginario, aquel en el que el sujeto se identifica
opuestamente con su ser de vivo, no es otra cosa que la imagen fálica
[...]»? La madre simboliza en el falo el objeto del deseo.
Todas estas apreciaciones repercuten en la división sexuada: «Es­
ta función imaginaria del falo Freud la develó pues como pivote del
proceso simbólico que lleva a su perfección en los dos sexos el cuestio-
namiento del sexo por el complejo de castración».®
Más adelante, al referirse a la constitución de la metáfora paterna,
desplaza el acento: «La significación del falo [...] debe evocarse en lo
imaginario del sujeto por la metáfora paterna».^

3. Ibíd.
4. J. Lacan, M seminario, libro 2, M yo en la teoría de Freud y en la técnica psicoanalí­
tica (1954-55), Buenos Aires, Paidós, 1983, p. 405.
5. Id., E l seminario, libro 4, La relación de objeto (1956-57), Buenos Aires, Paidós,
1994, p. 33.
6. Ibíd., p. 59.
7. J. Lacan, «D e una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la psico­
sis» (1958), en ob. c it , n. 1, p. 534.
8. Ibíd., p. 537.
9. Ibíd., p. 538.

138
R eco rrid o oel fa lo en la sex u a lid a d fem enina

J.-A. Miller señala la ambigüedad de las afirmaciones volcadas en


este artículo: por un lado, es el significante del ser vivo del sujeto, f>e-
ro, por otra parte, es una significación en la metáfora paterna, que
tiene un valor de castración, de mortificación de la libido por la ac­
ción del significante.*® La falta de emergencia de la significación fáli­
ca, por la acción de la forclusión del Nombre del Padre, produce la
[Tresencia de un goce no falicizado, planteado en «De una cuestión
preliminar...» como un goce imaginario.
Para precisar estos desarrollos, J.-A. Miller retoma la distinción
lacaniana entre metáfora y metonimia: la primera produce un plus de
significación, la segunda introduce una negatividad, un menos. La
significación metonímka del falo se presenta en el tríptico madre-hi­
jo-falo; la metafórica, en la acción de la metáfora paterna. El falo de­
finido como especular-denominado «imagen fálica»- involucra am-
l)as vertientes.

E l falo co m o significante

Lacan plantea el falo como significante del deseo en su artículo


«La significación del falo» (1958), y lo hace mediante una serie de
definiciones. Con la primera resuelve el equívoco planteado en «De
una cuestión preliminar...»:

El falo aquí se esclarece por su función [...] no es una fantasía, si hay


que encender por ello un efecto imaginario. No es tampoco como
tal un objeto Menos aún es el órgano, pene o clítoris, que sim­
boliza. Y no sin razón tomó Freud su referencia del simulacro que
era para los antiguos. Pues el falo es un significante [...] que levan­
ta el velo que tem'a en los misterios. Es el significante destinado a
designar en su conjunto los efectos del significado, en cuando el sig­
nificante los condiciona por su presencia de significante.**

Se plantea una doble vertiente: es el conjunto de los significantes,


es decir, designa la batería significante, pero también designa el con­
junto de los significados nombrados por un significante. El título

10. J.-A Miiler, «Acerca de ia naturaleza de los semblantes», clase del 17/6/1992
(inédito).
11. J. Lacan, «La significación del falo» (1958), en ob. cit., n. l, p. 669.

139
D e l E dipo a la s ex u a c ió n

mismo del artículo -escrito en alemán- deja la marca de esta duplici­


dad. Bedeutung significa tanto «referente» como «significación».
La segunda, simbólica, indica cómo el lenguaje da nacimiento al
deseo: «El falo es el significante privilegiado de esa marca en que la
parte del logos se ime ai advenimiento del d eseo » .* ^ Quedan así en­
lazados lenguaje y sexualidad.
La tercera definición retoma su vertiente imaginaria: «Puede de­
cirse también que es por su turgencia la imagen del flujo vital en
cuanto pasa a la generación».*^ Por lo que «no puede desempeñar su
papel sino velado».*^ El falo simbólico está asociado a la turgencia, a
la erección; en cambio, el imaginario es un objeto que opera en la cas­
tración, por lo que aparece como un falo detumescente, caído. El ve­
lo que cae sobre su turgencia es la negativización, que lo eleva al ran­
go de símbolo y lo extrae de su matiz imaginario.
Este último aspecto es explicitado en la definición siguiente: «El
falo es el significante de esa Aufhebung misma que inaugura (inicia)
por su desaparición». *5 «Se convierte entonces en la barra que, por la
mano de ese demonio, cae sobre el significado, marcándolo como la
progenitura bastarda de su concatenación significante.»*^
La Aufhebung es un concepto hegeliano que nombra la negación
de la negación en el proceso dialéctico: la supresión que mantiene las
características esenciales. La desaparición que marca la emergencia
del falo como significante queda enlazada tanto a la represión (no es
el agente sino el significante de los efectos de la represión sobre el de­
seo y el goce) como a la Spaltung del sujeto, designada como «proge­
nitura bastarda».
La quinta definición dice: «El falo como significante da la razón
del deseo (en la acepción en que el término es empleado como “me­
dia y extrema razón” de la división a r m ó n ic a )» . *2 El término «razón»
es tomado en sentido matemático: permite ima proporción justa en la
operación de división sin que quede un resto. El falo como razón del

12. Ibíd,, p. 672.


13. Ibíd.
14. Ibíd.
1 5 .Ibíd.
16. Ibíd.
17. Ibíd.

140
R eco r r id o d el falo en la sex u a lid a d fem enina

(leseo se vuelve el denominador común para ambos sexos. El niño de­


sea ser el falo de la madre -significación que positiviza al falo- al mis­
mo tiempo que queda regido por el falo como significante del deseo
de la madre.
Este desarrollo se ordena a partir de cuatro términos (significable,
significante, significado y sujeto) articulados a cuatro operaciones de­
signadas oportunamente en alemán: Verdrangung de lo significable,
Aufhebung del significante, Emiedrigung del significrado y Spaltung del
sujeto.*®
Lo significable es el material sobre el que opera el significante. La
Verdrangung actúa a su vez sobre él por lo que «adolece de latencia».
Al desaparecer lo significable, la Aufhebung permite que -por la con­
servación de lo negado-sea elevado al rango del significante. El efec­
to de significación es el residuo de esta operación, que resulta desva­
lorizado (Emiedrigung. Elsta operación tiene como contrapartida, co­
mo «complemento», la división del sujeto (Spaltung.
El falo es el órgano que encama la vida en oposición a la muerte,
no solo por su capacidad de erección, sino porque representa la vida
que transmite. Al elevarse al rango de significante, inaugura, con su
desaparición como significrable, la serie de desapariciones que ten­
drán lugar cada vez que cualquier significable sea elevado al rango de
significante. Se trata del sacrificio inaugural del órgano fálico, que al
desaparecer se vuelve significante. Por otra parte, el pudor es el afec­
to de esta simbolización, enlazado al mantenimiento del velo.
La desaparición se retoma en el seminario «La angustia»: «El fa­
lo aparece aquí con la forma de ima falta... es una reserva operatoria,
pero no solamente no está representada a nivel de lo imaginario sino
que está aislada, cortada de la imagen especular».*^ Y también: «-(p es
castración imaginaria, no hay imagen de la falta».^^*
La negativización del falo tiene dos consecuencias: se vuelve el sig­
nificante del deseo, pero, al mismo tiempo, concierne al goce volvién­
dose la «reserva libidinal» no especularizable, recortada de la imagen.
De allí que Lacan redefina el falo como significante del goce en «Sub-

18. Véase el artíciilo de P. Naveau, «Le rapport au phallus: négadvisation ou po-


sitivation», en Pas Tant N ” 14, 1987.
19. J. Lacan, «El seminario, libro 10, La angustia», clase del 28/11/1962 (inédito).
20. Ibíd.

141
D el E dipo a la sex u a c ió n

versión del sujeto..»: «[...] el falo, o sea la imagen del pene, es negati­
vidad en su lugar en la imagen es{>ecular. Esto es lo que predestina ai
falo a dar cuerpo al goce, en la dialéctica del deseo».^* Y también: «EJ
paso de la (-q>) (phi minúscula) de la imagen fálica de uno a otro lado
de la ecuación de lo imaginario a lo simbólico, lo hace positivo en to­
do caso, incluso si viene a colmar una falta [...] el falo simbólico impo­
sible de hacer negativo [es] el significante del goce».22
La cuestión de la división del sujeto también es retomada en «La
dirección de la cura...»:

[Freud] supo revelar [...] el significante impar: ese falo cuya recep­
ción y cuyo don son para el neurótico igualmente imposibles, ya sea
que sepa que el otro no lo tiene o bien que lo tiene, porque en los
dos casos su deseo está en otra parte: es el de serlo, y es preciso que
el hombre, masculino o femenino, acepte tenerlo y no tenerlo, a
partir del descubrimiento de que no lo es. /\quí se inscribe esa Spal-
tung última por donde el sujeto se articula al Logos [...j.^^

Esta división se aloja en el corazón de la dialéctica fálica entre el


ser y el tener, que estipula las particularidades de la relación entre los
sexos.

V icisitudes del a m o r , del d e seo y del goce

A partir de la dialéctica fálica, Lacan analiza los laberintos del de­


seo y las peripecias del amor en la relación entre los sexos.^^
Explica la clásica divergencia masculina entre el objeto de deseo y
el del amor en términos de tener. En el amor, al dar lo que no se tie­
ne, se dirige hacia un objeto castrado cuya falta es velada mediante el
fantasma. Esto deja en suspenso su propio deseo de falo. La elección
recae sobre un objeto que cobra valor fálico -según la clásica ecua­
ción girl - phallus.

21. J. Lacan, «Subversión del sujeto y dialéctica del deseo...» (1960), en ob. c it,
n. l ,p . 802.
22. Ibíd., p. 803.
23. J. Lacan, «La dirección de la cura y los principios de su poder» (1958), en ob.
c it, n. \j p. 622.
24. Id., «La significación del falo», en ob. c it, n. 1, pp. 674 y 675.

142
R ecorrido oel fa lo en ia sexu a lid a d fem en in a

En las mujeres el amor y el deseo convergen sobre el mismo ob­


jeto. Predomina «hacerse amar y desear» por lo que «no es» para ob­
tener el falo añorado. Esta demanda de ser el falo las vuelve más de­
pendientes de los signos de amor del partenaire, y hace emerger un
matiz erotómano, diferente del fetichista del hombre.
La convergencia femenina comporta cierta duplicidad: su deseo se
dirige al pene á ú partenaire, que cobra valor de fetiche, mientras que
su demanda de amor se dirige a la falta del Otro. N o obstante, nada
impide encontrar en las mujeres el mismo estilo de amor masculino.
Lacan indica que el «íncubo ideal» es el «amante castrado o el hom­
bre muerto» -prototifK) del padre idealizada-, condición de amor pe­
ro también de innumerables quejas y reproches dirigidos al partenai­
re: siempre hay algo que falta.
Se presenta así cierta oscilación. El amor produce en las mujeres
una exaltación narcisista por ser una solución al Penisneid. La falta de
amor es experimentada como una confrontación con el desamparo
esencial del sujeto. Como contrapartida, puede tener un efecto devas­
tador: el potlatch amoroso es la prueba. Los estragos que produce en
una mujer la relación con el partenaire obedecen al entrecruzamiento
del amor con una zona en que el goce queda fuera del circuito fálico.
Freud dice que nunca somos más desdichados que cuando perdemos
nuestro objeto de amor. A esta afirmación Lacan añade que en el due­
lo se pierde lo que se fue para el otro. La mujer pierde entonces lo
que el amor hizo de ella, los sentimientos que logró despertar y la so­
lución que encontró a ia falta en ser. No obstante, no existe un uni­
versal del amor en las mujeres, cada una inventa la mascarada que la
vuelve deseable y experimenta así su particular forma de amar.
El planteo de Lacan en «Ideas directivas...» de que «la sexualidad
femenina aparece como el esfiierzo de un goce envuelto en su propia
contigüidad»^^ es un anticipo de sus desarrollos ulteriores sobre el
goce suplementario.2<^ No obstante, en este artículo estudia la cues­
tión en términos de «satisfacción».
Lacan considera que la mística psicoanalítica introdujo la preocu­
pación por el orgasmo en las mujeres. Una mujer no necesita experi-

25. Id., «Ideas directivas...», en ob. cit., n. 1, p. 714.


26, Véase E. Laurent, «Posiciones femeninas del ser», en Sexualidad fem enina,
Buenos A res, EOL, 1994,

143
D a EOiPO A LA SEXUACIÓN I
mentarlo para ser mujer. Define en los años 50 la frigidez como u n ^
ausencia de satisfacción propia de la necesidad que es relativament€|
bien tolerada. La demanda de falo es colmada por el amor. En cuan«fl
to al deseo, se lo despierta en la relación con el otro: la mujer se tien -|
ta tentando, eso deja en suspenso su satisfacción. I
A diferencia de algunos posfreudianos, e incluso del propio Freud, 3
que relacionaban la frigidez con el desempeño sexual del partenairtyí
Lacan considera que los «buenos oficios» del compañero anhelado!
no levantan la anestesia sexual.22 E^sta afirmación, tal vez enigmática, i
se vuelve el anticipo de su nuevo planteo en tom o a lo que denomi-!
na en los años 70 la «pretendida frigidez»: se trata de un trastorno ^
epistémico.2® Las mujeres pueden no querer saber nada del goce su­
plementario que experimentan. Más allá del falo, algunas mujeres -o
también algunos hombres en posición femenina- experimentan un
goce acerca del cual nada pueden dedr. También es posible que se es­
fuercen por ignorarlo.
En realidad, no puede tramitarse la relación con el partenaire ex­
clusivamente en el contexto de la dialéctica fálica. Este estudio es un
primer paso que debe complementarse con el recorrido ulterior acer­
ca del falo articulado a la teoría de los goces.

P erspectivas

El goce y la satisfacción sexual no son equivalentes. Las estrategias


frente al amor y al deseo producen satisfacciones relacionadas con el
partenaire. En cambio, del lado del goce, la satisfacción no depende
del partenaire. El goce, autoerótico, vuelve solitarios a los miembros
de la pareja. Al gozar, el otro se desvanece. La mujer, afirma Lacan,
al experimentar el goce suplementario, tiene la soledad como parte­
naire. También el hombre queda a solas con su órgano. Jacques-Alain
Miller indica que la única esperanza se encuentra del lado de la cas­
tración: obliga a encontrar el complemento de goce que falta en el
Otro tramitado vía el fantasma.^^ El compañero elegido reviste al que

27. J. Lacan, «Ideas directivas.,.», en ob. d t,, n. 1, p. 710.


28. E l seminario, libro 20, A un (1972-73), Buenos Aires, Paidós, 1981, p. 91.
29. J.-A. Miller, «La pareja-síntoma» (1997-98) (inédito).

144
R eco r rid o del falo en la s exu a lid a d fem enina

en definitiva es el partenaire esencial del sujeto: el objeto a. Este anu-


íiainiento transforma a la pareja en un síntoma y se vuelve la fuente
íicl malestar entre los sexos. Si ios síntomas cambian a través del
tiempo de acuerdo con los significantes que circulan en los discursos
reinantes, las parejas-síntoma también se vuelven solidarias de estas
metamorfosis.
Lacan da una definición del amor que concierne al ser del otro. Se
;ima el saber inconsciente del objeto amado. En ese sentido, tal en­
cuentro no hace serie.
La experiencia de goce implica la repetición, siempre diferente,
(jiie deja como rastro un conteo significante inconsciente. Los obje­
tos que responden a las condiciones de amor constituyen una serie
contabilizada como una suma de goce. Solo el amor hace que para un
sujeto alguien sea diferente de otro. Plantear el amor fuera de la dia­
léctica fálica permite entender por qué el amor experimentado a par­
tir de la captación del ser del otro, dentro de un marco fantasmático
específico, no se sustituye con otro amor: ambos son diferentes. En
la medida que aloja el desamparo esencial del sujeto, la soledad de su
goce, funciona como suplencia al vacío que existe en la relación en­
tre los sexos, al inventar cómo operar con lo que resulta imposible de
soportar del partenaire.
Amar, como apuesta, se enlaza al deseo y al goce. Sus laberintos y
encrucijadas deben captarse en un singular que no estigmatice y per­
petúe un discurso sobre la falta de amor, sino que busque, en el azar
del encuentro, el amor que falta.

30. J, Lacan, ob. cit., n. 28, pp. 174 y 175.

145
Clínica
El Edipo en el pase: retrospectiva

Luis Erneta

Los AMARCOS

Del Edipo a la sexuación: tal es el marco ofrecido para situar al­


guna contribución que se apoye en el trabajo realizado en el cartel del
pase H (1996-1998). Que además sea en el marco de una publicación
del Institutcí Clínico de Buenos Aires toma su pertinencia, precisa­
mente, por la cara clínica, que con las caras epistémica y política con­
figura el trípode que da basamento a la experiencia. Como se han pu­
blicado ya diversos resultados de quienes fuimos sus miembros, esta
será una contribución poscartel, a riesgo propio. Y si bien usaremos
algunos testimonios de ese periodo, con alguna inevitable redundan­
cia, el sesgo que tomaremos expondrá, esperamos, otras conclusio­
nes. La primera respuesta que nos surgió ante la invitación, inmedia­
ta, irreflexiva, como por sorpresa, fue; Y... ¡tal vez más Edipo que se­
xuación! Esta fórmula se precipitaba como un balance o resultado de
ese periodo, al mismo tiempo que nos daba la orientación que había
que imprimir a nuestro ejercicio. Conviene aclarar, sin embargo, que
aun admitiendo el acento de verdad de la afirmación, reducir la expe­
riencia a esa distribución implicaría desestimar el saldo de saber que
[)uede extraerse todavía de ese trabajo.
Del Edipo a la sexuación puede indicar un recorrido en esa que ha
(le sostener el analista en la dirección de la cura, una dirección en el or­
denamiento de los pases que permita a los carteles establecer cierta se­
cuencia de los testimonios. Elsta dirección haría también que el anali­
zante exponga, en su análisis y luego como pasante, de qué modo dejó
tras de sí las determinaciones que lo ubicaron en el mito familiar para
acceder a esa posición sexuada, cuya lógica puesta en fórmulas está es­
crita en El seminario 20, aunque su alcance repercuta más allá.

149
D e l E dipo a la sexu a c ió n

Podríamos también distribuir los términos situando la teoría freu­


diana ordenada por el Edipo, y la teoría lacaniana, por la estructtu^
de la sexuación, más allá del Edipo; y apoyar esta distribución afir­
mando que «sexualidad» es un término de Freud, «sexuación», un
término de Lacan. Hacerlo así no sería del todo falso. Pero sería pro­
blemático, nos parece, autorizamos en la enseñanza de Lacan, que
llevó el Edipo freudiano a la altura del único mito moderno, aislando;
y separando la figura del padre, mítico, de la castración, estructural,
y determinante de la distribución sexuada. Es interesante reparar que
en el Freud de «Análisis terminable e interminable» se puede situar
la envidia fálica, en la mujer, y la protesta masculina, en el hombre,
como respuestas diferentes y asimétricas a lo que allí llama ei recha­
zo de la femineidad, condición lógica que determina ese diverso mo­
do de respuesta. Tampoco podríamos autorizarnos en la enseñanza de
J.-A Miller, que persevera en «repasar la lección» de Freud en su
curso de orientación lacaniana.
Del Edipo a la sexuación no ha de tomarse tampoco, creemos, en
una temporalidad lineal, si no queremos generar las condiciones de
un desarrollo libidinal en etapas, tan opuesto a la retroactividad tem­
poral que Lacan destacó desde el principio en el ordenamiento cons­
tituyente de la sexualidad humana. Sigue siendo pertinente la figura
empleada por Freud de las sucesivas erupciones volcánicas, que van
dejando sus marcas al superponerse unas a otras. En ese eventual re­
corrido del Edipo a la sexuación tampoco están totalmente situados
los mojones definitivos que aseguren y soporten un corte epistémico
que separe los campos de modo absoluto. Lo que no deberí^a dar lu­
gar a esa pretendida democracia conceptual en la que se enseñorea
una sumatoria, bajo la falacia de las contribuciones, abiertas a una se­
rie donde siempre se podrá agregar una más. Para decirlo de un mo­
do tal vez un poco forzado, parece necesario un tipo de «punto de ca­
pitón» conceptual que cierre la serie infinita y ordene su límite sin in­
cluirse en ella.
Es muy interesante lo que expone Alexandre Koyré en el trabajo
«El pensamiento moderno»:

¿Qué son los tiempos modernos y el pensamiento moderno? An­


tiguamente se sabía muy bien: los tiempos modernos comenzaban
al final de la Edad Media, concretamente en 1453; y el pensa-

150
E l E dipo en e l p a s e : r etro sp ec tiv a

miento moderno comenzaba con Bacon [Francis] [...]. Era muy


simple. Por desgracia era completamente falso. La historia no
obra por saltos bruscos; y las netas divisiones en periodos y épo­
cas no existen más que en los manuales escolares. [...] Siempre se
es moderno, en toda época, desde el momento en que uno piensa
poco más o menos como sus contemporáneos y de forma un po­
co distinta que sus maestros.*

De modo que si mencionamos esa fórmula inicial, solo es para es­


tar advertidos de que no se puede despachar el asunto en una frase.
La experiencia de esos dos años no la desmiente. Solo que no se tra­
ta de probar la presunta verdad de la afirmación, sino de valemos de
ella para trazar un panorama de ciertos resultados del pase, en su rea­
lidad efectiva, un poco diversa de la que tal vez imaginábamos -o so­
ñábamos- antes.

P anorám ica

Para trazar ese panorama nos hemos valido también de om texto


de J.-A. Miller publicado en la revista de la ECF N® 42, que recoge
una intervención del 26 de marzo del 94, en un aprés-midi de los car­
teles del pase. Valemos de ese texto quiere decir hacer de esa lección
clínica un recurso de método.^
El título «Retratos de familia» le es propuesto por sus colegas del
cartel, a raíz del comentario que deslizó sobre «el peso de los perso­
najes familiares en la historia de los pasantes». Los retratos, que son
seis, muestran en pocos trazos, la versión particular que cada uno de
los pasantes ofreció en su testimonio respecto de la incidencia de los
personajes familiares en su vida, tal como ha sido reordenada en el
análisis; el modo en que el pasante se ha situado en esa historia, y lo
que ofrece como solución eventual al problema del deseo. Plantear el

1. A. Koyré, «El pensamiento moderno», en Estudios de historia del pensamiento


científico, Siglo XXI, p. 9.
2, J.-A. Miller, «Portraits de famille», en La CauseJreudienne N 42, Politique laca-
nienne, París, ECF, 1999 (la traducción es nuestra). Para no fatigar con repetición de
fragmentos citados, aclaramos que estos corresponden a todo lo que figura entreco­
millado.

151
D e l E o ipo a la sex u a c ió n

pase de este modo ordena de manera simple y precisa tres términos:


1) el pase suscita el enunciado de un problema; 2) a la vez, suscita la
demanda de pase; 3) el pasante testimonia sobre los términos que or­
denan su problema y ofrece la solución encontrada. Esto para el pa­
se conclusivo. Cuando se postula la entrada a la Escuela por el pase,
formula el problema tal como se lo plantea en ese momento, sin la so­
lución. Aunque no está dicho en el texto, se puede presumir que la
eventual entrada tiene como condición necesaria la continuación del
análisis.
Vemos así que los seis retratos pueden ubicarse, como es usual, en
un marco; en principio un marco conceptual de cierta amplitud o ge­
neralidad que permite a la vez situar dentro de sus límites un marco
más restringido en el que se acomodan uno por uno los retratos. Es
en este espacio donde pretendemos situar o agregar otros retratos,
provenientes de nuestro cartel, dado que se puede reconocer en ellos
ese «aire de familia» que, por otra parte, no debería sorprender si
postulamos para el pase una comunidad de experiencia.
J.-A. Miller afirma algo que no nos resulta en absoluto extraño:
«desafortunadamente una parte de lo que se llama clínica del pase es­
tá hecha de comparaciones -es un límite, a pesar de todo- [...] se cons­
tata que el problema está habitualmente formulado en los términos de
los complejos familiares». También: «El pase suscita un enunciado del
problema en los términos de los complejos familiares». Además del
empleo de un término lacaniano un poco añejo, por así decir, el tono
edípico-freudiano que marca la afirmación, se ve atenuado por el con­
cepto de metáfora paternal, «modo con que Lacan escribió la relación
entre los padres -relación o rapport-, que casi siempre está escrita».
Tampoco consideramos ajenos a nuestra experiencia «los retratos de
madres que parecen sus propias caricaturas» ni los retratos de padres
«más bien pálidos, o lejanos, marcados eventualmente por el respeto,
y algunos con el sello de la impotencia».
Estas presencias en los relatos, aun de modo retroactivo, le hacen
decir a J.-A. Miller que «este retom o a la familia -no retorno a
Freud, retomo a la familia- es cieitamente inducido por el procedi­
miento del pase, que funciona tal vez como un verdadero empuje-a­
la-biografía. Empuje propiciado por los pasadores, que a su vez están
empujados a ello por el cartel». N o podemos sino suscribir como ver­
dadera esta constatación, dados los casos en que el análisis quedaba

152
E l E oipo en e l p a s e : retro sp ec tiv a

eclipsado por el relato de las vicisitudes biográficas, y sin pretensión


de resguardamos de la mencionada responsabilidad de pasadores y
cartel izantes. Y esto nos suscita, de paso, la siguiente pregunta: este
«empuje-a-la-biografía», para tomar el peso del término, como res­
puesta del cartel, ¿qué carencia o vacío está llamado a llenar?; o, de
otro modo, ¿por qué suponer que el dato biográfico decidirá por la
verdad de una realidad que admitimos como perdida? ¿No es acaso
algo homólogo a la indagación afiebrada de Freud cuando se empe­
ñaba en verificar la realidad de la observación del coito parental en el
Hombre de los Lobos?
Estas vicisitudes de la experiencia, irrefutables, forman parte de
ella. ¿Habrá que situarlas en la categoría de lo necesario, como lo que
no cesa de escribirse? Podemos admitirlo como hipótesis; sin embar­
go, las dos nominaciones de AE y alguno que otro caso permitirían
contrariarla un poco para afirmar que no es necesariamente siempre
así. En algunos pases pudo constatarse la reducción, en grados diver­
sos, de la novela familiar a cuento más o menos breve. Si el texto del
testimonio se muestra a veces afectado de ese exceso biográfico, se
observa también que algo deja de escribirse, pasa a la categoría de lo
posible. Entre necesario y posible puede, eventualmente, constatarse
algún imposible.
Habituados a afirmar una clínica del pase, postular una «clínica de
los obstáculos al pase», como hace J.-A. Miller, suscita el interés que
tiene lo que se puede aprender también de este reverso de esa clíni­
ca. J.-A. Miller eleva el cartel a la dimensión de «un aparato incom­
parable» cuando se trata de verificar la permanencia del fantasma sin
saberlo el sujeto (a Tinsu du sujet). Creemos entonces que el cartel
mismo, en tanto incomparable, puede operar una elucidación de los
casos, esforzándose en mitigar los efectos de una comparación que, si
es tal vez inevitable, puede no obstante sustraerse a la tendencia de
una escala valorativa que, al ordenarse según una suerte de gradación
de brillos, oscurecerá el esfuerzo de aislar en cada uno lo que tiene de
incomparable, de impar, en cuanto a saldo de saber. «Se constata que
el pasante demuestra habitualmente en el pase el fantasma que asegu­
ra haber atravesado.» Tesis central de su texto, este efecto se consta­
tó en nuestro cartel, y daremos algunos ejemplos. Solo haremos an­
tes algunos breves comentarios.
La metáfora de los retratos de familia es empleada por Freud en

153
D e l E d ipo a la s ex u a c ió n |

I
«La interpretación de los sueños» y en el texto «Sobre los sueños»;
(1901) para ilustrar el trabajo de condensación. A tal fin hace referen*^!
cia a Francis Galton, fotógrafo conocido en aquella época por sus
tografías de familia. El fotógrafo, dice Freud, «hace coincidir los di-|
versos componentes como superponiéndolos unos a otros; entonces^
aparece nítidamente destacado lo común en la imagen conjunta, pues]
los detalles discordantes así se eliminan entre sí».^ Para Freud, el va-]
lor está puesto justamente en esos detalles que quedan eliminados y
que es necesario indagar para no sucumbir a la fascinación de la ima­
gen, que está al servicio de ocultar el texto que el retrato encubre, v
Gastón Bachelard afirmaba que una ciencia no nace de sus verda­
des primeras sino de sus errores primeros, que suelen operar coma
obstáculos a la producción del saber científico. Alexandre Koyré in­
dagó extensamente este pasaje necesario en la historia de las ciencias.
Valemos de estos obstáculos en el pase para saber un poco más de su
clínica nos parece congruente con la posición que, según J.-A. Miller,
el cartel debe tomar en su tarea:

[...] si el cartel cree saber todo, tapona la enunciación. [...] no so­


lo si cree saber todo, sino también si quiere saber todo. Detrás del
cartel hay la Escuela. ¿Qué quiere la Escuela? Quiere saber. Es lo
que consume. Tal vez a ella podría dirigírsele la palabra de Lacan
a propósito del libro: Cómete tu Dasein.

B r ev e GALERÍA

a) Las figuras de los padres se muestran distribuidas con una asi­


metría notable: una madre insaciable que parece haberla elegido pa­
ra complacer su deseo caprichoso, sin límites, a la que solo la muerte
pone un tope. Los dichos matemos reducen a los hombres a instru­
mentos del goce, que hay que renovar después de usar, lo que toma
un peso determinante en sus elecciones. La figura del padre se aísla
en tres rasgos: enfermo al que prodigar cuidados; impotente con la
madre, aimque recto -rasgo este de valoración-; huérfano -rasgo pa­
radójico, por cierto. El recurso a esos significantes paternos en el aná-

3. S. Freud, «Sobre el sueño», en Obras completas, Buenos Ares, Amorrortu, t. V,


p .633.
E l E d ipo en e l p a s e : r etro spectiv a

lisis le permite, no sin arduo trabajo, extraerse de esa captura funes-


lu. El fantasma construido se reduce en su enunciado a: una nena
aliandonada en la calle. Ella es la huérfana y queda en posición de es­
perar que el padre le tienda una mano que la extraiga de esa situación.
El relato de una acción ai finalizar el análisis confirma que el analis­
ta es convocado a ese lugar. Se imagina en el futuro como una madre
rodeada de hijos. El pasaje por el dispositivo opera una apertura del
inconsciente que ilumina un saber no sabido: en un sueño relatado a
uno de los pasadores, pregunta a una psicoanalista cómo es el final del
análisis en la histeria. ¿Cómo responderá a su propio mensaje que le
retorna en forma invertida?
b) ¿Por qué una pasante demanda el pase para testimoniar sobre
su análisis y luego priva a los pasadores, y por lo tanto al cartel, del
saber que promete brindar? Cierto clima de decepción transmitido
no es ajeno, tal vez, a cierta promesa rota que puede leerse en el tex­
to, De la hija regalada al padre, en una escena de parodia, al regalo de
la hija al padre, enmarcado por un chiste materno escuchado como
l)urla, se traza una vía edípica que soporta la decepción. El pase da
ocasión a esta conmemoración del padre, con la nostalgia que convie­
ne. Se puede extraer una enseñanza: hay Versagung inherente al amor
del padre.
c) Ella pide el pase pese a que dice manifestar un interés intelec­
tual y cierta desconfianza en cuanto a lo político en el procedimien­
to. La dirige a su analista el saber que le supone sobre la sexualidad
femenina. Sin embargo, lo que decide su salida del análisis es descu­
brir que su analista no la quería. Lo que afirma como travesía del fan­
tasma se apoya en una escena en la que queda reducida a mirar... có­
mo el padre mira a una hermana. Verse privada de esta mirada ideal
motiva su final; pese a su desconfianza, apoya su pedido en suponer
que el analista la alentaría a ello. El pase parece destinado a sostener
un ideal que ya dio pruebas de su fracaso; su decepción tiñe también
su lazo con el psicoanálisis, en el que se esfuerza, sin embargo.
d) Pide el pase para entrar, dado que está firmemente convencida
de que su análisis está concluido, con acuerdo del analista. El mismo
convencimiento sostiene su afirmación de que no podría ser AE, con
cierta idea de no estar a la altura, etc. Esta afirmación no es de mo­
destia, incluso podría delatar un anhelo denegado por anticipado. El
recorrido de su análisis permite inscribirlo como tributario de una

155
D el E o ik > a l a sex u a c ió n

identificación viril, que le ocasionó no pocas desventuras, pero qui||


no es ajeno a la vitalidad de su deseo. Tal vez está advertida de qu^
conclusión no se equipara a fin, pero inscribe esta diferencia en el oi^
den del tener; ser AE requiere tener más. Se atiene a lo obtenido, qu¿
no es poco, al estilo «más vale pájaro en mano...». Un fantasma n a
del todo esclarecido se ordena en la gramática de «comer-hacerse co­
mer». De ahí quizás esa suerte de reversión por la que, en su deman­
da de pase, se presenta empeñada en destacar la sobriedad o mesura
de su deseo.
e) En un pase presentado como conclusivo se constata esta para­
doja: la afirmación, más o menos explicita, de haberse separado de la
cadena inconsciente y de la busca de sentido se acompaña de una vo­
cación por el desciframiento que parece inagotable. N o conforme
con lo que puede transmitir por la palabra, deja a los pasadores una
cantidad considerable de escritos, como si no debiera quedar nada en
el tintero. Uno de los pasadores destaca cierta dificultad para hilva­
nar el hilo lógico que ordene la profusión del testimonio. Se consta­
ta lo que afirma J. Lacan: «un mensaje descifrado puede seguir sien­
do un enigma». Si empleamos la metáfora del ajedrez, se produce un
enroque: deja en el cartel un mensaje algo enigmático y sale conven­
cida de haber encontrado la solución. Esta parece encontrar su ratifi­
cación en una formulación equívoca del analista acompañada de otra
inequívoca. Lo que para ella es solución para el cartel es problema pa­
ra cuyo resultado faltan algunos pasos.
f) Pide el pase para entrar. Muchos años de análisis, desde la in­
fancia, con más de un analista, se reducen al relato de ciertas vicisitu­
des de su biografía y a ciertos hitos de su análisis, sin mucha conclu­
sión. Dice que su síntoma es la soledad, que no se corresponde con ia
realidad de su vida; ha formado una familia, trabaja, etc. Podría de­
ducirse -ella no lo dice- que el análisis operó en ese sentido. La Es­
cuela se presenta como lugar en el que podría sentirse acompañada;
sin embargo, este anhelo no es acompañado por ningún movimiento
para insertarse en los espacios que la Escuela ofrece. Espera de la Es­
cuela una solución sin captar que es la Escuela la que espera saber en
qué términos plantea su problema. De ahí cierto aire de precipitación
o premura, que contrasta con la inercia que obstaculiza su elabora­
ción analítica.
Podemos valernos ahora de la expresión conocida que J.-A. Miller

156
E l E dipo en el p a s e : r et r o sp ec tív a

actualiza luego de presentar sus retratos: «He aquí la ingenuidad


\náíveté\ del pase». Candidez, simpleza, en el esfuerzo que puede pre­
sumirse sincero de los pasantes; al fin y al cabo, sin sus testimonios,
el conjunto del dispositivo sería vacío.
De modo que puede constatarse en estos ejemplos que la tesis clí-
uica mencionada se verifica como experiencia común: el sujeto pue­
de ser más o menos incauto de su fantasma en el momento en que
afirma haberlo atravesado. Si Sade, según Lacan, no es engañado {du-
pé) por su fantasma, es sobre todo «en la medida en que el rigor de su
pensamiento pasa a la lógica de su vida»/ De modo que puede espe­
rarse que el pasante haya captado esa lógica -de su fantasma-, que es­
té advertido de ella y, al menos, la haga pasar al cartel, mostrando de
qué modo ha podido extraerse de ahí.

Co ncl usió n

Esperamos que los retratos presentados puedan sin demasiado


forzamiento añadirse a los trazados por J.-A. M iller y ser admitidos
en el conjunto, en tanto hay rasgos comunes que permiten seriarlos.
El empleo entre metafórico y alegórico de lo familiar no nos vuelve
partidarios de constituir una gran familia psicoanalítica. Creemos
que lo que se puede desear es la configuración de una comunidad de
experiencia; para eso debe tomarse como lo que es: una experiencia
en curso. Puede constatarse también un modo de habitar la lengua
en la que se procesa esa experiencia, diversa de la de Babel. Habrá
que confiar en que los resultados del pase puedan contribuir a ela­
borar im saber común, inscripto en una lengua que nunca será espe­
ranto. Lo que va entre el pase esperado y el pase alcanzado está ex­
puesto a alojar la decepción. De ahí la importancia de soportar ese
hiato como vacío necesario alrededor del cual los resultados se orde­
nan como obra común.
Como se ve, hemos privilegiado el Edipo, por así decir, dejando
en suspenso casi total la sexuación. Suspenso más afín al enigma que
al misterio, y no exento de promesa.

4-J. Lacan, «Kant con Sade», en Escritos 2, Buenos Aires, Siglo XXI, 1987, p. 769.
11 Edipo: un impasse

OicarZack

Sufro de cierto número de desventajas que m e im ­


piden ser un gran analista. Entre otras, soy demasiado
padre. S. Freud

I los tiempos actuales, de la llamada posmodemidad, es indudable


ijuc los sujetos nos encontramos inmersos en un mundo en el cual los
infinitos productos de la ciencia y de la técnica, los gadgets, se ofertan
en forma permanente como señuelos, para así instituirse como parte-
tKiires proveedores de un goce que ilusoriamente ubicaría un ideal
nccirde con los tiempos actuales, a saber, un sujeto colmado en su fal­
ta, un sujeto sin división, es decir, un sujeto que ha logrado obturar
su propia castración.
Estos fenómenos generadores -entre otras cosas- de novedosas
formas segregativas, de novedosas formas del síntoma, de novedosos
aspectos del malestar en la cultura, se instalan desafiando al psicoaná­
lisis, cuyo porvenir no está asegurado, a que se adecúe a estos tiem­
pos, y lo empujan a inventar nuevos recursos frente a esta nueva for­
ma de lo real.
La adecuación del psicoanálisis a los tiempos actuales implica un
doble desafio: evitar quedar reducido a una mera disciplina cuasieso-
térica, una mera religión, y también dar una respuesta, enfrentar los
avances de las ciencias, los avances de la farmacopea, que anhelan su
desaparición.
La perdurabilidad del psicoanálisis, del psicoanálisis verdadero,
sería impensable sin los fundamentos de la enseñanza de Lacan, que
sustentan la vigencia del discurso analítico. Aunque es sabida la aspi­
ración freudiana de ubicar el psicoanálisis en el campo de la ciencia,

159
D el E d ipo a la s ex u a c ió n

es con los dispositivos inventados por Lacan, la escuela y el pase, co­


mo se generan las condiciones de posibilidad de aspirar -si bien no a
ser una ciencia dura—a que los psicoanalistas podamos ser portadores
de un saber cuya aplicación en el campo de la clínica nos mantenga
como interlocutores necesarios frente a los padecimientos del sujeto
de la modernidad.
Lacan afirma en «La tercera» que «lo curioso en todo esto es que
el analista en los próximos años dependa de lo real y no lo contrario.
El advenimiento de lo real no depende para nada del analista. Su mi­
sión, la del analista, es hacerle la contra. Al fin y al cabo, lo real pue­
de muy bien desbocarse, sobre todo desde que tiene el apoyo cientí­
fico».*

E l E d ip o : a l g u n a s referencias

A casi un siglo de la existencia del psicoanálisis en el campo de la


cultura hay un significante que indudablemente adquirió un lugar de
relevancia: el Edipo. Tanto su estatuto -quizás en su forma más ima-
ginarizada- como el del inconsciente, son tal vez las cartas de presen­
tación del psicoanálisis que el imaginario social ya ha adoptado como
propias.
Basta recostar a un sujeto en el diván para verificar que su discur­
so se dirige raudamente a ubicar al padre y a la madre como los cau­
santes, los generadores de sus inhibiciones, sus síntomas y sus angus­
tias. Es decir que el Edipo funciona como matriz de las desventuras
del sujeto. Debemos ubicar entonces el Edipo freudiano en su di­
mensión de estructura y en su función estructurante. Es una estruc­
tura estructurante en tanto en él se jugarán las claves que determinan
las líneas del destino del sujeto, como también su responsabilidad y
consentimiento al mismo; es decir, sus elecciones de goce ante la con­
frontación con la castración y con el deseo del Otro.
La clínica freudiana se nos presenta articulada a la conceptualiza­
ción del mito edípico y ubica en su centro a un actor principal: el pa­
dre. Cabe destacar que si bien en la obra freudiana se trata de custo-

1. J, Lacan, «La tercera», en Intervenciones y textos 2, Buenos Ares, Manantial,


1993, p. 87.

i6o
E l Eoipo: ün im p a s s e

(liarla figura del mismo, este padecerá los efectos de los distintos mo­
mentos de la elaboración de Freud, que permiten ubicar el pasaje del
pudre en su dimensión fenoménica al padre en su función en la es­
tructura. Así, «ya en Freud podríamos tomar al padre en la vertiente
de una declinación».^
Este movimiento permite precisar la disyunción entre el genitor y
la fundón del padre. Para el psicoanálisis el padre es transfenoméni-
(o, ya que posee una dimensión fenoménica y a la vez estructural.
Desde ia perspectiva freudiana del mito edípico podemos situar al
padre como agente del efecto traumático (a padre perverso, hija his­
térica), generador del deseo sexual, conjuntamente con su función de
representante de la ley y, por ende, de agente pacificador. En este ses­
go es el agente de la doble prohibición: no te acostarás con tu madre, no
reintegrarás tu producto. En el Edipo cumple con su función posibili-
umdo al sujeto la integración de las pulsiones parciales bajo la prima­
cía del falo e introduciéndolo en la sexualidad bajo la égida de la dia­
léctica del deseo.
En «Tótem y Tabú» Freud nos señala otra vertiente, la del padre
(le la horda, aquel que en tanto poseedor de todas las mujeres queda
instituido como el que accede a un goce exceptuado de la castración
universa!. Se trata de im padre que hace del goce sin límites su causa,
y por esta cualidad se ubica como aquel al que la ley no afecta. Es el
padre cuyo capricho, elevado al rango de ley, determina su destino, es
decir, su asesinato; es el padre muerto. «El padre deseado por el neu­
rótico es claramente, como se ve, el Padre muerto. Pero igualmente
un Padre que fuese perfectamente dueño de su deseo, lo cual valdría
otro tanto para el sujeto».^
Ubicados en la perspectiva freudiana (a partir de «Tótem y Ta­
bú», «Moisés y la religión monoteísta» y los textos sobre el Edipo),
podemos situar los indicadores que posibilitan despegar la función
del padre de la persona del mismo. Sin embargo, es Lacan quien al

2. É- Laurent, «Irresponsable mundo nuevo: la clínica psicoanalítica más allá del


iíleal edípico (primera parte)», en E l Caldero de la Esatela N° 65, Buenos Aires, 1998,
|). 26.
3. J. Lacan, «Subversión del sujeto y dialéctica dei deseo en el inconsciente freu­
diano», en Escritos 2, Buenos Aires, Siglo XXI, 1987, p. 804.

i6 i
D el E dipo a l a sex u a c ió n

dar al padre el rango de significante lo eleva al estatuto del conceptOíi


el «Nombre del Padre». i - ;J

Así, la enseñanza de Lacan permite ir despejando los diferentes es«í


tatutos de algunos conceptos que permanecían en la oscuridad o ré-|
sultaban confusos; por ejemplo, cuando define el Edipo como un mi-J
to y lo distingue del complejo de castración, que no lo es, de tal fbr-|
ma que hallamos:

[...] en este complejo el resorte mayor de la subversión misma que


intentamos articular aquí con su dialéctica. Pues, propiamente
desconocido hasta Freud, que lo introdujo en la formación del de­
seo, el complejo de castración no puede ya ser ignorado por nin­
gún pensamiento sobre el sujeto."*
Así, el concepto de Nombre del Padre en Lacan une al complejo
de Edipo freudiano y al mito de Tótem y Tabú en la metáfora pa­
terna. Se unen, de manera muy elegante, el complejo de Edipo, el
mito de Tótem y Tabú -en tanto introduce al padre como muer­
to-, y el complejo de castración. La fuerza de la metáfora paterna
es la de unir esas tres vertientes de la enseñanza de Freud. ^

Si bien hasta los años 60 la clínica lacaniana se fundamenta princi­


palmente en ima clínica cuyo primer soporte es el Nombre del Padre,
al articular las distintas versiones del mismo -que se hallan en Freud-
y hacerlas confluir bajo la lógica del significante, va abriendo un sur­
co en la reflexión, que posibilita ubicar poco a poco al padre real, más
allá de sus coordenadas simbólica e imaginaria, como un operador es­
tructural que sitúa, como afirma Lacan, un término de lo imposible (el
padre de lo real) en el centro de la enunciación freudiana. El padre
real es el agente de la castración, entendida como la operación real,
efecto de la incidencia del significante en la relación del sexo. A partir
de distinguir estas cuestiones podemos ir avanzando en la lógica del
pensamiento lacaniano, y así arribar a sus últimas reflexiones acerca
del estatuto del padre en la estructura del sujeto, con las consecuen­
cias que estas consideraciones producen en la lógica de una cura.

4. Ibíd., p. 800.
5. J.-A, Miller, «Comentario del Seminario inexistente», en Comentario del Setni-
nario inexistente, Buenos Ares, Manantial, 1992, pp. 22 y 23.

162
E l Edipo: un im p a s s e

Ubicados en la época de «RSI» (1975) y de seminarios posterio­


res, y ya inmersos en la clínica orientada por lo real, apoyada en la es­
tructura borromea, vemos que se instituye una conceptualización que
va desplazando su apoyatura en el Nombre del Padre, en la metáfora
l>atema, hacia la pluralizadón de los nombres del padre. Así, el padre
es transformado en un síntoma que cumple, como cualquier síntoma,
una función: ser el cuarto nudo, que anuda borromeamente los otros
t res (real, simbólico e imaginario).
Con esta pluralización, la forclusión ya no será un mecanismo pri­
vativo de la psicosis sino que estará presente en toda estructura: es el
pasaje de la forclusión del Nombre del Padre a la forclusión genera­
lizada, el desplazamiento del síntoma ai sinthome.
Si la mujer es un síntoma para el hombre, a partir de ella se fun­
da la función del padre, el cual «solo tiene derecho al respeto, si no
al amor, si dicho respeto, dicho amor, está (no lo creerán sus oídos)
pde-versement orientado, es decir, si hace de una mujer un objeto a,
que causa su deseo».^

D el Edipo a la sexuació n

La llamada segunda clínica lacaniana es sin lugar a duda la que se


adecúa a las exigencias de la modernidad, en tanto que permite en­
contrar respuestas que no reposan en el sueño freudiano del Edipo, y
que empujan a los analistas -y por ende a los analizantes- en sus aná­
lisis a un esfuerzo más para franquear aquel límite. Esto posibilita la
conclusión de la experiencia del análisis en un más allá del padre, en
un más allá del impasse que el mito edípico impone a la clínica freu­
diana.

Así, si Freud merece el homenaje de Lacan por el desciframiento


fálico de la sexualidad femenina, es cierto que Lacan trata de con­
ducir el psicoanálisis más allá del falo, hacia el objeto a, que es
también la llave al más allá del principio de placer. Trata también
de ir más allá del complejo de Edipo, de tal manera que el revés
de Freud es un más allá de Freud.^

6. J. Lacan, «El seminario, libro 22, RSI» clase del 21/1/75 (inédito).
7- J.-A. M iller, E l deseo de Lacan, EBP-Sección Bahía, abril 1995, p. 30.

163
D e l E d ipo a la s e x u a c ió n

Es sabido que en la reflexión freudiana sobre la articulación entre


el complejo de Edipo y el complejo de castración, se instituye una
disyunción acerca del proceso en la sexuación de los sujetos. Según
Freud, si el Edipo en el hombre encuentra su fin en ia amenaza de
castración, la verificación de lo real de la castración en la mujer la in­
troduce en las vicisitudes edípicas, constituye la ecuación fundante en
ella (falo = niño) y la empuja a la búsqueda del padre, en tanto porta­
dor del falo y capaz de donar un hijo como sustituto simbólico.
Para Freud la disimetría biológica («la anatomía es ei destino»)
empuja y/o determina las posiciones sexuadas.
Estas reflexiones acerca de los destinos sexuales de los sujetos en­
tran en consideración cuando se trata de pensar el límite al que
arriban los análisis. Esta disyunción estructural se manifiesta en los
mismos como el tope que se encuentra en la mujer vía la envidia del
pene, y la rivalidad establecida por los hombres en la lucha contra la
posición pasiva o femenina frente a otro hombre. Se trata entonces,
para la mujer, del desafío de soportar su condición y encontrar su sa­
lida vía la maternidad. Para el hombre, la cuestión es si podrá o no
acceder a la masculinidad.
Estos rasgos propios, según la conceptualización freudiana, reapa­
recen, obstaculizan y determinan las conclusiones de los análisis.
Así podemos leer que Freud, citando a Ferenczi en una llamada a
pie de página, recupera lo siguiente:

Todo paciente varón debe obtener el sentimiento de equidad en


relación con el médico como un signo de que ha vencido su mie­
do a la castración; toda paciente mujer, si se ha de considerar su
neurosis como totalmente vencida, debe haberse liberado de su
complejo de masculinidad y emocionalmente ha de aceptar sin
trazas de resentimiento las consecuencias de su papel femenino.®

Pero Freud se ubica conceptualmente en otra posición respecto


de la elaboración de Ferenczi, ya que afirma que, según su propia ex­
periencia, pedir esto seria pedir demasiado. En este punto podemos
invocar los efectos que tienen la posición teórica del analista y el lu-

8, S. Freud, «Análisis terminable e interminable», en Obras completas, Buenos A -


res, Amorrortu, 1993, t. XXIII, p. 253, nota 36.

164
E l Edipo: un im p a s s e

gar al que ha arribado en la experiencia de su propio análisis, en la di­


rección de la cura y en la ubicación conceptual del fin.
La experiencia del trabajo de evaluación e investigación del cartel
del pase^ permite arrojar alguna luz sobre esta cuestión. Pudimos
constatar salidas de análisis -consentidas por el analista- en analizan­
tes mujeres que ubicaban su conclusión por el sesgo del tener. Así, re­
cuerdo un testimonio, quizá paradigmático, en el que la pasante
transmite sin duda los efectos terapéuticos alcanzados en la experien­
cia con un analista autodenominado freudiano. Estos efectos le posi­
bilitaron la solución de algunos síntomas histéricos y la caída de al­
gunas identificaciones con el padre que la sujeto sostem'a con marca­
do orgullo.
El testimonio ubica con claridad un sueño de indudable tinte
transferencia!, de amor de transferencia, en que se despliega una es­
cena erótica con el analista, donde adquiere relevancia la presencia
erecta del miembro viril, aunque queda en suspenso, en la indetermi­
nación de los dichos, quién de los dos era portador del mismo. Este
sueño le abre, según sus palabras, las puertas a la interrogación y el
despliegue de su posición en el terreno del amor y de la sexualidad.
Mace constar un cambio de posición que la ubica en una relación dis­
tinta respecto de su partenaire. Este tiempo hubiera podido empujar­
la a cruzar el umbral que la condujese a un final distinto del logrado,
pero el análisis concluyó en el reconocimiento -ganancia de saber-
de la profunda envidia que le profesaba a su marido («El era el hom­
bre que yo hubiera querido ser») y en el deseo de tener otro hijo.
El cartel evaluó que había habido análisis, pero que el tope del
mismo, el impasse, se ubicaba en el reconocimiento de la envidia del
pene y en la solución freudiana: tener otro hijo. Hubiera sido nece­
sario un esfuerzo más, un empuje del analista que la condujese a apos­
tar por una salida que, en vez de llevarla a intentar colmar la falta, le
permitiese subjetivarla. Es preciso intentar conducir la apuesta a tal
conmoción del fantasma, que permita su atravesamiento a fin de ge­
nerar la posibilidad del encuentro con lo real del goce que anida en
el síntoma. Así se permitiría una conclusión que circimscriba lo incu-

9. Fui miembro del cartel H en el periodo 96-98 junto a Susana Toté, Jorge Cha­
morro, Juan Carlos Indart y Luis Emeta como más-uno.

165
D e l E d ipo a la s ex u a c ió n

rabie. Se trata de generar las condiciones para que la mujer acceda t


un goce que traspase los límites determinados por el significante fi*
lico -el goce fálico-, para que pueda acceder a la posición femenina
que introduce respecto del goce, como enseña Lacan desde El
nario 20, el desdoblamiento entre el O tro goce -más allá del falo- y
el goce falico.
Se trata entonces de despejar la diferencia entre la posición histé­
rica y la posición femenina. La primera se caracteriza fundamental­
mente por su particular relación con el objeto a como falta en el
Otro, que la histérica experimenta por ese sentimiento de vacío, de
ser desalojada del Otro, que le permite a Lacan ubicar el origen de su
problemática, esto es, su identificación con la falta, en su dimensión
imaginaria.
La posición femenina articulada con el S (^) le posibilita el acce­
so al goce suplementario, como efecto de ubicar la falta en su estatu­
to de real.

Una mujer tendrá siempre que confrontarse con dicho desdobla­


miento. Ella es no-toda en el goce fálico. Para las mujeres, el per­
tenecer a la función fálica está afectado de un punto de indetermi­
nación, lo que produce que no es por participar de esa función que
se pueda determinar una existencia, como sí hay existencia del
Uno del padre. Esto implica que a nivel de! inconsciente el Uno
existe y no existe el dos, lo que tiene por consecuencia la inexis­
tencia de La mujer. Desde este punto de vista se puede formular
que lo que enseña el análisis son los diferentes modos de desem­
brollarse con dicha ausencia,*®

A MODO DE CONCLUSIÓN
Desde El seminario 17 Lacan nos conduce a ubicar el obstáculo
que instituye ef Edipo freudiano en el tiempo de la conclusión de la
cura, al que no duda en definir como «un sueño de Freud»; abre las
puertas a la cuestión de una clínica que, orientada por lo real, ubique

10. R Dassen, «La mujer como síntoma y analista síntoma; dos modos diversos
del tratamiento de lo femenino», en Pase y transmisión 2, Buenos A res, COL, 1999,
pp. 47 y 48.

i66
El Edipo: un impasse

su final en la perspectiva de ir más allá de este impasse, más allá del


lüüpo. Esta clínica debe llevar al sujeto analizado a tener que decidir
en el campo de la astmción de goce una posición sexuada que puede
o no coincidir con el sexo biológico. A partir de las fórmulas de la se­
xuación podemos subrayar que ser hombre o ser mujer se define por
la posición del sujeto en relación con el Otro y con el objeto. Así se
determina su forma particular de vivir la pulsión.
Llegados a este punto, cabe preguntarse qué puede esperar un su­
jeto que sostiene la apuesta de su análisis hasta el fin, en la perspecti­
va lacaniana. Se tratará, en primer lugar, de la cura de su propio des­
tino. Curarse del destino es sin duda alguna lograr soltar las amarras
(jiie capturaban al sujeto neurótico, es desvincularse de los efectos del
deseo del Otro, y su posición de goce respecto del mismo, que lo de­
terminaban en la neurosis; es posicionarse como hombre o como mu­
jer. Es también un desanudamiento, un desprendimiento de las iden­
tificaciones -significantes am o- que lo gobernaban, y por las que el
sujeto era gobernable.
Se trata entonces de la instauración de un nuevo orden de subje­
tividad. Y se tratará de construir una vida apoyada no ya en los idea­
les, sino en la propia castración.
Construir una vida a partir de la propia castración tiene una con­
secuencia inmediata: abandonar por siempre la ilusión de la armonía
subjetiva, abandonar por y para siempre la ilusión neurótica de hacer
inexistente lo real.
Si el Edipo evita que el psicoanálisis sea un delirio, no ir más allá
de él es condenarlo a la religión. En esta puerta que se abre, en este
«más allá del Edipo, no entran los nombres del padre, ni La Mujer,
ni el hombre con máscara. No entran, más allá del Edipo, sabios, hé­
roes, ni víctimas, ni vencidos».’'

11. J.-A- Miller, «Perite introduction á Tau-delá de TCEdipe», en La Causefreíidien-


ne N® 21, París, Navarin Seuil, 1992, p. 10. La traducción es mía. El texto original en
francés es: «Au-delá de TCEdipe, n’entrent pas Ies Noms-du-Pére, ni la femme, ni
l’homme masqué. II n’entre, au-delá de PCEdipe, savants, héros, que des victimes, que
des vaincus». Publicado en este volumen.

167
Una bronca loca

Mariana indart

En su primera entrevista, Pablo, un niño de 1 1 años, llega a la con­


sulta por lo que él llama «una bronca loca». La define como un mo­
tor dentro del cual «es una lucha total». Explica que es tan intensa
que le hace decir palabras que él no quiere y que, cuando se va, le da
vergüenza y se pega cabezazos contra la pared. La compara con los
juegos de video en los que en cada pantalla el jugador tiene más ba-
Ins y más velocidad, y el enemigo también.
Dice que sufre y que es un sacrificio tratar de no pelearse. Se pe­
lea especialmente con su madre -llegan a pegarse-, y ella le dice que
es una mierda, un loco. También se pelea con su hermana menor.
Los padres lo traen porque ya no saben cómo manejar la situa­
ción; dicen que han perdido la noción de cómo poner los límites.
El tratamiento de Pablo comienza con la localización de un pade­
cimiento que le es propio y que tiene las características de un exceso.
Este síntoma será el eje de su recorrido analítico, ya que sobre eso él
quiere saber: su bronca loca. (Pablo concurre solo a las entrevistas.)
Una de las primeras significaciones que da a su síntoma es que se tra­
ta de una venganza en relación con su madre. Y agrega: «Yo empie­
zo, pero ella me da buen empuje. Mi mamá es mi mejor jugadora. Yo
me lastimo por dentro. Ella empieza. Pienso que me quiere matar».
Pablo se encuentra en un circuito sin salida. Si accede al «llama­
do» de su madre, se dispara en él una vorágine de insultos y pelea, la
bronca. Dice que no quiere dejarse «mandar» tanto por su madre,
pero recuerda un cuento: durante la guerra, un niño rebelde, que no
accede al llamado de su madre, muere en un bombardeo.
Dice de su madre que es desmesurada. Y habla de su propia desme­
sura: «Cuando me pongo loco, me saco los tomillos y me desarmo».

169
D e l E oipo a la sexu a ció n

Rápidamente su pregunta apunta a cuál sería el origen de


«bronca», y remite la causa a algo que la madre le dijo y que, segúfr
recuerda, fue un insulto. Pensar en eso le da empuje. Compara It
bronca con una sombra que se le metió adentro y que no puede sa*
car. Relaciona esta sombra con Ghost, una película. Según su relafxíi
Ghost es la sombra de un hombre que fue asesinado y retoma para
vengarse de quien le interrumpió su amor por una mujer. «Mis pen­
samientos son ese fantasma y el cuerpo soy yo. Yo antes no era así. Yo
creo que tengo que abrir la lámpara y ver qué es, la clave de la bron­
ca. Esta bronca puede acabar con mi vida.»
Más adelante su pregunta se desliza hacia el problema de cómo
frenar la bronca. Dado que la bronca en sí misma no tiene freno, bus­
ca diferentes salidas. Aparecen en serie: freno de la bicicleta, freno del
skate, un perro asesino que tome su lugar para que él descanse, apren­
der un idioma para «defenderse en italiano», y otros.
Interrogado sobre esto, responde que el freno sería «querer de
nuevo a esa persona». A su mamá. Pero insiste en que no puede, que
ella tiene «gestos que son la clave que pone el motor a andar». Dice:
«Yo creo que en el pensamiento de ella hay rabia igual que en el mío.
En el pensamiento de ella hay un poco de amor, atolondración, an-
gustiación, pudrirse fácilmente».
La tensión entre Pablo y su madre crece; pido a la madre que con­
curra a una entrevista. La señora se queja de no poder frenar lo que
ocurre, refiere que está asustada, y deposita toda la responsabilidad de
la situación en su hijo. Intervengo reafirmando la gravedad de la si­
tuación y le indico que ella también está implicada, sugiriéndole que
van a salir en los diarios, en la sección de crímenes pasionales.
En lo que respecta al padre, aparece como su preocupación central
durante las entrevistas que a Pablo le vaya mal en la escuela. El padre
exige que sea un buen alumno, y le impone horarios de estudio y cas­
tigos. Sobre este punto se le señala que su hijo estaba preocupado por
las situaciones de violencia que se daban con su madre, que tenía la ca­
beza puesta en otra cosa, que tal vez necesitaba cuidado en vez de con­
trol. El padre dice que no quiere ser autoritario, por eso en las peleas
prefiere no tomar partido. Desde un principio, rehuye cualquier indi­
cación mía de intervenir entre su mujer y su hijo.
Entretanto, Pablo empieza a hablar de personajes, pares, arman­
do identificaciones, tratando de elaborar lo que le pasa a él con ras­

170
U na BRONCA lo ca

gos de otros. En una sesión, mientras habla de un compañero ladrón,


vin poco idiota, un poco loco, por azar entra una abeja al consultorio
y se posa en el suelo. Pablo hace gesto de levantarse para pisarla. Lo
Interrumpo diciéndole: «Si no la molestas, no ataca». Pablo no oye y
U\ mata. Corto la sesión y me pregunta si ya es la hora. Respondo que
í s la hora de irse. Ya en la puerta relata que una vez rompió un panal
y las abejas salieron como locas. Le digo que claro, si les destruyó su
casa.
A partir de esta intervención, en la que quedó señalada su impli­
cación en el goce de las peleas, se produjo un movimiento. Por pri­
mera vez Pablo trae un juego. Dibuja autos, y tengo que adivinar cuál
es la marca de cada uno. Se despliegan sus conocimientos y un gran
interés por los autos. Intervengo diciéndole: «Sos im tuerca». A lo
(]ue responde: «Pablo Tuerca, sería... un orgullo».
Alojado en un lugar, un nombre, aparecen en su discurso el tema
(le un lugar para él y la denuncia de un lugar que le fue sacado.
Cesan las peleas con su madre, pero no ocurre lo mismo con su
hermana. Comienza a desplegar una queja en relación con el naci­
miento de su hermana cuando él tenía 7 años. Sobre esto dice: «Fue
un tema que no esperaba nadie, nadie me avisó. Mi hermana apareció
como por arte de magia, algo inesperado. Y yo me volví loco. Tiraron
mis cosas y la pusieron en mi cuarto. Mi hermana me vuelve loco».
Su padre hizo el diseño y construyó la casa donde viven. Pablo di­
ce: «Mi papá quería un hijo solo, me doy cuenta por la casa. Hay dos
habitaciones. El quiso todo muy justo. Estos son temas familiares, no
son de uno solo». Intervengo diciéndole que es un problema del ar­
quitecto.
La dirección al padre produce el despliegue de pedidos y acusacio­
nes que pueden ser leídos en términos de rivalidad: «A ver si le decís
al señor que se ocupe, no se ocupa de nada. Nunca tiene ganas de na­
da, solo de trabajar. Yo no estoy de acuerdo con él. El es el conduc­
tor». Pablo concluye que, mientras él se pelea con su hermana por el
espacio, su papá tiene una suite.
Pide una entrevista para hablar con su papá y plantearle sus que­
jas, su pedido de un cuarto. El padre le promete que le va a construir
uno el año que viene.
Llegado este punto del recorrido analítico, en el decir de Pablo se
escucha una salida que da cuenta de la separación que produjo el aná­

171
Da Edipo a l a sexuación

lisis. Según sus palabras: «Mi mamá se piensa que una peleíta es \m
mundo porque está acostumbrada a lo de antes. Yo ahora tengo lá|
bronca a cero». Y respecto de su padre: «Uno se tiene que conforma^
con lo que tiene».

172
Un padre que nombre

Débora Nitzcaner

Para comenzar, es de mi interés mencionar una cita de El semina­


rio 3 en la que Jacques Lacan dice:

De una mujer pueden salir un número indefinido de seres. Podnan


ser solo mujeres; por otra parte, pronto llegaremos a ello, ya que
los periódicos nos dicen todos los días que la partenogénesis está
en camino, y que las mujeres engendrarán pronto hijas sin ayuda
de nadie. Pues bien, observen que si ahí intervienen elementos
masculinos, desempeñan el papel de la fecundación sin ser más
que, como en la animalidad, un circuito lateral indispensable.*

De esta cita se desprende una pregunta: ¿para qué un padre? En


este punto me interesa presentar, a partir de la experiencia clínica, la
formalización de la demanda de un niño, que da cuenta de su posi­
ción en relación con un hombre al que él nombra padre.
Se trata de un niño de 8 años -al que llamamos Juan- que nació
«por accidente». La consulta se produce cuando este comienza a
mostrar cierto desorden en su escolaridad; según el decir de la madre,
«sabe todo pero no puede transcribir, Juan es muy perfectito».
Su madre relata que a los 28 años de edad quedó embarazada de
un hombre más chico que le encantaba; según su decir estaba con un
«papito caliente». Frente a la decisión de tenerlo o no tenerlo, deci­
dió tenerlo, ya que sin él no sabría qué hacer (en caso de no poder
con el niño, lo daría en adopción).

l. J. Lacan, E l sentrnario, libro 3, Las psicosis, Buenos A res, Paidós, 1991, pp. 454 y
455.

173
D e l E d ipo a u s ex u a c ió n

A partir de una llamada amenazante de la madre del muchacho, la


mamá de Juan decide negarle a este hombre el reconocimiento de su
paternidad. Durante el embarazo conoce a otro hombre, del que se
distancia. Luego, a los quince días del nacimiento de su hijo, se reen­
cuentran, forman pareja, se casan, y cuatro años después se separan
porque este hombre «no puede asumir responsabilidades».
Según el discurso de la madre, Juan vino a tapar las carencias de
la familia de este hombre, ocupó «el lugar de un corpúsculo adosa­
do». Al hablar de Juan, la madre se pregunta por lo que le pasa, si no
habrá algo con ella.
El hombre con el que la mamá se había casado es nombrado por
Juan como su papá. En el momento de la consulta el niño se encuen­
tra bajo una demanda: que su padre le dé el apellido; esto se desenca­
dena a partir del nacimiento de un sobrino del papá, que lleva su ape­
llido. Juan lleva el apellido de su mamá, vive con su mamá, compar­
ten la habitación y a veces duermen juntos en la misma cama.
¿Qué dice Juan? Dice que su mamá y su papá se separaron por di­
nero, y que él quiere que la analista le cuente todo a su mamá porque
ella no tiene tiempo de hablar con él. Se queja de que le tocó una vi­
da aburrida, salvo por los fines de semana que está con el papá.
En su juego aparece cierta atención respecto de quién gana o pier­
de, y en su lógica gana el que se queda con fichas, porque puede seguir
jugando; pierde, entonces, el que se queda sin fichas, que ya no puede
jugar. Gana el que tiene más. La analista lo interroga: «¿Gana el que
tiene más?». Juan propone un empate, la analista dice: «No, uno gana
y otro pierde»; ante lo cual él decide elegir dos muñecos iguales, uno
de ellos es malo, le roba la identidad al bueno: «¿No ves? Son iguales».
Juan comienza a llenar hojas en las que firma con el apellido de su
mamá y con el del papá; se dirige a la analista y exclama: «Mirá, yo
tengo dos apellidos». Para Juan, la identidad es: «Yo soy Juan y soy
así y nadie me roba nada». En este juego, si el malo gana, le roba to­
talmente la identidad al bueno.
Hasta aquí, un niño y ima madre, una mujer que decide ser la
transmisora del apellido de su madre y un niño que demanda un
nombre que lo nombre. Ubicado como instrumento del goce^ el ni­
ño está en la búsqueda de un padre.
Citaré tres momentos que inauguran en Juan la pregunta por un
padre.
U n padre que nombre

P rim er m o m ento : « C on lo s g r a n d e s p ier d o , m enos


CON MI MAMÁ»

A partir de una serie de robos de dinero que se producen en su ca­


sa, la mama se acerca a la analista cuando lo trae a Juan y, aparte, le
comenta estos sucesos. Poco tiempo después pide una entrevista y,
enojada, reta a la analista diciéndole que ella debería haberla frenado
cuando se acercó a contarle lo sucedido, ya que nunca habló en secre­
to delante de su hijo.
Se abre aquí una dimensión interesante en Juan: aparece una mar­
cada intolerancia, se enoja si pierde, intenta anular las jugadas; y fren­
te a la intervención de la analista: «Juan, perdiste, pasemos a otra ju­
gada», se queja y se angustia. Dice que siempre le pasa lo mismo, que
pierde, y que esto le pasa con los grandes porque es chico, salvo con
su mamá.
Aparece en Juan la posibilidad de perder; algo se pierde, pero no
con su madre. La intolerancia, sus enojos, cobran entonces en él di­
mensión de síntoma.

S egundo m o m ento ; « C uento d e l c a b a lle r o an d a n te »

Desde este cambio de posición Juan comienza a interrogarse y a


interrogar a su madre. Llena hojas blancas con el apellido de la ma­
má y del papá, y cuenta que hace un año que su papá está haciendo
un trámite para que tenga su apellido. Su anhelo aparece teñido de
cierta promesa por parte de este hombre que le dice que no es él
quien debe hacerlo sino un abogado.
Su mamá pide una entrevista; se muestra sorprendida, dice no co­
nocer a su hijo. Ahora Juan está firmando con su apellido y no con los
dos. Localiza en su hijo por primera vez un punto de angustia, cuenta
que al haber sido interrogada por Juan sobre cuál era la manera correc­
ta de firmar, le respondió que lo correcto era que firmara con el suyo.
Juan se pregunta por su nacimiento, le dice a su mamá que cuan­
do él nació íue él quien eligió a su papá. La mamá lo desilusiona di­
ciéndole que él no eligió nada, que eso parece el cuento del caballe­
ro andante.
Juan propone jugar al vaquero y al villano: él es un vaquero y le
indica a su analista que sea el villano que roba a la señora del vaque­

175
D e l E d ipo a la s ex u a c ió n

ro. El juego debía transoirrir en medio de un gran tiroteo y con una


gran ofensiva hacia el villano. A partir del robo de la señora, Juan
quiere pasar a ocupar el lugar del villano, y pide que la analista apa­
rezca como la policía.
Juan demanda orden, dejar de ser el caballero que complace a su
madre y ser un villano. Esta ubicación demanda cierta mediación
simbólica entre él y su madre.

T ercer m o m en to : «C a r ta a un p a d r e »

Juan decide escribirle una carta a Papá Noel. N o sabe cómo ini­
ciarla. «Papá Noel... Querido...» La analista interviene: «Es difícil
escribirle a im papá». Juan dice que no sabe lo que quiere. La analis­
ta pregunta: «¿De un padre?».
Juan inaugura la presencia de una calculadora en sus sesiones, le
muestra a la analista que tiene su teléfono anotado. Enuncia que pa­
ra él es el día más feliz. La analista interrumpe la sesión y se escucha
un timbre. Juan dice: «Que el otro se la aguante, a mí me falta». Apa­
rece aquí algo del orden de su deseo.
«El padre» pide una entrevista, a la que concurre con un enorme
paquete, regalo de Navidad para Juan. Relata que en todo lo que res­
pecta a Juan él únicamente acompañó, porque este niño era de la ma­
dre; explica que para darle el apellido la madre debía ceder la patria
potestad y él, decir una mentira -que el niño es de él- o, si no, tomar­
lo en adopción. Señala que para él es difícil reconocer a un niño aje­
no, pero que si lo obligan... Este hombre dirá: «Si a un papá que vi­
ve con su hijo nadie lo obliga, ¿por qué me lo van a imponer?».
Al referirse a la madre del niño sostiene que se encontró con una
mujer peleada con la vida: «Cree que yo le maté al padre y le hice el
chico». Por otro lado, acceder a ser el padre implicaría hacerse res­
ponsable de un niño que él no puede predecir cómo será cuando crez­
ca: «¿Cómo saber si no tengo, por ejemplo, que sacarlo de la cárcel?».
Estamos frente a un hombre que para el niño operó como padre,
pero que no está dispuesto a nombrarlo como su hijo. Juan exige con
su demanda ser nombrado por un significante que lo diferencie de la
madre.
Para concluir, cuando en El reverso del psicoanálisis Lacan habla de
la función del padre, afirma que el padre real es un efecto del leng^a­

176
Un padre que nom bre

je, que no tiene otro real, y que es una noción científicamente insos­
tenible. «Sólo hay un único padre real, es el espermatozoide y, hasta
nueva orden, a nadie se le ocurrió ntmca decir que era hijo de tal es-
permatozoide».2

2. J. Lacan, E l seminario, libro 11, E l reverso del psicoanálisis, Buenos Ares, Paidós,
1992, p.l35.

177
La construcción de un artificio: el padre
(comentario)

Beatriz Udenio

Que desde Freud haya quedado consignado que el paso estructuran­


te por el complejo de Edipo es algo que se produce en la temprana
infancia ha marcado quizá de una manera particular la orientación
que tomó a través del tiempo la cura con niños.
El espacio de «Elucidación de la práctica» nos permitió poner en
tela de juicio también en el psicoanálisis practicado con los niños có­
mo entendemos la forma de sacar a la luz cuál es la posición del suje­
to en la estructura --lo que implica cómo se ubica él respecto de la
misma-y cuál es la eficacia de la operación del analista en esa prácti­
ca, allí donde se ponen en juego, se cuestionan y se prueban los ope­
radores de saber subyacentes a la misma. En ambas perspectivas está
involucrado el tema de la responsabilidad de cada uno.
Elegir dos casos de práctica con niños, presentados en el espacio
de «Casuística» durante el año 1998 por Mariana Indart, participan­
te del Centro Experimental del Campo Freudiano, y Débora Nitzca­
ner, egresada de la Sección Clínica de Buenos Aires y colaboradora
docente en el sector, implica ima apuesta: mostrar cómo intentamos
sacar de lo obvio lo que del Edipo y sus consecuencias puede esclare­
cerse en la cura con cada (un) niño.

Estas practicantes del análisis recibieron a dos niños (Pablo, quien


tiene 1 1 años, y Juan, que tiene 8 ), se preguntaron qué los llevó has­
ta allí y qué obtuvieron ellos al cabo del recorrido anaHtico realizado.
Es casi obvio subrayar que los niños hablan de su mamá y su papá,
incluso quizá con una insistencia diferente de la de los adultos. Pero,
precisamente, no nos interesa tanto plantear por qué, sino tomarlo co­
mo se presenta y ver qué se articula en esa trama de sus dichos y con

179
D e l E dipo a la sexu a c ió n

qué servido para el sujeto de pleno derecho que es cada niño.


Este comentario intentará extraer de esos dichos una línea direc­
triz que permita seguir el recorrido por el cual cada uno de estos ni­
ños modela, pone a punto en la cura ese elemento central en lo con­
cerniente al Edipo en psicoanálisis: la función del padre.

I
Pablo y Juan hablan de su padre, cada uno a su manera. En am­
bos, una queja, un reproche vela un pedido. Algo esperan de aquel.
¿Qué?
Juan nos enseña que no es una pregunta por el genitor, ya que él
sabe que ese a quien nombra como su padre no es quien embarazó a
su madre. Sin embargo, es a ese hombre a quien le pide algo: el ape­
llido. Al mismo tiempo que realiza el pedido, erige a ese hombre co­
mo su padre. Dicho de otro modo, Juan es el artesano que crea a ese
hombre en ese lugar, modela el instrumento con el cual quiere pro­
veerse de un nombre distinto del que su madre le ha legado. Juan es
el artífice, el inventor.
Pero ¿acaso Pablo lo es menos cuando, acompañado por las inter­
venciones de la analista, erige en sus dichos al «arquitecto», a quien
irá a reclamarle por ese espacio perdido suyo, de su propiedad?
«¿Para qué un padre?», se pregunta la analista en el caso de Juan.
Ella pasa así de la necesidad de los hombres en tanto «elementos
masculinos» para la concepción a la función desempeñada por lo que
llamamos «el padre». Podemos tomar el desplazamiento que ella
produjo como vector, para desentrañar qué nos enseñan estos casos
de lo que podemos llamar en cada uno el padre.

Tomemos para ello lo que Lacan nos recuerda en £ / seminario 5,


Las formaciones del inconsciente, cuando insiste en sacar a la luz que la
función del padre en la historia del psicoanálisis está en el corazón del
Edipo, ya que todo comienza por los deseos infantiles hacia la madre,
que deben sucumbir bajo la represión. Pero ¿esta función está dada
de antemano? Nos interesa postular que sostener que un padre no
viene dado de antemano implica que el hijo participa en la construc­

180
La co n stru cció n d e un a r t ífic io : el padre

ción de ese «padre» en función. Aunque este movimiento no puede


ser captado desde el ángulo biográfico, como insiste Lacan, nos im­
pone, sin embargo, la consideración de una «presencia» del padre en
tanto función que habrá que definir en cada caso.
Si, como aparece en el caso de Juan, Papá No-él, ¿entonces,
quién? Escribirle a un padre se vuelve difícil cuando se le escribe a
una función de soporte-portador de una ley en io simbólico, con la
capacidad de darle un nombre.
Ahora bien, ¿de quién depende la presencia, el acto que dé cuen­
ta de la función?, ¿en quién se encama? ¿Cuáles son las «fórmulas
mínimas», como señala Lacan, para progresar en esa vía?
Pablo parece admitir que imo puede conformarse con lo que tie­
ne a condición de poder servirse de él; que el padre esté allí incluso
cuando no lo está implica que su presencia se mide de otro modo: po­
dríamos decir, por las consecuencias comprobables de que fue un ins­
trumento del cual el niño pudo servirse.
La presencia se mide entonces por sus efectos en el inconsciente,
donde ese papel normativo se ejerce en un momento determinado
por tomar valor de interdicción, y se instaura como ley primordial del
inconsciente.
Así, podríamos decir que el padre es una de las posibles metáforas,
lo cual permite detenerse mejor en la manera particular de esa posi­
ble metáfora para cada sujeto. Permite ubicarse mejor en el valor sin­
tomático, singular, de efectuación de esta metáfora.
Y entonces es preciso introducir en este lugar lo que Lacan deno­
mina «punto nodal». ¿De qué se trata? Precisamente, de saber si el
sujeto infantil asume, acepta, simboliza, registra, vuelve significante,
esa privación de la que la madre es objeto. Y para ello el niño debe
aceptar usar al padre como «aquel que castra» a la madre.
Así como Lacan nos invita en esos párrafos de El seminario 5 a ob­
servar los elementos que ponen esto en juego en cada caso, podría­
mos afirmar que en los casos de Juan y Pablo es posible seguir tanto
la vía de la construcción de ese instrumento que el propio niño debe
producir -ya que no se destaca demasiado el modo en que estos hom­
bres se han hecho dignos del amor y el respeto del hijo, tal como se­
ñala Lacan en «RSI»—, como la vía de consentimiento de los niños en
esa operación de desalojo de una posición respecto de la madre, «fa­
se que debe atravesarse y pone al sujeto en posición de elegir». ¿En

i8 i
D e l E dipo a la s ex u a c ió n

qué posición estaban Juan y Pablo respecto de ese lugar de assujet pa­
ra sus madres y qué movimiento de desasujetamiento realizaron en la
cura?

III
Con Juan vemos que la madre, que aparentemente se negó en
principio a dejar que hubiera un padre para el niño, decide sin em­
bargo aceptar vivir con un hombre quince días después de nacer su
hijo. Quizá, más allá de todo lo que acontece después y del lugar de
investidura narcisista y libidinal inercial que tiene Juan para ella (la
hipótesis de la analista ubica a Juan como assujet, sujetado a ser el fa­
lo de la madre), ese movimiento ya posibilita que más adelante el ni­
ño sepa qué quiere pedirle a ese hombre: el nombre.
Situemos también que este pedido se formula en el momento en
que un pequeño otro entra en su campo de experiencia y posee lo que
él no tiene: el apellido del padre.
Es interesante evaluar aquí lo que le ocurre a Pablo, quien tam­
bién desencadena su «bronca loca» en el momento de la aparición de
un pequeño otro -su hermanita, en ese caso-, que causa, según él,
que pierda lo que tenía: su cuarto, sus juguetes. Su tensión agresiva
con la madre podría indicamos no solo su permanencia en la posición
de assujet para esta, sino sobre todo una caída de ese lugar y el estado
de vacilación respecto de aceptar o no la posición de la palabra del pa­
dre, que hace ley y separa al sujeto del reclamo a la madre. Tal vez se
ve en Pablo el momento mismo de ese punto «nodal y negativo» y de
la lucha del sujeto por decir sí o no a la aceptación de esa ley, es de­
cir, a operar ei valor instrumental del padre como síntoma.
En Pablo está quizá más marcada la vía de algo que aparentemen­
te se tuvo y se perdió -representado por un cuarto, objetos-, y la di­
ficultad para aceptar desalojar ese lugar con la promesa futura de con­
seguir otro. En Juan, el descubrimiento súbito de aquello que aún no
obtuvo: el apellido de ese hombre a quien sitúa como su padre. En.
Pablo, la pérdida afecta e incide en el campo de lo imaginario y da lu­
gar a un sentimiento de frustración intolerable que lo conduce a esa
locura apasionada del «mata o muere» jugado con la madre y la her­
mana: él es el ghost que quiere vengarse de que le quitaran ese lugar
al lado de su madre. En Juan, el reclamo por lo que le falta aparece a

182
U CONSTRUCCIÓN DE UN ARTIFICIO: EL PADRE

nivel de lo simbólico como ese trazo, ese rasgo que lo nombre; y sus
problemas se manifiestan en el campo de lo escolar, en la posibilidad
de operar con los elementos del lenguaje y transcribir.
Podríamos decir que Juan y Pablo no parten de un mismo modo
de conmoción de la estructura, tal como se sostenía para cada uno de
ellos hasta el momento de la consulta; lo que se desató o desarticuló
en los dos casos no es igual.
El recorrido que nos presentan ambos casos nos permite, a la vez,
seguir la elaboración que cada niño realizó en la cura y lo que obtu­
vo de ella.

IV
Podríamos afirmar que es posible encontrar algo en común: la po­
sibilidad de hacer fimcionar al padre según lo que necesitan llegó, en
el recorrido de cada cura, después de haber pasado necesariamente
por un momento de aceptación de la castración -la propia y la del
Otro-; para servirse de algo, algo debe perderse.
Dejar de complacer a la madre y ser su caballero andante -en el
caso de Juan- o dejar la querella loca con la madre y la hermanita -en
el caso de Pablo-, son modos de aceptar la pérdida que conlleva de­
salojar ese lugar y una sujeción (assujet) que no conviene al sujeto.
Podemos añadir lo que verificamos en cada caso respecto de lo
que orientó las intervenciones analíticas: por un lado, el intento de
esclarecer la implicación de la pareja parental respecto del lugar ocu­
pado allí por el niño; por otro lado, la convicción de que toda opera­
ción analítica posible debe apuntar a lograr despertar la responsabili­
dad del niño, su implicación en lo que se pone en juego: qué artificios
construye cada uno para responder al enigma de su existencia y cómo
se pliega cada quien a lo que debe aceptar ceder para la asunción de
su sexo.
Pensamos que la definición del «padre como síntoma» se revela
en definitiva como uno de esos artificios.

183
Confines
La tragedia de Sófocles

Fabián Naparstek

V ar iedades

El teatro en la antigua Grecia difería sensiblemente de lo que en


la actualidad entendemos por ta l Las tragedias eran presentadas en
los certámenes ima sola vez y no se mantenían «en cartel», salvo que
fueran llevadas a los escenarios provinciales; en su defecto, volvían a
ser exhibidas una vez alcanzada la mayoría de edad de la generación
siguiente. Hay que tener en cuenta que llegaron a existir teatros con
capacidad para catorce mil personas, y esto supone que la mayoría de
la población tenía acceso a los mismos, con el condimento del efecto
de ia demagogia, que llegó a permitir la entrada gratuita a todo el
mundo.
En segundo lugar debemos resaltar que se ponía mucho énfasis
en la acústica y que no ocurría lo mismo con los efectos visuales, lo
cual conllevaba serios problemas para Sófocles por sus dificultades
de dicción.
Un párrafo aparte merecen los certámenes, ya que era tal la im­
portancia del concurso, que una vez muerto Eurípides -uno de los
contrincantes más acérrimos de Sófocles, junto con Esquilo-, se le
conoce un lamento a nuestro autor en tanto que reconocía que «que­
darse sin competidores serios podía embotar su genio artístico y per­
der la piedra de amolar de sus versos».* Asimismo se sabe que no fal­
taron fenómenos de arbitrariedad o corrupción por parte del jurado
en sus dictámenes.

L M. Femández-Galeano, «Introducción», en: Sófocles, Tragedias, Buenos Aires,


Planeta, p. LL

187
D e l E o ipo a la sex u a c ió n

Podemos encontrar en la actualidad versiones alejadas y modifica­


das de aquellos concursos (como el famoso Oscar para la cinematogra­
fía o nuestra versión criolla con los Martín Fierro), pero ninguna tiene
para nosotros la influencia e importancia de aquellos certámenes.^

La herencia

En este contexto puede no llamar la atención que en su obra postu­


ma Sófocles haya hecho que Edipo muriera en la tierra que vio nacer
al prestigioso auton^ Pero, por el contrario, sí llama la atención que di­
cha obra haya sido escrita en su vejez, ya no para ganar un certamen si­
no para poder seguir manejando su fortuna. Cuentan algunas versiones
que uno -o varios- de sus hijos quiso incapacitarlo jurídicamente acu­
sándolo de demencia senil y, en consecuencia, de no poder gobernar
sus bienes. De esta forma Edipo en Colono es escrito, y partes de él leí­
do, para responder a dichas acusaciones y mostrar cómo su capacidad
se mantenía intacta. Resulta más interesante aún en esta historia perca­
tarse de que la obra en cuestión fue escrita luego de haber presentado
Edipo Rey y Antígona, ya que todos conocemos que cronológicamente
Edipo en Colono se encuentra entre las dos obras antes mencionadas.
Quizá se puedan sacar muchas consecuencias de esta serie de aconteci­
mientos, pero a mí me interesaba resaltar tma en particular.

El en igm a

La obra Antígona contiene un enigma -bien subrayado por J. La­


can-*^ en cuanto a la justificación que la heroína intenta dar sobre por
qué desafía la ley de sus conciudadanos por un hermano, a sabiendas de
que no actuaría del mismo modo si se tratara de un marido o de un hi-

2. Lacan indicaba la influencia de Antígona, por ejemplo, en nuestra moral Véa­


se: J- Lacan, E l seminario, libro 7, La ética del psicoanálisis, Buenos Ares, Paidós, p. 340.
3. «En la versión épica de la leyenda de Edipo, la muerte de Yocasta no interrum­
pe el reinado de Edipo; éste sigue en ei trono hasta que muere en ima guerra con sus
vecinos (Ergino y los minias)»: P. Grimal, Diccionario de mitología griega y romana, Bar­
celona, Paidós, 1993, p. 148. En los trágicos Edipo es desterrado y continúa el cami­
no ya conocido por todos.
4. J. Lacan, ob. cit., p, 306.

188
La tr a g ed ia d e S ó fo c les

jo. En este punto, a partir de Edipo en Colono, Antígona adqxiiere un ses­


go singular. En la presentación del siguiente trabajo {donde muere Edi­
po) en un momento dado Polinices implora a nuestra protagonista que
no lo deje sin sepultura, si se hicieran realidad las fatales maldiciones
de Edipo sobre sus propios hijos -quienes lo habían abandonado en su
destierro y volvían a acudir en su ayuda en favor de una herencia. Se
puede percibir que, a partir de dicho compromiso, el acto de tirar ese
puñado de tierra sobre el cadáver de su hermano se halla sostenido en
un pacto con el mismo en presencia de su padre, el cual se encontraba
al borde de la muerte. Hay que aclarar que en ningún momento se ha­
ce explícita la respuesta de Antígona a la demanda de su hermano, aun­
que toda la escena da a entender que allí se cierra un acuerdo entre am­
bos. Las palabras de Polinices imploran del siguiente modo:

¡Niñas suyas, hermanas [...] si su palabra se cumple, si esa dura


maldición me alcanza, no dejéis insepulto mi cuerpo, alcanzad pa­
ra mí el don de la tumba, haced los ritos fúnebres sobre mis des­
pojos [...] ¡Lo ruego por los dioses! ¡Y esa gloria de ir con el an­
ciano padre como guardia y sostén será aumentada con la de ha­
ber dado la paz del sepulcro al infeliz hermano!^

Por otro lado, en Antígona la protagonista se preocupa por no trai­


cionar a su hermano no dándole sepultura; no obstante, todas las jus­
tificaciones de su acto están sostenidas en las leyes no escritas de los
dioses y en la diferencia entre un hermano, un marido o un hijo.
No solo fue una hija que acompañó como báculo a un padre cie­
go por el destierro, sino que una vez que su padre muere, ella no se
separó un ápice de su palabra empeñada. Dicho de otra forma, creo
entender que Sófocles da comienzo al trágico desenlace de la historia
de Antígona en su obra postuma, aunque imprimiéndole un nuevo
matiz.^ Esto último sin perjuicio de la conocida interpretación laca­
niana sobre el enigma de por qué habría desafiado la ley solo por un

5. Sófocles, «Edipo en Colono», en Las siete tragedias, México, Porrúa, p. 177.


6. Hay muchos indicadores en J. Lacan que van en el mismo sentido; por ejem­
plo, en un momento dado señala que: «En Edipo en Cotona -n o lo olvidemos, la últi­
ma pieza de Sófocles—Edipo hace recaer su maldición última sobre sus hijos, engen­
drando así la serie catastrófica de dramas dentro de la cual se inscribe Antígona». Cf.:
ob., dt., p. 301.

189
D e l Edipo a ia sexuación

hermano y no así por un marido o un hijo. Lacan propone pensar en


el valor único del ser del hermano, el cual es esencialmente de len-
guaje.2 Por tanto, se trata de un acertijo extraño que el correr de los
tiempos llevó a diferentes soluciones y, como expresa Lacan, «siem­
pre dejó vacilante a la gente».® Tantas derivaciones tuvo dicho miste­
rio que algunos han supuesto allí algo de la locura. En todo caso se
ve cómo a partir de Edipo en Colmo ya no se pudo leer más una obra
sin la otra; y acaso Sófocles mismo, defendiéndose de la acusación de
insensato, estaba tras la resolución de su propio entresijo.

7. Ibíd., p. 335.
8. Ibíd., p. 307.

190
El tonel de las Danaides y otros tormentos
infernales

Fabián Schejtman

D an aides

El temor a los cincuenta hijos de su hermano Egipto mueve a Dánao


hasta Argos, El rey huye, por consejo de Atenea, en un barco de cin­
cuenta bancos de remeros, llevando con él a sus hijas, ellas cincuenta
también.
A Argos arriban pronto los hijos de Egipto y a las Danaides piden
por esposas. El rey accede pero no sin hacer prometer a sus hijas que
matarían a sus maridos -y prim os- en la noche de bodas: cincuenta
puñales distribuye con ese fin.
De las cincuenta, cuarenta y nueve Danaides obedecen el encargo
paterno: cuarenta y nueve hijos de Egipto son esa noche degollados.
De las cincuenta, cuarenta y nueve, después de muertas, son someti­
das al incesante castigo. Cuarenta y nueve* Danaides, en el Hades,
procuran sin cesar colmar el famoso tonel. En vano, el líquido no ce­
sa, tampoco él, de escaparse.

Eternidad

No es inusual reencontrar este rasgo de perpetuidad, lo intermina­


ble del tormento, en la pena a que están sometidos otros tantos per­
sonajes célebres, no pocas veces pobladores de regiones infernales.
Sísifo no suspende el acarreo de su piedra: persiste en llevarla has­
ta la cima de la pendiente para verla caer por su propio peso y nueva­
mente volver a subirla.

1. Solo una, Hipermnesíra, escapa ai castigo eterno de las hermanas. Es la única


que exime a su marido, Linceo, de la muerte exigida por el padre.

191
D el E d ipo a u sexu a c ió n

A Prometeo, encadenado en el Cáucaso, no deja de regenerárscll


el hígado para, una y otra vez, ser devorado por las aves/
Ya Borges señalaba^ que el horror propio del infierno proviene
menos de las llamas o las tenazas con que cierta religión atemoriza a
sus fieles, que de la persistencia infinita de la pena: su eternidad.

T rabajo

En «Los no incautos yerran (o Los nombres del padre)» Lacan re­


cuerda la etimología del término «trabajo»: «El trabajo, todo el mun­
do sabe de dónde viene en la lengua en que les parloteo. Quizás ha­
yan oído ustedes hablar de esto, viene de tripalium, que es un instru­
mento de tortura»."^
En efecto, tanto en francés como en castellano la etimología de
«trabajar» nos lleva hasta el vocablo latino tripaliare, «torturar», de­
rivado a su vez de tripalium, «especie de cepo o instrumento de tor­
tura compuesto por tres maderos {tripalium: tres-palo) a los que se
ataba el reo para ser torturado».
Tal vez por esta vía pueda comenzarse a elucidar el lazo que anu­
da tan frecuentemente el trabajo con el sufrimiento y el tormento.
Aquel que resuena hasta en los versículos bíblicos. Para el lado del
hombre: «ganarás el pan con el sudor de tu frente». Y si parir supo­
ne un trabajo, llamado «de parto», para ellas tampoco el tormento es
ahorrado: «parirás con dolor».

T o rtu ra nte elucubración de sa ber

En la misma clase de El seminario 21, luego de indicar que desde


el concilio de Auxerre se desaconseja al sacerdote acercarse al tripa­
lium -y de proponer como causa de ello a la probable erección que
sufriría el religioso en presencia del torturado-, Lacan no retrocede

2. Aunque Heracles atraviese a! ave de un flechazo liberando a Prometeo, el tor­


mento, en sí mismo, no deja de plantearse como infinito.
3. J. L. Borges, «La duración del infierno», en «Discusión», Obras completas,
Emecé, p. 236.
4. J. Lacan, «El seminario, libro 21, Les non-dupes errent», clase del 13/11/73
(inédito).

192
E l to n e l de la s Danaides y o tro s torm entos infernales

ante la posibilidad de hacer del inconsciente mismo un «saber por el


que somos atormentados». 5
Autómaton, insistencia de la cadena significante, trabajo del in­
consciente. Efectivamente, en su vertiente de elucubración de saber,
es el inconsciente el que trabaja atormentando al sujeto. Y de este
~del sujeto- puede entonces decirse menos que sea un trabajador (sal­
vo que un análisis consiga ponerlo a trabajar) que un «trabajado» por
el saber inconsciente. Diferencia entre el discurso del amo, equiva­
lente al del inconsciente, que dispone al saber en el lugar del trabajo,
y el del analista, que lleva al sujeto hasta ese lugar: única puerta por
la que se ingresa al dispositivo freudiano.
Ahora bien, si el psicoanálisis, desde Freud, encuentra en lo in­
consciente la insistencia de un saber torturante, fastidioso,^ al que el
neurótico se encuentra abonado, es necesario precisar su causa, la
causa de su insistencia.

R esistencia

Y bien, no hay insistencia, no hay trabajo, que no se articule con


lo que resiste. El tonel a llenarse, la piedra a permanecer en lo alto,
el hígado a extinguirse: en el Hades, por ello, tan perseverantes son
las Danaides y Sísifo en su trabajo, como en el Cáucaso Prometeo en
su sufrimiento. Y el líquido continúa escapando, la roca cayendo, el
órgano renovándose. ^
Pero ¿qué del inconsciente? ¿Cómo no recordar aquí, en primer
lugar, que Freud en «Más allá del principio de placer» ubica su in­
sistencia -la del retorno de lo reprimido- a distancia de cualquier
resistencia?®

5. Ibíd.
6. Ibíd-, 11/6/74. Así llega a referirse Lacan al saber inconsciente en la última cla­
se de este seminario.
7- Podría sumarse a este trío el corredor ancestral, el «piesligeros» de Aquiles,
quien seguramente sigue aún persiguiendo a su antiquísimo contrincante zenoniano:
la tortuga. El tampoco cesa, entonces, de correr su carrera; ella, la tortuga - o su es­
clava y amante, Briseida, como prefiere Lacan en El seminario 20-, de adelantársele.
8. «[...] hay que libertarse ante todo del error que supone creer que en la lucha
contra las resistencias se combate contra una resistencia de lo inconsciente. Lo in-

193
D e l E dipo a la s ex u a c ió n

Efectivamente, el inconsciente es insistencia de la cadena signifi­


cante,^ autómaton, el inconsciente no resiste..., pero, indiquémoslo
enseguida, el ello sí. Hay la resistencia del Ello y esto se nombra ffeu-
dianamente Wiederholungszwang.
Y un abismo separa al inconsciente palabrero, que insiste en el re­
tom o de lo reprimido, de esta compulsión de repetición que sitúa el
punto de la resistencia pulsional en el Ello, su causa.*®
Si Freud pudo enunciar «anarquía de las pulsiones parciales»** in­
cluso antes de referirse al Ello como reservorio de lo pulsional, por
qué no señalar que de «ello» el trabajo del inconsciente es ya una res­
puesta; no cesa de escribir...

I n c o n sc ien te Y PADRE

En su «Breve introducción al más allá del Edipo » *2 Jacques-Alain


Miller articula los mitos freudianos sobre el padre con aquel otro «ci­
clo» mítico no menos presente en Freud: los mitos de la libido, los

consciente, esto es, lo reprimido, no presenta resistencia alguna a la labor curativa; no


tiende por sí mismo a otra cosa que a abrirse paso hasta la conciencia [...]» S. Freud,
«Más allá del principio del placer», en Obras completas, Madrid, Biblioteca Nueva, ter­
cera edición, t. III, p. 2514.
9. Si, como proponemos en la nota 7, sumamos a Aquiles al grupo de «trabajado­
res eternos» y extendemos entonces, para ellos, la estructura de las paradojas de Ze-
nón, se revela que la persistencia infinita de la pena corresponde al «lado hombre» de
las fórmulas de la sexuación lacaniana (cf. J. Lacan, E l seminario, libro 20, A un, Bue­
nos Aires, Paidós, p. 15). Y, de este modo, al menos en su vertiente de elucubración
de saber, abordado a partir de la insistencia de la cadena significante, también de esc
lado es forzoso situar el inconsciente (puede leerse al respecto el número 37 de Li
Canse freiidienne: Üínconscient homosexuel, octubre de 1997). Pero es preciso matizar de
inmediato: esa localización no-todo nos dice de su estructura (cf. nota 17).
10. Un real se precisa allí, ciertamente, como tope: resistencia donde pueda hin­
car su diente el automatismo de la insistencia significante que suponemos en el traba­
jo del inconsciente. Y si, como señala Miller en «Sobre la fuga del sentido» {Uno por
Uno N® 42, Buenos Aires, Paidós, 1995, p. 23), «hay real cuando hay resistencia», si­
tuamos aqm la resistencia del ello, ia compulsión de repetición, como uno de los nom­
bres freudianos de ese real.
11. Cf. p. ej.: S. Freud, «Lecciones introductorias al psicoanálisis» (Parte III. Teo­
ría general de las neurosis. Lección XXI. Desarrollo de ia libido y organizaciones se­
xuales), en Obras completas, ob. cit., t. II, p, 2327.
12. Cf. en este mismo volumen.
El t o n e l de la s D a n a id e s y o tro s to rm en to s in fer n a les

mitos de la pulsión. Es que allí donde se detiene en Freud el mito pa­


terno, como intento de novelar la pérdida del goce, el mito pulsional
anuncia su recuperación, corrigiéndolo.
A s í , alegóricamente, Miller se vale en esta oportunidad del tonel
de las Danaides -cojno ya lo había hecho Lacan-* ^ para señalar el fra­
caso de la metáfora paterna en barrar el goce: donde el padre cree ser
enterrado junto con el goce, reteniéndolo -creencia que el sujeto re­
dobla-, no se constata otra cosa que su migración -la del goce. «Si
hay, en el mito, asesinato del Padre, si hay, en el delirio, asesinato del
alma, muerte del sujeto, no hay jamás asesinato del goce.»*"*
Reencontramos aquí, entonces, la resistencia de lo pulsional. So­
lo que situada ahora como resistencia de goce a la mortificación que
la instancia paterna procura.
Y bien, si hemos puesto en la cuenta del inconsciente -y es que
justamente se trata de la contabilidad- la labor de tramitar, de res­
ponder con su trabajo de lo pulsional, puede entreverse de este mo­
do hasta qué pimto la hipótesis del inconsciente (como indica Lacan
que Freud ha subrayado) «es algo que no puede sostenerse más que
al suponer el Nombre del Padre». *^

... LO QUE NO CESA DE NO ESCRIBIRSE

Pero agreguemos en este punto que no basta referirse a lo real pul-


sional*^ para situar aquello que, no cesando de no escribirse, motoriza
la tarea incesante del inconsciente (como tampoco, seguramente, redu­
cir este último a la producción de un saber torturante o ligarlo con ex­
clusividad a las «novelas paternas» de la pérdida del goce).*^

13. Cf. p. ej.: J. Lacan, E l seminario, libro 11, E l reverso del psicoanálisis, Buenos A -
res, Paidós, 1992, pp. 76 y 77. También:}. Lacan, «El seminario, libro 16, De un Otro
al otro», clase del 21/5/69 (inédito).
14. Cf. n. 12.
15. J. Lacan, «El seminario, libro 23, Le sinthome», clase del 13/4/76 (inédito).
16. Recordamos aquí la diferencia que Lacan introduce entre lo real pulsional y
lo que no cesa de no escribirse de «lo imposible de reconocer» (Unerkannte) en la
«Respuesta a una pregimta de Marcel Ritter» (en V. Gorali “Compiladora-, Estudios
de psicosomática, Buenos Ares, AtueLCap, 1994, t. 2).
17. De esto nos hemos ocupado en otros lugares, p. ej.: R Schejtman, «Dos sue­
ños de Freud: sobre la interpretación “del” inconsciente» (Trabajo presentado el 21

195
D el E oipo a la s ex u a c ió n

En su «Introducción a la edición alemana de un primer volumen


de los Escritos», al interrogarse por la utilidad del trabajo que se le re­
conoce al inconsciente -el trabajo de ciframiento-, Lacan señala:

Que en el ciframiento esta el goce, sexual ciertamente, está desa­


rrollado en el decir de Freud, y lo suficiente como para concluir
de ello que lo que implica es que ahí reside lo que pone un obstá­
culo a la razón sexual establecida, por lo tanto al hecho de que ja­
más pueda escribirse esa razón: quiero decir que el lenguaje deje
de ella un rastro que no sea una chicana infinita.*®

Entonces, es ciertamente la razón sexual lo que aquí no cesa de no


escribirse, causando el trabajo de cifrado del inconsciente. Trabajo
infinito, en c h i c a n a , e l inconsciente no cesa de escribir-y en esto es
necesario el juego de palabras- lo que no cesa de no escribirse, lo im­
posible de la relación sexual. Y así, ciñendo aquello que de su trabajo
no puede escribirse, el inconsciente «da testimonio de un real que le
[es] propio».2®

U na EQUIVOCACIÓN, p ara co n clu ir

¿Cuál? La de Freud, comentada por él mismo en «La interpreta­


ción de los sueños»:2 *

A los diecinueve años hice mi primer viaje a Inglaterra, y me ha­


llaba un día a la orilla del Irish Sea, dedicado a la pesca de los ani­

de julio de 1996 en el DC Encuentro Internacional del Campo Freudiano: «Los pode­


res de la palabra»); F. Schejtman, «L + S; 22 proposiciones encadenadas en tom o de
la división de lo simbólico en síntoma y símbolo», E l Caldero de la Escuela N® 60, Bue­
nos Aires, EOL, junio de 1998, pp. 79-85; F. Schejtman, Intervención en la «Presen­
tación de Los signos del goce de J.-A Milier», E l Caldero de la Escuela N® 62, Buenos A i­
res, EOL, agosto-septiembre de 1998, pp. 40-43.
18. J. Lacan, «Introducción a la edición alemana de un primer volumen de ios Es­
critos», en Uno por Uno N® 42, Buenos A res, Paidós, 1995, p. 12.
19. Véase el modo en que Miller aborda esta «chicana infinita» del inconsciente
en «Sobre la fuga del sentido», ob. c íl, pp. 23-25 y 28.
20. J. Lacan, ob. cit., n. 18, pp, 14 y 15.
21. S. Freud, «La interpretación de los sueños», en Obras completas, ob. d t., 1.1,
p. 662,

196
El to n el de las Da n a id es y o t r o s to rm en to s in fern a les

males marinos que la marea iba dejando al bajar sobre la playa,


cuando en el momento en que recogía una estrella de mar [...] se
me acercó una niña y me preguntó: Is it a starfisb? ls it alive?...Yo
respondí: Yes; he is alive\ pero dándome cuenta de mi error, recti­
fiqué en seguida.

Una equivocación, entonces. Respecto del sexo, lo inconsciente


no avanza sino a los tropiezos.
De este modo lo indica Freud: «[...] coloco el artículo -o sea lo se­
xual- en un lugar indebido {Geschkchtsrwort, artículo, significa literal­
mente “palabra de género o de sexo”; das Geschkchtiche = lo sexual)».
¿Pero es que acaso se podría colocar la «palabra de sexo» en el debi­
do lugar?
Una equivocación, y una equivocación, y una equivocación... De
lo real del sexo, el inconsciente no cesa de escribir, equivocando,
puesto que no hay razón sexual que pueda escribirse.
El inconsciente tropieza al avanzar y avanza tropezando. El in­
consciente (das Unbewíisste) es la una-equivocación (Vune-bévíiey^ del
sexo.

22. Todavía falta indicar en este punto - y no lo haremos aquí- en qué, con ruñe-
bévue, Lacan introduce «algo que va más lejos que el inconsciente» (cf. J. Lacan, «El
seminario, libro 24, Uinsu que sait de Tunc-bévue s’aile á mourre», dase del
16/i 1/76, inédito).

197
Lecturas
Nota introductoria al artículo de R. Fox

Angélica Marchesini

Una vez más asistimos a las discusiones sobre el valor del mito y el
totemismo, que mmca tienen por objeto abolir discrepancias en los
distintos campos de investigación.
En este volumen titulado Del Edipo a la sexuación decidimos incluir
también el mito de «Tótem y tabú», porque en cada imo es posible
entrever la relación originaria del sujeto con el goce. Si bien en algún
momento Lacan discrepa de Freud acerca del mito, por concebirlo
retorcido* o, en otra oportunidad, por designarlo un producto neu­
rótico,2 subraya que en el origen todo lo que Freud articuló se vuel­
ve verdaderamente significativo. Lacan dirime entonces la cuestión
reconociendo en la construcción del mito un testimonio de verdad.
El planteamiento de Robin Fox en su ponencia «Reconsideracio­
nes sobre “Tótem y tabú”» es una versión crítica sobre el mito. Este
es un ensayo antropológico presentado en el simposio de la Asocia­
ción de Antropólogos Sociales, realizado en Oxford en 1964. El tra­
bajo consiste en la presentación del totemismo como un hecho polémi­
co, lo que no significa no plausible o no esclarecedor. El autor no sos­
tiene que el mito no sea verdadero, sino que no resuelve de modo su­
ficiente los problemas que pretende abarcar. Por eso recurre a los
aportes de algunos críticos que ofrecen otra concep>ción de los mis­
mos hechos planteados por Freud en «Tótem y tabú».

1. J. Lacan, E l seminario, libro 17, E l reverso del psicoanálisis, Buenos A res, Paidós,
dase del 11/3/70.
2. Id., «El seminario, libro 18, D e un discurso que no fuese del semblante», cla­
se del 16/4/71 (inédito).

201
D e l E dipo a la s ex u a c ió n

El motivo de incorporar en esta publicación esta ponencia respon­


de al propósito de preguntarnos a qué nos conduce el análisis del mi­
to y qué resulta de ello. Los mitos son testimonios, tanto «E^ipo»
como «Tótem y tabú» son contribuciones freudianas que, parece, tu­
vieron una razón de ser, Freud en 1912 adoptó la hipótesis de Dar­
win según la cual la forma primitiva de la sociedad humana habría
sido la horda sometida al dominio absoluto de un padre. Demostró
que los destinos de dicha horda han dejado marcas imborrables en la
historia de la humanidad, y que la evolución del totemismo se halla
relacionada con la muerte violenta del padre y con la transformación
de la horda paterna en una comunidad fraterna.
Para el doctor Fox, Freud trata todos los elementos del complejo
totémico como parte de una única pauta original que hoy solo apare­
ce en la cultura de los hombres más primitivos, los aborígenes austra­
lianos. De modo que su investigación consiste en poner en duda la
universalidad del mito. Al desviar la vista de Australia, su propósito es
demostrar que la relación entre las prohibiciones sobre el incesto, las
reglas de exogamia, la clasificación totémica y la actitud ritual hacia
el tótem se vuelve menos obvia y el mito, menos plausible.
Con el propósito de animar el debate el autor hace intervenir a
distintos críticos, que a veces expresan versiones fácilmente concilia­
bles entre sí y otras, pimtos de vista manifiestamente contradictorios.
Pero lo que nos impulsó a incluir el artículo de Fox es, sobre todo,
que retoma en especial las críticas de Kroeber que el mismo Freud ci­
ta,^ ya que había colocado el mito en la categoría de «un cuento po­
co convincente». Freud comenta que «Tótem y tabú» no es sino una
nueva hipótesis que agregar a las muchas construidas por los historia­
dores de la humanidad primitiva. Afirma que su aporte era para in­
tentar establecer en las tinieblas de la prehistoria, una justso story, co­
mo la denominó un amable crítico inglés (Kroeber), y agrega: «esti­
mo ya muy honroso para una hipótesis el que, como esta, se muestra
apropiada para relacionar y explicar hechos pertenecientes a sectores
cada vez más lejanos».
Sobre la insistencia freudiana en «Tótem y tabú» Lacan afirma
que Freud tiene la impresión de que aquello que plantea el mito su-

3. S. Freud, «Psicología de las masas y el análisis del yo», en Obras completas, Bue­
nos A res, Amorrortu, 1984, t XVIII, p. 116.

202
N o ta in tr o d u cto r ia a l a rtícu lo de R. F o x

cedió realmente, Y en eso es real, por eso el mito se trasciende por


enunciar lo que se halla en el centro de la enunciación de Freud: un
término de lo imposible. Todo hombre nace de un padre del que se
nos dice que es en tanto que está muerto, que no goza de lo que tie­
ne para gozar. Es el padre que guarda en reserva el goce.
Lacan afirma que ese padre original presentado como aquel que
goza de todas las mujeres es concebible solo por la imaginación. Su­
cede que en el sistema del sujeto el goce no está simbolizado en nin­
guna parte, y precisamente por eso es necesario. En el enunciado se­
gún los propósitos de Freud es un mito que no se asemeja estricta­
mente a ningún mito conocido de la mitología. Allí Lacan cita, al
igual que Freud, a Kroeber: «Salvo que seguramente, algunas perso­
nas, el viejo Kroeber, Lévi-Strauss, se dieron cuenta muy bien de que
eso no formaba parte de su Universo y ellos lo dicen»."* Asimismo
añade: «[...] pero es exactamente como si no lo dijeran; todo el mun­
do continúa creyendo que un mito es admisible». Y es, en efecto, ad­
misible en cierto sentido, aunque observa que eso no significa otra
cosa que el lugar de absoluto donde es necesario situar ese goce.
El enunciado del mito freudiano en «Tótem y tabú» es la equiva­
lencia del padre muerto y del goce. Ahí está lo que se puede calificar
con el término de «operador estructural». En «Tótem y tabú» el pa­
dre goza de todas las mujeres hasta que sus hijos lo abaten poniéndo­
se en ese lugar con un acuerdo previo, después del cual ninguno lo
sucede en su glotonería del goce. El padre muerto es quien tiene la
CListodia del goce, y es de donde provino la interdicción del goce. Es­
to se nos presenta como el signo de lo imposible, término que define
la categoría de lo real. En efecto, reconoce allí, más allá del mito, el
ordenador estructural.
Algunas de las críticas antropológicas más importantes a «Tótem
y tabú» en el siguiente trabajo son las de Kroeber, quien descartaba
por fantásticas las pretensiones «históricas» del mito de la horda pri­
mitiva. Y aunque en cierta medida acepta que tiene algún valor como
interpretación psicológica intemporal, sostiene que la argumentación
ffeudiana es evidentemente ambigua, y la ubica entre el pensamiento

4. J. Lacan, «El seminario, libro 16, D e un otro al Otro», dase del 14/5/69 (iné­
dito).

203
Da Edipo a la sexuación

histórico y el pensamiento psicológico. Kjroeber encuentra im indicio


de esto en la afirmación de Freud de que el gran «hecho» debía ser
interpretado como «típico». U n hecho típico, según Kroeber, histó­
ricamente hablando, es un hecho recurrente. Lo cual no es propio del
parricidio, la comida y el sentimiento de culpa. Por lo tanto solo que­
da para Kroeber el concepto de «psicológicamente posible».
Respecto de este planteo, para Robin Fox es obvio que Freud no
desea enunciar una verdad psicológica intemporal en forma mitoló­
gica. Su mito es un mito sobre el origen, y en eso no presenta ambi­
güedad. Defiende a Freud en este punto, ya que él recalca que, sien­
do heredados, los tabúes deben de haber tenido origen en el tiempo.
Y como los clanes alegan descender de animales a los que identifican
con el antepasado original, y como heredan ciertas «actitudes ritua­
les» entre las que se incluye el complejo-tabú-matanza-comida, pare­
ce razonable observar los rituales como guía para hallar el origen. La
hipótesis de Freud solo requiere que el hecho histórico haya tenido
lugar y que sus resultados hayan sido heredados. Considera que se
ocupa de la «ruptura de la naturaleza hacia la cultura» -el hecho más
importante en la historia del hombre-, aquello que lo hizo hombre,
y por eso continúa dejando su sello.
Ahora bien, reconoce que Kroeber puede tener razón al vislum­
brar que las circunstancias descriptas en el mito se renuevan constan­
temente. Incluso admite que podría ser cierto que el mito freudiano
describa los procesos que la socialización implica.
Hacia el final del trabajo el autor deja de lado los problemas filo-
genéticos de Freud, y en vez de considerar el mito de la horda primi­
tiva como un mito sobre el origen de todas las cosas, lo considera co­
mo un mito sobre los orígenes del sistema matrilineaL Por lo tanto,
Fox concluye que el mito de Freud es apto para las sociedades matri-
lineales totémicas, pero fracasa en las no totémicas, Y asegura que pa­
ra abarcar estas últimas el mito debería ser modificado, de modo que
otorgue una explicación a la matrilinealidad y a los deseos incestuosos.
El antropólogo propone que se omita el asesinato del padre y el con­
secuente remordimiento. Observa que al padre no se lo asesina ni se
lo come, simplemente se lo hace a un lado por definición.
El autor comparte con numerosos autores ajenos al psicoanálisis la
tendencia a cuestionar el asesinato del padre, lo que Lacan plantea co­
mo supuesto asesinato de goce. Los mitos fi-eudianos del padre, el Edi-

2 04
N o ta in tr o d u cto r ia a l a rtícu lo d e R. F o x

po, como Tótem y tabú, están hecho según J.-A Millerí para novelar
la pérdida de goce. ¿Es mito o novela? Nos advierte entonces que se­
ría necesario que el psicoanalista al menos no lo creyera, y pusiera esta
«historia novelada» en el rango de «ficciones», pero de esas ficciones
un real responde. Se podría sostener que un mito es un mito, pero eso
sería refugiamos en la tautología. Por ello creemos que Lacan sostiene
que el mito es admisible en un sentido. Y proponemos enfocarlo en el
sentido en que testimonia el imposible del cual proviene.

5. J.-A Miller, «Breve introducción al más allá del Edipo», publicado en este vo­
lumen.

205
Reconsideración sobre «Tótem y tabú»*

Robin Fox

Corresponde que un simposio dedicado al totemismo y el mito con­


sidere «Tótem y tabú» de Freud.* Esta obra se refiere al totemismo
y, en una de sus conclusiones más importantes, utiliza el lenguaje del
mito. Los antropólogos lo han hecho a un lado como mitología dis­
frazada de ciencia. El mismo Freud comentó con pesar que Kroeber
lo había colocado en la categoría de «un cuento poco convincente» .2
Pero Kroeber en su segunda consideración sobre la obra, trató de in­
terpretar el mito, de decimos qué significaba realmente} Nosotros
mismos hemos estado discutiendo qué significan realmente los mitos,
y qué significa realmente el totemismo, así que quizá podamos tratar
con benevolencia el mito del totemismo de Freud y buscar las posi­
bles verdades eternas que subyacen en la descripción gráfica del «he­
cho» polémico.
Tanto Freud como Lévi-Strauss se interesan fimdamentalmente
por el mismo problema: ¿Cómo el Homo llegó a ser sapiens} ¿Qué es
lo que coloca al hombre fuera de la naturaleza, al mismo tiempo que
lo conserva como parte de la naturaleza? Para Freud, es el resultado
de la imposición de restricciones a la libre actividad sexual como re-

* Texto extraído del libro Estructttraiisfno, m ito y totemismo, Buenos A res, Nueva
Visión, 1970, pp. 209-232. Traducción: M. E. Latorre y C. Iglesia.
1. Las referencias directas de este artículo son a la traducción de Strachey publi­
cada en 1950.
2. Ernest Jones señala que en realidad fue R. R. Marret el que hizo la observación
(Jones, 1957, p. 346).
3. Las primeras opiniones de Kroeber aparecieron como «Tótem and Taboo: An
Ethñologic Psychoanalysis» en 1920. Sus segundas opiniones aparecieron como «Tó­
tem and Tabcx) in Retrospect» en 1939.

207
D e l E d ipo a la s e x u a c ió n

sultado de fuertes sentimientos: culpa, miedo, fraternidad, obedien­


cia, incesto, etcétera. Para Lévi-Strauss (1949), en su primera obra, es
un resultado, no de requerimientos negativos sino del valor |>ositivo
del canje, por ejemplo, de mujeres. En su obra posterior (por ejem­
plo, Lévi-Strauss, 1962a, 1962b) el rasgo distintivo del hombre es
también el intercambio, pero el intercambio de información más bien
que el de mujeres. «El pensamiento articulado» y sus procesos bási­
cos están detrás de lo característicamente humano. Hasta la sociedad
humana es simplemente un resultado en forma institucional de esos
procesos básicos del pensamiento. Para Freud el «totemismo» en­
frenta al hombre con la naturaleza porque implica una represión de
la «actividad natural». Para Lévi-Strauss también enfrenta al hombre
con la naturaleza porque implica el uso de la naturaleza para la clasi­
ficación social. Por lo tanto para Freud la ruptura es un fenómeno
afectivo; para Lévi-Strauss es intelectual. Sin duda Freud había des­
cartado como racionalización gran parte de lo que Lévi-Strauss con­
sidera básico. Lévi-Strauss descartaría, porque no llega a ser verdade­
ramente humano, la mayor parte de lo que Freud considera básico
(Lévi-Strauss, 1962a, p.l03; 1964a, p.71). Sin embargo, ambos son
reduccionistas psicológicos. Freud reduce al poder de los procesos
instintivos, y Lévi-Strauss al poder de los procesos lógicos. Para
Freud el mundo de la naturaleza es algo sobre lo cual el hombre pue­
de proyectar sus emociones; para Lévi-Strauss es una fuente de me­
táforas para el pensamiento social. Para Freud el «totemismo» impli­
ca una relación entre las necesidades y las emociones humanas y el
mundo de la naturaleza; para Lévi-Strauss implica una relación entre
los procesos del pensamiento humano y el mundo natural.
Pienso que frente a estas dos posiciones debemos sentar la posi­
ción «sociológica» que ve a la «sociedad» con sus normas, reglas y
costumbres como la característica distintiva del hombre. Tal posición
se origina en Durkheim quien, como Freud, recurrió a los aboríge­
nes australianos para obtener datos e inspiración. Aunque dentro de
la tradición general durkheimiana, Lévi-Strauss rechaza sus opinio­
nes sobre el totemismo y la religión, porque en última instancia los
reducen a una base sentimental (Lévi-Strauss, 1962a, p. 102; 1964a,
p. 71). El rechazo se aplicaría también a Radcliffe-Brown -intérprete
de Durkheim en antropología social- y su teoría del sentimiento y el
ritual. Por lo tanto, aunque el hombre es sin lugar a duda un animal

208
R e co n sid er a c ió n so bre «T ótem y ta bú »

emotivo, cognoscitivo y social, hay diferencia de opiniones sobre cuál


de esos aspectos es básico y explicativo. En este trabajo nos referire­
mos al valor explicativo potencial dei enfoque de Freud en «Tótem y
tabú».
Apoyándose en la antropología contemporánea, Freud vinculó es­
trechamente el totemismo a la exogamia -o más bien a los tabúes del
incesto- y su interés en el totemismo depende de su interés en el in­
cesto. El totemismo, como sistema de clanes exógamos, es interesan­
te en cuanto ejemplo extremo de renuncia a las mujeres para fines se­
xuales. Refiriéndose a la disposición de las ffatrias (mitades), subfi^-
tias y clanes totémicos, dice: «N o puede dudarse del resultado (y por
lo tanto del fin) de esas disposiciones: dan origen a una restricción
mayor en la elección del matrimonio y en la libertad sexual» (Freud,
1960, p. 8). Freud vio en los australianos un ejemplo extremo de res­
tricciones al incesto y restricciones exogámicas y las consideró vincu­
ladas a grupos cuya característica era un mito de descender de algu­
na especie natural y una «actitud ritual» hacia ella. La «actitud ri­
tual» era la del «tabú», que consideró como un caso de ambivalencia
emocional -am or/odio- hacia el objeto declarado tabú. La actitud era
característica de ciertos tipos de neurosis, y su orientación hacia los
animales se encontraba en los niños, al igual que la expresión de de­
seos cam'bales y la culpa vinculada a ellos. Freud une estos hilos de
modo brillante para explicar, por medio del mito de la horda primi­
tiva, los orígenes de las costumbres totémicas, la exogamia, el horror
al incesto, e incidentalmente de la religión y la civihzación. En algún
momento, dice, debe haberse producido la ruptura entre el primate
superior y el Homo sapiens; de algún modo el hombre se convirtió en
animal exógamo, y así es como «tiene que haber» ocurrido. Más aún,
el Homo sapiens no puede olvidarlo. Nosotros reafirmamos de modo
persistente nuestra complicidad en ese primer acto que nos hizo
hombres.
Freud trata a todos los elementos del complejo «totémico» como
parte de ima sola pauta «original» que hoy aparece solo en la cultura
de los hombres más primitivos, los aborígenes australianos. Por lo
tanto se consideró que las prohibiciones sobre el incesto, las reglas de
exogamia, la descendencia unilineal, la clasificación totémica, la acti­
tud ritual hacia el animal tótem, los tabúes alimentarios violados ce­
remonialmente y todos los adornos del totemismo australiano esta­

209
D e l Edipo a ia sexuación

ban relacionados necesariamente, y el mito los relacionó tal como po­


día hacerlo un mito. Pero si desviamos un poco la vista de Australia,
la necesidad de la relación se vuelve menos obvia y el mito menos
plausible. Goldenweiser fue el primero que aclaró este punto. Los
dos rasgos esenciales -p o r un lado el sistema de clasificación totémi­
ca, y por el otro la actitud ritual hacia el tótem - no parecen estar ne­
cesariamente relacionados, y ninguno de los dos parece estar necesa­
riamente relacionado con la descendencia unilineal. Por cierto el
complejo tabú-matanza-comida-culpa de los australianos parece ser
único. La respuesta de Freud a este problema es implícitamente evo­
lucionista. Son cosas que estaban asociadas necesariamente al co­
mienzo y se han conservado en los aborígenes primitivos. Otras cul­
turas las han perdido o las han trasmutado, sin perder las motivacio­
nes básicas que las originaron. Por lo tanto aún renunciamos a las
hermanas y matamos a los padres de varias maneras y nos sentimos
culpables por ello, pero ya no lo proyectamos sobre el reino animal
excepto durante la niñez. Hace mucho que hemos dado el veredicto
de «no probado» a este tipo de pensamiento. Pero eso no significa no
plausible o no esclarecedor. No sostendré que el mito no es verdade­
ro, puesto que tal criterio no puede aplicarse realmente a los mitos,
sino que no es plausible: no resuelve de modo suficiente los proble­
mas que pretende abarcar. Para hacerlo estudiaré algunas críticas,
tanto implícitas como abiertas, sobre «Tótem y tabú», y trataré de
determinar lo que Freud quiso decir realmente. Luego presentaré las
implicaciones de mi interpretación para la comprensión de parte del
complejo totémico.
Observemos primero algunos trabajos recientes sobre un tema si­
milar, que a primera vista parecen a oponerse a la oposición ffeudia-
na sobre el incesto. Goody (1956), al escribir sobre el incesto y el
adulterio, señala que debemos tratar a las sociedades unilineales de
otro modo que a las bilaterales cuando intentamos explicar la inciden­
cia y la severidad de las restricciones sobre la actividad heterosexual.
Hay, dice, un «prejuicio bilateral» en las teorías del incesto que se han
desarrollado para adaptarse a nuestro propio sistema particular de pa­
rentesco en el que la familia nuclear es la unidad fundamental. En es­
ta división de los tipos de teoría, agrupa a Freud con Malinowski,
Radcliffe-Brown, Seligman, Murdock y Parsons, en la sección «rela-
ciones-intemas-de-la-familia». A diferencia de ellos, Goody sostiene

210
R e c o n s id er a o ó n so bre «T ó tem y ta bú »

que en las sociedades unilineales, las prohibiciones incesto/exogamia


«cortan transversalmente» a la familia de maneras diferentes. A las
sociedades matrilineales les preocupan más las categorías de madre y
hermana que la categoría de hija, porque la madre y la hermana son
miembros del grupo de descendencia, mientras que la hija no. A las
sociedades patrilineales no les preocupan tanto las mujeres del grupo
de descendencia como las esposas de los miembros del grupo. Esto se
relaciona con (a), el hecho de que en las sociedades matrilineales las
madres y las hermanas, y en las sociedades patrilineales las esposas,
son las progenitoras de los linajes, y (b) la solidaridad de los varones
del grupo de descendencia, aimque esto es más bien un argumento
sobreentendido. Entonces, por una u otra razón, los varones del gru­
po no deben «interferir en la sexualidad» de las mujeres que lo repro­
ducen. Esto protege a la madre en ambos casos. En las sociedades
matrilineales es un miembro femenino de mayor edad del clan y, en
las patrilineales, una esposa de mayor edad. Notemos al pasar que
Goody está de acuerdo con Seligman (1950) en considerar la genera­
ción y la mayoridad como fectores importantes, junto con el carácter
lineal, especialmente allí donde el posible transgresor es un varón
menor.
También Leach (1961) sostuvo recientemente, en oposición a
Fortes, que aún parece estar de acuerdo con la universalidad de los ta­
búes intrafamiliares del incesto, que estas restricciones corresponden
de modo diferente a distintos sistemas unilineales. No sé, pero me
imagino que Leach, como Goody, relacionaría a Freud con Fortes y
opondría a ambos su propia posición que es, en realidad, paralela a la
de Goody. Leach parece decir que, al menos para algunas sociedades
patrilineales, la madre de un hombre es su afín. Presenta pruebas pa­
ra mostrar que algunos pueblos patrilineales consideran la relación
sexual con ella como adulterio, lo que se vincula con la opinión de
Goody sobre la madre como esposa mayor del linaje. De esto se des­
prende que en las sociedades matrilineales, la hija de un hombre está
en una posición similar. No es miembro del grupo de descendencia
de su padre y, si existen, las restricciones impuestas a las relaciones se­
xuales de ambos no son equivalentes a las restricciones impuestas a las
personas que tienen relación de consanguinidad. Vemos entonces que
desde el punto de vista de la generación menor en algunas sociedades
matrilineales el padre de una joven es su pariente por afinidad.

211
D e l E dipo a la sex u a c ió n

Uniendo estas dos opiniones contemporáneas, llegamos a las si­


guientes conclusiones:

a) Freud representa una posición de «relaciones internas de la fami­


lia» en cuanto a los determinantes de las restricciones impuestas a
las relaciones sexuales intrafamiliares;
b) esto no se adecúa a las sociedades unilineales donde la incidencia
de esas restricciones difiere de acuerdo con los principios de des­
cendencia que se utilizan. En las sociedades matrilineales a la hi­
ja, y en las patrilineales a la madre, si bien se les puede imponer
alguna prohibición no se les impone prohibición a la sexualidad
dentro del linaje;
c) la generación y la autoridad, y la solidaridad de los varones del li­
naje son factores de contribución importantes.

Observemos los ingenuos argumentos psicológico-mitológicos de


«Tótem y tabú» a la luz de estas conclusiones esencialmente socioló­
gicas. Lo primero que debemos notar es que, al ocuparse de los aus­
tralianos, Freud se ocupaba en realidad de sociedades unilineales. Si
Goody y Leach están acertados en su análisis sobre estas sociedades,
y si Freud representa realmente una posición de «relaciones internas
de la familia», solo podemos llegar a la conclusión de que en su tra­
bajo más importante sobre el incesto Freud no dio en el blanco. Sin
embargo, al tratar de la «notable» prohibición de que personas del
mismo tótem no podían tener relaciones sexuales entre sí, dice:

Ya que los tótems son hereditarios y no varían por el matrimonio,


es fácil inferir las consecuencias de la prohibición. Por ejemplo,
donde la descendencia se realiza por línea femenina, si un hombre
del tótem Canguro se casa con una mujer del tótem Emú, todos
los hijos, tanto varones como mujeres, pertenecen al clan Emú. La
reglamentación del tótem hará imposible, por lo tanto, que un hi­
jo de este matrimonio tenga relaciones incestuosas con su madre
o sus hermanas, que son Emú como él (Freud, 1950, p. 5).

Luego agrega esta nota al pie:

Por otro lado, en lo que respecta a esta prohibición, el padre, que


es un Canguro, es libre de cometer incesto con sus hijas, que son

212
R e co n sid er a c ió n so bre «T ó tem y tabú »

Emú. Sin embargo, si el tótem desciende por Imea masadina, el pa­


dre Canguro tendría prohibidas las relaciones sexuales con sus hijas
(puesto que todos sus hijos serían Canguro), mientras el hijo sería
libre de cometer incesto con su madre. Estas implicaciones de las
prohibiciones totémicas sugieren que la descendencia por línea fe­
menina es más antigua que la descendencia por línea masculina, ya
que hay razones para pensar que las prohibiciones totémicas esta­
ban dirigidas principalmente contra los deseos incestuosos del hijo.

Está claro en este párrafo que Freud conoce perfectamente los


efectos diferenciales precisos de la descendencia unilineal sobre las
prohibiciones referentes al incesto. Las prohibiciones en cada caso
gravitan de modo muy diferente sobre la «familia». Considera las
prohibiciones conto propiedades del clan totémico, no de la familia,
y las «implicaciones» de esto son que la gama completa de prohibi­
ciones es posible solo cuando están presentes ambos tipos de descen­
dencia, Confirma esto en el párrafo que transcribimos:

Podemos ver, entonces, que estos salvajes tienen un excepcional


horror al incesto, o tienen al respecto una sensibilidad que llega a
un grado poco común, y que combinan este rasgo con una pecu­
liaridad que es aún oscura para nosotros, el reemplazar las verda­
deras relaciones de consanguinidad por el parentesco totémico.
Sin embargo no hay que exagerar demasiado este último contras­
te, y debemos recordar que las prohibiciones totémicas incluyen como
caso especial las prohibiciones contra el verdadero incesto (Freud, 1950,
p. 6, el subrayado es mío).

Por lo tanto vemos que la «verdadera» relación de consanguini­


dad solo se da en el clan totémico, y las prohibiciones familiares son
un caso especial de las prohibiciones totémicas. Este es un argumento
propio de Goody y Leach. Pero Freud va más lejos. Trata de estable­
cer una primacía en el tiempo entre ambos tipos de descendencia.
Primero aparece el tipo matrilineal, más tarde aparece el patrilineal
y, por así decirlo, «se pega». (Obsérvese también que la solidaridad
fraternal figura de manera prominente en el argumento de Freud.
Los hijos de la horda primitiva la aprenden el exilio, después de ha­
ber sido desterrados por el padre, y tiene im gran peso en su decisión
de renunciar a las mujeres de la horda (Freud, 1950, p. 14).

213
D el E oipo a la sex u a c ió n

Más adelante desarrollaré este punto sobre la prioridad cronoló­


gica de la descendencia matrilineal, pero antes debemos poner en
claro algunas de las críticas antropológicas más importantes a Tótem
y tabú: las de Kroeber. Debemos hacerlo porque, habiendo estable­
cido que en esta obra Freud sostiene fundamentalmente una teoría
de las prohibiciones sobre la descendencia, debemos refutar la acusa­
ción de Kroeber de que en realidad se refería a situaciones edípicas
recurrentes, es decir, que sostem'a una teoría de las «relaciones inter­
nas de la familia». Em est Jones ha dicho que las críticas de Kroeber
no contienen la refutación, sino solo el escepticismo, y hay algo de
cierto en esta opinión Gones, 1957, p. 335). Sin embargo, al recon­
siderar el tema la opinión de Kroeber fue más caritativa. Aimque aún
descartaba como fantásticas las pretensiones «históricas» del mito de
la horda primitiva, está dispuesto a aceptar que tiene cierto valor co­
mo interpretación psicológica «intemporal». La «ambigüedad» de
Freud sobre este punto «lo lleva a dar una explicación psicológica in­
temporal como si fuera una explicación histórica [...] Su argumenta­
ción es evidentemente ambigua como si estuviera entre el pensa­
miento histórico y el pensamiento psicológico». Kroeber encuentra
un indicio de esto en la afirmación de Freud de que el gran «hecho»
debía ser interpretado como «típico». «U n hecho típico -dice Kroe­
ber-, históricamente hablando, es un hecho recurrente. Difícilmen­
te puede admitirse esto para el parricidio, la comida y el sentimiento
de culpa». Por lo tanto solo nos queda el «concepto de psicológica­
mente posible [...] Ciertos procesos psíquicos tienden siempre a ser
operativos y a encontrar expresión en las instituciones humanas».
Estos son los procesos relacionados con la situación edípica que se
resumen en el mito.
¿Qué hacemos ahora con este razonamiento? ¿Realmente expresa
Freud la argumentación de modo ambiguo? N o me parece así. Apa­
rece muy claramente en «Tótem y tabú» que el hecho al que Freud se
refiere fue en efecto un hecho histórico. Si era típico, lo era de cier­
to estadio del desarrollo humano, y si era recurrente lo era en el sen­
tido en que Freud lo aclara muy bien, es decirque ocurrió más de una
vez durante ese estadio. Kroeber podía tener razón si Freud hubiera
expuesto sus conclusiones en el lenguaje de la antropología evolucio­
nista y no en el lenguaje del mito. Lo que Freud dice es que durante
cierto estadio de la evolución social humana -el estadio en que los an-

214
REC ONSIOERAGÓN so br e ttlÓTEM y ta bú »

tropoides superiores vivían en hordas del tipo de las descriptas por


Atkinson y Darwin- el hecho al que se refiere se produjo una y otra
vez en una y otra horda. Está claro que Freud no desea enunciar una
verdad psicológica intemporal en forma mitológica. Su mito es un
mito sobre el origen, y lo es de modo nada ambiguo. Se ocupa de la
«ruptura de la naturaleza hacia la cultura» (Lévi-Strauss, 1949, p.
31), que ocurrió durante un periodo histórico particular. Este «he­
cho» fue el más importante en la historia del hombre -fue lo que lo
hizo hombre- y por eso sigue dejando su sello.
Ahora bien, Kroeber puede tener razón al decir que las circuns­
tancias descriptas en el mito se renuevan constantemente. Con la so­
cialización de cada infante -la domesticación de cada pequeño antro-
poide- la ruptura tiene que producirse una vez más. También puede
ser cierto que el mito de Freud describa los procesos que esta socia­
lización implica. Pero esta es la teoría de Kroeber, no la de Freud, y
lo que yo sostengo es que en «Tótem y tabú» la función del mito no
es describir esos procesos recurrentes. Freud no se ocupa aquí de los
hechos psíquicos recurrentes, sino de la transmisión de los motivos a
lo largo de las generaciones. Estos motivos se aprendieron de una vez
para siempre en cierto estadio de la evolución humana. Para estar de
acuerdo con la interpretación de Kroeber la teoría tendría que in­
cumbir a la «familia» y sus procesos edípicos, generación por gene­
ración. Pero, como hemos visto, Freud es muy explícito en cuanto a
que los tabúes son un rasgo del clan totémico en el cual se heredan.
En otras palabras, para usar ima frase estructuralista, son un «fenó­
meno de descendencia». Y esa es la dificultad. Los tabúes y las fobias
no se «generan» en la «familia» y luego se «extienden» como lo se­
ñala Murdock (1949, p. 291); fueron generados en el hecho primario
y luego se heredaron en el clan totémico. El incesto «familiar» es un
«caso especial» del incesto en el clan. Toda la gama de tabúes dentro
de la familia es función de la doble descendencia, una yuxtaposición
de los tabúes heredados por vía matrilineal y más tarde por vía patri-
lineal. Esto quita sentido a la acusación de «ambigüedad» de Kroe­
ber y a su reinterpretación, que destruye totalmente el sentido que le
da Freud. Freud recalca que, siendo heredados, los tabúes deben ha­
ber tenido origen en el tiempo, y como los clanes alegan descender
de animales a los que identifican con el antepasado original, y como
heredan ciertas «actitudes rituales» -entre las que se incluye el com-

215
D e l E d ipo a la s ex u a c ió n

plejotabú-matanza-comida- parece razonable observar los rituales


como guía para hallar el origen.
La ambigüedad que hay reside en la naturaleza de esa «herencia».
Freud no le da importancia. Es obvio que la herencia se produce, por
lo tanto, sus mecanismos pueden considerarse como dados (Freud,
1950, p. 157). Puede ser una herencia lamarquiana o puede darse por
medio del aprendizaje. Aquí hay un pimto en común de las teorías
kroeberiana y freudiana. Si la herencia es cultural, puede ser necesa­
ria una serie de fenómenos recurrentes para que tenga lugar el apren­
dizaje. Freud podría haber aceptado esta sugerencia, pero como su­
plemento de su análisis histórico, no como sustituto. La teoría de
Freud no necesita de la familia ni de la situación edípica para ser re­
currente. Solo requiere que el hecho histórico haya tenido lugar y
que sus resultados hayan sido heredados.
Por lo tanto hemos demostrado (a) que Freud no consideró las
motivaciones del incesto como resultado de hechos psíquicos recu­
rrentes en la familia, sino como características heredadas adquiridas
de modo traumático durante el estadio de hordas de la evolución so­
cial; y (b) que, lejos de tener un prejuicio bilateral o familiar en lo que
respecta a las teorías del incesto, observó que para los australianos el
factor de descendencia unilineal estaba relacionado de modo decisivo
con la incidencia de las prohibiciones. Pero lo que está marcadamen­
te implícito en la totalidad de su argumentación es algo que va más
allá del reconocimiento de los efectos del sistema unilineal. Es el reco­
nocimiento de que las motivaciones y las prohibiciones son parte in­
tegrante del sistema unilineal. No es que tengamos tales y tales ta­
búes y fobias porque seamos matrilineales, sino que somos matrili-
neaies porque tenemos tales y tales tabúes y fobias.
Como hemos visto, Freud reconoció que diferentes tipos de fobia
y tabú acompañaban a diferentes tipos de sistema de descendencia.
Pero su opinión requería que no diera por sentados los sentimientos
ni las instituciones, sino que buscara la interacción entre ellos. Por lo
tanto debemos mirar el reverso de la medalla que nos presentan
Goody y Leach, y preguntar qué motivaciones impulsan a los pueblos
matrilineales y patrilineales a negar los poderes de procreación a los
padres y a las madres, respectivamente. El afecto que envuelve a tales
negaciones sugiere que hay implícito algo más que el respeto servil de
las costumbres. Estas negaciones no se producen simplemente para

216
R eco n sid er a c ió n so bre «T ótem y ta bú »

complacer a la lógica del sistema de descendencia sino porque son


profundamente sentidas. Si las personas no se sintieran impulsadas a
hacerlas, el sistema no sería lo que es.
Entonces dejamos de lado por el momento los problemas filoge-
néticos de Freud, y en vez de considerar el mito de la horda primiti­
va como un mito sobre el origen de todas las cosas, considerémoslo
simplemente como im mito sobre los orígenes del sistema matrili­
neal, puesto que en la lógica de Freud este sería el resultado del gran
hecho. La observación de Freud según la cual «hay razones para pen­
sar que las prohibiciones totémicas se dirigían principalmente contra
los deseos incestuosos del hijo» se refiere evidentemente a la situa­
ción en la horda primitiva en la que el padre dominante expulsaba a
los hijos cuyos deseos se dirigían contra sus hermanas y sus madres.
Habiéndose rebelado y matado (y comido) al padre, los hijos estaban
en situación de poseer a sus madres y sus hermanas, pero no lo hicie­
ron. El remordimiento por su terrible acto y la «obediencia diferida»
al padre los llevaron a renunciar a esas mujeres. La culpa por el acto
que habían cometido los llevó a proyectar sus sentimientos hacia el
padre sobre el animal totémico, en forma de un tabú alimentario, y la
solidaridad fraternal los llevó al quebramiento ritual del tabú. Los
grupos totémicos exogámicos con los que quedamos entonces son
matrilineales de hermanos, hermanas y madres.
Observemos pues una situación matrilineal de tipo ideal. Surge
inmediatamente un hecho sorprendente; la eliminación del padre.
No necesito elaborar esto para un auditorio de antropólogos en fim-
ción de la no-necesidad estructural del rol padre/esposo. Schneider
(1961) lo ha enunciado sucintamente en unas pocas formulaciones.
Pero junto a esta eliminación del padre se encuentra la renuncia a las
mujeres. Sin embargo, aunque se renuncia a las mujeres, no se renun­
cia a los hijos de ellas. Los hermanos reclaman a los hijos de las mu­
jeres como propios, hasta el punto de negar el rol fisiológico del pa­
dre en su creación. Se niegan a creer que el marido de la hermana
pueda ser el creador (padre) de sus hijos. Esto constituye una elimi­
nación más de la paternidad, ya que se la niega tanto estructural co­
mo fisiológicamente. Constituye también la realización final de los
deseos incestuosos de los hermanos, realizada, es verdad, solo en la
fantasía. N o pueden tener relaciones sexuales con sus hermanas, pe­
ro pueden reclamar los fiutos de las relaciones de sus hermanas y ne­

217
D e l E dipo a la sexu a ció n

gar al padre im rol en este proceso, tal como le niegan un lugar en la


estructura social.
Si esto parece fantástico, entonces la descripción que hace Malí-
nowski de la cultura trobriand debe de ser fantástica, porque eso es
exactamente io que describe. Los trobriand son los eliminadores del
padre par excellence. Niegan al esposo/padre, por medio del pago dcl
urigubu, incluso el derecho de mantener a su esposa, y sus deseos in­
cestuosos son evidentes en el mito, el sueño y el comportamiento.'*
Sin embargo, a los trobriand les faltan dos cosas esenciales para el
mito de Freud: la elaboración de rituales totémicos, y el remordi­
miento y la culpa con respecto a un padre simbólico. Como hemos
visto, no todas las sociedades matrilineales son totémicas, y esto plan­
tea un problema. En las islas Trobiand no hay un ritual totémico ni
una afirmación de solidaridad colectiva por los hermanos. Y, en rea­
lidad, como lo señaló Fortes (1963), en muchas sociedades matrili­
neales, al padre se le asigna algún papel en el sistema social, aunque
sea residual y complementario.
Por lo tanto el mito de Freud puede manejar a las sociedades ma­
trilineales totémicas, pero fracasa en las no-totémicas. Para abarcar a
estas últimas, el mito debe ser modificado, de modo que explique la
matrilinealidad y los deseos incestuosos, pero que omita el asesinato
del padre y el remordimiento. Yo sugiero la versión siguiente:

AI principio los hijos eran mantenidos lejos de las mujeres de la


horda por los padres, y aunque de buena gana lo hubieran hecho,
los hijos no mataban a los padres, sino que simplemente se apar­
taban de la competencia sexual con ellos. La finstración de sus im­
pulsos sexuales era lo suficientemente intensa para asustarlos,
tanto que cuando los padres morían (o tal vez eran expulsados) los
hijos no podían enfrentar la sexualidad con las mujeres.^ Sin em-

4. Los detalles esenciales pueden encontrarse en Malinowski (1927; 1932). A g u -


nos pasajes de Malinowski (1935) son pertinentes para argumentar que se trata más
bien de negar la paternidad fisiológica que de ignorarla. Esto nos conduce directa­
mente a los debates de Jones y Malinowski con respecto al complejo de Edipo de los
trobriand pero, aunque lo que se argumenta en ese artículo sea pertinente a esa polé­
mica, implicaría una digresión demasiado extensa para hacerla aquí. Ver, por ejemplo,
Em est Jones (1925).
5. Para posibles respuestas a la fi*ustración, ver McClelland (1951, c. 13).

218
R eco n sid er a c ió n so bre « T ótem y tabü»

bargo, su interés sexual en ellos seguía siendo intenso, de modo


que mientras se acostaban con las hermanas de los miembros de
otros pueblos, actuaban la fantasía de tener hijos de sus propias
hermanas. Reclamaban a los hijos como propios y negaban al pro­
genitor todo papel en el proceso. De tal modo eliminaban de un
solo golpe a los padres tanto en cuanto autoridades como en cuan­
to rivales sexuales.

Obsérvese que al padre no se lo asesina, y mucho menos se lo co­


me; simplemente se lo hace a im lado por definicáón. De tal modo se­
guimos teniendo deseos incestuosos y grupos matrilineales exogámi­
cos, pero como nadie mató a nadie, el totemismo es innecesario. Es
el miedo a sus propios motivos lo que lleva a los hermanos a renun­
ciar a las mujeres, no el miedo a los padres muertos. De ningún mo­
do hemos abarcado todavía todas las sociedades matrilineales. Algu­
nas no se establecen sobre la energía psíquica que proporcionan los
deseos incestuosos de los hermanos sino, por ejemplo, sobre un fuer­
te sentimiento madre-hijo o sobre alguna combinación de ambos
(Fox, 1960). Pero obsérvese también que en el núto arriba citado he­
mos invertido las opiniones de Goody y Leach. Goody haría de las
fobias y ansiedades del incesto una consecuencia del sistema matrili­
neal; para nosotros son una causa. Si fueran una consecuencia, todas
las sociedades matrilineales las tendrían, pero no es así. Hemos teni­
do en cuenta el hecho de que no son siempre causa. En realidad en
este punto el lenguaje de causa y efecto resulta engañoso, excepto en
función de los orígenes. Tal vez deberíamos hablar en cambio de rea­
limentación.
Ahora podemos completar nuestra recomposición de la posición
de Goody-Leach observando algunos de los rasgos afectivos del sis­
tema patrilineal para determinar si nuestro método da resultado en
ese sentido- Freud no tenía un mito del origen patrilineal, pero se de­
duce que ese mito sería el reverso del mito matrilineal. Como lo se­
ñala Leach, implicaría la negación del rol materno en la procreación
de los hijos. De modo muy interesante, W hiting (s. f.) propone, en
una crítica a «Tótem y tabú», una interpretación del mito totémico
que sugiere exactamente esta inversión. Vincula de manera muy há­
bil el resentimiento hacia la madre con el sexo y el destete. En este
caso el padre de la horda primitiva es conocido como poUgamo inve­
terado, y Whiting relaciona la poligamia con el tabú sexm l de sobre-

219
D e l Edipo a ia sexuación

paño, que es la prohibición de relaciones sexuales entre el hombre y


la mujer durante un periodo después del parto. AI prohibírsele las re­
laciones sexuales con una esposa, el padre recurre a otras. Durante
ese tiempo el hijo recibe de su madre comida, estímulo, amor y segu­
ridad y todo eso le pertenece exclusivamente. Sin embargo, tarde o
temprano debe ceder su puesto cuando el padre vuelve. El retomo
del padre, es decir, el fin del tabú sexual de sobrepano, puede o no coin­
cidir con el destete del hijo. Si coincide, este pierde tanto la posesión
exclusiva de la madre -particularmente para dorm ir- como la leche
materna con todo lo que esto significa. Por lo tanto, si la madre lo de­
ja de lado y deja de alimentarlo y estimularlo al mismo tiempo, alega
Whiting, su resentimiento no tendrá límites. La íhistración de sus
impulsos orales lo conducirán a deseos caníbales-agresivos, dirigidos,
por supuesto, hacia la madre. ¡Llevando hasta el fin esta lógica, W hi­
ting hace la maravillosa sugerencia, que invierte la de Freud, de que
el animal tótem que se sacrifica y se come ritualmente no es en abso­
luto el padre, sino la madre!^ En un estudio cultural comparado en­
cuentra que el totemismo vinculado a los tabúes alimentarios está
asociado con la coincidencia del destete y el fin del tabú sexual de so-
brepano. El totemismo no vinculado a tabúes alimentarios se asocia
con las condiciones en que el amamantamiento continúa y solo cesa
la posesión exclusiva.
Este no es el lugar adecuado para hacer una crítica profunda de la
versión que W hiting da del mito. Mucho de ella depende de su ines-
pecificada definición del totemismo y de la interpretación según la
cual el niño percibe exactamente quién lo está privando de la madre y
de su alimento y crianza. También, para concordar con mi interpre­
tación de la teoría de Whiting, necesitamos sociedades totémicas, pa­
trilineales y que sometan a las madres, del mismo modo que para
concordar con el mito de Freud necesitamos sociedades totémicas,
matrilineales, que nieguen al padre. Pero esto no abarca muchas so­
ciedades. N o todas las sociedades patrilineales tienen rituales totémi-

6. Resulta curioso que la única prueba de deseos caníbales que Freud presenta en
«Tótem y tabú» aparezca al tratar de la importante «vuelta al totemismo en la infan­
cia» y se refiera al pequeño Arpad, cuyas fantesías totémicas se urden con respecto a
los polios. Su deseo caníbal era nada menos que de un «firicasé de la madre», sobre la
analogía de un fiícasé de pollo, según lo explica Freud.

220
R eco n sid er a c ió n so bre « T ótem y ta b ú »

eos, ni todas ellas tienen una ideología que niegue totalmente a la ma­
dre. Para mi objetivo es suficiente mostrar que pueden existir situa­
ciones en las que los hijos desarrollen un resentimiento extremo con­
tra sus madres y por lo tanto reduzcan el rol esf>osa/niadre hasta el
punto en que se le niegue a la madre toda parte en la procreación de
su hijo. Entonces ya no tenemos madres, sino solo padres y sus com-
pañeras-sexuales-con-incubadoras. Dificilmente puede evitarse la
descendencia patrilineal en estas circunstancias.
Todo esto se refiere a la eliminación de la madre, pero para las so­
ciedades patrilineales subsiste aún el problema de la renuncia a las
hermanas e hijas. Me inclino a pensar, con Goody, que no se trata
tanto de la renuncia como de indiferencia. El hombre no necesita que
sus hermanas lo reproduzcan puesto que no ha repudiado la paterni­
dad. Puede hacerlo solo, con la ayuda mínima de su esposa-incuba­
dora. Como en realidad las hermanas no le han sido negadas, en este
mito, no tiene hacia ellas deseos frustrados que le hagan sentirse a la
vez atraído y rechazado por ellas. Puede sentir indiferencia hacia
ellas, por una cantidad de razones, y en otra parte (Fox, 1962) he tra­
tado de señalar algunas,^ El hecho de que ningima es totalmente efi­
caz lo demuestra el que muchas sociedades patrilineales permitan las
relaciones sexuales con la hija, y como lo señala Goody, no los per­
turban las relaciones sexuales con la hermana. El interés principal se
refiere al monopolio del uso de la incubadora, de ahí que el adulterio
sea el problema más importante. Las fobias respecto del incesto y la
descendencia patrilineal parecen ser variables independientes. Algu­
nas sociedades patrilineales tienen la preocupación de las fobias, otras
no, y para responder a este problema debemos buscar algo que no sea
el origen de los sistemas patrilineales.
Me he referido solo a sistemas imilineales, y solo a algunas formas
extremas de ellos. Los sistemas bilaterales son muy variados y los fac­
tores ecológicos, de motivación, y de adaptación implícitos en su gé­
nesis y supervivencia son igualmente complejos. Según la lógica de
Freud, habrían aparecido tarde en la escala de la evolución. La esca-

7. Podría recordar aquí que la investigación zoológica parece indicar que el has­
tío (saturación de estímulos) puede ser el motivo más im¡>ortante para la exogamia en­
tre los primates.

221
D e l E d ipo a la sex u a c ió n

la de evolución del parentesco de Freud se habría dado de la siguien­


te manera:

1. Hordas primitivas
2 . Hordas matrilineales
3. Descendencia patrilineal
4. Fusión de 2 y 3
5. Sistemas bilaterales

En otras palabras, nuestro sistema resultaría de un desprendi­


miento de lo unilineal, pero conservando sus prohibicionesbásicas,
en cuanto afectan a la «familia». Hemos abandonado laidea de la
evolución social universal, y la mayor parte de las pruebas parecen
mostrar que los grupos muy simples de cazadores y recolectores no
tienen organización unilineal, la que aparece en el nivel «tribal» de
desarrollo. De todos modos las hordas matrilineales son una clara im­
posibilidad. Es difícil demostrar la existencia de ima escala de evolu­
ción simple. Es evidente que los sistemas de parentesco tienen diver­
sos orígenes y sufren transmutación de una forma a otra por una serie
de razones. En este artículo he sugerido que algunas de esas razones
-en cuanto a la génesis, el cambio y la persistencia de los sistemas-
pueden ser afectivas.
He tomado la opinión de Freud (que sostenía en común con
Goody y Leach) de que la incidencia de los tabúes del incesto es dis­
tinta en los diferentes sistemas unilineales, y la he combinado con su
creencia en que tales sistemas son invenciones humanas que se origi­
nan en el tiempo, y que constituyen una respuesta a sentimientos
profundos hacia las madres, las hermanas, el sexo y el poder. Espero
que esto haya arrojado alguna luz sobre la naturaleza de los sistemas
unilineales, sugiriendo aunque más no sea que sus aspectos afectivos
son algo más que meras consecuencias, y son realmente parte inte­
grante del mecanismo de realimentación que hace que el sistema sea
lo que es. Lo que yo no digo es que los sistemas de parentesco sean
producto de motivaciones inconscientes- Se necesita la convergencia
de toda una serie de factores para materializar cualquier sistema par­
ticular. Lo que sí digo, es simplemente que el modo de sentir de la
gente con respecto a la familia no es necesariamente consecuencia del
sistema de parentesco que tengan -de hecho, por lo general es un

222
R e c o n s id er a q ó n so bre « T ótem y ta b ú »

producto accesorio del aprendizaje directo del parentesco y de otras


normas- y que si lo sintieran de manera diferente, el sistema sería di­
ferente. Supongo que al referirse a sistemas estáticos los sentimientos
pueden considerarse como dados, pero es importante entenderlos
cuando uno se encuentra con el cambio.
Hemos anudado mucho desde que Lévi-Strauss rechazaba a
Freud y Durkheim, y el «totemismo» se ha marchitado en el proce­
so. Sin embargo, el tabú aún nos acompaña. Esto se opone a Lévi-
Strauss, que se libra del tabú y se queda con un totenúsmo bastante
castrado. Es obvio que el enfoque de este artículo coincide con
Freud, Durkheim y Radcliffe-Brown en cuanto ai sentimiento y la es­
tructura social. (Comparto la opinión de Parsons (1949) de que
Freud y Durkheim sostenían lo mismo en lo esencial.) El rechazo de
la «psicología» por parte de los antropólogos estructuralistas se basa
en una confusión implícita en Durkheim entre el sentimiento y la so­
ciedad por un lado, y el individuo y la sociedad por el otro. Además
tienen la extraña opinión de que las reglas son más estables que las
emociones. Evidentemente no es así. Las reglas y las costumbres pue­
den cambiarse de la noche a la mañana -y lo serán si no llenan las ne­
cesidades sentidas-, pero los motivos, y principalmente los motivos
inconscientes, no se pueden cambiar tan rápidamente. No se trata sin
embargo de «reducir» las explicaciones sociológicas a explicaciones
psicológicas, sino de ver la pertinencia de una con respecto a la otra.
No se trata tampoco de pronunciarse por la estructura o por el senti­
miento, sino de considerar a ambos como parte de un solo sistema.
Este punto no es original, y Nadel lo dijo antes (1951) desde las filas
de la antropología inglesa, pero probablemente se necesita repetirlo.
Al menos para mí, las preguntas tradicionales de la antropología no
pueden contestarse adhiriendo de modo rígido a uno u otro de los
enfoques emotivo, intelectualista o sociológico, pues negar uno de
ellos es negar xma parte de la humanidad del hombre. Nada de lo hu­
mano debe ser ajeno a la ciencia del hombre.

223
D e l E d ipo a la s ex u a c ió n

B ibliografía

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224
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225
Los avatares del cuerpo
Acerca de los Fragmentos para una historia
del cuerpo humano

Claudio Godoy

Supongo que el cuerpo no es otra cosa que una es­


tatua o máquina terrestre que Dios forma deliberada­
mente para hacerla lo más parecida posible a nosotros
mismos [...]. R. Descartes, Tratado del Hombre.

La s técnicas del cuerpo y s u historia

Durante la primera guerra mundial un atento soldado francés obser­


vaba el paso de la infantería británica. Tanto su balanceo como la fre­
cuencia y longitud del paso diferían notablemente del de las tropas
francesas. El resultado fue francamente decepcionante cuando, luego
de la heroica batalla de Aisne, los ingleses trataron de desfilar con una
banda francesa. Todo se volvía discordante en su marcha, exponién­
dolos a un ridículo poco acorde con las proezas realizadas en el cam­
po del honor. Con anécdotas como esta presentaba en 1936 Marcel
Mauss su concepto de «técnica corporal».* Elstas incluyen desde las
técnicas de natación hasta las posiciones de las manos en reposo o la
diferencia entre hombres y mujeres al arrojar una piedra. Recorrien­
do distintas culturas, generaciones o sexos, demostraba la naturaleza
social del habitus. Realizaba así una teoría de la técnica de los cuerpos,
que partía de describir la forma en que los hombres, según cada so­
ciedad, hacen uso de su cuerpo siguiendo ciertas tradiciones. «Deno-

1. M. Mauss, «Concepto de la técnica corporal», en Sociología y Antropología, Ma­


drid, Tecnos, 1979.

2 27
D el E dipo a la s ex u a c ió n

mino técnica -afirma M auss- al acto eficaz tradicional.»^ Y lo diferen­


cia de otros actos -com o por ejemplo los morales-, porque lo consi­
dera un mero acto de tipo mecánico, físico o físico-químico, desco­
nociendo lo que hay de social y cultural en él. Así describe técnicas
del nacimiento, de la adolescencia, del adulto, del hombre y la mujer;
técnicas del reposo, del movimiento (correr, saltar, danzar, trepar, na­
dar, etcétera) y técnicas del cuidado del cuerpo (cuidado de la boca y
la higiene) o del comer.
Sin duda la investigación de Marcel Mauss abrió una perspectiva
para trabajos como los recientes Fragmentos para una historia del cuer­
po huTTtano.^ Esta obra reúne textos de diversos autores provenientes
de campos heterogéneos tales como la antropología, la sociología, la
filosofía, la historia y la literatura. Como afirma la presentación de
Michel Feher, se ubica en la intersección entre el pensamiento y la vi­
da, pues no aborda el cuerpo como una entidad «sin historia»"* -al
modo de las ciencias naturales-, sino como la narración de sus modos
de construcción, lo cual modifica la noción y la percepción misma
que se tiene de ese cuerpo. Esta historia, y los problemas sobre la éti­
ca del cuerpo que permite interrogar, apuntan a los impasses contem­
poráneos. Señala Feher:

Pues debemos preguntamos, en primer lugar, quién es el cuerpo


o qué tratamos que sea cuando lo percibimos como un sistema in­
mune amenazado por todas partes, incluso por sus propias funcio­
nes; cuando tratamos de descubrir en nosotros mismos la [...] de­
ficiencia que nos distingue de las máquinas sin devolvemos hacia
un estado animal; o cuando el útero deja de mostrarse como un lu­
gar inequívoco y silencioso que perpetúa las especies.^

Por lo tanto, una historia del cuerpo se toma quizá más urgente en
nuestra época, en que la incidencia de la ciencia sobre el soma plantea

2. Ibíd., p. 342.
3. AAW , Fragmentos para una historia del aierpo humano, Madrid, Taunis, 1990, 3
tomos. Editado por Michel Feher con Ramona Naddaff y Nadia Tazi; cuenta con tex­
tos de: Jean-Pierre Vernant, Julia Kristeva, Jean Starobinsky, Paxil Valéry, Jacques Le
G off y Aliñe Rousseile, entre otros.
4. M. Feher, «Introducción», en Fragmentos.,., ob. cit., L I, p. 11.
5. Ibíd,,p. 12.

228
Lo s AVATARES O a CUERPO

problemas inéditos. Esta época sería también, al decir de Paul Valéry,


la del «somatismo», que es el modo de nombrar la religión de nues­
tro tiempo, aquella que promueve el «culto de la máquina de vivir»/
Aquí se presenta una perspectiva de la historia que a nuestro en­
tender le debe mucho a Michel Foucault y su manera de trazar la ge­
nealogía de ciertas nociones y discursos, de buscar su solidaridad con
determinadas prácticas y dispositivos. Esto rompe toda objetivación
a priori y permite, como afirmaba Paul Veyne, definir el oficio del
historiador como el de «extrañarse ante lo evidente»^, en tanto que
«los hechos humanos son raros, no están instalados en la plenitud de
la razón».®
Los tres tomos de Fragmentos... reúnen ensayos que no pretenden
realizar una historia completa sino más bien fragmentaria, una suer­
te de Work in progress que se despliega en múltiples planos. Plantea ar­
ticulaciones, cruces de disciplinas, problemas heterogéneos, que se
ordenan siguiendo tres ejes -a cada xmo de los cuales se le dedica vm
volumen- que intentaremos comentar.

C u e r p o s divino s

El primer eje -que los autores denominan «vertical»- aborda la


relación, la distancia y la proximidad entre la divinidad y el cuerpo
humano. No se trata aquí tanto de medir el antropomorfismo con
que los hombres han concebido las figuras de sus divinidades sino de
interrogarse -inviniendo la perspectiva- acerca de qué clase de cuerpo
se dan ellos mismos segín el poder y las figuras de lo divino, lo cual impli­
ca «qué ejercicios deben realizarse con la finalidad de parecerse fi'si-
camente a im dios o para comimicarse sensualmente con él»,^ Esta
problemática puede recorrerse entonces en distintos momentos his­
tóricos, en diversas tradiciones de pensamiento y doctrinas. A su vez,
permite encontrar momentos de conjunción y de disyunción entre el
cuerpo y la religiosidad.

6- P. Valéry, Cahierr, citado en J. Starobinsky, «Breve historia de la conciencia del


cuerpo», en Fragmentos..., ob. c í l , l II, p. 353.
7. P. Veyne, Córno se escribe la historia, Madrid, Alianza, 1984, p. 17.
8. Ibíd., p. 200.
9. M. Feher, ob. cit., p.l3.

229
D e l E oipo a la s ex u a c ió n

Por ejemplo, es posible preguntarse qué era un cuerpo para los


griegos arcaicos, aún antes de la distinción cuerpo-alma o de un cor­
te radical entre lo natural y lo sobrenatural; allí donde lo humano y
lo divino entraban en una dialéctica de contrastes entre inclusión-ex­
clusión, similitud-diferencia y donde el cuerpo encuentra la marca de
la limitación y ffagmentariedad en referencia a la plenitud corporal
de los dioses.
Por su parte, el gnosticismo, durante los primeros tres o cuatro si­
glos después de Cristo, fue tal vez la doctrina que más claramente
planteó la renuncia al cuerpo físico. Afirmaba la necesidad, por parte
del «alma», de un conocimiento que la rescatase de su sombría intro­
ducción en un mundo que le resultaba extraño. El cuerpo no sería en­
tonces una casa para el alma diseñada por un creador sino una «cár­
cel»*® concebida por monstruos invisibles.
El pensamiento hebreo permite mostrar, desde la antigüedad has­
ta los desarrollos más recientes, una concepción distinta de la cristia­
na. Para el cristianismo la relación y filiación camal se termina impo­
niendo como separada y desvalorizada respecto de la vida espiritual.
Por el contrario la tradición judía, escrita en la Biblia hebrea, la tra­
dición rabínica y la Cabala, muestra una unidad de percepción que
articula hechos culturales, religiosos y narrativos, donde el cuerpo
humano es abordado fundamentalmente como sujeto de filiación e
inscripto en la relación con el otro sexo, articulado en la noción mis­
ma de «engendramiento».**
A su vez, el primer volumen de la obra que comentamos dedica
sendos ensayos a la relación del cuerpo con la divinidad en el tantris-
mo, o el cuerpo como una réplica del universo para los taoístas. Tam­
bién aborda la relación entre la corporeidad y la racionalidad en el Ja­
pón medieval, mediante las historias de los espíritus y los hombres
hambrientos.
Varias páginas de este volumen están dedicadas a las diversas pro­
blemáticas que sobre el cuerpo se ha planteado el cristianismo. Uno

10. M. Williams, «Imagen divina-Prisión de la carne: percepciones del cuerpo en


el antiguo gnosticismo», en Fragmentos..., ob. cit., 1.1, p. 130.
11. Ch. Mopsik, «El cuerpo de! engendramiento en la Biblia hebraica, en la tra­
dición rabínica y en la Cabala», en Fragmentos..., ob. cit., 1.1, p. 49.

230
L o s AVATARES DEL CUERPO

de los trabajos se centra en la «crisis iconoclasta» que opuso dos gru­


pos de cristianos: aquellos que se oponían a la representación y culto
del rostro de Cristo, por considerarlos blasfematorios; y quienes sos­
tenían que el mismo debía ser pintado y adorado. Entre estos últimos
se destacó Nicéforo el Patriarca -d e quien se reproduce un fragmen­
to de sus «Antirrédcas»,*2 adalid de la «iconodulia» que introdujo la
distinción entre «inscripción» y «circunscripción». La inscripción
pictórica del rostro no limita, no circunscribe su esencia. Cristo no
quedaría cercado en la imagen que lo representa, pues la mimesis ico-
nica no es ni identidad esencial ni réplica realista, sino un parecido
formal lleno de ausencia. Esto es precisamente lo que los iconoclas­
tas confundían. Podemos seguir así un singular debate histórico que
introdujo interesantes problemas sobre la relación entre la imagen, el
ser, el trazo y el nombre.
La imagen de Cristo se tom ó también inquietante en el cuadro en
que Hans Holbein lo muestra muerto, tumbado sobre una losa, con la
mirada vacía y los estigmas de la crucifixión. La visión de ese hombre
abandonado por el Padre hizo escribir a Dostoievsld la reflexión de que
al mirarlo «un creyente puede perder la fe».*^ ¿Cuál es el límite enton­
ces entre la fe y la representación pictórica del cuerpo del hijo de Dios?
Pero, sin duda, la relación central del cristiano con la «carne divi­
na» está en la hostia, sustancia misteriosa y sobrehumana capaz de
distribuir salvación y salud. Diversas narraciones dan cuenta del po­
der del «alimento sacramental» o «pan de los ángeles», mediante el
cual los endemoniados se libraban de sus satánicos poseedores, los
enfermos sanaban y ios guerreros obtenían una energía suplementa­
ria. Se entrelaza, de este modo, un cuerpo -el divino- con otro -el del
creyente-, que lo incorpora.
El cuerpo se liga asimismo a las transformaciones míticas y sus re­
laciones con lo bestial. Una singular transformación es la referida a la
licantropía, la metamorfosis de un hombre en lobo. Durante los siglos
XVI y XVII en el condado franco de Burgundia se registró una pro­
liferación de hombres lobo, en documentos donde es posible seguir

12. Nicéforo el Patriarca, «Antirréticas II», en Fragmentos..., ob. dt., 1 1 , p. 159.


13- R Dostoievski, El idiota, dtado en J. Kristeva, «El Cristo muerto de Holbein»,
en Fragmentos..., ob. cit., L I, p. 247.

231
D e l Edipo a ia sexuación

tanto los signos de la extraña modificación, sus explicaciones, así co­


mo también su relación con las «brujas». Eran encamaciones del mal,
de un peligroso álter ego, que había que saber detectar y tratar.
De todos modos, si podemos señalar xm punto fimdamental en la
relación entre el cuerpo humano y Dios en occidente, este concierne
particularmente al cuerpo femenino. Entre los años 1200 y 1500 se
produjo xm viraje en que el cuerpo adquirió xm nuevo significado reli­
gioso. Dicho momento pone fuertemente en primer plano lo que los
autores denominan «la espiritualidad somática de la m u jer» .T ran s­
formado en xm medio para acceder a lo religioso, el cuerpo cobra un
lugar destacado en las acciones de los santos, ya sea san Francisco be­
sando a los leprosos o las santas italianas comiendo el pus de los enfer­
mos. Pero las mujeres son las que muestran las transformaciones más
singulares: heridas estigmáticas que sangran, lactancias milagrosas, ex-
hudaciones santas, embarazos místicos, son algunos de los prodigios
más notables. Esto no significa que los hombres no hayan tenido expe­
riencias vinculadas con Dios, «pero a menudo se vieron a sí mismos
con imágenes femeninas y aprendieron sus prácticas piadosas de las
mujeres». La asociación entre la mujer y el cuerpo de Cristo ha lle­
vado a «tratar a la carne de Cristo como si fuera de mujer, al menos en
lo que respecta a algunas de sus funciones salvíficas, en concreto en lo
relativo a sxis pérdidas de sangre y a su capacidad nutricia».*^
Este primer volximen aborda además el límite entre lo animado y lo
inanimado, por ejemplo, en la relación entre el títere y el modelo hu­
mano. Desde el singular estatuto ontológico que el muñeco adquiere
en las culturas asiáticas y africanas, hasta el títere exiropeo y el teatro de
marionetas de Heinrich von Kleist. Ahora bien, si algo ha suscitado la
interrogación por el cuerpo y el hacedor divino, eso es el artificio que
el propio hombre crea, es la imagen tecno-mitológica del autómata,
tan fecunda en las reflexiones del pensamiento clásico -entre los siglos
XVI y XDC. Eszs máquinas inicialmente tendían a simular y reempla­
zar el cuerpo, pero muy pronto trataron de emular la capacidad inte-

14. C. W. Bynum, «El cuerpo femenino y la práctica religiosa en la Baja Edad


Media», en Fragmentos,.., ob. dt., 1.1, p. 164.
15. Ibíd., p. 172.
16. Ibíd., p. 179.

232
Lo s AVATARES DEL CUERPO

lectual y de cálculo del espíritu. EUas son, como afirma J. C. Beaune,


«el ideal, la utopía de la máquina, su absoluta perfección medida en es­
ta independencia que injerta en ella, de golpe, xm valor antropomórfi­
co o vital». *2 La relación entre Dios, el hombre y la máquina recorre
los planteos de Descartes y D ’Alembert, pasando por las máquinas ca­
paces de calcxilar de Pascal, Leibniz o Babbage, para interrogar nuestra
convivencia con los ordenadores y los gadgets del presente.

Los ROSTROS DEL ALMA

El segxmdo eje, denominado «transversal», plantea la relación en­


tre lo que en el pensamiento occidental se ha concebido como el «al­
ma humana» y sus expresiones corporales: gestos y emociones. Pero
también las disciplinas a las que habría que someter al cuerpo para ob­
tener ima purificación del alma, «qué regiones del cuerpo se movili­
zan y qué tipos de disciplina son impuestas sobre esta movilización pa­
ra producir el alma de im héroe, un santo o xm perfecto cortesano».*®
Es decir que el corte transversal plantea la relación entre ese principio
vital, intelectual o moral pero invisible en sí mismo que es el alma, y
los rasgos y actitudes que la revelarían en el cuerpo. Así también se
puede pensar a la inversa: cómo incidir en el alma por medio del cuer­
po. Se trata, por lo tanto, de xma bisagra entre lo visible y lo invisible,
o también entre xm supuesto «adentro» y el «afuera».
Esta perspectiva permite a los autores trazar un camino que em­
pieza con el nacimiento de la noción de «alma inmortal» en el Fedón
de Platón, y atraviesa los diversos avatares de esta noción en el pen­
samiento occidental.
Tal como señalamos, los gestos y las emociones ocupan im lugar
destacado en este eje. El gesto ha estado ligado a los valores morales.
Se ha buscado distinguir cuáles son «buenos» y cuales «malos», o se
procuraba evitar los excesos, desde Aristóteles a Cicerón o san Am­
brosio. Por otra parte, el surgimiento en occidente de la fisiognomía,
sostenida en la idea de la solidaridad entre el rostro y el alma, busca-

17. J- C. Beaime, «Impresiones sobre el automatismo clásico (siglos XVI-XÍX)»,


en Fragmentos..., ob. cit., 1.1, p. 448,
18. M. Feher, ob. cit., p. 14.

233
D e l E d ii >o a u ^ ix u a c ió n

ba codificar una serie de indicios que, siguiendo el mecanismo de la


equivalencia, asegurara un saber sobre los rasgos del cuerpo.
También la vestimenta y la desnudez tienen un lugar importante en
esta historia. El hecho de que la ropa otorgue al sujeto una identidad
antropológica, social y religiosa hizo que para los egipcios, babilonios
y judíos encontrarse desvestido estuviera referido a un estado envile­
cedor propio de la esclavitud, la prostitución o la demencia. Mientras
que en el polo opuesto encontramos en Grecia una celebración de la
desnudez, vinculada con la concepción griega de la claridad del ver y
la metáfora de «la desnudez de la verdad».*^ Pero la desnudez cobra
también un valor singular en la erótica provenzal, en que entre el be­
so y el acto indefinidamente postergado se encontraba la práctica de
«la contemplación de la dama desnuda» y el asag^^ la prueba de amor.
La sacralización de la belleza femenina por parte de los trovadores lle­
va al establecimiento de esta «ceremonia», muchas veces clandestina,
donde el hombre podía contemplar a la dama mientras se desvestía, y
encontrar allí la recompensa a su fidelidad.
El arte de la seducción también tiene su versión africana en los
bailes conocidos en Níger como el geerewoL Durante siete días, casi
mil hombres participan en concursos de baile cuyo jurado está com­
puesto exclusivamente por mujeres. Se disputan así el interés de es­
tas, y resultan de este certamen no pocos matrimonios.
Asimismo podemos seguir en este volumen las formas del adies­
tramiento del cuerpo desde la edad de la caballería hasta la urbanidad
cortesana. Se destaca aquí la compostura del futuro caballero, el con­
trol en su porte, y cómo la llegada del siglo XVI introduce el concep­
to de «urbanidad» con que la nobleza se define produciendo un vira­
je en las costumbres de las cortes.
Interrogarse por la relación alma-cuerpo, como lo hace el segtmdo
tomo de estos Fragmentos..., lleva necesariamente a poner en tela de
juicio la noción de «cenestesia»,^* considerada como la forma en la
que el alma recibe la información del estado del cuerpo, a diferencia

19. M. Perniola, «Entre vestido y desnudo», en Fragmentos..., ob. cit-, t. II, p. 238.
20. R. Nelli, «Las recompensas del amor», en Fragmentos..., ob. cit., t. II, p. 219.
21. J. Starobinsky, «Breve historia de la conciencia del cuerpo», en Fragmentos...,
ob. cit., t. n , p. 353.

234
L o s AVATARES DEL CUERPO

de la sensación por la cual se representa el mundo. Por esta vía se pue­


den recorrer las teorías psicológicas de Ribot, Janety Blondel; o la sin­
gular torsión que introduce Sigmund Freud. Mientras que para Ribot
la personalidad descansa en la cenestesia, esto es, en los mensajes pro­
venientes del cuerpo, ya en su Traumdeuttmg Freud la destrona de ese
privilegio cuando al abordar las fuentes somáticas del sueño demues­
tra que la cenestesia es un material como otros, sometido al trabajo
onírico y al singular entramado del lenguaje inconsciente.
En oriente encontramos la concepción china del cuerpo enmarca­
da por los conceptos del shen y el xin. El cuerpo chino {sheri) es un
maniquí portador de atributos físicos que serían la expresión del co­
razón-mente {xin), el cual se manifiesta en la postura y estructura fí­
sica; constituye im campo de fuerza psíquico que debe dominar al
shen. Una segunda función de este último está ligada a la portación de
las prendas de vestir, que indican tanto de la posición social como
moral- Por esta razón encontramos que en China la belleza física es
considera de un modo muy distinto, por ejemplo, a la Grecia clásica.
Por su parte, en el Japón las ideas sobre el cuerpo son solidarias de
los sistemas religiosos y filosóficos del budismo mahayana y de la me­
dicina china. Las modalidades de la curación religiosa en el Japón
permiten interrogar los alcances y límites del «holismo» oriental en
su supuesta oposición al dualismo occidental de la mente y el cuerpo.
Finalmente, otro punto destacado dentro el eje «transversal» es el
de las prácticas vinculadas al tratamiento de los restos mortales. La
ciudad de Benarés, en la India, está consagrada a Siva, señor de la tie­
rra de la cremación y destructor del universo; presenta en sus calles
el singular contraste entre las humeantes piras funerarias, en las que
se desintegran los cadáveres, y la presencia de musculosos culturistas
que se ejercitan a pasos de ellas. Este contraste permite pensar el es­
tatuto del cuerpo en la cultura hindú a partir de sus distinciones y pa­
radojas. En la religión cristiana, por su parte, la cuestión de la muer­
te se tratará en la singular relación entre el cuerpo, el alma y el cielo,
en las etapas del viaje al paraíso.

ÓRGANO Y FUNCIÓN: LOS USOS DEL CUERPO

Por último, el tercer eje nos presenta ciertos «usos» del cuerpo,
ya sea en su integridad, en algunos de sus órganos o en las sustancias

235
D e l E dipo a la s ex u a c ió n

que produce. En algunos casos esos usos han sido metafóricos; desde
la antigüedad se registran concepKriones organicistas de la sociedad,
basadas en las creencias y el valor que se otorga a determinadas par­
tes del cuerpo. La «cabeza», sede del alma y la inteligencia, se inden-
tificaba con la función de poder directivo frente a la cual los «miem­
bros» debían subordinarse. Estas metáforas corporales han tenido
una aplicación frecuente en el ámbito político, y se destaca su utiliza­
ción en la Edad Media -fundamentalmente la oposición «cabeza-co­
razón». Esto puede apreciarse en el Policratus de Jean de Salisbury, de
1159, quien afirmaba que:

El Estado es un cuerpo... El príncipe ocupa [...] el lugar de la ca­


beza [...] El senado ocupa el lugar del corazón, que da su impulso
a las malas y a las buenas obras. Las funciones de los ojos, las ore­
jas y de la lengua están aseguradas por los jueces y los gobernado­
res de provincias.22

Por otra parte, la política de Pascal puede concebirse como una


teología, cuando aborda la relación entre el Rey y Cristo, o entre el
divino Rey y el Rey divino. Así, en un particular quiasmo que mues­
tra a cada uno como reverso del otro,

[...] el rey (con r minúscula, el individuo real de rodillas hinchadas


por la gota, el cuerpo orgánico), al derramarse por completo en su
«imagen», al transformarse en «representación», se convierte en
el Rey (con R mayúscula, !a dignidad, la majestad, el cuerpo polí­
tico); y a la inversa: es aniquilándose como hombre en la criatura
como Dios tiene cierta posibilidad de hacerse ver.^^

De todos modos este uso político del cuerpo va más allá de la me­
táfora, pues las consecuencias y relaciones con quienes ocupan cier­
tos lugares de poder político la exceden, y muchas veces marcaron el
destino de sus propios cuerpos. Desde las prácticas de decapitación

22. J. D e Salisburry, Policratus, citado en J, Le Goff, «¿La cabeza o el corazón? El


uso político de las metáforas corporales durante la Edad Media», en Fragmentos.,,, ob.
cit., t. in, p. 17.
23. L. Marín, «El cuerpo del poder y la encamación en Port Royal y Pascal o la
representatividad plástica del absoluto político», en Fragmentos.., ob, cit., t. III, p.
422.

236
L o s AVATARES DEL CUERPO

hasta los sacrificios de los aztecas, cuyo fin era liberar una energía que
preservara el orden cósmico. El cuerpo del emperador romano y de
los reyes en el occidente cristiano ha planteado la relación entre lo
mortal y lo divino, que se reflejaba, entre otras cosas, en los trata­
mientos que se le debían a su muerte. En África el cuerpo del rey es
el lugar donde las fuerzas naturales se articulan c»n el orden social.
Por eso no debe padecer imperfecciones ni puede envejecer o perder
su potencial sexual sin acarrear un peligro para la comunidad misma.
Por lo tanto es un cuerpo destinado al sacrificio ritual, momento en
que la violencia ejercida desde el poder retoma sobre su agente.
Esta obra interroga igualmente la relación entre la posición social
y las costumbres sexuales en el Imperio Romano, los cuerpos de los
esclavos, la prostitución y la relación con la delimitación burguesa
entre el hogar y el mercado. Así, por ejemplo, la moral victoriana es­
tablecía una relación entre la masturbación y la prostitución, ya que
ambas serían desviaciones del sujeto con respecto al hogar familiar.
Ambas muestran cómo

Las paradojas de la sociedad comercial que preocupaban ya a Adam


Smith y a sus colegas, las punzantes dudas acerca de la capacidad de
una economía de mercado libre para mantener el cuerpo social,
atormentan al cuerpo sexual. O, a la inversa, el cuerpo sexual per­
vertido atormenta a la sociedad y le recuerda su fi^gilidad.^^

Entre los ensayos que agmpa este volumen se destacan también es­
tudios sobre partes y sustancias del cuerpo. Encontramos aquí una ori­
ginal «historia del cKtoris» que demuestra que este «ha hecho correr
más tinta que ningún otro órgano, o al menos que ningún otro de su
tamaño»/5 Esta historia marca los momentos de hallazgos y olvidos de
este «aguijón de la voluptuosidad»,donde los trabajos de S. Freud so­
bre la sexualidad femenina marcan xm momento fundamental.
Asimismo se encuentran diversas consideraciones sobre la sangre

24. T. W. Laquear, «El mal social, el vicio solitario y servir el té», en Fragmen­
tos..., ob. cit., t. III, p. 341.
25. Id., «Amor veneris, vel dulcedo appeletur», en Fragmentos..., ob. cíl , L III, p.
91.
26. Ibíd., p. 101.

237
D el E oi ^ a la ^fxuAtióN

y el esperma tal como se revelan en antiguas teorías sobre sus géne­


sis y relaciones para dar cuenta de las preguntas sobre la procreación
y el parentesco. En este volumen se recorren las imágenes, creencias
y costumbres acerca del cuerpo, presentes en Melanesia o en los
Garbha-Upanisad de la literatura védica. Se destaca la problemática
abierta por la incidencia de la ciencia en la reproducción humana; la
donación de esperma y el préstamo del útero. La autora de este en­
sayo destaca la disimetría en la consideración de ambas cuestiones;

[...] la inseminación artificial del semen donado ha entrado en nues­


tras costumbres sin perturbarnos, mientras que la figura de la
«madre portadora» nos inquieta y nos escandaliza pues, al hacer
posible la distinción entre madre uterina, madre ovular y madre
social, trastorna nuestra percepción de un cuerpo materno único,
verdadero y cierto. Se tolera que un padre sea suplido por un do­
nante de semen -actor sin nombre, pura presencia somática-, pe­
ro hay resistencia a la idea de que el parto no haga a la madre. El
cuerpo del padre puede borrarse, pero no el de la madre.22

Por otra parte, encontramos las consideraciones morales, literarias,


humorísticas y políticas del «arte de sacar muelas», en especial entre
los siglos XVII y XIX. El dolor de muelas era el castigo recibido por
el pecado de lujuria; por eso llevaba a la pérdida de los placeres. Aún
en el siglo XIX se encuentra en las tiras cómicas la representación de
la extracción de muelas como un tormento expiatorio, muchas veces
ligado a los excesos sexuales. Se destacan así las ilustraciones de Wil-
helm Busch El diente picado y John Nield Historia de un flemón. Vale re­
cordar aquí que Freud cita al primero de ellos en su «Introducción del
narcisismo» de 1914, justamente en el pimto en que se refiere a la in­
fluencia de la enfermedad orgánica en la distribución de la libido pa­
ra dar cuenta del «egoísmo del enfermo»;2®«En la estrecha cavidad de
su muela -escribía Busch- se recluye su alma toda».29 Es evidente en-

27. G. Sissa, «Los cuerp>os sutiles», en Fragmentos..., ob. cit., t. III, p. 133.
28. S. Freud, «Introducción del narcisismo», en Obras completas, Buenos A res,
Amorrortu, 1979, t. XIV, p. 79.
29. W. Busch, citado por S. Freud, ob. d t. Esta referencia a W. Busch correspon­
de a su obra Balduin Bahlam, el poeta hnpedido, tradudda en E l Caldero de la Escuela N®
41, Buenos Ares, EOL, 1996, p. 58.

238
Los AVATARES OEL CUERPO

tonces el lugar paradigmático que tuvo el dolor de muelas en las con­


sideraciones sobre el estatuto mismo del dolor.
También el siglo XIX ha sido pródigo en consideraciones sobre la
riqueza, la propiedad, la enfermedad y la muerte. problemática
puede rastrearse en la novela Nuestro común amigo de Charles Dic-
kens, inspirada a su vez en el texto Hasta este último de John Ruskin,
quien se preguntaba en 1862: «...Si nos es fícito concluir de un mo­
do general que un cuerpo muerto no puede ejercer propiedad, ¿qué
grado de vitalidad debe poseer el cuerpo para hacer factible la pose­
sión?»/® Esta interrogación muestra muy bien cómo para el pensa­
miento Victoriano el valor económico se determina en relación con el
bienestar del cuerpo.

C uerpo , vida y muerte

Resultará fácil para el lector de Freud y de Lacan reconocer


cuántas problemáticas afines ai campo del psicoanálisis aborda Frag­
mentos.,. Las referencias al alma y el cuerpo, el amor cortés, el goce
místico y el goce femenino, la relación con el goce del amo y el es­
clavo, el goce fálico, el sacrificio, la imagen y el semblante, están cla­
ramente presentes en las páginas de estos tres volúmenes. Podría
leerse esta obra desde cada uno de estos operadores que nos brinda
la enseñanza de Lacan, y daría pie, sin lugar a duda, a múltiples tra­
bajos y debates fecundos. Pero si hay algo que a nuestro entender es­
ta historia nos enseña, es cómo los discursos constituyen modos de
tratar el plus de goce; nos revela los significantes amo de cada tradi­
ción, así como los saberes con que se intenta regularlo, producirlo o
distribuirlo. Los mitos de su pérdida, los distintos semblantes del pa­
dre, los fantasmas que hicieron existir al Otro, como también lo que
hay de libidinal en toda economía y política. Las sabidurías y éticas
que intentaron limar sus excesos o los rostros superyoicos que exi­
gieron en sacrificio. Nos muestra muy bien que el cuerpo no es el vi­
viente, sino lo que se produce por el vaciamiento de goce que intro­
duce el lenguaje y los objetos residuales que produce al marcarlo en

30. C. Gallagher, «La bio-economía de Nuestro común amigo», en Fragmentos..


ob. cit-, t. m , p. 345.

239
D el E oipo a la sex u a c ió n

sus agujeros. Las técnicas del cuerpo de Mauss revelan que el cuer­
po es el lugar del O tro y que lo que Feher plantea como la intersec­
ción entre pensamiento y vida podríamos retomarlo más bien como
la mortificación del viviente por el lenguaje.

¿Por qué se llamaría algo como un volumen, un objeto, en tanto


sometido a las leyes del movimiento un cuerpo? -se pregimtaba
Jacques Lacan- ¿Por qué se hablaría de caída de los cuerpos?
¡Qué curiosa extensión de la palabra cuerpo! No es más que a par­
tir de esto. Que desde el principio el cuerpo, nuestra presencia de
cuerpo animal es el primer lugar donde meter inscripciones, el
primer significante.^*

Por supuesto esto no implica olvidar lo que el cuerpo debe tam­


bién a lo imaginario, sino que, por el contrario, muestra que debe
concebirse respecto del anudamiento de lo simbólico, lo imaginario
y lo real; allí donde Lacan entrelaza su nudo borromeo y escribe:
cuerpo, vida y muerte.

31. J. Lacan, «El seminario, libro 14, La lógica del fiantasma», clase del 31/5/67
(inédito).

240
il
La enseñanza del psicoanálisis
Conferencias
El ruiseñor de Lacan
Conferencia inaugural del ICBA

Jacques-Alain Miller

Una parte de la enseñanza es repetición. No hay que descartar ni des­


preciar esta parte de la enseñanza: repetir lo ya dicho, lo acumulado
por los que vinieron antes que nosotros. Conocemos la importancia
de establecer bibliografías, cosa que hoy resulta más fácil gracias a la
computadora. Existe, por ejemplo, un diskette -que encontré en el
congreso de la IPA- con toda la literatura psicoanalítica norteameri­
cana; contiene todos los números de The International Journal,., de la
American Psychoanalytical Association. Se necesitaría una sala ente­
ra para ubicar esos volúmenes que caben en un solo diskette. Además,
en este diskette o en tal sitio de Internet, pueden preguntar sobre un
término, un concepto analítico y en siete segundos tienen toda la lis­
ta de referencias necesarias. Es decir que la práctica del trabajo de re­
copilación bibliográfica será cada vez más fácil, pero, también, cada
vez menos una disciplina propia.
Sin embargo, hay que respetar este lado de la enseñanza (el de las
referencias, la acumulación, la erudición), donde se trata de estar
completo, bien informado. Tampoco descartamos la función de la se­
lección en lo que hay que repetir. Pero existe otra vertiente, porque
no podemos sostener ninguna enseñanza solamente con la repetición.
La otra vertiente es lo que llamamos investigación -según figura en
la tapa del cuadernillo dei Instituto-, que significa búsqueda, espera
de lo nuevo. Es verdad que para pensar que algo puede ser nuevo hay
que conocer lo acximulado. Hay una dialéctica entre esas dos vertien­
tes. Se dice: espera de lo nuevo, de un buen encuentro, de un hallaz­
go, y esto obedece a otro régimen que el de la repetición docente. En
esta vertiente estamos en la contingencia, no tenemos seguridad (en
la repetición sí tenemos seguridad). Solamente se puede tratar, como

245
La e n se ñ a n za DEL p s ic o a n á lis is

lo hacen las ciencias duras, de organizar lugares donde sea posible


producir encuentros, donde se crucen ideas y personas, que le permi­
tan manifestarse al azar; y esto es tan importante como todo lo que
pertenece a lo sistemático.
Como esta noche quiero dirigirme a esta vertiente, dejaré de lado
lo sistemático, fundamental, que soporta la actividad, pero que solo
interesa en la medida en que da lugar a lo asistemático, lo singular.
Empezaré entonces hablando de una singularidad, de la búsqueda de
Lacan bajo la forma del seminario, que era su aparato de enseñanza.
N o conoció otro hasta que tuvo su Escuela, pero nunca lo descartó
como aparato. A continuación haré algunas reflexiones sobre lo sin­
gular como tal. Sin embargo, para conservar este aspecto, daré a la
charla de esta noche un título borgeano: «El ruiseñor de Lacan».
(Hay un texto de Borges al cual aludiré que es «El ruiseñor de
Keats», del poeta Keats.)
En realidad, Lacan tuvo im solo aparato de enseñanza, su semina­
rio. La existencia del seminario de Lacan durante treinta años segu­
ramente contribuyó al sentido que tiene esta palabra, al menos en la
lengua francesa. En latín clásico, un seminarium era exactamente una
«huerta»; seminare viene de «semen». A partir de la contrarreforma
se conoce el sentido moderno de la palabra «seminario»; a saber:
«institución donde se preparan los jóvenes para recibir las órdenes
religiosas». El seminarium en su sentido moderno es una creación de
la contrarreforma, del Concilio de Trento, cuando la Iglesia Católica
buscaba los aparatos para reconquistar la cristiandad. Por extensión y
a partir de ese sentido original, o al menos moderno, asumió el sen­
tido general de «lugar donde se da una formación a los jóvenes». Es
lo que encontré en el diccionario de lengua francesa, que se detiene
en este punto. Pero podemos continuar un poquito la historia de la
palabra «seminario» en su sentido moderno.
En la universidad un seminario se distingue del curso magistral en
tanto que es un lugar de estudio donde los alumnos presentan trabajos
y el maestro, el profesor los orienta, los corrige y conversa públicamen­
te con ellos. Son trabajados dirigidos, pero por un orden superior al
que, en el ámbito universitario, llamamos seminario. Esta forma de en­
señanza viene de Alemania, según creo haber leído en las memorias de
un historiador, se introdujo en Francia después de la guerra de 1870.
Francia perdió contra Alemania e inmediatamente empezó a robarle

246
El r u is eñ o r d e L acan

ideas para fortalecer su estructura, y en muchos campos de la enseñan­


za se impusieron los métodos alemanes. Es lo que Emest Renán acon­
sejaba a Francia: hacerse alumna de los alemanes -cosa que continuó
por mucho tiempo en varios campos de la intelectualidad.
Consideremos ahora el seminario como forma propia de enseñan­
za. No se puede decir que las intervenciones de los alumnos tengan
un gran lugar en el seminario de Lacan, sino que, por el contrario,
presentan más bien una forma residual. Aunque periódicamente él
trata de animarlos a preguntar o presentar ponencias, en esencia el
seminario de Lacan es el maestro que habla. En Francia eso produjo
casi un cambio del sentido o, al menos, aflojó los hmites de lo que es
un seminario.
Y hay que reconocer que el seminario de Lacan está bien nombra­
do, porque fue un semillero de psicoanalistas, un lugar de formación
en el psicoanálisis, en las formaciones del inconsciente. Se puede de­
cir, un lugar de formación del inconsciente y del tratamiento del in­
consciente por el psicoanálisis. Con grandes resultados, además, por­
que de los psicoanalistas formados en el seminario de Lacan son mu­
chos los que hoy están presentes en todas las sociedades de Francia,
lo que demuestra un éxito de formación intelectual y práctica. De
aquí que se justifique mirar de cerca qué es este maravilloso aparato
de Lacan. ¿Se trataba de un procedimiento? ¿Era un método? No me
parece. Pienso que fue tan exitoso justamente porque no se trataba de
ningún procedimiento ni de ningún método. De un procedimiento se
puede elegir tal y evaluar luego los resultados como una técnica.
Pero el seminario no era una técnica de Lacan. Comenzó como un
seminario de lectura, de lectura de la obra de Freud (los diez prime­
ros siempre tienen como referencia uno o dos libros de Freud). El
punto de inflexión fue El seminario 11, cuando Lacan presenta de ma­
nera nueva los cuatro grandes conceptos freudianos. Luego, se alejó
un poco del estilo de senúnario de lectura.
Lacan tuvo un modelo. N o es completamente original. El mode­
lo fue el seminario de lectura de Hegel que animó Kojéve en los años
30 y que ya era una recreación de Hegel. Se trataba de una lectura
creativa, una escansión, ima puntuación de la Fenomenología del espíri­
tu a partir de la dialéctica del amo y el esclavo. Esta lectura creativa
se impuso hasta tal punto que ahora los comentadores intentan des­
prenderse de la fuerza de la interpretación de Kojéve.

247
La en señ a n za d el p s ic o a n á lis is

También la lectura de Lacan, de Freud por Lacan, fue una lectu­


ra creativa a partir del campo del lenguaje, de la función de la pala­
bra; es decir, a partir de lo que parecía una ciencia piloto para la di­
mensión llamada de las ciencias humanas en los años 50: la lingüísti­
ca estructural. El punto de partida fue una lectura de Freud desde
Saussure reeditado, revisado por Jakobson, según ima fónnula no in­
ventada por Lacan sino por Lévi-Strauss. Es verdad entonces que es­
te seminario de Lacan fue im seminario de lectura, que tuvo como
modelo a Kojéve y que funcionó como ima lectura creativa a partir de
la lingüística estructural.
Pero el seminario de Lacan era otra cosa que estos ingredientes.
Se trataba del discurso de alguien que día tras día -o semana tras se­
mana- se agitaba alrededor del inconsciente, manifestaba que el psi­
coanálisis era a la vez su práctica y su dificultad, su preocupación; al­
guien que exponía el modo en que intentaba hacer con esta discipli­
na y este objeto, la manera en que a la vez se embrollaba y trataba de
desembrollarse, y lo que efectivamente se captaba era este movimien­
to de embrollo y desembrollo. (Estamos muy alejados de las ideas so­
bre métodos de enseñanza.) Finalmente, a partir de los textos de
Freud y de otros contaba su forma de actuar, que claramente cambia­
ba a medida que pasaba el tiempo. Lograba así transmitir el psicoa­
nálisis como disciplina, pero a la vez lo reinventaba a su manera.
Por supuesto, no siempre lo presentaba de este modo, ya que en
los primeros tiempos de su enseñanza lo hacía bajo la forma estruc­
turalista, como: «Es así». Pero ahora que tenemos un panorama del
conjunto, de la totalidad de su camino podemos percibir en la misma
evolución de su propuesta el aspecto de reinvención de una manera
particular de actuar. Desde ya que sería más cómodo presentarlo co­
mo un camino hacia la cientifización del psicoanálisis -y en el esfuer­
zo de Lacan había algo de esto.
Lacan obtuvo un extraordinario efecto de formación, disemina­
ción, fecundación del psicoanálisis, mostrándose a sí mismo en lucha
con un objeto, con una dimensión que no alcan a a dominar y que
tiene su consistencia y resistencia propias. A simple vista pensamos
que Lacan demuestra su dominio del tema, pero, si se percibe el ca­
mino en su continuidad, vemos que no se avergüenza de mostrar la
resistencia de un saber y cierto fracaso del dominio de im real. Este
fracaso, la demostración del fracaso del dominio, se hace patente en

248
El r u is eñ o r d e L acan

que Lacan no se detiene, siempre cambia, remodela, moviliza y sobre


ningún punto dice que «está cumplido». Y cuando lo hace, luego lo
desmiente poco.
Así pues, se intenta preservar la dimensión de insatisfacción. N o
agregaremos im sector especial, el de la insatisfacción, aunque estaría
justificado. Sería el sector donde se dice que no hay nada satisfacto­
rio en el programa, los métodos, lo que logramos. N o hacemos un
sector de la insatisfacción, porque eso debe estar por todas partes; es
el sector donde nunca se dice «cumplido».
Se puede ir más allá de este punto, aun cuando se trate del semi­
nario de Lacan, que no era un método. Pienso que este seminario fue
hecho por alguien que se justificaba, que quizá quería ser perdonado
por ejercer el psicoanálisis -a veces eso se pierde en lo postanalítico
de los analistas. Pero para Lacan había una suerte de pecado por ejer­
cer el psicoanálisis, por pretender en lo profesional el dominio de un
real que no se deja dominar. De manera tal que lo que Lacan dijo al
final de su vida (la idea del psicoanáfisis como impostura) anima a
presentarse cada semana frente a la audiencia para defender su causa
frente a un gran Otro -y no hay que olvidar que fue Lacan quien in­
ventó este concepto. Tenía sin duda cierta relación con el no seme­
jante a quien uno se dirige, ese lugar de la dirección del mensaje que
es asimismo de algún modo el autor.
Por otra parte, este Otro tiene una cara doble: por xm lado es dis­
tinto del pequeño otro, una función que parece anónima, imiversal,
abstracta; pero, a la vez -y es lo que Lacan subraya en Las formaciones
del inconsciente, a propósito del chiste-, este Otro no funciona sin una
limitación de su espacio, sin una limitación del campo a la parroquia.
Y me parece que el seminario de Lacan fue la formación de la parro­
quia que él necesitaba para hablar; y la creó, la formó hablando, esto
es, creó el Otro de esa parroquia. Se dirigió entonces a los analistas,
los formó, y el discurso que Ies dirigía se transformó en el Otro, por
el mismo hecho de dirigirse al gran Otro que constituye la comuni­
dad de los analistas. Este discurso de Lacan ftie recopilado y se volvió
para nosotros este Otro al cual él se dirigía.
Si según Freud el sueño fue el camino, la vía real para acceder al
inconsciente, para varias generaciones, el seminario de Lacan se pre­
sentó como una vía real para acceder al psicoanálisis, en la medida en
que no era un procedimiento, no era un método, sino que se jugaba

249
La en se ñ a n za d el p s ic o a n á lis is

algo del deseo y de la culpa en su producción. A la vez, Lacan creó


una lengua especial para hablar del inconsciente en el psicoanálisis,
que se impone cada vez más fuera de sus alumnos inmediatos. Creó
una lengua especialmente adecuada para captar, circunscribir los fe­
nómenos del psicoanálisis, y lo hizo a partir de elementos que tomó
del discurso científico pero que adaptó al objeto del cual se trataba.
Seguramente, Lacan tenía la idea de una transcripción de la obra
de Freud capaz de reanimar el campo del psicoanálisis y obtener la
lengua más adecuada al mismo. Quizás eso haya sido un sueño de La­
can: esta lengua casi matematizada. También el seminario fue un sue­
ño de Lacan, pero, si el docente no está a su vez animado por un sue­
ño, la enseñanza y la investigación no son realmente efectivas.
Ahora quiero dar algunas ideas generales sobre lo singular. Abor­
dé la enseñanza a partir de un caso muy singular, el de Lacan. Esa
perspectiva se impone también en nuestra clínica, en cuya transmi­
sión debemos priorizar lo singular, más que lo general o lo univer­
sal. Por eso no presenté ideas generales sobre la enseñanza sino un
caso particular de un docente que fue importante para muchos, al
menos aquí. Lo mismo vale para la clínica. Quizás en este aspecto
somos clínicos posmodernos. Si privilegiamos el caso particular, el
detalle, lo no generalizable, es en la medida en que ya no creemos en
las clases -n o me refiero a las clases sociales sino a las de los sistemas
de clasificación.
Se puede clasificar a Lacan y decir que hizo como Kojéve, como
Lévi-Strauss, etcétera, pero me parece que eso no da cuenta del fenó­
meno. De la misma manera hoy, al final del siglo, sabemos que nues­
tras clases, nuestros sistemas de clasificación son mortales, que las
clases que utilizamos son históricas; por ejemplo, las clases de nues­
tro sistema de clasificación de las enfermedades mentales: psicosis,
neurosis, perversiones, etcétera. Sabemos que nuestras clasificaciones
tienen algo relativo, artificial, artificioso, que son solamente sem­
blante; esto es, no se fundamentan ni en la naturaleza, ni en la estruc­
tura, ni en lo real.
Las clases solo se presentan hoy fundamentadas en la verdad, que
varía, tiene variedades que Lacan expresó con su neologismo varité
{varidad), para decir a la vez «verdad» y «variedad». Nuestras clases
producen efectos de verdad, pero el fundamento en ella no es el fun­
damento en lo real. Pascal ilustraba sus argumentos con las varieda-

250
El r u iseñ o r d e L acan

des de la verdad para exaltar la verdad eterna, divina. Hoy ya es un


argumento generalizado que la verdad no es otra cosa que un efeao,
que siempre es de un lugar, un tiempo y un proyecto particular.
Cuando se confiaba más en la semiología psiquiátrica, por ejemplo,
se encontraban las construcciones de Chaslin, psiquiatra francés, se-
miólogo por excelencia, que daba ejemplos de manera confusa, caó­
tica en el primer capítulo de su tratado. Empezaba con ejemplos, con
casos que tenían una descripción, un diagnóstico, y en el segundo ca­
pítulo daba el encuadre general de su clasificación nosográfica.
Es muy interesante pensar esta yuxtaposición del desorden de los
ejemplos. En el segundo capítulo viene el encuadre perfectamente
ordenado de la nosografía, donde se ve que por un lado hay signos y
por el otro hay clases, y que mediante el diagnóstico uno va de los sig­
nos a la clase. A partir de los signos patológicos puede ubicar en el
encuadre la clase a la cual se refieren. De manera que es inherente a
toda práctica del diagnóstico que el individuo se vuelva im ejemplar,
que se lo transforme en un ejemplar de una clase.
Por esta razón la práctica del diagnóstico repugna a nuestro indi­
vidualismo contemporáneo, que se resiste a la transformación en
ejemplar. Cada vez que ofrecemos Lina clasificación, la respuesta es
«soy yo» -no «soy im número», «soy un ejemplar». Hoy todo apun­
ta a dudar de las clases. Estamos en una cultura del historicismo, que
nos enseña que cada categoría que utilizamos de manera cotidiana
tiene una historia -tal como historicé la noción de seminario-, y que
nos ofrece continuamente el carácter histórico de esas categorías. Por
ejemplo, la continuidad de la obra de Michel Foucault está en el mis­
mo desplazamiento de los temas. Eso es la continuidad, las maneras
cotidianas de pensar que tienen una historia y que no siempre fueron
así. La misma palabra decía otra cosa, y hay que ver qué fuerzas, qué
eventos produjeron tal transformación. Entonces todo lo que pensa­
mos no es más que un resultado de im proceso anterior, histórico.
Hay toda una industria del historicismo que se aplica a todos los
niveles de la vida. Tenemos así el historicismo de la vida privada, con
el que nos enseñan que esta tiene su historia especial. En otras pala­
bras, cada objeto tiene hoy su historiador. En fin, me burlo un poco
de esto pero también estoy fascinado. Compré un libro -que aún no
he leído, solo miré las imágenes- sobre xma historia ddpackagtng. Hay
xma historia magm'fica de la manera en que se hace xm paquete de las

251
La e n señ a n za o e l p s ic o a n á lis is

cosas que se compran, del primer americano que inventa poner textos
sobre esos paquetes... Antes no se hada y en im momento alguien di­
ce: VaTnos a poner textos sobre hs paquetes para que la gente los compre. En
fin, nuestro mundo es un mundo pulverizado por el historicismo y, de
algún modo, las clases son también packaging intelectual.
También existe el logicismo o las paradojas de la lógica que nos
hacen dudar de las clases, que ridiculizan la inducción. Dediqué un
tiempo en mi curso a estudiar la famosa paradoja de Hempel, tan im­
portante para nuestra clínica. Se las recuerdo: encontrar un cuervo
negro confirma la proposidón todo cuervo es negro. Si encontramos
diez, ya estamos en Hitchcock y tenemos miedo [risas]. Pero cuando
encontramos un cuervo negro se puede decir que se confirma la pro­
posición universal según la cual todo cuervo es negro. Hempel de­
muestra de manera correlativa --cosa que le hubiera encantado a Bor­
ges- que todo objeto que es «no negro» y a la vez «no cuervo» con­
firma la proposición de que todo objeto «no negro» es «no cuervo».
Ahora bien, lógicamente, la misma confirmación se obtiene cada
vez que encuentran algo que «no es cuervo» y que «no es negro», y
demuestra con las letras lógicas que no se puede salir de esto. De mo­
do que la proposición universal todo cuervo es negro se confirma tam­
bién cuando se encuentra el verde de una planta, un zapato blanco,
una camisa azul, sangre roja, un cardenal púrpura, un helado de fru­
ta de la pasión... \risas\. Esta paradoja que hace reír fue un tema muy
importante de la lógica, es un argumento que se toma muy en serio.
También comenté en mi curso la paradoja de un predicado de cla­
se, que proviene de Hempel pero que forjó el lógico Nelson Good­
man. El creó un predicado de clase que integra el factor tiempo; es­
to es, ¿qué pasa después que se detiene la observación de ejemplares.^
Goodman demuestra que, si se integra al predicado el factor tiempo,
nada prohibe a las esmeraldas que mañana sean azules y que las galli­
nas puedan tener dientes (en francés existe la expresión cuando las ga­
llinas tengan dientes para decir jamás). En el mundo de Goodman na­
da impide que mañana eso sea verdadero.
Lo que muestran esas paradojas me permite responder a la cues­
tión de por qué utilizamos algunos predicados de clases y no otros.
¿Por qué no utilizamos un predigado como el de Goodman que abre
a esta posibilidad? ¿Cómo hacemos nuestras clasificaciones? Good­
man responde que finalmente utilizamos los predicados que funcio-

252
El r u is eñ o r de L acan

nan -^s decir, los que no nos reservan demasiadas sorpresas- a través
de la reflexión sobre esas paradojas límite. No funcionamos con tin
predicado que nos deja la puerta abierta para que mañana las esme­
raldas sean azules. No utilizamos esos predicados (es necesario un ló­
gico para inventarlos), sino los que funcionan sobre la base de lo que
ya fue establecido y de lo que está tomado en una práctica. Es decir
que en \m nivel puramente teórico eso no tiene fundamento.
Las clasificaciones no se construyen puramente a nivel teorético,
contemplativo, donde tenemos la puerta abierta a todas esas parado­
jas, sino que siempre se refieren a una práctica efectiva que ya existe.
Confiamos, pues, en los predicados que permitieron hacer prediccio­
nes: las esmeraldas permanecerán verdes. Tenemos confianza en los
predicados que permiten predicciones que ya se han verificado hasta
hoy. De manera tal que la demostración a partir de la paradoja es que
siempre elegimos nuestras teorías de clasificación no tanto en fun­
ción de los datos sino de nuestra práctica lingüística, del modo en que
nos hablamos los unos a los otros. Confiamos sobre todo en los tér­
minos y las categorías recurrentes, ya empleados para formular in­
ducciones a partir de datos siempre incompletos; y el pasado nos ga­
rantiza el carácter que Goodman llama «proyectible». En esos casos
tenemos una suerte de trayecto que va de datos incompletos al todo.
No es una garantía absoluta sino específicamente pragmática.
¿Por qué pasar por esta reflexión? Porque cada diagnóstico se refie­
re a una clase y nuestras clases diagnósticas tienen un pasado impresio­
nante que se puede seguir a través de los siglos. Pero las clases no tie­
nen un fundamento en la namraleza y en la observación. Nuestras ca­
tegorías no son especies naturales (la psicosis no lo es, tampoco la neu­
rosis), y lo que distingue a nuestra época es que sabemos eso. Sabemos
del artificio de nuestras categorías, que tienen como fundamento la
práctica lingüística de los que tienen que ver con lo que se trata: las cla­
ses tienen como fundamento la conversación de los practicantes. Por
eso hacemos conferencias con preguntas y respuestas, jomadas de tra­
bajo, coloquios, etcétera. En nuestra época eso se transformó en una
industria internacional del hablar los unos con los otros. lo que sur­
ge en un tiempo que ahora sabe del carácter artificial y conversacional
de las categorías más asentadas. Si nuestras clases fueran especies natu­
rales, no sería necesario hacer jomadas de trabajos, coloquios... Cada
uno podría quedarse en su casa y mirar la televisión.

253
La e n señ a n za d el p s ic o a n á lis is

Por esta razón Lacan formuia: «Hay una clínica, hay síntomas tí­
picos». Pero también deja entender que eso no va muy lejos. En fran­
cés, ressemblance n'estpasscience (la semejanza no es ciencia). Quine, d
lógico, lo designa cuando muestra que el estatuto científico de una no­
ción general de la similitud es dudoso y casi imposible de definir cien­
tíficamente. Por eso indica que nada es más fundamental para el pen­
samiento y para el lenguaje que nuestro sentido de la similitud (our
seme ofsimilarity). Lo importante es que dice «sentido de la similitud»;
es algo que está en el límite y no se puede organizar fácilmente.
Quine muestra que utilizamos términos generales, nombres co­
munes, el verbo, el adjetivo. Podemos decir «hombre», «mesa», «pe­
ces», en función de algunas semejanzas entre las cosas de la cuales se
trata. Dos cosas, cualesquiera que sean, podrían ser consideradas
ejemplares de una especie más extendida, solo si la especie natural es
un conjunto en el sentido de las teorías de los conjuntos. Hay, por
ejemplo, hombres, animales, plantas, y uno puede construir la cate­
goría de los seres vivientes y poner todo esto junto. De manera tal
que siempre se puede desbordar cualquier especie formando un con­
junto más extendido, cosa que explotaron, por otra parte, los surrea­
listas. Había un juego surrealista que consistía en tomar una cosa, un
sustantivo, otro cualquiera y definir uno a partir del otro. Por ejem­
plo, tomaban al azar la palabra «huevo», después «mazo de cartas»,
y se trataba de definir un término a partir del otro. Si mal no recuer­
do, podían sostener que un huevo era un mazo de cartas donde exis­
te solamente el amarillo y el blanco... Así, mezclar las cartas era hacer
una amelette [risas]. Este juego mostraba que no había mejor manera
de definir un huevo que a partir de eso, lo que demuestra el carácter
artificial de la semejanza y obliga a toda disciplina que quiere ser
científica a explicitar sus estándares de semejanza. Según ei criterio
que uno elige, puede ubicar tal o cual forma natural de un lado o del
otro.
Ahora podemos seguir en la obra de Foucault el camino que va
desde el estatuto de la semejanza intuitiva imaginaria hasta las seme­
janzas artificiosas puramente operatorias de orden simbólico, del or­
den del semblante. Se puede jugar a construir clases de semejanzas se­
gún los criterios elegidos. Aquí el nominalismo va con el pragmatis­
mo. La alianza del nominalismo -que afirma que solo existe el indivi­
duo singular y que todos los nombres son artificiosos- y el pragmatis-

254
El r u is e ñ o r d e L acan

nu) define, si se quiere, el espíritu posmodemo. Me parece que ese es


el espíritu del DSM, porque en él la nosografía evoluciona en función
de nuestros medios de actuar; es decir que la sincrom'a del encuadre
depende en verdad de la diacronía de la acción y del invento de los
medios de acción. Por ejemplo, el invento de una nueva molécula, la
identificación de \m nuevo neurotransmisor, inmediatamente repercu­
te en la repartición de las clases. Ahora, es una devastación: todos
nuestros aparatos se reducen al semblante, a un semblante que hace
reír. Hay un artificialismo absoluto y un pragmatismo constante.
¿Cuáles son, para nosotros, las interesantes consecuencias de este
nominalismo, de este pragmatismo, de este artificialismo, de esta re­
ducción de las clases al semblante, del cual no escapamos? No vamos a
inventar una salida porque esto es la cultura, el malestar en la cultura
actual. Creo, sin embargo, que existe una interesante consecuencia: el
individuo se encuentra apartado de la maestría de este juego de clases
artificiosas, precisamente, porque existe este artificialismo de las clases.
El juego artifidal, nominalista, pragmático continúa, es irresistible. Se
trata del resultado de un gran movimiento histórico que proseguirá.
No obstante, el resultado es que el individuo está disyunto de este jue­
go y juega su partida, hace sus cosas, al lado de este caos artificioso.
Finalmente, lo universal de la clase, de cualquier clase, nunca está
completamente presente en im individuo. Como individuo real pue­
de ser ejemplo de una clase, pero es siempre un ejemplo con una la­
guna. Este déficit de toda clase universal en un individuo es el rasgo
que hace que justamente este sea sujeto, en tanto que nunca es ejem­
plar perfecto. De manera tal que después de haber hablado de la cla­
se podemos tomar como perspectiva al sujeto. Hay sujeto cada vez
que el individuo se aparta de la especie, del género, de lo general, lo
universal. Es algo que hay que recordar en la clínica cuando utiliza­
mos nuestras categorías y clases -n o para descartarlas, sino para po­
der manejarlas sabiendo de su carácter pragmático, artificial. Se trata
de no aplastar al sujeto con las clases que utilizamos.
Y qué mejor ejemplo que el que nos ofrece Borges en su breve tex­
to de Otras inquisiciones, que se llama «El ruiseñor de Keats». He re­
leído muchas veces este texto de tres páginas, como si hubiera allí un
misterio, y me decidí finalmente a utilizarlo. Es una utilización entre
otras, porque también es un pequeño apólogo del aparato significan­
te, como hacen los lógicos.

255
I a ENSEÑANZA DEL SICOANALISIS

«El ruiseñor de Keats» se refiere al ruiseñor una vez escuchado


por Keats en el jardín de Hampstead en 1819 y que, según el poeta
-K eats-, es el mismo que escucharon Ovidio y Shakespeare. Así lo
presenta Borges: viene de la Oda a un ruiseñor, que John Keats com­
puso en un jardín de Hampstead a la edad de veintitrés años en una
de las noches del mes de abril de 1819. «Keats, en el jardín suburba­
no, oyó el eterno ruiseñor de Ovidio y de Shakespeare y sintió su pro­
pia mortalidad y la contrastó con la tenue voz imperecedera del invi­
sible pájaro.»
Hay críticos ingleses que señalan que se trata de im error de
Keats, ya que el ruiseñor que este escuchó en nuestro Hampstead, en
1819, claramente no es el mismo que el de Ovidio y Shakespeare. Es
un error y una confusión entre el individuo y la clase. Entonces Bor­
ges cita los comentarios de Sidney Colvin: «Copio -d ice- su curiosa
declaración: “Con un error de lógica, que a mi parecer, es también
una falla poética, Keats opone a la fugacidad de la vida humana, por
la que entiende la vida del individuo, la permanencia de la vida del pá­
jaro, por la que entiende la vida de la especie”». También está Amy
Lowell, quien escribió: «El lector que tenga una chispa de sentido
imaginativo o poético intuirá inmediatamente que Keats no se refie­
re al ruiseñor que cantaba en ese momento, sino a la especie».
Borges se opone al comentario de los ingleses para indicar que no
es lo que dice Keats: «[...] niego la oposición que en él se postula en­
tre el efi'mero ruiseñor de esa noche y el ruiseñor genérico». Y seña­
la que finalmente encuentra la clave de la estrofa en un texto poste­
rior, de Schopenhauer, que Keats no podía conocer porque murió an­
tes de su aparición. Ubica, pues, el verdadero sentido del ruiseñor de
Keats en un parágrafo de El mundo como voluntad y representación que
dice lo siguiente:

Preguntémonos con sinceridad si la golondrina de este verano es


otra que la del primero y si realmente entre las dos el milagro de
sacar algo de la nada ha ocurrido millones de veces para ser bur­
lado otras tantas por la aniquilación absoluta. Quien me oiga ase­
gurar que ese gato que está jugando ahí es el mismo que brincaba
y que traveseaba en ese lugar hace trescientos años pensará de mí
lo que quiera, pero locura más extraña es imaginar que fundamen­
talmente es otro.

256
El r u iseñ o r d e L acan

Y comenta: «Es decir, el individuo es de algún modo la especie, y


el ruiseñor de Keats es también el ruiseñor de Ruth».
Finalmente lo que explica Borges en este texto es que tanto él co­
mo Keats son platónicos; es decir que para ellos las clases, los órde­
nes, los géneros, son realidades en im cosmos en el que cada uno tie­
ne su lugar. Borges explica muy bien que por esta razón -porque
Keats es platónico- no es entendido por los ingleses, porque para
ellos lo real no está hecho de conceptos abstractos sino de individuos,
el lenguaje no es otra cosa que un aproximativo juego de símbolos y
el orden del mundo puede ser solo una ficción. «El inglés -explica
Borges- rechaza lo genérico porque siente que lo individual es irre­
ductible, inasimilable e impar.»
Lo curioso es que Borges, quien era totalmente anglofilo, a la vez
era platónico. Para él cada imo es ruiseñor -es lo que dice en este tex­
to. Hay razas de hombres que vuelven a través de los siglos como lo
mismo. Los platónicos vuelven de manera indefinida -son Parméni-
des, Platón, Spinoza, Kant, Francis Bradley-, es como si siempre
viniera el mismo ruiseñor. Pero está el otro ruiseñor, el aristotélico,
que no cree en las clases, los géneros. Cabe agregar que este platonis­
mo es central en la obra de Borges, puesto que le permitió dar un eco
infinito a sus frases, como un eco de eterno retomo.
Pero, para nosotros, ¿quién tiene razón? Tiene razón Keats, a
quien el canto del ruiseñor divide como sujeto, lo hace experimentar
su mortalidad, lo devuelve a su falta de ser, porque el animal sí es la
especie. En otras palabras, lo verdadero del platonismo es verdad a
nivel del animal. Efectivamente, un animal realiza totalmente la es­
pecie. Es lo que propongo como la perspectiva lacaniana: en efecto,
el animal justifica el platonismo porque realiza totalmente la especie,
y se puede decir que lo hace de manera exhaustiva, en tanto ejemplar.
Pero ei ser hablante, el sujeto, el ser de lenguaje, nunca realiza nin­
guna clase de manera exhaustiva y solo puede imaginarse confundido
con la especie humana cuando se piensa mortal, como Keats en ese
ejemplo.
La lógica puede tratar de borrar la voluntad de muerte que apar­
ta al ser humano, puede tratar de apagar esto en el silogismo todos los
hombres son mortales, Sócrates es un hombre, entonces, Sócrates es mortal.
En este silogismo es como si Sócrates muriera por pertenecer a la es­
pecie humana; esto es, la lógica en esta proposición universal apaga

257
U ENSEÑANZA DIL f»SICOANÁllSíS

lo esperífico. Es como si se tratara de especies naturales, cuando, jus­


tamente, Sócrates fue alguien que tuvo otra relación con la muerte
que la de morir porque era de la especie natural hombre. Ha tenido,
ha sido, ha deseado la muerte. En cierto modo, se dirigió al Otro, al
peligro de su vida.
Para decirlo de otra manera, llamamos sujeto al efecto que despla­
za sin parar el individuo, que aparta el individuo de la especie, que
aparta lo particular de lo universal, y el caso de la regla. Llamamos,
pues, sujeto a es esta disyunción que hace que Keats no sea Ovidio o
Shakespeare. El ruiseñor de Keats sí es el mismo que el de Ovidio y el
de Shakespeare. Pero, justamente, Keats no es Ovidio ni Shakespeare.
En nuestra práctica, tal como tratamos de elaborarla y transmitir­
la en nuestros aparatos de enseñanza, apuntamos al punto sujeto del
individuo y, haciendo eso, nos apartamos tanto de la dimensión de la
naturaleza como de la dimensión de las operaciones de la ciencia. In­
troducimos la contingencia y, con ella, un mundo que no es ni un cos­
mos ni un universo, que no constituye im todo y que está sujeto a lo
que se va a producir, al evento. Hoy estamos en un mundo donde las
ovejas se clonan y en el cual no es imposible que las gallinas tengan
dientes. Es entonces la clínica para nuestra época, en un mundo que
podemos experimentar que ha \melto a la contingencia y a sus sorpre­
sas. En este, un caso particular no es nunca el caso de una regla o de
una clase. Solo hay excepciones a la regla: he aquí la fórmula univer­
sal -sin duda, paradójica- que creo poder formular.
En este punto podemos volver al diagnóstico tal como lo pienso.
Se trata de elaborarlo y practicarlo en el nuevo Instituto Clínico. En-
tiendo el diagnóstico como un arte, exactamente, como un arte de
juzgar un caso sin regla y sin clase preestablecida, lo que se distingue
por completo de un diagnóstico automático que refiere cada indivi­
duo a una clase patológica. Esa es la utopía del DSM, que está en el
horizonte. El anhelo del diagnóstico automático es parte de nuestra
época. Este diagnóstico se formularía sin que nadie necesite pensar,
pues sería suficiente anotar algunos signos. Tendríamos así una má­
quina para diagnosticar. Estamos al borde de eso. Y es que se busca
el programa que realizará el diagnóstico automático, una vez entra­
dos algunos datos sistematizados. Sería ima máquina digna del padre
Ubú, que es a la vez una utopía porque sutura el momento lógica­
mente necesario del juicio en el sentido de Kant. El juicio en el sen­

258
El r u iseñ o r d e L acan

tido de toda práctica, que no es un conocimiento, que no es una teo­


ría, pero que es un arte. En esa dimensión, la práctica no es la aplica­
ción de la teoría.
Por supuesto, hay que hacer la teoría de esa hiancia, y creo que el
seminario de Lacan se alojaba en el punto de hacer la teoría de la
hiancia entre la teoría y la práctica. La práctica no es la aplicación de
la teoría, y esta es su dimensión más interesante. Cuando fiindona
aparte necesita la teoría, pero existe una dimensión donde la práctica
funciona al lado de aquella. Eso lo sabemos cada día. Y es la práctica
en tanto que descubre o debe redescubrir en cada caso que se presen-
u aquí y ahora los principios que podrán dominarlo. Pero se trata de
redescubrir los principios del caso en cada caso.
Kant lo escribe muy bien. Hasta ahora me parece insuperable lo
que él dice cuando afirma que es evidente que entre la teoría y la
práctica se necesita además un intermediario que permita la conexión
de una con otra -y esto aunque la teoría sea completa-, porque es
siempre preciso, según él, agregar al concepto que contiene la regla
un acto de juzgar que permite a los practicantes decidir si el caso en­
tra bajo la regla (o la clase o el imiversal).
No veo cómo superar este argumento así resumido. (Por supues­
to, Hegel lo criticaría, pero diría que es finalmente la práctica la que
resuelve el problema cada día. Y es verdad.) Esto no se resuelve del
lado del concepto puro sino del lado de lo que se hace, que es lo que
se trata de transmitir, por ejemplo, a través del control. Es el tacto del
caso, que finalmente se elabora con la experiencia. Si en los primeros
tiempos se esperan más datos para concluir y con la experiencia a ve­
ces se concluye, en la orientación siempre hipotética del tratamiento,
uno concluye con menos datos.
Así pues, entre lo universal y el caso particular es siempre necesa­
rio insertar el acto de juzgar, el cual no es universalizable. En térmi­
nos de Kant, si la lógica quería mostrar cómo se debe subsumir un
caso bajo una regla -esto es, si algo entra o no en una clase-, sola­
mente lo podría hacer mediante una regla. Para decir que tal caso res­
ponde a tal regla se necesitaría la regla que lo prescriba. Juzgar, es de­
cir, utilizar categorías universales en un caso particular, no es aplicar
una regla sino decidir si la regla se aplica, y esta decisión, este acto,
no es automatizable. Si uno quiere automatizar esto, es un regreso al
infinito. Es lo mismo que Lewis Carroll demuestra en su apólogo de

259
U ENSEÑANZA OEL PSICOANÁLISIS

«Aquiles y la tortuga», cuando la tortuga demuestra a Aquiles un re­


greso al infinito. Es también lo que finalmente redescubrió W itx-
genstein y el tema que subrayó Kripke al comentarlo. Es la necesidad
de ese intermediario, si uno no admite que hay una dimensión que sa­
le de la regla, una dimensión diferente, de la decisión, de la práctica
pura, como distinta de lo que se entiende que se conceptualiza.
Y la utopía del D SM es que hace el impasse sobre este momento
lógicamente necesario que permite fundamentar la perennidad de la
clínica del diagnóstico y de la práctica. E3stas clínicas no son subsi­
diarias, secundarias, sino ima dimensión de pleno ejercicio lógico. Es
decir, la clínica del D SM nunca hará desaparecer esta dimensión de
la clínica del juicio, la clínica del tacto, la clínica que tratamos de
transmitir.
¿Por qué todo esto? Hay un agujero en el universo de las reglas y
de las clases, que Lacan denomina S (A); esto es, significa el universo
de discurso designado en el punto en el cual se deshace, se funda. Y
es en ese punto donde se necesita la invención de la regla y de la cla­
se. Pero ¿cuáles son las reglas, las clases, los universales que se inven­
tan en el psicoanálisis? Podemos preguntárselo a los teóricos del psi­
coanálisis, aunque en realidad hay que mirar al sujeto analizante. En
ese lugar de S (A) el sujeto analizante inventa la manera según la cual
él subsume su propio caso bajo la regla universal de la supuesta espe­
cie de los sujetos. ¿Y cuál es esta regla? Se trata de un universal muy
particular: la ausencia de una regla. He aquí lo universal, un univer­
sal negativo, él mismo un agujero; es una fórmula no escrita, no ins­
cribible; es la ausencia de un programa, de una programación en el
sentido de las computadoras, la ausencia de una programación sexual.
Es lo que Lacan llamó la no relación sexual.
Este único universal que vale para los sujetos es negativo, significa
que hay ausencia de una regla, y traduce por un pasaje al fimite el he­
cho de que, a diferencia de las otras especies animales, el modo de re­
lación entre miembros de la especie humana está especialmente abier­
to a la variación. Está abierto a la verdad y a la mentira, a la variación
y a la contingencia, y al invento. Y eso nos aparta de los ruis... señores,
aparta señores y señoras de los ruiseñores... Y eso se deduce también
de lo que permitió acumular como dato la experiencia freudiana. El su­
jeto está siempre obligado a inventar su modo de relación con el sexo,
sin estar guiado por una programación natural. Ese modo de relación

260
El r u iseñ o r d e L acan

inventado, siempre particular y peculiar, siempre rengo, es el síntoma


y viene al lugar de esa programación natural que no hay. Así, el sujeto
humano, el ser hablante, nunca puede simplemente subsumirse a sí
mismo como un caso bajo la regla de la especie humana. El sujeto se
constituye siempre como excepción a la regla, y esta invención o reín-
vención de la regla que le falta la hace bajo la forma del síntoma.
Por supuesto, hay síntomas típicos, pero, aunque tengan la misma
forma, cada uno es peculiar, particular, porque, como señala Lacan,
el sentido de un mismo síntoma es distinto. En términos kantianos,
el sujeto se da su propia ley en su síntoma, mediante su síntoma. El
síntoma en este sentido sería la regla propia de un sujeto, según la
cual se distribuye su libido-
Desde el inicio de la experiencia analítica, y en el transcurso de la
misma, el síntoma se purifica, se esclarece, hasta ser desinvestido al
final. ¿Qué se produce entonces con él? ¿Desaparece? N o desapare­
ce. Siempre queda un residuo investido del síntoma, lo que Lacan lla­
maba el objeto pequeño a. Pero más allá -estoy al límite de lo que
puedo formular respecto de esto- queda la forma, la articulación sig­
nificante del síntoma. La cuota de investidura -o de sobreinvestidu-
ra, como dice Freud- se retiró del síntoma, pero la forma queda. Es
decir que aunque la finalidad del síntoma, tomando una palabra kan­
tiana, se ha desvanecido, persiste su elemento formal. Por esta razón,
y de manera correlativa a la desinvestidura, se produce quizá necesa­
riamente (digo quizá porque debo trabajar sobre eso) una estetización
del síntoma. Se vuelve, pues, como «una finalidad sin fin» -que es la
definición kantiana del arte. Y eso Freud ya lo anticipó en su «23*
conferencia. Los caminos de la formación de síntoma», que termina
sobre el uso del fantasma como componente del síntoma para los fi­
nes del arte.
Recientemente un colega pensaba que yo era tan lógico que no
podía acomodarme a la idea del psicoanálisis como arte. Creo haber­
le respondido esta noche.

Leonardo Gorostiza. —Tenernos unos minutos para alguna inter­


vención, alguna pregunta.

Germán L. García. —Quería comentarle sobre la relación que


hay entre esta perspectiva que planteó hoy y una definición que yo

I6 t
La e n se ñ a n za d e l p s ic o a n á lis is

imagino de lo postanalítico como lo que W ittgenstein llama forma


de vida. Es decir, W ittgenstein plantea al final que la única manera
de salir de la duda subjetiva en el sentido cartesiano es una certeza
objetiva, que no está dada por la verdad sino por la forma de vida
(hay que tener en cuenta que para él hablar un lenguaje es compar­
tir una forma de vida). Me parecía ver una relación entre estas dos
cuestiones.

Jacques-Alain Miller. —Sí, la forma de vida, tal como Wittgenstein


habla de ella, es algo que se encuentra en Nietzsche. Finalmente se
trata de saber -es la verdad del utilitarismo- para qué sirve esto. Y sir­
ve para mantenerse en la vida, en su manera de vivir. La subversión
de la metafísica por parte de Nietzsche viene de eso: ¿para qué sirve
la verdad? Es decir, cuestiona los absolutos, la verdad por la verdad,
a partir de lo útil, que es un concepto sumamente subversivo con res­
pecto a los trascendentales, a todo lo que supuestamente se impone
por sí mismo (la verdad por sí misma, Dios por sí mismo, etcétera).
Y perdimos esto porque ahora tenemos lo útil como amo. Se propo­
ne algo y uno se pregunta para qué sirve.
Hay que recomponer lo que fue el carácter subversivo del tema de
la utilidad, que en la época del siglo de las luces era una cuestión li­
beradora: ¿para qué sirve el rey?, ¿para qué sirve la corte?, ¿para qué
sirven esos gastos? Y se impuso la democracia supuestamente vigilan­
te de su dinero y, en lugar de los gastos lujosos de la monarquía, te­
nemos la corrupción de la democracia.
Pero ¿qué corresponde a la forma de vida, lo que desde Nietzsche,
Wittgenstein, en la cocina del posmodemismo se experimenta como
forma de vida? Nuestra manera de captarlo es el modo de gozar, que
se puede entender a un nivel colectivo, a un nivel de discursos que va­
len para el discurso del amo, como dice Lacan. El discurso del amo
prescribe un modo de gozar específico que vale también a nivel indi­
vidual, como Lacan habla en el «El mito individual del neurótico».
Existe el modo de gozar individual, y tenemos con esto un con­
cepto no del todo elaborado. Lo que llamamos modo de gozar es un
abordaje distinto del significante, porque no argumenta en términos
de hiancia, suplemento, etcétera, sino del funcionamiento; es decir,
en lo positivo, dónde se distribuye la libido. Dado que tomamos la li­
bido por axioma, como una cantidad constante, se trata de su distri­

262
El r u is eñ o r d e Laca n

bución. Decir «cantidad constante» es indicar que no hay falta. La


falta es a nivel del significante del falo, el A, todas esas ficciones y jue­
gos de palabras, si tomamos la perspectiva inglesa. A nivel de la libi­
do como cantidad constante significa que nunca hay una hiancia. De
modo que si nos falta ima parte de libido, hay que suponer que la li­
bido del paciente pasó a otro lado que no conocemos. Es, pues, una
perspectiva donde no hay falta, solamente hay distribución. Y Lacan
combina los dos aspectos, el significante que funciona a partir de una
hiancia y la perspectiva de la libido donde no hay hiancia.

Ernesto Sinatra. —^Mientras usted, Jacques-Alain Miller, finalizaba


su ponencia yo estaba pensando en otro concepto de Wittgenstein,
que es el de juegos de lenguaje pluralizado, que creo que se puede so­
pesar muy precisamente con el de forma de vida, que mencionaba
Germán García. En un caso tenemos la invención a la que invita
Wittgenstein en relación con un juego de lenguaje para cada cual, es
decir, un modo de gozar que puede al mismo tiempo ponerse en ba­
lanceo con las formas de vida de los otros. Se trata de cómo vivir en
comunidad en una forma de vida compartida, que tiene un sesgo par­
ticular y por ello participa de lo universal, con la singularidad del mo­
do de gozar, es decir, con el juego del lenguaje inventado por cada
cual como producto de su análisis.

Jacques-Alain Miller. —Por eso también la cuestión es mantener


un lugar donde utilizamos una lengua común, que respondería a lo
que hay de común en nuestra forma de vida. Es algo posmodemo pe­
ro a la vez muy antiguo. Es decir, es concebir también la escuela co­
mo una forma de vida, que soporta sin embargo la distinción. No va­
mos a vestirnos todos de amarillo o verde...
Si tratamos de conceptualizar el postanalítico, es porque no nos
resulta claro lo que tiene de homogénea nuestra forma de vida. De­
bemos hacer un esfuerzo para ver todo lo que hay de común, mu­
cho más allá del sindicato, de los intereses comunes. Esta vida pa­
rásita de los enunciados de sufrimiento... Algo así. Para nosotros
esto tiene consecuencias -generalmente desastrosas- a largo plazo,
a mediano plazo.

263
La e n se ñ a n za d e l p s ic o a n á lis is

Leonardo Gorostiza. — En relación con este mismo punto, y en re­


ferencia al postanalítico y lo que dijo sobre Lacan, que pagaba sus pe­
cados a través de su enseñanza, usted señaló en una oportunidad que
él se quejaba de la exigencia de su superyó respecto de su enseñanza.
Mi pregunta es entonces qué ocurre con el superyó en el postanalíti­
co y después del pase, y cómo se relaciona esto con la enseñanza.

Jacques-Alain M iller. —Pienso que Lacan no era un sujeto «pos­


culpable», según la expresión de Eric Laurent. En cierto modo la
experiencia analítica libera a veces demasiado de la vergüenza, los
analistas se vuelven sin vergüenza sobre varias cosas, aunque es de­
seable para la continuación del psicoanálisis que sigan con la ver­
güenza de hacer funcionar la práctica con los botones de la práctica.
Se puede hacer, hay algo que lo permite en el psicoanálisis. Lacan
escribió que Marx se había hecho una vida infernal y que eso era
parte del marxismo.
La de Lacan no era una vida infernal en el sentido de Marx, pero,
en fin, no deberíamos olvidar, al leer los seminarios, que se trataba de
alguien que lo hacía de una semana a la otra, sin ninguna repetición
y que eso, el trabajo de su semana, se lee cuarenta años después. Es­
to dice algo de la intensidad del esfuerzo. Es difícil designar su posi­
ción de sujeto pero... tenía algo que debía hacerse perdonar. Me pa­
rece que quizá esto se puede tocar en la práctica analítica, tanto más
cuanto que uno no tiene estándar. Y es que los que tienen estándar
nunca son culpables, puesto que hacen lo que se les dice. El estándar
es un método para no ser nunca culpable. Pero cuando uno no tiene
estándar ¿cómo saber si hace bien o mal? Es decir, eso se evalúa en
cada caso. También pienso que es imperdonable maniobrar con algo
que alguien no domina, con tm real que escapa cada minuto. Piensen
en un piloto de avión que dijera: «Sí, lo real de mi práctica me esca­
pa». Bueno... sería un gran culpable.
Felizmente con un analista existe la rutina, el modo de gozar del
analizante, que protege. Creo, sin embargo, que el deber de elabora­
ción no es un deber de elaboración, es pagar algo al Otro que no exis­
te para continuar funcionando, y que eso finalmente se impone a to­
dos. Ahí queda, por lo menos en nuestro ámbito, el cuidado que la
gente tiene de su formación. Es increíble cómo siguen formándose,
leyendo, escribiendo, escuchando, hablando, pero siempre con el

264
El r u is eñ o r de L acan

sentimiento de que lo real escapa. Si no, no se entiende. No hay nin­


guna comunidad que se mantenga alerta como la comunidad analíti­
ca. Pienso que eso se debe precisamente a la fuga de lo real, que es­
tá, siempre se experimenta la impotencia para dominarlo, y eso man­
tiene alerta.

3 de noviembre de 1998

265
Lo imposible de enseñar

Éric Laurent

En el Instituto quería hablar precisamente de la enseñanza. El psicoa­


nalista no tiene como vocación enseñar -aun cuando lo haga- y su
formación no está centrada en la enseñanza; se forma para practicar
el psicoanálisis. Si puede autorizarse a hablar de la enseñanza, lo ha­
ce como se habla siempre, es decir, a partir del fallido (si habla del ac­
to, es a partir del acto fallido; si habla del amor, es a partir del encuen­
tro fallido; si habla del chiste, es a partir del lapsus).
Freud subrayó esta perspectiva teniendo en cuenta un decir elabo­
rado a partir de una reflexión sobre el siglo de las luces. Es el famo­
so enunciado según el cual gobernar y educar son imposibles, y al que
él añadió psicoanaltzar. A partir del fracaso de todo análisis ideal y de
lo que se produce en la efectividad de fracasos ordinarios, podemos
hablar del psicoanálisis como del resto. Pero ¿el fracaso como tal
constituye ima unidad? ¿No convendría más distinguir una serie de
las modalidades de fracaso en los registros del saber, dei poder y del
aao analítico?
La universidad es la institución construida en la cultura occiden­
tal para dar lugar a la enseñanza. Hay que constatar que desde su na-
cinúento estuvo repetidamente sometida a crisis de una amplitud más
o menos grande. La última crisis universitaria, que duró del 66 al 69,
atravesó el planeta, agitó a toda la juventud estudiantil, desde los
Guardias Rojos chinos a los estudiantes americanos {the students for
democratic society); llegó incluso a todos los países de Europa occiden­
tal, a algunos de Europa oriental y a toda América latina. Otras crisis
nos esperan. En el momento de la crisis Lacan enunció la tesis que
distinguía del imposible que toca al psicoanálisis el que toca al amo y
el que toca a la enseñanza. Enunció, pues, lo real de los tres discur-

267
La e n señ a n za d e l p s ic o a n á lis is

sos que separaban los tres imposibles: el discurso del amo, el discur­
so del imiversitario y el discurso del analista.
La doctrina sobre la enseñanza, la de los doctores de la universi­
dad, iba precisamente en el sentido inverso, en el sentido de mezclar.
Y esto produjo falsas perspectivas. Foucault escribió Vigilar y castigar;
y todos los profesores y estudiantes también denunciaron la colusión
entre saber y poder. Como el saber era tm poder, se creyó que la sal­
vación del poder estaba en la ignorancia. Esto duró poco y Lacan, en
la escritura misma de estos tres discursos, en la distinción clara entre
lo imposible de enseñar, gobernar y psicoanaiizar, anunciaba el triun­
fo de la universidad. Actualmente la universidad triunfa en el planeta
como nunca a lo largo de toda su historia. Se puede comparar con el
siglo XIII y la influencia de la obra de santo Tomás, pero en ese siglo
nadie quería un diploma de la universidad. Ahora sucede lo contra­
rio, las universidades están llenas y hay que ver los precios que algu­
nas de ellas hacen pagar para distribuir sus diplomas. Todo funciona
de un modo perfecto, y este prestigio es exactamente lo que Lacan
vio desdibujarse en la crisis de fines de los 60.
Es un triunfo del doctor de la universidad, y de la tesis que le
otorga la licencia de enseñar. El nombre «doctor», el significante
amo «doctor», es cada vez más difícil de eliminar. Sostener que el
psicoanálisis es el revés del discurso del amo es asimismo plantear
la manera en que dentro del psicoanálisis los significantes amo, los
«doctores», son ineliminables; son amos extraños dentro del psi­
coanálisis.
Confeccionar la lista de los psicoanalistas reconocidos hace surgir
esta incongruencia. Solo me detendré en la querella formidable entre
Anna Freud y Melanie Klein, que movilizó todo el psicoanálisis. N in­
guna tenía más que su bachillerato, contaban con tres años de estu­
dios superiores y, a pesar de esto, supieron imponer su autoridad a to­
dos los «doctores de todo» que había dentro del movimiento analíti­
co de la época. Hay entonces una extraña relación entre el saber y los
significantes amo dentro del psicoanálisis.
Lacan tuvo una posición muy original, porque en la lista de los
psicoanalistas él era reconocido como practicante, por la manera en
que podía dirigirse a casos difi'ciles en tanto analista. Al mismo tiem­
po desempeñó una enseñanza y una ftmción de doctor, de amo de la
enseñanza, que supo hacer entender el mensaje de Freud como nadie

268
Lo IMPOSIBLE DE ENSEÑAR

antes pudo hacerlo, incluso para los que no conocieron su práctica.


Como psicoanalista enseñante pudo presentarse, según sus palabras,
«solo en su relación con la causa analítica» para fundar una escuela.
Su enseñanza no tenía otro objeto que el psicoanálisis como tal.
Ninguna otra orientación dentro del psicoanálisis puso tanto el
acento sobre la enseñanza como la orientación lacaniana. En otros lu­
gares la fascinación por las ciencias -y ahora incluso por las neuro-
ciencias- hace que haya cierta depreciación de la enseñanza para ha­
lagar el laboratorio científico. Mientras que Lacan, apenas estuvo a
cargo de la comisión de estudios de la Sociedad Francesa de Psicoa­
nálisis en el año 49, redactó un programa de enseñanza que fue re­
chazado pero que él puso en ejercicio tan pronto como hmdó su es­
cuela. Fue exactamente el mismo programa, por supuesto, adaptado.
Al acentuar la enseñanza en la orientación lacaniana, hay que di­
ferenciar dos registros distintos. Por un lado, ia transmisión de la dis­
ciplina precisa al saber del psicoanalista y, por ei otro, la transmisión
de la manera en que hay que leer el inconsciente, esto es, no como
una cosa muerta, una significación ya establecida. Juan Carlos Indart
me hizo llegar el libro El peso de los ideales, y leí la contratapa con la
introducción de Jacques-Alain Miller, que sostiene que «hay que huir
de lo ya sabido». Hay que saber, por supuesto, pero en la conversa­
ción hay que huir de lo ya sabido, que solo puede ofi-ecer luchas de
erudición. La conversación solo es posible entonces en esta dirección.
La otra cara que acentuó Lacan en las transmisiones es la cosa viva,
porque desde el inicio definió una nueva repartición de los saberes que
el psicoanalista necesita. Están los viejos estudios humanistas en los que
Freud insistía, más la lógica formal, la lógica actual del tiempo y las dis­
ciplinas científico-lingüísticas -las logociencias, según Jacques-Alain
Miller. Pero, al mismo tiempo, Lacan insistía en ia presencia viva del
enseñante en la transmisión oriental -el Zen, por ejemplo. Lacan mo­
dificaba tanto el modo como el contenido de lo que se reconocía nece­
sario de enseñar a los psicoanalistas. Así, partimos de esta constatación:
cuando el psicoanalista trata de enseñar lo que el psicoanálisis le ense­
ña, altera los modos admitidos de enseñar, tanto en las agrupaciones de
saberes como en la manera en que lo hace.
La cuestión tiene hoy doble vigencia. Debemos advertir a la uni­
versidad y sus enseñantes del error de perspectiva que implica juntar
la psicología, el psicoanálisis y la psicoterapia, pensando que lo que

269
La en se ñ a n za d el p s ic o a n á lis is

justifica tal agnipamiento es la existencia, fuera de la universidad, del


consenso acerca de las neurociencias. Para la universidad, estas fun­
cionan como reaseguro de que toda representación tiene una imagen
en el cerebro y, luego, de que no somos idealistas ni espiritistas. Pe­
ro, al pensar que las neurociencias garantizan la unidad de la psique,
pagamos un precio demasiado alto. Jacques-Alain Miller, en su diálo­
go con Horacio Etchegoyen, notaba que la preocupación por asegu­
rarse que toda representación tiene una imagen en el cerebro es la
continuación moderna de una vieja inquietud. Antes lo que realmen­
te daba seguridad, desangustiaba a la gente, era que toda representa­
ción tenía una imagen en el intelecto de Dios. Ahora, como estamos
solos con nuestra angustia de pensar, el único reaseguro es que una
idea tiene una representación en el cerebro, cosa que no cambia en
esencia el problema. Se deja de lado el uso que debe hacer el psicoa­
nalista, en su práctica, de este extraño parásito que es la lengua.
Como psicoanalistas nos encontramos más a gusto con algunos
departamentos de filosófica de la lengua que con los departamentos de
psicología. ¿Por qué? Porque, con Davidson o con Quine, pensamos
que la significación no es una cuestión de adaptación a la señal vital
sino una interpretación generalizada. Debemos renunciar a la certi­
dumbre de aliviarnos de la tarea de pensar, de la angustia de pensar,
con la ciencia, para reaseguramos que hay un real en la significación.
El realismo propio del psicoanálisis es lo real producido por su
práctica de la lengua. Y el psicoanálisis tiene que transmitir y enseñar
que este real se produce a partir de sus propios recursos. Por eso hay
que examinar ctm el psicoanálisis o cm psicoanalistas los resultados
producidos per un psicoanálisis. Este es el punto de vista realista.
Lacan empezó su enseñanza con una referencia al maestro Zen; la
frase que abre el espacio de treinta años de seminarios es: «el maes­
tro interrumpe el silencio con cualquier cosa, un sarcasmo, una pata­
da». Sin duda esto no significa que Lacan interpretara con sarcasmo
y con patadas, sino que, contrariamente al ejemplo del maestro uni­
versitario de la tradición occidental, hay que romper el silencio pro­
ducido por el conformismo y la homogeneidad universitarios. Así
pues, Lacan se interesó en el amo oriental porque el psicoanálisis ha­
bía conocido la tmiformidad dentro de la universidad, la cual empuja
al conformismo y a xma mortificación del pensamiento.
Tenemos muchos testimonios de esto. Tomemos, por ejemplo, el

270
Lo IMPOSIBLE DE ENSEÑAR

de N iem che, en 1872, dos años después de la victoria de Alemania so­


bre Francia, que produjo im trauma en la universidad francesa del que
nunca se salió. La victoria de 1870 iba a instalar la universidad alema­
na como el modelo a seguir, nunca alcanzado en la serie de sus resul­
tados. Nietzsche veía en este triunfo de la universidad el triunfo de un
punto de vista anatómico, la muerte del pensar vivo. «La manera his­
tórica ha alcanzado un punto tal en nuestra época, que el cuerpo vivo
de la lengua es sacrificado a estudios anatómicos. Pero la cultura em­
pieza precisamente cuando uno puede tratar lo vivo como vivo.»
Advertía, pues, el gran mal de la universidad alemana, de la uni­
versidad prusiana, que Hegel planteaba en términos de la presencia
del Estado detrás de la libertad académica. Nietzsche lo formulaba de
manera más divertida: ¿Cómo está ligado el estudiante a la universi­
dad, en nuestros establecimientos? Por la oreja. Es un oyente. Y uno
puede sorprenderse: ¿solo por la oreja? El estudiante escucha y con
frecuencia escribe al mismo tiempo, y en estos momentos está sus­
pendido del ombligo de la universidad.
Aparentemente, unos pueden decir lo que quieran (es la libertad
de los doctores de la universidad) y los otros pueden escuchar lo que
quieran (es el malentendido del lado de los estudiantes), pero, según
Nietzsche, hay una presencia tras estos dos grupos: «A una distancia
muy bien calculada está el Estado, que con la misma ternura, con la
misma cara de vigilancia, les recuerda que cada uno es el destino, el
fin de todos estos extraños procedimientos de palabra y de audición».
La lucidez de Nietzsche es siempre divertida. Su panfleto contra la
universidad es uno de los textos morales que entran en la serie de sus
grandes textos.
Con Lacan podemos escribir el discurso universitario y su rela­
ción con el discurso del amo, esto es, podemos escribir lo que plan­
teaba Nietzsche en nuestros términos. El saber en posición dominan­
te esconde la presencia del amo. La dificultad de enseñar es la de
romper con la conformidad introducida por los intereses del sigmfi-
cante amo y por la comodidad de la oreja.
En la dialéctica entre amo y enseñante, hay que luchar contra la
fabricación de significaciones ya hechas. Nuestro esfuerzo como en­
señantes consiste en conseguir dar a cada noción, no una historia
muerta sino su vida propia. Hay que encontrar cada vez la pregunta
a la que viene a responder cada noción enseñada. Si la encontramos,

271
U ENSEÑANZA DEL PSICOANÁLISIS

la enseñanza puede llegar a ser viva y enseñar lo vivo. El psicoanáli­


sis nos enseña que lo que decimos es captado en el sentido sexual, en
el jouis-sens (goce sentido o sentido gozado), que explica lo que
Nietzsche llamaba lo vivo en la lengua.
Eljouis-sens es lo que hoy en día nos habla a cada uno a través de la
ventana de nuestro fantasma. Nos habla en la enseñanza o en cual­
quier juego de lengua. La cuestión del goce es ineliminable y permite
deducir muchas cosas contradictorias. ¿Cómo deducir formas concre­
tas de enseñanza? En la orientación lacaniana se probaron muchas co­
sas. Al inicio, por ejemplo, después de la crisis del 6 8 , fue catastrófico.
«Vincennes» fue una catástrofe total, porque después de la crisis
de los saberes, para enseñar lo vivo, para no olvidar el goce que hay
detrás de todo saber, los analistas enseñantes se encerraron en la po­
sición dei que goza y se callaron la boca. No enseñaban nada de mo­
do explícito, solo con alusiones. Paradójicamente, esta posición es cí­
nica, y es la salida siempre posible del discurso analítico. La posición
cínica fue el gran fracaso de «Vincennes». Se necesitó que Jacques-
Alain Miller indicara una solución en acto para salir de este impasse.
Se requirieron seis años para recordar que la vía de la antifilosofía,
como expresaba Lacan, era enseñar los saberes de una manera viva.
Luego, la vía de la contraexperiencia nos permitió instalar los institu­
tos del Campo Freudiano en el mundo.
Interesar a los estudiantes en el psicoanálisis -especialmente a los de
psicología o a los de medicina que no terminaron su carrera- es tam­
bién hacer surgir lo que hay de síntoma social dentro de la demanda de
psicología, síntoma vinculado a la ideología del culto de la ciencia. La
ciencia con sus éxitos -y porque es im saber eficaz- conlleva la ideolo­
gía de la eliminación del sujeto, la necesidad del para todos como certe­
za. Y en este éxito mismo fabrica la demanda de psicología. Si tantos
jóvenes estudiantes quieren tener una psique, un funcionamiento men­
tal y un saber sobre esto, es porque pretenden aliviarse de la angustia
de pensar, que genera esta ideología de supresión del sujeto como tal.
Este es el conflicto entre psicología, medicina y psicoanálisis. Y
estamos aquí para tratar de transformar la demanda social de lo men­
tal en una demanda de psicoanálisis, que no supone la necesidad de lo
Tnental. En este punto estamos compitiendo con otros para retener la
atención de los estudiantes que aún no se han casado con ningima
teoría, lo que Lacan llamó los bacbelor, en este juego de palabras en­

272
Lo IMPOSIBLE DE ENSEÑAR

tre el «bachiller» y el «célibe». El que no está casado todavía no en­


contró la solución que lo alivia de esa angustia. Al final cada uno de
nosotros encuentra en la vida una solución más o menos catastrófica,
siempre uno se casa con algo. Y, justamente, parte de la tarea de la en­
señanza del psicoanálisis es tratar de obtener las soluciones menos ca­
tastróficas a la angustia de una época. Como la universidad no empe­
zó ayer, tiene una historia de competencias, de lucha de facultades
que la constituyen; y se puede aprender mucho en este sentido.
Lacan empezó su enseñanza con gente que era tan estrafalaria co­
mo la que seguía a Freud, lo que le permite sostener a Jacques-Alain
que en el mundo todo se hace con sectas, con pandillas. N o tenemos
que pensar que con esta linda sala, con nuestro raagm'fico Instituto,
con todo el lujo de nuestras enseñanzas, somos otra cosa que una
pandilla estrafalaria, una secta. Es verdad, aunque siempre hay que
tender, como decía Jacques-Alain Miller, a ser una buena secta. Ade­
más, la difusión de Lacan en la Argentina también empezó con una
pequeña secta alrededor de Oscar Masotta, que en el curso de la his­
toria demostró que fue una de las buenas.
Entonces, estamos aquí para seguir con la tarea de inventar lo
nuevo y ser eficaces en la interpretación de los síntomas sociales de
demanda que se dirigen al saber. Esta es nuestra función, que permi­
te mantener viva la teoría y la práctica que enseñamos. Necesitamos
una institución, nuestro Instituto, para acoger los efectos de lo que
producimos, para tener un instrumento de verificación de que somos
una «buena secta», que nos permita evaluar de manera realista los
efectos de nuestra enseñanza. De hecho, Lacan construyó una insti­
tución dentro del psicoanálisis justamente para verificar los efectos de
ia práctica analítica. Siempre impulsó que los analistas tuvieran una
inserción dentro de la universidad y un lugar al lado de esta para ve­
rificar los efectos de su enseñanza. Necesitamos, pues, una institución
para verificar y el Instituto es nuestro instrumento de verificación de
la manera en que tratamos el saber explícito que se puede extraer de
la práctica del análisis. Este instrumento nos permite verificar si tra­
tamos este saber con el respeto suficiente.

Leonardo Gorostiza. —Le agradecemos a Éric esta introducción


-que es mucho más que eso- y les damos la palabra a todos iistedes,
intentando hacer de esto una conversación.

273
La e n se ñ a n za d e l p s ic o a n á u s is

Éric Laurent. — «Conversación» es efectivamente la palabra por­


que, cuando se ve el volumen tan lindo de Los inclasificables de la clíni­
ca psicoanalítica, nos damos cuenta de que es una demostración en ac­
to de lo que se puede hacer como Instituto en tanto instrumento de
verificación. Este libro da testimonio de la conversación, cosa que no
puede hacerse dentro de la universidad. Los intereses de las cátedras,
la repartición de los deberes, la necesidad de evaluación de los alum­
nos, implican un peso que no puede permitir ejercicios de esta índo­
le. Quiero abrir la discusión, en la atmósfera de conversación necesa­
ria en el Instituto, para evaluar y desplazar los impasses que hay en el
uso del saber.

Nora Capelletti. —Soy participante del ICBA y quiero pedirle si


puede diferenciar las sectas buenas y malas dentro del psicoanálisis.

Éric Laurent. —En primer lugar, no se trata de hacerlo a priori si­


no de verificar los efectos, de evaluar los resultados con una investi­
gación a posteriori. Desde el punto de vista del psicoanálisis, una secr
ta mala es aquella que difunde ideas falsas, que alienta la ignorancia,
que facilita ei conformismo identificatorio. Entonces, podríamos in­
tentar evaluar si el saber que estamos difundiendo es realmente con­
temporáneo de la época, si está vivo, o si pasamos nuestro tiempo co­
mentando libros que ya están muertos, solo definidos a partir de la
posición histórica. Para evaluar si lo que domina es el conformismo
de repetición está el ensayo que tienen que redactar los participantes
de los institutos en el mundo. De ser así, el efecto sería lo peor.
Nuestros tres ejes (contemporaneidad, uniformidad y no ignoran­
cia) son determinantes en ima época en que los saberes difundidos en
la universidad tienen muy poco que ver con los utilizados por Lacan.
Por ejemplo, cuando en El seminario 3 habló de Jakobson, era una to­
tal novedad. Si un joven actualmente viene de un departamento de
lingüística, no leyó a Jakobson ni a Saussure. Se lee a Chomsky, a Ste-
ven Pinker; se leen las producciones de M ÍV.
Hoy tenemos que saber cuando nos dirigimos a un público de es­
tudiantes que estos no tienen el acceso a los saberes sobre los que se
apoyaba Lacan -y esto funciona tanto para la filosofía como para la
lingüística y las ciencias humanas en general. Dado que el mapa se
modificó completamente, el problema es cómo enseñar y ser eficaz

274
Lo IMPOSIBLE DE ENSEÑAR

con lo que se enseña en la lingüística hoy. De aquí que el enseñante


deba ser contemporáneo, es decir, tener ima idea de lo que se enseña
en los departamentos de lingüística hoy, lo que requiere un esfuerzo,
un no saber puesto en acto, reconocido.
Así, fK)demos ser contemporáneos, eficaces y empujar a ima no
conformidad, es decir, no solamente repetir lo bien sabido, sino diri­
girse cada vez al punto candente de no saber. Con estos instrumentos
se puede evaluar si se trata de sectas malas o de sectas buenas, aunque
probablemente haya otros. Lo fimdamental es que uno nunca debe
estar seguro de no ser miembro de una secta mala, debe tener siem­
pre una duda fecunda y averiguar con los instrumentos de la razón.
Efectivamente, con mi duda fecunda, tengo la idea que participo en
una secta bu^na.

Oscar Zack. —Algunos aspectos de su conferencia me evocaron


una cita de Lacan del seminario «La angustia», donde habla del de­
seo del enseñante y afirma que este, a diferencia del deseo del profe­
sor universitario, es un buen rodeo para transmitir algo del deseo del
analista. ¿Podría decir algo más sobre esta cuestión?

Eric Laurent. —^Me parece sin duda un aporte. Estoy de acuerdo,


y es im eje que se puede desarrollar. ¿Cómo lo desarrollaría usted?

Oscar Zack. —^Lo pienso como un enunciado que diferencia la ense­


ñanza de la transmisión, en el sentido en que esta última es un saber no
constituido. Quizás en la línea de lo que Jacques-Alain Miller plantea
-y que usted señalaba hoy- en la lógica de la conversación, esto es, ir
de lo sabido a lo no sabido, que es un poco la práctica del psicoanálisis
en el dispositivo analítico. En este sentido, se trata de pensar el deseo
del analista más allá del acto analítico, más allá del acto del analista en
el contexto del dispositivo, es decir, ¿cómo pensar una enseñanza psi­
coanalítica del psicoanálisis? La posición de un enseñante del psicoaná­
lisis también debería admitir su destitución como tal.

Éric Laurent. —Estoy totalmente de acuerdo, la oposición trans­


misión-enseñanza es algo fundamental, porque lo que se transmite no
necesita de ninguna manera ser entendido. El drama de Lacan siem­
pre fue constatar que la asociación analítica es un modo de burocra­

275
La en señ a n za d e l p s ic o a n á u s is

cia. En las burocracias los discursos circulan, se transmiten, sin que


haya la más mínima necesidad de entender de qué se trata. Para La­
can, por ejemplo, era claro que en la IPA que él conoció, y en la cual
se repetían las palabras de Freud, se transmitía im vocabulario. Aho­
ra es otra cosa, el vocabulario de Freud se alejó, pero entonces se re­
petía el texto freudiano sin querer entender de qué se trataba. Se
transformaba en palabras varías que referían una cosa muerta.
El ejemplo más claro de una burocracia que repite textos y que no
tiene ninguna consistencia fue la Unión Soviética, que para Lacan era
un ejemplo de discurso universitario; podían repetir Marx, la plusvaha,
la evaluación, las fuerzas productivas... Podemos hacerlo todos y repe­
tir: el significante, el objeto a, la alienación-separación. El asunto es,
cuando hay un problema, cómo se trata. El problema es cómo actuar
con el discurso que tenemos, si se puede tratar un problema o no. La
transmisión nunca garantiza que alguien entienda lo que dice. Estamos
siempre en una relación muy difícil al dirigimos hacia lo real. La úni­
ca medida que tenemos para saber tratar tm problema es cuando apa­
rece lo nuevo e inventamos soluciones; este es el criterio fundamental.

Leonardo Gmvstiza. —Esta oposición es una discusión que retoma­


mos periódicamente. Siguiendo una indicación de Jacques-Alain Mi­
ller, pienso la enseñanza como uno de los modos de la transmisión en
que el materna sería la vía privilegiada. Entonces la oposición ya no es
absoluta: no toda transmisión es enseñanza, pero la enseñanza es un
modo de transmisión posible. ¿Estaría de acuerdo con esto?

Eric Laurent. —Sí, es una cuestión de definición de la enseñanza.


Cuando esta es tina verdadera enseñanza, cuando el aprender es un
a-prender, como dice Heidegger, se dirige hacia lo no sabido. Si la en­
señanza es una enseñanza, uno enseña al borde de su ignorancia, en
el punto del desconocimiento. Cuando lo consigue, es como la inter­
pretación analítica, que funciona cuando incluye el silencio. Si inclu­
ye el silet, entonces es eficaz; si no, es solamente una explicitación. En
la enseñanza hay que incluir lo imposible de enseñar. Aquí se ubica la
articulación entre transmisión y enseñanza.

Ménica Toriles. —Hay un texto de Jacques-Alain Miller que apare­


ció en un Brefy que ahora se publicó en la Freudiana N® 25 con el tí­

276
Lo IMPOSIBLE DE ENSEÑAR

tulo «El triángulo de los saberes», donde él habla de tres saberes. En


primer lugar, plantea que en realidad saber y enseñanza no se recu­
bren, por la relación entre saber y goce. Luego habla de tres saberes
que no van a recubrirse y uno tiene que manejarse con los tres: el sa­
ber semblante, que estaría más del lado del discurso universitario; el
saber verdad, que incluye al sujeto, pues es lo que faltaría en el dis­
curso universitario; y el saber materna.
Pero lo más interesante es que ninguno alcanza. Señala, por ejem­
plo, que no se puede hacer un programa de enseñanza -que sería el
saber semblante-, porque es necesario el saber verdad, o sea, que apa­
rezca el sujeto, el enseñante y que el alumno no esté solamente en a-
estudiante. A la vez, tampoco alcanza con el saber verdad, porque es­
tá el saber jnatema. Pero si quedan juntos el saber materna con el sa­
ber semblante, queda excluido de nuevo el sujeto. No hay manera de
lograr recubrir esta cuestión entre saber y enseñanza, y esto va en el
sentido de tu exposición, la necesidad de este triángulo, de estos tres
saberes que no recubrirán saber y enseñanza.

Éric Laurent. —El seminario de las siete sesiones de Miller es muy


útil. Hay que acercarse a esta oposición entre el saber semblante -o
en posición de semblante- que es el S2 universitario y el saber, como
indica Lacan en Aun, útil en relación con las difíciles experiencias que
hubo que atravesar para conseguirlo. Si no hubo esto, uno no lo pue­
de utilizar. Al pasar por la umversidad, uno conoció verdaderos y fal­
sos profesores que enseñan. Todos transmiten algo, repiten lo que
aprendieron, pero se ve que algunos no entienden nada de lo que di­
cen. A veces uno encuentra a alguien que sabe de qué habla; son los
grandes profesores. Cada uno tiene su lista de grandes profesores, en­
contrados o no. Podría dar la lista espontánea que me viene: Jakob-
son, Panofsky, Syme, Auerbach, Feynmann, quienes no solo tienen
una erudición increíble, sino el manejo vivo de ella.
Dentro de la universidad hay profesores que son personas admi­
rables, y siempre tenemos que aseguramos de que estamos a la altu­
ra de esto en nuestros campos. Es verdad que dentro del psicoanáli­
sis un saber analítico que no es, por ejemplo, adquirido con la con­
trapartida de un anáhsis de largos años no sirve; es decir, solo sirve
para hacer libros de psicología que incluyen referencias al psicoaná­
lisis. Pero no es útil a nadie, oprime a los estudiantes, que tienen que

277
La en se ñ a n za d el p s ic o a n á u s is

repetir y sienten que es una cosa vacía que no les sirve. Oprime a to­
do el mundo: también a los editores que tienen que publicarlo y a no­
sotros, porque a veces hay que leer este tipo de cosas. Lo fundamen­
tal es separar lo que incluye la subjetividad y el precio que hay que
pagar para esto, en horas de algo; es una extracción corporal que per­
mite dar una eficacia a este saber. La eficacia es siempre inventar co­
sas nuevas, orientarse en significantes, saber qué es importante y qué
no lo es, etcétera.

Liliana Michanie. —^Ayer, en el salón del San Martín, usted detía:


«Tenemos que salir vivos de esta sala», y hoy escucho con mucha in­
sistencia esta cuestión de lo vivo. Si bien puedo extraer de eso lo con­
temporáneo, lo actual, lo eficaz, lo vigente, me pregunto, respecto de
esta división entre transmisión y enseñanza, cómo pensar la inven­
ción de algo nuevo si en todo esto no esta incluido el deseo.

Éric Laurent, —Es una manera de decir la relación con el deseo,


matizada en la perspectiva de interesamos por la articulación del de­
seo con lo vivo como tal. En ese sentido sí, es mantener el deseo des­
pierto, con formas de lo actual, lo contemporáneo; comentar lo que
no está muerto, lo que no se sabe; inventar formas. Y esto es válido
también para que el psicoanalista pueda intervenir rápidamente en el
punto esencial que hace que después el sujeto pueda entrar en el dis­
positivo o pueda salir de un impasse o, cuando se enseña algo, pueda
encontrar el punto que hace que ima noción no se entienda.

Ernesto Sinatra. —Por razones de programación, no tendremos el


gusto de escucharlo en nuestro Colegio Epistemológico y Experi­
mental. Pero voy a aprovechar la ocasión para comentarle algunas
cuestiones, al modo de la conversación, que tuvieron que ver con el
surgimiento del Colegio y con los problemas que se nos plantearon.
El espíritu vivo se recorta a partir de una intervención suya en el
Centro Descartes, cuando usted advertía a los psicoanalistas que,
aunque Jacques Lacan había muerto, se trataba de recrear las referen­
cias respecto del saber. Casi diez años después, usted vuelve a traer
esta cuestión respecto de la renovación del saber para poder respon­
der a los problemas que plantean la ciencia y la tecnología. Recuerdo
también la conferencia inaugural de Jacques-Alain Miller en el Cen­

278
Lo IMPOSIBLE DE ENSEÑAR

tro Descartes, donde planteaba la función del detalle no solo en la clí­


nica sino también en la investigación y la enseñanza. A partir de esto,
recorto algo que usted dijo que me parece fundamental: la lógica de
la interrogación. Es una cuestión crucial tomar la noción como res­
puesta y ver cuál es la pregunta que se formuló el autor para llegar a
ese concepto (por qué este estuvo allí situado en determinada página
de la enseñanza de Lacan en sus Escritos, por ejemplo).
Todas estas cuestiones nos llevaron en el Colegio a localizar cua­
tro unidades de investigación utilizando la clasificación de Lacan en
Vincennes e intentamos tratar nuestra propia ignorancia, es decir, in­
vestigar las cuestiones que hacen a la actualidad de estas disciplinas,
especialmente en lógica, topología, lingüística y antifilosofía. En los
Brefusted distribuyó las cuatro unidades en pares: lógica y antifiloso-
fiá y lingüística y topología. ¿Podría retomar este pimto?

Éric Laurent. —En primer lugar, veo que me repito, y que es fun­
damental hacerlo en la buena dirección. Uno siempre se repite, lo
importante es mantener el rumbo e insistir en la buena dirección. Me
parece fundamental mantener la exigencia de contemporaneidad. En
ese seminario, decía que la distribución actual contrasta mucho con
lo que había en el 64, cuando el peso de la lingüística era algo fuerte.
Ahora la incidencia de las teorías lingüísticas sobre las disciplinas de
la interpretación es nula, debido a la independización del sistema de
reglas, de la concepción de la lengua como sistema de reglas, y a que
la gran preocupación actual de los departamentos de lingüística es
mantener el viejo saber sobre las lenguas.
No tenemos ahora un Jakobson, un Saussure, que hacían una teo­
ría general de las lenguas. Lo que hay en este registro es Chomsky,
Fodor, Steven Pinker y el debate sobre la psicolingüística. Se intenta
conectar el sistema de la lengua con el sistema de la computadora y
adaptarlo a la inteligencia artificial. Este tipo de consideraciones son
problemas de adaptación del ser hablante a la máquina, del modo más
útil y eficaz. La lingüística y todos los departamentos actuales apun­
tan en esa dirección; a eso se destina el dinero. En este sentido, inte­
resarse en la lingüística de hoy es pasar por la crítica del darwinismo-
cognitivismo de Dennett, Pinker y de la perspectiva que introducen,
lo cual no es tan fácil a partir de Jakobson. Primero se necesita estu­
diar el debate y después hay que ver cómo se declararon las distintas

279
La e n se ñ a n za d e l p s ic o a n á lis is

posiciones y qué lleva al estado actual. Implica inventar los caminos


para hacerlo, porque no tenemos la eternidad para enseñar. N o es tan
fácil hacer esto en diez años, que es la duración aproximada de un
doctorado bien hecho. Hay que transmitir efectivamente lo esencial.
Jacques-Alain Miller insiste en este punto, en no hacer grandes cur­
sos introductorios, ni generales, sino ir al detalle y de allí a lo crucial,
a lo esencial del drama epistémico de una época y saber puntuarlo. El
curso de Miller es una demostración en acto impresionante de cómo,
borrando todo lo que leyó antes, enlaza un punto de Freud con otro
de Lacan. Cada uno de nosotros tiene que inventarse las cosas de ma­
nera tal que pueda sostener esto, y no hay que tener ni susto, ni an­
gustia, ni nostalgia; think positive!
También podemos pensar en Nabokov, en sus lecciones sobre li­
teratura, cuando toma una frase de Dostoievski y, a partir del análisis
preciso de este detalle, hace la crítica de todas las teorías de la litera­
tura y de la época. En este sentido, hay que ver el desplazamiento de
los saberes. Cuando Lacan utilizó la topología, por ejemplo, esta era
algo raro. Ahora no lo es tanto, muchos autores utilizan elementos de
la teoría de las superficies unilaterales usadas en otras disciplinas.
Tiene cierto uso, se utiliza de cierta manera aquí, de cierta manera
allá, y permite resolver una serie de cosas; permite salir del conteni­
do y del continente, de estos impasses del pensamiento. Hay que ver
cómo se usa en otros lugares y utilizarlo, e incluir una serie de obje­
tos topológicos. Ahora hay manuales bien hechos, de empleo fácil,
que pueden ser utilizados para una enseñanza. N o es un saber místi­
co, no es el pitagorismo aplicado, no es una sabiduría especial; hay li­
bros, manuales; se aprende, se usa.
Cuando Lacan hablaba, la filosofía no estaba en el mismo lugar
que ahora. Desde nuestro punto de vista, lo que Lacan llamó la anti­
filosofía es que tenemos que evaluar la evolución, el hecho de que lo
esencial es el retom o de una filosofía moral. Es el viejo papel del fi­
lósofo como moralista fundamental que aconseja al amo sobre lo que
tiene que hacer, cuál es ima acción moral y cuál no lo es. En la filo­
sofía moral fuera de la universidad son los hegelianos quienes tienen
un impacto sobre los problemas de la época. Fukuyama es el primer
hegeliano global. Está también Charles Taylor, canadiense. Entonces
considerar con Lacan que Hegel es el más útil para pensar la época es
algo que se mantiene.

280
U> IMPOSmiE DE ENSEÑAR

En otro nivel, nos interesa pensar el debate sobre la justicia dis­


tributiva que se deduce de Rawls, el debate con Nozick o Walzen
Tenemos que incorporar estos debates a nuestra perspectiva; es par­
te de la antifilosofía, es decir, la evaluación del estado actual de la fi-
losofiá. Cuando se toman las referencias de Lacan hay que revisarlas
y ver cómo estamos ahora con los mismos problemas pero con los
autores actuales. Para recordar que detrás de todos estos debates so­
bre la moral está la ignorancia del goce, hay que hacer de esto un
instrumento de análisis del pensamiento contemporáneo, un instru­
mento vigente, útil.
Un ejemplo de ello es Jacques-Alain, quien en dos lecciones de su
curso «El Otro que no existe...» hace el ejercicio admirable de criti­
car el último libro de John Searle, La construcción de la realidad social,
remitiendo a la crisis epistemológica que surgió con Quine en el pen­
samiento norteamericano. Esto tuvo consecuencias durante veinte
años y se desarrolló hasta el punto actual, que implica los debates so­
bre el relativismo y la posición de la ciencia. Cuando lo escuché, me
pareció fantástico como ejercicio porque, al mismo tiempo, borra las
dificultades para construir la cosa y lo presenta de una manera muy
evidente. Es decir, una vez dicho esto, todo el mimdo puede utilizar­
lo. No es tan fácil de conseguir, pero es posible acercarse a este tipo
de trabajos, presentar el revés del funcionamiento de los saberes y
apuntar -y al mismo tiempo denunciar- cada vez al goce en juego.
Se comentaba ayer en el Centro Descartes que Lacan al final pue­
de decir que las categorías de la estética trascendental son otra mane­
ra de esconder la pasión del narcisismo. Hay que poder decirlo y que
no parezca ima barbaridad, un disparate. De todos modos, hay que
saber designar dónde está lo real del goce en juego. Se trata de partir
de lo que hay -en lógica, filosofía, topología, lingüística- y elegir el
punto que parece más candente para llevar a cabo esta operación de
revés.

Jorge Chamorro. —¿Cómo ubicar el significante «sistemático» en


relación con lo sabido no sabido, con los saberes muertos, con el sa­
ber vivo? Creo que si hay un significante que nos reúne a todos —a los
que vinieron al Instituto y, antes, a la Sección Clínica- es la enseñan­
za sistemática. Me pregunto por la relación Instituto-Escuela, por la
relación psiquiatría-psicoanálisis en la presentación de enfermos, y

281
La en se ñ a n za d e l p s k io a n Au s is

cómo ubicar esa intersección respecto de lo sistemático. Hay muchas


bisagras alrededor de esto; hay una relación evidente de estructura
con la universidad y lo sistemático. N o me parece que sea tan clara
en el contexto del Instituto y su relación con ia Escuela.

Roberto Mazzuca, —^Mi pregunta retoma algunas de las cuestiones


que acaba de plantear Jorge Chamorro, y es sobre política institucio­
nal. Me pareció muy interesante y clara su formulación del propósi­
to que debería guiar la enseñanza, la interpretación como síntoma de
las demandas dirigidas al saber. Y me llamó la atención esa bifurca­
ción que señaló al final de su exposición: por un lado, alentar la in­
serción en la universidad y, por otro, tener un lugar al lado. En el pri­
mer caso están los mayores inconvenientes (tener que acomodarse a
los programas, evaluar, etcétera), en cambio, en un lugar como el
ICBA hay mayor flexibilidad en este sentido. Por supuesto, esto no
garantiza nada, aunque facilita las cosas.
¿Cómo piensa usted esta cuestión?

Samuel Basz. —Quería subrayar que hay una respuesta que da


Éric Laurent a la pregunta ¿qué es investigar en psicoanálisis? Hay que
tomar en este sentido la última intervención. Recuerdo que, justa­
mente, en la época que señala, la década del 60, nuestra lucha en la
universidad pasaba por exigir que los docentes fueran investigado­
res. Esta era nuestra manera de pedir esta dimensión de lo vivo y de
lo actual, en función de la posición del enseñante. El problema es
qué es ser investigadores como psicoanalistas. Uno es enseñante, y
no se trata solamente de estudiar para enseñar; hay una diferencia
entre estudiar e investigar. N o alcanza con sostener, como hace la
IPA, que el analista investiga con sus pacientes y en su propio análi­
sis. Creo que Laurent señala muy bien que la investigación en psi­
coanálisis tiene que ver con decidir políticamente cuál es el saber re-
ferencial actual, que se distingue del real de la ciencia pero tiene que
ver con él. La investigación no es recrear las referencias de Lacan si­
no actualizarlas.

Adriana Rubistein, —Usted habló de la necesidad de evaluar a pos­


teriori, con una investigación, los resultados de la enseñanza, lo cual
es un problema para nosotros, porque pusimos en marcha el ICBA y

282
Lo IMPOSIBLE DE ENSEÑAR

tenemos todo el desafío de encontrar la buenas manera de evaluarlo.


¿Puede damos alguna orientación respecto de este punto?

Nieves Soria. — características tiene, a su entender, una in­


vestigación en el campo del psicoanálisis? Los ateneos de investiga­
ción referidos al ICBA están conformados de una manera diferente
de la del cartel; son grupos más amplios, de los que además se espera
una producción grupal y no individual de la investigación.

Éric Laurent. —No sé si sabría responder exactamente a todas es­


tas preguntas. Lo sistemático es crucial, es parte de nuestra tarea ha­
cer una enseñanza sistemática y gradual; y es verdad que insistir en el
detalle va aparentemente en el sentido inverso de lo sistemático. Ir
más al detalle existencial que al sistema general es más kierkegaardia-
no que hegeliano.
El modo de enseñanza de Freud siempre fue el detalle, aun cuan­
do trató de ir al sistema, en sus «Nuevas conferencias de introducción
al psicoanálisis», que inmediatamente se transformaron en treinta y
dos puntos, más o menos articulados. En la última retoma puntos de
la tercera, los modifica; es decir que estamos lejos de la idea del sis­
tema. Estamos en el psicoanálisis, y no existe el sistema lacaniano. La
enseñanza sistemática se topa con esto: no hay la obra de Lacan, en el
sentido de un sistema lacaniano, como hay de otras cosas.
Diría entonces que lo sistemático es distribuir una enseñanza con­
sistente, pese a que la verdad no puede decirse toda y que la estruc­
tura del psicoanálisis mismo no responde a un sistema completamen­
te articulado. Tenemos el apoyo del materna, que permite intentar
obtener una consistencia de una verdad local, si se puede dedr. Se
trata de transmitir el punto que uno aborda de manera consistente,
sabiendo que siempre hay otra faceta que podría verse si se hace el gi­
ro. Si se muestra la otra cara, hay que hacerlo de manera consistente.
En este sentido, lo sistemático no se opone al detalle sino que, por
medio de este, hace aparecer el sistema, en tanto que es la consisten­
cia de lo que se aisló en el detalle.
Estoy de acuerdo con Jorge Chamorro en que esto es crucial.
Creo que lo que agrada en el Campo Freudiano es cuando consegui­
mos esta operación de mostrar la consistencia y no el régimen de las
opiniones. En el congreso al que asistí los dos últimos días escuché a

283
La en señ a n za d el p s ic o a n á lis is

personas excelentes, de otras tendencias, analistas sin ninguna duda.


Se veía, sin embargo, que la manera de enseñar era recoger opinio­
nes: tal persona piensa que hay que interpretar la transferencia posi­
tiva; otros dos creen que también hay que interpretar la transferencia
negativa; otros, que hay que interpretar tal nivel de desidentificación
que, para otros, hay que preservar. Se puede hacer la lista de opinio­
nes y se ve que no se plantean el problema de que la inconsistencia
está en la lista misma. Cuando se pasa del nivel de esta lista a la con­
sistencia de una faceta de lo sólido de la experiencia, se alcanza algo.
¿Dónde situar el Instituto? ¿Al lado de las escuelas? ¿Al lado de la
universidad? ¿Al lado de la nada? Es una cuestión crucial de topolo­
gía, de la topología de la vecindad. La vecindad de dos cosas a veces
no se mide sino mediante el agujero que intentan delimitar, y lo que
se cree vecino a veces está muy alejado. Creo que el problema funda­
mental, como indicaba Roberto Mazzuca, es la política institucional,
que afecta además a todas las corrientes analíticas, desde el inicio del
movimiento psicoanalítico. Lo tienen APA, APDEBA, IPA en Euro­
pa, lo tenemos nosotros aquí y allá, y mmca se encontró la buena so­
lución. Se encuentran soluciones adaptadas a un estado actual de las
instituciones analíticas; y hay que calcular cómo ubicar las cosas res­
petando que los analistas no son enseñantes de formación. Algunos
pueden funcionar como tales, pero no todos, los cuales, sin embargo,
no dejan de ser analistas. Hay que respetar estos niveles, no producir
efectos de jerarquización que aplastan esta doble vertiente.
El resultado es que tenemos que tener escuelas en las que se veri­
fica la formación de analistas. Y se puede pensar que, pese a que un
analista no es un enseñante, puede ser un excelente analista -no solo
en la práctica-, puede decir verdades que escapan a sus colegas ense­
ñantes. Entonces hay que construir el lugar para eso. Por otro lado,
en el lugar que se enseña, también hay que seleccionar que sean en­
señantes y no generar una confusión. El lugar es, pues, secundario, es
asunto de política institucional; lo fundamental es preservar estas dos
vertientes de la experiencia y que esto no produzca una tensión insti­
tucional demasiado fuerte, un espejismo, una rivalidad.
Tercer punto: ¿a qué se llama investigar en psicoanálisis? No lo sa­
bemos exactamente. Los seminarios de Jacques-Alain Miller son de­
mostraciones en acto de lo que es investigar. Cuando él provoca un
seminario, distribuye con dos días de antelación textos muy compli­

284
Lo iMPOSIBlE DE ENSEÑAR

cados para que comenten algunas personas. Se ve lo que es poder de­


cir algo, extemporáneamente, sobre el punto en que uno está de su
reflexión y sin que haya xma sincronización previa. En el diálogo con
los colegas uno se puede asegurar de que hablamos del mismo obje­
to, ubicado en el mismo lugar. N o solo se trata del vocabulario que
utilizamos, hay que asegurarse de que ponemos lo que circula entre­
lineas de lo que decimos en el mismo lugar. Esta es la función de las
conversaciones. Estos laboratorios de investigación -las conversacio­
nes- están centrados en conceptos fundamentales de la práctica ana­
lítica, del análisis y de la práctica, dentro de la cual tenemos que ha­
cer funcionar los saberes actualizados para recordar dónde está el ob­
jeto a en juego. Así fueron las conversaciones sobre «la interpreta­
ción», «el peso de los ideales», «la sesión analítica», que ahora va a
convocamos, y la articulación palabra-cuerpo, que es otra manera de
definir la nueva concepción del síntoma o de este, más allá del sínto­
ma histérico, tal como lo abordó Lacan en la última parte de su en­
señanza. Una investigación es esto: asegurarse de que en este trabajo
en común estamos vislumbrando dónde está el problema, lo que se
llama poner el objeto a en el lugar adecuado, ver dónde está la cosa,
más allá de lo que uno dice.
¿Cómo evaluar los efectos de la enseñanza? Como no creemos en
los sondeos, hacemos dos cosas: por xm lado, se pide que los partici­
pantes hagan trabajos grupales e individuales. Hay que asegurarse de
que, después de tres o cinco años de participación en el instituto, las
cosas no son iguales a la entrada y a la salida, que alguien no escribe
ni piensa de la misma manera al salir que al ingresar. Por otro lado,
hay que escuchar a los participantes, hacerlos hablar sobre lo que ha­
cen dentro del instituto, y tomarse el tiempo suficiente para aprender
de ellos; hablar de la experiencia con los docentes, para tener xma idea
de los efectos producidos por esa enseñanza; asimismo se deben evi­
tar los efectos grupales de identificación que siempre existen, pero
hay que averiguar si la transmisión es efectiva.
Los grupos de investigación no son carteles. El problema del car­
tel es que en cierto nivel funciona como algo esencial y en otro nivel
no funciona. Al mismo tiempo, es xm instrumento fundamental por­
que cada una de las cinco personas habla, no hay anonimato. Después
hay un salto a la veintena. Luego existen los grupos de cincuenta, que
son diferentes de los de cien. En el psicoanálisis estos niveles hay que

285
La en señ a n za d el p s ic o a n á lis is

respetarlos, hay razones para ello. Nuestro problema es cómo se to­


lera el más-imo en un grupo definido así, si se puede utilizar y si se
adapta al tamaño actual del movimiento analítico. Cuando Lacan ins­
taló el cartel, toda la Escuela Freudiana eran cien personas, que él co­
nocía una por una y que hacía años que lo seguían en su seminario.
Hoy el movimiento analítico es mucho más amplio y atraviesa las len­
guas, los continentes. Necesitamos, pues, instrumentos de trabajo
adaptados a la actualidad.
Se probó que funcionaron muy bien los grupos articulados a una
conducción precisa de una función de más-uno, como en las conver­
saciones, donde se verifica que en grupos de veinte, cincuenta o cien
personas se puede conseguir un efecto de producción. Jacques-Alain
funciona como más-uno, introduce un tema, da la referencia, cada
uno presenta su trabajo y se discute. Con esto se hace una producción
como en el cartel pero ampliado -de aquí la noción de «cartel gene­
ralizado». Lo esencial es asegurarse de que haya una investigación
bien definida, que una persona se haga cargo de la responsabilidad de
llevar esto a cabo. La función del más-uno es, justamente, ser respon­
sable de que se alcance el objetivo de trabajo definido, pese a las difi­
cultades y la dinámica grupal. Como puede surgir toda suerte de di­
námica grupal, lo esencial es no entrar en esto sino analizarla de ma­
nera tal que se obtenga una producción, y entonces el resultado es al
mismo tiempo grupal y personal. Cuando hay un profesor de verdad
en la universidad, que tiene un seminario de doctorado en el que ha­
ce trabajar a sus estudiantes, al mismo tiempo, cada uno elabora su te­
sis, aprende de los demás y constituye la corriente de opiniones. Si se
logra, los problemas se despejan, lo imaginario pasa a segundo plano
y se articula verdaderamente una producción efectiva. Aveces se con­
sigue y a veces no. Es la relación entre el cartel, el cartel generaliza­
do y la no agrupación necesaria.

Versión establecida por Marina Recalde y revisada por el autor

286
Presentación de enferm os
El encuentro del psicoanalista
con el psicótico

Jorge Chamorro

La práctica de la presentación de enfermos se caracteriza por consti­


tuirse en un solo encuentro, lo que le otorga una peculiaridad tem­
poral que hace a la inmediatez del presente. N o hay pasado, no habrá
futuro. En esa única oportunidad se deberá producir algo que tiene
poco que ver con alojar al psicótico en una clasificación.
No se trata de hacerlo hablar para que describa sus alucinaciones
o delirios, sino de una dialéctica entre el psicoanalista y un sujeto que
tiene una forma especial de tratar lo real.
Un sujeto no se identifica con la persona, a veces hay que detener
el discurso de la persona para que el sujeto sea escuchado.
La tyché es el encuentro que se produce a veces en esta oportuni­
dad única, y no cuando escuchamos a una persona hablar de cosas ex­
trañas a nuestro reconocimiento.
La entrevista en la presentación de enfermos debe ser conducida.
Preguntas precisas sobre un elemento del discurso, obstáculos pues­
tos a la voluntad de decir del entrevistado, sostenerlo en el discurso
cuando no se sostiene solo, afirmaciones puntuales, hacen al queha­
cer del psicoanalista, quien tiene vedado comprender, esto es, dar por
supuesto el sentido de lo que se dice. Tampoco debe dar sentido a los
dichos, ni realizar preguntas sugestivas, al estilo: Usted no quiere tal co­
sa, ¿no es cierto?
Se presenta un enfermo, decimos, pero en verdad presentamos un
decir que llamamos psicótico. Este tiene una estructura propia, y
nuestro desafío es precisar al sujeto que este decir define. La estruc­
tura del decir psicótico es una alternativa a la presencia de la realidad
en el campo de las psicosis.
La llamada «ruptura con la realidad» no define el campo de las
psicosis. Cuando la relación con la realidad es lo que divide las aguas.

289
La en señ a n za d e l p s ic o a n á lis is

la carta forzada es que la medida de dicha realidad la da el psiquiatra,


el médico. Si algo define al psicoanalista, es no identificarse con la
medida de la realidad. Si Lacan reformula la categoría freudiana de
«abstinencia» en términos de deseo del psicoanalista, es justamente
para separarlo de ella y anclarlo en la castración.
La función deseo del analista es abstención de la relación con la
realidad, abstención de la demanda y, fundamentalmente, abstención
del fantasma.
Entonces, cuando la persona no obstaculiza, habla im sujeto.
La presentación de enfermos nos enseña también que es posible
un trabajo analítico sin comprender, sin sostenerse en la identifica­
ción. La experiencia subjetiva de un psicótico es incompartible, no
podemos ponemos en su lugar. N o podemos identificamos con él.
En verdad, la antipsiquiatría lo ha intentado a condición de deshuma­
nizarlo, esto es, desconocerlo en su particularidad. El amor y el afec­
to son los instrumentos de dicha deshumanización. En alguna época
no del todo lejana se llamaba a los pacientes internados en el hospi­
tal psiquiátrico «los compañeros de adentro». Es la aplastante gene­
rosidad del amo-r. Todos somos iguales, a lo sumo está la diferencia
reconocida como geográfica: unos adentro y otros afuera. Es la mis­
ma generosidad del unisex, cambiamos la alternativa débil-fuerte por
el todos somos iguales, con lo cual, de paso, se desconocen las diferen­
cias. Allí, en las diferencias, es donde el psicoanálisis reconoce la ver­
dadera humanidad.
Durante los últimos años, la presentación de enfermos nos ha pro­
puesto distintos interrogantes:

1) Hay sujetos que han tenido un desencadenamiento claro, y no


existen dudas sobre su diagnóstico. Sin embargo, debe distinguirse
entre el sujeto que relata el desencadenamiento que tuvo alguna vez,
y la manifestación de delirio actual, por ejemplo, de redención y sal­
vación de los presentes.
En el primer caso -el del delirio o las alucinaciones que tuvo- se
plantean las siguientes preguntas: ¿cuáles son en su discurso actual los
rasgos de la psicosis? ¿En qué se diferencia ese discurso de uno neu­
rótico? ¿A qué distancia se encuentra de nuevos desencadenamien­
tos? ¿Cómo se justifica su internación e incluso su tratamiento? La
respuesta habitual de quienes lo tienen a su cargo es que se trata de

2 90
El en cu en tr o d e l p sic o a n a u sta con e l p sicó tico

problemas sociales. Pero también es cierto que es necesario pregun­


tarse qué lugar ocupa en su equilibrio el hospital mismo.
En algunas oportunidades escuchamos a psicóticos que hoy des­
mienten las alucinaciones que tuvieron; afirman haber visto cosas que
hoy saben que no eran ciertas. Fue im periodo de enfermedad. Sin
embargo, sabemos que la estructura psicótica no es reversible. Los
conceptos de retroacción, resignificación e implicación subjetiva nos
han servido para distinguir lo que es una memoria de los hechos, aun
una memoria crítica, de una verdadera reinterpretación de la historia.
Los psicóticos tienen memoria -a veces una memoria ordenada-, pe­
ro no pueden construirse ima historia.
En cambio, cuando el delirio es actual -lo hemos escuchado en los
paraffénicos-, la cuestión es cómo no quedar envueltos por la perso­
na que ejerce su delirio, y dar lugar al sujeto. Debimos negociar, in­
terrumpir su relato o su lectura de la Biblia para dar lugar al sujeto
que trabaja con su goce y cuya manifestación lo confunde con cual­
quier redentor.
Cuando nuestras creencias ocupan el centro de la escena, todo
esoterismo se convierte automáticamente en delirante. Sabemos que
no es así. Para nosotros no se trata de un problema social sino de es­
tructura, que se le lee en el decir y no en las creencias que no com­
partimos.

2) Sujetos que no han tenido un desencadenamiento o no ha sido


posible detectarlo en la entrevista. Son los casos de diagnóstico dife­
rencial. En algunas oportunidades no fueron obvias las diferencias
entre un discurso neurótico y el llamado discurso real en la esquizo­
frenia.
Cuando un esquizofrénico tiene un discurso mantenido, articulado,
el instrumento para el diagnóstico ha sido el punto de basta, íntima­
mente ligado a los ya dichos de retroacción e implicación subjetiva.
Los sujetos paranoicos nos han enseñado sobre la «iniciativa del
Otro», pero también nos han planteado interrogantes cuando esta
iniciativa no es tajante, cuando no se transforma claramente en aluci­
nación verbal. La exterioridad de la palabra que hace a la forclusión
y a su efecto el fenómeno elemental plantea fenómenos de borde
donde no siempre es evidente la diferencia entre la iniciativa del Otro
y la orden supeiyoica de realizar tal o cual cosa.

291
La en señ a n za o u ^ICOANAllniS

En estos casos nos hemos ayudado con otros instrumentos como


la atribución subjetiva. Nunca es suficiente un solo elemento para de­
finir cuando la frontera es imprecisa. N o en vano en este punto cre­
ció la categoría de borderline, que es el nombre de la impotencia diag­
nóstica.

3) Palpamos la responsabilidad del entrevistador. Si la pregunta


precisa no aparece, tampoco se manifiesta la estructura. El fenómeno
elemental no siempre está a cielo abierto, hay que palpar hasta en­
contrarlo. Aunque no siempre es posible, ya sea por déficit de la pre­
gunta o porque podemos palpar hasta cierto punto -el contexto nos
limita. Calibramos también este límite, no buscamos la descompen­
sación.

4) ¿Cuál es el aporte que esperamos para el sujeto en el hecho de


que aparezca la estructura? Para nosotros es obvio: lo esencial es in­
visible a los ojos; este es el medio para no quedar atrapados en el
amor, en el afecto por la persona. Al psicótico no le ha faltado afecto
-n o es esa la causa-, a veces ha tenido demasiado. La causa de la psi­
cosis no es traumática. N o es un trauma en todo caso en el nivel del
afecto, sino del deseo y el goce.
Para el psicótico la percepción de su estructura es fundamental.
N o hay otro camino. El fundamento de la construcción le permitirá
regular, localizar, ordenar su goce, puesto que el goce no regulado es
lo que lo descompensa y lo deja perplejo. O lo invade en su cuerpo o
en su pensamiento. Todo dato que aporte a la articulación se coloca
en el camino de la estabilización, aunque no la asegure.
Lo hemos notado en muchas oportunidades: en la entrevista apa­
recen elementos que no eran explícitos en años de tratamiento. Es
más, alguna vez apareció en la entrevista una cara paranoide no de­
tectada hasta entonces.

5) Hemos aprendido también evoluciones posibles para un psicó­


tico tomado por pasajes al acto constantes, que una construcción sim­
bólica le permitió regular.

6 ) Ocurre a veces que la entrevista no fue conducida en un punto


esencial, el de limitarla a un encuentro de dos, en presencia de otros.

292
E l ENCUENTRO DEL PSICOANAUSTA CON EL PSICÓTICO

Preguntar no siempre es suficiente para la concentración necesaria.


Cuando esto no ocurre, el entrevistador paga el precio: queda fuera y
el sujeto se dirige al público. Entonces hablará la persona, incluso pa­
só que el sujeto se pusiera a enseñar psicoanálisis, haciendo precisio­
nes diagnósticas sobre su caso, distinguiendo entre represión y for­
clusión. Aquí el psicótico enseña, pero no lo esencial.

C o n c lu s ió n

La presentación de enfermos es el marco posible para que se pro­


duzca un encuentro que depende, salvo excepciones extremas, dcl
psicoanalista. Si se produce, este encuentro enseña y transmite, pero
también apoita al tratamiento posible.
Dado que la clínica diferencial está siempre en el horizonte, nos
hemos preguntado por qué la cuestión del desencadenamiento ha si­
do tan esencial en el campo de las psicosis y no en el de la neurosis.
Es el efecto de una práctica del psicoanálisis que en el campo de
la neurosis no consideró el síntoma como necesario. Y es que para
nosotros hoy no hay análisis sin un síntoma formalizado y reconoci­
do como tal por el sujeto. Esto es lo mismo que afirmar que no hay
entrada en análisis de un neurótico sin que su neurosis esté desenca­
denada. Hacemos entonces una equivalencia entre síntoma y desen­
cadenamiento.
La importancia de esta categoría en el campo de las psicosis está
implicada en el cuestionamiento a la continuidad de estructuras, que
Lacan realiza en un momento de su enseñanza.

293
La experiencia enigmática de la psicosis
en las presentaciones clínicas

Frangoís Leguil

¿Con qué argumentos justificamos las presentaciones de enfermos


que hacemos en el hospital? Responder que se trata de una práctica
del encuentro no es aceptable si se pretende con ello que quien la sus­
tenta tiene del encuentro ima práctica, que sabe cómo desenvolverse
en esta situación y lo sabe mostrar, que es un especialista en esos con­
tactos difíciles, que lo demuestra ante el público para que el mayor
número posible de gente tenga acceso al dominio de un arte delicado
y controvertido como este.

U na pRÁaicA o r ig in a l pa r a e l p s ic o a n á l is is

La presentación de enfermos no es una práctica que se tiene del


encuentro sino una práctica sometida al encuentro. Manifiesta que lo
que queremos enseñar es válido solamente porque nos acostumbra­
mos a la idea de que, cuando se trata de decir lo que está en juego con
lo real, las cosas solo merecen ser puestas en forma si la dimensión de
la sorpresa prima sobre las otras.
Si hablamos con propiedad, la experiencia de ima presentación no
es la experiencia de un caso. Cuando prorrogamos este ejercicio, lue­
go que Lacan lo promoviera en el preciso momento en que el descré­
dito que aquejaba al saber psiquiátrico lo amenazaba con su desapa­
rición, revelamos necesariamente que la experiencia en curso es en
primer lugar la de un sujeto que interroga a otro sobre ella. El asun­
to solo tiene valor si se sabe testimoniar que el «procedimiento» de

* Texto extraído de La Causefhudienne N “ 23, París, Navarin Seiiil, 1993, pp. 36-42.

295
La e n señ a n za d el p s ic o a n á lis is

entrevistas aplicado no es más que la demostración en acto de \ma ap­


titud para dejarse conducir, para dejarse devenir uno mismo un efec­
to de la sorpresa, no para que la inocencia sea encumbrada, sino pa­
ra que se comprenda, en un tiempo conciso y finalmente muy corto,
que por medio de lo que un paciente hace de nosotros se puede obrar
e intentar dar vuelta una situación.
La enseñanza de la presentación reposa en la ejemplaridad de una
experiencia y no, en realidad, en la construcción razonada de un ca­
so. Esta construcción de un caso es una condición previa al ejercicio
mismo, es el fruto del trabajo de aquellos y aquellas que, en el servi­
cio hospitalario, tienen a su cargo al paciente. Del mismo modo que
en una cura anahtica la construcción del fantasma por el analizante
exige tiempo y escansiones, la construcción de un caso por parte de
los médicos, los psicólogos y los enfermeros que tienen a su cargo al
paciente no se concibe sin la duración -la de la permanencia en la
hospitalización y la de las entrevistas repetidas, la de los relatos suce­
sivos que se transmiten los miembros de xm equipo, la de los encuen­
tros con los allegados del medio que esta permanencia ocasiona.
La presentación ofrece antes de la construcción de un caso el azar
de una experiencia que tiene para nosotros xm valor ejemplar en
nuestra concepción de la enseñanza clínica. La presentación concier­
ne a sujetos hospitalizados -confrontados en todos los casos con la
psiquiatría- que, como tales, en xm primer momento, no se supone
que atraviesen algo que pueda justificarse con las categorías surgidas
de la clínica freudiana. La clínica analítica es xma clínica de la trans­
ferencia, xma clínica bajo transferencia, como pudo decirse: de ningu­
na manera estamos en el hospital, a no ser que tengamos de la trans­
ferencia analítica xma impresión tan general que nos privemos del mí­
nimo de rigor necesario para la transmisión de un saber específico.
Por consiguiente, estamos en el límite donde no puede funcionar
lo que podemos formular gracias a la teoría. Este límite (que confron­
ta con lo imposible de hacer soportar por la clínica analítica, por sxis
articulaciones teóricas, el peso, la carga y la capacidad de mostrar lo
que está en juego en xm hospital o en xma institución) indica al ana­
lista su pxmto de partida en el ejercicio. El paciente también está pa­
rado en xm límite, aquel donde lo imposible de soportar solo pudo
propagarse o resolverse en la dimensión de xma clínica cuyos puntos
de perspectiva son, primeramente, los del pasaje al acto o del desmo­

29 6
U EXPERIENCIA ENIGMÁTICA DE LA PSICOSIS EN LAS PRESENTACIONES CLÍNICAS

ronamiento subjetivo, acompañados simultáneamente del recurso a la


autoridad erudita. En esa intersección inesperada, la presentación
ofrece una salida entre una ambición imiversitaria y las justas creen­
cias que impulsan la práctica psicoanalítica.
Estas creencias permiten basarse en las únicas «virtudes» de la pa­
labra para cambiar la clínica de un caso, incluso el destino de una per­
sona, revelándole hasta qué punto es efecto del lenguaje, enseñándo­
le que es tomando cierta distancia de lo que se hace real en él, como
puede cernir la causa de lo que lo atormenta, para ver allí, no tanto lo
que debe saber (en el hospital no estamos en la perspectiva de un le­
vantamiento de la represión, impensable por otra parte en las psico­
sis), sino lo que debe evitar, lo que debe contornear para no ser nue­
vamente confrontado con otra derrota. Frecuentemente la presenta­
ción enseña que circunscribir los fenómenos, es decir, aproximarse a
la causa, es permitir a un sujeto alejarse de lo imposible de soportar
para poder comenzar a hablar. En ese sentido, la presentación de en­
fermos es antinómica del acto analítico, es en todos sus puntos su
contrario y esto le otorga su valor y explica que podemos rompemos
ahí, que podemos someternos a la exigencia de una demostración pú­
blica de nuestra capacidad de permitir a alguien, en quien una causa
se ha reducido al silencio catastrófico de las patologías irremontables,
comenzar a circunscribir lo que le sucede para alejarse un poco y así
encontrar en el alejamiento del horror la posibilidad de dejar una pe­
queña oportunidad a la palabra.
A una persona que se situaba en las consecuencias de un momen­
to de concluir la presentación le sugiere volver al tiempo para com­
prender. La presentación nos interroga ahí donde no podemos hacer
semblante. ¿Por qué tiene ese valor? ¿Es contingente? ¿Debemos su
continuación a nuestra preocupación de «hacer como Lacan» y La­
can se la debía a los hábitos tomados de sus maestros?
No. Puede decirse simplemente que subsiste entre nosotros por
razones de fondo. El ejercicio vale porque, frente a tma patología que
se dio a conocer en el estallido dramático de las significaciones inte­
rrumpidas y reemplazadas por otras, incompatibles con los hábitos y
con el común acuerdo, se esfuerza en poner él mismo en suspenso las
significaciones que proceden de un saber convencional. Así como pa­
ra todo encuentro, la presentación es por un lado el tener en cuenta
lo que sucedió hasta ahí y, por otro lado, es tabula rasa.

297
La enseñanza d e l psicoanálisis

E l p s ic o a n a l is t a p u e s t o a p r u e b a

El que «presenta» no conoce al paciente y no puede saber en rea­


lidad cómo va a «portarse» ni, a fortiori, lo que podrá hacerle decir.
N o hay presentación que valga si no esta precedida de este pequeño
punto de aprehensión, del que Jacques-Alain Miller habló mucho en
un artículo de Omicar? de 1978. Sin embargo, el «presentador» es
advertido. Precisamente, es advertido de la construcción del caso, de
lo que los médicos y los psicólogos construyeron «para» él, sacando
provecho del autómatm que les ofrece lo sucedido durante la estadía
hospitalaria. Ubicamos ahí el punto que nos separa de la concepción
de la presentación clínica tal como nos la mostraron los psiquiatras.
En efecto, ¿por qué el equipo del servicio ha construido el caso? Có­
mo responder de otra manera al ver que el equipo en cuestión es to­
mado, por el hecho mismo de la existencia de este ejercicio, en xma
transferencia con la teoría analítica (¡por otra parte no hay razones
para suponer que esa transferencia sea solo necesariamente positiva!).
Esta sola situación de transferencia permitió -o n o - construir el
caso, es decir, sacarlo del marasmo inaugural, arrojar luz en lo que
era oscuro y, por esa misma vía, sumergir en la oscuridad lo que es­
ta iluminación provoca y que concierne frecuentemente a la reali­
dad cotidiana.
A propósito de este punto de la construcción del caso, previo a la
presentación, me gustaría que se me permita evocar xm recuerdo de
xma sala de guardias, la del hospital Sainte-Anne, en 1977: alguien
que asistía regularmente a las presentaciones del doctor Lacan se mo­
faba de nosotros propagando que los jóvenes médicos que le «prepa­
raban» a los enfermos ¡le eran a tal pxmto acólitos que procxiraban
que no hubiera nada más para descubrir cuando Lacan llegara! Ese
reproche era sorprendente porque, axmque antes de la presentación
propiamente dicha habláramos del caso con Lacan, constatábamos
que cuanto más cuidadosamente habíamos preparado lo que le ade­
lantábamos, más satisfecho se mostraba; su descontento, en cambio,
si no habíamos trabajado lo suficiente, o si no mostrábamos xm míni­
mo de convicción, nos hacía saber que tanto las alabanzas como las
críticas no eran pronxmciadas ni para complacemos ni para alelamos
sino para que xm deseo clínico pase.
A pesar de esta construcción del caso, el equipo del servicio, que

298
La e x p er ien c ia enigm ática d e la p s ic o s is en la s p r e s e n t a c io n e s CLÍNICAS

sabe mucho sobre el paciente, no sabe sin embargo de qué manera se


va a desarrollar la presentación, porque el paciente encontrará a una
persona que irrumpirá inevitablemente entre ellos y él, y amenazará
el equilibrio frágil que el hospital tiene la misión de instalar. La irrup­
ción no sobreviene en cualquier momento, sino solo después que los
médicos y los psicólogos hayan confesado al enfermo una orientación
transferencia! por el pedido explícito de ir a esta presentación y de
prestarse a ella. Sienten que por la situación misma de la confronta­
ción su orientación será juzgada, sopesada según la eficacia que ella
ha demostrado o no. La aprehensión está también de su lado, acre­
centada por el hecho de que no es nunca a un «compañero», a un se­
mejante a quien ellos envían a su enfermo, sino a alguien que va a
obrar en público.
Precisamente, el público no forma parte del juego hasta ahí. No
sabe nada del paciente. El presentador sabe lo que se le dijo, el equi­
po del servicio sabe lo que el paciente es como persona, lo conoce.
Como el público no sabe ni conoce, es el testigo privilegiado del en­
cuentro y, a decir verdad, el que instalará las condiciones de posibili­
dad de la sorpresa: al no saber, al no conocer, qmere saber, y saber lo
más posible. Esto sumerge la situación de conjunto en un campo ver­
daderamente magnético comparable al del deseo del Otro. Para po­
der lograrlo, el público hace silencio y escenifica esta discusión del
deseo del Otro, de una manera frecuentemente pesada. (También fre­
cuentemente el presentador debe tenerlo en cuenta para desactivar
los efectos demasiado inhibitorios, incluso de enloquecimiento, de
esta confrontación.) Cuarto elemento, en su doble vertiente de obs­
cenidad y de solemnidad, el público encama la pregunta de un deseo
Otro, correlativa con el saber. Puesto que el presentador se empeña
en no decepcionar al público y al paciente (digámoslo categóricamen­
te: no decepcionarlos es lo contrario de cuidarlos o de seducirlos),
consagrará cuerpo y bienes, pagará consigo mismo, se pondrá ente­
ramente al servicio de la verdad que puede brotar de lo que él sabrá
hacer decir a aquel a quien se dirige.
Sin duda, nimca hay que reírse, sino más bien ser reconfortado
por esta pregunta excelente que hacen numerosos enfermos a los en­
fermeros que los acompañan después del ejercicio: «¿Hablé bien?».
Lejos de los acentos pintorescos de un «¿lo hice caer?», teniendo más
en cuenta el bien decir, ellos testimonian su necesidad de seriedad y

299
La e n señ a n za d el p s ic o a n á lis is

que han adivinado que el dispositivo que acaban de soportar se ase­


meja a la estructura de lo que les sucede.
La estructura de lo que les sucede está en el punto en el que La­
can cruzó el aprés-coup freudiano, el famoso nacbtrdglich, con la re­
troacción saussuriana de la que hizo el principio mismo de su lógica
del significante/
Una presentación dispone una nueva prueba en el lugar del Otro,
seguramente por motivos de transmisión, pero no sin ética, para que
a partir de una sorpresa, de xm sxirgimiento, de un «eso no estaba pre­
visto», se intente reordenar xma clínica. Las presentaciones solo me­
recen continuar si se muestran capaces de reinstalar la sorpresa en xm
lugar que tiene por misión proteger de ella al enfermo, si hacen de xm
instrumento de enseñanza -por consiguiente de verificación de hipó­
tesis- la oportunidad que fabrica algo nuevo, que reordena las se­
cuencias a partir de una preocupación marcada por la búsqueda de la
obtención de efectos de verdad. Así se explica lo que sucede de igxial
manera con los cuatro protagonistas (paciente, equipo del servicio,
presentador, público), ese pico de ansiedad relativa en los minutos
previos y la intensidad del ejercicio mismo que permite equilibrar los
inconvenientes inevitables de todas las instituciones.

De la perplejidad a la co nstru cc ió n

Intentemos ilustrar esto con xm caso, a propósito de un tema tra­


tado recientemente en el marco de la Sección Clínica. Se trataba de
xma joven mujer y no es en vano precisar que poseía un buen porte,
ya que la belleza tenía su peso en los abominables tormentos que ha­
bía soportado. Su experiencia enigmática de la psicosis, y esta expe­
riencia que es para nosotros xm enigma, está a mitad de camino entre
xm momento de perplejidad -entre los doce y trece años, que corres­
ponde al comienzo de su pubertad- y las consecuencias de una sor­
presa que asume la forma de xma revelación a partir de la cual ella in­
tenta mantenerse, inclxiso avanzar.
En oportunidad de su segxmdo comentario de la paciente alucina-

1. J. Lacan, «Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente freu­


diano», en Escritos 2, Buenos Aires, Siglo XXI, 1987, pp. 784 y 795.

300
La experiencia enigmática OE ia p sico sis en las PRESENTACIONES CLÍNICAS

da por la palabra «Marrana»,^ Lacan observa que la aparición de la


perplejidad manifiesta que la frase pronunciada a media voz -«Ven­
go del fiambrero»- es alusiva y representa la incapacidad de la joven
enferma de saber a qué remite la alusión al fiambrero (¿a ella, a la ve­
cina o al amante que se le cruzó en el corredor?). La perplejidad ma­
nifiesta la imposibilidad de decidir. Lacan prosigue y muestra de qué
manera la alusión misma se rompe por la aparición brusca del fenó­
meno alucinatorio «Marrana». La alusión es el procedimiento que
intenta situar lo que devino el sujeto por un llamado al Otro. El pro­
cedimiento alusivo de una convocación clandestina del Otro fracasa y
la perplejidad es el momento de incertidumbre, seguido inmediata­
mente por la alucinación, que testimonia el rechazo del sujeto a la ca­
dena significante y que le significa además la imposibihdad de hacer­
se representar en el Otro.
En cuanto a nuestra paciente, ella relata que después de la apari­
ción de sus primeras reglas se sorprende cuando, en medio del recreo
de su escuela, se escucha en su fuero íntimo pronunciando palabras
groseras, mientras ella creía haber usado siempre im vocabulario pul­
cro- Un fenómeno meteorológico banal acompaña este recuerdo: tie­
ne entonces la sensación, la impresión a lo sumo, de que justo antes
que llueva a cántaros (sic), el cielo se entreabre, im gruñido tempes­
tuoso se percibe fugitivamente; solo recuerda con precisión algo que
le dice xma compañera y que puede referirse así: «Hasta ahora creía­
mos en tu buena estrella y ahora arrumaste todo».
En la entrevista, confiesa estar segura solamente de ese último ras­
go, que asocia prudentemente con la frase de su abuelo paterno (emi­
grado del sur de Europa que había logrado establecerse en Francia
obteniendo un éxito económico) que sancionaba con un reproche ex­
cesivo la gula, aunque bastante anodina, de la niña: «Eres la quiebra
de la familia».
La prueba del carácter psicótico de este fenómeno meteorológico,
¿no está justamente en ese halo de embarazo e indeterminación que
rodea su relato y su inscripción en la memoria del sujeto? Según La­
can y su tercer seminario, la alusión es imo de los modos del llamado

2. id., «D e una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la psicosis», en


ob. dt., p. 517.

301
La e n señ a n za d el p s ic o a n á lis is

al Otro: conviene no omitir la dimensión crucial de este modo de lla­


mado y para ello debemos rehusar comprender. Con la comprensión
estamos fallando en eso que el paciente quería que comprendiéramos
y nos impedimos analizar correctamente, en esta demanda de ser
comprendido, el refugio ofrecido a la estructura alusiva del llamado
al gran Otro, cuya carencia es en sí misma la causa de la aparición del
fenómeno alucinatorio.
He aquí lo que está en juego en la presentación: o la comprensión,
o la exigencia de decir algo más que informe un poco mejor sobre la
causa. El imperativo de precisión, que combate la alusión por el re­
chazo a la comprensión, se ubica en el corazón de la experiencia mis­
teriosa que hay que reconstituir entre el fenómeno elemental y el de­
sencadenamiento del delirio. Lo importante de recordar es que no se
trataba de ratificar el acontecimiento del fenómeno elemental por in­
termedio del recuerdo del bufido de su abuelo.
La perplejidad es la famosa Ratlosigkeit de los psiquiatras alema­
nes, sinónimo algimas veces, para ellos, de la Hilflosigkeit, más cono­
cida por los que frecuentan la clínica freudiana y no demasiado aleja­
da de la Bestützung, que deriva del verbo stUtzen que significa «apo­
yar», «sostener», «probar». De la Ratlosigkeit, literalmente casi del
estado de ser privado del consejo del Otro, a su sinónimo Bestützung,
los significantes de la clínica nos hacen pasar de la perplejidad que
marca el instante de ver, a la confusión, el estupor, el desconcierto, la
consternación, reduciendo y aniquilando el tiempo de comprender.
Esta presentación que tiene lugar cuando ella cumpde sus veinti­
siete años le permite confirmar la puesta en orden del increíble caos
que fueron su adolescencia y su juventud, que se hizo en el servicio
hospitalario. Después de una ruptura precoz con su madre, a quien
ella aborrece por su actitud degradante frente a un padre prosterna­
do ante ella, con la esperanza de obtener una cuota mínima de signos
de ternura; después de la confesión que, en sus decires, hace su ma­
dre sobre las veces que le puso los cuernos a su hombre; luego, en to­
do caso, de la separación de sus padres, ella tira estrepitosamente la
chancleta: se casa apenas la ley se lo permite con un individuo al que
considera «una porquería», «se embaraza», aborta, se divorcia, huye,
va de un lado a otro; se pone de novia, se junta, se pelea, siempre con
bribones que ella juzga de baja condición; se embaraza de nuevo, y
sufre una segunda interrupción del embarazo; después se dedica a la

302
L a expf kiENciA enigm ática de ia p s ic o s is en las p r e s en t a c io n e s c lín ic a s

prostitución en condiciones bastante infectas; siempre esforzandose


por magnificar ante nosotros las cosas, tratando su andar a la deriva
como distintas maneras de alcanzar la figura ancestral y sagrada de la
puta.
Las numerosas y variadas hospitalizaciones psiquiátricas comenza­
ron tempranamente, todas ocupadas, sin embargo, por la observación
de un estupor, de un repliegue catatónico o de una hebefrenia proba­
da, alternando con un desenfreno extremo del comportamiento.
Cuando tiene alrededor de veinte años, una noche, es violada por una
decena de vagabundos; la forma en que nos cuenta este odioso episo­
dio, confesando que ella solo pudo soportar la experiencia despegán­
dose de su cuerpo, declarándose in petto extraña a un ser de sí misma
devenida pura abertura, nos asegura que la agresión no forma parte de
sus confabulaciones presentes, que la agresión existió, porque ella ha­
bla de la misma como lo hace Joyce cuando habla de su cuerpo duran­
te el episodio conocido de su persona acechada por vagabundos, según
la observación de Lacan. Los diagnósticos psiquiátricos son reiterati­
vos, semejantes y legítimamente oscuros, y dado que la energía de ia
joven es recuperada entre esas fases de disolución postrada, logran que
esa severidad nosográfica no sea demasiado invalidante, «asilizante».
Acusar a los psiquiatras i t haberse equivocado constituiría probable­
mente un error perfecto. Una primera hospitalización en el servicio,
un año antes de la presentación, recuerda el cuadro importante de agi­
tación esquizofrénica. Una segunda estadía, algunos meses más tarde,
sorprende al equipo que nos presenta el caso. ¿Qué pasó, y segura­
mente está relacionado con el tipo de contacto propuesto por nuestros
amigos durante su primera estadía? Al parecer, no sucedió nada im­
portante: parece que en la persona de un nuevo joven ella habría en­
contrado, ya no los estragos del «inter-sexo», sino la perspectiva de un
amor tiemo. De hecho, el elegido parece ser solo un tonto más. Sin
embargo, lo rudimentario de la clínica se transformó: una vez termi­
nado el espectáculo de las soledades ofrecido por la demencia precoz,
se asiste ahora a una elaboración francamente abierta a la «comimica-
ción», que hace pensar en la paranoia.
Lo que pasó tal vez está en lo que confirmará la presentación des­
pués que los que se ocupen de ahora en más de ella lo hayan releva­
do y memorizado. Parece que una reorganización delirante aguanta
mejor. Se muestra simplemente «dispuesta a todo» (un grave inten­

303
La e n se ñ a n za DEL p s ic o a n á lis is

to de suicidio muy reciente, que se agrega a una larga lista, pone en


evidencia que sus días están peligrando) y sorprendida por el lugar
que se le ha acordado en el nuevo orden del mundo. Se puede ob­
servar, siguiendo a Lacan que a su vez se apoyó en Freud, el valor de
esta sorpresa -que experimenta el paciente en los comienzos de un
emprendimiento delirante-: «En esta vía, comprobaremos con el
matiz de sorpresa en que Freud ve la connotación subjetiva del in­
consciente reconocido, que el delirio despliega toda su tapicería al­
rededor del poder de creación atribuido a las palabras [...]>>.^ Duran­
te la presentación, la joven trata de verificar si le es posible, de aho­
ra en más, ser la diosa, futuro de la humanidad que suprimirá el mal,
sin tener ya en cuenta que el futuro del hombre la había llevado has­
ta ese momento a «sentir asco por lo masculino». En el agujero en
el Otro encontrado en la perplejidad inaugural, se sorprende al en­
contrar en este O tro los materiales necesarios para una reelabora­
ción posible de su condición.
Dios -como Schreber, ella cree sin creer en él- es el pivote, no de
una nueva idealización que surge de un paisaje en ruinas, sino de un
cuestionamiento que fue reemplazado por una certeza formulada por
ella por primera vez: no sabe de qué naturaleza será su fusión con la
divinidad, ni qué comodidades se le ofrecerán por estas nupcias, pe­
ro de lo que sí está completamente segura y sin arrepentimientos es
que se tratará de la primera pareja que sepa hacer Uno y así confun­
dirse en una indisolubilidad trascendente.
En el apres-coup, su nueva determinación parece explicarle en ge­
neral lo que le sucedió desde que tenía catorce años, comenzando por
el recuerdo de esa luz de los faroles que se transformaba en oro cuan­
do pasaba al lado (la consonancia de su nombre explica en parte el
porqué de la aparición de este fenómeno, exactamente contrario a la
operación alquímica de la sublimación).
Ser ahora la mujer de Dios la vuelve «transparente» y «ligera» co­
mo «el pájaro que vuela». Ella habla así, pero citándola no encontra­
mos nada de «ese fuego como un ala blanca allí donde el aire sopla»
que inventa el verdadero artista. La magra poesía que da cuerpo a la
confesión de su transformación no es de tan buen augurio, más bien

3. Ibíd., p. 541.

304
La ex p er ien c ia enigm ática de la p s ic o s is en la s p r e s en t a c io n e s c lín ica s

sugiere al ser evaporado y la conquista fatal de una libertad aletarga­


da. Para describir su lazo con el Otro, dice que ella está «en cortocir­
cuito con Dios». ¿Cómo no escuchar el anuncio incomprendido de
su suicidio más reciente: un intento de electrocución? Lo que ella
piensa y espera de ella le permite vivir, ahora cotidianamente, en
compañía del hombre al que todos llaman su padre, mientras que en
ese ambiente mesiánico que envuelve su evolución, ella supone que
su verdadero padre solo puede ser judío («judío alemán», remarca,
seguramente para dar cuenta de su esfuerzo por actualizar el largo
calvario de su vida afirmándose hija del siglo).
Con su madre, lo imposible y lo impensable estuvieron ahí desde
un principio. Ella dice haber tenido su primera relación sexual con su
madre y acepta como marca la doiorosa apercepción de su sexo del
día que, después de sus primeras pérdidas menstruales, esta le acon­
seja el uso periódico de tampones. La cree instigadora de la violación
colectiva que efectivamente sufrió e interpreta como signos de domi­
nación la conmiseración que ella notó poco después en su rostro,
acompañado de un: «No quiero saber nada más de esto». Cree recor­
dar que incluso hizo una denuncia judicial por este atentado, en la
que denunció también ^ su madre y que, a la manera de una espada
de Damocles, esta letra en instancia, este documento fantasmático
amenaza continuamente a su madre para saldar sus viejas cuentas con
la justicia: «Mi firma me protege de mi madre».
Luego de esos años de profundas distimias atípicas, es alegre,
amable y elocuente conmigo y delante de todos. ¿La tarea del presen­
tador no es acaso entrar con ella en \ma negociación, que ella colorea
con lo que sabe que es su seducción, para testimoniarle que, si bien
no hay nada que corregir en cuanto a lo bien fundado de su construc­
ción, tenemos todo el derecho a dudar de su eficacia y nos sentimos
en el papel adecuado cuando nos consternamos públicamente por los
peligros que adivinamos que aparecerán en su ruta en el cruce mismo
con su nueva elocuencia? Las posiciones se invierten: intenta tranqui­
lizarme y le confieso que no lo logro fácilmente si no le informo que,
a través de la sinceridad de su delirio, no se ve todavía la maduración
necesaria para la «restauración de un orden subjetivo».
Así como en tma práctica analítica el diagnóstico jamás de los ja­
mases reemplaza lo que debemos saber, así como es solo uno de los
pasamanos que a veces permite no caminar a ciegas, el rigor clínico

305
L a enseñanza oel psico a n á lisis

del equipo que preparó la presentación informa que esta joven, des­
pués de haber hecho pensar en la hebefirenia, cuando el desorden de
sus conductas prolongaba amplificando lo que revelaba su perplejidad
inaugural, así como también nos hizo pensar en una dclotimia poco
conforme, e incluso en la hebefrenocatatonía, hoy se encuentra en
una coyuntura que participa de lo que la escuela francesa llamaba los
delirios imaginativos (en efecto, ella prácticamente no alucinó) y de
\m comienzo de solución parafrénica.
En esta línea de empalme entre simbólico y real seguramente los
psiquiatras nos reprocharían ser imprecisos. El diagnóstico no es el
representante de lo que debemos conocer de un sujeto sino, en la di­
ferencia entre fenómeno y estructura, la palabra que da cuenta de es­
ta diferencia, de un imposible de formalizar que nos hace pensar que
lo que resulta enigmático para el psicótico en su experiencia, lo es
tanto más para nosotros por otras razones que necesitamos conocer.

Tradtuáón: Francisco J. Depetris

306
Documentos
1. 2. 3 , 4
Apertura de la Sección Clínica
y de Estudios Avanzados*

Jacques-Alain Miller

Para evitar un malentendido tengo que aclarar que mi curso propia­


mente dicho comenzará la próxima semana, y que esta reunión, aquí,
hace las veces de reapertura del Departamento de Psicoanálisis en su
conjunto, y especialmente de la Sección Clínica y de Estudios Avan­
zados. Digo la Sección Clínica y de Estudios Avanzados. Es una no­
vedad algo precipitada de esta reapertura, ya que se decidió y confi­
guró tan solo en este mes. El resultado es que los participantes tienen
algunas dificultades de asignación, ubicación o información, que al
día de hoy no están aún ajustadas.
Puedo asegurarles que esos problemas se irán solucionando más
tarde, pero no es este el sitio para resolverlos uno por uno. Es decir
que no voy a pedirles que levanten la mano para que me planteen tal
o cual problema al respecto.
Aquí se trata del Departamento, de su historia y su finalidad, y es­
ta reunión es la bienvenida como evocación de lo que podemos lla­
mar la dimensión de lo colectivo, la dimensión del conjunto en el
Campo Freudiano. Esta dimensión es muy difícil de situar y manejar
convenientemente. Soy yo quien prepara el curso que doy aquí, soy
yo quien lo pronuncia, pero eso no impide que esté totalmente liga­
do a esta dimensión del conjimto. Y no adquiere sentido ni para mí
ni para ustedes más que en esa dimensión.
En la enseñanza hay que desmentir la ilusión de soledad del psi­
coanalista, que le viene, naturalmente, de su práctica, ya que olvida -a

* El siguiente texto corresponde a la transcripción de las intervenciones de Jac­


ques-Alain Miller efectuadas en la primera clase del curso «1, 2, 3 ,4 » , 1984-85 (iné­
dito).

309
La e n señ a n za d el p s ic o a n á lis is

favor de lo que cree ser la esencia de su práctica- que él solo funcio­


na como psicoanalista porque recibe clientes. Después de todo, los
psicoanalistas no están tan satisfechos cuando se encuentran verdade­
ramente solos, quiero decir, sin pacientes. Pero la ilusión de soledad
proviene de la identificación con la verdad, que es por otro lado un
contraefecto engendrado en muchos por ia enseñanza de Lacan.*
También es cierto que la otra rama internacional del psicoanálisis,
la IPA, predicó bastante la identificación con el saber en los psicoa­
nalistas, para que la contrapartida haya sido quedar atrapado en la
identificación con la tontería.
Nosotros, sin embargo, podemos calificar de ilusión el gusto por
la soledad en el analista, que es lo que aporta la definición misma de
discurso en Lacan. Cuando Lacan expone que un discurso -analítico
o universitario- no puede sostenerse con uno solo,- no comenta sino
el fundamento que da a su concepto de discurso a partir del lazo so­
cial.^ Por eso no hay discurso solitario. Esto tiene el valor de recor­
darnos que la soledad es una ilusión y, además, que cada discurso, tal
como Lacan lo definió, supone, para sostenerse, al Otro.
Desde esta perspectiva, nosotros conocemos el lugar justo de la
dimensión del conjunto. N o es otra cosa que aquello que Lacan lla­
mó el lugar del O tro y que, precisamente, definió a partir del concep­
to de conjunto. Hasta decir, llevándolo al extremo, que su intento
consistía en reducir el psicoanálisis a la teoría de conjuntos. Puede
decirse que hay algo excesivo en esa formulación, pero ella da todo su
lugar a esta noción de conjunto. Esta írase está extraída de un texto
que Lacan escribió a fines del año 78 para el Departamento de Psi­
coanálisis, publicado hace mucho tiempo en Omicar?^
También es cierto que sabemos que el Otro -ese Otro que es un
conjunto- no existe. Es la revelación que se supone escande el fin del
análisis. E^o conduce regularmente al analista a lo que podemos lla­
mar un rebajamiento de lo social y a tomar una posición de no incau­
to, de no incauto del Otro que no existe.

1. J. Lacan, Psicoanálisis, radiofonía y televisión, Barcelona, Anagrama, 1977, p. 69.


2. Ibíd., p. 116.
3. Ibíd., p. 97.
4. O m uar? N ° 17-18, París, Lyse-Du Seuil, 1979, p. 278.

310
1. 2. 3. 4

Entonces, creo que hay que reencontrar el lugar exacto del De­
partamento de Psicoanálisis en el Campo Freudiano. Hay que volver
sobre lo que compone, sobre lo que funda ese rebajamiento de lo so­
cial y que beneficia la dimensión solitaria en los analistas de la orien­
tación lacaniana.
Hay tres referencias en Lacan. La primera es con la que comien­
za el Aao defundación de la EFP en 1964. Lacan escribe; «Fundo -tan
solo como siempre he estado en mi relación con la causa psicoanalí­
tica [...]». La segunda referencia se sitúa en el 67, a propósito de su
innovación con el pase, cuando formula que el psicoanalista no se au­
toriza sino a sí mismo. La tercera referencia es más reciente, se ubi­
ca a fines de los 80 y fue formulada en xma carta de la que se extrae
ese principio que se encuentra en los estatutos de la Escuela de ta
Causa Freudiana: «Quienqxiiera que enseñe lo hace a riesgo propio».
Y bien, tenemos aquí de xm pantallazo lo que podría fundar la sober­
bia solitaria del psicoanalista.
Evidentemente, en la primera fórmula se descxiida el término «re­
lación con la causa». ¿Qué es la relación con la caxisa en el discurso
analítico? La relación con la causa implica que es la causa la que co­
manda. Solamente en esa dependencia -se podrí'a decir, en esa servi­
dumbre- hallamos la soledad de la relación con la causa: «tan solo co­
mo siempre he estado». La única manera en que la soledad está jus­
tificada, implicada, y es necesaria, debe entonces escribirse así:

%
(c a u s a )

Que el psicoanalista no se autorice sino a sí mismo significa sin


duda que él no se autoriza en el Otro. Pero ese sí mismo, una vez que
ha sufrido algunas transformaciones, es lo que lo lleva a ser como
objeto a. No es sino una parte de él mismo pero, al mismo tiempo,
una parte de ningún todo. Hay que remarcar, cuando nos interroga­
mos sobre la dimensión de conjxmto en el Campo Freudiano, que el
conjxmto no es xm todo. M antener en el Departamento de Psicoaná­
lisis la dimensión del conjunto no implica en absoluto la totalización.
Es, por otro lado, lo que esta bastante señalado por la posibilidad de
innovación. No está cerrado porque se puede, axín diez años des­
pués, a las corridas, como dije al principio, mover allí los elementos.

311
La enseñanza Olí l^tCOANÁUSIS

Es también el sentido que hay que darle a «Departamento» de Psi­


coanálisis.
«Departamento» implica «la parte», lo que normalmente supon­
dría que sería la parte de un todo que es la universidad. Ahora bien,
desde hace diez años, y aun antes, es sensible para los que lo siguen
que la parte que constituye el Departamento ha jugado su propia par­
tida al costado del todo de la universidad. Es también una amenaza
que pesa siempre sobre ese Departamento, la de ser un desecho en la
xmiversidad francesa. Ahora que las puertas están casi cerradas, pode­
mos decirlo, ustedes saben bien -n o es por mí como se van a enterar-
que es el único departamento llamado Departamento de Psicoanáli­
sis, y eso desde su creación en 1968. Habrá otros. Pero, en fin, hace
falta tiempo para que tenga un compañero o compañeros. Y hay que
ver hasta qué punto este Departamento como parte está más próxi­
mo al objeto a que a un todo. N o nos quejamos, pero sabemos que
esto hace al estatuto frágil del Departamento de Psicoanálisis. Frágil
desde hace diez años. Eso no se consolida.
La tercera referencia que tomé, «Quienquiera que enseñe lo hace
a riesgo propio», es una frase bastante divertida porque habitualmen­
te el acento está puesto del lado del riesgo de los otros. El riesgo de
los otros es algo cierto. Se puede perder el tiempo. Se puede apren­
der de los errores. Pero esta frase pone el acento sobre los riesgos de
aquel que enseña. ¿Cuáles son esos riesgos? E^tá primero el riesgo de
ser mal entendido. Es el riesgo que se corre cada vez que se toma la
palabra, activado simplemente por el dispositivo de la enseñanza. E^-
tá también el riesgo de los fenómenos de transferencia que suscita la
enseñanza: amor y odio, o indiferencia.
Y luego, el riesgo de la transferencia para el enseñante. Evidente­
mente, en la universidad el enseñante puede intentar dominar esta
causa por el saber, que es, por otro lado, como Lacan inscribe el dis­
curso universitario: tentativa de dominar por el saber el objeto a. Pe­
ro, precisamente, cuando se trata de psicoanálisis, cuando se enseña,
se corre el riesgo de ser dominado por ese a minúscula. E^ no obstan­
te el riesgo que implica el hecho de enseñar en el Campo Freudiano.
Puede llamarse un análisis en público. Yo pienso que los que enseñan
en el Departamento de Psicoanálisis tienen una experiencia de aque­
llo que enseña, que comporta el lapsus en un curso. N o es exactamen­
te como si hablaran de filosofía.

312
u 2, 3, 4

Entonces, para ser claro sobre estas tres fórmulas, vuelvo a la ilftl
Acto de fundación. Si Lacan evoca allí el paso de fundación que hñm
solo, observemos que está acompañado lógicamente por una renun­
cia a la soledad institucional.
La segunda fórmula, «El psicoanalista no se aucori/ii alno a üí
mo», debe ser corregida en los propios términos de Lacan con iaíiH
no hay el psicoanalista. No hay sino uno y uno y uno**,, qui forman
una serie que no es contradictoria con el conjunto, aunque «(can el
todo. La serie es totalmente compatible con la teoría de conjuntoa,
pero no lo es con el todo. Es lo que condujo a Lacan a extender m
fórmula; «El psicoanalista no se autoriza sino a sí mismo..., y es au
torizado por algunos otros».
Es verdad, si el psicoanalista pertenece a un grupo, una asociación,
incluso una escuela, por cualquier lado que se lo tome, hay en efecto
«responsabilidad colectiva» desde el punto de vista del cuerpo social.
«Responsabilidad colectiva» es una expresión de Lacan en un escrito
en el que trata de alertar al conjunto de sxis alximnos de esta dimen­
sión. Pero ¿si el psicoanalista no pertenece a un grupo? Y bien, esto
no cambia gran cosa. Esto no cambia gran cosa porque él está o ha
estado en control, porque controla y, por eso mismo, comparte. El
comparte los riesgos.
La tercera referencia, «Quienquiera que enseñe lo hace a riesgo
propio», se alarga mucho con esta otra fórmula: «... y a riesgo de al­
gunos otros». Esto es especialmente cierto acá, en el Departamento
de Psicoanálisis.
Este año la Sección Clínica y el tercer ciclo del Departamento de
Psicoanálisis se encuentran juntos en un organismo único. El tercer
ciclo existe desde 1975. La Sección Clínica desde 1976. Juntar estos
dos dominios no modificará la separación de los diplomas que se en­
tregarán, ya que estos dependen de una reglamentación nacional y de
xma reglamentación de la universidad propia de París.
Sin embargo esta reorganización tendrá sxzs efectos a su debido
tiempo. De modo que es para nosotros la ocasión de reactualizar la
orientación que presidió la refxindación del Departamento de Psicoa­
nálisis por Lacan en 1974. Reactualizarla es saber en qué nos soste­
nemos en el Campo Freudiano.
A lo largo de esta rexmión, con lo que yo digo, y lo que dirán otros
en breve, no hacemos sino comenzar este trabajo de reactualización.

313
La enseñanza d ei p íic o a n Au s is

Pero para que los que no estaban hace diez años entiendan el carác­
ter decisivo de lo que Lacan propuso, es necesario que les informe so­
bre las circunstancias de 1974. No había calma como ahora. ¡Fue en
Vincennes! Era el inicio de un movimiento de quienes hoy son ya vie­
jos combatientes, pero que en aquella época agitaba aún los espíritus.
¿En nombre de qué intervino Lacan? ¿En nombre de qué intervi­
no en un departamento de psicoanálisis en el que, por otro lado, hay
que decirlo, él no estaba? N o era enseñante ahí. N o tenía cursos a su
cargo, no era profesor, e incluso había rechazado en 1969 ir a ese de­
partamento tal como estaba. Por el contrario, él había aceptado la in­
vitación del Departamento de Filosofía de Frangois Regnault.
Él intervino allí -y provocó un escándalo- en nombre del mate­
rna. Como saben, el materna es lo que puede aprenderse, lo que se
aprende. Él intervino entonces en nombre de algo que puede apren­
derse del psicoanálisis y, digamos, mediante la enseñanza.
Hoy eso sería banal, sobre todo aqm. Pero en esa época fue la con­
dición. Por eso es evidentemente necesaria una vuelta atrás.
En ese momento había alrededor de Lacan una importante comu­
nidad de analistas que sostenían absolutamente que la experiencia
analítica debía reservarse como inefable, lo que significa que cuanto
menos se hable, mejor, ya que de lo esencial no podemos decir nada.
En el fondo eran wittgensteinianos sin saberlo. Se trata del primer
Wittgenstein. Conocen la fórmula de su Tractatus...: «De lo que no
se puede hablar hay que callar». Segm'an los pasos, desde este punto
de vista, del primer Wittgenstein.
Esta doctrina que se consolidó alrededor de Lacan con el curso de
los años fue además alentada por la crítica de la universidad, activada
por mayo del 68. La revuelta de los estudiantes cuestionó la univer­
sidad. Y esta revuelta estudiantil parecía, en el fondo, reconfortar a
esos psicoanalistas, al mismo tiempo que el psicoanálisis se proyecta­
ba hacia el espacio público. Esta proyección del psicoanálisis como
puesta en juego social se produjo entre 1964 y 1968. Hay que recor­
dar que justo hasta la guerra, y aún después, el psicoanálisis era un
asunto de muy pocas personas. ¡La escisión del movimiento psicoa­
nalítico francés movió a cien personas como máximo! E^to contrasta
sin duda con lo que se vio recientemente con la disolución de la Els-
cuela Freudiana de París. Bien. Entonces, en ese momento, el psicoa­
nálisis se presenta en el espacio público como lazo social.

314
1. 2 , 3 , 4

Se resolvió en esa época en París VIII -y por eso estamos aquí-


que el psicoanálisis es compatible con la enseñanza. Siempre hay
psicoanalistas que piensan que el psicoanálisis es incompatible con la
enseñanza. ¡Seamos daros! Ya en esa época esto era poner en tela de
juicio a Lacan como enseñante. Y era también en ese año 74 una su­
misión a la opinión del momento que planteaba que la relación ense-
ñante-enseñado se reducía a una reladón de poder. Es indiscutible
que dicha transmisión de conocimientos está estableada, fundada,
sobre el discurso que implica en su punto de arranque superior dos
lugares, y nada mejor que estos lugares se encuentren ocupados por
el amo y el esclavo. Lacan, por su parte, extrajo algo de esto: estruc­
turó a continuación sus cuatro discursos a partir de dos lugares ocu­
pados por el amo y el esclavo. Es simplemente que no se habla de la
misma manera en el mismo lugar. Cuando se trata del análisis, se in­
terpreta. Cuando se trata del amo, se manda. Cuando se trata de la
histérica, se dice la verdad.
Lacan no niega esta distinción de los discursos en 1974, no toma
esta posición para sobrepasar el corte entre el discurso analítico y el
universitario. Por el contrario, a partir de esa distinción él configura
lo que en 1974 resulta en el Departamento de Psicoanálisis.
Convencidos como estaban de la diferencia entre el discurso analí­
tico y el universitario, ¿qué hicieron los psicoanalistas en ese tiempo?
¿Qué hicieron los enseñantes en el Departamento de Psicoanálisis?
Hay que decir que a pesar de la renovación y el aumento que se
lleva a cabo desde hace diez años aún quedan algunos. Hoy en el
Departamento de Psicoanálisis la colectividad de enseñantes debe
aproximarse a la cuarentena, pero en aquel momento era autoadmi-
nistrado por una decena de psicoanalistas. Lo extraordinario es que
hayamos llegado hoy a este Departamento, cuando en aquella época
alcanzaba a sostenerse con una decena de enseñantes.
Entonces, ¿qué hacían los enseñantes en el Departamento de Psi­
coanálisis? Lacan describió lo que se hacía en el Departamento de
Psicoanálisis entre 1968 y 1974: «Se calla, se oculta, se abstiene, o se
hace xm psicoanálisis colectivo».^ Es una definición muy exacta. Por

5. Omicar? N? 1, París, Le Graphc, Í975, p, 13.


La enseñanza o íx psicoanálisis

otro lado, un número de psicoanalistas aplastados por la contradic­


ción entre el psicoanálisis y la xmiversidad no encontró otra manera
de existir, más que callándose. Entraban en xma sala del Departamen­
to de Psicoanálisis en Vincennes y la cerraban. La cerraban para que
se les hable y vinieran las asociaciones. Durante cinco años, la mayo­
ría de esos analistas la cerraban. Hacía falta cierta fortaleza de espíri­
tu, porque en aquella época lo que los estudiantes les dirigían no eran
precisamente cumplidos. Hay que decir también que muchos se de­
salentaban; se quedaban en sus casas y vem'an dos o cuatro veces en
el año a decimos que en Vincennes se estudiaba poco. Se combatía
más bien en otros frentes, y muchos solamente hablaban de hacerlo.
Uno tiene sin duda el recuerdo de la intervención de Lacan en el De­
partamento de Filosofía al hacerse interpelar por alguien de la asis­
tencia, quien le preguntó por qué estaba ahí cuando la cosa se estaba
jugando afaera, en otro lado. Se le respondió por qué estaba él enton­
ces adentro. Y la respuesta fue que era para que los otros salieran...
Estas facciones no hacían más que acusarse mientras el auténtico mo­
vimiento de masas que había sublevado a Francia decaía.
Desde esta perspectiva, el Departamento de Psicoanálisis estaba
especialmente retrasado. De aquí el recordatorio de Lacan de que
hay un materna posible dei psicoanálisis; que por fuera de la experien­
cia misma del análisis, mediante la escritura pero también por medio
de la palabra es posible transmitir algo, axmque no todo (¡dejemos el
todo de lado!), de la experiencia analítica. Era, pues, xma invitación a
tratar de otra manera la contradicción del psicoanálisis y la universi­
dad. Lacan notaba esto: «La apuesta en la que yo mismo demuestro
estar sostenido debe tomar en Vincennes otras vías». Se trataba para
él de comparar el esfuerzo propio hecho en su seminario, así como la
jimtura y la disyunción de la universidad y del psicoanálisis, con lo
que podría o debía hacerse en Vincennes en el Departamento de Psi­
coanálisis.
Estas pequeñas cosas que hoy nos parecen anodinas estuvieron
presentes en el origen de una crisis a fines de 1974 entre xma peque­
ña colectividad de psicoanalistas del Departamento, apoyada por la
mayoría de la Escuela Freudiana de París, y, por el otro lado, Lacan
con xma pequeña minoría. Todo eso condujo en su momento a vivi­
dos intercambios. Lacan, se los he señalado, ya invitaba a la disolu­
ción de lo que allí funcionaba. Y creo que no es forzar las cosas decir

316
U 2 , 3, 4

que la disolución del Departamento de Psicoanálisis del 74 prefiguró


lo que fiie la disolución de la Escuela Freudiana de París en 1980. To­
do esto se resolvió en ese momento por un llamado en nombre del
psicoanálisis hecho por los psicoanalistas junto a las comisiones dis­
ciplinarias de la universidad, un llamado en el que se argumentaba
que Lacan no era profesor titular en el Departamento. Y la universi­
dad le dio la razón al doctor Lacan, lo que en verdad es el colmo.
Ahora, cuando nosotros miramos hacia atrás este episodio tan in­
tenso, ¿cómo situamos ese año 1974? En principio como una bisagra
en la historia de la Escuela Freudiana de París, que prefigura su diso­
lución. Lacan en esa época decía que anhelaba que ese Departamen­
to fuera ei aguijón de su Escuela. Y sin duda lo fue, aunque también
fue su tumba.
Vemos entonces a la distancia que hubo dos apuestas esenciales en
la Escuela Freudiana de París. La primera apuesta -y la primera cri­
sis- se desarrolló entre el 67 y el 69, desde la proposición de Lacan
del 67 hasta el voto sobre los estatutos del pase a comienzos del 69;
es la querella del pase. Hubo allí un gran escándalo, y Lacan obtuvo
una ínfima mayoría. La segunda crisis, el segundo reparo, es en 1974.
Es la querella del Departamento de Psicoanálisis con, esta vez, la
apuesta del materna. En el 69, el pase, esto es, lo que concierne a la
intensión del discurso analítico; en el 74, el materna, es decir, lo que
concierne a la extensión del psicoanálisis. Podemos afirmar que la di­
solución de esta escuela por Lacan en 1980 es el resultado de estas
dos crisis. Hay una lógica y esta lógica hizo que la Escuela, incapaz
de asumir esa doble apuesta, cediera el lugar de la causa.
Pase y materna son las dos caras de la misma cuestión: la transmi­
sión. Y resuena allí nuestra posición de base: más allá de las relacio­
nes que nosotros le establezcamos con el discurso de la ciencia, el psi­
coanálisis no se identifica con dicho discurso, aunque no podría ser
una experiencia inefable. Esto impide que lo que hacemos aquí pue­
da volverse una rutina.
Entonces, este Departamento de Psicoanálisis que fue una apues­
ta en la disolución de la Escuela Freudiana hoy forma pareja con otra
escuela. En todo caso está en dialéctica con otra escuela, que nació
precisamente de la disolución, y que es la Escuela de la Caxisa Freu­
diana, para la cual pase y materna son algo ya adquirido.
Una última cuestión para concluir. Yo recordaría que en 1978 el

3^7
La e n señ a n za d el l^^^k o a n Al is is

balance que Lacan daba del Departamento era con todas las letras
positivo.^ Y bien, espero que a diez años de su refiindación también
podamos considerarlo positivo. En todo caso, mantenemos las orien­
taciones principales, que son las siguientes:
La primera: el trabajo que nos interesa en el Departamento es en
principio el de los enseñantes. Por eso no nos preocupamos, como es
tradicional, por el nivel de los estudiantes. Nos ocupamos del traba­
jo de los enseñantes con el fin de que ellos mantengan, si puedo de­
cirlo así, el ideal de enseñar en tanto que ignorantes. La segunda es
que los estudiantes son para nosotros más bien participantes. Se les
demanda una actividad. Está permitido escuchar en ese vocablo «par­
ticipante» el valor de «parte», que da cuenta del objeto a.
La tercera es que hemos mantenido el diploma desde el inicio. La­
can lo había impuesto en una época en que la opinión común estaba
en contra. En efecto, nosotros jugamos el juego universitario. Y, co­
mo recordaba Frangois Regnault,^ vemos tanto la memoria del DEA®
como el tema del tercer ciclo sobre el trasfondo de una tradición que
es efectivamente la de la Edad Media.
La cuarta orientación es que nosotros proseguimos con la forma­
ción permanente que Lacan también tuvo que imponer contra la opi­
nión dominante en el medio psicoanalítico.
La quinta, los psicoanalistas no son los únicos que enseñan en el
Departamento. Y los no analistas no solo enseñan en pie de igualdad,
sino, llegado el caso, en pie de superioridad frente a los psicoanalistas.
La sexta es que la Sección Clínica también se mantiene. En un co­
mienzo tenía por objeto orientar a los jóvenes psiquiatras hacia el psi­
coanálisis; les servía de transición. Esta Sección se extendió desde en­
tonces con la llegada de jóvenes psicólogos y por el conjunto de tra­
bajadores de la salud mental. Todo esto me parece que justifica que
podamos decir aún que el balance es positivo.
La reactualizadón de la orientación de Lacan se sostiene en ese
vocablo que escribí hace un momento en el pizarrón: el materna. Su-

6. Ob. dt., n. 4.
7. J.-A. Miiler se refiere aquí a una intervendón de E Regnault, que no transcri­
bimos en esta oportunidad. [N. de la T.]
8. DEA {Diplome d'études approfortdies): diploma de estudios superiores espedaliza-
dos, previo a un doctorado. [N. de la T ]

318
1, 2 , 3, 4

brayo que la dimensión de lo colectivo en el Camf>o Freudiano está


especialmente ligada al materna y al verdor, si puedo decir, de los
ideales que comporta. El materna: Lacan no dio mejor ejemplo que
aquel puesto a punto por los matemáticos, precisamente con el obje­
to de designar la elaboración de un «colectivo». La elaboración de lo
colectivo es pensable a condición de que haya materna. La palabra
que Lacan pronunció en la presentación de su revista Scilicet fue
«Bourbaki». Como saben, Bourbaki es un nombre ficticio, no existe.
Tomamos el relevo de este desafío. IRMA’ es nuestro Bourbaki.
Es nuestra manera actual de conservar el ideal del materna.

7 de noviembre de 1984

Traducción: Graciela Esperanza

9. IRMA: Instancia de Reflexión sobre los Maternas del Análisis. [N. de la T ]

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