LIBROPRUEBACIENTIFICA

Descargar como docx, pdf o txt
Descargar como docx, pdf o txt
Está en la página 1de 34

Título: Indicios, duda razonable, prueba científica.

(Perspectivas sobre la prueba en el


proceso penal) ISBN: 9788413783277 Editorial: Tirant lo Blanch Fecha de publicación
del libro: 2021-05-04 Lugar de edición: México Autor/es: Juan IGARTUA
SALAVERRÍA
Enlace:
https://www.tirantonline.com.mx/cloudLibrary/ebook/show/9788413783277?
showPage=0

1. En nuestro imaginario cultural, la expresión «prueba científica» desprende ya de por


sí un aroma de distinción que enaltece cualquier ámbito en que aquélla aparece
mencionada. Y eso sucede incluso en contextos que se rigen por códigos
antagónicos, como suelen ser los característicos de la «verdad procesal» frente a los
de la «verdad mediática». Mírese por qué.
A. Empiezo por la «verdad mediática». En efecto, se estila pensar que, a diferencia de
la «verdad procesal» (construida a base de paciente búsqueda, cruce bilateral de
puntos de vista entre las partes y concienzudo e imparcial examen del juez), la
«verdad mediática», en cambio, va tomando cuerpo al calor y clamor de las noticias
periodísticas (mejor si con abundante aderezo de morbo y escándalo), procedentes
las más de las veces de filtraciones (interesadas y/o remuneradas) de la policía
judicial.
Sin embargo, tan irregular gestación de la «verdad mediática» no obsta a que ésta
pueda adquirir sobrada consistencia como para ser tomada en serio por la opinión
pública e incluso desafiar a la posterior versión que se reconstruya judicialmente. Y
ello si se produce la conjunción de dos factores.
El primero (evidente aunque insuficiente) porque al tratarse de informaciones que
manan de fuentes policiales llevan el aval del imprimatur institucional (siquiera
oficioso).
El segundo (y decisivo), cuando a diferencia de las pruebas declarativas, afectadas
por la precariedad (es decir, sujetas casi siempre a ser desmentidas después), los
medios probatorios son de naturaleza técnico científica (como el ADN), irradiando así
una impresión de definitividad al punto de convertir al investigado no sólo en imputado
sino anticipadamente hasta en culpable.
B. El prestigio que engalana la «prueba científica» perdura cuando ésta ingresa en la
contienda dialéctica ante el juez a la que pondrá fin la «verdad procesal»,
desplazando aquí también a la prueba declarativa del centro gravitatorio del proceso
(otrora ocupado por ésta), porque la prueba científica, además de proporcionar
Página 1 de 34
información más solvente de la que pende de la fiabilidad reconocible a la víctima o al
imputado o al testigo, nos suministra un mundo de datos antes inimaginables. En
suma: la prueba científica nos provee de noticias en mayor cantidad y de mejor
calidad.
2. Insuperable, por tanto, parece la acreditación que acompaña a la «prueba
científica». Sin embargo, en la realidad las cosas no siempre marchan del modo
previsto. Y hasta resulta que unas mismas pruebas científicas sirven para fines
diametralmente opuestos: tanto para una contundente prueba de la culpabilidad como
para una inapelable justificación de la inocencia de la misma persona imputada. Algo
falla entonces. ¿Acaso en la ciencia? No, más bien en quienes la usan, o la
manipulan, o —incluso— ni la entienden.
Para ilustrarlo cuento con el caso de la trágica y brutal muerte de Meredith Kercher, al
que ya he aludido párrafos atrás, y que se revela como eficaz banco de pruebas para
mostrar cuán lejana está la prueba genética de su encumbramiento como «la prueba
reina del tercer milenio» según imagen no sólo publicitada por los media («siempre a
la caza de fáciles y rápidas soluciones de los casos judiciales más atroces y
controvertidos») sino también de curso corriente en el ambiente de las profesiones
jurídicas.
1. «Hechos» y «pruebas». Que son los dos polos de la actividad probatoria. Los
«hechos» se constituyen en el objeto de las pruebas y las «pruebas» en los elementos
que sirven para probar los hechos.
A. Los «hechos» a probar no son realidades espaciotemporales (las más de las
veces) o psicológicas (incluso) sino proposiciones lingüísticas acerca de aquellas
realidades. Tales proposiciones funcionarán como hipótesis que requieren ser
probadas.
Pero la hipótesis a probar en cada caso no se refiere a la realidad delictiva descrita de
cualquier manera sino que tal descripción deberá ajustarse a un guión narrativo (es
decir, a una secuencia de hechos), pero el que dicta la propia ley penal.
Por ejemplo, si se trata de un «robo», el art. 273 del código impone que la hipótesis
acusatoria habrá de contemplar el encadenamiento tres datos: ánimo de lucro,
apoderamiento de cosas muebles ajenas, empleo de fuerza o violencia.
Ahora bien, la referencia a cada uno de los datos que sean relevantes no se efectuará
usando nombres de clases de acciones (p. ej. «matar», que comprende acciones tan
diversas como envenenar, disparar a la cabeza, apuñalar, degollar, trocear el cuerpo
con una motosierra, etc.; y dígase algo similar de nombres como «premeditación» que
se manifiesta muy diversamente, o de «alevosía» con sus múltiples versiones) sino
descripciones de acciones singulares (p. ej. Juan, ocultándose tras un árbol, esperó la
Página 2 de 34
llegada de Pedro a quien disparó por la espalda seis balas de revólver sobre su
cabeza). Y será el conjunto de las circunstancias que contiene ese relato lo que se
tomará como hecho a probar.
B. De su lado, el vocablo «prueba» adopta diferentes significados según funcione
como genitivo de fuente («fuente de prueba») o de medio («medio de prueba») o de
elemento («elemento de prueba») o de resultado («resultado de prueba»).
Recuérdese que el procedimiento probatorio se abre con la fase de admisión de la
fuente de prueba; en ese contexto, por «prueba» suele entenderse todo cuanto es
idóneo (sujeto u objeto) para aportar una información relativa a los hechos de la causa
(p. ej. un testigo presencial).
Superada la fase de admisión, se pasa a la asunción del medio de prueba (p. ej. la
declaración testifical); en ese sentido, por «prueba» se entiende el instrumento
mediante el que, en el proceso, se obtiene una información que puede servir para la
decisión sobre los hechos.
Después, del medio de prueba se extrae el elemento de prueba (p. ej. La afirmación
«vi a Juan disparar sobre Pedro»); en ese caso, la palabra «prueba» se refiere a la
información obtenida y utilizable para tener por probado un hecho.
Por último, en cuanto se señale a qué finalidad probatoria concreta conduce el
elemento de prueba y hasta qué punto la consigue o no, se determinará el resultado
de prueba; es decir: este elemento probatorio sirve para probar tal hecho (si no lo
consigue no habrá prueba de ese hecho) y puede ser suficiente por sí mismo para
probarlo o bien no bastarse por sí solo para probarlo, necesitando entonces
ensamblarse con algún (os) otro (s) elemento (s) de prueba .
El «resultado de prueba» nos remite inexorablemente a un problema que se veía venir
desde el comienzo: para saber si un elemento de prueba logra o fracasa al probar el
hecho que pretendía es imprescindible valorarlo.
2. ¿Cómo valorar los elementos de prueba?. Libres ya de las sombras obstusas y
cavernícolas de sistemas de valoración irracional (como las ordalías) y felizmente
superadas las aparatosas reverencias hacia un tipo de conocimiento fundado en
apriorismos y abstracciones (como eran las propias de los sistemas de «prueba legal»
o de prueba tasada por la ley: la cual, tras establecer los elementos de prueba que el
juez debía tener en cuenta, graduaba después el peso probatorio de cada uno de
aquéllos), en nuestra época impera —a partir de la Revolución francesa— el sistema
de la «libre valoración» de las pruebas; libertad, sin embargo, que en tiempos más
recientes aparece modulada por la obligación de que los veredictos deben estar
motivados. Por consiguiente, hoy día conforman una inescindible pareja las

Página 3 de 34
cuestiones de la «valoración» (de las pruebas) y de la «motivación» (de la susodicha
valoración).
A. La valoración de una prueba puede realizarse por intuición o mediante la razón. La
intuición consiste en la aprehensión inmediata de cualquier objeto mental. La razón,
en cambio, es discursiva procede por inferencias. La intuición no se justifica; la razón
sí debe justificar cada uno de sus pasos inferenciales . El sistema de la intime
conviction no hace otra cosa que elevar la intuición a una forma devaloración de las
pruebas. Por tanto, no se motiva.
Es verdad que también hay una versión racionalista de la libre convicción judicial, en
la que el convencimiento del juez se concibe como la meta que se alcanza tras un
recorrido racional y argumentativo (es la versión, tan en boga en ámbitos
jurisdiccionales y doctrinales, que permitirá luego entender la motivación como la
exteriorización del proceso mental seguido por el juzgador). Aquí, la libre convicción
parece aludir a una especie de epistemología interior (con reglas propias de
conocimiento y personales estándares de valoración) que varía de juez a juez. Ante
un mismo stock de pruebas: un juez las valora como suficientes para condenar, otro
no. Y, de ese modo, el juicio penal se aferra a la certeza subjetiva del juzgador.
Pero, en una sociedad democrática, no existe una epistemología del juez frente a una
epistemología de la ley. Y ahí explota el conflicto conceptual entre «libre
convencimiento» y «motivación». El libre convencimiento exalta la individualidad del
juez, mientras que la motivación está orientada a la colectividad que rodea al juez y al
proceso. El libre convencimiento legitima un conocimiento solipsista.
En cambio motivar implica, antes que la exteriorización del conocimiento, un saber
compartido o compartible. El libre convencimiento gira en torno a la libertad del juez
de autoconvencerse; la motivación en torno a la obligación del juez de ser
convincente. Pero, entonces, ¿en qué se sustancia la tan cacareada «libertad» del
juez? Afrontaré la cuestión tras un breve paréntesis.
B. Vaya, en el entretanto, una ilustración histórica para reflejar cómo se ha ido
pasando, en la regulación legislativa procesal, de la primera a la tercera de las
diferentes matrices de la «libre valoración de las pruebas»: es decir, de la asociada a
la «íntima convicción» a la sometida a los rigores de la razón. (La de en medio, la
segunda, ha medrado con preferencia en el plano doctrinal).
De la primera existe una canónica fórmula en las instrucciones que se leían a los
jurados franceses (art. 342 Code d’instruction criminelle), a saber: «La ley no pide
cuentas a los jurados sobre los medios que les han convencido. La ley no les
prescribe ninguna regla de la que deba depender la prueba plena y suficiente. La ley
les pide que se interroguen a sí mismos en el silencio y el recogimiento, y que

Página 4 de 34
examinen, en la sinceridad de su conciencia, qué impresión han producido sobre su
razón las pruebas aportadas contra el acusado y los medios de su defensa. La ley les
propone esta sola pregunta, que resume toda la medida de sus obligaciones: ¿tenéis
la íntima convicción de la culpabilidad o inocencia del acusado?» .
Resulta palmaria la abolición de todo nexo lógico y jurídico entre prueba y
convencimiento, el cual deriva únicamente de la «impresión» producida por lo
acontecido en el juicio. La prueba no tiene valor de por sí, sino por lo que suscita en la
«conciencia» de los jurados. Además, el examen de conciencia realizado «en el
silencio y el recogimiento» es por su naturaleza una experiencia de cada jurado
individual, no la valoración de un grupo de jueces legos que deliberan tras haber
discutido; o sea: es intrínsecamente solipsista. Nos encontramos, en suma, en el
marco de una epistemología «romántica».
La consigna de la «íntima convicción» pasó, después, a formar parte del equipaje de
los tribunales profesionales (no sólo franceses sino igualmente de otras partes del
continente europeo). Y la irracionalidad del juicio sobre los hechos hizo que no se
exigiera (por imposible) su expresión en la motivación. No se explica si no la opción
del Code d’instruction criminelle de 1808 que concebía la motivación de la sentencia
(en lo referente a los hechos) como la pura y simple exposición de los hechos
probados. Faltaba el requisito de la argumentación necesaria para dar cuenta del
recorrido lógico que va de la prueba al hecho probado; ausencia explicable porque no
era posible representar la formación del convencimiento, dado que éste había brotado
en un terreno intuitivo y era de impracticable transposición a un plano inteligible.
Y cumple preguntar ahora: ¿acaso no estamos en las mismas con la española Ley de
Enjuiciamiento Criminal (LECrim)? Curiosamente, su art. 741 arranca diciendo que:
«El tribunal, apreciando según su conciencia las pruebas, las razones expuestas (…)
y lo manifestado por los propios procesados (…)», etcétera. Y, en consonancia con
ello, el art. 142 (sobre la redacción de las sentencias), en su regla 2ª, dirá: «Se
consignarán en Resultados numerados los hechos que estuvieren enlazados con las
cuestiones que hayan de resolverse en el fallo, haciendo declaración expresa y
terminante de los que se estimen probados».
Si la LECrim optó en su día por la epistemología (¿?) «romántica», la actual Ley de
Enjuiciamiento Civil (LEC) se ha decantado claramente por la «racionalista». En
efecto, el art. 218.2 de esta última prescribe que: «La motivación deberá incidir en los
distintos elementos fácticos (…) del pleito, considerados individualmente y en
conjunto, ajustándose siempre a las reglas de la lógica y de la razón».
Mientras que en la visión «romántica» primaba el efecto (la íntima convicción), aquí
las causas (los elementos que producen el convencimiento); allí sin reglas («ninguna
regla»), aquí con reglas (valoración individualizada y conjunta); allí el solipsismo y el
Página 5 de 34
secreto («silencio y recogimiento personal»), aquí lo compartido y lo controlable (la
lógica y la razón, manifestadas luego en la motivación de las sentencias).
Por un ramillete de factores (carácter supletorio de la LEC, incidencia de la
Constitución de 1978 a través de las SSTC, nuevo modelo de motivación del veredicto
en la Ley del Jurado, etc.) de cuyo detalle se prescindirá aquí, lo cierto es que parece
haberse consumado en nuestro proceso penal el tránsito desde un modelo asentado
en la «íntima convicción» a otro basado en cánones de racionalidad intersubjetiva.
Bueno, eso sobre el papel. La práctica judicial cotidiana ocupa capítulo aparte.
C. Recupero la cuestión que, a la vuelta de la esquina, dejé colgando. ¿Qué tiene de
libre la «libre valoración» de las pruebas? ¿Cuántas veces no habremos escuchado o
leído o hasta escrito que la «libre valoración de las pruebas» significa que el juez está
libre de ataduras legales pero no de criterios de valoración racional?.
Es decir, conforme a nuestra tradicional distinción entre «admisión-práctica de las
pruebas» por un lado y «valoración de las pruebas» por el otro, diríamos que la
regulación de lo primero cae bajo el imperio de la ley y el ejercicio de lo segundo se
encomienda a un juez soberano (en el sentido de que no tolera intrusiones del
legislador).
Así las cosas, lo primero sería el campo de la ley (legalidad), lo segundo el campo de
la lógica (racionalidad). Pese a este fulgor de clarividencia, deviene muy enigmático
que el ordenamiento procesal se cuide tanto de garantizar, con abundante y detallada
normativa, las fases de admisión y producción de prueba, para después abandonar
anómica —y desprovista de garantías— la fase fatal de la valoración. Pero —se dirá—
es lo que hay. O eso parece. Desde luego es lo que se avista si consideramos que el
sistema de la «libre valoración» surge históricamente como reacción contra el sistema
de la «prueba legal» o tasada: en éste, el valor de cada prueba estaba
normativamente fijado por la ley; en aquél, será exclusiva la competencia del juez para
determinar el valor de las distintas pruebas.
3. ¿También un método «legal» de valoración?. Quizás, precisamente, ahí se esconda
el cogollo de un traicionero malentendido que nos ha empujado a trazar una neta
separación entre lo que en exclusiva pertenece a la ley (admisión y producción de
pruebas) y lo que también por entero caería bajo el dominio de la racionalidad
(valoración de las pruebas).
Pues no. También existe un «método legal» de valoración. No confundamos «prueba
legal» (la prueba cuya fuerza probatoria está predeterminada por la ley) y «método
legal de valoración» (que es el método a seguir en la valoración de la prueba). Por
tanto, es compatible un «método legal de valoración» con la «libre (racional)
valoración» de la prueba; en el bien entendido que: «El juez no es libre de elegir el

Página 6 de 34
método que quiera. Es la ley, no el juez quien elige el método de valoración de las
pruebas. Esto significa que el juez está obligado a seguir un determinado método —
prefigurado por la ley— en la valoración de las pruebas. El juez es libre de valorar las
pruebas, pero debe hacerlo respetando el método legal»
A. Comoquiera que el mencionado «método legal» presenta un aspecto un tanto
jeroglífico (y aún más al no estar expresa y formalmente delineado del todo en los
códigos procesales), es necesario mostrar cómo lo construye la ley operando a tres
niveles: a) fijando reglas de uso del material probatorio; b) prescribiendo reglas para
decidir; c) estableciendo un procedimiento lógico de decisión.
Vaya una breve ilustración sobre estas coordenadas del «método legal» a la vista de
la valoración de un cuadro indiciario.
a) A no confundir «prueba legal» y «reglas de uso de las pruebas». La primera
determina cuánto vale tal prueba, las segundas indican cómo valorar la prueba. Es
valoración legal de la prueba decir que «si hay varios indicios graves, precisos y
concordantes el hecho se tendrá por probado». Sería regla legal de uso el artículo que
dijera: «la existencia de un hecho no puede ser deducida de indicios a menos que
éstos sean graves, precisos y concordantes».
La ley no obliga al juez a tener por probado un hecho si se dan esas condiciones, sino
sólo que sin ellas el hecho no se tendrá por probado; ahora bien, satisfechas esas
condiciones el juez valorará si considerar o no probado el hecho, asunto suyo es.
b) En cuanto a las «reglas para decidir» que —implícita o explícitamente— derivan de
la ley, son particularmente ilustrativas las que proyecta la presunción de inocencia. La
primera regla que de ésta emana es la de la carga de la prueba, que implica valorar
de distinta manera la falta de pruebas si ello se debe a una acusación poco diligente o
a una defensa inerte. Sin prueba, la acusación siempre pierde; aun sin prueba
ninguna, la defensa perfectamente puede ganar (porque, de entrada, la razón jurídica
está de su lado). En conexión con lo ahora dicho, nos encontramos con la regla que
fija el estatuto epistemológico de la hipótesis en juego, porque las hipótesis de la
culpabilidad y de la inocencia no se encuentran en el mismo plano; la primera necesita
ser probada, a la segunda le basta con ser verosímil. Otra y fundamental regla
decisoria es la que fija el estándar probatorio (que, por lo común, en el proceso penal
suele ser el de «más allá de toda duda razonable»), mediante el cual se establece
cuándo han de valorarse como suficientes las pruebas para dictar un veredicto de
culpabilidad.
c) Tampoco escapan al método legal una serie concatenada de «operaciones lógicas»
que, en el transcurso de la deliberación de la sentencia, sirven para seleccionar,
organizar y confrontar las pruebas; y, en sincronía con éstas, otras operaciones de

Página 7 de 34
búsqueda, elección y coordinación de máximas de experiencia, pues sin las cuales las
pruebas serían datos brutos y silentes, inutilizables para ser valorados.
Todo ello no acontece en un espacio jurídicamente amorfo. Se necesita un método de
referencia; porque cambiando de método se cambio de resultado. Por ejemplo, no
llegan a la misma conclusión un juez que valora separadamente cada uno de los
indicios y el juez que los valora integradamente; ni el juez que adopta un método
«verificacionista» (valorando únicamente los indicios que confirman la hipótesis
acusatoria) y el juez que —reflejando el «contradictorio» procesal—sigue un método
«falsacionista» (tomando también en consideración los indicios que confutan esa
hipótesis).
B. Ahora bien, la valoración de las pruebas comprende más operaciones que las
marcadas por el «método legal»; son las enmarcadas por éste, los espacios de
«libertad» que quedan en el legítimo fuero del juez. «Libertad» en el sentido de
discrecionalidad: libertad de ataduras legales pero sujeta a criterios racionales.
¿Cuáles serían estas operaciones discrecionales? Tengamos presente que la
arquitectura del razonamiento probatorio se articula en tres bloques: a) fijar la
información inicial; b) elegir el criterio de inferencia; c) inferir el resultado.
En la valoración individualizada: respecto de la información probatoria, y si el
elemento de prueba (el indicio) antes de probar debe estar él misma probado,
correspondería al juez determinar la fiabilidad de cada indicio. La elección del criterio
de inferencia es crucial; tocará el juez apreciar si el criterio es correcto o falso; si hay
varios criterios, elegir el que más se ajuste al caso concreto; y una vez elegido, valorar
qué grado de probabilidad ofrece (cuyo resultado viene predeterminado por la
probabilidad de la inferencia utilizada).
En la valoración conjunta: determinar el cuadro entero de los diversos resultados
probatorios obtenidos a partir de la valoración individualizada de los distintos
elementos de prueba;
(1) examinar si dichos resultados convergen o divergen entre sí respecto del
hecho a probar:
(2) si divergen será importante clarificar si la divergencia afecta a partes centrales
o accesorias de la hipótesis;
(3) si son convergentes habrá que verificar qué relación mantienen entre ellas (si
de mera agregación o de recíproca combinación);
(4) también será preciso atender a si dan cuenta o no de todos los elementos que
componen la hipótesis a probar; así como valorar qué grado de probabilidad
ofrece el resultado logrado; y,
Página 8 de 34
(5) finalmente, cotejar el resultado obtenido con el estándar probatorio exigido.
C. Dicho esto, sólo resta por añadir que si el rastreo por la normativa procesal permite
reconstruir la estructura del proceso de valoración, eso facilitará luego configurar la
estructura normativa de la motivación (porque sigue las mismas cadencias de
aquélla), porque también la motivación está provista de estructura. No tendría sentido
imponer una motivación obligatoria si no hay obligación de seguir un método para
motivar; obligatoriedad de método que, sin él, tampoco se legitimaría el control
casacional sobre la motivación, ya que si ésta careciera de método no se sabe en
nombre de qué cabría algún control procesal sobre ella. O sea, hay que empezar
desde abajo; también aquí funciona la surdetermination de la infraestructura.
Sin necesidad de un inventario completo y preciso, ya se ha entrevisto la cantidad y
variedad de operaciones que comprende el «método» (en sus dos vertientes: legal y
racional) de valoración de las pruebas. Como no todas son de relevancia igual y,
además, de algunas de ellas me haré eco en capítulos sucesivos, dedicaré ahora una
atención particularizada a la diferencia y combinación entre la «valoración
individualizda» y «valoración conjunta» de las pruebas: primero, por ser el aspecto
más transversal de la metodología probatoria (es central tanto en el método «legal»
como en el método «racional»); segundo, por aparecer expresamente mencionado en
los códigos procesales; tercero, porque juega un papel decisivo en la valoración de los
«indicios» (los protagonistas de este trabajo); y cuarto, porque —pese a ser de
frecuente invocación y referencia en tratados y monografías— suele recibir un
tratamiento superficial y rutinario.
4. Valoración «individualizada» /valoración «conjunta». Pocas distinciones hay tan
mencionadas y sin embargo tan lastimosamente desatendidas como ésta, reducida la
diferencia entre ambas a la banalidad de que en la «individualizada» se valoran las
pruebas una por una, mientras que en la «conjunta» las pruebas son valoradas todas
juntas, omitiendo cualquier otra precisión. Que, sin embargo, resulta imprescindible.
De inicio, se olvida (o se desconoce) que la valoración «individualizada» y la
valoración «conjunta» difieren entre sí, no por el distinto número de elementos que
toman en consideración, sino porque apuntan a finalidades diversas y se proyectan
sobre objetos diferentes.
A. Habiendo asumido que la actividad probatoria gira entre dos polos, por un lado el
«hecho» (o hipótesis) a probar y por el otro las diferentes «pruebas» destinadas a ese
fin, habrá de añadirse que el sustento probatorio que los mencionados elementos de
prueba proporcionan a la hipótesis está condicionado por el valor que a ésos se les
haya atribuido previamente.

Página 9 de 34
Es decir, las pruebas que se aducen para probar una hipótesis han de estar a su vez
«probadas» (p. ej. La declaración de un testigo presencial sirve para esclarecer un
hecho a condición de que la declaración haya sido valorada antes como fiable). No
obstante, la fiabilidad de una prueba no prejuzga la fuerza probatoria que ésa posee
en orden a corroborar la hipótesis en juego (p. ej. nada obsta a que un testimonio muy
sincero sea no obstante escasamente informativo acerca de lo que se pretende
reconstruir).
Pues bien,
- la valoración individualizada se centra en cada una de las pruebas con el fin de
testar su respectiva fiabilidad e identificar la modalidad lógica de su relación
(necesaria, regular, probable) con el hecho que toca probar;
- la valoración conjunta, en cambio, tiene por función ponderar cuál es la fuerza
probatoria que suministran a la hipótesis global todas las pruebas fiables
interrelacionadas entre sí.
B. Dicho lo cual, el objeto de la valoración «individualizada» es primordialmente lo que
antes se denominó «elemento de prueba» (si bien no se excluye que también la
«fuente» de prueba requiera ser valorada en aras p. ej. de calibrar la sinceridad del
declarante o la autenticidad del documento o la debida recogida y custodia de una
muestra genética). Esto es, la valoración individualizada se refiere centralmente al
dato cognitivo que se aporta en el proceso; porque sin la información (el elemento de
prueba) que vehicula un determinado medio proporcionado por una fuente, no se sabe
siquiera si algo es prueba de alguna cosa (pues no consta qué relación tiene, ni si
tiene alguna, con el hecho al que pretende servir de prueba); y precisando, por ende,
qué cosa y cómo pretende probar (o sea, cuál es el resultado de prueba).
Muy otro sería el enfoque que adopta la valoración «conjunta» al centrarse en la
conclusividad de la prueba; es decir: en evaluar la fuerza probatoria de las conexiones
que relacionan a todos los elementos de prueba con el hecho (o hipótesis) en juego.
Recapitulando: la valoración «individualizada» tiene por objeto cada uno de los
elementos de prueba considerados en su mismidad y en su particularizada
relación con el hecho delimitado al que apunta, en tanto que el objeto de la
valoración «conjunta» reside en las relaciones que todos los individuales
resultados de prueba interrelacionados mantienen con la hipótesis global a
probar.
5. ¿Métodos sin técnicas?
Dejando de lado la ya señalada (pero habitualmente eludida) distinción entre sus
respectivos objetos de la valoración «individualiza da» y de la «valoración conjunta»,

Página 10 de 34
parecería que ningún problema acucia a la diferencia de métodos que separan a la
una de la otra. En efecto, decir —según se acostumbra— que en una (en la
individualizada) se toman los elementos «de uno en uno» y en la otra (en la conjunta)
se toman las relaciones (entre tales elementos) «todas juntas», rebosa sentido común.
No obstante, no deja de ser —por intuitiva—una demarcación metodológica trazada
con brocha demasiado gorda.
Se necesita un deslinde más cuidadoso.
A. Reparemos, para empezar, en la valoración individualizada, de la que aún queda
algún cabo suelto. Porque valorar si es fiable o no la información probatoria que
constituye un elemento de prueba, presupone como requisito añejo determinar ese
contenido informativo (pues carece de provecho preguntarse por la fiabilidad de una
información cuando ésta resulta ser ambigua o vaga). Por tanto, primero (o luego,
depende), si hace falta, se delimita con precisión —es decir se interpreta— aquella
información; después (o antes, depende), se pasa a valorarla. De modo que, a
menudo, la valoración individualizada se desdobla en dos operaciones: una
interpretativa (para determinar el componente informativo del elemento de prueba) y
otra eminentemente valorativa (para acreditar su fiabilidad).
a) Pues bien, ya en la primera de las etapas (la interpretativa) emerge un escollo
inesperado. Para entendernos: por ejemplo en la interpretación de un enunciado
lingüístico ¿cabe interpretar cada uno de sus términos aislándolo del resto? Y si no
cabe ¿qué sentido tendría hablar de interpretación «individualizada»?
Hagamos un experimento. En el enunciado «Irán y volverán las oscuras golondrinas»,
el término «Irán» (aislado del contexto) es de invencible ambigüedad pues no hay
manera de saber si se trata de un verbo (futuro del verbo «ir», tercera persona del
plural) o de un nombre propio (como en el enunciado: «Irán es un país islámico»). El
contexto (el enunciado entero) se revela entonces imprescindible para disipar la
equivocidad de la palabra «Irán» (esta vez se trataría de un tiempo verbal, no de un
sustantivo). Con ello, sin embargo, el análisis interpretativo no traspasa el ámbito de
un elemento individualizado, pues no interesa el sentido del enunciado entero sino el
de una palabra sola. Por tanto, serían dos las vertientes de la interpretación
individualizada: una intrínseca (sabemos que «Irán», ya de por sí, no es una
preposición, ni un adverbio, ni un adjetivo, etc.) y otra contextual (que nos facilitará la
elección entre las dos opciones posibles —verbo o nombre propio— de entender esa
única palabra); esto último de conformidad —como se nos ha recordado— con el
«principio del contexto» de inspiración analítica, según el cual «no puede indagarse
por el significado de una palabra aisladamente, sino en el marco de una proposición».
Lo dicho guarda un cerrado paralelismo con algo frecuente en la cotidianeidad
procesal. Porque a menudo sucede que un mismo dato (p. ej. la constatación de que
Página 11 de 34
en el calzado del imputado no se ha hallado ni rastro de sangre de la víctima siendo
así que en la escena del crimen hay varios charcos junto al cadáver) puede ser
inicialmente ambiguo (es decir, o bien claro elemento de descargo a favor del
imputado, o bien elemento que de por sí no debilita la hipótesis de su implicación en el
homicidio); todo dependerá entonces de su interpretación, como sucedía en un
conocido episodio judicial italiano («caso Garlasco»). Si se toma como criterio
interpretativo la máxima de experiencia de que «la persona se desplaza de un punto a
otro siguiendo el recorrido más corto», en el calzado del imputado —si éste fuera de
verdad el homicida— deberían encontrarse a la fuerza rastros hemáticos dado que,
entre el lugar donde yacía el cadáver y la puerta de salida, había en línea recta varios
charcos de sangre fresca.
En cambio, si se prefiere la máxima de que «en su comportamiento espontáneo, una
persona sortea las manchas de sangre en lugar de pisarlas», el resultado cambia. Por
ello, será indispensable atender a otros elementos que ofrezca el contexto para optar
por una u otra interpretación (empezando por observar si había una huella de calzado,
de momento poco importa de quién, en alguno de los charcos de sangre).
De lo dicho se infiere que también la interpretación individualizada de un elemento
probatorio (tarea de frecuente protagonismo en la prueba por indicios) reclama la
doble perspectiva antes mencionada: intrínseca y contextual.
b) Duplicidad de enfoque extensible al segundo de los cometidos de la valoración
«individualizada», a saber: el de valorar la fiabilidad de cada elemento de prueba.
Así, si consideramos atendible lo declarado, con coherencia y verosimilitud, por un
testigo sin interés en la causa, en tanto que desestimamos por inatendible otro
testimonio de persona interesada, plagado además de contradicciones, nuestro juicio
sobre la fiabilidad de tales elementos será intrínseco. Ahora bien, si la información que
suministra un elemento intrínsecamente atendible entrara en colisión o tuviera mal
encaje con otro (s) medio (s) de prueba que aporta (n) un (os) elemento (s) tanto o
más atendible (s) que el primero, la fiabilidad que éste finalmente nos merezca será
necesariamente contextual.
Pero que no debe confundirse con la valoración «conjunta», error en el que se suele
incurrir más de la cuenta. Por un lado, la valoración (individualizada) contextual
implica la confrontación de un elemento de prueba con otro (s), no la combinación de
ese elemento con el resto (que es lo propio de la valoración conjunta); y por otro, tiene
por finalidad valorar si es o no fiable ese individualizado elemento, no cuál sea la
fuerza probatoria que aporta a (y recibe de) todos los elementos en su conjunto
(objetivo de la valoración conjunta).

Página 12 de 34
Siquiera de pasada, habremos de reconocer no obstante que la susodicha confusión
reporta a los tribunales una ventaja frente a la fiscalización de sus valoraciones
porque, dando por descontada gratuitamente la naturaleza intuitiva o impresionista de
la valoración conjunta y en consecuencia su inmunidad al control (para eso es
«función soberana» de los tribunales de instancia —suele decirse—), cuanto mayor
sea su ámbito menor será el espacio susceptible de ser controlado (con el pernicioso
efecto de legitimar una motivación que no justifica por qué se retienen o se desechan
determinados elementos de prueba —a veces ni incluso mencionados— frente a otros
de signo adverso).
c) La valoración individualizada, tanto en lo atinente a la «interpretación» como a la
«fiabilidad» de cada elemento de prueba, ha de saldarse con un resultado neto (si/no),
sin hesitasiones. Lo contrario entrañaría la insensatez de pretender la construcción de
un edificio firme y sólido con materiales de consistencia dudosa, no contrastada
debidamente. De manera que, si la exitosa reconstrucción procesal de un hecho
implica haber superado la cota de «toda duda razonable», por fuerza será de
aplicación ese mismo estándar en la operación de validar el sentido y la existencia de
cada elemento de prueba utilizado en la tarea (pues nadie da lo que no tiene).
B. Ya por definición —según sugerí antes— la dimensión relacional es constitutiva de
la «prueba» (la «prueba» siempre será prueba de otra cosa). Es justo a este propósito
que se abre camino la cuarta acepción de la palabra «prueba» como resultado de
prueba (es decir ¿qué cosa prueba?)
a) Ahora bien, no todas las conexiones entre elementos (de prueba) y hechos (o
hipótesis) a probar son de idéntica modalidad lógica. No. Principalmente, las hay
necesarias (p. ej. es el caso de las pruebas representativas: si se cree la declaración
de un testigo presencial, automáticamente se tiene por probado lo que aquél declara
haber presenciado) o regulares sin excepción (p. ej. cuando el nexo entre el elemento
de prueba y el hecho es de carácter nomológico, establecido por una ley científica
universal) o solamente probables (y en diverso grado, p. ej. según consistan ésas en
máximas de experiencia consteladas de un mayor o menor número de excepciones y
conducentes a más o menos hipótesis alternativas).
Precisamente estas terceras —que suelen ser las más numerosas— se revelan
especialmente problemáticas. Porque su definitivo grado de relevancia o de
probabilidad no reside en sí mismas sino está supeditado a su colocación (y a su
reacción —pasiva y activa—) en la mallade relaciones entretejida a partir de todos los
elementos de prueba. Que es —como ya se dijo— lo distintivo de la valoración
«conjunta».
Pero no adelantemos acontecimientos.

Página 13 de 34
b) Sí importa aclarar ahora que el vigor (variable) de la relación entre el elemento
probatorio y la hipótesis a probar determinará cuál es el grado de fuerza que posee la
prueba. La correspondencia entre el ADN hallado en el cuerpo de la víctima y el del
imputado tiene mayor fuerza probatoria que las semejanzas caligráficas entre un
documento y un cuerpo de escritura que redacta el acusado ante los investigadores.
Lo que sin embargo no debe confundirse —¡ojo!— con el peso de la prueba, por
mucho que ambos términos sean utilizados a menudo como si fueran sinónimos.
Veamos por qué no deben serlo.
La fuerza radica en alguna propiedad de la prueba; o sea: en su mayor o menor
aptitud para probar un hecho (o hipótesis). En cambio, el peso de la prueba no
depende de sí misma sino de la decisividad que el hecho (o hipótesis) a probar tiene
para la decisión final. Si un hecho probado puede marcar o modificar el signo de la
decisión final (culpable o no-culpable, asesinato u homicidio), la prueba que — ella
sola o en combinación con otras— sirva para sustentarlo tendrá un peso decisivo. Si
una prueba presta un fundamento irrebatible a un hecho particular, tendrá mucha
fuerza, pero poco peso si el hecho en cuestión desempeña un papel accesorio en la
hipótesis (o hecho global) que se trata de probar.
C. Topamos ¡por fin! con la inefable «valoración conjunta». Que por la rotunda
plasticidad del calificativo («conjunta») parece ahorrarnos la necesidad de hasta la
más mínima glosa sobre aquélla. Y tal suposición es moneda de curso corriente tanto
en los tratados como en la práctica jurisdiccional.
Lejos de ello, empero, conviene mantenerse alerta porque esa dejación arrastra la
funesta consecuencia de convertirla (a la «valoración conjunta») en el firme baluarte
de la más radicalmente subjetiva (e incontrolable, por recóndita) de las valoraciones. Y
con el agravante añadido de que, al erigirse en la más determinante de todas ellas,
hasta el valor probatorio del elemento individual más granítico (p. ej. un documento
oficial) quedaría supeditado a su inmersión en el magma de una caótica valoración
conjunta (para luego no saber más de aquél, claro). Y esto exige alguna vigilancia.
a) Al menos en lo que respecta a la «valoración conjunta», y pese a la obligatoriedad
(prescrita en la LEC, como ya se vio) de que la consideración de los elementos
fácticos tomados en conjunto también debe ajustarse a la lógica y a la razón, tanto en
la doctrina como en la jurisdicción perduran terminologías y prácticas que evocan sin
rebozo el estado de cosas anterior. Con la salvedad de algunas excepciones, sigue
sin hacerse un esfuerzo serio y sostenido (o, peor, ni siquiera hay conciencia de que
haga falta) por analizar si su ajuste a las «reglas de la lógica y de la razón» implica
alguna revisión de la «valoración conjunta» entendida a la vieja usanza. Y así
persistimos dándole que te pego a la «convicción» como criterio de valoración judicial,

Página 14 de 34
incurriendo en un evidente quid pro quo al confundir el producto (psicológico) —que
sería la «convicción»— con el método (lógico) de la valoración racional.
b) En esa sintonía, la imagen de la «valoración conjunta» que a diario dejan traslucir
buen número de sentencias no es la de un conjunto (como un ramillete en el que los
elementos están juntos y coordinados pero siguen siendo distinguibles según
apuntalen este o aquel aspecto del hecho reconstruido en su totalidad) sino la de una
fusión (al estilo de un puré donde ya todo es indistinto) que genera en la psique del
juez un irresistible convencimiento de una única y amazacotada pieza.
Muy distintas de ésta son las representaciones de la «valoración conjunta» que
menudean en la moderna teoría dedicada al tema y más acordes con lo que cabría
denominar como «epistemología legalizada». De entre tales metáforas probatorias,
quizás la más sugestiva sea la del «crucigrama», en cuanto que el resultado que
aporta cada elemento de prueba no sólo depende de sí sino de cómo se entrecruza
con los otros elementos hasta completar un relato explicativo coherente con la
hipótesis a proba.
En traducción libérrima (la mía): primeramente deberá examinarse si entre los nexos
(que arrancan desde todos los elementos de prueba ya acreditados) los hay
incompatibles entre sí (porque conducen a datos que se excluyen recíprocamente, lo
que entrañaría una merma en su respectiva fuerza probatoria) o meramente
compatibles entre ellos (conservando la fuerza que ya tenían de por sí) o
recíprocamente implicados (incrementándose así su respectiva fuerza inicial) . Habrá
que verificar, después, si el constructo obtenido a partir del susodicho cuadro
probatorio abarca todas (y cada una de) las partes esenciales de la hipótesis en liza.
c) Y ya, como colofón de la valoración conjunta, tocará determinar cuál ha sido el
grado de confirmación de dicha hipótesis (aplicando el estándar que corresponda —el
de «más allá de toda duda razonable» en el proceso penal—), porque —a diferencia
de la «valoración individualizada», donde la fiabilidad de cada elemento de prueba se
juega al todo o nada (o es fiable o no es fiable)— aquí el criterio a utilizar es el de más
o menos (en función del mayor o menor grado de probabilidad que asiste a la
reconstrucción realizada). Pero esta es otra historia que se retomará más adelante.
Baste, de momento, desterrar sin retorno la usual similitud de la «valoración conjunta»
con una convicción judicial generada por el efecto de un tumultuoso e ingobernable
tropel de materiales probatorios.
II. LOS «INDICIOS» Y SUS PREDICADOS: CERTEZA,
PRECISIÓN, GRAVEDAD, CONVERGENCIA

Página 15 de 34
Como es oscuramente sugestiva a la par que ambigua la palabra «indicio», no estará
de sobra identificar —siquiera en una lista inicial y reducida— las principales
acepciones que la acompañan en su uso.
Serían estas tres:
1) En un uso lingüístico vulgar, «indicio» significa un elemento que se contrapone a
una prueba suficiente para probar un hecho .
2) En un sentido filosófico-científico, «indicio» (o «prueba indiciaria») es lo opuesto a
verificación directa del hecho que requiere prueba; de modo que cuando se persigue
probar hechos del pasado (p. ej. un asesinato) —tanto da si mediante la declaración
de un testigo presencial o por unas huellas dactilares halladas en la escena del crimen
— ambos medios son «indicios» ya que no está presente el hecho a probar.
3) En una noción técnico-jurídica, «indicio» es lo que se opone a una prueba directa
(cuyo ejemplo paradigmático es la declaración de un testigo presencial); para
entendernos: el «indicio» sería entonces equivalente a «prueba indirecta» (asimilación
que aquí será revisada).
De los tres sentidos reseñados, hagamos caso al tercero, no sólo por ser el que ahora
toca, sino fundamentalmente porque no engloba mezclada la complejidad conceptual
que, en el lenguaje procesalista, suele abarcarse con el término «indicio». En efecto,
en aquél a veces se llama «indicio» a cosas diferentes; y en ocasiones, aunque a las
mismas cosas, a unas por razones distintas que a otras.
1. ¿A qué se llama «indicio»? Fijémonos p. ej. en el tenor del art. 637 LECrim:
«Procederá el sobreseimiento libre cuando no existan indicios racionales de haberse
perpetrado el hecho que hubiere dado motivo a la formación de la causa».
Traduzcamos ahora el art. 192.2 del italiano Codice di procedura penale (c.p.p.)54:
«La existencia de un hecho no puede ser deducida de indicios a menos que éstos
sean graves, precisos y concordantes».
Y nos preguntamos: ¿acaso con la palabra «indicios» se denota lo mismo en ambos
preceptos?
A. Pongamos que contra Juan pesa la imputación de haber matado a Pedro con seis
disparos de revólver, arma después abandonada en el lugar del crimen. En la
instrucción del sumario, el dueño de la armería reconoce haber vendido ese revólver a
Juan horas antes del suceso. Ya iniciado el proceso, el testigo, interrogado por la
acusación y la defensa del imputado, reitera su versión de la compraventa. Finalizada
la vista oral, y apreciando la credibilidad del declarante y la compatibilidad de lo
declarado con los demás elementos de prueba obrantes, el tribunal concluye que en
efecto Juan compró el arma empleada en el homicidio. Dato que, combinado con otros

Página 16 de 34
igualmente acreditados, quizás permite al tribunal inferir finalmente y sin género de
duda que Juan fue el autor de los disparos.
a) Proyectadas sobre este relato inventado las dos disposiciones legislativas antes
transcritas, observamos que su respectivo ámbito de aplicación se sitúa en momentos
diversos. El del art. 637 LECrim se encuentra en la fase pre-procesal y prescribe qué
debe hacerse si en la instrucción no han aparecido «indicios racionales» contra el
imputado (en nuestro ejemplo el precepto se aplicó «a contrario»); mientras que el del
italiano 192.2 c.p.p. se coloca en las postrimerías de la fase procesal, disponiendo las
necesarias cualidades de los «indicios» (a diferencia de las «pruebas») para que de
ellos quepa extraer la atribución del hecho delictivo al procesado.
b) Pero está en juego algo más sustancioso que un mero asunto de ubicación. Con el
término «indicio» ¿acaso se menciona el mismo tipo de realidad en ambas
situaciones? No, de ningún modo. En la primera, la palabra «indicio» está definida por
la provisionalidad de la información que aporta; en la segunda por la inferioridad de su
fuerza probatoria.
En la primera, por «indicio» se entiende un elemento informativo que tiene el
prometedor aspecto de poder servir para probar algún hecho (el armero declara ante
el juez instructor que Juan compró un revólver). En la segunda, la palabra «indicio»
designa un hecho que el juzgador asume como sucedido (Juan compró un revólver).
No es lo mismo la proposición lingüística sobre un dato fáctico que el dato fáctico
objeto de la proposición lingüística.
Se objetará, quizás, que la diferencia es en definitiva engañosa porque el hecho
probado (Juan compró un revólver) también funciona después, como elemento que,
junto con otros, servirá para probar el hecho principal (Juan mató a Pedro). A fin de
cuentas ¿no estamos en las mismas?. No. Porque el hecho probado (Juan compró un
revólver) es un verdadero elemento de prueba, en tanto que la declaración del armero
durante la instrucción (el testigo dice que Juan compró un revólver) es un elemento
que carece de entidad procesal para probar el hecho probado (Juan compró un
revólver); es decir aún no es elemento de prueba, dado que las pruebas se forman en
el proceso (no en la fase pre-procesal) y conforme al método del contradictorio (lo
mismo cabría decir de la declaración del testigo presencial ante el juez de instrucción;
debido a su provisionalidad tampoco pasaría de «indicio»).
Cosa distinta sería la declaración del armero durante la vista oral, sometido al examen
cruzado de las partes; de ella sí se destila un verdadero elemento de prueba, cuya
veracidad una vez acreditada dará lugar a un «indicio» (la efectiva compra del
revólver), llamado así —y no «prueba»— por el c.p.p. italiano (si bien nuestra LECrim
no le pone ningún nombre) en atención a la inferioridad de su autónoma fuerza
probatoria.
Página 17 de 34
En resumen: a veces se llama «indicios» a verdaderos elementos de prueba (como en
el art. 192.2 c.p.p. italiano) y en ocasiones (como en el art. 637 LECrim) a otros que
todavía no son elementos de prueba55. Minucias nominalistas, no obstante, que poca
incidencia van a tener en lo que sigue.
2. Un inciso: «prueba de indicios» /«prueba por indicios» En cambio sí será relevante
la necesidad de convenir, ya iniciado el proceso, a qué vamos a llamar «indicio»: si a
la declaración del armero (quien reconoce haber vendido el revólver a Juan) y que una
vez valorada puede conducir a un dato fáctico (efectivamente, Juan compró el
revólver), o al dato fáctico (Juan compró el revólver) del que se pretende inferir el
hecho de la causa (Juan disparó contra Pedro). Obviamente, no es lo mismo.
Advertir esa bivalencia del término «indicio» nos ayudará a salir al paso del indistinto
uso de dos expresiones que sin embargo debieran distinguirse. En efecto, es bastante
habitual intercambiar la genérica expresión «prueba indiciaria» por cualquiera de otras
dos («prueba de indicios» y «prueba por indicios») como si éstas fueran sinónimas.
Y, tomadas al pie de la letra, no lo son. Porque en una, el «indicio» es la meta de la
primera etapa probatoria; y, en la otra, el punto de partida para una segunda etapa.
Dicho de otro modo: en la locución «prueba de indicios», el «indicio» se erige en el
hecho que será objeto de prueba; mientras que si hablamos de «prueba por indicios»,
el «indicio» se convierte en (elemento de) prueba de un otro hecho.
Pese a la aparente banalidad de la distinción, ésta determina —como se verá en lo
sucesivo— la precisa y distinta ubicación de los atributos («certeza», «precisión»,
«gravedad», «concordancia») que la ley y/o la jurisprudencia suelen asignar a los
indicios con pretensiones de eficacia probatoria.
Pero de momento retengamos lo ya dicho; que el entero recorrido indiciario se divide
en dos tramos: uno, el que va desde un elemento de prueba hasta el indicio (o hecho
intermedio); otro, el que comunica al indicio (o hecho intermedio) con el hecho
principal.
Lo subrayo porque la pacífica y proverbial asimilación de la «prueba indiciaria» a la
«prueba indirecta» se resiente de haber omitido esa aclaración, como vamos a
comprobar.
3. «Prueba indiciaria» y «prueba indirecta». Suele darse por sentado que la «prueba
indiciaria» está cortada por el patrón de la «prueba indirecta». Lo cual debe
someterse, sin embargo, a un reposado examen.
A. Se acostumbra a llamar «prueba directa» a la que tiene por bjeto el hecho delictivo
(hecho principal); y «prueba indirecta» a aquélla cuyo objeto es otro hecho (hecho

Página 18 de 34
secundario) desde el que, sin embargo, se puede llegar al hecho delictivo (hecho
principal).
De su lado (y al amparo de la diferencia antes apuntada entre «prueba de indicios» y
«prueba por indicios»), por «prueba indiciaria» parece que ha de entenderse aquella
que abarca el itinerario probatorio completo (tanto la prueba de los indicios como la
prueba por indicios; es decir: desde la declaración del armero hasta la autoría del
homicidio pasando por la efectiva compra del revólver) por ser el significado que se
acomoda a la estructura de la «prueba indirecta» según quedó definida ésta, dado que
entre la prueba inicial (el testimonio del armero) y el hecho finalmente probado (Juan
disparó sobre Pedro) se contempla un hecho intermedio (Juan compró el revólver).
O sea, el rasgo distintivo de la «prueba indirecta», así definida, consistiría entonces en
que ésta implica dos inferencias (una, la que conecta la prueba inicial con un dato;
otra, la que relaciona este dato con el hecho final); en tanto que la «prueba directa» se
caracteriza porque solo requiere una inferencia, la que conduce directamente desde la
prueba al hecho final. En suma, la diferencia entre «prueba directa» y «prueba
indirecta» se reduciría a una mera cuestión de número de inferencias (una, en el
primer caso; dos, en el otro).
Ahora bien, si así fuera, no habría óbice (en pura lógica) para representar la «prueba
indirecta» como la concatenación de dos «pruebas directas» (una especie de sorites
probatorio), ni para compararla a una operación aritmética compleja (p. ej. una
división) como diferente de una operación simple (p. ej. una suma de dos cifras).
Conclusión, sin embargo, altamente insatisfactoria; lo cual nos obliga o bien a desistir
del patrón de la «prueba indirecta» (a cuya estructura presuntamente se ajustaba la
«prueba indiciaria») o bien a redefinir la «prueba indiciaria» de otro modo: lo esencial
de «la prueba indiciaria» no radicaría en una mayor cantidad de inferencias requeridas
sino en un distinto tipo de relación que instaura la inferencia entre el elemento de
prueba y el hecho a probar. Solución, esta última, que bien merece ser explorada.
B. Bien se sabe que la prueba «representativa» (p. ej. la declaración de un testigo
presencial) es el prototipo de la «prueba directa». Pongamos, pues, que un testigo
declaró que vio a Juan disparar con un revólver a Pedro. Y supongamos que, junto a
este testimonio, el tribunal dispone además del dato ya corroborado de que Juan
compró un revolver dos horas antes de la muerte de Pedro). Ambos elementos de
prueba habrían de ponerse en relación con el hecho principal (o sea: Juan es el autor
de los disparos que mataron a Pedro) utilizando en cada caso su oportuna inferencia.
Y la pregunta es si resulta indistinta la respectiva garantía de uno y otro en orden a
probar que Juan fue quien disparó el revólver. O, en otras palabras, si es del mismo
tipo de modalidad lógica la inferencia a usar en el primer caso y la pertinente en el
segundo; es decir: por un lado, entre la declaración del testigo presencial (valorada
Página 19 de 34
positivamente por el juez) y la autoría de los disparos homicidas; por el otro, entre la
adquisición del revólver (asumida judicialmente como cierta) y el susodicho suceso
criminal.
La indubitada repuesta es que no.
Por razones elementales, como éstas: a) La inferencia que nos conduce desde la
declaración del testigo (tenida por verdadera) al hecho es automática (ya que el hecho
narrado y el hecho objeto de prueba es el mismo); lo que no ocurre con la inferencia
que conecta el dato de la compra (tenido como cierto) con el hecho a probar (puesto
que el hecho constatado —la compra del revólver— es distinto del hecho a probar —la
autoría de los disparos—), ahí se precisa entonces de una consciente y explícita
mediación intelectual.
b) En el primer caso, el nexo inferencial es de necesariedad lógica (por tanto,
absoluta), dado que si la narración del declarante es verdadera resulta imposible que
no sea cierto el suceso narrado; en tanto que, en el segundo caso, la inferencia se
basa en una regularidad empírica (y las regularidades empíricas suelen ser de grado
variable).
c) En el primero, la verdad del elemento de prueba es condición suficiente para tener
por probado el hecho; en el segundo, aun siendo necesaria resulta insuficiente tal
condición, será la eventual fuerza de la inferencia la que resulte más o menos
determinante.
Bien podría decirse, entonces, que la prueba directa y la prueba por indicios no
difieren por el objeto a probar (p. ej. la declaración del testigo que vió directamente a
Juan disparar sobre Pedro y el dato de que Juan compró el revolver con el que se
disparó contra Pedro apuntan al mismo hecho: probar que Juan disparó sobre Pedro),
pero la estructura de su respectivo razonamiento es manifiestamente distinta.
4. «Pruebas críticas» e «indicios». En el abigarrado universo de las pruebas (sigamos
llamándolas por comodidad «pruebas indirectas») que se relacionan con los hechos a
probar no de manera automática sino mediatamente, a través de inferencias fundadas
en regularidades empíricas, conviene introducir una distinción esencial. Ahora, la
demarcación está dictada por un nuevo criterio: el de la garantía cognoscitiva,
sustancialmente diferente en unas y otras.
Criterio que es un corolario del anterior. Pues si en la «prueba indirecta» —según
apuntábamos— el razonamiento inferencial constituye el factor determinante de su
fuerza probatoria, obligado será prestar atención a la diversa naturaleza de las
inferencias que se pongan en juego.

Página 20 de 34
Las inferencias se nutren, en gran medida, de las clásicamente conocidas como
máximas de la experiencia, que son enunciados de tipo general extraídos de la
observación de eventos pasados. De ahí que su fuerza explicativa no pueda ser
mayor que la ofrecida por la suma de los casos precedentes; y por tanto no son
idóneas para fundar sin alguna incertidumbre la conclusión que concierne a un evento
nuevo.
Se corresponden con el «id quod plerumque accidit» , no con el «id quod semper
necesse»; por lo que al funcionar como premisa mayor de un razonamiento, la
conclusión obtenida quedará siempre sujeta a algún desmentido, pues lo que se
infiere de premisas probables no va más allá de lo probable.
Otro filón del que las inferencias sacan preciosa materia prima se encuentra en las
leyes científicas, dentro de las que parece oportuno distinguir las leyes no-
probabilistas (o universales, en su acepción de universalmente válidas) y las leyes
probabilistas.
Quizás haya que bajarles los humos a las que se pretenden «leyes universales»
matizando que, en las ciencias empíricas, «las inferencias no expresan nunca una
necesidad lógica» (típica de las ciencias formales); y que, por eso, la distinción entre
«leyes científicas noprobabilistas» y «leyes científicas probabilistas» se basaría más
en una diferencia de grado que de naturaleza. Lo cual, sin embargo, no impide
reconocer que son sustancialmente diversas aquellas situaciones en las que las
inferencias (aun no eliminando toda duda «lógica») excluyen toda duda «razonable» y
aquellas otras situaciones en las que no sucede lo propio.
Pues bien, al elemento de prueba cuyo empalme con el hecho a probar se
corresponde con la primera situación, se le ha denominado en Italia —siguiendo la
estela de Carnelutti— «prueba crítica». Y para el elemento de prueba que responde a
la segunda se ha reservado el ceniciento nombre de «indicio».
5. Finalmente ¿el «indicio» es «prueba»?. A la vista de los cuatro tipos de enlaces
inferenciales (deducciones lógicas, máximas de experiencia, leyes no-probabilistas,
leyes probabilistas) cuya identificación nos ha facilitado el análisis precedente, y
teniendo presente la distinta garantía cognoscitiva que a su respectiva conclusión
ofrecen unos y otros (certeza en unos casos, márgenes de incertidumbre mayores o
menores en los otros) resulta obvia esta doble asimilación: leyes lógicas y leyes
científicas no-probabilistas, por un lado; máximas de experiencia y leyes probabilistas,
por el otro.
Y de las tres clases de elementos de prueba que antes hemos particularizado
(pruebas representativas, pruebas críticas, indicios), las dos primeras (pruebas
representativas y pruebas críticas) están provistas de la terminante garantía que

Página 21 de 34
ofrecen las leyes lógicas o las leyes científicas no-probabilistas; en tanto que la
tercera (indicios) cuenta el apoyo no decisivo —debido a su variable probabilidad—
que proporcionan las leyes probabilistas y las máximas de experiencia. Entonces salta
la pregunta: ¿cabe denominar indistintamente «pruebas» a estas tres distintas clases
de elementos? La respuesta es: sí y no.
A. Sí, si por «prueba» sensu lato se entiende todo aquel conjunto de elementos y
actividades cuya finalidad consiste en contribuir a probar los enunciados factuales que
constituyen el thema probandum.
No, si por «prueba» sensu stricto se quiere significar que el paso del elemento de
prueba al thema probandum está unívocamente determinado.
O, en otras palabras: es «prueba» en sentido estricto si, por sí misma, puede ser
suficiente para probar el hecho en cuestión; no es «prueba» en sentido estricto si por
sí sola es insuficiente para probar el hecho debatido. Y, tal cual ha quedado
caracterizado, es claro que un «indicio» «aisladamente considerado no puede
producir el efecto de probar».
De ahí que el antes aludido precepto del código procesal-penal italiano (art. 192.2)
prescriba la pluralidad76 de indicios como condición necesaria (además de otras) para
probar «la existencia de un hecho»77.
De manera que los diversos elementos de prueba se encuadran en esta triple
clasificación:
a) el elemento que prueba automáticamente un hecho y, por tanto, se basta por sí
solo para probarlo (al que cabría llamarlo «prueba representativa»);
b) el elemento que no prueba automáticamente un hecho pero que puede bastarse
por sí solo para probarlo (y que suele denominarse como «prueba crítica»);
c) el elemento que no prueba automáticamente un hecho y no se basta por sí solo
para probarlo (para el que se reserva el nombre de «indicio»).
B. Pero ¡mucho cuidado! pues puede darse la falsa impresión de que la «prueba»
(estricta) y el «indicio» son así de distintos desde el comienzo de la actividad
probatoria y que, si acaso al «indicio» se le llama «prueba», eso se debe a una cierta
laxitud semántica que genera el uso de un nombre genérico —«prueba» sensu lato—
en lugar del específico que correspondía —«indicio» —. Y no hay tal.
Al principio del proceso, todo es indistinto. Nada puede conceptuarse como «prueba
estricta» o como «indicio»; de antemano nada posee per se una aptitud mayor o
menor en orden a probar el hecho desconocido. Inicialmente, por tanto, todo merece
la misma y genérica consideración de elemento de prueba.

Página 22 de 34
Será después, en el momento de la valoración, cuando a cada elemento se le atribuirá
mayor o menor fuerza probatoria según aproveche a conseguir el resultado
perseguido (explicar el factum probandum) en función de la garantía cognoscitiva que
asegura el criterio inferencial empleado para transitar del uno (el elemento de prueba)
al otro (el hecho que toca probar). De modo que ni las «pruebas estrictas» ni los
«indicios» son el objeto de la valoración (porque todavía no existen como tales) sino
sólo los «elementos de prueba»; los cuales —eso sí— adquirirán luego el distintivo
perfil de «pruebas estrictas» o de «indicios» como resultado de la valoración a la que
se han sometido.
No es el legislador quien predetermina de entrada cuál de los elementos de prueba
disponibles es «prueba estricta» y cuál es sólo «indicio», pues ello implicaría que el
legislador ha prefigurado la eficacia probatoria de cada elemento de prueba (cosa que
entraría en estruendosa colisión con el principio de la libre valoración del juez,
resucitando el periclitado sistema de la valoración legal de las pruebas). Es el juez
quien, como resultado de su valoración, asigna la condición de «prueba estricta» o de
«indicio» a tal o cual elemento. Por tanto, la distinción entre «prueba estricta» e
«indicio» no precede sino que sigue a la valoración judicial del material probatorio.
C. Ahora bien, una vez que la valoración individualizada de cada elemento de prueba
haya logrado decantarlo como «prueba estricta» o como «indicio», se inaugura una
segunda fase, la de la valoración conjunta. Entonces sí es pertinente hablar de
valoración de «pruebas estrictas» o de valoración de «indicios». Y sobre esta última
(valoración conjunta de los indicios) se despliega precisamente la vigencia normativa
del archimencionado art. 192.2 del código procesal-penal italiano al prescribir que la
fuerza probatoria de los indicios queda supeditada a la convergencia, a la precisión, y
a la gravedad de los mismos. Tres exigencias que sólo es dado verificar en el
susodicho momento de la valoración conjunta, puesto que —por una parte— la
«convergencia» de los indicios cobra sentido si éstos son vario y —por otra— el
definitivo grado (bastante o no) de la «precisión» y «gravedad» de cada indicio no
depende aisladamente de sí mismo sino de su recíproca interrelación con el resto.
D. Antes de cerrar este apartado, dedicaré un paréntesis a deshacer la casi segura
perplejidad que suscitará el citado art. 192.2. Pues si la legislación condiciona la
eficacia probatoria de los indicios a que éstos estén revestidos de determinadas
propiedades ¿no se entromete el legislador en un terreno vedado con la consiguiente
quiebra del principio de la libre valoración judicial, reivindicado más arriba? De ningún
modo.
Bastará el complemento de dos premisas pacíficas para poner las cosas en su sitio.

Página 23 de 34
La primera, que compete al legislador fijar el estándar (o el quantum) de prueba
exigido para considerar probado un hecho (habitualmente el de «más allá de toda
duda razonable», en el proceso penal).
La segunda, que la valoración judicial sea libre no significa que lo sea
incondicionadamente; ha de ser una valoración legal (porque se ejerce únicamente
sobre pruebas legítimamente producidas en el proceso y según un diseño legislativo)
y racional (porque, allí donde la motivación es obligatoria, existe el deber de justificar
la decisión respetando tres órdenes de reglas: de la lógica, de la ciencia, de la
experiencia corriente).
De donde, si el estándar requerido es el de la certeza (más allá de toda duda
razonable) mal puede proporcionárnosla un solo indicio, afectado —como se vio— por
alguna incertidumbre gnoseológica.
Cae de su peso, entonces, que la existencia de un hecho no puede derivarse de
«indicios» —es decir, de pruebas no concluyentes— a menos que ésos sean precisos,
graves y concordantes; esto es: que unidos resulten concluyentes (siendo
determinante el cómo están unidos).
Ningún juez se arriesgaría a condenar habiendo reconocido que los indicios a su
disposición no son graves, precisos y concordantes; como confirman los criterios-guía
jurisdiccionales que manejan por ejemplo los tribunales españoles. Sobraría, pues, el
art. 192.2 del código italiano porque no resuelve nada; éste no hizo más que codificar
una regla ya reconocida por decenios de experiencia judicial en aquel país; si bien con
ello el Codice di procedura penale de 1988 buscaba colmar una laguna del Codice
previgente de 1930 (que no explicitaba límites de valoración para los indicios) a fin de
que en el proceso penal no se usaran indistintamente «pruebas» y otros elementos
lato sensu probatorios pero desprovistos de la eficacia persuasiva de la «prueba»,
ciñendo así el libre convencimiento a parámetros de logicidad que fueran susceptibles
de control por obra de instancias jurisdiccionales superiores.
La única polémica emerge cuando, a la vista de los indicios obrantes en un
determinado proceso, se discuta si éstos son graves, precisos y concordantes. Ahí, el
legislador debe permanecer en silencio. Sólo el juez tiene la palabra.
6. Gravedad, precisión, concordancia. Es inevitable la connotación relacional de la
palabra «indicio» (a la par que la de la palabra «prueba»). Nada hay que en sí mismo
sea «indicio»; siempre será «indicio de (otra cosa)». Por eso el término «indicio»
evoca una realidad compleja compuesta de tres elementos: un dato indiciante, un
hecho indiciado, una relación indiciaria que conecta al primero con el segundo;
aunque, por lo común, exista un uso metonímico (tomando la parte por el todo) de

Página 24 de 34
«indicio», término con el que suele designarse al «dato indiciante» nada más. Lo cual,
sin embargo, no ocasiona problemas.
No obstante, explicitar ahora la dimensión tripartita de «indicio» tiene por objetivo
identificar dónde hay que fijarse para valorar si los «indicios» son «graves, precisos y
concordantes». No en el «dato indiciante» sino en la «relación indiciaria» (o inferencia)
y en el «hecho indiciado». En efecto, es la inferencia la que marca el camino, preciso
o no, que conduce al hecho indiciado; es de la inferencia que se predica el nexo más
o menos constante, o sea grave, que conecta el dato indiciante con el hecho indiciado;
finalmente habrá concordancia si los recorridos de todas las inferencias tienen como
meta el mismo hecho indiciado.
Apuntado lo cual, y teniendo presentes las tres indesligables condiciones de los
indicios para su aprovechamiento probatorio (gravedad, precisión y concordancia),
aclaremos brevemente en qué consisten éstas.
A. La gravedad indica el grado de probabilidad del nexo entre la remisa probatoria y la
proposición a probar (hecho indiciado), o sea: la fuerza lógica de la inferencia que
conecta el dato indiciante con la hecho indiciado; de modo que un indicio es
gravísimo, grave o poco grave dependiendo de si su vínculo con el hecho a probar es
probabilísimo, probable o simplemente posible. Y aquí despunta una preocupación:
¿qué pasa cuando nos encontramos ante un complejo de indicios ninguno de los
cuales es de por sí autónomamente resolutivo? ¿Podría predicarse del conjunto la
propiedad de la «gravedad»? Prospera más el «sí» que el «no»; y por razones obvias
(pues aunque los indicios, valorados uno por uno, tengan un insuficiente valor
probatorio, la valoración puede cambiar al integrarlos en un conjunto funcional
probatorio). O dicho en otros términos —creo— más ajustados: teniendo presente que
la «gravedad» es graduable (poca, bastante, mucha, total), resulta asumible que la
gravedad de un indicio aislado satisfaga p. ej. el estándar de la probabilidad
prevalente o incluso el de la equiprobabilidad (no el de la probabilidad más allá de
toda duda razonable), pero que, al interrelacionarse con otros indicios, esa gravedad
inicial se dispare hasta un grado cenital.
Y dígase lo mismo de la «precisión».
B. El atributo de la precisión se refiere, tradicionalmente, a la univocidad del indicio.
En principio ¿sería necesario que el indicio apunte exclusivamente el hecho a probar?
Hoy se concede que un indicio es preciso (porque también es graduable la
«precisión») si de primeras conecta, aunque no con un hecho único, al menos con un
área restringida de hechos, a la espera de que su camaradería con los otros indicios
termine por afinarlo. Es decir, no conviene perder de vista la contextualidad del indicio,
de suerte que un indicio con márgenes de ambigüedad en sí mismo, colocado en el
contexto de otros indicios, puede ver reducida su fisiológica ambigüedad; al igual que
Página 25 de 34
una palabra con significados múltiples, una vez insertada en una frase, pierde gran
parte de su originaria imprecisión.
Suele pensarse que la «precisión» se solapa con la «gravedad» ya que es difícil
imaginar un indicio unívoco que no sea grave y un indicio grave que no sea unívoco;
no obstante se trata de propiedades en puridad distinguibles (p. ej. una amenaza
personal puede ser un indicio unívoco pero no grave —muchísimas amenazas de
muerte no se llevan a cabo—), pero de ello no haré problema.
C. El requisito de la concordancia implica que, una vez examinados los indicios bajo el
perfil de la gravedad y de la univocidad, y dispuestos en hilera (horizontal) y no en
secuencia (vertical), aquéllos converjan hacia la misma proposición a probar; dado
que la convergencia transforma el inicial valor meramente indicativo de los indicios en
un definitivo valor significativo, haciendo bueno así el plurisecular principio de «quae
singula non probant, simul unita probant».
No obstante, sería irrealista pretender que en el proceso debe haber solo indicios a
favor o indicios en contra de una cierta hipótesis. No existe proceso en el que no haya
indicios y contraindicios. Es absurdo pensar que la hipótesis acusatoria solo resulta
probada si únicamente hay indicios de cargo y ninguno de descargo. Ahora bien, un
contraindicio no es de por sí causa para que la «duda razonable» bloquee la hipótesis
acusatoria; dependerá de su «fuerza» (si es mayor que la del indicio opuesto) o de su
«peso» (si atañe a un aspecto más decisivo del hecho a probar).
7. ¿Qué hay de la «certeza»?. Curiosamente, no figura la «certeza» entre las
propiedades esenciales que —de conformidad con la letra del susodicho art. 192.2
c.p.p.— dan consistencia probatoria a los indicios, al contrario que en las
prescripciones forjadas al respecto por la mayoría de las jurisprudencias (entre ellas,
la de nuestro TS). De cualquier modo, los tribunales italianos no hacen de ello ningún
problema, toda vez que el atributo de la «certeza» queda presupuesto —así lo
consideran y con razón— en el funcionamiento de los otros (sobre todo de la
«precisión» y de la «gravedad»).
A. Según constante doctrina jurisprudencial italiana, la «certeza» no es una
característica como las otras (ya que la «gravedad», la «precisión» y la
«concordancia» son criterios para calibrar el valor de los indicios) sino más radical que
aquéllas (pues de la «certeza» depende la existencia misma del indicio). Es decir,
puede haber indicios que no sean ni graves ni precisos ni concordantes (aunque en
cuyo caso poco o nada valdrían), pero de ningún modo habrá indicios inciertos (pues,
por definición, no se sabría con seguridad si hay indicios o no). Es aquí donde se hace
oportuno repescar la distinción, efectuada páginas atrás, entre «prueba de indicios» y
«prueba por indicios»; la primera tiene por objeto el «dato indiciante», la segunda
apunta al «hecho indiciado».
Página 26 de 34
B. Como más arriba se subrayó, la «precisión», la «gravedad» y la «concordancia»
son propiedades de la relación indiciaria (en cuanto garantizan que la relación entre
los datos indiciantes y el hecho indiciado es unívoca, sólida y convergente); ahora
bien, la «certeza» es una característica del dato indiciante (porque ha de ser
indubitada la base que sustenta la estructura indiciaria). En efecto, supondría un
contrasentido mostrarse muy riguroso con la «relación indiciaria» (exigiendo que sea
grave, precisa, etc.) y, al mismo tiempo, muy consentidor con las incertidumbres que
arruinan el cimiento que la sustenta (o sea, el «dato indiciante»). Más todavía:
mientras que la «gravedad» y la «precisión» no son exigibles en grado máximo de
todos y cada uno de los indicios tomados aisladamente, el requisito de la «certeza»
impone que todos y cada uno de los datos indiciantes entren en el proceso sin ningún
margen para una duda razonable.
C. Sólo quedaría sujeto a discusión el asunto de si los datos indiciantes han de ser
acreditados necesariamente mediante prueba directa, aunque tal cuestión hoy parece
superada y se acepta largamente que el indicio pueda ser probado mediante otros
indicios (así sucede con el conocido como «indicio mediato»), por la sencilla razón de
que si el hecho principal admite ser probado (como «cierto») mediante indicios ¿qué
impedimento se alza para que ese mismo régimen no se extienda a la prueba del dato
indiciante?. Ninguno.
8. Breve recapitulación. Y para traducir al idioma indiciario cuanto de importante se
subrayó (finalizando la primera parte de este capítulo) a propósito de la distinción y
combinación entre la «valoración individualizada» y la «valoración conjunta», no
sobrará esta breve aplicación.
Por un lado parece innegociable que si los indicios han de ofrecer un sustento «más
allá de toda duda razonable» a la hipótesis de la acusación, entonces cada uno de los
indicios habrá de estar individualmente revestido de esa misma propiedad (o sea, ser
«cierto» más allá de toda duda razonable). Por otro lado, sin embargo, de manera
pacífica se sostiene que la valoración de un indicio individualizado no debe
considerarse fallida por mucho que no conduzca a un resultado de certeza; esto es:
«la duda razonable no debe referirse a cada prueba sino a la acusación en su
globalidad».
¿Cómo se conjuga lo uno con lo otro? Cayendo en la cuenta de que entran en juego
dos aspectos distintos de la prueba. Mientras que el elemento de prueba requiere
estar acreditado de manera inamovible, desde su valoración individualizada, «más allá
de toda duda razona ble» (p. ej. «Juan compró la pistola con la que se mató a
Pedro»), noasí el resultado de prueba (p. ej. «por tanto Juan mató a Pedro») cuya
persuasividad definitiva dependerá de un work in progress a la vista de su ensamblaje
en la valoración conjunta con todos los otros elementos recogidos. Nada malogra el

Página 27 de 34
que un indicio provoque «una duda razonable provisional» si ésta se evapora
después, cuando tal indicio se entreteje con los otros indicios. De otro modo, el
estándar del «más allá de toda duda razonable» destruiría la posibilidad misma del
proceso indiciario.

«DUDA RAZONABLE» Y
PRESUNCIÓN DE INOCENCIA
I. ¿CUÁN DE RAZONABLES SON LAS DUDAS
SOBRE «LA DUDA RAZONABLE»?

Bajo el semblante tan apacible y respetable que parece el propio de la expresión


«duda razonable», a menudo se contrabandea sin embargo con mercancía pirateada
en un mar muy abierto donde todo el mundo se siente autorizado a faenar
libérrimamente; de manera que a la postre la «duda razonable» se ha convertido en
una noción no con muchas definiciones sino —algo peor— indefinible. Por eso,
muchos la miran de medio lado, con desconfianza. Ocuparse de ella no promete en
principio conseguir beneficio alguno. No obstante, trataré de trocar el desencanto en
reclamo, empezando por una previa labor de topografía. ¿Dónde situar la «duda
razonable?.
1. El encuadre de la «duda razonable». Por el horizonte de la «duda razonable»
vagan —y no es mero juego de palabras— nubes de dudas que convierten en dudosa
aquella figura, poniendo en jaque incluso asentados lugares comunes donde había
cuajado el pensamiento tradicional.
Así, teníamos asumido por ejemplo que, en el itinerario lógico procesal, el espacio
donde podía emerger la «duda razonable» se situaba al final del recorrido, tras la
valoración del cuadro probatorio.
Pero, sin embargo, topamos hoy con propuestas que empiezan con un aliento
diferente, colocando a la «duda» justo en el extremo opuesto, en el punto de partida
del proceso. Es decir, se pasa nada menos que a considerar a «la duda como objeto
del proceso penal», durante el transcurso del cual aquélla se disuelve o,
contrariamente, llega viva y coleando hasta el final. Por lo que habría que empezar
tratando de «determinar cuál es la duda que nos lleva al proceso, cómo se intenta
disipar esa duda durante el mismo, qué impedimentos pueden encontrarse y,
finalmente, en caso de persistir esa duda, qué es lo que se puede hacer para resolver
el caso concreto». O sea, que si «llegados al final del proceso, persiste la duda en el

Página 28 de 34
juez (…) la solución es simple: la duda se resuelve abruptamente a favor de la
inocencia del reo».
Inaceptable, de principio a fin, me parece un enfoque así de estridente: que la duda
final (que legitima la absolución) sea la misma duda inicial invicta (que —se dice—
puso en marcha el proceso). No entraría a rebatirlo si sólo se quedara en una
efervescencia retórica; por desgracia da pie a alguna implicación nada inocua (la
dispensa de motivar las sentencias absolutorias). Como sin tapujos se defiende en la
STS 652/2014:
«El juicio de no culpabilidad o de inocencia es suficiente, por regla general,
cuando se funda en la falta de convicción del Tribunal sobre el hecho o la
participación del acusado. No existiendo en la parte acusadora el derecho a
que se declare la culpabilidad del acusado su pretensión encuentra respuesta
suficientemente razonada si el Tribunal se limita a decir que no considera
probado que el acusado participase en el hecho que se relata, porque esto
sólo significa que la duda inicial no ha sido sustituida por la necesaria certeza.
Y es claro que basta la subsistencia de la duda para que no sea posible la
emisión de un juicio de culpabilidad y sea forzosa, en consecuencia, la
absolución» (cursivas mías).
Consecuencia práctica, de apreciable magnitud, como para no encogerse de hombros
y condescender con la impostación teórica que —como se ha visto— le proporciona
alas.
B. Pocas cavilaciones requiere vapulear la gratuita pretensión de que la absolución
«sólo significa que la duda inicial no ha sido sustituida por la necesaria certeza».
a) Lo primero de todo: ¿de dónde sale que una «duda» inicial —la de quién sea— es
la que enciende el motor del proceso?. Por lo pronto la acusación no manifiesta
albergar alguna duda; al contrario, atribuye sin titubear al acusado la comisión de un
hecho delictivo. De su lado, sería insólito que la defensa rechazara la imputación
oponiendo de entrada nada más que dubitativos interrogantes sobre la participación
del acusado en el delito. Pero ¿y el juez? —se replicará—. Tampoco duda. El juez
ignora.
No es lo mismo. A la pregunta de si las personas, que en este momento transitan por
la madrileña Puerta del Sol, suman un número par o impar ¿sería correcto responder
«lo dudo» o, más bien, «lo ignoro»? Cuando alguien carece de toda información sobre
algo, se encuentra en una situación de radical ignorancia; cuando, en cambio, dispone
de informaciones de cuya suficiencia no está seguro o le desconciertan otras que
apuntan en sentido divergente será ajustado decir que ese alguien duda.

Página 29 de 34
La figura institucional de un juez se corresponde con la de un personaje que,
paradójicamente, aun siendo «el único que tiene el deber de la verdad», «es el único
que de los hechos del proceso no sabe nada, porque el fascículo que se encuentra en
el estrado está vacío», encontrándose sin embargo «lleno el fascículo del ministerio
público que también las otras partes conocen, en el que se recogen los resultados de
los conocimientos ya adquiridos en el curso de las investigaciones y que,
curiosamente, sólo el juez no puede conocer».
El conocimiento judicial se estrena una vez empezado el proceso. Y sólo valdrán las
informaciones que, dentro de éste, salgan a la luz (ni las anteriores ni las de fuera)
mediante la aportación de las partes en régimen de contradicción. Y una vez
terminada la confrontación, llegará el turno de la valoración judicial para determinar la
acreditación de las informaciones suministradas y si éstas son concluyentes para
probar la culpabilidad del acusado o dejan márgenes para una duda razonable.
No nos engañemos. No se trata de un mero disenso terminológico (entre «duda» e
«ignorancia») que sólo cobijara una vacuidad. Poco importa empeñarse en calificar de
«duda» al punto de partida del proceso penal. Por el contrario, sí es decisivo insistir en
que, entre la «duda inicial» (si la hay y cualquiera que sea) y la «duda final», media un
abismo insuperable. La primera sería una especie de «duda metódica», al estilo
cartesiano, como profilaxis previa a la búsqueda de la verdad procesal penal; la
segunda una «duda epistémica» —llamémosla así—, como la resultante de una
búsqueda de la verdad no coronada exitosamente. El momento de la primera sería
anterior al despliegue de la actividad probatoria; el de la segunda, posterior y
dependiente de ésa.
En consecuencia, resulta absurdo sostener que la duda final se justificaría por sí
misma en cuanto prolongación ininterrumpida de la duda inicial. La duda final (la que
legitima la absolución), al contrario, requiere una expresa motivación y por referencia
a lo que ha dado de sí la dialéctica probatoria (no a la ignorancia o a las hipotéticas
restricciones mentales del juez al comienzo del proceso).
El emplazamiento de la «duda razonable» se encuentra, por tanto, en la meta de
llegada (en la aplicación del estándar de prueba al material probatorio reunido y
valorado) y no en el punto de partida del proceso.
2. Estándares de prueba
A. Por si fuera preciso aclarar qué es y para qué sirve un estándar de prueba, nada
mejor que empezar segmentando la actividad probatoria en tres momentos.
Brevemente:

Página 30 de 34
primero (tras la preventiva aplicación de los filtros de admisión de las pruebas)
establecer el inventario de los medios de prueba con los que ha de contarse y
disponer su práctica;
segundo, proceder a la valoración de los elementos de prueba obtenidos;
tercero, determinar el grado de confirmación que el conjunto de tales
elementos procura a la hipótesis en juego.
Una vez estimado el grado de la confirmación obtenida, toca evaluar si ésta es o no
suficiente para tener por probada la hipótesis discutida. Puede que sí o puede que no.
Incluso más: puede que sí para unos fines y puede que no para otros, como
ejemplifican —en el escaparate de los casos más mediáticos— los dos veredictos que
recayeron sobre O. J. Simpson por el homicidio de su ex-esposa y el compañero de
ésta: en la vía penal fue declarado no-culpable; en la vía civil, sin embargo,
responsable de la muerte de la pareja. Conjeturas aparte (basadas en la distinta
afinidad racial —en un procedimiento y en el otro— entre Simpson y los miembros de
los respectivos jurados), la disparidad entre ambas resoluciones podría justificarse
invocando el distinto rasero válido en un proceso (el civil) y no-válido en otro (el
penal). En el primero, el grado de confirmación exigible para tener por probada la
hipótesis es el de la probabilidad prevalente (más probable que no); en el segundo se
requiere un grado más elevado, el de una probabilidad más allá de toda duda
razonable.
Pues bien, la «probabilidad prevalente» y la «probabilidad más allá de toda duda
razonable» son estándares de prueba (hay algunos más, claro está) que prescriben el
nivel de corroboración necesaria para considerar probada la hipótesis fáctica que
corresponda (civil o penal).
Pero los estándares varían no sólo en función de la materia sino también de la fase
del procedimiento en la que haya de tomarse alguna decisión. A este respecto ha de
reprimirse la tentación de un «uso ubicuo» (o fuera de contexto) del estándar de la
«duda razonable» extendiendo su aplicación a fases preliminares del juicio (y dictando
que «no ha lugar a proceder» si el juez no está seguro de poder colmar las eventuales
lagunas probatorias y de colmarlas más allá de toda duda razonable). No se olvide
que tal estándar debe aplicarse en el momento final de pronunciarse sobre la
culpabilidad del acusado (no anticipadamente) y ante un cuadro probatorio completo y
cerrado (no in fieri), puesto que «constituiría un irónico oxímoron afirmar que se ha
conseguido una prueba más allá de toda duda razonable en presencia de datos
probatorios todavía incompletos».
B. No estará de más añadir que los estándares de prueba no son privativos del
derecho; existen también en otros ámbitos del conocimiento (paleontología, medicina,

Página 31 de 34
historia, farmacología, química orgánica, física nuclear, etc.) como fruto de
convenciones informales y no siempre institucionalizadas dentro de las respectivas
comunidades científicas. En esto último es donde reside la especificidad de los
estándares dentro del derecho: son institucionalizados y no es raro que aparezcan
formulados hasta en los textos legales.
C. Al rebufo de la caracterización de los estándares, antes de proseguir abriré un
pequeño paréntesis para minimizar un reparo. Porque recurrir al susodicho estándar
de prueba —según persigo— con el fin de neutralizar los deletéreos efectos de la
subjetividad valorativa quizás supone —como así se ha dicho, no sin fundamento—
pasar por alto que —«en línea teórica»— el estándar de «la duda razonable no es en
sentido estricto una regla de valoración sino una regla de decisión», o sea «la regla
(que) impone pronunciar sentencia de condena cuando las pruebas no dejan margen
de duda razonable sobre la culpabilidad del imputado, e impone absolverlo de lo
contrario». Sin embargo, «tales consecuencias jurídicas podrían ser extraídas tanto de
una valoración libre como de una valoración legal»; pues, con la primera, el juez
(ejerciendo su personal responsabilidad valorativa a la vista de las pruebas
presentadas) llegaría a decir: «(no) hay dudas razonables sobre la culpabilidad del
imputado y por tanto éste (no) debería ser absuelto»; y con la segunda (tras computar
el valor de las pruebas conforme a cuantificaciones numéricas establecidas por la ley)
el juez diría igualmente: «(no) hay dudas razonables sobre la culpabilidad del acusado
y por tanto éste (no) debería ser absuelto». Pero ello no obsta a reconocer que, en
uno y otro caso, se han empleado dos criterios distintos de valoración (uno personal y
otro legal); por lo que se gana en «limpieza lingüística y conceptual» llamar criterios a
las modalidades de valorar las pruebas y estándar al umbral para la decisión, aunque
«no es raro que entre los criterios y los estándares haya una conexión funcional».
Pues bien, pese a que la matización precedente da lugar a una objeción sólo de
cuantía menor (a fin de cuentas su propio proponente ya reconocía un nexo entre
«criterios» y «estándares»), no parece dispendiosa una pequeña puntualización, en
dos tiempos, para subrayar cómo el estándar (del «más allá de toda duda razonable»)
predetermina la naturaleza del criterio (de valoración).
Primero: el estándar de referencia constituye, en efecto, una regla para la decisión
judicial; pero ni más ni menos que el precepto del código penal que obliga al juez a
condenar al acusado si éste ha cometido un homicidio. Ambas reglas presentan una
estructura condicional, de modo que si se verifica el hecho previsto (que el juez tiene
una duda razonable o que el acusado ha matado a otra persona) debe seguirse una
determinada consecuencia jurídica (que el juez debe absolver al acusado o que debe
condenarlo a pena de prisión).

Página 32 de 34
El correcto seguimiento de una y otra regla de decisión implica, obviamente, la previa
acreditación de que el juez se encuentra hipotecado por una «duda razonable» en el
primer caso, o que se ha probado la comisión de un «homicidio» a cargo del acusado
en el segundo caso.
Por tanto, ciñéndonos a lo que ahora importa, el funcionamiento del estándar del
«más allá de toda duda razonable» queda supeditado a comprobar previamente si la
«duda» que embarga (o no) al juez es (o no) «razonable».
Segundo: así las cosas, que la «duda» que pueda finalmente emerger del proceso
valorativo de las pruebas haya de ser «razonable», implica el uso de unos
congruentes criterios de valoración. Por ejemplo, en un sistema de valoración legal, en
el que la propia ley prefija un cálculo aritmético para otorgar valor a las pruebas,
difícilmente habrá espacio propicio (si acaso muy marginal) siquiera para alguna duda
legítima que sobrevenga al juzgador. Y en un sistema en el que campea la libre
valoración, entendida como convicción íntima del juez, no habrá garantía de que sea
razonable la eventual duda psicológica del juez.
En cambio, la duda razonable encuentra curso corriente en un sistema donde se
compaginan los criterios de libertad (no el valor ya tasado por la ley) y de racionalidad
(no el impacto subjetivo en la psique del juez) para valorar las pruebas.
Recapitulando:
El estándar de la «duda razonable» prefigura un específico criterio de valoración del
material probatorio.
D. Pero ¿no será ésta una conclusión algo precipitada? Porque el adjetivo
«razonable» es, de por sí, escasamente expresivo; y de hecho se ha prestado a
interpretaciones antitéticas a la aquí prospectada (ocasión habrá de explayarse sobre
ello). De modo que a lo peor, contra lo que yo había visualizado, se invierte el vector y
éste va del criterio al estándar (al revés de lo que yo había supuesto) convirtiéndose el
primero en clave interpretativa del segundo; y así, en un sistema regido por el criterio
de la íntima convicción (o de la valoración «en conciencia», según canoniza el art. 741
de nuestra LECrim), la razonabilidad de la duda consistiría en el estado de ánimo de
un juzgador no del todo convencido. O sea: el subjetivismo del juez rebasaría el
recipiente del criterio (para valorar) e inundaría luego el estándar (para condenar o
absolver). Con lo que —yendo a lo que íba— la aplicación del estándar («más allá de
toda duda razonable») de ninguna manera serviría de coto a las sacudidas y tirones
impresionistas que puede generar un variopinto cuadro de indicios. Pretensión —la
mía— fallida por tanto, nada más empezar.
E. Pero, impasible al desaliento, vuelvo a la carga con el obús de un contrargumento
radical: un estándar de prueba subjetivo no es un estándar, al menos si «los
Página 33 de 34
estándares de prueba deben ser entendidos como grados de aval» de una
determinada hipótesis, en el sentido de que determinar «cuán avalada está una
afirmación depende de la calidad de las pruebas que hay respecto a esa afirmación».
De modo que una de dos: o el estándar de la «duda razonable» es de naturaleza
objetiva (como he anticipado) o, de lo contrario, no es un estándar.
A la vista está que en la literatura procesal menudean expresiones con marcada
connotación subjetivista (como «persuasión», «convicción», «certeza», «duda», etc.),
pero el lenguaje de los estándares de prueba es básicamente epistemológico. No
cuenta lo que subjetiva mente piense el juez sino lo que razonablemente cabe inferir
de las pruebas presentadas. Lo cual, por descontado, no condena a la irrelevancia la
mayor o menor confianza personal del juzgador (a la postre, la creencia de una
persona razonable suele estar en consonancia con la fuerza de las pruebas
examinadas), pero la coloca en su lugar (o sea, en un plano secundario). Porque, en
los ámbitos normalizados del conocimiento, un estándar sirve para indicar al
investigador cuándo la relación entre pruebas o premisas justifica, en términos de
conexiones lógicas, la aceptación de una conclusión como probada (a efectos de los
fines pretendidos), nunca está formulado en base a la confianza subjetiva que la
hipótesis en juego suscita en el investigador; y si acaso se alude a la confianza del
investigador, la confianza racional en una conjetura es el producto de la prueba pero
no el fundamento de la prueba (como también proclamara Popper cuando escribió:
«por intenso que sea un sentimiento de convicción nunca podrá justificar un
enunciado»).

Página 34 de 34

También podría gustarte