Mujercitas Eran Las de Antes Cabal

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BIBHUMA

>:82 Biblioteca de Humanidades IP P |


I "Prof. Guillermo Obìols"
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Tal I : ax 54-0221-423 5745
Calle 48 entri fi y 7 -1 er subsuelo
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UBROSOa
QUIRQUINCHO
Diseño: Oscar Diaz
@1992, Coquena Grupo Editor S.R.L
Libros del Quirquincho
Sarmiento 1562, 3e E, Buenos Aires.
Hecho el depósito que establece
la ley 11.723.
libro de edición argentina.
Printed in Argentina.
ISBN 950-737-089-9

Primera edición
Olruj'nlkfe

Graciela Beatriz Cabal

Mujercitas
¿eran las de antes?
(El sexismo en los libros para chicos)

Colección dirigida por


María Adelia Díaz Rónner

mmm.
0UMUMCHO
Para Amanda Toubes,
maestra,
segunda madre.

FAHCE Biblioteca Centré!


Nro. .........
Ssg.
Fecha do A lta .^ .l^ V .Jj.L

Graciela Beatriz Cabal es escritora. Maestra, egresada de la carrera de


Letras de la Facultad de Filosofía y Letras (U.BA), se desempeñó durante
mucho tiempo en la docencia. Hizo títeres, teatro para chicos, periodismo y
guiones televisivos. Fue secretaria de redacción de varias colecciones del
CEAL, entre ellas: Nueua Enciclopedia del Mundo Joven y Capítulo. His­
toria de la Literatura Argentina. Tallerista de lectura y escritura, participó
en el Plan Nacional de Lectura de la Dirección Nacional del Libro y en el
ciclo “Vamos a leer juntos” de la Dirección de Bibliotecas Municipales.
Desde hace algunos años se dedica a la investigación de temas relacionados
con la literatura infantil, y juvenil y la irriagen de la mujer en los libros para
chicos, presentando trabajos en seminarios y congresos y realizando talleres
especialmente destinados a la mujer (Mujer y literatura. Palabra de mujer,
etc.).
Es autora de la colección Los Libros Verdes de la Ecología, de varios
libros de la colección Entender y Participar (entre ellos Los derechos de
las mujeres), de “Entre las hadas y las brujas” (en Feminismo, Ciencia,
),
Cultura y Sociedad y coautora de los libros de lectura Cosas de Chicos I,
II y III. Cuentos y novelas: Jacinto, Barbapedro, La Señora Planchita,
Gatos eran los de antes, Cosquillas en el ombligo, Las dos tortugas, H is­
toria para nenas y perritos, Cuentos de miedo, de amor y de risa. Cuen­
tos con brujas, Doña Martina, Papanuel, Cuentos para chicos y no tanto,
Las Rositas (Segundo Premio Concurso Anual Colihue de Novela para Jóve­
nes 1990), Carlitos Gardel, con ilustraciones de Delia Contarbio (distinción
Lista de Honor de Alija 1991 en la categoría “Mejores Libros”).

4
A modo de introducción

Casi todos los textos incluidos en Mujercitas... fueron pre­


sentados en. mesas redondas, seminarios y congresos de literatu­
ra infantil o relacionados con la temática de la mujer.
Desde hace un tiempo vienen circulando como material de
consulta, cada uno por su lado y en fotocopias. ¿Por qué no reu-
nirlos en libro y echarlos a andar?
Me preguntan a qué responde la organización de Mujerci­
tas... Contesto: aunque algo arbitraria, como cualquier organiza­
ción de este tipo, creo que tiene un sentido. En ¡a primera parte
procuré ensamblar dos exposiciones que, leídas en diferentes cir­
cunstancias —de tiempo, de ámbito, de audiencia— están en
una misma línea y se ciñen al tema específico del sexismo en los
libros para chicos. La segunda parte, en cambio, incluye trabajos
—fragmentos de trabajos, algunos de los cuales fueron publica­
dos en periódicos y revistas de educación— que pueden aparecer
como *variaciones” sobre el tema: la violencia, el autoritarismo,
el prejuicio.
Debo decir que los artículos aquí reunidos, además de tener
una excelente acogida, supieron causar sorpresa, risas (muchas
risas), alboroto y, sobre todo en ciertos recintos académicos,
escozor.
Y no faltó, claro, quien me advirtiera: *Su exposición va
contra las reglas del discurso expositivo”.
¿Mi exposición va contra las regios del discurso expositivo?
Bueno. Pero no lo hago queriendo...
Ocurre que, con mucho gusto y fina voluntad, me siento a

5
escribir un discurso expositivo. Y al rato nómás zzz zzz, dentro
de mi cabeza empieza a zumbar una imagen zzz zzz, igual igual
que cuando está por salirme un cuento zzz zzz... ¿Qué hace ese
dedo gordito, colorado, con anillo de Rosa de Francia, eh? zzz
zzz... “¡Juera, perro!’’, grito yo que, aplicada y Juiciosamente,
estoy tratando de escribir un discurso expositivo. Pero la imagen
insiste zzz zzz: el dedo gordito, colorado, con su Rosa de Francia
zzz zzz, el dedo de mi compañera de banco zzz zzz, que nada
tiene que hacer zzz, maldición zzz, en mi discurso expositivo zzz
zzz, como tampoco tiene nada que hacer zzz zzz la señorita
Porota zzz zzz, mi maestra de Inferior zzz zzz, y menos que
menos ese angelito cachetudo zzz zzz que con total desparpajo
zzz zzz se me acurruca a dormir en las rodillas zzz zzz zzz zzz...
Basta, está bien, me rindo, me dejo invadir una vez más y
escribo, salga pato a gallareta.
“¿Y el discurso expositivo, Cabal?”, escucho que me dice la
señorita Porota con entonación de Académico de la Lengua.
“Ehhh... Mmmm...”, contesto yo, que soy grande pero no tanto.
“Me parece, Cabal, que no es esto lo que le hemos enseñado”,
sigue la señorita Porota, completamente envalentonada. “¿O
acaso ha olvidado, Cabal, que una cosa es una cosa y otra cosa
es otra cosa?”.
Entonces yo, que me salgo de la vaina por irme muy de
jarana con mis perversas caperucitas y mis maestras almidona­
das de tacones carretel, me doy media vuelta y si te he visto no
me acuerdo, señorita Porota. Al fin de cuentas no lo hago que­
riendo: a mí los discursos expositivos me salen así y sanseacabó,
como decía mi abuela.

Graciela Beatriz Cabal

6
La imagen de la mujer
“Al cumplir tres años, mostraba tal afición por la limpieza
de la casa que los padres resolvieron regalarle una
escoba y un plumero...”

Muñequita, de Constancio C. Vigil


f. Poema pedagógico*

El angelito

Uno de los miedos que atormentaron buena parte de mi


infancia fue el miedo de aplastar al angelito. (Hablo de mi
angelito. El que me correspondía).
Es derto que yo nunca logré verlo, porque según la seño­
rita Porota —nuestra maestra de primero inferior— los angeli­
tos sólo se dejaban ver por las niñas buenas, calladitas, limpias
y muy pero muy trabajadoras.
Ella, la señorita Porota, sí los veía (por algo era maestra).
A todos los veía: cada angelito sentado al lado de la niña que
le había tocado en suerte, más triste o más contento según el
comportamiento de la susodicha niña.
—¡A ver, tú! —deda la señorita Porota, empinada en sus
tacones—. ¡Basta ya de morisquetas! ¿O no ves que el angelito
llora?
Después de observadones como ésa, la señorita Porota
acostumbraba a hacernos cantar a coro:

* Trabajo leído en el Segundo Congreso Internacional de Literatura InfantoJuuenil,


organizado por la Universidad Nacional de Tucumán (San Miguel de Tucumán, 16 al
20 de octubre de 1989).

9
“—¿Adónde va la niña coqueta?
Chirunflin, chirunflán...
—A recoger violetas.
Chirunflin, chirunflán...
—¡Ay, si te viera el ángel!
Chirunflin, chirunflán...”

La máxima preocupación de la señorita Porota —y juro


que nos la transmitió— era que, entre juegos dd manos o
apretujones, algún angelito recibiera un mal golpe.
—¡Por eso las compañeras de banco deben mantenerse
bien separadas!— deda. Y bajando la voz agregaba misteriosa­
mente:
—Para no molestarlos a ELLOS...

Nunca lo pude corroborar fehacientemente, pero se


comentaba que las niñas malas del grado —las que eran des-
prolijas, bocasudas y siempre se sentaban atrás porque ya no
tenían remedio y la cabeza no les daba— habían intentado
varias veces acabar con sus respectivos angelitos, frotándose
unas c o tí otras para reventarlos y cortando el aire con sus tije-
ritas de labor. (¿Acaso ignoraban, las muy bobitas, que ELLOS
son inmortales?).
La verdad es que los angelitos nos tenían con el Jesús en
la boca. Especialmente durante los recreos, en los que habla
que cuidar que no se cayeran ni se tropezaran con los bebede­
ros ni se perdieran por ahi (después de todo, eran unas espe­
cies de bebés).
Lo que ninguna de nosotras podía explicar con claridad
era en qué consistía la protección que nos brindaban los ange­
litos. ¡Si hasta llegamos a sospechar que en realidad éramos
nosotras las que los cuidábamos a ellos!
—Pueden charlar, caminar lentamente por el patio, jugar
a rondas y otros juegos de niñas —nos deda la maestra—. ¡Asi
los angelitos estarán contentos!

10
Y entonces yo, que lo que quería de verdad en la vida era
ser pirata, miraba con envidia a los varones de la señorita
Lucrecia, que en los recreos corrían, saltaban y se divertían
como si nada.
—Señorita —me animé a preguntar un día—, los varones
del otro grado ¿no tienen angelito o qué?
Como ella no me contestó, después de un rato volví a mi
juego de niñas.
Bajo la complaciente mirada de maestras y, creo, de
angelitos, seguimos cantando aquello de:

“Bicho colorado mató a su mujer,


con un cuchillito de punta alfiler.
Le sacó las tripas, las salió a vender:
—¡A veinte, a veinte, las tripas de -mi -mu -jer!”

11
D e hadas, brujas y niñitas madrugadoras

Pasé de grado.
Las niñas malas permanecieron con la señqrita Porota,
cometiendo fechorías en sus bancos traseros.
Las niñas buenas nos fuimos con la señorita Lupe, a pri­
mero superior.
A la señorita Lupe los angelitos parecían tenerla sin cui­
dado. ¿Acaso no los veía? ¿O los veía y hacia la vista gorda?
Lo cierto es que nunca nos habló del tema, y esto hizo que
algunas niñas buenas abjuraran de ellos, insinuando cosas abo­
minables.
Otras, entre las que, para bien o para mal me cuento,
persistimos en llevar nuestro angelito a cuestas, de por vida,
cosa que, en ciertas situaciones, puede resultar verdaderamen­
te incómodo y hasta insoportable.
La señorita Lupe era afecta, en cambio, a los cuentos de
hadas. A nuestro pedido solía repetir siempre los mismos.
Particularmente me encantaba aquel de las dos herma­
nas: una buena, hermosa y trabajadora como el padre, y la
. otra horrible, perversa y haragana como la madre.
¡Qué satisfacción cuando a la niña buena y hermosa,
como premio a sus muchos afanes y a su parquedad en el
hablar, le pasaba eso de andar echando perlas y flores a cada
palabra!
¡Y qué delicioso sentimiento de justicia cuando a la her­
mana horrible, poco inclinada a las tareas hogareñas y charla­
tana a más no poder, le brotaban de la boca sapos, culebras y
otras horribles alimañas!
¿Qué decir de la inocente Caperudta, tan inocente como
para meterse en la cama con una bestia feroz —si bien camu­
flada con puntillas— que, además de todo, acaba de engullirse
a su abuela, para preguntarle lo de las manos grandes y las
orejas enormes y etcétera?
¿Y la muy hacendosa Cenicienta —ceniza va, lenteja

12
viene, trabajo insalubre si los hay—, aguantándose siempre
con una tierna sonrisa los desprecios y las humillaciones a los
que la sometían las otras mujeres de la casa?
¿Y Blancanieves? ¡Perseguida por los bosques infestados
de ñeras peligrosísimas por el solo pecado de ser buena y her­
mosa! La parte que a nosotras las chicas más nos gustaba era
cuando, asi de sopetón, Blancanieves se encontraba con la
casita de los enanos. ¡Qué encantador era imaginársela enton­
ces lustra que te lustra, cocina que te cocina, lava que te lava,
—todo una miniaturita— y a cargo no de uno, no de dos, no
de tres, sino de siete, hombrecitos pero bueno..., con sus
necesidades y sus exigencias: que las medias, que las camisas,
con sus cuellos y sus puños...! ¿Usarán camisas los enanos?
Eso me quitaba el sueño. Mi mamá deda que no, que seguro
usaban jubones, pero igual: hay que tener en cuenta que los
siete hombredtos trabajaban en las minas. Claro que, a cam­
bio de tanto trabajo, Blancanieves redbia amor y protecdón,
lo que no es moco de pavo tratándose de siete.
Blancanieves era muy feliz. Todas eran muy felices y tra­
bajaban con una sonrisa en los labios, como nuestras madres,
y jamás se quejaban.
La que nos hada llorar de pena era la Bella Durmiente.
Porque ya de entrada la cosa viene mal. Que primero la reina
no puede tener hijos. Que cuando tiene un hijo —que en reali­
dad es una hija pero bueno, nadie es perfecto— viene una
bruja maligna y se la maldice. Que la niña, cuando crece, resul­
ta una desobediente, y que por no atender los sabios consejos
de sus padres, que nunca se equivocan (en este punto a
muchas de nosotras nos corría un frió por la espalda), era con­
denada a un sueño de den años y etcétera, etcétera.
Pero todas estas historias terminaban bien: Cenidenta,
Blancanieves y la Bella Durmiente eran salvadas por príncipes
maravillosos, riquísimos, vivos como no sé qué y, por si esto
fuera poco, más bellos que el Sol, cosa absolutamente innecesa­
ria en un. hombre pero que si viene de yapa no está nada mal.

13
Con Caperudta nunca nos quedaba claro cuál seria su
futuro: ¿permanecería de por vida al cuidado de su abuelita
enferma, que después del asunto del lobo debería de estar estro­
peadísima? ¿Se dedicaría a ir y venir por el bosque llevando y
trayendo pequeños encargos de su mamá? Mi amiga del alma
y yo opinábamos que, al cabo de unos años, y por agradeci­
miento, Caperudta se vería obligada a casarse con el leñador
que la habla salvado. Pero esto a mi me producía un vago
recelo: según las ilustraciones del libro, el leñador ya era un
señor mayor. Es dedr que cuando Caperudta estuviera en
edad de merecer, el leñador sería como mi abuelo que, la ver­
dad, como candidato dejaba bastante que desear, sobre todo
comparado con los dibujitos de los prindpes de las otras. Pero
bueno: asi eran las cosas en el mundo de las hadas. Y en el de
las mujeres: ¿acaso a mi bisabuela uruguaya no la habían casa­
do a los doce con uno de cuarenta, que era buenisimo pero un
poco picadito de viruela? (claro que eso en el hombre es más
bien un atractivo...).

14
"Mujer: la p ata quebrada y en casa... ”

Y pase i segundo grado.


A la señorita Enriqueta, que era muy recta, los cuentos de
todo tipo, y muy en especial los cuentos de hadas, le parecían
lisa y llanamente una paparruchada que no contribuía a prepa­
rarnos a nosotras, futuras madres y esposas de la patria...
{perdón: futuras esposas y madres de la patria, en ese orden),
oara un futuro de eafaerzo y sacrificio.
Para la señorita Enriqueta, el único libro permitido en
clase —además del diccionario— era el libro de lectura, cuya
permanente práctica en alta voz recomendaba vivamente.
Con el fin de ejercitamos en una dicción clara y perfecta,
la señorita Enriqueta nos procuraba entretenidísimos pasatiem*
pos como el que sigue:
“La risa de Rosa á roto resuena: risueña la
riña de Roma resulta. Ha# roto sus raras rique­
zas y en el remanso de ese riachuelo sus rostros
recuestan y rezan.”1
Agilizadas nuestras lenguas y nuestras mentes con e^erd-
tadones como la que antecede, con los pies en perfecto ángu­
lo redo, la columna erecta y el libro a la altura de. los ojos, yo
leia en voz alta las lecturas tantas veces ensayadas frente al
espejo de mi casa:
“Son las dos de la tarde y Paula, después
de haber limpiado la vajilla, que ha puesto en
orden, arregla los lindos estantes del patio con
cintas y papeles pintados, pone flores en unos
y macetas con sus plantas preferidas en otros,
colocá los sillones de sus papás ‘en los sitios
más lindos y resguardados del sol y <Jel viéntay,

1Primera* hoja», de Marte C. Amico, Buenos Abres, Estrada, 10* edición.

15
cuando ellos los han ocupado, se sienta a su
lado y les entretiene, ya leyéndoles algo, ya
dándoles conversación, mientras cose o teje
pañoletas para su mamá.”2
O también:
“En el primer banco, a la izquierda, se
sientan Elvirita Ferri y Roque Morales. Son dos
buenos compañeros. ¡Qué distintos son uno y
otro, sin embargo! Ella, paciente y laboriosa
como una hormiga, trabaja sin hacerse notar y
no habla sino cuando la interrogan. El, en cam­
bio, inquieto y movedizo, se levanta, se sienta,
va constantemente de un lado a otro y es siem­
pre el primero en tener prontas las respuestas.
Es un excelente alumno.”3
Las láminas que acompañaban éstas y otras lecturas
—todas del mismo tenor— eran tranquilizadoras como los tex­
tos: nenas, madres y abuelas eternamente sonrientes, envuel­
tas en vaporosos delantales con volados, entregadas con alma
y vida a las tareas propias de su sexo. Rodeadas de gatos y flo-

2Primeras hojas.
3Alegría, de José Mazzanti, segundo grado, Alberto Moly, ed. 1942.
res y cacerolas, blandiendo cucharones y plumeros, están a
salvo de los peligros que acechan afuera: terribles tormentas
de viento y nieve, maremotos y tifones, plantas carnívoras,
arenas movedizas y el temible simún, viento del desierto.
Afuera están los hombres, cumpliendo las más disimiles
tareas: conducir barcos, aviones, submarinos, trenes; cons­
truir casas, puentes, diques; inventar cosas maravillosas que
beneñcien a la humanidad. Y después destruir todo con las
guerras.
Y no es que la mujer esté totalmente ausente: también se
la ve a ella, alcanzando un tubo de ensayo o un té, observando
con curiosidad (pero no de la malsana). Porque detrás de todo
gran hombre —bien, bien detrás— hay una gran mujer.
Afuera están los hijos varones: jugando a la pelota, trepa­
dos a los árboles, corriendo con el perro, levantando ingenio­
sas construcciones o casitas de muñecas para que después las
nenas, sus hermanas, que están ahí esperando con sus muñe­
cas y sus ollitas y sus escobas diminutas, puedan poner todo
en orden.
“Soy el pequeño albañil
que fabrico una casita.
¿Qué emplearé para hacerla?
Ladrillos, cal y piedritas.
Y cuando esté terminada,
con muy lindas pinturitas,
le daré bellos colores
de rojo, amarillo y lila.
¿Para quién será mi obra?
Para mi buena hermanita.
Allí guardará contenta
sus hermosas muñequitas.”4

4 7a-te-ti, de Sara M. L de Figún y Elisa Moraglio, Buenos Aires, Estrada, 1933.

17
Cuando la familia aparece reunida, al hombre se lo ve en
tres posibles, actitudes: entrando o saliendo de la casa, comien­
do o a punto de comer, leyendo el diario. Salvo al entrar o al
salir, parece que el hombre, en la casa, permanece siempre
sentado.
La madre, en cambio, acostumbra estar de pie o en movi­
miento, hasta en los momentos de reunión en tomo de la
mesa, seguramente por si alguien necesita algo.
La abuela sude quedarse sentada, pero eso se debe a que
las piernas no le dan, que si no...
A veces, cada muerte de obispo, la madre también se
sienta. No a descansar, qué va, ni tampoco a leer el diario: se sien­
ta para dedicarse a la costura, el tejido o cualquier otra activi­
dad que le impida estarse mano sobre mano (momento éste
que aprovecha el diablo para llevarse a las mujeres, según
decía mi abuela genovesa).
Es que asi transcurría la vida en aquel mundo sin sobresal­
tos, donde los niños éramos felices porque no había maldad, ni
desavenencias familiares, ni tanto degenerado suelto, ni televi­
sión. (Si habia era en otras casas. Jamás en la propia).

Loa relato» edificantes


Y pasé a tercer grado.
La señorita Aldra soía decir que nada era tan productivo
para una niña, nada tan eficaz para alejar tos malos pensamien­
tos, como tener ocupadas, a la vez, las maños y la cabeza.
Por eso ella nos hacía aprovechar las horas de labor
(manos ocupadas en el punto cruz, el punto sombra y la doble
vainilla del-muestrario y la toalla para el médico) leyéndonos
relatos edificantes.
El libro del que se valia (me parece estar viéndolo) era
gordo y estaba forrado de tela gris, con un grabado en la tapa
que representaba EL AHORRO: una niña con una alcancía.

18
Las narraciones que incluía el libro trataban de personas
insensatas y extravagantes que dilapidaban fortunas (jamás
podía ser nuestro caso —mi escuela era tan pobre— pero
bueno...) y que después terminaban tirados por ahí, pidiendo
limosna (como en Dios se lo pague, pero al revés). También
trataban de esposas insaciables que de tanto exigir diamantes y
palacetes a sus pobres maridos, los empujaban a delinquir. Y
estaban los cuentos acerca de niños perversos (ahí la maestra
nos miraba fijo en los ojos) que, por no cuidar su lapicero, su
pluma cucharita, su limpiaplumas, causaban la ruina y hasta la
muerte de sus desdichados padres.
Cuentos de diversión no nos leía la señorita Alcira. Por­
que los cuentos de diverdón no dejan mucha enseñanza.
Las que si dejan mucha enseñanza son las fábulas.
“Nada hay que influya tanto en la norma de la conducta
del niño, nada hay que le enseñe a caminar en la vida por la
senda del bien como los cuentos en que de un ejemplo prácti­
co se deduce una enseñanza moral.”5
Asi deda en el prólogo de un libro de fábulas —todavía lo
conservo— que me había regalado la maestra. A mí algunas
fábulas me impresionaban mucho, no sólo- por lo que dedan
sino por el dibujito. Como aquella que trataba de un caballero
fino que había comprado un negro, convenddo de que laván­
dolo condenzudamente se le quitaría el color y que lo único
que logró al final fue casi acabar con el negro.
¿Cuál era la enseñanza moral.que se deduda de la fábula?
Era ésta:
“Los defédos que proceden de la naturaleza no se corri­
gen fácilmente”.6

5Prólogo a Fábulas de Samanlego, Biblioteca para niños, Barcelona, Sopeña, s/f.


6Moraleja de “El negro", Fábulas de Esopo, Biblioteca para niños, Barcelona, Sope­
ña, s/f.

19
Poesías de temas útiles

Y pasé a cuarto grado.


La señorita Herminia no sólo era maestra de grado sino
también Profesora de Declamación.
—La Declamación es un adorno en una niña —decía
ella—. Como el piano...
—¿Y el baile? —pregunté yo, que ya no quería ser pirata
sino bailarina dé ballet.
—¡Ése es otro cantar! —dijo giuy seria la señorita Her­
minia.
Y aunque yo no entendí, lo dijo con una cara que me
callé la boca.
Con la señorita Herminia aprendí muchísimas poesías,
que siempre volvieron a mi memoria en el momento apro­
piado.
Recuerdo aquella, de un rey de la pradera que buscaba
esposa:
“Me depara mi ventura
esposa noble y apuesta:
sepa si alguno murmura,
que la mejor hermosura
es la hermosura modesta.”7

Y esa otra que empezaba:

“En tierra lejana


tengo yo una hermana.
Siempre en primavera
mi llegada espera
tras de la ventana.”8

7Fragnento de “La modestia”, de José Selgas.


8Fragmento de ‘ La hermana", de Villaespesa.

20
Pero las poesías que a la señorita Herminia más le gusta­
ban eran las Poesías de Temas Útiles, como ésta:
“Para ser fuerte y sano
he de masticar lento,
y por la nariz sólo,
daré paso al aliento.
Echaré atrás los hombros,
rectos cabeza y pecho,
y abriré las ventanas
mientras duerma en mi lecho.
Todo he de jabonarme,
lavarme enteramente,
luego frotarme tanto
que la piel sienta ardiente.
No debo estar ocioso
ni vagar aburrido
ni intentar distraerme
con gritar y hacer ruido.
Jugar con mis amigos
será lo más discreto.
Leer amenos libros,
no hojearlos inquieto.
Y comenzar las cosas
con idea segura.
Saber que todo juego
cansa, si mucho dura.
Amar las cosas bellas,
obrar graciosamente,
robustecer mis miembros
y enriquecer la mente.”
La que antecede era una poesía para niños y niñas: uni-
sex, digamos. Pero teníamos especiales para niñas:
“Así el lunes lavamos la ropa,
que en la soga dejamos secar.
21
Jífcefre¿ca á i ¿taoupre
¿fáace Ca te^ ■¡'Oócuda
e¿ cuerjw
L a s pildoras de

“ SOLINA”
(N u e v o p ro d u c to sin té t ic o )
Son el m ejor y el m ás agradable de los
laxantes conocidos.
Son com pletam ente inofensivas y de un
resultado seguro.
N o causan dolores ni cólicos.
*• Solina “ e s ei m ás suave de los purgantes laxantes.
T om ando una dosis por la noche 12 o 3 pildoras, según los
caso«), obra el rem edio m ientras uno duerm e y se produce el efecto al
día siguiente por ls mañana.
Rem edio eficaz en todos los casos de estreñim iento, m ala diges­
tión, ataques biliosos, alm orranas, inflamación intestinal, congestión,
apendicitis, neurastenia, etc.
E n p ic im lm tn t* (tto m tn d s d a para n o rm a th a r los periodo» 4e /««
P ara recibir un tubo de "S o lin a ," m andar U N P E S O m,n,
acom pañando 10 centavos en estam pillas de correo, para franqueo.
Dirección; f f SOLINA”
345, Cali* Tucuman. E

Así el martes, con mucho cuidado,


la ropita, ya limpia, a planchar.
Así el miércoles lustramos los pisos
y los techos sabemos limpiar.
Así el jueves cosemos la ropa
y aprendemos también a bordar.
Así el viernes salimos de compras,
como sale de compras mamá.
Así el sábado hacemos masitas
que en el horno dejamos dorar.
Y el domingo, ya todo concluido,
así vamos al campo a jugar...”
Como la señorita Herminia nos hada declamar con ade­
manes (“alemanes” decían algunas niñas, de puro brutas), y el
aula era tirando a chica, cada vez que reatábamos esta poesías
la clase se convertía en un jolgorio donde todas íbamos y
veníamos haciendo que lavábamos y planchábamos, exageran­
do los movimientos —mucho me temo que ex profeso— ante
•la consternadón de la señorita Herminia, que un día se hartó,
dijo que ya no existía un respeto y nos prohibió, terminante­
mente volver a recordar siquiera esa poesía. Y ado seguido
nos mandó copar, con letra gótica, en nuestro cuaderno de
clase, una frase que deda así:
“Más ¡¡ay!!, que es la mujer ángel caído,
o mujer nada más, y lodo inmundo,
hermoso ser para llorar naddo,
o vivir como autómata en el mundo...”9

9Estrofa de “El Diablo Mundo", de Espronceda.

23
' Máximas y mensajes

Y pasé a quinto grado.


La señorita Laudelina tenia una particularidad: todos los
dias; nos hada encabezar la tarea con una frase que ella extraía
de un libro de máximas, cuya tapa nunca pude ver porque
estaba forrada de hule negro.
Recuerdo algunas de las máximas:
“El aseo y la limpieza
dan a la niñas belleza.”

“Si quieres ser bien querida,


sé afable, humilde, sufrida."

“La niña que no es aseada


infunde asco y desagrada.”

Y así.
Ese año nuestro libro de lectura incluía textos escogidos
de autores famosos. Curiosamente, al finalizar el índice podía
leerse la siguiente aclaradón: “Las lecturas para niñas llevan
una M y las lecturas para varones llevan una V.”
Como nuestra escuela era, a partir de tercer grado, sólo
de niñas, del libro se aprovechó nada más que una parte.
(Pero todas sabíamos que algunas niñas malas —en general
eran altas y corpachonas y, ei) su momento, habían abjurado
del angelito— se juntaban en el baño para leer las lecturas
espedales para varones. Por eso nosotras, las niñas buenas,
les dedamos “las varoneras”).

24
Entre las lecturas autorizadas estaba “La Madre":

“El hombre ha nacido para pensar y la


mujer para amar. El sentimiento es su elemen­
to, por eso ama todo lo delicado, buscando la
ternura en lo moral, en la sociedad la paz, la
música en las artes y en la naturaleza las flo­
res...”™

También estaba ésta, titulada “A las jóvenes”:

“La mujer es la que debe crear el ambiente


de armonía, de paz, de comprensión, de tole-
randa, de ayuda, de consuelo. Los que vuelven
al hogar después de soportar las fatigas propias
del trabajo, jefes malhumorados, clientes absur­
dos, están deseando llegar a este oasis de tran­
quilidad... ”n

10“La madre”, de José Manuel Estrada {fragmento de discurso), del libro ¡Argentina,
Patria amada!, de Amadeo Ronco, Editorial Luis Laserre, 5Sgrado, 1942.
11“A las jóvenes”, de Marta Miguel González, del libro ¡Argentina, Patria amadal.

25
Un libro bien aprovechado

Y pasé, por fin, a sexto grado, que ahora seria séptimo,


con la señorita Catalina.
En sexto grado no tuvimos un solo libro: tuvimos dos. El
libro de lectura propiamente dicho y Platero y yo.
La señorita Catalina, que era una maestra moderna, nos
hizo que lo trabajáramos en equipo a Platero y yo. (Después
de todo no hay nada nuevo bajo el sol, y lo único que cambian
son las palabras.)
Lindo era Platero. Y llano de sustantivos. 4.700 tenia...
O 47.000... ¿O serían 470.000? No sé, pero eran muchos,
muchísimos. Y eso que en. mi casa me ayudaban todos: mi
mamá, mi papá, que era maestro, y hasta algunos vecinos soli­
darios. Pero igual fue un lío. Sobre todo para hacer las listas
de los concretos y los abstractos.
No me quejo, que mucho peor le fue a mi amiga del
alma, que tuvo que buscar todos los sujetos y los predicados. Y
a esa nadie la ayudó, porque en la casa nadie sabía una pepa
de sujetos y predicados. Y entonces a mi amiga del alma le dio
como un ataque de nervios, y nunca más pudo llevar al herma­
no a la calesita, porque en la calesita había un burro, y además
quedó tartamudapara toda la vida.
A mi tanto no me atacó. Lo único fue que tuvieron que
pasar más de veinticinco años (cuando mis tres hijos, en sus
tres escuelas tuvieron que leer Platero y yo) para que pudiera
agarrar de nuevo el libro.
Pero igual los conté a los sustantivos, porque era cuestión
de sacrificio, de esfuerzo, de paciencia, y porque lo había
dicho la maestra. Y lo que deda la maestra era santa palabra.

26
“Todas queríamos ser reinas... ”

Fue justo ese año que me eligieron para decir una poesía
el día de la Cruz Roja.
El hecho no tendría nada de particular si no fuera que en
la poesía yo debía dialogar con un varón. En casos como éste
solía utilizarse un ingenioso recurso: otra niña hada de varón
vistiendo pollera de papel crepé color azul (ignoro el motivo,
pero en mi escuela existía la convicdón de que el azul era
signo inequívoco de virilidad).
Pero esta vez algo pasó porque se deddió traer un varón
de verdad de la escuela de la tarde, que era toda de varones.
El poema se titulaba “La hermana” y trataba de dos niños
—ella y él— que volvían a la alquería, palabra ésta que me
sonaba estupendamente bien como solía —suele— ocurrirme
con aquellas cuyo significado ignoro.
Comenzamos los ensayos.
El varón de la tarde tenía que dedr:
“Yo era un soldado y lo que ven tus ojos
no eran parvas de trigo, eran despojos
de una batalla en la que yo venda.”
Ahí venía mi parte, tan esperada, tan ensayada frente al
espejo de mi casa.
Pero lo único que yo deda era:
“—Pero... ¿y yo?”
“—Deja, espera” —me apartaba con exagerada
’ brusquedad el varón, que se la había tomado
muy en serio. Y continuaba:
“...ebrio de gloria
yo volvía después de la vidoria
y a ti, que eras la reina te buscaba.”
Y ahí mismo él me colocaba en la cabeza una corona
dorada que, como por arte de magia, había bajado del techo

27
colgada de un hilo (que se suponía invisible y se veia desde la
última fila). Ese era mi momento de consagración... ¡pero tan
efímero! Porque yo, que estaba chocha con la corona, debía
sacármela, arrojarla lejos (es un decir: en realidad debía apo­
yarla cuidadosamente en el suelo porque era la única corona
que teníamos y se usaba en todos los actos), y exclamar:
“¡No, no, la reina es poca cosa. Yo era
una enfermera,
¡y tú estabas herido y te curaba!”12
Muy poco convincente debió sonar mi voz en esos ver­
sos: quién sabe por qué perverso mecanismo de la mente, yo
tenia la sospecha de que ser reina era más atractivo que ser
enfermera. Y en un gesto de audacia así se lo hice saber a la
señorita Catalina, que me miró con lástima porque yo era una
de las preferidas que le llevaban la cartera hasta la calle y la
acompañaban a tomar el colectivo.
Como acostumbraba hacer cada vez que se le presentaba
la oportunidad, la señorita Catalina reunió a todas las niñas del
grado y nos dio una charla inolvidable, haciéndonos entender,
de una vez y para siempre, que, en una mujer —una mujer
como Dios manda, se entiende—, la ambición de poder (que
eso al fin y al cabo simbolizaba la desdichada corona) era una
cosa deleznable. Y que la única, legitima ambición de una ver­
dadera mujer debía ser la de servir, servir, servir...
Y terminé la escuela primaria habiendo adquirido el hábi­
to de la lectura (o, mejor, la adicción), hecho en el que poco
tuvo que ver la escuela y mucho la circunstancia de que yo, en
mi casa, no tuviera ni hermanos ni perro ni gato ni televisión
(en ese orden) y sí tuviera libros, muchos libros.
De la escuela me llevé emociones profundas, cosas entra­
ñables que suelen apareeerme en los cuentos que escribo.

12“La hermana’’, de Eduardo Marquina.

28
Y también me llevé una extraña sensación, un vago y
confuso malestar acerca de lo que significaba, en realidad, ser
“una mujercita como se debe”.
II. Las chicas buenas van al cielo... *

Con el paso del tiempo, y entre muchas otras cosas, lle­


gué a descubrir que los libros de mi infancia y, en general, los
libros para chicos, estaban plagados de textos misóginos y dis­
criminatorios respecto de la mujer.
Pensemos en los cuentos tradicionales.
Las protagonistas suelen ser bellísimas, es cierto, pero
más tontas que las vacas. Tan tontas como para comerse las
cosas envenenadas, pincharse a cada rato con agujas, peine­
tas y otros objetos punzantes, abrirles la puerta a los que quie­
ren asesinarlas, confundir a sus dulces abuelitas con bestias
feroces.
Afortunadamente, siempre logran salvarse de muertes
espantosas gradas a la intervendón providendal ¿de quién?:
del algún Hombre. Un Hombre que ni siquiera necesita ser
prindpe azul. Porque para salvar a una mujer en peligro,
basta y sobra un leñador avispado o un cazador de corazón
generoso.
Es que, asi como las niñas de los cuentos son bellísimas,
buenas y estúpidas a más no poder, los hombres son vivísimos,
leales y valientes, y siempre están dispuestos para acometer
con éxito cualquier empresa.

* Trabajo leído en el Primer Seminario Taller de Literatura Infantil y Juvenil, organiza­


do por Atya -Ibby (Buenos Aires, 17 al 21 de octubre de 1988).

30
Los príncipes azules suelen ser, además, hermosos, pero
el resto de los varones no lo necesita, poque “el hombre,
como el oso, cuanto más feo más hermoso”.
Uno de los defectos graves de las niñas de los cuentos es
la pereza. No es el caso de la sufrida Cenicienta. Pero, por
ejemplo, Caperudta, con esa cara de mosquita muerta, deja
bastante que desear: para ir a ver a su abuelita elige el camino
de los alfileres, en vez de elegir el camino correcto: el de las
aguas. (El cuento alude a las malas mujeres que, en lugar de
coser lo roto con aguja e hilo, como Dios manda, prenden
todo con alfileres, a la que te criaste).
Caperudta, Cenidenta, Blancanieves, la Bella Durmiente,
son niñas, incapaces aún de engendrar. Todavía no ha llegado
para ellas —aunque anda rondando— la makiidón fatal de la
sangre —la de la menstruación, la de la pérdida de la virgini­
dad, la de los partos— simbolizada en pinchaduras de agujas y
ruecas y astillas. Sangre que debe ser ocultada, porque es
signo de oprobio, y tiene que ver con la impureza, con la locu­
ra (¿a quién no se le volvió loca una parienta por lavarse la

31
cabeza en “esos dias”?), y también con la mayonesa que se
corta y el vino que se vuelve vinagre. ¡Qué diferente de la san­
gre varonil, exhibida con orgullo porque es capaz de lavar
ofensas, abonar los surcos, sellar pactos y juramentos, contri­
buir como jugo nutriente a la grandeza de las naciones!
En el otro extremo del camino de la femineidad están las
mujeres viejas de las que ya huyó la sangre: son las brujas abo­
minables que no pueden engendrar aunque copulen y copulen
(¿será por eso que son tan abominables?).
En el medio, entre las tontas bellas y las brujas abbmina-
bles, están las esposas martirizadas por sus propios esposos,
los cuales, pese a las apariencias, en el fondo —muy en el
fondo— las aman con locura (cosa que en general descubren
cuando el cuento llega a su fin, pero más vale tarde...).

Y están las ogresas alimentadas de sangre fresca, las


madres desaprensivas que abandonan a sus hijos en el bosque,

32
las esposas de carácter agriado, capaces de acabar con la
paciencia del más santo de los varones.
Por suerte están las hadas. Siempre y cuando no se trate
de esas hadas despistadas que se dejan olvidada la varita en
cualquier parte, junto con el paraguas. Porque un hada sin
paraguas, vaya y pase. Pero un hada sin varita es una inútil
total.
Se sobreentiende que estamos haciendo burdas simplifica­
ciones de un material riquísimo, de profundo simbolismo. His­
torias y personajes que ejercen su fascinación sobre chicos y
grandes porque están hablando de cosas que importan mucho:
el amor, la muerte, el odio, los celos, la envidia, la venganza, la
justicia. Y la sensación de estar solo, perdido en un bosque y
rodeado de espantosos peligros, que es como tantas veces se
siente un chico. Y también un grande.
Por eso estos cuentos que, como señala Bruno Bettel-
heim, marcan el camino de la dependencia al de la indepen­
dencia sin decirle al chico a cada paso lo que tiene que hacer,
suelen tener que ver mucho más con la realidad inmediata que
algunas historias pretendidamente realistas, absurdas papante
chadas en donde nunca pasa nada.
Pero atención: también es cierto que estas dulces y tontas
niñas son, de alguna manera, modelos de identificación.
Entre los personajes de los cuentos tradicionales no
recuerdo ninguna sastrecilla valiente que pueda matar siete de
un golpe (sean moscas u hombres), ninguna niñita tan animosa
como para despanzurrar gigantes, ninguna gata con botas que
se las ingenie para conseguirle a su dueña, la marquesa de
Carabás, no digamos un reino, con principe y todo, sino, aun­
que más no fuera un misero ranchito.
Y decididamente no existe en estos cuentos ninguna prin­
cesa rosa o azul —tanto da— de besos capaces de despertar a
Ja vida a bellos príncipes durmientes.

33
¿Y ahora qué?

Pero ¿qué pasa con la imagen de la mujer en los libros


para chicos que se escriben en la actualidad?
Pues que no ha variado en la medida que era de esperar.
Desgraciadamente todavía abundan las imágenes de
mujeres que, como diría María Elena Walsh, se deleitan cortan­
do un tomate o enloquecen de dicha frente a una olla roñosa.
Mujeres —y gallinas, monas, osas, conejas— que friegan,
lustran, cepillan, hacen compras, desodorizan, siempre exul­
tantes de alegría porque todo, pero todo, lo hacen por amor.
Y mientras tanto la vida pasa, les pasa, por la vereda de
enfrente o por la pantalla del televisor.
Refiriéndose a las ilustraciones de los libros infantiles,
Adela Turínis advierte que, en general, las madres nunca lle­
van anteojos. Es comprensible. Los anteojos se usan para leer:
tienen que ver, de alguna manera, con la inteligencia. Por eso
los que llevan anteojos son los padres, los abuelos, los hom­
bres en general. También pueden llevar anteojos algunas muje­
res un poco extravagantes, un poco locas, y por qué no decir­
lo: solteras.
¿Y los gatos? Los gatos parecen acompañar siempre a las
figuras femeninas.
Nena, mujer o viejita en casa con gato.
¿A qué se deberá esta asociación? ¿Será, me pregunto,
porque los gatos son traidores —siempre sacan las uñas en el
momento que uno menos se lo espera— e interesados —sólo
se arriman, con ronroneos, al que les da de comer? ¿Será por­
que son perezosos, apegados a las casas, no a las personas y
porque les encanta dormir entre almohadones mullidos, como
a Jas odaliscas?

13Adela Turin, ‘El aexismo en la literatura infantH", ¡Atixa! ne 21 y 22, Actas del Ter­
cer Encuentro de Animadores del Hhr? infantil, Guadalajara, Castilla-La Mancha, junio-
setiembre' 1987.

34
Lo derto es que muchos libros para chicos siguen trans­
mitiendo un estereotipo de mujer que es también el que trans­
miten los medios de comunicadón. (¿Se acuerdan de “Nada
reemplaza a la madre en casa,/ nada reemplaza la manteca en
casa”?).
La imagen de mujer que nos muestran es la de una nena
ó mujer dependiente, que vive vidas ajenas, temerosa de ries­
gos y aventuras, siempre a la espera del varón. Nenas y muje­
res incapaces de valerse por sus propios medios, de reírse de
ellas mismas, de quererse un poco. Sus mayores méritos: el
sufrimiento, el sacrifido, el trabajo, el silendo, la inocenda que
llega a ser boberia y, por supuesto, la belleza.
Pueden cambiar decorados, accesorios, detalles, pero el
modelo de mujer se parece peligrosamente al de antaño: como
en los tiempos de Blancanieves, la belleza es el valor funda­
mental (belleza que hoy por hoy se centra en la extrema delga­
dez); como en los tiempos de la Bella Durmiente, el ñnal feliz
es el del casamiento, con un lugar para cada cosa y cada cosa
en su lugar; como en los tiempos de la Cenidenta, las niñas,
las mujeres, deben ser abnegadas, disaetas, silenciosas, modo-
sitas y, sobre todo, muy pero muy trabajadoras.

Es innegable que, sobre todo en los textos escolares, hay


un intento por modificar los estereotipos en la asignadón de
roles. Sin embargo, a veces la intendón es una y la idelogia es
otra, y es la ideologia la que se filtra a través de las palabras
—y de las ilustradones.
Además siguen circulando libros en los que la imagen de
la mujer no difiere para nada de la de antaño. Y atendón, que
no estamos hablando de excelentes obras literarias como son,
en definitiva, los cuentos de hadas, que continúan fascinando a
chicos y grandes, sino de libros de intención didáctica, en
especial libros de lectura, y seudoliteratura.
Veamos algunos ejemplos.

35
Cocoquita, la gallina mamita 14
“Cocoquita, la gallina mamita, vive ocupada,
ocupadísima. Aquí está peinando a su fila de .
pollitos para que vayan a la escuela.” (...) “En
seguida hace las camas y saca las telarañas del
techo y lava los platos y la ropa.”

¡Madre abnegada, la Cocoquita! ¡Siempre pensando en el


bienestar dé los suyos y en su casa, que a ella le gusta brillante
cual tacita de plata!
Ahora jCocoquita, la gallina mamita, debe pasar la ence­
radora y contar las flores para el florero y —con su pañuelo en
la cabeza— partir rumbo al mercado.
Vuelta a casa, Cocoquita se mete en la cocina, rapidito y
sin chistar... ¡que todavía tiene que preparar las riquísimas
lombrices, el sabroso maíz!
Cocoquita suda la gota gorda, pero ella no es gallina de
estarse echada, pata sobre pata: mientras se hace la comida,
Cocoquita aprovecha y corre al cuarto de costura, a tejer una
larga bufanda que luego dividirá en siete, un pedazo para cada
pollito. (Juraría que el gallo ya tiene la suya.)
Por fin llega la hora de la reunión familiar, en torno a la
mesa...

“Cocoquita, la gallina mamita, está poniendo la


mesa: siete platos chiquitos para los pollitos y un
plato grande para el gallo”.

Ahora yo me pregunto: ¿por qué ocho platos? Cocoqui­


ta, la gallina mamita, ¿no tiene plato? ¿Come a los apurones,

14 Cocoquita, la Gallina Mamita, de Héctor SárfChez Pujol, Buenos Aires, Editorial


Sigmar, 1988.

36
parada al lado del fogón, directo de la olla? ¿O directamente
no come, hecho preocupante si se piensa que se la ha pasado
trabajando como una burra? Pero sigamos...

“Mientras pone la mesa Cocoquita piensa:


¡Cómo me gustarla...” •

¡Atención! Cocoquita piensa,, tiene sueños, tiene proyec­


tos... ¿Cuáles serán?
¿Huir para siempre jamás del gallinero, abandonando a
sus dulces pollitos y a su marido el gallo?
¿Ir a un taller literario en comparte de la Vaca Estudiosa?
¿Buscarse alguna gallina amiga (no me atrevo a pensar en
otro gallo) para contarle sus cosas?
¿Tirarse panza arriba a mirar la novela de la tarde y dejar
que la cena la prepare Montoto?
¡No, no y no! Como en “Atrévase a soñar”, Cocoquita, la
gallina mamita, sueña con un sombrero nuevo y un collar y
una cartera.
Sin embargo Cocoquita no puede ir y compráselos (por si
no quedó lo suficientemente claro, conviene señalar que Coco-
quita, la gaHina mamita, no trabaja:'ella es ama de casa). ¿Y el
final feliz, entonces? A no desesperar: da la casualidad de que
justo ese día Cocoquita cumple años, hecho que a ella, sumer­
gida en su mundo de lombrices y telarañas y enceradoras, le
ha pasado inadvertido. ¡Pero el gallo y los pollitos no han olvi­
dado tan magna fecha! Y ahí se la ve a Cocoquita, en la última
página, con un lindo sombrero nuevo y un collar rojo y una
cartera... Lo más chocha se la ve, y bien dispuesta a tirar
hasta el Día de la Madre. Porque aunque es sólo una humilde
gallina, Cocoquita sabe que ella también es La Reina.

Y ahora una lectura:;

37
Domingo en el hogar 15
“Si, el domingo en familia es un día distinto.
No hay apurones para ir a la escuela.
Papá se queda una hora-más en cama.
¡Qué raro en papá! ¿no?
Y mamá... ¡Ah, mamá! ¡Cómo se nota su pre­
sencia en casa!
Muy tempranito, la cocina y el comedor se han
llenado con un olorcito especial a tostadas, con
un exquisito olor a café con leche y a dulce de
ciruelas...
Para nosotros, los chicos, es un día de fiesta.
El domingo, ¿será para mamá también un día
de descanso?".
(En el libro, la abnegada madre, que uno sospecha ha lle­
gado corriendo, tropezándose con todo, secándose las manos
en el delantal, se apresura a contestar, orgullosísima, y en
blanco y negro:)
“—No, para mí no es un día de descanso...
¡Pero si lo es de felicidad!”.

Otra mamá de otra lectura nos trae vagas reminiscencias


de aquella viejita-orquesta de “Tragó amargo” (bien amargo),
cuyo hijo le reclamaba:
“¡Arrímese al fogón, viejita, aquí a mi lado!
¡Ensille un cimarrón, para que dure largo!
¡Atráquele esa astilla, que el fuego se ha apaga­
do!
¡Revuelva aquellas brasas y cebe bien amargo!”

15Entre todos, 4* grado, Buenos Aires, Ed. Kapeiusz, 1* ed. 1980, déchnoprimera
tirada: 1987.

38
Más modestamente, la mamá de la lectura “Un barrio
muy unido”16:
“Mientras... prepara la sopa, lava la ropa y
hace los mandados, les ayuda (a los hijos) a
resolver el problema.”
Una lectura titulada “Los amigos”17, ejemplifica los mode­
los de niña y de varón:
“Este es Ernesto, el dueño de la lupa. Es el
investigador del grado, el de las novedades, el
de los descubrimientos (...)
A Ernesto todo le interesa, todo le admira.
Sus ojos descubren maravillas que parecen
ocultas para nosotros (...) Nosotros creemos
que Ernesto será un hombre de ciencia.
Esta es Rosa, la compañera que colabora
en todo y con todos.
Para ella no hay amigos preferidos, siem­
pre está donde alguien necesita una ayuda.
¿Alguien olvidó lá caja de pinturitas? Allí está
Rosita para compartir sus lápices con el olvidadi­
zo. ¿Hay un compañero que no puede comprar
el libro de lectura? Rosa sabe el modo de conse­
guirlo más barato. ¿Otro se ensució el guardapol­
vo? Ya está Rosa ayudando a limpiarlo.
En la escuela pertence al equipo de la
Cruz Roja y es la encargada del botiquín de pri­
meros auxilios.
Rosita es como un ángel guardián para todos
sus compañeros.”

16Uno, dos, tres, /yol, 4®grado, Buenos Aires, Kapelusz, 1* ed. 1985, tercera tirada:
1986.
17Entre todos.

39
¡PLANCHAR
ES UN PLACER!...
. . . cuando la ropa hd
sido almidonada

con el nuevo
¿Qué vas a ser cuando seas grande?

En algunas bibliotecas infantiles — escolares, municipa­


les— es posible verlos, uno junto al otro, en sendos atriles.
El libro del primer atril se titula Yo seré ...18 y está prota­
gonizado exclusivamente por varones.
Parece que un varón puede ser: piloto, zoólogo, marino,
pintor, astronauta, futbolista, bombero y médico. (De vez en
cuando se ve una nena que trae o lleva algo, o que mira asom­
brada lo que hacen los varones.)
En el atril vecino, un libro dedicado a las chicas: Cómo
ser una buena ama de casa.19
En uno de los textos, titulado “La habilidad de Susana” ,
leemos:
“Susana tiene las manós limpias y un delantal
pulcro para protegerla de las manchas.
Un pañuelo [como Cocoquita, la gallina mami­
ta], para preservar de olores a sus cabellos.
Siempre cierra las puertas para evitar los olores
y abre las ventanas o los postigos. [Libros ente­
ros se podrían escribir sobre las mujeres y los
olores.] *
Coloca los fósforos quemados en un pequeño
tarrito.
No deja que la manteca se vuelva rancia.
No ensucia demasiado los repasadores y utiliza
papel para los objetos muy sucios.”
Ahora bien: mientras Susana trajina con sus fósforos que­
mados y sus papeles pegajosos de grasa, ¿qué hace el varón

18 Yb seré..., Barcelona, Bruguera, 1979.


19 Cómo ser una buena ama de casa. Colección La niña moderna, Ed. Sigmar, 3®
ed. 1978.

41
del otro atril? ¿Surca los mares, las rutas aéreas, los espacios
infinitos? ¿Opera, investiga, apaga un incendio, mete un gol,
pinta “Los Grasóles”?
Pero sigamos con la buena de Susana, que ahora se va de
picnic...
Los autores le advierten a Susana: ojo con descuidarse,
porque “no se es buena ama de casa-solamente entre las cua­
tro paredes del hogar” . Y le dan un sabio consejo: “hacer volar
la imaginación” . ¿Cómo? Negándose a gaer en “el tradicional
huevo duro o el eterno sandwich de jamón”.
También le advierten que cuide su belleza para estar “tan
bonita como su casa”.
El broche de oro de este libro se titula “Una hora de glo­
ria bien merecida” , atendón:
“El ofido de ama de casa es a veces ingrato.
Quitar el polvo...” [larga enumeración de las
tareas domésticas]. “Pero felizmente también se
viven horas de gloria”.
Yo ilusa de mi, imaginé que ahora aparecía el chico del
libro de al lado — pintor, marino, astrounauta o qué se yo— y
se la llevaba a Susana a tomar, aunque más no fuera, un hela­
do. Pero no.
Para esta niña modelo, la gloria es algo mucho más espi­
ritual:
“Cuando todo sale perfectamente bien, el cora­
zón de Susana se impregna de feliddad.
Porque todos las felicitan y le agradecen las
incomodidades que se ha tomado.”

42
También tas mujeres somos seres humanos

A la misma colección de Cómo ser una buena ama de


casa —y la colección se titula, curiosamente, “La niña moder­
na”— pertenece: Cómo ser siempre bonita y coqueta.2**
Entre otras cosas, y al mejor estilo de las revistas “femeni­
nas”, el libro tiene un test titulado: “¿Eres limpia?” . Algunas
preguntas del test son las siguientes:
“¿Limpias la bañera después de bañarte? ¿Repasas tus
dobladillos? ¿Has limpiado esta semana tu cepilló para el cabe­
llo?”. (Dando vuelta el libro patas arriba, se encuentran las res­
puestas correctas.)
Y veamos el capitulo titulado: “Elegancia y belleza del
gesto”:
“Si deseas tener gestos suaves y elegantes,
debes ejercitarte. Puedes hacerlo con los obje­
tos corrientes que se encuentran en la casa...”
[para no gastar, digo]. “Pidele a tu mamá un
palo de escoba, un diccionario y pelotas de
diferente tamaño” [se refiere a las pelotas que
usan los malabaristas, cosa que no creo abun­
den en los hogares comunes y corrientes, pero
asi dice]. “Intenta caminar con el libro sobre la
cabeza. Camina también sobre el palo de la
escoba. En cuanto a las pelotas, observa cómo
debes emplearlas. (...) Pon una debajo del pie
derecho y hazla rodar...” .
Bueno, llegado este punto, y aunque mucho me pese,
debo confesar que, cuando nadie podia verme, intenté practi­
car este ejercicio que aseguraba un caminar de gacela. Des­
pués de todo una es un ser humano y tiene su corazondto, y

20 Cómo ser siempre bonita y coqueta, Colección La niña moderna, Ed. Skyrtar.

43
yo ya vengo entrenada con el angelito, el punto sombra, el
mundo de las hadas. Pero algo falló.
Con el diccionario todo iba bien. Con el palo de escoba
más o menos pero me defendía. El drama fue con las pelotas
malabares, porque como carecía de ellas, intenté usar las de
mi perro, que es el único que me comprende, o me compren­
día... Porque esta vez no entendió y creyó que se trataba de
un nuevo y divertidísimo juego y yo cal sobre él cuan larga soy
y todo terminó horrible: mi perro medio renguito, y yo lloran­
do a lágrima viva.
Pero como las desgracias jamás vienen solas, justo en ese
momento se abrió la puerta y entraron los varones de la casa.
Y entonces uno de ellos, el mayor, el más grosero, recordó
entre risotadas que nunca habla que creer “ni en la renguera
del perro ni en lágrimas de mujer”.

44
UL ...V tas chicas malas van
a todas partes

¿Existen libros para chicos — y ahora me refiero específi­


camente a obras literarias— que propongan nuevos modelos
de identificación? ¿Libros capaces de contribuir a la ruptura de
esquemas rígidos, ya superados en buena medida por la reali­
dad?
Claro que existen.
Estoy pensando en María Elena Walsh21, con esa bisabue­
la aguerrida que en vez de sentarse a tomar sus sopitäs de
leche se larga a recorrer el mundo en un viejo aeroplano.
Estoy pensando en la animosa ratita de Laura Devetach;
en la valiente Ninin, y en su abuela, de Syria Poletti; en Inés, la
del monstruo en el bolsillo, de Graciela Montes; en la familia
que crece, de Silvia Schujer; en la Maruja de Erna Wolf; en los
chicos Wogelman, de Cristine Nöstlinger; en mi propia Señora
Planchita, ¿por qué no? Y también en la Cinthia Scoch, de

21A continuación doy los datos de los libros a los que se «dude en el resto del texto.
Bisa Vuela, de María Elena Walsh, Veo-Veo, Mi primera biblioteca, HyspamMca Edi­
ciones Argentinas, 1985.
“Historia de ratita1', cuento de Monigote en la arena, de Laura Devetach, Bueno*
Aires, Libros del Malabarista, Ediciones Colihue, 3® reimpresión 1989.
Marionetas de aserrín, de Syria Poletti, Colección Cuentorregalo, Bueno* Aires, Ed.
Crea S.A., 1980.
Tengo un monstruo en el bolsillo, de Graciela Montes, Serie Negra, Bu*no* AfcW,
Libros del Quirquincho, 1988.

45
Ricardo Mariño; y en Linda Flor, la princesa de Ruth Rocha; y
en las pulguitas, esas malhabladas, de Gustavo Roldán; y en
otra famosa malhablada, la de Ana Matta Machado.
Pero además de éstos y otros muchos textos en los que el
tema que nos ocupa aparece más o menos explícito, más o
menos sugerido, hay algunos que, por lo transgresores e irre­
verentes, son de por sí capaces de romper esquemas, de pro­
ducir reacomodamientos, de acabar con los estereotipos o, por
lo menos, de hacerlos tambalear. Estoy pensando en Javi'er
Villafañe.
Y quede claro que no se trata de tomar la literatura infan­
til como vehículo de adoctrinamiento. Porque la Mestura es
otra cosa, pasa por otra parte y, sobre lodo, no se propone
enseñar. De cualquier manera, vale la pena reflexionar sobre
lo ya señalado: los libros para chicos abundan en textos discri­
minatorios respecto de la mujer. Y el sexismo, ya lo sabemos,
es una de las peores y más toleradas formas del autoritarismo.

Historia de un primer fin de semana, de Silvia Schujer, Serie Blanca, Buenos Abres,
Libros del Quirquincho, 1988.
Maruja, de Erna Wolf, Nuevos libros de .Primera Sudamericana, Buenos Aires, 1989.
Me importa un comino el Rey Pepino, de Christine Nöstlinger.
La Señora Planchita, de Graciela Beatriz Cabal, Serie Blanca, Buenos Aires, Libros
del Quirquincho, 1988.
Botella al mar, de Ricardo Mariño, Serie Blanca, Buenos Aires, Libros del Quirquin­
cho, 1988.
Con muchas ganos, de Ruth Rocha, Buenos Aires, Pequerto EMECE, 1986.
La canción de las pulgas, de Gustavo Roldán, Colección el Pajarito Remendado,
Buenos Aires, Colihue, 1989.
Palabras, palabritas y palabrotas, de Ana Maria Machado, Buenos Aires, Pequeño
EMECE, 1987.

46
Variaciones sobre el
mismo tema

“Manolo, Manolo,
hacéte la cena solo...”

ibREL •# »

sin dolores de cabeza


ni malestares
durante los d ía * ¡m v lla b ltt

1
Esclavas*

Soy de la época en que las madres de una, esposas abne­


gadas que rasqueteaban los pisos exultantes de gozo y dejaban
su vida en las tablas — y no las del teatro, obvio, sino las de
lavar y planchar y picar la cebolla— , esas esposas, digo, recibí­
an, cada aniversario de bodas, y como premio a sus muchos
desvelos, una pulsera cerrada, maciza y de oro 18, que res­
pondía al sugestivo nombre de esclava.
Atención: no confundir con las falsas esclavas — recom­
pensa para falsas esposas o para esposas legitimas pero poco
afectas a las tareas propias de su sexo.
Las falsas esclavas se abrían y se cerraban por un costa­
do, eran huecas, de oro 24, y solían dar origen a comentarios
malévolos. Las verdaderas esclavas sólo entraban a presión. Y
a presión salían. Esto, siempre y cuando el brazo de la esposa
no hubiera engrosado por demás, en cuyo caso no quedaba
más remedio que cortar. (Ha llegado a mis oídos, pero nunca
logré confirmarlo, que, en más de una ocasión, y seguramente
debido a un exceso de celo profesional, a los encargados de
cortar se les iba la mano...).
Soy de la época en que no se necesitaba tanto aparataje

* Fragmento del articulo “Pobrecita, Blancanieves”, publicado en Manuscrltos-


M.A.S., y en la revista de actualización docente A Construir, n* 3, 1990.

49
extraño para saber si una embarazada pariría una nena o un
varón. El método usado era infalible, sencillo y, Sobre todo,
muy económico:
Si la mujer iba a parir un varón, dulcificaba ál máximo su
carácter, la piel se le volvía translúcida, los ojos le brillaban y el
pelo le creda abündate, sedoso, enrulado... Caso contrario,
esto es, cuando la que iba a nacer era una niñá, el cuerpo de
la madre se cubría de granos, los ojos de lagañas, y el pelo
entraba a escasearle, ya sea porque se le cayera naturalmente
o porque ella misma se lo arrancara en sus tan frecuentes ata­
ques de histeria, propios de la situadón. (¿Fue Eduardo Wilde
el que dijo que las costumbres disolutas y las uniones ilegitimas
producían más nadmientos de mujerés que de varones? Sí, fue
Eduardo Wilde.)
Es que —y eso cualquiera lo sabía— los partos de nenas
eran más largos y más dolorosos que los de varones.
¡Como si las nenas se negaran a nacer! ¡Como si se resis­
tieran a abandonar aquel nidito tibio, silencioso y, sobre todo,
tan seguro!
¿Acaso ya desde la panza materna, esas migerdtas, dimi­
nutas como muñecas y arrugadas como viejitas, sospechaban
que las mujeres sólo vienen al mundo a sufrir? ¿O se resistían a
salir afuera porque sabían — ¡ah, la intuidón femenina!— que
su lugar, el que le correspondía dentro del orden natural de las
cosas, era el de adentro?

50
Gata gol<>sa

“Gata golosa, tu gula te matará.”


La frase, incluida en el libro de lectura, me produda un
vago desasosiego.
Entonces yo trataba de pasar rápidamente esa página en
la que, al lado de la frase, podía verse a una gata con cara de
angurria mirando a unos pobres pecedtos en pecera redonda.
Pasaron los años.
Y ahora níe pregunto, con toda la mala leche: ¿será
casual que el susodicho felino de mi libro fuera gata y no gato?
¡Si nosotras ya sabiamos la o!
La Biblioteca*

Lo digo sin falsas modestias: yo fui siempre la mejor en


eso de leer a viva voz.
Y leer a viva voz no era moco de pavo: había que levan­
tar la mirada unas tres o cuatro palabras antes del punto final.
Y contar (mentalmente, sin mover los labios porque si no, no
valia): uno, en cada coma; uno, dos, en cada punto y coma-,
uno, dos, tres, en cada punto seguido; uno, dos, tres, cuatro,
en cada punto y aparte. (Siempre me pareció exagerada la
pausa después del punto y aparte, pero lo decía la maestra, asi
que...).
Y ahí no acababa la cosa: había que distinguir la b labial
de la v labiodental (¿por qué labiodental no va con v labioden­
tal sino con b labial? Misterio), y la ce de la ese de la zeta, y la
ge de la jota. Y aspirar la hache. Y acompañar cada acento
con un movimiento seco de la cabeza.
—Cabal, al frente — me decía la señorita.
Entonces yo pasaba y leía perfecto. Y todas las niñas
seguían la lectura en sus libros. Pero no con el dedo (a partir
de primero superior, el dedo estaba terminantemente prohibi­
do), sino con la vista.

* Fragmento del trabajo leído en el seminario para docentes sobre “Usos y abusos de
la lectura en la escuela”, en la Segunda Exposición Feria Inrtemadonal del Libro
kifantil y Juvenil (Buenos Aires, 6 al 21 de ^ilk> de 1990).

52
— ¡Aaaaaltó! — gritaba de repente la señorita— . Siga
usted —decía señalando a alguna niña papamoscas.
—Ehhhhh... Mmmmmm — se desesperaba la papamos-
cas sudando sangre.
— ¡A la Biblioteca! — le decía la señorita mostrándole la
puerta con el brazo extendido. Y después, dulcificando la voz,
se dirigía a mí— . Continúe, Cabal.
¡Una habilidad tenía la señorita para detectar papa-
moscas!
¡Yo no sé cómo hada! Porque ellas, las papamoscas, apa­
rentaban estar de lo más interesadas en sus libros...
La cuestión es que, al final de la lectura, habla tres o cua­
tro niñas papamoscas en la Biblioteca.
La Biblioteca de mi escuela, conviene aclararlo, era un
lugar más bien oscuro (oscuro, bah), donde se guardaba el
esqueleto, además de los libros, claro. Pero no confundir: las
niñas que iban a la biblioteca no estaban castigadas (mi señori­
ta era enemiga de todo tipo de violencia moral o física).
Las niñas papamoscas, digo, iban a la Biblioteca a-me-di-
tar, cosa hasta divertida cuando había dos o tres papamoscas,
pero más bien inquietante cuando había una sola.

¡La Biblioteca de mi escuela! Con sus libros forraditos de


azul araña y eüqueüta cuadrada — bien altos para que no se
arruinaran con el manoseo— , y su esqueleto — que un varón
de la tarde había bautizado con nombre irreprodudble— , y sus
ventanas siempre cerradas, porque ya se sabe: el sol decolora
los libros y el polvo los destruye por completo.
La verdad, para leer mucho no se usaba la Biblioteca
(muy a las perdidas, algún maestro, tratando de conseguir un
dato). Pero ahí estaba: LA BIBLIOTECA.

Claro que eran otras épocas.


Y los chicos de antes éramos distintos, yo qué sé: menos
complicados, sin tanta vuelta. Y siempre obededamos a nues­

53
tros padres y a nuestros maestros. Porque ¿quién mejor que
ellos para saber lo que era bueno y lo que era malo para
nosotros?
Y un cachetazo no se le negaba a nadie.
Y todos con nuestras amígdalas bien extirpadas, sin anes­
tesia, ni qué decir, que los chicos de antes sufríamos menos y
nos olvidábamos enseguida.
Y todos con nuestros sabañones en los dedos y en las
orejas (que qué se habrán hecho los sabañones, me pregunto).
Y las nenas de rosa, con las orejitas agujereadas, cosa de
no convertirnos en machonas.

¿Y qué? ¿No salimos Muy Bien? Sin tanto sicólogo, ni


sicopedagogo... Sin tanta cosa rara.
Unas buenas inyecciones de hígado, mucho jugo de
carne, unas ventosas si teníamos bronquitis, purga y enema
semanales para estar bien limpitos por adentro, la antidiftérica
en mitad de la espalda, y sanseacabó.
De noche, a dormir a pata suelta, por más ruidos extra­
ños que vinieran de la cama grande. O a taparse la cabeza con
la almohada y recitar jaculatorias o fábulas o cosas de ésas.

Claro que no todo eran rosas. Y siempre había alguna


oveja negra, alguna manzana podrida que habia que separar
para que el resto no se contaminara.

Sí. Eran otras épocas. Y cómo me di cuenta vez pasada,


cuando se me ocurrió ir de visita a mi escuela.

54
Está linda mi escuela, con el mismo cuadro de los sem­
bradores jusüto arriba de la puerta de la Biblioteca.
Y la Biblioteca... Tantas ganas tenia de entrar, que entré,
me di el gusto.
¡Ay!
Lo único que se conserva es el esqueleto — pero un
esqueleto que ya no mete miedo, por lo destartalado— y algu­
nos libros de mi época, forraditos de azul araña y con su eti-
quetita cuadrada, allá, en los estantes altos.
Por lo demás, las ventanas abiertas de par en par, con el
sol metiéndose por los rincones, decolorando todo; una
muchacha de anteojos redondos que parecia una alumna y
resultó la bibliotecaria; y un montón de libros de cuentos, des­
parramados por la mesa de cualquier manera, sin forro, des­
cuajeringados...
Ahi estaba yo, alelada, sosteniéndome el corazón con la
mano, cuando una turba de chicos muertos de risa, entró por
la puerta y, sin saludar ni nada, se abalanzaron sobre los libros
y después se tiraron sobre unos almohadones y hasta en el
suelo, y se pusieron a leer... ¡O a hacer que leían! Porque
algunos, lo puedo jurar, sólo miraban las figuritas y otros iban
de atrás para adelante, o se salteaban. ¡O mojaban el dedo,
para dar vueltas las páginas!
Entonces yo, que todavía conservo el libro que me regaló
mi señorita de segundo, me acordé de ella. Y también de la
que cazaba las papamoscas y que a mi nunca me retaba por­
que yo leía perfecto...
De todas me acordé.
Y también me acordé de mi, de la nena que fui y que de
alguna manera todavía soy, y entonces me agarró una cosa
tan, qué sé yo, que me acerqué a la bibliotecaria de los anteo­
jos redondos y le dije:
— Señorita, por favor, ¿me podría quedar un ratito aquí
en la Biblioteca?

55
M ejor afuera

“La mujer, la pata quebrada y en casa” , se dice.


Y también: “Las mujeres en el portón huelen a caca de
ratón.”
Sí. Las mujeres adentro. Cuanto más adentro, mejor.
Las mujeres guardadas, custodiadas, encerradas, movién­
dose para aquí y para allá, para allá y para aquí, pero sin ir a
ninguna parte.
—Y todo eso ¿por qué?
— Por razones de seguridad.
Pero ¿cómo? ¿No es adentro de las casas donde se gol­
pea a las mujeres golpeadas? ¿No es adentro de las casas
donde se cometen los “delitos privados”?
los accidentes? ¿Qué dedr de los acddentes domésti­
cos?: las que se electrocutan con las tostadoras eléctricas;
las que se queman vivas con el agua de los ñdeos o el
aceite de las papas fritas;
las que se desnucan hamacándose en la mecedora o al
pisar la patineta — que algún niño desalmado colocó en su
camino— ;
• las que se intoxican con los limpiahornos, se ahorcan con
la soga de la ropa o se enredan para siempre en la lana del
tejido...
Ni hablar de las que caen al vado tratando de limpiar los
vidrios por el lado de afuera.

56
Aunque, respecto de
este último caso, una duda
me atenacea: ¿se tratará de
accidentes? ¿O las empeño­
sas mujeres limpiadoras de
vidrios, al asomarse, echar
un vistazo y comprobar que
el mundo es ancho y ajeno,
dicen “ ¡Ma si, yo me largo!” ,
sin acordarse de que el volar
es sólo para los pájaros?
P or eso yo sostengo:
mejor afuera.
Medios y libros para chicos *

O bellas bobaliconás o brujas perversas o sufridas amas


de casa.
Estas parecen ser las opciones que muestran gran canti­
dad de libros para chicos (libros de uso escolar, cuentos tradi­
cionales, seudoliteratura). ¿No son acaso las mismas que
actualmente vemos en la televisión, la publicidad, las “revistas
femeninas"?
Los medios de comunicación contribuyen a fortificar la
imagen de la mujer como ama y señora (Reina del Hogar, que
le dicen), incitándola a adquirir artefactos complicadísimos (y
esto lo sé por experiencia propia) que hay que mantener bri­
llantes, que se descomponen y una no encuentra la garantía...
Y cuando la encuentra resulta que ya venció, o que falta una
firma, un sello, una fecna... ¿Y todo para qué? Para exprimir
un triste limón o rallar una sencilla zanahoria.
¡Pero una quiere usar la máquina! Si no, ¿para qué se la
regalaron con tanto cariño el Dia de la Madre?
No hablemos del lavarropas, que cada tanto adquiere vida
propia. Eso, por lo menos, le pasaba al mió, que en el
momento menos indicado, cuando yo estaba escribiendo o
bañándome o hablando por teléfono, y seguramente para 11a­

* Fragmento del trabajo Jeido en el Seminario Taller ‘ La mujer y sus derechos”, orga­
nizado por la Asociación Juana Manso (Resistencia, Chaco, octubre de 1988).

58
mar la atención, entraba a caminar, largando agua por los cua­
tro costados.
Con el tiempo descubrí, y esto es una confidencia, que la
única manera de controlar a mi lavarropas era hablarle, sere­
namente pero con firmeza, antes de ponerlo en marcha.
Y todo iba bien hasta el dia en que me fui de viaje, y el
lavarropas tomó una decisión irrevocable: acabar con su vida.
¡Se incendió como un bonzo, el pobredto!
Desde ese entonces ya no tengo lavarropas, porque soy
una mujer fiel a mis afectos.

Los medios de comunicación no sólo se dirigen a la mujer


consumidora de electrodomésticos sino también a las posibles
compradoras de gotas para adelgazar, ceras para depilar, cos­
méticos para cubrir las imperfecciones, pildoras para ver el
mundo color de rosa, perfumes para ocultar los propios olo­
res. Claro que esto viene de lejos.
En un aviso publicitario de los años 20 leemos:
“Mujer: la fetidez que produce el sudor se quita en absolu­
to y por completo espolvoreando la ropa interior, los pies y los
sobacos con los polvos Intime. Venta en todas las farmacias.”
Otro, de la misma época:
“Mujer: desarrollo, belleza y firmeza de los pechos. En
dos meses, con las pilules orientales.”

La mujer inventada por la publicidad es estúpida, flaca


— muy flaca— , histérica, mentirosa, hipócrita, derrochona y se
hace la nena tonta para sacarle cosas al marido. Suele burlarse
de las vecinas más viejas, más feas y nuevas en el barrio, y
envidia de todo corazón a las que tienen secarropas o toman el
yogur de moda. Curiosamente, gusta abalanzarse sobre las
montañas de papel higiénico, se adorna el pelo con moños de
papel metalizado, disfruta sacando manchas de tuco, fregando
inodoros con limpiadores que no rayan, eliminando cucara­
chas, ratones, polillas.

59
Claro que en la publicidad también aparecen los hombres.
Pero mientras a las mujeres se las muestra vendiendo
comestibles, productos de limpieza, cosas de chicos, y cosméti­
cos, los hombres aparecen ligados a rubros más serios: autos,
bebidas alcohólicas, bancos.
Es que con los hombres es distinto.
A un hombre nadie le va a echar en cara los rollos de la
panza ni la deshidratación de la piel. A un hombre nadie se
animaría a pedirle que oculte sus canas ni que borre las arru-
guitas de los ojos, ¡ni siquiera que se bañe!
A las mujeres, en cambio, la publicidad no las deja enveje­
cer tranquilas, engordar sin complejos, tirar la chancleta, bah.
“Usted puede representar veinte años menos”, les ase­
guran.
Y también:
“Sin dietas, sin gimnasia, sin pastillas, rebaje 10 kilos en
quince días”.

Una preocupación de las revistas femeninas, y también


de las secciones especiales de los diarios dirigidas “a la mujer y
al niño” — siempre juntos, la mujer y el niño— , está referida al
cuidado de la economía familiar. En dichas secciones, es
común que a la mujer se le aconsejen cosas como ésta:
“Con tapitas de gaseosa y envoltorios de chocolates,
fabrique su bijouterie”.
Otra:
“Utilice los desechos en descomposición de la cocina y
elabore sus propias máscaras de belleza. Su marido no la reco­
nocerá” (cósa que a veces suele ser bastante conveniente).
Otra más:
“Original: aprovechando repasadores en desuso (aten­
ción), confeccione una salida de baño para ludr este verano en
la playa”.
Analicemos esta última propuesta.
Ciertamente, el ahorro es la base de la fortuna. Pero

60
¿será imprescindible, me pregunto, que los repasadores que se
vayan a utilizar sean usados? Porque cualquier ama de casa
que se precie sabe por experiencia que, después de un periodo
—y no muy largo— de uso, los repasadores entran a adquirir
ese desagradable tinte grisáceo y ese olor inconfundible a fritu­
ra que no ceden por más que se los sumerja en lavandina, se
los hierva, se los friegue a rajatabla, se los extienda al sol...
¿Acaso no seria más acertado — si bien más oneroso— valerse
de repasadores nuevos, comprados ad hoc? ¿O, lisa y llana­
mente, prescindir en forma total y absoluta de la salida de
baño? (Claro que si la malla está hecha con retazos de viejos
buzos de gimnasia de los chicos, no sé qué decir...).

También están los tests.


Tests que, en general, indagan el verdadero grado de femi­
neidad de las que se someten a él.
Por ejemplo: si a usted le preguntan qué prefiere:
1. estar echada despreocupadamente en una playa del
Caribe, 2. organizar una deliciosa cena para cuarenta perso­
nas, usted no dude en elegir la segunda posibilidad. Porque si
elige la primera, es muy probable que usted ingrese en la cate­
goría de horrible marimacho.

Capitulo aparte merecerían las telenovelas, que vienen


como anillo al dedo para permitir que las mujeres puedan
experimentar violentas emociones sin correr riesgo alguno. Es
decir: viviendo vidas ajenas.
Casas más, casas menos, las telenovelas siguen dos
esquemas básicos: el de Cenicienta (chica hermosa, pobre,
sumisa, casa con principe azul), y el de Griselda1 (después de
múltiples humillaciones, esposa aguantadora logra que su vir­

1 ‘ La paciencia de Grjselda”, en Cuentos Completos, de Charles Penrault, Biblioteca


Básica Universal, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1982.

61
tud resplandezca al sol).
' En ambos casos, el final es feliz. Aunque respecto del
segundo especialmente, y en honor a la verdad, creo mi deber
hacer reflexionar a las desprevenidas telespectadoras acerca de
un hecho inquietante: ¿qué edad tendrá la esposa martirizada
cuando consiga que su virtud resplandezca al sol?
Reconozcámoslo sin tapujos: una edad provecta (situa­
ción que pasa inadvertida merced a la magia de la televisión,
pero más que evidente en la vida real), y ya se sabe que, por
esas injusticias del destino, los hombres de edad provecta pue*
den ser seductores, y hasta irresistibles (Marión Brando con su
panza, sus mofletes, su pelada; Vittorio Gasman, con sus dien­
tes demasiado parejitos), pero no ocurre lo mismo, maldición,
con las mujeres de edad provecta.
Y eso sin entrar a considerar a cuántos tormentos y pri­
vaciones se someten las mujeres de edad provecta para apa­
rentar juventud; que si no, de nada valen los ojos violetas de
Liz Taylor, ni las piernas perfectas de Mistinguett.

62
Hablando de brujas

“Cada vez que una lee de una bruja, de una mujer poseí­
da por los demonios... pienso que estamos en la pista de una
novelista, una poeta abortada, o una Jane Austen muda y sin
gloria, una Emily Bronté rompiéndose los sesos en el pára­
mo... trastornada por la tortura de su genio...” , dice Virginia
Woolf.2
Y hablando de brujas: ¿Sabían ustedes que entre el siglo
xiv y el siglo xvii fueron a la hoguera ocho millones de mujeres
acusadas de volar por los aires, copular con el demonio, con­
vertir los hombres en cerdos?
Una bula de 1484 da piedra libre para la matanza, basán­
dose en la relación evidente entre mujer y brujería. La índole
imperfecta de la mujer, sostenía una de las “demostraciones” ,
provenía de su estructura física defectuosa, ya que había sido
creada a partir de una costilla, de Adán. Y la costilla no tiene
una forma recta: tiene forma torcida.
¿Brujos varones no hubo? Hubo, pero pocos, poquísi­
mos: ¡un brujo cada diez mil brujas! ¿Qué cosa, no?

2 Un cuarto propio, de Virginia Wootf, Buenos Aires, Ed. Sur, 1980, segunda edición.

63
A favor de las niñas

Es? es. justamente, el título de una colección que incluye


entre otros libros, Arturo y Clementina y Rosa Caramelo de
Adela Turín y Nella Bosnia.

Arturo y Clementina
Clemenüna es una linda tortuga que sueña con recorrer el
mundo, tocar la flauta, pintar paisajes... Sueños y proyectos
que el tortugo Arturo boicotea sistemáticamente, abrumando
en cambio a su compañera con costosísimos regalos que ella
debe cargar sobre su caparazón (un caparazón que cada día la
aplasta más). Hasta que llega el momento en que Clementina
se harta y se manda mudar, plantando al tortugo Arturo y
abandonando el caparazón, que a esa altura debía valer un pla­
tal. Clementina se va, digamos, con lo puesto, en camiseta,
cosa que tendría que haber hecho Cocoquita, la gallina mami­
ta, pero ya se sabe: una madre es una madre.

Rosa Caramelo

Aquí se cuenta la historia de una elefantita gris que, a


pesar de su dieta de peonías y anémonas — flores de horrible

64
gusto pero que dan un hermoso color rosado a la piel de las
elefantas— , cada día se vuelve más gris, para desconsuelo de
sus padres que tanto la quieren.
Finalmente Victoria, la elefantita, logra irse a jugar con
sus hermanos y.primos, “todos de un hermoso color gris ele­
fante” , con los que se mete en los diarcos y prueba las frutas
dulcísimas y duerme la siesta bajo los árboles, sirviendo de
ejemplo al resto de las elefantitas que, una tra| otra, abando­
nan el cercado.

65
Mujerciias*

Mujercitas fue uno de los libros preferidos de mi infancia.


¡Tantas veces lo leí! Hasta casi sabérmelo de memoria. Y siem­
pre de noche, en la cama, que no era cama sino un maldito
brevespacio que solía cerrarse conmigo adentro justo en el
preciso momento en que Jo estaba por entrar a lo de Laurie
con su pudding adornado con hojas verdes y rojas (nunca
pude saber cómo es exactamente un pudding), o cuando Amy
se cae patinando en el hielo.
Por supuesto que me identificaba con Jo, porque a Jo le
gustabat? los libros y escribía y se subía a los árboles y se corta­
ba el pelo sin pedirle permiso a nadie. Pero a veces quería
parecerme a la más linda, Amy, sobre todo después de ver la
película en la que Amy es una esplendorosa y jovendsima Eli-
zabeth Taylor.
En cambio Rodríguez, que era la más buena de mis ami­
gas, quería parecerse a Beth, cosa que yo no podía entender
ya que Beth era tímida, se ocupaba de limpiar ia casa, no se le
escuchaba cuando deda algo y, para mal-de males, se moría...
(Siempre sospeché que, dada la cercanía de nuestra primera
comunión, lo que trataba de hacer Rodríguez era buena letra.)

* Fragmento de lo expuesto en 1« mesa redonda “El libro da que hablar", organizada


por ALUA en la DécbnoeépUma Exposición Feria Internacional del Libro (Buenos
Aires, abril, 1991).

66
A Meg, la mayor, no quería parecerse nadie que yo
recuerde. Porque Meg era la más sensata. ¿Y a quién le podía
interesar ser sensata?
Como en este mundo todo llega, también llegó el tan
esperado momento en que, tratando de ocultar la emoción,
puse en manos de mis dos hijas mujeres, dos ejemplares
—uno para cada una, cosa que no se lo arrebataran para leer­
lo primero, me dije— de Mujercltas. Y no agregué las pala-
'bras que tenia pensadas para la ocasión porque intuí que no
serían bien recibidas.

Transcurrieron las semanas. Y hasta los meses.


Pero un día no aguanté más y les pregunté, con gesto dis­
traído:
— ¿Y? ¿Qué les pareció?
— ¿Qué cosa? —dijo una.
—El libro que yo... el libro ése de cuando yo...
— ¿Qué libro? —dijo la otra, impaciente.
—Mujercltas... — dije, sin perder las esperanzas.
Silencio.
Y después de un rato:
— Mmmm...— dijo una.
—Ya la dieron en la tele, asi que... —dijo la otra.
—Bue... —dije yo.
Pero lo que pensé de verdad fue: “Cria cuervos y te saca­
rán los ojos.”
Y después hice lo que tenia que hacer: agarré uno de los
dos Mujercltas — que ludan impolutos— y me lo volví a leer,
de cabo a rabo.
Qué quieren que les diga: me sigue gustando Mujercitas.
Y no sólo porque me recuerde los buenos tiempos de mi
infancia (no tan buenos si empiezo a pensar en el maldito bre-
vespado y en otros detalles menores), ni tampoco, porque con­
sidere k> que, históricamente, el libro significó para las chicas
de mi generadón, y la generadón anterior, y la posterior.

67
Me sigue gustando porque los personajes del libro tienen
encarnadura.
Me sigue gustando porque las protagonistas no son unas
jovendtas medio pavotas como las que abundan en los libros
de la época, sino que, cada una en su estilo, tratan de vivir
valiéndose por sus propios medios.
Me sigue gustando porque en el libro pasan cosas. Y esas
cosas están contadas no por una señora que. escribe libros
para chicas sino por una escritora de verdad. Una escritora
•—Louisa M. Alcott— que todavía, a esta altura del partido, me
hace reír y me hace llorar, lo que no es poco.

68
Un salto al vacío*

Cuando en 1852 Rosa Guerra se animó a fundar La


Camella, publicación feminista cuyo lema era “Igualdad entre
ambos sexos”, no imaginó lo que se le venia encima. O quizá
sí, y se consideró lo bastante corajuda como para capear el
temporal.
Pero La Cdmella tuvo la vida breve de una flor, y su
directora, repudiada por las personas decentes de la sociedad
de entonces, fue objeto de burla y persecución.
“Y hasta habrá tal vez algunos,
que porque sois periodistas,
os llamen mujeres públicas
por llamaros publicistas”.
Asi decía alegremente un periódico de la época dirigién­
dose a Rosa y a sus colaboradoras.
Parece ser que, como Galileo, la pobre Rosa, acorralada,
trató de retractarse (que no, que ella nada que ver, que habráse
visto). Lo que la historia no registra es si alcanzó a musitar
aquello de “E pur si muove", pero bueno, sólo se trataba de
una mujer.

* Trabajo leído en las Primeras Jomadas sobre Mujer y Escritura realizadas por la
Revista Puro Cuento (Buenos Aires, Centro Cultural San Martin, 3 al 6 de a g o s to «fe
1989) e incluido luego en el bbro Mujeres y Escritura, Editorial Puro Cuento, 1989.

69
Justo por eso, por tratarse de una mujer, si es probable
que, al recibir la agresión, Rosa haya elevado sus ojos al cielo
mientras reflexionaba: “A lgo habré hecho yo para merecer
esto” .
Quizá fue entonces que prometió ensayar buena letra,
lavar culpas, fundando otra revista, La Educación, titulo de
apariencia tranquilizadora.
Y aunque después Rósa Guerra se dio todos los gustos
escribiendo novelas, poesías y hasta teatro (se ve que era rara
de verdad), un año antes de morir, y como para taparles la
boca de una vez y para siempre a los que habian hablado de
mujeres públicas y otras iniquidades, Rosa Guerra, digo, escri­
bió un libro para niños, mejor aún, para niñas -¡-Julia o la
educación— con lo que su reputación quedó impoluta o caá.
Porque una mujer pública jamás de los jamases podría
escribir un libro para niños. En cambio una señora, una verda­
dera señora de su casa, una mujer privada, si que puede.

70
¿Existen géneros literarios convenientes, bien vistos,
apropiados para que una mujer escritora transite por ellos?
La literatura infantil ¿es cosa de mujeres?

En general, cuando se habla de literatura infantil, se pien­


sa poco en la literatura y mucho en la infancia.
Y parecería que el amor a las palabras es, en estos casos,
menos importante que el amor a los chico?, a los niños, a la
niñez eterna, inmarcesible, sacrosanta.
¿Acaso la literatura infantil no corresponde al ámbito de
lo doméstico, de lo seguro, de lo inmutable, de lo que no tiene
aristas; ese ámbito en el que la mujer, la Reina, se desliza con
gracia sin par, mientras compone órdenes que la preservan de
todo mal y cumple rituales que la alejan — a ella y a los
suyos— del rostro temible de los desconocido?
“Fuera de casa
por los caminos:
furiosas’ rachas de viento frío;
aire que silba,
agua que azota,
viento iracundo
lluvia impetuosa.
Dentro de casa,
alegre nido,
calor y amparo,
paz y cariño.”3
Este espacio privilegiado, la casa — y dentro de la casa la
cocina, junto al fuego, y las estancias íntimas, en las horas pre­
vias al sueño— , ¿no es el lugar exacto para que la mujer deje
oír su palabra, urda las tramas de viejas historias familiares,
desoville los hilos de relatos maravillosos?

3 Incluido en LinterruiMágtca, de Ricardo Ryan, Buenos Aires, Estrada, 1920.

71
La palabra de la mujer es, por mandato ancestral, palabra
privada. “Mantente bella y cierra la boca”, se le dijo durante
siglos, lo que no quiso significar una condena a la mudez abso­
luta sino una advertencia — seria advertencia— para que se
limitara a hablar en la forma, el tiempo y el lugar adecuados.
En estos momentos me viene a la memoria un libro que,
en la Escuela Normal, nos leia nuestra inefable profesora de
Economía Doméstica. Se trataba de una especie de “Conseje­
ro Social”, y uno de los capítulos estaba dedicado a prevenir­
nos a nosotras, las jovendtas, acerca de la inconveniencia de
hablar “a viva voz” — asi deda— en la calle. ¿Y si una, por
ejemplo, se encontraba de sopetón con algún conocido o
pariente cercano del sexo opuesto? El Consejero tenía res­
puesta para todo:
“en esos casos, deda, bastará un saludo breve,
apenas un rápido movimiento de cabeza, ama­
ble pero a la vez severo, para no dar lugar a
malas interpretaciones.”
(Debo reconocer que algunas de nosotras dejamos caer
en saco roto ésas y otras sabias indicadones del Consejero. Y
asi nos fue en la vida.)

De una u otra manera, la palabra pública entrañaría gra­


ves peligros para la mujer inadvertida. Y la que se vale de ella,
de la palabra pública — que por derecho natural parece perte­
necer al hombre— , corre el riesgo de que la confundan con
una mujer pública, como le pasó a la pobre Rosa Guerra.
Y ya sabemos cuán distinto es ser hombre público que
mujer pública.
Y también sabemos que en estos delicados temas de lo
público y lo privado, no sólo hay que ser decente sino parecer-
lo, como bien deda mi abuela.
No por nada hubo escritoras que únicamente se anima­
ron a transgredir el ámbito de la palabra privada escudándose

72
con nombre de varón. (Todavía recuerdo mi desencanto al des­
cubrir que César Duayen, el autor de Stella, no era un señor
alto, rubio peinado a la gomina, un poco parecido a mi papá y
otro poco parecido a David Niven, sino una señora lánguida y
regordeta, Emma de la Barra, que debió aguardar su viudez
—y la espera, seguro, resultó una pesada carga— para largar­
se a escribir, pasada la cuarentena, el primer best-seller de la
literatura argentina.)
Pero volvamos a la literatura argentina infantil, cosa de
mujeres.
¿Cosa de mujeres? ¿Cómo los chupetes anatómicos, las
cacerolas engrasadas y el crochet? ¿Es posible que la misma
fatalidad sexual que nos condena a ser las mejores en eso de
rasquetear pisos, desodorizar inodoros, freír milanesas y, por
qué no, destapar cañerías, nos vuelva especialmente aptas
para la literatura infantil?
Siguiendo esta línea de pensamiento, nada tiene de extra­
ño que, a quienes escribimos para chicos —mujeres o varo­
nes— , se nos ubique lejos de las escritoras y los escritores y
cerca de las madres y las maestras. Madres y maestras
— segundas madres— que trabajan por amor. Y trabajar por
amor — ya se sabe— es casi como no trabajar...
Escribir para chicos ¿es casi como no escribir?
En el mejor de los casos se trataría de una tarea menor
que, por lo oscura y descalificada, tiene algo de trabajo domés­
tico y un no sé qué de apostolado.
Al respecto tengo una buena anécdota: hace años un
escritor conocido, cuando se enteró de que los libros en los que
yo dejé mis huesos eran “libros para chicos” , me dijo condes­
cendiente: “Ah, bueno, literatura infantil”. Y después, por lo
bajo: “Cosa de mujeres...” Como si esto fuera poco, antes de
irse y, se ve, para levantarme el ánimo, agregó: “No te preocu­
pes. Seguramente pronto vas a escribir un libro para grandes”
(con lo que quiso decir: “un libro de verdad, como escriben los
escritores de verdad”. ¿Como escriben los hombres?).

73
Claro como el agua.
Cuando alguien habla de la literatura infantil como “cosa
de mujeres” , obviamente no hay que entender “escrita por
mujeres” sino “cosa sin valor, nada que importe” .
Una triple desvalorización: la de la miger escritora, la del
chuco que lee o al que le leen, la de la literatura infantil.
También podríamos decirlo asi: “Las mujeres escriben
mal. Los chicos no entienden mucho. Que las mujeres, escri­
ban, nomás, para los chicos” .
Será por eso, por considerar a la literatura infantil como
un subgénero poco prestigioso, que muchos escritores y escri­
toras “para grandes” al mencionar sus obras olvidan nombrar
las que escribieron para chicos.
Será por eso que los planes de estudio que incluyen como
materia á la literatura infantil son, en general, los relacionados
con la docencia y no los que tienen que ver con la literatura.
Pero: ¿qué concepto de la literatura infantil hay detrás de
este tipo de consideraciones?
¿Una serie de toctos didácticos con mensaje y moraleja?
¿Un desfile de personajes sin encarnadura a los que
nunca les pasa nada que valga la pena?
¿Un conjunto de historias dulzonas de inevitable final
feliz, con nenas, mujeres y andanitas siempre dispuestas a
vivir en borrador?
La literatura infantil es otra cosa. Porque la literatura es
otra cosa.
La verdadera literatura, incluyendo la que elige al chico
como su mejor interlocutor, huye de los caminos transitados,
de los refugios protectores, de las mesas servidas junto al
fuego.
La verdadera literatura gusta en cambio perderse, con los
ojos abiertos y en completa soledad, por bosques profundos y
tenebrosos. Y no teme encontrarse ni don lo maravilloso ni
con lo abominable. Y se niega a reconocer los signos que le
marquen la vuelta a casa.

74
Porque la literatura, la verdadera, es siempre un salto al
vacio.
Y esto ocurre cada vez: se trate de un general perdido en
su laberinto, de una tortuga enamorada que vive en Pehuajó,
de los sueños de un viejo sapo, de un monigote en la arena.
Porque la literatura infantil no es “cosa de mujeres” .
La literatura, toda la literatura, incluida la llamada infantil,
es cosa de escritores y de escritoras.

FAHCE Er<:;r,c-.: v3 Central


Mr,, ln . - .......
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78
indice

A modo de introducción

La im agen de la m u je r .............................. ................. 7


I. Poema pedagógico................................. 9
II. Las chicas buenas van al délo....................................... 30
m. ...Y las chicas malas van a todas partes....................... 45

Variaciones sobre e l m ism o tem a ........... .............. 47


Esclavas............................................................ 49
Gata golosa............................................... i.!!!"!..” .” .” !” 51
La Biblioteca............................................. 52
Mejor afuera............ ...................................... 56
Medios y libros para chicos..... ..................................... 58
Hablando de brujas................................................... . . . . . . 63
A favor de las niñas..................................64
Mujerdtas ..... ......................................... ...... 66
Un salto al v a d o ............................................... 69
Bibliografía.............................. ............... ........................76

79
Acaso en Mujercitas ¿eran las de antes? Graciela Cabal procura deso­
cultar y re-diseñar el esquema histórico que perpetuó un identikit de la
mujer argentina casi inamovible. Para ello plantea -e n un trazado de tex­
tos ficcionales y breviensayísticos, irónicos, bienhumorados y puntuales,
sobre la cuestión de lo femenino- un recorrido imperdible e impostergable
que atraviesa la tierra de los sosegados “lugares comunes” inscriptos en
los libros escolares y en los dichos populares decididamente dogmatiza­
dos ad usum mulieris y que curiosea sobre nievas lecturas y nuevos mi­
tos de la mujer actual. Letra a letra entendemos qué tipo de mujer es
aceptado y reclamado por nuestra comunidad civilizada; simultánea­
mente estas Mujercitas... de Cabal enfatizan nuestra autocompasión
mostrando la necesidad de abrir los ojos frente a estos espejos atrevidos.
Nuevamente -e implica su parentesco con El corral de la infancia de
Graciela Montes- Apuntes asume el rescate de trabajos conocidos públi­
camente para evitar su fragmentariedad, su descontextualización y su
equívoco usufructo intelectual.

P rim eros títu lo s

Talleres de escritura Atención: maestros


(Con las manos en la masa) trabajando
Maite Alvarado y Gloria Pampillo (Experiencias participativas
en la escuela)
Juego, aprendizaje y creación Grupo SIMA
(Dramatización con niños)
Héctor González El corral de la infancia
(Acerca de los grandes,
El Club de letras los chicos y las palabras)
(El recreo de las palabras) Graciela Montes
Graciela Guariglia
Uno, dos, tres... probando
Cara y cruz (Propuestas para el jardín
de la literatura infantil de infantes)
María Adelia Díaz Rónner Débora Kozak y Marina
Kriscautzky
La trama de los textos
(Problemas de la enseñanza Dar en la tecla
de la literatura) (Los pibes hacen periodismo)
Gustavo Bombini Oscar.Anzorena, David Burin y
Juan Garff (Prensa Autónoma).
Mujercitas ¿eran las de
antes?
(El sexismo en los libros
para chicos)
Graciela Beatriz Cabal

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