Edad Oscura - Nosferatu by Gherbod Fleming
Edad Oscura - Nosferatu by Gherbod Fleming
Edad Oscura - Nosferatu by Gherbod Fleming
ePub r1.1
Titivillus 28.09.2019
Título original: Dark Ages: Nosferatu
Gherbod Fleming, 2002
Traducción: Manuel de los Reyes
Ilustración de cubierta: John Bolton
Los gritos de los moribundos lo incitaban igual que una promesa dorada de
inmortalidad; una mentira, del mismo modo que las cúpulas de oro de la
ciudad, ahora derruidas, en llamas, eran mentira, promesas rotas, visiones
efímeras de una eternidad inalcanzable. Aunque todavía no había
traspasado las murallas exteriores, el humo y una ceniza muy fina cubrían
su capa de viaje y el frágil cuerpo inerte que acunaba contra su pecho. La
capucha que ocultaba su rostro a ojos mortales lo protegía también de la
irritante humareda de una Constantinopla en llamas. Lo que no impedía que
las lágrimas de sangre trazaran sus surcos por la agrietada piel muerta de
sus mejillas. No podía contener las lágrimas, no podía impedir su avance,
del mismo modo que las otrora impenetrable defensas de la ciudad no
habían podido impedir el avance de los bárbaros latinos: francos y
venecianos, prostitutas de Mammon. Por inconcebible que pareciera, la
ciudad del Paraíso Terrenal había caído, no ante los paganos, sino ante los
cristianos.
Era la Virgen plañidera, lamentándose; era el Señor crucificado, abatido
por los suyos.
—Se muere —dijo el muchacho que portaba en brazos, con una voz tan
débil que apenas conseguía sobreponerse al crepitar de las llamas—. El
Sueño… se muere.
—No digas eso —susurró Malachite, intentando consolar al joven pero
sintiéndose desconsolado a su vez. Ya está muerto, pensó, espantado por el
sacrilegio, relegándolo a las tinieblas en las que mantenía cautivos sus
temores, su debilidad, su hambre.
—No siento nada. No veo nada.
Ojalá yo pudiera compartir esta aflicción… pensó Malachite.
Las almenas, semejantes a los dientes aserrados de un cráneo volcado,
se cernían sobre las Murallas de Teodosio II. Las lenguas de fuego
desafiaban al cielo desde varias de las torres, enturbiando la noche con
espesos penachos de humo y una demoníaca neblina roja. En los charcos
que bordeaban el camino enlosado, la luz de la luna creaba trémulos
estanques de ilusión sobrenatural, de calles pavimentadas con plata y oro,
pero la imagen fue exorcizada por la sandalia de Malachite, dejando a su
paso tan solo una confusión de ondas, de piedra resquebrajada y desgastada
sumergida en un agua malsana. Los pestilentes olores se adherían a esta
parte de la ciudad al otro lado de las murallas —tiendas de marroquinería,
carnicerías— pero Malachite apenas reparó en ellos. Difícilmente podían
compararse al hedor hacinado de las alcantarillas que las circunstancias le
habían obligado, en alguna ocasión, a recorrer. Los cuerpos diseminados a
lo largo de la carretera y las cunetas aún no habían empezado a
descomponerse, por lo que su tufo no se sumaba todavía a la mezcolanza.
Algunos de los cadáveres exhibían evidentes señales de violencia; otros
parecían casi serenos, como si las víctimas, agotadas, sencillamente se
hubieran tumbado para reponer fuerzas.
Los vivos no permanecían impasibles ante la destrucción. Mortales de
ojos vidriosos abandonaban la ciudad tambaleantes, formando una corriente
impetuosa contra la que tenía que bregar Malachite. Ahora todos eran
iguales: mercaderes, campesinos y nobles, despojados de todo salvo lo que
podían transportar consigo, e incluso eso podría serles arrebatado por las
bandas itinerantes de cruzados, hombres que habían aceptado esgrimir la
cruz con el único fin de poder saquear con la bendición de Dios. También
las esposas y las hijas estaban sujetas al pillaje. Salvo las viejas más
avellanadas, todas las fugitivas se cubrían con velos o capuchas, por temor
a llamar la atención. No obstante, la mayoría de los latinos se encontraban
en el interior de la ciudad. El esplendor de los palacios y las basílicas
constituía una promesa mucho más tentadora que las magras pertenencias
de los refugiados. Aun así, las emigrantes gentes de Constantinopla
lanzaban sus maldiciones en voz baja, velando su odio y su resentimiento
con miedo y desolación. En ese momento el resonar de los cascos de unos
caballos sumió paulatinamente en el silencio a la marabunta; la carretera se
despejó de inmediato…
Hasta que hubieron pasado los caballeros con armadura. Clop-clop
clop-clop clop-clop. Los sincopados ecos de las pezuñas inundaron el
silencio. Los cruzados, gigantes de acero encumbrados sobre sus monturas,
emitían un fulgor rojo en plena noche, desenvainadas sus espadas.
Malachite se mantuvo apartado de los caballos, por miedo a que sus agudos
sentidos lo delataran. Sintió un fuerte impulso de perseguir a los guerreros,
de desmontarlos a la fuerza y abrirles las venas, aquellos saqueadores de su
ciudad y hogar, del Sueño. Se contuvo. Beneficiaría a sus fines el que se
mantuviera oculto a los ojos de los mortales. También debía pensar en el
muchacho que sostenía en brazos, y en los atribulados ciudadanos que sin
duda se verían implicados en una confrontación abierta. ¿Por qué deberían
sufrir más, por qué deberían producirse más muertes, tan solo para saciar su
sed de venganza? El trepidante clop-clop clop-clop de los caballos se perdió
a lo lejos.
Vacilantes, con cuentagotas, las personas salieron de sus escondrijos,
regresaron a la carretera, reanudaron su viaje hacia el oeste, hacia el norte,
lejos. Avanzaban como fantasmas, los mortales, con la cabeza agachada.
Malachite se movía sin ser visto entre ellos. Compartía su incredulidad, su
desconcierto, pero al contrario que ellos, no podía volver la espalda a las
murallas ni a la ciudad en llamas.
¿Qué pecado tan grande habremos cometido para que Dios lance este
castigo sobre nosotros?, se preguntó. A cada paso, escrutaba su propia alma
en busca de actos indignos que hubieran quedado sin confesar, en busca de
pensamientos teñidos de orgullo o avaricia. Durante siglos había estado
dispuesto a admitir sus afrentas para que Dios pudiera concederle la
redención… y el confesor del penitente no había sido otro sino el propio
patriarca, Michael, tocayo del arcángel más destacado del Paraíso, el
primero de los Cainitas, arquitecto, creador del Sueño.
¿Cómo han podido permitir que ocurriese esto?, pensó Malachite,
ampliando el abanico de posibles responsables: Michael, Cayo, Gesu. El
desconsuelo extendió su negra mano y asió su corazón. ¿Dónde estaba
Michael ahora? Sin duda Dios se encontraba en Su Cielo, pero ¿y el
patriarca? ¿Sería tal su hastío del mundo como para que aún ahora siguiese
dormido bajo la Iglesia de Hagia Sofía? Puesto que ni siquiera la progresiva
locura de su alma podría templar su mano si fuera testigo de la terrible
suerte que corría su ciudad. No lo sabe, decidió Malachite. Debo dar con él.
No habría cruzado que se atreviera a oponerse al cegador fulgor del
patriarca, reflejada la luz de un millar de soles en los tonos tintados de ese
cristal viviente. La ira que volcara sobre los enemigos de Constantinopla
demostraría ser tan implacable como incondicional era su benevolencia para
con los fieles.
Tengo que encontrar a Michael. Él enderezará las cosas.
Pero la convicción de Malachite era menos real que el cuerpo exhausto
que cargaba en sus brazos, y su rabia contra los invasores se atemperaba
con la vergüenza de no haber estado allí para plantarles cara, para perecer
en las llamas si hiciera falta, cuando todavía quedaba algo que su sacrificio
pudiera haber contribuido a salvar.
—No siento nada —dijo el muchacho—. No veo nada.
—Entonces calla —regañó Malachite, en voz baja—. Cuando hayas
recuperado las fuerzas, volverás a ver. —O puede que te libres de
presenciar esto, pensó, volviendo a ahuyentar las perspectivas más
pesimistas en cuanto hubieron cobrado cuerpo.
Continuó abriéndose paso a través de la marea de mortales, en dirección
al lugar del que ellos huían. Se apartaban de él, sin darse cuenta. Estaba
oculto a sus ojos, mas su sufrimiento ocupaba todo su campo de visión, una
persona tras otra, cientos de ellas, tal vez miles. ¿Adónde irían ahora que
sus hogares habían sido destruidos, saqueada su ciudad? Tal vez al este, los
que consiguieran encontrar un paso seguro por mar, hacia Nicea, como
habían hecho ya dos de sus recientes emperadores precediéndolos en su
huida, Alejo III y Alejo V Murzuphlus. Tal vez al oeste, como Alejo IV, que
había gobernado, si bien brevemente, entre los otros dos. ¿Cómo podía ser
que se hubiera envilecido y enrarecido tanto el mortífero juego de tronos
entre los regentes mortales del imperio y de las ciudades más importantes
de la Tierra, y que aún así, como siempre, fuera el pueblo llano el que
sufriera?
Somos nosotros los culpables, pensó Malachite. Los mortales y los
Cainitas no son más que dos caras de la misma moneda, observando el
mundo desde márgenes distintas de la muerte, inseparables hasta que Dios
se canse de Su Creación y forje una nueva. Hasta el último general, hasta el
último primo de la realeza nacido de noble cuna, tanto si lo sabía como si
no, cortejaba el favor de mecenas no-muertos, todos ellos en lid por
conseguir prominencia e influencia, todos ellos manipuladores, corruptores.
¿Y qué parte del Sueño es ésta? Una parte enferma, que devoraba el
corazón, que engendraba crueldad entre aquellos mortales que deberían ser
los más nobles.
Y nosotros, que tenemos la oportunidad de amasar la sabiduría que
otorga la eternidad, no somos mejores que ellos, enfrentándonos unos a
otros. Su raza le inspiraba vergüenza. Sin duda había que culpar de ello a
las principales familias del Triunvirato: Michael, cuya gloria solo era
igualada por su locura y su creciente distanciamiento de su ciudad; Cayo,
que jugaba con los generales y los emperadores como si de juguetes
tallados en marfil se trataran; Gesu, obsesionado por la vida interna de lo
Divino, ciego a cualquier amenaza externa.
Pero se unirán ahora que el principal peligro es evidente. Michael se
levantará y los guiará, decidió Malachite, del mismo modo que había creído
meses atrás que Michael saldría a dar la cara contra los latinos, cuando
éstos se hubieron presentado por vez primera ante los romaioi, la
ciudadanía de la Nueva Roma, en calidad de supuestos aliados. Sus
expectativas habían resultado ser falsas entonces, pero ahora… ahora que
ardían las hogueras, ahora que los augustos edificios de la ciudad
comenzaban a desmoronarse…
—El Sueño se muere —susurró el muchacho.
—Silencio, niño. —Malachite se estremeció. El joven era un tábano
para su consciencia. Pero he hecho cuanto he podido, pensó. Eran otros
como él, miembros de las familias menores, los que habían sabido
reconocer las amenazas a las que se enfrentaba el Sueño, los que habían
forjado una alianza secreta con la intención de conservarlo.
Actuamos demasiado tarde. El crepitar de las llamas así lo confirmaba.
Los gritos de angustia que guiaban a Malachite sonaban más cerca
ahora, aunque lo cierto era que nunca habían estado demasiado lejos,
transportados por el viento, penetrando en su corazón. Había seguido el
sonido mientras observaba las ominosas murallas de la ciudad y la
andrajosa procesión de humanidad que se vertía igual que manaba la sangre
de una herida abierta. La visión y el sonido eran uno, los aullidos
pertenecían a la ciudad misma, que se lamentaba de su violación.
Se apartó de la carretera principal, la Vía Egnatia, y aceleró el paso
entre las estructuras que permanecían aún en pie. Los incendios que habían
azotado esta parte de la ciudad ya casi se habían extinguido. Dio gracias por
ello. Los gritos y los quejidos eran los únicos habitantes que permanecían
en este barrio desolado, otrora un bullicioso laberinto de industria y oficios,
ahora una colección aleatoria de paredes de piedra derruidas, vigas
humeantes y talleres desiertos. Cuando el muchacho gimió por culpa de los
zarandeos, Malachite aminoró el ritmo. No tenía ninguna prisa. El sol
todavía tardaría varias horas en despuntar, y la muerte y el sufrimiento se
habían asentado para quedarse una larga temporada.
Los gritos procedían de un conjunto de edificios, un aserradero
despojado de madera por los cruzados, que lo habían regentado y utilizado
para construir sus máquinas de asedio. Era una cosecha bien distinta la que
se almacenaba ahora en los edificios y el aserradero: cuerpos, los de los
heridos y los moribundos. Los más fuertes de ellos, supuso Malachite, los
que padecían heridas más leves o simplemente estaban demasiado agotados
como para seguir adelante, se apiñaban al raso con nada más que una pared
a sus espaldas o lonas sujetas a pértigas a modo de refugio para guarecerse
del frío de principios de la primavera. Las madres amamantaban a sus
bebés. Los ancianos dormían, al igual que los niños, angelicales en reposo
sus rostros tiznados. Malachite esquivó el descampado. Demasiados
mortales en el mismo sitio. No era probable que repararan en su presencia,
tan solo otra alma desposeída que transportaba a un ser querido abatido,
pero si alguien llegara a fijarse en él, a confundirlo con un leproso, tal
vez… Las pasiones de los mortales eran impredecibles, y no convenía
enfrentarse a un gran número de ellos. En ocasiones como ésta, el mundo
era poco más que un montón de leña menuda, y bastaba la menor chispa de
pánico para iniciar una conflagración capaz de consumir la carne muerta de
cualquier Cainita.
Así que se coló por una puerta lateral en el edificio principal… y se
encontró inmerso en el seno de los torturados penitentes del Infierno. Los
gritos, ecos de los que había oído en la calle, reverberaban en todas las
paredes, en todo el techo. Empapaban la madera, traspasaban la piel. Había
cuerpos mutilados y destrozados tendidos sobre todas las superficies
disponibles: el suelo, mesas de trabajo, bancos. Y el penetrante aroma de la
sangre…
Malachite retrocedió, apretó el hombro contra el marco de la puerta
mientras molía su propia carne disecada entre los dientes. Ante sus ojos, un
médico se aplicaba con tesón al manejo de un serrucho por debajo de la
banda constringente de un torniquete, raspando el hueso. Otros dos hombres
sujetaban al paciente. Sus gritos entrecortados por accesos de tos rompían el
alma, pero el doctor retiró la sierra del corte y cogió impulso para volver a
la carga. La doctora. El médico era una mujer, descubrió Malachite
mientras intentaba concentrarse en la curva de su espalda, en su pelo
negro… no en las gotas de sangre que le salpicaban la cara, las manchas de
sus manos, muñecas y delantal, sangre seca bajo sus uñas…
¡Padre, ten piedad!
Pasó junto al quirófano a paso largo, lejos de la habitación. La siguiente
estancia no era mucho mejor. Los heridos se hacinaban tumbados o
sentados. El olor y el sabor de la sangre lo impregnaba todo. Los gritos,
ahora que había dado con su fuente de origen, transmitían una proximidad
insoportable… no el lamento colectivo de la ciudad como había supuesto,
sino las voces azuzadas por el dolor de mortales individuales, cada uno de
ellos con su vida y su historia, cada uno de ellos padeciendo sus propias
heridas, cada uno de ellos sangrando, derramando la sangre dadora de vida,
sustento de la vida.
Malachite dio un paso vacilante al frente. El muchacho… ¡vela por el
bien del muchacho!, se recordó. Escalones, una escalera estrecha a su
izquierda. Subió. Los enfermos y los heridos también llenaban la primera
planta, pero Malachite no sintió el fluir de la sangre fresca como ocurriera
abajo. La mayoría de estas personas probablemente habían ascendido las
escaleras por su propio pie. La plantilla de este hospital improvisado era lo
bastante reducida como para no prolongar los casos más graves más de lo
necesario. La mayoría de los pacientes dormían, ajenos al incesante griterío
de los que sufrían. Al reparar en la atónita expresión de uno de los
cuidadores, no obstante, Malachite comprendió que su máscara mortal se
había disuelto al flaquear su concentración, tal era la agitación que lo
embargaba. Estaba expuesto. Con presteza pero torpemente, con el
muchacho aún en brazos, se acomodó la capucha para camuflar su cabeza
esquelética, los afilados colmillos, la nariz aguileña, los ojos hundidos y la
piel tensa y quebradiza, que se resquebrajaba y desprendía con cada uno de
sus movimientos. Sus manos eran poco mejores: una colección de venas
abultadas y piel fina como el papel que apenas ocultaba el hueso.
Asimismo, escondió los horripilantes rasgos del muchacho con un giro del
hombro.
—¿Malachite? —susurró el cuidador, sobrepasado su pasmo por algo
parecido a la devoción.
Malachite reconoció entonces al hombre, un monje, recién llegado a la
familia, no Cainita sino nutrido con sangre. Ensayó un brusco y veloz gesto
con la mano que comprendería cualquiera de los suyos, de significado
inequívoco: Trae sangre. Enseguida. Con un rápido vistazo para asegurarse
de que nadie más le había reconocido —por lo que era, ya que no por quién
era— abandonó la estancia. Restaurada su fachada humana, encontró otra
sala más pequeña, ésta con una escalerilla que conducía hasta el techo. Una
mujer y un anciano, junto a tres niños pequeños, dormían distribuidos por el
suelo. Malachite se tranquilizó y despertó a la mujer con suavidad.
—Disculpe, hermana —dijo cuando la desconocida hubo abierto unos
ojos somnolientos—. La doctora me ha dicho que utilizara este cuarto. El
muchacho está enfermo y no puede tener compañía. Mantenga lejos a sus
hijos. —Aun en la sombra, el muchacho que sostenía en sus brazos parecía
enfermo, demacrado y mortalmente pálido. La mujer se apartó—. Hay sitio
al otro lado de la sala, si lo desea —añadió, con amabilidad.
La mujer hizo caso de su consejo, reunió a sus pequeños junto a su falda
y los sacó de la habitación junto a su maltrecho padre. Malachite tendió al
muchacho en el suelo, tras colocar un saco bajo su cabeza a modo de
almohada. Un momento después, el monje se reunió con ellos y cerró la
puerta. Cargaba en sus brazos con otro anciano, apergaminado, que entregó
a Malachite.
—¿No lo echarán de menos?
El monje negó con la cabeza.
—Se debilita a cada hora que pasa. No vivirá para ver la luz del día. —
Se santiguó—. Que Dios se apiade de su alma.
—Que se apiade de la nuestra —dijo Malachite. Tumbó al anciano en el
suelo junto al muchacho, con la esperanza de que la sangre, aun débil, lo
sacara de su letargo.
Mas el joven no se movió. No se acercó al cuerpo casi exánime, no se
alimentó.
—No sé qué le ocurre —admitió Malachite, respondiendo a la pregunta
no formulada, que habría permanecido sin formular, puesto que el monje
jamás habría hablado a menos que se le diera permiso… no en presencia de
Malachite, patrón de los Nosferatu de la ciudad y favorito de Michael—.
Regresábamos a la ciudad. Yo me había… marchado. —Había sido
expulsado, pensó, apesadumbrado por el hecho—. Sabíamos que los latinos
habían penetrado las murallas y habían entrado en la ciudad durante el día.
Él y yo comentábamos si el emperador Murzuphlus continuaría la
resistencia en las calles, de casa en casa, cuando… el muchacho se
desplomó. Fue como si le hubieran abandonado las fuerzas. —Y su visión,
pensó. Él, que ha sido mis ojos en la distancia. He llegado a depender de él.
—He visto a otro como él en estos últimos días —dijo el monje, con
voz exhausta y desolada por los horrores que había presenciado—.
Mortales, me refiero… que habían renunciado a toda esperanza.
—¡Aún queda esperanza! —rugió Malachite, súbitamente enfurecido,
golpeando con la fuerza del relámpago, clavando al monje a la pared por el
cuello. Los colmillos del Cainita comenzaron a asomar, traspasando una
carne tan agrietada como el desierto cocido por el sol. Tras un momento, las
fútiles boqueadas del monje devolvieron a Malachite el control sobre sí
mismo. Obligó a la Bestia a retroceder, se retiró al otro lado de la
habitación, con el rostro vuelto hacia la pared—. Perdona —se disculpó,
estremecido—. La sangre… abajo. Me…
El monje continuaba respirando con dificultad. Se esforzó por hablar
entre accesos de tos.
—¿Necesitáis más?
—No. —No sentía la necesidad de alimentarse. Estaba acostumbrado a
desoír la llamada; no tanto como los monjes Obertus que seguían las
enseñanzas del ascético Gesu, pero tampoco era ningún babeante vampiro
latino, acostumbrado a los banquetes de sangre del obispo Alfonso.
—Murzuphlus ha huido de la ciudad —aventuró el monje, todavía
vacilante.
—¿Ha huido, ahora? —dijo Malachite, ansioso por concentrar sus
pensamientos en otros asuntos. Así que Alejo V Murzuphlus había
desaparecido, usurpador del usurpador de un usurpador, espantado de su
trono de oro. ¿Y de quién había sido el títere? De Alfonso, quizá, para que
la ciudad fuera caer por seguro en manos de sus hermanos venecianos; o tal
vez de Cayo, o de alguno de sus numerosos y belicosos subalternos.
Malachite prefería las cloacas al hedor de la política y la forja de reyes. Si
fueran más los Cainitas que compartieran sus sentimientos, quizá la ciudad
de oro no yacería ahora postrada a merced de los estragos de falsos
cristianos—. El muchacho no desea alimentarse —dijo, asqueado, sin
querer pensar en el destino de la ciudad y sin conseguir siquiera algo tan
nimio—. Vigílalo —ordenó al monje, antes de girarse para subir por la
escalerilla hasta el tejado. Se detuvo frente a la trampilla y volvió a mirar al
monje, ese sirviente amamantado con sangre de Cainita—. Perteneces a la
orden de fray Raymond. —El monje asintió—. ¿Está…?
—Sobrevivió al ataque inicial —respondió el monje, solícito—. No
como otros muchos. Nos despidió con instrucciones de ayudar a paliar el
sufrimiento allí donde lo encontráramos.
Por primera vez en toda la noche, Malachite experimentó una breve
punzada de esperanza. Su amigo y protegido, fray Raymond, no había
sucumbido. Seguía al frente de la Orden de San Ladre. Los caballeros
leprosos seguían esforzándose por ayudar a las víctimas de las
circunstancias, aunque en esta época de cataclismos sin duda las víctimas
superaban por cientos a los victoriosos. Es un deber que yo debería estar
cumpliendo, se recriminó. Pero no tenía otra opción. Michael le había
alejado de la ciudad. ¿Cómo podría haber reunido fuerzas para oponerse a
los deseos del patriarca? Los pensamientos de Malachite mientras
permaneció agarrado a la escalerilla volvieron a fijarse en el posible
paradero de Michael. Debo encontrarle, y pronto. Había transcurrido mucho
tiempo desde que Malachite se hubiera visto obligado por última vez a
pensar en términos de noches y semanas en vez de en años, pero eran los
mortales los que tenían ahora la iniciativa, y eran unas criaturas muy
presurosas.
Dio la espalda al monje, abrió la trampilla y subió al tejado plano. Al
hacerlo, cambió el olor de la sangre, aquella enorme tentación para su
cuerpo, por el espectáculo del humo que se encumbraba sobre las murallas
de la ciudad, todo un mazazo para su alma. Intentó planificar la estrategia a
seguir en las noches que se avecinaban, pero el amortajado escenario que se
desplegaba ante él era una severa recriminación de sus anteriores fracasos.
No había conseguido penetrar la creciente enfermedad de Michael y
advertirle de cuántos Cainitas habían perdido el Sueño de vista. No les
importaba nada una ciudad de belleza infinita, un reflejo del gozo divino,
un tributo a Dios que estaba destinado a perdurar a través de las eras.
Incluso entre las familias más privilegiadas del Triunvirato, la temeridad
y el desapego se habían convertido en la tónica general. De los Toreador de
Michael, el diligente Petronio era el único que se había negado a enterrar la
cabeza en la arena e ignorar el faccionalismo que arrasaba la ciudad, con los
turcos ejerciendo presión desde oriente, los eslavos y los francos desde el
norte y el oeste. Pero Petronio tenía las manos atadas por el manto de
liderazgo que se había arrogado Michael y había apelado al escurridizo
Magnus en busca de ayuda y solaz… como si se hubiera contado alguna vez
un alma digna de confianza en el seno del clan Lasombra. Bien sabía
Malachite que no era ése el caso.
Gesu y su Obertus Tzimisce, mientras tanto, ni se molestaban en
abandonar las murallas del monasterio de san Juan el Estudioso. De hecho,
Gesu había cerrado las puertas a todos los extraños, dando la espalda a la
ciudad así como a sus responsabilidades como líder de una familia de la
Trinidad. Sus congéneres, Simeón y Myca Vykos, si bien no se habían
dejado consumir por los misterios monásticos y resultaban más accesibles,
habían sido incapaces de sacar a Gesu de su ostracismo.
Los Ventrue antonianos eran aún peores. Cayo pretendía —o puede que
lo creyera de verdad— que gobernaba a la familia con mano de hierro, pero
que librar escaramuzas y efectuar insignificantes maniobras entre los
prefectos era algo extendido. Y en cuanto a los asuntos imperiales y
militares, el propósito ostensible de la familia, las pruebas eran
condenatorias: Cuatro emperadores distintos habían llegado a ocupar el
trono en apenas el transcurso del último año, y los invasores habían
traspasado las murallas y ahora incluso saqueaban la ciudad.
Nada de todo esto tenía que ocurrir, pensó Malachite. Aun así había
visto cómo se fraguaba durante décadas: los desacuerdos políticos entre los
mortales, las exigencias de los bárbaros que reclamaban cada vez más de las
lejanas y luego no tan lejanas posesiones del imperio a cada año que
pasaba, el detrimento de la economía local por culpa de los privilegios
concedidos a los deleznables venecianos mientras las arcas del imperio
sonaban a hueco. Malachite y muy pocos más habían visto venir el peligro.
Habían formado su propia Trinidad secreta, con la esperanza de evitar el
desastre, pero éste se había producido demasiado pronto.
Y ahora arde la ciudad.
Volvió la vista hacia el este, hacia las inmensas construcciones
defensivas, hacia el humo que se levantaba encima y detrás de ellas. Nunca
en más de tres siglos y medio se había visto obligado a contemplar aquellas
murallas y preguntarse qué quedaría en pie al otro lado, qué quedaba en pie
de su ciudad, del Sueño.
Desde abajo, unas voces atrajeron su atención de nuevo al improvisado
hospital. Voces… ¿el muchacho y el monje? ¿Se habría alimentado el joven
y recuperado parte de sus fuerzas? No. Malachite reconoció la suave voz
del monje, pero las demás palabras no eran pronunciadas por el muchacho.
—Por supuesto que no pienso mantenerme alejada de ellos —protestaba
una mujer, impaciente—. Apártate si no vas a ser de ninguna ayuda.
Malachite regresó a la escalerilla de inmediato para descender a la
estancia con el extraordinario furtivismo de la sangre; ni el monje ni la
mujer arrodillada junto al muchacho y al anciano lo vieron.
—Ambos están muertos —dijo la mujer, aunque observaba fijamente al
muchacho, con el ceño fruncido. Sostenía su mano en la de ella, tanteando
en busca de un pulso inexistente—. Aunque parece que éste aún no lo sabe.
—El muchacho tenía los ojos abiertos y los movía ligeramente mientras la
contemplaba.
—¡Aléjate de él! —ladró Malachite, saliendo en defensa de su chiquillo.
El monje retrocedió de un salto, obedeciendo sin hacer preguntas.
También la mujer se sobresaltó, pero no cedió terreno… ni tampoco expresó
más que el más leve asombro ante la repentina aparición de Malachite, de
su semblante inhumano.
—No creo que pueda hacerle ningún daño —dijo, poniéndose de pie.
No era joven según los estándares mortales. Tal vez hubiera vivido una
década por cada siglo de edad de Malachite. Sus rasgos eran judíos, y
Malachite reconoció en ella a la doctora que había visto en la planta baja.
Mechones grises jaspeaban su cabello negro, recogido con severidad en la
nuca. Las arrugas que surcaban su rostro estaban cinceladas a conciencia,
en las comisuras de sus ojos y su boca, y en su frente. Se había lavado las
manos, pero la sangre seguía moteando sus mangas.
—Éste no es lugar seguro para una mujer —dijo Malachite—, y menos
para una hija de Sara. —Se interpuso entre ella y el muchacho y se arrodilló
junto a los dos cuerpos del suelo. El anciano estaba muerto, sin duda, pero
el muchacho todavía no se había alimentado; estaba igual de débil que
antes.
—¿Y dónde preferiría que estuviera? Estuve en Acre cuando Ricardo
Corazón de León conquistó la ciudad —dijo la mujer, encogiéndose de
hombros—. Cuando los cristianos reclaman lo que creen que les pertenece
por derecho, la Judería no es exactamente el refugio más seguro.
Malachite la observó con intensidad, impresionado tanto por el temple
de su voz como por el modo en que le sostenía la mirada, sin parpadear. No
le ahorró los rasgos esqueléticos, la boca cuajada de colmillos disparejos.
—Cierra la puerta —pidió al monje, que obedeció—. No son
verdaderos cristianos aquellos capaces de saquear el mayor lugar de culto a
Dios aquí en la Tierra.
Su tono la desafiaba a contradecirle.
La mujer respondió sin comprometerse.
—Los señores de la ciudad pueden cambiar de hábito, pero la vida de
mi pueblo seguirá siendo la misma.
Malachite reconoció la verdad de sus palabras. Aunque los judíos
estuvieran equivocados al negarse a reconocer a Cristo como Mesías,
Malachite les concedía el respeto que se merecía el esqueje del que había
brotado la rama de David. Había muchos Cainitas que no eran tan
generosos; también muchos mortales.
—¿Cómo te llamas?
—Miriam de Damasco.
—Doctora.
—En efecto.
Malachite volvió a sentir la sangre. Las pegajosas manchas resecas del
delantal eran más que suficiente para atraer su atención, ya que no, ahora
que había recuperado la compostura, para provocarle una incomodidad
aparente.
—No te doy miedo.
—La muerte tiene muchas caras.
—Algunas más fáciles de contemplar que otras.
—El resultado, al final, es el mismo. He visto la muerte muy de cerca,
la he burlado muchas veces en beneficio de los demás, así que cuando
venga a por mí…
Volvió a encogerse de hombros, no en ademán despectivo sino
resignado.
—La abrazarías —aventuró Malachite.
—No. Eso es algo muy distinto. —Miró al monje de soslayo,
preguntándose quizá qué relación tenía con esta criatura de muerte que
hablaba con ella.
—Hay más —dijo Malachite. No le resultaba tan difícil conocer los
pensamientos de una mortal.
Miriam asintió, tan resignada a sus palabras como parecía estarlo a su
inevitable muerte.
—Conozco a los de tu especie. Me he encontrado con una. Aprendí
mucho de la muerte, y de la vida, junto a ella.
—¿Cómo se llama?
La mujer vaciló, sopesó sus opciones.
—No voy a desvelarlo.
Malachite sonrió, aunque lo cierto es que la mujer no tenía manera de
reconocer la retorcida expresión por lo que era. La ata el juramento de
sangre, pensó. No delatará a su señora, no puede traicionarla. No insistió en
conocer la respuesta. A decir verdad, ya sospechaba cuál podía ser la
identidad de su patrona, y su suposición le embargaba de presentimiento.
Lady Alexia Theusa, el solitario miembro de la familia Capadocio, había
ejercido como médico para los emperadores, directa o indirectamente,
durante años. Una Cainita tan antigua —mucho mayor que Malachite—
cuando buscaba la compañía de mortales tendía a escoger a aquellos que
compartían cualidades o habilidades similares a las propias. También
Miriam era médico. Era testaruda, quizá una solitaria, según podía
aventurar Malachite. Todos estos ingredientes podían haber despertado el
interés de lady Alexia, cuyas inescrutables maquinaciones sin duda
atraparían y terminarían por consumir al mortal, en cuerpo y alma.
Antes de que pudiera hacer ningún comentario al respecto, no obstante,
ladeó la cabeza, súbitamente consciente de algo más aparte del humo y del
sonido del sufrimiento humano que transportaba la brisa. Por segunda vez,
subió por la escalerilla hasta el tejado y se detuvo para escuchar la noche…
Ahí. Cascos de caballos resonando contra los adoquines,
aproximándose.
Miriam y el monje ghoul de fray Raymond estaban cerca de su espalda.
Al cabo de un momento, también ellos oyeron el ruido. No mucho después,
las armaduras de los caballeros se hicieron aparentes.
—Aquí no hay riquezas que puedan saquear —dijo el monje.
—Sería mejor que las hubiera. —El rostro de Miriam evidenciaba su
preocupación—. Podrían coger lo que quisieran y marcharse.
Malachite no sentía ningún deseo de encontrarse con un cruzado, ya se
tratara de un bandido oportunista que portara el manto de la cruz, o de un
pío guerrero impulsado por un celo sagrado.
—Son de la sangre —dijo una voz a sus espaldas. Los tres observadores
giraron sobre sus talones para encararse con el muchacho. De alguna
manera, había conseguido trepar por la escalerilla y llegar al tejado. En sus
ojos titilaba el menguante vestigio de la consciencia—. Son de la sangre, y
desean destruirnos.
Capítulo dos
Había sido buena idea, decidió Malachite, que la mujer se hubiera quedado
atrás, puesto que él se preparaba para abandonar la tierra de los vivos.
Sintió al principio que estaba dejándola en la estacada, abandonándola a su
suerte. Había hecho lo mismo con el resto de los ocupantes del aserradero,
desde luego. Y con el monje. No le había quedado otra elección. No había
manera de que hubiera podido salvar a todos los mortales. Aun en las
noches previas a la llegada de los malditos cruzados a los puertos de
Constantinopla, los mortales sufrían y morían. La vida, al igual que la
no-vida, era cruel. Pudiera haberlo sido algo menos si hubieran sido menos
los Cainitas que utilizaban el Sueño como excusa para conseguir sus
propios objetivos, si hubieran sido más los que hubieran puesto en práctica
las lecciones de Michael acerca de la belleza y la perfección espiritual. La
mano reveladora del patriarca había modelado una sociedad de mortales y
Cainitas que podrían haberse enriquecido mutuamente, donde la gracia
eterna de los segundos habría proporcionado una especie de puente
mediante el cual la finita vitalidad de los primeros podría haber alcanzado
la trascendencia.
Mas la ciudad ardía.
Tal vez nos merezcamos este castigo, caviló Malachite. En lugar de
guiar a los mortales, los Cainitas habían derivado hacia extremos
perniciosos de abuso y negligencia. Por una parte, el obispo Alfonso
celebraba banquetes de sangre en el barrio latino, sacrificando a los
mortales por docenas en el altar de su megalomanía; por otra, el angelical
Gesu daba la espalda por completo a los mortales, haciendo caso omiso
tanto de las necesidades como de los peligros de la humanidad.
El humor de Malachite se ensombrecía conforme atravesaba a
hurtadillas la ciudad al otro lado de la muralla… o lo que quedaba en pie de
ella. A esta sección se le había asignado el papel de tierra baldía, atrapada
entre los sitiadores y los sitiados, sufriendo la destrucción a manos de
ambos bandos mientras éstos intentaban herirse y asesinarse el uno al otro.
El espectáculo de las ruinas humeantes, un mosaico de calles y escombros,
inspiraba en Malachite el temor a lo que pudiera encontrar en la ciudad
propiamente dicha. De vez en cuando remitía el miasma cuasi onírico que
lo embargaba, y podía ver el paisaje arrasado como si fuera por primera
vez. El insoportable peso de la realidad le encorvaba los hombros, le
oprimía el pecho como si intentara exprimir cuanta vida hubiera en él, más
de trescientos años después de que hubiera exhalado su último aliento.
Muchos de los cuerpos que encontró estaban quemados, calcinados
hasta el punto de resultar irreconocibles. Le pareció que algunos de ellos
tenían los rasgos de Miriam, pero la pasajera ilusión obedecía tan solo al
efecto causado por el humo, las sombras y las brasas azotadas por el viento.
Ha sido buena idea que se quedara, pensó. No podía comprometerse con
el destino de una sola mortal. Michael había vislumbrado la verdad: que la
humanidad en su conjunto era el protectorado de Caín, suya por derecho de
nacimiento, su protegida. Caín, al igual que sus descendientes, había
pecado. Y del mismo modo que el pecado de haber abatido a su hermano
reclamaba su dominio sobre la mortalidad, también era su penitencia, y la
de sus sucesores, cargar con los grilletes del dominio sobre los mortales.
Nacidos de la sangre, tal era el legado de los chiquillos de Caín.
Los mortales, la humanidad. Una sola mujer, una judía, no era gran cosa
cuando estaban perdiéndose miles de vidas. Además del Sueño.
Puede que también el muchacho pereciera. No había hablado ni abierto
los ojos desde que se alimentara con la sangre de la muñeca de Malachite.
¿Sabré si está a punto de abandonarme? ¿O me despertaré y veré un montón
de polvo allí donde lo tumbé por última vez?
La pregunta estaba preñada de ominosas implicaciones, puesto que el
joven era uno de tres hermanos, rezagados los otros dos tras la huida de los
Nosferatu de la ciudad. Malachite no había vuelto a saber de ellos, y si, al
igual que su hermano, habían caído víctimas de una imprevista y repentina
aflicción…
La ignorancia era una tortura. Sin embargo, mientras Malachite
observaba el humo que se elevaba sobre las murallas de la ciudad, y los
cuervos que volaban en círculos a la espera de rebañar los huesos del
Sueño, comprendió que la certeza podía ser peor. La certeza podía destruir
toda esperanza.
Encontraré a Michael. Él encontrará una solución. Él sabrá qué es lo
que aflige al muchacho. Él sabrá qué hacer para salvar la ciudad.
Los tres primeros edificios que había buscado habían sido destruidos.
Los dos primeros habían ardido. El tercero, hogar de un mercader
adinerado, era poco más que un montón de piedras y restos de mampostería.
Puede que hubieran derribado las murallas e introducido una catapulta
desde la que arrojar las rocas durante el asalto a la ciudad. Sin duda alguna,
los posibles que no hubiera podido llevarse consigo el mercader habrían
sido robados por los cruzados o los desesperados refugiados.
El cuarto edificio que buscó Malachite, la tienda y taller de un tonelero,
seguía en pie. Descubrirlo le causó no poco alivio, puesto que al sol le
faltaban menos de dos horas para coronar el horizonte oriental. El
establecimiento no había salido ileso. Dos de los cobertizos habían ardido
—ya no eran más que cimientos de piedra— pero el fuego no se había
propagado a las demás estructuras. La mitad inferior de la tienda y el taller
era de piedra tosca, y de madera a partir de ese punto hacia arriba.
Ahora que se encontraba lejos de las carreteras principales, el flujo de
refugiados, la lastimera oleada de sufrimiento humano, Malachite se sintió
sobrecogido por el silencio que lo envolvía. En el pasado, siempre que
paseaba por estas calles, incluso a altas horas de la noche, había percibido
los inconfundibles sonidos de la presencia de humanos: voces tras puertas
cerradas, juerguistas que regresaban a sus hogares, trabajadores que
madrugaban para iniciar temprano la jornada, un pescadero que intentaba
endosar los restos de la mercancía del día anterior a algún comprador
inexperto. Esta noche no había nada. Los residentes se habían marchado,
habían sido expulsados o asesinados. También los cruzados estaban
ausentes… lo que no impedía que Malachite siguiera en guardia y atento al
ruido de los caballos o de las botas de la infantería. Era probable que ahora
estuvieran todos en la ciudad, exhaustos en su mayoría tras una noche de
pillaje y libertinaje, mientras los Cainitas entre sus filas buscaban la
seguridad de los refugios en los que pasarían el día. El silencio asolaba las
calles, las tiendas y los hogares.
Así sería el mundo si lo dejaran en nuestras manos. Mudo, roto, muerto.
El cazador no podía sobrevivir mucho tiempo sin nada que cazar. ¿No se
daba cuenta el obispo Alfonso; sacrificaría a los mortales como si de reses
se trataran por capricho? ¿O Cayo y los de su ralea, dispuestos a enfrentar al
ganado contra el ganado para conseguir sus mezquinos objetivos? ¿O
incluso Gesu que, pese a su laureada sabiduría, se negaba a comprender que
había que proteger a los mortales de ellos mismos? Y de nosotros.
Michael sabía todas estas cosas. El ataque a esta ciudad lo sacará de su
estupor. Él se ocupará de estos imprudentes violadores del Sueño.
Un súbito espasmo de tos convulsionó al frágil muchacho que sostenía
en sus brazos. El antiguo Cainita se crispó, temiéndose que éste pudiera ser
el último… pero el pequeño volvió a sumirse en su profundo letargo.
Malachite lamentaba profundamente no poder aprovechar la vista del
muchacho.
Al acercarse al almacén, reparó además en la inusitada ausencia del
tonelero. Al igual que los demás mortales de esta parte de la ciudad, se
había ido. ¿Desaparecido, huido, oculto, muerto? Resultaba imposible
saberlo.
La gran puerta de madera que solía cubrir la entrada del taller yacía en
el suelo no muy lejos, arrancada de su quicio y decorada con un mosaico de
embarradas huellas de pies y pezuñas. Asimismo, Malachite distinguió las
huellas de una carreta. Podía imaginarse los detalles de la moralidad que
debía de haber tenido lugar aquí: los bandidos latinos derribaban la puerta,
embargados por la codicia ante la perspectiva de un almacén lleno de
tesoros, únicamente para descubrir que todos los toneles del interior estaban
vacíos. Contuvo la risa al imaginarse la consternación, pero su buen humor
no tardó en evaporarse. Lo único que quedaba en el almacén era un puñado
de barriles rotos, destrozados en represalia, sin duda. Los francos se habrían
llevado los toneles vacíos para cargar víveres o almacenar el fruto de su
pillaje en la ciudad. Al final habían sido los últimos en reír.
Todavía no, juró Malachite. Éste no es el final.
No se preocupó de amortiguar el eco de sus sandalias al pisar el suelo
de piedra mientras se acercaba a la parte trasera del almacén. Una vez allí,
se arrodilló y empujó una losa suelta en la parte baja de la pared, antes de
girar una segunda, y luego una tercera, todas en el orden debido. El
chasquido de un pestillo al liberarse sonó tan apagado que, de no haber
sabido qué esperaba escuchar, probablemente no lo hubiera oído. Tampoco
la roca plana que hacía las veces de puerta de la trampilla se abrió de golpe.
Se encontraba a varios metros del mecanismo de apertura y, aunque ahora
se había liberado, seguía sin distinguirse apenas de las que la rodeaban. Sin
soltar al muchacho inconsciente, Malachite levantó la portilla con una
mano. Descender por la angosta abertura, cerrar la trampilla y bajar por la
escalerilla sin soltar al joven exigió algo de cuidado, pero lo logró.
La oscuridad absoluta del túnel se ajustaba a Malachite como una
segunda piel. Las tinieblas no suponían ningún obstáculo para sus ojos de
vampiro, y descubrió que pensaba con más claridad sin tener que presenciar
el inquietante espectáculo de las Murallas de Teodosio II traspasadas y el
humo que se encumbraba al otro lado. Volvía a sentirse relativamente a
salvo, seguro de que la caballería latina, aunque descubrieran alguno de los
túneles, sería completamente ineficaz aquí abajo. Eso no quería decir que
los pasadizos subterráneos estuvieran exentos de sus propios peligros, pero
la ecuanimidad de los túneles, comparada con el solevantamiento de la
superficie, lo reconfortaba. Aquí casi podía fingir que todo seguía como
siempre, antes de que llegaran los llamados cruzados, alejados de su
intención original de reconquistar Tierra Santa. Estos túneles de la periferia
habían permanecido imperturbables durante años: su construcción no era
tan delicada como las conexiones secretas entre las villas del Gran Palacio,
pero resultaban espaciosos y rectos. Solían frecuentarlos sobre todo fray
Raymond y sus seguidores. Los caballeros, monjes y curanderos, tanto
Cainitas como ghouls, servían casi en completo anonimato entre los
partidarios mortales de la Norma de san Ladre, y los lazaretos que
regentaban, único refugio y solaz para más de un leproso, se erguían
comprensiblemente en las afueras de la ciudad. El monje que había
conocido Malachite esta noche bien pudiera haber cruzado este mismo túnel
o uno de los adyacentes.
Otra alma por la que deberán responder los francos, pensó Malachite,
deseando haber preguntado al hombre cómo se llamaba, acordándose de la
generosidad y fe de la que había hecho gala el monje ante la muerte. Rara
vez, por cierto, se equivocaba fray Raymond en su elección cuando decidía
Abrazar a alguien para que sirviera en la orden con carácter más
permanente. La pérdida del monje sería sufrida por los hospitalarios de san
Ladre y por la ciudad. ¿Pero acaso importa ya algo de eso?
Al instante se santiguó como mejor pudo sin soltar al muchacho. Dame
fuerzas, Padre. Perdona mi falta de fe.
Sus desgastadas sandalias lo conducían deprisa ahora por los familiares
túneles. Permitió que la oscuridad le sirviera de escudo para mantener a
raya los pensamientos impuros. Debo mirar hacia delante. Lo hecho, hecho
está. No podía retroceder en el tiempo para que los latinos no hubieran
atacado la ciudad. No podía restaurar al patriarca estos últimos años
embozados en la locura. Pero si pudiera encontrar a sus aliados, encontrar a
Michael, ambos decidirían cuál sería el mejor curso de acción a emprender
para salvar la ciudad, para salvar el Sueño. Cabía la posibilidad de que los
francos siguieran su camino enseguida, quizá por fin en dirección a Tierra
Santa, o que regresaran poco a poco a sus tugurios franceses o alemanes.
Aun cuando los cruzados mortales retuvieran el control de la ciudad, podría
reconstruirse la sociedad, el Sueño podría resistirlo. En cierto modo, la
identidad de quien ocupara el trono influía sorprendentemente poco en el
estilo de vida del pueblo… y en la conducta de aquellos que se alimentaban
del pueblo.
Sí, ésa es la clave, se dijo. Encontrar a Michael, pero también tengo que
reunir a mis aliados. Tal vez fray Raymond pueda cuidar del muchacho por
el momento. Y el barón. La Ciudadela de Petrion no está tan lejos. Un
puñado de sus Gangrel podrían garantizar que yo llegara a salvo al Gran
Palacio. No había forma de saber, a fin de cuentas, cuán peligrosa
exactamente se había vuelto la ciudad. Dar por supuesto que las redes de
túneles eran seguras sería una temeridad. Desde allí podría haber llegado
prácticamente hasta el refugio de Natalya en la basílica del senado, y al de
Michael en Hagia Sofía. El barón Gangrel Thomas y la Brujah Natalya
habían sido sus aliados en la alianza secreta previa a este cataclismo, y sin
duda se unirían ahora al patriarca. Pensar en salvar el Sueño levantó el
alicaído ánimo de Malachite y disipó por completo la ansiedad derrotista
que lo había agobiado durante toda la noche. Podía alcanzar uno de los
escondrijos próximos de Raymond en cuestión de una hora y pasar allí el
día.
—Aún hay esperanza —susurró al muchacho, abrazándolo con más
fuerza. Pero cuando se hubo apagado el eco de sus apagadas palabras, se
detuvo…
Unos tenues arañazos llegaron hasta sus oídos… tenues pero cada vez
más fuertes, más próximos, y deprisa. Uñas o garras contra la piedra. Un
gran número de garras, tal vez una manada de perros. No se trata de perros,
comprendió Malachite cuando divisó al fin las formas a lo lejos, corriendo
enloquecidas en su dirección en medio de la oscuridad. Lobos.
Lo primero que pensó fue que su suerte debía de estar cambiando, que
los Gangrel del barón habían dado con él… pero la carga de los lobos le
causaba cierta inquietud. Conforme se aproximaban, sus rugidos y
furibundos gruñidos se tornaban más evidentes. De pensar que su suerte
había cambiado pasó a creer que se le había agotado por completo. Solo, tal
vez hubiera podido despistarlos, a pesar de que parecía obvio que habían
captado su rastro. Pero el lastre del muchacho…
¡Creen que soy un intruso, uno de los francos! Malachite dio un paso al
frente, con aplomo, levantando una mano.
—¡Soy un amigo! —exclamó.
Sus palabras se perdieron en medio de los rugidos y el chasquido de las
fauces que volaban a su encuentro.
Capítulo cuatro
Malachite siguió sin creer que fueran a atacarle hasta el último instante. Se
darían cuenta de quién era; renunciarían a su asalto. Pero no fue así. Solo
cuando los colmillos desnudos hubieron centellado tan cerca que pudo
contarlos se sobrepuso el instinto paternal a la incredulidad. Giró en
redondo, protegiendo con su propio cuerpo al muchacho que sujetaba en sus
brazos. El impacto del primer lobo lanzó a ambos al suelo. Los dientes
desgarraron la gruesa túnica, redujeron a jirones el tosco tejido, no
encontraron resistencia en la frágil carne que cubría. Unas poderosas
mandíbulas se cerraron en torno a su hombro, su brazo, su pie, lo
sacudieron con una fuerza tan terrible que habría bastado para romper sin
dificultad el cuello de una criatura más pequeña.
Malachite envolvió al muchacho con su cuerpo, se defendió con sus
propias garras cuando atacaron los lobos. Pero el asalto provenía de todas
direcciones. Un feroz tirón en su brazo…
Otro conjunto de fauces se ensañó con su capucha, luego con su rostro.
Una enorme presión en la nuca, el cuello, unos dientes le traspasaron el
cuero cabelludo…
—¡Basta! —La voz resonó en el túnel igual que el repicar de las
campanas mayores de una basílica, ahogando los rugidos, el chasquido de
los colmillos, el crujido de la carne seca desgarrada—. ¡Basta! —se escuchó
de nuevo, esta vez seguido de un gañido de dolor, de un golpe que encontró
su blanco… y cesaron los tirones en el brazo de Malachite. El lobo
amonestado se retiró.
Persistía la tremenda presión ejercida sobre su nuca: dientes, alfileres
hambrientos de más, capaces de más, pero inmovilizados por la orden.
Espumarajos calientes le bañaban la cabeza. La presión se mitigó
lentamente, hasta desaparecer, dejando tras de sí solamente la saliva y las
perforaciones.
Escatimando movimientos, Malachite intentó auscultar al muchacho.
Parecía intacto, afortunadamente ileso.
—Levántate —conminó la voz que había apaciguado a los lobos.
Malachite la reconoció esta vez. Giró la cabeza con dificultad,
obstaculizado en un principio por las puñaladas de dolor que le perforaban
el cuello. Había tres Cainitas de pie ante él, donde antes se encontraran los
lobos.
—Verpus Sauzezh. Soy yo, Malachite. —Así que se trataba de un
asunto de confusión de identidades, comprendió, enfadado pero aliviado por
el hecho de que la confusión se hubiera resuelto. Verpus era uno de los
hombres del barón, un turco, traído a la civilización procedente de los
bosques de Anatolia. Estos Cainitas eran aliados de Malachite.
—Ya sé quién eres —repuso Verpus, sus palabras tan frías como el
acero desnudo—. Levántate.
La ira de Malachite se avivó ante la falta de respeto que se le profesaba,
a él, miembro de una familia hermana. Se mordió la lengua, no obstante,
mientras las implicaciones de la actitud de Verpus desfilaban por su mente.
—¿Se encuentra bien el barón? —preguntó bruscamente, implicando de
forma inconfundible que este tratamiento llegaría a oídos del cabeza de
familia de Verpus.
—He dicho que te levantes.
¿Cómo se atreve a darme órdenes? El tono amenazador del turco
alimentaba su rabia. Pero frente a tres Gangrel dispuestos a saltar sobre él,
se imponía postergar el debate. Comenzó a incorporarse… y descubrió
gracias a las punzadas de dolor de sus diversas heridas que no era capaz. La
más grave, vio en medio de las tinieblas, afectaba a su brazo izquierdo,
descarnado hasta el hueso, insensible, inútil. Aferrando al muchacho con el
brazo derecho, no consiguió más que ponerse de rodillas, y eso con gran
esfuerzo. Había otras heridas que lo martirizaban: la nuca y el cuello, el
hombro, la pierna, el tobillo y el pie. La vitae almacenada en su carne no-
muerta repararía la mayor parte del daño, pero no se atrevía a debilitarse
demasiado por culpa de la falta de sangre, del hambre. Ya estaba enfadado,
irritable, y la Bestia se alimentaría de tales sentimientos a la menor
oportunidad. Así que ignoró las heridas superficiales, aunque dolorosas, e
impulsó unas meras trazas de vitae a su brazo, su pierna, suficiente para
conseguir incorporarse torpemente sin dañar al muchacho.
—¿Así es como tratáis al cabeza de una familia hermana? —preguntó
Malachite, buscando una válvula de escape para su ira—. ¿Y en nombre del
barón?
Por toda respuesta, Verpus le dio la espalda y empezó a caminar. Los
otros dos Gangrel se situaron detrás de Malachite y lo empujaron hasta que
empezó a seguir los pasos del turco.
El dolor de Malachite no era nada comparado con aquel ultraje. Pese a
estar libre del humo y de los lastimeros gritos y la flagrante destrucción del
mundo de la superficie, el reino subterráneo había sucumbido igualmente a
la locura. Quizá si hubiera sido lo bastante estúpido como para vagar en
solitario por el corazón del barrio latino, habría esperado esta clase de
tratamiento por parte de los subalternos de Alfonso… ¡pero estos asaltantes
eran hombres del barón! ¡Esto llegará a oídos de los cuestores! De ninguna
manera podía justificar Verpus tales acciones ante tres jueces, uno de cada
familia de la Trinidad. Pero si el turco ha aprovechado la excusa de la
sublevación mortal para pasarse al bando renegado… Tal vez no tuviera
ocasión de plantear su caso ante los cuestores. Ah, pero el barón no toleraría
que uno de los suyos se convirtiera en un traidor. Perseguiría a Verpus y lo
destruiría, y con él a todos sus seguidores.
Sin embargo, el que Verpus perpetrara alguna traición o que se hubiera
vuelto loco no suponía ninguna diferencia para el apuro inmediato de
Malachite. Siguió al turco caminando con dificultad, espoleado por los
bruscos empellones que le propinaban los otros dos Gangrel cada vez que
flaqueaba a la hora de seguir a su líder. En varias ocasiones tras algún golpe
sañudo, Malachite se volvía para fulminarlos con la mirada, memorizando
sus rasgos faciales por si alguna vez tenía ocasión de solicitar justicia al
barón, o a los cuestores, o al propio Michael. Puede que leyeran la
venganza en los ojos del Nosferatu, o puede que sencillamente se cansaran
de maltratar a su prisionero. En cualquier caso, renunciaron a seguir
dispensándole un trato tan severo.
Conforme la procesión de Cainitas seguía su curso, el túnel bajo sus
pies comenzaba a acusar una pendiente descendente, ligera al principio,
hasta adquirir una inclinación pronunciada. El foso. Estaban pasando por
debajo de él. Los ladrillos de piedra de las paredes y el suelo del túnel olían
a humedad rancia, y no hubo de transcurrir mucho tiempo antes de que
empezara a gotear agua de los arcos que afianzaban el techo del amplio
pasadizo. Pronto apareció un tenue fulgor que iluminaba el camino: un
liquen peculiar que creaba su propia luz aunque jamás hubiera conocido la
refulgencia del sol.
Igual que la iluminación que pretenden engendrar los Cainitas, caviló
Malachite; era un pensamiento que había sopesado en varias ocasiones
durante el transcurso de muchas noches y años. Por cierto, observó, el
liquen también tornaba resbaladizos los adoquines del suelo, por lo que el
firme se volvía traicionero para quien no anduviera con cuidado.
En el punto más bajo, el túnel se encontraba parcialmente inundado. Las
gotas de agua acumuladas a lo largo de innumerables años habían formado
un pozo de varios centímetros de profundidad. Los Cainitas lo vadearon sin
mediar palabra. Incluso Malachite sintió el frío en su carne no-muerta.
El pasadizo describía ahora un brusco giro. Verpus aceleró el paso
considerablemente y Malachite se esforzó por mantener el ritmo, impedido
por el peso muerto de su chiquillo y sus diversas heridas. Los escoltas
Gangrel se pegaron a él, pero no recurrieron a los empujones como hicieran
antes. Sabía que estaban pasando por debajo de las murallas interiores y
exteriores de Teodosio II, que habían salvaguardado la ciudad durante casi
ochocientos años, aproximadamente medio milenio más del que había
conocido la existencia de Malachite. Cada vez que pasaba por aquí, sentía
que lo aplastaba el abrumador peso de la historia, que cada ladrillo, muro,
torre y guardia sumaba su masa a la de la propia tierra para machacarlo,
para triturarlos a todos, para reducirlos a polvo, enterrados, olvidados. Y
que la senda que seguían discurría hacia el pasado, hacia la oscuridad,
mucho más lejos de lo que alcanzaba a ver incluso Malachite. Al frente, el
futuro no resultaba más halagüeño. Lo que parecía familiar podía haber
cambiado para peor. Los ecos de las pisadas no se propagaban muy lejos en
la penumbra circundante y, al igual que las ondas en la superficie del
estanque helado, no tardaban en desaparecer.
No mucho después de que la pendiente del túnel se hubiera tornado
ascendente, Verpus se desvió del pasadizo principal y traspuso una estrecha
y baja abertura practicada en la pared. Los demás Gangrel observaron
atentamente a Malachite para vigilar que no intentara salir corriendo, que
huyera por el túnel más amplio. ¿Y por qué?, se preguntó. Su melancolía
volvió a rendirse al enfado que le producía la falta de respeto y la injusticia
a la que lo estaban sometiendo. ¿Por qué iba a querer huir? ¿Para que
pudieran darme caza y maltratarme de nuevo? ¿Acaso piensan que soy tan
estúpido? Estúpido o, tal vez, desesperado. Los Gangrel sabían mucho
mejor que él qué le tenían deparado. Quizá fuera motivo suficiente para
entregarse a la desesperación.
En cualquier caso, Malachite se encorvó y siguió a Verpus. El nuevo
pasadizo formaba parte de una colmena de angostos túneles construidos por
los Gangrel y los Tzimisce de Obertus bajo el Valle de Lycus. El
majestuoso valle, oficialmente el distrito de Exokionion, era la última zona
que protegían las murallas ampliadas de la ciudad. Tengo que ir al este,
pensó, frustrado y furioso, al corazón de la ciudad. Pero no parecía probable
que Verpus y sus compañeros giraran en esa dirección y escoltaran a
Malachite hasta el otro lado de las Murallas de Constantino, antiguo límite
de la ciudad propiamente dicha, al otro extremo del valle. El primer túnel
los habría conducido en esa dirección, pero ahora avanzaban principalmente
en dirección norte. Malachite no estaba tan familiarizado con estas rutas en
particular como Verpus, pero parecía que muchos de los túneles discurrían
en perpendicular a la dirección que seguían los Gangrel, puesto que giraron
en numerosas ocasiones. El avance era elíptico, cuanto menos. Empero,
Malachite llevaba recorriendo los caminos secretos bajo Constantinopla
durante los suficientes años como para que le resultara sencillo orientarse.
Constituía un desafío mayor enfrentarse a los túneles en sí, con sus techos
bajos y sus incómodos puntales. Además de tener que caminar agazapado,
se veía obligado a torcer el torso a un lado para no aplastar al muchacho. La
prolongada excursión contribuía a la incomodidad que le provocaba el
persistente dolor de sus heridas.
Unas punzadas de hambre asomaron igual que sombras a su
consciencia, alargándose y oscureciéndose paulatinamente. Pero no había
mortales cerca y, además, en esos momentos no podía permitirse el lujo de
alimentarse. Sabía que, en algún lugar sobre sus cabezas, el sol comenzaba
a ascender por el cielo de levante. El hambre siempre lo acuciaba al
amanecer, cuando su cuerpo percibía el más leve atisbo de aquello que le
había sido negado hacía cientos de años: el día, la luz del sol, la vida.
Podría continuar durante algunas horas pero, a cada paso, la debilidad y el
hambre afianzaban su presa sobre él. Contempló el demacrado rostro del
muchacho y recordó con añoranza las gotas de sangre con las que había
alimentado a su chiquillo.
Verpus y los demás debían de sentir la llamada del sol de forma
parecida. A juzgar por lo que sabía Malachite de su clan, probablemente los
Gangrel no dispusieran de tanta autonomía durante las horas diurnas como
él… aunque tampoco habían sufrido heridas tan graves como las que le
habían infligido a él, y bien pudieran haberse alimentado en condiciones
más recientemente.
Como para confirmar las sospechas de Malachite acerca de su
incapacidad para afrontar el alba, aun a tanta distancia bajo tierra, Verpus se
adentró en un túnel aún más estrecho que desembocaba en una puerta de
madera asegurada con barrotes y bandas de hierro. La abrió y empujó a
Malachite al interior —al reducido interior— sin miramientos. El espacio
era poco más que un armario, tal vez del tamaño de un sarcófago puesto de
pie. Antes de que Malachite pudiera protestar, el Gangrel cerró la puerta de
golpe. Los dos barrotes de metal, al correrse, resonaron en los oídos de
Malachite con la demoledora finalidad de un peñasco que rodara hasta
taponar la entrada de una tumba.
El pánico se apoderó de él. Tendió al muchacho a sus pies, hecho un
ovillo, puesto que no había sitio para que cupiera estirado. Aporreó la
puerta con ambos puños, olvidándose de sus heridas. La fuerza de su sangre
combó las gruesas planchas de madera, pero las bandas de hierro
resistieron.
—¡El barón no tolerará esto! —rugió, sin dejar de golpear la puerta—.
¡Os empalará y os expondrá al sol! ¡Vuestra sangre hervida ensuciará la
tierra! ¡Soy amigo de vuestra familia! ¡El barón pedirá vuestras cabezas!
—¡Fue el barón el que nos pidió que te condujéramos ante él! —espetó
Verpus—. ¡Encadenado!
Malachite se apartó de la puerta como si lo hubieran aguijoneado…
pero no tenía adónde ir. Su espalda golpeó de plano la impertérrita piedra.
La conmoción de las palabras de Verpus arrebató el vigor de su cuerpo al
cautivo, que sintió de nuevo las punzadas del hambre. No se atrevió a mirar
a su chiquillo, por miedo a que la Bestia se apoderara de él y saciara sus
pasiones con la única sangre que había disponible.