El candelabro enterrado
Por Stefan Zweig
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El protagonista es un hombre que desde su niñez busca su descanso y el de su pueblo. Ya viejo, convertido en rabino, ve cómo los años pasan sin proporcionarle el regreso a su tierra prometida.
Elegido para cumplir una misión divina y venerado por todos, vive esperando el día en que se cumpla su destino. Todos esperan de él un milagro, materializado en la recuperación de un amuleto sagrado para los judíos, el candelabro de los siete brazos, la Menorah. Esta pasa de mano en mano desde la caída del Imperio Romano a través de periódicas invasiones y múltiples desafíos.
Stefan Zweig
Stefan Zweig was born in 1881 in Vienna, into a wealthy Austrian-Jewish family. He studied in Berlin and Vienna and was first known as a poet and translator, then as a biographer. Between the wars, Zweig was an international bestseller with a string of hugely popular novellas including Letter from an Unknown Woman, Amok and Fear. In 1934, with the rise of Nazism, he left Austria, and lived in London, Bath and New York-a period during which he produced his most celebrated works: his only novel, Beware of Pity, and his memoir, The World of Yesterday. He eventually settled in Brazil, where in 1942 he and his wife were found dead in an apparent double suicide. Much of his work is available from Pushkin Press.
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El candelabro enterrado - Stefan Zweig
Stefan Zweig
El candelabro enterrado
StefanZweig
EL CANDELABRO ENTERRADO
Greenbooks editore
ISBN 978-88-99637-59-0
Edición Digital
Mayo 2016
ISBN: 978-88-99637-59-0
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Indice
EL CANDELABRO ENTERRADO
PRIMERA PARTE
SEGUNDA PARTE
TERCERA PARTE
EL CANDELABRO ENTERRADO
PRIMERA PARTE
En un luminoso día de junio del año 455 acababa de definirse sangrientamente en el Circo máximo de Roma, la lucha de dos gigantes hérulos contra una jauría de jabalíes hircanos, cuando a la tercera hora de la tarde empezó a cundir entre los miles de espectadores una creciente inquietud. Primero sólo observaban los vecinos próximos que habían entrado a la tribuna -ricamente adornada con tapices y estatuas- en que estaba sentado el emperador Máximo rodeado por sus cortesanos, un mensajero cubierto de polvo, el cual, evidentemente, acababa de apearse al cabo de una cabalgata arrebatada, y que, apenas transmitida la nueva al emperador, éste se levantó, contra todo uso, en mitad de la agitada lucha; le siguió con la misma sugestiva prisa, toda la corte, y pronto desocupáronse también los asientos destinados a los senadores y dignatarios. Tan precipitada partida debía tener un motivo importante. En vano anunciaron nuevos toques estridentes de fanfarrias otra lucha con animales, y en vano azuzóse contra las cortas navajas de los gladiadores a un león numídico de negra melena, que atravesó con bramidos roncos la reja levantada; la oscura nube del desasosiego, cubierta por la espuma pálida de rostros indagadores y tímidamente agitados, se había levantado ya irresistiblemente y se expandió de fila en fila. La gente saltó de sus asientos, señaló las tribunas vacías de los nobles, preguntó y metió ruido, voceó y silbó; y de pronto se divulgó, sin que se supiera quién lo había pronunciado primero, el rumor confuso de que los vándalos, los temidos piratas del Mediterráneo, habían anclado su poderosa flota en Portus y ya se hallaban en camino a la despreocupada ciudad.
¡Los vándalos!
Primero, la palabra corrió de boca en boca, como cuchicheo macilento, luego de repente fue el grito agudamente levantado: ¡Los bárbaros, los bárbaros!
, retumbando en centenares, en miles de voces por el redondel escalonado en piedra del circo, y ya se abalanzaba, como empujada por una ráfaga de tempestad, la enorme multitud de hombres en pánico furioso hacia la salida. Derrumbábase todo orden. Los guardias, los soldados en servicio abandonaban sus puestos y huían con los demás; la gente saltó las gradas, se abrió camino con los puños y espadas, pisoteó mujeres y niños que chillaban, y en las salidas formáronse vociferantes y arremolinados embudos de masas apretujadas. A los pocos minutos quedaba completamente barrido el amplio circo que acababa de apretar a ochenta mil personas en un oscuro bloque sonoro. Marmóreo, mudo y vacío,
como una cantera abandonada, permanecía el óvalo escalonado en el sol veraniego. Sólo quedaba en la arena -los gladiadores habían huido ya detrás de los demás- el olvidado león, agitando la melena y bramando provocativo al repentino vacío.
Eran los vándalos. Mensajero tras mensajero llegaron entonces excitados, y cada nueva era peor que la anterior. Habían desembarcado de centenares de veleros y galeras, un pueblo ágil y movedizo; ya se adelantaban relampagueantes al grueso del ejército en la carretera portuense, los jinetes berberiscos y numídicos con albornoces blancos, sobre caballos rápidos y de largo cuello; mañana, pasado mañana, las hordas de bandidos estarían ya a las puertas de la ciudad, y nada estaba dispuesto para la defensa. El ejército de mercenarios luchaba en algún lugar distante, cerca de Ravena; las murallas de las fortificaciones estaban en ruinas desde que Alarico arrasara la ciudad. Nadie pensaba en una resistencia. Los ricos y nobles disponían presurosos mulas y carros para salvar con la vida por lo menos una parte de sus bienes. Pero ya era tarde. Pues el pueblo no toleraba que en días de bonanza los señores lo oprimiesen y que en la desgracia lo abandonaran cobardemente. Y cuando Máximo, el emperador, se disponía a escapar del palacio con su comitiva, cayeron sobre él primero maldiciones, y piedras después: finalmente se precipitó el populacho amargado sobre el cobarde y mató en la vía a su mísero emperador, a golpes de porras y hachas. Cerráronse luego, por cierto, las puertas como todas las noches; pero con ello quedó el temor del todo encerrado en la ciudad; como un podrido cenagal pesaba, respirando con dificultad, el presentimiento de algo espantoso sobre las casas enmudecidas y sin luz, y como un cobertor asfixiante, ahuecábase la oscuridad sobre la perdida ciudad que perecía de horror y espanto; indiferentes y livianas, en cambio, brillaban las estrellas eternamente displicentes; como todas las noches, colgaba la luna su cuerno argentino en la bóveda azul del cielo. Desvelada y con los nervios vibrantes permanecía Roma, y esperaba a los bárbaros como un condenado, la cabeza apretada sobre el tajo, aguardando el golpe ineludible y ya iniciado.
Despacio, seguros, decididos y victoriosos acercáronse en tanto los vándalos desde el puerto por la abandonada vía romana. Los rubios, melenudos guerreros germánicos, marchaban en perfecta formación, centuria tras centuria, a bien aprendido paso militar, y delante de ellos disparaban inquietos, montados en pelo y dando picadero con ágiles vueltas a sus hermosos caballos de pura sangre, los pueblos tributarios del desierto, los númidas de tez oscura y pelo de azabache. En el medio del cortejo jineteaba Genserico, el rey de los vándalos. Sonreía displicentemente conforme, desde la montura, sobre su pueblo en marcha. El viejo y experto guerrero sabía desde hacía mucho tiempo, por sus espías, que no era de temer una seria resistencia, y que no se preparaba una batalla campal decisiva, sino solamente un despojo sin peligro. En efecto; no se mostraba ningún guerrero enemigo. Sólo en la Porta Portuensis, donde la bien aplanada carretera del puerto llega al barrio céntrico de Roma, enfrentóse al Rey el Papa Leo, adornado con todas las insignias y brillantemente rodeado por todo el clero. El Papa Leo, aquel mismo anciano de barba canosa quien sólo unos pocos años atrás había incitado tan gloriosamente al terrible Atila, a que respetase a Roma, y a cuyo ruego había cedido en ese entonces el huno pagano en incomprensible humildad. Genserico también se apeó de inmediato al ver al majestuoso barba blanca, y rengueó cortésmente (su pie derecho era corto), a su encuentro. Pero no besó la mano con el anillo de San Pedro, ni dobló piadosamente la rodilla, ya que, como hereje arriano, consideraba al Papa sólo como usurpador de la verdadera cristiandad; y acogió con fría altanería la conjugadora arenga latina del Papa pidiéndole que perdonase a la santa ciudad.
Que no se preocupase, le mandó decir por el intérprete, nada de inhumano debía temerse de él, pues él mismo era guerrero y cristiano. No incendiaría Roma ni la devastaría, a pesar de que esta ciudad, ambiciosa de imperar, había arrasado miles y miles de ciudades, nivelándolas con el suelo. Su generosidad respetaría tanto los bienes de la Iglesia como las mujeres, y sólo haría botín sine ferro et igne
, según el derecho del más fuerte y del vencedor. Pero ahora aconsejaba, y eso lo decía Genserico en tono amenazador, mientras su caballerizo ya le sostenía el estribo, que le abriesen sin la menor demora las puertas de Roma.
Se hizo según las exigencias de Genserico. No se blandió ninguna lanza, no se desenvainó ninguna espada. Una hora más tarde, toda Roma pertenecía a los vándalos. Pero la triunfadora banda de piratas no invadió la ciudad indefensa como una horda indomada. Los altos, fuertes y rubios guerreros, hicieron su entrada por la vía Triumphalis
en filas compactas, dominados por la férrea mano imperativa de Genserico, y sólo fijaban su mirada curiosa en las miles y miles de estatuas de ojos blancos que con sus labios mudos parecían prometer buena presa. Genserico mismo se dirigió de inmediato al Palatium
, la abandonada residencia del emperador. Pero no recibió el planeado homenaje de los senadores que esperaban en temerosa hilera, ni hizo preparar un festín: -apenas rozó con una mirada los regalos con que los ciudadanos acaudalados esperaban aplacar su severidad -sino que de inmediato, el riguroso soldado, inclinado sobre un mapa, trazó su plan para el más rápido y al mismo tiempo más completo saqueo de la ciudad. Cada distrito fue sometido a una centuria, y cada uno de los tenientes fue hecho responsable de la disciplina de su gente. Pues lo que entonces se inició no fue un pillaje feroz y desordenado, sino un robo frío, metódico.
Primero, por orden de Genserico, cerráronse las puertas de la enorme ciudad, en las que se apostaron centinelas a fin de que no se escapase ni una sola presilla o moneda. Luego sus soldados confinaron las embarcaciones, los carros, los animales de carga y obligaron a miles de esclavos al servicio, con el propósito de que a toda prisa se pudieran trasladar al nido de piratas africano, cuantos tesoros albergaba Roma. Sólo entonces comenzó el saqueo metódico con fría y silenciosa exactitud. Despacio y metódicamente, tal como un carnicero descuartiza un animal muerto, destripóse en esos trece días la ciudad viviente, arrancándole pedazo tras pedazo de su cuerpo, que sólo se contraía débilmente. Los distintos grupos pasaban de casa en casa, de templo en templo, conducidos por uno de los nobles vándalos y acompañados por un escribiente, y sacaron poco a poco todo lo que era valioso y movible, las vasijas de oro y plata, las presillas, las monedas, las joyas, las cadenas de ámbar traídas de los países del Norte, las pieles de Transilvania, la malaquita póntica y las dagas labradas de Persia. Obligaron a los obreros a quitar cuidadosamente el mosaico de las paredes de los templos y levantar las lozas porfídicas de los peristilos.
Todo se hizo premeditada, práctica y exactamente. Los obreros bajaron con malacates los tiros broncíneos de los arcos de triunfo, a fin de no deteriorarlos, e hicieron levantar por los esclavos ladrillo tras ladrillo, el techo dorado del templo de Júpiter Capitolinus
, luego de haber saqueado el edificio. Sólo las columnas metálicas demasiado grandiosas como para ser cargadas apresuradamente, fueron rotas a martillazos y serruchadas por mandato de Genserico, con objeto de ganar el metal. Calle tras calle, casa tras casa fueron cuidadosamente limpiadas, y así que se hubieron vaciado por entero las residencias de los vivos, forzáronse los tumuli
, las moradas de los muertos. Violando sarcófagos pétreos arrancaron los invasores peines cubiertos de piedras preciosas del cabello