2.3. El Problema de Los Universales
2.3. El Problema de Los Universales
2.3. El Problema de Los Universales
CAPÍTULO XIV
EL PROBLEMA DE LOS UNIVERSALES
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inició la discusión del problema en los primeros siglos de la Edad Media, la primera
solución de los medievales no tuvo lugar según las líneas sugeridas por Boecio, sino
que fue una forma bastante simplista de realismo extremo.
3. El que no reflexione puede suponer que al ocuparse de ese problema los primitivos
medievales especulaban sobre un tema inútil o se entregaban a juegos de manos
dialécticos; pero una corta reflexión será suficiente para mostrar la importancia del
problema, al menos si se consideran sus implicaciones.
Aunque lo que vemos y tocamos son cosas particulares, cuando pensamos esas cosas
no podemos por menos de utilizar ideas y palabras generales, como cuando decimos,
«ese objeto particular que veo es un árbol, un olmo, para ser más preciso». Semejante
juicio afirma de un objeto particular que es de una determinada clase, que pertenece
al género árbol y a la especie olmo; pero está claro que puede haber otros muchos
objetos, aparte del que realmente percibimos ahora, a los que pueden ser aplicados los
mismos términos, que pueden ser subsumidos bajo las mismas ideas. En otras
palabras, los objetos exteriores a la mente son individuales, mientras que los
conceptos son generales, de carácter universal, en el sentido de que se aplican
indistintamente a una multitud de individuos. Pero, si los objetos extramentales son
particulares y los conceptos humanos son universales, está clara la importancia que
tiene el descubrir la relación entre aquéllos y éstos. Si el hecho de que los objetos
subsistentes son individuales y los conceptos son generales significa que los conceptos
universales no tienen fundamento en la realidad extramental, si la universalidad de
los conceptos significa que éstos son meras ideas, entonces se crea una brecha entre el
pensamiento y los objetos, y nuestro conocimiento, en la medida en que éste se
expresa en conceptos y juicios universales, es, cuando menos, de dudosa validez. El
científico expresa su conocimiento en términos abstractos y universales (por ejemplo,
no hace un enunciado acerca de este electrón en particular, sino acerca de electrones,
en general), y si esos términos no tienen fundamento en la realidad extramental, su
ciencia es una construcción arbitraria, que no tiene relación alguna con la realidad.
Pero en la medida en que los juicios humanos son de carácter universal, o
comprenden conceptos universales, como en la afirmación de que esa rosa es roja, el
problema ha de extenderse al conocimiento humano en general, y si la cuestión
relativa a la existencia de fundamento universal de un concepto universal es
contestada negativamente, el resultado debe ser el escepticismo.
El problema puede plantearse de varias maneras, e, históricamente hablando, ha
tomado formas diversas en diversos tiempos. Puede plantearse, por ejemplo, de esta
forma: «¿Qué es lo que corresponde, si hay algo que corresponda, en la realidad extra-
mental, a los conceptos universales que se dan en la mente?» Ese modo de abordar el
problema puede llamarse el ontológico, y fue en esa forma como los primeros
medievales discutieron la cuestión. Puede también preguntarse cómo se forman
nuestros conceptos universales. Ésa es la manera psicológica de abordar el problema,
que pone el acento en distinto sitio que la anterior, aunque ambas líneas de
investigación están estrechamente relacionadas, y apenas se puede tratar la cuestión
ontológica sin contestar también de algún modo la pregunta psicológica. Por otra
parte, si se supone una solución conceptualista (que los conceptos universales son
simplemente construcciones conceptuales), se puede preguntar cómo es que el
conocimiento científico, que es un hecho para todos los fines prácticos, es posible. Pero
sea cual sea el planteamiento del problema y adopte la forma que adopte, es de una
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importancia fundamental. Quizás uno de los factores que pueden dar la impresión de
que los medievales discutían una cuestión relativamente poco importante consiste en
que aquellos pensadores reducían prácticamente su atención a los géneros y las
especies, en la categoría de la substancia. No es que el problema, incluso en esa forma
restringida, carezca de importancia, pero si se plantea también en relación a otras
categorías, sus implicaciones? en relación con la mayor parte del conocimiento
humano se hacen más evidentes. Se pone en claro que el problema de que se trata es
últimamente el problema epistemológico de la relación del pensamiento a la realidad.
4. La primera solución del problema ofrecida por la Edad Media fue la que se conoce
como «realismo exagerado». El que ésa fuera cronológicamente la primera solución
resulta manifiesto por el hecho de que los que se oponían a dicha opinión fueron
conocidos durante algún tiempo como los moderni, mientras que Abelardo, por
ejemplo, se refiere a aquélla como la antigua doctrina. Según la opinión antigua,
nuestros conceptos genéricos y específicos corresponden a una realidad que existe
extramentalmente en objetos propios, una realidad subsistente en la que participan
los individuos. Así, el concepto «hombre» o «humanidad» refleja una realidad, la
humanidad o substancia de la naturaleza humana, que existe extramentalmente del
mismo-modo a como es pensada, es decir, como una substancia unitaria en la que
participan todos los hombres. Si para Platón el concepto «hombre» refleja el ideal de
naturaleza humana que subsiste aparte y «fuera» de los hombres individuales, un
ideal que los hombres individuales encarnan o «imitan» en mayor o menor medida, el
realista medieval creía que el concepto refleja una substancia unitaria que existe
extramentalmente, en la que participan los hombres, o de la que éstos son
modificaciones accidentales. Semejante opinión es, desde luego, extremadamente
ingenua, e indica una muy mala comprensión del modo en que Boecio trataba el
problema, puesto que supone que, a menos que el objeto reflejado por el concepto
exista extramentalmente de una manera exacta a como existe en la mente, el
concepto es puramente subjetivo. En otras palabras, supone que el único camino para
salvar la objetividad de nuestro conocimiento consiste en mantener una
correspondencia exacta e ingenua entre el pensamiento y las cosas.
El realismo se encuentra ya implícito en las enseñanzas de, por ejemplo, Fredegisio,
que sucedió a Alcuino como abad de San Martín de Tours; éste mantenía que todo
nombre o término supone una realidad positiva correspondiente (por ejemplo, la
oscuridad, o la nada). También está implícito en la doctrina de Juan Escoto Eriúgena.
Encontramos una formulación de la doctrina en los escritos de Remigio de Auxerre
(841-908, aproximadamente), el cual sostiene que la especie es una partitio
substantialis del género, y que la especie hombre, por ejemplo, es la unidad
substancial de muchos individuos (Homo est multorum hominum substantialis
unitas). Una formulación así, si se entiende en el sentido de que la pluralidad de
hombres individuales tiene una substancia común que es numéricamente una, tiene
como consecuencia natural la conclusión de que los hombres individuales sólo difieren
accidentalmente unos de otros, y Odón de Tournai (muerto en 1113), de la escuela
catedral de Tournai (a quien también se llama Odón de Cambrai, porque llegó a ser
obispo de esa ciudad) no dudó en extraer esa conclusión, y mantuvo que cuando un
niño llega al ser, Dios produce una nueva propiedad de una substancia ya existente,
pero no una nueva substancia. Lógicamente, ese ultrarrealismo debía tener por
resultado un completo monismo. Por ejemplo, tenemos los conceptos de substancia y
de ser, y, según los principios del ultrarrealismo, debe seguirse que todos los objetos a
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los que aplicamos el término «substancia» son modificaciones de una substancia, y que
todos los seres son modificaciones de un solo ser. Es probable que esa actitud pesase
en Juan Escoto Eriúgena, en la medida en que puede llamarse a éste, con justicia,
monista.
Como han indicado el profesor Gilson y otros, los que mantuvieron el ultrarrealismo
en la más antigua filosofía medieval filosofaban como lógicos, en el sentido de que
suponían que los órdenes lógico y real son exactamente paralelos, y que por ser el
mismo el significado de, por ejemplo, «hombre» en los enunciados «Platón es un
hombre» y «Aristóteles es un hombre», hay una identidad substancial en el orden real
entre Platón y Aristóteles. Pero yo creo que sería un error suponer que los
ultrarrealistas fueran exclusivamente influidos por consideraciones lógicas; fueron
influidos también por consideraciones teológicas. Eso está claro en el caso de Odón de
Tournai, el cual utilizó el ultrarrealismo para explicar la transmisión del pecado
original. Si se entiende el pecado original como una infección positiva del alma
humana, se enfrenta uno con un dilema: o hay que decir que Dios crea a partir de la
nada una nueva substancia humana cada vez que un niño empieza a ser, con la
consecuencia de que Dios es responsable de la infección, o hay que negar que Dios
cree el alma individual. Lo que mantenía Odón de Tournai era una forma de
traducianismo, a saber, que la naturaleza humana o substancia de Adán, infectada
por el pecado original, es transmitida con la generación, y que lo que Dios crea es
simplemente una nueva propiedad de una substancia ya existente.
No es siempre fácil calibrar la significación precisa que debe asignarse a las palabras
de los más antiguos medievales, porque no siempre podemos decir con certeza si un
escritor advirtió plenamente las implicaciones de sus palabras, o si estaba dando un
golpe de controversia, tal vez como un argumentum ad hominem, sin pretender
conscientemente que su fórmula fuera entendida según su significado literal. Así,
cuando Roscelin dijo que las tres Personas de la Santísima Trinidad podrían ser
justamente llamadas tres dioses, si el uso lo permitiera, sobre la base de que todo ser
existente es un individuo, san Anselmo (1033-1109) preguntó cómo el que no entiende
que una multitud de hombres son específicamente un hombre, puede entender que
varias Personas, cada una de las cuales es perfectamente Dios, son un solo Dios2.
Fundándose en esas palabras, algunos han llamado a san Anselmo ultrarrealista, o
realista exagerado, y, en verdad, la interpretación natural de dichas palabras, a la luz
del dogma teológico en referencia de cual se ponen, es la de que, lo mismo que hay
solamente una substancia o naturaleza en la Divinidad, así no hay más que una
substancia o naturaleza (es decir, numéricamente una) en todos los hombres. Sin
embargo, podría ser que san Anselmo argumentase ad hominem en esa cuestión, y
que su pregunta equivaliese a la de cómo un hombre que no reconoce la unidad
específica de los hombres (en el supuesto, acertado o equivocado, de que Roscelin
negase toda realidad al universal) podía captar la unión mucho más grande de las
Personas divinas en su Naturaleza, una Naturaleza que es numéricamente una.
Puede ser que san Anselmo fuera ultrarrealista, pero la segunda interpretación de su
pregunta puede apoyarse en el hecho de que él evidentemente entendió que Roscelin
sostenía que los universales no tienen realidad alguna, sino que son meros flatus
2 De fide Trin., 2.
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3 10.
4 De fide Trin., 2; P L.., 158, 265 A.
5 De fide Trin., 2; P. L., 158, 265 B.
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decir eso. Si interpretamos a san Anselmo como un, más o menos, aristotélico, es
decir, como no ultrarrealista, tendremos que decir que él entendió que la enseñanza
de Roscelin suponía la negación de toda clase de objetividad del universal; mientras
que si interpretamos a san Anselmo como un ultrarrealista, podemos suponer que
Roscelin negaba meramente, en un estilo enfático, el ultrarrealismo. Desde luego, es
innegable que, tomado literalmente, el enunciado de que el universal es un mero
flatus vocis es una negación no sólo del ultrarrealismo y del realismo moderado, sino
incluso del conceptualismo y de la presencia de conceptos universales en la mente;
pero no tenemos suficientes pruebas para decir lo que Roscelin defendía a propósito
del concepto como tal, si es que se ocupó de algún modo de esa cuestión. Podría ser
que, en su decisión de negar el ultrarrealismo, la subsistencia formal de los
universales, opusiese simplemente el universale in voce al universal subsistente,
significando que solamente los individuos existen, y que el universal, como tal, no
existe extramentalmente, pero sin significar nada acerca del universale in mente, que
podía haber dado por supuesto, o en el que, sencillamente, pudo no haber pensado.
Así, está claro por algunas observaciones de Abelardo en su carta sobre Roscelin al
obispo de París6, y en su De divisione et definitione, que, según Roscelin, una parte es
una mera palabra, en el sentido de que cuando decimos que una substancia completa
consta de partes, la idea de un todo que consta de partes es una «mera palabra»,
puesto que la realidad objetiva es una pluralidad de cosas individuales o substancias;
pero sería temerario concluir de ahí que Roscelin, si fuese convocado para definir su
posición, estuviese dispuesto a mantener que no tenemos idea alguna de un todo que
consta de partes. ¿No puede haber querido decir simplemente que nuestra idea de un
todo que consta de partes es meramente subjetiva, y que la única realidad objetiva es
una multiplicidad de substancias individuales? (De un modo semejante, parece haber
negado la unidad lógica del silogismo, y haberlo disuelto en proposiciones separadas.)
Según Abelardo, la aserción de Roscelin de que las ideas de todo y parte son meras
palabras, corre parejas con su aserción de que las especies son meras palabras; y si
puede sostenerse la interpretación anterior a propósito de la relación todo-parte,
podemos aplicarla también a su doctrina de los géneros y las especies, y decir que su
identificación de éstos con palabras es una afirmación de su subjetividad más bien
que una negación de que haya ideas generales.
No tenemos, desde luego, ninguna razón especial importante para interpretar a
Roscelin. Es, sin duda, posible que fuese un nominalista en un sentido completo e
ingenuo del término, y, ciertamente, no estoy dispuesto a decir que no fuese un
nominalista puro y simple. Juan de Salisbury parece haberle entendido en ese
sentido, porque dice que «algunos tienen la idea de que las palabras mismas son los
géneros y las especies, aunque esa opinión fue rechazada hace mucho tiempo, y ha
desaparecido con su autor»7, una observación que debe referirse a Roscelin, puesto
que el mismo Juan de Salisbury dice en su Metalogicus8 que la opinión que identifica
las especies y los géneros con palabras desapareció prácticamente con Roscelin. Pero
aunque Roscelin puede haber sido un nominalista puro, y aunque los fragmentarios
testimonios relativos a sus enseñanzas, tomados literalmente, apoyan ciertamente
esa interpretación, no parece, sin embargo, posible afirmar sin duda ni siquiera que
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Tal idea fue más bien, como observa M. de Wulf, la propia de un «limitado grupo de
teólogos», hombres que hacían poco aprecio de la ciencia de moda. Sin embargo,
tampoco ellos pudieron por menos de valerse de la dialéctica, y el arzobispo Lanfranc
(que nació hacia el año 1010 y murió en 1089, siendo arzobispo de Canterbury)
hablaba con la voz del sentido común cuando decía que lo que debía condenarse no era
la dialéctica, sino los abusos de la misma.
7. La oposición de un santo, y riguroso teólogo, a la dialéctica, es también uno de los
motivos de la vida de Abelardo, cuya controversia con Guillermo de Champeaux
constituye la siguiente etapa en la historia de la discusión sobre los universales,
aunque solamente afectó a la vida de Abelardo, no al triunfo final de su lucha contra
el ultrarrealismo.
Guillermo de Champeaux (1070-1120), después de estudiar en París y Laon, estudió
en Compiégne bajo la dirección de Roscelin. Adoptó, no obstante, la teoría
exactamente opuesta a la de Roscelin, y la doctrina que él enseñó en la escuela
catedral de París fue la del ultrarrealismo. Según Abelardo, que asistió a las lecciones
de Guillermo de Champeaux en París, y del que hemos de derivar nuestro
conocimiento sobre las enseñanzas de éste, el maestro mantenía la teoría de que la
misma naturaleza esencial está enteramente presente al mismo tiempo en cada uno
de los miembros individuales de la especie en cuestión, con la inevitable consecuencia
lógica de que los miembros de una especie difieren los unos de los otros no
substancialmente, sino sólo accidentalmente10. Si eso es así, dice Abelardo11, hay una
misma substancia en Platón en un lugar y en Sócrates en otro lugar, y Platón está
constituido por un equipo de accidentes y Sócrates por otro. Tal doctrina es, desde
luego, la forma de ultrarrealismo corriente en la primera parte de la Edad Media, y
Abelardo no tuvo dificultad alguna en mostrar las consecuencias absurdas que
implicaba. Por ejemplo, si la especie humana está substancialmente, y, por lo tanto,
totalmente, presente al mismo tiempo tanto en Sócrates como en Platón, entonces
Sócrates debe ser Platón, y debe estar presente en dos lugares al mismo tiempo 12.
Además, semejante doctrina conduce en último término al panteísmo, puesto que Dios
es substancia, y todas las substancias serán idénticas a la substancia divina.
Presionado por ese tipo de crítica, Guillermo de Champeaux transformó su teoría,
abandonó la teoría de la identidad en favor de la teoría de la indiferencia, y dijo que
dos miembros de la misma especie son la misma cosa, no esencialmente (essentialiter),
sino indiferentemente (indifferenter). Disponemos de esa información por Abelardo13,
que evidentemente consideró que la nueva teoría era un subterfugio, como si
Guillermo se limitase ahora a decir que Sócrates y Platón no eran la misma cosa, pero
que, sin embargo, no eran cosas diferentes. No obstante, algunos fragmentos de las
Sententiae de Guillermo de Champeaux14 ponen en claro la posición de éste. Dice el
autor que las dos palabras «uno» y «mismo» pueden ser entendidas de dos maneras,
secundum indifferentiam et secundum identitatem eiusdem prorsus essentiae, y
procede a explicar que Pedro y Pablo son «indiferentemente» hombres, o poseen la
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Santa Genoveva, en París, donde Juan de Salisbury fue uno de sus discípulos. Pero
san Bernardo le acusó de herejía, y en 1141 fue condenado en el concilio de Sens. Su
apelación al papa Inocencio II condujo a una nueva condenación y a una prohibición
de la enseñanza, después de lo cual se retiró a Cluny, donde permaneció hasta su
muerte.
Está claro que Abelardo fue un hombre de disposición combativa y despiadado con sus
adversarios: ridiculizó a sus maestros en filosofía y en teología, Guillermo de
Champeaux y Anselmo de Laon. Fue también, aunque algo sentimental, egoísta y
difícil de tratar: es significativo el que abandonase tanto la abadía de St.-Denis como
la de St.-Gildas porque era incapaz de vivir en paz con los demás monjes. Fue, sin
embargo, un hombre de gran capacidad, un dialéctico sobresaliente, muy superior en
ese aspecto a Guillermo de Champeaux; no era una mediocridad que pudiera ser
ignorada, y sabemos que su brillantez y destreza dialéctica (y también, sin duda, sus
ataques a otros maestros) le atrajeron una gran audiencia. Pero sus incursiones en el
terreno de la teología, especialmente viniendo de parte de un hombre brillante y de
gran reputación, le hicieron parecer un pensador peligroso a ojos de aquellos que
tenían escasa simpatía natural por la dialéctica y la habilidad intelectual, y Abelardo
se vio perseguido por la incansable hostilidad de san Bernardo, que parece haber visto
al filósofo como un agente de Satanás; indudablemente, hizo cuanto pudo por
asegurarse de la condena de Abelardo. Entre otros cargos, acusó a éste de sostener
una doctrina herética sobre la Santísima Trinidad, cargo cuya verdad Abelardo negó
firmemente. Es probable que el filósofo no fuese racionalista en el sentido corriente de
la palabra, en lo que se refiere a sus intenciones (no pretendió negar la Revelación ni
disolver el misterio con explicaciones); pero al mismo tiempo, en su aplicación de la
dialéctica a la teología, parece haber atacado la ortodoxia teológica, de hecho, ya que
no en la intención. Por otra parte, fue la aplicación de la dialéctica a la teología lo que
hizo posible el progreso teológico y facilitó la sistematización escolástica de la teología
en el siglo 13.
Abelardo no tuvo dificultad, como ya hemos visto, en poner de manifiesto los absurdos
lógicos a que conducía el ultrarrealismo de Guillermo de Champeaux; pero le
incumbía producir por sí mismo otra teoría más satisfactoria. Aceptando la definición
aristotélica del universal, tal como la transmitiera Boecio (quod in pluribus natum est
praedicari, singulare vero quod non), procedió a afirmar que lo que se predica no es
una cosa, sino un nombre, y concluyó que hay que «adscribir ese tipo de universalidad
solamente a las palabras»15. La frase suena muy parecida a la opinión puramente
nomina-lista adscrita tradicionalmente a Roscelin (que también había sido maestro de
Abelardo), pero el hecho de que éste tuviese interés en hablar de palabras universales
y particulares pone de manifiesto que no podemos concluir inmediatamente que
negase toda realidad correspondiente a las palabras universales, puesto que
ciertamente no negaba que hubiese una realidad correspondiente a las palabras
particulares, a saber, el individuo. Además, Abelardo (en la Logica nostrorum
petitioni sociorum) procedió a distinguir vox y sermo, y a decir, no que Universale est
vox, sino que Universale est sermo. ¿Por qué hizo Abelardo esa distinción? Porque vox
significa la palabra como entidad física (flatus vocis), una cosa, y ninguna cosa puede
ser predicada de otra cosa, mientras que sermo significa la palabra según la relación
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Gilbert de la Porrée se mantuvo firme en el tema de que cada hombre tiene su propia
humanidad o naturaleza humana16; pero tuvo una opinión peculiar en cuanto a la
constitución interna del individuo. En el individuo debemos distinguir la substancia o
esencia individualizada, en la que inhieren los accidentes de la cosa, y las formae
substantiales, o formae nativae.17 Esas formas nativas son comunes en el sentido de
que son iguales en objetos de la misma especie o género, según sea el caso, y tienen
sus ejemplares en Dios. Cuando la mente contempla las formas nativas en las cosas,
puede abstraerlas de la materia en la que están encarnadas o vueltas concretas, y
considerarlas por separado, en abstracción: está entonces, en relación con los géneros
y las especies, que son subsistentiae, pero no objetos substancialmente existentes 18.
Por ejemplo, el género es simplemente la colección (collectio) de subsistentiae obtenida
mediante la comparación de cosas que, aunque diferentes en especie, son
semejantes19. Gilberto quiere decir que la idea de especie se obtiene por comparación
de las similares determinaciones esenciales o formas de similares objetos
individuales, y reuniéndolas en una sola idea, mientras que la idea de género se
obtiene comparando objetos que difieren específicamente pero que aun así tienen en
común algunas formas o determinaciones esenciales, como el caballo y el perro tienen
en común la animalidad. La forma, como observa Juan de Salisbury a propósito de la
doctrina del Porretano20, es sensible en los objetos sensibles, pero es concebida por la
mente aparte de los sentidos, es decir, inmaterialmente, y aunque individual en cada
individuo, es, sin embargo, común, o semejante, en todos los miembros de una especie
o de un género.
Sus doctrinas de la abstracción y de la comparación ponen en claro que Gilberto fue
un realista moderado, y no un ultrarrealista, pero su curiosa idea de la distinción
entre la substancia o esencia individual y la esencia común (donde «común» significa
semejante en una pluralidad de individuos), le hizo entrar en dificultades cuando
procedió a aplicarla a la doctrina de la Santísima Trinidad, y distinguió como cosas
diferentes Deus y Divinitas, Pater y Paternitas, del mismo modo a como había
distinguido Sócrates de «humanidad», es decir, de la humanidad de Sócrates. Gilberto
fue acusado de menoscabar la unidad de Dios y de enseñar herejías (san Bernardo fue
uno de sus acusadores). Condenado en el concilio de Reims, el año 1148, se retractó de
sus proposiciones heterodoxas.
(ii) Juan de Salisbury (1115-1180, aproximadamente) llegó a París en el año 1136, y
allí asistió a las lecciones de, entre otros, Abelardo, Gilberto Porretano, Adam
Parvipontanus y Robert Pulleyn. Llegó a ser secretario del arzobispo de Canterbury,
primeramente del arzobispo Teobaldo y más tarde de santo Tomás Becket, y fue más
tarde nombrado obispo de Chartres, en 1176.
En la discusión del problema de los universales, dice Juan de Salisbury, el mundo se
ha hecho viejo; se ha dedicado a esa empresa más tiempo del requerido por los césares
para conquistar y gobernar el mundo21. Pero todo el que busca los géneros y las
127
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22 Metal., 2, 20.
23 Ibid.
24 Ibid., 3, 10.
25 Ibid., 2, 20.
26 Ibid., 3, 3.
27 Didasc., 2, 18; P L., 176, 785.
28 Contra Gent., 1, 65.
29 S. T., 1ª, 85, 1, ad 1; 85, 2, ad 2.
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