2.3. El Problema de Los Universales

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LIBER - HNDA Frederick Copleston Historia de la Filosofía II

CAPÍTULO XIV
EL PROBLEMA DE LOS UNIVERSALES

Situación que sigue a la muerte de Carlomagno. — Origen de la discusión en textos de Porfirio


y Boecio. — Importancia del problema. —Realismo exagerado. — El «nominalismo» de
Roscelin. — Actitud de san Pedro Damián hacia la dialéctica. — Guillermo de Champeaux. —
Abelardo. — Gilberto de la Porrée y Juan de Salisbury. — Hugo de San Víctor — Santo Tomás
de Aquino.
1. Podría pensarse que el revivir de las letras y de la erudición bajo Carlomagno
hubiesen conducido a un desarrollo gradual y progresivo de la filosofía, y (una vez que
se había cuidado de la conservación de lo que ya se poseía) que los pensadores
hubieran podido extender el conocimiento y progresar por una senda más
especulativa, especialmente después de que la Europa occidental contaba ya con un
ejemplo de especulación y sistematización filosófica, el de Juan Escoto Eriúgena. De
hecho, sin embargo, no fue ese el caso, puesto que factores históricos externos a la
esfera de la filosofía sumieron el Imperio de Carlomagno en una nueva Edad Oscura,
la Edad Oscura del siglo x, y desmintieron la promesa del renacimiento carolingio.
El progreso cultural dependía en cierta medida del mantenimiento de la tendencia a
la centralización que había sido patente durante el reinado de Carlomagno. Pero
después de la muerte de éste, el imperio se dividió entre sus descendientes y esta
división fue acompañada por el crecimiento del feudalismo, es decir, por la
descentralización. Como el único modo de recompensar a los nobles era prácticamente
la donación de tierras, los señores fueron haciéndose cada vez más independientes de
la monarquía, y sus intereses divergieron o chocaron. Los eclesiásticos de jerarquía
más elevada se convirtieron en señores feudales, la vida monástica se degradó (por
ejemplo, a efectos de la práctica común del nombramiento de abades laicos), los
obispados se utilizaron como medios para honrar y recompensar a los servidores de
los reyes. El papado, que podía haber intentado frenar y remediar el empeoramiento
de las condiciones en Francia, se encontraba a su vez en una muy profunda
decadencia de su prestigio espiritual y moral, y, como la educación y la enseñanza
estaban principalmente en manos de monjes y eclesiásticos, el resultado inevitable de
la quiebra del Imperio de Carlomagno fue el decaimiento de la actividad docente y
educativa. No se inició una reforma hasta el establecimiento de Cluny, el año 910, y la
influencia de la misma reforma cluniacense sólo se hizo sentir gradualmente. San
Dunstan, que había estado en el monasterio cluniacense de Gante, introdujo en
Inglaterra los ideales de Cluny.
Además de los factores internos que impidieron que el fruto del renacimiento
carolingio llegase a madurar (factores tales como la desintegración política que
condujo en el siglo x a la transferencia de la corona imperial de Francia a Germania,
la decadencia de la vida monástica y eclesiástica, y la degradación del papado),
entraron también en acción factores externos como los ataques de los normandos
durante los siglos 9 y 10 que destruyeron centros de riqueza y cultura y detuvieron el
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desarrollo de la civilización, así como también los ataques de los sarracenos y


mongoles. La decadencia interna, combinada con peligros y ataques externos, hizo
imposible el progreso cultural. Conservar, o intentar hacerlo, fue el único camino
practicable: el progreso en la erudición y en la filosofía quedaba una vez más para el
futuro. El poco interés filosófico existente se centró principalmente en torno a
cuestiones dialécticas, y particularmente en torno al problema de los universales,
para la discusión del cual el punto de partida fue suministrado por ciertos textos de
Porfirio y Boecio.
2. Boecio, en su Comentario a la Eisagoge de Porfirio1, cita un pasaje de este autor en
el sentido de que por el momento no entra en la cuestión de si los géneros y las
especies son entidades subsistentes o si consisten sólo en conceptos; y, en el caso de
que subsistan, si son materiales o inmateriales, y, finalmente, si están o no separados
de los objetos sensibles, materias todas que, según Porfirio, no pueden tratarse en una
introducción. Pero Boecio, por su cuenta, procede a tratar la cuestión, observando
ante todo la dificultad de ésta y la necesidad de considerarla con cuidado, e indicando
después que hay dos modos en los cuales una idea puede formarse de tal manera que
su contenido no se encuentre en objetos extramentales precisamente tal y como existe
en la idea. Por ejemplo, podemos unir arbitrariamente hombre y caballo para formar
la idea de centauro, combinando objetos que la naturaleza no permite que se
combinen en unidad, y tales ideas arbitrariamente construidas son «falsas». Por el
contrario, si nos formamos la idea de una línea, es decir, una mera línea tal como la
considera el geómetra, entonces, aunque sea verdad que no existe una mera línea, por
sí misma, en la realidad extramental, la idea no es «falsa», puesto que en los cuerpos
se dan líneas, y todo lo que hemos hecho es aislar la línea y considerarla en
abstracción. La composición (como en el caso de la composición de hombre y caballo
para formar un centauro) produce una idea falsa, mientras que la abstracción produce
una idea que es verdadera, aunque la cosa concebida no exista extramentalmente en
estado de abstracción o separación.
Ahora bien, las ideas de los géneros y las especies son ideas del segundo tipo,
formadas mediante la abstracción. La semejanza de humanidad se abstrae de los
hombres individuales, y esa semejanza, considerada por la mente, es la idea de la
especie, mientras que la idea del género se forma mediante la consideración de la
semejanza entre diversas especies. En consecuencia, «los géneros y las especies están
en los individuos, pero, en tanto que pensados, son universales». «Subsisten en las
cosas sensibles, pero son entendidos sin los cuerpos.» Extramentalmente no hay sino
un sujeto para los géneros y las especies, a saber, el individuo, pero eso no impide el
que sean considerados por separado más de lo que el hecho de que una misma línea
sea a la vez convexa y cóncava impide que tengamos ideas diversas de la concavidad y
la convexidad y las definamos diferentemente.
Boecio ofrece así los materiales para una solución aristotélica del problema, aunque
luego dice que él no piensa que eso sea suficiente para decidir entre Platón y
Aristóteles, y que si ha seguido las opiniones de Aristóteles es porque su libro se
interesa por las Categorías, obra de este autor. Pero aunque Boecio facilitase los
materiales para una solución del problema de los universales según líneas del
realismo moderado, y aunque fueran sus citas de Porfirio y sus comentarios lo que

1P L., 64, col. 82-6.

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inició la discusión del problema en los primeros siglos de la Edad Media, la primera
solución de los medievales no tuvo lugar según las líneas sugeridas por Boecio, sino
que fue una forma bastante simplista de realismo extremo.
3. El que no reflexione puede suponer que al ocuparse de ese problema los primitivos
medievales especulaban sobre un tema inútil o se entregaban a juegos de manos
dialécticos; pero una corta reflexión será suficiente para mostrar la importancia del
problema, al menos si se consideran sus implicaciones.
Aunque lo que vemos y tocamos son cosas particulares, cuando pensamos esas cosas
no podemos por menos de utilizar ideas y palabras generales, como cuando decimos,
«ese objeto particular que veo es un árbol, un olmo, para ser más preciso». Semejante
juicio afirma de un objeto particular que es de una determinada clase, que pertenece
al género árbol y a la especie olmo; pero está claro que puede haber otros muchos
objetos, aparte del que realmente percibimos ahora, a los que pueden ser aplicados los
mismos términos, que pueden ser subsumidos bajo las mismas ideas. En otras
palabras, los objetos exteriores a la mente son individuales, mientras que los
conceptos son generales, de carácter universal, en el sentido de que se aplican
indistintamente a una multitud de individuos. Pero, si los objetos extramentales son
particulares y los conceptos humanos son universales, está clara la importancia que
tiene el descubrir la relación entre aquéllos y éstos. Si el hecho de que los objetos
subsistentes son individuales y los conceptos son generales significa que los conceptos
universales no tienen fundamento en la realidad extramental, si la universalidad de
los conceptos significa que éstos son meras ideas, entonces se crea una brecha entre el
pensamiento y los objetos, y nuestro conocimiento, en la medida en que éste se
expresa en conceptos y juicios universales, es, cuando menos, de dudosa validez. El
científico expresa su conocimiento en términos abstractos y universales (por ejemplo,
no hace un enunciado acerca de este electrón en particular, sino acerca de electrones,
en general), y si esos términos no tienen fundamento en la realidad extramental, su
ciencia es una construcción arbitraria, que no tiene relación alguna con la realidad.
Pero en la medida en que los juicios humanos son de carácter universal, o
comprenden conceptos universales, como en la afirmación de que esa rosa es roja, el
problema ha de extenderse al conocimiento humano en general, y si la cuestión
relativa a la existencia de fundamento universal de un concepto universal es
contestada negativamente, el resultado debe ser el escepticismo.
El problema puede plantearse de varias maneras, e, históricamente hablando, ha
tomado formas diversas en diversos tiempos. Puede plantearse, por ejemplo, de esta
forma: «¿Qué es lo que corresponde, si hay algo que corresponda, en la realidad extra-
mental, a los conceptos universales que se dan en la mente?» Ese modo de abordar el
problema puede llamarse el ontológico, y fue en esa forma como los primeros
medievales discutieron la cuestión. Puede también preguntarse cómo se forman
nuestros conceptos universales. Ésa es la manera psicológica de abordar el problema,
que pone el acento en distinto sitio que la anterior, aunque ambas líneas de
investigación están estrechamente relacionadas, y apenas se puede tratar la cuestión
ontológica sin contestar también de algún modo la pregunta psicológica. Por otra
parte, si se supone una solución conceptualista (que los conceptos universales son
simplemente construcciones conceptuales), se puede preguntar cómo es que el
conocimiento científico, que es un hecho para todos los fines prácticos, es posible. Pero
sea cual sea el planteamiento del problema y adopte la forma que adopte, es de una

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importancia fundamental. Quizás uno de los factores que pueden dar la impresión de
que los medievales discutían una cuestión relativamente poco importante consiste en
que aquellos pensadores reducían prácticamente su atención a los géneros y las
especies, en la categoría de la substancia. No es que el problema, incluso en esa forma
restringida, carezca de importancia, pero si se plantea también en relación a otras
categorías, sus implicaciones? en relación con la mayor parte del conocimiento
humano se hacen más evidentes. Se pone en claro que el problema de que se trata es
últimamente el problema epistemológico de la relación del pensamiento a la realidad.
4. La primera solución del problema ofrecida por la Edad Media fue la que se conoce
como «realismo exagerado». El que ésa fuera cronológicamente la primera solución
resulta manifiesto por el hecho de que los que se oponían a dicha opinión fueron
conocidos durante algún tiempo como los moderni, mientras que Abelardo, por
ejemplo, se refiere a aquélla como la antigua doctrina. Según la opinión antigua,
nuestros conceptos genéricos y específicos corresponden a una realidad que existe
extramentalmente en objetos propios, una realidad subsistente en la que participan
los individuos. Así, el concepto «hombre» o «humanidad» refleja una realidad, la
humanidad o substancia de la naturaleza humana, que existe extramentalmente del
mismo-modo a como es pensada, es decir, como una substancia unitaria en la que
participan todos los hombres. Si para Platón el concepto «hombre» refleja el ideal de
naturaleza humana que subsiste aparte y «fuera» de los hombres individuales, un
ideal que los hombres individuales encarnan o «imitan» en mayor o menor medida, el
realista medieval creía que el concepto refleja una substancia unitaria que existe
extramentalmente, en la que participan los hombres, o de la que éstos son
modificaciones accidentales. Semejante opinión es, desde luego, extremadamente
ingenua, e indica una muy mala comprensión del modo en que Boecio trataba el
problema, puesto que supone que, a menos que el objeto reflejado por el concepto
exista extramentalmente de una manera exacta a como existe en la mente, el
concepto es puramente subjetivo. En otras palabras, supone que el único camino para
salvar la objetividad de nuestro conocimiento consiste en mantener una
correspondencia exacta e ingenua entre el pensamiento y las cosas.
El realismo se encuentra ya implícito en las enseñanzas de, por ejemplo, Fredegisio,
que sucedió a Alcuino como abad de San Martín de Tours; éste mantenía que todo
nombre o término supone una realidad positiva correspondiente (por ejemplo, la
oscuridad, o la nada). También está implícito en la doctrina de Juan Escoto Eriúgena.
Encontramos una formulación de la doctrina en los escritos de Remigio de Auxerre
(841-908, aproximadamente), el cual sostiene que la especie es una partitio
substantialis del género, y que la especie hombre, por ejemplo, es la unidad
substancial de muchos individuos (Homo est multorum hominum substantialis
unitas). Una formulación así, si se entiende en el sentido de que la pluralidad de
hombres individuales tiene una substancia común que es numéricamente una, tiene
como consecuencia natural la conclusión de que los hombres individuales sólo difieren
accidentalmente unos de otros, y Odón de Tournai (muerto en 1113), de la escuela
catedral de Tournai (a quien también se llama Odón de Cambrai, porque llegó a ser
obispo de esa ciudad) no dudó en extraer esa conclusión, y mantuvo que cuando un
niño llega al ser, Dios produce una nueva propiedad de una substancia ya existente,
pero no una nueva substancia. Lógicamente, ese ultrarrealismo debía tener por
resultado un completo monismo. Por ejemplo, tenemos los conceptos de substancia y
de ser, y, según los principios del ultrarrealismo, debe seguirse que todos los objetos a

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los que aplicamos el término «substancia» son modificaciones de una substancia, y que
todos los seres son modificaciones de un solo ser. Es probable que esa actitud pesase
en Juan Escoto Eriúgena, en la medida en que puede llamarse a éste, con justicia,
monista.
Como han indicado el profesor Gilson y otros, los que mantuvieron el ultrarrealismo
en la más antigua filosofía medieval filosofaban como lógicos, en el sentido de que
suponían que los órdenes lógico y real son exactamente paralelos, y que por ser el
mismo el significado de, por ejemplo, «hombre» en los enunciados «Platón es un
hombre» y «Aristóteles es un hombre», hay una identidad substancial en el orden real
entre Platón y Aristóteles. Pero yo creo que sería un error suponer que los
ultrarrealistas fueran exclusivamente influidos por consideraciones lógicas; fueron
influidos también por consideraciones teológicas. Eso está claro en el caso de Odón de
Tournai, el cual utilizó el ultrarrealismo para explicar la transmisión del pecado
original. Si se entiende el pecado original como una infección positiva del alma
humana, se enfrenta uno con un dilema: o hay que decir que Dios crea a partir de la
nada una nueva substancia humana cada vez que un niño empieza a ser, con la
consecuencia de que Dios es responsable de la infección, o hay que negar que Dios
cree el alma individual. Lo que mantenía Odón de Tournai era una forma de
traducianismo, a saber, que la naturaleza humana o substancia de Adán, infectada
por el pecado original, es transmitida con la generación, y que lo que Dios crea es
simplemente una nueva propiedad de una substancia ya existente.
No es siempre fácil calibrar la significación precisa que debe asignarse a las palabras
de los más antiguos medievales, porque no siempre podemos decir con certeza si un
escritor advirtió plenamente las implicaciones de sus palabras, o si estaba dando un
golpe de controversia, tal vez como un argumentum ad hominem, sin pretender
conscientemente que su fórmula fuera entendida según su significado literal. Así,
cuando Roscelin dijo que las tres Personas de la Santísima Trinidad podrían ser
justamente llamadas tres dioses, si el uso lo permitiera, sobre la base de que todo ser
existente es un individuo, san Anselmo (1033-1109) preguntó cómo el que no entiende
que una multitud de hombres son específicamente un hombre, puede entender que
varias Personas, cada una de las cuales es perfectamente Dios, son un solo Dios2.
Fundándose en esas palabras, algunos han llamado a san Anselmo ultrarrealista, o
realista exagerado, y, en verdad, la interpretación natural de dichas palabras, a la luz
del dogma teológico en referencia de cual se ponen, es la de que, lo mismo que hay
solamente una substancia o naturaleza en la Divinidad, así no hay más que una
substancia o naturaleza (es decir, numéricamente una) en todos los hombres. Sin
embargo, podría ser que san Anselmo argumentase ad hominem en esa cuestión, y
que su pregunta equivaliese a la de cómo un hombre que no reconoce la unidad
específica de los hombres (en el supuesto, acertado o equivocado, de que Roscelin
negase toda realidad al universal) podía captar la unión mucho más grande de las
Personas divinas en su Naturaleza, una Naturaleza que es numéricamente una.
Puede ser que san Anselmo fuera ultrarrealista, pero la segunda interpretación de su
pregunta puede apoyarse en el hecho de que él evidentemente entendió que Roscelin
sostenía que los universales no tienen realidad alguna, sino que son meros flatus

2 De fide Trin., 2.

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vocis, y en el hecho de que, en el Dialogus de Grammatico3, distingue entre


substancias primeras y segundas, y menciona nominalmente a Aristóteles.
5. Si el principio implícito del ultrarrealismo era la correspondencia exacta entre el
pensamiento y la realidad extramental, el principio de los adversarios del
ultrarrealismo era que solamente existen los individuos. Así, Heurico de Auxerre
(841-876) observaba que si alguien trata de sostener que «blanco» y «negro» existen
absolutamente y sin una substancia a la que adhieran, no podrá indicar ninguna
realidad correspondiente, sino que habrá de referirse a un hombre blanco o a un
caballo negro. Los nombres generales no tienen objetos generales o universales que
les correspondan; sus únicos objetos son individuos. ¿Cómo surgen, entonces, los
conceptos universales, y cuál es su función y su relación a la realidad? Ni el
entendimiento ni la memoria pueden captar todos los individuos, y de ese modo la
mente reúne (coarctat) la multitud de los individuos y forma la idea de la especie, por
ejemplo, hombre, caballo, león. Pero las especies de animales y plantas son a su vez
demasiadas para ser juntamente comprendidas por la mente, y ésta reúne entonces
las especies para formar el género. Hay, sin embargo, muchos géneros, y la mente da
un paso más en el proceso de coarctatio, formando el concepto, aún más amplio y
extenso, de usía (οὐσί α). Ahora bien, a primera vista eso parece ser una posición
nominalista, y recordar la teoría de las notas taquigráficas de John Stuart Mill; pero,
a falta de pruebas más completas, sería temerario afirmar, que fuese realmente ésa la
opinión conscientemente mantenida por Heurico. Probablemente éste sólo pretendió
afirmar, de una manera enfática, que únicamente los individuos existen, es decir,
negar el ultrarrealismo, y al mismo tiempo prestar atención a la explicación
psicológica de nuestros conceptos universales. No tenemos pruebas suficientes que
garanticen la afirmación de que él negase cualquier fundamento real para los
conceptos universales.
Una similar dificultad de interpretación se presenta a propósito de las enseñanzas de
Roscelin (1050-1120, aproximadamente), el cual, después de estudiar en Soissons y
Reims, enseñó en Compiégne, lugar de su nacimiento, y en Loches, Besançon y Tours.
Sus escritos se han perdido, a excepción de una carta a Abelardo, y hemos de confiar
en el testimonio de otros escritores, como san Anselmo, Abelardo y Juan de Salisbury.
Esos escritores ponen, en verdad, completamente en claro que Roscelin se opuso al
ultrarrealismo, y que mantuvo que solamente los individuos existen, pero su
enseñanza positiva no está muy clara. Según san Anselmo4, Roscelin mantenía que el
universal es una mera palabra (flatus vocis), y, en consecuencia, san Anselmo le
cuenta entre los contemporáneos heréticos en dialéctica. Anselmo procede a observar
que esos hombres piensan que el color no es sino cuerpo, y la sabiduría de los hombres
no es sino el alma de éstos, y encuentra el principal fallo de los «herejes dialécticos»
en el hecho de que su razón está tan limitada por su imaginación que no pueden
liberarse de las imágenes y contemplar objetos abstractos y puramente inteligibles5.
Ahora bien, es incuestionable que Roscelin dijo que los universales son palabras,
palabras generales, puesto que el testimonio de san Anselmo es en ese punto
perfectamente claro; pero es difícil calibrar con precisión lo que realmente entendía al

3 10.
4 De fide Trin., 2; P L.., 158, 265 A.
5 De fide Trin., 2; P. L., 158, 265 B.

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decir eso. Si interpretamos a san Anselmo como un, más o menos, aristotélico, es
decir, como no ultrarrealista, tendremos que decir que él entendió que la enseñanza
de Roscelin suponía la negación de toda clase de objetividad del universal; mientras
que si interpretamos a san Anselmo como un ultrarrealista, podemos suponer que
Roscelin negaba meramente, en un estilo enfático, el ultrarrealismo. Desde luego, es
innegable que, tomado literalmente, el enunciado de que el universal es un mero
flatus vocis es una negación no sólo del ultrarrealismo y del realismo moderado, sino
incluso del conceptualismo y de la presencia de conceptos universales en la mente;
pero no tenemos suficientes pruebas para decir lo que Roscelin defendía a propósito
del concepto como tal, si es que se ocupó de algún modo de esa cuestión. Podría ser
que, en su decisión de negar el ultrarrealismo, la subsistencia formal de los
universales, opusiese simplemente el universale in voce al universal subsistente,
significando que solamente los individuos existen, y que el universal, como tal, no
existe extramentalmente, pero sin significar nada acerca del universale in mente, que
podía haber dado por supuesto, o en el que, sencillamente, pudo no haber pensado.
Así, está claro por algunas observaciones de Abelardo en su carta sobre Roscelin al
obispo de París6, y en su De divisione et definitione, que, según Roscelin, una parte es
una mera palabra, en el sentido de que cuando decimos que una substancia completa
consta de partes, la idea de un todo que consta de partes es una «mera palabra»,
puesto que la realidad objetiva es una pluralidad de cosas individuales o substancias;
pero sería temerario concluir de ahí que Roscelin, si fuese convocado para definir su
posición, estuviese dispuesto a mantener que no tenemos idea alguna de un todo que
consta de partes. ¿No puede haber querido decir simplemente que nuestra idea de un
todo que consta de partes es meramente subjetiva, y que la única realidad objetiva es
una multiplicidad de substancias individuales? (De un modo semejante, parece haber
negado la unidad lógica del silogismo, y haberlo disuelto en proposiciones separadas.)
Según Abelardo, la aserción de Roscelin de que las ideas de todo y parte son meras
palabras, corre parejas con su aserción de que las especies son meras palabras; y si
puede sostenerse la interpretación anterior a propósito de la relación todo-parte,
podemos aplicarla también a su doctrina de los géneros y las especies, y decir que su
identificación de éstos con palabras es una afirmación de su subjetividad más bien
que una negación de que haya ideas generales.
No tenemos, desde luego, ninguna razón especial importante para interpretar a
Roscelin. Es, sin duda, posible que fuese un nominalista en un sentido completo e
ingenuo del término, y, ciertamente, no estoy dispuesto a decir que no fuese un
nominalista puro y simple. Juan de Salisbury parece haberle entendido en ese
sentido, porque dice que «algunos tienen la idea de que las palabras mismas son los
géneros y las especies, aunque esa opinión fue rechazada hace mucho tiempo, y ha
desaparecido con su autor»7, una observación que debe referirse a Roscelin, puesto
que el mismo Juan de Salisbury dice en su Metalogicus8 que la opinión que identifica
las especies y los géneros con palabras desapareció prácticamente con Roscelin. Pero
aunque Roscelin puede haber sido un nominalista puro, y aunque los fragmentarios
testimonios relativos a sus enseñanzas, tomados literalmente, apoyan ciertamente
esa interpretación, no parece, sin embargo, posible afirmar sin duda ni siquiera que

6 P. L., 178, 358 B.


7 Polycraticus, 7, 12; P L., 199, 665 A.
8 2, 17; P L., 199, 874 C.

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tuvo en cuenta la cuestión de si tenemos o no ideas de géneros y especies, y menos


aún que lo negase, aun cuando sus palabras lo sugieran así. Todo lo que tenemos
derecho a decir con certidumbre es que, nominalista o conceptualista, Roscelin fue un
antirrealista declarado.
6. Hemos indicado antes, que Roscelin propuso una forma de «triteísmo» que provocó
la hostilidad de san Anselmo y que hizo que fuese condenado y tuviese que retractarse
de su teoría en el concilio de Soissons, en 1092. Ese tipo de incursiones en el campo de
la teología por parte de los dialécticos explica en gran medida la hostilidad
manifestada hacia ellos por hombres como san Pedro Damián. Los dialécticos
peripatéticos o sofistas, seglares que procedían de Italia y viajaban de un centro de
estudios a otro, hombres como Anselmo el Peripatético de Parma, que intentaban
ridiculizar el principio de no contradicción, pusieron naturalmente la dialéctica a una
luz bastante pobre mediante su sofistería y juegos de manos verbales; pero mientras
se limitaron a disputas verbales fueron probablemente poco más que impertinentes;
fue cuando aplicaron su dialéctica a la teología, y cayeron en la herejía, cuando
provocaron la enemistad de los teólogos. Así, Berengario de Tours (1000-1088,
aproximadamente), al mantener que los accidentes no pueden subsistir sin la
substancia que les sirve de apoyo, negó la doctrina de la transubstanciación.
Berengario era un monje, y no un peripateticus, pero su espíritu de falta de respeto a
la autoridad parece haber sido característico de un grupo de dialécticos del siglo 11, y
fue principalmente ese tipo de actitud lo que llevó a san Pedro Damián a llamar a la
dialéctica una superfluidad, o a Otloh de St. Emmeran (1010-1070, aprox.) a decir que
ciertos dialécticos ponen más fe en Boecio que en las Escrituras.
San Pedro Damián (1007-1072) sentía pocas simpatías por las artes liberales (son
inútiles, decía) o por la dialéctica, puesto que tales artes no se interesan por Dios o
por la salvación del alma, aunque, como teólogo y escritor, el santo tuvo a su vez que
hacer uso de la dialéctica. Estaba, sin embargo, convencido de que la dialéctica es una
ocupación muy inferior, y que su utilización en teología es puramente subsidiaria y
subordinada, no meramente porque los dogmas son verdades reveladas, sino también
en el sentido de que, incluso los principios últimos de la razón, pueden no tener
aplicación en teología. Por ejemplo, Dios, según san Pedro Damián, no es solamente
árbitro de los valores morales y de la ley moral (san Pedro Damián habría visto con
simpatía las reflexiones de Kierkegaard sobre el sacrificio de Abraham), sino que
también podría lograr que un acontecimiento histórico se convirtiese en no-hecho, que
dejase de haber ocurrido, y si eso parece ir en contra del principio de no contradicción,
entonces tanto peor para el principio de no-contradicción: lo único que eso prueba es
la inferioridad de la lógica en comparación con la teología. En pocas palabras, el
puesto que corresponde a la dialéctica es el de una criada, velut ancilla dominae.9
La idea de la «esclava» fue empleada también por Gerardo de Czanad (muerto en
1046), un veneciano que llegó a ser obispo de Czanad, en Hungría. Gerardo subrayó la
superioridad de la sabiduría de los apóstoles sobre la de Aristóteles y Platón, y
declaró que la dialéctica debe ser ancilla theologiae. Se supone muchas veces que ése
es el punto de vista tomista sobre el dominio de la filosofía, pero, dada la delimitación
tomista de los distintos dominios de teología y filosofía, la idea de la «esclava» no
ajusta en la doctrina sobre la naturaleza de la filosofía profesada por santo Tomás.

9 De div. Omnip., P. L., 145, 63.

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Tal idea fue más bien, como observa M. de Wulf, la propia de un «limitado grupo de
teólogos», hombres que hacían poco aprecio de la ciencia de moda. Sin embargo,
tampoco ellos pudieron por menos de valerse de la dialéctica, y el arzobispo Lanfranc
(que nació hacia el año 1010 y murió en 1089, siendo arzobispo de Canterbury)
hablaba con la voz del sentido común cuando decía que lo que debía condenarse no era
la dialéctica, sino los abusos de la misma.
7. La oposición de un santo, y riguroso teólogo, a la dialéctica, es también uno de los
motivos de la vida de Abelardo, cuya controversia con Guillermo de Champeaux
constituye la siguiente etapa en la historia de la discusión sobre los universales,
aunque solamente afectó a la vida de Abelardo, no al triunfo final de su lucha contra
el ultrarrealismo.
Guillermo de Champeaux (1070-1120), después de estudiar en París y Laon, estudió
en Compiégne bajo la dirección de Roscelin. Adoptó, no obstante, la teoría
exactamente opuesta a la de Roscelin, y la doctrina que él enseñó en la escuela
catedral de París fue la del ultrarrealismo. Según Abelardo, que asistió a las lecciones
de Guillermo de Champeaux en París, y del que hemos de derivar nuestro
conocimiento sobre las enseñanzas de éste, el maestro mantenía la teoría de que la
misma naturaleza esencial está enteramente presente al mismo tiempo en cada uno
de los miembros individuales de la especie en cuestión, con la inevitable consecuencia
lógica de que los miembros de una especie difieren los unos de los otros no
substancialmente, sino sólo accidentalmente10. Si eso es así, dice Abelardo11, hay una
misma substancia en Platón en un lugar y en Sócrates en otro lugar, y Platón está
constituido por un equipo de accidentes y Sócrates por otro. Tal doctrina es, desde
luego, la forma de ultrarrealismo corriente en la primera parte de la Edad Media, y
Abelardo no tuvo dificultad alguna en mostrar las consecuencias absurdas que
implicaba. Por ejemplo, si la especie humana está substancialmente, y, por lo tanto,
totalmente, presente al mismo tiempo tanto en Sócrates como en Platón, entonces
Sócrates debe ser Platón, y debe estar presente en dos lugares al mismo tiempo 12.
Además, semejante doctrina conduce en último término al panteísmo, puesto que Dios
es substancia, y todas las substancias serán idénticas a la substancia divina.
Presionado por ese tipo de crítica, Guillermo de Champeaux transformó su teoría,
abandonó la teoría de la identidad en favor de la teoría de la indiferencia, y dijo que
dos miembros de la misma especie son la misma cosa, no esencialmente (essentialiter),
sino indiferentemente (indifferenter). Disponemos de esa información por Abelardo13,
que evidentemente consideró que la nueva teoría era un subterfugio, como si
Guillermo se limitase ahora a decir que Sócrates y Platón no eran la misma cosa, pero
que, sin embargo, no eran cosas diferentes. No obstante, algunos fragmentos de las
Sententiae de Guillermo de Champeaux14 ponen en claro la posición de éste. Dice el
autor que las dos palabras «uno» y «mismo» pueden ser entendidas de dos maneras,
secundum indifferentiam et secundum identitatem eiusdem prorsus essentiae, y
procede a explicar que Pedro y Pablo son «indiferentemente» hombres, o poseen la

10 Hist. calam., 2; P L., 178, 119 AB.


11 Dialectica, edición de Geyer, p. 10.
12 De Generibus et speciebus; Cousin, Ouvrages inédits d'Abélard, p. 153.
13 Hist. calam. 2; P. L., 178, 119 B.
14 Edición Lefèvre, p. 24.

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humanidad secundum indifferentiam, en cuanto que si Pedro es racional, también lo


es Pablo, y si Pedro es mortal, también lo es Pablo, y así sucesivamente, mientras que
su humanidad no es la misma (quiere decir que su esencia o naturaleza no es
numéricamente la misma), sino semejante (similis), puesto que son dos hombres.
Añade Guillermo que ese modo de unidad no puede aplicarse a la Naturaleza divina,
refiriéndose, sin duda, al hecho de que la Naturaleza divina es idéntica en cada una
de las tres Personas divinas. Ese fragmento, pues, pese a su lenguaje algo oscuro, se
opone claramente al ultrarrealismo. Cuando Guillermo de Champeaux dice que Pedro
y Pablo son uno y lo mismo en humanidad secundum indifferentiam, quiere decir que
sus esencias son iguales, y que esa igualdad es el fundamento del concepto universal
de hombre, que se aplica «indiferentemente» a Pedro y a Pablo o a otro hombre
cualquiera. Sea lo que sea lo que Abelardo pensase de esa teoría modificada, o la
interpretación según la cual la atacara, la teoría parece ser en realidad una negación
del ultrarrealismo, y no muy diferente del modo de ver del propio Abelardo.
Debemos indicar que la referencia que antes hemos hecho a la disputa entre Abelardo
y Guillermo de Champeaux ha sido una simplificación, ya que el curso preciso de los
acontecimientos en dicha disputa no está claro. Por ejemplo, aunque es seguro que
Guillermo, después de ser derrotado por Abelardo, se retiró a la abadía de San Víctor
y enseñó allí, para ser luego nombrado obispo de Chálons-sur-Marne, no es seguro en
qué punto de la controversia se retiró. Parece probable que cambiase su teoría
mientras enseñaba en París, y luego, sometido a nuevas críticas de Abelardo,
estuviesen éstas justificadas o no, se retirase de la batalla para recluirse en San
Víctor, donde continuaría enseñando y podría haber puesto los fundamentos de la
tradición mística de la abadía; pero, según M. de Wulf, Guillermo de Champeaux se
retiró a San Víctor y allí enseñó la nueva forma de su teoría, la teoría de la
indiferencia. Se ha afirmado también que Guillermo sostuvo tres teorías: 1) la teoría
de la identidad del ultrarrealismo; 2) la teoría de la indiferencia, que fue atacada por
Abelardo como indistinguible de la anterior, y 3) una teoría anti-realista, en cuyo caso
puede presumirse que se retiró a San Víctor después de enseñar las teorías 1 y 2. Eso
podría ser correcto, y puede apoyarse en la interpretación de Abelardo y la crítica de
éste a la teoría de la indiferencia; pero es cuestionable que la interpretación de
Abelardo pasase de ser meramente polémica, y yo me inclino a coincidir con De Wulf
en que la teoría de la indiferencia suponía una negación de la teoría de la identidad,
es decir, que no era un mero subterfugio verbal. En cualquier caso, la cuestión no es
de mucha importancia, puesto que todos están de acuerdo en que Guillermo de
Champeaux abandonó eventualmente el ultrarrealismo con el que había comenzado.
8. El hombre que derrotó en debate a Guillermo de Champeaux, Abelardo
(1079¬1142) había nacido en Le Pallet, Palet o Palais, cerca de Nantes, de donde su
nombre de Peripateticus Palatinus, y estudió dialéctica como discípulo de Roscelin y
de Guillermo, después de lo cual abrió una escuela propia, primeramente en Melun,
después en Corbeil, y más tarde en París, donde tuvo lugar su disputa con el que
había sido su maestro. Posteriormente dirigió su atención a la teología, estudió bajo la
dirección de Anselmo de Laon, y comenzó a enseñar él mismo teología en París en
1113. A consecuencia de su episodio con Heloisa, Abelardo tuvo que retirarse a la
abadía de St.-Denis. En 1121, su libro De Unitate et Trinitate divina fue condenado en
Soissons, y Abelardo fundó entonces la escuela del Paráclito, cerca de Nogent-sur-
Seine, que abandonó en 1125, para convertirse en abad de St.-Gildas, en la Bretaña,
aunque dejó el monasterio en 1129. Desde 1136 hasta 1149 estuvo enseñando en

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Santa Genoveva, en París, donde Juan de Salisbury fue uno de sus discípulos. Pero
san Bernardo le acusó de herejía, y en 1141 fue condenado en el concilio de Sens. Su
apelación al papa Inocencio II condujo a una nueva condenación y a una prohibición
de la enseñanza, después de lo cual se retiró a Cluny, donde permaneció hasta su
muerte.
Está claro que Abelardo fue un hombre de disposición combativa y despiadado con sus
adversarios: ridiculizó a sus maestros en filosofía y en teología, Guillermo de
Champeaux y Anselmo de Laon. Fue también, aunque algo sentimental, egoísta y
difícil de tratar: es significativo el que abandonase tanto la abadía de St.-Denis como
la de St.-Gildas porque era incapaz de vivir en paz con los demás monjes. Fue, sin
embargo, un hombre de gran capacidad, un dialéctico sobresaliente, muy superior en
ese aspecto a Guillermo de Champeaux; no era una mediocridad que pudiera ser
ignorada, y sabemos que su brillantez y destreza dialéctica (y también, sin duda, sus
ataques a otros maestros) le atrajeron una gran audiencia. Pero sus incursiones en el
terreno de la teología, especialmente viniendo de parte de un hombre brillante y de
gran reputación, le hicieron parecer un pensador peligroso a ojos de aquellos que
tenían escasa simpatía natural por la dialéctica y la habilidad intelectual, y Abelardo
se vio perseguido por la incansable hostilidad de san Bernardo, que parece haber visto
al filósofo como un agente de Satanás; indudablemente, hizo cuanto pudo por
asegurarse de la condena de Abelardo. Entre otros cargos, acusó a éste de sostener
una doctrina herética sobre la Santísima Trinidad, cargo cuya verdad Abelardo negó
firmemente. Es probable que el filósofo no fuese racionalista en el sentido corriente de
la palabra, en lo que se refiere a sus intenciones (no pretendió negar la Revelación ni
disolver el misterio con explicaciones); pero al mismo tiempo, en su aplicación de la
dialéctica a la teología, parece haber atacado la ortodoxia teológica, de hecho, ya que
no en la intención. Por otra parte, fue la aplicación de la dialéctica a la teología lo que
hizo posible el progreso teológico y facilitó la sistematización escolástica de la teología
en el siglo 13.
Abelardo no tuvo dificultad, como ya hemos visto, en poner de manifiesto los absurdos
lógicos a que conducía el ultrarrealismo de Guillermo de Champeaux; pero le
incumbía producir por sí mismo otra teoría más satisfactoria. Aceptando la definición
aristotélica del universal, tal como la transmitiera Boecio (quod in pluribus natum est
praedicari, singulare vero quod non), procedió a afirmar que lo que se predica no es
una cosa, sino un nombre, y concluyó que hay que «adscribir ese tipo de universalidad
solamente a las palabras»15. La frase suena muy parecida a la opinión puramente
nomina-lista adscrita tradicionalmente a Roscelin (que también había sido maestro de
Abelardo), pero el hecho de que éste tuviese interés en hablar de palabras universales
y particulares pone de manifiesto que no podemos concluir inmediatamente que
negase toda realidad correspondiente a las palabras universales, puesto que
ciertamente no negaba que hubiese una realidad correspondiente a las palabras
particulares, a saber, el individuo. Además, Abelardo (en la Logica nostrorum
petitioni sociorum) procedió a distinguir vox y sermo, y a decir, no que Universale est
vox, sino que Universale est sermo. ¿Por qué hizo Abelardo esa distinción? Porque vox
significa la palabra como entidad física (flatus vocis), una cosa, y ninguna cosa puede
ser predicada de otra cosa, mientras que sermo significa la palabra según la relación

15 Ingredientibus, edición de Geyer, p. 16.

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de ésta al contenido lógico, y es éste lo que es predicado.


¿Cuál es, pues, el contenido lógico, cuál es el intellectus universalis o idea universal,
que es expresado por el nomen universale? Por las ideas universales la mente «concibe
una imagen común y confusa de muchas cosas (...) Cuando digo hombre, una cierta
figura aparece en mi mente, que se relaciona a hombres individuales, que es común a
todos y no propia de ninguno». Semejante lenguaje sugiere, en verdad, que, según
Abelardo, no hay realmente conceptos universales, sino sólo imágenes confusas,
genéricas o específicas según el grado de su confusión e indistinción; pero el autor
sigue diciendo que los conceptos universales se forman por abstracción, y que
mediante esos conceptos concebimos lo que hay en el objeto, aunque no lo concebimos
como está en el objeto. «Porque cuando yo considero ese hombre solamente en la
naturaleza de substancia o de cuerpo, y no también de animal, o de hombre, o de
gramático, evidentemente no entiendo otra cosa que lo que hay en esa naturaleza,
pero no considero todo lo que hay.» Abelardo explica entonces que cuando dijo que
nuestra idea de hombre es «confusa», lo que quiso dar a entender es que por medio de
la abstracción la naturaleza se deja libre de toda individualidad, y se considera de tal
modo que no supone relación especial alguna a ningún individuo particular, sino que
puede ser predicada de todos los hombres individuales. En resumen, aquello que se
concibe en las ideas genéricas y específicas está en las cosas (la idea no está vacía de
referencia objetiva), pero no está en ellas, es decir, en las cosas particulares, tal como
es concebido. En otras palabras, el ultrarrealismo es falso; pero eso no significa que
los universales sean puramente construcciones subjetivas, y aún menos que sean
meras palabras. Cuando Abelardo dice que el universal es un nomen o sermo, lo que
quiere decir es que la unidad lógica del concepto universal afecta exclusivamente al
predicado, que éste es un nomen y no una res o cosa individual. Si queremos, con Juan
de Salisbury, llamar a Abelardo «nominalista», debemos reconocer al mismo tiempo
que su «nominalismo» es simplemente una negación del ultrarrealismo y una
afirmación de la distinción entre los órdenes lógico y real, sin que eso suponga
negativa alguna del fundamento objetivo del concepto universal. La doctrina de
Abelardo es un bosquejo, a pesar de algunas ambigüedades de lenguaje, de la teoría
desarrollada por el «realismo moderado».
En su Theologia Christiana y su Theologia, Abelardo sigue a san Agustín, Macrobio y
Prisciano al situar en la mente de Dios formae exemplares o ideas divinas, genéricas y
específicas, que son idénticas a Dios mismo, y alaba a Platón en ese punto,
entendiéndole en sentido neoplatónico, como habiendo colocado las ideas en la mente
divina, quam Graeci Noyn appellant.
9. El tratamiento por Abelardo del problema de los universales fue realmente
decisivo, en el sentido de que dio un golpe de muerte al ultrarrealismo, al mostrar
cómo se puede negar dicha doctrina sin verse obligado al mismo tiempo a negar toda
objetividad a los géneros y las especies, y, aunque la escuela de Chartres, en el siglo
mi (a diferencia de la escuela de San Víctor) se inclinó al ultrarrealismo, dos de las
más notables figuras relacionadas con Chartres, a saber, Gilbert de la Porrée y Juan
de Salisbury, rompieron con la antigua tradición.
(i) Gilbert de la Porrée, o Gilbertus Porretanus, nació en Poitiers en 1076, fue
discípulo de Bernardo de Chartres y enseñó a su vez en Chartres durante más de doce
años. Más tarde enseñó en París, aunque fue nombrado obispo de Poitiers en 1142.
Murió en 1154.

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Gilbert de la Porrée se mantuvo firme en el tema de que cada hombre tiene su propia
humanidad o naturaleza humana16; pero tuvo una opinión peculiar en cuanto a la
constitución interna del individuo. En el individuo debemos distinguir la substancia o
esencia individualizada, en la que inhieren los accidentes de la cosa, y las formae
substantiales, o formae nativae.17 Esas formas nativas son comunes en el sentido de
que son iguales en objetos de la misma especie o género, según sea el caso, y tienen
sus ejemplares en Dios. Cuando la mente contempla las formas nativas en las cosas,
puede abstraerlas de la materia en la que están encarnadas o vueltas concretas, y
considerarlas por separado, en abstracción: está entonces, en relación con los géneros
y las especies, que son subsistentiae, pero no objetos substancialmente existentes 18.
Por ejemplo, el género es simplemente la colección (collectio) de subsistentiae obtenida
mediante la comparación de cosas que, aunque diferentes en especie, son
semejantes19. Gilberto quiere decir que la idea de especie se obtiene por comparación
de las similares determinaciones esenciales o formas de similares objetos
individuales, y reuniéndolas en una sola idea, mientras que la idea de género se
obtiene comparando objetos que difieren específicamente pero que aun así tienen en
común algunas formas o determinaciones esenciales, como el caballo y el perro tienen
en común la animalidad. La forma, como observa Juan de Salisbury a propósito de la
doctrina del Porretano20, es sensible en los objetos sensibles, pero es concebida por la
mente aparte de los sentidos, es decir, inmaterialmente, y aunque individual en cada
individuo, es, sin embargo, común, o semejante, en todos los miembros de una especie
o de un género.
Sus doctrinas de la abstracción y de la comparación ponen en claro que Gilberto fue
un realista moderado, y no un ultrarrealista, pero su curiosa idea de la distinción
entre la substancia o esencia individual y la esencia común (donde «común» significa
semejante en una pluralidad de individuos), le hizo entrar en dificultades cuando
procedió a aplicarla a la doctrina de la Santísima Trinidad, y distinguió como cosas
diferentes Deus y Divinitas, Pater y Paternitas, del mismo modo a como había
distinguido Sócrates de «humanidad», es decir, de la humanidad de Sócrates. Gilberto
fue acusado de menoscabar la unidad de Dios y de enseñar herejías (san Bernardo fue
uno de sus acusadores). Condenado en el concilio de Reims, el año 1148, se retractó de
sus proposiciones heterodoxas.
(ii) Juan de Salisbury (1115-1180, aproximadamente) llegó a París en el año 1136, y
allí asistió a las lecciones de, entre otros, Abelardo, Gilberto Porretano, Adam
Parvipontanus y Robert Pulleyn. Llegó a ser secretario del arzobispo de Canterbury,
primeramente del arzobispo Teobaldo y más tarde de santo Tomás Becket, y fue más
tarde nombrado obispo de Chartres, en 1176.
En la discusión del problema de los universales, dice Juan de Salisbury, el mundo se
ha hecho viejo; se ha dedicado a esa empresa más tiempo del requerido por los césares
para conquistar y gobernar el mundo21. Pero todo el que busca los géneros y las

16 In Boeth., de dual, nat.; P. L., 64, 1378.


17 In Boeth. de Trinit., P. L., 64, 1393; Cf. Juan de Salisbury, Metalog., 2, 17; P L., 64.
18 P L.., 64, 1267.
19 Ibid., 64, 1389.
20 Ibid., 64, 875-6.
21 Polycrat, 7, 12.

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especies fuera de las cosas de los sentidos, está perdiendo su tiempo22; el


ultrarrealismo es erróneo y contradice las enseñanzas de Aristóteles23, por quien Juan
de Salisbury tiene predilección en materia de dialéctica; a propósito de los Tópicos,
observa que es de más utilidad que casi todos los libros de dialéctica que los modernos
acostumbran exponer en las escuelas24. Los géneros y las especies no son cosas, sino
más bien las formas de cosas que la mente, comparando las semejanzas entre éstas,
abstrae y unifica en los conceptos universales25. Los conceptos universales, o géneros
y especies, abstractamente considerados, son construcciones mentales (figurata
rationis), puesto que no existen como universales en la realidad extramental; pero se
trata de una construcción que consiste en la comparación de cosas y la abstracción a
partir de las cosas, de modo que los conceptos universales no están vacíos de
fundamentación y referencia objetivas.26
10. Ya hemos dicho que la escuela de San Víctor se inclinó hacia un realismo
moderado. Así, Hugo de San Víctor (1096-1141) adoptó más o menos la posición de
Abelardo, y mantuvo una clara doctrina de la abstracción, que aplicó a las
matemáticas y a la física. El dominio de las matemáticas se caracteriza por la
atención a actus confusos inconfuse,27 la abstracción, en el sentido de atención por
separado, a la línea o la superficie plana, por ejemplo, aunque ni líneas ni superficies
existen separadas de los cuerpos. También en física se consideran en abstracción las
propiedades de los cuatro elementos, aunque en la realidad concreta éstos no se
encuentran sino en diversas combinaciones. Semejantemente, el dialéctico considera
las formas de las cosas en aislamiento o abstracción, en un concepto unificado,
aunque en la realidad actual las formas de las cosas sensibles no existen ni aisladas
de la materia ni como universales.
11. Los fundamentos de la doctrina tomista del realismo moderado habían sido
puestos, pues, antes del siglo 13, y en realidad podemos decir que fue Abelardo quien
acabó prácticamente con el ultrarrealismo. Cuando santo Tomás declara que los
universales no son cosas subsistentes y que no existen sino en las cosas singulares28,
se está haciendo eco de lo que Abelardo y Juan de Salisbury habían dicho antes que
él. Por ejemplo, la «humanidad», la naturaleza humana, solamente tiene existencia en
este o aquel hombre, y la universalidad que se asigna a la humanidad en el concepto
es un resultado de la abstracción, y, por lo tanto, en cierto sentido, una contribución
subjetiva29. Pero eso no supone la falsedad del concepto universal. Si abstrajésemos la
forma específica de una cosa y al mismo tiempo pensásemos que esa forma existe
realmente en estado de abstracción, nuestra idea sería ciertamente falsa, porque
implicaría un juicio falso relativo a la cosa misma; pero aunque en el concepto
universal la mente conciba algo de una manera distinta a su modo de existencia
concreta, nuestro juicio acerca de la cosa misma no es erróneo; de lo que se trata
simplemente es de que la forma, que existe en la cosa en un estado individualizado, es

22 Metal., 2, 20.
23 Ibid.
24 Ibid., 3, 10.
25 Ibid., 2, 20.
26 Ibid., 3, 3.
27 Didasc., 2, 18; P L., 176, 785.
28 Contra Gent., 1, 65.
29 S. T., 1ª, 85, 1, ad 1; 85, 2, ad 2.

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abstraída, es decir, convertida en objeto de atención exclusiva de la mente, por una


actividad inmaterial de ésta. El fundamento objetivo del concepto específico universal
es así la esencia objetiva e individual de la cosa, la cual esencia es, por la actividad de
la mente, liberada de factores individualizantes (es decir, según santo Tomás, de la
materia) y considerada en abstracción. Por ejemplo, la mente abstrae del hombre
individual la esencia de humanidad, que es igual, pero no numéricamente la misma,
en los miembros de la especie humana. Y el fundamento del concepto genérico
universal es una determinación esencial que varias especies tienen en común, como
las especies de hombre, caballo, perro, etc., tienen en común la «animalidad».
Santo Tomás negaba así ambas formas de ultrarrealismo, la de Platón y la de los
primeros medievales; pero, lo mismo que Abelardo, no deseaba rechazar el platonismo
totalmente y sin apelación, es decir, no renunciaba a conservar de algún modo el
platonismo tal como éste había sido desarrollado por san Agustín. Las ideas, las ideas
ejemplares, existen en la mente divina, aunque no son ontológicamente distintas de
Dios ni constituyen realmente una pluralidad. En lo que se refiere a esa verdad, la
teoría platónica está justificada30. Santo Tomás admite, pues, (i) el universale ante
rem, aunque insistiendo en que no es una cosa subsistente, ni separada de las cosas
(Platón) ni en las cosas (primeros medievales ultrarrealistas), porque es Dios mismo,
considerado en tanto que percibe su esencia como imitable ad extra en un cierto tipo
de criatura; (ii) el universale in re, que es la esencia individual concreta, igual en los
distintos miembros de la especie; y (iii) el universale post rem, que es el concepto
universal abstracto31. Huelga decir que el término universale in re, utilizado en el
Comentario a las Sentencias, ha de ser interpretado a la luz de la doctrina general de
santo Tomás, es decir, como el fundamento del concepto universal, fundamento que no
es otra cosa que la esencia concreta o quidditas rei.32
A finales de la Edad Media el problema de los universales sería replanteado, y una
nueva solución iba a ser ofrecida por Guillermo de Ockham y sus seguidores; pero el
principio de que solamente los individuos existen como cosas subsistentes,
permanecería; la nueva corriente del siglo 14 no se inclinaría hacia el realismo, sino
que se alejaría de éste. Consideraré la historia de ese movimiento en el siguiente
volumen de esta Historia.

30 Contra Gent., 3, 24.


31 In Sent., 2; Dist. 3, 2, ad 1.
32 La distinción entre universale ante rem, in re y post rem, había sido hecha por Avicena.

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