Anzieu - Grupo e Inconsciente - Cap 4-La Ilusion Grupal

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LA ILUSIÓN GRUPAL: UN YO IDEAL COMÚN1

A las tres importantes formas sociales de ilusión que describió Freud ya en Tótem y Tabú (1912-
1913) y que más tarde profundizó en sus trabajos de psicoanálisis aplicado a la cultura: ilusión
religiosa, ilusión artística e ilusión que a mí me gusta más llamar ideológica que filosófica, propongo
añadir una cuarta: la ilusión grupal.
La analogía entre el grupo y el sueño, enunciada anteriormente, me parece que ahora se puede
estudiar más profundamente. Primer punto: el sueño, que es la ilusión individual por excelencia, se
produce durmiendo; es decir, en el estado del máximo retraimiento pulsional de la realidad exterior.
Ahora bien, ¿no se realizan los seminarios de formación en una situación de aislamiento cultural, en un
lugar retirado de la vida social y profesional y con una duración que es una pausa en las actividades
habituales? La realidad exterior se detiene, se deja de lado. A esta retirada de la catexia objetal
corresponde, en términos económicos, una sobrecatexia del grupo; es decir, un traslado de la libido así
liberada sobre la única realidad presente en el aquí y ahora. El grupo se convierte, pues, en objeto
libidinal. La observación de los grupos reales confirma que en ellos también funciona el mismo
equilibrio económico que el descubierto por Freud para el aparato psíquico individual (cf. Introducción
del narcisismo, 1914) entre la libido objetal y la libido del Yo: existe una correlación inversa entre la
catexia grupal de la realidad y la catexia narcisista del grupo.

Segundo punto: tanto en el grupo como en el sueño, el aparato psíquico sufre una triple regresión:
cronológica, tópica y formal. La situación de grupo produce una regresión cronológica no solamente al
narcisismo secundario, sino también, y es ésta una de mis tesis, al narcisismo primario. Para limitarme
al ejemplo del narcisismo secundario, diré que la confrontación con los demás es vivida como una
amenaza angustiosa de pérdida de la identidad del Yo. A esta amenaza responde la contracatexia
narcisista que, como todo el mundo sabe, acarrea dificultades de comunicación y cohesión en la vida o
en el trabajo en grupo. La situación grupal aviva en los miembros la herida narcisística. Algunos
reaccionan con un repliegue protector sobre ellos mismos; otros, con la afirmación obstinada o
reivindicativa de su Yo.
Tanto el grupo como el sueño producen una regresión tópica. Ni el Yo ni el Superyó pueden ya
controlar suficientemente a los representantes-representaciones de la pulsión. Las dos instancias
maestras del aparato psíquico son ahora el Ello y, no bien diferenciado de él, el Yo ideal que, como
sabemos, quiere realizar la fusión con el pecho, fuente de todos los placeres y también la restauración
introyectiva de ese primer objeto –parcial- de amor perdido. El grupo se convierte, para los miembros,
en el sustituto de ese objeto perdido.

La tercera forma de regresión, la regresión formal, se observa en el recurso a modos de expresión


arcaicos, más próximos al proceso primario, como el pensamiento figurativo, la discusión mito-poética,
los juegos de palabras, las interjecciones e incluso las onomatopeyas y borborigmos, o aún, en los
signos infra lingüísticos, gestos, miradas, sonrisas, posturas y mímicas, tomados de la expresión de las
emociones o de los primeros simulacros simbólicos descubiertos por el niño en sus juegos con su
madre y con su entorno. De ahí las frecuentes dificultades en las clases escolares o en las sociedades
cultas para mantener los intercambios entre sus miembros a nivel de procesos secundarios.

La regresión del aparato psíquico en la situación de grupo y del sueño se manifiesta de nuevo por
otras características que dependen del terreno espacio-temporal. Nuestras observaciones, las mías y las
de los colegas con quienes trabajo, nos han llevado a comprobar que el espacio imaginario del grupo es
la proyección del cuerpo fantaseado de la madre, con sus órganos internos, incluyendo el falo y los
1
Texto de una conferencia pronunciada el 24 de mayo de 1971 en la Association Psychanalytique de France y que
primitivamente apareció, con pocas variantes, en la Nouvelle Revue de Psychanalyse, 1971, nº4, pp. 73-93.
niños-heces. El tiempo sufre igualmente la regresión: ya no es cronológico; su irreversibilidad queda
abolida, dando paso, unas veces a la repetición y al retorno eterno, y otras, a la fantasmatización del
retorno a los orígenes y de un nuevo comienzo.
Un lugar fuera del espacio es una utopía; una duración fuera del tiempo es una ucronía. Los seres
humanos se acercan a los grupos como a una utopía y a una utopía La categoría espacio-temporal,
propia de la vivencia del grupo, está en otro lugar. Si es verdad que el inconsciente es universal, eterno
e indestructible, constituye también para el hombre la alteridad por excelencia. Es un siempre ahí que
cada uno de nosotros sitúa siempre en otro lugar. Para los individuos que se reúnen en grupo, el grupo
se propone fantasmáticamente como ese lugar fuera del tiempo; como este otro lado del espejo en el
que su inconsciente se encontrara por fin representado y realizado al ser lo que ellos tienen en común.
Se juntan por semejanzas.

El otro lugar del grupo, por ejemplo, la elaboración de la utopía colectiva, sirve a cada individuo-
miembro como mecanismo de defensa contra su inconsciente individual en los grupos; el inconsciente
es captado como una realidad no ya intra, sino inter y transindividual. Sin embargo, se puede insertar
en un código común por el que, como he demostrado en mi trabajo sobre «Freud y la mitología» (D.
Anzieu, 1970 b), cada sector del mundo cobra un sentido a partir de una fantasía, y recíproca mente,
cada proceso inconsciente recibe una denominación como metáfora o metonimia de un fenómeno
natural. Así, las producciones psíquicas grupales cumplen, al mismo tiempo que un papel defensivo, la
transición entre la realidad psíquica interna y la realidad natural y social externa.

***

Después de probar que la producción de ilusión puede ser tanto grupal como individual, quisiera
precisar ahora la forma específica con que la ilusión se presenta en el grupo. Llamo «ilusión grupal» a
un estado psíquico particular que se observa tanto en los grupos naturales como en los terapéuticos o
formativos y que es espontáneamente verbal izada por los miembros de la forma siguiente: «Estamos
bien juntos; constituimos un buen grupo; nuestro jefe/monitor es un buen jefe, un buen monitor». Voy a
proceder ahora al estudio de este fenómeno de grupo presentando tres observaciones. Esas tres
observaciones han jalonado cronológicamente el progreso de mi reflexión y de mi práctica sobre las
condiciones en las que se puede efectuar un trabajo verdaderamente psicoanalítico en los grupos de
formación.

Observación número 4 (continuación)

Se trata de un grupo de diagnóstico2 que tuvo lugar al sur de Francia en doce sesiones, de hora y media,
repartidas en cuatro días. Yo era el monitor y debo a uno de los dos observadores no participantes,
Rene Kaës, este protocolo detallado realizado por él. La reflexión sobre el desarrollo de este grupo me
ha permitido entrever la existencia de la ilusión grupal por primera vez.
Los trece participantes, seis mujeres y siete hombres, eran todos, utilizando el término creado por
William James, olvidado y después reinventado por André Berge, unos «psiquistas», es decir,
psicólogos, psiquiatras y educadores, gentes que trabajan con la realidad psíquica y no con la realidad
exterior.

La primera sesión tiene lugar el primer día por la tarde. Comienza con la crítica al papel de los
2
El protocolo de este grupo, llamado tan pronto de Citera como del Paraíso perdido, o grupo de la Galera, me ha proporcionado el material que se refiere a
la ilusión grupal. R. Kaes lo utilizó, desde otro punto de vista, en su artículo "Processus et fonctions de l'idéolo gie dans les groupes" (1971 b). Igualmente
A. Béjarano lo comenta en su capítulo "lié sis|ance et transferí dans les groupes" (1972, pp. 83-89). El texto íntegro del protocolo está publicado por R.
Kaes y por mí mismo en un volumen de la Colección Inconscienl el Culture titula do: "Chronique d'un groupe: observation et presentation du groupe du
Paradis perdu".
observadores; continúa con un turno de palabra en el que cada uno precisa sus aspiraciones y donde
aparece, en varias ocasiones, la idea de que el conocimiento de los demás, que se espera adquirir aquí,
debería permitir «igualar las relaciones y nivelar las diferencias»; curiosamente, la única diferencia
explícitamente mencionada era la que existía entre el monitor y los demás miembros. Uno de los
participantes, Nicolás, intentando jugar al psicoanalista, cristaliza en él la agresividad que permanecía
latente. La sesión termina con la confesión de una participante que impresiona al grupo. Leonor ha lla-
mado ya la atención del todos los hombres en el transcurso de la ronda de verbalizaciones en la que,
presentándose como mujer-orquesta y mujer-médico, declara que es especialista en planificación
familiar y que ha participado en un grupo de asistentes sociales: ese grupo continuó sus reuniones
durante mucho tiempo («no queríamos morir», dice); cada uno de las participantes experimentó
entonces una gran satisfacción («nos encontrábamos muy bien juntos»).

El destino que el grupo conocerá durante y después de la sesión se trama aquí: la transferencia
negativa, que no osaban dirigir hacia el monitor se desplaza sobre Nicolás. Este la conservará hasta el
final. Al presentarse Leonor como especialista de planificación familiar, se muestra inconscientemente
para la mayoría, como la que conoce y controla los secretos de la vida, del nacimiento y del sexo. Más
tarde, interpreté su función de buena madre del grupo, pero esta interpretación fue ineficaz por
insuficiente: en efecto, ahora me parece que el grupo dejó de esperar de mí, desde el momento en que
esperaba de Leonor el saber; es decir, la revelación de estos misterios de la seducción, de la escena
primitiva y de la diferencia de sexos. El grupo se lo diría claramente a través de un dibujo colectivo que
hicieron en la pizarra entre las dos últimas sesiones. No obstante, a causa de la contratransferencia
narcisista, yo lo entendí como relacionado conmigo, cuando lo que realmente estaba expresando era la
relación del grupo con Leonor, relación en la que yo era el tercero excluido. En estas condiciones, la
utopía del buen grupo en el que todo el mundo se quiere y del que uno no consigue separarse y que es
la que propone Leonor, no permite al grupo otra decisión que la de adoptar dicha utopía: nosotros
también vamos a constituir ese buen grupo que va a responder a los deseos de Leonor y del que Leonor
llegará a ser la buena monitora. De hecho, y al terminar la sesión, este grupo se reunirá regularmente y
durante mucho tiempo sin la presencia del monitor ni de los observadores, adjudicados desde un
principio y varones los tres.

Las sesiones posteriores, la tarde del primer día y la mañana siguiente, giran en torno a la neutralidad
silenciosa y frustrante del monitor, neutralidad que durante cierto tiempo adopta también Leonor. Esta
la explica haciendo una nueva revelación impresionante: se ha psicoanalizado. Los demás psiquistas
hablan de su impotencia profesional en sus trabajos. Describen después la presencia del grupo como
una esfera sin abertura, en la que cada uno se sofoca, aislado y expuesto a los peligros de un combate
interno que se desarrolla fuera de toda regla. Sueñan, al contrario, con un grupo en régimen de
internado en el que el monitor y los observadores se mezclen estrechamente con ellos. Obligan a que
hable el monitor; después, sus opiniones se dividen en pro o en contra de la interpretación de éste sobre
el miedo al fraccionamiento del grupo. A continuación, los participantes, que se aproximan por
afinidades nacientes, empiezan a constituir parejas, pero parejas de hombres o de mujeres. Sólo Leonor
echa el ojo a un compañero del sexo contrario. La presencia de dos barbudos (Nicolás y Raúl) hace que
se plantee con angustia la pregunta: ¿Quién lleva la barba o los pantalones aquí?

Como sucede a menudo, la ilusión grupal hace su aparición en el transcurso de la comida del
segundo día, que los participantes realizan juntos sin la presencia del monitor ni de los observadores,
después de la cuarta sesión. Al principio de la quinta, los participantes, en consonancia con la regla de
la restitución, cuentan que durante esta comida han sentido con gusto, por primera vez, la cohesión de
su grupo; unánimemente manifiestan su insatisfacción respecto al monitor; algunos han propuesto
excluirle, manteniéndole, no obstante, su retribución.
El monitor interpreta la dependencia y la ambivalencia que en esta ocasión manifiestan hacia él.
Algunos reciben esta interpretación como la que procede de un padre temido que hay que eliminar.
Otros se declaran satisfechos del tono y del contenido. Inmediatamente, la agresividad colectiva se
dirige sobre el sustituto designado desde la primera sesión: después de un simulacro de votación, se le
retira a Nicolás el cuaderno en el que escribe sus observaciones (el monitor también anota paulati-
namente sus observaciones, mas nadie se lo reprocha). Igualmente, se le exige a Nicolás que explique
las relaciones anteriores con el monitor del que él ha sido alumno. A continuación hablan por turno
todos los que también han sido antiguos alumnos o lectores de sus escritos y que lo conocieron con
anterioridad. Leonor declara que, por el contrario, desde el principio ella ha hecho el «ahorro del
monitor»: lo ignoraba antes de la sesión y continúa ignorándolo. La fantasía grupal de la exclusión del
monitor es interpretada por algunos como la realización por el grupo del deseo de Leonor, lo que ella
niega. El monitor interpreta el deseo del grupo de tener una buena madre en lugar del poder de macho
rechazado. Interpretación exacta, aunque, ya lo he dicho, supere la fascinación en la que se instala, ante
la perspectiva de una fusión narcisista colectiva con la imagen de una madre omnipotente. Así termina
la tarde del segundo día.

En la séptima sesión, en la mañana del tercer día, se instaura una discusión sobre los efectos
perturbadores para los niños de los conflictos entre los padres, alusión inconsciente a la lucha por el
poder que el grupo percibe entre Leonor y el monitor. Bruscamente resurgió el tema de la igualdad que
había cerrado la ronda de opiniones de la primera sesión «Que los hundimientos y las protuberancias se
nivelen, que los jefes se corrijan y que todos sean reducidos a un común denominador». Excluyendo al
monitor y a los observadores, quienes introducen la distancia, el juicio y la diferencia, todos deben
mantenerse al mismo nivel, nadie debe distinguirse de los demás: en estas condiciones, todos
simpatizarán con todos. Algunos hombres dicen a Leonor lo seductora que les parece la agresividad
celosa de algunas mujeres del grupo. Leonor queda tan desconcertada que, durante el descanso, algunos
se esfuerzan en levantarle la moral.

La octava sesión se destaca por el recrudecimiento de la ilusión grupal en un arranque de bondad e


interesándose por su angustia, el grupo «recupera»a los miembros más probados por la sesión: Nicolás,
ayer; Leonor hace momento, y hasta el monitor, calificado de «miembro capital».

Inmediatamente después, la comida se destaca por una actuación que contradice este arranque.
Como la víspera, los participantes van juntos al restaurante universitario. Es tarde; la camarera quiere
colocarlos en los sitios libres en lugar de prepararles dos mesas desocupadas y limpias. Uno de los
miembros del grupo, Raúl, la regaña tan severamente que se pone a llorar; después cede y prepara las
mesas que le han solicitado. El resto de los participantes no ha intervenido. Así, el grupo, que presume
de un amor puro y de una estricta igualdad entre los seres humanos, se convierte en cómplice de una
acción tiránica ejercida con un subalterno para preservar su festín unitario, es decir, su ilusión grupal.
No es casualidad que la segunda comida esté marcada por el sello de la posición depresiva todos
confiesan haber vivido la sesión con un sentimiento de fracaso y de marasmo.

Cuando esta decepción se relata paulatinamente en la siguiente sesión, el monitor aprovecha para
subrayar cómo el grupo evita todo lo que haría peligrar su unidad y su igualdad, tanto admitiendo la
existencia de afinidades susceptibles de conducir a acoplamientos heterosexuales, como la de
antagonismos internos.

Raúl cuenta entonces una anécdota que tendrá mucho éxito: él tiene un barco en copropiedad con
Nicolás y lo que sucede entre ellos con este barco es el reflejo del funcionamiento del grupo: cada uno
tiene la impresión de soportar más cargas que ventajas. La anécdota desencadena una intensa actividad
de fomento fantasmático. Estamos, dicen, embarcados en el mismo barco y somos solidarios en el
placer y en el sufrimiento. El grupo se transforma después en una galera en la que cada uno rema a su
ritmo y que avanza a ciegas ignorando su rumbo. A continuación se lucha en un mar embravecido.
Finalmente se plantea una pregunta: ¿es posible admitir a los apestados? Sí, la peste está a bordo... Sólo
entonces el grupo cuenta el incidente con la camarera en el restaurante, relatando los hechos con
brevedad.

A media tarde, y durante el descanso entre esta sesión —la novena— y la décima, algunos
participantes dibujan en la pizarra una galera de donde salen doce remos iguales; en el mástil ondea el
banderín amarillo de la cuarentena con un corazón grabado. El comentario que tiene lugar
inmediatamente después de la reanudación de la sesión es: el amor es la peste. Delante, el mascarón de
proa es una mujer con los pechos desnudos y abundantes. Dos peces-observadores emergen del agua.
El grupo se dedica entonces a la asociación de ideas colectivas: el monitor sostiene el timón; el barco
podría ser el de las Cruzadas en el que flamea el pabellón del Sagrado Corazón y que va a conquistar
Tierra Santa; o, también, el de los enamorados que embarcan para Citera.

El monitor asocia el dibujo con el incidente del restaurante: en el grupo existe un deseo de realizar la
unidad de la superficie, para taponar las contradicciones entre los principios enunciados y las actitudes
que se practican. Se desencadena, entonces, un debate tenso sobre el incidente del restaurante. Leonor
dirige a Raúl vehementes reproches, diferidos hasta ahora, por haber ridiculizado a la camarera con la
que reconoce haberse identificado. ¿Es la mujer la sirvienta del hombre? De repente, toman conciencia
de que este dominio aborrecido funciona en el aquí y ahora: la más joven, y, me atrevería a decir, la
más soltera de las participantes, expresó claramente su rechazo a remar con los demás; nadie se dio
cuenta y, desde entonces, no ha vuelto a participar en los intercambios. La intervención del monitor
hace que se descubra que el grupo de mujeres tiene menos derecho a hablar y las solteras aún menos
que las casadas. El monitor pone también de relieve la importancia de la rivalidad entre los sexos. Uno
de los barbudos, Raúl, cuenta que un día una mujer tiró tan fuerte de su barba que le despegó la piel de
la cara. La angustia invade a los participantes cuando se plantea el tema de determinar quién es un
hombre y quién una mujer, delimitando qué es lo que constituye la diferencia.

Las dos últimas sesiones tienen lugar en la mañana del cuarto día. La sesión número once empieza
con esta frase: «A mediodía nos separaremos», y continúa expresando alternativamente la angustia de
muerte y elaborando la experiencia vivida durante los tres días anteriores. Los participantes reconocen
que sólo han aceptado vivir a través de la imagen ideal de un falansterio, barco o isla, donde el amor y
el orden, hechos compatibles, hubieran permitido la satisfacción de los deseos de cada uno.

Durante el descanso, y antes de la última sesión, aparece un nuevo dibujo en la pizarra. Es la isla del
Paraíso, supuesto objetivo del grupo crucero; una mujer y un hombre están de pie, desnudos bajo una
palmera; se encuentran a ambos lados del Árbol de la Ciencia que les separa, y en el cual vaga —se
dice a media voz durante la segunda parte— la serpiente-monitor. Después de un largo silencio y con
dificultad, se explica que la mujer, tal vez Leonor, tiene los brazos amputados «para no defenderse ante
las solicitudes amorosas del hombre» y, después de otro silencio, se dice que los dos son puros,
ingenuos e inocentes.

La angustia del final del grupo vuelve con fuerza; el dibujo se olvida y se continúa con el balance de
la sesión. Ya no se escuchan las intervenciones del monitor. Se impone otro tema, el de la profecía de la
supervivencia: «el grupo muere, pero va a dar frutos...»; «cuando era creyente, el cuerpo místico era
para mí una idea-fuerza...»; «es necesario sentir que existe la trascendencia más allá de la muerte...». Se
elaboran proyectos de futuras reuniones. Se afirma que esta sesión ayudará a vivir mejor, que se ha
progresado; se espera que «la experiencia del barco haya cambiado el mundo al que ahora vamos a
volver».

Se descubre que Nicolás no participa de esta euforia; está aislado, silencioso y excluido: «Se calla
porque se le ha cortado la lengua». Se añade que el grupo empezó a existir cuando se le condenó
porque no había aceptado su ley. Ha sido necesario «infligirle la castración de su pequeño cuaderno»;
lo que se condenó en él, se dice aún, es su identificación con el monitor.

Esta reactivación de la cuestión de la diferencia desencadena un juicio colectivo, agresivo y


despreciativo, con relación a la sesión; experiencia artificial, desigualdad causada por la presencia del
monitor, creencia de que los grupos están fuera, donde las relaciones individuales pueden satisfacerse
en grupo y en pareja. El proyecto propuesto por Leonor —reunión en igualdad sin monitor ni
observador— es aceptado por la mayoría.

El monitor anuncia que ha llegado el final, pero los participantes piden permanecer alrededor de la
mesa, pidiendo a los observadores que se reúnan con ellos y, con el asentimiento (muy difícil de
rechazar) del monitor, instituyen la decimotercera sesión suplementaria, con un orden del día en el que
se incluyen tres preguntas.

La primera se refiere a los observadores: ¿cómo han vivido ellos estos tres días? Su respuesta disipa
el miedo de que no hayan cumplido el papel de espía en detrimento de los participantes. Esto prueba
que la angustia persecutoria ha estado presente, sin que en ese momento yo me haya dado cuenta
claramente en el grupo, a lo largo de toda la sesión, en paralelo con la ilusión grupal.

La segunda pregunta es para el monitor: ¿qué comparación ha hecho entre este grupo y otros grupos
animados por él? Volviendo a una intervención anterior, respondo que en este grupo se buscaba, sobre
todo, conocimiento mutuo; de aquí que las tensiones que surgieron en él fueran analizadas no tanto
como procesos grupales, sino tratadas como conflictos entre personas. Aquí también, al redactar ahora
esta observación con las anotaciones del momento, puedo medir mi desconocimiento del carácter
transferencial de esta segunda pregunta, cuyo sentido latente sería: ¿hemos sido el grupo bueno amado
por un buen monitor, o el grupo malo no nacido, indefinidamente guardado en el vientre por un monitor
indiferente y sin deseo de nosotros? Entre los otros niños-grupos del monitor, ¿somos hijos preferidos o
somos feto rechazado?

Y, finalmente, la última pregunta: ¿los participantes han aprendido algo sobre el grupo? En aquella
época trabajaba yo con el modelo teórico lacaniano de lo imaginario, lo simbólico, lo real, y respondí
proponiendo una interpretación de lo imaginario del grupo que el dibujo colectivo habría podido
expresar a través de la metáfora del Paraíso: únicamente podría conocerla el monitor, pero
permanecería prohibida para los participantes ordinarios; la mujer fue dibujada sin brazos no para que
ella no pudiera resistirse al hombre, como el grupo había pretendido, sino para que ella no pudiese
alcanzar la manzana de un saber culpable y proponérselo al hombre. Añado, con la esperanza, que
posteriormente se revelará vana, de hacer pasar a los participantes del registro imaginario al registro
simbólico, que únicamente el grupo puede conocerse en su totalidad por la puesta en común de las
evaluaciones de cada uno sobre lo que él siente y retira del grupo, que el conocimiento del grupo por sí
mismo es un paso «laico», que no contiene ningún saber culpable o reservado, y que el monitor no es ni
una serpiente ni está a la altura de ser un dios. Esta es la última palabra de la sesión.
Más tarde, y por alguna indiscreción, se supo que los participantes se habían reunido varias veces.
Al cabo de dos meses, Rene Kaës, uno de los observadores, recibió una tarjeta postal que contenía
como único texto una firma: «El grupo», bajo el dibujo de una bandera blanca con un corazón rojo
grabado. La fotografía de la postal representaba a un campesino con la horca en la mano,
sorprendiendo detrás de un seto a un hombre y una mujer desnudos, con la siguiente inscripción: «¡Eh,
guapa!, no hacía falta que os molestarais por mí, solamente miraba.»

Esto me llevó, en mi artículo de 1966, inspirado en parte por la experiencia de esta sesión y
reproducido anteriormente en el capítulo Analogía entre el grupo y el sueño, a explicar así el rechazo
de estos psiquistas a comprender los procesos psíquicos que se establecen entre los miembros de un
grupo:

«Citera es el sueño de las relaciones humanas exclusivamente libidinales. Pero Citera se ha


transformado bruscamente en el Paraíso en el que Adán y Eva, avergonzados de su desnudez, se sitúan
bajo el Árbol de la Ciencia del bien y del mal: saben que el amor deseado está prohibido y se han
separado. La fantasmática, en la que el grupo basaba la resistencia, era ésta: conocerse unos a otros,
conocer los fenómenos de grupo es probar del fruto del Árbol de la Ciencia del bien y del mal, es
conocer el secreto del nacimiento, el misterio de la procreación; es, para el niño, asistir a la escena
primitiva; es decir, al acto por el cual sus padres lo han concebido. El sentimiento de culpabilidad,
masivo allí, es el que ha convertido en inaceptable la curiosidad de saber. Los participantes han vivido
el conocimiento psicológico que habían venido a buscar, como secreto inaccesible y misterio
prohibido».

Mi fallo en este grupo —cosa que el segundo dibujo, la tercera pregunta y después la tarjeta postal
me hicieron comprender— fue la interpretación de la angustia ante la fantasía de la escena primitiva.
El rechazo a abordar el asunto de los emparejamientos dentro del grupo, el de Leonor a situarse como
pareja del monitor, el rechazo a admitir que la existencia de ese grupo reposaba en la iniciativa
conjunta del monitor y del observador principal, y el de la afirmación reiterada de la absoluta igualdad
de todos sus miembros, es decir, la negación de la diferencia de sexos, son ahora comprensibles. Desde
ese punto de vista, la ilusión grupal en la que este grupo se ha mantenido le ha servido de defensa
contra la fantasía de la escena primitiva; es decir, de defensa contra la explicación del origen de los
seres humanos por la unión sexual de un hombre y una mujer. La ilusión grupal traduce la afirmación
inconsciente según la cual los grupos no nacerían de la misma forma que los individuos, sino que
serían producidos por partenogénesis y vivirían en el interior del cuerpo de una madre fecunda y
omnipotente. Esto explica el deseo inconsciente que empuja a tantos contemporáneos nuestros, como
se dice, a «hacer grupos», deseo que se revela que es el de curar sus propias heridas narcisistas y el de
protegerlas de su repetición eventual por identificación proyectiva con el pecho bueno.

Observación Número 5

La segunda observación se refiere a un grupo de diagnóstico de tres días, al Este de Francia,


compuesto de ocho participantes (cuatro hombres y cuatro mujeres) y realizado, con su aprobación, en
un estudio de grabación. Yo contaba con publicar la transcripción íntegra de las cintas acompañadas de
un comentario. No obstante, de este considerable material sólo utilizaré las circunstancias en las que se
hace presente la ilusión grupal. El grupo evoluciona de forma bastante regular y progresiva hasta la
décima sesión. En la undécima sesión, surge un bloqueo marcado por los silencios, por un clima
pesado y por la ausencia de una temática común en el discurso explícito. Ese bloqueo es también mío:
he perdido el hilo. Movido por el deseo de dar a los participantes al menos algo de lo que han venido a
buscar, me lanzo, en la duodécima y última sesión, a una huida hacia adelante, haciendo muchas y
largas intervenciones de las que ninguna llegó a constituir una interpretación correcta y eficaz.

¿Qué pasó, pues? En la sesión décima las condiciones de la ilusión grupal, que el grupo del Sur nos
dejó intuir, se reunieron en este grupo del Este.

La primera es que uno de los participantes, Daniel, educador especializado, alsaciano convencido,
católico de caridad militante, se convirtió en el chivo expiatorio del grupo, al igual que Nicolás,
manifiestamente judío barbudo y caritativo, lo había sido anteriormente. Los dos irritan, porque se
presiente cierto masoquismo detrás de sus buenos sentimientos. Pero, sobre todo, porque, admiradores
declarados del monitor, facilitan el desplazamiento violento, sobre ellos, de la agresividad colectiva
latente que tiene el grupo hacia el monitor. La creencia que profesan es la que Freud ha descrito en
Psicología de las masas y análisis del Yo (1921): un grupo es la identificación de todos con un jefe, con
un Ideal del Yo. Ahora bien, esta concepción es deshonrada por los participantes que han venido a la
sesión para vivir un grupo que no se organiza en torno a un personaje central, sino en torno al mismo
grupo. La primera condición de la ilusión grupal es, pues, la escisión de la transferencia. Para que el
grupo pueda convertirse en el pecho bueno introyectado, es necesario que encuentre un objeto malo en
el que pueda proyectar la transferencia negativa escindida.

La segunda condición reside en una ideología igualitaria. El grupo del Sur la expresó en su deseo de
nivelar las diferencias, en su primer dibujo de la galera con doce remeros. A excepción de Daniel, el
grupo del Este está compuesto por profesores, formadores y psicólogos, todos franceses «del interior»
o alsacianos tan perfectamente asimilados que su origen no vuelve a ponerse de relieve; laicos
militantes o protestantes discretos, dispuestos a volver a desencadenar la guerra religiosa. Desarrollan
una creencia jacobina en la libertad, igualdad y fraternidad democráticas en el grupo, con la amenaza
del terror hacia los sospechosos y con la afirmación del poder central sobre los particularismos
regionales y, sobre todo, sobre el particularismo alsaciano. Su experiencia es de filosofía política y no
de psicoanálisis. Las sesiones novena y décima se dedican a madurar un proyecto utópico, equivalente
al Edén dibujado por el grupo del Sur, y que consiste en organizar el grupo en una Ciudad de
autogestión. ¿Por qué la segunda condición de la ilusión grupal es la de producción de una ideología
igualitaria? La regresión provocada por la situación de grupo o de multitud, a menudo, va más allá de
la organización edípica que Freud defiende en sus escritos de psicoanálisis aplicado a la cultura. Los
discípulos ingleses de Melanie Klein, justamente, son los primeros que han visto y dicho que esta
situación moviliza las angustias arcaicas, persecutiva y depresiva, ligadas con la relación dual con la
madre. Ahora bien, la ilusión grupal es, en esta situación regresiva, la contrapartida de esas angustias
arcaicas, de la misma forma que para el lactante la fusión con la madre buena, en el cuadro de la
relación dual, es la contrapartida de las fantasías que se refieren al pecho o al objeto malo: «Todos
somos los objetos buenos del pecho de la madre buena y nos amamos, unos a otros, en ella, como ella
misma nos ama al habernos concebido, nutrido y cuidado». Se trata, pues, aquí, de una igualdad de los
niños-penes en su relación con el pecho como objeto parcial. Tal igualdad es muy distinta de la descrita
por Freud en las organizaciones sociales dotadas de un reglamento y una jerarquía, en las que,
supuestamente, el jefe ama a sus subordinados con el mismo amor y en la que éstos, hijos simbólicos del
mismo padre, se encuentran fraternalmente solidarios: lo que se intercambian, pues, son las identifi-
caciones secundarias y simbólicas. Con la ilusión grupal, por el contrario, nos encontramos ante
identificaciones primarias o narcisistas: la igualdad exigida a cada uno por cada miembro del grupo es
una igualdad de ser, que sólo puede obtenerse por la participación fusional en el pecho omnipotente y
autosuficiente de la madre vivida como objeto parcial.

Un tercer rasgo común al grupo del Sur y al del Este es el rechazo a considerar la diferencia de
sexos, el emparejamiento y las explicaciones de tipo psicoanalítico; es decir, el rechazo a un supuesto
conocimiento de la sexualidad. En el grupo del Este se manifestó en la décima sesión, por la
constatación de que el proyecto de autogestión era privilegio de los hombres, ya que las mujeres del
grupo se preguntaban si existiría un puesto para ellas en una ciudad en la que el amor contaba muy
poco. Esto nos encamina hacia otra condición: la ilusión grupal es la negación de la existencia de las
protofantasías. Gracias al análisis estructural realizado por J. Laplanche y J.-B. Pontalis (1964), sabemos
que las protofantasías se refieren a las tres fases del ciclo de la sexualidad: fantasías de seducción, que
explican el despertar del deseo y la espera del placer; fantasías de castración, que explican la diferencia
de sexos, y fantasías de la escena llamada primitiva u originaria, que explican el origen de los niños. En
las dos observaciones de grupo a las que me he referido, la ideología igualitaria sirve de defensa contra
la angustia de castración, en tanto que ésta introduce excelentemente la diferencia entre los seres. Él
rechazo al emparejamiento es una defensa contra las fantasías de la escena primitiva. El rechazo a la
interpretación psicoanalítica sería como defensa contra la fantasía de una seducción que el grupo podría
ejercer sobre el monitor o el monitor sobre el grupo.

Sin embargo, la ilusión grupal también es una fantasía: «Hemos sido concebidos por
partenogénesis, subsistimos en el vientre materno por concepción continua3, somos concebidos, pero aún
no hemos nacido, nuestro nacimiento se ha retrasado indefinidamente, el deseo de nuestra madre es
conservarnos y el nuestro permanecer así, todos bien juntos y todos bien en ella.» Se trata de otro tipo
de protofantasía que reclama una revisión de la clasificación de J. Laplanche y J.-B. Pontalis. En rela-
ción con los otros tres tipos, ésta se refiere a una contra-fantasía originaria o, mejor aún, a una fantasía
contra-originaria. En los dos grupos, el del Sur y el del Este, el acento se puso en la indiferencia del
monitor hacia el grupo o en la del grupo hacia el monitor y en el rechazo para admitir a éste como
fundador de aquél, que cobran entonces sentido: «No hemos nacido de un padre, sino de nuestro
propio grupo; no hemos obtenido nuestro origen de un ser o de una realidad externa; somos un grupo-
matriz que se engendra a sí mismo.» Al discutir las pruebas de la existencia de Dios, Descartes
reformula el argumento ontológico de que Dios existe porque él es la causa de su propia existencia.
Así, en la ilusión grupal, el grupo es, y es causa sui. Ciclo de su propia reproducción, tiempo circular de
la fusión repetida indefinidamente, Fénix que se alimenta de sus entrañas y que resucita de sus cenizas. De
las dos grandes metáforas, que el análisis semántico ha puesto en evidencia a propósito del término
grupo, y que son el vínculo (o núcleo) y el círculo (o tabla redonda), es la segunda la que no deja de
aparecer en el discurso colectivo. La atracción que los métodos de grupo ejercen ahora sobre tanta gente
proceden, en buena parte, de la «filosofía» implícita atribuida a esos métodos: prohibición de
identificarse con el monitor o con cualquier jefe, porque es con el grupo con el que cada uno debe
identificarse.

No obstante, hay que consignar una diferencia entre el grupo del Sur y el del Este. El primero me
consideró como extranjero en su barco y en su isla, desde el principio hasta el final, mientras que el
segundo, una vez formalizada la situación, deseó que me hubiera integrado en su ciudad. Aunque no se
dijo explícitamente, fui percibido, por algunos de esos jacobinos centralizadores, como el profesor
parisino que enseñó durante muchos años en la Universidad de Estrasburgo, y que, por tanto, era uno
de ellos. El micrófono central erguido sobre un largo pie que se apoyaba en el suelo, en el centro de un
rombo que formaban las mesas alrededor de las cuales estábamos sentados, se señalaría sin problema y
con cierto humor como falo o como oreja que me simbolizaban. Involuntariamente, una participante
expresó la posición del grupo en relación conmigo, diciendo que habría que enviar a «hacer un
reciclaje a todos los viejos de cuarenta y cinco años que trabajan en las empresas», edad que no estaba
lejos de ser la mía en ese año. En la sesión del grupo del Este, la ilusión grupal fue suscitada por
Leonor y sólo podía ser mantenida si el grupo me la ocultaba. Para el grupo del Este, en el que la

3
Me parece que la teoría de la creación continua de Malbranche es la que suministra la expresión filosófica a este aspecto de la fantasía.
iniciativa corresponde a los hombres, la ilusión grupal únicamente podía existir si yo era un testigo
más condescendiente que neutral. En el primer caso, la transferencia sobre le monitor fue minimizada y
la transferencia sobre el grupo como objeto libidinal fue engrandecida. En el segundo, el hacerme
entrar en el grupo, en su utopía y en su ilusión, representó la tentativa de fundir las dos transferencias en
una sola, la transferencia sobre el grupo y la transferencia sobre el monitor. Otro grupo que animé a con-
tinuación encontró, en una equivocación oral, una fórmula acertada para designar esta confusión de
las transferencias: al querer decir: «Para mi, el grupo es la madre y Anzieu el padre», un participante
declaró: «Para mí, el grupo es el madre y Anzieu la padre.»

Así se cumplieron las tres condiciones principales de la ilusión grupal en el grupo del Este. Veamos
ahora los acontecimientos que de ello derivan.

La segunda tarde, al final de la octava sesión, Daniel invita a todos a tomar café en su casa y recibe
una negativa. El tercer y último día, a mediodía y en la escalera, entre las sesiones diez y once, el grupo
espera que Daniel se marche y deciden irse a comer juntos, me cogen al paso y me invitan, así como al
técnico y a la secretaria, encargados del registro y de la transcripción respectivamente. ¿Por qué acepté?
Dicho de otra forma, ¿por qué presté mi consentimiento a la ilusión grupal? Allí entró en juego una
razón en parte consciente: yo había corrido dos riesgos en la grabación de este grupo, aquel por el que
el grupo, en un momento dado de su evolución, podía decidir finalizar su grabación (tenía la libertad de
hacerlo), y el peligro inverso; es decir, el de dejar que el magnetófono siguiera funcionando hasta el
final, pudiendo permanecer fascinados y paralizados por su presencia, sin llegar, por ello, a evolucionar.
Sin embargo, la sesión tocaba a su fin. El grupo había olvidado rápidamente la presencia del micrófono,
y la del electricista afanado con sus aparatos detrás del cristal de la cabina. El grupo evolucionó regular-
mente. A esta inquietud sucedió en mí una satisfacción narcisista: pase lo que pase en las dos últimas
sesiones, estaba seguro de retener y hasta de poder publicar, cosa que aún no se ha hecho, no solamente
el texto íntegro de un grupo de diagnóstico, sino también de algo que era, además, la crónica de un
«buen» grupo.

Cuando un monitor considera que su grupo es un «buen» grupo y cuando, recíprocamente, ese
grupo toma a su monitor como un «buen» monitor, todo está maduro para la ilusión grupal. Es éste un
bello ejemplo de la complementariedad entre la transferencia y la contra-transferencia. Lo único que
hubiera podido encaminarme hacia una interpretación correcta habría sido la elaboración de esta
contra-transferencia; mas, al haber aceptado la invitación a esta comida colectiva, me privé del
momento de recogimiento interior necesario para tal elaboración. Por último, una racionalización
determinó especialmente mi consentimiento a la ilusión grupal: el pensamiento de que este banquete
compartido no sería un error por mi parte, si se analizaba, inmediatamente después, su significación
para el grupo; en efecto, cuando la sesión comenzó nuevamente, al principio de la tarde, puse el tema
sobre el tapete: un largo silencio fue la única respuesta del grupo cuyo bloqueo comenzó ahí. Yo mismo
no estaba todavía seguro de cuál era la ilusión grupal y me callé. Así fracasó el análisis colectivo con el
que, equivocadamente, yo había pensado sustituir mi desfallecido autoanálisis.

Estamos, pues, los diez sentados a la mesa, en un restaurante típicamente alsaciano, en medio de la
alegría de los bebedores de cerveza o de vino del Rhin. Celebrábamos una versión medio jacobina,
medio alsaciana de la Sagrada Cena, alrededor de una choucroute monumental, reforzada con varios
jamones calientes y completada, por algunos, con un munster untuoso, poderoso y espolvoreado de
comino y, por otros, con un gran pastel de crema helada cubierto de crema de chantilly — para mí un
poco de cada cosa—. En el extremo de la mesa, en el que yo estoy sentado, llueven las anécdotas
divertidas con las que pagué mi cuota muy a gusto. Cada cual come su parte de este buen grupo, nunca
se habían sentido tan bien juntos. Al otro extremo, en torno a la joven «pareja» formada por el chico
del laboratorio y la secretaria —oídos receptores, pero bocas cerradas—, se habla seriamente de cosas
que no se habían dicho jamás durante las sesiones y que ambos auditores «involuntarios», habiendo
captado inconscientemente que se dirigían a mí por su interpretación, me lo comunicaron a su vez en la
primera oportunidad que tuvieron —que fue una vez terminada la sesión—, permitiéndome así, aunque
demasiado tarde, comprender, al fin, su significación.

Ya en el descanso de las 10,30 de la mañana, acepté ir al mismo café que los participantes, donde
Fernando, un profesor, habló por primera vez de la experiencia que intenta realizar con sus alumnos en
pedagogía institucional, y cuyas dificultades técnicas le han conducido a inscribirse en el actual grupo
de diagnóstico. En la comida, en el otro extremo de la mesa desde donde yo no puedo oírle, habla de
otra dificultad de esta experiencia: su clase es mixta; la autogestión, que él ha instituido, le ha
conducido a entrar en relaciones menos jerárquicas y más espontáneas con sus alumnos, sobre todo con
las chicas; de aquí se deriva una consecuencia que le inquieta mucho: desea a una de sus alumnas y el
no directivismo rogeriano da lugar a que, entre ella y él, se desarrollen juegos de palabras o de manos
que él se da cuenta que no tienen nada que ver con una estricta pedagogía. Fernando cita un incidente
de este tipo: una vez, la jovencita le largó un ovillo de lana que comenzó a deshacerse y que él le
devolvió; otras alumnas lo recogieron y lo arrojaron hasta que el ovillo quedó absolutamente deshecho;
al final, toda la clase estaba cogida por los entrecruzamientos de una misma madeja.

Por la tarde, al empezar la undécima sesión, algunos participantes aluden a la madeja como
símbolo del vínculo que las comunicaciones han tejido entre los miembros del presente grupo; pero no
se hace ninguna referencia a la narración de Femando. Por primera vez se transgrede la regla de
restitución al grupo de lo que los participantes se han dicho fuera de las sesiones. La transgresión de
esta regla por el grupo constituía el reflejo inmediato de mi propia transgresión de la regla de la absti-
nencia, realizada al comer con ellos. Pero este juego escapa al Edipo ciego en el que me he convertido,
desde el momento en que me he sumergido en la ilusión grupal. Esta madeja que se me lanza pasa
delante de mis narices sin que yo la perciba. Permito que el grupo cometa esta transgresión por omisión
que ni siquiera he observado y que, sobre todo, simboliza otra, la que permanece latente en el pensamiento
de algunos miembros del grupo: las tentaciones y los peligros de una transgresión del «incesto» por los
profesores, formadores y monitores con los «niños» o los sujetos a ellos confiados. Otra restitución
silenciada por el grupo apunta en el mismo sentido: se refiere a ciertas suposiciones, hechas en los
pasillos, sobre la pareja que formarían tan pronto el joven técnico y la joven secretaria, percibidos como
mis dos «protegidos» (pareja hermano-hermana), como ésta y yo mismo (pareja padre-hija), ya que en el
descanso vamos los tres, o van los dos al café separados del grupo (la presencia de un interlocutor,
observador no participante, representa una ayuda irremplazable, que permite al monitor poder verbalizar
la contratransferencia que el grupo le produce). Tampoco yo había prestado una atención
suficientemente analítica a esas palabras que oí fuera de sesión. El fenómeno del chivo expiatorio tenía
el mismo sentido. La regla de la abstinencia prohíbe, en efecto, que los participantes de un grupo de
diagnóstico mantengan fuera de las sesiones relaciones personales con el monitor que no sean las de
buena educación o de necesidad. Ahora bien, en los dos grupos, el del Sur y el del Este, esta regla fue
entendida como aplicable también a las relaciones fantasmáticas que los participantes estarían tentados a
tener con el monitor durante la sesión. Precisamente, es éste el crimen del que se acusó a Nicolás y a
Daniel: al conducirse en sus intervenciones como el monitor, eran sospechosos de estar identificados
con él; es decir, eran sospechosos de haber querido establecer con él una relación privilegiada por
excelencia; de haber intentado, por incorporación, tenerle todo entero para ellos.

Una de las interpretaciones exactas que yo había dado —mi supuesto poder me había sido retirado
para transferirlo al grupo— favoreció la ilusión que estaba incompleta. La interpretación que no
encontré fue que, despojado de mi poder, permanecía siendo sujeto u objeto de un deseo prohibido;
solamente una interpretación de este tipo hubiera podido tener la oportunidad de que, en la sesión,
hubieran sido verbaliza-das las fantasías de la escena primitiva entre los dos observadores, entre la
secretaria y yo mismo y entre el grupo y yo, y también las fantasías de seducción y de acoplamiento
entre los hombres, relativamente jóvenes, y las mujeres del grupo con una media de edad mayor.
Quizás el grupo hubiera llegado entonces a vivir un funcionamiento grupal a nivel edípico y ya no
pregenital. A mi entender, tal funcionamiento requiere un triple reconocimiento: el del tabú del incesto
(es decir, de la ley común), el de las diferencias entre los humanos (que dejan de ser atribuidas a la
castración) y, finalmente, el de una relación «procreadora» del monitor con su grupo o del fundador
con la ciudad. Dicho de otra forma, los participantes, no sintiéndose ya excluidos de esta relación y no
sintiendo ya necesidad de destruirla por la «envidia» —en el sentido kleiniano del término—, pueden
mantener unas relaciones psíquicas vivas y fecundas, hechas de ambivalencia y de identificación, con
ambos términos a la vez, con el monitor (o, en los grupos sociales naturales, el jefe) y con el grupo.

Observación Número 6

¿Cuál es la posibilidad de tratar psicoanalíticamente la ilusión grupal? Es preciso hacer una primera
observación: la ilusión grupal es una fase inevitable en la vida de los grupos, tanto si son naturales
como de formación; suele suceder que para evitarla se utilicen medios coercitivos, pero el
procedimiento psicoanalítico no podría garantizar — ¿con qué derecho, además?— tal prevención. La
segunda observación se impone con la misma fuerza: el trabajo de desprendimiento de una ilusión
requiere pasar por la desilusión, lo que para la cura psicoanalítica ha demostrado muy bien Georges
Favez (1971).

¿Cómo disponer las experiencias de grupo para que el trabajo de desprendimiento pueda realizarse?
El dispositivo que, al hilo de los años, mis colegas y yo mismo hemos perfeccionado es adecuado para
los seminarios: los participantes forman parte, todo el tiempo que dura la reunión, de un pequeño grupo
que funciona en forma de grupo, tan pronto de diagnóstico como de Psicodrama y, al mismo tiempo, de
un grupo amplio constituido por todos los participantes, monitores y observadores de los distintos
grupos pequeños, cuyo funcionamiento es el de la libre asociación colectiva. La obligación de cambiar
de método (paso del grupo de diagnóstico al de Psicodrama) y de dimensión (paso del pequeño grupo al
grupo amplio) facilita el desprendimiento. Precisamente la observación número 6 se refiere a un
seminario de este tipo. Este seminario fue animado por profesores de Nanterre y por mí mismo para nues-
tros propios estudiantes del certificado de psicología clínica y de doctorado en Psicología.

Algunas de las variables habituales de los seminarios de formación se encontraban modificadas.


Ciertamente, los participantes eran voluntarios, pero todos se conocían con anterioridad. Trabajaban
conmigo desde hacía dos meses, en pequeños grupos de Psicodrama que se habían constituido libremente,
sobre la base de afinidades anteriores e incluso algunas veces ya antiguas. Estos grupos de Psicodrama
tendrían que reunirse aún tres veces después del seminario, lo que solamente hicieron dos de ellos. El
seminario, cuya duración fue de cuatro días (cada reunión comprendía una reunión plenaria y tres
sesiones de grupo de diagnóstico), se desarrolló en los locales de la Universidad. Los monitores eran
algunos de los profesores habituales de esos estudiantes. Finalmente, y aunque yo mantenía relaciones
regulares en el cuadro de la organización del trabajo universitario y en el de la investigación de los
pequeños grupos con esos colegas, era la primera vez que los cuatro trabajábamos en equipo en la
realización conjunta de una sesión de formación de este tipo. Las modificaciones de las variables
menores no cambiaron nada de lo esencial de los procesos psíquicos inconscientes propios de la
situación de seminario, fundamentalmente el de la escisión de la transferencia, el de la producción
ideológica o del mito y el del rechazo de las protofantasías en la ilusión grupal.
Esta experiencia ha permitido un descubrimiento complementario que se refiere a la ilusión grupal. El
cuarto día, y en la reunión diaria matinal entre monitores y observadores, antes de la última sesión
plenaria, la comparación entre el material de los tres grupos de diagnóstico, animados por mis colegas,
y el material de las reuniones plenarias animadas por mí y con su colaboración, nos situó ante una
evidencia. No sólo nos encontramos con algo que ya estaba previsto: una retirada de la catexia del grupo
amplio y la sobrecatexia del grupo pequeño. Hubo más: el pequeño grupo de Psicodrama que, con gran
carga pulsional desde hacía dos meses, se cambió durante cuatro días por un grupo de diagnóstico, y
previendo algunas semanas más de grupo de Psicodrama, cumplió una función defensiva en dos frentes:
defensa contra la realidad psíquica interna; es decir, el temido inconsciente individual ante el cual los
futuros psicólogos clínicos esperaban sensibilizarse, de hecho, allí, aun rechazándolos; y la defensa contra
la dura realidad socio-profesional externa, en cuanto que simboliza la terminación de los estudios y el
compromiso con el trabajo y con las responsabilidades de la vida adulta. Se sabe que, desde 1968, el
pequeño grupo más o menos directivo se ha convertido en una fórmula pedagógica corriente en la
Universidad. El seminario ha mantenido a los participantes en un terreno conocido, en lugar de en-
frentarlos a una tecnología nueva. La ilusión grupal les resulta familiar en los pequeños grupos
espontáneos, en los que, mezclando el trabajo y las afinidades, ellos mismos se juntan entre
compañeros de la misma edad, de la misma experiencia, de la misma orientación y de la misma
mentalidad. Desde esta reforma pedagógica —lo han dicho y repetido en el seminario— se sienten
felices en el seno del Alma mater, Universidad nutricia, con sus locales acogedores, con sus maestros
liberales y comprensivos, que llegan hasta hacerles vivir experiencias psicológicas interesantes sin que
los estudiantes tengan que pagar nada por ello. El precio eventual de la inscripción en dicho seminario,
fuera de la Universidad, como profesionales, y que economizan, es, por otra parte, citado por algunos
como una de las causas de su actitud pasiva en las sesiones plenarias. El precio del que se trata es de
hecho el precio del destete y, más exactamente, el precio de la pérdida de objeto, primera forma de
castración (cf., p. 107, el capítulo n.° 6 sobre las fantasías de rotura).

Las interpretaciones dadas el último día, tanto en el grupo amplio como en el pequeño grupo, apuntan
a esos diversos elementos pero sin unirlos en formulaciones sistemáticas, con el fin de permitir a los
participantes efectuar ellos mismos el trabajo previo a toda toma de conciencia. Uno de los tres llega a
ella en el transcurso de la sesión de Psicodrama que sigue al seminario y en la que, después de algunas
propuestas, un tema se retiene unánimemente: ¿es necesario decir la verdad a una persona que nos
consulta y en la que descubrimos una enfermedad mortal? La representación entre una enferma y su
médico, después entre ella y su madre, alcanzan una intensidad y un desgarramiento dramático que al-
gunos espectadores soportan mal. Por esta razón, el análisis colectivo se relega a la semana siguiente.
Empieza por una pregunta: «¿A quién se ha querido matar? —¿al monitor?— ¿al grupo?» Esto nos lleva
a descubrir que lo verdaderamente temido por todos aquí, era la necesidad de morir para la madre de la
infancia, morir para la adolescencia y para la vida de estudiante, muerte realizada en el aislamiento
cerrado y cálido de la Universidad. De esta forma pudo iniciar su entrada en la realidad social
verbalizando su experiencia de la desilusión.

Un segundo grupo se niega a reiniciar la representación psicodramática después del seminario y


consagra las reuniones restantes a analizar los muy importantes efectos personales del grupo de
diagnóstico sobre sus miembros. Mientras que el primer grupo toma conciencia de haber utilizado,
fundamentalmente, la ilusión grupal como defensa contra las «tinieblas externas», el segundo se da
cuenta de que le ha servido, sobre todo, de defensa contra la movilización y el reconocimiento del
inconsciente individual.

En cuanto al tercer grupo, que curiosamente encierra varias parejas formadas con anterioridad —
una de ellas casada—, y que vivió la experiencia del grupo de diagnóstico de forma muy defensiva,
capta, en una de las últimas sesiones del Psicodrama, que el emparejamiento ha funcionado en ella
como defensa contra la regresión colectiva; en lugar de la ilusión grupal, la fantasía de la escena
primitiva es la que, por el predominio de las parejas en el grupo, ha surgido bruscamente desde la se-
gunda sesión de Psicodrama, provocando el bloqueo comprobado consecutivamente. Este bloqueo se
tradujo en algunas representaciones (por ejemplo, los transportistas en huelga bloquean las autopistas),
sin que su significado haya podido ser elucidado con anterioridad.

Explicación psicoanalítica

Para terminar, nos queda completar y sistematizar las referencias teóricas esparcidas en el
comentario de esas tres observaciones. Explicar, en psicoanálisis, es dar cuenta de un proceso
inconsciente de acuerdo con cuatro perspectivas: dinámica, económica, tópica y genética.
Apliquémoslas aquí.

Desde el punto de vista dinámico, la situación de grupo provoca una amenaza de pérdida de la
identidad del Yo. La presencia de una pluralidad de desconocidos materializa los peligros de
fraccionamiento. La ilusión grupal responde a un deseo de seguridad y de preservación de la unidad
yoica amenazada; por eso, reemplaza la identidad del individuo por una identidad de grupo: a la
amenaza dirigida hacia el narcisismo individual, responde instaurando un narcisismo grupal. El grupo
encuentra así su identidad al mismo tiempo que los individuos afirman ser todos idénticos. El lenguaje
corriente confirma que el conflicto que está en juego es la lucha contra la angustia de fraccionamiento,
puesto que dota a los grupos solidarios de un «espíritu de cuerpo» y porque llama «miembros» a los
individuos que componen ese «cuerpo». Esto prolonga la observación hecha por Pontalis ya en 1963 en
su artículo sobre «El pequeño grupo como objeto»: el grupo puede convertirse en objeto libidinal o, más
generalmente, pulsional, en el sentido psicoanalítico del término «objeto».

El punto de vista económico requiere aquí tener en consideración las concepciones kleinianas. La
situación de grupo despierta una fantasía que ha sido descrita hasta ahora fundamentalmente en el
psicoanálisis de niños: la fantasía de la destrucción mutua de los niños-heces en el vientre materno. Los
demás son, a la vez, rivales para eliminar y eliminadores en potencia. Los participantes de un grupo
elaboran diversas defensas individuales contra esta posición persecutoria, por ejemplo, guardando un
silencio obstinado o intentando detentar el liderazgo o constituyendo subgrupos. La ilusión grupal
representa una defensa colectiva contra la angustia persecutoria común. A. Béjarano, justamente, me ha
hecho observar que se trata de una defensa hipomaníaca. La euforia y la fiesta que los participantes
viven entonces es prueba de ello. La pulsión de muerte ha sido «proyectada» (sobre el chivo expiatorio,
sobre el grupo amplio o sobre las tinieblas externas) y los participantes pueden disfrutar de sentir una
unión puramente libidinal entre ellos. El grupo se convierte en el objeto perdido o destruido con el que
celebran el reencuentro, en la exaltación.

Desde el punto de vista tópico, la ilusión grupal ilustra el funcionamiento del Yo ideal en los
grupos. Esta noción, que no está admitida por todos los psicoanalistas, pero que se impone a todos los
que trabajan sobre grupos, designa no tanto una nueva instancia del aparato psíquico como un estado
arcaico del Yo, heredero del narcisismo primario. Freud —ya se sabe—, al abandonar la primera
tópica (consciente, pre-consciente e inconsciente), habló al principio de un Ideal del Yo; después, en
su lugar, del Superyó. Algunos de sus sucesores, H. Nunberg y D. Lagache fundamentalmente, han
conservado esas dos nociones para designar los dos polos opuestos (el de la prohibición y el del
modelo a seguir), interiores a la instancia del Superyó. Han diferenciado, además, el Ideal del Yo del
Yo ideal. El primero, el Ideal del Yo, que se constituye con la organización edípica, tiene esencialmente
una función de representación: propone proyectos al yo, le guía en lo que tiene que hacer (mientras
que el Superyó le impide hacer). El segundo, el Yo ideal, es precoz; se constituye al mismo tiempo
que las primeras relaciones de objeto del niño con su madre, convertida en algo distinto de él; su fun-
ción es mucho más afectiva que representativa; la exaltación de los reencuentros con el objeto parcial, el
primero que proporciona placer (el pecho y sus sustitutos), es también su principal efecto. La toma en
consideración de los conflictos entre sistemas (entre el Superyó y el Ideal del Yo, el Superyó y el Yo
ideal y el Ideal del Yo y el Yo ideal) es capital para la comprensión de los síndromes psicopatológicos
(Cf. D. Lagache, 1965). Volvamos al Yo ideal. Está constituido por la interiorización de la relación dual
del niño con su madre, de la que depende y por la que es protegido. Es la imagen que exalta la
omnipotencia narcisista, imagen arcaica con la cual el sujeto quiere mantener una relación al modo
fusional de la identificación primaria. La ilusión grupal procede de la sustitución del Yo ideal de cada
uno por un Yo ideal común. De aquí que se insista en él en cuanto al carácter caluroso de las relaciones
entre los miembros, en la reciprocidad de la fusión de unos y otros, de la protección que el grupo
aporta a los suyos y en el sentimiento de participar en el poder soberano. La ilusión grupal a menudo
se acompaña con una comida de grupo 4, figuración simbólica de una introyección colectiva del pecho
en cuanto objeto parcial y que es diferente del festín totémico en el que el padre, objeto total asesinado
colectivamente, es incorporado e interiorizado en una forma que da nacimiento a la pareja Superyó-
Ideal del Yo.

Lagache ha subrayado las implicaciones sado-masoquistas de la instancia del Yo ideal: a esto


corresponde muy bien el incidente de la camarera humillada, acontecimiento de la segunda comida del
grupo del Sur, así como, más generalmente, la sumisión tiránica de los individuos al grupo que se observa
en ese momento: los desviacionistas, como Nicolás o Daniel, sufren esta penosa experiencia. Uniendo
el Yo ideal al estadio del espejo, Lacan lo sitúa en el registro de lo imaginario. La observación de los
grupos lo confirma: la ilusión grupal es la forma particular que toma en el grupo el estadio del espejo.
Un espejo que comprendería tantas caras como participantes, como el salón poligonal tapizado
enteramente de espejos en la película La Dama de Shangai de Orson Welles, en el que un perseguidor
y una perseguida que, al encontrarse finalmente encerrados, luchan entre ellos hasta encontrarse
confundidos con el señuelo de sus imágenes repetidas hasta el infinito. Para terminar con el punto de
vista tópico, pienso que el psicoanálisis aplicado a los grupos no podrá realizar progresos decisivos sin
el recurso sistemático a la segunda tópica freudiana, fundamentalmente a través de la situación exacta
de los diferentes tipos de niveles de identificación que juegan en los principales fenómenos de grupo.
Freud ha dado ejemplo analizando el papel del Ideal del Yo en los grupos, pero, en lugar de continuar
sus descubrimientos por esta vía así abierta, nos hemos limitado demasiado a tener en consideración
únicamente esta instancia.

4
La mitología griega proporciona una ilustración de la ilusión grupal con el mito de los hijos de Eolo, todos parecidos y
todos obesos, y cuya vida transcurre en un banquete indefinido. La Grande bouffe (1973), película de Marco Ferreri, parece
que proporciona una adaptación cinematográfica involuntaria del mito griego. En La Terre sans mal (Seuil, 1976), la
etnóloga Héléne Castres da un ejemplo de ilusión grupal, allí también involuntario y suicida a medio plazo: la larga marcha
—parece que ritual— de 12.000 tupis del Brasil en 1539 hacia «La tierra sin mal», lugar de abundancia que no es necesario
sembrar, en la que las flechas van solas a cazar, en la que reina una vida de fiestas, danzas y borracheras. El hambre, las
enfermedades y las guerras que se encuentran en el camino son consideradas como pruebas iniciáticas necesarias para la
lenta mutación del espíritu y del cuerpo. Para acceder a ese país utópico sin prohibiciones hace falta separarse
completamente de la sociedad real, de su territorio, de su cultura, de sus reglas de matrimonio y de sus verdades
establecidas. El hombre ha nacido para ser dios, pero se pierde en las presiones sociales (trabajo, ley y poder); liberándose
puede vencer la vejez y la muerte y encontrar la libertad absoluta prometida por su naturaleza divina. Este sueño colectivo
termina diez años más tarde en el Perú, al que sólo pudieron llegar 300 sobrevivientes
Desde el punto de vista genético clásico, la situación de grupo provoca una regresión desde la
posición edípica al estadio oral. El miedo de ver revelada, a los demás del grupo, su propia castración,
conduce a los participantes a evitar esa fantasía por medio de una regresión oral, que posee un carácter
de defensa neurótica provisional y reversible. He descrito ya suficientemente la escisión que se produce
entre la incorporación y el sadismo oral. El estudio genético de D. W. Winnicott en un tema semejante
es particularmente esclarecedor: proporciona un eslabón teórico hasta ahora ausente. La retirada de la
catexia de la realidad externa, la puesta fuera de circulación de la pareja Superyó-Ideal del yo y la
supresión de la prueba de realidad, devuelven el aparato psíquico de los participantes a esta etapa
intermedia entre la pura fusión fantasmática con el pecho y el reconocimiento de la existencia de la
realidad como tal, etapa que Winnicott ha caracterizado por los fenómenos transicionales. En la ilusión
grupal, los participantes se dan un objeto transicional común, el grupo que para cada uno es realidad
externa y a la vez es sustituto o, mejor aún, simulacro del pecho. Winnicott insiste en que, aunque el
fenómeno transicional constituye un paso hacia la relación de objeto propiamente dicha, aporta también
al individuo algo fundamental para la continuación de su desarrollo; a saber, la presencia de un terreno
neutro entre la realidad externa y la realidad interna, que él llama el campo de la ilusión. Este se
encuentra re-experimentado por cada uno de nosotros de forma intensa en el arte o en la religión o en la
imaginación o en la creación científica. Lo que yo espero haber aportado al pensamiento de Winnicott
en mi trabajo es que, al lado de la ilusión individual y de las producciones culturales que alimenta y de
las que se nutre, existe una ilusión grupal, regresión protectora y transición hacia la realidad
inconsciente interna o hacia la realidad social externa. Los seres humanos, sumergiéndose en la vida
del grupo, encuentran, a veces, su poder creador y, a veces también, comparten una ilusión en-cantadora
o autodestructiva5 . En este último caso es la pulsión de muerte, escindida, inquebrantable y sorda, la que se
proyecta no hacia el exterior, sino sobre el mismo grupo. Para terminar con una idea más general acerca
del grupo, nos gustaría decir al igual que el poeta al que acabamos de aludir, que es ésta:

«Amarga, sombría y sonora cisterna


Sonando en el alma en un vacío siempre futuro.»
(Paul Valéry, le Cimetiére marin.)

5
Marie-Hélene Aiyel y Joseph Villier preparan un trabajo que piensan titular Au-delá de l'illusion groupale, en el que, con
ocasión de la observación de un grupo terapéutico, tienen intención de demostrar cómo el grupo, después de haberse
constituido en la ilusión grupal y después de haberla superado gracias a las intervenciones apropiadas de sus dos
interpretantes, ha podido, por primera vez, actuar como coterapeuta en relación con uno de sus miembros, efectuando con él
un trabajo psicoanalítico, colectivo y benéfico, de interpretación. Ellos han publicado una primera observación breve de los
comienzos de este grupo (Ayel M.-H., Villier J., 1974).

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