Gabriela Mistral

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Gabriela Mistral

EL NIÑO SOLO

Como escuchase un llanto, me paré en el repecho


y me acerqué a la puerta del rancho del camino.
Un niño de ojos dulces me miró desde el lecho.
¡Y una ternura inmensa me embriagó como un vino!

La madre se tardó, curvada en el barbecho;


el niño, al despertar, buscó el pezón de la rosa
y rompió en llanto... Yo lo estreché contra el pecho,
y una canción de cuna me subió, temblorosa...

Por la ventana abierta la luna nos miraba.


El niño ya dormía, y la canción bañaba,
como otro resplandor, mi pecho enriquecido...

Y cuando la mujer, trémula, abrió la puerta,


me vería en el rostro tanta ventura cierta
¡que me dejó el infante en los brazos dormido!

LA MAESTRA RURAL

La Maestra era pura. «Los suaves hortelanos», decía,


«de este predio, que es predio de Jesús,
han de conservar puros los ojos y las manos,
guardar claros sus óleos, para dar clara luz».

La Maestra era pobre. Su reino no es humano.


(Así en el doloroso sembrador de Israel.)
Vestía sayas pardas, no enjoyaba su mano
¡y era todo su espíritu un inmenso joyel!
La Maestra era alegre. ¡Pobre mujer herida!
Su sonrisa fue un modo de llorar con bondad.
Por sobre la sandalia rota y enrojecida,
tal sonrisa, la insigne flor de su santidad.

¡Dulce ser! En su río de mieles, caudaloso,


largamente abrevaba sus tigres el dolor!
Los hierros que le abrieron el pecho generoso
¡más anchas le dejaron las cuencas del amor!

¡Oh, labriego, cuyo hijo de su labio aprendía


el himno y la plegaria, nunca viste el fulgor
del lucero cautivo que en sus carnes ardía:
pasaste sin besar su corazón en flor!

Campesina, ¿recuerdas que alguna vez prendiste


su nombre a un comentario brutal o baladí?
Cien veces la miraste, ninguna vez la viste
¡y en el solar de tu hijo, de ella hay más que de ti!

Pasó por él su fina, su delicada esteva,


abriendo surcos donde alojar perfección.
La albada de virtudes de que lento se nieva
es suya. Campesina, ¿no le pides perdón?

Daba sombra por una selva su encina hendida


el día en que la muerte la convidó a partir.
Pensando en que su madre la esperaba dormida,
a La de Ojos Profundos se dio sin resistir.

Y en su Dios se ha dormido, como un cojín de luna;


almohada de sus sienes, una constelación;
canta el Padre para ella sus canciones de cuna
¡y la paz llueve largo sobre su corazón!

Como un henchido vaso, traía el alma hecha


para volcar aljófares sobre la humanidad;
y era su vida humana la dilatada brecha
que suele abrirse el Padre para echar claridad.

Por eso aún el polvo de sus huesos sustenta


púrpura de rosales de violento llamear.
¡Y el cuidador de tumbas, como aroma, me cuenta, las
plantas del que huella sus huesos, al pasar!

LOS SONETOS DE LA MUERTE

Del nicho helado en que los hombres te pusieron,


te bajaré a la tierra humilde y soleada.
Que he de dormirme en ella los hombres no supieron,
y que hemos de soñar sobre la misma almohada.

Te acostaré en la tierra soleada con una


dulcedumbre de madre para el hijo dormido,
y la tierra ha de hacerse suavidades de cuna
al recibir tu cuerpo de niño dolorido.

Luego iré espolvoreando tierra y polvo de rosas,


y en la azulada y leve polvareda de luna,
los despojos livianos irán quedando presos.

Me alejaré cantando mis venganzas hermosas,


¡porque a ese hondor recóndito la mano de ninguna
bajará a disputarme tu puñado de huesos!

II

Este largo cansancio se hará mayor un día,


y el alma dirá al cuerpo que no quiere seguir
arrastrando su masa por la rosada vía,
por donde van los hombres, contentos de vivir...

Sentirás que a tu lado cavan briosamente,


que otra dormida llega a la quieta ciudad.
Esperaré que me hayan cubierto totalmente...
¡y después hablaremos por una eternidad!

Sólo entonces sabrás el por qué no madura,


para las hondas huesas tu carne todavía,
tuviste que bajar, sin fatiga, a dormir.

Se hará luz en la zona de los sinos, oscura;


sabrás que en nuestra alianza signo de astros había
y, roto el pacto enorme, tenías que morir...

III

Malas manos tomaron tu vida desde el día


en que, a una señal de astros, dejara su plantel
nevado de azucenas. En gozo florecía.
Malas manos entraron trágicamente en él...

Y yo dije al Señor: ?«Por las sendas mortales


le llevan. ¡Sombra amada que no saben guiar!
¡Arráncalo, Señor, a esas manos fatales
o le hundes en el largo sueño que sabes dar!

»¡No le puedo gritar, no le puedo seguir!


Su barca empuja un negro viento de tempestad.
Retórnalo a mis brazos o le siegas en flor».

Se detuvo la barca rosa de su vivir...


¿Que no sé del amor, que no tuve piedad?
¡Tú que vas a juzgarme, lo comprendes, Señor!

Yo no tengo soledad

Es la noche desamparo
de las sierras hasta el mar.
Pero yo, la que te mece,
¡yo no tengo soledad!

Es el cielo desamparo
si la Luna cae al mar.
Pero yo, la que te estrecha,
¡yo no tengo soledad!

Es el mundo desamparo
y la carne triste va.
Pero yo, la que te oprime,
¡yo no tengo soledad!

TODAS ÍBAMOS A SER REINAS

Todas íbamos a ser reinas,


de cuatro reinos sobre el mar:
Rosalía con Efigenia
y Lucila con Soledad.

En el valle de Elqui, ceñido


de cien montañas o de más,
que como ofrendas o tributos
arden en rojo y azafrán,

Lo decíamos embriagadas,
y lo tuvimos por verdad,
que seríamos todas reinas
y llegaríamos al mar.

Con las trenzas de los siete años,


y batas claras de percal,
persiguiendo tordos huidos
en la sombra del higueral,

De los cuatro reinos, decíamos,


indudables como el Korán,
que por grandes y por cabales
alcanzarían hasta el mar.

Cuatro esposos desposarían,


por el tiempo de desposar,
y eran reyes y cantadores
como David, rey de Judá.

Y de ser grandes nuestros reinos,


ellos tendrían, sin faltar,
mares verdes, mares de algas,
y el ave loca del faisán.

Y de tener todos los frutos,


árbol de leche, árbol del pan,
el guayacán no cortaríamos
ni morderíamos metal.

Todas íbamos a ser reinas,


y de verídico reinar;
pero ninguna ha sido reina
ni en Arauco ni en Copán.
Rosalía besó marino
ya desposado en el mar,
y al besador, en las Guaitecas,
se lo comió la tempestad.

Soledad crió siete hermanos


y su sangre dejó en su pan,
y sus ojos quedaron negros
de no haber visto nunca el mar.

En las viñas de Montegrande,


con su puro seno candeal,
mece los hijos de otras reinas
y los suyos no mecerá.

Efigenia cruzó extranjero


en las rutas, y sin hablar,
le siguió, sin saberle nombre,
porque el hombre parece el mar.

Y Lucila, que hablaba a río,


a montaña y cañaveral,
en las lunas de la locura
recibió reino de verdad.

En las nubes contó diez hijos


y en los salares su reinar,
en los ríos ha visto esposos
y su manto en la tempestad.

Pero en el Valle de Elqui, donde


son cien montañas o son más,
cantan las otras que vinieron
y las que vienen cantarán:
?«En la tierra seremos reinas,
y de verídico reinar,
y siendo grandes nuestros reinos,
llegaremos todas al mar».

HALLAZGO

Me encontré a este niño


cuando al campo iba:
dormido lo he hallado
en unas espigas...

O tal vez ha sido


cruzando la viña:
al buscar un pámpano
topé su mejilla...

Y por eso temo,


al quedar dormida,
se evapore como
la helada en las viñas...

LA FLOR DEL AIRE

Yo la encontré por mi destino,


de pie a mitad de la pradera,
gobernadora del que pase,
del que le hable y que la vea.

Y ella me dijo: "Sube al monte.


Yo nunca dejo la pradera,
y me cortas las flores blancas
como nieves, duras y tiernas."

Me subí a la ácida montaña,


busqué las flores donde albean,
entre las rocas existiendo
medio dormidas y despiertas.

Cuando bajé, con carga mía,


la hallé a mitad de la pradera,
y fui cubriéndola frenética,
con un torrente de azucenas.

Y sin mirarse la blancura,


ella me dijo: "Tú acarrea
ahora sólo flores rojas.
Yo no puedo pasar la pradera."

Trepe las penas con el venado,


y busqué flores de demencia,
las que rojean y parecen
que de rojez vivan y mueran.

MUJER DE PRISIONERO

A Victoria Kent

 Yo tengo en esa hoguera de ladrillos,


yo tengo al hombre mío prisionero.
Por corredores de filos amargos
y en esta luz sesgada de murciélago,
tanteando como el buzo por la gruta,
voy caminando hasta que me lo encuentro,
y hallo a mi cebra pintada de burla
en los anillos de su befa envuelto.
    Me lo han dejado, como a barco roto,
con anclas de metal en los pies tiernos;
le han esquilado como a la vicuña
su gloria azafranada de cabellos.
Pero su Ángel-Custodio anda la celda
y si nunca lo ven es que están ciegos.
Entró con él al hoyo de cisterna;
tomó los grillos como obedeciendo;
se alzó a coger el vestido de cobra,
y se quedó sin el aire del cielo.

    El Ángel gira moliendo y moliendo


la harina densa del más denso sueño;
le borra el mar de zarcos oleajes,
le sumerge una casa y un viñedo,
y le esconde mi ardor de carne en llamas,
y su esencia, y el nombre que dieron.

    En la celda, las olas de bochorno


y frío, de los dos, yo me las siento,
y trueque y turno que hacen y deshacen
de queja y queja los dos prisioneros
¡y su guardián nocturno ni ve ni oye
que dos espaldas son y dos lamentos!

    Al rematar el pobre día nuestro,


hace el Ángel dormir al prisionero,
dando y lloviendo olvido imponderable
a puñados de noche y de silencio.
Y yo desde mi casa que lo gime
hasta la suya, que es dedal ardiendo,
como quien no conoce otro camino,
en lanzadera viva voy y vengo,
y al fin se abren los muros y me dejan
pasar el hierro, la brea, el cemento...
    En lo oscuro, mi amor que come moho
y telarañas, cuando es que yo llego,
entero ríe a lo blanquidorado;
a mi piel, a mi fruta y a mi cesto.
El canasto de frutas a hurtadillas
destapo, y uva a uva se lo entrego;
la sidra se la doy pausadamente,
por que el sorbo no mate a mi sediento,
y al moverse le siguen -pajarillos
de perdición- sus grillos cenicientos.

    Vuestro hermano vivía con vosotros


hasta el día de cielo y umbral negro;
pero es hermano vuestro, mientras sea
la sal aguda y el agraz acedo,
hermano con su cifra y sin su cifra,
y libre o tanteando en su agujero,
y es bueno, sí, que hablemos de él, sentados
o caminando, y en vela o durmiendo,
si lo hemos de contar como una fábula
cuando nos haga responder su Dueño.

    Y cuando rueda la nieve los tejados


o a sus espaldas cae el aguacero,
mi calor con su hielo se pelea
en el pecho de mi hombre friolento:
él ríe entero a mi nombre y mi rostro
y al cesto ardiendo con que lo festejo,
¡y puedo, calentando sus rodillas,
contar como David todos sus huesos!

    Pero por más que le allegue mi hálito


y le funda su sangre pecho a pecho,
¡cómo con brazo arqueado de cuna
yo rompo cedro y pizarra de techos,
si en dos mil días los hombres sellaron
este panal cuya cera de infierno
más arde más, que aceite y resinas,
y que la pez, y arde mudo y sin tiempo!

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