Tagore - La Cosecha

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LA COSECHA

RABINDRANATH TAGORE

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1.
Dime que si...
Entonces, en canastos desbordantes, recogeré todos mis frutos --los que pa,
san de maduros y los que están verdea aún-, para volcarlos en tu morada. Por. que
la estación ya está muy avanzada y; el pastor, en la sombra, deja escuchar el
lamento de su flauta.
El inquieto viento de marzo encrespa las aguas que hasta ayer estuvieron
Eranquilas. La huerta ha dado todos sus frutos. Y en la placidez del crepúsculo,
desde tu morada al otro lado del río, por el lado del poniente, llega hasta mí tu voz.
Dime que sí.. .
Y, entregando mi vela a la caricia del viento, cruzaré el río.

2.
Era yo joven y mi vida cual una flor,,, una flor a la cual no le importaba nada
perder una hojita de su tesoro cuando la brisa de la primavera imploraba ante su
puerta.
Ahora, cuando se extingue mi juventud, mi vida es como fruto al cual nada le
sobra y que, empero, quisiera darse todo de una vez con su entera dulzura.

3.
¿Por ventura, la fiesta del estío no es también para las hojas secas y las flores
mustias?... ¿Acaso es sólo para las flores frescas? ¿El canto del mar se ha hecho
sólo para las olas que se agitan y levantan? ¿No lo es, también, para las que caen y
las que yacen serenas!
Mi rey pisa una alfombra tejida con joyas. Pero también el suelo humilde
espera paciente el regaló de sus pisadas.
Contado es el séquito de sabios y de grandes que rodea a mi Señor; mas El
sólo ha acudido en busca del pobre de espíritu, lo ha tomado entre sus brazos y lo
ha convertido para siempre en su esclavo.

4.
Al despertar, esta mañana, he encontrado su carta. Ignoro lo que dice, por-
que no sé leer. Y no molestaré al sabio, apartándole de la compañía de sus libros,
porque es posible que tampoco él consiga entender lo que su carta dice.
Déjame que la estreche contra mi pecho y que la lleve a mi frente. Una ves
que llegue la noche, cuando en silencio vayan apareciendo, una a una, las estrellas,
la abriré, desplegándola sobre mis faldas. Y las hojas me confiarán su secreto, y el
arroyo me cantará su contenido, y desde el cielo me lo repetirán las siete estrellas.
¡No encuentro lo que con ansias busco! ¡No comprendo lo que quisiera! Mas
esta carta que tengo aquí, sin leer, ha aliviado mi carga y ha trocado en canciones
mis pensamientos.

5.
Un poco de polvo bastaba para ocultar tu huella cuando yo ignoraba su
sentido. Ahora que te conozco, leo todo cuanto antes me ocultaba.
Está pintada con hojas do flores; las espumas del mar préstanle brillo; los
montes la repiten en sus cumbres.
Como no te miraba, como no te conocía, las letras aparecían al revés y no me
confiaban su secreto.

6.
Me pierdo por los caminos. En las aguas sin límite y en el azul del cielo, me
ocultan la senda las alas de los pájaros, los rayos de las estrellas, las flores
viajeras.
Corazón... ¿Acaso, sólo tu sangre es la que sabe del camino invisible?

7.
Mi hogar, para mí, ya no lo es. ¡No puedo más! Ale marcho! El eterno Des-
conocido me llama desde el camino.
¡Duéleme su pisada, resonando en mi pecho!... Y el viento se levanta y
comienza a lamentarse el mar.
¡Queden atrás mis dudas, mis preocupaciones e inquietudes! ¡Me marcho! Si-
go la marea sin hogar. Porque el Desconocido me llama y ya ha echado a andar por
el camino.

8.
Apréstate a partir, corazón, pues tu nombre ha sido pronunciado con el alba
Que los otros, si quieren, se queden, ¡Tú no aguardes a nadie!
Si el capullo necesita de la noche .Y, del rocío, la flor abierta clama por la
luz.,.. ¡Libertad! ¡Revienta tu pecho, corazón! ¡Busca la luz!

9.
Igual que un gusano era yo cuando la molicie me tenía entre sus tesoros; era
yo como el gusano que, en la sombra, se alimenta del fruto de donde nació.
¡No1 ¡Basta de cárcel! ¡No quiero re. volverme más en la podredumbre de mi
quietud! ¡Fuera todo cuanto no es mío, mi propia vida¡ ¡Quiero ser leve coma mi
risa y correr en pos de la eterna juventud!
Así, días y días, voy corriendo, y mi Corazón retoza cantando y bailando.

10.
Cogiéndome de la mano, contigo me arrastraste, sentándome en el trono a a
vista de los hombres. Me hice tímido, incapaz, inútil para la acción y para em-
prender el camino. De todo dudaba y, a cada paso, recelaba de mí mismo, teme-
roso de pisar una espina y perder el favor humano.
Mas volteó la piedra, estalló el insulto y mi silla rodó, humillada, por el suelo.
¡Estuve libre, al fin! Abriéronseme los caminos. y mis alas, ebrias de libertad,
desplegáronse en el cielo. Me marché con las estrellas errantes a hundirme en la
profundidad de la noche. Fui como la nube del verano en pleno huracán, que se
2
despoja de su áurea corona y ciñe el rayo, cual una espada, en la cadena de
relámpagos. ¡Con cuánta alegría corro por el polvoriento camino de los desdeñados
en pos de mi anhelado fin!
El niño recién conoce a su madre cuando sale de su vientre. Ahora que estoy
lejos de ti, arrojado de tu morar da. ¡cómo veo de bien tu rostro!

11.
Esta cadena, en lugar de engalanar•. me, no es sino una burla para mí. Me
lastima el cuello y, si quiero quitarme la, me ahorca. ¡Se agarra a mi garganta y
estrangula mi corazón!
¡Qué libre quedaría, Señor, si pudiera depositarla en tus manos!
¡Arráncamela! Y, en su lugar, ponme una guirnalda florida. Que me avergüenza
llegar hasta ti con el cuello enjoyado.

12.
Cristalino y ágil corre el Jumna en la hondonada. En lo alto, las ceñudas ba-
rrancas. Y, todo en torno, el oscuro verdor de los montes, agrupándose, separados
sólo por el tajo de los torrentes.
El venerable maestro Govida, sentado en una roca, leía las sagradas es-
crituras cuando hasta él Regó, orgullo y engreído por sus riquezas, el discípulo
Daghunath e, inclinándose, le dijo: "Te traigo este mísero regalo, indigno de tu
fama". Y le presentó un par de brazaletes de oro y piedras preciosas.
El maestro tomó uno, haciéndolo girar en uno de sus dedos, y las piedras
produjeron un luminoso chisporroteo. Mas de pronto, escapándosele, el brazalete
cayó y, saltando de piedra en piedra, cayó al Jumna.
Daghunath lanzó un grito y se arrojé al río. El maestro volvió a su libro. Y las
aguas, prosiguiendo su curso, no de- volvieron el tesoro que habían arrebatado.
Cuando, fatigado y chorreando agua, regresó el discípulo cabe su maestro, ya
declinaba el día. Anhelante, le suplicó $ "Dime dónde cayó y quizá, pueda encontrar
aún el brazalete".
Pero Govida tomó el brazalete que le quedaba y, arrojándolo, sólo dijo:
«"¡Allí!"»

13.
Moverse equivale a encontrarse a cada paso. Es como cantar al compás de
los pies. Hermano caminante, aquel que rozó tu aliento no se contenta caminando
por la ribera sino que ha desplegado, intrépido-, las velas al viento y cabalga ya
sobre las crestas de las turbulentas olas.
Aquel que abre de par en par sus puertas, recibe al salir tu saludo. Y no se
detiene a contar sus ganancias, ni a lamentar su miseria; sino que escucha el
redoblar del latido de su corazón; puesto que, marchando, siempre va contigo,
Hermano Caminante...

14.
Me prometiste que de tus manos recibiría mi parte de felicidad en este mun-
do. Brilla por eso tu luz en mis lágrimas. Por eso temo ir en compañía de los otros,
no sea que pase por el rincón donde me aguardas, para guiarme, y no te vea.
Recorro el camino de un extremo a otro, hasta que mi loco anhelo me con-
duce hasta tu puerta; y es que me prometiste que de tus manos recibiría la parte
de felicidad que en este mundo me corresponde.
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15.
¡Sencilla es la palabra, Maestro! No así la de aquellos que de ti hablan. ¡Con
cuánta claridad percibo la voz de tus estrellas y cómo me conmueve el silencio de
tus árboles! Mi corazón quisiera abrirse como una flor y mi vida se ha colmado en
una escondida fuente.
Como pájaros procedentes de un nevado y apartado país, hasta mí vienen
volando tus canciones para anidar en mi corazón. ¡Cuán feliz me siento aguardando
los cálidos días de abril y la alegre estación!

16.
Conocían el camino y, acudiendo en busca de ti, tomaron por el sendero es-
trecho. Yo, que lo ignoraba, me aparté de él y eché a vagar en medio de la noche.
Sin saber cómo, me encontré, desprevenido, en el portal de tu morada. Apa-
recieron los sabios y, riñéndome por no haber seguido el estrecho sendero, me
arrojaron.
Yo me marchaba ya con mis dudas, cuando tú, apareciendo, me retuviste con
firmeza. Pero, desde entonces, la disputa entre los sabios es cada vez más agria.

17.
Con mi lámpara de barro, salí de mi morada y grité: "¡Venid conmigo, hijos
míos, que yo alumbraré vuestro camino!"
Todavía no había amanecido y yo, por el silencioso camino, regresé
clamando: "¡Fuego, alúmbrame, que mi lámpara cayó y se hizo añicos!”

18.
No, no sabes abrir los capullos para convertirlos en flores. Los sacudes, los
golpeas, los lastimas. No posees el don de hacerlos florecer. Tus manos los man-
cillan; les rompen las tiernas hojas; los convierten en polvo.... Y no logran de ellos
color alguno, mi extraen ningún aroma.
No... ¡Tú no sabes abrir el capullo ni convertirlo en flor!...
Aquel que tiene la virtud de abrir los capullos, ¡lo hace con tanta sencillez)
Nada más que con mirarlos logra que la savia de la vida circule por las hojas. Su
aliento los roza y la flor, desplegando sus alas, revolotea en el aire. Y, cual ansias
del corazón, colorados, brotan los capullos, y su perfume delata su dulce secreto.
¡Ah! ¡ Aquel que tiene la virtud dé abrir los capullos lo hace con tanta sen-
cillez!

19.
El jardinero salvó del estanque el último loto que restaba del desastre del
invierno y, por si el rey quería comprarlo, acudió a la puerta del palacio.
En el camino encontróse con un viajero que le dijo: "¿Cuánto pides por tu
último loto, pues quisiera ofrendarlo a Buda, Nuestro Señora".
Sudas, el jardinero, le replicó:lo daré por una masha de oro". Y el viajero se
la prometió.
El rey, en aquel instante, salía del palacio para adorar a Buda, Nuestro Señor,
y pensó: ¡Cuán hermoso sería de- positar a sus pies este último loto!
Queriendo comprar la flor se dirigió a Sudas, y, como el jardinero le dijera
que ya la tenía comprometida por una masha de oro, él le ofreció diez. Pero, el
caminante dobló, entonces, su promesa.
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Codicioso, Sudas, pensó que aquel pa- ra quien querían el loto. el viajero y el
rey, le daría. más por la flor; de manera que, inclinándose, le dijo: "No puedo
vender la flor".
Sudas, en la penumbra del bosque, estaba de pie ante la estatua de Buda,
Nuestro Señor, cuyos labios son el templo silencioso del amor y de cuyas pupilas
salen destellos de paz que son como el destello de la estrella matutina en el otoño.
Luego de colocar el loto a los pies de Buda, Nuestro Señor, Sudas humilló su
frente hasta hundirla en el polvo.
Buda sonrió, y le preguntó: "¿Qué quieres por tu loto, hijo mío ?". contestó
Sudas: "Sólo la caricia más leve de tus pies''

20.
¡Noche ! ¡ Noche tenebrosa! ! Conviérteme en tu poeta! Permíteme entonar
las canciones de aquellos que, durante siglos, reposaron en el silencio de tu
sombra. Permíteme subir a tu carroza sin ruedas para vagar silencioso de un
mundo a otro mundo... ! Noche! Reina en la morada del tiempo, tan divina en tu
oscuridad!
Afanaso y mudo he penetrado en tú morada y vagado por las estancias, sin
lámpara, interrogándote. ¿Cuántos corazones, que la mano del desconocido armó
con la flecha de la alegría, han prorrumpido en cánticos sacudiendo tu sombra
hasta los cimientos?...

¡Noche! ¡Conviérteme, noche, en eI poeta de las almas vigilantes que, a. la


luz de las estrellas, contemplan el tesoro que, inesperadamente hallaron! ¡Que sea
yo, noche tenebrosa, el poeta de tu silencio insondable!

21.
Por más que el polvo de los días trastorne mi camino, he de encontrar mi vida
interior, con esa alegría que se oculta dentro de ella misma. Alguna vez he
columbrado sus destellos; algo de su aliento, por un Instante, ha dado fragan. cia a
mis pensamientos.
Encontraré esa alegría que me oculta el velo de la luz. ¡Y he de erguirme
también en la soledad inmensa donde las cosas todas se ven con los ojos del
Creador.

22.
La excesiva luz ha fatigado a esta mañana de otoño. Si ya no quieres tañer tu
flauta, déjame, para que con ella jue. gue a mi antojo. La abandonaré sobre mis
rodillas, la rozaré con mis labias, la abandonaré entre las yerbas...
Después, en la imponente serenidad nocturna, he de recoger flores para ella.
La engalanaré con guirnaldas, la col- maré con mi lámpara. Y luego volveré hacia ti
para devolvértela.
Entonces, cuando la luna nueva vague solitaria entre las estrellas, tú tocarás
melodías de medianoche.

23.
Flota sobre las olas, entre el rumor, de las aguas y del viento, el pensamiento
del poeta.
El sol se ha puesto... El cielo ensombrecido se vuelca sobre el mar como las
pestañas de un párpado cansado. Es el instante para despojar de su pluma al
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poeta, para que sus pensamientos se hundan en el abismo insondable y alcancen el
eterno secreto del silencio.

24.
Negra está la noche. Tu sueño se confunde con el silencio de mi vida...
¡Despierta, oh dolor de amar! Estoy fuera, aguardando, y no sé abrir tu puerta.
Las horas aguardan; acechan las estrellas; ha callado el viento. El silencio,
plúmbeo, abruma mi corazón. ¡Ay, amor!
Despierta, calma mi vacío cáliz y acaricia la noche con el suave soplo de tu
canción.

25.
Ya ha empezado a cantar el pájaro matutino. ¿Quién le habrá traído noticias
del día antes de rayar el alba, cuando todavía las garras del dragón de la noche
tienen cogido al cielo?
Di, pajarillo de la mañana, ¿cómo encontró tu sendero, a través de la noche
del cielo y de las hojas, el mensajero que llegó de Orientes... Nadie quería creerte
cuando anunciaste: "¡Se marchó la, noche! ¡Ya llega el sol!"
¡Despierta, dormido amigo! Presenta tu frente al beso bendito de la luz del
alba... embriagado de fe, con el pajarillo de la mañana.

26.
Hacia el cielo sin estrellas elevé, implorante, mis resecas manos, y con
famélica voz grité al oído de la noche. Mi imploración era para la sombra ciega, cual
un dios vencido; yacía bajo el cielo despejado de las ilusiones perdidas. El lamento
del deseo volaba en torno del abismo de la desesperanza cual pájaro junto al vacío
nido.
Mas, al anclar la mañana en la ribera oriental, ¡mísero de mí!, di un salto y,
exclamé: "¡ Dichoso yo, que la noche traicionera me negó su cofre de pecados!".
Y exclamé: "¡Luz! ¡Vida! ¡Vosotras sí que sois preciosas, como preciosa es la
dicha del que al fin os conoció"!

27.
Satanás, sentado junto al Ganges, desgranaba su rosario cuando se le aproxi-
mó un astroso Bramín, suplicándole "¡Una caridad para este pobrecito!".
"He dado cuanto tenía -le repuso Satanás-: Lo único que me queda es mi
platillo".
"Siva, Nuestro Señor, me visitó en sueños, diciéndome que viniera", insistió
el Bramín.
Satanás, entonces, recordó que entre los guijarros de la ribera había ocultado
una piedra preciosa.
De manera que le dijo al pordiosero dónde estaba y éste no tardó en hallarla,
sentándose luego en el suelo y entregándose a la meditación, hasta que el sol se
ocultó bajo los árboles y los pastores retornaron a los hogares con sus ganados.
Entonces se levantó y aproximándose con cautela a Satanás, le dijo: "Maes-
tro... lo que quiero es un pedacito de esa riqueza que nos hace desdeñar todos los
bienes del mundo...".
Y arrojó la piedra preciosa al río.

28.
6
Un día y otro día tendí hasta tus puertas mis manos, implorando, implorando.
Tú me diste y me diste, a veces poco, otras veces mucho. Yo recibía a mi antojo.
Algunas cosas me pesaban mucho; otras las rompía cuando me cansaba; otras las
dejé para jugar... El montón de cosas olvidadas y desdeñadas tornóse tan grande
que llegó a ocultarte. Y mi corazón, fatigado de esperar y esperar, cayó rendido.
Ahora soy yo el que te digo: "¡Toma!
¡Destroza cuanto hay aquí, en este platillo de limosnas! ¡Extingue la lámpara
de tu importuno guardián! ¡ Y, tomándome por las manos, levántame por encima
del cúmulo de tus limosnas hasta la infinita desnudez de tu solitaria presencia!

29.
Ya estoy entre los vencidos.
Bien sé que ya no ganaré, que no puedo ganar la partida. Aunque sólo sea
para irme al fondo, me arrojaré a la charca. ¡Jugaré la partida de mi propia ruina!
Apartaré cuanto poseo; y, cuando ya nada me quede, me pondré yo mismo.
Y entonces, definitivamente arruinado, irremisiblemente vencido, ¡habré ganado!

30.
Alegre fue como ninguna otra la sonrisa de mi corazón cuando, harapiento, lo
arrojaste a mendigar al camino.
De puerta en puerta fue mi corazón, y cada vez que su platillo estuvo colma-
do, lo robaron.
Al declinar el día, fatigado, llegó mi corazón al portal de tu palacio y, como en
otras partes, presentó implorante su platillo.
Y tú, saliendo, le tendiste la mano y arrastrándolo hacia adentro, lo sentaste
a tu vera en el trono.

31.
Cuando el hambre dominaba a Shravasti, Buda, Nuestro Señor, preguntóles a
los que le seguían: "¿Quién de vosotros sería capaz de dar de comer a los
hambrientos ? ".
El acaudalado Ratnakar, humillando la frente, dijo: "¿Alcanzarían mis riquezas
para alimentar a tanta gente?"
El jefe de los ejércitos del rey, Jaysen, alegó: "Yo lo único que puedo darles
es la sanee de mis venas. Otro bien no poseo”.
"El demonio ha resecado mis tierras... ignoro aún con qué pagaré mis tributos
al rey", dijo el que era propietario do tierras inconmensurables.
Fue entonces cuando, levantándose y, luego de saludar a todos, Supriya, la
hija del mendigo, dijo resuelta: "Yo me encargaré de alimentar a los hambrientos".
"¿Estás loca?", exclamaron todos asombrados.
Pero ella dijo:
"Como soy la más pobre de todos, soy también la más poderosa ... Mi arca S
mi pan están en vuestras casas".

32.
Como no conocía aún a mi rey, atrevido, creí que podría esconderme y no
pagar mi tributo.
Luego de mi diaria labor y tras el sueño de cada noche, huía y huía. Mas, en
cuanto me detenía para tomar aliento, veía su mano amenazadora. Así llegué a

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comprender que él me conocía y que no había en el mundo un rincón donde
pudiera ocultarme.
Ahora, en cambio, no anhelo sino depositar a sus pies cuanto poseo y
conquistar mi derecho a disfrutar de paz en un lugar de su reino.

33.
Te entregué mis cenizas, mis deseos, mis sueños, mis ilusiones, mis
coloradas fantasías para forjar, con mi vida toda, tu imagen y lograr que los
hombres la adoraran.
Luego, al pedirte que, en mi vida, forjaras la imagen de tu corazón, para que
tú lo amaras, me entregaste tu fuego y tu hierro, tu talento y tu verdad, tu paz y tu
belleza.

34.
El siervo, dijo al rey: "Mi señor, Narottam, el santo, jamás se digna visitar tu
templo. En cambio, si salieras al camino lo verías colmado de gente, cual enjambre
de abejas en torno del blanco loto, deseosa de escuchar las alabanzas que a Dios
entona. ¡Por eso, mi rey, tu templo se encuentra vacío y sin servidores el áureo
recipiente de la miel!".
Mortificado y herido en su corazón, el rey salió al camino donde Narottam
oraba sentado en la yerba, y le dijo: 'Padre, ¿por qué te sientas en el polvo ¡el
camino y no acudes a mi templo para predicar el amor a Dios bajo su cúpula de
oro?".
Narottam, dijo: "Dios no está en tu templo".
Ceñudo, el rey replicó: "¿Acaso ignoras que en su construcción gasté veinte
millones y que su consagración se realizó con las más magníficas ceremonias? ".
"Lo sé", replicó Narottam. "Recuerdo que fue aquel año trágico en que el
fuego destruyó tu ciudad y millares de desamparados acudieron a tu palacio en
demanda de ayuda. F, como nada recibieron de tus manos, también recuerdo que
Dios les ha dicho: "¡Mil veces miserable aquel que no queriendo levantar la casa de
sus hermanos pretende erigir la mía!". "Por eso Dios se marchó conos
desamparados y prefirió el techo que le brindaban las copas de los árboles. De
manera que esa pompa que tú mencionas no tiene más que el vaho cálido de tu
orgullo", concluyó Narottam.
El rey se indignó, gritándole: "¡ Márchate de mi reino! ".
Pero, el santo, sereno, le repuso:
"Lo sé... Ale arrojas adonde desterraste a mi Dios".

35.
Aciago día! El clarín yace en el polvo. Fatigado está el viento. ¡Muerta la luz!
¡Acudid, guerreros, con vuestros estandartes! ¡Entonad, cantores, el himno
marcial! ¡Allegaos, peregrinos, desde todos los caminos! ¡Apresurad la marcha! Que
el clarín aguardándoos yace en el polvo.
Iba yo, camino del templo, con mis ofrendas, en procura de descanso, luego
de la sucia jornada. Deseaba restañar la sangre de mis heridas y borrar las
manchas de mis ropas. ¡Cuando vi el clarín, que yacía en el polvo!
¿Acaso no era ya hora de que encendiera la lámpara de mi tienda?
¿Por ventura no había ya arrullado la noche a las estrellas? ¡Rosa, rosa roja
como la sangre! Las amapolas de mi sueño palidecieron y se marchitaron. Creía

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que mis andanzas habían terminado y que, por fin, tenía todas mis deudas
saldadas. ¡Cuando vi el clarín, qué yacía en el polvo!
¡Vida! ¡Golpea otra vez mi corazón adormecido de tu juventud! ¡Que mi re-
gocijo se reanime en tu inextinguible fuego! ¡Rayos de la aurora, remontaos sobre
el corazón de la noche! ¡ Conmoved de espanto al paralítico, arrebatad al ciego!
¡Estoy aquí para recoger del polvo tu clarín!
¡Apártese de mí el sueño! ¡Quiero desafiar el diluvio de flechas!... Me se-
guirán aquellos que abandonen presurosos sus hogares. Otros llorarán. Y estarán
los que, impotentes, se retuercen en sus lechos, entre pesadillas y terribles
lamentaciones.
¡Es que esta noche sonará tu clarín!
Si imploré reposo sólo fue para vergüenza mía. ¡Aquí me tienes! ¡Ayúdame a
cubrirme con mis armaduras, para que los rudos golpes del mal saquen chispas de
mi vida. ¡Y que en mi corazón redoble el tambor de la victoria!
Libres están mis manos. ¡Puedo, con, ellas, recoger el clarín!

36.
En medio de su regocijo, manchaban de lodo tu túnica. Y, padeciendo mi co-
razón al verlo, exclamé: "¡Castígalos! ¡Hermoso mío! ¡ Empuña tu vara justiciera!
La luz purísima de la mañana hizo parpadear sus ojos enrojecidos por la orgía
de aquella noche. El blanco lirio exhaló su febril aliento. Las postreras estrellas
atisbaron, desde lo más profundo de la sagrada oscuridad, la algarabía de los que
mancillaron tu túnica con el lodo de su locura. ¡Hermoso mío!

37.
I
Al pie de las murallas de Mathura, Upagupta, el discípulo de Buda, echado en
el suelo, dormía profundamente, Ya estaban extinguidas todas las lámparas y
cerradas todas las puertas de los hogares. Y el sucio cielo de agosto ocultaba el
fulgor de todas las estrellas.
De repente, Upagupta sintió sobre su pecho unos pies que, ágiles, hacían
repicar sus ajorcas. Asustado, se incorporó, y a la luz de una lámpara contempló los
ojos de una mujer que perdonaban.
Era la bailarina, constelada de joyas, envuelta como por una nube, por su
manto azul pálido y ebria de juventud.
Hizo descender la lámpara y entonces contempló el rostro mozo de Upagupta
y su austera belleza. Por lo que le dijo: 'Perdóname si te he despertado, hermoso.
¡Vamos! ¡Vente conmigo! Acompáñame a mi casa, que la tierra sucia no debe ser
lecho para ti".
Upagupta le repuso: "Sigue tu camino, mujer; que ya acudiré a ti cuando sea
tiempo"
En eso, el lobo de la noche enseñó sus dientes entre el fulgor de un
relámpago. El trueno, desde un rincón del cielo, dejó escuchar su gruñido. Y la
mujer, espantada, comenzó a temblar.

II
Tantas eran las flores que, agobiados, quebrábanse los árboles del camino.
Alegres flautas llegaban desde lejos, traídas por el cálido soplo primaveral. Ira la
fiesta de las flores. Y el pueblo íntegro habíase volcado en los campos. Desde lo
alto del cielo la luna llena contemplaba las sombras del pueblo silencioso.
9
Upagupta marchaba por la solitaria calleja. En las ramas del mango, sobre su
cabeza, los encelados cucos repetían su desesperada súplica. Transpuso las puertas
de la ciudad. Llegó junto al torreón y se detuvo. Una mujer al pie del muro,
perdíase en su sombra. Su cuerpo estaba llagado por la peste negra, y era evidente
que la habían arrojado do la ciudad.
Upagupta se sentó a su vera. Hízola apoyar la cabeza sobre su pecho y la
humedeció con agua los labios. Después cubrió con bálsamo el amoratado pecho.
"¿Quién eres ?", preguntó la mujer. Y Upagupta contestó
"Llegó la hora en que había de visitarte, y aquí me tienes contigo".

38.
Pida mía, este amor nuestro nada tiene de juego.
¡Por la noche, cuántas veces el huracán se ha echado sobre mi lámpara ex-
tinguiéndola con su soplo terrible!
¡Las veces que las negras dudas se agolparon sobre mi cabeza e impidieron
que contemplara las estrellas de mi cielo!
¡Cuántas veces, el diluvio y las aguas rompieron su riberas arrasaron mis
cosechas! ¡Y mi desesperación, en un lamento, desgarró entonces mi cielo desde el
norte al sur!
¡Vida mía¡ El dolor golpea y lacera este amor nuestro. ¡Qué esperanza! No es
ni apático ni es frío como la muerte...

39.
Por la grieta del muro penetra el tajo de luz.
¡Luz victoriosa! ¡Has atravesado el corazón de la noche!
¡Atraviesa, también, con tu espada refulgente, este mi laberinto de dudas y
vanos anhelos!
¡Victoria! Acude, tú, Implacable, tú que tienes la más terrible de las blan-
curas.
¡Oh, luz! ¡Cómo redobla tu tambor marcial sobre el fuego! Tu roja antorcha
se agita en lo alto y, en un esplendoroso concierto, da muerte a la muerte.

40.
Para ti mi canto de victoria, ¡hermano Fuego
Eres la imagen fulgurante de la medrosa libertad. Paseas por el cielo tus
brazos múltiples y deslizas tus dedos por las cuerdas tensas del arpa. ¡Cuán
hermosa es, hermano Fuego, la música de tu danza!
Cuando suene mi postrera hora y se abran a mi espíritu las puertas, serás tú
quien convierta en cenizas esta traba de mis manos y mis pies. Mi cuerpo se con-
fundirá contigo, Fuego. En tu frenético torbellino envolverás mi corazón. Y lo que
tuvo de luciente ardor mi vida, estallando, en un último destello, se confundirá con
tu llamarada redentora.

41.
Vaga esta noche por el mar el marino, y el mar está enloquecido.
El mástil se lamenta, con el velamen inflado por el huracán. Envenenado de
terror, el cielo ha sido devorado por las fauces de la noche. Las olas rompen sus
cabezas contra los arrecifes de lo desconocido. Vaga el marino por el mar en-
loquecido...

10
¿Para qué ha ido al mar el marino? ¿Por qué espanta a la negra noche con la
fúlgida blancura de su velamen? Ignoro dónde desembarcará; no sé si des-
embarcará; si llegará otra vez al hogar silencioso, donde ella le aguarda, a la luz de
la lámpara, sentada en tierra...
¿Qué busca el marino que arriesga su embarcación librándola a la tormenta y
a las sombras? ¿Va cargada, acaso, de perlas y diamantes?
¡No, no! Sólo sé que el marino lleva una blanca rosa en la mano y que en sus
labios florece una canción para aquella que lo aguarda, a la luz de la lámpara,
sentada en tierra.
En la choza que está a la vera del sendero vive ella. Tiene suelta al viento su
cabellera; y la cabellera, revuelta, le oculta los ojos.
En las resquebrajadas maderas de su puerta aúlla la tempestad. La luz de la
lámpara alarga y encoge las sombras de los muros. Y ella, entre los bramidos del
vendaval, oye que la llaman por su nombre desconocido.
¿Cuánto dura el viaje del marino por mar? ¿Cuánto tiempo pasará hasta que
brille el alba y llame a la puerta de la choza de ellas Nadie lo sabrá. Tampoco
redoblarán los alegres tambores. Pero la luz colmará la choza, y su suelo será
bendito, y habrá alegría en los corazones.
¡Sí! Cuando pise la playa el marino, en silencio, se disiparán las dudas como
sombras.

42.
Aferrado estoy a mi pobre cuerpo, que es como tabla viva entregada a la
correntada de mis años terrenales. Una vez que fine la travesía, lo abandonaré.
¿Entonces? ¿Será la misma luz? ¿Habrá la misma oscuridad?
La eterna libertad está en lo Ignoto? que es impío con sus amores y se
complace en aplastar la perla muda dentro de su cárcel de sombras.
¡Corazón, corazón mío! No llores más, no pienses en los días que pasaron.
¡Regocíjate! otros días están por llegar. Pronto llegará tu hora, peregrino. ¡Es
tiempo ya de que tomes por el nuevo sendero!
Una vez más el velo caerá de su rostro y podrás contemplarlo con tus propios
ojos...:

43.
Sobre las sagradas reliquias de Buda, Nuestro Señor, erigió un blanco santua-
rio el rey Bimbisar. Era todo de mármol y parecía una oración. Y al atardecer, todos
los días, hasta él acudían las doncellas de la corte para depositar sus ofrendas.
Después, muerto Bimbisar y convertido su hijo en rey, borró con sangre la
religión y alimentó el fuego de los sacrificios con los libros sagrados.
Iba cayendo la tarde otoñal la hora de la oración vespertina.
La doncella de la reina, la pequeña Shrimati, devota de Buda, nuestro señor,
se bañó en agua bendita, adornó con luces v flores frescas el altar, v luego,
presentándose ante su señora, la miró silenciosamente con sus oscuros ojos,
La reina, estremecida, le reprochó: "¿Acaso Ignoras, necia, que es voluntad
del rey que todo aquel que adore a Buda sea condenado a muerte"?
La pequeña Shrimati se inclinó ante la reina y acudió a Amita, la esposa del
hijo del rey. Estaba ésta trenzando su larga cabellera negra, ante un espejo de oro
bruñido que sostenía en sus fallas, y se disponía a colocar en el nacimiento de la
raya de su peinado el lunar rojo de la buena suerte.

11
Cuando vio a la doncellita, la apartó con sus manos temblorosas y le
reprochó: "¡Márchate! ¿Qué maleficio quieres traerme?"
La princesa Shukla, junto a su ventana, a la luz del poniente, leía un roman-
ce. Cuando vio llegar a la doncellita con las sagradas ofrendas, dejando caer el
libro, la llamó y susurró al oído: "¡Qué atrevidas eres l ¿Por qué provocas así a la
muerte!"
Shrimati, de puerta en puerta, continuó llamando: "¡Acudid, acudid, mujeres
de la casa del rey, que ha llegado la hora de la oración de Buda, Nuestro Señor!"
Pero, unas le cerraron las puertas y otras la insultaron soezmente.
Ya casi no había luz en lo alto de la torre del palacio. Las sombras se gua-
recían en las sombras de las calles. No hubo más movimiento en las calles de la
ciudad. El gong del templo de Siva comenzó a llamar para las oraciones ves-
pertinas. Y en el límpido lago del atardecer de aquella noche otoñal, comenzaron a
palpitar las luciérnagas de las estrellas.
Los guardianes del parque del palacio vieron entonces, con sobresalto, que
una hilera de lámparas ardía en el santuario de Buda. Y, desenvainando las
espadas, acudieron, gritando: "¿Quién eres, desventurado, que acudes en busca de
la muerte?"
"Soy Shrimati", respondió una suave voz: " Soy la esclava de Buda, Nuestro
Señor",
La sangre de su ardiente corazón tiñó de grana el mármol frío y blanco. Y con
la última luciérnaga del cielo se extinguió la postrera lámpara del suntuario.

44.
Por última vez este día que nos separa, nos saluda a los dos. La noche arroja
su pesado velo y oculta la única lámpara que arde en mi alcoba.
Llega tu negra esclava y tiende el tapiz nupcial. Y tú, sola conmigo, hasta que
muere la noche, en silencio, te sien-tas a mi lado.

45.
La pesadumbre me ha servido de lecho, y los ojos parece que se me cayeran.
Tengo el corazón de plomo, sin fuerzas aún para afrontar la atropella- da alegría
matinal.
¡Echa un velo sobre esta luz demasiado violenta y desnuda! ¡Aparta de mí tan
crudo resplandor y esta vida que marea! Para que sólo me ampare la suave sombra
de tu manto y preserve mi dolor de las arremetidas del mundo.

46.
¡No podré retribuirlo a ella cuanto ¡no dio! Su noche tiene ya mañana, y en
tus brazos tú te la llevas. ¡Toma, pues, estos presentes y este agradecimiento que
eran para ella!
¡Perdón por todo cuanto pudo dañarla y ofenderla en mí 1 Toma y convierte
en tus esclavas estas flores de mi amor, que no llegaron a florecer cuando ella
aguardaba que florecieran.

47.
En un cofrecito de ella, cuidadosamente conservadas, he encontrado unas
cartas mías, juguetes de su recuerdo. Su corazón 'receloso las substrajo al
atropellado curso de los días, y se dijo: "¡Estas sólo son para mí!"

12
¡Ah! Nadie las reclama ya. Nadie las cambia por su amor. Empero... ¡aquí
están todavía l ¡Pero me consuela el saber que hay también amor en este mundo,
un amor que la libre a ella del olvido, tal cual su amor salvó estas cartas con
amoroso afán!

48.
Lo mismo que cuando vivías, mujer amada, pon orden y belleza en mi vida
desamparada.
Borra de mí las sombras polvorientas de las horas; colma mis vacías ti, najas;
repara lo que está roto y abandonado.
Y una vez que todo esté como antes abre la puerta del santuario hogareño,
enciende un cirio, y, en silencio, tornemos a encontrarnos ante Dios.

49.
¡Maestro mío! ¡Qué dolor al afinarse los recuerdos!
Comienza de una vez tu melodía para que olvide mi dolor. ¡Permite revivir, en
toda su hermosura, el pensamiento de aquellos despiadados días!
La noche, ya declinante, ha hecho alto ante mi morada. Que, cantando, se
despida ante mí.
Vuelca tu corazón en las cuerdas de mi vida. ¡Maestro mío! Mézclalas con
melodías arrebatadas a las estrellas.

50.
He visto toda la inmensidad de tu creación en un relámpago. Tu creación
entre millares de ruinas de un mundo, a otro.
El llanto de la indignidad llega a mis ojos cuando contemplo las horas fugaces
entre mis manos. Mas, cuando las veo entre las tuyas, reconozco que mi existencia
es harto preciosa para desperdiciarla en las sombras.

51.
Llegará un día el, que el sol, poniéndose, me dé su postrer adiós.
Empero, indiferentes, los pastores harán resonar sus flautas bajo los árboles
y las majadas pacerán en las barrancas del río. Y mis días serán ya oscuridad,
Solo pido que, antes de marcharme, la tierra me diga por qué me llama a su
seno; por qué las estrellas me hablaron de silencio; por qué la luz besó mi frente
haciendo florecer mis pensamientos.
¡Ah! Que, antes de marcharme, pueda retardar el final de mi última canción,
hasta terminarla; que mi lámpara tenga un postrer destello para contemplar tu
rostro; que esté concluida ti guirnalda para coronarte.

52.
¡Qué clase de música es ésta que al mundo mece?
Si la escuchamos en la cumbre de la vida, nos regocija; si se hunde en las
sombras, nos sobrecoge de espanto.
Mas, iguales, van y vienen, luz y sombra, con la música inextinguible.
Cuando agarras, en tu puño cerrado, tu tesoro, te gritamos: "¡Ladrón !" Abre
tu mano, ciérrala, 1o uno o lo otro, a tu agrado, que lo mismo son pérdida o
ganancia.
Juega contigo mismo, y a la vez, gana y pierde.

13
53.
Con mis ojos, con mis labios, con todo mi ser he besado al mundo. Lo he ate-
sorado celosamente en mi corazón. Con mis pensamientos, lo he colmado noche y
día. Hasta que el mundo y mi vida, fundiéndose, han sido una misma cosa. De
manera que, así como amo la luz del cielo que está fundida con mi corazón,
también amo la vida.
Si el abandonar este mundo es tanta realidad como el amarlo, también tendrá
un sentido separarse de la vida cual lo tiene el unirse a ella. Y si la muerte
engañara este amor, el veneno del engaño lo secaría todo y hasta las estrellas se
volverían negras.

54.
La nube, me dijo: "Me marcho". La noche, anunció: "Me arrojaré en la
hoguera de la aurora".
El dolor, me previno: "Yo, cual la huella de tus plantas, permaneceré en
silencio ".
"Yo me muero llena", dijo la vida. La tierra: "Mis luces se reflejan en cada uno
de tus pensamientos".
El amor: "Pasan los días, pero yo te aguardo". La muerte: "Yo voy remando,
en tu bote, por el mar".

55.
El poeta Tulsidas, pensativo y solitario, vagaba por la triste ribera del Ganges
donde se incineran los muertos, cuando encontró una mujer, vestida alegremente,
como para una boda, sentada a los pies del cadáver de su esposo.
Al verle llegar, se incorporó v, saludándole, le rogó: "Maestro, dame tu
bendición, que quiero marcharme al cielo con mi marido".
El poeta le repuso: "Rija mía, ¿qué risa tienes? ¿Acaso esta tierra no es
también de aquel que hizo el cielo?"
-El cielo no me importa", alegó ella; lo que quiero es mí marido". Entonces
Tulsidas, sonriente, le ordenó: "Vete a tu casa, mujer; que antes de terminar este
mes, ya lo encontrarás". Y, esperanzada, la viuda retornó al hogar.
Todos los días, Tulsidas iba a verla hablando a la mujer de cosas bellas,
colmó el corazón de divino amor. De manera que, una vez que transcurrió el ,es, al
preguntarle los vecinos si había encontrado marido, ella respondía, sonriendo: "Sí ".
Entonces quisieron conocerlo, e, impacientes, preguntáronle: "¿Dónde está?”.
"Aquí, en mi corazón", fue la respuesta de ella.”

56.
Sólo viniste por un instante y sentí en tu contacto el misterio de la mujer que
palpita en el corazón del universo; aquella que restituye constantemente a Dios su
raudal de dulzura; la siempre eterna y lozana belleza juvenil que brinca en los
arroyos borboteantes, la que canta a la luz de la alborada, la que vuelca oleadas
sobre la sedienta tierra; esa misma en la cual el Eterno so divide en dos: en la
alegría incontenible, y en el dolor que el amor derrama.
La senté en el carro triunfal para pasearla por la tierra- Millares de corazones,
rendidos, se postraron a su paso. Las aclamaciones colmaron los cielos... El orgullo
lució un instante en sus ojos; pero lo borraron las lágrimas. Y con pena me dijo:
"En la victoria tampoco está mi regocijo".

14
Entonces, la interrogué: "¡Qué quieres ?" Su respuesta fue: "Aguardo a uno
cuyo nombre ignoro". Después calló.
Y transcurren los días y no se escucha sino sus doloridas preguntas: ¿Cuándo
vendrá el desconocido amado? ¿Cuándo lo conoceré? ¿Cuándo quedará

58.
Tuya es la luz que surge de las tinieblas.
Tuyo es el bien que mana del corazón hendido en la lucha.
Tuyo es el hogar que abre al mundo sus puertas.
Tuyo el amor que impulsa a la batalla. Tuyo es el don que -e convierte en
ganancia cuando todo es pérdida.
Tuya la vida que nace en las cavernas de la muerte.
¡Y tuyo es el cielo que yace en el lodo de cada día, y en el que estás para mi
y para todos!

59.
Cuando el camino me fatiga y me tortura la sed del día ardiente; cuando en-
tristecen mi vida los aspecto del crepúsculo. Amado mío, no te suplico que me
hables, sino que sélo me toques con tu mano.
Los tesoros que no te di agobian aún más mi corazón. Saca de la noche tu
mano, déjame tenerla entre las mías, colmarla y guardarla. ¡Deja que la simia en el
vacío cada vez más grande de mi corazón!

60.
En el capullo, el perfume suspira: "¡Ay! Huye la primavera y yo estoy aún
encerrada entre estas hojas.
“Aguarda, perfume, aguarda! Estallará tú cárcel, será flor tu capullo; y,
muerto en lo mejor de tu vida, seguirás viviendo la eterna primavera".
Ahogándose, dentro del capullo, el perfume suspira: "¡Ay! ¡Pasan las horas y
ya no sé lo que anhelo ni, dónde iré!"
"¡Aguarda, sutil perfume! La brisa primaveral ya te ha escuchado... Antes de
que muera el día, conocerás tu deseo".
Desesperado, clama el perfume contra su incierto porvenir: "¡Ay! ¿Quién me
ha dado esta vida sin motivo? ¿Quién me dirá lo qué seré?'
"Aguarda, desdichado perfume... Ya llega la aurora. Tu vida se confundirá con
la vida toda, y has de conocer, al fin para qué has nacido.
Es una niña, señor... Corretea y juega por tu palacio, y, en su inocencia, creo
que también tú eres un juguete. No so cuida en despeinarse ni que sus vestidos
queden sucios.
Si le hablas, duérmese sin contestar y pierde las flores que le regalas por la
mañana. Al estallar la tormenta, luego, de cubrirse el cielo de negros nubarrones,
abandona sus muñecas y acude a ti, temblorosa, aferrándose de tus vestidos.
No te tiene confianza. Empero, tú la miras sonriendo mientras juega, y sabes,
que la criatura de hoy será un día tu prometida.
Será entonces cuando su juego se liará menos bullicioso, tornándose más
profundo hasta convertirse en amor.

62.

15
«¡Señor Sol! ¡Únicamente el cielo puede ser el reflejo en que tú te reflejas!".
Tal suspiró la gota de rocío. "Siempre sueño contigo. Mas, ¿qué puedo esperar? i
Soy tan pequeña para con- tenerte en mi ! ".
Luego echó a llorar, desconsolada.
Y el Sol le contestó: "Verdad es que yo colmo el cielo infinito. Pero, también
lo es que puedes contenerme, íntegro, dentro de tu pequeñez, gotita de rocío, Me
convertiré en una chispa para llenarte. Y tu diminuta existencia se convertirá en un
mundo de sonrisas".

63.
No quiero más amor de ese que es incapaz de contenerse y como el vino es-
pumoso desborda de su vaso, volcándose y perdiéndose sin objeto.
Que tu amor sea puro y fresco como la lluvia mañanera, que es bendición
para la tierra sedienta y hace desbordar, las tinajas del hogar.
Que tu amor penetre hasta el fondo, calándola, a la vida. Que se derrame
cual invisible savia, prolongándose por las ramas del árbol de la vida, haciendo
brotar las flores y los frutos.
¡Dame, dame de, ese amor tranquilo y fuerte, que penetra en el corazón y lo,
satura de paz.

64.
El sol se había ocultado en la maraña de la selva, por encuna del río. Los
niños de la ermita estaban de regreso con los rebaños, y, alrededor del hogar, es-
cuchaban a Gautama, el maestro. En eso, llegó un pequeño desconocido, cargando
una brazada de flores y frutos, y le saludó, haciendo una profunda reverencia a la
vez que, con voz alada, decía: "Maestro Gautama, vengo para que me guíes por el
sendero de la ver- dad. Mi nombre. Mi nombre es Satiakama ".
"¡Bendita seas!", dijo Gautama, y, luego le preguntó: "¿De qué casta eres,
hijo mío? Bien sabes que únicamente un bramín puede aspirar a la sabiduría su-
prema... ".
"Lo ignoro, maestro... Pero he de preguntarlo a mi madre".
Satiakama se despidió, y cruzando el río por el vado, regresó a la choza ma-
terna que se hallaba más allá de la aldea dormida, en la extremidad de un arenal.
La madre lo aguardaba en pie, y su silueta se recortaba en sombra ante la
puerta de la habitación débilmente iluminada.
Cuando llegó, lo estrechó contra su cuerpo, y, besándole en la frente, le pre-
guntó qué le había dicho el Maestro Gautama.
El niño preguntó: "¿Qué nombre tiene mi padre?... Porque el Gautama dice
que sólo un bramín tiene derecho a la suprema sabiduría".
Bajando humildemente los párpado con dulzura, la madre repuso: "Cuando
joven, hijo mío, yo era muy pobre y tus muchos amos. Únicamente puedo decir te
que llegaste al mundo en los brazo de Jabala, tu madre, que no tuvo marido..."
Los rayos del sol matinal ardían y en la copa de las árboles de la ermita Los
niños, recién salidos de la ablución, de la mañana, tenían mojadas las revueltas
cabelleras. Y, bajo un árbol frondoso, estaban sentados alrededor, del Maestro.
Al llegar, Satiakama hízole una pro funda reverencia, y, silencioso,
permaneció en pie.
"¿Sabes a qué casta perteneces?" le preguntó el Maestro.

16
Satiakama respondió: '" Señor, lo ignoro. Mi madre me ha dicho: "Yo era
pobre y tuve muchos amos... Tú llegas te al mundo en los brazos de Jabala, tu
madre, que no tuvo marido"...
Fue entonces, cuando, bajo la ramazón el árbol, se escuchó un rumor
iracundo como de abejas hostigadas en la colme. a. Eran los estudiantes que, entre
dientes, censuraban la osadía del niño sin madre,
Mas Gautama, el Maestro, incorporándose, tomó al niño y lo estrechó contra
su pecho, a la vez que le decía: "Satiakama, hijo mío, tú eres el mejor de los
bramines, puesto que has recibido la mejor de las herencias, la de la verdad.

65.
¿Existirá en esta ciudad un hogar cuyas puertas, en esta .mañana, se hayan
abierto para siempre dando entrada al sol de la aurora portador del mensaje de la
luz?
Flores recién abiertas en los jardines y en los prados, ¿habrá algún corazón
que, en esta mañana, haya, recibido de vosotras el don llegado de la eternidad?

66.
Escucha, corazón, la flauta de mi amigo. En ella está la música del aroma de
las flores silvestres, de las hojas relucientes, del agua cristalina, de los rincones
umbríos donde zumban las abejas laboriosas.
Esta flauta le arrebata de los labios su sonrisa y la vuelca sobre mi vida.

67.
En la otra ribera del río de mis canciones. ¡Siempre estás solo! Mis melodías
sólo alcanzan a las plantas de tus pies. No sé cómo alcanzarlos... ¡Sólo desde lejos
me está permitido jugar contigo!
La melancolía de la distancia dilúyese en las melodías de mi flauta. ¿Cuándo
llegará tu barca hasta mi orilla? ¿Cuándo tomarás mis melodías entre tus manos?

68.
Repentinamente, el vientecillo de la madrugada abrió aquella ventana de mi
corazón que mira hacia el tuyo. Entonces vi, maravillado, que el nombre que tú me
das estaba escrito con flores p hojas abrileñas, Y, en silencio, continué sentado.
El viento arrebató la cortina que se paraba mis canciones de las tuyas. De
pronto vi que la luz matinal resplandecía en mis canciones no cantadas. Y pensando
que las aprendería a tus pies, seguí sentado, en silencio.

69.
Tú estabas en medio de mi corazón. Vivías de mis amores, de mis esperan-
zas. Hasta el fin te ocultaste, y, por eso, mi pobre corazón, ignorante, no podía
hallarte.
Eres la alegría más profunda de mi corazón. Embriagado por los juegos, yo
corría sin percatarme de ella. Me cantabas las delicias de la vida... ¡Y yo me
olvidaba de cantarte a ti!

70.
Al encender tu lámpara en el cielo, te quedas en la sombra y me iluminas a
mí.

17
Cuando enciendo la lámpara del amor en tu corazón, para ti es la luz, para mí
la sombra.

71.
¡Olas! ¡Olas invadiendo el cielo! ¡Olas! que avanzáis relucientes de vida! ¡Olas
arremolinadas de gozo! ¡Olas que os precipitáis sin cesar una en pos de la oca!
En vosotras, olas, reflejándose, se mecer, las estrellas. De las profundidades
arrancáis pensamientos de múltiples colores y los arrojáis, desparramándolos sobre
las playas de la vida. Vuestro ritmo, vida y muerte, llega y se marcha, sube y baja.
Y hacia vosotras, olas, la gaviota de mi corazón tiende las alas alborozada.

72.
El mundo hecho alegría acudió hacia mí para formar mi cuerpo.
Me besaron las estrellas, me besaron tanto hasta que desperté. Las flores de
los fugitivos estíos aspiraron perfume en mi boca. Los vientos y los mares cantaron
en mis ademanes. Nubes y frondas, fluyendo en apasionadas mareas de colores,
penetraron en mi vida. Y la música universal acariciándome terminó por darme
forma.
Mi cuerpo es mi amor p ha dado luz a su lámpara en mi hogar.

73.
Con sus frondas, con sus flores, ha penetrado en mi cuerpo la primavera.
Durante toda la mañana, las abejas han zumbado alrededor mío. Y los vientos
ociosos juegan incesantes con mis sombras.
Del corazón de mi corazón mana una dulce fuente. La dicha humedece mis
ojos cual rocío de la mañana. Y, como la cuerda del laúd, vibra la vida en todo mi
ser.
Dime, amor de mis días sin fin, vagabundo solitario de las costas de la vida, ¿
acaso, no revolotean en torno de ti las multicolores mariposillas de mis sueño? Este
eco de mis profundas cavernas, ¿no es, también, el de tus canciones?
¿Quién, si no tú, escuchará este manojo de las horas que palpita en tus venas
? ¿Y este bailar de alegres pies en mi corazón? ¿Y este palpitar de vida inquieta en
mi cuerpo rejuvenecido?

74.
Rotas están mis ligaduras, pagadas mis deudas, abiertas de par en par mis
puertas,... ¡Al fin!. . . ¡Ante mí se abren todos los camino!
En cambio, arrinconados, ellos siguen con el tejido del pálido lienzo de sus
horas. O vuelven a sentarse en el polvo para contar sus monedas. Y me imploran
para que no me marche.
Mas, ya está forjada mi espada, yo visto mi armadura, ya está impaciente mi
corcel. ¡Y ganaré mi reino!

75.
Desnudo y desconocido, Señor, llegué a tu tierra sin aliento. Hoy mi voz es
alegría. Y tú, Señor, haciéndote a un lado, como si fuera poco, para colmo de mi
dicha, me haces un sitio.
Hasta cuando fe ofrendo mis canciones recelo que los hombres llegarán hasta
mí y me adorarán por ellas. ¡Cuánto te place, Señor, saber que estoy loco de amor
por este mundo adonde me has traído!
18
76.
Tímidamente, antes me inclinaba ante la sombra dé lo seguro. Ahora, cuando
la marea de la alegría me levanta sobre sus crestas, mi corazón se agarra a las
rocas ásperas del dolor.
Antes, resignado y solitario, me arrinconaba en la parte más sombría de mi
casa, porque la consideraba indigna de albergar a cualquiera que llegaba. Ahora,
abiertas sus puertas de par en par por la Alegría impetuosa, reconozco que en mi
hogar hay sitio para Ti y para todos cuantos llegan.
Antaño, receloso, remilgado, andaba en puntillas. Hoy, luego que el torbellino
de la alegría me echó por tierra, río a carcajadas, y a tus pies, como un niño, me
revuelco en el polvo.

77.
El mundo, íntegro, por siempre, es para ti. Pero, como tú, Señor, nada ne-
cesitas, no le tomas gusto a tus riquezas. ¡Es como si no las tuvieras!
Por eso, día a día, me vas dando cuanto posees; por eco, día a día conquistas
tu reino dentro de mí.
Día tras día compras a mi corazón la Aurora; y de tal modo ves tu amor
esculpido en la estatua de mi vida.

78.
Un día entregaste tus canciones a los pájaros y ellos te las devolvieron con-
vertidas en cánticos. A mí sólo me diste voz y, como me pidieras más, yo te canté.
Hiciste leves los vientos y tus vientos son ligeros en servirte. A mí me hiciste
pesado de manos y yo mimo para servirte la impalpable libertad, tuve que
aligerarlas.
Llenaste tu tierra con chispazos luminosos y quedaste en ellas. A mí me
quedó sólo el polvo y la nada entre, las manos para forjar tu cielo.
A. todos les das; a mí, me pides. Dé esta manera, el sol y la lluvia han
madurado mi existencia solitaria. Recojo más de lo que tú sembraste, y todavía,
Señor del granero de oro, me permito alegrar tu corazón.

79.
No quiero estar libre de peligros; sólo quiero valor para afrontarlos.
No quiero que concluyas mis dolores; sino que mi corazón sepa
sobrellevarlos.
No busco camaradas para el campo de batalla; quiero sólo mis fuerzas para
luchar.
No anhelo, temeroso, ser salvado; quiero, sí, mi libertad conquistada con
paciencia.
¡No seré tan cobarde, Señor, como para querer el triunfo gracias a tu
misericordia! ¡Quiero tu mano apretada en mi fracaso!

80.
Vivías solitario, y no te conocías. Nadie te llamaba. Jamás el viento, de una a
otra orilla, te llevaba su mensaje.
Yo llegué, despertaste, y los cielos florecieron en luz. Me obligaste a abrir en
millares de flores; me meciste en las cunas de infinitas formas; me ocultaste en la
muerte y me recobraste en la vida.
19
Yo llegué. Tu corazón se dilató. Conociste la alegría y el dolor. Me tocaste, y
vibraste hasta enamorarte de mí.
Mas la vergüenza nubla mis ojos y mi rostro está velado. Mi pecho palpita de
temor y lloro al no poderte ver.
Empero, bien conozco la sed de tu corazón por verme; tu sed infinita que
llama cada aurora, a mi puerta, desesperadamente.

81.
En tu eterno desvelo, yo sé que escuchas mis pasos cuando llegan. Y tu
regocijo se sume en el alba y, por fin, estalla en una floración de luz.
Cuanto más me aproximo a ti más intenso es el hervor de las olas del mar.
Tu mundo es una floración de luz que se derrama, colmándote las manos.
Mas tu cielo, oculto está en mi corazón, y, sólo muy tímidamente va abriendo sus
capullos de amor.

82
I
Tengo la sensación de que todas las estrellas brillan en mí. Como si un dique
se hubiera roto, irrumpe en mí la vida. Las flores ábrense en mi cuerpo: Revienta
en mi corazón y humea como incienso, la juventud del mar y de la tierra. Y el
aliento de las cosas todas hace sonar las maravillosas flautas de mis pensamientos.

II
El mundo se duerme y llego a tu puerta. Están mudas las estrellas y tengo
miedo de cantar, Vigilante permanezco en mi ventana en la noche, esperando el
paso de tu sombra. Y entonces mi corazón queda colmado.
Al amanecer salgo al camino y mi pongo a cantar. Me escucha el aire, las
flores me contestan y los caminantes se detienen, mirándome a la cara, como si los
hubiera llamado por sus nombres.

III
Oblíganme a esperar ante tu puerta siempre tus deseos. Permíteme vagar;
por tu reino atento a tu llamada. No permitas que me hunda en el seno de la
languidez ni que mi vida derrochadora se desgaste y se convierta en harapos.
¡No permitas que de mí se apodere la duda, ni que enturbie mi vida el polvo
de la distracción! ¡No dejes que me disperse por los caminos acicateado por los
locos afanes! ¡Ni que mi corazón agobien implacables yugos! ¡Haz, Señor, que mi
cabeza se levante con el valor y, el orgullo de servirte!

83.
LOS MARINEROS
Se escuchan, a lo lejos, las voces tumultuosas de la muerte; entre oleadas de
fuego y emponzoñadas nubes, las órdenes e imprecaciones del capitán al timonel
para que enfile la nave hacia la grilla innominada.
Y es que han pasado ya los días de estancamiento en el fangoso puerto,
donde la misma mercancía envejecida y, manida, se compra y se vende sin cesar;
donde, vacías de pesar, pasan, a la deriva, las cosas que fueron.
Despiertan, asustados, los marineros e inquieren: "Compañeros; ¿qué hora
es? ¿Ha llegado ya la Aurora?" Mientras, las nubes van ocultando las estrellas y
nadie, todavía, puede vislumbrar la llamada del día.
20
Las camas quedan varias. Corren con los remos al hombro. En el hogar, de:
pie, ante la puerta, queda una mujer con el lamento de la despedida quebrado en la
garganta y la mirada perdida en el, cielo. Y se escucha, aun en la oscuridad, la voz
del Capitán, ordenando "¡Vamos, vamos, marineros! Que ya se han concluído las
jornadas de puerta".
Se han desbordado de sus cauces los males del mundo. Pero, vosotros,
marineros, volved a vuestros puestos. Lleváis la bendición del dolor en vuestras
almas. No es de nadie la culpa, hermanos. Humillad vuestras frentes, pues el
pecado es de todos, vuestro y nuestro.
Desde hace siglos, el corazón de Dios venía consumiéndose por la cobardía do
los débiles, y la arrogancia de los pode- rosos, y la avaricia de los ricos, y el rencor
de los ofendidos, y el orgullo de las razas, y los insultos al hombre. Y bondad
divina.
¡Que la tormenta parta su corazón en mil pedazos, cual vaina de maduro fru-
to, y se desgrane en interminables truenos. Cese, por fin, la voz de los condenados
lo mismo que nuestras alabanzas. Y, serenamente, con la oración nueva en
vuestras frentes, navegad hasta la playa que no tiene nombre, marineros...
Como nubes, por encima del mundo, ]burlándose de nosotros, pasajeros con
carcajadas de relámpago, van el pecado, la muerte, el mal, que hemos padecido y
soportado cada día. Hasta que, da pronto se paran trocándose en prodigio.
Acudid hombres y exclamad: "No fememos tu poder, monstruo, pues caria
día te hemos arrebatado nuestra vida disputándotela, hasta morir con la convicción
de que la verdad está en la Paz, en el Sien y en la Eternidad.
Si la Inmortalidad no reside en el corazón de la muerte, ni florece en la alegre
sabiduría, ni rompe la cárcel del dolor; si el pecado no sucumbe a su propia
revelación, si el orgullo no lo aplasta la plúmbea carga de los hombres, Ido dónde
procede la esperanza que acicatea a estos hombres, arrojándolos de sus hogares
como estrellas quo, al amanecer, se precipitaran en el vacío de luz?
El llanto de las madres, la sangre de los mártires, ¿se perderán, estériles, en
el polvo de la tierra? ¿no servirán de nada, para llegar al cielo? Y, una vez que el
hombre ha transpuesto los límites de la vida, ¿no debe. acaso, aparecérsele lo
Infinito

84.
EL CANTO DE LOS VENCIDOS
Mi Señor me ha ordenado que, mientras esté yo al borde del camino, entone
la canción de la derrota, la amada, predilecta suya.
Ella ha cubierto su rostro con el oscuro velo; pero, sobre su pecho, deja bri-
llar su joya. Es la eterna abandonada durante el día; pero, en la noche, Dios la
aguarda con sus lámparas encendidas y sus flores húmedas de rocío.
Permanece en silencio, con las pupilas dormidas. Abandonó su hogar y do él
trae el viento su lamento. Mas las estrellas le cantan la melodía del eterno amor y
su rostro deja ver la huella de la vergüenza y el dolor.
Se ha abierto la puerta de la alcoba Solitaria. Alguien ha llamado... Y el
corazón palpita apresuradamente, sobrecogido porque ha llegado la hora de la
esterada visita.

85.
ACCION DE GRACIAS

21
Denle las gracias con regocijo, Señor, aquellos que vagan por los caminos del
orgullo, aplastando la humildad de la vida con sus sandalias. ensangrentando con
sus huellas el verde suave y tierno de la tierra... ¡Ha llegado el día!
Yo en cambio te las doy porque he permanecido con los humildes que sufren
el peso del poderío y ocultan sus rostros y sofocan sus sollozos en las tinieblas.
Porque cada latido de nuestro dolor ha repercutido en la secreta profundidad
nocturna, y cada insulto y cada ofensa se ha perdido en la inmensidad sin eco de tu
silencio. ¡El día de mañana es nuestro!
¡Levántale, sol! Ilumina los corazo res ensangrentados que, como corolas se
han abierto esta mañana sobre las cenizas que dejó el orgullo luego del festín
alumbrado por las extinguidas antorchas.

86.
Solo, entre las sombras silenciosas de mis pensamientos, pronunciaré tu
nombre... Lo diré sin palabras, locamente, como niño que mil veces clama por En
madre, satisfecho con sólo poder exclamar: ¡Madre!

FIN

22

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