Caminar Años Arriba - José María Fernández-Martos

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Índice

Portada
Créditos
Prólogo
Introducción a cuatro manos
Primera parte: PREPÁRATE PARA UN TRAMO NUEVO DEL CAMINO
1. Tiempo de jubilación
2. ¡Qué pronto se me hizo tarde!
Perfil de su sorpresiva llegada
Trabajándola de tejas abajo
Esta edad obliga a entrar en la verdad desnuda
Aceptación de uno mismo y de la propia vida
Preparar otro encuentro desde estas despedidas
3. Polillas, ladrones y tesoros. Avisos y cautelas para tiempos de retirada[12]
Diseño Estratégico de Retirada y Cesión de Paso (DERYCEP)
Cuando tesoro y corazón se encuentran
4. Alcanzar el último tren o ser arrollado por él[14]
Desmesura
Inquietud
Sedientos: hechos de agua; hechos de Dios
Segunda parte: SABIDURÍA PARA NAVEGAR ESTOS AÑOS
5. Asalto a la alegría
Batallada alegría y trabajado optimismo
Clarificando términos: alegría, optimismo, felicidad
Cómo trabajar el optimismo
6. Cumplir años o cumplirse a sí mismo
Elementos esenciales de toda fe
Religiosidad mágica
Religiosidad mercantil
Religiosidad atada a lo concreto
Religiosidad autónoma o Dios a mi servicio
Religiosidad de realización personal
Religiosidad reflexiva
Religiosidad conjuntiva

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Religiosidad mística
Hay quien, cumpliendo años, va cumpliendo su ser
7. Penúltimo recodo del camino: lo bueno está al llegar
Caían piedras sobre Esteban y las convirtió en alas en vuelo
Pedradas caen en el penúltimo recodo
8. El almacén y la luna[46]
Combatir los hábitos sedentarios
Estimular la memoria
Mantener una dieta equilibrada
Vigilar la audición y la vista
Descansar al sol
Tercera parte: PALABRAS BÍBLICAS PARA AÑOS ALARGADOS
9. Compañeros bíblicos en el camino del envejecer
Abrahán y Sara, una pareja de escépticos
Jacob, el revestido de otro
Noemí, la deslenguada
Barzilay de Galaad, el sensato
Zacarías e Isabel, visitados por la fecundidad
Simeón y Ana, residentes en Jerusalén
Nicodemo, el reticente
Lázaro, el que nunca hizo nada
10. Jeremías: experiencia creciente, ignorancia ungida
11. Preparados bíblicos para variadas dolencias. (Laboratorios «José María
Fernández-Martos»)
Jarabe Rocafortachón-supersalterina
Revital-escriturina
Tenaz ultraforte
Pastillas contra el vértigo de la mucha edad y la complicada existencia
Jarabe Frenadolon-forte
Supositorios de Donnundinina
Calmatón-tranqui
Aterrizalina
Arrejuntadón
Alegretina suave
12. Ancianidad y enfermedad, lazarillos de nuestro caminar hacia lo bueno
Cuarta parte: AMIGOS DE LA ÚLTIMA HORA
13. Ocho grandes amigos para el último instante[59]
Christian de Chergé (1937-1996)
Alfred Delp, SJ (1907-1945)
Hermann Heuvers, SJ (1890-1977)
Carlo Maria Martini, SJ (1927-2012)
Pierre Teilhard de Chardin, SJ (1881-1955)

3
África Sendino (1960-2008)
Rabindranath Tagore (1861-1941)
Etty Hillesum (1914-1943)
Oración final
Notas

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JOSÉ MARÍA FERNÁNDEZ-MARTOS
DOLORES ALEIXANDRE

Caminar
años arriba

5
SAL TERRAE
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realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro
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6
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© Editorial Sal Terrae, 2017
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[email protected] / www.gcloyola.com

Imprimatur:
Manuel Herrero Fernández, OSA
Administrador Diocesano de Santander
26-01-2015

Diseño de cubierta:
María José Casanova

Edición Digital
ISBN: 978-84-293-2452-5

7

En agradecimiento
a la Palabra de Dios
que llenó nuestras horas,
iluminó nuestros pasos,
nos refrescó al borde
de su abundante acequia,
trituró nuestras resistencias,
encendió y alegró nuestro corazón
cuando la tarde iba ya de caída…

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Prólogo

Jacob, exhausto y perseguido, apoyada su cabeza sobre una roca de pesadillas, tuvo un
sueño que le hace exclamar: «¡Qué terrible es este lugar! Nada menos que casa de Dios y
puerta del cielo» (Gn 28,17). Una cita bíblica que el jesuita Van Breemen sugiere aplicar
a la vejez por ser un tiempo de dificultades y malas noches, pero lleno de oportunidades.
Eso es lo que también quieren expresar los autores de este libro cuando hablan de
«caminar años arriba». Porque no todo está agotado en el tiempo de la disminución, sino
que se puede seguir rindiendo los últimos años en paciencia y servicio, hasta donde se
pueda; en una laboriosa espera llena de deseos. Como les ocurrió a Simeón y Ana, los
ancianos del evangelio de la infancia de Jesús que, al final de sus trabajosos días,
contemplaron el inédito futuro de Dios. Nunca es demasiado tarde.
Pero hacerse viejo no es puro y fatal destino sino misión y tarea nada fácil. Como
tampoco lo es acercarse a los mayores, escucharlos y devolverles una palabra acertada. A
menudo la conversación es todo un arte para no decir de más o de menos. Porque no se
debe ocultar la marginación que acecha a la vejez ni la penosa realidad que esconde,
pero tampoco se ha de renunciar a formular algo con sentido ni a llenar de un cierto
espíritu esos enormes huecos. Conversar para afirmar, como dice san Pablo a los
colosenses, que somos algo más que un montón de huesos desmoronándose, porque la
carne dolorida «completa» la pasión de Cristo, siempre en proceso de culminarse. Un
diálogo con los mayores para transitar de la nostalgia a la esperanza y de la queja
doliente a la confianza. ¡Casi nada!
Es ardua, sin duda, la adaptación espiritual a este momento de la existencia, que da
más espacio para la vida interior, pero resulta menos jugosa. Los ancianos necesitan
acompañamiento espiritual que les ayude a reacomodar su fe y su esperanza, para
descubrir que, aunque no experimenten el consuelo de Dios, tienen más tiempo para

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estar con el Señor, y aunque Dios se muestre menos en la intimidad orante, se cuela
imprevisible en otros momentos del día, como una rendija de luz por debajo de la puerta.
Acompañantes. Gentes de palabra que ayuden a enfrentar las perplejidades del
anciano y la anciana creyentes; que les muestren que este momento de oscuridad puede
ser encendido por la efusión del amor divino, de la misma manera que el artista puede
crear algo nuevo reciclando la materia que otros desechan o abandonan por ignorancia.
Los momentos de desintegración personal pueden acabar en rendición total a Dios que
«penetra la médula misma del ser» (T. de Chardin). También en la vejez se puede nacer
de nuevo, porque lo que nace del cuerpo es cuerpo, pero lo que nace del espíritu es
criatura nueva.
La Biblia es un riquísimo mosaico de respuestas. El Espíritu de Dios hace que surja
de lo inanimado aliento de vida, que revivan los huesos secos, que florezca el páramo y
se siembre el vientre yermo. Y también la Biblia enseña a descubrir que morir, pasar,
está inscrito en todo y que nada se sustrae a este influjo dialéctico: morir para nacer. El
esquema interpretativo bíblico dice una y otra vez que para Dios nada hay imposible.
Cosa que repiten con convicción los autores de este libro, que son dos ilustres jubilados
entrando en la vejez.
Dolores Aleixandre y José María Fernández-Martos son personas bien conocidas en
círculos donde se reflexiona sobre lo divino y lo humano y muy entrañados en la vida
religiosa, la espiritualidad y la Biblia. Dos sabios con magia literaria, sentido del humor
y años de quehacer intelectual y cuidado psicológico y espiritual de las personas, que
poseen la sensibilidad, la libertad y la alegría necesarias para hacer de lo quebrado un
camino transitable hacia la luz; ambos están enamorados de cuanto hacen y dicen, y no
paran de moverse en este tiempo jubilar. Estoy seguro de que también saben detenerse
un poco cada día, en medio de tanto curso, seminario y ejercicios, para gustar la vida y
aplicarse a ellos mismos lo que escriben.
Toma y come, lector. Saborea lo que tienes entre manos. Hallarás en sus páginas un
poco de experiencia sapiencial para afrontar con espíritu los años que vienen; un poco de
espiritualidad para llenar de luz lo que se adivina incierto y penoso; unos cuantos
testigos para que te sientas menos solo en el camino y un poco de apertura para abrirte al

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otro y anticipar con lucidez la propia vejez. Claves para caminar en esta edad con
confianza.
No es un texto, en fin, para leer en la sala de espera mientras llega el tren de la tarde
sino en la sala de estar, junto a la ventana, para disfrutar del atardecer. ¡Quiera Dios!

CIPRIANO DÍAZ MARCOS [*]

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Introducción a cuatro manos

Querido lector o lectora: nos encantaría poder decirte que el libro que tienes en las
manos es el resultado de un largo proceso de reflexión conjunta por parte de sus autores
que, reunidos en muchas ocasiones para dialogar y madurar los temas, los han ido
elaborando lentamente después. Sería una presentación preciosa pero tiene la pega de no
ser verdad. Las cosas ocurrieron de otra manera. Nos conocemos desde hace mucho
tiempo y hemos sido colegas en la Universidad Comillas: una en la facultad de Teología
y uno en la de Psicología. También hemos coincidido unos cuantos años en el consejo de
redacción de la revista Sal Terrae, etapa de la que conservamos sabroso recuerdo. Los
dos, aunque entrados en años, cultivamos el sentido del humor y, cada cual por su lado,
ha reflexionado, hablado y escrito sobre el tema del envejecer. Además, y con poco
tiempo de diferencia, pronunciamos nuestros discursos de jubilación en la universidad.
El de José María tenía un título tan sugerente que ha inspirado de alguna manera el título
del libro.
La idea, es justo decirlo, se le ocurrió a la «una»: «¿Y si publicáramos algo “al
alimón” en la editorial Sal Terrae, en la que nos sentimos como en nuestra casa?».
Respondió el «uno»: «Dolores, yo creí que habías dejado de beber. Déjalo. No te hace
bien». La editorial acoge con entusiasmo nuestra ensoñación. Ahora nos queda tantear el
proyecto en un encuentro, teniendo en cuenta que las salidas veraniegas y las tandas de
ejercicios están agazapadas a punto de saltar sobre mí.
Nos pusimos, con entusiasmo, a organizar, actualizar y seleccionar nuestros
escritos. Nos repartimos la tarea en armonía e ilusión. Las personas mayores, despojadas
por la vida de algunos ropajes y fachadas, no solo corporales, quizás tengamos una más
fina percepción de lo esencial, de los humildes rescoldos de las ganas de vivir en verdad.
Los dos nos sentimos, en muchos pliegues de nuestro espíritu, más vivos que nunca y lo
queremos contar a nuestros coetáneos y a los que nos pisan los talones en edad y en

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jubilación. Mirando alrededor, comprobamos con pena que algunos amigos, cercanos o
lejanos, han cerrado la tienda y arrastran la dura decadencia. Idealistas de antaño, llegan
a decir: «Son demasiados los que traicionaron los ideales por los cuales valió la pena
vivir. ¡Aquel mayo del 68, aquella nuestra primera democracia o aquel Concilio
Vaticano II han sido ajados y olvidados! Murió aquel mundo y no tengo nada que ver
con el nuevo, algarabía de superficial banalidad». Nuestra, quizás ingenua, vejez
ilusionada quisiera levantarlos de sus mecedoras, aliviar sus soledades, desterrar los
inútiles lamentos y convocar crecimientos y nuevas alegrías solo accesibles a los muchos
años atentos y agradecidos.

De inmediato, nos propusimos sacudir nuestra compartida pereza para ensamblar el


libro y transmitir un mensaje sencillo y osado: ¡lo mejor está por llegar! Compartimos la
convicción de que no pocos estamos medio dormidos y olvidados de lo más hondo y
sabroso de la condición humana: la vejez y la muerte nos despiertan a lo esencial. El
salmista dibuja ese despertar como un encuentro impensable: «al despertar, me saciaré
de tu semblante» (Sal 17,15). Es evidente que nos asaltan dolorosas noches del cuerpo y
del espíritu, pero nuestra edad vive en la frontera entre lo oscuro y caótico y lo luminoso:
ese instante en que tanta oscuridad adensa el deseo y certidumbre de la luz amanecida. A
los cazadores y a los animales salvajes les gusta ese instante en que la noche saluda al
día, en que los enfermos suspiran con el alivio de la primera luz, en que la muerte tan
temida se convierte en encuentro deseado, como en el cantar tantas veces glosado en el
Siglo de Oro: «Ven, muerte, tan escondida / que no te sienta venir, / porque el placer del
morir / no me vuelva a dar la vida».

Esperamos que la diferencia de estilos y el tono jovial y desenfadado (¿y por qué
estar enfadados?) no impidan que, al final del libro, el lector/a pueda exclamar con Jorge
Manrique: ¡Mira que si «este mundo es el camino / para el otro, que es morada / sin
pesar»! ¿Un Alguien con mayúscula, purificándome, en edad mayúscula, para un
abandono confiado que espere y no desespere?

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PRIMERA PARTE:
PREPÁRATE PARA
UN TRAMO NUEVO DEL CAMINO

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1.
Tiempo de jubilación

Es un cambio que se plantea con crudeza –bastan 24 horas– aunque no llegue por
despido temprano e improcedente: se deja el trabajo y se pasa a ser un parado. Agrava
las cosas el hecho de que las mejores condiciones de salud de hoy prolongan la vida y,
con ella, los años de retiro. Quizás afecte todavía más al hombre que a la mujer que
trabajó también en casa. Es un golpe psicológico que crea desmoralización y ansiedad en
un 80% de mayores, según los estudios. Normal, porque el trabajo, además de dar
dinero, seguridad y prestigio, es una forma de participar en la vida social. La jubilación
reduce los ingresos y nos aleja del ambiente, siempre movido, de la vida laboral.
Conviene tener en cuenta que, a comienzos del siglo XXI, el porcentaje de hombres
con edades superiores a los 65 que siguen trabajando a tiempo completo es inferior al de
principios del siglo XX. El descenso, entre 1900 y 2000, es del 70%. Por el contrario, ha
aumentado el número de individuos de edad avanzada dedicados a empleos a tiempo
parcial desde la década de 1960. Algunos, pocos, mantienen su nivel de productividad a
lo largo de su vida. Una buena salud, un fuerte compromiso psicológico con el trabajo y
la ausencia del deseo de jubilarse son fundamentales para que hombres y mujeres
continúen trabajando en edades avanzadas.
Un gran número de estudios subraya que la adaptación a la jubilación es mejor
cuando se realiza dentro de un proceso y no como un acontecimiento concreto, cortante
y fijo. La flexibilidad, la práctica de aficiones alternativas al trabajo y el tener amistades
no relacionadas con este mejoran la adaptación a la jubilación. Está probado, por otra
parte, que los que no se jubilan de manera voluntaria presentan peor estado de salud,
están más deprimidos y se adaptan peor que los que deciden jubilarse libremente.

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Tendemos a vincular jubilación y depresión. No es así. Los investigadores aclaran
que los síntomas depresivos no son más frecuentes en la vejez que en la madurez.
Algunos lo explican por la menor presencia de intercambios sociales negativos y/o por
un brote de religiosidad tardía. Aumenta la depresión en los mayores de 85 o en personas
con discapacidades físicas o cognitivas añadidas o dificultades socioeconómicas. En
general, se deprimen más los hombres, entre 60 y 80, que las mujeres de la misma edad.
Quizás este dato varíe más adelante, cuando se tenga en cuenta a las mujeres que han
accedido recientemente al mercado laboral. Ayudaría a todos dar con formas de trabajo,
incluso doméstico –jardinería, bricolaje, cocina–, convertibles en juego, arte o expresión
de uno mismo en el esmero, el cariño y el cuidado.
Sin embargo, la falta de puestos de trabajo, las prejubilaciones, la introducción de
nuevos instrumentos informáticos y los estereotipos existentes sobre las tareas que los
mayores pueden realizar constituyen un freno a sus posibilidades laborales. Salvo
Estados Unidos, casi todos los países han adelantado la edad de jubilación. Solo
recientemente, la alarma ante los costes de jubilaciones y salud para la Seguridad Social
y la disminución del número de jóvenes en edad laboral van llevando a los gobiernos a
subir la edad de jubilación.
Ayuda conocer que la demencia senil y la enfermedad de Alzheimer disminuyen su
incidencia si reducimos los problemas cardiovasculares con dieta sana, ejercicio corporal
mantenido y control del peso. La incidencia del Alzheimer podría triplicarse en los
próximos 50 años, dado que aumenta el número de individuos en edades avanzadas.
Estos datos, en lugar de deprimirnos, pueden espolearnos a fomentar costumbres
vigorosas y revitalizantes.
Algunos creen que la impotencia y la pérdida de interés por el sexo son propias de
la vejez. Hay pruebas suficientes de que esto no es así. Muchas mujeres de mediana
edad, al estar libres del miedo al embarazo, desarrollan un nuevo interés por lo sexual,
que en circunstancias favorables se prolonga en la vejez. Es innegable que mujeres y
hombres pierden potencia sexual; sin embargo, hay un mayor deseo de actividad sexual
de lo que se cree. La proporción de mayores con pareja que dicen estar contentos con su
vida sexual pasa del 60%. Alegra ver pasear a parejas de mayores con sus manos unidas,
que se tornaron suaves y amorosas para cobijar. Manos hechas para la caricia y la ternura
–no solo para el trabajo y la brega diaria– recobran ahora su más noble destino.

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Así es. «Jubilación» viene del júbilo y alegría del que, liberado del duro trabajo,
gana libertad para tantear nuevos modos de existir. Y, aunque es ineludible preaviso de
muerte, si se dispone de medios para ejercer el control y la autonomía, suele llevarse
bien. Cuesta cerrar una etapa importante de la vida, apoyada en la profesión que nos unía
a la sociedad y al trabajo. Pero alivia despedir tensiones, agobios y preocupaciones.
Transición del «hacer» al «dejar hacer» en el cultivo de un espacio interior de reflexión y
diálogo. Ya matizaremos más adelante este delicado tránsito del «hacer» al «quehacerse»
personal. La liberación laboral y las decrecientes responsabilidades, pasado el primer
desconcierto, invitan a resituar el propio «hacer» y a sacudirnos los temores que
paralizan y entorpecen el caminar con normalidad, y hasta con garbo, en esta transición
de la vida.
Nos atrevemos a presentar nuestros dos discursos de despedida al acabar nuestra
larga y entusiasmada trayectoria académica en la Universidad Pontificia Comillas.
Cortésmente, llega primero el discurso de Dolores Aleixandre, desprovisto de los
saludos de rigor:

«Como me dirijo preferentemente a los miembros jubilados de la comunidad


universitaria, lamento tener que empezar dándoles una mala noticia, que parte de una
constatación: no hay planta de jubilados en El Corte Inglés. Quizá se deba a que el
instinto comercial intuye la resistencia de muchos posibles clientes a “salir del armario”
y a reconocerse del gremio de la tercera edad. Es un error de cálculo porque, con los
muchos que somos, se podrían vender mil productos, desde pegamento para las
dentaduras postizas hasta ofertas de viajes a La Manga del Mar Menor en temporada
baja. Quizás sea también un síntoma de que somos prescindibles para la sociedad, no
solo para la de consumo. Ojalá no nos inocule la visión de la jubilación como tiempo de
regresión, pérdida e inactividad, carente de expectación y de proyectos, habitado
irremediablemente por la amargura y la nostalgia.
Año tras año cantamos en este salón de actos el Gaudeamus igitur, que va grabando
en nuestra memoria lo de la iucundam iuventutem y la inevitable molestam senectutem.
Es una versión ancestral de la absoluta primacía que nuestras sociedades otorgan a lo
joven y a lo productivo, y que tiene como consecuencia la lucha a brazo partido contra
los estragos del tiempo. “Envejecer, ¿te lo puedes permitir?”, pregunta un anuncio de

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cosmética masculina. Y encima gravita sobre nosotros el reproche de que por culpa de
tantos “adultos mayores” (reciente terminología de la UNESCO para abarcar las otras
diversas calificaciones: mayores, pensionistas, viejos, ancianos, jubilados, tercera edad o
abuelos) se vendrá abajo el sistema de pensiones.
En el discurso con que el Rector inauguró su mandato, citó esta frase de Saint-
Exupéry: “Si quieres construir un barco, en vez de hablar a los que van a construirlo de
maderas, clavos o velas, háblales del mar”. Ahora podemos tener la sensación de que el
barco se aleja y nosotros nos quedamos sentados en el puerto, agitando pañuelos blancos
en señal de despedida. La pregunta es si podemos seguir sintiéndonos de alguna manera
embarcados en el barco, y se me ocurre que en el flamante nuevo lema de nuestra
universidad –“el valor de la excelencia”– podemos encontrar una buena brújula a la hora
de acometer esta travesía que estamos emprendiendo y un modelo alternativo de cómo
entrar en la jubilación y lograr que, ya que hasta este momento nos hemos preocupado y
ocupado de trabajar mucho y rendir lo más posible, podamos aprender a gestionar de una
manera inteligente esta etapa en la que entramos.
De entrada, a la jubilación hay que “echarle mucho valor” porque no es un
momento fácil. Es la hora crucial de asumir la propia existencia, habitarla y comenzar a
negociar los cambios que el paso de la edad va a introducir en ella. Nos guste o no,
estamos ante una etapa diferente de las anteriores, en la que, junto a evidentes pérdidas,
se presentan nuevas oportunidades. Para eso hay que irse mentalizando poco a poco y
hacerse suavemente a la idea de que va llegando la hora de dejar algunas de las tareas o
responsabilidades que llevábamos entre manos, para emprender otras más apropiadas al
momento vital en que estamos. Suele ser frecuente, e inútil, esquivar la realidad del paso
del tiempo y, en consecuencia, desoír sus avisos y disimular sus efectos. Puestos a elegir,
posiblemente preferiríamos que se nos colara imperceptiblemente bajo la puerta,
evitándonos el trago de tomar conciencia de ello, enfrentar su llegada y salir a su
encuentro con valentía.
Un buen indicador de si vamos adquiriendo ese valor es examinar si vamos
haciendo esa transición con naturalidad, sin dramatismo y con una serenidad sabia,
mucho más valiosa que un doctorado. Pero el término valor tiene otro significado, y
sería el de considerar como valiosa –digna de valor– la etapa de la jubilación, romper
con muchos prejuicios culturales vigentes y considerarla como una oportunidad para

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emprender el viaje más importante de nuestra vida. Por eso, hay que vivirla con plena
conciencia y total participación: no es demasiado tarde más que cuando se ha decidido
que es demasiado tarde.

Considerar sus aspectos valiosos supone mirar “la cara sur” de las nuevas
circunstancias y comenzar a contemplar con simpatía las posibilidades que se abren ante
nosotros: si se va acabando un ritmo acelerado de vida, podemos entrar en otro modo
más pausado de vivir. No se trata de buscar frenéticamente cómo estar ocupados, ni de
perder interés por aquello en lo que invertimos dedicación y energías anteriormente, sino
de ir encontrando otros modos de acción y de presencia. Ventaja añadida es que baja lo
que hay en nosotros de “personaje”, con su carga de “representación”. Roles y funciones
entran en fase menguante, y nuestra verdadera identidad desnuda, libre y auténtica puede
pasar a creciente.
En segundo lugar está lo de “excelencia”. Una buena pista para conseguirla nos la
ofrece el Talmud cuando recomienda: “No ores en una habitación sin ventanas”. “No te
jubiles en una habitación sin ventanas”, podríamos glosar nosotros. Y para eso, seguir
interesados con apasionamiento y lucidez por lo que ocurre en nuestro convulsionado
mundo. Entrar en contacto con ámbitos de los que la presión del trabajo nos tuvo
alejados, diversificar nuestras relaciones, cultivar aficiones para las que antes nunca
tuvimos tiempo. Aprender cosas nuevas, cultivar la curiosidad, seguir sin fanatismo
algunos de los consejos que hoy proliferan en torno a la importancia de caminar, de
algún ejercicio físico que ayude, en lo posible, a mantenernos ágiles, sanos y sin
incordiar demasiado.
Desplazarnos hacia el Sur incluye contactar con gente que se mueve en el mundo de
la marginación, de los derechos humanos, las prisiones, los sin techo, los emigrantes, los
enfermos terminales. Quizás en alguna de esas áreas, o en el Servicio para el
Compromiso Solidario, o en Cáritas, o en una ONG, les venga bien contar con alguien
que eche una mano, aunque sea en modestas tareas burocráticas. En todo caso, esos
contactos ensancharán nuestro horizonte e impedirán que seamos de los que se mueren a
los 70 y los entierran a los 90.
Cuenta Eduardo Galeano que un campesino de la costa de Colombia subió a lo alto
del cielo y, a su vuelta, contó que había contemplado, desde allá arriba, que “el mundo es

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eso. […] Un montón de gente, un mar de fueguitos. Cada persona brilla con luz propia
entre todas las demás. No hay dos fuegos iguales. Hay fuegos grandes y fuegos chicos y
fuegos de todos los colores. Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento, y
gente de fuego loco, que llena el aire de chispas. Algunos fuegos, fuegos bobos, no
alumbran ni queman; pero otros arden la vida con tantas ganas que no se puede mirarlos
sin parpadear, y quien se acerca, se enciende”.
“Arder la vida con ganas” puede ser una preciosa metáfora para eso que llamamos
la excelencia; una invitación a despertar y desarrollar capacidades latentes en nosotros y
a adoptar una postura de “generatividad” y no de estancamiento.

Finalmente, señalo una espléndida pista para alcanzar la excelencia que ofrece la
Biblia, a la que me he dedicado durante muchos años, y que seguirá conmigo. Nosotros
visualizamos el pasado como algo que está detrás de nosotros, mientras que el futuro lo
vemos delante; sin embargo, para el creyente bíblico, con una perspectiva más lógica, el
pasado, ya vivido, es algo conocido y está ante sus ojos, mientras que el futuro,
desconocido, está detrás, a su espalda: “Recuerdo los días ante mí, reflexiono en todas
tus obras”, afirma un salmista (Sal 143,5). El creyente es, por tanto, como un viajero que
viaja hacia el futuro caminando de espaldas: se dirige sin temor hacia lo que aún no
conoce, apoyado en la fidelidad de Dios, ya experimentada a lo largo de su historia
pasada, que está ya ante sus ojos. Es una excelente manera de mirar al pasado, no con la
mirada “necrófila” de quien lo ve del color de la nostalgia o de los resentimientos, sino
con una mirada “biófila”, que llena de agradecimiento y regala un talante de
“positividad” y de alegría que capacita para descubrir lo que de nuevo y sorpresivo nos
trae el hoy.
Todo esto puede ser ahora nuestro modo de seguir navegando en el barco de
Comillas. Somos la primera promoción de jubilados después de que la Universidad haya
adoptado el lema “el valor de la excelencia”. ¡A ver si nos sale bien!».

Transcribimos a continuación el discurso de despedida de la Universidad Pontificia


Comillas de José María Fernández-Martos:

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«Este es un día de alegría. Alegría de los que culmináis vuestros estudios tras tantos
esfuerzos, sea con brillante expediente o con uno humilde pero esforzado. Alegría de
vuestros familiares, presentes o no aquí. Alegría de toda la Universidad al enriquecer a la
sociedad con profesionales rigurosamente formados. Y, por fin, alegría mía al compartir
con vosotros este día tan estupendo. Si toda la alegría que se alberga ahora bajo esta
gigantesca carpa se convirtiese en gas, sobrevolaríamos el atardecer de Madrid.
Atrás quedan apuros y esfuerzos para superar pruebas, trabajos, exámenes, con los
que vuestros simpáticos profesores amortizaron sus salarios. Os sentís liberados, con
posibilidades para darle forma a vuestro futuro. Imagináis lo que podéis hacer y ya os
sentís como si lo estuvierais realizando. Pasear, ir al teatro, viajar aparecen más al
alcance. Los teólogos “pregustáis” la plenitud escatológica de los hijos de Dios. Para los
filósofos ha cambiado su ser-en-el-mundo. Los de Sociología y Trabajo Social pensáis
en cómo lograr meter tanta alegría en un piso de 21 metros cuadrados que alquilaréis.
Los psicólogos rebosáis de autoestima. Pedagogos y psicopedas evaluáis si fueron
correctos los métodos para los objetivos propuestos. Los de Traducción e Interpretación
sentís un bonheur que os hace encontraros very happy und zufrieden. Pero no temáis si la
alegría os sobrepasa, los y las de Enfermería y Fisioterapia os atenderán amablemente a
la salida. Todos felices. Yo, porque, parado jubiloso, seré mantenido por vosotros.
Vosotros, porque con vuestras prestigiosas titulaciones evadiréis un paro algo menos
jubiloso que el mío.
Miren por donde, en pleno verano, se dan cita milagrosa la primavera y el otoño. La
primavera de vuestras titulaciones, rezumando frescura y cargada de promesas, y el
otoño de mi jubilación después de 36 años de docencia y dedicación a la Universidad.
Mientras el sol empieza a ponerse en mi vida, se hace pleno mediodía en la vuestra.
Permitidme aprovechar la oportunidad que me brinda la Universidad para dar razón de
mi alegría con el candor que solo los niños, los locos y los ancianos pueden tener. Desde
mi “arrabal de senectud” no añoro, con Jorge Manrique, “la gentil frescura y tez / de la
cara, / la color e la blancura […]. Las mañas e ligereza / e la fuerça corporal / de
juventud”. No se me ocurre el romántico reclamar de Goethe en el Fausto: “Devolvedme
aquel tiempo […] cuando los capullos me prometían aún maravillas. […] ¡Devolvedme
aquellas indómitas ansias, aquella íntima y dolorosa dicha […]! ¡Devuélveme mi
juventud!”. Sin advertirlo, me ha ido remontando, desde lo más hondo, una ola creciente

21
de alegría casi nunca nublada. Puedo firmar lo del Eclesiástico: “estoy lleno como luna
llena” (Eclo 39,12). El albor del “encanecer” me ha abierto a alboradas de nuevas y
nunca imaginadas claridades.

“Qué alegría, vivir


sintiéndose vivido.
Rendirse
a la gran certidumbre, oscuramente,
de que otro ser, fuera de mí, muy lejos,
me está viviendo”.
(Pedro Salinas)

Muchas cosas he visto cambiar a lo largo de estos 36 años, iniciados cuando Franco
lo tenía todo atado y bien atado. Nada de votar, ni ninguna de las manchas de nuestra
joven democracia. Me inicié en esta sede tras el mayo del 68, con el acné de asambleas
estudiantiles que decidían los programas de las asignaturas. Sentíamos un vacío muy
grande, pero ignorábamos que era porque no teníamos ordenadores, móviles, DVD,
fotocopiadoras ni medios audiovisuales. ¡Ni máquinas de escribir teníamos! Por no
haber, no había ni alumnos. Doce tuvimos el primer año de Psicología.
No es frívolo hablar hoy de alegría. No es casual que el primer milagro de Jesús
multiplicase el vino para alegrar una boda. Es verdad que hay mucho sufrimiento y que
hasta el lenguaje sabe a pólvora y que el hambre es azote de media humanidad, pero
también lo es que la hierba sigue creciendo de noche. Como director del Servicio para el
Compromiso Solidario y la Cooperación al Desarrollo, os invito a alistaros en “eso
poquito que yo puedo” de Teresa de Ávila ante la irrupción del protestantismo. Todos
podemos un algo; nada de gestos de espanto y derrota. La cultura nos necesita
competentes, pero, todavía más, gentes alegres que lleven buenas nuevas. No hablamos
de ser divertidos u optimistas. La diversión y la alegría se relacionan entre sí como la
superficie la y profundidad. La alegría es profunda porque afecta al punto anímico
central del ser humano y lo abarca por entero, dando un brillo especial a nuestras
percepciones e iluminando nuestra existencia pasada y futura y, de rebote, disipando
sombras ajenas. Una manera seria de vivir es vivir cuidando la alegría.
Os invito a transitar del efímero “estar alegres” de hoy al “ser” alegres como talante
de vida. El que “es” alegre no transforma un sector de su existencia; es esta misma la que

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cambia por completo. No es que las cosas presenten su cara agradable por el cristal con
el que se las mira, sino que ellas mismas se tiñen del color de la conciencia alegre que
las contempla: “la belleza está en la mirada”. Pero, ¡ojo!, la alegría no es barata, se
construye ladrillo a ladrillo, asediada como anda por oleadas de malas noticias globales y
por epidemias de depresión y pesimismo. La “chispa de la vida” de Coca-Cola no basta.
Debemos trabajarnos una recia y combatiente alegría que sepa defenderse como se
defienden las trincheras. Recostarse aplatanadamente sobre los muros de una cultura de
la que solo se oyen quejidos y ofertas “Halcón” no basta.
Ahí van tres deseos u oraciones –desde mi otoño para vuestras primaveras: amor,
trabajo y sentido.
Que Dios os conceda –tanto como a mí y más– vivir en el amor. Que sepáis “vivir
en los abrazos” porque sois capaces de “morir en ellos”, como cantaba Rilke. Cuidad el
corazón: “para que una habitación esté templada, es necesario que el fogón esté al rojo”.
No busquéis otra libertad sino la de estar presos en alguien cuyo solo nombre no podáis
oír sin estremeceros. Afincaos en ser “excelentes personas” que se preocupan del hambre
y de la justicia. Huid de la vida acomodada que sabe a manzanilla y engendra
aburrimientos ¿Por qué será que en los lugares más tristes se encuentran los
profesionales más alegres? Vuestros mismos años de universidad han sido posibles por
la complicidad amorosa de vuestros padres, profesores, etc. Viviendo junto a una
catarata acabamos por no percibir su estruendo. Mucho del amor que nos tenemos a
nosotros mismos es sustraído del amor que debiera obligarnos con los que nos rodean.
Atender la carne dañada de otros sana la nuestra, según Isaías. No acierta Lorca cuando
dice que el optimismo es propio de almas “que no ven el torrente de lágrimas que nos
rodea”. Preciosamente lo expresa Vicente Aleixandre en su poema En la plaza:

“No es bueno
quedarse en la orilla
como el malecón o como el molusco que quiere calcáreamente imitar a la roca.
Sino que es puro y sereno arrasarse en la dicha
de fluir y perderse,
encontrándose en el movimiento con que el gran corazón de los hombres palpita
extendido.
[…] No te busques en el espejo,
en un extinto diálogo en que no te oyes.
Baja, baja despacio y búscate entre los otros”.

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La alegría lleva a abrirse, abrazar, darse. “¡Os abrazo, multitudes!” canta la Oda a
la Alegría de Schiller.
En segundo lugar, que Dios os conceda –como a mí y cien veces más– ser
excelentes profesionales que no buscan medrar, sino hacer medrar a otros. Que os
divirtáis con vuestras profesiones, que cada día leáis y probéis algo nuevo. Que los libros
os acompañen siempre y sepáis que lo aquí aprendido buscaba regalaros el gusto de
aprender siempre. Nathaniel Branden basa la autoestima en crecer en capacidad para
pensar y lidiar con los desafíos nuevos de la vida, es decir, para actuar bien. Ya decía
Aristóteles que la felicidad no es algo separado del hacer, pues acompaña al que danza
bien y no solo llega al final de la danza. No busquéis la excelencia concedida por las
modernas pasarelas de la competición profesional y académica. Si es necesario, lucid
vuestro palmito donde haga falta, pero sed competentes y cabales aunque vuestra
reconocida admiración baje.
El tercer deseo es el de tener un porqué, un sentido para vivir. ¡Llenad vuestras
juveniles mochilas de porqués y para qués! ¡Os harán falta en el camino! El envejecido
prematuramente no vuela: “¿Por qué habría de extender sus alas el águila envejecida?”,
canta Eliot. El “idiota habilidoso” acaba por ser sobrepasado por la complejidad cultural.
La clave de la alegría está en descubrir que tenemos alma y que rinde amueblar y
explotar las dimensiones del espíritu. La vida no es aburrida; somos millonarios que
lloramos la pérdida de diez céntimos mientras olvidamos el tesoro que encierra la
bodega de la condición humana. La verdadera alegría no viene de buscar la felicidad,
sino de realizar con la propia vida una obra digna de la condición humana. No es decirse
cosas bonitas a uno mismo, ni proclamar que el mundo es de color de rosa. Es más, la
búsqueda obsesiva de la felicidad estorba la alegría. La vida auténtica aparta la felicidad
del objetivo central y se ocupa de valores con los que comprometer su existencia. La
felicidad huye de la mano que se extiende ansiosa a atraparla y se posa en las de quien se
olvida de ella. ¿Por qué tanta depresión y pastillas? ¿Por qué los nacidos después de
1955 tienen una probabilidad tres veces mayor que sus abuelos de caer en depresión?
Acabo. En castellano, la palabra gozo también significa “llamarada viva que
produce la leña menuda y seca al arder”. ¡Quemaos en vuestras profesiones! ¡Arded y
calentad el mundo! Reclamaos la excelencia de ser verdaderamente humanos y alegres:
gente a favor de la vida, que desea superarse a sí misma en vida buena y valerosa.

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¡Seamos alegres! Yo la encontré en la Compañía de Jesús que es la fuente de la Alegría y
de la Vida. Acabo con una obviedad: casi sin notarlo, habéis estudiado y crecido en la
presencia discreta de la Compañía de Jesús. A él se debe mucho de lo bueno que hayáis
respirado aquí. Gracias».

Estas palabras, pronunciadas cuando dos personas se asoman a su jubilación, han de ser
tomadas con cautela, aunque puedan gustar y hasta ser aplaudidas. Algo que enseña la
edad es que las palabras auténticas no se pronuncian con los labios sino con la
congruencia y veracidad de la vida. Enseña también la edad que son muy pocas las
personas cuyas palabras concuerdan con su existencia. Cuando eso ocurre, estamos ante
una de las maravillas más inolvidables de la vida. Aun así, después de unos cuantos años
de haber pronunciado esas palabras de despedida, los dos podemos decir que seguimos
estando alegres y amando la vida, incluso más que en aquellas alegres primaveras.
Quizás no sea por mérito personal, sino porque extraer lo más bello de la vida y de las
cosas pide tiempo y paciencia para sacarlo a la luz. Y el jubilado tiene mucho más
tiempo y alguna mayor paciencia para mirar con ternura aun aquello que no comprende.
El sosiego de la tarde otoñal que es la jubilación regala palabras que los ruidos y
algarabías de antaño no permitían escuchar. No sé qué hace el mosaico tan bello ni cómo
pudo construirse de tantos fragmentos absurdos, y hasta dolorosos, de antaño, ahora que
la tarde cayendo está. Quizás sea que, como a Juan de la Cruz, «… todos cuantos vagan /
de ti me van mil gracias refiriendo, / y todos más me llagan, / y déjame muriendo / un no
sé qué que quedan balbuciendo».

25
2.
¡Qué pronto se me hizo tarde!

«¡Que sin poder saber cómo ni adónde / la salud y la edad se hayan huido!» (Quevedo).
Ahí estamos, en el atardecer de la vida, entre los 65 y los 70, pero también más arriba y
más abajo, según salud y circunstancias. Digamos, entre las seis y las ocho de la tarde en
el día que es el vivir; cuando se siente el temblor y dolor de algunas hojas cayendo. Nos
referimos a la frontera entre el pasado y el futuro. «Arrabal de senectud», que diría Jorge
Manrique. Lo que diga salpica a edades contiguas, todas progresivamente teñidas de
«soy un fue, y un será, y un es cansado» (Quevedo).
Me aliviaría encontrar musa más optimista que la de Chateaubriand –«la vejez es un
naufragio»– y más realista que la de Goethe en el prólogo del Fausto: «Devolvedme
aquel tiempo […] cuando un manantial de canciones oprimidas surgía en mí
continuamente y sin interrupción; cuando las nubes me ocultaban el mundo; cuando los
capullos me prometían aún maravillas; cuando recogía miles de flores que profusamente
llenaban los valles. […] ¡Devolvedme aquellas indómitas ansias, aquella íntima y
dolorosa dicha, la fuerza del odio, el poder del amor!». La «cronología» ya es bastante
dura de lidiar, como para que le añadamos la «cronopatía» que se pelea con calendarios
y fechas de nacimiento [1] .

Perfil de su sorpresiva llegada


«La edad se apodera de nosotros por sorpresa» (Goethe). Así es: se va anunciando, pero
nos distraemos de sus mensajes. «¡Ahí va, si soy de los mayores!», pensamos un buen
día en que el dentista nos aconseja cambiar la dentadura, un amable joven nos cede el
asiento, tenemos un nieto, un amigo previsor nos dice que es una locura no hacer ya el

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testamento o un coro de gentes nos repite que estamos como nunca. Una modificación
lenta y furtiva ha ido acercándonos a esta constatación: «hoy es el primer día del resto de
mi vida». Vemos moverse las manillas del reloj en una serie de muertes parciales,
ninguna de ellas importante (subir las escaleras pausadamente, unos kilos de más, una
artritis penosa, una dificultad sexual), que giran nuestra mirada hacia una «experiencia
de disminución» que linda con la muerte. Es un aprendizaje lento, en el que cada día me
susurraba un dato minúsculo y sin importancia: mis compañeros más íntimos de alma y
vida muestran sus rostros y me miran como desde algún viejo libro ilustrado. Es la
prolixitas mortis, que tiñe el envejecer con los tintes del morir. El verde de las
esperanzas se torna tierra ocre de esfuerzos y deberes. Surge el «hombre serenado», que
diría Guardini [2] .

Deseada y siempre mal recibida: conocida de todos, siempre la hemos considerado


como una especie extranjera. «Todos deseamos llegar a ella y, cuando lo conseguimos,
la maldecimos», dice Cicerón [3] . Curiosa esa sorpresa cuando la suerte común nos dice
que también es nuestra. Quizás se deba, en parte, a que las huellas de la edad en nuestro
cuerpo se presentan con más nitidez a los demás que a nosotros mismos. Cuesta
rendirnos al punto de vista de los que nos miran. Si leemos que «un sexagenario ha sido
atropellado por un coche», nos suena a desconsideración. Cuesta desalojar la fantasía de
los 20 años en que normalmente creemos vivir.
La sorpresa quizás venga de que, providencialmente, suele llegar de manera
discreta y con sugerencias deleznables: «¡Qué mudos pasos traes!» (Quevedo). Y, sin
embargo, si a los 20 años nos regalasen una foto del rostro que habríamos de tener a los
70, no los alcanzaríamos. Es verdad que hoy somos el de ayer, pero mienten los amigos
que nos halagan amables con un «cada día estás mejor». Malo. Al final –¡oh paradoja
cruel!– nos moriremos de una docena de síntomas buenos (respira, sonríe, te da la mano,
más expresivo que nunca). «Dezidme: la hermosura, / la gentil frescura y la tez / de la
cara, / la color e la blancura, / cuando viene la vejez, / ¿cuál se para? / Las mañas e
ligereza / e la fuerça corporal / de juventud, / todo se torna graveza / cuando llega el
arrabal / de senectud» [4] .

El paso de la edad encierra una contradicción entre la evidencia íntima de que


somos el mismo o la misma de siempre –continuidad de la identidad– y la dura
constatación de una acelerada metamorfosis. «Ayer se fue; mañana no ha llegado»

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(Quevedo). En un primer momento de resistencia, oscilamos de la una a la otra, sin
poder mirarlas a las dos juntas: subimos a un monte tras cinco horas de marcha y
reavivamos la que ha sido; resbalamos en la ducha de vuelta y se nos presenta inevitable
la que va siendo. No nos queda más remedio que aceptar nuestra edad, deshinchando el
globo de que ser mayor es tener quince años más de los que tenemos.
Es frontera de contrarios. Es balance, pero muestra perspectivas. Doblega con
dolorosas disminuciones pero brinda suculentos aprendizajes. Disminuyen mis
competencias pero crecen mis saberes… Ella me va enseñando esas cuatro cosas que dan
calidad al existir, porque los enemigos no se agazapan en la edad, sino en nuestras
costumbres, nuestros «hábitos del corazón». El albor del «encanecer» abre paso a una
alborada de nuevas y nunca imaginadas claridades.

Trabajándola de tejas abajo


¿Todavía podemos ser poetas de nosotros mismos?

«Si fuesse en nuestro poder


hazer la cara hermosa
corporal,
como podemos hazer
el alma tan glorïosa
angelical,
¡qué diligencia tan viva
toviéramos toda hora,
e tan presta,
en componer la cativa,
dexándonos la señora
descompuesta!».
(Jorge Manrique) [5]

Escribimos el poema de nuestra vida con lo que otros hicieron de nosotros mismos
y en el pequeño cuaderno que naturaleza e historia nos prestaron. Llegada esta edad,
parecería que ya han quedado escritos casi todos los versos decisivos (profesión, amor,
familia, amigos) del poema de nuestra vida. Si lo miramos desde «el hacer», así
parecería. Hasta ahora éramos lo que hacíamos; ahora nos toca «rehacer» nuestra vida

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desde la lectura que hagamos de ella. La edad nos empujó a vivirla hacia delante, pero
ahora nos invita a comprenderla recorriéndola también hacia atrás. Llegó el momento en
que se nos pasa a la firma la «última forma» que configurará definitivamente nuestro
trayecto vital. Quizás los pies forzados del pasado ya no permitan restablecernos del todo
ante la historia, pero sí ante la conciencia y, para el creyente, ante Dios. La «vida
cronológica» ha quedado atrás en más de su previsible mitad. La «vida biográfica», en
cuanto quehacer personal, puede quedar todavía definitivamente moldeada, no solo por
lo que quisimos o logramos ser, sino por lo que ahora creemos que «deberíamos haber
querido o sido». Un corazón tocado y una mirada acertada de un «bala perdida» dieron
en la diana en el último instante, en la cruz.
Concreto lo que está en juego en algunas tareas que conviene desarrollar:
En el área social se puede escoger la concepción de la edad entre las imperantes en
la sociedad. El sistema educativo está cuidadosamente estructurado alrededor de las
edades de los estudiantes; la Seguridad Social se preocupa por los bajos índices de
natalidad o por las jubilaciones tempranas sin jóvenes trabajadores. Desde niños se nos
acostumbra a sopesar si lo que hacemos se ajusta a la edad que tenemos: nos deslizamos
del «ya eres demasiado mayor para que te lleve en brazos» al «es demasiado viejo para
trabajar tanto o para casarse otra vez», o al más englobante «¡A tu edad!». Esas normas
no escritas en ninguna parte ejercen una presión social de la que nadie escapa. La edad
personal –la que cada uno vive– es un cocktail de otras edades: biológica (peculiar
proceso vital), cronológica (fijada por fechas) y sociológica (mojones convencionales
que la sociedad coloca por criterios culturalmente condicionados).
Esta presión de las normas de la edad aumenta con el paso de los años. Las
personas de mediana edad y las mayores han aprendido que la edad es un criterio
razonable para ver la madurez de los comportamientos. Si a una chica de 22 años se le
pregunta lo que piensa sobre el matrimonio entre personas de 17 años, puede responder:
«Con tal de que consigan un trabajo y se quieran, ¿por qué no? La edad no es lo
importante». Uno de 65 años dirá: «Sería una locura. No están maduros ni establecidos.
No sabrán educar. Ya verás las consecuencias». Esta tendencia puede llevar a una
«tiranía de la edad», de la cual la primera víctima es el mismo que entra en el atardecer
de la vida. Para aliviar esa tiranía, Alex Comfort introdujo la diferencia entre el
envejecer biológico y el «sociogénico» o papel que la sociedad impone a quien llega a

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una cierta edad. ¿Qué puede hacer una persona sana de setenta si la sociedad piensa que
no está bien tal o tal cosa…?
Las opiniones sobre los mayores están sobrecargadas de negatividad. Nuestra
sociedad prima lo joven de muchas maneras: productividad laboral, consumismo, cultivo
del cuerpo, estilos de vestir, competitividad, etc. La industrialización y la masiva
introducción de la informática y de las modernas tecnologías han acortado la vida laboral
en las dos últimas décadas aproximando a los sesenta, y aún menos, la edad de
jubilación. Las empresas y las instituciones valoran más lo que se sabe hacer que lo que
se es. A pesar de que en la cercanía de las elecciones se atrae con halagos el voto de los
mayores, más bien son vistos como rígidos, reaccionarios, poderosos, tristes y sin nada
interesante que aportar. Se los ve en un horizonte de «declive» en el que se logra vivir
más a costa de pasarlo peor. Pocos se esfuerzan por «no solo añadir años a la vida, sino
vida a los años».
Los años inmediatos a la jubilación tienen enjundia. Al haberse alargado el período
educativo y acortado el laboral, se han añadido 25 o 30 años al tiempo que sigue a la
jubilación. Aun así, como escribe Delibes, llega el día en el que en el librillo de papel de
la vida aparece una hoja roja que te anuncia que «te quedan cinco hojas». Estos pueden
verse como años monótonos, para la mecedora, la insignificancia familiar o social o la
creciente limitación de la salud. Pero también cabe concebirlos como el espacio de
tiempo para fomentar la cultura del ocio y la creatividad, para dejar emerger aficiones
sumergidas por los años de productividad, mantener la salud, iniciar estudios para
mayores, cultivar la familia o la amistad, etc. Todos los estudios muestran que tienen
más dificultad para llenar estos años las personas forzadas a retirarse demasiado pronto
(salud, despidos, etc.) y las de bajo nivel de estudios que han vivido del trabajo en
fábricas, talleres o campos, pues no se habituaron a leer, al arte, al ocio, y ahora se
encuentran con un tiempo que, a veces, malgastan en el bar, la plaza, etc. Los nietos
pueden paliar la baja autoestima, la depresión o la ansiedad. Ya dijimos que salud,
familia y dinero son los factores que más facilitan la jubilación esperanzadora.
En el área personal es tarea principal descubrir y defender la nueva libertad.
Liberados del trabajo, de responsabilidades sociales, de la familia ya crecida, la libertad
es desafiada a generar sentido vital a la nueva vida disponible. «Ante los hombres están
vida y muerte; lo que fuere de su agrado se les dará» (Eclo 15,17). El plus de vida

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cuantitativa está pidiendo un plus cualitativo que sepa sacar sentido de tiempos holgados
para la «deliberación». Hasta ahora, cada etapa del ciclo vital ha valido para prepararnos
para la siguiente. Los años que quedan por vivir adquieren lo que Guardini llama «valor
puro». Se nos pide acierto en darnos la «última forma posible». Dicho de otra manera, lo
que la libertad recorta ahora de «extensión» horizontal en el espacio, tiene que
compensarlo en «intensidad» hacia lo profundo. La vecindad al final la carga de
trascendencia. San Carlos Borromeo, a la pregunta de qué haría si supiera que tenía que
morir dentro de una hora, respondía: «Haría especialmente bien lo que hago ahora».

Esta edad obliga a entrar en la verdad desnuda


A lo largo de la vida, sin advertirlo quizás, hemos ido etiquetando las cosas y conductas
propias de maneras favorables a nosotros. Nuestro ojo ético se ausentó distraído de la
mano que manipulaba debajo de la mesa. Hubo tiempo en que a nuestro deseo de evitar
conflictos lo llamamos prudencia. Al soborno, regalo social. A nuestro vacío interior,
pasión por la acción. A nuestra avaricia, sacrificio por la seguridad familiar. A nuestro
escuálido diálogo y comunicación con la mujer y los hijos, peaje del trabajo. Ahora,
alejados un tanto los demás, pierde peso su opinión; la vida pasa la factura de los
autoengaños, de la falsa ilusión, y los eufemismos se agrietan desacreditados. A veces,
son los hijos o el cónyuge quienes nos obligan a entrar en la verdad del guion de nuestra
vida. Ha llegado la recia hora de llamar a las cosas por su nombre. Con los años, se
descubre que decisiones que en su tiempo llamamos liberadoras nos condujeron a
esclavitudes reales: «a través de los mentirosos días de mi juventud / mecí mis hojas y
flores al sol. / Ahora puedo marchitarme en la verdad» [6] . Esa verdad última quiere tejer
y salvar lo más mío, entre las lógicas continuidades y discontinuidades por las que ha
atravesado mi identidad: lo que constituye las líneas más hondas de mi ser, lo que
Kaufmann llama «el yo sin edad».
La rutina acecha ahora más que nunca, cuando disminuyen las exigencias y tareas
del afuera. La proporción de necesidad y libertad con la que naveguemos estos años
dependerá de nuestra resistencia a la rutina y de nuestra tolerancia al conflicto. Es verdad
que esta edad comporta recortes variados y cancelaciones más o menos crudas: «mi
mujer ha muerto», «ya no trabajo». Pero aun con estas nos queda la ardua tarea de la

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elaboración del sentido. Epicteto decía que lo que más nos daña no son las cosas
mismas, sino nuestra opinión sobre ellas. Más peligrosas que estas son, a veces, las
limitaciones que nos «autoimpone» la rutina (tiempo excesivo de periódico, beber
demasiado…) sin que podamos evitarlas. Nos rendimos a mandatos que no surgen del
yo, sin lograr aguantar la tensión del conflicto que extiende en nosotros el ámbito de lo
necesario. Evito tensiones y luchas, quedando atrapado. ¿Para qué ir al gimnasio, a la
universidad para mayores, aprender ordenador, abordar a mis hijos desde otra
perspectiva, abrir una Biblia? Si opinamos que nuestros hábitos son manchas de tigre, no
habrá modo de quitarlas. El cáncer de la rutina devorará creatividad y cambio. Si no
reaccionamos a tiempo con vigor, nos quedará mirar con envidia a otros que inician
caminos a los que nosotros damos la espalda. No puedes olvidar que muchos pasos los
tendrás que dar –pequeño titán– cargado de una incalculable pereza. Acabados los
«quehaceres», se abre paso el «quehacerse».
En esta edad se abre la posibilidad de murmurar una nueva palabra, de dar un
nuevo paso, lo que Dostoyevski pensaba que casi toda la gente teme. La vida que hasta
ahora hemos llevado puede haber sofocado intereses secundarios pero esponjosos que
ahora pueden ser desarrollados. Se trata de sondear nuevas vetas de energía. No puedo
lamerme la herida de las ocupaciones de las cuales la vida me va desalojando. Hubo
tiempo para competir en los negocios o en la cátedra o para ocuparme de los hijos, pero
eso ya no puede seguir siendo el pilar de mi vida. Esto requiere el cultivo de intereses o
hobbies paralelos. Si decido cultivar la fotografía o la pintura, es imprescindible pasar
por las molestias y tanteos de todo aprendizaje que deberían haberse iniciado en edades
anteriores. Quizás ayudaría lo que ya se practica en Suecia y otros países, el «retiro
gradual», en el que se ofrece ir reduciendo las horas de la jornada laboral. Todo, menos
quedarse delante del televisor. Aquí se cumple lo del «úselo o piérdalo». Sean músculos
o cerebro, duran más a quien más los usa. Déficits, sí, pero reducibles o contenibles. He
conocido dos tesis doctorales presentadas por sendos octogenarios.
Toca ahora tomarme tiempo para ser bueno conmigo, para aceptarme como un
pobre ser humano. El tratarse con bondad incluye tomarse tiempo para la contemplación
benévola y sorprendida de acontecimientos menudos. Gozar simplemente de pequeños
placeres que mi apresurada vida me hurtó: paseo, lectura, conversación sin prisa, nieto
de la mano, cuidar plantas, brisa en las alamedas del río. Cuando empiezan a caer las

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primeras hojas del otoño de nuestra vida, se trabaja con bondad el futuro. Ellas te irán
limpiando la mirada y te enseñarán lo que los libros y la vida te velaron. Con Rilke:

«Y cuando sepa mucho, iré a mirar


los animales, simplemente, para
que un poco de la gracia de su marcha
entre en mis coyunturas; y tendré
breve vida en sus ojos, al tomarme
y soltarme despacio, sin juzgarme» [7] .

Bernice L. Neugarten, ex presidenta del Comité de Desarrollo Humano de la


Universidad de Chicago y encargada de elaborar un informe anual sobre la edad para el
presidente de Estados Unidos, acuñó el término «viejos-jóvenes», frente a «viejos-
viejos». Para pertenecer a los primeros se necesita bienestar económico, buena salud y
familia integrada. Para ellos, la sociedad o las instituciones deben diseñar programas
especiales que les abran caminos y cosas interesantes que hacer. ¡Seamos buenos con
nosotros mismos! Ya es bondad el mero pasear o jugar al aire libre: el cerebro necesita
oxígeno y los pulmones lo dan con el ejercicio.

Aceptación de uno mismo y de la propia vida


Es lo que Erikson llama «integridad» o «la aceptación de uno mismo y de la propia
vida». No creamos que es fácil, pues se trata de llegar a tener un sentimiento de paz
consigo mismo en el que uno mira a su vida –no en todos sus detalles, pero sí en su
conjunto– como digna de haber sido vivida y humilde aportación a la raza humana.
Cabe, incluso, que personas que no bendicen cada paso fundamental dado en su vida, o
que se arrepienten de algunos, pongan en marcha la «proactividad» que nos permite no
solo inventar la vida futura sino reinventar la pasada. No se trata de contarse cuentos, ni
de aquello sobre lo que Mark Twain ironizaba: «Cuando era joven, podía recordar
cualquier cosa, hubiese ocurrido o no; ahora que me voy haciendo viejo, solo recuerdo
las que no ocurrieron». Se trata de mirar los aconteceres de la propia vida con categorías
más amplias y refinadas, que solo pueden labrarse con el paso de los años. Es ahora
cuando se ponen en danza muchas referencias cruzadas del archivo de la memoria:
condicionamientos sociales, circunstancias familiares, taras personales, ofuscaciones,

33
etc. Es una mirada más matizada, menos tajante, también más escéptica, y, sin duda,
mucho más comprensiva y benévola con el pobre barro de lo humano. Es la mirada que
Dios quiere regalarle al resentido Jonás, que mira a los ninivitas que lo rechazaron,
debajo de un ricino que lo protegía del solano bochornoso y que acaba de secarse: «Tú te
apiadas de un ricino que no te ha costado cultivar […] ¿y no voy a compadecerme yo de
Nínive, la gran ciudad, donde habitan más de ciento veinte mil hombres (¡las mujeres, no
citadas, serían más avisadas!) que no distinguen la derecha de la izquierda?» (Jon 4,10-
11).
Quedan años para lograr que, con mi paso por la vida, la haya mejorado un poco.
Mi historia de libertad no ha terminado. Incluso el más débil y cobarde puede decir una
última palabra que lave todo. En estos años, cabe inclinar la balanza a favor de los
impulsos estructurantes, estimulantes, esclarecedores, amplios o sanos, frente a los
caóticos, represivos, estrechos o nocivos. Se trata de dar a nuestra vida una tonalidad,
una forma última, quizás hecha de paciencia, de valentía, de tolerancia, de generosidad,
de reconciliación o de humor. Una tarta de manzana o un abrazo del abuelo son, a veces,
recuerdos calientes para siempre. Y, si acaso apenas se puede hacerla presente en la
realidad, al menos cabe componerla discretamente ante la conciencia y ante Dios. El ave
fénix renueva su juventud solo cuando ya es chamuscada ceniza. Mientras vivimos
conscientes, nuestra biografía no está cerrada; todo está aún abierto para «agregar un
destello al átomo», como canta Lawrence:

«Cuando el fruto maduro cae,


su dulzura destila y permea las venas de la tierra.

Cuando muere la gente en plenitud,


el aceite esencial de su experiencia entra
a las venas del viviente espacio, y agrega un destello
al átomo, al cuerpo inmortal del caos.

Porque el espacio está vivo


y se agita como un cisne
cuyas plumas relumbran
sedosas con el aceite esencial de la experiencia» [8] .

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Preparar otro encuentro desde estas despedidas
La llegada del otoño se prepara en primavera: «Acuérdate de tu Hacedor durante tu
juventud, antes de que lleguen los días aciagos y alcances los años en que dirás: “no les
saco gusto”» (Ecl 12,1). En este pasaje del Eclesiastés se puede leer una de las
descripciones más inspiradas de la edad avanzada: «A la lluvia sigue el nublado;
tiemblan los guardianes de casa y los robustos se encorvan; las que muelen [los dientes]
son pocas y las que miran por las ventanas [la vista] se ofuscan […]; se debilita el canto
de los pájaros, las canciones se van callando» (Ecl 12,2-7). Claras pérdidas en lo
corporal pueden traer hondas ganancias: «La visión espiritual mejora, a medida que
declina la corporal», dice Platón.
Es edad para adensar y rescatar el tiempo. El tiempo cristiano rompe relojes y
calendarios, rescata el tiempo de su caducidad (chrónos) convirtiéndolo en oportunidad
de perennidad y salvación (kairós). Se puede volver a nacer trastocando calendarios.
Asomado al otoño de la vida, parece que el tiempo se acorta y acelera: ¡qué pronto se me
hizo tarde! Puro espejismo: el tiempo cristiano no se ajusta al reloj. Puede adensarse,
rescatándose de su fugacidad.
El chrónos es el tiempo del reloj que se abrillanta con una fantasía seductora e
ilimitada de oportunidades. Aun vivido en variedad y plenitud, deja vacío: «¿Qué saca el
obrero de sus fatigas?» (Ecl 3,9). Es un tiempo patéticamente circular que, tras agitarse
mucho, acaba donde empezó: «Hay quien trabaja y suda y corre, y con todo, llega tarde»
(Eclo 11,11). El kairós, más humilde y certero, se atreve con decisiones que parecen
acotadoras de oportunidades, pero que van preñadas de futuro: «¿Cómo es que no sabéis
interpretar el momento presente?» (Lc 12,56). El chrónos se inquieta por acelerar los
cumplimientos: «¡Que se dé prisa, que apresure su obra, para que la veamos!» (Is 5,19).
San Pablo invita a «rescatar» la caducidad del tiempo sin costosas intervenciones de
lifting que disimulen arrugas del cuerpo. Propone echarle talento al vivir, «no como
simplones, sino con talento, aprovechando las ocasiones […]. Tratad de comprender lo
que el Señor quiere» (Ef 5,15-17). Jesús, cuando le quedaba poco tiempo, lo adensó y
rescató, lavando los pies a sus discípulos. Un simple vaso de agua lo rescata. El tiempo
inédito de Dios se gesta calladamente donde alguien se acerca a otro en necesidad. Se
rescata «secundando su obra», que es siempre de misericordia (cf. 2 Cor 6,1-2) [9] .

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Abrirse a la llamada de la trascendencia. Envejecer y morir contrarían la voluntad
de vivir del ser humano. Aun a los no creyentes interrogan los versos de Jorge Manrique:
«Este mundo es el camino / para el otro, qu’es morada / sin pesar». La creciente
disminución de fuerzas, la futilidad de lo que en otro tiempo entusiasmó, los logros y
fracasos tienen un tinte de interrogante sobre algo que el mismo Paracelso llamaba «un
algo por encima de la naturaleza». Hay que ir atreviéndose a pasar de la debilidad al
abandono confiado; de la nostalgia a la alabanza; de la soledad que endurece al diálogo
que abre. Todos tenemos el reto de revitalizar una fe que a lo mejor se ha ido
desgastando más que enriqueciendo en el camino de la vida.

En el otoño de la vida se abren paso preguntas que en otros tiempos logramos


apartar: el sentido de nuestra vida, cómo nos hemos bandeado con la libertad o el amor,
para qué hemos vivido. Los ídolos de antaño empiezan a caer. Es muy dura esta edad
cuando la esperanza no tiene lugar. Para Camus se convierte en un trágico dilema: «Solo
hay un problema filosófico importante: el suicidio». Para Frisch es un amargo reproche:
«¿Por qué no nos habremos ahorcado?». Para el creyente, puede convertirse en tiempo
de llamada de un Dios que nos dice: «Hasta la vejez yo seré el mismo; hasta las canas yo
os sostendré; yo lo he hecho y yo os seguiré llevando; yo os sostendré y os liberaré»
(Is 46,4). El Dios que podemos descubrir en esta edad nos invita a pasar del hacer al
dejarse hacer; del Dios de los seis días, al Dios del séptimo día; del presentar unos logros
al dejarse perdonar (Sal 25). Un arrepentirse sano no puede hacer que no haya ocurrido
lo ocurrido, pero puede cambiar todo el sentido de lo ocurrido.

El ser humano no solo ha de morir, sino que debe quererlo [10] : si hay llamada para
vivir, también la hay para morir. Si nacer es comenzar a morir y vivir es lidiar las
muchas muertes, franquear el ecuador de la vida conlleva contar el tiempo de lo que me
queda más que mirar a lo vivido. La vida se empobrece si se quita la muerte de ella. La
vecindad y aceptación de la muerte no tiene por qué ser triste. Se puede aceptarla y, sin
embargo, alegrarse de que esté amaneciendo y se nos conceda otro día para oír y leer,
para amar y reír, para pasear y mirar, para amar y glorificar. El telón de fondo le dará
hondura a todo lo que guste. Como no vivimos del todo en ninguna hora, tampoco
morimos del todo en una hora. Aun los que no creen se ven reclamados por la indómita
muerte, que Jorge Manrique expresa así: «dexad el mundo engañoso / e su halago […]
para sofrir esta afruenta / que vos llama» [11] .

36
Acabo. Creciente vecindad me acerca al definitivo amanecer (cf. Sal 17,15). Al fin
y al cabo, esta edad puede ser la más lúcida para adensar un tiempo que siempre será
pequeño: ¡Qué pronto se me hizo tarde, y ya es mañana, fuera de todo tedio y casi todo
presencia! Cuando más acechan las manías tontas, es hora de dejar letargos y bobadas.

37
3.
Polillas, ladrones y tesoros.
Avisos y cautelas
para tiempos de retirada [12]

«– “Me voy”, dijo el principito.


– “Te ordeno que te vayas”, dijo el rey».
(A. de Saint-Exupéry, El principito)

Imaginemos algunas posibles variantes a este diálogo del cuento:

A) Solista: «Me jubilo el año que viene». Coro en voz alta: «¡Cuánto lo sentimos!
Te vamos a echar de menos». Coro en voz baja: «Lo lleva anunciando hace
unos cuantos años, a ver si esta vez es de verdad…».
B) Coro: «Habrá que ir pensando en tu relevo». Solista en voz alta: «No necesito
que me lo digáis: ya lo tenía decidido hace tiempo». Solista en voz baja: «Lo
que me temía. Ya me están echando».

C) Coro en voz baja: «¿Cuándo se irá por fin?». Solista: «Me iría con gusto pero
de momento es imposible: no hay nadie preparado para sustituirme».
D) Coro: «Entonces, ¿has decidido jubilarte?». Solista: «Sí, pero creo que es
mejor que no me vaya del todo, sino que me quede junto al que empieza para
controlar que se encarrilan bien las cosas».
E) Solista en voz alta: «Me voy para dar paso a la generación intermedia (GI)».
Solista en voz baja: «Espero que se den cuenta de lo bueno, libre y generoso
que he sido realizando este gesto…». Solista en voz aún más baja: «¿Cómo
puede ser que se me hayan echado encima estos imbéciles de la GI?

38
Precisamente en el momento en que estoy desempeñando mi trabajo en plenas
facultades».
F) Coro: «Es imposible que X resista a su edad el ritmo de esta comunidad de
inserción. ¿Cómo hacer para que comprenda que, aunque la queremos mucho,
sería mejor que se fuera a otra donde encuentre los apoyos que va
necesitando…?». Solista: «Ya sabéis que siempre he dicho que viviría en el
barrio y con los pobres hasta el final. En esto estoy en la línea de Fidel Castro:
¡Barrio o muerte!».
G) Solista en voz alta: «Si os parece bien, este verano voy a quedarme en una
residencia durante las vacaciones; el año pasado me di cuenta de que era difícil
compaginar mis horarios y gustos con los de los chicos… Creo que de esta otra
manera estaremos todos más tranquilos». Coro familiar en voz baja: «¡Qué
encanto de abuela tenemos y qué fáciles nos pone las cosas…!».
H) Coro en voz alta y baja: «Menuda suerte hemos tenido con la manera de
marcharse de Y: ha ido preparando al siguiente, ha sabido tomar distancia, ha
dejado las cosas apañadas y en orden (la dirección, las cuentas, el obispado, el
lavadero, la parroquia, el colegio, el volante o el armario de las escobas); no se
mete a opinar sobre los cambios que se están haciendo, colabora si se le pide
consejo pero sabe retirarse oportunamente. Y se ha ido sin aspavientos y
discretamente, sin forzar homenajes, discursos ni regalos y encima
agradeciendo tener más tiempo para poder dedicarse ahora a otras cosas…».

Como las dos últimas no suelen ser las variantes más habituales, vale la pena crear
un «Diseño Estratégico de Retirada y Cesión de Paso» (DERYCEP), no solo para los de
la GS (Generación Saliente), sino también para que la GI (Generación Intermedia), que
tampoco va a ser eterna, pueda ir ensayando con tiempo cómo dejar paso a los que
vengan detrás de ellos, cosa que sucederá mucho antes de lo que ahora imaginan. Porque
lo de «no te vayas todavía, no te vayas, por favor…» no se da casi nunca, fuera del cante
por sevillanas.

Diseño Estratégico de Retirada y Cesión de Paso (DERYCEP)

39
Anticipándose a los problemas que el asunto suele traer consigo, el Evangelio de Lucas
ofrece claves iluminadoras que, aunque dirigidas a la posesión de bienes, pueden ser
leídas desde esta otra perspectiva: al fin y al cabo, casi todos los problemas a la hora de
ceder el paso vienen de la resistencia a «soltar», «dejar» y «desasirnos»: «Vended
vuestros bienes y dad limosna; procuraos bolsas que no envejecen, un tesoro inagotable
en el cielo, donde ni el ladrón se acerca ni la polilla roe. Porque donde está vuestro
tesoro, allí estará vuestro corazón» (Lc 12,33-34).
Bolsas anti-envejecimiento: «Procuraos bolsas…». Recomendación sorprendente y
en clara contradicción con otra anterior: «No llevéis bolsa, ni alforja, ni sandalias»
(Lc 10,4). Podemos completarla con este dicho de Jesús no recogido en los evangelios:
«Convertíos en buenos cambistas. Examinadlo todo con atención y luego rechazad lo
que carezca de valor y quedaos con lo bueno» (cf. 1 Tes 5,21). Durante una larga etapa
de nuestra vida hemos negociado con un tipo de moneda que en ese tiempo fue valiosa, y
pusimos en ello alma, corazón y vida, porque era esa nuestra manera de trabajar por el
Reino. Pero llega la jubilación y, con ella, una frontera en la que tenemos que cambiar de
moneda y espabilarnos para ser buenos cambistas. Seguramente, al vaciar nuestras viejas
bolsas, nos daremos cuenta de que, además de mucha entrega y generosidad, habíamos
cargado también con monedillas sin valor, acciones fuera de cotización y títulos de
propiedad prescritos.
«Procuraos bolsas que no envejecen». «¿A qué se referirá el Evangelio al
recomendarlas? ¿De qué estarán hechas?», nos preguntamos, acostumbrados a la jerga de
los productos anti-age que arrasan en el mercado: quizá prevengan «el estrés oxidativo
celular», o estén tejidas con filamentos «anticelulíticos desincrustantes y antinódulos», o
puede que hasta lleven incorporados «tensores con liposomas reestructurantes y
exfoliantes». Pues no. Parece ser que para lo que están diseñadas es para guardar los
nuevos tesoros que el momento del DERYCEP trae consigo: saberes que se sedimentan
y saborean; serenidad más que prisas; centrarse en lo esencial más que dispersión;
posibilidad de nuevos paisajes vitales; liberación del personaje y del rol; emergencia de
la identidad más honda que se esconde por debajo de lo que se hace…
Urge ponernos a la tarea de conseguir esas bolsas mágicas.

40
Ladrones burlados. Los ladrones se pasean a sus anchas por el imaginario
evangélico: «el Hijo del hombre vendrá como un ladrón»; el dueño de la casa tiene que
vivir alerta «para que no asalten su casa» (Lc 12,39); Judas «era ladrón» (Jn 12,6); el
templo se había convertido, según Jesús, «en cueva de ladrones» (Mt 21,13); hay
salteadores que no entran «por la puerta en el redil de las ovejas, sino por cualquier otra
parte […] para robar, matar y destruir» (Jn 10,1.10). A él lo apresaron «como si fuera un
ladrón» (Lc 22,52) y lo crucificaron en medio de dos de ellos (Mc 15,27).
Robar con eficiencia y llegar a ser ladrón cualificado requiere dosis considerables
de astucia: hay que averiguar dónde se guarda el tesoro, aprovechar la oscuridad de la
noche, burlar vigilancias, aprovechar descuidos, acertar con el momento adecuado, hacer
saltar cerraduras y huir sin dejar huellas. Hay que ser hábil para «socavar» (agujerear,
horadar, perforar; Mt 6,19), produciendo un cambio espacial: el lugar que ocupaba
antes lo robado se queda ahora «socavado», libre y vacío.
Según eso, la estrategia que Jesús propone es la del «ladrón burlado», algo que
hemos visto más de una vez en el cine: llega el ladrón sorteando todas las alarmas,
corriendo mil peligros y burlando todas las vigilancias, pero, al llegar a la vitrina
blindada donde estaba la ansiada joya ¡se la encuentra vacía! El dueño ha sido más listo
que él y la ha trasladado a una caja fuerte en las Islas Caimán.
Viniendo al particular del DERYCEP: en vez de discurrir astutamente cómo
blindarnos ante la llegada de la GI que viene pisando fuerte y con un cartelito con su
nombre para pegarlo donde antes estaba el nuestro, podemos invertir esas mañas,
astucias y cautelas en des-localizar nuestro tesoro domiciliándolo en otra parte, en ese
lugar que Jesús llama «cielo». Un cielo que no se encuentra mirando para arriba, sino
hacia abajo, donde están los que necesitan esa limosna que ha producido la venta de los
bienes que antes poseíamos. Así que se supone que los que llegan ya no necesitan forzar
cajones, ni sonsacarnos la combinación de la caja fuerte: todo está vacío y abierto, y
encima de la mesa hay pegado un post-it deseándoles de corazón mucha suerte.
Pero esta generosidad inicial necesita ir acompañada por nuestra parte de un sensato
distanciamiento: así evitaremos presenciar las novedades que implantará el recién
llegado/a y que probablemente nos parecerán tremendos desaguisados: tirará tabiques,
arrancará la moqueta poniendo otra feísima, descolgará cuadros sustituyéndolos por

41
otros de dudoso gusto, nombrará a ese inepto que a nosotros nos complicó la vida,
cambiará de proveedores, de editoriales, de horarios y de marca del jabón de la lavadora.
La experiencia enseña que es sabio y conveniente, tanto para el entrante como para
el saliente, que este último se aleje con elegancia a la mayor distancia posible: así el
otro/a podrá tomar las decisiones que le parezcan, sin tener que vivir bajo la mirada torva
de su antecesor/a, transmutado en aquella ama de llaves de la película Rebeca.
Polillas, carcomas y otros depredadores. Bajo su apariencia engañosa de inocentes
mariposillas, las polillas [13] esconden una voracidad desproporcionada a su tamaño. A
diferencia de los ladrones, no se llevan lo almacenado sino que lo devoran, dejándolo
agujereado, y uno no sabe qué es peor: lo que parecía tan valioso y perdurable revela
gracias a ellas su vulnerabilidad, como si por los agujeros del tejido, ya inservible,
asomaran ellas sus ojillos perversos riéndose de nosotros y de nuestras seguridades. En
cuanto a la carcoma, que añade Mateo, es aún peor: no se la ve venir porque ataca desde
dentro y no hay quien la encuentre.
Polillas y carcomas (según Os 5,12, el Señor amenaza con actuar como ellas…)
forman parte de un kit de imágenes bíblicas cuya misión es recordarnos la fragilidad y
caducidad del tiempo y de las cosas, en contraste con la solidez y la eternidad de Dios: el
viento arrebata la paja o el humo (Sal 1,4; Sab 5,14); la hierba de los tejados se agosta y
la flor se marchita (Is 40,7); el rocío se evapora al amanecer (Os 6,4); los gusanos pudren
el maná acumulado (Ex 16,20); la sombra del árbol se alarga al atardecer (Sal 102,12);
las nubes pasan y se deshacen (Job 7,9); los días se van como un soplo (Job 7,16); la
hoja vuela (Job 13,25); la sombra huye sin detenerse (Job 14,2); el tejedor corta la trama
(Is 38,12); el huésped de una noche apenas deja un recuerdo (Sab 5,14); todo es vanidad
y caza de viento (Ecl 6,9). El libro de la Sabiduría recurre a imágenes de una belleza
insuperable: el correo veloz; la quilla de la nave sin rastro en las olas; el pájaro que
vuela sin dejar vestigio de su paso; el aire que, hendido por la flecha, cicatriza al
momento, haciendo desaparecer la huella de su trayectoria (Sab 5,9-12).
Las comparaciones de Job son más dramáticas: «El hombre, nacido de mujer, corto
de días, harto de inquietudes, como flor se abre y se marchita, huye como la sombra sin
pararse: se consume como una cosa podrida, como vestido roído por la polilla»
(Job 14,1-3). «¿Cómo estarán limpios ante su Hacedor […] los que habitan en casas de

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arcilla, cimentadas en barro? […] Entre el alba y el ocaso se desmoronan; sin que se
advierta, perecen para siempre; les arrancan las cuerdas de la tienda y mueren sin haber
aprendido» (Job 4,17-21).

El Eclesiastés opta por un cinismo amargo: «Hice obras magníficas: me construí


palacios, planté viñedos, me hice huertos y parques y planté toda clase de árboles
frutales, me hice albercas para regar el soto fértil; adquirí esclavos y esclavas, tenía
servidumbre y poseía rebaños de vacas y ovejas, más que mis predecesores en Jerusalén;
acumulé también plata y oro, las riquezas de los reinos y provincias; contraté cantores y
cantoras y tuve un harén de concubinas para gozar como suelen los hombres. Fui más
grande y magnífico que cuantos me precedieron en Jerusalén, mientras la sabiduría me
asistía. Cuanto los ojos me pedían se lo concedía, no rehusé a mi corazón alegría alguna;
sabía disfrutar de todas mis fatigas, y esta era la paga de todas mis fatigas. Después
examiné todas las obras de mis manos y la fatiga que me costó realizarlas: todo resultó
vanidad y caza de viento, nada se saca bajo el sol» (Ecl 2,4-11).
Todas esas imágenes estaban siempre ahí y las hemos leído mil veces, pero, a la
hora de dar paso a otros, es como si las oyéramos por primera vez. Tienen la misma
misión que las palabras de la azafata que anuncia a los pasajeros al final de un vuelo:
«Señoras y señores, estamos iniciando el descenso…». La diferencia está en que, cuando
el vuelo es el de la vida y lo suponíamos mucho más largo, el aviso del «descenso» nos
sobresalta y descoloca. La sensatez aconseja en este momento abrirse a la posibilidad de
que el lugar al que vamos a parar quizá no sea tan horrible como imaginábamos. La
confianza se atreve a empujarnos más allá y a descubrir lo que esconde en lo más hondo
la etapa que comienza: el poder de arrancarnos del sueño de la trivialidad para
conducirnos sabiamente hacia «lo que nos atañe incondicionalmente» (P. Tillich).

Cuando tesoro y corazón se encuentran


Polillas, carcomas y ladrones son solo la cara norte de un texto evangélico que pretende
conducirnos, más allá de sus aspectos negativos, hacia la vertiente cálida y soleada del
«tesoro inagotable en el cielo». No pretende hacer de nosotros «alumnos de la muerte»,
gente sombríamente consciente de la caducidad de la vida y de los peligros de retener

43
sus bienes: intenta convertirnos en «discípulos de la vida», en alegres habitantes de un
«cielo» que es mucho más que el lugar idóneo donde transferir nuestros tesoros.
Si seguimos su rastro por el Evangelio de Lucas, del cielo viene la voz del Padre
dirigida a su Hijo amado; es lugar de grandes alegrías y grandes recompensas; en él
están escritos nuestros nombres; allí se guarda el tesoro de los bienes que se venden y se
dan a los pobres; en él nos espera Jesús después de haber sido llevado allí, y los que
desempeñan la función de dejarnos entrar son precisamente esos amigos que, lo mismo
que el administrador astuto, nos hemos ganado usando con sagacidad el dinero injusto.
Mientras llega ese momento, se nos anuncia la posibilidad de guardar ahí nuestro
tesoro y se nos invita a encaminarnos hacia ese lugar que a veces hemos evocado
cantando, con cierta inconsciencia, «al cielo, patria mía…». El trayecto suele ser largo y
lleno de descalabros y extravíos: llevamos la ropa medio apolillada y la mochila cargada
aún de trastos inútiles, eso si los ladrones no nos han asaltado mientras dormíamos
dejándonos con lo puesto. Caminamos lentamente porque la artrosis no perdona y sin
quitarnos las gafas, porque la operación de cataratas no resultó tan bien como
esperábamos.
Quizá estábamos resignados a una vejez aburrida y gris, haciendo punto ante el
televisor, dando de comer a las palomas en el parque o echando la partida de dominó en
el club de jubilados. Y de pronto el evangelio, con la desmesura que acostumbra, nos
provoca en otra dirección: «Donde esté vuestro tesoro, allí estará vuestro corazón»
(Lc 12,34). La propuesta es atrayente: ¿cómo será esa vida en la que tesoro y corazón se
encuentran? ¿Qué promesa deslumbradora es esta de una vida unificada y armónica, sin
rastro ya de ese descoyuntamiento interior que tan bien conocemos?
Empezamos a saberlo cuando nos parece una suerte disponer de más tiempo para
disfrutar de amigos que nos recibirán en las eternas moradas. Cuando vamos creciendo
en lucidez para «separar el grano de la paja» y reorientar el modo de valorar y organizar
nuestra vida. Cuando se desdibuja lo accesorio y lo esencial se vuelve nítido y urgente.
Cuando lo cotidiano resulta precioso y el humor nos permite reírnos de los desafueros
del «yo» que antes cuidábamos tanto. Cuando la comprensión se ensancha y nos cuesta
menos manifestar la ternura. Cuando, al ceder la presión del trabajo, se despeja el
camino de descenso interior, hacia ese lugar secreto y oscuro en el que somos

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verdaderos. Cuando el lenguaje de la fe va perforando la cáscara amarga de la palabra
«muerte» y la vemos como el momento de salir al encuentro del Amigo que se acerca.
Cuando nos crece la segura certeza de que, después de tantos trabajos como se ha
tomado él con nosotros, no va a dejarnos a medias y rematará a su manera, que no a la
nuestra, esa hechura de sus manos que somos.
Durante mucho tiempo hemos rezado devotamente: «El Señor es mi pastor, nada
me falta» (Sal 23,1), pero es ahora cuando empezamos a saber algo de lo que significa
que no nos falte nada, y la gracia está en que coincide con las carencias que tanto
temíamos: más soledad, menos expectativas, más achaques, menos autonomía. Lo
mismo que los discípulos, al preguntarles Jesús si les había faltado algo cuando los envió
sin bolsa y sin sandalias, le contestamos: «Nada» (Lc 22,35). Y hasta nos atrevemos a
repetirle sus mismas palabras: «¿Cómo van a ayunar los amigos del novio si el novio
está con ellos?» (Mc 2,19).
Posiblemente sean solo momentos fugaces en los que nos es dado tocar «el cielo»
con las manos, y volvamos luego a viejas manías de gente mayor gruñona y quisquillosa,
según el estereotipo que parece correspondernos. Pero esos instantes gloriosos en los que
hemos sentido que corazón y tesoro coincidían nos van preparando para que, cuando
alguien llame pidiendo cesión de paso, no lo sintamos como amenaza.
Quizá para entonces seamos ya capaces de abrir de par en par las puertas y decir al
recién llegado que entre y se siente, de hacerle sitio en la mesa y sacar una botella del
mejor vino. Ese que se guarda para lo último.

45
4.
Alcanzar el último tren
o ser arrollado por él [14]

Esta edad del atardecer acarrea un sutil balance de lo vivido, que claramente juega en
desventaja con lo que un día soñamos que quisiéramos ser. Cuando empieza a haber más
tiempo a mis espaldas que delante de mí, comienzan a hacerse claros –de mala gana e
incompletamente– algunos balances de recortes y heridas no curadas. Seguro que ese
balance no es justo con el barro humano del que estamos hechos ni con lo mucho
logrado. Aun así, entristece el espíritu y arroja sombras sobre la perspectiva que se nos
va viniendo. Ni lo laboral, ni lo económico, ni la relación de pareja, ni los hijos, ni los
amigos, ni la gestión de las herencias, ni los suegros, ni los grupos a los que
pertenecimos o pertenecemos han estado –aun en los que se consideran razonablemente
contentos– a la altura de nuestros juveniles sueños [15] . La llaman «crisis del mediodía»,
«demonio meridiano» o, académicamente «adultez media» (40 a 65 años). Lo central es
el balance implacable sobre mi misma identidad y la frustración o rebeldía que produce
el mirarme en el espejo con un gesto de desagrado. Es la hora de ver caer nuestras
máscaras:

«Cuando el trabajo, cuando lo cotidiano


nos va y nos va golpeando,
se abandonan los bellos disfraces con que un día
jugamos a inmortales. Y el alma queda en nada.
Y el hombre es solo humano, repetible, cualquiera,
anónimo y sagrado» [16] .

Esta desnudez propicia una atalaya singular y algo incómoda. La de ser guía, pastor
y padre de los míos, cuando mis revisiones implacables me han acercado más al
acantilado de las resacas y perplejidades que al faro de luz y orientación. ¿Triste mi

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nuevo estatus? No, pero hay quien dice que «la edad mediana de la vida, en Estados
Unidos, se considera como una situación ligeramente más deseable que las enfermedades
venéreas» (W. H. Auden).

Roger Garaudy, en Palabra de Hombre, lo atribuye a que ser adulto labrándose un


«alma» joven exige un nuevo y largo aprendizaje. Porque juventud es tener alma, no
solamente recuerdos y pasado, sino un verdadero porvenir que no se asemeje ni al
pasado ni al presente, que represente una verdadera creación que aporte algo al futuro.
Habrá que espantar la «filosofía de la mecedora», en la que balanceamos unas cuantas
nostalgias o desencuentros, mientras dejamos pasar perezosamente horas que podrían ser
reconquistadas para la vida y para el crecimiento personal y social. ¡Un poco de valor, y
20 años más de vida son nuestros!
Algunos sentimientos de esta crisis podrían ser: conciencia de la brevedad de la
vida, cierto desencanto con ella, reconsideración de mis valores y un despertar
tempestuoso de impulsos instintivos. El primer gran especialista de esta crisis, Carl Jung,
lo pasó tan mal durante tres años navegándola que dejó de escribir, abandonó la cátedra
y se distanció de todo. El gracioso de Woody Allen la pinta así: «Estoy convencido de
que mi tuberculosis ha empeorado. También mi asma. El ruido de mis pulmones viene y
se va y cada vez me mareo más frecuentemente. Ahora he pasado a tener
desfallecimientos. Mi habitación es húmeda y tengo continuos escalofríos y
palpitaciones de corazón. Encima se me están acabando los pañuelos. ¿Cuándo acabará
todo esto?». Platón, más sabiamente, pensaba que «la vista espiritual se desarrolla a
medida que la vida corporal declina». De eso hablaré para exorcizar fantasías de
«montarme en el último tren» con riesgo de quedar bajo sus ruedas.
Empezaré por decir que lo que Platón afirmaba intuitivamente se confirmó por
Cattell y otros muchos, al distinguir entre inteligencia «fluida» y «cristalizada». La
primera es la capacidad intelectual innata, que propicia un pensamiento productivo pero
que no pide mucha experiencia o aprendizaje, aunque sí buena memoria. Esa baja. La
«cristalizada», en cambio, es más compleja; se apoya en la experiencia, en la
información de distintas ramas del saber, en el juicio afinado que da la vida y que aporta
nuevas capacidades para enfrentar las paradojas y el carácter misterioso de esa misma
vida. Este saber y experiencia debería evitar los errores de juventud sin sustituirlos por
los de la vejez. Teniendo presente esta distinción, todos coinciden en que la inteligencia

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«cristalizada» crece hasta edades avanzadas. Un joven ingeniero llega a proyectar con
maestría un puente a la Luna, pero, agotado por tamaño esfuerzo, llegado a la mediana
edad, decide construirse una casita de madera con piezas de la maqueta soñadora. ¿Para
qué viajar a la Luna, si no sé vivir bien en la Tierra?
Esto es una gran noticia, porque esa inteligencia incluye el «pensamiento
divergente» o capacidad para generar respuestas posibles y correctas, aunque distintas, a
un mismo problema. Ante la pregunta, por ejemplo: ¿de qué maneras se podría utilizar
un coche viejo? Responden con más y mejores respuestas los de mayor edad. Matussek
piensa que la adultez distancia a la persona de las modas, del aplauso y del juicio
predominante, destapando así zonas nuevas de creatividad. El hombre original tiene una
especie de olfato para lo todavía no pensable, fuera de prohibiciones y tabúes. En cierto
modo, comienzan a reflexionar donde los demás abandonan [17] .

Un avance clave que se puede lograr en esta encrucijada es la «generatividad» (E.


Erikson). Si no se alcanza, puedo caer en un sentimiento de estancamiento o esterilidad.
Porque puedo haber tenido hijos, plantado árboles y escrito libros, pero la
«generatividad» que ahora me reta es la de dar sentido al mismo hecho de vivir, incluso
más allá del gusto y de los intereses personales, contribuyendo a mejorar el futuro. La
persona madura necesita sentirse necesitada y recibir agradecimiento y ánimos de los
mismos a los que ayuda a crecer. Es una especie de compromiso cálido y entusiasta con
el dar a luz o encaminar a la generación que sigue: deseo de encauzar la propia energía a
algo que pueda ser mostrado a los demás como un «legado».

Es justo en este quicio del sentido donde injerto las reflexiones que siguen,
imprimiendo un giro quizás sorprendente. El reto es el de dar sentido a lo que me
trasciende, a lo «trascendente» de la condición humana. Mire por donde, es aquí –
digamos que entre los 45 y los 70– cuando puede aparecer la tentación de saltarse el
guion seguido hasta ahora para lanzarse a dar color y alegría a la vida que nos queda, con
piruetas y aventuras –no solo sexuales o afectivas– que arriesgan el huertecito ya
conocido a cambio de prometidas fincas y ferias rutilantes. Todos conocemos desastres
notables de personas que, corriendo tras el «último tren», fueron «arrollados por él». Y
lo que puede ser más sorprendente es que de esta fantasía de una vida más plena y
divertida no están libres, sino quizás, al contrario, más obnubilados por ella, los que
hasta ayer llevaban una vida muy correcta y ordenada…

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Trato de explicármelo en voz alta. Parto de una enrevesada frase de san Pablo que
siempre me sorprendió: «Yo no sabía lo que era el deseo hasta que la ley dijo: “No
desearás”, y entonces el pecado, tomando pie del mandamiento, provocó en mí toda
clase de deseos […]. Yo antes, cuando no había ley, estaba vivo. Pero al llegar el
mandamiento recobró vida el pecado y morí yo, de modo que el mandamiento, destinado
a dar vida, […] me mató» (Rom 7,7-11). ¿Pecado y ley se potencian mutuamente para
llevar al hombre a la muerte? ¡Genial estrategia diabólica! Si se hipertrofian las
prohibiciones, crece el deseo de romper con todas. Exacto. Si prohíbes a un niño que
chapotee en un charco, imagina lo que va a ocurrir. Lo mejor y deseable acaba por
fomentar lo peor e indeseable.
El empezarnos a marchitar nos musita una frontera, un límite con un «se te pasó la
edad del disfrute y la loca alegría». Ese límite puede rebelarnos, y tal vez empiece a
atraernos el divertirnos chapoteando en el charco. Bien mirada, esta reacción busca más
vida, pero, paradójicamente, atrae muerte. Un mayor de los de ahora, entre los 45 y los
60, mira con envidia el desmadre y vida padre de los más jóvenes. «¡Vaya vida perra que
he llevado con tantas cadenas y compromisos, mientras mis hijos y nietos viven sin tanta
ley y tanto Dios!». De ahí buena parte de su infelicidad y su angustia, abrumados por una
cultura que hemos creado y que nos suministra deseos que no controlamos. «¡A que me
separo y empiezo de nuevo!».
Pretendiendo liberarnos de este círculo cultural diabólico, abandonamos el serio
mundo de los «deseos» –de costosa y paciente edificación– para arrojarnos en brazos del
capricho puntual y divertido. Si bien captamos la petición «líbranos del mal» de hoy,
deberíamos pedir ser liberados de tales laberintos, «reinstaurando» una vida y vitalidad
adulta contra el capricho o la apatía. Lo más dañado en la cultura actual, desde mi punto
de vista, es la entraña del deseo cabal y hondo. En él, discreto, se aloja el verdadero
Dios, no apto para caprichosos. ¡Pobres seres banales!
Los años «mayores» (me gusta más nombrarlos así, en vez de «avanzados» o, peor
aún, «gastados») son los más cualificados para enfrentar la seriedad de la «hora de la
verdad». Esta hora requiere todas las nuevas capacidades de la «inteligencia
cristalizada», la sabiduría que le otorga Platón y una gran destreza para lidiar el toro del
«deseo»; dicho de otra manera, requiere la convergencia de inteligencia, experiencia,
ganas de vivir y corazón. Me detengo en ello.

49
Tres fuerzas –inquietud, desmesura y sed de Dios– se disputan el señorío del
corazón del hombre. Tanto se entrecruzan que es difícil distinguirlas. Valga, como
metáfora, el camino de Santiago, donde «rumor de ángeles», deseo de aventuras, turismo
exótico y religiosidad honda o primitiva se entreveran, no solo en personas distintas, sino
en cada peregrino. Como en Los cuentos de Canterbury de Chaucer, donde todos van al
sepulcro de santo Tomás Beckett con aire turístico y cultural más que penitencial, sin
reparar en los templos del camino.
Rozándome con hombres y mujeres en calles, terapias, cárceles y santos
monasterios, he venido en pensar que las tres fuerzas se disputan nuestro corazón de
igual manera. Las sorprendo en la luchadora política, en la drogata que quiso tocar el
cielo con una dosis, en el seminarista que se cree llevado por el deseo de Dios.
Inquietud, desmesura, sed de Dios son nuestro sino. El músico y antiguo cantautor
religioso A. Duval, ya alcohólico, confesaba haber sido atrapado «por el frenesí de hacer
el bien».

Desmesura
Hasta el más sobrio y contenido de los mortales es desmesurado. «Creen que la gente es
muy poco razonable al pasar todo el día corriendo tras una liebre que no quisieran haber
comprado» (Pascal) [18] . En el rincón más humilde de una pobre choza se anhela habitar
un palacio. En el anacoreta más escueto se albergan sueños de dones divinos. El rico más
rico sueña con riquezas todavía no alcanzadas. Todo sabio espía y añora saberes no
poseídos. No hay Miss Universo que no sueñe con retocar rincones de su cuerpo.
Robarle una décima al récord de los cien metros libres compensa miles de horas de
entrenamiento. El niño que se tira desde el tercer escalón va al hospital con el cuarto.
Quinielas y loterías ¡y un sueldo de por vida!
Ídem con el sexo: siempre hay un pero a lo que se tiene. Freud piensa que la
estructura de la pulsión sexual es siempre insatisfactoria: se busca el imposible de algo
que sacie por entero. El deseo insano aboca a la insatisfacción porque deseo lo que me
falta y lo que encuentro nunca me sacia. La más potente Viagra no derrotará a la
desmesura del deseo inscrita en lo sexual.

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Desmesura bellísima, la del artista. Escojo hoy a Rilke: «La naturaleza era todavía
para mí una ocasión genérica, una evocación, un instrumento […]. Aún no me sentaba
ante ella. […] Me adentraba en ella y no veía, no veía la naturaleza, sino las visiones que
ella me inspiraba» [19] . Mirar bien permite a Rilke intuir –de vez en cuando– el «espacio
interior del mundo»: «No creo haber alcanzado jamás una plenitud de sensaciones más
sutiles: he arribado al otro lado de la naturaleza». En Capri, un pájaro sonaría al unísono
fuera y en su interior, sintiéndose «misteriosamente protegido y dotado de la conciencia
más pura y más profunda» [20] .

Esta desmesura, conducida hacia lo hondo, acerca a lo trascendente, en un más allá


de tiempo y espacio, en la gran unidad de lo existente, lo visible y lo invisible:
«desbordarse hacia lo que se adivina, más allá» [21] . Nuestra desmesura linda con la sed
de Dios. En el fondo, religión es tomar lo individual como parte de un todo. Bergamín
canta bellamente: «Para la sed de la tierra / toda la lluvia no basta» [22] . ¡Sentir la noble
desmesura de almas exquisitas! Desde el inicio de la modernidad –cuando religiones
establecidas y la filosofía misma se ponen en cuestión– la poesía aspiró a sustituir a la
metafísica en la tarea de dar sentido a la existencia humana. La desmesura visita la
frontera del ser humano: es su cruz y su impulso. Es utópica, pero empuja hacia adelante.
Difícil es intentar lo mucho, sin amargarse por no conseguirlo todo. ¿Desmesura sana o
patológica? ¿Brotando de un déficit real o inducido? Canta sentencioso Machado: «lo
malo es que no sabemos / para qué sirve la sed».

Inquietud
No solo desmesurados, sino inquietos. La recurrente tendencia al hastío ¿está
culturalmente inoculada? Quizás con tanta oferta consumista padezcamos más inquietud
que sed. La carrera de ofertas tecnológicas es tan rápida que siempre nos deja con el
«penúltimo» aparato. La alegría de lo recién comprado queda nublada por el avance de
lo hoy anunciado. De ahí, que la satisfacción se esté volviendo cada vez más pasajera e
intrascendente, y las metas que se nos sugieren sean igualmente pasajeras e
intrascendentes. Teniendo muchas cosas, acabamos por no poseer ninguna. Inquietud.

51
«Este esfuerzo de avanzar por lo aún no realizado, / pesadamente y como atados, / se
parece al inacabado andar del cisne» (Rilke) [23] .

Agitados, apenas gustamos lo que nos rodea. Lo más preñado de sentido y


revelador –de pasos quedos– se nos escapa. El mundo rebosa misterios grandiosos y
luces formidables que nos ocultamos con nuestra presumida mano. Nos sucede como «a
la mariposilla, pues que el apetito de la hermosura de la luz la lleva encandilada a la
hoguera. Y así podemos decir que el que se ceba de apetito es como el pez encandilado,
al cual aquella luz antes le sirve de tinieblas para que no vea los daños que los
pescadores le aparejan» [24] .

Sedientos: hechos de agua; hechos de Dios


¿Qué tendría el agua que Machado bebía que nunca le calmaba la sed? El puro beber –
¡cuántas bebidas sofisticadas compiten con el agua humilde!– no puede saciarnos.
Nuestra sed, inquieta a veces, a ratos desmesurada, es, en el fondo, insaciable, salvo
cuando accede a la vecindad de Dios. Nos abre a quien nos la dio tan grande como él. La
sed, en el diccionario, es «deseo o necesidad de beber», pero también «deseo vehemente
de cierta cosa inmaterial (venganza, justicia, amor)». Dos formas de nuestra sed. La de
agua nace de escasez hídrica de la sangre y los tejidos y es prodigioso sistema de alarma
para restablecer el desequilibrio hídrico. Lógico que tengamos sed, ya que el 70% de
nuestro cuerpo es agua. Nuestros «osmorreceptores» captan la concentración de líquido
del organismo y la transmiten al sistema nervioso central. ¿Hay receptores de la sed de
Dios? Quizás la desmesura y la inquietud, que nos avisan de la sed de aquel que es tan
nuestro y totalmente Otro.
Agustín avisa que, al estar hechos de Dios y para Dios, estaremos inquietos hasta
que lo bebamos. San Juan de la Cruz lo expresa esculturalmente:
«Que estando la voluntad
de divinidad tocada,
no puede quedar pagada
sino con divinidad;
mas, por ser tal su hermosura
que solo se ve por fe,

52
gústala en un no sé qué
que se halla por ventura» [25] .

Tener sed es desear el propio cumplimiento conforme con la vocación inscrita en


nuestro ser, marcado por creación con una semejanza secreta con Dios. Si deseamos
beber agua es porque, teniéndola suficiente, no es bastante para calmarnos. El alma del
buscador de Dios, devorada por una sed animal de él, ya tiene dentro su agua, su vida.
La sed se cita donde se cruzan presencia y ausencia de Dios. Esta sed no la calma el
beber ni el alocado último tren.
La desmesura dispersa. La inquietud tensa. La sed de Dios adensa. Si en estas
edades no alejamos las desmesuras enfermizas, las inquietudes infantiles…, el deseo
quedará a merced del capricho y, crecientemente, de las manías y del demonio del
mediodía, que seduce con las prometedoras delicias del último tren.
Dios, abundante y generoso, pide calma y paciencia para saciarnos. Canta
Hölderlin:

«¡Tanto cuidado ponen los celestes en no herirnos!


Frágil vasija no pudiera de continuo contenerlos,
que solo de tiempo en tiempo soporta el hombre el colmo divino».

Dios es de «ubres abundantes» (Is 66,11); es río caudaloso «donde crece toda clase
de frutales y donde no se marchitan las hojas ni los frutos se acaban; donde hay cosechas
cada luna» (Ez 47,12); es «aguacero que empapa la tierra» (Os 6,3), que derrama
«bendiciones sin cuento» (Mal 3,10): por su «inagotable esplendidez» (Ef 3,16) nos
regala «tesoros del saber» (Col 2,3) y «¿cómo es posible que con él [Jesús] no nos regale
todo?» (Rom 8,32).
A Dios se le bebe a buchitos pequeños, entreverados en lo cotidiano y banal. Esa
parquedad divina desespera y nos lleva a construir «aljibes agrietados que no retienen el
agua» (Jer 2,13). Daña, según Teresa de Jesús, vivir «acostumbrados a andar
derramados», ya que ello trae «sequedad y disgusto […] y tan mala gana para venir a
sacar el agua» [26] . Mal lo tenemos si cruzamos esta edad desparramados y sin labrarnos
un espacio interior. ¡A veces ocurre el milagro de «llover mucho, que lo riega el Señor
sin trabajo ninguno nuestro»! De repente nuestra indigencia atisba un fulgor y

53
respiramos una impensada felicidad. Pronto vendrá la añoranza tras la breve maravilla,
pero tranquilos. Así lo canta Sánchez Rosillo:

«No, la luz no se acaba, si de verdad fue tuya.


Jamás se extingue. Está ocurriendo siempre.
Mira dentro de ti,
con esperanza, sin melancolía.
No conoce la muerte la luz del corazón.
Contigo vivirá mientras tú seas:
no en el recuerdo, sino en tu presente,
en el día continuo del sueño de tu vida» [27] .

Nuestra inquietud y desmesura nos confunden y nublan el deseo de Dios. La


manzana seductora, Caín y tener las tierras del hermano, la Babel que «alcance el cielo
para hacernos famosos» (Gn 11,4) son historias de todos los tiempos. Hay, en la Sacra
Pagina, un lugar privilegiado donde dos formas de tener sed se entreveran y embellecen,
pasaje inagotable y bellísimo: el de la samaritana. En ella, la humanidad sedienta va por
agua de mil maneras. Hora de sexta: pleno sol y plena insatisfacción humana. Nuestra
hora. La mujer sin agua corriente: «¡Las doce y la comida sin preparar! Y ahora tocan
dos kilómetros de ida y volver cargada, en la pesada rutina de todos los días». No
imaginaba que por otro camino, desde las montañas de Judea, un hombre distinto a todos
los que había conocido caminaba jadeante con pasos apresurados, hacia el pozo con sed
extraña. Había dejado atrás a sus discípulos para pedirle de beber. Ella pensaría: «Yo a
por agua para otros. ¿Y de mí quién se cuida? Cinco hombres tuve y todos me dejaron
por otras más jóvenes. A la hora de comer y la cama, esperándome, pero cuidarse de mí,
ninguno». Y de pronto, hacia los eucaliptos del pozo cercano, lo de siempre: un hombre
al acecho de sus pasos desairados. Con ella, sedienta, nuestra humanidad en busca de
más de lo mismo.
La conversación la conocemos. Jesús, sudoroso y cansado, la dignifica poniéndola
en el lugar del que puede dar. Ella, anclada en la sospecha de tanto aprovechado, le
expresa su desconfianza: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy
samaritana?». Jesús, conocedor del alma femenina, la pica en su curiosidad: «Si tú
supieras…». Ella, altanera, lo desprecia comparándolo con Jacob, que les dejó pozo
abundante para personas y ganados. Jesús se dirige al fondo de su rutina diaria en la
brega de conseguir agua, prometiéndole una que no se acaba cada día. ¡Eso ya es otra

54
cosa! «Señor, dame agua de esa», pide con respeto estrenado. Jesús ahora pasa de un
agua a otra, la que calma el corazón: «Muy bien dicho que no tienes marido, porque has
tenido cinco, y el de ahora no es tu marido». Y recoge la verdad de lo que ella dice,
vadeando lo que oculta. «En eso has dicho verdad»: estás sola. Aprovecha su intento de
evasión a una falsa inquietud religiosa, conduciéndola de su desmesura e inquietud al
«espíritu y verdad», más cerca de lo que busca sin saberlo. Un último intento de
escapada: «El Mesías […] nos lo explicará todo». Jesús se presenta, contundente y
franco: «Soy yo, el que hablo contigo».
Mendiga Jesús, no los insatisfechos y sedientos. Él toma la iniciativa con cada
persona –de maneras creativas e insospechadas– para revelar su don. Jesús, a todos,
como a la samaritana, nos va llevando por inquietudes y desmesuras hacia lo bueno de
conocerle. Nos escudamos en distancias y desconfianzas, étnicas, culturales o religiosas,
pero la verdad de Dios –Jesús– se va abriendo paso, derribando nuestros estrechos
esquemas tradicionales para hacernos confesar humildemente que nuestros cinco, y mil,
emparejamientos nos siguen dejando insatisfechos y con sed. Aquel «judío» se ha unido
a su amarga experiencia y la ha dejado sin escapatoria ni razón para seguir sedienta.
¿Qué le queda? Confesar su esperanza: «Yo sé que el Mesías [...] nos lo explicará todo».
La sosera del beber cotidiano nos empuja a aljibes más llamativos. El rocío del
Éxodo, recibido al principio con alegría y sorpresa («blanco como semilla de cilantro y
dulce como hojuelas de miel», según Ex 16,31), se hizo pesado: «¡No se ve otra cosa que
maná!» (Nm 11,6). La fidelidad de Dios era de agradecer, pero ¡su menú era tan poco
variado! Querían novedad. Igual nosotros: bombardeados por mil novedades, queremos
marcha, movimiento, bulla. En soledad, no somos nadie. Buscamos ruidos, cosas, viajes,
actividades. Lo que nos rodea está lleno, pero no sabemos de qué.
¿Qué hacemos con la inquietud? Alguien con una hipoteca empieza a dormir mal,
sufre vómitos matutinos, le diagnostican depresión o fibromialgia, lo medican y se le
oculta la causa, que no es la hipoteca, sino él. La inquietud pena por más coche, más
casa. El roble quiere ser tan alto como el pino, que sufre por no dar uvas como la vid,
que sueña con dar rosas, apenadas por no ser fuertes como el roble. Confundimos
nuestras necesidades básicas con esa insatisfacción humana, esa ansiedad por tener, por
lograr, por conseguir poder, prestigio o dinero. Nos distraemos con ellas, viviendo en un
«sindiós» de vacío interior y de insatisfacción permanente. Dios es el más allá de todo.

55
Si me instalo en caprichos y manías del más acá me instalaré en la sed… y el tren me
tentará.
Hay que calmar la inquietud y la desmesura. La sed de Dios no, sino aumentarla,
doliéndonos de que sea infinitamente más lo que dejamos al beber de él que lo que
tomamos. Esta alta y noble edad lo posibilita como nunca… si…

… abandono aljibes falaces: «Oh verdad, luz de mi corazón, ya no me hablan mis


tinieblas; me equivoqué, pero me he acordado de ti; y ahora vuelvo sediento y fatigado
hasta tu fuente» [28] .

… modero mi desmesura y «los ojos insaciables» (1 Jn 2,16).

… tranquilizo mis inquietudes en él: Dios, difiriendo su promesa, ensancha el deseo, y


ensanchándolo, lo hace capaz de mayores dones.

… doy de beber al sediento: «Cualquiera que dé de beber, aunque sea un vaso de agua
fresca, a uno de esos humildes […] no perderá su paga» (Mt 10,42).

… practico la justicia y bebo de su palabra: «… Irán errantes, vagando de norte a sur


[…]. Aquel día desfallecerán de sed las bellas muchachas y los mozos» (Am 8,12-13).

… me asocio al gemido universal (cf. Rom 8,22): hay gemidos ocultos, que nadie oye,
que los hago incansablemente míos.

El mundo gana o pierde en mi envite. Si vivo desmesuradamente, desmesuro al


mundo. Si me pueblo de inquietudes sin resolver, inquieto y desazono. Si acallo y
modero mis desmesuras e inquietudes, mis ambiciones y altanerías, el mundo recibe
esperanza que dura. Desajusto mis deseos, el mundo se desajusta; me saneo, se sanea el
mundo. Así lo canta Dámaso Alonso:

«Hombre es amor. Hombre es un haz, un centro


donde se anuda el mundo. Si Hombre falla,
otra vez el vacío y la batalla
del primer caos y el Dios que grita “¡Entro!”» [29] .

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La desmesura del «seréis como dioses» desestabilizó para siempre a una humanidad
de inquietudes y fatigas sin cuento. Antiguos navegantes cantaban gloriosos: «Navegar
es necesario; vivir, no». Para vivir, basta beber de cualquier fuente; para navegar, hay
que dejarse llevar de la sed de Dios. ¡Buena edad!

57
SEGUNDA PARTE:
SABIDURÍA PARA
NAVEGAR ESTOS AÑOS

58
5.
Asalto a la alegría

Es frecuente, lógico y hasta bíblico asociar edad avanzada con tristeza: «¡Quién me diera
volver a los viejos días, cuando Dios velaba sobre mí, cuando su lámpara brillaba encima
de mi cabeza y a su luz cruzaba las tinieblas! ¡Aquellos días de mi otoño, cuando Dios
era un íntimo en mi tienda […] y me rodeaban mis hijos!» (Job 29,2-5).
Job añora dos alegrías, escasas hoy: cercanía de Dios y de los hijos. Mayor tristeza,
más abrumadora y detallada, nos golpea en el Eclesiastés, ya mencionado antes: días
aciagos + pérdida de vista + pesares y nublados + fuerzas menguadas de miembros
otrora robustos + pobre dentadura que apenas muele blandos alimentos + retirada de la
calle hostil + viejo molino que apenas digiere + silencio de pájaros y canciones ayer
alegres + angustias y miedos + cortejo fúnebre de familiares y amigos + frágil hilo de
plata + quebradiza copa de oro de mis vinos + todo me sabe a quebranto, a cántaro roto,
a polea que no saca agua del pozo + polvo que vuelve a la tierra (cf. Ecl 12,1-7). Heridas
y menguas en la carne presenciadas por un yo deteriorado que ve desaparecer amigos o
familiares que fueron todo para él.
Tal cúmulo de asaltos pone a prueba, implacablemente, la madurez personal
alcanzada o frustrada. Si la mirada al pasado me satisface, anidará en mí una satisfacción
de vida bien empleada. «Integridad» lo llama Erikson. Algo así como una proclamación
humilde y gozosa de que he sido una versión digna –si no completa– de lo humano. Pero
si el balance da que no supe resolver encrucijadas y conflictos claves de mi
peregrinación (educación de hijos, relación de pareja, trabajo), me inundará el
sentimiento de «desesperanza» al ser tarde para corregir lo vivido. Integridad frente a
desesperanza evalúan, interpretan y reinterpretan lo vivido de muy distinta manera,
dejando un sabor esencial opuesto. A veces esta revisión se produce sin complicaciones.
Otras, no. Lo decisivo es que se logre dar sentido incluso a lo que, en su momento, no lo

59
tuvo. Robert Butler subraya que la cercanía de la muerte y la creencia o no creencia en
Dios impactan en la hondura, problematicidad o esperanza de este momento en el que
nadie me puede sustituir. Se siente, más que nunca, que mi vida es única y, en sus
últimos pliegues, difícilmente compartible. Si se acierta en este recodo, se acierta en
todo, dando un significado nuevo y singular a lo vivido.
Este rasgo de los tramos últimos del vivir llevó a algunos científicos a afirmar que
la «desvinculación» o retirada de la sociedad era una estrategia sabia para encontrarse
consigo mismo. Se alegaron numerosos hechos contrarios. De ahí que prevaleciera
apoyar la «actividad» e implicación en el entorno. Cabe sondear tres categorías de
actividades: sociales (visitar a familiares o amigos, por ejemplo), productivas (escribir,
jardinería, cocina…) y solitarias (coleccionar, ordenar álbumes, encuadernar…).
Muchos investigadores avalan que los adultos ancianos que se mantienen activos y con
mayores niveles de energía y actividad envejecen de manera más positiva y muestran
mayor alegría y satisfacción con la vida. Normalmente, para evaluar el grado de
bienestar, se pide que sitúen su nivel de felicidad en una escala de cinco puntos que
oscila desde el 1 («feliz e interesado por la vida») hasta el 5 («tan infeliz que no merece
la pena»).
La teoría de la «selección socioemocional» señala que los adultos mayores se hacen
más selectivos con las redes sociales disponibles, debido a la importancia que otorgan a
la satisfacción emocional. Suelen preferir individuos conocidos, fiables, que prometen
relaciones provechosas y no conflictivas. Las relaciones tangenciales mantenidas en la
vida dejan el lugar a los amigos cercanos y fiables y a la familia. Dicho de otra manera,
los adultos mayores afinan más y exigen más quilates a los amigos. Aun así, es diferente
la criba si el objetivo que desea conseguir el individuo está relacionado con el
conocimiento o es más emocional y buscador de sentido y calor.

Batallada alegría y trabajado optimismo


A esta edad se sabe que la verdadera alegría no puede ser abundante ni barata. El
optimismo tampoco. Hay que construir los dos, ladrillo a ladrillo. Sobre la erosión
impuesta por la edad, la alegría es asediada desde afuera por oleadas gigantes de malas

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noticias globales y por una epidemia cultural de pesimismo. Es necesario trabajarse una
recia alegría, un optimismo combatiente que sepa luchar como se defienden las
trincheras. Recostarse aplatanadamente, arrellanarse frente al televisor, lamerse las
heridas del pasado o del presente no garantiza la alegría de la que aquí hablo. Propondré
algunas ideas para trabajarse el optimismo y para acoger la alegría verdadera.
A Teresa de Ávila le llegaron nuevas de la catástrofe de la Iglesia con la irrupción
primera del protestantismo. Nada de gestos de espanto y derrota. ¿Qué hacer?:
«Determiné hacer eso poquito que yo puedo y es en mí, que es seguir los consejos
evangélicos con toda perfección que yo pudiese y procurar que estas poquitas que están
aquí hiciesen lo mismo».
Vivimos una auténtica epidemia de depresión. Muchos sociólogos de la salud
piensan que hemos pasado de la era de la ansiedad a la era de la melancolía. Algunos
datos: casi un tercio de los chicos de 13 años tienen síntomas claros de depresión y, para
los de 15 años, el 15%. La probabilidad de que un nacido después de 1955 tenga una
depresión es tres veces mayor que la de sus abuelos. Solo un 1% de los nacidos en
Estados Unidos antes de 1905 fueron depresivos. Hoy día, se llega a un 6%. Según una
investigación hecha con 39.000 personas, la probabilidad de que los nacidos entre 1945
y 1954 tengan depresión antes de llegar a los 34 años es diez veces superior a la de los
nacidos entre 1905 y 1914. Algunas razones culturales de esta epidemia son:
❏ Se ha pasado de una sociedad de «lograr» cosas luchando a otra de «sentirse
bien» y, consiguientemente, de menos espíritu de lucha y menos tolerancia a la
frustración.
❏ La búsqueda ansiosa de sentirse bien junto a la mayor libertad derivan en usos
no sanos de consumo, drogas, ludopatías, satisfacción sexual, etc.
❏ Cuatro grandes horizontes perdieron su atracción: Dios, nación, familia y
deber.
❏ La fuerte erosión del núcleo familiar y el número de divorcios duplicado
conducen a la pérdida de modelos válidos de ser y a una mayor indiferencia de
los padres hacia los hijos y viceversa. Según F. Goodwin, director del Instituto
Nacional de Salud Mental de Estados Unidos, «la pérdida de una fuente sólida
de identificación es la principal causa de la depresión».

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❏ La inestabilidad laboral es otra fuente de depresiones. Las empresas se
deshacen del personal sobrante con gran frialdad y sin respeto a los problemas
humanos causados.

Ante esta epidemia, muchos psicoterapeutas se limitan a tapar déficits psicológicos.


No basta: hay que ayudar a encontrar sentido en la vida. Los psicólogos ayudamos, a
veces, a arreglar escaparates de tiendas que no saben si vender es lo suyo. Faltan
pedagogos del alma.

Clarificando términos: alegría, optimismo, felicidad


Siendo conceptos vecinos, el diccionario «María Moliner» los matizará.
De alegría nos da un doble significado: «sentimiento que produce en alguien un
suceso favorable o la obtención de algo que deseaba o que satisface sus sentimientos o
afectos» («me alegro de tu vuelta») o bien, más establemente, «cualidad o estado de
ánimo habitual del que se siente bien en la vida, tiene tendencia a reír y encuentra
fácilmente motivos para ello» («la alegría de esa muchacha es contagiosa»). A esta
segunda acepción nos referimos. No hablamos de ser divertidos. La diversión y la alegría
se relacionan entre sí como la superficie y la profundidad. La alegría es profunda porque
afecta al punto anímico central del ser humano, al que abarca por entero. La auténtica
alegría proporciona a nuestras percepciones un brillo especial, da luz nueva a la
existencia, tanto al pasado como al futuro. La diversión está ligada al momento. La clave
de la alegría está en descubrir que tenemos alma y que compensa amueblarse por dentro
y explotar las dimensiones del espíritu. Alegría no es igual al sentido del humor. Se
puede tener una sin el otro, aunque cierta dosis de humor ayuda a mantener la alegría. El
humor no es cosa de broma, pues confiere cierta invulnerabilidad que produce alegría. El
humor se niega a que el sufrimiento o la frustración triunfen e incluso traza una pirueta
en circunstancias traumatizantes. Según Lersch, el humor ve lo humano en su
insuficiencia pero, aun así, como espejo del amor que Dios profesa a su creación y a sus
despistadas criaturas. El humor es amor y piedad hacia el mundo, incluso en sus
defectos. Enemistarse con el mundo es mala cosa.

62
Del optimismo se nos dice que es la «propensión a ver o esperar lo mejor de las
cosas». No es decirse cosas bonitas a uno mismo, ni proclamar que el mundo es de color
de rosa. Supone adquirir un sistema sano de explicación de por qué ocurren las cosas. No
es un sustituto barato de la esperanza. La indeterminación del porvenir es conducida por
el optimista hacia la esperanza. El optimista se propone mejorar, al menos, su entorno.
Sigue el proverbio árabe: «Ya que no puedes ser una estrella del universo, sé una
lámpara en tu casa». No se entrega a ensoñaciones inalcanzables; se equivoca García
Lorca al decir que el optimismo es propio de las almas «que no ven el torrente de
lágrimas que nos rodea, producido por cosas que tienen remedio». El optimismo sano es
capaz de reconocer las situaciones prometedoras y también las que anuncian desastres,
pero huye de la desesperanza incapaz de representarse un futuro mejor. El
constructivismo nos ha enseñado que no son los hechos en sí, sino las interpretaciones
que de ellos hacemos, las que determinan nuestra visión del futuro. Fomentemos
visiones positivas del futuro.
La alegría de la que hablamos no nace de encontrar la felicidad, sino de realizar con
la propia vida una obra digna de la condición humana. Es más, la búsqueda obsesiva de
la felicidad es un obstáculo para ser alegre, pues la deificación de la felicidad la
ahuyenta. Erramos al suponer que el dinero es el camino más directo hacia ella. Para
labrarse una vida auténtica hay que apartar la felicidad del objetivo central. La persona
auténtica cultiva los valores con los que ha comprometido su existencia y se olvida de
medir su propia felicidad. El neurótico y el hedonista, que invierten gran energía en ser,
directa y explícitamente, felices, aparecen con frecuencia descontentos y contrariados.
La felicidad huye de la mano que, ansiosa, quiere atraparla y se posa en la palma del que
se olvida de ella. Recuerdo una escena de Cristóbal Colón, de Nikos Kazantzakis, en la
que Jesús responde a su madre, que intercede por Colón, el cual arrastra una vida dura en
amenazantes océanos: «¿Por qué compadecerlo, madre? Lo amo. Yo lo llamé Cristóbal
para que me tomara sobre los hombros y me pasara a través del océano. Me ha tomado.
Y, desde entonces, ¡ya no acepta la felicidad!».

Cómo trabajar el optimismo

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Traigo sugerencias de Martin Seligman, reconocido especialista en educación del
optimismo. Me alejo del movimiento por la autoestima y fomento de sentimientos
positivos de Vincent Peale y otros, que se vino abajo con la muerte de Kennedy, el
Watergate y el declive del 68. Estos animan al niño con mensajes del tipo «eres
especial» o «apláudete a ti mismo», olvidando el cómo actúa objetivamente. Para no
herir su autoestima, nada de suspensos, evaluaciones, memorizar o trabajo duro.
Branden, huyendo de base tan frágil, basó la autoestima en capacitar a la persona para
pensar y lidiar con los desafíos básicos de la vida. Sentirse bien nace de la capacidad de
controlar las cosas, de trabajar, de superar la frustración, de aguantar el aburrimiento y,
al fin, ganar.
¿De dónde viene el optimismo? Hay un cierto componente genético, pero de menor
importancia que el educacional. Es distinto decir que un rasgo es «heredable» a decir que
es «causado genéticamente». Lo genético es ser guapo, alto o con habilidad motriz,
características que producen optimismo. Todas las investigaciones muestran que la
correcta educación de padres y profesores facilita crecer en optimismo. Carol Dweck
averiguó que a las niñas se les critica su habilidad (rasgo permanente), mientras que a los
niños se les dice que «no se esfuerzan» o «no prestan atención» (rasgo temporal). De ahí
que los hombres sean optimistas acerca del trabajo, atribuyendo el fracaso a causas
temporales o externas, y pesimistas sobre su habilidad interpersonal. Las mujeres, al
contrario.
Dos actitudes ayudan al optimismo. Una es desarrollar respuestas voluntarias con
resultados pretendidos, superando obstáculos y temores (quiero estar ágil, pues hago
ejercicio, venciendo la pereza). La segunda es descubrir por qué fracaso, pierdo
memoria, etc. Me explico. Si una mujer, por ejemplo, se adelanta al marido en alguna
tarea algo esforzada, diciéndole que no le importe, que «para eso está ella», comete dos
errores: lo va «pasivizando» y, además, no le propicia interpretar su fracaso o disminuir
la dependencia.
Se corrige el pesimismo aprendiendo cuatro habilidades:
a) Cazar pensamientos que me vienen cuando fracaso en algo (recordar algo o
encontrar las gafas). ¿Me digo, sin más, «irremediablemente me estoy
haciendo viejo»?

64
b) Evaluar pensamientos automáticos («siempre meto la pata») y ver si son
exactos o exagerados. Puedo preguntarme: «¿Siempre? ¿Es tan grave la cosa?
¿Puedo ejercitar mi memoria?».

c) Buscar explicaciones ajustadas a lo que me ocurre: «me pongo nervioso y


quiero hacer las cosas deprisa»; «no pongo medios, no leo, para contrarrestar
mi edad».
d) Desdramatizar los «y si» («¿y si me ocurre tal cosa, o tal enfermedad?»).
Representarme lo peor, mejor y más probable que pueda pasar, y encarar las
posibilidades con serenidad.

Pesimistas y optimistas interpretan la realidad de maneras distintas. El pesimista


otorga permanencia larga a los fracasos: «nadie me va a querer así nunca». El «nunca»
y el «siempre» acuden rápidamente a los fallos de los pesimistas. Pero, si le salen bien
las cosas, le atribuye permanencia corta: «me salió bien tal tarea porque me maté a
trabajar». El optimista atribuye el éxito a causas estables: «siempre me sale bien porque
trabajo y me organizo bien». Por otra parte, el pesimista tiende a la generalización de lo
malo («todos los médicos atienden mal al paciente»; «ninguna medicina vale»). El
optimista concreta: «esta doctora se ha equivocado» o «a una nuera no le caigo bien».
Por otra parte, atribuyen los fallos de distinta manera. El pesimista se los atribuye a él
mismo. El optimista busca también causas externas. Para los éxitos, justo a la inversa.
Es importante, también, analizar la creencia desde la que interpreto lo que me
ocurre: ante la distancia de mi mujer cabe pensar «mi mujer se distancia porque no me
quiere» o «quizás esté preocupada con alguna cosa suya». Las investigaciones prueban
que nos jugamos el optimismo o pesimismo en nuestras interpretaciones de los hechos.
Si Jonas Salk, descubridor de la vacuna contra la polio, se hubiese rendido en uno de sus
605 intentos de destruir el virus, con una interpretación entorpecedora («soy un
cabezón», «esto es incurable», «lo mejor es dejarlo»), no hubiese llegado a la 606, en la
que se logró la vacuna (llamada precisamente vacuna Salk). Si huimos de fracasos,
perdemos oportunidades. Un mayor con autoestima tiene mucho ganado. El movimiento
de la autoestima banal produce una juventud poco capaz de intentarlo 606 veces.
Alabando éxitos baratos, producimos generaciones de fracasados muy caros.

65
¿Cabe trabajarse el optimismo, y también la alegría verdadera, desde la fe? La
primera creencia que ayuda es pensar que Dios es aliado favorable y que quiere
ayudarnos hasta en lo pequeño. En Caná, mandó llenar seis tinajas vacías. No es casual
que el primer milagro de Jesús fuese aportar más vino a la alegría de una pareja. Quien
vive en la fe viva en un Dios amigo –no en la adquirida de manera meramente
sociológica– se apunta a la alegría. Hay distancia entre saber sobre Dios o sobre Cristo y
fiarse y creer en él. Pero Jesús llenó las tinajas porque alguien –María– creía en su
bondad y en su palabra. La alegría de aquella fiesta dependía de la fe de una persona, que
aguanta un primer rechazo: «¿qué nos va a ti y a mí?». Aléjate de la desesperanza del
«¡Nada espero! El abismo es mi casa, extiendo mi lecho en las tinieblas. A la
podredumbre la llamo madre; a los gusanos, padres y hermanos. ¿Dónde ha quedado mi
esperanza? Mi esperanza, ¿quién la ha visto?» (Job 17,13-15). Dios sigue cerca de Job,
aunque él no lo sienta en medio del dolor que lo visita.
El segundo pensamiento positivo es creer que Dios no se ha jubilado. No pocos
mayores, crecidos en épocas en las que la fe era más vigente y compartida, se duelen de
que hijos y nietos se alejen de Dios y de la Iglesia y vivan, de hecho, sin echar de menos
a Dios, aunque quizás admitan tibiamente su existencia. Pierden la fe sin atravesar crisis
alguna; les basta respirar el aire que los rodea. Pueden, incluso, sostener actitudes
conservadoras y duras con apariencia de fe recia. Quizás la corteza se ha endurecido,
pero el tronco está hueco. Mirando a los que acuden a las iglesias, podríamos decir:
«Quedamos bien pocos de la multitud» (Jer 42,2). Es duro sentir esta imposibilidad de
transmitir a mis seres queridos lo que me ha dado sentido toda la vida. Es dura de llevar
esta insignificancia medular, acompañada de frases compasivas: «Abuela, eso era para
tus tiempos, pero hoy nos basta con ser libres y hacer lo que creemos sin más
preocupaciones ni líos». Resistir, y quedarse sin tristeza con el puñadito del resto, es
duro; solo se logra dialogando con Dios y su misterio. Así no se nos apagan las velas
antes que la vida. Judas Macabeo anima así a sus pocos soldados agotados y en guerra
frente a un fuerte ejército de gente impía y bien armada: «No es difícil que unos pocos
envuelvan a muchos, pues a Dios lo mismo le cuesta salvar con muchos que con pocos.
La victoria no depende del número de soldados; la fuerza llega del cielo» (1 Mac 3,18-
19). Los números no lo son todo.

66
El tercer pensamiento revitalizador es caer en la cuenta que Dios se ha hecho
presente muchas veces en la historia apoyándose en personas entradas en años: «Te hago
padre de una multitud de pueblos. Te haré fecundo sin medida […]. Abrahán cayó rostro
en tierra y se dijo sonriendo: “¿Un centenario va a tener un hijo, y Sara va a dar a luz a
los noventa?”. [...] “¿Hay algo difícil para Dios?”» (Gn 17,5.17; 18,14). Así también
Moisés: «He cumplido ya 120 años, y me encuentro impedido» (Dt 31,2). Y Eleazar, y
Simeón y Ana, y tantos muchachos como Juan XXIII.
La cuarta veta de alegría llegará si seguimos aprendiendo. Por mucha sabiduría que
almacenemos, hay que seguir buscando y no juntarse a los que, como Jonás, se sientan a
esperar el destino de Nínive (Jon 4,5). En la edad prolongada puede darse el club de los
que, frente a los sinsabores de la cultura actual, se refugian en algún tipo de orilla y se
distancian afectivamente de las gentes. Coleccionan todas las críticas posibles sobre las
nuevas generaciones, o sobre las nuevas modas o los gustos de quienes los rodean.
Invocan altos principios, pero, carentes de misericordia, desean los siete males a aquellos
que no los siguen. Dios tiene mucha comprensión de las tonterías de todas las épocas:
«¿No voy a apiadarme yo de Nínive, […] que no distingue la derecha de la izquierda?»
(Jon 4,11). Se recupera alegría compartiendo la mirada bondadosa de Dios sobre el
hombre: «Te compadeces de todos [...] y cierras los ojos a los pecados de los hombres
para que se arrepientan. [...] A todos perdonas, porque son tuyos, Señor amigo de la vida.
Todos llevan tu soplo incorruptible» (Sab 11,23–12,1).
La quinta vereda por donde llega la alegría es creer que lo nuevo puede traer
también mucho bueno. No es bueno, ni verdadero, pensar que «todo tiempo pasado fue
mejor». No digas: «Las cosas andan mal; allá en mi tiempo, cuando era joven…». No
hay que vivir solo de recuerdos y añoranzas. Se puede mirar el futuro con alegría y
esperanza: «No recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo. Mirad que realizo algo
nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis?» (Is 43,18-19). Hay que ser benévolo en los
juicios sobre los nuevos gustos y tendencias: cada época tiene su paladar. Conviene
apartar la amargura porque surjan ideas que contradicen las mías. El humor estimula la
dopamina, una hormona y neurotransmisor que nos hace «sentir bien». La risa relativiza
preocupaciones. Ponte nuevas metas, haz planes, aunque sean más modestos. Mantén
vivas y cordiales relaciones humanas con amigos, familia, compañeros. Convive sin

67
inmiscuirte en los problemas de los demás. A veces ayuda «ver, oír y callar». No
condenar. Tratar de escuchar, más que contar batallitas de antaño.
Luchemos por la alegría que lleva a abrirse, abrazar y darse. La alegría apoya
propuestas y se abre a novedades. La diversión, más superficial e individual, no conlleva
esta transitividad. La alegría ingresa inmediatamente en nuestra intimidad, vivenciada
como un don, y se nos muestra con una fisonomía de claridad y luminosidad. Y eso, aun
en goteras y penalidades. Escribe Pablo a los corintios: «Reboso alegría en medio de
todas mis penalidades» (2 Cor 7,4). El profeta Habacuc saltaba con «piernas de gacela»
entre rebaños y campos arruinados (Hab 3,17-19). Con la llegada de Jesús, este camino
hacia la alegría plena se ilumina de una manera inesperada y se carga de inesperadas
paradojas y sorpresas. Él inicia su ministerio dirigiéndose, antes que a nadie, a los
sumergidos en toda suerte de tristeza (pobres, cautivos, ciegos, oprimidos; Lc 4,18-19).
Estaremos más alegres si apoyamos tareas del Reino (paz, justicia, educación), aunque
no seamos los protagonistas (cf. Mt 5,1-10).
La única tristeza definitiva es la de no llegar a ser en plenitud lo que en verdad
somos. Es decir, no haber logrado la autenticidad. Me viene a la mente una frase de Paul
Tillich en El coraje de existir: «¿Qué es el coraje? Decidirse a ser lo que se es. Esta
elección básica nos capacita para administrar la vida que tenemos, apostando a unas
posibilidades que condenan a otras al olvido. Esta decisión llena de una alegría
insobornable, porque está hecha a favor de la Vida que desea superarse a sí misma: la
vida buena y la vida valerosa. Es la vida del “alma poderosa” y del “cuerpo triunfante”
cuyo gozo de sí mismo es virtud» [30] .

Acabo con un convencimiento curioso: solo los alegres saben incluir lo trágico
como ingrediente «normal» de la vida personal y colectiva. La persona madura no ignora
el peso de lo real. La alegría del mercado y las diversiones quiere ignorarlo, haciéndonos
dedicar nuestro tiempo y energías a «diversiones» que suministran poca alegría,
convirtiéndonos en espectadores pasivos de representaciones que se presentan como
graciosas, sin darnos la alegría verdadera. Marginado lo trágico, se aleja la honda
alegría; arrumbado el dolor de lo real, se aleja la alegría.

68
6.
Cumplir años o cumplirse a sí mismo

Abordo una tarea propia de estos años, cargada de perplejidades, muy falta de luces y
frecuentemente olvidada. Hablo del logro de la madurez religiosa. ¿Ayudaré?
El hombre, ser temporal, no siempre se lleva bien con el tiempo. Por eso el salmista
pide «llevar buena cuenta de nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato»
(Sal 90,12). Somos animales que ajustan mejor los ojos a la luz, los pulmones al aire, los
pies a la tierra que nuestro ser espiritual al entorno. Nuestro equilibrio animal puede ser
perfecto, aun siendo gente inmadura. La psicología y el sentido común descubren
desajustes entre tiempo cronológico y psicológico, entre edad y madurez: «repelente
niño Vicente» o joven que «ya es hora de que siente la cabeza», o quien «coge el último
tren» o «viejo verde» ridículo aventurero a deshora. Así es. «Tenemos la edad que nos
sentimos dentro», sentencia James Joyce en su Retrato del artista adolescente.
Desarrollarse se asemeja al avance de varias alas de ejército, donde lo psicomotor,
lo cognitivo, lo afectivo, lo social, lo sensitivo no siempre van a la par. Hay quien crece
en lo intelectivo y se atasca en lo afectivo. Aquí me limito a sugerir pistas para situarnos
en el proceso de crecimiento religioso. Encontramos gentes crecidas en años, pero con el
traje de marinero de la primera comunión, sin haber logrado una fe personal
comprensiva de la pobreza humana y la grandeza divina [31] .

Elementos esenciales de toda fe


La elaboración de la fe es un proceso dinámico de construcción y compromiso por el que
anclamos confianza y lealtad, dependencia y seguridad, en centros de valor y en
imágenes y realidades de poder. En esa fe encontramos coherencia para apuntarnos a

69
vivir pertenencias grupales y a compartir vida con quien participe de esos valores
sustentados en algunos relatos fundamentales.
Los centros de valor (amor, familia, trabajo, mundo) orientan decisiones y
compromiso. Las imágenes y realidades de poder (protección divina, mediaciones de
ella) socorren la vulnerabilidad e indefensión del hombre. Los relatos fundamentales
interpretan la vida desde una historia sagrada (creación, alianza, salvación, juicio) en la
que se expresa la relación de Dios con el hombre y viceversa.
Madurar en la fe pide profundizar en los tres ejes. El desarrollo religioso capacita
para encontrar sentido al vivir y suministra esquemas de interpretación para la vida. Sea
que mi hijo tiene un accidente de moto y queda parapléjico o que tiene una enfermedad
incurable, podemos preguntarnos: ¿Dios permite esto? ¿Mala suerte? ¿Imprudencia de
los jóvenes? ¿Dios rige el mundo de manera misteriosa? ¿Una fe seria puede aceptar la
vida y el mundo tal cual es? Es decir, la vida fuerza a repensar a Dios y a sus
mediaciones institucionales o personales. Si esta reflexión no se da, la fe infantil se
muestra insuficiente. ¿Cumplimos años enriqueciendo los ejes básicos? Presento un
esquema de desarrollo del sentimiento religioso, teniendo en cuenta edades y posibles
atascos en el deseable avance. Recorro, esquemáticamente, los hitos mayores del
desarrollo religioso.

Religiosidad mágica
Corresponde a los tres primeros años de vida, en los que el niño se vive fusionado con
sus padres. Alcanzado el tercer año, el «yo» se perfila más. En esta etapa se sedimenta
un poso de confianza o desconfianza básicas, deudor del cariño y protección recibidos (o
no) de los padres. Desde esa experiencia original, el niño se sabrá deseado o no, valioso
o no, protegido o a la intemperie. Esto se traduce en un sentimiento de orden cósmico o,
por el contrario, de caos, según acudan o no a sus necesidades. En esta fase inicial, los
padres lo son todo para el niño, no solo por la comida y el vestido, sino para interpretar
realidades sencillas (perro, lluvia, dolor). Él depende de voluntades externas gigantescas
y todopoderosas ante las que poco puede hacer. Así, Kafka revive en El proceso o El
castillo al padre –juez o conde–, «hombre gigantesco, […] última instancia», que «podía

70
venir a mí casi sin motivo alguno, sacarme de la cama en plena noche y llevarme a la
terraza, o sea que yo no era absolutamente nada para él» [32] . Un adulto desarrollado en
inteligencia y cuerpo, pero estancado en esas vivencias arcaicas, arrastrará en lo religioso
un sentimiento de indefensión o confianza infantil y milagrera insuficiente para la vida.
Se siente estafado por Dios. ¡Dioses primitivos pedían sacrificar a los propios hijos y
solo quedaba acatar el destino! Así plasma esta ingenuidad primera José María Valverde:
«La tierra era una alegre manzana de merienda,
un balón de colores no esperado.
Los pájaros cantaban porque yo estaba oyéndolos,
los árboles nacían cuando abría los ojos» [33] .

¿Ninguno se halla aquí, en estas edades doradas?

Religiosidad mercantil
Florece entre los 3 y 6 años. Los padres siguen siendo inmensos, pero el niño descubre
estrategias para ganárselos. «Si cumplo… me darán un dulce o un paseo». Consigue lo
que pretende. Así, la religión y sus prácticas me garantizarán el cariño de Dios: un Dios
complacido, externo y todopoderoso, pero influenciable. Kohlberg lo llama «buen
chico». Falta interiorización y prevalece el conformismo frente a las expectativas
adultas. El niño crece en su capacidad representativa y en «animismo», que puede
engendrar potentes fantasías de miedo o terror. Este niño es muy receptivo a todo lo que
es imitación de palabras, gestos y ritos de los adultos en el ámbito de la fe.
Un adulto anclado aquí se adapta a «lo que se ha de hacer» (ritos, misas,
cumplimientos) pero no entra en relación personal con Dios, sino que se limita a cumplir
normas litúrgicas y deberes. Si cae en fallos morales, abandona la religión o la vive de
modo exangüe. Es la etapa del pensamiento egocéntrico –no egoísta–, que confunde la
propia perspectiva con la verdad en sí, y que degenera en rigidez difícil de desmontar.
Dice Pablo: «Mientras el heredero es menor de edad, en nada se diferencia del esclavo,
pues, aunque es dueño de todo, lo tienen bajo tutores y curadores […]. Igual nosotros,
cuando éramos menores, estábamos esclavizados por lo elemental del mundo» (Gal 4,1-
3).

71
¿Navego camelándome a Dios con alguna limosnita o devoción?

Religiosidad atada a lo concreto


La samaritana quiere dar con el sitio donde adorar a Dios: ¿aquí o en el Garizín?
(Jn 4,20). Entre los 7 y los 12 años, el niño ya es capaz de cuestionarse representaciones
de fe recibidas y se interroga sobre cuestiones (justicia, honradez, salvación) en relación
con la coherencia de sus padres o mayores. La recién estrenada capacidad de ponerse en
el punto de vista de los demás le permite cuestionarse sus propias interpretaciones. Esta
nueva posibilidad de ver en perspectiva le posibilita romper el egocentrismo. Quien se
estanca en esta edad, según Piaget, sacraliza las reglas de los juegos y encaja mal lo
interpretable o relativo, con peligro de fundamentalismo atado a la literalidad de textos o
ritos. Se queda en la sinagoga y Pablo se enfada: «¡Circuncisión o no circuncisión, qué
más da! Lo que importa es nueva humanidad» (Gal 6,15).
¿Me descolocó el Vaticano II porque desde entonces nada está claro y definido?

Religiosidad autónoma o Dios a mi servicio


Se presenta en la adolescencia (12-17 años), etapa en la que el sujeto se atrinchera frente
a los padres para salvar su autonomía, en un proceso de individuación que le diferencia.
Se debate entre la dependencia (por insuficiencia económica, laboral y psicológica) y su
deseo de marcar un territorio propio que le diferencie. Es un «yo» rabiosamente
afirmado y un débil «nosotros». Pero la autonomía adolescente es ambivalente: tanto
desea distanciarse como fundirse con otros, que le espanten angustias e inseguridades.
Por eso le arrebatan los happenings masivos, donde se disuelven la distancia y la
diferencia. Es la alegría de la «masa indiferenciada». El adolescente intenta poner a Dios
al servicio de la realización de su yo ideal.
El hombre que aparca aquí cree bastarse a sí mismo como único responsable de su
destino y, ahí, Dios queda relegado al mundo de la quimera, lo privado, la sacristía. Le
vale una ética civil apoyada en la mayoría, que decide lo que es bueno o no. Quien
huyera de individuarse sería atraído por religiosidades de fusión, en las que Dios me

72
incluye y arropa amorosamente. Pablo se distancia de eso: «No somos hijos de la
esclava, sino de la mujer libre. Para que seamos libres nos liberó el Mesías» (Gal 4,31–
5,1). A lo de Pablo yo lo llamo individuación relacional, en la que vivo diferenciado,
pero cómplice de los hombres, y tengo a Dios como fiel aliado, o al revés.
¿Tengo quejas ante Dios porque no me echó una mano cuando más lo necesitaba?

Religiosidad de realización personal


Aquí (18-25 años) se descubre la propia identidad. La adquisición de la inteligencia
abstracta posibilita al sujeto conocerse, sin miedo, a través de la imagen que otras
personas significativas tienen de él. Diría algo así: «No soy solo como me veo, sino que
quiero saber cómo me ves tú». Aquí, el hombre religioso no puede prescindir del último
de los hombres para oír a Dios, y no puede prescindir de Dios para oír al último de los
hombres. Este abandono de lo que llamo «yo confinado» abre a la reflexión acerca del
significado de mi vida para el conjunto de la sociedad y de la historia. Es decir,
distanciado de mí, me tengo a mí, pero integrado en algo más que yo. Lejos queda la
religiosidad de los que «desean tener cerca a Dios», pero sin preocuparse de cómo les va
a los demás (cf. Is 58,1ss). Por la fuerte dependencia del grupo, es vital en esta etapa el
dar con buenos compañeros y guías: «Observa quién es inteligente y madruga para
visitarlo, que tus pies desgasten sus umbrales» (Eclo 6,36).
¿Considero a Dios como algo útil y privado para mi uso y seguridad?

Religiosidad reflexiva
Es el paso del Dios nombrado al Dios creído y proclamado. Quizás no se logre antes de
los 20, y es más posible entrados los 30. Aquí predomina la reflexión, el diálogo con mis
propios fragmentos de identidades pasadas y la atención cauta a los ecos de lo que oigo
sobre mí, pero sin olvidar aquello de mí que solamente sé yo. En clave religiosa, me
siento autónomo, pero deseoso de auscultar el plan de Dios sobre mí. Toca reflexionar
sobre valores y opiniones «conflictuados» vehiculados por la cultura. Dios me es
mediado por la historia, las ciencias y las corrientes de pensamiento, en las que tengo

73
que descifrar su plan con la ayuda de mi razón y comprometerme con él desde mi
libertad iluminada por él y por las tradiciones de la Iglesia o credo a que pertenezco. La
autoridad, que antes me regía desde fuera, ahora debe manar de mi propio yo. La
pertenencia a la comunidad me ayuda, pero no me clausura y cierra. Reflexión personal,
pertenencia eclesial y sugerencia de Dios se integran: «Quien cultiva su campo se saciará
de pan» (Prov 12,11). Es tiempo de interiorizar y escuchar a Dios: «El hombre se
prepara por dentro, pero Dios le pone la respuesta en los labios» (Prov 16,1).
Los mayores de hoy hemos sufrido tal transculturación, desde nuestra monolítica
infancia hasta la «desequilibrante» multiculturalidad actual, que podemos llegar a pensar
que no es que esto o lo otro pueda ser verdad o no, sino que la misma matriz de la verdad
se ha esterilizado en la cultura. Si todo vale, nada es valioso. Es lo que los sociólogos del
saber llaman «mente sobrepasada». Decía Heidegger: «La creciente falta de pensamiento
[…] consume la médula misma del hombre contemporáneo: su huida ante el
pensar» [34] . En el último capítulo veremos a Etty Hillesum optar por la reflexión
personal: «Debo recogerme en lo profundo para dar forma a lo que hago». Muy sobrados
del pensar objetivo y calculador, nos hemos convertido en mendigos de la reflexión
meditativa, que busca salirse del tiempo que discurre para poderlo discurrir. Heidegger
llama serenidad a esta actitud, que se abre al misterio de las cosas que nos rodean y nos
arraiga en el misterio. Esta serenidad no acaece fortuitamente, ni por mero acumular
años. Cumplir no es cumplirse a sí mismo. Solo un pensar esmerado y vigoroso la regala.
¿He mantenido una fe infantil que me dejó inerme ante la complejidad de vida y
cultura?

Religiosidad conjuntiva
Más allá de los 35 o los 40 puede brotar un modo de creer en el que se revisa todo, no sin
angustia. Si se sale con éxito, se transita del Dios claramente definido al Dios que me
rebasa. Dante abre así la Divina Comedia: «En medio del camino de la vida, / me
encontré en un bosque oscuro, / habiendo perdido la recta senda». Es una etapa amante
de paradojas, donde las afirmaciones contrarias se sostienen mutuamente.

74
Espero aclarar esta bipolaridad, que trata de conciliar siete bipolaridades
paradójicas.
Libertad o dependencia: todos preguntamos hasta qué punto Dios permite que
hagamos lo que nos dé la gana. El juicio religioso evoluciona desde el considerarnos
dependientes hasta vernos libres ante Dios. En lo infantil, la dependencia se palpa, y la
libertad es concedida por los padres. Conforme progresamos, se ve que la libertad se
consigue entre experiencias de dependencia y que seguimos siendo dependientes, aunque
vinculados al Dios que libera. Dios se alegra y sufre con la libre voluntad del hombre.
Jesús se dedicó a las cosas del Padre, causando perplejidad y dolor a sus «padres»
(Lc 2,48-50). La religión auténtica escoge. Jesús, ante el destino que fuerza, toma las
riendas de su vida: «Cuando iba llegando el tiempo de que se lo llevaran, decidió
irrevocablemente ir a Jerusalén» (Lc 9,51). Tal decisión acelera el paso y sorprende:
«Jesús les llevaba la delantera y no salían de su asombro» (Mc 10,32).
¿Decido ante Dios, pero desde mí?
Trascendencia o inmanencia, que en la edad juvenil se ven como mutuamente
excluyentes: Dios, ¿interviene directamente o no? Dios, ¿está dentro o fuera del mundo?
En la madurez religiosa, la trascendencia se ve brotando de las buenas acciones de las
personas (estilo, escucha, interpretación y compromiso con el bienestar de otros). La
inmanencia se convierte en una prioridad necesaria para la trascendencia y viceversa. Un
vaso de agua fresca, un gorrión del campo, un sembrador, uno que pide aporreando la
puerta o la caída de una torre pueden ser signos de la trascendencia.

¿Vivo separando demasiado el mundo de tejas abajo y el de tejas arriba?


Esperanza o absurdo: el niño –salvo circunstancias extremas– no se cuestiona si el
mundo es absurdo. En la religiosidad conjuntiva, los dos se entienden mutuamente: la
esperanza supera el absurdo, pero el absurdo es condición necesaria –aunque no
suficiente– para que la esperanza sea verdadera esperanza. Justo cuando todo nos empuja
a sentirnos abatidos y agitados, podemos considerarnos granos de trigo que mueren para
dar fruto (Jn 12,24.27-28). Job, tras sufrir, dirá: «Te conocía solo de oídas, ahora te han
visto mis ojos» (Job 42,5).
¿Creo que esta vida no tiene sentido y está dejada de la mano de Dios?

75
Transparencia u opacidad: los padres y Dios, en las etapas primeras, dicen lo que
les gusta y el individuo lo aprende. Más adelante, algo puede revelar la voluntad de Dios
o encubrirla. El creyente vive en la tensión de que lo que parece signo (transparencia)
emana de lo misterioso (opacidad). Vemos, pero «a través de un cristal» de opacidad y
misterio. Lo real no es tan diáfano: «¿Cómo es que no sabéis interpretar el tiempo
presente?» (Lc 12,56). Cuando el Hijo gritó: «¿Por qué me has abandonado?», amaneció
para todos. El mendigo es oscuro, pero nos puede dar la Luz.
¿Soy de los que tienen una idea muy clarita de Dios y rechazo las dudas?
Fe (confianza) o miedo (desconfianza): al principio, la fe no deja espacio para el
miedo, ni el miedo lo deja para la fe. Más tarde, sin embargo, una fe fuerte y una
confianza profundamente sentida son ganancias de haber experimentado miedo o noches
oscuras del alma. En lo hondo, se escuchaba el «¡Confía en el Señor!», aunque
viviéramos en soledad, enfermedad o sufrimiento. En travesías de fuertes vientos y olas
encrespadas, en las que Dios parecía dormir «como soldado aturdido por el vino»
(Sal 78,65), se aprende a escuchar su «Soy yo, no tengáis miedo» (Jn 6,20).
¿Me siento apoyado en un Dios que está con la humanidad y conmigo o no?
Santo o profano: en etapas tempranas se vive un polo o el otro. En las intermedias,
se ven los dos polos muy separados, sintiendo, por ejemplo, que debemos abandonar
toda idea de lo santo cuando nos enfrentamos con el mundo. Más allá de los 40,
digamos, lo santo se experimenta en el corazón de lo profano y viceversa. Se deslocaliza
el culto auténtico y se coloca en «espíritu y verdad» (Jn 4,24). Así también, Cornelio,
centurión de la dominadora y odiada cohorte Itálica, está llamado a compartir con Pedro
las abundancias del Espíritu (Hch 10,47).
¿Creo que el Santo se puede entrecruzar con los pucheros de santa Teresa?
Eternidad o transitoriedad: como en todas las polaridades, los polos se reclaman
mutuamente poco a poco. Se descubre que la eternidad se aloja en el seno de instantes y
menudencias efímeras. La religiosidad madura integra estos extremos. Escribió Eugenio
d´Ors: «El más elevado ejercicio mental que puede hacer un hombre sobre la tierra
consiste en superar la contradicción entre lo eterno y lo histórico» [35] . Nosotros no
distinguimos: «para vosotros cualquier tiempo es bueno» (Jn 7,6). San Pablo nos enseña
a dar calidad eterna al instante, al rescatarlo de la transitoriedad «comprendiendo lo que

76
el Señor quiere» (Ef 5,15-17). El amor se estira más allá de la esperanza y de la fe, hasta
hincarse en él (cf. Mt 25,40).
¿Creo que los hechos y realidades pasajeras tienen eternidad por dentro?

Religiosidad mística
Dios se ha ido convirtiendo en pasión innegociable. Él es el horizonte último de madurez
y plenitud religiosa: está en mí y en todo lo que existe. La chispa del Maestro Eckhart
brilla dentro de mí. Él es el absoluto e incondicional en torno al cual construyo mi vida.
Dios es el verdadero protagonista de mi historia. Él me trabaja y yo trabajo en Él.
Enteramente mío, soy todo suyo. Mi corazón, como el del rey, es «acequia en manos de
Dios; la dirige a donde quiere» (Prov 21,1). Veremos más adelante la síntesis de Etty
Hillesum. Poco a poco, en estas edades, si la madurez acompaña, se va perdiendo interés
en el desarrollo del propio yo. Se cuida la congruencia personal y lo que Erikson llama
sentimiento de integridad. Es un amor desinteresado, que aspira a trasmitir un cierto
orden del mundo y un sentido espiritual, con un sabor a humilde propia dignidad, por
mucho que se haya debido pagar por ella... Se siente hondo respeto por otros estilos de
vida que dan sentido al esfuerzo humano, pero el poseedor de integridad está listo para
defender la dignidad de su propio estilo de vida contra toda amenaza [36] . Aquello de
Calderón: «el honor es patrimonio del alma». Este modo de vivir cuida el detalle, porque
«para quien lo pequeño no es nada, no es grande», como diría Ortega. Mencionaremos
más tarde a Eleazar como preclara imagen de integridad bíblica ante la muerte:
«¡Enviadme al sepulcro! No es digno de mí ese engaño. Van a creer muchos que Eleazar,
a los 90 años, ha apostatado […]. Eso sería manchar e infamar mi vejez. [...] Me
mostraré digno de mis años y legaré a los jóvenes un noble ejemplo, para que aprendan a
arrostrar voluntariamente una muerte noble por amor a nuestra santa y venerable ley» (2
Mac 6,23-28).
¿Hay en mí un algo de fascinado por Dios al que encuentro, discreto, en todo?

Hay quien, cumpliendo años, va cumpliendo su ser

77
Canta Jorge Guillén en su Cántico:
«¿Dónde extraviarse, dónde?
Mi centro es este punto:
cualquiera. ¡Tan plenario
siempre me aguarda el mundo!».

«¿Dónde extraviarse, dónde?», pregunta el poeta. De mil maneras, nos distraemos y


no acompasamos años y vida: «mi centro es este punto». Acumular años no coincide con
cumplirlos en verdad. Pocos años pueden ser muchos, si son cumplidos en verdad: «El
justo, aunque muera prematuramente, tendrá descanso. Vejez venerable no son los
muchos días, ni se mide por el número de años: canas del hombre son la prudencia; edad
avanzada, una vida sin tacha. […] Maduró en pocos años, cumplió mucho tiempo. [...]
Se dio prisa en salir de la maldad» (Sab 4,7-9.13). Saber medirlos es don: «Señor, dame
a conocer mi fin y cuál es la medida de mis años […]. Me concediste un palmo de vida,
mis días son nada ante ti. El hombre no dura más que un soplo, se pasea como un
fantasma; por un soplo se afana y atesora sin saber para quién» (Sal 39,5-7).
Crecer religiosamente es abrazar con cariño a la siguiente generación: «… hasta que
alcancemos [...] la edad adulta, desarrollo que corresponde al cumplimiento del Mesías.
Así ya no seremos niños, zarandeados y a la deriva por cualquier ventolera de doctrina, a
merced de individuos tramposos, consumados en las estratagemas del error. En vez de
eso, siendo auténticos en el amor, crezcamos en todo aspecto hacia aquel que es la
cabeza, Cristo» (Ef 4,13-15). Acabo parafraseando a Pablo VI, que subrayaba que la
inteligencia y la libertad del hombre lo hacían responsable de su crecimiento y de su
salvación. Unas veces se verá ayudado y otras estorbado, pero siempre es el artífice
principal de su éxito o de su fracaso.

78
7.
Penúltimo recodo del camino:
lo bueno está al llegar

El último tramo de la vida va avecinándonos a la muerte, cruda e inevitable realidad. Los


seres queridos con los que la hemos compartido y que trajimos a ella seguirán adelante
sin nosotros. Amenazadora nube, y tan cierta, precedida de cortejo de crecientes y
molestas debilidades que alargan su sombra. La tercera edad anuncia –incansable– que
hemos de morir a no tardar. ¡Que cualquier apología de la vejez no olvide sus peajes y
pejigueras! Aun así, cabe levantar una bandera que ennoblezca y llene de tareas y sentido
la recia travesía del penúltimo recodo. Aunque caigan piedras como años, se puede
proclamar que lo mejor «está al llegar», aunque requiera coraje, espacio interior,
esperanza, mucha paciencia y altas dosis de crudo realismo.
Despedidos los «quehaceres», toca afinar el propio «quehacerse». El verde de las
esperanzas se torna tierra ocre de esfuerzos, perplejidades y deberes. Todo invita a
reclamar más vida:
«Junto a la orilla
dorada del ocaso. Atardecer
ignorante de un hombre pensativo,
consciente de ser algo más que arcilla,
y esperando a la muerte sin saber
qué pretendes decirme mientras vivo» [37] .

Esencial es no encerrarse en lamentos y añoranzas de quejumbroso animal herido,


sino afanarse en las tareas recias y sutiles del espíritu que sabe aguardar jugosas y
sorprendentes ganancias. ¡Las hay, para quien espabila!

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Caían piedras sobre Esteban y las convirtió en alas en vuelo
Ante esta vecindad tan molesta, traeré al joven Esteban enfrentado a una muerte
temprana y violenta. Joven y todo, nos va a enseñar lo esencial: dónde centrar nuestra
mirada –ya débil y cansada– cuando caen piedras. Las pedradas brutales y asesinas que
sobre él caían no le impidieron darle «su forma» a lo que era atropello e imposición. Su
respuesta será maqueta de la transformación propuesta para estos años, poco apetecibles
a nuestro paladar hecho para gustar la vida.
El relato de Hechos (7,54-60) llena de asombro y da pistas a seguir. La cosa pintaba
muy mal si Esteban se fijaba en el odio y rabia de los que se abalanzaban sobre él,
gritando amenazas y empujándolo fuera de la ciudad para apedrearlo. Empujado,
apedreado, insultado, arrojado al suelo y mortalmente herido, ocurrió lo imposible: su
atención se desvió –ignorando golpes e insultos– «hacia el cielo». ¿Cómo? Porque
estaba «lleno de Espíritu Santo». El Espíritu en su alma, ya un tanto despedida del
cuerpo, le mostró la gloria de Dios y «al Hijo del hombre de pie a la derecha de Dios, en
el cielo abierto». Arreciaban los insultos y él dialogaba en otro planeta: «Señor Jesús,
recibe mi espíritu». Su último deseo fue un grito de perdón casi ya triunfante: «Señor, no
les tomes en cuenta este pecado». Sospecho que este grito resquebrajó el corazón del
joven testigo Pablo, que «aprobaba su ejecución».
Ganó la partida, desviando la atención de las amenazas y las piedras a la esperanza.
¡No he visto otra! Lo hizo «lleno de Espíritu Santo». Es muy difícil para el mero pecho
humano resistir los embates del desmoronamiento…

Pedradas caen en el penúltimo recodo


A la tercera edad la cercan «empujones», que arrastran a los médicos, a las continuas
revisiones, a las residencias de ancianos o a donde los hijos y nietos determinan con sus
veraneos y destinos. Como a Esteban, se acaba por echarlos fuera de la ciudad, jubilarlos
o retirarlos de lugares de trabajo y vida. Sobre él y sobre nosotros caen pedradas. ¿A
dónde dirigir la atención: hacia las pedradas o hacia el cielo que me espera? Habiendo
acompañado, en vida y terapias, muchos itinerarios humanos, puedo decir que las dos
encrucijadas en las que más se distancian las personas con fe y sin ella son «sufrimiento»

80
y «tercera edad». No hay color. Lo que parecían pequeñas diferencias de opinión se
convierten en vidas enteramente diferentes. Solo queda plantar raíces como garras en
tierras que no saben de edad. «Los verdaderos sabios aspiran la vida dentro de la
muerte» (Isaac el Sirio).
Recojo algunas piedras del penúltimo recodo para convertirlas en alas y vuelo:
Primera pedrada: afrontar y acoger las muertes parciales. Puede inaugurarse con
la inevitable jubilación, o adelantarse incluso con algún quebranto tolerable pero molesto
(piernas pesadas, ojos que fallan, artritis penosa, kilos de más). El cuerpo, tantos años
amigo, se va haciendo molesto aguafiestas: cada día susurra un dato minúsculo y
doloroso o un diagnóstico alarmante. O, más triste aún, el olvido de los hijos o nietos.
Quizás se crucen sueños de no sé qué último tren maravilloso, o nos aferremos a no
ceder territorio. La vida me va invitando a recogerme para darme forma en la escucha
serena del misterio de las cosas que me rodean. En lo humano, nada nace sin que algo
tenga morir: «cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Cor 12,10).
Convertiré estas muertes en alas si agradezco el crecimiento y los aprendizajes de
los que vienen detrás, si siento la satisfacción y dignidad del propio estilo de vida.
Todavía más, si con Pedro oteo tras los temores: «… hace falta ahora sufrir por algún
tiempo diversas pruebas; de esa manera los quilates de vuestra fe resultan más preciosos
que el oro perecedero [...]. Creyendo en él sin verlo, sentís un gozo indecible, radiantes
de alegría, porque obtenéis el resultado de vuestra fe» (1 Pe 1,6-9).
Alto vuelo levantaré si se me concede sentir que mis disminuciones de ahora van
«completando en mi carne mortal lo que falta a las penalidades del Mesías por su cuerpo,
que es la Iglesia, […] sostenido por esa fuerza suya que despliega en mí su eficacia»
(Col 1,24.29). ¡Mis limitaciones no navegan perdidas y a la deriva!
Segunda pedrada: sentir la pobreza del balance de la propia vida. Empiezo con
este muñón de soneto de un poeta amigo (lujo ante tanta prosaica realidad). Así es.
«Me habré de conformar con ser el dueño
de mi oculta riqueza empobrecida,
y luego he de olvidar, si Dios no olvida,
el saldo del balance que hoy le enseño:
calderilla mi amor, la fe vencida…» [38] .

81
Ha llegado la hora de llamar a las cosas por su nombre, diciéndome la verdad con
una buena dosis de bondad. Entrar en la verdad desnuda y rocosa de mi vida, no
nombrándola a mi conveniencia. Evité conflictos, no por prudencia sino por cobardía.
Mi incapacidad para detenerme no era creatividad sino huida de mí mismo. Mi
inundarme de ocupaciones me excusó de acercarme más a mi familia o comunidad.
Quizás jugué con una doble vida sin apostar a fondo por nadie. A mi avaricia la llamé
sacrificarse por la seguridad familiar. Toca despedir eufemismos y descubrir que algunas
decisiones que en su tiempo saludé como liberadoras me condujeron a esclavitudes («¡Se
acabó, no solo fuman los hombres!»).

Pero para poder hacerlo sin pesadumbre y lastre he de ser bueno conmigo mismo,
aceptándome como pobre ser humano, mirándome con una mirada más matizada, menos
tajante, menos defensiva y, sin duda, mucho más benévola. Eso sí, sin contarme cuentos.
Ser bueno es no culpabilizarme por lo de antaño, sino mirar a lo nuevo que ya está
brotando en mis yermas soledades (cf. Is 43,18-20). Ser bueno es darme tiempo para la
contemplación benévola y sorprendida de placeres y espectáculos menudos que mi
apresurada vida me hurtó (conversación pausada, cuidar plantas, visitar alamedas junto
al río), que limpien la mirada y enseñen lo que los libros y la prisa nos velaron. Es difícil
vivir cuando mueren los proyectos y solo queda vivir el día de hoy. Falta aprendizaje
para disfrutar en la pasividad y la acogida. ¿Más duro recibir que dar?
Tercera pedrada: no esperar nada nuevo de la vida y estancarse. ¿Cómo crece la
langosta? Produciendo caparazones protectores, de los que se desprende para crecer. En
cada transición queda frágil y vulnerable hasta lograr el nuevo caparazón acomodado al
crecimiento. Sin exponerse al cambio y a la vulnerabilidad, no hay crecimiento. Adquirir
una profesión o un trabajo, casarse, tener hijos, perder familiares y amigos, lidiar con
responsabilidades, lamentar aspiraciones frustradas, reforzaron el caparazón y nos
hicieron menos permeables a lo nuevo. Las costumbres y modas de los jóvenes pueden
chocarnos y descolocarnos. Esta desazón cultural no se sortea arrastrando «nuestro hogar
transeúnte» como el caracol. La jubilación impone deshacerse de caparazones. ¡Ojo! Que
al disminuir las exigencias y tareas de afuera no aumenten las manías y rutinas de dentro.
Los recortes más peligrosos nos los imponemos balanceándonos en la mecedora o ante el
televisor. Si reaccionamos con vigor, no miraremos con envidia a otros que inician
caminos a los que nosotros dimos la espalda.

82
Pero más hondamente, mi historia de libertad no ha terminado. La vida nos ofrece
la sonora posibilidad de murmurar una palabra nueva. «En ninguna edad está el cuerpo
más flaco que en la vejez, ni el ánima más libre y suelta para obrar conforme a razón»
(Huarte de San Juan). Pasó el tiempo de competir y llegó el de cultivar el campo del
noble sentimiento. El pobre ladrón, con nutridos antecedentes penales, pronunció una
última palabra que lo trasplantó al paraíso. Se me pasa a firma la «última forma» que
configurará definitivamente mi balance. Quizás el pasado no permita restablecerme del
todo ante la historia, pero sí ante la conciencia, quizás ante la familia y, seguro, ante
Dios. La vida biográfica ofrece ser definitivamente moldeada, no solo por lo que
quisimos o logramos ser, sino por lo que ahora creemos que deberíamos haber sido.
Inclinemos la balanza a favor de los impulsos generosos, amplios y sanos. Basta una
tonalidad última, quizás hecha de paciencia, de valentía, de tolerancia, de generosidad,
de reconciliación, de humor, y el último rayo de la tarde la vestirá de belleza. Una tarta
de manzana de la abuela permanecerá siempre como recuerdo caliente. Queden atrás
proclamadas certidumbres de caminos trillados; quizás hollar veredas pedregosas con
pies descalzos pueda darme saberes no sospechados. ¡Abrámonos a lo nuevo, dentro y
fuera de nosotros, aunque sea con pasos lastrados de incalculable pereza! ¡Rescatemos
aficiones menudas que un día sofocamos! ¡Arrostremos tanteos de nuevos aprendizajes!
Despidámonos, mejorando la vida.
Cuarta pedrada: tristeza y rutina [39] . Según la sociología, la probabilidad de tener
una depresión es tres veces mayor ahora que para nuestros abuelos. Grandes horizontes
del pasado se alejaron (Dios, nación, familia, deber), mientras descendía nuestra
tolerancia a la frustración y aumentaba nuestra búsqueda de evasiones y nuestra avidez
por lo nuevo. Toca defender nuestra alegría serena, como se defienden las trincheras.
Alcemos la bandera de una sana alegría. Diversión y alegría se relacionan entre sí como
superficie y profundidad. La alegría toca el núcleo de nuestro ser y baña e ilumina la
vida por entero, tanto en su pasado como en su futuro. En El viejo y el mar, de
Hemingway [40] , aunque los tiburones le acosasen en manada, todo era viejo «salvo sus
ojos; y estos tenían el color mismo del mar y eran alegres e invictos». Nuestros hijos,
nietos o seguidores nos perdonarán muchas cosas, pero no que seamos tristes. Huyamos
de la amargura y la queja. El humor estimula la dopamina, que hace «sentirse bien». Los
humanos no dejan de jugar porque envejecen; envejecen porque dejan de jugar. La risa

83
relativiza preocupaciones y ayuda a que el cerebro genere creatividad. El alegre no
quiere volver atrás el reloj del tiempo, ni pide con Goethe en el Fausto: «Devuélveme mi
juventud». La vida no es aburrida si evitamos pensar que cualquier tiempo pasado fue
mejor o que todo lo que está ocurriendo es malo.
Solo cuentan los años vividos en la verdad. Los otros fueron no vividos: «¿De qué
nos ha servido nuestro orgullo? ¿Qué hemos sacado presumiendo de ricos? Todo aquello
pasó como una sombra» (Sab 5,8-9). Pocos años pueden ser muchos, si los invertimos en
amar y en ablandar durezas pasadas. Crecer es madurar en el amor. Al declinar la tarde
nos examinarán: no de si es mucha la cosecha, sino de si salimos a sembrar. Si no todas
las simientes florecieron, digamos que las sembramos con amor.
Se trata de aceptar irse perdiendo poco a poco en las manos del Padre para poder,
por fin, sentir su presencia. Alas te brotarán si dejas atrás agravios y rutinas. Volarás si te
atreves a transgredir –cuanto puedas– costumbres inveteradas. ¡Hay mucho mundo y
mucho modo nuevo por estrenar!
Quinta pedrada: «¡Qué cabeza! Pierdo memoria y me desespero». Me pregunto
«¿Dónde habré puesto las gafas?» y las tengo puestas. Es muy verdad, y duro a ratos,
pero nacen inadvertidas ganancias, y muy ciertas. Puede ser que, herido en el costado,
vaya ganando mi corazón sabiduría: «Quien no ha sido probado sabe bien poco»
(Eclo 34,10). Mueren neuronas y crece la mesura, la proporción, la tolerancia: «todas las
neuronas tienen una muerte con esperanza» (Yann Rougier).
Podemos afinar nuestra capacidad de escucha y dejar de contar historias
insignificantes para los que vienen detrás. Ayuda mucho aprender a callar y a prestar
nuestros oídos, menos finos pero más atentos, a los que quieran contarnos historias. ¡Ah!
Y prestar atención a lo que se me enseña en mis pasividades crecientes: «abriéndole el
oído con el sufrimiento» (Job 36,15). Sobre todo, intentaré no «olvidar al Señor» (Dt
8,11). Solo Él puede ser mi fuerza.
Hay que leer, escribir, aprender, cuanto se pueda sanamente. Según los neurólogos,
cuando mantenemos ocupado el cerebro, aumenta la memoria automática, que permite
hacer cosas sin pensar en ellas, como el ajedrecista que empieza la partida moviendo
piezas sin dudar. Un aprendizaje constante estimula los circuitos del cerebro y evita la
pérdida de facultades mentales tonificando nuestra materia gris. Cada día perdemos

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millones de neuronas, que dejan nutrientes para las que quedan. Olvidados de la edad,
debemos vivir como si estuviéramos poniendo a prueba el mundo. Seguir siendo niños,
aun con la experiencia atesorada en miles de situaciones que proporcionan criterio para
afrontar problemas –nuestros o de otros–. Cuando empiezas a pensar como un viejo,
perdiste la batalla.
Ya hablamos de estrenar una nueva palabra, que ojalá tenga que ver con alguna
manera nueva de amar a los demás. Así se alcanza la edad adulta: «plenitud de Cristo.
Así ya no seremos niños zarandeados y a la deriva, […] sino auténticos en el amor» (Ef
4,13-15). El albor del «encanecer» abrirá claridades convertidas en estrenada ternura…

Sexta pedrada: Dios más remoto que nunca, cuando más lo necesitaría. Es verdad
que cada día puede derrochar luces y soles, pero la suma de días de una larga vida suele
oscurecer el alma con perplejidades y noches.
«De repente, de todas esas voces,
una voz se distingue elevándose sola,
pequeña, leve, pálida.
Se eleva hacia el milagro y hacia el bien,
sosteniendo como una caracola
a Dios en el oído» [41] .

La pedrada más dura en el penúltimo recodo es «cómo la divinidad» se pudo


esconder en tantos aconteceres humanos, sociales y personales [42] . Se abren dos
caminos: pensar que no hay nadie tras de mí o abrirme a la trascendencia «consciente de
ser algo más que arcilla» (M. Ríos). Cierto es para todos que la vida interroga sobre un
algo más allá del morir y que, en el atardecer, piden paso preguntas entre los ídolos
caídos de antaño.
Un Alguien con mayúscula me invita a un abandono confiado, a pasar de la
nostalgia a la alabanza, de la soledad que endurece al diálogo que abre. Sin esperanza,
esta edad puede ser muy dura. Habrá quien se sienta feliz por esperar reencontrarse al fin
con la «partícula divina», el famoso «bosón de Higgs»; otros, ingenuos, creen que,
nacidos del deseo de Dios, están hechos para el encuentro y esperan el mejor y más
grande de los abrazos. Con años, en vez de buscar más en el reino de la posesión, se
añora y aprende a cuidar la relación.

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Todos cruzamos noches y desiertos alejados de los demás y, lo que es más duro, de
Dios. De nada valen los bellos recuerdos del pasado. Silencio de acero en la oscurísima
noche. Podemos, sin embargo, salir gananciosos si deponemos revivir alegrías pasadas y
solo le buscamos a él. San Ignacio dirá que «en cosa ajena no pongamos nido» (EE
[322]). No es tiempo de hablar a Dios, sino de gritarle con Jesús: «Dios mío, Dios mío,
¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46). Queda el desnudo deseo de Dios sin el calor
de su presencia: momento del adorarle. Se muere al mundo y se vislumbra al único
Viviente, que nos cincela en el abismo insondable que abrió en sus carnes. ¿Brillará una
luz en la noche, penetrando en el alma y mostrando a Dios? Jesús cruzó su noche y para
siempre quedaron las nuestras iluminadas. La claridad del Dios sufriente es muy
singular: «Entre risas llora el corazón» (Prov 14,13). Es vivir «no solo creyendo en él,
sino sufriendo por él» (Flp 1,29).
¿Qué contemplaba Esteban para ignorar pedradas? La gloria y a Jesucristo que, en
pie, lo esperaba para abrazarlo. Mucho tendría que ser, aunque no sepamos ni adivinarlo,
para que no haya ni una sola huella del quebranto de las pedradas y sí solo consolación y
perdón. Mal pertrechados estamos para poder siquiera imaginar esta gloria los que, aun
desde la vida más afortunada y luminosa, siempre la experimentamos como confuso y
excesivo laberinto –¡siempre tanteando salidas!– para nuestras escasas entendederas. Es
asomarse a lagos que solo existen en lo eterno y, desde la ignorancia aprendida
duramente, desbordarse hacia el que se adivina más allá… «Al ponerse el sol todo se me
hizo claro» (L. Rosales).

Intentemos soñarlos, ayudados por la Escritura, que nos traslada más allá de todo lo
visto y soñado: «Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó por pensamiento de hombre cuáles
cosas tiene Dios preparadas para los que lo aman» (1 Cor 2,9). Nuestra más loca
imaginación será rebasada por la generosidad de Dios, pues «sabemos que si esta nuestra
casa terrestre se desmorona, tenemos habitación de Dios […] en los cielos» (2 Cor 5,1).
Expresivo es el Apocalipsis para los que llegan del valle de lágrimas: «Él enjugará las
lágrimas de sus ojos, ya no habrá muerte ni luto ni llanto ni dolor, pues lo de antes ha
pasado. […] Mira que hago un mundo nuevo» (Ap 21,4-5). ¿Demasiado bonito para ser
verdad? Cierto, sin embargo, para quien atraviesa el tiempo confiado en «la promesa que
él mismo nos ha hecho: la vida eterna» (1 Jn 2,25).

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Jesús, también desviando la atención de sufrimientos que amenazan, en la
penúltima cena que celebra con sus discípulos para despedirse, los emplaza para una
cena última e inacabable, donde ya no beberemos de nuestros más ricos licores sino de
un vino «nuevo en el reino de mi Padre» (Mt 26,29). Pablo bebe de ese vino antes
de morir, pues en la tierra se consideraba ya en el cielo: «Nosotros somos ciudadanos del
cielo, de donde aguardamos un Salvador: el Señor Jesucristo» (Flp 3,20).
Los mismos santos se estremecen sobrepasados –aunque felices– ante tan
anchuroso ventanal: «La diferencia que hay de esta luz que vemos a la que allí se
representa, siendo todo luz, no hay comparación, porque la claridad del sol parece muy
desgastada. En fin, no alcanza la imaginación, por muy sutil que sea, a pintar ni trazar
cómo será esta luz […] que el Señor me daba entender como un deleite tan soberano que
no se puede decir; porque todos los sentidos gozan en tan alto grado y suavidad, que ello
no se puede encarecer, y así es mejor no decir más» (Teresa de Jesús) [43] . Según
Agustín, «este Bien, que satisface siempre, producirá en nosotros un gozo siempre
nuevo. […] Tranquilizaos y mirad: será una continua fiesta» [44] . San Juan de la Cruz lo
entroniza como «juntura de todos los bienes».
Concluyo preguntando: ¿hacia dónde va mi atención? ¿A mis pasividades y
descalabros o a lo grande y bueno que me espera? ¿A mis escepticismos e increencias o
a mi indomable deseo de que lo bueno sea eterno? Soy un ser en quien «la catarata de
Dios en cada vena se arroja» [45] . ¿No podremos, con garras de fe, afianzarnos en que
nos espera «un patrimonio mejor y más estable» (Heb 10,34)? Hacia él voló confiado
Esteban: «Señor Jesús, recibe mi espíritu». Le esperaba «la corona de la vida» (Ap 2,10).
Escribe Juan: «Somos ahora hijos de Dios, mas lo que seremos algún día no aparece aún.
Sabemos que, cuando se manifieste Jesucristo, seremos semejantes a él, porque lo
veremos como él es» (1 Jn 3,2). Queda por ver si nuestra esperanza da para poner proa al
cielo, ameno valle prometido por quien puede. Si aguzamos el oído «a orillas del gran
silencio» (Machado), escucharemos la llamada discreta del que nos regaló la existencia.
La más grande y duradera palabra, la que más ayudará a levantar mi vuelo, será la
coherencia entre lo proclamado y lo vivido. Mi añosa fidelidad a valores hondos puede
convertirse en árbol que regale su amplia y serena sombra a más jóvenes ovejas, que
buscan apacentarse y guarecerse de abrasadores soles que asolan toda esperanza (cf. Mc
4,32).

87
8.
El almacén y la luna [46]

«Mi almacén arde.


Ya nada se interpone entre la luna
en lo alto y yo» [47] .

Al aparecer en nuestro horizonte vital las primeras limitaciones de la edad,


podemos tener la impresión de que la techumbre de nuestro almacén vital comienza a
chamuscarse y saltan todas nuestras alarmas. No somos los únicos en reaccionar ante
ellas y el tema interesa y da que hablar en muchos ámbitos: la psicología, la sociología,
la política…No hay más que echar una ojeada a internet para encontrar infinito número
de recomendaciones y consejos que proliferan en la red sobre cómo envejecer
saludablemente [48] . Nunca habíamos estado los mayores tan aconsejados ni tan
advertidos sobre qué habilidades y estrategias debemos desplegar si queremos vivir el
envejecimiento de manera adecuada.
Animada por la actualidad y vigencia de este género literario de exhortación que,
junto con el consejo sapiencial, posee gran raigambre bíblica, he escogido algunas de las
recomendaciones más repetidas, tratando de estirarlas más allá de su significado primero
e imitando, en tono menor, aquellas trasposiciones «a lo divino» que les gustaba hacer a
nuestros clásicos.

Combatir los hábitos sedentarios


El acuerdo es unánime: la falta de ejercicio acarrea atrofia muscular, deterioro
cartilaginoso y aumento del colesterol. Las advertencias se vuelven implacables: las más
violentas hablan de «atacar» el reposo; otras se remiten al refranero: «De viejo, poca

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cama, poco plato y mucho zapato». Alertados ante tan inminentes peligros, nos lanzamos
intrépidamente a caminar por calles, parques y senderos, sordos a las protestas de
nuestras rodillas y decididos a batirnos en duelo con la vida sedentaria.

Es el mismo ímpetu que recomendaban los Padres de la Iglesia para combatir la


tentación de acedía (de a-kêdos, «des-cuidado», «negligente»), esa mezcla de
indiferencia, desaliento y apatía que tanto preocupaba a los antiguos maestros del
espíritu. Dice Enzo Bianchi: «Pertenezco a la última generación que ha conocido la
enseñanza del arte de luchar contra las tentaciones, un arte que se nos transmitía junto
con la fe cristiana. He asistido a la progresiva desaparición de esta pedagogía que he
experimentado como una gracia, como una ayuda durante toda mi existencia. […] Esta
lucha, y a veces ruda disciplina, requiere pronunciar algunos “síes” y algunos “noes”, es
una disciplina que humaniza y que es portadora también de felicidad. Verdaderamente,
vale la pena luchar, porque el combate espiritual es una lucha por la vida plena, una
lucha cuyo fin es el amor: saber amar mejor y ser mejor amados. Equivale a afirmar la
esencialidad humana y cristiana de una ascesis –palabra que, no lo olvidemos, significa
“ejercicio”–, de una lucha por alcanzar una vida plena y realizada: la vida cristiana, vida
“a la medida de la estatura de Cristo” (Ef 4,13)» [49] .

Es así como describía Pablo su itinerario vital: «olvidando lo que queda atrás,
lanzándome hacia delante…» (Flp 3,13). De la raíz verbal empleada procede lo que
Gregorio de Nisa llama epéktasis, una actitud de tensión por alcanzar algo, una continua
aspiración de la humanidad a la unión con Dios.

Más amenazadora que la que atañe a nuestro físico, es la atrofia de esa epéktasis la
que paraliza nuestro deseo de ir a más en el seguimiento de Cristo y en la configuración
con él. Se instala en nuestro interior, junto con el desánimo, el tedio y el disgusto, esa
banda sonora cacofónica del «eso son cosas de cuando era joven…», «ya estoy
demasiado mayor para…», «con mis años, ¿cómo quieres que…?», «qué se puede
esperar a mi edad…», «ahora solo busco tranquilidad y que me dejen en paz…».
Son pensamientos tóxicos que detienen el desplegarse de nuestra vida y anquilosan
nuestros deseos: «No está aún el amor para salir de razón –decía Teresa de Jesús–; más
querría yo que la tuviéramos para no contentarnos con esa manera de servir a Dios,
siempre a un paso paso» [50] . «No contentarnos», no ponernos techo, no apoltronarnos

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en la instalada comodidad del «total ya para qué…», dejar de enarbolar nuestros muchos
años como pretexto para no cambiar. «Llevo treinta y ocho años intentando meterme en
el agua…», alegaba el paralítico al que Jesús ofrecía la sanación, dando ya por imposible
algo diferente a permanecer petrificado sobre una camilla (cf. Jn 5,1-17). Los dos
estaban contaminados por la convicción «mundana» de que la acumulación de los años
es una barrera tan insalvable que ni Dios mismo puede franquearla y por eso preferían
quedarse del otro lado, sin atreverse a emprender la aventura de nacer de nuevo, ponerse
en pie y volver a andar. Pero la respuesta que reciben es otra: «No es cosa vuestra esa
transformación: es el Espíritu la partera de ese nuevo nacimiento, es mi palabra la que
posee la fuerza que puede poneros en pie y hacer que soltéis vuestras camillas» [51] .

Estimular la memoria
Palabras cruzadas, sopas de letras, sudokus y crucigramas han reemplazado a los rabos
de pasas, tan recomendados en nuestra infancia como remedio para la mala memoria. El
gran desafío de la edad avanzada es lograr recordar el pasado inmediato («¿Dónde acabo
de dejar las gafas?», «¿No había puesto aquí las llaves hace un momento?»); para el
pasado remoto tenemos menos problemas y eso es una bendición, porque podemos
exponernos al poder fantástico que posee la memoria para transformar nuestro presente.
En tiempos de tanta insistencia en lo del mindfulness y el ahora, no podemos
olvidar nuestra pertenencia a una comunidad de memoria, arraigada en la tradición de un
pueblo familiarizado con el imperativo: «¡Recuerda!». «Recuerda que fuiste esclavo en
Egipto» (Dt 5,15); «Recuerda el camino que el Señor, tu Dios, te ha hecho recorrer…»
(Dt 8,2); «Recordad las maravillas que hizo, sus prodigios, las sentencias de su boca»
(Sal 104,5).
La misión de los orantes es mantener viva esa memoria: «Recuerda, Señor, que tu
ternura y tu lealtad son eternas; acuérdate de mí con tu lealtad, por tu bondad, Señor»
(Sal 25,6-7). La Pascua es el gran memorial: «Este será un día de memorial para
vosotros y lo celebraréis de generación en generación» (Ex 12,14). En la cena de la
noche en que iba a ser entregado, Jesús participa de ese rito de memoria, que se
convierte en el «Haced esto en memoria mía». El recuerdo, como una onda expansiva,

90
envuelve nuestro presente y nos convierte en partícipes y coetáneos del acontecimiento.
«Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos», recomendaba Pablo a
Timoteo (2 Tim 2,8).

En una escena del Evangelio de Marcos, Jesús invita a sus discípulos a hacer un
ejercicio de estimulación de memoria: estaban discutiendo entre ellos porque se habían
olvidado de proveerse de panes (solo llevaban uno) y esa escasez momentánea acapara
tanto su atención que, cuando Jesús los previene contra la levadura de los fariseos y de
Herodes, creen que también él participa de su preocupación por la falta de provisiones.
Oyeron «levadura» y pensaron en «panes», pero Jesús les invita a recordar: «¿No os
acordáis de cuando partí cinco panes para cinco mil? [...] Y cuando partí siete panes
entre cuatro mil, ¿cuántas espuertas llenas de trozos recogisteis?...» (Mc 8,18-21).
El momento en que él había roto y repartido unos pocos panes para saciar el hambre
de la multitud estaba reciente pero los ojos, oídos y corazón de los que lo habían
presenciado estaban aún embotados, incapaces de comprender hacia dónde apuntaba el
signo realizado. La pregunta de Jesús los invita a caer en la cuenta del gesto asombroso
de prodigalidad, esplendidez y exceso que habían vivido y, al pedirles que recordaran el
número de canastos de sobras recogidos, intentaba liberarlos del hábito de calcular y de
medir las cosas solo por su utilidad. Y si los invitaba a hacer memoria de aquella
desmesura, era porque solo el recuerdo de tanta abundancia podría desviar su atención de
lo que ahora les faltaba.
Es ese el trabajo interior más necesario cuando las circunstancias fatigosas y
limitantes del envejecimiento («solo tenemos un pan…») intentan acaparar toda nuestra
atención y teñir el ahora que vivimos con los tonos sombríos de la queja y con la
impresión de que es inevitable vivir esta etapa tardía bajo el signo de la escasez, la
carencia y la penuria. Lo mismo que ante los israelitas en el desierto, dos caminos se
abren ante nosotros en esta etapa: el de la murmuración y el de la bendición. Elegir este
supone la decisión de practicar una memoria selectiva para recordar los doce canastos de
dones con los que hemos sido colmados. Cuando ponemos ahí nuestros ojos, brota
inevitablemente el agradecimiento por tanto bien recibido, tanta misericordia y tanta
gracia acogidas:
«Cuando te encuentre,
nunca podré cubrir con mi agradecimiento

91
el vasto abismo que llenaste
con tu misericordia»
(A. Núñez, SJ)

Mantener una dieta equilibrada


Como de la importancia de la ingesta de fibra y de la urgencia de beber ingentes
cantidades de agua ya se encargan con afán los médicos, paso directamente al Génesis,
que es donde aparece por primera vez el tema del comer. En el segundo relato de la
creación, Dios modela del polvo de la tierra un ’adam «soplando en sus narices un
aliento de vida» (Gn 2,7). Eso supone que el ’adam no estaba «rematado» ni resultaba
perfecto, sino incompleto y «agujereado», portador de ese hueco vacío que forman los
orificios nasales, la boca, la garganta y la tráquea, que el hebreo llama nefeš y que
traducimos etéreamente como alma. Por ahí respiramos, comemos y bebemos, y solo por
ahí puede llegar a nosotros el aliento de la vida de Dios. Sin lo que nos llega «de fuera»
no hay vida posible. Esta necesidad absoluta que nos constituye descarta cualquier
pretensión de autosuficiencia.
Al hacernos mayores, sin embargo, nos acecha el peligro de «cerrar la boca»,
creyendo que lo ya vivido nos ha nutrido suficientemente y que no necesitamos más
novedades, ni más experiencias, ni más palabras. Es la postura escéptica de quien piensa
que ya lo ha visto todo, lo ha oído todo y se lo sabe todo y, como no hay nada nuevo
bajo el sol, para qué necesito interesarme por lo que pasa, abrirme a nuevas ideas,
contactar con otras realidades o estar dispuesto a cambiar de casa, o de cuarto, o de
ciudad, o de clima, o de médico. A partir de cierta edad, ninguna dolencia nos hace tanto
daño como la costumbritis que nos fija y aprisiona con tenazas de hierro y desemboca en
la «herejía emocional», esa forma peligrosa y real de ateísmo por nuestra parte, «ese
sentimiento extendido y difuso de que Dios y la fe en él no tienen ya ningún poder sobre
este mundo; de que no lo tienen tampoco sobre nosotros» (José Antonio García).
Todo lo contrario de esa actitud hospitalaria que a veces nos deslumbra en gente
mayor que se han hecho «como niños», según la recomendación de Jesús, y por eso
aprenden, escuchan, acogen, se interesan por todo, se duelen y se alegran con el dolor y
la alegría del mundo, mantienen la capacidad de admiración y de asombro. El Señor

92
desea insuflar más vida a Israel: «Abre toda tu boca y yo la llenaré» (Sal 81,11): déjame
seguir soplando en ti mi aliento, permíteme continuar alimentándote y re-creándote y
ensanchando tu corazón y haciéndote crecer «hasta que alcances en plenitud la talla de
Cristo» (cf. Ef 4,13).

Vigilar la audición y la vista


Ambos sentidos amenazan pérdidas de fastidiosas consecuencias; de ahí la necesidad de
vigilar las cataratas, ponernos audífonos o situarnos cerca de los altavoces. Voy a
detenerme en otros altavoces por los que nos llegan constantemente muy provechosas y
realistas informaciones sobre la edad que tenemos. Porque adolecemos con frecuencia de
unas cataratas que nos impiden visualizar correctamente los datos de nuestro DNI, y
suelen ser los demás quienes se encargan de recordárnoslos. Cantamos con fervor el
comienzo del salmo 122, que traducido literalmente dice: «¡Qué alegría con los que me
dijeron [’omerim es en hebreo el participio de la raíz ’mr, decir]: Vamos a la casa del
Señor!». Pero esa alegría que proclamamos cantando suele empañarse cuando llegan los
’omerim y nos recuerdan, de mil maneras, que estamos ya a un paso de la casa del Señor,
anuncio que suele hacernos poca gracia [52] .

La visión es otro sentido a vigilar. Dice Chesterton hablando de san Francisco: «Si
hubiera visto, en uno de sus sueños extraños, la ciudad de Asís puesta del revés, podría
ver y amar cada una de las tejas de los empinados tejados, o a cada uno de los pájaros de
las almenas, pero a todos los vería bajo una luz nueva y divina de eterno peligro y
dependencia. En vez de enorgullecerse de su fuerte ciudad por verla inamovible,
agradecería al Todopoderoso que no la hubiera dejado caer; agradecería a Dios que no
hubiera dejado caer el cosmos entero, como un vasto cristal que se haría añicos en una
lluvia de estrellas. Quizá san Pedro viera el mundo así, cuando lo crucificaron cabeza
abajo. […] El que ha visto la jerarquía humana cabeza abajo siempre tendrá una leve
sonrisa para sus superioridades» [53] .

Podemos creer ingenuamente que es la edad la que concede esa «leve sonrisa» ante
la realidad, pero es el evangelio, y no los años, el que puede hacernos ese gran regalo.
Ahora bien, para eso hay que vivir pegados a lo que Jesús llamaba «pensar según Dios»

93
(cf. Mc 8,33): solo desde ahí cambia nuestra mirada y podemos llegar a contemplar las
situaciones de creciente fragilidad, disminución y pérdidas como «mensajeras»
encargadas de anunciarnos la novedad que ha llegado a nuestras vidas. Si no llegamos a
gustar las pequeñas muertes que nos van llegando, no seremos capaces de dejar emerger
la vida que está queriendo nacer a través de ellas.

Descansar al sol
Una imagen del profeta Zacarías evoca un tiempo futuro en el que las plazas de Jerusalén
estarán llenas de niños que juegan y de ancianos y ancianas que se apoyan en sus
cachavas (cf. Zac 8,4-5). No precisa que estén sentados al sol ni que den de comer a las
palomas, pero podemos imaginarlo sin esfuerzo.
Hay un descanso que nos llega con la jubilación y otro, más interior, que no tiene
que ver necesariamente con esa etapa, pero que se da más fácilmente en ella. Se trata de
la invitación a sosegar búsquedas, pausar trabajos, disminuir esfuerzos y encontrar «casa
y techo». Al comienzo de la escena del encuentro de Jesús con Zaqueo (Lc 19,1-10),
ambos están en movimiento: Jesús entra en Jericó, la atraviesa, pasa bajo el sicómoro
donde está Zaqueo; y este, que buscaba ver a Jesús, corre, se sube, baja, lo recibe… Al
final, su búsqueda coincide con la del Hijo del hombre, que andaba buscando lo perdido
y que quiere hospedarse y permanecer junto a él. Por fin, los dos se han encontrado, y
ahora ya no buscan más y descansan el uno en el otro.

En ese tiempo de descanso y hospitalidad, Zaqueo deja de ser productivo: no


negocia, no cobra impuestos, no se ocupa de acrecentar su fortuna, no ejerce como jefe
de nadie. Ha escapado del circuito de la utilidad y ha entrado en el de la significación. Se
ha situado en clave de decrecimiento y de pérdida de lo que antes era la finalidad de su
existencia y ha entrado en ese ámbito al que su huésped llama ganancia y salvación.
La historia de Zaqueo puede ser la nuestra, y no ya de manera ocasional, sino
permanente. Llega un tiempo en que la edad y sus consecuencias nos sacan de la rueda
de lo útil y lo productivo, y nos sitúan, no sin resistencias por nuestra parte, en otro
paisaje que alguien ha calificado como «desconocido existencial». Podemos entonces
empeñarnos en seguir aferrados al árbol ya conocido de antiguos hábitos, ritmos y

94
costumbres y abrazados a esa rama de nuestro personaje a la que llevamos tanto tiempo
encaramados. Nos rebelamos ante la desagradable constatación de que ahora somos
«laboralmente prescindibles» («¡Con todo lo que yo he trabajado en este colegio, en esta
empresa! ¡Con las horas que me he pasado guisando en casa o preparando estas
clases…!») y nos pilla a contramano que se cuente poco con nosotros.
Pero por debajo de esa algarabía, podemos oír también otra voz que nos llama por
nuestro nombre: «Baja enseguida, necesito hospedarme hoy en tu casa». Una alegría
honda y desconocida puede acompañarnos si nos decidimos a emprender ese «descenso»
(menos mal que se trata de bajar, que ya no estamos para muchas subidas…) y ponernos
en camino hacia nuestra verdadera casa. Al atravesar su umbral, la reconocemos ahora
como habitada y nos sorprende una nueva percepción sobre esas «posesiones» que
habíamos ido cuidadosamente almacenando y que dejan de pronto de resultarnos
esenciales.
«Señor, la mitad de mis bienes se la doy a los pobres…». A lo largo de nuestra vida
hemos ido seguramente entregando esa mitad de lo que somos y tenemos, pero quizá
albergamos la secreta nostalgia de no haber sido lo bastante generosos como para
entregar también la otra mitad.
Aún estamos a tiempo: la presencia del huésped hace posible saludar confiadamente
a esos «agentes de disminución» que llaman a nuestra puerta o se cuelan por nuestro
tejado. A poco que consintamos a su trabajo, ellos solos se encargan de despojarnos de
esa otra mitad que tan ávidamente tratábamos de retener.
El tejado de nuestro almacén arde.
En lo alto, en medio de la noche, resplandece la luna.

95
TERCERA PARTE:
PALABRAS BÍBLICAS
PARA AÑOS ALARGADOS

96
9.
Compañeros bíblicos
en el camino del envejecer

A Jesús le faltó saber por propia experiencia lo que es envejecer y habló poco de esa
etapa. Solo en la escena junto al lago de Tiberíades, después de su resurrección,
encontramos unas palabras muy reveladoras dirigidas a Pedro: «Cuando eras joven, te
ceñías e ibas a donde querías; cuando seas viejo, extenderás los brazos y otro te ceñirá y
te llevará a donde no quieras» (Jn 21,18). El acento del aviso está puesto en una
diferencia básica entre la juventud y la vejez: la pérdida de la autonomía y de la libertad
de movimientos, es decir, el paso de lo activo a lo pasivo. Empezamos a entender algo
de esa constatación de Jesús cuando barruntamos (o nos lo hacen barruntar) que nos ha
llegado la hora de dejar responsabilidades, cambiar ritmos y reducir actividad.
No es fácil hacer ese tránsito y quienes estamos en ello lo sabemos. Como sabemos
también que al ámbito del trabajo le rondan muchos «demonios»: nuestro activismo
compulsivo, los deseos de eficacia y reconocimiento, nuestras obsesiones por hacer valer
lo que hacemos y emprendemos… Al llegar la vejez, esos poderes del yo, que quizá nos
han sostenido durante demasiado tiempo, empiezan a tambalearse y nos vemos
obligados, nos guste o no, a apoyar nuestra misión en el mundo, desde nuestro ser
humano y creyente, sobre otras áreas y dedicaciones.
Toca ahora hacer algo parecido a lo de aquel hombre de la parábola que, antes de
emprender la construcción de la torre proyectada, se sentó a calcular si disponía de
recursos para acabarla (Lc 14,28-30). Habrá que buscar tareas útiles para otros y para
nosotros mismos con nuestros actuales recursos y fuerzas. Siempre habrá un nieto al que
llevar al colegio, una minusválida a la que hacer algún servicio y algunos libros y
crecimientos soñados.

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Vamos a dirigirnos al «álbum de familia» de la Biblia en busca de las historias de
vida de algunos hombres y mujeres, para encontrar inspiración y sabiduría a la hora de
hacer el viraje vital que esta nueva época está reclamando. En ninguno de ellos
encontraremos respuestas definitivas ni itinerarios completos, pero quizá nos ofrezcan
una luz o un ángulo de visión inesperado, un «ladrillo» que pueda contribuir a la tarea
que tenemos entre manos de seguir construyendo esa torre, siempre inacabada, de
nuestra vida.
Es gran consuelo que bastantes personajes bíblicos aparezcan con evidentes
defectos e imperfecciones. No les ocurre lo que a los santos de las antiguas Vidas, que
estaban llenos de virtudes desde su infancia y que, siempre impecables, morían cantando
¡Alleluia! Los hombres y mujeres de la Biblia ni son perfectos ni tan «edificantes». Sus
reacciones y actitudes son tan semejantes a las nuestras que podemos reconocer en ellos
nuestras luchas, resistencias, fallos y búsquedas. Y asistir a su transformación por la
gracia, que nos permite seguir esperando que se produzca también en nosotros.
Desde esta clave, nos acercamos a los personajes que desean iluminarnos.

Abrahán y Sara, una pareja de escépticos


Abrahán vivía de una promesa: la que el Señor le había hecho de darle una numerosa
descendencia, a pesar de su vejez y de la esterilidad de Sara, su mujer. Pero como el
tiempo pasaba y los años de Abrahán también, Sara le entregó a Agar, su esclava, para
que tuviera un hijo con ella (un poco al modo de los «vientres de alquiler» de hoy).
Nació Ismael, Abrahán se quedó tranquilo y satisfecho y ya no le pedía más a la vida.
Pero entonces Dios volvió a intervenir en su vida diciéndole: «“A Saray, tu mujer, […]
la bendeciré y te dará un hijo y lo bendeciré; de ella nacerán pueblos y reyes de
naciones”. Abrahán cayó rostro en tierra y se dijo sonriendo: “¿Un centenario va a tener
un hijo, y Sara va a dar a luz a los noventa?” Y le dijo a Dios: “Me contento con que
guardes vivo a Ismael”. Pero Dios replicó: “No; es Sara quien te va a dar un hijo, a quien
llamarás Isaac”» (Gn 17,15-19).
El viejo Abrahán se reía por lo bajo ante la promesa de un hijo nacido de la vieja
Sara. Ismael significaba el presente, el hijo conseguido con los propios recursos, al que

98
podía acariciar y ver, mientras que Isaac representaba el futuro, lo recibido y lo
imprevisto, lo que le empujaba a dejar atrás sus propios límites y los de Sara,
invitándolo a entrar en la nueva tierra de las posibilidades de Dios. Y entonces, más allá
de su risa primera, Abrahán se fio de Dios, que «se lo apuntó en su haber». Su cuenta
corriente en números rojos acogió la sorprendente noticia de que le habían ingresado una
inmerecida herencia. Lo mismo que al salir de Ur, cuando soltó las viejas ataduras que lo
vinculaban a una tierra, una lengua, unos dioses y unas costumbres y se dejó conducir
sin saber a dónde iba.
Y Sara ¿cómo vivió la historia? Nos lo cuenta también el libro del Génesis: después
de recibir la visita de unos personajes misteriosos, cuando estaba sentada a las puertas de
la tienda en el encinar de Mambré, escuchó el anuncio de que iba a tener un hijo, pero
«Sara ya no tenía sus períodos y se rio por lo bajo, pensando: “Cuando ya estoy seca,
¿voy a tener placer, con un marido tan viejo?”. Pero el Señor dijo a Abrahán: “¿Por qué
se ha reído Sara, diciendo: –¿Cómo que voy a tener un hijo, a mis años? ¿Hay algo
difícil para Dios? Cuando vuelva a visitarte por esta época, dentro del tiempo de
costumbre, Sara habrá tenido un hijo. Pero Sara, que estaba asustada, lo negó: “No me
he reído”. Él replicó: “No lo niegues, te has reído”» (Gn 18,11-15).
Esta Sara escéptica y reticente, persuadida de que todo llega ya demasiado tarde,
nos sirve de espejo si estamos tentados de instalarnos en la actitud desengañada de quien
está de vuelta de casi todo y acude a la pretendida sabiduría de refranes de sabor amargo.
La respuesta que recibe va dirigida, no tanto a su risa, cuanto a la incredulidad que
refleja y a su realismo incapaz de trascender sus propios límites. La pregunta «¿hay algo
difícil para Dios?» no va dirigida a las posibilidades de Sara, sino a las de Dios, y
encierra una energía subversiva capaz de despertar esperanzas dormidas, invitando a
cambiar de perspectiva y de significado: la esterilidad ha perdido su poder de muerte y
deja de cerrar el futuro para convertirse en ocasión de irrupción del poder de Dios, dador
de vida y fecundidad. Dios vuelve a revelarse como vencedor de cualquier incapacidad o
límite, porque al reconocerlos, aceptarlos y celebrarlos, dejan de ser recintos sin salida y
se convierten en ventana por donde entra la fuerza creadora del Espíritu.
Nos lo repetirán después, de mil maneras, los autores del Nuevo Testamento: allí
donde terminan nuestras posibilidades, empiezan las de Dios. A los de Caná les faltaba
vino, los discípulos no tenían más que dos panes y cinco pececillos para alimentar a la

99
multitud y las mujeres en la mañana de Pascua eran conscientes de no poder mover la
piedra del sepulcro. Todos esos «no tener», «no poder contar con», «no ser capaces de»,
lo mismo que el «no conocer varón» de María en la Anunciación, recibirán parecidas
respuestas: «No temas, [...] nada es imposible para Dios» (Lc 1,30.37). «No temas, ten fe
solamente» (Mc 5,36), escucha Jairo de labios de Jesús, y el padre del niño epiléptico:
«Todo es posible al que cree» (Mc 9,23).
Resulta esperanzador tocar el límite del no poder hacer nada. El umbral de nuestra
impotencia exige reconocer que nuestro poder es limitado. La Palabra es capaz de
romper los muros de nuestros cansinos pesimismos: el vientre seco de Sara y el nuestro
podrán albergar vida; es el vacío y la pobreza, como lo fue el caos primordial, lo que
posibilita a Dios crear novedad. Cuando nosotros decimos «inconveniente», «nunca»,
«imposible», él dice «oportunidad», «ahora», «soy yo quien lo hago». El estilo de Dios
es sorprendernos y exceder nuestras estrechas expectativas para abrirse camino a partir
de nuestros límites.

Jacob, el revestido de otro


En la trama tejida por Rebeca para engañar a Isaac y conseguir que bendiga a Jacob, en
lugar de a Esaú, el primogénito, la túnica del hermano mayor juega un papel decisivo:
«Rebeca tomó el manto de Esaú, su hijo mayor, el manto de fiesta que tenía en el arcón,
y vistió con él a su hijo menor, Jacob» (Gn 27,15). El padre ciego «al oler el aroma del
traje, lo bendijo, diciendo: “Aroma de un campo que bendijo el Señor es el aroma de mi
hijo: que Dios te conceda el rocío del cielo, la fertilidad de la tierra, abundancia de trigo
y de vino. Que te sirvan los pueblos, y se postren ante ti las naciones. Sé señor de los
hijos de tu madre, que ellos se postren ante ti. Maldito quien te maldiga, bendito quien te
bendiga”» (Gn 27,27-29).
Thomas Merton compone una preciosa oración sobre la escena: «Vengo a ti como
Jacob con los vestidos de Esaú, es decir, con los méritos y la preciosa sangre de
Jesucristo. Tú, Padre, que has querido parecer ciego en la oscuridad de ese gran misterio
que es la revelación de tu amor, pon tus manos sobre mi cabeza y bendíceme como a tu
único Hijo. Tú has querido verme únicamente en él, pero con ello has querido verme tal

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como soy en realidad. Pues mi yo pecador no es mi yo verdadero, no es el yo que tú has
querido para mí, sino tan solo el yo que yo he querido para mí mismo. Y ya no deseo
más este falso yo. Ahora, Padre, vengo a ti en el yo de tu propio Hijo, porque es su
corazón el que ha tomado posesión de mí y ha aniquilado mis pecados, y es él quien me
presenta a ti. ¿Dónde? En el santuario de su propio corazón, que es tu palacio, el templo
donde los santos te adoran en el cielo» [54] .

Es probable que durante demasiado tiempo nos hayamos afanado por recubrirnos en
la vida con los «mantos» de nuestros propios recursos, cualificaciones o valores, pero
llegan tiempos de lucidez que nos hacen descubrir cuánto de nuestro «yo» iba implicado
en las tareas que emprendíamos y empezamos a sentir que nada de eso que tanto
perseguimos (reconocimiento, nombre, gratitud…) tenía verdadero valor. Es tiempo de
revestir nuestra desnudez con el manto de nuestro Hermano mayor y de que sea «su
aroma» lo que el Padre reconozca cuando nos acercamos a él. Bendito manto y bendito
momento en el que reconocemos necesitarlo. El «buen olor» que los demás percibirán
será el de alguien que no trata de disimular sus carencias y limitaciones, porque bastante
ocupado está en agradecer el saberse amparado por Otro.

Noemí, la deslenguada
La visitamos, en primer lugar, porque su libertad para decir lo que pensaba, expresar sus
sentimientos y no ocultar su amargura y sus reproches a Dios, la convierten en una
especie de «Job femenina». Después de los años vividos en Moab, donde han muerto su
marido y sus dos hijos, vuelve a Belén viuda y sin descendencia, con la sola compañía de
su nuera Rut, también viuda sin hijos. Cuando la ven sus antiguas vecinas comentan:
«¡Pero si es Noemí!» (y quizá murmuran: «Con lo buena moza que era, qué lástima verla
ahora hecha una ruina… Cuántas arrugas, cuántas canas, menuda artritis debe de tener,
no hay más que ver cómo arrastra los pies…»).
Y ella se despacha con estas palabras: «No me llaméis Noemí, llamadme Mara,
porque el Todopoderoso me ha llenado de amargura. Llena me marché, y el Señor me
trae vacía. No me llaméis Noemí, que el Señor me afligió, el Todopoderoso me
maltrató» (Rut 1,20-21). El libro de Job necesita 42 capítulos para que su protagonista

101
pueda explayarse a fondo y desplegar sus quejas ante Dios: a Noemí le bastan dos versos
para expresar lo mismo. ¿Quién era ella, una mujer y además viuda y miserable, para
hablar así de Dios? ¿Cómo se atrevía a culparle de sus desgracias, en vez de acatar con
sumisión sus designios?
Cuentan que Lewis Black, un cómico norteamericano, dijo furioso al convertirse en
sexagenario: «Sesenta años no es lo que antes eran los 40; ¡son 60, estúpidos!» y
propone que, como a partir de los 22 años empieza el declive, hay que dejar de celebrar
el cumpleaños porque «después de esa edad no se puede esperar más que tristeza,
decadencia y la muerte».

También Noemí está enfadada y no solo con la vida, sino con Dios, y lo dice sin
reprimir ni suavizar sus quejas; pero nada de eso va a ser obstáculo para que el final de
su historia sea de plenitud y fecundidad. Se había adentrado en tierras de rebeldía,
provocación y protesta, pero al final llegó al consentimiento y al amén.
Todos conoceremos a más de una «Noemí», que llegan a la vejez descontentos,
decepcionados de lo que han vivido, negativos y pesimistas, retirándose de mala gana de
los lugares en que antes trabajaron. Les parece que, cuando ellos se vayan, todo lo que
crearon con tanto esfuerzo se vendrá abajo y por eso intentan mantener durante el mayor
tiempo posible el mando y el control.
De Noemí aprendemos a transitar brotes de rebeldía; a saber que no pasa nada por
sacar fuera esos sentimientos buscando «vecinas/os» con quienes desahogarlos para que
no se pudran dentro. Podemos intentar entrar como ella en ese nuevo «Belén» que ahora
toca y dejar a Dios ser en nuestra vida el Dios que nos concede una fecundidad a su
manera, que no a la nuestra, y que puede poner en nuestros brazos un «hijo» que ya no
sea fruto de nuestros esfuerzos y trabajos, sino de su gracia.

Barzilay de Galaad, el sensato


Conocemos a Barzilay cuando David vuelve a Jerusalén tras estar fugitivo y perseguido
por Absalón (2 Sm 19,32-40). Se nos dan dos datos importantes: «Barzilay era muy
viejo, tenía ochenta años; había proporcionado alimentos al rey […] porque era de muy
buena posición». El rey, a punto de recuperar el trono y agradecido al servicio

102
incondicional y eficaz de este miembro de su corte, se dispone a recompensarlo
cambiando los papeles: el que socorrió va a ser espléndidamente socorrido; el que se
puso de parte del David fugitivo será ahora retribuido por el David rey. «Vente conmigo,
que yo voy a ser tu protector en Jerusalén».
La reacción de Barzilay es ejemplar, llena de sentido común y de sabiduría
envidiable: recuerda su edad con realismo y describe con humor sus achaques. «Pero
¿cuántos años tengo para subir con el rey hasta Jerusalén? ¡Cumplo hoy ochenta años!
Cuando tu servidor come o bebe, ya no distingue lo bueno de lo malo, ni tampoco si oye
a los cantores o a las cantoras». Al pobre la comida ya no le sabía a nada y estaba sordo
como una tapia. Y lo de meterse en una mudanza, aunque fuera para vivir en Jerusalén,
le entraba el cansancio solo de pensarlo. Con el frío que hace allí en invierno y lo que
llueve; con lo mal que le vendría cambiar de médico ahora que el que tiene le ha cogido
el tranquillo a sus goteras; con lo que le gusta echar cada día la partida de dominó con
los amigos de siempre… Aparte de que iba a suponer una carga para el rey. Cuánto
sentido común y cuánto realismo tiene este hombre, consciente de sus límites y sin
querer estorbar: «¿Para qué voy a ser una carga más de su majestad? Pasaré un poco más
allá acompañando al rey, no hace falta que el rey me lo pague. Déjame volver a mi
pueblo, y que al morir me entierren en la sepultura de mis padres».
Eso sí, tiene a su hijo en paro y se atreve a pedir, con suma discreción, que el trato
de favor que iba a serle dispensado a él pase a su hijo: «Aquí está mi hijo Quimeán, que
vaya él y lo tratas como te parezca bien». Su sensata demanda es bien recibida y el rey se
compromete a tratarlo como el propio Barzilay hubiera deseado: «Que venga conmigo
Quimeán, y yo lo trataré como te parezca bien. Y todo lo que quieras encomendarme, yo
lo haré». Así que el «qué hay de lo mío» le ha salido a Barzilay fantásticamente: el chico
colocado de funcionario y en situación de pagar la hipoteca.
No es una historia particularmente edificante, como no lo son la mayoría de las que
cuenta la Biblia, pero enseña a dar con el momento oportuno para retirarnos, ceder paso
a otros y encontrar, con creatividad y modestia, nuevos espacios de relación y trabajo
más acordes con nuestras fuerzas. Estupenda contribución: no estorbar a los que vienen
detrás y dejar fluir la sucesión, sin empeñarnos en prolongar tareas que toca abandonar.
Incluso lo cantan los árboles: «Como crecen las hojas en un árbol frondoso, una se
marchita, la siguiente brota» (Eclo 14,18) [55] .

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Zacarías e Isabel, visitados por la fecundidad
Los relatos de la infancia de Jesús son como un gran mosaico compuesto por pequeñas
teselas en las que, si miramos con detenimiento, descubrimos escenas del Antiguo
Testamento. Pero la gracia y el «mérito» del mosaico están en que sus teselas nos
permiten reconocer acontecimientos, rostros y decires del Nuevo. Con imagen casera
diríamos que en ellos encontramos el cabo de la madeja en que se ovilla toda la teología
del Nuevo Testamento; están al comienzo del Evangelio para irnos acostumbrando a los
códigos para descifrar la realidad que encontraremos en él, diría un lingüista; son la
maqueta que nos adelanta cómo va a ser la casa que se está construyendo, sentenciaría
un arquitecto; y un músico los compararía a la obertura en la que resuenan ya los
motivos musicales de toda la ópera.
En el comienzo de estos relatos encontramos nombres de grandes personajes de la
política de entonces: Herodes, César Augusto, Arquelao, Filipo… Los evangelistas los
nombran, pero desplazan nuestra atención hacia otros que son para ellos los realmente
importantes, y nos presentan a cuatro ancianos cuyos nombres son eco del de Dios:
Zacarías («Dios recuerda»), Isabel («casa de Dios»), Simeón («el que escucha») y Ana
(«agraciada»).
Zacarías e Isabel abren el pórtico del Evangelio de Lucas, viejísimos ellos,
cumplidores modélicos de la ley y acostumbrados (mayormente él) al templo, sus
horarios y sus inciensos; estériles ambos (mayormente ella) y con poco futuro por
delante. Mas después de la visita del ángel, él se queda mudo (¿se habría vuelto todo él
escucha?), pero vuelve a casa rejuvenecido, y ella se queda embarazada (rejuvenecida
también vía consorte). Y de puro contenta, se quita de en medio durante cinco meses
para saborear, sin que nadie la moleste, su pequeño Magnificat: «¡Así me ha tratado
Dios!». Y de paso se prepara para la visita de su pariente María que, intrépida y
caminante, atravesaría medio país para encontrar a Isabel y poder contarse la una a la
otra cómo las había tratado Dios y lo contentas que estaban con él y con las primeras
pataditas de sus niños.
Y en medio de este tejido sonoro se van entrecruzando la gracia y la Palabra de
Dios, que ha iniciado su descenso y que va alcanzando cada vez a más gente: a los que

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rodean la oración de Zacarías; a amigos y vecinos que escuchaban y se preguntaban:
¿qué va a ser de este niño?

Simeón y Ana, residentes en Jerusalén


Para esta pareja de ancianos, lo de subir cada día al templo formaba parte de su rutina,
aunque, eso sí, empleando cada día más tiempo en el recorrido: «Cada día distingo peor
estos dichosos peldaños», decía Simeón. «No te quejes, respondía Ana, que subirlos con
artritis es muchísimo peor…». Él tenía buenísima fama: se le consideraba «justo y
piadoso, esperaba la consolación de Israel y estaba en él el Espíritu Santo», reconoce
Lucas.
Ella tampoco se quedaba corta: se dice de ella que era nada menos que profetisa,
pero en seguida se la vincula a personajes varones, como no podía ser de otra manera, y
más en aquel tiempo. Estaba viuda y «no se apartaba del templo ni de día ni de noche,
sirviendo a Dios con ayunos y oraciones». Así, era una profetisa un poco especial, por lo
dedicada que estaba a rondar el templo y sus horarios, cuando los profetas habían sido
bastante reticentes en esos asuntos. Pero es que el texto nos guarda una sorpresa al final
en este tema del profetismo de Ana. Simeón acudió aquel día al templo, empujado por el
Espíritu Santo, y se encontró a aquella pareja de galileos pobretones que hacían cola para
las ofrendas con su jaulita de dos pichones (no les daba el presupuesto para ofrecer un
cordero). Seguramente se pusieron a hablar y a Simeón le cayó bien aquel niño y lo
cogió en sus brazos («¿qué hace un niño como tú en un templo como este…?») y sintió
que le reverdecía todo el ser, como si se le llenaran los ojos de candelas y sus rodillas
vacilantes recobraran vigor. Se le fue del todo el miedo a la muerte y era como si, en vez
de sostener él al niño, fuera este quien lo sostuviera.
Y justo en aquel momento (el Espíritu estaba muy activo aquella mañana) llegó
Ana y «acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos
los que esperaban la liberación de Jerusalén». A ella el niño le había despertado el
profetismo y decidió que se habían acabado los ayunos, las penitencias y vigilias, así que
se puso un pañuelo blanco en la cabeza y, como si fuera una abuela de la Plaza de Mayo,
daba vueltas alrededor del templo con la imagen del niño grabada en sus pupilas y

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contándole a todo el mundo cómo era. Y sintió quizá, igual que podemos sentirlo
nosotros si nos encontramos con el niño, que había llegado por fin a sí misma.

Nicodemo, el reticente
Este personaje, que aparece solamente en el Evangelio de Juan, comienza su diálogo con
Jesús situándose en el terreno de los «saberes»: «Dios te ha enviado como maestro, para
enseñarnos...», pero la respuesta de Jesús debió resultarle desconcertante: no se trata de
aprender nada, Nicodemo, sino de nacer. El reino de Dios no es fundamentalmente un
objeto de conocimiento: es una vida, una comunicación de vida. No se pasa de la noche a
la luz del reino con un simple progreso en el plano del saber y, del mismo modo que no
conoces cómo llega la vida al ser humano dentro del vientre de la mujer encinta,
tampoco puedes comprender la obra de Dios, que lo hace todo. Frente a la continuidad
con un pasado de paciente asimilación, Jesús propone una interrupción, un nuevo
comienzo, y echa mano de antiguas tradiciones sobre la acción de un Dios capaz de crear
y re-crear, de re-construir, re-hacer y re-novar a través del Espíritu que insufló aliento
sobre el Adam de arcilla y que es capaz de hacer revivir los huesos secos (Ez 37,1-14).
Todo el Antiguo Testamento abunda en imágenes de «nuevo nacimiento»: ruinas
reconstruidas, heridas curadas, traje de luto convertido en vestido de fiesta, desierto que
florece como un jardín, luto cambiado en danza...
Nicodemo responde con expresiones negativas: la primera incierta y estupefacta, la
segunda escéptica, revelando la convicción de una imposibilidad. Su reacción es
«clónica» de la de Sara: la misma resistencia, el mismo escepticismo ante una promesa
que supera sus cálculos. Se queda con el verbo «nacer», pero lo encierra en la repetición:
«siendo viejo…», «volver al seno...». No es capaz de imaginar nada fuera de una
repetición del pasado y se decanta por el camino de la imposibilidad. Como Sara,
aferrada a su edad, da la vuelta al argumento haciéndolo descansar sobre sus propias
posibilidades: se queda en el «nacer», pero se le escapa que ese nacimiento es «de
arriba». Su pregunta es: ¿cómo puede un hombre realizar él mismo ese nacimiento...?
Jesús le responde usando la pasiva: hay que dejar de tomarse a uno mismo como
dueño del propio destino, porque lo que es verdaderamente importante en la vida no se

106
deja conquistar, solo recibir. Antes de cualquier esfuerzo humano, Dios sienta la base
para un nuevo ser del hombre, y por eso no se trata de desandar el camino, ni de
esforzarse, sino de ser engendrado. Es una acción de Dios a la que se responde
aceptándola; es una novedad absoluta, muy distinta de poner remiendos, porque de lo
que se trata no es de «entrar en el vientre», sino de «entrar en el reino», es decir, en ese
ámbito donde adherirse y vincularse de modo estable a Jesús.
Nuestras propias dudas, escepticismos y torpezas hacen de nosotros unos
interlocutores de Jesús tan reticentes como Nicodemo. Como él, nos aferramos a
nuestras cerriles suspicacias: «¿Cambiar a mi edad? ¿Que va a cambiar el otro? ¡Por
favor, no me tomen el pelo! Yo estoy con lo de “genio y figura, hasta la sepultura...”.
Pero si hasta lo dice el Eclesiastés: “Lo que pasó, eso pasará; lo que sucedió, eso
sucederá; no hay nada nuevo bajo el sol” (Ecl 1,9)».
Estamos invitados a dejar atrás nuestro aferramiento al pasado, a los viejos
prejuicios que niegan a Dios la capacidad de intervenir en nuestra propia vida. Los viejos
odres de nuestras convicciones escleróticas pueden estallar ante el vino joven del reino si
dejamos que irrumpa en nosotros con su novedad.

Lázaro, el que nunca hizo nada


Resulta llamativo que este personaje del Evangelio de Juan no sea sujeto de ninguna
acción, excepto las de «enfermar» y «morirse», y que tampoco pronuncie ni una sola
palabra. Allí donde aparecen los hermanos de Betania, son siempre las dos mujeres,
Marta y María, las que toman la palabra y la iniciativa: en la escena en que Jesús se aloja
en su casa, ni siquiera se nombra a Lázaro (Lc 10,38-42); el texto de Juan que hace
referencia a él comienza diciendo: «Había un enfermo llamado Lázaro de Betania…» y
son sus hermanas las que avisan a Jesús; a continuación se narra su muerte y cuando
Jesús, ante su tumba, le ordena: «¡Sal fuera!», Lázaro, «el muerto», sale envuelto en sus
vendas y es, una vez más, un sujeto pasivo: «Desatadlo y dejadlo ir» (Jn 11,44).
Tampoco en la celebración que viene a continuación asume responsabilidad alguna y,
mientras Marta servía y María ungía los pies de Jesús, «Lázaro estaba sentado a la mesa»
(Jn 12,2).

107
Pero de Lázaro, a pesar de su pasividad, el evangelio testimonia cuánto lo quería
Jesús, que sollozó ante su tumba (Jn 11,5.11.35-36). Así que no parecen ser sus acciones,
trabajos, compromisos o cualidades los que fundamentaron aquella amistad y podemos
pensar que Jesús lo amaba «porque sí», más allá de que Lázaro «hiciera cosas por él».
Una de las actitudes más difíciles de «evangelizar» en nosotros es la tendencia a creer
que «valemos» ante Dios por las cosas que hacemos y que son nuestros esfuerzos y
méritos los que atraen su favor y su gracia. Todo el culto sacrificial de la Antigüedad se
basaba en eso, así como la escrupulosa observancia de la ley judía por parte del mundo
fariseo. Jesús polemiza contra ellos, como lo hará después Pablo, porque, debajo de esa
obsesión por aparecer ante Dios como perfectos cumplidores, no siempre está el deseo
de coincidir con su voluntad, sino más frecuentemente la autosuficiencia de quien se
apoya en sí mismo y se cierra así la puerta a una gracia que es concedida más allá de
cualquier merecimiento. ¿No hay algo en nosotros de la secreta satisfacción con que nos
presentamos a partir de las cosas que hacemos y de cuánto nos comprometemos? Como
si fuera nuestra agenda llena la que verdaderamente diera «peso» y valor a nuestra vida.
Frente a los engaños que acompañan con frecuencia nuestro «hacer» con sus
tendencias insanas, el camino de disminución de tareas en el que nos adentra la vejez nos
invita a fomentar el «ser» y el «estar» más que el «hacer». Lázaro «el pasivo» nos
reorganiza los valores y nos ayuda a reconocer con gozo que en nuestra vida, como en la
suya, todo es don gratuito y lo mejor de ella no depende de nuestro esfuerzo: es un
regalo del que somos fundamentalmente «receptores».

Este poema de Dulce María Loynaz puede ayudarnos a corregir viejas costumbres
de «hormiga» y a agradecer que nuestra misión sea también ahora la de «cantar y
perfumar»:
«Perdónenme el sol y la tierra
y los pájaros del aire
y todas las criaturas
simples y libres y luminosas.
No fue el mío
el pecado primaveral de la cigarra,
aquel que se comprende y hasta se ama.
Fue el pecado oscuro,
silencioso,
de la hormiga,

108
fue el pecado de la provisión
y de la cueva
y del miedo a la embriaguez y a la luz.
Fue olvidar
que los lirios que no tejen
tienen el más hermoso de los trajes,
y tejer ciegamente,
sordamente,
todo el tiempo que era
para cantar y perfumar».

109
10.
Jeremías: experiencia creciente,
ignorancia ungida

La vida tiene un algo de duro aprendizaje de nuestra radical ignorancia de lo esencial.


Este aprendizaje del «humano ignorar» acaba con cursos intensivos que se adensan en la
tercera edad, cuando más interesaría saber. Tienen unos contenidos reciamente ascéticos,
adobados de despedidas y limitaciones, pero el trasfondo me atrevo a decir que es
místico. San Juan de la Cruz esculpía así en la Subida al Monte Carmelo, el «Modo para
venir al Todo»:
«Para venir a lo que no sabes,
has de ir por donde no sabes.
Para venir a lo que no posees,
has de ir por donde no posees.
Para venir a lo que no eres,
has de ir por donde no eres».

Algo así le ocurre al que avanza en años alargados y grises, aunque no sea un
místico. Por eso le voy a rogar a Jeremías que nos muestre su caminar acumulando
experiencia y masticando ignorancias, como toda vida larga que acumula experiencia
con creciente conciencia del todo ignorar que es el morir. El salmista canta así esta
paradoja: «Meditaba yo para entenderlo, pero me resultaba difícil: hasta que entré en el
misterio de Dios» (Sal 73,16-17). Acudo a las confesiones de Jeremías, al que su oficio y
vida se le fueron haciendo problemáticos, aceptándolos en una obediencia sobrehumana,
recorriendo su camino hasta el fin, en el abandono de Dios. Creo que no fuerzo los textos
al decir que en ellos –como en Job– se puede ver una trayectoria humana y espiritual
paradigmática de la que todo hombre y mujer –a su manera– participa. Su itinerario es
recogido en siete oraciones o demandas a Dios, que van adquiriendo mayor complejidad
conforme avanza su vida.

110
La primera oración (Jer 11,18-23) rebosa confianza infantil. Jeremías, como
cualquier niño, piensa que su padre saldrá a defenderlo de los que lo atacan. Por eso pide
a Dios que, dado que juzga rectamente, «que logre desquitarme de ellos». Jeremías está
convencido de que su vida y su actividad están conducidas por Dios, que lo ha llamado a
ser profeta. La crisis le llega como consecuencia de su misma profesión, amenazada por
los que quieren que abandone su compromiso. Atacado por amigos y familiares,
Jeremías se vuelve a Dios con total confianza, sin gritos como otros profetas apurados:
«Gritad a Dios para que os libre del poder enemigo» (Bar 4,21). Ninguna insistencia,
ninguna queja, ninguna sombra de amargura contra Dios de parte de Jeremías. Si el
profeta muriera a manos de sus enemigos, Dios y su justicia quedarían malparados a los
ojos del pueblo. Jeremías cree conocer a Dios, ante el que se sitúa en un plano de
obligaciones y derechos. En último término «tu venganza», Señor, es la mía. Dios queda
reducido a mi tamaño y le marco los tiempos: «que se dé prisa, que apresure su obra,
para que la veamos; que se cumpla en seguida el plan del Santo de Israel, para que lo
comprobemos» (Is 5,19). Jeremías irá descubriendo, incluso en la masa oscura de sus
deseos de venganza, la presencia de Otro, que al ser más grande que él mismo le va a ir
llevando de deseo en deseo hacia una mayor transparencia, incluso para sí mismo. Su
progreso en transparencia tendrá el efecto paradójico de que cada vez tiene menos que
decir de Dios, hasta que el silencio de Dios y el silencio de Jeremías se hagan totales.
Por ahora, Dios está enredado en sus necesidades. Lo paradójico es que, acercándose a
Dios, se va encontrando con un Dios más lejano y extraño, trance de toda marcha seria
hacia Dios. Tratar con él es quemar naves y perder pie en el pantanoso terreno de
nuestros deseos.
En la segunda oración (Jer 12,1-5), vemos entrar su confianza en sospecha y crisis.
Se dirige a Dios: «Quiero proponerte un caso: ¿por qué prosperan los impíos y viven en
paz los traidores? Los plantas, arraigan, crecen, dan fruto». Dios le responde que, si ya te
pierdes ante mí, peor te irá en el futuro: «Si corriendo con los infantes te cansas, ¿cómo
competirás con los caballos? [...] ¿Qué harás en la maleza del Jordán?». El planteamiento
de Jeremías es claro: cómo compaginar la permanente prosperidad de los impíos con el
dogma de la retribución según los méritos. Jeremías parte del supuesto de que entre su fe
y los hechos de su experiencia no puede haber una contradicción. Por ello, su razón se
agarra firmemente a los hechos, aunque su fe es afirmada rotundamente. Su problema no

111
es sobre el «qué», sino sobre el «cómo». Saltando a nuestra fe cristiana, la bondad de
Dios es el fundamento de que Jesucristo sea el empeño salvífico del Padre. Jesucristo es
la bondad del Padre a pesar de todo. El «bájate de la cruz y creeremos» (cf. Mt 27,42) no
es duda de fe en la bondad de Dios, sino sobre cómo puede esa bondad permitir que se
machaque a su Hijo. La crisis se centra en torno al «dogma», es decir, a las conclusiones
que con lógica humana deducimos del presupuesto de la fe y que tendemos a colocar en
el mismo plano que el presupuesto. Esta distinción es fundamental. La fe no es seguridad
a bajo precio, ni pasaporte para una eternidad feliz, ni respuesta a la angustia del
sufrimiento y la agonía. La fe es humilde, difícil, temblorosa como una llama en las
manos frías de la noche. No es una respuesta a los interrogantes del hombre, a las
preguntas insolubles de Job, a las de la madre que acaba de perder a su hijo o del soldado
en los barros de la trinchera donde espera el silbido de la bala que lo matará. ¿Por qué no
atreverse a decir que la fe no es una respuesta, pues no hay respuesta? La fe es una cierta
manera de poner las preguntas y un arte de esperar... La fe no sirve para nada. Sí, la fe
–como el amor– no quiere servir a ninguna otra cosa. Ella suscita nuestra sed, al mismo
tiempo que la calma: «Bienaventurados los que tienen hambre y sed […], porque serán
calmados». La respuesta de Dios no es una solución al «por qué» de Jeremías. Es una
evasiva en la que queda desbaratada toda lógica humana: «mis caminos no son vuestros
caminos» (Is 55,8). La mayoría vivimos y morimos con la creencia de que si viviéramos
más tiempo acabaríamos por comprender a Dios. La experiencia desvela que llega un
momento crítico en el que todo se invierte, y que la cuestión consiste en entender más y
más que hay algo que nunca será comprendido.

La oración tercera (Jer 15,10-12.15-18) nos muestra a Jeremías con la fe sacudida


hasta las raíces. Dios no es fiable: es «arroyo engañoso de agua inconstante». Y más
duro de tragar es que sea así conmigo, que he sido honrado: «De veras, Señor, te he
servido fielmente: en el peligro y en la desgracia he intercedido en favor de mi enemigo.
[…] Tú lo sabes. Señor, acuérdate y ocúpate de mí, véngame de mis perseguidores, no
me dejes perecer por tu paciencia, mira que soporto injurias por tu causa. Cuando recibía
tus palabras, las devoraba; tu palabra era mi gozo y mi alegría íntima; yo llevaba tu
nombre, Señor, Dios de los ejércitos. No me senté a disfrutar con los que se divertían
[…] porque me llenaste de tu ira. ¿Por qué se ha vuelto crónica mi llaga y mi herida
enconada e incurable? Te me has vuelto arroyo engañoso de agua inconstante. Entonces

112
me respondió el Señor: si vuelves, te haré volver y estar a mi servicio; si apartas el metal
de la escoria, serás mi boca. Que ellos vuelvan a ti, no tú a ellos. Frente a este pueblo te
pondré como murallas de bronce inexpugnable. Lucharán contra ti y no te podrán,
porque estoy contigo para librarte y salvarte –oráculo del Señor–. Te libraré de la mano
de los perversos, te rescataré del puño de los opresores».
La angustia no ha llegado hasta el extremo, pero la depresión por su misión es
profunda. La raíz de su depresión es Dios mismo. De ahí su desconcierto y su queja ante
un Dios desconcertante, que no encaja en ningún esquema predefinido. Él y su palabra le
destrozan la vida. ¿Habrá sido infiel Jeremías a la palabra? No. Añade toda una lista de
sufrimientos soportados. De ahí su no entender nada de Dios, que es como arroyo
engañoso de montaña que hoy aparece por aquí y mañana por allá. La respuesta de Dios
le llega como algo inesperado y sorprendente, yendo más allá de la pregunta. Dios le
niega el derecho de preguntar desde su egoísmo, que ya es «pecado». Lo exhorta a
convertirse y purificarse. Su fuerza va a ser el Señor mismo, que está con él. Jeremías se
ve arrojado a Dios sin más garantías que Dios mismo. Se tiene que despojar de promesas
concretas, que pondrían una limitación a la libertad de Dios. Fe en la palabra de Dios, sin
«cómos» ni «cuándos», es lo único que le queda. Esta desnudez le abrirá a nuevas crisis
que se expresan en la cuarta oración.
La cuarta oración (Jer 17,14-18) duda de la fidelidad de Dios a su palabra:
«Sácame, Señor, y quedaré sano; sálvame, y quedaré a salvo; para ti es mi alabanza.
Ellos me repiten: “¿Dónde queda la palabra del Señor? Que se cumpla”. Pero yo no he
insistido pidiéndote desgracias ni he augurado un día aciago; tú sabes lo que pronuncian
mis labios, lo tienes delante. No me hagas temblar, tú eres mi refugio en la desgracia;
fracasen mis perseguidores y no yo, sientan terror ellos y no yo». El incumplimiento de
la palabra de Dios mina la autenticidad de su profeta. La duda del pueblo es duda sobre
Jeremías que se rebota sobre Dios, al que ha experimentado como alguien que viene más
allá de él mismo. Está en cuestión la fidelidad de Dios a su palabra. ¿Cómo comprender
que Dios sea fiel a su palabra, dejando en la estacada a su profeta? Jeremías, al sentirse
limitado por su muerte como fin absoluto, exige una reivindicación de Dios antes de
morir. Pero, una vez más, hay algo en su oración que toca la médula de la fe: la
convicción de que Dios está comprometido con el creyente, con el profeta, aunque viva
en la desesperación…

113
Así llega a su quinta oración (Jer 18,18-23), desesperada ante la hostilidad de las
gentes que traman su muerte porque sus anuncios son falsos: «Dijeron: Vamos a tramar
un plan contra Jeremías, que no nos faltará la instrucción de un sacerdote, el consejo de
un docto, el oráculo de un profeta; vamos a herirlo en la lengua, no hagamos caso de lo
que dice». Jeremías, llegado al colmo de su paciencia, da vía libre a sus sentimientos de
manera brutal. Como en la primera confesión, se encuentra ante una amenaza real de
muerte. Siente que sus enemigos van a prevalecer sobre él y va a quedar enteramente
confundido. Su vida y su misión pierden todo su sentido si Dios no interviene
contundente en su favor: «Hazme caso, Señor, escucha a mis rivales. […] Me han
cavado una fosa. Recuerda que estuve ante ti intercediendo por ellos […]. Ahora entrega
sus hijos al hambre […], queden sus mujeres viudas y sin hijos, mueran sus hombres
asesinados y los mozos a filo de espada en el combate. Que se oigan gritos salir de sus
casas […] pues cavaron una fosa para atraparme [...]. Señor, tú conoces su plan homicida
contra mí: no perdones sus culpas, no borres de tu vista sus pecados; caigan derribados
ante ti, ejecútalos en el día de la ira». Su oración, como la anterior, queda sin respuesta.
En el silencio de Dios, Jeremías va a resolver su crisis después de haber alcanzado la
cumbre de la última confesión.
Al final de su vida se siente engañado por Dios, que se aprovechó de su ingenuidad
joven. Es la llamada «confesión de Jeremías» o sexta oración (Jer 20,7-18): ya no le
preocupan los enemigos humanos; su queja va contra Dios, que lo llamó a vocación tan
amarga. Se presenta ante él, no impaciente o perplejo, sino con una afirmación abierta y
desvergonzada: Dios ha abusado de su superioridad. Ha usado de maña y fuerza contra
Jeremías, que, implícitamente, está renunciando a su misión: «¡Ojalá no hubiera hecho
caso!». Dios lo ha embarcado en una aventura abocada al fracaso, porque no cumple las
predicciones de desastre que le había puesto en la boca: «Me sedujiste, Señor, y me dejé
seducir; me forzaste, me violaste. Yo era el hazmerreír todo el día, todos se burlaban de
mí». Se siente como un farsante, un forjador de amenazas que nunca se cumplen y que
aparecen como imaginaciones de su propio corazón maligno. La palabra de Dios, que en
su tiempo fue su única alegría, se le ha convertido en escarnio y burla. «Si hablo es a
gritos, clamando “¡Violencia, destrucción!”. La palabra del Señor se me volvió escarnio
y burla constantes, y me dije: “No me acordaré de él, no hablaré más en su nombre”». Se
siente suplantado por Dios e irremediablemente atado a Él.

114
Es decir, un profeta a pesar suyo, por su repugnancia a predicar la desgracia. Esa
lucha interior asoma a sus labios de profeta en este momento de sinceridad con Dios.
Muchas veces ha tratado de ahogar la palabra de Dios en su corazón sin éxito, pero Dios
siempre lo ha vencido (esta es una de las expresiones más logradas de la fuerza de la
palabra de Dios en el Antiguo Testamento). La palabra es como una fuerza sobrehumana
contra la que el profeta lucha. Con el símbolo de la palabra de Dios, Jeremías se presenta
como un hombre dividido en su interior y en lucha consigo mismo: «Pero la sentía
dentro como fuego ardiente encerrado en los huesos: hacía esfuerzos por contenerla y no
podía. Oía el cuchicheo de la gente: “Cerco de pavor, ¡a delatarlo, a delatarlo!”. Mis
amigos acechaban mi traspié: “A ver si se deja seducir, lo violaremos y nos vengaremos
de él”. Pero el Señor está conmigo como fiero soldado, mis perseguidores tropezarán y
no me podrán; sentirán la confusión de su fracaso, un sonrojo eterno e inolvidable. Señor
de los ejércitos, examinador justo que ves las entrañas y el corazón, que yo vea cómo
tomas venganza de ellos, pues a ti encomendé mi causa. Cantad al Señor, alabad al
Señor, que libró al pobre del poder de los malvados. ¡Maldito el día en que nací, el día
que me parió mi madre no sea bendito! ¡Maldito el que dio la noticia a mi padre: “Te ha
nacido un hijo”, dándole un alegrón! ¡Ojalá fuera ese hombre como las ciudades que el
Señor trastornó sin compasión! ¡Ojalá oyese gritos por la mañana y alaridos al
mediodía!». En su ánimo agitado y confuso se entremezclan sentimientos contrarios, que
se arrollan unos a otros. Así también en el creyente herido por la enfermedad, la vida o el
desamparo, al mismo tiempo creyente e incrédulo (simul fidelis et infidelis).
En cualquier vida, el horizonte de los deseos es violentamente desgarrado y estirado
por un Otro que reduce nuestra natural desmesura y suficiencia a despojo y
empobrecimiento. Pablo no solamente lo siente, sino que cabalga esa desmesura: «No
creo haberlo alcanzado todavía, pero una cosa hago: olvido lo que dejé atrás y me lanzo
a lo que está por delante» (Flp 3,13). El hombre verdadero es el que salta sobre los
límites de lo humano y consiente a la presencia del Misterio desbordante que lo creó «a
su imagen y semejanza» desbordada (cf. Gn 1,26). Estas edades te citan en aceptarte
como misterio o como absurdo, deseoso de vivir y perdiendo la vida a ojos vista. La
etapa final que no se «auto-trasciende» es amarga derrota, en cualquier caso. No hay
final feliz sin, al menos, sospechar que hay un Alguien que avala nuestras ganas de vivir
en un ¡ojalá! eterno y, paradójicamente, deseable. Así lo canta un autor del siglo XVI:

115
«Ven, muerte, tan escondida / que no te sienta venir, / porque el placer del morir / no me
vuelva a dar la vida». Sublime disparate del que se confía a quien le quiere regalar una
vida, no fijada y acotada, sino sin término. El hombre verdadero siempre se auto-
trasciende. Muerte cristiana y oración son hijas del mismo impulso, de la misma grieta
de auto-trascendencia. Desgarradamente lo expresa García Nieto: «Exijo que haya más.
Dime, Dios mío, / que hay más detrás de mí, que hay algo mío / que ha de ser más y
desearlo tanto». Amar, como orar, es alojar a un extraño en las propias entrañas. Es dejar
que el proyecto, los deseos, la vida del Otro inunden nuestro proyecto, nuestros deseos,
nuestra vida. Este desgarramiento, paradójicamente, nos integra. Es una alteración que
nos convierte en otro hombre, desalojado de lo meramente humano. Hay quien envejece
y muere sustraído a su propio yo, y no solo en esperanza transformado, pues ya se le
«hizo sentar en el cielo» (Ef 2,6). Su creciente ignorancia bebe ya del «secreto de Dios,
Mesías en quien se esconden todos los tesoros del saber y del conocer» (Col 2,2-3).
Jeremías deseó ver lo que Jesús –resurrección y vida– nos mostró y alcanzó, y no lo
vio (cf. Lc 10,24). Sus palabras de esperanza dan la impresión de artificiales y forzadas.
Se repite a sí mismo lo que cree de Dios en un intento por conseguir una calma auto-
impuesta y, por tanto, vacía. Las palabras no acuden espontáneas a su boca. La
maldición desesperada que sigue revela un cambio fundamental: «¿Por qué no me mató
en el vientre? Habría sido mi madre mi sepulcro; su vientre, preñado por siempre. ¿Por
qué salí del vientre para pasar trabajos y penas y acabar mis días derrotado?». Jeremías
ya no dialoga con Dios. Se encierra en un monólogo triste. Hasta ahora, siempre se había
vuelto hacia Dios. Le preguntó en su perplejidad (12,1-5), se confió a él (11,18-23), se
quejó delicadamente (15,10-12.15-18), le pidió venganza (18,18-23), lo acusó
abiertamente (20,7-10). Ahora se vuelve a sí mismo y se oculta de Dios; derrama su
amargura. Quizás le avergüenza hacerlo delante de Dios, quizás experimenta una
sensación de inutilidad al dirigirse a nadie. Jeremías maldice su existencia: «Maldito el
día en que nací». No un personaje literario, sino un profeta de carne se vuelven contra
todos los responsables de su nacimiento, que le saludaron cuando llegaba a una vida sin
sentido. Toda perspectiva de fe ha desaparecido, la desesperación lo ha invadido todo. Es
lo último que Jeremías nos dice de sí mismo: «¿Por qué salí del vientre para pasar penas
y trabajos y acabar mis días derrotado?». No hay respuesta, ni Jeremías ya la esperaba.
Ha descargado su corazón y, tal vez, ha descansado un poco momentáneamente.

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Por último, en su séptima oración (Jer 45,1-5), lo que queda en pie es su
congruencia, a pesar de todo, y su fidelidad a Dios en su propia vida: «Esto dice el
Señor, Dios de Israel, para ti, Baruc: “Tú dices: –¡Ay de mí!, que el Señor añade penas a
mi dolor; me canso de gemir y no encuentro reposo”. Dile esto: “Así dice el Señor: –
Mira: lo que yo he construido, yo lo destruyo; lo que yo he plantado, yo lo arranco; ¿y tú
pides milagros para ti? No los pidas. Porque yo he de enviar desgracias a todo ser vivo –
oráculo del Señor– y tú salvarás tu vida como un despojo adondequiera que vayas”».
Quizás suene a lo que Tagore canta en su Ofrenda espiritual: «Que de mí quede tan solo
/ lo suficiente para reconocerte / como mi Señor, / verte por doquier / en la tierra entera, /
venir hasta tus pies / y amarte en todo». De Jeremías quedó «lo suficiente»… pero no
más, ni menos. Ha luchado con los hombres, con Dios y consigo mismo. No hay
reproches ni promesas de Dios. Cada uno ha quedado en su silencio. Pero la vida de
Jeremías siguió fiel a su misión profética y llegó a esperar en un futuro más
esperanzador. Su asustada fidelidad es la respuesta de Jeremías al silencio de Dios.
Jeremías tuvo que ser anulado en su deseo de comprender y saber a Dios, y las sucesivas
rupturas de sus esquemas de comprensión le llevaron a intuir que la respuesta no podía
ser contenida en palabras, sino aceptada en fe silenciosa y adorante: silencio desesperado
y resentido de la última oración; silencio paciente y esperanzado del humilde
reconocimiento de la absoluta trascendencia y libertad de Dios; silencio ignorante ante
las preguntas de Baruc. «Doy consejo a fuer de viejo: / nunca sigas mi consejo»,
aconsejaría, sesudo, Antonio Machado.
Los quilates de nuestra vida descubren los quilates de nuestra oración silenciosa y
subterránea ante Dios. La conducta llevada traduce la entraña de nuestro silencio.
Egoísmo o disponibilidad de vida desenmascaran el sentido del silencio. Hasta el final de
una vida, la fidelidad a su misión nos descubre la hondura de su silencio. Jeremías se
despoja de palabras propias y transparenta a Dios. No es que haya comprendido a Dios,
pero adora en silencio su fidelidad a su palabra. Ha aprendido que sus deseos, o los del
pueblo más cultivado, no coinciden con los de Dios.
Jeremías ha sido considerado como uno de los «tipos» de Jesucristo. Sus crisis
interiores, su cargar con el silencio de Dios y con la hostilidad humana, su profunda
soledad e incomprensión, su aceptación silenciosa y obediente, su continuar fiel en el
servicio, son características que han sido interpretadas como reflejos de la figura de

117
Jesucristo. Jeremías es, probablemente, el inspirador inconsciente del «siervo paciente»
de Isaías, aunque conscientemente él no supiera formulárselo a sí mismo su propia vida.
Las palabras a Baruc tras el desastre de Judá son el testamento purificado de su vida
de diálogo con Dios: Baruc, hijo mío, tú acepta la soberana libertad del Señor de la vida.
No le pidas milagros. Apura tu experiencia y si él te va dando autenticidad, tu misma
vida te irá descubriendo el sentido de Dios y de la historia. Me vienen los versos de Blas
de Otero:
«Solo está el hombre. ¿Es esto lo que os hace
gemir? Oh si supieseis que es bastante.
Si supieseis bastaros, ensamblaros.
Si supierais ser hombres, solo humanos.

¿Os da miedo, verdad? Sé que es más cómodo


esperar que Otro –¿quién?–, cualquiera, Otro
os ayude a ser. Soy, luego es bastante
ser, si procuro ser quien soy. ¡Quién sabe

si hay más! En cambio, hay menos: sois sentinas


de hipocresía. ¡Oh, sed, salid al día!
No sigáis siendo bestias disfrazadas
de ansia de Dios. Con ser hombres os basta» [56] .

Vivir, como orar, es una gigantesca paradoja. Es desear muchas cosas ahincada y
rabiosamente y, sin embargo, rendir del todo los deseos. Es ser hombre hasta donde se
pueda y rendir calladamente nuestra más colmada humanidad. Es recorrer todo el
camino de los propios quereres, purificándolos de tratar como un objeto consumible a
Dios, y quedarse quedo y esperanzado con la tarea de Dios y con su impulso en la
adoración silenciosa. Para los autónomos y autodidactas que siempre tomaron la
iniciativa, la perspectiva es el cansancio y el caer exhaustos y amargados en las etapas de
la dependencia y la renuncia. Pero quien espera, renovará sus fuerzas, andará, correrá y
hasta echará alas de águila. Se trata de recibir, no de arrebatar. Se trata de alabarlo como
Señor, no de someterlo a nuestras infantiles entendederas.
Vivir es amontonar experiencias para llegar a la divina patria de la total ignorancia
ante el misterio apabullante de Dios. Ya mayor, y callado: «Meditaba yo para entenderlo,
pero me resultaba difícil: hasta que entré en el misterio de Dios» (Sal 73,16-17). El

118
regalo de una flor o la sonrisa limpia del nieto me resultarán mejores mensajeros de él
que mis cansadas elucubraciones.

119
11.
Preparados bíblicos
para variadas dolencias.
(Laboratorios «José María Fernández-Martos»)

Dios, como cualquier padre, busca la salud de sus hijos. Pero también puede herir para
curar, como buen cirujano: «Él hiere y venda la herida, golpea y cura con su mano»
(Job 5,18). Así lo entendía su pueblo: «Vamos a volver al Señor: él nos despedazó y nos
sanará, nos hirió y nos vendará la herida» (Os 6,1). Es grave enfermedad el rechazar su
corrección (cf. Sal 50,17) «cuando el Señor vende la herida de su pueblo y cure la llaga
de su golpe» (Is 30,26). Es médico de medicina general, pero domina varias
especialidades. Como cardiólogo, «sana los corazones destrozados y venda sus heridas»
(Sal 147,3) y trasplanta corazones: «os arrancaré el corazón de piedra y os daré un
corazón de carne» (Ez 36,26). En traumatología «cuida de todos sus huesos, y ni uno
solo se le quebrará» (Sal 34,21). En oftalmología, posee patentado colirio «para untártelo
en los ojos y ver» (Ap 3,18) y, cuando no lo tiene a mano, se arregla con barro y saliva
(Jn 9,6). Médico entrañable, tomó sobre sí nuestras enfermedades y aguantó nuestros
dolores y la definitiva medicina fue su mismo cuerpo triturado: «sus cicatrices nos
curaron» (Is 53,5). Es médico muy bueno, pero difícil de entender…

Jarabe Rocafortachón-supersalterina

Elaborado pensando en que no pocos estamos aquejados de falta de peso y mareos


súbitos con vértigos por no estar bien cimentados frente a vientos recios. Es de muy
agradable sabor que, en sorbos pequeños, se puede tomar –eso sí, con calma– cuando
golpea un viento recio y contrario en alma, fama o salud.

120
❖ Roca: «¡Cuánto te amo, Señor, mi fortaleza! ¡Señor, mi peña, mi alcázar, mi
libertador, Dios mío, roca mía, refugio mío! [...] Bendita sea mi roca»
(Sal 18,2-3.47) * «A ti te invoco, Señor, roca mía» (Sal 28,1) * «Sé para mí
una roca de refugio» (Sal 31,3) * «Diré a Dios: roca mía, ¿por qué me
olvidas?, ¿por qué ando sombrío?» (Sal 42,10) * «Llévame a una roca
inaccesible, pues tú eres mi refugio y bastión contra el enemigo» (Sal 61,4) *
«Aunque se consuman mi espíritu y mi carne, Dios es la roca de mi espíritu,
mi lote perpetuo» (Sal 73,26) * «Mi Padre, mi Dios y mi roca salvadora»
(Sal 89,27) * «Demos vítores a la roca que nos salva» (Sal 95,1).

❖ Escudo, baluarte, alcázar: «Señor, eres mi escudo» (Sal 3,4) * «Señor, mi roca
y mi baluarte» (Sal 18,3) * «Me prestaste tu escudo protector, tu diestra me
sostuvo» (Sal 18,36) * «Bendito el Señor, que me escuchó; es mi fuerza y
escudo, en quien confío» (Sal 28,6) * «Nosotros aguardamos al Señor, que es
nuestro auxilio y escudo» (Sal 33,20) * «Nuestro baluarte es el Dios de Jacob»
(Sal 46,8) * «Has sido mi alcázar y mi refugio en el peligro» (Sal 59,17) * «Tu
acción salvadora sea mi baluarte» (Sal 69,30) * «Mi peña y mi alcázar eres
tú» (Sal 71,3) * «¡Fíjate, oh Dios, en nuestro escudo, mira el rostro de tu
Ungido!» (Sal 84,10) * «El Señor es nuestro escudo y el Santo de Israel es
nuestro rey» (Sal 89,19).
❖ Refugio: «¡Dichosos los que se refugian en él!» (Sal 2,12) * «Señor, Dios mío,
en ti me refugio» (Sal 7,2) * «El Señor es refugio del angustiado, su refugio en
momentos de peligro» (Sal 9,10) * «En el Señor me refugio, […] porque los
malvados […] ajustan la saeta para disparar» (Sal 11,1-2) * «El camino del
desvalido los confunde porque el Señor es su refugio» (Sal 14,6) *
«Protégeme, Dios mío. ¡Piedad, que me refugio en ti!» (Sal 16,1) * «Ven
aprisa a salvarme, sé mi roca de refugio, alcázar que me salve» (Sal 31,3) *
«Dios es nuestro refugio y nuestra fuerza, poderoso defensor en el peligro»
(Sal 46,2) * «Aclamaré tu lealtad porque has sido mi alcázar y mi refugio»
(Sal 59,17) * «Tú eres mi refugio y mi bastión contra el enemigo» (Sal 61,4) *
«Para mí, lo bueno es hacer del Señor mi refugio» (Sal 73,28) * «Señor, tú has
sido para nosotros un refugio de edad en edad» (Sal 90,1) * «Di al Señor:
“Refugio mío, alcázar mío, Dios mío, confío en ti” […], tú que dices: “Mi

121
refugio es el Señor”» (Sal 91,2.9) * «A ti grito, Señor; digo: “Tú, mi refugio”»
(Sal 142,6).
❖ Su nombre y su fidelidad: «Tu lealtad vale más que la vida» (Sal 63,4) * «Tu
fidelidad salva» (Sal 69,17) * «Tu fidelidad está firme» (Sal 89,3) * «Aclamad
la gloria del nombre del Señor» (Sal 96,8) * «Por todas las edades su
fidelidad» (Sal 100,5) * «Invocad su nombre. Dad a conocer sus hazañas a los
pueblos» (Sal 105,1) * «Bendito el nombre del Señor, […] que levanta del
polvo al desvalido y de la basura al pobre» (Sal 113,2.7) * «Todos los pueblos
me rodeaban, en el nombre del Señor los rechacé» (Sal 118,10) * «Por tu
nombre, Señor, consérvame vivo» (Sal 143,11).
❖ Su rostro: «Muéstrame tu rostro radiante y sálvame por tu lealtad» (Sal 31,17)
* «Les dio la victoria tu diestra y tu brazo, y la luz de tu rostro, porque los
amabas» (Sal 44,4) * «¡Muestra tu rostro radiante y nos salvaremos!»
(Sal 80,4.8.20) * «Caminará a la luz de tu rostro, tu nombre es su gozo cada
día» (Sal 89,16-17) * «Recurrid al Señor y a su poder, buscad continuamente
su rostro» (Sal 105,4).
❖ A la sombra de sus alas: «Los humanos se acogen a la sombra de tus alas»
(Sal 36,8) * «Me refugio a la sombra de tus alas mientras pasa la calamidad»
(Sal 57,2) * «Habitaré siempre en tu morada, refugiado al amparo de tus alas»
(Sal 61,5) * «Fuiste mi auxilio y a la sombra de tus alas canto con júbilo»
(Sal 63,8).

***

Revital-escriturina

Preparado pensado para personas que sienten el peso de los años, tentadas de
comprarse una mecedora y abandonarse a los lamentos. El compuesto tiene 85% de
palabras de la Escritura y entre un 15% y un 30% de whisky bueno, que ha de beberse

122
conforme va entrando la palabra de Dios en el alma del paciente. El whisky va directo
al cuerpo del cansado por la vida. Lo escoge él. Durante el tiempo de tratamiento no
conviene ver la televisión ni escuchar las noticias. Ayuda mucho hablar con la portera
del edificio y ser bueno con uno mismo.

✜ Sé generoso: «Vended vuestros bienes y dad limosna; procuraos bolsas que no
envejecen, un tesoro inagotable en el cielo» (Lc 12,33).
✜ Sé sobrio: «No te precipites a todo lo exquisito, ni te entregues a todos los
manjares: porque la gula acarrea enfermedades y la glotonería provoca cólicos;
[…] el que se domina alarga la vida» (Eclo 37,29-31).
✜ Aprovecha la experiencia: «Entre el alba y el ocaso se desmoronan […]; les
arrancan las cuerdas de la tienda y mueren sin haber aprendido» (Job 4,20-21).
✜ Olvida la edad con alegría: «No pensará mucho en los años de su vida si Dios
le concede la alegría interior» (Ecl 5,19) * «El hombre, corto de días, harto de
inquietudes, como flor se abre y se marchita» (Job 14,1-2).
✜ Trabaja algo, pero no mucho: «El necio cruza los brazos y se va consumiendo.
Sí, pero más vale un puñado con tranquilidad que dos con esfuerzo» (Ecl 4,5-
6).
✜ Los males duran poco y enseñan mucho: «Nuestros años se acabaron como un
suspiro. […] Enséñanos a llevar buena cuenta de los años para que adquiramos
un corazón sensato» (Sal 90,9.12) * «Le abre el oído con el sufrimiento»
(Job 36,15).
✜ Sé honrado y florecerás e iluminarás: «El honrado florecerá como la palmera,
se alzará como cedro del Líbano plantado en la casa del Señor […]. En la vejez
seguirá dando fruto y estará lozano y frondoso» (Sal 92,13-15) * «La senda de
los honrados brilla como la aurora, y se va esclareciendo más y más hasta que
se hace pleno día» (Prov 4,18).
✜ Toca aguantar: «Cuando eras joven, te ceñías e ibas a donde querías; cuando
seas viejo, extenderás los brazos y otro te ceñirá y te llevará a donde no
quieras» (Jn 21,18) * «Él rescata tu vida de la fosa» (Sal 103,4).

123
✜ No estás acabado: «Isabel era estéril; los dos, de edad avanzada. […]
“Zacarías, tu ruego ha sido escuchado: Isabel, tu mujer, te dará un hijo”»
(Lc 1,7.13).

✜ Hay otra vida mejor: «Al despertar, me saciaré de tu semblante» (Sal 17,15) *
«El Hijo del hombre vendrá cuando menos lo penséis» (Lc 12,40) * «Estad en
vela, porque no sabéis el día ni la hora cuando vendrá el Señor» (Mt 24,42) *
«Insensato, esta noche te van a reclamar la vida» (Lc 12,20).

***

Tenaz ultraforte

Se vende en tabletones gordos y rocosos, que pegan al sujeto al suelo y alejan de toda
idea de abandonar lo emprendido o lo sostenido en la juventud. El modo de
aplicárselo es dándose fuertes golpes en la cabeza con el tabletón hasta que sienta los
inconvenientes de emprender aventuras alocadas. Es un compuesto con extractos de
caparazón de tortuga, piel de elefante y cuerno de búfalo, mezclado con
«siempreviva».

• Aprende de los padres en la fe: «Mirad la roca de donde os tallaron» (Is 51,1) *
«¿Un centenario va a tener un hijo, y Sara dar a luz a los 90?» (Abrahán,
Gn 17,17) * «… tenaz como si viera al Invisible (Moisés, Heb 11,27) * «Yo
solo no puedo cargar con todo este pueblo, pues supera mis fuerzas» (Moisés,
Nm 11,14).
• No tiembles por miedo: «No tengáis miedo; estad firmes y veréis la victoria;
[…] esperad en silencio» (Ex 14,13-14) * «Desde antiguo guardé silencio,
callaba, aguantaba: grito, jadeo» (Is 42,14) * «¿A quién iremos? Tú tienes
palabras de vida eterna» (Pedro, Jn 6,68) * «¡Ay de la ciudad rebelde! […] No
confiaba en el Señor ni acudía a su Dios» (Sof 3,1-2).

124
• La vida da muchas vueltas: «Acercaos a mí. […] Yo soy José, vuestro hermano,
el que vendisteis a los egipcios» (Gn 45,4) * «Avisados en sueños de que no
volvieran a Herodes, se marcharon a su tierra por otro camino» (Mt 2,12)» *
«Pasa el huracán, desaparece el malvado; pero el honrado está firme para
siempre» (Prov 10,25).
• Acompaña a otros en las cuestas arriba: «No insistas en que te deje […]. A
donde tú vayas, iré yo; […] donde tu mueras, allí moriré» (Rut 1,17) * «El
cántaro de harina no se vació ni la aceitera se agotó» (viuda generosa de
Sarepta, 1 Re 17,16) * «¿A mi casa a banquetear y acostarme con mi mujer
mientras el arca, Israel y Judá acampan al raso?» (Urías, 2 Sm 11,11) * «Se
puso en camino y fue a toda prisa a la sierra» (María, Lc 1,39).
• Profetas y santos flaquearon: «¡Basta, Señor! ¡Quítame la vida, que yo no valgo
más que mis padres! Se echó…» (Elías, 1 Re 19,4-5) * «Te has vuelto arroyo
engañoso, de agua inconstante» (Jer 15,18) * «¿Dónde ha quedado mi
esperanza? Mi esperanza, ¿quién la ha visto?» (Job 17,15).
• Aprende de madres y amantes: «Estaban junto a la cruz de Jesús su madre…»
(Jn 19,25) * «Todos los días oteaba el camino por donde había marchado su
hijo» (madre de Tobías, Tob 10,7) * «En mi cama, por la noche, buscaba al
amor de mi alma» (Cant 3,1).
• No tengas prisa ni pongas plazos: «No exijáis garantías a los planes del Señor
[…] ni regateéis con él» (Jdt 8,16) * «Aguardaré al Señor, que oculta su rostro
a la casa de Jacob, y esperaré en él» (Is 8,17) * «“El Señor es mi lote”, me
digo, y espero en él. […] Es bueno esperar en silencio» (Lam 3,24.26) * «“Lo
que cayó entre zarzas” son esos que escuchan, pero con los afanes y riquezas
de la vida poco a poco se ahogan y no maduran» (Lc 8,14).
• Insiste y clama ante él: «Hago duelo como aúllan los chacales y gimo como las
crías de avestruz» (Miq 1,8) * «Busqué uno que […] aguantara en la brecha
frente a mí, […] pero no lo encontré» (Ez 22,30) * «Por amor a Sion no callaré
[…]. Los que se lo recordáis al Señor, no os deis descanso» (Is 62,1.6) * «No
se apartaba del templo, ni de día ni de noche, sirviendo a Dios» (Ana, Lc 2,37)

125
* «Le voy a hacer justicia para que no venga a reventarme sin parar» (viuda
tenaz, Lc 18,5).
• No te vendas por un plato de judías: «Así malvendió Esaú sus derechos de
primogénito» (Gn 25,34) * «¡Vive Dios a quien sirvo! No aceptaré nada»
(Eliseo, 2 Re 5,16) * «Se empeñaron en volver a la esclavitud de Egipto»
(Neh 9,17).
• No traiciones al amigo: «Poned a Urías en primera línea. Retiraos, dejándolo
solo, para que lo hieran y muera» (David, 2 Sm 11,15) * «El que yo bese, ese
es; detenedlo» (Mt 26,48).

• Comprenderás al fin: «¿Cómo sucederá eso, si no vivo con un hombre?»


(Lc 1,34) * «La visión tiene un plazo, jadea hacia la meta, no fallará; aunque
tarde, espérala» (Hab 2,3) * «Los que confían en él comprenderán la verdad,
los fieles a su amor» (Sab 3,9).
• No juegues a dos barajas: «¡Ay […] del hombre que va por dos caminos, del
corazón que no confía!» (Eclo 2,12-13) * «Ella no comprendía que era yo
quien le daba el trigo, el vino y el aceite» (Os 2,10) * «Ananías, ¿cómo es que
Satanás se te ha metido dentro […] reservándote parte…?» (Hch 5,3).
• Permanece en el dolor: «Si aceptamos de Dios los bienes, ¿no vamos a aceptar
los males?» (Job 2,10) * «Estoy contento en mis debilidades […]; cuando soy
débil, entonces soy fuerte» (Pablo, 2 Cor 12,10).

***

Pastillas contra el vértigo de la mucha edad y la complicada existencia

Sintomatología: pasados los 70, se puede experimentar un vacío, acompañado de


vértigos, pérdida del sueño y ganas de vomitar, al cruzarte con antigu@ amig@ que
era una belleza y que, con rostro deformado, camina con dificultad; al saber de la

126
muerte del amigo que murió solo, peleado con la parentela, pero podrido de dinero;
cuando, en el encuentro anual de antiguos amigos, hay un amigo menos y un bastón
más; cuando el que dejó a su mujer subiéndose al último tren recibe la noticia de
cáncer terminal, mientras el de menos recursos sigue con su familia y con el buen
humor de siempre…

  ¿Quién acertó?: «La senda de los honrados brilla como la aurora y se va


esclareciendo más hasta que es pleno día; el camino de los malvados es
tenebroso» (Prov 4,18-19) * «La senda de la justicia es vida, la impiedad lleva
a la muerte» (Prov 12,28) * «Cada vez que lo hicisteis con un hermano mío de
esos más humildes, lo hicisteis conmigo» (Mt 25,40) * «¡Enviadme al
sepulcro!...Quiero mostrarme digno de mi ancianidad para legar un noble
ejemplo a los jóvenes» (Eleazar, 2 Mac 6,23.27-28) * «Honra a Dios con tus
riquezas […] y tus graneros se colmarán de grano, tus lagares rebosarán de
mosto» (Prov 3,9-10).
  ¿Quién se equivocó?: «Dices: “Soy rico, tengo reservas y nada me falta”.
Aunque no lo sepas, eres desventurado y miserable, pobre, ciego y desnudo»
(Ap 3,17).
  ¿Qué es esencial y qué no?: «Que el hombre coma y beba y disfrute del
producto de su trabajo» (Ecl 3,13) * «¡Vanidad de vanidades, todo es
vanidad!» (Ecl 1,2).

  ¿De quién fiarse?: «Observa quién es inteligente y madruga para visitarlo; que
tus pies desgasten sus umbrales. Reflexiona sobre el temor del Altísimo y
medita sin cesar sus mandamientos: él te dará la inteligencia y la sabiduría»
(Eclo 6,36-37).
  ¿Quién vive más?: «Vejez venerable no son muchos años […]; canas del
hombre es la prudencia; edad avanzada, una vida sin tacha» (Sab 4,8-9) *
«Maduró en pocos años, cumplió mucho tiempo; como su alma era agradable a
Dios, se dio prisa [...] con una juventud colmada velozmente» (Sab 4,13-
14.16) * «Por mí prolongarás tus días y se te añadirán años de vida»
(Prov 9,11) * «Si hubieras seguido el camino de Dios, habitarías en paz.

127
Aprende dónde se encuentra la prudencia, el valor y la inteligencia; así
aprenderás dónde se encuentra la vida larga, la luz de los ojos y la paz» (Bar
3,13-14) * «¿Cómo puede uno nacer de nuevo siendo viejo? [...] Naciendo del
Espíritu» (Jn 3,4.8).
  ¿Malas noches?: «En paz me acuesto y enseguida me duermo, porque tú,
Señor, me haces vivir tranquilo» (Sal 4,9).

Jarabe Frenadolon-forte

Jarabe altamente recomendable para accesos de ira y ganas súbitas de evacuar sobre
parientes de personas que no se atienen a nuestros deseos o expectativas, o nos
cuentan una historia por enésima vez, o suben la persiana cuando nos gustaría bajarla.
Contiene mucha tila y «frenadina antisulfurante», que detiene procesos neuronales
que conducen a estrangular agresores. Contiene alcohol de 50º que produce risa tonta
relajante. Se sirve en copa muy fría.

❏ Selecciona tus amistades: «Encuentre yo a una osa a quien robaron las crías y
no un necio que dice sandeces» (Prov 17,12) * «No te juntes con quien tiene la
lengua suelta» (Prov 20,19) * «Más vale vivir en rincón de azotea que
compartir casa con mujer pendenciera» (Prov 21,9) * «No te juntes con el
colérico ni con el iracundo, no sea que te acostumbres a sus caminos y te
pongas una trampa a ti mismo» (Prov 22,24-25) * «Se corta las piernas y se
desnuda el culo quien envía un recado por medio de un necio» (Prov 26,6).
❏ No seas brusco al hablar: «Respuesta blanda aplaca la ira, palabra hiriente
atiza la cólera» (Prov 15,1) * «¡Qué alegría saber responder, qué buena es la
palabra oportuna!» (Prov 15,23) * «La mente honrada medita la respuesta, la
boca del malvado borbota maldades» (Prov 15,28) * «Hablar con dulzura
aumenta la persuasión» (Prov 16,21) * «No digas: “me las pagarás”; espera en
el Señor, que él te defenderá» (Prov 20,22) * «Extirpad […] insultos y
groserías» (Col 3,8).

128
❏ Cuida la paz: «Corazón sosegado es vida del cuerpo» (Prov 14,30) * «El rostro
sereno del rey trae vida» (Prov 16,15) * «Suelta el chorro quien comienza la
riña: antes de enzarzarte, retírate» (Prov 17,14) * «Corrige a tu hijo mientras
hay esperanza, pero no te arrebates hasta matarlo» (Prov 19,18) * «Agarra un
perro por las orejas quien se mete en riña ajena» (Prov 26,17) * «La paz del
Mesías tenga la última palabra» (Col 3,15) * «Dejad de denigraros unos a
otros» (Sant 4,11).
❏ Fórrate de paciencia y frena: «No envidies al violento, ni escojas su camino»
(Prov 3,31) * «Más vale paciencia que valentía y dominarse, más que
conquistar una ciudad» (Prov 16,32) * «El necio desfoga toda su pasión, el
sensato acaba por aplacarla» (Prov 29,11) * «Vuelve el machete a su sitio, que
el que a hierro mata a hierro muere» (Mt 26,52) * «Jesús siguió callado»
(Mt 26,63) * «Le escupieron, le quitaron la caña y le pegaron en la cabeza.
Terminada la burla, […] se lo llevaron para crucificarlo» (Mt 27,30-31).
❏ Perdona siempre: «Deja tu ofrenda ante el altar y ve a reconciliarte con tu
hermano» (Mt 5,24) * «Busca un arreglo con el que te pone pleito, cuanto
antes, mientras todavía vais de camino […]. Si uno te abofetea en la mejilla
derecha, vuélvele también la otra; […] déjale también la capa. […] Rezad por
los que os persiguen […]. Si queréis solo a los que os quieren, ¿qué
recompensa tendréis?» (Mt 5,25.39.40.44.46) * «El Señor os ha perdonado,
haced vosotros lo mismo» (Col 3,13) * «También nosotros perdonamos a
nuestros deudores» (Mt 6,12) * «Setenta veces siete» (Mt 18,22) * «Padre,
perdónalos, que no saben lo que hacen» (Lc 23,34) * «No juzguéis y no os
juzgarán; no condenéis y no os condenarán; perdonad y se os perdonará; dad y
os darán: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante. La
medida que uséis la usarán con vosotros» (Lc 6,37-38).

Supositorios de Donnundinina

Recomendados para casos graves de «suficiencia» hepática, «tontería» cerebral,


«arrogancia» del corazón… que impiden sentirse mortal y un «donnundi» cualquiera.

129
Envase: se puede inyectar en vena en casos muy graves, pero el supositorio, por su
misma humilde y trabajosa forma de aplicación, ya produce un efecto psicogénico
beneficioso. Se trata de conseguir abandonar altas cátedras y suficiencias tontas.

➢ La soberbia es bobada y trae males: «Decían: “Pero ¿no es este el hijo de
José?”» (Lc 4,22) * «Antes de la desgracia, el corazón fue soberbio. Antes de
la gloria, humilde» (Prov 18,12) * «Decís: “Hoy mismo o mañana salimos para
tal o cual ciudad, nos pasamos allá un año negociando y ¡a ganar dinero!”. Sin
tener ni idea de lo que va a ser de vosotros mañana. Vuestra vida ¿qué es? Una
niebla que se ve un rato y luego se desvanece» (Sant 4,13-14) * «“Dios mío, te
doy gracias por no ser como los demás: ladrón, injusto, adúltero; ni como ese
recaudador”. […] El recaudador, a distancia, no se atrevía a levantar los ojos,
dándose golpes de pecho: “¡Dios mío!, ten compasión de este pecador”. […] A
todo el que se encumbra lo abajarán y al que se abaja lo encumbrarán»
(Lc 18,11-14) * «Cuidado con mostrar desprecio a un pequeño» (Mt 18,10).
➢ A Dios le enamora lo pequeño: «Si el Señor se enamoró de vosotros y os
eligió, no fue por ser más numerosos, sino porque sois el pueblo más pequeño»
(Dt 7,7) * «En ese pondré mis ojos: en el humilde y abatido que se estremece
ante mis palabras» (Is 66,2) * «El hermano de condición humilde esté
orgulloso de su alta dignidad y el rico, de su humilde condición, pues pasará
como flor de hierba» (Sant 1,9-10) * «La mujer estéril da a luz siete hijos,
mientras la madre de muchos queda baldía» (1 Sm 2,5) * «Bendito seas, Padre,
Señor de cielo y tierra, porque, si has escondido estas cosas a los sabios y
entendidos, se las has revelado a la gente sencilla» (Mt 11,25) * «Sal corriendo
por las plazas y calles de la ciudad y tráete a los pobres, a los lisiados, a los
ciegos y a los cojos […] e insísteles para que entren en mi banquete»
(Lc 14,21-23).
➢ Rebaja humos y ambición: «Señor, mi corazón no es ambicioso […]. No
pretendo grandezas que me superan; sino que acallo y modero mis deseos,
como un niño en brazos de su madre» (Sal 131,1-2) * «Cuidado: guardaos de
toda codicia, que aunque uno ande sobrado, la vida no depende de los bienes.
[…] Insensato, esta noche te van a reclamar la vida» (Lc 12,15.20) * «El

130
tesoro lo llevamos en vasos de barro, para que se vea que no viene de
nosotros» (2 Cor 4,7) * «La gente comía, bebía y se casaba […]; y cuando
menos se lo esperaban, llegó el diluvio y se los llevó a todos» (Mt 24,38-39) *
«Dichosos los que eligen ser pobres» (Mt 5,3) * «Dejaos de amontonar
riquezas en la tierra, donde la polilla y la carcoma las echan a perder, y los
ladrones socavan y roban» (Mt 6,19) * «¿Quién de vosotros, a fuerza de
agobiarse, podrá añadir una hora a su vida?» (Mt 6,27).

***

Calmatón-tranqui

Producto pensado para todos los que viven acelerados y sin poder parar nunca. Es
gente de ideales fuertes y con un motor potente para la acción, pero sin freno. Suelen
padecer de «iniciativas nuevas» aun en postura de reposo, con sensación de fuertes
picores que solo se calman lanzándose a nuevos proyectos. Los que no pueden parar
podrían necesitar el «calmatón-forte» para no tirarse por la ventana o arrojar al
enfermo hiperactivo. También ayuda a los que se dejan invadir por inquietudes del
futuro. No ayuda dársela al otro para que te deje en paz.

■ Activismo: «¿Qué te pasa, que te subes a las azoteas? Llena de ruido, urbe
estridente, ciudad divertida» (Is 22,1-2) * «En el mismo día, inspeccionas el
arsenal del palacio; descubres cuántas brechas tiene la ciudad; recoges el agua
del aljibe de abajo; haces recuento de las casas de Jerusalén; tiras casas para
reforzar la muralla y te pones a construir un depósito para el agua del aljibe
viejo» (Is 22,8-11) * «No multipliques tus ocupaciones […]. Hay quien trabaja
y suda y corre, y con todo, llega tarde» (Eclo 11,10-11).
■ Activos apoyados en la fuerza serena de lo posible: «Mujer hacendosa, ¿quién
la hallará? […] Adquiere lana y lino, sus manos trabajan a gusto. […] Todavía
de noche se levanta para dar la ración a sus criadas […]. Despliega la fuerza de

131
sus brazos. […] Extiende la mano hacia el huso y sostiene con la palma la
rueca. […] Confecciona mantos. […] Está vestida de fuerza y dignidad»
(Prov 31,10-31) * «Tened el delantal puesto y encendidos los candiles:
pareceos a los que aguardan a que su amo vuelva de la boda para, cuando
llegue, abrirle en cuanto llame. Dichosos esos criados» (Lc 12,35-36).
■ Se consideran protagonistas: «No te fijas en el que en realidad lo hacía, ni
miras al que lo dispuso hace tiempo» (Is 22,11) * «¡Ay de los que dicen: “Que
se dé prisa, que apresure su obra para que la veamos; que se cumpla enseguida
el plan del Santo de Israel para que lo comprobemos”!» (Is 5,19).

■ Prefieren eficacia a fecundidad: «¿Dónde queda la palabra del Señor? Que se


cumpla» (Jer 17,15) * «María se sentó a los pies de Jesús para escuchar sus
palabras. Marta, en cambio, se distraía con el mucho trajín […] Pero el Señor
le contestó: “Marta, Marta, andas inquieta y nerviosa con tantas cosas: solo
una es necesaria”» (Lc 10,39-42).
■ No saben descansar: «El sábado es día santo para vosotros; el que lo profane es
reo de muerte; el que trabaje será excluido de su pueblo» (Ex 31,14) *
«Vuestra salvación está en convertiros y en tener calma; vuestra valentía está
en confiar y estar tranquilos» (Is 30,15) * «Solo tú, Señor, me haces vivir
tranquilo» (Sal 4,9).
■ Se preocupan y curiosean el futuro: «Pedro se volvió y vio que lo seguía el
discípulo preferido de Jesús […]. Al verlo, preguntó a Jesús: “Señor, y de este
¿qué?”. Contestó Jesús: “Y si quiero que se quede aquí hasta que yo vuelva, ¿a
ti qué te importa?”» (Jn 21,20-22) * «No andéis agobiados por la vida,
pensando qué vais a comer, ni por el cuerpo, pensando con qué os vais a vestir.
[…] Son los paganos los que ponen su afán en esas cosas […]. Buscad primero
que reine su justicia, y todo eso se os dará por añadidura. No os agobiéis por el
mañana, porque el mañana traerá su propio agobio» (Mt 6,25.32-34).

***

132
Aterrizalina

Es una suspensión oral, nuevo producto muy indicado para personas que tienen
dificultad en encontrar «su lugar en el mundo» y que duermen mal pensando que el
«huerto del vecino es más verde». Sufren mareos y ataques de nervios cuando reciben
miradas de menor aprecio. Es importante tomarla cuando les dé la gana o dos horas
antes o después. Se trata de ayudarles a sentirse ya en su tierra y morada insuperable.
Al rechazar la codicia se pueden experimentar vértigos fuertes. Si tienes la
experiencia de que siempre te cansas de los sitios, puedes necesitar una intervención
seria en las meninges para disminuir tu fantasía.

• Ya estamos en casa: «“Realmente el Señor estaba en este lugar y yo no lo


sabía”. […] Y llamó a aquel lugar “morada de Dios”» (Gn 28,16.19) * «A
tientas lo buscaban, pero no está lejos de ninguno de nosotros, pues en él
vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17,27) * «Los honrados poseerán la
tierra» (Sal 37,29).
• Siempre somos un poco extranjeros: «Murieron sin recibir lo prometido,
viéndolo y saludándolo de lejos y confesando ser extranjeros y peregrinos en la
tierra» (Heb 11,13) * «Aquí no tenemos ciudad permanente, andamos en busca
de la futura» (Heb 13,14) * «Somos ciudadanos del cielo» (Flp 3,20).
• Nuestra estirpe es itinerante: «Mi padre era un arameo errante» (Dt 26,5) * «Sí,
la tierra es mía. Y vosotros, emigrantes y residentes en mi tierra» (Lv 25,23) *
«Somos emigrantes y extranjeros, como nuestros padres» (1 Cr 29,15; cf.
Sal 39,13).
• Hay que salir de la tierra nativa fiado en su palabra: «Sal de tu tierra nativa
[…], a la tierra que te mostraré» (Gn 12,1) * «Ni en este monte ni en Jerusalén,
[…] en espíritu y en verdad» (Jn 4,21.23) * «Sube […] al monte Nebo […].
Porque no te fiaste de mí […] verás de lejos la tierra, pero no entrarás en ella»
(Dt 32,48.51-52) * «Confía en el Señor, sigue su camino: él te levantará a
poseer la tierra» (Sal 37,34).

133
• Agradécela cantando: «Me toca una parcela hermosa, una heredad magnífica.
[…] Me colma de gozo […] y alegría perpetua» (Sal 16,6.11) * «Me sacó a un
lugar espacioso» (Sal 18,20) * «Monte santo, altura hermosa, alegría de toda la
tierra, […] vértice del cielo, capital del gran rey» (Sal 48,2-3) * «¡Qué delicia
tu morada!» (Sal 84,1) * «Más vale un día en tus atrios que mil en mi casa»
(Sal 84,11).
• ¿A quién se le regalará una patria?: «Habita la tierra y cultiva en ella la planta
de la fidelidad, y el Señor será tu delicia» (Sal 37,3-4) * «Los que esperan en
el Señor poseerán la tierra. […] Poseerán la tierra los sufridos» (Sal 37,9.11) *
«Los que el Señor bendice poseen la tierra» (Sal 37,22).
• Sueña con una tierra mejor: «Te daré toda la tierra que abarques con tu mirada,
a ti y a tu descendencia» (Gn 13,15) * «Los que vivimos en esta tienda
suspiramos abrumados» (2 Cor 5,4) * «Suspiraban por una patria mejor,
celeste» (Heb 11,16) * «Mi alma se consume anhelando los atrios del Señor»
(Sal 84,3) * «Ensancha el espacio de tu tienda, despliega sin miedo tus lonas,
alarga tus cuerdas, […] porque te extenderás» (Is 54,2-3).
• Conviértete tú en su morada: «Como piedras vivas, vais entrando en la
construcción de un templo espiritual» (1 Pe 2,5) * «Vendremos con él y
viviremos con él» (Jn 14,23).

***

Arrejuntadón

Pensado para aquellos que deciden aislarse, retirarse de los demás, olvidar a los
amigos para crearse jaulas de oro (coleccionismo, sudokus, crucigramas, televisión,
solitarios, Google). Son los que justifican su enclaustramiento con «no te puedes fiar
de nadie», «para escuchar tonterías…», «cada mochuelo a su olivo», «lo mío no le
puede importar a nadie», «tienes que aguantar sus batallitas»… «¡Que no, que no!

134
¡Déjame en paz!», y cortan… Esta fórmula es mucho más eficaz mezclada con unos
vasos de vino y anchoas y combinándola con supositorios de Donnundinina.

❍ Dios es amistoso y nos creó a su imagen: «Hagamos al hombre a nuestra


imagen y semejanza, que ellos dominen…» (Gn 1,26) * «Se paseaba por el
jardín tomando el fresco» (Gn 3,8) * «Mi delicia es jugar con los hijos de los
hombres» (Prov 8,31) * «Se hizo visible la bondad de Dios y su amor por los
hombres» (Tit 3,4) * «Nadie como Dios “mi Cariño”, que cabalga poderoso
por el cielo, cabalga a lomos de las nubes. El Dios amigo te ofrece morada
poniendo debajo de ti sus brazos eternos» (Dt 33,26-27).
❍ Dios sale al encuentro del hombre: «¡Levántate, amada mía, hermosa mía, ven
a mí!» (Cant 2,10) * «Pues el Señor, tu Dios, es fuego voraz, Dios celoso» (Dt
4,24) * «El Señor lo oyó. Moisés era el hombre más sufrido del mundo […],
“el más fiel de todos mis siervos. A él le hablo cara a cara; en presencia y no
adivinando, contempla la figura del Señor”» (Nm 12,2-3.7-8) * «El Señor
hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con un amigo» (Ex
33,11) * «Ya no os llamo más siervos, porque un siervo no está al corriente de
lo que hace su amo; os llamo amigos, porque os he comunicado todo lo que le
he oído a mi Padre» (Jn 15,15).
❍ Ese encuentro, en Jesús, sobrepasa cualquier sueño: «La joven está encinta y
dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Dios-con-nosotros» (Is 7,14).

❍ Su testamento es que nos hagamos encuentro: «Os doy un mandamiento


nuevo: que os améis unos a otros. Como yo os he amado, amaos también entre
vosotros. En esto conocerán que sois discípulos míos: en que os amáis unos a
otros» (Jn 13,34-35) * «Nos pasábamos la vida haciendo daño y comidos de
envidia, éramos insoportables y nos odiábamos unos a otros. Pero se hizo
visible la bondad de Dios, nuestro Salvador, y su amor por los hombres […].
Él nos regeneró y renovó con su Espíritu Santo» (Tit 3,3-5).
❍ Estima la amistad y bendice regalando amigos: «Al amigo fiel tenlo por
amigo; el que lo encuentra, encuentra un tesoro. Un amigo fiel no tiene precio
ni se puede pagar su valor. Un amigo fiel es un talismán: el que teme a Dios lo

135
alcanza. Su camarada se irá pareciendo a él y sus acciones se convertirán en
gloria propia» (Eclo 6,14-17) * «Si queréis a los que os quieren, ¡vaya
generosidad! También los descreídos quieren a los que les quieren» (Lc 6,32).

❍ Enseñó a amar de verdad: «El amor es paciente, afable; el amor no tiene


envidia, no se jacta ni se engríe, no es grosero ni busca lo suyo; no se exaspera
ni lleva cuentas del mal; no simpatiza con la injusticia, simpatiza con la
verdad. Disculpa siempre, se fía siempre, espera siempre, aguanta siempre» (1
Cor 13,4-7).

***

Alegretina suave

Es un preparado hecho de «frutas salvajes», de «semillas de la siempreviva» y de


«bálsamos fragantes». Se le añadieron «hojas de encina y roble» para asegurar la
fortaleza y resistencia frente a vientos contrarios. En la última receta hemos añadido
unas gotas de miel para apartar toda amargura. Está envasado en botellines verdes
esperanza y viene con una cucharilla de madera de enebro. Se sirve con vino frío y
«en camino, porque la alegría es virtud peregrina» (Papa Francisco).

❏ Dios es alegre: «El Señor, tu Dios, es dentro de ti un soldado victorioso que


goza y se alegra por ti […] como en día de fiesta» (Sof 3,17-18) * «El Señor se
fijó en la tierra y la colmó de sus bienes» (Eclo 16,29).
❏ Cerca de Dios aumenta la alegría: «Sara se rio por lo bajo» (Gn 18,12) * «Los
justos se alegran, gozan en la presencia de Dios, rebosando de alegría»
(Sal 68,4) * «Al verlo, se alegrará vuestro corazón y vuestros huesos
florecerán como un prado» (Is 66,14) * «La alegría del Señor es vuestra
fuerza» (Neh 8,10) * «Los discípulos se alegraron mucho al ver al Señor»
(Jn 20,20).

136
❏ El pecado sume en tristeza: «Con sus pecados […] estaban desperdigados, en
el colmo del aturdimiento, sobresaltados por alucinaciones» (Sab 17,3) *
«Devuélveme la alegría de tu salvación» (Sal 51,14).

❏ Se puede estar alegre en el sufrimiento: «También entre risas llora el corazón,
y la alegría termina en pesar» (Prov 14,13) * «Aunque la higuera no echa
yemas y las cepas no dan fruto, aunque el olivo se niega a su tarea […] y no
quedan vacas en el establo, yo festejaré al Señor, gozando con mi Dios
salvador» (Hab 3,17-19).
❏ La alegría embellece: «Corazón contento alegra el semblante, corazón abatido
desalienta» (Prov 15,13) * «No hay bienes como un corazón contento»
(Eclo 30,16).
❏ Hay que defender la alegría: «No te dejes vencer por la tristeza ni abatir por la
culpa. […] Corazón alegre es gran festín» (Eclo 30,21.25).
❏ Tras el vendaval llega la alegría: «Cuando el Señor cambió la suerte de Sion,
nos parecía soñar: la boca se nos llenaba de risas, la lengua de cantares»
(Sal 126,1-2) * «Dichoso el hombre que se conserva íntegro […]. ¿Quién en la
prueba se acreditó?» (Eclo 31,8.10) * «Todavía no podían creer de pura
alegría» (Lc 24,41) * «Os lamentaréis vosotros mientras el mundo estará
alegre; vosotros estaréis tristes, pero vuestra pena acabará en alegría. […]
Vuestra alegría será completa» (Jn 16,20.24) * «Cambiaste mi luto en danza,
[…] me has vestido de fiesta» (Sal 30,12) * «Anúnciame el gozo y la alegría,
que se alegren los huesos quebrantados» (Sal 51,10).
❏ El cristiano lleva la cruz con alegría: «Los afligidos siempre alegres» (2 Cor
6,10) * «Por eso saltáis de gozo, aun si hace falta sufrir por algún tiempo
diversas pruebas» (1 Pe 1,6) * «Dichosos los que ahora lloráis, porque os vais
a reír» (Lc 6,21) * «Somos cooperadores en vuestra alegría» (2 Cor 1,24) *
«Os dejo dicho esto para que compartáis mi alegría y así vuestra alegría será
total» (Jn 15,11).
❏ Habrá un eterno día sin tristezas: «Él enjugará las lágrimas de sus ojos; ya no
habrá muerte ni luto ni llanto ni dolor, pues lo de antes ha pasado» (Ap 21,4) *
«Festejad a Jerusalén, gozad con ella, todos los que la amáis […]; mamaréis a

137
sus pechos y os saciaréis de sus consuelos, y apuraréis las delicias de sus ubres
abundantes. Porque así dice el Señor: “Yo haré derivar hacia ella, como un río,
la paz; como un río en crecida, las riquezas de las naciones”» (Is 66,10-12).

138
12.
Ancianidad y enfermedad,
lazarillos de nuestro caminar
hacia lo bueno

Recia tarea, y cotidiana, es acoger las muertes parciales (piernas pesadas, ojos que fallan,
artritis penosa). Cada día, un dato minúsculo y doloroso. Toca recogerse para darnos
forma en la escucha serena del misterio de las cosas que nos rodean. No siempre nos es
dado compartir nuestros años gastados con otras personas de semejante o más
deteriorada situación. Sin embargo, por mí y por otros tengo probado que es gran
bálsamo no enumerar y lamer nuestras heridas y sí abrirnos a las de otros cercanos
(visitar residencias de ancianos, colaborar en infraestructuras de ONG solidarias, etc.):
«Compartisteis el sufrimiento de los encarcelados y aceptasteis con alegría […] sabiendo
que teníais un patrimonio mejor y más estable» (Heb 10,34). Si me arrellano y rodeo de
confort, imperceptiblemente me condeno a vivir tristemente en una jaula de oro. El
mundo de las catástrofes humanas y de las situaciones globales mejorables se irá
alejando de mí y quedará para otros que se atrevan a aprender las lecciones de los que
nada tienen: «Quien camina sobre alfombras y suelos de parqué piensa distinto de quien
lo hace sobre veredas. Las plantas descalzas nos van haciendo sabios» (Mario
Benedetti).
No es pequeño esfuerzo luchar con –y elaborar– los asaltos de dudas y
perplejidades sobre el sentido de la vida o sobre Dios acarreadas de años atrás. A veces,
pesa y duele el corazón a causa de los interrogantes serios no planteados o de las
preguntas nunca conquistadas. Todos cruzamos noches y desiertos alejados de los demás
y, lo que es más duro, de Dios. ¡Ahora, cuando más lo necesito, experimento su
distancia! De nada valen los bellos recuerdos del pasado. Silencio de acero en la
oscurísima noche. Dicen los santos que podemos salir gananciosos si deponemos revivir

139
alegrías pasadas y solo lo buscamos a él sin poner nido en cosa ajena. Pero aun ellos,
como la madre Teresa, sintieron lacerante esa ausencia de Dios: «No tengo nada, puesto
que no lo tengo a él, a quien mi corazón y mi alma anhelan poseer. Dentro y fuera no
encuentro a quien dirigirme. No puedo hablar con nadie, e incluso si lo hago, nada entra
en mi alma».
Solo me queda gritarle con Jesús: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has
abandonado?» (Mt 27,46). Si al menos sintiera el desnudo deseo de Dios, aunque fuera
sin el calor de su presencia, podría adorarlo en su Misterio desbordante. Si muriendo
vislumbrara al único Viviente, que nos ilumina desde el abismo insondable que abrió en
sus carnes… ¿Brillará una luz en la noche, penetrando en el alma y mostrando a Dios?
Jesús cruzó su noche y para siempre quedaron las nuestras iluminadas. La claridad del
Dios sufriente es muy singular si se sospecha del «privilegio de estar del lado de Cristo,
no solo creyendo en él, sino sufriendo por él, enzarzados en el mismo combate» (Flp
1,29-30). La futilidad de lo que en otro tiempo entusiasmó, logros y fracasos, ídolos
caídos de antaño, pregunta si él es nuestro único Señor. Él me invita a un abandono
confiado. Saboreando esa confianza compartía el padre Arrupe este sentimiento de su
último trayecto, ya recluido en la enfermería: «Yo me siento, más que nunca, en las
manos de Dios. Eso es lo que he deseado toda mi vida, desde joven. Y eso es también lo
único que sigo queriendo ahora. Pero con una diferencia: hoy toda la iniciativa la tiene el
Señor. Les aseguro que saberme y sentirme totalmente en sus manos es una profunda
experiencia».

No solo en Arrupe, sino en bastantes personas mayores, el centro de gravedad de su


vida se va situando fuera de ellos. Son los hijos los que marcan las fechas de vacaciones,
las escasas visitas por variadas dispersiones de nietos, médicos a los que acudimos,
dinero disponible. En años mozos, aun tras la primera conversión, no pasamos el timón a
Dios. Seguimos siendo los dueños y capitanes de nuestra propia alma. Le cedemos a
Dios, como dice Juan Martín Velasco, el usufructo. Ahora se nos pide, sin posibles
negociaciones, el ser entero, el árbol de nuestra vida, del que tantos frutos saboreamos.
Perdemos la propiedad y nos toca pasar, con esfuerzo, de la nostalgia a la alabanza; de la
soledad que endurece al diálogo que abre; del desaliento a la esperanza. Eso sí, hay que
aguzar el oído para escuchar la llamada discreta del que nos regaló la existencia y es fiel

140
a pesar de nuestros alejamientos y descalabros: «Hasta la vejez yo seré el mismo»
(Is 46,4). Hay que despertar y avivarse:
«No, mi corazón no duerme.
Está despierto, despierto.
Ni duerme ni sueña, mira,
los claros ojos abiertos,
señas lejanas y escucha
a orillas del gran silencio».
(A. Machado)

Si se nos concediera imaginar el mejor y más grande de los abrazos…, nos


pondríamos en pie de ansiosa espera…
Ancianidad y enfermedad pueden ser humildes lazarillos camino de lo esencial y
definitivo. Quizás, ayudado por otros dolientes de la Escritura que se vieron asaltados
tempranamente por la enfermedad, pueda gemir con ellos: «Me privan del resto de mis
años. […] Levantan y enrollan mi vida como una tienda de pastores. Como un tejedor
devanaba yo mi vida, y me cortan la trama. Día y noche me estás acabando, sollozo
hasta el amanecer. […] Estoy piando como una golondrina, gimo como una paloma. […]
Los que Dios protege, viven, y entre ellos vivirá mi espíritu. […] Los vivos son los que
te dan gracias» (Is 38,10-20). Quizás pueda arrimarme al sufrido Job y pedirle que me
enseñe que «si aceptamos de Dios los bienes, ¿no vamos a aceptar los males?»
(Job 2,10). Somos como niños que imaginan que lo más grande y bello es la bolita de
colores que tienen entre las manos. La Vida es mucho más de lo que llamamos vida y
que apenas es un esforzado sobrevivir.
También Dios puede visitarme en mi debilidad y en mi disminuir: «Solo presumiré
de mis debilidades. […] Así residirá en mí la fuerza del Mesías. Por eso me gozo en mis
debilidades […]; pues, cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Cor 12,5.9-10). Si me
es concedida más gracia podría, sorprendentemente, unir mi sufrimiento a los de Aquel
que tomó sobre sí el dolor de toda la humanidad (Is 53,5): «Me alegro de sufrir por
vosotros, pues voy completando en mi carne mortal lo que falta a las penalidades del
Mesías por su cuerpo, que es la Iglesia, […] sostenido por esa fuerza suya que despliega
en mí su eficacia» (Col 1,24.29). Mucho tendré que avanzar en mi vivir dolorido para
poder saltar de gozo en él, porque «hace falta ahora sufrir por algún tiempo diversas
pruebas; de esa manera los quilates de vuestra fe resultan más preciosos que el oro

141
perecedero, que, sin embargo, se aquilata a fuego, y alcanzará premio, gloria y honor
cuando se revele Jesús el Mesías. Lo amáis ahora sin haberlo visto, creyendo en él sin
verlo, y sentís un gozo indecible, radiantes de alegría, porque obtenéis el resultado de
vuestra fe, la salvación personal» (1 Pe 1,6-9).
El dolor abre paso a un conocimiento nuevo, en el que cosas y bienes que me
parecían imprescindibles se antojan ahora infantiles y de segunda categoría. Esas
menguas molestas abren «el oído con el sufrimiento. También a ti te invita a salir de las
garras de la angustia a un lugar espacioso y abierto para servirte una mesa sustanciosa»
(Job 36,15-16). Pues –dura lección– artritis, cojeras, mala visión y mal dormir son cosas
que Dios le hace al hombre «dos y tres veces para sacarlo vivo de la fosa, para
alumbrarlo con la luz de la vida» (Job 33,29-30). Los quebrantos abren paso a preguntas
que en otros tiempos soslayamos (sentido de la vida, libertad, autenticidad en el amor).
Sin los ídolos de antaño, es muy dura esta travesía cuando huyó la esperanza. Para el
creyente, puede convertirse en tiempo de llamada de un Dios que nos dice: «Hasta la
vejez yo seré el mismo; hasta las canas yo os sostendré; yo lo he hecho y yo os seguiré
llevando; yo os sostendré y os liberaré» (Is 46,4). El Dios que se nos desafía a descubrir
en esta edad nos invita a pasar del hacer al dejarse hacer; del Dios de los seis días al Dios
del séptimo día; del presentar unos logros al dejarse perdonar con el recuerdo de su
ternura y «no de los delitos de mi juventud; acuérdate de mí con tu lealtad» (Sal 25,7).
Un arrepentirse sano no puede hacer que no haya ocurrido lo ocurrido, pero puede
cambiar radicalmente el sentido de todo lo ocurrido.

Todo el trayecto del vivir es «comparecer» ante los demás con lo que somos y
aquello por lo que apostamos, porque creemos. El comparecer en los años postreros
cobra una mayor densidad. Es lo que Hans Urs von Balthasar llama la «hora de la
verdad, el momento de seriedad con las cosas». Desde el vivir cristiano, creemos que se
nos ayudará desde arriba a pronunciar nuestra última palabra: «Cuando os entreguen, no
os preocupéis de cómo o qué hablaréis, pues en aquel momento se os dará lo que hayáis
de hablar. Porque no sois vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu de vuestro Padre
hablará por vosotros» (Mt 10,19-20). Los mártires y los que mueren como justos
pronuncian palabras que no son meramente suyas, sino del Espíritu Santo en ellos. ¡Es
gran suerte haber escuchado esas palabras ungidas de Espíritu en gentes, aparentemente,
muy normales! Lo decisivo no es perder la vida no más, sino entregarla por su causa,

142
ganando el Todo en el único Señor de la vida (cf. Mt 16,25; Mc 8,35; Lc 17,33).
Apostando por él, de la muerte sale vida en el último bautismo cristiano, que pone el
sello al morir de verdad para ser sepultado con Cristo (cf. Rom 6,3-11): «Ya no vivo yo,
sino que Cristo vive en mí […] que me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gal 2,20).
Es más: al morir, el cristiano puede agradecer, con la entrega de su vida, a Aquel
que se la regaló por cariño a él. Dios no se contenta con un «muchas gracias», quiere
reconocer en la vida y muerte de los cristianos la huella de su Hijo. La suprema
revelación del amor divino, la muerte de Jesucristo, es la mejor oportunidad para el
cristiano de unir su entrega a la suya. Todas las fuentes de la gracia brotan de la noche de
la cruz de Cristo. Cada uno florece sobre la tumba del Dios que murió por él. Cada vida
renacida hunde sus raíces en el suelo nutricio de su carne y sangre. Es cuando
comprendo la muerte de Jesús sufrida por mí, cuando en verdad adquiero la fe de
entender mi vida como mi respuesta a él, con el sagrado deber de tomar en serio la hora
de la verdad. Esa hora que mi probado amigo José Antonio García llama «cruzar un
campo lleno de minas sin mapa»…
Teilhard de Chardin las llama «pasividades». Ya las hemos mencionado en
capítulos arriba. Se refieren a todo lo que nos sobreviene sin que lo hayamos causado.
Esas pasividades que se nos vienen sin haberlas buscado ni causado pueden ser de
«crecimiento» (educación, familia, salud) o de «disminución» (defectos mentales o
físicos, vejez, muerte). Pues bien, Dios no solo está en el viento favorable que nos
empuja a vivir, sino también en el viento contrario: «Bien y mal, vida y muerte, pobreza
y riqueza, todo viene del Señor» (Eclo 11,14). Para Teilhard, Dios emerge en esas
pasividades molestas, interrogando: como timón de profundidad que imprime un cambio
de ruta, como podadera que dirige el crecimiento o como canalizador de la savia interior,
como razona con hondura José Antonio García. Amargas e intolerables como son esas
duras carencias y pasividades, nos hacen bordear el abismo de la desesperación y la
blasfemia.
En cambio, si se nos ayuda a procesarlas bien, nos adentramos en el silencio y la
adoración. Al derrotarnos y humillarnos, nos cantan la verdad insoslayable de nuestra
pequeñez. Teilhard rezaba así: «Dios mío, que te reconozca bajo las especies de cada
fuerza extraña o enemiga que parezca querer destruirme o suplantarme. […] En todas
esas horas sombrías, hazme comprender que eres tú […] el que dolorosamente separas

143
las fibras de mi ser para penetrar hasta la médula de mi sustancia y arrebatarme hacia ti».
No basta con desear y conseguir morir comulgando, aunque sea mucho. Lo sublime es
comulgar muriendo mis muertes penúltimas antes de la última y definitiva en él.

Quizás, si la gracia no visita abundante en tan duro quebranto, pueda acercarme


comprendiendo los versos de Tagore:

«Que de mí quede tan solo


lo suficiente para reconocerte
como mi Señor,
verte por doquier
en la tierra entera,
venir hasta tus pies
y amarte en todo» [57] .

La muerte de Cristo es el amanecer de la gloria del amor divino hacia nosotros.


Pensando en su propia muerte, y en sus muertes parciales, el cristiano comprende, en su
propia «hora de la verdad», lo auténtico del amor de Dios. La anticipación de nuestra
propia muerte puede calibrar la seriedad de nuestra fe. Si fe significa dar preponderancia
a la verdad de Dios sobre toda nuestra verdad –plagada de dudas, inseguridades e
ignorancias–, en el modo de enfrentar mi «hora de la verdad» compruebo si la arrostro
por amor: «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15,13).
Vivir creyente es existencia en muerte de amor: «Hemos conocido lo que es amor […].
Luego también nosotros…» (1 Jn 3,16).
Hay una soledad que es intrínseca al último recorrido de la vida. Nos dejaron
nuestros padres, muchos compañeros y amistades, quedamos fuera de la plaza alegre de
la juventud. Mal que me pese, por el portillo estrecho de mi muerte pasaré
completamente solo, aunque muera rodeado de mis seres queridos y de sus rezos y
llantos. ¡Morimos solos! Cuando morimos somos profetas de lo que confesamos y los
profetas surgen, mueren y realizan su misión en solitario ante Dios. Esa palabra última es
dada por Dios «a cada uno según la medida de su fe» (Rom 12,3). De la muerte solitaria
del grano de trigo brota «mucho fruto» (Jn 12,24). La «hora de la verdad» se vive en
soledad y en libertad única: «Con un bautismo he de ser bautizado, y no veo la hora de
que eso se cumpla» (Lc 12,50). También en la soledad y alejamiento de la cultura que

144
me alegró y me dio sentido, cuando los que me siguen no entienden el porqué de mis
alegrías, desvelos y esperanzas.
Ya se está maduro para la postrera encrucijada: la de pronunciar mi última y nueva
palabra. Mi historia de libertad no ha terminado. Se nos pasa a la firma la «última
forma» que configurará definitivamente nuestra vida. Jesús, al «pasar de este mundo al
Padre», aprovechó para hablar lavando los pies a sus discípulos… (Jn 13,1).
Gigantes o menudos, santos o pecadores, todos cruzaremos ese umbral de la última
palabra, de la «seriedad con las cosas». El pobre ladrón ajusticiado pronunció su última
palabra, que lo trasplantó al paraíso. El pasado no nos permite restablecernos del todo
ante la historia, pero sí ante la conciencia, ante la familia y ante Dios. La vida biográfica
pide ser definitivamente moldeada, no solo por lo que quisimos o logramos ser, sino por
lo que ahora creemos que deberíamos haber sido. Basta una tonalidad última, quizás
hecha de paciencia, de valentía, de tolerancia, de generosidad, de reconciliación, de
humor, y el último rayo de la tarde la vestirá de belleza. El ave fénix renueva su juventud
cuando ya es chamuscada ceniza.
El ser humano no solo ha de morir, sino que debe quererlo. Como hay llamada para
vivir, también hay una llamada para morir. Si nacer es comenzar a morir, vivir es ir
lidiando las distintas muertes. La vida se empobrecería si se quita la muerte de ella. Se
puede aceptarla como cercana y, sin embargo, alegrarse de que esté amaneciendo y se
conceda otro día para oír y leer, para amar y reír, para pasear y mirar, para amar y
glorificar. El telón de fondo le dará hondura a todo lo que nos guste. Como no vivimos
del todo en ninguna hora, tampoco morimos del todo en una hora. Aun los que no creen
se ven reclamados por la indómita muerte a «sofrir esta afruenta / que vos llama» [58] .

Doliente vecindad de ancianidad y enfermedad me va conduciendo al amanecer del


encuentro deseado, que nos saciará de su «semblante» (Sal 17,15). Si así fuera, esta edad
podría ser la más lúcida para adensar un tiempo que siempre fue pequeño: «Para ti, mil
años son un ayer que pasó, una vela nocturna, […] porque pasan aprisa y vuelan»
(Sal 90,4.10). ¡Qué pronto se me hizo tarde, y ya es mañana, fuera de todo tedio y casi
todo presencia! Es hora de dejar letargos y «avivar el seso y despertar». La creciente
disminución de fuerzas, la futilidad de lo que en otro tiempo entusiasmó, los logros y
fracasos interrogan sobre el sentido de todo. Hay que ir atreviéndose a pasar de la

145
debilidad al abandono confiado; de la nostalgia a la alabanza; de la soledad que endurece
al diálogo que abre. Años que retan a revitalizar una fe que quizás se ha ido desgastando,
más que enriqueciendo, en el camino de la vida.

Ya que va disminuyendo lo que puedo esperar de mis fuerzas y ánimo cansado, si


entro en la clave de la vida verdadera, que quizás no gustan los jóvenes apresurados que
«tropiezan y caen», podré recibirla, aunque sea tardíamente, porque los que esperan en el
Señor «renuevan sus fuerzas, echan alas como de águilas, corren sin cansarse, marchan
sin fatigarse» (cf. Is 40,30-31). He conocido no pocos de estos jóvenes, insospechables
para los que no piensan que hay más vida que la que marcan los cardiogramas de aquí
abajo.

146
CUARTA PARTE:
AMIGOS DE LA ÚLTIMA HORA

147
13.
Ocho grandes amigos
para el último instante [59]

Christian de Chergé (1937-1996)

Uno de los siete monjes trapenses del monasterio de Nuestra Señora del Atlas, donde
era prior, secuestrados y asesinados en 1996. De familia de militares, conoció Argelia
de niño y en 27 meses de servicio militar en la Guerra de Independencia. Le impactó
mucho el que un amigo musulmán le salvase la vida. Hombre de fuerte personalidad
humana y espiritual, entró monje en el monasterio de Aiguebelle (1969) y de allí se
fue a Tibhirine (Argelia) en 1971. Fue el alma del grupo islámico-cristiano Ribât es-
Salâm («lugar de paz»). Tras una primera visita de un grupo armado al monasterio,
escribe su «testamento espiritual». Murió con 59 años.

«Cuando un a-Dios se vislumbra... Si me sucediera un día –y ese día podría ser hoy– ser
víctima del terrorismo que parece querer abarcar en este momento a todos los extranjeros
que viven en Argelia, yo quisiera que mi comunidad, mi Iglesia, mi familia, recuerden
que mi vida estaba entregada a Dios y a este país. Que ellos acepten que el único
Maestro de toda vida no podría permanecer ajeno a esta partida brutal. Que recen por mí.
¿Cómo podría ser hallado digno de tal ofrenda? Que sepan asociar esta muerte a tantas
otras, tan violentas y abandonadas en la indiferencia del anonimato.
Mi vida no tiene más valor que otra. Tampoco menos. En todo caso, no tiene la
inocencia de la infancia. He vivido bastante como para saberme cómplice del mal que
parece, desgraciadamente, prevalecer en el mundo, inclusive del que podría golpearme

148
ciegamente. Desearía, llegado el momento, tener ese instante de lucidez que me permita
pedir el perdón de Dios y el de mis hermanos los hombres, y perdonar, al mismo tiempo,
de todo corazón, a quien me hubiera herido.

Yo no podría desear una muerte semejante. Me parece importante proclamarlo. En


efecto, no veo cómo podría alegrarme de que este pueblo, al que yo amo, sea acusado,
sin distinción, de mi asesinato. Sería pagar muy caro lo que se llamará, quizás, la “gracia
del martirio” debérsela a un argelino, quienquiera que sea, sobre todo si él dice actuar en
fidelidad a lo que él cree ser el islam. Conozco el desprecio con que se ha podido rodear
a los argelinos, tomados globalmente. Conozco también las caricaturas del islam
fomentadas por un cierto idealismo. Es demasiado fácil creerse con la conciencia
tranquila identificando este camino religioso con los integrismos de sus extremistas.
Argelia y el islam, para mí, son otra cosa: es un cuerpo y un alma. Lo he
proclamado bastante, creo, conociendo bien todo lo que de ellos he recibido,
encontrando muy a menudo en ellos el hilo conductor del evangelio que aprendí sobre
las rodillas de mi madre, mi primerísima Iglesia, precisamente en Argelia, y, ya desde
entonces, en el respeto de los creyentes musulmanes. Mi muerte, evidentemente,
parecerá dar la razón a los que me han tratado, a la ligera, de ingenuo o de idealista:
“¡Que diga ahora lo que piensa de esto!”. Pero estos tienen que saber que por fin será
liberada mi más punzante curiosidad.
Entonces podré, si Dios así lo quiere, hundir mi mirada en la del Padre para
contemplar con él a sus hijos del islam tal como él los ve, enteramente iluminados por la
gloria de Cristo, frutos de su pasión, inundados por el don del Espíritu, cuyo gozo
secreto será siempre el de establecer la comunión y restablecer la semejanza, jugando
con las diferencias.
Por esta vida perdida, totalmente mía y totalmente de ellos, doy gracias a Dios que
parece haberla querido enteramente para este gozo, contra y a pesar de todo. En este
gracias en el que está todo dicho, de ahora en adelante, sobre mi vida, yo os incluyo, por
supuesto, amigos de ayer y de hoy, y a vosotros, oh amigos de aquí, junto a mi madre y
mi padre, mis hermanos y hermanas y los suyos, ¡el céntuplo concedido, como fue
prometido!

149
Y a ti también, amigo del último instante, que no habrás sabido lo que hacías. Sí,
para ti también quiero este gracias y este “a-Dios”, en quien te veo. Y que nos sea
concedido rencontrarnos, ladrones bienaventurados, en el paraíso, si así lo quiere Dios,
Padre nuestro, tuyo y mío. ¡Amén! Insha ‘Allah!».

Argel, 1 de diciembre de 1993 Tibhirine, 1 de enero de 1994

***

Alfred Delp, SJ (1907-1945)

Una antología de escritos de A. Delp, SJ –Frente a la muerte–, alcanzó la undécima


edición en 1981. Aunque católico, se educó como luterano hasta los 14 años. La
Gestapo cerró la revista Stimmen der Zeit, donde escribía. Ayudó a judíos a escapar y
les buscaba alimentos. Fue miembro del Círculo de Kreisau de resistencia activa.
Arrestado al acabar la misa el 28 de julio de 1944, hizo los últimos votos en prisión.
Le ofrecieron la libertad si abandonaba la Compañía. Sufrió mucho tras la condena a
muerte el 9 de enero de 1945. Murió en la horca, acusado de alta traición. Al
sacerdote que le despedía le dijo: «Dios le proteja. Dentro de media hora conoceré
muchas más cosas que usted».

«Queridos hermanos:
Aquí estoy en la encrucijada y, después de todo, debo tomar el otro camino. La
sentencia de muerte ha sido dictada y la atmósfera está tan cargada de enemistad y odio
que no hay la más mínima esperanza de éxito para ninguna apelación.
Agradezco a la Compañía y a mis hermanos toda su bondad, lealtad y ayuda,
especialmente durante estas últimas semanas. Pido perdón por todo lo equivocado e
injusto que hubo en mí, y suplico un poco de ayuda y cuidado de mis padres, ancianos y
enfermos.

150
La razón real de mi condena es que soy, y que he elegido permanecer siendo,
jesuita. No hubo nada que pudiera demostrar la más mínima conexión con el atentado
del 20 de julio contra la vida de Hitler, de modo que fui absuelto de ese cargo. El resto
de acusaciones fueron mucho menos serias y más contingentes. Pero había un tema
subyacente –un jesuita es a priori un enemigo y traidor del Reich–. También a Moltke se
le trató muy mal, porque nos conocía a nosotros, y en particular a Rösch. Por eso, en
conjunto, todo ha sido, por una parte, una comedia; pero, por otra, se ha convertido en un
tema. Eso no fue un juicio, sino la manifestación de un deseo de exterminio.
Que Dios os proteja a todos vosotros. Pido vuestras oraciones. Y yo trataré, en el
otro lado, de hacer todo lo que pueda para completar todo lo que he dejado a medio
hacer aquí en la tierra. Hacia mediodía celebraré la misa una vez más y luego, en el
nombre de Dios, emprenderé el camino de su voluntad y guía.
Para todos vosotros, la bendición y protección de Dios. Vuestro, con gratitud,

Alfred Delp, SJ».

***

Hermann Heuvers, SJ (1890-1977)

El padre Hermann Heuvers, SJ, fue un jesuita alemán que se insertó apasionadamente
en la cultura japonesa. Junto a su amigo, el novelista jesuita Jon Svensson, ganaron
enorme respeto y admiración por su sabiduría y enseñanzas. Identificó la misión más
dura del ser humano: conservar hasta el final un corazón alegre, saber estar tranquilo y
en silencio, mantener la esperanza en tiempos de frustración, llevar la propia cruz con
humildad y serenidad de corazón, no envidiar a nadie y aceptar la ayuda de quien te
tiende la mano. Escribió un libro titulado El otoño de la vida.

«Acumular años con corazón alegre,

151
descansar cuando deseo trabajar,
callar aunque ansío hablar,
esperar contra toda esperanza,
cargar sumiso con la propia cruz,
contemplar, sin envidia, a los jóvenes
que van en pos del Señor con entusiasmo.

Más que trabajar por los demás,


aceptar humildemente que te sirvan.
Sin fuerzas para ayudar a otros,
mostrarme siempre amable.

La carga de los años es un don de Dios


para acrisolar un corazón con solera.
Para volver a nuestra verdadera patria
hay que ir soltando, poco a poco,
las amarras que nos atan a este mundo.
¡Difícil tarea!

Cuando ya de nada somos capaces,


una última misión se nos tiene reservada:
la oración.
Así que nos abandonamos en sus manos
y cruzamos humildemente las nuestras
en sencilla y entregada plegaria».

***

Carlo Maria Martini, SJ (1927-2012)

Jesuita, doctor en Teología y Sagrada Escritura. Gran dominador de nueve idiomas.


Investigador y académico, publicó más de 50 libros y artículos sobre espiritualidad
ignaciana y Biblia. Muchos fueron best-sellers. Fue arzobispo de Milán durante 20
años, así como académico de honor de la Academia Pontificia de las Ciencias.
Participó en muchos sínodos de obispos. En 2002 se trasladó a Jerusalén, a la que
consideraba «la ciudad más cargada de memoria religiosa de todo el mundo, la ciudad

152
donde murió Jesús para la salvación del mundo y donde se venera su sepulcro vacío y
se hace memoria de su resurrección». Regresó a Italia enfermo de Parkinson. Murió a
los 85 años.

«A diferencia de Pablo VI, yo me enfrento con una muerte inminente, en la


última antesala de espera, y me he dirigido al Señor, lamentando que su muerte
y resurrección no hayan eliminado nuestra necesidad de morir. Sería tan bello
poder decir: Jesús ha afrontado la muerte en nuestro lugar para que podamos ir
al paraíso por un sendero cuajado de flores… En vez de eso, Dios ha querido
que experimentemos el miedo de pasar por el duro trance de la muerte y de la
oscuridad… He recobrado la paz ante la inevitable realidad de la muerte
cuando he comprendido que sin la muerte nunca seríamos capaces de un acto
de total confianza en Dios, sin posibilidad de una vía de escape… Lo que
impone la muerte es un acto definitivo de confianza… Deseamos estar con
Jesús y este deseo lo expresamos a ojos cerrados, ciegamente, dejando todo en
sus manos».

***

Pierre Teilhard de Chardin, SJ (1881-1955)

Sabio, filósofo y jesuita. Reside 20 años en China y participa en excavaciones. Cree


en una comunión con Dios, con la Tierra, y con Dios a través de la Tierra. Escribe
desde la batalla de Verdún: «El monumento apropiado para recordar esta gran batalla
sería un gran Cristo crucificado. Solo él podría englobar, expresar y aliviar el horror y
la belleza que, junto con la esperanza y el misterio profundo, existen en esta
avalancha de conflictos y penas. Me sentí conmovido por estar en un lugar y
momento donde toda la vida del universo inflama y desinflama lugares de dolor; un
gran futuro se está formulando». Le atraía el frente como frontera entre lo que uno ya

153
sabe y lo que está formándose. Siente en sí mismo una corriente de claridad, energía y
libertad que está detrás de todo. Luchó por presentar los dogmas de una manera
mucho más real, más universal, mucho más cosmológica.

Envejecer bien

«Cuando los signos de la edad marquen mi cuerpo


(y más aún cuando afecten a mi mente);

cuando la enfermedad que vaya a disminuirme


o a causarme la muerte
me golpee desde fuera o nazca en mi interior;

cuando llegue el doloroso momento


de tomar conciencia de pronto
de que estoy enfermo o envejeciendo;

y sobre todo en ese último momento


en que sienta que pierdo el control de mí mismo
y que estoy absolutamente inerte en manos
de las grandes fuerzas desconocidas
que me han formado;

en todos esos oscuros momentos, ¡oh Dios!,


concédeme comprender que eres tú
quien está separando dolorosamente
todas y cada una de las fibras de mi ser
para penetrar hasta la médula misma
de mi esencia y llevarme contigo».

***

África Sendino (1960-2008)

154
Joven doctora, fallecida de cáncer. En los últimos años, dio testimonio cristiano de
vivir el dolor y prepararse a la muerte en un final hecho oración y esperanza. El texto
comienza con la oración que hace cuando se entera de que tiene cáncer de mama: «Fui
a la capilla de Trauma y me arrodillé: “Señor, recé, solo se me ocurre decirte que lo
que me toca vivir a partir de ahora quiero que sirva para tu mayor gloria. Tú sabrás el
camino que inicias. Tú sabrás adónde me conduces”». África fue anotando sus
impresiones. Pablo d´Ors, que la asistió en los últimos meses, rescató sus anotaciones
en su libro Sendino se muere (Fragmenta, Barcelona 2008).

«Soy médico internista. Desde que se me diagnosticó cáncer de mama, he estado


sometida a tratamiento de quimio y radioterapia. Me palpo un nódulo un sábado y el
lunes a las nueve me recibe el patólogo. De pronto, yo era un personaje nuevo: el médico
que enferma… comprendí que lo que me tocaba era bailar con la enfermedad. Me vino la
imagen de dos orillas de un río. Inesperadamente, sin consultarme, me habían pasado a
la otra orilla. Podía llorar, quejarme, patear…; pero lo cierto era que la barca se había
ido. Tendría que esperar a que llegase y… ¡mientras tanto podía hacer tanto! Podía
pasearme por esa orilla, por ejemplo, contemplar la otra desde mi nueva perspectiva,
detenerme tranquilamente ante ese río, mojarme los pies… El enfermo no debe ser solo
paciente; debe ser el protagonista de su enfermedad.
No son buenas noticias –me había dicho P. L. tras asomarse al microscopio–. Puede
parecer mentira, pero sentí alivio por no haberme quejado sin razón; me alegré de no
haber alarmado a mis compañeros por una tontería. En esa milésima de segundo supe
que se acababa de abrir como una puerta lateral en la trayectoria normal de mi vida. Supe
que para mí empezaba algo completamente distinto. […] Entré por esa puerta consciente
de que me conduciría a parajes desconocidos y peligrosos. El primero de esos parajes fue
el de la pérdida de la serenidad que proporciona la salud. Fue la primera de las muchas
pérdidas que me esperaban. ¿Podría volver atrás y traspasar de nuevo esa puerta lateral?,
me pregunté. Descubrí que, en el fondo, no quería hacerlo. Si esa puerta lateral se había
abierto, yo debía vivir lo que me ofrecía. Quiero dejar claro que el que la enfermedad
suponga un periodo de pérdidas no sentencia que sea periodo de pérdida de uno mismo.
En absoluto. Con ser dolorosa la comprobación del fracaso del tratamiento para erradicar

155
un tumor, experimenté que mi recaída tenía algunas ventajas: ya no me esperarían tantas
novedades, a excepción de la perspectiva de un desenlace fatal. La muerte se presentó
como una invitada a la fiesta.

[…] La enfermedad nos encuentra donde nos encontramos. Cuando me sobrevino,


supe que podría vivirla como una circunstancia adversa y hasta cierto punto irritante o, al
contrario, como una inmensa e inmerecida ocasión para el aprendizaje. Decidí que mi
perspectiva sería la segunda. Mi primer deseo fue recorrer dignamente este camino en
beneficio de la Iglesia. Acepté un curso práctico de patología: la enfermedad vivida en
carne propia. Si superaba el cáncer, me dije, volvería enriquecida a la práctica
asistencial. Si salía con vida, sería una interlocutora válida para los enfermos.
[…] Si Dios me brindase rebobinar la moviola de la vida y me ofreciera elegir entre
las dos opciones –salud sin quiebra o lo que me ha sucedido–, no podría decir que no a
lo que sucedió en realidad. Dios no nos ofrece la enfermedad como castigo, sino como
camino. En ese camino estoy aprendiendo intensísimas lecciones de lo que supone que
Dios componga el argumento de mi biografía. Comprendo, por fin, que la Providencia
no es un simple planteamiento, sino una realidad cotidiana que me aguarda en el rostro
de mis amigos. Y presencio, como un espectáculo grandioso, hasta dónde puede llegar la
bondad de quienes me rodean.
[…] En la enfermedad he constatado que cuanto más difícil de resolución médica
era una determinada situación, mayor era el terreno que le quedaba al Señor para
cuidarse de mí. Eran vasos comunicantes: tanto menos espacio había para el optimismo
científico, tanto más quedaba para la esperanza cristiana. En el escenario de mi alma
asistí maravillada al flujo y reflujo de esos vasos. Veía la creciente preocupación de
aquellos para quienes soy importante y mi esperanza se agigantaba. No sabía qué desear,
estaba completamente a merced de algo más grande que yo. (…) Mi mayor miedo es que
la intensidad de mi sufrimiento me tiente a no alabar a Dios y a no dar gracias a su
nombre. Solo pido una cosa: que mi enfermedad no me aleje de él; pues, si lo hiciera,
¿para qué y a quién serviría?
[…] Un misterio de la enfermedad es el tiempo: los sanos no tienen tiempo; los
enfermos, en cambio, lo que tienen es precisamente tiempo. Un día puede ser infinito en
una cama de hospital. Se espera durante horas la visita del médico que dura un minuto.

156
He sido médico esperado, y ahora, paciente que espera. Dios ha querido que dedicara mi
vida a ayudar a los demás, pero no ha querido que me marchara de este mundo sin
dejarme ayudar por ellos. Dejarse ayudar es un nivel espiritual muy superior al del
simple ayudar. Porque si es bueno ayudar a los demás, es mejor ser ocasión para que los
demás nos ayuden. Quien se deja ayudar se parece a Cristo más que quien ayuda. Pero
nadie que no haya ayudado a sus semejantes sabrá dejarse ayudar cuando le llegue su
momento. Sí, lo más difícil de este mundo es aprender a ser necesitado».

***

Rabindranath Tagore (1861-1941)

Premio Nobel y figura del movimiento cultural y espiritual que movilizó a la India en
el siglo XIX. Poeta, dramaturgo, novelista, pintor, músico, pedagogo. Hasta los 25
años vivió en soledad en un recóndito pueblo de Bengala, junto al Ganges, en una
casa-barco. Los patos salvajes que venían de los lagos del Himalaya eran sus únicos
amigos: «Bebí del espacio abierto como vino rebosante de sol, y el murmullo del río
solía hablarme y me revelaba secretos de la naturaleza». Su gran libro de poesías se
titula Gitánjali (Ofrenda lírica). Su poema al «Arquitecto de los destinos de la India»,
que menciona montañas, ríos, razas e idiomas, fue elegido como himno nacional y se
canta a diario en muchas escuelas. Contempló y cantó con pasión el mundo: «Todo lo
visto ha sido insuperable». Ofrecemos tres poemas suyos sobre la muerte.

«Cuando suelte el timón,


sé que habrá llegado ya el tiempo
de que tú lo tomes.

Por tanto, aparta tus manos de él,


corazón mío, y acepta
en silencio tu derrota.
Piensa que eres afortunado

157
de quedarte tranquilo
allí donde él te sorprenda.

Mis lámparas se apagan


a cada pequeño golpe de viento,
y al intentar encenderlas de nuevo,
me olvido una y otra vez
de todo lo demás.

Pero esta vez seré más prudente


y esperaré a oscuras,
en mi estera tendida en el suelo.
Y cuando sea de tu gusto, Señor,
ven silencioso, toma el timón
y ocupa mi puesto».

***

«Tengo que irme. ¡Decidme adiós, hermanos!


Os saludo a todos y me despido.

Entrego las llaves de mi casa


y renuncio a todos los derechos sobre ella.
Solo os ruego, de vuestra parte,
una despedida amable.
Hemos sido vecinos por largo tiempo
y he recibido más de lo que os he dado.

Hoy, al amanecer,
la lámpara que ilumina
mi oscuro rincón
se ha apagado.
He recibido una llamada
y estoy listo para el viaje.

Tengo que irme.


¡Decidme adiós, hermanos!
Os saludo a todos y me despido».

158
***

«En este momento de mi partida,


amigos, deseadme buena suerte.
El alba enrojece el cielo
y el camino es hermoso.

No os preocupéis por
lo que he de llevarme
al más allá.
Emprendo ese camino
con las manos vacías
y el corazón anhelante.

Me adornaré con mi guirnalda nupcial.


No me pondré el vestido pardo de peregrino
y, aunque en el camino hay peligros,
voy sin temor alguno.

Cuando mi viaje concluya,


lucirá la estrella vespertina
y tras el pórtico del palacio del rey
se oirán los acordes melancólicos
de la música del crepúsculo.

***

Etty Hillesum (1914-1943)

Joven judía, muere en Auschwitz a los 28 años. Su inteligencia y sensibilidad pasó de


lo físico a lo espiritual. Abortó con agua hirviendo para evitarle a su hijo «la entrada
en este valle de lágrimas». Una vida puesta del revés se tituló su diario. Su vida,
evolución y muerte pone del revés a muchos. Etty se ha convertido en un referente
ético del siglo XX. Sorprende que el diario, que se abre con problemas de muchacha

159
(sexo, aborto, malas relaciones con padres, depresiones) termine convirtiéndose en
una oración y encuentro con Dios, que le proporcionó sentido en medio del mayor
sinsentido y que la convierte en «bálsamo derramado sobre tantas heridas». Es regada
por «una fuente misteriosa de amor y compasión por los seres humanos». Creyó en las
posibilidades latentes en todo ser humano. ¡Evolución increíble y maravillosa!
Dejamos que nos describa, a través de su diario, su último y áspero tramo en los
campos de exterminio de Westerbork y Auschwitz.

«Dios dentro: Debo prestar mayor atención al murmullo de tu fuente interior, en vez de
dejarme extraviar por los decires del entorno * Estos tiempos son tiempos de terror. Voy
a ayudarte, Dios mío. No eres tú quien puede ayudarnos, sino nosotros quienes podemos
ayudarte a ti y, al hacerlo, ayudarnos a nosotros mismos * ¡Dios mío, confías a mi
custodia tantas cosas preciosas! Esperemos que tenga buen cuidado de ellas * La soledad
me hace fuerte y segura de mí misma: en ella me siento en comunión con cada uno, con
todo y con Dios. Insertada en un gran todo pleno de sentido, y tengo la impresión de que
puedo compartir con otros esta gran fuerza que hay en mí * ¡Dios mío, tómame de la
mano! Te seguiré de manera resuelta, sin mucha resistencia. No me rebelaré cuando haya
que afrontar el frío, con tal de que tú me lleves de la mano * Soy como una niña: cuando
tengo problemas, me arrodillo en medio de mi cuarto y le pregunto a Dios qué debo
hacer * Una varita mágica venía a tocar la superficie endurecida de mi corazón y al
instante hacía brotar de él fuentes ocultas. Me encontré arrodillada de repente, junto a mi
mesita, mientras que el amor, como liberado, me recorría toda entera * Hay en mí un
pozo muy profundo. Y en ese pozo está Dios. A veces consigo llegar a él, pero lo más
frecuente es que las piedras y escombros obstruyan el pozo y Dios quede sepultado *
Quisiera ser una melodía que surge de las manos de Dios * Debemos orar cada minuto.
Es como si algo en mí se hubiera conectado a una adoración continua. Ese algo reza en
mí hasta cuando río o bromeo * ¡Me habita una inmensa confianza! El sentimiento de la
vida es en mí tan fuerte, tan grande, tan sereno, tan lleno de gratitud. ¡Tengo en mí, Dios
mío, una felicidad tan completa y perfecta! Como si cada uno de mis movimientos
respiratorios estuviera penetrado de esa sensación de eternidad * Lo que cuenta es
llevarte conmigo, intacto y preservado, a todas partes, y permanecerte fiel en todo y
contra todo * Me pregunto qué quieres hacer de mí, Dios mío. Pero es posible que eso

160
dependa de lo que yo quiero hacer de ti * Mi vida se ha convertido en un diálogo
ininterrumpido contigo, Dios mío. Cuando me encuentro en un rincón del campo, con los
pies plantados en tu tierra, el rostro se me inunda a menudo de lágrimas... También por
la noche, cuando me recojo en ti, Dios mío, lágrimas de gratitud inundan a veces mi
rostro y eso es mi oración * El terror crece de día en día. Me refugio en la oración como
si me encontrara en una celda monástica, y salgo de ella más concentrada, más fuerte,
más unificada.
Con los demás: He partido mi cuerpo como el pan y lo he repartido entre los
hombres porque andaban cansados y venían de largas caminatas * Al atravesar los
pasillos abarrotados… he sentido deseos de arrodillarme en el suelo en medio de la
gente. Es el único gesto de dignidad humana que nos queda en esta época terrible:
arrodillarnos ante Dios * Si un miembro de las SS me pisoteara hasta matarme, yo
lanzaría una última mirada hacia su rostro y me preguntaría con estupefacción y un
arranque de humanidad: “Dios mío, ¿qué cosas tan terribles has podido vivir, pobre
muchacho, para hacer semejante cosa?” * Dios mío, te buscaré un alojamiento y un
techo en el mayor número de casas posibles * Toda la fuerza, todo el amor, toda la
confianza en Dios de que disponemos debemos reservarlos para todos aquellos con
quienes nos cruzamos en el camino y los necesitan * Si amo a los seres con tanto ardor,
es porque en cada uno de ellos amo una parcela de ti, Dios mío * Intento sacarte a la luz
en los corazones de los otros, Dios mío * Quisiera estar presente en todos los campos de
que está cubierta Europa, presente en todos los frentes * Soy uno de los innumerables
herederos de una gran herencia espiritual. Seré la fiel guardiana de la misma * El menor
átomo de odio que añadimos a este mundo lo hace más inhóspito de lo que ya es.
Conmigo misma: Debo aniquilar en mí lo que quiero aniquilar en los otros * Debo
llegar a ser capaz de disponer de las fuerzas más profundas que hay en mí * Debo
recogerme en lo profundo para dar forma a lo que hago * Es preciso que disponga de un
gran espacio de silencio interior donde pueda retirarme y volver a mis raíces profundas,
incluso en medio de una gran agitación * No he tenido necesidad de escribir. La vida se
me ha vuelto muy clara, luminosa e intensa * Mis fuerzas se han organizado y
comienzan a luchar contra mi deseo de aventuras * Ya he sufrido mil muertes en mil
campos de concentración. Sin embargo, encuentro esta vida hermosa y llena de sentido *
El peor sufrimiento del hombre es su representación –no el mismo sufrimiento que

161
puede ser fecundo y hacer nuestra vida preciosa […] y liberar en nosotros la vida real
con todas sus fuerzas y volvernos capaces de soportar el sufrimiento real–.
Última nota dejada caer a las vías del tren hacia Auschwitz: “Christine: abro la
Biblia al azar y me encuentro con El Señor es mi cámara alta (Sal 17). Estoy sentada
sobre mi mochila, en medio de un vagón de mercancías abarrotado. Papá, mamá y
Mischa [su hermano pequeño] van algunos vagones más lejos: la partida se produjo de
modo imprevisto. […] Hemos abandonado el campo cantando, papá y mamá con mucha
calma y valor, lo mismo que Mischa. Viajaremos tres días. Gracias a todos por todos
vuestros cuidados. […] Un saludo de parte de los cuatro. Etty”».

162
Oración final

«A ti, Jesús, vencedor de la muerte


y dador de toda vida»

Señor Jesús, al recorrer los empinados años de la vida, he caído en la cuenta de que tú,
semejante en todo a nosotros menos en el pecado, no compartiste los años de la vejez ni
sus muchas perplejidades y sufrimientos. Me consuela, sin embargo, saber que lo que
albergan en su entraña de dureza y pesadez lo tomaste sobre ti, Siervo Justo que cargaste
con nuestras enfermedades. Uno a ti los trabajosos años de la humanidad para que nos
sacies de conocimiento. Muy cercano ya a participar del amargo sabor de esos altos
años, me pongo ante ti con todos los que trabajosamente los cruzan, sufren y
sobrellevan. Para cada uno de ellos quisiera pedirte, Vencedor de la muerte y Dador de
toda vida, tu gracia abundante que les permita iluminarlos y ennoblecerlos.
A los años rebeldes, concédeles el don de la obediencia a la fe que vence
insensateces y nos doblega.

A los años obedientes, prémiales las muchas veces que te dijeron de todo corazón:
«¿A quién iremos?».
A los años cansados, sopla a sus espaldas con tu brisa favorable y alentadora que
alivie su paso.
A los años esforzados, agradéceles sus largos trabajos para esparcir tu reino con
viento contrario.
A los años asustados, dales coraje para superar el miedo y confiarse a tu bondad
bienhechora.
A los años confiados, inúndalos de tal serenidad que rebose a nosotros
arraigándonos en ti.

163
A los años esperanzados, comunícales la alegría de que se harán verdad todos sus
más locos sueños.
A los años desilusionados, visítalos con la gracia de Emaús, que enciende el
corazón y nos reúne.
A los años ofrecidos, alégralos con el agradecimiento de los muchos que recibieron
gracia por su entrega.
A los años reservados, ábrelos a la alegría de compartir y dar buenas noticias a los
que los rodean.

A los años ciegos, báñalos con tu colirio que les permita vislumbrar a lo lejos la
lámpara del Cordero.
A los años iluminados, muéstrales el asombro de tu ya cercana mañana luminosa en
la playa sin ocaso.
A los años alegres, ábrelos a orar y llorar ante ti por los que solo padecen tristezas y
calamidades.
A los años tristes, inúndalos con la consolación radiante de tu Espíritu que les
devuelva paz y alegría.
A los años risueños, empújalos a contarnos con alegría tus maravillas en sus vidas y
en el mundo.
A los años replegados, rómpeles paredes y recelos con la sonrisa de los niños y la
luz de cada amanecer.
A los años visitados, ayúdalos a ver en todo y en todos los que les visitan tu bondad
bienhechora.
A los años ignorados, compénsales la ausencia y distancia de los suyos con tu
presencia cálida y buena.
A los años resentidos, visítalos con tu gracia y tu perdón que olvide agravios y
descubra bondades.
A los años agradecidos, hazles ver los frutos conseguidos y la gracia repartida por
todos los rincones.

164
A los años endurecidos, acércate con amor de Madre para hacerles presentir tu
abrazo final de ternura.
A los años tiernos, ponlos a repartir tu gran ternura agradeciendo cada brizna con
palabra y sonrisa.
A los años creyentes, concédeles irradiar entre nosotros su firmeza en la plenitud
que se les avecina.
A los años descreídos, regálales la nostalgia y las ganas de volver a la casa del
Padre que los espera.

A los años fecundos, los despierte el canto de agradecimiento de los que por ellos
recibieron la vida.
A los años estériles, concédeles la seguridad de que en su desierto habrá un día en
que florecerá la vida.
A los años sin nada, revélales la cruz como seno de donde nació toda vida que
resucita con sorpresa.
A los años abastecidos, dales generosidad para compartir tanto bien recibido con
los menos afortunados.
A los años equivocados, muéstrales que existe la hora undécima, donde todo puede
comenzar de nuevo.
A los años acertados, dales la humildad de saber que la luz para sortear
encrucijadas les vino de ti.
A los años doloridos, dales tu fuerza de Resucitado que calme, consuele y pacifique
su alma golpeada.
A los años sosegados, invítalos al gozo de reconocerte a ti como manantial vivo de
su alegría.

«Padre,
reconociendo la torpeza
de mis muchas equivocaciones,
postro ante ti mis años descolocados
con la alegría de reencontrarme
con tu rostro de Padre,

165
sin sombra de reproche
en tu ancha sonrisa feliz,
porque al fin tu fiel y tenaz espera
logró ablandar mi corazón de hijo,
para abrirme las puertas de la casa paterna
que no debí abandonar nunca,
y encontrarme contigo
en una fiesta jamás soñada».

166
Notas

[*] Jesuita. Delegado para la Tercera Edad de la provincia de España.


[1] Un muy conocido autor teatral que en el colegio me llevaba siete cursos se presenta con cinco años
menos que yo. Si no lo paran, lo entierran en el seno materno. ¡Ventajas de la creatividad!
[2] R. GUARDINI, La aceptación de sí mismo, Guadarrama, Madrid, 1962, 97-98: «Ese hombre no deja el
trabajo, sino que lo prosigue con fidelidad: por las exigencias de la familia, de la profesión, del conjunto de los
hombres, a los que está obligado. […] Son aquellas personas a quienes se confía la vida. Precisamente porque ya
no tienen la ilusión del gran éxito, de la victoria fulgurante, son capaces de lograr lo que vale y permanece».
[3] CICERÓN, De senectute, II, 4, Gredos, Madrid 19755, 16.
[4] J. MANRIQUE, Coplas de don Jorge Manrique por la muerte de su padre, IX, Cátedra, Madrid 1980, 148.
[5] Ibid., VII, 147.
[6] W. B. YEATS, Antología bilingüe, en «Arribo de la sabiduría con el tiempo», Alianza, Madrid 1990, 75.
[7] R. M. RILKE, Cincuenta poesías,en «Réquiem para una amiga», Ágora, Madrid 1957, 57.
[8] D. H. LAWRENCE, Poemas, en «Cuando el fruto maduro cae», Argonauta, Barcelona, 1980, 68.
[9] Me viene a la memoria don Licesio, profesor de Teología en el Seminario de Ávila, empezando a ir a la
cárcel de Brieva cuando frisaba los ochenta. Eso sí, en el vestíbulo de su casa dormían los recogidos de las noches
frías. Hay voluntariados muy útiles de personas ya jubiladas.
[10] . Cf. J. M.ª FERNÁNDEZ-MARTOS, «La muerte como ingrediente de la vida», en La eutanasia y el derecho
a morir con dignidad, Paulinas, Madrid 1984, 143-161.
[11] J. MANRIQUE, op. cit., XXXIV.
[12] Cf. D. ALEIXANDRE, «Polillas, ladrones y tesoros. Avisos y cautelas para tiempos de retirada»: Sal
Terrae 98 (2010), 63-71.
[13] Entre las Tineidae (lepidópteros «saprófagos») existen varias especies: la Tineola bisselliella, la Tinea
pellionella y la Trichophaga tapetzella. Al no explicitar el texto evangélico de cuál de ellas se trata, hay
diversidad de opiniones entre los estudiosos, sin que hasta ahora hayan llegado a un consenso. El debate continúa
abierto.
[14] Cf. J. M.ª FERNÁNDEZ-MARTOS, «Dios, río de agua viva para fincas mejorables»: Sal Terrae 887 (1987),
423-436.
[15] ID., «El demonio del mediodía: entre los 40 y los 60, o 20 años para la vida o la muerte»: Sal Terrae
822 (1981), 755-768.
[16] G. CELAYA, Itinerario poético, en «El martillo», Cátedra, Madrid 1976, 76.
[17] P. MATUSSEK, La creatividad desde una perspectiva psicodinámica, Herder, Barcelona 1977, 25.
[18] B. PASCAL, Pensamientos, Espasa Calpe, Madrid 19626, 37.
[19] F. BERMÚDEZ-CAÑETE, Teoría poética de Rilke, Júcar, Madrid 1987, 86.

167
[20] Cf. R. M. RILKE, Epistolario español, en «Vivencias I y II», Espasa Calpe, Madrid 1976, 258-269.
[21] Cit. por F. BERMÚDEZ-CAÑETE, Rilke. Vida y obra Hiperión, Madrid 2007, 139.
[22] J. BERGAMÍN, Antología, Castalia, Barcelona 2000.
[23] R. M. RILKE, Nuevos poemas, en «El cisne», Hiperión, Madrid 1991, 107.
[24] J. DE LA CRUZ, Subida al Monte Carmelo, libro III, cap. 8.
[25] ID., Glosa a lo divino, 5.
[26] SANTA TERESA DE JESÚS, Libro de la Vida, cap. 11, 15-17.
[27] E. SÁNCHEZ ROSILLO, Las cosas como fueron, Comares, Granada 1992.
[28] SAN AGUSTÍN, Confesiones, X, 18.
[29] D. ALONSO, Antología poética, en «Hombre y Dios», Alianza, Madrid 1979, 115.
[30] P. TILLICH, El coraje de existir, Laia, Barcelona 1973, 32-33.
[31] Cf. J. M.ª FERNÁNDEZ-MARTOS, «Jeremías casi aprendió a orar en el dolor»: Sal Terrae 943 (1992), 115-
133.
[32] F. KAFKA, Carta al padre, Lumen, Barcelona 1974, 13.
[33] J. M.ª VALVERDE, Hombre de Dios, en «Elegía de mi niñez», Madrid 1945.
[34] M. HEIDEGGER, Serenidad, Ediciones del Serbal, Barcelona, 1988, 18.
[35] EUGENIO D´ORS, La filosofía del hombre que trabaja y juega, Libertarias/Prodhufi, Madrid 1995, 169.
[36] Cf. E. ERIKSON, Infancia y sociedad, Hormé, Buenos Aires 19703, 241.
[37] M. RÍOS, Altamar del hombre, en «Oyéndote, mar», Ateneo de Sevilla-Ángaro, 2008, 36.
[38] M. RÍOS, op. cit., en «Mi economía trascendente», 29-30.
[39] Cf. J. M.ª FERNÁNDEZ-MARTOS, «Locos de alegría, abandonar a toda prisa los sepulcros. Trabajándose el
optimismo y acogiendo la alegría verdadera»: Sal Terrae 1061 (2002), 835-848.
[40] ¡Qué distinta a las atormentadas Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar!
[41] R. M. RILKE, Poemas a la noche y otra poesía póstuma y dispersa, en «Sexta y bendición», DVD
Ediciones, Barcelona 2008, 117.
[42] Cf. J. M.ª FERNÁNDEZ-MARTOS, «El ocultamiento de Dios en la ruptura de los vínculos humanos. ¿Qué
hacer en tales situaciones?»: Manresa 330 (2012), 17-27.
[43] SANTA TERESA DE JESÚS, Libro de la Vida, cap. 38, 2.
[44] SAN AGUSTÍN, Sermón 362.
[45] R. M. RILKE, op. cit., en «Entonces será el ángel», 39.
[46] Cf. D. ALEIXANDRE, «El almacén y la luna. Envejecer con la vida religiosa»: Sal Terrae 102 (2014),
493-505.
[47] M. MASAHIDE (1657-1723). Citado en: Y. HOFFMANN (ed.), Poemas japoneses a la muerte, DVD
Ediciones, Barcelona 2000, 25.
[48] En Google: 6.300.000 entradas en «recomendaciones para la vejez»; 1.970.000 en «consejos para
envejecer»; 835.000 en «vejez saludable».
[49] E. BIANCHI, Una lucha por la vida. El combate espiritual, Sal Terrae, Santander 2012, 12.
[50] Terceras moradas, II, 7.
[51] El maestro Eckhart se pregunta si es posible «volver atrás» después de haberse «desparramado en el
tiempo» y responde que «si la voluntad por un solo instante regresa a sí misma, en ese momento todo el tiempo

168
perdido es de nuevo reintegrado» (MAESTRO ECKHART, El fruto de la nada y otros escritos, Siruela, Madrid 2008,
50).
[52] Dos anécdotas personales: encargo un billete de AVE y me preguntan de la agencia al ver la fecha de
mi tarjeta dorada: «¿Necesitará usted asistencia?». Comento en mi comunidad el aniversario de mi profesión y una
joven me pregunta: «¿Cuántas se han muerto ya de vuestro grupo?».
[53] G. K. CHESTERTON, San Francisco de Asís. Santo Tomás de Aquino, Homo Legens, Madrid 2006, 54.
[54] T. MERTON, Diálogos con el silencio, Sal Terrae, Santander 2005, 113.
[55] Si quiere conocerle mejor, puede teclear www.barzilay.com o hacerse seguidor suyo en Twitter.
[56] Blas DE OTERO, Antología poética, en «Canto primero», Castalia, Madrid 2007.
[57] R. TAGORE, Gitánjali, Mensajero, Bilbao 2014, 64.
[58] J. MANRIQUE, op. cit., XXXIV.
[59] Este capítulo fue ideado, espigado y escrito, casi en su totalidad, por Fátima Miralles Sangro. Gracias.

169
Índice
Índice 2
Portada 5
Créditos 7
Prólogo 9
Introducción a cuatro manos 12
Primera parte: PREPÁRATE PARA UN TRAMO NUEVO DEL
14
CAMINO
1. Tiempo de jubilación 15
2. ¡Qué pronto se me hizo tarde! 26
Perfil de su sorpresiva llegada 26
Trabajándola de tejas abajo 28
Esta edad obliga a entrar en la verdad desnuda 31
Aceptación de uno mismo y de la propia vida 33
Preparar otro encuentro desde estas despedidas 35
3. Polillas, ladrones y tesoros. Avisos y cautelas para tiempos de retirada[12] 38
Diseño Estratégico de Retirada y Cesión de Paso (DERYCEP) 39
Cuando tesoro y corazón se encuentran 43
4. Alcanzar el último tren o ser arrollado por él[14] 46
Desmesura 50
Inquietud 51
Sedientos: hechos de agua; hechos de Dios 52
Segunda parte: SABIDURÍA PARA NAVEGAR ESTOS AÑOS 58
5. Asalto a la alegría 59
Batallada alegría y trabajado optimismo 60
Clarificando términos: alegría, optimismo, felicidad 62
Cómo trabajar el optimismo 63
6. Cumplir años o cumplirse a sí mismo 69
Elementos esenciales de toda fe 69
Religiosidad mágica 70
Religiosidad mercantil 71
Religiosidad atada a lo concreto 72
Religiosidad autónoma o Dios a mi servicio 72

170
Religiosidad de realización personal 73
Religiosidad reflexiva 73
Religiosidad conjuntiva 74
Religiosidad mística 77
Hay quien, cumpliendo años, va cumpliendo su ser 77
7. Penúltimo recodo del camino: lo bueno está al llegar 79
Caían piedras sobre Esteban y las convirtió en alas en vuelo 80
Pedradas caen en el penúltimo recodo 80
8. El almacén y la luna[46] 88
Combatir los hábitos sedentarios 88
Estimular la memoria 90
Mantener una dieta equilibrada 92
Vigilar la audición y la vista 93
Descansar al sol 94
Tercera parte: PALABRAS BÍBLICAS PARA AÑOS
96
ALARGADOS
9. Compañeros bíblicos en el camino del envejecer 97
Abrahán y Sara, una pareja de escépticos 98
Jacob, el revestido de otro 100
Noemí, la deslenguada 101
Barzilay de Galaad, el sensato 102
Zacarías e Isabel, visitados por la fecundidad 104
Simeón y Ana, residentes en Jerusalén 105
Nicodemo, el reticente 106
Lázaro, el que nunca hizo nada 107
10. Jeremías: experiencia creciente, ignorancia ungida 110
11. Preparados bíblicos para variadas dolencias. (Laboratorios «José María
120
Fernández-Martos»)
Jarabe Rocafortachón-supersalterina 120
Revital-escriturina 122
Tenaz ultraforte 124
Pastillas contra el vértigo de la mucha edad y la complicada existencia 126
Jarabe Frenadolon-forte 128
Supositorios de Donnundinina 129
Calmatón-tranqui 131

171
Aterrizalina 133
Arrejuntadón 134
Alegretina suave 136
12. Ancianidad y enfermedad, lazarillos de nuestro caminar hacia lo bueno 139
Cuarta parte: AMIGOS DE LA ÚLTIMA HORA 147
13. Ocho grandes amigos para el último instante[59] 148
Christian de Chergé (1937-1996) 148
Alfred Delp, SJ (1907-1945) 150
Hermann Heuvers, SJ (1890-1977) 151
Carlo Maria Martini, SJ (1927-2012) 152
Pierre Teilhard de Chardin, SJ (1881-1955) 153
África Sendino (1960-2008) 154
Rabindranath Tagore (1861-1941) 157
Etty Hillesum (1914-1943) 159
Oración final 163
Notas 167

172

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