Dios también reza
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Dios también reza - Ignacio Rueda Latasa
DIOS TAMBIÉN REZA
Ignacio Rueda
Al inicio de estas páginas serían muchas las personas
a las que agradecer, pero lo hago sobre todo a favor
de las gentes ecuatorianas, con las que conviví
tantos años, porque ellos y ellas me pusieron en trance
de escuchar estos rezos de Dios que brindo ahora.
Y a mis amigos Alfredo y Lorena Salazar Aguirre,
de «Formas y Accesorios», junto a Peter Mussfeldt,
de «Versus», que creyeron en
estos desahogos coloquiales del Padre Bueno.
Gracias, ñaños.
NOTA AUTOBIOGRÁFICA
Pienso que son mis genes los que me han lanzado a rodar tanto por la vida. Me parece vulgar decir que cargo setenta y cinco calendarios a la espalda, por lo que confieso que nací hace tres cuartos de siglo, y, además, que así la cosa me suena a crianza en roble envejecida y a mejor cata.
Me dio por decir que quería ser cura, y lo conseguí mediado el pasado siglo. ¡Abuelooo! Sí. Entiendo que, en vista de mi poca formalidad, me enviaron a estudiar filosofía, ¡a mí, que soy ametafísico! Eran muchos miles de liras el precio del cartón académico, y crucé los Pirineos de regreso a casa sin él. Aparqué en Pamplona, donde nací. Fui director de una revista que conjugaba mal con el árbol de Porfirio. Ingresé en la Escuela de Periodismo, y me dieron carné de hombre de la pluma en 1961.
Mis genes me llevaron hasta Dallas, USA, tres meses después del asesinato de Kennedy. Allá aprendí a masticar chicle y a escupir un spanglish que Cervantes y Shakespeare aborrecerían, y yo también. Di un salto y caí de pie donde se reza a Cristo y aún se habla en español, en 1963. El espinazo de los Andes sabe de mis correrías por toda América Latina. Aquí nací de nuevo y escribí mi primer libro, Latitud cero, que dediqué al hombre y a la mujer latinoamericanos, que me engendraron a una nueva vida, «y topé con el hombre/ aquí, latitud cero;/ y reencontré mi vida/ aquí, latitud cero;/ y un Dios recién nacido/ aquí, latitud cero;/ y una historia editada/ sin falacias, aquí…».
Junto a estos hombres y mujeres oí rezar a Dios casi durante cuarenta años, y es lo que ahora os transmito sin pudor, cuando ya la máquina ronca y las ruedas necesitan urgentemente de un recauchutado.
IGNACIO RUEDA
PARA ALCANZAR SU SECRETO
Se pregunta Ignacio Rueda si Dios reza, y no hace falta asumir la respuesta que él da a su pregunta, las evidencias de la presencia de un Dios que reza, que sonríe, que ama en cada instante en el que la vida cobra un significado especial, un tono singular, una luz diferente, en cualquier lugar, a toda hora, en las condiciones más premiosas y en los instantes menos imaginables; Dios está en lo que es todo hombre, en su vida, en sus más altos pensamientos, en la plácida sencillez de lo ordinario, en el amor que alcanza perpetuidad y en el dolor que nos acompaña fiel. Ese es Dios en el creyente; Ignacio pretende demostrarnos cómo ese mismo Dios está en la soledad del descreído, en la dureza discorde del amargado, en el vacío del que acumula fracasos y en los hombres socialmente excluidos.
Los que hemos tenido el privilegio de conocer en cercanía a este excepcional creyente aceptamos de inmediato cuanto en su inteligencia, en su corazón y en sus palabras tiene significado humano e inmediata relación con lo divino. Por eso, cuando Ignacio escribe y nos revela, con humanísima gracia comunicadora, los rezos de Dios que en la vida los ha escuchado, se hace irrecusable su relato vivo, su testimonio cierto, que se impone y nos gana el alma con una ternura verídica tan cercana o con un viril coraje que desarma toda ira, por cuyo poder alcanzamos a entender y descifrar el secreto de un Dios que reza en el dolor humano del que vive en fe o del que sufre solitario en la increencia; alcanzamos a comprender, sobre todo, a un Dios que reza en la pobreza feliz del que ama y tiene el pan de cada día o en la miseria redimible del que espera con amor a la justicia que redime.
La capacidad humana de tener siempre consigo palabras precisas o de contar con las nuevas formas de expresión de lo vivido, que las aprende de Dios, que reza este evangelista, abierto a las novedades también proféticas de las nuevas generaciones, le dan poder para comunicarnos esa inagotable inspiración divina por la que está presente lo mismo en la fe que heredamos de nuestros padres que en la que surge en nuestras conciencias desde la necesidad de ser tanto más hermanos cuanto más nos globaliza y despersonaliza la cultura, que al armarnos de egoísta nos desalma y deshumaniza. Esta teología vivida y vívida, profunda y esdrújula, la revela Ignacio Rueda mientras deja rodar el testimonio de su vida, que se rezó con Dios.
Para alcanzar un secreto y comprender cómo puede nuestra humana inteligencia penetrar tan profundamente en los secretos de Dios e interpretar en idioma nuestro sus silencios universales y sus revelaciones de todo instante y de cualquier cultura, es necesario poner lo que este despojado capuchino posee en su pobreza; tiene el poder de la franciscana fraternidad, la capacidad de la entrega absoluta que trasmite lo que puede alcanzar con el más generoso desprendimiento; Dios se desprende del alma de Ignacio y él se permite, con un valor envidiable, entregarnos sus interpretaciones de los rezos de Dios, para que recemos con Él.
Dios, desprendido de Ignacio, nos dejará leer en este libro, en nuestro idioma, su amor de siempre, su luz inacabable, su ternura de Padre y nuestra sinceridad de hijos. Recemos con Dios, hermano Ignacio.
Fr. LUIS ALBERTO LUNA TOBAR, O.C.D.
Arzobispo emérito de Cuenca (Ecuador)
NO ES DIFÍCIL HABLAR DE LO QUE SE AMA
Este libro de Ignacio Rueda es, lejos de toda vanidad, más denso y vital que muchas sesudas tesis teológicas. Estas, en efecto, basan su argumentación en la cantidad de citas y testimonios que aducen, en los complicados argumentos que elaboran, en las sutiles conclusiones a las que llegan. El libro de Rueda se basa sobre la simple experiencia, sobre las más elementales y hondas percepciones vitales de una persona sensible a lo humano y hondamente creyente. Por eso, este, a pesar de su título, no es –como el evangelio– un libro religioso, sino un libro de vida. Y más, podría ser entendido como un libro de experiencia amorosa. El último Barthes decía que nada es más difícil que hablar de lo que amamos. Pues bien, a Ignacio Rueda le resulta fácil, entrañable, gozoso, hablar de lo que ama. Por eso estas páginas destilan el amor entreverado, doble pasión, que el autor tiene a la historia humana, a la persona y al Dios que la acompaña. Apréstese el lector a entrar en el torbellino del amor desde la primera página de esta obra.
Rueda tiene, como escritor consagrado, una forma literaria que arrebata. Sabe mezclar elementos que a muchos le resulta inmezclables: la palabra popular y el término preciso, el verbo poético y el lenguaje llano, la ternura contenida y el desmadre festivo, la sensatez y una buena dosis de osadía. Es posible que los sesudos autores del sistema tuerzan el gesto ante tales páginas, y hasta es probable que la inagotable raza de los censores se fije en algunas expresiones atrevidas del libro. Pero, si así fuere, ello indicaría que el libro contenía algo más que los trillados caminos de quienes acumulan frases dichas, pero no experiencias nuevas. Quizá sea bueno para el amable lector o lectora dejarse envolver por este huracán verbal en que se convierten algunas páginas del libro o por la tenue brisa que en otras ocasiones susurra. No resulta complicada la prosa de Ignacio Rueda, como algunas personas aducen en su contra, si de verdad se quiere asimilar su experiencia. Porque su estilo es el adecuado a las vivencias ahondadas. Uno lleva a otras.
Pero esta obra no es únicamente forma. Lo bueno está en su fondo. Sobre todo en dos aspectos: su manera de ver a Dios, su modo de enfocar el hecho humano. Rueda es un escritor ya avanzado en vida, en años, en caminos. Él dice que quiere que la muerte le encuentre lúcido, porque la lucidez ha acompañado su camino personal, más allá de las naturales limitaciones de toda persona. Y en esa experiencia de «persona mayor», Ignacio Rueda ha logrado lo que pocas personas religiosas adultas consiguen: cambiar la idea de Dios y expresarla en modos nuevos. El Dios que ofrece este texto está tan alejado de los viejos manuales de teología, que sin duda el mismo autor estudió, como el tosco martillo del complejo ordenador. Son herramientas, experiencias, de épocas distintas. Cuando los creyentes adultos aducen que no están para cambios, libros como este lo desmienten. Porque la imagen de Dios que propone Rueda es la de un Dios acompañante, entendido en sufrimientos con los hombres, mezclado, sorprendente y sorprendido en la senda de la vida, disfrutador de nuestros disfrutes, perdedor con nuestras pérdidas. Es, incluso, un Dios que escribe poemas de amor. Y ¡qué poemas con qué amor! Algunos de los textos que Dios «escribe», como aquel de «vuelve pronto, mi amado, que sin ti llora mi árbol…», habrían de figurar tanto en las antologías de la literatura como en los elencos de textos místicos.
Y luego está su visión nueva de la persona, su pertinaz leitmotiv de que el nuestro es un «barro» hermoso, lleno de Dios y de vida, una arcilla que Dios ama y en la que él se encuentra, ante la que habría que hincarse de rodillas porque la arcilla, más que el mismo Dios, es el verdadero objeto de adoración. No se trata de ningún extraño inmanentismo. Es la percepción honda de que la nuestra es una historia habitada, una «tierra con marido», como dirían los viejos profetas. Tanto acíbar que se ha vertido sobre la historia humana y ahora vienen textos como este a devolvernos la correcta visión de una realidad en la que, como diría el evangelista teólogo, Dios ha puesto su morada con la intención de no irse nunca más (Jn 14,23). Este libro es un adelantado de esa «teología del barro» que nos puede abrir a un humanismo nuevo, que nos ha de llevar a la realidad, hoy aún en el horizonte, de amar la tierra. En ese sentido, la presente obra es una contribución a la nueva teología de la historia, aún por hacerse.
Podría parecer que el autor se sitúa en modos excelsos y grandilocuentes. Todo lo contrario, la modestia es el marco de experiencias tan marcantes. Y esa modestia se convierte en garantía de verdad. Porque Ignacio Rueda posiblemente no tiene ninguna pretensión con este modesto libro, simplemente la de ofrecer su camino de creyente mezclando con la vida a otras personas que, sin duda, están en similares empeños.
Ha querido Ignacio, hermano, que este libro fuera prologado por un teólogo, especie de la que él desconfía abiertamente. Este teólogo agradece al creyente experimentado que le haya dado la oportunidad de leer su libro como primicias. Y como la ciencia que hincha no llega en ocasiones a cercenar el anhelo de Dios y la pasión por la vida, el teólogo agradece desde estas páginas al autor su oferta creyente. Estamos seguros que esta misma experiencia ha de repetirse en el corazón y en las manos de quienes van a acoger este libro. Hablemos de lo que amamos.
FIDEL AIZPURÚA DONAZAR
Facultad de Teología de Vitoria
PROPÓSITO
¡Hola, amigo! ¿Tú rezas mucho? Yo no, por desgracia. Los hay y las hay que no rezan nunca. Algunos lo hacen de vez en cuando, otros y otras, largamente y con frecuencia.
El rezo es un modo de ponerse en contacto con el ser siempre mayor a quien los más pequeños nos dirigimos suplicantes para alabarlo, contarle nuestras cuitas y alegrías, ¡tantas cosas! Bien. Pues si el rezo es una mera relación del de abajo con el de arriba, y solo eso, se comprende que más de uno pueda sentirse incómodo con el título de este rimero de hojas que ofrezco.
Pero no. El significado del verbo «rezar» va más allá de lo que el uso viene haciéndole decir desde hace cuatro siglos, con el sentido ya apuntado de dirigirse a Dios con alabanzas, súplicas, agradecimientos, todo a ritmo de salmodias y letanías.
En el pasado, el verbo «rezar» significó «recitar, pronunciar en alta voz» una idea, un juicio, un sentimiento, y así se emplea todavía hoy en contadas ocasiones: «Reza el documento», se dice, sin que con ello se haga referencia alguna a un contenido oracional de acción de gracias, súplica o plegaria sin más.
Pues por ahí va precisamente la intención del rimero de páginas que ojeas en este instante, porque ¿qué impide que Dios se nos comunique, recite en alta voz sus ideas y sentimientos sin ambages, alabe o recrimine, elogie y, también, ore a los hombres, inferiores a él, claro, pero hijos suyos muy queridos?
* * *
Yo he escuchado estos rezos de Dios, sorpresivamente, a lo largo de mi vida, en el rumor de la brisa, como si no, en el roce diario con hombres y mujeres a ras de tierra, a veces, diría, con más nitidez que en las mismísimas plegarias eucológicas –¡perdón!– a las que asisto con frecuencia. El mismo Dios –sed benévolos conmigo– me fue revelando estos rezos suyos a lo largo de mi muy ajetreada vida en más de medio siglo de patear variopintas geografías físicas y humanas. Aprendí a escuchar a Dios dentro de sencillas comunidades cristianas entrañables, partícipe yo de sus gozosas vivencias de fe, sus gritos en la lucha, sus caídas y pasos firmes, dudas y esperanzas.
Digo que Dios me reveló graciosamente estos rezos suyos, aunque, a fuer de sincero, confesaré que no estoy plenamente seguro de ello, porque acaso haya sido obra exclusiva de ellos y ellas, hombres y mujeres, mis compañeros de viaje muy queridos, quienes, en nombre del Padre Bueno, me susurraron al oído lo que ahora transcribo para ti. Sea como fuere, amigo, amiga, permíteme que me haga la ilusión de que fue él mismo quien me cuchicheó estos rezos de los Pirineos a los Andes, a un lado y otro del río Grande, por rodadísimos asfaltos huidizos, por trochas y chaquiñanes, viviendo con inolvidables gentes queridísimas.
Claro que no pretendo convencer a nadie de que el mismo Espíritu me haya susurrado al oído los rezos que ahora desempolvo y saco de mi almario para ti. No. Sé bien cuanto se dice del canon revelado y clausurado hace una ristra de años, y para siempre; pero así y todo, déjame que, con todo respeto, me salte un tantico a la torera la tal verdad o, si no, que de momento la cuelgue en la percha, porque pienso yo para mi coleto que a Dios no lo silencia nadie, y que, de vez en vez, él se saca de la manga, creativa y sorpresivamente, unas mínimas revelaciones grandes, alucinantes, bien en el silencio de la noche o a todo sol, en horas punta, alocadamente febriles, cuando maduran más aprisa los semáforos y se hacen soporíferos los asfaltos; en la umbrosa quietud apacibilísima de un otoño tocado de oros viejos; o en otros momentos más irrelevantes, una amarga teoría de bostezos, por ejemplo, o como en aquella ocasión, de regreso a casa, después de haber aupado la esperanza a una niña prostituta que estaba en ello «para dar de comer a mis ñañitos».
Se me dirá que este hablar de Dios descomplicado, o séase, un rezo así entendido, no entraña ninguna seria revelación a años vista, y que una tal manifestación emocional nunca podrá dar pie a un núcleo teológico fundante. Bien, y, si así fuera, ¿qué? No me cuesta admitir que se precise en ocasiones una más honda estructuración teológica revelada para llegar al conocimiento del Dios uno y trino, pero yo me pirro por estas revelaciones simplicísimas, sabrosas como los doce granos de uva irrelevantes –medianoche, san Silvestre– que nos despiertan otra vez a otro año y a nuevas esperanzas.
Puede, digo, que se necesiten esas honduras intrincadas, pero ¿será la razón el único camino válido para llegarse hasta la verdad? ¡Qué va! Muchas veces accedemos a conocimientos vitalísimos no necesariamente a través de honduras conceptuales, estudios concienzudos, notas a pie de página y abundosos índices bibliográficos. No. Nuestros mayores, sin tener repajolera idea de cánones, concilios y exégesis de pura alquimia, nos embarcaron en un seguro sentido de Dios con sencillísimas narraciones de dudosa hagiografía, sin elucubraciones, de modo narrativo solo, bellamente, al son de arcanas letanías monótonas, al socaire de un cálido ambiente familiar entrañable.
Yo, por mi parte, me despepito ante la imagen, el símbolo, el mito, la cabriola y el chascarrillo, el buen decir y la belleza, el amor y los dorremifasoles; las cometas también, porque «en la brisa estaba», y en el arco iris, el beso, la flor en la solapa, el apretón de manos, el brindis y el buen humor, que es amor sin hache, convenientemente trocada la «u» en «a». ¿O no? Y me rebrinca, además, una agria morisqueta frente al logos, la hondura conceptual, la tesis –sed contra est, ad primum dicendum–, al tiempo que me llevo rebién con Charlie Chaplin, Mario Moreno «Cantinflas», el Principito, Mafalda y José Luis Cortés. Y es que también el corazón tiene su árbol de Porfirio, salga lo que saliere, ilógico, gracias a Dios, con las ramas chuecas, sístoles y diástoles a su aire, zangolotinos, porque sí, a la gallina ciega; amén de una sombra bajo la que poder soñar de vez en vez que los ríos, por ejemplo, se ponen de puntillas, que sestean los chopos horizontales, se sindican y se hacen almadía.
¿Que el sentimiento no tiene nada que decir a la hora de aprehender las cosas de mi Padre? Pues mi menda no piensa de igual modo, y tengo para mí que la intuición, el sueño y la utopía son muchas veces fuentes limpias de altísimo saber.
He escuchado estos rezos de labios del Padre Bueno, que vive a la vuelta de la esquina, y compra el periódico con las primeras luces en el mismo kiosco donde yo